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Full text of "Los misterios de Paris"

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MISTERIOS  DE  PARÍS. 


TOMO  PRIMERO. 


MISTERIOS  DE  PARÍS, 


REVISADOS   y  CORREGIDOS   POR  SU   AUTOR 


EDICIÓN  POPllAR 

^  Ador  nada    con    CIEIV    láminas 

Y   PUBLICADA   POR    LA 

TOMO  PRIMERO. 


^'^^'^'im.j^.^^"^^^^ 


BARCELONA : 
Imprenta  de  Sairí,  A.  Gaspar  y  Berdagi er. 

1845. 


Al.  TBAOIJCTOK 

D.  31.  3í.  Sttu  íttartin, 


^2f3  i¿3  iF:aa:ú:!rij'^ 


LA  EMPRESA  DEL  IIAIICELO.^ÉS. 


••"^í 


Los  Misterios  de  Paris  I ! !  nombre  que  resuena 
de  un  confín  á  otro  del  mundo....  parto  sublime 
de  la  fértil,  ardiente  é  inagotable  imaginación  del 
tan  célebre  escritor  francés  Eugenio  Sue:...  novela 
que  se  la  arrancan  todos  de  las  manos  para  leerla 
ó  mas  bien  devorarla....  cuerno  de  abundancia  de 
engaños  y  desengaños...  obra  que  ha  merecido  los 
mayores  y  mas  justos  elogios  de  la  prensa  litera- 
ria del  orbe  entero....  producción  moral  para  unos, 
filantrópica  para  otros,  reformista  para  los  mas, 
y  agradable  para  todos....  cuadro  que  abraza  toda» 
las  clases  de  la  sociedad  desde  el  primer  escalón 
de  la  Aristocracia  hasta  el  último  de  la  Democra- 
cia.... autopsia  de  los  vicios  y  virtudes  de  que  tan- 
to abunda  la  especie  humana;....  y  últimamente 
espejo  fiel  en  donde  reflejan  constantemente  la  di- 


yin  PRÓLOGO. 

versidad  de  imágenes  que  abriga  la  organización 
social  con  sus  defectos  é  ilusiones....  He  aquí  lo 
que  son  los  Misterios  de  Paris,  de  quienes  la  em- 
presa del  Barcelonés  ,  impelida  del  zelo  que  la 
anima  para  corresponder  á  la  benevolencia  y  bue- 
na acogida  que  el  público  barcelonés  se  ha  dig- 
nado tributar  á  su  diario  ,  ha  determinado  el  tirar 
la  presente  edición  verdaderamente  popular  y  de 
una  baratura  hasta  el^ia  nunca  visía,  á  fin  y  efecto 
deque  tanto  el  modesto  J-rtcsano,  como  el  opulen- 
to Magnate  no  carezcan  de  tan  preciosa  novela , 
cuya  moral  está  divinamente  aliada  con  la  parte 
recreativa,  habiendo  logrado  su  autor  llenar  en 
todas  »us  partes  aquella  máxima  que  dic«:  instruir 
deleitando. 

Empero  la  empresa  del  Barcelonés  no  concreta 
sus  anhelos  puramente  en  esto,  sino  que  deseosa 
de  complacer  en  un  todo  á  los  suscritores  que  le 
han  prodigado  su  aprecio  y  simpatía,  ha  consa- 
grado todos  sus  desvelos  á  conciliar  el  poco  coste 
de  la  obra  con  una  colección  de  cien  láminas  que 
análogas  al  texto,  servirán  de  ornato  á  la  novela, 
y  darán  mayor  realce  é  interés  á  su  narración. 

Ninguna  traducción  se  ha  emprendido  hasta  el 
dia  de  esta  última  edición  corregida  y  reformada  , 
y  no  solo  es  nuestra  la  honra  de  ser  los  primeros 
en  adquirir  para  nuestra  lengua  el  nuevo  trabajo 
de  Sue,  sino  también  la  de  presentar  nuestra  ver- 
sión castellana  con  la  rica  gala  tipográfica  de  la  re- 
ferida edición  francesa;  ventaja  de  que  no  disfruta 
ninguna  de  las  innumerables  traducciones  que  se 


PllÓLOGO.  IX 

han  hecho  y  se  están  haciendo  á  todas  las  len- 
guas de  Europa. 

Por  lo  demás  no  pretendemos  gran  mérito  de 
originalidad  ni  sutileza  de  interpretación:  nos  fe- 
licitamos, por  el  contrario,  de  haber  tenido  que 
seguir  paso  á  paso,  obligados  por  la  combinación 
tipográfica  de  esta  edición,  el  estilo  y  conceptos 
del  original;  que  son  lisos  é  inteligibles  como  to- 
do lo  que  producen  las  grandes  inteligencias  en 
Francia,  en  España  y  en  todas  partes.  Si  alguna 
ventaja  obtuviere  nuestro  trabajo  sobre  las  demás 
versiones  castellanas  que  hastú  el  dia  se  han  he- 
cho, consistirá  mas  bien  en  esta  circunstancia  que 
en  nuestro  propio  merecimiento. 

La  conveniencia  de  sustituir  al  argot  francés  el 
caló  español  ó  la  germanía ,  á  fin  de  presentar  en 
su  luz  algunos  de  los  principales  caracteres  de  la 
obra,  nos  parece  tan  evidente  que  nos  abstene- 
mos de  insistir  en  ella.  Esta  persuasión  nos  ha 
obligado  á  formar  un  copioso  vocabulario  del 
horrible  idioma  de  los  presidios  y  de  las  gavi- 
llas de  ladrones;  improbo  y  enojoso  trabajo  en  el 
cual  nos  ha  llamado  la  atención  la  similitud  ge- 
neral y  la  frecuente  identidad  de  los  signos  del 
lenguaje  de  los  malhechores  en  ambos  países. 


i-OOO^E** 


LOS 

MISTERIOS  DE  PARÍS, 

CAPÍTULO  PRIMERO. 

J.A  TASCA. 

Al  anochecer  de  un  dia  frió  j  lluvioso  de  octubre 
de  1838,  cruzó  el  Puente  del  Cambio  (1)  un  hombre 
vestido  con  blusa  azul,  panlalon  del  mismo  color  y 
un  sombrero  de  paja  usado  y  de  ala  ancha  en  la 
cabeza.  Un  momento  después  desapareció  en  la 
Cité  [2),  laberinto  de  calles  estrechas,  oscuras  y  tor- 
tuosas, que  se  estiende  desde  el  Palacio  de  la  Jus- 
ticia (3)  hasta  el  antiguo  templo  de  Nuestra  Seño- 
ra (4). 

Este  cuartel  de  Paris,  aunque  pequeño  y  muy 
vigilado  por  la  policía,  sirve  de  asilo  y  madriguera 
á  un  sin  número  de  malechores  de  la  ciudad ,  los 
cuales  celebran  en  las  tascas  suscitas  y  reuniones. 
Tasca  ,  en  caló  ,  habla  ó  dialecto  de  los  ladrones  y 
rufianes  significa  una  taberna  de  humilde  cons- 
trucción. Dueños  de  estas  tabernas  ,  frecuentadas 
por  la  escoria  de  la  población  de  Paris  ,  como  pre- 
sidarios que  han  cumplido  su  condena,  ladrones 
y  asesinos,  son  por  lo  general,  ó  bien  un  hombre 
que  ha  sido  ya  perseguido  ó  castigado  por  la  jus- 
ticia á  causa  de  su  malvi\ir,  ó  una  mujer  que  ha 


2  LOS  MISTERIOS  DE    PARÍS. 

sufrido  la  misma  degradación.  Cuando  se  comete 
algún  crimen,  la  policía  echa  sus  redes  ,  por  de- 
cirlo así,  en  el  fangal  de  aquellas  cloacas,  y  casi 
siempre  coje  en  ellas  á  los  culpados. 

Corría  bramando  el  viento  en  la  noche  referida 
por  los  callejones  oscuros  de  la  Cilé,  y  los  rever- 
Iberos  agitados  reflejaban  su  luz  pálida  é  incierta 
en  la  humedad  qne  inundaba  el  lodoso  pavimento. 

Las  calles  eran  tan  angostas,  que  casi  se  toca- 
ban los  tejados  de  las  casas  opuestas,  todas  de  color 
negruzco,  y  con  al  unas  ventanas  de  marcos  vie- 
jos y  carcomidos.  Los  portales,  sucios  y  asquerosos 
daban  paso  á  usas  escaleras  fétidas,  negras  y  tan 
])erpendiculares ,  que  apenas  se  podia  subir  por  ellas 
asiéndose  á  una  cuerda  sujeta  á  la  pared  con  gara- 
balcs  de  hierro. 

Ocupaban  el  piso  bajo  de  algunas  de  estas  tristes 
mansiones,  tiendas  de  carboneros,  traperos  y  re- 
vendedores de  malos  comestibles;  y  á  pesar  del  po- 
co valor  de  las  mercancías ,  era  tal  el  temor  que 
inspiraba  á  sus  dueños  la  audacia  de  los  ladrones 
de  aijuel  barrio,  que  todas  las  tiendas  tenían  á  la 
calle  fuertes  rejas  de  hi  rro. 

El  hombre  de  que  hemos  hablado  dejó  de  cami- 
nar tan  aprisa  al  entraren  la  calle  de  Feves,  situa« 
da  en  el  centro  de  la  Cité :  estaba  sin  duda  en  su 
elemento. 

La  oscuridad  de  la  noche  era  profunda,  y  las  rá- 
fagas de  viento  azotaban  con  ímpetu  furioso  las 
paredes  .  Se  oyó  dar  las  diez  en  el  reloj  del  tribu- 
nal de  Justicia. 

Había  en  los  portales  abovedados,  oscuros  y  pro- 
fundos como  cavernas,  algunas  mujeres,  de  las  cua- 
les cantaban  unas  á  media  voz  letrillas  populares, 
otras  hablaban  entre  sí ,  y  otras  calladas  é  in- 
móviles, tenían  maquinalmenle  fija  la  vista  en  el 


LA  TASCA.  3 

agua  que  caía  á  torrentes.  El  hombre  de  la  blusa 
azul  se  paró  de  repente  delante  de  una  de  aquellas 
mujeres,  que  estaba  triste  j  silenciosa,  y  asiéndola 
de  un  brazo  !a  dijo : 

— Buenas  noches ,  Guillábaora  (a) 
Esta  retrocedió  contestando  con  voz  tímida: 
— Buenas  noches,  Churiador  (b).  No  me  lastimes. 
Era  el  Churiador  un  galeote  cumplido,  á  quien 
hablan  dado  este  nombre  en  presidio. 

— Ya  que  estás  aquí ,  dijo  el  hombre  me  "vas  á 
pagar  el  peñascaró  (c)...  ¡porque  sino  te  hago  bai- 
lar ti  zapateado! — añadió  soltando  una  bronca 
risotada. —  j  Dios  mió  ,  si  yo  no  tengo  dinero  !  — 
respondió  temblando  la  Guillábaora  ;  porque 
aquel  hombre  era  el  terror  de  todo  el  barrio.  — Si 
no  hahülas  carrn  les  (d) ,  te  fiará  la  Pelona  por  tu  bue- 
na cara,  —  No,  no  me  fiará...  la  debo  va  el  alqui- 
ler de  la  ropa  que  traig  )  puesta.  —  ¡  Hola !  ¡  parece 
que  me  replicas!... — dijo  el  Churiador  alzando  la 
voz  y  corriendo  tras  de  la  Guillábaora,  que  se 
había  refugiado  en  un  portal  angosto  y  oscuro  co- 
mo la  noche. —  \  Ya  te  cojí  I  —  gritó  el  Churiador 
al  cabo  de  algunos  momentos,  apretando  con  una 
de  sus  enormes  manos  un  brazo  suavísimo  y  de- 
licado.—  ¡Ahora  sí  que  lo  vas  aballar!...  —  ¡Tu 
si  que  lo  bailarás !  — i'ijo  una  voz  firme  y  amenaza- 
dora.—  ¡  Por  Sambruno,  aquí  hay  un  hombre !  ¿  Eres 
tú, Brazo  Rojo? 

Responde  luego  y  no  aprietes  tanto...  rae  había 


(a)  Guillábaora.  En  argot  francés  ,  goualcuse.  —  (b)  el 
queda  cuchilladas  ó piiña!adas  de  clutrí,  cuchillo  6  puñal  en 
argot  francés  Cliourineur.  No  usaremos  mucho  tiempo  esta 
jerga  repugnante,  y  solo  daremos  de  ella  algunas  muestras 
características.  —  (c)  Aguardiente.  —  (d  )Si  no  tienes  dine- 
ro menudo,  ó  cuartos. 


!t.  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

puesto  aquí  en  el  portal  de  tu  casa...  Sí,  puede 
ser  que  seas  tú...— No  es  Brazo  Rojo...  —  respondió 
la  Yoz.  —  i  Bueno  está  I  pues  ya  que  no  eres  un 
amigo,  tendremos  jarana  y  temblará  el  mun- 
do !  —  gritó  el  Churiador. — Pero  ¿de  quien  diablos 
es  esta  patita  que  tengo  aquí?  ¡si  parece  la  mano 
de  una  mujer'...  —  esa  pata  tiene  esta  compañera 
—  lepuso  la  voz.  Y  el  Churiador  sintió  que  la  de- 
licada cutis  de  aquella  mano  que  lo  cogió  súbita- 
mente por  la  garganta ,  cubría  unos  nervios  de  ace- 
ro. 

La  Guillabaora,'que  había  buido  al  fondo  del  por- 
tal y  subido  algunos  pasos  de  la  escalera ,  se  detu- 
vo un  momento,  y  dirigiéndose  á  su  protector, 
le  dijo : 

—  ¡Oh,  gracias,  Señor,  gracias!...  Me  queréis 
defender...  ¡  pero  mirad  que  es  el  Churiador  I...  Dijo 
que  me  iba  á  hacer  mal  si  no  le  pagaba  el  aguar- 
diente... pero  se  chanceaba  ¿quien  sabe?  Ahora 
que  estoy  segura,  dejadle.  ¡Cuidado,  Señor!...  mi- 
rad que  es  el  Churiador.  —  Si  él  es  el  Churiador, 
también  yo  soy  un  nicabao  que  no  es  liando  ni  lon- 
gares (a)  —  dijo  el  desconocido;  y  todo  quedó  en 
silencio. 

Algunos  momentos  después  se  oyó  en  las  tinieblas 
el  ruido  de  una  pelea. 

—  ¿Quién  es  este  rabioso? — gritó  el  bandido 
haciendo  un  violento  esfuerzo  para  desprenderse  de 
su  enemigo,  en  quién  conoció  desde  luego  un  vi- 
gor eslraordinaiio.  —  ¡Aguarda!  le  dijo  con  voz 
terrible  y  rechinando  los  dientes  ¡aguarda,  que  las 
vas  á  pagar  por  tí  y  por  la  Guillabaoral 

—  ¿Pagar?  sí  ¡  y  en  buena  moneda  de  puñetazos! 


(a)     Rambien    yo   soy    un  bandido  que  ns  es  flojo  ni  co- 
lear de. 


LA  TASCA.  5 

no  tengas  cuidado,  que  ya  le  cobrarás.,.  — repuso 
el  desconocido.  —  Si  no  me  largas  la  corbata ,  te 
como  las  narices — murmuró  el  Ghuriador  con  voz 
sofocada.  —  Las  tengo  muy  pequeñas,  amigo;  y 
además  apuesto  á  que  no  las  ves.  —  Pues  acerque- 
monos  al  farol. — Vamos,  dijo  el  desconocido  ;  allí 
nos  veremos  la  cara. 

Y  empujando  al  Ghuriador,  á  quien  tenia  cojido 
aun  por  la  garganta,  le  hizo  retroceder  hasta  la 
salida  del  portal,  y  lo  echó  á  la  calle,  alumbrada 
apenas  por  la  luz  del  reverbero. 

El  bandido  perdió  de  todo  punto  el  equilibrio;  mas 
recobrando  luego  una  actitud  firme,  se  arrojó  con 
furor  sobre  el  desconocido,  cuya  figura  esvelta  y 
delicada  no  revelaba  el  vigor  prodigioso  que  aca- 
baba de  manifestar.  Después  de  algunos  minutos 
de  combate,  el  Ghuriador,  aunque  de  contestura 
atlética  y  muy  hábil  en  esta  especie  de  lucha  lla- 
mada vulgarmente  la  zancadilla,  halló,  como  sue- 
len decir,  á  su  maestro...  El  desconocido  le  pasó 
el  pié  con  una  destreza  maravillosa ,  y  lo  echó  á 
tierra  dos  veces. 

No  queriendo  reconocer  aun  la  superioridad  de  su 
adversario,  volvió  á  la  carga  el  Ghuriador  rugien- 
do de  cólera.  Pero  cambió  entonces  de  método 
el  defensor  déla  Guillabaora,  y  descargó  sobre  la 
cara  del  bandido  una  lluvia  de  puñetazos,  tan  re- 
cios y  terribles  como  si  fueran  dados  con  un  guan- 
te de  hierro. 

Estos  puñetazos,  digí  os  por  cierto  de  la  envidia 
y  admiración  de  Jack  Turner,  uno  de  los  pugelis- 
tas  mas  famosos  de  Londres,  eran  tan  ajenos  de  las 
reglas  déla  zancadilla,  que  aturdido  el  Ghuriador 
cayó  en  tierra  como  un  buey,  murmurando  entre 
dientes: 

—  Me  doy  por  vencido ;  me  basta.  —  I  Ay ,  Dios 


{>  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

mió!  ¡tened  compasión,  dejadlo!  —  dijo  la  Guilla- 
baora,  que  durante  la  pelea  se  habia  adelantado 
hasta  el  dintel  de  la  puerta,  y  luego  añadió 
con  asombro  « —  Pero  ¿quien  sois?  á  no  ser  el 
Maestro  de  Escuela  ó  el  Esqueleto,  nadie  hay  des- 
de la  calle  de  San  Eloy  basta  Nuestra  Señora  ,  ca- 
paz de  luchar  con  el  Churiador.  ¡Ah,  cuanto  os 
lo  agradezco.  Señor!  A  no  ser  por  vos  quizá  me 
hubiera  pegado* 

El  desconocido  escuchó  con  atención  aquella  voz 
de  mujer.  Jamas  habia  oído  un  acento  mas  dulce, 
mas  sonoro  ni  mas  angelical,  Quiso  distinguir  las 
facciones  de  la  Guillabaora,  pero  I  a  noche  era  os- 
cura y  muy  escasa  la  luz  del  reverbero. 

Después  de  haber  permanecido  algunos  minutos 
sin  movimiento,  el  Cburiador  empezó  á  menear  las 
piernas,  después  los  brazos, y  por  último  se  levantó. 

—  ¡Cuidado!  —  gritó  la  Guillabaora  refugiándo- 
se de  nuevo  en  el  portal  y  tirando  del  brazo  á  su 
protector:  —  ¡Cuidado!  se  querrá  vengar.  —  No  te- 
mas, prenda  mia;  si  quiere  mas,  aun  tengo  para 
darle. 

El  rufián  oyó  estas  palabras  y  dijo  al  descono- 
cido: 

—  Gracias...  tengo  la  calabaza  desecha  y  un  ojo 
no  sé  como.  Por  hoy  me  basta.  Otra  vez  será  otra 
cosa...  si  te  vuelvo  á  encontrar...  —  ¿Te  quejas  de 
lo  poco?  Si  no  estás  contento  aun...  —  dijo  el  des^ 
conocido  en  tono  amenazador.  —  No  por  cierto,  no 
me  quejo;  me  regalaste  á  m  .nos  llenas...  Vaya  que 
eres  pájaro  de  cuenta...  —  dijo  el  Churiador  con 
voz  áspera  y  mohína",  pero  con  aquella  atención 
respetuosa  que  la  fuerza  física  impone  siempre  á  la 
gente  de  su  clase;  —  Cierto,  me  apretaste  fir- 
me:  pero  mira,  á  no  ser  el  Esqueleto,  que  es  tan 
flaco  y  tan  fuerte  que  nadie  diria  sino  que  tiene  los 


LA.    TASCA.  7 

huesos  de  hierro ,  j  el  Maestro  de  Escuela  que  se 
comería  tres  gigantes  de  un  almuerzo  ,  nadie  hasta 
la  fecha  puede  alabarse  de  haberme  pisado  las  cos- 
tillas.—  Bien   ¡y  qué!  — ¿Y  qué?  nada;  que  en- 
contré por  fin  á  mi  maestro.  ¡Cáspita!   También 
hallarás  lil  tuyo  con  el  tiempo...  todos  le  tenemos. 
Lo  cierto  es  que  ahora  que  has  pateado  el  Churia- 
dor,  podrás  meter  en  un  puño  á  {odo  el  barrio. 
Todas  las  mujeres  serán  tus  esclavas;  los  taberneros 
y  taberneras  te  fiaran  de  miedo  que  se  les  caiga  en- 
cima el  tinglado;  ¡serás  un  verdadero  rey,  y  to- 
do  lo  que  quieras  I    Pero,   vamos  claros   ¿quién 
eres  tú  que  chimullas  (a)  caló  como  la  jente?  Si  eres 
siempre  tan  valiente  como  hace  poco  ,  confieso  que 
no  soy  hombre  para  tí.  Es  cierto  que  he  dado  al- 
gunas puñaladas ,  porque  cuando  la  sangre  se  me 
sube  á  la  cabeza,  pierdo  el  sentido  y  allá  va  el  gol- 
pe caiga  donde  cayere...  pero  he  pagado  mis  moja- 
das   (b)   con  quince  años  de  presidio:  mi  tiempo 
se  cumplió,  estoy  libre,  puedo  vivir  en  la  capital, 
no  debo  nada  á  los  avisados  (c) ;  y  en  la   vida  del 
mundo  he  robado  nada  á  nadie:  pregúntaselo  á  la 
Guillabaora.  —  Es  verdad  lo  que  dice  ;  no  es  la- 
drón —  repuso  la  joven.  — Entonces  vamos  á  be- 
ber un  vaso  de  peñascaró  y  y  sabrás  quien  soy,  di- 
jo el  desconocido.  Vamos ,  camarada ,  sin  pisca  de 
rencor:  pelos  á  la  mar. — Por  mi,  tierra  á  lo  pasado. 
Eres  mi  maestro ,  lo  confieso;  meneas  los  puños.,, 
que  es  maravilla  sobre  todo  la  última  andanada. 
¡San-ta  Maria,  que  chubasco!  nunca  me  cojió  otro 
igual...  he  de  aprender  e§e  modo  áeendiñar  fd). — 

Volveré  á  empezar  cuando  quieras ¡  Hola,  oh, 

conmigo,  nol  -^  contestó  riendo  el  Ghuriador.  — 

(a)  Que  liablascaló.   (b)  Puñaladas,    (c)  Jueces,     (d)  Pe- 
gar, dar  golpes. 

T.  1.  2 


8  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Aquello  parecía  un  mazo  de  fragua.,  aun  me  parece 
que  lo  estoy  sintiendo.  Pero  tú  debes  conocer  á 
Brazo  Rojo ,  ya  que  estabas  en  el  portal  de  su 
casa. —  ¿Brazo  llojo?  — respondió  algo  inmutado 
el  desconocido;  y  luego  añadió  con  indiferencia ;  — 
No  sé  quién  es  Brazo  Rojo.  ¿Habita  solo  esta  casa? 
Llovía  ,  he  entrado  un  momento  en  ese  portal  para 
abrigarme,  quisiste  hacer  daño  á  esachica,  yo  te 
lo  hize  á  tí...  y  no  hubo  nada  mas.  —  Ni  mas  ni 
menos:  nada  tengo  que  ver  con  tu  vida.  Brazo 
Rojo  tiene  un  cuarto  aquí,  pero  pocas  veces  viene  á 
él,  porqué  está  siempre  en  su  jabardillo  de  los 
Campos  Elíseos.  No  hablemos  mas  del  asunto... — 
Y  volviéndose  luego  á  la  Guillabaora  continuó, 
A  fé  de  hombre  que  eres  una  guapa  muchacha;  yo 
no  quería  zurrarte,  porque  sabes  que  no  soy  capaz 
de  hacer  daño  á  una  niña.  Es  cierto  que  todo  fué 
una  pura  broma;  pero  sin  embargo  diste  pruebas 
de  buen  corazón  en  no  haber  azusado  contra  mi  á 
este  rabioso;  ya  no  podía  mas  cuando  me  tenía  de- 
bajo de  los  pies.  Vendrás  á  beber  con  nosotros;  el 
Señor  es  quien  paga,  Pero  á  todo  esto,  camara- 
da  continuó ,  dirigiéndose  al  desconcido  —  ¿  no 
seria  mejor  que  en  lugar  de  piar  peñascaró  (a) 
fuésemos  á  cenar  á  la  tasca  del  Conejo  Blan- 
co? —  Dicho  y  hecho...  yo  pago  la  cena.  ¿Quieres 
venir  tú,  Guillabaora?  —  dijo  el  desconocido. — 
Gracias,  Señor:  me  puse  mala  al  veros  pelear,  y 
se  me  quitó  la  gana  de  comer.  —  ¡  Qué  impor- 
ta !  las  ganas  vienen  comiendo  —  dijo  el  Churia- 
dor.  —  La  mesa  del  Conejo  Blanco  es  de  lo  bueno 
que  hay. 

Y  se  dirigieron  los  tres  á  la  taberna  en  la  mejor 
armonía. 

(a)     De  beber  aguardiente. 


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LA  TASCA.  9 

i)urante  la  pelea  del  Churiador  y  el  desconocido, 
un  carbonero  de  talla  colosal  babia  observado  con 
inquietud,  emboscado  en  un  portal,  los  trances  del 
combate,  sin  prestar  el  menor  ausilio  á  ninguna  de 
las  partes  como  hemos  visto ;  y  cuando  el  descono- 
cido, el  Churiador  y  la  Guillabaora  se  dirijieron  á 
la  taberna,  los  siguió  sin  perderlos  de  vista. 

El  bandido  y  la  Guillabaora  entraron  primero  en 
la  tasca,  y  los  seguia  el  desconocido,  cuando  acer- 
cándose á  él  el  carbonero  ,  le  dijo  en  voz  baja  en 
alemán  y  con  aire  respetuoso : 

—  ]  Ande  Vuestra  Alteza  con  cuidado! 

El  desconocido  encogió  los  hombros ,  hizo  un  jes- 
to  de  indiferencia  y  se  reunió  con  sus  compañeros. 

El  carbonero  no  se  separó  de  la  puerta  de  la 
taberna.  Escuchaba  con  la  maj^or  atención,  y  mi- 
raba de  cuando  en  cuando  por  un  pequeño  claro  del 
espeso  baño  de  greda ,  que  cubre  los  vidrios  de  estas 
tabernas  por  el  lado  esterior. 


CÁPÍTILO  SEGIXDO. 


LA  FIGONERA. 

El  figón  ó  la  taberna  del  Conejo  Blanco  está  situa- 
do en  el  centro  de  la  calle  de  Feves,  y  ocupa  el  pi- 
so bajo  de  una  casa  alta,  en  cuya  fachada  hay  dos 
ventanas  de  cierta  construcción  llamada  á  la  gui- 
llotina, 

Sobre  el  dintel  de  la  puerta  está  colgado  un  farol 
oblongo ,  en  cuyo  vidrio  hendido  se  leen  estas  pala- 
bras :  aquí  se  hospeda  de  noche. 

En  esta  taberna  entraron  el  desconocido  y  sus 
dos  compañeros. 

Figurémonos  una  sala  espaciosa  de  techo  bajo, 
ahumado  y  cruzado  de  vigas  negras,  alumbrado 
apenas  por  la  triste  luz  de  un  mal  quinqué;  las  paredes 
llenas  de  hendiduras,  revocadas  aquí  y  allí  con 
cal  y  cubiertas  de  dibujos  groseros  y  de  sentencias 
o  palabras  en  caló;  el  piso  desigual ,  gastado  ó  cu- 
bierto de  lodo,  y  un  haz  de  paja  colocado,  á  manera 
<le  tapiz ,  al  pié  del  mostrador  ó  tablero  de  la  figo- 
nera, situado  á  la  derecha  de  la  puerta  bajo  el 
quinqué. 

A  cada  lado  de  esta  sala  hay  seis  mesas,  con 
bancos  clavados  en  un  estremo  de  la  pared.  En  el 
fondo  se  vé  un  tablero,  que  dice  á  la  cocina  ,  y  á  la 
derecha  y  cerca  de  la  puerta  hay  otra  que  da"  sali- 
da á  los  zaquizamíes,  en  donde  se  duerme  de  nocbe 
por  tres  sueldos. 


LA    FIGONERA.  ^  11 

Diremos  algo  de  la  figonera  y  de  sus  huespe- 
des. 

Llamábase  aquella  la  tia  Pelona:  su  triple  pro- 
fesión consislia  en  dar  posada  en  cuartos  amuebla- 
dos; tener  una  taberna  y  alquilar  vestidos  á  las 
míseras  criaturas  que  pululan  en  aquellas  calles 
immundas. 

Tenia  cuarenta  años;  era  alta,  robusta  ,  corpu- 
lenta, de  color  subido  y  algo  barbuda.  Su  voz  era 
ronca  y  varonil,  sus  brazos  gordos  y  sus  anchas 
manos  indicaban  una  fuerza  poco  común:  llevaba 
sobre  el  gorro  ó  papalina  un  pañuelo  viejo  de 
color  encarnado  y  amarillo,  y  por  los  hombros  un 
chai  de  piel  de  conejo,  que  cruzaba  sobre  el  pecho 
y  se  anudaba  en  la  espalda.  El  vestido  de  lana  le 
bajaba  hasta  los  zuecos,  mugrientos  y  quemados 
por  varias  partes  en  el  brasero.  Finalmente,  el  color 
de  esta  mujer  era  cobrizo  é  inflamado  por  el  abu- 
so de  los  licores  fuertes.  • 

Adornaban  el  (ablero  emplomado  algunas  vasijas 
con  aros  de  hierro,  y  diversas  medidas  de  estaño, 
y  sobre  un  estante  pegado  á  la  pared  se  veian  va- 
rias botellas  de  vidrio,  dispuestas  de  manera  que 
representaban  la  figura  del  emperador  en  pié.  Con- 
tenian  estas  botellas  diversos  brevages  chapurrados 
verdes  y  color  de  rosa,  conocidos  por  los  nombres 
de  Espíritu  de  los  valientes ,  Ratafia  de  la  columna^ 
y  otros  títulos  pomposos. 

Un  gato  gordo,  negro  y  de  ojos  amarillos,  acur- 
rucado junto  á  la  figonera,  parecía  el  diablo  fami- 
liar de  aquel  sitio;  y  por  un  contraste  peregrino,  se 
veia  detras  de  la  caja  de  un  antiguo  relox  de  coco, 
un  ramo  de  mirto  bendito  qno  la  tia  Pelona  habia 
comprado  en  la  iglesia  el  üüsningo  de  Ramos. 

Dos  hombres  de  aspecto  siniestro,  de  barba  eri- 
zada y  cubiertos  de  andrajos,  apenas  tocaban  al 


12  LOS  3IISTERI0S  DE  tARIS, 

jarro  de  vino  que  tenían  delante ,  y  hablaban  en 
voz  baja  con  señales  maniflestas  de  inquietud. 

Uno  de  ellos,  sobre  todo,  descolorido  y  lívido, 
calaba  con  frecuencia  hasta  los  ojos  un  mal  í^orro 
griego  que  llevaba  en  la  cabeza  ,  y  casi  siempre 
tenia  escondida  la  mano  izquierda,  sacándola  á  ve- 
ces con  el  mayor  disimulo  cuando  no  podia  menos 
de  servirse  de  ella. 

Mas  allá  se  veia  un  joven  como  de  diez  y  seis 
años,  de  rostro  imberbe ,  descarnado ,  macilento, 
los  ojos  hundidos  y  amortiguados ,  y  con  largas 
melenas  negras  que  le  caian  al  rededor  del  pescue- 
zo :  este  joven  ,  símbolo  del  vicio  desenfrenado  y 
precoz,  fumaba  en  una  pipa  blanca  de  tubo  corto. 
Arrimado  de  espaldas  á  la  pared,  las  manos  meti- 
das en  los  bolsillos  de  la  blusa,  las  piernas  tendidas 
sobre  el  banco  ,  solo  dejaba  la  pipa  y  alteraba  su 
postura  para  beber  de  cuando  en  cuando  un  trago 
del  aguardiente  que  tenia  delante  de  sí. 

Nada  singular  habia  en  los  demás  huéspedes  de 
la  taberna :  aqui  algunos  semblantes  feroces  y 
brutales,  allá  una  alegría  torpe  y  licenciosa,  mas 
allá  un  silencio  estúpido  y  sombrío. 

Esta  era  la  concurrencia  de  la  taberna  del  Co- 
nejo Blanco,  cuando  entraron  en  ella  el  descono- 
cido, el  Ghuriador  y  la  Guillabaora  ,  de  quienes 
haremos  una  descripción  especial ,  pues  ocupan  un 
lugar  mu}*^  importante  en  esta  historia. 

El  Ghuriador  era  alto  ,  de  proporciones  atléli- 
ticas;  su  pelo  era  de  un  rubio  muy  claro,  sus  ce- 
jas pobladas  y  enormes  y  sus  patillas  color  de 
fuego.  Los  rigores  del  tiempo,  la  miseria  y  el  du- 
ro trabajo  del  presidio  habian  bronceado  su  cutis, 
dándole  el  tinte  aceitunado  que  se  observa  en  to- 
ados los  galeotes.  A  pesar  del  nombre  terrible  que 
llevaba,  sus  facciones  no  indicaban  ferocidad,  si- 


) 


u 


LA    FIGONERA.  13 

10  cierta  franqueza  brutal   y   una  audacia  indo- 

nable. 

Hemos  dicho  que  el  Churiador  llevada  un  pan- 
talón y  una  blusa  de  tela  azul  ordinaria  ,  y  en  la 
cabeza  un  gran  sombrero  de  paja,  como  los  que  usan 
comunmente  en  Paris  los  oficiales  de  carpintero  y 
Jos  leñadores, 

í  La  Guillabrora  apenas  había  cumplido  diez  y  5eis 
años.  Una  frente  blanca  y  pura  coronaba  el  óvalo 
perfecto  y  el  tipo  celestial  de  su  rostro:  unas  lar- 
gas cejas,  algo  rizadas,  cubrian  en  parte  sus  gran- 
des ojos  azules  llenos  de  melancolía.  El  vello  suave 
de  la  primera  juventud  poblaba  sus  mejillas,  teñidas 
apenas  de  un  sutil  encarnado.  Su  pequeña  boca  de 
púrpura,  que  casi  nunca  sonreia,  su  nariz  fina  y  rec- 
ta, el  contorno  angelical  de  la  parte  inferior  de  su 
cara,  tienen  la  nobleza  y  la  suavidad  de  las  líneas 
de  Rafael.  Por  cada  sien  de  raso,  baja  una  trenza 
hermosísima  de  pelo  rubio  ceniciento ,  y  desde  la 
megilla  vuelve  á  subir  por  detras  de  la  oreja,  de- 
jando ver  el  glóbulo  de  marfil  rosado,  y  desaparece 
luego  en  los  pliegues  de  un  pañuelo  de  algodón  de 
cuadros  azules. 

Al  cuello  nevado  lleva  una  sartita  de  corales,  y 
el  ancho  vestido  de  alepin  oscuro  revela  una  cintu- 
ra delicada,  flexible  y  redonda  como  un  junco.  Un 
pequeño  chai  color  de  naranja  con  cenefa  verde, 
cruza  su  blanco  seno  y  está  sujeto  con  un  nudo  á 
la  espalda. 

Con  razón  habia  sorprendido  la  voz  de  la  Guilla- 
baora  á  su  incógnito  defensor.  Era  en  efecto  tal  el 
encanto  irresistible  de  su  voz  dulce  ,  plateada  y  ar- 
moniosa, que  la  turba  de  malvados  y  mujeres  perdi- 
das entre  quienes  vivia  esta  desgraciada  criatura,  la 
rogaban  con  frecuencia  que  cantase,  y  la  escucha- 
ban con  indecible  entusiasmo. 


14  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

La  Guillabaora  habia  recibido  otro  nombre,  de- 
bido sin  duda  al  candor  \irginal  de  sus  faccio- 
nes. 

Llamábanla  también  Flor  de  MariOy  palabras  que 
en  el  caló  francés  significan  la  Vírqen, 

Podrá  concebir  el  lector  cual  fué  la  impresión 
que  hemos  sentido  al  hallar  en  el  odioso  vocabula- 
rio, cuyos  signos  del  robo,  de  la  sangre  y  del  homi- 
cidio son  mas  espantosos  aun  que  los  objetos  que  re- 
presentan, cual  seria,  decimos,  nuestra  sorpresa  al 
descubrir  esta  metáfora  de  tan  dulce  poesia  y  de  una 
piedad  tan  tierna  y  delicada:  ¡Flor  de  María! 

Nos  parece  un  blanco  lirio,  alzando  su  oloroso 
cáliz  en  medio  de  un  campo  cubierto  de  sangre  y 
carnicería. 

¡  Contraste  singular  y  peregrino!  ¿Cómo  han  po- 
dido realzar  este  castísimo  pensamiento  y  elevarse 
á  una  poesía  tan  santa  los  inventores  de  tan  odioso 
dialecto?  A  ningún  hombre  pensador  dejará  de  ofre- 
cerse aqui  la  horrible  consideración  de  que  estas 
gentes  son  tan  numerosas  y  viven  en  tal  unión,  que 
han  llegado  á  formar  un  idioma  peculiar,  y  de  que 
tienen  costumbres  propias  y  habitan  un  barrio,  que 
llaman  suyo,  en  la  ciudad 

El  defensor  de  la  Guillabaora,  á  quien  llamare- 
mos Rodolfo  desde  ahora ,  parecia  ser  de  unos 
treinta  y  seis  anos  de  edad.  Su  mediana  talla  y  su 
contestura  delgada,  esvelta  y  bien  proporcionada, 
no  indicaban  el  prodigioso  vigor  que  acababa  de 
manifestar  en  la  lucha  con  el  formidable  y  atlético 
Churiador. 

Seria  obra  difícil  determinar  el  carácter  de  la  fi- 
sonomía de  Rodolfo.  Algunos  pliegues  de  la  frente 
indicaban  á  un  hombre  meditabundo;  pero  en  la 
firmeza  de  su  rostro  y  en  su  ademan  imperioso  y 
atrevido  se  descubría  el  hombre  de  acción,  cuya 


LA  ^IGO^ERA,  15 

fuerza  física  y  cuya  audacia  ejercen  sobre  la  mu- 
chedumbre un  ascendiente  irresistible. 

No  había  dado  señales  de  odio  ni  de  cólera  en  la 
pelea  con  el  Cburiador;  pues  confiado  en  su  propia 
fuerza  y  en  su  destreza  y  agilidad,  no  manifestó  en 
aquel  lance  mas  que  un  desprecio  burlador  hacia 
la  especie  de  bestia  brava  que  se  habia  propuesto 
domar. 

Terminaremos  el  retrato  de  Rodolfo,  observando 
que  sus  facciones  parecian  demasiado  regulares  y 
hermosas  para  un  hombre.  Sus  ojos  eran  grandes, 
rasgados  y  de  un  pardo  brillante,  la  nariz  aguileña, 
la  barba  algo  saliente  y  el  cabello  castaño  claro, 
del  mismo  color  que  ias  grandes  cejas  arqueadas,  y 
que  su  bigote  fino  y  suave  como  la  seda. 

Por  lo  demás  en  nada  se  distinguía  de  los  otros 
huéspedes  de  la  taberna:  tal  era  la  increible  facili- 
dad con  que  hablaba  la  lengua  y  fingía  los  modales 
de  aquella  gente.  Al  cuello  suelto  y  tan  bien  forma- 
do como  el  del  Baco  Indio,  llevaba  una  corbata  ne- 
gra atada  con  desaliño,  cuyas  puntas  caían  por 
delante  sobre  la  blusa  azul.  Dos  hileras  de  clavos 
rodeaban  las  suelas  de  sus  anchos  y  groseros  zapa- 
tos: finalmente,  á  escepcion  de  las  manos,  que  eran 
de  una  rara  belleza,  n^ida  lo  distinguía  en  lo  mate- 
rial de  los  demás  concurrentes  del  figón ;  al  paso 
que,  moralmente  observado,  su  aire  resuelto,  audaz 
y  sereno  ponia  entre  ellos  y  él  una  distancia  infi- 
nita. 

Al  entrar  en  la  taberna  tocó  el  Churiador  con 
una  de  sus  enormes  manos  el  hombro  de  Rodolfo, 
y  dijo  c.on  voz  estrepitosa: 

—  ¡Viva  el  maestro  del  Churiador!...  Amigos, 
este  mocito  acaba  de  sacudirme  el  polvo...  Sépanlo 
cuantos  estén  á  mal  con  sus  muelas  y  costillas,  sin 
escluir  al  Maestro  de  Escuela  ni  al  Esqueleto,  que 


16  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

por  esta  vez  no  se  las  arriendo...  Lo  dicho  dicho; 
y  el  que  quiera  apostar,  á  ello  I 

Miraron  lodos  con  tímido  respeto  al  vencedor  del 
Churiador,  desde  la  figonera  hasta  el  último  hués- 
ped de  la  taberna. 

Unos  retiraron  los  vasos  y  jarros  á  un  estremo 
de  la  mesa  á  que  estaban  sentados,  apresurándose  á 
hacer  sitio  á  Rodolfo ;  otros  se  levantaron  como 
tocados  por  un  resorte;  y  otros  se  acercaron  al  Chu- 
riador, y  le  preguntaron  quien  era  aquel  descono- 
cido que  tan  victoriosamente  hacia  su  entrada  en  el 
gran  mundo. 

La  figonera,  dirigiendo  por  fin  á  Rodolfo  una 
sonrisa  del  modo  mas  gracioso  que  pudo,  cosa  inau- 
dita, hiperbólica  y  fabulosa  en  los  anales  del  Conejo 
Blanco,  se  levantó  de  su  mostrador  y  fué  á  tomar  las 
órdenes  de  su  admirable  huésped  para  saber  lo  que 
debia  servir  á  la  compañía;  atención  que  jamás  ha- 
bia  tenido  la  tia  Pelona  con  el  Maestro  de  Escuela 
ni  con  el  Esqueleto,  terribles  facinerosos  que  hacían 
temblar  al  mismo  Churiador. 

Uno  de  los  dos  hombres  de  aspecto  siniestro  ( el 
de  semblante  pálido,  que  escondia  la  mano  y  calaba 
á  cada  instante  el  gorro  griego  hasta  las  cejas,)  se 
inclinó  hacia  la  tabernera,  que  enjugaba  con  el  ma- 
yor cuidado  la  mesa  de  Rodolfo,  y  la  dijo  con  so- 
carronería: 

—  ¿  No  ha  venido  hoy  el  Cojo  Gordo?  —  No;  res- 
pondió la  tia  Telona. — ¿  Y  ayer? — Ayer  ha  venido. 

—  ¿Estaba  acaso  con  Calabaza,  la  hija  de  Marcial 
el  guillotinado  ?  Ya  sabes...  Marcial  el  de  la  isla.., 

—  I  Vaya  unas  preguntas  de  hombre  !  ¡Si  pensarás 
que  %y  algún  guro  (a)  y  que  ando  al  rabo  de  mis 
parroquianos  para  saber  la  vida  que  hacen! — di- 

fa)  Esbirro  6  Aiffuacil. 


LA   FIGONERA.  17 

jo  la  tabernera  con  tono  brutal.  —  Tengo  cita  esta 
noche  con  el  Cojo  Gordo  y  el  Maestro  de  Escuela 
— añadió  el  bandido; — tenemos  que  hablar  los  tres. 
—  ¡  Buenas  cosas  hablaréis!  ¡valientes  engibaores, 
nicabaosl  (a)  —  ¡Nicabaos !  esclamó  irritado  el  ban- 
dido; con  los  nicabaos  sacas  tú  la  barriga  de  mal 
año.  —  ¿Quieres  dejarme  en  paz?  —  gritó  la  figo- 
nera, amenazando  al  bandido;  con  la  medida  que 
tenia  en  la  mano. 

El  hombre  descolorido  se  volvió  á  sentar  refun- 
fuñando entre  dientes.  —  El  Cojo  Gordo  se  detu- 
vo acaso  para  ajustar  la  cuenta  á  aquel  mocito 
llamado  Germán,  que  vive  en  la  calle  del  Tem- 
ple...-^ dijo  á  su  compañero.  —  ¿  Lo  quieren  des- 
pachar?—  No,  lo  quieren  sangrar,  no  mas:  pa- 
rece que  ha  denunciado  á  algunos  de  Nantes 

Todo  se  supo  por  Brazo  Bojo.  —  ¡Vaya  un  hom- 
bre ese  Cojo  Gordo!  Apenas  salió  de  presidio  y 
le  sobra  ya  que  hacer. 

Flor  de  María  habia  entrado  en  la  taberna  de- 
tras del  Churiador.  Este,  después  de  haber  res- 
pondido con  un  meneo  de  cabeza  á  la  salutación 
del  joven  adolescente  de  ojos  hundidos  y  cara  ma- 
cilenta ,  le  dijo:  — ¡Qué  tal,  Barbillon!  Siempre 
á  vueltas  con  tu  aguardiente;  eh  I — Siempre: 
mas  quiero  andar  con  zuecos  y  en  ayunas,  que 
me  falte  el  peñascaró  y  la  pipa...  —  respondió  el 
joven  con  una  voz  ronca  y  amortiguada,  sin  mu- 
dar de  postura  y  echando  nubes  de  humo  por  la 
boca.  —  Buenas  noches,  Flor  de  María, — dijo  la 
tia  Pelona  acercándose  á  la  Guillabaora  y  miran- 
do con  atención  la  ropa  de  la  joven,  que  ella 
misma  le  habia  alquilado;  y  hecho  este  examen 
añadió  con  una  especie  de  satisfacción  brutal ;  — 

(a)   Rufianes,  ladrones. 


18  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Me  gusta  alquilarte  á  tí  mis  cosas...  eres  limpia 
como  una  gatila...  Y  á  fe  que  no  hubiera  con- 
fiado este  rico  chai  color  de  naranja  á  unas  per- 
dularias como  la  Saltona  y  la  Bolera.  Mas  para 
eso  te  estoy  educando  desde  hace  tres  semanas 
que  entrastes  en  mi  casa;  y  hablando  en  plata, 
no  hay  persona  mejor  que  tú  en  toda  la  Cité; 
damita  de  los  pucheros,  aunque  pecas  mucho  de 
triste,  de  vergonzosa  y  de  melindres...  ¡Quién  pa- 
rará contigo  de  aquí  á  cuatro  años!  Después  que 
saques  la  pata  como  las  otras,  no  habrá  moza  mas 
real  y  salerosa  que  tú  en  toda  la  calle  de  Feves. 
Dio  un  suspiro  la  Guillabaora,  y  bajó  la  ca- 
beza sin  responder — ¡Calla!...  dijo  Rodolfo  á  la 
figonera;  ¿es  bendito  aquel  ramo  de  mtfto  que 
tenéis  junto  á  vuestro  coco?  —  y  seríalo  con  el 
dedo  el  sanio  ramo  colocado  detras  del  relox. — 
Pues  qué,  judío  ¿hemos  de  vivir  como  los  per- 
ros? —  respondió  sencillamente  la  horrible  mujer; 
y  dirigiéndose  luego  á  Flor  de   María  continuó: 

—  Dime  tú,  dengosita  ¿no  nos  quUlabarás  a)  al- 
guna de  tus  cantigas?  —  Vamos  primero  á  cenar, 
tía  Pelona. —  dijo  el  Churiador.  —  ¿Qué  queréis 
que  os  sirva,  valeroso? — preguntó  la  tabernera  á 
Rodolfo,  con  aire  de  querer  agradarle  y  de  ga- 
nar su  protección  á  todo  trance.  —  Preguntad  al 
Churiador,  que  es  quien  nos  regala:  yo  no  hago 
mas  que  pagar. —  ;  Oyes  tú,  vinagre!  —  dijo  la  Pe- 
lona volviéndose  al  bandido — ¿qué  quieres  cenar? 

—  Dos   chuletas  esparrilladas ,    un  arlequín  (b), 

(a)  Cantarás,  (b)  Un  ailequin  es  iin  revoltillo  de  carne, 
de  pescado  y  de  toda  especie  de  mendrugos  y  desperdicios 
que  sobran  de  las  mesas  de  lus  criados  de  Ips  grandes  y 
ricos.  Sentimos  entrar  en  estos  pormenores ,  pero  deben 
contribuir  a  formar  el  cuadro  de  estas  costumbres  espe- 
ciales. 


LA    FIGONERA.  19 

tres  rebanadas  de  manró  (a)  y  dos  azumbres  de 
vino  de  á  doce  sueldos, —  dijo  el  Churiador  des- 
pués de  baber  pensado  un  momenlo  en  la  com- 
binación de  este  amasijo.  —  Ya  sé  yo  que  eres 
bombre  de  gusto,  y  que  guardas  siempre  tus  ga- 
nas para  los  arlequines.  —  ¿Vas  teniendo  bambre, 
Guillabaora  ?  dijo  el  bandido. — No. — ¿Queréis 
algo  mas  que  el  arlequín  ,  bija  mia?  dijo  Rodol- 
fo—  ;0b  no,  Señor,  gracias!...  no  tengo  ham- 
bre.—  Pero  mira  de  frente  á  mi  maestro,  palo- 
mal  —  la  dijo  el  Churiador  riendo  con  estrépito. 
Parece  que  ni  de  medio  lado  te  atreves  á  mirarle. 

Encendióse  el  rostro  de  la  Guillabaora  y  bajó 
los  ojo%,sin  mirar  á  Rodolfo. 

Al  cfbo  de  algunos  momentos  vino  la  misma 
tabernera  á  poner  en  la  mesa  un  jarro  de  vino, 
el  pan  y  el  arlequín,  del  cual  no  procuraremos 
dar  una  idea  al  lector,  aunque  el  Cburiador  pa- 
rece que  lo  halló  muy  de  su  gusto,  porque  al 
verlo  esclamó: 

—  i  Qué  plato  1  ¡Santo  Dios  I  ¡qué  plato  I  Pa- 
rece un  ómnibus.  Hay  para  todos  los  gustos  del 
mundo;  para  los  que  mezclan  y  para  los  que  co- 
men de  vigilia;  para  los  que  q^iieren  azúcar  y  para 

los  que  quieren  pimienta Pedazos  de  ave  y  de 

jíalleta,  colas  de  pescado,  huesos  de  costilla ,  ojaldre 
de  pasteles,  criadillas,  cabezas  de  alabancos,  le- 
gumbres, queso,  ensalada...  ¡Jesús!...  Pero  tú  no 
comes,  Guillabaora...  mira  que  es  cosa  buena... 
¡  Apuesto  á  que  hoy  has  estado  de  boda  '...  —  Lo 
mismo  que  los  demás  días.  Esta  mañana  he  co- 
mido como  siempre  mí  sueldo  de  leche  y  mi  sueldo 
de  pan. 

La  entrada  de  un  nuevo  huésped  en  la  taberna 

(a)   Pan. 


20  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

interrumpió  todas  las  conversaciones,  y  se  levan- 
taron á  un  mismo  tiempo  todas  las  cabezas  de  los 
concurrentes. 

Era  este  un  hombre  de  mediana  edad ,  activo  al 
parecer  y  robusto,  y  vestido  de  chaqueta  y  gor- 
ra. Acostumbrado  á  los  usos  del  Conejo  Blanco, 
empleó  el  lenguaje  común  de  sus  parroquianos  pa- 
ra pedir  de  cenar. 

Colocóse  de  manera  el  recienvenido  que  podia 
observar  á  los  dos  individuos  de  cara  siniestra, 
uno  de  los  cuales  Labia  preguntado  por  el  Cojo 
Gordo  y  por  el  Maestro  de  Escuela,  No  apartaba 
la  vista  de  uno  ni  otro;  y  la  postura  en  que  ellos 
estaban  no  les  permitía  observar  la  vigil^icia  de 
que  eran  objeto.  ' 

Al  cabo  de  un  rato  de  silencio  empezaron  de 
nuevo  las  conversaciones.  El  Churiador,  á  pesar 
de  su  audacia,  manifestaba  la  atención  mas  defe- 
rente hacia  Rodolfo;  y  no  se  atrevia  á  tutearlo. 

—  A  fé  de  hombre — dijo  á  Rodolfo; — aunque 
las  pagó  la  pelleja ,  no  por  eso  me  alegro  menos 
de  haberos  encontrado.  —  Porque  te  gusta  el  ar- 
lequín ¿verdad?  —  Eso  ya.,,  y  después  porque  de- 
seo veros  agarrado  con  el  Maestro  de  Escuela, 
que  siempre  me  las  puso  á  cuarto...  También  él 
las  llevará  ahora...  -j  Rabio  por  verle  entre  vues- 
tras uñas  !  ¡  Qué  gusto  seria!  —  Pues  ya...  Te  pa- 
rece que  por  divertirte  me  voy  á  echar  como  un 
mastin  al  Maestro  de  Escuela.  —  Eso  no;  pero  él 
os  echará  la  zarpa  al  instante  que  llegue  á  saber 
que  sois  mas  fuerte  que  él  —  respondió  el  Chu- 
riador frotándose  las  manos.  —  Tengo  con  que  pa- 
garle en  buena  moneda, —  dijo  Rodolfo  con  aire 
indiferente;  y  luego  continuó ;  —  ¡  Cáspita !  hace  un 
tiempo  de  perros...  ¿Tomaremos  un  jarro  de  aguar- 
diente azucarado?  —  ISos  vendrá  como  una  mÍFa 


LA  FIGONERA.  21 

al  alma  en  penal  dijo  el  Churiador.  —  Y  para  co- 
nocernos nos  diremos  quienes  somos ,  añadió  Ro- 
dolfo. —  ¿Yo?  soy  el  Albino  —  dijo  el  Churiador  ; 
—  galeote  cumplido,  descargador  de  leña  y  ma- 
deras en  el  muelle  de  San  Pablo,  helado  en  el  in- 
vierno ,  asado  en  el  verano ,  doce  ó  quince  horas 
por  dia  en  el  agua,  medio  hombre  y  medio  rana; 
ahí  está  mi  vida  y  mi  retrato,  —  dijo  el  convidado 
de  Rodolfo  haciendo  una  salutación  militar  con  la 
mano  izquierda. —  Veamos  ahora,  añadió;  ¿  y  vos, 
señor  amo  ?  esta  es  la  vez  primera  que  se  os  ve 
en  la  Cité...  No  es  por  echároslo  en  cara,  pero  ha- 
béis entrado  triunfante  marchando  sobre  mí  y  á 
tambor  batiente  sobre  mi  pellejo...  ¡cuerpo  de  tal 
qué  terremoto !...  parece  que  lo  estoy  sintiendo... 
sobre  todo  los  martillazos  de  despedida...  ¡  qué 
chubasco!  Pero,  de  veras  ¿tenéis  mas  oficio  que 
el  de  aporrear  al  Churiador? — Soy  pintor  de  aba- 
nicos, y  me  llamo  Rodolfo.  —  ¡Pintor  de  abani- 
cos? por  eso  tenéis  las  manos  tan  blancas,  dijo  el 
Churiador.  Si  todos  vuestros  compañeros  tienen  el 
mismo  brio,  parece  que  es  menester  ser  de  bue- 
nos puños  para  ese  oüciu...  Pero  ya  que  sois  ar- 
tista ¿como  venís  á  una  tasca  de  la  Cité  en  don- 
de no  se  encuentra  mas  que  murcios ,  (tinadores  y 
penados  de  estardó  (a)  como  yo,  porque  no  pode- 
mos ir  á  otra  parte?  Esta  no  es  vuestra  tierra:  los 
artistas  honrados  tienen  sus  tabernillas  fuera  de 
la  Cité,  y  no  hablan  caló.  —  Vengo  aquí  porque 
me  gusta  la  buena  sociedad.  —  ¡  Queah ! — dijo  el 
Churiador  meneando  la  cabeza  con  aire  de  incre- 
dulidad. Os  he  encontrado  en  el  portal  de  Brazo 
Rojo:  en  fin...  adelante...  ¿Decís  que  no  le  cono- 
céis?—  j  Hasta  cuando  me  vas  á  fastidiar  con  tu 

(a)  Ladrones ,  asesinos  y  g-aleotes  ú  presidarios. 


22  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Brazo  Rojo  ó  con  tu  diablo!..  —  Desconfiáis  de 
mí;  j  en  verdad  que  no  tenéis  razón.  Si  queréis 
os  contaré  mi  historia ,  pero  con  la  condición  de 
que  me  habéis  de  enseñar  el  arte  de  dar  aque- 
llos puñetazos  de  remate...  cuento  con  eso... — 
Concedido  :  bien ,  dinos  ahora  tu  historia,  y  la 
Guillabaora  nos  contará  después  la  suja. —  Ma- 
nos á  !a  obra —  dijo  el  Churiador.  —  ¡  Qué  tiem- 
po !  se  hieían  las  uñas...  apuesto  á  que  no  an- 
da un  solo  corchete  por  las  calles...  con  vuestro 
plan  nos  vamos  á  divertir...  ¿Qué  te  parece,  Gui- 
llabaora?—  A  mi  bien;  pero  por  mi  parte  poco 
tendré  que  contar  —  dijo  Flor  de  María. — Tam- 
bién nos  garlaréis  (a)  vuestra  historia ,  camarada 
Rodolfo  —  añadió  el  Churiador. — Sí,  yo  Impeza- 
ré.  —  Pintor  de  abanicos  ..  es  un  oficio  muy  bo- 
nito—  dijo  Flor  de  María.  —  ¿Y  cuánto  ganáis 
por  derrení^aros  en  esa  fatiga  ?  —  dijo  el  Churia- 
dor.—  Cuando  da  bien,  tres  francos,  y  á  veces 
cuatro;  pero  esto  en  los  dias  de  verano  que  son 
largos.  —  ¿Y  andáis  mucho  á  la  que  salta,  peri- 
llán?—  Mientras  tengo  barro  á  manos  no  lo  gas- 
to mal.  Pago  diez  sueldos  diarios  por  mi  cuarto. 
—  ¡Oh!  perdonad,  Monseñor...  (b)  ¡Pagáis  diez 
sueldos  por  cíida  noche...  ¡  vos  pagáis  diez  sueldos, 
eh !  —  dijo  el  Churiador  llevando  la  mano  al  som- 
brero. 

El  título  de  Monseñor,  dicho  con  ironía  por  el 
Churiador,  escitó  en  Rodolfo  una  sonrisa  casi  im- 
perceptible: y  continuó: 

—  Sí,  me  uusta  la  comodidad  y  el  aseo. —  Aquí 
tenemos  un  par  de  Francia!  ¡un  banquero!  ¡un 
ricachón! — gritó  el  Churiador.  —  ¡Paga  diez  suel- 

(a)  Cantareis,  (b)  Tratamiento  de  los  principes  de  la 
familia  real  y  otras  dignidades  eminentes. 


LA   FIGONERA.  23 

dos  por  SU  cuarto!  — Y  cuatro  de  tabaco,  hacen 
catorce  —  continuó  Rodolfo;  —  cuatro  el  almuer- 
zo, son  diez  y  ocho ;  quince  la  comida  y  uno  ó 
dos  de  aguardiente  ,  anda  todo  por  unos  treinta  y 
cuatro  ó  treinta  y  cinco  sueldos  diarios.  ISo  ne- 
cesito trabajar  toda  la  semana ,  y  paso  como  pue- 
do el  tiempo  que  me  sobra.  —  ¿Y  vuestra  fami- 
lia?—  preguntó  la  Guillabaora.  —  Se  la  llevó  el 
cólera  —  respondió  Rodolfo.  —  ¿Y  que  oficio  te- 
nían vuestros  padres?  dijo  la  Guillabaora. — Pren- 
deros de  los  portales  del  mercado:  ropaviejeros. — 
¿Cuánto  habéis  sacado  de  su  trato?  —  dijo  el  Chu- 
riador.  —  Era  aun  muy  muchacho,  y  mi  tutor  lo 
vendió  todo.  Cuando  llegué  á  ser  mayor  de  edad 
le  debia  ya  treinta  francos...  Esta  fué  toda  mi 
herencia. —  ¿Como  se  llama  vuestro  patrón?  — 
preguntó  el  Churiador.  —  Mr.  Gautier  ,  caile  de 
Bourdonnais  ;  muy  tonto  ,  pero  muy  brutal,  y  tan 
ladrón  como  avaro.  Se  dejarla  sacar  los  ojos  por 
no  pagar  á  los  oficiales:  si  se  lo  lleva  el  rio  no 
le  des  la  mano.  Aprendí  el  oficio  con  él  á  la  edad 
de  quince  años ,  me  tocó  buen  numero  en  la  cons- 
cripción, me  llamo  Rodolfo  Durand  ..  Ahí  está  to- 
da mi  historia.  —  Veamos  ahora  la  tuya,  Guilla- 
baora —  dijo  el  Churiador.  —  La  mia  queda  para 
postre- 


T.    I, 


CAPilXLO  TERCERO. 


HISTORIA  DE  LA  GÜILLABAORA. 

—  Empecemos  por  el  principio  —  dijo  el  Churia- 
dor.  —  Cierto  —  dijo  Rodolfo. —  ¿Tus  padres?  —  No 
los  conozco  —  respoudió  Flor  de  María. —  ¡Qué  ca- 
sualidad !..,  ¿no  lo  digo  yo?  Somos  los  de  una  mis- 
ma familia...  — interrumpió  el  Ghuriador.  —  ¿Tam- 
bién tú  ,  Churiador?  —  Huérfano  de  las  calles  de 
Paris...  como  tú  ni  mas  ni  menos,  hija  mia. — 
¿Quién  te  ha  criado  ,  Guillabaora?  preguntó  Ro- 
dolfo. —  No  sé,  señor.  Desde  que  yo  me  acuerdo... 
tendría  entonces  unos  seis  ó  siete  años...  estaba  con 
una  vieja  tuerta  que  se  llamaba  la  Lechuza,  porque 
tenia  la  nariz  de  gancho,  un  ojo  verde  muy  redon- 
do, y  se  parecía  á  una  lechuza  que  le  falla  un  ojo. 

—  ¡Ja...  ja...  ja!!!  parece  que  la  estoy  viendo  — 
gritó  el  Churiador.  —  La  tuerta  —  continuó  Flor 
de  María  —  me  hacia  vender  buñuelos  de  noche  en 
el  Puente  Nuevo ;  que  era  un  modo  de  hacerme 
pedir  limosna.  Cuando  no  la  llevaba  diez  sueldos 
por  lo  menos,  me  pegaba  en  vez  de  darme  de  cenar. 

—  ¿Y  estás  segura  de  que  esta  muger  no  era  tu 
madre?  —  preguntó  Rodolfo.  —  Vaya  si  lo  estoy; 
la  misma  Lechuza  me  echaba  muchas  veces  en  ca- 
ra el  que  no  tenia  padre  ni  madre  ,  y  siempre  me 
decia  que  me  habia  recogido  en  la  calle,  —  Según 
eso  —  dijo  el  bandida  —  le  daba  correa  por  cena 
cuando  no  le  llevabas  la  receta  de  los  diez  sueldos. 


HISTORIA  DE  LA  GUILLABAOílA.  25 

—  Y  después  me  acostaba  en  unas  pajas  y  tenia 
tanto  frió!  —  Ya  se  ve...  ¡  la  paja  !  — esclamó  el 
Churiador;  —  el  estiércol  seria  cien  veces  mejor  I 
Pero  dicen  que  hay  gente  tan  melindrosa...  ¡por- 
querial...  sale  de  mala  parte. 

Este  chiste  grosero  hizo  sonreír  á  Rodolfo.  Flor 
de  Maria  continuó:  —  Por  la  mañana  el  almuerzo 
que  me  daba  la  tuerta  era  igual  á  la  cena  del  día 
anterior,  y  me  enviaba  á  Montfaucon  á  buscar  mi- 
ñosas para  pescar,  porque  por  el  dia  tenia  la  vieja 
su  tienda  de  sedales  junto  al  puente  de  Nuestra 
Señora.  ¡Qué  largo  me  parecía  el  camino  desde  la 
Mortelleria  hasta  Montfaucon!...  Ya  se  ve;  como 
no  tenia  mas  que  siete  años  y  andaba  muerta  de 
hambre  y  de  frió...  —  El  ejercicio  te  hizo  crecer 
derecho  como  un  husa  —  dijo  el  Churiador  ,  sa- 
cando fuego  con  los  chismes  de  fumar  para  encen- 
der la  pipa.  —  Llegaba  siempre  muy  cansada  — 
continuó  la  Guillabaora, —  y  á  mediodia  me  daba 
la  Lechuza  un  mendrugito  de  pan.  —  Que  no  se 
podia  comer  ¿verdad?  —  dijo  el  bandido  aspirando 
el  humo  á  |)ocanadas:  —  no  te  quejes,  prenda  mia; 
que  por  eso  te  cabe  la  cintura  en  un  puño.  Pero 
¿que  tenéis,  camarada?...  camarada  no...  ¿Señor 
Rodolfo?  Estáis  como  triste:  ¿Será  porque  esta  ga- 
chona ha  pasado  miseria?  á  todos  nos  apretó  bien 
la  tripa.  ¿Qué  importa  la  miseria?  —  ¡  Ah!  no  haz 
pasado  tanta  como  yo,  Churiador  —  dijo  Flor  de 
María  —  ¡Quién  ,  yo  ,  Guillabaora  !  Hija  del  alma, 
íigúraíe  que  eras  una  reina  comparada  conmigo. 
Cuando  eras  pequeña  ,  tenias  á  lo  menos  paja  en 
que  dormir  y  pan  que  comer;  pero  yo,  prenda,  yo 
pasaba  mis  mejores  noches  de  descanso  en  los  hor- 
nos de  yeso  de  Clichy ,  como  un  verdadero  vaga- 
mundo, y  mi  comida  eran  tronchos  de  berza  que 
cogia  por  las  calles;  pero  las  mas  veces,  como  habia 


28  LOS  3IISTER10S  DE  PARÍS. 

tanto  camino  hasta  los  hornos  de  Clichy,  y  viendo 
que  la  gaza  (a)  me  roia  los  huesos,  me  echaba  á  la 
larga  debajo  de  los  portales  del  Louvre...  y  por  el 
invierno  tenia  sábanas  blancas...  como  la  nieve.  — 
Un  hombre  es  mas  duro  :  pero  una  pobre  niña.., 
—  dijo  Flor  de  María.  —  Así  andaba  yo  gorda  co- 
mo una  golondrina.  —  ¿Y  te  acuerdas  de  eso,  pim- 
pollo?—-Vaya  si  me  acuerdo.  Cuando  me  zurraba 
la  Lechuza,  siempre  me  caia  al  primer  golpe;  y 
entonces  me  daba  puntapiés  y  me  decia  gritando: 
a  esta  lagartita  no  tiene  mas  fuerza  que  un  pollo; 
ni  siquiera  aguanta  un  bofetón  sin  caer-  patas  ar- 
riba. »  Y  luego  me  llamaba  Chulona ,  que  es  mi 
nombre  de  bautismo:  no  tengo  otro.  —  Lo  mismo 
que  yo:  mi  bautismo  fué  el  de  los  perros  perdidos. 
Me  llamaban  cosa...  máquina...  oijcs...  el  albino... 
;  qué  se  yo  1  Es  de  pasmar  como  nos  asemejamos 
los  dos,  dijo  el  Churiador.  —  Es  claro:  en  la  mise- 
ria —  repuso  Flor  de  Maria,  que  casi  siempre  di- 
rigía la  palabra  á  este  hombre,  pues  se  sentía  como 
avergonzada  delante  de  Rodolfo,  y  no  se  atrevía 
á  levantar  los  ojos  para  mirarlo ,  sin  embarco  de 
que  al  parecer  era  de  su  misma  clase.  —  ¿Y  qué 
hacías  después  de  traer  las  miñosas  para  la  Lechu- 
za?—  preguntó  el  Churiador.  —  La  tuerta  me 
hacía  pedir  limosna  cerca  del  sitio  en  que  estaba 
porque  hasta  el  anochecer  no  se  iba  á  freír  los 
buñuelos  al  Puente  Nuevo.  ¡Qué  lejos  est  ba  á 
aquella  hora  mi  pedacito  de  pan !  Pero  pobre  de 
mí  si  la  pedia  de  comer,  porque  entonces  me  pe- 
gaba y  me  decia:  «  Anda ,  Chillona  ,  anda  á  hacer 
diez  sueldos  de  limosna,  y  después  te  daré  de  ce- 
nar. "  Entonces  yo  ,  como  tenia  hambre  y  la  Le- 
chuza me  pegaba  tanto,  lloraba  todas  las  lágrimas 

(a)   Hambre. 


HISTORIA  DE  LA  GL'ILLABAORA.  27 

del  cuerpo.  La  tuerta  me  colgaba  al  cuello  mi  ta- 
blerito  de  buñuelos  j  me  ponía  en  el  Puente  Nuevo, 
en  donde  me  traspasaba  el  frió  en  el  invierno.  Al- 
gunas veces  me  dormia  de  pié,  pero  no  me  duraba 
mucho  el  sueño,  porque  la  Lechuza  me  despertaba 
á  puntapiés.  En  fin,  jo  estaba  en  el  Puente  Nuevo 
hasta  las  once  de  la  noche  con  mi  tablerito  al  cue- 
llo ,  y  muchas  veces  lloraba  hasta  no  poder  mas. 
Al  verme  llorar  los  que  pasaban  tenian  lástima  de 
mí,  y  entonces  me  daban  hasta  diez  y  hasta  quince 
sueldos,  que  yo  entregaba  á  la  Lechuza;  mas  esta, 
para  ver  si  me  quedaba  aun  algo,  me  registraba  de 
pies  á  cabeza  y  miraba  hasta  dentro  de  la  boca. 

—  Quince  sueldos  es  un  jornal  muy  grande  para 
una  pajarilla  como  tú.  —  Ya  lo  creo  ;  por  eso  la 
tía  Lechuza  al  ver... — Con  un  ojo  ¿verdad?  — 
interrumpió  el  Churiador.  —  Ya  se  ve;  jsi  no  te- 
nia mas  que  uno!  Pues  como  iba  diciendo,  la  tuerta 
tomó  por  costumbre  el  darme  una  zurra,  para  ha- 
cerme llorar  y  aumentar  así  la  caridad  de  los  que 
pasaban.  —  Malo  es  eso ;  pero  no  tiene  pisca  de 
lerdo.  —  Al  fin  me  acostumbré  á  los  golpes;  y  como 
la  tuerta  se  desesperaba  cuando  no  me  vela  llorar, 
para  vengarme  de  ella,  cuanto  mas  me  surraba  mas 
rae  reía,  aunque  tuviese  los  ojos  llenos  de  lágrimas. 

—  ¡  Pobre  ratilla  !  díme ,  mucho  te  debían  tentar 
los  buñuelos...  —  Es  claro;  y  como  nunca  los  había 
probado,  toda  mi  ambición  se  reducía  á  comer  al- 
gunos; pero  esta  ambición  me  perdió.  Un  día  al 
volver  de  Monlfaucon  ,  me  dieron  de  golpes  y  me 
robaron  el  cestíllo  unos  muchachos.  Ya  sabía  yo 
lo  que  me  esperaba  al  llegar;  y  asi  fué  que  la  tuer- 
ta me  dio  una  zurra  y  no  me  dio  pan.  Por  la  noche 
antes  de  ir  al  puente,  furiosa  la  tía  Lechuza  porque 
no  le  había  vendido  los  buñuelos  la  víspera ,  en 
lugar  de  pegarme  como  tenía  de  costumbre ,  me 


23  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

martirizó  hasta  hacerme  sangre,  arrancándome  los 
pelos  de  las  sienes ,  que  es  por  donde  duele  mas. 

—  jira  de  Dios!  ¡eso  ya  pasa  de  marca!  —  gritó 
el  Churiador  frunciendo  las  cejas  y  dando  una  fu- 
riosa puñada  sobre  la  mesa.  —  Azotar  á  una  niña, 
pase ;  aunque  ya  no  me  hacia  buen  estómago... 
¡Pero  martirizarla!...    ¡Bruja  de  los  demonios!... 

Rodolfo ,  que  habia  escuchado  atentamente  á 
Flor  de  María  ,  miró  con  asombro  al  Churiador ; 
sorprendido   por  este   relámpago   de  sensibilidad. 

—  ¿Qué  tienes  Churiador?  —  Le  dijo.  —  ¡  Qué  ten- 
go! ¿Qué  he  de  tener?  ¡Como!  ¿No  os  llega  aden- 
tro lo  que  oís  ?  ¡  Ese  monstruo  de  Lechuza  que 
martiriza  á  esta  niña!  ¿O  sois  acaso  tan  duro  como 
vuestros  puños?  —  Sigue,  hija  mia  —  dijo  Rodolfo 
á  Flor  de  alaría ,  sin  responder  al  apostrofe  del 
bandido. — Iba  diciendo  que  la  tia  Lechuza  me 
habia  martirizado  hasta  hacerme  llorar:  me  fui  al 
puente  con  mis  buñuelos.  La  tuerta  estaba  con  su 
sartén  ,  y  de  cuando  en  cuando  me  amenazaba 
con  el  puño  cerrado.  Entonces ,  como  no  habia 
comido  desde  la  víspera  y  tenia  mucha  hambre , 
tomé  un  buñuelo  y  lo  comí ,  á  riesgo  de  que  se 
enfureciese  la  Lechuza.  —  ¡  Bravo,  hija  mia !  escla- 
mó el  Churiador.  —  Después  comí  dos.  —  ¡  Bravo  I 
¡Viva  la  libertad!!! — Caramba,  qué  bien  me 
supieron!...  No  fué  por  golosina,  no...  ¡Tenia  una 
hambre  !...  Pero  á  todo  esto,  una  naranjera  que  allí 
cerca  estaba  empezó  á  gritar:  «  Oyes,  Lechuza,  mi- 
ra que  la  Chillona  te  come  el  trato!'  —  ¡Hola!  ¡ra- 
yo! ahora  si  que  va  á  haber  morena...  ahora  sí  — 
dijo  el  bandido  singularmente  interesado. —  ¡Pobre 
ratita  mia  I  ¡Que  temblor  de  mundo  cuando  la  Le- 
chuza lo  haya  sabido!  ^:es  verdad?  —  ¿Como  sa- 
liste del  paso,  Guillabaora?  dijo  Rodolfo,  no  menos 
interesado  que   el  Churiador.  —  ¡Ha!   muy  mal; 


HISTORIA  D3Í  LA  GLILLABAORA.  29 

pero  mas  tarde ;  porque  aunque  la  tuerta  se  llenó 
de  rabia  al  verme  comer  los  buñuelos ,  no  podia 
dejar  la  sartén  que  estoba  hirviendo.  —  ¡Ja..,  ja- 
já I...  es  verdad.  ¡Miren  ustedes  que  de...po...s¡cion 
difícil  J  — Gritó  el  Churiador  soltando  una  carca- 
jada. —  La  tuerta  me  amenazaba  desde  su  banqui- 
llo con  el  gran  tenedor  de  hierro,  y  luego  que  aca- 
bó de  freir  se  vino  hacia  mí.  Me  habían  dado  tres 
sueldos  de  limosna ,  y  yo  habia  comido  por  valor 
de  seis.  Me  agarró  de  la  mano  sin  decirme  una 
sola  palabra.  Yo  no  sé  como  no  caí  muerta  de 
miedo  en  aquel  instante:  me  acuerdo  como  si  fuera 
hoy  ,  porque  justamente  era  dia  de  año  nuevo.  Ha- 
bia muchas  tiendas  de  juguetes  en  el  Puente  Nuevo., 
toda  la  tarde  se  me  habia  estado  desvaneciendo  la 
cabeza...  solo  con  mirar  para  tantas  muñecas  boni- 
tas y  tantos  enredos  como  allí  habia...  Ya  sabéis 
que  los  juguetes  son  para  una  niña  el  mejor  regalo 
del  mundo.  —  ¿Y  nunca  hablas  tenido  juguetes, 
paloma?  dijo  el  Churiador.  — ¿Yo?  ¡  Dios  mío  ! 
¿  Quién  me  los  habia  de  dar?  respondió  con  tristeza 
Flor  de  María.  Aunque  era  en  el  rigor  del  invierno 
no  llevaba  mas  que  un  vestidito  de  tela,  sin  medias 
ni  camisa,  y  unas  almadreñas  en  los  pies.  El  calor 
no  debia  ahogarme  ¿  verdad  ?  Pues  con  todo  eso  , 
cuando  la  tuerta  me  cogió  por  la  mano ,  todo  mi 
cuerpo  se  cubrió  de  sudor.  Lo  que  mas  me  espantaba 
era  que  la  tia  Lechuza,  en  lugar  de  jurar  y  echar 
maldiciones  como  de  costumbre,  no  hacia  mas  que 
refunfuñar  entre  dientes  todo  el  camino...  no  me 
dejaba  de  la  mano ,  y  como  iba  tan  liger;i ,  tenia 

3ue  correr  para  seguirla.  Se  me  cayó  una  alma- 
reña,  y  como  no  me  atrevia  á  decir  palabra,  seguí 
así  con  el  pié  descalzo  por  las  piedras  ,  y  cuando 
llegamos  á  casa  todo  el  pié  me  sangraba.  —  ¡  Ah. 
perra  bruja  1  —  volvió  á  gritar  el  Churiador  hi- 


30  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

riendo  de  nuevo  la  mesa  lleno  de  furor:  —  Me 
quema  los  hígados  el  pensar  que  esta  pobre  cria- 
tura va  corriendo  tras  la  vieja  ladrona,  con  su  po- 
bre pie  sangrando..,  —  Vivíamos  en  un  desván  de 
la  calle  de  la  Mortellería ,  y  al  lado  de  la  puerta 
de  la  casa  había  una  tienda  de  bebidas,  en  la  cual 
entró  la  Lechuza  sin  soltarme  de  la  mano.  En  el 
mostrador  se  bebió  medio  cuartillo  de  aguardiente. 
—  ¡  Cáspita  !  no  la  bebeiia  yo  sin  caer  redondo  co- 
mo un  mazo.  —  Era  la  ración  ordinaria  de  la  tuer- 
ta: puede  ser  que  por  eso  me  zurrase  tanto  por  las 
noches.  En  fin,  subimos  á  nuestro  desván;  la^  Le- 
chuza dio  dos  vueltas  á  la  llave  ,  y  yo  me  eché 
de  rodillas  suplicándola  que  me  perdonase  por  ha- 
ber comido  los  buñuelos.  A  nada  me  respondía,  y 
solo  murmuraba  pasando  furiosa  de  un  lado  á  otra 
del  cuarto:  «  ¿  Qué  voy  á  hacer  con  esta  Chillona, 
con  esta  ladrona  de  mis  buñuelos  ?...  Vamos  á  ver... 
¿  Qué  haré  con  ella  ?  "  Y  se  detuvo  para  mirarme 
con  el  ojo  verde,  que  parecía  una  brasa.  Yo  seguía 
de  rodillas:  y  en  esto  la  tuerta  se  arrojó  á  un  es- 
tante y  cogió  unas  tenazas.  —  ¡  Unas  tenazas  1  — 
gritó  el  Churíador.  —  Sí,  unas  tenazas. —  ¿  Y  para 
qué  las  tenazas  ?  —  ¿  Para  pegarte  con  ellas  ?  — 
dijo  Rodolfo.  —  ¿  Para  pellizcarte  ?  —  dijo  el  Chu- 
ríador. —  ¿.  Para  arrancarte  mas  cabellos  ?  —  No, 
para  arrancarme  un  diente  (a). 

El  Churíador  prorrumpió  en  una  blasfemia  tal, 
y  la  acompañó  de  imprecaciones  tan  furibundas , 
que  todos  los  huéspedes  de  la  taberna  volvieron 
asombrados  la  cabeza  hacia  éL 

(a)  Creemos  ;q«e  el  lector  no  hallará  exagperadas  estas 
cnieldades  teniendo  presentes  las  piovidencias  casi  diarias 
contra  esos  seres  feroces  que  castigan  y  martirizan  sin  pie- 
dad á  sus  hijos.  Algunos  hay,  entre  los  mismos  padres  y 
madres,  que  imponen  castigos  abominables.. 


HISTORIA  DE  L\  GUILLADAOP.A.  3Í 

—  ¡  Qué  es  eso  I  j  qué  tienes  !  — dijo  Rodolfo. 
—  ¿  Qué  tengo  ?  ¡  Oh  ,  tuerta  ,  bruja  de  Satanás  ! 
¿  Dónde  está  ?  ¡  Dinne  donde  está  que  la  voy  á 
asesinar  I  —  Y  por  fin  ,  hija  mia  ,  ¿  te  arrancó  ei 
diente  esa  vieja  miserable?  —  preguntó  Rodolfo, 
mientras  que  el  Churiador  se  entregaba  á  la  es- 
plosion  de  su  cólera.  —  Sí,  Señor,  pero  no  fué  del 
primer  tirón,  ¡  Oh,  Dios  mió  I  j  Cuanto  he  sufridol 
me  apretaba  la  cabeza  entre  sus  rodillas  como  si 
fueran  un  torno.  Por  último,  con  las  tenazas  y  los 
dedos  me  acabó  de  arrancar  el  diente,  y  luego  me 
dijo:  «Ahora,  Chillona,  te  arrancaré  otro  como 
este  todos  los  dias,  y  cuando  no  tengas  ya  dientes 
que  arrancar,  te  echaré  al  rio  para  que  te  coman 
los  peces.  —  j  Ah  ,  maldita  ,  infernal  demonio  ! 
¡  Romper,  arrancar  los  dientes  á  una  niña  desdi- 
chada I  —  esclamó  el  Churiador  mas  y  mas  enfu- 
recido. —  ¿  Cómo  te  has  escapado  de  la  tia  Le- 
chuza! preguntó  Rodolfo  á  la  Guillabaora.  — Era 
tal  el  miedo  que  tenia  de  que  me  ahogase,  que  en 
lugar  de  ir  la  mañana  siguiente  á  Montfaucon,  me 
escapé  por  el  lado  de  los  Campos  Eliseos:  hubiera 
corrido  hasta  el  fin  del  mundo  con  tal  de  no  caer 
en  sus  manos.  Tanto  anduve ,  que  llegué  á  un 
barrio  allá  lejos:  no  habia  encontrado  á  quien  de- 
dir  una  limosna ,  y  ademas  iba  tan  asombra- 
da que  no  me  acordaba  de  comer.  Llegada  la 
noche  entré  en  un  almacén  de  maderas  y  leña,  y 
como  era  pequeñita  me  melí  por  debajo  de  una 
puerta  vieja,  me  escondí  en  unas  cortezas  y  virutas 
que  habia  debajo  de  un  montón  de  palos ,  y  me 
quedé  dormida.  Cuando  iba  á  ser  de  día  sentí  ruido 
y  me  introduje  mas,  debajo  de  los  maderos.  Casi 
tenia  calor ,  y  si  hubiera  tenido  que  comer  ,  nunca 
habria  pasado  mejor  noche  de  invierno.  —  Como 
yo  en  el  horno  de  yeso.  —  No  me  atrevía  á  salir 


32  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

del  almacén  ,  porque  pensaba  que  la  Lechuza  me 
buscaria  por  todas  partes  para  arrancarme  los  dien- 
tes y  ahogarme,  y  que  me  cogeria  sin  remedio  si 
me  meneaba  de  aUí.  —  ¡  Vaya,  no  me  hables  mas 
de  esa  bruja ,  que  me  revuelves  la  sangre  !  Lo 
cierto  es  que  pasaste  mucha  miseria;  mucha.  ¡Po- 
bre pajarilla!  Por  eso  me  pesa  de  haberte  asustado 
ahí  fuera:...  no  te  hubiera  cascado,  no...  á  fe  mia. 
—  ¿  Porqué  no  me  habias  de  pegar,  si  no  tengo  en 
el  mundo  quien  vuelva  por  mí  ?  —  Pues  justamente 
no  te  pegaria  porque  no  eres  como  las  demás ,  y 
porque  no  tienes  quien  te  defienda.  Pero  aunque 
digo  que  no  .tienes,  sin  contar  con  el  amigo  se- 
ñor Rodolfo...  puedo  jurar  que  no  se  duerme  cuando 
oye  que  te  quejas.  —  Adelante  ,  hija  mia  ,  —  dijo 
Rodolfo.  —  ¿  Cómo  has  salido  del  almacén  ?  —  Ál 
dia  siguiente,  á  eso  del  mediodia,  oí  ladrar  un  per- 
ro grande  debajo  de  los  maderos  que  me  encubrían, 
y  cuanto  mas  escuchaba  mas  sentia  que  se  iba 
acercando  hacia  mí ;  hasta  que  por  último  oí  una 
voz  de  hombre  que  decia:  «  El  perro  ladra;  sin  duda 
hay  gente  en  el  almacén. "  — «  Son  ladrones,  "  re- 
puso otra  voz.  Y  los  dos  hombres  azuzaban  el  per- 
ro y  le  gritaban: «  ¡  Entra,  entra  ! ''  Como  el  perro 
se  acercaba  y  temia  que  me  mordiese,  empezé  á 
gritar  pidiendo  socorro  con  todas  mis  fuerzas. 
«  ¡  Hola !  "  dijo  la  voz;  cualquiera  diria  que  es  un 
niño  el  que  está  ahí."  Llamaron  al  perro ,  salí  de 
entre  los  maderos,  y  me  hallé  cara  á  cara  con  un 
señor  y  con  un  muchacho  vestido  de  blusa.  «  ¿  Qué 
haces  en  mi  almacén ,  ladroncilla  ? "  me  dijo  el 
señor  muy  enfadado ;  y  le  respondí  juntando  las 
manos.  «  Por  Dios,  señor,  no  me  hagáis  mal ;  hace 
dos  dias  que  no  cómo  nada:  me  escapé  de  casa  de 
ia  tia  Lechuza,  que  me  arrancó  un  diente  y  quería 
echarme  á  los  peces.  Como  no  tenia  en  donde  acos- 


HISTORIA  DE  LX  GUILL4nA0IU.  33 

tarme,  me  metí  por  debajo  de  la  puerta  y  dormí 
esta  noche  sobre  las  cortezas  entre  vuestra  madera, 
creyendo  que  no  hacia  daño  á  nadie.  «  ¿  A  mí  con 
esas  ?  es  una  ladroncita  que  viene  á  robarme  los 
palos.  «Anda  á  buscar  la  guardia,"  dijo  el  señor  á  su 
criado.  —  ¡Mira  el  viejo  chocho!  ¡  qué  tio  lanas! 
iqué  tarugo!  ¡Llamar  la  guardia!  ¿Porqué  no  lla- 
mó también  la  artillería  sobre  la  marcha?  esclamó 
el  Churiador.  ¡  Robarle  los  maderos !...  y  no  te- 
nias mas  que  ocho  años...  ;  qué  animal!  —  Es 
verdad,  porque  el  criado  le  dijo;  « ¿  Cómo  había 
de  robar  esta  criatura ,  Señor ;  si  es  mayor  que 
ella  el  menor  de  los  palos  que  hay  aquí?'*  alie- 
nes razón,  le  contestó  el  Señor ;  pero  has  de  sa- 
ber que  no  se  introdujo  en  el  almacén  para  ro- 
barlo ella  ,  sino  para  que  otros  lo  robasen.  Los 
ladrones  se  valen  de  niñas  como  esta  para  que  se 
ocullen  y  les  abran  luego  las  puertas  de  las  ca- 
sas. Es  preciso  llevarla  al  comisario.  Cuidado  que 
no  se  escape.  —  ¡Cuerpo  de  tal  1  — dijo  el  Chu- 
riador ;  —  ese  hombre  era  mas  bruto  que  sus  pa- 
los...—  Me  presentaron  al  comisario  —  continuó 
la  Guillabaora;  —  dije  que  era  una  vagamunda  y 
me  llevaron  á  la  cárcel ,  de  donde  fui  compare- 
cida ante  el  tribunal  y  condenada  á  permanecer, 
hasta  la  edad  de  diez  y  seis  años  en  una  casa  de 
corrección.  ¡Mucho  se  lo  agradecí  á  los  jueces! \. 
á  lo  menos  en  la  prisión  tenia  que  comer,  y  na- 
die me  zurraba;  era  un  paraíso  comparado  con 
el  desván  de  la  tia  Lechuza.  Me  ensiíñaron  á  co- 
ser; pero  era  muy  perezosa,  y  me  gustaba  mas 
cantar  que  trabajar,  sobre  todo  cuando  veia  el  sol. 
i  Ah  !  cuando  hacia  buen  tiempo  en  el  patio  de 
la  cárcel ,  cantaba  sin  poder  contenerme  ,  y  á 
fuerza  de  cantar  me  parecia  que  no  estaba  presa; 
y   como    cantaba  tanto  me   pusieron  entonces  el 


SI  LOS  31ISTERÍ0»  DE   PARÍS. 

nombre  de  GuiUabaora,  en  lugar  del  de  Chillona 
que  tenia.  Por  último  me  dieron  libertad  luego 
que  cumplí  los  diez  y  seis  años.  A  la  puerta  de 
la  prisión  hallé  á  la  tia  Pelona,  dueña  de  esta 
taberna,  y  dos  ó  tres  viejas  de  las  que  visita- 
ban algunas  veces  á  mis  compañeras  de  encier- 
ro, las  cuales  me  tenian  ofrecido  que  me  darian 
que  hacer  cuando  saliese  de  la  prisión.  —  ¡Ya, 
ya!  ¡ya  entiendo!  —  dijo  el  Churiador.  —  «Pren- 
da mia,  me  dijeron  la  Pelona  y  las  viejas,  ¿quie- 
res venirte  con  nosotras?  Te  daremos  Testidos 
nuevos,  y  no  tendrás  mas  que  hacer  que  diver- 
tirle. «  Como  desconfiaba  de  ellas,  rehusé  la  ofer- 
ta y  me  dije  á  mi  misma.  «Sé  coser  y  tengo  dos- 
cientos francos  en  el  bolsillo...  Hace  ya  ocho  años 
que  estoy  presa,  y  deseo  ser  libre  y  feliz,  por- 
que esto  no  hace  daño  á  nadie  :  cuando  se  me 
acabe  el  dinero  no  me  faltará  de  que  ganarlo...» 
Así  es  que  me  puse  á  gastar  sin  precaución  mis 
doscientos  francos,  y  este  fué  mi  gran  pecado  (aña- 
dió Flor  de  María  dando  un  suspiro):  Mejor  me 
hubiera  sido  buscar  desde  luego  algún  trabajo... 
Pero  no  tenia  quien  me  aconsejase.  Ya  se  ve...  á 
la  edad  de  diez  y  seis  años...  sola  en  medio  de 
París.  En  ñn,  lo  hecho  hecho:  en  el  pecado  lle- 
vé la  penitencia.  Empecé,  pues,  á  gastar  sin  tino 
el  dinero.  Llené  de  floreros  mi  cuarto...  ¡  me  gus- 
tan tanto  las  flores!...  Luego  compré  un  vestido 
y  un  lindo  chai,  y  me  iba  de  pasco  al  bosque  de 
ÍBoulogne,  á  San  Germán,  á  Vincennes,  al  cam- 
po... ¡ah,  me  gusta  tanto  el  campo! — Con  un 
amante  ¿es  verdad,  paloma? — preguntó  el  Chu- 
riador. —  Nunca  he  pensado  en  eso  ;  Dios  lo  sa- 
be. Lo  que  yo  quería  era  que  nadie  me  mandase. 
Andaba  siempre  con  una  compañera  de  prisión , 
muy  buena  muchacha,  á  quien  dieron  el  nombre 


HISTORIA  DE  LO  GUILLABAORA.  35 

de  Alegría f  porque  siempre  estaba  riendo.  —  ¡Ale- 
gría, Alegría  !  yo  conozco  ese  nombre  —  dijo  el 
Churiador  con  aire  pensativo.  —  A  postaria  á  que 
ñola  conoces:  es  una  muchacha  muy  honrada. 
En  la  prisión,  aunque  era  la  mas  alegre,  era  tam- 
bién la  mas  trabajadora,  y  sacó  lo  menos  cuatro- 
cientos francos  libres  de  su  trabajo...  Luego  es  tan 
ordenada  y  tan  económica!...  Cuando  dije  que  no 
tenia  con  quien  acompañarme  no  tuve  razón:  /Ah/ 
si  hubiera  seguido  sus  consejos  otro  gallo  me  can- 
tara... Después  de  habernos  divertido  por  espacio 
de  ocho  dias,  rae  dijo:  «Ya  hemos  andado  bastan- 
te á  la  que  salta,  y  ahora  es  menester  buscar  tra- 
bajo y  no  gastar  el  tiempo  en  fruslerías...»  Iba  á 
concluir  entonces  la  primavera  de  este  año...  /que 
tiempo  hermoso/...  y  como  me  gustaba  tanto  an- 
dar por  el  campo  y  por  las  alamedas,  la  respon- 
dí: «Quiero  divertirme  aun  un  poco  mas,  y  hasta 
que  pase  algún  tiempo  no  pienso  buscar  trabajo.» 
Desde  entonces  no  la  he  vuelto  á  ver;  pero  supe 
liace  algunos  dias  que  vive  en  el  barrio  del  Tem- 
ple, que  es  muy  buena  costurera ,  que  gana  lo  me- 
nos veinte  y  cinco  sueldos  diarios  y  que  vive  en 
un  cuarto  amueblado  por  su  cuenta...  /Dios  mió, 
no  iria  ahora  á  verla  por  cuanto  vale  el  mundof 
Me  parece  qne  me  moriría  de  vergüenza  si  me  en- 
contrase con  ella.  —  ¡Pobre  niña  !  — dijo  Rodolfo; 
—  gastaste  todo  tu  dinero  en  ir  y  venir  al  campo. 
¿  Te  gusta  mucho  el  campo  ?  —  ¡  Ah  ,  sí ,  Señor  ! 
toda  mi  ambición  es  vivir  en  el  campo.  Alegría, 
por  el  contrario ,  prefiere  vivir  en  París  y  pasear- 
se en  los  Baluartes,.,  pero  era  tan  buena  y  tan 
complaciente,  que  solo  por  darme  gusto  salia  con- 
tnigo  de  la  ciudad. —  ¿Y  no  has  guardado  siquie- 
la  algunos  sueldos  para  vivir  mientras  no  hallas 
trabajo?  progunló  el  Churiador.  —  Sí;   había  re- 


3Q  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

servado  unos  cincuenta  francos...  pero  quiso  la 
fortuna  que  mi  lavandera  fuese  una  muger  llama- 
da Loreto  ,  que  no  tenia  amparo  debajo  del  cie- 
lo; tenia  entonces  la  barriga  á  la  boca-,  y  estaba 
siempre  metida  con  los  pies  y  manos  en  el  agua 
para  ganar  la  vida.  Llegado  ya  el  caso  de  no  po- 
der trabajar  se  vio  desamparada ,  próxima  á  la 
bora  de  parir  y  sin  tener  con  qué  pagar  el  cuarto, 
del  cual  la  echaron  por  último.  Solicitó  entrar 
en  la  Bourbe  (5),  y  no  había  vacante.  Por  fortuna 
halló  una  noche  junto  al  puente  de  Nuestra  Se- 
ñora á  la  muger  de  Gobin,  que  estaba  oculta  ha- 
cia algunos  dias  en  la  bodega  de  una  casa  medio 
demolida  detras  del  hospital  general...  —  ¿Porqué 
se  ocultaba  de  dia  la  muger  de  Gobin?  —  Para 
huir  de  su  marido  que  la  queria  matar.  No  salia 
sino  de  noche  para  comprar  pan,  y  asi  fué  como 
encontró  á  la  pobre  Loreto,  la  cual  estaba  tan 
mala  que  apenas  podia  andar  y  esperaba  la  hora 
del  parto  de  un  momento  á  otro.  Viendo  esto  la 
mujer  de  Gobin  la  llevó  á  la  cueva  en  donde  dor- 
mía... á  lo  menos  era  un  refugio.  Partió  la  paja  y 
el  pan  que  tenia  con  Loreto,  y  esta  dio  á  luz  un 
niño  sin  tener  una  triste  manta  con  que  abrigar- 
se... La  mujer  de  Gobin,  llena  de  compasión  y  sin 
temer  que  su  marido  la  matase,  salió  de  su  cue- 
va p  r  el  dia  claro  y  vino  á  hablarme.  Sabia  que 
conservaba  aun  algún  dinero  y  que  era  amiga  de 
servir;  y  así  es  que  cuando  me  contó  la  desdicha 
de  Loreto,  la  dije  que  la '  trajese  pronto  á  mi 
cuarto  y  que  alquilarla  para  ella  otro  inmediato 
al  mió.  Asi  lo  hizo.  /Qué  contenta  estaba  la  po- 
bre Loreto  cuando  ser  vio  acostada  en  una  cama 
con  su  pequeñito  junto  á  sí  en  una  cuna  de  mim- 
bres que  yo  le  habia  comprado  I...  La  cuidamos 
mucho  Helmina  y  yo,   y   luego  que  pudo  levan- 


HISTORIA  DE  LA  GUILLABAORA.  37 

tarse  la  socorrí  con  mi  dinero  hasta  que  empezó 
á  ganar  para  mantenerse.  —  ¿Qué  has  hecho,  hi- 
ja mia ,  después  de  haber  gastado  el  dinero  que  te 
quedaba  con  la  pobre  Loreto  y  con  su  hijo?  — 
preguntó  Rodolfo. 

Entonces  he  buscado  que  hacer,  pero  ya  era  tar- 
de. 8abia  coser  bien,  tenia  buenas  intenciones,  y 
pensaba  que  cuando  quisiese  trabajar  hallaria  aco- 
modo en  todas  partes...  /  Ah,  como  me  engañaba/... 
Entré  en  una  costurería,  y  como  por  no  mentir  di- 
je que  salia  de  la  prisión;  me  enseñaron  Ja  puerta 
por  única  respuesta.  Supliqué  que  me  diesen  tra- 
bajo de  prueba,  y  me  arrojaron  á  la  calle  como  si 
fuese  una  ladrona...  Entonces  me  acordé  de  lo  que 
me  habia  dicho  Alegría,  pero  ya  era  tarde...  Fui 
vendiendo  poquito  á  poco  la  ropa  blanca  y  los 
vestidos  que  me  quedaban;  y  por  último,  cuando 
ya  no  tenia  mas  que  vender,  me  echaron  del  cuar- 
to... No  habia  comido  en  dos  dias  ni  tenia  en  don- 
de dormir...  Entonces  volví  á  encontrar  á  la  Pelo- 
na y  á  una  de  las  viejas,  que  sabian  donde  vivia 
y  no  me  habían  perdido  de  vista  desde  mí  salida 
de  la  prisión...  Como  me  habían  prometido  bus- 
carme trabajo,  me  fui  con  ellas...  El  hambre  me 
había  estenuado  tanto  que  apenas  tenia  conocimien- 
lo...  Me  hicieron  beber  aguardiente...  y...  y...  ;no 
sé/  —  dijo  la  infeliz  criatura  cubriéndose  el  ros- 
tro con  las  manos.  —  ¿  Hace  mucho  tiempo...  que 
vives  con  la  tía  Pelona,  hija  mía?  —  la  preguntó 
Rodolfo  conmovido.  —  Seis  semanas,  Señor — res- 
pondió la  Guillabaora  temblando.  —  Ya  entiendo, 
ya — dijo  el  Churiadoi; — te  comprendo  como  si 
te  pariera...  Vamos,  es  preciso  que  nos  desem- 
buches aquí  tu  confesión.  —  Parece  quv  le  pesa  do 
habernos  contado  lu  vida,  prenda  mia.  —  dijo  Ro- 
dolfo—  ;Ah,   Señor/ — repuso  con  tristeza  Flor 


38  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

(le  María; — es  la  primera  vez  que  traigo  á  la 
memoria  estas  cosas...  y  á  la  verdad  no  son  muy 
alegres.  —  /Vaya  una  muchacha/  dijo  con  ironía 
el  Churiadoi".  —  ¿  Sientes  por  ventura  no  haber  si- 
do cocinera  de  un  figón,  ó  criada  de  alguna  vieja 
regañona?  —  No  importa...  nunca  debe  pesarle  á 
una  de  ser  honrada...  —  contestó  Flor  de  María 
dando  un  profundo  suspiro.  —  /  Qué  puntillosa  es 
su  merced.'...  —  gritó  el  Churiador  soltando  una 
risotada.  —  ¿  No  será  mejor  que  te  vuelvas  de  so- 
petón un  angelito  con  alas,  para  honra  y  gloria 
de  tu  linaje,  que  no  conoces?  —  Mis  padres  me 
echaron  á  la  calle  como  una  cosa  sobrante...  /pue- 
de ser  que  no  -tuviesen  con  que  mantenerse  á  sí 
mismos.'... — dijo  la  Guillabaora  con  amargura. 
—  no  se  lo  echo  en  cara,  no,  ni  me  quejo;  pero  hay 
fortunas  mejores  que  la  mia.  —  ¿Y  á  tí,  que  te 
taita  ?  Eres  hermosa  como  una  Venus ;  no  tienes 
mas  que  diez  y  seis  años  y  medio;  canias  como 
«¡na  calandria;  ])areces  una  Nuestra  Señora;  te  lla- 
man Flor  de  María...  ¡y  aun  te  quejas'!!  ¿Qué 
dirás  cuando  tengas  un  brasero  para  calentar  los 
pinreles  a  y  una  tinaja  de  pimiento  á  tu  lado, 
como  la  tia  Pelona? —  ;  Ah  !  nunca  llegaré  á  su 
edad.  — Tienes  un  privilegio  de  invención  para  no 
envejecer...  ¿  verdad  ?  —  No,  pero  no  soy  tan  fuer- 
te como  ella;  y  ademas  siento  hace  tiempo  una  los 
muy  maligna.  —  ¡  Oh  '  eso  sí.  Ya  me  parece  que 
le  estoy  viendo  ir  en  el  carro  de  los  muertos.  ¡  Qué 
boba  eres  !  ¡  Vaya  una  muchacha  \'.\  — ¿Te  ocur- 
ren muchas  veces  esas  ideas,  hija  mia  ?  —  la  pre- 
guntó Rodolfo.  —  Algunas...  Mirad,  Señor  Rodol- 
fo, vos  me  entenderéis  mejor:  cuando  voy  por  las 
mañanas  á  comprar  la  leche  con  el  cuarto  que  me 


HISTORIA  DE  LA  GUILLABAORA.  39 

da  la  tía  Pelona,  á  la  lechera  que  se  pone  en  la 
esquina  de  la  calle  de  la  Srapería,  y  cuando  la  veo 
volver  á  su  aldea  con  su  carretilla  tirada  por  un 
pollino,  .  ¡  Qué  envidia  me  da,  señor  Rodolfo!... 
Entonces  empiezo  á  reflexionar ,  y  digo:  «  Se  va 
para  el  campo  á  respirar  el  aire  libre  ,  á  ver  á  su 
(amilla;...  y  yo  me  vuelvo  sola  al  desván  de  la  ta- 
berna, en  donde  no  se  ve  bien  á  mediodia.  —  Pues 
bien,  palomita;  sé  muy  honrada  y  ándate  con  pu- 
cheritos,  ya  que  te  gusta  la  farsa,  —  dijo  el  Chu 
riador.  —  ¡  Honrada  I  ¡  Dios  mió  !  ¿  Cómo  quieres 
que  sea  honrada  ?  La  ropa  que  llevo  puesta  es  de 
la  tia  Pelona;  la  debo  el  cuarto  y  la  asistencia... 
no  puedo  menearme  de  aquí ,  porque  me  haria 
prender  por  ladrona...  Soy  suya  en  cuanto  no  la 
pago. 

Estremecióse  la  infeliz  criatura  al  pronunciar 
estas  horribles  palabras ,  y  brilló  una  lágrima  en 
sus  largas  pestañas.  —  No  andes  queriendo  otra 
vida,  bobona,  ni  te  compares  con  una  aldeana,  dijo 
el  Churiador.  ¿  Perdistes  el  juicio  ?  Acuérdate  de 
que  luces  en  la  capital ,  mientras  que  la  lechera 
cuece  la  berza  para  sus  cachorritos,  ordeña  las  va- 
cas ,  siega  la  yerba  para  el  ganado  y  aguanta  una 
somanta  de  su  marido  cuando  viene  enfadado  de  la 
taberna,  j  Mira  qué  fortuna  envidias  tan  brillante  ! 

La  Guillabaora  no  respondió.  Tenia  la  vista  fija, 
el  pecho  oprimido  y  su  fisonomía  revelaba  una 
congoja  profunda. 

Rodolfo  había  escuchado  con  indecible  interés 
este  terrible  diálogo.  La  miseria  ,  el  abandono ,  la 
ignorancia  de  la  vida  habian  perdido  á  esta  desdi- 
chada criatura,  sola  en  la  inmensidad  de  París  á  la 
edad  de  diez  y  seis  años. 

Se  acordó  involuntariamente  de  una  hija  querida 

T.  I.  'i. 


vo 


LOS  MISTERIOS  DE  PARIS. 


que  le  había  arrebatado  la  muerte  á  la  edad  de 
diez  años  ,  y  que  entonces  debería  tener  diez  y  seis 
como  Flor  de  María.  Este  recuerdo  encendió  mas 
su  interés  por  la  criatura  desventurada  cuya  histo- 
ria dolorosa  acababa  de  escuchar. 


CAPÍTULO  CUARTO. 


HISTORIA  DEL  CHURIADOR. 

No  habrá  olvidado  el  lector  que  un  huésped 
recien  llegado  á  la  taberna,  observaba  con  aten- 
ción á  otros  dos  que  en  el  íigon  estaban. 

Uno  de  estos  ,  como  llevamos  dicho ,  tenia  un 
gorro  griego  en  la  cabeza,  escondía  la  mano  iz- 
quierda y  habia  preguntado  con  instancia  á  la 
íigonera  si  no  habian  llegado  aun  el  Maestro  de 
Escuela  y  el  Cojo  Gordo. 

Mientras  la  Guillabaora  contó  su  historia ,  que 
no  pudieron  oir ,  hablaron  uno  con  otro  en  voz 
baja ,  y  á  cada  paso  miraban  hacia  la  puerta  con 
maniQesta  inquietud. 

El  del  gorro  griego  dijo  á  su  compañero: 
—  El  Cojo  Gordo  no  viene,  ni  tampoco  el  Maes- 
tro de  Escuela.  —  ¡  Como  el  Ksqueleto  no  le  haya 
des  puchado  para  murciarle  el  marisco  !  (a)  —  Eso 
no  nos  vendria  mal  á  nosotros,  que  hemos  prepa- 
rado el  negocio  y  que  debemos  tener  nuestra 
parte,  —  repuso  el  otro. 

El  desconocido  que  observaba  á  estos  dos  hom- 
bres, estaba  demasiado  lejos  de  ellos  para  oir  lo  que 
decían.  Después  de  haber  consultado  con  suma 
precaución  un  papel  que  llevaba  en  el  fondo  de  la 
gorra,  pareció  satisfecho  de  su  perspicacia,  se  le- 
ía)  Nv>  ?()  liaya  as-r-sitiailo  jinia  rohaih-  el  robo. 


42  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

vantó  de  la  mesa  y  dijo  ala  figonera  que  dormi- 
taba en  el  mostrador  ,  con  los  pies  sobre  el  ca- 
lentador y  el  gato  negro  en  el  regazo  : 

—  Adiós,  Pelona,  hasta ,  luego:  cuidado  con  mi 
jarro  y  con  mi  plato...  no  le  fies  en  tus  parroquia- 
nos. —  No  tengas  cuidado  ,  gachón  ,  —  dijo  la  tia 
Pelona  ;  —  si  tu  jarro  y  tu  plato  quedan  vacíos  , 
nadie  los  tocará. 

Rióse  el  desconocido  del  chiste  de  la  figonera,  y 
desapareció  sin  que  nadie  lo  observase. 

En  el  momento  que  salió  este  hombre  y  antes 
que  la  puerta  se  hubiese  cerrado,  percibió  Rodolfo 
allá  en  la  calle  al  carbonero  de  estatura  colosal  y 
cara  tiznada,  de  quien  hemos  hablado.  Manifestóle 
Rodolfo  con  un  gesto  cuan  importuna  le  era  su 
vigilancia;  pero  el  carbonero,  sin  atender  á  la  in- 
sinuación de  Rodolfo,  no  se  apartó  de  la  inme- 
diación del  Conejo  Rlanco. 

El  semblante  de  la  Guillabaora  se  entristecia 
por  momentos:  arrimada  de  espaldas  á  la  pared  , 
la  cabeza  caida  sobre  el  pecho ,  giraba  al  rededor 
de  sí  sus  grandes  ojos  y  parecía  sumerjida  en  ne- 
gros pensamientos. 

Habia  apartado  dos  ó  tres  veces  la  vista  al  en- 
contrarse con  la  mirada  fija  de  Rodolfo,  sin  poder 
esplicarse  la  singular  impresión  qne  le  causaba 
aquel  desconocido.  Turbada  y  hasta  oprimida  con 
su  presencia,  casi  se  arrepentía  de  haber  referido 
lan  sinceramente  delante  de  él  su  vida  miserable. 

E\  Churiodor,  por  el  contrario,  estaba  muy  ale- 
gre; se  babií  tojnído  solo  todo  el  arlequín,  el 
vino  y  el  aguarciici.ío  le  hacían  hablador  y  comu- 
nicativo. La  vergüenza  de  haber  encontrado  á  su 
Maestro,  como  él  decía,  había  desaparecido  á  vista 
del  generoso  proceder  de  Rodolfo,  en  quien  reco- 
nocía un  grado  tal  de  superioridad  física,  que  su 


HISTORIA  DEL  CHL  III  ADOR.  43 

humillación  había  dado  hjgar  á  un  sentimiento 
compuesto  de  admiración,  de  temor  y  de  respeto. 
El  carácter  sin  rencor  que  habia  manifestado,  y 
el  orgullo  salvaje  con  que  se  alababa  de  no  haber 
robado  nunca  ,  probaban  á  lo  menos  que  no  era 
un  hombre  enteramente  endurecido  en  la  perver- 
sidad; observación  que  no  se  escapó  á  la  sagacidad 
de  Rodolfo,  el  cual  deseaba  con  impaciencia  oir  su 
historia. 

—  Vamos,  Churiador...  ahora  tú.  Ya  te  escu- 
chamos, —  le  dijo. 

El  Churiador  echó  otro  trago,  y  empezó  de  esta 
manera: 

—  Tú  á  lo  menos ,  pobre  Guillabaora ,  tuviste 
una  Lechuza  que  te  recogiese...  i  malos  diablos  la 
lleven  !...  tuviste  donde  dormir  desde  que  te  pren- 
dieron por  vagamunda...  En  cuanto  á  mí  puedo 
asegurar  que  no  supe  lo  que  era  cama  hasta  los 
diez  y  nueve  años,  cuando  senté  plaza  de  soldado. 

—  ¿  Has  servido  ,  Churiador  ?  —  dijo  Rodolfo.  — 
Tres  años;  pero  eso  vendrá  á  su  tiempo.  Las  pie- 
dras del  Louvte,  los  hornos  de  yeso  de  Clichy  y 
las  canteras  de  Montrouge ,  hé  aquí  las  posadas 
de  mi  juventud.  Ya  veis...  tenia  casa  en  Paris  y 
en  el  campo...  nada  mas...  — ¿Cual  era  tu  oficio? 

—  A  decir  verdad  no  conservo  mas  que  un  recuer- 
do muy  oscuro  de  haber  andado  cuando  niño  con 
un  trapero  que  me  hundia  á  palos.  Esto  debe  ser 
verdad,  porque  jamas  he  encentrado  á  uno  de  esos 
hombres  revolviendo  basura,  sin  que  me  diese  gana 
de  caerle  encima  á  garrotazos.  Mi  primer  oficio  ha 
sido  el  de  ayudar  á  los  desolladores  á  matar  y  de- 
sollar caballos  en  Montfaucon.  Tenia  entonces  diez 
6  doce  años.  Cuando  empecé  á  matar  y  desollar 
caballos  viejos  me  daban  alguna  lástima  los  ani- 
malitos ;  pero  al  cabo  de  un  mes  estaba  ya  tan 


i  i  LOS  .MISTERIOS  DE  PARÍS. 

corriente  y  me  gustaba  el  oficio.  Nadie  tenia  cu- 
chillos tan  afilados  como  los  míos  :  solo  el  verlos 
daba  ganas  de  cortar  con  ellos.  Después  que  de- 
sollaba algunos  caballos,  me  arrojaban  un  pedazo 
del  anca  de  algún  vejestorio  que  habia  muerto  de 
enfermedad  ;  porque  los  que  nosotros  matábamos 
se  vendían  á  ios  figoneros  del  barrio  de  la  Escuela 
de  ]\Iedicina,  que  los  convertian  en  carne  de  vaca, 
de  carnero,  de  ternera  ,  ó  de  caza  bravia ,  al  gusto 
y  placer  de  los  golosos...  ¡  Cáspita  1  cuando  yo  me 
veia  con  mi  rebanada  de  carne  de  caballo  entre  las 
uñas  ¿qué  rey  ni  qué  roque  era  mejor  que  yo?... 
Entonces  me  largaba  á  mi  horno  como  un  lobo  á 
su  cueva,  y  con  permiso  de  los  horneros  asaba  en 
Jas  brasas  mi  rica  tajada.  Cuando  los  hornos  no 
trabajaban,  cogia  leña  en  el  bosque  de  Romainville, 
sacaba  fuego  con  los  chismes  (a)  y  hacia  mi  asado 
en  un  rincón  de  los  muros  del  cementerio.  ¡Kayol 
entonces  sí  que  lo  comia  sangrando  y  casi  crudo; 
pero  tampoco  comia  tanto  como  otras  veces.  — 
Dinos  tu  nombre,  Churiador, ,  —  interrumpió  Ro- 
dolfo. —  El  color  de  mi  cabello  era  aun  mas  claro 
que  ahora;  siempre  tenia  los  ojos  encarnados  como 
sangre,  y  por  eso  me  llamaban  el  Albino  (b).  Los 
albinos  son  los  conejos  blancos  de  los  hombres,  y 
tienen  los  ojos  encarnados, — añadió  gravemente 
el  Churiador,  á  manera  de  paréntesis  fisiológico. 

(a)  Eslabón,  piedra  é  yesca,  (b)  Albinos  se  llamaa  los 
que  de  padres  negros  ó  de  su  raza  ,  son  blancos  como  el 
Jienzo  ó  la  cera  blanca.  Su  cabello,  cejas,  pestañas  y  la  bar- 
ba rasa  y  desplobada  tienen  también  un  cclor  pálido  y 
blanquizco,  ya  sea  liso  el  pelo,  6  bien  encrespado  como  el 
de  su  raza.  Los  ojos  lagrimosos  y  muy  sensibles  á  la  luz, 
tienen  comunmente  el  iris  color  de  rosa  ó  encarnado,  y  la 
pupila  de  lui  rojo  de  fuego  como  el  ojo  de  las  perdices  ó  de 
los  conejos  blancos. 


HISTORIA  DEL  CHURIADOR.  45 

—  ¿  Y  tus  padres  y  familia?  —  ¿  Mis  padres?  viven 
en  la  misma  calle  y  número  que  los  de  la  Guilla- 
baora...  ¿  En  donde  he  nacido  ?  en  el  primer  rincón 
de  la  primera  calle,  á  derecha  ó  izquierda,  bajando 
ó  subiendo  hacia  el  Sena.  —  ¿No  has  maldecido 
nunca  á  tus  padres  por  haberte  abandonado  ?  — 
j  Eso  si  que  me  hubiera  sacado  de  mal  año !... 
i  vaya  una  preguntal  ...  Con  todo,  no  me  hicieron 
mucho  favor  en  haberme  echado  á  este  mundo... 
si  siquiera  me  hubieran  hecho  como  Dios  debe 
hacer  á  los  pobres...  es  decir,  sin  hambre,  sed, 
ni  frió!...  poco  le  costana  esto,  y  entonces  los 
pobres  que  no  roban  andarían  algo  mejor.  —  ¿  Tu- 
viste hambre  y  sed  y  no  has  robado  Churiador  ? 

—  A  fe  que  no,  ^  por  eso  he  pasado  tanta  miseria. 
Hubo  tales  dos  días  en  que  no  he  comido  una  aris- 
ta ;  y  esto  sucedia  mas  veces  de  lo  que  me  tocaba 
en  ley  de  Dios.  Pero  no  importa...  no  he  robado 
nada  á  nadie,  y  se  acabó.  —  Por  causa  del  esta- 
ribé (a)...  ¿verdad?  —  ¡Vaya  una  salida  I  —  dijo 
el  Churiador  alzando  los  hombros  y  soltando  una 
carcajada.  ¡Con  que  no  hubiera  rojbado  por  temor 
de  tener  pan  !...  Sin  robar  me  moria  de  hamlM-e  : 
robando  me  mantendrían  en  la  cárcel  á  boca  de 
cardenal...  Pero  no  he  robado  porque...  porque... 
en  fin,  no  me  cuadraba  á  mi  el  robar,  y  se  acabó. 

Esta  hermosa  respuesta,  cuyo  valor  no  compren- 
día el  Cburiador,  hizo  en  Rodolfo  la  mas  profun- 
da impresión.  Vio  que  el  pobre  honrado  en  medio 
de  la  miseria  era  con  doble  motivo  digno  de  res- 
peto; siendo  así  que  el  castigo  de  su  crimen  po- 
dia  convertirse  en  un  recurso  cierto  de  subsis- 
tencia. 

Rodolfo  alargó  la  mano  á  este  infeliz  salvaje  de 

(a)  Cárcel. 


46  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

la  civilización,  á  quien  la  miseria  no  habia  de- 
pravado enteramente. 

El  Churiador  miró  asombrado  y  casi  con  res- 
peto á  su  favorecedor :  apenas  se  atrevia  á  tocar- 
le la  mano.  Un  pensamiento  vago  le  hacia  en- 
trever un  abismo  que  lo  separaba  de  Rodolfo. 

—  ¡Buenol  —  le  dijo  Rodolfo;  ya  vemos  que  tie- 
nes corazón  y  honor. —  ¿Corazón?...  ¿honor?... 
¿yo?...  ¡Cah!  ¿os  chanceáis? — respondió  con  sor- 
presa.—  Sufrir  miseria  y  hambre  mas  bien  que 
robar,  es  tener  honra  y  corazón,  —  dijo  Rodolfo 
con  gravedad. — ¡Sil...  pero...  ¿Quién  sabe?...  — di- 
jo el  Churiador.  —  Pudiera  ser... —  ¿Te  espantas 
de  eso?  —  ¿Pues  no?...  Si  no  tengo  costumbre  de 
oír  esas  palabras,  siempre  me  han  tratado  como 
á  un  perro  sarnoso...  \  Pero  vaya  un  efecto  que 
me  ha  hecho  lo  que  acabáis  de  decir !...  [  Cora- 
zón I...  ¡honor!  — repitió  con  aire  mas  pensativa. 
— Pero  ¿qué  tienes?  —  Por  Dios  que  no  lo  sé, — 
dijo  el  Churiador  conmovido;  —  pero  esas  pala- 
bras... vea  usted...  me  revuelven  el  juicio...  y  me 
agradan  mas  que  si  me  dijesen  que  era  mas  fuer- 
te que  el  Esqueleto  y  que  el  Maestro  de  Escue- 
la... Lo  cierto  es  que  esas  palabras...  y  los  pu- 
ñetazos que  me  habéis  dado  por  remate  de  fies- 
ta... tan  bien  ribeteados...  sin  contar  con  que  me 
pagáis  la  cena...  y  que  n>e  decís  unas  cosas  que... 
En  fin,  adelante';  —  gritó  de  repente  como  si  le 
fuera  imposible  espresar  su  pensamiento. — Lo 
cierto  es  que  en  la  vida  y  en  la  muerte  podéis 
contar  con  el  Churiador. — ¿Has  servido  mucho 
tiempo  á  los  desolladores ?  —  preguntó  Rodolfo  con 
mas  frialdad,  no  queriendo  descubrir  la  emoción 
que  sentia. —  Ya  lo  creo...  al  principio  me  daba 
alguna  lástima  malar  aquellos  vejestorios,  que  ni 
capaces  eran  de  largarme  una  coz;  pero  luego  que 


HISTORIA   DEL  CHURIADOU.  */ 

llegaé  á  los  diez  j  seis  aík>s  y  fui  siendo  mas 
hombre,  se  convirtió  en  rabia,  en  pasión,  en  ne- 
cesidad, en  furor,  mi  afición  á  malar  y  desollar! 
b3Jaba  de  comer  y  beber...  \  no  pensaba  en  otra 
cosa!.,.  Era  de  ver  cuando  estaba  con  las  manos  en 
la  obra:  á  no  ser  un  pantalón  viejo  que  tenia,  lo 
demás  estaba  en  cueros  vivos.  Guando  tenia  al  re- 
dedor de  mi  quince  ó  veinte  caballos  arreatados 
esperando  su  vez,  con  mi  gran  cuchillo  bien  afi- 
lado en  la  mano...  ;  Caay  I  cuando  me  ponia  á 
matar,  no  sé  lo  que  me  pasaba...  me  volvia  loco; 
me  zumbaban  las  orejas...  todo  el  mundo  era  en- 
carnado ;  la  sangre  se  me  subia  á  los  ojos, 
mataba...  y  desollaba...  y  desollaba...  y  desolla- 
ba ,  hasta  que  me  caia  el  cuchillo  de  la  mano  I 
i  Rayo  I  ¡  qué  gusto  !  Si  hubiera  tenido  millones 
los  hubiera  dado  por  hacer  aquel  oficio. — De 
ahí  te  habrá  venido  el  gusto  de  pintar  jabeques  (a) 
—  dijo  Rodolfo.  —  Bien  puede  ser:  pero  cuando 
pasé  de  los  diez  y  seis  años,  el  furor  aquel  cre- 
ció de  tal  manera  que  cuando  empezaba  á  de- 
sollar perdía  el  juicio  y  echaba  á  perder  toda  la 
obra...  Destruia  las  pieles  á  fuerza  de  dar  cuchi- 
lladas por  aqui  y  por  allá,  y  tanto  me  encarni- 
zaba que  no  sabia  lo  que  hacia.  En  una  palabra 
me  despidieron  del  osario.  Rogué  conmigo  á  al- 
gunos carniceros,  porque  siempre  tuve  amor  al 
oficio...  pero  era  de  ver  como  se  hacian  de  pen- 
cas... ¡qué  Señores!  me  despreciaron  como  los  de 
la  obra  prima ,  desprecian  á  los  remendones.  En- 
tonces me  di  á  buscar  el  pan  por  otro  camino,  pe- 
ro no  lo  hallé  de  contado.  ¡Qué  gaza  (b)  pasé  to- 
do aquel  tiempo!  Por  fin  hallé  trabajo  en  las  can- 
teras de  Montrouge ;  pero  al  cabo  de  dos  años  me 

(a)   Dar  puñaladas,      (h)   Hambre 


V8  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

aburrí  de  romperme  el  espinazo  dando  á  la  rueda 
para  sacar  piedra,  sin  mas  jornal  que  veinte  suel- 
dos diarios.  Era  de  buena  talla  y  robusto  ,  sen- 
té plaza  en  un  regimiento.  Me  preguntaron  por 
mi  nombre,  mi  edad  y  mis  papeles.  ¿Mi  nombre? 
dije  yo,  soy  el  Albino  :  ¿  mi  edad  ?  miradme  el 
diente  :  ¿  mis  papeles  ?  ahí  está  el  certificado  de 
mi  amo  el  cantero.  Como  vieron  que  podia  ser  un 
buen  granadero,  me  alistaron  sin  mas  ni  mas.  — 
Con  tu  fuerza,  tu  valor  y  tu  manía  de  cortar,  si 
hubiera  habido  guerra ,  acaso  hubieras  llegado  á 
ser  oficial.  —  ;  Ojalá  ¡  Cuanto  mas  me  agradaría 
degollar  ingleses  y  prusianos  que  rocines  viejos  I... 
Pero  ahí  estaba  el  mal:  no  habia  guerra,  y  ha- 
bia  disciplina.  Un  jornalero  puede  dar  una  man- 
ta de  palos  á  su  amo:  si  es  mas  fuerte  los  da,  sí 
es  mas  flojo  los  recibe:  le  plantan  en  la  calle, 
coje  las  del  martillado  (a),  y  se  acabó  la  fiesta.  En 
la  milicia  es  cosa  diferente.  Un  dia  mi  sargento 
me  echó  una  ronca  para  hacerme  andar  mas  apri- 
sa: tenia  razón,  porque  yo  hacia  la  buena  mau- 
la. Sin  embargo,  eso  me  incomodó  y  me  repuse: 
me  dio  un  empujón,  y  yo  le  di  otro  empujón,  me 
echó  la  mano  al  gañote,  y  yo  le  destaqué  un  pu- 
ñetazo. Cayeron  sobre  mí,  y  entonces  si  que  hubo 
morena;  bramaba  de  rabia...  tenia  toda  la  sangre 
en  los  ojos  y  no  veia  mas  que  sangre  I...  sangre  1... 
y  como  tenia  el  chuH  b)  en  la  mano  porque  es- 
taba de  rancho,  empecé  á  matar...  á  matar.,,  á  ma- 
tar... á  clavar  como  en  una  carnicería...  Tendí  frió 
al  sargento,  herí  á  dos  soldados...  ¡qué  visión  I  on- 
ce puñaladas  á  los  tres  1...  sí,  once  puñaladas... 
¡Todo  era  sangre  como  en  Montfauconl...  Yo  tam- 
bién chorreaba  sangre. 

