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MISTERIOS DE PARÍS.
TOMO PRIMERO.
MISTERIOS DE PARÍS,
REVISADOS y CORREGIDOS POR SU AUTOR
EDICIÓN POPllAR
^ Ador nada con CIEIV láminas
Y PUBLICADA POR LA
TOMO PRIMERO.
^'^^'^'im.j^.^^"^^^^
BARCELONA :
Imprenta de Sairí, A. Gaspar y Berdagi er.
1845.
Al. TBAOIJCTOK
D. 31. 3í. Sttu íttartin,
^2f3 i¿3 iF:aa:ú:!rij'^
LA EMPRESA DEL IIAIICELO.^ÉS.
••"^í
Los Misterios de Paris I ! ! nombre que resuena
de un confín á otro del mundo.... parto sublime
de la fértil, ardiente é inagotable imaginación del
tan célebre escritor francés Eugenio Sue:... novela
que se la arrancan todos de las manos para leerla
ó mas bien devorarla.... cuerno de abundancia de
engaños y desengaños... obra que ha merecido los
mayores y mas justos elogios de la prensa litera-
ria del orbe entero.... producción moral para unos,
filantrópica para otros, reformista para los mas,
y agradable para todos.... cuadro que abraza toda»
las clases de la sociedad desde el primer escalón
de la Aristocracia hasta el último de la Democra-
cia.... autopsia de los vicios y virtudes de que tan-
to abunda la especie humana;.... y últimamente
espejo fiel en donde reflejan constantemente la di-
yin PRÓLOGO.
versidad de imágenes que abriga la organización
social con sus defectos é ilusiones.... He aquí lo
que son los Misterios de Paris, de quienes la em-
presa del Barcelonés , impelida del zelo que la
anima para corresponder á la benevolencia y bue-
na acogida que el público barcelonés se ha dig-
nado tributar á su diario , ha determinado el tirar
la presente edición verdaderamente popular y de
una baratura hasta el^ia nunca visía, á fin y efecto
deque tanto el modesto J-rtcsano, como el opulen-
to Magnate no carezcan de tan preciosa novela ,
cuya moral está divinamente aliada con la parte
recreativa, habiendo logrado su autor llenar en
todas »us partes aquella máxima que dic«: instruir
deleitando.
Empero la empresa del Barcelonés no concreta
sus anhelos puramente en esto, sino que deseosa
de complacer en un todo á los suscritores que le
han prodigado su aprecio y simpatía, ha consa-
grado todos sus desvelos á conciliar el poco coste
de la obra con una colección de cien láminas que
análogas al texto, servirán de ornato á la novela,
y darán mayor realce é interés á su narración.
Ninguna traducción se ha emprendido hasta el
dia de esta última edición corregida y reformada ,
y no solo es nuestra la honra de ser los primeros
en adquirir para nuestra lengua el nuevo trabajo
de Sue, sino también la de presentar nuestra ver-
sión castellana con la rica gala tipográfica de la re-
ferida edición francesa; ventaja de que no disfruta
ninguna de las innumerables traducciones que se
PllÓLOGO. IX
han hecho y se están haciendo á todas las len-
guas de Europa.
Por lo demás no pretendemos gran mérito de
originalidad ni sutileza de interpretación: nos fe-
licitamos, por el contrario, de haber tenido que
seguir paso á paso, obligados por la combinación
tipográfica de esta edición, el estilo y conceptos
del original; que son lisos é inteligibles como to-
do lo que producen las grandes inteligencias en
Francia, en España y en todas partes. Si alguna
ventaja obtuviere nuestro trabajo sobre las demás
versiones castellanas que hastú el dia se han he-
cho, consistirá mas bien en esta circunstancia que
en nuestro propio merecimiento.
La conveniencia de sustituir al argot francés el
caló español ó la germanía , á fin de presentar en
su luz algunos de los principales caracteres de la
obra, nos parece tan evidente que nos abstene-
mos de insistir en ella. Esta persuasión nos ha
obligado á formar un copioso vocabulario del
horrible idioma de los presidios y de las gavi-
llas de ladrones; improbo y enojoso trabajo en el
cual nos ha llamado la atención la similitud ge-
neral y la frecuente identidad de los signos del
lenguaje de los malhechores en ambos países.
i-OOO^E**
LOS
MISTERIOS DE PARÍS,
CAPÍTULO PRIMERO.
J.A TASCA.
Al anochecer de un dia frió j lluvioso de octubre
de 1838, cruzó el Puente del Cambio (1) un hombre
vestido con blusa azul, panlalon del mismo color y
un sombrero de paja usado y de ala ancha en la
cabeza. Un momento después desapareció en la
Cité [2), laberinto de calles estrechas, oscuras y tor-
tuosas, que se estiende desde el Palacio de la Jus-
ticia (3) hasta el antiguo templo de Nuestra Seño-
ra (4).
Este cuartel de Paris, aunque pequeño y muy
vigilado por la policía, sirve de asilo y madriguera
á un sin número de malechores de la ciudad , los
cuales celebran en las tascas suscitas y reuniones.
Tasca , en caló , habla ó dialecto de los ladrones y
rufianes significa una taberna de humilde cons-
trucción. Dueños de estas tabernas , frecuentadas
por la escoria de la población de Paris , como pre-
sidarios que han cumplido su condena, ladrones
y asesinos, son por lo general, ó bien un hombre
que ha sido ya perseguido ó castigado por la jus-
ticia á causa de su malvi\ir, ó una mujer que ha
2 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
sufrido la misma degradación. Cuando se comete
algún crimen, la policía echa sus redes , por de-
cirlo así, en el fangal de aquellas cloacas, y casi
siempre coje en ellas á los culpados.
Corría bramando el viento en la noche referida
por los callejones oscuros de la Cilé, y los rever-
Iberos agitados reflejaban su luz pálida é incierta
en la humedad qne inundaba el lodoso pavimento.
Las calles eran tan angostas, que casi se toca-
ban los tejados de las casas opuestas, todas de color
negruzco, y con al unas ventanas de marcos vie-
jos y carcomidos. Los portales, sucios y asquerosos
daban paso á usas escaleras fétidas, negras y tan
])erpendiculares , que apenas se podia subir por ellas
asiéndose á una cuerda sujeta á la pared con gara-
balcs de hierro.
Ocupaban el piso bajo de algunas de estas tristes
mansiones, tiendas de carboneros, traperos y re-
vendedores de malos comestibles; y á pesar del po-
co valor de las mercancías , era tal el temor que
inspiraba á sus dueños la audacia de los ladrones
de aijuel barrio, que todas las tiendas tenían á la
calle fuertes rejas de hi rro.
El hombre de que hemos hablado dejó de cami-
nar tan aprisa al entraren la calle de Feves, situa«
da en el centro de la Cité : estaba sin duda en su
elemento.
La oscuridad de la noche era profunda, y las rá-
fagas de viento azotaban con ímpetu furioso las
paredes . Se oyó dar las diez en el reloj del tribu-
nal de Justicia.
Había en los portales abovedados, oscuros y pro-
fundos como cavernas, algunas mujeres, de las cua-
les cantaban unas á media voz letrillas populares,
otras hablaban entre sí , y otras calladas é in-
móviles, tenían maquinalmenle fija la vista en el
LA TASCA. 3
agua que caía á torrentes. El hombre de la blusa
azul se paró de repente delante de una de aquellas
mujeres, que estaba triste j silenciosa, y asiéndola
de un brazo !a dijo :
— Buenas noches , Guillábaora (a)
Esta retrocedió contestando con voz tímida:
— Buenas noches, Churiador (b). No me lastimes.
Era el Churiador un galeote cumplido, á quien
hablan dado este nombre en presidio.
— Ya que estás aquí , dijo el hombre me "vas á
pagar el peñascaró (c)... ¡porque sino te hago bai-
lar ti zapateado! — añadió soltando una bronca
risotada. — j Dios mió , si yo no tengo dinero ! —
respondió temblando la Guillábaora ; porque
aquel hombre era el terror de todo el barrio. — Si
no hahülas carrn les (d) , te fiará la Pelona por tu bue-
na cara, — No, no me fiará... la debo va el alqui-
ler de la ropa que traig ) puesta. — ¡ Hola ! ¡ parece
que me replicas!... — dijo el Churiador alzando la
voz y corriendo tras de la Guillábaora, que se
había refugiado en un portal angosto y oscuro co-
mo la noche. — \ Ya te cojí I — gritó el Churiador
al cabo de algunos momentos, apretando con una
de sus enormes manos un brazo suavísimo y de-
licado.— ¡Ahora sí que lo vas aballar!... — ¡Tu
si que lo bailarás ! — i'ijo una voz firme y amenaza-
dora.— ¡ Por Sambruno, aquí hay un hombre ! ¿ Eres
tú, Brazo Rojo?
Responde luego y no aprietes tanto... rae había
(a) Guillábaora. En argot francés , goualcuse. — (b) el
queda cuchilladas ó piiña!adas de clutrí, cuchillo 6 puñal en
argot francés Cliourineur. No usaremos mucho tiempo esta
jerga repugnante, y solo daremos de ella algunas muestras
características. — (c) Aguardiente. — (d )Si no tienes dine-
ro menudo, ó cuartos.
!t. LOS MISTERIOS DE PARÍS.
puesto aquí en el portal de tu casa... Sí, puede
ser que seas tú...— No es Brazo Rojo... — respondió
la Yoz. — i Bueno está I pues ya que no eres un
amigo, tendremos jarana y temblará el mun-
do ! — gritó el Churiador. — Pero ¿de quien diablos
es esta patita que tengo aquí? ¡si parece la mano
de una mujer'... — esa pata tiene esta compañera
— lepuso la voz. Y el Churiador sintió que la de-
licada cutis de aquella mano que lo cogió súbita-
mente por la garganta , cubría unos nervios de ace-
ro.
La Guillabaora,'que había buido al fondo del por-
tal y subido algunos pasos de la escalera , se detu-
vo un momento, y dirigiéndose á su protector,
le dijo :
— ¡Oh, gracias, Señor, gracias!... Me queréis
defender... ¡ pero mirad que es el Churiador I... Dijo
que me iba á hacer mal si no le pagaba el aguar-
diente... pero se chanceaba ¿quien sabe? Ahora
que estoy segura, dejadle. ¡Cuidado, Señor!... mi-
rad que es el Churiador. — Si él es el Churiador,
también yo soy un nicabao que no es liando ni lon-
gares (a) — dijo el desconocido; y todo quedó en
silencio.
Algunos momentos después se oyó en las tinieblas
el ruido de una pelea.
— ¿Quién es este rabioso? — gritó el bandido
haciendo un violento esfuerzo para desprenderse de
su enemigo, en quién conoció desde luego un vi-
gor eslraordinaiio. — ¡Aguarda! le dijo con voz
terrible y rechinando los dientes ¡aguarda, que las
vas á pagar por tí y por la Guillabaoral
— ¿Pagar? sí ¡ y en buena moneda de puñetazos!
(a) Rambien yo soy un bandido que ns es flojo ni co-
lear de.
LA TASCA. 5
no tengas cuidado, que ya le cobrarás.,. — repuso
el desconocido. — Si no me largas la corbata , te
como las narices — murmuró el Ghuriador con voz
sofocada. — Las tengo muy pequeñas, amigo; y
además apuesto á que no las ves. — Pues acerque-
monos al farol. — Vamos, dijo el desconocido ; allí
nos veremos la cara.
Y empujando al Ghuriador, á quien tenia cojido
aun por la garganta, le hizo retroceder hasta la
salida del portal, y lo echó á la calle, alumbrada
apenas por la luz del reverbero.
El bandido perdió de todo punto el equilibrio; mas
recobrando luego una actitud firme, se arrojó con
furor sobre el desconocido, cuya figura esvelta y
delicada no revelaba el vigor prodigioso que aca-
baba de manifestar. Después de algunos minutos
de combate, el Ghuriador, aunque de contestura
atlética y muy hábil en esta especie de lucha lla-
mada vulgarmente la zancadilla, halló, como sue-
len decir, á su maestro... El desconocido le pasó
el pié con una destreza maravillosa , y lo echó á
tierra dos veces.
No queriendo reconocer aun la superioridad de su
adversario, volvió á la carga el Ghuriador rugien-
do de cólera. Pero cambió entonces de método
el defensor déla Guillabaora, y descargó sobre la
cara del bandido una lluvia de puñetazos, tan re-
cios y terribles como si fueran dados con un guan-
te de hierro.
Estos puñetazos, digí os por cierto de la envidia
y admiración de Jack Turner, uno de los pugelis-
tas mas famosos de Londres, eran tan ajenos de las
reglas déla zancadilla, que aturdido el Ghuriador
cayó en tierra como un buey, murmurando entre
dientes:
— Me doy por vencido ; me basta. — I Ay , Dios
{> LOS MISTERIOS DE PARÍS.
mió! ¡tened compasión, dejadlo! — dijo la Guilla-
baora, que durante la pelea se habia adelantado
hasta el dintel de la puerta, y luego añadió
con asombro « — Pero ¿quien sois? á no ser el
Maestro de Escuela ó el Esqueleto, nadie hay des-
de la calle de San Eloy basta Nuestra Señora , ca-
paz de luchar con el Churiador. ¡Ah, cuanto os
lo agradezco. Señor! A no ser por vos quizá me
hubiera pegado*
El desconocido escuchó con atención aquella voz
de mujer. Jamas habia oído un acento mas dulce,
mas sonoro ni mas angelical, Quiso distinguir las
facciones de la Guillabaora, pero I a noche era os-
cura y muy escasa la luz del reverbero.
Después de haber permanecido algunos minutos
sin movimiento, el Cburiador empezó á menear las
piernas, después los brazos, y por último se levantó.
— ¡Cuidado! — gritó la Guillabaora refugiándo-
se de nuevo en el portal y tirando del brazo á su
protector: — ¡Cuidado! se querrá vengar. — No te-
mas, prenda mia; si quiere mas, aun tengo para
darle.
El rufián oyó estas palabras y dijo al descono-
cido:
— Gracias... tengo la calabaza desecha y un ojo
no sé como. Por hoy me basta. Otra vez será otra
cosa... si te vuelvo á encontrar... — ¿Te quejas de
lo poco? Si no estás contento aun... — dijo el des^
conocido en tono amenazador. — No por cierto, no
me quejo; me regalaste á m .nos llenas... Vaya que
eres pájaro de cuenta... — dijo el Churiador con
voz áspera y mohína", pero con aquella atención
respetuosa que la fuerza física impone siempre á la
gente de su clase; — Cierto, me apretaste fir-
me: pero mira, á no ser el Esqueleto, que es tan
flaco y tan fuerte que nadie diria sino que tiene los
LA. TASCA. 7
huesos de hierro , j el Maestro de Escuela que se
comería tres gigantes de un almuerzo , nadie hasta
la fecha puede alabarse de haberme pisado las cos-
tillas.— Bien ¡y qué! — ¿Y qué? nada; que en-
contré por fin á mi maestro. ¡Cáspita! También
hallarás lil tuyo con el tiempo... todos le tenemos.
Lo cierto es que ahora que has pateado el Churia-
dor, podrás meter en un puño á {odo el barrio.
Todas las mujeres serán tus esclavas; los taberneros
y taberneras te fiaran de miedo que se les caiga en-
cima el tinglado; ¡serás un verdadero rey, y to-
do lo que quieras I Pero, vamos claros ¿quién
eres tú que chimullas (a) caló como la jente? Si eres
siempre tan valiente como hace poco , confieso que
no soy hombre para tí. Es cierto que he dado al-
gunas puñaladas , porque cuando la sangre se me
sube á la cabeza, pierdo el sentido y allá va el gol-
pe caiga donde cayere... pero he pagado mis moja-
das (b) con quince años de presidio: mi tiempo
se cumplió, estoy libre, puedo vivir en la capital,
no debo nada á los avisados (c) ; y en la vida del
mundo he robado nada á nadie: pregúntaselo á la
Guillabaora. — Es verdad lo que dice ; no es la-
drón — repuso la joven. — Entonces vamos á be-
ber un vaso de peñascaró y y sabrás quien soy, di-
jo el desconocido. Vamos , camarada , sin pisca de
rencor: pelos á la mar. — Por mi, tierra á lo pasado.
Eres mi maestro , lo confieso; meneas los puños.,,
que es maravilla sobre todo la última andanada.
¡San-ta Maria, que chubasco! nunca me cojió otro
igual... he de aprender e§e modo áeendiñar fd). —
Volveré á empezar cuando quieras ¡ Hola, oh,
conmigo, nol -^ contestó riendo el Ghuriador. —
(a) Que liablascaló. (b) Puñaladas, (c) Jueces, (d) Pe-
gar, dar golpes.
T. 1. 2
8 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Aquello parecía un mazo de fragua., aun me parece
que lo estoy sintiendo. Pero tú debes conocer á
Brazo Rojo , ya que estabas en el portal de su
casa. — ¿Brazo llojo? — respondió algo inmutado
el desconocido; y luego añadió con indiferencia ; —
No sé quién es Brazo Rojo. ¿Habita solo esta casa?
Llovía , he entrado un momento en ese portal para
abrigarme, quisiste hacer daño á esachica, yo te
lo hize á tí... y no hubo nada mas. — Ni mas ni
menos: nada tengo que ver con tu vida. Brazo
Rojo tiene un cuarto aquí, pero pocas veces viene á
él, porqué está siempre en su jabardillo de los
Campos Elíseos. No hablemos mas del asunto... —
Y volviéndose luego á la Guillabaora continuó,
A fé de hombre que eres una guapa muchacha; yo
no quería zurrarte, porque sabes que no soy capaz
de hacer daño á una niña. Es cierto que todo fué
una pura broma; pero sin embargo diste pruebas
de buen corazón en no haber azusado contra mi á
este rabioso; ya no podía mas cuando me tenía de-
bajo de los pies. Vendrás á beber con nosotros; el
Señor es quien paga, Pero á todo esto, camara-
da continuó , dirigiéndose al desconcido — ¿ no
seria mejor que en lugar de piar peñascaró (a)
fuésemos á cenar á la tasca del Conejo Blan-
co? — Dicho y hecho... yo pago la cena. ¿Quieres
venir tú, Guillabaora? — dijo el desconocido. —
Gracias, Señor: me puse mala al veros pelear, y
se me quitó la gana de comer. — ¡ Qué impor-
ta ! las ganas vienen comiendo — dijo el Churia-
dor. — La mesa del Conejo Blanco es de lo bueno
que hay.
Y se dirigieron los tres á la taberna en la mejor
armonía.
(a) De beber aguardiente.
r
r'(.
LA TASCA. 9
i)urante la pelea del Churiador y el desconocido,
un carbonero de talla colosal babia observado con
inquietud, emboscado en un portal, los trances del
combate, sin prestar el menor ausilio á ninguna de
las partes como hemos visto ; y cuando el descono-
cido, el Churiador y la Guillabaora se dirijieron á
la taberna, los siguió sin perderlos de vista.
El bandido y la Guillabaora entraron primero en
la tasca, y los seguia el desconocido, cuando acer-
cándose á él el carbonero , le dijo en voz baja en
alemán y con aire respetuoso :
— ] Ande Vuestra Alteza con cuidado!
El desconocido encogió los hombros , hizo un jes-
to de indiferencia y se reunió con sus compañeros.
El carbonero no se separó de la puerta de la
taberna. Escuchaba con la maj^or atención, y mi-
raba de cuando en cuando por un pequeño claro del
espeso baño de greda , que cubre los vidrios de estas
tabernas por el lado esterior.
CÁPÍTILO SEGIXDO.
LA FIGONERA.
El figón ó la taberna del Conejo Blanco está situa-
do en el centro de la calle de Feves, y ocupa el pi-
so bajo de una casa alta, en cuya fachada hay dos
ventanas de cierta construcción llamada á la gui-
llotina,
Sobre el dintel de la puerta está colgado un farol
oblongo , en cuyo vidrio hendido se leen estas pala-
bras : aquí se hospeda de noche.
En esta taberna entraron el desconocido y sus
dos compañeros.
Figurémonos una sala espaciosa de techo bajo,
ahumado y cruzado de vigas negras, alumbrado
apenas por la triste luz de un mal quinqué; las paredes
llenas de hendiduras, revocadas aquí y allí con
cal y cubiertas de dibujos groseros y de sentencias
o palabras en caló; el piso desigual , gastado ó cu-
bierto de lodo, y un haz de paja colocado, á manera
<le tapiz , al pié del mostrador ó tablero de la figo-
nera, situado á la derecha de la puerta bajo el
quinqué.
A cada lado de esta sala hay seis mesas, con
bancos clavados en un estremo de la pared. En el
fondo se vé un tablero, que dice á la cocina , y á la
derecha y cerca de la puerta hay otra que da" sali-
da á los zaquizamíes, en donde se duerme de nocbe
por tres sueldos.
LA FIGONERA. ^ 11
Diremos algo de la figonera y de sus huespe-
des.
Llamábase aquella la tia Pelona: su triple pro-
fesión consislia en dar posada en cuartos amuebla-
dos; tener una taberna y alquilar vestidos á las
míseras criaturas que pululan en aquellas calles
immundas.
Tenia cuarenta años; era alta, robusta , corpu-
lenta, de color subido y algo barbuda. Su voz era
ronca y varonil, sus brazos gordos y sus anchas
manos indicaban una fuerza poco común: llevaba
sobre el gorro ó papalina un pañuelo viejo de
color encarnado y amarillo, y por los hombros un
chai de piel de conejo, que cruzaba sobre el pecho
y se anudaba en la espalda. El vestido de lana le
bajaba hasta los zuecos, mugrientos y quemados
por varias partes en el brasero. Finalmente, el color
de esta mujer era cobrizo é inflamado por el abu-
so de los licores fuertes. •
Adornaban el (ablero emplomado algunas vasijas
con aros de hierro, y diversas medidas de estaño,
y sobre un estante pegado á la pared se veian va-
rias botellas de vidrio, dispuestas de manera que
representaban la figura del emperador en pié. Con-
tenian estas botellas diversos brevages chapurrados
verdes y color de rosa, conocidos por los nombres
de Espíritu de los valientes , Ratafia de la columna^
y otros títulos pomposos.
Un gato gordo, negro y de ojos amarillos, acur-
rucado junto á la figonera, parecía el diablo fami-
liar de aquel sitio; y por un contraste peregrino, se
veia detras de la caja de un antiguo relox de coco,
un ramo de mirto bendito qno la tia Pelona habia
comprado en la iglesia el üüsningo de Ramos.
Dos hombres de aspecto siniestro, de barba eri-
zada y cubiertos de andrajos, apenas tocaban al
12 LOS 3IISTERI0S DE tARIS,
jarro de vino que tenían delante , y hablaban en
voz baja con señales maniflestas de inquietud.
Uno de ellos, sobre todo, descolorido y lívido,
calaba con frecuencia hasta los ojos un mal í^orro
griego que llevaba en la cabeza , y casi siempre
tenia escondida la mano izquierda, sacándola á ve-
ces con el mayor disimulo cuando no podia menos
de servirse de ella.
Mas allá se veia un joven como de diez y seis
años, de rostro imberbe , descarnado , macilento,
los ojos hundidos y amortiguados , y con largas
melenas negras que le caian al rededor del pescue-
zo : este joven , símbolo del vicio desenfrenado y
precoz, fumaba en una pipa blanca de tubo corto.
Arrimado de espaldas á la pared, las manos meti-
das en los bolsillos de la blusa, las piernas tendidas
sobre el banco , solo dejaba la pipa y alteraba su
postura para beber de cuando en cuando un trago
del aguardiente que tenia delante de sí.
Nada singular habia en los demás huéspedes de
la taberna : aqui algunos semblantes feroces y
brutales, allá una alegría torpe y licenciosa, mas
allá un silencio estúpido y sombrío.
Esta era la concurrencia de la taberna del Co-
nejo Blanco, cuando entraron en ella el descono-
cido, el Ghuriador y la Guillabaora , de quienes
haremos una descripción especial , pues ocupan un
lugar mu}*^ importante en esta historia.
El Ghuriador era alto , de proporciones atléli-
ticas; su pelo era de un rubio muy claro, sus ce-
jas pobladas y enormes y sus patillas color de
fuego. Los rigores del tiempo, la miseria y el du-
ro trabajo del presidio habian bronceado su cutis,
dándole el tinte aceitunado que se observa en to-
ados los galeotes. A pesar del nombre terrible que
llevaba, sus facciones no indicaban ferocidad, si-
)
u
LA FIGONERA. 13
10 cierta franqueza brutal y una audacia indo-
nable.
Hemos dicho que el Churiador llevada un pan-
talón y una blusa de tela azul ordinaria , y en la
cabeza un gran sombrero de paja, como los que usan
comunmente en Paris los oficiales de carpintero y
Jos leñadores,
í La Guillabrora apenas había cumplido diez y 5eis
años. Una frente blanca y pura coronaba el óvalo
perfecto y el tipo celestial de su rostro: unas lar-
gas cejas, algo rizadas, cubrian en parte sus gran-
des ojos azules llenos de melancolía. El vello suave
de la primera juventud poblaba sus mejillas, teñidas
apenas de un sutil encarnado. Su pequeña boca de
púrpura, que casi nunca sonreia, su nariz fina y rec-
ta, el contorno angelical de la parte inferior de su
cara, tienen la nobleza y la suavidad de las líneas
de Rafael. Por cada sien de raso, baja una trenza
hermosísima de pelo rubio ceniciento , y desde la
megilla vuelve á subir por detras de la oreja, de-
jando ver el glóbulo de marfil rosado, y desaparece
luego en los pliegues de un pañuelo de algodón de
cuadros azules.
Al cuello nevado lleva una sartita de corales, y
el ancho vestido de alepin oscuro revela una cintu-
ra delicada, flexible y redonda como un junco. Un
pequeño chai color de naranja con cenefa verde,
cruza su blanco seno y está sujeto con un nudo á
la espalda.
Con razón habia sorprendido la voz de la Guilla-
baora á su incógnito defensor. Era en efecto tal el
encanto irresistible de su voz dulce , plateada y ar-
moniosa, que la turba de malvados y mujeres perdi-
das entre quienes vivia esta desgraciada criatura, la
rogaban con frecuencia que cantase, y la escucha-
ban con indecible entusiasmo.
14 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
La Guillabaora habia recibido otro nombre, de-
bido sin duda al candor \irginal de sus faccio-
nes.
Llamábanla también Flor de MariOy palabras que
en el caló francés significan la Vírqen,
Podrá concebir el lector cual fué la impresión
que hemos sentido al hallar en el odioso vocabula-
rio, cuyos signos del robo, de la sangre y del homi-
cidio son mas espantosos aun que los objetos que re-
presentan, cual seria, decimos, nuestra sorpresa al
descubrir esta metáfora de tan dulce poesia y de una
piedad tan tierna y delicada: ¡Flor de María!
Nos parece un blanco lirio, alzando su oloroso
cáliz en medio de un campo cubierto de sangre y
carnicería.
¡ Contraste singular y peregrino! ¿Cómo han po-
dido realzar este castísimo pensamiento y elevarse
á una poesía tan santa los inventores de tan odioso
dialecto? A ningún hombre pensador dejará de ofre-
cerse aqui la horrible consideración de que estas
gentes son tan numerosas y viven en tal unión, que
han llegado á formar un idioma peculiar, y de que
tienen costumbres propias y habitan un barrio, que
llaman suyo, en la ciudad
El defensor de la Guillabaora, á quien llamare-
mos Rodolfo desde ahora , parecia ser de unos
treinta y seis anos de edad. Su mediana talla y su
contestura delgada, esvelta y bien proporcionada,
no indicaban el prodigioso vigor que acababa de
manifestar en la lucha con el formidable y atlético
Churiador.
Seria obra difícil determinar el carácter de la fi-
sonomía de Rodolfo. Algunos pliegues de la frente
indicaban á un hombre meditabundo; pero en la
firmeza de su rostro y en su ademan imperioso y
atrevido se descubría el hombre de acción, cuya
LA ^IGO^ERA, 15
fuerza física y cuya audacia ejercen sobre la mu-
chedumbre un ascendiente irresistible.
No había dado señales de odio ni de cólera en la
pelea con el Cburiador; pues confiado en su propia
fuerza y en su destreza y agilidad, no manifestó en
aquel lance mas que un desprecio burlador hacia
la especie de bestia brava que se habia propuesto
domar.
Terminaremos el retrato de Rodolfo, observando
que sus facciones parecian demasiado regulares y
hermosas para un hombre. Sus ojos eran grandes,
rasgados y de un pardo brillante, la nariz aguileña,
la barba algo saliente y el cabello castaño claro,
del mismo color que ias grandes cejas arqueadas, y
que su bigote fino y suave como la seda.
Por lo demás en nada se distinguía de los otros
huéspedes de la taberna: tal era la increible facili-
dad con que hablaba la lengua y fingía los modales
de aquella gente. Al cuello suelto y tan bien forma-
do como el del Baco Indio, llevaba una corbata ne-
gra atada con desaliño, cuyas puntas caían por
delante sobre la blusa azul. Dos hileras de clavos
rodeaban las suelas de sus anchos y groseros zapa-
tos: finalmente, á escepcion de las manos, que eran
de una rara belleza, n^ida lo distinguía en lo mate-
rial de los demás concurrentes del figón ; al paso
que, moralmente observado, su aire resuelto, audaz
y sereno ponia entre ellos y él una distancia infi-
nita.
Al entrar en la taberna tocó el Churiador con
una de sus enormes manos el hombro de Rodolfo,
y dijo c.on voz estrepitosa:
— ¡Viva el maestro del Churiador!... Amigos,
este mocito acaba de sacudirme el polvo... Sépanlo
cuantos estén á mal con sus muelas y costillas, sin
escluir al Maestro de Escuela ni al Esqueleto, que
16 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
por esta vez no se las arriendo... Lo dicho dicho;
y el que quiera apostar, á ello I
Miraron lodos con tímido respeto al vencedor del
Churiador, desde la figonera hasta el último hués-
ped de la taberna.
Unos retiraron los vasos y jarros á un estremo
de la mesa á que estaban sentados, apresurándose á
hacer sitio á Rodolfo ; otros se levantaron como
tocados por un resorte; y otros se acercaron al Chu-
riador, y le preguntaron quien era aquel descono-
cido que tan victoriosamente hacia su entrada en el
gran mundo.
La figonera, dirigiendo por fin á Rodolfo una
sonrisa del modo mas gracioso que pudo, cosa inau-
dita, hiperbólica y fabulosa en los anales del Conejo
Blanco, se levantó de su mostrador y fué á tomar las
órdenes de su admirable huésped para saber lo que
debia servir á la compañía; atención que jamás ha-
bia tenido la tia Pelona con el Maestro de Escuela
ni con el Esqueleto, terribles facinerosos que hacían
temblar al mismo Churiador.
Uno de los dos hombres de aspecto siniestro ( el
de semblante pálido, que escondia la mano y calaba
á cada instante el gorro griego hasta las cejas,) se
inclinó hacia la tabernera, que enjugaba con el ma-
yor cuidado la mesa de Rodolfo, y la dijo con so-
carronería:
— ¿ No ha venido hoy el Cojo Gordo? — No; res-
pondió la tia Telona. — ¿ Y ayer? — Ayer ha venido.
— ¿Estaba acaso con Calabaza, la hija de Marcial
el guillotinado ? Ya sabes... Marcial el de la isla..,
— I Vaya unas preguntas de hombre ! ¡Si pensarás
que %y algún guro (a) y que ando al rabo de mis
parroquianos para saber la vida que hacen! — di-
fa) Esbirro 6 Aiffuacil.
LA FIGONERA. 17
jo la tabernera con tono brutal. — Tengo cita esta
noche con el Cojo Gordo y el Maestro de Escuela
— añadió el bandido; — tenemos que hablar los tres.
— ¡ Buenas cosas hablaréis! ¡valientes engibaores,
nicabaosl (a) — ¡Nicabaos ! esclamó irritado el ban-
dido; con los nicabaos sacas tú la barriga de mal
año. — ¿Quieres dejarme en paz? — gritó la figo-
nera, amenazando al bandido; con la medida que
tenia en la mano.
El hombre descolorido se volvió á sentar refun-
fuñando entre dientes. — El Cojo Gordo se detu-
vo acaso para ajustar la cuenta á aquel mocito
llamado Germán, que vive en la calle del Tem-
ple...-^ dijo á su compañero. — ¿ Lo quieren des-
pachar?— No, lo quieren sangrar, no mas: pa-
rece que ha denunciado á algunos de Nantes
Todo se supo por Brazo Bojo. — ¡Vaya un hom-
bre ese Cojo Gordo! Apenas salió de presidio y
le sobra ya que hacer.
Flor de María habia entrado en la taberna de-
tras del Churiador. Este, después de haber res-
pondido con un meneo de cabeza á la salutación
del joven adolescente de ojos hundidos y cara ma-
cilenta , le dijo: — ¡Qué tal, Barbillon! Siempre
á vueltas con tu aguardiente; eh I — Siempre:
mas quiero andar con zuecos y en ayunas, que
me falte el peñascaró y la pipa... — respondió el
joven con una voz ronca y amortiguada, sin mu-
dar de postura y echando nubes de humo por la
boca. — Buenas noches, Flor de María, — dijo la
tia Pelona acercándose á la Guillabaora y miran-
do con atención la ropa de la joven, que ella
misma le habia alquilado; y hecho este examen
añadió con una especie de satisfacción brutal ; —
(a) Rufianes, ladrones.
18 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Me gusta alquilarte á tí mis cosas... eres limpia
como una gatila... Y á fe que no hubiera con-
fiado este rico chai color de naranja á unas per-
dularias como la Saltona y la Bolera. Mas para
eso te estoy educando desde hace tres semanas
que entrastes en mi casa; y hablando en plata,
no hay persona mejor que tú en toda la Cité;
damita de los pucheros, aunque pecas mucho de
triste, de vergonzosa y de melindres... ¡Quién pa-
rará contigo de aquí á cuatro años! Después que
saques la pata como las otras, no habrá moza mas
real y salerosa que tú en toda la calle de Feves.
Dio un suspiro la Guillabaora, y bajó la ca-
beza sin responder — ¡Calla!... dijo Rodolfo á la
figonera; ¿es bendito aquel ramo de mtfto que
tenéis junto á vuestro coco? — y seríalo con el
dedo el sanio ramo colocado detras del relox. —
Pues qué, judío ¿hemos de vivir como los per-
ros? — respondió sencillamente la horrible mujer;
y dirigiéndose luego á Flor de María continuó:
— Dime tú, dengosita ¿no nos quUlabarás a) al-
guna de tus cantigas? — Vamos primero á cenar,
tía Pelona. — dijo el Churiador. — ¿Qué queréis
que os sirva, valeroso? — preguntó la tabernera á
Rodolfo, con aire de querer agradarle y de ga-
nar su protección á todo trance. — Preguntad al
Churiador, que es quien nos regala: yo no hago
mas que pagar. — ; Oyes tú, vinagre! — dijo la Pe-
lona volviéndose al bandido — ¿qué quieres cenar?
— Dos chuletas esparrilladas , un arlequín (b),
(a) Cantarás, (b) Un ailequin es iin revoltillo de carne,
de pescado y de toda especie de mendrugos y desperdicios
que sobran de las mesas de lus criados de Ips grandes y
ricos. Sentimos entrar en estos pormenores , pero deben
contribuir a formar el cuadro de estas costumbres espe-
ciales.
LA FIGONERA. 19
tres rebanadas de manró (a) y dos azumbres de
vino de á doce sueldos, — dijo el Churiador des-
pués de baber pensado un momenlo en la com-
binación de este amasijo. — Ya sé yo que eres
bombre de gusto, y que guardas siempre tus ga-
nas para los arlequines. — ¿Vas teniendo bambre,
Guillabaora ? dijo el bandido. — No. — ¿Queréis
algo mas que el arlequín , bija mia? dijo Rodol-
fo— ;0b no, Señor, gracias!... no tengo ham-
bre.— Pero mira de frente á mi maestro, palo-
mal — la dijo el Churiador riendo con estrépito.
Parece que ni de medio lado te atreves á mirarle.
Encendióse el rostro de la Guillabaora y bajó
los ojo%,sin mirar á Rodolfo.
Al cfbo de algunos momentos vino la misma
tabernera á poner en la mesa un jarro de vino,
el pan y el arlequín, del cual no procuraremos
dar una idea al lector, aunque el Cburiador pa-
rece que lo halló muy de su gusto, porque al
verlo esclamó:
— i Qué plato 1 ¡Santo Dios I ¡qué plato I Pa-
rece un ómnibus. Hay para todos los gustos del
mundo; para los que mezclan y para los que co-
men de vigilia; para los que q^iieren azúcar y para
los que quieren pimienta Pedazos de ave y de
jíalleta, colas de pescado, huesos de costilla , ojaldre
de pasteles, criadillas, cabezas de alabancos, le-
gumbres, queso, ensalada... ¡Jesús!... Pero tú no
comes, Guillabaora... mira que es cosa buena...
¡ Apuesto á que hoy has estado de boda '... — Lo
mismo que los demás días. Esta mañana he co-
mido como siempre mí sueldo de leche y mi sueldo
de pan.
La entrada de un nuevo huésped en la taberna
(a) Pan.
20 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
interrumpió todas las conversaciones, y se levan-
taron á un mismo tiempo todas las cabezas de los
concurrentes.
Era este un hombre de mediana edad , activo al
parecer y robusto, y vestido de chaqueta y gor-
ra. Acostumbrado á los usos del Conejo Blanco,
empleó el lenguaje común de sus parroquianos pa-
ra pedir de cenar.
Colocóse de manera el recienvenido que podia
observar á los dos individuos de cara siniestra,
uno de los cuales Labia preguntado por el Cojo
Gordo y por el Maestro de Escuela, No apartaba
la vista de uno ni otro; y la postura en que ellos
estaban no les permitía observar la vigil^icia de
que eran objeto. '
Al cabo de un rato de silencio empezaron de
nuevo las conversaciones. El Churiador, á pesar
de su audacia, manifestaba la atención mas defe-
rente hacia Rodolfo; y no se atrevia á tutearlo.
— A fé de hombre — dijo á Rodolfo; — aunque
las pagó la pelleja , no por eso me alegro menos
de haberos encontrado. — Porque te gusta el ar-
lequín ¿verdad? — Eso ya.,, y después porque de-
seo veros agarrado con el Maestro de Escuela,
que siempre me las puso á cuarto... También él
las llevará ahora... -j Rabio por verle entre vues-
tras uñas ! ¡ Qué gusto seria! — Pues ya... Te pa-
rece que por divertirte me voy á echar como un
mastin al Maestro de Escuela. — Eso no; pero él
os echará la zarpa al instante que llegue á saber
que sois mas fuerte que él — respondió el Chu-
riador frotándose las manos. — Tengo con que pa-
garle en buena moneda, — dijo Rodolfo con aire
indiferente; y luego continuó ; — ¡ Cáspita ! hace un
tiempo de perros... ¿Tomaremos un jarro de aguar-
diente azucarado? — ISos vendrá como una mÍFa
LA FIGONERA. 21
al alma en penal dijo el Churiador. — Y para co-
nocernos nos diremos quienes somos , añadió Ro-
dolfo. — ¿Yo? soy el Albino — dijo el Churiador ;
— galeote cumplido, descargador de leña y ma-
deras en el muelle de San Pablo, helado en el in-
vierno , asado en el verano , doce ó quince horas
por dia en el agua, medio hombre y medio rana;
ahí está mi vida y mi retrato, — dijo el convidado
de Rodolfo haciendo una salutación militar con la
mano izquierda. — Veamos ahora, añadió; ¿ y vos,
señor amo ? esta es la vez primera que se os ve
en la Cité... No es por echároslo en cara, pero ha-
béis entrado triunfante marchando sobre mí y á
tambor batiente sobre mi pellejo... ¡cuerpo de tal
qué terremoto !... parece que lo estoy sintiendo...
sobre todo los martillazos de despedida... ¡ qué
chubasco! Pero, de veras ¿tenéis mas oficio que
el de aporrear al Churiador? — Soy pintor de aba-
nicos, y me llamo Rodolfo. — ¡Pintor de abani-
cos? por eso tenéis las manos tan blancas, dijo el
Churiador. Si todos vuestros compañeros tienen el
mismo brio, parece que es menester ser de bue-
nos puños para ese oüciu... Pero ya que sois ar-
tista ¿como venís á una tasca de la Cité en don-
de no se encuentra mas que murcios , (tinadores y
penados de estardó (a) como yo, porque no pode-
mos ir á otra parte? Esta no es vuestra tierra: los
artistas honrados tienen sus tabernillas fuera de
la Cité, y no hablan caló. — Vengo aquí porque
me gusta la buena sociedad. — ¡ Queah ! — dijo el
Churiador meneando la cabeza con aire de incre-
dulidad. Os he encontrado en el portal de Brazo
Rojo: en fin... adelante... ¿Decís que no le cono-
céis?— j Hasta cuando me vas á fastidiar con tu
(a) Ladrones , asesinos y g-aleotes ú presidarios.
22 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Brazo Rojo ó con tu diablo!.. — Desconfiáis de
mí; j en verdad que no tenéis razón. Si queréis
os contaré mi historia , pero con la condición de
que me habéis de enseñar el arte de dar aque-
llos puñetazos de remate... cuento con eso... —
Concedido : bien , dinos ahora tu historia, y la
Guillabaora nos contará después la suja. — Ma-
nos á !a obra — dijo el Churiador. — ¡ Qué tiem-
po ! se hieían las uñas... apuesto á que no an-
da un solo corchete por las calles... con vuestro
plan nos vamos á divertir... ¿Qué te parece, Gui-
llabaora?— A mi bien; pero por mi parte poco
tendré que contar — dijo Flor de María. — Tam-
bién nos garlaréis (a) vuestra historia , camarada
Rodolfo — añadió el Churiador. — Sí, yo Impeza-
ré. — Pintor de abanicos .. es un oficio muy bo-
nito— dijo Flor de María. — ¿Y cuánto ganáis
por derrení^aros en esa fatiga ? — dijo el Churia-
dor.— Cuando da bien, tres francos, y á veces
cuatro; pero esto en los dias de verano que son
largos. — ¿Y andáis mucho á la que salta, peri-
llán?— Mientras tengo barro á manos no lo gas-
to mal. Pago diez sueldos diarios por mi cuarto.
— ¡Oh! perdonad, Monseñor... (b) ¡Pagáis diez
sueldos por cíida noche... ¡ vos pagáis diez sueldos,
eh ! — dijo el Churiador llevando la mano al som-
brero.
El título de Monseñor, dicho con ironía por el
Churiador, escitó en Rodolfo una sonrisa casi im-
perceptible: y continuó:
— Sí, me uusta la comodidad y el aseo. — Aquí
tenemos un par de Francia! ¡un banquero! ¡un
ricachón! — gritó el Churiador. — ¡Paga diez suel-
(a) Cantareis, (b) Tratamiento de los principes de la
familia real y otras dignidades eminentes.
LA FIGONERA. 23
dos por SU cuarto! — Y cuatro de tabaco, hacen
catorce — continuó Rodolfo; — cuatro el almuer-
zo, son diez y ocho ; quince la comida y uno ó
dos de aguardiente , anda todo por unos treinta y
cuatro ó treinta y cinco sueldos diarios. ISo ne-
cesito trabajar toda la semana , y paso como pue-
do el tiempo que me sobra. — ¿Y vuestra fami-
lia?— preguntó la Guillabaora. — Se la llevó el
cólera — respondió Rodolfo. — ¿Y que oficio te-
nían vuestros padres? dijo la Guillabaora. — Pren-
deros de los portales del mercado: ropaviejeros. —
¿Cuánto habéis sacado de su trato? — dijo el Chu-
riador. — Era aun muy muchacho, y mi tutor lo
vendió todo. Cuando llegué á ser mayor de edad
le debia ya treinta francos... Esta fué toda mi
herencia. — ¿Como se llama vuestro patrón? —
preguntó el Churiador. — Mr. Gautier , caile de
Bourdonnais ; muy tonto , pero muy brutal, y tan
ladrón como avaro. Se dejarla sacar los ojos por
no pagar á los oficiales: si se lo lleva el rio no
le des la mano. Aprendí el oficio con él á la edad
de quince años , me tocó buen numero en la cons-
cripción, me llamo Rodolfo Durand .. Ahí está to-
da mi historia. — Veamos ahora la tuya, Guilla-
baora — dijo el Churiador. — La mia queda para
postre-
T. I,
CAPilXLO TERCERO.
HISTORIA DE LA GÜILLABAORA.
— Empecemos por el principio — dijo el Churia-
dor. — Cierto — dijo Rodolfo. — ¿Tus padres? — No
los conozco — respoudió Flor de María. — ¡Qué ca-
sualidad !.., ¿no lo digo yo? Somos los de una mis-
ma familia... — interrumpió el Ghuriador. — ¿Tam-
bién tú , Churiador? — Huérfano de las calles de
Paris... como tú ni mas ni menos, hija mia. —
¿Quién te ha criado , Guillabaora? preguntó Ro-
dolfo. — No sé, señor. Desde que yo me acuerdo...
tendría entonces unos seis ó siete años... estaba con
una vieja tuerta que se llamaba la Lechuza, porque
tenia la nariz de gancho, un ojo verde muy redon-
do, y se parecía á una lechuza que le falla un ojo.
— ¡Ja... ja... ja!!! parece que la estoy viendo —
gritó el Churiador. — La tuerta — continuó Flor
de María — me hacia vender buñuelos de noche en
el Puente Nuevo ; que era un modo de hacerme
pedir limosna. Cuando no la llevaba diez sueldos
por lo menos, me pegaba en vez de darme de cenar.
— ¿Y estás segura de que esta muger no era tu
madre? — preguntó Rodolfo. — Vaya si lo estoy;
la misma Lechuza me echaba muchas veces en ca-
ra el que no tenia padre ni madre , y siempre me
decia que me habia recogido en la calle, — Según
eso — dijo el bandida — le daba correa por cena
cuando no le llevabas la receta de los diez sueldos.
HISTORIA DE LA GUILLABAOílA. 25
— Y después me acostaba en unas pajas y tenia
tanto frió! — Ya se ve... ¡ la paja ! — esclamó el
Churiador; — el estiércol seria cien veces mejor I
Pero dicen que hay gente tan melindrosa... ¡por-
querial... sale de mala parte.
Este chiste grosero hizo sonreír á Rodolfo. Flor
de Maria continuó: — Por la mañana el almuerzo
que me daba la tuerta era igual á la cena del día
anterior, y me enviaba á Montfaucon á buscar mi-
ñosas para pescar, porque por el dia tenia la vieja
su tienda de sedales junto al puente de Nuestra
Señora. ¡Qué largo me parecía el camino desde la
Mortelleria hasta Montfaucon!... Ya se ve; como
no tenia mas que siete años y andaba muerta de
hambre y de frió... — El ejercicio te hizo crecer
derecho como un husa — dijo el Churiador , sa-
cando fuego con los chismes de fumar para encen-
der la pipa. — Llegaba siempre muy cansada —
continuó la Guillabaora, — y á mediodia me daba
la Lechuza un mendrugito de pan. — Que no se
podia comer ¿verdad? — dijo el bandido aspirando
el humo á |)ocanadas: — no te quejes, prenda mia;
que por eso te cabe la cintura en un puño. Pero
¿que tenéis, camarada?... camarada no... ¿Señor
Rodolfo? Estáis como triste: ¿Será porque esta ga-
chona ha pasado miseria? á todos nos apretó bien
la tripa. ¿Qué importa la miseria? — ¡ Ah! no haz
pasado tanta como yo, Churiador — dijo Flor de
María — ¡Quién , yo , Guillabaora ! Hija del alma,
íigúraíe que eras una reina comparada conmigo.
Cuando eras pequeña , tenias á lo menos paja en
que dormir y pan que comer; pero yo, prenda, yo
pasaba mis mejores noches de descanso en los hor-
nos de yeso de Clichy , como un verdadero vaga-
mundo, y mi comida eran tronchos de berza que
cogia por las calles; pero las mas veces, como habia
28 LOS 3IISTER10S DE PARÍS.
tanto camino hasta los hornos de Clichy, y viendo
que la gaza (a) me roia los huesos, me echaba á la
larga debajo de los portales del Louvre... y por el
invierno tenia sábanas blancas... como la nieve. —
Un hombre es mas duro : pero una pobre niña..,
— dijo Flor de María. — Así andaba yo gorda co-
mo una golondrina. — ¿Y te acuerdas de eso, pim-
pollo?—-Vaya si me acuerdo. Cuando me zurraba
la Lechuza, siempre me caia al primer golpe; y
entonces me daba puntapiés y me decia gritando:
a esta lagartita no tiene mas fuerza que un pollo;
ni siquiera aguanta un bofetón sin caer- patas ar-
riba. » Y luego me llamaba Chulona , que es mi
nombre de bautismo: no tengo otro. — Lo mismo
que yo: mi bautismo fué el de los perros perdidos.
Me llamaban cosa... máquina... oijcs... el albino...
; qué se yo 1 Es de pasmar como nos asemejamos
los dos, dijo el Churiador. — Es claro: en la mise-
ria — repuso Flor de Maria, que casi siempre di-
rigía la palabra á este hombre, pues se sentía como
avergonzada delante de Rodolfo, y no se atrevía
á levantar los ojos para mirarlo , sin embarco de
que al parecer era de su misma clase. — ¿Y qué
hacías después de traer las miñosas para la Lechu-
za?— preguntó el Churiador. — La tuerta me
hacía pedir limosna cerca del sitio en que estaba
porque hasta el anochecer no se iba á freír los
buñuelos al Puente Nuevo. ¡Qué lejos est ba á
aquella hora mi pedacito de pan ! Pero pobre de
mí si la pedia de comer, porque entonces me pe-
gaba y me decia: « Anda , Chillona , anda á hacer
diez sueldos de limosna, y después te daré de ce-
nar. " Entonces yo , como tenia hambre y la Le-
chuza me pegaba tanto, lloraba todas las lágrimas
(a) Hambre.
HISTORIA DE LA GL'ILLABAORA. 27
del cuerpo. La tuerta me colgaba al cuello mi ta-
blerito de buñuelos j me ponía en el Puente Nuevo,
en donde me traspasaba el frió en el invierno. Al-
gunas veces me dormia de pié, pero no me duraba
mucho el sueño, porque la Lechuza me despertaba
á puntapiés. En fin, jo estaba en el Puente Nuevo
hasta las once de la noche con mi tablerito al cue-
llo , y muchas veces lloraba hasta no poder mas.
Al verme llorar los que pasaban tenian lástima de
mí, y entonces me daban hasta diez y hasta quince
sueldos, que yo entregaba á la Lechuza; mas esta,
para ver si me quedaba aun algo, me registraba de
pies á cabeza y miraba hasta dentro de la boca.
— Quince sueldos es un jornal muy grande para
una pajarilla como tú. — Ya lo creo ; por eso la
tía Lechuza al ver... — Con un ojo ¿verdad? —
interrumpió el Churiador. — Ya se ve; jsi no te-
nia mas que uno! Pues como iba diciendo, la tuerta
tomó por costumbre el darme una zurra, para ha-
cerme llorar y aumentar así la caridad de los que
pasaban. — Malo es eso ; pero no tiene pisca de
lerdo. — Al fin me acostumbré á los golpes; y como
la tuerta se desesperaba cuando no me vela llorar,
para vengarme de ella, cuanto mas me surraba mas
rae reía, aunque tuviese los ojos llenos de lágrimas.
— ¡ Pobre ratilla ! díme , mucho te debían tentar
los buñuelos... — Es claro; y como nunca los había
probado, toda mi ambición se reducía á comer al-
gunos; pero esta ambición me perdió. Un día al
volver de Monlfaucon , me dieron de golpes y me
robaron el cestíllo unos muchachos. Ya sabía yo
lo que me esperaba al llegar; y asi fué que la tuer-
ta me dio una zurra y no me dio pan. Por la noche
antes de ir al puente, furiosa la tía Lechuza porque
no le había vendido los buñuelos la víspera , en
lugar de pegarme como tenía de costumbre , me
23 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
martirizó hasta hacerme sangre, arrancándome los
pelos de las sienes , que es por donde duele mas.
— jira de Dios! ¡eso ya pasa de marca! — gritó
el Churiador frunciendo las cejas y dando una fu-
riosa puñada sobre la mesa. — Azotar á una niña,
pase ; aunque ya no me hacia buen estómago...
¡Pero martirizarla!... ¡Bruja de los demonios!...
Rodolfo , que habia escuchado atentamente á
Flor de María , miró con asombro al Churiador ;
sorprendido por este relámpago de sensibilidad.
— ¿Qué tienes Churiador? — Le dijo. — ¡ Qué ten-
go! ¿Qué he de tener? ¡Como! ¿No os llega aden-
tro lo que oís ? ¡ Ese monstruo de Lechuza que
martiriza á esta niña! ¿O sois acaso tan duro como
vuestros puños? — Sigue, hija mia — dijo Rodolfo
á Flor de alaría , sin responder al apostrofe del
bandido. — Iba diciendo que la tia Lechuza me
habia martirizado hasta hacerme llorar: me fui al
puente con mis buñuelos. La tuerta estaba con su
sartén , y de cuando en cuando me amenazaba
con el puño cerrado. Entonces , como no habia
comido desde la víspera y tenia mucha hambre ,
tomé un buñuelo y lo comí , á riesgo de que se
enfureciese la Lechuza. — ¡ Bravo, hija mia ! escla-
mó el Churiador. — Después comí dos. — ¡ Bravo I
¡Viva la libertad!!! — Caramba, qué bien me
supieron!... No fué por golosina, no... ¡Tenia una
hambre !... Pero á todo esto, una naranjera que allí
cerca estaba empezó á gritar: « Oyes, Lechuza, mi-
ra que la Chillona te come el trato!' — ¡Hola! ¡ra-
yo! ahora si que va á haber morena... ahora sí —
dijo el bandido singularmente interesado. — ¡Pobre
ratita mia I ¡Que temblor de mundo cuando la Le-
chuza lo haya sabido! ^:es verdad? — ¿Como sa-
liste del paso, Guillabaora? dijo Rodolfo, no menos
interesado que el Churiador. — ¡Ha! muy mal;
HISTORIA D3Í LA GLILLABAORA. 29
pero mas tarde ; porque aunque la tuerta se llenó
de rabia al verme comer los buñuelos , no podia
dejar la sartén que estoba hirviendo. — ¡Ja.., ja-
já I... es verdad. ¡Miren ustedes que de...po...s¡cion
difícil J — Gritó el Churiador soltando una carca-
jada. — La tuerta me amenazaba desde su banqui-
llo con el gran tenedor de hierro, y luego que aca-
bó de freir se vino hacia mí. Me habían dado tres
sueldos de limosna , y yo habia comido por valor
de seis. Me agarró de la mano sin decirme una
sola palabra. Yo no sé como no caí muerta de
miedo en aquel instante: me acuerdo como si fuera
hoy , porque justamente era dia de año nuevo. Ha-
bia muchas tiendas de juguetes en el Puente Nuevo.,
toda la tarde se me habia estado desvaneciendo la
cabeza... solo con mirar para tantas muñecas boni-
tas y tantos enredos como allí habia... Ya sabéis
que los juguetes son para una niña el mejor regalo
del mundo. — ¿Y nunca hablas tenido juguetes,
paloma? dijo el Churiador. — ¿Yo? ¡ Dios mío !
¿ Quién me los habia de dar? respondió con tristeza
Flor de María. Aunque era en el rigor del invierno
no llevaba mas que un vestidito de tela, sin medias
ni camisa, y unas almadreñas en los pies. El calor
no debia ahogarme ¿ verdad ? Pues con todo eso ,
cuando la tuerta me cogió por la mano , todo mi
cuerpo se cubrió de sudor. Lo que mas me espantaba
era que la tia Lechuza, en lugar de jurar y echar
maldiciones como de costumbre, no hacia mas que
refunfuñar entre dientes todo el camino... no me
dejaba de la mano , y como iba tan liger;i , tenia
3ue correr para seguirla. Se me cayó una alma-
reña, y como no me atrevia á decir palabra, seguí
así con el pié descalzo por las piedras , y cuando
llegamos á casa todo el pié me sangraba. — ¡ Ah.
perra bruja 1 — volvió á gritar el Churiador hi-
30 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
riendo de nuevo la mesa lleno de furor: — Me
quema los hígados el pensar que esta pobre cria-
tura va corriendo tras la vieja ladrona, con su po-
bre pie sangrando.., — Vivíamos en un desván de
la calle de la Mortellería , y al lado de la puerta
de la casa había una tienda de bebidas, en la cual
entró la Lechuza sin soltarme de la mano. En el
mostrador se bebió medio cuartillo de aguardiente.
— ¡ Cáspita ! no la bebeiia yo sin caer redondo co-
mo un mazo. — Era la ración ordinaria de la tuer-
ta: puede ser que por eso me zurrase tanto por las
noches. En fin, subimos á nuestro desván; la^ Le-
chuza dio dos vueltas á la llave , y yo me eché
de rodillas suplicándola que me perdonase por ha-
ber comido los buñuelos. A nada me respondía, y
solo murmuraba pasando furiosa de un lado á otra
del cuarto: « ¿ Qué voy á hacer con esta Chillona,
con esta ladrona de mis buñuelos ?... Vamos á ver...
¿ Qué haré con ella ? " Y se detuvo para mirarme
con el ojo verde, que parecía una brasa. Yo seguía
de rodillas: y en esto la tuerta se arrojó á un es-
tante y cogió unas tenazas. — ¡ Unas tenazas 1 —
gritó el Churíador. — Sí, unas tenazas. — ¿ Y para
qué las tenazas ? — ¿ Para pegarte con ellas ? —
dijo Rodolfo. — ¿ Para pellizcarte ? — dijo el Chu-
ríador. — ¿. Para arrancarte mas cabellos ? — No,
para arrancarme un diente (a).
El Churíador prorrumpió en una blasfemia tal,
y la acompañó de imprecaciones tan furibundas ,
que todos los huéspedes de la taberna volvieron
asombrados la cabeza hacia éL
(a) Creemos ;q«e el lector no hallará exagperadas estas
cnieldades teniendo presentes las piovidencias casi diarias
contra esos seres feroces que castigan y martirizan sin pie-
dad á sus hijos. Algunos hay, entre los mismos padres y
madres, que imponen castigos abominables..
HISTORIA DE L\ GUILLADAOP.A. 3Í
— ¡ Qué es eso I j qué tienes ! — dijo Rodolfo.
— ¿ Qué tengo ? ¡ Oh , tuerta , bruja de Satanás !
¿ Dónde está ? ¡ Dinne donde está que la voy á
asesinar I — Y por fin , hija mia , ¿ te arrancó ei
diente esa vieja miserable? — preguntó Rodolfo,
mientras que el Churiador se entregaba á la es-
plosion de su cólera. — Sí, Señor, pero no fué del
primer tirón, ¡ Oh, Dios mió I j Cuanto he sufridol
me apretaba la cabeza entre sus rodillas como si
fueran un torno. Por último, con las tenazas y los
dedos me acabó de arrancar el diente, y luego me
dijo: «Ahora, Chillona, te arrancaré otro como
este todos los dias, y cuando no tengas ya dientes
que arrancar, te echaré al rio para que te coman
los peces. — j Ah , maldita , infernal demonio !
¡ Romper, arrancar los dientes á una niña desdi-
chada I — esclamó el Churiador mas y mas enfu-
recido. — ¿ Cómo te has escapado de la tia Le-
chuza! preguntó Rodolfo á la Guillabaora. — Era
tal el miedo que tenia de que me ahogase, que en
lugar de ir la mañana siguiente á Montfaucon, me
escapé por el lado de los Campos Eliseos: hubiera
corrido hasta el fin del mundo con tal de no caer
en sus manos. Tanto anduve , que llegué á un
barrio allá lejos: no habia encontrado á quien de-
dir una limosna , y ademas iba tan asombra-
da que no me acordaba de comer. Llegada la
noche entré en un almacén de maderas y leña, y
como era pequeñita me melí por debajo de una
puerta vieja, me escondí en unas cortezas y virutas
que habia debajo de un montón de palos , y me
quedé dormida. Cuando iba á ser de día sentí ruido
y me introduje mas, debajo de los maderos. Casi
tenia calor , y si hubiera tenido que comer , nunca
habria pasado mejor noche de invierno. — Como
yo en el horno de yeso. — No me atrevía á salir
32 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
del almacén , porque pensaba que la Lechuza me
buscaria por todas partes para arrancarme los dien-
tes y ahogarme, y que me cogeria sin remedio si
me meneaba de aUí. — ¡ Vaya, no me hables mas
de esa bruja , que me revuelves la sangre ! Lo
cierto es que pasaste mucha miseria; mucha. ¡Po-
bre pajarilla! Por eso me pesa de haberte asustado
ahí fuera:... no te hubiera cascado, no... á fe mia.
— ¿ Porqué no me habias de pegar, si no tengo en
el mundo quien vuelva por mí ? — Pues justamente
no te pegaria porque no eres como las demás , y
porque no tienes quien te defienda. Pero aunque
digo que no .tienes, sin contar con el amigo se-
ñor Rodolfo... puedo jurar que no se duerme cuando
oye que te quejas. — Adelante , hija mia , — dijo
Rodolfo. — ¿ Cómo has salido del almacén ? — Ál
dia siguiente, á eso del mediodia, oí ladrar un per-
ro grande debajo de los maderos que me encubrían,
y cuanto mas escuchaba mas sentia que se iba
acercando hacia mí ; hasta que por último oí una
voz de hombre que decia: « El perro ladra; sin duda
hay gente en el almacén. " — « Son ladrones, " re-
puso otra voz. Y los dos hombres azuzaban el per-
ro y le gritaban: « ¡ Entra, entra ! '' Como el perro
se acercaba y temia que me mordiese, empezé á
gritar pidiendo socorro con todas mis fuerzas.
« ¡ Hola ! " dijo la voz; cualquiera diria que es un
niño el que está ahí." Llamaron al perro , salí de
entre los maderos, y me hallé cara á cara con un
señor y con un muchacho vestido de blusa. « ¿ Qué
haces en mi almacén , ladroncilla ? " me dijo el
señor muy enfadado ; y le respondí juntando las
manos. « Por Dios, señor, no me hagáis mal ; hace
dos dias que no cómo nada: me escapé de casa de
ia tia Lechuza, que me arrancó un diente y quería
echarme á los peces. Como no tenia en donde acos-
HISTORIA DE LX GUILL4nA0IU. 33
tarme, me metí por debajo de la puerta y dormí
esta noche sobre las cortezas entre vuestra madera,
creyendo que no hacia daño á nadie. « ¿ A mí con
esas ? es una ladroncita que viene á robarme los
palos. «Anda á buscar la guardia," dijo el señor á su
criado. — ¡Mira el viejo chocho! ¡ qué tio lanas!
iqué tarugo! ¡Llamar la guardia! ¿Porqué no lla-
mó también la artillería sobre la marcha? esclamó
el Churiador. ¡ Robarle los maderos !... y no te-
nias mas que ocho años... ; qué animal! — Es
verdad, porque el criado le dijo; « ¿ Cómo había
de robar esta criatura , Señor ; si es mayor que
ella el menor de los palos que hay aquí?'* alie-
nes razón, le contestó el Señor ; pero has de sa-
ber que no se introdujo en el almacén para ro-
barlo ella , sino para que otros lo robasen. Los
ladrones se valen de niñas como esta para que se
ocullen y les abran luego las puertas de las ca-
sas. Es preciso llevarla al comisario. Cuidado que
no se escape. — ¡Cuerpo de tal 1 — dijo el Chu-
riador ; — ese hombre era mas bruto que sus pa-
los...— Me presentaron al comisario — continuó
la Guillabaora; — dije que era una vagamunda y
me llevaron á la cárcel , de donde fui compare-
cida ante el tribunal y condenada á permanecer,
hasta la edad de diez y seis años en una casa de
corrección. ¡Mucho se lo agradecí á los jueces! \.
á lo menos en la prisión tenia que comer, y na-
die me zurraba; era un paraíso comparado con
el desván de la tia Lechuza. Me ensiíñaron á co-
ser; pero era muy perezosa, y me gustaba mas
cantar que trabajar, sobre todo cuando veia el sol.
i Ah ! cuando hacia buen tiempo en el patio de
la cárcel , cantaba sin poder contenerme , y á
fuerza de cantar me parecia que no estaba presa;
y como cantaba tanto me pusieron entonces el
SI LOS 31ISTERÍ0» DE PARÍS.
nombre de GuiUabaora, en lugar del de Chillona
que tenia. Por último me dieron libertad luego
que cumplí los diez y seis años. A la puerta de
la prisión hallé á la tia Pelona, dueña de esta
taberna, y dos ó tres viejas de las que visita-
ban algunas veces á mis compañeras de encier-
ro, las cuales me tenian ofrecido que me darian
que hacer cuando saliese de la prisión. — ¡Ya,
ya! ¡ya entiendo! — dijo el Churiador. — «Pren-
da mia, me dijeron la Pelona y las viejas, ¿quie-
res venirte con nosotras? Te daremos Testidos
nuevos, y no tendrás mas que hacer que diver-
tirle. « Como desconfiaba de ellas, rehusé la ofer-
ta y me dije á mi misma. «Sé coser y tengo dos-
cientos francos en el bolsillo... Hace ya ocho años
que estoy presa, y deseo ser libre y feliz, por-
que esto no hace daño á nadie : cuando se me
acabe el dinero no me faltará de que ganarlo...»
Así es que me puse á gastar sin precaución mis
doscientos francos, y este fué mi gran pecado (aña-
dió Flor de María dando un suspiro): Mejor me
hubiera sido buscar desde luego algún trabajo...
Pero no tenia quien me aconsejase. Ya se ve... á
la edad de diez y seis años... sola en medio de
París. En ñn, lo hecho hecho: en el pecado lle-
vé la penitencia. Empecé, pues, á gastar sin tino
el dinero. Llené de floreros mi cuarto... ¡ me gus-
tan tanto las flores!... Luego compré un vestido
y un lindo chai, y me iba de pasco al bosque de
ÍBoulogne, á San Germán, á Vincennes, al cam-
po... ¡ah, me gusta tanto el campo! — Con un
amante ¿es verdad, paloma? — preguntó el Chu-
riador. — Nunca he pensado en eso ; Dios lo sa-
be. Lo que yo quería era que nadie me mandase.
Andaba siempre con una compañera de prisión ,
muy buena muchacha, á quien dieron el nombre
HISTORIA DE LO GUILLABAORA. 35
de Alegría f porque siempre estaba riendo. — ¡Ale-
gría, Alegría ! yo conozco ese nombre — dijo el
Churiador con aire pensativo. — A postaria á que
ñola conoces: es una muchacha muy honrada.
En la prisión, aunque era la mas alegre, era tam-
bién la mas trabajadora, y sacó lo menos cuatro-
cientos francos libres de su trabajo... Luego es tan
ordenada y tan económica!... Cuando dije que no
tenia con quien acompañarme no tuve razón: /Ah/
si hubiera seguido sus consejos otro gallo me can-
tara... Después de habernos divertido por espacio
de ocho dias, rae dijo: «Ya hemos andado bastan-
te á la que salta, y ahora es menester buscar tra-
bajo y no gastar el tiempo en fruslerías...» Iba á
concluir entonces la primavera de este año... /que
tiempo hermoso/... y como me gustaba tanto an-
dar por el campo y por las alamedas, la respon-
dí: «Quiero divertirme aun un poco mas, y hasta
que pase algún tiempo no pienso buscar trabajo.»
Desde entonces no la he vuelto á ver; pero supe
liace algunos dias que vive en el barrio del Tem-
ple, que es muy buena costurera , que gana lo me-
nos veinte y cinco sueldos diarios y que vive en
un cuarto amueblado por su cuenta... /Dios mió,
no iria ahora á verla por cuanto vale el mundof
Me parece qne me moriría de vergüenza si me en-
contrase con ella. — ¡Pobre niña ! — dijo Rodolfo;
— gastaste todo tu dinero en ir y venir al campo.
¿ Te gusta mucho el campo ? — ¡ Ah , sí , Señor !
toda mi ambición es vivir en el campo. Alegría,
por el contrario , prefiere vivir en París y pasear-
se en los Baluartes,., pero era tan buena y tan
complaciente, que solo por darme gusto salia con-
tnigo de la ciudad. — ¿Y no has guardado siquie-
la algunos sueldos para vivir mientras no hallas
trabajo? progunló el Churiador. — Sí; había re-
3Q LOS MISTERIOS DE PARÍS.
servado unos cincuenta francos... pero quiso la
fortuna que mi lavandera fuese una muger llama-
da Loreto , que no tenia amparo debajo del cie-
lo; tenia entonces la barriga á la boca-, y estaba
siempre metida con los pies y manos en el agua
para ganar la vida. Llegado ya el caso de no po-
der trabajar se vio desamparada , próxima á la
bora de parir y sin tener con qué pagar el cuarto,
del cual la echaron por último. Solicitó entrar
en la Bourbe (5), y no había vacante. Por fortuna
halló una noche junto al puente de Nuestra Se-
ñora á la muger de Gobin, que estaba oculta ha-
cia algunos dias en la bodega de una casa medio
demolida detras del hospital general... — ¿Porqué
se ocultaba de dia la muger de Gobin? — Para
huir de su marido que la queria matar. No salia
sino de noche para comprar pan, y asi fué como
encontró á la pobre Loreto, la cual estaba tan
mala que apenas podia andar y esperaba la hora
del parto de un momento á otro. Viendo esto la
mujer de Gobin la llevó á la cueva en donde dor-
mía... á lo menos era un refugio. Partió la paja y
el pan que tenia con Loreto, y esta dio á luz un
niño sin tener una triste manta con que abrigar-
se... La mujer de Gobin, llena de compasión y sin
temer que su marido la matase, salió de su cue-
va p r el dia claro y vino á hablarme. Sabia que
conservaba aun algún dinero y que era amiga de
servir; y así es que cuando me contó la desdicha
de Loreto, la dije que la ' trajese pronto á mi
cuarto y que alquilarla para ella otro inmediato
al mió. Asi lo hizo. /Qué contenta estaba la po-
bre Loreto cuando ser vio acostada en una cama
con su pequeñito junto á sí en una cuna de mim-
bres que yo le habia comprado I... La cuidamos
mucho Helmina y yo, y luego que pudo levan-
HISTORIA DE LA GUILLABAORA. 37
tarse la socorrí con mi dinero hasta que empezó
á ganar para mantenerse. — ¿Qué has hecho, hi-
ja mia , después de haber gastado el dinero que te
quedaba con la pobre Loreto y con su hijo? —
preguntó Rodolfo.
Entonces he buscado que hacer, pero ya era tar-
de. 8abia coser bien, tenia buenas intenciones, y
pensaba que cuando quisiese trabajar hallaria aco-
modo en todas partes... / Ah, como me engañaba/...
Entré en una costurería, y como por no mentir di-
je que salia de la prisión; me enseñaron Ja puerta
por única respuesta. Supliqué que me diesen tra-
bajo de prueba, y me arrojaron á la calle como si
fuese una ladrona... Entonces me acordé de lo que
me habia dicho Alegría, pero ya era tarde... Fui
vendiendo poquito á poco la ropa blanca y los
vestidos que me quedaban; y por último, cuando
ya no tenia mas que vender, me echaron del cuar-
to... No habia comido en dos dias ni tenia en don-
de dormir... Entonces volví á encontrar á la Pelo-
na y á una de las viejas, que sabian donde vivia
y no me habían perdido de vista desde mí salida
de la prisión... Como me habían prometido bus-
carme trabajo, me fui con ellas... El hambre me
había estenuado tanto que apenas tenia conocimien-
lo... Me hicieron beber aguardiente... y... y... ;no
sé/ — dijo la infeliz criatura cubriéndose el ros-
tro con las manos. — ¿ Hace mucho tiempo... que
vives con la tía Pelona, hija mía? — la preguntó
Rodolfo conmovido. — Seis semanas, Señor — res-
pondió la Guillabaora temblando. — Ya entiendo,
ya — dijo el Churiadoi; — te comprendo como si
te pariera... Vamos, es preciso que nos desem-
buches aquí tu confesión. — Parece quv le pesa do
habernos contado lu vida, prenda mia. — dijo Ro-
dolfo— ;Ah, Señor/ — repuso con tristeza Flor
38 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
(le María; — es la primera vez que traigo á la
memoria estas cosas... y á la verdad no son muy
alegres. — /Vaya una muchacha/ dijo con ironía
el Churiadoi". — ¿ Sientes por ventura no haber si-
do cocinera de un figón, ó criada de alguna vieja
regañona? — No importa... nunca debe pesarle á
una de ser honrada... — contestó Flor de María
dando un profundo suspiro. — / Qué puntillosa es
su merced.'... — gritó el Churiador soltando una
risotada. — ¿ No será mejor que te vuelvas de so-
petón un angelito con alas, para honra y gloria
de tu linaje, que no conoces? — Mis padres me
echaron á la calle como una cosa sobrante... /pue-
de ser que no -tuviesen con que mantenerse á sí
mismos.'... — dijo la Guillabaora con amargura.
— no se lo echo en cara, no, ni me quejo; pero hay
fortunas mejores que la mia. — ¿Y á tí, que te
taita ? Eres hermosa como una Venus ; no tienes
mas que diez y seis años y medio; canias como
«¡na calandria; ])areces una Nuestra Señora; te lla-
man Flor de María... ¡y aun te quejas'!! ¿Qué
dirás cuando tengas un brasero para calentar los
pinreles a y una tinaja de pimiento á tu lado,
como la tia Pelona? — ; Ah ! nunca llegaré á su
edad. — Tienes un privilegio de invención para no
envejecer... ¿ verdad ? — No, pero no soy tan fuer-
te como ella; y ademas siento hace tiempo una los
muy maligna. — ¡ Oh ' eso sí. Ya me parece que
le estoy viendo ir en el carro de los muertos. ¡ Qué
boba eres ! ¡ Vaya una muchacha \'.\ — ¿Te ocur-
ren muchas veces esas ideas, hija mia ? — la pre-
guntó Rodolfo. — Algunas... Mirad, Señor Rodol-
fo, vos me entenderéis mejor: cuando voy por las
mañanas á comprar la leche con el cuarto que me
HISTORIA DE LA GUILLABAORA. 39
da la tía Pelona, á la lechera que se pone en la
esquina de la calle de la Srapería, y cuando la veo
volver á su aldea con su carretilla tirada por un
pollino, . ¡ Qué envidia me da, señor Rodolfo!...
Entonces empiezo á reflexionar , y digo: « Se va
para el campo á respirar el aire libre , á ver á su
(amilla;... y yo me vuelvo sola al desván de la ta-
berna, en donde no se ve bien á mediodia. — Pues
bien, palomita; sé muy honrada y ándate con pu-
cheritos, ya que te gusta la farsa, — dijo el Chu
riador. — ¡ Honrada I ¡ Dios mió ! ¿ Cómo quieres
que sea honrada ? La ropa que llevo puesta es de
la tia Pelona; la debo el cuarto y la asistencia...
no puedo menearme de aquí , porque me haria
prender por ladrona... Soy suya en cuanto no la
pago.
Estremecióse la infeliz criatura al pronunciar
estas horribles palabras , y brilló una lágrima en
sus largas pestañas. — No andes queriendo otra
vida, bobona, ni te compares con una aldeana, dijo
el Churiador. ¿ Perdistes el juicio ? Acuérdate de
que luces en la capital , mientras que la lechera
cuece la berza para sus cachorritos, ordeña las va-
cas , siega la yerba para el ganado y aguanta una
somanta de su marido cuando viene enfadado de la
taberna, j Mira qué fortuna envidias tan brillante !
La Guillabaora no respondió. Tenia la vista fija,
el pecho oprimido y su fisonomía revelaba una
congoja profunda.
Rodolfo había escuchado con indecible interés
este terrible diálogo. La miseria , el abandono , la
ignorancia de la vida habian perdido á esta desdi-
chada criatura, sola en la inmensidad de París á la
edad de diez y seis años.
Se acordó involuntariamente de una hija querida
T. I. 'i.
vo
LOS MISTERIOS DE PARIS.
que le había arrebatado la muerte á la edad de
diez años , y que entonces debería tener diez y seis
como Flor de María. Este recuerdo encendió mas
su interés por la criatura desventurada cuya histo-
ria dolorosa acababa de escuchar.
CAPÍTULO CUARTO.
HISTORIA DEL CHURIADOR.
No habrá olvidado el lector que un huésped
recien llegado á la taberna, observaba con aten-
ción á otros dos que en el íigon estaban.
Uno de estos , como llevamos dicho , tenia un
gorro griego en la cabeza, escondía la mano iz-
quierda y habia preguntado con instancia á la
íigonera si no habian llegado aun el Maestro de
Escuela y el Cojo Gordo.
Mientras la Guillabaora contó su historia , que
no pudieron oir , hablaron uno con otro en voz
baja , y á cada paso miraban hacia la puerta con
maniQesta inquietud.
El del gorro griego dijo á su compañero:
— El Cojo Gordo no viene, ni tampoco el Maes-
tro de Escuela. — ¡ Como el Ksqueleto no le haya
des puchado para murciarle el marisco ! (a) — Eso
no nos vendria mal á nosotros, que hemos prepa-
rado el negocio y que debemos tener nuestra
parte, — repuso el otro.
El desconocido que observaba á estos dos hom-
bres, estaba demasiado lejos de ellos para oir lo que
decían. Después de haber consultado con suma
precaución un papel que llevaba en el fondo de la
gorra, pareció satisfecho de su perspicacia, se le-
ía) Nv> ?() liaya as-r-sitiailo jinia rohaih- el robo.
42 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
vantó de la mesa y dijo ala figonera que dormi-
taba en el mostrador , con los pies sobre el ca-
lentador y el gato negro en el regazo :
— Adiós, Pelona, hasta , luego: cuidado con mi
jarro y con mi plato... no le fies en tus parroquia-
nos. — No tengas cuidado , gachón , — dijo la tia
Pelona ; — si tu jarro y tu plato quedan vacíos ,
nadie los tocará.
Rióse el desconocido del chiste de la figonera, y
desapareció sin que nadie lo observase.
En el momento que salió este hombre y antes
que la puerta se hubiese cerrado, percibió Rodolfo
allá en la calle al carbonero de estatura colosal y
cara tiznada, de quien hemos hablado. Manifestóle
Rodolfo con un gesto cuan importuna le era su
vigilancia; pero el carbonero, sin atender á la in-
sinuación de Rodolfo, no se apartó de la inme-
diación del Conejo Rlanco.
El semblante de la Guillabaora se entristecia
por momentos: arrimada de espaldas á la pared ,
la cabeza caida sobre el pecho , giraba al rededor
de sí sus grandes ojos y parecía sumerjida en ne-
gros pensamientos.
Habia apartado dos ó tres veces la vista al en-
contrarse con la mirada fija de Rodolfo, sin poder
esplicarse la singular impresión qne le causaba
aquel desconocido. Turbada y hasta oprimida con
su presencia, casi se arrepentía de haber referido
lan sinceramente delante de él su vida miserable.
E\ Churiodor, por el contrario, estaba muy ale-
gre; se babií tojnído solo todo el arlequín, el
vino y el aguarciici.ío le hacían hablador y comu-
nicativo. La vergüenza de haber encontrado á su
Maestro, como él decía, había desaparecido á vista
del generoso proceder de Rodolfo, en quien reco-
nocía un grado tal de superioridad física, que su
HISTORIA DEL CHL III ADOR. 43
humillación había dado hjgar á un sentimiento
compuesto de admiración, de temor y de respeto.
El carácter sin rencor que habia manifestado, y
el orgullo salvaje con que se alababa de no haber
robado nunca , probaban á lo menos que no era
un hombre enteramente endurecido en la perver-
sidad; observación que no se escapó á la sagacidad
de Rodolfo, el cual deseaba con impaciencia oir su
historia.
— Vamos, Churiador... ahora tú. Ya te escu-
chamos, — le dijo.
El Churiador echó otro trago, y empezó de esta
manera:
— Tú á lo menos , pobre Guillabaora , tuviste
una Lechuza que te recogiese... i malos diablos la
lleven !... tuviste donde dormir desde que te pren-
dieron por vagamunda... En cuanto á mí puedo
asegurar que no supe lo que era cama hasta los
diez y nueve años, cuando senté plaza de soldado.
— ¿ Has servido , Churiador ? — dijo Rodolfo. —
Tres años; pero eso vendrá á su tiempo. Las pie-
dras del Louvte, los hornos de yeso de Clichy y
las canteras de Montrouge , hé aquí las posadas
de mi juventud. Ya veis... tenia casa en Paris y
en el campo... nada mas... — ¿Cual era tu oficio?
— A decir verdad no conservo mas que un recuer-
do muy oscuro de haber andado cuando niño con
un trapero que me hundia á palos. Esto debe ser
verdad, porque jamas he encentrado á uno de esos
hombres revolviendo basura, sin que me diese gana
de caerle encima á garrotazos. Mi primer oficio ha
sido el de ayudar á los desolladores á matar y de-
sollar caballos en Montfaucon. Tenia entonces diez
6 doce años. Cuando empecé á matar y desollar
caballos viejos me daban alguna lástima los ani-
malitos ; pero al cabo de un mes estaba ya tan
i i LOS .MISTERIOS DE PARÍS.
corriente y me gustaba el oficio. Nadie tenia cu-
chillos tan afilados como los míos : solo el verlos
daba ganas de cortar con ellos. Después que de-
sollaba algunos caballos, me arrojaban un pedazo
del anca de algún vejestorio que habia muerto de
enfermedad ; porque los que nosotros matábamos
se vendían á ios figoneros del barrio de la Escuela
de ]\Iedicina, que los convertian en carne de vaca,
de carnero, de ternera , ó de caza bravia , al gusto
y placer de los golosos... ¡ Cáspita 1 cuando yo me
veia con mi rebanada de carne de caballo entre las
uñas ¿qué rey ni qué roque era mejor que yo?...
Entonces me largaba á mi horno como un lobo á
su cueva, y con permiso de los horneros asaba en
Jas brasas mi rica tajada. Cuando los hornos no
trabajaban, cogia leña en el bosque de Romainville,
sacaba fuego con los chismes (a) y hacia mi asado
en un rincón de los muros del cementerio. ¡Kayol
entonces sí que lo comia sangrando y casi crudo;
pero tampoco comia tanto como otras veces. —
Dinos tu nombre, Churiador, , — interrumpió Ro-
dolfo. — El color de mi cabello era aun mas claro
que ahora; siempre tenia los ojos encarnados como
sangre, y por eso me llamaban el Albino (b). Los
albinos son los conejos blancos de los hombres, y
tienen los ojos encarnados, — añadió gravemente
el Churiador, á manera de paréntesis fisiológico.
(a) Eslabón, piedra é yesca, (b) Albinos se llamaa los
que de padres negros ó de su raza , son blancos como el
Jienzo ó la cera blanca. Su cabello, cejas, pestañas y la bar-
ba rasa y desplobada tienen también un cclor pálido y
blanquizco, ya sea liso el pelo, 6 bien encrespado como el
de su raza. Los ojos lagrimosos y muy sensibles á la luz,
tienen comunmente el iris color de rosa ó encarnado, y la
pupila de lui rojo de fuego como el ojo de las perdices ó de
los conejos blancos.
HISTORIA DEL CHURIADOR. 45
— ¿ Y tus padres y familia? — ¿ Mis padres? viven
en la misma calle y número que los de la Guilla-
baora... ¿ En donde he nacido ? en el primer rincón
de la primera calle, á derecha ó izquierda, bajando
ó subiendo hacia el Sena. — ¿No has maldecido
nunca á tus padres por haberte abandonado ? —
j Eso si que me hubiera sacado de mal año !...
i vaya una preguntal ... Con todo, no me hicieron
mucho favor en haberme echado á este mundo...
si siquiera me hubieran hecho como Dios debe
hacer á los pobres... es decir, sin hambre, sed,
ni frió!... poco le costana esto, y entonces los
pobres que no roban andarían algo mejor. — ¿ Tu-
viste hambre y sed y no has robado Churiador ?
— A fe que no, ^ por eso he pasado tanta miseria.
Hubo tales dos días en que no he comido una aris-
ta ; y esto sucedia mas veces de lo que me tocaba
en ley de Dios. Pero no importa... no he robado
nada á nadie, y se acabó. — Por causa del esta-
ribé (a)... ¿verdad? — ¡Vaya una salida I — dijo
el Churiador alzando los hombros y soltando una
carcajada. ¡Con que no hubiera rojbado por temor
de tener pan !... Sin robar me moria de hamlM-e :
robando me mantendrían en la cárcel á boca de
cardenal... Pero no he robado porque... porque...
en fin, no me cuadraba á mi el robar, y se acabó.
Esta hermosa respuesta, cuyo valor no compren-
día el Cburiador, hizo en Rodolfo la mas profun-
da impresión. Vio que el pobre honrado en medio
de la miseria era con doble motivo digno de res-
peto; siendo así que el castigo de su crimen po-
dia convertirse en un recurso cierto de subsis-
tencia.
Rodolfo alargó la mano á este infeliz salvaje de
(a) Cárcel.
46 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
la civilización, á quien la miseria no habia de-
pravado enteramente.
El Churiador miró asombrado y casi con res-
peto á su favorecedor : apenas se atrevia á tocar-
le la mano. Un pensamiento vago le hacia en-
trever un abismo que lo separaba de Rodolfo.
— ¡Buenol — le dijo Rodolfo; ya vemos que tie-
nes corazón y honor. — ¿Corazón?... ¿honor?...
¿yo?... ¡Cah! ¿os chanceáis? — respondió con sor-
presa.— Sufrir miseria y hambre mas bien que
robar, es tener honra y corazón, — dijo Rodolfo
con gravedad. — ¡Sil... pero... ¿Quién sabe?... — di-
jo el Churiador. — Pudiera ser... — ¿Te espantas
de eso? — ¿Pues no?... Si no tengo costumbre de
oír esas palabras, siempre me han tratado como
á un perro sarnoso... \ Pero vaya un efecto que
me ha hecho lo que acabáis de decir !... [ Cora-
zón I... ¡honor! — repitió con aire mas pensativa.
— Pero ¿qué tienes? — Por Dios que no lo sé, —
dijo el Churiador conmovido; — pero esas pala-
bras... vea usted... me revuelven el juicio... y me
agradan mas que si me dijesen que era mas fuer-
te que el Esqueleto y que el Maestro de Escue-
la... Lo cierto es que esas palabras... y los pu-
ñetazos que me habéis dado por remate de fies-
ta... tan bien ribeteados... sin contar con que me
pagáis la cena... y que n>e decís unas cosas que...
En fin, adelante'; — gritó de repente como si le
fuera imposible espresar su pensamiento. — Lo
cierto es que en la vida y en la muerte podéis
contar con el Churiador. — ¿Has servido mucho
tiempo á los desolladores ? — preguntó Rodolfo con
mas frialdad, no queriendo descubrir la emoción
que sentia. — Ya lo creo... al principio me daba
alguna lástima malar aquellos vejestorios, que ni
capaces eran de largarme una coz; pero luego que
HISTORIA DEL CHURIADOU. */
llegaé á los diez j seis aík>s y fui siendo mas
hombre, se convirtió en rabia, en pasión, en ne-
cesidad, en furor, mi afición á malar y desollar!
b3Jaba de comer y beber... \ no pensaba en otra
cosa!.,. Era de ver cuando estaba con las manos en
la obra: á no ser un pantalón viejo que tenia, lo
demás estaba en cueros vivos. Guando tenia al re-
dedor de mi quince ó veinte caballos arreatados
esperando su vez, con mi gran cuchillo bien afi-
lado en la mano... ; Caay I cuando me ponia á
matar, no sé lo que me pasaba... me volvia loco;
me zumbaban las orejas... todo el mundo era en-
carnado ; la sangre se me subia á los ojos,
mataba... y desollaba... y desollaba... y desolla-
ba , hasta que me caia el cuchillo de la mano I
i Rayo I ¡ qué gusto ! Si hubiera tenido millones
los hubiera dado por hacer aquel oficio. — De
ahí te habrá venido el gusto de pintar jabeques (a)
— dijo Rodolfo. — Bien puede ser: pero cuando
pasé de los diez y seis años, el furor aquel cre-
ció de tal manera que cuando empezaba á de-
sollar perdía el juicio y echaba á perder toda la
obra... Destruia las pieles á fuerza de dar cuchi-
lladas por aqui y por allá, y tanto me encarni-
zaba que no sabia lo que hacia. En una palabra
me despidieron del osario. Rogué conmigo á al-
gunos carniceros, porque siempre tuve amor al
oficio... pero era de ver como se hacian de pen-
cas... ¡qué Señores! me despreciaron como los de
la obra prima , desprecian á los remendones. En-
tonces me di á buscar el pan por otro camino, pe-
ro no lo hallé de contado. ¡Qué gaza (b) pasé to-
do aquel tiempo! Por fin hallé trabajo en las can-
teras de Montrouge ; pero al cabo de dos años me
(a) Dar puñaladas, (h) Hambre
V8 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
aburrí de romperme el espinazo dando á la rueda
para sacar piedra, sin mas jornal que veinte suel-
dos diarios. Era de buena talla y robusto , sen-
té plaza en un regimiento. Me preguntaron por
mi nombre, mi edad y mis papeles. ¿Mi nombre?
dije yo, soy el Albino : ¿ mi edad ? miradme el
diente : ¿ mis papeles ? ahí está el certificado de
mi amo el cantero. Como vieron que podia ser un
buen granadero, me alistaron sin mas ni mas. —
Con tu fuerza, tu valor y tu manía de cortar, si
hubiera habido guerra , acaso hubieras llegado á
ser oficial. — ; Ojalá ¡ Cuanto mas me agradaría
degollar ingleses y prusianos que rocines viejos I...
Pero ahí estaba el mal: no habia guerra, y ha-
bia disciplina. Un jornalero puede dar una man-
ta de palos á su amo: si es mas fuerte los da, sí
es mas flojo los recibe: le plantan en la calle,
coje las del martillado (a), y se acabó la fiesta. En
la milicia es cosa diferente. Un dia mi sargento
me echó una ronca para hacerme andar mas apri-
sa: tenia razón, porque yo hacia la buena mau-
la. Sin embargo, eso me incomodó y me repuse:
me dio un empujón, y yo le di otro empujón, me
echó la mano al gañote, y yo le destaqué un pu-
ñetazo. Cayeron sobre mí, y entonces si que hubo
morena; bramaba de rabia... tenia toda la sangre
en los ojos y no veia mas que sangre I... sangre 1...
y como tenia el chuH b) en la mano porque es-
taba de rancho, empecé á matar... á matar.,, á ma-
tar... á clavar como en una carnicería... Tendí frió
al sargento, herí á dos soldados... ¡qué visión I on-
ce puñaladas á los tres 1... sí, once puñaladas...
¡Todo era sangre como en Montfauconl... Yo tam-
bién chorreaba sangre.
(a) Cojif las de Villadiego., (h) Cuchillo.
HISTORIA DEL GHURIADOR. 49
Bajó la cabeza el bandido con un aire torbo y
abatido, y permaneció un rato en silencio.
— ¿En que piensas ,Ghuriador? — dijo Rodolfo
observándolo con interés. — En nada... — le res-
pondió bruscamente, y luego prosiguió con su bru-
tal indiferencia: — Por último me sujetaron , y fui
juzgado y sentenciado á muerte. — ¿Y cómo has
salvado la vida? ¿huíste? — No; en lugar de qui-
tarme el resuello, me sentenciaron por quince años
al estardó (a). Se me pasó deciros que habia salva-
do la vida á dos compañeros que estaban para
«1 bogarse en el Maine: nos hallábamos de guarni-
ción en Melun. En otra ocasión... vais á reiros y
á decir que soy un animal del fuego y del agua , que
así salva hombres como mujeres... en otra ocasión,
estando de guarnición en Rúan, prendió fuego en
un barrio : en Rúan todas las casas son de madera
como barracas. Me hicieron acudir al fuego,- y al
llegar al sitio oí decir que una vieja no podía ba-
jar de su cuarto, en donde entraban ya las llamas
Subí: jcáspita, que caliente estaba aquello!... ni
los hornos de yeso le ganaban. Finalmente, he
salvado á la vieja, pero salí con las plantas de
los pies, abrasadas. En una palabra, gracias á es-
tos servicios mi alimo (b) se puso de puntillas, y
habló y se estiró tanto que me conmutaron la pena;
y en lugar de ir á finibusterre (c), me mandaron á
gurupas (d) por quince años... al ver que no me ma-
taban y que me mandaban á presidio , me dio ganas
de echarme al cuello de mi charlatán para aho-
garlo... cuando se vino á mi haciendo de persona pa-
ra decirme que me habia salvado la vida... j poder
de Dios!.*., ¡si no me hubiera contenido I.... —
(a) Presidio. (b) Procurador : abogado, (c) Patíbulo;
horca, (d) Galeras ; presidio.
50 LOS 3Í1STEU10S DE PAUíS.
Luego no te gustó la conmutación de pena. — , Que
rae había de gustar!... el que con hierro mata jus-
to es que con hierro muera , así como es justo que
el ladrón calce grillos... á cada cual su merecido...
Pero obligar á uno á vivir entre galeotes cuando
tiene derecho de ser ahorcado sobre la marcha , es
una infamia. No se mata a un hombre sin que que-
de de ello alguna memoria... pero de vivir en ga-
leras... — Parece que has tenido remordimientos. —
¿ Remordimientos ? j cah! no... yo no hice mas que
lo que pude , — dijo el salvaje; — pero en mis pri-
meros años de presidio ni una noche pasaba sin que
viese en sueños como una pesadilla al sargento y
los soldados que habia despachado, es decir... no
estaban solos , — añadió con una especie de terror;
— aguardaban su vez por docenas , por centenares
por millares, como en un matadero... como los ca-
ballos que degollaba en Montfaucon... y entonces
novela mas que sangre, y empezaba á matar.... á
matar... á degollar, como hacia en otro tiempo
con los caballos viejos... Pero sucedía que cuantos
mas soldados mataba, mas aparecían., y al espirar
volvían hacia mí unos ojos de piedad, que yo me
maldecía por haberles quitado la vida... pero ya
no podia contenerme. Ademas , aunque no tuve nun-
ca hermano ninguno, sucedía que todos los que
mataba eran mis hermanos... y les quería del alma..
Por fin , cuando ya no podia mas , dispertaba cu-
bierto de un sudor frío, como la nieve derretida...
— ¡ Sueños crueles eran esos, Ghuriadorl — ¡Ah!
sí... ; Que sueños !... era cosa de perder el juicio...
Así es que quise matarme por dos veces, una de
ellas tomando cardenillo, y la otra ahorcándome
con una cadena ; pero ¡ rayo ! soy mas fuerte que
un toro. El cardenillo no hizo mas que darme sed,
y la cadena me dejó al rededor del cuello una cor-
HISTORIA DEL CHUIUADOR. 51
bata natural , sin mas novedad. Andando el tiem-
po venció ia costumbre de vivir, los sueños y las
pesadillas me atormentaron cada dia menos, y me fui
dando de alta como los demás compañeros. — ¡Buena
escuela has tenido en presidio para aprender á ro-
bar ! — Cierto, pero faltaba la inclinación ; y aun-
que algunas bromas me daban por eso los demás
galeotes, también les costaba caro, porque andaba
la cadena por fustanque (a;. Allí fué donde he co-
nocidoal Maestro de Escuela;... pero en cuanto á
este... es decir... en cuanto á cosa de puñetazos,
me dio mi ración correspondiente , como vos me
la disteis ahí fuera hace un minuto. — ¿Es galeote
cumplido el Maestro de Escuela? — A saber era
fenado eterno [b], [)ero se libró como un gavilán,
dando por cumplida su condena. — ¡ Huyó de pre-
sidio y no lo denuncian ! — No seré yo quién le de-
nuncie, por vida mia: cualquiera loecharia á mie-
do. — ¿ Gomo no dá con él la policía ? ¿ No tiene
por ventura filiación ? — ¿Filiación ?... ¡Buen pá-
jaro es el Maestro ! Hace mucho tiempo que se qui-
tó de la fila (c) lo que Dios le había dado y el dia-
])loquelo conozca ahora. — ¿Pero cómo ha podi-
do hacer eso? — ¿Como? carcomiéndose poco á poco
las narices con vitriolo. Tenían medio palmo de
largo. — Vamos , te chanceas sin duda. — Si vie-
ne esta noche le veréis : tenia unas narices de papa-
gayo descomunales, y ahora es un chato como una
loma : los labios son como puños , y tiene la cara
llena de costurones como sayo de trapero. — ¿Se-
rá posible que se haya desfigurado hasta el punto
de que nadie le conozca ? — Hace seis meses que
huyó de Rochefort, mil veces le encontraron los
(a) garrote; rebenqu-.'. (b) galeote per vida. (c) Caía.
5-2 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
maitines a , y pasan de largo sin conocerlo. — Por-
qué ha estado en presidio ? — Por falsario , ladrón
V asesino. Le llaman Maestro de Escuela porque
escribe muy bien y sabe mucho. — ¿ Le temen mu-
cho por ahí? — No le temerán, no, cuando le ha-
vais sacudido la pavana como á mí. ¡ Qué ganas
tengo de que le llegue el dia 1 — ¿De qué vive? —
Vive en compañía de una vieja tan mala como él, y
tan fina como la pólvora; pero no se la ve jamás.
Sin embargo ha dicho á la tia Pilona que la trae-
ría un dia á la taberna. — ¿ Toma parte esa mujer
en los robos que hace ? — Y en los asesinatos tam-
bién. Dicen por ahí que se alaba de haber cometido
con ella dos ó tres últimamente, y que entre los des-
pachados se encuentra un boyero, á quien robaron y
quitaron la vida en el camino de Poissy. — El caerá
tarde 6 temprano. — Es preciso ser muy diestro:
lleva siempre debajo de la blusa dos pistolas carga-
das y un puñal. Dice que por nada se le da, que
solo perderá la vida una vez y que para escaparse
matará cuanto se le ponga delante; y como es dos
veces mas tuerte que vos y que yo, no se le podrá
cojer así á dos por tres. — ¿A que te has dedicado
después de salir de presidio? — Me ajusté con un
descargador del muelle de San Pablo, y gano la vida
en este oficio. — ¿Porque .no vives en la Cité no
siendo nicaboo (b) ? — ¿Y á donde iria yo con mi
cuerpo ? ¿Quién se acompañaría de un galeote ? Yo
no puedo estar solo ; me gusta la sociedad y aquí
vivo entre mis ¡guales. Me meto en algunas pen-
dencias, me temen como el fuego en la Cité, y el
comisario no tiene por qué decirme esta boca es
mia , fuera algunos lances de poca monta que me
valen algunas horas de corrección. — ¿ Cuánto ga-
(aj Alguaciks; criadus de justicia. ' (b) Ladrón.
HISTORIA DEL CHÜRIADOR. o3
naspordia? — Treinta y cinco sueldos; y para
eso tomo en el río pediluvios hasta la cintura de
de diez á doce horas cada dia, así en verano co-
mo en invierno.. Cuando no pueda mas con la fa-
tiga tomaré un gancho y un cuevo de mimbres, y
volveré al oficio de trapero como en mis prime-
ros años. — Y sin embargo parece que no eres in-
feliz. — Otros hay mas que yo : á no ser por los
sueños del sargento y de los soldados muertos,
sueños que tengo aun de cuando en cuando es-
peraría tranquilo la última hora y moriria al pié
de un muro , como acaso habré nacido. Pero los
sueños... vaya hablemos de otra cosa, — dijo el
Churiador, vaciando la pipa contra la esquina de
la mesa.
Mientras el Churiador contó su historia , Flor de
Maria permaneció distraída, absorta y silenciosa.
Rodolfo le habia escuchado con aire pensativo.
Un accidente trágico recordó por fin á los tres
el lugar en que se hallaban.
=;^»^K^#«<
CAPÍTllO QrWTO.
LA PRISION-
El hombre que | oco antes habia salido después
de habe/ encargado á la figonera su plato y su
jarro , volvió á entrar acompañado de otro hom-
bre de anchas espaldas y ademan enérgico, á quien
dijo :
— Feliz casualidad, amigo, la de habernos en-
contrado: entra y echaremos un trago.
El Churiador dijo en voz baja á Rodolfo y á la
Ouillabaora :
— Vamos á tener jarana,., es un agente de po-
licía. ¡ Alerta !
Los dos bandidos , uno de los cuales tenia gorro
griego calado hasta las cejas y habia preguntado
por el Maestro de Escuela y por el Cojo Gordo,
se dieron una mirada rápida , y levantándose á un
mismo tiempo d« la mesa se dirigieron hacia la
puerta ; pero los ajenies les cortaron el paso arro-
jándose sobre ellos.
Abrióse de repente la puerta de la taberna,
entraron con precipitación en la sala otros ajentes
y relumbraron en la calle algunos fusiles.
El carbonero de quien hemos hablado, se ade-
lantó hasta el umbral del Conejo Blanco aprove-
chándose del tumulto , dio á Rodolfo una mirada
y llevó á los labios el índice de la mano de-
recha.
LA PRISIÓN. 55
Rodolfo le indicó con un gesto rápido é impe-
rioso que se alejase.
El hombre del gorro griego bramaba como un
león , y medio tendido sobre un banco daba tales
respingos que apenas podian sujetarlo otros tres
hombres.
Su compañero, aterrado, inclinada la cabeza,
lívido el semblante y con la mandíbula inferior
abierta , desencajada y convulsa , no hizo la me-
nor resistencia y presentó las manos para que le
atasen.
La tabernera, sentada en el mostrador y acos-
tumbrada á tales escenas , permaneció tranquila
con las manos en los bolsillos del mandil.
— ¿Que han hechr r ;os hombres, mi querido
Sr. Narciso ? — pregunto la Pelona á uno de los
agentes á quién con' c-i. — Asesinaron ayer á una
vieja para robarla t ir calle de San Cristo val. An-
tes de morir declaró la infeliz que había mordido
la mano á uno de los asesinos. Hace tiempo que
traemos de ojo á estos bribones , y como mi com-
pañero se informó cumplidamente de su identidad,
hemos entrado á prenderlos. — Gracias á que han
pagado ya su azumbre , que sino... — dijo I? ii-
gonera. — ¿Queréis tomar alguna cosa, Sr. Narciso?
una copita de ratafia ; vamos... — Gracias, tia Pe-
lona : es preciso asegurar antes á estos picaros. Mi-
ra como rebrinca e3 asesino I
En efecto el ladrón del gorro griego aspumaba
y retorcía los miembro» con increíble furor , y cuan-
do llegó el momento de ponerlo en un coche que
aguardaba á la puerta á prevención , se defendió
de tal manera que fué preciso conducirle en
brazos.
Su cómplice apenas podia sostenerse ; temblaba
como un azogado, y sus labios cárdenos y entrea-
T. I. '5
of) HISTOIIIA DE LA GLÍLLABAGUA.
biertos se movían como si estuviese hablando.
Echaron también en el coche esta masa inerte.
Antes de salir de la taberna miró el agente con
atención á los demás huéspedes, y dijo al Churia-
(ior con un tono casi afectuoso :
— ¿También estás por aquí perillán ? hace tiem-
po que no se habla de tí. Te vas dejando de qui-
meras I eh ! — Estoy hecho un santo : ya sabéis
que solo rompo la cabeza al que lo solicita. —
Solo fallaría que te metieses también á provocar á
alguien con esos puños de hierro. — Aquí está mi
maestro de puños, — dijo el Churiador tocando
el hombro de Rodolfo. — i Hola ! no conozco á
ese, — dijo el agente mirando á Rodolfo. — Ni creo
que haya motivo para que nos conozcamos. — Así
sea para vuestro bien, — dijo el agente; y dirigién-
dose luego á la tabernera continuó: Buenas noches,
lia Pelona : es una ratonera vuestra taberna , con
este van ya tres asesinos cojidos en ella. — Y es-
pero que no será él último , Señor Narciso , siem-
pre estará á vuestra disposición, — dijo con toda
su gracia la Pelona haciendo una reverente cor-
tesía.
Luego que salió el agente volvió á cargar su
pipa el joven de rostro aplomado que fumaba y
bebía aguardieate ; y dijo al Churiador en tono
socarrón :
— ¿No has conocido a! del gorro griego? es el
tio Tenaza. Cuand > vi entrar á los agentes dije
para mi sayo : aquí hay gato encerrado. ¿ No ha-
bías notado como escondía la mano izquierda el tio
Tenaza? — He buena se han librado el Maestro de
Escuela y el Cojo Gordo con no estar aquí , — dijo
la figonera. — El del gorro griego preguntó por
ellos tres veces , y dio á entender que era para un
negocio en que tenían que ver todos... Poro yo no
tC- ^Lxc<nVi^ <)<- &>«vu.£ci(y.
LA PIllSlOX. 57
vendo á mis parroquianos. Está bien que los pren-%.
dan si hay motivo... á cada cual lo suyo... ¿ Pero
yo? i Dios me libre! con su pan se lo coman, —
dijo la tia Pelona á tiempo que entraban en la
taberna un hombre y una mujer; y al verlos aña-
dió : — Justamente, allí viene el Maestro de Es-
cuela con su pencuria (a). ¡ Jesús ! Kazon tenia
para no sacarla á luz... ¡ que hocico de bruja tiene!
Al oir el nombre del Maestro de Escuela circu-
ló un movimiento de terror por todos los hués-
pedes del Conejo blanco.
El mismo Rodolfo, á pesar de su natural intre-
pidez, no pudo contener una lijera emoción al ver
al terrible bandido , y le miró por algunos ins-
tantes con una curiosidad mezclada de horror.
El Ghuriador habia dicho verdad, pues el Maes-
tro de Escuela estaba espantosamente mutilado.
Nada mas horrible que el rostro de aquel hom-
bre , surcado en todas direcciones por cicatrices
lívidas y profundas. La acción corrosiva del vi-
triolo habia abultado monstruosamente sus labios,
y cortados los cartílagos de la nariz dejaban ver
dos agujeros disformes. Los ojos pardos y muy
claros , pequeños y redondos , brillaban con fe-
rocidad : la frente chata , como la de un tigre,
desaparecía casi enteramente bajo un gorro de piel
común de pelo largo y erizado... parecía la me-
lena de un monstruo.
La estatura del Maestro de Escuela no pasaba
de cinco pies y dos ó tre^ pulgadas; su cabeza des-
mesuradamente grande salía apenas de entre dos
hombros anchos y carnosos , cuya forma se ^¡s--
tinguía bajo los pliegues de una blusa de tela
cruda y grosera. Los brazos eran largos y muscu-
^a) Mujer.
58 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
lesos; las manos corlas , gordas y velludas hasta
el estremo de los dedos , y las piernas algo ar-
queadas y con enormes pantorrillas , que indicaban
su fuerza atlética. Finalmente, eran las formas de
este hombre una exaojeracion del tipo corto , do-
ble y rechoncho de Hércules Farnesio. La espre-
sion feroz de su máscara espantosa, su mirar in-
quieto , variable y fogoso como el de una bestia
salvaje , eran tales que no admiten descripción.
La mujer que acompañaba al Maestro de Es-
cuela era vieja : llevaba un vestido oscuro, un chai
de fondo negro y cuadros encarnados y en la ca-
beza una especie de papalina ó cofia blanca.
Rodolfo la veia de perfil ; pero el ojo verde, la
nariz de gancho , los labios delgados y hundidos,
la barba saliente y una fisonomía maliciosa y as-
tuta , le recordaron involuntariamente la horrible
vieja de quien habia sido víctima Flor de Maria.
Después de haber dicho algunas palabras en
voz baja á Barbillon , el Maestro de Escuela se
acercó lentamente á la mesa que ocupaban Ro-
dolfo y el Ghuriador , y dirigiéndose á Flor de
María' la dijo con voz ronca y escabrosa : — Oyes
tú , saladita , á ver como dejas á ese par de go-
londrinos y te vienes conmigo...
La Guiliabaora no respondió una sola palabra:
se estrechó contra Rodolfo , y su temblor y el so-
nido de sus dientes indicaban el espanto que se
habia apoderado de la débil criatura. — Yo pro-
meto no tener zelos de mi querido tortolillo, — dijo
la Lechuza soltando una carcajada.
No habia conocido aun á su víctima, la Chi-
llona de otro tiempo.
— ¿Me has oido , tú , palomita ? — dijo el mons-
truo acercándose á la mesa : — si no te meneas
pronto le sacaré un ojo para que hagas compás á
tv X¿<:ÍíA4,íuv
LA PRISIÓN. 59
la Lechuza. Y tú , de los mostachos... (dirigién-
dose á Rodolfo) si no me echas acá ese pimpollo
por encima de la mesa , te daré los postres de
la cena... — ¡ Dios mió I ¡misericordia 1 ¡defended-
me! — gritó la Guillabaora á Rodolfo juntando
las manos con un movimiento de angustia y de
asombro. Mas creyendo luego que lo esponia á un
gran peligro , añadió en voz baja : — No , no os
mováis. Señor Rodolfo ; si se acerca , yo gritaré y
pediré socorro , y la tia Pelona tomará también
nuestro partido por temor de que acuda [la policía.
— No temas , hija mia, — dijo Rodolfo , mirando
fríamente al Maestro de Escuela. — Estás á mi
lado , estás segura ; y como te da asco la cara
odiosa de ese bribón y á mi también, verás como
le echo á la calle. — ¡Tú I... — dijo el Maestro
de Escuela. — ¡Yo !... — respondió Rodolfo , le-
vantándose de la mesa , á pesar de los esfuerzos
de la Guillabaora para contenerlo.
La fisonomía de Rodolfo tomó en aquel momen-
to un aire tan firme y amenazador, que el Maes-
tro de Escuela dio un paso atrás, desmintiendo
por primera vez su audacia invencible. Hay mira-
das que tienen un poder mágico irresistible; y por
eso dicen que algunos duelistas célebres deben su
triunfo á esta virtud fascinadora que desmoraliza y
aterra á-sus adversarios.
El MfÜfetro de Escuela dio otro paso atrás, y
no confiado ya en sn vigor prodigioso, buscó
bajo la blusa el puñal que llevaba siempre con-
sigo.
Un homicidio hubiera ensangrentado acaso la ta-
berna del Conejo blanco, si la Lechuza cogiendo
en aquel momento el brazo del Maestro de Escue-
la, no hubiera gritado:
— Aguarda... Espera, palomo mió... Escucha
60 LOS MISTEUIOS DE PAUIS.
una paiabra... mira , deja que ja te comerás á
esos dos palomilos.,. no se escaparán , no...
El Maestro de Escuela miró á la tuerta con
asombro.
Hacia algunos minutos que la horrible vieja ob-
servaba" con atención á Flor «'e María , como para
recordar un objeto olvidado ; y no quedándole por
último la meaor duda , reconoció en la joven que
tenia delante á su antigua víctima la Chillona.
— ¡ Podré creer á mis ojos ! — «iritó la tuerta
aso"ibrada. — Es la misma. . la Chillona ; la la-
drona de mis buñuelos. Pero ? de dónde sales tú,
malíí correa ? sin duda el diablo te me pone de-
lante , — anadió enseñando el puño cerrado á la
tímida criatura. — Con que siempre has de venir
á caer en mis uña* ¡ eh ! No tengas cuidado que
yo te arrancaré los dientes uno á uno , y no te
dejaré una sola lágrima en el cuerpo. Ya sé que
vas á rabiar... pero mira ; no sabes lo qae hay,
! eh ! Yo conozco á los que te criaron antes de ve-
nir á mi poder. El Maestro de Escuela conoció
en presidio al hombre que te llevó á mi desvao
cuando eras pequeñita : tiene pruebas que es gente
granida a la .jue te ha criado. — ¡ Mis padresl...
! Dios mió I... ¿Conocéis á mis padres? — esclamó
la Guillabaora — Nunca lo sabrás de mi boca; es un
secreto de los dos , y antes arrancaría^ lengua
á mi palomo que consentir en que le MPtíijese...
Anda , llora... llora y rabia , Chillona, (jue nunca
lo sabrás. — ¡ Dios mió I ahora... después que...
no se me da á conocerá mis padres...
Mientras hablaba la Lechuza fue recobrando al-
guna serenidad el Maestro de Escuela , y mirando
á Rodolfo de soslayo no podia convencerse do
(a) Rica.
LA t»UISlON. 61
qutí un hombre de estatura tan mediana y de for-
mas tan esbeltas, fuese capaz de medir con él
sus fuerzas. Seguro pues de su vigor hercúleo se
acercó al defensor de la Guillabaora , y dijo á la
Lechuza con tono y ademan severo :
— Basta de charla. Dejarme ahora despabilar
á ese mosalvete para que la linda rubia me tenga
por mejor mozo que él.
Rodolfo saltó de un bote por encima de la mesa.
* — ¡ Cuidado con mis platos ¡ gritó la Pelona.
El Maestro de Escuela se puso en defensa con
las manos adelante, el cuerpo inclinado hacia
atrás doblando la cintura y apuntalado en una
de sus enormes piernas , que parecía un poste de
piedra.
Abrióse con violencia la puerta de la taberna
en el moment > en que Rodolfo se arrojaba sobre
él. El carbonero de quien hemos hablado y que
tenia casi seis pies de alto , se precipitó en la
sala , apartó rudamentf, al Maestro de liscuela y
acercándose á Rodolfo le dijo al oido en alemán:
— Monseñor , la condesa y su hermano... están
en la esquina.
Hizo Rodolfo un movimiento de impaciencia y
de cólera al oir estas palabras, echó un luis de
oro sobre el mostrador de la Pelona , y corrió ha-
cia la puerta.
El lim^stro de Escuela intentó cortarle el paso;
pero volviéndose á él, Rodolfo le descargó con tal
fuerza en la cara dos ó tres puñetazos , que el
bandido perdió el equilibrio y cayó de lado sobre
un banco,
! — Viva la patria! ! : ahí están esos, esos son
los puñetazos festonados que me dio por remate
de fiesta , — gritó el Ghuriador. — Con otra lec-
ción como esta quedo hecho un profesor.
62 tos MISTERIOS DE PARTS,
Volvió en sí el Maestro de Escuela al cabo de
algunos instantes , y se arrojó á la calle en per-
secución de Rodolfo ; pero este habla desapare-
cido va con el carbonero en el oscuro laberinto
de las calles de la Cité.
— Cuando volvió á entrar el Maestro de Es-
cuela espumando de cólera , corrían dos hombres
hacia la taberna por el camino opuesto al que
lle>aba Rodolfo, y se precipitaron en el Conejo
Blanco , tan agitados como si hubiesen dado una
larga carrera.
Su primer impulso fué mirar á todos los án-
gulos de la sala.
— ¡ Fuerte desgracia ! — dijo uno de ellos ; —
ha salido ya... Otra vez hemos errado el golpe.
Los dos recíenvenidos hablaban en ingles.
La Guillabaora , aterrada por el encuentro con
la Lechuza y temiendo las amenazas del Maestro
de Escuela , se aprovechó del tumulto y de la
sorpresa causada por la aparición de los dos nue-
vos huéspedes , y salió de la taberna deslizándose
por la puerta entreabierta.
CAPÍTULO SEXTO.
TOMAS SEYTON Y LA CONDESA SARAH.
Las dos personas que acaban de entrar en el
Conejo Blanco no pertenecían á la clase de los par-
roquianos de la taberna. Uno de ellos era alto y
delgado, tenia el pelo blanco, las cejas y patillas
negras , la tez morena y el aspecto grave y severo.
Llevaba una levita larga abotonada militarmente
basta el cuello. Su nombre era Tomas Seyton.
Su compañero era descolorido , de buena pre-
sencia y parecia tener unos treinta y tres ó trein-
ta y cuatro años; el cabello, las cejas y los ojos,
negros realzaban la pálida blancura de su sem-
blante ; y en su ademan , lo bajo de su .estatura
y en lo delicado de sus facciones era fácil reco-
nocer á una mujer disfrazada de hombre.
Era la condesa Sarach Mac Gregor. El lector
sabrá mas adelante los motivos que llevaron á la
a^||u hermano al jabardi
— ^VV > P*d® ^^ bel)er y pregunta por él^ á
íiues.
condesa^Hu hermano al jabardillo de la Cité.
— ^VV > P*d® ^^ bel)er y pregunta por él
esas gentes, que acfjso nos dirán algo , — dijo Sa- g
rah en buen ingles. ¿
El hombre cano y de cejas negras se sentó á
una mesa mientras que Sarah se enjugaba la fren-
te , y dijo á la Pelona en buen francés y casi sin
ningún acento:
— Señora , haced que nos sirvan algo de beber.
La entrada de estas dos personas en la taberna
|ji LOS MISTERIOS DE PARÍS.
habia escitado la curiosidad de todos: su traje y
sus modales iiidicabao que eran del todo estraños
en aquel silio, y su fisonomía inquieta y turbada
se veia que algún motivo importante les habia
conducido á él.
El Ghuliador, el Maestro de Escuela y la Le-
chuza los observaban con estraordinaria curiosi-
dad.
Tomas Seyton dijo por segunda vez y con im-
paciencia á la Pelona , que llena de sorpresa par-
ticipaba también de la admiración general:
— Señora, hemos pedido algo que beber : te-
ned la bondad de servirnos.
Muy hueca la tabernera al oir tan cortés y para
ella desusado len<Tuaje » salió del mostrador , y
apoyándose con afabilidad en la mesa desús nue-
vos parroquianos , les preguntó :
• — ¿ Querei* un azumbre de vino, ó una bo-
tella tapada? — Traednos una botella de vino,
vasos y agua. — Sirvió al punto la tabernera lo
que le habian pedido; Tomas Seyton la dio un
napoleón , y rehusando tomar el cambio que le
debia , la dijo : — Guardadlo , buena amiga , y
echad con nosotros un trago de vino. — Muchas
gracias , caballero , — respondió la tia Pelona mi-
rando al hermano de la condesa con un aire de
gratitud y admiración — Hablamos ^Édp á un
amigo — dijo Seyton — para una tabeM|^e esta
ralle , y creo nos hemos engañado — Este es el
Conejo Blanco para lo que gustéis mandar , caba-
llero. — Pues no hay duda que es aquí , — dijo
Seyton haciendo á Sarah una seña de inteligen-
cia. — Sí , en el Conejo Blanco es en donde debia
esperarnos... — Y por cierto que no hay dos Co-
nejos B'an^'os — dijo con orgullo la Pelona . — Pero
decidme, ¿qué señas tiene vuestro caraarada?—
TOMAS SEYTON T LA CONDESA SARAH. 65
alto y delgado , cabello y bigote castaño claro, —
dijo Seyton. — Ya, ya caigo: es el mismo que es-
taba aquí hace un momento... Un carbonero muy
alto entró á^ decirle no sé qué , y se marcharon
juntos. — Pues á los dos buscamos precisamen-
te — dijo Seyton. — • ? Estaban solos? — preguntó
Sarah. — Distingo : el carbonero solo estubo aquí
un instante; pero el otro amigo vuestro ha cenado,
con la Guillabaora y el Churiador; — y señaló con
una mirada al convidado de Rodolfo , que perma-
necia aun en la taberna,
Tomas y Sarah se volvieron hacia el churia-
riador , después de algunos momentos de examen
dijo Sarah en ingles á su compañero :
— ¿Conoces á ese hombre? — No, Carlos habia
perdido la pista de Rodolfo al entrar en estas
calles del infierno , y viendo á Murph rondar la
taberna disfrazado de carbonero y mirar á cada
paso por los vidrios , creyó que había alguna no-
vedacl y fué al punto á avisarnos... Pero Murph
lo echó de ver sin duda.
Mientras pasaba esta conversación en voz baja
y lengua extranjera , el Maestro de Escuela dijo
á la Lechuza, mirando á Tomas y Sarah :
— ' El mandria ha largado una moa de mina me-
nor (a) á la Pelona. Llueve, y el viento sopla
que rabj^ cuando se najen (b) les echaremos el
guant€?^Hyb agaferé al engibacaire (c) velis nolis,
que como va con su pencuria (d) seguro es que
no dará un bramo (e).
Aun cuando Tomas y Sarah hubiesen oído este
odioso lenguaje nada hubieran comprendido de él.
— Bien pensado, tienes unos vientos como un
(a) El simple ha dado una moneda de plata, (h) Mar-
chen, (c) Yo robaré al rufián, (d) Manceba. (<;) Gnl6
(j'Ó LOS 311STKKI0S DE PAKIS.
perdiguero , — repuso la Lechuza. — No tengas
cuidado , que si el mandria bratnase , ya sabes que
llevo en la faltriquera el vitriolo , y le rompe-
ría el frasquillo en la coba (a)... es prtciso dar de
beber á los niños para que no lloren... Dime , pa-
lomo , cuando hallemos á la Chillona nos la he-
mos de llevar ¿ verdad ? Me parece que la tengo
en las uñas... Ya la untaremos el hocico con vi-
triolo para que no ande tan soberbia con su lin-
da fila (b). — Mira , Lechuza , tanto me vas pren-
dando que al fin y al cabo he de venir á casarme
contigo — dijo el Maestro de Escuela. — En valor
y destreza ne hay quien te ponga el pié delante...
Bien te he marcado noche del boyero ; entonces
dije para mi coleto , Esta mujer es capaz de tra-
bajar mejor que un hombre. — Por cierto que sí,
palomito : si el Esqueleto hubiera tenido una mu-
jer como yo para desmicar (c) , no le hubieran
cogido el baraustador en la tragadero del mulan^
dó (d). — Buena china le tocó: no saldrá ile la
trena (e) hasta que vaya á la t>asUea (f). Un bulto
menos y un claro mas. — ¿ Qué lenguaje estraño
hablan aquellos dos? — dijo Sarah que habia oido
involuntariamente las últimas palabras del Maes-
tro de Escuela y de la Lechuza : y luego añadió
señalando al Qiuriador. — Acaso sabremos algo
de Bodolfo preguntando á aquel hombM. — Va-
mos á ver , — dijo Seyton ; dirigiéndosJpH Chu-
riador añadió : — Buenas noches , camarada. De-
bíamos hallar aquí á un amigo con quien habéis
cenado , y puesto que 1q conocéis ¿podríais decir-
nos á donde ha ido ? — Demasiado le conozco:
jhace dos horas que me santiguó la fila por causa
^a) Boca, (b) Caja, (c) Observar, (d) El puñal en la gar
ganta del muerto, (e) Prisión (f) Patíbulo; horca.
TOMAS SEYTON Y LA CONDESA SARAH. 67
de la Guillabaora. — ¿ No le conocíais antes ? —
Jamas... Nos encontramos en el portal de la casa
de Brazo Rojo. — ¡ Patrona ! otra botella de lo
bueno — dijo Tomas Seyton.
Sarah y él apenas habían tocado el vino, pues
tenían los vasos llenos ; mas la tía Pelona , sin
duda para hacer los honores de su taberna , ha-
bía enjugado distintas veces el suyo. .
— Ños serviréis en la mesa del señor , si no lo
lleva mal , — añadió Seyton dirigiéndose con Sa-
rah á donde estaba el Churiador , que atónito y
alegre al verse tratar de un modo para él tan es-
estraño , miraba sin pestañear á los dos desco-
nocidos.
El Maestro de Escuela y la Lechuza seguían
hablando en voz baja y en caló de sus proyectos
siniestros.
Servida la botella continuaron la sesión Sarah y
su hermano en compañía del Churiador y de la ta-
bernera , que había creído superfina una segunda
invitación.
— ¿Con que habéis encontrado al amigo de Ro-
dolfo en el portal de Brazo Rojo ? dijo Tomas Sey-
ton brindando con el Churiador. — Sí, — res-
¡)ondió este ; y enjuj^ó el baso con una presteza
admirable. — Vaya un nombre raro ese de Brazo
l^ojo* ¿ Quién es Brazo Rojo 1 — Tomaor del dui,
— dijo ^n indiferencia el Churiador; y luego
añadió : — ! Qué vino tan asombroso, tía Pelona!
— Por eso no debéis permitir que bostece el vaso,
camarada , — repuso Seyton llenando otra vez el
del Churiador. — A vuestra salud — dijo este , —
y á la de vuestro amiguito , que no parece sino
que... en fin , adelante... Sí mi tío fuera hembra
seria mi tia , como dice el refrán... Vaya que sois
ladino ¡ eh I ya caigo en la cuenta...
68 LOS MISTERIOS DE PARIS.
Un color casi inperceptible se asomó á las meji-
llas de Sarah. Su hermano continuó:
— No he entendido bien lo que me habéis di-
cho de ese Brazo Rojo : ¿ salia de su casa Ro-
dolfo? — Os he dicho que Brazo Rojo estomaor
del dui.
Tomas miró con sorpresa al Churiador.
— Pso entiendo. ¿Qué quiere decir tomaor del.,
dui ?... — ¡ Tomal tomaor del dui quiere decir con-
trabandista. Parece que no eclniis de la oseta (a)
— Amigo, no comprendo una jota. — Quiero de-
cir que no habláis caló como el señor Rodolfo. —
¿ Caló dijo Tomas sorprendido y mirando á Sarah
— Vaya, está visto; sois unos mandrias... pero
el amigo señor Rodolfo , ese sí que es un buen
jorgoíin (b) : aunque pintor de abanicos pudiera
enseñarme á mí el caló... Vaya pues , ya que no
entendéis el habla de la gente honrada , os diré
en huen romance que Brazo Rojo es contrabandista
y que tiene un jabardillo en los campos Eliseos de
añadidura. Y no se crea que vendo á nadie con
decir que Brazo Rojo es contrabandista... porque
él mismo lo dice en las barbas del resguardo... pero
el diablo que lo coja ; es mas ladino que un zorro.
— ¿ Qué tenia que hacer ese hombre con Rodolfo ?
— preguntó Sarah. — Por mi abuelo, señor... ó
señora... ó como gustéis... que nada sé: tan cierto
como este trago. Esta noche me estaba chanceando
con la Guillahaora, y aun me parece queTenia ga-
nas de zurrarla ; se metió en el portal de la casa
de Brazo Rojo : la seguí... la noche estaba como
boca de lobo... en lugar de coger á la Guillabaora
me cogió á mí el camarada Rodolfo y me sacudió
el polvo lindamente... Sí... sobre todo los puñeta-
(í\. y o habláis Calo (b^ Coir!paü..'ru-
TOMAS SEYTON Y LA CONDESA SARAH. 69
zos de despedida... ¡ Gáspita, qué bordados I.. Tie-
ne un brazo de hierro... Pero con algunas lecciones
que me dé tan bien , saldré maestro del arte. —
¿ Qué clase de hombre es Brazo Rojo ? ¿ en qué
géneros trata ? — preguntó Tomás. — ¿ Quién ?
¿ Brazo Rojo ? vende todo lo que no se puede
vender, y hace todo lo que no se puede hacer. Ahi
está su comercio. ¿ Verdad, tia Pelona ? — i Oh ,
sí 1 la cueva en que él se meta ya tendrá mas sa-
lida que una, — dijo la tabernera. — También es
dueño de una casa en la calle del Temple... buen
tugurio por cierto... Pero adelante : á quien Dios
se. la dio... — añadió temiendo haber dicho dema-
siado. — ¿ Qué señas tiene la casa de Brazo Rojo
en esta calle? — preguntó Scyton al Ghuriador.
— Número 13. — Puede ser que algo averisruemos
allí: mañana enviaré á Carlos, — dijo Seyton á su
hermana. — Puesto que conocéis al señor Rodolfo,
— dijo el Ghuriador — podéis alabaros de tener un
amigo sólido... un buen muchacho Si el carbonero
no hubiese entrado á tiempo , se hubiera roto la
gela con el Maestro de Escuela , que está allá en
el rincón con la Lechuza... i Hayo / no sé como no
lo mato al acordarme de lo que hizo á la Guilla-
baora... Paciencia... á su tiempo maduran las uvas,
como dice el otro.
Se oyó dar las doce de la noche en el relox de
la casa municipal.
La luz del quinqué de la taberna espiraba por
momentos. Los huéspedes del Gonejo Blanco ha-
bian desfilado uno á uno , y solo quedaban en la
sala el Ghuriador, sus dos compañeros, el Maestro
de Escuela y la Lechuza.
El Maestro de Escuela dijo á la tuerta:
— Vamos á escondernos en el portal de enfrente
y veremos salir á estos polluelos. Si tuercen á la
70 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
izquierda les aguardaremos en la esquina de la
calle de San Eloy; si tuercen á la derecha, ea los
escombros al lado de la tripería; hay allí una cueva
á propósito , y tengo arreglado mi plan. — El
Maestro de Escuela y la Lechuza se dirigieron
hacia la puerta. — Con que nada priváis ni mu-
flís (a) esta noche, — les dijo la tabernera. — No,
lia Pelona... solo hemos entrado para abrigarnos
— repuso el Maestro de Escuela; y salió al mo-
mento con la Lechuza.
a liíbfis ni coméis.
>iOC'<s>^
CAPÍTULO SÉPTIMO.
LA BOLSA O LA VIDA.
Volvieron en sí Tomas y Sarah de la distracción
en que se hallaban , al oir el ruido que hizo al
cerrarse la puerta. Levantáronse dando gracias al
Churiador por las noticias que les habia comuni-
cado , y este salió de la taberna á tiempo que el
viento redoblaba su furia y la lluvia caía á tor-
rentes.
El Maestro de Escuela y la Lechuza, (imboscados
en un portal enfrente de la taberna del Conejo
Blanco, vieron que el Churiador se alejaba por el
lado de una calle en donde habia una casa demo-
lida. El ruido de sus pasos , algo entorpecidos por
las frecuentes libaciones de la cena, se confundieron
luego con los bramidos del \y¿ido y con el estré-
pito de la lluvia que azotaba las paredes.
Tomas y Sarah salieron también de la taberna y
tomaron una dirección opuesta á la del Churiador.
— Van perdidos — dijo el Maestro de Escuela
á la Lechuza. — Prepara el vitriolo: ¡ atención I —
Descalcémonos para que no nos sientan — repuso
la Lechuza. — Tienes razón.
Descalzóse la odiosa pareja, y pegados á la pared
se fueron ambos deslizando á favor de la oscuri-
dad.
Favorecidos por este ardid, el Maestro de Es-
cuela y la tuerta siguieron á To.íías y Sarah tan
de cerca, que casi les tocaban.
T. .1. 6
72 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
Afortunadamente nos aguarda el coche en la es-
quina de la calle — dijo Tomas Seyton: — porque
la lluvia nos va á calar. ¿ Tenéis frió, Sarah ?
— Puede ser que averigüemos algo por medio
del contrabandista; de ese Brazo Rojo — dijo Sarah
sin responder á la pregunta de su hermano.
Este se detuvo de repente y replicó:
— No es esta la calle; debimos tomar á la iz-
quierda al salir de la taberna; para llegar al coche
hemos de pasar por delante de una casa demolida.
Volvamos atrás.
El Maestro de Escuela y la Lechuza que seguían
de cerca á sus víctimas, se escondieron en el hue-
co de una puerta á fm de no ser vistos por Tomas
y Sarah, que casi pasaron tocándoles con el codo.
— Prefiero que vayan por el lado de los escom-
bros , — dijo en voz baja el Maestro de Escuela:
— Si se resisten... ya tengo hecho mi plan.
Sarah y su hermano volvieron á pasar por de-
lante del Conejo Blanco y llegaron á los escombros
de una casa medio demolida , cuyos subterráneos
estaban descubiertos y formaban un precipicio á lo
largo de la calle.
Con la ligereza de un tigre que se abalanza a su
presa, dio de repente un salto el Maestro de Es-
cuela, y asiendo á Tomas por el pescuezo con una
mano, le dijo:
— El dinero, ó te echo en esa cueva.
Y empujando á Seyton hacia atrás le hizo per-
der el equilibrio y lo suspendió con una mano so-
bre la profunda escavacion , mientras que con la
otra agarró de un brazo á Sarah , que se sintió
apretar como si fuesen unas tenazas.
Antes que Tomas hiciese el menor movimiento,
la Lechuza le registró los bolsillos con maravillosa
destreza.
LA DüLSA Ó LA VíDA. 73
Sarah no gritó ni opuso resistencia alguna y
dijo á su hermano con serenidad:
— Dales el bolsillo, Tomas. — Y dirigiéndose
al bandido añadió: ■ — No nos hagáis mal, pues no
hacemos resistencia.
La Lechuza, después de haber registrado e:rru-
pulosamente los bolsillos de las dos víctimas , dijo
á Sarah:
— A ver las manos ; veamos si tienes sortijas.
No... Ni siquiera un anillo... \ qué miseria !
i ornas Seyton no perdió su sangre fiia mientras
duró esta escena tan rápida como imprevista , y
dijo al Maestro de Escuela, cuya mano le apretaba
con menos violencia:
— ¿Queréis hacer un cambio? Mi cartera con-
tiene papeles que no os servirán : volvédmela y
mañana os daré veinte y cinco luistís de oro. —
Ya... para cogernos en el garlito — repuso el ban-
dido. — Vamos , lárgate y no mires atrás : bien
librado has salido á poca costa. — Aguarda , mira
— dijo la Lechuza. — Si es hombre de bien, podrá
recobrar su carlera. — Y dirigiéndose luego á
Seyton añadió : — ¿ Sabéis el llano de San Dioni-
sio ? — Sí. — ¿ Sabéis donde está San Ouen ? —
Sí. — Enfrente de ^an Ouen, al fin del camino de
la Revolté , el campo es llano y la vista alcanza
lejos. Salid allí mañana solo con el dinero, llevaré
la cartera, y si me dais os daré. — ¡ Mira que te
va á coger , Lechuza 1 — ¿ Soy yo alguna tonta ?
El campo es descubierto y se ve desde lejos. No
tengo mas que un ojo , pero es bueno ; y si va
acompañado er í/enftiííe , ya pondré los pies en
polvorosa y se quedará en ayunas de la cartera.
Ocurriósele de repente á Sarah una idea , y di-
jo al bandido.
— ¿Queréis ganar dinero ? — Sí. — ¿Habéis vis-
7Í LOS MISTERIOS DE PARÍS.
to en la taberna de donde venimos lodo?, porqué
ahora is reconozco, á un hombre á quien ha ido
á buscar un carbonero?— ¿Uno delgado do bigo-
tes ? Sí; me iba á comer un pedazo de aquel espár-
rago , pero no me dio tiempo.. c me aturdió con dos
puñetazos y me hizo caer sobre un banco... fué
la primera vez de mi vida... ¡ Pero yo me vengaré!
— I3ueno , pues de ese es de quien hablo , — dijo
Sarah. — ¿ De él ? — gritó el Maestro de Escuela.
— Vengan 1,000 francos y le mato... — , Misera-
ble / ¿Quien habla de matar?... dijo Sarah al Maes-
tro de Escuela. — ¿Qs'é queréis entonces? —^Sa-
lid mañana al llano de San Dionisio y hallaréis
allí á mi compañero , — continuó Sarah; ya veréis
como está solo, y os dirá lo que habéis de hacer.
Si cumplís no solo os dará 1,000 francos sino 2,000
— Mira , palomiio — dijo en voz baja la Lechuza
al Maestro de Escuela, — es negocio de dinero;
esta es gente que hnbiUa los pames (a) y quieren
deshacerse de, algún enemigo : este enemigo es sin
duda el gn]ioa h que te querías tragar... Es pre-
ciso ir : yo iré en tu lugar... Dos mil francos, que-
rido , valen bien la molestia de andar un poco de
camino. — Bien está, irá mi mujer, — dijo el Maes-r
1ro de Escuela. — la diréis lo que se ha de hacer, v
veremos... — Mañana á la una. — A la una. — en
el llano de San Dionisio. — Entre San Ouen v el
camino de la Revolté, al fin del camino. — Está
dicho. — Os llevaré vuestra cartera.. — Y os daré
ios 500 francos prometidos , y arreglaremos el otro
negocio si sois razonable. — liueno; ahora coged
á la derecha , que nosotros nos vamos por la iz-
quierda , y cuidado con que nos sigáis ; porque
sino...
fa) Genlc rica 6 de dinero, (b) Rufián.
LA BOLSA O LA VIDA. ÍO
Alejáronse pieci piladamente el Maestro de Es-
cuela y la Lechuza , y Tomas Seylon y Sarah se
dirigieron hacia el atrio de Nuestra Señora.
Un testigo invisible habia presenciado esta escena.,
el Churiador se habia metido entre los escombros
de la casa demolida para abrig rse de la lluvia. In-
teresóle vivamente la proposición que acerca de Ro-
dolfo hizo Sarah al bandido , y alarmado por el
peligro que creyó amenazaba á su nuevo amigo,
sintió no tener en su mano el medio de salvarlo.
Su odio al Maestro de Escuela y á la Lechuza pudo
haber contribuido íi dispertar este sentimiento.
Determinó advertir á Hodollb del peligro que le
amenazaha, pero no sabia como hacerlo, habiendo
olvidado las señas de la casa del titulado pintor
de abanicos. Cómo |>ues hablar á Rodolfo si por ven-
tura no volvía á la taberna del Conejo Blanco? En-
tregado a estas reflexiones, el Churiador habia
seguido maquinalmente á Tomas y Sarah , y los
vio subir al coche que los aguardaba en el atrio de
Nuestra Señora,
Al partir el coche saltó á la zaga el Churiador
y á la una de la noche se detuvo el carruage en el
baluarte del Observatorio; donde se apearon Tomas
y Sarah j desaparecieron en una callejuela que
empieza en aquel sitio. Como la noche era muy os-
cura, el Cbmiador sacó de la faltriquera una gran-
de navaja , hizo con ella una profunda señp.l en
une» d? ios arboles cercanos al callejón, áíin de re-
conocer al dia siguiente el lugar en que se ha-
Maha , y dirigióse luego á su habitación, de la cual
se hallaba muy distante.
I .argo tiempo hacia que no habia disfrutado de un
«ueño tan profundo y tranquilo como el de esta no-
che y sin que le aterrase la horrible visión del sar-
gento y los soldados moribundos.
CAPiTLLO OCTAVO.
EL PASEO.
Hermoso y radiante en medio de un purísimo
cielo ; brillaba el sol de otoño la mañana que si-
guió á la noche en que han pasado las escenas re-
feridas. Aunque por la elevación de las casas y lo
estrecho de las calles es siempre oscuro el barrio
de la Cilé,parecia sin embargo menos horrible á
la luz de un hermoso dia.
A las once de la mañana entró Rodolfo en la ca-
lle de Feves, y se dirigió á la taberna del Conejo
Blanco, ya fuese porque no temia el encuentro de
las personas con quienes habia estado la víspera, ó
bien porqué queria buscarlas.
Iba vestido de obrero como el dia anterior, pero
en su traje se notaba mayor esmero, pues llevaba
una blusa nueva abierta por el pecho , que descu-
bría una camisa de lana encarnada cerrada con
botones de plata ; el cuello de otra camisa de tela
caia sobre una corbata de seda negra anudada sin
aliño; los risos de su pelo castaño caian alrededor de
una gorra de terciopelo azul celeste con visera de
charol , y en lugar de los zapatos herrados y gro-
seros de fa víspera, llevaba unas botas perfectamen-
te lustradas que ceñian un lindo pié , el cual pare-
cía tanto mas pequeño por debajo de un ancho pan-
talón de terciopelo color de aceituna.
Nada desfiguraba este trage la elegante figura de
EL PASEO. 77
Rodolfo, que era una mezcla singular de gracia, de
lijereza y de fuer/a.
La Pelona se hallaba en el umbral del Conejo
Blanco cuando llegó Rodolfo.