(a)  Cojif  las  de  Villadiego.,      (h)  Cuchillo. 


HISTORIA  DEL  GHURIADOR.  49 

Bajó  la  cabeza  el  bandido  con  un  aire  torbo  y 
abatido,  y  permaneció  un  rato  en  silencio. 

— ¿En  que  piensas  ,Ghuriador?  — dijo  Rodolfo 
observándolo  con  interés.  —  En  nada...  —  le  res- 
pondió bruscamente,  y  luego  prosiguió  con  su  bru- 
tal indiferencia:  —  Por  último  me  sujetaron  ,  y  fui 
juzgado  y  sentenciado  á  muerte.  —  ¿Y  cómo  has 
salvado  la  vida?  ¿huíste?  — No;  en  lugar  de  qui- 
tarme el  resuello,  me  sentenciaron  por  quince  años 
al  estardó  (a).  Se  me  pasó  deciros  que  habia  salva- 
do la  vida  á  dos  compañeros  que  estaban  para 
«1  bogarse  en  el  Maine:  nos  hallábamos  de  guarni- 
ción en  Melun.  En  otra  ocasión...  vais  á  reiros  y 
á  decir  que  soy  un  animal  del  fuego  y  del  agua ,  que 
así  salva  hombres  como  mujeres...  en  otra  ocasión, 
estando  de  guarnición  en  Rúan,  prendió  fuego  en 
un  barrio :  en  Rúan  todas  las  casas  son  de  madera 
como  barracas.  Me  hicieron  acudir  al  fuego,-  y  al 
llegar  al  sitio  oí  decir  que  una  vieja  no  podía  ba- 
jar de  su  cuarto,  en  donde  entraban  ya  las  llamas 
Subí:  jcáspita,  que  caliente  estaba  aquello!...  ni 
los  hornos  de  yeso  le  ganaban.  Finalmente,  he 
salvado  á  la  vieja,  pero  salí  con  las  plantas  de 
los  pies,  abrasadas.  En  una  palabra,  gracias  á  es- 
tos servicios  mi  alimo  (b)  se  puso  de  puntillas,  y 
habló  y  se  estiró  tanto  que  me  conmutaron  la  pena; 
y  en  lugar  de  ir  á  finibusterre  (c),  me  mandaron  á 
gurupas  (d)  por  quince  años...  al  ver  que  no  me  ma- 
taban y  que  me  mandaban  á  presidio ,  me  dio  ganas 
de  echarme  al  cuello  de  mi  charlatán  para  aho- 
garlo... cuando  se  vino  á  mi  haciendo  de  persona  pa- 
ra decirme  que  me  habia  salvado  la  vida...  j  poder 
de  Dios!.*.,   ¡si  no  me    hubiera  contenido  I.... — 

(a)  Presidio.  (b)  Procurador  :  abogado,  (c)  Patíbulo; 
horca,     (d)  Galeras  ;  presidio. 


50  LOS  3Í1STEU10S  DE  PAUíS. 

Luego  no  te  gustó  la  conmutación  de  pena.  — ,  Que 
rae  había  de  gustar!...  el  que  con  hierro  mata  jus- 
to es  que  con  hierro  muera ,  así  como  es  justo  que 
el  ladrón  calce  grillos...  á  cada  cual  su  merecido... 
Pero  obligar  á  uno  á  vivir  entre  galeotes  cuando 
tiene  derecho  de  ser  ahorcado  sobre  la  marcha  ,  es 
una  infamia.  No  se  mata  a  un  hombre  sin  que  que- 
de de  ello  alguna  memoria...  pero  de  vivir  en  ga- 
leras... —  Parece  que  has  tenido  remordimientos.  — 
¿  Remordimientos  ?  j  cah!  no...  yo  no  hice  mas  que 
lo  que  pude ,  —  dijo  el  salvaje;  —  pero  en  mis  pri- 
meros años  de  presidio  ni  una  noche  pasaba  sin  que 
viese  en  sueños  como  una  pesadilla  al  sargento  y 
los  soldados  que  habia  despachado,  es  decir...  no 
estaban  solos ,  —  añadió  con  una  especie  de  terror; 

—  aguardaban  su  vez  por  docenas  ,  por  centenares 
por  millares,  como  en  un  matadero...  como  los  ca- 
ballos que  degollaba  en  Montfaucon...  y  entonces 
novela  mas  que  sangre,  y  empezaba  á  matar....  á 
matar...  á  degollar,  como  hacia  en  otro  tiempo 
con  los  caballos  viejos...  Pero  sucedía  que  cuantos 
mas  soldados  mataba,  mas  aparecían.,  y  al  espirar 
volvían  hacia  mí  unos  ojos  de  piedad,  que  yo  me 
maldecía  por  haberles  quitado  la  vida...  pero  ya 
no  podia  contenerme.  Ademas ,  aunque  no  tuve  nun- 
ca hermano  ninguno,  sucedía  que  todos  los  que 
mataba  eran  mis  hermanos...  y  les  quería  del  alma.. 
Por  fin ,  cuando  ya  no  podia  mas ,  dispertaba  cu- 
bierto de  un  sudor  frío,  como  la  nieve  derretida... 

—  ¡  Sueños  crueles  eran  esos,  Ghuriadorl  —  ¡Ah! 
sí...  ;  Que  sueños  !...  era  cosa  de  perder  el  juicio... 
Así  es  que  quise  matarme  por  dos  veces,  una  de 
ellas  tomando  cardenillo,  y  la  otra  ahorcándome 
con  una  cadena  ;  pero  ¡  rayo !  soy  mas  fuerte  que 
un  toro.  El  cardenillo  no  hizo  mas  que  darme  sed, 
y  la  cadena  me  dejó  al  rededor  del  cuello  una  cor- 


HISTORIA   DEL  CHUIUADOR.  51 

bata  natural ,  sin  mas  novedad.  Andando  el  tiem- 
po venció  ia  costumbre  de  vivir,  los  sueños  y  las 
pesadillas  me  atormentaron  cada  dia  menos,  y  me  fui 
dando  de  alta  como  los  demás  compañeros.  —  ¡Buena 
escuela  has  tenido  en  presidio  para  aprender  á  ro- 
bar !  —  Cierto,  pero  faltaba  la  inclinación  ;  y  aun- 
que algunas  bromas  me  daban  por  eso  los  demás 
galeotes,  también  les  costaba  caro,  porque  andaba 
la  cadena  por  fustanque  (a;.  Allí  fué  donde  he  co- 
nocidoal  Maestro  de  Escuela;...  pero  en  cuanto  á 
este...  es  decir...  en  cuanto  á  cosa  de  puñetazos, 
me  dio  mi  ración  correspondiente  ,  como  vos  me 
la  disteis  ahí  fuera  hace  un  minuto.  —  ¿Es  galeote 
cumplido  el  Maestro  de  Escuela?  —  A  saber  era 
fenado  eterno  [b],  [)ero  se  libró  como  un  gavilán, 
dando  por  cumplida  su  condena.  —  ¡  Huyó  de  pre- 
sidio y  no  lo  denuncian  !  —  No  seré  yo  quién  le  de- 
nuncie, por  vida  mia:  cualquiera  loecharia  á  mie- 
do. —  ¿  Gomo  no  dá  con  él  la  policía  ?  ¿  No  tiene 
por  ventura  filiación  ?  —  ¿Filiación  ?...  ¡Buen  pá- 
jaro es  el  Maestro  !  Hace  mucho  tiempo  que  se  qui- 
tó de  la  fila  (c)  lo  que  Dios  le  había  dado  y  el  dia- 
])loquelo  conozca  ahora.  —  ¿Pero cómo  ha  podi- 
do hacer  eso?  —  ¿Como?  carcomiéndose  poco  á  poco 
las  narices  con  vitriolo.  Tenían  medio  palmo  de 
largo.  —  Vamos  ,  te  chanceas  sin  duda.  —  Si  vie- 
ne esta  noche  le  veréis :  tenia  unas  narices  de  papa- 
gayo descomunales,  y  ahora  es  un  chato  como  una 
loma  :  los  labios  son  como  puños  ,  y  tiene  la  cara 
llena  de  costurones  como  sayo  de  trapero.  —  ¿Se- 
rá posible  que  se  haya  desfigurado  hasta  el  punto 
de  que  nadie  le  conozca  ?  —  Hace  seis  meses  que 
huyó  de  Rochefort,  mil  veces  le  encontraron   los 


(a)  garrote;  rebenqu-.'.     (b)  galeote  per  vida.      (c)  Caía. 


5-2  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

maitines  a  ,  y  pasan  de  largo  sin  conocerlo. —  Por- 
qué ha  estado  en  presidio  ?  —  Por  falsario  ,  ladrón 
V  asesino.  Le  llaman  Maestro  de  Escuela  porque 
escribe  muy  bien  y  sabe  mucho.  —  ¿  Le  temen  mu- 
cho por  ahí?  — No  le  temerán,  no,  cuando  le  ha- 
vais  sacudido  la  pavana  como  á  mí.  ¡  Qué  ganas 
tengo  de  que  le  llegue  el  dia  1  —  ¿De  qué  vive?  — 
Vive  en  compañía  de  una  vieja  tan  mala  como  él,  y 
tan  fina  como  la  pólvora;  pero  no  se  la  ve  jamás. 
Sin  embargo  ha  dicho  á  la  tia  Pilona  que  la  trae- 
ría un  dia  á  la  taberna.  —  ¿  Toma  parte  esa  mujer 
en  los  robos  que  hace  ?  —  Y  en  los  asesinatos  tam- 
bién. Dicen  por  ahí  que  se  alaba  de  haber  cometido 
con  ella  dos  ó  tres  últimamente,  y  que  entre  los  des- 
pachados se  encuentra  un  boyero,  á  quien  robaron  y 
quitaron  la  vida  en  el  camino  de  Poissy.  —  El  caerá 
tarde  6  temprano.  —  Es  preciso  ser  muy  diestro: 
lleva  siempre  debajo  de  la  blusa  dos  pistolas  carga- 
das y  un  puñal.  Dice  que  por  nada  se  le  da,  que 
solo  perderá  la  vida  una  vez  y  que  para  escaparse 
matará  cuanto  se  le  ponga  delante;  y  como  es  dos 
veces  mas  tuerte  que  vos  y  que  yo,  no  se  le  podrá 
cojer  así  á  dos  por  tres.  —  ¿A  que  te  has  dedicado 
después  de  salir  de  presidio? — Me  ajusté  con  un 
descargador  del  muelle  de  San  Pablo,  y  gano  la  vida 
en  este  oficio. — ¿Porque  .no  vives  en  la  Cité  no 
siendo  nicaboo  (b)  ?  —  ¿Y  á  donde  iria  yo  con  mi 
cuerpo  ?  ¿Quién  se  acompañaría  de  un  galeote  ?  Yo 
no  puedo  estar  solo ;  me  gusta  la  sociedad  y  aquí 
vivo  entre  mis  ¡guales.  Me  meto  en  algunas  pen- 
dencias, me  temen  como  el  fuego  en  la  Cité,  y  el 
comisario  no  tiene  por  qué  decirme  esta  boca  es 
mia  ,  fuera  algunos  lances  de  poca  monta  que  me 
valen  algunas   horas  de  corrección. — ¿  Cuánto  ga- 

(aj   Alguaciks;  criadus  de  justicia.    '  (b)    Ladrón. 


HISTORIA  DEL  CHÜRIADOR.  o3 

naspordia?  — Treinta  y  cinco  sueldos;  y  para 
eso  tomo  en  el  río  pediluvios  hasta  la  cintura  de 
de  diez  á  doce  horas  cada  dia,  así  en  verano  co- 
mo en  invierno..  Cuando  no  pueda  mas  con  la  fa- 
tiga tomaré  un  gancho  y  un  cuevo  de  mimbres,  y 
volveré  al  oficio  de  trapero  como  en  mis  prime- 
ros años.  —  Y  sin  embargo  parece  que  no  eres  in- 
feliz. —  Otros  hay  mas  que  yo  :  á  no  ser  por  los 
sueños  del  sargento  y  de  los  soldados  muertos, 
sueños  que  tengo  aun  de  cuando  en  cuando  es- 
peraría tranquilo  la  última  hora  y  moriria  al  pié 
de  un  muro  ,  como  acaso  habré  nacido.  Pero  los 
sueños...  vaya  hablemos  de  otra  cosa,  —  dijo  el 
Churiador,  vaciando  la  pipa  contra  la  esquina  de 
la  mesa. 

Mientras  el  Churiador  contó  su  historia  ,  Flor  de 
Maria  permaneció  distraída,  absorta  y  silenciosa. 
Rodolfo  le  habia  escuchado  con  aire  pensativo. 

Un  accidente  trágico  recordó  por  fin  á  los  tres 
el  lugar  en  que  se  hallaban. 


=;^»^K^#«< 


CAPÍTllO  QrWTO. 


LA  PRISION- 


El  hombre  que  |  oco  antes  habia  salido  después 
de  habe/  encargado  á  la  figonera  su  plato  y  su 
jarro ,  volvió  á  entrar  acompañado  de  otro  hom- 
bre de  anchas  espaldas  y  ademan  enérgico,  á  quien 
dijo : 

—  Feliz  casualidad,  amigo,  la  de  habernos  en- 
contrado: entra  y  echaremos  un  trago. 

El  Churiador  dijo  en  voz  baja  á  Rodolfo  y  á  la 
Ouillabaora  : 

—  Vamos  á  tener  jarana,.,  es  un  agente  de  po- 
licía. ¡  Alerta ! 

Los  dos  bandidos  ,  uno  de  los  cuales  tenia  gorro 
griego  calado  hasta  las  cejas  y  habia  preguntado 
por  el  Maestro  de  Escuela  y  por  el  Cojo  Gordo, 
se  dieron  una  mirada  rápida  ,  y  levantándose  á  un 
mismo  tiempo  d«  la  mesa  se  dirigieron  hacia  la 
puerta  ;  pero  los  ajenies  les  cortaron  el  paso  arro- 
jándose sobre  ellos. 

Abrióse  de  repente  la  puerta  de  la  taberna, 
entraron  con  precipitación  en  la  sala  otros  ajentes 
y  relumbraron  en  la  calle  algunos  fusiles. 

El  carbonero  de  quien  hemos  hablado,  se  ade- 
lantó hasta  el  umbral  del  Conejo  Blanco  aprove- 
chándose del  tumulto ,  dio  á  Rodolfo  una  mirada 
y  llevó  á  los  labios  el  índice  de  la  mano  de- 
recha. 


LA  PRISIÓN.  55 

Rodolfo  le  indicó  con  un  gesto  rápido  é  impe- 
rioso que  se  alejase. 

El  hombre  del  gorro  griego  bramaba  como  un 
león  ,  y  medio  tendido  sobre  un  banco  daba  tales 
respingos  que  apenas  podian  sujetarlo  otros  tres 
hombres. 

Su  compañero,  aterrado,  inclinada  la  cabeza, 
lívido  el  semblante  y  con  la  mandíbula  inferior 
abierta  ,  desencajada  y  convulsa ,  no  hizo  la  me- 
nor resistencia  y  presentó  las  manos  para  que  le 
atasen. 

La  tabernera,  sentada  en  el  mostrador  y  acos- 
tumbrada á  tales  escenas ,  permaneció  tranquila 
con  las  manos  en  los  bolsillos  del  mandil. 

—  ¿Que  han  hechr  r  ;os  hombres,  mi  querido 
Sr.  Narciso  ?  —  pregunto  la  Pelona  á  uno  de  los 
agentes  á  quién  con' c-i.  —  Asesinaron  ayer  á  una 
vieja  para  robarla  t  ir  calle  de  San  Cristo  val.  An- 
tes de  morir  declaró  la  infeliz  que  había  mordido 
la  mano  á  uno  de  los  asesinos.  Hace  tiempo  que 
traemos  de  ojo  á  estos  bribones  ,  y  como  mi  com- 
pañero se  informó  cumplidamente  de  su  identidad, 
hemos  entrado  á  prenderlos.  —  Gracias  á  que  han 
pagado  ya  su  azumbre  ,  que  sino...  —  dijo  I?  ii- 
gonera.  —  ¿Queréis  tomar  alguna  cosa,  Sr.  Narciso? 
una  copita  de  ratafia ;  vamos...  —  Gracias,  tia  Pe- 
lona :  es  preciso  asegurar  antes  á  estos  picaros.  Mi- 
ra como  rebrinca  e3  asesino  I 

En  efecto  el  ladrón  del  gorro  griego  aspumaba 
y  retorcía  los  miembro»  con  increíble  furor ,  y  cuan- 
do llegó  el  momento  de  ponerlo  en  un  coche  que 
aguardaba  á  la  puerta  á  prevención  ,  se  defendió 
de  tal  manera  que  fué  preciso  conducirle  en 
brazos. 

Su  cómplice  apenas  podia  sostenerse ;  temblaba 
como  un  azogado,  y  sus  labios  cárdenos  y  entrea- 
T.  I.  '5 


of)  HISTOIIIA   DE  LA  GLÍLLABAGUA. 

biertos    se  movían  como   si   estuviese   hablando. 
Echaron  también  en  el  coche  esta  masa  inerte. 

Antes  de  salir  de  la  taberna  miró  el  agente  con 
atención  á  los  demás  huéspedes,  y  dijo  al  Churia- 
(ior  con  un  tono  casi  afectuoso  : 

—  ¿También  estás  por  aquí  perillán  ?  hace  tiem- 
po que  no  se  habla  de  tí.  Te  vas  dejando  de  qui- 
meras I  eh  !  —  Estoy  hecho  un  santo  :  ya  sabéis 
que  solo  rompo  la  cabeza  al  que  lo  solicita.  — 
Solo  fallaría  que  te  metieses  también  á  provocar  á 
alguien  con  esos  puños  de  hierro.  —  Aquí  está  mi 
maestro  de  puños, — dijo  el  Churiador  tocando 
el  hombro  de  Rodolfo.  —  i  Hola  !  no  conozco  á 
ese,  —  dijo  el  agente  mirando  á  Rodolfo.  —  Ni  creo 
que  haya  motivo  para  que  nos  conozcamos.  —  Así 
sea  para  vuestro  bien,  —  dijo  el  agente;  y  dirigién- 
dose luego  á  la  tabernera  continuó:  Buenas  noches, 
lia  Pelona  :  es  una  ratonera  vuestra  taberna ,  con 
este  van  ya  tres  asesinos  cojidos  en  ella.  — Y  es- 
pero que  no  será  él  último  ,  Señor  Narciso  ,  siem- 
pre estará  á  vuestra  disposición, — dijo  con  toda 
su  gracia  la  Pelona  haciendo  una  reverente  cor- 
tesía. 

Luego  que  salió  el  agente  volvió  á  cargar  su 
pipa  el  joven  de  rostro  aplomado  que  fumaba  y 
bebía  aguardieate ;  y  dijo  al  Churiador  en  tono 
socarrón : 

—  ¿No  has  conocido  a!  del  gorro  griego?  es  el 
tio  Tenaza.  Cuand  >  vi  entrar  á  los  agentes  dije 
para  mi  sayo  :  aquí  hay  gato  encerrado.  ¿  No  ha- 
bías notado  como  escondía  la  mano  izquierda  el  tio 
Tenaza?  —  He  buena  se  han  librado  el  Maestro  de 
Escuela  y  el  Cojo  Gordo  con  no  estar  aquí , —  dijo 
la  figonera.  —  El  del  gorro  griego  preguntó  por 
ellos  tres  veces  ,  y  dio  á  entender  que  era  para  un 
negocio  en  que  tenían  que  ver  todos...  Poro  yo  no 


tC-       ^Lxc<nVi^  <)<-  &>«vu.£ci(y. 


LA  PIllSlOX.  57 

vendo  á  mis  parroquianos.  Está  bien  que  los  pren-%. 
dan  si  hay  motivo...  á  cada  cual  lo  suyo...  ¿  Pero 
yo?  i  Dios  me  libre!  con  su  pan  se  lo  coman, — 
dijo  la  tia  Pelona  á  tiempo  que  entraban  en  la 
taberna  un  hombre  y  una  mujer;  y  al  verlos  aña- 
dió : —  Justamente,  allí  viene  el  Maestro  de  Es- 
cuela con  su  pencuria  (a).  ¡  Jesús  !  Kazon  tenia 
para  no  sacarla  á  luz...  ¡  que  hocico  de  bruja  tiene! 

Al  oir  el  nombre  del  Maestro  de  Escuela  circu- 
ló un  movimiento  de  terror  por  todos  los  hués- 
pedes del  Conejo  blanco. 

El  mismo  Rodolfo,  á  pesar  de  su  natural  intre- 
pidez, no  pudo  contener  una  lijera  emoción  al  ver 
al  terrible  bandido ,  y  le  miró  por  algunos  ins- 
tantes con  una  curiosidad  mezclada  de  horror. 

El  Ghuriador  habia  dicho  verdad,  pues  el  Maes- 
tro de  Escuela  estaba  espantosamente  mutilado. 
Nada  mas  horrible  que  el  rostro  de  aquel  hom- 
bre ,  surcado  en  todas  direcciones  por  cicatrices 
lívidas  y  profundas.  La  acción  corrosiva  del  vi- 
triolo habia  abultado  monstruosamente  sus  labios, 
y  cortados  los  cartílagos  de  la  nariz  dejaban  ver 
dos  agujeros  disformes.  Los  ojos  pardos  y  muy 
claros ,  pequeños  y  redondos ,  brillaban  con  fe- 
rocidad :  la  frente  chata  ,  como  la  de  un  tigre, 
desaparecía  casi  enteramente  bajo  un  gorro  de  piel 
común  de  pelo  largo  y  erizado...  parecía  la  me- 
lena de  un  monstruo. 

La  estatura  del  Maestro  de  Escuela  no  pasaba 
de  cinco  pies  y  dos  ó  tre^  pulgadas;  su  cabeza  des- 
mesuradamente grande  salía  apenas  de  entre  dos 
hombros  anchos  y  carnosos  ,  cuya  forma  se  ^¡s-- 
tinguía  bajo  los  pliegues  de  una  blusa  de  tela 
cruda  y  grosera.  Los  brazos  eran  largos  y  muscu- 

^a)   Mujer. 


58  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

lesos;  las  manos  corlas  ,  gordas  y  velludas  hasta 
el  estremo  de  los  dedos ,  y  las  piernas  algo  ar- 
queadas y  con  enormes  pantorrillas  ,  que  indicaban 
su  fuerza  atlética.  Finalmente,  eran  las  formas  de 
este  hombre  una  exaojeracion  del  tipo  corto ,  do- 
ble y  rechoncho  de  Hércules  Farnesio.  La  espre- 
sion  feroz  de  su  máscara  espantosa,  su  mirar  in- 
quieto ,  variable  y  fogoso  como  el  de  una  bestia 
salvaje ,  eran  tales  que  no  admiten  descripción. 

La  mujer  que  acompañaba  al  Maestro  de  Es- 
cuela era  vieja  :  llevaba  un  vestido  oscuro,  un  chai 
de  fondo  negro  y  cuadros  encarnados  y  en  la  ca- 
beza una  especie  de  papalina  ó  cofia  blanca. 

Rodolfo  la  veia  de  perfil ;  pero  el  ojo  verde,  la 
nariz  de  gancho ,  los  labios  delgados  y  hundidos, 
la  barba  saliente  y  una  fisonomía  maliciosa  y  as- 
tuta ,  le  recordaron  involuntariamente  la  horrible 
vieja  de  quien  habia  sido  víctima  Flor  de  Maria. 
Después  de  haber  dicho  algunas  palabras  en 
voz  baja  á  Barbillon ,  el  Maestro  de  Escuela  se 
acercó  lentamente  á  la  mesa  que  ocupaban  Ro- 
dolfo y  el  Ghuriador ,  y  dirigiéndose  á  Flor  de 
María'  la  dijo  con  voz  ronca  y  escabrosa  :  —  Oyes 
tú  ,  saladita  ,  á  ver  como  dejas  á  ese  par  de  go- 
londrinos y  te  vienes  conmigo... 

La  Guiliabaora  no  respondió  una  sola  palabra: 
se  estrechó  contra  Rodolfo ,  y  su  temblor  y  el  so- 
nido de  sus  dientes  indicaban  el  espanto  que  se 
habia  apoderado  de  la  débil  criatura.  —  Yo  pro- 
meto no  tener  zelos  de  mi  querido  tortolillo, — dijo 
la  Lechuza  soltando  una  carcajada. 

No  habia  conocido  aun  á  su  víctima,  la  Chi- 
llona de  otro  tiempo. 

—  ¿Me  has  oido ,  tú  ,  palomita  ?  — dijo  el  mons- 
truo acercándose  á  la  mesa  :  —  si  no  te  meneas 
pronto  le  sacaré  un  ojo  para  que  hagas  compás  á 


tv    X¿<:ÍíA4,íuv 


LA  PRISIÓN.  59 

la  Lechuza.  Y  tú ,  de  los  mostachos...  (dirigién- 
dose á  Rodolfo)  si  no  me  echas  acá  ese  pimpollo 
por  encima  de  la  mesa  ,  te  daré  los  postres  de 
la  cena... —  ¡  Dios  mió  I  ¡misericordia  1  ¡defended- 
me!  — gritó  la  Guillabaora  á  Rodolfo  juntando 
las  manos  con  un  movimiento  de  angustia  y  de 
asombro.  Mas  creyendo  luego  que  lo  esponia  á  un 
gran  peligro  ,  añadió  en  voz  baja  :  —  No  ,  no  os 
mováis.  Señor  Rodolfo  ;  si  se  acerca  ,  yo  gritaré  y 
pediré  socorro ,  y  la  tia  Pelona  tomará  también 
nuestro  partido  por  temor  de  que  acuda  [la  policía. 
—  No  temas  ,  hija  mia,  —  dijo  Rodolfo  ,  mirando 
fríamente  al  Maestro  de  Escuela.  —  Estás  á  mi 
lado ,  estás  segura  ;  y  como  te  da  asco  la  cara 
odiosa  de  ese  bribón  y  á  mi  también,  verás  como 
le  echo  á  la  calle.  —  ¡Tú  I...  —  dijo  el  Maestro 
de  Escuela. —  ¡Yo  !... —  respondió  Rodolfo  ,  le- 
vantándose de  la  mesa ,  á  pesar  de  los  esfuerzos 
de  la  Guillabaora  para  contenerlo. 

La  fisonomía  de  Rodolfo  tomó  en  aquel  momen- 
to un  aire  tan  firme  y  amenazador,  que  el  Maes- 
tro de  Escuela  dio  un  paso  atrás,  desmintiendo 
por  primera  vez  su  audacia  invencible.  Hay  mira- 
das que  tienen  un  poder  mágico  irresistible;  y  por 
eso  dicen  que  algunos  duelistas  célebres  deben  su 
triunfo  á  esta  virtud  fascinadora  que  desmoraliza  y 
aterra  á-sus  adversarios. 

El  MfÜfetro  de  Escuela  dio  otro  paso  atrás,  y 
no  confiado  ya  en  sn  vigor  prodigioso,  buscó 
bajo  la  blusa  el  puñal  que  llevaba  siempre  con- 
sigo. 

Un  homicidio  hubiera  ensangrentado  acaso  la  ta- 
berna del  Conejo  blanco,  si  la  Lechuza  cogiendo 
en  aquel  momento  el  brazo  del  Maestro  de  Escue- 
la, no  hubiera  gritado: 

—  Aguarda...  Espera,   palomo  mió...  Escucha 


60  LOS  MISTEUIOS  DE  PAUIS. 

una  paiabra...  mira  ,  deja  que  ja  te  comerás  á 
esos  dos  palomilos.,.  no  se  escaparán ,  no... 

El  Maestro  de  Escuela  miró  á  la  tuerta  con 
asombro. 

Hacia  algunos  minutos  que  la  horrible  vieja  ob- 
servaba" con  atención  á  Flor  «'e  María  ,  como  para 
recordar  un  objeto  olvidado  ;  y  no  quedándole  por 
último  la  meaor  duda  ,  reconoció  en  la  joven  que 
tenia  delante  á  su  antigua  víctima  la  Chillona. 

—  ¡  Podré  creer  á  mis  ojos  !  —  «iritó  la  tuerta 
aso"ibrada.  —  Es  la  misma.  .  la  Chillona  ;  la  la- 
drona de  mis  buñuelos.  Pero  ?  de  dónde  sales  tú, 
malíí  correa  ?  sin  duda  el  diablo  te  me  pone  de- 
lante ,  —  anadió  enseñando  el  puño  cerrado  á  la 
tímida  criatura.  —  Con  que  siempre  has  de  venir 
á  caer  en  mis  uña*  ¡  eh  !  No  tengas  cuidado  que 
yo  te  arrancaré  los  dientes  uno  á  uno ,  y  no  te 
dejaré  una  sola  lágrima  en  el  cuerpo.  Ya  sé  que 
vas  á  rabiar...  pero  mira  ;  no  sabes  lo  qae  hay, 
!  eh  !  Yo  conozco  á  los  que  te  criaron  antes  de  ve- 
nir á  mi  poder.  El  Maestro  de  Escuela  conoció 
en  presidio  al  hombre  que  te  llevó  á  mi  desvao 
cuando  eras  pequeñita  :  tiene  pruebas  que  es  gente 
granida  a  la  .jue  te  ha  criado.  —  ¡  Mis  padresl... 
!  Dios  mió  I...  ¿Conocéis  á  mis  padres? — esclamó 
la  Guillabaora — Nunca  lo  sabrás  de  mi  boca;  es  un 
secreto  de  los  dos  ,  y  antes  arrancaría^  lengua 
á  mi  palomo  que  consentir  en  que  le  MPtíijese... 
Anda  ,  llora...  llora  y  rabia  ,  Chillona,  (jue  nunca 
lo  sabrás.  —  ¡  Dios  mió  I  ahora...  después  que... 
no  se  me  da  á  conocerá  mis  padres... 

Mientras  hablaba  la  Lechuza  fue  recobrando  al- 
guna serenidad  el  Maestro  de  Escuela  ,  y  mirando 
á  Rodolfo  de  soslayo   no    podia  convencerse    do 

(a)   Rica. 


LA   t»UISlON.  61 

qutí  un  hombre  de  estatura  tan  mediana  y  de  for- 
mas tan  esbeltas,  fuese  capaz  de  medir  con  él 
sus  fuerzas.  Seguro  pues  de  su  vigor  hercúleo  se 
acercó  al  defensor  de  la  Guillabaora  ,  y  dijo  á  la 
Lechuza  con  tono  y  ademan  severo  : 

—  Basta  de  charla.  Dejarme  ahora  despabilar 
á  ese  mosalvete  para  que  la  linda  rubia  me  tenga 
por  mejor  mozo  que  él. 

Rodolfo  saltó  de  un  bote  por  encima  de  la  mesa. 
*  —  ¡  Cuidado  con  mis  platos  ¡    gritó   la  Pelona. 

El  Maestro  de  Escuela  se  puso  en  defensa  con 
las  manos  adelante,  el  cuerpo  inclinado  hacia 
atrás  doblando  la  cintura  y  apuntalado  en  una 
de  sus  enormes  piernas ,  que  parecía  un  poste  de 
piedra. 

Abrióse  con  violencia  la  puerta  de  la  taberna 
en  el  moment  >  en  que  Rodolfo  se  arrojaba  sobre 
él.  El  carbonero  de  quien  hemos  hablado  y  que 
tenia  casi  seis  pies  de  alto ,  se  precipitó  en  la 
sala  ,  apartó  rudamentf,  al  Maestro  de  liscuela  y 
acercándose  á  Rodolfo  le  dijo  al  oido  en  alemán: 

—  Monseñor ,  la  condesa  y  su  hermano...  están 
en  la  esquina. 

Hizo  Rodolfo  un  movimiento  de  impaciencia  y 
de  cólera  al  oir  estas  palabras,  echó  un  luis  de 
oro  sobre  el  mostrador  de  la  Pelona ,  y  corrió  ha- 
cia la  puerta. 

El  lim^stro  de  Escuela  intentó  cortarle  el  paso; 
pero  volviéndose  á  él,  Rodolfo  le  descargó  con  tal 
fuerza  en  la  cara  dos  ó  tres  puñetazos ,  que  el 
bandido  perdió  el  equilibrio  y  cayó  de  lado  sobre 
un  banco, 

!  — Viva  la  patria!  !  :  ahí  están  esos,  esos  son 
los  puñetazos  festonados  que  me  dio  por  remate 
de  fiesta  ,  —  gritó  el  Ghuriador.  —  Con  otra  lec- 
ción como  esta  quedo  hecho  un  profesor. 


62  tos  MISTERIOS  DE  PARTS, 

Volvió  en  sí  el  Maestro  de  Escuela  al  cabo  de 
algunos  instantes ,  y  se  arrojó  á  la  calle  en  per- 
secución de  Rodolfo ;  pero  este  habla  desapare- 
cido va  con  el  carbonero  en  el  oscuro  laberinto 
de  las  calles  de   la   Cité. 

—  Cuando  volvió  á  entrar  el  Maestro  de  Es- 
cuela espumando  de  cólera  ,  corrían  dos  hombres 
hacia  la  taberna  por  el  camino  opuesto  al  que 
lle>aba  Rodolfo,  y  se  precipitaron  en  el  Conejo 
Blanco ,  tan  agitados  como  si  hubiesen  dado  una 
larga  carrera. 

Su  primer  impulso  fué  mirar  á  todos  los  án- 
gulos de   la  sala. 

—  ¡  Fuerte  desgracia  !  —  dijo  uno  de  ellos  ;  — 
ha  salido  ya...  Otra  vez  hemos  errado  el  golpe. 

Los  dos  recíenvenidos  hablaban  en  ingles. 

La  Guillabaora  ,  aterrada  por  el  encuentro  con 
la  Lechuza  y  temiendo  las  amenazas  del  Maestro 
de  Escuela  ,  se  aprovechó  del  tumulto  y  de  la 
sorpresa  causada  por  la  aparición  de  los  dos  nue- 
vos huéspedes  ,  y  salió  de  la  taberna  deslizándose 
por  la  puerta  entreabierta. 


CAPÍTULO  SEXTO. 


TOMAS  SEYTON  Y  LA  CONDESA  SARAH. 


Las  dos  personas  que  acaban  de  entrar  en  el 
Conejo  Blanco  no  pertenecían  á  la  clase  de  los  par- 
roquianos de  la  taberna.  Uno  de  ellos  era  alto  y 
delgado,  tenia  el  pelo  blanco,  las  cejas  y  patillas 
negras  ,  la  tez  morena  y  el  aspecto  grave  y  severo. 
Llevaba  una  levita  larga  abotonada  militarmente 
basta  el  cuello.  Su  nombre  era  Tomas  Seyton. 

Su  compañero  era  descolorido ,  de  buena  pre- 
sencia y  parecia  tener  unos  treinta  y  tres  ó  trein- 
ta y  cuatro  años;  el  cabello,  las  cejas  y  los  ojos, 
negros  realzaban  la  pálida  blancura  de  su  sem- 
blante ;  y  en  su  ademan  ,  lo  bajo  de  su  .estatura 
y  en  lo  delicado  de  sus  facciones  era  fácil  reco- 
nocer á  una  mujer  disfrazada  de  hombre. 

Era  la   condesa  Sarach  Mac  Gregor.    El  lector 
sabrá  mas  adelante  los  motivos  que  llevaron  á  la 
a^||u  hermano  al  jabardi 

—  ^VV  >    P*d®  ^^  bel)er  y  pregunta  por  él^  á 
íiues. 


condesa^Hu  hermano  al  jabardillo  de  la  Cité. 
—  ^VV  >    P*d®  ^^  bel)er  y  pregunta  por  él 
esas  gentes,  que  acfjso  nos  dirán  algo ,  —  dijo  Sa-     g 
rah  en  buen  ingles.  ¿ 


El  hombre  cano  y  de  cejas  negras  se  sentó  á 
una  mesa  mientras  que  Sarah  se  enjugaba  la  fren- 
te ,  y  dijo  á  la  Pelona  en  buen  francés  y  casi  sin 
ningún  acento: 

—  Señora  ,  haced  que  nos  sirvan  algo  de  beber. 

La  entrada  de  estas  dos  personas  en  la  taberna 


|ji  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

habia  escitado  la  curiosidad  de  todos:  su  traje  y 
sus  modales  iiidicabao  que  eran  del  todo  estraños 
en  aquel  silio,  y  su  fisonomía  inquieta  y  turbada 
se  veia  que  algún  motivo  importante  les  habia 
conducido  á  él. 

El  Ghuliador,  el  Maestro  de  Escuela  y  la  Le- 
chuza los  observaban  con  estraordinaria  curiosi- 
dad. 

Tomas  Seyton  dijo  por  segunda  vez  y  con  im- 
paciencia á  la  Pelona  ,  que  llena  de  sorpresa  par- 
ticipaba también  de  la  admiración  general: 

—  Señora,  hemos  pedido  algo  que  beber  :  te- 
ned la  bondad  de  servirnos. 

Muy  hueca  la  tabernera  al  oir  tan  cortés  y  para 
ella  desusado  len<Tuaje  »  salió  del  mostrador ,  y 
apoyándose  con  afabilidad  en  la  mesa  desús  nue- 
vos parroquianos  ,  les  preguntó  : 
•  — ¿  Querei*  un  azumbre  de  vino,  ó  una  bo- 
tella tapada?  —  Traednos  una  botella  de  vino, 
vasos  y  agua.  —  Sirvió  al  punto  la  tabernera  lo 
que  le  habian  pedido;  Tomas  Seyton  la  dio  un 
napoleón  ,  y  rehusando  tomar  el  cambio  que  le 
debia  ,  la  dijo  :  —  Guardadlo  ,  buena  amiga  ,  y 
echad  con  nosotros  un  trago  de  vino.  —  Muchas 
gracias  ,  caballero  ,  —  respondió  la  tia  Pelona  mi- 
rando al  hermano  de  la  condesa  con  un  aire  de 
gratitud  y  admiración  —  Hablamos  ^Édp  á  un 
amigo  —  dijo  Seyton  —  para  una  tabeM|^e  esta 
ralle  ,  y  creo  nos  hemos  engañado  —  Este  es  el 
Conejo  Blanco  para  lo  que  gustéis  mandar ,  caba- 
llero. —  Pues  no  hay  duda  que  es  aquí ,  —  dijo 
Seyton  haciendo  á  Sarah  una  seña  de  inteligen- 
cia. —  Sí ,  en  el  Conejo  Blanco  es  en  donde  debia 
esperarnos...  —  Y  por  cierto  que  no  hay  dos  Co- 
nejos B'an^'os — dijo  con  orgullo  la  Pelona  . — Pero 
decidme,  ¿qué  señas  tiene  vuestro  caraarada?— 


TOMAS  SEYTON  T  LA  CONDESA  SARAH.  65 

alto  y  delgado  ,  cabello  y  bigote  castaño  claro, — 
dijo  Seyton. —  Ya,  ya  caigo:  es  el  mismo  que  es- 
taba aquí  hace  un  momento...  Un  carbonero  muy 
alto  entró  á^ decirle  no  sé  qué ,  y  se  marcharon 
juntos.  —  Pues  á  los  dos  buscamos  precisamen- 
te —  dijo  Seyton.  — •  ? Estaban  solos?  —  preguntó 
Sarah.  —  Distingo  :  el  carbonero  solo  estubo  aquí 
un  instante;  pero  el  otro  amigo  vuestro  ha  cenado, 
con  la  Guillabaora  y  el  Churiador;  —  y  señaló  con 
una  mirada  al  convidado  de  Rodolfo ,  que  perma- 
necia  aun  en  la  taberna, 

Tomas  y  Sarah  se  volvieron  hacia  el  churia- 
riador ,  después  de  algunos  momentos  de  examen 
dijo  Sarah  en  ingles  á  su  compañero : 

— ¿Conoces  á  ese  hombre?  —  No,  Carlos  habia 
perdido  la  pista  de  Rodolfo  al  entrar  en  estas 
calles  del  infierno ,  y  viendo  á  Murph  rondar  la 
taberna  disfrazado  de  carbonero  y  mirar  á  cada 
paso  por  los  vidrios ,  creyó  que  había  alguna  no- 
vedacl  y  fué  al  punto  á  avisarnos...  Pero  Murph 
lo  echó  de  ver  sin  duda. 

Mientras  pasaba  esta  conversación  en  voz  baja 
y  lengua  extranjera  ,  el  Maestro  de  Escuela  dijo 
á  la  Lechuza,  mirando  á  Tomas  y  Sarah  : 

— '  El  mandria  ha  largado  una  moa  de  mina  me- 
nor (a)  á  la  Pelona.  Llueve,  y  el  viento  sopla 
que  rabj^  cuando  se  najen  (b)  les  echaremos  el 
guant€?^Hyb  agaferé  al  engibacaire  (c)  velis  nolis, 
que  como  va  con  su  pencuria  (d)  seguro  es  que 
no  dará  un  bramo  (e). 

Aun  cuando  Tomas  y  Sarah  hubiesen  oído  este 
odioso  lenguaje  nada  hubieran  comprendido  de  él. 

—  Bien  pensado,  tienes   unos  vientos  como  un 

(a)  El  simple  ha  dado  una  moneda  de  plata,  (h)  Mar- 
chen,    (c)  Yo  robaré  al  rufián,     (d)  Manceba.     (<;)  Gnl6 


(j'Ó  LOS  311STKKI0S  DE  PAKIS. 

perdiguero ,  —  repuso  la  Lechuza.  —  No  tengas 
cuidado ,  que  si  el  mandria  bratnase  ,  ya  sabes  que 
llevo  en  la  faltriquera  el  vitriolo ,  y  le  rompe- 
ría el  frasquillo  en  la  coba  (a)...  es  prtciso  dar  de 
beber  á  los  niños  para  que  no  lloren...  Dime ,  pa- 
lomo ,  cuando  hallemos  á  la  Chillona  nos  la  he- 
mos de  llevar  ¿  verdad  ?  Me  parece  que  la  tengo 
en  las  uñas...  Ya  la  untaremos  el  hocico  con  vi- 
triolo para  que  no  ande  tan  soberbia  con  su  lin- 
da fila  (b). — Mira  ,  Lechuza  ,  tanto  me  vas  pren- 
dando que  al  fin  y  al  cabo  he  de  venir  á  casarme 
contigo  —  dijo  el  Maestro  de  Escuela.  —  En  valor 
y  destreza  ne  hay  quien  te  ponga  el  pié  delante... 
Bien  te  he  marcado  noche  del  boyero ;  entonces 
dije  para  mi  coleto ,  Esta  mujer  es  capaz  de  tra- 
bajar mejor  que  un  hombre.  —  Por  cierto  que  sí, 
palomito :  si  el  Esqueleto  hubiera  tenido  una  mu- 
jer como  yo  para  desmicar  (c)  ,  no  le  hubieran 
cogido  el  baraustador  en  la  tragadero  del  mulan^ 
dó  (d).  — Buena  china  le  tocó:  no  saldrá  ile  la 
trena  (e)  hasta  que  vaya  á  la  t>asUea  (f).  Un  bulto 
menos  y  un  claro  mas.  —  ¿  Qué  lenguaje  estraño 
hablan  aquellos  dos? — dijo  Sarah  que  habia  oido 
involuntariamente  las  últimas  palabras  del  Maes- 
tro de  Escuela  y  de  la  Lechuza  :  y  luego  añadió 
señalando  al  Qiuriador.  —  Acaso  sabremos  algo 
de  Bodolfo  preguntando  á  aquel  hombM.  —  Va- 
mos á  ver  ,  —  dijo  Seyton  ;  dirigiéndosJpH  Chu- 
riador  añadió  :  —  Buenas  noches  ,  camarada.  De- 
bíamos hallar  aquí  á  un  amigo  con  quien  habéis 
cenado ,  y  puesto  que  1q  conocéis  ¿podríais  decir- 
nos á  donde  ha  ido  ?  —  Demasiado  le  conozco: 
jhace  dos  horas  que  me  santiguó  la  fila  por  causa 

^a)  Boca,  (b)  Caja,  (c)  Observar,  (d)  El  puñal  en  la  gar 
ganta  del  muerto,     (e)  Prisión     (f)  Patíbulo;  horca. 


TOMAS   SEYTON  Y  LA  CONDESA  SARAH.  67 

de  la  Guillabaora.  —  ¿  No  le  conocíais  antes  ?  — 
Jamas...  Nos  encontramos  en  el  portal  de  la  casa 
de  Brazo  Rojo.  —  ¡  Patrona  !  otra  botella  de  lo 
bueno —  dijo  Tomas  Seyton. 

Sarah  y  él  apenas  habían  tocado  el  vino,  pues 
tenían  los  vasos  llenos ;  mas  la  tía  Pelona ,  sin 
duda  para  hacer  los  honores  de  su  taberna  ,  ha- 
bía enjugado  distintas  veces  el  suyo.     . 

—  Ños  serviréis  en  la  mesa  del  señor  ,  si  no  lo 
lleva  mal ,  —  añadió  Seyton  dirigiéndose  con  Sa- 
rah á  donde  estaba  el  Churiador ,  que  atónito  y 
alegre  al  verse  tratar  de  un  modo  para  él  tan  es- 
estraño ,  miraba  sin  pestañear  á  los  dos  desco- 
nocidos. 

El  Maestro  de  Escuela  y  la  Lechuza  seguían 
hablando  en  voz  baja  y  en  caló  de  sus  proyectos 
siniestros. 

Servida  la  botella  continuaron  la  sesión  Sarah  y 
su  hermano  en  compañía  del  Churiador  y  de  la  ta- 
bernera ,  que  había  creído  superfina  una  segunda 
invitación. 

—  ¿Con  que  habéis  encontrado  al  amigo  de  Ro- 
dolfo en  el  portal  de  Brazo  Rojo  ?  dijo  Tomas  Sey- 
ton brindando  con  el  Churiador. — Sí,  —  res- 
¡)ondió  este  ;  y  enjuj^ó  el  baso  con  una  presteza 
admirable.  —  Vaya  un  nombre  raro  ese  de  Brazo 
l^ojo*  ¿  Quién  es  Brazo  Rojo  1  —  Tomaor   del  dui, 

—  dijo  ^n  indiferencia  el  Churiador;  y  luego 
añadió  :  —  !  Qué  vino  tan  asombroso,  tía  Pelona! 

—  Por  eso  no  debéis  permitir  que  bostece  el  vaso, 
camarada  ,  —  repuso  Seyton  llenando  otra  vez  el 
del  Churiador.  —  A  vuestra  salud  —  dijo  este  , — 
y  á  la  de  vuestro  amiguito ,  que  no  parece  sino 
que...  en  fin  ,  adelante...  Sí  mi  tío  fuera  hembra 
seria  mi  tia  ,  como  dice  el  refrán...  Vaya  que  sois 
ladino   ¡  eh  I  ya  caigo  en  la  cuenta... 


68  LOS  MISTERIOS  DE  PARIS. 

Un  color  casi  inperceptible  se  asomó  á  las  meji- 
llas de  Sarah.  Su  hermano  continuó: 

—  No  he  entendido  bien  lo  que  me  habéis  di- 
cho de  ese  Brazo  Rojo :  ¿  salia  de  su  casa  Ro- 
dolfo? —  Os  he  dicho  que  Brazo  Rojo  estomaor 
del  dui. 

Tomas  miró  con  sorpresa  al  Churiador. 

—  Pso  entiendo.  ¿Qué  quiere  decir  tomaor  del., 
dui  ?...  —  ¡  Tomal  tomaor  del  dui  quiere  decir  con- 
trabandista.  Parece  que  no  eclniis  de  la  oseta    (a) 

—  Amigo,  no  comprendo  una  jota. — Quiero  de- 
cir que  no  habláis  caló  como  el  señor  Rodolfo. — 

¿  Caló  dijo  Tomas  sorprendido  y  mirando  á  Sarah 

—  Vaya,  está  visto;  sois  unos  mandrias...  pero 
el  amigo  señor  Rodolfo ,  ese  sí  que  es  un  buen 
jorgoíin  (b)  :  aunque  pintor  de  abanicos  pudiera 
enseñarme  á  mí  el  caló...  Vaya  pues  ,  ya  que  no 
entendéis  el  habla  de  la  gente  honrada  ,  os  diré 
en  huen  romance  que  Brazo  Rojo  es  contrabandista 
y  que  tiene  un  jabardillo  en  los  campos  Eliseos  de 
añadidura.  Y  no  se  crea  que  vendo  á  nadie  con 
decir  que  Brazo  Rojo  es  contrabandista...  porque 
él  mismo  lo  dice  en  las  barbas  del  resguardo...  pero 
el  diablo  que  lo  coja ;  es  mas  ladino  que  un  zorro. 

—  ¿  Qué  tenia  que  hacer  ese  hombre  con  Rodolfo  ? 

—  preguntó  Sarah. — Por  mi  abuelo,  señor...  ó 
señora...  ó  como  gustéis...  que  nada  sé:  tan  cierto 
como  este  trago.  Esta  noche  me  estaba  chanceando 
con  la  Guillahaora,  y  aun  me  parece  queTenia  ga- 
nas de  zurrarla  ;  se  metió  en  el  portal  de  la  casa 
de  Brazo  Rojo  :  la  seguí...  la  noche  estaba  como 
boca  de  lobo...  en  lugar  de  coger  á  la  Guillabaora 
me  cogió  á  mí  el  camarada  Rodolfo  y  me  sacudió 
el  polvo  lindamente...  Sí...  sobre  todo  los  puñeta- 

(í\.   y  o  habláis  Calo   (b^  Coir!paü..'ru- 


TOMAS   SEYTON   Y  LA  CONDESA  SARAH.  69 

zos  de  despedida...  ¡  Gáspita,  qué  bordados  I..  Tie- 
ne un  brazo  de  hierro...  Pero  con  algunas  lecciones 
que  me  dé  tan  bien ,  saldré  maestro  del  arte.  — 
¿  Qué  clase  de  hombre  es  Brazo  Rojo  ?  ¿  en  qué 
géneros  trata  ?  —  preguntó  Tomás.  —  ¿  Quién  ? 
¿  Brazo  Rojo  ?  vende  todo  lo  que  no  se  puede 
vender,  y  hace  todo  lo  que  no  se  puede  hacer.  Ahi 
está  su  comercio.  ¿  Verdad,  tia  Pelona  ?  —  i  Oh  , 
sí  1  la  cueva  en  que  él  se  meta  ya  tendrá  mas  sa- 
lida que  una,  —  dijo  la  tabernera.  —  También  es 
dueño  de  una  casa  en  la  calle  del  Temple...  buen 
tugurio  por  cierto...  Pero  adelante  :  á  quien  Dios 
se.  la  dio...  —  añadió  temiendo  haber  dicho  dema- 
siado. —  ¿  Qué  señas  tiene  la  casa  de  Brazo  Rojo 
en   esta   calle?  —  preguntó  Scyton   al  Ghuriador. 

—  Número  13.  —  Puede  ser  que  algo  averisruemos 
allí:  mañana  enviaré  á  Carlos,  —  dijo  Seyton  á  su 
hermana.  —  Puesto  que  conocéis  al  señor  Rodolfo, 

—  dijo  el  Ghuriador  —  podéis  alabaros  de  tener  un 
amigo  sólido...  un  buen  muchacho  Si  el  carbonero 
no  hubiese  entrado  á  tiempo ,  se  hubiera  roto  la 
gela  con  el  Maestro  de  Escuela  ,  que  está  allá  en 
el  rincón  con  la  Lechuza...  i  Hayo  /  no  sé  como  no 
lo  mato  al  acordarme  de  lo  que  hizo  á  la  Guilla- 
baora...  Paciencia...  á  su  tiempo  maduran  las  uvas, 
como  dice  el  otro. 

Se  oyó  dar  las  doce  de  la  noche  en  el  relox  de 
la  casa  municipal. 

La  luz  del  quinqué  de  la  taberna  espiraba  por 
momentos.  Los  huéspedes  del  Gonejo  Blanco  ha- 
bian  desfilado  uno  á  uno ,  y  solo  quedaban  en  la 
sala  el  Ghuriador,  sus  dos  compañeros,  el  Maestro 
de  Escuela  y  la  Lechuza. 

El  Maestro  de  Escuela  dijo  á  la  tuerta: 

—  Vamos  á  escondernos  en  el  portal  de  enfrente 
y  veremos  salir  á  estos  polluelos.  Si  tuercen    á  la 


70  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

izquierda  les  aguardaremos  en  la  esquina  de  la 
calle  de  San  Eloy;  si  tuercen  á  la  derecha,  ea  los 
escombros  al  lado  de  la  tripería;  hay  allí  una  cueva 
á  propósito  ,  y  tengo  arreglado  mi  plan.  —  El 
Maestro  de  Escuela  y  la  Lechuza  se  dirigieron 
hacia  la  puerta.  —  Con  que  nada  priváis  ni  mu- 
flís (a)  esta  noche,  —  les  dijo  la  tabernera.  —  No, 
lia  Pelona...  solo  hemos  entrado  para  abrigarnos 
—  repuso  el  Maestro  de  Escuela;  y  salió  al  mo- 
mento con  la  Lechuza. 


a  liíbfis  ni  coméis. 


>iOC'<s>^ 


CAPÍTULO  SÉPTIMO. 


LA  BOLSA  O  LA  VIDA. 

Volvieron  en  sí  Tomas  y  Sarah  de  la  distracción 
en  que  se  hallaban  ,  al  oir  el  ruido  que  hizo  al 
cerrarse  la  puerta.  Levantáronse  dando  gracias  al 
Churiador  por  las  noticias  que  les  habia  comuni- 
cado ,  y  este  salió  de  la  taberna  á  tiempo  que  el 
viento  redoblaba  su  furia  y  la  lluvia  caía  á  tor- 
rentes. 

El  Maestro  de  Escuela  y  la  Lechuza,  (imboscados 
en  un  portal  enfrente  de  la  taberna  del  Conejo 
Blanco,  vieron  que  el  Churiador  se  alejaba  por  el 
lado  de  una  calle  en  donde  habia  una  casa  demo- 
lida. El  ruido  de  sus  pasos  ,  algo  entorpecidos  por 
las  frecuentes  libaciones  de  la  cena,  se  confundieron 
luego  con  los  bramidos  del  \y¿ido  y  con  el  estré- 
pito de  la  lluvia  que  azotaba  las  paredes. 

Tomas  y  Sarah  salieron  también  de  la  taberna  y 
tomaron  una  dirección  opuesta  á  la  del  Churiador. 

—  Van  perdidos — dijo  el  Maestro  de  Escuela 
á  la  Lechuza.  —  Prepara  el  vitriolo:  ¡  atención  I  — 
Descalcémonos  para  que  no  nos  sientan  —  repuso 
la  Lechuza.  —  Tienes  razón. 

Descalzóse  la  odiosa  pareja,  y  pegados  á  la  pared 
se  fueron  ambos  deslizando  á  favor  de  la  oscuri- 
dad. 

Favorecidos  por  este  ardid,  el  Maestro  de  Es- 
cuela y  la  tuerta  siguieron  á  To.íías  y  Sarah  tan 
de  cerca,  que  casi  les  tocaban. 

T.  .1.  6 


72  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

Afortunadamente  nos  aguarda  el  coche  en  la  es- 
quina de  la  calle  —  dijo  Tomas  Seyton:  —  porque 
la  lluvia  nos  va  á  calar.  ¿  Tenéis  frió,  Sarah  ? 

—  Puede  ser  que  averigüemos  algo  por  medio 
del  contrabandista;  de  ese  Brazo  Rojo  —  dijo  Sarah 
sin  responder  á  la  pregunta  de  su  hermano. 

Este  se  detuvo  de  repente  y  replicó: 

—  No  es  esta  la  calle;  debimos  tomar  á  la  iz- 
quierda al  salir  de  la  taberna;  para  llegar  al  coche 
hemos  de  pasar  por  delante  de  una  casa  demolida. 
Volvamos  atrás. 

El  Maestro  de  Escuela  y  la  Lechuza  que  seguían 
de  cerca  á  sus  víctimas,  se  escondieron  en  el  hue- 
co de  una  puerta  á  fm  de  no  ser  vistos  por  Tomas 
y  Sarah,  que  casi  pasaron  tocándoles  con  el  codo. 

—  Prefiero  que  vayan  por  el  lado  de  los  escom- 
bros , —  dijo  en  voz  baja  el  Maestro  de  Escuela: 
—  Si  se  resisten...  ya  tengo  hecho  mi  plan. 

Sarah  y  su  hermano  volvieron  á  pasar  por  de- 
lante del  Conejo  Blanco  y  llegaron  á  los  escombros 
de  una  casa  medio  demolida  ,  cuyos  subterráneos 
estaban  descubiertos  y  formaban  un  precipicio  á  lo 
largo  de  la  calle. 

Con  la  ligereza  de  un  tigre  que  se  abalanza  a  su 
presa,  dio  de  repente  un  salto  el  Maestro  de  Es- 
cuela, y  asiendo  á  Tomas  por  el  pescuezo  con  una 
mano,  le  dijo: 

—  El  dinero,  ó  te  echo  en  esa  cueva. 

Y  empujando  á  Seyton  hacia  atrás  le  hizo  per- 
der el  equilibrio  y  lo  suspendió  con  una  mano  so- 
bre la  profunda  escavacion  ,  mientras  que  con  la 
otra  agarró  de  un  brazo  á  Sarah ,  que  se  sintió 
apretar  como  si  fuesen  unas  tenazas. 

Antes  que  Tomas  hiciese  el  menor  movimiento, 
la  Lechuza  le  registró  los  bolsillos  con  maravillosa 
destreza. 


LA  DüLSA    Ó    LA    VíDA.  73 

Sarah  no  gritó  ni  opuso  resistencia  alguna  y 
dijo  á  su  hermano  con  serenidad: 

—  Dales  el  bolsillo,  Tomas.  —  Y  dirigiéndose 
al  bandido  añadió:  ■ — No  nos  hagáis  mal,  pues  no 
hacemos  resistencia. 

La  Lechuza,  después  de  haber  registrado  e:rru- 
pulosamente  los  bolsillos  de  las  dos  víctimas ,  dijo 
á  Sarah: 

—  A  ver  las  manos  ;  veamos  si  tienes  sortijas. 
No...  Ni  siquiera  un  anillo...  \  qué  miseria  ! 

i  ornas  Seyton  no  perdió  su  sangre  fiia  mientras 
duró  esta  escena  tan  rápida  como  imprevista  ,  y 
dijo  al  Maestro  de  Escuela,  cuya  mano  le  apretaba 
con  menos  violencia: 

—  ¿Queréis  hacer  un  cambio?  Mi  cartera  con- 
tiene papeles  que  no  os  servirán  :  volvédmela  y 
mañana  os  daré  veinte  y  cinco  luistís  de  oro.  — 
Ya...  para  cogernos  en  el  garlito  —  repuso  el  ban- 
dido. —  Vamos ,  lárgate  y  no  mires  atrás :  bien 
librado  has  salido  á  poca  costa.  —  Aguarda  ,  mira 
—  dijo  la  Lechuza.  —  Si  es  hombre  de  bien,  podrá 
recobrar  su  carlera.  —  Y  dirigiéndose  luego  á 
Seyton  añadió :  —  ¿  Sabéis  el  llano  de  San  Dioni- 
sio ?  —  Sí.  —  ¿  Sabéis  donde  está  San  Ouen  ?  — 
Sí.  —  Enfrente  de  ^an  Ouen,  al  fin  del  camino  de 
la  Revolté ,  el  campo  es  llano  y  la  vista  alcanza 
lejos.  Salid  allí  mañana  solo  con  el  dinero,  llevaré 
la  cartera,  y  si  me  dais  os  daré.  —  ¡  Mira  que  te 
va  á  coger  ,  Lechuza  1  —  ¿  Soy  yo  alguna  tonta  ? 
El  campo  es  descubierto  y  se  ve  desde  lejos.  No 
tengo  mas  que  un  ojo ,  pero  es  bueno ;  y  si  va 
acompañado  er  í/enftiííe ,  ya  pondré  los  pies  en 
polvorosa  y  se  quedará  en  ayunas  de  la  cartera. 

Ocurriósele  de  repente  á  Sarah  una  idea  ,  y  di- 
jo al  bandido. 

—  ¿Queréis  ganar  dinero  ?  —  Sí.  —  ¿Habéis  vis- 


7Í  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

to  en  la  taberna  de  donde  venimos  lodo?,  porqué 
ahora  is  reconozco,  á  un  hombre  á  quien  ha  ido 
á  buscar  un  carbonero?—  ¿Uno  delgado  do  bigo- 
tes ?  Sí;  me  iba  á  comer  un  pedazo  de  aquel  espár- 
rago ,  pero  no  me  dio  tiempo.. c  me  aturdió  con  dos 
puñetazos  y  me  hizo  caer  sobre  un  banco...  fué 
la  primera  vez  de  mi  vida...  ¡  Pero  yo  me  vengaré! 

—  I3ueno  ,  pues  de  ese  es  de  quien  hablo  ,  —  dijo 
Sarah.  —  ¿  De  él  ?  —  gritó  el  Maestro  de  Escuela. 

—  Vengan  1,000  francos  y  le  mato...  —  ,  Misera- 
ble  /  ¿Quien  habla  de  matar?...  dijo  Sarah  al  Maes- 
tro de  Escuela.  — ¿Qs'é  queréis  entonces?  —^Sa- 
lid mañana  al  llano  de  San  Dionisio  y  hallaréis 
allí  á  mi  compañero  ,  — continuó  Sarah;  ya  veréis 
como  está  solo,  y  os  dirá  lo  que  habéis  de  hacer. 
Si  cumplís  no  solo  os  dará  1,000  francos  sino  2,000 

—  Mira  ,  palomiio —  dijo  en  voz  baja  la  Lechuza 
al  Maestro  de  Escuela, — es  negocio  de  dinero; 
esta  es  gente  que  hnbiUa  los  pames  (a)  y  quieren 
deshacerse  de,  algún  enemigo  :  este  enemigo  es  sin 
duda  el  gn]ioa  h  que  te  querías  tragar...  Es  pre- 
ciso ir  :  yo  iré  en  tu  lugar...  Dos  mil  francos,  que- 
rido ,  valen  bien  la  molestia  de  andar  un  poco  de 
camino.  —  Bien  está,  irá  mi  mujer,  —  dijo  el  Maes-r 
1ro  de  Escuela.  —  la  diréis  lo  que  se  ha  de  hacer,  v 
veremos...  —  Mañana  á  la  una.  —  A  la  una.  —  en 
el  llano  de  San  Dionisio. —  Entre  San  Ouen  v  el 
camino  de  la  Revolté,  al  fin  del  camino.  —  Está 
dicho.  —  Os  llevaré  vuestra  cartera.. —  Y  os  daré 
ios  500  francos  prometidos  ,  y  arreglaremos  el  otro 
negocio  si  sois  razonable.  —  liueno;  ahora  coged 
á  la  derecha  ,  que  nosotros  nos  vamos  por  la  iz- 
quierda ,  y  cuidado  con  que  nos  sigáis  ;  porque 
sino... 

fa)  Genlc  rica  6  de  dinero,   (b)  Rufián. 


LA  BOLSA  O  LA  VIDA.  ÍO 

Alejáronse  pieci piladamente  el  Maestro  de  Es- 
cuela y  la  Lechuza  ,  y  Tomas  Seylon  y  Sarah  se 
dirigieron    hacia   el  atrio    de  Nuestra  Señora. 

Un  testigo  invisible  habia  presenciado  esta  escena., 
el  Churiador  se  habia  metido  entre  los  escombros 
de  la  casa  demolida  para  abrig  rse  de  la  lluvia.  In- 
teresóle vivamente  la  proposición  que  acerca  de  Ro- 
dolfo hizo  Sarah  al  bandido ,  y  alarmado  por  el 
peligro  que  creyó  amenazaba  á  su  nuevo  amigo, 
sintió  no  tener  en  su  mano  el  medio  de  salvarlo. 
Su  odio  al  Maestro  de  Escuela  y  á  la  Lechuza  pudo 
haber  contribuido  íi  dispertar  este  sentimiento. 

Determinó  advertir  á  Hodollb  del  peligro  que  le 
amenazaha,  pero  no  sabia  como  hacerlo,  habiendo 
olvidado  las  señas  de  la  casa  del  titulado  pintor 
de  abanicos.  Cómo  |>ues  hablar  á  Rodolfo  si  por  ven- 
tura no  volvía  á  la  taberna  del  Conejo  Blanco?  En- 
tregado a  estas  reflexiones,  el  Churiador  habia 
seguido  maquinalmente  á  Tomas  y  Sarah  ,  y  los 
vio  subir  al  coche  que  los  aguardaba  en  el  atrio  de 
Nuestra  Señora, 

Al  partir  el  coche  saltó  á  la  zaga  el  Churiador 
y  á  la  una  de  la  noche  se  detuvo  el  carruage  en  el 
baluarte  del  Observatorio;  donde  se  apearon  Tomas 
y  Sarah  j  desaparecieron  en  una  callejuela  que 
empieza  en  aquel  sitio.  Como  la  noche  era  muy  os- 
cura, el  Cbmiador  sacó  de  la  faltriquera  una  gran- 
de navaja  ,  hizo  con  ella  una  profunda  señp.l  en 
une»  d?  ios  arboles  cercanos  al  callejón,  áíin  de  re- 
conocer al  dia  siguiente  el  lugar  en  que  se  ha- 
Maha  ,  y  dirigióse  luego  á  su  habitación,  de  la  cual 
se  hallaba  muy  distante. 

I  .argo  tiempo  hacia  que  no  habia  disfrutado  de  un 
«ueño  tan  profundo  y  tranquilo  como  el  de  esta  no- 
che y  sin  que  le  aterrase  la  horrible  visión  del  sar- 
gento y  los  soldados  moribundos. 


CAPiTLLO  OCTAVO. 


EL  PASEO. 


Hermoso  y  radiante  en  medio  de  un  purísimo 
cielo ;  brillaba  el  sol  de  otoño  la  mañana  que  si- 
guió á  la  noche  en  que  han  pasado  las  escenas  re- 
feridas. Aunque  por  la  elevación  de  las  casas  y  lo 
estrecho  de  las  calles  es  siempre  oscuro  el  barrio 
de  la  Cilé,parecia  sin  embargo  menos  horrible  á 
la  luz  de  un  hermoso  dia. 

A  las  once  de  la  mañana  entró  Rodolfo  en  la  ca- 
lle de  Feves,  y  se  dirigió  á  la  taberna  del  Conejo 
Blanco,  ya  fuese  porque  no  temia  el  encuentro  de 
las  personas  con  quienes  habia  estado  la  víspera,  ó 
bien  porqué  queria  buscarlas. 

Iba  vestido  de  obrero  como  el  dia  anterior,  pero 
en  su  traje  se  notaba  mayor  esmero,  pues  llevaba 
una  blusa  nueva  abierta  por  el  pecho ,  que  descu- 
bría una  camisa  de  lana  encarnada  cerrada  con 
botones  de  plata  ;  el  cuello  de  otra  camisa  de  tela 
caia  sobre  una  corbata  de  seda  negra  anudada  sin 
aliño; los  risos  de  su  pelo  castaño  caian  alrededor  de 
una  gorra  de  terciopelo  azul  celeste  con  visera  de 
charol ,  y  en  lugar  de  los  zapatos  herrados  y  gro- 
seros de  fa  víspera,  llevaba  unas  botas  perfectamen- 
te lustradas  que  ceñian  un  lindo  pié  ,  el  cual  pare- 
cía tanto  mas  pequeño  por  debajo  de  un  ancho  pan- 
talón de  terciopelo  color  de  aceituna. 

Nada  desfiguraba  este  trage  la  elegante  figura  de 


EL  PASEO.  77 

Rodolfo,  que  era  una  mezcla  singular  de  gracia,  de 
lijereza  y  de  fuer/a. 

La  Pelona  se  hallaba  en  el  umbral  del  Conejo 
Blanco  cuando  llegó  Rodolfo. 

—  ¡  Vuestra  servidora ,  caballerito...  Venís  sin 
duda  á  buscar  el  cambio  de  vuestro  luis  de  oro,  — 

—  dijo  con  deferente  cortesía  no  atreviéndose  á 
echar  en  olvido  que  el  vencedor  del  Churiador  le 
habia  dejado  la  víspera  en  el  tablero  una  pieza  de 
veinte  fran«os.  —  Os  soy  deudora  de  17  fran- 
cos y  medio..  También  tengo  otra  cosa  que  deciros: 
ayer  ha  venido  á  buscaros  un  señor  bien  vestido 
con  una  mujer  del  brazo  disfrazada  de  hombre.  Be- 
bieron de  lo  reservado  con  el  Churiador.  —  ¡  Ah 
bebieron  con  el  Churiador  /  ¿  Y  bien  que  le  han  di- 
cho ?  —  Aunque  digo  que  bebieron  me  equivoco, 
porque  no  hicieron  mas  que  «humedecer  los  labios, 
y...  — Te  pregunto  que  es  lo  que  han  hablado  con 
el  Churiador.  —  Le  han  hablado  de  varias  cosas, 
¿que  sé  yo?  de  Brazo  Rojo,  de  la  lluvia,  del  tiempo. 

—  ¿Conocian  á  Brazo  Rojo?  —  Al  contrario,  el 
Churiador  les  ha  explicado  quién  era...  y  como  su- 
cedió que  á  su  puerta  le  habéis...  —  Bueno,  bueno: 
no  se  trata  de  eso.  — ¿Queréis  vuestro  dinero  eh? 

—  Sí  y  me  llevaré  la  Guillabaora  a  pasar  un  dia  de 
campo.  —  ¡  Oh  I  eso  es  imposible  querido  mió.  — 
¿Porqué?  —  ¿Porqué?  con  no  volver  á  mi  casa 
me  arruinaría.  Todo  lo  que  lleva  puesto  es  mió 
y  me  debe  ademas  noventa  francos  para  acabar  de 
pagarme  la  posada  y  la  comida  durante  las  seis 
semanas  que  ha  estado  conmigo.  Si  no  fuese  hon- 
rada como  es  ,  no  la  dejarla  salir  á  la  esquina  de 
la  calle...  — ¿Te  debe  noventa  francos  la  Guillabao- 
ra? —  Noventa  francos  y  diez  sueld  s  ,  ni  mas  ni 
menos...  Pero  ¿  qué  os  vá  ni  qué  os  viene  en  eso? 
Cualquiera  diria  que  ibais  á  pagarlos  por  ella.  /  Va- 


78  LOS  MISTERIOS  DÉ  PARlS. 

mos,  ¡echadla  de  caballero!  — Ahí  está,  —  dijo 
Rodolfo  anojando  cinco  luises  sobre  el  mostrador 
de  la  figonera.  —  Dime  ahora  cuanto  te  debe  por 
los  trapos  que  la  has  alquilado. 

Deslumbrada  la  vieja  con  el  oro ,  exsaminó  los 
luises  uno  á  uno  con  un  aire  de  duda  y  descon- 
fianza. 

—  ¿Piensas  que  te  doy  moneda  falsa?  Envia  á 
cambiar  el  oro  ,  y  acabemos  pronto...  ¿  Cuanto  va- 
len los  andrajos  que  alquilas  á  esa  desdichada  ? 

El  deseo  de  hacer  un  buen  negocio,  el  asombro 
que  le  causó  el  ver  á  un  jornalero  dueño  de  tanto 
dinero,  el  temor  de  ser  engañada  y  la  esperanza  de 
ganar  mas  todavía,  hicieron  titubear  á  la  figonera 
por  un  momento  y  al  fin  dijo:  —  Por  los  vestidos 
me  debe  á  lo  menos...  cien  francos.  —  ¿Por  aquellos 
andrajos?  Vamos  creo» que  estás  de  broma  :te  que- 
darás con  el  dinero  de  ayer,  y  le  daré  un  luis...  na- 
da mas.  Dejarse  saquear  por  tí  es  robar  otra  tanta 
limosna  a  los  pobres.  —  Entonces  querido  mió  me 
quedaré  con  los  vestidos,  y  la  Guillabaora  no  sal- 
drá de  mi  casa.  Soy  libre  para  poner  á  mis  cosas  el 
precio  que  me  acomode.  —  ;  Que  Satanás  te  confun- 
da como  mereces!  Ahí  tienes  tu  dinero  anda  á  bus- 
car la  Guillabaora. 

La    figonera    guardó    el   dinero ,  creyendo  que 
el  pintor  de  abanicos  habia  hecho  algún  robo  ó  ad- 
quirido  alguna  herencia,  y  le  dijo  con  una  sonrisa 
maligna. 
—  ¿  Y  porqué   no    subis    en  persona  á  buscarla?.. 

Me  parece  que  no  la  desagradarla...  porque  á 
fe  de  Pelona  ,  ayer  os  miraba  con  unos  ojos  /  — 
Anda  á  buscarla  y  dila  que  quiero  llevarla  al  cam- 
po... nada  mas.  Que  no  sepa  que  he  pagado  su  deu- 
da... —  ¿Porqué?  —  ¿Que  te  importa?  —  Tenéis 
razón...  vale  mas  que  siga  en  la  persuacion  de  que 


KL  PASEO. 

és  mi  deudora...  —  ¡  Calla  y  sube...  despacha!  — 
jAj,  que  genio  de  vinagre/  Pobre  del  que  se  mela 
en  fiestas  con  él...  Vamos,  ya  voy... 

Y  subió  la  Pelona. 

Al  cabo  de  algunos  minutos  volvió  á  bajar. 

—  La  Guillabaora  no  quería  creerme:  se  puso 
encarnada  cuando  la  dije  que  estabais  aquí...  Pero 
al  oir  que  querías  llevarla  al  campo  se  hubo  de 
volver  loca  :  quiso  echárseme  al  pescuezo  por  la 
primera  vez  de  su  vida.  —  Fué  con  la  alegría  de... 
dejarle. 

Entró  en  aquel  momento  Flor  de  María  vestida, 
como  la  víspera  ,  con  un  vestido  de  alepín  oscuro, 
chai  color  de  naranja  alado  á  la  espalda,  y  un  pa- 
ñuelo de  cuadros  encarnados  en  la  cabeza  que  de- 
jaba ver  dos  gruesas  trenzas  de  cabello  rubio. 

Bajó  los  ojos  al  ver  á  Rodolfo  y  se  cubrió  de  ru- 
bor. 

—  ¿Queréis  pasar  un  dia  de  campo  conmigo  ,  hi- 
ja mía  ?  —  dijo  Rodolfo.  —  Con  mucho  gusto ,  señor 
Rodolfo,  si  ía  Señora  lo  permite,  —  dijo  la  Gui- 
llabaora.—  Tienes  mi  licencia,  palomita,  en  aten- 
ción á  tu  conducta  y  méritos  relevantes...  Vamos, 
dame  un  beso. 

Y  la  figonera  acercó  al  de  Flor  de  María  su  in- 
noble rostro  abotargado 

La  infeliz  criatura ,  venciendo  una  congojosa  re- 
pugnancia ;  acercó  su  hermosa  frente  á  los  labios 
de  la  figonera;  pero  Rodolfo  arrojó  de  un  codazo 
á  la  vieja  contra  el  mostrador  de  la  taberna,  y  co- 
giendo del  brazo  á  Flor  de  María  salió  del  Conejo 
Blanco  al  son  de  las  imprecaciones  de  la  tía  Pe- 
lona. 

—  ¿Cuidado,  señor  Rodolfo! — dijo  la  Gui- 
llabaora:—  la  figonera  no  dejará  de  arrojaros  al- 
guna cosa  á  la  cabeza,  porqué  es  muy  mala/  —  No 


80  L03  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

tengáis  cuidado,  bija  inia.  Pero  qué  tenéis?  parecéis 
abatida  j  triste...  ¿No  queréis  venir  conmigo?  — 
Al  contrario...  pero...  como  me  dais  el  brazo...  — 
¿Y  qué?  —  Como  sois  un  obrero  acomodado...  cual- 
quiera podrá  decir  á  vuestro  amo  que  os  ha  visto 
conmigo...  y  esto  os  bará  perjuicio.  Los  amos  no 
quieren  que  sus  oficiales  se  distraigan. 

Y  la  Guillabaora  retiró  suavemente  el  brazo  y 
añadió : 

—  Id  solo  y  yo  os  seguiré  hasta  la  barrera.  Lue- 
go que  lleguemos  al  campo  nos  reuniremos...  —  No 
temas,  —  dijo  Rodolfo  conmovido  por  este  delica- 
do senlim  ento,  y  volviendo  á  tomar  el  brazo  de 
Flor  de  María. —  Mi  patrón  no  vive  en  este  barrio, 
y  ademas  vamos  á  tomar  un  coche  en  el  muelle 
de  las  Flores. —  Como  gustéis  ,  señor  Rodolfo :  yo 
os  dije  aquello  por  temor  de  que  os  sucediese  al- 
gún mal. —  Lo  creo  y  lo  agradezco.  Pero  ya  que 
vamos  al  campo,  decidme  francamente  á  qué  sitio 
deseáis  que  nos  dirijimos. — Con  tal  que  vayamos 
al  campo,  el  sitio  me  es  indiferente.  El  tiempo  es 
hermoso;  deseo  tanto  respirar  el  aire  libre  I...  ¿Sa- 
béis que  hace  seis  semanas  que  no  he  pasado  del 
mercado  de  las  flores?  Y  gracias  á  que  la  tia  Pe- 
lona me  dejaba  salir  de  la  Cité  ,  porque  tenia  con- 
fianza en  mí.  —  ¿Ibais  á  ese  mercado  para  comprar 
flores  solamente  ? — ¡Ah'  no,  porque  no  tenia  di- 
nero, y  solo  iba  para  verlas  y  para  respirar  sa 
olor...  Pasaba  tan  contenta  la  media  hora  que  la 
Pelona  me  concedia  los  dias  de  mercado  para  pa- 
searme en  el  muelle  ,  que  me  olvidaba  entonces  de 
todo.  —  Pero  al  volver  á  la  taberna...  por  aquellas 
calles  tan  sucias...  — Ah  ,  sí!...  jamas  volvia  tan 
contenta  como  habia  salido...  y  tenia  que  ocultar 
mis  lágrimas  para  que  no  me  pegasen...  Mirad," 
señor  Rodolfo,  lo  que  mas  envidia  me  daba  en  el 


EL  PASEO.  81 

mercado  era  el  ver  á  las  obreritas  jóvenes  que  se 
volviaii  tan  alegres  con  un  hermoso  florero  en  el 
brazo.  —  Estoy  seguro  de  que  hubierais  sido  mas 
feliz ,  solo  con  haber  tenido  tiestos  en  vuestra  ven- 
tana. —  i  Qué  verdad  es  eso,  señor  Rodolfo!  Un 
dia  la  tia  Pelona,  conociendo  mi  gusto,  me  regaló 
un  rosalito;  era  dia  de  su  santo.  ¡Si  vierais  que 
contenta  estaba  !  ya  no  habia  tristeza  para  mí.. o 
No  hacia  mas  que  mirar  y  mirar  el  rosal,  y  me 
divertia  en  contar  las  hojas  y  cogollos...  Pero  el 
aire  es  tan  malo  en  la  Cité  que  al  cabo  de  dos  dias 
empezó  á  marchitarse...  y  entonces...  Pero  os  vais 
á  reir  de  mí,  señor  Rodolfo. — No,  hija  mia:  con- 
tinuad.—  ¡Pues  bien,  mirad  I  entonces  pedí  licen- 
cia á  la  tia  Pelona  para  sacar  á  pasear  mi  rosalito, 
confio  si  fuese  un  chiquillo...  Lo  llevaba  al  muelle 
figurándome  que  el  aire  embalsamado  por  las  otras 
flores  le  haria  revivir.  Mojaba  en  el  agua  de  la 
fuente  sus  mustias  hojitas,  y  luego  lo  ponía  un 
cuarto  de  hora  al  sol  para  enjugarlo...  ¡Rosalito 
mió  I  nunca  veía  el  sol  en  la  Cité...  lo  mismo  que 
yo...  porque  en  nuestra  calle  no  baja  nunca  del 
techo  de  las  casas...  En  fin  me  volvía  á  la  taber- 
na. ¡Ah!  os  aseguro,  señor  Rodolfo,  que  á  estos 
cuidados  debió  sin  duda  mi  rosal  diez  dias  mas  de 
vida.  — Sí,  os  lo  creo;  pero  cuando  murió  tuvisteis 
un  dia  de  luto,  un  pesar  muy  grande  ¿es  verdad? 
—  Lo  he  llorado,  sí;  lo  he  llorado  con  mucha  pe- 
na... Porque,  mirad,  señor  Rodolfo,  tomo  mucho 
cariño  á  las  flores  aunque  no  las  tenga:  os  lo  pue- 
do asegurar.  Y  luego  yo  quería  tanto  á  mi  rosalito 
porque  habia  agradecido  mis  cuidados...  porque... 
en  fin...  á  pesar  de  lo  que  yo  era... 

Y  Flor  de  Maria  bajó  ruborizada  la  cabeza. 

—  i  Desgraciada  niña  I  con  ese  sentimiento  de 
vuestra  horrible  situación,  muchas  veces  debisteis.. 


82  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

—  Haber  querido  huir  ¿es  verdad  señor  Rodolfo? 

—  dijo  la  Guillabaora  interrumpiendo  á  su  compa- 
ñero. —  ¡  Ah  sí !  de  un  mes  á  esta  parte  muchas 
veces  he  mirado  al  Sena  por  el  bordo  del  parape- 
to;... pero  después  miraba  á  las  flores  y  al  cielo, 
y  me  decia :  El  rio  estará  siempre  ahi...  no  tengo 
mas  que  diez  y  seis  años...  ¿  quién  sabe  ?  —  Espe- 
rabais en  algo  cuando  decíais  Quien  sabe  ?  —  Sí. 

—  ¿Y  que  esperabais  ?  —  Hallar  una  buena  alma 
qne  me  proporcionase  trabajo  para  salir  de  la  taber- 
na... esta  esperanza  me  consolaba...  Y  luego  me 
decia  á  mí  misma  :  Es  verdad  que  es  grande  mi 
desamparo  y  aiiscria;  pero  á  lo  menos  no  he  hecho 
nunca  mal  á  nadie...  si  hubiera  tenido  alguno  que 
me  aconsejase,  no  me  hallaría  como  me  h;  lio... 
Y  entonces  se  disipaba  mi  tristeza,  que  se  había 
aumentado  desde  la  |)érd¡dade  mi  rosal,—  añadió 
Flor  de  María  €on  un  suspiro.  —  ¡  Qué  pena  tan 
graude  os  dt»  ese  rosal  !  —  Sí...  Miradlo,  aqui  está. 

—  Y  sacó  del  pecho  un  mano|ílo  seco  muy  re- 
cortado y  atado  con  una  cínla  color  de  rosa. 

—  ¡  Ah  ,  lo  habeir,  conservado  !  —  Ya  lo  creo... 
es  lo  único  que  poseo  en  este  mundo.  —  \  Cómo  ! 
^.  no  poséis  nada  ?  —  Nada,  señor.  —  ¿Y  esa  sarta 
de  coral  ?  —  Es  de  la  figoneía.  —  ¿  No  tenéis  si- 
quiera una  basquina  ,  una  gorrila  ,  un  pañuelo?... 

—  No ,  señor :  nada  ,  nada  me  pertenece  á  no  ser 
las  ramilas  secas  de  mi  pobre  rosal.  Por  eso  las 
quiero  tanto. 

Rodolfo  y  la  Guillabaora  llegaron  en  esto  al 
muelle  de  las  Flores,  en  donde  los  esperaba  un 
coche  de  alquiler.  Rodolfo  hizo  subir  á  Flor  de 
María,  entró  después  y  dijo  al  cochero: 

—  A  San  Dionisio:  allí  te  diré  por  donde  has  de 
seguir. 

El  carruaje  partió  :  brillaba  un  hermoso  sol ,  e\ 


JffoX    c*^     TlIt^vVici. 


EL  PASEO.  83 

cíelo  estaba  claro  y  sin  nubes  y  un  aire  fresco  en* 
traba  libremente  por  las  ventanas  del  coche. 

—  ¡  Ah  !  ¡  una  capa  de  mujer  !  —  dijo  la  Gui- 
llabaora  al  ver  un  manto  de  abriíjo  que  babia  en 
su  asiento.  —  Sí ,  podéis  usarlo  ,  bija  mia  :  lo  he 
tomado  creyendo  que  lend riáis  frió. 

La  pobre  Cíiatura,  poco  acostumbrada  á  tales 
atenciones,  miró  con  sorpresa  á  Rodolfo. 

—  ;  Dios  mió  ,  qué  bueno  sois  ,  señor  Rodolfo  ! 
esto  me  da  vergüenza.  —  ¿Os  avergonzáis  porque 
soy  bueno?  —  No...  sino  que...  ya  no  habíais  co- 
mo hablabais  ayer,  y  parecéis  otro...  —  Decidme, 
Floii de  María:  ¿  cuál  queréis  mejor  ;  que  sea  el 
Rodolfo  de  ayer...  ó  el  Rodolfo  de  boy?  —  Me 
gustáis  mas  ahora...  Con  lodo  ,  ayer  me  parecia 
que  erais  mas  igual  á  mí... — Y  temiendo  haber 
ofendido  á  Rodolfo,  añadió:  —  Aunque  digo  igual., 
bien  sé,  señor  Rodolfo,  que  esto  no  puede  ser...  — 
Una  cosa  eslraño  en  vos  ,  Flor  de  María.  — ¿  Qué 
es,  señor  Roíloifo  ?  —  Parece  que  no  os  olvidáis  de 
lo  que  os  dijo  anocbe  la  Lechuza...  Conoce  á  las 
personas  que  os  han  criado.  —  ¡  Ah  !  no  me  he  ol- 
vidado ,  no...  he  llorado  toda  la  noche  pensando 
en  eso  Pero  estoy  segura  de  que  no  es  verdad... 
La  tuerta  habrá  inventado  ese  cuento  para  mor- 
tificarme... —  Puede  ser  que  la  vieja  esté  mejor 
inform  da  de  lo  que  pensáis...  y  si  así  fuese  ¿no 
os  alegraríais  de  hallar  á  vuestros  padriís  ?  —  ¡  Ay . 
señor  Rodolfo  ,  si  mis  padres  no  me  amaron  jamas 
¿á  que  fin  conocerlos?  ..  ni  aun  querrían  verme... 
y  s'  me  ban  amado  ¿cuál  seria  su  vergüenza?.., 
¡  ab  !  si^moririan  de  pesar...  —  Si  vuestros  padres 
os  amaron  ,  Flor  de  María ,  os  compadecerán  ,  os 
perdonarán  y  os  amarán  todavía  .  Si  os  han  aban- 
donado, su  vergüenza  y  su  remordimiento  ,  al  ver 
la  espantosa    siluacion  á  que  os  veis  reducida  os 


84-  LOS  imSTERIOS  DE  PARÍS. 

vengarán.  —  ¿Y  para  qué  vengarme ?  —  Tenéis 
razón...  no  hablemos  mas  de  este  asunto. 

Llegaba  entonces  el  coche  á  la  encruc'jada  de 
ios  caminos  de  San  Dionisio  y  la  Revolté,  cerca  de 
San  Ouen. 

A  pesar  de  lo  monótono  de  aquel  sitio,  Flor  de 
María  se  llenó  de  gozo  al  ver  los  campos ,  como 
ella  decia;  y  olvidando  los  tristes  recuerdos  que  la 
habia  inspirado  el  nombre  de  la  Lechuza  ,  se  cu- 
brió su  hermoso  rostro  de  una  angélica  alegria, 
asomóse  a  la  ven' añil  la  del  coche  ,  y  batiendo 
exaltada  las  manos  gritó: 

—  j  Señor  Rodolfo,  qué  dicha,  qué  felicida^J  1... 
¡  la  yerbal...  ¡  los  campos  1... /Dios  mió  I...  Si  me 
permitierais  bajar...  ;  hace  un  dia  tan  hermoso  I... 
:  qué  gusto  me  daria  correr  por  esos  campos  !  — 
Corramos,  hija  mia,..  /  Cochero  para  !  —  ¿  También 
queréis  correr,  señor  Rodolfo?  —  Sí,  prenda  mia. 
—  ¡  Qué  felicidad,  señor  Rodolfo  1 

Y  cojiéndose  de  la  mano  los  dos  compañeros 
empezaron  á  correr  por  un  prado  acabado  de  segar 
hasta  faltarles  el  aliento. 

Seria  imposible  decir  los  gritos  de  gozo ,  los 
saltos  y  arrebatos  de  alegiia  que  dio  y  sintió  Flor 
de  María. '  ¡  Pobre  criatura  !  después  de  tan  largo 
encierro  la  embriagaba  el  aire  libre...  Iba,  venia,  se 
paraba  y  volvia  á  correr  sin  poder  sujetar  los  im- 
pulsos de  su  inocente  y  entusiasmado  gozo.  A  ca- 
da mata  de  flores  silvestres  que  encontraba  no  podía 
contener  nuevas  exclamaciones  de  alegría.  Después 
de  haber  cojido  cuantas  flores  alcanzó  con  la  vista 
y  de  hciber  corrido  algún  tiempo,  se  sintió  Dor  últi- 
mo eansada  y  sin  aliento,  pues  habia  perdido  la 
costumbre  de  hacer  ejercicio,  se  sentó  en  el  ti'on- 
co  de  un  árbol  tendido  á  lo  largo  de  un  profundo 
barra  TICO. 


EL  PASEO.  85 

El  rostro  blanco  y  trasparente  de  Flor  de  María , 
de  ordinario  pálido ,  estaba  entonces  cubierto  de  un 
vivo  sonrosado.  Sus  grandes  ojos  azules  brillaban 
con  dulzura ;  sus  labios  encarnados  y  entreabiertos 
para  dar  paso  á  la  agitada  respiración ,  dejaban  ver 
dos  hermosas  hileras  de  perlas  húmedas;  su  seno  se 
agitaba  bajo  el  pequeño  y  gastado  chai  color  de  na- 
ranja; con  una  mano  comprimia  los  latidos  del  co- 
razón, y  con  la  otra  presentaba  á  Rodolfo  el  rami- 
llete de  flores  silvestres  que  había  cojido. 

Nada  mas  hermoso  que  la  expresión  de  gozo  ino- 
cente y  puro  que  exhalaba  el  rostro  de  Flor  de 
María. 

Luego  que  pudo  hablar  dijo  á  Rodolfo  con  un 
acento  de  inefable  dicha  y  de  agradecimiento  casi 
religioso : 

—  ¡  Cómo  bendigo  á  Dios  por  habernos  dado  tan 
hermoso  dia  !  ! 

Brilló  una  lágrima  en  los  ojos  de  Rodolfo  al  oir 
que  esta  criatura  abandonada  y  perdida,  daba  un 
grito  de  felicidad  y  de  gratitud  al  Ser  Supremo ; 
porque  la  permitia  disfrutar  un  rayo  del  sol  y  la 
vista  de  un  prado. 

Un  accidente  inesperado  sacó  á  Rodolfo  de  su 
contemplación. 


■m 


CAPÍTILO  i\OVE\0. 


LA  SORPRESA. 


Hfiínos  dicho  que  la  Guiilabaora  se  había  senta- 
do en  el  tronco  de  un  árbol  que  estaba  tendido  á 
lo  largo  de  un  profundo  barranco. 

Levantóse  de  repente  un  hombre  del  fondo  de  la 
cueva,  y  sacudiendo  el  heno  con  que  se  habla  ta- 
pado ,  prorumpió  en  una  estrepitosa  carcajada. 

La  Guillaboara  volvió  la  cabeza  y  dio  un  grito 
de  espanto. 

Era  el  Churiador. 

—  No  tengas  miedo,  Paloma  —  dijo  este  al  ver 
el  asombro  de  la  jjven,  que  había  corrido  hacia 
su  compañero. — Señor  Rodolfo,  este  es  un  encuen- 
tro particular  ¡  eh!...  apuesto  á  que  no  lo  espera- 
bais, ni  yo  tampoco... — Y  luego  añadió  en  tono 
serio  :  —  Mirad,  señor  Rodolfo...  dígase  lo  que  se 
quiera...  pero  hay  una  cosa  allá  arriba...  en  el 
aire...  sobre  nosotros...  Vaya,  Dios  es  muy  travie- 
so ,  y  me  parece  que  tiene  trazas  de  decir  al  hom- 
bre: «Anda  romo  yo  te  empujo  ..»  en  vista  de  que 
nos  ha  empujado  á  los  dos  hasta  aquí,  lo  que  me 
parece  una  ocurrencia  diabólica.  —  Pero  ¿qué  ha- 
ces ahí —  dijo  Rodolfo  con  sorpresa — Os  guardo 
las  espaldas,  señor  maestro...  ¡  Qué  cosa  tan  ra- 
ra I...  ¡venir  á  dar  precisamente  en  mi  casa  de 
campo  !...  Vamos,  aquí  hay  alguna  mano  escondi- 
da,., sin  remedio... — Pero  responde  ¿qué  haces 


LA   SORPRESA.  87 

allí?  —  Luego  lo  sabréis;  dadme  solamente  el  tiem- 
po de  subir  á  la  caja  de  vuestro  observatorio  con 
ruedas. 

Corrió  el  Churiador  hacia  el  coche  que  estaba 
parado  á  corta  distancia,  echó  una  ojeida  por  toda 
la  llanura  y  volvió  con  presteza  á  donde  estaba  Ro- 
dolfo. 

—  ¿Me  explicarás  de  una  vez  lo  que  significa  to- 
do eso? — ¡Paciencia  ,  señor  maestro  !...  Una  pala- 
brita mas...  ¿Qué  hora  es?  —  Las  doce  y  media  — 
dijo  Rodolfo  mirando  el  relox.  —  Bueno...  tenemos 
tiempo...  la  Lechuza  no  llegará  hasta  de  aquí  á  me- 
dia hora. —  ¡La  Lechuza  I — exclamaron  á  un  tiem- 
po Rodolfo  y  la  Guillabaora.  —  Sí...  la  Lechuza. 
En  dos  palabras ,  maestro...  os  diré  el  cuento :  a  ver, 
luego  que  salisteis  del  Conejo  Blanco,  entró...— ^ Un 
hombre  alto  con  una  mujer  vestida  de  hombre: 
preguntaron  por  mí,  ya  lo  sé.  ¿Qué  hubo  luego? 
—  Luego  me  dieron  de  beber  y  quisieron  hacer- 
me charlar  por  vuestra  cuenta...  Psada  pude  decir- 
les... porque  como  no  me  habéis  comunicado  mas 
que  aquella  descarga  cerrada  que  me  hicisteis  el 
honor  de...  en  fin,  no  sabia  mas  secreto  del  maestro 
Rodolfo  que  aquellos  puñetazos  de  remate...  Que- 
de esto  entre  nosotros,  maestro  Rodolfo...  Que  me 
lleve  el  diablo  si  no  os  tengo  el  mismo  cariño  que 
un  mastín  á  su  amo...  desde  que  me  habéis  dicho 
que  tenia  corazón  y  honor...  ¡  Qué  importa!...  no 
me  va  ni  me  viene...  pero  es  cosa  que  me  hace  pen- 
sar... En  fin,  adelante...  cada  uno  es  cada  uno...  y 
yo...  — Gracias,  Churiador,  gracias:  sigue  tu  cuen- 
to.— El  señor  alto  y  la  mujer  pequeña  vestida  de 
hombre,  viendo  que  no  sacaban  nada  de  mí,  salie- 
ron de  la  taberna  y  yo  salí  también:  se  fueron  los 
dos  por  el  lado  dol  Palacio  de  la  Justicia,  y  yo  por  el 
de  Nuestra  Señora.  Al  llegar  al  fin  de  la  calle  em- 

T  I.  7 


88  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

pezó  á  llover  á  cántaros...  jera  un  diluvio!  y  como 
allí  cerca  había  una  casa  demolida,  me  dije;  «Si  dura 
el  chubasco  dormiré  tan  bien  aquí  como  en  mi  zao 
hurda.»  Me  dejé  caer  en  una  especie  de  bodega  abri- 
gada, hice  mi  cama  de  virutas  y  astillas  viejas ,  mi 
almohada  de  pedazos  de  yeso,  y  héteme  aquí  acos- 
tado cerno  un  rey. —  Pero  vamos  ¿y  luego? — Ya 
sabéis  que  habia  bebido....  pues  sin  embargo  he 
vuelto  á  beber  con  el  hombre  alto  y  con  la  mujer 
vestida  de  hombre:  esto  es  para  deciros  que  tenia  la 
cabeza  algo  á  la  giaeta...  eso  y  el  ruido  de  la  lluvia 
no  hay  cosa  que  rae  haga  dormir  mas  á  gusto.  Em- 
pezaba á  dormitar  á  poco  de  haberme  echado,  cuan- 
do un  ruido  cercano  me  hizo  despertar  sobresaltado: 
era  el  Maestro  de  Escueía  que  estaba  hablando  co- 
mo si  dijéram  s  amigabieimnte  con  otra  persona... 
Aplico  el  oido..  ¿y  qué  es  lo  que  escucho?.,  jrayo!  la 
voz  del  hombre  alto  que  habia  estado  en  la  taberna 
con  la  mujer  disfrazada  de  hombre. — ¿Hablaban 
con  el  Maestro  de  Escuela  y  la  Lechuza  ?  —  pregun- 
tó Rodolfo  lleno  de  asombro. — Con  los  mismos... 
y  se  daban  una  cita  para  el  día  siguiente...  —  ¿Para 
hoy?  —  dijo  Rodolfo.  —  A  la  una.  —  Pues  es  justa- 
mente la  hora. —  En  la  encrucijada  del  camino  de 
San  Dionisio  y  de  la  Revolté. — ¡Aquí  mismo  I  — 
Aquí ,  ni  mas  ni  menos  ,  maestro  Rodolfo.  —  ¡  Ah , 
el  Maestro  de  Escuela'...  cuidado,  señor  Rodolfo!.^ 
—  exclamó  Flor  de  María. —  No  temas,  hija  mia... 
no  es  él  quien  ha  de  venir,  sino  la  Lechuza. — 
¿Cómo  han  podido  conocer  á  esos  miserables  el 
hombre  y  la  mujer  disfrazada  que  me  buscaban  en 
la  taberna? — dijo  Rodolfo.  —  Eso  no  lo  sé.  Pero 
me  parece  que  no  he  despertado  hasta  el  remate  de 
la  función ;  porque  el  hombre  alto  hablaba  de  re- 
cobrar su  cartera ,  que  la  Lechuza  le  ofrecía  traer 
hoy  aquí,.,  en  cambio,  por  supuesto,  de  quinien- 


LA  SORPRESA.  89 

tos  francos.  Según  esto  es  de  creer  que  el  Maes- 
tro de  Escuela  les  había  robado  antes  que  yo  des- 
pertase y  que  solo  pude  oírlos  cuando  estaban  ya 
de  buenas.  —  j  Es  cosa  original!  — /Dios  mío/ 
tengo  miedo  por  vos,  señor  Rodolfo  —  dijo  Flor 
de  María, 

El  maestro  Rodolfo  no  es  ningún  chiquillo,  pa- 
loma; mas  si  las  cosas  se  pusiesen  como  temes... 
aquí  estoy  yo.  —  Adelante,  Ghuriador:  ¿qué  hubo 
después? — El  grande  y  la  pequeña  prometieron 
dos  mil  francos  por  haceros...  no  sé  qué.  La  lechu- 
za es  quien  debe  venir  aquí  ahora  mismo  para  de- 
volver la  cartera  y  saber  deque  se  trata,  á  íln  de 
informar  de  todo  al  maestro  de  Escuela ,  que  se 
encargará  de  lo  demás. 

Flor  de  María  se  extremeció. 

Rodolfo  sonrió  con  desden.  —  Dos  mil  francos 
por  haceros  alguna  travesura,  señor  Rodolfo...  Va- 
mos, eso  me  hace  pensar  (salvo  la  comparación  ) 
que  cuando  veo  un  cartel  ofreciendo  cien  francos  de 
gratificación  por  un  perro  perdido  ,  me  digo  mo- 
destamente: ((Animal,  si  lú  te  perdieras  en  lugar 
de  tu  perro  nadie  daria  cien  maravedises  por  vol- 
verte á  encontrar»...  ¡Dos  mil  francos  por  haceros 
algún  daño!...  esto  me  hace  discurrir...  ¿Quien 
diantres  sois?  — Luego  lo  sabrás.  —  Basta ,  señor 
Rodolfo...  Cuando  oí  esta  proposición  dije  ¡jara  mi 
sayo :  Es  preciso  saber  donde  moran  estos  ricachos 
que  quieren  echar  el  Maestro  de  Escuela  á  las  bra- 
gas del  maestro  Rodolfo.  Luego  que  se  alejaron  salí 
de  mi  madriguera  y  los  seguí  al  galope:  el  grande 
y  la  pequeña  llegaron  á  un  coche  que  estaba  en  el 
atrio  de  Nuestra  Sonora,  se  metieron  dentro,  yo 
me  puse  en  la  zaga ,  echamos  á  andar  y  llegamos  al 
baluarte  del  Observatorio.  Como  la  noche  estaba 
oscura  como  un  horno  y  no  se  veía  nada,  hice  una 


90  LOS  MISTERIOS  DE  PARTS. 

cortadura  en  un  árbol  para  reconocer  el  silío  al  día 
siguiente.  —  ¡  Perfectamente,  amigo  !  —  Esta  ma- 
ñana acudí  al  sitio.  A  diez  pasos  del  árbol  señala- 
do be  visto  una  callejuela  cerrada  con  una  verja... 
en  el  lodo  de  la  callejuela  babia  pisadas  grandes  y 
pequeñas...  al  fin  de  la  callejuela  una  puerlecita  de 
jardiíi  en  donde  cesaban    las  pisadas...  el  nido    del 
grande  y  de  la  pequeña  debía  estar  allí.  —  Gracias, 
Albino,   gracias;  me  has  hecho  un  gran  servicio 
sin  saberlo.  —  Eso  no,  señor  Rodolfo;  perdonad... 
lo  sabia,  y  por  eso  lo  he    hecho.  — Ya  lo  sé,  ya, 
amigo  mió,  y    quisiera    recompensar  tu  servicio 
mas  que  de  palabra..  Por  desgracia  no  soy  mas  que 
un  pobre  jornalero...  aunque  esos  den  dos  mil  fran- 
cos por  hacerme  algún  mal,  según  dices...  Voy   á 
explicártelo  todo.  —  Si  os  place,  bueno;  por  mí  no 
lo  hagáis...  si  alguno  os  quiere  llegar  al  bulto,  aquí 
estoy  yo...  por  lo  demás  no  se  rae  da.  —  Ya  adivi- 
no lo  que  quieren...  Sábete  que  poseo  el  secreto  de 
cortar  el  marfil   para  los  abanicos   por  un  medio 
mecánico  ;  pero  este  secreto   no  me  pertenece  á  mí 
solo.  Esfoy  esperando  á  mi  asociado  para  ponerlo 
en  práctica  ,   y  sin    duda  quieren  hacerse  á  toda 
costa  con  la  máquina  que  tengo  en  mi  casa  ,  porque 
hay  mucho  dinero  que  ganar  con  este  invento.  — 
¿Con  que   el  alto  y  la  pequeña  son..,  ?  —  Los  fa- 
bricantes en  cuyo  establecimiento  trabajo,  y  á  quie- 
nes no  he  querido  comunicar  mi  secreto. 

Esta  explicación  pareció  satisfactoria  al  Churía- 
oor,  cuya  inteligencia  no  estaba  muy  desenvuelta, 
y  repuso;  —  Ahora  lo  comprendo...  ¡  qué  envidio- 
sos !...  ¡cobardes!...  no  tienen  valor  para  dar  el 
golpe  por  su  mano,  y...  Pero,  en  una  palabra, 
r.quí  está  lo  que  dije  para  mi  coleto  esta  mañana  : 
Yo ,  me  dije,  sé  la  cita  de  la  Lechuza  y  del  hom- 
bre alto  ;  tenpfo  buenas  piernas  y  voy  á  esperarlos; 


LA     SORPRESA.  91 

mi  amo  el  descargador  me  echará  de  menos;  peor 
para  él...  Llego  aquí,  veo  este  barranco  ,  traigo  de 
acullá  un  haz  de  heno,  me  entierro  en  él  hasta 
los  ojos  y  aguardo  á  la  Lechuza...  Pero  en  este 
medio  tiempo  aparecéis  en  el  llano  con  la  pobre 
Guillabaora  que  viene  á  sentarse  á  la  misma  orilla 
de  mí  establecimiento  :  y  entonces  ¿qué  hago  ?  Una 
broma.  Doy  un  grito  como  un  escaldado  y  salgo  de 
mi  cueva...  —  ¿Cuál  es  tu  intención?  —  Esperará 
la  Lechuza  ,  que  no  dejará  de  llegar  primero,  y 
oir  lo  que  habla  con  el  hombre  alto  por  lo  que  os 
pueda  ir  en  ello.  En  todo  (1  llano  no  hay  mas  que 
este  tronco  de  árbol  tendido  ,  parece  hecho  para 
sentarse  en  él  y  desde  aquí  se  descubre  mucho 
terreno.  La  cita  es  en  la  encrucijada,  á  cuatro  pa- 
sos, y  aposlaria  á  que  viene  á  sentarse  aquí.  Si  no 
viene  y  no  pueilo  oir  lo  que  pasa  ,  caigo  sobre  la 
Lechuza  y  temblará  el  mundo...  no  haré  mas  que 
pagarle  lo  que  la  debo  por  el  diente  de  la  Guilla- 
baora: la  retorceré  el  pescuezo  hasta  que  me  can- 
te de  llano  el  nombre  de  los  padres  de  la  pobre 
chica  ,  ya  que  dijo  que  los  conocía...  ¿  Qué  os  pare- 
ce de  mi  idea  ,  maestro  Rodolfo  ?  —  Bien  ,  querido 
mío;  pero  es  preciso  cambiar  algo  el  plan.  —  i  Ah ! 
sí :  en  primer  lugar,  Churiador,  no  riñáis  con  na- 
die por  causa  mia...  Si  hacéis  daño  á  la  Lechuza, 
el  Maestro  de  Escuela... — No  tengas  cuidado,  pim- 
pollito...  Yo  pondré  de  mi  mano  á  la  Lechuza... 
por  lo  mismo  que  tiene  por  defensor  al  Maestro  de 
Escuela  ,  he  de  doblar  la  receta.  —  Escucha  ,  Chu- 
riador; yo  sé  otro  modo  de  vengar  á  la  Guillabao- 
ra, que  te  diré  mas  tarde.  Por  ahora  —  dijo  Ro- 
dolfo alejándose  algunos  pasos  de  la  Guillabaora  y 
bajándola  voz  —  por  ahora  ¿quieres  hacerme  un 
verdadero  servicio?  — Hablad,  maestro  Rodolfo. 
—  ¿No  te  conoce  la  Lechuza?  —  La  lie  visto  ayer 


92  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

por  primera  vez  en  el  Conejo  Blanco.  —  He  aquí 
lo  que  tienes  que  hacer...  Te  esconderás  desde  lue- 
go ;  mas  al  punto  que  la  sientas  cerca  de  tí,  saldiás 
del  agujero. — ¿Para  retorcerla  el  pescuv!zo?  — 
No...  eso  mas  adelante...  hoy  es  menester  impedir 
que  hable  con  el  hombre  alto...  Si  este  ve  que  hay 
alguien  con  ella,  no  se  atreverá  á  acercarse...  Si 
se  acerca,  no  te  separes  de  ella  un  solo  instante... 
pues  no  le  hará  proposición  alguna  delante  de  tí... 

—  Si  el  hombre  me  llama  curioso...  hago  mi  nego- 
cio ,  y  adelante...  al  fin  no  es  un  Maestro  de  lis- 
cuela  ni  un  Maestro  Rodolfo.  Sigo  á  la  Lechuza  co- 
mo una  sombra  ,  el  hombre  no  dice  una  sola  pa- 
labra que  yo  no  oiga,  y  por  último  se  marcha  con 
su  madre  gallega...  pero  ne  de  dar  una  tunda  á  la 
Lechuza  ¿  verdad?  Eslo  lo  necesito  para  descargar 
la  conciencia...  ya  me  pican  las  carnes. — Todavía 
no  es  tiempo...  ¿Sabe  la  tuerta  si  eres  ó  no  ladrón? 

—  No,  á  no  ser  que  el  Maestro  de  Escuela  la  haya 
enterado  de  que  no  me  lleva  el  diablo  por  ese  ca- 
mino... —  Y  si  se  lo  ha  dicho  ,  tú  procurarás  hacer- 
la creer  lo  contrario.  —  ¿  Yu  ?  —  Tú.  —  ¡  Qué  dia- 
blo ,  señor  Rodolfo  !...  ¿qué  me  decís?...  esa  farsa 
no  me  acomoda.  — Harás  lo  que  quieras.  .  y  verás 
si  te  propongo  una  infamia...  Luego  que  el  hombre 
se  haja  alejado  ,  como  la  Lechuza  estará  furiosa 
por  no  haber  podido  hacer  su  negocio  ,  procurarás 
calmarla  diciéndola  que  sabes  donde  hay  un  buen 
gazapo  ,  que  estás  aquí  aguardando  á  tu  cómplice, 
y  que  si  el  Maestro  de  Escuela  quiere  tomar  parte... 
ganará  mucho  oro,  y...  —  ¡  Vaya...  vaja  !...  pero, 
señor...  —  Al  cabo  de  una  hora  la  dirás:  «  Mi  com- 
pañero no  viene...  sin  duda  deja  el  golpe  para  otro 
dia...»  y  citarás  á  la  Lechuza  y  al  Maestro  de  Es- 
cuela para  mañana.  ¿Entiendes?  —  Entiendo. — 
^  esta  noche  á  las  diez,  me  saldrás  á  la  esquina 


LA  SORPRESA.  93 

de  la  calle  de  las  viudas  y  los  Campos  Elíseos:  allí 
te  diré  lo  demás...  —  Si  es  una  zancadilla ,  tomad 
bien  las  medidas...  el  Maestro  de  Escuela  es  muy 
ladino...  Le  habéis  sacudido  el  polvo...  y  ala  me- 
nor sospecha  es  capaz  de  asesinaros.  —  No  tengas 
miedo.  —  ¡Cáspita  I  vaya  una  farsa  I...  hacéis  de 
mí  lo  que  os  da  la  gana.  Pero  no  está  ahí  el  mal, 
porque  ya  se  me  alcanza  la  suerte  que  aguarda  al 
Maestro  de  Escuela  y  á  la  Lechuza..,  El  mal  está... 
Señor  Rodolfo,  permitidme  decir  una  palabra. — 
Habla.  —  No  es  porque  os  crea  capaz  de  tender  un 
lazo  al  Maestro  de  Escuela  para  hacerle  caer  en 
manos  de  la  policía.  Es  un  bribón  refinado,  digno 
de  mil  muertes...  pero  hacerlo  prender...  eso  no  me 
toca  á  mí.  —  Ni  á  mi  tampoco ,  amigo  mió ;  pero 
tengo  unas  cuentas  que  ajustar  con  él  y  con  la  Le- 
chuza ,  ya  que  tratan  con  las  personas  que  me  quie- 
ren mal...  si  me  ayudas  todo  saldrá  á  pedir  de  boca. 
—  Pues  por  mí  dicho  y  hecho ;  porque  al  fin  el  uno 
no  vale  mas  que  el  otro...  ¡  Pronto  ,  pronto  !  —  gri- 
tó el  Churiador;  —  ja  descubro  por  allá  abajo  un 
puntito  blanco:  es  sin  duda  la  marmota  de  la  Le- 
chuza... Marchaos  pronto  que  me  voy  á  mi  aguje- 
ro- —  Hasta  esta  noche  á  las  diez...  —  En  la  es- 
quina de  la  calle  de  las  Viudas  y  los  campos  Eliseos; 
está  dicho... 

Flor  de  María  no  había  oído  esta  última  parte 
del  Coloquio  del  Churiador  con  Rodolfo.  Subió  al 
coche  con  su  compañero  de  viaje. 


CAPITIIODECISO 


EL  PASEO. 


Quedó  Rodolfo  pensativo  por  algunos  momentoi 
después  de  su  diálogo  con  el  Albino.  Flor  de  Ma- 
ría le  miraba  con  tristeza  sin  atreverse  á  interrum- 
pir su  silencio. 

Rodolfo  levantó  la  cabeza  y  dijo  con  amable 
Sonrisa: 

—  ¿En  qué  jensais,  bija  mia?  ¿Os  ha  disgustado 
el  encuentro  del  Cburiador?  ¡Estábamos  tan  ale- 
gres!... —  Al  contrario,  señor  Rodolfo;  no  me  he 
disgustado,  porque  el  Cburiador  podrá  seros  útil. 
— ¿No  se  creia  en  la  taberna  del  Conejo  Rlaneo 
que  este  hombre  conservaba  aun  sentimientos  hon- 
rados?—  No  lo  sé,  señor  Rodolfo...  Antes  de  lo 
que  pasó  ayer  le  había  visto  pocas  veces  y  apenas 
le  habia  hablado...  lo  tenia  por  tan  malo  como  los 
demás...  —  No  hablemos  mas  de  eso,  prenda  mia. 
Sentina  en  el  alma  contristaros ,  pues  mi  objeto  es 
haceros  pasar  un  dia  alegre.  —  j  Ah !  estoy  muy 
contenta,  muy  alegre.  ¡Hacia  tanto  tiempo  que  no 
habia  salido  de  París!...  —  Desde  vuestros  paseos 
con  Alegría  ¿  verdad  ?  —  Es  verdad  señor  Rodolfo... 
¡Dios  mió!  era  la  primavera...  pero  aunque  esta- 
mos en  el  otoño,  no  por  eso  tengo  menos  placer. 
¡Qué  hermoso  sol  hace!...  ¡mirad  aquellas  nube- 
citas  color  de  rosa...  y  aquella  colina!...  y  aque- 
llas casas  blancas  tan  lindas  en  medio  del  arbola- 


EL  DESEO.  05 

do...  ¡Qué  verdes  están  aun  las  hojas  !  es  de  admi- 
rar en  el  mes  de  octubre  ¿verdad,  señor  Rodolfo? 
Pero  en  París  las  hojas  se  marchitan  tan  pronto... 
¡Mirad,  mirad  aquella  bandada  de  palomas  como 
se  pone  sobre  el  tejado  de  un  molino!...  ¡Jesús/  en 
el  campo  no  se  cansa  una  de  mirar;  todo  es  her- 
moso, todo  divierte.  —  ¡Es  admirable  el  ver  cuánto 
placer  os  causan  todas  esas  pequeneces ,  que  forman 
la  verdadera  hermosura  del  campo  I 

En  efecto,  á  medida  que  la  joven  contemplaba  el 
cuadro  risueño  que  se  presentaba  á  su  vista,  su 
fisonomía  expresaba  mayor  placer  y  exaltación. 

— -Y  allá  abajo...  mirad  en  el  barbecho  aquel 
fuego  de  rastrojo...  ¡  Cómo  sube  el  humo  blanco 
hacia  el  cielo!...  y  aquel  arado  con  sus  dos  caballos 
tordos...  ¡Cómo  me  gustaría  ser  labrador  si  fuese 
hombre!.,.  ¡  Seguir  tras  el  arado  en  la  llanura...  y 
ver  los  sotos  grandes  y  verdes  allá  á  lo  lejos ,  en  ua 
día  hermoso  como  hoy  por  ejemplo!...  le  daría  á 
una  ganas  de  cantar  canciones  tristes,  de  esas  que 
hacen  saltar  las  lágrimas...  como  la  de  Genoveva  de 
Brabante.  ¿Sabéis  la  canción  de  Genoveva  de  Bra- 
bante, señor  Rodolfo?  —  No ,  no,  prenda  mia;  pero 
si  quieres  darme  gusto  me  la  cantarás  luego...  te- 
nemos por  nuestro  todo  el  día. 

Al  oír  estas  palabras,  vuelta  en  sí  la  Guillabaora 
de  su  éxtasis  de  placer  considerando  que  después 
de  aquellas  horas  de  übertad  pasadas  en  el  campo 
volvería  al  encierro  de  la  infestada  taberna,  ocultó 
el  rostro  con  las  manos  y  empezó  á  denamar  un 
copioso  llanto. 

Rodolfo  la  dijo  sorprendido: 

—  ¿Qué  tenéis,  Flor  de  María?  ¿porqué  lloráis? 
—  Nada...  por  nada ,  señor  Rodolfo  — •  y  enjugó  la  s 
lágrimas  procurando  asomar  al  rostro  una  sonrisa 
forzada.  —  Perdonadme  si  me  entristezco...  no  ha- 


96  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

gais  caso...  no  tengo  nada,  os  lo  juro:  no  es  mas 
que  una  idea...  ahora  voy  á  estar  alegre.  —  Pero 
estabais  tan  contenta  hace  un  momento...  —  Por 
eso  mismo...  —  respondió  sencillamente  Flor  de 
María  levantando  hacia  Rodolfo  los  ojos  llenos  aun 
de  lágrimas. 

Estas  palabras  revelaron  á  Rodolfo  todo  el  inte- 
rior de  la  joven;  y  queriendo  disipar  su  melanco- 
lía la  dijo  sonriendo: 

—  Apuesto  á  que  estabais  pensando  en  vuestro 
rosal ,  y  que  sentiais  no  traerlo  aquí  para  que  dis- 
frutase también  del  paseo. 

La  Guillabaora  tomó  esta  chanza  por  motivo  para 
sonreirse,  y  la  tristeza  desapareció  gradualmente 
de  su  ánimo:  solo  pensó  en  divertirse  y  en  estar 
alegre  y  contenta...  En  aquel  momento  se  descu- 
brió la  torre  de  la  iglesia  de  San  Dionisio. 

—  ¡  Qué  h'^rmoso  campanario  I  —  exclamó  Flor 
de  María.  —  Es  el  de  la  magnífica  iglesia  de  San 
Dionisio...  ¿Queréis  verla?  haré  detener  el  coche. 

La  Guillabaora  bajó  los  ojos. 

—  Desde  que  estoy  en  casa  de  la  tía  Pelona  no 
he  entrado  en  ninguna  iglesia,  no  me  he  atrevido. 
En  la  prisión  me  gustaba  tanto  cantar  en  la  misa, 
y  el  dia  de  Corpus  hacíamos  unos  rami! leles  tan 
hermosos  para  el  altar...  —  Dios  es  bueno  y  cle- 
mente :  ¿por  qué  temes  rogarle  y  entrar  en  su  igle- 
sia?—  jOh!  no,  no...  señor  Rodolfo...  eso  seria 
como  una  impiedad...  Basta  ofender  á  Dios  de  otra 
manera. 

Después  de  un  momento  de  silencio  dijo  Rodolfo 
á  la  Guillabaora : 

—  ¿Habéis  amado  á  alguno  antes  de  ahora?  — 
Nunca  señor  Rodolfo. — ¿Porque?  —  Ya  habéis 
visto  las  personas  que  van  al  Conejo  Blanco...  Y 
lernas,  para  amar  es  preciso  ser  honrada.  —  iCo- 


EL  DESEO.  97 

mo?  —  No  depender  sino  de  sí  misma...  poder... 
Pero,  vamos,.,  señor  Rodolfo,  si  lo  lleváis  á  bien 
os  ruego  que  no  hablemos  de  eso.  —  Bien,  Flor  de 
María  hablemos  de  otra  cosa...  Mas  ¿porqué  me 
miráis  así?  Otra  vez  tenéis  lágrimas  en  los  ojos... 
¿Soy  yo  la  causa  de  vuestra  pena?  —  ¡  Ah  ,  no  I  al 
contrario;  pero  sois  tan  bueno  para  mí  que  eso 
mismo  me  da  ganas  de  llorar...  y  luego  no  me 
tuteáis...  y...  en  fin,  cualquiera  diria  al  ver  la  sa- 
tisfacción con  que  me  veis  alegre,  que  solo  me  ha- 
béis traido  aquí  para  que  me  divierta.  No  contento 
con  haberme  defendido  ayer,.,  me  traéis  hoy  al 
campo  para  hacerme  pasar  un  dia  como  este  á  vues- 
tro lado... — ¿Sois  de  veras  feliz? —  ¡Ahí  ¡cuán- 
do olvidaré  esta  felicidad  1  —  ¡Es  tan  rara  la  feli- 
cidad 1 —  Sí,  muy  rara.  —  Yo,  para  suplir  lo  que 
no  tengo,  me  divierto  muchas  veces  en  imaginar  lo 
que  podria  tener  y  me  digo,  Hé  aquí  lo  que  de- 
searla poseer...  la  fortuna  que  ambiciono..:  Y  vos, 
Flor  de  María  ¿no  discurrís  también  á  veces  de 
este  modo?  ¿no  haccis  vjeslros  castillos  en  el  aire? 
—  En  otro  tiempo,  cuando  estaba  en  la  prisión  ,  sí; 
antes  de  ir  á  la  taberna  pasaba  el  tiempo  en  can- 
tar; pero  ahora  raras  veces...  Y  vos,  señor  Rodolfo 
¿qué  es  lo  que  ambicionáis?  —  ¿Yo?  quisiera  ser 
rico;  muy  rico...  tener  criados,  una  gran  casa,  ir 
todos  los  dias  al  teatro,  á  buenas  reuniones...  ¿Y 
vos ;  Flor  de  María  ?  —  ¿Yo?  yo  seria  mejor  de  con- 
tentar: quisiera  tener  con  qué  pagar  á  la  tia  Pe- 
lona, algún  dinero  para  mantenerme  mientras  no 
hallase  trabajo,  y  un  cuarlito  bien  limpio  con  vista 
al  campo,  para  hacer  mi  labor,  y...  —  Y  muchas 
flores  en  vuestra  ventana...  —  ¡Ahí  eso  sí...  Vivir 
en  el  canflpo,  sí  pudiera  ser:  y  nada  mas...  — Un 
cuartito  para  trabajar  es  lo  necesario;  pero  nunca 
está  de  mas  el  desear  algo  .«uperfluo...  ¿Noquer- 


89  EL    DSSEO. 

riáis  poseer  también  coches,  diamantes  y  ricos  yes- 
lidos?  —  Yo  no  deseo  tanto...  Mi  libertad,  vivir  en 
el  campo  y  estar  segura  de  no  morir  en  un  hospi- 
tal... ¡  Ah!  sobre  todo  no  morir  en  un  hospital... 
Este  pensamiento,  señor  Rodolfo,  me  acomete  y  me 
espanta  muchas  veces.  —  |0h!  si...  nosotros  los  po- 
bres. .  —  No  lo  digo  por  la  miseria...  eso  no.  Pero 
después...  cuando  una  se. muere...  —  ¿Qué?  —  ¿No 
sabéis  loque  hacen  del  cuerpo  después  de  muerto?  — 
No.  —  Habia  en  la  prisión  una  muchacha  conocida 
mia,  que  murió  en  el  hospital...  ;  oh !  su  cuerpo 
fué  entregado  á  los  cirujanos...  —  dijo  estremecién- 
dose la  pobre  criatura.  —  ¡Eso  es  horrible!!  Pero 
decidme,  niña  desgraciada,  ¿tenéis  con  frecuencia 
esos  pensamientos?  —  Os  sorprende,  señor  Rodol- 
fo, el  que  tenga  vergüenza...  aun  después  de  muer- 
ta.., ;Avde  mí!  eg  lo  únieo  que  me  Hn  auedado. 

Estas  palabras  conmovieron  profundamente  á 
Rodolfo. 

Flor  de  María  observó  el  aire  melancólico  de  su 
compañero,  y  le  dijo  con  timidez: 

—  Perdonad ,  señor  Rodolfo:  yo  no  debería  tener 
esas  ideas.  Me  habéis  traido  para  que  estuviese 
alegre,  y  solo  hablo  de  cosas  tristes...  ¡  tan  tristes, 
Dios  mió  '  Yo  no  sé  como  es;  pero  no  puedo  reme- 
diarlo... Nunca  he  sido  tan  feliz  como  hoy,  y  sin 
embargo  lloro  á  cada  paso...  No  queréis  que  llore 
¿es  verdad  ,  señor  Rodolfo?...  Pero  ya  veis  que 
mi  tristeza  se  fué  tan  pronto  como  ha  venido... 
Ahora  no  os  daré  mas  pena...  Estaré  contenta... 
Mirad,  señor  Rodolfo...  miradme  á  los  ojos... 

Y  después  de  haber  ;  bierto  y  cerrado  los  ojos  dos 
ó  tres  veces  para  disipar  una  lágrima  rebelde,  los 
abrió  cuanlo  pudo  y  miró  á  Rodollo  colfuna  sen- 
cillez encantadora, 

—  Flor  de  María ,  os  ruego  qne  no  os  reprimáis... 


EL  DESEO  ^^ 

Alegraos  si  queréis ,  ó  entristeceos  si  os  gusta  mas... 
También  yo,  hija  mía,  leugo  á  veces  ideas  melan- 
cólicas como  las  vuestras...  Seria  para  mí  un  tor- 
mento el  fingir  una  alegría  que  en  rexilidad  no  sm- 
tiese.  — ¿De  veras,  señor  Rodolfo?  ¿también  vos 
os  entristecéis?  —  También  ,  hija  mia;  mi  porvenir 
no  es  mas  s3guro  que  el  vuestro...  No  tengo  padre 
ni  madre...  si  mañana  caigo  enfermo  no  se  como  he 
de  sostenerme...  lo  que  gano  lo  gasto  en  el  mismo 
día. —Hacéis  mal;    muy  mal,   señor  Uodol.o, — 
diiola  Guillabaora  en   un   tono    de  grave  recon- 
vención que  le  hizo  sonreír;  —  deberíais  poner  al- 
go en  la  caja  de  ahorros...  Todo  mi  mal  viene  de 
no  haber  economizado  el  dinero...  Con  cien  francos 
ahorrados,  un  obrero  no  depende  jamas  de  nadie, 
ni  se  ve  nunca  en  apuros...  y  los  apuros  obligan 
muchas  veces  á  obrar  mal.  — Ese  es  un   consejo 
muv  prudente,  alma  mia;  ¿pero  cómo  podría  yo 
reunir  100  francos?  —  Es  muy  sencillo,  señor  Ro- 
dolfo. Voy  á  ajustaros  la  cuenta...  veréis.  ¿  ^o  me 
habéis  dicho  que  ganabais  á  veces  cinco  francos 
diarios?  — Cuando  trabajo,  sí.  —  Es  preciso  traba- 
jar siempre.    ¡Quién  os  tuviera  lástima!  Con  un 
oficio  tan  bueno  como  el  vuestro...  pintor  de  aba- 
nicos... deberíais  andar  siempre  contento.   Es  pre- 
ciso confesar  que  sois  poco  razonable,  señor  Rodol- 
fo... —  dijo  la  Guillabaora  con  un  tono  severo.— 
Un  jornalero  puede  vivir  muy  bien  «on  tres  fran- 
cos: os  quedan  cuarenta  sueldos  diarios,  que  vie- 
nen á  ser  sesenta  francos  al  fin  del  mes...  y  se- 
senta francos  no  es  moco  de  pavo.  —  Es  verdad;  pe- 
ro me  gusta  tanto  andar  á  la  que  salta  y  no  hacer 
nada...  —  Señor  Rodolfo,  os  lo  vuelvo  á  decir,  no 
tenéis  mas  razón  que  un  chiquillo.  —  Vaya  pues, 
no  os  incomodéis,  maestrita  mia;  conozco  que  me 
dais  buenas  lecciones  y  las  seguiré.  —  ¿De  veras? 


100  LOS  MISTERIOS  DK  PAR  13. 

—  dijo  la  joven  llena  de  alborozo.  =  ¡  Si  supierais 
qué  placer  rae  dais  con  eso!...  Economizaréis  cua- 
renta sueldos  diarios  ¿no  es  verdad?  —  Sí,  los 
economizaré  —  dijo  Rodolfo  sonriendo  á  pesar  su- 
yo. —  ¿ De  veras?  —  Os  lo  prometo,  —  Ya  veréis 
qué  contento  os  darán  las  primeras  economías.  Pe- 
ro aun  tengo  que  deciros  algo  mas  si  me  prometéis 
no  enfadaros...  —  ¿Tan  mal  os  parece  mi  genio? 

—  ;  Oh !  eso  no...  pero  me  parece  que  no  debq...  — 
Nada  debéis  ocultarme,  Flor  de  María. —  Pues 
bien...  entonces...  en  fln...  ya  que  tenéis  cualida- 
des tan  buenas  que  no  parecéis  de  vuestro  estado... 
¡  porqué  frecuentáis  unas  tabernas  como  la  de  la  tia 
Pelona  !  =  Si  no  hubiese  venido  á  la  taberna ,  no 
hubiera  tenido  la  dicha  de  pasar  á  vuestro  lado  un 
dia  de  campo,  Flor  de  María.  =  Es  verdad;  pero 
no  importa,  seíior  Rodolfo...  También  yo  voy  muy 
contenta...  pero  de  buena  gana  renunciaria  el  pasar 
otro  dia  como  este  si  supiera  que  os  habia  de  causar 
algún  perjuicio,  m  Todo  lo  contrario,  porque  me 
dais  excelentes  consejos  para  mi  gobierno. —  ¿Y  los 
seguiréis?  =z  Os  lo  he  prometido  bajo  mi  palabra 
de  honor.  Economizaré  cuarenta  sueldos  diarios  por 
lo  menos... 

En  esto  dijo  Rodolfo  al  cochero  que  habia  pasa- 
do la  aldea  de  Sarcelles:  =  Toma  el  primer  camino 
á  la  derecha,  atraviesa  Yillers-le-Bel,  tuerce  lue- 
go illa  izquierda  y  sigue  de  frente.  =  Y  volvién- 
dose á  la  (luillabaora  continuó: 

zn  Flor  de  María ,  ya  qne  vais  tan  contenta  en  mi 
compañía,  podríamos  divertirnos  haciendo  castillos 
en  el  aire,  como  decíamos  antes.  A  lo  menos  no  me 
echareis  en  cara  lo  que  gaste  de  este  modo.  =  ¡  Oh! 
por  ese  gasto  no...  Vamos  haced  vuestro  castillo. 
z=  No...  primero  el  vuestro,  Flor  de  María,  n  Pues 
bien ;  á  ver  si  adivináis  el  mió,  señor  Rodolfo,  — : 


EL  DESEO.  101 

Varaos  á  ver...  Supongo  que  este  camino...  y  digo 
este  porque  vamos  por  él...  —  ¿Y  para  qué  buscarlo 
mas   lejos?  —  Supongo   pues  que  este  caminónos 
conduce  á  una  hermosa  aldea ,  muy  distante  de  la 
carretera.  —  Sí,  cuánto  mas  retirada  mejor.  — Está 
situada  en  una  cuestecita  y  hay  árboles  entre  las 
casas.  —Y  pasa  cerquita  un  riachuelo...  —  Tsi  mas 
ni  menos...  un  riachuelo..,  Al  fin  del  lugar  hay  una 
linda  casa  de  campo :  á  un  lado  de  la  casa  hay  un 
naranjo  y  una  huerta,  y  al  otro  lado  un  jardin  con 
muchas  flores,  —  Y  suponemos  que  es  la  casa  don- 
de vamos.  —  Sin  duda.  — ^  ¿  Y  en  donde  nos  darán 
leche?  —  ¡Cómo  leche!  eso  no:  rica  nata  y  huevos 
frescos  — >  Que  cojeriamos  en  el  nido  nosotros  mis- 
mos ¿verdad?  — '  Sin  duda.  —  ¿E  iríamos  al  esta- 
blo á  ver  las  vacas? — Seguramente. — ¿Y  tam- 
bién   las   veríamos  ordeñar?  —  Es    claro. —  ;.Y 
veríamos  el  palomar?  — También  el  palomar.—  ¡  Je- 
sús, quef  licidad! — Pero  dejadme  acabar  de  ha- 
ceros la  descripción  de  la  quinta.  — Bueno;  seguid. 
—  En  el  piso  bajo  hay  una  gran  cocina   para  las 
personas  de  la  quinta  y  un  comedor  para  la  dueña, 
de  casa.  —  Y  la  casa  tiene  persianas  verdes...  y  es 
tan  alegre  ¿no  es  verdad  señor  Rodolfo?  —  Vaya 
las  persianas  verdes ;  soy  de  vuestro  parecer..,  no 
hay  cosa  mas  alegre  que  las  persianas  verdes...  Co- 
mo es  natural ,  la  dueña  de  la  quinta  seria  vues- 
tra tia.  —  Ya  se  vé  que  sí...  y  una  mujer  muy  gua- 
pa.—  Excelente:   os  amaria  como  una  madre. — 
¡Ay,  tia  de  mi  alma  !...  ¡  debe  ser  tan  delicioso  el 
ser  amada  de  alguna  persona  !...  —  ¿Y  la  amaríais 
también?  —  ¡Oh!  — exclamó  la  Guillabaora  jun- 
tando las  manos  y  alzando  los  ojos  al  cielo  con  una 
expresión  de  felicidad  imposible  de  pintar. —  Oh,  sí! 
la  amaría ;  y  también  la  ay  udaria  á  trabajar,  á  coser, 
á  lavar ,  á  guai-dar  las  frutas  para  el  invierno ,  en 


102  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

fin ,  á  lodos  los  que  haceres  de  la  casa...  No  se  qacja- 
ria  de  mi ,  no  ,  no;  ¡  os  lo  aseguro ,  señor  Rodolfo... 
Y  por  \st  mañana...  —  Esperad,  Flor  de  jMaria  que 
acabe  de   pintaros  la  casa...  ¡que  impaciente  soisi 

—  Seguid,  seguid,  señor  Rodolfo :  va  se  conoce 
que  estáis  acostumbrado  á'^píntar  lindos  países  en 
vuestros  abanicos  —  dijo  r^fído  la  Guillabaora. — 
Pues  dejadme  acabar  mi  casa",  cbarlatanita...  — Sí, 
es  verdad ,  soy  muy  habladoia...  ¡pero  estoy  tan 
encantada  con  eso!...  Vamos,  señor  Rodolfo,  ya 
os  escucho;  acabad  vuestra  casa  decampo  =  Vues- 
tro cuarto  está  en  el  primer  piso.  =z;^Ii  cuarto/ 
/qué  gusto.'  /Vaya,  veamos  mi  cuarto  /  =i  Y  la  jo- 
ven se  aceró  á  Rodolfo,  mirándole  con  sus 
grandes  ojos  muy  abiertos  llenos  de  curiosidad.zz: 

—  Vuestro  cuarto  tiene  dos  ventanas  que  dan  al 
jardin  de  flores  y  á  un  prado  regado  por  el  riacbuelo. 
Al  otro  lado  del  rio  hay  un  soto  de  viejos  castaños 
en  medio  de  cuyas  ramas  se  vé  el  campanaiio  de  la 
iglesia.  —  /Ay,  que  sitio  tan  lindo,  señor  Rodolfo.^ 
¿Quien  me  dejara  verlo.'  — Y  tres  ó  cuatro  vacasque 
pacen  al  prado  separado  del  jardin  por  un  seto  de  zar- 
zas. ¿También  se  ven  las  vacas  desde  mi  ventana? — 
Perfectamente. — Y  una  de  ellas  seria  mi  favorita  ¿no 
es  verdad,  señor  Rodolfo?  Le  haré  un  collar  con  una 
campanilla  y  la  acostumbraré  á  comer  en  mi  ma- 
no. —  ¡Qué  mas  querrá  ella!  Es  blanca,  joven,  y 
se  llama  Saltarina. — /Saltar¡na!¡Quénombre  tan  lin- 
do.'Pobre  Saltarinamia,  cómo  la  querrél^Acabemos 
de  arreglar  vuestro  cuarto,  Flor  de  María*,  las  paredes 
están  cubiertas  de  una  linda  tela  persiana,  y  las  cor- 
tinas son  del  mismo  género :  un  grande  rosal  y  una 
enredadera  de  madreselva  cubren  el  muro  de  la 
quinta  por  el  lado  de  vuestras  ventanas  ,  de  suerte 
11  ue  solo  con  alargar  !á  mano,  podéis  cojer  todas 
las  mañanas  un  ramillete  de  rosas  y  de  madreselva 


EL  DESEO.  103 

cubiertas  aun  de  rocío.  —  ¡  Dios  mió,  señor  Ho- 
doifo,  (|ué  liucn  pintor  sois!  —  Veamos  ahora  co- 
mo pasaréis  el  dia.  —  Vamos  á  ver.  —  Kii  primer 
lugar  vueslra  querida  liase  llega  á  vuestra  cama 
y  os  despierta  dándoos  un  tierno  beso  en  la  frente: 
os  lleva  una  taza  de  leche,  porque  tenéis  el  pecho 
malilo; /pobre  niña/  Os  levantáis,  dais  una  vuelta 
por  la  quinta,  visitáis  á  vuestra  Sallarina,  á  los 
pollitos,  á  los  pichones,  las  flores  del  jardín..  A 
las  nueve  llega  el  maestro  que  os  enseña  á  escri- 
bir.—  ¿Mi  maestro?  —  Ya  veis  que  es  preciso 
aprender  á  leer,  escribir  y  contar,  á  fin  de  ayudar 
á  vuestra  lia  á  llevar  los  libros  de  la  quinta.  —  Es 
claro,  señor  Rodolfo;  no  se  me  habia  ocurrido... 
es  preciso  que  aprenda  á  escribir  para  ayudar  á 
mi  lia  — dijo  muy  seria  la  pobre  niña  ,  tan  absorta 
con  la  pintura  de  una  vida  tan  alagüeña,  que  creía 
una  realidad.  —  Después  de  \uestra  lección  veis 
en  qué  estado  se  halla  la  ropa  blanca  de  la  casa, 
y  os  ponéis  á  bordar  una  cofia  de  paisana,..  A  eso 
de  las  dos  os  ejercitáis  un  poco  en  escribir,  y  lue- 
go salís  con  vuestra  lia  á  dar  un  paseo,  á  verá  los 
segadores  en  el  verano  y  los  labradores  en  el  oto- 
ño; os  fatigáis  mucho,  y  volvéis  á  casa  con  un  pu- 
ñado de  yerba  cojida  por  vuestra  mano  en  el  cam- 
po, para  vuestra  querida  Sallarina.  —  Porque  he- 
mos de  volver  por  el  prado  ¿no  es  verdad,  señor 
Rodolfo?  —  Por  supuesto;  y  hay  juslamenle  un 
puente  de  madera  sobre  el  rio.  Cuando  volvéis  son 
ya  las  seis  ó  las  siete;  y  como  en  este  tiempo  son 
ya  frias  las  lardes,  halíais  encendido  un  fuego  res- 
plandeciente en  la  cocina  de  la  quinta,  y  os  ponéis 
á  calentar  y  conversar  con  la  buena  geiUe  que  allí 
está  cenando  y  viene  del  trabajo.  En  seguida  co- 
méis con  vuestra  lia,  y  algunas  veces  os  acompaña 
á  la  mesa  el  señor  cura  ó  un  labrador  acomodado 

T.  I.  8 


104  LOS  31ISTER10S  DE  PARÍS. 

de  la  vecindad.  Después  os  ponéis  á  leer  ó  traba- 
jar, inienUas  que  vuestia  lia  jueffa  un  ralo  á  los 
naipes.  A  las  diez  (  s  da  un  beso  en  la  frente ,  subís 
á  vuestro  cuarto,  v  al  día  sij^uiente  empezáis  de 
nuevo  vuestras  ocupaciones  y  enlLelenimienlos. 
—  De  ese  modo,  señor  Rodolfo,  cualquiera  viviria 
cien  años  sin  fastidiarse  un  morhento.  —  Pero  es- 
to no  es  nada  :  ¿Y  los  domingos,  donde  los  dejais? 
¿  Y  los  días  de  íiesla?  —  ¿Y  qué  se  bace  en  esos 
dias  ,  señor  Ilodolío?  —  En  los  dias  de  fiesta  os 
engalanáis,  ponéis  un  lindo  vestido  de  paisana  y  un 
sombrerillo  redondo  que  os  bace  mas  hermosa  que 
un  sol;  subis  al  cabriolé  con  vuestra  tía  y  Joa- 
quín, que  es  el  criado  de  la  quinta,  para  ir  á  la 
misa  n\ayor  de  la  parroquia:  y  en  el  verano  asistir 
también  con  vuestra  tia  á  todas  las  fiestas  de  las 
parroquias  vecinas.  Sois  tan  linda,  tan  amable,  tan 
hacendosa;  vuestra  tia  os  ama  tanto  y  el  cura  ha- 
bla tan  bien  de  vuestras  cualidades,  que  todos  los 
labradores  jóvenes  del  contorno  desean  que  bailéis 
con  ellos,  porque  así  es  como  empiezan  siempre 
los  casamientos.  .  Y  de  este  modo  vais  fijando  poco 
á  poco  la  atención  en  un  buen  muchacho...  y... 

El  silencio  de  la  Guillabuara  llenó  de  sorpresa  á 
Rodolfo,  y  la  miró. 

La  infeliz  criatura  reprimía  con  indecible  fatiga 
los  sollozos.  .  Las  palabras  de  Rodolfo  habían  des- 
lumhrado por  un  momento  su  imaginación;  pero 
vio  por  último  la  realidad,  y  su  contraste  con  un 
sueño  tan  dulce  y  seductor  la  presentó  el  horror 
de  su  verdadera  situaci.m. 

—  Flor  de  María  ,  ¿  qué  tenéis  ?  —  ¡  Ah ,  señor 
Rodolfo !  sin  querer  me  habéis  hecho  mucho  mal... 
he  creido  por  un  momento  en  ese  paraiso..,  —  Pe- 
ro ese  paraiso  existe,  pobre  criatura...  ¡Cochero, 
para!...  Mirad,  ahí  lo  tenéis. 


EL  DESEO.  105 

El  cochero  se  detuvo. 

La  Guiüabaora  levantó  rriaquinalniente  la  cabe- 
za. Estaba  en  lo  alto  de  i'na  pequeña  colina.  ,Cuál 
fué  su  asombio,  su  estupor ,  al  ver  la  hermosa  al- 
dea construida  en  un  declive,  la  casa  de  campo  ,  el 
prado,  las  hermosas  vacas,  el  riachuelo,  el  soto 
de  castaños  ,  la  torre  de  la  iglesia,  el  mismo  cua- 
dro, en  fin,  que  Rodolfo  !a  habia  pintado,  delante 
de  su  vislaL.  nada  fallaba  en  este  cuadro,  ni  aun 
la  alegre  S altar itia  ,  blanca  y  hermosa  ternera  que 
debia  ser  la  futura  predilecta  de  la  Guillabaora... 
Un  hermoso  sol  de  otoño  iluminaba  este  delicioso 
paisaje...  Las  hojas  amarillas  j  color  de  púrpura 
de  los  castaños  se  mezclaban  con  el  azul  del  cielo. 
—  Decidme  ahora,  Flor  de  María  ¿soy  buen  pintor 
ó  no? —  preguntó  Rodolfo  sonriendo. 

La  Guillabaora  le  miraba  con  una  sorpresa  mez- 
clada de  inquietud...  Lo  que  veía  le  pareció  sobre- 
natural, ^j. 

—  ¿Qué  viene  á  ser  esto,  señor  Rodolfo?...  ¡Dios 
mió!....  ¿Estoy  despierta?...  Casi  'engo  miedo... 
/Cómo!  ¿lo  que  me  habéis  dicho  podría?..  —  Nada 
mas  sen'illo,  hija  mia...  La  dueña  de  la  quinla  es 
mi  nodriza,  y  me  he  <riado  aquí...  La  he  escrito 
esta  mañana  muy  leniprano  (jue  vendría  á  verla... 
he  pintado  al  natural.  —  ¡Tenéis  razón,  señor  Ro- 
dolfo! no  hay  nada  exliaordii.ario  en  eso — dijo  la 
Guillabaora  dando  un  profundo  suspiío. 

La  qiiinla  á  donde  Rodolfo  condujo  á  Flor  de 
María  estaba  situada  á  un  extremo  de  la  aldea  de 
J?ow(yt/er«/ ,  pequeña  parroquia  solilaria,  ignorada 
y  metida  en  una  quebrada  á  dos  leguas  de  Ecouen. 
1E1  coche  bajó  por  el  camino  que  Iiabia  indicado 
Rodolfo,  y  siguió  luego  por  la  llanura  enlre  hileras 
de  cerezos  }  manzanos.  Las  ruedas  giraban  en  si- 
lencio sobre  el  césped  corlo  y  íino  que  cubre  gene- 


106  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

raímenle  los  caminos  vecinales. 

Flor  de  María  e?taba  callada  j  abatida  ,  y  Ro- 
dolfo casi  se  arrepintió  de  haber  caus;  do  la  impre- 
sión dolorosa  que  manifestaba  su  semblante. 

El  coche  pasó  por  delante  del  corral  de  la  quin- 
ta, atravesó  un  espeso  olmedo  y  se  paró  delante  de 
un  peípieño  pórtico  de  madera  á  la  rústica ,  y  me- 
dio oculto  bajo  un  frondoso  emparrado  cuyas  ho- 
jas empezaba  á  marchitar  el  otoño. 

—  liemos  llegado  ya,  Flor  de  María — dijo  Ro- 
dolfo : —  ¿estáis  contenta?  —  Sí  estoy,  señor  Ro- 
dolfo... pero  me  parece  que  voy  á  tener  vergüenza 
delante  de  la  señora;  no  me  atreveré  á  mirarla... 
—  ¿  Porqué ,  hija  mia?  —  Tenéis  razón  ,  señor  Ro- 
dolfo... no  me  conoce. 

Y  la  Guillabaora  reprimió  un  suspiro. 

Se  esperaba  sin  duda  en  la  quinta  la  llegada  de 
Rodol  o  ,  porque  al  punto  que  el  cochero  bajó  el  es- 
tribo, se  presentó  en  el  pórtico  y  se  adelantó  hacia 
él  con  ademan  respetuoso  una  mujer  de  Gsonomía 
triste,  dulce  y  atractiva,  de  unos  cincuenta  años 
de  edad  y  vestida  como  las  arrendatarias  ricas  de 
las  cercanías  de  Paris 

El  rostro  de  la  Guillabaora  se  cubrió  de  un  finí- 
simo carmín;  después  de  un  momento  de  duda  ba- 
jó del  coche. 

—  Buenos  dias,  señora  Adela,  dijo  Rodolfo  á  su 
arrendataria  :  no  diréis  que  falto  á  mi  palabra. 

Y  volviéndose  al  cochero  le  puso  algún  dinero 
en  la  mano,  y  le  dijo  : 

—  Puedes  volverte  á  Paris. 

El  cochero  era  un  hombre  bajo  y  regordete  ,  con 
el  sombrero  calado  hasta  los  ojos,  y  la  cara  tapada 
casi  enteramente  por  el  cuello  de  un  levitón  forrado 
de  grosera  piel.  Metió  el  din  ero  en  el  bolsillo,  y  sin 
decir  una  palabra  subió  al  pescante,  hizo  resonar  el 


EL     DESEO,  107 

látigo  y  desapareció  al  momen lo  entre  la  arboleda. 

Flo^  de  Alaría  se  acercó  á  Rodolfo  inquieta  y 
turbada;  y  le  dijo  en  voz  baja  para  que  no  pudiese 
oir  la  arrendataria: 

—  ¡  Dios  mió!  ¿qué  babeis  heebo,  señor  Rodol- 
fo? ¿habéis  despedido  el  coche?...  —  Es  claro. — 
¿Y  la  Pelona?  —  jQué  importa  la  Pelona!  — ¡Ah!... 
tengo  que  volver  á  su  casa  esta  noche...  INo  hay 
remedio...  por  fuerza  ,  señor  Rodolfo...  porque  sino 
me  lendria  por  una  ladrona...  Los  vestidos  que  trai- 
ga son  su>os...  y  la  debo  ..  perdonad... —  Tranqui- 
lizaos, hija  mia;  yo  soy  quien  debe  pediros  per- 
don... —  ¡Perdón  :...  ¿de  qué?  —  De  no  haberos 
dicho  mas  antes  que  no  debéis  nada  á  la  figonera  , 
y  que  podéis  quedaros  aquí  si  es  vuestra  voluntad, 
y  cambiar  esos  vestidos  por  otros  que  os  dará  la 
señora  Adela.  Es  casi  de  vuestia  misma  ta'lla  y  ten- 
drá mucho  gusto  en  prestároslos...  Ya  lo  veis  co- 
mo empieza  á  hacer  su  papel  de  lia.  — La  Guilla- 
baora  creía  estar  soñando;  miraba  á  Rodolfo  y  á  la 
arrendataria  sin  comprender  lo  que  le  pasaba. — 
¡Cómo!  dijo  con  voz  trémula  y  palpitante:  ¿no 
volveré  mas  á  París?...  ¿puedo  quedarme  aquí?... 
¿la  señora...  i\m  permitirá?...  ¡oh,  será  posible!... 
I  vuestro  castillo  en  el  aire...!  —  Aquí  lo  tenéis 
i-ealizado.  —  ¡Oh,  hol  no  es  posible...  seria  dema- 
siada felicidad.  —  La  felicidad  nunca  puede  ser  de- 
masiada, Flor  de  María...  —  ¡  Ah!  señor  Rodolfo, 
por  piedad  no  me  engañéis  ..  mirad  que  me  haríais 
mucho  mal.  —  Creedme  ,  amada  niña — dijo  Rodol  - 
fo  con  voz  afectuosa ,  pero  con  un  tono  de  digrndad 
que  Flor  de  fiaría  no  habia  notado  en  él  hasta 
entonces  :  — os  lo  repito  ;  desde  hoy  podéis  ,  si  os 
place  h¿cer  al  lado  de  la  señora  Adela  esa  vida 
cuyo  cuadro  os  ha  cautivado  tanto.  Aunque  la  se- 
ñora Adela  no  sea  vuestra  lia  ,  oá  profesará  el  mas 


108  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

tierno  cariño;  pero  podréis  pasar  por  sobrina  suya 
enlre  las  personas  de  la  quinta,  y  esta  levemenli- 
rilla  liará  mas  agradable  vueslra  situación...  Os 
vuelvo  á  repL'lir,  Flor  de  María,  qne  haréis  todo 
esto  si  o5  agrada.  Luejío  que  os  pon;íais  vuestro  Ira- 
gecito  de  paisana — anadió  Kodolfo  sonriendo — os 
llevaiejnos  á  ver  vueslra  favorita  la  Sil  fariña^ 
hermosa  temerá  blanca  como  la  nieve  ,  que  está 
asfuardando  el  collar  que  la  tenéis  prometido... 
También  visitaremos  á  vuestros  amigos  los  j)iciio- 
nes  y  la  lechería,  y  recorreremos  to.Ia  la  finca... 
desv'o  cumj)lir  mi  palabra. 

Flor  de  María  juntó  las  manos  con  vehemencia. 
La  sorpresa,  el  gozo  y  la  gratilnid  se  pintaron  en 
su  eslaciada  fisonomía:  sus  ojos  se  arrasaron  de  Li- 
grimas, y  esclamó: 

—  ¡Siíñor  íiodolfo!...  ¡quél...  ¿sois  algún  ángel 
del  Señor,  que  así  hacéis  bien  á  los  desgraciados 
sin  coní)cerlos...  y  los  I  brais  de  la  vergüencia  y 
de  la  miseria?...  —  ¡  Pobre  niña  1  — repuso  Koflolfo 
con  una  sonrisa  melancólica  de  profunda  é  inefable 
bondad;  —  aun(|urt  jóvi  n  aun  ,  he  padecido  mucho: 
he  perdiilo  una  hija  que  tendría  ahora  vuestra  edad 
esto  os  esplicará  mi  compasión  hacia  los  que  pa- 
decen^, y  |>or  vos  especialmente.  Flor  de  María,  ó 
mas  bien  María,  id  con  la  señora  Adela...  Sí,  Ma- 
ría, conservad  de  hoy  mas  este  nombre,  dulce  y 
hermoso  como  vos  Antes  de  macharme  tendré  que 
hablaros,  y  os  dejaré  contenta...  porque  os  dejaré 
feliz  y  dichosa. 

Flor  de  María  no  respondió;  hizo  una  iiicUnacion 
doblando  las  rodillas,  cojió  la  mano  de  Rorlolfo,  y 
antes  que  este  pudiese  impedirlo  la  llevó  respetuo- 
samente á  los  labios  con  un  movimiento  lleno  de 
gracia  y  de  modestia,  y  luego  siguió  á  la  arrenda- 
taria ,  que  la  contemplaba  con  profundo  interés. 


CyuAxXUv^vc^    UUiVtó^. 


«4 


CAPITULO  XI. 

MÜRPH  Y  RODOLFO. 


Rodolfo  se  dirigió  al  zaguán  de  la  quinta  ,  en 
donde  halló  al  hombre  alio  que  vestido  de  carbo- 
nero le  habia  anunciado  la  víspera  la  llegada  de 
Tomas  í:^eyton  y  de  Sarah.  Murph,  que  asi  se  lla- 
maba aquel  personaje,  tenia  como  unos  cincuenta 
años  de  edad  ;  á  cada  lado  de  su  cráneo,  enter  ;- 
mente  calvo,  se  elevaban  ensortijados  dos  mecho- 
nes de  pelo  rubio  y  canoso;  su  rostro  largo  y  en- 
cendido estaba  completamente  afeitado  á  escepcion 
de  unas  pequeñas  patillas  color  de  brasa,  que  no 
pasaban  del  nivel  de  la  oreja  y  se  estendian  en 
forma  de  media  luna  por  la  parte  superior  de  sus 
redondos  carrillos.  A  pesar  de  su  edad  y  su  corpu- 
lencia,  Murph  era  ágil  y  robusto ,  y  en  su  fisono- 
mía, aun(|ue  flemática,  resaltaba  á  veces  la  bene- 
volencia y  la  resolución.  Llevaba  una  corbata 
blanca  ,  un  chaleco  largo  y  un  fraque  de  faldones 
anchos  que  no  le  pasaban  délas  corvas,  y  su  cal- 
zón verdegris  era  del  mismo  género  que  sus  bolines, 
que  no  alcanzaban  hasta  la  hebilla.  El  traje  y  el 
aspecto  viril  de  Murph  representaban  el  perfecto 
tipo  del  caballero  labrador  inglés:  pero  debemos 
declarar  aquí  que  era  inglés  y  caballero  f  squlrej, 
pero  no  labrador.  En  el  momento  en  que  Rodolfo 
llegó  al  zaguán,  Murph  melia  un  par  de  pistolas 
en  la  bolsa  de  la  calesa  después  de  haberlas  enju- 
gado. 


lio  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

—  ¿A  quién  diablos  vasa  matar  con  esas  pisto- 
las? le  dijo  Rodolfo.  —  Esa  es  cuenta  nua,  mon- 
señor ,  —  replicó  Murph  retirando  el  pié  del  es- 
tribo.—  Haced  vuestro  nec^ocio,  que  yo  no  descui- 
do mi  deber.  —  ¿A  qué  bora  has  niandado  venir 
los  caballos? — Al  anochecer,  según  vuestra  orden. 

—  ¿Has  llegado  esta  n>añana  ? — A  las  ocho.  La 
señora  Adela  ba  tenido  tiempo  para  alistarlo  lodo. 

—  Krcs  honrado...  ¿No  estás  contento  de  mí?  — 
¿TS' o  podríais,  monseñor,  cumplir  la  tarea  que  os 
habéis  impuesto  sin  esponeros  á  tantos  peligros?  — 
Para  inspirar  alguna  confianza  á  esas  gentes,  que 
quiero  conocer,  ¿no  es  preciso  que  adopte  su  Ira- 
ge,  sus  costumbres  y  su  modo  de  hablar?  —  Pero 
eso  no  aleja  los  peligros  de  que  hablo.  Anoche, 
cuando  buscábamos  á  ese  Bruzo  Hijocn  la  detes- 
table calleja  déla  Cité,  solo  el  temor  de  irritaros 
y  desobedeceros  ba  podido  impedirme  que  os  so- 
corriese cuando  luchabais  con  el  bandido  que  ha- 
béis encontrado  á  la  entrada  de  aquella  pocilga.  -^^ 
Es  decir,  señor  Murph,  que  dudáis  de  mi  fuerza  y 
de  mi  valor.  —  Por  desgracia  me  habéis  puesto 
cien  veces  en  el  caso  de  no  dudar  de  la  una,  ni  del 
otro.  Gracias  al  Señor,  Flatman,  el  Bertrand  de 
Alemania,  os  ha  enseñado  la  esgrima;  Lacour  de 
Paris  (a  os  ha  dado  lecciones  de  zincarliUa  y  de 
caló ,  porque  de  *odo  esto  necesitabais  para  vuestras 
aventuras.  Sois  intrépido  y  tenéis  unos  nervios  de 
acero  ,  y  aunque  delgado  y  esbelto  me  venceriais 
con  la  misma  facilidad  que  un  caballo  de  carrera 
vence  á  un  mulo  de  carga. — Entonces  ¿porqué 
temes?  —  Yo  sostengo  ,  monseñor,  que  no  es  pru- 
dente el  que  os  andéis  esponiendo  á  cuantos  peli-. 

(a)  Celebre  pri)fesor  de  la  lucha  llamada  eu  rrancc& 
s  avale  f  y  en  español  zancadilla. 


MIRPH  Y  RODOLFO.  111 

gros  se  |)resenlan.  No  digo  esto  por  el  inconvenien- 
te (jue  hay  para  que  cierto  c^íballero  que  conozco 
se  tizne  la  cara  con  carbón  y  se  convierta  en  el  mis- 
mo diablo  :  á  pesar  de  mis  canas  y  de  nii  «(ordura 
y  gravedad  me  disfrázale  de  bolero  si  conviene  a 
vuestros  planes...  pero  me  atengo  á  lo  dicho,  moa- 
señor...  —  ,  Oh  '  ya  lo  sé,  querido  Murph;  cuando 
una  idea  se  introduce  en  tu  cráneo,  cuando  la  leal- 
tad se  señorea  de  tu  (irme  y  valeroso  corazón,  ni 
el  mismo  demonio  te  la  arrancaría  de  allí  con  sus 
dientes  y  uñas..  —  Cuánta  lisonja,  monseñor! 
apostaria  á  que  estáis  meditando  alguna...  —  Ha- 
bla; dilo  de  utia  vez...  —  Alguna  locura,  monse- 
ñor.—  jlobre  Murph!  que  mala  hora  escojes  para 
lu  sermón...  —  ¿  Por(|ué  ?  —  lístoy  en  este  momen- 
to lleno  de  orgullo  y  de  satisfacción...  me  hallo 
precisamente..,  — '  En  donde  habéis  hecho  un  bien; 
ya  lo  sé  :  la  quinta  modelo  que  habéis  fundado  aquí, 
para  recompensar,  instruir  y  estimulará  los  labra- 
dores honrados,  es  un  benelicio  imnenisO  paia  este 
país.  (íeneralníente  no  se  piensa  mas  que  en  me- 
jorar la  condición  del  ganado,  y  vos  os  desveláis 
poi- m(;joiar  la  condición  de  los  hombres...  eso  es 
admirable.  Habéis  puesto  al  frente  de  este  estable- 
cimiento á  la  señora  Adela  Ceorges  ,  y  ninguna 
elección  pudieíais  hacer  mas  acertada...  Tiene  la 
virtud  de  un  ángel...  ¡Noble  y  honnida  mujer  "... 
Pocas  veces  me  enternezco,  y  sin  embargo  he  der- 
ramado lágrin»as  ;  I  oir  sus  infortunios...  Pero  vues- 
tra nueva  protegida...  Vaya...  no  hablemos  de  esto, 
mcnseñor... — ¿Porqué?  —  Monseñor,  vos  hacéis 
vuestro  capricho,  y  hacéis  bien... — Yo  hago  lo 
que  es  justo  —  dijo  Rodolfo  con  un  gesto  de  impa- 
ciencia.—  Lo  que  es  justo...  á  vuestro  motlo  de 
ver...  —  Lo  que  es  justo  para  con  Dios  y  mi  con- 
ciencia —  repuso  Rodolfo  con  severidad.  —  Creo, 


112  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

monseñor,  que  no  nos  entendemos.  Os  lo  repito,  no 
La  bienios  mas  de  esle  asunto.  —  ¡Y  30  os  ordeno 
que  habléis  I — dijo  imperiosamente  Rodolfo. — 
Nunca  me  lie  espuesto  á  que  V.  A.  \\.  me  mandase 
callar...  espero  que  V.  A.  no  me  obliga r¿í  á  decir 
mas  de  lo  que  quiero  —  respondió  Murpb  con  dig- 
nidad. —  ¡Señor  Murphlll  —  esclamó  Rodolfo  con 
una  irritación  que  crecia  por  momentos.  —  ¡Mon- 
señor !  ^  ,  Ya  sabéis  ,  caballero,  que  no  me  gustan 
reticencias' — Perdonad,  señor:  me  conviene  usar- 
las—  repuso  Murpb  con  org(dlo. —  Si  desciendo 
hasta  la  familiaridad,  caballero,  es  á  condición  de 
que  vos  os  elevareis  hasta  la  franqueza. 

:  eria  imposible  describir  la  altivez  soberana  de 
la  fisonomía  de  Rodolfo  al  pronunciar  estas  últi- 
limas  palabias. 

—  Perígo  cincuenta  años;  sov  un  caballero:  V.  A. 
no  debe  hablarme  de  ese  modo.  —  /Callad  !!!...  — 
I  Monseñor !  —  ¡  Callad  !/!  —  V.  A.  no  debería  po- 
ner en  el  caso  á  un  hombre  de  honor  d<í  recordarle 
los  servicios  (jue  le  ha  prestado...  —  dijo  con  frial- 
dad el  leal  caballero.  —  ¿  I  us  servicios?  ¡y  quél 
¿  no  le  los  he  pagado  de  todas  maneras? 

Debemos  confesar  que  Rodolfo  no  habia  dado  á 
estas  crueles  palabras  el  sentido  humillante  que 
rediicia  á  Murph  á  la  condici»)»  de  un  mercenario; 
pero  este  las  interpretó  por  desgracia  de  este  modo. 
Encendiósele  el  rostro  de  vergüenza,  llevó  los  pu- 
ños cerrados  á  la  frente  con  un  ade  nan  de  dolorosa 
indignación  ;  y  dirigiendo  la  vista  á  Rodolfo,  en  cu- 
3 as  facciones  se  veía  nn  des  len  convulsivo  y  violen- 
to ,  le  dijo  con  voz  sofocada  y  conteniendo  un  sus- 
piro de  tierna  conmiseración:  —  ¡Mirad.,  señor, 
que  no  tenéis  razón  !  .. 

listas  palabras  llevaron  á  su  colmo  la  irritación 
de  Rodolfo;  una  llama  terrible  brilló  en  sus  ojos, 


MURPH  Y  RODOLFO.  113 

y  adelantándose  hacia  Murjíh  con  los  lííhios  pálidos 
como  un  cadáver ,  esclanm : 

— '¡  Te  a  I  re  verá  s ,  I  ú ! . . . 

Muí  p!i  retrocedió,  y  dijo  como  á  pesar  suyo: 

—  ¡  Monseñor  '...  ¡Monseñor  I...  ,  acoíU)aos  del 
13   DE  e.nehj! 

Estas  palabras  hicieron  en  Rodolfo  un  efecto 
mágico.  Su  rostro,  contraido  por  la  cólera  se  dila- 
tó. Miró  hjamente  á  Murplí,  bajó  luego  la  cabeza, 
y  después  de  un  moniento  de  silencio  murmuró  con 
voz  alterada : 

—  ¡?\Iurph!  ¿qué  crueldad  es  esa?.,  mi  dolor, 
mi  arrepentimiento  me  liacian  esperar  que...  ,Y 
sois  vos  el  que!...  ¡Sois  vos!... 

Rodolfo  no  pudocontinunr,  faltóle  la  voz,  cayó 
sentado  en  un  banco  de  piedra  y  cubrió  el  rostro 
con  las  manos. 

—  ¡  Monseñor  !  — esclamó  Murph  con  acenlo  do- 
loroso!—  ¡mi  buen  señor,  perdonadme,  perdo- 
nad á  vuestro  anliguo  y  leal  servidor  1  Si  he  dicíso 
esas  palabras  ha  sido  en  el  último  apuro  y  temien- 
do.*. ¡  ah  !  no  por  mí...  sino  por  vos...  las  conse- 
cuencias de  vuestra  ira...  las  he  dicho  á  pesar  mío, 
sin  ánimo  de  ofen  'eros  ,  sin  enojo  y  solo  por  com- 
pulsión... ¡Monseñor!  me  pesa  de  haber  sido  tan  li- 
jero...  Por  Dios  santo,  señor,  ¿quién  puinie  cono- 
cer vuestro  carácter  mejor  que  yo,  que  no  os  he 
abandonado  desde  vuestra  infancia?...  Perdonadme, 
perdonad  que  os  haya  recordado  ese  día  funesto... 
¡  Ah  ,  cuánto  lo  habi'is  espiado ! 

Alzó  Rodolfo  la  cabeza,  y  pálido  como  la  cera  , 
dijo  á  su  compañero  con  voz  suave  y  melancólica  : 

—  Rasta,  basta,  mi  leal  amigo;  le  doy  gracias 
por  haber  calmado  con  una  palabra  mi  desujed  da 
irritación:  no  me  disculpo  de  baberte  tratado  con 
dureza,  pues  sabes  bien  que  haij  mucho  camino  de 


11  i  LOS    MfSTEIÜOS  DE    PARÍS. 

Ivs  labios  al  rornzon,  como  dicen  las  buenas  geni  s 
de  nucslra  liena.  Estaba  loco:  no  hablemos  mas  de 
eso  — ¡Ali!  ahora  os  veré  triste  por  mucho  tienipo... 
¡Qué  desgracia  la  mia  '...  mi  único  anhelo  es  el  li- 
braros de  ese  humor  sombrío,  y  á  cada  paso  os  es- 
toy sepultando  mas  y  mas  en  él  con  mi  indiscre- 
fion...  ¿  De  qué  me  sirven  luego  mi  honradez  y 
mis  canas  si  no  soy  capaz  de  sufrir  con  resignación 
las  ofensas  que  no  merezco?  —  No  hay  duda  :  ha- 
bláis bien;...  pero  los  dos  hemos  faltado  á  la  razón, 
vejete  mió  —  le  dijo  Rodolfo  con  dulzura.  —  Deje- 
mos eso,  y  volvamos  á  nuestra  conversación...  Tú 
alabas  la  fundación  de  este  establecimiento  y 
el  profundo  interés  que  me  inspira  la  señora  Ade- 
la... Confiesas  que  mereceria  este  interés  por  sus 
raras  cuj'.lidades  y  por  su  infortunio  ,  aun  cuando 
no  peí  teneciese  á  la  familia  de  Harville...  á  esa  fa- 
milia (jue  mereció  de  mi  padre  un  eterno  recono- 
cimiento...—  He  aprolxido  siempre  la  protección  y 
las  bondades  (jue  dispensáis  á  la  señora  Adela , 
monseñor.  —  Pero  le  asombras  de  ver  el  interés 
que  l<»mo  ])or  esa  infeliz  criatura  perdida  ¿no  es 
verdad?  — Perdonad  ,  señor...  No  he  tenido  razón... 
lo  conozco.  —  No...  ya  lo  sé.  Las  apariencias  han 
podido  engañarte...  Mas  como  conoces  toda  mi  vi- 
cia y  mis  secretos...  como  me  ayudas  con  tanto  va- 
lor como  lealtad  á  llevar  á  cat)o  la  espiacion  que 
me  he  impuesto  á  mí  mismo...  mi  deber  ,  ó,  si  me- 
jor te  place,  mi  reconociini'mlo  me  obliga  á  con- 
vencerte de  que  no  obro  con  lijereza. — Así  lo  creo, 
monseñor.  — Conoces  mis  ideas  con  respecto  al  bien 
que  debe  hacer  el  hombre  que  posee  las  circuns- 
tancias de  sab  r  ,  toluntal  y  poder  ..  Socorrer  al 
infortunio  honrado  cuando  se  queja  de  los  males 
-tjue  sufre  ,  es  acción  meritoria.  Buscar  á  los  que 
cambalen  la  miseria  con  honor  y  con  energía  y 


BlURPH   Y  RODOLFO.  115 

ausilinrlos,  á  veces  sin  que  lo  sepan,  es  aun  mejor 
acción. .i  Prevenir  á  tiempo  el  desamparo  y  las  ten- 
taciones que  conducen  al  crimen es  mejor  to- 
davía. Rehabilitar  ,  restituir  á  la  honradez  á  los 
que  han  conservado  puros  algunos  sentimientos 
generosos  en  medio  de  la  degradación  en  que  se 
ven  condenados,  de  la  miseria  que  los  consume  y 
de  la  corrupción  que  los  rodea  ,  y  arrostrar  para 
esto  el  contacto  de  esa  miseria  ,  de  esa  corrupción 
y  de  esos  seres  nauseabundos...  es  obra  superior  á 
todas.  Perseguir  con  ánimo  vigoroso  é  implacabie 
el  vicio,  la  inñimia  y  el  crimen,  ya  se  arrastren 
por  el  cieno  ó  se  encumbren  en  los  palacios  de  la 
grandeza,  no  es  mas  que  justicia...  Pero  acudir 
ciegamente  á  la  miseria  merecida  ,  y  prostituir  y 
degradar  la  limosna  y  la  piedad ,  eso  seria  horrible, 
impío  y  sacrilego.  Eso  baria  dudar  del  mismo  Dios; 
y  el  que  da  ,  debe  hacerlo  para  que  se  crea  en  él 
y  para  ensalzar  su  nombre.  — Monseñor  ,  yo  no  he 
querido  decir  que  hubieseis  empleado  mal  vuestros 
beneficios.  —  h^scucha^  fiel  amigo...  Ya  sabes  que 
la  hija  cuya  muerte  deploro  sin  cesar,  y  á  la  cual 
hubiera  amado  lanío  mas  cuanto  mayor  ha  sido 
la  indiferencia  con  que  la  ha  mirado  Sarah,  su  in> 
digna  madre,  deberia  tenef  ahora  algo  mas  de 
diez  y  seis  años...  como  e¿a  infeliz  criatura.  Sabes 
también  que  no  pudo  menos  de  dejarme  arrastrar 
por  una  profunda  y  dolorosa  simpatía  hacia  las 
jóvenes  de  esta  edad...  —  Lo  sé  ,  monseñor...  y  íksí 
es  como  debí  haberme  explicado  el  interés  que 
sentís  por  vuestra  protegida....  Ademas  ¿no  se 
honra  á  Dios  socorriendo  á  todos  los  desgraciados? 
—  Sí,  amigo  mió....  cuando  lo  merecen;  y  por 
eso  nadie  es  mas  digno  de  compasión  y  rt^speto 
que  una  mujer  como  la  señora  Adela,  que  educa- 
da por  una  madre  buena  y  piadosa  en  la  eslrecha 


116  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

observancia  de  lodos  los  deberes,  no  ha  fallado 
jíjtnas  á  ellos...  ¡jamas'  !!  á  pesar  de  haiíer  sido 
vícli:na  de  la  adversidad  mas  espanlosa..,  Pero  ¿no 
se  l¡()nra  lambien  á  Dios  sacando  del  fango  de  la 
vida  á  una  deesas  raras  crialuras  á  quienes  se  lia 
complacido  el  cielo  en  (Colmar  de  sus  dones/... 
¿No  merece  lambien  compasión  y  respeclo  una  ni- 
ña desventurada  ,  (jue  abandonada  á  su  solo  ins- 
tinto ,  atormerjlada  ,  envilecida  y  despreciada,  ha 
conservajo  en  el  fondo  de  su  alma  las  nobles  virlu- 
ludes  cí)!í  que  Dios  la  habia  dolado  ?  /  Si  hubieras 
oido  á  osa  [);)bre  niña/...  Al  escuchar  la  pritnera 
palabra  afecluosa  qne  la  dirigí;  a!  oir  la  primera 
voz  honrada  y  amiga  que  llegó  á  sus  oidos  ,  bro- 
taron en  su  ahna  ingenua  el  guslo  ,  la  inclinación 
y  los  pensainienlos  mas  puros  y  delicados,  á  la  ma- 
nera (jue  las  (lores  silvestres  abren  su  hermoso  se- 
no en  la  primavera  á  los  primeros  rayos  del  sol... 
En  mi  conversación  de  una  hora  con  Flor  de  .María 
he  descubierto  en  ella  tesoros  de  bondad,  de  gracia 
y  de  cordura  :  sí  ,  de  cordura,  amigo  mió.  Con  la 
sonrisa  en  los  labios  y  una  lágrima  en  los  ojos  he 
oido  stis  inocentes  consejos  llenos  de  razón  ,  para 
inducirme  á  que  ahorrase  cuarenta  sueldos  diarios 
á  íin  de  poder  combatir  un  revés  inesperado  y  li- 
brarme de  malas  tenlaciones.  /  Pobre  inocente  ni- 
ña /  me  hablaba  en  un  tono  tan  serio  y  de  tan  |)ro- 
funda  convicción,  cxperimenlaba  lalcomplacencia 
al  darme  sus  sanos  cojxiejos  ,  y  fué  tal  su  gozo  al 
oír  mi  promesa  de  que  los  seguiría  ,  que  he  dejado 
correr  algfnias  lágrimas  no  pudiendo  reprimir  la 
dulce  sens.icion  que  experimentaba...  pero  tú  lam- 
bien le  enterneces  mi  querido  .>!urph.  — Si  ,  mon- 
señ  )r....  eso  de  haceros  economizar  cuarenln  suel- 
dos diarios,.,  teniéndoos  por  un  jornálelo...  en  lu- 
gar de  comprometeros  á  que  gastaseis  con  ella...  si; 


MLIIPÍ5  Y  RODOLFO.  117 

ese  rasgo  me  llega  al  corazón. —  Silencio;  ahí 
viene  la  señora  Adela...  Ten  lodo  lisio  para  niar- 
charnos,  pues  debesnos  llegar  lempraíío  á  Paris. 

Flor  de  María  estaba  descorioiida  ,  gracias  al 
cuidado  de  la  señora  Adela.  Una  linda  eolia  de  pai- 
sana y  dos  gruesas  bandas  de  cabello  rubio  coro- 
naban su  roslro  virginal.  Un  pañuelo  de  muselina 
blanca  cruzaba  su  seno,  cubierto  lambien  en  parle 
por  )a  pechera  de  un  delantal  de  tafetán  tornaso- 
lado, cu  JOS  visos  azules  y  coior  de  rosa  lucian  so- 
bre el  fondo  obscuro  de  un  vestido  del  carmen  ,  que 
parecia  haber  sido  hecho  para  ella.  Kl  semblante 
de  la  joven  estaba  serio  y  lleno  de  profundo  reco- 
j  miento  ;  pues  hay  felicidades  que  inspiran  en  el 
alma  una  tristeza  inefable  y  una  santa  mclancol  a. 
La  seria  «^avedad  de  Flor  de  María  no  sorprendió 
á  Rodolfo,  porque  lo  esperaba:  alegre  y  hablado- 
ra ,  hubiera  formada  de  ella  una  idea  menos  ele> 
vada. 

Fn  el  semblante  triste  y  resignado  de  mada- 
ma Geor  es  se  descubrían  las  huellas  de  una  larga 
adversidad :  miraba  á  Flor  de  María  con  una  com- 
pasión tranquila  ,  ])rofunda  y  casi  maternal  ,  por- 
que la  gracia  y  la  dulzura  de  la  joven  criatura  ha- 
blan cautivado  su  simpatía. 

—  Aquí  tenéis  á  mi  hija,  señor  llodclfo...  que 
viene  á  daros  gracias  por  las  bondades  que  la  dis- 
pensáis—  dijo  madama  Georges  presentando  la 
Guillabaora  á   Ilodolfo. 

Al  oír  las  palabras  mi  hija,  la  Guillabaora  volvió 
lentamente  los  ojos  há'*ia  madama  Georges  ,  y  la 
miró  por  algunas  momentos  con  una  expresión  de 
indecible  reconojimiento. 

—  Os  doy  gr^icias  por  María,  querida  señora: 
es  digna  del  lieriM)  irderés  que  por  ella  toínais...  y 
nimca   dejará  de  merecerlo.  —  .S-ñor  Uoloífo, — 


118  Los  MiSTKRlOS  DE  PARÍS. 

dijo  la  <#ij¡llabaorn  con  voz  trémula  —  ya  U)  sa- 
béis... ¿no  es  verdad?.  .  ¿qué  no  encuentro  nada 
que  deciros  ?...  —  \  ueslra  emoción  me  lo  dice  lodo, 
amada  niña.  —  /Oh/  conoce  l)¡en  la  mano  de  la 
Pj-ovidencia  en  su  felicidad — dijo  la  señora  Adela 
enlernecida.  —  Su  primera  acción  al  entrar  en  mi 
cuarto,  ba  sido  echarse  á  los  pies  de  un  cruciQio. 

—  Es  porque  ahora,  gracias á  vos,  señor  Rodolfo.,, 
no  lengo  miedo  de  rezar. 

Murph  se  volvió  de  repente  para  no  revelar  la 
emoción  que  le  habian  causado  las  sencillas  pala- 
bras de  la  Guillabaora. 

Rodolfo  dijo  á  esta  : 

—  Hija  mía  ,  lennfo  que  hnhlar  con  la  señora 
Adela...  iMi  amigo  Murph  os  llevará  á  ver  la  quin- 
ta... y  os  hará  ver  vuestros  futriros  proteíridos : 
nosotros  os  seguiremos  dentro  de  un  raid...  /Hola, 
Murph...  Murph/  ¿no  me  oyes? 

El  buen  hidalgo  estaba  en  aquel  momento  vuel- 
to de  espaldas  y  lingia  sonarse  con  un  estrépit  for- 
midable: metió  el  pañuelo  en  el  bolsillo,  caló  el 
sombrero  hasta  los  ojos  ,  volviéndose  de  medio  la- 
do ofreció  el  brazo  á  María.  Había  maniobrado  con 
tal  destreza  que  ni  Rodolfo  ni  madama  Adela  pu- 
dieron notar  la  inmutación  de  sü  semblante.  Cojió 
del  brazo  á  María  ,  dirigióse  con  ella  á  las  cuadras 
de  la  quinta  ,  y  sus  pasos  eran  tan  largos  y  deseo  - 
pasados  que  la  Guillab  ora  tuvo  que  correr  ,  como 
había  corrido  en  otro  tiempo  detrás  de  la  Lechuza. 

—  ¿  Qué  os  parece  de  María  ,  señora  Adela  ? — dijo 
Rodolfo.  —  Ya  os  he  dicho,  señor  Rodolfo,  que 
apenas  vio  un  crucifijo  al  entrar  en  mi  cuarto  , 
cuando  se  echó  de  rodillas  delante  de  él.  Me  seria 
imposible  pintaros  lo  espontáneo  y  fervoroso  !de 
a(juel  acto  de  la  pobre  niña  :  al  momento  he  cono- 
cido que  su  alma  no  estaba  pervertida.  La  expre- 


MURP  Y    RODOLFO.  119 

sion  del  agradecimiento  que  os  profesa,  señor  Ro- 
dolfo, es  pura,  sencilla  y  libre  de  toda  exageración. 
Os  diré  dos  palabras  que  os  probarán  cuan  natural 
V  vehcmenle  es  en  ella  el  instinto  religioso  ;  cuan- 
tío JO  la  dije  :  «  ¿  No  ha  sido  muy  grande  vuestra 
sorpresa  y  vuestro  gozo  al  deciros  el  señor  Rodolfo 
que  os  quedariais  aquí?...  /Qué  impr^ion  tan 
profunda  debió  causaros  esta  noticia  /... »  /  Oh  ,  sí/ 

—  me  respondió  ;  —  cuando  el.  señor  Rodolfo  me 
dijo  eso  ,  no  sé  lo  que  me  pasó  aquí  dentro  ;  pero 
sentí  el  mismo  gozo  piadoso  que  cuando  entraba  en 
una  iglesia.  .  es  decir,  cuando  me  dejaban  entrar 

—  añadió  ;  porque  ya  sabréis,  señora  Adela  ,  que 
yo...  >o  la  dejé  proseguir  al  ver  su  rostro  encendi- 
do y  cubierto  de  rubor.  — «  Ya  sé  ,  hija  mía...  os 
daré  siempre  el  nombre  de  hija  ¿queréis  ?...  ya  sé 
(pje  habéis  padecido  mucho,  pero  Dios  bendice  á 
los  que  le  aman  y  le  temen...  á  los  desgraciados  co- 
mo á  los  arrepentidos...» — tlada  vez  estoy  mas 
contento  con  mi  obra,  mi  querida  señora  Adela. 
Esa  pobre  niña  cautivará  vuestro  amor...  habéis  co- 
nocido bien  sus  excelentes  cualidades.  —  Lo  que 
también  me  ha  sorprendido  ,  señor  Rodolfo,  es  el 
que  no  me  ha  hecho  la  menor  pregunta  acerca  de 
vos,  sin  embargo  deque  todo  esto  debe  excitar  en 
ella  mayor  curiosidad  lista  reserva  prudente  y  deli- 
cada me  indujo  á  querer  averiguar  si  sabia  algo 
acerca  de  vos  ,  y  la  dije:  «  Debéis  tener  mucha  cu- 
riosidad por  saber  quien  es  vuestro  misterioso  bi  n- 
hechor.»  uYa  lo  sé.,.  —  repuso  con  una  sencillez 
encantadora; — seUamami  bie  he'-hor.)) — Según  eso 
le  amaréis  ¿no  es  verdad?  Ocupará  á   lo 'menos 

¡  mujer  virtuosa  !  ima  parle  de  vuestro  corazón... 

—  Sí ,  la  consagraré  mi  cuidado  y  mis  desvelos... 
como  los  consagrarla  también  á...  él...  —  dijola 
Señora  Adela  con  angustiada  voz. 

T.  1.  .9 


120  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

Rodolfo  la  cogió  de  la  mano. 

—  Vamos,  vamos,  no  os  desalentéis  tan  pronlo... 
Si  hasta  hoy  han  sido  vanos  nuestros  pasos  ,  po- 
drá ser  que  un  dia... 

La  Señora  Adela  meneó  la  cabeza  con  tristeza  y 
amargura  ;  y  dijo  : 

—  ¡Pobre  hijo  mío!....  tendría  ahora  veinte 
años!...  —  Decidme  mas  bien  que  los  tiene... — 
¡  Dios  lo  haga  y  os  escuche,  señor  Rodolfo  /  —  Así 
lo  espero.  Ayer  he  ido  á  buscar  á  un  cierto  Brazo 
Bojo  ,  que  según  rae  habian  informado  podria  dar- 
me alguna  noticia  de  vuestro  hijo.  Al  salir  de  su 
casa  y  después  de  una  quimera  que  allí  tuve ,  en- 
contré á  esa  desgraciada  joven.  —  \  Ah  Señor!... 
es  á  lo  menos  una  dicha  el  que  en  medio  de  los  des- 
velos que  os  acarrea  vuestro  deseo  de  protegerme  , 
halléis  ocasiones  de  socorrer  el  infortunio.  —  ¿No 
habéis  recibido  noticias  de  Rochefort  ?  —  Ninguna 

—  dijo  madama  Adela  con  voz  apagada  y  trémula. 

—  j  janto  mejor!...  No  queda  duda  de  que  ese 
monstruo  pereció  en  los  bajos  de  fango  al  querer 
huir  de  pres... 

Rodolfo  se  detuvo  en  el  momento  de  pronunciar 
esta  terrible  palabra. 

— r¡De  presidio!  ;ah,  decidlo...  de  presidio  I... 

—  exclamó  la  desgraciada  señora  llena  de  horror 
y  con  una  expresión  de  delirio.  —  ¡El  padre  de  mi 
hijo  '...  ¡  Ah  ¡  si  vive  aun  ese  hijo  desventurado... 
si  como  yo  no  ha  cambiado  de  nombre,  ¡qué  ver- 
güenza ,  Dios  mió  !...  ¡  qué  ignominia  !  Pero  esto 
no  es  lo  peor...  Si  su  padre  ha  cumplido  su  horri- 
ble promesa...  /Ah!  ¿qué  ha  hecho  de  mi  hijo  ? 
¿  porqué  me  lo  ha  robado  ?  —  Ese  misterio  es  la 
tumba  de  mi  espíritu  —  dijo  Rodolfo  con  aire  pen- 
sativo. —  ¿  Con  qué  fin  os  ha  robado  ese  miserable 
vuestro  hijo  hace  quince  años,  cuando  quiso  mar- 


MÜRPH    Y    RODOLFO.  121 

charse  al  extrangero  ,  según  me  habéis  dicho  ?  Un 
niño  (le  aquella  edad  no  podia  menos  de  embara- 
zar su  huida,  —  ¡  Ah,  señor  Rodolfo  1  cuando  mi 
marido  I  la  infeliz  se  estremeció  al  pronunciar  esta 
palabra),  después  que  lo  arrestaron  en  la  frontera, 
fué  conducido  á  París  y  puesto  en  la  cárcel ,  en 
donde  se  me  ha  permitido  hablarle,  me  dijo  con 
horrible  énfasis  :  «Me  he  llevado  á  tu  hijo  porque 
le  amas,  y  porque  es  un  medio  de  obligarte  á  que 
me  envies  dinero  ,  del  cual  disfrutará  conmigo... 
ó  del  cual  no  disfrutará...  esa  es  cuenta  mia...  Que 
viva  ó  que  muera  poco  te  importa...  pero  si  vive, 
pierde  cuidado  que  yo  le  pondré  en  buen  lugar... 
sufrirás  la  ignominia  del  hijo  como  has  sufrido  la 
ignominia  del  padre. »  j  Ah !  un  mes  después  mi 
marido  fué  condenado  á  presidio  perpetuo...  Desde 
entonces  nada  he  podido  saber  de  la  suerte  de  mi 
hijo  á  pesar  de  mis  ruegos  y  de  mis  cartas.  /  Ah, 
señor  Rodolfo!  ¿  en  dónde  está  mi  hijo  ?  Aun  oigo 
aquellas  horribles  palabras:  «  ¡  Sufrirás  la  ignomi- 
nia del  hijo  como  has  sufrido  la  del  padre/ »  —  Pe- 
ro eso  seria  una  atrocidad  inesplicable  ;  ¿á  qué  fin 
iniciar  en  el  vicio  y  la  corrupción  á  un  niño  ino- 
cente? pero  sobre  todo  ¿á  qué  fin  robároslo?  — 
Va  os  lo  he  dicho  ,  señor  Rodolfo  ;  para  obligarme 
á  enviarle  dinero  ,  pues  aunque  me  habia  arruina- 
do, me  quedaban  todavía  algunos  recursosque  he 
agotado  de  este  modo.  A  pesar  de  su  perversidad  no 
podia  creer  que  dejase  de  consagrar  una  parte  del 
dinero  á  la  educación  del  desgraciado  niño... — ¿No 
tenia  vuestro  hijo  alguna  señal  ,  algún  indicio  por 
el  cual  pudiera  ser  conocido?  —  Ninguna,  señor 
Rodolfo  ,  escepto  la  que  os  he  dicho  :  un  agnusdei 
grabado  en  lapislázuli ,  colgado  al  cuello  con  una 
cadenita  de  plata.  Esta  reliquia  la  habia  bendecido 
el  Santo  Padre.  —  Vamos,  valor,  señora  Adela. 


122  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Dios  es  omnipotente.  —  Sí ,  señor  Rodolfo  :  solo  á 
su  providencia  debo  vuestro  socorro.  —  Pero  ha 
sido  demasiado  tarde,  mi  querida  señora.  Muchos 
años  de  aciaga  pesadumbre  os  hubiera  evitado,  si... 

—  /  Ah  ,  señor  Rodolfo  1  ¿no  me  habéis  colmado 
de  beneficios?  —  ¿En  qué?  He  comprado  esta 
quinta.  En  vuestra  prosperidad  erais  hacendosa 
por  recreo,  y  haciais  valer  vuestros  bienes  :  habéis 
consentido  en  servirme  aquí  de  directora,  y  gra- 
cias á  vuestros  desvelos  y  actividad,  este  estable- 
cimiento produce...  —  ¿Os  produce,  monseñor  ?  — 
dijo  madama  Adela  interrumpiendo  á  Rodolfo:  — 
las  rentas  no  solo  se  emplean  casi  enteramenle  en 
mejorar  la  suerte  de  los  labradores,  que  tienen  por 
un  gran  favor  el  entrar  en  esta  quinta  modelo,  sino 
también  en  socorrer  á  muchos  desgraciados  del  dis- 
trito, por  la  mediación  de  nuestro  virtuoso  párroco 
el  Señor  Laporte.  —  Ya  que  habláis  de  ese  buen 
cura  —  interrumpió  Rodolfo  para  evitar  las  ala- 
banzas de  la  señora  Adela —  ¿  habéis  tenido  la  bon- 
dad de  noticiarle  mi  llegada?  Quisiera  recomen- 
darle mi  protegida...  ¿  Ha  recibido  mi  carta?  — ^  El 
señor  Murph  se  la  ha  llevado  esta  mañana.  —  En 
"esa  carta  referia  en  pocas  palabras  á  nuestro  buen 

párroco  la  historia  deesa  niña  :  y  aunque  no  estaba 
seguro  de  poder  venir  hoy,  Murph  os  hubiera  traí- 
do á  Flor  de  María. 

Un  criado  de  la  quinta  entró  en  el  jardín  é  in- 
terrumpió este  diálogo. 

—  Señora  ,  el  señor  abad  os  espera.  —  ¿Ha  lle- 
gado la  silla  de  posta,  hijo  mió?  —  dijo  Rodolfo. 

—  Sí,  señor  Rodolfo;  están  enganchando. 
Y  el  criado  salió  del  jardín. 

La  señora  Adela  ,  el  cura  y  los  habitantes  de  la 
quinta  solo  conocían  al  protector  de  Flor  de  María 
por  el  nombre  de  Rodolfo.  La  discreción  de  Murph 


MÜRPH  Y  RODOLFO.  123 

era  imperturbable  ,  pues  ponía  tanto  cuidado  e" 
mxnseñorenr  á  Rodolfo  en  su  conversación  privad^ 
con  él,  como  en  llamarle  simplemente  Señor  Ro- 
dolfo cuando  le  hablaba  delante  de  otr.is  personas. 

—  Se  me  habla  pasado   deciros,    señora-     dii^ 
Rodolfo  marchando  hacia  la  Casa —  |ue  María  tie- 
ne el  pecho  malo  según  creo  ;  las  privaciones  y  la 
miseria  han  alterado  su  salud.  Esta  mañana  he  no- 
tado su  palidez,  á  pesar  de  que  sus  mejillas  estaban 
muy  encendidas,  y  sus  ojos  tenian  un  brillo  algo 
febril...  Necesita  mucho  cuidado.  —Contad  con  mis 
desvelos  ,  señor  Rodolfo.  Pero  no  será  cosa  de  peli- 
gro SI  Dios  quiere.  A  su   edad,  en  el  campo  ,  res- 
pirando el  aire  libre  ,  con  reposo  y  felicidad ,  pron- 
to recobrará  la  salud  perdida.  —  Así  lo  espero  ;  pe- 
ro sin  embargo  ro  me  fio  en  vuestros  médicos  de 
aldea  :  diré  á  Murph  que  os  traiora  mi  médico  ,  que 
es  un  doctor  negro  muy  hábil,  y  os  dirá  el  método 
que  debéis  seguir  con  María...  Mas  adelante,  cuan- 
do su   espíritu   esté  tranquilo  ,   pensaremos  en  su 
porvenir...  Acaso  convendrá  mas  que  permanezca 
á  vuestro  lado  si  estáis  contenta  con  ella.  —  Ese  es 
mi  deseo,  señor  Rodolfo...  ocupará  el  lugar  del  hiio 
cuya  pérdida  lloro  noche  y  dia.  —  En  fin ,  espere- 
mos que  Dios  no  os  desamparará  á    vos  ni  á  ella. 

Cuando  Rodolfo  y  la  señora  Adela  estaban  ya 
terca  de  la  casa,  se  incorporaron  con  ellos  Murph 
y  Mana.  * 

El  buen  caballero  dejó  el  brazo  de  la  Guilla- 
baora,  y  dijo  con  visible  emoción  al  oido  de  Ro- 
dolfo : 

—  Esta  criatura  me  ha  embrujado  :  no  sé  si  me 
interesa  mas  que  la  señora  Adela...  He  sido  un  ma- 
cho ,  una  bestia  bravia.  —  Ya  sabia  yo  que  hablas 
d«  hacer  justicia  á  mi  protejlda,  amigo  Murph  — 
dijo  Rodolfo  apretando  la  mano  del  hidalgo. 


12V  LOS  MlSTEaiOS  DE  PARÍS. 

La  señora  Adela,  apoyada  en  el  brazo  de  María, 
entró  en  la  sala  del  piso  bajo,  en  donde  se  halla- 
ba el  párroco  Laporle. 

Murph  se  fué  á  preparar  lo  necesario  para  su 
regreso  y  el  de  Rodolfo  ,  y  la  señora  Adela,  María, 
Rodolfo  y  el  cura  quedaron  solos. 

Los  muebles  y  paredes  de  este  aposento,  senci- 
llo ,  pero  cómodo  y  abrigado ,  estaban  cubiertos 
de  tela  persiana  como  el  resto  de  la  casa  y  según 
habia  diclio  Rodolfo  á  la  Guillabaora.  Cubria  su 
piso  una  alfombra  fuerte  y  bien  tejida,  el  fuego 
de  la  cbirenea  daba  un  calor  agradable,  y  dos 
hermosos  ramilletes  de  flores  puestos  en  vasos  de 
cristal  llenaban  el  aire  de  un  olor  balsámico  y  sua- 
ve. Por  las  persianas  verdes  y  entreabiertas  se 
veia  el  prado  y  el  riachuelo  y  mas  allá  el  fron- 
doso soto  de  Casianos. 

El  cura  estaba  sentado  junto  á  la  chimenea :  te- 
nia ochenta  años,  y  servia  aquella  pobre  parroquia 
desde  los  últimos  días  de  la  revolución. 

ISada  mas  favorable  que  su  fisonomía  senil,  des- 
carnada y  melancólica ;  su  largo  cabello  bbnco  caía 
sobre  el  cuello  de  una  sotana  negra  remendada  en 
varias  partes.  El  buen  cura  decía  que  era  mas  de- 
cente en  su  ministerio  el  llevar  una  misma  sotana 
dos  ó  tres  años  y  vestir  á  dos  ó  tres  niños  pobres  con 
buen  paño,  que  andar  siempre  de  nuevo  y  tener  mu- 
chos feligreses  desabrigados.  Como  era  tan  viejo  le 
temblaban  las  manos  sin  cesar  y  cuando  las  levan- 
taba para  accionar  en  la  conversación,  parecía  que 
estaba  echando  bendiciones. 

—  Señor  abate  —  dijo  respetuosamente  Rodolfo, 
la  señora  Adela  quiere  encargarse  de  esta  niña,  á 
quien  os  suplico  dispenséis  vuestra  bondad. — Tiene 
derecho  á  ella,  buen  señor  ,  como  todos  los  que  vie- 
nen ánosot  os...  La   clemencia  de  Dios  es  inago- 


MURPH     ¥     RODOLFO.  125 

table,  hija  mia...  os  lo  ha  probado  eonno  abando- 
naros... en  trances  bien  dolorosos..  Todo  lo  sé... 
—  Y  cojió  una  mano  de  Maria  entre  las  suyas  tré- 
mulas y  venerables.  —  El  hombre  generoso  que 
os  ha  salvado  llenó  aquella  sentencia  de  la  Escri- 
tura: «El  Señor  está  cerca  de  los  que  le  invocan 
llenará  los  deseos  de  los  que  le  temen ;  escuchará 
su  clamor  y  los  salvará.  »  Ahora  haceos  digna  de 
su  bondad  con  vuestra  conducta;  me  hallareis  siem- 
pre dispuesto  á  animaros  y  sosteneros  en  la  buena 
senda  por  que  habéis  entrado.  Tendréis  en  la  se- 
ñora Adela  un  buen  ejemplo  diario  y  constante... 
en  mí  un  consejero  diligente.  El  Altísimo  concluirá 
la  obra.  —  Y  yo  le  pediré  por  los  que  han  tenido 
compasión  de  mí  v  me  han  traido  á  su  santa  ley, 
padre  mió  ..  —  dijo  la  Guillabaora  cayendo  de  ro- 
dillas delante  del  sacerdote. 

La  emoción  que  sentia  era  demasiada  viva :  la 
ahogaban  los  sollozos, 

La  señora  Adela  ,  Rodolfo  y  el  sacerdote  sintie- 
ron también  una  profunda  y  religiosa   conmoción. 

—  Alzaos,  querida  hija  mia — dijo  el  cura: 

pronto  mereceréis...  la  absolución  de  las  grandes 
culpas  de  que  habéis  sido  mas  bien  víctima  que  cul- 
pable; porque,  según  las  palabras  del  profeta:  «El 
Señor  sostiene  á  los  que  están  para  caer ,  y  levan- 
la  á  los  que  han  caido. » 

Murph  abrió  en  aquel  momento  la  puerta  de  la  sala 

—  Adiós,  padre  mió...  adiós,  señora  Adela...  os 
recomiendo  vuestra  hija...  nuestra  hija  mas  bien. 
Adiós,  María  :  pronto  volveré  á  veros. 

El  venerable  párroco  apoyado  en  los  brazos  de  la 
señora  Adela  y  de  la  Guillabaora  ,  salió  de  la  sala 
para  ver  partir  á  Rodolfo. 

Los  últimos  rayos  del  sol  iluminaban  aquel  gru- 
po interesante  y  melancólico. 


126  LOS  MISTERIOS   DE  PAUIS. 

Un  sacerdote  anciano,  símbolo  de  la  caridad,  del 
perdón  y  de  la  esperanza  eterna  .. 

Una  mujer  que  ha  sufrido  todas  las  amarguras 
que  pueden  afligir  á  una  esposa  y  á  una  madre... 

Una  joven  que  sale  apenas  de  la  infancia,  sumi- 
da pocos  momentos  antes  en  el  abismo  del  vicio  por 
la  miseria  y  por  la  seducción  de  infames  crimina- 
les... 

Rodolfo  subió  al  carruage,  Murph  se  sentó  á  su 
lado,  y  los  caballos  partieron  al  galope. 


CAPÍTULO  XI 


LA  CITA. 

A  las  doce  en  punto  de  la  mañana  que  siguió  al 
día  en  que  Rodolfo  habia  confiado  la  Guillabaora 
al  cuidado  de  la  señora  Adela  ,  se  hallaba  aquel  en 
traje  de  jornalero,  abrigado  a  la  puv5rla  de  la  ta- 
berna llamada  el  Canastillo  Fioridoj  no  lejos  de 
la  Barrera  de  Bercy. 

A  las  diez  de  la  noche  del  dia  anterior  el  Churia- 
dor  habia  concurrido  puntualmente  á  la  cita  dada 
-por  Rodolfo,  cuyo  resultado  veremos  mas  adelan- 
te. Era  pues  mediodía  y  el  agua  caía  á  torrentes. 
El  Sena  habia  crecido  tanto  con  las  lluvias  casi 
continuas,  que  llegaba  á  una  altura  extraordina- 
ria é  inundaba  una  parte  del  muelle.  Rodolfo  mi- 
raba de  cuando  en  cuando  con  impaciencia  hacia 
el  lado  déla  barrera;  por  último  descubrió  á  un 
hombre  y  una  mujer  que  se  adelantaban  cubiertos 
con  un  paraguas,  y  reconoció  á  la  Lechuza  y  al 
Maestro  de  Escuela. 

Estos  dos  personages  se  habian  trasformado  com- 
pletamente :  el  bandido  habia  depuesto  su  aire  de 
brutal  ferocidad,  y  en  lugar  del  mal  vestido  con 
que  le  habia  visto  Rodolfo,  llevaba  una  levita  de 
paiño  verde,  un  sombrero  redondo,  y  su  corbata 
y  camisa  eran  de  una  extremada  blancura.  Sin  la 
espantosa  fealdad  de  su  rostro  y  el  horrible  fuego 
de  su  mirar  incierto,  cualquiera  le  hubiera  tenido 
por  un  hombre  pacífico  y  ho  nrado. 


1-28  LOS  3IISTEU10S  DE  PAUIS. 

La  tuerta  llevaba  en  lugar  de  sus  asquerosos 
trapaios  una  toca  blanca  un  gran  cbal  de  felpa  de 
seda ,  y  tenia  en  el  bi-azo  un  canastillo  de  grande 

^  Cesó  la  lluvia  por  un  momento,  y  venciendo 
Rodolfo  el  horror  que  le  causaba  la  espantosa  pa- 
,  eia ,  se  adelantó  bácia  ella.  El  Maestro  de  Escuela 
habia  sustituido  al  caló  de  la  taberna  un  lenguaje 
casi  exquisito,  que  anunciaba  un  talento  cultivado 
V  hacia  un  extraño  contraste  con  sus  inclinaciones 
sansuinarias.  Luego  que  Rodolfo  se  aproximó,  sa- 
ludólo el  bandido  con  una  inclinación ,  y  la  Lechuza 
hizo  también  su  reverencia. 

—  Caballero....    vuestro    servidor...  — dijo    el 
Maestro  de  Escuela. -Os  ofrezco  mi  respeto,  y  me 
aleo^ro  de  conoceros...  ó  mas  bien  de  volver  á  ve- 
ros?., porque  anteayer  os  habéis  introducido  eri  mi 
gracia  con  unos  puñetazos  que  podrían  aturdir  a 
nn  elefante...  Pero  no  hablemos  de  esto  ahora:  ha 
sido  una  broma  de  vuestra  parte...   estoy  seguro., 
una  pura  broma.  Pero  dejemos  a  un  lado  ese  extraño 
lance,  porque  hoy  nos  reúnen  graves  intereses... 
K  las  once  de  la  noche  anterior  he  visto  en  la  tasca 
al  Churiador.  v  le  dije  que  saliese  esU  mañana  a 
es(e  mismo  sitio  si  queria  ser  nuestro...  colabora- 
dor; mas  parece  que  se  niega  absolutamente.— 
•Y  vos  aceptáis?  — Si  gustáis,  señor...   ¿cual  es 
vuestro    nombre? -Rodolfo. -Señor   Rodolfo... 
entraremos,     si    gustáis,    en    el    Canastillo    blo- 
ndo,   porque  ni  la  señora  ni  yo  nos  hemos  desa- 
yunado todavía...  Hablaremos  con  calma  de  nues- 
tros negocios  al  paso  que  echaremos  «n  tac  ».  —  we 
lindo  susto.  —  Al  paso  podemos  ir  hablando.  \os 
V  el  Churiador  nos  debéis  sin  disputa  una  indemni- 
zación á  mi  mujer  v  á  mí...  nos  habéis  hecho  per- 
ded mas  de  2,000  francos.  La  Lechuza  teni^  que 


LA    CITA.  129 

avistarse  cerca  de  San  Ouen  con  un  caballero  alto 
y  enlutado  que  preguntó  por  vos  en  el  Conejo  Blan- 
co, y  había  ofrecido  2,000  francos  por  haceros  no 
sé  qué  servicio...  El  Churiador  me  ha  explicado 
después  todo  ese  negocio...  Pero  vamos  pensando 
en  el  almuerzo,  querida:  —  dijo  el  bandido  vol- 
viéndose á  la  Lechuza  —  adelántate  y  pide  unas 
chuletas,  ternera  asada,  una  ensalada  y  dos  bote- 
llas de  Burdeos  de  primera:  luego  llegaremos  los 
dos. 

La  Lechuza,  que  no  habia  apartado  un  mo- 
mento la  vista  de  Rodolfo,  se  alejó  después  de  ha- 
ber dirigido  una  mirada  al  Maestro  de  Escuela. 
Este  continuó: 

—  Decia  pues ,  señor  Rodolfo,  que  el  Churiador 
me  habia  puesto  al  corriente  sobre  esa  proposición 
de  los  dos  mil  francos.  —  No  os  comprendo.  — 
Quiero  decir,  que  el  Churiador  me  ha  informado 
poco  mas  ó  menos  de  lo  que  el  señor  enlutado  pre- 
tendía que  se  os  hiciese  por  sus  dos  mil  francos.. 
—  Bueno,  ¿y  que?  —  No  tan  bueno  como  os  pa- 
rece, mocito;  porque  habiendo  encontrado  ayer 
por  la  mañana  el  Churiador  á  la  Lechuza  cerca 
de  san  Ouen ,  no  se  separó  de  ella  un  solo  mo- 
mento hasta  que  vio  llegar  al  señor  alto  enlutado; 
por  manera  que  este  no  se  atrevió  á  acercarse.  De- 
béis por  tanto  daros  trazas  para  ganar  los  dos  mil 
francos  perdidos.  —  Nada  mas  fácil...  Pero  volva- 
mos á  nuestro  asunto:  habia  propuesto  un  negocio 
soberbio  al  Churiador;  mas  después  de  haber  acep- 
tado se  retractó.  —  Tiene  ideas  singulares...  —  Mas 
al  retractarse  me  ha  observado... — Os  ha  hecho 
observar...  —  ¡Cáspita  '...  tenéis  la  gramática  en  la 
punta  de  los  dedos.  —  Ya  veis ;  soy  maestro  de  Es- 
cuela...—  Me  ha  hecho  observar  qne  no  era  como 
el  perro  del  hortelano,  que  no  come  ni  deja  comer, 


130  LOS  SliSTElUOS  DE  PARÍS. 

y  me  ha  insinuado  que  vos  podríais  ayudarme  á 
dar  un  golpe  de  mano.  —  ¿Podréis decirme,  y  per- 
donad la  indiscreción,  á  que  fin  habéis  cilado  ayer 
al  Churiador  para  San  Ouen,  lo  cual  le  ha  propor- 
cionado la  dicha  de  encontrarse  con  la  Lechuza? 
Algo  embarazado  se  vio  para  responderme  á  esta 
pregunta. 

Rodolfo  se  mordió  imperceptible  los  labios,  y 
respondió  alzando  los  hombros: 

—  Ya  lo  creo;  no  le  he  dicho  mas  que  la  mitad 
de  mi  proyecto...  con)p  no  estaba  seguro  de  que 
aceptase...  —  Prudente  habéis  andado.  —  Y  tanto 
mas  prudente,  porque  tenia 'dos  cuerdas  que  tocar. 

—  Sois  muy  precavido...  pero  la  cita  qne  habíais 
dado  al  Churiador  en  san  Ouen  era  para... 

Rodolfo,  después  de  un  momento  de  incertidum- 
bre,  tuvo  la  dicha  de  hallar  una  fábula  verosímil 
para  remediar  la  torpeza  del  Churiador,  y  repuso: 

—  Hé  aquí  lo  que  hay  en  el  asunto:  El  golpe 
que  intento  dar  es  muy  bueno  y  seguro,  porque  el 
dueño  de  la  casa  se  halla  en  el  campo...  Todo  mi 
recelo  era  el  que  volviese  á  París,  y  á  fin  de  ase- 
gurarme he  ido  á  Piedrafita,  en  donde  tiene  su 
casa  de  campo,  y  me  cercioré  de  que  no  vendrá 
hasta  pasado  mañana.  —  Muy  bien,  pero  volva- 
mos á  la  cuestión  ..  ¿  Porqué  habéis  citado  al  Chu- 
riador para  San  Ouen?  —  ¡Qué  rudo  sois!...  ¿Cuán- 
to hay  de  Piedrafita  á  San  Ouen?  —  Cerca  de  una 
legua.  —  ¿Y  de  San  Ouen  á  París?  —  Otro  tanto. 

—  Pues  b'en;  si  no  hubiese  hallado  á  nadie  en 
Piedrafita,  es  decir,  si  la  casa  estuviese  desierta... 
habría  también  allí  un  gazapo  que  cojer...  rnenos 
bueno  que  en  Paris,  pero  no  despreciable.  He  vuel- 
to á  San  Ouen  para  verme  con  el  Churiador  que 
me  esperaba,  y  debíamos  volver  á  Piedrafita  por 
un  camino  trasversal  que  yo  conozco;  y... — Ya 


LA   CITA.  131 

comprendo.  ¿Pero  qué  haríais  si  el  lance  debiese 
ser  en  París?  —  Por  la  barrera  de  la  Estrella  al 
camino  de  la  Revollé;  y  de  allí  á  la  calle  de  las 
Viudas.  —  Es  claro  no  hay  mas  que  un  paso.  La 
evolución  es  muy  diestra ,  porque  desde  san  Ouen 
podíais  emprender  igualmente  bien  cualquiera  de 
los  dos  golpes.  Ahora  me  explico  la  presencia  del 
Churíador  en  San  Ouen...  Decíamos  que  la  casa  de 
la  calle  de  las  Viudas  estará  sin  gente  hasta  pasado 
mañana.  — Sin  una  alma  mas  que  el  portero. — 
¿Es  operación  que  valga  la  pena  de...?  —  Sesenta 
mil  francos  en  oro  en  el  gabinete  del  dueño.  —  ¿Co- 
nocéis bien  las  entradas  y  salidas?  —  Como  á  mis 
manos.  —  !Ch¡tonI...  hemos  llegado  ya  á  la  ta- 
berna; ni  una  palabra  delante  de  los  profanos. 
Tengo  un  apetito  furioso,  ¿  y  vos? 

La  Lechuza  estaba  en  el  umbral  de  la  puerta 
del  figón. 

—  Por  aquí  —  dijo  —  por  aquí...  he  mandado  po- 
ner el  almuerzo. 

Rodolfo  quiso  hacer  entrar  antes  al  bandido,  y 
tcMiia  serías  razones  para  ello;...  pero  el  Maestro 
de  Escuela  se  resistió  de  tal  modo  á  admitir  este  ob- 
sequio que  Rodolfo  tuvo  que  entrar  primero.  An- 
tes de  sentarse  á  la  mesa,  el  Maestro  de  Escuela 
tocó  lijeramente  los  tabiques  á  fin  de  asegurarse 
de  su  espesor  y  sonoridad. 

— No  hay  necesidad  de  hablar  muy  bajo — dijo; 
—  el  tabiíjue  no  es  delgado.  Nos  servirán  todo  el 
almuerzo  de  una  vez,  y  con  eso  no  seremos  inter- 
rumpidos en  la  conversación. 

Entró  con  el  almuerzo  una  criada,  y  antes  que 
se  retirase  vio  Rodolfo  al  carbonero  Murph  gra- 
vemente instalado  en  una  mesa  del  cuarto  inmedia- 
to. El  aposento  en  que  pasaba  esta  escena  era  largo 
estrecho  y  alumbrado  por  una  ventana  quedaba,  á 


132  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

la  calle  en  frente  de  la  puerta.  La  Lechuza  estaba 
de  espaldas  á  esta  ventana ,  el  Maestro  de  Escuela 
á  un  lado  de  la  mesa  y  Rodolfo  al  otro  lado. 

Luego  que  salió  la  criada  se  levantó  el  bandido, 
cojió  su  cubierto  y  fué  á  sentarse  al  lado  de  Ro- 
dolfo, de  manera  que  Ití  interceptaba  la  puerta. 

—  Estaremos  mas  á  gusto  —  dijo  —  y  no  ten- 
dremos que  hablar  muy  alto.  —  Ya...  y  también 
porque  queréis  impedirme  que  salga  por  la  puerta 
—  dijo  con  calma  Rodolfo. 

El  Maestro  de  Escuela  hizo  un  gesto  afirmativo, 
y  sacando  del  pecho  un  puñalito  largo  y  redondo 
como  una  pluma  de  ganso,^  cuyo  mango  de  madera 
desaparecia  en  sus  velludos  dedos,  dijo: 

—  ¿  Veis  este  instrumento  ?  —  Sí.  —  Aviso  á  los 
aficionados... 

Y  frunciendo  las  cejas  hizo  un  movimiento  signi- 
ficativo y  arrugó  su  frente  achatada  como  la  de  un 
tigre. 

—  Palabra  de  honor:  yo  misma  he  afilado  el  churi 
de  mi  hombre,  —  añadió  la  Lechuza. 

Rodolfo  metió  la  mano  bajo  la  blusa  con  una 
calma  maravillosa,  sacó  una  pistola  de  dos  tiros, 
la  enseñó  al  Maestro  de  Escuela  y  volvió  á  meterla 
en  el  bolsillo. 

—  Muy  bien...  hemos  nacido  para  entendernos 
el  uno  al  otro — dijo  el  bandido;  — pero  nomo 
comprendéis...  Yo  quiero  suponer  lo  imposible... 
Si  vmiesen  á  prenderme,  ya  me  hubieseis  ó  no  ten- 
dido un  lazo...  os  despacharía  en  el  acto. 

Y  dio  una  mirada  feroz  á  Rodolfo. 

—  Y. yo  me  echaría  también  sobre  él  para  ayu- 
darte, palomito  —  dijo  la  Lechuza. 

Rodolfo  no  respondió,  encojió  los  hombros,  llenó 
un  vaso  de  vino  y  lo  bebió. 

Sobrecüjido  el  Maestro  de  Escuela  al  ver  la  san- 
gre fría  de  Rodolfo,  prosiguió: 


LA  CITA.  133 

—  Quería  solamente  preveniros...  —  ¡  Buena, 
bueno !...  volved  á  su  sitio  vuestro  instrumento,  que 
aquí  no  hay  contra  quien  usarlo.  Yo  tengo  los 
huesos  algo  duros  y  podríais  romper  la  punta. — 
dijo  Rodolfo. —Hablemos  ahora  de  nuestro  asun- 
to...—  Hablemos  de  nuestro  asunto...  pero  no 
digáis  mal  de  mi  escarbadientes.  No  hace  ruido  nin- 
guno ni  incomoda  a  nadie.  —  Y  saca  una  obra  lim- 
pia que  da  gusto,  ¿no  es  verdad,  palomo? —  aña- 
dió la  Lechuza.  —  A  todo  esto  —  dijo  Rodolfo  á  la 
Lechuza  —  ¿es  cierto  queconoceisá  los  padres  déla 
Guillabaora? — Mi  palomo  trae  consigo  dos  cartas  que 
hablan  de  eso...  Pero  no  haya  miedo  que  las  vea  la 
Chillona...  Antes  la  arrancarla  los  ojos  ,.  ¡Oh:  que 
cuentas  la  he  dcajustar  cuando  vuelva  á  encontrar- 
la en  el  Conejo  Blanco!  ..  —  Todo  se  nos  va  en  ha- 
blar, Lechuza ,  y  los  negocios  no  marchan.  —  ¿  Po- 
dremos garlar  delante  de  ella?  —  preguntó  Rodol- 
fo. —  Con  toda  confianza :  la  tengo  experimentada, 
y  podrá  servirnos  de  mucho  para  tomar  informes, 
vigilar,  ocultar,  vender,  etc.:  posee  todas  las  cali- 
dades de  una  excelente  mujer  —  añadió  el  bandido, 
alargando  la  mano  á  la  horrible  vieja :  —  no  tenéis 
idea  de  los  servicios  que  me  ha  prestado...  Pero 
quítate  el  chai.  Finura,  y  tendrás  al  salir  menos 
frió...  ponió  en  el  canastillo... 

La  Lechuza  se  quitó  el  chai. 

A  pesar  de  su  presencia  de  ánimo,  Rodolfo  no 
pudo  contener  un  movimiento  de  sorpresa  al  ver 
colgado  de  una  cadena  de  similor  que  llevaba  al 
cuello  la  vieja,  un  agnusdci  de  lapislázuli,  en  todo 
conforme  al  que  llevaba  al  cuello  el  hijo  de  mada- 
ma Adela  cuando  desapareció  de  su  poder. 

Este  descubrimiento  inspiró  á  Rodolfo  una  idea 
repentina.  Según  el  Ghuriador,  el  Maestro  de  Es- 
cuela habia  eludido  todas  las  pesíiuisas  de  la  poli- 


134  LOS  MISTERIOS    DE    PARÍS. 

cía|,  desfigurándose  el  rostro  despuesde  haber  huido 
de  prcjidio...  y  hacia  seis  meses  que  el  marido  de 
la  señora  Adela  habla  desaparecido  de  presidio,  sin 
(|ue  nadie  supiese  su  paradero.  Rodolfo  imaginó  que 
el  Maestro  de  Escuela  podria  ser  muv  bien  el  ma- 
rido de  aquella  desgraciada,  y  que  en  tal  caso  co- 
nocería sin  duda  la   suerte  de  su   hijo,  además  de 
poseer  papeles  relativos  al  nacimiento  de  Guilla- 
baora.  Rodolfo   tenia  según    esto  nuevos  motivos 
para  no  dar  de  mano  á  su  proyecto.  Afortunada- 
mente no  fué  advertida  su  distracción  por  el  Maes- 
tro de  Escuela,  ocupado  entonces  en  hacer  plato  á 
su  compañera. —  ¡Hola...   ¡qué  hermosa  cadena 
lleváis  al  cuello  !...  —  dijo  Rodolfo  á  la  tuerta.  — 
Sí,  hermosa...  y  barata...  —  contestó  riendo  la  vie- 
ja. —  Pero  es  de   mala  ley...   hasta  que  mi  pichón 
íiie  regale  una  buena...  —  Eso  depende  del  señor... 
Si  hacemos  buen  negocio  nó  te  faltará  cadena.  — 
Qué   bien  imitada  está!  —  prosiguió  Rodolfo. — 
¿Qué  significa  aquella  cosita  azul...  colgada?  —  Es 
un  regalo  de  mi  palomo,  hasta  que  nie  compre  un 
tocante  (a  ...  ¿No  es  verdad,  corazón? 

Rodolfo  veía  confinnadas  sus  sospechas  ,  y  espe- 
raba la  respuesta  del  Maestro  de  Escuela...  Este 
repuso: 

—  A  pesar  del  tocante  es  preciso  conservar  esa 
prenda...  Es  un  talismán...  que  lleva  coni^igo  la  bue- 
na dicha. — ¿Un  talismán?  —  preguntó  Rodolfo 
con  indiferencia.  —  Luego  creéis  en  los  talismanes' 
¿Y  en  dónde  diablos  lo  habéis  encontrado?...  Os 
agradeceria  que  me  dijeseis  la  fábrica.  —  No  se  ha- 
cen ya  en  el  dia  cabailerito  :  se  cerró  la  fábrica... 
Tal  cual  la  veis,  esa  joyo  es  muy  antigua...  cuenta 
tres  generaciones...  La  estimo  mucho,  porque  es 

(a)      Rtlox  6  mricsfra. 


LA    CITA.  135 

una  tradición  de  familia  —  añadió  con  una  horri- 
ble sonrisa.  —  Por  eso  la  he  dado  á  la  Lechuza, 
para  que  tenga  buena  fortuna  en  los  lances  en  que 
me  ayuda  con  tanta  habilidad.  Ya  la  veréis  manio- 
brar ,  ya  la  veréis  ,  si  hacemos  juntos  alguna  ope- 
ración comercial...  Pero  volvamos  á  nuestros  car- 
neros... decíais  que  en  la  calle  de  las  Viudas...  — 
Número  17  ,  casa  de  un  ricachón...  que  se  llama... 
—  No  cometeré  la  indiscreción  de  preguntaros  su 
nombre...  ¿Decís  que  tiene  en  un  cuarto  sesenta 
mil  francos  en  oro  ?  —  ¡  Sesenta  mil  francos  en 
oro/  —  exclamó  la  Lechuza. 

Rodolfo  hizo  una  señal  afirmativa. 

—  ¿Conocéis  los  andares  de  esa  casa  ? — Perfec- 
tamente. —  ¿  Y  es  difícil  la  entrada  ?  —  Un  muro 
de  siete  pies  de  alto  hacia  la  calle  de  las  Viudas, 
un  jardin ,  ventanas  rasgadas...  la  casa  no  tiene 
mas  piso  que  el  bajo.  — ^  ¿Y  no  hay  mas  que  un 
portero  paia  guardar  ese  tesoro  ?  —  No  rhas.  — 
¿  Cuál  es  vuestro  plan  de  campaña,  mocito?  — Muy 
sencillo...  salvar  el  muro  ,  calabacear  (  b  )  la  puer- 
ta ,  ó  hacer  saltar  el  pftstigo. — ¿Os  agrada  el 
plan  ?  —  No  podré  responderos  hasta  que  todo  lo 
haya  visto  por  mis  ojos  ,  es  decir  ,  con  la  ayuda 
de  mi  Lechuza ;  pero  si  todo  lo  que  me  decís  es 
verdad  ,  no  debe  dejarse  de  la  mano  el  negocio... 
esta  misma  noche... 

Y  el  bandido  clavó  la  vista  en  Rodolfo. 

—  ¿Esta  noche?...  es  imposible  — respondió 
este.  —  ¿  Porqué,  siendo  así  que  el  dueño  no  vuel- 
ve hasta  pasado  mañana  ?  —  Es  cierto  ,  pero  yo 
no  puedo  esta  noche...  —  ¿De  veras?...  Pues  yo 
tampoco  mañana.  — ¿  Por  qué  razón  ?  —  Por*^la 
misma  que  os  impide  hacerlo  esta  noche..,  —  dijo 

(b)     Abrir  con  ganzúa. 

T.   I.  10. 


136  LOS  -MISTERIOS  DE  PARÍS. 

el  bandido  con  socarronería.  —  Después  de  un 
momento  de  silencio  ,  Rodolfo  replicó  :  —  Pues 
bien...  vamos  esta  noche.  ¿Dónde  nos  veremos  ?  — 
No  nos  separemos  ya  —  dijo  el  Maestro  de  Escue- 
la. ¿  Cómo  ?  —  ¿  Para  qué  separarnos  ?  el  tiempo  se 
va  aclarando  ,  y  podremos  ir  á  echar  un  vistazo  á 
la  calle  de  las  Viudas  :  veréis  como  trabaja  mi 
muger.  Hecho  esto  volveremos  á  echar  una  mano 
de  cientos  (a)  y  á  comer  un  bocado  en  una  taber- 
na de  los  Campos  Eliseos  inmediata  al  rio...  en  la 
cual  soy  muy  conocido  :  y  como  la  calle  de  las  viu- 
das está  desierta  desde  las  primeras  horas  de  la  no- 
che, volveremos  á  dar  el  golpe  á  las  diez.  — Bue- 
no :  á  las  nueve  volveremos  á  vernos.  —  ¿Queréis 
dar  el  golpe  conmigo  ,  ó  no  ?  —  Desde  luego.  — 
Pues  entonces  no  nos  separemos  un  momento... 
sino..,  —  ¿  Sino  qué  ?  —  Sospecharia  que  intenta- 
bais hacerme  una  mala  partida  y  que  por  eso  os 
marchabais...  —  Si  quisiera  armaros  algún  lazo... 
¿  quién  me  lo  impediría  esta  noche  ?...  —  Yo...  Co- 
mo no  esperabais  que  os  propusiese  para  tan  luego 
el  golpe,  no  estabais  preparado...  y  no  apartán- 
doos de  mi  no  podréis  comunicaros  con  nadie... — 
Luego  desconfiáis  de  mí.  —  Y  mucho...  pero  como 
puede  haber  verdad  en  lo  que  me  proponéis ,  y 
como  la  mitad  de  60,000  francos  vale  la  pena  de 
una  tentativa  ,  quiero  ejecutarla...  pero  ha  de  ser 
esta  misma  noche  ,  ó  nunca...  En  el  segundo  caso, 
es  decir  ,  si  no  se  da  el  golpe  ,  ya  sabré  que  hom- 
bre tengo...  y  el  dia  menos  pensado  os  hallareis 
con  un  regalo  de  mi  mano.  —  Y  os  pagaré  la  fi- 
neza... podéis  vivir  seguro. —  Todo  eso  es  pura  ton- 
leria  —  dijo  la  tuerta.  —  Soy  de  la  opinión  de  mi 
hombre  :  ó  esta  noche  ó  nunca. 

(a)     Jiif  go   de  naipes. 


LA   CITA.  137 

Rodolfo  sentía  una  ansiedad  cruel  :  si  perdía  es- 
ta ocasión  de  apoderarse  del  Maestro  de  Escuela, 
no  volvería  á  encontrarla  jamás;  pues  el  bandido, 
viviendo  desde  entonces  sobre  sí ,  ó  reconocido  aca- 
so y  encerrado  de  nuevo  en  presidio,  llevaría  con- 
sigo los  secretos  que  Rodolfo  ansiaba  poseer.  Así  es 
que  confiado  en  el  acaso  y  en  su  destreza  y  valor 
dijo  al  Maestro  de  Escuela  : 

-í- Bueno,  consiento;  no  nos  separaremos  hasta 
esta  noche.  —  Entonces  contad  conmigo...  Pero  van 
á  dar  las  dos...  La  calle  de  las  Viudas  está  lejos  y 
llueve  á  mares  :  pagaremos  el  escote  y  tomaremos 
un  coche.  —  Si  tomamos  un  coche  podré  fumar  an- 
tes un  cigarro.  —  Sin  duda  —  dijo  el  Maestro  de 
Escuela.  —  A  mi  cara  costilla  no  le  hace  daño  el 
humo  del  tabaco.  —  Voy  á  comprar  cigarros  — 
dijo  Rodolfo  levantándose.  —  No  os  incomodéis  — 
dijo  el  Maestro  de  Escuela  deteniéndole.  —  Esta 
irá  por  ellos. 

Rodolfo  volvió  á  sentarse. 

El  Maestro  de  Escuela  había  penetrado  su  de- 
signio. 

La  Lechuza  salió 

—  ¡  Qué  buena  muger  tengo ,  eh  !  —  dijo  el 
bandido.  —  Es  tan  complaciente  que  se  echaria  al 
fuego  por  mí.  —  Ya  que  habláis  de  fuego  ¿  sabéis 
que  aquí  no  hace  mucho  calor  ?  —  dijo  Rodolfo 
ocultando  las  manos  bajo  la  blusa. 

Y  continuando  la  conversación  con  el  Maestro  de 
Escuela,  sacó  del  bolsillo  un  lápiz  y  un  pedazo  de 
papel,  y  sin  que  pudiese  ser  notado,  escribió  de 
prisa  algunas  palabras  ,  teniendo  cuidado  de  sepa- 
rar bastante  las  letras  para  no  confundirlas ,  pues 
escribía   debajo  de  la  blusa  y  sin  ver, 

Hecho  el  billete  sin  que  lo  percibiese  el  Maestro 
de.  Escuela  ,  era  preciso  que  llegase  á  su  destino. 


138  LOS  .MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Rodolfo  se  levantó  ,  acercóse  á  la  ventana  y  em- 
pezó á  cantar  entre  dientes  ,  haciendo  compás  con 
los  dedos  en  los  vidrios. 

El  Maestro  de  Escuela  se  acercó  á  él ,  miró  con 
atención  hacia  fuera  ,  y  le  dijo  : 

¿Qué  música  es  esa  ? 

—  Estoy  cantando  el  no  te  llevarás  mi  rosa.  — 
Es  canción  muy  bonita...  Pero  quisiera  saber  si 
tiene  la  virtud  de  llamar  la  atención  de  los  que  pa- 
san. —  No  tengo  semejante  idea.  —  Eso  puede 
no  ser  verdad,  mocito.  ¿  Porqué  tocabais  sino,  con 
tanta  fuerza  en  los  vidrios?  En  fin,  el  guardián 
de  esa  casa  en  la  calle  de  las  Viudas  podrá  acaso 
ser  hombre  determinado...  Si  se  repone...  vos  no 
lleváis  mas  que  una  pistola  ,  que  es  arma  de  mucho 
ruido;  mientras  que  un  utensilio  como  este  (  y  en- 
señó á  Rodolfo  el  mango  de  su  puñal )  no  incomo- 
da ni  llama  la  atención  de  nadie. —  ¿Pensáis  aca- 
so asesinarle?  —  dijo  en  voz  alta  Rodolfo.  —  Si  es 
tal  vuestra  intención  no  habrá  nada  de  lo  dicho... 
no  contéis  conmigo.  —  ¿  Y  si  pretende  reponerse  ? 
—  Huiremos.  —  /  Acabáramos  !...  bueno  es  que  nos 
convengamos  antes...  Es  decir  que  se  trata  de  un 
simple  robo  con  escalamiento  y  fractura.  —  Nada 
mas.  —  Es  cosa  bien  cicatera  ;  pero ,  en  fin  ,  pa- 
se... 

Y  como  no  me  separaré  de  tí  un  instante  —  dijo 
entre  sí  Rodolfo — yo  te   impediré   que  derrames 


JLO  XÍIÍ. 


PREPARATIVOS. 

La  tuerta  volvió  á  entrar  con  el  tabaco. 

—  Parece  que  no  llueve  ya  —  dijo  Rodolfo  en- 
cendiendo un  cigarro:  —  ¿vamos  á  buscar  el  co- 
che?... no  seria  malo  para  sacudir  la  pereza. — 
¿  Decís  que  no  llueve  ya  ?  —  repuso  el  Maestro  de 
Escuela  —  estáis  cieso  sin  duda.  No  quisiera  espo- 
ner una  salud  tan  preciosa  como  la  de  mi  Finura... 
ni  que  se  estropease  su  hermoso  chai  nuevo. — 
Tienes  razón  ,  alma  mia  :  hace  un  tiempo  de  per- 
ros. —  Como  queráis  — dijo  Rodolfo.  — La  criada 
no  debe  tardar ,  y  luego  que  hayamos  pagado  nos 
irá  á  buscar  un  coche.  — Es  lo  mejor  que  habéis 
dicho  en  toda  la  tarde.  Iremos  á  pasear  un  rato  por 
la  calle  de  las  Viudas. 

Entró  en  esto  la  criada,  y  Rodolfo  la  dio  un  na- 
poleón. 

—  De  ningún  modo,  caballero...  no  lo  permiti- 
ré... eso  es  abusar...  —  dijo  con  voz  estrepitosa  el 
Maestro  de  Escuela, — Hoy  no  me  privareis  de  esta 
honra  una  vez  que  me  he  anticipado...  otro  dia 
pagaréis  vos. —  Sea  en  buenhora ;  pero  bajo  la  con- 
dición de  que  aceptaréis  lo  que  os  ofreciere  en  los 
Campos  Elíseos...  es  un  jabardillo  que  frecuento 
con  toda  confianza.  —  Desde  luego..,  admito  vues- 
tro convite. 

Pagada  la  comida  salieron  los  tres  de  la  taberna, 
y  Rodolfo  quiso  ser  el  último  en  obsequio  de  la  Le- 


lio  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

chuza;  pero  el  Maestro  de  Escuela  no  lo  permi- 
tió, le  hizo  salir  primero,  y  siguiéndole  de  cerca 
observaba  sus  menores  movimientos.  Entre  los  be- 
bedores de  la  taberna  se  hallaba  un  carbonero  de 
cara  tiznada  v  un  gran  sombrero  de  ala  ancha  ca- 
lado hasta  los  ojos:  este  carbonero  pagaba  su  cuen- 
ta en  el  mostrador  al  punto  que  salian  los  tres 
compañeros.  A  pesar  de  la  estrema  vigilancia 
del  Maestro  de  Escuela  y  de  la  tuerta  ,  Rodolfo 
que  marchaba  delante  de  la  norrenda  pareja  ,  di- 
rigió á  Murph  una  mirp.da  rápida  é  imperceptible 
en  el  instante  de  subir  al  coche.  —  ¿A  dónde  va- 
mos, señores?  —  dijo  el  cochero. — Calle  de  las... 
—  De  las  Acacias  ,  al  bosque  de  Bolonia  —  gritó  el 
Maestro  de  Escuela  interrumpiéndole;  y  luego  aña- 
dió :  —  ¡  se  os  pagará  bien  ,  cochero !  — y  volvién- 
dose á  Rodolfo: — ¿Por  qué  diablos  queréis  que 
pasemos  á  la  vista  de  tanto  babieca  como  anda  por 
ahí?  En  caso  de  detención  bastaría  este  solo  indicio 
para  perdernos.  ¡  Ah  mocito ,  mocito  ,  que  impru- 
dente sois ! 

El  coche  empezó  á  rodar  ,  y  Rodolfo  respondió  : 

—  Tenéis  razón  ;  no  habia  caido  en  ello...  Pero 
con  mi  cigarro  nos  vamos  á  volver  ceniza :  abra- 
mos un  cristal. 

Y  diciendo  y  haciendo  dejó  caer  á  la  calle  con 
el  mayor  disimulo  un  papelito  doblado ,  en  que 
habia  escrito  con  lápiz  algunas  palabras  debajo  de 
la  blusa...  Masera  tal  la  sagacidad  del  Maestro  de 
Escuela  que  á  pesar  de  la  inalterable  serenidad  de 
Rodolfo  creyó  el  bandido  descubrir  en  su  fisonomía 
cierta  expresión  de  triunfo  ,  y  sacando  la  cabeza  por 

el  cristal  dijo  gritando  al   cochero:  —  j  Alto  ' 

deten  el  coche...  alguno  viene  detrás. 

El  coche  se  detuvo ,  levantóse  el  cochero ,  miró 
hacia  atrás  y  dijo : 


PREPARATIVOS.  l^íl 

—  Nadie  viene  ,  caballero.  —  Quiero  verlo  por 
mis  ojos — dijo  el  maestro  de  Escuela  saltando  pre- 
cipitadamente del  carruaje. 

Nada  apercibió ,  porque  el  coche  estaba  ya  algo 
distante  del  sitio  en  que  Rodolfo  Labia  dejado  caer 
el  papel. 

—  Ya  sé  que  vais  á  reíros  de  mí  —  dijo  el  Maes- 
tro de  Escuela  subiendo  al  coche  amohinado.  — No 
sé  porque  me  habia  figurado  que  alguien  nos  seguia. 

El  coche  torció  en  aquel  momento  por  una  ca- 
llejuela Murph,  que  no  lo  habia  perdido  de  vista 
y  que  habia  observado  la  evolución  de  Rodolfo , 
acudió  inmediatamente  al  sitio  y  recogió  el  billete 
que  habia  caido  en  el  hueco  de  dos  piedras. 

Al  cabo  de  un  cuarto  de  hora  dijo  el  Maestro  de 
Escuela  al  cochero : 

—  i  Chico !  hemos  cambiado  de  idea  :  á  la  plaza 
de  la  Magdalena. 

Rodolfo  le  miró  con  asombro. 

—  Por  allí  vamos  bien ,  amiguito  :  desde  la  Mag- 
dalena podremos  hacer  rumbo  á  mil  partes,  y  de 
nada  servirá  la  declaración  del  cochero  si  fuéremos 
cogidos. 

AI  llegar  el  coche  á  la  barrera,  nn  hombre  alto 
y  moreno  ,  vestido  con  un  sobretodo  gris  y  un  som- 
ro  calado  hasta  los  ojos,  y  montando  en  un  mag- 
nífico caballo,  atravesó  como  un  relámpago  el  ca- 
mino á  un  trole  larguísimo  y  veloz.  —  ¡  A  buen  ca- 
ballo buen  ginete!  -  dijo  Rodolfo  asomándose  al 
cristal  y  siguiendo  á  Murph  con  la  vista  ( era  el 
naismio  ).  — ¿  Habéis  visto  que  paso  lleva  aquel 
hombre?  — Ha  cruzad)  tan  á  prisa  que  ni  tiempo 
dió  para  mirarle  — repuso  el  Maestro  de  Escuela. 

Rodolfo  disimuló  perfectamente  la  alegría  que 
sintió  al  ver  que  Murph  habia  descifrado  los  carac- 
teres casi  geroglificos  del  billete.  Seguro  el  Maes- 


142  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Iro  de  Escuela  de  que  nadie  seguía  al  coche,  y 
queriendo  imitar  á  la  Lechuza  que  dormitaba ,  ó 
que  mas  bien  fingia  dormitar ,  dijo  á  Rodolfo :  — 
Disimulad  ,  amigo  ,  el  movimiento  del  coche  me 
causa  siempre  un  efecto  singular  :  me  duermo  co- 
mo un  niño. 

El  bandido  se  proponía  observar ,  con  pretesio 
del  fingido  sueño,  si  la  fisonomía  de  Rodolfo  rece- 
laba alguna  emoción  secreta. 

Rodolfo  conoció  el  ardid ,  y  repuso  : 

—  Hoy  he  madrugado  y  también  tengo  sueño.... 
voy  á  haceros  compañía. 

Y  al  decir  esto  cerró  los^jos.  La  respiración  del 
Maestro  de  Escuela  y  de  la  I>echuza  que  roncaban 
á  dúo,  engañó  de  tal  manera  á  Rodolfo  que  este 
entreabrió  los  ojos  creyendo  que  los  dos  estaban 
profundamente  dormidos...  Pero  el  Maestro  de  Es- 
cuela y  la  tuerta  ,  á  pesar  de  sus  ronquidos  sonoros, 
se  miraban  el  uno  al  otro  y  se  hacían  señas  miste- 
riosas con  los  dedos  sobre  la  palma  de  la  mano.  Ce- 
só de  repente  este  diálogo  simbólico,  y  percibiendo 
el  malhechor  por  una  seña  casi  imperceptible  de  la 
Lechuza  que  Rodolfo  no  dormía,  soltó  una  risotada, 
gritando  :  —  ;  Hola,  hola  ,  camarada  I....  queréis 
esperimentar  á  los  amigos  ¿eh?  —  Eso  no  debe  sor- 
prenderos, puesto  que  sabéis  dormir  con  los  ojos 
abiertos.  —  Es  claro:  pero  yo...  soy  sonámbulo. 

El  coche  paró  en  la  plaza  de  la  Magdalena.  La 
lluvia  habia  cesado  por  un  momento,  pero  las  nu- 
bes acumuladas  por  el  viento  eran  tan  negras  y  den- 
sas que  casi  anochecía  ya.  Rodolfo,  la  Lechuza  y 
el  Maestro  de  Escuela  se  dirigieron  hacía  el  paseo 
de  la  Reina.  —  Se  me  ocurre  una  idea  ,  camarada  ; 
y  por  cierto  que  no  es  mala  —  dijo  el  bandido. — 
¿A  dónde  tengo  de  mirar?  —  A  vuestros  píes.  — Sí. 
— Mirad,.,  ahí.  Ved  el  techo,  y  cuidado  no  lo  piséis. 


PREPAUATIVOS.  143 

En  efecto,  Rodolfo  no  había  observado  una  de 
las  tabernas  subterráneas  que  había  hace  pocos 
años  en  algunos  sitios  ds  los  Campos  Elíseos,  y 
especíahnente  cerca  del  paseo  de  la  Reina. 

Una  escalera  sucia  y  húmeda  abierta  en  la  mis- 
ma tierra  conducía  al  fondo  de  una  especie  de  fo- 
so (3  gran  cueva ,  y  arrimada  á  una  de  las  paredes 
de  este  foso,  cortadas  á  pico,  se  veía  una  choza  ba- 
ja ,  hedionda  y  llena  de  rendijas,  cuyo  techo  cu- 
bierto de  tejas  mohosas  apenas  subía  del  nivel  del 
suelo  en  que  se  hallaba  Rodolfo.  Dos  ó  tres  cubiles 
de  tablas  viejas  y  apolilladas  servían  de  bodega,  de 
tinglado  y  de  conejera  á  esta  zahúrda  miserable. 

Un  pasillo  muy  estrecho  conducía  á  lo  largo  del 
foso,  desde  la  escalera  á  la  puerta  de  la  choza,  y 
el  resto  del  suelo  desaparecía  tras  un  enrejado  de 
cañas  y  palos,  que  ocultaba  dos  hileras  de  mesas 
toscas  y  groseras  fijas  en  la  tierra.  El  viento  hacia 
girar  sobre  sus  goznes  á  uno  y  otro  lado  una  plan- 
cha de  hierro  cubierta  de  ollin,en  l.i  cual  se  dis- 
tinguía un  corazón  rojo  atravesado  de  un  puñal... 
Esta  muestra  estaba  puesta  en  un  palo  colocado  en 
lo  alto  de  aquella  cueva,  verdadera  sepultura  de 
vivos. 

Uníase  á  la  lluvia  una  niebla  espesa  y  húmeda, 
y  la  noche  se  acercaba  por  momentos. 

— ¿Qué  os  parece  de  la  fonda,  camarada?  — 
dijo  el  Maestro  de  Escuela.—  Debe  estar  bien  fres- 
ca... gracias  á  la  lluvia  de  estos  quince  días...  Va- 
ya, pasemos  adelante. — Esperad  un  momento... 
quiero  saber  si  el  amo  está  dentro...  ¡  Atención! 

Y  pegando  el  bandido  la  lengua  al  paladar,  hizo 
nn  ruido  particular,  sonoro  y  prolongado,  que  pu- 
diera remedarse  de  este  modo : 

—  ¡  Prrrrrrr !  1 ! 

Un  sonido  igual  salió  de  lo  profundo  de  la  cueva. 


lii  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

—  Él  es  —  dijo  el  Maestro  de  Escuela.  —  Per- 
donad, joven...  las  señoras  delante;...  dejad  que 
pase  la  Lechuza...  yo  os  seguiré.  Cuidado  con  caer- 
ge  que  está  eso  muy  resbaladizo. 


CAPITULO!  IV. 


EL  CORAZÓN  SANGRIENTO. 


Después  de  haber  respondido  el  dueño  de  la  ta~ 
berna  subterránea  á  la  señal  del  Maestro  de  Escue- 
la ,  salió  á  recibirle  con  urbanidad  al  umbral  de  la 
puerta. 

Este  personaje,  á  quien  Rodolfo  habia  buscado 
en  la  Cité  y  á  quien  no  conocia  aun  bajo  su  verda- 
dero nombre,  ó  por  mejor  decir,  bajo  su  nombre 
habitual ,  era  Brazo  Rojo. 

Era  flaco,  débil  y  apocado,  rayaba  en  los  cin- 
cuenta años,  y  su  fisonomía  tenia  la  expresión  y 
la  figura  de  la  garduña  y  del  ratón:  la  nariz  pun- 
tiaguda, la  barba  saliente,  los  juanetes  abultados  y 
unos  ojos  pequeños,  negros  vivos  y  penetrantes  daban 
á  su  fisonomía  una  espresion  indescribible  de  astucia, 
de  sutileza  y  de  inteligencia.  Una  vieja  peluca 
rubia ,  ó  mas  bien  amarilla  como  su  tez  biliosa, 
colocada  desde  lo  alto  del  cogote  hasta  la  frente, 
dejaba  descubierta  una  nuca  sucia  y  mugrienta. 
Vestia  chaqueta  y  un  delantal  largo  y  grasiento 
como  los  que  usan  los  criados  de  figón. 

Apenas  habian  acabado  de  bajar  la  escalera  los 
tres  huéspedes,  cuando  un  niño  de  diez  añosa  lo 
mas,  raquítico,  cojo  y  algo  jorobado  se  puso  al  lado 
de  Brazo  Rojo,  á  quien  se  parecia  tanto  que  nadie 
podria  dudar  que  era  hijo  suyo. 

Tenia  el  mismo  mirar  penetrante  y  astuto  con 


14^6  LOS  MISTERIOS  DE  PAUIS. 

ese  aire  desvergonzado  é  insolente  que  distingue  al 
pillo  de  París;  tipo  de  la  depravación  precoz,  y 
verdadero  ratón  de  gurupas,  como  se  dice  en  el 
horrible  idioma  de  las  prisiones.  Una  mata  de  ca- 
bellos pajizos,  duros  y  tiesos  como  la  crin  de  un 
caballo  ,  cubría  la  mitad  de  su  frente.  Un  pantalón 
castaño  y  una  blusa  gris  c^idá  con  una  correa 
completaban  el  traje  del  Cojuelo ,  así  llamado  á 
causa  de  la  imperfección  de  sus  miembros.  Estaba 
al  lado  de  su  padre  sobre  una  pierna  ,  como  un 
«sparavaná  la  orilla  de  una  la;  una. 

—  Justamente,  aquí  está  nuestro  perdiguero  — 
dijo  el  Maestro  de  Escuela  á  la  tuerta. —  Finuri- 
txi;  el  tiempo  corre  y  la  noche  se  viene  encima... 
aprovechemos  lo  que  hay  de  día.  —  Tienes  razón, 
palomo...  voy  á  pedir  el  cachorrillo  á  su  padre. — 
Buenas  tardes,  amigo  —  dijo  Brazo  Rojo  con  voz 
de  falsete,  áspera  y  aguda  dirigiéndose  al  Maestro 
de  Escuela. — ¿En  que  puedo  servirte?  —  En  que 
vas  á  prestar  á  mi  mujer  tu  cachorro  por  un  cuarto 
de  hora :  ha  perdido  ahí  cerca  una  cosa  y  quiere 
que  le  ayude  á  buscarla. 

Guiñó  el  ojo  Brazo  Rojo,  hizo  una  seña  de  inte- 
ligencia al  Maestro  de  Escuela  y  dijo  á  su  hijo : 

—  Cojuelo...  sigue  á  la  señora. 

El  odioso  niño  se  fué  cojeando  á  tomar  la  mano 
de  la  tuerta. 

—  ¡Amor  de  los  amores  del  alma !....  este  si  que 
es  un  niño  guapo  y  listo  como  la  pólvora!  — ex- 
clamó la  vieja.  —  ¡Suerte  como  la  vuestra.  Brazo 
Rojo!...  ¡  Ay!  ¡que  diferente  de  mi  Chillona!  siem- 
pre la  daba  mal  de  corazón  cuando  se  acercaba  á 
raí...  /morriñosa  del  diablo!  —  Vamos,  Finura, 
despacha  pronto...  ojo  alerta.,,  que  aquí  te  espero. 
—  No  tardaré  mucho...  Cojuelo,  anda  delante. 

y  la,  tuerta  y  el  niño  subieron  la  sucia  escalera. 