— ¡ Vuestra servidora , caballerito... Venís sin
duda á buscar el cambio de vuestro luis de oro, —
— dijo con deferente cortesía no atreviéndose á
echar en olvido que el vencedor del Churiador le
habia dejado la víspera en el tablero una pieza de
veinte fran«os. — Os soy deudora de 17 fran-
cos y medio.. También tengo otra cosa que deciros:
ayer ha venido á buscaros un señor bien vestido
con una mujer del brazo disfrazada de hombre. Be-
bieron de lo reservado con el Churiador. — ¡ Ah
bebieron con el Churiador / ¿ Y bien que le han di-
cho ? — Aunque digo que bebieron me equivoco,
porque no hicieron mas que «humedecer los labios,
y... — Te pregunto que es lo que han hablado con
el Churiador. — Le han hablado de varias cosas,
¿que sé yo? de Brazo Rojo, de la lluvia, del tiempo.
— ¿Conocian á Brazo Rojo? — Al contrario, el
Churiador les ha explicado quién era... y como su-
cedió que á su puerta le habéis... — Bueno, bueno:
no se trata de eso. — ¿Queréis vuestro dinero eh?
— Sí y me llevaré la Guillabaora a pasar un dia de
campo. — ¡ Oh I eso es imposible querido mió. —
¿Porqué? — ¿Porqué? con no volver á mi casa
me arruinaría. Todo lo que lleva puesto es mió
y me debe ademas noventa francos para acabar de
pagarme la posada y la comida durante las seis
semanas que ha estado conmigo. Si no fuese hon-
rada como es , no la dejarla salir á la esquina de
la calle... — ¿Te debe noventa francos la Guillabao-
ra? — Noventa francos y diez sueld s , ni mas ni
menos... Pero ¿ qué os vá ni qué os viene en eso?
Cualquiera diria que ibais á pagarlos por ella. / Va-
78 LOS MISTERIOS DÉ PARlS.
mos, ¡echadla de caballero! — Ahí está, — dijo
Rodolfo anojando cinco luises sobre el mostrador
de la figonera. — Dime ahora cuanto te debe por
los trapos que la has alquilado.
Deslumbrada la vieja con el oro , exsaminó los
luises uno á uno con un aire de duda y descon-
fianza.
— ¿Piensas que te doy moneda falsa? Envia á
cambiar el oro , y acabemos pronto... ¿ Cuanto va-
len los andrajos que alquilas á esa desdichada ?
El deseo de hacer un buen negocio, el asombro
que le causó el ver á un jornalero dueño de tanto
dinero, el temor de ser engañada y la esperanza de
ganar mas todavía, hicieron titubear á la figonera
por un momento y al fin dijo: — Por los vestidos
me debe á lo menos... cien francos. — ¿Por aquellos
andrajos? Vamos creo» que estás de broma :te que-
darás con el dinero de ayer, y le daré un luis... na-
da mas. Dejarse saquear por tí es robar otra tanta
limosna a los pobres. — Entonces querido mió me
quedaré con los vestidos, y la Guillabaora no sal-
drá de mi casa. Soy libre para poner á mis cosas el
precio que me acomode. — ; Que Satanás te confun-
da como mereces! Ahí tienes tu dinero anda á bus-
car la Guillabaora.
La figonera guardó el dinero , creyendo que
el pintor de abanicos habia hecho algún robo ó ad-
quirido alguna herencia, y le dijo con una sonrisa
maligna.
— ¿ Y porqué no subis en persona á buscarla?..
Me parece que no la desagradarla... porque á
fe de Pelona , ayer os miraba con unos ojos / —
Anda á buscarla y dila que quiero llevarla al cam-
po... nada mas. Que no sepa que he pagado su deu-
da... — ¿Porqué? — ¿Que te importa? — Tenéis
razón... vale mas que siga en la persuacion de que
KL PASEO.
és mi deudora... — ¡ Calla y sube... despacha! —
jAj, que genio de vinagre/ Pobre del que se mela
en fiestas con él... Vamos, ya voy...
Y subió la Pelona.
Al cabo de algunos minutos volvió á bajar.
— La Guillabaora no quería creerme: se puso
encarnada cuando la dije que estabais aquí... Pero
al oir que querías llevarla al campo se hubo de
volver loca : quiso echárseme al pescuezo por la
primera vez de su vida. — Fué con la alegría de...
dejarle.
Entró en aquel momento Flor de María vestida,
como la víspera , con un vestido de alepín oscuro,
chai color de naranja alado á la espalda, y un pa-
ñuelo de cuadros encarnados en la cabeza que de-
jaba ver dos gruesas trenzas de cabello rubio.
Bajó los ojos al ver á Rodolfo y se cubrió de ru-
bor.
— ¿Queréis pasar un dia de campo conmigo , hi-
ja mía ? — dijo Rodolfo. — Con mucho gusto , señor
Rodolfo, si ía Señora lo permite, — dijo la Gui-
llabaora.— Tienes mi licencia, palomita, en aten-
ción á tu conducta y méritos relevantes... Vamos,
dame un beso.
Y la figonera acercó al de Flor de María su in-
noble rostro abotargado
La infeliz criatura , venciendo una congojosa re-
pugnancia ; acercó su hermosa frente á los labios
de la figonera; pero Rodolfo arrojó de un codazo
á la vieja contra el mostrador de la taberna, y co-
giendo del brazo á Flor de María salió del Conejo
Blanco al son de las imprecaciones de la tía Pe-
lona.
— ¿Cuidado, señor Rodolfo! — dijo la Gui-
llabaora:— la figonera no dejará de arrojaros al-
guna cosa á la cabeza, porqué es muy mala/ — No
80 L03 MISTERIOS DE PARÍS.
tengáis cuidado, bija inia. Pero qué tenéis? parecéis
abatida j triste... ¿No queréis venir conmigo? —
Al contrario... pero... como me dais el brazo... —
¿Y qué? — Como sois un obrero acomodado... cual-
quiera podrá decir á vuestro amo que os ha visto
conmigo... y esto os bará perjuicio. Los amos no
quieren que sus oficiales se distraigan.
Y la Guillabaora retiró suavemente el brazo y
añadió :
— Id solo y yo os seguiré hasta la barrera. Lue-
go que lleguemos al campo nos reuniremos... — No
temas, — dijo Rodolfo conmovido por este delica-
do senlim ento, y volviendo á tomar el brazo de
Flor de María. — Mi patrón no vive en este barrio,
y ademas vamos á tomar un coche en el muelle
de las Flores. — Como gustéis , señor Rodolfo : yo
os dije aquello por temor de que os sucediese al-
gún mal. — Lo creo y lo agradezco. Pero ya que
vamos al campo, decidme francamente á qué sitio
deseáis que nos dirijimos. — Con tal que vayamos
al campo, el sitio me es indiferente. El tiempo es
hermoso; deseo tanto respirar el aire libre I... ¿Sa-
béis que hace seis semanas que no he pasado del
mercado de las flores? Y gracias á que la tia Pe-
lona me dejaba salir de la Cité , porque tenia con-
fianza en mí. — ¿Ibais á ese mercado para comprar
flores solamente ? — ¡Ah' no, porque no tenia di-
nero, y solo iba para verlas y para respirar sa
olor... Pasaba tan contenta la media hora que la
Pelona me concedia los dias de mercado para pa-
searme en el muelle , que me olvidaba entonces de
todo. — Pero al volver á la taberna... por aquellas
calles tan sucias... — Ah , sí!... jamas volvia tan
contenta como habia salido... y tenia que ocultar
mis lágrimas para que no me pegasen... Mirad,"
señor Rodolfo, lo que mas envidia me daba en el
EL PASEO. 81
mercado era el ver á las obreritas jóvenes que se
volviaii tan alegres con un hermoso florero en el
brazo. — Estoy seguro de que hubierais sido mas
feliz , solo con haber tenido tiestos en vuestra ven-
tana. — i Qué verdad es eso, señor Rodolfo! Un
dia la tia Pelona, conociendo mi gusto, me regaló
un rosalito; era dia de su santo. ¡Si vierais que
contenta estaba ! ya no habia tristeza para mí.. o
No hacia mas que mirar y mirar el rosal, y me
divertia en contar las hojas y cogollos... Pero el
aire es tan malo en la Cité que al cabo de dos dias
empezó á marchitarse... y entonces... Pero os vais
á reir de mí, señor Rodolfo. — No, hija mia: con-
tinuad.— ¡Pues bien, mirad I entonces pedí licen-
cia á la tia Pelona para sacar á pasear mi rosalito,
confio si fuese un chiquillo... Lo llevaba al muelle
figurándome que el aire embalsamado por las otras
flores le haria revivir. Mojaba en el agua de la
fuente sus mustias hojitas, y luego lo ponía un
cuarto de hora al sol para enjugarlo... ¡Rosalito
mió I nunca veía el sol en la Cité... lo mismo que
yo... porque en nuestra calle no baja nunca del
techo de las casas... En fin me volvía á la taber-
na. ¡Ah! os aseguro, señor Rodolfo, que á estos
cuidados debió sin duda mi rosal diez dias mas de
vida. — Sí, os lo creo; pero cuando murió tuvisteis
un dia de luto, un pesar muy grande ¿es verdad?
— Lo he llorado, sí; lo he llorado con mucha pe-
na... Porque, mirad, señor Rodolfo, tomo mucho
cariño á las flores aunque no las tenga: os lo pue-
do asegurar. Y luego yo quería tanto á mi rosalito
porque habia agradecido mis cuidados... porque...
en fin... á pesar de lo que yo era...
Y Flor de Maria bajó ruborizada la cabeza.
— i Desgraciada niña I con ese sentimiento de
vuestra horrible situación, muchas veces debisteis..
82 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— Haber querido huir ¿es verdad señor Rodolfo?
— dijo la Guillabaora interrumpiendo á su compa-
ñero. — ¡ Ah sí ! de un mes á esta parte muchas
veces he mirado al Sena por el bordo del parape-
to;... pero después miraba á las flores y al cielo,
y me decia : El rio estará siempre ahi... no tengo
mas que diez y seis años... ¿ quién sabe ? — Espe-
rabais en algo cuando decíais Quien sabe ? — Sí.
— ¿Y que esperabais ? — Hallar una buena alma
qne me proporcionase trabajo para salir de la taber-
na... esta esperanza me consolaba... Y luego me
decia á mí misma : Es verdad que es grande mi
desamparo y aiiscria; pero á lo menos no he hecho
nunca mal á nadie... si hubiera tenido alguno que
me aconsejase, no me hallaría como me h; lio...
Y entonces se disipaba mi tristeza, que se había
aumentado desde la |)érd¡dade mi rosal,— añadió
Flor de María €on un suspiro. — ¡ Qué pena tan
graude os dt» ese rosal ! — Sí... Miradlo, aqui está.
— Y sacó del pecho un mano|ílo seco muy re-
cortado y atado con una cínla color de rosa.
— ¡ Ah , lo habeir, conservado ! — Ya lo creo...
es lo único que poseo en este mundo. — \ Cómo !
^. no poséis nada ? — Nada, señor. — ¿Y esa sarta
de coral ? — Es de la figoneía. — ¿ No tenéis si-
quiera una basquina , una gorrila , un pañuelo?...
— No , señor : nada , nada me pertenece á no ser
las ramilas secas de mi pobre rosal. Por eso las
quiero tanto.
Rodolfo y la Guillabaora llegaron en esto al
muelle de las Flores, en donde los esperaba un
coche de alquiler. Rodolfo hizo subir á Flor de
María, entró después y dijo al cochero:
— A San Dionisio: allí te diré por donde has de
seguir.
El carruaje partió : brillaba un hermoso sol , e\
JffoX c*^ TlIt^vVici.
EL PASEO. 83
cíelo estaba claro y sin nubes y un aire fresco en*
traba libremente por las ventanas del coche.
— ¡ Ah ! ¡ una capa de mujer ! — dijo la Gui-
llabaora al ver un manto de abriíjo que babia en
su asiento. — Sí , podéis usarlo , bija mia : lo he
tomado creyendo que lend riáis frió.
La pobre Cíiatura, poco acostumbrada á tales
atenciones, miró con sorpresa á Rodolfo.
— ; Dios mió , qué bueno sois , señor Rodolfo !
esto me da vergüenza. — ¿Os avergonzáis porque
soy bueno? — No... sino que... ya no habíais co-
mo hablabais ayer, y parecéis otro... — Decidme,
Floii de María: ¿ cuál queréis mejor ; que sea el
Rodolfo de ayer... ó el Rodolfo de boy? — Me
gustáis mas ahora... Con lodo , ayer me parecia
que erais mas igual á mí... — Y temiendo haber
ofendido á Rodolfo, añadió: — Aunque digo igual.,
bien sé, señor Rodolfo, que esto no puede ser... —
Una cosa eslraño en vos , Flor de María. — ¿ Qué
es, señor Roíloifo ? — Parece que no os olvidáis de
lo que os dijo anocbe la Lechuza... Conoce á las
personas que os han criado. — ¡ Ah ! no me he ol-
vidado , no... he llorado toda la noche pensando
en eso Pero estoy segura de que no es verdad...
La tuerta habrá inventado ese cuento para mor-
tificarme... — Puede ser que la vieja esté mejor
inform da de lo que pensáis... y si así fuese ¿no
os alegraríais de hallar á vuestros padriís ? — ¡ Ay .
señor Rodolfo , si mis padres no me amaron jamas
¿á que fin conocerlos? .. ni aun querrían verme...
y s' me ban amado ¿cuál seria su vergüenza?..,
¡ ab ! si^moririan de pesar... — Si vuestros padres
os amaron , Flor de María , os compadecerán , os
perdonarán y os amarán todavía . Si os han aban-
donado, su vergüenza y su remordimiento , al ver
la espantosa siluacion á que os veis reducida os
84- LOS imSTERIOS DE PARÍS.
vengarán. — ¿Y para qué vengarme ? — Tenéis
razón... no hablemos mas de este asunto.
Llegaba entonces el coche á la encruc'jada de
ios caminos de San Dionisio y la Revolté, cerca de
San Ouen.
A pesar de lo monótono de aquel sitio, Flor de
María se llenó de gozo al ver los campos , como
ella decia; y olvidando los tristes recuerdos que la
habia inspirado el nombre de la Lechuza , se cu-
brió su hermoso rostro de una angélica alegria,
asomóse a la ven' añil la del coche , y batiendo
exaltada las manos gritó:
— j Señor Rodolfo, qué dicha, qué felicida^J 1...
¡ la yerbal... ¡ los campos 1... /Dios mió I... Si me
permitierais bajar... ; hace un dia tan hermoso I...
: qué gusto me daria correr por esos campos ! —
Corramos, hija mia,.. / Cochero para ! — ¿ También
queréis correr, señor Rodolfo? — Sí, prenda mia.
— ¡ Qué felicidad, señor Rodolfo 1
Y cojiéndose de la mano los dos compañeros
empezaron á correr por un prado acabado de segar
hasta faltarles el aliento.
Seria imposible decir los gritos de gozo , los
saltos y arrebatos de alegiia que dio y sintió Flor
de María. ' ¡ Pobre criatura ! después de tan largo
encierro la embriagaba el aire libre... Iba, venia, se
paraba y volvia á correr sin poder sujetar los im-
pulsos de su inocente y entusiasmado gozo. A ca-
da mata de flores silvestres que encontraba no podía
contener nuevas exclamaciones de alegría. Después
de haber cojido cuantas flores alcanzó con la vista
y de hciber corrido algún tiempo, se sintió Dor últi-
mo eansada y sin aliento, pues habia perdido la
costumbre de hacer ejercicio, se sentó en el ti'on-
co de un árbol tendido á lo largo de un profundo
barra TICO.
EL PASEO. 85
El rostro blanco y trasparente de Flor de María ,
de ordinario pálido , estaba entonces cubierto de un
vivo sonrosado. Sus grandes ojos azules brillaban
con dulzura ; sus labios encarnados y entreabiertos
para dar paso á la agitada respiración , dejaban ver
dos hermosas hileras de perlas húmedas; su seno se
agitaba bajo el pequeño y gastado chai color de na-
ranja; con una mano comprimia los latidos del co-
razón, y con la otra presentaba á Rodolfo el rami-
llete de flores silvestres que había cojido.
Nada mas hermoso que la expresión de gozo ino-
cente y puro que exhalaba el rostro de Flor de
María.
Luego que pudo hablar dijo á Rodolfo con un
acento de inefable dicha y de agradecimiento casi
religioso :
— ¡ Cómo bendigo á Dios por habernos dado tan
hermoso dia ! !
Brilló una lágrima en los ojos de Rodolfo al oir
que esta criatura abandonada y perdida, daba un
grito de felicidad y de gratitud al Ser Supremo ;
porque la permitia disfrutar un rayo del sol y la
vista de un prado.
Un accidente inesperado sacó á Rodolfo de su
contemplación.
■m
CAPÍTILO i\OVE\0.
LA SORPRESA.
Hfiínos dicho que la Guiilabaora se había senta-
do en el tronco de un árbol que estaba tendido á
lo largo de un profundo barranco.
Levantóse de repente un hombre del fondo de la
cueva, y sacudiendo el heno con que se habla ta-
pado , prorumpió en una estrepitosa carcajada.
La Guillaboara volvió la cabeza y dio un grito
de espanto.
Era el Churiador.
— No tengas miedo, Paloma — dijo este al ver
el asombro de la jjven, que había corrido hacia
su compañero. — Señor Rodolfo, este es un encuen-
tro particular ¡ eh!... apuesto á que no lo espera-
bais, ni yo tampoco... — Y luego añadió en tono
serio : — Mirad, señor Rodolfo... dígase lo que se
quiera... pero hay una cosa allá arriba... en el
aire... sobre nosotros... Vaya, Dios es muy travie-
so , y me parece que tiene trazas de decir al hom-
bre: «Anda romo yo te empujo ..» en vista de que
nos ha empujado á los dos hasta aquí, lo que me
parece una ocurrencia diabólica. — Pero ¿qué ha-
ces ahí — dijo Rodolfo con sorpresa — Os guardo
las espaldas, señor maestro... ¡ Qué cosa tan ra-
ra I... ¡venir á dar precisamente en mi casa de
campo !... Vamos, aquí hay alguna mano escondi-
da,., sin remedio... — Pero responde ¿qué haces
LA SORPRESA. 87
allí? — Luego lo sabréis; dadme solamente el tiem-
po de subir á la caja de vuestro observatorio con
ruedas.
Corrió el Churiador hacia el coche que estaba
parado á corta distancia, echó una ojeida por toda
la llanura y volvió con presteza á donde estaba Ro-
dolfo.
— ¿Me explicarás de una vez lo que significa to-
do eso? — ¡Paciencia , señor maestro !... Una pala-
brita mas... ¿Qué hora es? — Las doce y media —
dijo Rodolfo mirando el relox. — Bueno... tenemos
tiempo... la Lechuza no llegará hasta de aquí á me-
dia hora. — ¡La Lechuza I — exclamaron á un tiem-
po Rodolfo y la Guillabaora. — Sí... la Lechuza.
En dos palabras , maestro... os diré el cuento : a ver,
luego que salisteis del Conejo Blanco, entró...— ^ Un
hombre alto con una mujer vestida de hombre:
preguntaron por mí, ya lo sé. ¿Qué hubo luego?
— Luego me dieron de beber y quisieron hacer-
me charlar por vuestra cuenta... Psada pude decir-
les... porque como no me habéis comunicado mas
que aquella descarga cerrada que me hicisteis el
honor de... en fin, no sabia mas secreto del maestro
Rodolfo que aquellos puñetazos de remate... Que-
de esto entre nosotros, maestro Rodolfo... Que me
lleve el diablo si no os tengo el mismo cariño que
un mastín á su amo... desde que me habéis dicho
que tenia corazón y honor... ¡ Qué importa!... no
me va ni me viene... pero es cosa que me hace pen-
sar... En fin, adelante... cada uno es cada uno... y
yo... — Gracias, Churiador, gracias: sigue tu cuen-
to.— El señor alto y la mujer pequeña vestida de
hombre, viendo que no sacaban nada de mí, salie-
ron de la taberna y yo salí también: se fueron los
dos por el lado dol Palacio de la Justicia, y yo por el
de Nuestra Señora. Al llegar al fin de la calle em-
T I. 7
88 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
pezó á llover á cántaros... jera un diluvio! y como
allí cerca había una casa demolida, me dije; «Si dura
el chubasco dormiré tan bien aquí como en mi zao
hurda.» Me dejé caer en una especie de bodega abri-
gada, hice mi cama de virutas y astillas viejas , mi
almohada de pedazos de yeso, y héteme aquí acos-
tado cerno un rey. — Pero vamos ¿y luego? — Ya
sabéis que habia bebido.... pues sin embargo he
vuelto á beber con el hombre alto y con la mujer
vestida de hombre: esto es para deciros que tenia la
cabeza algo á la giaeta... eso y el ruido de la lluvia
no hay cosa que rae haga dormir mas á gusto. Em-
pezaba á dormitar á poco de haberme echado, cuan-
do un ruido cercano me hizo despertar sobresaltado:
era el Maestro de Escueía que estaba hablando co-
mo si dijéram s amigabieimnte con otra persona...
Aplico el oido.. ¿y qué es lo que escucho?., jrayo! la
voz del hombre alto que habia estado en la taberna
con la mujer disfrazada de hombre. — ¿Hablaban
con el Maestro de Escuela y la Lechuza ? — pregun-
tó Rodolfo lleno de asombro. — Con los mismos...
y se daban una cita para el día siguiente... — ¿Para
hoy? — dijo Rodolfo. — A la una. — Pues es justa-
mente la hora. — En la encrucijada del camino de
San Dionisio y de la Revolté. — ¡Aquí mismo I —
Aquí , ni mas ni menos , maestro Rodolfo. — ¡ Ah ,
el Maestro de Escuela'... cuidado, señor Rodolfo!.^
— exclamó Flor de María. — No temas, hija mia...
no es él quien ha de venir, sino la Lechuza. —
¿Cómo han podido conocer á esos miserables el
hombre y la mujer disfrazada que me buscaban en
la taberna? — dijo Rodolfo. — Eso no lo sé. Pero
me parece que no he despertado hasta el remate de
la función ; porque el hombre alto hablaba de re-
cobrar su cartera , que la Lechuza le ofrecía traer
hoy aquí,., en cambio, por supuesto, de quinien-
LA SORPRESA. 89
tos francos. Según esto es de creer que el Maes-
tro de Escuela les había robado antes que yo des-
pertase y que solo pude oírlos cuando estaban ya
de buenas. — j Es cosa original! — /Dios mío/
tengo miedo por vos, señor Rodolfo — dijo Flor
de María,
El maestro Rodolfo no es ningún chiquillo, pa-
loma; mas si las cosas se pusiesen como temes...
aquí estoy yo. — Adelante, Ghuriador: ¿qué hubo
después? — El grande y la pequeña prometieron
dos mil francos por haceros... no sé qué. La lechu-
za es quien debe venir aquí ahora mismo para de-
volver la cartera y saber deque se trata, á íln de
informar de todo al maestro de Escuela , que se
encargará de lo demás.
Flor de María se extremeció.
Rodolfo sonrió con desden. — Dos mil francos
por haceros alguna travesura, señor Rodolfo... Va-
mos, eso me hace pensar (salvo la comparación )
que cuando veo un cartel ofreciendo cien francos de
gratificación por un perro perdido , me digo mo-
destamente: ((Animal, si lú te perdieras en lugar
de tu perro nadie daria cien maravedises por vol-
verte á encontrar»... ¡Dos mil francos por haceros
algún daño!... esto me hace discurrir... ¿Quien
diantres sois? — Luego lo sabrás. — Basta , señor
Rodolfo... Cuando oí esta proposición dije ¡jara mi
sayo : Es preciso saber donde moran estos ricachos
que quieren echar el Maestro de Escuela á las bra-
gas del maestro Rodolfo. Luego que se alejaron salí
de mi madriguera y los seguí al galope: el grande
y la pequeña llegaron á un coche que estaba en el
atrio de Nuestra Sonora, se metieron dentro, yo
me puse en la zaga , echamos á andar y llegamos al
baluarte del Observatorio. Como la noche estaba
oscura como un horno y no se veía nada, hice una
90 LOS MISTERIOS DE PARTS.
cortadura en un árbol para reconocer el silío al día
siguiente. — ¡ Perfectamente, amigo ! — Esta ma-
ñana acudí al sitio. A diez pasos del árbol señala-
do be visto una callejuela cerrada con una verja...
en el lodo de la callejuela babia pisadas grandes y
pequeñas... al fin de la callejuela una puerlecita de
jardiíi en donde cesaban las pisadas... el nido del
grande y de la pequeña debía estar allí. — Gracias,
Albino, gracias; me has hecho un gran servicio
sin saberlo. — Eso no, señor Rodolfo; perdonad...
lo sabia, y por eso lo he hecho. — Ya lo sé, ya,
amigo mió, y quisiera recompensar tu servicio
mas que de palabra.. Por desgracia no soy mas que
un pobre jornalero... aunque esos den dos mil fran-
cos por hacerme algún mal, según dices... Voy á
explicártelo todo. — Si os place, bueno; por mí no
lo hagáis... si alguno os quiere llegar al bulto, aquí
estoy yo... por lo demás no se rae da. — Ya adivi-
no lo que quieren... Sábete que poseo el secreto de
cortar el marfil para los abanicos por un medio
mecánico ; pero este secreto no me pertenece á mí
solo. Esfoy esperando á mi asociado para ponerlo
en práctica , y sin duda quieren hacerse á toda
costa con la máquina que tengo en mi casa , porque
hay mucho dinero que ganar con este invento. —
¿Con que el alto y la pequeña son.., ? — Los fa-
bricantes en cuyo establecimiento trabajo, y á quie-
nes no he querido comunicar mi secreto.
Esta explicación pareció satisfactoria al Churía-
oor, cuya inteligencia no estaba muy desenvuelta,
y repuso; — Ahora lo comprendo... ¡ qué envidio-
sos !... ¡cobardes!... no tienen valor para dar el
golpe por su mano, y... Pero, en una palabra,
r.quí está lo que dije para mi coleto esta mañana :
Yo , me dije, sé la cita de la Lechuza y del hom-
bre alto ; tenpfo buenas piernas y voy á esperarlos;
LA SORPRESA. 91
mi amo el descargador me echará de menos; peor
para él... Llego aquí, veo este barranco , traigo de
acullá un haz de heno, me entierro en él hasta
los ojos y aguardo á la Lechuza... Pero en este
medio tiempo aparecéis en el llano con la pobre
Guillabaora que viene á sentarse á la misma orilla
de mí establecimiento : y entonces ¿qué hago ? Una
broma. Doy un grito como un escaldado y salgo de
mi cueva... — ¿Cuál es tu intención? — Esperará
la Lechuza , que no dejará de llegar primero, y
oir lo que habla con el hombre alto por lo que os
pueda ir en ello. En todo (1 llano no hay mas que
este tronco de árbol tendido , parece hecho para
sentarse en él y desde aquí se descubre mucho
terreno. La cita es en la encrucijada, á cuatro pa-
sos, y aposlaria á que viene á sentarse aquí. Si no
viene y no pueilo oir lo que pasa , caigo sobre la
Lechuza y temblará el mundo... no haré mas que
pagarle lo que la debo por el diente de la Guilla-
baora: la retorceré el pescuezo hasta que me can-
te de llano el nombre de los padres de la pobre
chica , ya que dijo que los conocía... ¿ Qué os pare-
ce de mi idea , maestro Rodolfo ? — Bien , querido
mío; pero es preciso cambiar algo el plan. — i Ah !
sí : en primer lugar, Churiador, no riñáis con na-
die por causa mia... Si hacéis daño á la Lechuza,
el Maestro de Escuela... — No tengas cuidado, pim-
pollito... Yo pondré de mi mano á la Lechuza...
por lo mismo que tiene por defensor al Maestro de
Escuela , he de doblar la receta. — Escucha , Chu-
riador; yo sé otro modo de vengar á la Guillabao-
ra, que te diré mas tarde. Por ahora — dijo Ro-
dolfo alejándose algunos pasos de la Guillabaora y
bajándola voz — por ahora ¿quieres hacerme un
verdadero servicio? — Hablad, maestro Rodolfo.
— ¿No te conoce la Lechuza? — La lie visto ayer
92 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
por primera vez en el Conejo Blanco. — He aquí
lo que tienes que hacer... Te esconderás desde lue-
go ; mas al punto que la sientas cerca de tí, saldiás
del agujero. — ¿Para retorcerla el pescuv!zo? —
No... eso mas adelante... hoy es menester impedir
que hable con el hombre alto... Si este ve que hay
alguien con ella, no se atreverá á acercarse... Si
se acerca, no te separes de ella un solo instante...
pues no le hará proposición alguna delante de tí...
— Si el hombre me llama curioso... hago mi nego-
cio , y adelante... al fin no es un Maestro de lis-
cuela ni un Maestro Rodolfo. Sigo á la Lechuza co-
mo una sombra , el hombre no dice una sola pa-
labra que yo no oiga, y por último se marcha con
su madre gallega... pero ne de dar una tunda á la
Lechuza ¿ verdad? Eslo lo necesito para descargar
la conciencia... ya me pican las carnes. — Todavía
no es tiempo... ¿Sabe la tuerta si eres ó no ladrón?
— No, á no ser que el Maestro de Escuela la haya
enterado de que no me lleva el diablo por ese ca-
mino... — Y si se lo ha dicho , tú procurarás hacer-
la creer lo contrario. — ¿ Yu ? — Tú. — ¡ Qué dia-
blo , señor Rodolfo !... ¿qué me decís?... esa farsa
no me acomoda. — Harás lo que quieras. . y verás
si te propongo una infamia... Luego que el hombre
se haja alejado , como la Lechuza estará furiosa
por no haber podido hacer su negocio , procurarás
calmarla diciéndola que sabes donde hay un buen
gazapo , que estás aquí aguardando á tu cómplice,
y que si el Maestro de Escuela quiere tomar parte...
ganará mucho oro, y... — ¡ Vaya... vaja !... pero,
señor... — Al cabo de una hora la dirás: « Mi com-
pañero no viene... sin duda deja el golpe para otro
dia...» y citarás á la Lechuza y al Maestro de Es-
cuela para mañana. ¿Entiendes? — Entiendo. —
^ esta noche á las diez, me saldrás á la esquina
LA SORPRESA. 93
de la calle de las viudas y los Campos Elíseos: allí
te diré lo demás... — Si es una zancadilla , tomad
bien las medidas... el Maestro de Escuela es muy
ladino... Le habéis sacudido el polvo... y ala me-
nor sospecha es capaz de asesinaros. — No tengas
miedo. — ¡Cáspita I vaya una farsa I... hacéis de
mí lo que os da la gana. Pero no está ahí el mal,
porque ya se me alcanza la suerte que aguarda al
Maestro de Escuela y á la Lechuza.., El mal está...
Señor Rodolfo, permitidme decir una palabra. —
Habla. — No es porque os crea capaz de tender un
lazo al Maestro de Escuela para hacerle caer en
manos de la policía. Es un bribón refinado, digno
de mil muertes... pero hacerlo prender... eso no me
toca á mí. — Ni á mi tampoco , amigo mió ; pero
tengo unas cuentas que ajustar con él y con la Le-
chuza , ya que tratan con las personas que me quie-
ren mal... si me ayudas todo saldrá á pedir de boca.
— Pues por mí dicho y hecho ; porque al fin el uno
no vale mas que el otro... ¡ Pronto , pronto ! — gri-
tó el Churiador; — ja descubro por allá abajo un
puntito blanco: es sin duda la marmota de la Le-
chuza... Marchaos pronto que me voy á mi aguje-
ro- — Hasta esta noche á las diez... — En la es-
quina de la calle de las Viudas y los campos Eliseos;
está dicho...
Flor de María no había oído esta última parte
del Coloquio del Churiador con Rodolfo. Subió al
coche con su compañero de viaje.
CAPITIIODECISO
EL PASEO.
Quedó Rodolfo pensativo por algunos momentoi
después de su diálogo con el Albino. Flor de Ma-
ría le miraba con tristeza sin atreverse á interrum-
pir su silencio.
Rodolfo levantó la cabeza y dijo con amable
Sonrisa:
— ¿En qué jensais, bija mia? ¿Os ha disgustado
el encuentro del Cburiador? ¡Estábamos tan ale-
gres!... — Al contrario, señor Rodolfo; no me he
disgustado, porque el Cburiador podrá seros útil.
— ¿No se creia en la taberna del Conejo Rlaneo
que este hombre conservaba aun sentimientos hon-
rados?— No lo sé, señor Rodolfo... Antes de lo
que pasó ayer le había visto pocas veces y apenas
le habia hablado... lo tenia por tan malo como los
demás... — No hablemos mas de eso, prenda mia.
Sentina en el alma contristaros , pues mi objeto es
haceros pasar un dia alegre. — j Ah ! estoy muy
contenta, muy alegre. ¡Hacia tanto tiempo que no
habia salido de París!... — Desde vuestros paseos
con Alegría ¿ verdad ? — Es verdad señor Rodolfo...
¡Dios mió! era la primavera... pero aunque esta-
mos en el otoño, no por eso tengo menos placer.
¡Qué hermoso sol hace!... ¡mirad aquellas nube-
citas color de rosa... y aquella colina!... y aque-
llas casas blancas tan lindas en medio del arbola-
EL DESEO. 05
do... ¡Qué verdes están aun las hojas ! es de admi-
rar en el mes de octubre ¿verdad, señor Rodolfo?
Pero en París las hojas se marchitan tan pronto...
¡Mirad, mirad aquella bandada de palomas como
se pone sobre el tejado de un molino!... ¡Jesús/ en
el campo no se cansa una de mirar; todo es her-
moso, todo divierte. — ¡Es admirable el ver cuánto
placer os causan todas esas pequeneces , que forman
la verdadera hermosura del campo I
En efecto, á medida que la joven contemplaba el
cuadro risueño que se presentaba á su vista, su
fisonomía expresaba mayor placer y exaltación.
— -Y allá abajo... mirad en el barbecho aquel
fuego de rastrojo... ¡ Cómo sube el humo blanco
hacia el cielo!... y aquel arado con sus dos caballos
tordos... ¡Cómo me gustaría ser labrador si fuese
hombre!.,. ¡ Seguir tras el arado en la llanura... y
ver los sotos grandes y verdes allá á lo lejos , en ua
día hermoso como hoy por ejemplo!... le daría á
una ganas de cantar canciones tristes, de esas que
hacen saltar las lágrimas... como la de Genoveva de
Brabante. ¿Sabéis la canción de Genoveva de Bra-
bante, señor Rodolfo? — No , no, prenda mia; pero
si quieres darme gusto me la cantarás luego... te-
nemos por nuestro todo el día.
Al oír estas palabras, vuelta en sí la Guillabaora
de su éxtasis de placer considerando que después
de aquellas horas de übertad pasadas en el campo
volvería al encierro de la infestada taberna, ocultó
el rostro con las manos y empezó á denamar un
copioso llanto.
Rodolfo la dijo sorprendido:
— ¿Qué tenéis, Flor de María? ¿porqué lloráis?
— Nada... por nada , señor Rodolfo — • y enjugó la s
lágrimas procurando asomar al rostro una sonrisa
forzada. — Perdonadme si me entristezco... no ha-
96 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
gais caso... no tengo nada, os lo juro: no es mas
que una idea... ahora voy á estar alegre. — Pero
estabais tan contenta hace un momento... — Por
eso mismo... — respondió sencillamente Flor de
María levantando hacia Rodolfo los ojos llenos aun
de lágrimas.
Estas palabras revelaron á Rodolfo todo el inte-
rior de la joven; y queriendo disipar su melanco-
lía la dijo sonriendo:
— Apuesto á que estabais pensando en vuestro
rosal , y que sentiais no traerlo aquí para que dis-
frutase también del paseo.
La Guillabaora tomó esta chanza por motivo para
sonreirse, y la tristeza desapareció gradualmente
de su ánimo: solo pensó en divertirse y en estar
alegre y contenta... En aquel momento se descu-
brió la torre de la iglesia de San Dionisio.
— ¡ Qué h'^rmoso campanario I — exclamó Flor
de María. — Es el de la magnífica iglesia de San
Dionisio... ¿Queréis verla? haré detener el coche.
La Guillabaora bajó los ojos.
— Desde que estoy en casa de la tía Pelona no
he entrado en ninguna iglesia, no me he atrevido.
En la prisión me gustaba tanto cantar en la misa,
y el dia de Corpus hacíamos unos rami! leles tan
hermosos para el altar... — Dios es bueno y cle-
mente : ¿por qué temes rogarle y entrar en su igle-
sia?— jOh! no, no... señor Rodolfo... eso seria
como una impiedad... Basta ofender á Dios de otra
manera.
Después de un momento de silencio dijo Rodolfo
á la Guillabaora :
— ¿Habéis amado á alguno antes de ahora? —
Nunca señor Rodolfo. — ¿Porque? — Ya habéis
visto las personas que van al Conejo Blanco... Y
lernas, para amar es preciso ser honrada. — iCo-
EL DESEO. 97
mo? — No depender sino de sí misma... poder...
Pero, vamos,., señor Rodolfo, si lo lleváis á bien
os ruego que no hablemos de eso. — Bien, Flor de
María hablemos de otra cosa... Mas ¿porqué me
miráis así? Otra vez tenéis lágrimas en los ojos...
¿Soy yo la causa de vuestra pena? — ¡ Ah , no I al
contrario; pero sois tan bueno para mí que eso
mismo me da ganas de llorar... y luego no me
tuteáis... y... en fin, cualquiera diria al ver la sa-
tisfacción con que me veis alegre, que solo me ha-
béis traido aquí para que me divierta. No contento
con haberme defendido ayer,., me traéis hoy al
campo para hacerme pasar un dia como este á vues-
tro lado... — ¿Sois de veras feliz? — ¡Ahí ¡cuán-
do olvidaré esta felicidad 1 — ¡Es tan rara la feli-
cidad 1 — Sí, muy rara. — Yo, para suplir lo que
no tengo, me divierto muchas veces en imaginar lo
que podria tener y me digo, Hé aquí lo que de-
searla poseer... la fortuna que ambiciono..: Y vos,
Flor de María ¿no discurrís también á veces de
este modo? ¿no haccis vjeslros castillos en el aire?
— En otro tiempo, cuando estaba en la prisión , sí;
antes de ir á la taberna pasaba el tiempo en can-
tar; pero ahora raras veces... Y vos, señor Rodolfo
¿qué es lo que ambicionáis? — ¿Yo? quisiera ser
rico; muy rico... tener criados, una gran casa, ir
todos los dias al teatro, á buenas reuniones... ¿Y
vos ; Flor de María ? — ¿Yo? yo seria mejor de con-
tentar: quisiera tener con qué pagar á la tia Pe-
lona, algún dinero para mantenerme mientras no
hallase trabajo, y un cuarlito bien limpio con vista
al campo, para hacer mi labor, y... — Y muchas
flores en vuestra ventana... — ¡Ahí eso sí... Vivir
en el canflpo, sí pudiera ser: y nada mas... — Un
cuartito para trabajar es lo necesario; pero nunca
está de mas el desear algo .«uperfluo... ¿Noquer-
89 EL DSSEO.
riáis poseer también coches, diamantes y ricos yes-
lidos? — Yo no deseo tanto... Mi libertad, vivir en
el campo y estar segura de no morir en un hospi-
tal... ¡ Ah! sobre todo no morir en un hospital...
Este pensamiento, señor Rodolfo, me acomete y me
espanta muchas veces. — |0h! si... nosotros los po-
bres. . — No lo digo por la miseria... eso no. Pero
después... cuando una se. muere... — ¿Qué? — ¿No
sabéis loque hacen del cuerpo después de muerto? —
No. — Habia en la prisión una muchacha conocida
mia, que murió en el hospital... ; oh ! su cuerpo
fué entregado á los cirujanos... — dijo estremecién-
dose la pobre criatura. — ¡Eso es horrible!! Pero
decidme, niña desgraciada, ¿tenéis con frecuencia
esos pensamientos? — Os sorprende, señor Rodol-
fo, el que tenga vergüenza... aun después de muer-
ta.., ;Avde mí! eg lo únieo que me Hn auedado.
Estas palabras conmovieron profundamente á
Rodolfo.
Flor de María observó el aire melancólico de su
compañero, y le dijo con timidez:
— Perdonad , señor Rodolfo: yo no debería tener
esas ideas. Me habéis traido para que estuviese
alegre, y solo hablo de cosas tristes... ¡ tan tristes,
Dios mió ' Yo no sé como es; pero no puedo reme-
diarlo... Nunca he sido tan feliz como hoy, y sin
embargo lloro á cada paso... No queréis que llore
¿es verdad , señor Rodolfo?... Pero ya veis que
mi tristeza se fué tan pronto como ha venido...
Ahora no os daré mas pena... Estaré contenta...
Mirad, señor Rodolfo... miradme á los ojos...
Y después de haber ; bierto y cerrado los ojos dos
ó tres veces para disipar una lágrima rebelde, los
abrió cuanlo pudo y miró á Rodollo colfuna sen-
cillez encantadora,
— Flor de María , os ruego qne no os reprimáis...
EL DESEO ^^
Alegraos si queréis , ó entristeceos si os gusta mas...
También yo, hija mía, leugo á veces ideas melan-
cólicas como las vuestras... Seria para mí un tor-
mento el fingir una alegría que en rexilidad no sm-
tiese. — ¿De veras, señor Rodolfo? ¿también vos
os entristecéis? — También , hija mia; mi porvenir
no es mas s3guro que el vuestro... No tengo padre
ni madre... si mañana caigo enfermo no se como he
de sostenerme... lo que gano lo gasto en el mismo
día. —Hacéis mal; muy mal, señor Uodol.o, —
diiola Guillabaora en un tono de grave recon-
vención que le hizo sonreír; — deberíais poner al-
go en la caja de ahorros... Todo mi mal viene de
no haber economizado el dinero... Con cien francos
ahorrados, un obrero no depende jamas de nadie,
ni se ve nunca en apuros... y los apuros obligan
muchas veces á obrar mal. — Ese es un consejo
muv prudente, alma mia; ¿pero cómo podría yo
reunir 100 francos? — Es muy sencillo, señor Ro-
dolfo. Voy á ajustaros la cuenta... veréis. ¿ ^o me
habéis dicho que ganabais á veces cinco francos
diarios? — Cuando trabajo, sí. — Es preciso traba-
jar siempre. ¡Quién os tuviera lástima! Con un
oficio tan bueno como el vuestro... pintor de aba-
nicos... deberíais andar siempre contento. Es pre-
ciso confesar que sois poco razonable, señor Rodol-
fo... — dijo la Guillabaora con un tono severo.—
Un jornalero puede vivir muy bien «on tres fran-
cos: os quedan cuarenta sueldos diarios, que vie-
nen á ser sesenta francos al fin del mes... y se-
senta francos no es moco de pavo. — Es verdad; pe-
ro me gusta tanto andar á la que salta y no hacer
nada... — Señor Rodolfo, os lo vuelvo á decir, no
tenéis mas razón que un chiquillo. — Vaya pues,
no os incomodéis, maestrita mia; conozco que me
dais buenas lecciones y las seguiré. — ¿De veras?
100 LOS MISTERIOS DK PAR 13.
— dijo la joven llena de alborozo. = ¡ Si supierais
qué placer rae dais con eso!... Economizaréis cua-
renta sueldos diarios ¿no es verdad? — Sí, los
economizaré — dijo Rodolfo sonriendo á pesar su-
yo. — ¿ De veras? — Os lo prometo, — Ya veréis
qué contento os darán las primeras economías. Pe-
ro aun tengo que deciros algo mas si me prometéis
no enfadaros... — ¿Tan mal os parece mi genio?
— ; Oh ! eso no... pero me parece que no debq... —
Nada debéis ocultarme, Flor de María. — Pues
bien... entonces... en fln... ya que tenéis cualida-
des tan buenas que no parecéis de vuestro estado...
¡ porqué frecuentáis unas tabernas como la de la tia
Pelona ! = Si no hubiese venido á la taberna , no
hubiera tenido la dicha de pasar á vuestro lado un
dia de campo, Flor de María. = Es verdad; pero
no importa, seíior Rodolfo... También yo voy muy
contenta... pero de buena gana renunciaria el pasar
otro dia como este si supiera que os habia de causar
algún perjuicio, m Todo lo contrario, porque me
dais excelentes consejos para mi gobierno. — ¿Y los
seguiréis? =z Os lo he prometido bajo mi palabra
de honor. Economizaré cuarenta sueldos diarios por
lo menos...
En esto dijo Rodolfo al cochero que habia pasa-
do la aldea de Sarcelles: = Toma el primer camino
á la derecha, atraviesa Yillers-le-Bel, tuerce lue-
go illa izquierda y sigue de frente. = Y volvién-
dose á la (luillabaora continuó:
zn Flor de María , ya qne vais tan contenta en mi
compañía, podríamos divertirnos haciendo castillos
en el aire, como decíamos antes. A lo menos no me
echareis en cara lo que gaste de este modo. = ¡ Oh!
por ese gasto no... Vamos haced vuestro castillo.
z= No... primero el vuestro, Flor de María, n Pues
bien ; á ver si adivináis el mió, señor Rodolfo, — :
EL DESEO. 101
Varaos á ver... Supongo que este camino... y digo
este porque vamos por él... — ¿Y para qué buscarlo
mas lejos? — Supongo pues que este caminónos
conduce á una hermosa aldea , muy distante de la
carretera. — Sí, cuánto mas retirada mejor. — Está
situada en una cuestecita y hay árboles entre las
casas. —Y pasa cerquita un riachuelo... — Tsi mas
ni menos... un riachuelo.., Al fin del lugar hay una
linda casa de campo : á un lado de la casa hay un
naranjo y una huerta, y al otro lado un jardin con
muchas flores, — Y suponemos que es la casa don-
de vamos. — Sin duda. — ^ ¿ Y en donde nos darán
leche? — ¡Cómo leche! eso no: rica nata y huevos
frescos — > Que cojeriamos en el nido nosotros mis-
mos ¿verdad? — ' Sin duda. — ¿E iríamos al esta-
blo á ver las vacas? — Seguramente. — ¿Y tam-
bién las veríamos ordeñar? — Es claro. — ;.Y
veríamos el palomar? — También el palomar.— ¡ Je-
sús, quef licidad! — Pero dejadme acabar de ha-
ceros la descripción de la quinta. — Bueno; seguid.
— En el piso bajo hay una gran cocina para las
personas de la quinta y un comedor para la dueña,
de casa. — Y la casa tiene persianas verdes... y es
tan alegre ¿no es verdad señor Rodolfo? — Vaya
las persianas verdes ; soy de vuestro parecer.., no
hay cosa mas alegre que las persianas verdes... Co-
mo es natural , la dueña de la quinta seria vues-
tra tia. — Ya se vé que sí... y una mujer muy gua-
pa.— Excelente: os amaria como una madre. —
¡Ay, tia de mi alma !... ¡ debe ser tan delicioso el
ser amada de alguna persona !... — ¿Y la amaríais
también? — ¡Oh! — exclamó la Guillabaora jun-
tando las manos y alzando los ojos al cielo con una
expresión de felicidad imposible de pintar. — Oh, sí!
la amaría ; y también la ay udaria á trabajar, á coser,
á lavar , á guai-dar las frutas para el invierno , en
102 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
fin , á lodos los que haceres de la casa... No se qacja-
ria de mi , no , no; ¡ os lo aseguro , señor Rodolfo...
Y por \st mañana... — Esperad, Flor de jMaria que
acabe de pintaros la casa... ¡que impaciente soisi
— Seguid, seguid, señor Rodolfo : va se conoce
que estáis acostumbrado á'^píntar lindos países en
vuestros abanicos — dijo r^fído la Guillabaora. —
Pues dejadme acabar mi casa", cbarlatanita... — Sí,
es verdad , soy muy habladoia... ¡pero estoy tan
encantada con eso!... Vamos, señor Rodolfo, ya
os escucho; acabad vuestra casa decampo = Vues-
tro cuarto está en el primer piso. =z;^Ii cuarto/
/qué gusto.' /Vaya, veamos mi cuarto / =i Y la jo-
ven se aceró á Rodolfo, mirándole con sus
grandes ojos muy abiertos llenos de curiosidad.zz:
— Vuestro cuarto tiene dos ventanas que dan al
jardin de flores y á un prado regado por el riacbuelo.
Al otro lado del rio hay un soto de viejos castaños
en medio de cuyas ramas se vé el campanaiio de la
iglesia. — /Ay, que sitio tan lindo, señor Rodolfo.^
¿Quien me dejara verlo.' — Y tres ó cuatro vacasque
pacen al prado separado del jardin por un seto de zar-
zas. ¿También se ven las vacas desde mi ventana? —
Perfectamente. — Y una de ellas seria mi favorita ¿no
es verdad, señor Rodolfo? Le haré un collar con una
campanilla y la acostumbraré á comer en mi ma-
no. — ¡Qué mas querrá ella! Es blanca, joven, y
se llama Saltarina. — /Saltar¡na!¡Quénombre tan lin-
do.'Pobre Saltarinamia, cómo la querrél^Acabemos
de arreglar vuestro cuarto, Flor de María*, las paredes
están cubiertas de una linda tela persiana, y las cor-
tinas son del mismo género : un grande rosal y una
enredadera de madreselva cubren el muro de la
quinta por el lado de vuestras ventanas , de suerte
11 ue solo con alargar !á mano, podéis cojer todas
las mañanas un ramillete de rosas y de madreselva
EL DESEO. 103
cubiertas aun de rocío. — ¡ Dios mió, señor Ho-
doifo, (|ué liucn pintor sois! — Veamos ahora co-
mo pasaréis el dia. — Vamos á ver. — Kii primer
lugar vueslra querida liase llega á vuestra cama
y os despierta dándoos un tierno beso en la frente:
os lleva una taza de leche, porque tenéis el pecho
malilo; /pobre niña/ Os levantáis, dais una vuelta
por la quinta, visitáis á vuestra Sallarina, á los
pollitos, á los pichones, las flores del jardín.. A
las nueve llega el maestro que os enseña á escri-
bir.— ¿Mi maestro? — Ya veis que es preciso
aprender á leer, escribir y contar, á fin de ayudar
á vuestra lia á llevar los libros de la quinta. — Es
claro, señor Rodolfo; no se me habia ocurrido...
es preciso que aprenda á escribir para ayudar á
mi lia — dijo muy seria la pobre niña , tan absorta
con la pintura de una vida tan alagüeña, que creía
una realidad. — Después de \uestra lección veis
en qué estado se halla la ropa blanca de la casa,
y os ponéis á bordar una cofia de paisana,.. A eso
de las dos os ejercitáis un poco en escribir, y lue-
go salís con vuestra lia á dar un paseo, á verá los
segadores en el verano y los labradores en el oto-
ño; os fatigáis mucho, y volvéis á casa con un pu-
ñado de yerba cojida por vuestra mano en el cam-
po, para vuestra querida Sallarina. — Porque he-
mos de volver por el prado ¿no es verdad, señor
Rodolfo? — Por supuesto; y hay juslamenle un
puente de madera sobre el rio. Cuando volvéis son
ya las seis ó las siete; y como en este tiempo son
ya frias las lardes, halíais encendido un fuego res-
plandeciente en la cocina de la quinta, y os ponéis
á calentar y conversar con la buena geiUe que allí
está cenando y viene del trabajo. En seguida co-
méis con vuestra lia, y algunas veces os acompaña
á la mesa el señor cura ó un labrador acomodado
T. I. 8
104 LOS 31ISTER10S DE PARÍS.
de la vecindad. Después os ponéis á leer ó traba-
jar, inienUas que vuestia lia jueffa un ralo á los
naipes. A las diez ( s da un beso en la frente , subís
á vuestro cuarto, v al día sij^uiente empezáis de
nuevo vuestras ocupaciones y enlLelenimienlos.
— De ese modo, señor Rodolfo, cualquiera viviria
cien años sin fastidiarse un morhento. — Pero es-
to no es nada : ¿Y los domingos, donde los dejais?
¿ Y los días de íiesla? — ¿Y qué se bace en esos
dias , señor Ilodolío? — En los dias de fiesta os
engalanáis, ponéis un lindo vestido de paisana y un
sombrerillo redondo que os bace mas hermosa que
un sol; subis al cabriolé con vuestra tía y Joa-
quín, que es el criado de la quinta, para ir á la
misa n\ayor de la parroquia: y en el verano asistir
también con vuestra tia á todas las fiestas de las
parroquias vecinas. Sois tan linda, tan amable, tan
hacendosa; vuestra tia os ama tanto y el cura ha-
bla tan bien de vuestras cualidades, que todos los
labradores jóvenes del contorno desean que bailéis
con ellos, porque así es como empiezan siempre
los casamientos. . Y de este modo vais fijando poco
á poco la atención en un buen muchacho... y...
El silencio de la Guillabuara llenó de sorpresa á
Rodolfo, y la miró.
La infeliz criatura reprimía con indecible fatiga
los sollozos. . Las palabras de Rodolfo habían des-
lumhrado por un momento su imaginación; pero
vio por último la realidad, y su contraste con un
sueño tan dulce y seductor la presentó el horror
de su verdadera situaci.m.
— Flor de María , ¿ qué tenéis ? — ¡ Ah , señor
Rodolfo ! sin querer me habéis hecho mucho mal...
he creido por un momento en ese paraiso.., — Pe-
ro ese paraiso existe, pobre criatura... ¡Cochero,
para!... Mirad, ahí lo tenéis.
EL DESEO. 105
El cochero se detuvo.
La Guiüabaora levantó rriaquinalniente la cabe-
za. Estaba en lo alto de i'na pequeña colina. ,Cuál
fué su asombio, su estupor , al ver la hermosa al-
dea construida en un declive, la casa de campo , el
prado, las hermosas vacas, el riachuelo, el soto
de castaños , la torre de la iglesia, el mismo cua-
dro, en fin, que Rodolfo !a habia pintado, delante
de su vislaL. nada fallaba en este cuadro, ni aun
la alegre S altar itia , blanca y hermosa ternera que
debia ser la futura predilecta de la Guillabaora...
Un hermoso sol de otoño iluminaba este delicioso
paisaje... Las hojas amarillas j color de púrpura
de los castaños se mezclaban con el azul del cielo.
— Decidme ahora, Flor de María ¿soy buen pintor
ó no? — preguntó Rodolfo sonriendo.
La Guillabaora le miraba con una sorpresa mez-
clada de inquietud... Lo que veía le pareció sobre-
natural, ^j.
— ¿Qué viene á ser esto, señor Rodolfo?... ¡Dios
mió!.... ¿Estoy despierta?... Casi 'engo miedo...
/Cómo! ¿lo que me habéis dicho podría?.. — Nada
mas sen'illo, hija mia... La dueña de la quinla es
mi nodriza, y me he <riado aquí... La he escrito
esta mañana muy leniprano (jue vendría á verla...
he pintado al natural. — ¡Tenéis razón, señor Ro-
dolfo! no hay nada exliaordii.ario en eso — dijo la
Guillabaora dando un profundo suspiío.
La qiiinla á donde Rodolfo condujo á Flor de
María estaba situada á un extremo de la aldea de
J?ow(yt/er«/ , pequeña parroquia solilaria, ignorada
y metida en una quebrada á dos leguas de Ecouen.
1E1 coche bajó por el camino que Iiabia indicado
Rodolfo, y siguió luego por la llanura enlre hileras
de cerezos } manzanos. Las ruedas giraban en si-
lencio sobre el césped corlo y íino que cubre gene-
106 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
raímenle los caminos vecinales.
Flor de María e?taba callada j abatida , y Ro-
dolfo casi se arrepintió de haber caus; do la impre-
sión dolorosa que manifestaba su semblante.
El coche pasó por delante del corral de la quin-
ta, atravesó un espeso olmedo y se paró delante de
un peípieño pórtico de madera á la rústica , y me-
dio oculto bajo un frondoso emparrado cuyas ho-
jas empezaba á marchitar el otoño.
— liemos llegado ya, Flor de María — dijo Ro-
dolfo : — ¿estáis contenta? — Sí estoy, señor Ro-
dolfo... pero me parece que voy á tener vergüenza
delante de la señora; no me atreveré á mirarla...
— ¿ Porqué , hija mia? — Tenéis razón , señor Ro-
dolfo... no me conoce.
Y la Guillabaora reprimió un suspiro.
Se esperaba sin duda en la quinta la llegada de
Rodol o , porque al punto que el cochero bajó el es-
tribo, se presentó en el pórtico y se adelantó hacia
él con ademan respetuoso una mujer de Gsonomía
triste, dulce y atractiva, de unos cincuenta años
de edad y vestida como las arrendatarias ricas de
las cercanías de Paris
El rostro de la Guillabaora se cubrió de un finí-
simo carmín; después de un momento de duda ba-
jó del coche.
— Buenos dias, señora Adela, dijo Rodolfo á su
arrendataria : no diréis que falto á mi palabra.
Y volviéndose al cochero le puso algún dinero
en la mano, y le dijo :
— Puedes volverte á Paris.
El cochero era un hombre bajo y regordete , con
el sombrero calado hasta los ojos, y la cara tapada
casi enteramente por el cuello de un levitón forrado
de grosera piel. Metió el din ero en el bolsillo, y sin
decir una palabra subió al pescante, hizo resonar el
EL DESEO, 107
látigo y desapareció al momen lo entre la arboleda.
Flo^ de Alaría se acercó á Rodolfo inquieta y
turbada; y le dijo en voz baja para que no pudiese
oir la arrendataria:
— ¡ Dios mió! ¿qué babeis heebo, señor Rodol-
fo? ¿habéis despedido el coche?... — Es claro. —
¿Y la Pelona? — jQué importa la Pelona! — ¡Ah!...
tengo que volver á su casa esta noche... INo hay
remedio... por fuerza , señor Rodolfo... porque sino
me lendria por una ladrona... Los vestidos que trai-
ga son su>os... y la debo .. perdonad... — Tranqui-
lizaos, hija mia; yo soy quien debe pediros per-
don... — ¡Perdón :... ¿de qué? — De no haberos
dicho mas antes que no debéis nada á la figonera ,
y que podéis quedaros aquí si es vuestra voluntad,
y cambiar esos vestidos por otros que os dará la
señora Adela. Es casi de vuestia misma ta'lla y ten-
drá mucho gusto en prestároslos... Ya lo veis co-
mo empieza á hacer su papel de lia. — La Guilla-
baora creía estar soñando; miraba á Rodolfo y á la
arrendataria sin comprender lo que le pasaba. —
¡Cómo! dijo con voz trémula y palpitante: ¿no
volveré mas á París?... ¿puedo quedarme aquí?...
¿la señora... i\m permitirá?... ¡oh, será posible!...
I vuestro castillo en el aire...! — Aquí lo tenéis
i-ealizado. — ¡Oh, hol no es posible... seria dema-
siada felicidad. — La felicidad nunca puede ser de-
masiada, Flor de María... — ¡ Ah! señor Rodolfo,
por piedad no me engañéis .. mirad que me haríais
mucho mal. — Creedme , amada niña — dijo Rodol -
fo con voz afectuosa , pero con un tono de digrndad
que Flor de fiaría no habia notado en él hasta
entonces : — os lo repito ; desde hoy podéis , si os
place h¿cer al lado de la señora Adela esa vida
cuyo cuadro os ha cautivado tanto. Aunque la se-
ñora Adela no sea vuestra lia , oá profesará el mas
108 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
tierno cariño; pero podréis pasar por sobrina suya
enlre las personas de la quinta, y esta levemenli-
rilla liará mas agradable vueslra situación... Os
vuelvo á repL'lir, Flor de María, qne haréis todo
esto si o5 agrada. Luejío que os pon;íais vuestro Ira-
gecito de paisana — anadió Kodolfo sonriendo — os
llevaiejnos á ver vueslra favorita la Sil fariña^
hermosa temerá blanca como la nieve , que está
asfuardando el collar que la tenéis prometido...
También visitaremos á vuestros amigos los j)iciio-
nes y la lechería, y recorreremos to.Ia la finca...
desv'o cumj)lir mi palabra.
Flor de María juntó las manos con vehemencia.
La sorpresa, el gozo y la gratilnid se pintaron en
su eslaciada fisonomía: sus ojos se arrasaron de Li-
grimas, y esclamó:
— ¡Siíñor íiodolfo!... ¡quél... ¿sois algún ángel
del Señor, que así hacéis bien á los desgraciados
sin coní)cerlos... y los I brais de la vergüencia y
de la miseria?... — ¡ Pobre niña 1 — repuso Koflolfo
con una sonrisa melancólica de profunda é inefable
bondad; — aun(|urt jóvi n aun , he padecido mucho:
he perdiilo una hija que tendría ahora vuestra edad
esto os esplicará mi compasión hacia los que pa-
decen^, y |>or vos especialmente. Flor de María, ó
mas bien María, id con la señora Adela... Sí, Ma-
ría, conservad de hoy mas este nombre, dulce y
hermoso como vos Antes de macharme tendré que
hablaros, y os dejaré contenta... porque os dejaré
feliz y dichosa.
Flor de María no respondió; hizo una iiicUnacion
doblando las rodillas, cojió la mano de Rorlolfo, y
antes que este pudiese impedirlo la llevó respetuo-
samente á los labios con un movimiento lleno de
gracia y de modestia, y luego siguió á la arrenda-
taria , que la contemplaba con profundo interés.
CyuAxXUv^vc^ UUiVtó^.
«4
CAPITULO XI.
MÜRPH Y RODOLFO.
Rodolfo se dirigió al zaguán de la quinta , en
donde halló al hombre alio que vestido de carbo-
nero le habia anunciado la víspera la llegada de
Tomas í:^eyton y de Sarah. Murph, que asi se lla-
maba aquel personaje, tenia como unos cincuenta
años de edad ; á cada lado de su cráneo, enter ;-
mente calvo, se elevaban ensortijados dos mecho-
nes de pelo rubio y canoso; su rostro largo y en-
cendido estaba completamente afeitado á escepcion
de unas pequeñas patillas color de brasa, que no
pasaban del nivel de la oreja y se estendian en
forma de media luna por la parte superior de sus
redondos carrillos. A pesar de su edad y su corpu-
lencia, Murph era ágil y robusto , y en su fisono-
mía, aun(|ue flemática, resaltaba á veces la bene-
volencia y la resolución. Llevaba una corbata
blanca , un chaleco largo y un fraque de faldones
anchos que no le pasaban délas corvas, y su cal-
zón verdegris era del mismo género que sus bolines,
que no alcanzaban hasta la hebilla. El traje y el
aspecto viril de Murph representaban el perfecto
tipo del caballero labrador inglés: pero debemos
declarar aquí que era inglés y caballero f squlrej,
pero no labrador. En el momento en que Rodolfo
llegó al zaguán, Murph melia un par de pistolas
en la bolsa de la calesa después de haberlas enju-
gado.
lio LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— ¿A quién diablos vasa matar con esas pisto-
las? le dijo Rodolfo. — Esa es cuenta nua, mon-
señor , — replicó Murph retirando el pié del es-
tribo.— Haced vuestro nec^ocio, que yo no descui-
do mi deber. — ¿A qué bora has niandado venir
los caballos? — Al anochecer, según vuestra orden.
— ¿Has llegado esta n>añana ? — A las ocho. La
señora Adela ba tenido tiempo para alistarlo lodo.
— Krcs honrado... ¿No estás contento de mí? —
¿TS' o podríais, monseñor, cumplir la tarea que os
habéis impuesto sin esponeros á tantos peligros? —
Para inspirar alguna confianza á esas gentes, que
quiero conocer, ¿no es preciso que adopte su Ira-
ge, sus costumbres y su modo de hablar? — Pero
eso no aleja los peligros de que hablo. Anoche,
cuando buscábamos á ese Bruzo Hijocn la detes-
table calleja déla Cité, solo el temor de irritaros
y desobedeceros ba podido impedirme que os so-
corriese cuando luchabais con el bandido que ha-
béis encontrado á la entrada de aquella pocilga. -^^
Es decir, señor Murph, que dudáis de mi fuerza y
de mi valor. — Por desgracia me habéis puesto
cien veces en el caso de no dudar de la una, ni del
otro. Gracias al Señor, Flatman, el Bertrand de
Alemania, os ha enseñado la esgrima; Lacour de
Paris (a os ha dado lecciones de zincarliUa y de
caló , porque de *odo esto necesitabais para vuestras
aventuras. Sois intrépido y tenéis unos nervios de
acero , y aunque delgado y esbelto me venceriais
con la misma facilidad que un caballo de carrera
vence á un mulo de carga. — Entonces ¿porqué
temes? — Yo sostengo , monseñor, que no es pru-
dente el que os andéis esponiendo á cuantos peli-.
(a) Celebre pri)fesor de la lucha llamada eu rrancc&
s avale f y en español zancadilla.
MIRPH Y RODOLFO. 111
gros se |)resenlan. No digo esto por el inconvenien-
te (jue hay para que cierto c^íballero que conozco
se tizne la cara con carbón y se convierta en el mis-
mo diablo : á pesar de mis canas y de nii «(ordura
y gravedad me disfrázale de bolero si conviene a
vuestros planes... pero me atengo á lo dicho, moa-
señor... — , Oh ' ya lo sé, querido Murph; cuando
una idea se introduce en tu cráneo, cuando la leal-
tad se señorea de tu (irme y valeroso corazón, ni
el mismo demonio te la arrancaría de allí con sus
dientes y uñas.. — Cuánta lisonja, monseñor!
apostaria á que estáis meditando alguna... — Ha-
bla; dilo de utia vez... — Alguna locura, monse-
ñor.— jlobre Murph! que mala hora escojes para
lu sermón... — ¿ Por(|ué ? — lístoy en este momen-
to lleno de orgullo y de satisfacción... me hallo
precisamente.., — ' En donde habéis hecho un bien;
ya lo sé : la quinta modelo que habéis fundado aquí,
para recompensar, instruir y estimulará los labra-
dores honrados, es un benelicio imnenisO paia este
país. (íeneralníente no se piensa mas que en me-
jorar la condición del ganado, y vos os desveláis
poi- m(;joiar la condición de los hombres... eso es
admirable. Habéis puesto al frente de este estable-
cimiento á la señora Adela Ceorges , y ninguna
elección pudieíais hacer mas acertada... Tiene la
virtud de un ángel... ¡Noble y honnida mujer "...
Pocas veces me enternezco, y sin embargo he der-
ramado lágrin»as ; I oir sus infortunios... Pero vues-
tra nueva protegida... Vaya... no hablemos de esto,
mcnseñor... — ¿Porqué? — Monseñor, vos hacéis
vuestro capricho, y hacéis bien... — Yo hago lo
que es justo — dijo Rodolfo con un gesto de impa-
ciencia.— Lo que es justo... á vuestro motlo de
ver... — Lo que es justo para con Dios y mi con-
ciencia — repuso Rodolfo con severidad. — Creo,
112 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
monseñor, que no nos entendemos. Os lo repito, no
La bienios mas de esle asunto. — ¡Y 30 os ordeno
que habléis I — dijo imperiosamente Rodolfo. —
Nunca me lie espuesto á que V. A. \\. me mandase
callar... espero que V. A. no me obliga r¿í á decir
mas de lo que quiero — respondió Murpb con dig-
nidad. — ¡Señor Murphlll — esclamó Rodolfo con
una irritación que crecia por momentos. — ¡Mon-
señor ! ^ , Ya sabéis , caballero, que no me gustan
reticencias' — Perdonad, señor: me conviene usar-
las— repuso Murpb con org(dlo. — Si desciendo
hasta la familiaridad, caballero, es á condición de
que vos os elevareis hasta la franqueza.
: eria imposible describir la altivez soberana de
la fisonomía de Rodolfo al pronunciar estas últi-
limas palabias.
— Perígo cincuenta años; sov un caballero: V. A.
no debe hablarme de ese modo. — /Callad !!!... —
I Monseñor ! — ¡ Callad !/! — V. A. no debería po-
ner en el caso á un hombre de honor d<í recordarle
los servicios (jue le ha prestado... — dijo con frial-
dad el leal caballero. — ¿ I us servicios? ¡y quél
¿ no le los he pagado de todas maneras?
Debemos confesar que Rodolfo no habia dado á
estas crueles palabras el sentido humillante que
rediicia á Murph á la condici»)» de un mercenario;
pero este las interpretó por desgracia de este modo.
Encendiósele el rostro de vergüenza, llevó los pu-
ños cerrados á la frente con un ade nan de dolorosa
indignación ; y dirigiendo la vista á Rodolfo, en cu-
3 as facciones se veía nn des len convulsivo y violen-
to , le dijo con voz sofocada y conteniendo un sus-
piro de tierna conmiseración: — ¡Mirad., señor,
que no tenéis razón ! ..
listas palabras llevaron á su colmo la irritación
de Rodolfo; una llama terrible brilló en sus ojos,
MURPH Y RODOLFO. 113
y adelantándose hacia Murjíh con los lííhios pálidos
como un cadáver , esclanm :
— '¡ Te a I re verá s , I ú ! . . .
Muí p!i retrocedió, y dijo como á pesar suyo:
— ¡ Monseñor '... ¡Monseñor I... , acoíU)aos del
13 DE e.nehj!
Estas palabras hicieron en Rodolfo un efecto
mágico. Su rostro, contraido por la cólera se dila-
tó. Miró hjamente á Murplí, bajó luego la cabeza,
y después de un moniento de silencio murmuró con
voz alterada :
— ¡?\Iurph! ¿qué crueldad es esa?., mi dolor,
mi arrepentimiento me liacian esperar que... ,Y
sois vos el que!... ¡Sois vos!...
Rodolfo no pudocontinunr, faltóle la voz, cayó
sentado en un banco de piedra y cubrió el rostro
con las manos.
— ¡ Monseñor ! — esclamó Murph con acenlo do-
loroso!— ¡mi buen señor, perdonadme, perdo-
nad á vuestro anliguo y leal servidor 1 Si he dicíso
esas palabras ha sido en el último apuro y temien-
do.*. ¡ ah ! no por mí... sino por vos... las conse-
cuencias de vuestra ira... las he dicho á pesar mío,
sin ánimo de ofen 'eros , sin enojo y solo por com-
pulsión... ¡Monseñor! me pesa de haber sido tan li-
jero... Por Dios santo, señor, ¿quién puinie cono-
cer vuestro carácter mejor que yo, que no os he
abandonado desde vuestra infancia?... Perdonadme,
perdonad que os haya recordado ese día funesto...
¡ Ah , cuánto lo habi'is espiado !
Alzó Rodolfo la cabeza, y pálido como la cera ,
dijo á su compañero con voz suave y melancólica :
— Rasta, basta, mi leal amigo; le doy gracias
por haber calmado con una palabra mi desujed da
irritación: no me disculpo de baberte tratado con
dureza, pues sabes bien que haij mucho camino de
11 i LOS MfSTEIÜOS DE PARÍS.
Ivs labios al rornzon, como dicen las buenas geni s
de nucslra liena. Estaba loco: no hablemos mas de
eso — ¡Ali! ahora os veré triste por mucho tienipo...
¡Qué desgracia la mia '... mi único anhelo es el li-
braros de ese humor sombrío, y á cada paso os es-
toy sepultando mas y mas en él con mi indiscre-
fion... ¿ De qué me sirven luego mi honradez y
mis canas si no soy capaz de sufrir con resignación
las ofensas que no merezco? — No hay duda : ha-
bláis bien;... pero los dos hemos faltado á la razón,
vejete mió — le dijo Rodolfo con dulzura. — Deje-
mos eso, y volvamos á nuestra conversación... Tú
alabas la fundación de este establecimiento y
el profundo interés que me inspira la señora Ade-
la... Confiesas que mereceria este interés por sus
raras cuj'.lidades y por su infortunio , aun cuando
no peí teneciese á la familia de Harville... á esa fa-
milia (jue mereció de mi padre un eterno recono-
cimiento...— He aprolxido siempre la protección y
las bondades (jue dispensáis á la señora Adela ,
monseñor. — Pero le asombras de ver el interés
que l<»mo ])or esa infeliz criatura perdida ¿no es
verdad? — Perdonad , señor... No he tenido razón...
lo conozco. — No... ya lo sé. Las apariencias han
podido engañarte... Mas como conoces toda mi vi-
cia y mis secretos... como me ayudas con tanto va-
lor como lealtad á llevar á cat)o la espiacion que
me he impuesto á mí mismo... mi deber , ó, si me-
jor te place, mi reconociini'mlo me obliga á con-
vencerte de que no obro con lijereza. — Así lo creo,
monseñor. — Conoces mis ideas con respecto al bien
que debe hacer el hombre que posee las circuns-
tancias de sab r , toluntal y poder .. Socorrer al
infortunio honrado cuando se queja de los males
-tjue sufre , es acción meritoria. Buscar á los que
cambalen la miseria con honor y con energía y
BlURPH Y RODOLFO. 115
ausilinrlos, á veces sin que lo sepan, es aun mejor
acción. .i Prevenir á tiempo el desamparo y las ten-
taciones que conducen al crimen es mejor to-
davía. Rehabilitar , restituir á la honradez á los
que han conservado puros algunos sentimientos
generosos en medio de la degradación en que se
ven condenados, de la miseria que los consume y
de la corrupción que los rodea , y arrostrar para
esto el contacto de esa miseria , de esa corrupción
y de esos seres nauseabundos... es obra superior á
todas. Perseguir con ánimo vigoroso é implacabie
el vicio, la inñimia y el crimen, ya se arrastren
por el cieno ó se encumbren en los palacios de la
grandeza, no es mas que justicia... Pero acudir
ciegamente á la miseria merecida , y prostituir y
degradar la limosna y la piedad , eso seria horrible,
impío y sacrilego. Eso baria dudar del mismo Dios;
y el que da , debe hacerlo para que se crea en él
y para ensalzar su nombre. — Monseñor , yo no he
querido decir que hubieseis empleado mal vuestros
beneficios. — h^scucha^ fiel amigo... Ya sabes que
la hija cuya muerte deploro sin cesar, y á la cual
hubiera amado lanío mas cuanto mayor ha sido
la indiferencia con que la ha mirado Sarah, su in>
digna madre, deberia tenef ahora algo mas de
diez y seis años... como e¿a infeliz criatura. Sabes
también que no pudo menos de dejarme arrastrar
por una profunda y dolorosa simpatía hacia las
jóvenes de esta edad... — Lo sé , monseñor... y íksí
es como debí haberme explicado el interés que
sentís por vuestra protegida.... Ademas ¿no se
honra á Dios socorriendo á todos los desgraciados?
— Sí, amigo mió.... cuando lo merecen; y por
eso nadie es mas digno de compasión y rt^speto
que una mujer como la señora Adela, que educa-
da por una madre buena y piadosa en la eslrecha
116 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
observancia de lodos los deberes, no ha fallado
jíjtnas á ellos... ¡jamas' !! á pesar de haiíer sido
vícli:na de la adversidad mas espanlosa.., Pero ¿no
se l¡()nra lambien á Dios sacando del fango de la
vida á una deesas raras crialuras á quienes se lia
complacido el cielo en (Colmar de sus dones/...
¿No merece lambien compasión y respeclo una ni-
ña desventurada , (jue abandonada á su solo ins-
tinto , atormerjlada , envilecida y despreciada, ha
conservajo en el fondo de su alma las nobles virlu-
ludes cí)!í que Dios la habia dolado ? / Si hubieras
oido á osa [);)bre niña/... Al escuchar la pritnera
palabra afecluosa qne la dirigí; a! oir la primera
voz honrada y amiga que llegó á sus oidos , bro-
taron en su ahna ingenua el guslo , la inclinación
y los pensainienlos mas puros y delicados, á la ma-
nera (jue las (lores silvestres abren su hermoso se-
no en la primavera á los primeros rayos del sol...
En mi conversación de una hora con Flor de .María
he descubierto en ella tesoros de bondad, de gracia
y de cordura : sí , de cordura, amigo mió. Con la
sonrisa en los labios y una lágrima en los ojos he
oido stis inocentes consejos llenos de razón , para
inducirme á que ahorrase cuarenta sueldos diarios
á íin de poder combatir un revés inesperado y li-
brarme de malas tenlaciones. / Pobre inocente ni-
ña / me hablaba en un tono tan serio y de tan |)ro-
funda convicción, cxperimenlaba lalcomplacencia
al darme sus sanos cojxiejos , y fué tal su gozo al
oír mi promesa de que los seguiría , que he dejado
correr algfnias lágrimas no pudiendo reprimir la
dulce sens.icion que experimentaba... pero tú lam-
bien le enterneces mi querido .>!urph. — Si , mon-
señ )r.... eso de haceros economizar cuarenln suel-
dos diarios,., teniéndoos por un jornálelo... en lu-
gar de comprometeros á que gastaseis con ella... si;
MLIIPÍ5 Y RODOLFO. 117
ese rasgo me llega al corazón. — Silencio; ahí
viene la señora Adela... Ten lodo lisio para niar-
charnos, pues debesnos llegar lempraíío á Paris.
Flor de María estaba descorioiida , gracias al
cuidado de la señora Adela. Una linda eolia de pai-
sana y dos gruesas bandas de cabello rubio coro-
naban su roslro virginal. Un pañuelo de muselina
blanca cruzaba su seno, cubierto lambien en parle
por )a pechera de un delantal de tafetán tornaso-
lado, cu JOS visos azules y coior de rosa lucian so-
bre el fondo obscuro de un vestido del carmen , que
parecia haber sido hecho para ella. Kl semblante
de la joven estaba serio y lleno de profundo reco-
j miento ; pues hay felicidades que inspiran en el
alma una tristeza inefable y una santa mclancol a.
La seria «^avedad de Flor de María no sorprendió
á Rodolfo, porque lo esperaba: alegre y hablado-
ra , hubiera formada de ella una idea menos ele>
vada.
Fn el semblante triste y resignado de mada-
ma Geor es se descubrían las huellas de una larga
adversidad : miraba á Flor de María con una com-
pasión tranquila , ])rofunda y casi maternal , por-
que la gracia y la dulzura de la joven criatura ha-
blan cautivado su simpatía.
— Aquí tenéis á mi hija, señor llodclfo... que
viene á daros gracias por las bondades que la dis-
pensáis— dijo madama Georges presentando la
Guillabaora á Ilodolfo.
Al oír las palabras mi hija, la Guillabaora volvió
lentamente los ojos há'*ia madama Georges , y la
miró por algunas momentos con una expresión de
indecible reconojimiento.
— Os doy gr^icias por María, querida señora:
es digna del lieriM) irderés que por ella toínais... y
nimca dejará de merecerlo. — .S-ñor Uoloífo, —
118 Los MiSTKRlOS DE PARÍS.
dijo la <#ij¡llabaorn con voz trémula — ya U) sa-
béis... ¿no es verdad?. . ¿qué no encuentro nada
que deciros ?... — \ ueslra emoción me lo dice lodo,
amada niña. — /Oh/ conoce l)¡en la mano de la
Pj-ovidencia en su felicidad — dijo la señora Adela
enlernecida. — Su primera acción al entrar en mi
cuarto, ba sido echarse á los pies de un cruciQio.
— Es porque ahora, gracias á vos, señor Rodolfo.,,
no lengo miedo de rezar.
Murph se volvió de repente para no revelar la
emoción que le habian causado las sencillas pala-
bras de la Guillabaora.
Rodolfo dijo á esta :
— Hija mía , lennfo que hnhlar con la señora
Adela... iMi amigo Murph os llevará á ver la quin-
ta... y os hará ver vuestros futriros proteíridos :
nosotros os seguiremos dentro de un raid... /Hola,
Murph... Murph/ ¿no me oyes?
El buen hidalgo estaba en aquel momento vuel-
to de espaldas y lingia sonarse con un estrépit for-
midable: metió el pañuelo en el bolsillo, caló el
sombrero hasta los ojos , volviéndose de medio la-
do ofreció el brazo á María. Había maniobrado con
tal destreza que ni Rodolfo ni madama Adela pu-
dieron notar la inmutación de sü semblante. Cojió
del brazo á María , dirigióse con ella á las cuadras
de la quinta , y sus pasos eran tan largos y deseo -
pasados que la Guillab ora tuvo que correr , como
había corrido en otro tiempo detrás de la Lechuza.
— ¿ Qué os parece de María , señora Adela ? — dijo
Rodolfo. — Ya os he dicho, señor Rodolfo, que
apenas vio un crucifijo al entrar en mi cuarto ,
cuando se echó de rodillas delante de él. Me seria
imposible pintaros lo espontáneo y fervoroso !de
a(juel acto de la pobre niña : al momento he cono-
cido que su alma no estaba pervertida. La expre-
MURP Y RODOLFO. 119
sion del agradecimiento que os profesa, señor Ro-
dolfo, es pura, sencilla y libre de toda exageración.
Os diré dos palabras que os probarán cuan natural
V vehcmenle es en ella el instinto religioso ; cuan-
tío JO la dije : « ¿ No ha sido muy grande vuestra
sorpresa y vuestro gozo al deciros el señor Rodolfo
que os quedariais aquí?... /Qué impr^ion tan
profunda debió causaros esta noticia /... » / Oh , sí/
— me respondió ; — cuando el. señor Rodolfo me
dijo eso , no sé lo que me pasó aquí dentro ; pero
sentí el mismo gozo piadoso que cuando entraba en
una iglesia. . es decir, cuando me dejaban entrar
— añadió ; porque ya sabréis, señora Adela , que
yo... >o la dejé proseguir al ver su rostro encendi-
do y cubierto de rubor. — « Ya sé , hija mía... os
daré siempre el nombre de hija ¿queréis ?... ya sé
(pje habéis padecido mucho, pero Dios bendice á
los que le aman y le temen... á los desgraciados co-
mo á los arrepentidos...» — tlada vez estoy mas
contento con mi obra, mi querida señora Adela.
Esa pobre niña cautivará vuestro amor... habéis co-
nocido bien sus excelentes cualidades. — Lo que
también me ha sorprendido , señor Rodolfo, es el
que no me ha hecho la menor pregunta acerca de
vos, sin embargo deque todo esto debe excitar en
ella mayor curiosidad lista reserva prudente y deli-
cada me indujo á querer averiguar si sabia algo
acerca de vos , y la dije: « Debéis tener mucha cu-
riosidad por saber quien es vuestro misterioso bi n-
hechor.» uYa lo sé.,. — repuso con una sencillez
encantadora; — seUamami bie he'-hor.)) — Según eso
le amaréis ¿no es verdad? Ocupará á lo 'menos
¡ mujer virtuosa ! ima parle de vuestro corazón...
— Sí , la consagraré mi cuidado y mis desvelos...
como los consagrarla también á... él... — dijola
Señora Adela con angustiada voz.
T. 1. .9
120 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
Rodolfo la cogió de la mano.
— Vamos, vamos, no os desalentéis tan pronlo...
Si hasta hoy han sido vanos nuestros pasos , po-
drá ser que un dia...
La Señora Adela meneó la cabeza con tristeza y
amargura ; y dijo :
— ¡Pobre hijo mío!.... tendría ahora veinte
años!... — Decidme mas bien que los tiene... —
¡ Dios lo haga y os escuche, señor Rodolfo / — Así
lo espero. Ayer he ido á buscar á un cierto Brazo
Bojo , que según rae habian informado podria dar-
me alguna noticia de vuestro hijo. Al salir de su
casa y después de una quimera que allí tuve , en-
contré á esa desgraciada joven. — \ Ah Señor!...
es á lo menos una dicha el que en medio de los des-
velos que os acarrea vuestro deseo de protegerme ,
halléis ocasiones de socorrer el infortunio. — ¿No
habéis recibido noticias de Rochefort ? — Ninguna
— dijo madama Adela con voz apagada y trémula.
— j janto mejor!... No queda duda de que ese
monstruo pereció en los bajos de fango al querer
huir de pres...
Rodolfo se detuvo en el momento de pronunciar
esta terrible palabra.
— r¡De presidio! ;ah, decidlo... de presidio I...
— exclamó la desgraciada señora llena de horror
y con una expresión de delirio. — ¡El padre de mi
hijo '... ¡ Ah ¡ si vive aun ese hijo desventurado...
si como yo no ha cambiado de nombre, ¡qué ver-
güenza , Dios mió !... ¡ qué ignominia ! Pero esto
no es lo peor... Si su padre ha cumplido su horri-
ble promesa... /Ah! ¿qué ha hecho de mi hijo ?
¿ porqué me lo ha robado ? — Ese misterio es la
tumba de mi espíritu — dijo Rodolfo con aire pen-
sativo. — ¿ Con qué fin os ha robado ese miserable
vuestro hijo hace quince años, cuando quiso mar-
MÜRPH Y RODOLFO. 121
charse al extrangero , según me habéis dicho ? Un
niño (le aquella edad no podia menos de embara-
zar su huida, — ¡ Ah, señor Rodolfo 1 cuando mi
marido I la infeliz se estremeció al pronunciar esta
palabra), después que lo arrestaron en la frontera,
fué conducido á París y puesto en la cárcel , en
donde se me ha permitido hablarle, me dijo con
horrible énfasis : «Me he llevado á tu hijo porque
le amas, y porque es un medio de obligarte á que
me envies dinero , del cual disfrutará conmigo...
ó del cual no disfrutará... esa es cuenta mia... Que
viva ó que muera poco te importa... pero si vive,
pierde cuidado que yo le pondré en buen lugar...
sufrirás la ignominia del hijo como has sufrido la
ignominia del padre. » j Ah ! un mes después mi
marido fué condenado á presidio perpetuo... Desde
entonces nada he podido saber de la suerte de mi
hijo á pesar de mis ruegos y de mis cartas. / Ah,
señor Rodolfo! ¿ en dónde está mi hijo ? Aun oigo
aquellas horribles palabras: « ¡ Sufrirás la ignomi-
nia del hijo como has sufrido la del padre/ » — Pe-
ro eso seria una atrocidad inesplicable ; ¿á qué fin
iniciar en el vicio y la corrupción á un niño ino-
cente? pero sobre todo ¿á qué fin robároslo? —
Va os lo he dicho , señor Rodolfo ; para obligarme
á enviarle dinero , pues aunque me habia arruina-
do, me quedaban todavía algunos recursosque he
agotado de este modo. A pesar de su perversidad no
podia creer que dejase de consagrar una parte del
dinero á la educación del desgraciado niño... — ¿No
tenia vuestro hijo alguna señal , algún indicio por
el cual pudiera ser conocido? — Ninguna, señor
Rodolfo , escepto la que os he dicho : un agnusdei
grabado en lapislázuli , colgado al cuello con una
cadenita de plata. Esta reliquia la habia bendecido
el Santo Padre. — Vamos, valor, señora Adela.
122 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Dios es omnipotente. — Sí , señor Rodolfo : solo á
su providencia debo vuestro socorro. — Pero ha
sido demasiado tarde, mi querida señora. Muchos
años de aciaga pesadumbre os hubiera evitado, si...
— / Ah , señor Rodolfo 1 ¿no me habéis colmado
de beneficios? — ¿En qué? He comprado esta
quinta. En vuestra prosperidad erais hacendosa
por recreo, y haciais valer vuestros bienes : habéis
consentido en servirme aquí de directora, y gra-
cias á vuestros desvelos y actividad, este estable-
cimiento produce... — ¿Os produce, monseñor ? —
dijo madama Adela interrumpiendo á Rodolfo: —
las rentas no solo se emplean casi enteramenle en
mejorar la suerte de los labradores, que tienen por
un gran favor el entrar en esta quinta modelo, sino
también en socorrer á muchos desgraciados del dis-
trito, por la mediación de nuestro virtuoso párroco
el Señor Laporte. — Ya que habláis de ese buen
cura — interrumpió Rodolfo para evitar las ala-
banzas de la señora Adela — ¿ habéis tenido la bon-
dad de noticiarle mi llegada? Quisiera recomen-
darle mi protegida... ¿ Ha recibido mi carta? — ^ El
señor Murph se la ha llevado esta mañana. — En
"esa carta referia en pocas palabras á nuestro buen
párroco la historia deesa niña : y aunque no estaba
seguro de poder venir hoy, Murph os hubiera traí-
do á Flor de María.
Un criado de la quinta entró en el jardín é in-
terrumpió este diálogo.
— Señora , el señor abad os espera. — ¿Ha lle-
gado la silla de posta, hijo mió? — dijo Rodolfo.
— Sí, señor Rodolfo; están enganchando.
Y el criado salió del jardín.
La señora Adela , el cura y los habitantes de la
quinta solo conocían al protector de Flor de María
por el nombre de Rodolfo. La discreción de Murph
MÜRPH Y RODOLFO. 123
era imperturbable , pues ponía tanto cuidado e"
mxnseñorenr á Rodolfo en su conversación privad^
con él, como en llamarle simplemente Señor Ro-
dolfo cuando le hablaba delante de otr.is personas.
— Se me habla pasado deciros, señora- dii^
Rodolfo marchando hacia la Casa — |ue María tie-
ne el pecho malo según creo ; las privaciones y la
miseria han alterado su salud. Esta mañana he no-
tado su palidez, á pesar de que sus mejillas estaban
muy encendidas, y sus ojos tenian un brillo algo
febril... Necesita mucho cuidado. —Contad con mis
desvelos , señor Rodolfo. Pero no será cosa de peli-
gro SI Dios quiere. A su edad, en el campo , res-
pirando el aire libre , con reposo y felicidad , pron-
to recobrará la salud perdida. — Así lo espero ; pe-
ro sin embargo ro me fio en vuestros médicos de
aldea : diré á Murph que os traiora mi médico , que
es un doctor negro muy hábil, y os dirá el método
que debéis seguir con María... Mas adelante, cuan-
do su espíritu esté tranquilo , pensaremos en su
porvenir... Acaso convendrá mas que permanezca
á vuestro lado si estáis contenta con ella. — Ese es
mi deseo, señor Rodolfo... ocupará el lugar del hiio
cuya pérdida lloro noche y dia. — En fin , espere-
mos que Dios no os desamparará á vos ni á ella.
Cuando Rodolfo y la señora Adela estaban ya
terca de la casa, se incorporaron con ellos Murph
y Mana. *
El buen caballero dejó el brazo de la Guilla-
baora, y dijo con visible emoción al oido de Ro-
dolfo :
— Esta criatura me ha embrujado : no sé si me
interesa mas que la señora Adela... He sido un ma-
cho , una bestia bravia. — Ya sabia yo que hablas
d« hacer justicia á mi protejlda, amigo Murph —
dijo Rodolfo apretando la mano del hidalgo.
12V LOS MlSTEaiOS DE PARÍS.
La señora Adela, apoyada en el brazo de María,
entró en la sala del piso bajo, en donde se halla-
ba el párroco Laporle.
Murph se fué á preparar lo necesario para su
regreso y el de Rodolfo , y la señora Adela, María,
Rodolfo y el cura quedaron solos.
Los muebles y paredes de este aposento, senci-
llo , pero cómodo y abrigado , estaban cubiertos
de tela persiana como el resto de la casa y según
habia diclio Rodolfo á la Guillabaora. Cubria su
piso una alfombra fuerte y bien tejida, el fuego
de la cbirenea daba un calor agradable, y dos
hermosos ramilletes de flores puestos en vasos de
cristal llenaban el aire de un olor balsámico y sua-
ve. Por las persianas verdes y entreabiertas se
veia el prado y el riachuelo y mas allá el fron-
doso soto de Casianos.
El cura estaba sentado junto á la chimenea : te-
nia ochenta años, y servia aquella pobre parroquia
desde los últimos días de la revolución.
ISada mas favorable que su fisonomía senil, des-
carnada y melancólica ; su largo cabello bbnco caía
sobre el cuello de una sotana negra remendada en
varias partes. El buen cura decía que era mas de-
cente en su ministerio el llevar una misma sotana
dos ó tres años y vestir á dos ó tres niños pobres con
buen paño, que andar siempre de nuevo y tener mu-
chos feligreses desabrigados. Como era tan viejo le
temblaban las manos sin cesar y cuando las levan-
taba para accionar en la conversación, parecía que
estaba echando bendiciones.
— Señor abate — dijo respetuosamente Rodolfo,
la señora Adela quiere encargarse de esta niña, á
quien os suplico dispenséis vuestra bondad. — Tiene
derecho á ella, buen señor , como todos los que vie-
nen ánosot os... La clemencia de Dios es inago-
MURPH ¥ RODOLFO. 125
table, hija mia... os lo ha probado eonno abando-
naros... en trances bien dolorosos.. Todo lo sé...
— Y cojió una mano de Maria entre las suyas tré-
mulas y venerables. — El hombre generoso que
os ha salvado llenó aquella sentencia de la Escri-
tura: «El Señor está cerca de los que le invocan
llenará los deseos de los que le temen ; escuchará
su clamor y los salvará. » Ahora haceos digna de
su bondad con vuestra conducta; me hallareis siem-
pre dispuesto á animaros y sosteneros en la buena
senda por que habéis entrado. Tendréis en la se-
ñora Adela un buen ejemplo diario y constante...
en mí un consejero diligente. El Altísimo concluirá
la obra. — Y yo le pediré por los que han tenido
compasión de mí v me han traido á su santa ley,
padre mió .. — dijo la Guillabaora cayendo de ro-
dillas delante del sacerdote.
La emoción que sentia era demasiada viva : la
ahogaban los sollozos,
La señora Adela , Rodolfo y el sacerdote sintie-
ron también una profunda y religiosa conmoción.
— Alzaos, querida hija mia — dijo el cura:
pronto mereceréis... la absolución de las grandes
culpas de que habéis sido mas bien víctima que cul-
pable; porque, según las palabras del profeta: «El
Señor sostiene á los que están para caer , y levan-
la á los que han caido. »
Murph abrió en aquel momento la puerta de la sala
— Adiós, padre mió... adiós, señora Adela... os
recomiendo vuestra hija... nuestra hija mas bien.
Adiós, María : pronto volveré á veros.
El venerable párroco apoyado en los brazos de la
señora Adela y de la Guillabaora , salió de la sala
para ver partir á Rodolfo.
Los últimos rayos del sol iluminaban aquel gru-
po interesante y melancólico.
126 LOS MISTERIOS DE PAUIS.
Un sacerdote anciano, símbolo de la caridad, del
perdón y de la esperanza eterna ..
Una mujer que ha sufrido todas las amarguras
que pueden afligir á una esposa y á una madre...
Una joven que sale apenas de la infancia, sumi-
da pocos momentos antes en el abismo del vicio por
la miseria y por la seducción de infames crimina-
les...
Rodolfo subió al carruage, Murph se sentó á su
lado, y los caballos partieron al galope.
CAPÍTULO XI
LA CITA.
A las doce en punto de la mañana que siguió al
día en que Rodolfo habia confiado la Guillabaora
al cuidado de la señora Adela , se hallaba aquel en
traje de jornalero, abrigado a la puv5rla de la ta-
berna llamada el Canastillo Fioridoj no lejos de
la Barrera de Bercy.
A las diez de la noche del dia anterior el Churia-
dor habia concurrido puntualmente á la cita dada
-por Rodolfo, cuyo resultado veremos mas adelan-
te. Era pues mediodía y el agua caía á torrentes.
El Sena habia crecido tanto con las lluvias casi
continuas, que llegaba á una altura extraordina-
ria é inundaba una parte del muelle. Rodolfo mi-
raba de cuando en cuando con impaciencia hacia
el lado déla barrera; por último descubrió á un
hombre y una mujer que se adelantaban cubiertos
con un paraguas, y reconoció á la Lechuza y al
Maestro de Escuela.
Estos dos personages se habian trasformado com-
pletamente : el bandido habia depuesto su aire de
brutal ferocidad, y en lugar del mal vestido con
que le habia visto Rodolfo, llevaba una levita de
paiño verde, un sombrero redondo, y su corbata
y camisa eran de una extremada blancura. Sin la
espantosa fealdad de su rostro y el horrible fuego
de su mirar incierto, cualquiera le hubiera tenido
por un hombre pacífico y ho nrado.
1-28 LOS 3IISTEU10S DE PAUIS.
La tuerta llevaba en lugar de sus asquerosos
trapaios una toca blanca un gran cbal de felpa de
seda , y tenia en el bi-azo un canastillo de grande
^ Cesó la lluvia por un momento, y venciendo
Rodolfo el horror que le causaba la espantosa pa-
, eia , se adelantó bácia ella. El Maestro de Escuela
habia sustituido al caló de la taberna un lenguaje
casi exquisito, que anunciaba un talento cultivado
V hacia un extraño contraste con sus inclinaciones
sansuinarias. Luego que Rodolfo se aproximó, sa-
ludólo el bandido con una inclinación , y la Lechuza
hizo también su reverencia.
— Caballero.... vuestro servidor... — dijo el
Maestro de Escuela. -Os ofrezco mi respeto, y me
aleo^ro de conoceros... ó mas bien de volver á ve-
ros?., porque anteayer os habéis introducido eri mi
gracia con unos puñetazos que podrían aturdir a
nn elefante... Pero no hablemos de esto ahora: ha
sido una broma de vuestra parte... estoy seguro.,
una pura broma. Pero dejemos a un lado ese extraño
lance, porque hoy nos reúnen graves intereses...
K las once de la noche anterior he visto en la tasca
al Churiador. v le dije que saliese esU mañana a
es(e mismo sitio si queria ser nuestro... colabora-
dor; mas parece que se niega absolutamente.—
•Y vos aceptáis? — Si gustáis, señor... ¿cual es
vuestro nombre? -Rodolfo. -Señor Rodolfo...
entraremos, si gustáis, en el Canastillo blo-
ndo, porque ni la señora ni yo nos hemos desa-
yunado todavía... Hablaremos con calma de nues-
tros negocios al paso que echaremos «n tac ». — we
lindo susto. — Al paso podemos ir hablando. \os
V el Churiador nos debéis sin disputa una indemni-
zación á mi mujer v á mí... nos habéis hecho per-
ded mas de 2,000 francos. La Lechuza teni^ que
LA CITA. 129
avistarse cerca de San Ouen con un caballero alto
y enlutado que preguntó por vos en el Conejo Blan-
co, y había ofrecido 2,000 francos por haceros no
sé qué servicio... El Churiador me ha explicado
después todo ese negocio... Pero vamos pensando
en el almuerzo, querida: — dijo el bandido vol-
viéndose á la Lechuza — adelántate y pide unas
chuletas, ternera asada, una ensalada y dos bote-
llas de Burdeos de primera: luego llegaremos los
dos.
La Lechuza, que no habia apartado un mo-
mento la vista de Rodolfo, se alejó después de ha-
ber dirigido una mirada al Maestro de Escuela.
Este continuó:
— Decia pues , señor Rodolfo, que el Churiador
me habia puesto al corriente sobre esa proposición
de los dos mil francos. — No os comprendo. —
Quiero decir, que el Churiador me ha informado
poco mas ó menos de lo que el señor enlutado pre-
tendía que se os hiciese por sus dos mil francos..
— Bueno, ¿y que? — No tan bueno como os pa-
rece, mocito; porque habiendo encontrado ayer
por la mañana el Churiador á la Lechuza cerca
de san Ouen , no se separó de ella un solo mo-
mento hasta que vio llegar al señor alto enlutado;
por manera que este no se atrevió á acercarse. De-
béis por tanto daros trazas para ganar los dos mil
francos perdidos. — Nada mas fácil... Pero volva-
mos á nuestro asunto: habia propuesto un negocio
soberbio al Churiador; mas después de haber acep-
tado se retractó. — Tiene ideas singulares... — Mas
al retractarse me ha observado... — Os ha hecho
observar... — ¡Cáspita '... tenéis la gramática en la
punta de los dedos. — Ya veis ; soy maestro de Es-
cuela...— Me ha hecho observar qne no era como
el perro del hortelano, que no come ni deja comer,
130 LOS SliSTElUOS DE PARÍS.
y me ha insinuado que vos podríais ayudarme á
dar un golpe de mano. — ¿Podréis decirme, y per-
donad la indiscreción, á que fin habéis cilado ayer
al Churiador para San Ouen, lo cual le ha propor-
cionado la dicha de encontrarse con la Lechuza?
Algo embarazado se vio para responderme á esta
pregunta.
Rodolfo se mordió imperceptible los labios, y
respondió alzando los hombros:
— Ya lo creo; no le he dicho mas que la mitad
de mi proyecto... con)p no estaba seguro de que
aceptase... — Prudente habéis andado. — Y tanto
mas prudente, porque tenia 'dos cuerdas que tocar.
— Sois muy precavido... pero la cita qne habíais
dado al Churiador en san Ouen era para...
Rodolfo, después de un momento de incertidum-
bre, tuvo la dicha de hallar una fábula verosímil
para remediar la torpeza del Churiador, y repuso:
— Hé aquí lo que hay en el asunto: El golpe
que intento dar es muy bueno y seguro, porque el
dueño de la casa se halla en el campo... Todo mi
recelo era el que volviese á París, y á fin de ase-
gurarme he ido á Piedrafita, en donde tiene su
casa de campo, y me cercioré de que no vendrá
hasta pasado mañana. — Muy bien, pero volva-
mos á la cuestión .. ¿ Porqué habéis citado al Chu-
riador para San Ouen? — ¡Qué rudo sois!... ¿Cuán-
to hay de Piedrafita á San Ouen? — Cerca de una
legua. — ¿Y de San Ouen á París? — Otro tanto.
— Pues b'en; si no hubiese hallado á nadie en
Piedrafita, es decir, si la casa estuviese desierta...
habría también allí un gazapo que cojer... rnenos
bueno que en Paris, pero no despreciable. He vuel-
to á San Ouen para verme con el Churiador que
me esperaba, y debíamos volver á Piedrafita por
un camino trasversal que yo conozco; y... — Ya
LA CITA. 131
comprendo. ¿Pero qué haríais si el lance debiese
ser en París? — Por la barrera de la Estrella al
camino de la Revollé; y de allí á la calle de las
Viudas. — Es claro no hay mas que un paso. La
evolución es muy diestra , porque desde san Ouen
podíais emprender igualmente bien cualquiera de
los dos golpes. Ahora me explico la presencia del
Churíador en San Ouen... Decíamos que la casa de
la calle de las Viudas estará sin gente hasta pasado
mañana. — Sin una alma mas que el portero. —
¿Es operación que valga la pena de...? — Sesenta
mil francos en oro en el gabinete del dueño. — ¿Co-
nocéis bien las entradas y salidas? — Como á mis
manos. — !Ch¡tonI... hemos llegado ya á la ta-
berna; ni una palabra delante de los profanos.
Tengo un apetito furioso, ¿ y vos?
La Lechuza estaba en el umbral de la puerta
del figón.
— Por aquí — dijo — por aquí... he mandado po-
ner el almuerzo.
Rodolfo quiso hacer entrar antes al bandido, y
tcMiia serías razones para ello;... pero el Maestro
de Escuela se resistió de tal modo á admitir este ob-
sequio que Rodolfo tuvo que entrar primero. An-
tes de sentarse á la mesa, el Maestro de Escuela
tocó lijeramente los tabiques á fin de asegurarse
de su espesor y sonoridad.
— No hay necesidad de hablar muy bajo — dijo;
— el tabiíjue no es delgado. Nos servirán todo el
almuerzo de una vez, y con eso no seremos inter-
rumpidos en la conversación.
Entró con el almuerzo una criada, y antes que
se retirase vio Rodolfo al carbonero Murph gra-
vemente instalado en una mesa del cuarto inmedia-
to. El aposento en que pasaba esta escena era largo
estrecho y alumbrado por una ventana quedaba, á
132 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
la calle en frente de la puerta. La Lechuza estaba
de espaldas á esta ventana , el Maestro de Escuela
á un lado de la mesa y Rodolfo al otro lado.
Luego que salió la criada se levantó el bandido,
cojió su cubierto y fué á sentarse al lado de Ro-
dolfo, de manera que Ití interceptaba la puerta.
— Estaremos mas á gusto — dijo — y no ten-
dremos que hablar muy alto. — Ya... y también
porque queréis impedirme que salga por la puerta
— dijo con calma Rodolfo.
El Maestro de Escuela hizo un gesto afirmativo,
y sacando del pecho un puñalito largo y redondo
como una pluma de ganso,^ cuyo mango de madera
desaparecia en sus velludos dedos, dijo:
— ¿ Veis este instrumento ? — Sí. — Aviso á los
aficionados...
Y frunciendo las cejas hizo un movimiento signi-
ficativo y arrugó su frente achatada como la de un
tigre.
— Palabra de honor: yo misma he afilado el churi
de mi hombre, — añadió la Lechuza.
Rodolfo metió la mano bajo la blusa con una
calma maravillosa, sacó una pistola de dos tiros,
la enseñó al Maestro de Escuela y volvió á meterla
en el bolsillo.
— Muy bien... hemos nacido para entendernos
el uno al otro — dijo el bandido; — pero nomo
comprendéis... Yo quiero suponer lo imposible...
Si vmiesen á prenderme, ya me hubieseis ó no ten-
dido un lazo... os despacharía en el acto.
Y dio una mirada feroz á Rodolfo.
— Y. yo me echaría también sobre él para ayu-
darte, palomito — dijo la Lechuza.
Rodolfo no respondió, encojió los hombros, llenó
un vaso de vino y lo bebió.
Sobrecüjido el Maestro de Escuela al ver la san-
gre fría de Rodolfo, prosiguió:
LA CITA. 133
— Quería solamente preveniros... — ¡ Buena,
bueno !... volved á su sitio vuestro instrumento, que
aquí no hay contra quien usarlo. Yo tengo los
huesos algo duros y podríais romper la punta. —
dijo Rodolfo. —Hablemos ahora de nuestro asun-
to...— Hablemos de nuestro asunto... pero no
digáis mal de mi escarbadientes. No hace ruido nin-
guno ni incomoda a nadie. — Y saca una obra lim-
pia que da gusto, ¿no es verdad, palomo? — aña-
dió la Lechuza. — A todo esto — dijo Rodolfo á la
Lechuza — ¿es cierto queconoceisá los padres déla
Guillabaora? — Mi palomo trae consigo dos cartas que
hablan de eso... Pero no haya miedo que las vea la
Chillona... Antes la arrancarla los ojos ,. ¡Oh: que
cuentas la he dcajustar cuando vuelva á encontrar-
la en el Conejo Blanco! .. — Todo se nos va en ha-
blar, Lechuza , y los negocios no marchan. — ¿ Po-
dremos garlar delante de ella? — preguntó Rodol-
fo. — Con toda confianza : la tengo experimentada,
y podrá servirnos de mucho para tomar informes,
vigilar, ocultar, vender, etc.: posee todas las cali-
dades de una excelente mujer — añadió el bandido,
alargando la mano á la horrible vieja : — no tenéis
idea de los servicios que me ha prestado... Pero
quítate el chai. Finura, y tendrás al salir menos
frió... ponió en el canastillo...
La Lechuza se quitó el chai.
A pesar de su presencia de ánimo, Rodolfo no
pudo contener un movimiento de sorpresa al ver
colgado de una cadena de similor que llevaba al
cuello la vieja, un agnusdci de lapislázuli, en todo
conforme al que llevaba al cuello el hijo de mada-
ma Adela cuando desapareció de su poder.
Este descubrimiento inspiró á Rodolfo una idea
repentina. Según el Ghuriador, el Maestro de Es-
cuela habia eludido todas las pesíiuisas de la poli-
134 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
cía|, desfigurándose el rostro despuesde haber huido
de prcjidio... y hacia seis meses que el marido de
la señora Adela habla desaparecido de presidio, sin
(|ue nadie supiese su paradero. Rodolfo imaginó que
el Maestro de Escuela podria ser muv bien el ma-
rido de aquella desgraciada, y que en tal caso co-
nocería sin duda la suerte de su hijo, además de
poseer papeles relativos al nacimiento de Guilla-
baora. Rodolfo tenia según esto nuevos motivos
para no dar de mano á su proyecto. Afortunada-
mente no fué advertida su distracción por el Maes-
tro de Escuela, ocupado entonces en hacer plato á
su compañera. — ¡Hola... ¡qué hermosa cadena
lleváis al cuello !... — dijo Rodolfo á la tuerta. —
Sí, hermosa... y barata... — contestó riendo la vie-
ja. — Pero es de mala ley... hasta que mi pichón
íiie regale una buena... — Eso depende del señor...
Si hacemos buen negocio nó te faltará cadena. —
Qué bien imitada está! — prosiguió Rodolfo. —
¿Qué significa aquella cosita azul... colgada? — Es
un regalo de mi palomo, hasta que nie compre un
tocante (a ... ¿No es verdad, corazón?
Rodolfo veía confinnadas sus sospechas , y espe-
raba la respuesta del Maestro de Escuela... Este
repuso:
— A pesar del tocante es preciso conservar esa
prenda... Es un talismán... que lleva coni^igo la bue-
na dicha. — ¿Un talismán? — preguntó Rodolfo
con indiferencia. — Luego creéis en los talismanes'
¿Y en dónde diablos lo habéis encontrado?... Os
agradeceria que me dijeseis la fábrica. — No se ha-
cen ya en el dia cabailerito : se cerró la fábrica...
Tal cual la veis, esa joyo es muy antigua... cuenta
tres generaciones... La estimo mucho, porque es
(a) Rtlox 6 mricsfra.
LA CITA. 135
una tradición de familia — añadió con una horri-
ble sonrisa. — Por eso la he dado á la Lechuza,
para que tenga buena fortuna en los lances en que
me ayuda con tanta habilidad. Ya la veréis manio-
brar , ya la veréis , si hacemos juntos alguna ope-
ración comercial... Pero volvamos á nuestros car-
neros... decíais que en la calle de las Viudas... —
Número 17 , casa de un ricachón... que se llama...
— No cometeré la indiscreción de preguntaros su
nombre... ¿Decís que tiene en un cuarto sesenta
mil francos en oro ? — ¡ Sesenta mil francos en
oro/ — exclamó la Lechuza.
Rodolfo hizo una señal afirmativa.
— ¿Conocéis los andares de esa casa ? — Perfec-
tamente. — ¿ Y es difícil la entrada ? — Un muro
de siete pies de alto hacia la calle de las Viudas,
un jardin , ventanas rasgadas... la casa no tiene
mas piso que el bajo. — ^ ¿Y no hay mas que un
portero paia guardar ese tesoro ? — No rhas. —
¿ Cuál es vuestro plan de campaña, mocito? — Muy
sencillo... salvar el muro , calabacear ( b ) la puer-
ta , ó hacer saltar el pftstigo. — ¿Os agrada el
plan ? — No podré responderos hasta que todo lo
haya visto por mis ojos , es decir , con la ayuda
de mi Lechuza ; pero si todo lo que me decís es
verdad , no debe dejarse de la mano el negocio...
esta misma noche...
Y el bandido clavó la vista en Rodolfo.
— ¿Esta noche?... es imposible — respondió
este. — ¿ Porqué, siendo así que el dueño no vuel-
ve hasta pasado mañana ? — Es cierto , pero yo
no puedo esta noche... — ¿De veras?... Pues yo
tampoco mañana. — ¿ Por qué razón ? — Por*^la
misma que os impide hacerlo esta noche.., — dijo
(b) Abrir con ganzúa.
T. I. 10.
136 LOS -MISTERIOS DE PARÍS.
el bandido con socarronería. — Después de un
momento de silencio , Rodolfo replicó : — Pues
bien... vamos esta noche. ¿Dónde nos veremos ? —
No nos separemos ya — dijo el Maestro de Escue-
la. ¿ Cómo ? — ¿ Para qué separarnos ? el tiempo se
va aclarando , y podremos ir á echar un vistazo á
la calle de las Viudas : veréis como trabaja mi
muger. Hecho esto volveremos á echar una mano
de cientos (a) y á comer un bocado en una taber-
na de los Campos Eliseos inmediata al rio... en la
cual soy muy conocido : y como la calle de las viu-
das está desierta desde las primeras horas de la no-
che, volveremos á dar el golpe á las diez. — Bue-
no : á las nueve volveremos á vernos. — ¿Queréis
dar el golpe conmigo , ó no ? — Desde luego. —
Pues entonces no nos separemos un momento...
sino.., — ¿ Sino qué ? — Sospecharia que intenta-
bais hacerme una mala partida y que por eso os
marchabais... — Si quisiera armaros algún lazo...
¿ quién me lo impediría esta noche ?... — Yo... Co-
mo no esperabais que os propusiese para tan luego
el golpe, no estabais preparado... y no apartán-
doos de mi no podréis comunicaros con nadie... —
Luego desconfiáis de mí. — Y mucho... pero como
puede haber verdad en lo que me proponéis , y
como la mitad de 60,000 francos vale la pena de
una tentativa , quiero ejecutarla... pero ha de ser
esta misma noche , ó nunca... En el segundo caso,
es decir , si no se da el golpe , ya sabré que hom-
bre tengo... y el dia menos pensado os hallareis
con un regalo de mi mano. — Y os pagaré la fi-
neza... podéis vivir seguro. — Todo eso es pura ton-
leria — dijo la tuerta. — Soy de la opinión de mi
hombre : ó esta noche ó nunca.
(a) Jiif go de naipes.
LA CITA. 137
Rodolfo sentía una ansiedad cruel : si perdía es-
ta ocasión de apoderarse del Maestro de Escuela,
no volvería á encontrarla jamás; pues el bandido,
viviendo desde entonces sobre sí , ó reconocido aca-
so y encerrado de nuevo en presidio, llevaría con-
sigo los secretos que Rodolfo ansiaba poseer. Así es
que confiado en el acaso y en su destreza y valor
dijo al Maestro de Escuela :
-í- Bueno, consiento; no nos separaremos hasta
esta noche. — Entonces contad conmigo... Pero van
á dar las dos... La calle de las Viudas está lejos y
llueve á mares : pagaremos el escote y tomaremos
un coche. — Si tomamos un coche podré fumar an-
tes un cigarro. — Sin duda — dijo el Maestro de
Escuela. — A mi cara costilla no le hace daño el
humo del tabaco. — Voy á comprar cigarros —
dijo Rodolfo levantándose. — No os incomodéis —
dijo el Maestro de Escuela deteniéndole. — Esta
irá por ellos.
Rodolfo volvió á sentarse.
El Maestro de Escuela había penetrado su de-
signio.
La Lechuza salió
— ¡ Qué buena muger tengo , eh ! — dijo el
bandido. — Es tan complaciente que se echaria al
fuego por mí. — Ya que habláis de fuego ¿ sabéis
que aquí no hace mucho calor ? — dijo Rodolfo
ocultando las manos bajo la blusa.
Y continuando la conversación con el Maestro de
Escuela, sacó del bolsillo un lápiz y un pedazo de
papel, y sin que pudiese ser notado, escribió de
prisa algunas palabras , teniendo cuidado de sepa-
rar bastante las letras para no confundirlas , pues
escribía debajo de la blusa y sin ver,
Hecho el billete sin que lo percibiese el Maestro
de. Escuela , era preciso que llegase á su destino.
138 LOS .MISTERIOS DE PARÍS.
Rodolfo se levantó , acercóse á la ventana y em-
pezó á cantar entre dientes , haciendo compás con
los dedos en los vidrios.
El Maestro de Escuela se acercó á él , miró con
atención hacia fuera , y le dijo :
¿Qué música es esa ?
— Estoy cantando el no te llevarás mi rosa. —
Es canción muy bonita... Pero quisiera saber si
tiene la virtud de llamar la atención de los que pa-
san. — No tengo semejante idea. — Eso puede
no ser verdad, mocito. ¿ Porqué tocabais sino, con
tanta fuerza en los vidrios? En fin, el guardián
de esa casa en la calle de las Viudas podrá acaso
ser hombre determinado... Si se repone... vos no
lleváis mas que una pistola , que es arma de mucho
ruido; mientras que un utensilio como este ( y en-
señó á Rodolfo el mango de su puñal ) no incomo-
da ni llama la atención de nadie. — ¿Pensáis aca-
so asesinarle? — dijo en voz alta Rodolfo. — Si es
tal vuestra intención no habrá nada de lo dicho...
no contéis conmigo. — ¿ Y si pretende reponerse ?
— Huiremos. — / Acabáramos !... bueno es que nos
convengamos antes... Es decir que se trata de un
simple robo con escalamiento y fractura. — Nada
mas. — Es cosa bien cicatera ; pero , en fin , pa-
se...
Y como no me separaré de tí un instante — dijo
entre sí Rodolfo — yo te impediré que derrames
JLO XÍIÍ.
PREPARATIVOS.
La tuerta volvió á entrar con el tabaco.
— Parece que no llueve ya — dijo Rodolfo en-
cendiendo un cigarro: — ¿vamos á buscar el co-
che?... no seria malo para sacudir la pereza. —
¿ Decís que no llueve ya ? — repuso el Maestro de
Escuela — estáis cieso sin duda. No quisiera espo-
ner una salud tan preciosa como la de mi Finura...
ni que se estropease su hermoso chai nuevo. —
Tienes razón , alma mia : hace un tiempo de per-
ros. — Como queráis — dijo Rodolfo. — La criada
no debe tardar , y luego que hayamos pagado nos
irá á buscar un coche. — Es lo mejor que habéis
dicho en toda la tarde. Iremos á pasear un rato por
la calle de las Viudas.
Entró en esto la criada, y Rodolfo la dio un na-
poleón.
— De ningún modo, caballero... no lo permiti-
ré... eso es abusar... — dijo con voz estrepitosa el
Maestro de Escuela, — Hoy no me privareis de esta
honra una vez que me he anticipado... otro dia
pagaréis vos. — Sea en buenhora ; pero bajo la con-
dición de que aceptaréis lo que os ofreciere en los
Campos Elíseos... es un jabardillo que frecuento
con toda confianza. — Desde luego.., admito vues-
tro convite.
Pagada la comida salieron los tres de la taberna,
y Rodolfo quiso ser el último en obsequio de la Le-
lio LOS MISTERIOS DE PARÍS.
chuza; pero el Maestro de Escuela no lo permi-
tió, le hizo salir primero, y siguiéndole de cerca
observaba sus menores movimientos. Entre los be-
bedores de la taberna se hallaba un carbonero de
cara tiznada v un gran sombrero de ala ancha ca-
lado hasta los ojos: este carbonero pagaba su cuen-
ta en el mostrador al punto que salian los tres
compañeros. A pesar de la estrema vigilancia
del Maestro de Escuela y de la tuerta , Rodolfo
que marchaba delante de la norrenda pareja , di-
rigió á Murph una mirp.da rápida é imperceptible
en el instante de subir al coche. — ¿A dónde va-
mos, señores? — dijo el cochero. — Calle de las...
— De las Acacias , al bosque de Bolonia — gritó el
Maestro de Escuela interrumpiéndole; y luego aña-
dió : — ¡ se os pagará bien , cochero ! — y volvién-
dose á Rodolfo: — ¿Por qué diablos queréis que
pasemos á la vista de tanto babieca como anda por
ahí? En caso de detención bastaría este solo indicio
para perdernos. ¡ Ah mocito , mocito , que impru-
dente sois !
El coche empezó á rodar , y Rodolfo respondió :
— Tenéis razón ; no habia caido en ello... Pero
con mi cigarro nos vamos á volver ceniza : abra-
mos un cristal.
Y diciendo y haciendo dejó caer á la calle con
el mayor disimulo un papelito doblado , en que
habia escrito con lápiz algunas palabras debajo de
la blusa... Masera tal la sagacidad del Maestro de
Escuela que á pesar de la inalterable serenidad de
Rodolfo creyó el bandido descubrir en su fisonomía
cierta expresión de triunfo , y sacando la cabeza por
el cristal dijo gritando al cochero: — j Alto '
deten el coche... alguno viene detrás.
El coche se detuvo , levantóse el cochero , miró
hacia atrás y dijo :
PREPARATIVOS. l^íl
— Nadie viene , caballero. — Quiero verlo por
mis ojos — dijo el maestro de Escuela saltando pre-
cipitadamente del carruaje.
Nada apercibió , porque el coche estaba ya algo
distante del sitio en que Rodolfo Labia dejado caer
el papel.
— Ya sé que vais á reíros de mí — dijo el Maes-
tro de Escuela subiendo al coche amohinado. — No
sé porque me habia figurado que alguien nos seguia.
El coche torció en aquel momento por una ca-
llejuela Murph, que no lo habia perdido de vista
y que habia observado la evolución de Rodolfo ,
acudió inmediatamente al sitio y recogió el billete
que habia caido en el hueco de dos piedras.
Al cabo de un cuarto de hora dijo el Maestro de
Escuela al cochero :
— i Chico ! hemos cambiado de idea : á la plaza
de la Magdalena.
Rodolfo le miró con asombro.
— Por allí vamos bien , amiguito : desde la Mag-
dalena podremos hacer rumbo á mil partes, y de
nada servirá la declaración del cochero si fuéremos
cogidos.
AI llegar el coche á la barrera, nn hombre alto
y moreno , vestido con un sobretodo gris y un som-
ro calado hasta los ojos, y montando en un mag-
nífico caballo, atravesó como un relámpago el ca-
mino á un trole larguísimo y veloz. — ¡ A buen ca-
ballo buen ginete! - dijo Rodolfo asomándose al
cristal y siguiendo á Murph con la vista ( era el
naismio ). — ¿ Habéis visto que paso lleva aquel
hombre? — Ha cruzad) tan á prisa que ni tiempo
dió para mirarle — repuso el Maestro de Escuela.
Rodolfo disimuló perfectamente la alegría que
sintió al ver que Murph habia descifrado los carac-
teres casi geroglificos del billete. Seguro el Maes-
142 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Iro de Escuela de que nadie seguía al coche, y
queriendo imitar á la Lechuza que dormitaba , ó
que mas bien fingia dormitar , dijo á Rodolfo : —
Disimulad , amigo , el movimiento del coche me
causa siempre un efecto singular : me duermo co-
mo un niño.
El bandido se proponía observar , con pretesio
del fingido sueño, si la fisonomía de Rodolfo rece-
laba alguna emoción secreta.
Rodolfo conoció el ardid , y repuso :
— Hoy he madrugado y también tengo sueño....
voy á haceros compañía.
Y al decir esto cerró los^jos. La respiración del
Maestro de Escuela y de la I>echuza que roncaban
á dúo, engañó de tal manera á Rodolfo que este
entreabrió los ojos creyendo que los dos estaban
profundamente dormidos... Pero el Maestro de Es-
cuela y la tuerta , á pesar de sus ronquidos sonoros,
se miraban el uno al otro y se hacían señas miste-
riosas con los dedos sobre la palma de la mano. Ce-
só de repente este diálogo simbólico, y percibiendo
el malhechor por una seña casi imperceptible de la
Lechuza que Rodolfo no dormía, soltó una risotada,
gritando : — ; Hola, hola , camarada I.... queréis
esperimentar á los amigos ¿eh? — Eso no debe sor-
prenderos, puesto que sabéis dormir con los ojos
abiertos. — Es claro: pero yo... soy sonámbulo.
El coche paró en la plaza de la Magdalena. La
lluvia habia cesado por un momento, pero las nu-
bes acumuladas por el viento eran tan negras y den-
sas que casi anochecía ya. Rodolfo, la Lechuza y
el Maestro de Escuela se dirigieron hacía el paseo
de la Reina. — Se me ocurre una idea , camarada ;
y por cierto que no es mala — dijo el bandido. —
¿A dónde tengo de mirar? — A vuestros píes. — Sí.
— Mirad,., ahí. Ved el techo, y cuidado no lo piséis.
PREPAUATIVOS. 143
En efecto, Rodolfo no había observado una de
las tabernas subterráneas que había hace pocos
años en algunos sitios ds los Campos Elíseos, y
especíahnente cerca del paseo de la Reina.
Una escalera sucia y húmeda abierta en la mis-
ma tierra conducía al fondo de una especie de fo-
so (3 gran cueva , y arrimada á una de las paredes
de este foso, cortadas á pico, se veía una choza ba-
ja , hedionda y llena de rendijas, cuyo techo cu-
bierto de tejas mohosas apenas subía del nivel del
suelo en que se hallaba Rodolfo. Dos ó tres cubiles
de tablas viejas y apolilladas servían de bodega, de
tinglado y de conejera á esta zahúrda miserable.
Un pasillo muy estrecho conducía á lo largo del
foso, desde la escalera á la puerta de la choza, y
el resto del suelo desaparecía tras un enrejado de
cañas y palos, que ocultaba dos hileras de mesas
toscas y groseras fijas en la tierra. El viento hacia
girar sobre sus goznes á uno y otro lado una plan-
cha de hierro cubierta de ollin,en l.i cual se dis-
tinguía un corazón rojo atravesado de un puñal...
Esta muestra estaba puesta en un palo colocado en
lo alto de aquella cueva, verdadera sepultura de
vivos.
Uníase á la lluvia una niebla espesa y húmeda,
y la noche se acercaba por momentos.
— ¿Qué os parece de la fonda, camarada? —
dijo el Maestro de Escuela.— Debe estar bien fres-
ca... gracias á la lluvia de estos quince días... Va-
ya, pasemos adelante. — Esperad un momento...
quiero saber si el amo está dentro... ¡ Atención!
Y pegando el bandido la lengua al paladar, hizo
nn ruido particular, sonoro y prolongado, que pu-
diera remedarse de este modo :
— ¡ Prrrrrrr ! 1 !
Un sonido igual salió de lo profundo de la cueva.
lii LOS MISTERIOS DE PARÍS,
— Él es — dijo el Maestro de Escuela. — Per-
donad, joven... las señoras delante;... dejad que
pase la Lechuza... yo os seguiré. Cuidado con caer-
ge que está eso muy resbaladizo.
CAPITULO! IV.
EL CORAZÓN SANGRIENTO.
Después de haber respondido el dueño de la ta~
berna subterránea á la señal del Maestro de Escue-
la , salió á recibirle con urbanidad al umbral de la
puerta.
Este personaje, á quien Rodolfo habia buscado
en la Cité y á quien no conocia aun bajo su verda-
dero nombre, ó por mejor decir, bajo su nombre
habitual , era Brazo Rojo.
Era flaco, débil y apocado, rayaba en los cin-
cuenta años, y su fisonomía tenia la expresión y
la figura de la garduña y del ratón: la nariz pun-
tiaguda, la barba saliente, los juanetes abultados y
unos ojos pequeños, negros vivos y penetrantes daban
á su fisonomía una espresion indescribible de astucia,
de sutileza y de inteligencia. Una vieja peluca
rubia , ó mas bien amarilla como su tez biliosa,
colocada desde lo alto del cogote hasta la frente,
dejaba descubierta una nuca sucia y mugrienta.
Vestia chaqueta y un delantal largo y grasiento
como los que usan los criados de figón.
Apenas habian acabado de bajar la escalera los
tres huéspedes, cuando un niño de diez añosa lo
mas, raquítico, cojo y algo jorobado se puso al lado
de Brazo Rojo, á quien se parecia tanto que nadie
podria dudar que era hijo suyo.
Tenia el mismo mirar penetrante y astuto con
14^6 LOS MISTERIOS DE PAUIS.
ese aire desvergonzado é insolente que distingue al
pillo de París; tipo de la depravación precoz, y
verdadero ratón de gurupas, como se dice en el
horrible idioma de las prisiones. Una mata de ca-
bellos pajizos, duros y tiesos como la crin de un
caballo , cubría la mitad de su frente. Un pantalón
castaño y una blusa gris c^idá con una correa
completaban el traje del Cojuelo , así llamado á
causa de la imperfección de sus miembros. Estaba
al lado de su padre sobre una pierna , como un
«sparavaná la orilla de una la; una.
— Justamente, aquí está nuestro perdiguero —
dijo el Maestro de Escuela á la tuerta. — Finuri-
txi; el tiempo corre y la noche se viene encima...
aprovechemos lo que hay de día. — Tienes razón,
palomo... voy á pedir el cachorrillo á su padre. —
Buenas tardes, amigo — dijo Brazo Rojo con voz
de falsete, áspera y aguda dirigiéndose al Maestro
de Escuela. — ¿En que puedo servirte? — En que
vas á prestar á mi mujer tu cachorro por un cuarto
de hora : ha perdido ahí cerca una cosa y quiere
que le ayude á buscarla.
Guiñó el ojo Brazo Rojo, hizo una seña de inte-
ligencia al Maestro de Escuela y dijo á su hijo :
— Cojuelo... sigue á la señora.
El odioso niño se fué cojeando á tomar la mano
de la tuerta.
— ¡Amor de los amores del alma !.... este si que
es un niño guapo y listo como la pólvora! — ex-
clamó la vieja. — ¡Suerte como la vuestra. Brazo
Rojo!... ¡ Ay! ¡que diferente de mi Chillona! siem-
pre la daba mal de corazón cuando se acercaba á
raí... /morriñosa del diablo! — Vamos, Finura,
despacha pronto... ojo alerta.,, que aquí te espero.
— No tardaré mucho... Cojuelo, anda delante.
y la, tuerta y el niño subieron la sucia escalera.
EL CORAZÓN SANGRIEiNTO. 147
^•J'^'Tt''^* ^"^^^^ ®* paraguas — gritó el ban-
dido. — No, asi voy mas desembarazada — respon-
dió a vieja, y desapareció con el Cojuelo en me-
dio del crepúsculo y el triste susurro del viento que
mecía los corpulentos olmos délos Campos Eliseos
— Entremos — dijo Rodolfo.
Y tuvo que inclinarse para pasar por la puerta
de la taberna. Estaba esta dividida en dos salas. En
una de ellas habia un tablero y una mala mesa de
Dillar, y en a otra algunas mesas y sillas que en
otro tiempo habían sido pintadas de verde Dos
ventanas estrechas con los vidrios hendidos y cu-
biertos de telarañas, daban á las dos piezas una ¡uz
opaca que apenas dejaba ver el musgo verde v bu-
medo de las paredes. ^
Mientras Kodolfo permaneció solo un minuto.
Brazo Rojo y el Maestro de Escuela hablaron con
rapidez algunas palabras y se hicieron algunas se-
nas misteriosas.
.77 Beberéis un vaso de cerveza ó de aguardiente
mientras no lega mi Lechuza...- le dijo el Maes-
tío de Escuela. — No... no tengo sed. -Cada loco
con su tema. Yo tomare' una copita de aguardiente
j- repuso el bandido; y se sentó á una mesita ver-
de de la segunda sala.
La obscuridad se habia aumentado de tal suerte
que era ya casi imposible ver en el ángulo de la se^
gunda sala la entrada de .na cueva ó^ubterráneo
Ltní^ se bajaba por una trapa de dos medias^
puertas, una de las cuales estaba siempre abierta
para la comodidad del servicio. La mesa á que e
sentó el Maestro de Escuela estaba inmediata á esta
caverna negra y profunda , y como la tenia á la es-
P^^^ía ocultaba enteramente de la vista de Ro-
Asomado este á uñar ventana procuraba disimu-
1.V8 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
lar su inquietud , y no se creia enteramente seguro
con haber visto á Murph cruzar al gran trote la
calle de las Viudas, recelándose que el digno
íOMíVe (a) no hubiese comprendido la significación
del lacónico billete, que no contenia mas que estas
palabras: ^ .^ , ,
— Esta noche á las diez. ¡Cuidado I
Resuelto á no ir á la calle de las Viudas antes
de la hora señalada ni á separarse antes del Maes-
tro de Escuela, temblaba sin embargo al conside-
rar que podia escapársele la ocasión de poseer los
secretos que deseaba adquirir. Aunque era vigoro-
so y estaba bien armado , tenia que habérselas con
un asesino capaz de todo , y mas terrible aun por
su extraordinaria sagacidad... A fin de disimular el
pensamiento que le agitaba se sentó á la mesa del
Maestro de Escuela y pidió un vaso por mero cum-
plimiento. .,
Brazo Rojo , después de haber dicho al bandido
algunas palabras en voz baja , se puso á mirar á
Rodolfo con un aire de estraña curiosidad, sardó-
nico y desconfiado.
Soy de opinión, mocito — dijo el Maestro de
Escuela — que si mi mujer nos dice que están en
casa las personas á quienes deseamos ver, podre-
mos hacerles nuestra visita á eso de las ocho. —
Eso seria adelantarse dos horas— repuso Rodolto
— V lo llevarían á mal. —¿Lo creéis así? — Estoy
bien persuadido. — Entre amigos no debe haber esa
etiqueta. — Los conozco muy bien , y os repito que
no debemos ir antes de las diez. — Parece que sois
algo terco , mozalve.te. — He dicho mi parecer y no
me moveré de aquí hasta que den las diez. — >o
hay inconveniente; yo no cierro jamas mi estable-
(a) Título de distinción entre los ingleses.
EL CORAZÓN SANGRIENTO. 1 49
cimiento hasta media noche — dijo Brazo Rojo con
voz femenil y chillona. — Es precisamente cuando
empiezan á concurrir miá mejores parroquianos...
jamas se quejan los vecinos del ruido de mi casa.
— Ya veo que es preciso avenirse á todo lo que
queréis, mocito — dijo el Maestro de Escuela. —
Vaya luego , no haremos vuestra visita hasta las
diez, —r Ahí está la Lechuza ! — exclamó Brazo Ro-
jo en ademan de escuchar y respondiendo con un
grito parecido al que habia dado el Maestro de Es-
cuela antes de bajar al subterráneo.
Un momento después entró sola la Lechuza en la
sala del billar.
— Todo queda listo, palomo mió... ; Cayeron
en el garlito! — gritó la Lechuza al entrar.
Brazo Rojo se retiró como discreto, y sin pregun-
tar por el Cojuelo, á quien no esperaba sin duda
todavía. La tuerta se sentó en frente de Rodolfo y
del bandido.
— ¿Qué hay de nuevo?— preguntó el Maestro
de Escuela. — Por lo visto, este mozo ha dicho
verdad. — ¡Ya lo veis! —interrumpió Rodolfo.—
Dejad que se explique la Lechuza. Vamos, Finura,
¿que hay? — Llegué al número 17, dejando en
acecho al Cojuelo en un hoyo de la calle... aun era
de dia. Llamé á una puertecita que tenia los goz-
nes por el lado de fuera y dos pulgadas de claro
sobre el umbral. Volví á llamar y me abrieron;
pero antes de llamar tuve buen cuidado de meter
mi marmota en la faltriquera, á fin de que me tu-
viesen por una vecina de la misma calle. Luego
que he visto al portero me puse á lloriquear con
toda mi fuerza , quejándome de que habia perdido
mi Periquito, mi animalito querido, el loiito de
mi corazón... Le dije que vivia en la calle de Mar-
bopuf, que iba buscando mi loro de jardín en jivóin
loO LOS MISTERIOS DE PARÍS.
y que me dejase entrar para ver si podia hallarlo.
— ¡ Diarilre I — exclamó el Maestro de Escuela con
un aire de orguUosa satisfacción : — Vale el mun-
do todo esta mujer! — ¡Por cierto que sí! — dijo
Rodolfo. — Pero veamos... ¿y después? — ¿Des-
pués? el portero me dejó buscar el animalito, y
héteme aquí recorriendo todo el jardin y gritando
¡ Periquito ! ¡ Periquito ! sin dejar de mirar á todas
partes para informarme bien de lo que habia....
Dentro de los muros — continuó la vieja — mucho
enverjado, muy buena escalera: en una esquina,
por la mano izquierda un pino tan bien cortado á
manera de escala , que podria subir por él una em-
barazada de siete meses. La casa tiene seis venta-
nas en el piso bajo: no tiene mas piso: cuatro tra-
galuces de bodega sin barras ni reja. Las ventanas
son de dos hojas con clavija por abajo y pasador
por arriba: no hay masque apretar contra el
marco, meter el alambre y... — Y en un tris está
abierta... — dijo el Maestro de Escuela.
La Lechuza continuó :
— La puerta de la entrada es de cristales, y tie-
ne persianas por el lado de fuera. — ¡Cuidado....
acordarse bien ! — dijo el bandido. — No hay duda,
es el mismo sitio — dijo Rodolfo: — parece que lo
estoy viendo. — A mano izquierda — continuó la
Lechuza , — cerca del palio, hay un pozo: la cuer-
da puede servir, porque en aquella parte no hay
espaldares ni enverjado cerca de la pared , en el
caso de que nos corlasen la retirada por la puerta...
Al entrar en la casa... — ¿Y has entrado en casa?
Ya lo veis , camarada, ha entrado también en la
casa... — dijo el Maestro de Escuela con orgullo. —
Por supuesto que he entrado. Como no hallaba á
mi Periquito y habia gritado tanto, fingí que no
podia sostenerme y pedí licencia al portero para
EL CORAZÓN SANGRIENTO. 151
sentarme en el umbral de la puerta : el buen hom-
bre me dijo que entrase y me ofreció un vaso de
agua con vino. « Un vaso de agua , le dije ; un vaso
de agua sola, querido señor.» Entonces me hizo
pasar á la antesala... Todo está cubierto de tapice-
ría, y teniendo precaución no se sentirían los pa-
sos, ni ruido alguno al caer el vidrio de la venta-
n^ que fuese necesario romper. A derecha é izquier-
da puertas con cerraduras que no valen un comino
y que saltarían con un estornudo. En el fondo hay
una puerta cerrada con llave , que parece el alma
de la casa... ¡aquello olia á dinero!... por supuesto,
yo lie aba en el cesto mi cerillo... — Ya lo veis,
camarada... anda siempre con el cerillo — dijo el
bandido.
La Lechuza continuó :
— Determinada á acercarme á la puerta que
olía á dinero, fingí que me da ha un golpe de tos
tan fuerte que me obligaba á arrimarme á la pared.
Al oírme toser el portero : dijo : « Voy á poneros
azúcar en el agua. » Sin duda buscó una cuchara
porque oí el sonido déla plata... en la pieza de la
mano derecha... no te olvides ¿entiendes, hermo-
so mío ? En una palabra , tosiendo y gimiendo me
fui acercando á la puerta del fondo, y con cera
que llevaba en la palma de la mano saqué el mol-
de del agujero de la llave como quien no quiere la
cosa... Ahí tienes el molde... Si no sirve hoy servi-
rá otrodia... Ahora nos diréis si aquella es ó no la
puerta del cofre fuerte — añadió la tuerta diri-
giéndose á Rodolfo. —Justamente, allí es donde
está el dinero— repuso este; y dijo para sí: «¡Lue-
go Murph se dejó engañar por esta bruja detes-
table ! ¡ imposible / Hasta las diez no espera ser
acometido , y entonces habrá tomado las precau-
ciones necesarias. — Pero todo el dinero no está
T. I. 11
lo2 LOS MISTERIOS DE PA RIS.
allí — continuó la Lechuza echando fuego por el
ojo venle. — Al acercarme á las ventanas haciendo
que buscaba mi loro, he visto algunos talegos de
escudos sobre el escritorio de uno de los cuartos que
hay al lado izquierdo de la puerta... Los he visto
tan claro como te estoy viendo, mi amor... Habia
mas de una docena. — ¿Y el cojuelo? — dijo brus-
camente el Maestro de Escuela. — Metido en su
agujero... á dos pasos de la puerta del jardín.... De
noche ve como un gato. Como no tiene otra enera-
da e! número 17 , cuando vayamos nos dirá si ha
llegado alguna persona. — Bien está... dijo el Maes-
tro de Escuela.
Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuan-
do se arrojó de improviso sobre Rodolfo, y asién-
dolo por el cuello lo precipitó en la cueva que es-
taba abierta detras de la mesa...
Fué tan súbito , tan inesperado y vigoroso este
ataque, que Rodolfo no tuvo tiempo para pro-
veerlo ni evitarlo. La Lechuza dio un grito de
espanto, aunque no vio el resultado de esta lucha
momentánea; y luego que cesó el ruido que hizo el
cuerpo de Rodolfo al caer por la escalera, el Maes-
tro de Escuela que conocia bien los subterráneos
de la casa , bajó lentamente á la cueva aplicando
el oido con sumo cuidado.
— /Mira como vas , amoroso I. . ¡ cuidado ! gritó la
horrenda tuerta inclinándose sobre la trapa. — ¡Sa-
ca el churi !