EL  CORAZÓN  SANGRIEiNTO.  147 

^•J'^'Tt''^*  ^"^^^^  ®*  paraguas  — gritó  el  ban- 
dido. —  No,  asi  voy  mas  desembarazada  —  respon- 
dió a  vieja,  y  desapareció  con  el  Cojuelo  en  me- 
dio del  crepúsculo  y  el  triste  susurro  del  viento  que 
mecía  los  corpulentos  olmos  délos  Campos  Eliseos 
—  Entremos  —  dijo  Rodolfo. 

Y  tuvo  que  inclinarse  para  pasar  por  la  puerta 
de  la  taberna.  Estaba  esta  dividida  en  dos  salas.  En 
una  de  ellas  habia  un  tablero  y  una  mala  mesa  de 
Dillar,  y  en  a  otra  algunas  mesas  y  sillas  que  en 
otro  tiempo  habían  sido  pintadas  de  verde  Dos 
ventanas  estrechas  con  los  vidrios  hendidos  y  cu- 
biertos de  telarañas,  daban  á  las  dos  piezas  una  ¡uz 
opaca  que  apenas  dejaba  ver  el  musgo  verde  v  bu- 
medo  de  las  paredes.  ^ 

Mientras  Kodolfo  permaneció  solo  un  minuto. 
Brazo  Rojo  y  el  Maestro  de  Escuela  hablaron  con 
rapidez  algunas  palabras  y  se  hicieron  algunas  se- 
nas misteriosas. 

.77  Beberéis  un  vaso  de  cerveza  ó  de  aguardiente 
mientras  no  lega  mi  Lechuza...- le  dijo  el  Maes- 
tío  de  Escuela.  —  No...  no  tengo  sed. -Cada  loco 
con  su  tema.  Yo  tomare'  una  copita  de  aguardiente 
j-  repuso  el  bandido;  y  se  sentó  á  una  mesita  ver- 
de de  la  segunda  sala. 

La  obscuridad  se  habia  aumentado  de  tal  suerte 
que  era  ya  casi  imposible  ver  en  el  ángulo  de  la  se^ 
gunda  sala  la  entrada  de  .na  cueva  ó^ubterráneo 
Ltní^  se  bajaba  por  una  trapa  de  dos  medias^ 
puertas,  una  de  las  cuales  estaba  siempre  abierta 
para  la  comodidad  del  servicio.  La  mesa  á  que  e 
sentó  el  Maestro  de  Escuela  estaba  inmediata  á  esta 
caverna  negra  y  profunda ,  y  como  la  tenia  á  la  es- 
P^^^ía  ocultaba  enteramente  de  la   vista  de  Ro- 

Asomado  este  á  uñar  ventana  procuraba  disimu- 


1.V8  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

lar  su  inquietud ,  y  no  se  creia  enteramente  seguro 
con  haber  visto  á  Murph  cruzar  al  gran  trote  la 
calle  de  las  Viudas,  recelándose  que  el  digno 
íOMíVe  (a)  no  hubiese  comprendido  la  significación 
del  lacónico  billete,  que  no  contenia  mas  que  estas 
palabras:  ^  .^   ,   , 

—  Esta  noche  á  las  diez.  ¡Cuidado  I 
Resuelto  á  no  ir  á  la  calle  de  las  Viudas  antes 
de  la  hora  señalada  ni  á  separarse  antes  del  Maes- 
tro de  Escuela,  temblaba  sin  embargo  al  conside- 
rar que  podia  escapársele  la  ocasión  de  poseer  los 
secretos  que  deseaba  adquirir.  Aunque  era  vigoro- 
so y  estaba  bien  armado ,  tenia  que  habérselas  con 
un  asesino  capaz  de  todo ,  y  mas  terrible  aun  por 
su  extraordinaria  sagacidad...  A  fin  de  disimular  el 
pensamiento  que  le  agitaba  se  sentó  á  la  mesa  del 
Maestro  de  Escuela  y  pidió  un  vaso  por  mero  cum- 
plimiento. ., 

Brazo  Rojo ,  después  de  haber  dicho  al  bandido 
algunas  palabras  en  voz  baja ,  se  puso  á  mirar  á 
Rodolfo  con  un  aire  de  estraña  curiosidad,  sardó- 
nico y  desconfiado. 

Soy  de  opinión,  mocito  —  dijo  el  Maestro  de 
Escuela  — que  si  mi  mujer  nos  dice  que  están  en 
casa  las  personas  á  quienes  deseamos  ver,  podre- 
mos hacerles  nuestra  visita  á  eso  de  las  ocho.  — 
Eso  seria  adelantarse  dos  horas— repuso  Rodolto 
—  V  lo  llevarían  á  mal.  —¿Lo  creéis  así?  —  Estoy 
bien  persuadido.  —  Entre  amigos  no  debe  haber  esa 
etiqueta.  —  Los  conozco  muy  bien ,  y  os  repito  que 
no  debemos  ir  antes  de  las  diez.  —  Parece  que  sois 
algo  terco ,  mozalve.te.  —  He  dicho  mi  parecer  y  no 
me  moveré  de  aquí  hasta  que  den  las  diez.  — >o 
hay  inconveniente;  yo  no  cierro  jamas  mi  estable- 

(a)     Título  de  distinción  entre  los  ingleses. 


EL  CORAZÓN  SANGRIENTO.  1  49 

cimiento  hasta  media  noche — dijo  Brazo  Rojo  con 
voz  femenil  y  chillona.  — Es  precisamente  cuando 
empiezan  á  concurrir  miá  mejores  parroquianos... 
jamas  se  quejan  los  vecinos  del  ruido  de  mi  casa. 
—  Ya  veo  que  es  preciso  avenirse  á  todo  lo  que 
queréis,  mocito — dijo  el  Maestro  de  Escuela. — 
Vaya  luego ,  no  haremos  vuestra  visita  hasta  las 
diez,  —r  Ahí  está  la  Lechuza  !  — exclamó  Brazo  Ro- 
jo en  ademan  de  escuchar  y  respondiendo  con  un 
grito  parecido  al  que  habia  dado  el  Maestro  de  Es- 
cuela antes  de  bajar  al  subterráneo. 

Un  momento  después  entró  sola  la  Lechuza  en  la 
sala  del  billar. 

—  Todo  queda  listo,  palomo  mió...  ;  Cayeron 
en  el  garlito! — gritó  la  Lechuza  al  entrar. 

Brazo  Rojo  se  retiró  como  discreto,  y  sin  pregun- 
tar por  el  Cojuelo,  á  quien  no  esperaba  sin  duda 
todavía.  La  tuerta  se  sentó  en  frente  de  Rodolfo  y 
del  bandido. 

—  ¿Qué  hay  de  nuevo?—  preguntó  el  Maestro 
de  Escuela.  —  Por  lo  visto,  este  mozo  ha  dicho 
verdad.  — ¡Ya  lo  veis!  —interrumpió  Rodolfo.— 
Dejad  que  se  explique  la  Lechuza.  Vamos,  Finura, 
¿que  hay?  — Llegué  al  número  17,  dejando  en 
acecho  al  Cojuelo  en  un  hoyo  de  la  calle...  aun  era 
de  dia.  Llamé  á  una  puertecita  que  tenia  los  goz- 
nes por  el  lado  de  fuera  y  dos  pulgadas  de  claro 
sobre  el  umbral.  Volví  á  llamar  y  me  abrieron; 
pero  antes  de  llamar  tuve  buen  cuidado  de  meter 
mi  marmota  en  la  faltriquera,  á  fin  de  que  me  tu- 
viesen por  una  vecina  de  la  misma  calle.  Luego 
que  he  visto  al  portero  me  puse  á  lloriquear  con 
toda  mi  fuerza ,  quejándome  de  que  habia  perdido 
mi  Periquito,  mi  animalito  querido,  el  loiito  de 
mi  corazón...  Le  dije  que  vivia  en  la  calle  de  Mar- 
bopuf,  que  iba  buscando  mi  loro  de  jardín  en  jivóin 


loO  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

y  que  me  dejase  entrar  para  ver  si  podia  hallarlo. 
—  ¡  Diarilre  I  —  exclamó  el  Maestro  de  Escuela  con 
un  aire  de  orguUosa  satisfacción  :  — Vale  el  mun- 
do todo  esta  mujer!  — ¡Por  cierto  que  sí!  —  dijo 
Rodolfo. —  Pero  veamos...  ¿y  después? — ¿Des- 
pués? el  portero  me  dejó  buscar  el  animalito,  y 
héteme  aquí  recorriendo  todo  el  jardin  y  gritando 
¡  Periquito  !  ¡  Periquito  !  sin  dejar  de  mirar  á  todas 
partes  para  informarme  bien  de  lo  que  habia.... 
Dentro  de  los  muros  —  continuó  la  vieja  —  mucho 
enverjado,  muy  buena  escalera:  en  una  esquina, 
por  la  mano  izquierda  un  pino  tan  bien  cortado  á 
manera  de  escala ,  que  podria  subir  por  él  una  em- 
barazada de  siete  meses.  La  casa  tiene  seis  venta- 
nas en  el  piso  bajo:  no  tiene  mas  piso:  cuatro  tra- 
galuces de  bodega  sin  barras  ni  reja.  Las  ventanas 
son  de  dos  hojas  con  clavija  por  abajo  y  pasador 
por  arriba:  no  hay  masque  apretar  contra  el 
marco,  meter  el  alambre  y...  —  Y  en  un  tris  está 
abierta...  —  dijo  el  Maestro  de  Escuela. 

La  Lechuza  continuó  : 

—  La  puerta  de  la  entrada  es  de  cristales,  y  tie- 
ne persianas  por  el  lado  de  fuera.  —  ¡Cuidado.... 
acordarse  bien !  — dijo  el  bandido. —  No  hay  duda, 
es  el  mismo  sitio  —  dijo  Rodolfo:  — parece  que  lo 
estoy  viendo. —  A  mano  izquierda — continuó  la 
Lechuza  ,  —  cerca  del  palio,  hay  un  pozo:  la  cuer- 
da puede  servir,  porque  en  aquella  parte  no  hay 
espaldares  ni  enverjado  cerca  de  la  pared  ,  en  el 
caso  de  que  nos  corlasen  la  retirada  por  la  puerta... 
Al  entrar  en  la  casa... —  ¿Y  has  entrado  en  casa? 
Ya  lo  veis ,  camarada,  ha  entrado  también  en  la 
casa...  —  dijo  el  Maestro  de  Escuela  con  orgullo. — 
Por  supuesto  que  he  entrado.  Como  no  hallaba  á 
mi  Periquito  y  habia  gritado  tanto,  fingí  que  no 
podia  sostenerme  y  pedí  licencia  al  portero  para 


EL    CORAZÓN  SANGRIENTO.  151 

sentarme  en  el  umbral  de  la  puerta  :  el  buen  hom- 
bre me  dijo  que  entrase  y  me  ofreció  un  vaso  de 
agua  con  vino.  « Un  vaso  de  agua ,  le  dije ;  un  vaso 
de  agua  sola,  querido  señor.»  Entonces  me  hizo 
pasar  á  la  antesala...  Todo  está  cubierto  de  tapice- 
ría, y  teniendo  precaución  no  se  sentirían  los  pa- 
sos, ni  ruido  alguno  al  caer  el  vidrio  de  la  venta- 
n^  que  fuese  necesario  romper.  A  derecha  é  izquier- 
da puertas  con  cerraduras  que  no  valen  un  comino 
y  que  saltarían  con  un  estornudo.  En  el  fondo  hay 
una  puerta  cerrada  con  llave  ,  que  parece  el  alma 
de  la  casa...  ¡aquello  olia  á  dinero!...  por  supuesto, 
yo  lie  aba  en  el  cesto  mi  cerillo... — Ya  lo  veis, 
camarada...  anda  siempre  con  el  cerillo — dijo  el 
bandido. 

La  Lechuza  continuó : 

—  Determinada  á  acercarme  á  la  puerta  que 
olía  á  dinero,  fingí  que  me  da  ha  un  golpe  de  tos 
tan  fuerte  que  me  obligaba  á  arrimarme  á  la  pared. 
Al  oírme  toser  el  portero  :  dijo  :  «  Voy  á  poneros 
azúcar  en  el  agua. »  Sin  duda  buscó  una  cuchara 
porque  oí  el  sonido  déla  plata...  en  la  pieza  de  la 
mano  derecha...  no  te  olvides  ¿entiendes,  hermo- 
so mío  ?  En  una  palabra  ,  tosiendo  y  gimiendo  me 
fui  acercando  á  la  puerta  del  fondo,  y  con  cera 
que  llevaba  en  la  palma  de  la  mano  saqué  el  mol- 
de del  agujero  de  la  llave  como  quien  no  quiere  la 
cosa...  Ahí  tienes  el  molde...  Si  no  sirve  hoy  servi- 
rá otrodia...  Ahora  nos  diréis  si  aquella  es  ó  no  la 
puerta  del  cofre  fuerte — añadió  la  tuerta  diri- 
giéndose á  Rodolfo. —Justamente,  allí  es  donde 
está  el  dinero—  repuso  este;  y  dijo  para  sí:  «¡Lue- 
go Murph  se  dejó  engañar  por  esta  bruja  detes- 
table !  ¡  imposible  /  Hasta  las  diez  no  espera  ser 
acometido ,  y  entonces  habrá  tomado  las  precau- 
ciones necesarias.  —  Pero  todo  el  dinero  no  está 
T.  I.  11 


lo2  LOS  MISTERIOS  DE   PA  RIS. 

allí  —  continuó  la  Lechuza  echando  fuego  por  el 
ojo  venle.  —  Al  acercarme  á  las  ventanas  haciendo 
que  buscaba  mi  loro,  he  visto  algunos  talegos  de 
escudos  sobre  el  escritorio  de  uno  de  los  cuartos  que 
hay  al  lado  izquierdo  de  la  puerta...  Los  he  visto 
tan  claro  como  te  estoy  viendo,  mi  amor...  Habia 
mas  de  una  docena.  —  ¿Y  el  cojuelo? —  dijo  brus- 
camente el  Maestro  de  Escuela.  —  Metido  en  su 
agujero...  á  dos  pasos  de  la  puerta  del  jardín....  De 
noche  ve  como  un  gato.  Como  no  tiene  otra  enera- 
da e!  número  17  ,  cuando  vayamos  nos  dirá  si  ha 
llegado  alguna  persona. —  Bien  está...  dijo  el  Maes- 
tro de  Escuela. 

Y  apenas  hubo  pronunciado  estas  palabras,  cuan- 
do se  arrojó  de  improviso  sobre  Rodolfo,  y  asién- 
dolo por  el  cuello  lo  precipitó  en  la  cueva  que  es- 
taba abierta  detras  de  la  mesa... 

Fué  tan  súbito ,  tan  inesperado  y  vigoroso  este 
ataque,  que  Rodolfo  no  tuvo  tiempo  para  pro- 
veerlo ni  evitarlo.  La  Lechuza  dio  un  grito  de 
espanto,  aunque  no  vio  el  resultado  de  esta  lucha 
momentánea;  y  luego  que  cesó  el  ruido  que  hizo  el 
cuerpo  de  Rodolfo  al  caer  por  la  escalera,  el  Maes- 
tro de  Escuela  que  conocia  bien  los  subterráneos 
de  la  casa ,  bajó  lentamente  á  la  cueva  aplicando 
el  oido  con  sumo  cuidado. 

—  /Mira  como  vas  ,  amoroso  I.  .  ¡  cuidado  !  gritó  la 
horrenda  tuerta  inclinándose  sobre  la  trapa.  — ¡Sa- 
ca el  churi  ! 

El  bandido  desapareció  sin  responder  una  pala- 
bra. TS'ingun  ruido  se  oyó  al  principio ;  pero  al 
cabo  de  algunos  instantes  resonaron  en  el  fondo  de 
la  cueva  los  goznes  de  una  puerta,  y  todo  volvió 
á  quedar  en  silencio. 

La  oscuridad  era  completa.  La  Lechuza  sacó  del 


EL    CORAZÓN  SANGRIENTO.  153 

cesto  un  fósforo ,  lo  encendió  y  estendióse  por  la 
sala  una  lúgubre  claridad. 

Salia  en  aquel  momento  por  la  trapa  el  rostro 
monstruoso  del  Maestro  de  Escuela...  La  Lechuza 
no  pudo  contener  una  exclamación  de  espanto  al 
ver  aquella  cabeza  pálida,  llena  de  costurones, 
horrible,  con  los  ojos  fosfóricos,  que  parecia ¿ar- 
rastrarse por  el  suelo  en  medio  de  las  tinieblas 
alumbradas  apenas  por  la  moribunda  luz  del  ceri- 
llo... Algo  recobrada  la  vieja  de  su  primera  sor- 
presa, gritó  con  cierto  aire  de  maléfica  adulación: 

—  ¡Qué  espantoso  debes  ser,  amor  del  alma, 
cuando  me  distes  miedo  á  mí !  I  !  — Pronto  ,  pron- 
to... á  la  calle  de  las  Viudas — dijo  el  bandido 
echando  una  barra  de  hierro  á  la  puerta  de  la  tra- 
pa:— de  aquí  á  una  hora  no  será  ya  tiempo.  Si  es 
un  lazo  que  nos  quieren  tender,  aun  no  está  arma- 
do á  estas  horas...  si  no  lo  es,  bastamos  solos  para 
dar  el  golpe. 


CAPITllO  XY. 


LA  CUEVA. 


Rodolfo  quedó  sin  sentido  ni  movimiento  al  pié 
de  la  escalera  del  subterráneo:  tan  violenta  y  re- 
pentina fué  la  horrible  caida.  El  Maestro  de  Escue- 
la le  arrastró  hasta  la  entrada  de  otra  cueva  mu- 
cho mas  profunda,  le  arrojó  en  ella  y  la  cerró 
corriendo  los  cerrojos  de  una  puerta  maciza  forrada 
con  barras  de  hierro.  Subió  en  seguida  para  ir  á 
hacer  un  robo  ,  ó  acaso  un  asesinato  ,  en  la  calle 
de  las  Viudas. 

Volvió  en  sí  Rodolfo  al  cabo  de  una  hora  ,  y  se 
halló  tendido  sobre  tierra  y  rodeado  de  densas  ti- 
nieblas. Antes  de  levantarse  alargó  la  mano  para 
reconocer  los  objetos  que  habia  alrededor  y  tocó 
los  pasos  de  una  escalera  de  piedra;  mas  habiendo 
sentido  en  los  pies  una  viva  impresión  de  frió,  acu- 
dió también  á  reconocer  la  causa  y  vio  que  los  te- 
nia metidos  en  un  charco. 

Hizo  un  esfuerzo  violento  para  levantarse  del 
suelo,  y  consiguió  sentarse  en  el  último  paso  de  la 
escalera  ;  disipóse  pocoá  poco  su  aturdimiento.,  y 
por  fortuna  ninguno  de  sus  miembros  se  habia  frac- 
turado. Se  puso  á  escuchar,  pero  nada  oyó...  nada, 
mas  que  un  ruido  sordo  y  continuo,  cuya  causa  no 
pudo  adivinar  en  aquel  momento. 

Al  paso  que  iba  recobrando  los  sentidos  se  agol- 
paban en  su  memoria  las  circunstancias  de  la  sor- 
presa de  que  habia  sido  víctima  ,  y  estaba  ya  para 


LA  CUEVA,  loo 

combinar  todos  los  recuerdos  de  aquel  accidente, 
cuando  percibió  de  nuevo  que  tenia  los  pies  en  el 
agua.  Inclinóse  otra  vez  y  notó  que  el  agua  le  subia 
ya  basta  el  tobillo. 

Entonces  comprendió  la  causa  de  aquel  ruido 
sordo  y  continuo  que  no  babia  dejado  de  oir  un 
instante  en  el  profundo  silencio  de  la  cueva...  el 
agua  invadía  el  subterráneo.  La  creciente  del  Sena 
era  extraordinaria  ,  y  la  cueva  se  hallaba  mas  baja 
que  el  nivel  del  rio. 

Este  peligro  dispertó  completamente  á  Rodolfo 
de  su  letargo ,  y  subió  como  un  relámpago  á  lo 
mas  alto  de  la  escalera.  En  el  último  paso  tropezó 
con  una  puerta  cerrada  que  en  vano  intentó  abrir, 
pues  permaneció  inmóvil  sobre  sus  goznes.  • 

En  situación  tan  desesperada  la  primera  voz  que 
articuló  fué  para  llamar  á  Murph. 

—  Si  no  está  con  precaución  ,  ese  monstruo  le 
asesinará...  y  soy  yo  —  dijo  en  alta  voz —  y  yo 
soy  la  causa  de  su  muefte  !...  ¡  Pobre  Murph! 

E$ta  idea  cruel  llevó  á  su  colmo  la  exasperación 
de  Rodolfo.  Apoyado  con    los  pies  en  el  segundo 

{)aso ,  encorvado  el  cuerpo  y  asido  á  la  puerta  con 
as  manos,  hizo  esfuerzos  prodigiosos  sin  impri- 
mirla el  menor  movimiento...  Bajó  otra  vez  á  la 
cueva  para  buscar  algún  madero  que  le  sirviese  de 
palanca,  y  en  el  penúltimo  escalón  pisó  dos  ó  tres 
cuerpos  redondos  y  elásticos  que  se  movian  debajo 
de  sos  pies:  eran  ratones  que  el  agua  habia  echado 
de  sus  agujeros.  Después  de  haber  recorrido  a 
tientas  toda  la  caverna  sin  poder  hallar  ningún 
objeto  que  sirviese  á  su  designio ,  volvió  á  subir 
lentamente  la  escalera  sumergido  en  la  mas  pro- 
funda desesperación. 

Contó  los  escalones  ,  que  eran  trece,  de  los  cua- 
les se  habían  anegado  ya  tres. 


156  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

¡Trece!...  Hay  ocasiones  én  que  el  ánimo  mas 
firme  se  deja  dominar  por  ideas  supersticiosas  ,  y 
Rodolfo  consideró  este  número  como  un  funesto 
presagio.  La  suerte  posible  de  Murph  volvió  á  asal- 
tar su  imaginación.  Buscó  alguna  abertura  entre  el 
suelo  y  la  puerta,  pero  la  humedad  habia  hinchado 
de  tal  modo  la  madera  que  estaba  herméticamente 
unida  al  suelo. 

Rodolfo  gritó  con  todo  su  aliento  por  ver  si  su 
voz  llegaba  á  los  huéspedes  de  la  taberna:  en  se- 
guida se  puso  á  escuchar...  pero  nada  oyó  mas  que 
el  mismo  ruido  sordo,  íJébil  y  continuo  del  agua 
que  llenaba  la  cueva  por  momentos. 

Sentóse  de  espaldas  á  la  puerta  fatigado  y  ren- 
dido, y  lloró  por  su  amigo  cuya  vida  peligraba 
acaso  en  aquel  momento  ante  un  puñal  asesino.  Se 
arrepintió  de  sus  proyectos  temerarios,  por  mas 
generoso  que  hubiese  sido  el  motivo.  Desgarrábale 
el  corazón  la  memoria  de  los  servicios  y  de  la  fiel 
adhesión  de  Murph  ;  de  ^quel  amigo  leal ,  que 
aunque  rico  y  colmado  de  honores  habia  abandona- 
do á  una  esposa  y  á  un  hijo  queridos  para  ausiliar- 
le  en  la  temeraria  espiacion  que  habia  resuelto  ira- 
ponerse. 

En  pié  junto  á  la  puerta  ,  tocaba  con  la  cabeza 
alo  alto  de  la  bóveda.  El  agua  crecía  sin  cesar... 
solo  quedaban  libres  cinco  escalones,  y  podia  cal- 
cular el  tiempo  que  debia  durar  su  agonía.  Era  una 
muerte  lenta,  muda  y  esj>antosa.  Acordándose  de 
la  pistola  que  llevaba  consigo,  determinó  disparar- 
la contra  la  puerta  á  quema  ropa  por  ver  si  conse- 
guía moverla...  Buscó  el  arma  pero  no  la  encontró, 
pues  la  habia  perdido  durante  su  breve  lucha  con 
el  Maestro  de  Escuela.  Rodolfo  hubiera  esperado 
con  serenidad  la  muerte  á  no  tener  fijo  su  pensa- 
miento en  la  suerte  de  Murph.  Si  había  cometido 


LA  CUEVA  lo7 

algunas  acciones  reprensibles ,  Dios  era  testigo  del 
bien  que  babia  becho  y  sabia  también  el  que  que- 
na hacer  aun.  Sin  quejarse  del  falló  supremo, 
veia  en  su  destino  el  justo  castigo  de  una  acción  que 
aun  no  babia  espiado:..  Un  nuevo  suplicio  vino  á 
poner  á  prueba  su  resignación.  Los  ratones ,  arro- 
jados por  el  agua  de  sus  madrigueras  ,  fueron  su- 
biendo de  escalón  en  escalón,  porque  no  hallaban 
por  donde  salir,  y  asaltaron  los  vestidos  de  Rodol- 
fo ,  el  cual  se  llenó  de  horror  al  sentir  por  su  cuer- 
po las  patas  heladas deaquellos  velludosanimales... 
Quiso  arrojarlos  de  sí ,  pero  le  mordieron  y  en- 
sangrentaron las  manos.  Volvió  á  gritar;  pero 
nadie  le  oyó...  Dentro  de  pocos  instantes  no  po- 
dria  articular  una  sola  voz,  porque  el  agua  le 
llegaba  ya  al  pescuezo  y  muy  pronto  le  cubriria 
la  boca. 

El  aire  empezaba  á  faltar,  y  Rodolfo  sintió  los 
primeros  síntomas  de  asfixia:  latian  con  violen- 
cia las  arterias  de  sus  sienes ,  desvanecíasele  la  ca- 
beza y  se  acercaba  el  instante  de  morir...  El  agua 
entró  en  sus  oidos  con  funeral  ruido  y  todo  em- 
pezó á  girar  alrededor  de  él.  El  último  destello  de 
su  razón  iba  ya  á  oscurecerse  cuando  oyó  á  la 
puerta  de  la  cueva  pasos  precipitados  y  el  sonido 
de  una  voz. 

La  esperanza  reanimó  su  espíritu  desfallecido, 
y  reponiéndose  con  una  enérgica  reacción  del 
ánimo,  pudo  oir  distintamente  estas  palabras: 

—  Ya  lo  ves,  aquí  no  ha^^  nadie. — /Rayo... 
es  verdadl  —  exclamó  con  triste  voz  el  Ghu- 
riador. 

Y  los  pasos  se  alejaron. 

Rodolfo,  sin  fuerzas  ya  ni  sentido,  no  pudo 
sostenerse  y  resbaló  por  la  escalera. 

Abrióse  de  repente    la   puerta  hacia  fuera,  y 


158  LOS   MISTERIOS  DE    PARÍS. 

el  agua  del  subterráneo  salió  por  ella  como  por 
la  compuerta  de  una  exclusa.  El  Churíador  que 
había  vuelto  atrás  (luego  diremos  porqué),  co- 
jió  por  los  brazos  á  Rodolfo,  que  tendido  y  me- 
dio ahogado  se  mecia  á  uno  y  otro  lado  con 
un  movimiento  convulsivo  en  el  umbral  de  la 
puerta. 


ÜJ<3LVÍi) 


*^. 


EL  ENFERMERO. 


Rodolfo,  salvado  de  las  garras  de  la  muerte  por 
el  Churiador,  y  conducido  á  la  casa  de  la  calle  de 
las  Viudas,  la  cual  había  esploradola  Lechuza  an- 
tes del  asalto  del  Maestro  de  Escuela,  se  hallaba 
acostado  en  una  habitación  bien  amueblada.  En  la 
chimenea  resplandecia  un  vivísimo  fuego,  y  un 
quinqué  puesto  sobre  una  cómoda  derramaba  su 
luz  por  todo  el  aposento.  Solo  el  lecho  de  Rodolfo 
estaba  en  la  obscuridad ,  rodeado  de  densas  cortinas 
de  damasco  verde. 

Un  negro  de  mediana  estatura  ,  de  cabello  y  ce- 
jas blancas  y  con  una  cinta  verde  en  el  ojal  del 
fraque  azul,  tenia  en  la  mano  izquierda  un  relox 
de  segundos,  en  el  cual  fijaba  la  vista  mientras 
Qontaba  con  la  derecha  los  latidos  del  pulso  de  Ro- 
dolfo. 

Miraba  el  negro  á  Rodolfo,  que  estaba  dormido, 
con  la  expresión  mas  compasiva  y  afectuosa. 

El  Churiador,  cubierto  de  harapos  y  de  lodo,  é 
inmóvil  al  pié  de  la  cama ,  tenia  las  manos  cruzadas 
sobre  la  boca:  su  barba  roja  ysupelocolor  de  lino  es- 
taban revueltos  en  desorden  y  empapados  en  agua,  y 
en  sus  facciones  color  de  bronce  se  leia  la  tierna 
compasión  que  le  inspiraba  la  grave  situación  del 
enfermo.  Apenas  se  atrevia  á  respirar  y  contenia  el 
fatigado  aliento;  mas  lleno  de  impaciencia  al  ver  la 


4 


IGO  LOS  MISTF.RIOS  DE  PARÍS. 

actitud  reflexiva  del  médico  negro  y  temiendo  un 
pronóstico  funesto,  se  atrevió  á  hacer  en  voz  baja 
esta  reflexcion  í'in  apartar  la  vista  de  Rodolfo: 

—  ¿Quién  diria,  al  verlo  tan  postrado,  que  es  el 
mismo  que  me  solfeó  tan  bien  las  mandíbulas  con 
aquellos  puñetazos  de  despedida?  ¡  Ojalá  sane  luego, 
aunque  para  estirar  los  miembros  y  ponerse  fuerte 
tenga  que  hacer  ejercicio  sobre  mi  persona!.,  de  es- 
te modo  sacudiria  los  malos  humores...  ¿no  es  ver- 
dad ,  señor  doctor  ? 

Una  lijara  seña  con  la  mano  fué  la  única  respues- 
ta del  negro. 
El  Churiador  volvió  á  guardar  silencio. 

—  i  La  bebida !  dijo  el  doctor. 

Dirijióse  al  momento  de  puntillas  á  la  cómoda 
el  Churiador,  el  cual  estaba  descalzo,  pues  habia 
dejado  sus  za píalos  herrados  á  la  puerta  del  apo- 
sento; pero  al  andar  sa<:aba  la  rodilla  de  un  modo 
tan  extraño  y  eran  tales  sus  contorsiones  y  piruetas, 
el  arqueo  de  sus  brazos  y  el  alternativo  subir  y  ba- 
jar de  los  hombros,  que  solo  en  tan  seria  ocasión 
podia  dejar  de  ser  objeto  de  risa.  El  infeliz  quería 
sin  duda  atraer  todo  su  peso  á  la  parte  del  cuerpo 
que  no  tocaba  al  suelo;  pero  las  tablas  del  piso  re- 
chinaban á  pesar  del  tapiz  á  cada  paso  que  daba. 
Queriendo  el  desventurado  salir  airoso  de  su  servi- 
cio y  temiendo  sin  duda  que  se  le  escapase  el  frá- 
gil frasquillo,  lo  apretó  de  tal  modo  en  la  callosa 
mano,  que  lo  hizo  menudos  pedazos  y  la  poción 
cayó  derramada  por  el  suelo. 

Quedó  inmóvil  el  Churiador  á  vista  de  tal  desas- 
tre, con  una  pierna  en  el  aire,  los  dedos  del  pié 
encogidos,  lleno  de  confusión  y  mirando  alterna- 
tivamente al  doctor  y  al  cuello  del  frasco  que  con- 
servaba aun  en  la  mano. 

-—  ¡  Torpe !  — exclamó  el  negro  con  impaciencia. 


EL  ENFERMERO.  161 

—  ¡Qué  rayo  de  bruto  soy!  — añadió  el  Churiador 
apostofrándose  á  sí  mismo.  —  Felizmente  te  has 
equivocado  —  dijo  el  Esculapio  mirando  á  la  có- 
moda :  —  habia  pedido  el  otro  frasco.  —  ¿  Aquel 
pequeñito  colorado? —  preguntó  el  enfermero.  — 
¿Pues  cual  ba  de  ser,  si  no  hay  otro? 

Giró  el  Churiador  sobre  los  talones  conforme  á 
su  antigua  usanza  militar,  y  deshizo  con  ellos  los 
pedazos  de  vidrio  que  estaban  en  el  suelo.  Otros 
pies  mas  delicados  se  hubieran  llenado  de  heridas, 
pero  el  ex-descargador  tenia  un  par  de  sandalias 
naturales  tan  duras  como  el  casco  de  un  caballo. 

—  Mira  como  andas  que  vas  á  lastimarte  —  dijo 
el  médico. 

El  Churiador  no  hizo  el  menor  caso  de  esta 
amonestación.  Absorto  en  el  cumplimiento  de  su 
nueva  misión,  que  queria  desempeñar  airosamente 
para  borrar  el  efecto  de  la  primera,  cogió  el  frá- 
gil pomito  entre  dos  dedos,  con  un  escrúpulo  y  una 
delicadeza  admirables...  Una  mariposa  no  hubiera 
dejado  el  menor  átomo  de  sus  alas  entre  el  pulgar 
y  el  índice  del  Churiador. 

El  doctor  tembló  al  pensar  que  un  exceso  de 
precaución  podia  traer  consigo  una  nueva  catástro- 
fe; pero  felizmente  se  salvó  el  frasquillo.  Al  volver 
hacia  el  lecho,  el  Churiador  rompió  otra  vez  con 
los  pies  los  vidrios  que  habia  en  el  suelo. 

—  Mira  que  te  estropeas,  desdichado!  —  dijo  en 
voz  baja  el  doctor. 

El  Churiador  le  miró  con  sorpresa  y  repuso: 
— ¿Me  estropeo,  señor  médico?  —  Has  pisado  ya 
dos  veces  esos  vidrios.  —  No  os  dé  cuidado,  señor 
médico;  Tengo  las  plantas  de  los  pinriles  duras 
como  una  tabla.  —  ¡Una  cucharilla! — dijo  el 
doctor. 
Volvió  á  empezar  el  Churiador  sus  evoluciones 


162  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

silfídi  as  y  llevó  al  médico  lo  que  le  habia  pedi- 
do... Luego  que  Rodolfo  hubo  tomado  algunas  cu- 
charadas de  la  poción,  bizo  un  lijero  movimiento 
con  la  cabeza  y  con  las  manos. 

—  ¡  Bien !  —  dijo  el  médico :  —  salió  del  letargo. 
La  sangría  le  ha  sacado  de  peligro.  —  ¿ Esta  fu^jia 
de  peligro?  /Bravo,  viva  la  constitución  I  — gritó 
el  Churiador  en  un  exceso  de  alegría.  —  ¡  Callad, 
hombre,  por  Dios;  no  hagáis  ruido/  —  le  dijo  el 
negro.  -^  Bien  está ,  señor   médico:  me  callaré.  — 
El  pulso  se  va  ordenando...  /Muy  bien  I  —  ¿Y  el 
amigo  del  señor  Rodolfo?  ¡  Ah  1  cuando  sepa...  Pero 
por  fortuna  ya...  —  /Silenciol  —  Es  verdad,  señor 
médico.  —  Vamos,    sentaos  y  .callad.  — Pero  se- 
ñor, el...  —  Sentaos,  os  digo;  me  incomodáis  y  dis- 
traéis mi  atención  con  andar  alrededor  de  mí.  ¡Va- 
mos, sentaos  I  —  Señor  médico,    estoy  mas  sucio 
que  un  lechon,  y  mancharia  los  muebles.  — En- 
tonces sentaos  en  el  suelo.  —  Mancharé  la  alfom- 
bra. —  Pues  haced  luego  lo  qué  os  de  la  gana,  pero 
os  ruego  que  no  os  mováis  de  un  sitio  —  dijo  con 
impaciencia  el  doctor,  y  sentándose  otra  vez  en  la 
silla  de  brazos,  apoyó  la  cabeza  en  ambas  manos. 
El  Churiador,   después  de  haber  discurrido  un 
momento,  menos  por  necesidad  que  tuviese  de  des- 
canso que  por  obedecer  al  médico,  cogió  una  silla 
con  indecible  precaución,  la  tendió  en  el  suelo  con 
el  respaldo  sobre  la  alfombra ,  muy  satisfecho  de 
su  invención  y  con  el  modesto  fin  de  sentarse  en 
los  palos  delanteros  para  no  mancharla.  Hizo  toda 
esta  operación  con  el  esmero  mas  delicado:  pero 
ignoraba  por  desgracia  las  le^es  de  la  palanca  y 
de  la  gravedad;  y  así  es  que  la  silla  se  rompió,  y 
tendiendo  involuntario  el  desventurado  los  brazos 
por  un  movimiento  convulsivo  se  llevó  tras  sí  un 


EL  KNFEKMEaO.  163 

velador  en  el  cual  habia  un  plato,  una  laza'y  una 
telera. 

Dio  un  salto  en  la  silla  el  doctor  y  se  levantó  de 
repente  al oir  el  estrepitoso  ruido,  al  paso  que  Ro- 
dolfo dispertó  sobresaltado,  se  incorporó  en  la  ca- 
ma, miró  al  rededor  de  sí  y  dijo  con  inquietud  en 
voz  alta:  —  ;  Murpb!  ¿donde  está  Murph?  —  So- 
siégúese V.  A.  H. — dijo  respetuosamente  el  negro: 

—  da  muchas  esperanzas  de  vida.  —  ¿Está  herido? 

—  gritó  Rodolfo.  —  ,  Ah!  sí,  señor.  —  ¿En  donde 
está?...  Quiero  verle... 

Quiso  en  esto  levantarse,  pero  volvió  á  caer  pos- 
trado y  vencido  por  el  agudo  dolor  de  las  contusio- 
nes ,  agravaclo  por  el  esfuerzo  que  hizo  en  aquel 
momento. 

—  Quiero  ver  á  Murph :  llevadme  junto  á  él  ya 
que  no  puedo  moverme.  —  volvió  á  gritar  Rodol- 
fo.—  Señor,  está  reposando,  3M10  seria  prudente 
causarle  una  emoción  violenta.  —  |  Ah  ,  me  enga- 
ñáis! ¡  ha  muerto  I  ...ha  muerto  asesinado  !...  /  San- 
to Dios...  y  he  sido  yo  la  causa  de  su  muerte  1 1  — 
gritó  Rodolfo  con  acerbo  dolor  levantando  las  ma- 
nos al  cielo.  —  S.  A.  R.  sabe  que  no  soy  capaz  de 
mentir...  Aseguro  á  V.  A.  por  mi  honor  que  el  se- 
ñor Murph  vive...  y  aunque  está  gravemente  heri- 
do, hay  casi  una  certeza  de  poder  salvarlo  —  Que- 
réis prepararme  para  alguna  noticia  funesta.  Su 
situación  es  sin  duda  desesperada.  —  Señor...  — 
Sí,  estoy  seguro...  me  engañáis...  Quiero  verle  aho- 
ra mismo...  La  presencia  de  un  amigo  es  siempre 
saludable...  —  Os  ruego  que  me  creáis,  señor  :  os 
afirmo  por  mi  honor  que  el  señor  Murph  estará 
pronto  sano,  á  menos  que  no  sobrevenga  algún  ac- 
cidente inesperado. —  ¿Podré  creeros?  ¿es  cierto 
lo  que  decís,  mi  querido  David?  —  Sí,creedme, 
señor.  —  Pues  bien:  sabéis  la  consideración  en  que 


ÍG'4-  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

OS  tengo  y  la  confianza  que  os  he  dispensado  desde 
que  estáis  en  mi  casa...  pero,  escuchad;  si  fuese 
necesaria  una  junta,  una  consulta...  —  Ese  ha  sido 
mi  primer  pensamiento;  mas  ahora  estoy  seguro  de 
que  seria  del  todo  inútil...  y  ademas  no  he  querido 
introducir  en  la  casa  gente  extraña  antes  de  saber  si 
vuestras  órdenes  de  ayer...  —  Pero  ¿cómo  ha  sido 
esto  ?  —  dijo  Rodolfo  interrumpiendo  al  negro :  — ^ 
¿  quién  me  ha  sacado  del  subterráneo  en  donde  me 
estaba  ahogando  ayer?...  Tengo  una  idea  confusa 
de  haber  oido  la  voz  del  Churiador.  ¿  Me  habré 
engañado  ?  —  No  ,  monseñor;  ese  mozo  puede  in- 
formaros de  todo ,  porque  fué  el  autor  de  vuestra 
salvación.  —  ¿  Dónde  está  ?  ¿  en  dónde  ? 

El  doctor  miró  á  uno  y  otro  lado  para  llamar  al 
improvisado  enfermero  ,  que  confuso  y  avergonza- 
do de  su  caida  se  habia  escondido  detras  de  las  col- 
gaduras de  la  cama. 

—  Aquí  está — dijo  el  médico:  —  recela  pre- 
sentarse.—  Acércale;  ven  acá  sin  recelo,  amigo 
mió  —  dijo  Rodolfo  alargando  la  mano  á  su  sal- 
vador. 

La  confusión  del  pasmado  Churiador  era  tanto 
mayor,  porque  acababa  de  oir  que  el  médico  daba 
á  Rodolfo  los  tratamientos  de  monseñor  y  de  V.  A. 

—  Vamos,  acércate;  ¡dámela  mano!  — repitió 
Rodolfo. -^ Perdonad ,  señor...  no;  señor  no;  yo 
quería  decir  monseñor...  su  alteza...  pero,..  —  Llá- 
mame señor  Rodolfo  como  siempre  ..  quiero  mas 
bien  que  me  trates  así.  —  También  á  mí  me  gusta- 
ria  mas,  porque  se  me  va  la  boca  para...  Pero  mi 
mano,  perdonad...  he  hecho  hoy  tantas  cosas  con 
ella...  —  ¡Qué  importa  !  venga  la  mano. 

Vencido  por  las  instancias  del  enfermo,  alargó 
con  timidez  la  mano  el  Churiador,  y  Rodolfo  se  la 
apretó  cordialmente. 


! 


EL  ENFER>IERO.  165 

—  Vamos  á  ver;  siéntate  y  cuéntame  todo... 
¿  Cómo  has  dado  con  la  cueva?...  ¿  y  el  Maestro  de 
Escuela?  —  Está  aquí  bien  amarrado  —  dijo  el  ne- 
gro. —  Bien  amarrados  por  cierto,  así  él  como  la 
Lechuza.  ¡  Qué  muecas  harán  !  Va  ja,  á  estas  horas 
deben  haberse  puesto  de  ropa  de  pascuas  el  uno  al 
otro.  —  ¿Y  Murph?  ¡  Ah !  aun  ahora  me  acuerdo 
de  él...  ¿  David  ,  en  dónde  recibió  la  herida  ?  — 
En  el  lado  derecho ,  señor ,  y  por  fortuna  sobre  una 
costilla  falsa.  —  /  Oh  ,  es  preciso  tomar  una  ven- 
ganza terrible  !  ¡  David,  cuento  con  vos!...  —  Ya 
lo  sabéis ,  señor ;  os  tengo  consagrada  mi  existen- 
cia —  repuso  el  negro  con  fria  calma .  —  Pero  tú, 
querido  mió  ¿  cómo  has  llegado  aquí  tan  oportuna- 
mente? —  dijo  Rodolfo  al  Ghuriador.  — Si  gustáis 
monseñ...  no,  señor...  alteza  Rodolfo...  principiaré 
por  el  principio  —  Que  me  place :  empieza  ya;  pe- 
ro cuidado,  llámame  señor  Rodolfo  no  mas.  —  Bien 
está...  Pues  señor  Rodolfo  ,  como  digo ,  ya  os  acor- 
dais  que  ayer  tarde,  volviendo  del  campo  adonde 
habíais  ido  con  la  Guillabaora ,  me  dijisteis : «  Pro- 
cura ver  al  Maestro  de  Escuela  en  la  Cité  y  decirle 
que  sabes  donde  se  puede  dar  un  buen  golpe,  pero 
que  no  quieres  tomar  parteen  él.  Bríndale  con  tu 
lugar ,  y  si  lo  toma  que  se  presente  mañana  ( esta 
mañana)  en  la  barrera  de  Bercy,  junto  al  Canasti- 
llo Florido ,  que  alli  se  encontrará  con  la  persona 
que  ha  preparado  el  negocio. 

~- ¿Y  luego? —  Y  luego,  asi  que  os  he  dejado 
fui  á  la  Cité...  Entré  en  casa  de  la  Pelona  y  no  es- 
taba allí  el  Maestro  de  Escuela  ,  subí  por  la  calle 
de  San  Eloy  ,  pasé  por  la  de  Feves ,  por  la  Rope- 
ría Vieja...  ni  por  pienso...  En  fin,  al  llegar  al 
atrio  de  Nuestra  Señora  me  lo  eché  á  la  cara  con 
la  bruja  en  la  casa  de  un  sastrezuelo  revendedor, 
alcahuete  y  ladrón  todo  en  una  pieza:  estaban  cora- 


16G  LOS  MISTERIOS  DE   PARÍS. 

prando  algunas  cosas  de  lance,  sin  duda  con  el  di- 
nero que  habian  robado  al  señor  alto  que  os  an- 
daba buscando.  La  Lechuza  ajustaba  un  chai  en- 
carnado... ¡  Bruja  del  demohio!...  desembuché  mi 
cuento  al  .Ñlaeslro  de  Escuela,  y  me  dijo  que  le 
tenia  cuenta  y  que  no  faltaría  á  la  cita.  ¡Esto  es 
hecho/  dije  para  mí...  Esta  mañana  he  venido 
aquí  á  deciros  lo  que  habia ,  según  me  ordenasteis 
ayer  cuando  me  dijisteis:  «Pues  bien,  vuelve  ma- 
ñana antes  de  amanecer  ,  pasarás  el  dia  en  la  casa, 
y  por  la  noche.,,  veras  algo  de  nuevo.  Nada  me 
garlasteis,  pero  yo  comprendí  bien  ,  porque  á  bue- 
nos entendedores...  Dije  yo  entonces  para  mi:  Esta 
es  una  trampa  que  arman  al  Maestro  de  Escuela... 
Maldito  si  se  me  da:  es  un  bribón  confirmado...  ase- 
sinó al  boyero,  y  aun  dicen  que  á  otra  persona 
mas  en  la  calle  de  lloule...  Por  mí  á  que  hora... 
—  Mi  falta  estuvo  en  no  decírtelo  todo...  Acaso  no 
hubiera  sucedido  este  desastre.  —  Esa  es  cuenta 
vuestra,  señor  Rodolfo:  lo  que  á  mime  importa- 
ba era  serviros...  porque  ,  en  una  pa'abra ,  yo  no  sé 
como  es,  pero  os  ten^o  un  respeto,  una  inclinación 
tjn  grande,  que...  Hablemos  de  otra  cosa.  Pues 
señor,  como  iba  contando,  dije  acá  para  mí  :  El 
señor  Rodolfo  me  paga  el  tiempo ;  luego  mi  tiem- 
po le  pertenece  y  debo  emplearlo  en  servicio  suyo. 
Esta  reflexión  me  dio  otra  idea  ,  y  me  volví  á  de- 
cir: el  Maestro  de  Escuela  es  muy  lagarto  y  vá 
á  sospechar  que  le  arman  una  zancadilla...  Es  ver- 
dad que  el  señor  Rodolfo  le  propondrá  mañana  el 
negocio;  pero  el  bribón  es  capaz  de  venir  hoy  por 
aquí  para  reconocer  el  sitio,  y  si  desconfia  del  se- 
ñor Rodolfo  traerá  consif^o  y  dará  el  golpe  por  su 
cuenta.  Por  si  acaso  me  esconderé  por  ahí  en  algún 
sitio  desde  donde  pueda  ver  los  muros  y  la  puerta  c^el 
jardín,  que  otra  no  tiene...   Si  tuviera  un  rincón 


EL     ENFERMIÍRO.  167 

donde  meterme...  aunque  llueve  pasaría  en  él  todo 
el  dia  y  sobre  todo  la  noche  ,  y  mañana  de  madru- 
gadaria  á  ver  el  señor  Rodolfo.  Volví  pues  á  la  calle 
de  las  Viudas  para  agazaparme  por  allí.  Pero  ¿qué 
es  lo  que  veo?  nada  menos  que  una  tabernil  la  á  diez 
pasos  de  vuestra  puerta...  Me  instalo  en  la  buena 
de  la  taberna  cerca  de  una  ventana ,  pido  un  azum- 
bre de  vino  y  un  cuarterón  de  nueces  ,  y  digo  que 
que  estoy  esperando  á  un  amigo  jorobado  y  á  una 
mujer  alta,  con  lo  cual  me  prreció  que  nadie  ma- 
liciaría. Púseme  enseguida  á  mirar  para  vuestra 
puerta...  /Santa  Bárbara  como  caia  el  agua  !  pa- 
recía un  diluvio.  No  pasaba  un  alma  y  la  noche  se 
venia  encima. — ¿Pero  romo  no  has  entrado  en 
mi  casa?  — preguntó  Rodolfo  interrumpiéndole. 
—  Me  habíais  dicho  señor  Rodolfo  que  volviese  al 
día  siguiente  por  la  mañana,  y  no  quise  venir  an- 
tes por  no  parecer  entrometido...  Pues  como  iba 
diciendo,  estaba  á  la  ventana  echando  mis  tragos 
y  comiendo  mis  nueces  ,  cuando  allá  por  entre  la 
niebla  veo  aparecer  á  la  Lechuza  con  el  mono  de 
Brazo  Rojo ,  es  decir,  con  el  Cojuelo  por  otro 
nombre.  /Hola!  dije  para  m\...  ya  viene  el  nu- 
blado ..  ahora  si  que  aprieta  !  En  efecto  el  Cojue- 
lo se  metió  como  un  topo  en  una  de  las  zanjas  que 
hay  frente  de  vuestra  casa,  como  para  abrigarse 
del  aguacero...  La  Lechuza  se  quitó  la  marmota, 
la  metió  en  la  faltriquera  y  llamó  á  la  puerla. 
¿Quién  os  parece  que  vino  á  abrir  la  puerta?  vues- 
tro amigo  Murph  en  persona ,  señor  Rodolfo.  En 
esto  la  tuerta  empezó  á  estirar  los  brazos  y  ha- 
cer aspavientos,  y  entró  corriendo  en  el  jardin. 
Yo  estaba  en  ascuas  y  me  daba  al  diablo  porque 
no  podía  adivinar  lo  que  quería  hacer  la  Le- 
chuza... Por  último  volvió  á  salir,  se  puso  el  gor- 
rete ,  dijo  dos  palabras  al  Cojuelo  que  se  (juedó  en 
T.  1.  12 


168  LOS  MISTERIOS  DE  PAIUS. 

el  agujero,  j  tomó  las  de  Villadiego...  /Alto  aquí! 
dije  yo  para  mí:  Vamos  echando  cuentas...  El  Co- 
juelo  ha  venido  con  la  Lechuza;  luego  el  Maestro 
de  Escuela  y  el  señor  Rodolfo  se  han  quedado  en 
la  taberna  de  Brazo  Rojo.  La  Lechuza  vino  á  re- 
conocer la  casa  ;  luego  no  hay  duda  de  que  dan 
el  golpe  esta  misma  noche.  Si  dan  el  golpe  esla 
misma  noche  cayó  en  el  garlito  el  señor  Rodolfo, 
que  piensa  que  no  habrá  nada  hasta  mañana.  Si 
el  señor  Rodolfo  cayó  en  el  garlito  debo  irá  casa 
de  Brajo  Rojo  para  ver  como  anda  el  negocio... 
si,  pero  si  mientras  tanto  llega  el  Maestro  de  Escue- 
la... no  hay  duda..  Pues  bien,  entonces  me  voy  á  en- 
trar en  la  casa  para  decir  al  señor  Murph  que  abra 
los  ojos...  pero  el  diablo  del  Cojuelo  está  cerca  de  la 
puerta,  y  si  me  vé  y  me  oye  llamar,  avisará  á  la  Le- 
chuza y  entonces  todo  se  lo  lleva  la  trampa.,  ademas 
deque  puede  ser  que  el  señor  Rodolfo  haya  arreglado 
de  otra  suerte  el  negocio  para  esta  noche...  ¡  Ra- 
yo! no  sabia  qué  hacer;  mi  cabeza  parecía  un  hor- 
no con  tanto  discurrir  y  no  veia  mas  que  fuego. 
Por  último,  me  dije:  voy  á  salir,  que  estando  fuera 
discurriré  mejor.  En  efecto  discurrí:  y  ¿  qué  hago? 
voy  y  me  quito  la  blusa  y  la  corbata  ,  me  acerco 
á  la  cueva  del  Cojuelo,  le  agarro  por  el  pellejo  de 
la  espalda,  y  por  mas  que  chilla  y  pernea,  y  me 
araña  y  me  muerde,  lo  envuelvo  en  la  blusa  ,  lo 
ato  por  un  lado  con  las  mangas  y  con  la  corbata 
por  el  otro,  dejándole  modo  de  respirar,  y  con  el 
fardo  debajo  del  brazo  me  dirijo  al  muro  bajo  de 
un  jardín  que  allí  cerca  estaba,  echo  el  Cojuelo  á 
volar  y  va  á  dar  consigo  alkí  entre  unas  coles.  ¡  Co- 
mo gruñía!  parecía  un  lechon;  pero  con  el  viento 
y  la  lluvia,  á  dos  pasos  de  distancia  no  se  le 
oía  mas  que  si  estuviese  muerto.  Hecho  esto  me 
escabullo  como  puedo  y   me  subo  á  uno   de  los 


EL    ENFERMERO.  169 

árboles  altos  que  hay  en  frente  por  frente  de 
vuestra  puerta  ,  sobre  la  misma  zanja  en  donde 
habia  estado  el  Gojuelo.  Al  cabo  de  diez  minutos 
oí  pasos  :  llovia  á  todo  llover  j  la  noche  estaba  co- 
mo boca  de  lobo...  Apliqué  el  oido,  j  ¿quién  pen- 
sáis que  era?...  la  Lechuza. — « ,  Cojuelo  I...  ¡Go- 
juelo I...»  —  llamó  en  voz  baja.  —  «Está  lloviendo 
á  cántaros  ,  y  el  demonio  del  escarabajo  se  babrá 
cansado  de  esperar»  —  dijo  enfurecido  el  Maestro 
de  Escuela:  — « /si  me  cae  en  las  uñas  lo  desuello 
vivo !  .M » 

—  «¡Anda  con  cuidado,  amoroso!» — dijo  la  Le- 
chuza :  —  «  puede  ser  que  haya  ido  á  darnos  algún 
aviso.  ¿Y  si  todo  esto  fuese  una  trampa  para  co- 
gernos?... el  otro  no  queria  dar  el  golpe  hasta  las 
diez... »  — « Pues  por  eso  mismo» — repuso  el  Maes- 
tro de  Escuela. —  «No  son  mas  que  las  siete.  Tú  has 
visto  el  dinero  ¿no  es  verdad?...  —  Quien  no  se 
aventura  no  pasa  la  mar.  Dame  la  calabaza  i  a)  y 
la  lima  sorda. »  —  ¿  Llevan  esos  instrumento^  ?  — 
preguntó  Rodolfo  admirado. —  Venian  de  casa  de 
Brazo  Rojo ,  que  la  tiene  llena  como  un  huevo  de 
todo  lo  necesario...  La  puerta  se  abrió  en  un  ins- 
tante... «Quédate  ahí: — dijo  el  Maestro  de  Escuela 
á  la  Lechuza :  —  «Alerta ,  y  cuidado  si  oyes  algo. » 
—  «Pon  el  baraustador  (b)  en  un  ojal  del  chaleco 
para  tenerlo  masa  mano»  — dijo  la  tuerta;  y  el 
Maestro  de  Escuela  entró  en  el  jardín.  Al  veresto 
me  bajo  del  árbol,  corro  hacia  la  Lechuza^  la  ato- 
londro con  dos  puñetazos...  de  mi  mano...  bien  fes- 
tonados... me  precipito  en  eljardin..  pero  ¡rayo, 
señor  Rodolfo  I.,,  era  ya  demasiado  tarde.  —  /  Po- 
bre Murph  I !  — Se  revolcaba  con  el  Maestro  de  Es- 
cuela en  la  escalerilla  de  la  entrada,  y  aunque  es- 

(a)  Ganzúa,  (b)  Puñal. 


170  LOS  MISTERIOS  DE  PÁRIS. 

taba  herido  se  mantenía  firme  sin  pedir  socorro. 
Entonces  me  dije  vo  ;  qué  hombre  tan  real  /  es  como 
los  perros  de  casta:  mucho  colmillo  y  poco  ladrar... 
y  en  esto  me  echo  á  caras  y  cruces  sobre  los  dos  y 
agarro  al  Maestro  de  Escuela  por  el  gañote ,  única 
parte  disponible  por  el  momento.  ¡  V'iva  la  Consti- 
tución !  /  soy  yo  I  ¡el  Churiador  /  /  Somos  dos  ,  se- 
ñor Murph  1  —  «  ¡  Ah ,  ladrón  1  ¿de  dónde  sales  tú?» 

—  me  grito  el  Maestro  de  Escuela  espantado  de  tal 
ver.  —  «  ¡  Déjate  de  preguntas !  «  —  le  respondí 
apretándole  una  pierna  con  mis  rodillas  y  agar- 
rándole de  firme  un  brazo...  era  el  bueno...  el  del 
puñal...  «¿Y  el  señor  Rodolfo?»  —  me  preguntó  el 
señor  Murph,  sin  dejar  por  eso  de  ayudarme  en  la 
faena.  —  /  Amigo  fiel ,  hombre  valeroso ! — exclamó 
Rodolfo.  — « >ada  sé  de  él  —  le  respondí.  —  Puedo 
ser  que  lo  haya  matado  este  perillán... «  Y  cargué 
de  nuevo  sobre  el  Maestro  de  Escuela  que  queria 
llegarme  con  el  puñal ;  pero  yo  como  estaba  ecliado 
de  pechos  sobre  su  brazo  y  solo  tenia  libre  la  mu- 
ñeca, no  pudo  tocarme  el  bulto.  —  «¿Estáis  solo?» 

—  pregunté  al  señor  Murph  sin  dejar  de  pelear 
con  el  Maestro  de  Escuela. — «Hay  gente  cerca, 
pero  no  me  oirían  gritar»  —  me  respondió. — "¿Es- 
tán lejos?) —  í'Diez  minutos.» — «Gritemos,  pi- 
damos socorro  por  si  pasa  alguno  que   nos  oiga.» 

—  «Eso  no  me  replicó);  ya  que  le  tenemos  aquí 
no  debemos  consentir  que  nadie  se  lo  lleve...  Me 
siento  desfallecer. ..  estoy  herido...  —  «Qué  rayo 
hacemos  entonces?  corred  á  vuscar  socorro  si  te- 
neis  ánimo.  Yo  procuraré  sujetarlo.»  —  En  esto 
se  marcha  el  señor  Murph,  y  yo  me  quedo  solo 
con  el  Maestro  de  Escuela.  ¡Cáspital  no  es  por 
alabarme,  pero  hubo  momentos  en  que  no  estaba 
á  mi  gusto...  Estábamos  medio  en  el  suelo  y  medio 
en  el  ultimo  paso  de  la  escalera...  Yo  tenía  abra- 


EL  ENFERMERO.  171 

zadoporel  pescuezo  al  ladrón...  y  mi  cara  contra 
la  suya...  El  bandido  bufaba  como  un  buey  y  re- 
chinaba los  dientes...  La  noche  estaba  como  la  pez... 
la  lluvia  caia  á  mares...  la  lámpara  que  habia  que- 
dado en  la  entrada  nos  daba  alguna  luz...  Yo  le  ha- 
bia enlazado  una  pierna  con  las  mias...  pero  como 
tiene  los  riñones  tan  fuertes  se  levantaba  conmigo 
á  mas  de  una  cuarta  del  suelo.  Queria  morderme, 
pero  no  podia.  Jamas  he  tenido  tanto  vigor.  ¡  Ca- 
ramba I  me  saltaba  el  corazón...  pero  me  eché  la 
cuenta  de  que  me  hallaba  en  el  caso  del  que  se 
agarra  á  un  perro  rabioso  para  que  no  muerda  á  la 
gente...  —  «Si  me  dejas  escapar  no  te  haré  daño 
ninguno»  —me  dijo  el  Maestro  de  Escuela  con  una 
voz  sofocada.  — « i  Ah ,  cobarde !  »  — le  repliqué: 

—  « luego  toda  tu  valentía  consiste  en  tu  fuerza ,  y 
no  hubieras  asesinado  al  boyero  de  Poisy  si  hubiera 
sido  tan  fuerte  como  yo,  por  lo  menos,  ¿eh?»  — 
«No»  me  dijo;  « pero  te  voy  á  matar  como  á  él  I  » 

—  Y  al  decir  esto  dio  un  respingo  tan  violento 
apretando  al  mismo  tiempo  las  piernas,  que  casi 
me  echó  debajo  de  sí...  Si  entonces  no  le  hubiera 
sujetado  bien  el  brazo  del  puñal...  adiós  mundo  para 
mí...  Gomo  en  aquel  momento  tenia  en  falso  el  bra- 
zo izquierdo,  aflojé  los  dedos...  y  todo  se  lo  llevaba 
la  trampa...  Entonces  me  dije:  Yo  estoy  debajo  y 
él  está  encima ,  y  va  á  matarme.  Pero  no  importa; 
no  le  envidio  la  fortuna...  El  señor  Rodolfo  me  ha 
dicho  que  tenia  corazón  y  honor...  ahora  conozco 
que  es  verdad...  Estando  en  esto  descubro  á  la  Le- 
chuza de  pié  junto  á  la  escalera,  con  su  ojo  re- 
dondo y  su  chai  encarnado...  La  bruja  me  parecía 
una  pesadilla... — ((¡Finura!  — gritó  el  Maestro  de 
Escuela—  mira  que  se  me  cayó  por  ahí  el  puñal; 
búscalo...  por  ahí...  debajo  de  él...  y  dale  de  firme 
éntrelas  paletillas...  ¿entiendes?...  dale  firme.»  — 


172  LOS  MISTERIOS  DE  PAKIS. 

c  Bueno,  bueno,  palomo;  aguarda  un  poco.^  Y  la 
Lechuza  empezó  á  buscar  y  buscar  alrededor  de 
nosotros;  parecia  un  pájaro  viejo  de  mal  agüero... 
Por  fin  vio  el  puñal  y  estaba  para  arrojarse  á  él... 
cuando  en  este  medio  tiempo,  yo,  que  estaba  panza 
abajo,  la  comunico  una  patada  con  el  talón  en  el 
estómago  y  la  mando  á  volar  por  el  aire ;  pero  al 
instante  volvió  sobre  mí  con  un  refunfuño  que  daba 
miedo.  Aunque  ya  no  podia  mas  me  mantenía  aun 
agarrado  al  Maestro  de  Escuela;  pero  me  daba  por 
debajo  unos  puñetazos  tan  fuertes  en  la  cara,  que 
iba  á  dejarlo  todo  cuando  aparecen  tres  ó  cuatro 
hombres  armados  en  el  descanso  de  la  escalera,  y 
con  ellos  el  señor  Murph,  descolorido  y  arrimado  al 
señor  médico...  Me  cogen  al  Maestro  de  Escuela  y 
la  Lechuza,  y  me  los  trincan. con  fino  talento  y 
urbanidad...  Vamos  á  otra  cosa,  dije  yo  para  mí. 
¿Y  el  señor  Rodolfo?...  Salto  sobre  la  Lechuza  y 
acordándome  del  diente  de  la  pobre  Guillabaora, 
la  cojo  por  un  brazo  y  se  lo  retuerzo  diciéndola: 
—  c ¿Dónde  está  el  señor  Rodolfo?»  no  me  res- 
pondía palabra,  mas  á  la  segunda  vuelta  que  di 
al  torno  me  gritó :  —  «En  casa  de  Brazo  Rojo, 
en  la  cueva ,  en  el  Corazón  Sangriento...  Bueno, 
dije  yo..  Al  paso  quise  Vecqjer  al  Cojuelo  entre 
las  coles,  porque  era  mi  camino.  .  Busco  y  re- 
busco y  no  encuentro  nada  mas  que  mi  blusa,  que 
habia  rasgado  con  los  dientes.  Llego  al  Corazón 
Sanfjrie-.to,  echóme  al  pescuezo  de  Brazo  Rojo... 
c(  ¿Dónde  está  el  mozo  que  ha  venido  aquí  esta 
noche  con  el  Maestro  de  Escuela?»  —  «No  me 
aprietes  tanto  que  ya  te  lo  diré:  han  querido  pe- 
garle un  chasco,  y'está  metido  en  esa  bodega  que 
voy  á abrir.»  —  Bajamos  á  la  cueva...  nada...  ni  una 
alma.  — «Puede  ser  que  haya  salido  mientras  es- 
tuve de  espaldas  á  la   trapa — dijo  Brazo  Rojo — 


EL   ENFERMERO.  173 

ya  ves  que  no  está  aquí.»  —  Ya  me  volvía  muy 
Irisle,  cuando  á  la  luz  de  la  linterna  descubro  otra 
puerta  en  el  fondo  de  la  cueva.  Arrojóme  á  la 
puerta;  tiro  hacía  mí  y  recibo  como  si  dijéramos 
una  hisopada  en  el  hocico,..  Os  veo  con  los  brazos 
íuera  del  agua,  os  pesco,  os  echo  á  costillas  y  os 
traigo  aquí  en  esta  conformidad,  viendo  que  no 
había  quien  fuese  á  buscar  un  coche.  Ahí  está  lo 
que  pasó,  señor  Rodolfo...  y  á  la  verdad ,  no  es  por 
alabarme,  pero  estoy  contento  con  la  cosa  esta... 

—  Querido  mío,  te  debo  la  vida...  es  una  deuda 
que  pagaré:  vive  seguro.  David  ¿queréis  ir  á  ver 
como  está  Murph?  Volved  al  punto  á  informarme 

—  dijo  Rodolfo. 

El  negro  salió  del  aposento. 

—  ¿Sabes  en  dónde  ejtá  el  Maestro  de  Escuela, 
amigo  mió?  —  En  la  sala  baja  con  la  Lechuza. 
¿Queréis  llamarla  guardia,  señor  Rodolfo  ? — No. 

—  ¿Tenéis  ánimo  de  soltarlos?...  ;  Ah,  señor  Ro- 
dolíbl  no  os  andéis  con  generosidades...  Os  digo  y 
os  repito  que  es  un  perro  de  rabia...  andad  con 
cuidado...  —  ¡  No  morderá  mas  á  nadie...  pierde 
cuidado  I  — ¿Queréis  encerrarlo  en  alguna  parte? 

—  No.,,  dentro  de  media  hora  saldrá  de  aquí.  — 
¿El  Maestro  de  Escuela?  — Sí. — ¿Sin  gendarmes? 
— Sí. — ¿Saldrá  de  aquí...  libre? — Saldrá  libre. — 
¿Y  solo?  —  Solo.  —  ¿Pero  irá...?  —  Adonde  quie- 
ra...—  dijo  Rodolfo  interrumpiendo  al  Churiador 
con  una  sonrisa  siniestra. 

El  negro  volvió  á  entrar  en  el  aposento. 

—  ¿Cómo  está  Murph,  David?  —  Durmiendo, 
mimseñor — dijo  con  tristeza  el  médico. — La  res- 
piración está  algo  oprimida.  —  Sigue  de  peligro 
¿es  verdad?  —  Su  estado  es  bastante  grave,  mon- 
señor... Pero  debemos  esperar...  - —  ¡  Ah  Murph!... 
¡querido  Murph!...  ¡venganza!..,  ¡venganza!... — 


174.  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

gritó  Rodolfo  con  un  furor  concentrado.  Y  luego 
añadió:  —  David...  una  palabra... 

Y  habló  en  voz  baja  al  oido  del  negro. 

Este  se  estremeció. 

—  ¿Tembláis?  —  le  dijo  Rodolfo.  —  Tiempo  ha 
que  sabéis  mi  intención...  El  momento  de  realizarla 
es  este...  —  No  tiemblo,  monseñor...  Esa  idea  en- 
cierra una  completa  reforma  penal  digna  del  es- 
tudio de  los  mejores  casuistas  de  derecho  crimi- 
nal, porque  esa  pena  seria...  terrible...  eficaz...  y 
produciria  las  mas  veces  el  arrepentimiento...  En 
este  caso  es  aplicable.  Sin  enumerar  los  crímenes 
que  han  echado  á  presidio  perpetuo  á  ese  bandi- 
do... ha  cometido  tres  asesinatx)s...  el  boyero... 
Murph...y  vos...  Es  de  justicia. — Y  aun  después 
le  quedará  un  campo...  un  orizonte  sin  limites  para 
la  expiación...  —  añadió  Rodolfo.  Después  de  un 
momento  de  silencio  continuó:  —  ¿Le  bastarán 
cinco  mil  francos,  David?  —  Sí,  monseñor. — 
Querido  mió  —  dijo  Rodolfo  al  Churiador  que  es- 
taba asombrado  —  tengo  que  hablar  á  solas  con  el 
señor.  Pásate  al  cuarto  inmediato...  sobre  el  escri- 
torio hallarás  una  cartera  encarnada:  saca  de  ella 
cinco  billetes  de  á  mil  francos  y  tráemelos... — 
¿Para  quién  son  esos  cinco  mil  francos? —  griló 
involuntariamente  el  Churiador.  —  Para  el  Maes- 
tro de  Escuela...  y  al  mismo  tiempo  dirás  que  le 
traigan  aquí. 


CAPITILO  x\n. 


LA  PENA. 


La  escena  pasó  en  un  salón  iluminado  y  de  col- 
gaduras rojas. 

Rodolfo,  vestido  con  una  gran  bata  de  terciope- 
lo negro  que  aumentaba  la  palidez  de  su  rostro, 
estaba  sentado  á  una  espaciosa  mesa  cubierta  con 
un  tapete  verde,  sobre  la  cual  se  veia  la  cartera  del 
Maestro  de  Escuela,  la  cadena  de  similor  de  la  Le- 
chuza con  el  agnusdei  de  lapislázuli ,  el  puñal  en- 
sangrentado aun  que  habla  herido  á  Murph,  la 
ganzúa  con  que  se  habla  forzado  la  puerta  y  los 
cinco  billetes  de  á  mil  francos  que  el  Churiador  ha- 
bia  ido  á  buscar  al  cuarto  inmediato. 

El  doctor  negro  estaba  sentado  á  un  lado  de  la 
mesa  y  el  Churiador  al  otro.  El  Maestro  de  Escue- 
la, agarrotado  de  manera  que  no  podia  hacer  nin- 
gún movimiento,  estaba  en  un  gran  sillón  de  ruedas 
en  medio  de  la  sala  :  las  personas  que  hablan  con- 
ducido á  este  hombre  se  habían  retirado,  quedan- 
do solos  Rodolfo  ,  el  módico  y  el  Churiador. 

Rodolfo  no  estaba  irritado,  y  en  su  semblan- 
te se  veian  la  calma  ,  la  tristeza  y  el  recogimiento, 
propios  de  la  misión  solemne  que  iba  á  desem- 
peñar. 

El  doctor  estaba  pensativo.  . 

El  Churiador  senlia  un  temor  vago,  y  no  sepa- 
raba un  momento  la  vista  de  Rodolfo. 


178  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

El  Maestro  de  Escuela  estaba  descolorido,  lívido... 
lleno  de  terror. 

Fuera  de  la  sala  reinaba  un  profundo  silencio  y 
solo  se  oía  el  ruido  triste  y  continuo  de  la  lluvia. 

Rodolfo  se  dirigió  al  Maestro  de    Escuela  j  dijo: 

—  Desertor  del  presidio  de  Rochefort ,  á  donde 
fuisteis  condenado  por  toda  la  vida...  por  falsario, 
ladrón  y  asesino...  vos  sois  Anselmo  Duresnel.  — 
¡Eso  no  es  verdad!  —  dijo  el  Maestro  de  Escuela 
con  voz  alterada  y  echando  alrededor  de  sí  una  mi- 
rada feroz  é  inquieta.  — Sois  Anselmo  Duresnel... 
vos  habéis  robado  y  asesinado  á  un  ganadero  en  el 
camino  de  Poisy.  —  ;Es  falso!  —  Mas  larde  lo 
confesareis. 

El  bandido  miró  á  Rodolfo  con  terror  y  sor- 
presa. 

—  Esta  noche  habéis  venido  aquí  para  robar ,  y 
habéis  herido  con  un  puñal  al  dueño  de  esta  casa... 

—  Vos  sois  quien  me  ha  propuesto  ese  robo  — dijo 
el -Maestro  de  Escuela  recobrando  alguna  firmeza; 

—  rae  han  acometido  ..  y  tuve  que  defenderme.  — 
El  hombre  á  quien  habéis  herido  no  os  atacó,  pues 
estaba  desarmado.  Es  cierto  que  os  he  propuesto 
este  robo...  pero  luego  os  diré  con  que  objeto.  La 
víspera  ,  después  de  haber  robado  en  la  Cité  á  un 
hombre  yá  una  muger,  les  habéis  prometido  ma- 
tarme por  mil  francos  /...  —  Yo  soy  testigo  —  dijo 
el  C  burlador. 

El  Maestro  de  Escuela  le  dirigió  una  mirada 
feroz. 

Rodolfo  continuó: 

—  Ya  veis  que  para  hacer  mal  no  necesitabais 
que  yo  os  sedujese  !...  —  No  sois  mi  juez...  no  vol- 
veré á  responderos..;  —  Ahora  os  diré  por  que  os 
he  propuesto  este  robo  :  Sabia  que  erais  desertor 
úe  presidio  y  que  conocíais  á  los  padres  de  una  jó- 


LA  CITA.  177 

ven ,  cuya  desventura  ha  causado  vuestra  cómplice 
la  Lechuza...  Quería  atraeros  aquí  con  el  estímulo 
del  robo ,  único  capaz  de  seduciros ;  y  una  vez  en 
mi  poder  elegiriais  ,  ó  bien  el  ser  entregado  á  la 
justicia  ,  que  os  haria  pagar  con  la  cabeza  el  asesi- 
nato del  ganadero...  —  ¡  Es  falso  I  yo  no  he  cometi- 
do ese  crimen.  —  O  bien  el  ser  espatriado  de  Fran- 
cia por  cuenta  mia,  y  reducido  en  otro  país  á  una 
reclusión  perpetua  en  donde  vuestra  suerte  seria 
mas  llevadera  que  en  presidio;  pero  solo  os  conce- 
derla esta  conmutación  de  castigo  en  el  caso  de  re- 
velarme el  secreto  que  deseaba  adquirir.  Condena- 
do á  presidio  perpetuo  habéis  quebrantado  vuestra 
prisión;  y  apoderándome  de  vos  é  impidiendo  que 
volvieseis  á  hacer  daño,  servia  á  la  sociedad,  al 
paso  que  conseguía  restituir  á  su  familia  una  po- 
bre criatura  mas  infeliz  que  culpable.  Este  fué  mi 
primer  designio  :  no  era  legal  ,  pero  vuestra  eva- 
sión y  vuestros  crímenes  os  ponen  fuera  de  la  ley- 
Ayer,  por  una  revelación  providencial,  he  sabido 
que  erais  Anselmo  Duresnel.  —  ¡  Es  falso!  no  me 
llamo  Duresnel. 

Rodolfo  cogió  de  la  mesa  la  cadena  de  la  Le- 
chuza ,  y  enseñando  al  Maestro  de  Escuela  el  pe- 
queño agnusdei  de  lapislázuli,  dijo  con  voz  ame- 
nazadora : 

—  i  Sacrilego!...  habéis  prostituido  á  una  cria- 
tura infame  esta  reliquia  santa...  ¡  tres  veces  san- 
ta !...  porque  vuestro  hijo  habia  recibido  este  pia- 
doso don  de  su  madre  y  de  su  abuela  I 

Atónito  al  oir  esto  el  Maestro  de  Escuela ,  bajó 
sin  responder  la  cabeza. 

—  Hace  quince  años  que  habéis  robado  vuestro 
hijo  á  su  madre,  y  como  debéis  poseer  el  secreto 
de  su  existencia  ,  tenia  un  motivo  mas  para  asegu- 
rarme de  vuestra  persona   desde  el   momento   en 


178  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

que  supe  quien  erais.  No  quiero  vengarme  de  ofen- 
sas personales...  Esta  misma  noche  habéis  derra- 
mado la  sangre  de  quien  no  os  provocaba  ,  pues 
el  hombre  á  quien  habéis  asesinado  se  acercó  á 
vos  sin  la  menor  sospecha  de  vuestro  furor  sangui- 
nario. Os  preguntó  que  le  queriais,  y  vuestra  res- 
puesta ha  sido  (( i  La  bolsa  ó  la  vida  I... »  y  le  disteis 
una  puñalada.  —  Así  lo  refirió  el  señor  Murph 
cuando  le  presté  los  primeros  socorros  —  dijo  el 
doctor.  —  lis  falso...  ha  mentido. 

Murph  no  miente  jamás — dijo  con  frialdad  Ro- 
dolfo. —  Vuestros  crímenes  piden  una  reparación 
ruidosa.  Os  habéis  introducido  aquí  por  asalto  y 
escalamiento  y  habeisdado  de  puñaladas  á  un  hom- 
bre para  robarle...  Habéis  cometido  un  asesinato... 
Vais  á  morir  en  ese  sitio...  Por  compasión,  por 
respeto  á  vuestra  muger  y  á  vuestro  hijo  no  sufri- 
réis la  ignominia  del  patíbulo...  se  dirá  que  habéis 
sido  muerto  combatiendo  á  mano  armada...  Dispo- 
neos... las  armas  están  preparadas  —  ¡  Misericor- 
dia... piedad  / —  No  hay  piedad  para  vos — dijo 
Rodolfo.  —  Si  no  morís  aquí  moriréis  en  el  cadalso. 
—  Prefiero  el  cadalso...  viviré  á  lo  menos  dos  ó 
tres  meses  mas...  Al  fin  seré  pronto  castigado,  y  á 
vosos  es  igual...  ¡Piedad...  misericordia!...  —  Pe- 
ro vuestra  muger  y  vuestro  hijo...  que  llevan  vues- 
tro nombre... —  Mi  nombre  está  ya  deshonrado... 
Aunque  no  deba  vivir  mas  que  ocho  dias,  /pie- 
dad!...—  I  Ni  aun  ese  desprecio  de  la  vida  que 
profesan  algunos  criminales/  —  dijo  con  desden 
Rodolfo.  —  Ademas  la  LEY  prohibe  el  que  se  haga 
justicia  por  la  mano  —  repuso  el  Maestro  de  Es- 
cuela con  mas  firmeza.  —  i  La  ley !  — exclamó  Ro- 
dolfo —  /la  ley  !...  ¿  Y  osáis  invocar  la  ley  después 
de  haber  vivido  siempre  en  guerra  á  muerte  con  la 
sociedad?...  —  Bajó  la  cabeza  el  bandido  sin  res- 


LA  PENA.  179 

ponder,  y  luego  dijo  en  tono  mas  humilde:  —  A 
lo  menos  dejadme  vivir  por  compasión.  —  ¿Me 
diréis  en  dónde  está  vuestro  hijo? — Sí...  sí...  os 
diré  todo  lo  que  sé...  — ¿Me  diréis  quienes  son 
los  padres  de  esa  niña ,  cuya  infancia  ha  atormen- 
tado la  Lechuza  ?  —  En  mi  carlera  hallareis  pa- 
peles que  os  revelarán  quienes  son  las  personas 
que  la  entregaron -á  la  Lechuza... — ¿En  dónde 
está  vuestro  hijo  ?  —  ¿  Me  concederéis  la  vida  ?  — 
Confesad  primero...  —  Sí ;  pero  cuando  sepáis...  — 
dijo  el  Maestro  de  Escuela  receloso.  —  j  Lo  has 
matado ! 

—  No...  no  ..  lo  he  entregado  á  uno  de  mis  cóm- 
plices, que  logró   salvarse  cuando  me  prendieron. 

—  ¿Qué  ha  hecho  de  él  ese  hombre?  —  Le  ha  ense- 
ñado lo  necesario  para  entrar  en  la  casa  de  un  ban- 
quero de  Nantes...  á  fin  de  darnos  buenas  noticias, 
inspirar  confianza  al  banquero  y  facilitar  así  nues- 
tros planes.  Esperando  siempre  escaparme  de  Ko- 
chefort ,  dirigia  desde  allí  el  plan  de  esta  empre- 
sa y  seguia  una  correspondencia  por  cifras  con  mi 
amigo.  —  /Oh,  Dios  mió  !  su  hijo  ...  su  hijo!  !  Este 
hombre  me  horroriza — exclamó  Rodolfo  asom- 
brado y  cubriéndose  el  rostro  con  las  manos.  — 
¡Pero  solo  se  trataba  de  falsiíiracion  I — gritó  el 
bandido;  — y  aun  así  cuando  mi  hijo  supo  lo  que  de 
él  seprelendia,  se  indignó  de  tal  manera  que  todo 
lo  dijo  á  su  principal  y  desaparcMMÓ  de  Nantes... 
Hallaréis  en  mi  cartera  una  indicación  de  los  pa- 
sos que  se  han  dado  para  encontrar  á  mi  hijo...  La 
última  fioticia  es  de  que  habitó  una  casa  en  la  ca- 
lle del  Templo  con  el  nombre  supuesto  de  Francis- 
co Germán.  Ya  veis  que  lodo  lo  he  declarado...  to- 
do... Ahora  cumplid  vueí^tra  palabra  y  haced  que 
se  me  prenda  tan  solo  por  el  robo  de  esia  noche. 

—  ¿Y  el  ganadero  de  Poissy?  —  No  es  posible  que 


180  LOS  MISTERIOS    DE    PARÍS. 

llegue  á  descubrirse,  porque  no  hay  pruebas.  A  vos 
os  lo  conlieso  para  probaros  mi  buena  voluntad ; 
pero  delante  del  juez  negaré...  —  /Luego  lo  con- 
fiesas!—  Estaba  lleno  de  miseria  y  no  tenia  con 
que  vivir...  la  Lechuza  me  lo  aconsejó...  ahora  me 
arrepiento...  Va  veis  que  lo  confieso  ..  ¡  Ah!  si  no 
me  entregaseis  á  la  just'cia  os  daria  .mi  palabra  de 
honor  de  no  volver...  —  Vivirás...  y  no  te  entre- 
garé á  la  justicia.  —  ¿Me  perdonáis? — gritó  el  Maes- 
tro de  Escuela,  no  creyendo  lo  que  escuchaba  — 

?  me  perdonáis  ? ¡Te  juzgo...  y  te  castigo !  — 

exclamó  Rodolfo  con  voz  solemne.  —  No  te  entra- 
garéála  justicia  porque  irias  al  cadalso  ó  á  presidio, 
y  esto  no  debe  ser...  no,  no  debe  ser..  En  el  presidio 
dominarias  auna  esa  turba  de  malvados  con  tu  fuer- 
za y  tu  iniquidad,  y  satisfarías  tu  instinto  de  opre- 
sión brutal...  serias  odiado  y  temido  de  todos  :  y  el 
crimen  tiene  también  su  orgullo ,  y  tu  te  gozarías 
con  tu  propia  monstruosidad!...  A  presidio  no:  tu 
cuerpo  de  hierro  se  burlaría  del  trabajo  forzado  y 
del  rebenque  del  mayoral.  Las  cadenas  se  rompen  , 
los  muros  se  minan  y  se  escalan  ,  y  el  dia  menos 
pensado  romperías  tu  prisión  y  volverías  á  arrojar- 
te en  la  sociedad  como  una  bestia  feroz  ,  señalan- 
do tu  paso  con  la  rapiña  y  el  asesinato...  porque 
nada  está  seguro  de  tu  fuerza  hercúlea  y  de  tu  puñal: 
(  no  ,  no  irás  á  presidio  !  Pero  ya  que  en  la  prisión 
romperías  tus  cadenas...  ¿qué  se  hará  para  librar 
á  la  sociedad  de  tu  furor  de  tigre?  ¿entregarte  al 
verdugo  ?  —  ;  Luego  es  mi  muerte  lo  que  queréis  / 
—  exclamó  el  bandido.  —  No...  porque  con  tuem- 
}»eño  encarnizado  de  vivir  esperarías  evadirte  de 
las  angustias  del  suplicio  hasta  el  último  momento, 
y  esta  esperanza  insensata  te  ocultaría  los  horrores 
de  tu  castigo  hasta  que  estuvieses  en  poder  del 
verdugo...  Y  entonces,  embrutecido  por  el  terror, 


LA  PENA.  181 

no  serias  mas  que  una  masa  inerte  ofrecida  en  ho- 
locausto á  los  manes  de  tus  víctimas.  No  morirás  , 
te  digo...  porque  esperarias  salvarle  basta  el  últi- 
mo momento...  y  tú  ,  monstruo  ,  no  debes  esperar... 
No...  si  no  te  arrepientes  ,  no  quiero  que  tengas  es- 
peranza alguna  en  esta  vida...  —  ¿Pero  ,  qué  tiene 
conmigo  este  hombre  ?...  ¿  quién  es  ?...  ¿  qué  quie- 
re ?...  ¿  en  dónde  estoy  ?...  —  gritó  el  Maestro  de 
Escuela  casi  delirando. 

Rodolfo  continuó : 

— Si  por  el  contrario  despreciases  la  muerte, 
tampoco  deberias  ser  condenado  al  último  suplicio... 
el  cadalso  seria  para  tí  un  teatro  sangriento  como 
otros  muchos,  en  donde  barias  ostentación  de  tu  fe- 
rocidad... en  donde  mirando  la  vida  con  bestial  in- 
diferencia ,  condenarias  tu  alma  y  darias  el  último 
aliento  con  una  horrenda  blasfemia...  No  será  ,  te 
digo...  porque  el  pueblo  no  debe  ver  á  un  criminal 
burlarse  con  estúpida  indiferencia  de  la  cuchilla  de 
la  ley  ,  insultar  al  verdugo  y  mofarse  á  la  agonía 
del  soplo  divino  con  que  el  Todopoderoso  ha  anima- 
do nuestro  ser...  Nada  hay  mas  sagrado  ([ue  la  sal- 
vación de  una  alma.  «Todo  crimen  se  es[)ía  y  se 
redime,»  ha  dicho  el  Salvador  ;  pero  como  del  tri- 
bunal al  cadalso  no  hay  mas  que  un  paso,  es  ne- 
cesario dar  mas  tiempo  á  la  expiación  y  al  arrepen- 
timiento. Este  plazo...  lo  tendrás...  y  quiera  el 
cielo  que  sepas  aprovecharlo. 

El  Slaeslro  do  Escuela  ,  confundido  y  anodado  , 
temió  por  primera  vez  en  su  vida  y  sintió  que  ha- 
bia  algo  mas  horrible  que  la  muerte.  Este  vago  te- 
mor le  llenó  de  un  horror  indecible. 

Rodolfo  continuó  : 

—  Anselmo  Duresnel,  no  irás  á  presidio...  no  su- 
birás al  patíbulo... — ¿Qué  queréis  entonces  do  mí?... 
¿  sois  algún  demonio  salido  del  infierno  para  ator- 


182  LOi  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

mentarme  ?  —  Oye...  dijo  Rodolfo  levantándose 
con  aire  de  autoridad  severa  y  amenazadora  :  — tú 
has  abusado  criminalmente  de  tu  tuerza...  yo  para- 
lizaré tu  fuerza...  Los  mas  vigorosos  temblaban  de- 
lante de  tí...  tú  temblarás  delante  de  los  mas  cobar- 
des y  débiles...  ¡Asesino!...  tú  has  sepultado  en  una 
nocHe  eterna  á  criaturas  del  Señor.  .  las  tinieblas 
de  la  eternidad  empezarán  para  tí  en  esta  vida... 
hoy...  ahora  mismo...  Tu  castigo  será  igual  á  tus 
crímenes...  Pero  este  horrible  castigo  —  añadió  Ro- 
dolfo con  un  aire  de  compasión  dolorosa  —  dejará 
á  lo  menos  un  porvenir  sin  límites  á  la  expiación 
de  tus  crímenes...  Yo  seria  tan  delincuente  como  tú 
si  al  castigarte  quisiese  únicamente  satisfacer  una 
venganza  ,  por  legítima  que  fuese.  .  Tu  castigo ,  le- 
jos de  ser  estéril  como  la  muerte,  será  fecundo... 

lejos    de   condenarle    te    redimirá Para    que 

no  causes  mas  daño  te  privo  del  explendor 
de  la  creación....  Te  sepulto  en  una  oscuridad 
impenetrable,  para  que  ,  solo  y  envuelto  en  el  te- 
meroso recuerdo  de  tus  crímenes  ,  contemples  in- 
cesantemente su  deformidad...  Sí...  aislado  para 
siempre  del  mundo  exterior,  tendrás  que  contem- 
plarte á  tí  mismo...  y  entonces  tu  horrible  rostro 
enviecido  por  la  infomia  se  cubrirá  de  rubor...  tú 
alma  corrumpida  por  el  crimen  sentirá  la  conmise- 
ración... Todas  tus  palabras  son  blasfemias...  y  to- 
das tus  palabras  se  convertirán  en  plegarias  que  di- 
rigirás al  Omnipotente...  Eres  osado  y  cruel  porqae 
eres  fuerte...  y  serás  manso  y  humilde  porque  serás 
débil...  Tú  corazón,  qu^^  jamas  ha  sentido  el  arre- 
pentimiento, llorará  un  dia  las  víctimas  de  tu  fe- 
rocidad... Degradaste  la  inteligencia  con  que  el  Se- 
ñor te  habia  dotado,  prostituyéndote  al  robo  y  al 
homicidio  y  con  virtiéndote  en  bestia  salvaje  ;  pero 
vendrá  un  dia  en  que  la  expiación  y  los  remordí- 


LA  PEXA.  183 

mientos  hagan  recebar  á  esa  inteligencia  su  digni- 
dad... Nf  aun  has  respetado  lo  que  respetan  las  bes- 
tias salvajes:  la  hembra  y  los  hijuelos...  Después  de 
unalarga  vida  consagrada  ala  expiación  de  tus  crí- 
menes ,  tu  última  plegaria  será  para  pedir  á  Dios 
que  te  conceda  la  felicidad  de  morir  en  los  brazos 
de  tu  mujer  y  de  tu  hijo.. 

La  voz  de  Rodolfo  se  conmovió  al  decir  estas  pa- 
labras. 

El  Maestro  de  Escuela  no  manifestó  miedo  algu- 
no, porque  creyó  que  su  juez  había  querido  ater- 
rarle antes  de  llegar  á  esta  última  lección  moral  :  y 
animado  por  la  dulzura  del  acento  de  Kodolfo,  dijo 
con  una  risa  grosera  é  insolente : 

—  Vamos  claros....  ¿estamos  aquí  adivinando 
charadas...  ó  dando  lección  de  catecismo...  ó  qué 
hacemos? 

Rodolfo  no  respondió  ,  y  dijo  el  doctor : 

— David..*  lo  que  se  ha  resuelto...  ¡Qué  caiga  so- 
bre mí  solo  el  castigo  de  Dios  si  no  obro  con  acier- 
to!... 

El  negro  tocó  la  campanilla. 

Entraron  dos  hombres  en  la  sala. 

David  les  señaló  la  puerta  de  un  gabinete  late- 
ral ,  al  cual  hicieron  rodar  la  silla  en  que  el  Maes- 
tro de  Escuela  estaba  agarrotado  de  manera  que 
no  podia  moverse. 

—  ¡Oh!  queréis  matarme  ahora!...  ¡piedadl... 
¡piedad!...  ¡  misericordia!... —  gritó  el  ÁJaestro  de 
Escuela  cuando  lo  llevaban. — Sujetadle  la  cabeza  y 
ponedle  una  mordaza  —  dijo  el  negro  al  entrar  en 
el  gabinete. 

El  Churiador  y  Rodolfo  quedaron  solos. 

—  Señor  Rodolfo  —  dijo  el  Churiador  con  voz 
trémula  —  señor  Rodolfo,  habladme  de  una  vez... 
vo  tengo  miedo...  ¿estoja  soñando?...  ¿Qué  le  hacen 

T.  I.  13. 


18Í^  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

al  Maestro  de  Escuela  ?  no  se  oye  nada...  y  esto  aun 
me  da  mas  miedo... 

David  salió  del  gabinete ,  pálido  como  lo  están 
los  negros...  sus  labios  estaban  blancos  como  el 
papel. 

Los  dos  hombres  sacaron  de  nuevo  á  la  sala  la 
silla  en  que  estaba  atado  el  Maestro  de  Escuela. 

—  Quitadle  la  mordaza  y  desatadlo  —  dijo  Da- 
vid. 

Siguió  á  esta  orden  un  momento  de  espantoso  si- 
lencio. 

Los  dos  hombres  desataron  al  Maestro  de  Escue- 
la y  le  quitaron  la  mordaza. 

levantóse  de  repente  el  bandido:  en  su  cara 
abominable  estaban  pintados  la  rabia ,  el  horror  y 
el  espanto.  Dio  un  paso  con  los  brazos  tendidos  ha- 
cia delante  ,  y  dejándose  caer  de  nuevo  en  el  sillón 
tendió  los  brazos  al  cielo  y  gritó  con  un  acento  de 
indecible  angustia  y  de  furor  : 

—  /Ciego  111  —  David  ,  dadle  esa  cartera  —  dijo 
Rodolfo. 

El  doctor  puso  una  cartera  en  las  manos  trému- 
las del  bandido. 

—  En  esa  cartera  hay  bastante  dinero  para  ase- 
gurarte un  albergue  y  pan  en  cualquier  sitio  reti- 
rado, hasta  el  fin  de  tus  dias..  Ahora  estás  libre... 
vete...  arrepiéntete...  que  el  Señor  es  misericordio- 
so. —  ¡Ciego!  —  repitió  el  Maestro  de  Escuela  to- 
mando maquinalmente  la  cartera.  —  Abrid  las 
puertas —  que  salga  dijo  Rodolfo  ,  y  las  puer- 
tas se  abrieron  de  par  en  par.  —  ¡Oh,  ciego'... 
¡  ciego! ! !  —  repitió  el  bandido  fuera  de  sí.  —  Es- 
tás libre...  tienes  dinero...  márchate. —  ¡Marchar- 
me I...  Pero  si  no...  ¿Cómo?...  ¡si  yo  no  veo!  — es- 
clamó el  bandido  con  furor.  — Es  un  crimen  espan- 
toso el  abusar  así  de  la  fuerza...  para...  — ¡  Es  un 


LA.  PENA.  185 

crimen  el  abusar  de  la  fuerza  I  —  repitió  Rodolfo 
coii  voz  solemne.  —  Y  lú  ¿qué  has  hecho  de  tu 
fuerza?  —  ¡Oh!  ¡la  muerte/.  .  Sí;  ¡hubiera  prefe- 
rido la  muerte!  — gritó  el  Maestro  de  Escuela. — 
Ahora  estoy  á  la  merced  de  todo  el  mundo...  de  to- 
do tengo  miedo...  ¡Un  niño  me  vencer ia  en  este 
momento!...  i  Dios  mió  1 1 1  ¿qué  será  de  mí?  — Tie- 
nes dinero.  .  —  Me  lo  robarán — dijo  el  bandido. 
— /Te  lo  robarán!...  ¿  Entiendes  esas  palabras  que 
profieres  con  temor...  tú,  consumado  ladrón?... 
Márchate....  vete... — Por  el  amor  de  Dios— dijo  con 
humildad  el  bandido  —  /  que  me  acompañe  algu- 
no !  ¿  Qué  va  á  ser  de  mí  por  esas  calles  ?...  ¡  Ah  , 
matadme  por  piedad!...  ¡matadme!  —  No...  un  dia 
te  arrepentirás..  —  ¡  Jamas  !...  ¡  nunca  me  arrepen- 
tiré I...  —  gritó  lleno  de  rabia  el  Maestro  de  Escue- 
la.—¡Oh,  yo  me  vengaré  !...  sí...  ¡me  vengaré  !... 

Y  se  arrojó  del  sillón  con  los  puños  cerrados. 

Al  primer  pasó  se  estremeció. 

—  ¡No...  no...  no  podré  vengarme...  á  pesar  de 
ser  tan  fuerte  !...  ¡  Ah,  qué  digno  de  lástima  soy!... 
¡  Nadie  se  apiada  de  mí...  nadie!... 

Seria  imposible  pintar  el  estupor  y  el  asombro 
del  Churiador  durante  esta  escena  terrible.  Se  vio 
una  expresión  de  lástima  en  su  rudo  semblante,  y 
acercándose  á  Rodolfo  le  dijo  en  voz  b^ja :  —  Se- 
ñor Rodolfo,  no  llevó  mas  que  su  merecido...  era 
un  facineroso  terrible...  También  quLso  matarme 
hace  poco ;  pero  ahora  está  ciego  y  no  sabe  por 
dónde  ha  de  ir...  Pueden  estropearlo  por  esas  ca- 
lles... ¿  Queréis  que  le  lleve  á  algún  sitio  en  donde 
pueda  estarse  quieto  por  lo  menos?  —  Sí...  —  dijo 
Rodolfo  conmovido  por  este  rasgo  de  generosidad  y 
tomando  la  mano  del  Churiador: — Sí...  acompáñale. 

El  Churiador  se  acercó  al  Maestro  de  Escuela  y 
le  dio  una  palmada  en  el  hombro. 


186  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

El  bandido  se  estremeció  y  dijo  con  voz  sorda : 

—  ¿Quién   me  toca?  —  Yo.  —  ¿Quién  eres  tú? 

—  El  Churiador. —  ¡Vienes  también  á  vengarte!... 
sí?  —  No  sabes  como  has  de  salir  de  aquí...  anda, 
toma  mi  brazo...  voy  á  llevarte... —  ¡Quién!,.,  ¿tú? 

—  Sí,  yo...  ahora  me  das  lástima...  vamos,  vente... 

—  Quieres  hacerme  alguna  treta  ¿eh?  —  No  soy 
cobarde  ,  ya  lo  sabes...  no  me  valdré  de  tu  desgra- 
cia para  ofenderte...  Anda  ,  vamos  que  ya  es  de  dia. 

—  ¡üe  dia '!!...  ¡ahí  /  ya  no  veré  jamas  el  dia! — 
esclamó  el  bandido» 

Rodolfo  no  pudo  presenciar  por  mas  tiempo  es- 
ta escena  ,  salió  precipitadamente  de  la  sala  segui- 
do de  David  é  hizo  una  señal  á  lo^  criados  para 
que  se  retirasen. 

El  Churiador  y^l  Maestro  de  Escuela  quedaron 
solos. 

—  ¿Es  verdad  que  hay  dinero   en  esta  cartera  ? 

—  dijo   el  bandido  después  de  un  rato  de  silencio. 

—  Sí...  yo  mismo  he  puesto  en  ella  cinco  mil  fran- 
cos. Con  ese  dinero  ya  puedes  encontrar  posada  y 
vivir  el  lesto  de  tus  dias  en  cualquier  sitio...  en 
una  aldea  ,  por  ejemplo...  ¿Quieres  que  te  lleve  á 
casa  de  la  Pelona  ?  —  No ,  que  me  robará.  —  ¿A 
casa  de  Brazo  Rojo  ?  —  ¡Me  asesinaria  para  ro- 
barme! —  Entonces  ¿á  dónde  quieres  que  te  lleve? 

—  No  lo  sé...  Por  fortuna  tú  no  eres  ladrón  ,  Chu- 
riador. Toma ,  escóndeme  bien  la  cartera  en  el  cha- 
leco ,  porque  si  la  ve  la  Lechuza  me  la  limpia.  — 

—  ¿La  Lechuza  ?  allá  está  en  el  hospital...  Cuan- 
do estaba  agarrado  contigo  esta  noche  la  disloqué 
una  cadera.  —  ¿Qué  ha  de  ser  de  mí.  Dios  mió, 
con  esta  cortina  negra  que  tengo  delante  de  los 
OJOS  ?...  Y  si  en  esta  cortina  negra  se  me  presentan 
los  semblantes  pálidos  y  moribundos  de  los  que... 


LA  PEiNA.  187 

Estremecióse  el  bandido  y  dijo  con  voz  alterada 
al  Churiador: 

—  ¿Murió  el  hombae  de  esta  nocbe? — No.  — 
Tanto  mejor. 

Permaneció  algunos  momentos  en  silencio,  y 
dando  luego  un  impetuoso  sallo  exclamó  enfure- 
cido : 

—  ]  Tú  tienes  la  culpa  de  todo  esto...  tú,  Cburia- 
dorl...  ¡  ladronl...  Ano  ser  por  tí  bubiera  despa- 
chado á  ese  hombre  y  le  bubiera  robado  el  dinero... 
¡Estoy  ciego  por  causa  tuya  I...  ¡  sí ,  tú  tienes  la 
culpa  /...  —  Vamos  ,  déjate  de  fÍo  que  no  es  bueno 
para  la  salud...  ¿  Vienes,  ó  no?...  Estoy  trasnocha- 
do y  quiero  dormir...  Mañana  tengo  que  ir  al  mue- 
lle á  pelear  con  mis  palos.  Si  te  vienes  te  llevaré 
á  donde  quieras,  y  después  mediré  á  dormir. — 
¡  Pero  si  no  sé  á  donde  irl...  A  mi  cuarto  no  me 
atrevo...  porque  seria  preciso  decir...  —  Pues  en- 
tonces escucha  ¿  quieres  venirte  á  mi  agujero  por 
uno  ó  dos  dias?...  tengo  unos  huéspedes  que  te  gus- 
tarán, y  como  no  saben  quién  eres  te  darán  posa- 
da y  te  cuidarán  como  á  un  enfermo...  Mira  ,  hay 
justamente  un  hombre  de  San  Nicolás,  que  yo  co- 
nozco y  cuya  madre  vive  en  San  Amadeo :  es  mujer 
muy  de  bien  ,  pero  no  está  muy  sobrada  y  puede 
ser  que  se  encargue  de  cuidarte...  ¿  Te  vienes  ó  no? 
—  Puedo  fiarme  de  tí,  Churiador...  No  temo  que 
me  robes  el  dinero  ,  porque  afortunadamente  no 
eres  ladrón.  —  ¿Y  cuando  me  echabas  en  cara  el 
que  no  era  hacho  (a)  cómo  tú!  — Entonces...  ¿quién 
podia  adivinar?... — Si  entonces  te  hubiera  dado 
crédito...  á  estas  horas  ya  no  tendrías  dinero.  —  Es 
verdad;  pero  tú  no  guardas  odio  ni  rencor...  dijo 
con  mansedumbre  el  bandido;  —  tú  vales  mucho 

(a)     Ladrón. 


188  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

mas  que  yo.  —  ¡  Carambal  ;  ya  lo  creo  I  El  señor 
Rodolfo  me  dijo  que  tenia  corazón  y  honor.  — 
Pero  ¿quién  es  ese  hombre?...  ¡Ese  no  es  un  hom- 
bre !  —  gritó  el  bandido  con  furiosa  desesperación 
;es  un  monstruo/ 
El  Churiador  alzó  los  hombros  y  dijo: 
—  Ya  vuelves  á  incomodarte.  ¿Nos  vamos  ó 
no?  —  A  tu  casa  ¿no  es  verdad,  Churiador?  —  Sí. 
—  No  me  guardas  ningún  rencor  por  lo  de  esta 
noche...  ¿me  lo  juras  Churiador? — Te  lo  juro.  — 
¿Y  estás  seguro  de  que  no  murió...  ese  hombret  — 
estoy  seguro. — Siempre  será  uno  menos — dijo  el 
vandldo.  —  Si  se  supiera  cuantos...  ¡Ah!  el  vieje- 
cito  de  la  calle  de  Roule...  y  la  mujer...  del  canal 
de  san  Martin...  ¡Sí;  ahora  no  pienso  mas  que  en 
esto!...  ¡Ciego,  Dk)s  miol...  ¡ciego! — exclamó  en 
voz  alta;  y  apoyado  en  el  brazo  del  Churiador  sa- 
lió de  la  casa  de  la  calle  de  las  Viudas. 


CAPÍTULO  XVIII. 


LA  VILLA  DE  ILE-ADAN. 


Un  mes  había  pasado  desde  los  sucesos  referidos. 
Llevaremos  ahora  al  lector  á  la  villa  de  lUe-Adan, 
situada  junto  á  un  bosque  en  un  lugar  delicioso  á 
orillas  del  rio  Oise. 

El  hecho  mas  indiferente  suele  adquirir  impor- 
tancia en  los  pueblos  de  provincia;  y  así  es  que  en 
la  mañana  de  aquel  dia  los  ociosos  de  Ile-Adam 
apenas  hablaban  de  otra  cosa  mas  en  la  plaza  pú- 
blica que  de  la  llegada  del  nuevo  comprador  de  la 
mejor  carnicería  de  la  villa,  situada  en  la  plaza 
de  la  iglesia. 

El  mas  curioso  de  aquellos  se  acercó  al  mozo  de 
la  carnicería ,  que  alegre  y  alborozado  dabe  á  toda 
prisa  la  última  mano  á  los  preparativos  de  la  tien- 
da; mas  el  joven  solo  respondió  i  las  preguntas 
indagadoras  del  curioso,  diciendo  que  no  cono- 
cía al  nuevo  propietario,  y  que  solo  sabia  que  habia 
comprado  la  Anca  por  segunda  mano. 

Dos  hombres  que  venían  de  París  se  apearon  de 
un  coche  á  la  puerta  de  la  tienda  algunos  momen- 
tos después  de  este  interrogatorio. 

Uno  de  ellos  era  Murph,  sano  ya  de  su  herida, 
y  el  otro  el  Churiador. 

A  riesgo  de  parecer  vulgares ,  diremos  que  es  tal 
el  prestigio  del  hábito  ^  que  el  parroquiano  de  las 
tabernas  de  La  Cité  estaba  casi  desconocido  con  el 


190  los  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

vestido  que  llevaba.  Su  fisonomía  babia  esperí- 
mentado  la  misma  transformación ,  pues  babia  de- 
puesto con  los  andrajos  su  aire  brutal  y  turbu- 
lento. Al  verlo  pasar  con  las  manos  metidas  en  los 
bolsillos  de  su  larga  levita  color  de  avellana, 
cualquiera  le  hubiera  tenido  por  el  señor  de  al- 
dea menos  ofensivo. 

—  ¡Qué  frió  y  qué  largo  se  nos  hizo  el  camino! 
¿no  es  verdad,  querido  mió?  —  Apenas  lo  he  no- 
tado, señor  Murph...  Estoy   tan  contento  quec.  v 
con  la  alegría...  ¡Cómo  calienta  esto!,..  Pero  aun- 
que digo  contento...  ¡  caramba !...  no  las  tengo  to- 
das conraiío  — ¿Qué  queréis  decir?  —  Ayer  fuis- 
teis á  buscarme  al  muelle  de  San  Nicolás,  en  donde 
estaba  descargando  leña  con  dientes  y  uñas  para 
entrar  en  calor.  No  os  había  visto  desde  la  noche 
de  antes..,    cuando  el  negro  de  pelo  blanco  cegó 
al  Maestro  de  Escuela.  Es  verdad  que  fué  la  pri- 
mera vez  que  no  pudo  robar  el  bandido ;  pero  en 
fin...  aquello  de  los  ojos  me  revolvió  el  sentido... 
¡Y  qué  gesto  ponia  el  señor  Rodolfo!...  daba  miedo 
mirarlo...  y  parecia  de  tan  buena  pasta...  —  Bue- 
no... bueno...  seguid  vuestro  cuento.  —  Y  me  di- 
jisteis: Buenos    dias  Churiador  — Y  yo  respondí; 
Buenos  dias,  señor  Murph...  ¡  Hola,  cómo  madru- 
gáis! tanto  mejor...  así  andaréis  sano.  ¿Y  el  señor 
Rodolfo?—  Y  me  repusisteis:  Tuvo  que  salir  al- 
gunos dias  después  del  negocio   de   la  calle  de  las 
Viudas  y  te  dejó  olvidado,   amigo   mió. — ;.  Cómo 
ha  de  ser?  dije  yo;  si  el  señor  Rodolfo  me  ha  ol- 
vidado ¿qué  le  haremos?  bastante   lo  siento. — 
Quise  decir  que  se  babia  olvidado  de  recompensar 
vuestros  servicios...    pero  vivid  seguro  de  queja- 
mas  os  olvidará.  —  Ésas  palabras,  sen  r  Murph, 
me  volvieron  la  sangre  al  cuerpo  en  un  Jesús... 
Tampoco  jo  le  olvidaré,  no...  ¡Rayo!  Me  dijo  una 


LA  VILLA  DE  ILE-ADAM.  191 

vez  que  tenia  corazón  y  honor...  pero  no  importa, 
hablemos  de  otra   cosa. — Sucede   por   desdicha; 
amigo  mió,  que  monseñor  se  marchó  sin  dejar  or- 
den alguno  con  respecto  á  vos;  y  como  yo  no  po- 
seo mas  que  lo  que  él  me  da,  no  puedo  mostraros 
como  quisiera  mi  agradecimiento.  — ¿Os  chanceáis, 
señor  Murph  ?  ¡  Qué  diantres  estáis   hablando !  — 
¿Porqué  diablos  no  volvisteis  á  la  calle  de  las  Viu- 
das después  de  aquella   noche  fatal?...  Monseñor 
no  hubiera  partido  sin  acordarse  de  vos  ..  — El  se- 
ñor Rodolfo  no  me  mandó  aviso,  y  creí  que  no  se- 
ría ya  necesario.  —  Pero  debiais  pensar  á  lo  menos 
que  habia  necesidad  de  mostraros  algún  agradeci- 
miento...—  ¿No  me  habéis  dicho  ya  que  el  señor 
Rodolfo  no  se  ha  olvidado  de  mí?  —  Es  cierto;  va- 
mos á  otro  cosa...  ¡Qué  trabajo  me  costó  encon- 
traros !  ¿No  vais  ya  á  la  taberna  de  la  Pelona? — 
No.  —^¿Porqué?  —  Idea  que  se  me  puso  en  la  ca- 
beza...—  Vaya  con  vuestras  ideas...  Pero  volvamos 
á  lo  que  me  estabais  diciendo...  —  ¿Qué  era  lo  que 
decia,  señor  Murph?  —  Me  deciais  que  os  alegra- 
bais de  haberme  encontrado :  que  os  alegrabais  mu- 
cho. —  I  Ah,  ya  caigo  '  AI  volver  ayer  de  mi  tra- 
jín del  muelle,  me  dijisteis: — «Querido  mío,  no 
soy  rico,  pero  puedo  darte  una  ocupación  en  que 
lo  pases  menos  mal  que  en  el  muelle,  y  en  la  cual 
ganarás  cuatro  francos  diarios.  »  —  ¡  Cuatro  francos 
diarios!   ¡Viva  la  libertad  I...  apenas  creía  lo  que 
me  pasaba...  ¡paga  de  ayudante!'!   Y  entonces  os 
respondí :  « Que  me  place ,  señor  Murph. »  —  Y  me 
replicasteis ;  « Pero  no  has  de  andar  así   hecho  un 
andrajo,  porque  espantarías  á  la  gente  del  pueblo  á 
donde  voy  á  llevarle.»  —  Y  yo  os  dije  á  esto : « No  * 
tengo  con  que  gobernarlo  mejor. »  Y  me  volvisteis 
á  replicar:   «Vente  conmigo  al  Temple.»  Os  sigo, 
escojo  lo  mejor  que  encuentro  en  la  tienda  de  la 


192  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

tia  Urraca,  me  dais  con  que  pagar,  y  en  un  cuarto 
de  hora  me  encuentro  vestido  como  un  propieta- 
rio. Me  citáis  para  el  alba  del  dia  siguiente  en  la 
puerta  de  San  Dionisio,  en  donde  os  bailo  con 
vuestro  cocbe,  nos  echamos  á  andar,  y  hétenos 
aquí.  —  ¿Y  qué  mal  encontráis  en  todo  eso?  — El 
mal  está  ,  señor  Murph:  en  que  viéndose  uno  bien 
vestido,.,  ¿me  esplico?...  se  echa  uno  á  perder... 
y  cuando  vuelva  á  ponerme  mi  sayo  y  mis  remiendos 
me  parecerá...  Y  luego  ganar  de  pronto  cuatro  francos» 
diarios,  cuando  no  ganaba  mas  que  dos.  .  Vaya, 
esto  me  parece  demasiado  bueno  para  que  pueda 
durar.  Mas  quisiera  dormir  toda  la  vida  en  mi  mal 
jergón  de  paja ,  que  cuatro  coches  en  una  buena  ca- 
ma... Es  así  mi  genio.  —  Tenéis  razón...  pero  me- 
jor seria  dormir  siempre  en  buena  cama.  —  Es  claro: 
mas  vale  que  haya  pan  para  reventar  la  tripa  que  mo- 
rirse de  hambre.  —  /Ah!  eslo  es  una  carnicería: 
esta  que  está  aquí !  — dijo  el  Ghuriador  escuchando 
los  tajos  que  daba  el  mozo  y  mirando  por  las  cor- 
tinas los  cuartos  de  buey  y  ternera  colgados  en  la 
parte  interior.  —  Sí ,  pertenece  á  un  amigo  mió... 
¿Queréis  verla  mientras  descansa  el  caballo?  — 
De  buena  gana;  me  recuerda  mis  primeros  años; 
con  la  diferecia  de  que  mi  carnicería  era  Montfau- 
con  y  mi  ganado  rocines  viejos.  Si  hubiese  tenido 
posibles,  es  un  oficio  que  hubiera  seguido  de  tan 
buena  gana  como  el  del  carnicero...  Aquello  de  irse 
uno  por  las  ferias  montado  en  una  buena  jaca,  vol- 
ver uno  á  su  casa,  calentarse  al  fuego  si  trae  frió, 
secarse  si  viene  mojado,  hallar  á  la  costilla,  que 
es  una  mocetona  fresca  y  rolliza,  rodeada  de  una 
conejeradechiquillosque  le  meten  auno  las  manosen 
losbolsillosparaversi  les  trae  alguna  cosa...  Y  luego 
por  la  mañana  irse  uno  al  matadero,  cojer  á  un  buey 
por  los  cuernos,  sobre  todo  si  es  bjavío...  ¡  cáspi- 


LA  VILLA  DE  ILE-ADAM.  193 

ta!  ¡  muy  fiero  habria  de  ser  para  que  no  lo  suje- 
tara 1...  atarlo  á  la  argolla...  darle  entre  los  cuer- 
nos, desangrarlo,  desollarlo,  descuartizarlo...  ¡Ca- 
ramba! esta  sería  toda  mi  ambición,  como  la  de  la 
Guíllabaora  el  comerse  los  buñuelos  cuando  era 
pecjueñita...  Pero  ya  que  hablamos  de  ésa  pobre 
chica ,  señor  Murph ,  como  no  la  veo  en  casa  de  la 
tía  Pelona,  pienso  pue  el  señor  Rodolfo  la  ha  sa- 
cado de  aquel  tugurio.  Esta  seria  una  buena  ac- 
ción, señor  Murph  ,  porque  la  pobre  chica  merece 
cualquier  cosa.  Era  tan  j^ven,  que  á  fuerza  de 
acostumbrarse...  y  con  eí  tiempo...  En  fin,  el  se- 
ñor Rodolfo  ha  hecho  bien.  —  Soy  de  vuestra  opi- 
nión, ¿queréis  que  veamos  este  despacho  mientras 
descansa  el  caballo? 

El  Churiador  y  Murph  entraron  en  la  carnicería, 
visitaron  en  seguida  el  establo,  en  donde  habia  tres 
hormosps  bueyes  y  unos  veinte  carneros,  y  vieron 
el  tinglado;  el  matadero,  los  graneros  y  todas  las 
dependencias  de  la  casa,  distribuidas  con  el  mayor 
orden  y  aseo. 

Luego  que  hubieron  visto  todo  escepto  el  piso 
alto,  dijo  Murph  á  su  compañero. 

— ^¿No  os  parece  que  mi  amigo  es  un  hombre 
muy  feliz?  Esta  casa  y  sus  dependencias  le  perte- 
necen,  sin  contar  unos  mil  escudos  que  trae  em- 
pleados en  su  comercio;  no  tiene  mas  que  treinta  y 
ocho  años  ,  es  fuerte  y  robusto  como  un  toro,  y  le 
gusta  el  oficio.  Ese  mozo  que  habéis  visto  es  mujr 
honrado  y  entendido  en  el  oficio,  y  sustituye  á  mi 
amigo  cuando  este  sale  á  comprar  ganado...  De- 
cid i  no  os  parece  un  hombre  muy  dichoso  este 
amigo  mió?  — Por  cierto  señor  Murph;  ¿pero  qué 
queréis?  por  fuerza  ha  de  haber  en  el  mundo  di- 
chosos y  desdichados.  Cuando  pienso  en  que  gano 
cuatro  frandos  diarios...  y  que  otros  no  ganan  mas 


13i  LOS  -MlSTElilOS  DE  PARÍS, 

que  dos,  y  aun  menos...  — ¿Queréis  que  subamos 
á  ver  el  resto  de  la  casa?  —  De  lindo  gusto,  señor 
Murph.  —  Justamente  se  halla  arriba  la  persona 
que  ha  de  emplearos.  —  ¡Que  ha  de  emplearme  I 

—  Sí. —  ¡Cómo!  ¿y  porqué  no  me  lo  habéis  di- 
cho mas  antes?  —  Ya  os  lo  esplicaré.  —  Esperad 
un  momento  —  dijo  el  Churiador  triste  y  emba- 
razado deteniendo  á  Murph  por  el  brazo;  —  voy  á 
deciros  una  cosa  que  acaso  no  os  ha  dicho  el  señor 
Rodolfo,  pero  que  yo  no  debo  ocultar  al  amo  del 
establecimiento  en  que  voy  á  trabajar...  porque  si 
no  le  gusta...  vale  mas  que  sea  ahora  que  después, 

—  ¿  Qué  queréis  decir?  —  Yo  queria  decir  que.... 

—  Esplicáos.  —  Que  soy  un  presidario  cumplido,., 
que  he  estado  en  presidio...  —  dijo  al  fin  el  Chu- 
riador con  voz  ronca  y  sofocada.  —  ¡  Ah  '  exclamó 
Murph.  —  Pero  jamas  he  hecho  daño  á  nadie  — 
dijo  con  firmeza  el  Churiador  —  y  antes  moriria 
de  hambre  que  ser  ladrón...  Pero  he  hecho  mas  que 
robar  —  añadió  bajando  la  cabeza  —  he  mata- 
do... porque  tenia  cólera...  En  fin,  aun  hay  mas 
que  decir  —  continuó  después  de  un  momento  de 
silencio:  —  quiero  que  todo  lo  sepa  el  amo,  porque 
es  mejor  que  sea  ahora  que  mas  tarde.  Ya  que  le 
conocéis,  decidme  que  estómago  le  hará  esta  de- 
claración, y  si  creéis  que  no  ha  de  admitirme,  re- 
trocederé el  camino  sin  presentarme...  —  Subamos 

—  dijo  Murph. 

Siguióle  el  Churiador,  subieron  la  escalera,  se 
abrió  una  puerta  y  se  encontraron  ambos  en  pre- 
sencia de  Rodolfo. 

—  Déjanos,  Murph...  —  dijo  Rodolfo. 


CAPÍTULO  XIX. 


LA  RECOMPENSA. 


—  i  Viva  la  patria!  ¡Caramba,  qué  gusto  me  da 
veros,  señor  Rodolfo  ,  ó  monseñor  Rodolfo  /...  — 
exclamó  el  Churiador. —  Rueños  dias,  querido  mió; 
también  yo  me  alegro  de  veres.  —  ¿  Qué  picaron 
de  señor  Murph !  y  me  dijo  que  habíais  lomado  so- 
leta... Vaya  ,  vaya  ,  monseñor,  que...  —  Llamad- 
me señor  Rodolfo  ,  que  me  gusta  mas.  —  Vaya  lue- 
go señor  Rodolfo.  Pues  ahora  quiero  pediros  perdón 
por  no  haberos  visto  después  de  la  noche  del  Maes- 
tro de  Escuela...  Ahora  conozco  que  fué  una  mala 
crianza  ;  pero,  en  fin,  no  estáis  enfadado  ¿  verdad? 

—  Os  lo  perdono  —  dijo  riéndose  Rodolfo.  Y  luego 
añadió  :  —  ¿  Habéis  visto  bien  esta  casa?  — Sí,  se- 
ñor Rodolfo...  hermoso  despacho,.,  gran  mostra- 
dor; lodo  está  pintiparado...  Y  á  todo  esto,  señor 
Rodolfo  ¿es  aquí  en  donde  voy  á  ganar  los  cuatro 
francos  diarios  de  que   me  habló  el  señor  Murph? 

—  Tengo  otra  cosa  mejor  que  proponeros  :  porque 
esta  casa  con  su  despacho  y  todo  lo  que  contiene, 
y  mil  escudos  que  hay  en  esa  cartera ,  os  perte- 
necen desde  este  momento. 

El  Churiador  sonrió  con  un  aire  estúpido  ,  es- 
trujó convulsivamente  el  sombrero  entre  las  rodi- 
llas ,  y  no  comprendió  las  palabras  de  Rodolfo  á 
pesar  de  la  claridad  con  que  habian  sido  dichas. 

—  Concibo  vuestra   sorpresa  —  añadió  Rodolfo 


196  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

con  benignidad  ;  —  pero  os  repito  que  esta  casa  y 
este  dinero  son  de  vuestra  propiedad. 

Al  oir  esto  el  Churiador  se  puso  encarnado  como 
una  grana  ,  pasó  la  mano  callosa  por  la  frente  cu- 
bierta de  sudor  y  dijo  con  voz  alterada. 

— Con  que  es  decir  que  todo  esto...  me...  es  mió... 
—  Sí ,  vuestro...  todo  os  lo  doy  ¿  entendéis  ?  os  lo 
regalo  todo. 

El  Churiador  hizo  varios  movimientos  en  la  si- 
lla, se  rascó  la  cabeza  ,  tosió,  bajó  los  ojos  y  no 
respondió  una  sola  palabra.  Se  le  escapaba  el  hilo 
de  las  ideas  :  entendia  perfectamente  lo  que  Rodol- 
fo le  decia ,  y  por  lo  mismo  no  podia  dar  crédito 
á  sus  oidos.  Entre  la  miseria  profunda  y  la  degra- 
dación en  que  habia  vivido  ,  y  la  fortuna  que  le 
aseguraba  Rodolfo  habia  un  abismo  que  no  llena- 
ban los  servicios  que  habia  prestado  á  este. 

Os  parece  lo  que  os  doy  es  mucho  mas  de  lo  que 
esperabais  ¿no  es  verdad?  —  le  dijo  Rodolfo.  — 
¡  Monseñor  I  —  dijo  el  Churiador  levantándose  con 
ímpetu  —  me  ofrecéis  esta  casa  y  mucho  dinero... 
para  tentarme;  pero...  yo  no  puedo...  Ademas  yo 
no  he  robado  jamas  en  toda  mi  vida...  Puede  ser 
que  sea  para  matar...  ¡  pero  harto  tengo  ya  con 
los  sueños  del  sargento  1  —  añadió  el  Churiador  con 
voz  alterada.  —  j  Desdichados !  —  exclamó  Rodol- 
fo. —  ¿Será  posible  que  estos  infelices  crean  que 
solo  puede  haber  liberalidad  por  medio  del  cri- 
men?... 

Y  dirigiéndose  luego  al  Churiador  le  dijo  con 
dulzura  : 

—  Os  engañáis...  me  juzgáis  muy  mal.  Nada  des- 
honroso os  pediré.  Lo  que  os  doy  lo  tenéis  mereci- 
do. —  /  Yo  I  —  exclamó  el  Churiador  cuyo  asombro 
crecia  por  momentos.  —  ¡  Yo  merecerlo  !  ¿  y  por- 
qué? —  Voy  á  decíroslo  :  Abandonado  de  todos  des- 


LA  RECOMPENSA.  197 

de  vuestra  infancia  ,  sin  idea  alguna  del  bien  ni 
del  mal,  entregado  á  un  instinto  salvage,  encerra- 
do en  presidio  durante  quince  años  con  los  majo- 
res  criminales  ,  acosado  por  el  hambre  y  la  miseria 
y  obligado  por  vuestra  afrenta  y  por  la  reproba- 
ción de  las  personas  honradas  á  vivir  entre  la  hez 
de  los  malhechores  ,  no  solo  habéis  conservado 
ilesa  vuestra  natural  probidad,  sino  que  los  remor- 
dimientos de  vuestro  delito  han  sobrevivido  al  cas- 
tigo que  os  impuso  la  justicia  humana. 

Este  lenguage  sencillo  y  noble  causó  nueva  ad- 
miración al  Ghuriador,  el  cual  miró  á  Rodolfo  con 
un  respeto  mezclado  de  temor  y  agradecimiento, 
no  pudiendo  creer  aun  en  la  evidencia  de  lo  que 
sucedía.  —  Eso  no  viene  al  caso,  señor  Rodolfo... 
con  que  por  haberme  sacudido  ,  cuando  os  creia  un 
jornalero  como  yo,  pues  hablabais  caló  como  el 
mas  pintado...  por  haberos  contado  mi  vida  y  mi- 
lagros entre  dos  vasos  de  vino...  y  después  por  ha- 
ber impedido  que  os  ahugaseis  en  la  cueva...  solo 
por  esto  me  dais  una  casa ,  dinero...  me  queréis 
hacer  propietario...  Eso  no  puede  ser,  señor  Ro- 
dolfo... no  puede  ser.  — Creyéndome  de  vuestra  cla- 
se me  habéis  contado  llanamente  vuestra  vida,  sin 
ocultarme  nada  de  cuanto  hay  en  ella  culpable  ó 
generoso.  Os  he  juzgado  y  me  parece  justo  recom- 
pensaros de  este  modo.  —  Eso  no  puede  ser  ,  se- 
ñor Rodolfo...  No  puede  ser  :  hay  jornaleros  po- 
bres :  que  toda  su  vida  han  sido  honrados  y  que... 
—  Ya  losé,  y  acaso  he  hecho  por  algunos  de  esa 
clase  masque  por  vos.  Pero  si  el  hombre  que  vive 
con  honra  entn;  las  gentes  honradas  merece  esti- 
mación y  amparo,  el  que  se  conserva  honrado  lejos 
de  las  personas  de  buen  vivir  y  entre  los  crimina- 
les mas  detestables  del  mundo  ,  no  merece  menos 
interés  y  apoyo.  Ademas ,  me  habéis  salvado  la  vi- 


198  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

da,  y  también  habéis  salvado  la  de  mi  leal  amigo 
Murph.  Lo  que  bago  por  vos  no  es  solamente  dic- 
tado por  el  deseo  de  sacar  del  fango  á  una  natura- 
leza vigorosa  y  noble,  que  se  ba  extraviado  pero 
no  perdido,  sino  por  gratitud  personal.,.  Ademas... 

—  ¿Qué  mas  hice  yo,  señor  Rodolfo? 

Rodolfo  le  apretó  cariñosamente  la  mano  y  conti-j 
nuó : 

—  Lleno  de  compasión  hacia  un  hombre  que  ha-; 
bia  querido  mataros,  le  ofrecisteis  auxilio,  y  aun  lo 
refugiasteis  en  vuestra  pobre  vivienda,  callejón  de 
Nuestra  Señora  ,  número  9.  — ¿Y  sabíais  mi  casa, 
señor  Rodolfo?  — Aunque  olvidáis  los  servicios  que 
me  habéis  hecho,  no  los  olvido  yo,  querido  mió. 
Después  que  salisteis  de  mi  casa  fuisteis  observado 
de  cerca  y  os  vieron  entrar  en  vuestra  habitación 
con  el  Maestro  de  Escuela.  —  Pero  el  señor  Murph 
me  hahia  dicho  que  no  sabiais  donde  vivia  ,  señor 
Rodolfo.  —  Quise  hacer  con  vos  la  última  prueba... 
quise  saber  si  teniais  el  desinterés  de  la  generosidad 
En  efecto,  después  de  vuestra  acción  generosa  os 
entregasteis  á  vuestro  penoso  trabajo  sin  pedir  na- 
da ,  sin  esperar  nada  y  sin  proferir  la  menor  queja 
por  la  aparente  ingratitud  con  que  me  habia  olvi- 
dado de  vuestros  servicios;  y  cuando  Murph  os  pro- 
puso ayer  una  ocupación  algo  mejor  que  vuestro 
empleo  habitual ,  la  habéis  aceptado  con  gozo  y  con 
agradecimiento.  —  Escuchad  ,  señor  Rodolfo  ;  en 
cuanto  á  eso...  cuatro  francos  diarios  son  al  fin  cua- 
tro francos  diarios...  En  cuanto  al  servicio  que  os 
bien  debo  yo  daros  gracias  que  vos  á  mí...  —  ¿Có- 
mo? —  Sí ,  por  cierto,  señor  Rodolfo  — añadió  con 
acento  triste.  —  Se  me  vienen  tantas  cosas  á  la  ca- 
beza... Mirad,  desde  que  os  conozco  y  me  habéis 
dicho  aquellas  dos  palabras:  Tienes  corazón  y  ho- 
>0R  ,  es  de  pasmar  como  discurro  allá  dentro...  No 


LA  RECOMPENSA.  199 

atino  como  dos  palabras,  dos  solas  palabras  me  ba- 
cen  pensar  así.  Pero  lo  cierto  es  que  si  uno  siem- 
bra en  la  tierra  dos  granitos  de  trigo ,  dan  luego 
espigas  gordas  y  grandes. 

Esta  comparación  justa  y  casi  poética  sorprendió 
extrañamente  á  Rodolfo.  En  efecto  ,  dos  solas  pa- 
labras ,  pero  dos  palabras  mágicas  para  los  cora- 
zones que  saben  comprenderlas  ,  habian  desenvuel- 
to de  repente  en  aquella  naturaleza  inculta  los  ins- 
tintos generosos  que  yacian  sin  germinar.  — ¿Fuis- 
teis vos  quién  ha  puesto  al  Maestro  de  Escuela  en 
Saint-Mandé  ?  — Sí ,  señor  Rodolfo...,  me  rogó  que 
le  cambiase  por  oro  sus  billetes  y  le  comprase  un 
cinto  que  yo  mismo  le  he  cosido...  metile  dentro  su 
cumquibus  y  y  buenas  noches.  Paga  treinta  sueldos 
diarios,  que  no  es  pequeña  conveniencia  para  los 
amos  de  casa...  Cuando  me  deje  algún  tiempo  la 
faena   del   muelle    iré  á  hacerle   una   visita  para 

ver  como  le  va.  —  ¡  Vuestra  faena  del  muellel 

¿  Os  olvidáis  por  ventura  de  vuestro  establecimien- 
to y  de  que  estáis  en  vuestra  casa? 

—  ¡Vamos,  señor  Rodolfo,  no  os  burléis  mas 
de  un  pobre  diablo:  harto  os  habéis  divertido  ya 
con  experimentarme  y  como  vos  decís.  Mi  casa  y  mi 
tienda  son  dos  cosas  distintas  ,  pero  son  los  mismos 
frailes  con  las  mismas  mangas...  Sin  du'^a  os  ha- 
béis dicho  :  Vamos  á  ver  si  este  animalote  de  Chu- 
riadorse  figura  que  le  hago  un  regalo  de  este  cali- 
bre... Basta,  basta  señor  Rodolfo...  ya  sé  que  sois 
de  buen  humor...  hablemos  de  otra  cosa. 

Y  soltó  una  carcajada  sincera  y  estrepitosa. 

—  Pero  amigo  mió...  creed  que... — Ahí  estd  la 
cosa,  monseñor...  si  os  creyera  diríais  después:  ¡Po- 
bre Churiador  ,  qué  lástima  me  das!...  ¿estás  malo 
de  la  cabeza,  eh? 

Rodolfo  empezó  á  conocer  la  dificulíad  de  con- 


200  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

vencer  al  Churiador,  y  le  dijo  en  tono  grave,  im- 
ponente y  casi  severo : 

—  Yo  no  me  burlo  jamas  del  agradecimiento  y 
del  interés  que  me  inspira  una  conduela  noble... 
Os  he  dicho  ya  que  esta  casa  y  este  establecimiento 
os  pertenec  n...  si  así  os  conviene.  Os  juro  por  mi 
honor  que  todo  esto  os  pertenece,  y  que  os  hago 
este  don  por  las  razones  que  os  he  espueslo. 

Al  oir  el  acento  firme  y  al  ver  la  expresión  seria 
de  las  facciones  do  Rodolfo,  el  Churiador  no  dudó 
por  mas  tiempo  de  la  verdad.  Guardó  silencio  por 
algunos  momentos,  miró  á  su  protector,  y  luego 
dijo  sin  énfasis  y  con  voz  profundamente  con- 
movida: 

—  Lo  creo,  monseñor,  y  os  doy  gracias...  Un  po- 
bre diablo  como  yo  no  sabe  decir  bien  las  cosas; 
pero  creedme...  palabra  de  honor...  os  doy  muchas 
gracias.  Todo  lo  que  puedo  deciros  es  que  jamas 
negaré  mi  socorro  á  los  desgraciados...  porque  el 
hambre  y  la  miseria  son  unas  Pelonas  parecidas  á 
la  que  cautivó  á  la  pobre  Guiliabaora...  y  cuando 
echan  la  mano  al  gañote  no  todos  tienen  bastante 
piulo  para  librarse  de  ellas.  —  De  ningún  modo  me 
probaríais  mejor  vuestro  agradecimiento,  querido 
mió,  que  habiéndome  de  esa  manera.  —  Me  alegro, 
monseñor,  porque  me  costaria  trabajo  probároslo 
de  otro  modo. — Vamos  ahora  á  ver  !a  casa: 
Murph  ha  tenido  ya  este  placer  y  yo  quiero  te- 
nerlo también. 

Rodolfo  y  el  Churiador  bajaron  la  escalera,  y 
al  entrar  en  el  patio  dijo  respetuosamente  al  Chu- 
riador el  mozo  del  establecimiento : 

—  Ya  que  sois  el  amo,  señor,  vengo  á  deciros 
que  hay  mucho  despacho.  Se  acabaron  las  costillas 
y  las  piernas  de  carnero,  y  s(ñ*á  preciso  matar  una 
ó  dos  roses  inmediatamente.  —  Ahí  tenéis  —  dijo 


LA  IlECOMPENSA.  201 

Rodolfo — una  excelente  ocasión  de  lucir  vuestra  ha- 
bilidad. Manos  á  la  obra  cuando  gustéis:  yo  estre- 
naré vuestra  cocina  comiendo  algunas  chuletas  de 
carnero,  porque  el  paseo  me  abrió  singularmente 
el  apetito. —  ¡Qué  bueno  sois,  señor  Rodolfo!  — 
dijo  el  Churiador  lleno  de  alegría.  —  Ya  que  me 
alabais  asi  voy  á  echar  el  resto  de  mi  habilidad... 

—  ¿Llevaré  dos  carneros  al  matadero,  señor  amo? 

—  dijo  el  criado.  —  Sí,  y  traeme  un  cuchillo  de 
buena  punta,  que  no  sea  muy  fino...  y  ancho  de 
revés...  —  Aquí  está,  señor  amo,  como  lo  pedís... 
os  podéis  afeitar  con  él.  — /Rayo,  señor  Rodolfo!!! 

—  exclamó  el  Churiador  quitándose  el  levitón ,  ar- 
remangando la  camisa  y  dejando  ver  sus  brazos 
atléticos.  — Eslotraeá  la  memoria  los  tiempos  de 
Montfaucont...  veréis  como  tajo  allá  dentro... /Ra- 
yo, ya  quisiera  estar  en  el  sitio/...  ¡El  cuchillo, 
muchacho...  el  cuchillo!...  Eso  es...  tú  si  que  lo 
entiendes:  ¡vaya  una  hoja  de  gusto!...  ¿Quién  se 
pone  ahora  delante  de  mí?...  ¡Cáspila!  con  un  churí 
como  este  me  arrojaría  á  un  toro  furiosa... 

Y  al  decir  esto  blandió  el  cuchillo  moviendo  á 
uno  y  otro  lado  su  hercúleo  brazo.  Sus  ojos  em- 
pezaron á  inyectarse  de  sangre,  y  el  instinto  san- 
guinario volvió  á  presentarse  con  toda  su  espan- 
tosa energía. 

El  matadero  que  estaba  en  el  patio  era  una  pieza 
abovedada,  sombría  y  alumbrada  únicamente  por 
un  pequeño  tragaluz. 

El  criado  condujo  dos  carneros  hasta  la  puerta. 

—  ¿Los  llevo  á  la  argolla,  señor  amo?  —  ¡Ra- 
yo !  ¿para  que  atar  á  esos  corderos?  No  tengáis  cui- 
dado que  yo  los  meteré  en  el  torno  de  mis  rodi- 
llas... Venga  el  animal  y  vuélvete  á  la  tienda. 

El  mozo  se  marchó. 

Rodolfo  quedó  solo  con  el  Churiador  observan- 


202  LOS  3IISTERI0S    DE     PAHIS. 

dolo  con  la  mayor  atención ,  y  casi  con  ansiedad. 

—  ¡  Vamos ,  manos  á  la  obra  /  —  le  dijo.  —  Y  no 
durará  mucho  tiempo,  por  vida  mia.  ¡  Hayo !  ya  ve- 
réis, ya,  como  meneo  el  cuchillo...  ya  me  arden 
las  manos...  y  me  zumban  los  oidos...  y  me  laten 
las  sienes...  y  el  mundo  se  vuelve  encarnado...  ¡Va- 
mos, lú,  alma  de  lana...  á  ver...  á  ver  como  le  quito 
las  ganas  de  balar.! 

Los  ojos  del  Churiador  brillaron  con  un  fuego 
salvaje,  se  arrojó  de  un  salto  al  carnero,  lo  sus- 
pendió sin  el  menor  esfuerzo  y  se  lo  llevó  como 
un  lobo  que  se  retira  con  la  presa  á  su  cubil: 

Rodolfo  le  siguió  y  se  arrimó  á  la  puerta  des- 
pués de  haberla  cerrado  tras  sí. 

El  matadero  era  oscuro,  y  un  solo  rayo  de  luz 
caía  perpendicular  desde  la  claraboya  sobre  la  ruda 
fisononn'a  del  Churiador,  iluminado  su  cabello  pá- 
lido y  sus  rojas  patillas.  Doblado  el  ángulo  recto 
por  ía  cintura,  tenia  en  la  boca  el  cuchillo  que 
brillaba  en  medio  del  claro  oscuro,  y  suje- 
tando al  mismo  tiempo  el  carnero  entre  las  rodi- 
llas lo  cojió  por  la  cabeza,  le  tendió  el  cuello;  y 
lo  degolló. 

Al  sentir  la  hoja  del  cuchillo  dio  el  carnero  un 
balido  triste  y  dolorido,  volvió  hacia  el  Churiador 
los  moribundos  ojos...  y  dos  chorros  de  sangre  ba- 
ñaron la  cara  del  matador. 

El  quejido,  la  mirada  y  la  sangre  que  chorreaba 
de  su  cara,  causaron  á  este  hombre  una  impresión 
espantosa.  Cayóle  el  cuchillo  de  la  mano;  su  ros- 
tro quedó  lívido  y  horrorizado,  sus  ojos  fijos  y 
abiertos,  y  el  cabello  erizado  y  derecho...  Dio  ha- 
cia atrás  algunos  pasos  y  exclamó  con  voz  trémula 
y  sofocada : 

—  ;OhI...  ¡¡el  sargentol...  ¡el  sargento!... 

Rodolfo  corrió  hacia  él. 


LA    RECOLPENSA  203 

—  ¡Vuelve  en  tí...  sosiégate,  amigo  mío/  — 
¡Allí...  ¡allí  está!...  ¡el  sargento!...  —  repitió  el 
Churiador  retrocediendo  paso  á  paso,  con  la  vista 
fija  y  señalando  con  el  dedo  alguna  fantasma  in- 
visible. En  seguida  dio  un  grito  espantoso  como  si 
le  hubiese  tocado  el  espectro,  y  se  precipitó  hacia  el 
sitio  mas  oscuro  del  matadero,  se  arrimó  con  el 
pecho  y  los  brazos  extendidos  á  la  pared  como  si 
quisiera  derribarla  para  huir  de  la  horrible  visión, 
y  volvió  á  repetir  con  voz  sorda  y  convulsa : —  ¡  Oh/ 
¡el  sargento  I...  ¡el  sargentol... 


CAPITULO  XX. 


LA  PARTIDA. 


Recobró  el  Churiador  el  estado  habitual  de  su 
ánimo  con  los  esfuerzos  de  Rodolfo  y  de  Murph 
para  serenarlo  y  calmar  su  agitación.  Hallábase  so- 
lo con  el  príncipe  en  una  de  las  primeras  piezas 
de  la  carnicería. 

—  Monseñor,  —  dijo  con  aire  triste  y  abatido  — 
habéis  sido  muy  bueno  para  mi...  pero  os  digo  en 
verdad  que  quisiera  ser  mil  veces  mas  infeliz  de  lo 
que  he  sido...  antes  que  hacerme  Ccirnicero  —  Pero 
reflexionad  sin  embargo  que...  —  Perdonad  mon- 
señor cuando  he  oido  el  grito  de  ese  pobre  animal 
que  no  se  defendia  de  mi...  cuando  sentí  su  sangre 
en  mi  cara...  una  sangre  caliente  como  si  estuviese 
viva...  i  Oh  I  monseñor  no  sabéis  lo  que  es  eso!  En- 
tonces he  visto  mi  sueño  de  del  sargento...  y  los 
pobres  soldados  que  he  matado  con  la  cara  desen- 
cajada y  amarilla...  que  no  se  defendían,  y  que  al 
espirar  me  dirigían  una  mirada  tan  compasiva... 
tan  dulce...  como  si  dijeren: « ¡Te  perdono/ »  ;  Oh, 
monscñorl...  ¡es cosa  de  volverse  locol... 

Y  el  desdichado  se  cubrió  el  rostro  con  las 
manos. 

—  Vamos,  sosegaos,  amigo  mío. — Perdonad, 
perdonad,  monseñor;  pero  ahora  la  vista  de  la 
sangre...  de  un  cuchillo...  no  podria  sufrirla...  A 
cada  instante  se  renovarian  los  sueños  que  empeza- 


LA     partí  DA.  205 

ba  ya  á  olvidar...  Todos  los  días  con  los  piés  en  la 
sangre.. .matar  unos  animales  que  no  se  defienden 
/Oh  !  no.  no;  seria  imposible.  Mas  quisiera  estar 
ciego  como  *el  Maestro  de  Escuela,  que  tomar  ese 
oficio. 

Seria  imposible  pintar  la  expresión  del  acento 
y  de  la  fisonomía  del  Churiador  al  proferir  estas 
palabras.  Rcdolfo  sintió  una  profunda  conmoción, 
al  paso  que  le  satisfizo  la  horrible  impresión  que 
la  vista  de  la  sangre  habia  causado  á  su  protejido. 

El  instinto  brutal  y  sanguinario  habia  domi- 
nado la  razón  de!  Churiador;  pero  el  remordi- 
miento triunfaba  por  último  del  instinto.  Rodolfo 
observó  con  iatisfaccion  este  feliz  resultado. 

—  Perionadme,  monseñor, — dijo  con  timidez 
el  Churiador  —  el  que  os  pague  tan  mal  vuestros 
favores...  pero...  —  Al  contrario,  querido  mió;  ya 
os  he  dicho  que  todo  esto  dependía  de  vuestra 
voluntad.  Os  habia  elegido  el  oficio  de  carnicero 
por  parecerme  conforme  á  vuestra  inclinación  y 
á  vuestro  gusto...  —  /  Ah  !  monseñor,  es  verdad... 
Esa  seria  mi  dicha  si  no  hubiese  aquello  que  sa- 
béis... Hace  un  rato  que  se  lo  decia  al  señor  Murph. 
—  Por  si  acaso  no  os  convenia  esta  profesión ,  pre- 
vine de  antemano  otro  recurso.  Una  persona  que 
tiene  bienes  en  Argelia  puede  cederos  una  de  las 
vastas  haciendas  que  posee  en  aquel  país ,  y  cuyas 
tierras  son  muy  fértiles  y  propias  para  el  cultivo; 
pero  no  quiero  ocultaros  que  estas  tierras  se  ha- 
llan situadas  ala  falda  del  Atlas,  es  decir,  en  los 
confines  del  país  y  expuestas  por  consiguiente  á  las 
frecuentes  correrías  de  los  Árabes,  Aquel  estableci- 
miento debe  considerarse  como  una  especie  de  re- 
ducto avanzado,  y  para  habitarlo  es  necesario  ser 
tan  buen  soldado  como  cultivador.  La  persona  que 
beneficia  esta  hacienda  en  ausencia  del  propietario 


206  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

OS  pondría  al  corriente  de  todo:  me  han  dicho  que 
es  hombre  honrado  y  laborioso,  y  podríais  con- 
servarlo á  vuestro  lado  el  tiempo  que  creyeseis 
necesario.  Una  vez  establecido  allí,  no  solo  podríais 
aumentar  vuestra  hacienda  con  el  trabajo  y  la  inteli- 
gencia, sino  también  prestar  al  país  grandes  servicios 
con  vuestro  valor.  Los  colonos  forman  una  milicia: 
y  como  la  extensión  de  vuestras  tierras  es  conside- 
rable, y  grande  el  número  de  labradores  que  de- 
penden de  ellas,  vendréis  á  ser  el  gefe  de  una 
tropa  respetable,  que  entusiasmada  con  el  valor 
de  su  gefe,  podrá  hacer  grandes  servicios  al 
pais  y  defenderá  las  propiedades  esparcidas  en  el 
territorio  adyacente.  Os  deseo  mas  bien  este  por- 
venir, á  pesar  de  los  peligros  que  encierra...  ó  mas 
bien  á  causa  del  mismo  peligro ,  porque  de  este 
modo  utilizaríais  vuestro  valor  natural,  y  porque  á 
pesar  de  haber  expiado  ya  y  casi  lavado  la  mancha 
de  un  gran  crimen,  acaso  necesitáis  aun  cierta  reha- 
bilitación ,  la  cual  será  mas  noble,  mas  completa  y 
heroica  en  medio  de  los  peligros  de  un  país  indó- 
mito ,  que  en  la  paz  inalterable  de  una  pequeña 
población.  Si  antes  no  os  he  hecho  esta  proposición, 
ha  sido  por  creer  que  la  otra  os  satisfaría ;  y  ade- 
mas me  parecía  demasiado  aventurada  para  hacé- 
rosla desde  luego,  sin  brindar  anles  con  otra  vues- 
tra elección...  Podéis  escoger  lo  que  mas  os  agrade... 
sí  no  os  gusta  el  establecimiento  de  Argelia  de- 
cídmelo francamente ,  y  buscaremos  otra  cosa... 
Sí  os  gusta,  mañana  mismo  se  firmará  la  cesión 
y  partiréis  para  Argel  con  una  persona  encarga 
da  de  daros  posesión  de  los  bienes  á  nombre  del 
propietario.  Las  tierras  producen  tres  mil  francos  en 
arriendo,  y  á  vuestra  llegada  cobrareis  dos  años 
de  renta  vencida.  Trabajad  y  mejorad  vuestras 
tierras  sed  activo  y  vigilante,  y  labrareis  fácil- 


LA  PARTIDA.  207 

mente  vuestro  bienestar  y  el  de  vuestros  colonos, 
con  quienes  no  dudo  seréis  siempre  caritativo  y  bon- 
dadoso No  os  olvidéis  que  el  ser  rico...  es  tener  mucho 
que  dar.,.  Aunque  lejos  de  vos,  Churiador  no  os 
perderé  nunca  de  vista,  ni  me  olvidaré  jamás  de 
que  yo  y  mi  mejor  amigo  os  debemos  la  vida-  La 
única  prueba  de  afecto  y  gratitud  que  os  pido  es  el 
que  aprendais[cuanto  antes  á  leer  y  escribir,  á  fin  de 
que  podáis  explicarme  directamente  y  una  vez  ca- 
da semana  la  vida  que  hacéis,  y  me  pidáis  consejo 
y  apoyo  si  llegareis  á  necesitarlos. 

Inútil  seria  pintar  los  arrebatos  de  ingenua  ale- 
gria  á  que  se  entregó  el  Churiador.  El  lector  cono- 
ce bastante  su  carácter  é  inclinación  para  concebir 
que  ninguna  proposición  podia  serle  mas  grata. 

En  efecto  al  día  siguiente  el  Churiador  se  puso  en 
camino  para  Argel. 


capítulo  XXI. 


INDAGACIONES. 


La  casa  que  tenia  Rodolfo  en  la  calle  de  las  viu- 
das no  era  lugar  de  su  residencia  ordinaria,  pues 
habitaba  uno  de  los  mayores  edificios  del  barrio 
de  San  Germán,  situado  al  extremo  de  la  calle  de 
Plumet  Y  del  baluarte  de  los  inválidos. 

Habia  guardado  el  incógnito  desde  su  llegada  á 
fin  de  evitar  los  honores  debidos  á  su  rango  de 
principe  soberano,  y  su  encargado  de  negocios  cer- 
ca la  corte  de  Francia  hatia  anunciado  que  su  se- 
ñor baria  las  visitas  indispensables  sociales  bajo  el 
nombre  y  titilo  de  conde  de  Durem.  A  favor  de  es- 
ta costumbre ,  frecuente  en  las  cortes  del  Norte, 
un  principe  puede  viajar  con  toda  libertad  y  sin 
la  enfadosa  etiqueta  de  los  palacios.  Rodolfo,  ape- 
sar  de  su  trasparente  incógnito  tenia  una  casa  pues- 
ta cual  convenia  á  su  persona.  Introduciremos  al 
lector  3n  su  habitación  de  la  calle  de  Plumet  el 
dia  siguiente  á  la  salida  del  Churiador  para  Ar- 
gelia. 

Eran  las  diez  de  la  mañana. 

En  medio  de  un  gran  salón  del  piso  bajo,  que  pre- 
cedía al  gabinete  en  que  trabajaba  Rodolfo,  se  ha- 
llaba Murph  sentado  en  una  mesa  y  cerrando  varios 
pliegos. 

Un  ugier  vestido  de  negro  y  con  una  cadena  de 
plata  al  cuello,  abrió  las  dos  hojas  de  la  puerta  y 
dijo  : 


of  kSvtvVOu    de    hxcLiivv 


LA  PAKTIDA.  209 

—  ¡  Su  excelencia  el  señor  barón  de  Graün  I 
Murph  ,  sin  dejar  su  ocupación  j  saludó  al  barón 

con  un  gesto  cordial  y  familiar. 

—  Señor  encargado  de  negocios... — dijo  sonrien- 
do —  soy  con  vos  en  un  momento :  ¿  queréis  ca- 
lentaros?—  Señor  secretario  íntimo  de  S.  A.  R., 
esperaré  vuestra  orden  —  respondió  en  tono  alegre 
el  barón  de  Graün  haciendo  i^ia  profunda  reveren- 
cia al  digno  caballero. 

Tenia  el  barón  unos  cincuenta  años  de  edad ,  y 
su  pelo  era  canoso,  raro  y  algo  rizado.  Una  corba- 
ta de  muselina  blanca  muy  almidonada  cubria  la 
mitad  de  su  barba  algo  saliente.  Su  figura  y  su 
porte  eran  distinguidos,  su  fisonomía  llena  de  suti- 
leza ,  y  su  mirada  al  través  de  unos  anteojos  de  oro, 
era  penetrante  y  maligna.  Iba  vestido  de  negro, 
aunque  no  eran  mas  que  las  diez  de  la  mañana, 
porque  así  lo  exigia  la  etiqueta ,  y  en  el  ojal  del 
vestido  llevaba  atada  una  cinta  de  diversos  colores 
vivos  Puso  el  sombrero  sobre  una  silla  y  se  acercó 
á  la  chimenea  mientras  que  Murph  continuaba  su 
despacho. 

—  S.  A.  R.  ha  velado  sin  duda  lodat  la  noche,  mi 
querido  Murph,  según  el  bulto  de  vuestra  corres- 
pondencia. —  Monseñor  se  acostó  á  las  seis  de  la 
mañana.  Ha  escrito  entre  otras  varias  una  carta  de 
ocho  páginas  al  gran  mariscal ,  y  me  ha  dictado 
otra  de  igual  tamaño  para  el  regente  del  consejo 
supremo ,  el  príncipe  de  Herkausen-Oldenzaal, 
primo  de  S.  A.  R.  —  ¿  Sabéis  que  su  hijo  el  prínci- 
pe Enrique ,  ha  entrado  de  teniente  de  guardias 
al  servicio  de  S.  M.  el  emperador  de  Austria?  — 
Sí;  monseñor  lo  habia  recomendado  particularmen- 
te v  como  pariente  suyo:  es  un  muchacho  valiente 
y  de  altas  prendas  ;  tiene  la  cara  de  un  ángel  y  un 
corazón  de  oro.  —  La  verdad   sea   dicha ,  amigo 


210  LOS  MISTERIOS  DE  PARIS. 

Murph ,  pero  si  el  joven  príncipe  Enrique  tuviese 
entrada  en  la  abadía  granducal  de  Santa  Hermene- 
gunda,  donde  es  abadesa  su  lia...  las  pobres  mon- 
das... —  Vamos...  barón...  vamos...  —  Ya  veis...  los 
aires  de  Paris ,  y...  Pero  hablando  seriamente... 
¿  tendré  que  aguardar  á  que  se  levante  S.  A.  R. 
para  comunicarle  los  asuntos  que  traigo?  —  Tso, 
querido  barón...  Mon^ñor  ha  ordenado  que  no  lo 
dispertasen  antes  de  las  dos  ó  las  tres  de  la  tarde,  y 
desea  que  esta  misma  mañana  enviéis  por  un  cor- 
reo especial  estos  despachos  sin  aguardar  basta  el 
lunes...  Me  comunicareis  las  noticias  que  habéis  ad- 
quirido ,  y  daré  cuenta  de  todo  á  monseñor  luego 
que  haya  dispertado...  tal  es  su  orden...  —  ¡Muy 
bien  !  Espero  que  S.  A.  R.  quedará  satisfecho  con 
las  nuevas  que  le  traigo...  Pero  yo  espero  ,  amigo 
Murph,  que  la  salida  de  este  correo  extraordinario 
no  será  de  mal  agüero  ..  Los  últimos  pliegos  que  he 
tenido  el  honor  de  transmitir  á  S.  A.  R...  —  Anun- 
ciaban que  todo  iba  bien  por  allá ;  y  esta  es  preci- 
samente la  razón  por  que  monseñor  desea  que  des- 
pachéis hoy  mismo  estos  pliegos,  queriendo  expre- 
sar cuanto  antes  su  satisfacción  al  príncipe  de  Her- 
kausen-Oldenzaal ,  gi'fe  del  consejo  supremo.  — 
Eso  es  muy  conforme  con  el  carácter  de  S.  A.  R. ; 
si  se  tratase  de  una  reprimenda  ,  no  se  daria  tanta 
prisa.  —  ¿Y  no  hay  algo  de  nuevo  por  aquí,  que- 
rido barón?  ¿No  se  ha  descubierto  algo  ?...  Nuestras 
aventuras  misteriosas...  —  Son  completamente  ig- 
noradas. Como  desde  la  llegada  de  monseñor  á  Pa- 
ris no  hay  costumbre  de  verlo  mas  que  en  casa  del 
reducido  número  de  personas  á  quienes  se  ha  hecho 
presentar,  se  cree  que  le  gusta  vivir  retirado  y  que 
hace  frecuentes  excursiones  por  las  cercanías  de  Pa- 
ris. Asi  es  que,  á  excepción  de  la  condesa  Sara h 
Mac-Gregor  y  su  hermano ,  nadie  tiene  noticia  de 


INDAaAOIONES.  211 

los  disfraces  de  S.  A.  R. ;  y  ni  la  condesa  ni  su  her- 
mano tienen  interés  en  descubrir  el  secreto.  —  ¡  Ah, 
querido  barón/  dijo  Murph  suspirando  —  ¡  qué  des- 
gracia que  esa  maldita  condesa  se  halle  ahora  viu- 
da! —  ¿  No  se  habla  casado  en  1827  ó  en  1828  ?— 
En  1827  ,  poco  tiempo  después  de  la  muerte  de 
esa  desgraciada  niña  que  tendria  ahora  diez  y  seis 
ó  diez  y  siete  años,  y  cuya  memoria  llena  aun  hoy 
de  amargura  á  monseñor. 

Ese  dolor  es  tanto  mas  natural  porque  S.  A.  R. 
no  ha  tenido  hijos  de  su  matrimonio. 

—  Así  es,  querido  barón,  que  el  interés  que  mon- 
señor manifiesta  por  esa  pobre  Guillabaora  ,  nace 
de  que  la  hija  que  ha  perdido  tendria  ahora  la  mis- 
ma edad  que  esa  infeliz  criatura.  — Es  ciertamente 
una  casualidad  fatal  el  que  la  condesa  Sarah  se  ha- 
lle libre  á  los  diez  y  ocho  meses  cabales  de  haber 
perdido  S.  A.  R.  el  modelo  de  las  esposas,  después 
de  algunos  años  de  matrimonio.  La  condesa  se  cree 
sin  duda  favorecida  por  la  suerte  con  esta  coinci- 
dencia...—  Y  su  esperanza  insensata  es  hoy  mas 
ardiente  que  nunca...  aunque  sabe  que  monseñor 
la  mira  con  la  aversión  mas  profunda  y  merecida. 
¿  No  ha  causado  ella  la  muerte  de  su  hija  con  su 
indiferencia  y  abandimo  ?  ¿  no  ha  sido  ella  la  cau- 
sa de...  ?  I  Ahí  barón  —  dijo  Murph  interrumpién- 
dose—  esa  es  una  muger  funesta...  /Dios  quiera 
que  no  nos  traiga  desgracias  mayores  '  —  Pero 
ahora  serian  absurdas  las  pretensiones  de  la  con- 
desa ,  porque  la  muerte  de  la  pobre  niña  de  que 
acabáis  de  hablar,  ha  roto  el  último  lazo  que  podia 
unir  á  monseñor  con  esa  muger:  está  sin  duda  loca 
si  persiste  en  alimentar  alguna  esperanza.  —  No 
hay  duda  ,  pero  es  una  loca  peligrosa  ..  Ya  sabéis 
que  su  hermano  se  deja  también  deslumbrar  por  la 
misma  esperanza  imaginaria,  aunque  ambos  tienen 


212  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

hoy  razones  tan  poderosas  para  abandonarla...  co- 
mo las  que  tenían  para  esperar...  hace  diez  y  ocho 
años. 

—  ¡  Ah !  cuántas  desgracias  ha  causado  también 
en  aquel  tiempo  el  infernal  Polidori  con  su  com- 
placencia criminal  I  —  Me  han  dicho  que  ese  mise- 
rable se  halla  aquí  hacií  uno  ó  dos  años,  sumido  sin 
duda  en  la  mayor  miseria  y  entregado  á  alguna  in- 
dustria tenebrosa. — ,Qué  ignominia!  ¡qué  caida  para 
un  hombre  de  tantosaberé  inteligencia/— Pero  tam- 
bién de  tan  abominable  perversidad!...  No  quiera 
el  cielo  que  vuelva  á  hallar  á  la  condesa,  porque 
ia  unión  de  esos  dos  espíritus  infernales  seria  muy 
peligrosa.  ¿  lero  traéis,  querido  barón,  esas  noti- 
cias ?  —  Aquí  están  —  dijo  el  barón  sacando  un  pa- 
pel del  bolsillo.  — Se  refieren  á  las  indagaciones 
hechas  sobre  esa  joven  llamada  la  Guilíabaora  , 
y  sobre  la  residencia  actual  de  Francisco  Germán, 
hijo  del  Maestro  de  Escuela.  —  ¿Queréis  leerme 
esos  apuntes,  querido  Gaün?  Conozco  la  intención 
de  monseñor...  y  veré  si  bastan  esas  indagaciones... 
¿Estáis  satisfecho  de  vuestro  agente? — Es  un  hom- 
bre precioso,  lleno  de  inteligencia,  de  sutileza  y 
de  discreción....  tanto  que  á  veces  tengo  de  mo- 
derar su  celo...  Porque  ya  sabéis  que  S.  A.  K.  quie- 
re dar  por  sí  mismo  algunos  pasos.  —  ¿Ignora  la 
parte  que  toma  monseñor  en  todo  esto?  —  Abso- 
lutamente... Mi  situación  diplomática  me  sirve  de 
excelente  pretcsto  para  las  indagaciones  .jue  le  he 
encargado.  El  señor  Badinot  (que  asi  se  llama  nues- 
tro agente)  tiene  mucho  trato  de  gentes  y  relacio- 
nes manifiestas  y  ocultas  con  casi  todas  las  clases 
de  la  sociedad.  Obligado  á  vender  su  oficio  de  pro- 
curador que  ejerció  en  otro  tiempo ,  á  causa  de 
graves  abusos  de  confianza,  ha  conservado  sin  em- 
bargo noticias  iiiuy  exactas  sobre  la  fortuna  y  si- 


INDAGACIONES.  213' 

tuacion  de  sus  antiguos  clientes  :  sabe  varios  secre- 
tos y  se  alaba  con  descaro  de  haber  traficado  con 
ellos.  Enriquecido  y  arruinado  dos  ó  tres  veces  , 
demasiado  conocido  para  que  pueda  emprender  nue- 
vas especulaciones,  y  reducido  á  ir  saliendo  del  dia 
con  una  multitud  de  ehpedientes  mas  ó  menos  ilí- 
citos, es  una  especie  de  Fígaro  digno  de  ser  oido 
por  lo  curioso  y  entretenido  de  su  modo  de  discur- 
rir. Por  el  interés  se  entrega  en  cuerpo  y  alma  al 
que  le  paga  ,  y  no  tiene  motivo  alguno  para  enga- 
ñarnos. Además,  yo  hago  que  le  observen  muy  de 
cerca  y  sin  que  él  lo  sepa.  —  Las  noticias  que  nos 
ha  dado  eran  sin  duda  muy  exactas.  —  No  deja  de 
haber  probidad  en  su  conduela,  y  os  aseguro,  que- 
rido Murph,que  el  señor  Badinot  es  el  tipo  muy 
original  de  uno  de  esos  seres  misteriosos  que  solo  se 
encuentran  en  París  :  divertiría  sobre  manera  á 
S.  A.  R.  si  no  fuese  indispensable  que  no  tuviese  la 
menor  relación  directa  con  él.  —  Podríamos  au- 
mentarla paga  del  señor  Badinot.  ¿Creéis  necesa- 
ria esta  gratificación? — Quinientos  francos  men- 
suales y  los  gastos  eventuales,  que  suben  casi  á  otro 
tanto,  me  parecen  suficientes:  por  ahora  pare- 
ce estar  muy  contento...  veremos  mas  adelante. — 
¿Y  no  se  avergüenza  del  oficio  que  desempeña?  — 
¿  Quién  ,  él  ?  al  contrario  ,  lo  tiene  á  mucha  honra: 
cuando  viene  á  darme  cuenta  de  sus  pasos  toma  un 
aire  de  importancia.  .  que  no  me  atrevo  á  llamar 
diplomático,  porque...  El  truhán  finge  creer  que  lo 
que  trae  entre  manos  son  asuntos  de  estado,  y  se 
maravilla  du  las  relaciones  ocultas  que  pueden  exis- 
tir entre  los  intereses  mas  leves  en  apariencia  y  el 
destino  de  los  imperios.  Su  desvergüenza  llega  á  un 
grado  tal  que  á  veces  me  dice  con  nucba  solem- 
nidad: «  ¡Qué  infinidad  de  complicaciones  ignora- 
das del  vulgo  hay  en  el  gobierno  de  un  Estado ! 


21 'i-  los  misterios  de  parís. 

¿  Quién  diría  que  las  notas  que  os  entrego  señor  ba- 
rón ,  tienen  sin  duda  una  parte  activa  en  los  nego- 
cios de  Europa  ?  »  —  Sí ,  los  viles  procuran  siem- 
pre cubrir  con  ilusiones  su  bajeza  :  esta  verdad  es 
muy  lisonjera  para  el  hombre  honrado.  ¿Pero  las 
notas  ,  querido  barón  ?  —  Aquí  están  ,  redactadas 
casi  enteramente  según  la  relación  del  señor  Ba- 
dinot.  —  Ya  os  escucho. 

El  barón  de  Gaiin  leyó  el  siguiente 

Apunte  relativo  á  Flor  de  María. 

«  A  principios  del  año  1827  ,  un  hombre  llama- 
do Pedro  Turnemine  ,  que  se  halla  actualmente  en 
el  presidio  de  Rochefort  por  falsario ,  propuso  á 
una  tal  Gervasia  ,  llamada  por  otro  nombre  la  Le- 
chuza ,  el  que  tomase  para  siempre  á  su  cargo  una 
niña  de  cinco  ó  seis  años,  mediante  la  suma  de 
1,000  francos  por  una  vez  y  no  mas. 

«  Cerrado  este  convenio  ,  permaneció  la  niña  en 
poder  de  la  referida  mujer  por  espacio  de  dos  años 
al  fin  de  los  cuales  desapareció  para  librarse  del 
mal  trato  que  aquella  le  daba.  Hacia  muchos  años 
que  la  Lechuza  no  habia  tenido  noticia  de  ella  ,  y 
hará  como  unas  seis  semanas  que  volvió  á  encon- 
trarla en  una  taberna  de  la  Cité.  La  niña,  que  es  ya 
una  hermosa  joven  ,  se  llama  ahora  la  Gcidlahaora. 

«  Pocos  dias  antes  de  este  encuentro  ,  Turnemi- 
ne ,  á  quien  habia  conocido  en  presidio  el  Maestro 
de  Escuela  ,  escribió  una  carta  á  Brazo  Rojo  (  cor- 
responsal misterioso  de  los  presidarios  que  cumplen 
ó  han  cumplido  su  condena  )  dándole  muchos  por- 
menores acerca  de  la  niña  que  en  otro  tiempo  ha- 
bia confiado  á  la  referida  Gervasia,  llamada /a  Le- 
chuza. 

«  Resulta  de  esta  carta  y  de  las  declaraciones  de 


INDAGA  CIOES.  215 

la  Lechuza ,  que  en  1827  una  mujer  llamada  Se- 
rafina ,  ama  de  gobierno  de  un  notario  llamado 
Jaime  Ferran  ,  habia  encargado  á  Turnemine  le 
buscase  una  mujer  que  por  la  suma  de  1,000  fran- 
cos se  encargase  de  la  sobredicha  niña  de  cinco  ó 
seis  años ,  á  la  cual  se  quería  abandonar  para 
siempre  ,  como  queda  referido. 

«  La  Lechuza  aceptó  la  proposición. 

«  El  objeto  de  Turnemine  al  dirigir  estos  por- 
menores á  Brazo  Rojo ,  ha  sido  el  facilitarle  un 
medio  para  exigir  de  la  señora  Serafina  la  tercera 
parte  de  dicha  suma  ,  amenazándola  con  publicar 
esta  aventura  olvidada  ya  con  el  trascurso  del  tiem- 
po. Turnemine  aseguraba  que  la  Serafina  no  habia 
hecho  mas  que  servir  de  instrumento  á  personajes 
desconocidos. 

«  Brazo  Rojo  confió  esta  carta  á  la  Lechuza  ,  que 
hace  algún  tiempo  se  asoció  á  los  crímenes  del 
Maestro  de  Escuela;  y  por  ella  se  ve  el  motivo  por 
que  esta  noticia  se  hallaba  en  poder  del  bandido, 
cuando  al  encontrar  á  la  Guillabaora  en  la  taberna 
del  Conejo  Blanco  la  dijo  la  Lechuza  para  mortifi- 
carla :  Sé  quienes  son  tus  padres ,  pero  tú  nunca  lo 
sabrás. 

«  Según  esto,  lo  que  debia  averiguarse  era  si  la 
carta  de  Turnemine  decia  la  verdad. 

—  Se  han  hecho  algunas  diligencias  indagatorias 
con  la  señora  Serafina  y  con  el  notario  Jaime  Fer- 
ran ,  pues  ambos  existen.  El  notario  vive  en  la 
calle  de  Sentier  ,  número  14  ,  y  es  tenido  por  hom- 
bre austero  y  piadoso  (  a  lo  menos  frecuenta  mu- 
cho las  iglesias)  ,  observa  en  la  práctica  de  los  ne- 
gocios una  regularidad  excesiva,  que  algunos  tienen 
por  demasiado  rígida,  su  despacho  es  excelente, 
vive  con  una  parsimonia  que  raya  en  avaricia  ,  y  la 
señora  Serafina  es  aun  su  ama  de  gobierno.  Jaime 
r  I.  15 


216  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Ferran  ,  que  era  antes  muy  pobre  ,  ha  comprado 
su  notaría  en  350,000  francos ,  habiéndole  sumi- 
nistrado una  parte  de  esta  suma  Mr.  Carlos  Ro- 
bert,  oficial  superior  de  la  guardia  nacional  de  Pa- 
ris,  joven  de  muy  buena  figura,  muy  elegante  y 
muy  de  moda  en  la  sociedad  de  cierta  clase.  Al- 
gunos quieren  decir  que  por  efecto  de  algunas  es- 
peculaciones de  bolsa  hechas  de  concierto  con  Mr. 
Carlos  Robert ,  se  halla  hoy  el  notario  en  la  posi- 
bilidad de  redimir  el  préstamo  ;  pero  es  tal  la  repu- 
tación de  Jaime  Ferran  que  todos  miran  estos  ru- 
mores como  horribles  calumnias.  Parece  pues  que 
la  Serafina ,  ama  de  gobierno  de  este  santo  hombre, 
podrá  suministrarnos  noticias  preciosas  sobre  el 
nacimiento  de  la  Guillabaora. 

—  Muy  bien  querido  barón  —  dijo  Murph  :  — 
hay  visos  de  realidad  en  la  declaración  de  ese  Tur- 
nemine.  Quizá  sabremos  por  la  casa  del  notario  quie- 
nes son  los  padres  de  esta  desgraciada  niña.  ¿Ha- 
béis adquirido  tan  buenas  noticias  «cerca  del  hijo 
del  Maestro  de  Escuela?  —  Aunque  menos  ciertas 
no  son  acaso  de  menor  importancia.  —  /Vuestro 
Badinot  es  un  tesoro!  —  Ya  veis  que  Brazo  Rojo 
es  quien  posee  la  clave  de  todo  el  secreto.  Badinot 
que  tiene  algunas  relaciones  con  la  policía  nos  lo 
habia  indicado  ya  como  ájente  de  varios  presidarios 
cuando  monseñor  ha  hecho  las  primeras  gestiones 
para  hablar  con  el  hijo  de  la  señora  Adela  Duresnel, 
desgraciada  espoj;a  de  ese  monstruo,  el  Maestro  de 
Escuela.  — Sin  duda  :  yendo  á  buscar  á  Brazo  Rojo 
á  su  zahúrda  de  la  Cité,  calle  de  Feves  núm.  13, 
fué  cuando  monseñor  halló  al  Churiador  y  á  la 
Guillabaora.  S.  A.  R.  quiso  aprovechar  aquella  oca- 
sión para  ver  con  sus  ojos  aquellos  sitios  inmun- 
dos,  esperando  hallar  aigun  desgraciado  para  sa- 
carlo de  la  miseria...  ?so   le  engañó  su  presenil- 


INDAGACIONES  2Í7 

miento;  ¡pero  á  costa  de  cuantos  peligros!  —  De 
los  cuales  habéis  participado  valerosamente,  mi 
querido  Murph...  para  eso  soy  el  carbonero  parti- 
cular de  S.  A.  R.  —  repuso  Murph  sonriendo. — 
Decid  mas  bien,  mi  digno  amigo,  el  intrépido  cus- 
todio de  su  persona:  pero  es  por  demás  hablar  de 
vuestro  valor  y  lealtad.  Voy  á  continuar  mi  rela- 
ción... Hé  aquí  la  nota  concerniente  á  Francisco 
Germán,  hijo  de  la  señora  Adela  y  del  Maestro 
de  Escuela,  llamado  por  otro  nombre  Duresnel. 

«Hará  como  unos  18  meses  que  ha  llegado  á 
Paris  un  joven  llamado  Francisco  Germán ,  proce- 
dente de  Nantes,  en  donde  ha  sido  dependiente  de 
los  banqueros  Noel  y  compañia. 

« Resulta  de  las  confesiones  del  Maestro  de  Es- 
cuela y  de  las  cartas  que  se  hallaron  en  su  poder, 
que  el  malvado  á  quien  había  confiado  su  hijo  para 
que  le  pervirtiese  á  fin  de  que  les  fuese  útil  un  dia 
en  sus  tramas  criminales ,  descubrió  al  joven  el 
horrible  proyecto,  con  intento  de  que  favoreciese 
el  meditado  plan  de  robo  y  falsificación  que  se  que- 
ria  hacer  en  perjuicio  de  la  casa  de  Noel  y  com- 
pañía ,  en  donde  estaba  empleado  Francisco  Ger- 
mán. 

«Este  desechó  indignado  semejante  proposición  ; 
mas  no  queriendo  denunciar  ^1  hombre  que  le  ha- 
bia  criado,  escribió  á  su  principal  una  carta  anóni- 
ma instruyéndole  de  la  trama  que  se  preparaba,  y 
salló  ocultamente  de  Nantes  para  huir  de  los  que 
habían  querido  hacerle  instrumento  y  cómplice  de 
sus  crímenes. 

«  Luego  que  estos  miserables  tuvieron  noticia  de 
la  huida  de  Germán,  vinieron  á  París,  se  aboca- 
ron con  Brazo-Rojo  y  se  dieron  á  perseguir  al  hijo 
del  Maestro  de  Escuela  ,  sin  duda  con  siniestras  in- 
tenciones,  porque  el  joven  conocía  todos  sus  planes. 


218  LOS  >l»STERIOS   DE    PARÍS. 

Al  cabo  de  largas  indagaciones  descubrieron  por 
último  sn  morada  ;  pero  de  nada  les  sirvió  ,  por- 
que habiendo  encontrado  Germán  algunos  dias  an- 
tes al  que  habia  querido  seducirle  ,  adivinó  el  mo- 
tivo que  podia  traerle  á  Paris  j  cambió  inmediata- 
mente de  domicilio.  El  hijo  del  Maestro  de  Escue- 
la consiguió  salvarse  otra  vez  de  sus  persegui- 
dores. 

«  Sin  embargo,  hace  unas  seis  semanas  que  des- 
cubrieron su  morada  en  la  calle  del  Templo,  nú- 
mero 17,  y  al  entrar  en  su  casa  hubo  de  ser  vícti- 
ma de  una  celada  :  (  el  Maestro  de  Escuela  habia 
ocultado  esta  circunstancia  á  monseñor). 

« Germán  adivinó  de  donde  venia  el  golpe ,  se 
mudó  de  la  calle  del  Templo,  y' otra  vez  se  ignora 
su  residencia.  Este  es  el  estado  en  que  se  hallaban 
las  indagaciones  cuando  el  Maestro  de  Escuela  fué 
castigado  por  sus  crímenes. 

«  Por  orden  de  monseñor  volvieron  á  empezarse, 
y  hé  aquí  el  resultado  : 

((Francisco  Germán  habitó  por  espacio  de  cerca 
de  tres  meses  la  casa  número  17  en  la  calle  del 
Templo;  casa  muy  estraña  por  las  costumbres  y  el 
género  de  industria  de  las  personas  que  la  habitan, 
de  quienes  era  muy  estimado  Germán  por  su  ca- 
rácter alegre,  servicial  y  franco.  Aunque  sus  recur- 
sos eran  al  parecer  muy  estrechos,  prodigaba  el 
mas  tierno  cuidado  á  una  familia  indigente  que  vi- 
vía en  las  buardillas  de  la  casa.  En  vano  se  ha  pro- 
curado averiguar  en  la  calle  del  Templo  la  nueva 
morada  de  Francisco  Germán  y  la  profesión  que 
ejerce;  aunque  se  cree  que  debe  estar  empleado  en 
alguna  casa  de  comercio,  porque  siempre  salia  por 
la  mañana  y  no  volvía  á  entrar  hasta  las  diez  de  la 
noche.  La  única  persona  que  debe  saber  á  punto  íi- 
10  en  donde  vive  actualmente  Francisco  Germán, 


INDAGACIONES.  219 

es  una  costúrenla  muy  linda  llamada  Alegría,  que 
vive  en  un  cuarto  inmediato  al  que  ocupaba  Ger- 
mán. Este  cuarto  se  halla  desalquilado  desde  que 
el  joven  ha  desaparecido,  y  solo  con  pretesto  de 
alquilarlo  se  han  podido  hacer  las  averiguaciones 
sucesivas.... 

— ¿Decís  que  se  llama  Alegría  esa  chica?  — pre- 
guntó de  repente  Murph ,  que  estaba  como  distrai- 
do  hacia  algunos  momentos.  —  ¡  Alegría  !  yo  conoz- 
co ese  nombre.  — ¡Cómo  I  jque  decis,  señor  Gual- 
terio Murph  !  —  repuso  el  barón  sonriendo —  ¿es 
posible  que  conozcáis  así  á  las  costureritas  de  Pa- 
rís?... á  la  señorita  Alegría...  vos  que  sois  un  pa- 
dre de  familia  tan  respetable...  tan...  /Yaya,  ape- 
nas doy  crédito  á  mis  oidos!...  — Amigo  mió,  S.  A. 
me  ha  puesto  tantas  veces  en  el  caso  de  trabar  co- 
nocimiento con  gentes  de  esa  clase,  que  á  la  ver- 
dad no  tenéis  derecho  para  espantaros.  Pero  ya 
caigo...  Sí...  me  acuerdo  perfectamente :  monseñor, 
al  referirme  la  historia  de  la  Guillabaora,  no  ha 
podido  menos  de  reírse  con  el  nombre  singular  de 
esa  Alegría:  si  mal  no  me  acuerdo  es  una  amiga 
que  tuvo  pji  la  prisión  Flor  de  María.  —  ¡  Acabá- 
ramos/... pues  bien,  ahora  la  señorita  Alegría  pue- 
de sernos  útilísima.  Voy  a  concluir  mi  relación: 
«  Quizá  seria  conveniente  alquilar  el  cuarto  refe- 
rido de  la  casa  de  la  calle  del  Templo.  Aunque  no 
faabia  orden  para  llevar  mas  adelante  las  averigua- 
ciones, por  algunas  palabras  que  se  escaparon  á  la 
portera,  debemos  esperar  que  no  solo  se  podrán 
obtener  en  la  casa  noticias  seguras  del  hijo  del 
Maestro  de  Escuela  por  medio  de  la  señorita  Ale- 
gría, sino  que  monseñor  hallará  también  ocasión 
para  observar  de  cerca  unas  costumbres,  un  modo 
de  vivir  y  un  género  de  miseria  de  que  no  tiene 
acaso  la  menor  idea. » 


220  LOS  3IISTER10S  DE  PARÍS, 

—  Ya  veis  ,  amigo  mió,  — dijo  el  barón  de  Gratín 
al  acabar  la  lectura  de  su  informe,  el  cual  entregó 
á  Murph  —  que  según  estas  noticias  debemos  bus- 
car la  pista  de  los  padres  de  la  Guillabaora  en  ca- 
sa del  notario  Jaime  Ferran,  y  que  á  la  señorita 
Alegría  es  á  quien  debemos  preguntar  en  dónde  vi- 
ve ahora  Francisco  Germán.  Me  parece  que  hemos 
adelantado  mucho  con  saber  buscar  lo  que  busca- 
mos. — TS^o  hay  duda ,  barón ;  y  estoy  seguro  de  que 
en  esa  casa  de  que  habéis  hablado,  hallará  monse- 
ñor un  vasto  campo  para  sus  observaciones.  ¿Os 
habéis  informado  también  de  lo  perteneciente  al 
marqués  de  Harville? — Sí;  y  á  lo  menos  en  la  cues- 
tión de  dinero  resulta  que  los  temores  de  S.  A.  R. 
no  son  fundados.  Badinot  asegura ,  y  yo  le  creo  bien 
informado,  que  los  bienes  del  marqués  no  se  ha- 
llaron nunca  en  mejor  estado. — Después  de  haber 
indagado  en  vano  la  causa  del  profundo  pesar  que 
mina  la  existencia  del  marqués,  monseñor  habia 
creido  que  quizá  se  hallaria  falto  de  dinero ;  en  cu- 
yo caso  le  hubiera  socorrido  con  la  misteriosa  deli- 
cadeza que  conocéis...  Pero  ya  que  han  salido  erra- 
das sus  conjeturas  ,  preciso  será  que  renancie  á  se- 
guir el  hilo  de  ese  enigma  ,  con  tanto  mayor  dolor 
de  su  parte  porque  quiere  entreñablemente  al  mar- 
qués de  Harville. — Es  muy  natural,  porque  S.  A.  R. 
no  ha  olvidado  nunca  lo  que  debió  su  padre  al  pa- 
dre del  marqués.  Ya  sabéis,  querido  Murph,  que 
en  1815,  cuando  tuvo  lugar  la  reorganización  de 
los  Estados  de  la  Confederación  Germánica,  el  pa- 
dre de  S.  A.  R.  estuvo  á  punto  de  ser  eliminado  á 
causa  de  su  conocida  adhesión  á  Napoleón.  El  di- 
funto marqués  de  Harville  prestó  entonces  grandes 
servicios  al  padre  de  S.  A.,  valido  de  la  amistad  que 
le  dispensaba  el  emperador  Alejandro;  amistad 
contraída  durante  la  emigración  del  marqués  en 


INDAGACIONES.  221 

Rusia  ,  y  que  invocada  por  él  á  la  sazón  tuvo  una 
influencia  ilimitada  en  las  deliberaciones  del  con- 
greso en  que  se  debatieron  los  intereses  de  los  prín- 
cipes alemanes.  En  cuanto  á  la  amistad  de  monse- 
ñor con  el  joven  de  Harville  creo  que  ha  empezado 
en  1815,  época  en  que  eran  aun  muy  niños  los  dos, 
y  en  la  cual  estuvo  el  viejo  marqués  en  la  corte 
del  gran  duque  reinante  á  ía  sazón. 

—  Sí,  los  dos  conservan  agradables  recuerdos  de 
esa  época  dichosa  de  su  juventud.  Pero  monseñor 
profesa  ademas  un  profundo  reconocimiento  á  la 
memoria  del  hombre  cuya  amistad  ha  sido  tan  útil 
á  su  padre,  que  todos  los  que  pertenecen  á  la  fa- 
milia de  Harville  tienen  derecho  á  la  benevolencia 
de  S.  A.  Así  es  que  la  pobre  señora  Adela  debe  mas 
bien  á  su  parentesco  los  beneficios  de  que  la  colma 
monseñor  ,  que  á  su  infortunio  y  á  sus  virtudes. — 
i  Quién  I  ¿  la  señora  Adela  Georges?  ¿  la  mujer  de 
Duresnel  ?  ¡  del  presidario  llamado  el  Maestro  de 
Escuela  !  —  exclamó  el  barón.  —  Sí...  la  madre 
de  ese  Francisco  Germán  á  quien  buscamos,  y  á 
quien  espero  hallaremos.  —  ¿Es  parienta  de  Har- 
ville?—  Era  prima  de  su  madre  y  su  íntima  amiga. 
El  viejo  marqués  profesaba  á  ía  señora  Adela  la 
amistad  mas  afectuosa.  —  Pero  decidme ,  querido 
Murph ,  ¿cómo  ha  permitido  la  familia  de  Harvi- 
lle que  se  casase  con  ese  monstruo  de  Maestro  de 
Escuela?  —  Mr.  de  Lagny,  padre  de  esa  desgraciada 
é  intendente  del  Langüedoc  antes  de  la  revolución, 
era  dueño  de  pingües  haciendas  y  pudo  salvarse  de 
la  proscripción.  En  los  primeros  dias  de  tranquili- 
dad que  sucedieron  á  aquella  época  terrible  pen- 
só en  casar  á  su  hija  ,  y  habiéndola  pretendido  Du- 
resnel ,  que  era  rico ,  pertenecia  á  una  distinguida 
familia  parlamentaria  y  ocultaba  su  perversa  in- 
clinación   bajo  un  esterior  hipócrita ,   le  dio    la 


222  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

mano  de  la  señorita  Lagny.  Disimuló  por  algún 
tiempo  aquel  infame  los  vicios  que  le  dominaban  , 
pero  al  fin  todos  se  fueron  descubriendo  :  disipador, 
jugador  desenfrenado  y  entregado  á  una  continua 
embriaguez,  no  tardó  en  consumir  sus  propios  bie- 
nes y  los  de  su  mujer  en  los  vicios  mas  bajos  y 
detestables ,    y  hasta  fué   vendida  la    misma  ha- 
cienda á    que    se  habia  retirado  la  señora  Adela 
después  del  naufragio  de  casi  toda  su  fortuna.  En 
esta  época  fué  cuando  la  señora  Georges  se  reunió 
con  su  hijoá  la  marquesa  de  Harville,  á  quien  ama- 
ba como  una  hermana.  Duresnel ,  viéndose  arrui- 
nado, buscó  en  el  crimen  nuevos  medios  de  subsis- 
tencia ;  hízose  falsario,  ladrón  y  asesino;  fué  conde- 
nado á  presidio  por  vida,  consiguió  robar  su  hijoá  su 
mujer  y  lo  confió  á  otro  criminal  de  su  mismo  tem- 
ple. .  Lo  demás  ya  lo  sabéis.  Después  de  la  conde- 
nación de  su  marido:  la  señora  Adela  dejó  la  com- 
pañía de  la  marquesa  viuda  de  Harville,  y  sin  de- 
cir el  motivo  de  su  conducta,  vino  á  ocultar  su 
vergüenza  en  Paris ,  en  donde  se  vio  reducida  á 
la  mas  profunda  miseria.  Seria  demasiado  difuso 
el  deciros  las  circunstancias  que  han  hecho  co- 
nocer á  monseñor  la  desgracia  de  esa  mujer  ex- 
celente y  virtuosa  ,  y   los  lazos   que  la  unian  á 
la  familia  de  Harville;  pero  el   resultado  es  que 
la  socorrió  generosamente  y  la  hizo  salir  de  Pa- 
rís y  establecerse  en  la  quinta.de  Bouqueval ,  en 
donde  se  halla  ahora   con   la  Guillabaora.  Si  no 
ha  hallado  la  felicidad  en  aquel  sosegado  retiro, 
vive  á  lo  menos  tranquila  y  puede  distraer   sus 
penas   dirigiendo    los    quehaceres   del    estableci- 
miento... Monseñor  ha  ocultado  á  Harville  la  cir- 
cunstancia de  haber  rescatado  á  su  parienta  de  la 
miseria  mas  espantosa ,  así  para  no  ofender  á  la 
delicadeza  de  la  señora  Adela,  como  porque  no 


INDAGAClOMiS.  223 

le  gusta  hacer  alarde  de  sus  beneficios.  —  Ahora 
comprendo  el  doble  empeño  de  Monseñor  en  bus- 
car al  hijo  de  esa  desgraciada.  —  De  lodo  lo  di- 
cho podréis  deducir,  mi  querido  barón ,  el  afecto 
que  S.  A.  R.  profesa  á  toda  esa  familia,  y  cuan 
vivo  dolor  sentirá  al  ver  tan  triste  al  marques, 
siendo  así  que  tiene  motivos  para  vivir  contento  y 
feliz.  —  En  efecto,  ¿qué  le  falta  al  marques  de 
Harville?  Todo  lo  reúne;  nacimiento,  bienes  de  for- 
tuna, talento,  juventud;  su  mujer  es  encantadora 
y  tan  discreta  como  hermosa.  —  No  hay  duda;  y 
monseñor  no  ha  pensado  jamas  en  las  indagacio- 
nes de  que  acabamos  de  hablar  sino  después  de 
haber  intentado  en  vano  penetrar  la  causa  de  la 
negra  melancolía  del  marques;  pues  aun  que  este 
se  ha  mostrado  siempre  agradecido  á  la  benevo- 
lencia de  S.  A.  R. ,  guardó  invariablemente  la 
mayor  reserva  con  respecto  á  la  causa  de  su  tris- 
teza. ¿Estará  esta  causa  en  el  corazón?  —  Dicen 
que  está  muy  enamorado  de  su  esposa ;  pero  ella 
no  le  da  motivo  de  zelos.  La  encuentro  muchas 
veces  en  sociedad  y  siempre  rodeada  de  admira- 
dores, como  lo  están  todas  las  mujeres  amables 
y  hermosas  ,  pero  su  reputación  no  ha  sufrido  ja- 
mas el  menor  ataque  de  la  maledicencia.  —  Sí,  y 
el  marques  se  alaba  con  frecuencia  de  la  virtud 
de  su  mujer...  Solo  una  vez  ha  tenido  con  ella 
una  lijera  discusión  con  motivo  de  la  condesa 
Sarah  Mac  Gregor.  —  ¿Se  conocen  ?  —  Por  una 
desgraciada  casualidad ,  hace  diez  y  siete  ó  diez  y 
ocho  años  que  el  padre  del  marques  de  Harville 
ha  conocido  á  Sarah  Seyton  de  Halsbury  y  á  su 
hermano  Tomas ,  en  Paris ,  en  donde  se  hallaban 
protejidos  por  la  embajadora  de  Inglaterra.  Cuan- 
do los  dos  hermanos  pasaron  á  Alemania ,  el  viejo 
marques  les  dio  cartas  de  recomendación  para  el 


22i  LOS  MISTERIOS   DE  PARTS. 

padre  de  monseñor,  con  quien  seguía  una  corres- 
pondencia. /Ah,  querido  barón/  sin  esta  recomen- 
dación muchas  desventuras  se  hubieran  evitado, 
porque  monseñor  no  hubiera  conocido  á  esa  mu- 
jer. Finalmente,  habiendo  sabido  la  condesa  Sa- 
rah  cuando  vino  á  París  la  amistad  que  unia  á 
S.  A.  R.  con  el  marques,  se  introdujo  en  casa  de 
Har  ville  con  la  esperanza  de  encontraren  ella  á  mon- 
señor; porque  tiene  tanto  empeño  en  perseguirle  co- 
mo él  en  evitarla...  — ¡Solo  ella  podria  disfrazarse 
(le  hombre  para  seguir  á  S.  A.  R.  hasta  la  Cité! 
Solo  ella  es  capaz  de  una  idea  semejante. —  Espe- 
raba acaso  llamar  la  atención  de  monseñor  é  indu- 
cirle á  tener  con  ella  una  entrevista,  que  siempre 
la  ha  rehusado..,  Pero  volviendo  á  la  señora  de 
Harville,  su  marido,  á  quien  monseñor  habia  ha- 
blado de  Sarah  oportunamente,  la  ha  aconsejado 
que  viese  á  la  condesa  lo  menos  posible;  pero  se- 
ducida la  marquesa  por  la  adulación  hipócrita  de 
aquella  ha  opuesto  alguna  resistencia  al  consejo  de 
Harville.  Esto  dio  lugar  á  algunas  disensiones,  que 
no  pueden  ser  la  causa  del  abatimiento  de  ánimo 
que  se  observa  en  el  marques.  —  ¡  Qué  mujeres  hay 
en  mundo,  querido  Murph!  Siento  en  el  alma  que 
la  señora  de  Harville  tenga  con  esa  Sarah  la  me- 
nor relación...  La  joven  y  encantadora  marquesa  no 
podrá  menos  de  perder  con  el  trato  de  una  criatura 
tan  diabólica. 

—  A  propósito  de  criaturas  diabólicas  —  dijo 
Murph  —  aqui  tenéis  un  informe  relativo  á  GeciÜa 
la  indigna  esposa  de  David.  — Sea  dicho  entre  no- 
sotros ,  querido  Murph,  pero  esa  insolente  mestiza 
merecerla  el  terrible  castigo  que  su  marido,  nuestro 
buen  doctor  negro,  ha  dado  al  Maestro  de  Escuela  por 
urden  de  monseñor.  También  ella  ha  hecho  derra- 
mar sangre  y  su  conducta  es  abominable  y  espanto- 


INDAGACIONES.  223 

sa. —  ¡Y  sin  embargo  es  tan  bella,  tan  seductora! 
me  horroriza  el  ver  una  alma  tan  perversa  bajo  un 
csterior  tan  hermoso.  —  Cecilia  es  doblemente  odio- 
sa considerada  de  ese  modo  :  pero  yo  espero  que 
este  despacho  anulará  la  orden  dada  por  monseñor 
sobre  esa  mujer.  —  Al  contrario...  barón....  — 
¿Quiere  aun  Monseñor  que  se  facilite  la  huida  del 
castillo  donde  ha  sido  echada  por  toda  su  vida?  — 
Sí.  —  ¿Y  que  su  pretendido  raptor  la  traiga  á  Fran- 
cia... al  mismo  Paris?  — Sí,  y  mucho  mas  aun... 
por  este  pliego  se  ordena  que  se  apresure  la  evasión 
de  Cecilia  y  que  viaje  con  la  mayor  rapidez  posible, 
á  fin  de  que  llegue  aquí  dentro  de  quince dias. — Esa 
orden  me  confunde...  ¡  monseñor  ha  manifestado 
siempre  tal  horror  hacia  esa  mujer  ,  que!...  —  Y 
hoy  dia  la  mira  con  mas  horror  que  nunca,  si  es 
posible.  —  j  Y  sin  embargo  la  hace  venir  á  su  la- 
do !  Por  lo  demás  no  dejará  de  ser  fácil  como  creo 
S.  A.  R. ,  el  conseguir  la  extradición  de  Cecilia  si 
no  cumple  lo  que  de  ella  se  espera.  Se  manda  al 
hijo  del  alcaide  del  castillo  de  Gerolstein  que  robe 
esa  mujer  fingiéndose  enamorado,  y  se  le  facilitan 
todos  los  medios  para  llevar  á  cabo  este  proyecto... 
La  mestiza  se  aprovechará  desde  luego  la  ocasión  de 
huir,  seguirá  al  supuesto  raptor  y  se  vendrá  á  Pa- 
ris ;  pero  siempre  estará  sujeta  á  la  condenación; 
nunca  dejará  de  ser  una  criminal  que  ha  roto  su 
condena,  y  esto  puede  evitarse  si  S.  A.  R.  lo  lleva  á 
bien,  pues  cuento  con  medios  para  obtener  su  extra- 
dición.— Da  vid  quedó  petrificado  querido  barón  cuan- 
do supo  por  monseñor  la  próxima  llegada  de  Cecilia, 
y  exclamó:  «j  Espero  que  V.  A.  R.  no  me  obligará  á 
ver  á  ese  monstruo !  »  — « No  temáis  —  repuso  mon- 
señor —  no  volvereis  á  verla...  pero  la  necesito  pa 
ra  llevar  adelante  ciertos  proyectos.»  —  Esta  decla- 
ración libró  á  David  de  una  pesadilla ;  pero  estoy 


:2*26  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

seguro  que  le  atormentan  sin  pesar  dolorosos  re- 
cuerdos. —  ¡  Pobre  negro '...  es  capaz  de  amarla  to- 
davía. /Dicen  que  está  aun  tan  hermosa  I...  — Sí... 
demasiado  hermosa....  Seria  necesario  el  sutilísimo 
ojo  de  un  criollo  para  descubrir  la  sangre  mista  en 
lá  imperceptible  línea  acobrada  que  corona  las  uñas 
color  de  rosa  de  esa  linda  mestiza.  Nuestras  belda- 
des del  Norte  no  tienen  el  cutis  mas  blanco  y  puro, 
ni  un  color  mas  trasparente.  —  Me  hallaba  en  Fran- 
cia cuando  monseñor  trajo  consigo  de  América  á 
David  y  Cecilia,  y  sé  que  el  fiel  negro  profesa  desde 
entóncesá  S.  A.  R.  una  adhesión  y  un  reconocimien- 
to sin  límites  :  pero  jamas  he  podido  saber  por  que 
aventura  se  ha  consagrado  al  servicio  de  monseñor 
y  cómo  ha  venido  á  casarse  con  Cecilia  ,  á  quien 
he  visto  por  primera  vez  un  año  después  de  su  casa- 
miento :  ¡  y  Dios  sabe  el  escándalo  que  dio  ya  en- 
tonces !  —  Yo  puedo  informaros  de  lo  que  deseáis 
sabpr ,  querido  barón:  he  acompañado  monseñor  en 
su  viaje  á  América,  en  donde  ha  rescatado  á  David 
V  á  la  mestiza  de  la  situación  mas  espantosa.  — Os 
lo  agradeceré  ,  mi  querido  Murph :  empezad  ya  que 
os  escucho  —  dijo  el  barón. 


CAI'ITILO  XXII. 


HISTORIA   DE  DAVID  Y  DE  CECILIA. 


—  Mr.  Willis,  rico  hacendado  angloamericano 
de  la  Florida  —  dijo  Murph  —  descubrió  en  uno 
de  sus  esclavos  negros  llamado  David  ,  joven  desti- 
nado al  servicio  de  la  enfermería  de  su  posesión ,  un 
entendimiento  extraordinario  j  una  profunda  con- 
miseración hacia  los  enfermos  á  quienes  prestaba 
con  tierno  cuidado  el  socorro  que  prescribian  los 
médicos;  y  finalmente,  una  vocación  tan  decidida 
para  el  estudio  de  la  botánica  aplicada  á  la  medici- 
na, que,  sin  ningún  género  de  instrucción,  habia 
llegado  á  clasificar  una  especie  de  Flora  de  las  plan- 
tas de  la  hacienda  de  su  amo  y  de  las  cercanías.  La 
posesión  de  Mr.  Willis  estaba  situada  á  la  orilla  del 
mar  y  distaba  quince  ó  veinte  leguas  de  la  pobla- 
ción mas  inmediata;  y  como  los  médicos  del  país 
eran  harto  ignorantes  y  poco  exactos  en  el  desem- 
peño de  su  ministerio  á  causa  de  las  grandes  dis- 
tancias y  de  la  dificultad  de  las  comunicaciones, 
resolvió  remediar  este  grave  inconveniente  en  un 
país  sujeto  á  frecuentes  epidemias  ,  teniendo  siem- 
pre á  la  mano  un  facultativo  hííbil;  á  cuyo  fin  dis- 
puso que  David  viniese  á  Francia  para  estudiar  la 
medicina...  David  salió  para  Paris  lleno  de  gozo 
con  su  nueva  misión;  pagóle  su  señor  los  estudios, 
y  al  cabo  de  ocho  años  de  una  aplicación  prodigiosa, 
se  recibió  de  doctor  en  medicina  con  un  éxito  bri- 


228  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

liante,  y  regresó  á  América  en  donde  volvió  á  po- 
nerse á  disposición  de  su  amo.  —  Pero  David  debió 
haberse  considerado  libre  de  hecho  y  de  derecho 
desde  el  momento  que  pisó  el  territorio  de  Francia. 
—  Pero  es  tal  la  lealtad  de  ese  hombre,  que  ha- 
biendo ofrecido  á  su  amo  regresar,  prefirió  su  pa- 
labra á  su  libertad...  Ademas  no  consideraba  como 
suya  una  instrucción  adquirida  con  el  dinero  de  su 
señor;  y  ,  finalmente,  esperaba  poder  aliviar  física 
y  moraímente  el  padecer  de  sus  antiguos  compañe- 
ros de  esclavitud...  No  solo  se  propuso  ser  su  médi- 
co ,  sino  también  s'j  amparo  y  defensa  para  con  el 
amo  común.  —  En  efecto,  es  preciso  estar  dotado 
de  una  rara  probidad  y  de  un  santo  amor  á  sus  se- 
mejantes ,  para  volver  al  lado  de  su  dueño  después 
de  haber  residido  ocho  años  en  Paris...  en  medio  de 
la  juventud  mas  democrática  de  Europa...  —  Juz- 
í?ad  por  ese  hecho  de  su  carácter.  Llegó  pues  á  la 
Florida,  y  debemos  confesar  que  Mr.  Willis  lo  tra- 
tó con  bastante  consideración  ,  pues  David  comia  á 
su  misma  mesa  y  dormía  bajo  un  mismo  techo  :  por 
lo  demás  el  hacendado  era  un  hombre  estúpido, 
mal  intencionado,  sensual  y  despótico  como  lo  son 
algunos  criollos  ,  y  creyó  que  se  mostraba  bastante 
generoso  con  David  señalándole  600  francos  de  sa- 
lario. Al  cabo  de  algunos  meses  se  declaró  el  tifus 
en  la  hacienda ,  y  habiendo  sido  atacado  Mr.  AVi- 
llis  por  esta  enfermedad,  debió  su  inmediato  resta- 
blecimiento á  la  asistencia  de  David ,  y  de  treinta 
negros  gravemente  enfennos  solo  murieron  dos.  Por 
este  y  otros  servicios  subió  Mr.  AYillis  el  sueldo  de 
David  á  1200  francos,  con  lo  cual  se  tuvo  el  buen 
médico  por  el  hombre  mas  feliz  del  mundo.  Sus 
compañeros  le  miraban  como  -á  su  providencia  ;  y 
aunque  para  conseguir  de  su  amo  que  mejorase  algo 
la  situación  de  aquellos  infelices  tenia  que  vencer 


HISTORIA  DE  DAVID  Y  CECILIA.  229 

graves  dificultades  ,  esperaba  sin  embargo  aliviar 
su  suerte  en  lo  venidero:  entretanto  los  moraliza- 
ba, los  consolaba  y  los  exhortaba  á  la  resignación; 
les  decia  que  Dios  protege  lo  mismo  al  negro  que  al 
blanco  ,  y  les  hablaba  de  otro  mundo  en  donde  no 
hay  señores  y  esclavos,  sino  justos  y  pecadores; 
de  una  vida  eterna  ,  en  donde  las  víctimas  de  esta 
vida  fugaz  y  transitoria  eran  tan  felices  que  pedian 
gracia  para  sus  verdugos...  ¿Qué  mas  os  diré?...  A 
aquellos  desgraciados  ,  que ,  al  contrario  de  los  de- 
mas  hombres,  contaban  con  amarga  alegría  el  paso 
que  daban  cada  dia  hacia  el  sepulcro...  á  aquellos 
infelices  que  no  esperaban  mas  que  la  nada,  David 
hizo  esperar  una  libertad  eterna...  sus  cadenas  les 
parecieron  entonces  menos  pesadas  y  su  trabajo  mas 
leve  y  llevadero.  David  era  su  ídolo...  Un  año  se 
pasó  de  esta  manera.  Entre  las  esclavas  mas  her- 
mosas de  la  hacienda  se  distinguía  una  mestiza  de 
quince  años  llamada  Cecilia  ,  cuya  singular  belleza 
inspiró  á  Mr.  Willis  un  capricho  de  sultán;  y  por 
primera  vez  en  su  vida  fué  desairado  con  una  resis- 
tencia tenaz  é  inesperada.  Cecilia  amaba...  amaba 
á  David,  que  durante  la  última  epidemia  la  había 
asistido  con  un  desvelo  admirable :  un  amor  casto 
pagó  mas  adelante  la  deuda  del  agradecimiento. 
David  era  demasiado  delicado  para  abrigar  ninguna 
esperanza  de  dicha  ,  antes  de  casarse  con  Cecilia,  y 
esperaba  que  cumpliese  los  diez  y  seis  años.  Mr. 
Willis  ,  ignorando  la  mutua  pasión  que  unia  a  los 
dos  esclavos  ,  echó  con  arrogancia  su  pañuelo  á  la 
linda  mestiza  :  esta  refirió  á  David  el  brutal  aten- 
lado  de  que  apenas  había  podido  salvarse.  El  negro 
la  consoló  ,  y  fué  en  seguida  á  pedir  su  mano  á  Mr. 
Willis.  —  ¡Cáspita  1  ya  adivino  ,  amigo  Murph,  la 
respuesta  del  sultán  angloamericano...  se  negó  ¿no 
os  verdad?—  Se  negó.  Dijo  que  tenia  capricho  por 


230  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

aquella  muchacha  ,  y  que  jamas  había  sufrido  el 
desden  de  una  esclava  :  que  aquella  le  gustaba,  y 
que  nada  le  impediria  conseguirla.  Aconsejo  á  Da- 
vid que  eligiese  otra  para  mujer  propia  ó  para  que- 
rida, según  le  pareciese,  pues  habia  en  la  hacienda 
otras  diez  mestizas  tan  lindas  como  Cecilia.  David 
habló  largo  rato  de  su  amor  correspondido,  y  su 
amo  encojió  los  hombros.  David  volvió  á  insistir, 
pero  todo  fué  en  vano.  El  criollo  tuvo  la  impruden- 
cia de  decirle  que  seria  de  muy  mal  ejemplo  el  que 
un  amo  cediese  ante  su  esclava  ,  y  que  no  daría  este 
ejemplo  por  satisfacer  el  capricho  de  David.  Volvió 
este  á  suplicar,  y  el  amo  se  impacientó.  Avergon- 
zado de  tanta  humillación,  habló  entonces  con  to- 
no firme  de  sus  servicios  y  de  su  lealtad  y  desinte- 
rés ,  pues  se  habia  contentado  con  un  mezquino  sa- 
lario; á  lo  que  respondió  irritado  y  con  desprecio 
Mr.  W  illis  que  era  tratado  con  demasiada  consi- 
deración para  un  esclavo.  Al  oír  David  estas  pala- 
bras no  pudo  contener  ya  su  indignación...  Por 
primera  vez  en  su  vida  habló  como  hombre  ilus- 
trado de  los  derechos  adquiridos  en  ocho  años  que 
habia  residido  en  Francia.  Mr.  Willis  se  enfureció, 
lo  trató  de  esclavo  rebelde  y  lo  amenazó  con  la 
cadenac.  David  profirió  algunas  palabras  amargas 
y  violentas.  Dos  horas  después  se  hallaba  atado  á 
un  poste  y  el  rebenque  crujia  sobre  sus  miembros 
ensangrentados,  mientras  queá  su  vista  llevaban 
á  Cecilia  al  cuarto  del  tirano...  — La  conducta  de 
ese  hacendado  es  estúpida  y  horrorosa...  Eso  se 
llama  unir  lo  absurdo  á  la  crueldad  mas  detesta- 
ble... poique  al  fin  dependía  del  negro  para...  —  Y 
tanto  dependía  que  en  aquel  mismo  dia  el  acceso 
de  furor  por  una  parte  ,  y  por  otra  la  embriaguez 
á  que  se  entregaba  el  brutal  hacendado  todas  las  no- 
ches ,   le  originaron  una  fiebre  inflamatoria  de  las 


HISTORIA  DE  DAVID  Y  CECILIA.  231 

mas  peligrosas,  cuyos  síntomas  se  declararon  con  la 
rapidez  peculiar  de  esta  clase  de  enfermedades... 
Metióse  en  el  lecho  con  una  calentura  horrible  y 
mandó  llamar  un  médico;  pero  este  no  podía  llegar 
antes  de  treinta  y  seis  horas...—  A  la  verdad,  la 
grave  y  merecida  peripecia  de  la  enfermedad  de  ese 
hombre  parece  providencial...  —  El  mal  hacia  pro- 
gresos espantosos...  Solo  David  podia  salvarlo  ;  pero 
Willis,  desconfiado  como  todos  los  malvados,  temía 
que  el  negro  sé  vengase  envenenándolo  con  alguna 
poción...  porque  después  de  haberlo  azotado,  le  ha- 
bía hecho  meter  en  un  calabozo...  Asustado  al  fin 
por  el  rápido  incremento  de  la  enfermedad  ,  abatido 
por  el  dolor  y  creyendo  que  ya  que  la  muerte  era 
segura  le  ofrecía  alguna  esperanza  la  generosidad 
de  su  esclavo,  hizo  poner  en  libertada  David  des- 
pués de  haber  luchado  con  terribles  dudas...  — ¿Y 
salvó  David  la  vida  de  su  amo?  —  Por  espacio  de 
cinco  dias  y  cinco  noches  le  veló  como  sí  hubiera 
velado  á  su  padre  sin  separarse  de  su  cabecera,  y 
combatió  con  tan  admirable  a»  ierto  la  enfermedad 
que  triunfó  por  úllimo  de  ella  ,  con  sorpresa  del 
otro  medico  que  no  llegó  hasla  el  segundo  día.  — 
¿Y  el  amo...  luego  que  sanó?...  —  No  queriendo 
sufrir  la  presencia  de  su  esclavo  que  le  abrumaría 
sin  cesar  con  el  recuerdo  de  su  magnániriia  gene- 
rosidad, consiguió  á  costa  de  enormes  sacrificios 
que  se  quedase  en  la  hacienda  el  médico  á  quien 
habla  hecho  llamar,  y  volvió  á  encerrará  David  en 
el  calabozo.  —  ¡  Eso  es  horrible  !  |)ero  no  lo  estra- 
ño:  la  presencia  de  David  hubiera  causado  á  este 
hombre  un  continuo  remordírniento...  —  No,  solo 
los  zelos  y  la  venganza  dicl.iron  osla  bárbara  con- 
ducta... Los  negros  de  Mr.  Willis  airaban  á  David 
fon  lodo  el  ardor  de  la  mas  viva  graliiud,  pues  le 
tenían  por  el  redentor  de  su  cuerpo  y  íle  su  alma» 
T.  r.  IG 


232  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

Sabían  el  desvelo  con  que  había  asistido  á  su  señor 
en  la  úllima  enfermedad...  y  así  es  que  saliendo  del 
embrutecimiento  y  apatía  que  es  el  estado  ordinario 
del  esclavo,  manifestaron  aquellos  íifelicessu  indig- 
nación ó  mas  bien  su  dolor,  cuando  vieron  la  horrible 
crueldad  con  que  David  fué  azotado  y  preso.  Mr.Wi- 
llis  exasperado  creyó  ver  en  esta  manifestación  el 
germen  de  una  rebelión  inmediata,  y  pensó  que  de 
la  influencia  que  había  adquirido  David  sobre  los 
demás  esclavos,  se  debía  esperar  el  que  se  pusiese 
á  la  cabeza  de  una  conspiración   para  satisfacer  su 
venganza.  Este  temor  absurdo  díó  motivo  á  que  el 
hacendado  aumentase  los  tormentos  de  David ,  y  se 
resolviese  á  impedir  por  cualquier  medio  los  sinies- 
tros designios  que  solo  existían  en  su  imaginación. 
—  Bajo  ese  punto  de  vista,  la  conducta  de  Wiüis 
parece   menos  estúpida,  aunque  no   menos  feroz... 
porque  era  efecto  del  terror.  —  Poco  tiempo  des- 
pués de  estos  sucesos  llegamos  nosotros  á  América. 
Monseñor  fletó  un  bergantín  inglés  en  Santo  To- 
más, y  visitamos  de  incógnito  todas   las  haciendas 
del  litoral  Angloamericano...  Mr.  AVillís  nos  recibió 
con  magnificencia,  y  al  dia  siguiente  por  la  noche 
nos  contó  con  un  descaro  cínico  y  escitado  por  el 
vino  que  había  bebido  ,  la  historia  de  David  y  de 
Cecilia,  mezclando  á  cada  paso  chistes  groseros  y 
horribles.  Había  olvidado  deciros  que  el  propieta- 
rio ,  después  haber  violentado  á  la  infeliz  escla- 
va ,  la  encerró  en   un  calabozo  para   vengarse  de 
sus  desdenes.  Al  oír  S.  A.  R.  una  historia  tan  horri- 
ble ,  creyó  que  Mr.  WíUis  se  alababa  de  lo  que 
no  existia  ó  por  lo  menos  que  estaba  ebrio:  estaba 
en  efecto  borracho,  pero  lo  que  refería  era  la  pura 
verdad.  Para  disipar  la  incredulidad  de  monseñor, 
levantííse  de  la  mesa  el  hacendado  y  mandó  á  un 
esclavo  que  encendiese  una  linterna  y  nos  condujese 
al  calabozo  de  David, 


HÍSTORIA  de  DAVID  Y  CECILIA.  233 

—  /  Ah  !  veamos.  —  Jamas  he  visto  un  espec- 
táculo tan  horrible.  David  y  Cecilia,  macilentos, 
descarnados,  medio  desnudos  y  cubiertos  de  he- 
ridas, estaban  atados  por  la  cintura  á  una  cadena 
en  dos  extremos  opuestos  del  calabozo.  Parecían 
dos  espectros  á  la  débil  luz  de  la  linterna  que 
alumbraba  aquel  tenebroso  cuadro.  David  no  pro- 
firió al  vernos  una  palabra :  su  mirada  tenia  una 
fijeza  espantosa.  El  hacendado  le  dijo  con  una 
ironía  cruel:  «¿Qué  tal,  doctor,  cómo  anda  eso?... 
Ya  que  sabes  tanto...  ¿porqué  no  te  escapas  de 
ahí?...»  El  negro  solo  respondió  con  un  ademan 
y  una  palabra  sublimes :  elevó  lentamente  el  brazo 
derecho,  señaló  con  el  índice  á  la  bóveda,  y  sin 
mirar  á  su  amo  dijo  con  voz  solemne:  «¡Dios/»  y 
volvió  aguardar  silencio.  «¿Dios?»  repuso  el  ha- 
cendado prorrumpiendo  en  una  carcajada :  « anda 
y  dile  á  Dios  que  te  venga  á  arrancar  de  mis 
uñas ! II... »  Y  cada  vez  mas  fuera  de  sí  por  el  fu- 
ror y  la  embriaguez ,  añadió  esta  horrenda  blasfe- 
mia :  « ¡  Sí,  le  desafio  á  que  me  robe  mis  esclavos 
antes  deque  mueran/...  ¡Si  no  lo  hace  niego  su 
existencia  I...» — ¡Qué  loco,  brutal  y  estúpido/ 
—  Esto  nos  llenó  de  disgusto;  y  monseñor  no  dijo  una 
sola  palabra.  Salimos  de  aquel  antro,  que  estaba  si- 
tuado á  la  orilla  del  marlo  mismo  que  la  casa,  y  vol- 
vimos á  bordo  de  nuestro  bergantín  que  se  hallaba 
fondeado  á  corta  distancia.  A  la  una  de  la  noche, 
cuando  toda  la  gente  de  la  hacienda  estaba  entre- 
gada á  un  profundo  sueño,  saltó  monseñor  á  tier- 
ra con  ocho  hombres  bien  armados,  dirigióse  al 
calabozo,  forzó  las  puertas ,  sacó  de  la  prisión  á 
David  y  Cecilia  y  trajo  consigo  á  bordo  las  dos  víc- 
timas sin  que  nadie  hubiese  observado  nuestra  ex- 
pedición. En  seguida  monseñor  y  yo  nos  dirigimos 
á  la  casa  del  hacendado.  ¡  Es  bien  extraño  el  que 


-   23i  LOS   MISTERIOS  DE  PARÍS. 

estos  hombres  que  atormentan  á  sus  esclavos,  no 
tomen  contra    ellos    la   menor   precaución,    pues 
duermen  con  las  puertas  y  ventanas  abiertas  I  Lle- 
gamos sin  el  menor  obstáculo  al  cuarto  en  que  dor- 
mía Mr.  Willis,  el  cual  estaba  alumbrado  por  una 
lamparilla;  monseñor  dispertó  al  hacendado,  y  este 
se  incorporó  en  el   lecho  con  la   cabeza    entorpe- 
cida aun  por  los  vapores  de  la   borrachera,  o  Esta 
noche  habéis  desafiado  á  Dios  preciándoos  de  que 
no  seria  capaz  de  arrebataros  vuestras  dos  vícti- 
mas... antes  de  su   muerte.  Sacólas  ya  de  vuestro 
poder...»  —  dijo  monseñor;  y  cogiendo  luego  un  ta- 
lego en  que  llevábamos  5,000  duros  en  oru,  lo  ar- 
rojó sobre   la   cama  del  hacendado  añadiendo:  — 
•  Ése  dinero  os  indemnizará  de   la  pérdida  de  los 
dos  esclavos...  A  vuestra  violencia  quémala,  opon- 
go una  violencia  que  redime...  /Dios  nos  juzgarál...» 
Y  desapareí  irnos  dejando  á  Mr.  Willis  atónito,  in- 
móvil y  creyendo  que  era  un  sueño  todo  lo   que 
pasaba.  Algunos  minutos  después  se  liabia  hecho  á 
la  mar  nuestro  bergantin.  —  Me  parece,  querido 
Murph,  que  S.  A.  K.  pagó  con  exceso  á  ese  mise- 
rable la  pérdida  de  esos  dos  esclavos;  porque  en 
rigor  David  no  le  pertenecía  ya.  —  Haníamos  cal- 
culado el  costo  de  los  esludios  de  David  por  espa- 
cio de  ocho  años  ,  y  el  triple  valor,  por  lo  me- 
nos, de  este  y  de  Cecilia  como  simples  esclavos. 
Ya  sé  que  nuestra  conducta  era  contraria  al  dere- 
cho de  gentes...  pero  si  hubierais  visto  la  horrible 
agonía  de  aquellos  do«i  desgraciados,  si   hubierais 
oído  el  desafí»»  sacrilego  de  aquel  hombre  ebrio  de 
vino  y   de    ferocidad,   comprendeiiais  fácilmente 
porqué    monseñor    se   determinó    á  hacer  el  papel 
de  la  Provit/enrifiy   como  dijo  S.  A.  R.  en  acjuella 
ocasión.  —  Eso  es  tan  controvertible  y  tan  justifi- 
cable como  el  castigo  del  Maestro  de  Escuela,  mi 


HISTORIA   DE  DAVID  Y    CKCICIA.  235 

querido  Murph.  ¿Y  no  tuvo  mas  consecuencias  esa 
aventura?  —  Ninguna  podía  tener.  El  barco  lle- 
vaba bandera  dinamarquí^sa,  S.  A.  R.  guardaba  el 
incógnito  mas  severo  y  pasábamos  por  ingleses  ri- 
cos. ¿A  quién  se  hubiera  quejado  ni  dirigido  sus 
reclamaciones  Mr.  Willis?  Ademas,  ú\  mismo  nos 
faabia  dicbo,  y  el  médico  de  monseñor  lo  ha  con- 
firmado en  un  proceso  verbal;  que  los  dos  esclavos 
no  hubieran  vivido  ocho  dias  en  el  horrible  cala- 
bozo. Hubo  que  recurrir  a  los  mayores  esfuerzos 
para  salvar  á  David  y  á  Cecilia  de  una  muerte 
casi  inevitable;  pero  al  fin  se  consiguió  restable- 
cerlos, y  desde  entonces  permaneció  David  en 
clase  de  médico  al  lado  de  monseñor,  á  quien  pro- 
fesa la  veneración  y  el  afecto  mas  entrañables. 
— ¿Se  casó  David  con  Ceciliaal  llegará  Europa? — 
Ese  matrimonio,  que  prometía  ser  tan  feliz,  se 
celebró  en  la  capilla  del  palacio  de  monseñor; 
pero  Cecilia  por  un  trastorno  singular  de  su  con- 
ducta, apenas  se  víó  en  situación  tan  inesperada, 
cuando  olvidada  de  todo  lo  que  David  había  pade- 
cido por  ella  y  de  lo  que  ella  habia  sufrido  por 
él ,  y  avergonzada  de  verse  unida  á  un  negro  en 
este  continente,  se  dejó  seducir  por  un  hombre  de- 
pravado y  cometió  el  primer  delito:  cualquiera 
hubiera  dicho  que  la  perversidad  natural  de  esa 
desgraciada,  hasta  entonces  oculta,  solo  esperaba 
este  peligroso  estímulo  para  manifestarse  con  una  es- 
pantosa energía.  Sabéis  ya  todo  lo  demás  y  el  escán- 
dalo de  sus  aventuras.  Al  cabo  de  dos  años  de  unión 
conyugal ,  David ,  que  tenia  en  ella  tanta  confianza 
como  era  vehemente  el  amor  que  la  profesaba, 
llegó  á  conocer  su  proceder  infame,  y  este  golpe 
terrible  le  despertó  de  su  ciega  seguridad. 

—  Dicen  que  quiso  matar  á  su  mujer. — Sí;  pero 
consintió  por  fin  en  que  fuese  encerrada  en  un  casti- 


236  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

lio  por  toda  la  vida  á  instancias  de  monseñor.»  Y  esa 
misma  prisión  es  la  que  monseñor  acaba  de  abrir... 
con  asombro  vuestro  y  mió:  no  quiero  ocultároslo, 
mi  amado  barón.  Pero  se  hace  ya  tarde ,  y  S.  A.  R. 
quiere  que  vuestro  correo  salga  lo  mas  pronto  po- 
sible para  Gerolstein...  —  Antes  de  dos  horas  esta- 
rá en  camino.  Adiós ,  querido  Murph...  hasta  la 
noche...  —  Hasta  la  noche.  —  ¿Os  habéis  olvidado 
de  que  hay  gran  baile  en  la  embajada  de  *** ,  al 
cual  debe  asistir  S^  A.  R.  ? — Es  verdad.,.  Desde 
que  se  ausentaron  el  coronel  Vamer  y  el  conde 
de  Harneim,  me  olvido  siempre  de  que  tengo  que 
desempeñar  las  funciones  de  gentilhombre  y  de 
edecán...  —  Ahora  que  habláis  del  conde  y  del  co- 
ronel... ¿  cuándo  volverán  ?  ¿Darán  pronto  fin  á  su 
misión? — Ya  sabéis  que  monseñor  desea  tenerlos  le- 
jos de  sí  el  mas  tiempo  posible  ,  á  fin  de  estar  so- 
lo y  obrar  con  mas  libertad...  En  cuanto  á  la  mi- 
sión que  les  ha  encargado  S.  A.  R.  para  desemba- 
razarse de  ellos  con  disimulo,  enviando  el  uno  á 
Aviñon  y  el  otra  á  Estrasburgo...  os  la  confiaré 
un  dia  que  estemos  los  dos  de  mal  humor...  porque 
yo  desafiaría  la  seriedad  del  mayor  hipocondríaca 
y  me  comprometería  á  hacerle  reir  ,  no  solo  con 
esta  confianza  ,  sino  también  con  alguna  de  las  ins- 
trucciones que  han  llevado  ambos  caballeros  ,  los 
cuales  tomaron  su  pretendida  misión  cmi  una  for- 
malidad increible... — Con  franqueza  os  digo  que 
yo  no  he  comprendido  jamas  la  razón  por  qué 
S.  A.  R.  habia  encargado  al  coronel  y  al  conde  ese 
servicio  especial.  —  ¡Qué  decis  !  ¿no  es  el  coronel 
Varner  el  tipo  militar  mas  admirable?  ¿Hay  en 
toda  la  confederación  germánica  una  talla  mas 
completa  ,  bigotes  mas  lucidos  ni  aire  mas  marcial? 
Y  cuando  se  pone  cinchado  con  caparazón  y  bri- 
d|i  de  gala,  ¿  puede  darse  iin  aire  mas  triunfante  y 


HISTORIA  DE  DAVID  Y  CECILIA,  237 

glorioso  ?...  ¿  puede  haber  en  el  mundo  mas  com- 
pleto... animal  ?  —  Es  claro...  pero  justamente  esa 
belleza  le  impide  tener  un  aire  excesivamente  in- 
telectual...—  ¡Ahí  está  la  cosa'  Y  por  eso  dice 
monseñor  que,  gracias  al  coronel ,  se  ha  acostum- 
brado ya  á  tolerar  las  gentes  mas  importunas  y 
pesadas  del  mundo...  Antes  de  dar  algunas  audien- 
cias mortales  se  encierra  media  hora  con  el  coro- 
nel.v.  y  sale  de  la  entrevista  capaz  de  hacer  frente 
al  mismo  tedio  en  persona...  — También  el  soldado 
romanó  calzaba  sandalias  de  plomo  antes  de  em- 

f>render  una  marcha  forzada  ,  para  que  la  fatiga  se 
e  hiciese  mas  llevadera  después  de  quitárselas. 
Ahora  sí  que  aprecio  la  utilidad  del  coronel...  ¿Pe- 
ro el  conde  de  Harneim?... — También  es  de  suma 
utilidad  para  monseñor  :  siempre  que  ve  á  su  lado 
esa  calabaza  hueca  ,  tersa  y  sonora ;  al  ver  ese  pe- 
llejo hinchado  y  lleno  de...  nada,  tan  magnífica- 
mente ataviado  que  representa  la  parte  teatral  y 
pueril  del  poder  soberano,  conoce  monseñor  la  va- 
nidad de  esas  pompas  estériles,  y  mas  de  una  vez 
ha  debido  á  la  contemplación  del  inútil  y  relum- 
brante gentilhombre  las  ideas  mas  serias  y  fecun- 
das.—  Pero  seamos  justos,  amigo  mió:  ¿en  qué 
corte  se  hallaría  un  modelo  mas  perfecto  de  gen- 
tilhombre? ¿Quién  conoce  mejor  que  Harneim  las 
innumerables  reglas  y  tradiciones  de  la  etiqueta  ? 
¿  Quién  llevaría  con  mas  gravedad  una  cruz  de  es- 
malte al  cuello  y  mas  magestuosamente  una  llave 
de  oro  á  la  espalda?  — A  eso  dice  S.  A.  que  la  es- 
palda de  un  gentilhombre  tiene  una  fisonomía  par- 
ticular, porque  se  lee  en  ella  una  espresion  tal  de 
sumisión  y  ae  altanería  ,  que  causa  dolor  el  mirar- 
la. En  la  espalda  del  gentilhombre  brilla  el  signo 
simbólico  de  su  empleo...  y  por  eso ,  según  dice 
monseñor,  el  dignísimo  Harneim  parece  siempre 


238  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

dispuesto  á  presenlarse  de  medio  lado,  para  que 
se  vea  desde  luego  toda  la  altura  de  su  valimiento... 

—  El  hecho  es  que  el  asunto  de  la  incesante  medi- 
tación del  condees  inquirir  por  qué  fatal  accidente 
se  ha  imaginado  ponerá  la  espalda  la  llave  del 
gentilhombre...  porque,  como  dice  él  con  harta 
sensatez  y  pesadumbie  «¡qué  diablo  1  las  puertas 
no  se  abren  ,  ni  se  habla  á  la  gente  por  la  espal- 
da I» — jEl  correo  ,  el  correo  ,  barón  ! — dijo  Murph 
señalando  al  reloj.  —  ¡Qué  m^^ldito  de  hombre  I 
sieippre  rae  hace  charlar  mas  de  lo  que  conviene... 
vos  tenéis  la  culpa...  Ofreced  mi  respeto  á  S.  A.  R. 

—  dijo  el  barón  de  Graün  corriendo  á  tomar  el 
sombrero.  —  Hasta  la  noche  ,  querido  Murph.  — 
Haata  la  noche ,  querido  barón...  algo  tarde,  por- 
que monseñor  querrá  visitar  hoy  mismo  la  casa 
misteriosa  de  la  calle  del  Templo. 


*HbcOiXlUcV     ^UjDci 


C\!'ITIL0  X\ll!. 


LA  CASA  DE  LA  GALLE  DEL  TEMPLO. 


Queriendo  aprovechar  Rodolfo  las  noticias  que 
el  barón  de  Graün  habia  recogido  sobre  la  Guilla- 
baora  y  Germán,  hijo  del  Maestro  de  Escuela,  de- 
terminó ir  á  la  casa  de  la  calle  del  Templo,  en 
donde  Germán  habia  vivido  últimamente,  con  áni- 
mo de  descubrir  la  habitación  actual  de  aquel  jo- 
ven por  medio  de  la  señorita  Alegría  :  tarea  harto 
difícil,  porque  la  joven  modista  debia  saber  acaso 
que  el  hijo  del  Maestro  de  Escuela  tenia  el  mayor 
interés  en  que  se  ignorase  absolutamente  su  nueva 
morada.  Alquilando  en  la  referida  casa  el  cuarto 
en  que  habia  vivido  Germán  ,  Kodolfo  facilitaria 
sus  indagaciones,  y  sobre  todo  ballaria  ocasiones  de 
observar  de  cerca  las  distintas  personas  que  habi- 
taban el  edificio. 

El  mismo  dia  del  coloquio  del  barón  de  Graün 
con  Murph ,  se  dirigió  Rodolfo  hacia  las  tres  de 
la  tarde  á  la  calle  del  Templo,  disfrazado  cOn  un 
traje  humilde.  Esta  casa  ,  situada  en  el  centro  do 
un  barrio  comercial  y  populoso,  nada  tenia  de  par- 
ticular en  su  aspecto:  componíase  de  un  cuarto 
bajo  ocupado  por  un  ebanista,  de  otros  cuatro  pi- 
sos y  de  algunas  guardillas.  Un  portal  oscuro  y  es- 
trecho conducia  Á  un  reducido  patio,  ó  mas  bien  á 
una  especie  de  pozo  cuadrado,  completamente  cer- 
rado al  aire  y  á  la  luz,  el  cual  servia  de  común  re- 


2Í0  LOS  MISTERIOS  DE  PARIS 

cepláculo  á  todas  las  inmundicias  de  la  casa,  que 
arrojaban  por  las  ventanillas  y  tragaluces  los  ve- 
cinos de  los  pisos  superiores. 

Una  luz  rojiza  indicaba  al  pié  de  la  escalera  hú- 
meda y  negra  la  habitación  del  portero.  En  esta 
covacha  ahumada  por  la  combustión  de  una  lámpa- 
ra ,  que  era  necesaria  en  medio  del  dia  mas  claro, 
entró  Rodolfo  para  preguntar  por  eí  cuarto  desal- 
quilado. 

Un  quinqué,  colocado  detrás  de  un  globo  de  cris- 
tal lleno  de  agua  que  le  servia  de  rererbero  ,  ilu- 
minaba la  zahúrda;  en  el  fondo  se  veía  un  lecho 
cubierto  con  una  colcha  de  arlequín  ,  compuesta  de 
una  multitud  de  pedazos  de  telas  de  toda  especie  y 
de  todos  colores  ;  á  mano  izquierda  habia  una  có- 
moda ,  cuya  cubierta  de  mármol  sostenia  los  si- 
guientes adornos  :  1 ."  un  pequeño  san  Juan  de  cera 
con  su  cordero  blanco  y  su  peluca  rubia  ,  colocado 
en  una  urna  de  vidrio  estrellado,  cuyas  juntas  es- 
taban cubiertas  con  tiras  de  papel  azul ;  2/  dos 
candeleros  viejos  de  plaqué  enrojecidos  ya  por  la 
acción  del  tiempo ,  los  cuales  sostenían  en  lugar  de 
bujías  ,  dos  naranjas  sin  duda  acabadas  de  presentar 
á  la  portera  como  regalo  de  año  nuevo  ;  3.*  dos  ca- 
jas ,  una  de  paja  de  varios  colores,  y  otra  cubierta 
de  conchas  de  marisco.  Estas  obras  del  arte  olian 
de  una  legua  á  la  cárcel  ó  al  presidio  (a),  (esto  no 
es  un  homenaje  del  autor:  ya  veremos  la  moralidad 
del  portero  de  la  calle  del  Templo).  Finalmente, 
entre  las  dos  cajas  y  bajo  un  guardapolvo  de  cristal 
se  veía  un  par  de  botitas  de  cordobán  encarnado  y 
de  corte  de  corazón ,  las  cuales  eran  unas  verdade- 


(a)     Los  encarcelados  y   presidarios   tienen   por  ocupa- 
ción casi  exclusiva  la  fabricación  de  estas  cajitas. 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.       241 

ras  botas  de  muñeca,  pero  muy  diestramente  amol- 
dadas ,  cosidas  y  pespunteadas. 

Esta  obra  maestra  del  arte,  como  diría  un  cofra- 
de de  san  Crispin,  unida  á  las  figuras  fantásticas 
pintadas  en  la  pared  en  medio  de  innumerables  bo- 
las y  zapatos,  daba  bien  á  entender  que  el  portero 
de  esta  casa  se  consagraba  á  la  restauración  del 
calzado  viejo. 

Cuando  Rodolfo  se  decidió  á  entrar  en  esta  cue- 
va, se  bailaba  ausente  el  portero  M.  Pipelet,  pero 
su  ausencia  era  momentánea  y  lo  representaba  su 
esposa  madama  Pipelet ,  que  instalada  junto  á  un 
brasero  colocado  en  medio  de  la  habitación  ,  pa- 
recia  gravemente  ocupada  en  oir  cantar  su  puche- 
ro (  esta  es  la  expresión  técnica).  El  Hogart  fran- 
cés ,  Enrique  Monmer,  ha  delineado  tan  bien  la 
portera  ,  que  nos  contentaremos  con  rogar  al  lector 
que  traiga  ala  memoria,  si  quiere  formarse  una 
idea  de  madama  Pipelet ,  la  mas  fea  ,  la  mas  arru- 
gada ,  la  mas  sucia  ,  la  mas  indigesta ,  la  mas  des- 
dentada ,  la  mas  venenosa  de  todas  las  porteras  in- 
mortalizadas por  aquel  eminente  artista. 
•  La  única  circunstancia  que  nos  tomaremos  la  li- 
bertad de  añadir,  será  un  singular  tocado  compues- 
to de  una  peluca  llamada  á  lo  Tito  Livio,  que  ha- 
bía sido  rubia  en  sus  dias ,  pero  que  con  el  tiempo 
se  babia  llenado  de  medios  tintes  rojizos  y  amari- 
llentos, oscuros  y  pálidos,  bastante  parecidos  al 
follaje  de  otoño,  los  cuales  hacian  resaltar  mas  la 
intrincada  confusión  de  unos  mechones  de  pelo 
erizados  ,  tiesos,  revueltos  y  enmarañados.  Madama 
Pipelet  no  abandonaba  jamás  este  único  y  sempi- 
terno adorno  de  su  cráneo  sexagenario. 

Al  ver  á  Rodolfo  la  portera  pronunció  con  tono 
arrogante  estas  palabras  consagradas  en  todas  las 
porterías  del  mundo : 


242  1.03  MISTERIOS  DE  PARIS« 

—  ¿Adonde  vais?  —  Señora,  parece  que  hay  en 
esta  casa  un  cuarlo  y  una  alcoba  desalquilados  — 
dijo  Rodolfo  dando  cierta  inflexión  enfática  á  la  pa- 
labra señora,  lo  que  no  desagradó  sin  duda  á  ma- 
dama Pipelet,  pui's  replicó  en  tono  mas  comedido: 

—  Hay  un  cuarto  vacío  en  el  cuarto  piso,  pero  no 
«e  puede  ver  ahora...  Alfredo  ha  salido.  —  ¿Es 
vuestro  hijo,  señora?  ¿Volverá  pronto?  —  No  es 
mi  hijo  caballero  ,  que  es  mi  marido.  ¡Si  no  podré 
llamar  Alfredo  á  Pipelet  sin  que  le  tomen  por  otro! 

—  Tenéis  derecho  ,  señora  ,  á  llamarle  como  gus- 
téis; mas  permitídmeos  p  egunte  si  debo  aguar- 
darle un  momento.  Quisiera  alquilar  el  cuarto, 
porque  me  conviene  bastante  la  situación  de  este 
barrio;  la  casa  me  gusta  también  :  parece  que  está 
cuidada  de  un  modo  admirable.  Pero  antes  de  ver 
el  cuarto  que  deseo  habitar  quisiera  saber,  seño- 
ra ,  si  tendríais  á  bien  encargaros  de  mi  servicio  y 
asistencia,  porque  es  mi  costumbre  no  emplear  á 
nadie  mas  que  á  los  porteros,  siempre  que  estos  se 
convengan. 

Esta  proposición  expresada  en  términos  tan  lison- 
jeros cautivó  completamente  á  madama  Pipelet,  \n 
cual  respondió: 

—  Con  mil  amores,  caballero...  tendré  á  mucha 
honra  hacer  vuestro  servicio,  y  por  seis  francos 
mensuales  estaréis  asistido  como  un  príncipe.  — 
Vayan  los  seis  francos  ,  señora...  ¿cómo  os  llamáis? 

—  Pomona,  Pentesilea,  Fredegunda  Pipelet. — 
Muy  bien  ,  señora  Pipelet,  os  daré  los  seis  francos 
de  propina  cada  mes.  Pero  si  el  cuarto  me  convie- 
ne... ¿cuál  es  su  precio?  —  Con  el  gabinete  160 
francos,  caballero,  sin  que  se  pueda  rebajar  un 
ochavo...  El  casero  es  un  avaro  capaz  de  esquilar 
un  huevo. — ¿Cómo  le  llamáis?  —  El  señor  Brazo 
Rojo.  —  ¿En  dónde  vive  ?  —  En  la  calle  de  Feves, 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.  24.3 

número  13  ;  tiene  también  una  tabernil  la  en  los  fo 
sos  de  los  campos  Elíseos. 

Sorprendió  á  Rodolfo  este  extraño  descubrimien- 
to, y  no  dudando  un  momento  que  fuese  el  mismc 
á  quien  conocia,  dijo  á  la  portera  : 

—  Si  el  señor  Brazo  Rojo  es  el  arrendatario  prin 
cipal ,  ¿quién  es  el  propietario  de  esta  casa?  —  E 
señor  Bordón ;  pero  yo  con  nadie  tengo  que  ver  sint 
con  el  señor  Brazo  Rojo. 

Queriendo  Rodolfo  ganar  la  confianza  de  la  por- 
tera ,  repuso: 

—  Estoy  alí?o  cansado  ,  mi  querida  señora  ,  y  el 
frió  me  heló  de  pies  á  cabeza.  Tomad:  hacedme  el 
favor  de  ir  á  la  tienda  de  licores  que  hay  en  esta 
casa  y  traed  una  botella  de  tapa  larga  y  dos  co- 
pas... ó  mas  bien  tres  porque  vuestro  marido  vendrá 
pronto 

Y  dio  un  napoleón  á  la  portera. 

—  ¡Vaya,  está  visto,  sois  de  aquellas  personas 
á  quienes  es  preciso  adorar  desde  el  primer  mo- 
mentol  — exclamó  la  portera,  cuya  nariz  granu- 
jienta se  encendió  con  el  fuegode  una  báquica  exal- 
tación. —  Voy  al  momento,  pero  no  traeré  mas  que 
dos  copas  ,  porque  Alfredo  y  yo  bebemos  siempre 
con  una  misma.  ¡  Pobre  sabrosito  mió  !  ¡  es  tan  al- 
mibaroso  y  goloso  de  lo  qutí  hacen  las  nmjcMes  I  1  I 
—  Volved  pronto  ,  señora  Pipelcl ,  y  aguardaremos 
al  señor  Alfredo.  —  ¿  Y  rae  tendréis  cuidado  de  la 
portería?  —  Id  sin  recelo. 

Y  la  vieja  salió. 

Al  cabo  de  algimos  momentos  se  acercó  i'n  car- 
tOTO  á  la  vidriera,  metió  el  brazo  por  la  ventani- 
lla, y  poniendo  dos  cartas  sobre  el  tablero  dijo: 
«Tres  sueldos.» 

—  Seis  sueldos,  porque  son  dos  cartas  —  dijo 
Rodolfo.  —  Una  viene  tranca  —  repuso  el  cartero. 


2ii  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Miró  Rodolfo  maquinalmente  las  cartas  que  aca- 
baban de  dejarle,  j  fijando  en  ellas  la  atención  al 
cabo  de  un  rato,  le  parecieron  dignas  de  un  cu- 
rioso examen. 

Una  de  ellas  exbalaba  un  suave  perfume  al  tra- 
vés de  una  cubierta  de  papel  satinado.  En  el  se- 
llo de  lacre  encarnado  se  veían  estas  letras,  G.  R., 
coronadas  de  una  celada  de  encaje  y  apoyadas  so- 
bre un  campo  estrellado  de  la  legión  de  honor.  El 
sobre  estaba  escrito  con  buena  letra.  La  pretensión 
heráldica  que  indicaban  la  celada  y  la  cruz  hizo 
sonreír  á  Rodolfo,  y  le  confirmó  en  la  idea  de  que 
esta  carta  no  habia  sido  escrita  por  una  mujer: 
¿pero  cómo  adivinar  quien  seria  el  corresponsal 
blasonado  y  oloroso  de  madama  Pipelet?  La  otra 
carta  de  papel  ordinario  estaba  cerrada  con  oblea 
picada  con  alfiler,  y  tenia  el  sobre  para  el  señor 
Cesar  Bradamanti ,  operador  dentista.  Las  letras  de 
este  sobre  eran  todas  mayúsculas  y  evidentemente 
disfrazadas;  y  ya  fuese  por  obra  de  la  imagina- 
ción ó  por  algún  motivo  fundado,  esta  carta  pa- 
reció á  Rodolfo  del  mas  triste  agüero.  Notó  que 
las  letras  estaban  medio  borradas  y  el  papel  algo 
arrugado  en  una  parte  del  sobre...  Una  lágrima 
habia  caido  en  aquel  sitio. 

Madama  Pipelet  volvió  á  entrar  con  la  botella 
y  las  copas. 

—  He  tardado  mucho  ¿no  es  verdad?  pero  cuan- 
do una  va  á  la  tienda  del  tio  Pepe  no  hay  medio 
de  salir...   ¡Qué  humor  tan   salado  de  hombre!... 

—  Aquí  tenéis  dos  cartas  que  ha  traido  el  cartero 

—  dijo  Rodolfo.  —  ]  Jesús !  ¡  Ave  María ,  señor  I  pfr- 
donad  tanta  molestia.  ¿Las  habéis  pagado?  —  Sí. 

—  Os  lo  agradezco  en  el  alma,  y  voy  á  cobrarme 
de  vuestro  cambio...  ¿Cuánto  es?  —  Tres  sueldos — 
dijo  Rodolfo  sonriendo  por  el  modo  extraño  de  pa- 


LA.  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.      2ÍO 

gar  que  había  adoptado  madama  Pipelet.— ^Pero, 
sin  que  parezca  indiscreción  ,  quisiera  haceros  ob- 
servar que  una  de  estas  dos  cartas  os  viene  diri- 
jida  y  que  tenéis  un  corresponsal  que  huele  bien 
de  una  legua.  —  ¡  A  ver  /  —  dijo  la  portera  co- 
jiendo  la  carta  perfumada.  —  ¡  Caramba  1  es  ver- 
dad... esto  me  huele  á  cosa  de  amoríos...  Pero... 
¿quién  seria  el  atrevido...  el  osado?...  —  ¿Y  si 
vuestro  marido  estuviese  aquí,  madama  Pipelet? 
—  ¡  No  digáis  eso  por  Dios,  que  soy  capaz  de  caer 
accidentada  en  vuestros  brazos!  i  Pero  que  tonta 
soy!...  ya  caigo,  ya  —  continuó  la  portera  enco- 
jiéndose  de  hombros  —  es  del  comandante...  ¡Ay, 
que  susto  he  llevado!  porque  Alfredo  es  zcloso 
como  un  beduino.  —  Aquí  está  la  otra  carta  diri- 
jida  al  señor  Cesar  Bradamanti.  —  ¡  Ah,  si !  el  den- 
tista del  piso  tercero...  Voy  á  echarla  en  la  bota  de 
las  cartas. 

Rodolfo  creyó  haber  entendido  mal ,  pero  vio  que 
madama  Pipelet  echaba  en  efecto  la  carta  en 
una  bota  vieja  que  estaba  colgada  en  la  pared. 

Rodolfo  la  miró  con  sorpresa. 

—  i  Cómo!...  —  la  dijo  —  ¿es  posible  que  echéis 
la  carta?...  —  En  la  bota  de  las  cartas  ¿y  eso  que 
tiene  de  particular?  Cuando  entran  los  de  la  casa 
Alfredo  ó  yo  sacudimos  la  bola,  se  hace  el  repar- 
timiento y  cada  mochuelo  se  va  á  su  nido. 

Y  al  mismo  tiempo  abrió  la  portera  su  car- 
ta y  empezó  á  darla  vueltas  en  todos  sen- 
tidos. Después  de  algunos  momentos  de  duda  dijo 
á  Rodolfo: 

—  Alfredo  es  quien  lee  siempre  mi  correspon- 
dencia, porque  yo  no  sé.  ¿Querriais  tener  la  bon- 
dad, caballero?...  —  ¿De  leeros  la  carta?  con  mu- 
cho gusto — dijo  Rodolfo  lleno  de  curiosidad  por 
saber  quien  erae!  corresponsal  de  madama  Pipelet, 


246  LOá  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

y  leyó  lo  que  sigue  escrito  en  papel  satinado,  en  uno 
de  cuyos  ángulos  se  veía  la  misma  celada  de  enca- 
je, las  letras  C.  R. ,  el  campo  heráldico  y  la  cruz 
de  honor : 

«Mañana  viernes,  á  las  once,  encenderéis  el  fue- 
<^o  en  las  chimeneas  de  los  dos  cuartos,  limpia- 
réis los  espejos,  descubriréis  todos  los  muebles  y 
adornos,  cuidando  de  no  echar  á  perder  el  dorado 
de  los  muebles  al  desempolvarlos  y  de  no  man- 
char ni  quemar  el  lápiz  al  em^ender  el  fuego.  Si  por 
acaso  no  me  hallare  ahí  cuando  llegue  una  señora, 
en  un  coche  á  eso  de  la  una,  la  cual  preguntará 
por  mí  dándome  el  nombre  de  Carlos,  la  haréis 
subir  al  cuarto,  recojeréis  la  llave  y  no  la  entre- 
garéis á  nadie  hasta  que  yo  llegue. » 

A  pesar  del  dictado  poco  académico  de  esta 
carta ,  Rodolfo  conoció  desde  luego  su  objeto,  y 
dijo  á  la  portera : 

—  ¿Quién  vive  luego  en  el  primer  piso? 

La  vieja  acercó  su  dedo  amarillo  y  arrugado  á  la 
fruncida  boca ,  y  respondió  haciendo  una  mueca 
maliciosa : 

—  /  Chiton  /...  es  cosa  de  mujeres...  intrigas... 
amoríos... — Os  lo  pregunto,  mi  querida  señora 
Pipelet...  porque  antes  de  entrar  en  una  casa  es  na- 
tural que  uno  desee  saber...  — Y  muy  natural... 
puedo  comunicaros  en  dos  palabras  todo  lo  que  hay 
en  el  particular...  Hace  unas  seis  semanas  que  vino 
aquí  un  tapicero  á  ver  el  primer  piso  que  estaba 
desalquilado:  infórmese  del  precio  y  al  día  siguien- 
te volvió  con  un  joven  bien  parecido;  rubio,  pe- 
queños bigotes,  cruz  de  honor,  bien  portado  y 
buena  camisa.  El  tapicero  le  llamaba...  el  coman- 
dante. 