El bandido desapareció sin responder una pala-
bra. TS'ingun ruido se oyó al principio ; pero al
cabo de algunos instantes resonaron en el fondo de
la cueva los goznes de una puerta, y todo volvió
á quedar en silencio.
La oscuridad era completa. La Lechuza sacó del
EL CORAZÓN SANGRIENTO. 153
cesto un fósforo , lo encendió y estendióse por la
sala una lúgubre claridad.
Salia en aquel momento por la trapa el rostro
monstruoso del Maestro de Escuela... La Lechuza
no pudo contener una exclamación de espanto al
ver aquella cabeza pálida, llena de costurones,
horrible, con los ojos fosfóricos, que parecia ¿ar-
rastrarse por el suelo en medio de las tinieblas
alumbradas apenas por la moribunda luz del ceri-
llo... Algo recobrada la vieja de su primera sor-
presa, gritó con cierto aire de maléfica adulación:
— ¡Qué espantoso debes ser, amor del alma,
cuando me distes miedo á mí ! I ! — Pronto , pron-
to... á la calle de las Viudas — dijo el bandido
echando una barra de hierro á la puerta de la tra-
pa:— de aquí á una hora no será ya tiempo. Si es
un lazo que nos quieren tender, aun no está arma-
do á estas horas... si no lo es, bastamos solos para
dar el golpe.
CAPITllO XY.
LA CUEVA.
Rodolfo quedó sin sentido ni movimiento al pié
de la escalera del subterráneo: tan violenta y re-
pentina fué la horrible caida. El Maestro de Escue-
la le arrastró hasta la entrada de otra cueva mu-
cho mas profunda, le arrojó en ella y la cerró
corriendo los cerrojos de una puerta maciza forrada
con barras de hierro. Subió en seguida para ir á
hacer un robo , ó acaso un asesinato , en la calle
de las Viudas.
Volvió en sí Rodolfo al cabo de una hora , y se
halló tendido sobre tierra y rodeado de densas ti-
nieblas. Antes de levantarse alargó la mano para
reconocer los objetos que habia alrededor y tocó
los pasos de una escalera de piedra; mas habiendo
sentido en los pies una viva impresión de frió, acu-
dió también á reconocer la causa y vio que los te-
nia metidos en un charco.
Hizo un esfuerzo violento para levantarse del
suelo, y consiguió sentarse en el último paso de la
escalera ; disipóse pocoá poco su aturdimiento., y
por fortuna ninguno de sus miembros se habia frac-
turado. Se puso á escuchar, pero nada oyó... nada,
mas que un ruido sordo y continuo, cuya causa no
pudo adivinar en aquel momento.
Al paso que iba recobrando los sentidos se agol-
paban en su memoria las circunstancias de la sor-
presa de que habia sido víctima , y estaba ya para
LA CUEVA, loo
combinar todos los recuerdos de aquel accidente,
cuando percibió de nuevo que tenia los pies en el
agua. Inclinóse otra vez y notó que el agua le subia
ya basta el tobillo.
Entonces comprendió la causa de aquel ruido
sordo y continuo que no babia dejado de oir un
instante en el profundo silencio de la cueva... el
agua invadía el subterráneo. La creciente del Sena
era extraordinaria , y la cueva se hallaba mas baja
que el nivel del rio.
Este peligro dispertó completamente á Rodolfo
de su letargo , y subió como un relámpago á lo
mas alto de la escalera. En el último paso tropezó
con una puerta cerrada que en vano intentó abrir,
pues permaneció inmóvil sobre sus goznes. •
En situación tan desesperada la primera voz que
articuló fué para llamar á Murph.
— Si no está con precaución , ese monstruo le
asesinará... y soy yo — dijo en alta voz — y yo
soy la causa de su muefte !... ¡ Pobre Murph!
E$ta idea cruel llevó á su colmo la exasperación
de Rodolfo. Apoyado con los pies en el segundo
{)aso , encorvado el cuerpo y asido á la puerta con
as manos, hizo esfuerzos prodigiosos sin impri-
mirla el menor movimiento... Bajó otra vez á la
cueva para buscar algún madero que le sirviese de
palanca, y en el penúltimo escalón pisó dos ó tres
cuerpos redondos y elásticos que se movian debajo
de sos pies: eran ratones que el agua habia echado
de sus agujeros. Después de haber recorrido a
tientas toda la caverna sin poder hallar ningún
objeto que sirviese á su designio , volvió á subir
lentamente la escalera sumergido en la mas pro-
funda desesperación.
Contó los escalones , que eran trece, de los cua-
les se habían anegado ya tres.
156 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
¡Trece!... Hay ocasiones én que el ánimo mas
firme se deja dominar por ideas supersticiosas , y
Rodolfo consideró este número como un funesto
presagio. La suerte posible de Murph volvió á asal-
tar su imaginación. Buscó alguna abertura entre el
suelo y la puerta, pero la humedad habia hinchado
de tal modo la madera que estaba herméticamente
unida al suelo.
Rodolfo gritó con todo su aliento por ver si su
voz llegaba á los huéspedes de la taberna: en se-
guida se puso á escuchar... pero nada oyó mas que
el mismo ruido sordo, íJébil y continuo del agua
que llenaba la cueva por momentos.
Sentóse de espaldas á la puerta fatigado y ren-
dido, y lloró por su amigo cuya vida peligraba
acaso en aquel momento ante un puñal asesino. Se
arrepintió de sus proyectos temerarios, por mas
generoso que hubiese sido el motivo. Desgarrábale
el corazón la memoria de los servicios y de la fiel
adhesión de Murph ; de ^quel amigo leal , que
aunque rico y colmado de honores habia abandona-
do á una esposa y á un hijo queridos para ausiliar-
le en la temeraria espiacion que habia resuelto ira-
ponerse.
En pié junto á la puerta , tocaba con la cabeza
alo alto de la bóveda. El agua crecía sin cesar...
solo quedaban libres cinco escalones, y podia cal-
cular el tiempo que debia durar su agonía. Era una
muerte lenta, muda y esj>antosa. Acordándose de
la pistola que llevaba consigo, determinó disparar-
la contra la puerta á quema ropa por ver si conse-
guía moverla... Buscó el arma pero no la encontró,
pues la habia perdido durante su breve lucha con
el Maestro de Escuela. Rodolfo hubiera esperado
con serenidad la muerte á no tener fijo su pensa-
miento en la suerte de Murph. Si había cometido
LA CUEVA lo7
algunas acciones reprensibles , Dios era testigo del
bien que babia becho y sabia también el que que-
na hacer aun. Sin quejarse del falló supremo,
veia en su destino el justo castigo de una acción que
aun no babia espiado:.. Un nuevo suplicio vino á
poner á prueba su resignación. Los ratones , arro-
jados por el agua de sus madrigueras , fueron su-
biendo de escalón en escalón, porque no hallaban
por donde salir, y asaltaron los vestidos de Rodol-
fo , el cual se llenó de horror al sentir por su cuer-
po las patas heladas deaquellos velludosanimales...
Quiso arrojarlos de sí , pero le mordieron y en-
sangrentaron las manos. Volvió á gritar; pero
nadie le oyó... Dentro de pocos instantes no po-
dria articular una sola voz, porque el agua le
llegaba ya al pescuezo y muy pronto le cubriria
la boca.
El aire empezaba á faltar, y Rodolfo sintió los
primeros síntomas de asfixia: latian con violen-
cia las arterias de sus sienes , desvanecíasele la ca-
beza y se acercaba el instante de morir... El agua
entró en sus oidos con funeral ruido y todo em-
pezó á girar alrededor de él. El último destello de
su razón iba ya á oscurecerse cuando oyó á la
puerta de la cueva pasos precipitados y el sonido
de una voz.
La esperanza reanimó su espíritu desfallecido,
y reponiéndose con una enérgica reacción del
ánimo, pudo oir distintamente estas palabras:
— Ya lo ves, aquí no ha^^ nadie. — /Rayo...
es verdadl — exclamó con triste voz el Ghu-
riador.
Y los pasos se alejaron.
Rodolfo, sin fuerzas ya ni sentido, no pudo
sostenerse y resbaló por la escalera.
Abrióse de repente la puerta hacia fuera, y
158 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
el agua del subterráneo salió por ella como por
la compuerta de una exclusa. El Churíador que
había vuelto atrás (luego diremos porqué), co-
jió por los brazos á Rodolfo, que tendido y me-
dio ahogado se mecia á uno y otro lado con
un movimiento convulsivo en el umbral de la
puerta.
ÜJ<3LVÍi)
*^.
EL ENFERMERO.
Rodolfo, salvado de las garras de la muerte por
el Churiador, y conducido á la casa de la calle de
las Viudas, la cual había esploradola Lechuza an-
tes del asalto del Maestro de Escuela, se hallaba
acostado en una habitación bien amueblada. En la
chimenea resplandecia un vivísimo fuego, y un
quinqué puesto sobre una cómoda derramaba su
luz por todo el aposento. Solo el lecho de Rodolfo
estaba en la obscuridad , rodeado de densas cortinas
de damasco verde.
Un negro de mediana estatura , de cabello y ce-
jas blancas y con una cinta verde en el ojal del
fraque azul, tenia en la mano izquierda un relox
de segundos, en el cual fijaba la vista mientras
Qontaba con la derecha los latidos del pulso de Ro-
dolfo.
Miraba el negro á Rodolfo, que estaba dormido,
con la expresión mas compasiva y afectuosa.
El Churiador, cubierto de harapos y de lodo, é
inmóvil al pié de la cama , tenia las manos cruzadas
sobre la boca: su barba roja ysupelocolor de lino es-
taban revueltos en desorden y empapados en agua, y
en sus facciones color de bronce se leia la tierna
compasión que le inspiraba la grave situación del
enfermo. Apenas se atrevia á respirar y contenia el
fatigado aliento; mas lleno de impaciencia al ver la
4
IGO LOS MISTF.RIOS DE PARÍS.
actitud reflexiva del médico negro y temiendo un
pronóstico funesto, se atrevió á hacer en voz baja
esta reflexcion í'in apartar la vista de Rodolfo:
— ¿Quién diria, al verlo tan postrado, que es el
mismo que me solfeó tan bien las mandíbulas con
aquellos puñetazos de despedida? ¡ Ojalá sane luego,
aunque para estirar los miembros y ponerse fuerte
tenga que hacer ejercicio sobre mi persona!., de es-
te modo sacudiria los malos humores... ¿no es ver-
dad , señor doctor ?
Una lijara seña con la mano fué la única respues-
ta del negro.
El Churiador volvió á guardar silencio.
— i La bebida ! dijo el doctor.
Dirijióse al momento de puntillas á la cómoda
el Churiador, el cual estaba descalzo, pues habia
dejado sus za píalos herrados á la puerta del apo-
sento; pero al andar sa<:aba la rodilla de un modo
tan extraño y eran tales sus contorsiones y piruetas,
el arqueo de sus brazos y el alternativo subir y ba-
jar de los hombros, que solo en tan seria ocasión
podia dejar de ser objeto de risa. El infeliz quería
sin duda atraer todo su peso á la parte del cuerpo
que no tocaba al suelo; pero las tablas del piso re-
chinaban á pesar del tapiz á cada paso que daba.
Queriendo el desventurado salir airoso de su servi-
cio y temiendo sin duda que se le escapase el frá-
gil frasquillo, lo apretó de tal modo en la callosa
mano, que lo hizo menudos pedazos y la poción
cayó derramada por el suelo.
Quedó inmóvil el Churiador á vista de tal desas-
tre, con una pierna en el aire, los dedos del pié
encogidos, lleno de confusión y mirando alterna-
tivamente al doctor y al cuello del frasco que con-
servaba aun en la mano.
-— ¡ Torpe ! — exclamó el negro con impaciencia.
EL ENFERMERO. 161
— ¡Qué rayo de bruto soy! — añadió el Churiador
apostofrándose á sí mismo. — Felizmente te has
equivocado — dijo el Esculapio mirando á la có-
moda : — habia pedido el otro frasco. — ¿ Aquel
pequeñito colorado? — preguntó el enfermero. —
¿Pues cual ba de ser, si no hay otro?
Giró el Churiador sobre los talones conforme á
su antigua usanza militar, y deshizo con ellos los
pedazos de vidrio que estaban en el suelo. Otros
pies mas delicados se hubieran llenado de heridas,
pero el ex-descargador tenia un par de sandalias
naturales tan duras como el casco de un caballo.
— Mira como andas que vas á lastimarte — dijo
el médico.
El Churiador no hizo el menor caso de esta
amonestación. Absorto en el cumplimiento de su
nueva misión, que queria desempeñar airosamente
para borrar el efecto de la primera, cogió el frá-
gil pomito entre dos dedos, con un escrúpulo y una
delicadeza admirables... Una mariposa no hubiera
dejado el menor átomo de sus alas entre el pulgar
y el índice del Churiador.
El doctor tembló al pensar que un exceso de
precaución podia traer consigo una nueva catástro-
fe; pero felizmente se salvó el frasquillo. Al volver
hacia el lecho, el Churiador rompió otra vez con
los pies los vidrios que habia en el suelo.
— Mira que te estropeas, desdichado! — dijo en
voz baja el doctor.
El Churiador le miró con sorpresa y repuso:
— ¿Me estropeo, señor médico? — Has pisado ya
dos veces esos vidrios. — No os dé cuidado, señor
médico; Tengo las plantas de los pinriles duras
como una tabla. — ¡Una cucharilla! — dijo el
doctor.
Volvió á empezar el Churiador sus evoluciones
162 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
silfídi as y llevó al médico lo que le habia pedi-
do... Luego que Rodolfo hubo tomado algunas cu-
charadas de la poción, bizo un lijero movimiento
con la cabeza y con las manos.
— ¡ Bien ! — dijo el médico : — salió del letargo.
La sangría le ha sacado de peligro. — ¿ Esta fu^jia
de peligro? /Bravo, viva la constitución I — gritó
el Churiador en un exceso de alegría. — ¡ Callad,
hombre, por Dios; no hagáis ruido/ — le dijo el
negro. -^ Bien está , señor médico: me callaré. —
El pulso se va ordenando... /Muy bien I — ¿Y el
amigo del señor Rodolfo? ¡ Ah 1 cuando sepa... Pero
por fortuna ya... — /Silenciol — Es verdad, señor
médico. — Vamos, sentaos y .callad. — Pero se-
ñor, el... — Sentaos, os digo; me incomodáis y dis-
traéis mi atención con andar alrededor de mí. ¡Va-
mos, sentaos I — Señor médico, estoy mas sucio
que un lechon, y mancharia los muebles. — En-
tonces sentaos en el suelo. — Mancharé la alfom-
bra. — Pues haced luego lo qué os de la gana, pero
os ruego que no os mováis de un sitio — dijo con
impaciencia el doctor, y sentándose otra vez en la
silla de brazos, apoyó la cabeza en ambas manos.
El Churiador, después de haber discurrido un
momento, menos por necesidad que tuviese de des-
canso que por obedecer al médico, cogió una silla
con indecible precaución, la tendió en el suelo con
el respaldo sobre la alfombra , muy satisfecho de
su invención y con el modesto fin de sentarse en
los palos delanteros para no mancharla. Hizo toda
esta operación con el esmero mas delicado: pero
ignoraba por desgracia las le^es de la palanca y
de la gravedad; y así es que la silla se rompió, y
tendiendo involuntario el desventurado los brazos
por un movimiento convulsivo se llevó tras sí un
EL KNFEKMEaO. 163
velador en el cual habia un plato, una laza'y una
telera.
Dio un salto en la silla el doctor y se levantó de
repente al oir el estrepitoso ruido, al paso que Ro-
dolfo dispertó sobresaltado, se incorporó en la ca-
ma, miró al rededor de sí y dijo con inquietud en
voz alta: — ; Murpb! ¿donde está Murph? — So-
siégúese V. A. H. — dijo respetuosamente el negro:
— da muchas esperanzas de vida. — ¿Está herido?
— gritó Rodolfo. — , Ah! sí, señor. — ¿En donde
está?... Quiero verle...
Quiso en esto levantarse, pero volvió á caer pos-
trado y vencido por el agudo dolor de las contusio-
nes , agravaclo por el esfuerzo que hizo en aquel
momento.
— Quiero ver á Murph : llevadme junto á él ya
que no puedo moverme. — volvió á gritar Rodol-
fo.— Señor, está reposando, 3M10 seria prudente
causarle una emoción violenta. — | Ah , me enga-
ñáis! ¡ ha muerto I ...ha muerto asesinado !... / San-
to Dios... y he sido yo la causa de su muerte 1 1 —
gritó Rodolfo con acerbo dolor levantando las ma-
nos al cielo. — S. A. R. sabe que no soy capaz de
mentir... Aseguro á V. A. por mi honor que el se-
ñor Murph vive... y aunque está gravemente heri-
do, hay casi una certeza de poder salvarlo — Que-
réis prepararme para alguna noticia funesta. Su
situación es sin duda desesperada. — Señor... —
Sí, estoy seguro... me engañáis... Quiero verle aho-
ra mismo... La presencia de un amigo es siempre
saludable... — Os ruego que me creáis, señor : os
afirmo por mi honor que el señor Murph estará
pronto sano, á menos que no sobrevenga algún ac-
cidente inesperado. — ¿Podré creeros? ¿es cierto
lo que decís, mi querido David? — Sí,creedme,
señor. — Pues bien: sabéis la consideración en que
ÍG'4- LOS MISTERIOS DE PARÍS.
OS tengo y la confianza que os he dispensado desde
que estáis en mi casa... pero, escuchad; si fuese
necesaria una junta, una consulta... — Ese ha sido
mi primer pensamiento; mas ahora estoy seguro de
que seria del todo inútil... y ademas no he querido
introducir en la casa gente extraña antes de saber si
vuestras órdenes de ayer... — Pero ¿cómo ha sido
esto ? — dijo Rodolfo interrumpiendo al negro : — ^
¿ quién me ha sacado del subterráneo en donde me
estaba ahogando ayer?... Tengo una idea confusa
de haber oido la voz del Churiador. ¿ Me habré
engañado ? — No , monseñor; ese mozo puede in-
formaros de todo , porque fué el autor de vuestra
salvación. — ¿ Dónde está ? ¿ en dónde ?
El doctor miró á uno y otro lado para llamar al
improvisado enfermero , que confuso y avergonza-
do de su caida se habia escondido detras de las col-
gaduras de la cama.
— Aquí está — dijo el médico: — recela pre-
sentarse.— Acércale; ven acá sin recelo, amigo
mió — dijo Rodolfo alargando la mano á su sal-
vador.
La confusión del pasmado Churiador era tanto
mayor, porque acababa de oir que el médico daba
á Rodolfo los tratamientos de monseñor y de V. A.
— Vamos, acércate; ¡dámela mano! — repitió
Rodolfo. -^ Perdonad , señor... no; señor no; yo
quería decir monseñor... su alteza... pero,.. — Llá-
mame señor Rodolfo como siempre .. quiero mas
bien que me trates así. — También á mí me gusta-
ria mas, porque se me va la boca para... Pero mi
mano, perdonad... he hecho hoy tantas cosas con
ella... — ¡Qué importa ! venga la mano.
Vencido por las instancias del enfermo, alargó
con timidez la mano el Churiador, y Rodolfo se la
apretó cordialmente.
!
EL ENFER>IERO. 165
— Vamos á ver; siéntate y cuéntame todo...
¿ Cómo has dado con la cueva?... ¿ y el Maestro de
Escuela? — Está aquí bien amarrado — dijo el ne-
gro. — Bien amarrados por cierto, así él como la
Lechuza. ¡ Qué muecas harán ! Va ja, á estas horas
deben haberse puesto de ropa de pascuas el uno al
otro. — ¿Y Murph? ¡ Ah ! aun ahora me acuerdo
de él... ¿ David , en dónde recibió la herida ? —
En el lado derecho , señor , y por fortuna sobre una
costilla falsa. — / Oh , es preciso tomar una ven-
ganza terrible ! ¡ David, cuento con vos!... — Ya
lo sabéis , señor ; os tengo consagrada mi existen-
cia — repuso el negro con fria calma . — Pero tú,
querido mió ¿ cómo has llegado aquí tan oportuna-
mente? — dijo Rodolfo al Ghuriador. — Si gustáis
monseñ... no, señor... alteza Rodolfo... principiaré
por el principio — Que me place : empieza ya; pe-
ro cuidado, llámame señor Rodolfo no mas. — Bien
está... Pues señor Rodolfo , como digo , ya os acor-
dais que ayer tarde, volviendo del campo adonde
habíais ido con la Guillabaora , me dijisteis : « Pro-
cura ver al Maestro de Escuela en la Cité y decirle
que sabes donde se puede dar un buen golpe, pero
que no quieres tomar parteen él. Bríndale con tu
lugar , y si lo toma que se presente mañana ( esta
mañana) en la barrera de Bercy, junto al Canasti-
llo Florido , que alli se encontrará con la persona
que ha preparado el negocio.
~- ¿Y luego? — Y luego, asi que os he dejado
fui á la Cité... Entré en casa de la Pelona y no es-
taba allí el Maestro de Escuela , subí por la calle
de San Eloy , pasé por la de Feves , por la Rope-
ría Vieja... ni por pienso... En fin, al llegar al
atrio de Nuestra Señora me lo eché á la cara con
la bruja en la casa de un sastrezuelo revendedor,
alcahuete y ladrón todo en una pieza: estaban cora-
16G LOS MISTERIOS DE PARÍS.
prando algunas cosas de lance, sin duda con el di-
nero que habian robado al señor alto que os an-
daba buscando. La Lechuza ajustaba un chai en-
carnado... ¡ Bruja del demohio!... desembuché mi
cuento al .Ñlaeslro de Escuela, y me dijo que le
tenia cuenta y que no faltaría á la cita. ¡Esto es
hecho/ dije para mí... Esta mañana he venido
aquí á deciros lo que habia , según me ordenasteis
ayer cuando me dijisteis: «Pues bien, vuelve ma-
ñana antes de amanecer , pasarás el dia en la casa,
y por la noche.,, veras algo de nuevo. Nada me
garlasteis, pero yo comprendí bien , porque á bue-
nos entendedores... Dije yo entonces para mi: Esta
es una trampa que arman al Maestro de Escuela...
Maldito si se me da: es un bribón confirmado... ase-
sinó al boyero, y aun dicen que á otra persona
mas en la calle de lloule... Por mí á que hora...
— Mi falta estuvo en no decírtelo todo... Acaso no
hubiera sucedido este desastre. — Esa es cuenta
vuestra, señor Rodolfo: lo que á mime importa-
ba era serviros... porque , en una pa'abra , yo no sé
como es, pero os ten^o un respeto, una inclinación
tjn grande, que... Hablemos de otra cosa. Pues
señor, como iba contando, dije acá para mí : El
señor Rodolfo me paga el tiempo ; luego mi tiem-
po le pertenece y debo emplearlo en servicio suyo.
Esta reflexión me dio otra idea , y me volví á de-
cir: el Maestro de Escuela es muy lagarto y vá
á sospechar que le arman una zancadilla... Es ver-
dad que el señor Rodolfo le propondrá mañana el
negocio; pero el bribón es capaz de venir hoy por
aquí para reconocer el sitio, y si desconfia del se-
ñor Rodolfo traerá consif^o y dará el golpe por su
cuenta. Por si acaso me esconderé por ahí en algún
sitio desde donde pueda ver los muros y la puerta c^el
jardín, que otra no tiene... Si tuviera un rincón
EL ENFERMIÍRO. 167
donde meterme... aunque llueve pasaría en él todo
el dia y sobre todo la noche , y mañana de madru-
gadaria á ver el señor Rodolfo. Volví pues á la calle
de las Viudas para agazaparme por allí. Pero ¿qué
es lo que veo? nada menos que una tabernil la á diez
pasos de vuestra puerta... Me instalo en la buena
de la taberna cerca de una ventana , pido un azum-
bre de vino y un cuarterón de nueces , y digo que
que estoy esperando á un amigo jorobado y á una
mujer alta, con lo cual me prreció que nadie ma-
liciaría. Púseme enseguida á mirar para vuestra
puerta... /Santa Bárbara como caia el agua ! pa-
recía un diluvio. No pasaba un alma y la noche se
venia encima. — ¿Pero romo no has entrado en
mi casa? — preguntó Rodolfo interrumpiéndole.
— Me habíais dicho señor Rodolfo que volviese al
día siguiente por la mañana, y no quise venir an-
tes por no parecer entrometido... Pues como iba
diciendo, estaba á la ventana echando mis tragos
y comiendo mis nueces , cuando allá por entre la
niebla veo aparecer á la Lechuza con el mono de
Brazo Rojo , es decir, con el Cojuelo por otro
nombre. /Hola! dije para m\... ya viene el nu-
blado .. ahora si que aprieta ! En efecto el Cojue-
lo se metió como un topo en una de las zanjas que
hay frente de vuestra casa, como para abrigarse
del aguacero... La Lechuza se quitó la marmota,
la metió en la faltriquera y llamó á la puerla.
¿Quién os parece que vino á abrir la puerta? vues-
tro amigo Murph en persona , señor Rodolfo. En
esto la tuerta empezó á estirar los brazos y ha-
cer aspavientos, y entró corriendo en el jardin.
Yo estaba en ascuas y me daba al diablo porque
no podía adivinar lo que quería hacer la Le-
chuza... Por último volvió á salir, se puso el gor-
rete , dijo dos palabras al Cojuelo que se (juedó en
T. 1. 12
168 LOS MISTERIOS DE PAIUS.
el agujero, j tomó las de Villadiego... /Alto aquí!
dije yo para mí: Vamos echando cuentas... El Co-
juelo ha venido con la Lechuza; luego el Maestro
de Escuela y el señor Rodolfo se han quedado en
la taberna de Brazo Rojo. La Lechuza vino á re-
conocer la casa ; luego no hay duda de que dan
el golpe esta misma noche. Si dan el golpe esla
misma noche cayó en el garlito el señor Rodolfo,
que piensa que no habrá nada hasta mañana. Si
el señor Rodolfo cayó en el garlito debo irá casa
de Brajo Rojo para ver como anda el negocio...
si, pero si mientras tanto llega el Maestro de Escue-
la... no hay duda.. Pues bien, entonces me voy á en-
trar en la casa para decir al señor Murph que abra
los ojos... pero el diablo del Cojuelo está cerca de la
puerta, y si me vé y me oye llamar, avisará á la Le-
chuza y entonces todo se lo lleva la trampa., ademas
deque puede ser que el señor Rodolfo haya arreglado
de otra suerte el negocio para esta noche... ¡ Ra-
yo! no sabia qué hacer; mi cabeza parecía un hor-
no con tanto discurrir y no veia mas que fuego.
Por último, me dije: voy á salir, que estando fuera
discurriré mejor. En efecto discurrí: y ¿ qué hago?
voy y me quito la blusa y la corbata , me acerco
á la cueva del Cojuelo, le agarro por el pellejo de
la espalda, y por mas que chilla y pernea, y me
araña y me muerde, lo envuelvo en la blusa , lo
ato por un lado con las mangas y con la corbata
por el otro, dejándole modo de respirar, y con el
fardo debajo del brazo me dirijo al muro bajo de
un jardín que allí cerca estaba, echo el Cojuelo á
volar y va á dar consigo alkí entre unas coles. ¡ Co-
mo gruñía! parecía un lechon; pero con el viento
y la lluvia, á dos pasos de distancia no se le
oía mas que si estuviese muerto. Hecho esto me
escabullo como puedo y me subo á uno de los
EL ENFERMERO. 169
árboles altos que hay en frente por frente de
vuestra puerta , sobre la misma zanja en donde
habia estado el Gojuelo. Al cabo de diez minutos
oí pasos : llovia á todo llover j la noche estaba co-
mo boca de lobo... Apliqué el oido, j ¿quién pen-
sáis que era?... la Lechuza. — « , Cojuelo I... ¡Go-
juelo I...» — llamó en voz baja. — «Está lloviendo
á cántaros , y el demonio del escarabajo se babrá
cansado de esperar» — dijo enfurecido el Maestro
de Escuela: — « /si me cae en las uñas lo desuello
vivo ! .M »
— «¡Anda con cuidado, amoroso!» — dijo la Le-
chuza : — « puede ser que haya ido á darnos algún
aviso. ¿Y si todo esto fuese una trampa para co-
gernos?... el otro no queria dar el golpe hasta las
diez... » — « Pues por eso mismo» — repuso el Maes-
tro de Escuela. — «No son mas que las siete. Tú has
visto el dinero ¿no es verdad?... — Quien no se
aventura no pasa la mar. Dame la calabaza i a) y
la lima sorda. » — ¿ Llevan esos instrumento^ ? —
preguntó Rodolfo admirado. — Venian de casa de
Brazo Rojo , que la tiene llena como un huevo de
todo lo necesario... La puerta se abrió en un ins-
tante... «Quédate ahí: — dijo el Maestro de Escuela
á la Lechuza : — «Alerta , y cuidado si oyes algo. »
— «Pon el baraustador (b) en un ojal del chaleco
para tenerlo masa mano» — dijo la tuerta; y el
Maestro de Escuela entró en el jardín. Al veresto
me bajo del árbol, corro hacia la Lechuza^ la ato-
londro con dos puñetazos... de mi mano... bien fes-
tonados... me precipito en eljardin.. pero ¡rayo,
señor Rodolfo I.,, era ya demasiado tarde. — / Po-
bre Murph I ! — Se revolcaba con el Maestro de Es-
cuela en la escalerilla de la entrada, y aunque es-
(a) Ganzúa, (b) Puñal.
170 LOS MISTERIOS DE PÁRIS.
taba herido se mantenía firme sin pedir socorro.
Entonces me dije vo ; qué hombre tan real / es como
los perros de casta: mucho colmillo y poco ladrar...
y en esto me echo á caras y cruces sobre los dos y
agarro al Maestro de Escuela por el gañote , única
parte disponible por el momento. ¡ V'iva la Consti-
tución ! / soy yo I ¡el Churiador / / Somos dos , se-
ñor Murph 1 — « ¡ Ah , ladrón 1 ¿de dónde sales tú?»
— me grito el Maestro de Escuela espantado de tal
ver. — « ¡ Déjate de preguntas ! « — le respondí
apretándole una pierna con mis rodillas y agar-
rándole de firme un brazo... era el bueno... el del
puñal... «¿Y el señor Rodolfo?» — me preguntó el
señor Murph, sin dejar por eso de ayudarme en la
faena. — / Amigo fiel , hombre valeroso ! — exclamó
Rodolfo. — « >ada sé de él — le respondí. — Puedo
ser que lo haya matado este perillán... « Y cargué
de nuevo sobre el Maestro de Escuela que queria
llegarme con el puñal ; pero yo como estaba ecliado
de pechos sobre su brazo y solo tenia libre la mu-
ñeca, no pudo tocarme el bulto. — «¿Estáis solo?»
— pregunté al señor Murph sin dejar de pelear
con el Maestro de Escuela. — «Hay gente cerca,
pero no me oirían gritar» — me respondió. — "¿Es-
tán lejos?) — í'Diez minutos.» — «Gritemos, pi-
damos socorro por si pasa alguno que nos oiga.»
— «Eso no me replicó); ya que le tenemos aquí
no debemos consentir que nadie se lo lleve... Me
siento desfallecer. .. estoy herido... — «Qué rayo
hacemos entonces? corred á vuscar socorro si te-
neis ánimo. Yo procuraré sujetarlo.» — En esto
se marcha el señor Murph, y yo me quedo solo
con el Maestro de Escuela. ¡Cáspital no es por
alabarme, pero hubo momentos en que no estaba
á mi gusto... Estábamos medio en el suelo y medio
en el ultimo paso de la escalera... Yo tenía abra-
EL ENFERMERO. 171
zadoporel pescuezo al ladrón... y mi cara contra
la suya... El bandido bufaba como un buey y re-
chinaba los dientes... La noche estaba como la pez...
la lluvia caia á mares... la lámpara que habia que-
dado en la entrada nos daba alguna luz... Yo le ha-
bia enlazado una pierna con las mias... pero como
tiene los riñones tan fuertes se levantaba conmigo
á mas de una cuarta del suelo. Queria morderme,
pero no podia. Jamas he tenido tanto vigor. ¡ Ca-
ramba I me saltaba el corazón... pero me eché la
cuenta de que me hallaba en el caso del que se
agarra á un perro rabioso para que no muerda á la
gente... — «Si me dejas escapar no te haré daño
ninguno» —me dijo el Maestro de Escuela con una
voz sofocada. — « i Ah , cobarde ! » — le repliqué:
— « luego toda tu valentía consiste en tu fuerza , y
no hubieras asesinado al boyero de Poisy si hubiera
sido tan fuerte como yo, por lo menos, ¿eh?» —
«No» me dijo; « pero te voy á matar como á él I »
— Y al decir esto dio un respingo tan violento
apretando al mismo tiempo las piernas, que casi
me echó debajo de sí... Si entonces no le hubiera
sujetado bien el brazo del puñal... adiós mundo para
mí... Gomo en aquel momento tenia en falso el bra-
zo izquierdo, aflojé los dedos... y todo se lo llevaba
la trampa... Entonces me dije: Yo estoy debajo y
él está encima , y va á matarme. Pero no importa;
no le envidio la fortuna... El señor Rodolfo me ha
dicho que tenia corazón y honor... ahora conozco
que es verdad... Estando en esto descubro á la Le-
chuza de pié junto á la escalera, con su ojo re-
dondo y su chai encarnado... La bruja me parecía
una pesadilla... — ((¡Finura! — gritó el Maestro de
Escuela— mira que se me cayó por ahí el puñal;
búscalo... por ahí... debajo de él... y dale de firme
éntrelas paletillas... ¿entiendes?... dale firme.» —
172 LOS MISTERIOS DE PAKIS.
c Bueno, bueno, palomo; aguarda un poco.^ Y la
Lechuza empezó á buscar y buscar alrededor de
nosotros; parecia un pájaro viejo de mal agüero...
Por fin vio el puñal y estaba para arrojarse á él...
cuando en este medio tiempo, yo, que estaba panza
abajo, la comunico una patada con el talón en el
estómago y la mando á volar por el aire ; pero al
instante volvió sobre mí con un refunfuño que daba
miedo. Aunque ya no podia mas me mantenía aun
agarrado al Maestro de Escuela; pero me daba por
debajo unos puñetazos tan fuertes en la cara, que
iba á dejarlo todo cuando aparecen tres ó cuatro
hombres armados en el descanso de la escalera, y
con ellos el señor Murph, descolorido y arrimado al
señor médico... Me cogen al Maestro de Escuela y
la Lechuza, y me los trincan. con fino talento y
urbanidad... Vamos á otra cosa, dije yo para mí.
¿Y el señor Rodolfo?... Salto sobre la Lechuza y
acordándome del diente de la pobre Guillabaora,
la cojo por un brazo y se lo retuerzo diciéndola:
— c ¿Dónde está el señor Rodolfo?» no me res-
pondía palabra, mas á la segunda vuelta que di
al torno me gritó : — «En casa de Brazo Rojo,
en la cueva , en el Corazón Sangriento... Bueno,
dije yo.. Al paso quise Vecqjer al Cojuelo entre
las coles, porque era mi camino. . Busco y re-
busco y no encuentro nada mas que mi blusa, que
habia rasgado con los dientes. Llego al Corazón
Sanfjrie-.to, echóme al pescuezo de Brazo Rojo...
c( ¿Dónde está el mozo que ha venido aquí esta
noche con el Maestro de Escuela?» — «No me
aprietes tanto que ya te lo diré: han querido pe-
garle un chasco, y'está metido en esa bodega que
voy á abrir.» — Bajamos á la cueva... nada... ni una
alma. — «Puede ser que haya salido mientras es-
tuve de espaldas á la trapa — dijo Brazo Rojo —
EL ENFERMERO. 173
ya ves que no está aquí.» — Ya me volvía muy
Irisle, cuando á la luz de la linterna descubro otra
puerta en el fondo de la cueva. Arrojóme á la
puerta; tiro hacía mí y recibo como si dijéramos
una hisopada en el hocico,.. Os veo con los brazos
íuera del agua, os pesco, os echo á costillas y os
traigo aquí en esta conformidad, viendo que no
había quien fuese á buscar un coche. Ahí está lo
que pasó, señor Rodolfo... y á la verdad , no es por
alabarme, pero estoy contento con la cosa esta...
— Querido mío, te debo la vida... es una deuda
que pagaré: vive seguro. David ¿queréis ir á ver
como está Murph? Volved al punto á informarme
— dijo Rodolfo.
El negro salió del aposento.
— ¿Sabes en dónde ejtá el Maestro de Escuela,
amigo mió? — En la sala baja con la Lechuza.
¿Queréis llamarla guardia, señor Rodolfo ? — No.
— ¿Tenéis ánimo de soltarlos?... ; Ah, señor Ro-
dolíbl no os andéis con generosidades... Os digo y
os repito que es un perro de rabia... andad con
cuidado... — ¡ No morderá mas á nadie... pierde
cuidado I — ¿Queréis encerrarlo en alguna parte?
— No.,, dentro de media hora saldrá de aquí. —
¿El Maestro de Escuela? — Sí. — ¿Sin gendarmes?
— Sí. — ¿Saldrá de aquí... libre? — Saldrá libre. —
¿Y solo? — Solo. — ¿Pero irá...? — Adonde quie-
ra...— dijo Rodolfo interrumpiendo al Churiador
con una sonrisa siniestra.
El negro volvió á entrar en el aposento.
— ¿Cómo está Murph, David? — Durmiendo,
mimseñor — dijo con tristeza el médico. — La res-
piración está algo oprimida. — Sigue de peligro
¿es verdad? — Su estado es bastante grave, mon-
señor... Pero debemos esperar... - — ¡ Ah Murph!...
¡querido Murph!... ¡venganza!.., ¡venganza!... —
174. LOS MISTERIOS DE PARÍS.
gritó Rodolfo con un furor concentrado. Y luego
añadió: — David... una palabra...
Y habló en voz baja al oido del negro.
Este se estremeció.
— ¿Tembláis? — le dijo Rodolfo. — Tiempo ha
que sabéis mi intención... El momento de realizarla
es este... — No tiemblo, monseñor... Esa idea en-
cierra una completa reforma penal digna del es-
tudio de los mejores casuistas de derecho crimi-
nal, porque esa pena seria... terrible... eficaz... y
produciria las mas veces el arrepentimiento... En
este caso es aplicable. Sin enumerar los crímenes
que han echado á presidio perpetuo á ese bandi-
do... ha cometido tres asesinatx)s... el boyero...
Murph...y vos... Es de justicia. — Y aun después
le quedará un campo... un orizonte sin limites para
la expiación... — añadió Rodolfo. Después de un
momento de silencio continuó: — ¿Le bastarán
cinco mil francos, David? — Sí, monseñor. —
Querido mió — dijo Rodolfo al Churiador que es-
taba asombrado — tengo que hablar á solas con el
señor. Pásate al cuarto inmediato... sobre el escri-
torio hallarás una cartera encarnada: saca de ella
cinco billetes de á mil francos y tráemelos... —
¿Para quién son esos cinco mil francos? — griló
involuntariamente el Churiador. — Para el Maes-
tro de Escuela... y al mismo tiempo dirás que le
traigan aquí.
CAPITILO x\n.
LA PENA.
La escena pasó en un salón iluminado y de col-
gaduras rojas.
Rodolfo, vestido con una gran bata de terciope-
lo negro que aumentaba la palidez de su rostro,
estaba sentado á una espaciosa mesa cubierta con
un tapete verde, sobre la cual se veia la cartera del
Maestro de Escuela, la cadena de similor de la Le-
chuza con el agnusdei de lapislázuli , el puñal en-
sangrentado aun que habla herido á Murph, la
ganzúa con que se habla forzado la puerta y los
cinco billetes de á mil francos que el Churiador ha-
bia ido á buscar al cuarto inmediato.
El doctor negro estaba sentado á un lado de la
mesa y el Churiador al otro. El Maestro de Escue-
la, agarrotado de manera que no podia hacer nin-
gún movimiento, estaba en un gran sillón de ruedas
en medio de la sala : las personas que hablan con-
ducido á este hombre se habían retirado, quedan-
do solos Rodolfo , el módico y el Churiador.
Rodolfo no estaba irritado, y en su semblan-
te se veian la calma , la tristeza y el recogimiento,
propios de la misión solemne que iba á desem-
peñar.
El doctor estaba pensativo. .
El Churiador senlia un temor vago, y no sepa-
raba un momento la vista de Rodolfo.
178 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
El Maestro de Escuela estaba descolorido, lívido...
lleno de terror.
Fuera de la sala reinaba un profundo silencio y
solo se oía el ruido triste y continuo de la lluvia.
Rodolfo se dirigió al Maestro de Escuela j dijo:
— Desertor del presidio de Rochefort , á donde
fuisteis condenado por toda la vida... por falsario,
ladrón y asesino... vos sois Anselmo Duresnel. —
¡Eso no es verdad! — dijo el Maestro de Escuela
con voz alterada y echando alrededor de sí una mi-
rada feroz é inquieta. — Sois Anselmo Duresnel...
vos habéis robado y asesinado á un ganadero en el
camino de Poisy. — ;Es falso! — Mas larde lo
confesareis.
El bandido miró á Rodolfo con terror y sor-
presa.
— Esta noche habéis venido aquí para robar , y
habéis herido con un puñal al dueño de esta casa...
— Vos sois quien me ha propuesto ese robo — dijo
el -Maestro de Escuela recobrando alguna firmeza;
— rae han acometido .. y tuve que defenderme. —
El hombre á quien habéis herido no os atacó, pues
estaba desarmado. Es cierto que os he propuesto
este robo... pero luego os diré con que objeto. La
víspera , después de haber robado en la Cité á un
hombre yá una muger, les habéis prometido ma-
tarme por mil francos /... — Yo soy testigo — dijo
el C burlador.
El Maestro de Escuela le dirigió una mirada
feroz.
Rodolfo continuó:
— Ya veis que para hacer mal no necesitabais
que yo os sedujese !... — No sois mi juez... no vol-
veré á responderos..; — Ahora os diré por que os
he propuesto este robo : Sabia que erais desertor
úe presidio y que conocíais á los padres de una jó-
LA CITA. 177
ven , cuya desventura ha causado vuestra cómplice
la Lechuza... Quería atraeros aquí con el estímulo
del robo , único capaz de seduciros ; y una vez en
mi poder elegiriais , ó bien el ser entregado á la
justicia , que os haria pagar con la cabeza el asesi-
nato del ganadero... — ¡ Es falso I yo no he cometi-
do ese crimen. — O bien el ser espatriado de Fran-
cia por cuenta mia, y reducido en otro país á una
reclusión perpetua en donde vuestra suerte seria
mas llevadera que en presidio; pero solo os conce-
derla esta conmutación de castigo en el caso de re-
velarme el secreto que deseaba adquirir. Condena-
do á presidio perpetuo habéis quebrantado vuestra
prisión; y apoderándome de vos é impidiendo que
volvieseis á hacer daño, servia á la sociedad, al
paso que conseguía restituir á su familia una po-
bre criatura mas infeliz que culpable. Este fué mi
primer designio : no era legal , pero vuestra eva-
sión y vuestros crímenes os ponen fuera de la ley-
Ayer, por una revelación providencial, he sabido
que erais Anselmo Duresnel. — ¡ Es falso! no me
llamo Duresnel.
Rodolfo cogió de la mesa la cadena de la Le-
chuza , y enseñando al Maestro de Escuela el pe-
queño agnusdei de lapislázuli, dijo con voz ame-
nazadora :
— i Sacrilego!... habéis prostituido á una cria-
tura infame esta reliquia santa... ¡ tres veces san-
ta !... porque vuestro hijo habia recibido este pia-
doso don de su madre y de su abuela I
Atónito al oir esto el Maestro de Escuela , bajó
sin responder la cabeza.
— Hace quince años que habéis robado vuestro
hijo á su madre, y como debéis poseer el secreto
de su existencia , tenia un motivo mas para asegu-
rarme de vuestra persona desde el momento en
178 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
que supe quien erais. No quiero vengarme de ofen-
sas personales... Esta misma noche habéis derra-
mado la sangre de quien no os provocaba , pues
el hombre á quien habéis asesinado se acercó á
vos sin la menor sospecha de vuestro furor sangui-
nario. Os preguntó que le queriais, y vuestra res-
puesta ha sido (( i La bolsa ó la vida I... » y le disteis
una puñalada. — Así lo refirió el señor Murph
cuando le presté los primeros socorros — dijo el
doctor. — lis falso... ha mentido.
Murph no miente jamás — dijo con frialdad Ro-
dolfo. — Vuestros crímenes piden una reparación
ruidosa. Os habéis introducido aquí por asalto y
escalamiento y habeisdado de puñaladas á un hom-
bre para robarle... Habéis cometido un asesinato...
Vais á morir en ese sitio... Por compasión, por
respeto á vuestra muger y á vuestro hijo no sufri-
réis la ignominia del patíbulo... se dirá que habéis
sido muerto combatiendo á mano armada... Dispo-
neos... las armas están preparadas — ¡ Misericor-
dia... piedad / — No hay piedad para vos — dijo
Rodolfo. — Si no morís aquí moriréis en el cadalso.
— Prefiero el cadalso... viviré á lo menos dos ó
tres meses mas... Al fin seré pronto castigado, y á
vosos es igual... ¡Piedad... misericordia!... — Pe-
ro vuestra muger y vuestro hijo... que llevan vues-
tro nombre... — Mi nombre está ya deshonrado...
Aunque no deba vivir mas que ocho dias, /pie-
dad!...— I Ni aun ese desprecio de la vida que
profesan algunos criminales/ — dijo con desden
Rodolfo. — Ademas la LEY prohibe el que se haga
justicia por la mano — repuso el Maestro de Es-
cuela con mas firmeza. — i La ley ! — exclamó Ro-
dolfo — /la ley !... ¿ Y osáis invocar la ley después
de haber vivido siempre en guerra á muerte con la
sociedad?... — Bajó la cabeza el bandido sin res-
LA PENA. 179
ponder, y luego dijo en tono mas humilde: — A
lo menos dejadme vivir por compasión. — ¿Me
diréis en dónde está vuestro hijo? — Sí... sí... os
diré todo lo que sé... — ¿Me diréis quienes son
los padres de esa niña , cuya infancia ha atormen-
tado la Lechuza ? — En mi carlera hallareis pa-
peles que os revelarán quienes son las personas
que la entregaron -á la Lechuza... — ¿En dónde
está vuestro hijo ? — ¿ Me concederéis la vida ? —
Confesad primero... — Sí ; pero cuando sepáis... —
dijo el Maestro de Escuela receloso. — j Lo has
matado !
— No... no .. lo he entregado á uno de mis cóm-
plices, que logró salvarse cuando me prendieron.
— ¿Qué ha hecho de él ese hombre? — Le ha ense-
ñado lo necesario para entrar en la casa de un ban-
quero de Nantes... á fin de darnos buenas noticias,
inspirar confianza al banquero y facilitar así nues-
tros planes. Esperando siempre escaparme de Ko-
chefort , dirigia desde allí el plan de esta empre-
sa y seguia una correspondencia por cifras con mi
amigo. — /Oh, Dios mió ! su hijo ... su hijo! ! Este
hombre me horroriza — exclamó Rodolfo asom-
brado y cubriéndose el rostro con las manos. —
¡Pero solo se trataba de falsiíiracion I — gritó el
bandido; — y aun así cuando mi hijo supo lo que de
él seprelendia, se indignó de tal manera que todo
lo dijo á su principal y desaparcMMÓ de Nantes...
Hallaréis en mi cartera una indicación de los pa-
sos que se han dado para encontrar á mi hijo... La
última fioticia es de que habitó una casa en la ca-
lle del Templo con el nombre supuesto de Francis-
co Germán. Ya veis que lodo lo he declarado... to-
do... Ahora cumplid vueí^tra palabra y haced que
se me prenda tan solo por el robo de esia noche.
— ¿Y el ganadero de Poissy? — No es posible que
180 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
llegue á descubrirse, porque no hay pruebas. A vos
os lo conlieso para probaros mi buena voluntad ;
pero delante del juez negaré... — /Luego lo con-
fiesas!— Estaba lleno de miseria y no tenia con
que vivir... la Lechuza me lo aconsejó... ahora me
arrepiento... Va veis que lo confieso .. ¡ Ah! si no
me entregaseis á la just'cia os daria .mi palabra de
honor de no volver... — Vivirás... y no te entre-
garé á la justicia. — ¿Me perdonáis? — gritó el Maes-
tro de Escuela, no creyendo lo que escuchaba —
? me perdonáis ? ¡Te juzgo... y te castigo ! —
exclamó Rodolfo con voz solemne. — No te entra-
garéála justicia porque irias al cadalso ó á presidio,
y esto no debe ser... no, no debe ser.. En el presidio
dominarias auna esa turba de malvados con tu fuer-
za y tu iniquidad, y satisfarías tu instinto de opre-
sión brutal... serias odiado y temido de todos : y el
crimen tiene también su orgullo , y tu te gozarías
con tu propia monstruosidad!... A presidio no: tu
cuerpo de hierro se burlaría del trabajo forzado y
del rebenque del mayoral. Las cadenas se rompen ,
los muros se minan y se escalan , y el dia menos
pensado romperías tu prisión y volverías á arrojar-
te en la sociedad como una bestia feroz , señalan-
do tu paso con la rapiña y el asesinato... porque
nada está seguro de tu fuerza hercúlea y de tu puñal:
( no , no irás á presidio ! Pero ya que en la prisión
romperías tus cadenas... ¿qué se hará para librar
á la sociedad de tu furor de tigre? ¿entregarte al
verdugo ? — ; Luego es mi muerte lo que queréis /
— exclamó el bandido. — No... porque con tuem-
}»eño encarnizado de vivir esperarías evadirte de
las angustias del suplicio hasta el último momento,
y esta esperanza insensata te ocultaría los horrores
de tu castigo hasta que estuvieses en poder del
verdugo... Y entonces, embrutecido por el terror,
LA PENA. 181
no serias mas que una masa inerte ofrecida en ho-
locausto á los manes de tus víctimas. No morirás ,
te digo... porque esperarias salvarle basta el últi-
mo momento... y tú , monstruo , no debes esperar...
No... si no te arrepientes , no quiero que tengas es-
peranza alguna en esta vida... — ¿Pero , qué tiene
conmigo este hombre ?... ¿ quién es ?... ¿ qué quie-
re ?... ¿ en dónde estoy ?... — gritó el Maestro de
Escuela casi delirando.
Rodolfo continuó :
— Si por el contrario despreciases la muerte,
tampoco deberias ser condenado al último suplicio...
el cadalso seria para tí un teatro sangriento como
otros muchos, en donde barias ostentación de tu fe-
rocidad... en donde mirando la vida con bestial in-
diferencia , condenarias tu alma y darias el último
aliento con una horrenda blasfemia... No será , te
digo... porque el pueblo no debe ver á un criminal
burlarse con estúpida indiferencia de la cuchilla de
la ley , insultar al verdugo y mofarse á la agonía
del soplo divino con que el Todopoderoso ha anima-
do nuestro ser... Nada hay mas sagrado ([ue la sal-
vación de una alma. «Todo crimen se es[)ía y se
redime,» ha dicho el Salvador ; pero como del tri-
bunal al cadalso no hay mas que un paso, es ne-
cesario dar mas tiempo á la expiación y al arrepen-
timiento. Este plazo... lo tendrás... y quiera el
cielo que sepas aprovecharlo.
El Slaeslro do Escuela , confundido y anodado ,
temió por primera vez en su vida y sintió que ha-
bia algo mas horrible que la muerte. Este vago te-
mor le llenó de un horror indecible.
Rodolfo continuó :
— Anselmo Duresnel, no irás á presidio... no su-
birás al patíbulo... — ¿Qué queréis entonces do mí?...
¿ sois algún demonio salido del infierno para ator-
182 LOi MISTERIOS DE PARÍS.
mentarme ? — Oye... dijo Rodolfo levantándose
con aire de autoridad severa y amenazadora : — tú
has abusado criminalmente de tu tuerza... yo para-
lizaré tu fuerza... Los mas vigorosos temblaban de-
lante de tí... tú temblarás delante de los mas cobar-
des y débiles... ¡Asesino!... tú has sepultado en una
nocHe eterna á criaturas del Señor. . las tinieblas
de la eternidad empezarán para tí en esta vida...
hoy... ahora mismo... Tu castigo será igual á tus
crímenes... Pero este horrible castigo — añadió Ro-
dolfo con un aire de compasión dolorosa — dejará
á lo menos un porvenir sin límites á la expiación
de tus crímenes... Yo seria tan delincuente como tú
si al castigarte quisiese únicamente satisfacer una
venganza , por legítima que fuese. . Tu castigo , le-
jos de ser estéril como la muerte, será fecundo...
lejos de condenarle te redimirá Para que
no causes mas daño te privo del explendor
de la creación.... Te sepulto en una oscuridad
impenetrable, para que , solo y envuelto en el te-
meroso recuerdo de tus crímenes , contemples in-
cesantemente su deformidad... Sí... aislado para
siempre del mundo exterior, tendrás que contem-
plarte á tí mismo... y entonces tu horrible rostro
enviecido por la infomia se cubrirá de rubor... tú
alma corrumpida por el crimen sentirá la conmise-
ración... Todas tus palabras son blasfemias... y to-
das tus palabras se convertirán en plegarias que di-
rigirás al Omnipotente... Eres osado y cruel porqae
eres fuerte... y serás manso y humilde porque serás
débil... Tú corazón, qu^^ jamas ha sentido el arre-
pentimiento, llorará un dia las víctimas de tu fe-
rocidad... Degradaste la inteligencia con que el Se-
ñor te habia dotado, prostituyéndote al robo y al
homicidio y con virtiéndote en bestia salvaje ; pero
vendrá un dia en que la expiación y los remordí-
LA PEXA. 183
mientos hagan recebar á esa inteligencia su digni-
dad... Nf aun has respetado lo que respetan las bes-
tias salvajes: la hembra y los hijuelos... Después de
unalarga vida consagrada ala expiación de tus crí-
menes , tu última plegaria será para pedir á Dios
que te conceda la felicidad de morir en los brazos
de tu mujer y de tu hijo..
La voz de Rodolfo se conmovió al decir estas pa-
labras.
El Maestro de Escuela no manifestó miedo algu-
no, porque creyó que su juez había querido ater-
rarle antes de llegar á esta última lección moral : y
animado por la dulzura del acento de Kodolfo, dijo
con una risa grosera é insolente :
— Vamos claros.... ¿estamos aquí adivinando
charadas... ó dando lección de catecismo... ó qué
hacemos?
Rodolfo no respondió , y dijo el doctor :
— David..* lo que se ha resuelto... ¡Qué caiga so-
bre mí solo el castigo de Dios si no obro con acier-
to!...
El negro tocó la campanilla.
Entraron dos hombres en la sala.
David les señaló la puerta de un gabinete late-
ral , al cual hicieron rodar la silla en que el Maes-
tro de Escuela estaba agarrotado de manera que
no podia moverse.
— ¡Oh! queréis matarme ahora!... ¡piedadl...
¡piedad!... ¡ misericordia!... — gritó el ÁJaestro de
Escuela cuando lo llevaban. — Sujetadle la cabeza y
ponedle una mordaza — dijo el negro al entrar en
el gabinete.
El Churiador y Rodolfo quedaron solos.
— Señor Rodolfo — dijo el Churiador con voz
trémula — señor Rodolfo, habladme de una vez...
vo tengo miedo... ¿estoja soñando?... ¿Qué le hacen
T. I. 13.
18Í^ LOS MISTERIOS DE PARÍS.
al Maestro de Escuela ? no se oye nada... y esto aun
me da mas miedo...
David salió del gabinete , pálido como lo están
los negros... sus labios estaban blancos como el
papel.
Los dos hombres sacaron de nuevo á la sala la
silla en que estaba atado el Maestro de Escuela.
— Quitadle la mordaza y desatadlo — dijo Da-
vid.
Siguió á esta orden un momento de espantoso si-
lencio.
Los dos hombres desataron al Maestro de Escue-
la y le quitaron la mordaza.
levantóse de repente el bandido: en su cara
abominable estaban pintados la rabia , el horror y
el espanto. Dio un paso con los brazos tendidos ha-
cia delante , y dejándose caer de nuevo en el sillón
tendió los brazos al cielo y gritó con un acento de
indecible angustia y de furor :
— /Ciego 111 — David , dadle esa cartera — dijo
Rodolfo.
El doctor puso una cartera en las manos trému-
las del bandido.
— En esa cartera hay bastante dinero para ase-
gurarte un albergue y pan en cualquier sitio reti-
rado, hasta el fin de tus dias.. Ahora estás libre...
vete... arrepiéntete... que el Señor es misericordio-
so. — ¡Ciego! — repitió el Maestro de Escuela to-
mando maquinalmente la cartera. — Abrid las
puertas — que salga dijo Rodolfo , y las puer-
tas se abrieron de par en par. — ¡Oh, ciego'...
¡ ciego! ! ! — repitió el bandido fuera de sí. — Es-
tás libre... tienes dinero... márchate. — ¡Marchar-
me I... Pero si no... ¿Cómo?... ¡si yo no veo! — es-
clamó el bandido con furor. — Es un crimen espan-
toso el abusar así de la fuerza... para... — ¡ Es un
LA. PENA. 185
crimen el abusar de la fuerza I — repitió Rodolfo
coii voz solemne. — Y lú ¿qué has hecho de tu
fuerza? — ¡Oh! ¡la muerte/. . Sí; ¡hubiera prefe-
rido la muerte! — gritó el Maestro de Escuela. —
Ahora estoy á la merced de todo el mundo... de to-
do tengo miedo... ¡Un niño me vencer ia en este
momento!... i Dios mió 1 1 1 ¿qué será de mí? — Tie-
nes dinero. . — Me lo robarán — dijo el bandido.
— /Te lo robarán!... ¿ Entiendes esas palabras que
profieres con temor... tú, consumado ladrón?...
Márchate.... vete... — Por el amor de Dios— dijo con
humildad el bandido — / que me acompañe algu-
no ! ¿ Qué va á ser de mí por esas calles ?... ¡ Ah ,
matadme por piedad!... ¡matadme! — No... un dia
te arrepentirás.. — ¡ Jamas !... ¡ nunca me arrepen-
tiré I... — gritó lleno de rabia el Maestro de Escue-
la.—¡Oh, yo me vengaré !... sí... ¡me vengaré !...
Y se arrojó del sillón con los puños cerrados.
Al primer pasó se estremeció.
— ¡No... no... no podré vengarme... á pesar de
ser tan fuerte !... ¡ Ah, qué digno de lástima soy!...
¡ Nadie se apiada de mí... nadie!...
Seria imposible pintar el estupor y el asombro
del Churiador durante esta escena terrible. Se vio
una expresión de lástima en su rudo semblante, y
acercándose á Rodolfo le dijo en voz b^ja : — Se-
ñor Rodolfo, no llevó mas que su merecido... era
un facineroso terrible... También quLso matarme
hace poco ; pero ahora está ciego y no sabe por
dónde ha de ir... Pueden estropearlo por esas ca-
lles... ¿ Queréis que le lleve á algún sitio en donde
pueda estarse quieto por lo menos? — Sí... — dijo
Rodolfo conmovido por este rasgo de generosidad y
tomando la mano del Churiador: — Sí... acompáñale.
El Churiador se acercó al Maestro de Escuela y
le dio una palmada en el hombro.
186 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
El bandido se estremeció y dijo con voz sorda :
— ¿Quién me toca? — Yo. — ¿Quién eres tú?
— El Churiador. — ¡Vienes también á vengarte!...
sí? — No sabes como has de salir de aquí... anda,
toma mi brazo... voy á llevarte... — ¡Quién!,., ¿tú?
— Sí, yo... ahora me das lástima... vamos, vente...
— Quieres hacerme alguna treta ¿eh? — No soy
cobarde , ya lo sabes... no me valdré de tu desgra-
cia para ofenderte... Anda , vamos que ya es de dia.
— ¡üe dia '!!... ¡ahí / ya no veré jamas el dia! —
esclamó el bandido»
Rodolfo no pudo presenciar por mas tiempo es-
ta escena , salió precipitadamente de la sala segui-
do de David é hizo una señal á lo^ criados para
que se retirasen.
El Churiador y^l Maestro de Escuela quedaron
solos.
— ¿Es verdad que hay dinero en esta cartera ?
— dijo el bandido después de un rato de silencio.
— Sí... yo mismo he puesto en ella cinco mil fran-
cos. Con ese dinero ya puedes encontrar posada y
vivir el lesto de tus dias en cualquier sitio... en
una aldea , por ejemplo... ¿Quieres que te lleve á
casa de la Pelona ? — No , que me robará. — ¿A
casa de Brazo Rojo ? — ¡Me asesinaria para ro-
barme! — Entonces ¿á dónde quieres que te lleve?
— No lo sé... Por fortuna tú no eres ladrón , Chu-
riador. Toma , escóndeme bien la cartera en el cha-
leco , porque si la ve la Lechuza me la limpia. —
— ¿La Lechuza ? allá está en el hospital... Cuan-
do estaba agarrado contigo esta noche la disloqué
una cadera. — ¿Qué ha de ser de mí. Dios mió,
con esta cortina negra que tengo delante de los
OJOS ?... Y si en esta cortina negra se me presentan
los semblantes pálidos y moribundos de los que...
LA PEiNA. 187
Estremecióse el bandido y dijo con voz alterada
al Churiador:
— ¿Murió el hombae de esta nocbe? — No. —
Tanto mejor.
Permaneció algunos momentos en silencio, y
dando luego un impetuoso sallo exclamó enfure-
cido :
— ] Tú tienes la culpa de todo esto... tú, Cburia-
dorl... ¡ ladronl... Ano ser por tí bubiera despa-
chado á ese hombre y le bubiera robado el dinero...
¡Estoy ciego por causa tuya I... ¡ sí , tú tienes la
culpa /... — Vamos , déjate de fÍo que no es bueno
para la salud... ¿ Vienes, ó no?... Estoy trasnocha-
do y quiero dormir... Mañana tengo que ir al mue-
lle á pelear con mis palos. Si te vienes te llevaré
á donde quieras, y después mediré á dormir. —
¡ Pero si no sé á donde irl... A mi cuarto no me
atrevo... porque seria preciso decir... — Pues en-
tonces escucha ¿ quieres venirte á mi agujero por
uno ó dos dias?... tengo unos huéspedes que te gus-
tarán, y como no saben quién eres te darán posa-
da y te cuidarán como á un enfermo... Mira , hay
justamente un hombre de San Nicolás, que yo co-
nozco y cuya madre vive en San Amadeo : es mujer
muy de bien , pero no está muy sobrada y puede
ser que se encargue de cuidarte... ¿ Te vienes ó no?
— Puedo fiarme de tí, Churiador... No temo que
me robes el dinero , porque afortunadamente no
eres ladrón. — ¿Y cuando me echabas en cara el
que no era hacho (a) cómo tú! — Entonces... ¿quién
podia adivinar?... — Si entonces te hubiera dado
crédito... á estas horas ya no tendrías dinero. — Es
verdad; pero tú no guardas odio ni rencor... dijo
con mansedumbre el bandido; — tú vales mucho
(a) Ladrón.
188 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
mas que yo. — ¡ Carambal ; ya lo creo I El señor
Rodolfo me dijo que tenia corazón y honor. —
Pero ¿quién es ese hombre?... ¡Ese no es un hom-
bre ! — gritó el bandido con furiosa desesperación
;es un monstruo/
El Churiador alzó los hombros y dijo:
— Ya vuelves á incomodarte. ¿Nos vamos ó
no? — A tu casa ¿no es verdad, Churiador? — Sí.
— No me guardas ningún rencor por lo de esta
noche... ¿me lo juras Churiador? — Te lo juro. —
¿Y estás seguro de que no murió... ese hombret —
estoy seguro. — Siempre será uno menos — dijo el
vandldo. — Si se supiera cuantos... ¡Ah! el vieje-
cito de la calle de Roule... y la mujer... del canal
de san Martin... ¡Sí; ahora no pienso mas que en
esto!... ¡Ciego, Dk)s miol... ¡ciego! — exclamó en
voz alta; y apoyado en el brazo del Churiador sa-
lió de la casa de la calle de las Viudas.
CAPÍTULO XVIII.
LA VILLA DE ILE-ADAN.
Un mes había pasado desde los sucesos referidos.
Llevaremos ahora al lector á la villa de lUe-Adan,
situada junto á un bosque en un lugar delicioso á
orillas del rio Oise.
El hecho mas indiferente suele adquirir impor-
tancia en los pueblos de provincia; y así es que en
la mañana de aquel dia los ociosos de Ile-Adam
apenas hablaban de otra cosa mas en la plaza pú-
blica que de la llegada del nuevo comprador de la
mejor carnicería de la villa, situada en la plaza
de la iglesia.
El mas curioso de aquellos se acercó al mozo de
la carnicería , que alegre y alborozado dabe á toda
prisa la última mano á los preparativos de la tien-
da; mas el joven solo respondió i las preguntas
indagadoras del curioso, diciendo que no cono-
cía al nuevo propietario, y que solo sabia que habia
comprado la Anca por segunda mano.
Dos hombres que venían de París se apearon de
un coche á la puerta de la tienda algunos momen-
tos después de este interrogatorio.
Uno de ellos era Murph, sano ya de su herida,
y el otro el Churiador.
A riesgo de parecer vulgares , diremos que es tal
el prestigio del hábito ^ que el parroquiano de las
tabernas de La Cité estaba casi desconocido con el
190 los MISTERIOS DE PARÍS.
vestido que llevaba. Su fisonomía babia esperí-
mentado la misma transformación , pues babia de-
puesto con los andrajos su aire brutal y turbu-
lento. Al verlo pasar con las manos metidas en los
bolsillos de su larga levita color de avellana,
cualquiera le hubiera tenido por el señor de al-
dea menos ofensivo.
— ¡Qué frió y qué largo se nos hizo el camino!
¿no es verdad, querido mió? — Apenas lo he no-
tado, señor Murph... Estoy tan contento quec. v
con la alegría... ¡Cómo calienta esto!,.. Pero aun-
que digo contento... ¡ caramba !... no las tengo to-
das conraiío — ¿Qué queréis decir? — Ayer fuis-
teis á buscarme al muelle de San Nicolás, en donde
estaba descargando leña con dientes y uñas para
entrar en calor. No os había visto desde la noche
de antes.., cuando el negro de pelo blanco cegó
al Maestro de Escuela. Es verdad que fué la pri-
mera vez que no pudo robar el bandido ; pero en
fin... aquello de los ojos me revolvió el sentido...
¡Y qué gesto ponia el señor Rodolfo!... daba miedo
mirarlo... y parecia de tan buena pasta... — Bue-
no... bueno... seguid vuestro cuento. — Y me di-
jisteis: Buenos dias Churiador — Y yo respondí;
Buenos dias, señor Murph... ¡ Hola, cómo madru-
gáis! tanto mejor... así andaréis sano. ¿Y el señor
Rodolfo?— Y me repusisteis: Tuvo que salir al-
gunos dias después del negocio de la calle de las
Viudas y te dejó olvidado, amigo mió. — ;. Cómo
ha de ser? dije yo; si el señor Rodolfo me ha ol-
vidado ¿qué le haremos? bastante lo siento. —
Quise decir que se babia olvidado de recompensar
vuestros servicios... pero vivid seguro de queja-
mas os olvidará. — Ésas palabras, sen r Murph,
me volvieron la sangre al cuerpo en un Jesús...
Tampoco jo le olvidaré, no... ¡Rayo! Me dijo una
LA VILLA DE ILE-ADAM. 191
vez que tenia corazón y honor... pero no importa,
hablemos de otra cosa. — Sucede por desdicha;
amigo mió, que monseñor se marchó sin dejar or-
den alguno con respecto á vos; y como yo no po-
seo mas que lo que él me da, no puedo mostraros
como quisiera mi agradecimiento. — ¿Os chanceáis,
señor Murph ? ¡ Qué diantres estáis hablando ! —
¿Porqué diablos no volvisteis á la calle de las Viu-
das después de aquella noche fatal?... Monseñor
no hubiera partido sin acordarse de vos .. — El se-
ñor Rodolfo no me mandó aviso, y creí que no se-
ría ya necesario. — Pero debiais pensar á lo menos
que habia necesidad de mostraros algún agradeci-
miento...— ¿No me habéis dicho ya que el señor
Rodolfo no se ha olvidado de mí? — Es cierto; va-
mos á otro cosa... ¡Qué trabajo me costó encon-
traros ! ¿No vais ya á la taberna de la Pelona? —
No. —^¿Porqué? — Idea que se me puso en la ca-
beza...— Vaya con vuestras ideas... Pero volvamos
á lo que me estabais diciendo... — ¿Qué era lo que
decia, señor Murph? — Me deciais que os alegra-
bais de haberme encontrado : que os alegrabais mu-
cho. — I Ah, ya caigo ' AI volver ayer de mi tra-
jín del muelle, me dijisteis: — «Querido mío, no
soy rico, pero puedo darte una ocupación en que
lo pases menos mal que en el muelle, y en la cual
ganarás cuatro francos diarios. » — ¡ Cuatro francos
diarios! ¡Viva la libertad I... apenas creía lo que
me pasaba... ¡paga de ayudante!'! Y entonces os
respondí : « Que me place , señor Murph. » — Y me
replicasteis ; « Pero no has de andar así hecho un
andrajo, porque espantarías á la gente del pueblo á
donde voy á llevarle.» — Y yo os dije á esto : « No *
tengo con que gobernarlo mejor. » Y me volvisteis
á replicar: «Vente conmigo al Temple.» Os sigo,
escojo lo mejor que encuentro en la tienda de la
192 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
tia Urraca, me dais con que pagar, y en un cuarto
de hora me encuentro vestido como un propieta-
rio. Me citáis para el alba del dia siguiente en la
puerta de San Dionisio, en donde os bailo con
vuestro cocbe, nos echamos á andar, y hétenos
aquí. — ¿Y qué mal encontráis en todo eso? — El
mal está , señor Murph: en que viéndose uno bien
vestido,., ¿me esplico?... se echa uno á perder...
y cuando vuelva á ponerme mi sayo y mis remiendos
me parecerá... Y luego ganar de pronto cuatro francos»
diarios, cuando no ganaba mas que dos. . Vaya,
esto me parece demasiado bueno para que pueda
durar. Mas quisiera dormir toda la vida en mi mal
jergón de paja , que cuatro coches en una buena ca-
ma... Es así mi genio. — Tenéis razón... pero me-
jor seria dormir siempre en buena cama. — Es claro:
mas vale que haya pan para reventar la tripa que mo-
rirse de hambre. — /Ah! eslo es una carnicería:
esta que está aquí ! — dijo el Ghuriador escuchando
los tajos que daba el mozo y mirando por las cor-
tinas los cuartos de buey y ternera colgados en la
parte interior. — Sí , pertenece á un amigo mió...
¿Queréis verla mientras descansa el caballo? —
De buena gana; me recuerda mis primeros años;
con la diferecia de que mi carnicería era Montfau-
con y mi ganado rocines viejos. Si hubiese tenido
posibles, es un oficio que hubiera seguido de tan
buena gana como el del carnicero... Aquello de irse
uno por las ferias montado en una buena jaca, vol-
ver uno á su casa, calentarse al fuego si trae frió,
secarse si viene mojado, hallar á la costilla, que
es una mocetona fresca y rolliza, rodeada de una
conejeradechiquillosque le meten auno las manosen
losbolsillosparaversi les trae alguna cosa... Y luego
por la mañana irse uno al matadero, cojer á un buey
por los cuernos, sobre todo si es bjavío... ¡ cáspi-
LA VILLA DE ILE-ADAM. 193
ta! ¡ muy fiero habria de ser para que no lo suje-
tara 1... atarlo á la argolla... darle entre los cuer-
nos, desangrarlo, desollarlo, descuartizarlo... ¡Ca-
ramba! esta sería toda mi ambición, como la de la
Guíllabaora el comerse los buñuelos cuando era
pecjueñita... Pero ya que hablamos de ésa pobre
chica , señor Murph , como no la veo en casa de la
tía Pelona, pienso pue el señor Rodolfo la ha sa-
cado de aquel tugurio. Esta seria una buena ac-
ción, señor Murph , porque la pobre chica merece
cualquier cosa. Era tan j^ven, que á fuerza de
acostumbrarse... y con eí tiempo... En fin, el se-
ñor Rodolfo ha hecho bien. — Soy de vuestra opi-
nión, ¿queréis que veamos este despacho mientras
descansa el caballo?
El Churiador y Murph entraron en la carnicería,
visitaron en seguida el establo, en donde habia tres
hormosps bueyes y unos veinte carneros, y vieron
el tinglado; el matadero, los graneros y todas las
dependencias de la casa, distribuidas con el mayor
orden y aseo.
Luego que hubieron visto todo escepto el piso
alto, dijo Murph á su compañero.
— ^¿No os parece que mi amigo es un hombre
muy feliz? Esta casa y sus dependencias le perte-
necen, sin contar unos mil escudos que trae em-
pleados en su comercio; no tiene mas que treinta y
ocho años , es fuerte y robusto como un toro, y le
gusta el oficio. Ese mozo que habéis visto es mujr
honrado y entendido en el oficio, y sustituye á mi
amigo cuando este sale á comprar ganado... De-
cid i no os parece un hombre muy dichoso este
amigo mió? — Por cierto señor Murph; ¿pero qué
queréis? por fuerza ha de haber en el mundo di-
chosos y desdichados. Cuando pienso en que gano
cuatro frandos diarios... y que otros no ganan mas
13i LOS -MlSTElilOS DE PARÍS,
que dos, y aun menos... — ¿Queréis que subamos
á ver el resto de la casa? — De lindo gusto, señor
Murph. — Justamente se halla arriba la persona
que ha de emplearos. — ¡Que ha de emplearme I
— Sí. — ¡Cómo! ¿y porqué no me lo habéis di-
cho mas antes? — Ya os lo esplicaré. — Esperad
un momento — dijo el Churiador triste y emba-
razado deteniendo á Murph por el brazo; — voy á
deciros una cosa que acaso no os ha dicho el señor
Rodolfo, pero que yo no debo ocultar al amo del
establecimiento en que voy á trabajar... porque si
no le gusta... vale mas que sea ahora que después,
— ¿ Qué queréis decir? — Yo queria decir que....
— Esplicáos. — Que soy un presidario cumplido,.,
que he estado en presidio... — dijo al fin el Chu-
riador con voz ronca y sofocada. — ¡ Ah ' exclamó
Murph. — Pero jamas he hecho daño á nadie —
dijo con firmeza el Churiador — y antes moriria
de hambre que ser ladrón... Pero he hecho mas que
robar — añadió bajando la cabeza — he mata-
do... porque tenia cólera... En fin, aun hay mas
que decir — continuó después de un momento de
silencio: — quiero que todo lo sepa el amo, porque
es mejor que sea ahora que mas tarde. Ya que le
conocéis, decidme que estómago le hará esta de-
claración, y si creéis que no ha de admitirme, re-
trocederé el camino sin presentarme... — Subamos
— dijo Murph.
Siguióle el Churiador, subieron la escalera, se
abrió una puerta y se encontraron ambos en pre-
sencia de Rodolfo.
— Déjanos, Murph... — dijo Rodolfo.
CAPÍTULO XIX.
LA RECOMPENSA.
— i Viva la patria! ¡Caramba, qué gusto me da
veros, señor Rodolfo , ó monseñor Rodolfo /... —
exclamó el Churiador. — Rueños dias, querido mió;
también yo me alegro de veres. — ¿ Qué picaron
de señor Murph ! y me dijo que habíais lomado so-
leta... Vaya , vaya , monseñor, que... — Llamad-
me señor Rodolfo , que me gusta mas. — Vaya lue-
go señor Rodolfo. Pues ahora quiero pediros perdón
por no haberos visto después de la noche del Maes-
tro de Escuela... Ahora conozco que fué una mala
crianza ; pero, en fin, no estáis enfadado ¿ verdad?
— Os lo perdono — dijo riéndose Rodolfo. Y luego
añadió : — ¿ Habéis visto bien esta casa? — Sí, se-
ñor Rodolfo... hermoso despacho,., gran mostra-
dor; lodo está pintiparado... Y á todo esto, señor
Rodolfo ¿es aquí en donde voy á ganar los cuatro
francos diarios de que me habló el señor Murph?
— Tengo otra cosa mejor que proponeros : porque
esta casa con su despacho y todo lo que contiene,
y mil escudos que hay en esa cartera , os perte-
necen desde este momento.
El Churiador sonrió con un aire estúpido , es-
trujó convulsivamente el sombrero entre las rodi-
llas , y no comprendió las palabras de Rodolfo á
pesar de la claridad con que habian sido dichas.
— Concibo vuestra sorpresa — añadió Rodolfo
196 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
con benignidad ; — pero os repito que esta casa y
este dinero son de vuestra propiedad.
Al oir esto el Churiador se puso encarnado como
una grana , pasó la mano callosa por la frente cu-
bierta de sudor y dijo con voz alterada.
— Con que es decir que todo esto... me... es mió...
— Sí , vuestro... todo os lo doy ¿ entendéis ? os lo
regalo todo.
El Churiador hizo varios movimientos en la si-
lla, se rascó la cabeza , tosió, bajó los ojos y no
respondió una sola palabra. Se le escapaba el hilo
de las ideas : entendia perfectamente lo que Rodol-
fo le decia , y por lo mismo no podia dar crédito
á sus oidos. Entre la miseria profunda y la degra-
dación en que habia vivido , y la fortuna que le
aseguraba Rodolfo habia un abismo que no llena-
ban los servicios que habia prestado á este.
Os parece lo que os doy es mucho mas de lo que
esperabais ¿no es verdad? — le dijo Rodolfo. —
¡ Monseñor I — dijo el Churiador levantándose con
ímpetu — me ofrecéis esta casa y mucho dinero...
para tentarme; pero... yo no puedo... Ademas yo
no he robado jamas en toda mi vida... Puede ser
que sea para matar... ¡ pero harto tengo ya con
los sueños del sargento 1 — añadió el Churiador con
voz alterada. — j Desdichados ! — exclamó Rodol-
fo. — ¿Será posible que estos infelices crean que
solo puede haber liberalidad por medio del cri-
men?...
Y dirigiéndose luego al Churiador le dijo con
dulzura :
— Os engañáis... me juzgáis muy mal. Nada des-
honroso os pediré. Lo que os doy lo tenéis mereci-
do. — / Yo I — exclamó el Churiador cuyo asombro
crecia por momentos. — ¡ Yo merecerlo ! ¿ y por-
qué? — Voy á decíroslo : Abandonado de todos des-
LA RECOMPENSA. 197
de vuestra infancia , sin idea alguna del bien ni
del mal, entregado á un instinto salvage, encerra-
do en presidio durante quince años con los majo-
res criminales , acosado por el hambre y la miseria
y obligado por vuestra afrenta y por la reproba-
ción de las personas honradas á vivir entre la hez
de los malhechores , no solo habéis conservado
ilesa vuestra natural probidad, sino que los remor-
dimientos de vuestro delito han sobrevivido al cas-
tigo que os impuso la justicia humana.
Este lenguage sencillo y noble causó nueva ad-
miración al Ghuriador, el cual miró á Rodolfo con
un respeto mezclado de temor y agradecimiento,
no pudiendo creer aun en la evidencia de lo que
sucedía. — Eso no viene al caso, señor Rodolfo...
con que por haberme sacudido , cuando os creia un
jornalero como yo, pues hablabais caló como el
mas pintado... por haberos contado mi vida y mi-
lagros entre dos vasos de vino... y después por ha-
ber impedido que os ahugaseis en la cueva... solo
por esto me dais una casa , dinero... me queréis
hacer propietario... Eso no puede ser, señor Ro-
dolfo... no puede ser. — Creyéndome de vuestra cla-
se me habéis contado llanamente vuestra vida, sin
ocultarme nada de cuanto hay en ella culpable ó
generoso. Os he juzgado y me parece justo recom-
pensaros de este modo. — Eso no puede ser , se-
ñor Rodolfo... No puede ser : hay jornaleros po-
bres : que toda su vida han sido honrados y que...
— Ya losé, y acaso he hecho por algunos de esa
clase masque por vos. Pero si el hombre que vive
con honra entn; las gentes honradas merece esti-
mación y amparo, el que se conserva honrado lejos
de las personas de buen vivir y entre los crimina-
les mas detestables del mundo , no merece menos
interés y apoyo. Ademas , me habéis salvado la vi-
198 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
da, y también habéis salvado la de mi leal amigo
Murph. Lo que bago por vos no es solamente dic-
tado por el deseo de sacar del fango á una natura-
leza vigorosa y noble, que se ba extraviado pero
no perdido, sino por gratitud personal.,. Ademas...
— ¿Qué mas hice yo, señor Rodolfo?
Rodolfo le apretó cariñosamente la mano y conti-j
nuó :
— Lleno de compasión hacia un hombre que ha-;
bia querido mataros, le ofrecisteis auxilio, y aun lo
refugiasteis en vuestra pobre vivienda, callejón de
Nuestra Señora , número 9. — ¿Y sabíais mi casa,
señor Rodolfo? — Aunque olvidáis los servicios que
me habéis hecho, no los olvido yo, querido mió.
Después que salisteis de mi casa fuisteis observado
de cerca y os vieron entrar en vuestra habitación
con el Maestro de Escuela. — Pero el señor Murph
me hahia dicho que no sabiais donde vivia , señor
Rodolfo. — Quise hacer con vos la última prueba...
quise saber si teniais el desinterés de la generosidad
En efecto, después de vuestra acción generosa os
entregasteis á vuestro penoso trabajo sin pedir na-
da , sin esperar nada y sin proferir la menor queja
por la aparente ingratitud con que me habia olvi-
dado de vuestros servicios; y cuando Murph os pro-
puso ayer una ocupación algo mejor que vuestro
empleo habitual , la habéis aceptado con gozo y con
agradecimiento. — Escuchad , señor Rodolfo ; en
cuanto á eso... cuatro francos diarios son al fin cua-
tro francos diarios... En cuanto al servicio que os
bien debo yo daros gracias que vos á mí... — ¿Có-
mo? — Sí , por cierto, señor Rodolfo — añadió con
acento triste. — Se me vienen tantas cosas á la ca-
beza... Mirad, desde que os conozco y me habéis
dicho aquellas dos palabras: Tienes corazón y ho-
>0R , es de pasmar como discurro allá dentro... No
LA RECOMPENSA. 199
atino como dos palabras, dos solas palabras me ba-
cen pensar así. Pero lo cierto es que si uno siem-
bra en la tierra dos granitos de trigo , dan luego
espigas gordas y grandes.
Esta comparación justa y casi poética sorprendió
extrañamente á Rodolfo. En efecto , dos solas pa-
labras , pero dos palabras mágicas para los cora-
zones que saben comprenderlas , habian desenvuel-
to de repente en aquella naturaleza inculta los ins-
tintos generosos que yacian sin germinar. — ¿Fuis-
teis vos quién ha puesto al Maestro de Escuela en
Saint-Mandé ? — Sí , señor Rodolfo..., me rogó que
le cambiase por oro sus billetes y le comprase un
cinto que yo mismo le he cosido... metile dentro su
cumquibus y y buenas noches. Paga treinta sueldos
diarios, que no es pequeña conveniencia para los
amos de casa... Cuando me deje algún tiempo la
faena del muelle iré á hacerle una visita para
ver como le va. — ¡ Vuestra faena del muellel
¿ Os olvidáis por ventura de vuestro establecimien-
to y de que estáis en vuestra casa?
— ¡Vamos, señor Rodolfo, no os burléis mas
de un pobre diablo: harto os habéis divertido ya
con experimentarme y como vos decís. Mi casa y mi
tienda son dos cosas distintas , pero son los mismos
frailes con las mismas mangas... Sin du'^a os ha-
béis dicho : Vamos á ver si este animalote de Chu-
riadorse figura que le hago un regalo de este cali-
bre... Basta, basta señor Rodolfo... ya sé que sois
de buen humor... hablemos de otra cosa.
Y soltó una carcajada sincera y estrepitosa.
— Pero amigo mió... creed que... — Ahí estd la
cosa, monseñor... si os creyera diríais después: ¡Po-
bre Churiador , qué lástima me das!... ¿estás malo
de la cabeza, eh?
Rodolfo empezó á conocer la dificulíad de con-
200 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
vencer al Churiador, y le dijo en tono grave, im-
ponente y casi severo :
— Yo no me burlo jamas del agradecimiento y
del interés que me inspira una conduela noble...
Os he dicho ya que esta casa y este establecimiento
os pertenec n... si así os conviene. Os juro por mi
honor que todo esto os pertenece, y que os hago
este don por las razones que os he espueslo.
Al oir el acento firme y al ver la expresión seria
de las facciones do Rodolfo, el Churiador no dudó
por mas tiempo de la verdad. Guardó silencio por
algunos momentos, miró á su protector, y luego
dijo sin énfasis y con voz profundamente con-
movida:
— Lo creo, monseñor, y os doy gracias... Un po-
bre diablo como yo no sabe decir bien las cosas;
pero creedme... palabra de honor... os doy muchas
gracias. Todo lo que puedo deciros es que jamas
negaré mi socorro á los desgraciados... porque el
hambre y la miseria son unas Pelonas parecidas á
la que cautivó á la pobre Guiliabaora... y cuando
echan la mano al gañote no todos tienen bastante
piulo para librarse de ellas. — De ningún modo me
probaríais mejor vuestro agradecimiento, querido
mió, que habiéndome de esa manera. — Me alegro,
monseñor, porque me costaria trabajo probároslo
de otro modo. — Vamos ahora á ver !a casa:
Murph ha tenido ya este placer y yo quiero te-
nerlo también.
Rodolfo y el Churiador bajaron la escalera, y
al entrar en el patio dijo respetuosamente al Chu-
riador el mozo del establecimiento :
— Ya que sois el amo, señor, vengo á deciros
que hay mucho despacho. Se acabaron las costillas
y las piernas de carnero, y s(ñ*á preciso matar una
ó dos roses inmediatamente. — Ahí tenéis — dijo
LA IlECOMPENSA. 201
Rodolfo — una excelente ocasión de lucir vuestra ha-
bilidad. Manos á la obra cuando gustéis: yo estre-
naré vuestra cocina comiendo algunas chuletas de
carnero, porque el paseo me abrió singularmente
el apetito. — ¡Qué bueno sois, señor Rodolfo! —
dijo el Churiador lleno de alegría. — Ya que me
alabais asi voy á echar el resto de mi habilidad...
— ¿Llevaré dos carneros al matadero, señor amo?
— dijo el criado. — Sí, y traeme un cuchillo de
buena punta, que no sea muy fino... y ancho de
revés... — Aquí está, señor amo, como lo pedís...
os podéis afeitar con él. — /Rayo, señor Rodolfo!!!
— exclamó el Churiador quitándose el levitón , ar-
remangando la camisa y dejando ver sus brazos
atléticos. — Eslotraeá la memoria los tiempos de
Montfaucont... veréis como tajo allá dentro... /Ra-
yo, ya quisiera estar en el sitio/... ¡El cuchillo,
muchacho... el cuchillo!... Eso es... tú si que lo
entiendes: ¡vaya una hoja de gusto!... ¿Quién se
pone ahora delante de mí?... ¡Cáspila! con un churí
como este me arrojaría á un toro furiosa...
Y al decir esto blandió el cuchillo moviendo á
uno y otro lado su hercúleo brazo. Sus ojos em-
pezaron á inyectarse de sangre, y el instinto san-
guinario volvió á presentarse con toda su espan-
tosa energía.
El matadero que estaba en el patio era una pieza
abovedada, sombría y alumbrada únicamente por
un pequeño tragaluz.
El criado condujo dos carneros hasta la puerta.
— ¿Los llevo á la argolla, señor amo? — ¡Ra-
yo ! ¿para que atar á esos corderos? No tengáis cui-
dado que yo los meteré en el torno de mis rodi-
llas... Venga el animal y vuélvete á la tienda.
El mozo se marchó.
Rodolfo quedó solo con el Churiador observan-
202 LOS 3IISTERI0S DE PAHIS.
dolo con la mayor atención , y casi con ansiedad.
— ¡ Vamos , manos á la obra / — le dijo. — Y no
durará mucho tiempo, por vida mia. ¡ Hayo ! ya ve-
réis, ya, como meneo el cuchillo... ya me arden
las manos... y me zumban los oidos... y me laten
las sienes... y el mundo se vuelve encarnado... ¡Va-
mos, lú, alma de lana... á ver... á ver como le quito
las ganas de balar.!
Los ojos del Churiador brillaron con un fuego
salvaje, se arrojó de un salto al carnero, lo sus-
pendió sin el menor esfuerzo y se lo llevó como
un lobo que se retira con la presa á su cubil:
Rodolfo le siguió y se arrimó á la puerta des-
pués de haberla cerrado tras sí.
El matadero era oscuro, y un solo rayo de luz
caía perpendicular desde la claraboya sobre la ruda
fisononn'a del Churiador, iluminado su cabello pá-
lido y sus rojas patillas. Doblado el ángulo recto
por ía cintura, tenia en la boca el cuchillo que
brillaba en medio del claro oscuro, y suje-
tando al mismo tiempo el carnero entre las rodi-
llas lo cojió por la cabeza, le tendió el cuello; y
lo degolló.
Al sentir la hoja del cuchillo dio el carnero un
balido triste y dolorido, volvió hacia el Churiador
los moribundos ojos... y dos chorros de sangre ba-
ñaron la cara del matador.
El quejido, la mirada y la sangre que chorreaba
de su cara, causaron á este hombre una impresión
espantosa. Cayóle el cuchillo de la mano; su ros-
tro quedó lívido y horrorizado, sus ojos fijos y
abiertos, y el cabello erizado y derecho... Dio ha-
cia atrás algunos pasos y exclamó con voz trémula
y sofocada :
— ;OhI... ¡¡el sargentol... ¡el sargento!...
Rodolfo corrió hacia él.
LA RECOLPENSA 203
— ¡Vuelve en tí... sosiégate, amigo mío/ —
¡Allí... ¡allí está!... ¡el sargento!... — repitió el
Churiador retrocediendo paso á paso, con la vista
fija y señalando con el dedo alguna fantasma in-
visible. En seguida dio un grito espantoso como si
le hubiese tocado el espectro, y se precipitó hacia el
sitio mas oscuro del matadero, se arrimó con el
pecho y los brazos extendidos á la pared como si
quisiera derribarla para huir de la horrible visión,
y volvió á repetir con voz sorda y convulsa : — ¡ Oh/
¡el sargento I... ¡el sargentol...
CAPITULO XX.
LA PARTIDA.
Recobró el Churiador el estado habitual de su
ánimo con los esfuerzos de Rodolfo y de Murph
para serenarlo y calmar su agitación. Hallábase so-
lo con el príncipe en una de las primeras piezas
de la carnicería.
— Monseñor, — dijo con aire triste y abatido —
habéis sido muy bueno para mi... pero os digo en
verdad que quisiera ser mil veces mas infeliz de lo
que he sido... antes que hacerme Ccirnicero — Pero
reflexionad sin embargo que... — Perdonad mon-
señor cuando he oido el grito de ese pobre animal
que no se defendia de mi... cuando sentí su sangre
en mi cara... una sangre caliente como si estuviese
viva... i Oh I monseñor no sabéis lo que es eso! En-
tonces he visto mi sueño de del sargento... y los
pobres soldados que he matado con la cara desen-
cajada y amarilla... que no se defendían, y que al
espirar me dirigían una mirada tan compasiva...
tan dulce... como si dijeren: « ¡Te perdono/ » ; Oh,
monscñorl... ¡es cosa de volverse locol...
Y el desdichado se cubrió el rostro con las
manos.
— Vamos, sosegaos, amigo mío. — Perdonad,
perdonad, monseñor; pero ahora la vista de la
sangre... de un cuchillo... no podria sufrirla... A
cada instante se renovarian los sueños que empeza-
LA partí DA. 205
ba ya á olvidar... Todos los días con los piés en la
sangre.. .matar unos animales que no se defienden
/Oh ! no. no; seria imposible. Mas quisiera estar
ciego como *el Maestro de Escuela, que tomar ese
oficio.
Seria imposible pintar la expresión del acento
y de la fisonomía del Churiador al proferir estas
palabras. Rcdolfo sintió una profunda conmoción,
al paso que le satisfizo la horrible impresión que
la vista de la sangre habia causado á su protejido.
El instinto brutal y sanguinario habia domi-
nado la razón de! Churiador; pero el remordi-
miento triunfaba por último del instinto. Rodolfo
observó con iatisfaccion este feliz resultado.
— Perionadme, monseñor, — dijo con timidez
el Churiador — el que os pague tan mal vuestros
favores... pero... — Al contrario, querido mió; ya
os he dicho que todo esto dependía de vuestra
voluntad. Os habia elegido el oficio de carnicero
por parecerme conforme á vuestra inclinación y
á vuestro gusto... — / Ah ! monseñor, es verdad...
Esa seria mi dicha si no hubiese aquello que sa-
béis... Hace un rato que se lo decia al señor Murph.
— Por si acaso no os convenia esta profesión , pre-
vine de antemano otro recurso. Una persona que
tiene bienes en Argelia puede cederos una de las
vastas haciendas que posee en aquel país , y cuyas
tierras son muy fértiles y propias para el cultivo;
pero no quiero ocultaros que estas tierras se ha-
llan situadas ala falda del Atlas, es decir, en los
confines del país y expuestas por consiguiente á las
frecuentes correrías de los Árabes, Aquel estableci-
miento debe considerarse como una especie de re-
ducto avanzado, y para habitarlo es necesario ser
tan buen soldado como cultivador. La persona que
beneficia esta hacienda en ausencia del propietario
206 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
OS pondría al corriente de todo: me han dicho que
es hombre honrado y laborioso, y podríais con-
servarlo á vuestro lado el tiempo que creyeseis
necesario. Una vez establecido allí, no solo podríais
aumentar vuestra hacienda con el trabajo y la inteli-
gencia, sino también prestar al país grandes servicios
con vuestro valor. Los colonos forman una milicia:
y como la extensión de vuestras tierras es conside-
rable, y grande el número de labradores que de-
penden de ellas, vendréis á ser el gefe de una
tropa respetable, que entusiasmada con el valor
de su gefe, podrá hacer grandes servicios al
pais y defenderá las propiedades esparcidas en el
territorio adyacente. Os deseo mas bien este por-
venir, á pesar de los peligros que encierra... ó mas
bien á causa del mismo peligro , porque de este
modo utilizaríais vuestro valor natural, y porque á
pesar de haber expiado ya y casi lavado la mancha
de un gran crimen, acaso necesitáis aun cierta reha-
bilitación , la cual será mas noble, mas completa y
heroica en medio de los peligros de un país indó-
mito , que en la paz inalterable de una pequeña
población. Si antes no os he hecho esta proposición,
ha sido por creer que la otra os satisfaría ; y ade-
mas me parecía demasiado aventurada para hacé-
rosla desde luego, sin brindar anles con otra vues-
tra elección... Podéis escoger lo que mas os agrade...
sí no os gusta el establecimiento de Argelia de-
cídmelo francamente , y buscaremos otra cosa...
Sí os gusta, mañana mismo se firmará la cesión
y partiréis para Argel con una persona encarga
da de daros posesión de los bienes á nombre del
propietario. Las tierras producen tres mil francos en
arriendo, y á vuestra llegada cobrareis dos años
de renta vencida. Trabajad y mejorad vuestras
tierras sed activo y vigilante, y labrareis fácil-
LA PARTIDA. 207
mente vuestro bienestar y el de vuestros colonos,
con quienes no dudo seréis siempre caritativo y bon-
dadoso No os olvidéis que el ser rico... es tener mucho
que dar.,. Aunque lejos de vos, Churiador no os
perderé nunca de vista, ni me olvidaré jamás de
que yo y mi mejor amigo os debemos la vida- La
única prueba de afecto y gratitud que os pido es el
que aprendais[cuanto antes á leer y escribir, á fin de
que podáis explicarme directamente y una vez ca-
da semana la vida que hacéis, y me pidáis consejo
y apoyo si llegareis á necesitarlos.
Inútil seria pintar los arrebatos de ingenua ale-
gria á que se entregó el Churiador. El lector cono-
ce bastante su carácter é inclinación para concebir
que ninguna proposición podia serle mas grata.
En efecto al día siguiente el Churiador se puso en
camino para Argel.
capítulo XXI.
INDAGACIONES.
La casa que tenia Rodolfo en la calle de las viu-
das no era lugar de su residencia ordinaria, pues
habitaba uno de los mayores edificios del barrio
de San Germán, situado al extremo de la calle de
Plumet Y del baluarte de los inválidos.
Habia guardado el incógnito desde su llegada á
fin de evitar los honores debidos á su rango de
principe soberano, y su encargado de negocios cer-
ca la corte de Francia hatia anunciado que su se-
ñor baria las visitas indispensables sociales bajo el
nombre y titilo de conde de Durem. A favor de es-
ta costumbre , frecuente en las cortes del Norte,
un principe puede viajar con toda libertad y sin
la enfadosa etiqueta de los palacios. Rodolfo, ape-
sar de su trasparente incógnito tenia una casa pues-
ta cual convenia á su persona. Introduciremos al
lector 3n su habitación de la calle de Plumet el
dia siguiente á la salida del Churiador para Ar-
gelia.
Eran las diez de la mañana.
En medio de un gran salón del piso bajo, que pre-
cedía al gabinete en que trabajaba Rodolfo, se ha-
llaba Murph sentado en una mesa y cerrando varios
pliegos.
Un ugier vestido de negro y con una cadena de
plata al cuello, abrió las dos hojas de la puerta y
dijo :
of kSvtvVOu de hxcLiivv
LA PAKTIDA. 209
— ¡ Su excelencia el señor barón de Graün I
Murph , sin dejar su ocupación j saludó al barón
con un gesto cordial y familiar.
— Señor encargado de negocios... — dijo sonrien-
do — soy con vos en un momento : ¿ queréis ca-
lentaros?— Señor secretario íntimo de S. A. R.,
esperaré vuestra orden — respondió en tono alegre
el barón de Graün haciendo i^ia profunda reveren-
cia al digno caballero.
Tenia el barón unos cincuenta años de edad , y
su pelo era canoso, raro y algo rizado. Una corba-
ta de muselina blanca muy almidonada cubria la
mitad de su barba algo saliente. Su figura y su
porte eran distinguidos, su fisonomía llena de suti-
leza , y su mirada al través de unos anteojos de oro,
era penetrante y maligna. Iba vestido de negro,
aunque no eran mas que las diez de la mañana,
porque así lo exigia la etiqueta , y en el ojal del
vestido llevaba atada una cinta de diversos colores
vivos Puso el sombrero sobre una silla y se acercó
á la chimenea mientras que Murph continuaba su
despacho.
— S. A. R. ha velado sin duda lodat la noche, mi
querido Murph, según el bulto de vuestra corres-
pondencia. — Monseñor se acostó á las seis de la
mañana. Ha escrito entre otras varias una carta de
ocho páginas al gran mariscal , y me ha dictado
otra de igual tamaño para el regente del consejo
supremo , el príncipe de Herkausen-Oldenzaal,
primo de S. A. R. — ¿ Sabéis que su hijo el prínci-
pe Enrique , ha entrado de teniente de guardias
al servicio de S. M. el emperador de Austria? —
Sí; monseñor lo habia recomendado particularmen-
te v como pariente suyo: es un muchacho valiente
y de altas prendas ; tiene la cara de un ángel y un
corazón de oro. — La verdad sea dicha , amigo
210 LOS MISTERIOS DE PARIS.
Murph , pero si el joven príncipe Enrique tuviese
entrada en la abadía granducal de Santa Hermene-
gunda, donde es abadesa su lia... las pobres mon-
das... — Vamos... barón... vamos... — Ya veis... los
aires de Paris , y... Pero hablando seriamente...
¿ tendré que aguardar á que se levante S. A. R.
para comunicarle los asuntos que traigo? — Tso,
querido barón... Mon^ñor ha ordenado que no lo
dispertasen antes de las dos ó las tres de la tarde, y
desea que esta misma mañana enviéis por un cor-
reo especial estos despachos sin aguardar basta el
lunes... Me comunicareis las noticias que habéis ad-
quirido , y daré cuenta de todo á monseñor luego
que haya dispertado... tal es su orden... — ¡Muy
bien ! Espero que S. A. R. quedará satisfecho con
las nuevas que le traigo... Pero yo espero , amigo
Murph, que la salida de este correo extraordinario
no será de mal agüero .. Los últimos pliegos que he
tenido el honor de transmitir á S. A. R... — Anun-
ciaban que todo iba bien por allá ; y esta es preci-
samente la razón por que monseñor desea que des-
pachéis hoy mismo estos pliegos, queriendo expre-
sar cuanto antes su satisfacción al príncipe de Her-
kausen-Oldenzaal , gi'fe del consejo supremo. —
Eso es muy conforme con el carácter de S. A. R. ;
si se tratase de una reprimenda , no se daria tanta
prisa. — ¿Y no hay algo de nuevo por aquí, que-
rido barón? ¿No se ha descubierto algo ?... Nuestras
aventuras misteriosas... — Son completamente ig-
noradas. Como desde la llegada de monseñor á Pa-
ris no hay costumbre de verlo mas que en casa del
reducido número de personas á quienes se ha hecho
presentar, se cree que le gusta vivir retirado y que
hace frecuentes excursiones por las cercanías de Pa-
ris. Asi es que, á excepción de la condesa Sara h
Mac-Gregor y su hermano , nadie tiene noticia de
INDAaAOIONES. 211
los disfraces de S. A. R. ; y ni la condesa ni su her-
mano tienen interés en descubrir el secreto. — ¡ Ah,
querido barón/ dijo Murph suspirando — ¡ qué des-
gracia que esa maldita condesa se halle ahora viu-
da! — ¿ No se habla casado en 1827 ó en 1828 ?—
En 1827 , poco tiempo después de la muerte de
esa desgraciada niña que tendria ahora diez y seis
ó diez y siete años, y cuya memoria llena aun hoy
de amargura á monseñor.
Ese dolor es tanto mas natural porque S. A. R.
no ha tenido hijos de su matrimonio.
— Así es, querido barón, que el interés que mon-
señor manifiesta por esa pobre Guillabaora , nace
de que la hija que ha perdido tendria ahora la mis-
ma edad que esa infeliz criatura. — Es ciertamente
una casualidad fatal el que la condesa Sarah se ha-
lle libre á los diez y ocho meses cabales de haber
perdido S. A. R. el modelo de las esposas, después
de algunos años de matrimonio. La condesa se cree
sin duda favorecida por la suerte con esta coinci-
dencia...— Y su esperanza insensata es hoy mas
ardiente que nunca... aunque sabe que monseñor
la mira con la aversión mas profunda y merecida.
¿ No ha causado ella la muerte de su hija con su
indiferencia y abandimo ? ¿ no ha sido ella la cau-
sa de... ? I Ahí barón — dijo Murph interrumpién-
dose— esa es una muger funesta... /Dios quiera
que no nos traiga desgracias mayores ' — Pero
ahora serian absurdas las pretensiones de la con-
desa , porque la muerte de la pobre niña de que
acabáis de hablar, ha roto el último lazo que podia
unir á monseñor con esa muger: está sin duda loca
si persiste en alimentar alguna esperanza. — No
hay duda , pero es una loca peligrosa .. Ya sabéis
que su hermano se deja también deslumbrar por la
misma esperanza imaginaria, aunque ambos tienen
212 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
hoy razones tan poderosas para abandonarla... co-
mo las que tenían para esperar... hace diez y ocho
años.
— ¡ Ah ! cuántas desgracias ha causado también
en aquel tiempo el infernal Polidori con su com-
placencia criminal I — Me han dicho que ese mise-
rable se halla aquí hacií uno ó dos años, sumido sin
duda en la mayor miseria y entregado á alguna in-
dustria tenebrosa. — ,Qué ignominia! ¡qué caida para
un hombre de tantosaberé inteligencia/— Pero tam-
bién de tan abominable perversidad!... No quiera
el cielo que vuelva á hallar á la condesa, porque
ia unión de esos dos espíritus infernales seria muy
peligrosa. ¿ lero traéis, querido barón, esas noti-
cias ? — Aquí están — dijo el barón sacando un pa-
pel del bolsillo. — Se refieren á las indagaciones
hechas sobre esa joven llamada la Guilíabaora ,
y sobre la residencia actual de Francisco Germán,
hijo del Maestro de Escuela. — ¿Queréis leerme
esos apuntes, querido Gaün? Conozco la intención
de monseñor... y veré si bastan esas indagaciones...
¿Estáis satisfecho de vuestro agente? — Es un hom-
bre precioso, lleno de inteligencia, de sutileza y
de discreción.... tanto que á veces tengo de mo-
derar su celo... Porque ya sabéis que S. A. K. quie-
re dar por sí mismo algunos pasos. — ¿Ignora la
parte que toma monseñor en todo esto? — Abso-
lutamente... Mi situación diplomática me sirve de
excelente pretcsto para las indagaciones .jue le he
encargado. El señor Badinot (que asi se llama nues-
tro agente) tiene mucho trato de gentes y relacio-
nes manifiestas y ocultas con casi todas las clases
de la sociedad. Obligado á vender su oficio de pro-
curador que ejerció en otro tiempo , á causa de
graves abusos de confianza, ha conservado sin em-
bargo noticias iiiuy exactas sobre la fortuna y si-
INDAGACIONES. 213'
tuacion de sus antiguos clientes : sabe varios secre-
tos y se alaba con descaro de haber traficado con
ellos. Enriquecido y arruinado dos ó tres veces ,
demasiado conocido para que pueda emprender nue-
vas especulaciones, y reducido á ir saliendo del dia
con una multitud de ehpedientes mas ó menos ilí-
citos, es una especie de Fígaro digno de ser oido
por lo curioso y entretenido de su modo de discur-
rir. Por el interés se entrega en cuerpo y alma al
que le paga , y no tiene motivo alguno para enga-
ñarnos. Además, yo hago que le observen muy de
cerca y sin que él lo sepa. — Las noticias que nos
ha dado eran sin duda muy exactas. — No deja de
haber probidad en su conduela, y os aseguro, que-
rido Murph,que el señor Badinot es el tipo muy
original de uno de esos seres misteriosos que solo se
encuentran en París : divertiría sobre manera á
S. A. R. si no fuese indispensable que no tuviese la
menor relación directa con él. — Podríamos au-
mentarla paga del señor Badinot. ¿Creéis necesa-
ria esta gratificación? — Quinientos francos men-
suales y los gastos eventuales, que suben casi á otro
tanto, me parecen suficientes: por ahora pare-
ce estar muy contento... veremos mas adelante. —
¿Y no se avergüenza del oficio que desempeña? —
¿ Quién , él ? al contrario , lo tiene á mucha honra:
cuando viene á darme cuenta de sus pasos toma un
aire de importancia. . que no me atrevo á llamar
diplomático, porque... El truhán finge creer que lo
que trae entre manos son asuntos de estado, y se
maravilla du las relaciones ocultas que pueden exis-
tir entre los intereses mas leves en apariencia y el
destino de los imperios. Su desvergüenza llega á un
grado tal que á veces me dice con nucba solem-
nidad: « ¡Qué infinidad de complicaciones ignora-
das del vulgo hay en el gobierno de un Estado !
21 'i- los misterios de parís.
¿ Quién diría que las notas que os entrego señor ba-
rón , tienen sin duda una parte activa en los nego-
cios de Europa ? » — Sí , los viles procuran siem-
pre cubrir con ilusiones su bajeza : esta verdad es
muy lisonjera para el hombre honrado. ¿Pero las
notas , querido barón ? — Aquí están , redactadas
casi enteramente según la relación del señor Ba-
dinot. — Ya os escucho.
El barón de Gaiin leyó el siguiente
Apunte relativo á Flor de María.
« A principios del año 1827 , un hombre llama-
do Pedro Turnemine , que se halla actualmente en
el presidio de Rochefort por falsario , propuso á
una tal Gervasia , llamada por otro nombre la Le-
chuza , el que tomase para siempre á su cargo una
niña de cinco ó seis años, mediante la suma de
1,000 francos por una vez y no mas.
« Cerrado este convenio , permaneció la niña en
poder de la referida mujer por espacio de dos años
al fin de los cuales desapareció para librarse del
mal trato que aquella le daba. Hacia muchos años
que la Lechuza no habia tenido noticia de ella , y
hará como unas seis semanas que volvió á encon-
trarla en una taberna de la Cité. La niña, que es ya
una hermosa joven , se llama ahora la Gcidlahaora.
« Pocos dias antes de este encuentro , Turnemi-
ne , á quien habia conocido en presidio el Maestro
de Escuela , escribió una carta á Brazo Rojo ( cor-
responsal misterioso de los presidarios que cumplen
ó han cumplido su condena ) dándole muchos por-
menores acerca de la niña que en otro tiempo ha-
bia confiado á la referida Gervasia, llamada /a Le-
chuza.
« Resulta de esta carta y de las declaraciones de
INDAGA CIOES. 215
la Lechuza , que en 1827 una mujer llamada Se-
rafina , ama de gobierno de un notario llamado
Jaime Ferran , habia encargado á Turnemine le
buscase una mujer que por la suma de 1,000 fran-
cos se encargase de la sobredicha niña de cinco ó
seis años , á la cual se quería abandonar para
siempre , como queda referido.
« La Lechuza aceptó la proposición.
« El objeto de Turnemine al dirigir estos por-
menores á Brazo Rojo , ha sido el facilitarle un
medio para exigir de la señora Serafina la tercera
parte de dicha suma , amenazándola con publicar
esta aventura olvidada ya con el trascurso del tiem-
po. Turnemine aseguraba que la Serafina no habia
hecho mas que servir de instrumento á personajes
desconocidos.
« Brazo Rojo confió esta carta á la Lechuza , que
hace algún tiempo se asoció á los crímenes del
Maestro de Escuela; y por ella se ve el motivo por
que esta noticia se hallaba en poder del bandido,
cuando al encontrar á la Guillabaora en la taberna
del Conejo Blanco la dijo la Lechuza para mortifi-
carla : Sé quienes son tus padres , pero tú nunca lo
sabrás.
« Según esto, lo que debia averiguarse era si la
carta de Turnemine decia la verdad.
— Se han hecho algunas diligencias indagatorias
con la señora Serafina y con el notario Jaime Fer-
ran , pues ambos existen. El notario vive en la
calle de Sentier , número 14 , y es tenido por hom-
bre austero y piadoso ( a lo menos frecuenta mu-
cho las iglesias) , observa en la práctica de los ne-
gocios una regularidad excesiva, que algunos tienen
por demasiado rígida, su despacho es excelente,
vive con una parsimonia que raya en avaricia , y la
señora Serafina es aun su ama de gobierno. Jaime
r I. 15
216 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Ferran , que era antes muy pobre , ha comprado
su notaría en 350,000 francos , habiéndole sumi-
nistrado una parte de esta suma Mr. Carlos Ro-
bert, oficial superior de la guardia nacional de Pa-
ris, joven de muy buena figura, muy elegante y
muy de moda en la sociedad de cierta clase. Al-
gunos quieren decir que por efecto de algunas es-
peculaciones de bolsa hechas de concierto con Mr.
Carlos Robert , se halla hoy el notario en la posi-
bilidad de redimir el préstamo ; pero es tal la repu-
tación de Jaime Ferran que todos miran estos ru-
mores como horribles calumnias. Parece pues que
la Serafina , ama de gobierno de este santo hombre,
podrá suministrarnos noticias preciosas sobre el
nacimiento de la Guillabaora.
— Muy bien querido barón — dijo Murph : —
hay visos de realidad en la declaración de ese Tur-
nemine. Quizá sabremos por la casa del notario quie-
nes son los padres de esta desgraciada niña. ¿Ha-
béis adquirido tan buenas noticias «cerca del hijo
del Maestro de Escuela? — Aunque menos ciertas
no son acaso de menor importancia. — /Vuestro
Badinot es un tesoro! — Ya veis que Brazo Rojo
es quien posee la clave de todo el secreto. Badinot
que tiene algunas relaciones con la policía nos lo
habia indicado ya como ájente de varios presidarios
cuando monseñor ha hecho las primeras gestiones
para hablar con el hijo de la señora Adela Duresnel,
desgraciada espoj;a de ese monstruo, el Maestro de
Escuela. — Sin duda : yendo á buscar á Brazo Rojo
á su zahúrda de la Cité, calle de Feves núm. 13,
fué cuando monseñor halló al Churiador y á la
Guillabaora. S. A. R. quiso aprovechar aquella oca-
sión para ver con sus ojos aquellos sitios inmun-
dos, esperando hallar aigun desgraciado para sa-
carlo de la miseria... ?so le engañó su presenil-
INDAGACIONES 2Í7
miento; ¡pero á costa de cuantos peligros! — De
los cuales habéis participado valerosamente, mi
querido Murph... para eso soy el carbonero parti-
cular de S. A. R. — repuso Murph sonriendo. —
Decid mas bien, mi digno amigo, el intrépido cus-
todio de su persona: pero es por demás hablar de
vuestro valor y lealtad. Voy á continuar mi rela-
ción... Hé aquí la nota concerniente á Francisco
Germán, hijo de la señora Adela y del Maestro
de Escuela, llamado por otro nombre Duresnel.
«Hará como unos 18 meses que ha llegado á
Paris un joven llamado Francisco Germán , proce-
dente de Nantes, en donde ha sido dependiente de
los banqueros Noel y compañia.
« Resulta de las confesiones del Maestro de Es-
cuela y de las cartas que se hallaron en su poder,
que el malvado á quien había confiado su hijo para
que le pervirtiese á fin de que les fuese útil un dia
en sus tramas criminales , descubrió al joven el
horrible proyecto, con intento de que favoreciese
el meditado plan de robo y falsificación que se que-
ria hacer en perjuicio de la casa de Noel y com-
pañía , en donde estaba empleado Francisco Ger-
mán.
«Este desechó indignado semejante proposición ;
mas no queriendo denunciar ^1 hombre que le ha-
bia criado, escribió á su principal una carta anóni-
ma instruyéndole de la trama que se preparaba, y
salló ocultamente de Nantes para huir de los que
habían querido hacerle instrumento y cómplice de
sus crímenes.
« Luego que estos miserables tuvieron noticia de
la huida de Germán, vinieron á París, se aboca-
ron con Brazo-Rojo y se dieron á perseguir al hijo
del Maestro de Escuela , sin duda con siniestras in-
tenciones, porque el joven conocía todos sus planes.
218 LOS >l»STERIOS DE PARÍS.
Al cabo de largas indagaciones descubrieron por
último sn morada ; pero de nada les sirvió , por-
que habiendo encontrado Germán algunos dias an-
tes al que habia querido seducirle , adivinó el mo-
tivo que podia traerle á Paris j cambió inmediata-
mente de domicilio. El hijo del Maestro de Escue-
la consiguió salvarse otra vez de sus persegui-
dores.
« Sin embargo, hace unas seis semanas que des-
cubrieron su morada en la calle del Templo, nú-
mero 17, y al entrar en su casa hubo de ser vícti-
ma de una celada : ( el Maestro de Escuela habia
ocultado esta circunstancia á monseñor).
« Germán adivinó de donde venia el golpe , se
mudó de la calle del Templo, y' otra vez se ignora
su residencia. Este es el estado en que se hallaban
las indagaciones cuando el Maestro de Escuela fué
castigado por sus crímenes.
« Por orden de monseñor volvieron á empezarse,
y hé aquí el resultado :
((Francisco Germán habitó por espacio de cerca
de tres meses la casa número 17 en la calle del
Templo; casa muy estraña por las costumbres y el
género de industria de las personas que la habitan,
de quienes era muy estimado Germán por su ca-
rácter alegre, servicial y franco. Aunque sus recur-
sos eran al parecer muy estrechos, prodigaba el
mas tierno cuidado á una familia indigente que vi-
vía en las buardillas de la casa. En vano se ha pro-
curado averiguar en la calle del Templo la nueva
morada de Francisco Germán y la profesión que
ejerce; aunque se cree que debe estar empleado en
alguna casa de comercio, porque siempre salia por
la mañana y no volvía á entrar hasta las diez de la
noche. La única persona que debe saber á punto íi-
10 en donde vive actualmente Francisco Germán,
INDAGACIONES. 219
es una costúrenla muy linda llamada Alegría, que
vive en un cuarto inmediato al que ocupaba Ger-
mán. Este cuarto se halla desalquilado desde que
el joven ha desaparecido, y solo con pretesto de
alquilarlo se han podido hacer las averiguaciones
sucesivas....
— ¿Decís que se llama Alegría esa chica? — pre-
guntó de repente Murph , que estaba como distrai-
do hacia algunos momentos. — ¡ Alegría ! yo conoz-
co ese nombre. — ¡Cómo I jque decis, señor Gual-
terio Murph ! — repuso el barón sonriendo — ¿es
posible que conozcáis así á las costureritas de Pa-
rís?... á la señorita Alegría... vos que sois un pa-
dre de familia tan respetable... tan... /Yaya, ape-
nas doy crédito á mis oidos!... — Amigo mió, S. A.
me ha puesto tantas veces en el caso de trabar co-
nocimiento con gentes de esa clase, que á la ver-
dad no tenéis derecho para espantaros. Pero ya
caigo... Sí... me acuerdo perfectamente : monseñor,
al referirme la historia de la Guillabaora, no ha
podido menos de reírse con el nombre singular de
esa Alegría: si mal no me acuerdo es una amiga
que tuvo pji la prisión Flor de María. — ¡ Acabá-
ramos/... pues bien, ahora la señorita Alegría pue-
de sernos útilísima. Voy a concluir mi relación:
« Quizá seria conveniente alquilar el cuarto refe-
rido de la casa de la calle del Templo. Aunque no
faabia orden para llevar mas adelante las averigua-
ciones, por algunas palabras que se escaparon á la
portera, debemos esperar que no solo se podrán
obtener en la casa noticias seguras del hijo del
Maestro de Escuela por medio de la señorita Ale-
gría, sino que monseñor hallará también ocasión
para observar de cerca unas costumbres, un modo
de vivir y un género de miseria de que no tiene
acaso la menor idea. »
220 LOS 3IISTER10S DE PARÍS,
— Ya veis , amigo mió, — dijo el barón de Gratín
al acabar la lectura de su informe, el cual entregó
á Murph — que según estas noticias debemos bus-
car la pista de los padres de la Guillabaora en ca-
sa del notario Jaime Ferran, y que á la señorita
Alegría es á quien debemos preguntar en dónde vi-
ve ahora Francisco Germán. Me parece que hemos
adelantado mucho con saber buscar lo que busca-
mos. — TS^o hay duda , barón ; y estoy seguro de que
en esa casa de que habéis hablado, hallará monse-
ñor un vasto campo para sus observaciones. ¿Os
habéis informado también de lo perteneciente al
marqués de Harville? — Sí; y á lo menos en la cues-
tión de dinero resulta que los temores de S. A. R.
no son fundados. Badinot asegura , y yo le creo bien
informado, que los bienes del marqués no se ha-
llaron nunca en mejor estado. — Después de haber
indagado en vano la causa del profundo pesar que
mina la existencia del marqués, monseñor habia
creido que quizá se hallaria falto de dinero ; en cu-
yo caso le hubiera socorrido con la misteriosa deli-
cadeza que conocéis... Pero ya que han salido erra-
das sus conjeturas , preciso será que renancie á se-
guir el hilo de ese enigma , con tanto mayor dolor
de su parte porque quiere entreñablemente al mar-
qués de Harville. — Es muy natural, porque S. A. R.
no ha olvidado nunca lo que debió su padre al pa-
dre del marqués. Ya sabéis, querido Murph, que
en 1815, cuando tuvo lugar la reorganización de
los Estados de la Confederación Germánica, el pa-
dre de S. A. R. estuvo á punto de ser eliminado á
causa de su conocida adhesión á Napoleón. El di-
funto marqués de Harville prestó entonces grandes
servicios al padre de S. A., valido de la amistad que
le dispensaba el emperador Alejandro; amistad
contraída durante la emigración del marqués en
INDAGACIONES. 221
Rusia , y que invocada por él á la sazón tuvo una
influencia ilimitada en las deliberaciones del con-
greso en que se debatieron los intereses de los prín-
cipes alemanes. En cuanto á la amistad de monse-
ñor con el joven de Harville creo que ha empezado
en 1815, época en que eran aun muy niños los dos,
y en la cual estuvo el viejo marqués en la corte
del gran duque reinante á ía sazón.
— Sí, los dos conservan agradables recuerdos de
esa época dichosa de su juventud. Pero monseñor
profesa ademas un profundo reconocimiento á la
memoria del hombre cuya amistad ha sido tan útil
á su padre, que todos los que pertenecen á la fa-
milia de Harville tienen derecho á la benevolencia
de S. A. Así es que la pobre señora Adela debe mas
bien á su parentesco los beneficios de que la colma
monseñor , que á su infortunio y á sus virtudes. —
i Quién I ¿ la señora Adela Georges? ¿ la mujer de
Duresnel ? ¡ del presidario llamado el Maestro de
Escuela ! — exclamó el barón. — Sí... la madre
de ese Francisco Germán á quien buscamos, y á
quien espero hallaremos. — ¿Es parienta de Har-
ville?— Era prima de su madre y su íntima amiga.
El viejo marqués profesaba á ía señora Adela la
amistad mas afectuosa. — Pero decidme , querido
Murph , ¿cómo ha permitido la familia de Harvi-
lle que se casase con ese monstruo de Maestro de
Escuela? — Mr. de Lagny, padre de esa desgraciada
é intendente del Langüedoc antes de la revolución,
era dueño de pingües haciendas y pudo salvarse de
la proscripción. En los primeros dias de tranquili-
dad que sucedieron á aquella época terrible pen-
só en casar á su hija , y habiéndola pretendido Du-
resnel , que era rico , pertenecia á una distinguida
familia parlamentaria y ocultaba su perversa in-
clinación bajo un esterior hipócrita , le dio la
222 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
mano de la señorita Lagny. Disimuló por algún
tiempo aquel infame los vicios que le dominaban ,
pero al fin todos se fueron descubriendo : disipador,
jugador desenfrenado y entregado á una continua
embriaguez, no tardó en consumir sus propios bie-
nes y los de su mujer en los vicios mas bajos y
detestables , y hasta fué vendida la misma ha-
cienda á que se habia retirado la señora Adela
después del naufragio de casi toda su fortuna. En
esta época fué cuando la señora Georges se reunió
con su hijoá la marquesa de Harville, á quien ama-
ba como una hermana. Duresnel , viéndose arrui-
nado, buscó en el crimen nuevos medios de subsis-
tencia ; hízose falsario, ladrón y asesino; fué conde-
nado á presidio por vida, consiguió robar su hijoá su
mujer y lo confió á otro criminal de su mismo tem-
ple. . Lo demás ya lo sabéis. Después de la conde-
nación de su marido: la señora Adela dejó la com-
pañía de la marquesa viuda de Harville, y sin de-
cir el motivo de su conducta, vino á ocultar su
vergüenza en Paris , en donde se vio reducida á
la mas profunda miseria. Seria demasiado difuso
el deciros las circunstancias que han hecho co-
nocer á monseñor la desgracia de esa mujer ex-
celente y virtuosa , y los lazos que la unian á
la familia de Harville; pero el resultado es que
la socorrió generosamente y la hizo salir de Pa-
rís y establecerse en la quinta.de Bouqueval , en
donde se halla ahora con la Guillabaora. Si no
ha hallado la felicidad en aquel sosegado retiro,
vive á lo menos tranquila y puede distraer sus
penas dirigiendo los quehaceres del estableci-
miento... Monseñor ha ocultado á Harville la cir-
cunstancia de haber rescatado á su parienta de la
miseria mas espantosa , así para no ofender á la
delicadeza de la señora Adela, como porque no
INDAGAClOMiS. 223
le gusta hacer alarde de sus beneficios. — Ahora
comprendo el doble empeño de Monseñor en bus-
car al hijo de esa desgraciada. — De lodo lo di-
cho podréis deducir, mi querido barón , el afecto
que S. A. R. profesa á toda esa familia, y cuan
vivo dolor sentirá al ver tan triste al marques,
siendo así que tiene motivos para vivir contento y
feliz. — En efecto, ¿qué le falta al marques de
Harville? Todo lo reúne; nacimiento, bienes de for-
tuna, talento, juventud; su mujer es encantadora
y tan discreta como hermosa. — No hay duda; y
monseñor no ha pensado jamas en las indagacio-
nes de que acabamos de hablar sino después de
haber intentado en vano penetrar la causa de la
negra melancolía del marques; pues aun que este
se ha mostrado siempre agradecido á la benevo-
lencia de S. A. R. , guardó invariablemente la
mayor reserva con respecto á la causa de su tris-
teza. ¿Estará esta causa en el corazón? — Dicen
que está muy enamorado de su esposa ; pero ella
no le da motivo de zelos. La encuentro muchas
veces en sociedad y siempre rodeada de admira-
dores, como lo están todas las mujeres amables
y hermosas , pero su reputación no ha sufrido ja-
mas el menor ataque de la maledicencia. — Sí, y
el marques se alaba con frecuencia de la virtud
de su mujer... Solo una vez ha tenido con ella
una lijera discusión con motivo de la condesa
Sarah Mac Gregor. — ¿Se conocen ? — Por una
desgraciada casualidad , hace diez y siete ó diez y
ocho años que el padre del marques de Harville
ha conocido á Sarah Seyton de Halsbury y á su
hermano Tomas , en Paris , en donde se hallaban
protejidos por la embajadora de Inglaterra. Cuan-
do los dos hermanos pasaron á Alemania , el viejo
marques les dio cartas de recomendación para el
22i LOS MISTERIOS DE PARTS.
padre de monseñor, con quien seguía una corres-
pondencia. /Ah, querido barón/ sin esta recomen-
dación muchas desventuras se hubieran evitado,
porque monseñor no hubiera conocido á esa mu-
jer. Finalmente, habiendo sabido la condesa Sa-
rah cuando vino á París la amistad que unia á
S. A. R. con el marques, se introdujo en casa de
Har ville con la esperanza de encontraren ella á mon-
señor; porque tiene tanto empeño en perseguirle co-
mo él en evitarla... — ¡Solo ella podria disfrazarse
(le hombre para seguir á S. A. R. hasta la Cité!
Solo ella es capaz de una idea semejante. — Espe-
raba acaso llamar la atención de monseñor é indu-
cirle á tener con ella una entrevista, que siempre
la ha rehusado.., Pero volviendo á la señora de
Harville, su marido, á quien monseñor habia ha-
blado de Sarah oportunamente, la ha aconsejado
que viese á la condesa lo menos posible; pero se-
ducida la marquesa por la adulación hipócrita de
aquella ha opuesto alguna resistencia al consejo de
Harville. Esto dio lugar á algunas disensiones, que
no pueden ser la causa del abatimiento de ánimo
que se observa en el marques. — ¡ Qué mujeres hay
en mundo, querido Murph! Siento en el alma que
la señora de Harville tenga con esa Sarah la me-
nor relación... La joven y encantadora marquesa no
podrá menos de perder con el trato de una criatura
tan diabólica.
— A propósito de criaturas diabólicas — dijo
Murph — aqui tenéis un informe relativo á GeciÜa
la indigna esposa de David. — Sea dicho entre no-
sotros , querido Murph, pero esa insolente mestiza
merecerla el terrible castigo que su marido, nuestro
buen doctor negro, ha dado al Maestro de Escuela por
urden de monseñor. También ella ha hecho derra-
mar sangre y su conducta es abominable y espanto-
INDAGACIONES. 223
sa. — ¡Y sin embargo es tan bella, tan seductora!
me horroriza el ver una alma tan perversa bajo un
csterior tan hermoso. — Cecilia es doblemente odio-
sa considerada de ese modo : pero yo espero que
este despacho anulará la orden dada por monseñor
sobre esa mujer. — Al contrario... barón.... —
¿Quiere aun Monseñor que se facilite la huida del
castillo donde ha sido echada por toda su vida? —
Sí. — ¿Y que su pretendido raptor la traiga á Fran-
cia... al mismo Paris? — Sí, y mucho mas aun...
por este pliego se ordena que se apresure la evasión
de Cecilia y que viaje con la mayor rapidez posible,
á fin de que llegue aquí dentro de quince dias. — Esa
orden me confunde... ¡ monseñor ha manifestado
siempre tal horror hacia esa mujer , que!... — Y
hoy dia la mira con mas horror que nunca, si es
posible. — j Y sin embargo la hace venir á su la-
do ! Por lo demás no dejará de ser fácil como creo
S. A. R. , el conseguir la extradición de Cecilia si
no cumple lo que de ella se espera. Se manda al
hijo del alcaide del castillo de Gerolstein que robe
esa mujer fingiéndose enamorado, y se le facilitan
todos los medios para llevar á cabo este proyecto...
La mestiza se aprovechará desde luego la ocasión de
huir, seguirá al supuesto raptor y se vendrá á Pa-
ris ; pero siempre estará sujeta á la condenación;
nunca dejará de ser una criminal que ha roto su
condena, y esto puede evitarse si S. A. R. lo lleva á
bien, pues cuento con medios para obtener su extra-
dición.— Da vid quedó petrificado querido barón cuan-
do supo por monseñor la próxima llegada de Cecilia,
y exclamó: «j Espero que V. A. R. no me obligará á
ver á ese monstruo ! » — « No temáis — repuso mon-
señor — no volvereis á verla... pero la necesito pa
ra llevar adelante ciertos proyectos.» — Esta decla-
ración libró á David de una pesadilla ; pero estoy
:2*26 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
seguro que le atormentan sin pesar dolorosos re-
cuerdos. — ¡ Pobre negro '... es capaz de amarla to-
davía. /Dicen que está aun tan hermosa I... — Sí...
demasiado hermosa.... Seria necesario el sutilísimo
ojo de un criollo para descubrir la sangre mista en
lá imperceptible línea acobrada que corona las uñas
color de rosa de esa linda mestiza. Nuestras belda-
des del Norte no tienen el cutis mas blanco y puro,
ni un color mas trasparente. — Me hallaba en Fran-
cia cuando monseñor trajo consigo de América á
David y Cecilia, y sé que el fiel negro profesa desde
entóncesá S. A. R. una adhesión y un reconocimien-
to sin límites : pero jamas he podido saber por que
aventura se ha consagrado al servicio de monseñor
y cómo ha venido á casarse con Cecilia , á quien
he visto por primera vez un año después de su casa-
miento : ¡ y Dios sabe el escándalo que dio ya en-
tonces ! — Yo puedo informaros de lo que deseáis
sabpr , querido barón: he acompañado monseñor en
su viaje á América, en donde ha rescatado á David
V á la mestiza de la situación mas espantosa. — Os
lo agradeceré , mi querido Murph : empezad ya que
os escucho — dijo el barón.
CAI'ITILO XXII.
HISTORIA DE DAVID Y DE CECILIA.
— Mr. Willis, rico hacendado angloamericano
de la Florida — dijo Murph — descubrió en uno
de sus esclavos negros llamado David , joven desti-
nado al servicio de la enfermería de su posesión , un
entendimiento extraordinario j una profunda con-
miseración hacia los enfermos á quienes prestaba
con tierno cuidado el socorro que prescribian los
médicos; y finalmente, una vocación tan decidida
para el estudio de la botánica aplicada á la medici-
na, que, sin ningún género de instrucción, habia
llegado á clasificar una especie de Flora de las plan-
tas de la hacienda de su amo y de las cercanías. La
posesión de Mr. Willis estaba situada á la orilla del
mar y distaba quince ó veinte leguas de la pobla-
ción mas inmediata; y como los médicos del país
eran harto ignorantes y poco exactos en el desem-
peño de su ministerio á causa de las grandes dis-
tancias y de la dificultad de las comunicaciones,
resolvió remediar este grave inconveniente en un
país sujeto á frecuentes epidemias , teniendo siem-
pre á la mano un facultativo hííbil; á cuyo fin dis-
puso que David viniese á Francia para estudiar la
medicina... David salió para Paris lleno de gozo
con su nueva misión; pagóle su señor los estudios,
y al cabo de ocho años de una aplicación prodigiosa,
se recibió de doctor en medicina con un éxito bri-
228 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
liante, y regresó á América en donde volvió á po-
nerse á disposición de su amo. — Pero David debió
haberse considerado libre de hecho y de derecho
desde el momento que pisó el territorio de Francia.
— Pero es tal la lealtad de ese hombre, que ha-
biendo ofrecido á su amo regresar, prefirió su pa-
labra á su libertad... Ademas no consideraba como
suya una instrucción adquirida con el dinero de su
señor; y , finalmente, esperaba poder aliviar física
y moraímente el padecer de sus antiguos compañe-
ros de esclavitud... No solo se propuso ser su médi-
co , sino también s'j amparo y defensa para con el
amo común. — En efecto, es preciso estar dotado
de una rara probidad y de un santo amor á sus se-
mejantes , para volver al lado de su dueño después
de haber residido ocho años en Paris... en medio de
la juventud mas democrática de Europa... — Juz-
í?ad por ese hecho de su carácter. Llegó pues á la
Florida, y debemos confesar que Mr. Willis lo tra-
tó con bastante consideración , pues David comia á
su misma mesa y dormía bajo un mismo techo : por
lo demás el hacendado era un hombre estúpido,
mal intencionado, sensual y despótico como lo son
algunos criollos , y creyó que se mostraba bastante
generoso con David señalándole 600 francos de sa-
lario. Al cabo de algunos meses se declaró el tifus
en la hacienda , y habiendo sido atacado Mr. AVi-
llis por esta enfermedad, debió su inmediato resta-
blecimiento á la asistencia de David , y de treinta
negros gravemente enfennos solo murieron dos. Por
este y otros servicios subió Mr. AYillis el sueldo de
David á 1200 francos, con lo cual se tuvo el buen
médico por el hombre mas feliz del mundo. Sus
compañeros le miraban como -á su providencia ; y
aunque para conseguir de su amo que mejorase algo
la situación de aquellos infelices tenia que vencer
HISTORIA DE DAVID Y CECILIA. 229
graves dificultades , esperaba sin embargo aliviar
su suerte en lo venidero: entretanto los moraliza-
ba, los consolaba y los exhortaba á la resignación;
les decia que Dios protege lo mismo al negro que al
blanco , y les hablaba de otro mundo en donde no
hay señores y esclavos, sino justos y pecadores;
de una vida eterna , en donde las víctimas de esta
vida fugaz y transitoria eran tan felices que pedian
gracia para sus verdugos... ¿Qué mas os diré?... A
aquellos desgraciados , que , al contrario de los de-
mas hombres, contaban con amarga alegría el paso
que daban cada dia hacia el sepulcro... á aquellos
infelices que no esperaban mas que la nada, David
hizo esperar una libertad eterna... sus cadenas les
parecieron entonces menos pesadas y su trabajo mas
leve y llevadero. David era su ídolo... Un año se
pasó de esta manera. Entre las esclavas mas her-
mosas de la hacienda se distinguía una mestiza de
quince años llamada Cecilia , cuya singular belleza
inspiró á Mr. Willis un capricho de sultán; y por
primera vez en su vida fué desairado con una resis-
tencia tenaz é inesperada. Cecilia amaba... amaba
á David, que durante la última epidemia la había
asistido con un desvelo admirable : un amor casto
pagó mas adelante la deuda del agradecimiento.
David era demasiado delicado para abrigar ninguna
esperanza de dicha , antes de casarse con Cecilia, y
esperaba que cumpliese los diez y seis años. Mr.
Willis , ignorando la mutua pasión que unia a los
dos esclavos , echó con arrogancia su pañuelo á la
linda mestiza : esta refirió á David el brutal aten-
lado de que apenas había podido salvarse. El negro
la consoló , y fué en seguida á pedir su mano á Mr.
Willis. — ¡Cáspita 1 ya adivino , amigo Murph, la
respuesta del sultán angloamericano... se negó ¿no
os verdad?— Se negó. Dijo que tenia capricho por
230 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
aquella muchacha , y que jamas había sufrido el
desden de una esclava : que aquella le gustaba, y
que nada le impediria conseguirla. Aconsejo á Da-
vid que eligiese otra para mujer propia ó para que-
rida, según le pareciese, pues habia en la hacienda
otras diez mestizas tan lindas como Cecilia. David
habló largo rato de su amor correspondido, y su
amo encojió los hombros. David volvió á insistir,
pero todo fué en vano. El criollo tuvo la impruden-
cia de decirle que seria de muy mal ejemplo el que
un amo cediese ante su esclava , y que no daría este
ejemplo por satisfacer el capricho de David. Volvió
este á suplicar, y el amo se impacientó. Avergon-
zado de tanta humillación, habló entonces con to-
no firme de sus servicios y de su lealtad y desinte-
rés , pues se habia contentado con un mezquino sa-
lario; á lo que respondió irritado y con desprecio
Mr. W illis que era tratado con demasiada consi-
deración para un esclavo. Al oír David estas pala-
bras no pudo contener ya su indignación... Por
primera vez en su vida habló como hombre ilus-
trado de los derechos adquiridos en ocho años que
habia residido en Francia. Mr. Willis se enfureció,
lo trató de esclavo rebelde y lo amenazó con la
cadenac. David profirió algunas palabras amargas
y violentas. Dos horas después se hallaba atado á
un poste y el rebenque crujia sobre sus miembros
ensangrentados, mientras queá su vista llevaban
á Cecilia al cuarto del tirano... — La conducta de
ese hacendado es estúpida y horrorosa... Eso se
llama unir lo absurdo á la crueldad mas detesta-
ble... poique al fin dependía del negro para... — Y
tanto dependía que en aquel mismo dia el acceso
de furor por una parte , y por otra la embriaguez
á que se entregaba el brutal hacendado todas las no-
ches , le originaron una fiebre inflamatoria de las
HISTORIA DE DAVID Y CECILIA. 231
mas peligrosas, cuyos síntomas se declararon con la
rapidez peculiar de esta clase de enfermedades...
Metióse en el lecho con una calentura horrible y
mandó llamar un médico; pero este no podía llegar
antes de treinta y seis horas...— A la verdad, la
grave y merecida peripecia de la enfermedad de ese
hombre parece providencial... — El mal hacia pro-
gresos espantosos... Solo David podia salvarlo ; pero
Willis, desconfiado como todos los malvados, temía
que el negro sé vengase envenenándolo con alguna
poción... porque después de haberlo azotado, le ha-
bía hecho meter en un calabozo... Asustado al fin
por el rápido incremento de la enfermedad , abatido
por el dolor y creyendo que ya que la muerte era
segura le ofrecía alguna esperanza la generosidad
de su esclavo, hizo poner en libertada David des-
pués de haber luchado con terribles dudas... — ¿Y
salvó David la vida de su amo? — Por espacio de
cinco dias y cinco noches le veló como sí hubiera
velado á su padre sin separarse de su cabecera, y
combatió con tan admirable a» ierto la enfermedad
que triunfó por úllimo de ella , con sorpresa del
otro medico que no llegó hasla el segundo día. —
¿Y el amo... luego que sanó?... — No queriendo
sufrir la presencia de su esclavo que le abrumaría
sin cesar con el recuerdo de su magnániriia gene-
rosidad, consiguió á costa de enormes sacrificios
que se quedase en la hacienda el médico á quien
habla hecho llamar, y volvió á encerrará David en
el calabozo. — ¡ Eso es horrible ! |)ero no lo estra-
ño: la presencia de David hubiera causado á este
hombre un continuo remordírniento... — No, solo
los zelos y la venganza dicl.iron osla bárbara con-
ducta... Los negros de Mr. Willis airaban á David
fon lodo el ardor de la mas viva graliiud, pues le
tenían por el redentor de su cuerpo y íle su alma»
T. r. IG
232 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
Sabían el desvelo con que había asistido á su señor
en la úllima enfermedad... y así es que saliendo del
embrutecimiento y apatía que es el estado ordinario
del esclavo, manifestaron aquellos íifelicessu indig-
nación ó mas bien su dolor, cuando vieron la horrible
crueldad con que David fué azotado y preso. Mr.Wi-
llis exasperado creyó ver en esta manifestación el
germen de una rebelión inmediata, y pensó que de
la influencia que había adquirido David sobre los
demás esclavos, se debía esperar el que se pusiese
á la cabeza de una conspiración para satisfacer su
venganza. Este temor absurdo díó motivo á que el
hacendado aumentase los tormentos de David , y se
resolviese á impedir por cualquier medio los sinies-
tros designios que solo existían en su imaginación.
— Bajo ese punto de vista, la conducta de Wiüis
parece menos estúpida, aunque no menos feroz...
porque era efecto del terror. — Poco tiempo des-
pués de estos sucesos llegamos nosotros á América.
Monseñor fletó un bergantín inglés en Santo To-
más, y visitamos de incógnito todas las haciendas
del litoral Angloamericano... Mr. AVillís nos recibió
con magnificencia, y al dia siguiente por la noche
nos contó con un descaro cínico y escitado por el
vino que había bebido , la historia de David y de
Cecilia, mezclando á cada paso chistes groseros y
horribles. Había olvidado deciros que el propieta-
rio , después haber violentado á la infeliz escla-
va , la encerró en un calabozo para vengarse de
sus desdenes. Al oír S. A. R. una historia tan horri-
ble , creyó que Mr. WíUis se alababa de lo que
no existia ó por lo menos que estaba ebrio: estaba
en efecto borracho, pero lo que refería era la pura
verdad. Para disipar la incredulidad de monseñor,
levantííse de la mesa el hacendado y mandó á un
esclavo que encendiese una linterna y nos condujese
al calabozo de David,
HÍSTORIA de DAVID Y CECILIA. 233
— / Ah ! veamos. — Jamas he visto un espec-
táculo tan horrible. David y Cecilia, macilentos,
descarnados, medio desnudos y cubiertos de he-
ridas, estaban atados por la cintura á una cadena
en dos extremos opuestos del calabozo. Parecían
dos espectros á la débil luz de la linterna que
alumbraba aquel tenebroso cuadro. David no pro-
firió al vernos una palabra : su mirada tenia una
fijeza espantosa. El hacendado le dijo con una
ironía cruel: «¿Qué tal, doctor, cómo anda eso?...
Ya que sabes tanto... ¿porqué no te escapas de
ahí?...» El negro solo respondió con un ademan
y una palabra sublimes : elevó lentamente el brazo
derecho, señaló con el índice á la bóveda, y sin
mirar á su amo dijo con voz solemne: «¡Dios/» y
volvió aguardar silencio. «¿Dios?» repuso el ha-
cendado prorrumpiendo en una carcajada : « anda
y dile á Dios que te venga á arrancar de mis
uñas ! II... » Y cada vez mas fuera de sí por el fu-
ror y la embriaguez , añadió esta horrenda blasfe-
mia : « ¡ Sí, le desafio á que me robe mis esclavos
antes deque mueran/... ¡Si no lo hace niego su
existencia I...» — ¡Qué loco, brutal y estúpido/
— Esto nos llenó de disgusto; y monseñor no dijo una
sola palabra. Salimos de aquel antro, que estaba si-
tuado á la orilla del marlo mismo que la casa, y vol-
vimos á bordo de nuestro bergantín que se hallaba
fondeado á corta distancia. A la una de la noche,
cuando toda la gente de la hacienda estaba entre-
gada á un profundo sueño, saltó monseñor á tier-
ra con ocho hombres bien armados, dirigióse al
calabozo, forzó las puertas , sacó de la prisión á
David y Cecilia y trajo consigo á bordo las dos víc-
timas sin que nadie hubiese observado nuestra ex-
pedición. En seguida monseñor y yo nos dirigimos
á la casa del hacendado. ¡ Es bien extraño el que
- 23i LOS MISTERIOS DE PARÍS.
estos hombres que atormentan á sus esclavos, no
tomen contra ellos la menor precaución, pues
duermen con las puertas y ventanas abiertas I Lle-
gamos sin el menor obstáculo al cuarto en que dor-
mía Mr. Willis, el cual estaba alumbrado por una
lamparilla; monseñor dispertó al hacendado, y este
se incorporó en el lecho con la cabeza entorpe-
cida aun por los vapores de la borrachera, o Esta
noche habéis desafiado á Dios preciándoos de que
no seria capaz de arrebataros vuestras dos vícti-
mas... antes de su muerte. Sacólas ya de vuestro
poder...» — dijo monseñor; y cogiendo luego un ta-
lego en que llevábamos 5,000 duros en oru, lo ar-
rojó sobre la cama del hacendado añadiendo: —
• Ése dinero os indemnizará de la pérdida de los
dos esclavos... A vuestra violencia quémala, opon-
go una violencia que redime... /Dios nos juzgarál...»
Y desapareí irnos dejando á Mr. Willis atónito, in-
móvil y creyendo que era un sueño todo lo que
pasaba. Algunos minutos después se liabia hecho á
la mar nuestro bergantin. — Me parece, querido
Murph, que S. A. K. pagó con exceso á ese mise-
rable la pérdida de esos dos esclavos; porque en
rigor David no le pertenecía ya. — Haníamos cal-
culado el costo de los esludios de David por espa-
cio de ocho años , y el triple valor, por lo me-
nos, de este y de Cecilia como simples esclavos.
Ya sé que nuestra conducta era contraria al dere-
cho de gentes... pero si hubierais visto la horrible
agonía de aquellos do«i desgraciados, si hubierais
oído el desafí»» sacrilego de aquel hombre ebrio de
vino y de ferocidad, comprendeiiais fácilmente
porqué monseñor se determinó á hacer el papel
de la Provit/enrifiy como dijo S. A. R. en acjuella
ocasión. — Eso es tan controvertible y tan justifi-
cable como el castigo del Maestro de Escuela, mi
HISTORIA DE DAVID Y CKCICIA. 235
querido Murph. ¿Y no tuvo mas consecuencias esa
aventura? — Ninguna podía tener. El barco lle-
vaba bandera dinamarquí^sa, S. A. R. guardaba el
incógnito mas severo y pasábamos por ingleses ri-
cos. ¿A quién se hubiera quejado ni dirigido sus
reclamaciones Mr. Willis? Ademas, ú\ mismo nos
faabia dicbo, y el médico de monseñor lo ha con-
firmado en un proceso verbal; que los dos esclavos
no hubieran vivido ocho dias en el horrible cala-
bozo. Hubo que recurrir a los mayores esfuerzos
para salvar á David y á Cecilia de una muerte
casi inevitable; pero al fin se consiguió restable-
cerlos, y desde entonces permaneció David en
clase de médico al lado de monseñor, á quien pro-
fesa la veneración y el afecto mas entrañables.
— ¿Se casó David con Ceciliaal llegará Europa? —
Ese matrimonio, que prometía ser tan feliz, se
celebró en la capilla del palacio de monseñor;
pero Cecilia por un trastorno singular de su con-
ducta, apenas se víó en situación tan inesperada,
cuando olvidada de todo lo que David había pade-
cido por ella y de lo que ella habia sufrido por
él , y avergonzada de verse unida á un negro en
este continente, se dejó seducir por un hombre de-
pravado y cometió el primer delito: cualquiera
hubiera dicho que la perversidad natural de esa
desgraciada, hasta entonces oculta, solo esperaba
este peligroso estímulo para manifestarse con una es-
pantosa energía. Sabéis ya todo lo demás y el escán-
dalo de sus aventuras. Al cabo de dos años de unión
conyugal , David , que tenia en ella tanta confianza
como era vehemente el amor que la profesaba,
llegó á conocer su proceder infame, y este golpe
terrible le despertó de su ciega seguridad.
— Dicen que quiso matar á su mujer. — Sí; pero
consintió por fin en que fuese encerrada en un casti-
236 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
lio por toda la vida á instancias de monseñor.» Y esa
misma prisión es la que monseñor acaba de abrir...
con asombro vuestro y mió: no quiero ocultároslo,
mi amado barón. Pero se hace ya tarde , y S. A. R.
quiere que vuestro correo salga lo mas pronto po-
sible para Gerolstein... — Antes de dos horas esta-
rá en camino. Adiós , querido Murph... hasta la
noche... — Hasta la noche. — ¿Os habéis olvidado
de que hay gran baile en la embajada de *** , al
cual debe asistir S^ A. R. ? — Es verdad.,. Desde
que se ausentaron el coronel Vamer y el conde
de Harneim, me olvido siempre de que tengo que
desempeñar las funciones de gentilhombre y de
edecán... — Ahora que habláis del conde y del co-
ronel... ¿ cuándo volverán ? ¿Darán pronto fin á su
misión? — Ya sabéis que monseñor desea tenerlos le-
jos de sí el mas tiempo posible , á fin de estar so-
lo y obrar con mas libertad... En cuanto á la mi-
sión que les ha encargado S. A. R. para desemba-
razarse de ellos con disimulo, enviando el uno á
Aviñon y el otra á Estrasburgo... os la confiaré
un dia que estemos los dos de mal humor... porque
yo desafiaría la seriedad del mayor hipocondríaca
y me comprometería á hacerle reir , no solo con
esta confianza , sino también con alguna de las ins-
trucciones que han llevado ambos caballeros , los
cuales tomaron su pretendida misión cmi una for-
malidad increible... — Con franqueza os digo que
yo no he comprendido jamas la razón por qué
S. A. R. habia encargado al coronel y al conde ese
servicio especial. — ¡Qué decis ! ¿no es el coronel
Varner el tipo militar mas admirable? ¿Hay en
toda la confederación germánica una talla mas
completa , bigotes mas lucidos ni aire mas marcial?
Y cuando se pone cinchado con caparazón y bri-
d|i de gala, ¿ puede darse iin aire mas triunfante y
HISTORIA DE DAVID Y CECILIA, 237
glorioso ?... ¿ puede haber en el mundo mas com-
pleto... animal ? — Es claro... pero justamente esa
belleza le impide tener un aire excesivamente in-
telectual...— ¡Ahí está la cosa' Y por eso dice
monseñor que, gracias al coronel , se ha acostum-
brado ya á tolerar las gentes mas importunas y
pesadas del mundo... Antes de dar algunas audien-
cias mortales se encierra media hora con el coro-
nel.v. y sale de la entrevista capaz de hacer frente
al mismo tedio en persona... — También el soldado
romanó calzaba sandalias de plomo antes de em-
f>render una marcha forzada , para que la fatiga se
e hiciese mas llevadera después de quitárselas.
Ahora sí que aprecio la utilidad del coronel... ¿Pe-
ro el conde de Harneim?... — También es de suma
utilidad para monseñor : siempre que ve á su lado
esa calabaza hueca , tersa y sonora ; al ver ese pe-
llejo hinchado y lleno de... nada, tan magnífica-
mente ataviado que representa la parte teatral y
pueril del poder soberano, conoce monseñor la va-
nidad de esas pompas estériles, y mas de una vez
ha debido á la contemplación del inútil y relum-
brante gentilhombre las ideas mas serias y fecun-
das.— Pero seamos justos, amigo mió: ¿en qué
corte se hallaría un modelo mas perfecto de gen-
tilhombre? ¿Quién conoce mejor que Harneim las
innumerables reglas y tradiciones de la etiqueta ?
¿ Quién llevaría con mas gravedad una cruz de es-
malte al cuello y mas magestuosamente una llave
de oro á la espalda? — A eso dice S. A. que la es-
palda de un gentilhombre tiene una fisonomía par-
ticular, porque se lee en ella una espresion tal de
sumisión y ae altanería , que causa dolor el mirar-
la. En la espalda del gentilhombre brilla el signo
simbólico de su empleo... y por eso , según dice
monseñor, el dignísimo Harneim parece siempre
238 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
dispuesto á presenlarse de medio lado, para que
se vea desde luego toda la altura de su valimiento...
— El hecho es que el asunto de la incesante medi-
tación del condees inquirir por qué fatal accidente
se ha imaginado ponerá la espalda la llave del
gentilhombre... porque, como dice él con harta
sensatez y pesadumbie «¡qué diablo 1 las puertas
no se abren , ni se habla á la gente por la espal-
da I» — jEl correo , el correo , barón ! — dijo Murph
señalando al reloj. — ¡Qué m^^ldito de hombre I
sieippre rae hace charlar mas de lo que conviene...
vos tenéis la culpa... Ofreced mi respeto á S. A. R.
— dijo el barón de Graün corriendo á tomar el
sombrero. — Hasta la noche , querido Murph. —
Haata la noche , querido barón... algo tarde, por-
que monseñor querrá visitar hoy mismo la casa
misteriosa de la calle del Templo.
*HbcOiXlUcV ^UjDci
C\!'ITIL0 X\ll!.
LA CASA DE LA GALLE DEL TEMPLO.
Queriendo aprovechar Rodolfo las noticias que
el barón de Graün habia recogido sobre la Guilla-
baora y Germán, hijo del Maestro de Escuela, de-
terminó ir á la casa de la calle del Templo, en
donde Germán habia vivido últimamente, con áni-
mo de descubrir la habitación actual de aquel jo-
ven por medio de la señorita Alegría : tarea harto
difícil, porque la joven modista debia saber acaso
que el hijo del Maestro de Escuela tenia el mayor
interés en que se ignorase absolutamente su nueva
morada. Alquilando en la referida casa el cuarto
en que habia vivido Germán , Kodolfo facilitaria
sus indagaciones, y sobre todo ballaria ocasiones de
observar de cerca las distintas personas que habi-
taban el edificio.
El mismo dia del coloquio del barón de Graün
con Murph , se dirigió Rodolfo hacia las tres de
la tarde á la calle del Templo, disfrazado cOn un
traje humilde. Esta casa , situada en el centro do
un barrio comercial y populoso, nada tenia de par-
ticular en su aspecto: componíase de un cuarto
bajo ocupado por un ebanista, de otros cuatro pi-
sos y de algunas guardillas. Un portal oscuro y es-
trecho conducia Á un reducido patio, ó mas bien á
una especie de pozo cuadrado, completamente cer-
rado al aire y á la luz, el cual servia de común re-
2Í0 LOS MISTERIOS DE PARIS
cepláculo á todas las inmundicias de la casa, que
arrojaban por las ventanillas y tragaluces los ve-
cinos de los pisos superiores.
Una luz rojiza indicaba al pié de la escalera hú-
meda y negra la habitación del portero. En esta
covacha ahumada por la combustión de una lámpa-
ra , que era necesaria en medio del dia mas claro,
entró Rodolfo para preguntar por eí cuarto desal-
quilado.
Un quinqué, colocado detrás de un globo de cris-
tal lleno de agua que le servia de rererbero , ilu-
minaba la zahúrda; en el fondo se veía un lecho
cubierto con una colcha de arlequín , compuesta de
una multitud de pedazos de telas de toda especie y
de todos colores ; á mano izquierda habia una có-
moda , cuya cubierta de mármol sostenia los si-
guientes adornos : 1 ." un pequeño san Juan de cera
con su cordero blanco y su peluca rubia , colocado
en una urna de vidrio estrellado, cuyas juntas es-
taban cubiertas con tiras de papel azul ; 2/ dos
candeleros viejos de plaqué enrojecidos ya por la
acción del tiempo , los cuales sostenían en lugar de
bujías , dos naranjas sin duda acabadas de presentar
á la portera como regalo de año nuevo ; 3.* dos ca-
jas , una de paja de varios colores, y otra cubierta
de conchas de marisco. Estas obras del arte olian
de una legua á la cárcel ó al presidio (a), (esto no
es un homenaje del autor: ya veremos la moralidad
del portero de la calle del Templo). Finalmente,
entre las dos cajas y bajo un guardapolvo de cristal
se veía un par de botitas de cordobán encarnado y
de corte de corazón , las cuales eran unas verdade-
(a) Los encarcelados y presidarios tienen por ocupa-
ción casi exclusiva la fabricación de estas cajitas.
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 241
ras botas de muñeca, pero muy diestramente amol-
dadas , cosidas y pespunteadas.
Esta obra maestra del arte, como diría un cofra-
de de san Crispin, unida á las figuras fantásticas
pintadas en la pared en medio de innumerables bo-
las y zapatos, daba bien á entender que el portero
de esta casa se consagraba á la restauración del
calzado viejo.
Cuando Rodolfo se decidió á entrar en esta cue-
va, se bailaba ausente el portero M. Pipelet, pero
su ausencia era momentánea y lo representaba su
esposa madama Pipelet , que instalada junto á un
brasero colocado en medio de la habitación , pa-
recia gravemente ocupada en oir cantar su puche-
ro ( esta es la expresión técnica). El Hogart fran-
cés , Enrique Monmer, ha delineado tan bien la
portera , que nos contentaremos con rogar al lector
que traiga ala memoria, si quiere formarse una
idea de madama Pipelet , la mas fea , la mas arru-
gada , la mas sucia , la mas indigesta , la mas des-
dentada , la mas venenosa de todas las porteras in-
mortalizadas por aquel eminente artista.
• La única circunstancia que nos tomaremos la li-
bertad de añadir, será un singular tocado compues-
to de una peluca llamada á lo Tito Livio, que ha-
bía sido rubia en sus dias , pero que con el tiempo
se babia llenado de medios tintes rojizos y amari-
llentos, oscuros y pálidos, bastante parecidos al
follaje de otoño, los cuales hacian resaltar mas la
intrincada confusión de unos mechones de pelo
erizados , tiesos, revueltos y enmarañados. Madama
Pipelet no abandonaba jamás este único y sempi-
terno adorno de su cráneo sexagenario.
Al ver á Rodolfo la portera pronunció con tono
arrogante estas palabras consagradas en todas las
porterías del mundo :
242 1.03 MISTERIOS DE PARIS«
— ¿Adonde vais? — Señora, parece que hay en
esta casa un cuarlo y una alcoba desalquilados —
dijo Rodolfo dando cierta inflexión enfática á la pa-
labra señora, lo que no desagradó sin duda á ma-
dama Pipelet, pui's replicó en tono mas comedido:
— Hay un cuarto vacío en el cuarto piso, pero no
«e puede ver ahora... Alfredo ha salido. — ¿Es
vuestro hijo, señora? ¿Volverá pronto? — No es
mi hijo caballero , que es mi marido. ¡Si no podré
llamar Alfredo á Pipelet sin que le tomen por otro!
— Tenéis derecho , señora , á llamarle como gus-
téis; mas permitídmeos p egunte si debo aguar-
darle un momento. Quisiera alquilar el cuarto,
porque me conviene bastante la situación de este
barrio; la casa me gusta también : parece que está
cuidada de un modo admirable. Pero antes de ver
el cuarto que deseo habitar quisiera saber, seño-
ra , si tendríais á bien encargaros de mi servicio y
asistencia, porque es mi costumbre no emplear á
nadie mas que á los porteros, siempre que estos se
convengan.
Esta proposición expresada en términos tan lison-
jeros cautivó completamente á madama Pipelet, \n
cual respondió:
— Con mil amores, caballero... tendré á mucha
honra hacer vuestro servicio, y por seis francos
mensuales estaréis asistido como un príncipe. —
Vayan los seis francos , señora... ¿cómo os llamáis?
— Pomona, Pentesilea, Fredegunda Pipelet. —
Muy bien , señora Pipelet, os daré los seis francos
de propina cada mes. Pero si el cuarto me convie-
ne... ¿cuál es su precio? — Con el gabinete 160
francos, caballero, sin que se pueda rebajar un
ochavo... El casero es un avaro capaz de esquilar
un huevo. — ¿Cómo le llamáis? — El señor Brazo
Rojo. — ¿En dónde vive ? — En la calle de Feves,
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 24.3
número 13 ; tiene también una tabernil la en los fo
sos de los campos Elíseos.
Sorprendió á Rodolfo este extraño descubrimien-
to, y no dudando un momento que fuese el mismc
á quien conocia, dijo á la portera :
— Si el señor Brazo Rojo es el arrendatario prin
cipal , ¿quién es el propietario de esta casa? — E
señor Bordón ; pero yo con nadie tengo que ver sint
con el señor Brazo Rojo.
Queriendo Rodolfo ganar la confianza de la por-
tera , repuso:
— Estoy alí?o cansado , mi querida señora , y el
frió me heló de pies á cabeza. Tomad: hacedme el
favor de ir á la tienda de licores que hay en esta
casa y traed una botella de tapa larga y dos co-
pas... ó mas bien tres porque vuestro marido vendrá
pronto
Y dio un napoleón á la portera.
— ¡Vaya, está visto, sois de aquellas personas
á quienes es preciso adorar desde el primer mo-
mentol — exclamó la portera, cuya nariz granu-
jienta se encendió con el fuegode una báquica exal-
tación. — Voy al momento, pero no traeré mas que
dos copas , porque Alfredo y yo bebemos siempre
con una misma. ¡ Pobre sabrosito mió ! ¡ es tan al-
mibaroso y goloso de lo qutí hacen las nmjcMes I 1 I
— Volved pronto , señora Pipelcl , y aguardaremos
al señor Alfredo. — ¿ Y rae tendréis cuidado de la
portería? — Id sin recelo.
Y la vieja salió.
Al cabo de algimos momentos se acercó i'n car-
tOTO á la vidriera, metió el brazo por la ventani-
lla, y poniendo dos cartas sobre el tablero dijo:
«Tres sueldos.»
— Seis sueldos, porque son dos cartas — dijo
Rodolfo. — Una viene tranca — repuso el cartero.
2ii LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Miró Rodolfo maquinalmente las cartas que aca-
baban de dejarle, j fijando en ellas la atención al
cabo de un rato, le parecieron dignas de un cu-
rioso examen.
Una de ellas exbalaba un suave perfume al tra-
vés de una cubierta de papel satinado. En el se-
llo de lacre encarnado se veían estas letras, G. R.,
coronadas de una celada de encaje y apoyadas so-
bre un campo estrellado de la legión de honor. El
sobre estaba escrito con buena letra. La pretensión
heráldica que indicaban la celada y la cruz hizo
sonreír á Rodolfo, y le confirmó en la idea de que
esta carta no habia sido escrita por una mujer:
¿pero cómo adivinar quien seria el corresponsal
blasonado y oloroso de madama Pipelet? La otra
carta de papel ordinario estaba cerrada con oblea
picada con alfiler, y tenia el sobre para el señor
Cesar Bradamanti , operador dentista. Las letras de
este sobre eran todas mayúsculas y evidentemente
disfrazadas; y ya fuese por obra de la imagina-
ción ó por algún motivo fundado, esta carta pa-
reció á Rodolfo del mas triste agüero. Notó que
las letras estaban medio borradas y el papel algo
arrugado en una parte del sobre... Una lágrima
habia caido en aquel sitio.
Madama Pipelet volvió á entrar con la botella
y las copas.
— He tardado mucho ¿no es verdad? pero cuan-
do una va á la tienda del tio Pepe no hay medio
de salir... ¡Qué humor tan salado de hombre!...
— Aquí tenéis dos cartas que ha traido el cartero
— dijo Rodolfo. — ] Jesús ! ¡ Ave María , señor I pfr-
donad tanta molestia. ¿Las habéis pagado? — Sí.
— Os lo agradezco en el alma, y voy á cobrarme
de vuestro cambio... ¿Cuánto es? — Tres sueldos —
dijo Rodolfo sonriendo por el modo extraño de pa-
LA. CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 2ÍO
gar que había adoptado madama Pipelet.— ^Pero,
sin que parezca indiscreción , quisiera haceros ob-
servar que una de estas dos cartas os viene diri-
jida y que tenéis un corresponsal que huele bien
de una legua. — ¡ A ver / — dijo la portera co-
jiendo la carta perfumada. — ¡ Caramba 1 es ver-
dad... esto me huele á cosa de amoríos... Pero...
¿quién seria el atrevido... el osado?... — ¿Y si
vuestro marido estuviese aquí, madama Pipelet?
— ¡ No digáis eso por Dios, que soy capaz de caer
accidentada en vuestros brazos! i Pero que tonta
soy!... ya caigo, ya — continuó la portera enco-
jiéndose de hombros — es del comandante... ¡Ay,
que susto he llevado! porque Alfredo es zcloso
como un beduino. — Aquí está la otra carta diri-
jida al señor Cesar Bradamanti. — ¡ Ah, si ! el den-
tista del piso tercero... Voy á echarla en la bota de
las cartas.
Rodolfo creyó haber entendido mal , pero vio que
madama Pipelet echaba en efecto la carta en
una bota vieja que estaba colgada en la pared.
Rodolfo la miró con sorpresa.
— i Cómo!... — la dijo — ¿es posible que echéis
la carta?... — En la bota de las cartas ¿y eso que
tiene de particular? Cuando entran los de la casa
Alfredo ó yo sacudimos la bola, se hace el repar-
timiento y cada mochuelo se va á su nido.
Y al mismo tiempo abrió la portera su car-
ta y empezó á darla vueltas en todos sen-
tidos. Después de algunos momentos de duda dijo
á Rodolfo:
— Alfredo es quien lee siempre mi correspon-
dencia, porque yo no sé. ¿Querriais tener la bon-
dad, caballero?... — ¿De leeros la carta? con mu-
cho gusto — dijo Rodolfo lleno de curiosidad por
saber quien erae! corresponsal de madama Pipelet,
246 LOá MISTERIOS DE PARÍS.
y leyó lo que sigue escrito en papel satinado, en uno
de cuyos ángulos se veía la misma celada de enca-
je, las letras C. R. , el campo heráldico y la cruz
de honor :
«Mañana viernes, á las once, encenderéis el fue-
<^o en las chimeneas de los dos cuartos, limpia-
réis los espejos, descubriréis todos los muebles y
adornos, cuidando de no echar á perder el dorado
de los muebles al desempolvarlos y de no man-
char ni quemar el lápiz al em^ender el fuego. Si por
acaso no me hallare ahí cuando llegue una señora,
en un coche á eso de la una, la cual preguntará
por mí dándome el nombre de Carlos, la haréis
subir al cuarto, recojeréis la llave y no la entre-
garéis á nadie hasta que yo llegue. »
A pesar del dictado poco académico de esta
carta , Rodolfo conoció desde luego su objeto, y
dijo á la portera :
— ¿Quién vive luego en el primer piso?
La vieja acercó su dedo amarillo y arrugado á la
fruncida boca , y respondió haciendo una mueca
maliciosa :
— / Chiton /... es cosa de mujeres... intrigas...
amoríos... — Os lo pregunto, mi querida señora
Pipelet... porque antes de entrar en una casa es na-
tural que uno desee saber... — Y muy natural...
puedo comunicaros en dos palabras todo lo que hay
en el particular... Hace unas seis semanas que vino
aquí un tapicero á ver el primer piso que estaba
desalquilado: infórmese del precio y al día siguien-
te volvió con un joven bien parecido; rubio, pe-
queños bigotes, cruz de honor, bien portado y
buena camisa. El tapicero le llamaba... el coman-
dante.
— ¿Es acaso militar? — ¡Militar! — repuso
madama Pipelet alzando los hombros — /buenas
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 247
trazas tiene !... eso viene á ser lo mismo que si á
mi marido le dieran el título de conserje... — ¿Có-
mo?... ¿porqué? — Porque no es mas ni menos
que un comandante de la guardia nacional; el ta-
picero le llamaba comandante para lisongearlo , y
él se complacía... como se complace Alfredo cuan-
do le llaman conserje. En una palabra, luego que
el comandante ( este es su nombre conocido ) hu-
bo visto el cuarto , dijo al tapicero : «Me agrada;
arreglaos con el casero. » « Muy bien , comandan-
te, » repuso el otro... Y al día siguiente el tapice-
ro firmó el arriendo en su propio nombre con Bra-
zo Rojo, y pagó á este seis meses adelantados, por-
que parece que el joven no quiere ser conocido.
Pocos momentos después vinieron algunos obreros
y empezaron á demoler tabiques y hacer otras re-
formas en el primer piso: trajeron sofás, cortinas
de seda, espejos dorados y otros muebles magní-
ficos, de modo que la habitación está que parece
un café de los Baluartes... amen de una tapicería
que hay por todo el suelo, tan tupida y suave que
parece que anda uno sobre felpa de seda... Luego
que se concluyó la obra vino á verla el coman-
dante, y dijo á Alfredo: « ¿ Queréis encargaros de
cuidar de ese cuarto, al cual vendré pocas veces,
de hacer fuego en él de cuando en cuando y de te-
nerlo preparado para recibirme cuando os avise por
la estafeta?» — «Sí, comandante ,» le dijo mi com-
placiente Alfredo. — «¿Y cuánto me llevaréis por
todo eso?» — «Veinte francos mensuales, coman-
dante.»—« ¡ Veinte francos 1 vaya, sin duda os
chanceáis , portero. » — Y el bueno del hombre
empezó á ragatear como una frutera por ocho ó
diez miserables francos , siendo así que hacia unos
gastos tan espantosos para amueblar una casa en
que no vivia I Por último , á fuerza de batallar le
T. I. 1*7
2kS LOS MISTERIOS DE PARÍS.
sacamos doce francos, j Doce francos I Vaya , solo
el decirlo me hace trasudar. | Miren que señor co-
mandante ! ¡Buena diferencia entre los dos, caba
llero! — añadió la portera dirigiéndose á Rodolfo
con urbanidad : — aunque no os hacéis llamar co-
mandante , no por eso tenéis trazas de cualquiera
cosa ; y aunque también echo de ver que sois po-
bre porque os Tais al cuarto piso, os habéis conveni-
do en los seis francos á la primera palabra. — ¿Vol-
vió á venir el comandante ? — Eso es lo particular:
parece que lo traen al retortero. Ya me escribió
otras tres veces para que hiciese fuego y tuviese
todo listo porque vendria una señora. ¿Pero vís-
tela tú?... pues yo tampoco. — ¿No ha venido na-
die?— Vais á ver... La primera de las tres veces
llegó el comandante hecho una ascua, pavoneándo-
se y cantando entre dientes: esperó dos horas lar-
gas... pero no vino una alma; y cuando pasó por
delante de la portería le miramos de hito en hito
Pipelet y yo , y para incomodarle mas le dije :
«Comandante, ni una sola persona vino á pregun-
tar por vuestra salud.» « ¡ Bueno , bueno I respon-
dió hecho una chispa, y se marchó mordiéndose los
dedos de cólera. La segunda vez trajo un mozo
una cartita dirigida al señor Carlos, antes que él
hubiese llegado; y á Pipelet y á mí todo se nos
volvía estirar el pescuezo para ver si llegaba el co-
mandante , esperando que llevaría otro chasco co-
mo la vez primera. « Mi comandante , (le dije yo
cuando llegó por fin, llevando al revés de la mano
izquierda á la altura de mi peluca con aire militar)
aquí está una carta; parece que vuelven á dejarnos
hoy en blanco. «Miróme con una cara de fiera, abrió
la carta , la leyó , púsole c('!orado como un cama-
ron y tomó la puerta haciendo que cantaba por
entre dientes; pero lo cierto es que iba llevado de
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 2k9
Satanás... porque es rabioso como un perro y tiene
blanca la punta de la nariz, que es señal que nunca
falla. ¡Pero anda , rabia y muérate, comandante
de tres al cuarto/ con eso aprenderás á no dar mas
que doce sueldos al mes por cuidarte del cuarto. —
¿ Y la tercera vez? — ¡Ahí la tercera vez estuvo
en un tris el que saliese con la suya. Llegó el co-
mandante de punta en blanco , y tan contento y se-
guro de su negocio que le saltaban los ojos de ale-
gría. Lindo mozo por cierto , es preciso hacerle jus-
ticia; y luego olia como la gloria... y venia tan hin-
chado y satisfecho que apenas tocaba el suelo con
sus pies. Cojió la llave y nos dijo al subir la esca-
lera muy entonado y con aire de emperador, como
para vengarse de lo pasado: Prv3vendré¡s á esa da-
ma que la puerta no está mas que entornada... » Pi-
pelet y yo teníamos tal curiosidad por ver á la de-
seada señorita, que aunque no esperábamos que
viniese, salimos de la portería y nos pusimos de
observación en la puerta de la calle... A breve rato
se paró delante de nosotros un coche de alquiler.
« Esta es — dije yo á Alfredo. — Ahí esta sn penctt-
ria. Retirémonos algo para que no se espaviente. »
El cochero abrió la portezuela, y entonces vimos á
una señorita con un manguito sobre las rodillas ,
un velo negro echado sobre la cara y lapada ade-
mas la boca con un pañuelo, porque al parecer
estaba llorando: pero héteme aquí que cuando
estaba ya echado el estribo , en vez de bajar la
tal señorita dijo algunas palabras al cochero, y
este volvió á recojer... el estribo y á cerrar la por-
tezuela. — ¿ Y no bajó la señora? — Ni por pienso :
volvió á dejarse raer en el asiento de atrás tapán-
dose los ojos con las manos. Yo corrí hacia el coche,
y antes que el cochero hubiese subido al pescante le
dije: « ¿Qué es eso amigo... así os volvéis sin?...»
250 LOS^MISTERIOS DE parís.
((Sí,» me respondió. « ¿ Y á dónde?» volví á pregun-
tar. « Al mismo sitio de donde he venido. » « ¿ Y de
dónde venís ?» « Calle de Santo Domingo, esquina á
la de Belle-Ghasse. »
Rodolfo se estremeció al oir estas palabras.
El marqués de Harville, uno de sus mejores ami-
gos y el cual padecia de algún tiempo á aquella
parte de una profunda melancolía, como llevamos
indicado, vivía en la calle de Sto. Domingo, esquina
á la de Belle-Chasse. ¿ Seria acaso la marquesa de
Harville la que así corría á su perdis-ion ? Sospecha-
ría su marido de su conducta, y seria esta la causa
de la melancolía que lo devoraba ? Estas dudas in-
vadieron de repente la im^iginacion de Redolfo. Co-
nocía la sociedad íntima de la marquesa, pero no
se acordaba de haber visto jamás en ella á ninguno
que se pareciese al comandante: y además aquella
joven podría haber tomado el coche en la misma
calle sin vivir en ella. Ninguna prueba tenia Rodol-
fo para creer que fuese la marquesa , y sin embar-
go una multitud de vagas sospechas alteró de tal
modo su semblante , que su aire inquieto y absor-
to llamó la atención de la portera. — ¿En qué pen-
sáis, caballero? — le dijo. — Estoy discurriendo
por qué esa mujer que ha venido hasta el mismo
portal cambió tan pronto de resolución. — La ra-
zones clara... una idea cualquiera, el temor, una
superstición... Nosotras las mujeres somos tan dé-
biles... tan temerosas... tan irresolutas... — dijo la
horrible portera con fingida timidez. — Me parece
que si yo anduviera en esos trajines... pegándose-
la á mi Alfredo... | Jesús ! Dios me guarde el juicio
en lances así yo me desmayaría. ¡ Ayl ¡nunca ja-
más, querido Pipelet del alma miaL.. No hay de-
bajo délas estrellas quien pueda alabarse de... —
Os lo creo, señora Pomona... ¿pero esa joven?... —
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO 2ol
Yo no sé si era joven, porque ni siquiera le he vis-
to la punta de la nariz. Pero lo cierto es que volvió
á marchrarse por donde habia venido... y esto nos
dio mas contento á Pipelet y á mí que si nos hubie-
ran regalado diez francos. — ? Porqué? — Solo el
pensar en la cara que iba á poner el comandante,
era cosa de morirse de risa... Por de pronto , en lu-
gar de subir á decirle que su gaya se habia ido... le
dejamos esperar y hacer calendarios una hora lar-
ga... Subí por fin , llego á la puerta que no estaba
mas que entornada, la empujo, y se abre con rui-
do porque rechinaron los goznes. La escalera y la
entrada de la puerta estaban oscuras como noche...
y héteme aquí que al punto de entrar me echa los
brazos el bueno del comandante y y me dice con
un tonillo muy almibarado: « Cómo tan tarde ángel
mió I
Rodolfo no pudo menos de sonreír , á pesar del
serio pensamiento que le dominaba, especialmente
al ver la grotesca peluca y el rostro abominable,
arrugado y granugiento de la heroína de este lance
ridículo.
Madama Pipelet continuó haciendo unas muecas
de alegría que la hacian aun mas detestable :
— I Jé, jé, jé I I vaya, vaya I Pues aun falta lo
mejor... Yo no respondí una sola palabra, detuve el
aliento y me dejé abrazar del comandante,., pero
al cabo de un rato el muy grosero me dá un em-
pujón , y dice todo espantado con un tono de asco
como si le hubiera picado una araña : « ¿ Pero quién
diablos está aquí» vi Soy yo, comandante, madama
Pipelet la portera , y en tal categoría os intimo
que recojáis las manos, y. que no me agarréis por
la cintura ni me llaméis vuestro ángel, diciéndome
que vengo tarde. ¡Caramba! ¿y si mi Alfredo es-
tuviese aquí» «¿Qué queréis?» me dijo furioso.
252 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
« Comandante la señorita acaba de llegar en un co-
che de alquiler. » «Pues bien, que suba. ¡Habrá
estupidez igual ! ja os he dicho que la hicieseis su-
bir.» Ya se comandante que me habéis dicho que la
hiciese subir «¿Y entonces porqué...? » «Es que la
señorita...» «/Esplicáos, bruja, de una vez!» Es que
la señorita se ha vuelto por el mismo camino.»
« ¡ Vamos, sin duda habéis hecho alguna bestialidad
— gritó mas y mas enfurecido. — «No, comandan-
te, la señorita no ha bajado del coche: no bien el
cochero abrióla portezuela cuando le dijo que vol-
viese á retroceder el camino. » «El coche no debe
estar lejos» gritó el comandante arrojándose hacia
la puerta. — « ¿ A dónde vais, si hace una hora qu€
se ha marchado? » — le dije. «¡Una hora! ¿y por-
qué habéis tardado tanto en avisarme?» — gritó
lleno de cólera. — « Porque temíamos incomodaros
con la noticia de que esta vez volváis á quedaros
in albis. » Chúpate esa , — dije yo para mi. — Asi
aprenderás á no ponerme otra vez las manos en el
pelo de la ropa. « ¡ Salid de aquí, marchaos, vieja
de los diablos, que no hacéis mas que brutalida-
des I» — volvió á gritar desabrochándose la bata
tártara y arrojando al suelo el gorro griego de ter-
ciopelo bordado de oro... j Lindo gorro por cierto I
¿ Y qué diremos de la bata ? ¡ que bata , santo Dios
turbaba la vista parecia.. una luciérnaga... — Pero
os espusisteis á que no volviese á ocuparos en su
servicio. — No baria tal... Le tenemos cojido por
las narices, sabemos en donde vive su hurgamande-
ra] y si nos dijese algo le amenazaríamos con des-
cubrir el enredo... Además ^^ quién se encargaría
de servirle por doce francos? ¿una mujer defuera
/Ya la daríamos buena "vida, ya! .. En fin, amigo
raio ¿ creeréis que el miserable pasó una revista á
su leña y la contó y recontó para ver cuantos pa-
LA CASA DE LA CALLE DEF TEMPLO. 253
los lehabiamosquemado?... Yo no tengo ningunn
duda de que es un señor nuevo, üecho por algún
sastre de la noche á la mañana .. un quídam, ua
nadie : un botarate... gastos de gran señor por un
lado ; economías de zapatero viejo por el otro.. En
una palabra , yo ne le deseo otro mal , pero me
alegraré que la tal señorita le haga rabiar tanto
que se dé de calabazadas contra las paredes del
cuarto. A.postaría algo á que mañana no viene la
desconocida , aunque le haya ofrecido venir. Si
viene veremos si es morena ó rubia ó que trazas
tiene. Pero decidme, caballero , ¿no os parece que
habiendo un marido por medio representa un pa-
pel muy ridículo ? ¡Os confieso que me dá lástima
el pobrecillo I Pero con vuestro perdón voy á reti-
rar del fuego el puchero porque ya empieza á chillar
es un estofado de vaca capaz de abrir el apetito de
un difunto. Alfredo bebe^los aires por este plato y
dice que por un estofado haría traición á la Fran-
cia, i á su querida Francia !... pobre vejete mió. .
Mientras la portera se complacía en hacer esta
digresión doméstica , Rodolfo se entregaba á tristes
reflexiones.
La mujer desconocida, ya fuese ó no la marque-
sa de Harville , habia dudado largo tiempo y lucna-
do consigo misma antes de conceder la primera y
segunda cita , y asustada después por los resulta-
dos de su imprudencia , un remordimiento saluda-
ble la habia impedido acaso cumplir sn promesa
Rodolfo sintió una momeijtánea angustia al ima-
ginar que la marquesa de Harville podia ser la
heroína de esta triste aventura , pues como se verá
mas adelante habia profesado á aquella joven un
tiernisimo afecto; pero su amor jamás habia salido
de los labios, porquequeria al marques de Harville
2oÍ LOS MISTERIOS DE PARÍS.
como á un hermano. Preguntábase á sí mismo por-
qué aberración fatal podia ser sacrificado el mar-
ques de Harville, joven de talento, amante , gene-
roso V tiernamente enamorado de su mujer , a un
ente tan despreciable y ridículo como el coman-
dante. ¿ Se habria prendado la marquesa únicamen-
te de la bella figura de este hombre ?
Ademas, Rodolfo sabia que la marquesa de Har-
TÍlle era una mujer de talento , afectuosa , de un
carácter elevado, y cuya reputación jamás se ha-
bla manchado con el menor desliz en su conducta
conyugal Después de haber hecho maduras refle-
xiones se persuadió que no podia ser la mujer de
su amigo.
Luego que madama Pipelet terminó sus deberes
culini^rios volvió á continuar su coloquio con Ro-
dolfo.
— ¿Quién vive en el segundo piso? — preguntó
este á la portera. — La tia Quiromántica mujer sin
igual para echar los naipes. Lee en las rayas de las
manos como en un libro, y vienen á verla muchas
personas de cuenta para que les diga la buena ven-
tura... gana mas plata de lo que pesa... pero tiene
mas oficios que el de adivina. — En qué mas se ocu-
pa? — Tiene como si dijéramos un iTionte de piedad
— ; Ah ! ya entiendo la vecina del cuarto segundo
da dinero sobre prendas. — Cabaüto.. y menos caro
que en el monte 'público de piedad... y con menos
embrollos , porque no hay que andar con esa mul-
titud de papeletas, y reconocimientos , y números
y contraseñas... nada de eso. Por ejemplo : le traéis
una camisa que vale 3 francos y os presta 10 suel-
dos : al cabo de ocho dias os presentáis con 20 suel-
dos... y sino se queda con la camisa. No hay cuen-
tas mas sencillas y redondas... un niño las en-
tiende. Es de ver las alhajas y prendas que le
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 2o5
traen ; su cuarto parece un bazar. No lo creeríais
si os dijese sobre que cosas presta algunas veces:
yo la he visto prestar dinero sobre un loro... queju-
raba por cierto como un descosido.
— ¡ Sobre un loro !... ¿ pero qué valor ?... — A
eso voy , tened paciencia. El loro era muy conocido
y pertenecía á la viuda de un cartero que vive
aqui cerca en la calle de Santa Avoye, y se llama
madama Herbelot, Como todos sabían que quería
al lorito como á las niñas de sus ojos , la tia Quiro-
mántica la dijo que la prestaría 10 francos sobre
el animal , pero que si al cabo de ocho dias, á me-
diodía en punto , no le pagaba los 20 francos., (con
el rédito de ley eran 20 francos; ya veis que es cuenta
redonda...) y ademas de los 20 francos los gastos de
manutención , daría sin remedio al pajarraco una
ensalada de perejil sazonado con arsénico... Atemo-
rizada con esta amenaza, madama Herbelot trajo á la
Quiromántica los 20 francosal séptimo día en punto,
y se llevó su animalucho, que por cierto no hacia
mas que echar blasfemias y sapos y culebras por
el pico, de modo que mi Alfredo se ponía á ve-
ces colorado porque es la pura modestia... Na-
da tiene de estraño; su madre era monja y su
padre cura párraco... ya sabéis que en tiempo de la
Revolución ha habido curas que se casaron con
monjas... — Supongo que la tia Quiromántica no
tiene otro oficio. — No tiene otro si se quiere : pe-
ro yo no sé que teje maneje trae á veces entre
manos un cuartito retirado en que nadie entra , es-
cepto Brazo Rojo y una vieja tuerta llamada la Le-
chuza.
Rodolfo miró con asombro á la portera.
Interpretando esta la sorpresa de su futuro hués-
ped , le dijo :
— Es un nombre bien raro el de Lechuza ¿no
2oG LOS MISTERIOS DE PARÍS.
es verdad ? — > Sí por cierto. ¿ Viene con frecuencia
esa mujer? — De seis semanas á esta parte solo la
vimos entrar anteayer, y cojeaba un poco. — ¿Qué
tiene que hacer con la tía Quiroraántica? — Eso es
lo que yo no entiendo; á lo menos en lo que toca
al teje maneje del dichoso cuarto en donde solo
entra la Quiromántica con Brazo Rojo y la Lechu-
za. Solo he notado que la tuerta trae siempre un
lio en el canastillo, y Brazo Rojo otro lio debajo
de la capa , pero vuelven á salir sin nada. — ¿Sa-
béis qué contienen esos lios ? — Ni poco ni mucho:
lo único que sé es que hacen una batahola del dia-
blo , porque cuando suben la escalera despiden un
olor infernal de azufre, y de carbón y estaño der-
retido que apesta, y luego se oye soplar y reso-
plar como si fuese una fragua. Yo creo que son al-
gunos ingredientes con que prepara sus brujerías
la tia Quiromántiea... por lo menos así me lo ^ijo
el señor Cesar Rradamanti que vive en el cuarto
tercero. ¡ Ese sí que es un sabio / Aunque italiano
habla el francés como vos y como yo, solo que
tiene un si es no es de acento extranjero: pero de
todos modos es un sabio completo , que conoce
todos los simples... y que saca dientes y muelas,
no por el dinero... nada de eso , sino por el ho-
nor... Sí , señor , por el honor ; así lo dice á todos
ios que quieren escucharle. Si tenéis seis muelas
malas os sacará los cinco primeras de valde... y so-
lo os llevará dinero por la sesta. Y todo esto sin
contar con los remedios que vende para todas las
enfermedades , como fluxiones de pecho , catarros,
y cuantos dolores hay. El mismo vende sus drogas
en público y trae de aprendiz al hijo del arrenda-
tario principal llamado el Cojuelo... Nos dice á ve-
ces que su amo se ha ido á comprar un caballo y
un vestido encarnado para vender sus medicinas en
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 257
las plazas públicas, y que él, es decir el Cojuelo, se
vestirá de trovador y locará el tambor para llamar
la atención de los compradores. — Me parece har-
to modesto ese oficio para el hijo de vuestro prin-
cipal arrendatario. — Su padre dice que quiere re-
ducirlo á comer tronchos de berza, porque de otro
modoacabaria en una horca... y á la verdad es el
mico mas travieso y maligno que he visto en los
dias de mi vida., ya hizo mas de una travesura al po-
bre señor Cesar Bradamanti que es la misma nata
de la honradez, y como curó á mi Alfredo de su
reumatismo, le tenemos ambos en las tejillas del
corazón. Tero hay jentesde tan mala lengua, que...
no, no puede ser; j solo el pensarlo me eriza los
cabellos / Alfredo dice que si fuese verdad , seria
un caso de presidio.
— ¿ Pero qué hay? — ¡ Oh ! no me atrevo á de-
círoslo... no, nunca lo diré... — Bien, pues hable-
mos de otra cosa. — Porque, á fé de mujer hon-
rada... decir cosas de este calibre á un joven como
vos... — Pues dejémoslo, madama Pipelet : no se
hable del asunto. — En resumidas cuentas , como
vais á ser nuestro huésped , mejor será decíroslo
para que sepáis que todo es una impostura. Y como
estáis en situación de trabar amistad con el señor
Bradamanli , si llegaseis á creer semejantes cuen-
tos renunciarías á su amistad y compañía. Dícese
que...
Y la vieja dijo en voz baja algunas palabras á
Rodolfo, el cual hizo un gesto de disgusto y de
horror.
— I Oh / eso seria espantoso... — ¿ No es verdad...
si fuese cierto ? pero todo es murmuración y mal-
querencia. ¿ Ni cómo podria ser verdad de un hom-
bre que ha curado el reumatismo de mi Alfredo y
que os propoHc sacaros gratis cinco dientes de seis;
2o8 LOS 3IISTER10S DE PARÍS,
de un hombre que tiene sus certificados corres-
pondientes de haber curado á no sé cuantos prín-
cipes de Europa y que paga en la mano cuanto
compra ? ¡ No 1 antes moriría que creer semejantes
patrañas.
Mientras que madama Pipelet desahogaba su in-
dignación contra los calumniadores, pensaba Ro-
dolfo en la carta dirigida á este charlatán, escrita
en papel ordinario con letra grande y disfrazada y
algo borrada por una lágrima ; y en la carta diri-
gida á este hombre vio Rodolfo un drama terrible.
ün presentimiento involuntario le hizo tener por
verdaderos los rumores horribles que circulaban
acerca del italiano.
— í Ahí viene Alfredo 1... — exclamó la portera :
— él os dirá como yo que solo las malas lenguas
pueden atribuir tales horrores al pobre señor Ce-
sar Rradamanti, que le ha curado el reumatismo.
Monsieur Pipelet entró en la portería con aire
grave y magistral ; rayaba en los sesenta años , te-
nia enormes narices y era gordo, colorado y rechon-
cho como algunas figuras de los cuadros flamencos.
En la cabeza llevaba un sombrero vetusto de copa
baja y ala espaciosa.
Este enorme sombrero era tan inseparable de la
cabeza de Pipelet como de la de su mujer la fan-
tástica peluca que hemos descrito : de su viejo y
ancho fraque verde se desprendian dos faldones co-
losales que casi llegaban hasta el suelo , y en las
vueltas se veía relucir una costra asquerosa y gra-
sienta. A pesar de su sombrero y del singular ves-
tido, que no dejaba de tener cierto aire de etique-
ta , M. Pipelet llevaba siempre consigo el modesto
emblema de su empleo , cual era un delantal trian-
gular de cuero , ceñido sobre un chaleco de tan
diversos colores como la colcha abigarrada de la
t^
m- "-iíipXt
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 259
cama de madama Pipelet. Saludó á Rodolfo con
bastante afabilidad; pero en la sonrisa de este
hombre había cierta amargura, y se notaba una
profunda melancolía en la expresión de su sem-
blante.
— Alfredo , el señor quiere alquilar el cuarto y
el gabinete del cuarto piso — dijo madama Pipelet
presentando Rodolfo á su marido. — Hemos estado
aguardando para beber juntos una copa del Bur-
deos que me ha hecho comprar.
Esta delicada atención ganó desde luego la con-
fianza de M. Pipelet , el cual llevó la mano al bor-
de anterior del ala del sombrero , y dijo con voz de
bajo digna de un sochantre de catedral :
— Os complaceremos como porteros , caballero,
y vos nos corresponderéis como inquilino.
Mas interrumpiendo de repente su salutación,
dijo con inquietud á Rodolfo :
— ¡Con tal que no seáis pintor, caballero I... —
No, soy dependiente de una casa de comercio. —
Entonces me tenéis á vuestras órdenes. ¡ Felicito á
la naturaleza por no haberos dispuesto para ser
uno de esos monstruos de artistas ! — i Monstruos
los artistas / — exclamó Rodolfo.
Alfredo levantó las manos al cielo dando un ge-
mido sordo é iracundo por única respuesta.
Habéis de saber que los pintores han emponzoña -
d(» la existencia de Alfredo, embruteciéndole como
veis — dijo en voz baja á Rodolfo madama Pipelet;
y luego continuó en tono mas alto y cariñoso: —
Vamos, Alfredo , sé razonable y no pienses ahora
en ese bribón... vas á ponerte malo y luego no po-
drás comer. — No. yo conservaré la razón y la se-
renidad — respondió M. Pipelet con dignidad, pe-
ro con aire triste y resignado. — Me causó grandes
daños... ha sido por mucho tiempo mi perseguidor
260 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
y mi verdugo ; pero ahora lo desprecio. ; Los pin-
tores!— añadió volviéndose á Rodolfo — ¡ah, ca-
ballero ! los pintores son la polilla de una casa... su
demolición, su ruina. — ¿Habéis tenido por inqui-
lino á algún pintor ? — i Ab/ sí , caballero , sí: he-
mos tenido uno — repuso M. Pipelet con amargura:
— ¡un pintor que se llamaba Cabrion !
A pesar de su aparente moderación el portero
apretó convulsivamente los puños al pronunciar es-
te nombre.
— ¿Era acaso el inquilino del cuarto que acabo
de alquilar? — preguntó Rodolfo. — /Oh, no ! el
último huésped era un joven recomendable y exce-
lente llamado Germán de apellido; pero antes de
él había ocupado el cuarto Cabrion. / Ah 1 desde que
salió de casa ese infame Cabrion me ha vuelto lo-
co, me ha embrutecido... — ¿Habéis sentido su
marcha hasta el punto de?... — preguntó Rodolfo.
— ¿Yo sentir á Cabrion? — repuso el portero lle-
no de estupor: — ¡sentirá Cabrion! Figuraos, ca-
ballero, que el señor Rrazo Rojo tuvo que pagarle
dos mesadas para hacerle salir de aquí , porque ha-
bla tenido la desgracia de hacerle una escritura de
arriendo. ¡ Qué infame bribón I No tenéis idea de
las horribles diabluras que nos ba hecho. Os ha-
blaré de una sola para que juzguéis por ella de las
demás : no hay instrumento de aire que no haya
hecho cómplice de su endemoniada manía de inco-
modar á todos los vecinos... ni un solo instrumen-
to , desde el cuerno inglés hasta el serpenton y el
caramillo; y ha llegado su villanía hasta el extremo
de tocar mal con toda intención y rej)etir una mis-
ma nota por espacio de dos horas seguidas. Era
cosa de volvernos locos. Se han hecho mas de vein-
te peticiones al señor Rrazo Rojo para que echase
á la calle aquel músico infernal, pero el amo solo
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 261
pudo conseguir que se marchase pagándole dos
mesadas... ¿Qué os parece de este lance?... pagar
mesadas á un inquilino, siendo él quien debiera
pagar... pero no solo dos, sino tres y mas se le hu-
bieran dado para que nos dejase libres. Por fin salió
de casa... pero no vayáis á creer que se acabaron
con esto las diabólicas travesuras de Cabrion. A las
once de la noche del dia siguiente estaba metido
entre mis sábanas, cuando oigo á la puerta : i tan !
¡ tan I ¡ tan ! Tiro del cordón del pestillo, entra una
persona, llégase á mi cuarto, y dice una voz: «Bue-
nas noches , portero: ¿queréis tener la bondad de
darme un mechón de vuestro pelo?» Mi muger al
oir tal proposición, me dijo: «Es alguno que se
engañó en la puerta. » Y entonces dije al descono-
cido: «No es aquí; llamad á la otra puerta.» «Sin
embargo este es el número 17. ¿No se llama P¡ pe-
lel el portero de esta casa ?» preguntó la voz. « Sí,
le dije; ese es mi nombre.» «Pues bien, mi muy
amado Pipelet, vengo á pediros un mechón de
vuestro pelo para Cabrion ; es una idea que se le
puso en la cabeza, y no hay remedio... quiere un
rizo de vuestro pelo. »
M. Pipelet miró á Rodolfo , meneó la cabeza y
cruzó los brazos con actitud académica.
— ¡Ya lo veis, caballero!... venia á pedirme
un mechón de mi pelo , á mí que soy su enemigo
mortal... después de haberme ofendido y ultrajado
venia á pedirme un favor que no siempre conceden
las enamoradas á sus niismos amantes... — ¡Y al
fin , si ese Cabrion fuera á lo menos un buen in-
quilino como el señor Germán'... — dijo Rodolfo
con una seriedad imperturbable. — Aunque hubie-
se sido buen inquilino no le hubiera concedido yo
el mechón de pelo — dijo con magestad el portero
'- porqué no está en mis principios ni en mis eos-
262 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
tumbres; pero en tal caso lo hubiera negado con
urbanidad. — Pues no para en eso — dijo la porte-
ra : — figuraos , caballero , que desde aquel dia
no hay mañana , ni tarde, ni noche, ni hora nin-
guna del dia en que el detestable Cabrion no nos
envié un rosario continuo de pillos que vienen uno
tras otro á pedir el rizo del pelo de mi marido... \ j
siempre para Cabrion 1 — Así es , caballero, — con-
tinuo M. Pipelet — que aunque hubiese cometido
cien crímenes no tendría un sueño tan agitado como
tengo. Dispierto á cada instante sobresaltado cre-
yendo oir la voz de ese infernal Cabrion. Desconfio
de todos; veo en cada persona un enemigo que vie-
ne á pedirme un mechón de mi pelo .. he perdido
mi acostumbrada amenidad y me he hecho mal en-
carado , sombrío, espantadizo y suspicaz como un
malhechor.,, ese monstruo de Cabrion ha envene-
nado mi existencia.
Y M. Pipelet lanzó un profundo suspiro y caló el
sombrero con tan desesperada energía, que parecía
abrumado en aquel momento por todo el pfiso de
su terrible infortunio.
— Ahora veo por que no queréis bien á los pin-
tores — dijo Rodolfo; — pero á lo menos el buen
carácter de ese Germán , de quien me habéis ha-
blado, debió compensaros los disgustos que os cau-
só Cabrion. — ¡Oh! sin duda... ese sí que os un
joven claro como el dia , servicial y nada petulan-
te ; alegre , pero de una alegría que no hace daño
á nadie , y no es burlador ni insolente como ese
abominable Cabrion, á quien Dios confunda por
siempre jamas amen ! — Vaya , calmaos , señor Pi-
pelet, y no pronunciéis másese nombre. ¿Quién es
el feliz propietario que posee ahora al joven Ger-
mán , á esa perla de los inquilinos? — No lo sé, ni
nadie sabe ni sabrá en dónde vive ahora el señor
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 263
Germán. Pero aunque digo nadie , debo exceptuar
á la señorita Alegría. — ¿Quién es esa señorita
Alegría ? — preguntó Rodolfo. — Una modistilla,
que vive en otro cuarto pared por medio del vues-
tro... — repuso madama Pipelet. — j Esa sí que es
otro diamante 1... paga siempre adelantado... tie-
ne siempre su cuartito tan limpio y aseado, es
tan amable y alegre con iodo el mundo , tan gozosa
y complaciente que parece un ángel del cielo... tra-
baja sin descanso, y hay semana que le sale por
dos francos diarios... mas para eso tiene que desve-
larse mucho la pobrecilla. — ¿Pero cómo es que solo
!a señorita Alegría sabe donde vive Germán — Guan-
do dejo )a casa — repuso madama Pipelet — nos
dijo: «No espero recibir cartas de nadie; pero si
por casualidad llegase alguna, la entregareis á la
señorita Alegiia. » Y por cierto que es digna de
su confianza, aunque las cartas sean del mayor in-
terés, ¿no es verdad , Alfredo? — Lo cierto es que
nada habria que decir de la señorita Alegría — dijo
consequeda del portero — sino hubiese tenido la debi-
lidad de de jarse requebrar por ese infomeCabrion.-
Conrespecto á eso, Alfredo — repuso la portera —
yasabeis que es menester dar ácada uno lo que es
suyo; aunque alegre y de buen humor, la señorita
Alegría es tan honesta y morigerada como yo... y
sino véase el cerrojo que tiene en su puerta. Es cier-
to que los vecinos del piso la visitan : pero eso de-
pende del local y no de ella... ¡ pobrecilla I... lo
mismo decia del comisionista viajero que habitó en
el cuarto antes de Cabrion , y lo mismo suce-
dió con el señor Germán después que se ha marcha-
do el detestable pintor. Repito que nada hay de ma-
lo en esto y que solo depende del local... la visitan
la hablan, y nada mas...
— Por manera — dijo Rodolfo — que los inqui-
r I. 18
264 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
linos del cuarto que quiero alquilar tienen que
visitar forzosamente á la señorita Alegría. — Sin
remedio, caballero; nadie puede dispensarse de ser
buen vecino suyo; y voy á deciros la razón. Sien-
do vecino de la señorita Alegría... como los dos
cuartos solo están divididos por un tabique... y
entre jóvenes ya sabemos lo que pasa ; por ejem-
plo, con motivo de pedir luz , una brasita de fue-
go... un poquito de agua... Con respecto al agua
puedo aseguraros que se halla siempre en el cuarto
de la señorita Alegría; la tiene hasta con lujo, y
parece que no puede vivir sin ella como los cisnes:
cuando tiene un momento libre se pone á lavar
los cristales y el mármol de la chimenea, de modo
que su cuarto está siempre como una taza de oro...
ya lo veréis... — De modo que el señor Germán,
por consecuencia del local, según decís, ha hecho
muy buena vecindad á la señorita Alegría. — Sin
duda ninguna, y en verdad que parecen nacidos
el uno para el "otro. Son tan bien parecidos , tan
jóvenes que era una gloria el verlos bajar la es-
calera cuando iban á pasear juntos los domingos,
porque este era el único dia de asueto que ambos
tenian. Ella llevaba siempre un sombrerito senci-
llo y un veslido de á veinte y cinco sueldos la
vara, que hacia por su mano, pero que le sentaba
como á una reina; y él la acompañaba en traje de
verdadero señor. — ¿No ha visto Germán á la se-
ñorita Alegría desde que salió de la casa ? — No,
señor; á menos que la haya visto algún domingo,
porque en los demás días puedo asegurar que ia
señorita Alegría no tiene tiempo para pensar en
ningún amante: se levanta á las cinco ó las seis
de la mañana; y trabaja hasta las diez, y á veces
hasta las once de la noche: no sale de su cuarto
>ino rauy de mañana para ir á comprar las provi-
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 265
siones para sí y sus dos canarios , y por cierto que
es bien poco lo que comen entre los tres. ¿Qué
pensáis que les hace falta para vivir? Dos sueldos
de leche, un poco de pan, escarola, cañamones,,
algún panizo y agua clara ^, lo que no impide que
los tres se divierten, y canten y chillen, así ella
como los pajarillos, que es una bendición de
Dios... y luego es tan buena y tan caritativa con
lo poco que puede... es decir, á costa de su tiempo
y de sus desvelos, porque trabajando como trabaja
diez ó doce horas por dia, apenas gana lo justo
para vivir... ¡Si vierais el afán, el desvelo con que
la señorita Alegría y el señor Germán han cui-
dado varias noches de los hijos de unos infelices
que viven en el desván, y á quienes va á poner
en la calle el señor Brazo Rojo antes de tres dias !..,
— ¿Hay aquí alguna familia desgraciada? — ¿Des-
graciada, caballero? ¡Santo Dios I ¡ya lo creo!...
Cinco chiquillos como ratoncitos , su madre en la
cama moribunda, su abuela chocha, y para ali-
mentarlos á todos un hombre que apenas
prueba el pan trabajando como un negro toda la
semana, á pesar de que es un obrero excelente...
Tres horas de sueño cada dia, ahí está todo el
descanso que toma.,, ¡ y qué descanso, Dios miol...
y luego lo dispiertan los hijos pidiendo pan, ó la
mujer que se queja y gime en el lecho... ó la
vieja idiota que ruje á veces como una loba, tam-
bién de hambre... porque no tiene mas razón que
una bestia... Cuando el hambre la acosa dema-
siado, entonces se la oye ahullar como un perro
desde la escalera. — /Oh, eso es horrible I — ex-
clamó Rodolfo. — ¿Y no hay quien socorra ú esa
gente? — Hacemos lo que se puede hacer entre po-
bres. Desde que el comandante me da 12 franéos
al mes por cuidarle el cuarto, hago un puchero
266 LOS -MISTERIOS DE PARÍS.
á esos infelices una vez cada semana, y á lo me-
nos toman una taza de caldo... La señorita Ale-
gría se desvela algunas noches para hacer con des-
perdicios y retazos de tela algún vestidito para los
chiquillos... El pobre señor Germán, que tampoco
estaba muy sobrado, fingia á veces que recibía de
su casa algunas botellas de buen vino... y Mo-
rel... (que así se llama el obrero) echaba enton-
ces un par de tragos que le calentaban el estó-
mago y le volvían el corazón á su sitio. — ¿Y el
dentista no hace algo por esos infelices? — ¿Quién?
¿El señor Bradamanti?... — dijo el portero. — Es
verdad que me ha curado el reumatismo, y por eso
lo venero... pero desde entonces ya he dicho á
mi mujer : «Pomona, mira... ese señor Bradaman-
ti... no me da muy buena espina!...» ¿?ío te lo
he dicho yo, Pomona? — Es verdad que me lo
has dicho... — ¿Qué hizo Bradamanti? — Lo vais
á ver: cuando hablé al señor Bradamanti de la
miseria de la familia deMorel, porque se me ha-
bía quejado de que no le dejaban dormir en toda
la noche los ahullidos hambrientos de la vieja
idiota.,, me dijo: «Puesto que son tan desgracia-
dos, si necesitan de mí para sacarse las muelas, no
les cobraré nada ni aun por la sexta.» — Madama
Pípelet , — dijo. Bodolfo — formó muy mala opi-
nión de ese hombre. ¿Y ha sido mas humana la
usurera? — Por el mismo estilo del señor Bra-
damanti, — dijo la portera : — les ha prestado so-
bre la ropa que tenían... Todo pasó á su poder,
hasta el último colchón: bien es que nunca tu-
vieron mas que dos... — ¿Y ahora no los socorre?
— ¿La tía Quírománlíra ? ¡buenas trazas tiene!
**s ian perra en su clase como su amante en ¡a suya;
porque la tía Quírom;1ntíca y el señor Brazo Bojo...
¿no es verdad tú Pipelet ?... —añadió la portera
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 267
con una guiñada y un movimiento de cabeza lle-
no de malicia.
¿De veras? — dijo Rodolfo. — Ya lo creo... ¡va-
ya si se adoran I El veranillo de San Martin es tan
caliente como el otro ¿ no es verdad tú , salado
mió?
M. Pipelet caló un poco el sombrero con aire
melancólico, y no dio otra respuesta, Rodolfo mi-
ró á la portera con menos repugnancia desde que
esta manifestó un sentimiento de caridad hacia la
familia miserable de las buhardillas. — ¿Qué ofi-
cio es el de ese obrero ? — Lapidario de piedras fal-
sas , y cobra por piezas... y se ha estropeado con
tanto trabajar ; ya lo veréis... porque digan lo que
quieran , un hombre no es mas que un hombre por
mas que se desviva ¿ no es verdad ? Y cuando hay
que ganar la pitanza para una familia de siete per-
sonas , sin contar consigo mismo !... La hija ma-
yor le ayuda también en lo que puede , pero á nada
llega el trabajo de los dos. — /Qué edad tiene esa
hija I — Diez y ocho años, y es linda como un sol;
sirve de criada en casa de un viejo tacaño, y tan ri-
co que puede comprar todo Paris : es un notario
llamado Jaime Ferran. — el señor Jaime Ferran? —
dijo Rodolfo sorprendido por esta nueva revelación,
porque de este mismo notario , ó á lo menos de su
ama de gobierno , debia obtener las noticias relati-
vas á la Guillabaora: — ¿es el mismo que vive en
la calle de Sentier? — volvió á preguntar. — El mis-
mo... ¿le conocéis? — Es notario de la casa de co-
mercio á que pertenezco.
— Entonces debéis saber que es famoso usurero...
pero fuera de eso es honrado y devoto; oye misa to-
dos los domingos, celebra sus pascuas correspon-
dientes y frecuenta mucho la confesión... no se
roza mas que con clérigos, bebe el agua bendita
268 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
y devora la comunión... es un santo hecho y dere-
cho... pero ¡ caramba I avaro también si los hay ,
y tan duro como un pedernal para sí mismo y pa-
ra los demás. Hace ya diez y ocho meses que sirve
con él la pobre Luisa , hija del lapidario, que es
humilde como un cordero , pero trabaja como un
caballo... y solo gana 18 francos de soldada , ni mas
ni menos. La pobrecilla guarda 6 francos para sus
menesteres y da lo restante á su familia. Siempre
es alguna cosa : pero cuando hay siete personas á
tirar'^de la hebra... — Mas con el trabajo de su pa-
dre, si es laborioso... — ¡Si es laborioso! jamás se
emborrachó en toda su vida, y tiene el genio de
un salilo; estoy segura de que solo pediría á Dios
por única recompensa de su vida arreglada el que
niciese durar los dias cuarenta y ocho horas á fin
de ganar un bocado mas de pan para su conejera.
— ¿Tan poco le produce &u trabajo ? — Se atrasó
mucho con una enfermedad que le tuvo en la cama
tres meses; su mujer perdió también la salud coi-
dándolo y se halla á los últimos en este momento.
Durante los tres meses tuvieron que vivir con los
12 francos de Luisa , además de lo que sacaron del
empeño de la ropa con la tia Quiromántica y de
algunos escudos que les prestó la joyera para quien
trabaja Morel. ¡Pero ocho personas! ahí está la
mayor dificultad... ¡Y si vierais el agujero en que
viven ! Vaya , no hablemos de eso ; hagamos aho-
ra los honores á la comida que está convidando , y
dejemos la tal zahúrda, que solo con pensar en
ella se me viene el estómago á la boca. Por fortu-
na el señor Brazo Rojo nos echará pronto de casa
esa miseria... Aunque digo por fortuna , no se crea
que la echo de soberbia ni que es por mala volun-
tad ; sino porque debiendo ser desdichada la fami-
lia de Morel , y no pudiendo socorrerla nosotros »
LA CASA DE LA CALLE DEL TEMPLO. 269
lo mismo gana con ser infeliz aquí que en otra parte:
y para nosotros siempre es un dolor menos de co-
razón.— ¿Pero á dónde irán si los echan de esta
casa ? — ¡Qué diantres sé yo ! — ¿Cuánto ganará
pordia ese pobre lapidario? — Si no tuviese que
cuidar á su madre, á su mujer y á los hijos, gana^
ria de 3 á 4 francos , porque es un león para el tra-
bajo ; pero como pierde en la casa las dos terceras
partes del tiempo , lo mas que ganará serán unos
40 sueldos. — Es bien poco en efecto... ¡ pobre gen-
te ! — Tenéis razón en llamarles pobre gente...
Pero hay en el mundo tantos pobres , que ya que
nada podemos hacer por ellos debemos consolarnos
de su aflicción y miseria... ¿no es verdad, Alfredo?
Pero ya que hablamos de consuelo ¿ no diremos
algo á vuestra botella de tapa larga? — Franca-
mente , madama Pipelet , lo que me habéis conta-
do me oprimió el corazón: bebed á mi salud con el
señor Pipelet. — Mil gracias por vuestra ñneza —
dijo el portero: — pero antes de todo ¿queréis ver
vuestro cuarto ? — De lindo gusto , y si me convie-
ne cerraremos el ajuste.
Salió el portero de su antro y Rodolfo salió tras
él,
=c?^^«
CAPITIILO XXIV.
LOS CUATRO PISOS.
La escalera húmeda y sin luz parecía mas oscu-
ra en aquel dia de invierno. La entrada de ca-
da uno de los cuartos tenia un aspecto parti-
cular.. La puerta del comandante estaba recien pin-
tada de un color oscuro jaspeado de vetas claras ,
la cerradura tenia un botón reluciente de cobre do-
rado, y un elegante cordón de campanilla con borla
de seda encarnada bacía un contraste singular con
lo sucio y vetusto de las paredes.
La puerta del segundo piso , habitado por la usu-
rera, ofrecía también un singular aspecto : un bnho
disecado, pájaro en extremo simbólico y cabalísti-
co , estaba clavado por las patas y por las alas so-
bre el dintel , y un pequeño postigo con barras de
hierro permitía reconocer antes de abrir á los que
llamaban.
La habitación del empírico charlatán italiano ,
que al parecer ejercía un abominable oficio, se dis-
tinguía también por su extraña apariencia. Leíase
su nombre en letras formadas con dientes de caba-
llo , clavados en una especie de cuadro de madera
negra colgado en la puerta. El cordón de la campa-
nilla, en lugar de tener el clásico remate de una
pata de liebre ó de cabrito , estaba atado á una ma-
no de mico disecada , cuyos dedos y articulaciones
J.ivai a iiiivut i
LOS CUATRO PISOS. 271
parecían los de la mano de un niño , y tenían el as-
pecto mas repugnante y odioso.
En el momento en que Rodolfo pasaba por de-
lante de esta puerta, que le pareció de siniestro
agüero, creyó oir algunos sollozos sofocados ; y po-
co después resonó en el silencio de la casa un grito
doloroso , convulsivo , horrible y como arrancado
del corazón.
Rodolfo se estremeció.
Por un movimiento impremeditado y mas rápido
que el pensamiento , corrió hacia la puerta y tiró
con vioíeneia del cordón de la campanilla.
— ¿ Qué es eso , caballero ? — dijo el portero con
sorpresa. — Ese grito... — dijo Rodolfo: — ¿no ha-
béis oido? — Sí, señor. Es sin duda alguna perso-
na á quien el señor Bradamanti está sacando una
muela... ó acaso dos.
Esta explicación era verosímil , pero no satisfizo
á Rodolfo. Aunque habia dado un violento tirón al
cordel de la campanilla , nadie respondió por de
pronto...
Oyóse el ruido que hicieron al cerrarse varias
puertas; y luego vio Rodolfo confusamente por el
vidrio de un tragaluz que habia detras de la puer-
ta y en el cual tenia maquinalmente fija la vista ,
aparecer un rostro descarnado, pálido y cadavéri-
co ; una selva de cabellos rojos y canosos corona-
ban esta horrible cara , que terminaba en una bar-
ba larga del mismo color qué la caballera. Esta vi-
sión desapareció al cabo de un segundo.
Rodolfo quedó petrificado.
En el brevísimo tiempo que duró esta aparición,
creyó reconocer algunas facciones características de
la cara de aquel hombre. Los ojos verdes , que
brillaban como el agua marina bajo dos grandes
cejas erizadas, la palidez lívida, la nariz delgada.
*2T2 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
saliente y encorvada como pico de águila , y cuyas
venlanas dilatadas dejaban ver una parte de la
cavidad nasal , le trajeron á la memoria un cierto
Polidori, cuyo nombre habia maldecido Murph
durante su coloquio con el barón de Graün. Aunque
Rodolfo no habia visto á Polidori de diez y seis ó
diez y siete años á aquella parte , tenia sin embar-
go mil razones para no olvidarse de él; pero lo que
confundía sus recuerdos, lo que le hacia dudar de la
identidad de estos dos personajes, era que el hombre
á quien creia volver á encontrar bajo el nombre de
aquel empírico de barba y cabellos rojos, era muy
moreno. Si Rodolfo no estrañaba (suponiendo que sus
sospechas fuesen fundadas) el ver á un hombre,
cuyo raro talento y vasto saber le eran conocidos,
reducido á tal punto de degracion y acaso de infa-
mia, era porque sabia que aquella rara inteligencia
y aquel vasto saber se aliaban con una perversidad
tan profunda, con una conducta tan desordenada,
con inclinaciones tan bajas y crapulosas, y espe-
cialmente con un desprecio tan cínico y brutal de
los hombres y^ de las cosas , que este hombre, redu-
cido á una miseria merecida , podria y aun quizá
deberia buscar los medios de subsistencia mas des-
honrosos, y sentir una especie de satisfacción iróni-
ca al ejercitar las eminentes dotes de entendimien-
to y de ciencia que poseia en el empleo á que se
habia dedicado. Pero repetimos que aunque se ha-
bia separado de Polidori en la flor de su edad y
que este debia tener entonces la edad del char-
latán , habia entre ambos personajes una dife-
rencia tan notable, que Rodolfo no podía persua-
dirse de su identidad : sin embargo dijo á Mr. Pi-
pelet: — ¿Hace mucho tiempo que vive en esta
casa el señor Bradamanti ? — Hace cosa de un año...
Sí , un año ; vino por los alrededores de enero.
^Já
LOS CUATRO PISOS. 273
Es un inqiiilino completo, y me curó de un sobe-
rano reumatismo.
— Madama Pipelet me ha informado de ciertos
rumores horrendos con respecto á él. — ¿Os ha di-
cho Pomona...? — No temáis nada que soy discreto.
— Yo no creo ni creeré jamás esos rumores , por-
que mi pudor se resiste á creerlos — dijo ruboriza-
do el portero subiendo delante de su nuevo inqui-
lino al piso superior.
Determinado Rodolfo á aclarar sus dudas, cada
vez mas y mas inclinado á interpretar de una ma-
nera lúgubre el horrible grito que habia escucha-
do, y haciendo firme proposito de asegurarse de la
identidad de Polidori , cuya vecindad en la misma
casa podia contrariar sus planes , fué subiendo tras
el portero al piso superior en donde se hallaba el
cuarto que quería alquilar.
La habitación de la señorita Alegría contigua á
la suya , era fácil de conocer por una delicada ga-
lantería del pintor enemigo mortal de Mr. Pipelet.
Unos seis ú ocho amorcillos risueños , gordiflones
y rubicundos, pintados con gusto y soltura, se agru-
paban al rededor de una especie de velador y soste-
nían alegóricamente, el uno un dedal, otro un par de
tijeras , este una plancha , el de mas allá un espe-
jillo de tocador, y en medio del velador sobre un
fondo azul celeste se leia en letras color de rosa:
La señorita Alegría, costurera. Rodeaba este cuadro
una hermosa guirnalda que resaltaba sobre el fondo
verdegay de la puerta de la habitación , la cual ha-
cia un contraste singular con lo feo y oscuro de la
escalera.
Rodolfo dijo señalando la puerta de la señorita
Alegría , a riesgo de irritar las recientes heridas de
Alfredo :
— Esto es sin duda obra del señor Gabrion. — Sí
27i LOS MISTERIOS DE PAUIS,
señor; ha hecho la locura de hechar á perder la
puerta con esa indecencia de chiquillos desnudos ,
que se le antojó llamar Amores. A no ser por los
ruegos déla señorita Alegría, y por la debilidad
del señor Brazo Rojo , ya hubiera yo raspado todo
eso, lo mismo que aquella paleta rodeada de mons-
truos , tan monlruos como el mismo autor que veis
allí con un sombrero puntiagudo.
Efectivamente, en la puerta del cuarto que Ro-
dolfo queria alquilar se veia una paleta rodeada de
figuras estrañas y grotescas, cuya fantástica inven-
ción hubiera hecho honor al mismo Callot.
Rodolfo entró con el portero en este cuarto que
era bastante espacioso , estaba precedido por un pe-
queño gabinete y recibía la luz por dos ventanas
que daban á la calle del Templo. En la segunda puer-
ta habia también algunas pinturas fantásticas que
habían sido respetadas por Germán. Rodolfo tenia
hartos motivos para no dejar de alquilar desde lue-
go este cuarto , y así es que dando al portero la
modesta suma de dos francos , le dijo :
— Me agrada este cuarto y me conviene perfec-
tamente: ahí tenéis la señal y mañana enviaré
los muebles... pero cuidado, no borréis esa paleta,
porque tiene un mérito singular... ¿no es verdad?
— ¡ Ah, caballero! en todas mis pesadillas me per-
siguen esos monstruos con Cabrion á la cabeza...
i contemplad el horror que me causarán!! — Ya
veo que es compañía poco agradable. Pero decidme,
¿será menester que yo vea al señor Brazo Rojo, ar-
rendatario principal ? — No señor , porque solo vie-
ne aquí muy raras veces , y eso cuando tiene que
hacer sus manganillas con la tia Quiroroántica.
Conmigo es con quien debéis entenderos directa-
mente, y para eso solo tendréis que decirme vues-
tro nombre.
LOS CUATRO PISOS. 275
— Rodolfo. — ¿Rodolfo... de qué? — Rodolío á
secas, señor Pipelet. — Eso esotra cosa , caballero;
os lo he preguntado tan solo por curiosidad : los
nombres y las voluntades son libres. — Decidme,
señor Pipelet ¿no deberé visitar mañana, como nue-
vo vecino que soy de la casa , á la familia de Mo-
rel , para ver si puedo servirla de algo ya que mi
predecesor el señor Germán les socorria también
con lo que podia ? — No hay inconveniente , aun-
que lo cierto es que de poco les servirá , porque
van á salir de casa; pero siempre tendrán en ello
una satisfacción : — y en seguida exclamó de re-
pente Mr. Pipelet como si le hubiese ocurrido una
idea súbita y mirando á Rodolfo con un aire sutil y
malicioso: — ¡Ya entiendo , ya; eso es como si di-
jéramos querer empezar á introduciros en la buena
amistad de la vecinita del lado/ — Yo cuento con
que así sucederá. — Nada tiene de particular, pues
las gentes honradas se buscan y se encuentran sin
novedad. Apostarla á que la señorita Alegría oyó
que alguien habia subido á ver el cuarto , y en este
momento se halla sin duda atisbando para vernos
bajar. Yo haré ruido con la llave al cerrar la puer-
ta ; mirad con cuidado á la suya al pasar por el
descanso.
En efecto , Rodolfo observó que la puerta tan
graciosamente adornada de Amores se hallaba algo
entreabierta, y creyó distinguir por la estrecha
abertura la punta de una pequeña nariz color de
rosa y un grande ojo lleno de viveza y curiosidad :
pero como detuvo algo el paso , la puerta se cerró
de repente.
— / Cuando yo os decia que habia de estar ace-
chando!...— dijo el portero ; y luego añadió: —
Con vuestro permiso, caballero... voy á subir á mi
almacén.,. — ¿Qué almacén? — La puerta que veis
276 LOS MISTEBIOS DE PARÍS.
en el descansillo que hay á lo último de esta escala
es la del Desván de Morel, y á un lado hay un
agujero oscuro en donde meto mis cueros: el tabi-
que está tan lleno de rendijas que cuando me hallo
en mi agujero puedo verlos y oirlos como si estu-
viese con ellos... Esto no es decir que yo trate
nunca de espiarlos... j Dios me libre !... todo lo con-
trario. Pero, con permiso, caballero; subo á bus-
car un pedazo de becerro... Si gustáis ir bajando,
luego llegaré á la portería.
Y Mr. Pipelet dio principio á una ascensión har-
to peligrosa en su edad por la escala que conducia
á los desvanes.
Echaba Rodolfo la última mirada á la puerta de
la señorita Alegría pensando en que aquella joven,
antigua compañera de la pobre Guillabaora, cono-
cía sin duda la morada del hijo del Maestro de Es-
cuela, cuando oyó que alguien salia del cuarto del
charlatán en el piso inferior : conoció por los pa-
sos que era una muger y distinguió el ruido leve
de un vestido de seda. Rodolfo se detuvo por pru-
dencia.
Luego que no oyó ruido alguno siguió bajando
la escalera.
Al llegar al segundo piso vio un pañuelo en los
últimos pasos de la escalera y lo recojió : este pa-
ñuelo pertenecia sin duda á la persona que habia
salido de la habitación de Bradaraanti. Acercóse Ro-
dolfo á la estrecha ventana que daba luz al des-
canso, miró con atención el pañuelo que estaba
guarnecido con un magnífico encaje , y vio que en
una de las puntas tenia bordadas las letras L. N.
bajo una corona ducal.
El pañuelo estaba empapado en lágrimas.
El primer pensamiento de Rodolfo fué alcanzar
á la pereoua que lo habia perdido para entregárselo,
LOS CUATRO PISOS. 277
mas reflexionó que este paso podia tener visos , en
aquella circunstancia, de una curiosidad indiscreta:
volvió á mirarlo y creyó hallarse de nuevo en vís-
peras de una misteriosa y quizá siniestra aventura.
Al llegar al cuarto de la portera la dijo:
— ¿No ha bajado ahora mismo una muger? —
No , caballero... Es una hermosa dama , alta, del-
gada y cubierta con un velo negro: viene del cuar-
to dcí señor Bradamanti... El Cojuelo habia ido á
buscar un coche, y la señora se ha marchado en
él... pero lo que se me hace extraño es que el bri-
bón del chicuelo se puso en la zaga del carruage,
sin duda para saber á dónde se dirige esa dama,
porque es curioso como un mico y vivo como una
centella , á pesar de su pata coja.
Por manera , di jo para sí Rodolfo , que el char-r
latan sabrá el nombre y la morada de esa muger,
si es cierto que ha mandado al Cojuelo que la si-
guiese.
— ¿Qué tal, caballero; os gusta el cuarto? —
Muchísimo; ha quedado por mí y mañana enviaré
los muebles. — Bendita sea la hora en que habéis
pasado por nuestra puerta, caballero. Tendremo.^
un buen inquilino mas. — Así lo espero, madama
Pipelet. Con que está convenido el que me servi-
réis : mañana traerán los muebles , y yo vendré á
ver como se colocan. Adiós, madama Pipelet.
Rodolfo salió.
El resultado de su visita ala casa de la calle del
Templo fué de bastante importancia , así para la
solución del enigma que deseaba descubrir como
por lo que contribuiria á satisfacer la noble curio-
sidad con que buscaba las ocasiones de hacer el bien
é impedir el mal.
Los resultados fueron los siguientes:
La señorita Alegría sabia necesariemente la nuc-
2T8 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
va morada de Francisco Germán , hijo del Maestro
de Escuela.
Una joven, que según todas las apariencias debía
ser por desgracia la marquesa de Harville, habia
dado al comandante una cita para el dia siguiente,
la cual la perderia acaso para siempre... y bemos
dicho ya que Rodolfo sentía el mas vivo interés
por la tranquilidad y el honor del marqués de Har-
ville, que parecian tan comprometidos.
Un artesano laborioso y su familia sumidos en
la mas horrible miseria, iban á ser echados de la
casa por Brazo Rojo;
Y por último Rodolfo habia descubierto involun-
tariamente el hilo de una aventura, cuyos princi-
pales autores eran el charlatán César Brailamanti
(acaso Polidori) y una muger que parecía ser de
la clase mas distinguida.
Además , la Lechuza reciensalida del hospital
adonde habia ido después de la escena de la calle
de las Viudas, tenia relaciones sospechosas con
madama Quiromántica, la adivina y usurera que
habitaba el segundo piso de la casa.
Satisfecho de su indagación se volvió á su casa
de la calle de Plumet, dejando para el siguiente
dia su visita al notario Jaime Ferran.
Hemos dicho ya que Rodolfo debia asistir aque-
lla misma noche^ á un baile en la embajada de***-
Antes de seguir los pasos de nuestro héroe en
esta nueva escursion , diremos algo de Tomas Sey-
ton y de Sarah , personajes importantes en esta his-
toria.
a Ccntt\^^a f^aial! MlViXc -J-^uvu'
CAPÍTULO XXV.
TOMAS Y SARAH.
Sarah Seyton, viuda del conde de Mac-Gregor,
tenia entonces treinta y seis ó treinta y siete años,
descendía de una familia ilustre de Escocia, y era
hija de un baronet (a) que había vivido siempre
en sus posesiones rurales. Guando salió de Escocia
con su hermano Tomas Seyton deHalsburyálaedad
dediez y siete años, era una joven de rara y perfecta
hermosura. Una vieja híghlandesa (b) su nodriza,
había exaltado hasta demencia con absurdas pre-
dicciones los dos vicios capitales de Sarah, cuales
eran el orgullo y la ambición , prometiéndola con
increíble y acérrima convicción la suerte mas en-
cumbrada en el porvenir. La joven escocesa llegó
á creer firmemente en el destino soberano con que
la vieja nodriza había halagado su orgullo, y desde
entonces jamás dejó de acordarse, para corroborar
su ambiciosa fé , de que una adivina había pro-
nosticado también una corona á la hermosa é ilus-
tre criolla, que fué reina por su bondady su gra-
cia , como otras lo son por la grandeza y la ma-
jestad.
(a) Baronet es el titulo hereditario inénos honorífico en
Inglaterra: es iníerior al de barón y superior al de knight
( caballero).
(b) Se llama en Escocia hiqlandcrs Tmontañeses) á los
h abilantei de la parte mas elevada y montuosa del país.
T. 1. 19
280 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Seyton, que era tan supersticioso como su her-
mana, alentaba su vana esperanza y habia resuelto
consagrar su vida á la realización del sueño des-
lumbrador é insensato de Sarab. Sin embargo, ni
uno ni otro eran bastante ciegos para creer rigo-
rosamente en la predicción de la montañesa y para
aspirar á un trono de primer orden, con exclu-
sión de los cetros secundarios: de ninguna manera:
la ambición de ambos se satisfaria y acabarian sus
dias tranquilamente si la hermosa escocesa llegaba
á ceñir su imperiosa frente con una corona sobe-
rana. Con arreglo al Almanaque de Gotha para el
año 1819, formó Seyton antes de salir de Esco-
cia una especie de tabla sinóptica por orden de
clases y edades , de todos los príncipes soberanos
de Europa reinantes á la sazón y en disposición
de casarse.
Aunque absurda la ambición de los dos her-
manos, estaba libre de toda mancha de infamia.
Seyton debia urdir con su hermana la trama con-
yugal en que se prometía enredar á alguna testa
coronada, tomando parle en todas las asechanzas
é intrigas que pudiesen conducir á este resultado;
pero antes hubiera muerto á í^arah que verla uni-
da por el pmor á ningún príncipe, sin esperar con
seguridad un casamiento reparador.
La especie de inventario matrimonial practicado
por Tomas y Sarah con arreglo al Almanaque de
Gotha, satisfizo á los dos completamente, pues
hallaron en la Confedeíacion Germánica un co-
pioso catálogo de príncipes jóvenes, herederos pre-
suntivos del poder soberano. S'\y ton no ingnoraba
la felicidad con que se hacia en Alemania el ca-
samiento llamado de la mano izquierda , casamiento
legítimo sin embargo, y al cual se resignaría en
último caso solo por el engrandecimiento de su
TOMAS Y SARAH. 281
hermana. Así resueltos los dos, salieron para Ale-
mania con objeto de dar principio á sus opera-
ciones.
Si á alguno pareciesen improbables estos pla-
nes insensatos, diremos que una ambición desen-
frenada y exagerada por creencias supersticiosas,
atiende poco á la razón de los íines que se pro-
pone conseguir, y aspira casi siempre á lo impo-
sible: ademas, si traemos á la memoria algunos
hechos contemporáneos de esta clase, desde el ca-
samiento desigual de algunos soberanos con sus
subditas, hasta la odisea representada por miss
Penélope con el príncipe de Capua, no podre-
mos negar alguna probabilidad de buen éxito á ima-
ginaciones como la de Seyton y de Sarah. Debe-
mos añadir que esta unia á su maravillosa hermo-
sura, al talento mas raro, y á todas las apariencias
de un natural generoso, ardiente y apasionado,
un aire seductor, tanto mas peligroso porque abri-
gaba un espíritu indiferente, duro y maligno, un
disimulo profundo y un carácter absoluto y obs-
ünado.
Su organización física era tan falaz y traidora
como su moral. Sus grandes ojos negros, ya lán-
guidos ya llenos de fuego, podian fingir los ma-
yores accesos de voluptuosidad... y sin embargo su
corazón de hielo no sentia jamas la ardiente lla-
ma del amor: nada podia sorprender el corazón
ni los sentidos ni alterar el frió cálculo de esta
mujer astuta, egoísta y ambiciosa. Por consejo
de su hermano no quiso empezar desde luego sus
empresas al llegar al continente, y resolvió que-
darse algún tiempo en Paris con objeto de per-
feccionar su educación y de suavizar su aspereza
británica en una sociedad llena de elegancia, de
seducción y de una libertad de buen gusto. Sarah
282 LOS MISTERIOS DE PARÍS
consiguió introducirse en la mejor sociedad con el
ausilio de algunas cartas de recomendación, y bajo
la protección de la embajadora de Inglaterra y del
viejo marques de Harviile que habia conocido en
Inglaterra al padre de Tomas y de Sarah.
Las personas falsas, frias y reflexivas adoptan
con maravillosa prontitud el lenguaje y los mo-
dales mas opuestos á su carácter; y como saben
que son perdidas si llega á descubrirse su verda-
dero fondo, adoptan necesariamente, por el mis-
mo instinto de conservación de que están dotadas,
un disfraz moral y se transforman con la pronti-
tud de un cómico consumado... Así es que al cabo
de seis meses de residencia en Paris Sarah hubiera
podida competir con la parisiense mas llena de
gracia y talento, por el encanto de su alegría, la
aparente ingenuidad de su trato y la sencillez se-
ductora de su mirar casto y apasionado.
Creyendo ya á su hermana suficientemente adies-
trada] partió Seyton para Alemania provisto de
buenas cartas de recomendación. El primer estado
de la Confederación Germánica que se hallaba en
el itinerario de Sarah era el gran ducado de Ge-
rolstein, asi designado en el diplomático é infali-
ble Ainianaque de Gotha para el año 1819 :
Genealogía de los soberanos de Europa y de
sus familias.
(iGEROLSTEIN.
«Gran duque: Maximiliano-Rodolfo, en 10 de
diciembre de 176i. Sucedió á su padre Carlos-Fe-
DERico-RoDOLFO cn 21 de abril 1785. — Viudo en
TOMAS Y SARAH. 283
enero de 1808, de Ll isa-A3ielia , hija de Juan-
Augusto, príncipe de BuRGLEN.
«Hijo: Gustavo-Rodolfo, nacido en 17 de
abril 1803.
«Madre: Gran duquesa Judith , viuda del gran
duque Carlos-Feder ico-Rodolfo , en 21 de abril
1785))
Seyton habla inscrito con bastante juicio á la
cabeza de su lista los mas jóvenes de los prínci-
pes que deseaba tener por cuñados, creyendo que
la juventnd era mas fácil de seducir que la edad
madura. Ademas, los dos hermanos habian sido
especialmente recomendados, como hemos indi-
cado ya, al gran duque reinante de Gerolstein
por el viejo marques de Harville, encantado co-
mo todos de Sarah, cuya belleza é ingenuidad
natural no se hartaba de admirar...
Inútil es decir que el heredero presuntivo del
gran duque de Gerolstein era Gustavo-Rodolfo,
el cual tenia apenas diez y siete ó diez y ocho
años cuando Tomas y Sarah fueron presentados á
su padre. La llegada de la joven escocesa ha sido
un acontecimiento ruidoso en la corte alemana,
tranquila, seria y patriarcal. El gran duque era
el mejor de los hombres y gorbernaba sus Esta-
dos con firmeza, sabiduría y bondad paternal,
de suerte que en ningún país del mundo se po-
dría hallar una felicidad mas positiva que en su
principado, cuya población laboriosa, grave, so-
bria y religiosa representaba el verdadero tipo ideal
del carácter alemán. Gozaban aquellos habitantes
de una felicidad tan profunda, y vivian tan sa-
tisfechos de su envidiable condición, que el gran
duque habia tenido que recurrir muy poco á su
ilustrado desvelo para preservarlos de la manía
28i LOS MISTERIOS DE PARÍS.
epidémica de las innovaciones constitucionales. Con
respecto á los descubrimientos modernos y á las
ideas prácticas que podían ejercer alguna influen-
cia saludable en el bienestar y en la moralización
de su pueblo, el gran duque los conocía y los
aplicaba, pues sus delegados cerca de las diversas
potencias de Europa apenas tenian otra misión
que la de informar á su señor del progreso de las
ciencias y de las artes, bajo el punto de vista de
pública utilidad.
Hemos dicho ya que el gran duque profesaba
un tierno afecto y un agradecimiento sin límites
al viejo marques de Harville , el cual le habia
hecho imponderables servicios en 1815; y así es
que á beneficio de la poderosa recomendación del
marques, Sarah Seyton de Halsbury y su hermano
fueron recibidos con extraordinaria distinción en
la corte de Gerolstein. Quince dias después de su
llegada la joven escocesa habia penetrado con su
profundo talento observador el carácter firme,
leal y generoso del gran duque: y antes de se-
ducir al hijo, de lo cual no tenia la menor duda,
resolvió prudentemente asegurarse del afecto del
padre. A pesar de que este amaba tiernamente á
su hijo, Sarah se convenció muy pronto de que el
gran duque no prescindiría jamás de ciertos prin-
cipios ni de las ideas que tenia acerca del deber
de los príncipes, y que por consiguiente jamas
consentiría en lo que miraba como una alianza
tan desigual para la categoría de su hijo. Vio se-
gún esto que un hombre de temple tan enérgico
y que solo es afectuoso y bueno porque es firme
y vigoroso, no cede jamas un punto de lo que se
persuade que deroga su conciencia, su razón ó
su dignidad.
Sarah estuvo á punto de renunciar á su empresa
TOMASYSARAH. 285
viendo los inconvenientes casi imposibles que se ofre-
cian; pero al reflexionar que Rodolfo era muy jo-
ven , y que todos elogiaban la dulzura , la bondad y
la timidez de su carácter, creyólo débil é irresoluto
y persistió de nuevo en su atrevido proyecto.
Su conducta y la de su hermano fueron en esta
ocasión una obra maestra de habilidad y sutileza.
La joven er,cocesa consiguió atraerse el afecto
de todos y en particular el de las mismas personas
que pudieran envidiar su extraordinario mérito; y
tíngiendo una sencillez modesta, evitó la alarma
que deberían excitar sus gracias y su belleza. Por
tales medios llegó en muy breve tiempo á ser el ído-
lo no solo del gran duque , sino también de su ma-
dre la gran duquesa viuda Judith, que á pesar de
sus noventa anos amaba con ternura los encantos y
la belleza de la juventud.
Varias veces intentaron salir de la corte Sarah y
su hermano; pero el soberano de Gerolstein no qui-
so jamas permitirlo, y para asegurarse de la per-
manencia délos dos escoceses suplicó al baronet
Seyton de Halsbury que aceptase el empleo , va-
cante á la sazón, de primer escudero, y á Sarah que
no abandonase á la gran duquesa Judith, que no
podría ya vivir sin ella.
Los ruegos del gran duque triunfaron por último
de la simulada determinación de Sarah y de To-
mas, quienes aceptaron la brillante proposición y
se establecieron en la corte de Gerolstein un mes
después de su llegada.
Sarah , que conocia perfectamente la música y
sabia la afición que profesaba la gran duquesa á
las antiguas obras de este arte, y especialmente á
las de Gluck , esludió á fondo las de aquel ilustre
profesor , y cautivó mas y mas el afecto de la an-
ciana princesa con la paciencia inagotable y la
286 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
extraordinaria perfección con que cantaba aque-
llas piezas antiguas llenas de sencillez y de expre-
sión.
Seyton desempeñó también su destino con la
mayor aptitud. Conocía perfectamente la equita-
ción , era firme y ordenado en sus disposiciones,
y así es que transformó completamente en breve
tiempo el servicio de las caballerizas del gran du-
que, desorganizadas basta entonces por la negli-
gencia y la rutina.
Desde aquel dia fueron los dos hermanos el ob-
jeto principal del afecto y de los obsequios de la
corte, porque la predilección del príncipe lleva
siempre consigo la estimación de los subditos. Sa-
rah necesitaba ademas echar mano de toda su há-
bil seducción para ganar muchos partidarios, si
habia de llevar á cabo sus proyectos. Su hipocre-
sía, revestida con las formas mas seductoras, cau-
tivó fácilmente á aquellos nobles alemanes , y el
afecto general aumentó la excesiva benevolencia
del gran duque.
Esta era la encumbrada situación de los dos her-
manos en la corte de Gerolstein , sin que nadie
hubiese podido imaginar su designio con respecto
á Rodolfo. Por una feliz casualidad habia salido es-
te de la capital pocos dias antes de la llegada de
Sarah, con objeto de pasar una revista militar
acompañado de un edecán y de su fiel Mnrph; au-
sencia muy favorable á los proyectos de Sarah,
pues le permitió disponer á su salvo los hilos de la
trama sin que lo estorbase la presencia del prínci-
pe, cuya admiración hubiera disperlado acaso las
sospechas del gran duque. Al contrario, en la au-
sencia de su hijo ni remotamente sospechaba que
habia dispensado su intimidad á una joven de rara
hermosura , la cual sabia hacer alarde de sus gra-
TOIffAS Y SARAH. 287
cias seductoras é incomparables delante de Rodol-
fo á todos los momentos del dia.
Sarah no agradeció interiormente la tierna
y generosa acogida y la noble confianza que le
Labia dispensado la familia soberana de Gerols-
teio.
Sabian los dos hermanos que debian introducir el
luto y la discordia en aquella corte tranquila y feliz,
mas no por eso desistieron un punto de sus desig-
nios. Calculaban con sangre fría el resultado pro-
bable de la cruel división que iban á sembrar entre
un padre y un hijo, que habían vivido tan cor-
dialmente unidos.
Diremos ahora algunas palabras sobre los pri-
meros años de Rodolfo. Como su complexión era
bastante débil en la infancia , su padre hizo para
sí el extraño raciocinio siguiente :
« Los nobles rurales de Inglaterra se distinguen
generalmente por su robustez y salud. Estas ven-
tajas se deben en gran manera á su educación física,
que es sencilla, ruda y agreste, y contribuye por
lo mismo á desarrollar su vigor. Voy á sacar á Ro-
dolfo del poder de las mujeres ; y aunque su tem-
peramento es delicado, puede ser que acostumbrán-
dose á vivir como el hijo de un hacendado rural
inglés ( salvo algunos cuidados que se tendrán
con él), se consiga fortalecer su endeble constitu-
ción. »
Hizo pues el gran duque venir de Inglaterra un
hombre digno y capaz de dirigir esta clase de edu-
cación física , y sir Gualterio Murph , atletico ejem-
plar de los caballeros rurales del condado de York
fué la persona encargada de tan importante misión.
La dirección que dio á la enseñanza del príncipe
fué en todo conforme á las miras del gran duque.
28S LOS :\;isTF,Rios de parís.
Murph y su discípulo habitaron por espacio de al-
gunos años una quinta rodeada de campos y, de
bosques á pocas leguas de la "ciudad de Gerolstein
y en la situación mas pintoresca y saludable. Ro-
dolfo, libre de toda etiqueta y sin dedicarse mas
que á trabajos agrícolas proporcionados á su edad,
hacia una vida sobria y varonil, y su único placer
y distracción eran los ejercicios violentos, la lucha,
el pugilato, la equitación y la caza. Con el aire
puro de los campos y de los montes y bosques se
trasformó su naturaleza y creció como una encina
vigorosa : su palidez enfermiza dio lugar al brillante
color de la salud , y aunque siempre fué esbelto
y delgado , no por esto dejaba de vencer las mayo-
res fatigas. La destreza , la energía y el valor su-
plieron en él la falta de potencia muscular, y así
es que á la edad de quince años podia luchar victo-
riosamenie con jóvenes de mucha mas edad que él.
Su educación científica seresentia necesariamen-
te de la preferencia dada á la educación física: Ro-
dolfo sabia muj poco, pero el gran duque pensa-
ba con razón que para exigir mucho del espíritu
es preciso que este se halle sostenido por una bue-
na organización física. Las facultades intelectuales,
aunque fecundadas algo mas tarde por la instruc-
ción, ofrecen de este modo resultados mas prontos.
El buen Gualterio Murph no era un sabio , y así
es que solo pudo comunicar á su discípulo los cono-
cimientos primarios ; pero nadie mejor que él po-
día inspirar á Rodolfo el sentimiento de lo justo,
leal y generoso, ni infundirle mas horror hacia la
bajeza, la infamia y la cobardía... Esta aversión y
esta admiración tan enérgica se arraigaron pa-
ra siempre en el alma de Rodolfo ; y aunque mas
adelante conmovió violentamente estos principios
de la tempestad de las pasiones , no pudo sin embar-
. TOMÁS Y SARAH. 289
go arrancarlos del corazón... El rayo hiere y des-
troza el tronco de un árbol profundamente arraiga-
do ; pero la savia no deja por eso de nutrir sus rai-
ces , y mil ramas frondosas vuelven á brotar del
mismo tronco que parecia seco y aniquilado.
Rodolfo debió pues á Murph, por decirlo así , la
salud del cuerpo y la del alma, pues á tanto equi-
valb su robustez, su valor, su agilidad, y el amor
á lo bueno y la aversión á lo malo que habia con-
seguido inspirarle su maestro. Luego que Murph
terminó de un modo tan admirable su tarea, tu-
vo que volver á Inglaterra para el arreglo de gra-
ves intereses, y dejó por algún tiempo la Alemania
con sumo disgusto de Rodolfo que le amaba tierna-
mente.
Asegurado ya el gran duque de la salud de Rodol-
fo, pensó seriamente en la instrucción de su querido
hijo. Un cierto doctor llamado César Polidori , filoso
fo de gran reputación, médico distinguido, historia-
dor erudito, y hombre versado en las ciencias exac-
tas y físicas , obtuvo el encargo de cultivar el sue-
lo v rgen y fecundo, tan bien preparado por Murph.
La elección del gran duque fué muy desgraciada
en esta ocasión , ó por mejor decir fué cruelmente
engañado por la persona que le presentó al doctor
y lo hizo aceptar como preceptor del joven prin-
cipe.
El doctor Polidori era sin duda el Mentor mas
detestable que pudiera hallarse para dirigir la ins-
trucción de un joven. Impío, traidor, hipócrita, lle-
no de astucia y sutileza , ocultaba estos vicios y el
escepticismo é inmoralidad mas espantosos bajo una
máscara de austeridad filosófica : conocía profunda-
mente á los hombres, ó por mejor decir solo habia
estudiado las flaquezas y las pasiones mas degradan-
tes de la humanidad.
290 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Dejó Rodolfo con dolor la vida independiente
y animada que hasta entonces habia hecho al la-
do de Murph , para ir á sepultarse entre los libros
y someterse al ceremonial de la corte de su padre.
Como era natural concibiódesde luego una profunda
aversión hacia el doctor. Cuando Murph se separó
de su discípulo le comparó con un potro sin domar
lleno de fuego y de soltura, sacado de los campos
en donde vivia libre y gozoso, para sujetarle al
freno y á la espuela y enseñarle á contener el ím-
petu de su fuerza , que solo habia entonces en cor-
rer y saltar á su alvedrío.
Rodolfo declaró desde luego á Polidori que no
sentía la menor inclinación al estudio, que mas
bien necesitaba ejercitar los brazos y las piernas,
respirar el aire libre del campo, correr por los mon-
tes y quebradas, y que una buena escopeta y un
buen caballo le parecian preferibles á los mejores
libros del mundo.
El doctor esperaba hallar en el príncipe esta an-
tipatía, y fué tanto mayor su satisfacción al descu-
brirla, porque abrigaba miras tan ambiciosas como
las de Sarah aunque de distinto género. A pesar
de que el gran ducado de Gerolstein no era mas que
un estado de orden inferior , Polidori se habia pro-
puesto ser en él un segundo Richelieu , y prepa-
rar á Rodolfo para la categoría de los príncipes
ociosos. Mas deseando sobre todo hacerse agradable
á su discípulo y borrar á Murph de su memoria á
fuerza de obsequios y condescendencias, ocultó al
gran duque la repugnancia que manifestaba el prín-
cipe al estudio, elogió su aplicación y sus grandes
progresos , y á beneficio de algunas preguntas con-
certadas de antemano con Rodolfo, pero que pare-
cian improvisadas, entretuvo al gran duque (que
TOMAS Y SARAH. 291
á la verdad no era muy letrado ) en su ceguedad y
confianza.
El desvío que el doctor habia inspirado á Ro-
dolfo en un principio, se fué convirtiendo gradual-
mente en una familiaridad caballerosa por parte
del príncipe, muy diferente de la seria y afectuosa
adhesión que profesaba á Murph; y así es que se
halló insensiblemente ligado á Polidori , aunque
por causas inocentes, por los mismos lazos que
unen á dos cómplices. Rodolfo debia despreciar
tarde ó temprano á un hombre del carácter y de
la edad del doctor, quementia indignamente para
encubrir la pereza de su discípulo. Polidori lo sa-
bia : pero sabia también que si no se deja inme-
diatamente la compañía de seres corrompidos, es
fácil acostumbrarse á su modo de pensar y á ver
sin indignación expuestos á la infamia y al escar-
nio los mismos objetos que merecían antes nuestra
admiración.
Ademas, era el doctor demasiado diestro para
combatir de frente ciertas convicciones nobles de
Rodolfo, que eran el fruto de la educación de
Murph. Después de burlarse á su sabor de los gro-
seros y vulgares pasatiempos en que su discípulo
habia invertido los primeros años de su juventud,
dispertaba el doctor, con un aire fingido de auste-
ridad , la curiosidad del príncipe, é inflamaba su
imaginación pintándole con vivos y exagerados co-
lores los placeres y la galantería que habían ilm-
trado los reinados de Luis XIV , del Regente, y so-
bre todo de Luis XV , que era el verdadero héroe
de Polidori. Aseguraba al inocente joven, el cual le
escuchaba con funesta atención , que la voluptuosi-
dad mas excesiva, lejos de desmoralizar á un prín-
cipe de ánimo elevado, le hacia mas clemente y
generoso, por la simple razón de que nada predis-
292 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
pone tanto las almas generosas para el amor y la
benevolencia como la felicidad. Luis XV el Muy
Amado era según él una prueba irrecusable de este
aserto. «Y ademas (anadia el doctor) /cuántos
hombres grandes de la antigüedad y de los tiempos
modernos no se han consagrado al epicurismo, des-
de Alcibiades, Marco Antonio y César, hasta Mau-
ricio de Sajonia , Conde y Vandoma ! ! ! » Tales co-
loquios debian hacer un espantoso estrago en el al-
ma \argen y fogosa del príncipe; mas no fiándose el
inicuo doctor en la autoridad de su palabra, tra-
ducía con elocuencia á su discípulo las odas en que
Horacio exalta con espléndido ingenio y coneí en-
canto mas seductor las delicias de una vida consa-
grada enteramente al amor y á la sensualidad mas
exquisita.
Finalmente, el gozar siempre y gozar de todo
era, según el doctor, glorificar á Dios en la mag-
nificencia de sus obras y en la eternidad de sus
dones.
Estas teorías produjeron su fruto natural.
En medio de aquella corte metódica , virtuosa y
acostumbrada por el ejemplo del soberano á los
placeres lícitos y diversiones inocentes , Rodolfo
pervertido por su maestro pensaba sin cesar en las
noches deliciosas de Versalles , en las orgías de
Choisy,en la voluptuosidad del Parque de los
Ciervos, y aun imaginaba de cuando en cuando al-
guna aventura amorosa. El doctor no se babia ol-
vidado de demostrar á Rodolfo que un príncipe de
la Confederación Germánica no podia tener mas
pretensiones militares que la de enviar su contin-
gente á la Dieta , y que ademas el espíritu del dia
no era un espíritu guerrero. Pasar deliciosa y blan-
damente las horas en medio de mugeres y del es-
plendor del lujo; variar alternativamente de la
TOMASY SARAH. 393
embriaguez de los placeres sensuales á las delicio-
sas recreaciones del arle; buscar á veces en la ca-
za, no conno un adusto Nimrod , sino como un sa-
bio epicuriano, las fatigas transitorias que doblan
el encanto déla pereza y de la negligencia... tal
era , según el doctor , la única vida posible de un
príncipe, que bailase un primer ministro capaz de
consagrarse con ardor á la grave y enojosa tarea
de dirigir las riendas del Estado.
Rodolfo, al entregarse á suposiciones que nada
tenian de criminales, porque nosalian del círculo
de las probabilidades fatales , se babia propuesto
adoptar, cuando Dios llamase á juicio á su padre,
la vida que Polidori le pintaba con tan vivos y ale-
gres colores , y babia resuelto hacer su primer
ministro á este bombre cuyo saber y talento cauti-
vaban su admiración , y cuya ciega complacencia
babia llegado á agradarle.
Seria inútil decir que el príncipe guardó el mas
profundo secreto acerca de la esperanza que abri-
gaba.
Sabiendo Rodolfo que los béroes predilectos de
su padre eran Gustavo Adolfo, Carlos XII y el gran
Federico, (Maximiliano Rodolfo tenia el honor de
pertenecer á la casa real de Erandeburgo ) , creia
con razón que el gran duque, que tanta admiración
profesaba al carácter guerrero de aquellos reyes
soldados, que jamas se quitaban las bolas ni las
espuelas, miraria como perdido á su hijo si lo cre-
yese capaz de sustituir en su corle la gravedad tu-
desca con las costumbres desembarazadas y licen-
ciosas del tiempo de la Regencia. Pas¿íronse de este
modo diez y ocho meses.
Murph volvió de Inglaterra al cabo de este tiem-
po y lloró de gozo al abrazar á su antiguo discípulo
Pasados algunos dias conoció el caballero inglés
29Í LOS MISTERIOS DE PARÍS.
la reserva j frialdad de Rodolfo y la ironía con que
le hablaba de la vida ruda j agreste que habian
hecho en el campo, sin poder descubrir el motivo
de un cambio que tan profundamente le afligía. Se-
guro de la bondad natural del príncipe v llevado
por un secreto presentimiento, creyó enfin que lo
babia pervertido la perniciosa influencia del doctor
Polidori, á quien aborrecia por instinto y á quien
se propuso observar con el mayor cuidado. Este vio
también con zozobra el regreso de Murpb, cuya
franqueza, penetración y sano entendimiento te-
mía y se fijó desde luego en el pensamiento de
perderlo en el animo del príncipe. En esta mis-
ma época fueron recibidos Se j ton y Sarah en la cor-
te de Gerolstein con suma distinción , y Rodolfo ^a-
lió también entonces como llevamos dicho, á hacer
una escursion en los Estados de su padre acompaña-
do de Murph.
El doctor no estuvo ocioso durante este viaje.
Cualquiera diría que los intrigantes se conocen
mutuamente por ciertos signos misteriosos, y que
se observan de este modo hasta que un interés en-
contrado ó común los induce á establecer entre sí
una alianza ó una hostilidad declarada. Algunos
dias después de la llegada de Sejton y su her-
mana á la corte del gran duque, Polidori habia
trabado ya estrechas relaciones con el escocés.
El doctor confesaba con detestable cinismo que
sentía una inclinación natural y casi involunta-
ria hacia los hombres intrigantes, perversos y
malvados, y decia que sin haber adivinado posi-
tivamente el objeto á que se dirijian Sarah y su
hermano, les habia declarado una simpatía dema-
siado vehemente para dejar de creer que trajesen
entre manos algún proyecto diabólico. Algunas
preguntas de Sarah sobre el carácter y anteceden-
TOMAS Y SARAH. 295
tes de Rodolfo, preguntas sin objeto para un hom-
bre menos sutil que el doctor, le revelaron la in-
tención de los dos hermanos; y lo que únicamente
se le ocultó, fué el que las miras de la joven es-
cocesa fuesen tan honestas y elevadas. El doctor
consideró pues la llegada de esta hermosa joven
como un aconlecimienlo afortunado; porque infla-
mada la imaginación de Rodolfo con amorosas qui-
meras, Sarah debia ser la realidad encantadora de
sus voluptuosos sueños, y ejerceria indudablemente
una influencia, supremaen un corazón subyugado por
el primer amor. Dirigir y utilizar esta influencia , y
servirse de ella para perder á Murph, ha sido
desde entonces el mas íirme conato de Polidori.
Como hábil especulador hizo conocer á los dos am-
biciosos exlrangeros la necesidad de contar con él,
pues era el único responsable ante el gran duque
de la vida privada del príncipe su hijo.
Sarah y su hermano comprendieron sin diQcul-
tad el ánimo del doctor, aunque no habian reve-
lado á este su oculto disignio; y cuando volvió Ro-
dolfo, unidos los tres por un interés común, se
habian ligado tácitamente contra el ^í/ií¿re, á quien
tenian por el enemigo mas formidable.
Sucedió pues lo que debia suceder.
Rodolfo á su regreso se enamoró ciegamente de
Sarah; á quien tenia que ver todos los dias. Sarah
le declaró que correspondía á su amor, aunque
preveía que este amor debia ocasionar grandes y
violentos disgustos, y que no podrian ser jamas
felices porque los separaba una falal distancia.
Según esto encomendó á Rodolfo la mas profunda
reserva á fin de no dispertar las sospechas del gran
duque, el cual seria inexorable y los pri varia de
la única dicha á que podían aspirar, cual era la
T.I. 2J
296 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
de verse á todas horas. Rodolfo prometió ocultar
su pasión é imitó el disimulo de la ambiciosa ex-
tranjera, la cual tenia demasiada confianza en sí
misma para comprometerse ni revelar con ningún
ademan su provecto á los ojos de la corte; por
manera que todos ignoraron el amoroso secreto du-
rante algún tiempo. Mas luego que vieron los dos
hermanos que habia llegado á su colmo la pasión
desenfrenada del príncipe, que la exaltación de su
amor se hacia por instantes mas dificil de conte-
ner, amenazando por consiguiente descubrir todo
el secreto, se decidieron por fin á dar el gran paso
que tenian meditado. Así es que persuadido Sey-
ton de que el carácter del doctor le disponía á aH-
mitir favorablemente toda proposición que lle-
vase el sello de la moralidad , le declaró que era ya
indispensable unir á Rodolfo con Sarah por el ma-
trimonio ; añadiendo que en caso contrario saldría
inmediatamente de Gerobtein; que Sarah corres-
pondía al amor del príncipe, mas que preferíala
muerte á la deshonra , y que solo podi-ia determi-
narse á ser la esposa de S. A.
Esta proposición llenó de estupor á Polidori,
pues jamás habia imaginado que llegase á tanto
la audacia y la ambición de Sarah. Parecíale im-
posible un casamiento tan rodeado de incon-
venientes y peligros sin número, y dijo fran-
camente á Seyton las razones que tenia para creer
que el gran duque no consentirla jamás en tal
unión. Seyton admitió la importancia de estas ra-
zones; mas propuso como termino medio que po-
dría conciliario- todo, un casamiento secreto que
no se publicarla hasta el fallecimiento del gran
duque reinante. Observó que Sarah pertenecía á
una familia noble y antigua : y que esta unión
no carecía de ejemplares y antecedentes. Propuso
TOMAS Y SARAH. 29T
conceder al príncipe ocho días para que se
decidiese, pues habia determinado sacar á su her-
mana de la horrible incertidumbre en que se ha-
llaba, y si era necesario renunciar al amor de Ro-
dolfo, lomaría inmediatamente esta dolorosa reso-
lución.
No duró mucho la perplejidad del doctor luego
que conoció la intención de Sarah. Tres medios
se le ocurrieron para salir del paso; á saber:
Descubrir al gran duque el proyecto de matri-
monio; desengañar á Rodolfo de las intrigas y
maniobras de Tomas y de Sarah; ó bien prestar
todo el auxilio posible á este casamiento.
Pero advertir al gran duque, seria enajenarse
para siempre la voluntad del heredero inmediato
de su corona: desengañar á Rodolfo de las miras
interesadas de Sarah, era exponerse á ser tratado
por el príncipe del modo que tratan siempre los
enamorados á los que tienen en poco el objeto de
su pasión: y adem; s la vanidad y el corazón del
príncipe se resentirían de un modo peligroso para
el doctor, al saber por este que sus títulos y su so-
beranía eran la causa única de las demostracio-
nes apasionadas de Sarah.
Por el contrario, prestando su apoyo á este en-
lace, se unía á Rodolfo con los lazos de la gra-
titud mas profunda, óá ¡o menos por la manco-
munidad de un acto peligroso. No dudaba que
todo podia descubrirse y que en tal caso se es-
pondría á la cólera del gran duque; pero una vez
consumado el matrimonio, la unión sería válida, la
tempestad se disiparía , y el futuro soberano de
Gerolstein se hallaría tanto mas ligado á Polidoriy
cuanto mayores fuesen los peligios á que este se
iiabria expuesto por servirle. Reflexionó con ma-
durez sobre estas alternativas, y se decidió por
298 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Último á servir á Sarah , aunque con la restricción
de que hablaremos mas adelante. El amor ciego
de Rodolfo tocaba ya el último grado de vehemen-
cia: exasperado por la contariedad y cada vez mas
seducido por la habilísima escocesa, que fingia
sufrir con menos resignación que él los inconve-
nientes insuperables que el honor y el deber opo-
nían á su felicidad, sin duda no hubiera tardado
muchos dias en hacer público alarde de su ciega
pasión.
Así es que cuando el doctor le propuso el que
alejase para siempre de sí aquella beldad irresisti-
ble , ó que se determinase á poseerla por medio de
un matrimonio secreto, Rodolíb echó los brazos al
cuello de Polidori, le llamó su salvador, su padre
y su mejor amigo , y se hubiera casado en aquel
instante si hubiese tenido á mano un templo y un
sacerdote.
El doctor se encargó, como era de esperar, de
arreglarlo todo.
Buscó un párraco y testigos, y la unión se cele-
bró en secreto (teniendo Seyton el mayor cuidado
de que se ejecutasen escrupulosamente todas las
formalidades i durante la ausencia que hizo el
gran duque de la corle para asistir á una confe-
rencia de la Diííta germánica. De este modo que-
dó realizado el pronóstico de la montañesa de Es-
cocia : Sarah se casó con el heredero de una co-
rona.
Sin apagar el fuego de su amor , la posesión hizo
á Rodolfo mas circunspecto y calmó la violencia
que hubiera podido comprometer el secreto de su
pasión. Arreglaron de tal manera su conducta los
dos jóvenes, protegidos ademas por el cuidado de
Seyton y del doctor , que nadie pudo conocer la in-
timidad de sus relaciones.
TOMAS Y SAKAH. 299
Un suceso esperado por Sarah con impaciencia,
convirtió muy pronlo esta calma en una tempes-
tad: Sarah conoció que era madre... Y entonces
fué cuando descubrió á Rodolfo el fondo de sus
pretensiones, que llenaron al príncipe de sorpresa
y de asombro. Le declaró derramando un copioso
y fingido llanto , que no podia -ioportar la opresión-
en que vivía, tanto mas insufrible en la situación
en que se hallaba. Dijo con firme resolución al
príncipe (]u(i í'u tales circunstancias era inevitable
el revelar al gran duque todo el secreto, á quien
debia Sarah el mas tierno cariño, lo mismo que á
la gran dutjuesa viuda. Añadió que sin duda se in-
dignaría al f>rincipio , pero que amaba tan ciega-
mente á su hijo, y que ella (Sarah) tenia tal con-
fianza en el aferlo que la profesaba el gran du-
que , qu(í no dudaba que el enojo paternal se disi-
paría poco á poco, y que tendría entonces en la
corte de Gorolsleín la consideración que la corres-
pondía como madre que iba á ser de un hijo del
heredero inmediato del gran duque. — Soy vuestra
esposa ante Dios y los hombres — le dí'o. — Dentro
de poco tiempo no podré ocultar el estado en que
me hallo, y no quiero avergonzarme de una situa-
ción que tanto me lisonjea , y de la cual puedo glo-
riarme á la faz de todo el mundo.
La paternidad había doblado el amor (¡ue Ro-
dolfo profesaba á Sarah, y así es que el deseo de
acceder á lo que le pedia , por un lado, y por otro
el temor de irritar á su padre, introdujeron en su
espíritu la inqtiietud mas espantosa. Seylon apo-
yaba la resolución de su hermana. — El matrimo-
nio es indisoluble — decia íi su regio cuñado. —
Todo lo que puede hacer el gran du(jue es dester-
raros de la corte, á vos y á vuestra esposa: pero os
ama demasiado para tomar esta medida, y se re-
300 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
solverá á tolerar lo que no está ya en su mano im-
pedir
Estas razones eran muy justas, pero no calmaron
la ansiedad de Rodolfo. Por aquel tiempo tuvo que
visitar Seyton por orden del gran duque varias ye-
guadas de Auslria, y en esta espedicion debía in-
vertir unos quince dias: salió pues, á pesar suyo,
en el momento mas crítico para su hermana. Ésta
sintió su partida, al paso que no dejó de creerla
oportuna, pues aunque la privaba de los consejos
de una persona tan allegada, ponia á salvo á su
hermano de la cólera del gran duque. Convíno-
se pues con Seyton para iníbrmarlo de todo lo
que ocurriese por medio de una correspondencia
diaria que debían seguir en ciertas cifras, cuya
clave tendría también Polidori. Esta precaución
da á entender que Sarah tenia que comunicar á
su hermano algo mas (¡ue los secretos de su
amor á Rodolfo. En efecto, la pasión (|ue se ha-
bía encendido en el corazón del príncipe, no se
había comunicado al pecho glacial de esta mu-
jer egoísta , fría y ambiciosa : la maternidad
solo ha sido para ella un nuevo medio de asegurar
su influencia con Rodolfo, y no inspiró á su alma de
bronce el menor sen miento de ternura. La juven-
tud, el amor vehemente, la inexperiencia de un
príncipe que apenas había salido de la infancia y á
quien había enredado pérfidamente en un laberinto
de dificultades, no inspiraron el menor interesa
esta mujer egoísta , que en sus comuniciones secre-
tas con Seyton se quejaba desdeñosa y amarga-
mente de la debilidad de un adolescente, que tem-
blaba delante del príncipe mas decrépito de Ale-
mania, fhl cual parecía que se habia olvidado la
muertel Finalmente, esta correspondencia de los dos
hermanos revelaba su egoísmo interesado, sus cal-
TOMAS Y SARAH. 301
oulos ambiciosos, su impaciencia... acaso uncona-^
to de homicidio, y manifestaba la trama infernal
que habia tenido por resultado el casamiento de Ro-
dolfo. Polidori, por cuya mano pasaba esta cor-
respondencia , interceptó una de las cartas de Sa-
rah á su hermano : mas adelante diremos el obje-
to de este paso.
A lobunos dias después de la partida de Seyton se
hallaba Sarah en una tertulia de corte de la gran
duquesa viuda, y muchas de las damas concurren-
tes la miraban con sorpresa y hablaban bajo entre
sí; circunstancia que no dejó de observarla gran
duquesa Judith, que á pesar de sus noventa años
tenia muy espertos los sentidos. Llamó á una de las
damas de su servicio, y supo de este modo que todos
hallaban menos esbelteza y soltura que de costum-
bre en el cuerpo de la señorita Sarah Seyton de
Halsbury. La anciana princesa adoraba de tal modo
íi su protegida, que hubiera respondido ante Dios
de su virtud; é indignada por la malignidad de tan
injuriosas sos|)echas , hizo un movimiento de hom-
bros, y dijo en voz alta que se oyó del uno al
otro extremo de la sala : — ¡ Sarah , acercaos , hija
mia !
Sarah se levantó.
Tuvo que atravesar todo el salón para acercarse
á la princesa , que con la m?jor intención queria
confundir con este solo hecho á los calumniadores,
probándoles que el talle de su protejida no habia
perdido un ápice de su finura y gentileza. Pero ;ah/
la enemiga mas pérfida de Sarah no hubiera dis-
currido en daño de esta lo que discurrió la exce-
lente princesa. Cuando su protejida cruzó la sala fué
necesario todo el respeto que inspiraba la gran du-
quesa Judith, para que no se levantase un murmu-
llo de sorpresa y de indignación. Las personas mi>-
302 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
nos perspicaces notaron lo que Sarah no quería ya
ocultar, aunque la seria fácil disimular aun el esta-
do en que se hallaba; pero la ambiosa joven quería
hacer de él la mas clara ostentación , á fin de obli-
gar á Rodolfo á que declarase su malrinionio.
La gran duquesa no dio sin embargo crédito á la
evidencia que tenia ante sus ojos, y dijo á Sarah
en voz baja: — Querida mia, venís horriblemente
vestida... vos que tenéis una cintura tan fina... Va-
mos, estáis desconocida esta noche.
Mas adelante referiremos las consecuencias de es-
te descubiimiento, que produjo grandes y terribles
sucesos. Pero diremos ahora lo que acaso habrá adi-
vinado ya el lector... á saber , que Flor de Maria era
el fruto del matrimonio secreto de Rodolfo y de Sa-
rah , y que ambos creían muerta á su bija.
No habrá olvidado el lector que Rodolfo, des-
pués de haber estado en la casa de la c?-lle del Tem-
plo, volvió á la suya , y que aquella misma noche
debia asistir al baile que daba la embajadora de***.
Seguiremos en este baile á S. A. R, el gran duque
de Gerolstein , Gustavo Kodolfo , que viajaba en
Francia con el título de conde de Duren,
FIN DEL TOMO PRLMKRO.
NOTAS DEL PRIMER CAPULLO
1 Ponl-au- Chanfle, nombre derivado do los canibislas
que hubo en otro tiempo íi uno y otro lado del puente , y cu-
yas casas I'ueron demolidas en 1788. Une este puente la Ci-
té con el muelle de \a Megisserie.
2 Isla del Sena situada en el centro de Paris. Esta isla
os la mayor de las cinco que ocuparon los habitantes primi-
tivos de Paris. En ella halló Julio Cesar establcidos á los /)n-
r/.s-ít , de quienes es derivado el nombre moderno de toda la
ciudad, á la cual y a otra isla inmediata se halla unida la Cité
por los puentes de la Cité , Luis Felipe, Arele , Notre Dame
au Chango , Neuf, Sain Michel , Pont du diablo de V Arcbe-
veché.
3 Palals de Jusiicc ; vasto y antiguo edificio , que sirvió
de moiada álos reyes de la primera dinastía. Los tribunales,
en numeo de unos diez, ocupan el interior de este palacio:
el tribunial supremo 6 de rasacion, celebra sus acuerdos en el
gran salón del parlamento.
4 Nolrc Dame ; la catedial de Paris. Victor Hugo ha (iecho
célebre en medio mundo est(; gótico edificio.
5 Ta/ñs-Frunc en el argot ó caló francés. En gemianía ó
caló se llama Tasquerr , tasca , la que dcsprivá , etc.
TABLA DE LOS CAPÍTULOS.
üi: LA PRIMERA PARTE.
CAPÍTULO L La Tasca Página. 1
IL La Figonera. ... i O
IlL Historia de la Guillabaora. . . 2i
IV. Historia del Churiador. . . . M
y. La Prisión 5i
VL Tomás Se) ton y la condesa
Sarah 63
Vn La Bolsa ó la Vida 70
VIH. El Paseo 7G
JX. La Sorpresa 8(5
X. El Deseo D'*-
XL Mnrplí y Rodolfo 109
XH. La Cita 12G
XI H. Preparativos 139
XIV. Ei Corazón Sangriento- ... lio
XV. La Cueva. loV
XVl. El Enfermero, ío9
XVII. La Pena 175
XVIH. La villa de lle-Adam 189
XIX. La Recompensa 195
XX. La Partida í20i
XXL Indagaciones t¿08
XXII. Historia de David y de Cecilia. -227
XXllL La casa de la calle del Templo. 239
XXIV. Los Cualro pisos 270
XXV. Tomás V Sarah 279
AVISO AL ENCUADERNADOR.
PARA LA COLOCAGIO.\
DE LOS GRADADOS DE LA PHIMERA PARTE.
La Tasca . en frente de la página 9
El Churiador 12
El Maestro de Escuela 57
La Lechuza 58
Flor de María 83
Rodolfo en el llano de San Dionisio 94-
Gualterio Murph 109
Brazo Rojo lí^5
El Doctor negro 139
El Castigo 175
El Barón de Graün 208
Madama Pipelet 239
Monsieur Pipelet 258
Bradamanti 2T0
La condesa Sarali Mac-Gregor 279
Rodolfo, gran duque de Gerolstein 302
Os.rr>c^
MISTERIOS DE PMÍS.
TOMO SEGUNDO.
IOS
MISTERIOS DE PABIS ,
REVISADOS YCOBREGIDOS POR SU ACTOR
EDICIOIV POPllAR
Adornada con CIEI\ lániinafií
Y PUBLICADA POR LA
TOlVIO SEGUNDO.
BARCELONA :
IMPRENTA DE SaURÍ, A. GaSPAR Y BeRDAGCER.
1845.
LOS
MISTERIOS DE PARÍS.
I.
EL BAILE.
A las once de la noche abria un suizo con gran
librea el portal de una casa de la calle de Plumet,
para dar salida á una magnífica berlina azul tirada
por dos grandes y hermosos caballos : sobre el an-
cho pescante ricamente adornado con guarniciones
de seda, iba sentado un enorme cochero, que pa-
recía aun mas abultado con una gran pelliza azul
de cuello largo forrado de pieles de marta, y galo-
neada de plata por todas las costuras. En la zaga
iba de pié un lacayo de gigantesca estatura con li-
brea azul, y á su lado un cazador de enormes bi-
gotes, cubierto de insignias y galones como un
tambor mayor , con un sombrero de franja ancha,
medio cubierto por un penacho de plumas azules y
amarillas.
Los faroles daban una luz clarísima que descu-
bría el interior del carruage forrado de raso, en
donde se veía á Rodolfo sentado, con el barón de
Graiin á su izquierda, y Murph en la delantera.
Por deferencia hacia el soberano a quien repre-
sentaba el embajador en cuya casa era el baile, lie-
2 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
vaba Rodolfo la placa de la orden de *** guarnec.
da de brillantes.
Sir Gualterio Murph y el barón de Graün lleva-
ban al cuello la banda de la gran cruz de comen-
dador del Águila de Oro del Gerolstein. El diplomá-
tico llevaba ademas á la altura de los dos últimos
ojales del vestido un pasador de oro, del cual pen-
dían innumerables cruces de todos los paises.
— Tengo el mayor placer — dijo Rodolfo — con
las buenas noticias que la señora Adela me ha dado
de mi pobre protejida : la asistencia de David pa-
rece que ha mejorado notablemente su salud. Y
ahora que hablamos déla Guillabaora — añadió
sonriendo, — confesad, señor Gualterio Murph,
que si alguna de vuestras conocidas de la Cité os
viese con ese disfraz... no volvería en sí del pasmo
en cuatro horas. — Creo , monseñor , que V. A. R.
causarla la misma sorpresa si tuviese la humorada
de hacer esta noche una visita en la calle del Tem-
plo á madama Pipelet, con intención de disipar por
un momento la melancolía de su marido... víctima
del infernal Cabrion. — Monseñor nos ha pintada
ese Alfredo tan á lo vivo, con su aire doctoral y su
sombrero inamovible — dijo el barón, — que me
parece que le estoy viendo en su cuarto oscuro y
ahumado. Por lo demás, yo creo que V. A. R. se
halla satisfecho de las indagaciones de mi agente
secreto. ¿Ha satisfecho el deseo de V. A. esa casa de
la calle del Templo? — Sí... — dijo Rodolfo; — y
aun he descubierto en ella mas de lo que espera-
ba... — Y después de un momento de silencio, que
guardó para disipar la idea penosa que le inspira-
ban sus sospechas con respecto á la marquesa de
Harville, siguió diciendo en tono mas alegre: —
Ello es una puerilidad que apenas me atrevo á con-
fesar; pero hay en estas aventuras una especie de
EL BAILE. 3
contraste que no deja de tener su mérito:... después
de haber brindado esta mañana á madama Pipelet
con una botella de tapa larga y de haberle guar-
dado la portería... hallarme convertido esta noche
en uno de esos entes privilegiados que reinan por
la gracia de Dios en este mundo sublunar... ( Ape-
sar de que aquí podríamos aplicar el cuento del
hombre que tenia cuarenta escudos, j hablaba dȒ sus
rentas como un millonario) — añadió Rodolfo á ma-
nera de paréntesis alusivo á la corta extensión de
sus Estados. — Pero hay pocos millonarios, monse-
ñor , que tengan una razón tan sana y admirable
como el hombre de los cuarenta esoudos— dijo el
barón.— ;0h, querido Graün ! sois un sabio: me
engrandecéis á vuestro modo —repuso Rodolfo con
ironía burladora , mientras que el barón miraba á
Murph con el aire embarazado de un hombre que
echa de ver demasiado tarde que ha dicho una ton-
tería.—A la verdad — continuó Rodolfo — yo no
sé, mi querido Graün , como agradeceros la buena
opinión que tenéis de mí, ni con qué lisonja he de
pagaros vuestra adulación. — Monseñor... os suplico
que no se tome ese trabajo —dijo el harón, el cual
se habia olvidado por un momento de que Rodolfo
aborrecía la lisonja y se vengaba con burlas crue-
les del que se atrevía á adularlo. — ¡ Qué decís, ba-
rón/ yo no quiero ser menos que vos en prodigar
obsequios: alabais mi entendimiento, y yo quiero
ponderar el mérito de vuestra inimitable persona ;
porque , palabra de honor, barón, lo mas que re-
presentáis son unos veinte años de edad , poco mas
ó menos : la mejor estatua de Antinoo no tiene par-
tes mas sobresal lentes. — ¡Ah, monseñor... piedad!
— ¡Miradle, miradle, Murph, y decid luego si
hay en el mundo un Apolo de formas mas esbeltas,
mas elegantes y juveniles ! — Perdonadme, mon-
* LOS MISTERIOS DE PARÍS,
señor : hacia ya tanto tiempo que no había cometí-
do la indiscreción de alabaros... — Miradle con
atención, Murph: ¿no veis aquel círculo celestial
que sujeta los bucles de su preciosa cabellera negra?
— ¡ Ah , monseñor I ¡ piedad , piedad ! estoy ar-
repentido...— dijo el desgraciado diplomático con
una especie de desesperación cómica. (No se habrá
olvidado el lector de los cincuenta años del barón,
de su cabello canoso, crespo y empolvado, ni de
su gran corbata blanca , de su rostro enjuto y de su
lente de oro.) — Perdonad al barón , monseñor; no
lo abruméis con el peso de tanta mitología — dijo
Murph sonriendo : — Yo quedo responsable ante
V. A. R. de que por mucho tiempo no volverá á
proferir una lisonja , ya que así se llama la palabra
verdad en el nuevo vocabulario de Gerolstein.
— ¿También tú, Murph? ¡también tú te atre-
ves... ! — Monseñor, me da compasión el infeliz
de Graiin, y quiero participar de su castigo. —
Señor carbonero particular mió, os honra muchí-
simo ese tributo de generosa amistad. Pero ha-
blemos serios, amigo Graiin, ¿cómo habéis podido
olvidaros de que solo permito la lisonja á Harneim
y á otros de su iaez? porque, haciéndoles justicia,
debemos confesar que tampoco sabrían hacer bien
otra cosa: es el único ramo que han cultivado.
¡Pero un hombre de vuestro gusto y talento, ba-
rón I... vamos no lo concibo. — Pues bien, monse-
ñor— dijo resueltamente el barón, — conozco bien
la aversión que profesa V. A. H. á toda clase de
lisonja, y nada es mas natural en un carácter se-
rio y orgulloso: ahora quisiera decir únicamente
dos "palabras. — Eso es menos malo, barón: va-
mos, esplicáos. — Eso, monseñor, viene á ser lo
mismo que si una mujer hermosa dijese á uno de
sus admiradores : « í Vaya una novedad ! ya sé que
EL BAILE. 5
gusto á todos: y esa aprobación me parece vana y
fastidiosa. ¿A que fin insistir en la evidencia? ¿Se
lo ha ocurrido jamas á nadie el ir gritando por las
calles en un día de buen sol, para que todo el
mundo lo sepa, que el sol es resplandeciente? —
Eso es mejor dicho, barón, aunque es mas peli-
groso; y así para variar vuestro suplicio, os con-
fesaré que el infernal Polidori no hubiera discur-
rido mejor para ocultar el veneno de su adulación.
— Callaré, monseñor. — Por manera que Y. A. R.