—  ¿Es  acaso  militar? — ¡Militar!  — repuso 
madama  Pipelet  alzando  los  hombros — /buenas 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.      247 

trazas  tiene  !...  eso  viene  á  ser  lo  mismo  que  si  á 
mi  marido  le  dieran  el  título  de  conserje... — ¿Có- 
mo?... ¿porqué?  —  Porque  no  es  mas  ni  menos 
que  un  comandante  de  la  guardia  nacional;  el  ta- 
picero le  llamaba  comandante  para  lisongearlo ,  y 
él  se  complacía...  como  se  complace  Alfredo  cuan- 
do le  llaman  conserje.  En  una  palabra,  luego  que 
el  comandante  (  este  es  su  nombre  conocido  )  hu- 
bo visto  el  cuarto  ,  dijo  al  tapicero  :  «Me  agrada; 
arreglaos  con  el  casero. »  «  Muy  bien ,  comandan- 
te, »  repuso  el  otro...  Y  al  día  siguiente  el  tapice- 
ro firmó  el  arriendo  en  su  propio  nombre  con  Bra- 
zo Rojo,  y  pagó  á  este  seis  meses  adelantados,  por- 
que parece  que  el  joven  no  quiere  ser  conocido. 
Pocos  momentos  después  vinieron  algunos  obreros 
y  empezaron  á  demoler  tabiques  y  hacer  otras  re- 
formas en  el  primer  piso:  trajeron  sofás,  cortinas 
de  seda,  espejos  dorados  y  otros  muebles  magní- 
ficos, de  modo  que  la  habitación  está  que  parece 
un  café  de  los  Baluartes...  amen  de  una  tapicería 
que  hay  por  todo  el  suelo,  tan  tupida  y  suave  que 
parece  que  anda  uno  sobre  felpa  de  seda...  Luego 
que  se  concluyó  la  obra  vino  á  verla  el  coman- 
dante, y  dijo  á  Alfredo: « ¿ Queréis  encargaros  de 
cuidar  de  ese  cuarto,  al  cual  vendré  pocas  veces, 
de  hacer  fuego  en  él  de  cuando  en  cuando  y  de  te- 
nerlo preparado  para  recibirme  cuando  os  avise  por 
la  estafeta?»  — «Sí,  comandante  ,» le  dijo  mi  com- 
placiente Alfredo.  —  «¿Y  cuánto  me  llevaréis  por 
todo  eso?» — «Veinte  francos  mensuales,  coman- 
dante.»—«  ¡  Veinte  francos  1  vaya,  sin  duda  os 
chanceáis  ,  portero. » —  Y  el  bueno  del  hombre 
empezó  á  ragatear  como  una  frutera  por  ocho  ó 
diez  miserables  francos ,  siendo  así  que  hacia  unos 
gastos  tan  espantosos  para  amueblar  una  casa  en 
que  no  vivia  I  Por  último  ,  á  fuerza  de  batallar  le 

T.    I.  1*7 


2kS  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

sacamos  doce  francos,  j  Doce  francos  I  Vaya  ,  solo 
el  decirlo  me  hace  trasudar.  |  Miren  que  señor  co- 
mandante !  ¡Buena  diferencia  entre  los  dos,  caba 
llero!  — añadió  la  portera  dirigiéndose  á  Rodolfo 
con  urbanidad : — aunque  no  os  hacéis  llamar  co- 
mandante ,  no  por  eso  tenéis  trazas  de  cualquiera 
cosa  ;  y  aunque  también  echo  de  ver  que  sois  po- 
bre porque  os  Tais  al  cuarto  piso,  os  habéis  conveni- 
do en  los  seis  francos  á  la  primera  palabra.  — ¿Vol- 
vió á  venir  el  comandante  ?  —  Eso  es  lo  particular: 
parece  que  lo  traen  al  retortero.  Ya  me  escribió 
otras  tres  veces  para  que  hiciese  fuego  y  tuviese 
todo  listo  porque  vendria  una  señora.  ¿Pero  vís- 
tela tú?...  pues  yo  tampoco.  —  ¿No  ha  venido  na- 
die?—  Vais  á  ver...  La  primera  de  las  tres  veces 
llegó  el  comandante  hecho  una  ascua,  pavoneándo- 
se y  cantando  entre  dientes:  esperó  dos  horas  lar- 
gas... pero  no  vino  una  alma;  y  cuando  pasó  por 
delante  de  la  portería  le  miramos  de  hito  en  hito 
Pipelet  y  yo ,  y  para  incomodarle  mas  le  dije : 
«Comandante,  ni  una  sola  persona  vino  á  pregun- 
tar por  vuestra  salud.»  «  ¡  Bueno  ,  bueno  I  respon- 
dió hecho  una  chispa,  y  se  marchó  mordiéndose  los 
dedos  de  cólera.  La  segunda  vez  trajo  un  mozo 
una  cartita  dirigida  al  señor  Carlos,  antes  que  él 
hubiese  llegado;  y  á  Pipelet  y  á  mí  todo  se  nos 
volvía  estirar  el  pescuezo  para  ver  si  llegaba  el  co- 
mandante ,  esperando  que  llevaría  otro  chasco  co- 
mo la  vez  primera.  «  Mi  comandante  ,  (le  dije  yo 
cuando  llegó  por  fin,  llevando  al  revés  de  la  mano 
izquierda  á  la  altura  de  mi  peluca  con  aire  militar) 
aquí  está  una  carta;  parece  que  vuelven  á  dejarnos 
hoy  en  blanco.  «Miróme  con  una  cara  de  fiera,  abrió 
la  carta  ,  la  leyó  ,  púsole  c('!orado  como  un  cama- 
ron  y  tomó  la  puerta  haciendo  que  cantaba  por 
entre  dientes;  pero  lo  cierto  es  que  iba  llevado  de 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.  2k9 

Satanás...  porque  es  rabioso  como  un  perro  y  tiene 
blanca  la  punta  de  la  nariz,  que  es  señal  que  nunca 
falla.  ¡Pero  anda  ,  rabia  y  muérate,  comandante 
de  tres  al  cuarto/  con  eso  aprenderás  á  no  dar  mas 
que  doce  sueldos  al  mes  por  cuidarte  del  cuarto. — 
¿  Y  la  tercera  vez?  —  ¡Ahí  la  tercera  vez  estuvo 
en  un  tris  el  que  saliese  con  la  suya.  Llegó  el  co- 
mandante de  punta  en  blanco  ,  y  tan  contento  y  se- 
guro de  su  negocio  que  le  saltaban  los  ojos  de  ale- 
gría. Lindo  mozo  por  cierto ,  es  preciso  hacerle  jus- 
ticia; y  luego  olia  como  la  gloria...  y  venia  tan  hin- 
chado y  satisfecho  que  apenas  tocaba  el  suelo  con 
sus  pies.  Cojió  la  llave  y  nos  dijo  al  subir  la  esca- 
lera muy  entonado  y  con  aire  de  emperador,  como 
para  vengarse  de  lo  pasado:  Prv3vendré¡s  á  esa  da- 
ma que  la  puerta  no  está  mas  que  entornada... »  Pi- 
pelet  y  yo  teníamos  tal  curiosidad  por  ver  á  la  de- 
seada señorita,  que  aunque  no  esperábamos  que 
viniese,  salimos  de  la  portería  y  nos  pusimos  de 
observación  en  la  puerta  de  la  calle...  A  breve  rato 
se  paró  delante  de  nosotros  un  coche  de  alquiler. 
«  Esta  es — dije  yo  á  Alfredo. — Ahí  esta  sn  penctt- 
ria.  Retirémonos  algo  para  que  no  se  espaviente.  » 
El  cochero  abrió  la  portezuela,  y  entonces  vimos  á 
una  señorita  con  un  manguito  sobre  las  rodillas , 
un  velo  negro  echado  sobre  la  cara  y  lapada  ade- 
mas la  boca  con  un  pañuelo,  porque  al  parecer 
estaba  llorando:  pero  héteme  aquí  que  cuando 
estaba  ya  echado  el  estribo ,  en  vez  de  bajar  la 
tal  señorita  dijo  algunas  palabras  al  cochero,  y 
este  volvió  á  recojer...  el  estribo  y  á  cerrar  la  por- 
tezuela. —  ¿  Y  no  bajó  la  señora? — Ni  por  pienso  : 
volvió  á  dejarse  raer  en  el  asiento  de  atrás  tapán- 
dose los  ojos  con  las  manos.  Yo  corrí  hacia  el  coche, 
y  antes  que  el  cochero  hubiese  subido  al  pescante  le 
dije: «  ¿Qué  es  eso  amigo...  así  os  volvéis  sin?...» 


250  LOS^MISTERIOS  DE  parís. 

((Sí,»  me  respondió. «  ¿ Y  á  dónde?»  volví  á  pregun- 
tar. «  Al  mismo  sitio  de  donde  he  venido. » « ¿  Y  de 
dónde  venís  ?»  « Calle  de  Santo  Domingo,  esquina  á 
la  de  Belle-Ghasse. » 

Rodolfo  se  estremeció  al  oir  estas  palabras. 

El  marqués  de  Harville,  uno  de  sus  mejores  ami- 
gos y  el  cual  padecia  de  algún  tiempo  á  aquella 
parte  de  una  profunda  melancolía,  como  llevamos 
indicado,  vivía  en  la  calle  de  Sto.  Domingo,  esquina 
á  la  de  Belle-Chasse.  ¿  Seria  acaso  la  marquesa  de 
Harville  la  que  así  corría  á  su  perdis-ion  ?  Sospecha- 
ría su  marido  de  su  conducta,  y  seria  esta  la  causa 
de  la  melancolía  que  lo  devoraba  ?  Estas  dudas  in- 
vadieron de  repente  la  im^iginacion  de  Redolfo.  Co- 
nocía la  sociedad  íntima  de  la  marquesa,  pero  no 
se  acordaba  de  haber  visto  jamás  en  ella  á  ninguno 
que  se  pareciese  al  comandante:  y  además  aquella 
joven  podría  haber  tomado  el  coche  en  la  misma 
calle  sin  vivir  en  ella.  Ninguna  prueba  tenia  Rodol- 
fo para  creer  que  fuese  la  marquesa ,  y  sin  embar- 
go una  multitud  de  vagas  sospechas  alteró  de  tal 
modo  su  semblante  ,  que  su  aire  inquieto  y  absor- 
to llamó  la  atención  de  la  portera.  —  ¿En  qué  pen- 
sáis, caballero?  — le  dijo. — Estoy  discurriendo 
por  qué  esa  mujer  que  ha  venido  hasta  el  mismo 
portal  cambió  tan  pronto  de  resolución.  —  La  ra- 
zones clara...  una  idea  cualquiera,  el  temor,  una 
superstición...  Nosotras  las  mujeres  somos  tan  dé- 
biles... tan  temerosas...  tan  irresolutas...  —  dijo  la 
horrible  portera  con  fingida  timidez.  —  Me  parece 
que  si  yo  anduviera  en  esos  trajines...  pegándose- 
la á  mi  Alfredo...  |  Jesús  !  Dios  me  guarde  el  juicio 
en  lances  así  yo  me  desmayaría.  ¡  Ayl  ¡nunca  ja- 
más, querido  Pipelet  del  alma  miaL..  No  hay  de- 
bajo délas  estrellas  quien  pueda  alabarse  de...  — 
Os  lo  creo,  señora  Pomona...  ¿pero  esa  joven?...  — 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO    2ol 

Yo  no  sé  si  era  joven,  porque  ni  siquiera  le  he  vis- 
to la  punta  de  la  nariz.  Pero  lo  cierto  es  que  volvió 
á  marchrarse  por  donde  habia  venido...  y  esto  nos 
dio  mas  contento  á  Pipelet  y  á  mí  que  si  nos  hubie- 
ran regalado  diez  francos.  —  ? Porqué? — Solo  el 
pensar  en  la  cara  que  iba  á  poner  el  comandante, 
era  cosa  de  morirse  de  risa...  Por  de  pronto ,  en  lu- 
gar de  subir  á  decirle  que  su  gaya  se  habia  ido...  le 
dejamos  esperar  y  hacer  calendarios  una  hora  lar- 
ga... Subí  por  fin ,  llego  á  la  puerta  que  no  estaba 
mas  que  entornada,  la  empujo,  y  se  abre  con  rui- 
do porque  rechinaron  los  goznes.  La  escalera  y  la 
entrada  de  la  puerta  estaban  oscuras  como  noche... 
y  héteme  aquí  que  al  punto  de  entrar  me  echa  los 
brazos  el  bueno  del  comandante  y  y  me  dice  con 
un  tonillo  muy  almibarado:  «  Cómo  tan  tarde  ángel 
mió  I 

Rodolfo  no  pudo  menos  de  sonreír  ,  á  pesar  del 
serio  pensamiento  que  le  dominaba,  especialmente 
al  ver  la  grotesca  peluca  y  el  rostro  abominable, 
arrugado  y  granugiento  de  la  heroína  de  este  lance 
ridículo. 

Madama  Pipelet  continuó  haciendo  unas  muecas 
de  alegría  que  la  hacian  aun  mas  detestable : 

—  I  Jé,  jé,  jé  I  I  vaya,  vaya  I  Pues  aun  falta  lo 
mejor...  Yo  no  respondí  una  sola  palabra,  detuve  el 
aliento  y  me  dejé  abrazar  del  comandante,.,  pero 
al  cabo  de  un  rato  el  muy  grosero  me  dá  un  em- 
pujón ,  y  dice  todo  espantado  con  un  tono  de  asco 
como  si  le  hubiera  picado  una  araña : « ¿  Pero  quién 
diablos  está  aquí»  vi  Soy  yo,  comandante,  madama 
Pipelet  la  portera  ,  y  en  tal  categoría  os  intimo 
que  recojáis  las  manos,  y. que  no  me  agarréis  por 
la  cintura  ni  me  llaméis  vuestro  ángel,  diciéndome 
que  vengo  tarde.  ¡Caramba!  ¿y  si  mi  Alfredo  es- 
tuviese aquí»    «¿Qué  queréis?»  me  dijo  furioso. 


252  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

«  Comandante  la  señorita  acaba  de  llegar  en  un  co- 
che de  alquiler.  »  «Pues  bien,  que  suba.  ¡Habrá 
estupidez  igual !  ja  os  he  dicho  que  la  hicieseis  su- 
bir.» Ya  se  comandante  que  me  habéis  dicho  que  la 
hiciese  subir  «¿Y  entonces  porqué...?  »  «Es  que  la 
señorita...»  «/Esplicáos,  bruja,  de  una  vez!»  Es  que 
la  señorita  se  ha  vuelto  por  el  mismo  camino.» 
« ¡  Vamos,  sin  duda  habéis  hecho  alguna  bestialidad 
—  gritó  mas  y  mas  enfurecido.  —  «No,  comandan- 
te, la  señorita  no  ha  bajado  del  coche:  no  bien  el 
cochero  abrióla  portezuela  cuando  le  dijo  que  vol- 
viese á  retroceder  el  camino.  »  «El  coche  no  debe 
estar  lejos»  gritó  el  comandante  arrojándose  hacia 
la  puerta.  — «  ¿  A  dónde  vais,  si  hace  una  hora  qu€ 
se  ha  marchado?  »  —  le  dije.  «¡Una  hora!  ¿y  por- 
qué habéis  tardado  tanto  en  avisarme?»  —  gritó 
lleno  de  cólera.  —  «  Porque  temíamos  incomodaros 
con  la  noticia  de  que  esta  vez  volváis  á  quedaros 
in  albis. »  Chúpate  esa  ,  —  dije  yo  para  mi.  —  Asi 
aprenderás  á  no  ponerme  otra  vez  las  manos  en  el 
pelo  de  la  ropa.  «  ¡  Salid  de  aquí,  marchaos,  vieja 
de  los  diablos,  que  no  hacéis  mas  que  brutalida- 
des I»  —  volvió  á  gritar  desabrochándose  la  bata 
tártara  y  arrojando  al  suelo  el  gorro  griego  de  ter- 
ciopelo bordado  de  oro...  j  Lindo  gorro  por  cierto  I 
¿  Y  qué  diremos  de  la  bata  ?  ¡  que  bata ,  santo  Dios 
turbaba  la  vista  parecia..  una  luciérnaga...  —  Pero 
os  espusisteis  á  que  no  volviese  á  ocuparos  en  su 
servicio.  —  No  baria  tal...  Le  tenemos  cojido  por 
las  narices,  sabemos  en  donde  vive  su  hurgamande- 
ra] y  si  nos  dijese  algo  le  amenazaríamos  con  des- 
cubrir el  enredo...  Además  ^^ quién  se  encargaría 
de  servirle  por  doce  francos?  ¿una  mujer  defuera 
/Ya  la  daríamos  buena  "vida,  ya!  ..  En  fin,  amigo 
raio  ¿  creeréis  que  el  miserable  pasó  una  revista  á 
su  leña  y  la  contó  y  recontó  para  ver  cuantos  pa- 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEF  TEMPLO.     253 

los  lehabiamosquemado?...  Yo  no  tengo  ningunn 
duda  de  que  es   un  señor  nuevo,  üecho  por  algún 
sastre  de  la  noche  á  la  mañana  ..  un  quídam,  ua 
nadie  :  un  botarate...  gastos  de  gran  señor  por  un 
lado  ;  economías  de  zapatero  viejo  por  el  otro..  En 
una  palabra ,  yo  ne  le  deseo   otro  mal ,  pero  me 
alegraré  que  la  tal  señorita  le  haga  rabiar   tanto 
que  se  dé   de  calabazadas  contra  las  paredes  del 
cuarto.  A.postaría  algo  á  que  mañana  no  viene  la 
desconocida ,  aunque    le    haya   ofrecido  venir.  Si 
viene  veremos  si  es  morena  ó  rubia  ó  que  trazas 
tiene.  Pero  decidme,  caballero  ,  ¿no  os  parece  que 
habiendo  un  marido  por  medio  representa  un  pa- 
pel muy  ridículo  ?  ¡Os  confieso  que  me  dá  lástima 
el  pobrecillo  I  Pero  con  vuestro  perdón  voy  á  reti- 
rar del  fuego  el  puchero  porque  ya  empieza  á  chillar 
es  un  estofado  de  vaca  capaz  de  abrir  el  apetito  de 
un  difunto.  Alfredo  bebe^los  aires  por  este  plato  y 
dice  que  por  un  estofado  haría  traición  á  la  Fran- 
cia, i  á  su  querida  Francia  !...  pobre  vejete  mió.     . 

Mientras  la  portera  se  complacía  en  hacer  esta 
digresión  doméstica ,  Rodolfo  se  entregaba  á  tristes 
reflexiones. 

La  mujer  desconocida,  ya  fuese  ó  no  la  marque- 
sa de  Harville ,  habia  dudado  largo  tiempo  y  lucna- 
do  consigo  misma  antes  de  conceder  la  primera  y 
segunda  cita  ,  y  asustada  después  por  los  resulta- 
dos de  su  imprudencia  ,  un  remordimiento  saluda- 
ble la  habia  impedido  acaso  cumplir  sn  promesa 

Rodolfo  sintió  una  momeijtánea  angustia  al  ima- 
ginar que  la  marquesa  de  Harville  podia  ser  la 
heroína  de  esta  triste  aventura ,  pues  como  se  verá 
mas  adelante  habia  profesado  á  aquella  joven  un 
tiernisimo  afecto;  pero  su  amor  jamás  habia  salido 
de  los  labios,  porquequeria  al  marques  de  Harville 


2oÍ  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

como  á  un  hermano.  Preguntábase  á  sí  mismo  por- 
qué aberración  fatal  podia  ser  sacrificado  el  mar- 
ques de  Harville,  joven  de  talento,  amante  ,  gene- 
roso V  tiernamente  enamorado  de  su  mujer  ,  a  un 
ente  tan  despreciable  y  ridículo  como  el  coman- 
dante. ¿  Se  habria  prendado  la  marquesa  únicamen- 
te de  la  bella  figura  de  este  hombre  ? 

Ademas,  Rodolfo  sabia  que  la  marquesa  de  Har- 
TÍlle  era  una  mujer  de  talento  ,  afectuosa  ,  de  un 
carácter  elevado,  y  cuya  reputación  jamás  se  ha- 
bla manchado  con  el  menor  desliz  en  su  conducta 
conyugal  Después  de  haber  hecho  maduras  refle- 
xiones se  persuadió  que  no  podia  ser  la  mujer  de 
su  amigo. 

Luego  que  madama  Pipelet  terminó  sus  deberes 
culini^rios  volvió  á  continuar  su  coloquio  con  Ro- 
dolfo. 

—  ¿Quién  vive  en  el  segundo  piso?  —  preguntó 
este  á  la  portera.  —  La  tia  Quiromántica  mujer  sin 
igual  para  echar  los  naipes.  Lee  en  las  rayas  de  las 
manos  como  en  un  libro,  y  vienen  á  verla  muchas 
personas  de  cuenta  para  que  les  diga  la  buena  ven- 
tura... gana  mas  plata  de  lo  que  pesa...  pero  tiene 
mas  oficios  que  el  de  adivina.  —  En  qué  mas  se  ocu- 
pa? —  Tiene  como  si  dijéramos  un  iTionte  de  piedad 
— ;  Ah  !  ya  entiendo  la  vecina  del  cuarto  segundo 
da  dinero  sobre  prendas.  —  Cabaüto..  y  menos  caro 
que  en  el  monte  'público  de  piedad...  y  con  menos 
embrollos  ,  porque  no  hay  que  andar  con  esa  mul- 
titud de  papeletas,  y  reconocimientos ,  y  números 
y  contraseñas...  nada  de  eso.  Por  ejemplo  :  le  traéis 
una  camisa  que  vale  3  francos  y  os  presta  10  suel- 
dos :  al  cabo  de  ocho  dias  os  presentáis  con  20  suel- 
dos... y  sino  se  queda  con  la  camisa.  No  hay  cuen- 
tas mas  sencillas  y  redondas...  un  niño  las  en- 
tiende. Es  de  ver  las  alhajas  y  prendas  que   le 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.    2o5 

traen ;  su  cuarto  parece  un  bazar.  No  lo  creeríais 
si  os  dijese  sobre  que  cosas  presta  algunas  veces: 
yo  la  he  visto  prestar  dinero  sobre  un  loro...  queju- 
raba  por  cierto  como   un  descosido. 

—  ¡  Sobre  un  loro  !...  ¿  pero  qué  valor  ?...  —  A 
eso  voy ,  tened  paciencia.  El  loro  era  muy  conocido 
y  pertenecía  á  la  viuda  de  un  cartero  que  vive 
aqui  cerca  en  la  calle  de  Santa  Avoye,  y  se  llama 
madama  Herbelot,  Como  todos  sabían  que  quería 
al  lorito  como  á  las  niñas  de  sus  ojos ,  la  tia  Quiro- 
mántica  la  dijo  que  la  prestaría  10  francos  sobre 
el  animal ,  pero  que  si  al  cabo  de  ocho  dias,  á  me- 
diodía en  punto ,  no  le  pagaba  los  20  francos.,  (con 
el  rédito  de  ley  eran  20  francos;  ya  veis  que  es  cuenta 
redonda...)  y  ademas  de  los  20  francos  los  gastos  de 
manutención ,  daría  sin  remedio  al  pajarraco  una 
ensalada  de  perejil  sazonado  con  arsénico...  Atemo- 
rizada con  esta  amenaza,  madama  Herbelot  trajo  á  la 
Quiromántica  los  20  francosal  séptimo  día  en  punto, 
y  se  llevó  su  animalucho,  que  por  cierto  no  hacia 
mas  que  echar  blasfemias  y  sapos  y  culebras  por 
el  pico,  de  modo  que  mi  Alfredo   se  ponía  á  ve- 
ces colorado  porque   es   la   pura    modestia...  Na- 
da  tiene   de  estraño;  su   madre  era  monja  y  su 
padre  cura  párraco...  ya  sabéis  que  en  tiempo  de  la 
Revolución  ha  habido  curas  que  se   casaron  con 
monjas...  —  Supongo  que  la  tia  Quiromántica  no 
tiene  otro  oficio.  — No  tiene  otro  si  se  quiere  :  pe- 
ro yo  no  sé  que   teje  maneje  trae  á   veces  entre 
manos  un  cuartito  retirado  en  que  nadie  entra ,  es- 
cepto  Brazo  Rojo  y  una  vieja  tuerta  llamada  la  Le- 
chuza. 
Rodolfo  miró  con  asombro  á  la  portera. 
Interpretando  esta  la  sorpresa  de  su  futuro  hués- 
ped ,  le  dijo : 
—  Es  un  nombre  bien  raro  el  de  Lechuza  ¿no 


2oG  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

es  verdad  ?  — >  Sí  por  cierto.  ¿  Viene  con  frecuencia 
esa  mujer? — De  seis  semanas  á  esta  parte  solo  la 
vimos  entrar  anteayer,  y  cojeaba  un  poco. — ¿Qué 
tiene  que  hacer  con  la  tía  Quiroraántica?  — Eso  es 
lo  que  yo  no  entiendo;  á  lo  menos  en  lo  que  toca 
al  teje  maneje  del  dichoso  cuarto  en  donde  solo 
entra  la  Quiromántica  con  Brazo  Rojo  y  la  Lechu- 
za. Solo  he  notado  que  la  tuerta  trae  siempre  un 
lio  en  el  canastillo,  y  Brazo  Rojo  otro  lio  debajo 
de  la  capa  ,  pero  vuelven  á  salir  sin  nada.  — ¿Sa- 
béis qué  contienen  esos  lios  ?  — Ni  poco  ni  mucho: 
lo  único  que  sé  es  que  hacen  una  batahola  del  dia- 
blo ,  porque  cuando  suben  la  escalera  despiden  un 
olor  infernal  de  azufre,  y  de  carbón  y  estaño  der- 
retido que  apesta,  y  luego  se  oye  soplar  y  reso- 
plar como  si  fuese  una  fragua.  Yo  creo  que  son  al- 
gunos ingredientes  con  que  prepara  sus  brujerías 
la  tia  Quiromántiea...  por  lo  menos  así  me  lo  ^ijo 
el  señor  Cesar  Rradamanti  que  vive  en  el  cuarto 
tercero.  ¡  Ese  sí  que  es  un  sabio  /  Aunque  italiano 
habla  el  francés  como  vos  y   como  yo,  solo  que 
tiene  un  si  es  no  es  de  acento  extranjero:  pero  de 
todos   modos  es   un    sabio  completo  ,  que  conoce 
todos  los  simples...  y  que  saca  dientes  y  muelas, 
no  por  el  dinero...  nada  de  eso ,  sino   por  el  ho- 
nor... Sí ,  señor  ,  por  el  honor  ;  así  lo  dice  á  todos 
ios  que  quieren  escucharle.  Si  tenéis  seis  muelas 
malas  os  sacará  los  cinco  primeras  de  valde...  y  so- 
lo os  llevará  dinero  por  la  sesta.  Y    todo  esto  sin 
contar  con  los  remedios  que  vende  para  todas  las 
enfermedades ,  como  fluxiones  de  pecho ,  catarros, 
y  cuantos  dolores  hay.  El  mismo  vende  sus  drogas 
en  público  y  trae  de  aprendiz  al  hijo  del  arrenda- 
tario principal  llamado  el  Cojuelo...  Nos  dice  á  ve- 
ces que  su  amo  se  ha  ido  á  comprar  un  caballo  y 
un  vestido  encarnado  para  vender  sus  medicinas  en 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.    257 

las  plazas  públicas,  y  que  él,  es  decir  el  Cojuelo,  se 
vestirá  de  trovador  y  locará  el  tambor  para  llamar 
la  atención  de  los  compradores.  —  Me  parece  har- 
to modesto  ese  oficio  para  el  hijo  de  vuestro  prin- 
cipal arrendatario.  — Su  padre  dice  que  quiere  re- 
ducirlo á  comer  tronchos  de  berza,  porque  de  otro 
modoacabaria  en  una  horca...  y  á  la  verdad  es  el 
mico  mas  travieso  y  maligno  que  he  visto  en  los 
dias  de  mi  vida.,  ya  hizo  mas  de  una  travesura  al  po- 
bre señor  Cesar  Bradamanti  que  es  la  misma  nata 
de  la  honradez,  y  como  curó  á  mi  Alfredo  de  su 
reumatismo,  le  tenemos  ambos  en  las  tejillas  del 
corazón.  Tero  hay  jentesde  tan  mala  lengua,  que... 
no,  no  puede  ser;  j  solo  el  pensarlo  me  eriza  los 
cabellos  /  Alfredo  dice  que  si  fuese  verdad  ,  seria 
un  caso  de  presidio. 

—  ¿ Pero  qué  hay?  —  ¡ Oh  !  no  me  atrevo  á de- 
círoslo... no,  nunca  lo  diré...  — Bien,  pues  hable- 
mos de  otra  cosa.  —  Porque,  á  fé  de  mujer  hon- 
rada... decir  cosas  de  este  calibre  á  un  joven  como 
vos...  —  Pues  dejémoslo,  madama  Pipelet :  no  se 
hable  del  asunto.  —  En  resumidas  cuentas ,  como 
vais  á  ser  nuestro  huésped  ,  mejor  será  decíroslo 
para  que  sepáis  que  todo  es  una  impostura.  Y  como 
estáis  en  situación  de  trabar  amistad  con  el  señor 
Bradamanli ,  si  llegaseis  á  creer  semejantes  cuen- 
tos renunciarías  á  su  amistad  y  compañía.  Dícese 
que... 

Y  la  vieja  dijo  en  voz  baja  algunas  palabras  á 
Rodolfo,  el  cual  hizo  un  gesto  de  disgusto  y  de 
horror. 

—  I  Oh  /  eso  seria  espantoso...  —  ¿  No  es  verdad... 
si  fuese  cierto  ?  pero  todo  es  murmuración  y  mal- 
querencia. ¿  Ni  cómo  podria  ser  verdad  de  un  hom- 
bre que  ha  curado  el  reumatismo  de  mi  Alfredo  y 
que  os  propoHc  sacaros  gratis  cinco  dientes  de  seis; 


2o8  LOS  3IISTER10S  DE  PARÍS, 

de  un  hombre  que  tiene  sus  certificados  corres- 
pondientes de  haber  curado  á  no  sé  cuantos  prín- 
cipes de  Europa  y  que  paga  en  la  mano  cuanto 
compra  ?  ¡  No  1  antes  moriría  que  creer  semejantes 
patrañas. 

Mientras  que  madama  Pipelet  desahogaba  su  in- 
dignación contra  los  calumniadores,  pensaba  Ro- 
dolfo en  la  carta  dirigida  á  este  charlatán,  escrita 
en  papel  ordinario  con  letra  grande  y  disfrazada  y 
algo  borrada  por  una  lágrima ;  y  en  la  carta  diri- 
gida á  este  hombre  vio  Rodolfo  un  drama  terrible. 
ün  presentimiento  involuntario  le  hizo  tener  por 
verdaderos  los  rumores  horribles  que  circulaban 
acerca  del  italiano. 

—  í  Ahí  viene  Alfredo  1...  —  exclamó  la  portera : 
—  él  os  dirá  como  yo  que  solo  las  malas  lenguas 
pueden  atribuir  tales  horrores  al  pobre  señor  Ce- 
sar Rradamanti,  que  le  ha  curado  el  reumatismo. 
Monsieur  Pipelet  entró  en  la  portería  con  aire 
grave  y  magistral ;  rayaba  en  los  sesenta  años ,  te- 
nia enormes  narices  y  era  gordo,  colorado  y  rechon- 
cho como  algunas  figuras  de  los  cuadros  flamencos. 
En  la  cabeza  llevaba  un  sombrero  vetusto  de  copa 
baja  y  ala  espaciosa. 

Este  enorme  sombrero  era  tan  inseparable  de  la 
cabeza  de  Pipelet  como  de  la  de  su  mujer  la  fan- 
tástica peluca  que  hemos  descrito :  de  su  viejo  y 
ancho  fraque  verde  se  desprendian  dos  faldones  co- 
losales que  casi  llegaban  hasta  el  suelo ,  y  en  las 
vueltas  se  veía  relucir  una  costra  asquerosa  y  gra- 
sienta.  A  pesar  de  su  sombrero  y  del  singular  ves- 
tido, que  no  dejaba  de  tener  cierto  aire  de  etique- 
ta ,  M.  Pipelet  llevaba  siempre  consigo  el  modesto 
emblema  de  su  empleo  ,  cual  era  un  delantal  trian- 
gular de  cuero ,  ceñido  sobre  un  chaleco  de  tan 
diversos  colores  como  la  colcha  abigarrada  de  la 


t^ 


m-  "-iíipXt 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.    259 

cama  de  madama  Pipelet.  Saludó  á  Rodolfo  con 
bastante  afabilidad;  pero  en  la  sonrisa  de  este 
hombre  había  cierta  amargura,  y  se  notaba  una 
profunda  melancolía  en  la  expresión  de  su  sem- 
blante. 

—  Alfredo  ,  el  señor  quiere  alquilar  el  cuarto  y 
el  gabinete  del  cuarto  piso  —  dijo  madama  Pipelet 
presentando  Rodolfo  á  su  marido.  —  Hemos  estado 
aguardando  para  beber  juntos  una  copa  del  Bur- 
deos que  me  ha  hecho  comprar. 

Esta  delicada  atención  ganó  desde  luego  la  con- 
fianza de  M.  Pipelet ,  el  cual  llevó  la  mano  al  bor- 
de anterior  del  ala  del  sombrero  ,  y  dijo  con  voz  de 
bajo  digna  de  un  sochantre  de  catedral : 

—  Os  complaceremos  como  porteros  ,  caballero, 
y  vos  nos  corresponderéis  como  inquilino. 

Mas  interrumpiendo  de  repente  su  salutación, 
dijo  con  inquietud  á  Rodolfo  : 

—  ¡Con  tal  que  no  seáis  pintor,  caballero  I...  — 
No,  soy  dependiente  de  una  casa  de  comercio.  — 
Entonces  me  tenéis  á  vuestras  órdenes.  ¡  Felicito  á 
la  naturaleza  por  no  haberos  dispuesto  para  ser 
uno  de  esos  monstruos  de  artistas !  —  i  Monstruos 
los  artistas  / —  exclamó  Rodolfo. 

Alfredo  levantó  las  manos  al  cielo  dando  un  ge- 
mido sordo  é  iracundo  por  única  respuesta. 

Habéis  de  saber  que  los  pintores  han  emponzoña - 
d(»  la  existencia  de  Alfredo,  embruteciéndole  como 
veis  —  dijo  en  voz  baja  á  Rodolfo  madama  Pipelet; 
y  luego  continuó  en  tono  mas  alto  y  cariñoso:  — 
Vamos,  Alfredo  ,  sé  razonable  y  no  pienses  ahora 
en  ese  bribón...  vas  á  ponerte  malo  y  luego  no  po- 
drás comer. — No.  yo  conservaré  la  razón  y  la  se- 
renidad —  respondió  M.  Pipelet  con  dignidad,  pe- 
ro con  aire  triste  y  resignado. —  Me  causó  grandes 
daños...  ha  sido  por  mucho  tiempo  mi  perseguidor 


260  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

y  mi  verdugo  ;  pero  ahora  lo  desprecio.  ;  Los  pin- 
tores!—  añadió  volviéndose  á  Rodolfo  —  ¡ah,  ca- 
ballero !  los  pintores  son  la  polilla  de  una  casa...  su 
demolición,  su  ruina.  —  ¿Habéis  tenido  por  inqui- 
lino  á  algún  pintor  ? —  i  Ab/  sí ,  caballero  ,  sí:  he- 
mos tenido  uno — repuso  M.  Pipelet  con  amargura: 

—  ¡un  pintor  que  se  llamaba  Cabrion  ! 

A  pesar  de  su  aparente  moderación  el  portero 
apretó  convulsivamente  los  puños  al  pronunciar  es- 
te nombre. 

—  ¿Era  acaso  el  inquilino  del  cuarto  que  acabo 
de  alquilar?  —  preguntó  Rodolfo. —  /Oh,  no  !  el 
último  huésped  era  un  joven  recomendable  y  exce- 
lente llamado  Germán  de  apellido;  pero  antes  de 
él  había  ocupado  el  cuarto  Cabrion.  /  Ah  1  desde  que 
salió  de  casa  ese  infame  Cabrion  me  ha  vuelto  lo- 
co,  me  ha  embrutecido... —  ¿Habéis  sentido  su 
marcha  hasta  el  punto  de?... —  preguntó  Rodolfo. 

—  ¿Yo  sentir  á  Cabrion?  —  repuso  el  portero  lle- 
no de  estupor:  —  ¡sentirá  Cabrion!  Figuraos,  ca- 
ballero, que  el  señor  Rrazo  Rojo  tuvo  que  pagarle 
dos  mesadas  para  hacerle  salir  de  aquí ,  porque  ha- 
bla tenido  la  desgracia  de  hacerle  una  escritura  de 
arriendo.  ¡  Qué  infame  bribón  I  No  tenéis  idea  de 
las  horribles  diabluras  que  nos  ba  hecho.  Os  ha- 
blaré de  una  sola  para  que  juzguéis  por  ella  de  las 
demás  :  no  hay  instrumento  de  aire  que  no  haya 
hecho  cómplice  de  su  endemoniada  manía  de  inco- 
modar á  todos  los  vecinos...  ni  un  solo  instrumen- 
to ,  desde  el  cuerno  inglés  hasta  el  serpenton  y  el 
caramillo;  y  ha  llegado  su  villanía  hasta  el  extremo 
de  tocar  mal  con  toda  intención  y  rej)etir  una  mis- 
ma nota  por  espacio  de  dos  horas  seguidas.  Era 
cosa  de  volvernos  locos.  Se  han  hecho  mas  de  vein- 
te peticiones  al  señor  Rrazo  Rojo  para  que  echase 
á  la  calle  aquel  músico  infernal,  pero  el  amo  solo 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.     261 

pudo  conseguir  que  se  marchase  pagándole  dos 
mesadas...  ¿Qué  os  parece  de  este  lance?...  pagar 
mesadas  á  un  inquilino,  siendo  él  quien  debiera 
pagar...  pero  no  solo  dos,  sino  tres  y  mas  se  le  hu- 
bieran dado  para  que  nos  dejase  libres.  Por  fin  salió 
de  casa...  pero  no  vayáis  á  creer  que  se  acabaron 
con  esto  las  diabólicas  travesuras  de  Cabrion.  A  las 
once  de  la  noche  del  dia  siguiente  estaba  metido 
entre  mis  sábanas,  cuando  oigo  á  la  puerta  :  i  tan  ! 
¡  tan  I  ¡  tan  !  Tiro  del  cordón  del  pestillo,  entra  una 
persona,  llégase  á  mi  cuarto,  y  dice  una  voz:  «Bue- 
nas noches  ,  portero:  ¿queréis  tener  la  bondad  de 
darme  un  mechón  de  vuestro  pelo?»  Mi  muger  al 
oir  tal  proposición,  me  dijo:  «Es  alguno  que  se 
engañó  en  la  puerta. »  Y  entonces  dije  al  descono- 
cido: «No  es  aquí;  llamad  á  la  otra  puerta.»  «Sin 
embargo  este  es  el  número  17.  ¿No  se  llama  P¡ pe- 
lel el  portero  de  esta  casa  ?»  preguntó  la  voz. «  Sí, 
le  dije;  ese  es  mi  nombre.»  «Pues  bien,  mi  muy 
amado  Pipelet,  vengo  á  pediros  un  mechón  de 
vuestro  pelo  para  Cabrion  ;  es  una  idea  que  se  le 
puso  en  la  cabeza,  y  no  hay  remedio...  quiere  un 
rizo  de  vuestro  pelo. » 

M.  Pipelet  miró  á  Rodolfo ,  meneó  la  cabeza  y 
cruzó  los  brazos  con  actitud  académica. 

—  ¡Ya  lo  veis,  caballero!...  venia  á  pedirme 
un  mechón  de  mi  pelo  ,  á  mí  que  soy  su  enemigo 
mortal...  después  de  haberme  ofendido  y  ultrajado 
venia  á  pedirme  un  favor  que  no  siempre  conceden 
las  enamoradas  á  sus  niismos  amantes...  —  ¡Y  al 
fin ,  si  ese  Cabrion  fuera  á  lo  menos  un  buen  in- 
quilino como  el  señor  Germán'... — dijo  Rodolfo 
con  una  seriedad  imperturbable. —  Aunque  hubie- 
se sido  buen  inquilino  no  le  hubiera  concedido  yo 
el  mechón  de  pelo  —  dijo  con  magestad  el  portero 
'-  porqué  no  está  en  mis  principios  ni  en  mis  eos- 


262  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

tumbres;  pero  en  tal  caso  lo  hubiera  negado  con 
urbanidad. — Pues  no  para  en  eso  —  dijo  la  porte- 
ra :  —  figuraos  ,  caballero  ,  que  desde  aquel  dia 
no  hay  mañana  ,  ni  tarde,  ni  noche,  ni  hora  nin- 
guna del  dia  en  que  el  detestable  Cabrion  no  nos 
envié  un  rosario  continuo  de  pillos  que  vienen  uno 
tras  otro  á  pedir  el  rizo  del  pelo  de  mi  marido...  \  j 
siempre  para  Cabrion  1  — Así  es  ,  caballero,  — con- 
tinuo M.  Pipelet  —  que  aunque  hubiese  cometido 
cien  crímenes  no  tendría  un  sueño  tan  agitado  como 
tengo.  Dispierto  á  cada  instante  sobresaltado  cre- 
yendo oir  la  voz  de  ese  infernal  Cabrion.  Desconfio 
de  todos;  veo  en  cada  persona  un  enemigo  que  vie- 
ne á  pedirme  un  mechón  de  mi  pelo  ..  he  perdido 
mi  acostumbrada  amenidad  y  me  he  hecho  mal  en- 
carado ,  sombrío,  espantadizo  y  suspicaz  como  un 
malhechor.,,  ese  monstruo  de  Cabrion  ha  envene- 
nado mi  existencia. 

Y  M.  Pipelet  lanzó  un  profundo  suspiro  y  caló  el 
sombrero  con  tan  desesperada  energía,  que  parecía 
abrumado  en  aquel  momento  por  todo  el  pfiso  de 
su  terrible  infortunio. 

—  Ahora  veo  por  que  no  queréis  bien  á  los  pin- 
tores —  dijo  Rodolfo;  —  pero  á  lo  menos  el  buen 
carácter  de  ese  Germán ,  de  quien  me  habéis  ha- 
blado, debió  compensaros  los  disgustos  que  os  cau- 
só Cabrion. —  ¡Oh!  sin  duda...  ese  sí  que  os  un 
joven  claro  como  el  dia  ,  servicial  y  nada  petulan- 
te ;  alegre  ,  pero  de  una  alegría  que  no  hace  daño 
á  nadie  ,  y  no  es  burlador  ni  insolente  como  ese 
abominable  Cabrion,  á  quien  Dios  confunda  por 
siempre  jamas  amen  !  —  Vaya  ,  calmaos ,  señor  Pi- 
pelet, y  no  pronunciéis  másese  nombre.  ¿Quién  es 
el  feliz  propietario  que  posee  ahora  al  joven  Ger- 
mán ,  á  esa  perla  de  los  inquilinos?  —  No  lo  sé,  ni 
nadie  sabe  ni  sabrá  en  dónde  vive  ahora  el  señor 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.    263 

Germán.  Pero  aunque  digo  nadie  ,  debo  exceptuar 
á  la  señorita  Alegría.  —  ¿Quién  es  esa  señorita 
Alegría  ?  —  preguntó  Rodolfo.  —  Una  modistilla, 
que  vive  en  otro  cuarto  pared  por  medio  del  vues- 
tro... —  repuso  madama  Pipelet.  —  j  Esa  sí  que  es 
otro  diamante  1...  paga  siempre  adelantado...  tie- 
ne siempre  su  cuartito  tan  limpio  y  aseado,  es 
tan  amable  y  alegre  con  iodo  el  mundo  ,  tan  gozosa 
y  complaciente  que  parece  un  ángel  del  cielo...  tra- 
baja sin  descanso,  y  hay  semana  que  le  sale  por 
dos  francos  diarios...  mas  para  eso  tiene  que  desve- 
larse mucho  la  pobrecilla.  —  ¿Pero  cómo  es  que  solo 
!a  señorita  Alegría  sabe  donde  vive  Germán — Guan- 
do dejo  )a  casa  —  repuso  madama  Pipelet  —  nos 
dijo:  «No  espero  recibir  cartas  de  nadie;  pero  si 
por  casualidad  llegase  alguna,  la  entregareis  á  la 
señorita  Alegiia. »  Y  por  cierto  que  es  digna  de 
su  confianza,  aunque  las  cartas  sean  del  mayor  in- 
terés, ¿no  es  verdad ,  Alfredo?  —  Lo  cierto  es  que 
nada  habria  que  decir  de  la  señorita  Alegría  —  dijo 
consequeda  del  portero — sino  hubiese  tenido  la  debi- 
lidad de  de  jarse  requebrar  por  ese  infomeCabrion.- 
Conrespecto  á  eso,  Alfredo  —  repuso  la  portera  — 
yasabeis  que  es  menester  dar  ácada  uno  lo  que  es 
suyo;  aunque  alegre  y  de  buen  humor,  la  señorita 
Alegría  es  tan  honesta  y  morigerada  como  yo...  y 
sino  véase  el  cerrojo  que  tiene  en  su  puerta.  Es  cier- 
to que  los  vecinos  del  piso  la  visitan  :  pero  eso  de- 
pende del  local  y  no  de  ella...  ¡  pobrecilla  I...  lo 
mismo  decia  del  comisionista  viajero  que  habitó  en 
el  cuarto  antes  de  Cabrion  ,  y  lo  mismo  suce- 
dió con  el  señor  Germán  después  que  se  ha  marcha- 
do el  detestable  pintor.  Repito  que  nada  hay  de  ma- 
lo en  esto  y  que  solo  depende  del  local...  la  visitan 
la  hablan,  y  nada  mas... 
—  Por  manera  —  dijo  Rodolfo  —  que  los  inqui- 
r  I.  18 


264  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

linos   del   cuarto  que  quiero  alquilar  tienen  que 
visitar  forzosamente  á  la  señorita  Alegría.  —  Sin 
remedio,  caballero;  nadie  puede  dispensarse  de  ser 
buen  vecino  suyo;  y  voy  á  deciros  la  razón.  Sien- 
do vecino  de  la  señorita  Alegría...  como   los  dos 
cuartos  solo  están  divididos  por   un  tabique...  y 
entre  jóvenes  ya  sabemos  lo  que  pasa ;  por  ejem- 
plo, con  motivo  de  pedir  luz ,  una  brasita  de  fue- 
go... un  poquito  de  agua...  Con  respecto  al   agua 
puedo  aseguraros  que  se  halla  siempre  en  el  cuarto 
de  la  señorita  Alegría;  la  tiene  hasta  con  lujo,  y 
parece  que  no  puede  vivir  sin  ella  como  los  cisnes: 
cuando  tiene  un  momento  libre  se  pone  á   lavar 
los  cristales  y  el  mármol  de  la  chimenea,  de  modo 
que  su  cuarto  está  siempre  como  una  taza  de  oro... 
ya  lo  veréis...  —  De  modo  que  el   señor  Germán, 
por  consecuencia  del  local,  según  decís,  ha  hecho 
muy  buena  vecindad  á  la  señorita  Alegría.  —  Sin 
duda  ninguna,  y  en  verdad  que  parecen  nacidos 
el  uno  para  el  "otro.   Son  tan  bien  parecidos ,  tan 
jóvenes  que  era  una  gloria  el  verlos  bajar  la  es- 
calera cuando  iban  á  pasear  juntos  los  domingos, 
porque  este  era  el  único  dia  de  asueto  que  ambos 
tenian.  Ella  llevaba  siempre  un  sombrerito  senci- 
llo y  un  veslido  de  á  veinte  y  cinco  sueldos  la 
vara,  que  hacia  por  su  mano,  pero  que  le  sentaba 
como  á  una  reina;  y  él  la  acompañaba  en  traje  de 
verdadero  señor.  —  ¿No  ha  visto  Germán  á  la  se- 
ñorita Alegría  desde  que  salió  de  la  casa  ?  —  No, 
señor;  á  menos  que  la  haya  visto  algún  domingo, 
porque  en  los  demás  días  puedo  asegurar  que  ia 
señorita  Alegría  no   tiene  tiempo  para   pensar  en 
ningún  amante:   se  levanta  á  las  cinco  ó  las  seis 
de  la  mañana;  y  trabaja  hasta  las  diez,  y  á  veces 
hasta  las  once  de  la  noche:  no  sale  de  su  cuarto 
>ino  rauy  de  mañana  para  ir  á  comprar  las  provi- 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.    265 

siones  para  sí  y  sus  dos  canarios ,  y  por  cierto  que 
es  bien  poco  lo  que  comen  entre  los  tres.  ¿Qué 
pensáis  que  les  hace  falta  para  vivir?  Dos  sueldos 
de  leche,  un  poco  de  pan,  escarola,  cañamones,, 
algún  panizo  y  agua  clara  ^,  lo  que  no  impide  que 
los  tres  se  divierten,  y  canten  y  chillen,  así  ella 
como  los  pajarillos,  que  es  una  bendición  de 
Dios...  y  luego  es  tan  buena  y  tan  caritativa  con 
lo  poco  que  puede...  es  decir,  á  costa  de  su  tiempo 
y  de  sus  desvelos,  porque  trabajando  como  trabaja 
diez  ó  doce  horas  por  dia,  apenas  gana  lo  justo 
para  vivir...  ¡Si  vierais  el  afán,  el  desvelo  con  que 
la  señorita  Alegría  y  el  señor  Germán  han  cui- 
dado varias  noches  de  los  hijos  de  unos  infelices 
que  viven  en  el  desván,  y  á  quienes  va  á  poner 
en  la  calle  el  señor  Brazo  Rojo  antes  de  tres  dias !.., 
—  ¿Hay  aquí  alguna  familia  desgraciada? — ¿Des- 
graciada, caballero?  ¡Santo  Dios  I  ¡ya  lo  creo!... 
Cinco  chiquillos  como  ratoncitos ,  su  madre  en  la 
cama  moribunda,  su  abuela  chocha,  y  para  ali- 
mentarlos á  todos  un  hombre  que  apenas 
prueba  el  pan  trabajando  como  un  negro  toda  la 
semana,  á  pesar  de  que  es  un  obrero  excelente... 
Tres  horas  de  sueño  cada  dia,  ahí  está  todo  el 
descanso  que  toma.,,  ¡  y  qué  descanso,  Dios  miol... 
y  luego  lo  dispiertan  los  hijos  pidiendo  pan,  ó  la 
mujer  que  se  queja  y  gime  en  el  lecho...  ó  la 
vieja  idiota  que  ruje  á  veces  como  una  loba,  tam- 
bién de  hambre...  porque  no  tiene  mas  razón  que 
una  bestia...  Cuando  el  hambre  la  acosa  dema- 
siado, entonces  se  la  oye  ahullar  como  un  perro 
desde  la  escalera.  —  /Oh,  eso  es  horrible  I  —  ex- 
clamó Rodolfo.  — ¿Y  no  hay  quien  socorra  ú  esa 
gente?  — Hacemos  lo  que  se  puede  hacer  entre  po- 
bres. Desde  que  el  comandante  me  da  12  franéos 
al  mes  por  cuidarle  el  cuarto,  hago  un  puchero 


266  LOS  -MISTERIOS   DE    PARÍS. 

á  esos  infelices  una  vez  cada  semana,  y  á  lo  me- 
nos toman  una  taza  de  caldo...  La  señorita  Ale- 
gría se  desvela  algunas  noches  para  hacer  con  des- 
perdicios y  retazos  de  tela  algún  vestidito  para  los 
chiquillos...  El  pobre  señor  Germán,  que  tampoco 
estaba  muy  sobrado,  fingia  á  veces  que  recibía  de 
su  casa  algunas  botellas  de  buen  vino...  y  Mo- 
rel...  (que  así  se  llama  el  obrero)  echaba  enton- 
ces un  par  de  tragos  que  le  calentaban  el  estó- 
mago y  le  volvían  el  corazón  á  su  sitio.  —  ¿Y  el 
dentista  no  hace  algo  por  esos  infelices?  —  ¿Quién? 
¿El  señor  Bradamanti?...  — dijo  el  portero.  —  Es 
verdad  que  me  ha  curado  el  reumatismo,  y  por  eso 
lo  venero...  pero  desde  entonces  ya  he  dicho  á 
mi  mujer  :  «Pomona,  mira...  ese  señor  Bradaman- 
ti... no  me  da  muy  buena  espina!...»  ¿?ío  te  lo 
he  dicho  yo,  Pomona?  —  Es  verdad  que  me  lo 
has  dicho... — ¿Qué  hizo  Bradamanti?  —  Lo  vais 
á  ver:  cuando  hablé  al  señor  Bradamanti  de  la 
miseria  de  la  familia  deMorel,  porque  se  me  ha- 
bía quejado  de  que  no  le  dejaban  dormir  en  toda 
la  noche  los  ahullidos  hambrientos  de  la  vieja 
idiota.,,  me  dijo:  «Puesto  que  son  tan  desgracia- 
dos, si  necesitan  de  mí  para  sacarse  las  muelas,  no 
les  cobraré  nada  ni  aun  por  la  sexta.»  —  Madama 
Pípelet ,  —  dijo.  Bodolfo  —  formó  muy  mala  opi- 
nión de  ese  hombre.  ¿Y  ha  sido  mas  humana  la 
usurera?  —  Por  el  mismo  estilo  del  señor  Bra- 
damanti, —  dijo  la  portera  :  —  les  ha  prestado  so- 
bre la  ropa  que  tenían...  Todo  pasó  á  su  poder, 
hasta  el  último  colchón:  bien  es  que  nunca  tu- 
vieron mas  que  dos... — ¿Y  ahora  no  los  socorre? 
— ¿La  tía  Quírománlíra  ?  ¡buenas  trazas  tiene! 
**s  ian perra  en  su  clase  como  su  amante  en  ¡a  suya; 
porque  la  tía  Quírom;1ntíca  y  el  señor  Brazo  Bojo... 
¿no  es  verdad  tú  Pipelet  ?...  —añadió   la  portera 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.    267 

con  una  guiñada  y  un  movimiento  de  cabeza  lle- 
no de  malicia. 

¿De  veras?  —  dijo  Rodolfo. — Ya  lo  creo...  ¡va- 
ya si  se  adoran  I  El  veranillo  de  San  Martin  es  tan 
caliente  como  el  otro  ¿  no  es  verdad  tú ,  salado 
mió? 

M.  Pipelet  caló  un  poco  el  sombrero  con  aire 
melancólico,  y  no  dio  otra  respuesta,  Rodolfo  mi- 
ró á  la  portera  con  menos  repugnancia  desde  que 
esta  manifestó  un  sentimiento  de  caridad  hacia  la 
familia  miserable  de  las  buhardillas. — ¿Qué  ofi- 
cio es  el  de  ese  obrero  ? — Lapidario  de  piedras  fal- 
sas ,  y  cobra  por  piezas...  y  se  ha  estropeado  con 
tanto  trabajar  ;  ya  lo  veréis...  porque  digan  lo  que 
quieran  ,  un  hombre  no  es  mas  que  un  hombre  por 
mas  que  se  desviva  ¿  no  es  verdad  ?  Y  cuando  hay 
que  ganar  la  pitanza  para  una  familia  de  siete  per- 
sonas ,  sin  contar  consigo  mismo  !...  La  hija  ma- 
yor le  ayuda  también  en  lo  que  puede  ,  pero  á  nada 
llega  el  trabajo  de  los  dos.  —  /Qué  edad  tiene  esa 
hija  I  — Diez  y  ocho  años,  y  es  linda  como  un  sol; 
sirve  de  criada  en  casa  de  un  viejo  tacaño,  y  tan  ri- 
co que  puede  comprar  todo  Paris :  es  un  notario 
llamado  Jaime  Ferran. — el  señor  Jaime  Ferran?  — 
dijo  Rodolfo  sorprendido  por  esta  nueva  revelación, 
porque  de  este  mismo  notario ,  ó  á  lo  menos  de  su 
ama  de  gobierno  ,  debia  obtener  las  noticias  relati- 
vas á  la  Guillabaora:  — ¿es  el  mismo  que  vive  en 
la  calle  de  Sentier? — volvió  á  preguntar. — El  mis- 
mo... ¿le  conocéis? — Es  notario  de  la  casa  de  co- 
mercio á  que  pertenezco. 

— Entonces  debéis  saber  que  es  famoso  usurero... 
pero  fuera  de  eso  es  honrado  y  devoto;  oye  misa  to- 
dos los  domingos,  celebra  sus  pascuas  correspon- 
dientes y  frecuenta  mucho  la  confesión...  no  se 
roza  mas  que  con  clérigos,  bebe  el  agua  bendita 


268  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

y  devora  la  comunión...  es  un  santo  hecho  y  dere- 
cho... pero  ¡  caramba  I  avaro  también  si  los  hay  , 
y  tan  duro  como  un  pedernal  para  sí  mismo  y  pa- 
ra los  demás.  Hace  ya  diez  y  ocho  meses  que  sirve 
con  él  la  pobre  Luisa  ,  hija  del  lapidario,  que  es 
humilde  como  un  cordero ,  pero  trabaja  como  un 
caballo...  y  solo  gana  18  francos  de  soldada  ,  ni  mas 
ni  menos.  La  pobrecilla  guarda  6  francos  para  sus 
menesteres  y  da  lo  restante  á  su  familia.  Siempre 
es  alguna  cosa  :  pero  cuando  hay  siete  personas  á 
tirar'^de  la  hebra...  —  Mas  con  el  trabajo  de  su  pa- 
dre, si  es  laborioso... —  ¡Si  es  laborioso!  jamás  se 
emborrachó  en  toda  su  vida,  y  tiene  el  genio  de 
un  salilo;  estoy  segura  de  que  solo  pediría  á  Dios 
por  única  recompensa  de  su  vida  arreglada  el  que 
niciese  durar  los  dias  cuarenta  y  ocho  horas  á  fin 
de  ganar  un  bocado  mas  de  pan  para  su  conejera. 
—  ¿Tan  poco  le  produce  &u  trabajo  ?  —  Se  atrasó 
mucho  con  una  enfermedad  que  le  tuvo  en  la  cama 
tres  meses;  su  mujer  perdió  también  la  salud  coi- 
dándolo  y  se  halla  á  los  últimos  en  este  momento. 
Durante  los  tres  meses  tuvieron  que  vivir  con  los 
12  francos  de  Luisa ,  además  de  lo  que  sacaron  del 
empeño  de  la  ropa  con  la  tia  Quiromántica  y  de 
algunos  escudos  que  les  prestó  la  joyera  para  quien 
trabaja  Morel.  ¡Pero  ocho  personas!  ahí  está  la 
mayor  dificultad...  ¡Y  si  vierais  el  agujero  en  que 
viven !  Vaya  ,  no  hablemos  de  eso ;  hagamos  aho- 
ra los  honores  á  la  comida  que  está  convidando ,  y 
dejemos  la  tal  zahúrda,  que  solo  con  pensar  en 
ella  se  me  viene  el  estómago  á  la  boca.  Por  fortu- 
na el  señor  Brazo  Rojo  nos  echará  pronto  de  casa 
esa  miseria...  Aunque  digo  por  fortuna ,  no  se  crea 
que  la  echo  de  soberbia  ni  que  es  por  mala  volun- 
tad ;  sino  porque  debiendo  ser  desdichada  la  fami- 
lia de  Morel ,  y  no  pudiendo  socorrerla  nosotros » 


LA  CASA  DE  LA  CALLE  DEL  TEMPLO.     269 

lo  mismo  gana  con  ser  infeliz  aquí  que  en  otra  parte: 
y  para  nosotros  siempre  es  un  dolor  menos  de  co- 
razón.—  ¿Pero  á  dónde  irán  si  los  echan  de  esta 
casa  ?  —  ¡Qué  diantres  sé  yo  !  — ¿Cuánto  ganará 
pordia  ese  pobre  lapidario? — Si  no  tuviese  que 
cuidar  á  su  madre,  á  su  mujer  y  á  los  hijos,  gana^ 
ria  de  3  á  4  francos  ,  porque  es  un  león  para  el  tra- 
bajo ;  pero  como  pierde  en  la  casa  las  dos  terceras 
partes  del  tiempo ,  lo  mas  que  ganará  serán  unos 
40  sueldos.  — Es  bien  poco  en  efecto...  ¡  pobre  gen- 
te !  —  Tenéis  razón  en  llamarles  pobre  gente... 
Pero  hay  en  el  mundo  tantos  pobres ,  que  ya  que 
nada  podemos  hacer  por  ellos  debemos  consolarnos 
de  su  aflicción  y  miseria...  ¿no  es  verdad,  Alfredo? 
Pero  ya  que  hablamos  de  consuelo  ¿  no  diremos 
algo  á  vuestra  botella  de  tapa  larga?  —  Franca- 
mente ,  madama  Pipelet ,  lo  que  me  habéis  conta- 
do me  oprimió  el  corazón:  bebed  á  mi  salud  con  el 
señor  Pipelet.  —  Mil  gracias  por  vuestra  ñneza  — 
dijo  el  portero:  — pero  antes  de  todo  ¿queréis  ver 
vuestro  cuarto  ?  —  De  lindo  gusto  ,  y  si  me  convie- 
ne cerraremos  el  ajuste. 

Salió  el  portero  de  su  antro  y  Rodolfo  salió  tras 
él, 


=c?^^« 


CAPITIILO  XXIV. 


LOS  CUATRO  PISOS. 


La  escalera  húmeda  y  sin  luz  parecía  mas  oscu- 
ra en  aquel  dia  de  invierno.  La  entrada  de  ca- 
da uno  de  los  cuartos  tenia  un  aspecto  parti- 
cular.. La  puerta  del  comandante  estaba  recien  pin- 
tada de  un  color  oscuro  jaspeado  de  vetas  claras , 
la  cerradura  tenia  un  botón  reluciente  de  cobre  do- 
rado, y  un  elegante  cordón  de  campanilla  con  borla 
de  seda  encarnada  bacía  un  contraste  singular  con 
lo  sucio  y  vetusto  de  las  paredes. 

La  puerta  del  segundo  piso ,  habitado  por  la  usu- 
rera, ofrecía  también  un  singular  aspecto  :  un  bnho 
disecado,  pájaro  en  extremo  simbólico  y  cabalísti- 
co ,  estaba  clavado  por  las  patas  y  por  las  alas  so- 
bre el  dintel ,  y  un  pequeño  postigo  con  barras  de 
hierro  permitía  reconocer  antes  de  abrir  á  los  que 
llamaban. 

La  habitación  del  empírico  charlatán  italiano , 
que  al  parecer  ejercía  un  abominable  oficio,  se  dis- 
tinguía también  por  su  extraña  apariencia.  Leíase 
su  nombre  en  letras  formadas  con  dientes  de  caba- 
llo ,  clavados  en  una  especie  de  cuadro  de  madera 
negra  colgado  en  la  puerta.  El  cordón  de  la  campa- 
nilla, en  lugar  de  tener  el  clásico  remate  de  una 
pata  de  liebre  ó  de  cabrito ,  estaba  atado  á  una  ma- 
no de  mico  disecada ,  cuyos  dedos  y  articulaciones 


J.ivai  a  iiiivut  i 


LOS  CUATRO  PISOS.  271 

parecían  los  de  la  mano  de  un  niño  ,  y  tenían  el  as- 
pecto mas  repugnante  y  odioso. 

En  el  momento  en  que  Rodolfo  pasaba  por  de- 
lante de  esta  puerta,  que  le  pareció  de  siniestro 
agüero,  creyó  oir  algunos  sollozos  sofocados  ;  y  po- 
co después  resonó  en  el  silencio  de  la  casa  un  grito 
doloroso ,  convulsivo  ,  horrible  y  como  arrancado 
del  corazón. 

Rodolfo  se  estremeció. 

Por  un  movimiento  impremeditado  y  mas  rápido 
que  el  pensamiento ,  corrió  hacia  la  puerta  y  tiró 
con  vioíeneia  del  cordón  de  la  campanilla. 

—  ¿  Qué  es  eso ,  caballero  ?  —  dijo  el  portero  con 
sorpresa.  —  Ese  grito... —  dijo  Rodolfo:  —  ¿no  ha- 
béis oido?  — Sí,  señor.  Es  sin  duda  alguna  perso- 
na á  quien  el  señor  Bradamanti  está  sacando  una 
muela...  ó  acaso  dos. 

Esta  explicación  era  verosímil ,  pero  no  satisfizo 
á  Rodolfo.  Aunque  habia  dado  un  violento  tirón  al 
cordel  de  la  campanilla  ,  nadie  respondió  por  de 
pronto... 

Oyóse  el  ruido  que  hicieron  al  cerrarse  varias 
puertas;  y  luego  vio  Rodolfo  confusamente  por  el 
vidrio  de  un  tragaluz  que  habia  detras  de  la  puer- 
ta y  en  el  cual  tenia  maquinalmente  fija  la  vista  , 
aparecer  un  rostro  descarnado,  pálido  y  cadavéri- 
co ;  una  selva  de  cabellos  rojos  y  canosos  corona- 
ban esta  horrible  cara  ,  que  terminaba  en  una  bar- 
ba larga  del  mismo  color  qué  la  caballera.  Esta  vi- 
sión desapareció  al  cabo  de  un  segundo. 

Rodolfo  quedó  petrificado. 

En  el  brevísimo  tiempo  que  duró  esta  aparición, 
creyó  reconocer  algunas  facciones  características  de 
la  cara  de  aquel  hombre.  Los  ojos  verdes  ,  que 
brillaban  como  el  agua  marina  bajo  dos  grandes 
cejas  erizadas,  la  palidez  lívida,  la  nariz  delgada. 


*2T2  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

saliente  y  encorvada  como  pico  de  águila  ,  y  cuyas 
venlanas  dilatadas  dejaban  ver  una  parte  de  la 
cavidad  nasal ,  le  trajeron  á  la  memoria  un  cierto 
Polidori,  cuyo  nombre  habia  maldecido  Murph 
durante  su  coloquio  con  el  barón  de  Graün.  Aunque 
Rodolfo  no  habia  visto  á  Polidori  de  diez  y  seis  ó 
diez  y  siete  años  á  aquella  parte ,  tenia  sin  embar- 
go mil  razones  para  no  olvidarse  de  él;  pero  lo  que 
confundía  sus  recuerdos,  lo  que  le  hacia  dudar  de  la 
identidad  de  estos  dos  personajes,  era  que  el  hombre 
á  quien  creia  volver  á  encontrar  bajo  el  nombre  de 
aquel  empírico  de  barba  y  cabellos  rojos,  era  muy 
moreno.  Si  Rodolfo  no  estrañaba  (suponiendo  que  sus 
sospechas  fuesen  fundadas)  el  ver  á  un  hombre, 
cuyo  raro  talento  y  vasto  saber  le  eran  conocidos, 
reducido  á  tal  punto  de  degracion  y  acaso  de  infa- 
mia, era  porque  sabia  que  aquella  rara  inteligencia 
y  aquel  vasto  saber  se  aliaban  con  una  perversidad 
tan  profunda,  con  una  conducta  tan  desordenada, 
con  inclinaciones  tan  bajas  y  crapulosas,  y  espe- 
cialmente con  un  desprecio  tan  cínico  y  brutal  de 
los  hombres  y^  de  las  cosas ,  que  este  hombre,  redu- 
cido á  una  miseria  merecida ,  podria  y  aun  quizá 
deberia  buscar  los  medios  de  subsistencia  mas  des- 
honrosos, y  sentir  una  especie  de  satisfacción  iróni- 
ca al  ejercitar  las  eminentes  dotes  de  entendimien- 
to y  de  ciencia  que  poseia  en  el  empleo  á  que  se 
habia  dedicado.  Pero  repetimos  que  aunque  se  ha- 
bia separado  de  Polidori  en  la  flor  de  su  edad  y 
que  este  debia  tener  entonces  la  edad  del  char- 
latán ,  habia  entre  ambos  personajes  una  dife- 
rencia tan  notable,  que  Rodolfo  no  podía  persua- 
dirse de  su  identidad  :  sin  embargo  dijo  á  Mr.  Pi- 
pelet:  —  ¿Hace  mucho  tiempo  que  vive  en  esta 
casa  el  señor  Bradamanti  ? — Hace  cosa  de  un  año... 
Sí ,  un  año ;  vino  por  los  alrededores  de  enero. 


^Já 


LOS  CUATRO  PISOS.  273 

Es  un  inqiiilino  completo,  y  me  curó  de  un  sobe- 
rano reumatismo. 

—  Madama  Pipelet  me  ha  informado  de  ciertos 
rumores  horrendos  con  respecto  á  él.  —  ¿Os  ha  di- 
cho Pomona...? — No  temáis  nada  que  soy  discreto. 
—  Yo  no  creo  ni  creeré  jamás  esos  rumores ,  por- 
que mi  pudor  se  resiste  á  creerlos  —  dijo  ruboriza- 
do el  portero  subiendo  delante  de  su  nuevo  inqui- 
lino  al  piso  superior. 

Determinado  Rodolfo  á  aclarar  sus  dudas,  cada 
vez  mas  y  mas  inclinado  á  interpretar  de  una  ma- 
nera lúgubre  el  horrible  grito  que  habia  escucha- 
do, y  haciendo  firme  proposito  de  asegurarse  de  la 
identidad  de  Polidori ,  cuya  vecindad  en  la  misma 
casa  podia  contrariar  sus  planes  ,  fué  subiendo  tras 
el  portero  al  piso  superior  en  donde  se  hallaba  el 
cuarto  que  quería  alquilar. 

La  habitación  de  la  señorita  Alegría  contigua  á 
la  suya ,  era  fácil  de  conocer  por  una  delicada  ga- 
lantería del  pintor  enemigo  mortal  de  Mr.  Pipelet. 
Unos  seis  ú  ocho  amorcillos  risueños ,  gordiflones 
y  rubicundos,  pintados  con  gusto  y  soltura,  se  agru- 
paban al  rededor  de  una  especie  de  velador  y  soste- 
nían alegóricamente,  el  uno  un  dedal,  otro  un  par  de 
tijeras  ,  este  una  plancha ,  el  de  mas  allá  un  espe- 
jillo  de  tocador,  y  en  medio  del  velador  sobre  un 
fondo  azul  celeste  se  leia  en  letras  color  de  rosa: 
La  señorita  Alegría,  costurera.  Rodeaba  este  cuadro 
una  hermosa  guirnalda  que  resaltaba  sobre  el  fondo 
verdegay  de  la  puerta  de  la  habitación  ,  la  cual  ha- 
cia un  contraste  singular  con  lo  feo  y  oscuro  de  la 
escalera. 

Rodolfo  dijo  señalando  la  puerta  de  la  señorita 
Alegría  ,  a  riesgo  de  irritar  las  recientes  heridas  de 
Alfredo : 

—  Esto  es  sin  duda  obra  del  señor  Gabrion.  — Sí 


27i  LOS  MISTERIOS  DE  PAUIS, 

señor;  ha  hecho  la  locura  de  hechar  á  perder  la 
puerta  con  esa  indecencia  de  chiquillos  desnudos  , 
que  se  le  antojó  llamar  Amores.  A  no  ser  por  los 
ruegos  déla  señorita  Alegría,  y  por  la  debilidad 
del  señor  Brazo  Rojo  ,  ya  hubiera  yo  raspado  todo 
eso,  lo  mismo  que  aquella  paleta  rodeada  de  mons- 
truos ,  tan  monlruos  como  el  mismo  autor  que  veis 
allí  con  un  sombrero  puntiagudo. 

Efectivamente,  en  la  puerta  del  cuarto  que  Ro- 
dolfo queria  alquilar  se  veia  una  paleta  rodeada  de 
figuras  estrañas  y  grotescas,  cuya  fantástica  inven- 
ción hubiera  hecho  honor  al  mismo  Callot. 

Rodolfo  entró  con  el  portero  en  este  cuarto  que 
era  bastante  espacioso  ,  estaba  precedido  por  un  pe- 
queño gabinete  y  recibía  la  luz  por  dos  ventanas 
que  daban  á  la  calle  del  Templo.  En  la  segunda  puer- 
ta habia  también  algunas  pinturas  fantásticas  que 
habían  sido  respetadas  por  Germán.  Rodolfo  tenia 
hartos  motivos  para  no  dejar  de  alquilar  desde  lue- 
go este  cuarto ,  y  así  es  que  dando  al  portero  la 
modesta  suma  de  dos  francos  ,  le  dijo : 

—  Me  agrada  este  cuarto  y  me  conviene  perfec- 
tamente: ahí  tenéis  la  señal  y  mañana  enviaré 
los  muebles...  pero  cuidado,  no  borréis  esa  paleta, 
porque  tiene  un  mérito  singular...  ¿no  es  verdad? 
—  ¡  Ah,  caballero!  en  todas  mis  pesadillas  me  per- 
siguen esos  monstruos  con  Cabrion  á  la  cabeza... 
i  contemplad  el  horror  que  me  causarán!! — Ya 
veo  que  es  compañía  poco  agradable.  Pero  decidme, 
¿será  menester  que  yo  vea  al  señor  Brazo  Rojo,  ar- 
rendatario principal  ?  — No  señor ,  porque  solo  vie- 
ne aquí  muy  raras  veces ,  y  eso  cuando  tiene  que 
hacer  sus  manganillas  con  la  tia  Quiroroántica. 
Conmigo  es  con  quien  debéis  entenderos  directa- 
mente, y  para  eso  solo  tendréis  que  decirme  vues- 
tro nombre. 


LOS  CUATRO  PISOS.  275 

—  Rodolfo.  — ¿Rodolfo...  de  qué?  — Rodolío  á 
secas,  señor  Pipelet.  — Eso  esotra  cosa  ,  caballero; 
os  lo  he  preguntado  tan  solo  por  curiosidad :  los 
nombres  y  las  voluntades  son  libres. — Decidme, 
señor  Pipelet  ¿no  deberé  visitar  mañana,  como  nue- 
vo vecino  que  soy  de  la  casa ,  á  la  familia  de  Mo- 
rel ,  para  ver  si  puedo  servirla  de  algo  ya  que  mi 
predecesor  el  señor  Germán  les  socorria  también 
con  lo  que  podia  ?  —  No  hay  inconveniente ,  aun- 
que lo  cierto  es  que  de  poco  les  servirá ,  porque 
van  á  salir  de  casa;  pero  siempre  tendrán  en  ello 
una  satisfacción :  —  y  en  seguida  exclamó  de  re- 
pente Mr.  Pipelet  como  si  le  hubiese  ocurrido  una 
idea  súbita  y  mirando  á  Rodolfo  con  un  aire  sutil  y 
malicioso:  —  ¡Ya  entiendo  ,  ya;  eso  es  como  si  di- 
jéramos querer  empezar  á  introduciros  en  la  buena 
amistad  de  la  vecinita  del  lado/ — Yo  cuento  con 
que  así  sucederá.  —  Nada  tiene  de  particular,  pues 
las  gentes  honradas  se  buscan  y  se  encuentran  sin 
novedad.  Apostarla  á  que  la  señorita  Alegría  oyó 
que  alguien  habia  subido  á  ver  el  cuarto  ,  y  en  este 
momento  se  halla  sin  duda  atisbando  para  vernos 
bajar.  Yo  haré  ruido  con  la  llave  al  cerrar  la  puer- 
ta ;  mirad  con  cuidado  á  la  suya  al  pasar  por  el 
descanso. 

En  efecto ,  Rodolfo  observó  que  la  puerta  tan 
graciosamente  adornada  de  Amores  se  hallaba  algo 
entreabierta,  y  creyó  distinguir  por  la  estrecha 
abertura  la  punta  de  una  pequeña  nariz  color  de 
rosa  y  un  grande  ojo  lleno  de  viveza  y  curiosidad  : 
pero  como  detuvo  algo  el  paso ,  la  puerta  se  cerró 
de  repente. 

—  /  Cuando  yo  os  decia  que  habia  de  estar  ace- 
chando!...—  dijo  el  portero  ;  y  luego  añadió:  — 
Con  vuestro  permiso,  caballero...  voy  á  subir  á  mi 
almacén.,. —  ¿Qué  almacén?  —  La  puerta  que  veis 


276  LOS  MISTEBIOS  DE  PARÍS. 

en  el  descansillo  que  hay  á  lo  último  de  esta  escala 
es  la  del  Desván  de  Morel,  y  á  un  lado  hay  un 
agujero  oscuro  en  donde  meto  mis  cueros:  el  tabi- 
que está  tan  lleno  de  rendijas  que  cuando  me  hallo 
en  mi  agujero  puedo  verlos  y  oirlos  como  si  estu- 
viese con  ellos...  Esto  no  es  decir  que  yo  trate 
nunca  de  espiarlos...  j  Dios  me  libre !...  todo  lo  con- 
trario. Pero,  con  permiso,  caballero;  subo  á  bus- 
car un  pedazo  de  becerro...  Si  gustáis  ir  bajando, 
luego  llegaré  á  la  portería. 

Y  Mr.  Pipelet  dio  principio  á  una  ascensión  har- 
to peligrosa  en  su  edad  por  la  escala  que  conducia 
á  los  desvanes. 

Echaba  Rodolfo  la  última  mirada  á  la  puerta  de 
la  señorita  Alegría  pensando  en  que  aquella  joven, 
antigua  compañera  de  la  pobre  Guillabaora,  cono- 
cía sin  duda  la  morada  del  hijo  del  Maestro  de  Es- 
cuela, cuando  oyó  que  alguien  salia  del  cuarto  del 
charlatán  en  el  piso  inferior :  conoció  por  los  pa- 
sos que  era  una  muger  y  distinguió  el  ruido  leve 
de  un  vestido  de  seda.  Rodolfo  se  detuvo  por  pru- 
dencia. 

Luego  que  no  oyó  ruido  alguno  siguió  bajando 
la  escalera. 

Al  llegar  al  segundo  piso  vio  un  pañuelo  en  los 
últimos  pasos  de  la  escalera  y  lo  recojió  :  este  pa- 
ñuelo pertenecia  sin  duda  á  la  persona  que  habia 
salido  de  la  habitación  de  Bradaraanti.  Acercóse  Ro- 
dolfo á  la  estrecha  ventana  que  daba  luz  al  des- 
canso, miró  con  atención  el  pañuelo  que  estaba 
guarnecido  con  un  magnífico  encaje  ,  y  vio  que  en 
una  de  las  puntas  tenia  bordadas  las  letras  L.  N. 
bajo  una  corona  ducal. 

El  pañuelo  estaba  empapado  en  lágrimas. 

El  primer  pensamiento  de  Rodolfo  fué  alcanzar 
á  la  pereoua  que  lo  habia  perdido  para  entregárselo, 


LOS  CUATRO  PISOS.  277 

mas  reflexionó  que  este  paso  podia  tener  visos ,  en 
aquella  circunstancia,  de  una  curiosidad  indiscreta: 
volvió  á  mirarlo  y  creyó  hallarse  de  nuevo  en  vís- 
peras de  una  misteriosa  y  quizá  siniestra  aventura. 
Al  llegar  al  cuarto  de  la  portera  la  dijo: 

—  ¿No  ha  bajado  ahora  mismo  una  muger?  — 
No ,  caballero...  Es  una  hermosa  dama  ,  alta,  del- 
gada y  cubierta  con  un  velo  negro:  viene  del  cuar- 
to dcí  señor  Bradamanti...  El  Cojuelo  habia  ido  á 
buscar  un  coche,  y  la  señora  se  ha  marchado  en 
él...  pero  lo  que  se  me  hace  extraño  es  que  el  bri- 
bón del  chicuelo  se  puso  en  la  zaga  del  carruage, 
sin  duda  para  saber  á  dónde  se  dirige  esa  dama, 
porque  es  curioso  como  un  mico  y  vivo  como  una 
centella  ,  á  pesar  de  su  pata  coja. 

Por  manera  ,  di  jo  para  sí  Rodolfo ,  que  el  char-r 
latan  sabrá  el  nombre  y  la  morada  de  esa  muger, 
si  es  cierto  que  ha  mandado  al  Cojuelo  que  la  si- 
guiese. 

—  ¿Qué  tal,  caballero;  os  gusta  el  cuarto?  — 
Muchísimo;  ha  quedado  por  mí  y  mañana  enviaré 
los  muebles.  —  Bendita  sea  la  hora  en  que  habéis 
pasado  por  nuestra  puerta,  caballero.  Tendremo.^ 
un  buen inquilino  mas.  —  Así  lo  espero,  madama 
Pipelet.  Con  que  está  convenido  el  que  me  servi- 
réis :  mañana  traerán  los  muebles ,  y  yo  vendré  á 
ver  como  se  colocan.  Adiós,  madama  Pipelet. 

Rodolfo  salió. 

El  resultado  de  su  visita  ala  casa  de  la  calle  del 
Templo  fué  de  bastante  importancia  ,  así  para  la 
solución  del  enigma  que  deseaba  descubrir  como 
por  lo  que  contribuiria  á  satisfacer  la  noble  curio- 
sidad con  que  buscaba  las  ocasiones  de  hacer  el  bien 
é  impedir  el  mal. 

Los  resultados  fueron  los  siguientes: 

La  señorita  Alegría  sabia  necesariemente  la  nuc- 


2T8  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

va  morada  de  Francisco  Germán ,  hijo  del  Maestro 
de  Escuela. 

Una  joven,  que  según  todas  las  apariencias  debía 
ser  por  desgracia  la  marquesa  de  Harville,  habia 
dado  al  comandante  una  cita  para  el  dia  siguiente, 
la  cual  la  perderia  acaso  para  siempre...  y  bemos 
dicho  ya  que  Rodolfo  sentía  el  mas  vivo  interés 
por  la  tranquilidad  y  el  honor  del  marqués  de  Har- 
ville, que  parecian  tan  comprometidos. 

Un  artesano  laborioso  y  su  familia  sumidos  en 
la  mas  horrible  miseria,  iban  á  ser  echados  de  la 
casa  por  Brazo  Rojo; 

Y  por  último  Rodolfo  habia  descubierto  involun- 
tariamente el  hilo  de  una  aventura,  cuyos  princi- 
pales autores  eran  el  charlatán  César  Brailamanti 
(acaso  Polidori)  y  una  muger  que  parecía  ser  de 
la  clase  mas  distinguida. 

Además  ,  la  Lechuza  reciensalida  del  hospital 
adonde  habia  ido  después  de  la  escena  de  la  calle 
de  las  Viudas,  tenia  relaciones  sospechosas  con 
madama  Quiromántica,  la  adivina  y  usurera  que 
habitaba  el  segundo  piso  de  la  casa. 

Satisfecho  de  su  indagación  se  volvió  á  su  casa 
de  la  calle  de  Plumet,  dejando  para  el  siguiente 
dia  su  visita  al  notario  Jaime  Ferran. 

Hemos  dicho  ya  que  Rodolfo  debia  asistir  aque- 
lla misma  noche^  á  un  baile  en  la  embajada  de***- 

Antes  de  seguir  los  pasos  de  nuestro  héroe  en 
esta  nueva  escursion  ,  diremos  algo  de  Tomas  Sey- 
ton  y  de  Sarah ,  personajes  importantes  en  esta  his- 
toria. 


a   Ccntt\^^a  f^aial!    MlViXc -J-^uvu' 


CAPÍTULO  XXV. 


TOMAS  Y  SARAH. 


Sarah  Seyton,  viuda  del  conde  de  Mac-Gregor, 
tenia  entonces  treinta  y  seis  ó  treinta  y  siete  años, 
descendía  de  una  familia  ilustre  de  Escocia,  y  era 
hija  de  un  baronet  (a)  que  había  vivido  siempre 
en  sus  posesiones  rurales.  Guando  salió  de  Escocia 
con  su  hermano  Tomas  Seyton  deHalsburyálaedad 
dediez  y  siete  años,  era  una  joven  de  rara  y  perfecta 
hermosura.  Una  vieja  híghlandesa  (b)  su  nodriza, 
había  exaltado  hasta  demencia  con  absurdas  pre- 
dicciones los  dos  vicios  capitales  de  Sarah,  cuales 
eran  el  orgullo  y  la  ambición ,  prometiéndola  con 
increíble  y  acérrima  convicción  la  suerte  mas  en- 
cumbrada en  el  porvenir.  La  joven  escocesa  llegó 
á  creer  firmemente  en  el  destino  soberano  con  que 
la  vieja  nodriza  había  halagado  su  orgullo,  y  desde 
entonces  jamás  dejó  de  acordarse,  para  corroborar 
su  ambiciosa  fé ,  de  que  una  adivina  había  pro- 
nosticado también  una  corona  á  la  hermosa  é  ilus- 
tre criolla,  que  fué  reina  por  su  bondady  su  gra- 
cia ,  como  otras  lo  son  por  la  grandeza  y  la  ma- 
jestad. 


(a)  Baronet  es  el  titulo  hereditario  inénos  honorífico  en 
Inglaterra:  es  iníerior  al  de  barón  y  superior  al  de  knight 
(  caballero). 

(b)  Se  llama  en  Escocia  hiqlandcrs  Tmontañeses)  á  los 
h  abilantei  de  la  parte  mas  elevada  y  montuosa  del  país. 

T.  1.  19 


280  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Seyton,  que  era  tan  supersticioso  como  su  her- 
mana,  alentaba  su  vana  esperanza  y  habia  resuelto 
consagrar  su  vida  á  la  realización  del  sueño  des- 
lumbrador é  insensato  de  Sarab.  Sin  embargo,  ni 
uno  ni  otro  eran  bastante  ciegos  para  creer  rigo- 
rosamente en  la  predicción  de  la  montañesa  y  para 
aspirar  á  un  trono  de  primer  orden,  con  exclu- 
sión de  los  cetros  secundarios:  de  ninguna  manera: 
la  ambición  de  ambos  se  satisfaria  y  acabarian  sus 
dias  tranquilamente  si  la  hermosa  escocesa  llegaba 
á  ceñir  su  imperiosa  frente  con  una  corona  sobe- 
rana. Con  arreglo  al  Almanaque  de  Gotha  para  el 
año  1819,  formó  Seyton  antes  de  salir  de  Esco- 
cia una  especie  de  tabla  sinóptica  por  orden  de 
clases  y  edades ,  de  todos  los  príncipes  soberanos 
de  Europa  reinantes  á  la  sazón  y  en  disposición 
de  casarse. 

Aunque  absurda  la  ambición  de  los  dos  her- 
manos, estaba  libre  de  toda  mancha  de  infamia. 
Seyton  debia  urdir  con  su  hermana  la  trama  con- 
yugal en  que  se  prometía  enredar  á  alguna  testa 
coronada,  tomando  parle  en  todas  las  asechanzas 
é  intrigas  que  pudiesen  conducir  á  este  resultado; 
pero  antes  hubiera  muerto  á  í^arah  que  verla  uni- 
da por  el  pmor  á  ningún  príncipe,  sin  esperar  con 
seguridad  un  casamiento  reparador. 

La  especie  de  inventario  matrimonial  practicado 
por  Tomas  y  Sarah  con  arreglo  al  Almanaque  de 
Gotha,  satisfizo  á  los  dos  completamente,  pues 
hallaron  en  la  Confedeíacion  Germánica  un  co- 
pioso catálogo  de  príncipes  jóvenes,  herederos  pre- 
suntivos del  poder  soberano.  S'\y  ton  no  ingnoraba 
la  felicidad  con  que  se  hacia  en  Alemania  el  ca- 
samiento llamado  de  la  mano  izquierda ,  casamiento 
legítimo  sin  embargo,  y  al  cual  se  resignaría  en 
último  caso  solo  por  el  engrandecimiento  de  su 


TOMAS  Y  SARAH.  281 

hermana.  Así  resueltos  los  dos,  salieron  para  Ale- 
mania con  objeto  de  dar  principio  á  sus  opera- 
ciones. 

Si  á  alguno  pareciesen  improbables  estos  pla- 
nes insensatos,  diremos  que  una  ambición  desen- 
frenada y  exagerada  por  creencias  supersticiosas, 
atiende  poco  á  la  razón  de  los  íines  que  se  pro- 
pone conseguir,  y  aspira  casi  siempre  á  lo  impo- 
sible: ademas,  si  traemos  á  la  memoria  algunos 
hechos  contemporáneos  de  esta  clase,  desde  el  ca- 
samiento desigual  de  algunos  soberanos  con  sus 
subditas,  hasta  la  odisea  representada  por  miss 
Penélope  con  el  príncipe  de  Capua,  no  podre- 
mos negar  alguna  probabilidad  de  buen  éxito  á  ima- 
ginaciones como  la  de  Seyton  y  de  Sarah.  Debe- 
mos añadir  que  esta  unia  á  su  maravillosa  hermo- 
sura, al  talento  mas  raro,  y  á  todas  las  apariencias 
de  un  natural  generoso,  ardiente  y  apasionado, 
un  aire  seductor,  tanto  mas  peligroso  porque  abri- 
gaba un  espíritu  indiferente,  duro  y  maligno,  un 
disimulo  profundo  y  un  carácter  absoluto  y  obs- 
ünado. 

Su  organización  física  era  tan  falaz  y  traidora 
como  su  moral.  Sus  grandes  ojos  negros,  ya  lán- 
guidos ya  llenos  de  fuego,  podian  fingir  los  ma- 
yores accesos  de  voluptuosidad...  y  sin  embargo  su 
corazón  de  hielo  no  sentia  jamas  la  ardiente  lla- 
ma del  amor:  nada  podia  sorprender  el  corazón 
ni  los  sentidos  ni  alterar  el  frió  cálculo  de  esta 
mujer  astuta,  egoísta  y  ambiciosa.  Por  consejo 
de  su  hermano  no  quiso  empezar  desde  luego  sus 
empresas  al  llegar  al  continente,  y  resolvió  que- 
darse algún  tiempo  en  Paris  con  objeto  de  per- 
feccionar su  educación  y  de  suavizar  su  aspereza 
británica  en  una  sociedad  llena  de  elegancia,  de 
seducción  y  de  una  libertad  de  buen  gusto.  Sarah 


282  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS 

consiguió  introducirse  en  la  mejor  sociedad  con  el 
ausilio  de  algunas  cartas  de  recomendación,  y  bajo 
la  protección  de  la  embajadora  de  Inglaterra  y  del 
viejo  marques  de  Harviile  que  habia  conocido  en 
Inglaterra  al  padre  de  Tomas  y  de  Sarah. 

Las  personas  falsas,  frias  y  reflexivas  adoptan 
con  maravillosa  prontitud  el  lenguaje  y  los  mo- 
dales mas  opuestos  á  su  carácter;  y  como  saben 
que  son  perdidas  si  llega  á  descubrirse  su  verda- 
dero fondo,  adoptan  necesariamente,  por  el  mis- 
mo instinto  de  conservación  de  que  están  dotadas, 
un  disfraz  moral  y  se  transforman  con  la  pronti- 
tud de  un  cómico  consumado...  Así  es  que  al  cabo 
de  seis  meses  de  residencia  en  Paris  Sarah  hubiera 
podida  competir  con  la  parisiense  mas  llena  de 
gracia  y  talento,  por  el  encanto  de  su  alegría,  la 
aparente  ingenuidad  de  su  trato  y  la  sencillez  se- 
ductora de  su  mirar  casto  y  apasionado. 

Creyendo  ya  á  su  hermana  suficientemente  adies- 
trada] partió  Seyton  para  Alemania  provisto  de 
buenas  cartas  de  recomendación.  El  primer  estado 
de  la  Confederación  Germánica  que  se  hallaba  en 
el  itinerario  de  Sarah  era  el  gran  ducado  de  Ge- 
rolstein,  asi  designado  en  el  diplomático  é  infali- 
ble Ainianaque  de  Gotha  para  el  año  1819 : 

Genealogía  de  los  soberanos  de  Europa  y  de 
sus  familias. 


(iGEROLSTEIN. 

«Gran  duque:  Maximiliano-Rodolfo,  en  10  de 
diciembre  de  176i.  Sucedió  á  su  padre  Carlos-Fe- 
DERico-RoDOLFO  cn  21  de  abril  1785.  —  Viudo  en 


TOMAS  Y  SARAH.  283 

enero  de  1808,  de  Ll isa-A3ielia  ,  hija  de  Juan- 
Augusto,  príncipe  de  BuRGLEN. 

«Hijo:  Gustavo-Rodolfo,  nacido  en  17  de 
abril  1803. 

«Madre:  Gran  duquesa  Judith  ,  viuda  del  gran 
duque  Carlos-Feder ico-Rodolfo  ,  en  21  de  abril 
1785)) 

Seyton  habla  inscrito  con  bastante  juicio  á  la 
cabeza  de  su  lista  los  mas  jóvenes  de  los  prínci- 
pes que  deseaba  tener  por  cuñados,  creyendo  que 
la  juventnd  era  mas  fácil  de  seducir  que  la  edad 
madura.  Ademas,  los  dos  hermanos  habian  sido 
especialmente  recomendados,  como  hemos  indi- 
cado ya,  al  gran  duque  reinante  de  Gerolstein 
por  el  viejo  marques  de  Harville,  encantado  co- 
mo todos  de  Sarah,  cuya  belleza  é  ingenuidad 
natural  no  se  hartaba  de  admirar... 

Inútil  es  decir  que  el  heredero  presuntivo  del 
gran  duque  de  Gerolstein  era  Gustavo-Rodolfo, 
el  cual  tenia  apenas  diez  y  siete  ó  diez  y  ocho 
años  cuando  Tomas  y  Sarah  fueron  presentados  á 
su  padre.  La  llegada  de  la  joven  escocesa  ha  sido 
un  acontecimiento  ruidoso  en  la  corte  alemana, 
tranquila,  seria  y  patriarcal.  El  gran  duque  era 
el  mejor  de  los  hombres  y  gorbernaba  sus  Esta- 
dos con  firmeza,  sabiduría  y  bondad  paternal, 
de  suerte  que  en  ningún  país  del  mundo  se  po- 
dría hallar  una  felicidad  mas  positiva  que  en  su 
principado,  cuya  población  laboriosa,  grave,  so- 
bria y  religiosa  representaba  el  verdadero  tipo  ideal 
del  carácter  alemán.  Gozaban  aquellos  habitantes 
de  una  felicidad  tan  profunda,  y  vivian  tan  sa- 
tisfechos de  su  envidiable  condición,  que  el  gran 
duque  habia  tenido  que  recurrir  muy  poco  á  su 
ilustrado  desvelo  para  preservarlos  de  la  manía 


28i  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

epidémica  de  las  innovaciones  constitucionales.  Con 
respecto  á  los  descubrimientos  modernos  y  á  las 
ideas  prácticas  que  podían  ejercer  alguna  influen- 
cia saludable  en  el  bienestar  y  en  la  moralización 
de  su  pueblo,  el  gran  duque  los  conocía  y  los 
aplicaba,  pues  sus  delegados  cerca  de  las  diversas 
potencias  de  Europa  apenas  tenian  otra  misión 
que  la  de  informar  á  su  señor  del  progreso  de  las 
ciencias  y  de  las  artes,  bajo  el  punto  de  vista  de 
pública  utilidad. 

Hemos  dicho  ya  que  el  gran  duque  profesaba 
un  tierno  afecto  y  un  agradecimiento  sin  límites 
al  viejo  marques  de  Harville ,  el  cual  le  habia 
hecho  imponderables  servicios  en  1815;  y  así  es 
que  á  beneficio  de  la  poderosa  recomendación  del 
marques,  Sarah  Seyton  de  Halsbury  y  su  hermano 
fueron  recibidos  con  extraordinaria  distinción  en 
la  corte  de  Gerolstein.  Quince  dias  después  de  su 
llegada  la  joven  escocesa  habia  penetrado  con  su 
profundo  talento  observador  el  carácter  firme, 
leal  y  generoso  del  gran  duque:  y  antes  de  se- 
ducir al  hijo,  de  lo  cual  no  tenia  la  menor  duda, 
resolvió  prudentemente  asegurarse  del  afecto  del 
padre.  A  pesar  de  que  este  amaba  tiernamente  á 
su  hijo,  Sarah  se  convenció  muy  pronto  de  que  el 
gran  duque  no  prescindiría  jamás  de  ciertos  prin- 
cipios ni  de  las  ideas  que  tenia  acerca  del  deber 
de  los  príncipes,  y  que  por  consiguiente  jamas 
consentiría  en  lo  que  miraba  como  una  alianza 
tan  desigual  para  la  categoría  de  su  hijo.  Vio  se- 
gún esto  que  un  hombre  de  temple  tan  enérgico 
y  que  solo  es  afectuoso  y  bueno  porque  es  firme 
y  vigoroso,  no  cede  jamas  un  punto  de  lo  que  se 
persuade  que  deroga  su  conciencia,  su  razón  ó 
su  dignidad. 

Sarah  estuvo  á  punto  de  renunciar  á  su  empresa 


TOMASYSARAH.  285 

viendo  los  inconvenientes  casi  imposibles  que  se  ofre- 
cian;  pero  al  reflexionar  que  Rodolfo  era  muy  jo- 
ven ,  y  que  todos  elogiaban  la  dulzura  ,  la  bondad  y 
la  timidez  de  su  carácter,  creyólo  débil  é  irresoluto 
y  persistió  de  nuevo  en  su  atrevido  proyecto. 

Su  conducta  y  la  de  su  hermano  fueron  en  esta 
ocasión  una  obra  maestra  de  habilidad  y  sutileza. 

La  joven  er,cocesa  consiguió  atraerse  el  afecto 
de  todos  y  en  particular  el  de  las  mismas  personas 
que  pudieran  envidiar  su  extraordinario  mérito;  y 
tíngiendo  una  sencillez  modesta,  evitó  la  alarma 
que  deberían  excitar  sus  gracias  y  su  belleza.  Por 
tales  medios  llegó  en  muy  breve  tiempo  á  ser  el  ído- 
lo no  solo  del  gran  duque  ,  sino  también  de  su  ma- 
dre la  gran  duquesa  viuda  Judith,  que  á  pesar  de 
sus  noventa  anos  amaba  con  ternura  los  encantos  y 
la  belleza  de  la  juventud. 

Varias  veces  intentaron  salir  de  la  corte  Sarah  y 
su  hermano;  pero  el  soberano  de  Gerolstein  no  qui- 
so jamas  permitirlo,  y  para  asegurarse  de  la  per- 
manencia délos  dos  escoceses  suplicó  al  baronet 
Seyton  de  Halsbury  que  aceptase  el  empleo  ,  va- 
cante  á  la  sazón,  de  primer  escudero,  y  á  Sarah  que 
no  abandonase  á  la  gran  duquesa  Judith,  que  no 
podría  ya  vivir  sin  ella. 

Los  ruegos  del  gran  duque  triunfaron  por  último 
de  la  simulada  determinación  de  Sarah  y  de  To- 
mas, quienes  aceptaron  la  brillante  proposición  y 
se  establecieron  en  la  corte  de  Gerolstein  un  mes 
después  de  su  llegada. 

Sarah ,  que  conocia  perfectamente  la  música  y 
sabia  la  afición  que  profesaba  la  gran  duquesa  á 
las  antiguas  obras  de  este  arte,  y  especialmente  á 
las  de  Gluck  ,  esludió  á  fondo  las  de  aquel  ilustre 
profesor  ,  y  cautivó  mas  y  mas  el  afecto  de  la  an- 
ciana princesa  con  la  paciencia    inagotable  y   la 


286  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

extraordinaria  perfección  con  que  cantaba  aque- 
llas piezas  antiguas  llenas  de  sencillez  y  de  expre- 
sión. 

Seyton  desempeñó  también  su  destino  con  la 
mayor  aptitud.  Conocía  perfectamente  la  equita- 
ción ,  era  firme  y  ordenado  en  sus  disposiciones, 
y  así  es  que  transformó  completamente  en  breve 
tiempo  el  servicio  de  las  caballerizas  del  gran  du- 
que, desorganizadas  basta  entonces  por  la  negli- 
gencia y  la  rutina. 

Desde  aquel  dia  fueron  los  dos  hermanos  el  ob- 
jeto principal  del  afecto  y  de  los  obsequios  de  la 
corte,  porque  la  predilección  del  príncipe  lleva 
siempre  consigo  la  estimación  de  los  subditos.  Sa- 
rah  necesitaba  ademas  echar  mano  de  toda  su  há- 
bil seducción  para  ganar  muchos  partidarios,  si 
habia  de  llevar  á  cabo  sus  proyectos.  Su  hipocre- 
sía, revestida  con  las  formas  mas  seductoras,  cau- 
tivó fácilmente  á  aquellos  nobles  alemanes ,  y  el 
afecto  general  aumentó  la  excesiva  benevolencia 
del  gran  duque. 

Esta  era  la  encumbrada  situación  de  los  dos  her- 
manos en  la  corte  de  Gerolstein ,  sin  que  nadie 
hubiese  podido  imaginar  su  designio  con  respecto 
á  Rodolfo.  Por  una  feliz  casualidad  habia  salido  es- 
te de  la  capital  pocos  dias  antes  de  la  llegada  de 
Sarah,  con  objeto  de  pasar  una  revista  militar 
acompañado  de  un  edecán  y  de  su  fiel  Mnrph;  au- 
sencia muy  favorable  á  los  proyectos  de  Sarah, 
pues  le  permitió  disponer  á  su  salvo  los  hilos  de  la 
trama  sin  que  lo  estorbase  la  presencia  del  prínci- 
pe, cuya  admiración  hubiera  disperlado  acaso  las 
sospechas  del  gran  duque.  Al  contrario,  en  la  au- 
sencia de  su  hijo  ni  remotamente  sospechaba  que 
habia  dispensado  su  intimidad  á  una  joven  de  rara 
hermosura ,  la  cual  sabia  hacer  alarde  de  sus  gra- 


TOIffAS  Y  SARAH.  287 

cias  seductoras  é  incomparables  delante  de  Rodol- 
fo á  todos  los  momentos  del  dia. 

Sarah  no  agradeció  interiormente  la  tierna 
y  generosa  acogida  y  la  noble  confianza  que  le 
Labia  dispensado  la  familia  soberana  de  Gerols- 
teio. 

Sabian  los  dos  hermanos  que  debian  introducir  el 
luto  y  la  discordia  en  aquella  corte  tranquila  y  feliz, 
mas  no  por  eso  desistieron  un  punto  de  sus  desig- 
nios. Calculaban  con  sangre  fría  el  resultado  pro- 
bable de  la  cruel  división  que  iban  á  sembrar  entre 
un  padre  y  un  hijo,  que  habían  vivido  tan  cor- 
dialmente  unidos. 

Diremos  ahora  algunas  palabras  sobre  los  pri- 
meros años  de  Rodolfo.  Como  su  complexión  era 
bastante  débil  en  la  infancia  ,  su  padre  hizo  para 
sí  el  extraño  raciocinio  siguiente : 

« Los  nobles  rurales  de  Inglaterra  se  distinguen 
generalmente  por  su  robustez  y  salud.  Estas  ven- 
tajas se  deben  en  gran  manera  á  su  educación  física, 
que  es  sencilla,  ruda  y  agreste,  y  contribuye  por 
lo  mismo  á  desarrollar  su  vigor.  Voy  á  sacar  á  Ro- 
dolfo del  poder  de  las  mujeres  ;  y  aunque  su  tem- 
peramento es  delicado,  puede  ser  que  acostumbrán- 
dose á  vivir  como  el  hijo  de  un  hacendado  rural 
inglés  ( salvo  algunos  cuidados  que  se  tendrán 
con  él),  se  consiga  fortalecer  su  endeble  constitu- 
ción. » 

Hizo  pues  el  gran  duque  venir  de  Inglaterra  un 
hombre  digno  y  capaz  de  dirigir  esta  clase  de  edu- 
cación física ,  y  sir  Gualterio  Murph ,  atletico  ejem- 
plar de  los  caballeros  rurales  del  condado  de  York 
fué  la  persona  encargada  de  tan  importante  misión. 
La  dirección  que  dio  á  la  enseñanza  del  príncipe 
fué  en  todo  conforme  á  las  miras  del  gran  duque. 


28S  LOS  :\;isTF,Rios  de  parís. 

Murph  y  su  discípulo  habitaron  por  espacio  de  al- 
gunos años  una  quinta  rodeada  de  campos  y,  de 
bosques  á  pocas  leguas  de  la  "ciudad  de  Gerolstein 
y  en  la  situación  mas  pintoresca  y  saludable.  Ro- 
dolfo, libre  de  toda  etiqueta  y  sin  dedicarse  mas 
que  á  trabajos  agrícolas  proporcionados  á  su  edad, 
hacia  una  vida  sobria  y  varonil,  y  su  único  placer 
y  distracción  eran  los  ejercicios  violentos,  la  lucha, 
el  pugilato,  la  equitación  y  la  caza.  Con  el  aire 
puro  de  los  campos  y  de  los  montes  y  bosques  se 
trasformó  su  naturaleza  y  creció  como  una  encina 
vigorosa :  su  palidez  enfermiza  dio  lugar  al  brillante 
color  de  la  salud ,  y  aunque  siempre  fué  esbelto 
y  delgado  ,  no  por  esto  dejaba  de  vencer  las  mayo- 
res fatigas.  La  destreza ,  la  energía  y  el  valor  su- 
plieron en  él  la  falta  de  potencia  muscular,  y  así 
es  que  á  la  edad  de  quince  años  podia  luchar  victo- 
riosamenie  con  jóvenes  de  mucha  mas  edad  que  él. 

Su  educación  científica  seresentia  necesariamen- 
te de  la  preferencia  dada  á  la  educación  física:  Ro- 
dolfo sabia  muj  poco,  pero  el  gran  duque  pensa- 
ba con  razón  que  para  exigir  mucho  del  espíritu 
es  preciso  que  este  se  halle  sostenido  por  una  bue- 
na organización  física.  Las  facultades  intelectuales, 
aunque  fecundadas  algo  mas  tarde  por  la  instruc- 
ción, ofrecen  de  este  modo  resultados  mas  prontos. 

El  buen  Gualterio  Murph  no  era  un  sabio  ,  y  así 
es  que  solo  pudo  comunicar  á  su  discípulo  los  cono- 
cimientos primarios ;  pero  nadie  mejor  que  él  po- 
día inspirar  á  Rodolfo  el  sentimiento  de  lo  justo, 
leal  y  generoso,  ni  infundirle  mas  horror  hacia  la 
bajeza,  la  infamia  y  la  cobardía...  Esta  aversión  y 
esta  admiración  tan  enérgica  se  arraigaron  pa- 
ra siempre  en  el  alma  de  Rodolfo ;  y  aunque  mas 
adelante  conmovió  violentamente  estos  principios 
de  la  tempestad  de  las  pasiones ,  no  pudo  sin  embar- 


.  TOMÁS  Y  SARAH.  289 

go  arrancarlos  del  corazón...  El  rayo  hiere  y  des- 
troza el  tronco  de  un  árbol  profundamente  arraiga- 
do ;  pero  la  savia  no  deja  por  eso  de  nutrir  sus  rai- 
ces ,  y  mil  ramas  frondosas  vuelven  á  brotar  del 
mismo  tronco  que  parecia  seco  y  aniquilado. 

Rodolfo  debió  pues  á  Murph,  por  decirlo  así ,  la 
salud  del  cuerpo  y  la  del  alma,  pues  á  tanto  equi- 
valb  su  robustez,  su  valor,  su  agilidad,  y  el  amor 
á  lo  bueno  y  la  aversión  á  lo  malo  que  habia  con- 
seguido inspirarle  su  maestro.  Luego  que  Murph 
terminó  de  un  modo  tan  admirable  su  tarea,  tu- 
vo que  volver  á  Inglaterra  para  el  arreglo  de  gra- 
ves intereses,  y  dejó  por  algún  tiempo  la  Alemania 
con  sumo  disgusto  de  Rodolfo  que  le  amaba  tierna- 
mente. 

Asegurado  ya  el  gran  duque  de  la  salud  de  Rodol- 
fo, pensó  seriamente  en  la  instrucción  de  su  querido 
hijo.  Un  cierto  doctor  llamado  César  Polidori ,  filoso 
fo  de  gran  reputación,  médico  distinguido,  historia- 
dor erudito,  y  hombre  versado  en  las  ciencias  exac- 
tas y  físicas  ,  obtuvo  el  encargo  de  cultivar  el  sue- 
lo v  rgen  y  fecundo,  tan  bien  preparado  por  Murph. 

La  elección  del  gran  duque  fué  muy  desgraciada 
en  esta  ocasión ,  ó  por  mejor  decir  fué  cruelmente 
engañado  por  la  persona  que  le  presentó  al  doctor 
y  lo  hizo  aceptar  como  preceptor  del  joven  prin- 
cipe. 

El  doctor  Polidori  era  sin  duda  el  Mentor  mas 
detestable  que  pudiera  hallarse  para  dirigir  la  ins- 
trucción de  un  joven.  Impío,  traidor,  hipócrita,  lle- 
no de  astucia  y  sutileza ,  ocultaba  estos  vicios  y  el 
escepticismo  é  inmoralidad  mas  espantosos  bajo  una 
máscara  de  austeridad  filosófica  :  conocía  profunda- 
mente á  los  hombres,  ó  por  mejor  decir  solo  habia 
estudiado  las  flaquezas  y  las  pasiones  mas  degradan- 
tes de  la  humanidad. 


290  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Dejó  Rodolfo  con  dolor  la  vida  independiente 
y  animada  que  hasta  entonces  habia  hecho  al  la- 
do de  Murph  ,  para  ir  á  sepultarse  entre  los  libros 
y  someterse  al  ceremonial  de  la  corte  de  su  padre. 
Como  era  natural  concibiódesde  luego  una  profunda 
aversión  hacia  el  doctor.  Cuando  Murph  se  separó 
de  su  discípulo  le  comparó  con  un  potro  sin  domar 
lleno  de  fuego  y  de  soltura,  sacado  de  los  campos 
en  donde  vivia  libre  y  gozoso,  para  sujetarle  al 
freno  y  á  la  espuela  y  enseñarle  á  contener  el  ím- 
petu de  su  fuerza  ,  que  solo  habia  entonces  en  cor- 
rer y  saltar  á  su  alvedrío. 

Rodolfo  declaró  desde  luego  á  Polidori  que  no 
sentía  la  menor  inclinación  al  estudio,  que  mas 
bien  necesitaba  ejercitar  los  brazos  y  las  piernas, 
respirar  el  aire  libre  del  campo,  correr  por  los  mon- 
tes y  quebradas,  y  que  una  buena  escopeta  y  un 
buen  caballo  le  parecian  preferibles  á  los  mejores 
libros  del  mundo. 

El  doctor  esperaba  hallar  en  el  príncipe  esta  an- 
tipatía, y  fué  tanto  mayor  su  satisfacción  al  descu- 
brirla, porque  abrigaba  miras  tan  ambiciosas  como 
las  de  Sarah  aunque  de  distinto  género.  A  pesar 
de  que  el  gran  ducado  de  Gerolstein  no  era  mas  que 
un  estado  de  orden  inferior  ,  Polidori  se  habia  pro- 
puesto ser  en  él  un  segundo  Richelieu  ,  y  prepa- 
rar á  Rodolfo  para  la  categoría  de  los  príncipes 
ociosos.  Mas  deseando  sobre  todo  hacerse  agradable 
á  su  discípulo  y  borrar  á  Murph  de  su  memoria  á 
fuerza  de  obsequios  y  condescendencias,  ocultó  al 
gran  duque  la  repugnancia  que  manifestaba  el  prín- 
cipe al  estudio,  elogió  su  aplicación  y  sus  grandes 
progresos  ,  y  á  beneficio  de  algunas  preguntas  con- 
certadas de  antemano  con  Rodolfo,  pero  que  pare- 
cian improvisadas,  entretuvo  al  gran  duque  (que 


TOMAS  Y  SARAH.  291 

á  la  verdad  no  era  muy  letrado )  en  su  ceguedad  y 
confianza. 

El  desvío  que  el  doctor  habia  inspirado  á  Ro- 
dolfo en  un  principio,  se  fué  convirtiendo  gradual- 
mente en  una  familiaridad  caballerosa  por  parte 
del  príncipe,  muy  diferente  de  la  seria  y  afectuosa 
adhesión  que  profesaba  á  Murph;  y  así  es  que  se 
halló  insensiblemente  ligado  á  Polidori ,  aunque 
por  causas  inocentes,  por  los  mismos  lazos  que 
unen  á  dos  cómplices.  Rodolfo  debia  despreciar 
tarde  ó  temprano  á  un  hombre  del  carácter  y  de 
la  edad  del  doctor,  quementia  indignamente  para 
encubrir  la  pereza  de  su  discípulo.  Polidori  lo  sa- 
bia :  pero  sabia  también  que  si  no  se  deja  inme- 
diatamente la  compañía  de  seres  corrompidos,  es 
fácil  acostumbrarse  á  su  modo  de  pensar  y  á  ver 
sin  indignación  expuestos  á  la  infamia  y  al  escar- 
nio los  mismos  objetos  que  merecían  antes  nuestra 
admiración. 

Ademas,  era  el  doctor  demasiado  diestro  para 
combatir  de  frente  ciertas  convicciones  nobles  de 
Rodolfo,  que  eran  el  fruto  de  la  educación  de 
Murph.  Después  de  burlarse  á  su  sabor  de  los  gro- 
seros y  vulgares  pasatiempos  en  que  su  discípulo 
habia  invertido  los  primeros  años  de  su  juventud, 
dispertaba  el  doctor,  con  un  aire  fingido  de  auste- 
ridad ,  la  curiosidad  del  príncipe,  é  inflamaba  su 
imaginación  pintándole  con  vivos  y  exagerados  co- 
lores los  placeres  y  la  galantería  que  habían  ilm- 
trado  los  reinados  de  Luis  XIV ,  del  Regente,  y  so- 
bre todo  de  Luis  XV  ,  que  era  el  verdadero  héroe 
de  Polidori.  Aseguraba  al  inocente  joven,  el  cual  le 
escuchaba  con  funesta  atención ,  que  la  voluptuosi- 
dad mas  excesiva,  lejos  de  desmoralizar  á  un  prín- 
cipe de  ánimo  elevado,  le  hacia  mas  clemente  y 
generoso,  por  la  simple  razón  de  que  nada  predis- 


292  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

pone  tanto  las  almas  generosas  para  el  amor  y  la 
benevolencia  como  la  felicidad.  Luis  XV  el  Muy 
Amado  era  según  él  una  prueba  irrecusable  de  este 
aserto.  «Y  ademas  (anadia  el  doctor)  /cuántos 
hombres  grandes  de  la  antigüedad  y  de  los  tiempos 
modernos  no  se  han  consagrado  al  epicurismo,  des- 
de Alcibiades,  Marco  Antonio  y  César,  hasta  Mau- 
ricio de  Sajonia  ,  Conde  y  Vandoma  !  !  ! »  Tales  co- 
loquios debian  hacer  un  espantoso  estrago  en  el  al- 
ma \argen  y  fogosa  del  príncipe;  mas  no  fiándose  el 
inicuo  doctor  en  la  autoridad  de  su  palabra,  tra- 
ducía con  elocuencia  á  su  discípulo  las  odas  en  que 
Horacio  exalta  con  espléndido  ingenio  y  coneí  en- 
canto mas  seductor  las  delicias  de  una  vida  consa- 
grada enteramente  al  amor  y  á  la  sensualidad  mas 
exquisita. 

Finalmente,  el  gozar  siempre  y  gozar  de  todo 
era,  según  el  doctor,  glorificar  á  Dios  en  la  mag- 
nificencia de  sus  obras  y  en  la  eternidad  de  sus 
dones. 

Estas  teorías  produjeron  su  fruto  natural. 

En  medio  de  aquella  corte  metódica  ,  virtuosa  y 
acostumbrada  por  el  ejemplo  del  soberano  á  los 
placeres  lícitos  y  diversiones  inocentes  ,  Rodolfo 
pervertido  por  su  maestro  pensaba  sin  cesar  en  las 
noches  deliciosas  de  Versalles  ,  en  las  orgías  de 
Choisy,en  la  voluptuosidad  del  Parque  de  los 
Ciervos,  y  aun  imaginaba  de  cuando  en  cuando  al- 
guna aventura  amorosa.  El  doctor  no  se  babia  ol- 
vidado de  demostrar  á  Rodolfo  que  un  príncipe  de 
la  Confederación  Germánica  no  podia  tener  mas 
pretensiones  militares  que  la  de  enviar  su  contin- 
gente á  la  Dieta  ,  y  que  ademas  el  espíritu  del  dia 
no  era  un  espíritu  guerrero.  Pasar  deliciosa  y  blan- 
damente las  horas  en  medio  de  mugeres  y  del  es- 
plendor del  lujo;  variar  alternativamente  de  la 


TOMASY  SARAH.  393 

embriaguez  de  los  placeres  sensuales  á  las  delicio- 
sas recreaciones  del  arle;  buscar  á  veces  en  la  ca- 
za, no  conno  un  adusto  Nimrod ,  sino  como  un  sa- 
bio epicuriano,  las  fatigas  transitorias  que  doblan 
el  encanto  déla  pereza  y  de  la  negligencia...  tal 
era ,  según  el  doctor ,  la  única  vida  posible  de  un 
príncipe,  que  bailase  un  primer  ministro  capaz  de 
consagrarse  con  ardor  á  la  grave  y  enojosa  tarea 
de  dirigir  las  riendas  del  Estado. 

Rodolfo,  al  entregarse  á  suposiciones  que  nada 
tenian  de  criminales,  porque  nosalian  del  círculo 
de  las  probabilidades  fatales ,  se  babia  propuesto 
adoptar,  cuando  Dios  llamase  á  juicio  á  su  padre, 
la  vida  que  Polidori  le  pintaba  con  tan  vivos  y  ale- 
gres colores  ,  y  babia  resuelto  hacer  su  primer 
ministro  á  este  bombre  cuyo  saber  y  talento  cauti- 
vaban su  admiración ,  y  cuya  ciega  complacencia 
babia  llegado  á  agradarle. 

Seria  inútil  decir  que  el  príncipe  guardó  el  mas 
profundo  secreto  acerca  de  la  esperanza  que  abri- 
gaba. 

Sabiendo  Rodolfo  que  los  béroes  predilectos  de 
su  padre  eran  Gustavo  Adolfo,  Carlos  XII  y  el  gran 
Federico,  (Maximiliano  Rodolfo  tenia  el  honor  de 
pertenecer  á  la  casa  real  de  Erandeburgo ) ,  creia 
con  razón  que  el  gran  duque,  que  tanta  admiración 
profesaba  al  carácter  guerrero  de  aquellos  reyes 
soldados,  que  jamas  se  quitaban  las  bolas  ni  las 
espuelas,  miraria  como  perdido  á  su  hijo  si  lo  cre- 
yese capaz  de  sustituir  en  su  corle  la  gravedad  tu- 
desca con  las  costumbres  desembarazadas  y  licen- 
ciosas del  tiempo  de  la  Regencia.  Pas¿íronse  de  este 
modo  diez  y  ocho  meses. 

Murph  volvió  de  Inglaterra  al  cabo  de  este  tiem- 
po y  lloró  de  gozo  al  abrazar  á  su  antiguo  discípulo 
Pasados  algunos  dias  conoció  el  caballero  inglés 


29Í  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

la  reserva  j  frialdad  de  Rodolfo  y  la  ironía  con  que 
le  hablaba  de  la  vida  ruda  j  agreste  que  habian 
hecho  en  el  campo,  sin  poder  descubrir  el  motivo 
de  un  cambio  que  tan  profundamente  le  afligía.  Se- 
guro de  la  bondad  natural  del  príncipe  v  llevado 
por  un  secreto  presentimiento,  creyó  enfin  que  lo 
babia  pervertido  la  perniciosa  influencia  del  doctor 
Polidori,  á  quien  aborrecia  por  instinto  y  á  quien 
se  propuso  observar  con  el  mayor  cuidado.  Este  vio 
también  con  zozobra  el  regreso  de  Murpb,  cuya 
franqueza,  penetración  y  sano  entendimiento  te- 
mía y  se  fijó  desde  luego  en  el  pensamiento  de 
perderlo  en  el  animo  del  príncipe.  En  esta  mis- 
ma época  fueron  recibidos  Se j ton  y  Sarah  en  la  cor- 
te de  Gerolstein  con  suma  distinción  ,  y  Rodolfo ^a- 
lió  también  entonces  como  llevamos  dicho,  á  hacer 
una  escursion  en  los  Estados  de  su  padre  acompaña- 
do de  Murph. 

El  doctor  no  estuvo  ocioso  durante  este  viaje. 
Cualquiera  diría  que  los  intrigantes  se  conocen 
mutuamente  por  ciertos  signos  misteriosos,  y  que 
se  observan  de  este  modo  hasta  que  un  interés  en- 
contrado ó  común  los  induce  á  establecer  entre  sí 
una  alianza  ó  una  hostilidad  declarada.  Algunos 
dias  después  de  la  llegada  de  Sejton  y  su  her- 
mana á  la  corte  del  gran  duque,  Polidori  habia 
trabado  ya  estrechas  relaciones  con  el  escocés. 
El  doctor  confesaba  con  detestable  cinismo  que 
sentía  una  inclinación  natural  y  casi  involunta- 
ria hacia  los  hombres  intrigantes,  perversos  y 
malvados,  y  decia  que  sin  haber  adivinado  posi- 
tivamente el  objeto  á  que  se  dirijian  Sarah  y  su 
hermano,  les  habia  declarado  una  simpatía  dema- 
siado vehemente  para  dejar  de  creer  que  trajesen 
entre  manos  algún  proyecto  diabólico.  Algunas 
preguntas  de  Sarah  sobre  el  carácter  y  anteceden- 


TOMAS  Y  SARAH.  295 

tes  de  Rodolfo,  preguntas  sin  objeto  para  un  hom- 
bre menos  sutil  que  el  doctor,  le  revelaron  la  in- 
tención de  los  dos  hermanos;  y  lo  que  únicamente 
se  le  ocultó,  fué  el  que  las  miras  de  la  joven  es- 
cocesa fuesen  tan  honestas  y  elevadas.  El  doctor 
consideró  pues  la  llegada  de  esta  hermosa  joven 
como  un  aconlecimienlo  afortunado;  porque  infla- 
mada la  imaginación  de  Rodolfo  con  amorosas  qui- 
meras, Sarah  debia  ser  la  realidad  encantadora  de 
sus  voluptuosos  sueños,  y  ejerceria  indudablemente 
una  influencia,  supremaen  un  corazón  subyugado  por 
el  primer  amor.  Dirigir  y  utilizar  esta  influencia ,  y 
servirse  de  ella  para  perder  á  Murph,  ha  sido 
desde  entonces  el  mas  íirme  conato  de  Polidori. 
Como  hábil  especulador  hizo  conocer  á  los  dos  am- 
biciosos exlrangeros  la  necesidad  de  contar  con  él, 
pues  era  el  único  responsable  ante  el  gran  duque 
de  la  vida  privada  del  príncipe  su  hijo. 

Sarah  y  su  hermano  comprendieron  sin  diQcul- 
tad  el  ánimo  del  doctor,  aunque  no  habian  reve- 
lado á  este  su  oculto  disignio;  y  cuando  volvió  Ro- 
dolfo, unidos  los  tres  por  un  interés  común,  se 
habian  ligado  tácitamente  contra  el  ^í/ií¿re,  á  quien 
tenian  por  el  enemigo  mas  formidable. 

Sucedió  pues  lo  que  debia  suceder. 

Rodolfo  á  su  regreso  se  enamoró  ciegamente  de 
Sarah;  á  quien  tenia  que  ver  todos  los  dias.  Sarah 
le  declaró  que  correspondía  á  su  amor,  aunque 
preveía  que  este  amor  debia  ocasionar  grandes  y 
violentos  disgustos,  y  que  no  podrian  ser  jamas 
felices  porque  los  separaba  una  falal  distancia. 
Según  esto  encomendó  á  Rodolfo  la  mas  profunda 
reserva  á  fin  de  no  dispertar  las  sospechas  del  gran 
duque,  el  cual  seria  inexorable  y  los  pri varia  de 
la  única  dicha  á  que  podían  aspirar,  cual  era  la 

T.I.  2J 


296  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

de  verse  á  todas  horas.  Rodolfo  prometió  ocultar 
su  pasión  é  imitó  el  disimulo  de  la  ambiciosa  ex- 
tranjera, la  cual  tenia  demasiada  confianza  en  sí 
misma  para  comprometerse  ni  revelar  con  ningún 
ademan  su  provecto  á  los  ojos  de  la  corte;  por 
manera  que  todos  ignoraron  el  amoroso  secreto  du- 
rante algún  tiempo.  Mas  luego  que  vieron  los  dos 
hermanos  que  habia  llegado  á  su  colmo  la  pasión 
desenfrenada  del  príncipe,  que  la  exaltación  de  su 
amor  se  hacia  por  instantes  mas  dificil  de  conte- 
ner, amenazando  por  consiguiente  descubrir  todo 
el  secreto,  se  decidieron  por  fin  á  dar  el  gran  paso 
que  tenian  meditado.  Así  es  que  persuadido  Sey- 
ton  de  que  el  carácter  del  doctor  le  disponía  á  aH- 
mitir  favorablemente  toda  proposición  que  lle- 
vase el  sello  de  la  moralidad ,  le  declaró  que  era  ya 
indispensable  unir  á  Rodolfo  con  Sarah  por  el  ma- 
trimonio ;  añadiendo  que  en  caso  contrario  saldría 
inmediatamente  de  Gerobtein;  que  Sarah  corres- 
pondía al  amor  del  príncipe,  mas  que  preferíala 
muerte  á  la  deshonra ,  y  que  solo  podi-ia  determi- 
narse á  ser  la  esposa  de  S.  A. 