— dijo Murph con seriedad — no duda que Poli-
dori sea esa misma persona que vive en la calle
del Templo. — No tengo la menor duda , puesto
que ya sabéis que se halla en Paris hace algún
tiempo. — Me habia olvidado, monseñor, de habla-
ros de él , ó por mejor decir no habia querido ha-
cerlo, — dijo Murph — con aire apesarado — porque
no ignoro que V. A. R. aborrece la memoria de
ese hombre.
El semblante de Rodolfo volvió á tomar un as-
pecto sombrío, entregóse de nuevo á tristes reflexio-
nes y guardó silencio hasta el momento en que el
coche se detuvo delante del pórtico de la emba-
jada.
Estaban iluminadas todas las ventanas de este
grande edificio : una hilera de lacayos vestidos de
gran librea se extendia desde el portal hasta los
salones de descanso, en donde se hallaban los ayu-
das de cámara.
El conde y la condesa de *** habian permane-
cido en el primer salón de recibimiento hasta la
llegada de Rodolfo, que entró por fin seguido de
Murph y del barón de Graiin.
Rodolfo tenia entonces treinta y seis años , pero
aunque se acercaba ya á la época en que empieza
á declinar la vida, la perfecta regularidad de sus
6 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
facciones y la dignidad afable que distinguía su
persona, lo hubieran hecho muy notable, aun
cuando su augusta estirpe no realzase estas cuali-
dades. Era efectivamente un príncipe en todo el
sentido ideal de la palabra.
Rodolfo iba vestido con sencillez ; llevaba una cor-
bata y un chaleco blancos; y un frac azul abotonado,
en el cual brillaba la magníflca placa de diamantes,
cenia su elegante talle. Un pantalón ajustado de
casimir negro dejaba ver su pié pequeño y per-
fectamente formado.
El gran duque frecuentaba tan poco la sociedad ,
que su llegada no pudo menos de ocasionar cierta
sensación : fijáronse en él todas las miradas al mo-
mento que entró en el primer salón de la embaja-
da acompañada de Murph y del barón , que ocu-
paban su lugar detras de él. Un secretario encarga-
do de advertir su llegada, avisó inmediatamente á
la condesa de***, y esta con su marido se adelantó
hacia Rodolfo y le dijo: — No sé como expresar á
V. A. R. mi agradecimiento por el favor que se dig-
na dispensarnos hoy — Ya sabéis, señora embajado-
ra que tengo siempre el mayor gusto en haceros la
corte y en dar pruebas de mi afecto al señor em-
bajador; porque nosotros somos conocidos anti-
guos, señor conde. — Yaque V. A. R. se digna re-
cordármelo, me da un nuevo motivo para no olvi-
darme jamas de su bondad. — Os aseguro, señor
conde , que no es culpa mia el que no pueda olvi-
dar ciertos recuerdos , tengo la felicidad de no acor-
darme sino de aquello que me es muy agradable.
— Pero V. A. R. tiene una memoria maravillosa
— dijo sonriendo la condesa de*'*, — ¿No es ver-
dad , señora condesa? Por eso espero tener el gusto
de recordaros de aquí á muhos años este día, como
también el gusto delicado y exquisita elegancia de
EL BAILE. 7
este baile; porque hablando francamente , señora
condesa, no hay quien compila con vos en saber
dar estas funciones. — ¡Monseñor/... — Y no solo
eso '.decidme sino ¿porqué me parecen siempre
mas hermosas las mujeres en vuestra casa que en
otro sitio alguno ? — Será sin duda porque Y. A. R.
se digna mirarlas con la misma indulgencia que nos
dispensa á nosotros — repuso el conde. — Permitid-
me, señor conde, que no admitía vuestra opinión: yo
creo mas bien que eso depende absolutamente de la
señora embajadora. — ¿Tendrá Y. A. R. la bondad
de explicarme ese prodigio ? — dijo la condesa son-
riendo.—Nada mas sencillo, señora recibís á to-
das estas damas con una urbanidad tan encantado-
ra y una gracia tan singular, y habláis á cada
una de un modo tan seductor, que las que no me-
recen., es decir, que no merecen enteramente vues-
tro lisonjero obsequio — dijo Rodolfo con una son-
risa maliciosa — se llenan de la mayor satisfacción
y alegría ; al paso que las que lo merecen sienten
la misma satisfacción , porque conocen cuan justo
es vuestro aprecio: la dicha que les comunicáis
hace seductoras á las que menos podrian serlo sin
vos; y he aquí , señora condesa , la razón por que
las mujeres parecen siempre mas hermosas en vues-
tra casa que en parte alguna... Estoy seguro de
que el señor embajador es de mi misma opinión.
— Las razones de V. A. R. son tan poderosas que
no pueden menos de convencerme. — Y yo , mon-
señor dijo la condesa de*** — á riesgo de parecer-
mealgo á esas hermosuras que no merecen entera-
mente... mi obsequio lisonjero, acepto la explicación
de Y. A. R, con la misma gratitud y placer que si
fuese una verdad... — Para convenceros, señora
condesa, de que nada hay mas real y verdadero
que lo que he dicho, vamos á observar el efecto
8 LOS .MISTERIOS DE PARÍS.
que produce la lisonja en las fisonomías... — ¡ Ah,
monseñor !... esa seria una prueba horrible — dijo
riendo la condesa. — Transijo, transijo, señora
embajodora ; renuncio á mi proyecto, pero solo
bajo una condición , cual es la de que me permi-
tiréis ofreceros mi brazo por un momento... Me han
hablado de vuestro jardin de invierno como de
una cosa admirable : ¿ tendréis la bondad de ense-
ñarme esa maravilla de las Mit y una Nochesl —
Con el mayor placer , monseñor... pero Y. A. R.
hallará exagerada la descripción que le han hecho,
á menos que no tenga á bien mirarlo con su acos-
tumbrada indulgencia...
Rodolfo dio el brazo á la embajadora y pasó con
ella á los otros salones , mientras que el conde ha-
blaba con el barón de Graün y con Murph, de quie-
nes era conocido hacia largo tiempo.
En efecto, nada pareció á Rodolfo mas ideal y
encantado ni mas digno de las Mil y una Noches,
que el jardin de que habia hablado á la condesa.
Figurémonos una larga y espléndida galería,
que terminaba en un espacio al parecer abierto de
cuarenta toesas de largo y treinta de ancho : un
techo de cristales abovedado y de armazón suma-
mente lijera cubria este paraíelógramo á la altu-
ra de unos cincuenta pies : los muros estaban cu-
biertos de una multitud de espejos, so})re los cua-
les se cruzaban las pequeñas mallas verdes de un
espeso enrejadillo de junco , al través del cual re-
flejaban los espejos un laberinto infinito de puntos
luminosos. A lo largo v á corta distancia de los mu-
ros corria una empalizada de naranjos y camelitas
tan corpulentos como los de las Tullerías ; los pri-
meros cargados de fruto que brillaba como otras
tantas manzanas de oro entre un follaje verde y
EL BAILE. y
frondoso, y las segundas esmaltadas de flores en-
carnadas, blancas y color de rosa.
Esta érala circunferencia del jardin.
Algunas calles tapisadas de mármor que formaba
un hermoso mosaico, y de ancho suficiente para
dar paso á tres personas de frente, rodeaban seis
espesos sotos de árboles de la India y de los trópi-
cos, plantados en tierra arcillosa. Seria imposible
pintar el efecto producido por esta vegetación exó-
tica y frondosa en medio de un baile y en el cora-
zón del invierno. Aquí se veian unos plátanos gi-
gantescos que casi llegaban á los cristales de la
bóveda, y mezclaban sus grandes hojas verdes y
lustrosas con las de los mangles cubiertos ya de
grandes flores olorosas , de cuyo cáliz en forma de
campana, encarnado por fuera y plateado por den-
tro, salian con profusión riquísimos estambres de
oro : la palma de oriente , la palma americana , la
higuera de la India y otros árboles altos y frondo-
sos completaban estos magníficos grupos de vejeta-
cion tropical , que á la luz artificial de la noche
brillaba con el lujoso resplandor de la esmeralda.
El tejido sutil de la enredadera y otras plantas
sarmentosas , saltaba de un árbol á otro por entre
los naranjos y verdes sotos , ya en forma de un
cordón recamado de hojas y flores, ya formando
vueltas y espirales, ya enlazando sus lijeras ramas
con la confusión mas intrincada, corria, serpentea-
ba y subia hasta lo alto de la bóveda : la madre-
selva con su flor blanquecina y amarilla , la trini-
taria cubierta de innumerables flores azules, caian
de la bóveda formando gurnaldas colosales , y vol-
vían á subir enlazando sus brazos delicados á las
ramas gigantescas de los aloes.
La ipecucuana y otras plantas de América y Asia,
ostentaban el blanco y oloroso cáliz de sus flores y
10 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
esparcían un suave aroma por el ambiente; y por en-
tre el aterciopelado follaje déla higuera india se des-
lizaban las franjas verdes del bejuco, cubiertas de
campanillas de oro y plata. Mas allá subia y volvía
á precipitarse, formando una especie de cascadas
vegetales de diversos colores, una multitud infini-
ta de tallos sarmentosos cargados de flores , con tal
profusión que parecían otros tantos ramilletes co-
losales rodeados de algunas hojas de porcelana ver-
de. El seto que rodeaba los grupos de árboles, se
componia de brezo del Cabo, de tulipanes de Thol,
de narcisos de Constanlinopla, de jacintos de Per-
sia, de pamporcinos y de iris, que formaban una
especie de alfombra natural en la cual se confun-
dían del modo mas expléndido todos los matices y
colores.
Una multitud de faroles chinescos de seda tras-
parente, pálidos color de rosa y medio escondidos
ontre el follaje alumbraban el jardín. Sería imposi-
ble describir la luz misteriosa y suave qne resulta-
ba de esta feliz combinación; luz encantada y fan-
tástica, pura y azulada como la de una hermosa
noche de estío levemente coloreada por los rojos
reflejos de una aurora boreal.
Conducía á este inmenso invernáculo , mas bajo
que el primer suelo del edificio, una larga galería
cubierta de adornos dorados , de espejos , de cris-
tales y de luces. A lo último de este claustro lu-
minoso se distmguían vagamente , como en un
cuadro, los grandes árboles exóticos entre los dos
pavellones de terciopelo carmesí, que bajaban en
semicírculo por los dos lados de la puerta esterior.
Esta puerta parecía una ventana abierta hacia un
país magnífico y frondoso del Asía en una noche
serena y crepuscular.
La galería , vista desde las glorietas del jardín
EL BAILE. 11
formadas de ramas y flores , presentaba un contras-
te inverso con la dulce oscuridad del invernáculo:
parecía como una especie de neblina luminosa y do-
rada, en medio de la cual relucian j brillaban en
ilusoria confusión los colores resplandecientes y
variados vestidos de las mujeres , y el centelleo
prismático de las joyas y diamantes.
Los sonidos de la orquesta , por la distancia y
por el sordo rumor de la sjalería , espiraban melo-
diosamente entre las ramas inmóviles de los árbo-
les. Un sentimiento involuntario im pedia levantar
la voz en este jardín, porque el aire templado, su-
til y embalsamado por el suave olor de mil plantas
aromáticas que en él se respiraba, adormecía los
sentidos en una blanda y deliciosa quietud. Seria
en verdad difícil el que dos amantes sentados en
uno de los rincones sombríos de este paraíso, pue-
dieran imaginar un cuadro mas delicioso para au-
mentar su felicidad.
Al llegar Rodolfo á este encantado Edén , no pu-
do contener una exclamación de sorpresa, y dijo á
la embajadora :
— A ia verdad, señora, no hubiera creído posi-
ble tal maravilla; porque no solo v«o aquí un
gusto muy delicado , sino la poesía en acción : en
vez de escribir como un poeta y de pintar como un
gran pintor, habéis puesto por obra lo que ellos no
serian capaces de imaginar. — V. A. R. es muy in-
dulgente,— Confesad francamente, condesa, que
el que fuese capaz de copiar con fidelidad este cua-
dro inimitable con la misma variedad de colores,
con el tumulto deslumbrador de esa galería y este
retiro tranquilo y silencioso, haría sin duda una
obra admirable , solo con reproducir la vuestra. —
Son tanto mas peligrosas las alabanzas de V. A. R.,
porque, como toda producción del talento se deja
12 LOS 3IISTER10S DE PARÍS.
una seducir por ellas á pesar suyo. ¡ Pero mirad,
monseñor , qué hermosa joven ! Preciso es confesar
que el mérito de la marquesa de Harville no puede
menos de brillar en todas partes. ¿Imagináis, mon-
señor , una gracia mas seductora que la suva? ¿Y
no resalta aun mas su hermosura al lado de la seve-
ra belleza que la acompaña ?
La condesa Sarah Mac Gregor y la marquesa de
Harville bajaban en aquel momento los pocos esca-
lones que separaban la galería del jardin de in-
vierno.
El elogio que hizo la embajadora de la marquesa
de Harville no era exagerado : no podríamos dar
una idea justa de su rostro encantador, en el cual bri-
llaba con todo su esplendor la hermosura y la gra-
cia juvenil, hermosura tanto mas singular y pere-
grina porque consistia mas bien que en la regula-
ridad de sus facciones, en la dulzura inesplicable
de una fisonomía que indicaba la bondad de su al-
ma angelical... Repetimos la palabra bondad , por-
que esta calidad no predomina generalmente en la
fisonomía de las jóvenes de veinte años , que como
la marquesa de Harville reúnen el ser hermosas,
discretas y estimadas á las ventajas del nacimiento,
de la riqueza y de un rango elevado. Asi es que á
todos interesaba el contraste de su inefable dulzura
con la aceptación universal que disfrutaba.
Explicaremos nuestra idea.
La marquesa de Harville tenia demasiada dig-
nidad y talento para buscar las alabanzas, pero
agradecida tan sinceramente las que le prodigaban
como si en realidad no las mereciese; los elogios
la agradaban, pero no la envanecían ; y como era
tan indiferente á la adulación como sensible á la
benevolencia, sabia distinguir perfectamente la li-
sonja de la simpatía.
U MIUxv.^ti.Ma .\ 'K\xv.>.lVc
EL BAILE. 13
Dotada de un espíritu recto y sutil, pero sin
malignidad, perseguía sin piedad con sus burlas
llenas de graciosa sal á esa chusma de necios ena-
morados de su propia persona, que, según decia
la marquesa, «pasan la vida mirándose con pue-
ril complacencia al invisible espejo de su fatui-
dad.» Por el contrario, un carácter á la vez tímido
y altivo estaba seguro de cautivar la simpatía de
la marquesa de Harville.
Esta explicación ha sido necesaria para la cla-
ridad de algunos hechos que referiremos luego.
Un suave carmin teñía apenas el cutis purísimo
y deslumbrador de la marquesa de Harville; una
multitud de rizos de un color castaño claro , jugaban
sobre sus hombros redondos y tersos como un her-
moso mármol blanco. Seria difícil de pintar la an-
gélica bondad de sus grandes ojos pardos, circun-
dados de largas pestañas negras. La mansedumbre
indefinible de sus labios de purpura, eran á sus
ojos seductores como su voz afable y melodiosa á
su mirada dulce y melancólica. Llevaba un ves-
tido de encaje blanco guarnecido de rosas natura-
les y hojas del mismo arbusto, entre las cuales
brillaban medio ocultos los diamantes, como gotas
de un copioso roció: una guirnalda de la misma
clase cenia su blanca y tersa frente.
La belleza especial de la condena Sarah Mac
Gregor hacia aun mas notable la de la marquesa de
Harville. Aunque Sarah tenia treinta y cinco años,
apenas representaba treinta. Nada es mas saluda-
ble para el cuerpo que la frialdad del egoísmo,
porque nada conserva tanto la frescura como el
hielo... La conservación de Sarah es una prueba
de esta verdad.
El aspecto de Sarah era enteramente juvenil, si
se exceptúa cierta gordura que daba á su talle, mé-
T II. 2
li LOS MISXrRlOS DE PARÍS.
nos esbelto que el de la marquesa de Harville , una
gracia voluptuosa. Pocas miradas podian resistir el
fuego de sus ojos ardientes y negros; su nariz era
aguileña, y la configuración de sus labios encar-
nados daba á conocer su carácter altanero, re-
suelto y orgulloso.
La condesa Mac Gregor llevaba un vestido
de crespón pajizo claro con fondo del mismo color:
una corona sencilla de hojas naturales de un verde
esmeralda , ceñía su cabeza y hacía una admirable
armonía con su abundante cabello negro como el
azabache. Este peinado daba al perfil de Sarah un
aire severo y anticuado.
Muchas personas creen descubrir en los rasgos y
expresión de su propia fisonomía la vocación que
inevitablemente tienen que abrazar. El uno cree que
su semblante es guerrero, y guerrea; el otro que
es poético, y poetiza; otro que es conspirador,
y conspira; otro que es predicador, y predica;
otro, en fin, que sirve para la política, y se mete
de hoz y de coz á gobernar los astados... No sin
razón creía Sarah que tenia un aíie regio, y por
eso no es extraño que babiese creído en los pro-
nósticos medio realizados de la montañesa, y que
persistiese en aspirar á un trono soberano.
La marquesa y Sarah habían visto á Rodolfo en
el momento de bajar al jardin , pero el príncipe do
dio la menor señal de haberlas visto.
— El príncipe se halla tan embelesado con la
embajadora — dijo la marquesa de Harville á Sa-
rah— que ni siquiera nos ha visto. — ISo creáis
tal , amada Clementina — repuso la condesa que
habia adquirido toda la confianza de la marquesa
de Harville: — el príncipe nos ha vislo muy bien,
:)oro se asustó sin duda al verme... Aun no ha de-
EL BAILE. lo
puesto el enojo, — Cada vez comprendo menos ese
empeño de alejaros de sí, á vos que sois su an-
tigua amij^a: mil veces le he echado en cara tan
extraña conducta. «La condesa Sarah j jo somos
enemigos mortales — me respondió con tono alegre
en cierta ocasión : — he hecho voto de no volver á
hablarla ; y creed que este voto debe ser muy sa-
grado, cuando me priva del trato de una persona
tan amable. » De suerte que , mi amada Sarah , aun-
que me pareció muy singular esta respuesta, tuve
que contentarme con ella (a . — Os confieso fran-
camente que ese enojo mortal, entre serio y ale-
gre, es debido á causas inocentes; y á no ser por-
que se interesa en ello una tercera persona, hace
ya mucho tiempo que os hubiera confiado ese gran
secreto... ¿Pero qué tenéis, prenda mia?... parecéis
distraída. — No tengo nada... como hacia tanto
calor en la galería, me ha dado un dolorcillo de
cabeza ; sentémonos un momento aquí y me sere-
naré descansando. — Sí, tenéis razón. Justamente,
aquí está un sitio bien obscuro, y no os descubri-
rán en él esos curiosos á quienes vuestra ausencia
va á desolar... — dijo Sarah, acentuando las últi-
mas palabras.
Sentáronse las dos jóvenes en un sofá.
— Yo he dicho esos curiosos á quienes vuestra
ausencia va á desolar, mi amada CÍemenlina... ¿no
halláis oportuna mi observación ?
La marquesa se sonrojó y bajó la cabeza sin res-
ponder.
— ¡ Cuan injusta sois , Clementina / — dijo Sarah
entono de reprensión amistosa. — ¿No tenéis
(a) Los amores de Rodolfo y Sarah y las consecuencias
de este amor, qne habían sucedido diez y siete 6 diez y
i.eho años antes, de lodos eran completamente ignoradas,
j)ues Sarah y Rodolfo tcnian igual interés en ocultarla*.'
16 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
confianza en mí, querida niña? sí, niña; por-
que tengo edad suficiente para llamaros hija raía. —
¡Que no tengo confianza en vos! — repuso la mar-
quesa con tristeza ; ^ ¿ no os he confiado lo que de-
bería ocultarme á mi misma ? — Bueno , ya veo que
entráis en razón... vamos, hablemos ahora de él:
¿ habéis jurado hacerle morir de desesperación? —
— ¡ Ah! — exclamó la marquesa con asombro : —
¡qué decis I — Aun no le conocéis á fondo , ama-
da niña... es un hombre de extraordinaria energía
y tiene en muy poco la vida. ¡ Ha sido siempre tan
desgraciado I... y vos parece que os complacéis en
seguir atormentándolo. — , Dios mió I ¿habláis de
veras? — Lo hacéis acaso sin intención , pero no por
eso es menos cierto. ¡Oh , si conocierais la sensibili-
dad de los que han padecido un largo y doloroso in-
fortunio I Ahora mismo, hace un momento que he
visto dos lágrimas en sus ojos. — ¿Podré creer lo que
decis? — yo lo dudéis... en medio de un baile, y
y exponiéndose á la burla mas cruel si por casuali-
dad fuese observado. ¿Sabéis cuanto es preciso amar
para sentir de ese modo., y sobre todo para no poder
«iisimular en público lo que se padece ?... — ¡Ah! os
ruego que mudéis de conversación — dijo la marque-
sa de Harville con voz conmovida; — me hacéis un
daño horrible... Demasiado conozco esta expresión
(le dolor tan dulce v resignada... ¡Sí! la compasión
que me inspira es sin duda lo que me ha perdido —
añadió involuntariamente la marquesa d>' Harville.
-!Qué exageración ... ¡perdida, decis, porque habéis
cobrado algún afecto á un hombre tan discreto y
reservado, que ni aun quiere visitará vuestromarido
por no comprometeros ¿No conocéis que el señor
Carlos Robert es un hombre lleno de pundonor y de
nobleza? Si tomo con tanto calor su defensa, es
únicamente porque lo habéis conocido en mi casa y
EL BAILE. 17
porque se que os respeta tanto como os ama... -Nunca
he negado sus nobles cualidades... ¡ tanto bien me
habéis dichojde él 1.. Pero ya sabéis que su infortunio
eslo que mas interés me ha inspirado: — Y confesad
que merece y justifica ese interés. Y además ¿có-
mo queríais que un semblante tan admirable no
fuese el retrato fiel de su alma? Su alta y hermosa
figura me trae á la memoria las proezas de la an-
tigua caballería : le he visto una vez con uniforme
de la guardia nacional, y sena imposible imagi-
nar un aire mas cumplido y elegante. A la verdad,
si la nobleza se midiese por la hermosura perso-
nal, en vez de ser simplemente Carlos Robert, lle-
varía sin duda los títulos de duque y de par. ¿No
os parece que merecerla uno de los nombres mas
distinguidos de Francia? — Ya debéis saber lo
poco en que tengo la nobleza de nacimiento, puesto
que me echáis en cara mis inclinaciones republica-
nas — dijo sonriendo la marquesa de Harville. —
Ciertamente , yo he creido siempre como vos que
Carlos Robert no tenia menester de títulos para
ser amable; ¡qué talentol ¡qué voz seductora!
¿os acordáis del placer con que le oíamos en los
conciertos privados que hacíamos da mañana? ¡Qué
expresión de aquel primer dúo que cantó con vosl
¡qué emoción!... — Vamos, os ruego seriamente
que mudemos de conversación — dijo la marquesa
de Harville después de un largo silencio. — ¿Por-
que? — Lo que acabáis de decirme de su desespe-
ración me inquieta demasiado... — Es de temer que
un hombre de su carácter intente en un exceso de
pasión poner término con la muerte á... — ¡Oh,
callad, callad si no queréis martirizarme! — dijo
la marquesa de Harville interrumpiendo á Sarao:
— ya se me habia ocurrido esa idea fatal... — Y
después de un rato de silencio añadió : — Os su-
18 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
plico que mudemos de conversación... hablemos de
vuestro enemigo mortal; del príncipe á quien no
he visto desde hace tanto tiempo. ¿Sabéis que á
pesar de su dignidad casi regia no he visto hombre
alguno de mérito tan singular? — añadió en tono
alegre la marquesa. — Sin embargo de mi repu-
blicanismo, no puedo menos de preferirlo á casi
todos los hombres que conozco.
Sarah dio de soslayo una mirada rencorosa y
escrutadora á la marquesa de Harville, y dijo en
tono jocoso:
— Confesadme, amada Clementina, que sois
muy caprichosa. He observado en vos las alter-
nativas mas singulares de admiración y de aver-
sión hacia el príncipe: cuando llegó á París, hace
algunos meses, os prendasteis de él con tal fana-
tismo, que sea dicho entre nosotras, he llegado á
temer por la paz de vuestro corazón. — Pero gra-
cias á vuestro cuidado, — dijo la marquesa de Har-
ville sonriendo — mi admiración no ha durado mu-
cho tiempo: habéis representado tan bien el pa-
pel de enemiga mortal del príncipe, y me habéis
hecho tales revelaciones acerca de su vida y mi-
lagros, que la indiferencia, lo confieso, sustituyó
á ese fanatismo que os hacia temer por la paz de
mi corazón; paz que, por otro lado, no intentaba
perturbar vuestro enemigo, porque poco tiempo
después de vuestras revelaciones el príncipe dejó
de honrarme con sus visitas, aunque siguió viendo
y tratando familiarmente á mi marido. — Ahora
que habláis de vuestro marido ¿está aquí esta
noche? — dijo Sarah. — No, se ha quedado en casa
— respondió con algún embarazo la marquesa de
Harville. — Parece que cada dia se va retirando
mas de la sociedad. — Nunca le ha gustado mu-
cho.
íM ijJitiXxvc c« Vii-ceiicvu
EL BAILE. 19
La marquesa estaba visiblemente inmutada: Sa-
rah lo notó y siguió diciendo:
— La última vez que le he visto estaba mas
pálido de lo que acostumbra. — Tuvo una li jera
indisposición... — ¿Queréis, mi amada Clemeniina,
que os hable con franqueza? — Si, os ruego que
me habléis con toda franqueza. — ¿Sabéis que
cuando se habla de vuestro marido os conmovéis
de un modo singular? — ¿Yo?... ¡Qué desatino!
— A veces cuando se habla de él se lee en vuestro
semblante, por mucho que Jo disimuléis... ;Dios
miol ¿cómo os lo esplicaré?... — y Sarah acentuó
las palabras siguientes fijando la vista en Clemen-
iina como para leer en el fondo de su corazón: — Sí,
vuestro semblante expresa una especie de... repug-
nancia tímida.
La quietud de las facciones de Sarah desafió por
algunos momentos la mirada penetrante é indaga-
dora de Sarah; mas esta observó por último un
lijero temblor nervioso y casi imperceptible que
agitaba el labio inferior de la j'óven marquesa.
No queriendo llevar adelante su indignación por
temor de inspirar alguna desconfianza á su amiga,
procuró sacarla de la cruel situación en que se
bailaba diciéndola:
— Sí, una repugnancia tímida , como la que ins-
pira de ordinario un marido adusto y zeloso.
Al oir esta interpretación, cesó el movimiento
convulsivo del labio de la marquesa de Harville,
recobró mas serenidad , y repuso: — j Ah, no! os
aseguro que d'Harville no es adusto ni zeloso. — Y
luego, con objeto sin duda de buscar algún pretesto
para interrumpir una conversación tan enojosa, ex-
clamó de repente : — ¡ Ah , Dios mió! allí viene el
insoportable duque de Lucenay , uno de los amigos
de mi marido... ¡No quiera Dios que nos vea I ¿Pe-
20 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
ro , de dónde sale ese hombre cuando se le creía á
mil leguas de aquí? — En efecto, decían que había
emprendido un viaje á Levante de año y medio
por lo menos , y apenas hace cinco meses que ha
salido de París. Su llegada imprevista debe haber
desconcertado sobremanera á la duquesa de Luce-
nay , á pesar de que el duque no es de los maridos
mas importunos — dijo Sarah con una sonrisa ma-
ligna.— No será ella sola la que maldiga la apari-
ción del duque... M. de Saint-Kemy no dejará de
aliviar el peso de su disgusto. — No seáis tan mor-
daz , querida í^arah; decid mas bien que el regreso
del duque será impertinente para iodo el mundo...
El duque de Lucenayes bastante desagradable para
que podáis generalizar vuestra murmuración. —
Yo no soy mas que un eco de lo que todos hablan
acerca de él. Dicen que M. de Saint-Remy , modelo
de los elegantes que deslumhraba con su lujo á
todo París , se halla ahora algo arruinado , á pesar
de que su tren ha disminuido poco. Esto se concibe
bien, porque siendo madama Lucenay tan opulen-
ta...— /Ah, qué horror! — Repito que no soy
mas que un eco de lo que todos dicen con respecto
al duque de Lucenay. ¡ Ay Dios mío I allí viene ha-
cia nosotras: vamos, paciencia, resignación. No
hay en el mundo cosa mas insoportable que su con-
versación: sus modales son del gusto mas deprava-
do; ríe alto por cualquiera tontería y se alegra y
hace extrañas contorsiones aunque se le hable de
un entierro. Si os pide el abanico guardaos bien de
dárselo, porque rompe como un chiquillo cuanto
coje en las manos con el aire mas satisfecho del
mundo.
El duque de Lucenay pertenecía á una de las
mejores casas de Francia : era joven aun y de un
semblante que no seria desagradable sin la longi-
\i\ CV'MiiU^."»iV 4/« Vi44.VlU\lj
EL BAILE. 21
tud grotesca y desmesurada de sus narices ; pero su
continua y turbuleula agitación, su voz y su risa
estrepitosas, el gusto detestable de su conversación
y la desenvoltura chavacana de sus modales sor-
prendian á todos de tal manera, que era preciso
acordarse á cada momento de su nombre para ha-
llar posible su admisión en la sociedad mas distin-
guida de Paris, y para que se tolerasen sus extra-
vagancias sus gestos y su lenguaje , á los cuales
habia ya dado el habito de una especie de impuni-
dad. Todos huian de él , á pesar de que sabia mez-
clar alguna ocurrencia feliz con la increible redun-
dancia de su palabrería interminable. Era una es-
pecie de ser vengador en cujeas manos todos deseaban
verlas personas ridiculas y aborrecidas.
La duquesa de Lucenay era una de las mujeres
mas ala moda en Paris, y á pesar de sus treinta
años cumplidos habia dado motivo á diferentes ha-
blillas; aunque todos la disculpaban en atención de
la intolerable sandez de su marido.
Otro rasgo singular del carácter impertinente del
duque era la intemperancia y el cinismo inaudita
con que suponia y describia enfermedades vergon-
zosas y ridiculas en las personas con quienes habla-
ba , y de las cuales se compadecia en alta voz de-
lante de todos. Como era valiente y preveia las con-
secuencias de su humor estravagante, habia dado
y recibido algunas estocadas, sin que esto produjese
la menor enmienda.
Hecha esta descripción , procuraremos ahora que
llegue á los oidos de nuestros lectores la voz ingra-
ta del duque de Lucenay, que apenas descubrió la
desde lejos á la marquesa de Harville y á Sarah,
cuando empezó á gritar:
Hola ! ¡holaaaa, señoras ! j Cómo I ¿qué es es-
to?... ; la reina del baile fuera del salón... escondí-
22 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
da! ¿Es posible? ¡y el caso es que nadie hubiera
remediado tal escándalo si no acierto á volverme
desde los antípodas! ¡Por decontado, marquesa, si
os empeñáis en huir así de la admiración general,
gritaré como un desesperado y diré á todo el mundo
que se nos quiere escamotar la joya mas brillante
del baile !
Y al concluir esta perorata M. de Lucenay se dejó
caer de sopetón en el asiento de las dos damas, cru-
zó la pierna izquierda sobre el muslo derecho , y
cogió el pié con la mano.
— i Ave María! ¡ cómo es eso! ¿ Habéis vuelto
ya deConstantinopla? — dijo la marquesa de Har-
ville retirándose con impaciencia. — ¡Toma I ¡ya
se ve que ya ! Estoy seguro de que habéis converti-
do en palabras el pensamiento de mi mujer , porque
esta noche no quiso acompañarme, y por cierto
que su ausencia ha causado cien veces mas novedad
que mi presentación. Es cosa bien singular... cuan-
do vengo con ella nadie hace caso de mí; pero
cuando vengo solo, todos me rodean y me muelen
con las sempiternas preguntas de «¿Dónde está
madama de Lucenay? ¿no vendrá esta noche?...
etc., etc.» Es precisamente como vos, marquesa:
acabo de llegar de Consta nlinopla y me recibís co-
mo á un perro ni mas ni menos. Sin embargo , yo
soy tan amable como otro cualquiera... — Bien
pudierais lucir aun vuestra amabilidad... allá por
Levante — dijo sonriendo la marquesa deHarvilIe.
— Es decir que bien pudiera estarme aun por allá,
¿no es verdad ? ¡ Pero eso es horrendo , eso que de-
cís es una infamia! — gritó Lucenay descruzando
las piernas y dando palmadas en el sombrero, co-
mo si fuese un tambor. — Por amor de Dios no gri-
téis tanto y estaos quieto, porque sino me obliga-
reis á salir de aquí — dijo la marquesa con buen
EL BAILE. 23
humor. — ¡Salir de aquí I ¿ para qué? ¿para tomar
mi brazo y dar una vuelta por la galería? — ¿Con
vos? no por cierto. Vamos , por Dios os ruego que
no deshojéis esas flores: dejad ese abanico que lo
vais á estropear como tenéis de costumbre... —
¡Oh I si no es mas que eso no tengáis aprensión,
porque sé descomponerlos en un jesús ; sobre todo
el magnífico abanico chino regalado á mi mujer
por madama de Vaudémont : lo hice añicos en un
santiamén.
Y al decir estas palabras consoladoras , dejóse
caer hacia atrás y empezó á manosear y á tirar
hacia sí una mata de flores que habia sobre el res-
paldo del asiento. A fuerza de tirar y sacudir se
desprendieron las flores de la planta y cayeron so-
bre la cabeza y los hombros de M. de Lucenay...
Al verse en tal estado, soltó unas carcajadas y unas
voces tan altas y descomunales, que madama de
Harville hubiera huido de tan incómodo personaje
á no haber descubierto en el jardín á M. Carlos
Robert ( el comandante de madama Pipelet ): y te-
miendo la marquesita dar motivo á que se creyese
que le salia al encuentro, se resignó á permanecer
al lado del estrepitoso duque de Lucenay.
— Decid la verdad, madama Mac Gregor, ¿no
os parecía una ninfa, un dios Pan , un Silvano, un
salvaje cuando estaba cubierto de hojas ? — dijo M.
de Lucenay dirigiéndose á Sarah y acercándose á
ella bruscamente. — Y ya que hablamos de salva-
jes, voy á referiros un cuento de la mas horrible
indecencia... Figuraos que en Olaiti... — ¡Señor
duque !. . — le dijo Sarah con un tono severo y gla-
cial.— Peor para vos, no sabréis mi cuento: lo
guardaré para madama de Fonbonne que allí viene
acercándose.
Madama de Fonbonne era una mujer de cincuen-
24 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
ta años , gorda, pequeña , ridicula y muy presumi-
da : tenia la barba unida con la tabla del pecho, po-
nia á cada paso los ojos en blanco y hablaba conti-
nuamente de su alma, de la sensibilidad de su alma,
de la languidez de su alma y de la ardiente fogo-
sidad de su alma... A estas calidades impertinentes
reunia aquella noche la de llevar un espantoso tur-
bante de tela color de cobre con cenefa verde.
— Sí, señora , me guardo mi cuento para mada-
ma de Fonbonne — gritó el duque. — ¿De qué se
trata, señor duque? — preguntó madama de Fon-
bonne haciendo gestos y pucheros , contoneándose
y empezando á poner los ojos en blanco. — Se tra-
ía , señora , de un cuento horrendo, indecente, in-
creíble.— |Ay, Jesús I ¡qué horror! ¡ Y quién osa-
ría... quién tendria el atrevimiento de?... — Yo,
señora, yo; es un cuento de que se avergonzarla un
carnicero. Pero como conozco vuestro gusto desor-
denado... os lo voy á espetar... — ■ Caballero I pa-
rece imposible que os permitáis... — ¿ Sí ? pues
tampoco sabréis el cuento. Pero hablando de otra
cosa , lo que á mí me parece imposible es que una
persona que siempre se viste tan bien y con tanto
gusto y elegancia como vos... vaya, esta noche
traéis un turbante /pero qué turbante, santo
Dios 1... palabra de honor, señora , parece una ca-
cerola vieja cubierta de cardenillo.
Y el duque soltó una terrible carcajada.
— Si habéis venido de Oriente para empezar de
nuevo con vuestras chanzas groseras — dijo irrita-
da la gorda señora — podéis estar seguro de que
nadie os dará la bienvenida...
Y madama de Fonbonne se retiró majestuosa-
mente.
— ¿Qué tal, madama Sarah? ¿no os parece que
es preciso ser un cabrón como yo para no arran-
EL BAILE. 25
car las guedejas y el diabólico turbante á ese to-
nel de sain?... Pero no, la respeto... porque es
huérfana... ;Ja, ja, ja, jal — y el duque de Lu-
cenay rió con increíble estrépito. — /Hola! ¡allí
viene el caballero Carlos Robert ! Lo he hallado en
los baños de los Pirineos... jqué buen mozo! ¡qué
figura tan interesante I ¡qué voz! ¡canta como un
ruiseñor!... Ya veréis, marquesa, ya veréis como
lo vuelvo tarumba... ¿queréis que os lo presente?
— Estaos quieto y dejadnos en paz — dijo Sarah
volviendo la espalda al duque Lucenay.
Mientras que M. Carlos Kobeít se adelantaba
poco á poco y como distraído mirando á las flo-
res, el duque de Lucenay maniobró con tal ha-
bilidad que consiguió apoderarse del íVasqnito de
esencias deSarab,y empezó á desencajar la tapa
y á hacer otras díabladuras con aquella joya.
Carlos Robert seguía acercándose : era de alta
^tatura y miembros proporcionados , no había en
sus facciones una sola irregularidad y en su traje
brillaba la suprema elegancia ; pero su íisonomia
y sus maneras carecían de atractivo, á?. gracia y
de díslincíon: habia en su expresión y modales
cierta falta de elasticidad fácil y natural, y sus
pies y manos eran grandes y vulgares. Al punto
que vio á la marquesa de Harvílle cubriósele el
rostro insulso de una profunda melancolía, dema-
siado repentina para ser natural, pero muy bien
imitada. Era tal la expresión de tristeza y aba-
timiento del señor Carlos Robert cuando se acercó
á la marquesa , que esta no pudo menos de acor-
darse de las siniestras palabras de Sarah sobre los
excesos á que podría entregarse aquel hombre en
su desesperación.
— i Buenos días , amigo ! — dijo el de Lucenay
saliendo al encuentro: — no he tenido el gusto de
•26 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
veros desde las aguas de... ¿Pero qué diablos te-
neis? ¡parece que esíais enfermo/
Al oir esto Carlos Robert echó una mirada me-
lancólica á la de Harville, y respondió al duque
con voz compungida :
— En efecto, señor duque... padezco... bastante.
— ¡ Válgame Dios, qué desgracia I ¿con que no
podéis curaros de ese maldito muermo? — le dijo
el de Lucenay con la expresión del mas vivo in-
terés.
Al oir tan descabellada pregunta, quedó M. Ro-
bert por un momento estupefacto y atónito: en-
cendiósele el rostro, y con cólera mal reprimida
dijo secamente al de Lucenay,
— Ya que tanto os inquieta mi salud , caballero,
no dudo que mañana iréis á visitarme. — íSo tal,
caballerito... eso no... enviaré en tal caso — dijo
el duque con altivez.
Garlos Robert hizo una breve salutación y se
alejó al momento.
— Lo particular es que no tiene mas pituita
(jue el gran Turco — dijo Lucenay sentándose otra
vez de sopetón al lado de Sarah: — á menos que
le haya adivinado el mal sin querer. ¿Qué os pa-
rece, madama Mac Gregor? ¿tendrá el muermo
ese caballerete, 6 no?
Sarah se apartó bruscamente del duque sin res-
ponder una palabra.
Todo esto pasó con la mayor rapidez. Sarah ha-
bia contenido con dificultad la risa al oir la ex-
iravagante pregunta del duque de Lucenay al co-
mandante; pero la de Harville sintió el mas agudo
dolor al imaginar la cruel situación de un hom-
bre íjue se ve tan ridiculamente interpelado de-
cante de la mujer á quien ama. Asombrada con
la idea de un duelo é impelida por un sentimiento
EL BAILE. 27
irresistible, levantóse de repente, tomó el brazo
de Sarah, alcanzó á Carlos Kobert, que no se de-
jaba llevar por mucho tiempo de los ímpetus del
furor, y le dijo al pasar en voz baja : — Mañana
iré... á la una...
Y volviéndose á la galería con su amiga, salió
al punto del baile.
Rodolfo habia concurrido al baile , no solo para
cumplir un deber de etiqueta, sino también para
averiguar si era fundada su sospecha con respecto
á la marquesa de Harville, y si esta era efectiva-
mente la heroína de la historia de madama Pipe-
let. Después de haber vuelto con la condesa *** del
jardín de invierno, recorrió varios salones sin que
pudiese hallar sola á la marquesa de Harville. Vol-
vía otra vez al invernáculo, cuando al llegar á la
escalera fué testigo de la rápida escena que pasó
entre la de Harville y Carlos llobert, después de
la chanza detestable del duque de Lucenay. Rodolfo
observó una mirada significativa que se dieron Cle-
mentina y el comandante y y por un secreto pre-
sentimiento creyó que aquel alto y bello. joven era
el misterioso inquilino de la calle del Templo. De-
terminado á cerciorarse, volvió á entraren la ga-
lería.
Iba á empezarse un vals, y al cabo de algunos
minutos vio á Carlos Robert en pié, animado al
alféizar de una puerta y lleno de complacencia y
satisfacción de sí mismo, porque le habia gustado
la respuesta del duque de Lucenay (Carlos Ro-
bert no era cobarde , á pesar de ser tan ridiculo ) y
porque estaba seguro de ([ue la de Harville no fal-
taría á la cita que le había dado para el día sí-
guíente.
Rodolfo buscó á Murph.
— ¿Ves aquel joven rubio en medio de aquel
28 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
grupo? — ¿Aquel alto que parece tan pagado de
sí mismo? Sí, monseñor. — Pues bien , procura acer-
carte á él lo bastante para decirle en voz baja y
de modo que nadie mas que él te oiga, estas pala-
bras : ¡ Cómo tan tarde , ángel mió !
Murph miró á Rodolfo con asombro y le dijo:
— ¿Habláis seriamente, monseñor?— Hablo se-
riamente. Y si se vuelve bácia tí al oir estas pala-
bras, cuida de no perder tu incomparable sereni-
dad , á fin de que no sepa quien las ha pronunciado.
— No entiendo palabra , monseñor ; pero obe-
deceré.
Anles de concluir el vals, el digno caballero se
colocó detrás de Carlos Robert. Rodolfo estaba si-
tuado de manera que no debia perder el menor re-
sultado de su experimento; siguió pues á Murph
con la vista, y al cabo de un minuto observó que
Carlos Robert se volvia súbitamente para mirar
hacia atrás... Murph ni siquiera pestañeó; y á la
verdad el comandante no debia creer que aquel hom-
bre calvo, tan alto y de aspecto tan grave é impo-
nente , hubiese pronunciado las palabras que le
trajeron á la memoria el quidproquo de que mada-
ma Pipelet había sido la causa de la heroina.
Terminado el vals volvió Murph al lado de Ro-
dolfo.
— Aquel joven , monseñor , se volvi'> hacia mí
como si le hubiera mordido. Esas palabras tienen
una virtud mágica. — Y tanto , amigo Murph, que
me han revelado lo que queria saber.
Rodolfo lamentaba interiormente el error de la
marquesa de Harville, tanto mas peligroso porque
tenia á Sarah por cómplice y consultora. Esta idea
lo llenó de amargura y le manifestó la verdadera
causa de la tristeza del marqués de Harville, á
quien amaba tiernamente: esta causa eran sin duda
EL BAILE. 29
los zelos, pues su mujer , dotada de cualidades ta^
encantadoras, se sacrificaba á un hombre que tan
poco ia merecía. Dueño por una casualidad de este
secreto , incapaz de abusar de él y sin que pudiese
discurrir ningún medio para desengañar á la mar-
quesa de Harville, que por otro lado le perecía
entregada á una ciega pasión , Rodolfo se veía con-
denado á ser testigo impasible de la ruina de una
Ióven á quien habla amado con una pasión tan ve-
lemente como secreta... y á quien amaba todavía ,
á pesar suyo.
El barón de Graün lo sacó de estas reflexiones.
— Si V. A. R. tiene á bien retirarse un momento
al gabinete inmediato, que está solo, le daré cuen-
ta de los informes que me ha ordenado tomase.
Rodolfo se retiró con el barón de Graün*
— La única duquesa á quien pueden referirse las
iniciales N y L es la señora duquesa de Lucenay ,
cuyo apellido es Noirmont — dijo el barón: — no se
halla aquí esta noche. Acabo de ver á su marido,
que habiendo emprendido hace cinco meses un via-
je á Oriente que debia durar un año, apareció en
Paris inesperadamente hace dos ó tres dias.
Se tendrá presente que en la visita que hizo Ro-
dolfo á la casa de la calle del Templo, habla ha-
llado en el mismo descanso de la puerta del char-
latán Cesar Bradamanti , un pañuelo humedecido
en lágrimas, guarnecido de riquísimo encaje y en
una de cuyas puntas estaban bordadas las letras
N y L debajo de una corona ducal. Por orden de
Rodolfo, pero ignorando estas circunstancias, el
barón de Graün se habla informado del nombre de
todas las duquesas residentes en Paris, y habia te-
nido el indicio de que acabamos de hablar.
Rodolfo penetró el misterio.
No tenia motivo para interesarse por la duquesa
T. II. 3
30 LOS MISTERIOS DE PARÍS
de Lucenay , mas no pudo menos de estremecerse
al pensar que si en realidad era la misma que habia
estado en la habitación del infame charlatán , que
no podia menos de ser Polidori, aquel miserable
abusaría sin duda del temblé secreto que ponia en
sus manos á la duquesa, pues la habia hecho se-
guir hasta su morada por el Gojuelo.
— El acaso es á veces muy caprichoso, monse-
ñor— di jo el barón de Graün. — ¿Porqué lo decís?
— En el momento en que Mr. de Grangeneuve aca-
baba de darme esos indicios sobre la duquesa de
Lucenay, añadiendo con malignidad que el regreso
imprevisto del duque su marido debia incomodarla
sobre manera lo mismo que al vizconde de Saint-
Remy, lindo joven que es la maravilla de los ele-
gantes de Paris , el señor embajador me ha pre-
guntado si V. A. R. le permitiría el que le presen-
tase al vizconde que se halla aquí: acaban de agre-
garlo á la legación de Gerolslein y miraría como
una dicha el ser presentado á V. A. R.
Rodolfo no pudo contener un movimiento de im-
paciencia, y le dijo:
— Me fastidia infinitamente esa presentación...
pero no puedo negarme... Pronto ; decid al conde
de*** que me presente á ese señor Saint- Remy.
A pesar de su mal humor , Rodolfo conocía de-
masiado el oficio de príncipe para dejar de mostrar-
se afable en esta ocasión. Además el vizconde de
Saint-Remy era según decian el amante de la du-
quesa de Lucenay , y esta circunstancia movia la
curiosidad de Rodolfo.
Acercóse el vizconde de Saint-Remy conducido
por el embajador. Era el vizconde un hermoso jo-
ven de veinte y cinco años, delgado, esbelto, de
aire distinguido y de una fisonomía armoniosa y
agradable: su color era moreno, pero de un more-
EL BAILE. 31
510 trasparente y ambarado como el de los retratos
de Murillo; su cabello de un negro azulado , sepa-
rado por una raja sobre la pien izquierda y alisado
sobre la frente, caia en anchos bucles á los lados de
la cara , y apenas dejaba ver el descolorido glóbulo
de sus orejas. Sus ptjpilas negras como el azabache
brillaban sobre el globo del ojo, que en lugar de
ser blanco era anacarado y tenia el viso azul que dá
una expresión tan fascinadora al mirar de los indios.
Por un capricho de la naturaleza , su estrecho vigo-
te fino como la seda hacia un contraste singular con
el resto de su cara imberbe y juvenil, y tan tersa
como las mejillas de una joven : llevaba una corbata
de raso negro, tan baja que permitia ver la forma
elegante de su cuello, digna por cierto del antiguo
Inventor de la flauta
Una sola perla unia el grande lazo de su corbata,
perla de un precio inestimable por su tamaño, por
su forma y por una irradiación de colores mas her-
mosos que los del ópalo mas fino. El gusto supremo
de su traje guardaba perfecta armonía con la mag-
nífica sencillez de esta joya.
La fisonomía del vizconde de Saint-Remy distaba
lanto del tipo ordinario de los elegantes, que vista
una vez no podia olvidarse nunca. El lujo de sus
coches y caballos era extremado, y la suma de su
libro de apuestas en las corridas de caballos, subia
anualmente a dos ó tres mil luises de oro. Se habla-
ba de su casa de la calle de Chaillot como un mo-
delo de lujo y suntuosidad: daba en ella grandes
banquetes, y se jugaba un juego infernal, en el que
perdia con frecuencia el vizconde enormes sumas
con la seriedad mas imperturbable. Todos sabían
sin embargo que la fortuna del vizconde estaba ar-
ruinada mucho tiempo habia , que todos sus bienes
eran de herencia materna y que su padre vivía po-
32 LOS JttlSTERIOS DE PARÍS,
bre y retirado en un rincón del Anjou.
Para explicar la incomprensible prodigalidad del
vizconde de Saint-Rémy , los envidiosos y maledi-
cientes, inclusa Sarah, hablaban de la opulenta
fortuna de la duquesa de Lucenay ; pero no echaban
de ver que además de la vileza de esta suposición,
el duque de Lucenay ejercía una intervención na-
tural en los bienes de su mujer , y que el vizconde
de Saint-Rémy gastaba por lo menos 200,000 íran-
cos anuales. Otros aludían la imprudencia con que
algunos usureros prestaban a un hombre que no
esperaba ya ninguna herencia. Otros, en fin, de-
cían que era demasiado dichoso en el íwr/'(a), y ha-
blaban por lo hap de mozos de cuadra y áejockeys{h)
sobornados por el para estropear los caballos contra
los cuales quería apostar... pero la mayor parte de
las gentes se acordaban muy poco de los medios a
que podría recurrir el vizconde para sostener su
fausto asiático.
Pertenecía á la mejor sociedad por trato y por
relaciones personales de amistad; era alegre, va-
liente, de talento, buen compañero y de un trato
franco y agradable, daba excelentes banquetes á
sus amigos y suscribía á cuantas bromas y jaranas
se le proponían. Las mujeres le adoraban , y sus
conquistas eran sin cuento, porque era joven , her-
moso, galante y magnífico en cuantas ocasiones
puede serlo un joven con las mujeres de la gran so-
ciedad. Por último , era tal la obcecación general,
que la misma oscuridad que rodeaba el origen del
Pactólo en que cojía el oro á manos llenas, daba á
su modo de vivir y á su persona cierto encanto mis-
terioso. Cuando se hablaba de él se hacia casi siem-
(a) Terreno destinado á las corridBS de caballos, (b) Jo-
ckey es el mozo que monta el caballo en la corrida.
EL BAILE. 33
pre esta observación alegre ú otras parecidas: « ¡ Sin
duda halló la piedra filosofal ese diablo de vizcon-
de 1 » Otros , al saber que lo habían agregado á la
legación de Francia cerca del gran duque de Ge-
rolstein , pensaron y dijeron que sin duda queria
retirarse honroéumente. Tal era el vizconde de Sainl-
Kemj.
El conde de*** dijo á Rodolfo al presentárselo :
— Tengo el honor de presentar á V. A. R. el
vizconde de Saint-Rémy, agregado á la legación de
Gerolstein.
El vizconde hizo una profunda salutación, y dijo
á Rodolfo:
— ¿Se dignara V. A. R. disimular la impacien-
cia con que he deseado ofrecerle mi humilde res-
peto? Acaso anduve indiscreto en apresurar un mo-
mento que tanto debia honrarme. — Tendré mu-
cho gusto, caballero, en veros en Gerolstein...
¿Cuándo pensáis marchar? — La estancia de V.
A. R. en Paris reprimirá acaso mi deseo de po-
nerme en camino. — El silencio de nuestras cortes
alemanas os hará echar de menos la vida activa de
Paris. — Me atrevo á asegurar á V. A. R. que la be-
nevolencia que se digna mostrarme, y que espero
tendrá á bien continuar dispensándome bastará por
si sola para hacerme olvidar á Paris. — No de-
penderá de mi , caballero , el que llegáis á cambiar
de opinión durante vuestra residencia en Gerols-
tein.
Rodolfo hizo una lijera inclinación de cabeza, la
cual anunció al vizconde de Saint-Rémy que su
presentación habia terminado. El vizconde saludó
al príncipe y se retiró. Rodolfo era tan buen fiso-
nomista , que las simpatías y aversiones que conce-
biaeran casi siempre fundadas; y así es qui» durante
el breve diálogo que tuvo con el vizconde de Saint-
3Í LOS MISTERIOS BE PARÍS.
Rémy, concibió una especie de desvío involuntaria
hácia aquel joven elegantísimo y brillante, sin ba-
ilar el motivo de esta aversión. Parecióle que en su
mirar babia cierta perfidia disimulada y que tenia
una fisonomía peligrosa.
Volveremos á bailar al vizconde de Saint-Rémy
en circunstancias que formaran un terrible contras-
te con la brillante situación que ocupaba cuando
fué presentado á Rodolfo, y se verá cuan justo ha
sido el presentimiento de este.
Terminada esta presentación Rodolfo bajó al
jardin pensando en los encuentros peregrinos que
le proporcionaba el acaso. A la hora de cenar que-
daron casi desiertos los salones. El sitio mas reti-
rado del jardin se hallaba al extremo de un grupa
de árboles en un ángulo del muro; cubria casi en-
teramente este sitio un enorme plátano rodeado de
plantas sarmentosas , y cerca del árbol se veia en-
treabierta una pequeña puerta falsa , que daba en-
trada á un largo corredor que terminaba en el salón
del banquete.
Sentóse Rodolfo en aquel sitio oculto entre espeso
ramaje, y llevaba algunos momentos de profunda
meditación , cuando oyó pronunciar su nombre por
una voz conocida.
Sarah, sentada al otro lado de esta especie de gru-
ta^ y enteramente oculta de Rodolfo, hablaba in-
glés con su hermano Tomas.
El príncipe escuchó con atención el diálogo si-
guiente:
La marquesa ha ido un momento al haile del ba-
rón de Nerval — dijo Sarah: — felizmente se ha
marchado sin poder hablar á Rodolfo que la andaba
buscando. Temo la influencia que, sin saberlo>
EL BAILE. 35
ejerce aun sobre ella; influencia que tanto he pro-
curado combatir y que en parle he conseguido des-
vanecer... Pero al fin esa rival, á quien he temido
siempre por un presentimiento inesplicable, y que
tan perjudicial podia ser á mis designios., esa rival
labrará mañana su ruina... Escuchadme, Tomas;
lo que voy á deciros es muy grave.
— Os engañáis, Sarah ; Rodolfo no amó jamas á la
marquesa. — Debo haceros algunas explicaciones
sobre este asunto... Durante vuestro último viaje ha
habido mas novedades de lo que pensáis... y como es
preciso obrar mas "pronto de lo que esperaba... esta
noche misma., antes salir de aquí... es indispensable
esta conferencia.. Felizmente estamos solos. — Ha-
blad; ya os escucho.
— Estoy segura de que Clementina no habia
amado jamas antes de ver á Rodolfo... No sé porque
razón mira con un desvío insuperable á su marido,
que sin embargo la adora; y hay en todo esto un
misterio que en vano he intentado penetrar. La pre-
sencia de Rodolfo habia dispertado en el corazón de
Clementina mil emociones que hasta entonces no ha-
bia sentido; pero yo he sofocado este amor naciente
con ciertas revelaciones, ó mas bien con mil calum-
nias injuriosas al carácter del príncipe. Sin embar-
go , como la marquesa habia sentido ya la necesidad
de amar , habiendo visto en mi casa á ese Carlos
Robert se prendó de su belleza como pudiera pren-
darse de la hermosura inmóvil de un cuadro, por-
que por desgracia ese hombre es tan fatuo como
buen mozo, auque sus miradas no carecen de inte-
rés. He ponderado la nobleza de su alma y la eleva-
ción de su carácter; y como conozco la bondad na-
tural de la marquesa, la he pintado los grandes é
interesantes infortunios de Robert , y a él le he en-
cargado que aparentase una tristeza mortal, que no
36 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
hablase nunc \ sin suspirar , y sobre lodo que ha
blase poco. Siguió mis consejos, y gracias á su ha-
bilidad en el canto, á su buena ugura, á su fingui-
da tristeza incurable y á su silencio, consiguió
atraerse el interés de Clementina, que por su parte
halló también un medio de satisfacer la necesidad
de amar que se habia apoderado de ella al conocer
á Rodolfo. ¿Comprendéis ahora el mérito de mi
plan? — Sí; continuad. — Robert y la marquesa de
Harville solo se veian con intimidad en mi casa, en
donde hacíamos los tres conciertos matutinos dos
veces por semana. Robert empezó á insinuarse sus-
pirando, dirigió luego algunas palabras tiernas en
voz baja , y consiguió deslizar dos ó tres billetitos
amorosos. Yo temia mas aun su prosa que sus pala -
bras ; mas como las mujeres son siempre indulgen-
tes con la primera declaración que reciben , las de
mi protegido no tuvieron mal resultado, porque
eran ademad muy lacónicas por mi consejo. Sin em«
bargo, lo que mas importaba á Robert era conse-
guir una cita: pero la marquesita tenia menos amor
que severidad de principios, ó por mejor decir no
tenia bastante amor para olvidar sus principios.
Conservaba, sin saberlo, la impresión de Rodolfo
en el fondo del corazón, y esta impresión comba-
tia sin cesar su tibia inclinación hacia Robert;...
inclinación que era mucho mas facticia que real,
pero la cual fomentaba yo exagerando continua-
mente las calidades de ese Apolo sin seso, y pin-
tándole sumergido en la melancolía y el infortunio.
El aire de profunda y desesperada amargura de su
admirador ablandó por último á Clementina, y se
decidió á concederle, mas por compasión que por
amor, la deseada cita. — ¿Os conñó Clementina
esos secretos? — Solo me habia confiado su incli-
nación bácia Carlos Robert , y no quise compróme-
EL BAILE. 37
1er la á hacerme explicaciones que podrían incomo-
darla... Pero él rebosando de contento, ó mas bien
de vanidad, me comunicó su feliz victoria, pero
sin decirme el dia ni el lugar de la cita. — ¿Cómo
habéis descubierto el sitio? — Al dia siguiente muy
de mañana se puso Carlos en acecho por orden mía
cerca de la puerta de Robert. A las doce del segun-
do dia subió nuestro enamorado á un coche de al-
quiler y se dirigió á la calle del Templo, situada
en un cuartel oscuro de la ciudad... Apeóse delante
de una mala casa , permaneció en ella cerca de
media hora y luego se marchó. Carlos guardó largo
tiempo su puesto para ver si salía alguna persona
después de Robert ; pero nadie salió porque la mar-
quesa habia faltado á su promesa, según me dijo al
otro dia su mismo amante en un movimiento de
cólera por el chasco que habia llevado. La aconse-
jé que aparentase la mayor desesperación; pero
aunque consiguió que Clementina le otorgase una
nueva cita, volvió á faltar á ella como á la
primera. Sin embargo, la última vez ha llegado
hasta la misma puerta de la casa consabida... Ya
veis cuanto lucha esa mujer consigo misma... ¿Y
porqué? Porque Clementina ^estoy segura de ello,
y es lo que me obliga á oborrecerla) conserva aun
en el fondo del corazón ese afecto hacia Rodolfo,
y ese afecto la deOende y la proteje. Finalmente,
esta noche ha dado la marquesa á Robert una cita
para mañana y no dejará de cumplirla. El duque de
Lucenay ha ridiculizado tan groseramente á su ado-
rador, que al verlo la marquesa tan humillado no
pudo menos de concederle por conmiseración lo que
no hubiera hecho de ningún otro modo. Repito que
esta vez no faltará á su promesa. — ¿Y cuáles son
vuestros proyectos? — Carlos Robert es tan inca-
paz de conocer la delicadeza del sentimiento que
3S LOS 3I1STEIII0S DE PARÍS.
ha dictado esta noche la resolución de la marque-
sa, que mañana intentará sacar partido de ella, y
se perderá para siempre , porque yo sé muy bien
que Clemenlina se expone á este compromiso sin
pasión, sin amor alguno, y tan solo por conmise-
ración. La conozco bien y no dudo por lo mismo
que va á la calle del Templo por un impulso de ge-
nerosidad , pero muy decidida á no olvidar un pun-
to sus deberes. Carlos intentará aprovechar la
ocasión; la marquesa le cobrará un profundo abor-
recimiento; y una vez disipada su ilusión volve-
rá á quedar bajo la influencia del amor que la ins-
piró Rodolfo , el cual no hay la menor duda que
arde aun en el fondo de su corazón. — ¡ Pero veamos
cual es vuestro designio 1 — ¿Mi designio? Quiero
perderla para siempre en el concepto de Rodolfo, el
cual no dudo que tarde ó temprano baria traición
á la amistad de Harville , correspondiendo al amor
de ricmentina; pero la aborrecerá y no volverá
jamás á verla si llega á saber que cometió una fal-
ta de que él no ha sido cómplice: ningún hombre
perdona este género de crímenes. — Ya veo que
queréis desengañar al marido, para que un rompi-
miento estrepitoso convenza á Rodolfo de la con-
ducta de la marquesa. — Y me será tanto mas fácil
porque, según me ha dicho Clementina , el mar-
qués tiene ya algunas sospechas, aunque no sabe
en quien fijarlas. Es ya media noche y debemos sa-
lir del baile: iremos al primer café y escribiréis al
marqués de Harville que su mujer acudirá mañana
á la una de la tarde á una cita amorosa en la
calle del Templo n° 17. Es muy celoso , y no
me cabe duda que sorprenderá á Clementina: lo
demás vendrá por sus pasos. — ¡ Qué acción tan
abominable! — dijo Seyton con frialdad. — Dejaos
de escrúpulos , Tomas... Ya sé que estos medios
EL RAILE. 39
son odiosos... ya sé que todo lo atropello por con-
seguir mi objeto.... pero, .¿qué conducta se ha
guardado conmigo?— Mala en verdad... y por eso
soy vuestro cómplice... Voy á hacer lo que me ha-
béis indicado ; pero os repito que es una acción de-
testable.— ¿Sin embargo consentís? — Porque lo
creo necesario... Todo lo sabrá el marqués esta no-
che. /Y... pero... me parece que hay alguna persona
aquí, detrás de estos árboles/ — dijo Seyton inter-
rumpiéndose y hablando en voz baja. — Me pare-
ce que he oido... — Mirad — dijo Sarah con in-
quietud.
Levantóse Seyton , dio la vuelta al rededor y no
vio á nadie.
Rodolfo acababa de salir por la puerta falsa de
que hemos hablado.
— Me he engañado — dijo Seyton volviendo á
entrar ; — no hay nadie. — Ya me lo parecía —
repuso su hermana. — Yo creo, Sarah , que la
marquesa no es tan perjudicial como imagináis para
la realización de vuestro proyecto, porque Rodolfo
no faltará jamás á la austeridad de sus principios.
Esa joven que ha puesto hace seis semanas en la
quinta de Bouqueval, esa joven que tanto absorbe
su atención, yá quien educa con esmero y visita
tantas veces, me inspira temores mucho mas fun-
dados. No sabemos quien es, aunque al parecer
pertenece á una clase oscura; pero su rara belle-
za , el disfraz que ha puesto Rodolfo para llevarla
á la quinta y el vivo interés que maniüesta por esa
niña , prueban demasiado que este afecto singular
no carece de importancia, y esta es la razón por-
que he prevenido ya vuestro deseo. Para allanar
este inconveniente, mas real y positivo que los que
imagináis, ha sido necesario obrar con suma pru-
dencia á fin de saber el modo de vivir de las per-
kO LOS MISTERIOS DÉ PARÍS.
sonas de la quinta, y especialmente de esa mu-
chacha... Estas noticias se hallan en mi poder, y
he llegado ya el momento de obrar: la casualidad
me ha deparado otra vez á esa horrible vieja que
me habia robado la cartera, y sus relaciones con
gentes de la clase del bandido que nos asaltó en
la calle de la Cité, no podrán menos de sernos muy
útiles. Todo lo tengo previsto... no resultará el me-
nor indicio ni prueba contra nosotros... Y ademas,
si esa criatura pertenece, como es de creer; á la
ríase obrera , acaso preferirá nuestras ofertas á la
suerte que puede haber imaginado, porque el prín-
cipe ha guardado con ella el mas riguroso incóg-
nito... En fin, mañana quedará decidida esta cues-
tión, y sino... ya veremos como salir del paso. —
Si conseguimos vencer los dos obstáculos... enton-
ces, Tomas, nuestro gran proyecto... — Grandes
son las dificultades, pero el éxito no es improba-
ble. — Confesad que tendremos mucha mas razón
para esperar si vuestro plan se ejecuta en el mo-
mento en que el ánimo de Rodolfo se halle simul-
táneamente turbado por el escándalo de la mar-
quesa de Harville y por la desaparición de esa ni-
ña , que tanto cultiva su interés... ¿No creéis que
seria entonces el momento de persuadirlo de que
la hija cuya muerte llora... vive todavía... y queen-
tónces?... —Silencio, Sarah — dijo Seyton á su
hermana ; — ya vienen de cenar. Ya que tenéis por
necesario advertir al marques de Harville la cita
de mañana, marchémonos porque es tarde. — La
])ora adelantada de la noche á que recibirá la no-
ticia , le probará su importancia — repuso Sarah.
Tomas y su hermana salieron del baile de la
embajadora de ***.
GAPiTlLO II.
LA CITA,
Queriendo advertir inmediatamente á la mar-
quesa de Harville el peligro en que se hallaba,
salió Rodolfo del jardin de invierno sin aguardar
el fin del coloquio de Seyton y de Sarah, de ma-
nera que no pudo saber el provecto de los dos her-
manos sobre Flor de María ni el eminente peli-
gro que la amenazaba. A pesar de su buen deseo,
no consiguió desengañar á la marquesa como se
habia propuesto. Debia esta presentarse un mo-
mento en el baile de la señora de Nerval por mero
cumplimiento; pero agobiada por las emociones
quesentia, no tuvo valor suficiente para asistir á
esta función y se retiró á su casa.
Este contratiempo desconcertó el designio de
Rodoldo.
El barón de Graün y casi todas las personas
que habian concurrido al baile de la embajadora,
estaban convidados por madama Nerval. Rodolfo
condujo inmediatamente el barón á casa de esta se-
ñora, y le ordenó qne buscase en el baile á la mar-
quesa de Harville y la dijese que el príncipe de-
seaba tener con ella aquella misma noche una en-
trevista secreta de la mayor importancia, y que
se hallaría á pié delante de la casa de Harville,
ú fin de hablar con ella por la ventanilla del ca-
k'2 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
rruaje, mientras abrían los criados la puerta co-=
cbera,
Volvióse el barón después de baber buscado lar-
go tiempo á la marquesa sin encontrarla : resul-
tado que causó á Rodolfo la mayor pesadumbre
porque conocía lo indispensable que era advertir
sin pérdida de momento á la marquesa de la trai-
ción que contra ella se fraguaba; porque en tal
caso la delación de Sarah, que no era ya imposi-
ble impedir, pasarla por una vil calumnia. Pero
era ya demasiado tarde... el marques recibió á la
una de la noche la infame carta de la condesa Mac-
Gregor.
Por la mañana del siguiente dia se paseaba len-
tamente el marques de Harville en su alcoba,
amueblada con sencillez y adornada únicamente
con una panoplia de armas modernas y un estan-
te lleno de libros.
La cama no se habia desecho, y sin embargo la
colcha de seda estaba desgarrada y hecha pedazos;
cerca de la chimenea se veian tirados en el suelo
una silla y una mesa de ébano, y en otro sitio los
fragmentos de un vaso de cristal, dos bujías rotas
y un candelero de dos mecheros con algunas abo-
lladuras.
Este desorden parecía efecto de una lucha vio-
lenta.
El marques tenia cerca de treinta años , una fi-
sonomía viril y característica, cuya expresión era
de ordinario agradable, pero estaba entonces pá-
lida y amoratada. Tenia puesto el mismo traje de
la víspera, pero sin corbata, con el chaleco desa-
brochado, y en la camisa se veian algunas man-
chas de sangre. El cabello negro y ordinariamente
rizado, caía liso y en desorden por su lívida frente.
EL BAILE. 43
Después de haberse paseado largo rato con los
brazos cruzados, la cabeza baja y la vista fija y
clavada, detúvose de repente delante de la chime-
nea , que estaba apagada , á pesar de lo frió y he-
lado de la noche. Cojió del mármol de la chime-
nea la siguiente carta, y volvió á leerla con agi-
tada atención á la luz nebulosa de aquella ma-
ñana de invierno:
ft Mañana á la una tendrá vuestra mujer una
cita amorosa en la calle del Templo, n" 17. Seguidla
y todo lo sabréis... ¡Feliz marido!»
A medida que leía estas palabras, que tantas
veces habia leido ya, los labios del marques de
Harville, azulados por el frió, se movian convul-
sivamente como para deletrear el funesto billete.
Abrióse en aquel momento la puerta y entró un
ayuda de cámara, criado antiguo y leal, de pelo
cano y honrado semblante.
El marqués volvió de repente la cabeza sin dejar
su puesto y teniendo aun la carta cojida con ambas
manos.
— ¿ Q"é buscas ?— dijo ásperamente al criado.
Este no respondió , contempló con doloroso es-
tupor el desorden de la alcoba ; levantó luego la
vista , miró con atención á su amo, y exclamó:
— ¡ Sangre ! ¡ tenéis sangre en la camisa !... ¡ Dios
mío, señor! os habéis herido... Estabais sola...
¿ porque no habéis llamado como tenéis de costum-
bre... cuando los ?... — ¡ Márchate ! — Pero, señor
marques, ¿no veis que el fuego está apagado y
que hace un frió mortal , y sobre todo después de...
vuestro.... — ¡ Me dejarás en paz!... ¡márchate , te
digo ! — Perdonadme , señor marqués — repuso tem-
blando el criado — habéis mandado que M. Dou-
blet viniese hoy á las diez y media , y ha llegado
ya con el notario. — Es verdad — dijo con amargu-
h-k LOS MISTERIOS DE PARÍS.
ra el marqués recobrando serenidad. — Cuando uno
es rico tiene que pensaren los intereses... ¡Es tan
grata la riqueza 1... — Y luego añadió: — Haz en-
trar á M. Doublet en mi gabinete. — Ha entrado
ja, señor marqués. — Dame ropa para vestirme...
Tengo que salir pronto. — Pero, señor marqués...
— Haz lo que te digo, Pepe — dijo el marqués de
Harville con tono mas dulce, y añadió : — ¿ Ha
entrado alguien en el cuarto de mi mujer? — Creo
que la señora marquesa no ha llamado todavía. —
Que me avisen cuando llame. — Muy bien , señor
marqués. — Llama á Felipe que venga á ayudarte,
porque sino nunca acabarás. — Pero, señor, de-
jadme que arregle algo este cuarto — repuso José
con tristeza. — Cualquiera que observase este de-
sorden sin comprenderlo lo interpretaria á su mo-
do.— ¡Y que abominable pareceria á cualquiera
la realidad!... ¿no es verddid? — dijo el marqués
con amarga sonrisa. — /Ah, señor! — reposo José
— nadie sospecha... — ¿Nadie?... ¡No, nadie!...
— dijo el marqués con aire sombrío.
Mientras que José arreglaba el cuarto de su amo,
este se dirigió á la panoplia ó caja de armas de que
hemos hablado , examinó con atención por espacio
de algunos minutos las armas que en ella había,
hizo un gesto de satisfacción siniestra y dijo á sn
criado :
— ¿Apostaría á que te has olvidado de limpiar
las escopetas que tengo arriba en el recado de caza ?
— El señor marqués no me ha dicho nada — repuso
José asombrado. — Sí ; pero te has olvidado. — Se-
ñor, os aseguro que... — ¡Buenas estarán!... —
Apenas hace un mes que han venido del armero. —
No importa; luego que me hayas vestido, me ba-
jarás todo el recado de monte, porque acaso saldré
de caza mañana ó pasado y quiero ver como están
EL BAILE. 45
las escopetas. — - Las bajaré al punto , señor mar-
qués.
Luego que José hubo arreglado la alcoba, entró
otro criado para ayudarle.
Acabaron ambos de vestir al marqués, y este
pasó 'al gabinete en donde lo esperaban M. Doublet
su contador , y un notario.
— El señor trae la escritura — dijo el contador
— y solo falta que la firméis. — ¿La habéis leido,
M. Doublet? — Sí, señor marqués. — En tal caso
no tengo mas que firmarla.
Firmó la escritura, y el notario salió del apo-
sento.
— Señor marqués, por esta adquisición — dijo M.
Doublet con aire triunfante — la renta de vuestras
fincas, impuesta sobre tierras excelentes, no baja
de 126,000 francos... ¿ Sabéis , señor marqués, que
es muy rara una renta de 126,000 francos sobre
tierras? — Soy muy dichoso ¿no es verdad M. Dou-
blet? 1 126,000 libras de renta sobre tierras!... ¿po-
drá haber felicidad igual? — Yeso sin contar la
cartera del señor marqués , que no baja de dos mi-
llones... sin contar... — Seguramente, sin contar...
tantas felicidades mas. — Nada os falta , señor mar-
qués, ¡loado sea Dios I... juventud, riqueza, salud...
todas las felicidades juntas; y entre ellas — dijo M.
Doublet con suma complacencia — ó mas bien al
frente de todas ellas, debemos contar la de ser es-
poso de la señora marquesa , y de tener una niña
tan hermosa que parece un querubin...
El marqués de Harville dio una mirada siniestra
á su contador.
No podríamos pintar la expresión de salvaje iro-
nía conque dijo a M. Doublet tocándole familiar-
mente el hombro :
— Con cerca de 250,000 libras de renta y una
T. 11. i
46 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
mujer como la mia... y una hija que parece un que-
rubín... no hay en el mundo mas que desear ¿no
es verdad? — Con iodo, señor marqués, — respon-
dió sencillamente el contador — debéis desear que
vuestra vida sea muy larga... para ver el casamien-
to de la señorita y para llegar á ser abuelo... Deseo
de todo corazón, señor marqués, que conozcáis á
vuestros nietos, ni mas ni menos que la señora
marquesa... — Tenéis razón, M. Doublet... solo os
falta pedir que nuestro fallecimiento sea en el mis-
mo instante como Filemon y Baucisl... ; Tenéis
ocurrencias felices/ — Gracias, señor marqués...
¿ Tenéis algo que mandarme? — Nada... / Ah ! sí...
Decidme ¿cuanto dinero tenéis en caja I — Veinte
y nueve mil trescientos y tantos francos en efectivo,
sin contar el dinero que se ha puesto en el banco.
— Me traeréis 20,000 francos en oro esta mañana,
y los entregareis á Pepe si yo no estoy en casa. —
¿Esta mañana? — Esta misma mañana. — Dentro
de una hora vendré con el dinero... ¿Tiene algo
mas que mandarme el señor marqués ? — No, Sí.
Doublet. — ¡ Ciento veinte y seis mil francos de
renta 1 — repitió el contador al marcharse. — iQué
buena adquisición la de hoy ! Mucho he temido
que se nos escapase la finca. Vuestro servidor, se-
ñor marqués. — Adiós, M. Doublet
Apenas salió el contador, cuando el marques se
dejó caer acongojado en una silla de brazos, apoj^ó
los codos en una mesa y ocultó el rostro con las ma-
nos... y en tal postura lloró por primera vez des-
pués de haber recibido la carta fatal de Sarah.
— / Oh ! exclamó el angustiado marques — ¡ for-
tuna cruel 1 ¡ has querido , sí, has querido hurlarle
de mí al hacerme rico!... iQué guardaré ahora en
tus urnas de oro ?:.. / Mi vergüenza... la infaur'a de
mi esposa /...¡infamia cuya publicidad imprimirá
LA CITA. 4 i
quizá un odioso sello en la frente de su hija I... ¿De-
beré resolverme á dar este terrible escándalo, ó de-
jaré por piedad... de ?...
Levantóse al decir esto el marques : brillaba en
sus ojos un fuego teriible y siniestro, y con los dien-
tes cerrados pronunció en voz sofocada y convulsa
estas palabras :
— ;No... no!... ¡sangre... sangre!... ¡Lave la
sangre el escarnio!... ¡ Ahora comprendo su aver-
sión... la aversión de ese miserable!...
Y después de haber callado por un momento co-
mo aterrado por una reflexión repentina, prorrum-
pió de nuevo en voz sofocada por el dolor :
— ¡Su aversión !... ¡oh! ya sé el motivo de su
aversión: ¡la causo horror... la espanto!
Después de un largo silencio volvió á decir *.
— ¿Pero tengo yo la culpa... yo? ¿Podrá justi-
ficar con eso su inhdelidad? ¡Oh! ¡en lugar de abor-
recerme deberia compadecerse de mí !... ¡ No... san-
gre... sangre!... ¡los dos... los dos!... porque sin
duda lo ha dicho todo... al otro.
Este pensamiento redobló el furor del marqués.
Levantó los puños cerrados hacia el cielo, pasó por
los ojos su abrasada mano , y conociendo la nece-
sidad de ocultar su agitación á los criados, volvió
con aparente tranquilidad á su alcoba, en donde
halló á José. — ¿Dónde están las escopetas? — Aquí
están, señor marqués, bien arregladas. — Quiero
verlo por mis ojos... ¿Ha llamado mi mujer? — No
sé, señor. — Anda á informarte.
El criado salió del cuarto
El marqués lomó apresuradamente de la caja de
las escopetas un botecilo de pólvora, algunas balas
y pistones, cerró luego la caja y guardó la llave :
dirigióse en seguida á la panoplia, cogió un par de
pistolas de recámara, las cargó y las metió en los
i8 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
bolsillos de su levita de mañana.
José volvió á entrar en el cuarto.
— Señor , se puede entrar ja en el cuarto de la
señora marquesa. — ¿ Ha mandado que pongan el
coche. — No , señor la señorita Julia ha dicho de-
lante de mí al cochero de la señora que habia subi-
do á tomar la orden de la mañana, que como el
tiempo estaba frió j seco, la señora saldria á pié,
en caso que saliera. — Bien está .. ¡ Ah ' se me ol-
vidaba : si voy á cazar no será hasta mañana ó
pasado... l)í á Guillermo que reconozca boj mis-
mo el lilburí de camino ¿entiendes ? — 8í, señor...
¿No queréis el bastón? — No... ¿No hay aquí cerca
algún parador de coches de alquiler? — Muy cer-
ca , en la esquina de la calle de Lille.
Al cabo de un momento de silencio y de duda,
dijo el marqués:
— Pregunta á Julia si se puede ver á la mar-
quesa.
El criado salió.
— ¿Y qué?... ¿no es un drama como otro cual-
quiera. Sí, quiero ver otra vez esa máscara can-
dorosa y traidora con que la infamia querrá ocul-
tar el adulterio que va á cometer: oiré mentir su
boca, mientras que leeré en su viciado corazón el
odioso oprobio con que intinta cubrirme. Sí... quie-
ro ver como me mira y como me habla y respon-
de una mujer que un momento después irá á echar
sobre mi nombre una mancha horrible y ridicula,
que solo se lava con un mar de sangre... ¡Pero qué
necio soy ! me mira como siempre con la sonrisa
en los labios y el candor en la fre nte... Me mirará
como mira á su hija cuando la besa en la frente y
la enseña á humillar su corazón ante Dios... ¡Los
ojos... el espejo del alma !... — dijo el marqués en-
cojiéndose de hombros en ademan de desprecio:
LA CITA. 49
— cuanto mas púdicos y dulces son, tanto mayor
es la corrupción que encubren. Sus ojos prueban
esta verdad... y yo me be dejado engañar por ellos
como un imbécil... ¡ Oh furor! ¡con qué frió é in-
solente desprecio debería mirarme cuando en el
mismo momento en que acaso debia ver... al otro...
me oia colmarla de pruebas de estimación y ternu-
ra... Yo le hablaba como á una madre casta y vir-
tuosa, en quien habia puesto toda la esperanza de
mi vida... y ella se iba á... ¡Oh! no I no/— gritó
el marqués inflamado de furor.., — ¡nunca! ¡no
la veré, no quiero verla/... ni á mi hija tampoco.,
me obcecaría , comprometerla mi venganza.
Y en lugar de entrar en el cuarto de su esposa,
salió de casa diciendo antes á la camarera de la
marquesa :
. — Decid á la señora que deseaba verla esta ma-
ñana, pero que tengo que salir por un momento ; y
si por casualidad quiere almorzar conmigo , que me
aguarde á las doce.— Creyendo que no he de volver
luego á casa obrará con mas libertad — dijo para
sí el marqués; y se dirigió á un parador de co-
ches inmediato á su casa. — ¡Cochero, por horas!
— Muy bien, caballero, son las mee y media. ¿A
dónde vamos?— Calle de Belle-Chasse, esquina á
la de la calle de Santo Domingo, á lo largo del mu-
ro de un jardin... allí te detendrás.— Muy bien,
caballero.
Corrió el marqués las cortinas, el coche partió
y dentro de pocos Justantes se hallaba enfrente de
la casa de Harville. Nadie podia salir del portal
del marqués sin ser visto por él desde aquel sitio...
A la una era la cita de su muier, y su fija y ar-
diente mirada no se apartaba un momento del por-
tal. Su imaginación luchaba con un torrente de có-
lera tan agitado é impetuoso, que el tiempo pasó
50 LOS 3IÍSTERI0S DE PARÍS.
para el marqués con una rapidez increíble. Al mo-
mento de dar las doce en Santo Tomás de Aqui-
no, se abrió la puerta de la casa de Harville y sa
lió lentamente la marquesa.
— jYal... ¡Oh , qué exactitud! Teme sin duda
hacer esperar al otro^..,. — dijo el marqués con
amarga ironía.
El frió era intenso y las calles estaban secas.
Llevaba Clementina un sombrero negro con velo
de blonda del mismo color y una bata de seda co-
lor de corinto. Su gran chai de cachemir azul oscu-
ro, caia hasta el volante de su vestido que levantó
lijera y graciosamente para atravesar la calle. Es-
te movimiento descubrió hasta el tobillo su leve
pié , maravillosamente calzado con un botin de raso
turco.
A pesar de ^as terribles ideas que agitaban al mar-
qués de Harville , observó en aquel momento el
Í)ié de su mujer, que jamás le habia parecido tan
indo y seductor... La vista de aquel pié exasperó su
furor, y al pensar en la felicidad de su odioso ri-
val , sintió en el corazón la aguda punzada de los
zelos censuales... Pintáronse de repente en su ima-
ginación con caracteres de fuego todos los ardien-
tes halagos de un amor dichoso y apasionado. En-
tonces sintió por primera vez en su vida un dolor
físico , profundo , incisivo , penetrante que le ar-
rancó un grito sordo del corazón.
Hasta entonces solo habia padecido su espíritu,
porque solo habia pensado en su honor y en la san-
tidad de los deberes ultrajados: pero su último do-
lor fué tan agudo y cruel , que apenas pudo disi-
mular la alteración de su voz al levantar la cortina
para decir al cochero:
— ¿Ves esa señora de chai azul y sombrero ne-
gro que va por la acera del muro? — Sí, señor, —
I A CITA. 51
Sígnela... Si se dirige al sitio en donde te he alqui-
lado, te detendrás, y si toma un coche le seguirás
también. — Muy bien, caballero... ¡Hola! ¡esto
pica en historia I
La marquesa de Harville se dirigió en efecto ai
sitio de los coches y alquiló uno de ellos.
El coche partió al trote.
El del marqués lo siguió-,
Al cabo de algunos minutos el cochero tomó el
camino de Santo Tomás de Aquino, y con asom-
bro del marqués se detuvo delante de la iglesia.
— ¿Qué haces? ¿qué es eso? — Caballero, esa
señora acaba de entrar en la iglesia... ¡Cáspital...
¡ qué pierna tan soberana !
Mil pensamientos diversos se agolparon en la
cabeza de Harville : creyó al pronto que su mujer
intentaba cambiar de dirección por haber notado
que la seguían. Luego pensó qne la carta que ha-
bla recibido podría ser una infame calumnia. Si
Clementina es culpable ¿ á qué fin esta falsa apa-
riencia de piedad ? ¿ No seria un escarnio sacrile-
go ? Tuvo por un instante el marqués un vislumbre
de esperanza, pues no podía combinar el contraste
de aquella piedad aparente con el crimen de que
acusaba á su mujer. Esta ilusión consoladora no du-
ró mucho tiempo.
El cochero se volvió hacia la ventanilla y le dijo:
— Caballero, la señorita vuelve al coche. — Si-
gúela. — Muy bien, caballero... j Vaya un lance
salado !
El coche pasó por el muelle, por la casa del
ayuntamiento, por la calle Sainte-Avoye y llegó
por fin á la del Templo.
— Caballero — dijo el cochero volviéndose ha-
cia el marques de Harville — el camarada paró
en el número 17, estamos en el 13 ¿pararé tam-
52 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
bien? — Si. — Caballero, la señorita ha entrado en
el portal del número 17. — Abre pronto. — Ya voy,
caballero.
Algunos momentos después entraba el marques
en el portal siguiendo los pasos de su mujer*
Atraídos por la curiosidad madama Pipelet, su
marido y una ostrera vecina se agruparon en el
umbral de la portería. La escalera era tan oscura,
que entrando de la calle no se podia distinguir nin-
gún objeto, de suerte que la marquesa tuvo que
dirigirse á madama Pipelet y la preguntó con voz
alterada y desfallecida :
— ¿Señora, me diréis por Dios dónde está la
escalera? — Esperad un momento, señorita: ¿á
dónde vais? — A ver á... á Mr. Garlos. — ¿á Mr.
qué? — repitió la vieja con ánimo de dar tiempo
á su marido y á la ostrera para que se informa-
sen bien de la desconocida al través del velo. —
Yo pregunto por... el señor Carlos... señora — re-
pitió Clementina con voz tímida y bajando la
cabeza para no ser conocida de los que la mi-
raban con tan insolente curiosidad. — ¡Ahí ¡por
el señor Robert! acabaremos de una vez... habíais
tan bajito que apenas os habia oido... Pues ya
que buscáis al señor Carlos, que por buen mozo
hará con voz linda pareja, subid derechito la es-
calera hasta la primera puerta.
La marquesa, turbada y llena de confusión , em-
pezó á subir la escalera.
— ¡Vaya, vaya/ — dijo la portera en tono de
mofa: — parece que hoy es dia de lances. Dios os
dé una buena hora... ¡cuidado con los tropiezos/
— Parece que es aficionado el comandante — dijo
la ostrera con voz hombruna : — y en verdad que
no es tuerta ni manca su chaya...
Apoderóse tal vergüenza y tal espanto de la
LA CITA. 63
marquesa de Harville, que hubiera vuelto atrás
en aquel mismo instante, si no tuviese que pa-
sar pur delante de la puerta en que se hallaban
las dos harpias. Haciendo pues un esfuerzo so-
brehumano llegó al descanso de la escalera. /Pero
cual fué su asombro al verse en frente de Rodolfo,
que poniéndola un bolsillo en la mano la dijo
precipitadamente :
— /Vuestro marido lo sabe todo y os sigue los
pasos!...
Oyóse en aquel instante la voz áspera y chillona
de madama Pipelet, que gritaba:
— ¿A dónde vais, caballero? — ¡Es él ! — dijo
Rodolfo; y añadió rápidamente empujando por
decirlo así á la marquesa hacia la escalera del
segundo piso: — Subid al quinto piso, venís á so-
correr una familia desgraciada que se llama Mo-
rel... — Caballero, si no me decís á dónde vais,
tendréis que pasar sobre mi cuerpo, como dijo la
antigua guardia en Waterloo — gritó madama Pi-
pelet interceptando el paso al marques.
Este se habia detenido un momento á la entrada
del portal al ver hablar á su mujer con la por-
tera,
— Vengo acompañando á esa señora que acaba
de entrar — dijo el marques. — ¡ Ah ! dijo madama
Pipelet sobrecojida — eso es otra cosa ; entonces
pasad.
Al oir aquel ruido inusitado, M. Carlos Robert
entreabrió la puerta: Rodolfo la empujó brusca-
mente, entró en el cuarto del comandante y se
encerró con él en el momento en que el marques
de Harville llegaba al primer descanso. Temiendo
el príncipe ser conocido por el marques, á pesar de
la oscuridad de la escalera, aprovechó aquella oca-
sión de ponerse á salvó.
oV I.OS MISTERIOS DE PARÍS.
M« Carlos Roben, magníficamente vestido con
su bata de seda encarnada y color de naranja y un
gorro griego de terciopelo bordado de oro, quedó
estupefacto al ver á Rodolfo, que llevaba entonces
un vestido modesto, y á quien no habia conocido
«•n el baile de la víspera.
— ¿Caballero... qué significa esto?... — le dijo
con altivez. — ¡Callad!— le respondió Rodolfo en
voz baja y con tal expresión de angustia , que M.
Carlos Robert quedó maquinalmente callado.
Oyóse en medio del silencio un ruido violento
como el de un cuerpo que caia rodando por la es-
calera.
— ¡Oh! ¡la mató el desdichado! —exclamó Ro-
dolfo.— ¡La mató!... ¿á quién?... ¿pero qué es lo
que pasa aquí? — dijo Carlos Robert en voz baja
y pálido como un difunto. Rodolfo entreabrió la
puerta sin responderle y vio bajar á toda prisa el
Cojuelo, que llevaba en la mano la bolsa de seda
encarnada que el príncipe acaba de dar á la mar-
quesa de Harville.
El Cojuelo desapareció.
Oíase el paso leve de madama de Harville y el
paso mas pesado de su marido, que la seguía á los
pisos altos. No pudiendo imaginar cómo se hallaba
el bolsillo en poder del Cojuelo, pero mas sereno
ya respecto al ruido siniestro de la escalera, Ro-
dolfo dijo imperiosamente á M. Carlos Robert:
— No salgáis hasta de aquí á una hora. ^- ¡Qué
es esto , caballero I ¿que no salga? — repuso M.
Carlos Robert con impaciencia y enojo. — ¿ Qué
significa todo esto? ¿quién sois y con qué dere-
cho ?... — Todo lo sabe el marqués : ha seguido á
su mujer hasta vuestra puerta , y suben ahora á
los pisos altos. — i Poder de Dios ! — exclamó Car-
los Robert juntando las manos con estupor. — ¿Pe-
LA CITA. 5o
ro qué va á hacer allá arriba ? ¿, Cómo saldrá de
este lance ? — No salgáis del cuarto ni os mováis
Iiasta que os avise la portera — dijo Rodolfo ; y de-
jando al comandante en la mayor inquietud bajó á
ia portería. — / Qué tal , qué tal I — exclamó ma-
dama Pipelet brincando de gozo. — i Vamos á te-
ner jarana I un caballerete se coló tras la señorita :
sin duda es el Juan lanas del marido : al momento
lo adiviné, y por eso le he dejado subir. Estoy se-
gura de que va á espachurrar al comandante, y que
se alborotará la calle, y que la gente se agolpará
delante de la casa como cuando se cometió un ase^
sino en el n.° 36. ¡ Pero es extraño que no haya
empezado ya la gresca/ — Querida mia — dijo Ro-
dolfo poniendo cinco luises de oro en la mano de
la portera — ¿queréis hacerme un gran servicio?...
Guando baje la señorita preguntadle como está la
pobre familia de Morel ; decidla que ha hecho una
buena obra en venir á socorrerlos , como había
ofrecido la última vez que vino á informarse de
ellos.
Madama Pipelet miró asombrada al dinero y á
Rodolfo.
— Pero caballero... este oro... ¿ es para mí ?...
¿no está en el cuarto del comandante esa señorita?
— El que la sigue es su marido. Advertida á tiem-
po la pobre joven, ha subido al cuarto de la fami-
lia de Morel finjiendo que viene á socorrerla; ¿ en-
tendéis ahora? — ¿ Sí , ya os entiendo ?... Como si
os pariera... Se trata de que os ayude á bendar los
ojos del pobre marido.. ; Jesús ! para eso me pinto
sola... cualquiera diria que no he hecho otra cosa
en toda mi vida: /ya lo veréis 1...
Acercóse de repente M. Pipelet al umbral de la
puerta , caló con enojo el sombrero y dijo á su
mujer :
56 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— ; Pomona, Pomona 1 no hay para tí cosa res-
petable en el mundo: ¿qué mas podría hacer M.
Cesar Bradamanti ? No debemos burlarnos de lan-
ces tan graves , ni aun con el mayor amigo... —
Déjate de sermones, vejete raio, y no pongas los
ojos en blanco, que me das miedo... ¿ No sabes que
me chanceo y que no hay debajo del cielo quien
pueda alabarse como yo de no haber cometido ja-
mas una sola ínfi... ? Vamos , ya sabes mi genio. Si
hago un servicio á esa señorita , es por considera-
ción al señor que no parece sino que es el rey de
los inquilinos. —Y volviéndose hacia Rodolfo con-
tinuó : — Ahora veréis con que primor opero I...
¿queréis esconderos detras de la cortina?... Pron-
to , pronto que ya bajan.
Rodolfo se escondió apresuradamente.
El marques de Harville bajaba en aquel momen-
to dando el brazo á su mujer. Cuando llegaron á la
portería , el semblante del marqués expresaba
una dicha profunda mezclada de asombro y de
confusión.
Clementina estaba pálida y tranquila.
— / Qué tal , mi querida señorita 1... — gritó ma-
dama Pipelet saliéndoles al encuentro ; — ¿habéis
visto á esos desdichados? ¿ no se os partió el cora-
zón de dolor al ver su miseria? | Ah ! ¡ Dios pre-
miará la buena obra que hacéis ! Ya os he dicho
la triste situación en que se hallaban la otra vez que
venisteis á verlos. Dios os dé salud, querida seño-
rita, para socorrer á los desgraciados... nadie me-
rece mas la caridad de las buenas almas que la fa-
milia de Morel... ¿no es verdad, Alfredo?
El portero , cuyos escrúpulos y natural rectitud
le hacían mirar con cierto horror esta tramoya an-
ti-conyugal , respondió á su mujer con una especie
de gruñido vago y discordante.
ol IlO-MLiaue^ 11 Uv íllaUMieía Je JCixt^nfí*/
L.i CITA. 57
Madama Pipelet continuó :
-— Perdonad , señorita ; mi pobre Alfredo está
con su achaque asmático y por eso no puede ha-
blar , pero no dudéis que allá en sus adentros pide
á Dios, como JO, que no os olvidéis de esos pobre-
cilios.
El marques de Harville miró á su mujer con ad-
miración , y exclamó :
— /Oh/ ¡es un ángel... un ángel!... ¡Una ca-
lumnia ! — ¿Un ángel ? tenéis razón , caballero —
dijo madama Pipelet: — es un ángel bajado del
cielo. — Vamonos, hijo — dijo la marquesa de Har-
ville que se sentia desfallecer por momentos: tal
era el horrible tósigo que sufria desde que habia
entrado en la casa. — Vamos — repuso el marqués.
Al salir del portal dijo á su mujer :
— ¡ Clementina, debo pedirte perdón 1... — ¿Y
quien no lo necesita ? dijo la marquesa dando uq
suspiro.
Rodolfo salió de su escondrijo profundamente
conmovido por esta escena terrible compuesta de
ridiculez y de grosería; desenlace curioso de un
drama misterioso que habia agitado tan diversas
pasiones.
— ¿ Qué tal ? — dijo madama Pipelet — me pa-
rece que hemos salido bien del paso. ¡ Pobre mari-
do I pobre mandria!... me dá lástima el desdichado.
Ahora meteria en una especie de escaparate á su
mujer como si fuera una santita... ¿Pero como no
han traido ya vuestros muebles , señor Rodolfo ? •—
Voy á mandar que los traigan... Decid al coman-
dante que ahora puede bajar. — Es verdad... ¡ Qué
chasco garrafal !... mejor le hubiera sido alquilar
el cuarto para el rey de Prusia... Pero bien emplea-
do le está, para que aprenda á no dar mas que 12
o8 LOS MISTERIOS DE PÁRIS.
francos miserables. Esta es la cuarta vez que lo
dejaron de plantón.
Rodolfo salió.
Alfredo -r dijo madama Pipelet , — ahora le to-
ca su vez al comandante ; j cómo me voy á reir á
cuenta suya.
Y subió al cuarto de M. Robert.
— Comandante — dijo madama Pomona llevando
militarmente á la peluca el revés de la mano , —
vengo a soltaros... se han marchado los dos de bra-
sero los dos , marido y mujer comandante. Pero de
buena os habéis escapado; /gracias al señor Rodolfo >
que á no ser por él... — ¿Se llama Rodolfo ese ca-
ballero delgado de bigotes? — El mismo. — ¿Quién
es ese hombre? — ¿Ese hombre ? — gritó madama
Pipelet muy irritada: — ese hombre vale por diez
otros que yo conozco. Es dependiente de una casa
4P de comercio , es el rey de los inquilinos , porque á
pesar de que no ha tomado mas que un cuarto...
^ no anduvo regateando por cuatro ni ocho mas ó mé-
^'^ nos, y me dio seis francos por asistirlo de buenas
á primeras... seis francos, comandante, sin regatear
una palabra. — Bueno... bueno... Tomad la llave
— ¿Se hará fuego mañana, comandante? — ¡No!
— ¿Y pasado mañana? — ¡No! ¡no.^ — Qué tal,
comandante ¿no os deciayo que no sacaríais para
gastos?...
M. Garlos Robert echó á la portera una furiosa
mirada y tomó la escalera , sin comprender cómo
Rodolfo, dependiente de una casa de comercio, po-
día hallarse enterado de su cita con la marquesa de
Harville.
Al punto de salir el comandante por el portal
entró cojeando el hijo de Brazo Rojo.
— ¡Hola, buena pieza I — dijo la portera. —
¿No vino la Lechuza á preguntar por mi? — dijo el
LA CITA. Ó9
pilludo á la portera sin responder. — ¿La Lechu-
za? no por cierto, monstruo infernal. ¿Para que
preguntaría por tí la Lechuza?
¡Toma! para llevarme consigo al campo — dijo
el Cojuelo meneándose de un lado á otro de la en-
trada de la portería. — ¿Y tu amo? — Mi padre
suplicó al señor Bradamanti que me dejase ir hoy
al campo... á.o. al campo... al ca .ampo... — res-
pondió el hijo de Brazo Rojo cantando, saltando y
repicando en los vidrios del postigo de la portería.
— ¡Estáte quieto, nube negra del infierno... que
rae vas á romper los vidrios I ¡ Ah, un coche! ^-
¡Vlva la Patria I es la Lechuza/ — dijo el mucha-
cho. — j Vamos en coche: esta sí que es grandeza.
En efecto , al través del cristal se veía sobre la
cortina encarnada del lado opuesto el perfil descar-
nado y barroso de la tuerta.
— Hizo una seña al Cojuelo y este acudió al mo-
mento,
El Cochero abrió la portezuela y el Cojuelo su-
bió al coche.
La tuerta no estaba sola,
Al otro lado del asiento se veía al Maestro de Es-
cuela embozado en una capa vieja de cuello forrado
de pieles, y la cara medio tapada con un gorro de
seda negro calado hasta las cejas.
Entre sus párpados encarnados se veían dos ojos
blancos y sin pupila, que hacían aun mas espan-
toso su rostro mutilado, abominable y luciente co-
mo un mármol á causa del intenso frío.
— Vamos, cachorro, échate sobre los pinreles de
mi hombre para calentárselos — dijo la tuerta al
Cojuelo el cual se acurrucó como un perro entre
las piernas del Maestro de Escuela y de la Lechu-
za.— Ahora ^ — dijo el cochero — á la aldea de
Bouqueval , ¿no es verdad tú. Lechuza ? ¡Ya verás
60 LOS MISTERIOS DE PARÍS
que modo de volar ! — Sobre todo clarea el cutro
(a)— dijo el Maestro de Escuela — porque esta tarde
hemos de agazapar sin falta la muchacha. — No
tengas cuidado, anublado (a), que yo le apretaré los
hijares. — ¿Quieres que te dé un consejo? — dijo
el Maestro de Escuela. — ¿Cual? — repuso el co-
chero.— Menea el látigo al pasar por delante de
los guardas de la barrera, porque como has ron-
dado tanto aquellos sitios, podrán conocerte si vas
despacio. — Ya abriré el ojo — repuso el otro su-
biendo al pescante.
Por este lenguaje se echa de ver que el cochero
improvisado era un bandido, digno compañero del
Maestro de Escuela.
El coche salió de la calle del Templo.
Dos horas después, el carruaje en que iban el
Maestro de Escuela, la Lechuza ^ el Cojuelo, se
detuvo delante de una cruz de madera pues-
ta en la encrucijada de un camino hondo y desierto,
queconducia á la quinta de Bouqueva!, en donde
se hallaba la Guillabaora bajo la protección de la
señora Adela Georges.
(a) Aviva el caballo, (b) ciego.
CAPÍTULO III.
IDILIO.
Daba las cinco el relox de la iglesia de Bouque-
val: hacia un frió intenso, el cielo estaba claro, y
el sol, que bajaba lentamente por detras de las
mustias arboledas que cubrian las alturas de
Ecouen , enrojecia el horizonte y tendia sus ra-
yos pálidos y oblicuos por la vasta llanura helada.
En el campo todas las estaciones ofrecen recreo
y variedad. A veces una nevada convierte la lla-
nura en un inmenso paisaje de alabastro, que bri-
lla con esplendor inmaculado bajo un cielo color
de rosa. Al anochecer de estos dias, ya trepe el
labrador la colina ó ya descienda hacia el valle
para volver á su morada, conoce que se acerca una
noche oscura y tenebrosa, siente en las manos y en
el rostro la brisa glacial, y lleva cubiertos de
blanca nieve el caballo, la capa y el sombrero;
pero allá abajo, en medio de los árboles sin hojas,
descubre la clara luz de las ventanillas de su casa,
la chimenea despide hacia el cielo una densa co-
lumna de humo, la cual le recuerda que lo está
aguardando una cena rustica , un fuego alegre y
reparador y una conversación doméstica é inofen-
siva, mientras el nojte silba por afuera helando
la llanura y trae en veloces ondas el remoto la-
drido de los perros.
Otras veces en la escarcha que cubre los árbo-
T. II. 5
62 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
les, brillan todos los colores de una prisma.de
cristal herido por los rajos del sol, y en los largos
surcos del húmedo barbecho yace tendida la lie-
bre, ó corren por ellos los alegres perdigones. Mas
allá se oye el sonido melancólico de la cam-
panilla de un gran rebaño de carneros, que pace
en un verde soto ó á lo largo de un precipicio,
mientras que el pastor, envuelto en su manta parda
con rayas negras y sentado al pié de un árbol,
teje un cestilio de juncos al son de cantigas ru-
rales.
La escena es á veces mas animada : el aire trae
por intervalos los ecos del cuerno de caza y las
voces de los cazadores; el ciervo sale asustada del
bosque y corre hacia el horizonte, perdiéndose de
nuevo en otra espesura. Las voces y los ladridos se
aproximan; sale del bosque en tropel una multitud de
perros dedistintos colores, que con el hocico pegado
á la tierra corren por los senderos y el barbecho en
seguimiento del venado. Salen detras los cazado-
res vestidos de encarnado, inclinados sobre el cue-
llo de los veloces corceles, y animan la cacería
con la voz y el sonido de los cuernos. Este tor-
bellino pasa como un relámpago, el ruido desfa-
llece poco á poco; perros, caballos y cazadores
desaparecen en la espesura que se refugió el venado,
y todo queda en profundo silencio.
Entonces renace la calma, y la quietud de la
llanura solo es interrumpida por el monótono canto
del pastor.
Estas escenas campestres abundan en las cerca-
nías de la aldea de Bouqueval, situada, á pesar de
su inmediación á París, en una especie de desierto
al cual solo se podia llegar por caminos trasversa-
les. La quinta de Bouqueval á donde se habla re-
IDILIO. 63
lirado la Giiillabaora, oculta entre los árboles du-
rante el verane como un nido entre las ramas, se
veia entonces descubierta y sin el denso velo de
verdura. El riachuelo helado por el frió parecia
una inmensa cinta de plata tendida en medio de
prados siempre verdes, en los cuales pace lenta-
mente una manada de vacas en dirección del es-
tablo. Ifamas bandadas de palomas atraidas por la
proximiSpde la noche, se posaban sucesivamente
sobre el techo puntiagudo del palomar: los no-
gales corpulentos, que en el verano cubrían de
sombra el zaguán y los edificios de la cjuinta, mus-
tios entonces y desnudos de hoja, dejaban ver
los techos de teja y de heno cubiertos de un musgo
verdegay y amarillenlo.
Un pesado cairo tirado por tres caballos vigo-
rosos, corpulentos, de espesa clin y de piel lus-
trosa, con colleras azules adornadas de borlas y
cordones de lana encarnada, conducían ias haces
de trigo de uno de los campos de la llanura. El
carro entró en el zaguán por la puerta principal^
mientras que un numeroso rebaño de carneros se
agolpaba á una de las puertas laterales; y así los
auimales como las personas parecían desear el des-
canso y el abrigo. Los caballos relinchaban de ale-
gría al ver la cuadra, los carneros balaban delante
de la puerta del corral , y los labradores miraban
con ansiosos ojos á las ventanas de la cocina , en
donde se preparaba una cena sólida y abundante.
Reinaba en toda la quinta el orden mas metódico
y una limpieza extremada. Los arados, los rastros,
los trillos y otros instrumentos de labranza, algunos
de los cuales eran de nueva invención, en lugar de
bailarse cubiertos de tierra y esparcidos aquí y allá,
estjaban limpios, pintados y colocados en línea de-
bajo de un gran tinglado en donde colgaban tam-
bién los carreteros los arreos de los caballos. El
6V LOS MISTERIOS DE PARJS.
zaguán arenoso no presentaba á la vista los monto-
nes de estiércol y los charcos de agua podrida que
se ven en todas las casas de labranza de las provin-
cias de Bria y Beauce: las aves domésticas entraban
al anochecer en el patio rodeado de un verde es-
paldar , por una puertecita que se abria hacia el
campo. Sin detenernos en pormenores , diremos tan
solo que esta quinta era justamente conj^fflida en
ol país como un modelo de establecimiepEs de la-
branza , así por el orden que en ella se guardaba y
por la excelencia de su agricultura y cosechas , co-
mo por la dicha y moralidad de las personas que la
habitaban y cultivaban, pues pertenecían á las fa-
milias de los labradores mas honrados del distrito.
Hablaremos en otro lugar de las causas de esta
prosperidad : por ahora conduciremos al lectora la
puerta del espaldar del corral , que no era menos
digno de atención que el zaguán de la quinta , por
la elegancia rústica de sus gallineros y del peque-
ño canal de piedra por el cual corría sincerar una
agua limpia y cristalina,
iS'otóse una súbita revolución entre los habitan-
tes alados de este corral; las gallinas bajaron ca-
careando de los polleros, los pavos y los patos graz-
naron , y las palomas y pichones dejaron e\ techo
del palomar y se pasaron en el suelo dando alegres
arrullos.
La llegada de Flor de María era la causa de este
movimiento general.
Greuze y Watteau no hubieran imaginado jamás
un modelo mas encantador, si las mejillas de la
pobre Guillabaora fuesen mas redondas y coloreadas;
pero sin embargo de su delicada palidez , la cxpre-
cion de su fisonomía , el conjunto de su persona y
]a gracia desús modales, la hubieran hecho digna
del pincel de aquellos dos grandes pintores.
miLiQ. 65
La cofia de Flor de María dejaba ver su frente y
sus dos fajas de cabello rubio, y sobre este tocado
llevaba, como casi todas las paisanas déla inmedia-
ción de Paris , un pañuelo encarnado de cotonía do-
blado y sujeto detrás de la cabeza con dos alfileres;
las puntas de este pañuelo se cruzaban j caian sobre
los dos hombros , de un modo tan gracioso y pinto-
resco que pudiera competir con los mejores trajes
nacionales de Suiza y de Italia. La alta pechera de
su delantal cubría la mitad de la blanca pañoleta
de batista que cruzaba su seno ; un jubón de grue-
so paño azul con mangas ajustadas cenia su delicada
cintura , y se unia con su zagal de fustán pardo con
rayas mas oscuras. Las medias blancas , unos zapa-
tos abotinados metidos en unas galochas negras y
forrados en piel de cordero , completaban la rústica
sencillez de su traje , al cual daba una gracia sin-
gular el encanto natural de Flor de María.
Tenia el delantal cojido por ambas puntas , y sa-
caba áeél puñados de grano qae echaba á la mul-
titud de aves que tenia á su alrededor. Un hermoso
pichón de extremada blancura y de pico y patas
encarnadas , mas atrevido y mas doméstico que sus
compañeros , después de haber revoloteado algunos
momentos alrededor de Flor de María , se puso en
uno de sus hombros; pero acostumbrada sin duda
la joven á este género de sencillez , siguió echando
el grano á manos llenas por algún rato , hasta que
por último volvió hacia atrás su dulce rostro, le-
vantó un poco la cabeza y alargó sonriendo su pe-
queña boca de rosa al pico colorado de su amigo...
los últimos rayos del sol cubrian de un pálido do-
rado este sencillo y candoroso cuadro.
Mientras la Guiílabaora se entregaba á estos cui-
dados rurales , la sonora Adela y el anciano cura
de Bouqueval; M. Laporle, sentados junto al fue-
66 LOS MISTERIOS DE PARTS.
go en la sala de la quinta, hablaban de Flor de
María, que era el objeto constante de su conver-
sación. El anciano eclesiástico estaba pensativo,
con la cabeza baja, los codos apovados sobre las
rodillas y extendía niaquinalmente hacia el fuego
las trémulas manos. La señora Adela, ocupí di con
su costura , miraba al cura de cuando en cuan-
do y parecía esperar una respuesta.
Después de un momento de silencio, dijo el an-
ciano !
— Tenéis razón, señora Adela será preciso avi-
sar al señor Rodolfo; si pregunta á Flor de María,
la niña le esta tan agradecida que acaso confesará
á su bienhechor lo que nos oculta á nosotros... —
Esa es mi opinión, señor abad: esta noche misma
le escribird con el sobre á la calle de las \'iudas>
según me ha advertido. — /Pobre niña! — repuso
el anciano: — ¿qué pena puede afligirla, cuando
debiera estar tan satisfecha de su suerte?... — Na-
da puede disipar su tristeza , ni aun la aplicación
conque se entrega al estudio... — Ha hecho pro-
gresos maravillosos desde que nos hemos encargado
de su educación. — Así es, señor abad, ha apren-
dido á leer y escribir, y sabe contar lo bastante
para ayudarme á llevar los libros de la quinta. Y
luego esa incomparable criatura me ayuda con tal
diligencia en todos los quehaceres , que no puedo
menos de quererla y admirarla... y trabaja con tan-
to afán que á veces temo que se quebrante mas su
salud... — El médico negro nos ha dado felizmente
buena esperanza con respecto á esa tijera tos que
nos tenia sobresaltados. — ¡Es tan bueno el señor
David! ¡ Cómo se interesó por ella ! ya se ve, como
todos los que la conocen... En esta*^casa todos la
quieren y la respetan: pero no es extraño, porque
gracios al cuidado generoso del señor Rodolfo, lo-
IDILIO. 67
dos los que habitan esta quinta son los mejores su-
jetos del país... Sin embargo esa dulzura tímida y
angelical que parece que siempre está pidiendo
piedad , cau ti varia el amor de las personas mas
brutales é indiferentes... ¡Pobre criatura I
El anciano continuó después de algunos momen-
tos de reflexión :
— ¿No habéis dicho que Flor de María se habia
entregado á esa tristeza desde que madama Du-
breuil, arrendataria del duque de Lucenay en Ar-
nouville, ha pasade aquí la temporada de Todos
los Santos? — Creo que es desde entonces, señor
abad: y sin embargo madama Dubreuil, y sobre
todo su hija Clara , modelo de candor y de bon-
dad , se han prendado como todos de la dulzura
angelical de María: las dos la amaban entrañable-
mente. Ya sabéis que nuestros amigos de Arnou-
villfc vienen aquí todos los domingos, ó vamos no-
sotros á verlos; pero á cada visita de estas se au-
menta mas la tristeza de María , sin embargo de
que Clara la ama como á una hermana.— -Todo
eso, señora Adela, es para mi un estraño misterio.
¿ Cuál puede ser la causa de esa oculta melancolía?
Aquídeberia hallarse sin duda muy contenta, por-
que de esta vida á la que antes pasaba hay tanta
diferencia como del infierno al paraíso... Yo no pue-
do figurarme que sea ingratitud... —¿Quién , ella?
j Dios mismo 1 ¿podrá haber en el mundo una cria-
tura mas agradecida, ni dotada de sentimientos
mas nobles y delicados? ¿No hace esa pobre niña
cuanto puede para ganar, por decirlo así, su vida?
¿no trata por ventura de compensar con su trabajo
la hospitalidad que se le dispensa? Y ademas, no
quiere ponerse nunca sino el vestido ordinario de
las aldeanas, escepto los domingos, porque yo exi-
jo que Stt vista con algún esmero para acompañar-
68 LOS MÍSTERIOS DE PARÍS.
me á la iglesia. Y sin embargo, tiene una presencia
tan noble, tan distinguida y natural que no puede
desfigurarla el traje mas ordinario : ¿no es verdad,
señor ahaá ? — ¡Ahí lo que puede el orgullo ma-
ternal ! — dijo sonriendo el eclesiástico.
Al oir estas palabras se arrasaron de lágrimas los
ojos de la señora Adela, pues le trajeron á la memo-
ria el hijo que había perdido.
El cura adivinó el motivo y la dijo :
— /Confiad en Dios, señora! El cielo os ha en-
viado esa criatura para ayudaros á encontrar á vues-
tro hijo. Ademas, luego os uniréis á María con un
vínculo sagrado, porque una madrina que conoce
sus deberes es casi una madre. El señor Rodolfo ha
cumplido ya de antemano las obligaciones de padri-
no , pues ha salvado su alma sacándola del borde de
un abismo. — ¿La creéis ya bastante dispuesta para
recibir ese sacramento , que sin duda no ha recibido
aun la desgraciada ? ^ — De aquí á un rato volvere
con ella á la rectoral , y la diré que esa ceremonia
tendrá lugar probablemente dentro de quince dias.
— / Cuanto os lo agradecerá ! ¡ su alma es tan pia-
dosa !... — ¡ Ah, es un dolor el que tenga culpas tan
graves que espiar I — Pero, señor abad, ¿cómo
querríais que no hubiese sucumbido, abandonada á
sí misma desde la infancia, sin recursos, sin apoyo
y precipitada, por decirlo así, á pesar suyo, en la
senda del error y del vicio ? — El buen sentido mo-
ral debiera haberla iluminado y sostenido. Y ade-
mas¿ ha procurado acaso huir de su horrible situa-
ción? ¿es por ventura tan rara la caridad en París?
— No hay duda que no, señor abad: no faltan
personas caritativas, pero la dificultad está en en-
contrarlas. ¡ Cuántos desvíos , cuanta indiferencia no
hay que sufrir antes de hallar una sola/ Y á esto
se añade el que para salvar á María no bastaba una
IDILIO. 69
limosna casual ó pasagera, sino un interés continuo
que le hubiese proporcionado los njedios de ganar
honrosamente la vida... Muchas madres la hubieran
socorrido y mostrado su conmiseración; pero la diü-
cultad estaba en encontrarlas. ; Ah¡? crecdme, se-
ñor cura; he couocido el desamparo y la miseria...
y á no ser por una casualidad tan providencial co-
mo la que ha puesto á María en el camino del
señor Rodolfo, aunque demasiado tarde por des-
gracia; á no ser, fepito, por una de esas casuali-
dades, los desgraciados, brutalmente repelidos
cuando piden socorro la primera viez , creen que es
imposible bailar la caridad, y acosados por el ham-
bre... por el hambre imperiosa y desapiadada, bus-
can con frecuencia en el crimen los recursos que no
esperan hallar en la conmiseración.
LaGuillobaora entró en la sala.
— ¿De dónde venís, hija mia? — le preguntó
madama Adela con interés. — De ver la fruía, se-
ñora , y de cerrar las puertas del corral. La fruta
está bien conservada ; apenas he entresacado alguna
podrida. — ¿Porqué no habéis dicho á Claudia que
hiciese ese trabajo, María? Os habréis fatigado
mucho. — ;Oh,no. señora/ para mí es una di-
versión: ; me agrada tanto el olor de la fruta ma-
dura !... — Un dia de estos veréis el frutero de Ma-
ría , señor abad — dijo la señora Adela. — No po-
déis figuraros como lo tiene arreglado : cada espe-
cie de fruta está separada por una guirtialda de
racimos , y aun las mismas especies están divididas
en cuadros formados con musgo. — ; Ah / señor cu-
ra , estoy segura de que os gustará — dijo la Gui-
ílabaora. — Veréis que hermoso efecto hace el mus-
go alrededor de las manzanas encarnadas y délas
peras amarillas como el oro. Sobre todo hay unas
camuesas tan lindas encamadas y color de paja, que
70 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
parecen cabecilas de querubines metidas en un nido
de musgo verde — añadió María con el entusiasmo
de un buen artista al contemplar su obra.
El cura miró sonriendo á madama Adela , y dijo
á Flor de María.
— He admirado ya la lechería que habéis arre-
glado por vuestra mano, bija mia, y me parece que
os envidiaria vuestra obra la labradora mas enten-
dida ; veré también vuestro frutero uno de estos
dias , las hermosas manzanas ,• las peras color de
oro , y sobre todo vuestros querubines en su nido
de musgo verde. Pero el sol se va poniendo ya , y
no tendréis tiempo para acompañarme á la rectoral
y volver antes que sea de noche... Poneos el man-
tón y vamonos, hija mia... Pero no, hace mucho
frió; será mejor que os quedéis y que me acompañe
cualquiera persona de la quinta. — Señor cura, la
daríais un mal rato — dijo madama Adela : — no
tiene mayor gusto que el de acompañaros todas las
tardes ala rectoral. — Señor abad — añadió la
Guillabaora clavando en el anciano sus grandes y
tímidos ojos — creerla que no estabais contento de
mí, si no me permitieseis acompañaros como de
costumbre. — /Yo / hija de mi alma... tomad , to-
mad pronto el mantón , y abrigaos bien y va-
monos.
Flor de María se echó apresuradamente en los
hombros una especie de pelliza con capucha, de
una tela gruesa de lana blanca bastillada con un
galón de terciopelo negro , y dio el brazo al an-
ciano.
— Afortunadamente — dijo el cura — no está le-
jos la rectoral , y el camino es seguro. — Hoy salís
mas tarde que los demás dias — dijo madama Ade-
la • — ¿ queréis que alguien os acompañe , María?
^ Dirian que tengo miedo ^ — repuso Mfi^ría sonriea-
IDILIO. 71
do. — Gracias, señora, no quisiera que nadie se
incomodase por causa mia : como no hay mas que
un cuarto de hora de aquí á la rectoral, estaré de
vuelta antes de la noche. — No insisto mas, por-
que, gracias á Dios, nunca se ha hablado de mal-
hechores en este país. — A no ser así no aceptaría
el brazo de nuestra amada niña, — dijo el anciano
— aunque á la verdad es el báculo mas seguro que
tengo.
Pocos momentos después salió el curado la finca
apoyado en el brazo de Flor de María , que arre-
glaba su paso lijeroal andar lento y penoso del an-
ciano.
Al cabo de algunos minutos el cura y la Gui-
llabaora llegaron al camino hondo, en donde esta-
ban emboscados el Maestro de Escuela, la Lechuza
y el hijo de Brazo Rojo.
>3-'®'íJs
CAPiTlLO IV.
LA EMBOSCADA.
La iglesia y la rectoral de Bouqueval estaban si-
tuadas en el declive de una calina en medio de un
bosque de castaños , de^de donde se descubría el
pueblo. Flor de María y el anciano entraron en un
sendero tortuoso que conducia hasta la casa del
abad , y cruzaron el camino bondo que atravesaba
diagonalmente la colina. La Lechuza , el ^!aestro
de Escuela y el Cojuelo, escondidos en un barran-
co del camino, vieron bajará la quebrada al sa-
cerdote y á Flor de María, y salir por el declive
escarpado del lado opuesto. La capucha dfl man-
tón de la Guillabaora cubría de tal modo sus faccio-
nes, que la Lechuza no pudo reconocer á su anti-
gua víctima.
— Silencio — dijo la vieja al Maestro de Escuela
— la muchacha y el cura acaban de pasar el bar-
ranco; es la misma según las señas que me díó el
hombre alto vestido de luto*, traje de aldeana, es-
tatura mediana, guardapié con rayas oscuras y
mantón de lana con bastilla negra. Acompaña to-
dos los dias al cura á la rectoral, y se vuelve sola:
cuando vuelva á pasar por allí , al otro lado de la
barranca, caeremos sobre ella y la meteremos en
el coche. — ¿Y si grita y pide socorro ? — dijo el
Maestro de Escuela — la oirían en la quinta , pues
según decís se ven las casas desde aquí. ¡ Ah ! vo-
LA EMBOSCADA. 73 •
sotros podéis ver! — añadió el bandido con deses-
j)ei-acion. — Dc'íjde aquí se ven las casas muy cerra
— dijo el Cojuelo. — Hace un moniento que he
subido á lo aíto de la loma arrastrándome con el
vientre abajo... y por mas señas he oido la voz de
un carretero que hablaba á sus caballos en el za-
guán de aquella casa... — Entonces hay que hacer
lo siguiente — repuso el Maestro de Escuela des-
pués de un momento de silencio: El Cojuelo se pon-
drá en, acecho al principio del sendero. Cuando
vea venir de lejos á la muchacha , correrá hacia
ella , gritando y diciendo que es hijo de una pobr
anciana que ha caido en el barranco del camino
hondo y se ha lastimado, y suplicará á la mucha-
cha que venga á socorrerla. — Ya caigo; la vieje-
cita será la Lechuza. Bien pensado : / eres el rey
de los sabios ! ¿Y qué haremos después? — Te pon-
drás en el camino hondo cerca del sitio en donde
nos aguarda Barbillon con el coche... Yo estaré
por allí cerca , y cuando el Cojuelo haya traido la
muchacha á lo mas hondo de la quebrada , te arro-
jarás á ella, le echarás una mano al pescuezo , y
con la otra le taparás la boca para impedir que chi-
lle. — Ya te entiendo, amoroso... lo misnio que se
hizo con la muger del canal de san Martin, cunn-
do la echamos á nadar después de haberla agrifado
(a) el bullo negro que llevaba : el mismo manejo
¿ no es verdad? — El mismo... Mientras que tú tie-
nes bien segura la muchacha, ol Cojuelo viene á
buscarme, y entre los tres la envolveremos en mi
capa , la llevaremos al coche de Barbillon v de allí
al llano de san Dionisio, en donde nos aguarda el
hombre vestido de luto. — ¡ Ese plan no tiene pre-
cio ! Mira , amoroso , no hay cabeza como la tuya
(a) Guando ia ahogamos después de habrrla robado.
. 7* LOS MISTERIOS DE PAUIS,
en el mundo entero para salir de apuros. Si fuese
rica le celebraría con fuegos artificiales j con ilu-
minaciones de vasos de color á la saint Ctiarlot, que
es el patrono de los verdugos, j Aprende, aprende
tú, similirate ,b), palacoja 1 Si quieres ser un
murcio (c) de provecho , ve tomando estas leccio-
nes : ¡qué hombre tan admirable! — dijo con or-
gullo la Lechuza al Cojuelo.
Y dirigiéndose luego al bandido , continuó:
Ann no le he dicho que Barbillon tiene un mie-
do horroroso á una acusación capital , y á que lo
saquen á divertir al público. — ¿Pi)rqué? — El
otro dia , volviendo Barbillon, el Cojo Gordo y el
Esqueleto de la casa de la viuda de Marcial el gui-
lloúnado, que tiene una taberna en la isla del Ra-
rageur, trabaron una disputa con el marido de una
lechera, que viene todas las mañanas con su carrito
tirado por un pollino á vender leche en la Cité, es-
quina de la Drapería Vieja cerca de la taberna del
Conejo Blanco , y lo baraustaron (d) en un san-
tiamén.
El hijo de Brazo Bojo no entendía el caló, y mi-
raba ala Lechuza deliitoen hito con suma curio-
sidad.
— ¡Ya quisieras saber loque hablamos I ¿es
verdad , tú , patizambo ? — Habláis de la viuda de
Marcial , que vive en la isla del Ravageur cerca de
Asniéres : la conozco, lo mismo que á su hija Cala-
baza , y á Francisco y Amandia que son el batidero
de la casa... Pero en seguida hablasteis de baraus-
tar á no sé quien... y eso es sin duda caló. — Sí por
cierto, y si eres buen muchacho te lo enseñaré,
porque vas entrando ya en la edad en que puede
(b) Ladroncillo temeroso, (c) Ladrón, (d) Lo mataron á
puñaladas.
LA EMBOSCADA. 75
servirte. ¿ Tienes ganas de saber el caló , gorrión?
— ¡ Ya se ve que sí ! Mejor quisiera andar con vo-
sotros que amasar las drogas del viejo Bradamanti.
Si supiera en donde tiene escondido el veneno de los
ratones para la gente , le Labia de echar un poco
en la sopa para que fuese á sacar muelas al otro
mundo.
Echóse á reir la tuerta y dijo al Cojuelo tirándo-
le hacia sí:
— Ven á besar á tu mamá, clavelito del alma
mial... ¡Qué muchacho de salida!... ¿Pero cómo
supiste que tu amo tenia veneno de ratones para la
gente? — ¡ Toma 1 porque se lo oí decir un día que
me escondí en la alcoba del cuarto en donde tiene
las botellas, y las máquinas de acero y los pu-
cheros. — ¿Y qné le has oido decir?... — preguntó
la Lechuza. — Le he oido decir á un señor, al
darle unos polvos envueltos en un papel: «Si estu-
vierais á mal con la vida, en tomando tres dosis,
os quedaríais para siempre dormido sin mal y sin
dolor. ))
¿Quién era ese sefior? — preguntó el Maestro
de Escuela.
— Era un señor joven y bien portado, que tenia
bigote negro y una cara de mujer... Cuando vino
segunda vez, lo seguí por orden de M. Bradamanti
para saber en donde vivia, y lo he visto entrar en
una buena casa de la calle de Chaillot. Mi amo
me habia dicho: «Vaya á donde vaya ese señor,
tú lo seguirás hasta la puerta de su casa; si
vuelve á salir sigúelo también, porque la segunda
casa en donde entre será sin duda su morada. Ar-
réglate de manera , amigo Cojuelo; que no te ven-
gas sin saber su nombre... porque sino te caliento
las otejas de aquel modo que sabes.» — ¿Y des-
pués?— ¿Después? me goberné de manera que
76 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
supe el nombre del señorito. — ¿Y cómo lo supis-
te? — preguntó el Maestro de Escuela. — ; Toma I
¿soy algún tonto? me metí de hocicos en la
¡jortería de la casa de la calle de Chaillot, por-
que el señor no volvió á salir, y viendo á un por-
tero muy empolvado y con librea de cuello ama-
rillo galoneado de plata, le dije de esta manera:
«Señor portero, vengo á buscar cinco francos que
Ine ofreció el amo de esta casa por haber hallado
su perro: que le he entregado ya; un perrito ne-
gro que se llama Trompeta-, y por mas señas que
el caballero, que es moreno, bigote negro, levita
gris y pantalón azul claro: me dijo que vivía en
la calle de Chaillot, n° 11, y que se llamaba
M. Dupont. » — «El caballero de quien hablas es
mi amo, y se llama el señor vizconde de Saint-
Remy. Aquí no hay mas perro que tú , hidepú...
ladronzuelo; y así lárgate ó te rompo las costi-
llas para enseñarte á robarme cinco francos»^
me respondió el portero dándome un soberano pun-
tapié... iSo importa — añadió el Gojuelo con aire
filosófico — ya tenia en el cuerpo el nombre del
señorito de bigote negro, que habia comprado á
mi amo el veneno de ratones para los hombres
cansados de vivir: se llama el vizconde de Saint-
Remy, my, my, Saint-Remy — añadió el hijo de
brazo Rojo salmodiando las últimas palabras, como
tenia de costumbre. — ¡Tú quieres sin duda que
te coma crudo, tierno pichón del alma ! — exclamó
la Lechuza besando al Cojuelo: — ¿habrá en el
mundo un diamante como este? /Quien tuviera la
gloria de ser tu madre !
La tuerta estrechó en sus brazos al Cojuelo con
una expresión grotesca. El hija de Rrazo Rojo, pro-
fundamente conmovido por esta prueba de afecto,
manifestó á la vieja su agradecimiento diciendo en
alta voz:
LA EMBOSCADA. 77
— ¡No tenéis mas que mandarme, y veréis co-
mo os obedezco y os sirvo ! — También te aseguro
que no te pesará. — Yo quisiera mas bien andar en
vuestra compañía. — Ya arreglaremos eso con tal
que seas buen muchacho; y tú no nos dejarás tam-
poco ¿es verdad, amoroso? — No — dijo el
Maestro de Escuela; — me conducirás como á un
pobre ciego, dirás que eres hijo mió, nos introdu-
ciremos en las casas, y si es menester mataremos
y... — añadió encolerizado el asesino; — con la
ayuda de la Lechuza podremosdaraunalgunosasal-
tos... Yo haré ver á ese demonio de Rodolfo que
me ha cegado, que sirvo todavía para algo... Me ha
robado la \ista, pero no me ha robado la facultad
de hacer mal : yo seré la cabeza , el Cojuelo los
ojos, y tú. Lechuza, tú serás las manos, y todo
irá á pedir de boca, — ¿No sabes que soy tuya con
alma y corazón; amoroso? ¿No sabes que cuando
salí del hospital y supe que habías preguntado por
mí en la taberna de la Pelona, me fui derechito á
la aldea en donde estabas y he hecho creer á aque-
llos paisanos que era tu mujer?
Estas palabras de la tuerta dispertaron en el
bandido recuerdos desagradables, y cambiando
súbitamente de tono con la Lechuza , dijo con voz
colérica :
— Sí, ya me cansaba de vivir solo entre aque-
lla gente nonrada; al cabo de un mes ya me moria
de tedio... Entonces se me ocurrió llamarte á mi
lado, que ojalá nunca lo hubiera hecho— .añadió
con tono mas irritado: — al dia siguiente* de tu
llegada me robaron el resto del dinero que me ha-
bla dado aquel demonio de la calle de las Viudas.
Sí... me robaron mi cinto lleno de oro mientras
dormía , y solo tú eras capaz de tal acción ; por
eso me encuentro ahora á tu merced. /Cada vez
T. II. 6
T8 LOS MISTERIOS DE PAR».
que me acuerdo de esto, no sé como no te mato,
\ vieja ladrona infernal II.
Y dio un paso hacia la Lechuza.
— ¡Cuidado con hacer mal á la Lechuza! —
gritó el Cojuelo. — ;0s mataré á los dos juntos,
canalla endemoniada ! — gritó el bandido lleno de
rabia; y oyendo hablar á su lado al hi^o de Brazo
Rojo, le descargó un puñetazo tan furioso, que á
no separarse á tiempo el muchacho le hubiera qui-
tado la vida. Resuelto el Cojuelo á tomar venganza
por sí y por la Lechuza, cojió una piedra, apuntó
al Maestro de Escuela y le dio con ella en medio
y medio de la frente. El golpe no fué de peligro,
pero causó un agudo dolor al bandido, que lleno
de furor como un toro herido, levantóse de un
salto, dio algunos pasos hacia delante, y se de-
tuvo. — /Salta ! ¡que te despeñaslü — gritó la Le-
chuza riendo á carcajadas.
A pesar de los infames lazos que la unian á aquel
monstruo , veia por muchas razones y con una es-
pecie de alegría feroz, el miserable anonadamiento
de un hombre antes tan temible y tan preciado de
su vigor descomunal.
La tuerta justificaba en su clase el terrible pen-
samiento de La Rochefoucauld , de que « siempre
sentimos alguna satisfacción con la desgracia de
nuestros mejores amigos. » El odioso niño de cabe -
lio amarillo y hocico de hurón participaba de la
alegría de la vieja , y al ver que el Maestro de Es-
cuela daba otro paso con furor , gritó:
— ¡Abre el ojo I ¡ salta que hay lodo !... ¡ Mira
que tropiezasl... ¡ Limpia las antiparras, maja-
dero !
Viendo el hercúleo asesino que le era imposible
cojer al muchacho , dio una terrible palada en el
suelo , llevó á los ojos los enormes puños velludos
LA EMBOSCADA. 79
y dio un ronco rugido como el de un tigre ham-
briento.
— ¡Qué tos fiera tienes, vejete I — dijo el hijb
de Brazo Rojo. — Toma , toma un poco de rega-
licia que me dio un carretero , y chúpala sin asco.
Y cogiendo un puñado de arena la arrojó á la
cara del anciano.
Herido en el rostro por esta lluvia de arena, el
Maestro de Escuela sintió mas amargamente este
nuevo insulto que la anterior pedrada ; púsose pá-
lido como un cadáver, tendió de repente los brazos
en cruz con indecible desesperación , y levantando
hacia el cielo su espantoso rostro cubierto de lívi-
dos costurones , exclamó en tono de humilde sú-
plica :
— j Dios mió I ¡ Dios mió I
Esta humillación involuntaria ante la conmisera-
ción divina, en un hombre cubierto de todos los
crímenes , en un bandido que poco antes era el ter-
ror de los mayores criminales, pareció una inspira-
ción providencial.
— ¡Je ! je! je ! amoroso, j qué bien haces el cru-
cifijo I — gritó la Lechuza soltando la risa. — Mira
que te se va la lengua ; al diablo es á quien debes
llamar para que te consuele. — ¡ Dadme un cuchi-
llo/¡un puñal siquiera para matarme 1 1 ya que
nadie tiene compasión de mil... — gritó el mise-
rable mordiéndose los puños con un furor salvaje.
— ¡Un cuchillo!... ¿no tienes uno en la faltrique-
ra, amoroso? y bien afilado por cierto... El viejecito
de la calle de Roule... ya me entiendes... en una
noche de luna... y el boyero del camino de Poissy,
han debido llevar buenas noticias al otro mundo de
tu cuchillo... ¿Porqué no lo experimentas en tus
carnes?
Viendo el Maestro de Escuela que solo quitándose
80 LOS MISTERIOS DE PARÍS
la vida podía salir honrosamente de este apostrofe,
mudó la conversación y dijo con toz sofocada y ade-
man cobarde:
— El Ghuriador sí que era bueno : no me robó,
jio , y tuvo lástima de mí, — ¿Porqué me dijistes
que te Labia murciado tu mina mayor (a)? — repuso
la Lechuza conteniendo con dificultad la risa. —
Nadie mas que tú ha entrado en mi cuarto — dijo
el bandido; — fui robado en la misma noche que
llegaste : ¿qué habia de pensar ? Aquella pobre
gente era incapaz de... — ¿Y porqué no robarán
los paisanos como otro cualquiera? ¿será acaso por-
que toman leche y siegan la yerba para las vacas?
— Pero lo cierto es que fui robado... — ¿Y tengo
To la culpa? ¿ Piensas que si te hubiese robado el
cinto estarla un minuto contigo? /Qué majadería!
Lo cierto es que si hubiese podido , te lo hubiera
limpiado ; pero á fé de Lechuza que no me verías el
bulto hasta que gastase el último ochavo, porque á
pesar de tus ojos blancos, me agradas aun... asesi-
no !... Vamos, vamos, no te enfades ni rechines
así los dientes. — ¡ Parece que está rompiendo nue-
ces ! — dijo el Cojuelo. — ¡ Je I je ! je ! tienes razón,
Cojuelo... Vamos serénate, amoroso, serénate y
déjalo reír que es cosa de muchachos... Pero con-
fiesa que no tienes razón : cuando el hombre alto
vestido de luto, que parece el gancho de la muerte,
me dijo : « Os daré mil francos con tal que robéis la
chica que está en la quinta de Bouqueval , y la
llevéis á un sitio del llano de San Dionisio que os
indicaré , » responde , amoroso ¿ no te propuse el
negocio sobre la marcha en lugar de escoger á otro
que viese mejor que tú ? Y esto lo hice solamente
por caridad: porque ¿de qué nos servirás tú? de
(a) Robado tu oro.
lá emboscada. 81
maldita ia cosa... á no ser para sujetar la mucha-
cha mientras la empaquetamos el Gojuelo y yo. Pe-
ro, prescindiendo de que te hubiera limpiado el cin-
to si hubiese podido, me gusta hacer bien á los ami-
gos, y quiero que debas este favor á tu Lechuza
querida; ¡ya sabes que tengo un genio caritativo!
Daremos doscientos francos á Barbillon por haber-
nos traído en el coche , y por haber venido una vez
con el criado del señor enlutado para reconocer el
sitio en donde debíamos escondernos para aguardar
ala muchacha... nos quedarán ochocientos francos
para los dos , y nos regalaremos con ellos... ¿ Qué
te parece de esto? ¡Y aun dirás mal de tu vieja I
— ^ ¿ Y quién me responde de que me darás algo
después que cobres el dinero ? — dijo con descon-
fianza el bandido. — Es cierto que pudiera no darte
nada , porque dependes de mí como en otro tiempo
la Chillona... y nada me impediría quemarte la
sangre mientras que Satanás te deja andar por este
mundo , jje I je ! je ! Vamos, amoroso , no hagas
rabiar mas á tu Lechuza... — añadió la tuerta to-
cando el hombro del bandido , que guardaba un
mudo silencio. — Tienes razón — dijo dando un in-
tenso suspiro de furor ; — ¡ qué horrible suerte la
mía I I Yo , yo á la merced de un niño y de una rau-
ger á quienes podría matar de un solo bofetón I
¡ Oh I si no temiese tanto la muerte ! — añadió de-
jándose caer de espaldas contra el declive del bar-
ranco.
— ¡ Miren que cobarde ! ¡ que poltrón/ — dijo la
Lechuza con desprecio. — ¿Porqué no te metes
ahora á predicador ? Oyes, si no has de tener mas
ánimo, te planto y me Toy con la música á otra
parte. — ¡Y no poder vengarme de ese hombre
que me ha martirizado y reducido á la miserable
situación de que no saldré jamás! — exclamó el
82 LOS 3IISTERI0S DE PáRIS.
Maestro de Escuela mas y mas enfureeido. — jAh!
temo la muerte, sí... la temo mucho: pero si me
dijesen van á poner ese hombre entre tus brazos
pero tendrás que arrojarte con él á un abismo; » yo
responderia sí que me arrojen con él..» porqué estoy
seguro de que no le largaria antes de llegar al pro-
fundo... y cuando fuésemos rodando los dos le mor-
dería la cara , y el pescuezo , y el corazón ; lo ma-
tarla con los dientes, porque tendría zelos del puñal
— Enhorabuena , amoroso, enorabuena , así me
gusta... Serénate y no tengas cuidado que ya nos
veremos con el tal Rodolfo.- y con el Cburlador
también... No te desanimes, que ya nos caerán en
las uñas. . yo te lo digo, yo! — ¿De veras no me
abandonarás? dijo el bandido á la Lechuza con aire
sumiso y desconfiado. — Si me abandonases ahora
¿que seVia de mí? — Es verdad... Pero dime, amo-
roso... ¿que te parece, si nos escurriésen^os ahora
con el coche el Cojuelo y yo , y te dejásemos ahí...
en modio de los campos... de noche, con un frió que
llega al corazón? ¡que broma tan salada seria ! no
es verdad asesino?
El Maestro de Escuela se estremeció al oír es-
ta amenaza; acercóse temblando á la Lechuza y
la dijo:
— No , no harás tal , Lechuza., ni tampoco tú,
Cojuelo... seria una mala acción. — ¡ Ja, ja, ja ! ma-
la acción!... j qué simple!... ¿Y el viejecito de la
la calle de Roule? ¿y el ganadero? ¿y la mujer del
canal de San Martin ? ¿ y el señor áe la calle de
las Viudas? ¿crees que hablarán bien de la hu-
manidad de tu... churi? (a) No te vendría mal,
no, un poco de la hiél que les hicistes tragar. —
Estoy en vuestro poder, no abuséis de mí... — di-
(a) puñal.
5^
LA EMBOSCADA. 83
jo el bandido. — Confieso que no tuve razón en
sospechar de tí , y menos en pegar al Cojuelo ; te
pido perdón, Lechuza ¿ oyes?... y también á tí, Co-
juelo... os pido perdón á los dos. — Yo quiero que
lo pida de rodillas por haber querido pegar á la
Lechuza — dijo el Cojuelo. — ¡Que ocurrencia I ¡ven
acá joya del alma 1 — dijo la Lechuza tendiendo los
brazos hacia el Cojuelo. • — Pero rae gustaría ver
que figura haces de rodillas, amoroso. ¡Vamos pon-
te de rodillas como si fueses á declarar tu atrevido
pensamiento á la Lechuza. Pronto, sino te deja-
mos solo : y ten entendido que se está cerrando la
noche. — l^ara ese caballero lo mismo tiene el dia
que la noche — dijo el Cojuelo — porque nunca
abre las ventanas de su palacio. — Vaya , ya estoy
de rodillas... Te pido perdón otra vez. Lechuza...
y á tí también Cojuelo... ¿estáis contentos? — dijo
el bandido arrodillándose en medio del camino. —
Ahora no me abandonareis ¿no es verdad?
Este grupo presentaba un estraño y horrible es-
pectáculo en el fondo del oscuro barranco, apenas
alumbrado por la moribunda luz del crepúsculo.
En medio del sendero estaba el Maestro de Escuela
arrodillado con los nervudos brazos tendidos hacia
la tuerta ; su áspera y espesa cabellera caía como
la melena de una bestia sobre su lívida frente ; los
párpados rojos, abiertos por el terror , dejaban ver
unos ojos blancos vidriados y muertos como los de
un cadáver. El hercúleo bandido estaba de rodillas
trémulo y humillado delante de una mujer y de
un niño.
La vieja , rebozada en un mantón encarnado y
con un tocado de tul en la cabeza que daba paso á
algunos mechones de pelo blanco estaba en pié de-
lante del Maestro de Escuela. El rostro huesudo,
lleno de arrugas y aplomado de esta vieja con
84 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
nariz de gancho, expresaba un gozo insultante y fe-
roz: su único ojo brillaba como una ascua de fuego
y una risa infernal separaba sus labios barbudos, y
abria paso á tres ó cuatro dientes descarnados y
amarillos.
El Cojuelo vestido con su blusa ceñida con una
correa, estaba sobre un pié y se apoyaba en el
brazo de la Lechuza para guardar el equilibrio.
El rostro enfermizo y siniestro de este ser raquí-
tico, tenia tn aquel momento la expresión de una
malignidad diabólica. La sombra proyectada por la
pared del barranco aumentaba el horror de esta es-
cena medio oculta ya en las sombras de la próxima
noche.
— Prometedme siquiera que no me abandona-
reis — prorrumpió el Maestro de Escuela asombra-
do por el silencio que guardaba la Lechuza y el Co-
juelo. — Qué ¿no estáis aquí? — añadió el asesino
inclinándose para escuchar y tendiendo maquinal-
mente los brazos. Sí, sí, amoroso, estamos aquí,
no tengas miedo: ¡ antes moririaque abandonarte.
Mira , para que vivas seguro voy á decirte de una
vez la razón porque no te abandonaré. Escucha:
siempre me ha gustado tener una persona ó un
animal en quien clavar las uñas y descargar mi có-
lera. Antes de la Chillona, (que mala .sarna la
mate, perqué nadie me saca de la cabeza la idea
de quemarle el hocico con vitriolo ) antes de la Chi-
llona querido mió , he tenido un muchacho que se
fué al otro mundo, porque no estaba á bien con la
vida que le daba , y por eso me tuvieron seis años
en la trena (a); mientras estuve presa me entrete-
nía en domesticar algunos pájaros y en desplumar-
los vivos , pero esta diversión no me duraba nvucho
(a) cárcel.
LA EflüOSCADA. 85
porque se morían pronto: después que me dieron
libertad me cayó en las unas la Chillona, pero la
sarnosa se me escapó dejándome sin la diversión que
ftodia sacar aun de su pelleja : después de la Chi-
lona tuve un perro al cual hice pasar las de
San Patricio, hasta que al fin le corté una pata de
delante, y después otra de atrás, y hacia una figu-
ra tan chavacana que al verlo me moria de risa.
— Lo mismo he de hacer yo con un perro que me
ha mordido — dijo el Cojuelo. — Cuando volví á
encontrarte, amoroso — continuó la Lechuza, —
estaba en vísperas de dar á un gato el último tor-
mento... Pero ya que así lo ha querido la suerte se-
rás ahora tú mi gato , mi perro, mi pájaro , mi
Chillona ; serás enfin el animal en quien desahogue
mis malos ratos, ¿entiendes, amoroso? en lugar
de'tener un pájaro ó un chiquillo para divertirme
atormentándolos, tendré como si dijéramos uu lobo
6 un tigre y por cierto que será cosa de ver. —
I Vieja infernal I — exclamó el Maestro de Escuela
levantándose con furor. — Está visto , no sabes mas
que insultarme. Pues bien , déjame, déjame de una
vez. Buenas noches, adiós para siempre. — Ahí
tienes el campo frente la nariz; ciego v cornudo;
márchate derechito que ya llegarás a alguna parte
— dijo el Cojuelo soltando una risotada. — ¡Oh la
muerte ¡ la muerte I gritó -«el bandido retorcién-
dose los brazos.
Inclinóse de repente el Cojuelo hacia el suelo, y
dijo en voz baja :
— Oigo pasos, agachémonos. No es la muchacha
porque vienen por el lado de la quinta.
En efecto al cabo de algunos minutos apareció
una paisana joven y robusta, con un canastillo cu-
bierto en la cabeza y seguida de un enorme mastin
de los Pirineos ; y cruzando el camino sig«ió el sen-
86 LOS MISTERIOS DE PAHIS.
dero que habían llevado la Guillabaora y el sacer^
dote. Ya volveremos á encontrar estos dos persona-
jes, y dejaremos por ahora emboscados á los tres
C(^mplices en la honda quebrada.
V.
LA CASA RECTORAL.
Los últimos rayos del sol se ocultaban lentumente
en el horizonte detras de la quinta de Bouqueval ,
y una inmensa llanura endurecida por el hielo se
extendia en todas direcciones hasta donde alcanza-
ba la vista; vasta soledad en la cual se descubría la
quinta como una oasis en medio del desierto. £1
cielo estaba sereno y cubierto al lado de occidente
de un celaje de púrpura y señal segura de vientos y
de frió : estos celajes de un rojo vivo se oscurecían
á medida que el crepúsculo iba invadiendo la atmós-
fera. La luna nueva empezaba á brillar suavemente
como un delicado semicírculo de plata , en medio de
un cielo azul sembrado ya de algunas estrellas. Rei-
naba un profundo silencio en aquella hora tranqui-
la y solemne, y el anciano eclesiástico se detuvo
un momento en lo alto de la colína para gozar del
espectáculo que se ofrecia á su vista. Después de
algunos momentos de silencio , extendió la trémula
mano hacia el horizonte medio oscurecido por la
neblina del crepúsculo, y dijo á Flor de María que
estaba en pié á su lado:
— Miraa, hija mía , esa inmensidad sin término...
no se oye el mas leve ruido, y parece que este si-
lencio nos da una idea de lo infínito y de la eterni-
dad... Os digo esto, Flor de María, porque conozco
el efecto que causan en vuestro ánimo las bellezas
88 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
de la creación . y mas de una vez he notado , pobre
y desamparada niña, la admiración poética y re-
ligiosa que os inspiran... ¿No os admiráis como yo
de la calma solemne que reina en este momento?
La Guillabaora no respondió.
Miróla sorprendido el cura , y vi(') que lloraba.
— ¿ Qué tenéis, hija mia? — ¡Soy muy desgra-
ciada, señor abad! — ¡Desgraciada! ¿Vos... sois
ahora desgraciada? — Ya sé que no tengo derecho
para quejarme, después de lo que han hecho por
mí... pero... — ¿Pero qué, hija mia? — ¡ Ah ' señor
cura, perdonad mi aflicción... acaso ofendo con ella
á mis bienhechores. — Muchas veces os hemos pre-
guntado , María , el motivo de la tristeza que os
consume y que causa tanta inquietud á vuestra se-
gunda madre. No habéis querido respondernos , y
hemos respetado vuestro secreto, por mas que de-
seamos poner término á vuestro mal. — ¡ Ah , s&^
ñor cura ! seria imposible deciros lo que siento.
También mí corazón se ha conmovido como el
vuestro al contemplar esta tarde triste y serena.-
y por eso he llorado... — ¿Pero que tenéis, hija
mia ? Sabéis cuanto os amamos : sihí franca , abrid-
me vuestro corazón. Además debéis saber , María,
que se acerca la hora en que la señora Adela y el
señor Rodolfo se presentarán en la pila bautismal
y contraerán ante Dios la obligación de protegeros.
— ; Quién ! ¿el señor Rodolfo ?... ¿ el que me ha sa-
cado de la nada , de la miseria , de la muerte ? —
— exclamó Flor de María ; — ¿me dará esa nueva
prueba de amor paternal ? / Oh ! no , señor cura ;
nada os ocultaré , no quiero ser ingrata.— ; Ingra-
ta !... ¿ porqué ? — Para que me entendáis mejor os
hablaré antes de los primeros dias que he pasado
en la quinta — Rien, hablemos andando; decid. —
(Ahí seréis indulgente conmigo, señor cura, por-
LA CASA RECTORAL. 89
que os sorprenderá lo que voy á deciros. — £1 Se-
ñor os ha probado que es misericordioso; con-
fiad en él , bija mia. — Cuando be sabido al llegar
aquí que me quedaria en la quinta con la se-
ñora Adela — dijo Flor de María después de un
momento de pensativo silencio — be creído que
era un sueño lo que me pasaba. Al principio sen-
tí una especie de atolondramiento con la felici-
dad que esperimentaha y no pensaba mas que en
el señor Rodolfo. ¡ Cuántas veces levantaba á pesar
mió los ojos al cielo, como para verle allí j darle
gracias por los beneficios que me dispensaba! Aho-
ra sí , ahora me acuso señor cura , de haber pen-
sado mas en él que en Dios, porque habia hecho
por mí lo que á mi entender solo Dios podría ha-
ber hecho. Mí felicidad era igual á la de aquel
que se ha salvado de un gran peligro. Erais tan bue-
nos para mí, señor cura, vos y la señora Adela,
que me consideraba menos culpable que digna de
lástima.
El cura miró con sorpresa á la Guillabaora: esta
continuó:
— Acostúmbreme poco á poco á esta vida dulce
y apacible , sin acordarme al dispertar de que es-
taba en la taberna de la tía Pelona , y dormía se-
gura y tranquila: todo mí placer consistía en ayu-
dar á la señora Adela en sus trabajos diarios, en
tomar las lecciones que me dabais, señor cura,
y en aprovechar vuestras exhortaciones* Escep-
tuando algunos momentos de vergüenza al acordar-
me de lo pasado , me tenia por dichosa creyéndo-
me igual á todos , porque todos eran buenos para
mí , cuando un día...
Los sollozos interrumpieron á Flor de María.
— Calmaos, niña querida. ¿Porqué lloráis? con-
tinuad, continuad, hija mia.
90 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
La Guillabaora enjugó las lágrimas y dijo:
— Ya os acordáis, señor cura de que madama
Dubreuil, arrendataria del duque de Lucenay en
Arnouville , ha venido á pasar con su hija una tem-
porada en la quinta por Todos los Santos. — Sí me
acuerdo, y he observado por placer la amistad que
trabasteis con Clara Dubrueil , que es por cierto una
muchacha dotada de excelentes prendas. — Es un
ángel , señor cura , un ángel... Cuando supe que
debia venir á pasar algunos dias á la quinta , mi
dicha ha sido tal que solo pensaba en el momento
de ver á mi deseada compañera. Llegó por fin, á
tiempo que estaba componiendo mi cuarto en el
cual debíamos dormir las dos, y me han llamado
para recibirla. El corazón me saltaba en el pecho
cuando entré en la sala: la señora Adela, señalan-
do á la hermosa joven, que me miraba con un aire
de encantadora modestia y dulzura , me dijo : « Ma-
ría > aquí tenéis una amiga. >' «Espero, hijas mias,
que viviréis como dos hermanas, » añadió madama
Dubreuil. Apenas hubo dicho su madre estas pa-
labras, cuando Clara corrió á abrazarme... Enton-
ces, señor cura, — dijo llorando Flor de María —
— no sé Jo que me pasó... pero cuando sentí junto
á mi cara marchita y pálida las tersas y rosadas me-
jillas de Clara... mi rostro se cubrió de rubor y mi
corazón de congoja y remordimiento... acordándo-
me de lo que yo era... al considerarme digna de las
caricias de una criatura tan modesta y honrada. —
Pero , hija mia... — ¡ Ah , señor cura i — exclamó
Flor de María interrumpiendo al anciano con una
exaltación dolorosa — cuando el señor Rodolfo me
sacó de la Cité, ya conocía yo mi degradada situa-
ción... ¿Pero creeréis que la educación, los conse-
jos y el ejemplo que he recibido de la señora Adela
y de vos, á pesar de que han iluminado mi espíri-
LA CASA RECTOfiAL. 1 9
tu t no han podido convencerme de que había sido
menos culpable que desgraciada?... Antes de la
venida de Clara , cuando me atormentaba este pen-
samiento y lo sofocaba procurando contentaros á vos
y á la señora Adela. Si alguna vez me avergonza-
ba de lo pasado, era tan solo á mis propios ojos:
pero al ver esa joven de mi edad, tan hermosa,
tan encantadora, tan virtuosa, he pensado en la
distancia que nos separaría para siempre á las dos...
Conocí por primera vez que hay manchas indele-
bles de degradación , y desde entonces no he podido
abandonar este pensamiento... Me acomete sin ce-
sar, á todas horas, y no tengo un momento de
reposo.
La Guillabaora enjugó el copioso llanto.
Después de haberla mirado por algunos instan-
tes con tierna conmiseración , el cura repuso :
— Pensad, hija mia, que si la señora Adela quiso
que os hicieseis amiga de Clara Dubreuíl , ha sido
porque vuestra conducta os hacia digna de su amis-
tad: considerad que en esa acusación envolvéis á
vuestra segunda madre. — Ya lo sé, señor cura, ya
sé que no tenia razón ; pero no podia vencer mi
vergüenza y mi temor. Luego que Clara se estable-
ció en la quinta, se apoderó de mí una tristeza tan
grande como el gozo que habia sentido al saber que
iba á tener una compañera de mí edad: ella, por
el contrario, estaba siempre alegre , y tenia su cama
en mi mismo cuarto. La primera noche me besó
antes de acostarse y me dijo que me amaba ya mu-
cho, que me habia cobrado un singular afecto y me
suplicó que la llamase Clara, pues ella me Mama-
ria también María. En seguida rezó y me dijo que
se acordaría de mí en sus orrciones si yo la pro-
metía acordarme de ella; de modo que no he po-
dido negarle esta súplica. Después de haber ha-
9'2 LOS MISTERIOS DE PAnw.
blado un rato conmigo se quedó dormida; yo me
acerqué á su lecho, contemplé llorando su cara
angelical, y al pensar que dormia en mi mismo
cuarto... en el cuarto de la que poco antes había
vivido entre ladrones y asesinos... empecé á tem-
blar como si hubiera cometido un crimen, y se
apoderó de mí un vago terror al pensar que Dios
me castigaria. Por último me acosté y tuve unos
sueños horribles en que se me aparecieron las ca-
ras siniestras que casi había olvidado; he visto al
Churiador, al Maestro de tscuela , á la Lechuza...
á la tuerta que me habia atormentado cuando era
pequeñita. ¡ Oh, Dios mió! ¡qué noche he pasado,
señor cura ! ; qué sueños ! — exclamó la Guillabao-
ra estremeciéndose. — ¡ Pobre María ! — dijo el cu-
ra conmovido; — ¿porqué no me habéis confiado
antes vuestro dolor? sí, os hubiera consolado...
Pero continuad.
— Como era ya muy tarde cuando me quedé
dormida, la señorita Clara vino á dispertarme con
un beso, y á fin de probarme sm cariño y de disi-
par lo que ella llamaba mí frialdad, me dijo que
iba á confiarme un secreto: debía unirse; cuando
llegase á los diez y ocho años, al hijo de un arren-
datario de Goussainvílle , de quien estaba muy ena-
morada; casamiento en que habían convenido des-
de largo tiempo las dos familias. Refirióme luego
su vida tranquila y feliz, no habia dejado nunca el
lado de su madre ni lo dejaría jamas, pues su ma-
rido futuro debía dedicarse al cultivo de la quinta
de M. Dubreuíl. «Ahora que me conocéis, María,
como sí fuesis mí hermana — me dijo — contad-
me la historia de vuestros primeros años...» Creí
morirme de vergüenza al oír estas palabras... me
sonrrojé y apenas pudo responderla. Como igno-
raba lo que habría dicho de mí la señora Adela,
LA CASA RECTORAL. 93
teniia desmentirla, y así es que respondí vaga-
mente que era una huérfana á quien habían edu>
cado ciertas personas timoratas, que no habia sido
muy dichosa en mis primeros años, y que mi feh-
cidad habia comenzado desde que estaba a! lado
de la señoi-a Adela. Entonces Clara, mas bien por
interés que por curiosidad, me preguntó en donde
habia sido criada, si en la ciudad ó en el campo,
como se llamaba mi padre, y sobre todo si me
acordSba de mi madre. Cada una de estas pregun-
tas me embarazaba mas y mas y me afligia, por-
que solo mintiendo podía satisfacerlas; y vos, se-
ñor cura, me habéis enseñado á aborrecer la men-
tira.., Pero Clara no sospechó que yo pudiese en-
gañarla, y atribuyendo la incerlidumbre de mis
respuestas al dolor que causaban los tristes recuer-
dos de mi infancia y me creyó y se compadeció de
mí con una bondad que me despedazaba el corazón.
¡Ah, señor cura 1 ¡sería imposible deciros cuanto
he sufrido en esta primera conversación con Clara,
y cuanto me ha costado el decir una sola pa-
labra con falsedad é hipocresía!... — j Desgraciada
niña!... ¡que la ira del Señor caiga sobre los que
poniéndoos en el camino de la perdición, os obli-
garon á sufrir toda vurslra vida las consecuen-
cias de una única culpa ! — Sí... suya es la culpa
— repuso con amargura Flor de María : — no pue-
do vencer mi vergüenza. Al paso que Clara me ha-
blaba de su dicha , de su boda , de la felicidad de su
vida doméstica, no podia menos de comparar mi
suerte con la suya, porque á pesar de los favores
que me dispensáis mi suerte será siempre misera-
ble. A medida que vos y la señora Adela me ha-
béis hecho conocer la virtud, me inspirasteis tam-
bién el sentimiento de mi pasada miseria, y nadie
podrá disuadirme de que he sido el desecho de la
T. II. 7
9Í LOS MISTERIOS DE PARÍS.
clase mas vil j despreciable. ¡ Ah, señor cura ! ya
que debía serme tan funesto el conocimiento del
bien y del mal , mejor fuera no haberme sacado de
mi brutal ignorancia! — | Que decís, María — Lo
que acabo de decir es malo, es detestable ¿no es
verdad, señor cura? Por eso no queria confesároslo
Sí, á veces mi ingratitud me hace olvidar los favo-
res de que soy objeto , y me digo á mi misma : Si á
lo menos no "me hubiesen sacado de la infamia, la
miseria y el abandono hubieran dado pronto fin
á mis dias, y moriría sin conocer una pureza cu-
ya pérdida me atormenta ahora sin cesar. — Con-
cibo vuestro dolor, María : una alma dotada por el
criador de sentimientos generosos, no lava jamás
las manchas de esa naturaleza, aunque no haya es-
tado mas que una hora en el fango de la ignomi-
nia... — ; Así es, señor cura ! — exclamó con do-
lor Flor de María: — mi desesperación me acom-
pañará bastí el sepulcro! — Sí; no borrareis en
vuestra vida esa mancha de ignominia — dijo el
sacerdote en tono grave; — pero debéis esperar en
la misericordia infinita del Todopoderoso. Acá en
la tierra tendréis, niña querida, lágrimas, remor-
dimientos, expiación; pero un dia vendrá en que
hallareis allá enel cielo — añadió el sacerdote se-
ñalando hacia el estrellado firmamento — perdón
y felicidad eterna ! — ; Piedad !... ¡ piedad, Dios
mió I... ¡soy tan joven aun... y mi vida puede ser
tan larga!... — dijo la Guillabaora con una voz que
desgarraba el corazón y cayendo de rodillas de-
lante del sacerdote por un movimiento involun-
tario.
El sacerdote estaba de pié en la -cumbre de la
colina, cerca de la cual se hallaba la rectoral.
Veíase en el puro y trasparente horizonte, como
en un cuarlro aéreo, el rostro venerable del ancia-
LA CASA RECTORAL. 93
no, y líi úUiraa claridad del crepúsculo daba una
trisfe luz á su solana negra y á su largo cabello
blanco: tendía una mano trémula hacia el cielo, y
alargaba la otra á Flor de María que la bañaba en
«u llanto. La capucha del mantón gris de la jo-
ven , echada en aquel momento á la espalda, des-
cubría su hermoso perfil y un ojo que destilaba
copiosas lágrimas...
Esta escena sencilla ofrecía un singular contraste
y una rara coincidencia con el horrible coloquio
que pasaba casi al mismo instante en el fondo del
barranco entre el Maestro de Escuela y la Lechu^
za. Oculto en las tinieblas de una oscura quebrada
y lleno de terror, un criminal espantoso que ape-
nas podia soportar el peso de sus atrocidades, se
hallaba también de rodillas... pero estaba arro-
dillado delante de una furia vengadora , que lo
atormentaba sin piedad y lo conducía á nuevos
crímenes... delante de la furia que había causado
los primeros tormentos de Flor de María.
Se concibe fácilmente el exagerado dolor* de
Flor de María y los remordimientos que la ator-
mentaban. Rodeada desde su infancia de seres de-
gradados é infames; en medio de las costumbres de
una prisión y de la taberna de la Pelona, que era
otra prisión mas espantosa todavía; no habiendo
salido jamas de los patios de la carrol y de las
cavernas de la Cité, la desgraciada joven había
vivido hasta entonces en una profunda ignoran-
cia del bien y del mal, y tan extraña á los
sentimientos nobles y religiosos como al esplen-
dor y magnificencia de la creación. Pero todo lo
mas admirable de la naturaleza se presentó 'Je re-
5)enie á su entusiasmado espíritu. Su alma se di-
lató á la vista de un espectáculo tan imponente,
ílesarrollóse su inteligencia, y sus nobles propen-
96 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
siones sacudieron el letargo en que yacian... pero
la misma luz que iluminó sus potencias» le hizo
conocer la degradación en que habia vivido, y le
inspiró un horror invencible hacia sus primeros
años, haciéndola creer que eran indelebles las
manchas de la ignominia.
'o
— ¡Ay de mí! — decía la Guillabaora con de-
sesperación : — aunque mi vida llegue á ser tan
larga y tan pura como la vuestra, señor cura, la
conciencia de lo pasado emponzoñará el resto de
mis dias... — No os aflijáis, amada niña: al con-
trario, debéis teneros por dichosa; ese remordi-
miento amargo, pero saludable, prueba la religión
acendrada de vuestro espíritu... ¡Cuántas per-
sonas de cualidades menos nobles que las vues-
tras, hubieran echado ya en olvido lo pasado para
entregarse á la felicidad presente! Creedme, hija
mia, el cielo se apiadará de vuestra amargura: el
Señor ha consentido que dieseis algunos pasos en
la senda del ma), para daros la gloria del arre-
pentimiento y el galardón eterno debido á la ex-
piación! El mismo lo ha dicho por su divina bo-
ca: a Los que hacen bien sin perturbación y vie-
nen á mí con la sonrisa en los labios, esos son
mis elegidos; pero los que heridos en el combate
vienen a mí cubiertos de sangre y contritos, esos
son los elegidos entre los elegidos... •> ¡ Tened va^
lor, hija mia'... ausilio, confortación, consejos,
nada os faltará... Soy muy viejo ya; pero la se-
ñora Adela, y especialmente el señor Rodolfo que
tanto os estima y que mira con tan vivo interés
vuestros adelantos en el camino de la salvación,
son jóvenes aun y tienen que vivir largos años.
La Guillabaora iba á responder, pero fué inter-
rumpida por la paisana de que hemos hablado.
LA CASA RECTORAL. 97
la cual había seguido el mismo camino y acababa
de reunirse con ella: era una de las criadas de la
quinta.
— Buenas noches , señor abad — dijo la moza al
sacerdote: — la señora Adela me ha mandado traer
este canastillo de fruía á la rectoral, y me dijo
que acompañase á la señorita María, porque se
va haciendo tarde. Pero por si acaso he traído
conmigo el Turco — dijo la muchacha acariciando
el enorme mastín de los Pirineos, capaz de ba-
tirse con un oso. — Aunque no hay noticia de que
ande por aquí jentemala, nunca está por demás
la precaución. — Tenéis mucha razón, Claudia:
ahora podéis volveros, y dad gracias de mi parte
á la señora Adela. Ya estamos en la rectoral.
Y dirigiéndose luego a Flor de María, la dijo en
voz baja y en tono grave:
— Mañana asistiré á la conferencia de la dió-
cesis, ppro á eso de las cinco estaré de vuelta.
Si queréis, hija mía, os aguardaré en la rectoral.
Según veo por el estado de vuestro espíritu tenéis
menester de hablar largos ratos conmigo. — Gra-
cias, señor cura — repuso Flor de María ; — ven-
dré mañana, ya que así lo deseáis. — Ya estamos
en la puerta del jardín — dijo el anciano : — de-
jad ahí el cestíllo, Claudia, y vendrá á recojerlo
la criada. Volveos pronto á la quinta con María,
porque la noche está cercana y el frío se aumenta.
— Hasta mañana, María, á las cinco. — Hasta
mañana, señor cura.
El anciano entró en el jardín.
La Guillabaora y Claudia, seguidas del Turco,
tomaron el camino de la quinta.
CAPiTlLO VI.
EL EXCUEMRO.
La noche estaba fría y serena. Por consejo dei
Maestro de Escuela la Lechuza j el bandido se ha-
blan colocado en un sitio del camino hondo, mas
distante del sendero y mas inmediato á la encruci-
jada en donde aguardaba Barbillon con el coche.
El Cojuelo atisbaba el regreso de Flor de María , á
quien debía hacer caer en el lazo suplicándola que
acudiese á socorrer una pobre vieja : se había ade-
lantado algunos pasos fuera del camino hondo para
observar el camino , y escuchando con atención
oyó á lo lejos la conversación de la Guillabaora con
la paísüna que la acompañaba. Bajó apresurada-
mente al barranco para advertir á la Lechuza lo que
pasaba.
— La muchacha no viene sola — dijo en voz baja
y agitada. ¡ Malos puercos la hocen, á esa chi-
quilla babosa/ — exclamó la Lechuza con furor.
— ¿ Con quién viene ? — preguntó el Maestro de
Escuela. — Viene sin duda con la paisana que pasó
hace un rato por el sendero acompañada de un
perro grande. He oido la voz de una muger — dijo
oí Cojuelo; — escuchad... ¿no oís el ruido de unas
almadreñas?...
En efecto, el calzado de madera de la paisana reso-
naba en el silencio de la noche sobre el camino
helado...
LA ENCUENTRO. 99
— Son (los... en cuanto á la mucbacha del capo-
tillo gris yo me encargo de asegurarla; pero la
otra... ¿cómo haremos? El viejo no vé... el Cojuelo
no tiene bastante puño para despachará esa com-
pañera impertinente , que mal infierno la trague...
¿Cómo saldremos del paso? — dijo la Lechuza. —
Es verdad que no tengo tuerza; pero si queréis , tía
Lechuza , yo me echaré á las piernas de la paisana
que trae el peiTO, me agarraré con dientes y uñas
j doy mi palabra que no dejaré la presa á dos por
tres... Entretanto, íia Lechuza, podréis poner á
la muchacha de vuestra mano. — Pero si dan de
voces las oirán en la alquería — repuso la tuerta —
y daremos tiempo para que vengan á socorrerlas
antes de que lleguemos al coche de Barbillon... No
es buena de sujetar una muger que se defiende y
pernea. — Y traen consigo un perrazo tremendo —
dijo el Cojuelo. — Si no fuese mas que por el per-
ro, de una sola jiatada le quitarla las ganas de la-
drar — dijo la Lechuza. — Ya se acercan — dijo el
Cojuelo aplicando de nuevo el oido para escuchar
los pasos ; — ya bajan al camino hondo, — ¿ Qué
dices tú , pedazo de asno ? — dijo la Lechuza al
Maestro de Escuela : ¿"qué me aconsejas ?... ¿ó tam-
bién te has vuelto mudo ? — Nada se puede hacer
por hoy — repuso el bandido. — ¿Y hemos de per-
der así los mil francos del señor enlutado?— gritó
la Lechuza. — ¡ Vamos, venga tu enano a]... pron-
to... tu puñal!... Yo me encargo de despachar á la
compañera para que no nos incomode. En cuanto
á la cbiquilla., pierde cuidado que ya la sujetare-
mos entre el Cojuelo y yo. — Pero el hombre enlu-
tado no ha dicho que se matase á nadie... — Eso
no importa : le cargaremos en la cuenta una sati-
(a) Puñal.
100 LOS MISTERIOS líE PARÍS.
gría mas, y tendrá que pagarla ya que es nuestro
cómplice. — ; Allí vienen /.*. Ya bajan — < dijo el
Cojuelo. — ; Dame el puñal, tú, arrastrado! —
gruñó la Lechuza en voz baja. — ¡ Ob , tia Lechu-
za!... eso no — dijo el Cojuelo tendiéndolos brazos
hacia la tuerta : — ¡ matarla no !... no! — ¡ Venga
el puñal !».. — repitió la Lechuza sin atender á la
súplica del Cojuelo y descalzándose á toda prisa. —
Voy á descalzarme para correr tras ellas sin que
me sientan : aunque se cerró ya la noche , dislin-
guiré á la muchacha por el capotillo , y la otra
irá á dormir al otro mundo. — ¡No! — dijo el ban-
dido — hoy es inútil : mañana será mas seguro el
golpe. — i Tienes miedo tú , alma de lana? — dijo
con desprecio la Lechuza al bandido. — No tengo
miedo — repuso el Maestro de Escuela ; — pero es
de creer que yerres el golpe y que nos pierdas.
El perro que acompañaba á la paisana olfateó sin
duda la gente emboscada en el barranco, y empezó
á ladrar irritado sin obedecer á la voz de Flor de
María que lo llamaba.
— ¿No oyes el perro? ¡ahí están!.... /pronta,
pronto... el puñal/... ¡porque sino !... — dijo la Le-
chuza con aire amenazador. — ¡Cójelo por fuerza...
si quieres! repuso el Maestro de Escuela. — ¡Se
acabó, ya no hay remedio! — exclamó la Lechu-
za después de haber escuchado con atención por
un momento : — 3'a pasaron el barranco.... ¡ Ya*
me las pagarás, viejo chocho, cobarde' — aña-
dió con furor enseñando el puño cerrado á su
cómplice; — hemos perdido mil francos por cau-
sa tuya! — Al contrario, se han ganado mil,
dos mil.... acaso tres mil — repuso el Maestro de
Escuela con aire de autoridad. — Escucha, Lechu-
za... vuélvete á donde está Barbillon y marchaos
los dos con el coche al sitio en donde está aguar-
EL ENCUENTRO, 101
dando el hombre de luto.*, le diréis que no se ba
podido bacer nada boy, pero que mañana caerá
sin duda la mucbacba... Todas las lardes acompaña
al cura basta la rectoría, y es una casualidad e\
que boy no se baya vuelto sola: mañana tendre-
mos mejor ocasión , y vendrás á la misma hora de-
jando á Barbillon con el coche en la encrucijada. —
Pero tú,., ¿qué va á ser de tí?... — El Cojuelo me
conducirá á la quinta en donde está la muchacha,
y forjaré un cuento para introducirme: diré que nos
hemos perdido, y suplicaré que nos dejen pasar la
noche bajo cubierto, aunque sea en un rincón del
establo. No me lo negarán , y entonces el Cojuelo
se informará bien de las entradas y salidas de la
casa, porque esa gente suele no estar sin dinero en
tiempo de cosecha. Gomóla quinta está en un sitio
desamparado y desierto, según decís, una vez re-
conocidas las entradas podremos volver otro dia con
algunos amigos... y no se perderá el tiempo. — ,Qué
cabeza! ¡ni un doctor de la Sorbonal — dijo la Le-
chuza suavizando ia voz. — ¿Qué mas, qué mas,
amoroso? — Mañana por la mañana al tiempo de
salir de la quinla , me quejaré de un dolor que no
me deja andar. Si no me creen bajo mi palabra,
enseñaré una llaga que tengo abierta desde una vez
que rompí una argolla de la cadena. Diré que he
sido herrero, que es una quemadura de una barra
de hierro caliente, y me creerán ; y de este modo
pasaré en la quinta una parte del dia, y el Cojuelo
se informará despacio de lo que por allí hay.
Por la tarde diré que me siento mejor, y cuando
salga la muchacha acompañando al cura como de
costumbre, la seguiremos de lejos el Cojuelo v yo,
y vendremos á esperarla en el camino hondo. Como
vanos conoce, no desconfiará de nosotros al ver-
nos... se acercará , y con la ayuda del muchacho
102 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
¿entiendes, Cojuelo? la echaré el guante, quedará
mas callada que una muerta, y tendremos seguros
los mil francos. Además de este negocio podremos
hacer otro dentro de dos ó tres dias, confiando la
visita cíe la quinta á Barbillon y á algunos amigos
mas, que si mercadmn (a) algo, partirán con nos-
otros que hemos sido los ondeadores (b). — Mira,
anublado (c) del alma, vales el mundo entero, des-
micax tú mas sin quemantes (d) que todos los gerifal-
tes e) de Francia juntos. ¡Qué plan tan soberano!
¿Sabes que estoy pensando una cosa? cuando seas
tan viejo que no puedas mas con la crisma, enton-
ces serás el lucho consultor de todos los nicabaos [í)
de París y ganarás mas dinero que un alivio (g).
Vamos , un besito á tu vieja, y manos á la obra...*
porque esta gente aldenna se acuesta con las galli-
nas. Me voy corriendo á donde está Barbillon : ma-
ñana á las cuatro en punto estaremos en la encruci-
jada con el coche, á menos que no le echen antes
Ja zarpa por haber despachado al otro barrio , en
compañía del Esqueleto y del Cojo Gordo, al ma-
rido de la lechera de la Drapería Vieja. Pero si no
viene él vendrá otro, porque el rodante (h) perte-
nece al señor enlutado. A las cuatro y cuarto esta-
ré en este mismo sitio. — Está dicho... Hasta ma-
ñana, Lechuza. — /Ay ! que se me habia olvidado
dar alguna cera al Cojuelo , por si acaso hay
que sacar algunos moldes en la quinta. Toma , an-»
gelito ¿sabes cómo has de hacer? — dijo la tuerta
dando un pedazo de cera al Cojuelo. — /Vaya si sel
tomad soleta que es tarde, tia Lechuza: ya'me en-
(a) Roban. (b) Los que hemos tanteado como y por
donde se babia de robar, (c) Ciego, (d) \es mas sin ojos.
(f) Ladrones. (f) El ladrón consultor de lodos los la-
drones, (sr) Abogado, (h) Coche,
EL ENCUENTRO. 103
señó papá. Ya le saqué el molde de la cerradura de
la caja de hierro, que mi amo el charlatán tiene
escondida en el cuarto oscuro. — Ya veo que eres
maestro ; pero no te olvides de mojar la cera para
que no se pegue , después de calentarla bien con
la mano. — Ya lo sé — repuso el Cojuelo. — Hasta
mañana , amoroso — dijo la Lechuza. — Hasta ma-
ñana respondió el Maestro de Escuela.
La Lechuza sé dirigió á la encrucijada. El Maes-
tro de Escuela y el Cojuelo salieron del barranco y
se encaminaran hacia la quinta , sirviéndoles de
guia la luz de las ventanas.
¡ Estraña fatalidad / Anselmo Duresnel se acer-
caba á su mujer , á quien no habia visto desde su
condenación á presidio perpetuo.
CAPÍTULO VII.
LA CE>'A.
Xada hay roas alegre que la cocina de una quin-
ta á la hora de cenar, y especialmenle en el invier-
no: nada puede dar una idea roas verdadera de la
dichosa felicidad de la vida rústica. La cocina de
la quinta de Bouqueval ofrecía una prueba de lo
3ue llevamos dicho. Su gran chimenea de seis pies
ealto y nueve de ancho, parecia la boca de un
inmenso horno lleno de llama y de combustibles.
Esta enorme hoguera daba tanta luz como c^lor á
txxias las partes de la cocina, y hacia inútil una lám-
para colgada de la viga maestra que cruzaba el te-
cho. Algunas marmitas y cacerolas de cobre puestas
en hileras, reverberaban la claridad del fuego, y
un perol antiguo del mismo metal brillaba como un
espejo sobre una artesa de nogal muy limpia y asea-
da , que exhalaba un olor apetitoso de pan calien-
te. En medio de la pieza hatia una mesa larga y
maciza cubierta con un mantel de tela gruesa , pe-
ro blanca como la nieve, y el sitio de cada persona
estaba señalado con un plato de loza ordinaria,
pardo por fuera y blanco por dentro, y por un cu-
bierto de hierro que relucia como si fuese de pla-
ta. En medio de la mesa humeaba como un cráter
una gran sopera llena de una sopa de legumbres,
cuyo vapor cubría una fuente formidable de ver-
dura con jamón , y otra fuente no menos grande
LA CENA. lOo
de guisado de carnero con patatas; finalmente, un
cuarto de ternera asada flanqueado por dos ensala-
das de invierno, dos quesos y canastillos de manza-
nas, completaban la abundosa simetría de la cena.
Los labradores tenían á su discreción tres ó cuatro
jarros llenos de cidra y otros tantos panes morenos
y grandes como ruedas de molino.
Un perro viejo de pastor con pintas negras, casi
sin dientes y decano jubilado de la orden canina
de la quinta , debia á sus largos años y antiguos
servicios el permiso de estar en un rincón de la
chimenea. El decrépito animal usaba modestamen-
te de este privilegio , y .con el hocico levantado y
las patas tendidas en paralelo hacia delante, seguia
con ojo atento las diversas evoluciones culinarias
que precedían á la cena. Este perro venerable cor-
respondía en cierto modo á su nombre bucólico
de fJ sardo.
El ordinario de los dependientes de esta quinta,
aunque sencillo parecerá acaso algo suntuoso; pero
la señora Adela siguiendo en esto la voluntad de
Rodolfo , introducía todas las mejoras posibles en
la asistencia y manutención de sus criados , elegi-
dos exclusivamente de las familias mas honradas y
laboriosas del país. Como se les remuneraba con
largueza y su situación era dichosa y envidiable,
lodos los mejores labradores del país deseaban per-
tenecer al servicio de la quinta de Bouqueval; salu-
dable ambición que sostenía entre ellos una emula-
ción laudable, y que al mismo tiempo refluía en
provecho de sus dueños; porque para obtener una
colocación en esta quinta se requería el apoyo de los
antecedentes de conducta personal... Rodolfo vino á
crear de este modo una especie de quinta modelo^
no solo destinada al mejoramiento del ganado y del
arte aratorio , sino también con el objeto mas es-
106 LOS MISTERIOS DE PiRIS.
pecial de mejorar la condición de los hombres-, lo
que consiguió ofreciéndoles un estímulo para que
fuesen probos, activos é inteligentes.
Terminados los preparativos de la cena y pues-
to ya sobre la mesa el jarro de vino que debia
acompañar á los postres, la cocinera tocó la campa-
na, á cuyo alegre sonido entraron gozosos en la
cocina los labradores , los criados de la quinta , las
lecheras y demás mozas de servicio, en número
de unas quince ó veinte personas. El semblante de
los hombres era franco y viril, las mujeres eran
afables y robustas, y las muchachas garvosas y
alegres: todos ellos manifestaban un gozo puro é
ingenuo y la mayor tranquilidad y satisfacción de
sí mismos : sentáronse por fin á la mesa , para ha-
cer los honores á la cena que hablan ganado en
los rudos trabajos del dia.
Ocupó la cabecera de la mesa un labrador de
dias, cano y de aspecto franco y atrevido , verda-
dero tipo del paisano de entendimiento sano , y de
esos hombres firmes y rectos , claros y preciosos,
rústicos y sutiles que huelen de una legua á la an-
tigua Galia. El tio Chatelan, que asi se llamaba
este Néstor, habia vivido en la quinta desde su in-
fancia, y estaba entonces encargado de la direc-
ción de la labranza. Cuando Rodolfo compró la
quinta, fuéle debidamente recomendado este anti-
guo servidor, y el príncipe lo recomendó por su
parte á la señora Adela y lo invistió de una es-
j>ecie de superintendencia en los trabajos del cul-
tivo. El tio Chatelan ejercía por tanto sobre las per-
sonas de la quinta una alta influencia, debida á su
edad, á su saber y á su larga experiencia.
Pusiéronse todos á la mesa.
Después de haber dicho el Benedicite el tio Cha-
telan en alta voz , hizo la señal de la cruz con la
LACENA. 107
punta de un cuchillo , según una antigua j santa
costumbre , sobre uno de los panes , y corló luego
el pedazo que debía representar la parte de la Vir-
gen ó del pobre ; llenó en seguida un vaso de vino
bajo la misma invocación , y después de haber
puesto en un plato el vaso y el pedazo de pan , los
colocó en medio y mitad de la mesa. Ladraron en
aquel instante los perros , y el caduco Lisandro les
respondió con un gruñido sordo, arremangó el ho-
cico y dejó ver dos ó tres colmillos bastante respe-
tables aun.
— Alguien anda por fuera del zaguán — dijo el
tio Chatelan.
Apenas hubo dicho estas palabras, cuando se
oyó sonar la campanilla de la puerta principal.
— ¿Quien puede ser á estas horas? — dijo el
anciano labrador — todos están ya en casa... Anda
á ver quien es, Juanillo.
Juanillo, que era uno de los muchachos al servi-
cio de la quinta , vació en el plato con harto pe-
sar suyo una enorme cucharada de sopa caliente, á
Ja cual soplaba con los carrillos hinchados como un
Eolo , y salió de la cocina.
— Hacia mucho tiempo que la señora Adela y la
señorita María no habian dejado de venir un solo
dia á calentarse al fuego mientras cenábamos —
dijo el tio Chatelan : — tengo buenas ganas , pero
á la verdad no me entrará tan bien la cena como
si las tuviésemos aquí. — La señora ha subido al
cuarto de la señorita María, porque al volver de
la rectoral, la señorita se sintió algo indispuesta y
se fué á la cama — respondió Claudia, la robusta
moza que habia ido á buscar á la Guillabaora y
habia desconcertado sin saberlo los siniestros pla-
nes de la Lechuza. — Pero nuestra señorita María
no está mala de cuidado... está algo indispuesta no
108 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
mas... j habla Claudia i — dijo con inquietud el
buen anciano — i No por cierto , lio Chatelan , gra-
cias á Dios! — repuso Claudia. — La señora ba
dicho que no era cosa de cuidado , pues de lo con-
trario ya hubiera enviado á Paris por el señor Da-
vid , aquel médico negro que tan bien ha cuidado
á la señorita María cuando estuvo enferma. Un mé-
dico negro... j qué cosa tan rara! ¡ Dios me libre
de verlo á mi cabecera!... ¡Jesús, qué cara! Si-
quiera un médico blanco vaya con Dios... al fin es
un cristiano. — ¿Y no ha curado por ventura á la
señorita María , que estaba tan mala cuando vino
aquí? — Eso es verdad, tio Chatelan. — ¿Y en-
tonces ? — ] Entonces qué sé yo ! Un médico ne-
gro siempre tiene aquello de ser negro , y á mí me
da miedo. — ¿Y no ba curado también á la pobre
tia Anica, que tenia una llaga en la pierna y ha-
cia tres años que no podia menearse? — También
es verdad , tio Chatelan. — ¿Y entonces á que vie-
nen esos ascos? — Eso sí , pero bien considerado,
tio Chatelan... un médico negro... tan negro , tan
negro como la chimenea... — Dime , muchacha,
¿de qué color es tu vaca la Saltar ina? — Blanca,
tio Chatelan, blanca como el ampo de la nieve, y
muy lechera por cierto : no es por adularla , pero
pocas hay en el contorno que le ganen. — ¿Y tú
vaca Marica ? — Negra como un cuervo , tio Cha-
lelan; y muy lechera también, no se le puede ne-
gar. — ¿Y cíe qué color es la leche de tu vaca ne-
gra ? — } Vaya una pregunta ! ¿ de qué color ha
de ser, tio Chatelan? blanca como la nieve... ¿eso
qué duda tiene?
— ¿Y es tan blanca y tan buena como la de
la Saltarina ? — ; Ya se ve que sí ! — A pesar de
que la Marica es negra, ¿no es verdad? — Es
verdad, á pesar deque es negra... ¿Pero que tie-
LA CENA. 109
ne que ver con la leche el que la vaca sea negra, 6
blanca, ó tordilla? — ¡Eso mismo queria jo de-
cir/ Y entonces ¿porqué te espantas de que un
médico negro sea tan bueno como un médico blan-
co?— ¡Caramba, tio Chatelan! yo no hablaba mas
que de la piel — dijo la muchacha después de un
momento de reflexión. — Es verdad, ya que Ma-
rica negra da tan buena leche como mi Saltarina
blanca, el color de la piel no importa un bledo.
Entró en esto Juanillo en la cocina soplándose
los dedos con el mismo vigor con que había so-
plado á la cucharada de sopa y quedaron inter-
rumpidas las reflexiones íiisiológicas de Claudia.
— ¡ Qué íVio, sania Bárbara I /qué frió hace esta
noche! — dijo Juanillo al entrar: — vengo sin
tiento... /ave María, qué frió! — La helada em-
pezó con viento del nordeste, y ha de durar: eso
ya lo sabes lü, ¿no es verdad , muchacho ? ¿Pero,
quién ha llamado? — preguntó el decano de los
labriegos. — Un pobre ciego y un muchacho que lo
guia, tio Chatelan. — ¿Y qué quiere ese ciego?
— preguntó el labradora Juanillo. — Se perdió
con su hijo en el atajo de Louvres, y como hace
tanto frío y la noche está como boca de lobo, pide
que le dejen cormir aquí aunque sea en un rin-
cón de la cuadra. — La señora Adela es de tal ge-
nio que nunca niega hospitalidad á los pobres, y
sin duda recibirá á esos infelices... pero es menes-
ter avisarla. Ve á decírselo, Claudia.
La moza salió al punto de la cocina.
— ¿En dónde has dejado á esos pobres? — pre-
guntó Chatelan. — En el hórreo pequeño. — ¿Y
porqué los has metido en el hórreo? — Porque si
los hubiera dojadoenel zagiian, los perros se los co-
merian crudos. Por mas euvi los decia : « ; Ven aquí;
Moreno... Turco... ven aquí. Sultán I» nada, pa-
T. II. 8
lio LOS MISTERIOS DE PAHIS.
recian unos rabiosos, lio Chatelan. Y eso que aquí
no están enseñados á morder á los pobres como
en otras partes. — Vaya , muchachos , esta noche
no sobrará la ración del pobre. Apretáos un poco...
Así. Venga un cubierto para el ciego j otro para
su hijo, porque estoy seguro de que la señora
Adela los dejará dormir aquí. — Lo que no me da
buena espina es la furia de los perros — dijo Jua-
nillo: sobre lodo el Turco que fué con Claudia á
la rectoral, parecía un vivo diablo... y al pasarle
la mano para acariciarlo tenia el pelo derecho co-
mo un puerco espin. ¿Qué le parece de esto, lio
Chatelan, ya que todo lo entiende? — Yo que ío-
do lo entien'Io, Juanillq, le digo que los animales
saben á veces utas que yo... Lo que le puedo decir
es que al volver este otoño á la caza con los ca-
ballos de labor sentado en mi Moro rodado: cuan-
do llegué al riachuelo, que llevaba los hocicos
bien hinchados por cierto con la lluvia del hura-
can, san Pedro me lleve si hubiera dado con el vado
en toda ia noche |>orque estaba oscura y negra
como la pez... Viendo que no podia salir del apuro,
voy y dejo las riendas al caballo, y el pobre Moro
da por fin con el vado, que con lodo nuestro en-
tendimiento, Juanillo, no hubiéramos descubierto
nosotros en toda la noche... ¿Quién habrá ense-
ñado al animal? — Es verdad, lio Chatelan, ¿quién
le habrá enseñado tanto á nuestro viejo rodado?
— El que enseña á las golondrinas á hacer el nido
en los techos, y al aguzanieve á anidar en las
cañas, Juanillo... ¡Qué tal, Claudia! — dijo el
anciano oráculo á la lechera que entraba en la co-
cina con dos pares de sábanas blancas debajo del
brazo, que olían á salvia y tomillo de una legua
— /qué tal! la señora Adela mandó dar cena y
cama al pobre ciego y á su hijo ¿no es verdad?
LA CENA. 111
— Aquí ínVvro las sábanas para hacerles las camas
en el cuarlito del corredor — repuso la moza.
x\nda á buscarlos, Juanillo... Y lú, Maruja, acerca
al fuego dos sillas para que se calienten antes de
ponerse á la mesa.
Ojóse de nuevo el furioso ladrido de los perros
y la voz de Juanillo que procuraba contenerlos.
La puerta de la cocina se abrió de par en par, y
entraron precipitadamente el Maestro de Escuela
y el Cojüelo como si vinieran perseguidos.
— Cuidado con esos perros — gritó el Maestro
de Escuela; — ya hubieron de mordernos por dos
veces. — Me llevaroíi un pedazo de blusa — dijo
el Gojuelo pálido como la cera. — No tengáis miedo,
buen hombre — dijo Juanillo cerrando la puerta;
— en mí vida he visto perros mas endinos... Sin
duda el frió los puso rabiosos y quieren morder
para entrar en calor. — ¡También tú/ — dijo el
lio Chatelaii deteniendo al vii'jo Lisandro, que
empezó á enseñar los colmillos y queria arrojarse
á los recienvenidos. — Oyó á !os oíros ladrar fy
quiere también hacer de persona. , Quieres mar-
cliarte á tu rincón, tó charlatán!
A la voz del tio Chalelan, acompañada de un
puntapié significativo, volvióse Lisandro á su rin-
cón predilecto del hogar. El Maestro de Escuela y
el Cojuelo estaban en el umbral de la puerta sin
atreverse á pasar adelante, y al ver los habitantes
de la quinta el horrible semblante del bandido;
quedáronse petrificados unos de disgusto y otros
de horror. El Cojuelo observó esta impresión , y
se llenó de orgullo contemplando el terror que
inspiraba su compañero. Desvanecido este primer
movimiento, el tio Chatelan, que solo pensaba en
llenar los deberes de la hospitalidad, dijo al Maes-
tro de Escuela.
112 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— Buenas noches, amigos: acercaos á la lumbre
y os calentaréis un poco ánles de cenar. Tomaréis
un bocado con nosotros, porque justamente esta-
mos empezando. Sentaos, sentaos allí. ¡Pero en
que estoy pensando ; — anadió el buen labrador, —
no me acordaba que erais ciego por desgracia, y de
que debia hablar á vuestro hijo. Vamos, hijo mió,
acércalo á la chimenea. — Ya voy, mi querido se-
ñorito — respondió el Cojuelo con un tono nasal,
hipócrita y compunjido; — /Dios nuestro señor os
premie la" caridad!... Vamos, padrecito, vamos...
cuidado con tropezar. — Y el Cojuelo guió al ban-
dido hasta la chimenea.
Regañó de nuevo el caduco Lisandro al verlos
acercarse : pero habiendo olfateado por un mo-
mento hacia el Maestro de Escuela, empezó á ahu-
llar con la lúgubre y dolorida voz de los perros
cuando huelen la muerte , según dice el vulgo.
— /Uavo ! — dijo entre sí el Maestro de Escuela,
— Si olfatearán también la sangre estos demonios
de animales; porque ahora me acuerdo qne tengo
puesto el mismo pantalón que llevaba cuando el
asesinato del ganadero... — ¡Vaya un caso! — dijo
Juanillo en voz baja. — Miren como olfatea la muer-
te el amigo Lisandro al ver al ciego/
Sobrevino entonces una cosa estraña. Los ahu-
Ilidos de Lisandro eran tan agudos y doloridos, que
al punto que los oyeron los demás perros , pues la
cocina daba sobre el zaguán y tenia hacia él una
ventana, empezaron á repetir á un mismo tiempo,
como de costumbre entre la raza canina, los que-
jidos fúnebres, que según la creencia vulgar pro-
nostican la cercanía de la muerte. Aunque eran po-
co supersticiosos los dependientes de la quinta de
Bouqueval , se miraron unos á otros con espanto; y
aun el mismo Maestro de Escuela, á pesar de su
LA CENA. 113
conciencia infernal y endurecida, se exlremeció al
cscüciiar los ahullidos sini<ístros que habian empe-
zado á su llegada... á la llegada de un asesino. El
Cojuelo, niño escéptico, descarado y corrompido,
por decirlo así, desde el pecho de su madre , como
lo son generalmente los hijos de París, fué el único
que se mostró indiferente al efecto moral de aque-
lla escena. El aborto de Brazo Rojo solo pensaba
en que ya no lo morderían los perros, y se burla-
ba de lo que llenaba de miedo á los habitantes de
la quinta y hacia estremecer al mismo Maestro de
Escuela.
Pasado el primer estupor, salió Juanillo de la co-
cina, y se oyó luego después el chasquido de un
látigo que disipó los lúgubres presentimientos del
Turco, del Sultán y del Moreno. El semblaste con-
tristrado de los labriegos fué serenándose poco á
poco, y al cabo de algunos momentos les inspiraba
ya mas compasión que horror la espantosa fealdad
del Maestro de Escuela , se condolieron de la im-
perfección del niño COJO cuya cara traviesa halla-
ban muy interesante, y alabaron mucho la aten-
ción con que cuidaba de su padre. Renovóse con
energía el apetito de los labradores, y solo se oyó
por algún rato el ruido de los platos y tenedores;
y al paso que los mozos y mozas esgrimían sus ga-
nas contra los rústicos manjares, observaban con
tierna compasión los cuidados que el niño prodi-
gaba Á su padre, junio al cual se habia sentado,
cortándole la carne y el pan y echándole de beber
con afán cariñoso y filial. Esto era lo mejor del cua-
dro; veámoslo ahora por el lado peor. El Cojuelo,
así por una propensión á iniilar, natural en su edad,
como por innata crueldad , se complacía como la
Lechuza en atormentar al Maestro de liscuela; y
asi es que este ser raquítico y despreciable sentía el
lli LOS MISTERIOS DE PARTS.
mayor placer en divertirse con nn tigre enjaulaíJo
Para colmar el placer de atormentar al Maestro de
Escuela sin que el bandido pudiese quejarse, ni aun
E estancar, compensaba cada obsequio aparente que
acia á su supuesto padre, con una coz que dirigía
por debajo de la mesa á una llaga antigua que, co-
mo muchos presidarios, tenia en la pierna dererha
el Maestro de Escuela, en el sitio de la argolla de
la cadena. La paciencia estoica del bandido para su-
frir los golpes del Cojuelo fué tanto mas maravi-
llosa , porque el pequeño monstruo, á fin de hacer
mas horrible y difícil la situación del Maestro de
Escuela, eligía para atormen{arlo los momeiHosen
que hablaba ó bebía. — Toma, papá, una nuez
bien descascarada — dijo el Cojuelo poniendo en el
plato del Maestro de liscuela el núcleo limpio de
una nuez. — Bueno, hijo mío; bueno oso me gusta
— dijo el tío Ghatelan: y dirigiéndose luego al ban-
dido continuó: sois muy dignode lastima amigo mió;
pero tenéis un hijo excelente , y eso debe consolaros
algo. — Sí, no hay duda, es grande mi desgracia y
á no ser por el cuidado de mi hijo... me...
Y al llegar aquí el ^íaestro de Escuela no pudo
contener un agudo grito, ponjue el hijo de Brazo
Rojo lo habia acertado en lo mas vivo de la llaga , y
el dolor fué intolerable.
— ¡Jesús' ¿qué tenéis, papá queridito? exclamó
el Cojuelo con voz lastimera, levantándose y echán-
dose al cuello del Maestro de Escuela. Este, en el
primer acceso de dolor y de rabia , quiso ahogar al
abominable aborto entre sus brazos de Hércules, y
lo apretó contra el pecho con tal violencia, que el
niño perdió la respiración y dio un sordo gemido.
Mas reflexionando luego que no podría pasar sin el
Ciíjiííílo reprimió su ira el bandido y lo echó de sí
haciéndole o!ra vez tomar su asiento. Los paisanos
LA CENA. Ii5
solo vieron en todo esto un i;amb¡o mutuo de ternura
paternal y filial, y la palidez del Cojuelo les pareció
causada por la emoción que habla sentido como hi-
jo afectuoso.
— ¿Qué tenéis, buen hombre? preguntó el tio
Chatelan. — K\ grito que acabáis de dar ha hecho
perder el colora vuestro hijo... ¡Pobre criatura
apenas pueda respirar I — No es nada — repuso el
Maestro de Escuela con serenidad. — Soy herrero
de profesión, y hace algún tiempo que batiendo á
martillo una barra de hierro caliente , me cayó so-
bre las piernas y me hizo una profunda llaga que
aun no se hacicatricado. Hace un rato que he trope-
zado con el pié de la mesa y no he p<jdido reprimir
un grito de dolor. — ¡ Pobre papá ! dijo el Cojuelo
vuelto en si de su emoción y dirigiendo una mirada
diabólica al Maestro de Escuela — i pobre papá es
verdad , señoritos , es verdad , que nunca se le pudo
curarla pierna. /Ahí de buena gana tuviera yo la
llaga , con taf qu*» no la tuviese mi querido papá...
Las mujeres miraron al Cojuelo con ternura.
— Amigo mió — dijo el tio Chatelan — siento
que no hayáis venido á la quinta hace tres semanas
en lugar de haber venido esta noche. — ¿Porqué?
hace algunos dias que hemos tenido aquí un doc-
tor de Paris, que sabe curar maravillosamente el
nial de piernas. Hay en la aldea una vicjecita que
no podia andar hacia tres años: el doctor le aplicó
un ungücnio á las llagas, y ahora corre como un
gamo y tiene hecho propósito de ir á pié á dar las
graciasá su redentor que vive en la calle de las Viu-
das. Ya veis que desde aquí hay una buena tirada
de camino... ¿Pero que tenéis? ¿os vuelve á doler
la maldita llaga? — Sí — respondió el bandido pro-
curando contener su turbación — todavía... — ¡Cuán-
to siento que no se halle aqui el médico 1 — dijo el
116 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
tío Chatelan. — Pero puedo aseguraros que os cura-
rá, porqué es tan caritativo como sabio en su pro-
fesión: cuando vol vais á París haced que vuestro hijo
os lleve á su casa , que es en la calle de las Viudas,
núm. 17, y estoj seguro que no os faltará. Aunque
olvidéis el número nada importa , porque hay po-
cos médicos en aquel sitio , y sobre todo médicos
de su color... porque habéis de saber que el señor
David de quien os estoy hablando es negro.
El rostro del Maestro de Escuela estaba cubierto
de cicatrices , que no pudo notarse su palidez. Sin
embargo estaba pálido, pues se le había helado la
sanare de las venas al oír hablar primero de ja ca-
sa de Rodolfo, y después de David el doctor negro
' que por orden de Rodolfo le habia aplicado el terri-
ble suplicio, cuyas consecuencias sufría á cada mo-
mento.
El tio Chatelan sin observar la palidez del ban-
dido continuó:
— Pero cuando os marchéis, amigo mío, dare-
mos á vuestro hijo las señas de la casa. Es tan bue-
no el señor David, que nos agradecerá que le pro-
porcionemos la ocasión de favorecerá un desgraciado.
Anda siempre tan triste que me da compasión... Pe-
ro vamos echemos un trago á su buena salud... —
Gracias, no tengo sed — repuso el Maestro de Es-
cuela con aire sombrío. — Mirad que no os ofrezco
cidra sino vino puro — dijo el labrador. — Cuántos
particulares quisieran beberlo tan bueno ! Esta
quinta es muy diferente de las demás... ¿ que os pa-
rece de nuestra mesa? — Muy buena respondió el
Maestro de Escuela , cada vez mas sumerjido en
sus meditaciones siniestras. — Pues la misma vida
hacemos todos los días: buen trabajo y buena ta-
jada, buena conciencia y buena cama; ahí tenéis
nuestra vida en cuatro palabras, somos siete labra-
LA CENA. 119
dores y sin ánimo de alabarnos, hacemos el traba-
jo de calorce; pero (ambien nos pagan como si fué-
semos catorce. A los labradores, ciento y cincuenta
escudos al año; á las mozas de servicio... sesenta es-
cudos , y además partimos entre lodos el diezmo de
lo que produce la quinta. Ya podréis discurrir que
no dejamos descansar un palmo de tierra, porqué
cuanto mas produce la vieja morena , tanto mas te-
nemos que partir. — De esta manera no debe enri-
quecerse mucho vuestro dueño — dijo el Maestro de
Escuela. — ¿Nuestro amo? ; oh nuestro amo no es
como los demás : tiene un modo de enriquecerse
que nadie conoce sino él. — ¿Que queréis decir ?
— preguntó el ciego deseando entrar en conversa-
ción para disipar los negros pensamientos que le
perseguían : — según eso vuestro amo es un hom-
bre extraordinario.
— Extraordinario en todo , amigo mió : pero ya
que la casualidad os trajo á esta aldea , que por es-
lar tan apartada de la carretera quizá no volvereis
á ella jamas, no quiero (|ue os vayáis sin saber quien
es^ nuestro amo y loque hace de esta quinta. Os lo
diré en dos palabras , con la condición de que lo
contareis á todo el mundo , y nu os costará mucho'
trabajo porque es una historia tan agradable al que
la refiere como al que la escucha, — Me habéis dado
ganas de saberla — repuso el Maestro de Escuela.
— Y no os pesará de oiría — dijo el tío Chatelan
al bandido. — Figuraos que un dia nuestro amo s**,
puso á discurrir. y dijo para sí : « ¡ Caramba ! yo es
verdad que soy rico, pero como esto no me abre las
ganas de comer... si diera de comer á los que no
comen auncpie tienen ganas... y si hiciera comer
mejor á los que no pueden comer cuanto quieren...
Pues señor, todo estose puede hacer; /manos á la
obra ! » Y como quien no quiere la cosa , nuestro
118 LOS MISTERIOS DE PARTS.
señor puso manos á la obra, j compró esla quinta,
que por aquel tiempo no daba mucho de síj ni tenia
mas que dos arados : esto me consta porque he na-
cido en ella. Nuestro amo aumentó las tierras, y
ia razón lue<^o os la diré... Al frente del estableci-
miento colocó á una muger excelente, y tan res-
petable como desgraciada, calidades muy recomen-
dables para nuestro am.o... y la dijo: «Esta casa
será como la casa de Dios , que se abre á los bue-
nos y se cierra á los malos: echareis de ella á los
mendigos perezosos , pero daréis la limosna del tra-
bajo á los que tengan valor para merecerla : esta
limosna, lejos de humillar al que la recibe, apro-
vecha al que la dá , y el rico que no la dá es in-
digno de ser rico...» Así dijo nuestro amo... pero
«un hizo mas de lo que dijo... Antiguamente hahia
un camino directo de aquí á Ecouen que acortaba
la distancia cerca de una legua; pero llegó á po-
nerse tan descalabrado que apenas se podía andar
por él, y era la muerte de los caballos y de los
Cxírros. Un escote entre todos los propietarios de!
país hubiera bastado para ponerlo en buen estado;
pero cuantomas deseaban lodosellos la composición
del camino , tanto mayores eran los ascos que ha-
cían para dar el dinero. Viendo esto nuestro amo
echó otra vez sus cuentas y dijo: a El camino se
hará ; pero como los que deberían contribuir á ha-
cerlo no contribuyen, y como es una especie de
camino de lujo, no será de provecho hasta pasado
algún tiempo para los que tienen caballos y carrua-
jes ; pero será de provecho desde luego para los
que no tienen mas que dos brazos y ganas de tra-
bajar, aunque no tienen trabajo. Por ejemplo, nos
llega á la quinta un mozo sano y robusto, llama
á la puerta y dice : Tengo hambre, señores , y no
tengo en donde ganar el pan : o Si no es mas que
LA CENA. 119
eso, muchacho , aquí llenes una buena sopa, un
azadón y una pala ; inls luego al camino de Ecouen,
en donde harás cada dia dos toesas de morrillo , y
cobrarás lodas las noches cuarenta sueldos, á veinle
sueldos la loesa y á diez sueldos la media toesa;
sino no cobrarás nada. » Cuando vuelvo al anoche-
cer, voy lodos los dias á dar un vistazo al camino
y á informarme del trabajo de cada uno. — Y
cuando uno ¡)iensa que hubo dos bribones sinver-
güenza qjje comieron la sopa y se largaron con el
azadón y la pala... — dijo Juanillo con indignación:
— Vamos, es lance para desanimar á cualquiera...
— Es verdad, yo no sé como el amo... — dijeron
algunos labradores — Eso está bueno — interrum-
pió el lio Chatelan;^ — pero es lo mismo que si
dijéramos que no se debia plantar ni S'mbrar por-
que hay orugas y gorgojo, y otros animalejos que
roen las hojas y el grano. No , señor , hay reme-
dio para los gusanos ; y Dios que no es lerdo, hace
brotar nuevos retoños y espigas de modo que ni si-
quiera se echa de ver el daño que hicieron los in-
sectos. ¿No es verdad, amigo mió? — dijo el la-
brador al Maestro de Escuela. — Sí, sí; no hay
duda — repuso el bandido que parecia sumido en
profundas reflexiones.-^ Pambien hay trabajos pro-
porcionados para la fuerza de las mugeres y de los
niños — añadió el lio Chatelan. — Y con lodo eso
— dijo Claudia la lechera — el camino no adelanta
cosa que digamos. — Pero, hija mia , eso afortuna-
damente no prueba mas que no falta trabajo en el
país para las gentes honradas. — Pero para un en-
fermo , |)ara mí por ejemplo — dijo de repente el
Maestro de Escuela, — ¿no me darían por caridad
alguna ocupación en un rincón de la qtn'nta, á fin
de ganar un bocado de pan y un abrigo durante los
pocos dias que me quedan de vida? ¡ Oh ! si tal pu-
120 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
diera ser, amigos mios , pasaria el resto de mis
diíís pidiendo á Dios por vuestro amo.
El bandido hablaba enlónces con sinceridad. No
se anepenlia de sus crímenes, pero la existencii)
tranquila y feliz de los labradores le parecía lanío
mas envidiable acordándose del horrible porvenir
que le ofrecía la Lechuza: porvenir en que jamas
habia meditado antes de volver á unirse con su
cómplice, la cual lo habia privado para siempre de
vivir con las gentes honradas , á cuyo lado lo habia
puesto el Churiador.
Miró el lio Ghalelan con sorpresa al Maestro de
J'scuela.
— Pero , am.igo mió , — le dijo , — yo no creía
que vuestro desamparo era tal que necesitaseis...
— ¡ Ah / por desgracia necesito de todo el mundo.
He perdido la vista por un accidente de mi oficio,
^ voy á Louvres á implorar el socorro de un pa-
riente remoto... Pero ya sabéis que hay personas
1 an egoístas y duras de corazón... — repuso el Maes-
tro de Escuela. — ¡Oh! no hay egoísmo que pueda
valer contra un hombre honrado y trabajador como
vos; contra u^i hombre tan desgraciado, y con un
hijo tan amante y tan bueno que haría enterne-
cer á las mismas piedras... ¿ Pero como no os so-
corre el amo que os ocupaba antes de vuestra des-
gracia ?
— Murió... — dijo el Maestro de Escuela después
de duda; — era mi único amparo... — ¿Cómo no
vais al hospicio de los ciegos? — No tengo la edad
necesaria para entraren él. — ] Pobre ciego ! ;sois
bien digno de lástima' — Pero decidme, ¿creéis
que vuestro amo, á quien respeto ya sin conocerlo,
tendrá compasión de mí, si no encuentro la caridad
que espero en mi pariente de Louvres? — Por
desgracia esta quinta no es un hospicio; ya veis...
LA CENA. 121
La costumbre que hay aquí es de admitir á los en-
fermos por un d¡a ó por una noche... darles luego
una limosna... y encomendarlos después al ampare;
de Dios. — ; De modo que ninguna esperanza debo
fener de interesar en mi favor á vuestro amo I —
dijo el bandido con un suspiro. — No os he dicho
mas que las reglas de la quinta, buen amigo; i'ero
nuestro amo es tan compasivo j generoso, que lodo
se puede esperar. — ¡ De veras ! — exclamó el Maes-
tro de Escuela. — ¿Será posible que me deje vivir
aquí... en un rincón?... ¡ Ah, con tan poco me con-
tenlaria 1... — Os digo que todo se puede esper ir de
nuestro amo. Si os deja vivir en la quinta, no ten-
dréis que meteros en un rincón , pui>s en tal caso se
os trataria como á nosotros... como hoy, por ejem-
plo... También habria ocupación para vuestro hijo
según sus fuerzas , y no le faltarian buenos conse-
jos y buen ejemplo, porque nuestro venerable cura
lo enseñarla como á los demás muchachos del pue-
blo , y se criarla en el temor de Dios y en las buenas
obras, como suelen decir... Pero antes de nada seria
preciso que hablaseis mañana por la mañana a
Nuestra Señora del Socorro.. — ¿Cómo? — preguntó
el Maestro de Escuela. — Es el nombre que damos
a nuestra ama... Si lográis interesarla en vrestro
favor, estad seguro del resultado , porque el señor
amonada le niega en punto á caridades. — ¡Ah,
entonces la hablaré... sí, la hablaré! — exclaujó lle-
no de gozo el Maestro de Escuela , creyéndose libre
ya de la tiranía de la Lechuza.
La alegría del bandido no halló eco en el Co-
juelo, porque no tenia el menor deseo de cre-
cer en el temor de Dios biijo los auspicio? de un
cura venerable, ni de aprovechar los demás ofre-
cimientos del anciano labrador: las inclin; clones
del hijo de Brazo Rojo eran de lo mas antibi.cólico.
122 LOS MISTERIOS DE PAUIS.
Fiel , por otro lado, a las tradiciones de la Lechu-
za, verla con el mayor disgusto el que el Maestro
de Escuela se librase de su tiranía ; y así es que se
propuso sacar al bandido de la campestre y risueña
ilusión á que se habia entregado, recordándole la
realidad de su situación... — ¡ Oh , sí ! — repitió el
iMaestrode Escuela — mañana le hablaré... habla-
ré á ¡Vuestra Señora del Socorro... tendrá compa-
sión de mí, y...
El Gojuelo dio en aquel momento con disimulo
un vigoroso puntapié en la llaga del Maestro de
Escuela. El agudo dolor interrumpió la frase del
bandido , el cual dijo con un terrible estremeci-
miento:—Sí, espero que esa buena señora ten-
drá compasión de mí. — Vaya, vaya, ¡ papai-
lo!... — dijo el Gojuelo ; — pero tú no cuentas con
mi tía la señora Lechuza y que te quiere tanto...
¡Pobre tía Lechuzal ¡Ah! no te abandonará, no,
así á dos^or tres, y no tardaría en venir á recla-
marte aquí con su primo el tio Besugo Barbillon. —
¡ La tia Lechuzal \q\ tio licsugQl Por lo visto el bue-
no del hombre tiene pájaros y pescado en la pa-
rentela— dijo en voz baja Juanillo con aire mali-
cioso y dando de codo á su vecina. — ¡Qué cosa lan
rara! ¿qué te parece, Claudia ?
— ¡Anda, anda, desalmado! no se como tienes
humor para hacer burla de unos desdichados — re-
puso la rolliza joven á su vez á Juanillo con un codazo
capaz de romperle tres costillas. — ¿es prima vues-
tia la señora Lechuza? — preguntó el Labrador al
Maestro de Escuela. — Sí es una de mis parientas.
— respondió el bandido con aire torbo y solapado.
— ¿ Y es esa la parienta que vais á ver á Louvres?
— preguntó el tio Chatelan.
— Si, — repuso el bandido; — pero creo que
mi hijo hace mal en contar con ella. De todos
LA CBNi. 123
modos hablaré mañana a la señora de esta casa,
y la rogaré que inlercede con el amo principal de
la quinta; pero ya (jue hablamos del propietario
— añadió cambiando de conversación para no dar
motivo á la imprudente interrupción del Cojuelo,
— ahora me acuerdo (jue me habéis ofrecido po-
nerme al corriente de la organización de este
establecimiento. — Es verdad quo os lo ofrecí —
repuso el tio Chatelan — y voy á cumplir mi pro-
mesa. Pues señor, como iba diciendo, el señor amo
después de haber ideado á su manera lo que llama
él la limosna del Irabnjo, dijo allá entre sí: Ya
que hay establecimientos y premios para mejorar
y fomentar los caballos, los ganados, los arados y
otras muchas cosas de este género... ¿no seria
bueno pensar también en mejorar la condición dé
los hombres?... El que haya buenos animales,
t)ase; pero mejor seria que hubiese buenos honi-
)res, aunque esto no sea tan bueno de conse-
guir. A fuerza de cebada, buenos prados, agua pura
y .algún cui(kido , los caballos y demás gana-
dos engordarán que será un contento ; pero en
cuanto á los hombres es negocio iiiuy diferente,
porque á un hombre no se le hace virtuoso como
á un buey gordo y rollizo. Pero si á un buey
Iv5 aprovecha la yerba porque la encuentra sabrosa,
veamos también si hay modo de hacer que los
consejos dados al hombre sean de tal calidad que
le tenga cuenta el seguirlos... — Como al buey le
tiene cuenta comer la buena yerba ¿vt'rdad, tio
. <]hatelan? — ?si mas ni menos , Juanillo. — Pero,
lio Chatelan — dijo otro labriego — he oido ha-
blar en otro tiempo de una quinta en que se en-
señaba la agricultura á ladrones mozos, salvo sa
buena conducta por no hacerles deshonor, los
cuales vivían en ella muy cuidados y repantiga-
12^ LOS MISTERIOS DE PARÍS,
dos como obispos. — Es verdad , muchacho , es
verdad, nada malo hay en esto; pero aunque es
menester que seamos caritativos con los malos para
que no desesperen , debemos también dar espe-
ranza á los buenos. Si en esa quinta de ladrones
jóvenes se presentase un hombre honrado con
ganas de trabajar y ganar la vida, le dirían sin
duda: «¿Amigo mió, has robado ó bagamundeado
alguna vez? » — « No » — « Pues entonces, querido
mió, no hay lugar para tí.? » — Eso es tan verdad
como el Evangelio, tio Chatelan — dijo Juanillo.
— Se hace por los bribones lo que no se baria
por los hombres de bien; se mejora la condición
de los animales y no la de los hombres. — Pues
justamente para remediar ese mal y dar el ejemplo,
ha establecido nuestro amo esta quinta, como
acabo de decir á este buen hombre... « Bien se yo
— dijo entre sí — que alia arriba hay recompensas
para la gente de bien; pero aquellas recompensas
están tan lejos... tan altas... que ninguno tiene la
vista ni el valor suficientes para verlas y alcan-
zarlas. Agobiados por el trabajo desde el principio
hasta el fin del dia; y encorbados hacia la tierra,
pasan la vida cavándola y revolviéndola para otro
dueño, y llegada la noche descansan de su pe-
renne fatiga en un duro lecho... Los domingos
se embriagan en la taberna para ahogar en la
bebida las fatigas de la víspera y del dia siguiente,
fatigas cuyo resultado no varia jamás para los
infelices que las sufren. Y después de tanto tra-
bajo ¿es por ventura menos negro su pan, menos
duro su lecho Ynénor,, enclenques sus hijos y menos
enfermiza su mujer? ¡no! Las pobres criaturas
comen el pan tasado y nunca pueden satisfacer el
hambre. Sin embargo debemos confesar, amigos
míos, que el pan aunque negro es un alimento.
LA CENA. 125
que el lecho aunque duro, es un lecho, y final-
mente que los hijos viven aunque vivan ham-
brientos y consumidos por la miseria. Los desgra-
ciados soportarían acaso alegremente su desventura,
si creyesen que los demás no eran mas felices que
ellos ; pero van al pueblo y á la ciudad los dias
de mercado, y ven el pan blanco, colchones llenos
y mullidos, y niños alegres y rollizos como un
rosal de mayo, y tan hartos y desganados que
echan rosquillas á los perros. Y entonces, cuando
se vuelven á su choza de barro, á su pan negro,
y á su cama dura, dicen los infelices al ver á sus
hijos enfermos, consumidos y llenos de miseria,
para quienes hubieran cogido de buena gana las
rosquillas y mendrugos que los hijos de los ricos
echaban á los perros : « ; Caspíta 1 ya que el mundo
se compone de ricos y pobres , ¿ porqué no hemos
nacido ricos? ¿porqué no habrá de tocarnos tam-
bién nuestra vez? ¡esto es una injusticia I» Pero,
amigos mios, los que tal dicen no tienen pisca
de razón , pues nada contribuye á hacerles el
yugo mas llevadero ; y sin embargo tienen que
sufrir inevitablemente y sin descanso ni esperanza
de alivio este yugo que á veces los lastima y
exaspera, sin disfrutar jamás la tranquilidad y
Ja dicha del reposo. Una vida pasada de este
modo no hay duda que debe parecer muy larga...
tan larga como un dia de lluvia sin un solo
rayo de sol. Finalmente, la mayor parte de los
jornaleros que piensan de este modo viven á mal
consigo mismos , emprenden con disgusto el tra-
bajo diario, y hacen generalmente esta insana
reflexión :« ¿ A qué fin habremos de trabajar con
afán y mejor? ¿no es para nosotros lo mismo el
que la espiga sea mas gorda ó mas menguada?
¿qué provecho sacaremos de echar los bofes tra-
T. II. O
126 LOS mSTERIOS IME PARÍS.
bajando? Estémonos quietos sin hacer bien ni
mal , ya que lo malo no se castiga y ya que no
hay recompensa para lo bueno...» Estos pensares
sonde mala ley, hijos mios... porque del aban-
dono á la haraganería no hay mas que un paso^
y de la haraganería al vicio hay menos distancia
todavía... Por desgracia los mas son los que nc>
siendo buenos ni malos no hacen ni mal ni bien;
y de estos es de quienes ha dicho nuestro amo
que era preciso mejorar su suerte ; ni mas ni me-
nos que si tuviesen el honor de ser caballos, bue-
yes ó cameros... vt Hagamos de manera, se dijo,
que hallen utilidad en ser activos, prudentes,
instruidos, laboriosos y consagrados á sus deberes...
probémosles que haciéndose mejores se harán
también mas felices... y todos ganaremos de este
modo. A fin de que aprovechen los buenos con-
sejos; démosles á probar acá en este mundo un si
es no es de la felicidad que gozan los justos allá
arriba...» Arreglado el plan de esta manera,
nuestro amo hizo saber por las cercanías que
necesitaba seis labradores y otras tantas mujeres
ó mozas de servicio ; pero determinó escogerlos
todos entre las familias mas honradas del pais,
según los informes que hubiesen de dar los alcal-
des, los curas y otras personas de nota. La paga
debia ser como la nuestra, es decir, que debian
estar como príncipes, comer á boca de rey y di-
vidir entre sí el diezmo de los frutos de la cosecha:
al cabo de dos ó tres años se veria si era nece-
sario buscar mas labradores que reuniesen las
mismas cualidades... Así es que desde que se fundó
el establecimiento, no hay labrador ni jornalero
en las cercanías que no eche sus cuentas y diga;
«Seamos activos, honrados y laboriosos, distingá-
monos por nuestra buena conduela, y llegarémoi
LA CENA. 127
á colocarnos en la quinta de Bouqueval; viviremos
allí como en un paraíso dos ó Irt's años, nos per-
feccionaremos en el oíicio, sacaremos un buen
peculio, j sobre lodo no nos fallará quien nos
busque para el trabajo, porque nadie entra en
Bouqueval sin excelentes informes de conducta.
— A mí me ban comprometido ja para entrar
en la quinta de Arnouville, (jue dii ige M. Dubreuil
— dijo Juanillo. — Y yo lo estoy también para
Gonesse — dijo otro labrador. — Va lo veis , ami-
go , como el eslableci miento vs ventajoso para to-
dos y como se aprovechan de él los ajiricul lores del
contorno : solo se emplea á doce personas, entro
hombres y mujeres , y se forman acaso cincuenta
sujetos honrados en el distrito paia pretender las
doce plazas; de modo que aun los mismos suj^'tos
que no consiguen ser eujpleados , no son por eso
menos honrados, porque como suelen decir , el que
buenas mañas ba, tarde ó nunca las peí derá, y co-
mo la esperanza es lo últin>oque se pierde, se con-
servan honrados para merecer en lodo tiempo que
los elijan. Lo mismo viene «1 ser , hablarido con el
respeto debido , que cuando se ofrrce un premio
para el caballo ó la res mas lijeros, forzudos y her-
mosos , porque con el afán de í»anar el galardón se
forman cmcuenla animales excelentes para dispu-
tarlo y los que no consiguen ganar el premio , no
por eso son después menos buenos y íuerles... Por
eso os decía, auiigo mió , que nuestra quir.hi uo era
como las demás quintas , y que nuestro amo no se
parecía un tris á los den as amos. — \ Ya lo veo —
exclamó el Maestro de Escuela — y c u.mlo mayores
me paiecen su bondad y su geneíosidad, I.Miiomas
espero que se compadecerá de mi triste su( ¡le. \]n
hombre que hace el hien con lanía nob!r/;i , ro
debe reparar en un beneficio masó menos, Decidiiio
128 LOS MISTERIOS DE PAIÍIS.
por de pronto su nombre j el de Nuestra Señora
del Socorro — añadió con viva ansiedad el Maestro
de Escuela — para bendecirlos á los dos , porque
estoj seguro de que tendrán compasión de mí. —
Acaso esperáis oir dos nombres campanudos , y en
'tal caso os engañáis de medio á medio, porque sus
nombres son tan sencillos como los de los santos.
Nuestra señora del Socorro se llama \a señora Adela
Georges... y nuestro amo se llama el señor Rudolfo.
— ¡ Mi mujer ! !... ¡mi verdugo I !... — murmuró
confusamente el bandido , aterrado como si lo hu-
biera herido un rayo.
Persuadióse el Maestro de Escuela de que la
identidad de los nombres de Rodolfo y de la se-
ñora Adela no podia provenir de una coincidencia
fortuita. Rodolfo, antes de condenarlo al terrible
suplicio, le habia manifestado el vivo interés que
sentia por madama Georges; y finalmente, las re-
cientes visitas del negro David á la quinta lo afir-
maban mas y mas en su persuasión. Este encuentro,
en el cual no pudo menos de reconocer la mano de
la Providencia, destruía completamente la esperan-
za que habia fundado en la generosidad del amo de
la quinta. Su primer impulso fué el huir, porque
Rodolfo , que acaso podria hallarse en la quinta en
aquel momento, le inspiraba un invencible terror...
Apenas se hubo repuesto del primer estupor, cuan-
do levantándose de la mesa tomó la mano del Go-
juelo y exclamó aterrado y fuera de sí:
— ¡Vamonos... vamos... salgamos de aquí/
Los labradores se miraron asombrados unos á
otros.
— /Cómo! ¿queréis marcharos á estas horas?
¿ Habéis perdido el juicio , buen amigo ? — dijo el
tio Chatelan. — ¿Qué diablo de mosca os ha pica-
do? ¿ó estáis por ventura loco ?...
LA CENA. 129
El Cojudo se aprovechó con doslreza de esta in-
dicación , dio un suspiro , hizo con la cabeza una
seña afirmativa, y llevando el índice á la frente
dio á entender á los labradores de la quinta que no
era sana la razón de su fingido padre. El tio Cha-
telan le correspondió con otra seña de inteligencia
y de compasión,
— ¡ Vamonos... vamos... salgamos de aquí ! —
repitió el Maestro de Escuela tirando de la mano
al muchacho. Pero el Cojuelo, firmemente decidido
á no dejar la buena cama de la quinta ni á expo-
nerse otra vez al frió de la noche, dijo al banilido
con voz mimosa y dolorida: — ¿Qué vas á hacer,
padrecito? ¡Diosmio, te vuelve á dar el mal de
cabeza, eh / sosiégate y no pienses en salir con esta
noche de perros , porque te volaria mas el juicio.
Mira , papá , mas quiero desobedecerte que sacarte
de aquí á esta hora de la noche. — Y dirigiéndose
luego á los labradores continuó : — ¿No es verdad,
señoritos, que me ayudareis á no dejar salir de aquí
á mi pobre papá í* — Sí, sí, hijo mió , no tengas
cuidado que no se abrirá la puerta — repuso el tio
Chatelan — y tendrá que dormir en la quinta esta
noche. — Nadie me obligará á quedarme si no quie-
ro— gritó el Maeslro de Escuela : — y ademas, mi
permanencia incomodará á vuestro amo... á ese...
señor Rodolfo... porque ya me habéis dicho que esta
quinta no es ningún hospicio. Por lo mismo os
vuelvo á decir que me dejéis seguir mi camino.
— ¡Incomodar á nuestro amo!... mal conocéis su
genio , amigo mió... Por desgracia no está en la
quinta ni viene á verla con la frecuencia que todos
deseamos. Pero aun cuando estuviese aquí, no lo
incomodaríais , no , á buen seguro... — ¡ No impor-
ta ! — dijo el bandido mas y mas aterrado — he
cambiado de propósito... mi hijo tiene razón; mi
130 LOS mSTERIOS DE P.ÍRIS,
prima de Louvres tendrá compasión de mí... y
quiero ir á verla ahora mismo. — Lo que puedo de-
ciros— dijo con buen humor el lio Chatelan cre-
yendo que el ciego estaba realmente loco — es que
no contéis con marcharos esta noche ni con llevar á
vuestro niño por esos mundos de Dios; todo está
dispuesto para impedíroslo.
No se mitigó el terror del bandido con saber que
Rodolfo no estaba en Bouqueval, pues aunque esta-
ba horriblemente desfijiurado, temia ser reconocido
por su mujer, que podia bajar á la cocina de un
momento á otro. Creia que en tal caso lo denuncia-
ria y lo haria prender , porque estaba persuadido
de que Rodolfo, al imponerle un terrible castigo,
habia tenido por principal objeto satisfacer el odio
y la venganza de la señora Adela Georges. Mas co-
mo no podia salir de la quinta y se hallaba á la
merced del Cojuelo , resignóse por último á pasar
en ella la noche , y á fin de evitar el que conociese
su mujer, dijo al labrador: — Yaque me ase-
guráis que no incomodaré á vuestro amo ni á vues-
tra señora, acepto la hospitalidad que me ofrecéis;
pero estoy muy cansado y quisiera recojerme si me
lo permitís... mañana me marcharé al ser día. —
;0h! eso sí; mañana á la hora que queráis, por-
que en esta casa todos son madrugadores; y para
que no volváis á perderos , haremos que alguien os
Yaya á enseñar el camino.
Yo llevaré el pobre ciego hasta el fin del camino
nuevo — dijo Juanillo — porque la señora Adela
me dijo que fuese mañana con el carro á Villiers-
le-Rel para traer unos talegos de dinero de casa
del notario.
— Llevarás en el carro al pobre ciego , pero tú
irás á pié — dijo el tio Chatelan. — La señora ha
mudado de parecer y cree con razón que no tiene
LA CENA. 131
cuenta traer á la casa tanto dinero por ahora: el lu-
nes que viene se irá á Villiers-le Bel para recojer-
lo, y hasta entonces estará también el dinero en ca-
sa del notario como aquí.
La señora sabe mejor que yo lo que se debe ha-
cer; ¿ pero que inconveniente hay para que venga
el dinero, tio Ghalelan?
— Ninguno , muchacho, ¡gracias al Señori pero
lo cierto es q«e mejor quisiera tener en la quinta
quinientos sacos de trigo que diez talegos de escu-
dos. — Vamos — dijo el tio Ghalelan al Maestro de
Escuela — venid, amigo; y tú también, hijo mío
— añadió tomando una luz. Y saliendo de la co-
cina delante de los dos huéspedes , los condujo
hasta un cuarto pequeño del piso bajo por un an-
cho corredor , al cual daban las puertas de varios
aposentos. Puso el labrador la luz sobre la mesa y
<iijo al Maestro de Escuela: — Ahí tenéis la cama.
Dios 06 de buena noche y os cubra con su gracia;
Tú , hijo mió , dormirás como un patriarca , por-
que á tu edad no quitan el sueño los pesares.
Sentóse el bandido triste y pensativo en la orilla
de la cama, á donde lo llevó por la mano el Co-
juelo. Este hizo una seña al labrador en el momen-
to de salir del cuarto, y salió á alcanzarlo en el
corredor. — ¿Qué quieres, hijo mió? — le preguntó
el tio Chatelan. — ¡ Ay , mi querido señor ! ¡si vie-
rais que trabajos paso con mi padre/ Algunas ve-
ces le dan unos ataques y unas convulsiones de
noche, que yo no puedo socorrerlo solo: ¿me oirá
la jente de casa si tengo de pedir socorro? — j Po-
bre criatura ! — dijo enternecido el labrador — no
tengas cuidado, no, que te oirán si llamas... ¿ Ves
aquella puerta que está al lado de la escalera? —
Sí, señorito, la veo. — Pues allí duerme uno de
los criados : si hay que socorrer á tu padre no tie-
132 LOS MISTERIOS DE PÁRIB.
nes mas que llegarte á su cuarto y dispertarlo,
porque la llave está siempre en la puerta. — Eso
está bien , pero si las convulsiones le aprietan co-
mo de costumbre , no bastaremos el mozo y yo...
¿ No podríais venir también , ya que sois tan bue-
no, tan bueno que parecéis un santo? — Yo duer-
mo, bijo mió, en los últimos cuartos del zaguán con
los demás labradores ; pero no tengas cuidado que
Juanillo es tan forzudo que sujetaría á un toro por
los cuernos. Ademas , si hubiese necesidad de mas
ajuda, Juanillo avisará á la cocinera vieja, que
duerme al lado del cuarto de la señora y de la se-
ñorita... y en caso de necesidad sirve de enfermera,
porque todo se le da en la mano. — Gracias, gra-
cias , señorito; voy á pedir á Dios que os dé bue-
na salud y buenas noches y que reciba la caridad
que tenéis con mi querido padrecito. — Vaya , bue-
nas noches, hijo mió ; espero que no habrá necesi-
dad de socorrer á tu padre. Vuelve vuélvete al cuar-
to , que acaso te está esperando. — Buenas noches^
señorito. — Dios te de su gracia , hijo mió.
Y el anciano desapareció.
Apenas habia vuelto las espaldas cuando el Go-
juelo hizo hacia él una mueca y un ademan de des-
precio insultante, familiar á todos los pilluelos de
París. Este ademan consiste en dar varios golpes en
la nuca con la palma de la mano izquierda y ten-
der varias veces hacia adelante el brazo y la mano
derecha abierta. Este peligroso niño acababa de
descubrir con diabólica astucia algunas de las señas
que deseaba obtener para que la Lechuza y el Maes-
tro de Escuela llevasen á cabo su siniestro proyec-
to. Sabia que la parte del edificio en que iba á
dormir solo estaba habitado por la señora Adela, Flor
de JMaria, una cocinera vieja y un criado de la
quinta. Cuando el Cojuelo volvió á' entrar en el
LA CBNA. 133
cuarto del Maestro de Escuela , se guardó bien de
acercarse á él. Este último le dijo en voz baja : —
¿De donde vienes tú, bribón? — ¿qué curioso
eres, anublado chocho!... — ¡ Jah! ahora vas á
pagar lo que me hiciste sufrir esta noche hijo de
Belcebúi — dijo el Maestro de Escuela levantándose
con furor y acercándose á la pared, y buscó á lien-
tas al Cojuelo. — (Te voy á malar, lagartija del
infierno ! — Ay , ay, ay , que gusto, papá! anda-
mos á la gallina ciega ¡eh/ A ver si me cojes dijo
el Cojuelo huyendo con facilidad de la persecución
del bandido. Este, dominado al principio por un
movimiento irreflexivo de cólera tuvo que renunciar
muy pronto á la captura del hijo de Brazo Rojo.
Obligado á sufrir el escarnio de un chiquillo
hasta que pudiese vengarse sin peligro, devoró
su impotente furor , y se arrojó sobre la cama pro-
firiendo horrendas blasfemias.
— ; Ay , pobre papailol... tienes mal de muelas,
¡eh! ¿ó te da la rabia, ó que te dá , para jurar
así como un desesperado? ¿Qué diria el cura si te
oyera?... ¡.buena penitencia te daria!... — ¡ Bueno,
bueno ! — dijo el bandido con voz ronca y sofocada
después de un largo silencio; — búrlate como quieras
de mi desgracia, que ya llegará la tuya , bribón...
¡eso es muy noble I... ¡muy generoso! — ¡Noble!
¡generoso!... ¿qué dijo papá ? exclamó el Cojue-
lo soltando la risa, — por eso te ponias guantes,
para no lastimar á la jente que santiguabas con
esas manos de alcornoque cuando tenias ojos. —
Pero si nunca te he hecho mal á tí? porqué me
atormentas? — En primer lugar porque nabeis tra-
tado mal á la Lechuza... y en segundo lugar por-
que el lio pendejo nos fastidió haciéndose el man-
dria con los paisanos, que no parecia sino que
estaba á los últimos y que iba á tomar leche de
Í3V LOS MISTERIOS DR PARÍS.
burra. — ¡Anda , bribón, si fuese posible quedar-
me en esta casa , ¡que mal rayo la queme ahora!
tú me lo hubieras impedido con tu bachillería y tu
insolencia. — ¿Quedaros aquí? ¡qué tontería! ¿Y
con quien se divertiria entonces la tia Lechuza?
¿Acaso conmigo? ya me dio mi ración el brujo de
Bradamanti. — ¡Aborto del infierno! — Mejor pa-
ra mí : yo pienso , como mi tia La Lechuza , que
no hay cosa en el mundo mas divertida que hacer
rabiar y hacer enseñar los dientes á un mono tan
recio como vos, que sois mas fuerte que Sansón... y
á la verdad vale mas que seas así para nuestro recreo,
que como el belitre de mi padre.., Pero esta noche sí
que fué un gusto en la mesa... ¡ Caramba ! ¡ me daba
mas alegría que cuando oía gritar á los que el señor
Bradamanti arrancaba las muelas! A cada puntapié
que os lardaba á la sordina os poníais tan rabioso
que vuestros ojos blancos se volvían encarnados al-
rededor , y solo fallaba una tinlita azul en el medio
para sercomo la escarapela tricolor de los jendarmes
— ¡Qué muchacho tan divertido!., no lo estraño por-
que es propio de la edad — dijo el Maestro de Es-
cuela con tono afectuoso, queriendo aplacar el ira-
cundo escarnio del Cojuelo ; — pero en lugar de
andar tonteando bien pudieras acordarte de lo que
te dijo la Lechuza, ya que la quieres tanto, y
podrías echar por ahí un vistazo y sacar los moldes
de las cerraduras : ¿entiendes? esta jente habló de
algún dinero que ha de venir el lunes... y como se
trata de volver aquí con los compañeros, es menes-
ter no perder el tiempo... Sin duda estaba lelo
cuando se me antojaba quedarme en la quinta... al
cabo de ocho días me aburriría entre estos payos...
¿ no te parece, Cojuelo ? — dijo el bandido con áni-
mo de halagar al muchacho. — ¡Verdad que sí!
para mí hubiera sido un pesar — contestó el hijo de
LA CFNA. 135
Brazo Rojo. — El negocio que podemos hacer aquí
es de mucha ¡mporlancia... ¡P<;ro aun cuando no
hubiese nada , que robar, yo volvería solo con la
Lechuza para vengarmel — dijo el bandido con la
voz alterada por el odio y el furor; — porque mi
mujeres sin duda quien ha irritado contra mí á ese,
endemoniado de Rodolfij , que me privó de la vista
y me dejó á la merced de lodo el mundo, de la Le-
chuza y de un bribón como tu... Ya que no pue-
do vengarme de él , yo me vengaré en mi mujer...
sí, me vengaré aunque tenga que incendiar la ca-
sa y perecer entre sus ruinas. ¡ Obi sí , i yo me
vengaré I — ¡Quien te dejara llegar junto á tu mu-
jer , viejo chocho ! ¡si supieras que solo está á dos
pasos de aquí, como hablas de babear! Pues mira
yo se donde está su cuarto... yo... y puedo llevarte
hasta la misma puerta... /yo lo sé, yo lo sé, yo lo
sel —añadió el Cojuelo salmodiando las últimas
palabras como tenia de costumbre. — ¿ Sabes don-
de está su cuarto? — exclamó el Maestro de Escue-
la con una expresión de gozo feroz — ¿lo sabes? —
Ya te veo venir — dijo el Cojuelo ; — varaos, álza-
te sobre las dos patas como un perro bien educado
cuando su amo le enseña un hueso... ¡Vamos, arri-
ba, viejo arredomado I — ¿Y tú sabes en donde es-
tá el cuarto de mi mujer? — repitió el Maestro de
Escuela volviéndose hacia la voz del Cojuelo. —
Sí por cierto , losé^ y lo mas salado es que el úni-
co hombre que duerme en esta parte de la casa es
un criado de la quinta : sé la puerta de su cuarto ,
que tiene la llave por afuera ^ y en un abrir y
cerrar de ojos ; tris , se le puede encerrar dentro...
¡ Vamos , arriba , dacá la pata ! — ¿ Quién te dijo
lodo eso? — preguntó el Maestro de Escuela le-
vantándose involuntariamente. — Y al lado del
cuarto de tu mujer duerme una cocinera vieja...
136 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
que con otra vuelta de la llave quedaría encerrada
y seriamos dueños de toda la casa , juntamente con
tu mujer y la muchacha de capotillo gris que que-
remos atrapar... Vamos, ahora dacá la pala: un
salto por toda la compañía. — Mientes, mientes...
¿cómo podrias saber eso? — Aunque soy cojo no
soy bobo ni lerdo ; y por eso dije hace un rato al
bobalicón del labrador que vino á .alumbrarnos,
que por la noche te daban unas convulsiones , y
le pregunté como podria pedir socorro si te venia
el ataque esta noche... Entonces él me respondió
que si te daba la tarantela, que yo, el Cojuelo,
pedia llamar al mozo y á la cocinera , y me enseñó
los cuartos en donde duermen; uno abajo, otro
arriba, alladilode tu mujer... de tu misma mujer
¿entiendes, marrullero? — añadió el Cojuelo. Y
después de un largo silencio el Maestro de Escuela
le dijo con voz sosegada y con un aire de espanto-
sa resolución : — Pues mira, óyeme... escucha... yo
he vivido ya bastante... Confieso que hace un mo-
mento he concebido una esperanza que me hace
mirar ahora mi suerte como mas horrible... La
cárcel , el presidio , la horca y la guillotina no
son nada en comparación de lo que he sufrido des-
de esta mañana , que es lo mismo que sufriré hasta
el fin de mis días... Llévame al cuarto de mi mu-
jer... ¿entiendes? y la mataré con este puñal... Me
matarán después, pero nada me importa... El odio
me ahoga, me sofoca... Y no respiraré con libertad
hasta que me vengue... No puedo sufrir mas... esto
es demasiado... si, demasiado para un hombre que
hacia temblar á todo el mundo... Si supieras lo que
padezco , Cojuelo, tendrías compasión de mí. Se me
levanta el juicio y parece que se me abre la cabe-
za... la tengo abrasada como un horno... la sangre
me hierve en las venas... — Es constipado... ya en-
LA CENA. 137
tiendo ya , como si te pariera... En cuanto estornu-
des te pasará el muermo... ¿Quieres un polvo? —
dijo el Cojuelo riendo á carcajadas.
Y dando algunos golpes en la mano izquierda
cerrada, como si fuese una tabaquera , añadió en to-
no de burla :
Quién te diera, viejo,
Viejo, quién te diera
De mi tabaquei'a.
— ¡Oh, poder de Dios ! ¡ Dios mió ! quieren vol-
verme loco ! ■ — exclamó el Maestro de Escuela,
casi demente por una especie de venganza sangui-
naria, ardiente é implacable, que en vano procu-
raba satisfacer. El furor de este monstruo hercúleo
y rabioso, solo era comparable al de un lobo ham-
briento y sañudo, que irritado durante todo un
dia por un niño al través de las barras de una jau-
la, ie á dos pasos de sí la débil víctima sin poder
saciar su hambre y su furor. Al oir el último sar-
casmo del Cojuelo, el bandido perdió casi total-
mente el juicio : frenético y no pudiendo hallar una
víctima que sacrificará su ira infernal, quiso der-
ramar su propia sangre... pero la sangre le sofocó
la respiración. Si en aquel momento tuviese á mano
una pistol% sin duda se hubiera quitado la vida.
Metió con agitación ambas manos en los bolsillos,
sacó un puñal , lo abrió y se levantó en ademan de
clavárselo ^n el pecho... mas por rápido que fue su
movimiento, la reflexión, el miedo y el instinto vi-
tal lo desarmaron; y asi es que faltándole el valor,
dejó caer la mano armada sobre las rodillas. El Co-
juelo que habia seguido atentamente con la vista
estos movimientos , luego que vio el desenlace pa-
cífico de esta veleidad trágica, exclamó con socar-
138 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
roñería : -^ ¡Hola ! ¡ tcodremos mondongo, que hay
puerco muerio /
El Maestro de Escuela lemiendo perder entera-
noente la razón en un exceso de furor , procuró de-
sentenderse, por decirlo asi, del insullodel Cojue-
lo , que se burlaba impunemente de la cobardía de
un asesino que no tenia valor para suicidarse; y
viendo que no podia librarse de la cruel persecu-
ción de aquel niño maldito, recurió al último es-
fuerzo para aplacarlo excitando su codicia.
— ¡ Oh ! — le dijo con voz humilde — llévame al
cuarto de mí mujer... cojeras todo lo que quieras
y te marcharás... y me dejarás solo... gritarás , pe-
dirás socorro si quieres ! Me prenderán y me ma-
tarán en el siíio... pero no se me da , porque mori-
ré vengado... ya que no tengo valor para quitarme
la vida... ¡Oh! llévame, llévame, ¡njo mió... en
su cuarto hallaremos joyas y oro, y todo será para
tí, para tí solo ¿entiendes? para tí solo... yo no
te pido mas que que me lleves á su cuarto... al
lado de su cama.
— Sí, ya te entiendo; quieres que te lleve á la
puerta de su cuarto , y luego junto su cama, y en
seguida que te guie "el brazo , ¿ no es verdad.?
¡Quieres que sirva de mango á tu puñal, monstruo
horrendo! — repuso el Gojuelo con una expresión
de desprecio , de cólera y de horror , (^e por pri -
mera vez en todo el día dio una apariencia de se-
riedad á su fisonomía de garduña. — Antes me ma-
tarían... que obligarme á llevarte al cuarto de tu
mujer.
— ¡ Con que no quieres , eh I
Guardó silencio el hijo de Brazo Rojo; y acer-
fándose descalzo y sin ser oid) al Macsiro de lis-
cuela , que sentado en la cama tenia ei puñal en
la mano, se lo quitó con destreza maravillosa y
LA CENA. 139
se puso de un salto en el estremo opuesto del cuarto.
— ¡ Mi puñal 1 ¡ mi puñal I — grité el bandido
abriendo los brazos.
— No, porque mañana seríais cíipaz de pedir que
os dejasen ver á vuestra mujer, y la mataríais... ya
que no tenéis valor para quitaros la vida... .
— ¡ Luego defiende á mi mujer 1 — exclamó el
Maestro de Escuela , cuya razón se oscurecía por
momentos. — Luego este monstruo es el demonio
que me persigue.^ ¿En donde estoy? ¿porqué la
defiende ?
— Para hacerte rabiar... — dijo el Cojuelo dando
otra vez á su fisonomía el aire acostumbrado de
insolencia.
. — i Con que no hay remedio I — exclamo el ban-
dido enteramente fuera de sí; — ¡pues entonces
pongamos fuego á la casal.... ¡La vela!... ¡ venga
la velal...
— ¡ Ja , ja, ja ! si no te hubieran apagado la vela
de los ojos, viejo chocho... para siempre jamas
amen... ya hubieras visto que la vela está apagada
hace una hora — dijo el Cojuelo riendo á carcaja-
das ; y luego entonó esta coplilla :
Se apagó el candil
Quedamos á oscura» ,
Vamos k dormir,
• Vamos á dormir.
Dio el Maestro de Escuela un sordo gemido, alar-
gó los brazos , y sofocado por un arrebato de san-
gre, cayó boca abajo en el suelo y quedó sin mo-
vimiento.
— I Ya te entiendo, marrullero/ — dijo el Co-
judo ; — esa es una treta para que me llegue á lí,
y en seguida darme un buen soplamocos... Ya te
liO LOS MISTERIOS DE PARÍS.
levantarás , ya , cuando te canses de hacer el di-
funto.
Y resuelto á no quedarse dormido temiendo que
le cojiese el bandido , el hijo de Brazo Rojo per-
maneció sentado en la silla con la vista clavada en
el Maestro de Escuela , persuadido de que este no
rx)rria el menor peligro y que solo queria hacerle
caer en el lazo. A fin de pasar el rato sacó miste-
riosamente de la faltriquera un bolsillo encarnado
de seda, y contó poco á poco con ojos de júbilo
y codicia diez y siete monedas de oro que contenia.
Explicaremos el origen del tesoro del Cojuelo: se
tendrá presente que cuando la marquesa de Harvi-
lle iba á ser sorprendida por su marido en la cita
fatal que habia dado al comandante, Rodolfo la dijo,
al darla un bolsillo con dinero, que subiese al quin-
to piso en donde habitaba la familia de Morel y
que dijese que iba á socorrerla. Subia pues la mar-
quesa la escalera con rapidez llevando en la mano
el bolsillo; mas como lo viese el Cojuelo que salia
en aquel momento del cuarto del charlatán , hizo
que resbalaba al llegar junto á la marquesa, tro-
pezó en ella y le robó el bolsillo con la mayor
sutileza. La joven conoció que habia sido robada,
pero los pasos de su marido que sentía ya cerca
de sí , y el aturdimiento en que se hallaba , no
le dieron lugar para quejarse. Después de haber
contado y recontado el oro, dirigió la vista ha-
cia el Maestro de Escuela que continuaba tendido
en el suelo. Acercóse á él, aplicó el oido , y como
lo oyó respirar libremente , se persuadió mas y mas
de que era un ardid para cogerlo.
— Vamos , vamos, señor Maestro ; / basta de sies-
tal — le dijo.
Una casualidad habia salvado al Maestro de Es-
cuela de una congestión cerebral, sin duda mortal :
I
Cl LvíivÁv^
LA CE?ÍA. 141
SU caída le ocasionó una copiosa evacuación de san-
gre. Quedóse luego en pna especie de estupor fe-
bril, entre dormido y delirante , y tuvo este sueño
singular, espantoso...
T. II. 10
CAl'iTlíLO VIH.
EL SUE5¡0.
Soñaba el Maestro de Escuela que estaba delante
de Rodolfo en la casa de la calle de las A ludas.
Nada se había alterado en el salón en que se había
aplicado al bandido el horrible suplicio. Rodolto
estaba sentado á la mesa sobre la cual se hallaban
los papeles del Maestro de Escuela y el pequeño
agnusdei de lapislázuli, que este había dado a la
Lechuza.
El aspecto de Rodolfo era grave y pensativo.
A su derecha estaba David impasible y silencio-
so, á su izquierda el Churiador que contemplaba la
escena con espanto.
El Maestro de Escuela no era ciego durante este
sueño, pues veia al través de la sangre cristalina
que llenaba la cavidad de sus órbitas , la cual daba
un color rojo á todos los objetos.
A la manera que las aves de rapiña se quedan
'inmóviles en el aire sobre la víctima que fascinan
antes de devorarla, un buho monstruoso que tenia
la horrenda cabeza de la Lechuza, estaba en el aire
sobre el Maestro de Escuela y lo miraba fijamente
con un ojo redondo, inflamado y verdoso.
Esta mirada fija oprimía el pecho del bandido y
cortaba su respiración.
El Maestro de Escuela veía un lago de sangre
que lo separaba de ia mesa á que estaba sentado
Rodolfo. Pero este juez inflexible, el Churiador y
EL SUEÑO. 1Í3
el negro empezaron á crecer y dilatarse, y con-
vertidos en fantasmas colosales llegaban con la ca-
beza al techo del aposento, que también se elevaba
en la misma proporción.
El lago de sangre estaba en calma y relucia como
un espejo encarnado , en el cual veía reílejar su es-
pantosa cara el Maestro de Escuela. Pero algunos
momentos después el lago empezó á moverse y
hervir, las ondas se hincharon, y de la superfi-
cie agitada se desprendió una exhalación íétida co-
mo el olor de una ciénaga, y una niebla violada y
lívida como el color de los ajusticiados. Y á medi-
da que esta niebla subia y subia... las cabezas de
Rodolfo , del Churiador y del negro subian tam-
bién, se dilataban y dominaban el siniestro vapor.
En medio de esta niebla lívida se aparecieron al
Maestro de Escuela los espectros pálidos de las
personas que había asesinado...
Entre el vapor fantástico ve á un viejecito calvo
vestido con una levita parda y con un tafetán ver-
de sobre los ojos , que en un cuarto sucio y der-
ruido se entretiene en contar monedas de "oro , y
en ponerlas en columnas sobre una mesa á la luz
de una lamparilla. Al través de una ventana y á
favor de la luna encapotada , que apenas alumbí aba
las copas de algunos árboles ajilados por el viento ,
percibe el Maestro de Escuela su propia cabeza
espantosa asomada á los vidrios por la parte de
fuera... Los ojos inflamados de esta cabeza obser-
vaban hasta el menor movimiento del viejo... rom-
pe por último un vidrio , abre la ventana , arró-
jase como un íigre sobre su víctima y le clava un
largo y agudo puñal en la espalda.
La acción es tan rápida y el golpe tan pronto
y seguro , que el cadáver del viejo permanece scii-
líido en la silla,..
lii LOS 5I1STEUI0S DI- PARÍS.
El asesino quiere arrancar el puñal del cuerpo
muerto... pero no puede...
En vano lucha y redobla sus esfuerzos. .
Ouiere entonces desempuñar el arma asesma...
■'P^'.Zrse'adhiUal mango del puñal, como
la hola del puñal al cuerpo del difunto...
"ElTsesinoVve entonces el -'J; ^ rt'satarse
<1p sables en la p eza inmediata... y para salvaise
de la lus icia quiere arrancar del asiento y llevarse
?ra sí aquel ^cuerpo flaco y descarnado, del cual
no Dodia separar el puñal ni la mano. .
"Vroíodo'esenvailo... El V'-^ZL^TvesM-
cadáver pesa como una masa de plomo... A pesai
de "u pujanza hercúlea y de los esfuerzos deses-
perados que hace, el Maestro de Escuela no con-
aítriip mover el enorme peso.
"e1 ruido de pasos y de sables se acerca mas y
™U' llave da vuelta en la cerradura... la puerta
se abre...
t-Vn^^ef f b^uTo'que estaba en la ventana- ba-
"'Í"¿'*eI-v?Jo''i>h .. cv... m R0.1.... i ASESI-
«:r.1 • ASESINOl... jASESlNo!...
eT vapor que cúbria el laso de sangre, oscu-
recido por un momento, volvió á ser trasparente y
deió ver otro espectro...
Amaiiecia, ven medio de una niebla espesa y
Jiay cinco heridas sangrientas... y a pesar ae que
EL SUENO. 145
está muerto, silba á sus perros y pide á voces ¡so~
corro !... ¡socorro!
Y silva, y silva... y pide socorro por las cinco
heridas abiertas, que se mueven y se ajitan
como los labios al hablar... Tremendos y espan-
tosos eran la voz y el silvido que salian á un
tiempo por la boca de las cinco heridas sangrien-
tas...
Entonces el buho sacude las alas y responde á
los fúnebres gemidos de la víctima con cinco riso-
tadas estridentes y feroces como el reir de los lo-
cos: y en seguida gritó:
— El BOYERO DE POYSSY... /ASESINO!... ¡ASESI-
NO!... I ASESINO I...
Un eco subterráneo repitió las siniestras carca-
jadas del buho, y el ruido fué desvaneciéndose
hacia el centro de la tierra.
Al oir este ruido, dos perros grandes y negros
como el ébano, y con los ojos encendidos como
brasas de fuego, empezaron á correr y á dar vuel-
tas al rededor del Maestro de Escuela con furiosos
ladridos... y aunque estaban junto al asesino, su
voz resonaba á lo lejos como si la trajera por
ráfagas el viento de la mañana.
Los espectros fueron desvaneciéndose poco á
poco, y desaparecieron al fín como sombras en
el lívido vapor que no dejaba de subir hacia el
cielo.
Otra exhalación volvió á cubrir el lago de
sangre.
Era una especie de niebla verdosa y trasparente,
parecida á la pared vertical de un canal lleno
de agua.
Vióse primero el fondo del canal cubierto de
un fango espeso compuesto de reptiles y gusanos
imperceptibles á la simple vista, pero que aumen-
liG LOS MISTERIOS DE PARTS.
lados como si se vieran por un microscopio, apa-
recían bajo formas monstruosas y proporciones
enormes relativas á su rerdadero tamaño. No
era lodo; era una masa compacta, viviente, in-
quieta; era una retahila enmarañada é incom-
prensible de insectos impuros que hormigueaban,
y pululaban , j se oprimían unos á otros levan-
tando ondulaciones casi imperceptibles sobre el
nivel del fango. Por encima corria lentamente una
agua turbia , espesa y muerta que arrastraba en
su pesado curso las inmundicias y los cadáveres
de animales que vomitaban sin cesar los albaña-
ks de una gran ciudad. .
El Maestro de Escuela oyó de repente el ruido
de un cuerpo pesado, que cayendo en el canal
hizo saltar el agua hasta su cara...
En medio de una multitud de burbujas de aire
vio algunos momentos después una mujer, la cual
volvió á sumerjirse luchando con la agonía...
Y se vio á si mismo y á la Lechuza huir pre-
cipitadamente de la orilla del canal de San Martin,
llevando una caja cubierta de encerado negro. Y
sin embargo ve las angustias y la agonía de la
víctima que él y la Lechuza acababan de echar
al canal.
Después de la primera inmersión , volvió á subir
la víctima á flor de agua, y agitó precipitadamente los
brazos , como aquel que no sabiendo nadar procura
aairse de algo para salvar la vida... Dio luego un
agudo grito; y este grito último y desesperado ter-
minó con el ruido sordo y sofocado de una ingurgi-
tación involuntaria... La mujer volvió á sumerjir-
se en el agua.
El buho, que permanecia inmóvil , respondió al
grito convulso de la ahogada como habia respondi-
do á las voces y jemidos del ganadero.
EL SUENO. IÍ7
El pájaro nocturno repitió en los intervalos de
una risa fúnebre :
— Gluy glu, glu,., qlu, qlu , glu.„ — Los ecos
subterráneos repitieron esta voz.
Sumergida segunda vez, la mujer sofoca primero
el aliento j hace luego un movimiento violento de
aspiración ; pero en lugar de aire respira solamente
agua... Entonces echa hacia atrás la cabeza , su ros-
tro se vuelve cárdeno y abotargado, y con los bra-
zos tiesos y el cuello hinchado y lívido, hace la
última convulsión de la agonía y agita los pies que
estaban apoyados en el fango.
Rodéala al instante una nube de lodo negro que
sube con ella á la superficie del agua : y apenas
exala el último aliento cuando la cubre una mul-
titud inumerable de gusanos microscópicos, vora-
ces y asquerosos... El cadáver nada por un momen-
to, oscila un instante, y luego se va sumergiendo
lenta y horizontalmente con los pies mas bajos que
la cabeza, y empieza á seguir la corriente del ca-
nal... A veces el cadáver se vuelve sobre sí mismo
y su rostro se halla enfrente del Maestro de Escue-
la ; y entonces el espectro clava en él sus dos ojos
vidriados y oijacos... y sus labios cárdenos se mue-
ven como para hablar... El Maestro de Escuela está
lejos de la ahogada , que sin embargo le murmura
al oido; Glu , glu , glu... glu , glu , glu... » acompa-
ñando estas palabras estrañas con el ruido que ta-
ce un frasco cuando se llena de agua al sumer-
girse.
El buho repetia Glu , glu, glu... glu, glu, glu.,. y
agitando la? alas gritaba :
— ¡La mujer del canal de San martin!...
I Asesino !... ¡ asesino !... ¡ asesino !..; La visión de
la ahogada desapareció.
El lago de sangre, al otro lado del cual veía á
lf,8 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Rodolfo, el Maestro de Escuela, se volvió color de
bronce, y enrojeciéndose luego se convirtió ^'^-T^
hornaza ^llena de un líquido como metal fundido:
y á poco rato el lago empezó á subir bácia el cielo
como una manga inmensa.
Formóse luego un horizonte rojo como el hierro
candente... Este horizonte inmenso, infinito , des-
lumhra y abrasa los ojos del Maestro de Escuela,
que inmóvil en su sitio no puede volver á otro lado
la vista... Por esta lava ardiente, cuya reverbera-
ción le ofusca y le aniquila , ve pasar y repasar
con lentitud y uno á uno los espectros colosales
desús víctimas.. ,. • . , j í
j la linterna mágica del remordimiento !...¡ del
remordimiento \.. — gritó el buho batiendo las alas
y riendo á carcajadas.
A pesar del dolor intolerable que le causa esta
incesante visión, el Maestro de Escuela no aparta
los ojos de los espectros que se mueven en la su-
perficie abrasada... Entonces csperimenta una sen-
sación espantosa. Después de haber pasado por to-
dos los grados de un tormento sm nombre , sintió
en los ojos que habían sustituido la sangre de que
estaban llenas sus órbitas al principio del sueño,
á fuerza de mirar aquel tórrido océano se calenta-
ban, se enrojecían, se fundían, humeaban, her-
vían , y por ¿Itímo se calcinaban en sus cavida-
des como en dos crisoles de fundición.
Por un cambio espantoso, después de haber visto
y sentido las transformaciones sucesivas que redu-
jeron á cenizas sus ojos, volvió á quedar en las ti-
nieblas de su primera ceguedad.
Pero entonces se aplaca como por encanto su do-
lor intolerable, y un soplo aromático, un delicioso
frescor viene á refrigerar sus ardientes pupiJas. Este
soplo es una mezcla suave de los olores que exala
I
EL SUEÑO. 1Í9
en las mañanas de primavera las flores bañadas
aun del rocío. El Maestro de Escuela oye al rededor
de si el murmullo apacible de una brisa que juega
con el ramaje de los árboles , y como el de un ria-
chuelo que se desliza sobre un fondo de musgo y
de guijarrosc. Millares de avecillas entonan de cuan-
do en cuando sus melodiosos trinos; y cuando ca-
llan las sustituyen voces infantiles de angélica, pu-
reza, que cantan melodías estrañas, inauditas , las
cuales oye subir hacia el cielo el Maestro de Es-
cuela con un lijero estremecimiento. Apodérase
gradualmente de él, el sentimiento de una felicidad
moral, de una molicie y de una languidez indifi-
nibles... Era una espansion del corazón, un arro»
bamiento tal del espíritu que ninguna impresión fí-
sica por extática que fuese podría darnos de él una
idea / Parecióle que se hallaba en una esfera aérea
y que subia á una distancia inmensurable.
Después de haber saboreado algunos momentos
esta felicidad sin nombre , volvió á caer en el te-
nebroso abismo de sus ordinarios pensamientos.
Su sueño continuó , pero no era ya el bandido de-
salmado que blasfemaba y se maldecía con impo-
tente furor.
Oyó una voz sonora y solemne.
¡ Era la voz de Rodolfo 1
Estremécese de espanto el Maestro de Escuela :
tiene una idea vaga de que está soñando , ]Xíro el
asombro que le inspira Rodolfo es tan grande que
hace un esfuerzo prodigioso , pero vano, para huir
de esta nueva visión.
Habla la voz... y el bandido escucha.
El acento de Rodolfo no es iracundo sino triste
y compasivo...
— ¡ Pobre desgraciado ! — dijo al Maestro de
loO LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Escuela. — Aun no es llegada la hora de tu ar-
repentimiento... y solo Dios sabe cuando llegará...
El castigo de tuá crímenes no se ha colmado aun...
Has padecido , pero no has espiado ; y el destino
llevará adelante la obra de la justicia inmortal...
Tus cómplices se han convertido en tus verdugos :
una mujer y un niño te dominan y te atormentan...
Al imponerte un castigo terrible por tus crímenes ,
te he dicho... y acuérdate de mis palabras : Has
abusado criminülmente de tu fuerza : yo paraliz .ré
tu fuerza*.. Los mas feroces y vigorosos temblaban
delante de ti : tu temblarás delante de los mas débi-
les... Has dejado el oscuro y pacífico retiro en don-
de podrias vivir para arrepentirte de tu vida cri-
minal... has temido la quietud y la soledad y pre-
feriste volver otra vez á perturbar la sociedad...
Hace pocos momentos que en un espantoso y san-
guinario eretismo has querido matar á tu mujer
que está bajo el mismo techo que te cubre: duerme
indefensa , y tienes un puñal , y su cuarto está á
dos pasos de tí : nada te impide llegar á su lecho,
nada la salva de tu rabia brutal... nada sino tu im-
potencia... El sueño que estás soñando podría sal-
varte si te aprovechases de él , porque las imágenes
misteriosas de ese sueño tienen un valor sobrena-
tural... El lago de sangre que te separa de tus
víctimas es la sangre que has derramado... La lava
ardiente que la sostituyó , es el remordimiento que
debiera consumirte , para que llegase un dia en que
el Omnipotente , apiadado de tu sufrir, te llamase
á sí y te hiciese gustar las dulzuras del perdón...
Pero no será... ¡no'... es inútil este llamamiento...
lejos de arrepentirte , blasfemarás sin cesar al acor-
darte del tiempo en que podias cometer tus críme-
nes con mas libertad... /Ay de tí I de esa continua
lucha de tu ardor sanguinario con la imposibilidad
EL SUENO. 151
de satisfacerlo, de esos tus hábitos de feroz opre-
sión , con la necesidad de someterte á la voluntad
de unos seres tan menguados j crueles, resultará
para tí un fin espantoso... i horrendo I... ¡ Ay de tí,
desdichado ! I !...
Alteróse la voz de Rodolfo y calló por un mo-
mento , como si la emoción y el espanto que sentía
no le dejasen continuar.
El Maestro de Escuela sintió que se le erizaban
los cabellos.
¿ Cual era ese fin... que hacia temblar á su mis-
mo verdugo?...
— El fin que te aguarda es tan espantoso — con-
tinuó Rodolfo — que si Dios , en su venganza inexo-
rable y omnipotenter, quisiera hacer que espiases
tú solo los crímenes de todos los hombres, no te
condenaría á im suplicio mas horrendo... ¡ Ay de
til... ¡ Ay de tí!...
Dio en esto un agudo grito el Maestro de Es-
cuela y dispertó sobresaltado de su horrible sueño»
CAPiTEO IX.
LA CARTA.
Daban las nueve de la mañana en el relox de la
quinta de Bouqueval, cuando madama Adela Geor-
ííes entró lentamente en el cuarto de Flor de María ;
el sueño de la joven era tan lijero que dispertó en
el mismo instante. Los rayos de un alegre sol de
invierno entraban por las persianas, y al través de
las cortinas color de rosa esparcían una luz suave
y rojiza por el cuarto de la Guillabaora , y cubrían
su pálido rostro del color que le faltaba.
— ¿ Qué tal , hija mia ? — dijo la señora Adela
sentándose en la cama de María y besándola en la
'•frente — ¿ como estáis? — Mejor , señora , gracias
á Dios. — ¿No os han dispertado esta mañana tem-
prano? — No señora. — Me alegro. Ese pobre cie-
go y su hijo, que han pasado aqui la noche, se
empeñaron en salir déla quinta al ser de dia, y
temí que os dispertase el ruido que han hecho
las puertas al abrirse... — ¡ Pobrecillos! ¿porqué
se han marchado lan temprano ? — No lo sé; ano-
che, cuando os dejé mas aliviada, bajé á la cocina
para verlos ; pero los dos estaban tan fatigados
que ya se hablan retirado. El tio Chatelan me dijo
que el ciego no parecía tener muy sentado el juicio;
y el niño que trae consigo edificó á toda la gente
de casa por el tierno cariño con que lo cuida. Pero
decidme , María , habéis tenido alguna calentura
EL SUE>0. 153
¿ no es verdad ? no quiero que os espongais hoy al
frió ni que salgáis de Fa sala. — Perdonad, señora ;
esta tarde á las cinco tengo que ir á la rectora^,
porque me aguardará el señor cura. — Seria una
imprudencia; estoy segura de que habéis pasado
mala noche , porque tenéis los ojos muy cargados.
— Sí, es verdad... he tenido olía vez unos sueños
horribles.'He vuelto á ver en sueños la mujer que me
atormentaba cuando era pequeñita, y disperté so-
bresaltada y llena de miedo... conozco que es una
debilidad ridicula que me da vergüenza... — ¡Yá
mí rae aflije esa debilidad porque os hace padecer,
hija mia 1 — repuso madama Georges con tono afec-
tuoso, viendo que se arrasaban de lágrimas los ojos
de la Guillabaora.
María se abrazó al cuello de su madre adoptiva,
y ocultó el rostro en su seno.
— ¡ Dios mió I ¿qué tenéis , María ? j Cuanto me
afligís!... — ¡Perdonadme, señora, perdonad I yo
no sé porqué , pero hace dos dias que tengo el cora-
zan tan oprimido... Lloro sin querer , y tengo pre-
sentimientos tan negros , tan tristes... que me pa-
rece que va á sucederme algún mal. — María , os
reñiré si os dejais dominar así por terrores ima-
ginarios.
Llamó Claudia á la puerta en aquel momento y
entró en la habitación.
— ¿Que traéis. Claudia? — Señora, Pedro acaba
de llegar de Arnouville en el cabriolé de la señora
Dnbreuil ; os trae una carta y dice que es muy ur-
gente.
Madama Georges leyó en alta voz lo que sigue :
«Amiga mia, si pudieseis venir inmediatamente
á mi casa , me sacariais de un grande apuro : Pe-
dro os traerá y volverá á conduciros esta tarde. No
sé como está mi cabeza. M. Duhreuil ha ido á Pon-
i6'* LOS MISTERIOS DE PARÍS,
toise para vender las lanas y no tengo á quien re-
currir sino á vos y á María. Clara abraza á su que-
rida hermana y la espera con impaciencia. Procu-
rad llegar á las once y almorzaremos juntas.
« Vuestra sincera amiga >
« Teresa A. de Dübreuil. »
— ¿ Que novedad puede haber ? — dijo madama
Adela áFlor de María. — Pero felizmente el tono de
la carta de madama Dubreuil indica que no es cosa
grave. — ¿Iré yo también? — preguntó la Guilla-
baora. — Algo imprudente seria , porque hace mu-
cho frió — repuso la señora Adela. — Pero sin em-
bargo, este paseo puede distraeros y abrigándoos
bien os será saludable. — Acaso sí — dijo la Gui-
llabaora reflexionando; — pero el señor cura me
aguiirda esta tarde á las cinco en la rectoral. — Te-
neis razón : nos volveremos sin falta antes de las
cinco. — i Cuanto me alegraré de ver á la señorita
Clara'.. — ¡Otra \ez señorita Clara] — dijo mada-
ma Georges en tono de afectuosa reconvención. —
¿ Os llama acaso señorita María cuando os dirije la
palabra? — No señora — repuso la Guillabaora ba-
jando los ojos ; — pero yo.... como para mí... —
; Vos !... j para vos !... vos sois una indiscreta que
no pensáis mas que en atormentaros : ¿ habéis olvi-
dado ya la reconvención que os hice pocas horas
há? Vamos, vestios pronto, abrigaos bien y mar-
chémonos para llegar á Arnouville antes de las
once.
Y saliendo del cuarto con Claudia dijo á esta :
— Que aguarde un momento Pedro, estaremos
listas dentro de un cuarto de hora.
Media hora después de esta conversación subían
la señora Adela y Floree María á un gran cabrio-
LA CARTA. 155
le , como los que usan los arrendatarios ricos de
las cercanías de Paris , y al punto empezó á rodar
el carruaje , tirado por un vigoroso caballo , por el
camino alfombrado de yerba que co re desde Bou-
queval á la quinta de Arnouville. Los vastos edi-
ficios y numerosas dependencias de la quinta que
estaba á cargo de M. Dubreuil, indicaban la impor-
tancia de aquella magnífica posesión , que la se-
ñorita Cesarina Noirmont habia llevado en dote al
casarse con el duque de Lucenay.
El ruido estrepitoso del látigo de Pedro anunció
á madama Dubreuil, la llegada de las dos huéspedas,
las cuales se apearon del carruaje un momento des-
pués y fueron recibidas con demostraciones de gozo
por la arrendataria y su hija. Madama Dubreuil ra-
yaba en los cincuenta años, y tenia un semblante
benigno y afable : las facciones de su hija , moreni-
ta, de ojos azules y rosadas mejillas, exhalaban can-
dor y bondad. Cuando Clara se abrazó á la Guilla-
baora , vio esta con sorpresa que su amiga estaba
vestida de paisana como ella , y que su traje no era
ya de señorita»
— ¿Qué quiere decir eso , Clara ? ¿ también vos ?
¿conque os habéis disfrazado de paisana? — dijo
la señora Adela abrazando á la bija de su amiga. —
¿Y porqué no imitaria en todo á su hermana Ma-
ría ? — repuso madama Dubreuil. — No me ha de-
jado en paz hasta que se le hizo un jubón de paño ,
un guardapiés de fustán y todo el traje como el de
vuestra María... Pero dejemos los caprichos de estas
muchachas ,amiga mia ! — dijo suspirando madama
Dubreuil. — Venid , voy á contaros los apuros en
que me encuentro.
Al llegar á la sala con su madre y la señora
Adela , Clara se sentó al lado de Flor de María, le
cedió el mejor sitio junto al fuego de la chimenea.
J56 LOSMISTRIOS DE PARÍS.
le hizo mil caricias , cogióla las manos entre las su-
yas para ver si estaban aun frías y la besó por déci-
ma vez, llamándola ingrata y haciéndola en voz
baja dulces reconvenciones, por el largo espacio
que dejaba mediar entre sus visitas,.. Se tendrá
presente el coloíjuiode la pobre Guillabaora con el
cura junto á la rectoral , para formar una idea de la
mezcla de humildad , de dicha y de temor con que
recibió estas tiernas é ingenuas caricias.
— ¿Qué os ha pasado, amiga mia , y en que
puedo seros útil ? — dijo la señora Adela. — j Ah !
en mucho rae podéis ser útil : pero antes de nada
voy á deciros lo que pasa. Me figuro que no sa-
béis que esta quinta pertenece á la señora duque-
sa, de Lucenay, con quien nos entendemos direc-
tamente... sin tener nada que ver con el contador
del señor duque.
— En efecto , ignoraba esa circunstancia. — Aho-
ra, diré por qué os la revelo. Según esto pagamos
el arriendo á la misma señora duquesa , ó á mada-
ma Simón , su camarera mayor. La señora duque-
sa es tan buena, tan guapa, aunque algo viva de
genio , que da gusto tratar con ella , y así es que
Dubreuil y yo nos echaríamos al fuego por com-
placerla... Ya se ve, nada tiene de particular por-
que yo he conocido á la señora 'duquesa cuando era
pequeñita y venia aquí con su padre el señor prín-
cipe de Noirmont... Hace poco tiempo que nos ha
pedido adelantados seis meses del arriendo... y ya
veis que cuarenta mil francos no se encuentran
así de manos á boca , como suelen decir... pero
quiso la fortuna que tuviésemos reservada esta
cantidad para la dote de Clara , y de la noche á la
mañana la señora duquesa recibió su dinero en
buenas monedas de oro.. El lujo de estas señoras del
gran mundo es la causa de todos los lances de este
LA CARTA. 157
género... Sin embargo , no hace mas que un año
que la señora duquesa empezó. á cobrar con toda
puntualidad los plazos vencidos del arriendo, pues
antes de aque'la época parecia que no necesitaba
el dinero para maldita la cosa... ahora es muy di-
ferente. — Hasta ahora , amiga mia , no veo en
que pueda seros útil.. — A eso voy, ya lo veréis :
todo esto es para haceros ver la confianza que me-
recemos á la señora duquesa... ademas de que á la
edad de doce ó trece años ha sido, con su padre
por compañero, madrina de Clara, á quien tiene
hechos mil favores. Pero vamos-|[l caso; ayer tar-
de he recibido por un propio esta carta de la Señora
duquesa :
« Mi querida señora Dubreuil , es indispensable
que la glorieta del jardin se halle mañana á la
tarde en disposición de ser habitada : haced poner
en ella los muebles necesarios, alfombra, cortinas,
et., et., y sobre todo procurad que esté lo mas
confortable que fuere posible...
¡Confortable ! ya lo veis, amiga mia; y está
subrayado — dijo madama Dubreuil mirando á su
amiga con aire pensativo y embarazado ; y luego
continuó ;
( Haced que tengan el fuego encendido noche y
dia en la glorieta , porque como hace tanto tiempo
que no se ocupa , debe estar llena de humedad.
Trataréis á la persona que irá á establecerse en
ella como si fuese yo misma ; por una carta que os
entregará sabréis lo que espero de vuestro celo.
Cuento con él , y no temo abusar de vuestro
genio servicial, porque sé cuanto me estimáis y
lo que sois capaz de hacer en obsequio mió.
Adiós, mi querida señora Dubreuil. Un beso á mi
ahijada , y no dudéis del cariño que os profeso.
T. 11. 11
158 LOS MISTERIOS DE PARlS.
«C. NoiRxMONT DeLuCENAY,
« P. D. La persona de que hablo llegará pasado
mañana al anochecer. Vuelvo á rogaros que pon-
gáis la glorieta lo mas confortable que os fuere
posible.
— / Confortable ! ; ya veis otra vez la maldita
palabra subrayada 1 — dijo madama Dubreuii me-
tiendo en el bolsillo la carta de la duquesa de
Lucenay. — ¿Y eso que tiene de particular? nada
mas sencillo — r^uso la señora Adela. — ¡ Cómo
nada mas sencillo!... ¿Luego no habéis oido? la
señora duquesa quiere sobre todo que la habitación
esté lo mas con for tabla que sea posible ; y esta es
precisamente la razón porque os he rogado que
vinieseis á verme. Clara y yo nos hemos devanado
los sesos para adivint/í* lo que quiere decir con-
fortable , y ni por asomos... Y eso que Clara
estuvo en el colegio de Viilers-le-Bel y obtuvo no
sé cuantos premios de historia y geografía... pero
en cuanto á esa palabra berroqueña no sabe ni
una jota mas que yo : sin duda es cosa de la
corte ó de las gentes del gran mundo... Pero sea
lo que fuere, no podréis menos de confesar que es
cosa para poner en cuidado á cualquiera : la se-
ñora duíjuesa quiere sobre todo que la habitación
del jardín este confortable , y subraya la palabra,
y la repite dos veces , y nosotros no sabemos ni
poco ni mucho lo que quiere decir. — Si no te-
neis otro apuro, yo os explicíiré ese gran misterio
— dijo sonriendo la señora Adela ; — confortable,
en el presente caso , quiere decir una habitación
cómoda , bien compuesta , bien cerrada , bien ca-
liente; una habitación enfin en donde se encuen-
tre todo lo necesario , y aun si se quiere lo su-
LA CARTA. 139
períluo... — I Ay Jesús ! ahora si que caigo; pero
cada vez estoy mas confusa. — ¿Porque? — La
señora duquesa me habla de alfombra , de muebles
y de muchos et cceteras mas ; pero las alfombras
y los muebles que aquí tenemos son todos muy
ordinarios; y ademas no sabemos si la persona
que ha de venir es hombre ó mujer, y es me-
nester que todo esté listo para mañana á ía tarde...
¡Cómo saldré del paso, Dios mió! ¡si aquí no
hay de que echar mano 1 Confesad , amiga mia,
que es lance para perder el juicio. — Pero, mamá
— dijo Clara — ¿porqué no servirán los muebles
de mi cuarto? y mientras no se amuebla otra vee,
iré á pasar tres ó cuatro dias con María en Bou-
queval. — ¿Y qué haremos con tu cuarto, mucha-
cha? ¿está por ventura puesto con todo lo necesa-
rio? ¿es acaso bastante confortable... como dice la
señora duquesa? [YálgameDiosIyone sé ádondevan
á buscar palabras tan estrambóticas. — ¿Luego esa
glorieta está de ordinario sin habitar? — preguntó
la señora Adela. — lístá sin habitar: es aquella
casita blanca que está sola al fin del pomar. El
señor príncipe la hizo construir para la señora
duquesa cuando era niña ; y siempre que venia á
la quinta con su padre pasaban un rato los dos
\m la glorieta para descansar. Tiene tres cuarti-
tos, y al fin del jardin una lechería suiza en donde
la señora duquesa se diverlia en liacer ía lechera
cuando era chiquita. Desde que se casó solo la
hemos visto dos veces en la quinta, y las dos veces
estuvo algunas horas en la glorieta. La primera
vez; (hace ya seis años ) vino á caballo con...
Madama Dubreuil se detuvo como si la presencia
de Flor de María y de Clara le impidiesen conti-
nuar la conversación; y después de un momento de
interrujx'ion, dijo:
160 LOS MISTEHIOS DE PARÍS.
— Pero yo estoy hablando, y todo esto no me
saca de apuros. Vamos, amiga m¡a , varaos á ver
si me ayudáis á discurir lo que se ha de hacer. —
Decidme como está compuesta y amueblada la glo-
rieta...— Apenas está amueblada; en la pieza
principal una estera de paja , un sofá de junco,
algunas poltronas y sillas ordinarias de lo mismo,
y nada mas. Ya veis que la tal habitación está
muy lejos de ser confortable. — Pues señora, yo
en vuestro lugar enviaria á Paris una persona
entendida : son las once no mas, y hay tiempo
bastante. — Nuestro mayoral... no hay persona en
la quinta mas activa y entendida que él. — Pues
bien, en dos horas á mas tardar llega á París,
entra en cualquiera tapicería de la Chaussée-
d'Antin, entrega la lista que os haré después que
haya visto lo que hace falla en la glorieta, y dirá
que sea al precio que fuere... — ¡Oh ! eso si... en
nada reparo con tal de contentar á la señora du-
quesa.