Esta  proposición  llenó  de  estupor  á  Polidori, 
pues  jamás  habia  imaginado  que  llegase  á  tanto 
la  audacia  y  la  ambición  de  Sarah.  Parecíale  im- 
posible un  casamiento  tan  rodeado  de  incon- 
venientes y  peligros  sin  número,  y  dijo  fran- 
camente á  Seyton  las  razones  que  tenia  para  creer 
que  el  gran  duque  no  consentirla  jamás  en  tal 
unión.  Seyton  admitió  la  importancia  de  estas  ra- 
zones; mas  propuso  como  termino  medio  que  po- 
dría conciliario-  todo,  un  casamiento  secreto  que 
no  se  publicarla  hasta  el  fallecimiento  del  gran 
duque  reinante.  Observó  que  Sarah  pertenecía  á 
una  familia  noble  y  antigua  :  y  que  esta  unión 
no  carecía  de  ejemplares  y  antecedentes.   Propuso 


TOMAS  Y  SARAH.  29T 

conceder  al  príncipe  ocho  días  para  que  se 
decidiese,  pues  habia  determinado  sacar  á  su  her- 
mana de  la  horrible  incertidumbre  en  que  se  ha- 
llaba, y  si  era  necesario  renunciar  al  amor  de  Ro- 
dolfo, lomaría  inmediatamente  esta  dolorosa  reso- 
lución. 

No  duró  mucho  la  perplejidad  del  doctor  luego 
que  conoció  la  intención  de  Sarah.  Tres  medios 
se  le  ocurrieron  para  salir  del  paso;  á  saber: 

Descubrir  al  gran  duque  el  proyecto  de  matri- 
monio; desengañar  á  Rodolfo  de  las  intrigas  y 
maniobras  de  Tomas  y  de  Sarah;  ó  bien  prestar 
todo  el  auxilio  posible  á  este  casamiento. 

Pero  advertir  al  gran  duque,  seria  enajenarse 
para  siempre  la  voluntad  del  heredero  inmediato 
de  su  corona:  desengañar  á  Rodolfo  de  las  miras 
interesadas  de  Sarah,  era  exponerse  á  ser  tratado 
por  el  príncipe  del  modo  que  tratan  siempre  los 
enamorados  á  los  que  tienen  en  poco  el  objeto  de 
su  pasión:  y  adem;  s  la  vanidad  y  el  corazón  del 
príncipe  se  resentirían  de  un  modo  peligroso  para 
el  doctor,  al  saber  por  este  que  sus  títulos  y  su  so- 
beranía eran  la  causa  única  de  las  demostracio- 
nes apasionadas  de  Sarah. 

Por  el  contrario,  prestando  su  apoyo  á  este  en- 
lace, se  unía  á  Rodolfo  con  los  lazos  de  la  gra- 
titud mas  profunda,  óá  ¡o  menos  por  la  manco- 
munidad de  un  acto  peligroso.  No  dudaba  que 
todo  podia  descubrirse  y  que  en  tal  caso  se  es- 
pondría á  la  cólera  del  gran  duque;  pero  una  vez 
consumado  el  matrimonio,  la  unión  sería  válida,  la 
tempestad  se  disiparía ,  y  el  futuro  soberano  de 
Gerolstein  se  hallaría  tanto  mas  ligado  á  Polidoriy 
cuanto  mayores  fuesen  los  peligios  á  que  este  se 
iiabria  expuesto  por  servirle.  Reflexionó  con  ma- 
durez sobre  estas  alternativas,  y   se  decidió  por 


298  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Último  á  servir  á  Sarah  ,  aunque  con  la  restricción 
de  que  hablaremos  mas  adelante.  El  amor  ciego 
de  Rodolfo  tocaba  ya  el  último  grado  de  vehemen- 
cia: exasperado  por  la  contariedad  y  cada  vez  mas 
seducido  por  la  habilísima  escocesa,  que  fingia 
sufrir  con  menos  resignación  que  él  los  inconve- 
nientes insuperables  que  el  honor  y  el  deber  opo- 
nían á  su  felicidad,  sin  duda  no  hubiera  tardado 
muchos  dias  en  hacer  público  alarde  de  su  ciega 
pasión. 

Así  es  que  cuando  el  doctor  le  propuso  el  que 
alejase  para  siempre  de  sí  aquella  beldad  irresisti- 
ble ,  ó  que  se  determinase  á  poseerla  por  medio  de 
un  matrimonio  secreto,  Rodolíb  echó  los  brazos  al 
cuello  de  Polidori,  le  llamó  su  salvador,  su  padre 
y  su  mejor  amigo ,  y  se  hubiera  casado  en  aquel 
instante  si  hubiese  tenido  á  mano  un  templo  y  un 
sacerdote. 

El  doctor  se  encargó,  como  era  de  esperar,  de 
arreglarlo  todo. 

Buscó  un  párraco  y  testigos,  y  la  unión  se  cele- 
bró en  secreto  (teniendo  Seyton  el  mayor  cuidado 
de  que  se  ejecutasen  escrupulosamente  todas  las 
formalidades  i  durante  la  ausencia  que  hizo  el 
gran  duque  de  la  corle  para  asistir  á  una  confe- 
rencia de  la  Diííta  germánica.  De  este  modo  que- 
dó realizado  el  pronóstico  de  la  montañesa  de  Es- 
cocia :  Sarah  se  casó  con  el  heredero  de  una  co- 
rona. 

Sin  apagar  el  fuego  de  su  amor  ,  la  posesión  hizo 
á  Rodolfo  mas  circunspecto  y  calmó  la  violencia 
que  hubiera  podido  comprometer  el  secreto  de  su 
pasión.  Arreglaron  de  tal  manera  su  conducta  los 
dos  jóvenes,  protegidos  ademas  por  el  cuidado  de 
Seyton  y  del  doctor  ,  que  nadie  pudo  conocer  la  in- 
timidad de  sus  relaciones. 


TOMAS  Y  SAKAH.  299 

Un  suceso  esperado  por  Sarah  con  impaciencia, 
convirtió  muy  pronlo  esta  calma  en  una  tempes- 
tad: Sarah  conoció  que  era  madre...  Y  entonces 
fué  cuando  descubrió  á  Rodolfo  el  fondo  de  sus 
pretensiones,  que  llenaron  al  príncipe  de  sorpresa 
y  de  asombro.  Le  declaró  derramando  un  copioso 
y  fingido  llanto  ,  que  no  podia  -ioportar  la  opresión- 
en  que  vivía,  tanto  mas  insufrible  en  la  situación 
en  que  se  hallaba.  Dijo  con  firme  resolución  al 
príncipe  (]u(i  í'u  tales  circunstancias  era  inevitable 
el  revelar  al  gran  duque  todo  el  secreto,  á  quien 
debia  Sarah  el  mas  tierno  cariño,  lo  mismo  que  á 
la  gran  dutjuesa  viuda.  Añadió  que  sin  duda  se  in- 
dignaría al  f>rincipio ,  pero  que  amaba  tan  ciega- 
mente á  su  hijo,  y  que  ella  (Sarah)  tenia  tal  con- 
fianza en  el  aferlo  que  la  profesaba  el  gran  du- 
que ,  qu(í  no  dudaba  que  el  enojo  paternal  se  disi- 
paría poco  á  poco,  y  que  tendría  entonces  en  la 
corte  de  Gorolsleín  la  consideración  que  la  corres- 
pondía como  madre  que  iba  á  ser  de  un  hijo  del 
heredero  inmediato  del  gran  duque. —  Soy  vuestra 
esposa  ante  Dios  y  los  hombres  —  le  dí'o.  — Dentro 
de  poco  tiempo  no  podré  ocultar  el  estado  en  que 
me  hallo,  y  no  quiero  avergonzarme  de  una  situa- 
ción que  tanto  me  lisonjea ,  y  de  la  cual  puedo  glo- 
riarme á  la  faz  de  todo  el  mundo. 

La  paternidad  había  doblado  el  amor  (¡ue  Ro- 
dolfo profesaba  á  Sarah,  y  así  es  que  el  deseo  de 
acceder  á  lo  que  le  pedia  ,  por  un  lado,  y  por  otro 
el  temor  de  irritar  á  su  padre,  introdujeron  en  su 
espíritu  la  inqtiietud  mas  espantosa.  Seylon  apo- 
yaba la  resolución  de  su  hermana. —  El  matrimo- 
nio es  indisoluble  —  decia  íi  su  regio  cuñado. — 
Todo  lo  que  puede  hacer  el  gran  du(jue  es  dester- 
raros de  la  corte,  á  vos  y  á  vuestra  esposa:  pero  os 
ama  demasiado  para  tomar  esta  medida,  y  se  re- 


300  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

solverá  á  tolerar  lo  que  no  está  ya  en  su  mano  im- 
pedir 

Estas  razones  eran  muy  justas,  pero  no  calmaron 
la  ansiedad  de  Rodolfo.  Por  aquel  tiempo  tuvo  que 
visitar  Seyton  por  orden  del  gran  duque  varias  ye- 
guadas de  Auslria,  y  en  esta  espedicion  debía  in- 
vertir unos  quince  dias:  salió  pues,  á  pesar  suyo, 
en  el  momento  mas  crítico  para  su  hermana.  Ésta 
sintió  su  partida,  al  paso  que  no  dejó  de  creerla 
oportuna,  pues  aunque  la  privaba  de  los  consejos 
de  una  persona  tan  allegada,  ponia  á  salvo  á  su 
hermano  de  la  cólera  del  gran  duque.  Convíno- 
se pues  con  Seyton  para  iníbrmarlo  de  todo  lo 
que  ocurriese  por  medio  de  una  correspondencia 
diaria  que  debían  seguir  en  ciertas  cifras,  cuya 
clave  tendría  también  Polidori.  Esta  precaución 
da  á  entender  que  Sarah  tenia  que  comunicar  á 
su  hermano  algo  mas  (¡ue  los  secretos  de  su 
amor  á  Rodolfo.  En  efecto,  la  pasión  (|ue  se  ha- 
bía encendido  en  el  corazón  del  príncipe,  no  se 
había  comunicado  al  pecho  glacial  de  esta  mu- 
jer egoísta  ,  fría  y  ambiciosa  :  la  maternidad 
solo  ha  sido  para  ella  un  nuevo  medio  de  asegurar 
su  influencia  con  Rodolfo,  y  no  inspiró  á  su  alma  de 
bronce  el  menor  sen  miento  de  ternura.  La  juven- 
tud, el  amor  vehemente,  la  inexperiencia  de  un 
príncipe  que  apenas  había  salido  de  la  infancia  y  á 
quien  había  enredado  pérfidamente  en  un  laberinto 
de  dificultades,  no  inspiraron  el  menor  interesa 
esta  mujer  egoísta ,  que  en  sus  comuniciones  secre- 
tas con  Seyton  se  quejaba  desdeñosa  y  amarga- 
mente de  la  debilidad  de  un  adolescente,  que  tem- 
blaba delante  del  príncipe  mas  decrépito  de  Ale- 
mania, fhl  cual  parecía  que  se  habia  olvidado  la 
muertel  Finalmente,  esta  correspondencia  de  los  dos 
hermanos  revelaba  su  egoísmo  interesado,  sus  cal- 


TOMAS  Y  SARAH.  301 

oulos  ambiciosos,  su  impaciencia...  acaso  uncona-^ 
to  de  homicidio,  y  manifestaba  la  trama  infernal 
que  habia  tenido  por  resultado  el  casamiento  de  Ro- 
dolfo. Polidori,  por  cuya  mano  pasaba  esta  cor- 
respondencia ,  interceptó  una  de  las  cartas  de  Sa- 
rah  á  su  hermano :  mas  adelante  diremos  el  obje- 
to de  este  paso. 

A  lobunos  dias  después  de  la  partida  de  Seyton  se 
hallaba  Sarah  en  una  tertulia  de  corte  de  la  gran 
duquesa  viuda,  y  muchas  de  las  damas  concurren- 
tes la  miraban  con  sorpresa  y  hablaban  bajo  entre 
sí;  circunstancia  que  no  dejó  de  observarla  gran 
duquesa  Judith,  que  á  pesar  de  sus  noventa  años 
tenia  muy  espertos  los  sentidos.  Llamó á  una  de  las 
damas  de  su  servicio,  y  supo  de  este  modo  que  todos 
hallaban  menos  esbelteza  y  soltura  que  de  costum- 
bre en  el  cuerpo  de  la  señorita  Sarah  Seyton  de 
Halsbury.  La  anciana  princesa  adoraba  de  tal  modo 
íi  su  protegida,  que  hubiera  respondido  ante  Dios 
de  su  virtud;  é  indignada  por  la  malignidad  de  tan 
injuriosas  sos|)echas  ,  hizo  un  movimiento  de  hom- 
bros, y  dijo  en  voz  alta  que  se  oyó  del  uno  al 
otro  extremo  de  la  sala :  —  ¡  Sarah ,  acercaos ,  hija 
mia ! 

Sarah  se  levantó. 

Tuvo  que  atravesar  todo  el  salón  para  acercarse 
á  la  princesa  ,  que  con  la  m?jor  intención  queria 
confundir  con  este  solo  hecho  á  los  calumniadores, 
probándoles  que  el  talle  de  su  protejida  no  habia 
perdido  un  ápice  de  su  finura  y  gentileza.  Pero  ;ah/ 
la  enemiga  mas  pérfida  de  Sarah  no  hubiera  dis- 
currido en  daño  de  esta  lo  que  discurrió  la  exce- 
lente princesa.  Cuando  su  protejida  cruzó  la  sala  fué 
necesario  todo  el  respeto  que  inspiraba  la  gran  du- 
quesa Judith,  para  que  no  se  levantase  un  murmu- 
llo de  sorpresa  y  de  indignación.  Las  personas  mi>- 


302  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

nos  perspicaces  notaron  lo  que  Sarah  no  quería  ya 
ocultar,  aunque  la  seria  fácil  disimular  aun  el  esta- 
do en  que  se  hallaba;  pero  la  ambiosa  joven  quería 
hacer  de  él  la  mas  clara  ostentación ,  á  fin  de  obli- 
gar á  Rodolfo  á  que  declarase  su  malrinionio. 

La  gran  duquesa  no  dio  sin  embargo  crédito  á  la 
evidencia  que  tenia  ante  sus  ojos,  y  dijo  á  Sarah 
en  voz  baja:  —  Querida  mia,  venís  horriblemente 
vestida...  vos  que  tenéis  una  cintura  tan  fina...  Va- 
mos, estáis  desconocida  esta  noche. 

Mas  adelante  referiremos  las  consecuencias  de  es- 
te descubiimiento,  que  produjo  grandes  y  terribles 
sucesos.  Pero  diremos  ahora  lo  que  acaso  habrá  adi- 
vinado ya  el  lector...  á  saber ,  que  Flor  de  Maria  era 
el  fruto  del  matrimonio  secreto  de  Rodolfo  y  de  Sa- 
rah ,  y  que  ambos  creían  muerta  á  su  bija. 

No  habrá  olvidado  el  lector  que  Rodolfo,  des- 
pués de  haber  estado  en  la  casa  de  la  c?-lle  del  Tem- 
plo, volvió  á  la  suya  ,  y  que  aquella  misma  noche 
debia  asistir  al  baile  que  daba  la  embajadora  de***. 
Seguiremos  en  este  baile  á  S.  A.  R,  el  gran  duque 
de  Gerolstein ,  Gustavo  Kodolfo  ,  que  viajaba  en 
Francia  con  el  título  de  conde  de  Duren, 


FIN  DEL  TOMO  PRLMKRO. 


NOTAS  DEL  PRIMER  CAPULLO 


1  Ponl-au- Chanfle,  nombre  derivado  do  los  canibislas 
que  hubo  en  otro  tiempo  íi  uno  y  otro  lado  del  puente  ,  y  cu- 
yas casas  I'ueron  demolidas  en  1788.  Une  este  puente  la  Ci- 
té con  el  muelle  de  \a  Megisserie. 

2  Isla  del  Sena  situada  en  el  centro  de  Paris.  Esta  isla 
os  la  mayor  de  las  cinco  que  ocuparon  los  habitantes  primi- 
tivos de  Paris.  En  ella  halló  Julio  Cesar  establcidos  á  los /)n- 
r/.s-ít ,  de  quienes  es  derivado  el  nombre  moderno  de  toda  la 
ciudad,  á  la  cual  y  a  otra  isla  inmediata  se  halla  unida  la  Cité 
por  los  puentes  de  la  Cité ,  Luis  Felipe,  Arele  ,  Notre  Dame 
au  Chango  ,  Neuf,  Sain  Michel  ,  Pont  du  diablo  de  V  Arcbe- 
veché. 

3  Palals  de  Jusiicc ;  vasto  y  antiguo  edificio ,  que  sirvió 
de  moiada  álos  reyes  de  la  primera  dinastía.  Los  tribunales, 
en  numeo  de  unos  diez,  ocupan  el  interior  de  este  palacio: 
el  tribunial  supremo  6  de  rasacion,  celebra  sus  acuerdos  en  el 
gran  salón  del  parlamento. 

4  Nolrc  Dame  ;  la  catedial  de  Paris.  Victor  Hugo  ha  (iecho 
célebre  en  medio  mundo  est(;  gótico  edificio. 

5  Ta/ñs-Frunc  en  el  argot  ó  caló  francés.  En  gemianía  ó 
caló  se  llama  Tasquerr ,  tasca  ,  la  que  dcsprivá  ,  etc. 


TABLA  DE  LOS  CAPÍTULOS. 

üi:  LA  PRIMERA  PARTE. 


CAPÍTULO  L  La  Tasca Página.  1 

IL  La  Figonera.  ...      i  O 

IlL  Historia  de  la  Guillabaora.  .  .  2i 

IV.  Historia  del  Churiador.  .  .  .  M 

y.  La  Prisión 5i 

VL  Tomás  Se)  ton   y    la  condesa 

Sarah 63 

Vn    La  Bolsa  ó  la  Vida 70 

VIH.  El    Paseo 7G 

JX.  La  Sorpresa 8(5 

X.  El  Deseo D'*- 

XL  Mnrplí  y  Rodolfo 109 

XH.  La  Cita 12G 

XI H.  Preparativos 139 

XIV.  Ei   Corazón  Sangriento-  ...  lio 

XV.  La  Cueva. loV 

XVl.  El   Enfermero, ío9 

XVII.  La  Pena 175 

XVIH.  La  villa  de  lle-Adam 189 

XIX.  La   Recompensa 195 

XX.  La  Partida í20i 

XXL  Indagaciones t¿08 

XXII.  Historia  de  David  y  de  Cecilia.  -227 

XXllL  La  casa  de  la  calle  del  Templo.  239 

XXIV.  Los  Cualro  pisos 270 

XXV.  Tomás  V  Sarah 279 


AVISO  AL  ENCUADERNADOR. 

PARA  LA  COLOCAGIO.\ 
DE  LOS  GRADADOS  DE  LA   PHIMERA  PARTE. 


La  Tasca  .  en  frente   de  la  página 9 

El   Churiador 12 

El  Maestro  de  Escuela 57 

La  Lechuza 58 

Flor  de  María 83 

Rodolfo  en  el  llano  de  San  Dionisio 94- 

Gualterio  Murph 109 

Brazo  Rojo lí^5 

El  Doctor  negro 139 

El  Castigo 175 

El  Barón  de  Graün 208 

Madama  Pipelet 239 

Monsieur  Pipelet 258 

Bradamanti 2T0 

La  condesa  Sarali  Mac-Gregor 279 

Rodolfo,  gran  duque  de  Gerolstein 302 


Os.rr>c^ 


MISTERIOS  DE  PMÍS. 


TOMO  SEGUNDO. 


IOS 

MISTERIOS  DE  PABIS , 

REVISADOS  YCOBREGIDOS  POR  SU  ACTOR 

EDICIOIV  POPllAR 

Adornada  con  CIEI\  lániinafií 

Y   PUBLICADA   POR    LA 

TOlVIO  SEGUNDO. 


BARCELONA : 

IMPRENTA  DE  SaURÍ,  A.  GaSPAR  Y  BeRDAGCER. 

1845. 


LOS 

MISTERIOS  DE  PARÍS. 


I. 

EL  BAILE. 

A  las  once  de  la  noche  abria  un  suizo  con  gran 
librea  el  portal  de  una  casa  de  la  calle  de  Plumet, 
para  dar  salida  á  una  magnífica  berlina  azul  tirada 
por  dos  grandes  y  hermosos  caballos :  sobre  el  an- 
cho pescante  ricamente  adornado  con  guarniciones 
de  seda,  iba  sentado  un  enorme  cochero,  que  pa- 
recía aun  mas  abultado  con  una  gran  pelliza  azul 
de  cuello  largo  forrado  de  pieles  de  marta,  y  galo- 
neada de  plata  por  todas  las  costuras.  En  la  zaga 
iba  de  pié  un  lacayo  de  gigantesca  estatura  con  li- 
brea azul,  y  á  su  lado  un  cazador  de  enormes  bi- 
gotes, cubierto  de  insignias  y  galones  como  un 
tambor  mayor  ,  con  un  sombrero  de  franja  ancha, 
medio  cubierto  por  un  penacho  de  plumas  azules  y 
amarillas. 

Los  faroles  daban  una  luz  clarísima  que  descu- 
bría el  interior  del  carruage  forrado  de  raso,  en 
donde  se  veía  á  Rodolfo  sentado,  con  el  barón  de 
Graiin  á  su  izquierda,  y  Murph  en  la  delantera. 

Por  deferencia  hacia  el  soberano  a  quien  repre- 
sentaba el  embajador  en  cuya  casa  era  el  baile,  lie- 


2  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

vaba  Rodolfo  la  placa  de  la  orden  de  ***  guarnec. 
da  de  brillantes. 

Sir  Gualterio  Murph  y  el  barón  de  Graün  lleva- 
ban al  cuello  la  banda  de  la  gran  cruz  de  comen- 
dador del  Águila  de  Oro  del  Gerolstein.  El  diplomá- 
tico llevaba  ademas  á  la  altura  de  los  dos  últimos 
ojales  del  vestido  un  pasador  de  oro,  del  cual  pen- 
dían innumerables  cruces  de  todos  los  paises. 

—  Tengo  el  mayor  placer  —  dijo  Rodolfo  —  con 
las  buenas  noticias  que  la  señora  Adela  me  ha  dado 
de  mi  pobre  protejida  :  la  asistencia  de  David  pa- 
rece que  ha  mejorado  notablemente  su  salud.  Y 
ahora  que  hablamos  déla  Guillabaora — añadió 
sonriendo,  — confesad,  señor  Gualterio  Murph, 
que  si  alguna  de  vuestras  conocidas  de  la  Cité  os 
viese  con  ese  disfraz...  no  volvería  en  sí  del  pasmo 
en  cuatro  horas.  —  Creo  ,  monseñor ,  que  V.  A.  R. 
causarla  la  misma  sorpresa  si  tuviese  la  humorada 
de  hacer  esta  noche  una  visita  en  la  calle  del  Tem- 
plo á  madama  Pipelet,  con  intención  de  disipar  por 
un  momento  la  melancolía  de  su  marido...  víctima 
del  infernal  Cabrion.  —  Monseñor  nos  ha  pintada 
ese  Alfredo  tan  á  lo  vivo,  con  su  aire  doctoral  y  su 
sombrero  inamovible  —  dijo  el  barón, — que  me 
parece  que  le  estoy  viendo  en  su  cuarto  oscuro  y 
ahumado.  Por  lo  demás,  yo  creo  que  V.  A.  R.  se 
halla  satisfecho  de  las  indagaciones  de  mi  agente 
secreto.  ¿Ha  satisfecho  el  deseo  de  V.  A.  esa  casa  de 
la  calle  del  Templo?  —  Sí... — dijo  Rodolfo;  —  y 
aun  he  descubierto  en  ella  mas  de  lo  que  espera- 
ba... —  Y  después  de  un  momento  de  silencio,  que 
guardó  para  disipar  la  idea  penosa  que  le  inspira- 
ban sus  sospechas  con  respecto  á  la  marquesa  de 
Harville,  siguió  diciendo  en  tono  mas  alegre:  — 
Ello  es  una  puerilidad  que  apenas  me  atrevo  á  con- 
fesar; pero  hay  en  estas  aventuras  una  especie  de 


EL  BAILE.  3 

contraste  que  no  deja  de  tener  su  mérito:...  después 
de  haber  brindado  esta  mañana  á  madama  Pipelet 
con  una  botella  de  tapa  larga  y  de  haberle  guar- 
dado la  portería...  hallarme  convertido  esta  noche 
en  uno  de  esos  entes  privilegiados  que  reinan  por 
la  gracia  de  Dios  en  este  mundo  sublunar...  ( Ape- 
sar  de  que  aquí  podríamos  aplicar  el  cuento  del 
hombre  que  tenia  cuarenta  escudos,  j  hablaba  dȒ  sus 
rentas  como  un  millonario)  —  añadió  Rodolfo  á  ma- 
nera de  paréntesis  alusivo  á  la  corta  extensión  de 
sus  Estados.  —  Pero  hay  pocos  millonarios,  monse- 
ñor ,  que  tengan  una  razón  tan  sana  y  admirable 
como  el  hombre  de  los  cuarenta  esoudos— dijo  el 
barón.—  ;0h,  querido  Graün  !  sois  un  sabio:  me 
engrandecéis  á  vuestro  modo  —repuso  Rodolfo  con 
ironía  burladora ,  mientras  que  el  barón  miraba  á 
Murph  con  el  aire  embarazado  de  un  hombre  que 
echa  de  ver  demasiado  tarde  que  ha  dicho  una  ton- 
tería.—A  la  verdad  — continuó  Rodolfo — yo  no 
sé,  mi  querido  Graün  ,  como  agradeceros  la  buena 
opinión  que  tenéis  de  mí,  ni  con  qué  lisonja  he  de 
pagaros  vuestra  adulación.  — Monseñor...  os  suplico 
que  no  se  tome  ese  trabajo  —dijo  el  harón,  el  cual 
se  habia  olvidado  por  un  momento  de  que  Rodolfo 
aborrecía  la  lisonja  y  se  vengaba  con  burlas  crue- 
les del  que  se  atrevía  á  adularlo.  —  ¡  Qué  decís,  ba- 
rón/ yo  no  quiero  ser  menos  que  vos  en  prodigar 
obsequios:  alabais  mi  entendimiento,  y  yo  quiero 
ponderar  el  mérito  de  vuestra  inimitable  persona  ; 
porque  ,  palabra  de  honor,  barón,  lo  mas  que  re- 
presentáis son  unos  veinte  años  de  edad  ,  poco  mas 
ó  menos :  la  mejor  estatua  de  Antinoo  no  tiene  par- 
tes mas  sobresal  lentes.  —  ¡Ah,  monseñor...  piedad! 
—  ¡Miradle,  miradle,  Murph,  y  decid  luego  si 
hay  en  el  mundo  un  Apolo  de  formas  mas  esbeltas, 
mas   elegantes  y  juveniles  !  — Perdonadme,  mon- 


*  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

señor  :  hacia  ya  tanto  tiempo  que  no  había  cometí- 
do  la  indiscreción  de  alabaros...  —  Miradle  con 
atención,  Murph:  ¿no  veis  aquel  círculo  celestial 
que  sujeta  los  bucles  de  su  preciosa  cabellera  negra? 

—  ¡  Ah  ,  monseñor  I  ¡  piedad  ,  piedad !  estoy  ar- 
repentido...— dijo  el  desgraciado  diplomático  con 
una  especie  de  desesperación  cómica.  (No  se  habrá 
olvidado  el  lector  de  los  cincuenta  años  del  barón, 
de  su  cabello  canoso,  crespo  y  empolvado,  ni  de 
su  gran  corbata  blanca  ,  de  su  rostro  enjuto  y  de  su 
lente  de  oro.)  — Perdonad  al  barón  ,  monseñor;  no 
lo  abruméis  con  el  peso  de  tanta  mitología  —  dijo 
Murph  sonriendo  :  —  Yo  quedo  responsable  ante 
V.  A.  R.  de  que  por  mucho  tiempo  no  volverá  á 
proferir  una  lisonja ,  ya  que  así  se  llama  la  palabra 
verdad  en  el  nuevo  vocabulario  de  Gerolstein. 

—  ¿También  tú,  Murph?  ¡también  tú  te  atre- 
ves... !  —  Monseñor,  me  da  compasión  el  infeliz 
de  Graiin,  y  quiero  participar  de  su  castigo. — 
Señor  carbonero  particular  mió,  os  honra  muchí- 
simo ese  tributo  de  generosa  amistad.  Pero  ha- 
blemos serios,  amigo  Graiin,  ¿cómo  habéis  podido 
olvidaros  de  que  solo  permito  la  lisonja  á  Harneim 
y  á  otros  de  su  iaez?  porque,  haciéndoles  justicia, 
debemos  confesar  que  tampoco  sabrían  hacer  bien 
otra  cosa:  es  el  único  ramo  que  han  cultivado. 
¡Pero  un  hombre  de  vuestro  gusto  y  talento,  ba- 
rón I...  vamos  no  lo  concibo.  —  Pues  bien,  monse- 
ñor— dijo  resueltamente  el  barón, — conozco  bien 
la  aversión  que  profesa  V.  A.  H.  á  toda  clase  de 
lisonja,  y  nada  es  mas  natural  en  un  carácter  se- 
rio y  orgulloso:  ahora  quisiera  decir  únicamente 
dos  "palabras.  —  Eso  es  menos  malo,  barón:  va- 
mos, esplicáos.  —  Eso,  monseñor,  viene  á  ser  lo 
mismo  que  si  una  mujer  hermosa  dijese  á  uno  de 
sus  admiradores :  «  í  Vaya  una  novedad !  ya  sé  que 


EL  BAILE.  5 

gusto  á  todos:  y  esa  aprobación  me  parece  vana  y 
fastidiosa.  ¿A  que  fin  insistir  en  la  evidencia?  ¿Se 
lo  ha  ocurrido  jamas  á  nadie  el  ir  gritando  por  las 
calles  en  un  día  de  buen  sol,  para  que  todo  el 
mundo  lo  sepa,  que  el  sol  es  resplandeciente?  — 
Eso  es  mejor  dicho,  barón,  aunque  es  mas  peli- 
groso; y  así  para  variar  vuestro  suplicio,  os  con- 
fesaré que  el  infernal  Polidori  no  hubiera  discur- 
rido mejor  para  ocultar  el  veneno  de  su  adulación. 

—  Callaré,  monseñor. — Por  manera  que  Y.  A.  R. 

—  dijo  Murph  con  seriedad  —  no  duda  que  Poli- 
dori sea  esa  misma  persona  que  vive  en  la  calle 
del  Templo.  —  No  tengo  la  menor  duda ,  puesto 
que  ya  sabéis  que  se  halla  en  Paris  hace  algún 
tiempo.  —  Me  habia  olvidado,  monseñor,  de  habla- 
ros de  él ,  ó  por  mejor  decir  no  habia  querido  ha- 
cerlo, —  dijo  Murph — con  aire  apesarado  —  porque 
no  ignoro  que  V.  A.  R.  aborrece  la  memoria  de 
ese  hombre. 

El  semblante  de  Rodolfo  volvió  á  tomar  un  as- 
pecto sombrío,  entregóse  de  nuevo  á  tristes  reflexio- 
nes y  guardó  silencio  hasta  el  momento  en  que  el 
coche  se  detuvo  delante  del  pórtico  de  la  emba- 
jada. 

Estaban  iluminadas  todas  las  ventanas  de  este 
grande  edificio :  una  hilera  de  lacayos  vestidos  de 
gran  librea  se  extendia  desde  el  portal  hasta  los 
salones  de  descanso,  en  donde  se  hallaban  los  ayu- 
das de  cámara. 

El  conde  y  la  condesa  de  ***  habian  permane- 
cido en  el  primer  salón  de  recibimiento  hasta  la 
llegada  de  Rodolfo,  que  entró  por  fin  seguido  de 
Murph  y  del  barón  de  Graiin. 

Rodolfo  tenia  entonces  treinta  y  seis  años ,  pero 
aunque  se  acercaba  ya  á  la  época  en  que  empieza 
á  declinar  la  vida,  la  perfecta  regularidad  de  sus 


6  LOS  MISTERIOS   DE    PARÍS. 

facciones  y  la  dignidad  afable  que  distinguía  su 
persona,  lo  hubieran  hecho  muy  notable,  aun 
cuando  su  augusta  estirpe  no  realzase  estas  cuali- 
dades. Era  efectivamente  un  príncipe  en  todo  el 
sentido  ideal  de  la  palabra. 

Rodolfo  iba  vestido  con  sencillez  ;  llevaba  una  cor- 
bata y  un  chaleco  blancos;  y  un  frac  azul  abotonado, 
en  el  cual  brillaba  la  magníflca  placa  de  diamantes, 
cenia  su  elegante  talle.  Un  pantalón  ajustado  de 
casimir  negro  dejaba  ver  su  pié  pequeño  y  per- 
fectamente formado. 

El  gran  duque  frecuentaba  tan  poco  la  sociedad , 
que  su  llegada  no  pudo  menos  de  ocasionar  cierta 
sensación :  fijáronse  en  él  todas  las  miradas  al  mo- 
mento que  entró  en  el  primer  salón  de  la  embaja- 
da acompañada  de  Murph  y  del  barón ,  que  ocu- 
paban su  lugar  detras  de  él.  Un  secretario  encarga- 
do de  advertir  su  llegada,  avisó  inmediatamente  á 
la  condesa  de***,  y  esta  con  su  marido  se  adelantó 
hacia  Rodolfo  y  le  dijo: — No  sé  como  expresar  á 
V.  A.  R.  mi  agradecimiento  por  el  favor  que  se  dig- 
na dispensarnos  hoy — Ya  sabéis,  señora  embajado- 
ra que  tengo  siempre  el  mayor  gusto  en  haceros  la 
corte  y  en  dar  pruebas  de  mi  afecto  al  señor  em- 
bajador; porque  nosotros  somos  conocidos  anti- 
guos, señor  conde. — Yaque  V.  A.  R.  se  digna  re- 
cordármelo, me  da  un  nuevo  motivo  para  no  olvi- 
darme jamas  de  su  bondad. — Os  aseguro,  señor 
conde  ,  que  no  es  culpa  mia  el  que  no  pueda  olvi- 
dar ciertos  recuerdos  ,  tengo  la  felicidad  de  no  acor- 
darme sino  de  aquello  que  me  es  muy  agradable. 

—  Pero  V.   A.  R.  tiene  una  memoria  maravillosa 

—  dijo  sonriendo  la  condesa  de*'*,  —  ¿No  es  ver- 
dad ,  señora  condesa?  Por  eso  espero  tener  el  gusto 
de  recordaros  de  aquí  á  muhos  años  este  día,  como 
también  el  gusto  delicado  y  exquisita  elegancia  de 


EL  BAILE.  7 

este  baile;  porque  hablando  francamente ,  señora 
condesa,  no  hay  quien  compila  con  vos  en  saber 
dar  estas  funciones. —  ¡Monseñor/...  —  Y  no  solo 
eso '.decidme  sino  ¿porqué  me  parecen  siempre 
mas  hermosas  las  mujeres  en  vuestra  casa  que  en 
otro  sitio  alguno  ? — Será  sin  duda  porque  Y.  A.  R. 
se  digna  mirarlas  con  la  misma  indulgencia  que  nos 
dispensa  á  nosotros — repuso  el  conde.  —  Permitid- 
me, señor  conde,  que  no  admitía  vuestra  opinión:  yo 
creo  mas  bien  que  eso  depende  absolutamente  de  la 
señora  embajadora.  —  ¿Tendrá  Y.  A.  R.  la  bondad 
de  explicarme  ese  prodigio  ?  —  dijo  la  condesa  son- 
riendo.—Nada  mas  sencillo,  señora  recibís  á  to- 
das estas  damas  con  una  urbanidad  tan  encantado- 
ra y  una  gracia  tan  singular,  y  habláis  á  cada 
una  de  un  modo  tan  seductor,  que  las  que  no  me- 
recen., es  decir,  que  no  merecen  enteramente  vues- 
tro lisonjero  obsequio  —  dijo  Rodolfo  con  una  son- 
risa maliciosa  —  se  llenan  de  la  mayor  satisfacción 
y  alegría ;  al  paso  que  las  que  lo  merecen  sienten 
la  misma  satisfacción  ,  porque  conocen  cuan  justo 
es  vuestro  aprecio:  la  dicha  que  les  comunicáis 
hace  seductoras  á  las  que  menos  podrian  serlo  sin 
vos;  y  he  aquí ,  señora  condesa ,  la  razón  por  que 
las  mujeres  parecen  siempre  mas  hermosas  en  vues- 
tra casa  que  en  parte  alguna...  Estoy  seguro  de 
que  el  señor  embajador  es  de  mi  misma  opinión. 
—  Las  razones  de  V.  A.  R.  son  tan  poderosas  que 
no  pueden  menos  de  convencerme.  —  Y  yo ,  mon- 
señor dijo  la  condesa  de*** — á  riesgo  de  parecer- 
mealgo  á  esas  hermosuras  que  no  merecen  entera- 
mente... mi  obsequio  lisonjero,  acepto  la  explicación 
de  Y.  A.  R,  con  la  misma  gratitud  y  placer  que  si 
fuese  una  verdad... — Para  convenceros,  señora 
condesa,  de  que  nada  hay  mas  real  y  verdadero 
que  lo  que  he  dicho,  vamos  á  observar  el  efecto 


8  LOS  .MISTERIOS  DE  PARÍS. 

que  produce  la  lisonja  en  las  fisonomías...  — ¡  Ah, 
monseñor !...  esa  seria  una  prueba  horrible  —  dijo 
riendo  la  condesa.  —  Transijo,  transijo,  señora 
embajodora ;  renuncio  á  mi  proyecto,  pero  solo 
bajo  una  condición ,  cual  es  la  de  que  me  permi- 
tiréis ofreceros  mi  brazo  por  un  momento...  Me  han 
hablado  de  vuestro  jardin  de  invierno  como  de 
una  cosa  admirable  :  ¿  tendréis  la  bondad  de  ense- 
ñarme esa  maravilla  de  las  Mit  y  una  Nochesl  — 
Con  el  mayor  placer ,  monseñor...  pero  Y.  A.  R. 
hallará  exagerada  la  descripción  que  le  han  hecho, 
á  menos  que  no  tenga  á  bien  mirarlo  con  su  acos- 
tumbrada indulgencia... 

Rodolfo  dio  el  brazo  á  la  embajadora  y  pasó  con 
ella  á  los  otros  salones  ,  mientras  que  el  conde  ha- 
blaba con  el  barón  de  Graün  y  con  Murph,  de  quie- 
nes era  conocido  hacia  largo  tiempo. 

En  efecto,  nada  pareció  á  Rodolfo  mas  ideal  y 
encantado  ni  mas  digno  de  las  Mil  y  una  Noches, 
que  el  jardin  de  que  habia  hablado  á  la  condesa. 

Figurémonos  una  larga  y  espléndida  galería, 
que  terminaba  en  un  espacio  al  parecer  abierto  de 
cuarenta  toesas  de  largo  y  treinta  de  ancho  :  un 
techo  de  cristales  abovedado  y  de  armazón  suma- 
mente lijera  cubria  este  paraíelógramo  á  la  altu- 
ra de  unos  cincuenta  pies  :  los  muros  estaban  cu- 
biertos de  una  multitud  de  espejos,  so})re  los  cua- 
les se  cruzaban  las  pequeñas  mallas  verdes  de  un 
espeso  enrejadillo  de  junco ,  al  través  del  cual  re- 
flejaban los  espejos  un  laberinto  infinito  de  puntos 
luminosos.  A  lo  largo  v  á  corta  distancia  de  los  mu- 
ros corria  una  empalizada  de  naranjos  y  camelitas 
tan  corpulentos  como  los  de  las  Tullerías ;  los  pri- 
meros cargados  de  fruto  que  brillaba  como  otras 
tantas  manzanas  de  oro  entre  un  follaje  verde  y 


EL  BAILE.  y 

frondoso,  y  las  segundas  esmaltadas  de  flores  en- 
carnadas, blancas  y  color  de  rosa. 

Esta  érala  circunferencia  del  jardin. 

Algunas  calles  tapisadas  de  mármor que  formaba 
un  hermoso  mosaico,   y   de  ancho  suficiente  para 
dar  paso  á  tres  personas  de  frente,  rodeaban   seis 
espesos  sotos  de  árboles  de  la  India  y  de  los  trópi- 
cos, plantados  en  tierra  arcillosa.  Seria  imposible 
pintar  el  efecto  producido  por  esta  vegetación  exó- 
tica y  frondosa  en  medio  de  un  baile  y  en  el  cora- 
zón del  invierno.  Aquí  se  veian  unos  plátanos  gi- 
gantescos que  casi  llegaban   á  los  cristales  de  la 
bóveda,  y  mezclaban  sus  grandes  hojas  verdes  y 
lustrosas  con  las  de  los  mangles  cubiertos  ya  de 
grandes  flores  olorosas  ,  de  cuyo  cáliz  en  forma  de 
campana,  encarnado  por  fuera  y  plateado  por  den- 
tro, salian  con  profusión  riquísimos  estambres  de 
oro  :  la  palma  de  oriente  ,  la  palma  americana  ,  la 
higuera  de  la  India  y  otros  árboles  altos  y  frondo- 
sos completaban  estos  magníficos  grupos  de  vejeta- 
cion  tropical ,  que  á  la  luz  artificial  de  la  noche 
brillaba  con  el  lujoso  resplandor  de  la  esmeralda. 
El  tejido  sutil  de  la  enredadera  y  otras  plantas 
sarmentosas  ,  saltaba  de  un  árbol  á  otro  por  entre 
los  naranjos  y  verdes  sotos ,  ya  en  forma  de  un 
cordón  recamado  de  hojas  y  flores,  ya  formando 
vueltas  y  espirales,  ya  enlazando  sus  lijeras  ramas 
con  la  confusión  mas  intrincada,  corria,  serpentea- 
ba y  subia  hasta  lo  alto    de  la  bóveda :  la  madre- 
selva con  su  flor  blanquecina  y  amarilla  ,  la  trini- 
taria cubierta  de  innumerables  flores  azules,  caian 
de  la  bóveda  formando  gurnaldas  colosales  ,  y  vol- 
vían á  subir  enlazando  sus  brazos  delicados  á  las 
ramas  gigantescas  de  los  aloes. 

La  ipecucuana  y  otras  plantas  de  América  y  Asia, 
ostentaban  el  blanco  y  oloroso  cáliz  de  sus  flores  y 


10  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

esparcían  un  suave  aroma  por  el  ambiente;  y  por  en- 
tre el  aterciopelado  follaje  déla  higuera  india  se  des- 
lizaban las  franjas  verdes  del  bejuco,  cubiertas  de 
campanillas  de  oro  y  plata.  Mas  allá  subia  y  volvía 
á  precipitarse,  formando  una  especie  de  cascadas 
vegetales  de  diversos  colores,  una  multitud  infini- 
ta de  tallos  sarmentosos  cargados  de  flores ,  con  tal 
profusión  que  parecían  otros  tantos  ramilletes  co- 
losales rodeados  de  algunas  hojas  de  porcelana  ver- 
de. El  seto  que  rodeaba  los  grupos  de  árboles,  se 
componia  de  brezo  del  Cabo,  de  tulipanes  de  Thol, 
de  narcisos  de  Constanlinopla,  de  jacintos  de  Per- 
sia,  de  pamporcinos  y  de  iris,  que  formaban  una 
especie  de  alfombra  natural  en  la  cual  se  confun- 
dían del  modo  mas  expléndido  todos  los  matices  y 
colores. 

Una  multitud  de  faroles  chinescos  de  seda  tras- 
parente, pálidos  color  de  rosa  y  medio  escondidos 
ontre  el  follaje  alumbraban  el  jardín.  Sería  imposi- 
ble describir  la  luz  misteriosa  y  suave  qne  resulta- 
ba de  esta  feliz  combinación;  luz  encantada  y  fan- 
tástica, pura  y  azulada  como  la  de  una  hermosa 
noche  de  estío  levemente  coloreada  por  los  rojos 
reflejos  de  una  aurora  boreal. 

Conducía  á  este  inmenso  invernáculo  ,  mas  bajo 
que  el  primer  suelo  del  edificio,  una  larga  galería 
cubierta  de  adornos  dorados  ,  de  espejos  ,  de  cris- 
tales y  de  luces.  A  lo  último  de  este  claustro  lu- 
minoso se  distmguían  vagamente ,  como  en  un 
cuadro,  los  grandes  árboles  exóticos  entre  los  dos 
pavellones  de  terciopelo  carmesí,  que  bajaban  en 
semicírculo  por  los  dos  lados  de  la  puerta  esterior. 
Esta  puerta  parecía  una  ventana  abierta  hacia  un 
país  magnífico  y  frondoso  del  Asía  en  una  noche 
serena  y  crepuscular. 

La  galería  ,  vista  desde  las  glorietas  del  jardín 


EL  BAILE.  11 

formadas  de  ramas  y  flores ,  presentaba  un  contras- 
te inverso  con  la  dulce  oscuridad  del  invernáculo: 
parecía  como  una  especie  de  neblina  luminosa  y  do- 
rada, en  medio  de  la  cual  relucian  j  brillaban  en 
ilusoria  confusión  los  colores  resplandecientes  y 
variados  vestidos  de  las  mujeres ,  y  el  centelleo 
prismático  de  las  joyas  y  diamantes. 

Los  sonidos  de  la  orquesta  ,  por  la  distancia  y 
por  el  sordo  rumor  de  la  sjalería  ,  espiraban  melo- 
diosamente entre  las  ramas  inmóviles  de  los  árbo- 
les. Un  sentimiento  involuntario  im pedia  levantar 
la  voz  en  este  jardín,  porque  el  aire  templado,  su- 
til y  embalsamado  por  el  suave  olor  de  mil  plantas 
aromáticas  que  en  él  se  respiraba,  adormecía  los 
sentidos  en  una  blanda  y  deliciosa  quietud.  Seria 
en  verdad  difícil  el  que  dos  amantes  sentados  en 
uno  de  los  rincones  sombríos  de  este  paraíso,  pue- 
dieran  imaginar  un  cuadro  mas  delicioso  para  au- 
mentar su  felicidad. 

Al  llegar  Rodolfo  á  este  encantado  Edén  ,  no  pu- 
do contener  una  exclamación  de  sorpresa,  y  dijo  á 
la  embajadora  : 

—  A  ia  verdad,  señora,  no  hubiera  creído  posi- 
ble tal  maravilla;  porque  no  solo  v«o  aquí  un 
gusto  muy  delicado ,  sino  la  poesía  en  acción :  en 
vez  de  escribir  como  un  poeta  y  de  pintar  como  un 
gran  pintor,  habéis  puesto  por  obra  lo  que  ellos  no 
serian  capaces  de  imaginar.  —  V.  A.  R.  es  muy  in- 
dulgente,—  Confesad  francamente,  condesa,  que 
el  que  fuese  capaz  de  copiar  con  fidelidad  este  cua- 
dro inimitable  con  la  misma  variedad  de  colores, 
con  el  tumulto  deslumbrador  de  esa  galería  y  este 
retiro  tranquilo  y  silencioso,  haría  sin  duda  una 
obra  admirable  ,  solo  con  reproducir  la  vuestra. — 
Son  tanto  mas  peligrosas  las  alabanzas  de  V.  A.  R., 
porque,  como  toda  producción  del  talento  se  deja 


12  LOS  3IISTER10S  DE   PARÍS. 

una  seducir  por  ellas  á  pesar  suyo.  ¡  Pero  mirad, 
monseñor ,  qué  hermosa  joven !  Preciso  es  confesar 
que  el  mérito  de  la  marquesa  de  Harville  no  puede 
menos  de  brillar  en  todas  partes.  ¿Imagináis,  mon- 
señor ,  una  gracia  mas  seductora  que  la  suva?  ¿Y 
no  resalta  aun  mas  su  hermosura  al  lado  de  la  seve- 
ra belleza  que  la  acompaña  ? 

La  condesa  Sarah  Mac  Gregor  y  la  marquesa  de 
Harville  bajaban  en  aquel  momento  los  pocos  esca- 
lones que  separaban  la  galería  del  jardin  de  in- 
vierno. 

El  elogio  que  hizo  la  embajadora  de  la  marquesa 
de  Harville  no  era  exagerado  :  no  podríamos  dar 
una  idea  justa  de  su  rostro  encantador,  en  el  cual  bri- 
llaba con  todo  su  esplendor  la  hermosura  y  la  gra- 
cia juvenil,  hermosura  tanto  mas  singular  y  pere- 
grina porque  consistia  mas  bien  que  en  la  regula- 
ridad de  sus  facciones,  en  la  dulzura  inesplicable 
de  una  fisonomía  que  indicaba  la  bondad  de  su  al- 
ma angelical...  Repetimos  la  palabra  bondad ,  por- 
que esta  calidad  no  predomina  generalmente  en  la 
fisonomía  de  las  jóvenes  de  veinte  años  ,  que  como 
la  marquesa  de  Harville  reúnen  el  ser  hermosas, 
discretas  y  estimadas  á  las  ventajas  del  nacimiento, 
de  la  riqueza  y  de  un  rango  elevado.  Asi  es  que  á 
todos  interesaba  el  contraste  de  su  inefable  dulzura 
con  la  aceptación  universal  que  disfrutaba. 

Explicaremos  nuestra  idea. 

La  marquesa  de  Harville  tenia  demasiada  dig- 
nidad y  talento  para  buscar  las  alabanzas,  pero 
agradecida  tan  sinceramente  las  que  le  prodigaban 
como  si  en  realidad  no  las  mereciese;  los  elogios 
la  agradaban,  pero  no  la  envanecían ;  y  como  era 
tan  indiferente  á  la  adulación  como  sensible  á  la 
benevolencia,  sabia  distinguir  perfectamente  la  li- 
sonja de  la  simpatía. 


U  MIUxv.^ti.Ma  .\    'K\xv.>.lVc 


EL  BAILE.  13 

Dotada  de  un  espíritu  recto  y  sutil,  pero  sin 
malignidad,  perseguía  sin  piedad  con  sus  burlas 
llenas  de  graciosa  sal  á  esa  chusma  de  necios  ena- 
morados de  su  propia  persona,  que,  según  decia 
la  marquesa,  «pasan  la  vida  mirándose  con  pue- 
ril complacencia  al  invisible  espejo  de  su  fatui- 
dad.» Por  el  contrario,  un  carácter  á  la  vez  tímido 
y  altivo  estaba  seguro  de  cautivar  la  simpatía  de 
la  marquesa  de  Harville. 

Esta  explicación  ha  sido  necesaria  para  la  cla- 
ridad de  algunos  hechos  que  referiremos  luego. 

Un  suave  carmin  teñía  apenas  el  cutis  purísimo 
y  deslumbrador  de  la  marquesa  de  Harville;  una 
multitud  de  rizos  de  un  color  castaño  claro ,  jugaban 
sobre  sus  hombros  redondos  y  tersos  como  un  her- 
moso mármol  blanco.  Seria  difícil  de  pintar  la  an- 
gélica bondad  de  sus  grandes  ojos  pardos,  circun- 
dados de  largas  pestañas  negras.  La  mansedumbre 
indefinible  de  sus  labios  de  purpura,  eran  á  sus 
ojos  seductores  como  su  voz  afable  y  melodiosa  á 
su  mirada  dulce  y  melancólica.  Llevaba  un  ves- 
tido de  encaje  blanco  guarnecido  de  rosas  natura- 
les y  hojas  del  mismo  arbusto,  entre  las  cuales 
brillaban  medio  ocultos  los  diamantes,  como  gotas 
de  un  copioso  roció:  una  guirnalda  de  la  misma 
clase  cenia  su  blanca  y  tersa  frente. 

La  belleza  especial  de  la  condena  Sarah  Mac 
Gregor  hacia  aun  mas  notable  la  de  la  marquesa  de 
Harville.  Aunque  Sarah  tenia  treinta  y  cinco  años, 
apenas  representaba  treinta.  Nada  es  mas  saluda- 
ble para  el  cuerpo  que  la  frialdad  del  egoísmo, 
porque  nada  conserva  tanto  la  frescura  como  el 
hielo...  La  conservación  de  Sarah  es  una  prueba 
de  esta  verdad. 

El  aspecto  de  Sarah  era  enteramente  juvenil,  si 
se  exceptúa  cierta  gordura  que  daba  á  su  talle,  mé- 

T   II.  2 


li  LOS  MISXrRlOS  DE  PARÍS. 

nos  esbelto  que  el  de  la  marquesa  de  Harville ,  una 
gracia  voluptuosa.  Pocas  miradas  podian  resistir  el 
fuego  de  sus  ojos  ardientes  y  negros;  su  nariz  era 
aguileña,  y  la  configuración  de  sus  labios  encar- 
nados daba  á  conocer  su  carácter  altanero,  re- 
suelto y  orgulloso. 

La  condesa  Mac  Gregor  llevaba  un  vestido 
de  crespón  pajizo  claro  con  fondo  del  mismo  color: 
una  corona  sencilla  de  hojas  naturales  de  un  verde 
esmeralda ,  ceñía  su  cabeza  y  hacía  una  admirable 
armonía  con  su  abundante  cabello  negro  como  el 
azabache.  Este  peinado  daba  al  perfil  de  Sarah  un 
aire  severo  y  anticuado. 

Muchas  personas  creen  descubrir  en  los  rasgos  y 
expresión  de  su  propia  fisonomía  la  vocación  que 
inevitablemente  tienen  que  abrazar.  El  uno  cree  que 
su  semblante  es  guerrero,  y  guerrea;  el  otro  que 
es  poético,  y  poetiza;  otro  que  es  conspirador, 
y  conspira;  otro  que  es  predicador,  y  predica; 
otro,  en  fin,  que  sirve  para  la  política,  y  se  mete 
de  hoz  y  de  coz  á  gobernar  los  astados...  No  sin 
razón  creía  Sarah  que  tenia  un  aíie  regio,  y  por 
eso  no  es  extraño  que  babiese  creído  en  los  pro- 
nósticos medio  realizados  de  la  montañesa,  y  que 
persistiese  en  aspirar  á  un  trono  soberano. 

La  marquesa  y  Sarah  habían  visto  á  Rodolfo  en 
el  momento  de  bajar  al  jardin ,  pero  el  príncipe  do 
dio  la  menor  señal  de  haberlas  visto. 

—  El  príncipe  se  halla  tan  embelesado  con  la 
embajadora  —  dijo  la  marquesa  de  Harville  á  Sa- 
rah—  que  ni  siquiera  nos  ha  visto.  —  ISo  creáis 
tal ,  amada  Clementina  —  repuso  la  condesa  que 
habia  adquirido  toda  la  confianza  de  la  marquesa 
de  Harville:  —  el  príncipe  nos  ha  vislo  muy  bien, 
:)oro  se  asustó  sin  duda  al  verme...  Aun  no  ha  de- 


EL  BAILE.  lo 

puesto  el  enojo,  —  Cada  vez  comprendo  menos  ese 
empeño  de  alejaros  de  sí,  á  vos  que  sois  su  an- 
tigua amij^a:  mil  veces  le  he  echado  en  cara  tan 
extraña  conducta.  «La  condesa  Sarah  j  jo  somos 
enemigos  mortales  —  me  respondió  con  tono  alegre 
en  cierta  ocasión :  —  he  hecho  voto  de  no  volver  á 
hablarla  ;  y  creed  que  este  voto  debe  ser  muy  sa- 
grado, cuando  me  priva  del  trato  de  una  persona 
tan  amable.  »  De  suerte  que ,  mi  amada  Sarah ,  aun- 
que me  pareció  muy  singular  esta  respuesta,  tuve 
que  contentarme  con  ella  (a  .  —  Os  confieso  fran- 
camente que  ese  enojo  mortal,  entre  serio  y  ale- 
gre, es  debido  á  causas  inocentes;  y  á  no  ser  por- 
que se  interesa  en  ello  una  tercera  persona,  hace 
ya  mucho  tiempo  que  os  hubiera  confiado  ese  gran 
secreto...  ¿Pero  qué  tenéis,  prenda  mia?...  parecéis 
distraída.  —  No  tengo  nada...  como  hacia  tanto 
calor  en  la  galería,  me  ha  dado  un  dolorcillo  de 
cabeza ;  sentémonos  un  momento  aquí  y  me  sere- 
naré descansando.  —  Sí,  tenéis  razón.  Justamente, 
aquí  está  un  sitio  bien  obscuro,  y  no  os  descubri- 
rán en  él  esos  curiosos  á  quienes  vuestra  ausencia 
va  á  desolar...  —  dijo  Sarah,  acentuando  las  últi- 
mas palabras. 

Sentáronse  las  dos  jóvenes  en  un  sofá. 

—  Yo  he  dicho  esos  curiosos  á  quienes  vuestra 
ausencia  va  á  desolar,  mi  amada  CÍemenlina...  ¿no 
halláis  oportuna  mi  observación  ? 

La  marquesa  se  sonrojó  y  bajó  la  cabeza  sin  res- 
ponder. 

—  ¡  Cuan  injusta  sois ,  Clementina  /  —  dijo  Sarah 
entono  de    reprensión  amistosa.  —  ¿No  tenéis 

(a)  Los  amores  de  Rodolfo  y  Sarah  y  las  consecuencias 
de  este  amor,  qne  habían  sucedido  diez  y  siete  6  diez  y 
i.eho  años  antes,  de  lodos  eran  completamente  ignoradas, 
j)ues  Sarah  y   Rodolfo  tcnian  igual  interés  en  ocultarla*.' 


16  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

confianza  en  mí,  querida  niña?  sí,  niña;  por- 
que tengo  edad  suficiente  para  llamaros  hija  raía. — 
¡Que  no  tengo  confianza  en  vos!  — repuso  la  mar- 
quesa con  tristeza  ;  ^  ¿  no  os  he  confiado  lo  que  de- 
bería ocultarme  á  mi  misma  ?  —  Bueno ,  ya  veo  que 
entráis  en  razón...  vamos,  hablemos  ahora  de  él: 
¿  habéis  jurado  hacerle  morir  de  desesperación? — 
—  ¡  Ah!  — exclamó  la  marquesa  con  asombro  :  — 
¡qué  decis  I  —  Aun  no  le  conocéis  á  fondo  ,  ama- 
da niña...  es  un  hombre  de  extraordinaria  energía 
y  tiene  en  muy  poco  la  vida.  ¡  Ha  sido  siempre  tan 
desgraciado  I...  y  vos  parece  que  os  complacéis  en 
seguir  atormentándolo. —  ,  Dios  mió  I  ¿habláis  de 
veras?  —  Lo  hacéis  acaso  sin  intención ,  pero  no  por 
eso  es  menos  cierto.  ¡Oh  ,  si  conocierais  la  sensibili- 
dad de  los  que  han  padecido  un  largo  y  doloroso  in- 
fortunio I  Ahora  mismo,  hace  un  momento  que  he 
visto  dos  lágrimas  en  sus  ojos. — ¿Podré  creer  lo  que 
decis?  —  yo  lo  dudéis...  en  medio  de  un  baile,  y 
y  exponiéndose  á  la  burla  mas  cruel  si  por  casuali- 
dad fuese  observado.  ¿Sabéis  cuanto  es  preciso  amar 
para  sentir  de  ese  modo.,  y  sobre  todo  para  no  poder 
«iisimular  en  público  lo  que  se  padece  ?... —  ¡Ah!  os 
ruego  que  mudéis  de  conversación — dijo  la  marque- 
sa de  Harville  con  voz  conmovida;  —  me  hacéis  un 
daño  horrible...  Demasiado  conozco  esta  expresión 
(le  dolor  tan  dulce  v  resignada...  ¡Sí!  la  compasión 
que  me  inspira  es  sin  duda  lo  que  me  ha  perdido  — 
añadió  involuntariamente  la  marquesa  d>'  Harville. 
-!Qué  exageración  ...  ¡perdida,  decis, porque  habéis 
cobrado  algún  afecto  á  un  hombre  tan  discreto  y 
reservado,  que  ni  aun  quiere  visitará  vuestromarido 
por  no  comprometeros  ¿No  conocéis  que  el  señor 
Carlos  Robert  es  un  hombre  lleno  de  pundonor  y  de 
nobleza?  Si  tomo  con  tanto  calor  su  defensa,  es 
únicamente  porque  lo  habéis  conocido  en  mi  casa  y 


EL  BAILE.  17 

porque  se  que  os  respeta  tanto  como  os  ama... -Nunca 
he  negado  sus  nobles  cualidades...  ¡  tanto  bien  me 
habéis  dichojde  él  1..  Pero  ya  sabéis  que  su  infortunio 
eslo  que  mas  interés  me  ha  inspirado: — Y  confesad 
que  merece  y  justifica  ese  interés.  Y  además  ¿có- 
mo queríais  que  un  semblante  tan  admirable  no 
fuese  el  retrato  fiel  de  su  alma?  Su  alta  y  hermosa 
figura  me  trae  á  la  memoria  las  proezas  de  la  an- 
tigua caballería :  le  he  visto  una  vez  con  uniforme 
de  la  guardia  nacional,  y  sena  imposible  imagi- 
nar un  aire  mas  cumplido  y  elegante.  A  la  verdad, 
si  la  nobleza  se  midiese  por  la  hermosura  perso- 
nal, en  vez  de  ser  simplemente  Carlos  Robert,  lle- 
varía sin  duda  los  títulos  de  duque  y  de  par.  ¿No 
os  parece  que  merecerla  uno  de  los  nombres  mas 
distinguidos  de  Francia?  —  Ya  debéis  saber  lo 
poco  en  que  tengo  la  nobleza  de  nacimiento,  puesto 
que  me  echáis  en  cara  mis  inclinaciones  republica- 
nas —  dijo  sonriendo  la  marquesa  de  Harville.  — 
Ciertamente ,  yo  he  creido  siempre  como  vos  que 
Carlos  Robert  no  tenia  menester  de  títulos  para 
ser  amable;  ¡qué  talentol  ¡qué  voz  seductora! 
¿os  acordáis  del  placer  con  que  le  oíamos  en  los 
conciertos  privados  que  hacíamos  da  mañana?  ¡Qué 
expresión  de  aquel  primer  dúo  que  cantó  con  vosl 
¡qué  emoción!...  —  Vamos,  os  ruego  seriamente 
que  mudemos  de  conversación  —  dijo  la  marquesa 
de  Harville  después  de  un  largo  silencio.  —  ¿Por- 
que? —  Lo  que  acabáis  de  decirme  de  su  desespe- 
ración me  inquieta  demasiado...  —  Es  de  temer  que 
un  hombre  de  su  carácter  intente  en  un  exceso  de 
pasión  poner  término  con  la  muerte  á...  —  ¡Oh, 
callad,  callad  si  no  queréis  martirizarme!  — dijo 
la  marquesa  de  Harville  interrumpiendo  á  Sarao: 
—  ya  se  me  habia  ocurrido  esa  idea  fatal...  —  Y 
después  de  un  rato  de  silencio  añadió :  —  Os  su- 


18  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

plico  que  mudemos  de  conversación...  hablemos  de 
vuestro  enemigo  mortal;  del  príncipe  á  quien  no 
he  visto  desde  hace  tanto  tiempo.  ¿Sabéis  que  á 
pesar  de  su  dignidad  casi  regia  no  he  visto  hombre 
alguno  de  mérito  tan  singular?  —  añadió  en  tono 
alegre  la  marquesa. — Sin  embargo  de  mi  repu- 
blicanismo, no  puedo  menos  de  preferirlo  á  casi 
todos  los  hombres  que  conozco. 

Sarah  dio  de  soslayo  una  mirada  rencorosa  y 
escrutadora  á  la  marquesa  de  Harville,  y  dijo  en 
tono  jocoso: 

—  Confesadme,  amada  Clementina,  que  sois 
muy  caprichosa.  He  observado  en  vos  las  alter- 
nativas mas  singulares  de  admiración  y  de  aver- 
sión hacia  el  príncipe:  cuando  llegó  á  París,  hace 
algunos  meses,  os  prendasteis  de  él  con  tal  fana- 
tismo, que  sea  dicho  entre  nosotras,  he  llegado  á 
temer  por  la  paz  de  vuestro  corazón.  —  Pero  gra- 
cias á  vuestro  cuidado, — dijo  la  marquesa  de  Har- 
ville sonriendo  —  mi  admiración  no  ha  durado  mu- 
cho tiempo:  habéis  representado  tan  bien  el  pa- 
pel de  enemiga  mortal  del  príncipe,  y  me  habéis 
hecho  tales  revelaciones  acerca  de  su  vida  y  mi- 
lagros, que  la  indiferencia,  lo  confieso,  sustituyó 
á  ese  fanatismo  que  os  hacia  temer  por  la  paz  de 
mi  corazón;  paz  que,  por  otro  lado,  no  intentaba 
perturbar  vuestro  enemigo,  porque  poco  tiempo 
después  de  vuestras  revelaciones  el  príncipe  dejó 
de  honrarme  con  sus  visitas,  aunque  siguió  viendo 
y  tratando  familiarmente  á  mi  marido.  —  Ahora 
que  habláis  de  vuestro  marido  ¿está  aquí  esta 
noche?  —  dijo  Sarah.  —  No,  se  ha  quedado  en  casa 
—  respondió  con  algún  embarazo  la  marquesa  de 
Harville.  —  Parece  que  cada  dia  se  va  retirando 
mas  de  la  sociedad.  —  Nunca  le  ha  gustado  mu- 
cho. 


íM    ijJitiXxvc    c«     Vii-ceiicvu 


EL  BAILE.  19 

La  marquesa  estaba  visiblemente  inmutada:  Sa- 
rah  lo  notó  y  siguió  diciendo: 

—  La  última  vez  que  le  he  visto  estaba  mas 
pálido  de  lo  que  acostumbra.  —  Tuvo  una  li jera 
indisposición...  —  ¿Queréis,  mi  amada  Clemeniina, 
que  os  hable  con  franqueza?  —  Si,  os  ruego  que 
me  habléis  con  toda  franqueza. — ¿Sabéis  que 
cuando  se  habla  de  vuestro  marido  os  conmovéis 
de  un  modo  singular?  —  ¿Yo?...  ¡Qué  desatino! 
—  A  veces  cuando  se  habla  de  él  se  lee  en  vuestro 
semblante,  por  mucho  que  Jo  disimuléis...  ;Dios 
miol  ¿cómo  os  lo  esplicaré?...  —  y  Sarah  acentuó 
las  palabras  siguientes  fijando  la  vista  en  Clemen- 
iina como  para  leer  en  el  fondo  de  su  corazón: — Sí, 
vuestro  semblante  expresa  una  especie  de...  repug- 
nancia tímida. 

La  quietud  de  las  facciones  de  Sarah  desafió  por 
algunos  momentos  la  mirada  penetrante  é  indaga- 
dora de  Sarah;  mas  esta  observó  por  último  un 
lijero  temblor  nervioso  y  casi  imperceptible  que 
agitaba  el  labio  inferior  de  la  j'óven  marquesa. 
No  queriendo  llevar  adelante  su  indignación  por 
temor  de  inspirar  alguna  desconfianza  á  su  amiga, 
procuró  sacarla  de  la  cruel  situación  en  que  se 
bailaba  diciéndola: 

—  Sí,  una  repugnancia  tímida ,  como  la  que  ins- 
pira de  ordinario  un  marido  adusto  y  zeloso. 

Al  oir  esta  interpretación,  cesó  el  movimiento 
convulsivo  del  labio  de  la  marquesa  de  Harville, 
recobró  mas  serenidad  ,  y  repuso:  —  j  Ah,  no!  os 
aseguro  que  d'Harville  no  es  adusto  ni  zeloso. — Y 
luego,  con  objeto  sin  duda  de  buscar  algún  pretesto 
para  interrumpir  una  conversación  tan  enojosa,  ex- 
clamó de  repente  :  —  ¡  Ah  ,  Dios  mió!  allí  viene  el 
insoportable  duque  de  Lucenay ,  uno  de  los  amigos 
de  mi  marido...  ¡No  quiera  Dios  que  nos  vea  I  ¿Pe- 


20  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

ro ,  de  dónde  sale  ese  hombre  cuando  se  le  creía  á 
mil  leguas  de  aquí?  —  En  efecto,  decían  que  había 
emprendido  un  viaje  á  Levante  de  año  y  medio 
por  lo  menos  ,  y  apenas  hace  cinco  meses  que  ha 
salido  de  París.  Su  llegada  imprevista  debe  haber 
desconcertado  sobremanera  á  la  duquesa  de  Luce- 
nay  ,  á  pesar  de  que  el  duque  no  es  de  los  maridos 
mas  importunos — dijo  Sarah  con  una  sonrisa  ma- 
ligna.—  No  será  ella  sola  la  que  maldiga  la  apari- 
ción del  duque...  M.  de  Saint-Kemy  no  dejará  de 
aliviar  el  peso  de  su  disgusto.  —  No  seáis  tan  mor- 
daz ,  querida  í^arah;  decid  mas  bien  que  el  regreso 
del  duque  será  impertinente  para  iodo  el  mundo... 
El  duque  de  Lucenayes  bastante  desagradable  para 
que  podáis  generalizar  vuestra  murmuración.  — 
Yo  no  soy  mas  que  un  eco  de  lo  que  todos  hablan 
acerca  de  él.  Dicen  que  M.  de  Saint-Remy  ,  modelo 
de  los  elegantes  que  deslumhraba  con  su  lujo  á 
todo  París  ,  se  halla  ahora  algo  arruinado  ,  á  pesar 
de  que  su  tren  ha  disminuido  poco.  Esto  se  concibe 
bien,  porque  siendo  madama  Lucenay  tan  opulen- 
ta...—  /Ah,  qué  horror! — Repito  que  no  soy 
mas  que  un  eco  de  lo  que  todos  dicen  con  respecto 
al  duque  de  Lucenay.  ¡  Ay  Dios  mío  I  allí  viene  ha- 
cia nosotras:  vamos,  paciencia,  resignación.  No 
hay  en  el  mundo  cosa  mas  insoportable  que  su  con- 
versación: sus  modales  son  del  gusto  mas  deprava- 
do; ríe  alto  por  cualquiera  tontería  y  se  alegra  y 
hace  extrañas  contorsiones  aunque  se  le  hable  de 
un  entierro.  Si  os  pide  el  abanico  guardaos  bien  de 
dárselo,  porque  rompe  como  un  chiquillo  cuanto 
coje  en  las  manos  con  el  aire  mas  satisfecho  del 
mundo. 

El  duque  de  Lucenay  pertenecía  á  una  de  las 
mejores  casas  de  Francia  :  era  joven  aun  y  de  un 
semblante  que  no  seria  desagradable  sin  la  longi- 


\i\    CV'MiiU^."»iV     4/«     Vi44.VlU\lj 


EL    BAILE.  21 

tud  grotesca  y  desmesurada  de  sus  narices ;  pero  su 
continua  y  turbuleula  agitación,  su  voz  y  su  risa 
estrepitosas,  el  gusto  detestable  de  su  conversación 
y  la  desenvoltura  chavacana  de  sus  modales  sor- 
prendian  á  todos  de  tal  manera,  que  era  preciso 
acordarse  á  cada  momento  de  su  nombre  para  ha- 
llar posible  su  admisión  en  la  sociedad  mas  distin- 
guida de  Paris,  y  para  que  se  tolerasen  sus  extra- 
vagancias sus  gestos  y  su  lenguaje ,  á  los  cuales 
habia  ya  dado  el  habito  de  una  especie  de  impuni- 
dad. Todos  huian  de  él ,  á  pesar  de  que  sabia  mez- 
clar alguna  ocurrencia  feliz  con  la  increible  redun- 
dancia de  su  palabrería  interminable.  Era  una  es- 
pecie de  ser  vengador  en  cujeas  manos  todos  deseaban 
verlas  personas  ridiculas  y  aborrecidas. 

La  duquesa  de  Lucenay  era  una  de  las  mujeres 
mas  ala  moda  en  Paris,  y  á  pesar  de  sus  treinta 
años  cumplidos  habia  dado  motivo  á  diferentes  ha- 
blillas; aunque  todos  la  disculpaban  en  atención  de 
la  intolerable  sandez  de  su  marido. 

Otro  rasgo  singular  del  carácter  impertinente  del 
duque  era  la  intemperancia  y  el  cinismo  inaudita 
con  que  suponia  y  describia  enfermedades  vergon- 
zosas y  ridiculas  en  las  personas  con  quienes  habla- 
ba ,  y  de  las  cuales  se  compadecia  en  alta  voz  de- 
lante de  todos.  Como  era  valiente  y  preveia  las  con- 
secuencias de  su  humor  estravagante,  habia  dado 
y  recibido  algunas  estocadas,  sin  que  esto  produjese 
la  menor  enmienda. 

Hecha  esta  descripción ,  procuraremos  ahora  que 
llegue  á  los  oidos  de  nuestros  lectores  la  voz  ingra- 
ta del  duque  de  Lucenay,  que  apenas  descubrió  la 
desde  lejos  á  la  marquesa  de  Harville  y  á  Sarah, 
cuando  empezó  á gritar: 

Hola  !  ¡holaaaa,  señoras  !  j  Cómo  I  ¿qué  es  es- 
to?... ;  la  reina  del  baile  fuera  del  salón...  escondí- 


22  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

da!  ¿Es  posible?  ¡y  el  caso  es  que  nadie  hubiera 
remediado  tal  escándalo  si  no  acierto  á  volverme 
desde  los  antípodas!  ¡Por  decontado,  marquesa,  si 
os  empeñáis  en  huir  así  de  la  admiración  general, 
gritaré  como  un  desesperado  y  diré  á  todo  el  mundo 
que  se  nos  quiere  escamotar  la  joya  mas  brillante 
del  baile ! 

Y  al  concluir  esta  perorata  M.  de  Lucenay  se  dejó 
caer  de  sopetón  en  el  asiento  de  las  dos  damas,  cru- 
zó la  pierna  izquierda  sobre  el  muslo  derecho ,  y 
cogió  el  pié  con  la  mano. 

—  i  Ave  María!  ¡  cómo  es  eso!  ¿  Habéis  vuelto 
ya  deConstantinopla? — dijo  la  marquesa  de  Har- 
ville  retirándose  con  impaciencia.  —  ¡Toma I  ¡ya 
se  ve  que  ya !  Estoy  seguro  de  que  habéis  converti- 
do en  palabras  el  pensamiento  de  mi  mujer ,  porque 
esta  noche  no  quiso  acompañarme,  y  por  cierto 
que  su  ausencia  ha  causado  cien  veces  mas  novedad 
que  mi  presentación.  Es  cosa  bien  singular...  cuan- 
do vengo  con  ella  nadie  hace  caso  de  mí;  pero 
cuando  vengo  solo,  todos  me  rodean  y  me  muelen 
con  las  sempiternas  preguntas  de  «¿Dónde  está 
madama  de  Lucenay?  ¿no  vendrá  esta  noche?... 
etc.,  etc.»  Es  precisamente  como  vos,  marquesa: 
acabo  de  llegar  de  Consta nlinopla  y  me  recibís  co- 
mo á  un  perro  ni  mas  ni  menos.  Sin  embargo  ,  yo 
soy  tan  amable  como  otro  cualquiera...  —  Bien 
pudierais  lucir  aun  vuestra  amabilidad...  allá  por 
Levante  —  dijo  sonriendo  la  marquesa  deHarvilIe. 
—  Es  decir  que  bien  pudiera  estarme  aun  por  allá, 
¿no  es  verdad  ?  ¡  Pero  eso  es  horrendo ,  eso  que  de- 
cís es  una  infamia! — gritó  Lucenay  descruzando 
las  piernas  y  dando  palmadas  en  el  sombrero,  co- 
mo si  fuese  un  tambor.  —  Por  amor  de  Dios  no  gri- 
téis tanto  y  estaos  quieto,  porque  sino  me  obliga- 
reis á  salir  de  aquí — dijo  la  marquesa  con  buen 


EL  BAILE.  23 

humor. —  ¡Salir  de  aquí  I  ¿  para  qué?  ¿para  tomar 
mi  brazo  y  dar  una  vuelta  por  la  galería?  — ¿Con 
vos?  no  por  cierto.  Vamos  ,  por  Dios  os  ruego  que 
no  deshojéis  esas  flores:  dejad  ese  abanico  que  lo 
vais  á  estropear  como  tenéis  de  costumbre... — 
¡Oh I  si  no  es  mas  que  eso  no  tengáis  aprensión, 
porque  sé  descomponerlos  en  un  jesús  ;  sobre  todo 
el  magnífico  abanico  chino  regalado  á  mi  mujer 
por  madama  de  Vaudémont :  lo  hice  añicos  en  un 
santiamén. 

Y  al  decir  estas  palabras  consoladoras ,  dejóse 
caer  hacia  atrás  y  empezó  á  manosear  y  á  tirar 
hacia  sí  una  mata  de  flores  que  habia  sobre  el  res- 
paldo del  asiento.  A  fuerza  de  tirar  y  sacudir  se 
desprendieron  las  flores  de  la  planta  y  cayeron  so- 
bre la  cabeza  y  los  hombros  de  M.  de  Lucenay... 
Al  verse  en  tal  estado,  soltó  unas  carcajadas  y  unas 
voces  tan  altas  y  descomunales,  que  madama  de 
Harville  hubiera  huido  de  tan  incómodo  personaje 
á  no  haber  descubierto  en  el  jardín  á  M.  Carlos 
Robert  (  el  comandante  de  madama  Pipelet ):  y  te- 
miendo la  marquesita  dar  motivo  á  que  se  creyese 
que  le  salia  al  encuentro,  se  resignó  á  permanecer 
al  lado  del  estrepitoso  duque  de  Lucenay. 

—  Decid  la  verdad,  madama  Mac  Gregor,  ¿no 
os  parecía  una  ninfa,  un  dios  Pan  ,  un  Silvano,  un 
salvaje  cuando  estaba  cubierto  de  hojas  ?  —  dijo  M. 
de  Lucenay  dirigiéndose  á  Sarah  y  acercándose  á 
ella  bruscamente.  —  Y  ya  que  hablamos  de  salva- 
jes, voy  á  referiros  un  cuento  de  la  mas  horrible 
indecencia...  Figuraos  que  en  Olaiti... —  ¡Señor 
duque !.  .  —  le  dijo  Sarah  con  un  tono  severo  y  gla- 
cial.—  Peor  para  vos,  no  sabréis  mi  cuento:  lo 
guardaré  para  madama  de  Fonbonne  que  allí  viene 
acercándose. 

Madama  de  Fonbonne  era  una  mujer  de  cincuen- 


24  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

ta  años ,  gorda,  pequeña ,  ridicula  y  muy  presumi- 
da :  tenia  la  barba  unida  con  la  tabla  del  pecho,  po- 
nia  á  cada  paso  los  ojos  en  blanco  y  hablaba  conti- 
nuamente de  su  alma,  de  la  sensibilidad  de  su  alma, 
de  la  languidez  de  su  alma  y  de  la  ardiente  fogo- 
sidad de  su  alma...  A  estas  calidades  impertinentes 
reunia  aquella  noche  la  de  llevar  un  espantoso  tur- 
bante de  tela  color  de  cobre  con  cenefa  verde. 

—  Sí,  señora  ,  me  guardo  mi  cuento  para  mada- 
ma de  Fonbonne —  gritó  el  duque.  —  ¿De  qué  se 
trata,  señor  duque? — preguntó  madama  de  Fon- 
bonne  haciendo  gestos  y  pucheros ,  contoneándose 
y  empezando  á  poner  los  ojos  en  blanco.  —  Se  tra- 
ía ,  señora ,  de  un  cuento  horrendo,  indecente,  in- 
creíble.—  |Ay,  Jesús  I  ¡qué  horror!  ¡  Y  quién  osa- 
ría... quién  tendria  el  atrevimiento  de?... — Yo, 
señora,  yo;  es  un  cuento  de  que  se  avergonzarla  un 
carnicero.  Pero  como  conozco  vuestro  gusto  desor- 
denado... os  lo  voy  á  espetar...  —  ■  Caballero  I  pa- 
rece imposible  que  os  permitáis...  —  ¿  Sí  ?  pues 
tampoco  sabréis  el  cuento.  Pero  hablando  de  otra 
cosa  ,  lo  que  á  mí  me  parece  imposible  es  que  una 
persona  que  siempre  se  viste  tan  bien  y  con  tanto 
gusto  y  elegancia  como  vos...  vaya,  esta  noche 
traéis  un  turbante  /pero  qué  turbante,  santo 
Dios  1...  palabra  de  honor,  señora  ,  parece  una  ca- 
cerola vieja  cubierta  de  cardenillo. 

Y  el  duque  soltó  una  terrible  carcajada. 

—  Si  habéis  venido  de  Oriente  para  empezar  de 
nuevo  con  vuestras  chanzas  groseras  — dijo  irrita- 
da la  gorda  señora — podéis  estar  seguro  de  que 
nadie  os  dará  la  bienvenida... 

Y  madama  de  Fonbonne  se  retiró  majestuosa- 
mente. 

—  ¿Qué  tal,  madama  Sarah?  ¿no  os  parece  que 
es  preciso  ser  un  cabrón  como  yo  para  no  arran- 


EL   BAILE.  25 

car  las  guedejas  y  el  diabólico  turbante  á  ese  to- 
nel de  sain?...  Pero  no,  la  respeto...  porque  es 
huérfana...  ;Ja,  ja,  ja,  jal  —  y  el  duque  de  Lu- 
cenay  rió  con  increíble  estrépito.  — /Hola!  ¡allí 
viene  el  caballero  Carlos  Robert !  Lo  he  hallado  en 
los  baños  de  los  Pirineos...  jqué  buen  mozo!  ¡qué 
figura  tan  interesante  I  ¡qué  voz!  ¡canta  como  un 
ruiseñor!...  Ya  veréis,  marquesa,  ya  veréis  como 
lo  vuelvo  tarumba...  ¿queréis  que  os  lo  presente? 
—  Estaos  quieto  y  dejadnos  en  paz  —  dijo  Sarah 
volviendo  la  espalda  al  duque  Lucenay. 

Mientras  que  M.  Carlos  Kobeít  se  adelantaba 
poco  á  poco  y  como  distraído  mirando  á  las  flo- 
res, el  duque  de  Lucenay  maniobró  con  tal  ha- 
bilidad que  consiguió  apoderarse  del  íVasqnito  de 
esencias  deSarab,y  empezó  á  desencajar  la  tapa 
y  á  hacer  otras  díabladuras  con  aquella  joya. 

Carlos  Robert  seguía  acercándose :  era  de  alta 
^tatura  y  miembros  proporcionados ,  no  había  en 
sus  facciones  una  sola  irregularidad  y  en  su  traje 
brillaba  la  suprema  elegancia ;  pero  su  íisonomia 
y  sus  maneras  carecían  de  atractivo,  á?.  gracia  y 
de  díslincíon:  habia  en  su  expresión  y  modales 
cierta  falta  de  elasticidad  fácil  y  natural,  y  sus 
pies  y  manos  eran  grandes  y  vulgares.  Al  punto 
que  vio  á  la  marquesa  de  Harvílle  cubriósele  el 
rostro  insulso  de  una  profunda  melancolía,  dema- 
siado repentina  para  ser  natural,  pero  muy  bien 
imitada.  Era  tal  la  expresión  de  tristeza  y  aba- 
timiento del  señor  Carlos  Robert  cuando  se  acercó 
á  la  marquesa ,  que  esta  no  pudo  menos  de  acor- 
darse de  las  siniestras  palabras  de  Sarah  sobre  los 
excesos  á  que  podría  entregarse  aquel  hombre  en 
su  desesperación. 

—  i  Buenos  días ,  amigo  !  —  dijo  el  de  Lucenay 
saliendo  al  encuentro:  —  no  he  tenido  el  gusto  de 


•26  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

veros  desde  las  aguas  de...  ¿Pero  qué  diablos  te- 
neis?  ¡parece  que  esíais  enfermo/ 

Al  oir  esto  Carlos  Robert  echó  una  mirada  me- 
lancólica á  la  de  Harville,  y  respondió  al  duque 
con  voz  compungida : 

—  En  efecto,  señor  duque...  padezco...  bastante. 
—  ¡  Válgame  Dios,  qué  desgracia  I  ¿con  que  no 
podéis  curaros  de  ese  maldito  muermo?  —  le  dijo 
el  de  Lucenay  con  la  expresión  del  mas  vivo  in- 
terés. 

Al  oir  tan  descabellada  pregunta,  quedó  M. Ro- 
bert por  un  momento  estupefacto  y  atónito:  en- 
cendiósele  el  rostro,  y  con  cólera  mal  reprimida 
dijo  secamente  al  de  Lucenay, 

—  Ya  que  tanto  os  inquieta  mi  salud ,  caballero, 
no  dudo  que  mañana  iréis  á  visitarme.  —  íSo  tal, 
caballerito...  eso  no...  enviaré  en  tal  caso — dijo 
el  duque  con  altivez. 

Garlos  Robert  hizo  una  breve  salutación  y  se 
alejó  al  momento. 

—  Lo  particular  es  que  no  tiene  mas  pituita 
(jue  el  gran  Turco  —  dijo  Lucenay  sentándose  otra 
vez  de  sopetón  al  lado  de  Sarah:  —  á  menos  que 
le  haya  adivinado  el  mal  sin  querer.  ¿Qué  os  pa- 
rece, madama  Mac  Gregor?  ¿tendrá  el  muermo 
ese  caballerete,  6  no? 

Sarah  se  apartó  bruscamente  del  duque  sin  res- 
ponder una  palabra. 

Todo  esto  pasó  con  la  mayor  rapidez.  Sarah  ha- 
bia  contenido  con  dificultad  la  risa  al  oir  la  ex- 
iravagante  pregunta  del  duque  de  Lucenay  al  co- 
mandante; pero  la  de  Harville  sintió  el  mas  agudo 
dolor  al  imaginar  la  cruel  situación  de  un  hom- 
bre íjue  se  ve  tan  ridiculamente  interpelado  de- 
cante de  la  mujer  á  quien  ama.  Asombrada  con 
la  idea  de  un  duelo  é  impelida  por  un  sentimiento 


EL  BAILE.  27 

irresistible,  levantóse  de  repente,  tomó  el  brazo 
de  Sarah,  alcanzó  á  Carlos  Kobert,  que  no  se  de- 
jaba llevar  por  mucho  tiempo  de  los  ímpetus  del 
furor,  y  le  dijo  al  pasar  en  voz  baja :  —  Mañana 
iré...  á  la  una... 

Y  volviéndose  á  la  galería  con  su  amiga,  salió 
al  punto  del  baile. 

Rodolfo  habia  concurrido  al  baile  ,  no  solo  para 
cumplir  un  deber  de  etiqueta,  sino  también  para 
averiguar  si  era  fundada  su  sospecha  con  respecto 
á  la  marquesa  de  Harville,  y  si  esta  era  efectiva- 
mente la  heroína  de  la  historia  de  madama  Pipe- 
let.  Después  de  haber  vuelto  con  la  condesa  ***  del 
jardín  de  invierno,  recorrió  varios  salones  sin  que 
pudiese  hallar  sola  á  la  marquesa  de  Harville.  Vol- 
vía otra  vez  al  invernáculo,  cuando  al  llegar  á  la 
escalera  fué  testigo  de  la  rápida  escena  que  pasó 
entre  la  de  Harville  y  Carlos  llobert,  después  de 
la  chanza  detestable  del  duque  de  Lucenay.  Rodolfo 
observó  una  mirada  significativa  que  se  dieron  Cle- 
mentina  y  el  comandante  y  y  por  un  secreto  pre- 
sentimiento creyó  que  aquel  alto  y  bello. joven  era 
el  misterioso  inquilino  de  la  calle  del  Templo.  De- 
terminado á  cerciorarse,  volvió  á  entraren  la  ga- 
lería. 

Iba  á  empezarse  un  vals,  y  al  cabo  de  algunos 
minutos  vio  á  Carlos  Robert  en  pié,  animado  al 
alféizar  de  una  puerta  y  lleno  de  complacencia  y 
satisfacción  de  sí  mismo,  porque  le  habia  gustado 
la  respuesta  del  duque  de  Lucenay  (Carlos  Ro- 
bert no  era  cobarde  ,  á  pesar  de  ser  tan  ridiculo )  y 
porque  estaba  seguro  de  ([ue  la  de  Harville  no  fal- 
taría á  la  cita  que  le  había  dado  para  el  día  sí- 
guíente. 

Rodolfo  buscó  á  Murph. 

—  ¿Ves  aquel  joven  rubio  en  medio   de  aquel 


28  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

grupo? — ¿Aquel  alto  que  parece  tan  pagado  de 
sí  mismo?  Sí,  monseñor. — Pues  bien  ,  procura  acer- 
carte á  él  lo  bastante  para  decirle  en  voz  baja  y 
de  modo  que  nadie  mas  que  él  te  oiga,  estas  pala- 
bras :  ¡  Cómo  tan  tarde ,  ángel  mió ! 

Murph  miró  á  Rodolfo  con  asombro  y  le  dijo: 

—  ¿Habláis  seriamente,  monseñor?— Hablo  se- 
riamente. Y  si  se  vuelve  bácia  tí  al  oir  estas  pala- 
bras, cuida  de  no  perder  tu  incomparable  sereni- 
dad ,  á  fin  de  que  no  sepa  quien  las  ha  pronunciado. 
—  No  entiendo  palabra ,  monseñor ;  pero  obe- 
deceré. 

Anles  de  concluir  el  vals,  el  digno  caballero  se 
colocó  detrás  de  Carlos  Robert.  Rodolfo  estaba  si- 
tuado de  manera  que  no  debia  perder  el  menor  re- 
sultado de  su  experimento;  siguió  pues  á  Murph 
con  la  vista,  y  al  cabo  de  un  minuto  observó  que 
Carlos  Robert  se  volvia  súbitamente  para  mirar 
hacia  atrás...  Murph  ni  siquiera  pestañeó;  y  á  la 
verdad  el  comandante  no  debia  creer  que  aquel  hom- 
bre calvo,  tan  alto  y  de  aspecto  tan  grave  é  impo- 
nente ,  hubiese  pronunciado  las  palabras  que  le 
trajeron  á  la  memoria  el  quidproquo  de  que  mada- 
ma Pipelet  había  sido  la  causa  de  la  heroina. 

Terminado  el  vals  volvió  Murph  al  lado  de  Ro- 
dolfo. 

—  Aquel  joven ,  monseñor ,  se  volvi'>  hacia  mí 
como  si  le  hubiera  mordido.  Esas  palabras  tienen 
una  virtud  mágica.  —  Y  tanto  ,  amigo  Murph,  que 
me  han  revelado  lo  que  queria  saber. 

Rodolfo  lamentaba  interiormente  el  error  de  la 
marquesa  de  Harville,  tanto  mas  peligroso  porque 
tenia  á  Sarah  por  cómplice  y  consultora.  Esta  idea 
lo  llenó  de  amargura  y  le  manifestó  la  verdadera 
causa  de  la  tristeza  del  marqués  de  Harville,  á 
quien  amaba  tiernamente:  esta  causa  eran  sin  duda 


EL  BAILE.  29 

los  zelos,  pues  su  mujer ,  dotada  de  cualidades  ta^ 
encantadoras,  se  sacrificaba  á  un  hombre  que  tan 
poco  ia  merecía.  Dueño  por  una  casualidad  de  este 
secreto ,  incapaz  de  abusar  de  él  y  sin  que  pudiese 
discurrir  ningún  medio  para  desengañar  á  la  mar- 
quesa de  Harville,  que  por  otro  lado  le  perecía 
entregada  á  una  ciega  pasión ,  Rodolfo  se  veía  con- 
denado á  ser  testigo  impasible  de  la  ruina  de  una 
Ióven  á  quien  habla  amado  con  una  pasión  tan  ve- 
lemente  como  secreta...  y  á  quien  amaba  todavía  , 
á  pesar  suyo. 

El  barón  de  Graün  lo  sacó  de  estas  reflexiones. 

—  Si  V.  A.  R.  tiene  á  bien  retirarse  un  momento 
al  gabinete  inmediato,  que  está  solo,  le  daré  cuen- 
ta de  los  informes  que  me  ha  ordenado  tomase. 

Rodolfo  se  retiró  con  el  barón  de  Graün* 

—  La  única  duquesa  á  quien  pueden  referirse  las 
iniciales  N  y  L  es  la  señora  duquesa  de  Lucenay , 
cuyo  apellido  es  Noirmont — dijo  el  barón:  —  no  se 
halla  aquí  esta  noche.  Acabo  de  ver  á  su  marido, 
que  habiendo  emprendido  hace  cinco  meses  un  via- 
je á  Oriente  que  debia  durar  un  año,  apareció  en 
Paris  inesperadamente  hace  dos  ó  tres  dias. 

Se  tendrá  presente  que  en  la  visita  que  hizo  Ro- 
dolfo á  la  casa  de  la  calle  del  Templo,  habla  ha- 
llado en  el  mismo  descanso  de  la  puerta  del  char- 
latán Cesar  Bradamanti ,  un  pañuelo  humedecido 
en  lágrimas,  guarnecido  de  riquísimo  encaje  y  en 
una  de  cuyas  puntas  estaban  bordadas  las  letras 
N  y  L  debajo  de  una  corona  ducal.  Por  orden  de 
Rodolfo,  pero  ignorando  estas  circunstancias,  el 
barón  de  Graün  se  habla  informado  del  nombre  de 
todas  las  duquesas  residentes  en  Paris,  y  habia  te- 
nido el  indicio  de  que  acabamos  de  hablar. 

Rodolfo  penetró  el  misterio. 

No  tenia  motivo  para  interesarse  por  la  duquesa 

T.  II.  3 


30  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS 

de  Lucenay ,  mas  no  pudo  menos  de  estremecerse 
al  pensar  que  si  en  realidad  era  la  misma  que  habia 
estado  en  la  habitación  del  infame  charlatán ,  que 
no  podia  menos  de  ser  Polidori,  aquel  miserable 
abusaría  sin  duda  del  temblé  secreto  que  ponia  en 
sus  manos  á  la  duquesa,  pues  la  habia  hecho  se- 
guir hasta  su  morada  por  el  Gojuelo. 

—  El  acaso  es  á  veces  muy  caprichoso,  monse- 
ñor— di  jo  el  barón  de  Graün.  —  ¿Porqué  lo  decís? 
—  En  el  momento  en  que  Mr.  de  Grangeneuve  aca- 
baba de  darme  esos  indicios  sobre  la  duquesa  de 
Lucenay,  añadiendo  con  malignidad  que  el  regreso 
imprevisto  del  duque  su  marido  debia  incomodarla 
sobre  manera  lo  mismo  que  al  vizconde  de  Saint- 
Remy,  lindo  joven  que  es  la  maravilla  de  los  ele- 
gantes de  Paris ,  el  señor  embajador  me  ha  pre- 
guntado si  V.  A.  R.  le  permitiría  el  que  le  presen- 
tase al  vizconde  que  se  halla  aquí:  acaban  de  agre- 
garlo á  la  legación  de  Gerolslein  y  miraría  como 
una  dicha  el  ser  presentado  á  V.  A.  R. 

Rodolfo  no  pudo  contener  un  movimiento  de  im- 
paciencia, y  le  dijo: 

—  Me  fastidia  infinitamente  esa  presentación... 
pero  no  puedo  negarme...  Pronto ;  decid  al  conde 
de***  que  me  presente  á  ese  señor  Saint- Remy. 

A  pesar  de  su  mal  humor ,  Rodolfo  conocía  de- 
masiado el  oficio  de  príncipe  para  dejar  de  mostrar- 
se afable  en  esta  ocasión.  Además  el  vizconde  de 
Saint-Remy  era  según  decian  el  amante  de  la  du- 
quesa de  Lucenay ,  y  esta  circunstancia  movia  la 
curiosidad  de  Rodolfo. 

Acercóse  el  vizconde  de  Saint-Remy  conducido 
por  el  embajador.  Era  el  vizconde  un  hermoso  jo- 
ven de  veinte  y  cinco  años,  delgado,  esbelto,  de 
aire  distinguido  y  de  una  fisonomía  armoniosa  y 
agradable:  su  color  era  moreno,  pero  de  un  more- 


EL  BAILE.  31 

510  trasparente  y  ambarado  como  el  de  los  retratos 
de  Murillo;  su  cabello  de  un  negro  azulado  ,  sepa- 
rado por  una  raja  sobre  la  pien  izquierda  y  alisado 
sobre  la  frente,  caia  en  anchos  bucles  á  los  lados  de 
la  cara ,  y  apenas  dejaba  ver  el  descolorido  glóbulo 
de  sus  orejas.  Sus  ptjpilas  negras  como  el  azabache 
brillaban  sobre  el  globo  del  ojo,  que  en  lugar  de 
ser  blanco  era  anacarado  y  tenia  el  viso  azul  que  dá 
una  expresión  tan  fascinadora  al  mirar  de  los  indios. 
Por  un  capricho  de  la  naturaleza  ,  su  estrecho  vigo- 
te  fino  como  la  seda  hacia  un  contraste  singular  con 
el  resto  de  su  cara  imberbe  y  juvenil,  y  tan  tersa 
como  las  mejillas  de  una  joven :  llevaba  una  corbata 
de  raso  negro,  tan  baja  que  permitia  ver  la  forma 
elegante  de  su  cuello,  digna  por  cierto  del  antiguo 
Inventor  de  la  flauta 

Una  sola  perla  unia  el  grande  lazo  de  su  corbata, 
perla  de  un  precio  inestimable  por  su  tamaño,  por 
su  forma  y  por  una  irradiación  de  colores  mas  her- 
mosos que  los  del  ópalo  mas  fino.  El  gusto  supremo 
de  su  traje  guardaba  perfecta  armonía  con  la  mag- 
nífica sencillez  de  esta  joya. 

La  fisonomía  del  vizconde  de  Saint-Remy  distaba 
lanto  del  tipo  ordinario  de  los  elegantes,  que  vista 
una  vez  no  podia  olvidarse  nunca.  El  lujo  de  sus 
coches  y  caballos  era  extremado,  y  la  suma  de  su 
libro  de  apuestas  en  las  corridas  de  caballos,  subia 
anualmente  a  dos  ó  tres  mil  luises  de  oro.  Se  habla- 
ba de  su  casa  de  la  calle  de  Chaillot  como  un  mo- 
delo de  lujo  y  suntuosidad:  daba  en  ella  grandes 
banquetes,  y  se  jugaba  un  juego  infernal,  en  el  que 
perdia  con  frecuencia  el  vizconde  enormes  sumas 
con  la  seriedad  mas  imperturbable.  Todos  sabían 
sin  embargo  que  la  fortuna  del  vizconde  estaba  ar- 
ruinada mucho  tiempo  habia ,  que  todos  sus  bienes 
eran  de  herencia  materna  y  que  su  padre  vivía  po- 


32  LOS  JttlSTERIOS  DE  PARÍS, 

bre  y   retirado   en    un  rincón   del  Anjou. 

Para  explicar  la  incomprensible  prodigalidad  del 
vizconde  de  Saint-Rémy ,  los  envidiosos  y  maledi- 
cientes, inclusa  Sarah,  hablaban  de  la  opulenta 
fortuna  de  la  duquesa  de  Lucenay ;  pero  no  echaban 
de  ver  que  además  de  la  vileza  de  esta  suposición, 
el  duque  de  Lucenay  ejercía  una  intervención  na- 
tural en  los  bienes  de  su  mujer ,  y  que  el  vizconde 
de  Saint-Rémy  gastaba  por  lo  menos  200,000  íran- 
cos  anuales.  Otros  aludían  la  imprudencia  con  que 
algunos  usureros  prestaban  a  un  hombre  que  no 
esperaba  ya  ninguna  herencia.  Otros,  en  fin,  de- 
cían que  era  demasiado  dichoso  en  el  íwr/'(a),  y  ha- 
blaban por  lo  hap  de  mozos  de  cuadra  y  áejockeys{h) 
sobornados  por  el  para  estropear  los  caballos  contra 
los  cuales  quería  apostar...  pero  la  mayor  parte  de 
las  gentes  se  acordaban  muy  poco  de  los  medios  a 
que  podría  recurrir  el  vizconde  para  sostener  su 
fausto  asiático. 

Pertenecía  á  la  mejor  sociedad  por  trato  y  por 
relaciones  personales  de  amistad;  era  alegre,  va- 
liente, de  talento,  buen  compañero  y  de  un  trato 
franco  y  agradable,  daba  excelentes  banquetes  á 
sus  amigos  y  suscribía  á  cuantas  bromas  y  jaranas 
se  le  proponían.  Las  mujeres  le  adoraban ,  y  sus 
conquistas  eran  sin  cuento,  porque  era  joven ,  her- 
moso, galante  y  magnífico  en  cuantas  ocasiones 
puede  serlo  un  joven  con  las  mujeres  de  la  gran  so- 
ciedad. Por  último  ,  era  tal  la  obcecación  general, 
que  la  misma  oscuridad  que  rodeaba  el  origen  del 
Pactólo  en  que  cojía  el  oro  á  manos  llenas,  daba  á 
su  modo  de  vivir  y  á  su  persona  cierto  encanto  mis- 
terioso. Cuando  se  hablaba  de  él  se  hacia  casi  siem- 

(a)  Terreno  destinado  á  las  corridBS  de  caballos,  (b)  Jo- 
ckey es  el  mozo  que  monta  el  caballo  en  la  corrida. 


EL  BAILE.  33 

pre  esta  observación  alegre  ú  otras  parecidas: « ¡  Sin 
duda  halló  la  piedra  filosofal  ese  diablo  de  vizcon- 
de 1  »  Otros ,  al  saber  que  lo  habían  agregado  á  la 
legación  de  Francia  cerca  del  gran  duque  de  Ge- 
rolstein ,  pensaron  y  dijeron  que  sin  duda  queria 
retirarse  honroéumente.  Tal  era  el  vizconde  de  Sainl- 
Kemj. 

El  conde  de***  dijo  á  Rodolfo  al  presentárselo : 
—  Tengo  el  honor  de  presentar    á  V.  A.  R.  el 
vizconde  de  Saint-Rémy,  agregado  á  la  legación  de 
Gerolstein. 

El  vizconde  hizo  una  profunda  salutación,  y  dijo 
á  Rodolfo: 

—  ¿Se  dignara  V.  A.  R.  disimular  la  impacien- 
cia con  que  he  deseado  ofrecerle  mi  humilde  res- 
peto? Acaso  anduve  indiscreto  en  apresurar  un  mo- 
mento que  tanto  debia  honrarme.  —  Tendré  mu- 
cho gusto,  caballero,  en  veros  en  Gerolstein... 
¿Cuándo  pensáis  marchar? — La  estancia  de  V. 
A.  R.  en  Paris  reprimirá  acaso  mi  deseo  de  po- 
nerme en  camino.  —  El  silencio  de  nuestras  cortes 
alemanas  os  hará  echar  de  menos  la  vida  activa  de 
Paris.  —  Me  atrevo  á  asegurar  á  V.  A.  R.  que  la  be- 
nevolencia que  se  digna  mostrarme,  y  que  espero 
tendrá  á  bien  continuar  dispensándome  bastará  por 
si  sola  para  hacerme  olvidar  á  Paris.  —  No  de- 
penderá de  mi ,  caballero  ,  el  que  llegáis  á  cambiar 
de  opinión  durante  vuestra  residencia  en  Gerols- 
tein. 

Rodolfo  hizo  una  lijera  inclinación  de  cabeza,  la 
cual  anunció  al  vizconde  de  Saint-Rémy  que  su 
presentación  habia  terminado.  El  vizconde  saludó 
al  príncipe  y  se  retiró.  Rodolfo  era  tan  buen  fiso- 
nomista ,  que  las  simpatías  y  aversiones  que  conce- 
biaeran  casi  siempre  fundadas;  y  así  es  qui»  durante 
el  breve  diálogo  que  tuvo  con  el  vizconde  de  Saint- 


3Í  LOS  MISTERIOS  BE  PARÍS. 

Rémy,  concibió  una  especie  de  desvío  involuntaria 
hácia  aquel  joven  elegantísimo  y  brillante,  sin  ba- 
ilar el  motivo  de  esta  aversión.  Parecióle  que  en  su 
mirar  babia  cierta  perfidia  disimulada  y  que  tenia 
una  fisonomía  peligrosa. 

Volveremos  á  bailar  al  vizconde  de  Saint-Rémy 
en  circunstancias  que  formaran  un  terrible  contras- 
te con  la  brillante  situación  que  ocupaba  cuando 
fué  presentado  á  Rodolfo,  y  se  verá  cuan  justo  ha 
sido  el  presentimiento  de  este. 

Terminada  esta  presentación  Rodolfo  bajó  al 
jardin  pensando  en  los  encuentros  peregrinos  que 
le  proporcionaba  el  acaso.  A  la  hora  de  cenar  que- 
daron casi  desiertos  los  salones.  El  sitio  mas  reti- 
rado del  jardin  se  hallaba  al  extremo  de  un  grupa 
de  árboles  en  un  ángulo  del  muro;  cubria  casi  en- 
teramente este  sitio  un  enorme  plátano  rodeado  de 
plantas  sarmentosas ,  y  cerca  del  árbol  se  veia  en- 
treabierta una  pequeña  puerta  falsa ,  que  daba  en- 
trada á  un  largo  corredor  que  terminaba  en  el  salón 
del  banquete. 

Sentóse  Rodolfo  en  aquel  sitio  oculto  entre  espeso 
ramaje,  y  llevaba  algunos  momentos  de  profunda 
meditación ,  cuando  oyó  pronunciar  su  nombre  por 
una  voz  conocida. 

Sarah,  sentada  al  otro  lado  de  esta  especie  de  gru- 
ta^ y  enteramente  oculta  de  Rodolfo,  hablaba  in- 
glés con  su  hermano  Tomas. 

El  príncipe  escuchó  con  atención  el  diálogo  si- 
guiente: 

La  marquesa  ha  ido  un  momento  al  haile  del  ba- 
rón de  Nerval  —  dijo  Sarah:  —  felizmente  se  ha 
marchado  sin  poder  hablar  á  Rodolfo  que  la  andaba 
buscando.  Temo  la   influencia  que,  sin   saberlo> 


EL  BAILE.  35 

ejerce  aun  sobre  ella;  influencia  que  tanto  he  pro- 
curado combatir  y  que  en  parle  he  conseguido  des- 
vanecer... Pero  al  fin  esa  rival,  á  quien  he  temido 
siempre  por  un  presentimiento  inesplicable,  y  que 
tan  perjudicial  podia  ser  á  mis  designios.,  esa  rival 
labrará  mañana  su  ruina...  Escuchadme,  Tomas; 
lo  que  voy  á  deciros  es  muy  grave. 

—  Os  engañáis,  Sarah ;  Rodolfo  no  amó  jamas  á  la 
marquesa.  —  Debo  haceros  algunas  explicaciones 
sobre  este  asunto...  Durante  vuestro  último  viaje  ha 
habido  mas  novedades  de  lo  que  pensáis...  y  como  es 
preciso  obrar  mas  "pronto  de  lo  que  esperaba...  esta 
noche  misma.,  antes  salir  de  aquí...  es  indispensable 
esta  conferencia..  Felizmente  estamos  solos.  —  Ha- 
blad; ya  os  escucho. 

—  Estoy  segura  de  que  Clementina  no  habia 
amado  jamas  antes  de  ver  á  Rodolfo...  No  sé  porque 
razón  mira  con  un  desvío  insuperable  á  su  marido, 
que  sin  embargo  la  adora;  y  hay  en  todo  esto  un 
misterio  que  en  vano  he  intentado  penetrar.  La  pre- 
sencia de  Rodolfo  habia  dispertado  en  el  corazón  de 
Clementina  mil  emociones  que  hasta  entonces  no  ha- 
bia sentido;  pero  yo  he  sofocado  este  amor  naciente 
con  ciertas  revelaciones,  ó  mas  bien  con  mil  calum- 
nias injuriosas  al  carácter  del  príncipe.  Sin  embar- 
go ,  como  la  marquesa  habia  sentido  ya  la  necesidad 
de  amar  ,  habiendo  visto  en  mi  casa  á  ese  Carlos 
Robert  se  prendó  de  su  belleza  como  pudiera  pren- 
darse de  la  hermosura  inmóvil  de  un  cuadro,  por- 
que por  desgracia  ese  hombre  es  tan  fatuo  como 
buen  mozo,  auque  sus  miradas  no  carecen  de  inte- 
rés. He  ponderado  la  nobleza  de  su  alma  y  la  eleva- 
ción de  su  carácter;  y  como  conozco  la  bondad  na- 
tural de  la  marquesa,  la  he  pintado  los  grandes  é 
interesantes  infortunios  de  Robert ,  y  a  él  le  he  en- 
cargado que  aparentase  una  tristeza  mortal,  que  no 


36  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

hablase  nunc  \  sin  suspirar ,  y  sobre  lodo  que  ha 
blase  poco.  Siguió  mis  consejos,  y  gracias  á  su  ha- 
bilidad en  el  canto,  á  su  buena  ugura,  á  su  fingui- 
da  tristeza   incurable  y  á  su   silencio,  consiguió 
atraerse  el  interés  de  Clementina,  que  por  su  parte 
halló  también  un  medio  de  satisfacer  la  necesidad 
de  amar  que  se  habia  apoderado  de  ella  al  conocer 
á  Rodolfo.  ¿Comprendéis  ahora  el   mérito  de  mi 
plan?  — Sí;  continuad.  —  Robert  y  la  marquesa  de 
Harville  solo  se  veian  con  intimidad  en  mi  casa,  en 
donde  hacíamos  los  tres  conciertos  matutinos  dos 
veces  por  semana.  Robert  empezó  á  insinuarse  sus- 
pirando, dirigió  luego  algunas  palabras  tiernas  en 
voz  baja ,  y  consiguió  deslizar  dos  ó  tres  billetitos 
amorosos.  Yo  temia  mas  aun  su  prosa  que  sus  pala  - 
bras  ;  mas  como  las  mujeres  son  siempre  indulgen- 
tes con  la  primera  declaración  que  reciben ,  las  de 
mi  protegido  no  tuvieron  mal   resultado,  porque 
eran  ademad  muy  lacónicas  por  mi  consejo.  Sin  em« 
bargo,  lo  que  mas  importaba  á  Robert  era  conse- 
guir una  cita:  pero  la  marquesita  tenia  menos  amor 
que  severidad  de  principios,  ó  por  mejor  decir  no 
tenia  bastante  amor  para  olvidar  sus    principios. 
Conservaba,  sin  saberlo,  la  impresión  de  Rodolfo 
en  el  fondo  del  corazón,  y  esta  impresión  comba- 
tia  sin  cesar  su  tibia  inclinación  hacia  Robert;... 
inclinación  que  era  mucho  mas  facticia  que  real, 
pero  la  cual  fomentaba  yo  exagerando   continua- 
mente las  calidades  de  ese  Apolo  sin  seso,  y  pin- 
tándole sumergido  en  la  melancolía  y  el  infortunio. 
El  aire  de  profunda  y  desesperada  amargura  de  su 
admirador  ablandó  por  último  á  Clementina,  y  se 
decidió  á  concederle,  mas  por  compasión  que  por 
amor,    la   deseada   cita.  —  ¿Os  conñó  Clementina 
esos  secretos?  —  Solo  me  habia  confiado  su  incli- 
nación bácia  Carlos  Robert ,  y  no  quise  compróme- 


EL  BAILE.  37 

1er  la  á  hacerme  explicaciones  que  podrían  incomo- 
darla... Pero  él  rebosando  de  contento,  ó  mas  bien 
de  vanidad,  me  comunicó  su  feliz  victoria,  pero 
sin  decirme  el  dia  ni  el  lugar  de  la  cita.  —  ¿Cómo 
habéis  descubierto  el  sitio? — Al  dia  siguiente  muy 
de  mañana  se  puso  Carlos  en  acecho  por  orden  mía 
cerca  de  la  puerta  de  Robert.  A  las  doce  del  segun- 
do dia  subió  nuestro  enamorado  á  un  coche  de  al- 
quiler y  se  dirigió  á  la  calle  del  Templo,  situada 
en  un  cuartel  oscuro  de  la  ciudad...  Apeóse  delante 
de  una  mala  casa ,  permaneció  en  ella  cerca  de 
media  hora  y  luego  se  marchó.  Carlos  guardó  largo 
tiempo  su  puesto  para  ver  si  salía  alguna  persona 
después  de  Robert ;  pero  nadie  salió  porque  la  mar- 
quesa habia  faltado  á  su  promesa,  según  me  dijo  al 
otro  dia  su  mismo  amante  en  un  movimiento  de 
cólera  por  el  chasco  que  habia  llevado.  La  aconse- 
jé que  aparentase  la  mayor  desesperación;  pero 
aunque  consiguió  que  Clementina  le  otorgase  una 
nueva  cita,  volvió  á  faltar  á  ella  como  á  la 
primera.  Sin  embargo,  la  última  vez  ha  llegado 
hasta  la  misma  puerta  de  la  casa  consabida...  Ya 
veis  cuanto  lucha  esa  mujer  consigo  misma...  ¿Y 
porqué?  Porque  Clementina  ^estoy  segura  de  ello, 
y  es  lo  que  me  obliga  á  oborrecerla)  conserva  aun 
en  el  fondo  del  corazón  ese  afecto  hacia  Rodolfo, 
y  ese  afecto  la  deOende  y  la  proteje.  Finalmente, 
esta  noche  ha  dado  la  marquesa  á  Robert  una  cita 
para  mañana  y  no  dejará  de  cumplirla.  El  duque  de 
Lucenay  ha  ridiculizado  tan  groseramente  á  su  ado- 
rador, que  al  verlo  la  marquesa  tan  humillado  no 
pudo  menos  de  concederle  por  conmiseración  lo  que 
no  hubiera  hecho  de  ningún  otro  modo.  Repito  que 
esta  vez  no  faltará  á  su  promesa.  —  ¿Y  cuáles  son 
vuestros  proyectos? — Carlos  Robert  es  tan  inca- 
paz de  conocer  la  delicadeza  del  sentimiento  que 


3S  LOS  3I1STEIII0S  DE  PARÍS. 

ha  dictado  esta  noche  la  resolución  de  la  marque- 
sa, que  mañana  intentará  sacar  partido  de  ella,  y 
se  perderá  para  siempre ,  porque  yo  sé  muy  bien 
que  Clemenlina  se  expone  á  este  compromiso  sin 
pasión,  sin  amor  alguno,  y  tan  solo  por  conmise- 
ración. La  conozco  bien  y  no  dudo  por  lo  mismo 
que  va  á  la  calle  del  Templo  por  un  impulso  de  ge- 
nerosidad ,  pero  muy  decidida  á  no  olvidar  un  pun- 
to sus  deberes.  Carlos  intentará  aprovechar  la 
ocasión;  la  marquesa  le  cobrará  un  profundo  abor- 
recimiento; y  una  vez  disipada  su  ilusión  volve- 
rá á  quedar  bajo  la  influencia  del  amor  que  la  ins- 
piró Rodolfo ,  el  cual  no  hay  la  menor  duda  que 
arde  aun  en  el  fondo  de  su  corazón. — ¡  Pero  veamos 
cual  es  vuestro  designio  1 — ¿Mi  designio?  Quiero 
perderla  para  siempre  en  el  concepto  de  Rodolfo,  el 
cual  no  dudo  que  tarde  ó  temprano  baria  traición 
á  la  amistad  de  Harville  ,  correspondiendo  al  amor 
de  ricmentina;  pero  la  aborrecerá  y  no  volverá 
jamás  á  verla  si  llega  á  saber  que  cometió  una  fal- 
ta de  que  él  no  ha  sido  cómplice:  ningún  hombre 
perdona  este  género  de  crímenes. —  Ya  veo  que 
queréis  desengañar  al  marido,  para  que  un  rompi- 
miento estrepitoso  convenza  á  Rodolfo  de  la  con- 
ducta de  la  marquesa. — Y  me  será  tanto  mas  fácil 
porque,  según  me  ha  dicho  Clementina ,  el  mar- 
qués tiene  ya  algunas  sospechas,  aunque  no  sabe 
en  quien  fijarlas.  Es  ya  media  noche  y  debemos  sa- 
lir del  baile:  iremos  al  primer  café  y  escribiréis  al 
marqués  de  Harville  que  su  mujer  acudirá  mañana 
á  la  una  de  la  tarde  á  una  cita  amorosa  en  la 
calle  del  Templo  n°  17.  Es  muy  celoso ,  y  no 
me  cabe  duda  que  sorprenderá  á  Clementina:  lo 
demás  vendrá  por  sus  pasos.  —  ¡  Qué  acción  tan 
abominable! — dijo  Seyton  con  frialdad. — Dejaos 
de  escrúpulos ,  Tomas...  Ya  sé  que  estos  medios 


EL  RAILE.  39 

son  odiosos...  ya  sé  que  todo  lo  atropello  por  con- 
seguir mi  objeto....  pero,  .¿qué  conducta  se  ha 
guardado  conmigo?—  Mala  en  verdad...  y  por  eso 
soy  vuestro  cómplice...  Voy  á  hacer  lo  que  me  ha- 
béis indicado ;  pero  os  repito  que  es  una  acción  de- 
testable.— ¿Sin  embargo  consentís?  —  Porque  lo 
creo  necesario...  Todo  lo  sabrá  el  marqués  esta  no- 
che. /Y...  pero...  me  parece  que  hay  alguna  persona 
aquí,  detrás  de  estos  árboles/ — dijo  Seyton  inter- 
rumpiéndose y  hablando  en  voz  baja. — Me  pare- 
ce que  he  oido...  —  Mirad  —  dijo  Sarah  con  in- 
quietud. 

Levantóse  Seyton ,  dio  la  vuelta  al  rededor  y  no 
vio  á  nadie. 

Rodolfo  acababa  de  salir  por  la  puerta  falsa  de 
que  hemos  hablado. 

—  Me  he  engañado  —  dijo  Seyton  volviendo  á 
entrar ;  —  no  hay  nadie.  —  Ya  me  lo  parecía  — 
repuso  su  hermana.  —  Yo  creo,  Sarah ,  que  la 
marquesa  no  es  tan  perjudicial  como  imagináis  para 
la  realización  de  vuestro  proyecto,  porque  Rodolfo 
no  faltará  jamás  á  la  austeridad  de  sus  principios. 
Esa  joven  que  ha  puesto  hace  seis  semanas  en  la 
quinta  de  Bouqueval,  esa  joven  que  tanto  absorbe 
su  atención,  yá  quien  educa  con  esmero  y  visita 
tantas  veces,  me  inspira  temores  mucho  mas  fun- 
dados. No  sabemos  quien  es,  aunque  al  parecer 
pertenece  á  una  clase  oscura;  pero  su  rara  belle- 
za ,  el  disfraz  que  ha  puesto  Rodolfo  para  llevarla 
á  la  quinta  y  el  vivo  interés  que  maniüesta  por  esa 
niña ,  prueban  demasiado  que  este  afecto  singular 
no  carece  de  importancia,  y  esta  es  la  razón  por- 
que he  prevenido  ya  vuestro  deseo.  Para  allanar 
este  inconveniente,  mas  real  y  positivo  que  los  que 
imagináis,  ha  sido  necesario  obrar  con  suma  pru- 
dencia á  fin  de  saber  el  modo  de  vivir  de  las  per- 


kO  LOS  MISTERIOS  DÉ   PARÍS. 

sonas  de  la  quinta,  y  especialmente  de  esa  mu- 
chacha... Estas  noticias  se  hallan  en  mi  poder,  y 
he  llegado  ya  el  momento  de  obrar:  la  casualidad 
me  ha  deparado  otra  vez  á  esa  horrible  vieja  que 
me  habia  robado  la  cartera,  y  sus  relaciones  con 
gentes  de  la  clase  del  bandido  que  nos  asaltó  en 
la  calle  de  la  Cité,  no  podrán  menos  de  sernos  muy 
útiles.  Todo  lo  tengo  previsto...  no  resultará  el  me- 
nor indicio  ni  prueba  contra  nosotros...  Y  ademas, 
si  esa  criatura  pertenece,  como  es  de  creer;  á  la 
ríase  obrera ,  acaso  preferirá  nuestras  ofertas  á  la 
suerte  que  puede  haber  imaginado,  porque  el  prín- 
cipe ha  guardado  con  ella  el  mas  riguroso  incóg- 
nito... En  fin,  mañana  quedará  decidida  esta  cues- 
tión, y  sino...  ya  veremos  como  salir  del  paso.  — 
Si  conseguimos  vencer  los  dos  obstáculos...  enton- 
ces, Tomas,  nuestro  gran  proyecto...  —  Grandes 
son  las  dificultades,  pero  el  éxito  no  es  improba- 
ble. —  Confesad  que  tendremos  mucha  mas  razón 
para  esperar  si  vuestro  plan  se  ejecuta  en  el  mo- 
mento en  que  el  ánimo  de  Rodolfo  se  halle  simul- 
táneamente turbado  por  el  escándalo  de  la  mar- 
quesa de  Harville  y  por  la  desaparición  de  esa  ni- 
ña ,  que  tanto  cultiva  su  interés...  ¿No  creéis  que 
seria  entonces  el  momento  de  persuadirlo  de  que 
la  hija  cuya  muerte  llora...  vive  todavía...  y  queen- 
tónces?... —Silencio,  Sarah  —  dijo  Seyton  á  su 
hermana ; —  ya  vienen  de  cenar.  Ya  que  tenéis  por 
necesario  advertir  al  marques  de  Harville  la  cita 
de  mañana,  marchémonos  porque  es  tarde.  —  La 
])ora  adelantada  de  la  noche  á  que  recibirá  la  no- 
ticia ,  le  probará  su  importancia  —  repuso  Sarah. 
Tomas  y  su  hermana  salieron  del  baile  de  la 
embajadora  de  ***. 


GAPiTlLO  II. 


LA  CITA, 


Queriendo  advertir  inmediatamente  á  la  mar- 
quesa de  Harville  el  peligro  en  que  se  hallaba, 
salió  Rodolfo  del  jardin  de  invierno  sin  aguardar 
el  fin  del  coloquio  de  Seyton  y  de  Sarah,  de  ma- 
nera que  no  pudo  saber  el  provecto  de  los  dos  her- 
manos sobre  Flor  de  María  ni  el  eminente  peli- 
gro que  la  amenazaba.  A  pesar  de  su  buen  deseo, 
no  consiguió  desengañar  á  la  marquesa  como  se 
habia  propuesto.  Debia  esta  presentarse  un  mo- 
mento en  el  baile  de  la  señora  de  Nerval  por  mero 
cumplimiento;  pero  agobiada  por  las  emociones 
quesentia,  no  tuvo  valor  suficiente  para  asistir  á 
esta  función  y  se  retiró  á  su  casa. 

Este  contratiempo  desconcertó  el  designio  de 
Rodoldo. 