— La persona que haya de ir dirá que sea cual
fuere el precio , debe llegar aqui esta misma noche
todo lo que contiene la lisia como también cuatro
tapiceros para poner todo en su lugar. — Podrán
venir en la diligencia de Gonesse que sale de Paris
á las ocho de la noche — Como solo se trata de
traer alganos muebles, de clavar las alfombras y
í^olgar las cortinas, todo puede estar hecho ma-
ñana por la mañana. — ; Ay querida de mi alma !
¡ de que pesadilla me habéis librado !.. Sois mi Pro-
videncia, amiga mia; jamas se me hubiera ocurrido
tal. Ahora vaisá hacerme la lista de lo que se ne-
cesita para que la glotieta esté... — Confortable...
¿ es verdad ? — ¡ Jesús 1 ¡ otra dificultad/... No sa-
bemos si es un cabaliero ó una señora lo que ha de
venir. La señora duquesa habla en su carta de una
LA CAUTA. 161
persona , y esto no hay persona en el mundo que
lo entienda,.. — Preparaos como para recibir auna
¡nujer , si es un hombre tanto mejor para él. —
Es verdad... tenéis razón...
Entró en esto una criada y dijo que el almuerzo
estaba pronto,
— Luego almorzaremos — dijo la señora Adela :
— mientras voy á escribir la lista de lo que hace
falta , haréis tomar la medida del alto y largo de
las piezas , á fin de saber de antemano lo que han
de llevar las alfombras y las cortinas. — Voy á
decirselo á nuestro mayoral. — Señora — dijo la
criada — también está aqui aquella lechera de
Stains: trae su equipaje en una carretilla tirada
por un borrico.., y en verdad que la carga no és
muy pesada. — Pobre mujer — dijo con dolor ma-
dama Dubreuil. — ¿Quien es esa mujer? preguntó
la señora Adela. — Una paisana de Stains que tenia
cuatro vacas y que iba todas las mañanas á vender
leche á París. Su marido era herrador , y un dia
que necesitaba herraje acompañó á su mujer á Pa-
ris , y quedó de reunirse con ella en la esquina
en donde acostumbraba vender la leche. Por des-
gracia la lechera se ponia en un barrio sospechoso
según parece ; y por eso cuando volvió su marido
á reunirse con ella , la encontró disputando conr
unos borrachos que habian hecho la indignidad de
derramarle toda la leche. El herrador quiso entrar
en razones con ellos, pero le maltrataron : por
donde se trabó una quimera en la cual fué muerto
de una puñalada. — ¡ Que horror I — esclamó ma-
dama Georges ; — ¿y no han cojido al asesino? —
Por desgracia no, porque se escabulló en medio'de
la confusión que sobrevino. La pobre viuda asegura
que lo conoce muy bien; porque lo ha visto mu-
chas veces con sus compañeros en el mismo barrio;
163 LOS MISTERIOS DE PARIS.
pero hasta ahora han sido inútiles todas las dili-
gencias que se hicieron para descubrirlo. Después
de la muerte de su marido, la lechera tuvo que
vender las vacas y algunos pedazos de tierra que
tenia para pagar deudas. El administrador de Stains
me recomendó esta pobre mujer que es una exce-
lente criatura, y tan honrada como infeliz , porque
tiene tres hijos , el mayor de los cuales no pasa
de doce años : como tenia una plaza vacante, se la
he dado y viene á establecerse aquí. — No estraño
que seáis tan bondadosa , amiga mia.
— Dime , Claia — repuso madama Dubreuil —
¿ quieres conducir esa pobre mujer á su habitación,
mientras voy á advertir al mayoral que se prepa-
re para ir á Paris ? — Sí , mamá , y María vendrá
conmigo. — Eso por supuesto ; ya sé que no podéis
vivir la una sin la otra — dijo la arrendataria. —
Y yo — dijo la señora Adela sentándose á una
mesa — voy á empezar mi lista para no perder
tiempo, porque á las cuatro tenemos que estar de
vuelta en Bouqueval. — ¡A las cuatro 1... ¿qué
priesa tenéis dijo madama Dubreil. — Sí, á las cinco
tiene que estar María en la rectoral. — / Ah ! si es
cosa del señor cura Laporte, inclino la cabeza —
dijo madama Dubreuil. — Voy á disponer lo nece-
sario. Estas dos muchacbas tienen tantas cosas que
decirse , que es preciso darles tiempo para que se
desahoguen. — A las tres saldremos sin falta, ma-
dama Dubreuil. — Por supuesto... Pero dejadme
daros gracias otra vez... ¡Bendita sea la hora en
aue me acordé de llamaros, sino no sé que habia
de ser de mí! — dijo madama Dubreuil. — Varaos
Clara; vamos María.
Mientras escribía la señora Adela salieron por un
lado madama Dubreuil, y por otro las dos- jóvenes
'
LA CARTA. 163
con la criada que Labia anunciado la llegada de la
lechera de Stains.
— ¿En donde está esa pobrecilla ? — preguntó
Clara. — Está en el patio de los hórreos, señorita ,
con sus hijos, su asno y su carretilla. — Verás,
María , verás que descolorida está y que aire de
tristeza le da el luto de viuda — dijo Clara cojiendo
de4 brazo á la Guillabaora. — La última vez que ha
venido á ver á mamá lloró tanto por su marido que
me partió el corazón ; y luego dejaba de llorar de
repente y se entregaba á unos impulsos de furor
contra el asesino, que me causaba miedo el verla :
ya se vé, el resentimiento es natural... ¡pobreci-
lla !... ¡Cuantos desgraciados hay en el raundol...
¿ es verdad , María ? — / Ah ! sí, no hay duda —
repuso Flor de María dando un suspiro. — Tenéis
razón, señorita , hay muchos desgraciados. — ¡ Va-
mos ] — gritó Clara dando una patada en el suelo
con enojo pueril... — Conque no quieres tutearme...
y me llamas señorita : ¿ que mal te hice yo , Mana ?
¿estás enfadada conmigo? — ¿Yo enfadada ? ¡Santo
Dios I ! I — ¿Entonces porque no me tuteas ?... Ya
sabes que mi madre y la señora Adela te han reñido
por eso... Mira que te aviso, voy á hacer que te
riñan otra vez y peor para tí... — Perdóname, Cla-
ra , estaba distraida. — / Distraída.... después de
haber estado ocho dias sin vernos 1 — dijo Clara con
tristeza. — ¡Distraida I eso tampoco me gusta; pero
no, no, ese no es el motivo: mira, María , al fin y
al cabo he de venir á creer que eres soberbia.
Flor de María no respondió á su amiga, y se
puso pálida como un cadáver...
Una mujer vestida de luto habia dado al Tcrla
un grito de cólera y de horror.
Esta mujer era la lechara que vendía todas las
16i LOS MISTERIOS DE PARÍS.
mañanas la leche á la Guillabaora, cuando esta vi-
vía con la tabernera del Conejo Blanco.
La escena que varaos á referir paco en uno
de los patios de la quinta , á vista de los labra-
dores y de las mujeros de labranza que entraban
para comer de mediodía. Veíase bajo un tinglado
una carretilla tirada por un asno, la cual contenia
el rústico ajuar de la viuda, y un niño de doce
años ayudado por otros dos de menos edad, em-
pezaba á descargar los muebles. La lechera, que
parecía ser de unos cuarenta años, estaba vestida
enteramente de negro: su aspecto era adusto, viril
y resuello, y tenia los parpados hinchados como si
acabase de llorar. Al ver á Flor de María díó pri-
mero un grito de asombro; pero el dolor, y la có-
lera contrajeron luego sus facciones , arrojóse ha-
cia Flor de María , asióia brutalmente del brazo y
enseñándola á las personas de la quinta dijo á voz
en grito:
— Esta > esta ladrona conoce al asesino de mí
marido... la he visto hablar mas de veinte veces con
aquel bandido cuando yo vendía leche en la esquina
de la calle de la Drapería Vieja , y me compraba
todas las mañanas un sueldo de leche: debe saber en
donde está el facineroso que ha matado á mi hom-
bre, porque es de la pandilla de los rufianes como
todas las de su pelo... ¡Oh, no te me escaparás, no,
endina!... — gritó la lechera exasperada por la in-
justa sospecha que habla formado, y agarró por el
otro brazo á Flor de María, qué trémula y despa-
vorida quería huir para ocultar su vergüenza.
Clara, aturdida por tan súbita agresión, no ha-
bía abierto los labios hasta entonces ; pero reco-
brando aliento y haciendo un enérgico esfuerzo, di-
jo en voz alta y enojada á la viuda:
— ¿Estáis loca?... ¡el pesar os trastornó el jui-
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LA CARTA. 165
cío 1... ¡ mirad que os engañáis, buena mujer I —
¡Engañarme yo!... — repuso la paisana con amarga
ironía... — ¡ yo engañarme!... no, Señor; ¡no por
cierto!... ¡ Mírenla, mírenla, cómo pierde el color
la gran bribona!... ¡cómo se le balen los dientes!...
Ya cantarás claro, ya, delante de la justicia; yo
misma te llevaré... ¡No te escaparás de mis uñas!...
— ¡Insolente! — gritó Clara exasperada — ¡salid de
aquí al instante !... ¡ Tratar de fse modo á mi ami-
ga, á mi hermana!... — /Cómo vuestr.? hermana,
señorita! ¿sabéis lo que estáis diciendo? ¡ Vos sí
que estáis loca ! — repuso la viuda con ademan gro-
sero. — Vuestra hermana una arrastrada ' ¡ una pér-
dida á quien he visto andar por las calles de la Ci-
té durante seis semanas.
Al oir eslo los labradores prorrumpieron en un
murmullo de indignación contra Flor de María, y
tomaron naturalmente el partido de la lechera, que
de su clase y en cuya desgracia se interesaban. Los
tres niños de la paisana , al oir los gritos de su ma-
dr,e, la rodearon y empezaron á llorar sin saber
de que se trataba. El aspecto de las pobres criatu-
ras vestidas también de luto, dobló la simpatía
que inspiraba la viuda y aumentó la indignación de
los paisanos contra Flor de María. Clara asombra-
da por estas demostraciones amenazadoras , dijo
con voz conmovida á la gente de la quinta:
— Haced salir de aquí á esla mujer; os vuelvo
á decir que el pesar le trastornó el juicio. ¡ Perdo-
na , peraona , María ! ¡ está loca , no sabe lo que
dice/...
La Guillabaora , con la cabeza baja , pálida,
inerte y acongojada , no hacia el menor movi-
miento para desasirse de la robusta lechera. Clara
atribuía esta inacción al terror que aquella escena
166 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
debia inspirar á su amiga, y volvió á decir á los
labradores :
— ¿No babeis oído ? os mando que echéis de
aquí á esa mujer... Ya que se empeña en no decir
mas que injurias, para castigar su insolencia , no
tendrá la plaza que se le ha ofrecido , ni volverá á
poner los pies en la quinta.
Ningún labrador se movió para obedecer la orden
de Clara, y uno de ellos se atrevió á decir:
— ¡ Caramba , señorita / si es una muchacha per-
dida y conoce al asesino del marido de esta pobre
mujer... será preciso que se esplique delante del
alcalde... — Os repito que no entrareis jamas en la
quinta — dijo Clara á la lechera — si al instante
no pedís perdón a la señorita Maria por esos insul-
tos. — ¿ Me echáis de aquí , señorita ? sea enhora-
buena , como ha de ser — repuso la viuda con amar-
gura. — Vamos , vamonos de aquí, huérfanos des-
dichados — añadió abrazando á sus hijos — volved
á cargar el carro y nos iremos á ganar el pan á
otra parte , que Dios tendrá piedad de nosotros :
pero al menos no nos marcharemos sin llevar á de-
lante de la justicia á esta vagamunda, para que
declare quien es el asesino de mi marido... porque
conoce á toda la gavilla I... Aunque sois rica, se-
ñorita — añadió mirando á Clara con insolencia —
y aunque tenéis amigos entre esa gente... no por eso
debéis tratar con tanta altanería á los pobres. — Es
verdad. — dijo un labrador — la lechera tiene ra-
zón. — ¡ Pobrecilla I — ¡Y mucha justicia que le
sobra I — Le asesinaron el marido y ha de estar
contenta ? — Nadie tiene derecho para impedir que
haga lo posible para descubrir á los bandidos que
lo mataron. — El despedirla de ese modo no es le}'
de Dios. — ¿Y tiene ella la culpa de que la amiga
de la señorita Clara venga á ser una muchacha
LA CARTA. 167
perdida? No se debe echar de casa á una mujer
honrada , á una madre de familia , por una bando-
lera semejante.
Estos rumores se iban convirtiendo en amenazas ,
cuando Clara gritó :
— ¡Gracias á Dios... aquí está mi madre I
En efecto, madama Dubreuil ToWia en aquel mo-
mento de la glorieta del jardín.
— I Vamos, Clara ! \ vamos , María ! — dijo la
arrendataria acercándose al grupo — vamos á al-
morzar, hijas mias, que ya pasa la hora. — Ma-
má — dijo Clara — defended á mi hermana de los
insultos de esa mujer — y señaló hacia la viuda ; —
por Dios echadla de aquí. ¡Si oyerais los imprope-
rios que tuvo la audacia de decir á María 1... —
¡Improperios ! \ como se atrevería 1... — Sí, señora..
Mirad como tiembla mi pobre hermana... apenas
puede sostenerse... j Ah I es una vergüenza que tal
suceda en nuestra casa... ¡María, perdona ¡ perdó-
nanos por Dios !... — ¿ Pero que significa todo esto?
— dijo madama Dubreuil mirando con inquietud al
rededor de sí, después de haber observado el anona-
damiento de la Guillabaora. — La señora hará jus-
ticia... sí, estamo- seguros de que hará justicia... —
murmuraron los labradores. — Ahora que está aquí
madama Dubreuil , eres tú la que va á salir de la
casa — dijo la viuda á Flor de María. — / Luego es
verdad I — exclamó madama Dubreuil dirigiéndose
á la lechera que tenia cojída del brazo á Flor de
María. — ¿ como os atrevéis á hablar de esa ma-
nera á la amiga de nn hija ? ¿ Asi pagáis los favo-
res que os dispenso? ¡Vamos dejad en paz á esa
criatura — Señora , repito que agradezco vuestros
favores — repuso la viuda soltando el brazo de Flor
de María; — pero antes de condenarme y de echar-
me de vuestra casa con mis hijos, preguntad á esa
168 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
ilesastrada , y veréis como no tiene cara para negar
que me conoce y que yo la conozco también.
— Jesús, hija niia; ¿no oís lo qflfb dice esta mu-
jer?— preffuntó asombrada madama Dubreuil. —
¿Es ó no cierto que te llamas la Guillabaora? —
dijo la lechera á Flor de María. — Sí .. — respondió
aterrada la infeliz criatura sin atreverse á mirar
á madama Dubreuil — sí, ese era mi nombre... —
¡ Ya lo veis como confiesa ! — gritaron con enojo
los labradores. — ¿Pero qué confiesa?¿que es lo
que ha confesado? — dijo en voz alta madama
Dubreuil, asombrada por la confesión de Flor de
María. — Dejadla responder, señora — dijo la viuda
— que ella confesará también que estuvode posada en
una casa infame de la calle de Feves en la Cité, en
donde le vendia yo un sueldo de leche todas las
mañanas; y también confesará que habló delante
de mí con el asesino de mi niarido... ¡Oh/ estoy se-
iíura deque lo conoce muy bien .. es un mozo descolori-
do que siempreestá fumando; anda de gorra y mele-
nas largas, y ella debe saber su nombre... ¿No es
verdad, tú, mosca muerta? gritó la lechera. —
Bien puede ser que haya hablado al asesino de
vuestro marido, porque por desgracia hay muchos
malhechores en la Cité — dijo con voz tremida Flor
de María ; — pero yo no sé de quién me habláis.
— , Cómo I I qué dijo I — exclamó madama Dubreuil
horrorizada. — ¡Habló con asesinos I... — La gente
de su laya no tiene otra compañía — repuso la
viuda.
Esta eslraña revelación, confirmada por las
últimas palabras de Flor de María, llenó al prin-
cipio de estupor á madama Dubreuil; mas pene-
trándose en seguida de la fealdad del hecho, re-
trocedió con disgusto y horror, tiró hacia sí con
violencia á su hija Clara que se hahia acercado á
LA CAUTA. 160
Flor de María para sostenerla, y dijo á voces:
— ¡Qué horror!... Clara, cuidado, no te acer-
ques á esa infame... ¿Pero cómo habrá podido
recibirla en su casa la señora Adela? ^: cómo se
habrá atrevido á presentármela y consentir que
mi hija?... ¡Qué acción tan horrible... Dios mió!
Dios mioÜ! apenas creo lo que me pasa. Pero no,
la señora Adela es incapaz de tal infamia., habrá
sido engañada como nosotras... porque sino... ¡Oh !
¡seria un hecho abominable!
Clara creia estar soñando en medio de esta es-
cena cruel. Su candida ignorancia no le permitía
comprender las horribles acusaciones que dirigían
á su amiga, y al ver á la Guillabaora abatida,
muda y aterrada como un criminal delante de su
juez , se le oprimió el corazón y se le arrasaron
los ojos de lágrimas.
— Vente , vente , hija mía — dijo madama Du-
breuil á Clara; y dirigiéndoáe luego á María, con-
tinuó:—Y tú, infame criatura. Dios castigará tu
hipocresía. ¡Haber permitido que mi hija... un
ángel de virtud y de inocencia , te llamase su
amiga!... ¡su hermana I... ¡tú, que eres el deshe-
cho y la escoria del mundo! ¡qué descaro; qué
avilantez III ¡Mezclarte así con personas honradas
é inocentes , cuando debieras estar en una prisión
con tus iguales!... — Sí, sí, — gritaron los labra-
dores;— conoce al asesino... que vava, que vaja
á la cárcel. — Y acaso ha sido cómplice también!
— Ya lo ves como hay una justicia de DiOs! —
dijo la viuda enseñando el puño cerrado á la
Guillabaora. — En cuanto á vos, honrada mujer
— dijo madam.'i Dubreuil á la lechera — lejos de
despediros, reconoceré el servicio que me hacéis
dándome á conocer esa desastrada. — Ya lo de-
cíamos nosotros que la señora habia de hacer jus-
170 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
íicia .. — «gritaron los labradores. — Vamos, Clara
— repitió la arrendataria — la señora Adela nos
explicará su conducta , ó no volveré á tratarla en
los dias de mi vida; porque si no ha sido engañada,
su proceder para con nosotras es de lo mas hor-
rendo y malicioso. — ¡Pero mamá, por Dios, mi-
rad como está María'... — Déjala que se muera
de vergüenza. Desprecíala, hija mia, no quiero que
estés a su lado ni un solo momento. Es una de
esas criaturas á quienes una joven como tú no
puede hablar sin deshonrarse. ^ — ¡Por Dios, por
Dios, mamá ! — dijo Clara resistiéndose á su ma-
dre que quería llevarla consigo — yo no entiendo
lo que quiere decir eso... María podrá ser culpable
porque vos lo decís; pero , Dios mió! está tan
asombrada, tan desfallecida... tened á lo menos
compasión. — ¡Ah, señorita Clara! vos os com-
padecéis y me perdonáis. Creedme, señorita, os
he engañado á pesar mió... y muchas veces me he
arrepentido... — dijo Flor de María dirigiendo á
su protectora una mirada de inefable gratitud. —
Pero mamá ¿en dónde está vuestra piedad, vues-
tro corazón? — exclamó Clara con profundo dolor.
— ¡Piedad... para esa! Vamos, vamonos de aquí...
á no ser porque la señora Adela me dará pronto
una explicación, ya hubiera mandado que arrojasen
de aquí á esa miserable como una apestada — dijo
con aspereza madama Dubreuil dirigiéndose hacia
ía casa y tirando de su hija, la cual se volvió por
última vez á Flor de María, y exclamó: — ¡alaría!
■ mi hermana querida I yo no sé de que te acusan,
pero estoy segura de que no eres culpable, y por
eso te amo y te amaré siempre. — ¡ Calla la bocal
— dijo madama Dubreuil poniendo su mano sobre
la boca de Clara— ¡calla, deslenguada! Afortu-
nadamente todos saben que después de esta odiosa
LA CARTA, 171
revelación no has estado un momento sola con esa
desastrada... ¿no es verdad, amigos míos? — Sí,
señora — repuso un labrador — somos testigos de
que la señorita Clara no ha estado un momento
sola con esa perdularia, que sin duda es una la-
drona porque conoce á los asesinos.
Madama Dubreuil se dirigió á la casa con Clara,
y la Guillabaora quedó sola en medio del grupo
enemigo que la rodeaba. A pesar de las palabras
injuriosas de la arrendataria , la presencia de esta
y de Ciara habia inspirado alguna confianza á Flor
de María con respecto á los resultados de aquella
terrible escena; pero luego que se marcharon las
dos, al verse sola y á la merced de aquella turba
de paisanos , perdió enteramente el ánimo y tuvo
que apoyarse contra el borde del profundo pilón
del corral en que bebían los caballos de la quinta.
Seria imposible describir una postura mas abatida y
melancólica que la de Flor de María , ni una actitud
y palabras mas insolentes y amenazadoras que las
de la turba que la rodeaba. Sentada , ó mas bien
apoyada sobre el brocal del pilón, con la cabeza
baja y la <ara tapada con ambas manos, el cuello
y el pecho cubiertos con las puntas del pañuelo
de indiana encarnado que cenia su cofia de aldeana,
la Guillabaora, inmóvil y silenciosa, presentaba
el cuadro mas doloroso de congoja y de resig-
nación.
A la distancia de algunos pasos, la viuda del
asesinado , triunfante y exasperada aun por las
imprecaciones de madama Dubreuil , enseñaba la
desventurada joven á sus hijos y á los paisanos con
gestos de odio y de desprecio... Puestas en círculo
todas las personas de la quinta mostraban su ma-
ligno resentimiento ; y sus rudos semblantes espre-
saban la indignación, la cólera y una especie de
172 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
escarnio grosero: las mujeres eran las mas insolen-
tes, y la causa mayor de su rabioso encarniza-
miento era quizá la belleza sin igual de Flor de
María. Ni unos ni otros podian perdonar á la Gui-
llabaora el que hubiese tratado hasta entonces co-
mo iguales á sus amos y señores. Uníase á esto el
que algunos labradores de Arnouville no habian
podido justiíicar los antecedentes de buena con-
ducta que se requerian para ocupar en la quinta
de Houqueval una de las plazas tan envidiadas en
el pais, y entre las personas de esta clase existia
contra la señora Adela un resentimiento de ven-
ganza, que debia estallar naturalmente en aquella
ocasión contra su protegida.
Los primeros impulsos de una naturaleza rústica
6 inculta son siempre estremados, ja se dirijan al
fin mas excelente ó al objeto mas detestable... Pero
envuelven horrendos peligros cuando la muche-
dumbre cree autorizada su brutalidad por las faltas
reales ó aparentes de aquellos que son el objeto de
su rencor ó de su ira. Aunque la mayor parte de
los labradores de la quinta no tenia un derecho
decidido á enfurecerse contra las faltas que se atri-
buian á la Guillabaora, creyéronse todos ellos ul-
trajados con la sola presencia de la joven , y su
irritación subia de punto solo con pensar en la cla-
se á que habia pertenecido aquella desventurada,
la cual confesaba ademas que habia hablado mu-
chas veces con asesinos. Nada mas se necesitaba
para exaltar el furor de una turba irreflexiva,
excitada ademas por el ejemplo de madama Dubreiu!.
— ; Llevarla á delante del alcalde ! — gritó un
labrador.- — Sí, sí... y si no quiere andar. . irá á
empellones. — ¡Miren con que frescura se atreve á
vestirse como la gente honrada del campo! — aña-
dió una de las Maritornes mas feas de la quinta. —
lá carta. 173
Y con su cara de no me toques, cualquiera la hu-
biera tomado por una sanlita— repuso otra. — ¡Quién
diria que tiene miedo al agua bendita/ — ¡ Desca-
rada I ¡correosa I ¡serias capaz de recibir á Dios sin
confesión! — Meterse entre los señores... — Como
si tuviese á menos andar entre la gente de nues-
tro pelo... — Pero á cada puerco le llega su san
Martin. — ¡ Anda , zapateada 1 ¡ ya cantarás claro y
dirás quien es el asesino!... — gritó la viuda. —
Todos sois de la pandilla... j casi me entreacuerdo
de haberte visto con ellos aquel dia. Vamos, dé-
jate ahora de lloriquear, que ya todos saben quien
eres : \ enséñanos tu linda cara I
Y al decir esto la viuda separó con violencia las
manos de la Guillabaora, que ocultaban su rostro
bañado en lágrimas. La vergüenza y el horror de
verse espuesta á las miradas de aquella gente sin
piedad aumentaron el temblor general de la pobre
criatura : juntó las manos en ademan de súplica,
volvió los ojos tíuiidos hacia la lechera y dijo
con dulce y plañidera voz :
— Señora, escuchadme por Dios... hace dos me-
ses que viro retirada en la quinta de Bouqueval...
y no he podido ser testigo de la desgracia de que
habláis... y...
Una explosión de gritos furiosos sofocó la tímida
voz de Flor de María.
— Al alcalde con ella... allí se explicoteará. — Va-
mos, que allí se las dirán de misas.
Y el grupo amenazador se iba estrechando mas
y mas hacia la Guillabaora : esta cruzó las manos
por un impulso maquinal , y miró espantada á uno
y otro lado en ademan de implorar socorro.
— ¡Hola/ — dijo la lechera — mira, mira si t^ít-
ne á socorrerte ahora la señorita Clara: no te esca-
parás de mis manos, no. — Señora — dijo Flor de
T. II. 12
17i LOS MISTERIOS DE PARÍS.
María temblando como una azogada — yo no quie-
ro escaparme ; lo que quiero es responder á lo que
me pregunten... ya que esto puede seros útil... ¿Pe-
ro qué mal he hecho yo á esas gentes que me ro-
dean y me amenazan ? — Lo que hicistes fué me-
terte entre nuestros amos, cuando nosotros que
valemos cien veces mas que tú no soñamos en
echarla de señores... Ahí está lo que nos hicistes.
— ¿Y porqué querías que echasen do aquí á esta
pobre viuda con sus hijos? — dijo otro. — ?so era
yo... era la señorita Clara.., quien quería... — ¡Es
mentira!! — dijo otro labrador interrumpiéndola.
— Ni siquiera lias pedido por ella , y te hubieras
alegrado dejarla sin pan para sus hijos. —Ko, no
ha pedido por ella. — ¡La gran bribona ! — ¡una
pobre viuda... y con tres criaturas! — Si no he pe-
dido gracia para la señora — dijo Flor de María —
fué porque no tenia fuerza para decir una pala-
bra...—Pero tienes fuerza para hablar con losase-
sinos.
Del mismo modo que en las asonadas populares,
los paisanos de la quinta de Arnouville, mas bru-
tales que malignos, se irritaban , se excitaban y se
enardecian al ruido de sus propias palabras, y se
aumentaba su irritación á medida de las injurias
que prodigaban a su víctima.
El círculo imponente de los labradores se iba
estrechando por momentos sobre Flor de María ; to-
dos gesticulaban y gritaban á la vez, y la viu-
da del herrador nóera ya dueña de su razón. Se-
parada únicamente del profundo abrevadero por el
brocal á que estaba apoyada, la Guillabaora te-
mió que la arrojasen al agua tendiendo los brazos
á la exasperada muchedumbre dijo en voz alta •,
— ¿ Que queréis de mí ? ¡ahí por piedad no me
hagáis malí
LA CAUTA. 17o
La lechera no dejaba de geslúíular y de acercarse
mas y mas á Flor de María, iiasla que poniéndola
los puños en la cara , la desdichada joven se inclinó
hacia airas y dijo con espanto ;
— Por amor de Dios, señora, no os acerquéis
tanto porque me haréis caer en el agua.
Estas palabras dispertaron en la turba una idea
cruel. Resueltos algunos paisanos á hacer una de
esas chanzas comunes entre ellos que dejan medio
muerto al que las sufre, el mas adelantado de to-
dos dijo :
— ¡Un remojo I... ¡echarla de remojo!... — ¡íí,
si... al agua! ¡ al agua I... — repitieron todos con
risas y aplausos frenéticos. — Eso es, un buen re-
mojo... le refrescará la sangre. — Y así aprenderá
á meterse entre la jente honrada. — ¡Sí... al agua
con ella ! ¡al agua ! — Y justamente rompimos el
hielo del pilón esta mañana. — La mozuela se
acordará de la gente de Arnouville.
Flor de María creyó morirse al oir la inlumiana
gritería y el escarnio brutal de los paisanos, y al
ver la exasperada y estúpida irritación que estaba
pintada en sus semblantes... al primer movimiento
de terror sucedió bien pronto una especie de amar-
ga satisfacción : el porvenir que la aguardaba era á
sus ojos tan negro y doloroso , que dio mentalmen-
te gracias al cielo por abreviar sus aciagos dias, sin
proferir una sola queja , dejóse caer do rodillas,
cruzó los brazos sobre el pecho con fervor religioso
cerró los ojos y oró en silencio. Dudaron por un
momento los labradores si llevarían ó no adelante
su proyecto salvaje, al ver la actitud y la muda
resignación de Flor de María ; pero estimulados
por la parte femenina y lenguaraz de la asamblea,
empezaron de nuevo á vociferar para inspirarse valor
mutuamente y llevar á cabo su maléüco designio.
176 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Dos de los mas furiosos iban á arrojarse sobre
Flor de María, cuando una voz vibrante y altera-
da dijo:
— ¡Alto! ¡deteneos I
Y al mismo instante la señora Adela, que se ha-
bia abierto paso al través de la furiosa muchedum-
bre , se acercó á la Guillabaora que estaba arrodi-
llada, la cogió en los brazos y y la levantó diciendo
con voz imponente;
— ¡ Levantaos. María 1... levantaos , hija de mi
corazón ! ¡ solo debéis arrodillaros delante de Dios!
Fué tal la expresión y el imperioso ademan de
la señora Adela , que los paisanos retrocedieron y
qucoaron petrificados al oírla. El enojo había cu-
bierto de una viva sufusion el pálido rostro de la
redentora de María. Dirigió una mirada altiva á los
labradores y les dijo con voz firme é imperiosa. —
jMiseroblesI ¿cómo os atrevéis á violentar de ese
modo á esta pobre criatura?... — Es una... — ¡Es
hija mia !... — exclamó la señora Adela interrum-
piendo con severidad á uno de los labradores. — El
señor cura La porte, á quien todos veneran y respe-
tan , la ama y la proteje, y aquellos á quienes es-
tima un sacerdote tan venerable , deben ser respe-
tados por todo el mundo.
Apaciguóse la chusma al oir estas sencillas
palabras. El cura de Bouqueval era considerado
como un santo en el país, y algunos de los pai-
sanos no ignoraban el interés con que trataba á la
Guillabaora. Oyéronse sin embargo nuevos rumo-
res; pero la señora Adela conoció el motivo, y
dijo en alta voz :
— Aunque esta niña desventurada fuese la mas
despreciable y abandonada de las criaturas, no poi
eso seria menos odiosa vuestra conducta. ¿De qu<
queréis castigarla? Y además ¿con que derecho 1<
LA CARTA. 177
bariais? ¿ con la fuerza ? ¿ Pero no es infame y ver-
gonzoso el que unos hombres elijan por víctima á
una niña débil é indefensa? Vente, María, ven,
hija de mi alma ; volvámonos á caso, que á lo me-
nos allí eres conocida y apreciada...
La señora Adela tomó del brazo á Flor de María
los labradores , conociendo entonces la brutalidad
de su conducta, se apartaron respetuosamente. So-
lo la viuda se adelantó y dijo con resolución á la
señora Adela:
— ¡Para mí nada vale lodo eso I Esta muchacha
no saldrá de aquí hasta que haya declarado ante
el alcalde sobre el asesinato de mi difunto marido.
— Amiga mia — dijo la señora Adela reprimién-
dose, — mi hija no tiene para que hacer aqui de-
claración alguna : si la justicia quiere mas adelante
valerse de su testimonio , que la llame á su pre-
sencia que yo la acompañaré... Hasla entonces na-
die tiene derecho para interrogarla. — Pero yo ,
señora... os digo que...
La señora Adela interrumpió ala lechera, y la
dijo con severidad :
— Ape:ias puede disculpar vuestra conducta la
desgracia de que sois víctinia : un dia vendrá en
que os arrepentiréis de la imprudente violencia
que habéis cometido. La señorita María vive con-
migo en la quinta de Houqueval : podéis decirselo
al juez que ha recibido vuestra primera declaración,
y aguardaremos sus órdenes.
La viuda no halló que responder á tan convin-
centes palabras : sentóse en el brocal del abre\a-
dero, abrazó á sus hijos y empezó á llorar amar-
gamente. Algunos minutos después de esla escena
sacó Pedro el cabriolé , al cual subieron la señora
Adela y Flor de ^aría para volverse á lJou(|ueval.
Al pasar por delante de la quinta de Arnouville,
178 LOS MISTERIOS DF PARÍS.
la Guillabaora vióá Clara que lloraba medio oculta
delras de una persiana entreabierta ; la candorosa
niña hizo á Flor de Maria con el pañuelo una seña
de despedida.
— I Ay , señora I ¡ qué vergüenza para mí 1...
j qué pesadumbre para vos 1 — dijo Flor de María
á su madre adoptiva luego que se vio sola con ella
en la sola de la quinta de Bouqueval. — Sin duda
os babeis enojado para siempre con madama Du-
breuil , y lodo por causa mia... / Ah, mi presenti-
miento !... Dios me ba castigado por baber engaña-
do á esa señora y á su hija... soy la causa de la
discoidia que va á separaros de vuestra amiga... —
Mi amiga... no bay duda, hija mia, que es una
excelente mujer; pero tiene una cabeza de chorlito...
Sin embargo su corazón es bueno, estoy segura de
que mañana se arrepentirá del atolondramiento que
ha padecido hoy... — ¡ Ah ! no creáis que intento
acusaros para disculparla... j no lo permita Dios I
pero la bondad con que me miráis puede acaso ce-
garos... Poneos en el lugar de madama Dubreuil...
Al saber que la compañera de su hija querida., era...
lo que era yo... ¿ habrá quien pueda culpar su in-
dignación ?
La señora Adela no halló por desgracia una sola
palabra que responder á esta pregunta de Flor de
María la cual continuó con exaltación.
— ¡ Mañana correrá por todo el país la noticia
de la escena vergonzosa á que be dado motivo. ! TSo
temo por mí ; ¿ pero quien sabe si la reputación de
la señorita Clara padecerá también... porque me ha
llamado su amiga y su hermana ? ¡ Ah I ¡ ojalá hu-
biera seguido mi primer impulso !... resistirme al
cariño que me inspiraba la señorita Dubreuil... y
desechar la amistad con que me brindaba , á riesgo
de que llegase á aborrecerme. Pero me be olvidado
LA CARTA. 179
(le la distancia que nos separaba... y Dios me ha
castigado : sí , me ha castigado cruelmente, porque
acaso he hecho un daño irreparable á una criatura
tan buena y tan virtuosa... — No os hagáis , hija
mia , cargos tan dolorosos — dijo la señora Adela
después de algunos momentos de reflexión : — la
vida que habéis tenido es culpable... sí, muy cul-
pable... ¿pero no basta el que con vuestro arrepen-
timiento hayáis merecido la protección de nuestro
venerable cura ? ¿ No habéis sido presentada á ma-
dama Dubreuil bajo sus auspicios y los mios , y no
la han inspirado vuestras propias cualidades el tier-
no cariño que libremente os habia profesado?.. ¿No
es ella quien os ha pedido que llamaseis hermana
á su Clara? Y finalmente , ¿ podría yo (como acabo
de decírselo á ella misma porque nada he querido
ocultarla) podria yo divulgar lo pasado, segura
como estaba de vuestro arrepentimiento , haciendo
asi mas penosa... y acaso imposible vuestra rehabi-
litación, desesperanzándoos y exponiéndoos al vi-
lipendio de unas gentes tan desgraciadas y tan
abandonadas como vos misma habéis sido, y que
acaso no hubieran conservado como vos el secreto
instinto del honor y de la virtud? La revelación
de esa mujer es sin duda penosa y funesta ; ¿pero
deberla yo prevenirla , sacrificando así vuestra fu-
tura tranquilidad á una eventualidad casi impro-
bable ? — j Ay , señora I lo que me hace conocer
que mi posición será para siempre falsa y misera-
ble , es el que llevada del efecto que os merezco,
habéis tenido justa razón para ocultar lo pasado,
y el que la madre de CTlara ha tenido también ra-
zón para despreciarme en nombre de ese pasado...
de despreciarme, como todo el mundo me despre-
ciará , en lo venidero , porque la escena de la
quinta de Arnouville no tardará en divulgarse por
180 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
todo el país..: ¡ Ah / me moriré de vergüenza... no
podré soportar las miradas de nadie / — ¿Ni aun
fas mias , hija del corazón»? — dijo madama Adela
soltando un raudal de lágrimas y abriendo los bra-
zos á Flor de Maria : — sin embargo nunca halla-
reis en mi corazón mas que la ternura y el amor
de una madre. Tened espirita , hija mia , y tran-
quilizaos con la conciencia de vuestro arrepenti-
miento. Aqui estáis rodeada de amigos; pues bien,
que sea Tuestro mundo esta casa... Anticiparemos la
revelación que teméis : nuestro buen cura reunirá
las gentes de la quinta , que tanto os aman ya, y
les dirá la verdad de lo que ha pasado... Creedme,
hija mia, su palabra tiene tal autoridad, que esta
revelación no podrá menos de haceros mas intere-
sante y querida. — Os creo, señora , y me resignaré.
Ayer me anunció el señor cura , en la conversación
que he tenido con él , las dolorosas expiaciones por
qué tenia que pasar , y no debo estrañar que em-
piecen ya. Me ha dicho también que mis amarguras
serian contadas y recibidas... Así lo espero... Sos-
tenida en mi quebranto por vos y por él no me que-
jaré nunca. — Vais á verlo dentro de pocos mo-
mentos , y á la verdad nunca os serán mas salu-
dables sus consejos... Son ya las cuatro y media ;
disponeos para ir á la rectoral , hija mia... Voy á es-
cribir al señor Rodolfo para informarlo de lo que
ha pasado en la quinta de Arnouville. Enviaré la
carta por un propio , y luego iré á la rectoral , por-
que conviene que hablemos las dos con el señor
Laporte.
Algunos momentos después salió de la quinta la
Guillabaora y se dirigió á la rectoral por el camino
hondo, en donde la víspera habian resuelto aguar-
darla el Maestro de Escuela y el Cojuelo.
LA CIRTA. 181
Hemos visto ya por estos coloquios con ]a se-
ñora Adela y con el cura de Bouqueval, cuan
bien habia aprovechado Flor de Maria los consejos
de sus bienhechores , y cuanto se habia identifi-
cado con sus principios-, pero esta misma adqui-
sición era la causa de su amargura , porque le ha-
cia conocer toda la fealdad de su primera miseria:
su espíritu se habia desarrollado á medida que su
buena inclinación natural se robustecía y fructifi-
caba en la atmósfera de honor y de pureza en
que vivia. Con un entendimiento menos elevado,
una sensibilidad menos delicada y una imagina-
ción menos viva y ardiente, Flor de María se
hubiera consolado mas fácilmente : pero por des-
gracia ni un solo dia dejaba de acordarse sin dis-
gusto y horror de la vergonzosa miseria de su pa-
sada existencia. Figurémonos una nina de diez y
seis años, llena de candor y de pureza, con la
conciencia de su pureaa y de su candor, arrojada
f>or| algún poder infernal en la taberna de la Pe-
ona y sometida irrevocablemente á la voluntad de
aquella harpía... tal era on Flor de Maria la reac-
ción de lo pasado sobre lo presente. De este modo
hareihos comprender el sentimiento retrospectivo,
ó por mejor decir la repercusión moral que tanto
hacia padecerá la Guillabaora,y que la inducía á
sentir, mas veces de lo que se atrevía á confesar
al cura, el no haberse ahogado en el fango de su
primera miseria.
Nadie tendrá por una paradoja lo que vamos á
decir, por menguadas que sean su reflexión y su
experiencia de la vida : Flor de María era dijína del
interés y de la piedad que inspiraba, no solo por-
que no habia amado jamas, sino también porque
sus sentidos no habla n dispertado nunca del sueño
de la inocencia. Y si es verdad que algunas muje-
182 LOS MISTERIOS DE PAR7S.
res, doladas de menos delicadeza que Flor de Ma-
ría, conciben una repulsión invencible después de
las primeras brutalidades legales de una nocbe áe
boda... i será eslraño que esta niña infeliz, ero —
briagada por la Pelona, abandonada á la edad de
diez y seis años en medio de ese tropel de bestias
salvajes y feroces que infestan el barrio de la Ci-
té, les bubiese declarado un borror invencible,
y bubiese salido nioralmente pura de aquel alba-
ñal ipmundo?
U c
tJlUiiVlO
«ttoiiOo
GAl'illLO X.
EL CAMINO HONDO.
El sol se oscondia en el horizonte, y la llanura
estaba desierta y silenciosa. Acerrábase Flor de
María al camino hondo por donde tenia que pasar
para ir á la rectoral, cuando vio salir del barranca)
immedialo un muchacho cojo vestido de blusa gris y
gorra azul: Iraia lloroso ef semblante, y luego que
descubrió á la Guillabaora corrió hacía ella jun-
tando las manos en ademan de súplica, y dijo en
alta voz:
— ¡ Ah! señorita, tened compasión de iní;qiie
Dios os lo pagar¿l. — ¿ Qué quitMes? ¿qué lieneí,
hijo mió? — le preguntó la Guillabaora. — ; Ah !
mi pobre abuela, que es muy viejecita, cayó en
aquel barranco y se hizo mucho mal .. creo que 9C
rompió una pierna... ¡ Dios mió ! yo no tengo fuer-
zas para levantarla ni sé loqueheíle hacer: si no me
ayudáis, señorita... \ ahí si no me ayudáis, mi po-
bre abuela se morirá en el sitio.
La Guillabaora, compadecida del Cojuelo le res-
pondió:
— Yo, hijo mió, tampoco tengo mucha fuerza,
pero te arudaré como pueda á socorrer á tu abuela.
Vamos pronto á donde está... Yo vivo en aquella
quinta, y si la pobre vieja no puede llegar hasta
allá, haré qui», vengan á buscarla. — ¡Ay, seño-
rita ; Dios os dé su santa gloria.. Por aquí por aquí..
18'i' LOS MISTERIOS DE PARÍS.
está á dos pasos de aquí como os dije ya... la po-
brecilla resbaló al bajar la cuesta y cayó en el bar-
ranco.
— ¿Luego no sois del pais? — preguntó la Gui-
llabaora siguiendo al Cojudo. — ^No, señorita; veni-
mos de Ecouen. — ^Y á dónde ibaii? — A casa
del señor cura que vive en aquel alto... — repuso
el hijo de Brazo Rojo para aumentar la confianza
de Flor de María. — ¿A casa del señor eura La-
porte?— Sí, señorita, á casa del señor cura La-
porte; mi abuela lo conoce mucho, mucho... —
I Qué casualidad' también jo iba allá justamente:
— dijo Flor de María internándose mas y mas en
éí camino hondo. — ; Abuelita ! aquí estoy, no ten-
gas cuidado que traigo quien te socorra... — dijo
en voz alta el Cojuelo, á fin deque le oyesen el
Maestro de Escuela y la Lechuza y se dispusie-
sen á caer sobre su víctima. — ¿Pero tu abuela no
cayó léjOG de aquí? — preguntó la Guillabaora. —
No, señorita, á veinte pasos de aquí; junto á
aquel árbol gordo quo está en la vuelta del ca-
mino.
El Cojuelo se paró repentinamente.
El galope de un caballo resonó en el silencio de
la llanura.
— ¡Perdimos otra vez el golpe! — dijo para sí
el Cojuelo.
El camino hacía un ángulo casi recto á algunos
pasos del sitio en que se hallaba el Cojuelo con la
Guillabaora. Dobló el recodo un ginete, y al lle-
gar á Flor de María detuvo la brida del caballo...
Oyóse entonces el trote de otro caballo, y pocos
momentos después apareció un escudero vestido de
levita parda con botones de plata, pantalón de
ante blanco y botas de campana, y llevaba ceñido
á la espalda con un cinto estrecho de cuero el
EL CAMINO HOKDO. 185
mahintosh de su amo. Este iba vestido sencillamente
con una levita de paño grueso color de bronce, un
pantalón gris algo ajustado , y montaba con maes-
tría un brioso caballo bayo de raza pura y de
singular belleza: á pesar de la larga carrera que
acababa de dar, no se veía un solo pelo búmedo
en su lustrosa y tornasolada piel. El caballo tordo
del criado, que estaba inmóvil á algunos pasos de
su señor, era también de raza pura. Al punto que
el Cojuelo vio al caballero le conció, pues era el
vizconde de Saint-Remy, presunto amante de la
duquesa de Lucenay.
— Hermosa niña — dijo el vizconde á la Gui-
Uabaora, sorprendido por la rara belleza de la
joven — ¿tendréis la bondad de decirme cual es el
camino de Arnouville?
Flor de María bajó los ojos al encontrarse con
la mirada penetrante y atrevida del desconocido,
y respondió:
— Al salir del camino hondo tomareis , caballero,
el primer sendero á la derecha: este sendero os
llevará hasta una calle de cerezos que os guiará en
derechura hasta Arnouville. — Mil gracias, her-
mosa niña... A fe me guiáis mejor que una vieja
que he encontrado á dos pasos de aquí tendida al
pié de un árbol, porque solo me respondió con
**y6s y gemidos. — ¡ Pobre abuelita mia 1 — excla-
mó el Cojuelo con voz compungida. — ¿Podréis
decirme si hallaré fácilmente en Arnouville la
quinta de M. Dubreuil?^ — volvió á preguntar el
vizconde dirigiéndose á la Guillabaora.
Extremecióse Flor de María al oir estas pala-
bras que le traian á la memoria la dolorosa escena
de la mañana, y repuso:
— Las casas de la quinta se ven al entrar en la
calle de cerezos por donde debéis pasar, caballero.
180 LOS MlSTtRlOS DE PARÍS.
— ¡Gracias, niña mia, mil gracias! — dijo el viz-
conde, y partió al galope seguido de su escu-
dero.
Las hermosas facciones del vizconde se dilataron
algo mientras habló á la Guillabaora; pero una
profunda inquietud volvió á conlraerlas al punió
que se vio solo. Flor de María se acordó de la
persona desconocida para quien se hahia prepa-
rado con tanta celeridad la glorieta de la quinta
de Arnouville, y no dudó que era este joven y
hermoso caballero.
Oyóse por algún tiempo el galope de los caballos
sobre la tierra endurecida por el hielo, hasta que
por último cesó enteramente el ruido y todo
quedó en silencio, Respiró el Cojuelo al verse li-
bre de los dos caballeros, y á fin de advertir y
animar á sus cómplices, de los cuales el Maestro
de Escuela se había ocultado al pasar los dos des-
conocidos, dijo en voz chillón^ y penetrante:
— ¡Abueliia/ aquí vengo... con una señorita
para socorreros. — Vamos pronto, corramos, hijo
m;o/ ese señor de á caballo nos hizo perder al-
gunos minutos — dijo la Guillabaora acelerando el
paso, para llegar pronto á la vuelta del camino
hondo.
Apenas huho llegado, cuando la Lechuza que
estaba aguardando el momento oportuno, gritó;
— ¡Corre, amoroso, corre! aquí la tengo. Y
arrojándose á la Guillabaora, echóla una mano
al cuello y con la otra le tapó la boca, al paso
que el Cojuelo se agarró como un gato á las pier-
nas de la joven y la dejó sin movimiento.
Pr.só todo esto con tal rapidez, que la Lechuza
no tuvo lugar para reconocer las facciones de la
Guillabaora; pero en los |X)COS momentos que
tardó el Maestro de Escuela en salir del agujero
EL CAMI!10 HO!<DO. 187
en (jjue estaba oculto, conoció la vieja que la que
tenia agarrada era su antigua víctima.
— • ¡La Chillona/ — exclamó llena de estupor; y
luego anadió con una alegría feroz : — ¡Gon que
eres tú, eh!... ¡Ahí ¡volviste á caer en mis
añas I... /el diablo te trae á mi poder I... Mira,
tengo el vitriolo en el cabriolé, y de esta vez iií)
le escaparás sin untura... porque me revuelves ei
estómago con esa cara de santa moronda... ¡Tó-
mala, agárrala , amorosol cuidado no te muerda,
mientras nosotros la empaquetamos.
Echó el Maestro de Escuela sus enormes garras
á la Guillabaora, y antes que esta pudiese articular
un solo gritó, envolvióla en la capa la Lechuza de
pies á cabeza. Flor de María se halló de este modo
en la imposibilidad dciacer el menor movimiento
ni de pedir socorro.
— Ahora carga tú con el fardo, amoroso... — di-
jo la Lechuza. — ¡Je, je, je!... no pesa mas que el
bulto negro déla mujer que ahcgimos en el canal
de San Martin... ¿ no te parece , amoroso ? — Y co-
mo el bandido se estremeciese al oir estas palabras
que le trajeron á la memoria el horrible sueño de
la noche anterior, la tuerta continuó : — ¿ Qué do-
lor te da, aíma de gallina... parece que tiritas
de frió?... desde esta mañana te se baten los dientes
como si tuvieras la terciana... y miras al aire y
levantas el hocico como los perros cuanJo van
ahullar. — ¡Papamoscasl... es para ver qué vien-
to corre — dijo el Gojuelo. — ¡Vamos pronto,
vamos de aquí ! sujétame bien la Chillona... Así,
apriétala bien — dijo la Lechuza al ver que el ban-
dido cojia entre sus brazos á Flor de María conx)
pudiera coger á un niño dormido. — ¿Pero quien
me guia á mí ? — preguntó el Maestro de Escuela
con voz sorda cojiendo el lijcro fardo entre sus
188 LOS MISTERIOS DE PÁRIS,
brazos de Hércules. — ¡Qqc cabezal de lodo se
acuerda — dijo la Lechuza.
Y abriendo el chai , se quitó an pañuelo que lle-
vaba puesto al cuello esqueletado, lo torció co-
jiéndolo por ambas puntas , y dijo al Mactsro de
Escuela ;
— Abre la lumadera (a), coje la punta del mo-
cante con los piños (b) , y aprieta bien... El Cojue-
lo cojera la otra punta con la mano , y bo tendrás
mas que seguirlo... A buen ciego buen lazarillo...
¡ Ven aquí tú pillastre 1
El monstruoso niño hizo una cabriola como un
oso, murmuró una especie de sonido imitativo y
grotesco, cojió en la mano la otra punta del pa-
ñuelo y condujo de este modo al Maestro de Es-
cuela, mientras que la Lechuza se adelantó cor-
riendo para avisar á Barbillon. No hemos querido
pintar el terror de Flor de María cuando se vio en
poder de la Lechuza y del Maestro de Escuela; di-
remos tan solo que se sintió desfallecer y que no
pudo hacer la menor resistencia.
Algunos minutos después se hallaba la Guilla-
baora en el coche que conducía Barbillon. Aunque
era ya de noche cerró la Lechuza las ventanillas
con el mayor cuidado, y los tres cómplices se di-
rigieron con su moribunda víctima hacia el llano
de San Dionisio, en donde los esperaba Tomas
Seytou.
(c) Boca, (b) Coje la punta del pañuelo con los
dientes.
CAPÍTULO XI.
CLEMENTINA DE HARVILLE
El lector nos dispensará el que abandonemos á
una de nuestras principales heroínas en tan crítica
situación, de cuyo desenlace volveremos á ocupar-
nos mas adelante.
Se tendrá presente que Rodolfo habia salvado á
la marquesa de Harville de un peligro eminente;
peligro en que la habian puesto los celos de Sa-
rah, dando aviso al marques de Harville de la
imprudente cita concedida por su esposa á Carlos
Robert. El príncipe habia salido de la casa de la
calle del Templo muy conmovido por esta esce-
na, y habia regresado á su casa dejando para el
día siguiente la visita que deseaba hacer á la se-
ñorita Alegría y á la familia desgraciada de que
hemos hablado , á la cual creía bastante socorrida
por el momento con el dinero que habia dado á la
marquesa con el fin de que su visita tuviese visos
de caridad á los ojos de su marido. Rodolfo igno-
raba por desgracia que el Gojuelo habia robado el
bolsillo á la marquesa, y sabemos ya de que modo
se habia cometido este robo.
Serian las cuatro de la tarde cuando el príncipe
recibió la carta siguiente :
Una mujer de edad habia sido la conductora, y
se habia marchado sin aguardar la respuesta.
T. II. 13
i 90 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
«( Monseñor ,
(( Os debo mas que la vida , quisiera manifesta-
ros hoy mismo mi profundo agradecimiento. Ma-
ñana quizá enmudeceria de vergüenza... Si Y. A. R.
me hiciese el honor de venir á mi casa esta noche,
acabaria el dia como lo ha empezado: con una
acción generosa.
C. DE Orbigni de Harville.
<t P. D. No os incomodéis en contestarme , mon-
señor : estaré en casa toda la noche.
Rodolfo se alegraba de haber hecho á la mar-
quesa de Harville un servicio tan importante, pe-
ro no llevaba á bien la especie de intimidad forza-
da que esta circunstancia establecía entre él y la
marquesa. Incapaz de hacer traición á la amistad
del marques de Harville, conocía sin embargo la
viva impresión que le habían causado la gracia, el
lalento y la rara belleza de Clementina ; circuns-
tancias que la hablan separado de su trato hacia
mas de un mes. Por eso se acordaba con cierta
emoción del coloquio de Tomas y de Sarah en el
baile de la embajada de'**. Sarah , para molivar su
odio y sus celos, habia afirmado con alguna razón
que la marquesa de Harville conservaba á pesar su-
yo una inclinación invencible hacia Rodolfo, y
Sarah era demasiado sagaz, demasiado iniciada en
los resortes del corazón humano , para no haber
<onocido que Clementina , viéndose olvidada y
acaso desdeñada por un hombre que le habia cau-
sado una impresión tan profunda , y cediendo ade-
mas á las sujcstiones de una amiga pérfida , po-
CLEMENTINA DE UAKVILLE. 1"91
xTria inleresarse por la desgracia imaginaria de
Carlos Robert, sin que por esto olvidase enteramen-
te á Rodolfo. Otras mujeres fieles á la memoria del
hombre que les ha inspirado la primera pasión, hu-
bieran mirado con indiferencia el melancólico ase-
vdio del comandante. Según esto Clementina era
culpable de una y otra falta , aunque solo hubiese
cedido al interés inspirado por la desgracia , y aun-
que un vivo sentimiento de su deber, unido acaso
al recuerdo del príncijie, recuerdo saludable que
conservaba en el fondo del corazón, la hubie.sen im-
pedido cometer un desliz irreparable.
Rodolfo luchaba con mil contradicciones eslrañas
al penscr <?n su rnlrevisla con la marquesa de Har-
ville. Determinado á sufocar su amorosa inclinación
íTeíase unas veces dichoso con poder desamarla y
con poder echarla en cara su afición degradante á
Air. Carlos Robert; otras, por el contrario, sen-
tía amalgámente ver desvanecido el prestigio que
hasta entonces la habia rodeado.
Clementina esperaba también con impaciencia esta
entrevista; pero los dos sentimientos que la donii-
Jiaban eran una dolorosa confusión al pensar en Ro-
dolfo, y una aversión profunda al acordarse de Car-
los Robert. Tenia muchas razones para iuslificar es-
ta aversión y este odio hacia el comandante. Una
mujer comprometerá su reposo y su honor por un
Jiombre , pero no le perdonará jamás de haberla
j)uesto en una situación humillante ó ridicula. La
maiquesa de Harville habia sufrido una indecibl-c
•congoja al verse espuesla á los sarcasmos y mira-
V das de madama Pipelet. Ademas antes deadver-
lirla Rodolfo el peligro en que se hallaba v de in-
dicarla que subiese al quinto piso, la dirección d-tí
Ja escalera era tal , que al snbirla vio á Carlos Ro-
192 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
bert vestido con su reluciente bata , en el momento
en que oyendo los pasos de la mujer á quien espe-
raba, entreabría la puerta con una sonrisa infa-
tuada y triunfante... La insolente necedad del tra-
ge significativo del comandante , dio á conocer ñ
la marquesa cuan groseramente se babia engañado
con respeto á aquel bombre. Impelida por la bon-
dad de su corazón y por la generosidad de su ca-
rácter á dar un paso que podia perdprla, babia
otorgado esta cita al comandante, no por amor sino
por conmiseración , á fin de consolarlo del lance
ridículo á que lo babia espuesto la burla grosera
del duque de Lucenay en la embajada de***. Juz-
gúese, según esto, cual seria el disgusto y la sor-
presa de la marquesa de Harville, al ver á Mr, Car-
los Robert vestido de triunfo con tal anticipa-
ción...
Acababan de dar las nueve en el péndulo del ga-
binete en que estaba ordinariamente la marquesa
de Harville. Las costureras , las modistas y las ta-
berneras ban abusado tanto del estilo de Luis XV
y del estilo del Renacimiento del buen gusto , que
ía marquesa mujer de un gusto delicado, babia des-
terrado de su cuarto esta especie de lujo que ha lle-
gado á ser tan vulgar, relegándolo á la parte del
palacio de Harville destinada al gran recibimiento.
Nada podria inventarse mas elegante y distin-
guido que los muebles y adornos del gabinete en
que la marquesa de Harville esperaba á Rodolfíj.
Las cortinas y tapices sin festones ni cenefa , eran
de una tela de la India color de paja , y estaban
sembrados de figuras arabescas bordadas de realce
con seda sin brillo y del gusto mas caprichoso y de-
licado. Las cortinas dobles que cubrían casi ente-
ramente las ventanas por uno y otro lado, eran de
punto de Alenzon. Las puertas de palo de rosa, es-
CLEMENTINA DE HAUVILLE. 193
laban adornadas con molduras de plata dorada cin-
celadas con primor , las cuales rodeaban cada cua-
dro un óvalo ó medallón de porcelana de Sévresde
cerca un pié de diámetro: estos medallones repre-
sentaban llores y aves con una perfección admirable
El cuadro de los espejos y los tenedores de las cor-
tinas y tapices , eran también de palo de rosa con
adornos de plata dorada. El friso de la chimenea y
sus dos cariátides de una belleza antigua y de una
gracia esquisita, eran obra del cincel maestro de
Slarochetti : aquel célebre artista habia accedi-
do esculpir á esta obra maestra, acordándose sin
duda de que Benvenulo no se desdeñaba de cincelar
aguamaniles y armaduras. Dos candelabros con doble
mechero de plata sobredorada , preciosamente cin-
celados por Goutticref acompañaban al péndulo,
que era un cuadrado de lapislázuli, colocado so-
bre un zócalo de jaspe oriental , y coronado por
una magnífica guirnalda de oro esmaltado , ador-
nada de perlas y rubíes ; todo con arreglo al gus-
to del Renacimiento florentino. Varios cuadros ex-
celentes de laescuela veneciana y de mediano gran-
.dor , completaban este hermoso conjunto.
Debido á una feliz innovación, este gabinete es-
taba alumbrado por una lámpara , cuyo globo de
cristal apagado estaba casi oculto en medio de
un sinnúmero de flores naturales contenidas en un
florero de japón azul, color de píirpura y dorado,
suspendido del cielo raso á manera de araña por
tres gruesas cadenas de plata sobredorada , en las
cuales se enroscaban los verdes tallos de diversas
plantas sarmentosas : aljíunas de las ramas mas
llexibles y cargadas de flores, se desprendían dei
florero y caían como una hermosa faja verde so-
bre la porcelana esmaltada de oro, de púrpura y
de azul. Insistimos en estos pormenores, por mas
Í9V LOS :>nsTERios de parís»
que sean pu»íriles, á fin de dar una idea del buen
gusto natural de la marquesa de Harville ( se-
ñal casi siempre cierta de un buen entendimien-
to ), y porque ciertos infortunios misteriosos pa-
recen mas crueles aun , cuando se comparan
con las apariencias de una vida dichosa y envi-
diada.
Clementina de Harville estaba recostada en un
gran sillón cubierto de damasco color de paja;
su peinado era sencillo y natural y su traje con-
sistía en un vestido de terciopelo negro alto de es-
cote, sobre el cual resaltaba el trabajo maravilloso
de un cuello de encaje y unas vueltas ó puños dt;
punto inglés, que impedian el que lo negro del
vestido hiciese demasiado contraste con la blancu-
ra trasparente de sus manos y de su cuello.
La emoción que agitaba á la marquesa se aumen-
taba al acercarse el momento de ver á RodoVfíí.
Un pensamiento serio disipo por último su confu-
sión : determinóse por fin á confiar á Rodolfo un
gran secreto , un secreto cruel , esperando que con
su estremada franqueza recobraría acaso una es-
timación que tanto sentia haber perdido. El agra-
decimiento volvió á dispertar su primera inclina-
ción hacia Rodolfo. Uno de esos presentimientos
que rara vez engañan á los corazones amantes , la
decia que la casualidad no habia podido conducir
al príncipe tanoportunamente para salvarla, y que
el haber desistido de verla de algunos meses á
aquella parte se debia mas bien que á la indiferen-
cia , á otro sentimiento oculto. Clementina conci-
bió también una sospecha vaga acerca de la since-
ridad del afecto de Sarah. Al cabo de algunos minu-
tos llamó un criado á la puerta, entró en el gabi-
nete , y dijo :
CLEMESTINA DE HAllVILLE 195
— Puede recibir ¿ la señora marquesa á la señora
Asthon y á la señorita ?
La marquesa de Harville hizo con la cabeza una
seña afirmativa j su hija entró en el gabinete.
Era esta una niña de cuatro años, de facciones
simélricas y armoniosas, pero de un color enfermi-
zo y sumamente flaca y apocada. Traíala de la
mano su aya, la señora Asthon, y al punto que
Clara (así se llamaba la niña) avistó á sy madre,
corrió hacia ella con los brazos abiertos. Dos lazos
de rubíes sujetaban á la altura de cada sien de la
niña dos trenzas de cabello negro enroscadas á uno
y otro lado de la frente. Su salud era tan débil que
llevaba una drulleta de seda colchada , en lugar
de esos vestidos de muselina blanca , guarnecidos
de cintas y hechos tan á propósito para descubrir
los brazos de color de rosa y los hombros tersos co-
mo el raso , de las niñas que gozan buena salud.
Las mejillas de Clara eran tan descarnadas y consu-
midas que sus grandes ojos negros parecían de un
tamaño enorme y desproporcionado. A pesar del
aspecto mezquino de esta niña, una sonrisa llena de
gracia y de candor dilató sus facciones al sentarse
al regazo de su madre, que la besó con una especie
de ternura melancólica y apasionada.
— ¿Qué tal, desde que no la he visto? — pre-
guntó la marquesa de Harville al aya... — Media-
namente , señora marquesa , aunque por un rato
he temido que... — ¡ Otra vez / — exclamó la mar-
quesa estrechando á su hija contra el corazón por
un impulso involuntario. — Pero afortunadamente,
señora, me he engañado — dijo madama Asthon;
— el ataque se quedó en amago, de modo que la
señorita Clara volvió á calniaráe y solo experimen-
tó por un rato alguna debilidad... Aunque ha dor-
mido poco esta tarde, no ha querido acostarse sin
196 LOS MISTERIOS DE PAUlS.
besar antes á la señora marquesa. — ¡Hija de mi
alma ! — dijo la marquesa cubriendo de besos la
frente de Clara.
Devolvió esta las caricias de su madre con un
gozo infantil , cuando un criado abrió de par en
Sar las dos bojas de la puerta del gabinete , y
ijo:
— ¡ Su Alteza Real monseñor el gran duque de
Gorolstein !
Clara' sentada en el regazo de su madre , se ba-
ilaba estrechamente abrazada á su cuello. Rubori-
zóse Clementina al ver á Rodolfo, puso en la alfom-
bra á su hija , bizo al aya una seña para que se
alejase con ella, y se levantó del sofá.
— Me permitiréis , señora — dijo sonriendo Ro-
dolfo después de baber saludado respetuosamente á
la marquesa que renueve mi galantería con mi an-
tigua amiguita , porque temo que se baya olvidado
ya de raí. — E inclinándose un poco , tendió el bra-
zo bácia Clara. Esta fijó en él sus grandes ojos , lo
reconoció al cabo de un breve rato, le bizo una seña
con la cabeza y le envió un beso con la punta de sus
descarnados deditos. — ¿Conoces á monseñor , hija
mia? — preguntó Clementina á la niña.
Clara dijo que sí con la cabeza , y envió otro be-
so á Rodolfo.
— Parece que se ha mejorado desde la última
vez que la be visto — dijo el príncipe á Cle-
mentina.— Algo se ha mejorado, monseñor, aun-
que padece mucho.
La marquesa y el príncipe , tan embarazados el
uno como el otro al pensar en su próximo coloquio,
casi se alegraban de prolongar este introito con la
presencia de Clara ; pero la discreta aya se retiró
por último dejando á Rodolfo solo con su señora.
El sofá de la marquesa de Harville estaba á la
CLEMENTINA DE HARVILLE. 197
derecha de la chimenea , en la cual se apoyaba lí-
jeramente Rodolfo , que continuaba en pié. Jamas
había parecido á Clementina tan noble y gracioso
el conjunto de las facciones del príncipe , ni su voz
tan dulce y sonora. Conociendo Rodolfo cuan pe-
noso debia ser á la marquesa el romper la conver-
sación , la dijo:
— Señora, habéis sido víctima de una traición
infame: una delación inicua de la condesa Sarah
Mac-Gregor estuvo á punto de perderos. — ¡ Seria
posible . monseñorl — exclamó Clementina. — Lue-
go no me ha engañado mi presentimiento... ¿Pero
como ha podido saber Vuestra Alteza?... — Anoche,
por una casualidad , en el baile de la condesa de***,
he descubierto el secreto de esa iniquidad. Me
había sentado en un rincón retirado del jardín
de invierno; y sin saber que solo estaba separado
de ellos por un espaldar y que podía oirlos , la
condesa Sarah y su hermano vinieron á sentarse
junto á mí y empezaron á hablar de sus proyectos
y del lazo que querían tenderos. Para advertiros
del peligro en que os hallabais , me fui inmediata-
mente al baile de madama Nerval , esperando ha-
llaros allí ; pero no habíais aparecido. Él escribiros
sería exponerse á que mi carta cayese en poder
del marques, cuyas sospechas se aumentarían de
este modo. Según esto he preferido aguardaros en
la calle del Templo para frustar la traición de la
condesa Sarah. ¿Queréis perdonarme el que os ha-
ble tanto tiempo de un asunto que debe seros desa-
gradable ? A no ser por la carta que habéis tenido
la bondad de escribirme... jamas os hubiera habla-
do de ello.
Después de un momento de silencio , la marque-
sa de Harville dijo á Rodolfo:
— Monseñor , solo de una manera puedo proba-
198 LOS MISTERIOS DE PAHls.
ros mi gratitud... solo haciéndoos una confesión
que á nadie he hecho jamas. Esta confesión no me
justificará á vuestros ojos, pero acaso os hará tener
por menos culpable mi conducta. — Francamente,
señora marquesa — dijo sonriendo Rodolfo — mi
situación con respecto á vos es en extremo em-
barazosa.
Cleraentina miró con sorpresa á Rodolfo al oír
hablar con esta lijereza.
— , Cómo! ¡porqué, monseñor! — Gracias á una
circunstancia, que sin duda adivinaréis, me veo
obligado á hacer el papel de... grave consejero, en
un asunto que no deberia tratarse con tanta grave-
dad, desde que os habéis salvado del lazó odioso
que os tendió la condesa Sarah... — Pero vuestro
marido — añadió Rodolfo con una especie de serie-
dad dulce y efectuosa — es para mi como un herma-
no , y mi padre ha profesado al suyo la gratitud mas
afectuosa. . Por esta razón os felicito muy seriamen-
te por haber restituido á vuestro marido la seguri-
dad y el reposo que necesitaba. — Y por lo mismo
que honráis con vuestra amistad al marques de Har-
ville, quiero yo , monseñor , revelaros toda la ver-
dad... asi con respecto á un interés que debe pare-
ceros tan poco merecido como en realidad lo es...
como con respecto á mi conducta , que ofende al que
Vuestra Alteza tiene á bien mirar casi como un her-
mano... — Será para mí una dicba, marquesa, el
merecer la menor prueba de vuestra confianza. Sin
embargo i>ermitidme que os diga , con respecto
á ese interés de que habláis, que ya sé yo que ha-
béis cedido á un sentimiento de sincera compasión
y al asedio traidor de la condesa Sarah, que tenia
motivos para querer perderos... También sé que ha-
béis dudado largo tiempo antes de resolveros á dar
el paso de que ahora os arrepentís.
CLEMENTINA DE HARVILLE. 19í>
Glementina miró asombrada á Rodolfo.
— ¿Os sorpréndela? Otro dia os revelaré el se-
creto porque no me tenf?aís por hechicero — dijo el
principe sonriendo. — Pero decidme ¿ se ha tran-
quilizado enteramente vuestro marido ? — Sí, mon-
señor — repaso Glementina bajando la vista y llena
de confusión — y os aseguro que me atormenta
cuando me pide perdón por haber sospechado de mi
conducta , y cuando habla con exaltación de mi
modestia y del silencio que he guardado con res-
pecto á niis obras de caridad. — No os arrepintáis
de mantener esa ilusión , y alegraos, por el contra-
rio , de su feliz error... Si me fuese permitido ha-
blar con lijereza de esta aventura, y si no tuvieseis
parte en ella, señora condesa... os diria que nunca
procura una mujer ser mas encantadora á los ojos
de su marido , que cuando tiene algún traspié que
ocultar. Nadie puede figurarse la amabilidad seduc-
tora que inspira una conciencia poco limpia... Cuan-
do yo era joven — añadió Rodolfo sonriendo — sen-
tía cierta desconfianza, á pesar mió, cuando me tra-
taban con extraordinaria ternura; y como yo nunca
me sentia mas dispuesto á ser amable que cuando
tenia algún pecado que ocultar, cuando llegaba á
conocer que habia exageración en las caricias que
me hacian, no podia menos de creer que esta armo-
nía cariñosa ocultaba... una recíproca infidelidad.
Grecia por instantes el asombro de la marquesa
de Harville , al oir hablar á Rodolfo con tal lije-
reza de un asunto que hubiera podido tener para
ella tan funestos resultados : pero sospechando lue-
go que con esta afectada lijereza queria el príncipe
hacer menos importante el servicio que la habia
prestado , le dijo profundamente conmovida por este
rasgo de delicadeza :
— Comprendo vuestra generosidad , monseñor...
200 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Chanceaos, si gustáis, y olvidad el peligro de que
me habéis sacado. . Pero lo que yo tengo que deci-
ros es tan grave, tan serio, tiene' tal relación con
los sucesos de esta mañana , y vuestros consejos de-
ben serme tan útiles, que no puedo menos de roga-
ros que os acordéis de que me habéis salvado el
honor y la vida... sí , monseñor, la vida... ¡Mi ma-
rido iba armado, y en su arrepentimiento me ha
confesado que queria matarme ! — ¡ Gran Dios!^ —
exclamó Rodolfo vivamente conmovido. — Tenia
derecho... — repuso con amargura la marquesa de
Harville. — Creedme , marquesa — dijo Rodolfo
con seriedad — no puede serme indiferente lo que
á vos os interesa : si be hablado con lijereza hace
un momento , ha sido para distraeros del lance de
esta mañana , que debió cansaros una terrible im-
presión. Ahora os escucho con atención religiosa,
ya que me honráis con decirme que mis consejos
pueden serviros de algún modo. — ¡Oh! sí, /de
mucho pueden servirme I Pero antes permitidme
que os diga algunas palabras sobre los sucesos de
otra época que ignoráis... del tiempo que ha pre-
cedido á mi casamiento con el marques de Harville.
Rodolfo hizo una inclinación , y Clementina con-
tinuó :
— A la edad de diez y seis años he perdido á mí
madre — dijo la marquesa con los ojos arrasados
de lágrimas : — seria imposible expresaros cuanto
la adoraba. — Figuraos, monseñor, la bondad ideal
personificada; la ternura con que me amaba era tal,
que le servia de único consuelo en sus pesares...
Como le gustaba poco el gran mundo, y ademas pa-
decía mucho y era naturalmente sedentaria , no
pudo hallar mayor placer que el encargarse de mi
instrucción , porque lo solido y variado de sus cono-
cimientos la permitían llenar mejor qne nadie la
9Tí?ai)xvu*^iV yViHiViic)
CLEMENTINA DE HARVILLE. 201
tai ea que se había impuesto. Figuraos, monseñor,
cual seria su asombro y el mió, cuando á la edad
de diez y seis años, á tiempo que mi educación se
hallaba casi enteramente concluida , nos anunció mi
padre tomando por pretesto la débil salud de mi ma-
dre, que una viuda joven muy distinguida y muy
interesante á causa de sus graves infortunios, se en-
cargaria de terminar la obra comenzada por mi ma-
dre... Mi madre se opuso desde luego al deseo de su
marido , y yo le supliqué por mi parte qui! no me
confiase á ninguna persona estraña ; pero mi padre
se mostró inexorable á nuestros ruegos , y madama
Roland, viuda de un coronel que babia muerto en
la India... según ella decia , vino á instalarse en
nuestra casa y se encargó de ser mi instructora.
— ¡ Qué decís ! ¿es esa madama Roland con quien
se casó vuestro padre poco después de vuestro ca-
samiento? — La misma , monseñor. — ¿ Era muy
hermosa?— De mediana belleza, monseñor. —
Luego tendría mucho talento. — El de ser arti-
ficiosa... disimulada y astuta... y nada mas... Tenia
entonces unos veinte y cinco años su cabello era de
un rubio pálido, las cejas blancas, los ojos grandes,
redondos y de un azul muy claro, su fisonomía hu-
milde y melindrosa, y su carácter pérfido, bajo y
cruel , aunque disimulado bajo un exterior amable.
— ¿Qué conocimientos poseía? — Ninguno ab-
solutamente , monseñor ; y no puedo imaginar
como mí padre , tan esclavo hasta entonces del de-
coro, no ha visto que la incapacidad de aquella
mujer descubriría con escándalo de todos el ver-
dadero motivo de su presencia en nuestra casa.
Mi madre le hizo observar la profunda ignorancia
de madama Roland , pero la respondió con un
tono que no admitía la menor réplica, (|ue, sabia
6 no sabia , la interesante viuda desempeñaría en
202 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
SU casa la misión de que la habia encargado.
Todo esto lo he sabido algún tiempo después.
Desde entonces cajó mi madre en un profundo
abatimiento , y creo que deploraba menos la in-
iidelidad de mi padre, que los desórdenes do-
mésticos que este comercio podia ocasionar... y
del cual podia yo llegar á apercibirme. — Pero,
en efecto, aun por la misma conveniencia de su
loca pasión, me parece que vuestro padre cometió
un grave error introduciendo en su casa á esa
mujer. — Vuestra sorpresa se aumentarla , mon-
señor, si conocieseis el carácter rígido y ceremo-
nioso de mi padre ; era necesaria toda la influencia
de madama Roiand para conducirlo á un olvido
tal del decoro; influencia tanto mas eficaz, por-
<jue madama Roland la disfrazaba con el velo de
una pasión violenta hacia mi padre. — ¿Qué edad
tenia entonces vuestro padre ? — Unos sesenta
años. — ¿Y creía en el amor de esa joven? —
Mi padre habia sido uno de los hombres mas
dados á la moda en su mocedad... y madama
lloland , obedeciendo á su instinto ó á ciertos
«onsejos hábiles... — ¡ Consejos !... ¿y quien po-
dría aconsejarla? — Luego lo sabréis, monseñor.
— Adivinando que cuando Ikga á la vejez un
hombre de buena fortuna , le gusta tanto mas
oir alabar el mérito de su persona , porque esto
le recuerda la época mas floreciente de su vida,
madama Roland , j increible os parecerá, monse-
ñor I alababa la gracia de las faccio::cs de mi
|)Qdre, la elegancia inimitable de su talle y de
toda su persona... y tenia sesenta años... A
pesar de la alta inteligencia que lodos le aíribuian,
fué tal su obcecación, que cayó en este ardid
grosero. Tal ha sido y tal es aun , no lo dudo, la
tau«a de la inüuencia que sobre él ejerce esa
CLEIUENTINA DE HARVILLE. 203
mujer.,. A pesar de mi triste situación , no puedo
acordarme sin reir de las veces que he oido de-
cir y sostener á madama Roland, antes de casarme,
que lo que ella llamaba la verdadera madurez y
la mejor edad de la vida y no empezaba hasta los
cincuenta y cinco años. — ¡Precisamente la edad
de vuestro padre I — ¡La edad de mi padre, mon-
señor I... Entonces, decia madama Roland, es
cuando el talento y la experiencia han adquirido
su última perfección ; á esa edad es cuando un
hombre de circunstancias goza en el mundo de
todas las consideraciones á que le es dado aspirar;
entonces y solamente entonces llegan á su apogeo
)a perfección de sus facciones y la gracia de sus
modales, porque en esta época de la vida hay en
la fisonomía una mezcla divina de graciosa sere-
nidad y de dulce y serena gravedad. Finalmente,
una lijera sombra de melancolía causada por los
desengaños de la experiencia... completaba el en-
canto irresistible de la terdadna madurez de ma-
dama Roland ; encanto que solo pueden apreciar,
añadía , las mujeres de sano entendimiento y de
buen corazón , que no dan oidos á la elocuencia
fogosa de los jovencitos aturdidos de cuarenta años,
en cuyo carácter veleidoso no puede haber firmeza
ni seguridad, y cuyas facciones insignificantes y
juveniles no se hallan aun poetizadas por la ma-
jestuosa expresión , que revela la ciencia profunda
de la vida.
Rodolfo no pudo menos de sonreír al oir la elo-
cuencia irónica con que la marquesa de Harville
procuraba retratar á su madrastra.
— Hay una cosa que jamás puedo perdonar á
las gentes ridiculas — dijo á la marquesa. — ¿Cual
es, monseñor?
— La maldad de corazón.... porque esto inipide
20+ LOS MISTERIOS DE PARÍS.
el que uno se ria de ellas á su sabor. — Acaso son
malos por esa misma razón — dijo Clementina. —
Lo creo con harto dolor ; porque si yo pudiese, por
ejemplo, olvidarme de que esa madama Roland ha
debido haceros mucho daño, me reiria de su in-
vención de la verdadera madurez , en oposición del
loco aturdimiento de los jóvenes de cuarenta años,
que se<íun esta mujer parece que acaban de salir de
la cascara del huevo , como dirian nuestros abuelos.
— La causa principal de la aversión que tengo á esa
mujer, es su odiosa conducta para con mi madre.».
y la parte activa que por desgracia ha lomado en
mi casamiento — dijo la marquesa después de un
momento de duda.
Rodolfo la miró sorprendido.
— D'Harville es vuestro amigo, monseñor — con-
tinuó Clementina con voz segura. — Conozco la gra-
vedad de lo que acabo de decir... pero luego me
diréis si tengo ó no justicia. Volvamos ahora á ma-
dama Roland, erigida en aya mia , á pesar de su
conocida incapacidad. Mi madre tuvo por esto una
seria y penosa discusión con mi padre , de cuyas
resultas nos trató á las dos con el mayor desvío, y
desde aquel dia hemos vivido retiradas en nuestra
habitación, mientras que madama Roland hacia
públicamente los honores de la casa en calidad de
instructora mia. — ; Cuanto debió haber padecido
vuestra madre ! — Y mas por mí que por sí misma,
monseñor ; porque pensaba en lo futuro. Su salud,
que era ya delicada , se agravó de manera que ca-
yó enferma de peligro; y quiso la fataliilad que
M. Sorbier, médico de la familia y en quien mi
madre tenia entera confianza , muriese también por
aquel tiempo. Madama Roland tenia por médico y
por amigo á un doctor italiano de gran mérito, se-
gún ella decia: seducido mi padre por esta reco-
CLEMENTINA DE HARVILLE. 205
mcndacion, consultó al doctor extranjero, lo re-
comendó á mi madre, que lo admitió desde luego,
j fué quien la asistió en su última enfermedad...
Los ojos de la marquesa de Harville se arrasaron
de lágrimas al pronunciar estas palabras. — Me
avergüenzo de confesaros mi debilidad , monseñor
— añadió — pero por la sola razón de que madama
Roland Labia recomendado este me'dico á mi madre,
le he declarado un odio involuntario, y he visto
con temor la confianza que le dispensaba mi madre,
á pesar de que en punto á inteligencia en su profe-
sión , el doctor Polidori... — ¿Qué decís, marque-
sa?— exclamó Rodolfo. — ¿Qué tenéis, monse-
ñor?— dijo Clementina llena de asombro al ver
la espresion de la fisonomía de Rodolfo. — Pero no
—dijo para sí Rodolfo — no puede ser él.,, hace
ya de esto cinco años, y me han dicho que Polido^
ri no hace mas que dos años que ha llegado á Pa-
rís, y que ha adoptado un nombre fingido... Es el
mismo que he visto ayer... aquel charlatán conocido
por el nombre de Rradamanli... Sin embargo... dos
médicos del mismo nombre... (a) \ qué coincidencia
singular 1... Marquesa, deseo que me habléis dos
palabras sobre el doctor Polidori — dijo Rodolfo á
la de Harville que le miraba de hito en hito , y
cuyo estupor crecia por momentos — ¿que edad te-
nia ese italiano? — ¿Qué edad? unos cincuenta
años. — ¿Su cara... su fisonomía? — Siniestra... no
olvidaré jamas sus ojos de color verdegay , y su
nariz encorbada como el pico de un loro. — ; El
esl... |sin dudal... — exclamó Rodolfo. — ¿Sabéis,
marquesa , si esta aun en Paris el doctor Polidori?
— No lo sé , monseñor. Salió de Paris como un año
(a) Recoimndamos al lector que Polidori era un médico
distinguido cuando se encargo de la educación de Rodolfo.
T. II V*
206 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
después del casamiento de mi padre : una de mis
amigas , á quien asist'a también entonces el doctor
italiano... la duquesa de Lucenay... — \ La duque-
sa de Lucenay I — exclamó Rodolfo. — Sí, monse-
ñor... ¿ Porqué lo estrañais ? — Permitidme que no
os diga el motivo de mi sorpresa... ¿ Pero qué os
decia en esa época la duquesa de Lucenay sobre el
doctor Polidori? — Que desde su salida de Paris la
escribía con frecuencia cartas muy interesantes so-
bre los diversos países que recorría , porque el
doctor parece que viajaba mucho entonces... Aho-
ra... me acuerdo que, hará cosa de un mes, he
preguntado ala duquesa de Lucenay si habia reci-
bido noticias del doctor Polidori , y me respondió
con algún embarazo qi^^ hacia mucho tiempo que
no habia oido hablar de él , que ignoraba su para-
dero , y que algunos decian si se habia muerto...
— Es muy estraño — dijo Rodolfo acordándose de
la visita de la duquesa de Lucenay al charlatán
Bradamanti. — ¿Luego conocéis á ese hombre,
monseñor? — Sí , por desgracia mia... Pero os rue-
go que prosigáis ; ya os diré en otra ocasión quien
es Polidori... — ¿Quién? ¿ese médico que?... — De-
cid mas bien ese hombre cubierto de los crímenes
mas odiosos. — ¡ De crímenes ! — exclamó con
asombro la marquesa : — ¡ ha cometido crímenes
ese hombre... el amigo de madama Roland... el mé-
dico de mi madre I i y mi madre ha muerto en sus
manos al cabo de algunos dias de asistencia!...
¡ Ahí monseñor, luego mi presentimiento no me ha
engañado... — ¿Vuestro presentimiento? — Sí... ha-
ce un rato que os he hablado del horror que me
inspiraba ese médico que nos habia proporcionado
madama Roland... pero no os he dicho todo lo que
sentía, monseñor...
— ¿Pero qué mas hay? — Temo acusar á un
CLEMEPTTINA DE HARVILLK. 207
inocente y ceder con demasiada lijereza á la amar-
gura de mi dolor. Pero 'nada os callaré, monse-
ñor. Hacia cinco dias que duraba la enfermedad
de mi madre y que yo la velaba , cuando una
noche subí á la azotea de nuestra casa para res-
pirar el aire libre. Al cabo de un cuarto de hora
volví á bajar, y al entrar en un corredor oscuro,
á favor de la débil luz que salia por la puerta del
cuarto de madama Roland, vi salir al doctor
PoUdori acompañado de esa mujer. Como todo es-
taba á oscuras no sospecharon que alguien podría
oírlos, y madama Roland dijo en voz baja algu-
nas frases que no he podido percibir. El mé-
dico respondió en voz inteligible estas solas pala-
bras: Pasado mañana; y como madama Roland
le bablase otra vez en voz baja . el doctor volvió
á responderle en un tono singular : pagado ma-
ñana; os digo que pasado mañana. — ¿Pero qué
significado tenían esas palabras ? — ¿ Qué signifi-
caban , monseñor ? El miércoles por la noche el
doctor Polídorí decía pasado mañana... y el vier-
nes... murió mí madre... — ¡Horrendo! ¡oh I...
— Después de este trance funesto me condujeron
á la casa de unas parientas, que sin atender á la
reserva debida á mí edad, me dijeron francamente
los motivos que yo tenia para aborrecer á madama
Roland , haciéndome ver la ambiciosa esperanza
que aquella mujer debia concebir después de la
muerte de mi madre. Entonces he conocido lodo
lo que mi madre había debido padecer, y asi es que
la primera vez que volví á verá mi padre, mi
corazón se llenó de amargura: venia á buscarme
para conduoirme á la Norma ndía , en donde de-
bíamos pasar el primer lulo. Por el camino me dijo,
sin transición ni rodeos y como si fuese una cosa
muy natural, que, por hacernos merced á él y á
Í208 LOS MISTERIOS DE PARls.
mí , madama Roland consentía en encargarse de
la dirección de la casa y en ser mi amiga y direc-
tora.
Cuando llegamos a Aubiers (que así se llama la
posesión de mi padre) la primera persona que
nos salió al encuentro fué madama íloland, que
había ido á establecerse allí el mismo dia en que
murió mi madre. A pesar de su aire de humildad
y gazmoñería, dejaba entrever una alegría triun-
fante y poco disimulada. Nunca olvidaré la mirada
irónica y maliciosa que me dirigió al recibirme;
me pareció que quería decirme : « Aquí soy yo la
dueña , y tú la forastera. » Pero aun me esperaban
tósigos de otra naturaleza, porque ya fuese por
una falta imperdonable de buen tacto, ó bien por
una impudencia insultante, madama Roland se
había instalado en el mismo cuarto de mi madre.
Llena de indignación , quéjeme á mi padre de
esta falta de respeto á la memoria de su esposa, y
me respondió en tono muy severo que esto debía
sorprenderme tanto menos, porque era indispen-
sable que me fuese acostumbrando á respetar á
madama Roland como á mi segunda madre. Díjele
que esto sería profanar un nombre sagrado, y á
riesgo de enojarlo no perdía ocasión de manifes-
tarle mi odio a madama Roland", de suerte que
muchas veces se irritaba hasta el punto de re-
prenderme delante de aquella mujer. Echábame en
oera mi ingratitud y el desvío con que trataba al
ángel que para nuestro consuelo nos había en-
viado la Providencia, ün dia al oír esto no pude
menos de decirle: «Señor, podrá serlo para vos,
mas no para mí;» por lo cual me trató con aspe-
reza. Madama Roland intercedió por mí con voz
hipócrita y compungida. « Sed mas indulgente con
(Clementina , » dijo; (el dolor que le causa la me-
CLE3IENT1NA DE HAIITILLE. 209
moria de la recomendable persona cuya pérdida
sentimos lan amargamente, es tan natural y lau-
dable que merece nuestra indulgencia, y no de-
bemos quejarnos de ella por injustas que sean sus
sospechas. » « ¡ Qué tal ! » me decia mi padre seña-
lando con admiración á madama Roland ; «ya la
oyes; ya ves su candor y su generosidad. ¡Im-
prudente I pídela, pídela perdón.» «Mi madre me
ve y me oye... y no me perdonaría tal infamia.)
respondí á mi padre, y salí al punto de la habi-
tación dejándolo ocupado en consolar á madama
Roland y en enjugar su fingido llanto... Perdonad,
monseñor, que haya hablado tanto de estas pueri-
Jidades; pero es el único modo de daros una idea
. de mi situación en aquella época.
— Me parece que estoy presenciando esas es-
cenas dolorosas.. ¡En cuantas familias se habrán
reproducido, y en cuantas se reproducirán toda-
vía!... ¿Pero en qué categoría ha presentado
vuestro padre en el pais á madama Roland ? —
Como mi instructora y mi amiga... y de ese modo
era considerada.
— ¿ Vivia retirado ? — A excepción de algunas
• visitas de vecindad y de negocios , no veíamos á
nadie. Mi padre, dominado por su pasión y ce-
■ diendo á las instancias de madama Roland , dejó el
luto que llevaba por mi madre antes dé tres me-
ses, so pretesto de que el luto debia llevarse en el
corazón... El desvío y frialdad con que me tra-
taba se fué aumenlando de dia en dia , y llegó
' por fin á mirarme con tal indiferencia, que me
permitia una libertad excesiva para una joven de
mi edad. A la hora de almorzar era cuando lo
veía , y en seguida se retiraba á su cuarto con
madama Roland que le servia de secretaria para
su correspondencia.: salia luego con ella en coche
210 LOS MISTERIOS^ DE parís.
Ó á pié , y no volvia á la casa hasta una hora
antes de comer. Madama Roland se adornaba co:i
el mayor esmero, y mi padre se vestía con un
cuidado extraordinario en un anciano de su edad:
recibia á veces después de comer á las personas
que no podía menos de admitir, jugaba después al
chaquete hasta las diez con Madama Roland, la daba
en seguida el brazo para acompañarla al cuarto
de mi madre , y luego se retiraba. Yo podía dis-
poner del día á mi voluntad , ya saliendo á ca-
ballo con un criado, ó ya dando largos paseos por
el parque inmediato á la casa. A veces me entre-
gaba á la melancolía y no rae presentaba á la
hora de almorzar; pero mi padre no se inquietaba
por mi ausencia. — ¡Qué olvido... qué abandono
tan singular ! — Habiendo encontrado una vez á
uno de nuestros vecinos en el bosque por donde
solía pasear á caballo, renuncié desde entonces á
estos paseos y no volví á salir del parque inme-
diato á la casa. — ¿Y qué trato os daba esa mujer
cuando quedabais sola con ella? — Evitaba como
yo esa clase de encuentros. Una sola vez, aludiendo
á ciertas palabras duras que le habia dirigido la
víspera, me dijo con frialdad: «Miradlo que ha-
céis: queréis esgrimirla conmigo y vais á quedaros
en la demanda, o «Como mi madre ¿es verdad?»
la dije: o lástima que no tengáis aquí al doctor
Polidori para que os dijese que sería... pasado ma-
ñana.))— ¿Y que os respondió cuando la recor-
dasteis esas palabras del italiano? — Encendiósele
primero el rostro, mas dominando luego su emO'
cion rae preguntó qué quería decir: «Cuando es-
téis á solas, o la respondí, «preguntádselo á vuestra
conciencia , y lo sabréis. » Poco tiempo después
tuvo lugar una escena que decidió, por decirlo así,
de mi suerte. Entre el gran número de retratos de
CLEMENTINA DE HARVILLE. 211
familia que adornaban la sala en donde nos reu-
níamos por la noche , se hallaba el retrato de mi
madre, el cual desapareció un dia. Habían co-
mido con nosotros dos vecinos, uno de los cuales,
llamado M. Dorval , notario del distrito, habia
mirado siempre con extraordinario respeto y ve-
neración á mi madre. « ¿ En dónde está el retrato
de mi madre ? » dije yo á mi padre al entrar en
el salón. « La presencia de ese cuadro me afligía,»
me respondió sobrecogido indicándome con una
seña que habia delante personas extrañas. «¿Pero
en dónde han puesto el retrato de mi madre ?»
volví á preguntar ; y dirigiéndose entonces á ma-
dama Roland , la dijo con un movimiento de
impaciencia. «¿En dónde has puesto el retrato?»
» En el guardamuebles, » repuso ella, y me dirijió
una mirada de desafío, creyendo que la presencia
de los huéspedes me impediría responderla. «Ya
sé, señora, « la dije , « que la memoria de mi ma-
dre debe seros muy desagradable ; pero no es esa
una razón para qne releguéis al desván el retrato
de una persona , que cuando erais desgraciada os
hizo la caridad de admitiros en su casa. » — ¡Muy
bien I... — dijo Rodolfo — Con ese golpe maestro
debió quedar petrificada. — « / Señorita ! » — ex-
clamó mi padre, — « mirad que esta señora ha
cuidado y cuida aun de vuestra educación con un
desvelo maternal... tened presente que sus virtudes
me merecen un respeto afectuoso... y ya que os
tomáis la libertad de hablar con esa imprudencia
delante de personas extrañas , os digo que los in-
gratos son aquellos que olvidando la ternura y el
cuidado de que han sido objeto, se atreven á in-
sultar el noble infortunio de una persona digna
de ser amada...» « No me atreveré á discutir con
vos este asunto, papá, » dije con voz sumisa. «¡Acaso
212 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
tendré yo mejor fortuna que él 1 » gritó madama
Roland llena de cólera y abandonando esta vez su
acostumbrada prudencia. « Acaso me haréis el fa-
vor de confesar que lejos de deber el mas mínimo
favor á vuestra madre , solo debo acordarme del
desvío y del desprecio con que me ha tratado
siempre : y si bien es cierto que he vivido en
su casa, ha sido contra su gusto y voluntad.»
« ¡ Ah , señora ' » la dije interrumpiéndola , « por
respeto á mi padre , por v^ergüenza , por lo que
os debéis á vos misma... no hagáis revelaciones
tan deshonrosas... Me arrepiento de haberos ex-
puesto á proferir una confesión tan baja y degra-
dante...» — i Muy bien ! ¡ cada vez mejor / — ex-
clamó Rodolfo. — La disteis un suplicio completo.
¿Y ella qué respondió? — Puso fin al coloquio
por un medio muy vulgar, pero muy cómodo:
apenas oyó mis ultimas palabras, cuando exclamó:
« ¡ Dios mió ! j Jesús me valga ! » y se desmayó.
Gracias al patatús de madama Roland , salieron
de la sala los dos testigos de esta escena con pro-
testo de ir á buscar socorro, y yo me fui tras
ellos, mientras que mi padre asistía á madama
Roland con maravilloso apresuramiento. — /Con
qué enojo os hablaría vuestro padre cuando volvi6
á veros I — Al día siguiente por la mañana vino
á mi cuarto y me dijo: « Para que en lo sucesivo
no se repitan escenas tan desagradables como la
de ayer, os declaro que luego que haya espirado
el tiempo riguroso de mi luto y del vuestro, me
casaré con madama Roland. Desde hoy tendréis
que mirarla con la atención y respeto debidos.,,
á mi mujer. Por razones particulares es indispen-
sable que os caséis antes que yo ; la herencia de
vuestra madre asciende á un millón de francos,
que serán vuestra dote. Be^de este momento tra-
CLEMENTISA DE HARVILLE. 213
taré sin descanso de proporcionaros un enlace
conveniente, y me informaré de varias proposicio-
nts que me han sido hechas.
— Desde entonces he vivido enteramente aisla-
Jada, pues solo veia á mi padre á las horas de co-
mer que pasaban en profundo silencio. Mi vida era
tan triste que solo aguardaba el momento en que
me propusiesen cualquier marido para aceptarlo in-
mediatamente... Madama Roland habia desistido
de hablar mal de mi madre, pero se desquitaba ha-
ciéndome padecer un suplicio incesante: para exas-
perarme mas, se servia de las cosas que hablan
pertenecido á mi madre , tales como su silla de bra-
zos, su bastidor, los libros de su biblioteca, una
pantalla bordada por mi mano y en la cual se veia
su cifra... Todo lo profanaba aquella mujer... —
Concibo el horror que debian causaros tales profa-
naciones. — Y como la soledad contribuía á au^
mentar mi dolor... — ¿Y no teníais alguna persona
de confianza?... — Ninguna... Sin embargo he reci-
bido una prueba de interés, qne he agradecido: es-
ta prueba me la dio M. Dorval , anciano y honrado
notario á quien habia hecho mi madre algunos ser-
vicios, y el cual habia sido uno de los testigos de
la escena en que yo habia tratado con tanta aspe-
reza á madama Roland. Como según la orden de
mi padre no podia yo bajar á la sala cuando habia en
ella alguna persona de afuera, no habia vuelto á ver
á M. Dorval; pero un dia que me paseaba en el
parque como tenia de costumbre, se acercó á mi
con aire apesarado y misterioso, y me dijo con
gran sorpresa mia: «Señorita, temo que me halle
aquí el señor conde: leed esa carta y quemadla en
seguida ; es de la mayor importancia para vos , » y
desapareció. En la carta me decia que se trataba
de casarme con el marques de Harville; que este
2li LOS MISTF.RIOS DE PARÍS.
partido era conveniente por todos estilos, que
respondía de las buenas prendas del marques;
que era joven, rico, de talento distinguido y de
buena figura; pero que dos jóvenes con quienes ha-
bía estado para casarse succesivamente, habían ro-
to sus relaciones con él de un modo tan repentino
como inopinado... El notario no podía decirme el
motivo de este desenlace , aunque creía que estaba
en el caso de ponerlo en mi conocimiento , creyen-
do sin embargo que nada de todo esto fuese perju-
dicial al marques de HarvíUe. Las dos jóvenes re-
feridas eran hijas , la una de M. Beauregard , par
de Francia, y la otra del lord Dudley. M. Dorval
me decía que había resuelto hacerme esta confianza
porque mi padre parecía no dar bastante importan-
cia á las circunstancias que me indicaba , lleva-
do del impaciente deseo que tenia de verme ca-
sada.
— En efecto — dijo Rodolfo después de un mo-
mento de reflexión — ahora me acuerdo que vues-
tro marido me participó, en el intervalo de un
año dos proyectos de casamiento, que cuando esta-
ban para realizarse se rompieron inopinadamente
según me escribía , por ciertas diferencias de ín-
teres...
La marquesa de Harville sonrió con amargura,
y dijo :
— Lyego sabréis la verdad , monseñor. Desde que
leí Ta carta del notario, se apoderó de mí una cu-
riosidad y una inquietud indecibles. ¿Quién seria
el marques de Harville , pues mi padre nada me
había hablado de él , ni yo me acordaba de haber
oído jamas su nombre? Pocos días después salió pa-
ra París madama Roland, con grande asombro mío.
Aunque su viaje no debía durar mas que ocho
dias, esta separación momentánea causó la mayor
CLEMENTINA DE HARVILLE. 215
pesadumbre á mi padre , encrudeció mas y mas su
carácter y aumentó la frialdad con que ya rae tra-
taba. Un dia preguntándole yo como se hallaba, me
dijo; « Padezco mucho, y tu eres la causa» «¿Yo
la causa, señor?» «Sí. Ya sabéis, señorita, que
no puedo vivir sin la compañía de madama Roland,
y esa admirable miijer á quien habéis ultrajado,
ha tenido que hacer, solo por vuestra conveniencia
un viaje que la separa de mi lado. » Esta prueba de
interés que por mi tomaba madama Roland me hizo
estremecer , y por un instinto vago creí que se tra-
taba de mi casamiento. Podréis imaginar, monse-
ñor, cual seria el gozo de mi padre cuando volvió
de Paris mi futura madastra. A la mañana siguiente
me llamó á su cuarto, en donde se hallaba solo
con ella. «Hace mucho tiempo,» me dijo, «que
pienso en tu colocación. Tu luto se acabará dentro
de un mes, mañana llegará aquí el señor marqués
de Harville, joven muy distinguido , muy rico y ca-
paz de asegurar tu felicidad. Te ha visto en Paris,
desea tu mano, y se halla arreglada ya la cuestión
de intereses ; por manera que solo depende de tí
el que os caséis antes de seis semanas. Si por un ca-
pricho que no quiero imaginar, rehusas un partido
tan ventajoso como inesperado , yo me casaré de
todos modos, según tengo resuelto, luego que mi
luto haya espirado. En tal caso debo declararte ^ue
solo podré consentir tu presencia en mi casa si te
obligas á tratar á mi mujer con el amor y el respe-
to que se merece. » « Ya os entiendo , señor , le res-
pondí. «Sino me caso con el marqués de Harville,
os casaréis vos; y entonces no habrá ningún incon-
veniente para que yo me retire al Sagrado Corazón
« Ninguno , » me repuso con frialdad.
— ¡Ohl eso no puede atribuirse á debilidad;
¡eso es crueldad I... — exclamó Rodolfo. — ¿Que-
216 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
reís saber, monseñor, porqué no he conservado
el menor resentimiento contra mi padre? porque
una especie de previsión me decia que llegaria á
pagar muy cara la ciega pasión que le Labia ins-
pirado madama Roland... Y, gracias al Señor, ese
dia no dejará de llegar... — ¿No le habéis dicho
nada sobre esos dos enlaces, rotos por las familias
á que habia querido unirse el marques ? — Sí... En
el mismo dia he suplicado á mi padre que me conce-
diese un rato para hablarle á solas. Madama Roland
se levantó precipitadamente y salió de la habitación
«No tengo el menor inconveniente para aceptar la
unión que me proponéis, » le dije ; « pero no debo
ocultaros que habiendo estado dos veces para ca-
sarse el marques de Harville...» a Bueno, bueno, ya
sé , » me repuso interrumpiéndome ; « ya sé lo que
quieras decir. Eso ha sido por ciertas cuestiones de
intereses , las cuales no han perjudicado en lo mas
mínimo la delicadeza del marques de Harville. Si
no tienes otro inconveniente que oponer, ya puedes
considerarte casada con él... y felizmente casada,
porque yo no quiero mas que tu felicidad. » — Ese
casamiento debió haber llenado de satisfacción á
madama Roland. — ¿ Satisfacción? ya lo creo, mon-
señor — dijo con amargura Clementina ; — porque
esta unión era obra suya. Habia inspirado á mi pa-
dre la primera idea de este enlace... Sabia la ver-
dadera causa del rompimiento de los dos que antes
habia proyectado el marques , y ahí está el motivo
porque se empeñaba en que me casase con él. —
¿ Pero qué motivo ? — Queria vengarse de mi en-
tregándome á una suerte espantosa... — Pero vues-
tro padre... — Confiado en madama Roland, creyó
en efecto que los proyectos del marques de Harvi-
lle se habian deshecho por cuestiones de interés...
CLEM ENTINA DE HARVILLE. 217
— ¡Qué trama horrible I... ¿Pero esa causa mis-
teriosa ?...
— Luego lo sabréis, monseñor. Llegó por fin á
Aubicrs el marques de Harvüle : sus modales , su
producción y su figura me agradaron ; la bondad
estaba pintada en su semblante , y su carácter era
dulce y benigno, pero algo melancólico. He nota-
do en él un contraste que me asustaba y rae agra-
daba al mismo tiempo : su talento era grande y
cultivado, su fortuna envidiable, y su nacimiento
de lo mas ilustre; y sin embargo su fisonomía , de
ordinario enérgica y resuelta, expresaba á veces una
especie de timidez, de abatimiento y de descon-
fianza de sí mismo que me interesaban sobremane-
ra. También me gustaba la benignidad extraordi-
naria con que trataba á un ayuda cíe cámara anciano
que lo habia criado, y por el cual era exclusiva-
mente servido. Algún tiempo después de su llegada
estuvo enfermo en su cuarto por espacio de dos
dias, y habiendo querido mi padre visitarlo, se
opuso el ayuda de cámara, prelestando que su amo
padecia una violenta jaqueca y que no podia reci-
bir á nadie. Cuando de Harviíle volvió á presen-
tarse estaba pálido y decaido , y después de este
lance manifestaba una especie de impaciencia y pe-
sadumbre cuando le hablaban de la indisposición
que habia sufrido. Por mi parte cuanto mas conocía
al marques , tanto mas me gustaban sus cualidades
parecíame que su modestia era tanto mas laudable
porque tenia muchos motivos para creerse feliz.
Convenida por último la época de nuestro enlace,
solo pensaba en proyectos de futura felicidad y
especialmente de la mia. Si alguna vez le pregun-
tana por la causa de su melancolía, me hablaba de
su padre y de su madre , y rae decia que si vivie-
sen seria incomparable su dicha al verlo casado de
218 LOS MISTERIOS DE P^RIS.
un modo tan conforme con su deseo ; de modo que
yo tenia que desistir de mi curiosidad en fuerza de
tan amables digresiones. El marques habia adivi-
nado la naturaleza de las relaciones que antes babia
tenido yo con madama Roland y con mi padre,
aunque este, al ver que mi casamiento aceleraba el
suyo, me trataba entonces con una bondad sin igual.
De Harville me insinuó en varias ocasiones con
el mejor tacto y delicadeza , que mis pasados dis-
gustos aumentaban el amor que me tenia. Con este
motivo le be bablado del casamiento de mi padre
y del cambio que esta unión dcbia producir en mi
fortuna ; pero él no me dejó concluir y manifestó el
mas noble desinterés. \ Que viles , decia yo , deben
ser esas familias que no pueden convenirse con un
bombre tan liberal en punto á intereses! — Así lo
be conocido siempre — dijo Rodolfo — lleno de
bondad, de generosidad y de pundonor... ¿ Pero no
le babeis bablado nunca de sus dos proyectos de
casamiento ? — Confiefo , monseñor , que varias
veces se me ba ocurrido esa pregunta al ver su
carácter tan bueno y tan leal... pero reflexionando
luego que podia ofender esa misma bondad y esa
misma lealtad, me abstuve de comprometerlo á
hacerme ninguna declaración... Cuanto mas se acer-
caba el dia de nuestra unión, tanto mas dichoso pa-
recía de Harville... á pesar de que en dos ó tres
ocasiones lo he visto sumergido en una profunda
tristeza. Un dia lo vi con los ojos arrasados de lá-
grimas, y al observar la expresión de su semblante
cualquiera diría que deseaba confiarme un secreto
importante, pero que no se atrevía... Ocurrioseme
entonces la rotura de sus dos casamientos , y con-
fieso que rae he estremecido involuntariamente. Un
presentimiento secreto me advertía que en aquel
iriisterio estaba cifrada la felicidad de toda mi vida..
CLEMENTINA DE HARVlLLE. ^19
pero era tal mi deseo de salir de la casa de mi pa~
dre, que su vehemencia acalló todos mis temores
— ¿No os dijo nada el marques? — Nada... Cuan-
do á veces le preguntaba la causa de su melanco-
lía, solia responderme: « Por dichoso que sea, pa-
rezco siempre triste. » Estas palabras pronuncia-
das con un tono afectuoso disipaban mis recelos...
y ademas ¿como me atrevería yo á manifestarle
una sospecha injuriosa acerca de lo pasado , en el
momento que sus ojos estaban arrasados de lágri-
mas? Los testigos del marques de Harville, que eran
el duque de Lucenay y el vizconde de Saint Kemy,
llegaron á Aubiers algunos dias antes de mi boda,
á la cual fueron convidados mis parientes mas cer-
canos. Acabada la misa debíamos salir para Paris...
No era amor lo que me inspiraba de Harville , sino
un vivo ínteres , una estimación afectuosa , y á no
ser por lo que sobrevino después de esta fatal unión,
sin duda me hubiera unido á él un sentimiento mas
tierno. . Por fin nos casamos...
Perdió el color Clementina al decir estas pala-
bras, faltóle por un momento la resolución, y por
ultimo continuó:
— Luego que nos desposamos , mi padre me es-
trechó entre sus brazos. Madama Roland me abrazó
también , y como habia delante tantas personas no
he podido librarme de su hipócrita demostración:
con su seca y blanca mano me apretó la mía hasta
hacerme daño, y rae dijo al oido con una voz pér-
fida y melosa estas palabras que no olvidaré jamas:
« Acordaos de mi en medio de vuestra felicidad,
porque soy yo guien ha hecho vuestro casamiento. »
¡ Ah ! ¡ qué lejos estaba entonces de conocer el ver-
dadero sentido de estas palabras ! A las once nos
casamos y pocos momentos después entramos en el
coche y nos pusimos en marcha con una doncella
220 LOS MISTERIOS DE PARÍS. *
mia y el ayuda de cámara de mi marido : viajába-
mos con tanta rapidez , que antes de las diez de la
noche debíamos llegar á París. Confieso que el si-
lencio y la melancolía de Harville rae hubieran sor-
prendido si no supiese ya , por lo que él me habia
dicho, que tenia una alegría triste. Por otro lado, yo
me sentia también muy conmovida , pues era la
primera vez que venia á París desde la muerte de
mi madre, y llegaba sola con mi marido, á quien
solo había conocido por espacio de seis semanas y
el cual no me habia dicho hasta la misma víspera
una sola palabra sin la formalidad mas respetuosa.
Acaso no me mira con bastante atención el temor
<jue nos causa ese cambio repentino de tono y de
maneras, que se observa en los hombres de mejor
educación , desde el momento en que les pertene-
cemos... No se hecha de ver que una joven no puede
olvidar en algunas horas la timidez y los escrúpulos
propios de su edad y de su sexo. — Nada me ha
parecido jamas tan bárbaro y salvaje — dijo Ro-
dolfo — como esa costumbre de apoderarse brutal-
mente de una joven cual si fuera una presa , siendo
asi que el matrimonio debiera considerarse como la
consagración del derecho de emplear todos los recur
sos del amor y todos los halagos de la ternura para
hacerse amar. — Ya veo que comprendéis , mon-
señor , el vago terror con que he entrado en París,
en donde apenas hacia un año qne habia muerto
mi madre Llegamos por fin á la casa de Harvüle...
Al llegar aqui fué tal la agitación de la marque-
sa , que su rostr.o se cubrió de una ardiente sufusion,
y dijo con voz alterada :
— Sin embargo, es preciso que lo sepáis todo...
porque sino... os parecería muy despreciable....
¡ Pues bien I — añadió con una resolución desespe-
rada — me condujeron á la habitación que me te-
CLEMENTlPíA DE HARVILLE. 221
nian destinada... y me dejaron sola... Al cabo de
una hora entró mi marido... Hube de morirme de
terror... los sollozos me sofocaban .. pero era suya
y... tenia que resignarme... En esto mi marido dio
un grito borribie, me agarró por un brazo con
tal violencia que creí que me lo rompia... en vano
intenté librarme de aquella tenaza de bierro... im-
plorar su piedad era inútil... porqué no meoia...su
rostro estaba agitado por espantosas convulsiones...
sus ojos se revolvian en las órbitas con una rapidez
que me fascinaba... ecnaba por la boca una espuma
ensangrentada... y cada vez me apretaba mas el
brazo... Hice un esfuerzo desesperado... soltó por
fin mi brazo... y caí desmayada en el momento en
que de Harville se debatía en un borribie parasis-
mo de su mal... Esa fué mi noche de boda, monse-
ñor ¡ Esa fué la venganza de madama Roland I —
¡Desgraciada criatura I — dijo Rodolfo enternecido
— ahora comprendo su mal... ¡epiléptico! — ¡Oh
maldita sea aquella noche fatal! — dijo Clementi-
na con una voz que desgarraba el corazón — mi
bija mi inocente bija ha heredado esta espantosa
enfermedad... — ¿Vuestra bija... también? ¿Será
posible? ¿su palidez... su debilidad?... — Sí, mon-
señor... / Dios de misericordia !... Ese es su mal; y
los médicos lo creen incurable... porqué es here-
ditario.
La marquesa cubrió el rostro con las manos: ago-
biada por la revelación que acababa de hacer no
tuvo valor para añadir una sola palabra.
Rodolfo guardó silencio.
Su imaginación se confundía pensando en los
misterios de aquella noche cruel...
Figurábase en su mente á Clemenlina triste y
abatida al volver á la ciudad en donde habia
muerto su madre ; la veia llegar á una casa des-
T. II. lo
222 LOS .MISTERIOS DE PARÍS,
conocida, soia con un hombre á quien profesaba
alguna estimación , pero ningún amor , ninguno de
esos afectos que turban deliciosamente el espíritu,
que embriagan el corazón de una mujer j la hacen
olvidar su púdico temor en medio de los rapios de
una pasión legítima y correspondida... No; Cle-
mentina llegó sumergida en eí mas negro dolor:
llegó triste, con el corazón helado, la frente cu-
bierta de rubor y los ojos anegados en llanto... Se
resignó, és verdad; pero en lugar de oir palabras
de agradecimiento, de amor y de ternura que la
consolasen y la hiciesen conocer la felicidad que
habia dispensado... vio rodar á sus pie's un hom-
bre frenético que se retorcia, y espumaba, y rugia
como una bestia feroz en medio de las horribles
convulsiones de una enfermedad incurable!...
Su hija también, la hija de su corazón heredó al
nacer el espantoso mal de su padre...
Esta dolorosa revelación inspiró á Rodolfo crue-
les y amargas reflexiones.
Tal es la ley de este país,- decia para sí.
Una joven hermosa y pura , víctima leal y con-
fiada de un funesto disimulo , une su destino á un
hombre que padece una enfermedad espantosa, una
herencia fatal que debe transmitir á sus hijos. La
desgraciada descubre este horrible misterio...
¿ Qué puede hacer para salvarse?
Nada.
Nada mas que padecer y llorar ; nada mas que
dominar su disgusto y su horror... vivir sumida en
el terror y la amargura... buscar acaso un consuelo
criminal fuera del círculo de angustia y desolación
en que la han encerrado.
Estas leyes singulares, decia Rodolfo, obligan
á uno á hacer comparaciones vergonzosas y degra-
dantes para la humanidad...
CLEMENTINA DE HARVILLE. 223
Según oslas leyes ^los animales parecen supe-
riores al hombre por el esmero con que se les cria
y se procura mejorarlos , y por la seguridad y pro-
tección que se les dispensa... Así es que si compra-
mos un animal , y después de cerrado el contrato
descubrimos en él alguno délos males ó alifafes seña-
lados por ley... ia venta es nula, ¡Véase sino qué in-
dignidad y qué crimen de lesa sociedad , obligar á
un hombre á quedarse con un animal que tose de
cuando en cuando, que da cornadas ó que cocea!
Es un escándalo, un crimen , una atrocidad sin
igual, i Verse uno obligado á conservar por toda la
vida un caballo que tiene muermo , un buey que
da cornadas, ó un pollino que cojea ! ¿Qué espan-
tosas consecuencias no puede traer esto consigo pa-
ra la humanidad entera ?.,. Así es que no hay en
tales casos contrato que sirva , ni palabra que
deba cumplirse... porque la ley omnipotente releva
de toda obligación al engañado...
Pero si se trata de una criatura hecha á imagen
de Dios, de una joven que, unida con lealtad y
buena fé a un hombre que creyó sano hasta el dia
de su boda, descubre al otro dia que es epiléptico, que
padece una enfermedad de espantosas consecuen-
cias morales y físicas ; una enfermedad que puede
introducir el odio y la aversión en la familia, per-
petuar un mal horrible y viciar generaciones ente-
ras... entonces esta ley tan inexorable con respecto
á los animales que cojean , cornean y tosen , esta
ley tan previsora que no permite que un caballo
lisiado sirva para la reproducción., esta ley se
guarda bien de librar A la víctima humana de sc-
mejante unión...
Sus lazos son sagrados, indisolubles ; y el rom-
perlos ó desatarlos seria ofender á Dios y á los
hombres.
22Í LOS MISTERIOS DE PARTS.
A la verdad— se decia Rodolfol — el hombre se
entrega á veces á una humillación muy vergonzo-
sa, y se deja llevar otras de un egoismo y de un
orgullo detestables... Hácese inferior á la bestia
confiriéndola garantías que se niega á sí mismo ; y
consagra y perpetúa las enfermedades mas terri-
bles, poniéndolas bajo la protección é inmutabili-
dad de las leyes divinas y humanas.
Rodolfo vituperaba al marqués de Harville , pe-
ro se propuso disculparlo á los ojos de Clementina,
aunque estaba convencido de que según las revela-
ciones de esta el marques habia perdido para siem-
pre su corazón. Después de una larga serie de re-
flexiones, Rodolfo vino á hacerse á sí mismo los
cargos siguientes: el deber me ha obligado á ale-
jar de mi una mujer á quien amaba... y que acaso
me correspondió. Ya fuese por el vacío en que se
hallaba su corazón , ó por conmiseración, creyen-
do ciegamente en la desgracia de un fatuo, estuvo
á punto de perder su honor y aun la misma vida.
Si en lugar de alejarme de ella la hubiera consa-
grado mi atención, mi amor ó mi respeto, mi re-
serva hubiera puesto á salvo su reputación, y su
marido no hubiera llegado á concebir la mas leve
sospecha ; al paso que ahora se halla á la merced
de un necio como Carlos Robert , que sin duda será
tanto menos reservado y discreto, cuanto mayores
son los motivos que tiene para serlo. ¿Y quién sa-
be, ademas, si el corazón de Clementina permane-
cerá desocupado después de los peligros de que ha
salido? Joven, hermosa, pretendida, desviada de
su marido por una oposición invencible... ¡cuántos
peligros , cuantos escollos no encontrará en el cami-
no de la vida ! ¡ Qué suerte desgraciada también,
flué amargura la de su esposo, celoso y enamorado
de una mujer á quien no puede inspirar mas que
CLE3ÍENT1XA DE HARVILLE. 225
desvío y horror desde la primera noche fatal de su
casamiento I
Clementina , con la cabeza apoyada en una mano,
los ojos arrasados de lágrimas, el rostro encendido
y llena de confusión , evitaba las miradas do Rodol-
fo y no podía soportar la vergüenza de la revelación
que acababa de hacer.
— ¡Ahí — dijo Rodolfo — ahora comprendo la
tristeza del marques de Harville... Aliora veo la
causa de su eterna pesadumbre... — ¡Pesadumbre!
— exclamó Clementina — decid mas bien de su re-
mordimiento , monseñor... si fuera capaz de sen-
tirlo.... porque jamas se ha podido meditar ni
cometer con mas frialdad un crimen de tal natura-
leza...— ¡Señora'... ¡ un crimen/... — ¿Y qué nom-
bre daréis , monseñor, á un hombre que viéndose
acometido de una enfermedad incurable que solo
puede inspirar espanto y horror, se une con lazos
indisolubles á una criatura sin edad ni experiencia,
que se entrega á él confiada en su honor? ¿Qué
nombre daremos al que sabe que los hijos que ten-
ga de esta unión serán inevitablemente tan des-
p-aciados como él? ¿Quién obliga al marques de
Harville á sacrificar dos víctimas inocentes? ¿Aca-
so una pasión ciega é insensata ?... No, seguramen-
te... se ha prendado de mi nacimiento , de mi for-
tuna y de mi persona... y determinó casarse porque
le gustaron mis circunstancias , y porque se habia
cansado de vivir soltero... — A lo menos, señora,
compadecedlo. — ¡Compasión !... ¿Sabéis , monse-
ñor, quien la metece?... mi hija... esa de^^íracia-
da víctima de nuestra espantosa unión. ¡Ir.feliz !
; cuantos dias , cuantas noches crueles me ha cos-
tado esa inocente criatura !... ¡Cuántas lágrimas me
ha hecho derramar su dolor!... — ¡Pero su padre
súfrelos mismos dolores sin merecerlos!... — Pero
826 LOS .MISTERIOS DE P¿R1S.
SU padre es quien la ha condenado á una niñez en-
fermiza, á una juventud niarchila , y, si vive á
una vida aislada y melancólica... porque jamas se
casará. ¡ Oh ! no , la amo demasiado para exponerla
á que llore un dia la suerte miserable de sus hijos,
como yo lloro la suya... Esta traición me ha hecho
padecer demasiado, y jamas seré culpable ni cóm-
plice de una traición semejante... — Tenéis razón,
señora... la venganza de vuestra madrastra ha sido
horrible... Paciencia, .acaso litigará también el dia
de vuestra venganza... — dijo Rodolfo después de
un momento de reflexión. — ¿Qué queréis decir,
monseñor? — preguntó Clementina asustada por la
cadencia enfática de la voz de Rodolfo. — Casi siem-
pre he tenido la dicha de ver castigados... sí, cruel-
mente castigados á todos los malos que he conoci-
do—añadió con un tono que hizo extremecer á
Clementina. — ¿Pero qué os dijo vuestro marido al
otro dia de esa noche fatal ? — Me ha confesado
con maravillosa tranquilidad que las familias á
quienes habia querido unirse, habian descubierto
el secreto de su enfermedad y roto por consiguien-
te los dos enlaces... y sin embargo de haber sido
desechado dos veces... quiso todavía... ¡ oh ! no tie-
ne disculpa ; jes una infamia I... Y el mundo lla-
ma á estas personas í aballeros bien nacidos y de
honor... — A pesar de vuestro admirable genio na-
tural, sois á veces tan cruel, marquesa... — Soy
ciuel porque he sido infamemente engañada... Va
que de Harville conocia mi bondad, ¿porqué no me
ha descubierto su pecho y no rae ha revelado la
verdad?
— Entonces no le hubierais dado vuestra mano.
— Esa palabra le condena, monseñor; si existió ese
temor, su conducta ha sido una traición abomina-
ble.— ¡Pero os amaba! — ¿Y porque me amaba
CLEMENTiNA DE HARVILLE. 227
debia sacrificarme á su egoísmo?... Estaba lan ator-
mentada, era tal el aiisia con que deseaba dejar la
casa de mi padre , que s¡ hubiese sido franco con-
migo , acaso hubiera ganado mi consentimiento en
vista de la reprobación y del fatal aislamiento eii
que se hallaba condenado á vivir... Sí, al verlo lan
leal y tan desgraciado, quizá no hubiera tenido valor
para negarle mi mano; y una vez aceptado de este
modo el deber de sufrir las consecuencias de mi vo-
to, las hubiera sobrellevado con valor y resigna-
ción. Pero haber querido comprometer mi piedad y
mi interés hacia él poniéndome antes bajo su de-
pendencia , y exigir este interés y esta piedad á
nombre de los deberes de mujer propia, ¿y quién?.,
¡un hombre que para conseguirlo ha faltado á los
deberes del honor... eso es una bajeza infame, una
locura! ¡Considerad ahora, monseñor, cual será
mi vida , y cual habrá sido mi cruel desengaño 1 Me
he confiado en la lealtad del marques deHarville,
y me ha engañado indignamente... Su tímida y dul-
ce melancolía me ha interesado en su favor; y esa
melancolía , que según él era causada por recuerdos
piadosos , provenia únicamente de su incurable en-
fermedad,,.
— Pero al fin, aun cuando fuese una perso-
na eslraña un enemigo, sus males merecerian vues-
tra compasión : ¡ y sois tan noble tan genero-
sa! — ¿Y puedo yo aliviar sus males? Si mi voz
fuese oida , si una mirada de gratitud respon-
diese á mi mirada enternecida... Pero, ¡ah,
monseñor 1 no sabéis cuan espantosas son esas cri-
sis en que el hombre nada ve, nada oye, nada
siente, y solo sale de su frenesí para entregarse á
wn abatimiento intratable. Guando mi hija sucum-
ba á uno de estos ataques, nada puedo nacer mas
que angustiarme y entregarme á la desesperación, y
228 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
entonces bajo sus bracitos tiesos y enervados por la
convulsión... ¡Pero es mi hija !... y cuando la veo
padecer así, maldigo mil veces á su padre. Cuando
se calman los dolores de esa inocente se mitiga tam-
bién mi irritación contra mi marido... entonces sí,
entonces me compadezco de él , porque no soy ma-
la, y mi aversión se convierte en un sentimiento
de piedad dolorosa... ¿Pero me habré casado yo á
la edad de diez y siete años para no salir jamás de
estas alternativas de odio y de conmiseración , y
j>ara llorar la triste suerte de una criatura desgra-
ciada, cuya muerte no está acaso lejana? Al ha-
blar de mi hija monseñor, no puedo menos de acu-
sarme de un delito que acaso no os atrevéis aecharme
en cara. Es tan interesante que debiera bastar para
ocupar mi corazón, porque la amo ciegamente; pe-
ro este amor está mezclado con tanta amargura y
tantos temores, que jamás puedo manifestarlo sin
lágrimas. Cuando la tengo á mi lado se me oprime
el corazón, padezco un tormento indecible y mi
espíritu se entrega á la desesperación , porque co-
nozco que no hay remedio para su mal incurable.
Al verme en esta región de tormentos, en esta at-
mósfera siniestra de tempestades sin fin, os lo con-
fieso, monseñor, habia imaginado una pasión dulce
y consoladora donde pudiese descansar de tanta
agitación... Pero ; ah I confieso que me he engaña-
do, que he sido engañada indignamente, y vuelvo á
entregarme á la existencia dolorosa que me ha pre-
parado mi marido. ¿Es esta la vida, monseñor, á
que yo podia con derecho aspirar? ¿Soy jo sola
culpable de la ofensa que mi marido quiso ha-
cerme pagar con la vida esta mañana ? Ya sé que
esa ofensa es grande , y que su gravedad se au-
menta al considerarme mala elección. Por fortuna
monseñor, lo que habéis oido casualmente á la con-
CLEMKNTINA DE HARVILLE 229
desa Sarah y á su hermano con respecto á M. Car-
los Robert , me ahorra el disgusto de hacer esa
nueva confesión.,. Después de haberme oido espe-
ro á lo menos pareceros tan digna de lástima como
de reprobación. — No puedo espresaros, marquesa
la sensación que me causa vuestro infortunio. ¡Cuan-
tos disgustos habéis devorado en silencio, cuántos
horrores habéis ocultado de los ojos del mundo,
desde la muerte de vuestra madre hasta el naci-
miento de vuestra hija!,.. ; Y sin embargo sois tan
brillante, tan admirada, tan envidiada!... — ¡Ah,
monseñor I ¡cuando se padecen ciertas angustias,
nada es mas horrible que el oirse llamar feliz ! —
Seguramente , nada hay mas penoso. Pero no sois
vos sola que sufrís ese contraste erUel entre lo que
es y lo que se parece... — ¿ Porqué , monseñor? —
Vuestro marido debe parecer á los ojos de todos
mas feliz aun que vos,., porque os posee... Y sin
embargo es bien digno de compasión. ¿Pcxlrá ima-
ginarse una vida mas cruel que la suya ? no hay
duda que son graves los males que os ha causado;
pero el castigo que sufre es horroroso., os ama como
debéis ser amada; y sabe que solo puede inspiraros
una aversión invencible... y ve en la enfermedad
incurable y en los dolores de su hija una condena-
ción perdurable de su conducta... Ademas los celos
atormentan sin descanso su espíritu y... — ¿Y pue-
do yo evitarlo ?... es muy justo el que no le dé
motivo de zelos: ¿perolendria jamas derecho á mi
cariño aunque mi corazón no se entregase á otra
persona? Ya sabe que no. Desde la escena horroro-
sa que os he referido, vivimos separados , auncjue
para cumplir con el mundo tengo con él las consi-
deraciones que puedo. A nadie he dicho sino á vos,
monseñor, una sola palabra de este fatal secreto;
y solo á vos mo atrevo á pedir un consejo que á
230 LOS MISTEaiOS DE PARIS.
nadie mas pediría... — Si el servicio que os he he-
cho, marquesa, mereciese alguna recompensa, me
considerarla mil veces pagado con vueslra confian-
za. Mas ya que leñéis la bondad de pedirme con-
sejos, y me permitís que os hable con franqueza...
— ;0h, monseñor ! os lo pido de todo corazón.. —
Permilidmeque osdigaquepor noemplearbien una
de vuestras cualidades mas preciosas... dejais de
aprovechar grandes placeres, que no solo llenarían
el vacío de vuestro corazón, sino que os distrayeran
también de vuestros pesares domésticos, satisfarían
esta necesidad de emociones vivas y punzantes : y
casi me atrevería á añadir — dijo el príncipe son-
riendo— [perdonad la mala opinión que tengo de
las mujeres ) esa inclinación al misterio y á la intri-
ga que tanto domina en vuestro sexo. — ¿Qué que-
réis decir, monseñor ? — Quie-ro decir (|ue si qui-
sierais divertiros en hacer bien , nada os sería mas
grato é interesantes.
La marquesa de Harvill<í miró á Rodolfo sobre-
cojida.
— Ya comprenderéis — añadió — que no os ha-
blo de enviar con indiferencia, y casi con desden,
una abundante limosna á los desgraciados que no
conocéis , y que á veces no merecen vuestra cari-
dad. Pero si os didrlieseig como yo en itnitar de
cuando en cuando á la Providencia, sin duda con-
fesaríais que ciertas obras buenas tienen todo el ín-
teres de una novela. — Nunca habia pensado, mon-
señor, en ese modo de considerar la caridad bajo
un punto de vista... divertido — dijo Glemenlina
sonriendo á su vez.
— Es un descubrimiento que he debido al hor-
ror que me causa todo lo que es fastidioso; horror
que especialmente me han inspirado mis confe-
rencias políticas con mis mínístios. Pero volviendo
CLKMKMINA DE HARVILLE. 231
á nuestra beneficencia divertida, os digo que no
leiigo la virtud de esa genle desinteresada que
confia á otros el cuidado de distribuir sus limos-
nas. Si se tratase solamente de enviar uno de mis
chambelanes á llevar algunos miles de francos á
cada distrito de París, confieso con harto dolor que
no me gustarla mucho hacer esas caridades;
pero hacer el bien del modo (jue yo lo entiendo,
es lo mas divertido de! mundo. Y repito esta pa-
labra, porque para mí significa todo lo que
agrada; todo lo que recrea el ánimo y cautiva el
corazón... Y á la verdad , marquesa , si quisierais
ser mi cómplice en algunas intrigas tenebrosas de
tista clase, veríais que ademas de lo noble de la
acción, nada es mas grato, mas seductor... y aun á
▼eces mas divertido que estas aventuras caritati-
vas... Y luego ¡cuantos misterios para ocul-
tar el beneficio!... ¡cuantas precauciones para no
ser conocido I... ¡que emociones no se esperi-
menlan al oir las bendiciones de esas pobres gentes
y verlas llorar de gozo I En verdad os digo mar-
quesa, que tales escenas valen nmcho mas que el
semblante ceñudo de un amante zeloso ó infiel;
y cual mas cual menos todos son así... Para que
me entendáis mejor, os diré que las sensaciones
de que os hablo son por el estilo de las que ha-
béis sentido esta misma mañana en la calle del
Templo... Vestida con sencillez para no ILunar la
atención, saldríais de vuestra casa con el corazón
palpitando, y subiríais á un modesto coche, y
cerraríais bien las cortinas por no ser vista ; y
luego, después de haber mirado con zozobra al
rededor para no ser sorprendida, entraríais fur-
tivamente en alguna casa de miserable apariencia...
lo mismo, en fin , que os habrá pasado esta ma-
ñana... La única diferencia que hay de uno ú
232 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Otro caso, es que en este decíais: Si rae descubren
soy perdida; y en el olro diríais: Sí rae descu-
bren seré bendecida. Pero como tenéis una modes-
tia tan adorable... emplearíais los ardides mas
pérfidos y diabólicos... para no ser descubierta. —
¡Ah, monseñor! — exclamó la marquesa de Har-
ville enterneci-da — ¡me habéis salvado!... No
puedo explicaros la esperanza consoladora y las
ideas que vuestras palabras me han sugerido. Te-
neis razón.,, dedicarse con alma y coiazon á ha-
cerse adorar por los que padecen, es ca«¡ ha-
cerse amar... ¡No! es mas que amar... Ahora
comparo esa existencia que me proponéis con la
situación á que me hubiera conducido un error
vergonzoso, y mí conducta me parece mas repren-
sible...— Lo siento rnucho — dijo Rodolfo son-
riendo — porque mi deseo es haceros olvidar lo
pasado; y probaros únicamente que hay mil ma-
nera? de ocupar el corazón. Los medios de hacer
el bien y el mal son con frecuencia los mismos...
el fin es el que no guarda semejanza. En una pa-
labra, sí el bien es tan atractivo y tan divertido
como el mal ¿porqué no lo preferírémog? Voy a
haceros , mai'quesa, una comparación muy vulgar:
¿Porqué tienen muchas mujeres por amantes á
hombres que valen mucho menos que sus mari-
dos? Porque el mayor encanto del amor es el
atractivo de la dificultad; privad á ese amor de
los temores, de las angustias, de los peligros que
lo rodean, y nada quedará de él, ó muy poco; es
decir que quedará el amante en su primitÍTO es-
tado. Esto viene á ser lo mismo con corta dife-
rencia que la aventura de aquel hombre, á quien
se preguntó una vez porqué no se casaba con su
querida, y respondió: »Ya se me ha ocurrido la
idea , pero pensándolo mejor he visto que después
CLEMENTINA DE HARVILLE. 233
no íendria en donde pasar las noches. » — Esa es
la pura verdad — dijo la de Harville sonriendo.
— Veamos enlónces; si hallase yo un modo de
haceros sentir esos temores , esos pesares y esas
inquietudes en que ya os engolosináis sin haberlos
prohado; si utilizase vuestra inclinación natural á
lo misterioso y á las aventuras, vuestra propen-
sión al disimulo y al artificio (ya veis que no
puedo disimular mi execrable opinión de las mu-
jeres) ¿nollegaria á convertir en calidades ge-
nerosas esc instinto imperioso é inexorable , que
puede ser útil y benéfico si se emplea bien , pero
que será pernicioso y funesto si se emplea mal ?...
Vamos claros r marquesa ; ¿queréis que represen-
temos los dos una tramoya de maquinaciones ca-
ritativas y benéficas? Tendríamos nuestras citas,
nuestra correspondencia , nuestros secrí^tos en
fin; y sobre todo nos guardaríamos bien del
marques, porque debe andar algo figilante con
vuestra visita de esta mañana a la familia de
Morel. Finalmente; marquesa, si osdecidis com-
binaremos una intriga en toda regla.
— Acepto con placer y con gratitud, monseñor, esa
asociación tenebrosa — repuso Clementina, — y pa-
ra dar principio á nuestro drama, volveré mañana
á ver a esos infelices; á quienes no he podido dar
hoy mas que palabras de consuelo; porque un niño
cojo, aprovechándose de mi turbación, me robó el
bolsillo que me habláis entregado. ¡Ah, monseñor
— añadió Glementina de cuyo semblante habia de-
saparecido la dulce expresión de alegría que la
habia animado por un momento — \ Si vierais que
miseria 1... ¡Que cuadro tan horrible ! No, yo no
creia que pudirse existir una miseria tan grande...
¡Y me quejo de mi suerte !... /Y me tengo por des-
graciatla !...
23'* LOS MISTERIOS DE PARÍS.
No queriendo Rodolfo nianiTeslará la marquesa
la sensación que le babia causado esta prueba del
alma generosa de su interlocutora, dijo con tono
alegre:
Si no lo lleváis á mal , esceptuaré á la familia de
Morel de nuestra piadosa comunidad. Os ruego que
dejéis á mi cargo aquellos desdichados, y sobre
todo me prometeréis no volver á la triste casa de
la calle del Templo... porque vivo en ella.
— ¡ Vos, monseñor 1... ¿Habláis
— Y tan de veras , marquesa... no hay duda que
es una habitación muy modesta , que no me cuesta
mas que doscientos francos al ano; y ademas seis
francos mensuales libre y espontáneamente ofreci-
dos á la portera, á madama Pipelet, á aquella hor-
rible vieja que conocéis. Mas por via de compensa-
ción tengo por vecina á la costureríta mas linda del
barrio del Templo á la señorita Alegría ; y conven-
dréis conmigo en que para un dependiente de una
casa de comercio (porque yo soy dependiente de
un comercio) no es pequeña fortuna... — Vuestra
presencia inesperada en aquella casa fatal me prue-
ba que habláis formalmente, monseñor... sin duda
os ha conducido allí alguna acción generosa. ¿ Pero
qué papel habré de desempeñar yo? ¿á qué buena
obra queréis destinarme? — A la de un ángel de
consolación, y perdonadme la m.ala palabra) á la
de un diablo astuto y sutil... porque hay heridas
tan delicadas y dolorosas que solo pueden curarlas
la mano de una mujer; y hay también desgraciados
tan soberbios , tan adustos y tan disimulados , que
se necesita una rara penetración para descubrirlos
y un encanto irresistible para ganar su conGanza.
— ¿Y cuando podré ejercitar esa penetración y esa
habilidad que queréis atribuirme ? — preguntó con
impaciencia la marquesa de Harville. — Espera
CLEMENTÍNA DE fiARVlLLE. 23.>
que muy pronto tendréis que hacer una conquista
digna de vuestro valor ; pero tendréis también
que emplear los recursos mas maquiavélicos. —
¿En que día me confiareis, monseñor, ese gran
secreto?
— Vamos, ya empiezan las citas... ¡. Podréis con-
cederme el favor de recibirme de aquí á cuatro
dias? — ¡Tanto tiempo!..» — dijo sei c llámente Cle-
iiientina. — ¿ Y el misterio? ¿y el que dirán? Con-
siderad que si nos tuviesen por cómplices descon-
fiarian de nosotros; pero acaso tendré que escribi-
ros... ¿Quien es aquella mujer de edad que me La
llevado vuestra carta ? — Él sigilo y la discreción
en persona; es una camarera antigua de mi madre.
— Entonces la dirigiré mis cartas y os las en-
tregará ; y si os dignáis responderme , poned el
sobre Al señor Potlolfo , calle de Plamet, Vuestra ca-
marera echará las cartas en la estafeta — Yo mism;»
las echaré, monseñor, cuando salga á dar mis pa-
^ seos á pié. — ¿ Salis muchas veces sola y á pié ?
— Casi todos los dias cuando hace buen tiempo. -7-
¡ A pedir de boca ! Es ufia costumbre que todas las
mujeres deberían adoptar desde los primeros meses
de casadas Ello es que la costumbre existe ya... con
buenas .. y con malas intenciones. ...Es un prece-
dente, como dicen los curiales; y asi sucede que
andando el tiempo esos paseos habituales no daü
jamas motivo á peligrosas interpretaciones... Si yo
nubi(S3 nacido mujer (y confieso francamente que
había de ser muy caritativa , pero también muy
lijera de cascos) , al dia siguiente de mi boda em-
pezaría á hacer mis escursiones misteriosas con el
aire mas inocente del mundo... Me rodearía inge-
nuamente de las apariencias mas sospechosas... y de
este modo establecería el precedente de que os he
hablado, á fin de poder visitar el dia menos pensa-
236 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
do á algún pobre infeliz.,, ó á algún amante sin
inspirar recelos á nadie. — ¡ Que perfidia monse-
ñor, — dijo sonriendo la de Harville. — Feliz-
mente marquesa nunca os habéis hallado en el caso
de comprender la sabiduría y la utilidad de esta
previsión...
La marquesa de Harville dejo de sonreír, bajó
la vista y se cubrió de rubor.
— No sois generoso , monseñor.
Rodolfo la miró con sorpresa y luego dijo :
— Ya os entiendo, señora... Pero, antes de na-
da veamos cual es vuestra posición con respecto á
e^e M. Carlos Robert ; y vaya de ejemplo : Supon^
gamos que un dia una de vuestras amigas os llama
la atención hacia uno de esos mendigos que tocan
el clarinete con un tono lastimero , y ponen los ojos
en blanco para ablandar el corazón de los que pa-
san. «Este desdichado,)) os dice vuestra amiga,
« tiene por lo menos siete hijos y una mujer ciega,
sorda, muda, etc., etc. » « ¡ Que desgracia tan gran-
de! >) la respondéis alargando al pobre una limosna
y siempre que volvéis á encontrar al mendigo,
luego que os ve desde lejos, os mira con ojos de
agonia , toca el clarinete en tono lamentable, y
volvéis á darle limosna. Otro dia , cada vez mas
compadecida 3el pobre mendigo, porque vuestra
amiga traidora no cesa de pintaros su miseria pa-
ra abusar de vuestro piadoso corazón, os resignáis
á visitar al desdichado en su habitación en medio
de su miseria... Pero cuando llegáis, en lugar del
clarinete melancólico y del aire humilde y supli-
cante del pobre... os encontráis con un truhán
alegre jovial y resuelto que al veros entona una
canción de taberna... Entonces vuestra compasión
se convierte en desprecio... porque habláis tomado
I
CLEMENTINA DE HARVILLE. 237
por un buen pobre 8i\ que no era mas ni menos
que un bribón. ¿No es verdad marquesa.
La de Harvilleno pudo menos de sonreír al es-
cuchar el singular apólogo de Rodolfo , y repuso:
— Por ingeniosa que sea esa justificación , mon-
señor , no creo que pueda salvarme. — Pero lo cier-
to es que vuestro pecado no ha sido mas que una
noble y generosa imprudencia... y en vuestra ma-
ño tenéis los medios de repararla... Hablemos
ahora de otra cosa : ¿ No podré ver esta noche al
marques de Harville? — No, monseñor... el lance
de esta mañana le ha conmovido tanto , que se ha-
lla en este momento con el ataque —dijo la mar-
quesa en voz baja.— ¡ Paciencia' — repuso el prín-
cipe €on tristeza. — Vamos, esperad , tened valor y
confianza... Os faltaba una distracción , como vos
la llamáis , y me atrevo á creer que la hallaréis en
el porvenir de que os he hablado... Vuestro espí-
ritu hallará entonces un consuelo tan grato y tan
dulce, que llegaréis á olvidar ese resentimiento
contra vuestro marido. Sentiréis al contrario una
afectuosa inclinación hacia él, parecida al interés
que os causa vuestra querida hija. Con respecto á
ese inocente , una vez que me habéis revelado la
causa de su mal , casi me atrevo á deciros que es-
peréis su curación...— ¡Seria posible, monseñor!
I Ah I decidme... ¿ cómo ? — exclamó Clementina
juntando las manos con una expresión de exaltada
gratitud. — Tengo un médico, que aunque muy
poco conocido, es sin. embargo muy sabio: vivió
mucho tiempo en América, y me acuerdo de ha-
berle oido hablar de dos ó tres esclavos á quienes
ha curado maravillosamente de esa terrible enfer-
medad.— jAh, monseñor I ¿ese médico...? — No
concibáis una esperanza segura, porque el desen-
T. lí. 16
238 LOS HISTEBIOS DE PARÍS.
gaño seria entonces mas cruel... pero sin embargo
no dejéis enteramente de esperar...
Miraba Clementina el noble rostro de Rodolfo con
una expresión de agradecimiento inefable... y al
considerar la inteligencia , la gracia y la bondad
con que el príncipe la consolaba, se preguntaba á
sí misma cómo había podido interesarse por Carlos
Robert... Esta idea la oprimía el corazón.
— ¡Cuanto agradecimiento os debo, monseñor!
— dijo con voz conmovida. — Me inspiráis confian-
za y valor , me hacéis esperar la salud de mi hija,
y rae abrís un porvenir lleno de consuelo, de pla-
cer y de merecimiento... ¿No tuve yo razón cuando
os he escrito que si veníais á verme acabaríais el
dia con.una buena acción , como lo habíais comen-
zado?...— Y añadid á lómenos, marquesa, con
una délas buenas acciones que son de mí agrado...
es decir , con las que alegran y cautivan el corazón
— dijo Rodolfo levantándose , porque acababan de
dar las once y media en el péndulo del salón. —
Buenas noches , monseñor ; no os olvidéis de dar-
me pronto noticia de esos infelices de la calle del
Templo. — Los veré mañana por la nirañana... ig-
noraba por desgracia que ese niño cojo os hubiese
robado el bolsillo , y aquellos pobres deben hallar-
se en la última necesidad. No olvidéis que denlro de
cuatro días vendré á deciros el papel que habréis de
desempeñar... por ahora solo puedo indicaros que
tendréis acaso que usar de algún disfraz. — ¡Disfra-
zarme I / que horror I ¿Y qué disfraz , monseñor ?
— No puedo decíroslo en este momento... Pero eso
quedará á vuestra elección.
Al regresar á su casa se congratulaba el príncipe
por el efecto general de su coloquio con la marque-
sa de Harville, pues veía que el resultado de su plá-
CLEMENTINA DE HARVILLE. 239
tica seria el ocupar de un modo generoso el ánimo
y el corazón de una joven separada de su marido
por una aversión insuperable , y dispertar en ella
un grado tal de curiosidad novelesca y de interés
misterioso, independiente del amor, que llenarla el
vacio de su corazón y de su espíritu, y la preserva-
ría de otra afición peligrosa.
CAIHTILO XH.
MISERIA.
No habrá olvidado el lector que la familia mi-
serable del lapidario Morel, vivia en un desván de
la casa de la calle del Templo. Daremos ahora una
idea de esta triste habitación.
Eran las cinco de la mañana, reinaba un silen-
cio profundo , la noche estaba oscura y fria y la
nieve caia a grandes copos. Una vela sostenida por
dos palitos clavados en una tablilla cuadrada , ape-
nas alumbraba con una luz pálida y amortiguada
las tinieblas del desván, que era reducido, bajo,
y de techo inclinado v á teja vana , formando con
el suelo un ánsíulo muv agudo. Las tejas estaban
llenas de humedad v de un musgo verdoso, y las
hendiduras de los tabiques, revocados de yeso en-
negrecido por el tiempo, dejaban ver la madera
carcomida de que estaban hechos. Hacia uno de los
costados se abria por el lado de afuera una puerta
descoyuntada. El suelo negro, sucio y pegajo-
so estaba sembrado de pedazos de paja podrid»,
de andrajos asquerosos y de esos grandes huesos
que los pobres compran á los revendedores de car-
ne corrompida, para roer los cartílagos que con-
servan todavía a)...
(a> Se hallan con frecuencia en los barrios populosos re-
vendedoras de terneras que han nacido muertas , de am-
ales muevlos de enfermedad, etc.
i
m
MISERIA. • Í2U
Una incuria tan espantosa puede ser efecto do
mala conducta ó de una miseria honrada, pero lan
desesperada y cruel, que el hombre que se ve se-
pultado en ella no tiene la voluntad ni la fuerza
necesaria para salir de aquel inmundo fango, y se
arrastra por él como una bestia en su cubil.
La zahúrda de Morel lecibia la luz durante el
dia por un estrecho y oblongo tragaluz , abierto en
el declive del techo; esle tragaluz tenia una vidrie-
ra que se abria y se cerraba por medio de un cor-
del. Una densa capa de nie^ve cubría Ips vidrios en
el momento de que hablamos. La vela, colocada en
el centro de la buhardilla sobre el banco del lapi-
dario , esparcía alrededor una luz pálida , que desva-
neciéndose poco á poco se perdia en las sombras
de aquella caverna , en medio de las cuales se divi-
saban algunos bultos blancos.
Sobre el banco del lapidario , hecho de encina en
bruto y manchado de grasa y sebo, brillaban y re-
lucían en un montón diamantes y rubíes de un ta-
maño y de una pureza admirables.
Morel era lapidario de fino y no de piedras falsas,
como él decia y como creían los vecinos de la casa
de la calle del Templo; y gracias á esta inocente
impostura, las piedras que le confiaban parecían
de lan poco v^alor , que las tenia en su cuarto sin
temor de ser robado.
Tanta riqueza al lado de tanta miseria nos dis-
pensan de hablar de la honradez de Morel.
Sentado en un taburete sin respaldo, vencido
por la fatiga, por el frío y por el sueño, después
de haber trabajado toda una larga noche de invier-
no, el lapidario había apoyado la cabeza en el ban-
co sobre los brazos: su frente descansaba en una
muela colocada horizontalmenle sobre el banco, y
la cual se ponía en movimiento por medio de una,
2Í2 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
rueda de mano; habia cerca de él una sierra de
acero fino y otros instrumentos. El artesano , del
cual solo se vela la cabeza calva rodeada de algún
pelo cano, estaba vestido con una chaqueta de pun-
to á raíz del cuerpo y un mal pantalón de tela ;
unas babuchas de orillo despedazadas, ocultaban
apenas sus pies azulados j apoyados en el frió sue-
lo. En este desván hacia un frió tan glacial y pene-
trante que el cuerpo del artesano, á pesar de la
especie de somnolencia á que lo habia reducido el
abuso de sus fuerzas, se estremecía '^e cuando en
cuando... '
El pábilo largo y carbonizado de la vela indica-
ba que Morel dormia hacia largo rato ; solo se oia
el ruido de su respiración oprimida, porque los de-
más habitantes del desván,., estaban dispiertos...
Sí; en este desván vivian siete personas...
Cinco niños , de los cuales el menor tenia cuatro
años y el mayor apenas doce...
Su madre enferma...
Y su abuela , vieja octogenaria y chocha.
El frió debia ser muy intenso, pues el calor na-
tural de siete personas amontonadas en tan redu-
cido espacio no templaba aquella atmósfera de
hielo. Ademas, de unos cuerpos tan débiles, tan
consumidos y hambrientos no podía desprenderse
mucho calórico... como dirian los hombres de la
ciencia...
Nadie dormia, escepto el padre de familia que
habia sucumbido por un momento al insomnio y la
fatiga : nadie dormia porque á nadie dejaban cer-
rar los ojos la enfermedad , el hambre y el rigor
del frió. Pocas veces disfruta el pobre de ese sueño
profundo y saludable que repara las fuerzas per-
didas, que hace olvidar los males, y después del
cual dispierta alegre y dispuesto para el mas rudo
MISERIA. 2^^
irabaio. Para dormir de este modo es preciso no
{fnerVambre, ni frió, ni amargas y^dolorosas
^^Tl^verTá espantosa miseria de este artesano, y
al compararla con el valor de las piedras pre-
ciosas que le hablan confiado; no puede uno me-
nos de observar uno de esos contrastres que ele-
van y afligen el ánimo á un mismo tiempo, hste
hombre tenia continuamente delante de los ojos
el doloroso espectáculo de su hambrienta lami-
lla, y sin embargo respetaba las ricas joyas que
estaban en su poder, y de las cuales bastaría una
sola para rescatar á su mujer y á sus lujos de
las privaciones y de los males que los consumían
lentamente. No hay duda que hace su deber como
hombre justo y honrado: ¿Pero sera esto menos
grande y admirable porque «« ^«nducla no sea
mas que el simple cumplimiento de un deber? ¿IVo
podrán hacer mas meritorio este deber las cir-
cunstancias que acompañan su ejecución, ¿ixo re-
presenta este artesano, que conserva su miseria y
su probidad al lado de un tesoro, la inmensa y
formidable mayoría de los obreros, que sumidos
perpetuamente en la miseria , pero pacihcos, la-
boriosos y resignados, ven sin envidia Mb^ ce-
lante de sus ojos la magnificencia d^ ^^s neos?
; Quién deja de concebir una idea noble y conso-
ladora al ver que no es la fuerza ni el terror,
sino el buen sentido moral lo que contiene á ese
temible océano popular, que si llegase a salir de
su centro inundaría toda la sociedad? ¿Quien no
simpatiza con toda la fuerza de su alma con esos
espíritus generosos, que solo piden «'» ;:^'»,^««J^«J2
tomar el sol en recompensa de su infortunio, de
su valor y de su resignación?
2Í4 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
•Pero volvamos á esta muestra demasiado reai
de espantosa miseria, y acabemos de pintarla en
su horrible desnudez.
El lapidario no poseia masque un colcbon-es-
trecho V delgado j un pedazo de cobertor aue
servían únicamente á la vieja idiota, la cualíe-
Husaba con feroz egoísmo partir con nadie su mi-
serable cama. Al principio del invierno habia
estado tan furiosa, que hubo de sofocar á una de
sus nietas que Morel habia querido acostar ásw
lado; era esta una niña de cuatro años, tísica de
algún tiempo á aquella parte y que padecia mu-
cho con el frío en el jergón de paja en «ue
dormía con sus hermanos. Describiremos mas ade-
lante este modo de dormir, muv común entre
Ja gente pobre... La cama de las bestias es un le-
cho sibarita comparado con los de esta ffente in-
leíiz. °
Tal era el cuadro completo que presentaba el
desván del artesano Morel , al mirarlo desde el
umbral de la puerta, hasta donde no alcanzaba
la moribunda luz de la vela, A lo large de la pa-
red maestra, menos húmeda que los tabiques, es-
taba tendido en el suelo el colchón en que repo-
saba la vieja idiota. Como no podía sufrir nada
en la cabeza, tenia cortado raso el cabello, y el
cráneo enteramente descubierto: sus ceias blancas
ocultaban unas órbitas profundas, de las cuales
salía de cuando en cuando un brillo salvaje y fe-
roz- sus mejillas hundidas, lívidas y arrugadas
estaban pegadas á los juanetes y á los ángulos sa-
lientes de la mandíbula. Estaba acostada de lado,
enroscada de tal modo que casi tocaba con la
barba a las rodillas , y rebujada en el cobertor de
{ana gris, que siendo demasiado pequeño para cu-
brirla enteramente, dejaba al aire sus piernas des-
MISERIA. 2iS
r-iinadás V el borde Je un guarda; Íes yieio
hecho girones. Esta cama despedía u., olor fe-
''''a' corta distancia del lecho de la vieja .y á lo.
larl de la pared, estaba tendido el jergón de pa-
ja que servia de cama á los cinco niños.
Ké a«uí como dormían estas cria uras.
Se hace una abertura longitudinal en la tela á
cada anííulo, porcada una de estas aberturas >e
met u^ifíiño eíi la pa]a 6 mas bien "ue e^
liercol húmedo y nauseabundo, yJ^J^^^'^^'^l
la tela del jergón les sirve de sabana y de co-
""^Dos' niñas, una de las cuales estaba gravemente
enferma, tir laban de frió á uno de los lados, y
tres™ tos al otro; estos dormían vestidos, s. ves-
dos pueden llamarse algunos andrajos miserables.
I as espesas cabelleras de estos niños, rubias, eri-
zadas y enmarañadas , que su madre dejaba crecer
para que los abrigasen del rio, cubrían la ™f d de
sus caras pálidas, enfermizas y consumidas. Uno
d"c losñiño^s tiraba 1-cia la barba con los dedio^
descarnados y entumecidos la tela del FyS»" P"»
cubrirse mejor... el otro, temiendo esponer al tiio
hsmanortenia la tela asida con los dientes, y el
oTro n«n se estrechaba contra -- f^b^^:-
La segunda de las niñas consumida por la tis^s,
apoyaba lánguidamente su carita azulada y mórbi-
da sobre el pecho de su hermana de cinco anos,
JL en vano procuraba darla algún calor estrechán-
dola entre sus brazos con amoroso cuidado.
En otrojergon colocado en lo último del desván
estaba tendida la mujer del artesano, postrada
hacia algunos meses por una Cebrc lenta v una cn-
r-rmedaS dolorosa. Magdalena Morel tema re.nía
} s^s años de edad : un pañuelo azul de algodón
2+6 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
ceñido alrededor de la frente, hacía resaltar la pali-
dez biliosa de su cara estenuada. Un círculo oscuro
Íp.1^1 •'^"'''J'l'í^"'n''^'^ apagados, y sus labios
descoloridos estaban llenos de grietas de saneare Su
hsonomia angustiada y sus facciones insignificantes
revelaban uno de estos caracteres dulces; pero sin
energía que no sabiendo luchar con la desventura
ceden, sucumben y no hacen mas que lamentarse!
Aunque débil e merle , se habia conservado hon-
rada porque su marido era honrado; entre^^ada á
si misma su ignorancia la hubiera deprabado v
conducido al mal. Amaba á su marido y á sus hij¿
pero no tema fuerza ni valor para dejar de quejar-
se amargamente contra su común infortunio. El
lapidario cuyo trabajo perseverante era lo único que
sostenía á toda esta familia, suspendía con fre-
cuencia! su labor para asistir y consolar a la pobre
valetudinaria; y sobre la mala sábana agujereada
de tela gruesa que cubría el cuerpo de su mujer, ha-
bía echado Morel , para darla calor , algunos vesti-
dos tan viejos V remendados; que el Monte de
l'iedad no había querido tomarlos.
Un hornillo, un cazo y una olla de barro des-
bocada, dos ó tres tazas hendidas, una cubeta, una
tabla de enjabonar y un gran cántaro de barro co-
locado en el ángulo del desván junto á la puerta
desmantelada , por la cual se colaba el viento aun-
que estuviese cerrada como si estuviese abierta, hé
aquí todo el ajuar de esta familia.
Alumbra este cuadro lastimoso la llama de la ve-
la, que ajitada por el viento que entra por las ren-
aijas del tejado , echa unas veces su tre'mulo y dé-
bil resplandor sobre estos grupos de miseria , y
otras sobre el montón de diamantes v rubíes que
Drillan con mil colores prismáticos sobre el banco
en que duerme el lapidario.
MISERIA. 247
Aunque reina en la buhardilla el silencio mas
profundo , no duerme ninguno de estos desgra-
ciados... los niños, la vieja y Magdalena tienen la
vista clavada en el lapidario, que es su único recur-
so y su esperanza.
Pésales con sencillo egoísmo de verlo dormitar ,
rendido por el peso de su trabajo.
La madre piensa en sus hijos ;
Los hijos piensan en el hambre;
La vieja idiota no piensa en nada...
Incorporóse sin embargo de repente , cruzó so-
bre el pecho los brazos descarnados, secos y amari-
llos como el box, miro pestañeando á la luz, y lue-
go se levanta poco á poco llevando tras sí como irn
sudario el pedazo de cobertor. Era esta una mujer
de alta estatura , y su cabeza pelada parecía des-
mesuradamente pequeña; un movimiento espasmó-
díco agitaba su labio inferior grueso y colgante , y
su máscara espantosa indicaba una chochera feroz
é intratable.
La vieja se adelantó paso á paso , como un niño
que va á hacer una travesura, y luego que llegó á
donde estaba la vela , acercó á la llama sus ma-
nos trémulas, las cuales eran tan flacas y descar-
nadas que la luz que tenían encerrada les daba
una especie de trasparencia lívida. Magdalena Mo-
rel seguía desde su lecho todos los movimientos
de la vieja ; y esta sin apartar las manos de la luz
bajó la cabeza y empezó á contemplar con imbécil
curiosidad el montón de rubíes y diamantes que es-
taban sobre la mesa. Absorta en esa contemplación,
acercó inadvertidamente las manos á la llama, se
quemó y dio un grito terrible.
Al ruido dispertó Morel sobresaltado y levantó
con inquietud la cabeza. Tenía cuarenta años, y su
fisonomía era franca, intelíjente y benigna, pero
2Í8 LOS 3IlStERI0S DE PARÍS.
marchita y descarnada por la miseria, una barba
blanca de muchas semanas cubria la parte inferior
de su cara afiligranada por las viruelas ; estaba ya
calvo, y asi las arrugas que cubrian su frente como
sus párpados rojos é inflamados indicaban su pre-
coz senectud y el abuso que hacia de sus vigilias.
Per uno de esos fenómenos tan comunes entre los
obreros de contextura débil y que se dedican á un
trabajo sedentario , que los obliga á guardar una
postura casi invariable durante todo el dia, el cuerpo
de Mórel era contrahecho y de miembros diminutos
Obligado á inclinarse continuamente sobre su ban-
co y hacia el lado izquierdo para dar movimiento
á la rueda se había petrificado, por decirlo así, en
esa postura que no dejaba nunca por espacio de do-
ce ó quince horas diarias ; y así es que habia con-
traído una especie de joroba y andaba torcido hacia
un lado. Su brazo izquierdo ejercitado constante-
mente en dar vuelta á la rueda, habia adquirido un
^lesarrollo muscular considerable, mientras que el
derecho, siempre inerte y apoyado sobre la mesa
á fin de presentar las facetas á la acción de la mue-
la estaba espantosamente flaco y descarnado. Las
piernas delgadas y casi consumidas por la falta ab-
soluta de ejercicio , apenas podían sostener su cuer-
po aniquilado , cuya sustancia y cuya fuerza y vi-
talidad parecían concentradas en la parte ejercitada
por el trabajo...
Y como decía el mismo Morel con dolorosa re-
signación: No como para sustentar el estómago...
sino para dar fuerza al brazo que mueve la rueda..
Al dispertar sobresaltado vio en, frente de sí á la
vieja idiota.
— ¿Qué buscáis, madre? ¿que hacéis ahí? — la
dijo Morel ; y luego añadió en voz baja lemien-
^
I
MISKIIIA. ■^4-9
Üo dispertar 'á la familia á quien creia dormi-
da : — Volveos á la cama madre, y no hagáis
ruido que están durmiendo Magdalena y los niños.
— Yo no duermo qué estoy c;)lenlando á Adelila
dijo la mayor de las niñas. — Ya puedo dormir yo
con el hambre que tengo dijo uno de los niños : —
ayer no me tocó cenar en el cuarto de la señorita
Alegria. — ¡Pobres criaturas ! exclamó Morel con
.amargura: — ^ yo creia que estabais dormidos... si-
quiera , á lo menos... — Tuve miedo de dispertar -
tte Morel -^ dijo su mujer — sino te hubiera pedi-
do un poco de agua porque tengo mucha sed y es-
toy con la calentura. — Voy á dártela — repuso el
lapidario; — pero ánies es preciso quo tu madre
se vuelva á la cama... Vamos, madre, meteos en
la cama... ¿dejareis quietas esas piedras? — dijo á
la vieja que queria echar la mano á un gran rubí,
cuyo brillo le llamaba la atención. — ¡ Vamos,
pronto á la cama ! — repitió.
— Mira... mira... — repuso la idiota señalando la
joya que codiciaba. — ¡ Que nos vamos á enfadar!
— dijo Morel ahuecando la voz para asustar á su
madrastra , cuya mano apartó suavemente. — ¡ Dios
mió!... ¡Dame agua, Morel! — exclamó Magdalena
— me muero de sed. — ¿ Pero que quieres que ha-
ga?... ¿quieres que deje á tu madre echar mano á
las piedras , para que me pierda otro diamante
como el año pasado?... y Dios sabe lo que nos cuesta
y lo que nos costará todavía.
Llevó en esto la mano en la frente el lapidario
con aire sombrío , y luego añadió dirigiéndose á sus
hijos:
Félix, da de beber a tfi madre ya que estás dis-
pierto. — No, no, esperaré, porque el pobrecillo
se va á enfriar — dijo Magdalena. — No tendré mas
frió fuera que dentro del jergón — repuso el niño le-
250 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
yantándose. — Vamos, ¡ os vais á la cama de una vezl
— dijo Morel en voz alta y amenazadora á la vieja
que no queria separarse de la mesa y se empeñaba en
cojeruna piedra. — Madre, el agua está helada ! — ex-
clamó Félix. — Pues rompe el hielo — dijo Magda-
lena. — Está muy duro... y no puedo... — Morel,
rompe aquel hielo — dijo Magdalena con voz dolo-
rida é impaciente — ya que no tengo otra cosa que
beber mas que agua... dadme una poca á lo menos...
me dejais morir de sed... — ¡Ohl ¡Dios me dé pa-
ciencia I Pero ¿ como quieren que deje sola á tu
madre ? — gritó el infeliz lapidario.
No podia librarse de la vieja idiota, que empezcba
ya a irritarse y á murmurar entre dientes , viendo
la resistencia que le oponia Morel.
— Llámala tu de una vez — dijo Morel á su
mujer, — porque á veces te escucha mejor que á
raí... — Vamos, madre, volveos a la cama si no
hacéis tonterías os he de dar café, que os gusta
tanto. — Mira... mira.... — repuso la idiota , ha-
ciendo al mismo tiempo ademan de apoderarse con
violencia del rubí.
Morel procuró apartarla con suavidad , pero fué
en vano.
— ¡ Dios mió 1 si ya sabes que no harás nada con
ella hasta que la amenaces con el látigo... — gritó
Magdalena; — solo de ese modo la obligaras á es-
tarse quieta. — Ya lo veo... pero aunque esté sin
razón... eso de amenazar con el látigo á una pobre
vieja... vamos no me gusta — dijo Morel : y diri-
giéndose luego á la vieja que queria morderlo, y á
la cual tenia sujeta con una mano, gritó con el tono
mas terrible que pudo formular : — j Cuidado con
el látigo... si no os vais á la cama sobre la marcha!
Esta amenaza no produjo tampoco ningún efecto.
Cogió entonces el látigo de la mesa, dio con vio-
3IISER1A. 231
lencia algunos chasquidos para intimidar á su sue-
gra , y dijo :
— / Vamos, á la cama pronto , á la cama !
Al oir la vieja el ruido del látigo, se alejó pre-
cipitadamente de la mesa , pero luego se detuvo,
refunfuñó entre dientes y dirigió á su yerno una
mirada salvaje.
— ¡ A la cama /... ¡ á la cama I... — repitió Morel
adelantándose y haciendo sonar de nuevo el látigo.
La vieja fué acercándose al lecho poco á poco,
amenazando á Morel con el puño cerrado.
Este, á fin de poner término á una escena tan
cruel para dar de beber á su mujer , se acercó mas
á la vieja , hizo resonar el látigo por última vez,
pero sin tocar á su suegra , y repitió con voz ame-
nazadora :
— ¡ A la cama !... ¡ pronto á la camal
La vieja llena de miedo empezó á dar unos ahu-
llidos espantosos , metióse en la cama y se enroscó
como un perro en su cubil. Los niños se asustaron,
y creyendo que su padre habia pegado á la idiota,
empezaron á llorar y le dijeron :
— ¡No pegues á abuelila !... ¡ no la pegues I
Seria imposible pintar esta escena nocturna y
siniestra, ni los gritos de los niños, los ahullidos
furiosos de la vieja y los gemidos dolorosos de ia
mujer del lapidario.
Morel habia presenciado varias escenas tan tristes
como la que acabábamos de describir; pero sin em-
bargo no pudo menos de exclamar en un acceso de
desesperación, arrojando el látigo sobre la mesa.
— ¡Oh I ¡ qué vida 1 ¡ qué vida , Dios mió I —
¿Y tengo yo la culpa de que mi madre esté sin
juicio? — dijo Magdalena llorando. -— ¿ Y la tengo
yo ? — dijo Morel. — ¿ Qué mas pido yo que ma-
tarme trabajando día y noche para todos vosotros ?
262 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Y no dejo de dia ni de noche mi trabajo... y no me
quejo... porque mientras no me falte la fuerza iré
saliendo del dia ; pero no puedo atender á mi oficio
y cuidar al mismo tiempo de una loca, de una en-
ferma y de los niños... ¡ No , esta no es justicia '.
¡ en el cielo no hay justicia !... , esta es demasiada
miseria para un hombre ! — dijo el lapidario con un
acento que llegaba al corazón.
Y se dejó caer en un asiento y cubrió la cabeza
con ambas manos.
— ¿ Pero que quieres que haga ? ¿ no sabes que
no han querido admitir en el hospicio á mi madre
porque no estaba bastante loca ?.. — dijo Magdalena
con una voz dolorida y quejumbrosa. — ¿De qué
servirá atormentarte por lo que no puedes remediar?
— üe nada — respondió el artesano : y enjugó una
lágrima que había humedecido sus ojos — de nada.,
•tienes razón. Pero cuando os veo así... no puedo
menos de... — ¡ Á\ , Dios mió I ¡ que sed tengo /...
estoy temblando , y la calentura me abrasa... — dijo
Magdalena. — Aguarda un momento que voy á
darte de beber.
Morel se acercó al cántaro, rompió con dificultad
el hielo que cubria el agua llenó una taza del lí-
quido glacial y la llevó á su mujer que lo aguarda-
ba con los brazos tendidos hacia delante.
Pero después de reflexionar un momento la dijo :
— No, tan fría te baria mucho daño... porque en
un acceso de calentura.... no que te hará daño. —
¿Que me hará daño? tanto mejor... dámela , dame
pronto la taza... . — repuso Magdalena con amargu-
ra : — saldremos de penas mas pronto ... con eso
quedarás libre de mí... y solo tendrás que cuidar de
la loca y de los niños. — ¿Porque me hablas de ese
modo, Magdalena ? no te lo merezco... — dijo con
tristeza Morel. — No-* «^ des mas pesadumbre , por-
MISERIA. 253
que aunque, tengo aun ra^on y fuerzas para traba-
jar... mi cabeza no está muy arreglada , y el día
menos pensado puedo desvariar... ¿ y entonces qué
seria de todos vosotros? Por vosotros hablo yo...
que si por mi solo fuera , mañana se acabarían mis
penas... Gracias á Dios , el rio es de todo el mundo.
— ¡ Pobre Morel I — dijo Magdalena enternecida-
no tuve razón, no, cuando te dije enfadada que desea-
rías librarte de mí. No lo tomes á mal , que no llevé
mala intención... porque al fin yo soy inútil para tí y
para mis hijos... Hace diez y seis meses que estoy en
cama... ¡ Oh Dios mió I \ qué sed abrasadora ten-
go!... i dame agua por Dios ! ¡ dame de beber 1 —
Luego , aguarda un momento, que estoy calentando
la taza entre las manos. — ¡ Dios te lo pague , Mo-
rel 1 ¡y aun me atrevo á enfadarme contigo I... —
Pob recilla... padeces mucho y todos los enfermos
tienen mal genio... dime lo que quieras , pero no
vuelvas á decirme que quiero librarme de tí... —
¿ Pero de qué te sirvo yo ? — ¿ Y de qué nos sirven
nuestros hijos? — Sirven para darte mas trabajo. —
Es verdad... pero también si no fuera por vosotros,
no tendría como tengo ánimo para trabajar veinte
horas algunos días, de modo que me he estropeado
y me volví contrahecho y disforme. ¿Crees por ven-
tura que siendo solo haría el trabajo que hago? ¡Oh,
no ! luego pondría término á esta vida. — Lo mismo
que yo — repuso Magdalena : — á no ser por los
hijos , hace ya mucho tiempo que te hubiera dicho :
Morel , ya padeciste bastante , y yo también : en
dos minutos podremos libramos de esta miseria....
Pero estos hijos ! j estos hijos 1 — Entonces confiesa
que sirven para alguna cosa — dijo Morel con ad-
mirable ingenuidad. — Toma, bebe, pero vé poco
á poco, porque está muy fría aun... — ¡Oh! ¡ Dios te
lo pague, Morel! — dijo Magdalena llevando con
T. II. 17
Soi LOS MISTERIOS DE PARÍS,
ansia la taza á la boca. — Basta... basta. — Está
demasiado fria... ahora tiemblo mucho mas... — dijo
Magdalena volviendo la taza á su marido. — ¡ Dios
mió ! ya te lo decia yo... ¿qué tienes? — Ya no
puedo temblar... me parece que estoy metida entre
hielo...
Morel se quitó la chaqueta , envolvió con ella los
pies de su mujer y se quedó desnudo de la cintura
arriba , porque el infeliz no tenia camisa.
— ¡ Mira que te vas á helar , Morel ! — Luego,
luego; si tengo demasiado frióme pondré un momento
la chaqueta. — i Pobre Morel !... ; ah ! tienes razón
el cielo no es justo con nosotros... ¿qué habremos
hecho para ser tan desgraciados... mientras que
otros ?...
— Todos tienen las suyas... desde el mas rico
hasta el mas pobre. — Sí... pero las penas de los
ricos no les llegan al estómago ni les hacen tem-
blar de fi'io... Mira, cada vez que pienso que con
el valor de uno de esos diamantes que tú lapidas
tendríamos para vivir con anchura todos nosotros,
se me vuelve el juicio... ¿Y de qué les sirven esos
diamantes? — Si no hubiera mas que decir: «¿Z>e
(]ue sirve esto á los demás?» á dónd«i iríamos á
parar !... Eso viene á ser ni mas ni menos como si
preguntáramos; «Deque sirve á ese señor á quien
madama Pipelet llama el Comandante , haber al-
quilado y amueblado el primer piso de esta
casa, á la cual no viene jamás?... ¿De qué le
sirve tener buenos colchones y buenos cobertores,
^ vive y duerme en. otra parte? — Es verdad...
solo con lo que tiene abajo habría para contentar
á muchas familias como la nuestra... Y además
madama Pipelet hace fuego en las piezas todos
los dias para que los muebles no se tomen de
humedad. /Tanto calor perdido... mientras que
EL MANDATO DE PAGO. 2oo
nosotros y nuestros hijos morimos de frioí... Ya
sé que me dirás que nosotros no somos muebles
para que nos cuiden así... Pero va va, esos ricos
que corazón tan duro tienen ! — Ni mas blando
ni mas duro que el de los demás, Magdalena...
pero no saben lo que es la miseria... iNaccn fe-
lices, viven y mueren dichosos; ¿y cómo quieres
que se acuerden de nosotros? Y además, no sa-
ben lo que pasa, vuelvo á decir, y por lo mismo
no pueden tener una idea de las privaciones de los
demás. Si les da el hambre, cosncn con mas ape-
tito; si hace frió ó si hiela, dicen que cae una
hermosa he'ada-, si salen á pié, vuelven luego á
su casa, y el frió hace que se calienten al fuego
con mas gusto ; por consiguiente ya ves que no
pueden compadecerse mucho de nosotros, porque
para ellos el hambre y el frió se convierten en
causas de placer... No lo saben, Magdalena, no
saben lo que pasa... Acaso en su lugar haríamos
nosotros lo mismo. — Entonces los pobres son me-
jores que ellos , porque se dan la mano unos á
otros... Esa señorita Alegría, ( ¡Dios la cubra de
gloria! ) que nos ha velado tantas veces en nues-
tras enfermedades, á mí y á los niños, llevó ayer
á cenar con ella á Geromo y á Pedro, ¡Pobrecilla! su
cena no es muy grande, porque se reduce á una
taza de leche con pan. A su edad las ganas
siempre están abiertas, y no dudo que se ha-
brá privado de comer por causa de los niños...
— ¡Pobre muchacha! ¡ah! ¡qué corazón tan no-
ble! ¿Y porqué? porque sabe lo que es necesi-
<lad... Por eso le digo, Alagdalena , que si los
ricos supieran lo que pasa I... ¡si lo supieran!...
— ¿Y aquella señorita que vino antes de ayer á
[)reguntarnos tan asustada si teníamos menester de
.alguna cosa? pues ahora ya lo ¿abe; ya sabe lo
256 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
que es la miseria... y sin embargo no volvió á
aparecer por aquí. — Aun puede ser que vuelva;
porque á pesar de su airo asustado, tenia una.
cara muy humana y muy buena. — ¡Oh para tí
todos los ricos tienen razón... Cualquiera diría
que no son hechos de carne y hueso como
nosotros. — No es eso lo que quiero decir — re-
puso benignamente Morel : — lo que digo es que
tienen sus defectos , como nosotros los nuestros...
Poro quiere la desgracia que no sepan lo que nos
pasa... Y quiere también la mala suerte que así como
hay, por ejemplo, muchos agentes para descu-
brir los malhechores, no haya también agentes
para descubrir los obreros cargados de familia
que se encuentran en la última miseria... y que
por falta de algún socorro recibido á tiempo,
caen á veces en tentación .. Bueno es que secasti-
Sfue el mal, pero mejor seria acaso precaverlo...
Un hombre se mantiene honrado , pongamos por
ejemplo, hasta los cincuenta; pero la extrema mi-
seria y el hambre le obligan á ser malo... y ahí
tenemos un malhechor mas... mientras que si los
ricos hubieran sabido lo que pasaba... ¿Pero á
qué viene pensaren esto? el mundo siempre será
el mundo... Como soy pobre y desamparado, ha-
blo de este modo... si fuese rico hablaría de
fiestas y de placeres... ¿Dime , cómo estás... cómo
te encuentras Magdalena? — Estoy lo mismo... no
siento las piernas... pero tú estás temblando de
frió, ponte la chaqueta y apágala vela que está
ardiendo en valde , porque ya apunta el dia.
En efecto , la claridad triste y descolorida que
atravesaba la nieve de que estaban cubiertos los
vidrios del tragaluz, empezaba á descubrir el in-
terior del desván , dando un aspecto mas horri-
ble á los objetos que contenia. Las sombras de
MISERIA. 257
la noche cubrían á lo menos una parte de aquella
miseria.
— Esperaré que aclare bien el dia para po-
nerme al trabajo — dijo el lapidario sentándose
en el borde del jergón de su mujer, y apoyando la
frente en ambas manos.
Después de algunos momentos de silencio, le
dijo Magdalena:
— ¿Cuándo vendrá madama Mathieu á buscar
las piedras que estás lapidando? — Esta mañana...
solo me falla por pulir una faceta de un diamante
falso. — ¡Un diamante falso !... ¿cómo, siendo así
que no trabajas mas que piedras finas , á pesar de
lo que creen los vecinos de la casa? — ¿Pues no
lo sabe>? ¡Ah! sí, ahora me acuerdo que estabas
dormida cuando vino madama Mathieu... Me trajo
diez diamantes falsos, que son piedras del Rhin,
para que los lapidase dejándolos del mismo ta-
maño y de la misma forma que las otras diez
piedras finas, que también me ha traído y que
están allí mezcladas con los rubíes... N^iinca he
visto diamantes de mejores aguas : esas diez pie-
dras valen por lo menos sesenta mil francos. —
¿Y para que quiere que las imites en falso? —
Una señora á quien pertenecen , y que según pa-
rece es una duquesa, ha encargado al señor Ban-
dín el joyero que le vendiese su aderezo, y que
en su lugar la hiciese otro de piedras falsas. Ma-
dama Mathieu, que es la corredora de piedras
del señor Bandín , me lo ha dicho cuando me trajo
los diamantes finos para que ímitctse por ellcs las
otras piedras falsas. Madama Bandín ha encargado
el mismo trabajo á otros cuatros lapidarios, por-
que parece que hay que pulir cuarenta ó cincuenta
piedras. Como debían estar pronos esta mañana,
á fin de que el señor Bandín tuviese tiempo para
^58 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
clavar las falsas , no me fué posible encargarme
de todo el trabajo. Madama Mathieu me dijo que
muchas señoras reemplazan de este modo sus dia-
mantes; con piedras del Rhin.
— Ya ves como las piedras falsas hacen el mis-
mo servicio que las finas, y las grandes señoras,
que solo gastan esto por mero adorno, nó tendrian
jamas la idea de sacrificar un diamante para so-
correr á unos desgraciados como nosotros. — Los
pesares te hacen injusta, Magdalena, y poco razo-
nable... ¿ Y quién sabe de nosotros ? ¿ quién sabe si
somos ó no desgraciados ? — i Válgame Dios ! i que
hombre tan raro ! Mira , Morel, yo creo que si
te enterrasen vivo, darias las gracias al enter-
rador.
Morel hizo un gesto compasivo.
— Cuanto te deberá la señora Mathieu ? — pre-
gunté Magdalena. — Nada porque la debo aun cien-
to veinte francos... ¿ Nada ? ¡ Dios mió ! ¿ qué ha
de ser de esas criaturas ?... antes de ayer se gastó
el ultimo cuarto. — Es verdad dijo Morel abatido.
— ¿Y qué se ha de hacer? — No lo sé... — El pa-
nadero no quiere fiarnos mas pan... — No... ya tu-
ve que pedir ayer medio pan prestado á madama
Pipelet. — ¿Y la señoraQuiromántica no nos pres-
tada alguna cosa? — /Prestarnos la tia Quiromán-
tica ! ¿ y sobre qué nos prestaria ahora una vez que
tiene ya en su poder todos nuestros efectos ?... ¿nos
daría acaso dinero sobre los hijos? — repuso Morel
con una sonrisa amarga. — Pero mi madre , los ni-
ños y tú no habéis comido ayer mas que una libra
de pan entre todos... y no habéis de morir de ham-
bre... La culpa la tienes tú por no haber querido
inscribirte este año en la junta de caridad. — Solo
se inscribe á los pobres que tienen muebles pro-
pios... y nosotros no los tenemos. Lo mismo sucede
MlSERlá. 259
con ias cajas de socorro : los niños para entrar en
ellas, es preciso que tengan una blusa por lomé-
nos , y los nuestros no tienen mas que andrajos. Y
ademas, para que rae alistasen en la junta de caridad
seria necesario ir y volver acaso veinte veces al des-
pacho, porque no tenemos protección... y en ir y
venir perdería mas tiempo de lo que ganarla... ¿Y
al fin qué nos darian ? un pan cada mes , y media
libra de carne cada semana (a). — ¿Y entonces qué
hemos de hacer? — Acaso no se olvidará de noso-
tros aquella señora que ha venido ayer... — Sí...
échate á dormir... Pero la señora Mathieu no deja-
rá de prestarte siquiera cinco francos... hace diez
años que trabajas para ella, y no dejará de sacar de
un apuro tan grande á un artesano honrado y car-
gado de familia. — No creo que pueda prestarme
nada, porque ya hizo cuanto estuvo en su mano
para prestarme poco á poco los ciento veinte fran-
cos, que para ella es una cantidad muy grande.
Aunque es corredora de diamantes y tiene á veces
en su poder cuarenta y cincuenta mil francos, no
es por eso mas rica, ni gana mas que unos cien
francos cada mes... y á esto se agrega el que no es
sola, pues tiene á su cargo la educación de dos so-
brinas. Cien francos para ella , Magdalena , son lo
mismo que cinco francos para nosotros... y ya sabes
que algunas veces no los hay á mano. Como estoy ya
tan empeñado con ella , no es justo que se quite el
Í>an de la boca á sí misma y á los suyos. — Ahí está
o que trae consigo no trabajar para joyeros adine-
rados, que á veces tienen menos reparo en dar y
prestar... Pero contigo todo el mundo hace el caldo
gordo... tú tienes la culpa. — ¡ Yo la culpa ! — ex-
(a) Tal es en general el socoiio que dan las juntas de be-
neficeneia, á causa del gran número de pobres inscritos.
260 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
clamó el lapidario, exasperado por esta reconven-
ción absurda — ¿y no es tu madre la causa de toda
nuestra miseria ? Si no hubiera habido que pagar
el diamante que perdió, estaríamos mas adelanta-
dos, no nos faltaría mi jornal diario, y tendríamos
los mil y cien francos que hemos sacado de la caja
de ahorros para juntarlos con los mil trescientos
francos que nos prestó M. Jaime Ferrand, á quien
Dios confunda por siempre jamas... — Y á ese nunca
quieres pedirle nada por mas que te digo... Es ver-
dad que es muy avaro, y que acaso seria lo mis-
mo que majar en hierro frió... pero al fin nunca...
está por demás el probar fortuna. — ¡A él I... ¡pe-
dirle yo á él I — gritó Morel — antes me dejaría
freir en aceite... Mira, Magdalena, no me hables
de ese hombre... porque me volverías loco...
Al decir estas palabras, la fisonomía de Morel,
de ordinario benigna y resignada , tomó una ex-
presión de extraordinaria, energía ; cubrió su rostro
pálido una lijera sufusion , levantóse de repente
del lecho en que estaba sentado , y empezó á pa-
searse con agitación. A pesar de la apariencia débil
y disforme de este hombre, en sus facciones y ade-
man se descubría una indignación generosa." — Yo
no soy malo, no — dijo en alta voz ; — en mi vida
he hecho mal á nadie... pero á ese notario., ¡oh!
¡á ese le deseo toáo el mal que me ha causado I —
Y llevando luego las dos manos cruzadas á la fren-
te, dijo con voz alterada: — ¡Diosmio' ¡y una
desgracia, que no he merecido , me entrega "atado
de pies y manos á un hipócrita infame! ¿ Porqué se
permitirá que un hombre de esa clase use de su ri-
queza para perder, corromper y aniquilar á todos
los que quiere aniquilar, perder y corromper? —
Suelta, suelta la lengua contra él — dijo Magdale-
na,— que quedarás muy adelantado si te mete en
MlfiERIA. 26Í
la cárcel... como puede hacerlo el día menos pensa-
do con la obligación que le firmaste de rail tres-
cientos francos , y por la cual obtuvo ya sentencia
contra tí... Lo que debes considerar es que estás
bajo §u poder. Yo también aborrezco á ese notario,
tanto ó mas que tú; pero una vez que dependemos
de M , debemos... — /Dejar que se pierda nuestra
hija! ¿no es verdad? — gritó el lapidario con una
voz de trueno. — ¡Dios mió! calla Morel; mira que
los niños están dispiertos y oyen cuanto decimos...
— ¡Tanto mQJorl — repuso Morel con espantosa
ironía ; — esas dos inocentes escarmentarán en ca-
beza de su hermana... porque el dia menos pensado
también se le pueden antojar al notario... ¿ No es-
tás siempre diciendo que nos tiene bajo su poder?
Vamos , vuelve á repetir ahora que puede meterme
en la cárcel... habla francamente... es preciso que
le abandonemos nuestra hija , ¿ no es verdad?
El desgraciado terminó su imprecación prorrum-
piendo en sollozos, porque la benignidad de su ge-
nio no le permitía sostener por mucho tiempo un
tono de dolorosa invectiva.
— ¡Hijos de mi almal — exclamó derramando
un amargo llanto — ¡pobres hijos miosl... ¡mi Lui-
sa 1...; mi honrada, mi hermosa Luisa!... Sí, de-
masiado hermosa... y de ahí viene nuestra desgra-
cia... Si no fuese tan hermosa , ese hombre no me
hubiera prestado el dinero... Soy honrado y labo-
rioso , y el joyero esperarla á que pudiese pagarle
en obra ó de otro modo , sin deber obligación nin-
guna á ese viejo monstruo, que entonces no abusa-
rla del servicio que nos ha hecho tratando de des-
honrar á mi hija... ni un solo dia la hubiera dejado
en su poder... Pero no hay remedio... no hay re-
medio... me ató de pic^s y manos... /Oh! ¡cuántos
ultrajes nos hace devorar la miseria! — Pero no
262 LOS MISTERIOS DE PAUIS.
hay remedio... Ya sabes que una vez dijo á Luisa:
a Si te vas de mi casa , haré que prendan á tu pa-
dre. » — Sí, ya lo sé ; y la tutea como si fuese una
criatura despreciable. — Si no fuese mas que eso,
poco nos importaría; pero si sale de su cásate ha-
rá prender, y entonces ¿qué será de mí, de mi ma-
dre y de tus hijos mientras estés en la cárcel ? Aun-
que Luisa ganase veinte francos en otra casa
¿podríamos vivir seis personas con su salario? — Sí,
y acaso para vivir dejamos que Luisa se deshonre.
— Siempre piensas lo peor: no hay duda que el
notario la persigue , porque ella misma nos lo dijo...
pero ya sabes que la chica no se deja llevar del
viento. — I Oh, sí ! ya sé que es honrada, que es
buena y laboriosa !... Cuando nos vio tan apurados
por causa de tu enfermedad , me dijo que queria
ponerse á servir para que yo tuviese una boca me-
nos que mantener, y no sabes cuanto me ha costa-
do dejarla hacer su gusto... \ A servir Luisa... mal-
tratada... humillada!... Luisa, que era tan vanidosa
de genio que á veces por reimos la llamábamos la
princeta, ¿te acuerdas? y siempre nosdecia que á
fuerza de limpiar y asear nuestro cuarto lo habia
de poner como un palacio... Hija de mi alma ; toda
mi dicha , toda mi ambición seria tenerla á mi lado;
aun que tuviese que doblar mi trabajo para mante-
nerla... Cuando la veia con su cara de rosa y con sus
ojitos negros sentada delante de mí, allí junto á
mi banco , ¡ qué lijero se me hacia entonces el tra-
bajo I j pobre Luisa, tan laboriosa y siempre tan
alegre!... hasta con tu madre, que la obedecía
como una niña... Pero ¡ caramba ! no tiene nada de
particular, porque al mirar para ella y al oiría
hablar como una abadesa, con tanto aquel, con
tanto juicio, no habia remedio sino hacer su vo-
luntad... ¡Y cómo cuidaba de tí! ¡cómo te dis-
MISERIA. 263
traial ;Y cómo quería á sus hermanos I... Para to-
do tenia tiempo... ¡ Ah ! desde que se marchó... se
acabó nuestra dicha... nuestra alegría. — Vaya,
Morel, no me hables de eso... que me partes el co-
razón— dijo Magdalena llorando á torrentes. — Y
cuándo pienso que acaso aquel monstruo TÍejo...
Vamos, si pienso en esto se me revuelve ei juicio...
y me dan ganas de ir á matarlo, y de matarme á
mí mismo en seguida... — ¿Y qué seria entonces de
todos nosotros ? Pero tü ponderas mucho ; tú ves
visiones. Puede ser que el notario no haya querido
mas que chancearse con Luisa. Ademas, oye misa
todos los domingos , y solo se acompaña de ecle-
siásticos... y hay personas que dicen que es mas
seguro poner el dinero en su casa que en la caja
de ahorros. — ¿Y eso qué prueba? que es rico y que
es hipócrita... Yo conozco bien á Luisa... ya sé que
es honrada... que nos ama mucho y que le parte
el corazón nuestra miseria. Sabe que sin mí acaso
moririais de hambre; y si el notario la ha amena-
zado con ponerme en la cárcel... la desventurada
puede ser que... ¡Oh, Dios mió I... ¡esta idea me
vuelve loco I — Si eso que sospechas fuese cierto,
el notario la hubiera dado dinero y regalos , y á
buen seguro que Luisa no los hubiera guardado pa-
ra sí; nos los hubiera dado, y... — \ Calla!... no sé
como tienes valor para decir ciertas cosas... ¡Luisa
tomar dinerol... ¡Luisa I... — No para ella., sino para
nosotros... — ¡Calla, te digol... ¡calla la bocal que
me haces temblar. No sé que seria de tí y de mis
hijos con tales ideas, si yo llegase á faltaros. —
¿Pero qué he dichoyo? — Nada. — ¿Y entonces
porque temes?...
El lapidario interrumpió con impaciencia á su
mujer.
— Temo... porque de algunos meses á esta parte
26Í LOS MISTERIOS DE PAUIS.
siempre que Luisa viene á vernos y siempre que me
abraza se le pone la cara como una grana. — Es
el gusto de verte. — O la vergüenza ... y ademas
cada dia está mas triste... — Porque cada día nos
ve mas miserables. Cuando la hablo del notario,
me dice que ahora ya no la amenaza con ponerte
en la cárcel.
— Sí ¿pero á que precio no la amenaza ya ? eso
es lo que no nos dice; pero lo que observo pues es
que se pone encendida como un tomate al abrazar-
me. Infame seria el que un amo dijese á nna pobre
muchacha honrada , que de el depende para vivir:
«O cedes, ó te despido de mi casa; y si alguien
viene á tomar informes de tí , diré que eres una
bribona para que no encuentres donde colocarte...
Pero decidla : « O cedes, ó sino haré que pongan
á tu padre en la cárcel... » y decirlo cuando se sa-
be que toda una familia vive del trabajo de ese
mismo padre , ¡ oh esto es mil veces mas criminal,
mas horrible !
— Y al pensar que con uno de esos diamantes
que tienes ahí sobre la mesa , podrías pagar al no-
tario, y sacará tu hija de su casa, y traerla á tu
lado... — dijo con voz pausada Magdalena. — Aun-
que me repitas mil veces eso mismo ¿de que ser-
virá?... No hay duda que si fuese rico no seria po-
bre — repuso Morel con dolorosa impaciencia.
La probidad era tan natural y por decirlo así tan
orgánica en este hombre , que no imaginaba que
su mujer, abatida y relajada por la enfermedad,
pudiese concebir ningún mal pensamiento, ni que
quisiese tentar su irreprensible honradez.
Morel continuó con amargura.
— No hay remedio , es preciso resignarse, i Fe-
lices aquellos que pueden tener sus hijos á su lado
y librarlos de toda asechanza y de todo peligro! ¿pe-
MISEIIU. 205
ro quien puede defender á la hija de un pobre? Na-
die... Guando llega á la edad de ganar el pan, sale
por la mañana para el obrador, y no vuelve hasta
la noche, mientras tanto el padre trabaja en un sitio
y la madre en otro. El tiempo es nuestra fortuna, y
el pan que es tan malo de ganar que el continuo
trabajo no nos deja un momento libre para cuidar
de nuestros hijos... Y luego hablan dé la mala con-
ducta délas hijas de los pobres. ..Como si sus padres
pudiesen tenerlas en casa, ó como si les fuera po-
sible cuidar de ellas cuando ganan fuera de casa la
vida... Las privaciones que sufrimos no son nada
comparadas con el dolor de separarnos de nuestra
mujer de nuestros hijos y de nuestros padres... Pa-
ra nadie puede ser tan consoladora la vida de fami-
lia como para los pobres y sin embargo, desde que
nuestros hijos tienen uso de razón, nos vemos
obligados á separarnos de ellos.
Llamaron en esto á la puerta de la guardilla con
estrépito.
^B>0<0^0<x
CAPÍTILO Xlll.
EL MANDATO DE PAGO.
Levantóse asombrado el lapidario, y abrió la
puerta.
Dos hombres entraron en la guardilla.
Uno de ellos, alto, flaco, de cara innoble y
granujienta, escondida entre dos grandes patillas
negras , llevaba en la mano un grueso bastón em-
plomado , y un sombrero abollado en la cabeza , y
vestia una larga levita verde salpicada de lodo y
abotonada hasta el pescuezo. El cuello de la levita,
que era bajo, dejaba descubierto un pescuezo lar-
go encarnado y pelado como el de un buitre viejo...
Este hombre se llamaba Malicornio.
El otro era mas bajo de cara también ordinaria
y abotargada , gordo y rechoncho, é iba vestido
con una especie de suntuosidad grotesca. Dos bolo-
nes de brillantes unian los pliegues de su camisa,
cuya limpieza era problemática , y una larga cade-
na de oro serpenteaba sobre su chaleco escoces,
que hacia un raro contraste con su paleto de felpa
amarilla.
Su nombre era Bordón.
— Oh, eso hiede á pobres! — dijo Malicornio
deteniéndose en el umbral. — ;No huele á clavelinas!
¡Rayo! qué parroquianos, ¡ eh ! — repuso Bordón
haciendo un jesto de asco y de desprecio, y luego
^S^vc ^oíOcMi ij "llV.xfic^nuivv
míseria. ^^^
se adelantó hacia el artesano que lo miraba con
sorpresa é indignación. vv^ií.
Én la puertl , que había quedado entreabierta,
vio la cara del Gojuelo que había seguido disimu-
ladamente á los desconocidos para ver lo que pa-
^^ -1* ; A quien buscáis? — dijo con aspereza el la-
pidario exasperado por la brutalidad de estos dos
hombres. — A Gerónimo Morel — repuso Bordón.
— Yo soy... — ¿ Sois lapidario ? — i Yo soy / —
; Estáis seguro ? — Vuelvo á deciros que soy yo...
No hay que incomodarme... ¿ Qué queréis ?... ¡ es-
plicáos , ó marchaos de aquí 1 - i Vaya una ur-
banidad/... muchas gracias... ¿ Que te parece Mali-
cornio? — repuso el hombre volviéndose hacia su
camarada - esto está mas barrido que la casa de
vizconde de Saint-Remy. - Tso hay duda... pero
en las casas de esos señores se encuen la uno con
cara de palo , como nos sucedió en la calle de Lüai-
Uot. El pájaro habia volado la víspera mas que de
prisa... pero á estos marranos siempre se les en-
cuentra en su pocilga. -Ya lo creo ; estos no desean
mas que los metan en la trena (a) para tener que
llevar á la boca. — Buen tonto puede ser el acree-
dor, porque el negocio le coslaíá mas de lo que
vale... pero con su pan se lo coma. — í5i no estu-
vierais borrachos - dijo Morel - como parece que
estáis, puede ser que me incomodaseis... i Vamos,
pronto, fuera de mi casa / - ¡ Qué tal ! parece que
tiene humos el tio ioro/.a- dijo Bordón aludiendo
á la inclinación del cuerpo del lapidario. -7 ¿ *^»"V
te parece , Malicornio? y tiene valor para llamar a
esto su casa.... á fé que no meterla yo mi perro en
semejante cubil. - I Ay Dios mío ! ¡ Dios mío! -
-rito Maí^dalena llena de tal espanto que hasta en-
tonces nS h^^bia podido articular una sola palabra
268 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— llama , pide socorro , Morel... mira que pueden
ser ladrones..., Cuidado con los diamantes...
En efecto, al ver Morel que aquellos dos hombres
de tan mala caladura que se acercaban mas y mas
á la mesa en que estaban los diamantes, temió que
tuviesen alguna intención siniestra., corrió hacia la
mesa y cubrió con ambas manos las piedras pre-
ciosas.
El Cojuelo, que no se habia separado un momen-
to de la puerta , archivó las palabras de Magdale-
na , observó el movimiento del artesano , y dijo
para sí:
— ¡ Qué tal I y decían que era lapidario de falso,
y si las piedras fuesen falsas no tendría tanto miedo
de que se las robasen... Vamos metiendo en el saco :
luego la tia Mathieu, que viene aqui muchas veces
es también corredora de piedras finas; luego son
diamantes los que trae en el canastillo... Vamos
guardando en el saco para decirselo á la Lechuza
— añadió el hijo de Brazo Rojo.
— Si no salís de mi casa , llamaré la guardia —
dijo Morel.
Los niños , asombrados al ver esta triste escena,
empezaron á llorar , y la vieja idiota se incorporó
en el lecho.
— Si alguien tiene derecho de llamar la guardia
somos nosotros... ¿ entendéis ahora , viejo derren-
gado? — dijo Bordón. — Porque la guardia nos
auxiliará para llevaros á la cárcel , si os hacéis de
pencas — añadió Malicornio. — es verdad que no
viene con nosotros ningún juez de paz ; pero si
queréis ver uno , se os traerá al instante , acabado
de salir de la cama y calentito como un pastel...
Bordón irá á buscarlo... — ¡A la cárcel yo ! — ex-
clamó Morel lleno de estupor. — Sí , á Clichy... —
j A Clichy / — repitió el artesano asombrado. —
tL MANDATO DE PAGO. 269
¡Que malas entendederas tiene este I — dijoMalicor-
nio. — A la cárcel de deudores... para que lo en-
tendáis de una vez — añadió Bordón. — Pero en-
tonces sois... ¡corno I... ¿seria posible?... Luego el
notario... {Dios me valga I...
Y pálido como un difunto el lapidario se dejó
caer en el taburete sin poder articular otra pa-
labra.
— Somos alguaciles del comercio para poneros
en buen recaudo, si podemos... ¿Y ahora lo enten-
déis mejor, tio mendrugo ? — Morel... la obligación
del amo de Luisa... ¡estamos perdidos I — exclamó
Magdalena con voz trémula y desfallecida. — Ahí
tenéis la ejecutoria — dijo Malicornio sacando de
una cartera sucia y grasicnta un papel con sello.
Después de haber reflexionado como de costumbre
una parle de la sentencia con voz inintiligible, arti-
culó claramente las últimas palabras que por des-
gracia eran demasiado significativas por Morel :
Juzgando en ultima instancia el tribunal condena
al Señor Gerónimo Morel á pagar al señor Pedro Pe-
tit-Jean , (a), negociante por todas las vias de de-
recho y aun corporalmente , la suma de un mil y
trescientos francos , con mas el interés desde la fecha
del protesto , condenándolo igualmente en los gastos
y costas.
Dado y juzgado en París ^ á 15 de setiembre, etc.
— ¿Y entonces Luisa? ¿y Luisa? — exclamó Mo-
rel casi fuera de sí, y al parecer sin hnber oido es-
te galimatías: — en donde está Luisa? Luego ha
salido de casa del notario, si es que me prenden...
¡Oh, Dios mió 1 ¿qué ha sido de Luisa ?
(a) El hixhW notario, no piuliendo persof^uir en juicio bajo
8U propio nombre, liabia Iiecbo fiiniav al d«'sfriac¡a»lo Mortil
lo que se llama una aceptación en blanco, y babia cubierto
después la obligacioa k nombre de un twceío.
T. u. 18
270 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— ¿ Qué Luisa ni que niño muerto? — dijo Bor-
dón.— Déjalo tonto— repuso brutalmente Mali-
cornio ; — ¿ no ves que está locando el violón?
Vamos — y se acercó á Morel — listo á la voz; á
desfilar por la izquierda... ¡ marchen ! y á ver co-
mo meneas las canillas, para salir pronto de esta
epidemia y respirar aire limpio. — Morel no sal-
drá de aquí, i Defiéndete, Morel ! — gritó Magda-
lena casi sin juicio. — Mátalos, mata á esos bribo-
nes. ¡ Oh, cobarde I... eres capaz de dejarte llevar..
y de abandonarnos. . — Podéis hacer vuestro gus-
to, señora, como si estuvierais en vuestraa casa —
dijo Bordón con aire sardónico. — Pero tened en-
tendido que si vuestro marido, ó lo que es, levanta
la mano contra mí, lo mando á almorzar al otro
barrio — añadió haciendo remolino con el bastón
emplomado.
Morel solo pensaba en Luisa, y no veía nada de
lo que pasaba á su lado. Una expresión de amarga
alegría iluminó su rostro, y exclamó:
— ¡ Luisa ha salido de la casa del notario !...
voy con gusto á la cárcel. — Pero echó luego una
mirada al rededor de si , y volvió á exclamar: —
¡ Y mi mujer 1... j y su madre I... ¡ y mis pobres
íiijos /... ¿ quien los mantendrá ? Nadie me confia-
rá las piedras en la cárcel, porque todos cre-
erán que estoy preso por mala conducta... ¿Luego
el notario quiere mi muerte y la de mi familia?
— Vamos , vamos , acabemos de una vez —
dijo Bordón — ya me voy amostazando. Vestios pron-
to y á la calle. — ¡Oh, perdonadme señores, per-
donad lo que os dije hace un rato! — gritó Mag-
dalena desde la cama. — No, tendréis corazón para
llevar á Morel... ¿ Que seria de mí con cinco hijos
y con mi madre loca? allí está... allí está en aquel
colchón... ¡Esta loca, señores de mi alma... está
EL MANDATO DE PAGO. 271
loca/... — ¿Aquella vieja esquilada? — ¡Y es ver-
dad que está esquilada I vaya una visión I — dijo
Malicornio soltando una carcajada: — creí que tenia
un gorro blanco en la cabeza... — Hijos mius arro-
dillaos delante de esos señores — gritó Magdalena
queriendo hacer el último esfuerzo para ablandar á
los corchetes ; — pedidles que no se lleven á vues-
tro padre... nuestro único amparo..
Los niños lloraban asombrados , y no se atre-
vian á salir del jergón apesar del mandato de su
madre.
Al oiría idiota aquel ruido extraordinario, y al
ver el aspecto de los dos corchetes á quienes no' co-
nocía, empezó á dar siniestros abullidos acurrucán-
dose como un perro contra la.pared, Morel parecia
insensible á lo que estaba pasando : el golpe era
tan horrible é inesperado , las consecuencias de su
arresto le parecian tan espantosas , que no podia
concebir la realidad de aquella escena. Debilitado
por lodo genero de privaciones, f¿ilt9le enteramen-
te el espíritu y permaneció en et asiento sin mo-
verse, pálido, asombrado , con los brazos colgados
y la cabeza caida sobre el pecho. — ¡Hola I ¡eh!
tio socarrón... ¿en qué rayo estáis pensando? —
gritó Malicornio. — ¿O pensáis que hemos veni-
do aquí á pelar la pava ? Vamos pronto sino os echo
la zarpa.
El corchete cogió con una mano por el hombro al
artesano y lo sacudió brutalmente. Esta amenaza y
el gesto que la acompañó llenaron de terror á los
niños; los tres varones salieron casi desnudos del
jergón, y deshechos en llanto se arrojaron á los
pies de los guardas del comercio, levantaron líis
manos y dijeron con un tono que partia el co-
razón :
172 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— j Ay! I por Dios, señores!... j no matéis á nues-
tro padre !
Al ver á los infelices niños temblando de frió y
de espanto, Bórdense conmovió á pesar de lo
acostumbrado que estaba á tales escenas. Su impla-
cable compañero sacudió brutalmente la pierna á
que estaban agarrados los niños suplicándole por
su padre.
— ¡Ehl ¡ largo de ahí! ¡ fuera chiquillos!... /Qué
demonio de oficio , si no tuviera uno mas parro-
quianos que mendigos como este!
Un horrible episodio hizo mas espantosa aun
esta escena.
La mayor de las dos niñas que estaba acostada
con su hermana en «1 jergón grito de repente.
— Madre, madre, no sc^ que tiene Adela... está
fria como la nieve! Me mira hito en hito ! ay
Dios mió;... y no respira...
La pohre niña tísica acababa de espirar sin dar
un solo quejido y con la vista clavada en su her-
mana á quien amaba tiernamente.
Imposible seria dar una idea del grito de la
naujer; del lapidario al oir esta horrible revela-
ción, pues conoció al momento lo que habia su-
cedido. Fué uno de esos gritos sofocados, con-
vulsos; arrancados del fondo de las entrañas de
una madre.
— ¡Mi hermana parece una muerta! ;Dios miol
j Dios mió ! yo tengo miedo — exclamó la niña
saliendo precipitadamente del jergón y corriendo
asombrada hacia su madre.
Esta sin acordarse de que sus piernas casi pa-
ralizadas no podían sostenerla , hizo un esfuerzo
violento para levantarse y correr hacia su hija
muerta; pero faltándole las fuerzas, volvió á
Duf PlciOac) cV'irCjcvcf
EL MANDATO DE PAGO. 273
caer en la cama y lanzó un grito trémulo de de-
sesperación.
Esle grito resonó en el corazón de Morel, el
cual salió entonces de su estupor, arrojóse al jer-
gón en que estaba su hija de cuatro años y la
cojió en los brazos...
Pero estaba muerta*
Su enfermedad, causada por la miseria, era ya
mortal-, pero el frío y el hambre habian acele-
rado su fin. Tenia los brazos y los demás miem-
bros tiesos y helados.
Morel, con los cabellos erizados de desespera-
ción y espanto, sostenia á su hija en los brazos,
y la miraba con los ojos fijos, secos y abotar-
gados.
— ¡ Morel > Morel... dame la niña! — gritó la
desgraciada madre tendiendo los brazos hacia su
marido — no es cierto, no... no está muerta... ve-
rás como vuelve en sí calentándola ..
Escitada la curiosidad de la idiota por la prisa
conque los alguaciles se acercaron al lapidario,
que no queria apartarse del cuerpo de su hija,
cesó de a huí lar, levantóse del lecho, se acercó
lentamente á Morel , sacó la espantosa cabeza por
encima del hombro de su yerno... y contempló
por algunos momentos el cadáver de su nieta...
Las facciones de la idiota conservaron su expre-
sión habitual de atontamiento huraño y feroz, dio
al cabo de uri minuto un bostezo hueco y caver-
noso como el de un animal hambriento, y volvién-
dose á su lecho se dejó caer en él gritando:
— ¡ Tien hambre 1 1 ¡ hambre I ! — Aquí está,
señores; ya lo veis, aquí está mi pobre hija, hija
de mi alma, /mi Adela I... Se llama Adela, se-
ñores. Aun ayer tarde la besé; y esta mañana...
ya está muerta. Ya veo que me diréis que es una
27* LOS MISTERIOS DE PARÍS.
boca menos que mantener, y que es una fortuna
para mí, ¿no es verdad? — dijo el artesano con
aire atontado.
Su razón empezaba *á oscurecerse á fuerza de
golpes tan repetidos y crueles.
— jMorel, dame mi Adela; dame mi hija! —
repitió Magdalena. — Tienes razón; también tú
debes disfrutar de este regalo... — repuso el lapi-
dario; y luego puso el cadáver de la niña en los
brazos de su madre.
Dio en seguida un prolongado gemido y cubrió
la cara con las manos,
— Magdalena , que estaba tan demente como su
marido, metió el cuerpo de su hija entre la paja
del jergón, sin apartar de él la vista y llena de
un espantoso desasosiego, mientras que los demás
niños lloraban arrodillados en medio del desván.
Los corchetes , á quienes habia conmovido esta
escena por un momento, volvieron á su acostum-
brada insensibilidad.
— Vamos, buen amigo — dijo Malicornio al
lapidario — ya vemos que vuestra hija se ha
muerto y que es una desgracia : todos somos mor-
tales, y nosolros no podemos remediarlo, ni vos
tampoco,.. Es preciso que nos sigáis al momento,
porque hoy se presenta buena caza y tenemos
que pescar á un pájaro gordo...
Morel no oyó las palabras del criado de jus-
ticia.
Perdido en un laberinto de fúnebres pensamien-
tos, se decia á sí mismo con voz trémula j acon-
gojada:
-— Y sin embargo es preciso enterrar á este an-
gelito... y velarla... aquí... hasta que vengan á
llevarla... ¡ Enterrarla !... ¿con qué, si no tene-
mos un alimento?... ¿Y quién me prestari para
liL MANDATO DE PAGO. 273
el ataúd? ¡Oh I un ataúd pequeñito... para una
niña de cuatro años... debe costar muy caro... ¿Y
el carro de muertos?... no señor; nada de carro...
eso se coge debajo del brazo, y vamos andando...
¡Ja! ¡jal ¡jal — añadió dando una espantosa
carcajada -—¡qué dichoso soy I... si muriese á la
edad de diez y ocho años, como mi Luisa, por
ejemplo, no me prestarian, no, un ataúd grande...
— Oyes Malicornio ¿sabes que ese hombre es ca-
paz de perder la cholla? — dijo Bordón á su com-
pañero;— mira que ojos pone de loco... ¡Y la
vieja que maulla de hambre!... i Vaya unos par-
roquianos!...— Pero es menester salir del paso...
Aunque el arresto de ese mendrugo está tasado
en 76 francos 75 céntimos, estiraremos la suma
de las costas, como es justo, á 2^*0 ó 250 francos.
Al fin quien paga es el acreedor... — Di mas
bien quien adelanta el dhiero de las costas; por-
que aunque pague por ahora, del cuero han de
salir las correas.,. — Cuando ese tio tenga conque
pagar 2,500 francos por capital, intereses, gastos
y todo, ya lloverá con tiempo seco... — Y no hará
tanto frió como aquí, porque esto está que hiela
la sangre... — dijo el corchete soplando los dedos.
— Despachemos; á la calle con él, que ya Uori-
3ucará por el camino... ¿Tenemos acaso la culpa
e que la niña se haya ido al otro barrio?... -—
La gente de este pelaje no deberla hacer chiqui-
llos.— Verdad que sí — repuso Malicornio; y
luego añadió dando una palmada en el hombro
de Morel : — Vamos , camarada , que no podemos
esperar mas, ¡ya que no pagáis, á la cárcel! —
] A la cárcel el señor Morel! — exclamó una voz
delicada y juvenil : y al mismo instante entró con
prontitud en la guardil'a una joven morena, fresca,
encendida y sin mas adorno en la cabeza que el
276 LOS MISTERIOS DÉ PARÍS.
peinado de su propio cabello. — jAy, señorita
Alegría 1 — dijo llorando uno de los niños — ¡ por
Dios, señorita, no dejéis que lleven á mi padre!
se murió Adelita... — ¡Murió Adela! —exclamó
la joven, cuyos ojos grandes, negros y brillantes
se arrasaron de lágrimas. — I Hijos raios! ¡á la
cárcel vuestro padre! ¡no puede ser!...
Y miró asombrada y sin moverse al lapidario, á
SAI mujer y á los alguaciles.
Bordón se acercó á Alegria.
— Oiga usted, prenda mia , á ver si con buenas
palabras hace usted entrar en razón á ese hombre
es verdad que se ha muerto su hija, pero eso no
podemos remediarlo, y es preciso que lo llevemos
á Clichy... á la cárcel de deudores, porque somos
alguaciles del comercio. — ¡Con que luego es ver-
dad!— exclamó la joven.— Y tan verdad, que
mas claro no lo canta un loro. La madre está
distraída en la cama con la chiquilla... y el ma-
rido debe aprovechar esta ocasión para escabu-
llirse.— ¡Dios mió! ¡qué desgracia para esta po-
bre familia I — exclamó Alegría — ¿ como saldrán
de tal desastre? — No hay mas remedio que pagar
ó ir á la cárcel: ¿tenéis dos ó tres billetes de á
mil que prestarles? — preguntó Malicornio con
socarroneria : — si los tenéis rascad el bolsillo, que
no pedimos otra cosa. — ¡Oh ! ¡eso es horrendo!
— dijo Alegría con indignación — ¡ chancearse
viendo tal desgracia ! — Pues bien, hablando for-
malmente — dijo el otro corchete — ya que los
estimáis, haced de manera que la mujer no vea
salir á su marido, pues les evitaréis un m^^l ralo.
El consejo, aun que brutal, no era malo, y así
es que Alegría se acercó á la cama de Magdalena
y se arrodilló junto al jergón en medio de los
EL MANDATO DK PAGO. 277
niños; pero Magdalena estaba tan sumergida en su
pesar que no la vio.
Morel volvió en sí de su demencia , pero se
entregó de nuevo á reflexiones mas melancólicas,
pues pudo entonces contemplar el horror de su
situación. Pensó que una vez tomada por el no-
tario aquella extrema resolución dehia estar inexo-
rable, y que los alguaciles no dejarían de cumplir
con J5U deber.
El lapidario se resignó.
— ¿Nos vamos, ó que hacemos? — le preguntó
Bordón. — No puedo dejar aquí esos diamantes,
porque mi mujer está medio loca — dijo Morel
señalando hacia las jovas que estaban sobre la
mesa. — La corredora para quien trabajo debe ve-
nir á recogerlos esta mañana, ó en todo el dia , y
no puedo dejarlos abandonados , que son de mu-
cho valor. — ¡ Tatel — dijo para sí el Cojuelo que
DO se habia separado de la puerta — va se lo con-
taré á la Lechuza. — dejadme si quiera hasta ma-
ñana— dijo Morel — para que pueda entregar los
diamantes á la corredora. — ¡Imposible! | vamos
pronto, marchemos 1 — Pero no puedo esponerme
á que se pierdan los diamantes dejándolos abando-
nados.— Metedlos en el bolsillo; vamos pronto,
que nos aguarda el coche á la puerta , y eso ten-
dréis mas de costas. Iremos por la casa de la cor-
redora, y si no la encontráis entregaréis las pie-
dras al alcaide de Clichy ; estarán tan seguras en
su poder como en el banco de Francial ; l'ronlo,
pronto 1 ahora que no os ven la mujer ni los hi-
jos.— ¡Dejadme hasta mañana paia enterrar á
mi hija! — dijo Morel con \oz suplicante y alle-
.rada por el llanto. — ¡Osdigo que no puede ser!...
ya hemos perdido aquí una íiora I — VA cnlicrro os
trastornaría la cabeza — añadió Malicornio. — ;0h'
278 LOS MISTERIOS DE PARTS.
SÍ... — repuso Morel con amargura. — Ya que os
compadecéis de mí, dejadme haceros una pregun-
ta... — / Qué pregunta ni que rayo! vamos de aquí
pronto ! — repuso Malicornio con impaciencia bru-
tal — ¿Desde cuando tenéis orden para prenderme?
— La sentencia se ha dado hace cuatro meses,
pero hasta ayer no ha recibido nuestro ujier la
orden del notario para ponerla en ejecución. —
¿Hasta ayer?... ¿y porqué aguardó hasta ayer?
— ¿Qué me importa á mí?... ¡Vamos pronto,
liad el petate! — ¡Hasta ayer!... ¿Cómo no ha-
brá venido Luisa?... ¿en dónde está Luisa? —
dijo el lapidario metiendo las piedras en una ca-
jita llena de algodón. — ¡Dios me dé paciencia!
Vamos de aquí... ya sabré en la cárcel lo que ha
sido de mi hija. — A ver com i hacéis pronto vuestro
lio y os vestís... — No tengo mas lio que hacer
que llevar estos diamantes para entregarlos al al-
caide.— ¡Vestios de una vez '... — TSo tengo mas
vestidos que el que llevo puesto. — ¿Y vais á sa-
lir con esos andrajos? — preguntó Bordón. — Os
dará vergüenza ¿no es verdad? — repuso el lapi-
dario. — No, porque vamos metidos en el coche;
que sino... — dijo Malicornio. — Papá, mamá te
llama — dijo uno de los niños.
— Escuchad — dijo con rapidez Morel á uno de
los corchetes — no seáis inhumano... concedcdme
un solo fabor. No tengo valor para despedirme de
mi mujer y de mis hijos... porque se me partiría
el corazón... Si ven que me lleváis, se echaran á
mí los pobrecillos... y quisiera evitar este ultimo
lance. Os ruego que me digáis en voz alta que ven-
dréis dentro de tres ó cuatro horas y que finjáis
marcharos... me aguardaréis en el descanso de la
escalera, y me ahorraréis así la amargura de des-
pedirme... os prometo que estaré con vosotros den-
EL MANDATO DE PAGO. 279
íro de cinco minutos... — Ya entiendo.., quer-
ríais dejarnos de plantón ¡ eh I... — dijo Malicor-
nio. — I Buen lagarto sois ! en un abrir y cerrar de
ojos os ¡riáis por una rendija. — ¡ Válgame el po-
der de Diosl — ¡ exclamó Morel con dolorosa in-
dignación.— Creo que no nos engaña — dijo Bordón
á su compañero; — llagamos lo (¡ue dice, porque
sino llevamos trazas de salir de aquí en todo el dia:
ademas, yo me pondré junto á la puerta, y como
la guardilla no tiene otra salida, no podrá escapar-
se.— ¡ Mala sarna te mate, viejo chocho!.., I á ti
T á tu pocilga!... ¡Qué peste, santo Diosl repuso
Malicornio; y dirigiéndose á Morel continuó: —
Esperaremos en el cuarto piso... pero cuidado que
bajéis pronto... — Gracias — dijo Morel. — ¡ Pues
señor, convenido ! — dijo Bordón en voz alta mi-
rando al artesano con aire de inteligencia; — ya que
ofrecéis pagar, os dejamf>s, y volveremos dentro
de cinco ó seis dias; ! pero cuidado con cumplir lo
prometido ! — No faltaré : para entonces espero que
podré pagar repuso Morel.
Los alguaciles salieron del desván.
El Cojuelo, temiendo que lo sorprendiesen , ha-
bia desaparecido antes que los corchetes saliesen
de la buhardilla.
— ¿No habéis oído, señora Magdalena ? — dijo
Alegría dirigiéndose á la mujer del la[)i(iario para
distraerla de su lúgubre contem|)lacion : — esos dos
hombres se han marchado y dejan en libertad »1
vuestro marido. — ¿ no oyes, mamá ? ya no pren-
den á mi padre : — dijo el mayor de los niños. — ;
Morel I mira escucha... Coje uno de esos diamantes
gordos, que nadie lo sabrá, y salimos de este apuro
— dijo Magdalena en voz confusa y delirante. —
Con eso tomara calor Adelila , y no estará muerta
tanto tiempo...
280 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
El lapidario sali(3 con precaución aprovechando
un momento en que nadie le miraba.
El alguacil lo esperaba del lado de afuera en un
especie de descanso que estaba también á teja vana.
Hacia este descanso daba la puerta del desván que
corria á lo largo de la buhardilla de Morel, y en el
cual guardaba M. Pipelet sus provisiones de cuero.
Hemos dicho también que el digno portero llamaba
á este agujero su paco de melodrama, porque por
un agujero hecho al tabique, observaba con íVecuen
da las tristes escenas di; la guardilla de Morel.
Vio el alguacil aquella puerta, y creyó por un
momento q«ie el lapidario podria acaso huir por
ella.
— Vamos . adelante , mala ralea ! — le dijo po-
niendo el pié en el primor paso de la escalera , y
le hizo seña para que lo siguiese. — ¡Un momen-
to por favor... un momento 1 — dijo Morel.
E hincándose de hinojos en el descanso, dio la
última mirada á su familia por una rendija de la
puerta, levantó las manos, y dijo en voz baja y
trémula que revelaba su amarga aflicción :
— ¡ Adiós ! hijos de mi alma I ¡adiós mujer des-
dichada I Adiós... —¡Vamos/ ¿acabareis de una
vez! Basta de mojigangas — dijo brutalmente Bor-
dón tiene razón, Malicornio: ¡qué pocilga! ¡qué le-
trina.
Levantóse Morel y se disponía á seguir al algua-
cil, cuando resonaron en la escalera estas palabras.
— ¡ Mi padre ! ¡ mi padre .^ — ¡ Luisa / — excla-
mó el lapidario levantando las manos al cielo. —
: Alabado sea Dios ! siquiera podré abrazarla antes
de marchar... — ; Gracias á Dios, que llego á tiem-
po! — dijo la voz acercándose mas y mas.
Y se oyó que la joven subia precipitadamente la
escalera.
EL MANDATO DE PAGO. 2S81
— No tengáis cuidado prenda mía , — dijo otra
voz áspera y temblona que salla de una región infe-
rior; — yo me pondré si es menester en el pasillo
con mi querido viejo y el palo de la escoba, y no
saldrán de aquí esos matachines sin que les ha-
yáis hablado.
Ya se habrá adivinado que esta voz era la de
madama Pipelet, la cual, menos ágil que Luisa,
la seguia lentamente. Algunos momentos después
la hija del lapidario estaba en los brazos de su
padre.
— ¡Conque eres tú, Luisa I ¡ eres tú, hija de mi
corazón ! — dijo Morel llorando. — Pero que des-
colorida estás! I Dios mió! ¿ (jue tienes? — Nada.,,
no tengo nada... — respondió Luisa con voz bal-
buciente.— he coriido tanto, que!... aquí está el
dinero. — ¡Qué dices !... ¡ cómo ... — ; Lstais libr
señor!... — ¿Luego sabias que? — Sí, todo lo he
sabido... Toinaü , señor, ahí tenéis el dinero — di-
jo la joven dando un p^iquelito de mont-das de oro á
Malicornio — ; Pero ese dinero, Luisa! .. ¡ese di-
nero! — ya lo sabréis .. sosegaos... voy á consolar
á mi madre, — /No, aguarda/ gritó AÍorel ponién-
dose delante de la puerta , pues se acordó de que
Luisa no sabia aun la muerte de su hermana. —
Aguarda qu« ten-ro ííuí- |.regunlarte... Dime ¿quién
te ha dado ese dinin<.? — r,'i mas ni menos — dijo
Malicornio lurgo ({ue acabó de contar las monedas
de oro que melló en el bolsillo. Sesenta, sesenta y
cinco, mil trescientos francos justos y tapados, ¿Y
no traéis mas que esto, mocita? — ¿Pero vos no
debéis mas que mil trescientos francos? — dijo Luisa
asombrada dirigiéndose á su padre. — Sí — repuso
Morel, — Vamos á esto I — dijo el alguacil , — la
obligación es de mil tiescienlos francos... está bien
esto paga la deuda... pero, y táseoslas?... sin la
282 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
diligencia de arresto hay ya por mil ciento y cua-
renta francos. — ;Dios mió! ¿ como puede ser esto
— exclamó Luisa. — Yo creia que no eran mas
que mil y trescientos francos... Entonces, señor,
ya pagaremos el resto... porque al fin hemos da-
do ya mucho dinero. . ¿no es verdad, mi padre? —
Enhorabuena no hay inconveniente... Entonces lle-
vad el dinero al alcaide y se pondrá en libertad á
vuestro papá, ¡Vamos, á la cárcel! — Conque le
lleváis! — Y mas que de paso... Que pague lo que
debe y quedará libre... ¡Vamos, Bordón, despache-
mos \^ — ¡ Oh ! piedad... ; tened compasión.' — ex-
clamó Luisa. — ¡ ISo lo digo yo ! ya vuelve á em-
pezar la gresca... ¡vamos, palabra de honor, esto
es capaz de hacer sudar á un difunto ! — dijo bru-
talmente el corchete; y dirigiéndose luego á
Morel continuó: Si no tomáis el camino sobre la
marcha, os agarro por el pesquezo y os hago mar-
char mas que deprisa. ¡ Vaya una comisión diverti-
da!— ¡Ay, padre de mi alma ! ¡Dios mió! ¡y
creí que se libraria de este lance! — exclamó Luisa
con voz desfallecida. — ¡ No, no! ¡no hay justicia
en el cielo ! — gritó el lapidario dando con deses-
peración una patada en el suelo — Sosegaos , buen
hombre; hay una providencia para los que viven
con honra — dijo una voz firme y vibrante.
Y al mismo instante salió Rodolfo por la puerta
del zaquizamí, desde donde habia presenciado sin
ser visto varias de las escenas que acabamos de re-
ferir. Estaba pálido y profundamente conmovido.
Al ver tan súbita aparición retiocedieron los al-
guaciles , y Morel y su hija miraron al desconocido
con estupor. Sacó Rodolfo, del bolsillo del chaleco
algunos billetes de banco, escogió tres de ellos y
los presentó á Malicornio diciéndole:
EL MANDATO DE PAGO. 283
— Allí tenéis dos mil quinientos francos: volved
á esa niña el oro que os ha dado.
El alguacil, cada vez mas asombrado, tomó con
recelo los billetes, los miró j examinó en todos sen-
tidos, les dio diferentes vueltas, y por último los
metió en la faltriquera. Mas volviendo á recobrar
su acostumbrada osadia a medida que se iba disi-
[)aiido su espanto , miro á Rodolfo de pies á cabeza
y le dijo;
— Y son buenos los billetes... ¿pero porque arte
de birli birloque os hicisteis con esta suma? ¿Estáis
seguro de que es vuestra?
Rodolfo estaba modestamente vestido y cubierto
del polvo que habia cogido en el zaquizamí de
M. Pipelet.
— Ya te dije que volvieses el oro á esa nifía —
respondió Rodolfo con voz breve y severa. — ¡Ya
te dijel... ¿y en que taberna almorziunos juntos
para tanta llaneza? gritó el corchete adelantándo-
se hacia Rodolfo con ademan amenazador. — j El
oro!... /te digo ([ue vuelvas el oro! — dijo el prín-
cipe apretando con tal violencia la muñeca de Ma-
licornio que este no pudo menos de ceder al agud >
dolor, V gritó: — ¡Oh 1 ■ pero no me lastiméis!...
i soltadmeel brazo !
— ¡ Pues vuelve el oro 1... ¡ Bribón! estas pagado,
márchate... y cuidado con hacerse el insolente,
porque le haré rodar la escalera. — Ahí tenéis el
oro — dijo Malicornio alargando el dinero á Luisa
— pero no me tuteéis ni me maltratéis.,, porque
seáis mas fuerte que yo. — Tiene razón... ¿y quién
sois para gastar tan'a íiichenda ? — dijo Bordón
poniéndose á la sombra de su compañero -- ¿quién
sois para tener esos humos? — ¿ Quién es?... es
mi inquilino... ¡ el rey de los? iiujuilinos! ¡pica-
ros, mal criados, deslenguadas, botarates I —gritó
2Sk- LOS MISTERIOS DE PARÍS.
madama Pipelet, que al fin se dejó ver encendida
como ui» tomate, hinchada de cólera y con su eterna
peluca rubia á lo Tito Livio. Traía en la mano
una cazuela de barro llena de sopa caliente para
la familia de Morel. — ¿Qué diablos quiere esa
comadreja I — dijo Bordón. — Si ultrajáis mi físico,
me echo á vosotros con dientes j uñas — gritó
madama Pipelet — y para que llevéis que contar,
mi inquilino, mi rey de inquilinos os hará rodar
ias escaleras una á una, como os ha intimado ya...
y con la escoba os barreré, proterbd, mala cana-
lla, como si fuerais basura. — Esa bruja es capaz
de levantar contra nosotros toda la vecindad. Ya
que estamos pagados, vamonos de aquí antes que
venga otro chubasco — dijo Bordón á Malicornio.
— Ahí tenéis los autos — dijo este arrojando á los
pies de Morel un legajo de papeles. — ¡Coje los
papeles!... ¡le han pagado, no seas insolente I — di-
jo Rodolfo deteniendo al corchete con mano vigo-
rosa, y señalando con la otra á los papeles.
Conociendo |)or esta nueva insinuación que nada
de bueno sacarla de hacer resistencia , inclinóse
murmurando el alguacil , cogió del suelo el legajo
y lo entregó á Morel que tendió la mano ma-
quinalmente.
Creia estar soñando.
— ¡ Guardaos de caerme en las manos, porqué no
os han de valer vuestros puños de cargador ! — dijo
Malicornio.
Y después de haber enseñado á Rodolfo el puño
cerrado, salló de un solo bote diez pasos de la es-
calera , seguido [de su compañero , que á cada ins-
tante volvia la cara atrás lleno de miedo..
Madama Pipelet se dispuso á vengar á Rodolfo
de las amenazas del alguacil ; y clavando los ojos
EL MANDATO DE PAGO. 285
en la cazuela con un ainí inspirado, gritó con toda
la fuerza de sus pulmones.
— More! pagó sus deudas... ahora su familia ten-
drá que comer, y no necesilara mi pitanza...
¡agua va I
— E inclinándose sobre el pasamano de la esral(>ra,
arrojó el contenido en la cazuela á la espalda de los
corchetes, que llegaban en aquel niouientoal pri-
mer piso.
— ¡ Fuera de aquí , ¡ paso redoblado/ — añadió
la portera: los puse como una sopa... como dos so-
pas... ¡je! ¡je je I vaya un [)ar de visiones I — ¡ Mil
millones de rajosl — exclamó Malicornio inunda-
do de sopa — ¡cuidado allá arriba... vieja mondon-
ga de los demonios!...
— ¡Alfredo! — repuso madama Pi pelel deseca -
ñitándose, con una voz aguda capaz de romper el
tímpano de un sordo... — ¡Alfredo I ¡ prenda mia
mátalos, mata á esos beduinos, (|ue fallaron
al respeto á tu Pomonal ¡indecentes I... ¡mal en-
carados!... dales, de firníe con el palo de la es-
coba. Llámala ostreray el lio Pepe para que te ayu-
den... ¡ Atrápalos!... ¡cógelos! ¡fuego!... ¡ fuego!...
¡Vecinos I ¡vecinos !... ladrones!... Prrrrr... Cu, cu,
cu... cu, cu, cu... I Firme, dales , véjele querido,
para que no vuelven á tratar con irreverencia á tu
Pomona.
Y para terminar formidablemente esta onomalo-
pcya, que habia acompañado con brincos y contor-
siones furiosas, madama Pipelet exaltada por la
embriaguez de la victoria arrojó desde lo alto de la
escalera la cazuela de barro , que rompiéndose con
un ruido espantoso en el momento en que los cor-
chetes bajaban los últimos pasos de la escalera de
cuatro en cutfíro escalones, aumentó prodigiosamen-
te su espanto.
r. II. 19
286 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
— ¡Largo de aquí, pillos, bribones! — gritó
Pomona riendo á carcajadas y cruzando los brazos
con aire triunfante.
Mientras que madama Pipelet corría de este mo-
do á los alguaciles (a) Morel se echó á los pies de
Rodolfo.
(a) lié aquí algunoí hechos curiosos sobre la prisión por
deudas, citados en el Pauvre Jacques , periódico ^nhlicado
hajo la protección de la Sociedad de la mokal cristiana
( Comité des Prisons) :
aun protesto y una intimación de arresto por deuda,
tasados por la ley, el primero en 4 fr. 35 c. , y la segunda
en 4 ir. 70 c. , suben generalmente por la tasación de los
alguaciles, el primero á 10 Ir. 40 c. , y la segunda á 16 fr,
40 c. Según esto los alguaciles exigen 26 fr. 80 c. por lo
que la ley ha tasado en 9 fr. 50 c.
«Para un arresto la ley concede á esta clase de alguaciles
ó guardas del comercio lo siguiente: derechos de sello y
registro, 'ó fr. 50 c. ; carruaje, 5 fr. ; diligencias de arresto
y de entrega, 60 fr. 25 c. ; derechos de escribanía, 8 fr. :
total 76 fr. 75 c.
«Una cuenta de gastos y costas citada como término
medio de lo que ordinariamente leclaman los guardas del
comercio poruña prisión, hace subir dichos gastos y costas á
cerca de 240 francos , en lugar de los 76 designados por la
ley.»
En el mismo periódico se lee lo siguiente :
«El guarda del comercio **' ha venido i suplicarnos que
rtctiíicásemos el articulo de la Mujer ahorcada. No soy yo,
dijo, <}u¡en la ha matado. No hemos dicho que *** hubiese
quitado la vida á aquella desgraciada. Reproducimos el
texto de nuestro articulo :
«El guarda del comercio *** se presentó para arrestar á
«un carpintero de la calle de la Luna : el carpintero al verle
«en la calle , grita ; — ¡ Estoy perdido ! ¡ vienen a prender-
«me! — Óyelo su mujer, cierra la puerta y el carpintero se
«esconde en un desván. El guarda va á buscar el juez de
«paz y un cerrajero, y hace echar abajo !a puerta del cuar-
«lo de la mujer del carpintero. . . ] ía mujer se habla ahor-
• tado ! . . . El guarda no se conmueve a la vista del cadáver,
EL MA^DAT() DE PAGO. 287
— ¡ Ah 1 Señor ¡ nos habéis salvado la vida !... ¿A
T] Ilion debemos esle socorro inesperado?...
— Al Dios de los honrados... como dice vuestro
inmortal Beranger.
ocontinúa su pesquisa y baila por fin al marido. — Estáis
« jueso. — IN ü Icngí) dintro. — • Entüncís a la cárcel ! — Vu-
«nios; pero dejadme siquiera decir adits a mi mujer.
« — Dejaos de despedidas: vuestra mujer se ha ahorcado:
está ynuerta...*
«¿Qué tenéis qae decirnos, señor **' ? (añade el perió-
dico que citamos); 7io hemos hccl.o vws <¡ue copiar vuestra
mistua declaración escrita^ en la cual liabeii pintado lioiaible
Y minuciosamente esta escena espantosa.»
El mismo papel cila dos o trescienlosbccbos, de los cua-
les el siguiente es pur decirlo asi el justo medio:
a Por un pa^'arc de 200 francos j un alí^uacil lia hecho dé
costas 96A /''• -tV deudor , (¡uc es un menestral y padre de fa-
milia con cÍ7ico hijos j hace siete meses que está preso. »
Por dos 1 azoncs cita del Pauvres Jacquct estos becbos, el
a titor de este libro:
En piimer lugar para demosliar que la invención del ca-
pitulo que pi ecede es inferior a la realidad.
Y sobre todo porque, en un sentido filantrópico, lacon-
linuacion de semejante estado de cosas (los salaiits exorbi-
tantes ilegal é impnneiriente exigidos por cieitos empleando»
públicos ) parali/.a aveces las intenciones mas generosas...
Asi es que con una suma de 4,000 francos se ¡)üdjia librar
de la cárcel y icstituir al seno de su familia á tres ó cuatro
menestrales bonrados é inlelices, casi siempre encaicelado»
})or sumas de 250 á 500 bancos ; pero como estas sumas se
triplican por una exagerada exacción de costas y salarios,
las personas caritativas se abstienen mucbas veces de bacer
una buena obi a , al ])ensar que las des 1< rceras partes de su
donativo serán para salisíacer la codicia de empleados in-
morales.
Y sin embargo pocas miserias bay mas dignas de interés
y de piedad, que la de los desgraciados de quienes acaba-
mos de bablar.
CAPITILO XIV.
ALEGglA.
Luisa , la hija del lapidario, era alia, esbelta y
de uoa belleza extraordiiiaria, pero seria y grave:
parlicipaba de la hermosura de la antigua Juno por
la regularidad j severidad de sus facciones, y de
la de Diana por la elegancia de su elevada esta-
tura. A pesar de que era morena, y del color en-
cendido y rojo de sus manos endurecidas por el tra-
bajo doméstico, á pesar de lo humilde y desaliñado
de sus vestidos, esta joven tenia una presencia
llena de dignidad y nobleza.
No intentaremos pintar el agradecimiento y el
gozoso estupor de esta familia tan inopinadamente
rescatada de una suerte espantosa. La repentina em-
briaguez de la alegía la hizo olvidar por un mo-
mento la muerte de la niña. Solo Rodolfo observó
la extremada palidez de Luisa, y la sombría re-
flexión qu.' parücia afligirla, á pesar de la liber-
tad que acababa do obtener su ])adre. Queriendo
inspirar á Morcl una entera confianza acerca de su
porvenir, y explicarle una liberalidad que podia
comprometer su incógnito, el prícipe se retiró á un
lado con el lapidario , mientras Alegría preparaba
á Luisa para recibir la noticia de la muerte de su
hermana , y le dijo:
— ¿No ha venido anteayer una señora joven?— Sí,
señor, y aun parece que se contristó al ver núes-
ALEGRÍA. 289
Ira situación. — Pues á ell« es á quien debéis es-
lar agradecido, y no á mí... — ¿Será posible...
señor... ? aquella señora joven... — Es vueslra bien-
hechora. He llevado géneros á su casa algunas ve-
ces. Cuando he alquilado un cuarto en esta casa,
supe por la portera vuestra cruel situación... y
como contaba con la caridad de esa señora, fui in-
mediatamente á su casa, y ánlesde ayer vino ella
misma á informarse , como habéis visto. Salió de
aquí llena de compasión; pero como vuestra des-
gracia podia ser el fruto de mala conducta, me
ha encargado que tomase informes lo mas pronto
posible, á fin de medir sus beneficios por vuestra
prolu'dad. — ¡ Qué señora tan buena, tan noble I •
con razón de( ia yo... — A Magdalena: / Si los ricos
supieran ! ¿ no es verdad ? — ¿Y cómo sabéis el
nombre de mi mujer ?. , ¿ quién os ha dicho que?...
— Desde las seis de esta mañana — dijo Rodolfo
interrumpiendo á Morel — he estado oculto en ese
desván junto á vueslra guardilla. — ¡ Vos.... se-
ñor I... — ¡ Y he oido cuanto ha pasado , hombre
de bien , hombre honrado I — i Dios mió 1... ¿ paro
como pudisteis meleros allí ! — iSadie podia in-
formarme mejor que vos mismo de lo que deseaba
saber , y he querido oíros sin que supieseis os escu-
chaba. El portero me habia hablado de ese peque-
ño desván , y aun me propuso cedérmelo para le-
ñera. Esta mañana le he dicho que me dejase verlo,
estuve en él una hora , y me he convencido de que
no hay un hombre mas bueno , mas noble, ni mas
valerosamente resignado que vos. — Pero , señor,
mi mérito no es grande á la verdad : he narido asi,
y no debía esperar otra cosa. — Ya lo sé; y por
eso no os alabo , sino que os aprecio... Estaba para
salir de ese a<íujero para libraros de los alguaciles,
cuando he oido ía voz de vueslra hija , y entonces
290 LOS MISTERIOS DE PARTS.
he determinado cederla la dicha de salvaros.. Por
desgracia la rapacidad de los guardas del comercio
ha privado á la pobre Luisa de esta dulce satis-
facción, y entonces me he presentado. Ayer he re-
cibido algunas cantidades que me debian , y por
eso he podido cumplir de antemano la voluntad
de vuestra bienhechora pagando por vos esa des-
graciada deuda. Pero vuestro infortunio ha sido
tan grande, tan honrado, y lo habéis sufrido
con tanta resignación, que el interés que os
manifiesta, y que merecéis, no se reducirá á
este solo don. En nombre de vuestro ángel tu-
telar puedo ofreceros un porvenir tranquilo y di-
choso papa vos y para vuestros hijos... — ¡Será po-
sible!... Pero á lo menos decidme su nombre , se-
ñor; el nombre de ese ángel del cielo , de ese ángel
tutelar, como vos le llamáis!... — No hay duda
que es un ángel... Y teniais razón de decir que todos
tienen sus penas , asi los grandes como los pobres.
— ; Es por ventura desgraciada esta señora I — ¡Y
quien no padece en esta vida!... Pero yo no hallo in-
conveniente ninguno para deciros su nombre... Se
llama....
Acordándose Rodolfo de que madama Pípelet sa-
bia que la marquesa de Harville habia ido á aquella
casa con intención de ver al comandante , y temien-
do con razón la indiscreta locuacidad de la portera,
continuó después de un momento de silencio :
— Os diré el nombre de esa señora... bajo una
condición.... — ¡ Oh ! la condición que queráis,
señor ! ... — Que me prometeréis no decir su nombre
á nadie.., ¿ entendéis ?á nadie... — ¡ Ah! oslo juro..
¿Pero no podrá á lo menos dar gracias á esa pro-
videncia de los desgraciados ? — Se lo preguntaré á
la marquesa de Harville, y no dudo que consentirá.
— ¿ Gomo se llama ? — La señora marquesa de
ALEGRÍA. 291
Harville. — ¡ Ab ! ¡ nunca olvidaré su nombre!
Será la santa que invooaré... que adoraré... ¡ Cuan-
do pienso que ha salvado á mi mujer, á mis bi-
josl... ¿Salvado? ¡ ah / no los ba salvado á to-
dos... mi Adelila; bija de mi alma... ; no has cono-
cido á tu bienhechora I... Pero, como ha de ser ; al
íin la hubiéramos perdido de un día al otro, porque
su enfermedad era mortal...
Y el lapidario enjugó las lágrimas.
— En cuanto á los últimos deberes que hay que
cumplir con respecto á vuestra bija , si queréis
seguir mi consejo os diré lo que se debe hacer....
No vivo todavía en mi cuarto, que es grande , sano
y ventilado ; tengo ya en él una cama , y se traerá
todo lo necesario para que vos y vuestra familia
estéis con comodidad , mientras la señora de Harvi-
lle no disponga colocaros de otro modo... El cuerpo
de vuestra bija quedará en el desván, en donde
será velado esta noche como conviene por un sa-
cerdote. Voy á pedir á M. Pipelet que se encargue
de todos los pormenores. — ¡ Pero , señor , privaros
de vuestro cuarto I... no es menester que bagars tal
sacriflcio... Ahora estamos tranquilos , pues ya no
me llevan á la cárcel... y nuest.ro pobre desván nos
parecerá un palacio, sobre todo si mi Luisa se queda
á nuestro lado para cuidar de todo como antes de
habernos separado... — Vuestra Luisa no os aban-
donará... Decíais que seria vuestra ambición , vues-
tro lujo el tenerla en vuestra compañía... Pues bien
la tendréis , y será la recompensa de vuestra hon-
radez. — ¡ Dios mió ! me parece que estoy soñando
¿ es posible lo que me pasa ? Yo no be sido jamas
devoto , ni he tenido mas religión que la del ho-
nor... pero este cambio maravilloso de fortuna... me
hace creer en la Providencia... — Y si el dolor de
un padre pudiese admitir compensaciones — dijo
292 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
Rodolfo con tristeza — os diría que si habéis per«
dido una hija , habéis rescatado o'ra. — Es verdad
á lo menos ahora tendremos á nuestra Luisa... —
Conque aceplais mi cuano ¿ no es verdad ? porque
sino ¿cofiío se ha de hacer para velar el cuerpo de
esa pobre niña?... Acordaos de la debilidad de vues-
tra mujer. . y el peligro de ponerla delante tan do-
loroso especláculo por espacio de veinte y cuatro
horas... — De todo os acordáis... ¡ de todo I... ¡ Que
bondadoso sois, señor I — Agradecedlo á vuestro
ángel tutelar, porque su bondad es la que me ins-
pira. Os digo lo que ella misma os diria , y estoy
seguro de que aprobará cuanto hiciere... Conque
aceptáis ¿ no es verdad ? vamos , está convenido....
Ahora decidme ¿ qué tenéis con ese Jaime Ferrai ?..
Una nube sombría cubrió el semblante de Morel.
— ¿Es por ventura ese Jaime Ferran el notario
que vive en la calle de Sentien? — El mismo... ¿ Le
conocéis? — Y luego , exaltado de nuevo pnr sus
temores con respecto á Lo isa , dijo con voz altera-
da : — Ya que todo lo habéis oido, decidme, señor,
decid... ¿ tengo ó no tengo derecho para quejarme
de ese hombre?... y quien sabe... si mi hija... si
Luisa...
Rodolfo comprendió el motivo de su temor.
No pudo concluir y cubrió el rostro con las manos.
— El paso que ha dado el notario debe serena- '
ros — le dijo : — acaso ha pedido vuestra prisión
para vengarse de los desdenes de vuestra hija ; por
lo demás tengo motivos para creer que es homhre
de malas intenciones... En tal caso — dijo Rodolfo
después de haber reflexionado un momento — es-
peremos que la Providencia lo castigará... porque
no siempre deja sin su merecido á los malos. — ¡Ah,
señor 1 ; es tan rico como h¡|)ócrita ! — Acordaos de
que estabais aflijido y desesperado, y que un ángel
ALEGIIÍA. 293
vino á salvaros... otro ángel Tcn;^ador é inexorable
acaso visitará al notario... si es culpable.
Salió en aquel momento Alegria del desván en-
jugando los ojos.
Rodolfo la dijo :
— ;, No os parece , vecinita , que el señor Morel
hará bien en ocupar mi cuarto con su familia, mien-
tras que su bienhechor, del cual no soy mas que
un agente, le busca una habitación cómoda.
Alegría miró á Rodolfo con asombro.
— ¿ Pero , señor , seriáis generoso hasta el punto
de ?... — St , pero bajo una condición... que depende
de vos , vecina... — ¡ Oh ! todo lo que de mi de-
penda.... — Tengo que arreglar deprisa unas cuen-
tas para mi principal... los papeles están abajo y
muy pronto vendrán á buscarlos... Si en calidad de
vecina quisieseis permitirme hacer este trabajo en
vnestro cuarto ..en una esquina de vuestra mesa...
mientras hacéis vuestro trabajo... prometo no inco-
modaros, y la familia de Morel podrá en tal caso
mudarse inmediatamente á mi cuarto con la ayuda
de madama Pipelet. — ¡Oh I si no es mas que eso,
de muy lindo gusto; los vecinos deben servirse mu-
tuamente... y vos nos dais el ejemplo en el bien
que hacéis por esta pobre familia... Mi cuarto , se-
ñor está á vuestra disposición... — Llamadme mi
tec/no... porque sino no os hablaré con franqueza...
ni me atreveré á aceptar vuestro ofrecimiento —
dijo Rodolfo sonriendo. — Si en eso consiste , nada
mas sencillo: puedo llamaros vecino, porque en
realidad lo sois. — Papá , mamá te llama... / ven I
¡ ven i — dijo uno de los niños saliendo del desván.
— Adiós, señor Morel : cuando todo esté listo abajo
os darán aviso.
El lapidario entró precipitadamente en el desván.
— Ahora , vecina — dijo Rodolfo á Alegría — es
29Í LOS MISTERIOS DE PARÍS.
necesario que me hagáis otro servicio. — De muy
buena gana , vecino , si me es posible. — Estoy se-
guro de que se os dan en la mano los negocios ca-
seros: se trata de comprar al instante la necesario
para que la familia de Morel se vista y se esta-
blezca con comodidad en mi cuarto , en donde no
hay todavía mas que mis muebles que han trnido
ayer , y por cierto que no son muy abundantes.
¿ Como haremos para tener sobre la marcha lo que
necesito para esta pobre familia ?
Reflexionó un momento Alegría , y respondió:
— Dentro de dos horas tendréis todo lo necesario,
vestidos hechos , de mucho abrigo y muy buenos,
buenas camisas y sábanas para toda la familia, dos
camitas para los niños , una para la vieja ; en fin,
lodo lo que hace falta... pero es menester conside-
rar que costará mucho, mucho dinero. — ¡Qué
diantres !... ¿ y cuanlo costará ? — i Oh ! por lo me-
nos , por lo menos quinientos ó seiscientos francos.
— ¿ Para todo ? — ¡ Oh , sí !... ya veis que es mucho
dinero — dijo Alegría abriendo los grandes ojos y
meneando la cabeza. — ¿Y cuando tendremos todo
eso? — Antes de dos horas. — ; Entonces sois bruja,
vecina I — ¡ Dios mió, no ! nada mas sencillo... El
Templo está á dos pasos de aquí . y allí se encuentra
todo lo necesario. — ¿El Templo ? — Si , el Tem-
plo. — ¿ Qué sitio es ese ? — ¿ No sabéis donde está
el Templo ? — No , vecina. — Pues es donde com-
pran sus muebles los que como vos y como yo
quieren vivir con economía. Se compran allí mue-
bles mas baratos que en otras partes, y tan bue-
nos.... — ¿De veras ? — Ya lo creo: supongamos
por ejemplo... ¿cuanto habéis pagado por vuestra
levita ? — No sé precisamente... — ¡Qué decís , ve-
cino ! ¿no sabéis lo que ha costado vuestra levita ?
— Os confesaré , vecina , con franqueza que la
ALEGRÍA. 295
estoy debiendo — dijo Rodolfo — Ya veis que no
puedo saber.. — /Ahí vecino.... vecino.... estoy^
viendo que no sois muy ordenado. — 1 Ah , ve-
cina I ese es mi pecado... — Sin embargo debéis
enmendaros, si queréis que seamos amigos... y me
parece que lo seremos... porque tenéis trazas de
ser bueno. Ya veréis como no os desagrada mi ve-
cindad. Me ayudareis... y yo os ayudaré también...
porque entre vecinos no hay nada mas natural...
CHidaré de coseros y plancharos... y me daréis una
mano para encerar todos los dias el suelo de mi
cuarto.-. Yo soy madrugadora y os dispertaré para
que nunca os echen de menos en la tienda : llamaié
á vuestro tabique hasta que me digáis: ¡Buenos
dias , vecina !
— Que me place: me dispertaréis , cuidaréis de
mi ropa, y yo enceraré muestro cuarto. — ¿Pero
seréis ordenado ? — Seguramente. — Y cuando ten-
gáis que comprar alguna cosa, iréis al Templo;
porque , por ejemplo: supongo que esa levita os ha
costado ochenta francos ; pui's bien , en el Templo
la compraríais por treinta. — ¡Eso es una viña!...
De modo que con quinientos ó seiscientos francos
creéis que el pobre Morel y su familia... — Se ha-
rán con todo lo preciso, y bien, y para mucho tiem-
po.— ¡Una idea se me ocurre, vecina/ — Decid. —
¿Sabéis escoger bien la ropa y los muebles? — Ya
lo creo... algo entiendo de eso — repuso Alegría
con cierto énfasis de vanidad. — Pues entonces to-
mad mi brazo y vamonos al Templo á comprar
lo que Lace falta para la familia de Morel , ¿queréis?
— ¡Jesusl i qué felicidad'.... ¡ pobrecillos!... pero
¿y el dinero?— Tengo dinero. — ¿Quinientos fran-
cos ¿ — El bienhechor de Morel me ha dado carta
blanca , y no quiere ahorrar nada con estos infeli-
ces... Si sabéis de otro sitio en donde haya mejores
296 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
íjéneros que en el Templo... — En ninguna parte se
halla nada mejor; y luego en el Templo lodo se
puede comprar hecho: ropa para los niños, para
la madre... — ¡Vamos entonces al Templo, vecina.
— ¡Ay Dios mió! pero... — ¿Pero qué? — Nada...
pero, ya veis... mi tiempo... es lo único que poseo...
ya rae he atrasado bastante yendo y viniendo para
cuidará la mujer de Morel. Ya veis, una hora de
aquí, otra hora de allí, va haciendo poquito á poco
un día entero; un dia vale treinta sueldos ; y cuan-
do no se gana nada en un dia es preciso vivir como
sise ganara... ¡Pero, no importa!... Lo sacaré á
las noches... y ademas , mis horas de recreo son muy
raras y contadas... de lo que no me pesa... me pa-
recerá'que soy muy rica... muy rica , y que compro
con mi dinero todas esas cosas para Morel... Vamos
luego; voy á ponerme el chaly el sombrero, y vuelvo
en un minuto, vecino. — ¿Queréis que mientras
tanto lleve mis papeles á vuestra habitación? —
Como gustéis, y con eso veréis mi cuarto — dijo
Alegría con orgullo — porque está ya compuesto,
loqueos probará que soy madrugadora, y que si
sois perezoso y dormilón... peor para vos, porque
tendréis mala vida conmigo...
Y Alegría bajó la escalera como un pájaro , y se-
guida de Rodolfo que entró en su cuarto para lim-
piarse del polvo que habia cojido en el desván de
M. Pipelet. Mas adelante diremos porqué no sabia
Rodolfo el rapto de Flor de María, que habia tenido
lugar la víspera en la quinta de Bouqueval , y por-
qué no habia visitado á Morel al dia siguiente de
su coloquio con madama de Harville.
Rodolfo , armado de un lio formidable de papeles
por mero cumplimiento , entró en el cuarto de
Alegría.
Tenia esta la misma edad que Flor de María , su
ALEGRÍA. 297
antigua amiga y compañera de prisión. Habia entre
estas dos jóvenes la diferencia que hay entre la lisa
y el lianlo; erilre la indolencia go/osa y la medi-
tación líielancóiica :... entre la iinpievision mas ir-
reflexiva y la provisión mas incesante y sombría de
lo futuro, entre una naturaleza delicada, esquisita,
elevada , poética, dolorosamenle scíisibh; , incura-
blemente herida y abrimiada [lor los remordimien-
tos... y una disposición alegre , viva , feliz, buena
y compasiva. Alegría no senlia mas pesares que los
ajenos, y se afligia y se identi uceaba de todo cora-
zón con el infortunio de los denias ; pero no volvia
á acordarse desde que volvia la espalda como vul-
garmente se dice. A veces inlerrumj)ia una risa in-
genua y estrepitosa para llorar amargamente, ó un
llanto sincero y amargo para volver á reir. Co-
mo verdadera hija de Paris . preferia el aturdi-
miento á la quietud , el movimiento al reposo , la
estrepitosa armonía de la orquesta de los bailes de
la Cartuja y del Colisto al dulce murmullo del vien-
to , del agua y del follaje... el tumulto atronador
de las plazas y calles de Paris á la soledad de los
campos... el resplandor de los fuegos de aitiQ-
cio, el chispeo deslumbrador del gran ramiVct de
fuego, el ruido de las bombas, á la serenidad de
una noche estrellada, sombría y silenciosa. ¡Ahí la
gozosa niña preferia francamente el empedrado de
las calles de la capital , al musgo y al cespel fron-
doso de los senderos umbríos y sembrados de viole-
tas ; el polvo de los líaluartes á la ondulación de los
campos de espigas de oro, esmaltados con la escar-
lata de las amapolas silvestres y el suave azul de
los acianos...
Alegría solo salia de su cuarto los domingos , y
todas las mañanas muy temprano par-i hacer su
provisión de leche, de pan, y de panizo para &ms dos
298 LOS MISTERIOS DE PARÍS,
pajar dios , como decia madama Pipelet; pero al
fin vivía en París, y nada podría contrariar mas
su gusto y su voluntad que el vivir fuera de a
capital.
Permítasenos añadir dos palabras mas sobre la
costureríla de la calle del Templo, y luego introdu-
ciremos á Rodolfo en su habilacion.
Tenía la compañera de la Guíllabaora diez y ocho
años incompletos, y una estatura mas baja que la ta-
lla ordinaria ; pero tan graciosamente formada , tan
bien dispuesta , tan voluptuosamente combinada...
y tan en armonía con sus modales listos y afanosos,
(jue parecía completa: el movimiento de sus lindos
pies, calzados siempre con botinas de casimir negro
y de suela bastante gorda , traia á la memoria el
andar cauteloso, lijero y gracioso de la codorniz y
de la nevatina. Al verla andar, cualquiera diría
que apenas tocaba el suelo. Este movimiento , este
modo de andar de las grisetas y ágil, provocativo, y
un si es no es asustadizo, debe atribuirse á tres
causas : al deseo de agradar ; al temor de que sus
modales se interpreten por una pantomima dema-
siado espresiva ; al cuidado de perder el menos
tiempo posible en sus escursíones.
Rodolfo solo había visto á Alegría a la oscura
luz del desván y del último descanso de la escale-
ra; y asi es que se sorprendió al ver la resplande-
ciente frescura de la joven cuando entró en su cuar-
to alumbrado por dos grandes ventanas. Quedóse
por un instante inmóvil ante el gracioso cuadro que
presentaba la habitación de la costurera. Alegría,
en pié delante del espejo que estaba sobre la chi-
menea, ataba debajo de la barba las cantas de su
sombrerillo de tul bordado, y adornado con un en-
caje y una cenefa color de cereza ; el sombrero era
estrecho , y como lo llevaba cchajdo hacia atrás.
ALE6RÍA, 299
dejaba ver dos gruesas bandas de cabello liso y bri-
llante como el azabache . que caian diagonalmente
por uno y otro lado de su frente ; sus cejas finas y
delicadas , se arqueaban sobre dos grandes ojos ne-
gros , vivos y traviesos ; sus mejillas tersas y llenas
eran encarnadas y frescas á la vista y al tacto,
como una manzana impregnada del roció del alba;
su pequeña nariz remangada , traviesa y descarada,
hubiera hecho la fortuna de un Marton ó de una
Lisette ; su boca era algo grande , risueña y bur>
lona , sus labios rosados y húmedos , y sus dientes
pequeños , juntos y aperlados ; tres hermosos ho-
yuelos, uno en cada mejilla y otro en la barba , no
iéjos de un pequeño lunar como una mosca de éba-
no , colocado del modo mas provocador á un lado
de la boca , daban á su fisonomía una gracia en-
cantadora. Entre un ancho cuello vuelto de encaje,
y el estremo del sombrero bastillado con una cinta
color de cereza, se veia el nacimiento de una selva
de hermoso cabello , tan perfectamente alisado y
tan negro , que parecía pintado sobre el marfil de
su pescuezo. Un vestido de merino color de pasa de
Corinto de espalda lisa y mangas apretadas , hecho
por la misma Alegría , cenia un talle tanto mas fino
y esbelto porque la joven costurera no gastaba cor-
sé... por economía. Cierta elasticidad y desenvoltu-
ra inusitadas , al menor movimiento de los hombros
y del cuerpo , parecidas á la blanda ondulación del
andar del gato , revelaban esta particularidad. Fi-
gurémonos un vestido ceñido á las formas redondas
y tersas de un mármol, y concebiremos que Ale-
gría podia muy bien dispensarse de usar la parte
del vestido de que acabamos de hablar. Un delan-
tal de levantina verde cenia su cintura, que po-
dria abrazarse con las dos manos.
— Confiada en la soledad en que creía hallarse,
300 LOS MISTERIOS DE PARÍS*
pues Rodolfo había permanecido inmóvil á la
puerta del cuapto, la costurera, después de haber
alisado las bandas de su cabello negro con ia pal-
ma de su blanca y graciosa mano , puso el pié so-
bre una silla y se inclinó para aprelar el cordón de
una bolina. Ésta última operación no pudo reali-
zarse sin exponer á los ojos indiscretos de Rodolfo
una enagua de algodón blanca como la nieve, y la
mitad de una pierna admirablemente torneada.
Por la descripción que llevamos hecha de su ves-
tido, se puede conocer que Alegría liabia escogido
su mejor sombrero y su delantal mas lindo, en ho-
nor de su vecino para acompañarlo al Templo. El
fingido mancebo de comercio llenaba sus medidas,
y le agradaba sobremanera su fisonomía benévola,
altiva y atrevida: y ademas se mostraba tan cora-
pasivo con la familia de Morel, cediéndola gene-
rosamente su cuarto , que, gracias ii esta prueba de
bondad, y acaso también al mérito de sus facciones
Rodolfo había dado sin pensarlo un paso de gigan-
te en la confianza de la costurera. E^ta , según la
idea práctica que tenia de la intimidad forzosa y de
las obligaciones recíprocas que impone la vecindad,
se tenia por muy dichosa con que un vecino como
Rodolfo viniese á ser sucesor , en el cuarto inme-
diato al suyo; del comisionista viajero , de Cabrion
y de Francisco Germán; porque empezaba ya á
sentir que el otro cuarto estuviese tanto tiempo va-
cío , y sobre todo temi i verlo ocupado de una ma-
nera poco agradable.
Rodolfo, aprovechando su invisibilidad, no se can-
saba de mirar la habitación de Alegría, cuyo es-
merado y esquisilo aseo le parecía superior á la
descripción que le habia hecho madama Pipelet.
Serja difícil hallar nada mas alegre y mas bien
ordenado que el cuarlito de esta laboriosa joven.
ALEGRÍA. 301
Las paredes estaban cubiertas de un papel ceni-
ciento sembrado de flores verdes; el piso pintado
de encarnado, lucia como un espejo. Una hornilla
vidriada y blanca estaba colocada en el hogar de
la chimenea , en la cual se veia puesta con sime-
tría una provisión de leña tan menudamente corta-
da, que sin género alguno de hibérpole podría
compararse á un montón de grandes pajuelas fos-
fóricas de madera.
Adornaban la chimenea de piedra, pintada á
imitación del mármol gris , dos floreros ordinarios
de baño verde; una cajila de box encerraba una
muestra de plata que hacia las veces de péndulo; á
un lado brillaba un candelero de cobre resplande-
ciente como el oro , y en el cual habia un cabo de
bujía; al otro lado habia una lámpara no menos
brillante que consistía de un cilindro y un rever-
bero de cobre, una columna de acero y una basa
de plomo : sobre la chimenea habia un espejo bas-
tante grande con cuadro de madera negra. Las cor-
tinas de las tentanas y de la cama cubierta con una
colcha de gusto sencillo , cortadas, cosidas y guar-
necidas por Alegría, era de tela persiana, ceni-
cienta y verde; y dos puertas vidrieras cuyos cris-
tales estaban pintados de blanco, ocultaban dos alco-
bas á uno y otro lado , en las cuales se hallaban sin
duda el vasar, la hornilla portátil, el agua, la escoba
etc., etc., porque ninguno de estos objetos afeaba
el lindo y simétrico aspecto del cuarto, cuyos mue-
bles consistían en una cómoda de nogal muy lus-
trosa , cuatro sillas de la misma madera , una gran
mesa de planchar y de costura, cubierta con una
de esas mantas de lana verde que suelen verse en
las casas de los aldeanos, y una silla de bra/os con
asiento de paja y su sitial de lo mismo, que era el
asiento habitual de la costurera. Finalmente , entre
T. II. 20
302 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
las dos ventanas se veía la jaula de los dos canarios,
compañeros fieles de Alegría. Por una de esas ideas
industriosas que solo se ocurren á los pobres, esta
jaula estaba colocada en medio de un cajón de ma-
dera de un pié de profundidad: este cajón, puesto
sobre una mesa j al cual llamaba Alegría su jardin,
estaba lleno de tierra cubierta de musgo por el
infierno, j por el verano sembraba en él yerba y
plantaba algunas flores.
Contemplaba Rodolfo este recinto con interés y
curiosidad , y comprendía perfectamente la causa
del humor gozoso de la costurera. Figurábase en
aquella soledad el alegre gorgeo de las dos aveci-
llas, y el canto sencillo y dichoso de la joven ; por
el verano trabajaba sin duda junto á la ventana
abierta, en medio de una verde selva de guisantes
de olor de rosa, de capuchinas color de naranja , y
de enredaderas verdes y blancas : por el invierno
velaba junto á la chimenea con la suave luz de la
lámpara,
Aquí llegaba Rodolfo de sus reflexiones , cuando
miró maquinalmetite hacia la puerta y vio un enor-
me cerrojo que podría competir con el de la puerta
de una cárcel.
Este cerrojo le inspiró distintos pensamientos.
Podría tener dos significados , dos usos diferentes;
Cerrar la puerta á los amantes...
Encerrar á los amantes. .
Alegría distrajo á Rodolfo de estas interpretacio-
nes, pues volvió la cabeza, lo vio, y sin mudar de
postura le dijo:
— I Hola , vecino / [ con que estáis ahí !
La linda pierna desapareció en seguida entre los
anchos pliegues del vestido color de Gorínto, y Ale-
gría añadió:
ALEGRÍA. 303
— ■ ; Miren el husmeador I — Estaba aquí... ad-
mirando...— ¿Y qué admirabais , vecino? — Vues^
tro incomparable cuarlito... porque os digo la ver-
dad , vecina , pero tenéis una habitación como una
reina... — /Caramba I para eso no tengo otro lujo...
y como no salgo nunca... me gusta estar con como-
didad en mi cuarto... — Pero yo estoy admirado...
¡qué cortinas tan lindas!... ¡y aquella cómoda tan
hermosa de caoba I Debéis haber gastado un dine-
ral loco en estos muebles... |Ah ! no me habléis
de eso por Dios tenia cuatrocientos y veinte
francos mios cuando sali de la prisión .. y casi todo
lo he metido en esto... — ¡Cuando salisteis de la
prisionl... ¿Habéis estado presa?... — Sí... pero ese
es cuento largo. Espero que no pensaréis que he
estado presa por haber hecho mal á nadie. — Sin
duda... ¿pero cómo?... — Después del cólera me
hallé sola y desamparada en el mundo... Me parece
que tenia entonces diez años... — ¿Pero hasta en-
tonces, quién os habia criado. — ¡Ahí ¡una gente
muy honrada I... pero se murieron del cólera... al
decir esto se arrasaron de lágrimas los ojos de Ale-
gría ). Se vendió lo poco que tenian para pagar al-
gunas deudas, y he quedado sin tener quien me
recogiese: no sabiendo que hacer de mí, me fui á
un cuerpo de guardia que habia en frente de nues-
tra casa , y dije al centinela : « Señor soldado , mis
padres se murieron , y no tengo á donde ir: ¿ que
me aconsejáis, señor soldado ?« En esto se presentó
un oficial, que me hizo conducir á la casa del co-
misario , y este me mandó por vagamunda á la pri-
sión, en donde permanecí hasta la edad de diez v
seis años. — ¿Pero vuestros padres?... — No sé
quien era mi padre, y á la edad de seis años perdí
á mi madre, queme habia sacado de la inclusa en
donde habia tenido que echarme en otro tiempo. Lsa
30i LOS MISTERIOS DE PARÍS.
personas honradas de que os he hablado vi vian en
nuestra misma casa ; y como no lenian hijos, vién-
dome huérfana y abandonada me llevaron á su po-
der.— ¿Qué oficio tenían? ¿De qué vivían? — Papá
Gorrión, que asi le llamaba yo, era pintor, y mi
madre bordadora. — ¿Y eran á lo menos obreros
acomodados ?
— Como en todos los matrimonios: pero aun-
que digo matrimonios no estaban casados, á pe-
sar de que se llamaban marido y mujer. Tenian
sus altos y bajos; un dia habia abundancia, si el
trabajo daba de sí; otro dia escasez, si el trabajo
no producía; pero por eso no dejaban de estar
siempre contentos y alegres este recuerdo volvió
á serenar la fisonomía de la joven). No habia en
toda la vecindad un matrimonio como él; siempre
estaban alegres, siempre cantando: buenos hasta
mas no poder, y tan dadivosos que no tenian cosa
propia. Mamá Gorriona tenia como unos treinta
años, era gordiflona y fresca de carnes , limpia
como la nieve ; viva como una centella , y alegre
como un pajarillo. Su marido era otro Rogerio
Bontemps ; tenia unas narices como de aquí á
acullá, una boca muy grande, siempre con su
gorro de papel en la cabeza, y una cara tan par-
ticular, tan rara, que no podía uno mirarle sin
reir. A veces cuando volvía á casa de su tra-
bajo, se ponia á cantar, y á hacer muecas y á dar
saltos y brincos como un chiquillo; y luego me
hacia bailar y saltar sobre sus rodillas y jugaba
conmigo como si fuese de mi edad ; su mujer
también me mimaba y me quería como á una hija.
Como solo me pedían en recompensa que andu-
viese alegre y de buen humor, nada me era mas
fácil que darles por el gusto, y por esto me pu-
sieron el nombre de Alegría, que me ha quedado
ALEGUÍAi 305
para siempre. En cnanto á andar alegre ellos mis-
mos me daban el ejemplo; porque nunca los be
visto tristes. Las riñas que tenian era el decir la
mujer al marido: «¡Qué bobo estás hoy, Gorrión!
¿porque no me haces reír?» O bien el marido á
la muj?r: «¡Calla, Ramonela, calla, que me voy
á reventar de risal...» Y yo reia también , solo con
verlos reir,.. Ahí está como he sido criada y como
se ha formado mi carácter... y por cierto que no
aproveché mal la escuela ¿verdad? — Habéis sa-
lido buena discípula, vecina... ¿De modo que
nunca disputaban el señor Gorrión y su mujer?...
— Jamas en la vida... Los domingos, los lunes, y
algunas veces los martes, se iban de tuna, como
ellos solian decir, y me llevaban siempre consigo...
Papá Gorrión era muy hábil en su oficio, y ga-
naba cuanto quería, lo mismo que su mujer. Luego
que juntaban lo necesario para divertirse el do-
mingo y el lunes, y para pasarlo bien ó mal el
resto de la semana, ya no apetecian nada mas.
Si algunas veces no babia que comer, no por eso
dejaban de estar tan contentos y alegres... Me
acuerdo que cuando no teníamos mas que pan y
agua, papá Gorrión tomaba de su biblioteca... — •
¿Tenia biblioteca? — Daba este nombre á un pe-
((ueño estante en que ponia algunas colecciones de
canciones nuevas, que compraba y que sabia de
memoria... Como iba diciendo, cuando no habia
mas que pan en la casa, cogia de la biblioteca
un libro viejo de cocina, y nos decia: «Vamos á
ver: ¿qué se ha de comer hoy? ¿esto? ¿aquello?
¿lo otro?...» y nos leia los títulos de una multitud
de cosas tan buenas, (jue se nos hacia agua
la boca: cada cual elegía su plato, papá Gorrión
cogia una cacerola vacía, y con mil visajes y
chistes estrambóticos, hacia que echaba en la ca-
306 LOS MISTERIOS DE PARTS.
cerda todo lo necesario para un buen guisado, y
Juejro íingia que lo echaba en una fuente también
vacía que colocaba en medio de la mesa, y á todo
esto sin dejar de hacer unas muecas y de decir
unos chistes, que nos hacian reventar de risa por
los hijares. En seguida volvia á tomar el libro, y
mientras leía , por ejemplo, la composición de un
buen guisado de pollo que habíamos elegido y que
se nos hacia agua en la boca... comíamos nuestro
pan oyendo sii lectura y riendo como locas. —
¿Tenia deudas ese alegre matrimonio?— ísingu-
na... Cuando habia dinero se pasaba á pedir de
boca ; pero cuando no lo habia se comia de aguazo,
como dccia papá Gorrión valiéndose del término
de su arte. — ¿Pero no ¡ensaba nunca en lo ve-
nidero?— Sin duda que sí; el porvenir nuestro
era el domingo y el lunes: por el verano íba-
mos á las barreras, y por el invierno á los ar-
rabales. — Pero ya que esa buena gente se llevaba
también, ya que h;ician junios una vida tan ale-
gre... ¿ porque no se casaban? — Uno de sus ami-
gos les preguntó eso mismo nn dia delante de mí.
— ¿Y que dijeron ?... — Le respondieron : « Si lle-
gamos á tener hijos, desde luego;... pero en cuanlo
no somos mas que los dos , estamos mejor así... ¿A
qué fin se nos obligaría a hacer lo que hacemos
de tan buena gana?... Y además eso nos ocasio-
naría gastos; y á la verdad no andamos muy so-
brados de dinero...» /Pero válgame Dios, cuanto
llevo charlado' -^dijo Alegría. — Tvo lo estrañeis
porque cuando me acuerdo de unas personas que
ban sido tan buenas para mí, no puedo menos de ha-
blar mucho de ellas... A ver, vecino, si tenéis habi-
lidad para coger el chai queeslá sobre la cama, y
echármelo aquí por debajo del cuello sin des-
plancharlo, y sujetarlo con ese alfiler, y luego
ALEGRÍA. 307
bajaremos, porque nos hace falta el tiempo para
escoger en el Templo lo que hemos de comprar
para la familia de Morel.
Rodolfo se apresuró á cumplir la orden de la
coslurera, y tomando de encima de la cama un
gran chai oscuro con rayas color de punzó, lo echó
con el mayor cuidado por los linuos hombros de
Alegría.
— Ahora, vecino, sentadme bien y desarrugad
el cuello, prended el chai contra el vestido y cla-
vad bien el alfiler : ¡pero cuidado no me piquéis.
Ejecutó el príncipe estas órdenes con puntualidad
y dijo sonriendo á la coslurera :
— Señorita Alegría , no me gusta serviros de ca-
marera, porque... es peligroso...
— Para mí, porque podríais picarme... — repu-
so alegremente la joven. — Ahora — añadió salien-
do y cerrando tras sí la puerta — tomad la llave.,
es tan grande que siempre temo que me rompa el
bolsillo... Es un verdadero trabuco.
Y se rió.
Rodolfo se cargó (es la verdadera palabra) con
una enorme llave que hubiera figurado gloriosamen-
te en una de esas bandejas alegóricas , que los ven-
cidos presentan huniildemenle á los vencedores de
una ciudad. Aunque Rodolfo se creia bastante de-
mudado por los años para que no lo conociese Poli-
dori, antes de llegar á la puerta del charlatán le-
vantó el cuello del gabán.
— Vecino no os olvidéis de decir á M. Pipelet
que van á traer algunas cosas que seríi necesario
subir á vuestro cuarto — dijo Alegría. — Tenéis ra-
zón... entraremos un rato en la portería. — M. Pi-
pelet, con su eterno sombrero de embudo en la ca-
beza y el infinito fraque verde, eslaba gravemente
sentado á una mesa, cubierta de pedazos de cuero
308 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
y de fragmentos de pedazos de calzado; y en aquel
momento se ocupaba en restaurar una bota vieja,
con la seriedad y la conciencia con que hacia todas
las cosas. Pomona estaba ausente.
— Buenos dias, M. Pipelet — le dijo Alegría. —
¿Qué os parece de este lance?... Pero gracias á mi
vecino, esos pobrecillos están ya libres de cuidado
¡Cuando uno piensa que iban á llevar á la cárcel un
hombre tan honrado I... Vaya, esos guardas del
comercio son unos desalmados. — Y unos desmo-
ralizados también señorita — añadió monsieur
Pipelet con un tono magistral , gesticulando y
accionando con ujia bota vieja , en la cual babia
metido hasta el codo el brazo izquierdo. — ■ No, no
temo repetirlo á la faz del cielo y de los hombres
son unos desmoralizados; se han aprovechado de
la oscuridad de la escalera para hacer jesliones in-
decentes sobre el talle de mi esposa... Al oir los
gritos de su pudor ultrajado, no he podido menos
de ceder á pesar mió á la vivacidad de mi carácter.
No quiero ocultarlo á los ojos de nadie ; pero mi
primer movimiento ha sido el permanecer inmóvil...
— Pero espero que en seguida habréis corrido
tras ellos, monsieur Pipelet — dijo Alegría, que
hacia lo posible para conservarse seria. — Es decir,
señorita... distingo ; cuando esos desenfrenados pa-
saron por delante de mi puerta, la sangre no me
dio mas que un vuelco súbito, y no pude menos
de... cubrir de repente los ojos con la mnno, para
no Víír á tales monstruos de lujuria... Pero no lo
estraño... hoy debía sucederme alguna desgracia,
porque he soñado con el infernal Gabrion...
Alegría se sonrió y los suspiros de M. Pipelet se
confundieron con los martillazos que aplicaba á la
bota vieja. — Habéis obrado con cordura tomando
el partido de los prudentes , mi querido M. Pipelet
ALEGRÍA. 300
cual es el despreciar las ofensas. Pero olvidadla esos
miserables y tened la bondad de prestarme un ser-
vicio. — Los hombres han nacido para ayudarse mu-
tuamente — repuso M. Pipelet con tono melancó-
lico y sentencioso ; — con mucha mas razón cuan-
do se trata de un ¡nquilino como vos. — Quisiera
que hicieseis subir á mi cuar/o algunas cosas que
traerán aquí dentro de un rato. . Vienen destinadas
para Morel. — No tengáis cuidado; me encargo de
cumplir vuestra orden. — Y ademas — añadió con
tristeza Rodolfo — seria necesario un sacerdote pa-
ra velar á la niña que se les ha muert ) esta mañana
ir á dar parte de su muerte y preparar un acompa-
ñamiento decente... Ahi tenéis dinero y no tratéis
de ahorrar ningún gasto , porque el bienhechor
de Morel cuyo ájente soy yo, quiere que todo se
haga del mejor modo posible. — Descansad en nues-
tra diligencia — dijo M. Pipelet: — Al punto que
venga mi esposa iré á la Alcaldía, á la iglesia y á
la fonda ;... á la iglesia para la muerta... á la fon-
da para los vivos... — añadió con aire filosófico y
poético M. Pipelet, aludiendo al banquete que ha-
bía de dar al acompañamiento. — Descansad, id en
paz, está hecho...
Al llegar Rodolfo y Alegría á la puerta de la ca-
lle , se hallaron cara á cara con niadama Pipelet
que volvía de la plaza con un pesado canastillo de
provisiones.
— ¡ Enhorabuena í / por muchos años ! — gritó
la portera mirando á los dos vecinos con aire bur-
lón y significativo — aquí los tenemos ya cogidos
del brazo, como si tal cosa no fuera... ¡ Aprieta,
manco I... ahora si que va de veras. . cosas de la
mocedad. Cada cosa en su tiempo, y los nabos... A
buen galán buena doncella... jVivan los enamora-
dos! i vivan I... — Y la vieja desapareció en las»
310 LOS MISTERIOS DE PARÍS.
sombras del pasillo: — \ Alfredo I j abre el ojo !...
aquí te trae uncariñilo tu Pomona... goloso del al-
ma mía,..
Rodolfo salió de la casa de la calle del templo con
Alegría dándole el brazo.
Fin DEL TOMO SEGÜ5D0.
TABLA DE LOS CAPÍTULOS.
DE LA SEGUNDA PARTE.
CAPÍTULO L El Baile página. 1
II. La cita ^1
III. Idilio 61
IV. La emboscada 72
V. La casa rectoral 87
- VI. El encuentro 90
Vil. La cena lOi
Vm. El sueño 1^2
IX. La carta lo2
X. El camino hondo 183
XI. Clementina de Harville. . . . 188
XII. Miseria 2i0
XIII. El mandato de pago 266
XIV. Alegría 288
AVISO AL ENCUADERNADOR.
PARA LA COLOCACIÓN
DE LOS GRABADOS DE LA SEGUNDA PARTE.
Rodolfo en el Baile, frente la página 6
La Marquesa de Harville 12
La Huerta de Invierno 15
La Duquesa de Lucenay 21
El Marques y la Marquesa de Harville. ... 56
Idilio 61
Flor de María en la quinta de Bouqueval. . 65
El Maestro de Escuela a los pies de la Lechuza. 83
El Cojuelo no
La Escena de la Lechera 164
El Camino hondo 183
Madama Roland 201
La Familia de Morel 2V9
Pedro Bordón y Malicornio 206
Infelicidad de Morel 272
Alegría 288
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