El  barón  de  Graün  y  casi  todas  las  personas 
que  habian  concurrido  al  baile  de  la  embajadora, 
estaban  convidados  por  madama  Nerval.  Rodolfo 
condujo  inmediatamente  el  barón  á  casa  de  esta  se- 
ñora, y  le  ordenó  qne  buscase  en  el  baile  á  la  mar- 
quesa de  Harville  y  la  dijese  que  el  príncipe  de- 
seaba tener  con  ella  aquella  misma  noche  una  en- 
trevista secreta  de  la  mayor  importancia,  y  que 
se  hallaría  á  pié  delante  de  la  casa  de  Harville, 
ú  fin  de  hablar  con  ella  por  la  ventanilla  del  ca- 


k'2  LOS  MISTERIOS   DE    PARÍS. 

rruaje,  mientras  abrían  los  criados  la  puerta  co-= 
cbera, 

Volvióse  el  barón  después  de  baber  buscado  lar- 
go tiempo  á  la  marquesa  sin  encontrarla :  resul- 
tado que  causó  á  Rodolfo  la  mayor  pesadumbre 
porque  conocía  lo  indispensable  que  era  advertir 
sin  pérdida  de  momento  á  la  marquesa  de  la  trai- 
ción que  contra  ella  se  fraguaba;  porque  en  tal 
caso  la  delación  de  Sarah,  que  no  era  ya  imposi- 
ble impedir,  pasarla  por  una  vil  calumnia.  Pero 
era  ya  demasiado  tarde...  el  marques  recibió  á  la 
una  de  la  noche  la  infame  carta  de  la  condesa  Mac- 
Gregor. 

Por  la  mañana  del  siguiente  dia  se  paseaba  len- 
tamente el  marques  de  Harville  en  su  alcoba, 
amueblada  con  sencillez  y  adornada  únicamente 
con  una  panoplia  de  armas  modernas  y  un  estan- 
te lleno  de  libros. 

La  cama  no  se  habia  desecho,  y  sin  embargo  la 
colcha  de  seda  estaba  desgarrada  y  hecha  pedazos; 
cerca  de  la  chimenea  se  veian  tirados  en  el  suelo 
una  silla  y  una  mesa  de  ébano,  y  en  otro  sitio  los 
fragmentos  de  un  vaso  de  cristal,  dos  bujías  rotas 
y  un  candelero  de  dos  mecheros  con  algunas  abo- 
lladuras. 

Este  desorden  parecía  efecto  de  una  lucha  vio- 
lenta. 

El  marques  tenia  cerca  de  treinta  años ,  una  fi- 
sonomía viril  y  característica,  cuya  expresión  era 
de  ordinario  agradable,  pero  estaba  entonces  pá- 
lida y  amoratada.  Tenia  puesto  el  mismo  traje  de 
la  víspera,  pero  sin  corbata,  con  el  chaleco  desa- 
brochado, y  en  la  camisa  se  veian  algunas  man- 
chas de  sangre.  El  cabello  negro  y  ordinariamente 
rizado,  caía  liso  y  en  desorden  por  su  lívida  frente. 


EL  BAILE.  43 

Después  de  haberse  paseado  largo  rato  con  los 
brazos  cruzados,  la  cabeza  baja  y  la  vista  fija  y 
clavada,  detúvose  de  repente  delante  de  la  chime- 
nea ,  que  estaba  apagada ,  á  pesar  de  lo  frió  y  he- 
lado de  la  noche.  Cojió  del  mármol  de  la  chime- 
nea la  siguiente  carta,  y  volvió  á  leerla  con  agi- 
tada atención  á  la  luz  nebulosa  de  aquella  ma- 
ñana de  invierno: 

ft  Mañana  á  la  una  tendrá  vuestra  mujer  una 
cita  amorosa  en  la  calle  del  Templo,  n"  17.  Seguidla 
y  todo  lo  sabréis...  ¡Feliz  marido!» 

A  medida  que  leía  estas  palabras,  que  tantas 
veces  habia  leido  ya,  los  labios  del  marques  de 
Harville,  azulados  por  el  frió,  se  movian  convul- 
sivamente como  para  deletrear  el  funesto  billete. 

Abrióse  en  aquel  momento  la  puerta  y  entró  un 
ayuda  de  cámara,  criado  antiguo  y  leal,  de  pelo 
cano  y  honrado  semblante. 

El  marqués  volvió  de  repente  la  cabeza  sin  dejar 
su  puesto  y  teniendo  aun  la  carta  cojida  con  ambas 
manos. 

—  ¿  Q"é  buscas  ?—  dijo  ásperamente  al  criado. 

Este  no  respondió  ,  contempló  con  doloroso  es- 
tupor el  desorden  de  la  alcoba  ;  levantó  luego  la 
vista  ,  miró  con  atención  á  su  amo,  y  exclamó: 

—  ¡  Sangre  !  ¡  tenéis  sangre  en  la  camisa !...  ¡  Dios 
mío,  señor!  os  habéis  herido...  Estabais  sola... 
¿  porque  no  habéis  llamado  como  tenéis  de  costum- 
bre... cuando  los  ?...  —  ¡  Márchate !  —  Pero,  señor 
marques,  ¿no  veis  que  el  fuego  está  apagado  y 
que  hace  un  frió  mortal ,  y  sobre  todo  después  de... 
vuestro....  —  ¡  Me  dejarás  en  paz!...  ¡márchate  ,  te 
digo !  — Perdonadme ,  señor  marqués — repuso  tem- 
blando el  criado  —  habéis  mandado  que  M.  Dou- 
blet  viniese  hoy  á  las  diez  y  media ,  y  ha  llegado 
ya  con  el  notario.  —  Es  verdad  —  dijo  con  amargu- 


h-k  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

ra  el  marqués  recobrando  serenidad. — Cuando  uno 
es  rico  tiene  que  pensaren  los  intereses...  ¡Es  tan 
grata  la  riqueza  1...  — Y  luego  añadió:  —  Haz  en- 
trar á  M.  Doublet  en  mi  gabinete.  —  Ha  entrado 
ja,  señor  marqués.  —  Dame  ropa  para  vestirme... 
Tengo  que  salir  pronto. — Pero,  señor  marqués... 

—  Haz  lo  que  te  digo,  Pepe  —  dijo  el  marqués  de 
Harville  con  tono  mas  dulce,  y  añadió :  — ¿  Ha 
entrado  alguien  en  el  cuarto  de  mi  mujer?  — Creo 
que  la  señora  marquesa  no  ha  llamado  todavía. — 
Que  me  avisen  cuando  llame.  —  Muy  bien  ,  señor 
marqués. — Llama  á  Felipe  que  venga  á  ayudarte, 
porque  sino  nunca  acabarás. — Pero,  señor,  de- 
jadme que  arregle  algo  este  cuarto  —  repuso  José 
con  tristeza.  —  Cualquiera  que  observase  este  de- 
sorden sin  comprenderlo  lo  interpretaria  á  su  mo- 
do.—  ¡Y  que  abominable  pareceria  á  cualquiera 
la  realidad!...  ¿no  es  verddid?  —  dijo  el  marqués 
con  amarga  sonrisa.  —  /Ah,  señor!  —  reposo  José 
— nadie  sospecha...  —  ¿Nadie?...  ¡No,  nadie!... 

—  dijo  el  marqués  con  aire  sombrío. 

Mientras  que  José  arreglaba  el  cuarto  de  su  amo, 
este  se  dirigió  á  la  panoplia  ó  caja  de  armas  de  que 
hemos  hablado ,  examinó  con  atención  por  espacio 
de  algunos  minutos  las  armas  que  en  ella  había, 
hizo  un  gesto  de  satisfacción  siniestra  y  dijo  á  sn 
criado : 

—  ¿Apostaría  á  que  te  has  olvidado  de  limpiar 
las  escopetas  que  tengo  arriba  en  el  recado  de  caza  ? 
— El  señor  marqués  no  me  ha  dicho  nada  — repuso 
José  asombrado.  —  Sí ;  pero  te  has  olvidado.  —  Se- 
ñor, os  aseguro  que... —  ¡Buenas  estarán!... — 
Apenas  hace  un  mes  que  han  venido  del  armero. — 
No  importa;  luego  que  me  hayas  vestido,  me  ba- 
jarás todo  el  recado  de  monte,  porque  acaso  saldré 
de  caza  mañana  ó  pasado  y  quiero  ver  como  están 


EL  BAILE.  45 

las  escopetas.  — -  Las  bajaré  al  punto ,  señor  mar- 
qués. 

Luego  que  José  hubo  arreglado  la  alcoba,  entró 
otro  criado  para  ayudarle. 

Acabaron  ambos  de  vestir  al  marqués,  y  este 
pasó 'al  gabinete  en  donde  lo  esperaban  M.  Doublet 
su  contador  ,  y  un  notario. 

—  El  señor  trae  la  escritura  —  dijo  el  contador 
—  y  solo  falta  que  la  firméis.  — ¿La  habéis  leido, 
M. Doublet?  —  Sí,  señor  marqués.  —  En  tal  caso 
no  tengo  mas  que  firmarla. 

Firmó  la  escritura,  y  el  notario  salió  del  apo- 
sento. 

—  Señor  marqués,  por  esta  adquisición  — dijo  M. 
Doublet  con  aire  triunfante  —  la  renta  de  vuestras 
fincas,  impuesta  sobre  tierras  excelentes,  no  baja 
de  126,000  francos...  ¿  Sabéis  ,  señor  marqués,  que 
es  muy  rara  una  renta  de  126,000  francos  sobre 
tierras?  —  Soy  muy  dichoso  ¿no  es  verdad  M.  Dou- 
blet? 1 126,000  libras  de  renta  sobre  tierras!...  ¿po- 
drá haber  felicidad  igual?  — Yeso  sin  contar  la 
cartera  del  señor  marqués ,  que  no  baja  de  dos  mi- 
llones... sin  contar...  —  Seguramente,  sin  contar... 
tantas  felicidades  mas. —  Nada  os  falta ,  señor  mar- 
qués, ¡loado  sea  Dios  I...  juventud,  riqueza,  salud... 
todas  las  felicidades  juntas;  y  entre  ellas  —  dijo  M. 
Doublet  con  suma  complacencia  —  ó  mas  bien  al 
frente  de  todas  ellas,  debemos  contar  la  de  ser  es- 
poso de  la  señora  marquesa  ,  y  de  tener  una  niña 
tan  hermosa  que  parece  un  querubin... 

El  marqués  de  Harville  dio  una  mirada  siniestra 
á  su  contador. 

No  podríamos  pintar  la  expresión  de  salvaje  iro- 
nía conque  dijo  a  M.  Doublet  tocándole  familiar- 
mente el  hombro : 

—  Con  cerca  de  250,000  libras  de  renta  y  una 

T.   11.  i 


46  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

mujer  como  la  mia...  y  una  hija  que  parece  un  que- 
rubín... no  hay  en  el  mundo  mas  que  desear  ¿no 
es  verdad?  —  Con  iodo,  señor  marqués,  —  respon- 
dió sencillamente  el  contador  —  debéis  desear  que 
vuestra  vida  sea  muy  larga...  para  ver  el  casamien- 
to de  la  señorita  y  para  llegar  á  ser  abuelo...  Deseo 
de  todo  corazón,  señor  marqués,  que  conozcáis  á 
vuestros  nietos,  ni  mas  ni  menos  que  la  señora 
marquesa...  —  Tenéis  razón,  M.  Doublet...  solo  os 
falta  pedir  que  nuestro  fallecimiento  sea  en  el  mis- 
mo instante  como  Filemon  y  Baucisl...  ; Tenéis 
ocurrencias  felices/  —  Gracias,  señor  marqués... 
¿  Tenéis  algo  que  mandarme?  —  Nada...  /  Ah !  sí... 
Decidme  ¿cuanto  dinero  tenéis  en  caja  I  —  Veinte 
y  nueve  mil  trescientos  y  tantos  francos  en  efectivo, 
sin  contar  el  dinero  que  se  ha  puesto  en  el  banco. 
—  Me  traeréis  20,000  francos  en  oro  esta  mañana, 
y  los  entregareis  á  Pepe  si  yo  no  estoy  en  casa.  — 
¿Esta  mañana? — Esta  misma  mañana.  —  Dentro 
de  una  hora  vendré  con  el  dinero...  ¿Tiene  algo 
mas  que  mandarme  el  señor  marqués ? — No,  Sí. 
Doublet.  —  ¡  Ciento  veinte  y  seis  mil  francos  de 
renta  1  —  repitió  el  contador  al  marcharse. —  iQué 
buena  adquisición  la  de  hoy  !  Mucho  he  temido 
que  se  nos  escapase  la  finca.  Vuestro  servidor,  se- 
ñor marqués.  — Adiós,  M.  Doublet 

Apenas  salió  el  contador,  cuando  el  marques  se 
dejó  caer  acongojado  en  una  silla  de  brazos,  apoj^ó 
los  codos  en  una  mesa  y  ocultó  el  rostro  con  las  ma- 
nos... y  en  tal  postura  lloró  por  primera  vez  des- 
pués de  haber  recibido  la  carta  fatal  de  Sarah. 

—  /  Oh  !  exclamó  el  angustiado  marques  —  ¡  for- 
tuna cruel  1  ¡  has  querido  ,  sí,  has  querido  hurlarle 
de  mí  al  hacerme  rico!...  iQué  guardaré  ahora  en 
tus  urnas  de  oro  ?:..  /  Mi  vergüenza...  la  infaur'a  de 
mi  esposa  /...¡infamia  cuya  publicidad  imprimirá 


LA  CITA.  4  i 

quizá  un  odioso  sello  en  la  frente  de  su  hija  I...  ¿De- 
beré resolverme  á  dar  este  terrible  escándalo,  ó  de- 
jaré por  piedad...  de  ?... 

Levantóse  al  decir  esto  el  marques :  brillaba  en 
sus  ojos  un  fuego  teriible  y  siniestro,  y  con  los  dien- 
tes cerrados  pronunció  en  voz  sofocada  y  convulsa 
estas  palabras : 

—  ;No...  no!...  ¡sangre...  sangre!...  ¡Lave  la 
sangre  el  escarnio!...  ¡  Ahora  comprendo  su  aver- 
sión... la  aversión  de  ese  miserable!... 

Y  después  de  haber  callado  por  un  momento  co- 
mo aterrado  por  una  reflexión  repentina,  prorrum- 
pió de  nuevo  en  voz  sofocada  por  el  dolor : 

—  ¡Su  aversión  !...  ¡oh!  ya  sé  el  motivo  de  su 
aversión:  ¡la  causo  horror...  la  espanto! 

Después  de  un  largo  silencio  volvió  á  decir  *. 

— ¿Pero  tengo  yo  la  culpa...  yo?  ¿Podrá  justi- 
ficar con  eso  su  inhdelidad?  ¡Oh!  ¡en  lugar  de  abor- 
recerme deberia  compadecerse  de  mí !...  ¡  No...  san- 
gre... sangre!...  ¡los  dos...  los  dos!...  porque  sin 
duda  lo  ha  dicho  todo...  al  otro. 

Este  pensamiento  redobló  el  furor  del  marqués. 
Levantó  los  puños  cerrados  hacia  el  cielo,  pasó  por 
los  ojos  su  abrasada  mano ,  y  conociendo  la  nece- 
sidad de  ocultar  su  agitación  á  los  criados,  volvió 
con  aparente  tranquilidad  á  su  alcoba,  en  donde 
halló  á  José. — ¿Dónde  están  las  escopetas? — Aquí 
están,  señor  marqués,  bien  arregladas.  —  Quiero 
verlo  por  mis  ojos...  ¿Ha  llamado  mi  mujer? — No 
sé,  señor. — Anda  á  informarte. 

El  criado  salió  del  cuarto 

El  marqués  lomó  apresuradamente  de  la  caja  de 
las  escopetas  un  botecilo  de  pólvora,  algunas  balas 
y  pistones,  cerró  luego  la  caja  y  guardó  la  llave : 
dirigióse  en  seguida  á  la  panoplia,  cogió  un  par  de 
pistolas  de  recámara,  las  cargó  y  las  metió  en  los 


i8  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

bolsillos  de  su  levita  de  mañana. 
José  volvió  á  entrar  en  el  cuarto. 

—  Señor  ,  se  puede  entrar  ja  en  el  cuarto  de  la 
señora  marquesa.  — ¿  Ha  mandado  que  pongan  el 
coche.  —  No  ,  señor  la  señorita  Julia  ha  dicho  de- 
lante de  mí  al  cochero  de  la  señora  que  habia  subi- 
do á  tomar  la  orden  de  la  mañana,  que  como  el 
tiempo  estaba  frió  j  seco,  la  señora  saldria  á  pié, 
en  caso  que  saliera. — Bien  está  ..  ¡  Ah  '  se  me  ol- 
vidaba :  si  voy  á  cazar  no  será  hasta  mañana  ó 
pasado...  l)í  á  Guillermo  que  reconozca  boj  mis- 
mo el  lilburí  de  camino  ¿entiendes  ? —  8í,  señor... 
¿No  queréis  el  bastón?  —  No...  ¿No  hay  aquí  cerca 
algún  parador  de  coches  de  alquiler? — Muy  cer- 
ca ,  en  la  esquina  de  la  calle  de  Lille. 

Al  cabo  de  un  momento  de  silencio  y  de  duda, 
dijo  el  marqués: 

— Pregunta  á  Julia  si  se  puede  ver  á  la  mar- 
quesa. 

El  criado  salió. 

—  ¿Y  qué?...  ¿no  es  un  drama  como  otro  cual- 
quiera. Sí,  quiero  ver  otra  vez  esa  máscara  can- 
dorosa y  traidora  con  que  la  infamia  querrá  ocul- 
tar el  adulterio  que  va  á  cometer:  oiré  mentir  su 
boca,  mientras  que  leeré  en  su  viciado  corazón  el 
odioso  oprobio  con  que  intinta  cubrirme.  Sí...  quie- 
ro ver  como  me  mira  y  como  me  habla  y  respon- 
de una  mujer  que  un  momento  después  irá  á  echar 
sobre  mi  nombre  una  mancha  horrible  y  ridicula, 
que  solo  se  lava  con  un  mar  de  sangre...  ¡Pero  qué 
necio  soy  !  me  mira  como  siempre  con  la  sonrisa 
en  los  labios  y  el  candor  en  la  fre  nte...  Me  mirará 
como  mira  á  su  hija  cuando  la  besa  en  la  frente  y 
la  enseña  á  humillar  su  corazón  ante  Dios...  ¡Los 
ojos...  el  espejo  del  alma  !...  —  dijo  el  marqués  en- 
cojiéndose  de  hombros  en  ademan  de  desprecio: 


LA  CITA.  49 

—  cuanto  mas  púdicos  y  dulces  son,  tanto  mayor 
es  la  corrupción  que  encubren.  Sus  ojos  prueban 
esta  verdad...  y  yo  me  be  dejado  engañar  por  ellos 
como  un  imbécil...  ¡  Oh  furor!  ¡con  qué  frió  é  in- 
solente desprecio  debería  mirarme  cuando  en  el 
mismo  momento  en  que  acaso  debia  ver...  al  otro... 
me  oia  colmarla  de  pruebas  de  estimación  y  ternu- 
ra... Yo  le  hablaba  como  á  una  madre  casta  y  vir- 
tuosa, en  quien  habia  puesto  toda  la  esperanza  de 
mi  vida...  y  ella  se  iba  á...  ¡Oh!  no  I  no/— gritó 
el  marqués  inflamado  de  furor..,  —  ¡nunca!  ¡no 
la  veré,  no  quiero  verla/...  ni  á  mi  hija  tampoco., 
me  obcecaría  ,  comprometerla  mi  venganza. 

Y  en  lugar  de  entrar  en  el  cuarto  de  su  esposa, 
salió  de  casa  diciendo  antes  á  la  camarera  de  la 
marquesa : 

. — Decid  á  la  señora  que  deseaba  verla  esta  ma- 
ñana, pero  que  tengo  que  salir  por  un  momento  ;  y 
si  por  casualidad  quiere  almorzar  conmigo  ,  que  me 
aguarde  á  las  doce.— Creyendo  que  no  he  de  volver 
luego  á  casa  obrará  con  mas  libertad — dijo  para 
sí  el  marqués;  y    se  dirigió  á  un   parador  de  co- 
ches inmediato  á  su  casa.  —  ¡Cochero,  por  horas! 
—  Muy  bien,  caballero,  son  las  mee  y  media.  ¿A 
dónde  vamos?— Calle  de  Belle-Chasse,  esquina  á 
la  de  la  calle  de  Santo  Domingo,  á  lo  largo  del  mu- 
ro de  un  jardin...  allí   te  detendrás.— Muy  bien, 
caballero. 

Corrió  el  marqués  las  cortinas,  el  coche  partió 
y  dentro  de  pocos  Justantes  se  hallaba  enfrente  de 
la  casa  de  Harville.  Nadie  podia  salir  del  portal 
del  marqués  sin  ser  visto  por  él  desde  aquel  sitio... 
A  la  una  era  la  cita  de  su  muier,  y  su  fija  y  ar- 
diente mirada  no  se  apartaba  un  momento  del  por- 
tal. Su  imaginación  luchaba  con  un  torrente  de  có- 
lera tan  agitado  é  impetuoso,  que  el  tiempo  pasó 


50  LOS  3IÍSTERI0S  DE  PARÍS. 

para  el  marqués  con  una  rapidez  increíble.  Al  mo- 
mento de  dar  las  doce  en  Santo  Tomás  de  Aqui- 
no,  se  abrió  la  puerta  de  la  casa  de  Harville  y  sa 
lió  lentamente  la  marquesa. 

—  jYal...  ¡Oh  ,  qué  exactitud!  Teme  sin  duda 
hacer  esperar  al  otro^..,.  —  dijo  el  marqués  con 
amarga  ironía. 

El  frió  era  intenso  y  las  calles  estaban  secas. 
Llevaba  Clementina  un  sombrero  negro  con  velo 
de  blonda  del  mismo  color  y  una  bata  de  seda  co- 
lor de  corinto.  Su  gran  chai  de  cachemir  azul  oscu- 
ro, caia  hasta  el  volante  de  su  vestido  que  levantó 
lijera  y  graciosamente  para  atravesar  la  calle.  Es- 
te movimiento  descubrió  hasta  el  tobillo  su  leve 
pié  ,  maravillosamente  calzado  con  un  botin  de  raso 
turco. 

A  pesar  de  ^as  terribles  ideas  que  agitaban  al  mar- 
qués de  Harville ,  observó  en  aquel  momento  el 
Í)ié  de  su  mujer,  que  jamás  le  habia  parecido  tan 
indo  y  seductor...  La  vista  de  aquel  pié  exasperó  su 
furor,  y  al  pensar  en  la  felicidad  de  su  odioso  ri- 
val ,  sintió  en  el  corazón  la  aguda  punzada  de  los 
zelos  censuales...  Pintáronse  de  repente  en  su  ima- 
ginación con  caracteres  de  fuego  todos  los  ardien- 
tes halagos  de  un  amor  dichoso  y  apasionado.  En- 
tonces sintió  por  primera  vez  en  su  vida  un  dolor 
físico  ,  profundo  ,  incisivo  ,  penetrante  que  le  ar- 
rancó un  grito  sordo  del  corazón. 

Hasta  entonces  solo  habia  padecido  su  espíritu, 
porque  solo  habia  pensado  en  su  honor  y  en  la  san- 
tidad de  los  deberes  ultrajados:  pero  su  último  do- 
lor fué  tan  agudo  y  cruel ,  que  apenas  pudo  disi- 
mular la  alteración  de  su  voz  al  levantar  la  cortina 
para  decir  al  cochero: 

—  ¿Ves  esa  señora  de  chai  azul  y  sombrero  ne- 
gro que  va  por  la  acera  del  muro? — Sí,  señor, — 


I A  CITA.  51 

Sígnela...  Si  se  dirige  al  sitio  en  donde  te  he  alqui- 
lado, te  detendrás,  y  si  toma  un  coche  le  seguirás 
también.  —  Muy  bien,  caballero...  ¡Hola!  ¡esto 
pica  en  historia  I 

La  marquesa  de  Harville  se  dirigió  en  efecto  ai 
sitio  de  los  coches  y  alquiló  uno  de  ellos. 

El  coche  partió  al  trote. 

El  del  marqués  lo  siguió-, 

Al  cabo  de  algunos  minutos  el  cochero  tomó  el 
camino  de  Santo  Tomás  de  Aquino,  y  con  asom- 
bro del  marqués  se  detuvo  delante  de  la  iglesia. 

— ¿Qué  haces?  ¿qué  es  eso? — Caballero,  esa 
señora  acaba  de  entrar  en  la  iglesia...  ¡Cáspital... 
¡  qué  pierna  tan  soberana  ! 

Mil  pensamientos  diversos  se  agolparon  en  la 
cabeza  de  Harville :  creyó  al  pronto  que  su  mujer 
intentaba  cambiar  de  dirección  por  haber  notado 
que  la  seguían.  Luego  pensó  qne  la  carta  que  ha- 
bla recibido  podría  ser  una  infame  calumnia.  Si 
Clementina  es  culpable  ¿  á  qué  fin  esta  falsa  apa- 
riencia de  piedad  ?  ¿  No  seria  un  escarnio  sacrile- 
go ?  Tuvo  por  un  instante  el  marqués  un  vislumbre 
de  esperanza,  pues  no  podía  combinar  el  contraste 
de  aquella  piedad  aparente  con  el  crimen  de  que 
acusaba  á  su  mujer.  Esta  ilusión  consoladora  no  du- 
ró mucho  tiempo. 

El  cochero  se  volvió  hacia  la  ventanilla  y  le  dijo: 

—  Caballero,  la  señorita  vuelve  al  coche.  —  Si- 
gúela. —  Muy  bien,  caballero...  j  Vaya  un  lance 
salado  ! 

El  coche  pasó  por  el  muelle,  por  la  casa  del 
ayuntamiento,  por  la  calle  Sainte-Avoye  y  llegó 
por  fin  á  la  del  Templo. 

—  Caballero  —  dijo  el  cochero  volviéndose  ha- 
cia el  marques  de  Harville — el  camarada  paró 
en  el  número  17,  estamos  en  el  13  ¿pararé  tam- 


52  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

bien? — Si.  — Caballero,  la  señorita  ha  entrado  en 
el  portal  del  número  17.  — Abre  pronto. — Ya  voy, 
caballero. 

Algunos  momentos  después  entraba  el  marques 
en  el  portal  siguiendo  los  pasos  de  su  mujer* 

Atraídos  por  la  curiosidad  madama  Pipelet,  su 
marido  y  una  ostrera  vecina  se  agruparon  en  el 
umbral  de  la  portería.  La  escalera  era  tan  oscura, 
que  entrando  de  la  calle  no  se  podia  distinguir  nin- 
gún objeto,  de  suerte  que  la  marquesa  tuvo  que 
dirigirse  á  madama  Pipelet  y  la  preguntó  con  voz 
alterada  y  desfallecida : 

—  ¿Señora,  me  diréis  por  Dios  dónde  está  la 
escalera?  —  Esperad  un  momento,  señorita:  ¿á 
dónde  vais?  —  A  ver  á...  á  Mr.  Garlos.  —  ¿á  Mr. 
qué?  —  repitió  la  vieja  con  ánimo  de  dar  tiempo 
á  su  marido  y  á  la  ostrera  para  que  se  informa- 
sen bien  de  la  desconocida  al  través  del  velo.  — 
Yo  pregunto  por...  el  señor  Carlos...  señora — re- 
pitió Clementina  con  voz  tímida  y  bajando  la 
cabeza  para  no  ser  conocida  de  los  que  la  mi- 
raban con  tan  insolente  curiosidad.  —  ¡Ahí  ¡por 
el  señor  Robert!  acabaremos  de  una  vez...  habíais 
tan  bajito  que  apenas  os  habia  oido...  Pues  ya 
que  buscáis  al  señor  Carlos,  que  por  buen  mozo 
hará  con  voz  linda  pareja,  subid  derechito  la  es- 
calera hasta  la  primera  puerta. 

La  marquesa,  turbada  y  llena  de  confusión ,  em- 
pezó á  subir  la  escalera. 

—  ¡Vaya,  vaya/  —  dijo  la  portera  en  tono  de 
mofa:  —  parece  que  hoy  es  dia  de  lances.  Dios  os 
dé  una  buena  hora...  ¡cuidado  con  los  tropiezos/ 
—  Parece  que  es  aficionado  el  comandante  —  dijo 
la  ostrera  con  voz  hombruna :  — y  en  verdad  que 
no  es  tuerta  ni  manca  su  chaya... 

Apoderóse  tal  vergüenza  y  tal  espanto  de  la 


LA  CITA.  63 

marquesa  de  Harville,  que  hubiera  vuelto  atrás 
en  aquel  mismo  instante,  si  no  tuviese  que  pa- 
sar pur  delante  de  la  puerta  en  que  se  hallaban 
las  dos  harpias.  Haciendo  pues  un  esfuerzo  so- 
brehumano llegó  al  descanso  de  la  escalera.  /Pero 
cual  fué  su  asombro  al  verse  en  frente  de  Rodolfo, 
que  poniéndola  un  bolsillo  en  la  mano  la  dijo 
precipitadamente : 

—  /Vuestro  marido  lo  sabe  todo  y  os  sigue  los 
pasos!... 

Oyóse  en  aquel  instante  la  voz  áspera  y  chillona 
de  madama  Pipelet,  que  gritaba: 

—  ¿A  dónde  vais,  caballero?  —  ¡Es  él !  —  dijo 
Rodolfo;  y  añadió  rápidamente  empujando  por 
decirlo  así  á  la  marquesa  hacia  la  escalera  del 
segundo  piso:  —  Subid  al  quinto  piso,  venís  á  so- 
correr una  familia  desgraciada  que  se  llama  Mo- 
rel...  —  Caballero,  si  no  me  decís  á  dónde  vais, 
tendréis  que  pasar  sobre  mi  cuerpo,  como  dijo  la 
antigua  guardia  en  Waterloo  —  gritó  madama  Pi- 
pelet interceptando  el  paso  al  marques. 

Este  se  habia  detenido  un  momento  á  la  entrada 
del  portal  al  ver  hablar  á  su  mujer  con  la  por- 
tera, 

—  Vengo  acompañando  á  esa  señora  que  acaba 
de  entrar — dijo  el  marques.  —  ¡  Ah !  dijo  madama 
Pipelet  sobrecojida  —  eso  es  otra  cosa ;  entonces 
pasad. 

Al  oir  aquel  ruido  inusitado,  M.  Carlos  Robert 
entreabrió  la  puerta:  Rodolfo  la  empujó  brusca- 
mente, entró  en  el  cuarto  del  comandante  y  se 
encerró  con  él  en  el  momento  en  que  el  marques 
de  Harville  llegaba  al  primer  descanso.  Temiendo 
el  príncipe  ser  conocido  por  el  marques,  á  pesar  de 
la  oscuridad  de  la  escalera,  aprovechó  aquella  oca- 
sión de  ponerse  á  salvó. 


oV  I.OS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

M«  Carlos  Roben,  magníficamente  vestido  con 
su  bata  de  seda  encarnada  y  color  de  naranja  y  un 
gorro  griego  de  terciopelo  bordado  de  oro,  quedó 
estupefacto  al  ver  á  Rodolfo,  que  llevaba  entonces 
un  vestido  modesto,  y  á  quien  no  habia  conocido 
«•n  el  baile  de  la  víspera. 

—  ¿Caballero...  qué  significa  esto?...  —  le  dijo 
con  altivez.  —  ¡Callad!— le  respondió  Rodolfo  en 
voz  baja  y  con  tal  expresión  de  angustia ,  que  M. 
Carlos  Robert  quedó  maquinalmente  callado. 

Oyóse  en  medio  del  silencio  un  ruido  violento 
como  el  de  un  cuerpo  que  caia  rodando  por  la  es- 
calera. 

—  ¡Oh!  ¡la  mató  el  desdichado!  —exclamó  Ro- 
dolfo.—  ¡La  mató!...  ¿á  quién?...  ¿pero  qué  es  lo 
que  pasa  aquí?  —  dijo  Carlos  Robert  en  voz  baja 
y  pálido  como  un  difunto.  Rodolfo  entreabrió  la 
puerta  sin  responderle  y  vio  bajar  á  toda  prisa  el 
Cojuelo,  que  llevaba  en  la  mano  la  bolsa  de  seda 
encarnada  que  el  príncipe  acaba  de  dar  á  la  mar- 
quesa de  Harville. 

El  Cojuelo  desapareció. 

Oíase  el  paso  leve  de  madama  de  Harville  y  el 
paso  mas  pesado  de  su  marido,  que  la  seguía  á  los 
pisos  altos.  No  pudiendo  imaginar  cómo  se  hallaba 
el  bolsillo  en  poder  del  Cojuelo,  pero  mas  sereno 
ya  respecto  al  ruido  siniestro  de  la  escalera,  Ro- 
dolfo dijo  imperiosamente  á  M.  Carlos  Robert: 

—  No  salgáis  hasta  de  aquí  á  una  hora.  ^-  ¡Qué 
es  esto  ,  caballero  I  ¿que  no  salga?  —  repuso  M. 
Carlos  Robert  con  impaciencia  y  enojo.  —  ¿  Qué 
significa  todo  esto?  ¿quién  sois  y  con  qué  dere- 
cho ?...  —  Todo  lo  sabe  el  marqués :  ha  seguido  á 
su  mujer  hasta  vuestra  puerta ,  y  suben  ahora  á 
los  pisos  altos.  —  i  Poder  de  Dios !  —  exclamó  Car- 
los Robert  juntando  las  manos  con  estupor.  —  ¿Pe- 


LA  CITA.  5o 

ro  qué  va  á  hacer  allá  arriba  ?  ¿,  Cómo  saldrá  de 
este  lance  ?  —  No  salgáis  del  cuarto  ni  os  mováis 
Iiasta  que  os  avise  la  portera  —  dijo  Rodolfo  ;  y  de- 
jando al  comandante  en  la  mayor  inquietud  bajó  á 
ia  portería. —  /  Qué  tal ,  qué  tal  I  —  exclamó  ma- 
dama Pipelet  brincando  de  gozo.  —  i  Vamos  á  te- 
ner jarana  I  un  caballerete  se  coló  tras  la  señorita  : 
sin  duda  es  el  Juan  lanas  del  marido  :  al  momento 
lo  adiviné,  y  por  eso  le  he  dejado  subir.  Estoy  se- 
gura de  que  va  á  espachurrar  al  comandante,  y  que 
se  alborotará  la  calle,  y  que  la  gente  se  agolpará 
delante  de  la  casa  como  cuando  se  cometió  un  ase^ 
sino  en  el  n.°  36.  ¡  Pero  es  extraño  que  no  haya 
empezado  ya  la  gresca/  —  Querida  mia  —  dijo  Ro- 
dolfo poniendo  cinco  luises  de  oro  en  la  mano  de 
la  portera  — ¿queréis  hacerme  un  gran  servicio?... 
Guando  baje  la  señorita  preguntadle  como  está  la 
pobre  familia  de  Morel ;  decidla  que  ha  hecho  una 
buena  obra  en  venir  á  socorrerlos ,  como  había 
ofrecido  la  última  vez  que  vino  á  informarse  de 
ellos. 

Madama  Pipelet  miró  asombrada  al  dinero  y  á 
Rodolfo. 

—  Pero  caballero...  este  oro...  ¿  es  para  mí  ?... 
¿no  está  en  el  cuarto  del  comandante  esa  señorita? 
—  El  que  la  sigue  es  su  marido.  Advertida  á  tiem- 
po la  pobre  joven,  ha  subido  al  cuarto  de  la  fami- 
lia de  Morel  finjiendo  que  viene  á  socorrerla;  ¿  en- 
tendéis ahora?  —  ¿  Sí ,  ya  os  entiendo  ?...  Como  si 
os  pariera...  Se  trata  de  que  os  ayude  á  bendar  los 
ojos  del  pobre  marido..  ;  Jesús  !  para  eso  me  pinto 
sola...  cualquiera  diria  que  no  he  hecho  otra  cosa 
en  toda  mi  vida:  /ya  lo  veréis  1... 

Acercóse  de  repente  M.  Pipelet  al  umbral  de  la 
puerta ,  caló  con  enojo  el  sombrero  y  dijo  á  su 
mujer  : 


56  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

—  ;  Pomona,  Pomona  1  no  hay  para  tí  cosa  res- 
petable en  el  mundo:    ¿qué    mas  podría  hacer  M. 
Cesar  Bradamanti  ?  No  debemos  burlarnos  de  lan- 
ces tan  graves  ,  ni  aun  con   el  mayor  amigo...  — 
Déjate  de  sermones,  vejete  raio,    y  no  pongas  los 
ojos  en  blanco,  que  me  das  miedo...  ¿  No  sabes  que 
me  chanceo  y   que  no  hay  debajo  del  cielo  quien 
pueda  alabarse  como  yo  de  no  haber  cometido  ja- 
mas una  sola  ínfi...  ?  Vamos  ,  ya  sabes  mi  genio.  Si 
hago  un  servicio  á  esa  señorita  ,   es  por  considera- 
ción al  señor  que  no  parece  sino   que  es  el  rey  de 
los  inquilinos.  —Y  volviéndose  hacia  Rodolfo  con- 
tinuó : —  Ahora  veréis   con   que  primor  opero  I... 
¿queréis esconderos  detras  de  la  cortina?...  Pron- 
to ,  pronto  que  ya  bajan. 
Rodolfo  se  escondió  apresuradamente. 
El  marques  de  Harville  bajaba  en  aquel  momen- 
to dando  el  brazo  á  su  mujer.  Cuando  llegaron  á  la 
portería  ,  el   semblante   del    marqués    expresaba 
una  dicha  profunda   mezclada  de  asombro  y  de 
confusión. 
Clementina  estaba  pálida  y  tranquila. 
—  /  Qué  tal ,  mi  querida  señorita  1...  —  gritó  ma- 
dama Pipelet  saliéndoles  al  encuentro  ;  — ¿habéis 
visto  á  esos  desdichados?  ¿  no  se  os  partió  el  cora- 
zón de  dolor  al  ver  su  miseria?  |  Ah  !    ¡  Dios  pre- 
miará la  buena  obra  que  hacéis !  Ya  os  he  dicho 
la  triste  situación  en  que  se  hallaban  la  otra  vez  que 
venisteis  á  verlos.  Dios  os  dé  salud,  querida  seño- 
rita, para  socorrer  á  los  desgraciados...  nadie  me- 
rece mas  la  caridad  de  las  buenas  almas  que  la  fa- 
milia de  Morel...  ¿no  es  verdad,  Alfredo? 

El  portero ,  cuyos  escrúpulos  y  natural  rectitud 
le  hacían  mirar  con  cierto  horror  esta  tramoya  an- 
ti-conyugal ,  respondió  á  su  mujer  con  una  especie 
de  gruñido  vago  y  discordante. 


ol   IlO-MLiaue^   11  Uv  íllaUMieía  Je  JCixt^nfí*/ 


L.i    CITA.  57 

Madama  Pipelet  continuó : 

-—  Perdonad ,  señorita  ;  mi  pobre  Alfredo  está 
con  su  achaque  asmático  y  por  eso  no  puede  ha- 
blar ,  pero  no  dudéis  que  allá  en  sus  adentros  pide 
á  Dios,  como  JO,  que  no  os  olvidéis  de  esos  pobre- 
cilios. 

El  marques  de  Harville  miró  á  su  mujer  con  ad- 
miración ,  y  exclamó : 

—  /Oh/  ¡es  un  ángel...  un  ángel!...  ¡Una  ca- 
lumnia !  —  ¿Un  ángel  ?  tenéis  razón ,  caballero  — 
dijo  madama  Pipelet: — es  un  ángel  bajado  del 
cielo.  —  Vamonos,  hijo  —  dijo  la  marquesa  de  Har- 
ville que  se  sentia  desfallecer  por  momentos:  tal 
era  el  horrible  tósigo  que  sufria  desde  que  habia 
entrado  en  la  casa.  —  Vamos  —  repuso  el  marqués. 

Al  salir  del  portal  dijo  á  su  mujer  : 

—  ¡  Clementina,  debo  pedirte  perdón  1...  — ¿Y 
quien  no  lo  necesita  ?  dijo  la  marquesa  dando  uq 
suspiro. 

Rodolfo  salió  de  su  escondrijo  profundamente 
conmovido  por  esta  escena  terrible  compuesta  de 
ridiculez  y  de  grosería;  desenlace  curioso  de  un 
drama  misterioso  que  habia  agitado  tan  diversas 
pasiones. 

—  ¿  Qué  tal  ?  —  dijo  madama  Pipelet  —  me  pa- 
rece que  hemos  salido  bien  del  paso.  ¡  Pobre  mari- 
do I  pobre  mandria!...  me  dá  lástima  el  desdichado. 
Ahora  meteria  en  una  especie  de  escaparate  á  su 
mujer  como  si  fuera  una  santita...  ¿Pero  como  no 
han  traido  ya  vuestros  muebles ,  señor  Rodolfo  ?  •— 
Voy  á  mandar  que  los  traigan...  Decid  al  coman- 
dante que  ahora  puede  bajar.  —  Es  verdad...  ¡  Qué 
chasco  garrafal !...  mejor  le  hubiera  sido  alquilar 
el  cuarto  para  el  rey  de  Prusia...  Pero  bien  emplea- 
do le  está,  para  que  aprenda  á  no  dar  mas  que  12 


o8  LOS  MISTERIOS  DE  PÁRIS. 

francos  miserables.  Esta  es  la  cuarta  vez  que  lo 
dejaron  de  plantón. 

Rodolfo  salió. 

Alfredo  -r  dijo  madama  Pipelet ,  —  ahora  le  to- 
ca su  vez  al  comandante ;  j  cómo  me  voy  á  reir  á 
cuenta  suya. 

Y  subió  al  cuarto  de  M.  Robert. 

—  Comandante  —  dijo  madama  Pomona  llevando 
militarmente  á  la  peluca  el  revés  de  la  mano ,  — 
vengo  a  soltaros...  se  han  marchado  los  dos  de  bra- 
sero los  dos ,  marido  y  mujer  comandante.  Pero  de 
buena  os  habéis  escapado;  /gracias  al  señor  Rodolfo  > 
que  á  no  ser  por  él...  —  ¿Se  llama  Rodolfo  ese  ca- 
ballero delgado  de  bigotes?  —  El  mismo.  —  ¿Quién 
es  ese  hombre?  —  ¿Ese  hombre  ?  —  gritó  madama 
Pipelet  muy  irritada:  —  ese  hombre  vale  por  diez 
otros  que  yo  conozco.  Es  dependiente  de  una  casa 

4P  de  comercio ,  es  el  rey  de  los  inquilinos  ,  porque  á 

pesar  de  que  no  ha  tomado  mas  que  un  cuarto... 

^  no  anduvo  regateando  por  cuatro  ni  ocho  mas  ó  mé- 

^'^     nos,  y  me  dio  seis  francos  por  asistirlo  de   buenas 

á  primeras...  seis  francos,  comandante,  sin  regatear 

una  palabra.  —  Bueno...  bueno...  Tomad  la  llave 

—  ¿Se  hará  fuego  mañana,  comandante?  —  ¡No! 

—  ¿Y  pasado  mañana?  — ¡No!  ¡no.^  — Qué  tal, 
comandante  ¿no  os  deciayo  que  no  sacaríais  para 
gastos?... 

M.  Garlos  Robert  echó  á  la  portera  una  furiosa 
mirada  y  tomó  la  escalera ,  sin  comprender  cómo 
Rodolfo,  dependiente  de  una  casa  de  comercio,  po- 
día hallarse  enterado  de  su  cita  con  la  marquesa  de 
Harville. 

Al  punto  de  salir  el  comandante  por  el  portal 
entró  cojeando  el  hijo  de  Brazo  Rojo. 

—  ¡Hola,  buena  pieza  I  — dijo  la  portera. — 
¿No  vino  la  Lechuza  á  preguntar  por  mi?  —  dijo  el 


LA  CITA.  Ó9 

pilludo  á  la  portera  sin  responder.  —  ¿La  Lechu- 
za? no  por  cierto,  monstruo  infernal.  ¿Para  que 
preguntaría  por  tí  la  Lechuza? 

¡Toma!  para  llevarme  consigo  al  campo  —  dijo 
el  Cojuelo  meneándose  de  un  lado  á  otro  de  la  en- 
trada de  la  portería. — ¿Y  tu  amo?  —  Mi  padre 
suplicó  al  señor  Bradamanti  que  me  dejase  ir  hoy 
al  campo...  á.o.  al  campo...  al  ca  .ampo...  —  res- 
pondió el  hijo  de  Brazo  Rojo  cantando,  saltando  y 
repicando  en  los  vidrios  del  postigo  de  la  portería. 
—  ¡Estáte  quieto,  nube  negra  del  infierno...  que 
rae  vas  á  romper  los  vidrios  I  ¡  Ah,  un  coche!  ^- 
¡Vlva  la  Patria  I  es  la  Lechuza/  —  dijo  el  mucha- 
cho. —  j  Vamos  en  coche:  esta  sí  que  es  grandeza. 

En  efecto ,  al  través  del  cristal  se  veía  sobre  la 
cortina  encarnada  del  lado  opuesto  el  perfil  descar- 
nado y  barroso  de  la  tuerta. 
— Hizo   una  seña  al  Cojuelo  y  este  acudió  al  mo- 
mento, 

El  Cochero  abrió  la  portezuela  y  el  Cojuelo  su- 
bió al  coche. 

La  tuerta  no  estaba  sola, 

Al  otro  lado  del  asiento  se  veía  al  Maestro  de  Es- 
cuela embozado  en  una  capa  vieja  de  cuello  forrado 
de  pieles,  y  la  cara  medio  tapada  con  un  gorro  de 
seda  negro  calado  hasta  las  cejas. 

Entre  sus  párpados  encarnados  se  veían  dos  ojos 
blancos  y  sin  pupila,  que  hacían  aun  mas  espan- 
toso su  rostro  mutilado,  abominable  y  luciente  co- 
mo un  mármol  á  causa  del  intenso  frío. 

—  Vamos,  cachorro,  échate  sobre  los  pinreles  de 
mi  hombre  para  calentárselos — dijo  la  tuerta  al 
Cojuelo  el  cual  se  acurrucó  como  un  perro  entre 
las  piernas  del  Maestro  de  Escuela  y  de  la  Lechu- 
za.—  Ahora  ^ — dijo  el  cochero  —  á  la  aldea  de 
Bouqueval ,  ¿no  es  verdad  tú.  Lechuza  ?  ¡Ya  verás 


60  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS 

que  modo  de  volar !  —  Sobre  todo  clarea  el  cutro 
(a)— dijo  el  Maestro  de  Escuela  —  porque  esta  tarde 
hemos  de  agazapar  sin  falta  la  muchacha.  — No 
tengas  cuidado,  anublado  (a),  que  yo  le  apretaré  los 
hijares.  — ¿Quieres  que  te  dé  un  consejo?  — dijo 
el  Maestro  de  Escuela.  — ¿Cual? —  repuso  el  co- 
chero.—  Menea  el  látigo  al  pasar  por  delante  de 
los  guardas  de  la  barrera,  porque  como  has  ron- 
dado tanto  aquellos  sitios,  podrán  conocerte  si  vas 
despacio.  —  Ya  abriré  el  ojo  —  repuso  el  otro  su- 
biendo al  pescante. 

Por  este  lenguaje  se  echa  de  ver  que  el  cochero 
improvisado  era  un  bandido,  digno  compañero  del 
Maestro  de  Escuela. 

El  coche  salió  de  la  calle  del  Templo. 
Dos  horas  después,  el  carruaje  en  que  iban  el 
Maestro  de  Escuela,  la  Lechuza  ^  el  Cojuelo,  se 
detuvo  delante  de  una  cruz  de  madera  pues- 
ta en  la  encrucijada  de  un  camino  hondo  y  desierto, 
queconducia  á  la  quinta  de  Bouqueva!,  en  donde 
se  hallaba  la  Guillabaora  bajo  la  protección  de  la 
señora  Adela  Georges. 

(a)  Aviva  el  caballo,      (b)  ciego. 


CAPÍTULO  III. 


IDILIO. 


Daba  las  cinco  el  relox  de  la  iglesia  de  Bouque- 
val:  hacia  un  frió  intenso,  el  cielo  estaba  claro,  y 
el  sol,  que  bajaba  lentamente  por  detras  de  las 
mustias  arboledas  que  cubrian  las  alturas  de 
Ecouen ,  enrojecia  el  horizonte  y  tendia  sus  ra- 
yos pálidos  y  oblicuos  por  la  vasta  llanura  helada. 

En  el  campo  todas  las  estaciones  ofrecen  recreo 
y  variedad.  A  veces  una  nevada  convierte  la  lla- 
nura en  un  inmenso  paisaje  de  alabastro,  que  bri- 
lla con  esplendor  inmaculado  bajo  un  cielo  color 
de  rosa.  Al  anochecer  de  estos  dias,  ya  trepe  el 
labrador  la  colina  ó  ya  descienda  hacia  el  valle 
para  volver  á  su  morada,  conoce  que  se  acerca  una 
noche  oscura  y  tenebrosa,  siente  en  las  manos  y  en 
el  rostro  la  brisa  glacial,  y  lleva  cubiertos  de 
blanca  nieve  el  caballo,  la  capa  y  el  sombrero; 
pero  allá  abajo,  en  medio  de  los  árboles  sin  hojas, 
descubre  la  clara  luz  de  las  ventanillas  de  su  casa, 
la  chimenea  despide  hacia  el  cielo  una  densa  co- 
lumna de  humo,  la  cual  le  recuerda  que  lo  está 
aguardando  una  cena  rustica ,  un  fuego  alegre  y 
reparador  y  una  conversación  doméstica  é  inofen- 
siva, mientras  el  nojte  silba  por  afuera  helando 
la  llanura  y  trae  en  veloces  ondas  el  remoto  la- 
drido de  los  perros. 

Otras  veces  en  la  escarcha  que  cubre  los  árbo- 

T.  II.  5 


62  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

les,  brillan  todos  los  colores  de  una  prisma.de 
cristal  herido  por  los  rajos  del  sol,  y  en  los  largos 
surcos  del  húmedo  barbecho  yace  tendida  la  lie- 
bre, ó  corren  por  ellos  los  alegres  perdigones.  Mas 
allá  se  oye  el  sonido  melancólico  de  la  cam- 
panilla de  un  gran  rebaño  de  carneros,  que  pace 
en  un  verde  soto  ó  á  lo  largo  de  un  precipicio, 
mientras  que  el  pastor,  envuelto  en  su  manta  parda 
con  rayas  negras  y  sentado  al  pié  de  un  árbol, 
teje  un  cestilio  de  juncos  al  son  de  cantigas  ru- 
rales. 

La  escena  es  á  veces  mas  animada :  el  aire  trae 
por  intervalos  los  ecos  del  cuerno  de  caza  y  las 
voces  de  los  cazadores;  el  ciervo  sale  asustada  del 
bosque  y  corre  hacia  el  horizonte,  perdiéndose  de 
nuevo  en  otra  espesura.  Las  voces  y  los  ladridos  se 
aproximan;  sale  del  bosque  en  tropel  una  multitud  de 
perros  dedistintos  colores,  que  con  el  hocico  pegado 
á  la  tierra  corren  por  los  senderos  y  el  barbecho  en 
seguimiento  del  venado.  Salen  detras  los  cazado- 
res vestidos  de  encarnado,  inclinados  sobre  el  cue- 
llo de  los  veloces  corceles,  y  animan  la  cacería 
con  la  voz  y  el  sonido  de  los  cuernos.  Este  tor- 
bellino pasa  como  un  relámpago,  el  ruido  desfa- 
llece poco  á  poco;  perros,  caballos  y  cazadores 
desaparecen  en  la  espesura  que  se  refugió  el  venado, 
y  todo  queda  en  profundo  silencio. 

Entonces  renace  la  calma,  y  la  quietud  de  la 
llanura  solo  es  interrumpida  por  el  monótono  canto 
del  pastor. 

Estas  escenas  campestres  abundan  en  las  cerca- 
nías de  la  aldea  de  Bouqueval,  situada,  á  pesar  de 
su  inmediación  á  París,  en  una  especie  de  desierto 
al  cual  solo  se  podia  llegar  por  caminos  trasversa- 
les. La  quinta  de  Bouqueval  á  donde  se  habla  re- 


IDILIO.  63 

lirado  la  Giiillabaora, oculta  entre  los  árboles  du- 
rante el  verane  como  un  nido  entre  las  ramas,  se 
veia  entonces  descubierta  y  sin  el  denso  velo  de 
verdura.  El  riachuelo  helado  por  el  frió  parecia 
una  inmensa  cinta  de  plata  tendida  en  medio  de 
prados  siempre  verdes,  en  los  cuales  pace  lenta- 
mente una  manada  de  vacas  en  dirección  del  es- 
tablo. Ifamas  bandadas  de  palomas  atraidas  por  la 
proximiSpde  la  noche,  se  posaban  sucesivamente 
sobre  el  techo  puntiagudo  del  palomar:  los  no- 
gales corpulentos,  que  en  el  verano  cubrían  de 
sombra  el  zaguán  y  los  edificios  de  la  cjuinta,  mus- 
tios entonces  y  desnudos  de  hoja,  dejaban  ver 
los  techos  de  teja  y  de  heno  cubiertos  de  un  musgo 
verdegay  y  amarillenlo. 

Un  pesado  cairo  tirado  por  tres  caballos  vigo- 
rosos, corpulentos,  de  espesa  clin  y  de  piel  lus- 
trosa, con  colleras  azules  adornadas  de  borlas  y 
cordones  de  lana  encarnada,  conducían  ias  haces 
de  trigo  de  uno  de  los  campos  de  la  llanura.  El 
carro  entró  en  el  zaguán  por  la  puerta  principal^ 
mientras  que  un  numeroso  rebaño  de  carneros  se 
agolpaba  á  una  de  las  puertas  laterales;  y  así  los 
auimales  como  las  personas  parecían  desear  el  des- 
canso y  el  abrigo.  Los  caballos  relinchaban  de  ale- 
gría al  ver  la  cuadra,  los  carneros  balaban  delante 
de  la  puerta  del  corral ,  y  los  labradores  miraban 
con  ansiosos  ojos  á  las  ventanas  de  la  cocina ,  en 
donde  se  preparaba  una  cena  sólida  y  abundante. 

Reinaba  en  toda  la  quinta  el  orden  mas  metódico 
y  una  limpieza  extremada.  Los  arados,  los  rastros, 
los  trillos  y  otros  instrumentos  de  labranza,  algunos 
de  los  cuales  eran  de  nueva  invención,  en  lugar  de 
bailarse  cubiertos  de  tierra  y  esparcidos  aquí  y  allá, 
estjaban  limpios,  pintados  y  colocados  en  línea  de- 
bajo de  un  gran  tinglado  en  donde  colgaban  tam- 
bién los  carreteros  los  arreos  de  los  caballos.  El 


6V  LOS  MISTERIOS  DE  PARJS. 

zaguán  arenoso  no  presentaba  á  la  vista  los  monto- 
nes de  estiércol  y  los  charcos  de  agua  podrida  que 
se  ven  en  todas  las  casas  de  labranza  de  las  provin- 
cias de  Bria  y  Beauce:  las  aves  domésticas  entraban 
al  anochecer  en  el  patio  rodeado  de  un  verde  es- 
paldar ,  por  una  puertecita  que  se  abria  hacia  el 
campo.  Sin  detenernos  en  pormenores  ,  diremos  tan 
solo  que  esta  quinta  era  justamente  conj^fflida  en 
ol  país  como  un  modelo  de  establecimiepEs  de  la- 
branza ,  así  por  el  orden  que  en  ella  se  guardaba  y 
por  la  excelencia  de  su  agricultura  y  cosechas  ,  co- 
mo por  la  dicha  y  moralidad  de  las  personas  que  la 
habitaban  y  cultivaban,  pues  pertenecían  á  las  fa- 
milias de  los  labradores  mas  honrados  del  distrito. 

Hablaremos  en  otro  lugar  de  las  causas  de  esta 
prosperidad  :  por  ahora  conduciremos  al  lectora  la 
puerta  del  espaldar  del  corral ,  que  no  era  menos 
digno  de  atención  que  el  zaguán  de  la  quinta  ,  por 
la  elegancia  rústica  de  sus  gallineros  y  del  peque- 
ño canal  de  piedra  por  el  cual  corría  sincerar  una 
agua  limpia  y  cristalina, 

iS'otóse  una  súbita  revolución  entre  los  habitan- 
tes alados  de  este  corral;  las  gallinas  bajaron  ca- 
careando de  los  polleros,  los  pavos  y  los  patos  graz- 
naron ,  y  las  palomas  y  pichones  dejaron  e\  techo 
del  palomar  y  se  pasaron  en  el  suelo  dando  alegres 
arrullos. 

La  llegada  de  Flor  de  María  era  la  causa  de  este 
movimiento  general. 

Greuze  y  Watteau  no  hubieran  imaginado  jamás 
un  modelo  mas  encantador,  si  las  mejillas  de  la 
pobre  Guillabaora  fuesen  mas  redondas  y  coloreadas; 
pero  sin  embargo  de  su  delicada  palidez  ,  la  cxpre- 
cion  de  su  fisonomía  ,  el  conjunto  de  su  persona  y 
]a  gracia  desús  modales,  la  hubieran  hecho  digna 
del  pincel  de  aquellos  dos  grandes  pintores. 


miLiQ.  65 

La  cofia  de  Flor  de  María  dejaba  ver  su  frente  y 
sus  dos  fajas  de  cabello  rubio,  y  sobre  este  tocado 
llevaba,  como  casi  todas  las  paisanas  déla  inmedia- 
ción de  Paris  ,  un  pañuelo  encarnado  de  cotonía  do- 
blado y  sujeto  detrás  de  la  cabeza  con  dos  alfileres; 
las  puntas  de  este  pañuelo  se  cruzaban  j  caian  sobre 
los  dos  hombros  ,  de  un  modo  tan  gracioso  y  pinto- 
resco que  pudiera  competir  con  los  mejores  trajes 
nacionales  de  Suiza  y  de  Italia.  La  alta  pechera  de 
su  delantal  cubría  la  mitad  de  la  blanca  pañoleta 
de  batista  que  cruzaba  su  seno ;  un  jubón  de  grue- 
so paño  azul  con  mangas  ajustadas  cenia  su  delicada 
cintura  ,  y  se  unia  con  su  zagal  de  fustán  pardo  con 
rayas  mas  oscuras.  Las  medias  blancas  ,  unos  zapa- 
tos abotinados  metidos  en  unas  galochas  negras  y 
forrados  en  piel  de  cordero  ,  completaban  la  rústica 
sencillez  de  su  traje  ,  al  cual  daba  una  gracia  sin- 
gular el  encanto  natural  de  Flor  de  María. 

Tenia  el  delantal  cojido  por  ambas  puntas  ,  y  sa- 
caba áeél  puñados  de  grano  qae  echaba  á  la  mul- 
titud de  aves  que  tenia  á  su  alrededor.  Un  hermoso 
pichón  de  extremada  blancura  y  de  pico  y  patas 
encarnadas  ,  mas  atrevido  y  mas  doméstico  que  sus 
compañeros  ,  después  de  haber  revoloteado  algunos 
momentos  alrededor  de  Flor  de  María  ,  se  puso  en 
uno  de  sus  hombros;  pero  acostumbrada  sin  duda 
la  joven  á  este  género  de  sencillez  ,  siguió  echando 
el  grano  á  manos  llenas  por  algún  rato  ,  hasta  que 
por  último  volvió  hacia  atrás  su  dulce  rostro,  le- 
vantó un  poco  la  cabeza  y  alargó  sonriendo  su  pe- 
queña boca  de  rosa  al  pico  colorado  de  su  amigo... 
los  últimos  rayos  del  sol  cubrian  de  un  pálido  do- 
rado este  sencillo  y  candoroso  cuadro. 

Mientras  la  Guiílabaora  se  entregaba  á  estos  cui- 
dados rurales ,  la  sonora  Adela  y  el  anciano  cura 
de  Bouqueval;  M.  Laporle,  sentados  junto  al  fue- 


66  LOS  MISTERIOS  DE  PARTS. 

go  en  la  sala  de  la  quinta,  hablaban  de  Flor  de 
María,  que  era  el  objeto  constante  de  su  conver- 
sación. El  anciano  eclesiástico  estaba  pensativo, 
con  la  cabeza  baja,  los  codos  apovados  sobre  las 
rodillas  y  extendía  niaquinalmente  hacia  el  fuego 
las  trémulas  manos.  La  señora  Adela,  ocupí  di  con 
su  costura ,  miraba  al  cura  de  cuando  en  cuan- 
do y  parecía  esperar  una  respuesta. 

Después  de  un  momento  de  silencio,  dijo  el  an- 
ciano ! 

—  Tenéis  razón,  señora  Adela  será  preciso  avi- 
sar al  señor  Rodolfo;  si  pregunta  á  Flor  de  María, 
la  niña  le  esta  tan  agradecida  que  acaso  confesará 
á  su  bienhechor  lo  que  nos  oculta  á  nosotros... — 
Esa  es  mi  opinión,  señor  abad:  esta  noche  misma 
le  escribird  con  el  sobre  á  la  calle  de  las  \'iudas> 
según  me  ha  advertido. — /Pobre  niña! — repuso 
el  anciano: — ¿qué  pena  puede  afligirla,  cuando 
debiera  estar  tan  satisfecha  de  su  suerte?...  —  Na- 
da puede  disipar  su  tristeza  ,  ni  aun  la  aplicación 
conque  se  entrega  al  estudio...  —  Ha  hecho  pro- 
gresos maravillosos  desde  que  nos  hemos  encargado 
de  su  educación.  —  Así  es,  señor  abad,  ha  apren- 
dido á  leer  y  escribir,  y  sabe  contar  lo  bastante 
para  ayudarme  á  llevar  los  libros  de  la  quinta.  Y 
luego  esa  incomparable  criatura  me  ayuda  con  tal 
diligencia  en  todos  los  quehaceres ,  que  no  puedo 
menos  de  quererla  y  admirarla...  y  trabaja  con  tan- 
to afán  que  á  veces  temo  que  se  quebrante  mas  su 
salud... — El  médico  negro  nos  ha  dado  felizmente 
buena  esperanza  con  respecto  á  esa  tijera  tos  que 
nos  tenia  sobresaltados. —  ¡Es  tan  bueno  el  señor 
David!  ¡  Cómo  se  interesó  por  ella  !  ya  se  ve,  como 
todos  los  que  la  conocen...  En  esta*^casa  todos  la 
quieren  y  la  respetan:  pero  no  es  extraño,  porque 
gracios  al  cuidado  generoso  del  señor  Rodolfo,  lo- 


IDILIO.  67 

dos  los  que  habitan  esta  quinta  son  los  mejores  su- 
jetos del  país...  Sin  embargo  esa  dulzura  tímida  y 
angelical  que  parece  que  siempre  está  pidiendo 
piedad  ,  cau  ti  varia  el  amor  de  las  personas  mas 
brutales  é  indiferentes...  ¡Pobre  criatura  I 

El  anciano  continuó  después  de  algunos  momen- 
tos de  reflexión : 

—  ¿No  habéis  dicho  que  Flor  de  María  se  habia 
entregado  á  esa  tristeza  desde  que  madama  Du- 
breuil,  arrendataria  del  duque  de  Lucenay  en  Ar- 
nouville,  ha  pasade  aquí  la  temporada  de  Todos 
los  Santos? — Creo  que  es  desde  entonces,  señor 
abad:  y  sin  embargo  madama  Dubreuil,  y  sobre 
todo  su  hija  Clara  ,  modelo  de  candor  y  de  bon- 
dad ,  se  han  prendado  como  todos  de  la  dulzura 
angelical  de  María:  las  dos  la  amaban  entrañable- 
mente. Ya  sabéis  que  nuestros  amigos  de  Arnou- 
villfc  vienen  aquí  todos  los  domingos,  ó  vamos  no- 
sotros á  verlos;  pero  á  cada  visita  de  estas  se  au- 
menta mas  la  tristeza  de  María ,  sin  embargo  de 
que  Clara  la  ama  como  á  una  hermana.— -Todo 
eso,  señora  Adela,  es  para  mi  un  estraño  misterio. 
¿  Cuál  puede  ser  la  causa  de  esa  oculta  melancolía? 
Aquídeberia  hallarse  sin  duda  muy  contenta,  por- 
que de  esta  vida  á  la  que  antes  pasaba  hay  tanta 
diferencia  como  del  infierno  al  paraíso...  Yo  no  pue- 
do figurarme  que  sea  ingratitud... —¿Quién  ,  ella? 
j  Dios  mismo  1  ¿podrá  haber  en  el  mundo  una  cria- 
tura mas  agradecida,  ni  dotada  de  sentimientos 
mas  nobles  y  delicados?  ¿No  hace  esa  pobre  niña 
cuanto  puede  para  ganar,  por  decirlo  así,  su  vida? 
¿no  trata  por  ventura  de  compensar  con  su  trabajo 
la  hospitalidad  que  se  le  dispensa?  Y  ademas,  no 
quiere  ponerse  nunca  sino  el  vestido  ordinario  de 
las  aldeanas,  escepto  los  domingos,  porque  yo  exi- 
jo que  Stt  vista  con  algún  esmero  para  acompañar- 


68  LOS  MÍSTERIOS  DE    PARÍS. 

me  á  la  iglesia.  Y  sin  embargo,  tiene  una  presencia 
tan  noble,  tan  distinguida  y  natural  que  no  puede 
desfigurarla  el  traje  mas  ordinario  :  ¿no  es  verdad, 
señor  ahaá  ? —  ¡Ahí  lo  que  puede  el  orgullo  ma- 
ternal !  —  dijo  sonriendo  el  eclesiástico. 

Al  oir  estas  palabras  se  arrasaron  de  lágrimas  los 
ojos  de  la  señora  Adela,  pues  le  trajeron  á  la  memo- 
ria el  hijo  que  había  perdido. 

El  cura  adivinó  el  motivo  y  la  dijo : 

—  /Confiad  en  Dios,  señora!  El  cielo  os  ha  en- 
viado esa  criatura  para  ayudaros  á  encontrar  á  vues- 
tro hijo.  Ademas,  luego  os  uniréis  á  María  con  un 
vínculo  sagrado,  porque  una  madrina  que  conoce 
sus  deberes  es  casi  una  madre.  El  señor  Rodolfo  ha 
cumplido  ya  de  antemano  las  obligaciones  de  padri- 
no ,  pues  ha  salvado  su  alma  sacándola  del  borde  de 
un  abismo.  —  ¿La  creéis  ya  bastante  dispuesta  para 
recibir  ese  sacramento  ,  que  sin  duda  no  ha  recibido 
aun  la  desgraciada  ?  ^ — De  aquí  á  un  rato  volvere 
con  ella  á  la  rectoral ,  y  la  diré  que  esa  ceremonia 
tendrá  lugar  probablemente  dentro  de  quince  dias. 

—  /  Cuanto  os  lo  agradecerá  !  ¡  su  alma  es  tan  pia- 
dosa !...  —  ¡  Ah,  es  un  dolor  el  que  tenga  culpas  tan 
graves  que  espiar  I —  Pero,  señor  abad,  ¿cómo 
querríais  que  no  hubiese  sucumbido,  abandonada  á 
sí  misma  desde  la  infancia,  sin  recursos,  sin  apoyo 
y  precipitada,  por  decirlo  así,  á  pesar  suyo,  en  la 
senda  del  error  y  del  vicio  ?  —  El  buen  sentido  mo- 
ral debiera  haberla  iluminado  y  sostenido.  Y  ade- 
mas¿  ha  procurado  acaso  huir  de  su  horrible  situa- 
ción? ¿es  por  ventura  tan  rara  la  caridad  en  París? 

—  No  hay  duda  que  no,  señor  abad:  no  faltan 
personas  caritativas,  pero  la  dificultad  está  en  en- 
contrarlas. ¡  Cuántos  desvíos ,  cuanta  indiferencia  no 
hay  que  sufrir  antes  de  hallar  una  sola/  Y  á  esto 
se  añade  el  que  para  salvar  á  María  no  bastaba  una 


IDILIO.  69 

limosna  casual  ó  pasagera,  sino  un  interés  continuo 
que  le  hubiese  proporcionado  los  njedios  de  ganar 
honrosamente  la  vida...  Muchas  madres  la  hubieran 
socorrido  y  mostrado  su  conmiseración;  pero  la  diü- 
cultad  estaba  en  encontrarlas.  ;  Ah¡?  crecdme,  se- 
ñor cura;  he  couocido  el  desamparo  y  la  miseria... 
y  á  no  ser  por  una  casualidad  tan  providencial  co- 
mo la  que  ha  puesto  á  María  en  el  camino  del 
señor  Rodolfo,  aunque  demasiado  tarde  por  des- 
gracia; á  no  ser,  fepito,  por  una  de  esas  casuali- 
dades, los  desgraciados,  brutalmente  repelidos 
cuando  piden  socorro  la  primera  viez ,  creen  que  es 
imposible  bailar  la  caridad,  y  acosados  por  el  ham- 
bre... por  el  hambre  imperiosa  y  desapiadada,  bus- 
can con  frecuencia  en  el  crimen  los  recursos  que  no 
esperan  hallar  en  la  conmiseración. 

LaGuillobaora  entró  en  la  sala. 

—  ¿De  dónde  venís,  hija  mia?  —  le  preguntó 
madama  Adela  con  interés.  —  De  ver  la  fruía,  se- 
ñora ,  y  de  cerrar  las  puertas  del  corral.  La  fruta 
está  bien  conservada  ;  apenas  he  entresacado  alguna 
podrida.  — ¿Porqué  no  habéis  dicho  á  Claudia  que 
hiciese  ese  trabajo,  María?  Os  habréis  fatigado 
mucho.  —  ;Oh,no.  señora/  para  mí  es  una  di- 
versión: ;  me  agrada  tanto  el  olor  de  la  fruta  ma- 
dura !...  —  Un  dia  de  estos  veréis  el  frutero  de  Ma- 
ría ,  señor  abad  —  dijo  la  señora  Adela.  —  No  po- 
déis figuraros  como  lo  tiene  arreglado :  cada  espe- 
cie de  fruta  está  separada  por  una  guirtialda  de 
racimos  ,  y  aun  las  mismas  especies  están  divididas 
en  cuadros  formados  con  musgo. —  ;  Ah  /  señor  cu- 
ra ,  estoy  segura  de  que  os  gustará  —  dijo  la  Gui- 
ílabaora.  —  Veréis  que  hermoso  efecto  hace  el  mus- 
go alrededor  de  las  manzanas  encarnadas  y  délas 
peras  amarillas  como  el  oro.  Sobre  todo  hay  unas 
camuesas  tan  lindas  encamadas  y  color  de  paja,  que 


70  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

parecen  cabecilas  de  querubines  metidas  en  un  nido 
de  musgo  verde  —  añadió  María  con  el  entusiasmo 
de  un  buen  artista  al  contemplar  su  obra. 

El  cura  miró  sonriendo  á  madama  Adela  ,  y  dijo 
á  Flor  de  María. 

—  He  admirado  ya  la  lechería  que  habéis  arre- 
glado por  vuestra  mano,  bija  mia,  y  me  parece  que 
os  envidiaria  vuestra  obra  la  labradora  mas  enten- 
dida ;  veré  también  vuestro  frutero  uno  de  estos 
dias  ,  las  hermosas  manzanas  ,•  las  peras  color  de 
oro  ,  y  sobre  todo  vuestros  querubines  en  su  nido 
de  musgo  verde.  Pero  el  sol  se  va  poniendo  ya ,  y 
no  tendréis  tiempo  para  acompañarme  á  la  rectoral 
y  volver  antes  que  sea  de  noche...  Poneos  el  man- 
tón y  vamonos,  hija  mia...  Pero  no,  hace  mucho 
frió;  será  mejor  que  os  quedéis  y  que  me  acompañe 
cualquiera  persona  de  la  quinta.  —  Señor  cura,  la 
daríais  un  mal  rato —  dijo  madama  Adela  :  —  no 
tiene  mayor  gusto  que  el  de  acompañaros  todas  las 
tardes  ala  rectoral.  —  Señor  abad — añadió  la 
Guillabaora  clavando  en  el  anciano  sus  grandes  y 
tímidos  ojos  —  creerla  que  no  estabais  contento  de 
mí,  si  no  me  permitieseis  acompañaros  como  de 
costumbre.  —  /Yo  /  hija  de  mi  alma...  tomad  ,  to- 
mad pronto  el  mantón ,  y  abrigaos  bien  y  va- 
monos. 

Flor  de  María  se  echó  apresuradamente  en  los 
hombros  una  especie  de  pelliza  con  capucha,  de 
una  tela  gruesa  de  lana  blanca  bastillada  con  un 
galón  de  terciopelo  negro ,  y  dio  el  brazo  al  an- 
ciano. 

—  Afortunadamente — dijo  el  cura  — no  está  le- 
jos la  rectoral ,  y  el  camino  es  seguro.  —  Hoy  salís 
mas  tarde  que  los  demás  dias  —  dijo  madama  Ade- 
la •  —  ¿  queréis  que  alguien  os  acompañe ,  María? 
^  Dirian  que  tengo  miedo  ^ —  repuso  Mfi^ría  sonriea- 


IDILIO.  71 

do. — Gracias,  señora,  no  quisiera  que  nadie  se 
incomodase  por  causa  mia  :  como  no  hay  mas  que 
un  cuarto  de  hora  de  aquí  á  la  rectoral,  estaré  de 
vuelta  antes  de  la  noche.  —  No  insisto  mas,  por- 
que, gracias  á  Dios,  nunca  se  ha  hablado  de  mal- 
hechores en  este  país. — A  no  ser  así  no  aceptaría 
el  brazo  de  nuestra  amada  niña,  —  dijo  el  anciano 
—  aunque  á  la  verdad  es  el  báculo  mas  seguro  que 
tengo. 

Pocos  momentos  después  salió  el  curado  la  finca 
apoyado  en  el  brazo  de  Flor  de  María  ,  que  arre- 
glaba su  paso  lijeroal  andar  lento  y  penoso  del  an- 
ciano. 

Al  cabo  de  algunos  minutos  el  cura  y  la  Gui- 
llabaora  llegaron  al  camino  hondo,  en  donde  esta- 
ban emboscados  el  Maestro  de  Escuela,  la  Lechuza 
y  el  hijo  de  Brazo  Rojo. 


>3-'®'íJs 


CAPiTlLO  IV. 


LA    EMBOSCADA. 


La  iglesia  y  la  rectoral  de  Bouqueval  estaban  si- 
tuadas en  el  declive  de  una  calina  en  medio  de  un 
bosque  de  castaños  ,  de^de  donde  se  descubría  el 
pueblo.  Flor  de  María  y  el  anciano  entraron  en  un 
sendero  tortuoso  que  conducia  hasta  la  casa  del 
abad  ,  y  cruzaron  el  camino  bondo  que  atravesaba 
diagonalmente  la  colina.  La  Lechuza  ,  el  ^!aestro 
de  Escuela  y  el  Cojuelo,  escondidos  en  un  barran- 
co del  camino,  vieron  bajará  la  quebrada  al  sa- 
cerdote y  á  Flor  de  María,  y  salir  por  el  declive 
escarpado  del  lado  opuesto.  La  capucha  dfl  man- 
tón de  la  Guillabaora  cubría  de  tal  modo  sus  faccio- 
nes, que  la  Lechuza  no  pudo  reconocer  á  su  anti- 
gua víctima. 

—  Silencio  —  dijo  la  vieja  al  Maestro  de  Escuela 
—  la  muchacha  y  el  cura  acaban  de  pasar  el  bar- 
ranco; es  la  misma  según  las  señas  que  me  díó  el 
hombre  alto  vestido  de  luto*,  traje  de  aldeana,  es- 
tatura mediana,  guardapié  con  rayas  oscuras  y 
mantón  de  lana  con  bastilla  negra.  Acompaña  to- 
dos los  dias  al  cura  á  la  rectoral,  y  se  vuelve  sola: 
cuando  vuelva  á  pasar  por  allí ,  al  otro  lado  de  la 
barranca,  caeremos  sobre  ella  y  la  meteremos  en 
el  coche.  — ¿Y  si  grita  y  pide  socorro  ?  —  dijo  el 
Maestro  de  Escuela  — la  oirían  en  la  quinta  ,  pues 
según  decís  se  ven  las  casas  desde  aquí.    ¡  Ah  !  vo- 


LA  EMBOSCADA.  73    • 

sotros  podéis  ver!  —  añadió  el  bandido  con  deses- 
j)ei-acion.  —  Dc'íjde  aquí  se  ven  las  casas  muy  cerra 
—  dijo  el  Cojuelo.  —  Hace  un  moniento  que  he 
subido  á  lo  aíto  de  la  loma  arrastrándome  con  el 
vientre  abajo...  y  por  mas  señas  he  oido  la  voz  de 
un  carretero  que  hablaba  á  sus  caballos  en  el  za- 
guán de  aquella  casa...  —  Entonces  hay  que  hacer 
lo  siguiente — repuso  el  Maestro  de  Escuela  des- 
pués de  un  momento  de  silencio:  El  Cojuelo  se  pon- 
drá en,  acecho  al  principio  del  sendero.  Cuando 
vea  venir  de  lejos  á  la  muchacha  ,  correrá  hacia 
ella  ,  gritando  y  diciendo  que  es  hijo  de  una  pobr 
anciana  que  ha  caido  en  el  barranco  del  camino 
hondo  y  se  ha  lastimado,  y  suplicará  á  la  mucha- 
cha que  venga  á  socorrerla.  —  Ya  caigo;  la  vieje- 
cita  será  la  Lechuza.  Bien  pensado  :  /  eres  el  rey 
de  los  sabios  !  ¿Y  qué  haremos  después?  —  Te  pon- 
drás en  el  camino  hondo  cerca  del  sitio  en  donde 
nos  aguarda  Barbillon  con  el  coche...  Yo  estaré 
por  allí  cerca  ,  y  cuando  el  Cojuelo  haya  traido  la 
muchacha  á  lo  mas  hondo  de  la  quebrada  ,  te  arro- 
jarás á  ella,  le  echarás  una  mano  al  pescuezo  ,  y 
con  la  otra  le  taparás  la  boca  para  impedir  que  chi- 
lle. —  Ya  te  entiendo,  amoroso...  lo  misnio  que  se 
hizo  con  la  muger  del  canal  de  san  Martin,  cunn- 
do  la  echamos  á  nadar  después  de  haberla  agrifado 
(a)  el  bullo  negro  que  llevaba  :  el  mismo  manejo 
¿  no  es  verdad?  —  El  mismo...  Mientras  que  tú  tie- 
nes bien  segura  la  muchacha,  ol  Cojuelo  viene  á 
buscarme,  y  entre  los  tres  la  envolveremos  en  mi 
capa  ,  la  llevaremos  al  coche  de  Barbillon  v  de  allí 
al  llano  de  san  Dionisio,  en  donde  nos  aguarda  el 
hombre  vestido  de  luto.  —  ¡  Ese  plan  no  tiene  pre- 
cio !  Mira  ,  amoroso  ,  no  hay  cabeza  como  la  tuya 

(a)  Guando  ia  ahogamos  después  de  habrrla  robado. 


.    7*  LOS  MISTERIOS  DE  PAUIS, 

en  el  mundo  entero  para  salir  de  apuros.  Si  fuese 
rica  le  celebraría  con  fuegos  artificiales  j  con  ilu- 
minaciones de  vasos  de  color  á  la  saint  Ctiarlot,  que 
es  el  patrono  de  los  verdugos,  j  Aprende,  aprende 
tú,  similirate  ,b),  palacoja  1  Si  quieres  ser  un 
murcio  (c)  de  provecho  ,  ve  tomando  estas  leccio- 
nes :  ¡qué  hombre  tan  admirable!  —  dijo  con  or- 
gullo la  Lechuza  al  Cojuelo. 

Y  dirigiéndose  luego  al  bandido  ,  continuó: 

Ann  no  le  he  dicho  que  Barbillon  tiene  un  mie- 
do horroroso  á  una  acusación  capital ,  y  á  que  lo 
saquen  á  divertir  al  público.  —  ¿Pi)rqué?  —  El 
otro  dia  ,  volviendo  Barbillon,  el  Cojo  Gordo  y  el 
Esqueleto  de  la  casa  de  la  viuda  de  Marcial  el  gui- 
lloúnado,  que  tiene  una  taberna  en  la  isla  del  Ra- 
rageur,  trabaron  una  disputa  con  el  marido  de  una 
lechera,  que  viene  todas  las  mañanas  con  su  carrito 
tirado  por  un  pollino  á  vender  leche  en  la  Cité,  es- 
quina de  la  Drapería  Vieja  cerca  de  la  taberna  del 
Conejo  Blanco  ,  y  lo  baraustaron  (d)  en  un  san- 
tiamén. 

El  hijo  de  Brazo  Bojo  no  entendía  el  caló,  y  mi- 
raba ala  Lechuza  deliitoen  hito  con  suma  curio- 
sidad. 

—  ¡Ya  quisieras  saber  loque  hablamos  I  ¿es 
verdad  ,  tú  ,  patizambo  ?  —  Habláis  de  la  viuda  de 
Marcial ,  que  vive  en  la  isla  del  Ravageur  cerca  de 
Asniéres :  la  conozco,  lo  mismo  que  á  su  hija  Cala- 
baza ,  y  á  Francisco  y  Amandia  que  son  el  batidero 
de  la  casa...  Pero  en  seguida  hablasteis  de  baraus- 
tar á  no  sé  quien...  y  eso  es  sin  duda  caló.  —  Sí  por 
cierto,  y  si  eres  buen  muchacho  te  lo  enseñaré, 
porque  vas  entrando  ya  en  la  edad  en  que  puede 


(b)  Ladroncillo  temeroso,      (c)  Ladrón,      (d)  Lo  mataron  á 
puñaladas. 


LA  EMBOSCADA.  75 

servirte.  ¿  Tienes  ganas  de  saber  el  caló ,  gorrión? 
—  ¡  Ya  se  ve  que  sí  !  Mejor  quisiera  andar  con  vo- 
sotros que  amasar  las  drogas  del  viejo  Bradamanti. 
Si  supiera  en  donde  tiene  escondido  el  veneno  de  los 
ratones  para  la  gente ,  le  Labia  de  echar  un  poco 
en  la  sopa  para  que  fuese  á  sacar  muelas  al  otro 
mundo. 

Echóse  á  reir  la  tuerta  y  dijo  al  Cojuelo  tirándo- 
le hacia  sí: 

—  Ven  á  besar  á  tu  mamá,  clavelito  del  alma 
mial...  ¡Qué  muchacho  de  salida!...  ¿Pero  cómo 
supiste  que  tu  amo  tenia  veneno  de  ratones  para  la 
gente?  —  ¡  Toma  1  porque  se  lo  oí  decir  un  día  que 
me  escondí  en  la  alcoba  del  cuarto  en  donde  tiene 
las  botellas,  y  las  máquinas  de  acero  y  los  pu- 
cheros. —  ¿Y  qné  le  has  oido  decir?...  —  preguntó 
la  Lechuza.  —  Le  he  oido  decir  á  un  señor,  al 
darle  unos  polvos  envueltos  en  un  papel:  «Si  estu- 
vierais á  mal  con  la  vida,  en  tomando  tres  dosis, 
os  quedaríais  para  siempre  dormido  sin  mal  y  sin 
dolor. )) 

¿Quién  era  ese  sefior?  —  preguntó  el  Maestro 
de  Escuela. 

—  Era  un  señor  joven  y  bien  portado,  que  tenia 
bigote  negro  y  una  cara  de  mujer...  Cuando  vino 
segunda  vez,  lo  seguí  por  orden  de  M.  Bradamanti 
para  saber  en  donde  vivia,  y  lo  he  visto  entrar  en 
una  buena  casa  de  la  calle  de  Chaillot.  Mi  amo 
me  habia  dicho:  «Vaya  á  donde  vaya  ese  señor, 
tú  lo  seguirás  hasta  la  puerta  de  su  casa;  si 
vuelve  á  salir  sigúelo  también,  porque  la  segunda 
casa  en  donde  entre  será  sin  duda  su  morada.  Ar- 
réglate de  manera  ,  amigo  Cojuelo;  que  no  te  ven- 
gas sin  saber  su  nombre...  porque  sino  te  caliento 
las  otejas  de  aquel  modo  que  sabes.»  — ¿Y  des- 
pués?—  ¿Después?  me  goberné  de  manera  que 


76  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

supe  el  nombre  del  señorito.  —  ¿Y  cómo  lo  supis- 
te? —  preguntó  el  Maestro  de  Escuela.  —  ;  Toma  I 
¿soy  algún  tonto?  me  metí  de  hocicos  en  la 
¡jortería  de  la  casa  de  la  calle  de  Chaillot,  por- 
que el  señor  no  volvió  á  salir,  y  viendo  á  un  por- 
tero muy  empolvado  y  con  librea  de  cuello  ama- 
rillo galoneado  de  plata,  le  dije  de  esta  manera: 
«Señor  portero,  vengo  á  buscar  cinco  francos  que 
Ine  ofreció  el  amo  de  esta  casa  por  haber  hallado 
su  perro:  que  le  he  entregado  ya;  un  perrito  ne- 
gro que  se  llama  Trompeta-,  y  por  mas  señas  que 
el  caballero,  que  es  moreno,  bigote  negro,  levita 
gris  y  pantalón  azul  claro:  me  dijo  que  vivía  en 
la  calle  de  Chaillot,  n°  11,  y  que  se  llamaba 
M.  Dupont. » —  «El  caballero  de  quien  hablas  es 
mi  amo,  y  se  llama  el  señor  vizconde  de  Saint- 
Remy.  Aquí  no  hay  mas  perro  que  tú  ,  hidepú... 
ladronzuelo;  y  así  lárgate  ó  te  rompo  las  costi- 
llas para  enseñarte  á  robarme  cinco  francos»^ 
me  respondió  el  portero  dándome  un  soberano  pun- 
tapié... iSo  importa  —  añadió  el  Gojuelo  con  aire 
filosófico  —  ya  tenia  en  el  cuerpo  el  nombre  del 
señorito  de  bigote  negro,  que  habia  comprado  á 
mi  amo  el  veneno  de  ratones  para  los  hombres 
cansados  de  vivir:  se  llama  el  vizconde  de  Saint- 
Remy,  my,  my,  Saint-Remy  —  añadió  el  hijo  de 
brazo  Rojo  salmodiando  las  últimas  palabras,  como 
tenia  de  costumbre.  —  ¡Tú  quieres  sin  duda  que 
te  coma  crudo,  tierno  pichón  del  alma !  —  exclamó 
la  Lechuza  besando  al  Cojuelo: — ¿habrá  en  el 
mundo  un  diamante  como  este? /Quien  tuviera  la 
gloria  de  ser  tu  madre ! 

La  tuerta  estrechó  en  sus  brazos  al  Cojuelo  con 
una  expresión  grotesca.  El  hija  de  Rrazo  Rojo,  pro- 
fundamente conmovido  por  esta  prueba  de  afecto, 
manifestó  á  la  vieja  su  agradecimiento  diciendo  en 
alta  voz: 


LA  EMBOSCADA.  77 

—  ¡No  tenéis  mas  que  mandarme,  y  veréis  co- 
mo os  obedezco  y  os  sirvo !  —  También  te  aseguro 
que  no  te  pesará.  —  Yo  quisiera  mas  bien  andar  en 
vuestra  compañía.  —  Ya  arreglaremos  eso  con  tal 
que  seas  buen  muchacho;  y  tú  no  nos  dejarás  tam- 
poco ¿es  verdad,  amoroso?  —  No  —  dijo  el 
Maestro  de  Escuela;  —  me  conducirás  como  á  un 
pobre  ciego,  dirás  que  eres  hijo  mió,  nos  introdu- 
ciremos en  las  casas,  y  si  es  menester  mataremos 
y...  —  añadió  encolerizado  el  asesino; — con  la 
ayuda  de  la  Lechuza  podremosdaraunalgunosasal- 
tos...  Yo  haré  ver  á  ese  demonio  de  Rodolfo  que 
me  ha  cegado,  que  sirvo  todavía  para  algo...  Me  ha 
robado  la  \ista,  pero  no  me  ha  robado  la  facultad 
de  hacer  mal :  yo  seré  la  cabeza ,  el  Cojuelo  los 
ojos,  y  tú.  Lechuza,  tú  serás  las  manos,  y  todo 
irá  á  pedir  de  boca,  —  ¿No  sabes  que  soy  tuya  con 
alma  y  corazón;  amoroso?  ¿No  sabes  que  cuando 
salí  del  hospital  y  supe  que  habías  preguntado  por 
mí  en  la  taberna  de  la  Pelona,  me  fui  derechito  á 
la  aldea  en  donde  estabas  y  he  hecho  creer  á  aque- 
llos paisanos  que  era  tu  mujer? 

Estas  palabras  de  la  tuerta  dispertaron  en  el 
bandido  recuerdos  desagradables,  y  cambiando 
súbitamente  de  tono  con  la  Lechuza ,  dijo  con  voz 
colérica : 

—  Sí,  ya  me  cansaba  de  vivir  solo  entre  aque- 
lla gente  nonrada;  al  cabo  de  un  mes  ya  me  moria 
de  tedio...  Entonces  se  me  ocurrió  llamarte  á  mi 
lado,  que  ojalá  nunca  lo  hubiera  hecho— .añadió 
con  tono  mas  irritado:  —  al  dia  siguiente*  de  tu 
llegada  me  robaron  el  resto  del  dinero  que  me  ha- 
bla dado  aquel  demonio  de  la  calle  de  las  Viudas. 
Sí...  me  robaron  mi  cinto  lleno  de  oro  mientras 
dormía ,  y  solo  tú  eras  capaz  de  tal  acción ;  por 
eso  me  encuentro  ahora  á  tu  merced.  /Cada  vez 

T.  II.  6 


T8  LOS  MISTERIOS  DE    PAR». 

que  me  acuerdo  de  esto,  no  sé  como  no  te  mato, 
\  vieja  ladrona  infernal  II. 
Y  dio  un  paso  hacia  la  Lechuza. 
—  ¡Cuidado  con  hacer  mal  á  la  Lechuza!  — 
gritó  el  Cojuelo.  —  ;0s  mataré  á  los  dos  juntos, 
canalla  endemoniada !  —  gritó  el  bandido  lleno  de 
rabia;  y  oyendo  hablar  á  su  lado  al  hi^o  de  Brazo 
Rojo,  le  descargó  un  puñetazo  tan  furioso,  que  á 
no  separarse  á  tiempo  el  muchacho  le  hubiera  qui- 
tado la  vida.  Resuelto  el  Cojuelo  á  tomar  venganza 
por  sí  y  por  la  Lechuza,  cojió  una  piedra,  apuntó 
al  Maestro  de  Escuela  y  le  dio  con  ella  en  medio 
y  medio  de  la  frente.  El  golpe  no  fué  de  peligro, 
pero  causó  un  agudo  dolor  al  bandido,  que  lleno 
de  furor  como  un  toro  herido,  levantóse  de  un 
salto,  dio  algunos  pasos  hacia  delante,  y  se  de- 
tuvo. —  /Salta !  ¡que  te  despeñaslü  — gritó  la  Le- 
chuza riendo  á  carcajadas. 

A  pesar  de  los  infames  lazos  que  la  unian  á  aquel 
monstruo ,  veia  por  muchas  razones  y  con  una  es- 
pecie de  alegría  feroz,  el  miserable  anonadamiento 
de  un  hombre  antes  tan  temible  y  tan  preciado  de 
su  vigor  descomunal. 

La  tuerta  justificaba  en  su  clase  el  terrible  pen- 
samiento de  La  Rochefoucauld  ,  de  que  «  siempre 
sentimos  alguna  satisfacción  con  la  desgracia  de 
nuestros  mejores  amigos. »  El  odioso  niño  de  cabe  - 
lio  amarillo  y  hocico  de  hurón  participaba  de  la 
alegría  de  la  vieja ,  y  al  ver  que  el  Maestro  de  Es- 
cuela daba  otro  paso  con  furor  ,  gritó: 

—  ¡Abre  el  ojo  I  ¡  salta  que  hay  lodo  !...  ¡  Mira 
que  tropiezasl...  ¡  Limpia  las  antiparras,  maja- 
dero ! 

Viendo  el  hercúleo  asesino  que  le  era  imposible 
cojer  al  muchacho  ,  dio  una  terrible  palada  en  el 
suelo  ,   llevó  á  los  ojos  los  enormes  puños  velludos 


LA  EMBOSCADA.  79 

y  dio  un  ronco  rugido  como  el  de  un   tigre  ham- 
briento. 

—  ¡Qué  tos  fiera  tienes,  vejete  I  —  dijo  el  hijb 
de  Brazo  Rojo.  —  Toma ,  toma  un  poco  de  rega- 
licia que  me  dio  un  carretero ,  y  chúpala  sin  asco. 

Y  cogiendo  un  puñado  de  arena  la  arrojó  á  la 
cara  del  anciano. 

Herido  en  el  rostro  por  esta  lluvia  de  arena,  el 
Maestro  de  Escuela  sintió  mas  amargamente  este 
nuevo  insulto  que  la  anterior  pedrada ;  púsose  pá- 
lido como  un  cadáver,  tendió  de  repente  los  brazos 
en  cruz  con  indecible  desesperación  ,  y  levantando 
hacia  el  cielo  su  espantoso  rostro  cubierto  de  lívi- 
dos costurones  ,  exclamó  en  tono  de  humilde  sú- 
plica : 

—  j  Dios  mió  I   ¡  Dios  mió  I 

Esta  humillación  involuntaria  ante  la  conmisera- 
ción divina,  en  un  hombre  cubierto  de  todos  los 
crímenes  ,  en  un  bandido  que  poco  antes  era  el  ter- 
ror de  los  mayores  criminales,  pareció  una  inspira- 
ción providencial. 

—  ¡Je  !  je!  je  !  amoroso,  j  qué  bien  haces  el  cru- 
cifijo I  —  gritó  la  Lechuza  soltando  la  risa. —  Mira 
que  te  se  va  la  lengua ;  al  diablo  es  á  quien  debes 
llamar  para  que  te  consuele.  —  ¡  Dadme  un  cuchi- 
llo/¡un  puñal  siquiera  para  matarme  1  1  ya  que 
nadie  tiene  compasión  de  mil...  — gritó  el  mise- 
rable mordiéndose  los  puños  con  un  furor  salvaje. 
—  ¡Un  cuchillo!...  ¿no  tienes  uno  en  la  faltrique- 
ra, amoroso?  y  bien  afilado  por  cierto...  El  viejecito 
de  la  calle  de  Roule...  ya  me  entiendes...  en  una 
noche  de  luna...  y  el  boyero  del  camino  de  Poissy, 
han  debido  llevar  buenas  noticias  al  otro  mundo  de 
tu  cuchillo...  ¿Porqué  no  lo  experimentas  en  tus 
carnes? 

Viendo  el  Maestro  de  Escuela  que  solo  quitándose 


80  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS 

la  vida  podía  salir  honrosamente  de  este  apostrofe, 
mudó  la  conversación  y  dijo  con  toz  sofocada  y  ade- 
man cobarde: 

—  El  Ghuriador  sí  que  era  bueno  :  no  me  robó, 
jio  ,  y  tuvo  lástima  de  mí,  —  ¿Porqué  me  dijistes 
que  te  Labia  murciado  tu  mina  mayor  (a)? —  repuso 
la  Lechuza  conteniendo  con  dificultad  la  risa. — 
Nadie  mas  que  tú  ha  entrado  en  mi  cuarto  —  dijo 
el  bandido;  —  fui  robado  en  la  misma  noche  que 
llegaste :  ¿qué  habia  de  pensar  ?  Aquella  pobre 
gente  era  incapaz  de...  —  ¿Y  porqué  no  robarán 
los  paisanos  como  otro  cualquiera?  ¿será  acaso  por- 
que toman  leche  y  siegan  la  yerba  para  las  vacas? 
—  Pero  lo  cierto  es  que  fui  robado...  —  ¿Y  tengo 
To  la  culpa?  ¿  Piensas  que  si  te  hubiese  robado  el 
cinto  estarla  un  minuto  contigo?  /Qué  majadería! 
Lo  cierto  es  que  si  hubiese  podido ,  te  lo  hubiera 
limpiado  ;  pero  á  fé  de  Lechuza  que  no  me  verías  el 
bulto  hasta  que  gastase  el  último  ochavo,  porque  á 
pesar  de  tus  ojos  blancos,  me  agradas  aun...  asesi- 
no !...  Vamos,  vamos,  no  te  enfades  ni  rechines 
así  los  dientes.  —  ¡  Parece  que  está  rompiendo  nue- 
ces !  —  dijo  el  Cojuelo.  —  ¡  Je  I  je !  je !  tienes  razón, 
Cojuelo...  Vamos  serénate,  amoroso,  serénate  y 
déjalo  reír  que  es  cosa  de  muchachos...  Pero  con- 
fiesa que  no  tienes  razón  :  cuando  el  hombre  alto 
vestido  de  luto,  que  parece  el  gancho  de  la  muerte, 
me  dijo  :  «  Os  daré  mil  francos  con  tal  que  robéis  la 
chica  que  está  en  la  quinta  de  Bouqueval ,  y  la 
llevéis  á  un  sitio  del  llano  de  San  Dionisio  que  os 
indicaré  ,  »  responde  ,  amoroso  ¿  no  te  propuse  el 
negocio  sobre  la  marcha  en  lugar  de  escoger  á  otro 
que  viese  mejor  que  tú  ?  Y  esto  lo  hice  solamente 
por  caridad:  porque  ¿de  qué  nos  servirás  tú?  de 

(a)   Robado  tu  oro. 


lá  emboscada.  81 

maldita  ia  cosa...  á  no  ser  para  sujetar  la  mucha- 
cha mientras  la  empaquetamos  el  Gojuelo  y  yo.  Pe- 
ro, prescindiendo  de  que  te  hubiera  limpiado  el  cin- 
to si  hubiese  podido,  me  gusta  hacer  bien  á  los  ami- 
gos, y  quiero  que  debas  este  favor  á  tu  Lechuza 
querida;  ¡ya  sabes  que  tengo  un  genio  caritativo! 
Daremos  doscientos  francos  á  Barbillon  por  haber- 
nos traído  en  el  coche ,  y  por  haber  venido  una  vez 
con  el  criado  del  señor  enlutado  para  reconocer  el 
sitio  en  donde  debíamos  escondernos  para  aguardar 
ala  muchacha...  nos  quedarán  ochocientos  francos 
para  los  dos ,  y  nos  regalaremos  con  ellos...  ¿  Qué 
te  parece  de  esto?  ¡Y  aun  dirás  mal  de  tu  vieja  I 
— ^  ¿  Y  quién  me  responde  de  que  me  darás  algo 
después  que  cobres  el  dinero  ?  —  dijo  con  descon- 
fianza el  bandido.  —  Es  cierto  que  pudiera  no  darte 
nada ,  porque  dependes  de  mí  como  en  otro  tiempo 
la  Chillona...  y  nada  me  impediría  quemarte  la 
sangre  mientras  que  Satanás  te  deja  andar  por  este 
mundo ,  jje  I  je  !  je  !  Vamos,  amoroso  ,  no  hagas 
rabiar  mas  á  tu  Lechuza...  —  añadió  la  tuerta  to- 
cando el  hombro  del  bandido ,  que  guardaba  un 
mudo  silencio.  —  Tienes  razón — dijo  dando  un  in- 
tenso suspiro  de  furor ;  —  ¡  qué  horrible  suerte  la 
mía  I  I  Yo ,  yo  á  la  merced  de  un  niño  y  de  una  rau- 
ger  á  quienes  podría  matar  de  un  solo  bofetón  I 
¡  Oh  I  si  no  temiese  tanto  la  muerte !  —  añadió  de- 
jándose caer  de  espaldas  contra  el  declive  del  bar- 
ranco. 

—  ¡  Miren  que  cobarde !  ¡ que  poltrón/  —  dijo  la 
Lechuza  con  desprecio.  —  ¿Porqué  no  te  metes 
ahora  á  predicador  ?  Oyes,  si  no  has  de  tener  mas 
ánimo,  te  planto  y  me  Toy  con  la  música  á  otra 
parte.  —  ¡Y  no  poder  vengarme  de  ese  hombre 
que  me  ha  martirizado  y  reducido  á  la  miserable 
situación  de  que  no  saldré  jamás! — exclamó  el 


82  LOS  3IISTERI0S  DE  PáRIS. 

Maestro  de  Escuela  mas  y  mas  enfureeido.  —  jAh! 
temo  la  muerte,  sí...  la  temo  mucho:  pero  si  me 
dijesen  van  á  poner  ese  hombre  entre  tus  brazos 
pero  tendrás  que  arrojarte  con  él  á  un  abismo; »  yo 
responderia  sí  que  me  arrojen  con  él..»  porqué  estoy 
seguro  de  que  no  le  largaria  antes  de  llegar  al  pro- 
fundo... y  cuando  fuésemos  rodando  los  dos  le  mor- 
dería la  cara ,  y  el  pescuezo ,  y  el  corazón ;  lo  ma- 
tarla con  los  dientes,  porque  tendría  zelos  del  puñal 
—  Enhorabuena  ,  amoroso,  enorabuena  ,  así  me 
gusta...  Serénate  y  no  tengas  cuidado  que  ya  nos 
veremos  con  el  tal  Rodolfo.-  y  con  el  Cburlador 
también...  No  te  desanimes,  que  ya  nos  caerán  en 
las  uñas.  .  yo  te  lo  digo,  yo!  —  ¿De  veras  no  me 
abandonarás?  dijo  el  bandido  á  la  Lechuza  con  aire 
sumiso  y  desconfiado.  —  Si  me  abandonases  ahora 
¿que  seVia  de  mí?  —  Es  verdad...  Pero  dime,  amo- 
roso... ¿que  te  parece,  si  nos  escurriésen^os  ahora 
con  el  coche  el  Cojuelo  y  yo  ,  y  te  dejásemos  ahí... 
en  modio  de  los  campos...  de  noche,  con  un  frió  que 
llega  al  corazón?  ¡que  broma  tan  salada  seria !  no 
es  verdad  asesino? 

El  Maestro  de  Escuela  se  estremeció  al  oír  es- 
ta amenaza;  acercóse  temblando  á  la  Lechuza  y 
la  dijo: 

—  No ,  no  harás  tal ,  Lechuza.,  ni  tampoco  tú, 
Cojuelo...  seria  una  mala  acción.  —  ¡  Ja,  ja,  ja !  ma- 
la acción!...  j  qué  simple!...  ¿Y  el  viejecito  de  la 
la  calle  de  Roule?  ¿y  el  ganadero?  ¿y  la  mujer  del 
canal  de  San  Martin  ?  ¿  y  el  señor  áe  la  calle  de 
las  Viudas?  ¿crees  que  hablarán  bien  de  la  hu- 
manidad de  tu...  churi?  (a)  No  te  vendría  mal, 
no,  un  poco  de  la  hiél  que  les  hicistes  tragar.  — 
Estoy  en  vuestro  poder,  no  abuséis  de  mí...  — di- 

(a)  puñal. 


5^ 


LA  EMBOSCADA.  83 

jo  el  bandido.  —  Confieso  que  no  tuve  razón  en 
sospechar  de  tí ,  y  menos  en  pegar  al  Cojuelo ;  te 
pido  perdón,  Lechuza  ¿  oyes?...  y  también  á  tí,  Co- 
juelo... os  pido  perdón  á  los  dos.  —  Yo  quiero  que 
lo  pida  de  rodillas  por  haber  querido  pegar  á  la 
Lechuza  —  dijo  el  Cojuelo.  —  ¡Que  ocurrencia  I  ¡ven 
acá  joya  del  alma  1  —  dijo  la  Lechuza  tendiendo  los 
brazos  hacia  el  Cojuelo.  • —  Pero  rae  gustaría  ver 
que  figura  haces  de  rodillas,  amoroso.  ¡Vamos  pon- 
te de  rodillas  como  si  fueses  á  declarar  tu  atrevido 
pensamiento  á  la  Lechuza.  Pronto,  sino  te  deja- 
mos solo :  y  ten  entendido  que  se  está  cerrando  la 
noche.  —  l^ara  ese  caballero  lo  mismo  tiene  el  dia 
que  la  noche — dijo  el  Cojuelo  —  porque  nunca 
abre  las  ventanas  de  su  palacio.  —  Vaya  ,  ya  estoy 
de  rodillas...  Te  pido  perdón  otra  vez.  Lechuza... 
y  á  tí  también  Cojuelo...  ¿estáis  contentos?  —  dijo 
el  bandido  arrodillándose  en  medio  del  camino.  — 
Ahora  no  me  abandonareis  ¿no  es  verdad? 

Este  grupo  presentaba  un  estraño  y  horrible  es- 
pectáculo en  el  fondo  del  oscuro  barranco,  apenas 
alumbrado  por  la  moribunda  luz  del  crepúsculo. 
En  medio  del  sendero  estaba  el  Maestro  de  Escuela 
arrodillado  con  los  nervudos  brazos  tendidos  hacia 
la  tuerta ;  su  áspera  y  espesa  cabellera  caía  como 
la  melena  de  una  bestia  sobre  su  lívida  frente ;  los 
párpados  rojos,  abiertos  por  el  terror  ,  dejaban  ver 
unos  ojos  blancos  vidriados  y  muertos  como  los  de 
un  cadáver.  El  hercúleo  bandido  estaba  de  rodillas 
trémulo  y  humillado  delante  de  una  mujer  y  de 
un  niño. 

La  vieja ,  rebozada  en  un  mantón  encarnado  y 
con  un  tocado  de  tul  en  la  cabeza  que  daba  paso  á 
algunos  mechones  de  pelo  blanco  estaba  en  pié  de- 
lante del  Maestro  de  Escuela.  El  rostro  huesudo, 
lleno   de  arrugas  y    aplomado  de  esta   vieja   con 


84  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

nariz  de  gancho,  expresaba  un  gozo  insultante  y  fe- 
roz: su  único  ojo  brillaba  como  una  ascua  de  fuego 
y  una  risa  infernal  separaba  sus  labios  barbudos,  y 
abria  paso  á  tres  ó  cuatro  dientes  descarnados  y 
amarillos. 

El  Cojuelo  vestido  con  su  blusa  ceñida  con  una 
correa,  estaba  sobre  un  pié  y  se  apoyaba  en  el 
brazo  de  la  Lechuza  para  guardar  el  equilibrio. 

El  rostro  enfermizo  y  siniestro  de  este  ser  raquí- 
tico, tenia  tn  aquel  momento  la  expresión  de  una 
malignidad  diabólica.  La  sombra  proyectada  por  la 
pared  del  barranco  aumentaba  el  horror  de  esta  es- 
cena medio  oculta  ya  en  las  sombras  de  la  próxima 
noche. 

—  Prometedme  siquiera  que  no  me  abandona- 
reis —  prorrumpió  el  Maestro  de  Escuela  asombra- 
do por  el  silencio  que  guardaba  la  Lechuza  y  el  Co- 
juelo. —  Qué  ¿no  estáis  aquí?  —  añadió  el  asesino 
inclinándose  para  escuchar  y  tendiendo  maquinal- 
mente  los  brazos.  Sí,  sí,  amoroso,  estamos  aquí, 
no  tengas  miedo:  ¡  antes  moririaque  abandonarte. 
Mira  ,  para  que  vivas  seguro  voy  á  decirte  de  una 
vez  la  razón  porque  no  te  abandonaré.  Escucha: 
siempre  me  ha  gustado  tener  una  persona  ó  un 
animal  en  quien  clavar  las  uñas  y  descargar  mi  có- 
lera. Antes  de  la  Chillona,  (que  mala  .sarna  la 
mate,  perqué  nadie  me  saca  de  la  cabeza  la  idea 
de  quemarle  el  hocico  con  vitriolo )  antes  de  la  Chi- 
llona querido  mió ,  he  tenido  un  muchacho  que  se 
fué  al  otro  mundo,  porque  no  estaba  á  bien  con  la 
vida  que  le  daba ,  y  por  eso  me  tuvieron  seis  años 
en  la  trena  (a);  mientras  estuve  presa  me  entrete- 
nía en  domesticar  algunos  pájaros  y  en  desplumar- 
los vivos ,  pero  esta  diversión  no  me  duraba  nvucho 

(a)  cárcel. 


LA  EflüOSCADA.  85 

porque  se  morían  pronto:  después  que  me  dieron 
libertad  me  cayó  en  las  unas  la  Chillona,  pero  la 
sarnosa  se  me  escapó  dejándome  sin  la  diversión  que 

ftodia  sacar  aun  de  su  pelleja :  después  de  la  Chi- 
lona  tuve  un  perro  al  cual  hice  pasar  las  de 
San  Patricio,  hasta  que  al  fin  le  corté  una  pata  de 
delante,  y  después  otra  de  atrás,  y  hacia  una  figu- 
ra tan  chavacana  que  al  verlo  me  moria  de  risa. 

—  Lo  mismo  he  de  hacer  yo  con  un  perro  que  me 
ha  mordido  — dijo  el  Cojuelo.  —  Cuando  volví  á 
encontrarte,  amoroso  —  continuó  la  Lechuza,  — 
estaba  en  vísperas  de  dar  á  un  gato  el  último  tor- 
mento... Pero  ya  que  así  lo  ha  querido  la  suerte  se- 
rás ahora  tú  mi  gato ,  mi  perro,  mi  pájaro ,  mi 
Chillona ;  serás  enfin  el  animal  en  quien  desahogue 
mis  malos  ratos,  ¿entiendes,  amoroso?  en  lugar 
de'tener  un  pájaro  ó  un  chiquillo  para  divertirme 
atormentándolos,  tendré  como  si  dijéramos  uu  lobo 
6  un  tigre  y  por  cierto  que  será  cosa  de  ver.  — 
I  Vieja  infernal  I  —  exclamó  el  Maestro  de  Escuela 
levantándose  con  furor.  —  Está  visto ,  no  sabes  mas 
que  insultarme.  Pues  bien  ,  déjame,  déjame  de  una 
vez.  Buenas  noches,  adiós  para  siempre.  —  Ahí 
tienes  el  campo  frente  la  nariz;  ciego  v  cornudo; 
márchate  derechito  que  ya  llegarás  a  alguna  parte 

—  dijo  el  Cojuelo  soltando  una  risotada.  —  ¡Oh  la 
muerte  ¡  la  muerte  I  gritó -«el  bandido  retorcién- 
dose los  brazos. 

Inclinóse  de  repente  el  Cojuelo  hacia  el  suelo,  y 
dijo  en  voz  baja : 

—  Oigo  pasos,  agachémonos.  No  es  la  muchacha 
porque  vienen  por  el  lado  de  la  quinta. 

En  efecto  al  cabo  de  algunos  minutos  apareció 
una  paisana  joven  y  robusta,  con  un  canastillo  cu- 
bierto en  la  cabeza  y  seguida  de  un  enorme  mastin 
de  los  Pirineos ;  y  cruzando  el  camino  sig«ió  el  sen- 


86  LOS  MISTERIOS  DE  PAHIS. 

dero  que  habían  llevado  la  Guillabaora  y  el  sacer^ 
dote.  Ya  volveremos  á  encontrar  estos  dos  persona- 
jes, y  dejaremos  por  ahora  emboscados  á  los  tres 
C(^mplices  en  la  honda  quebrada. 


V. 


LA  CASA  RECTORAL. 


Los  últimos  rayos  del  sol  se  ocultaban  lentumente 
en  el  horizonte  detras  de  la  quinta  de  Bouqueval , 
y  una  inmensa  llanura  endurecida  por  el  hielo  se 
extendia  en  todas  direcciones  hasta  donde  alcanza- 
ba la  vista;  vasta  soledad  en  la  cual  se  descubría  la 
quinta  como  una  oasis  en  medio  del  desierto.  £1 
cielo  estaba  sereno  y  cubierto  al  lado  de  occidente 
de  un  celaje  de  púrpura  y  señal  segura  de  vientos  y 
de  frió :  estos  celajes  de  un  rojo  vivo  se  oscurecían 
á  medida  que  el  crepúsculo  iba  invadiendo  la  atmós- 
fera. La  luna  nueva  empezaba  á  brillar  suavemente 
como  un  delicado  semicírculo  de  plata ,  en  medio  de 
un  cielo  azul  sembrado  ya  de  algunas  estrellas.  Rei- 
naba un  profundo  silencio  en  aquella  hora  tranqui- 
la y  solemne,  y  el  anciano  eclesiástico  se  detuvo 
un  momento  en  lo  alto  de  la  colína  para  gozar  del 
espectáculo  que  se  ofrecia  á  su  vista.  Después  de 
algunos  momentos  de  silencio ,  extendió  la  trémula 
mano  hacia  el  horizonte  medio  oscurecido  por  la 
neblina  del  crepúsculo,  y  dijo  á  Flor  de  María  que 
estaba  en  pié  á  su  lado: 

—  Miraa,  hija  mía ,  esa  inmensidad  sin  término... 
no  se  oye  el  mas  leve  ruido,  y  parece  que  este  si- 
lencio nos  da  una  idea  de  lo  infínito  y  de  la  eterni- 
dad... Os  digo  esto,  Flor  de  María,  porque  conozco 
el  efecto  que  causan  en  vuestro  ánimo  las  bellezas 


88  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

de  la  creación .  y  mas  de  una  vez  he  notado ,  pobre 
y  desamparada  niña,  la  admiración  poética  y  re- 
ligiosa que  os  inspiran...  ¿No  os  admiráis  como  yo 
de  la  calma  solemne  que  reina  en  este  momento? 

La  Guillabaora  no  respondió. 

Miróla  sorprendido  el  cura  ,  y  vi(')  que  lloraba. 

—  ¿  Qué  tenéis,  hija  mia?  —  ¡Soy  muy  desgra- 
ciada, señor  abad!  —  ¡Desgraciada!  ¿Vos...  sois 
ahora  desgraciada?  —  Ya  sé  que  no  tengo  derecho 
para  quejarme,  después  de  lo  que  han  hecho  por 
mí...  pero...  —  ¿Pero  qué,  hija  mia?  —  ¡  Ah  '  señor 
cura,  perdonad  mi  aflicción...  acaso  ofendo  con  ella 
á  mis  bienhechores.  —  Muchas  veces  os  hemos  pre- 
guntado ,  María ,  el  motivo  de  la  tristeza  que  os 
consume  y  que  causa  tanta  inquietud  á  vuestra  se- 
gunda madre.  No  habéis  querido  respondernos  ,  y 
hemos  respetado  vuestro  secreto,  por  mas  que  de- 
seamos poner  término  á  vuestro  mal.  —  ¡  Ah ,  s&^ 
ñor  cura !  seria  imposible  deciros  lo  que  siento. 
También  mí  corazón  se  ha  conmovido  como  el 
vuestro  al  contemplar  esta  tarde  triste  y  serena.- 
y  por  eso  he  llorado...  —  ¿Pero  que  tenéis,  hija 
mia  ?  Sabéis  cuanto  os  amamos  :  sihí  franca  ,  abrid- 
me vuestro  corazón.  Además  debéis  saber  ,  María, 
que  se  acerca  la  hora  en  que  la  señora  Adela  y  el 
señor  Rodolfo  se  presentarán  en  la  pila  bautismal 
y  contraerán  ante  Dios  la  obligación  de  protegeros. 
— ;  Quién  !  ¿el  señor  Rodolfo  ?...  ¿  el  que  me  ha  sa- 
cado de  la  nada  ,  de  la  miseria  ,  de  la  muerte  ?  — 
—  exclamó  Flor  de  María  ;  —  ¿me  dará  esa  nueva 
prueba  de  amor  paternal  ?  /  Oh  !  no  ,  señor  cura ; 
nada  os  ocultaré ,  no  quiero  ser  ingrata.— ;  Ingra- 
ta !...  ¿  porqué  ?  —  Para  que  me  entendáis  mejor  os 
hablaré  antes  de  los  primeros  dias  que  he  pasado 
en  la  quinta — Rien,  hablemos  andando;  decid. — 
(Ahí  seréis  indulgente  conmigo,  señor  cura,  por- 


LA  CASA   RECTORAL.  89 

que  os  sorprenderá  lo  que  voy  á  deciros.  —  £1  Se- 
ñor os  ha  probado  que  es  misericordioso;  con- 
fiad en  él ,  bija  mia.  — Cuando  be  sabido  al  llegar 
aquí  que  me  quedaria  en  la  quinta  con  la  se- 
ñora Adela — dijo  Flor  de  María  después  de  un 
momento  de  pensativo  silencio  —  be  creído  que 
era  un  sueño  lo  que  me  pasaba.  Al  principio  sen- 
tí una  especie  de  atolondramiento  con  la  felici- 
dad que  esperimentaha  y  no  pensaba  mas  que  en 
el  señor  Rodolfo.  ¡  Cuántas  veces  levantaba  á  pesar 
mió  los  ojos  al  cielo,  como  para  verle  allí  j  darle 
gracias  por  los  beneficios  que  me  dispensaba!  Aho- 
ra sí ,  ahora  me  acuso  señor  cura ,  de  haber  pen- 
sado mas  en  él  que  en  Dios,  porque  habia  hecho 
por  mí  lo  que  á  mi  entender  solo  Dios  podría  ha- 
ber hecho.  Mí  felicidad  era  igual  á  la  de  aquel 
que  se  ha  salvado  de  un  gran  peligro.  Erais  tan  bue- 
nos para  mí,  señor  cura,  vos  y  la  señora  Adela, 
que  me  consideraba  menos  culpable  que  digna  de 
lástima. 

El  cura  miró  con  sorpresa  á  la  Guillabaora:  esta 
continuó: 

—  Acostúmbreme  poco  á  poco  á  esta  vida  dulce 
y  apacible  ,  sin  acordarme  al  dispertar  de  que  es- 
taba en  la  taberna  de  la  tía  Pelona  ,  y  dormía  se- 
gura y  tranquila:  todo  mí  placer  consistía  en  ayu- 
dar á  la  señora  Adela  en  sus  trabajos  diarios,  en 
tomar  las  lecciones  que  me  dabais,  señor  cura, 
y  en  aprovechar  vuestras  exhortaciones*  Escep- 
tuando  algunos  momentos  de  vergüenza  al  acordar- 
me de  lo  pasado  ,  me  tenia  por  dichosa  creyéndo- 
me igual  á  todos ,  porque  todos  eran  buenos  para 
mí ,  cuando  un  día... 

Los  sollozos  interrumpieron  á  Flor  de  María. 

— Calmaos,  niña  querida.  ¿Porqué  lloráis?  con- 
tinuad, continuad,  hija  mia. 


90  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

La  Guillabaora  enjugó  las  lágrimas  y  dijo: 
— Ya  os  acordáis,  señor  cura  de  que  madama 
Dubreuil,  arrendataria  del  duque  de  Lucenay  en 
Arnouville  ,  ha  venido  á  pasar  con  su  hija  una  tem- 
porada en  la  quinta  por  Todos  los  Santos.  — Sí  me 
acuerdo,  y  he  observado  por  placer  la  amistad  que 
trabasteis  con  Clara  Dubrueil ,  que  es  por  cierto  una 
muchacha  dotada  de  excelentes  prendas. — Es  un 
ángel ,  señor  cura ,   un   ángel...  Cuando   supe  que 
debia  venir  á  pasar  algunos  dias  á  la  quinta ,  mi 
dicha  ha  sido  tal  que  solo  pensaba  en  el  momento 
de  ver  á  mi  deseada  compañera.  Llegó  por  fin,  á 
tiempo  que  estaba  componiendo  mi  cuarto  en  el 
cual  debíamos  dormir  las  dos,  y  me  han  llamado 
para  recibirla.  El  corazón  me  saltaba  en  el  pecho 
cuando  entré  en  la  sala:  la  señora  Adela,  señalan- 
do á  la  hermosa  joven,  que  me  miraba  con  un  aire 
de  encantadora  modestia  y  dulzura ,  me  dijo : « Ma- 
ría >  aquí  tenéis  una  amiga.  >'  «Espero,  hijas  mias, 
que  viviréis  como  dos  hermanas, »  añadió  madama 
Dubreuil.  Apenas  hubo  dicho  su  madre  estas  pa- 
labras, cuando  Clara  corrió  á  abrazarme...  Enton- 
ces, señor  cura, — dijo  llorando  Flor  de  María  — 
—  no  sé  Jo  que  me  pasó...  pero  cuando  sentí  junto 
á  mi  cara  marchita  y  pálida  las  tersas  y  rosadas  me- 
jillas de  Clara...  mi  rostro  se  cubrió  de  rubor  y  mi 
corazón  de  congoja  y  remordimiento...  acordándo- 
me de  lo  que  yo  era...  al  considerarme  digna  de  las 
caricias  de  una  criatura  tan  modesta  y  honrada.  — 
Pero  ,   hija  mia...  —  ¡  Ah ,  señor  cura  i  —  exclamó 
Flor  de  María  interrumpiendo  al  anciano  con  una 
exaltación  dolorosa — cuando  el  señor  Rodolfo  me 
sacó  de  la  Cité,  ya  conocía  yo  mi  degradada  situa- 
ción... ¿Pero  creeréis  que  la  educación,  los  conse- 
jos y  el  ejemplo  que  he  recibido  de  la  señora  Adela 
y  de  vos,  á  pesar  de  que  han  iluminado  mi  espíri- 


LA  CASA  RECTOfiAL.  1 9 

tu  t  no  han  podido  convencerme  de  que  había  sido 
menos  culpable  que  desgraciada?...  Antes  de  la 
venida  de  Clara ,  cuando  me  atormentaba  este  pen- 
samiento y  lo  sofocaba  procurando  contentaros  á  vos 
y  á  la  señora  Adela.  Si  alguna  vez  me  avergonza- 
ba de  lo  pasado,  era  tan  solo  á  mis  propios  ojos: 
pero  al  ver  esa  joven  de  mi  edad,  tan  hermosa, 
tan  encantadora,  tan  virtuosa,  he  pensado  en  la 
distancia  que  nos  separaría  para  siempre  á  las  dos... 
Conocí  por  primera  vez  que  hay  manchas  indele- 
bles de  degradación ,  y  desde  entonces  no  he  podido 
abandonar  este  pensamiento...  Me  acomete  sin  ce- 
sar, á  todas  horas,  y  no  tengo  un  momento  de 
reposo. 

La  Guillabaora  enjugó  el  copioso  llanto. 

Después  de  haberla  mirado  por  algunos  instan- 
tes con  tierna  conmiseración  ,  el  cura  repuso  : 

—  Pensad,  hija  mia,  que  si  la  señora  Adela  quiso 
que  os  hicieseis  amiga  de  Clara  Dubreuíl ,  ha  sido 
porque  vuestra  conducta  os  hacia  digna  de  su  amis- 
tad: considerad  que  en  esa  acusación  envolvéis  á 
vuestra  segunda  madre.  —  Ya  lo  sé,  señor  cura,  ya 
sé  que  no  tenia  razón ;  pero  no  podia  vencer  mi 
vergüenza  y  mi  temor.  Luego  que  Clara  se  estable- 
ció en  la  quinta,  se  apoderó  de  mí  una  tristeza  tan 
grande  como  el  gozo  que  habia  sentido  al  saber  que 
iba  á  tener  una  compañera  de  mí  edad:  ella,  por 
el  contrario,  estaba  siempre  alegre ,  y  tenia  su  cama 
en  mi  mismo  cuarto.  La  primera  noche  me  besó 
antes  de  acostarse  y  me  dijo  que  me  amaba  ya  mu- 
cho, que  me  habia  cobrado  un  singular  afecto  y  me 
suplicó  que  la  llamase  Clara,  pues  ella  me  Mama- 
ria también  María.  En  seguida  rezó  y  me  dijo  que 
se  acordaría  de  mí  en  sus  orrciones  si  yo  la  pro- 
metía acordarme  de  ella;  de  modo  que  no  he  po- 
dido negarle  esta  súplica.  Después  de  haber  ha- 


9'2  LOS  MISTERIOS  DE  PAnw. 

blado  un  rato  conmigo  se  quedó  dormida;  yo  me 
acerqué  á  su  lecho,  contemplé  llorando  su  cara 
angelical,  y  al  pensar  que  dormia  en  mi  mismo 
cuarto...  en  el  cuarto  de  la  que  poco  antes  había 
vivido  entre  ladrones  y  asesinos...  empecé  á  tem- 
blar como  si  hubiera  cometido  un  crimen,  y  se 
apoderó  de  mí  un  vago  terror  al  pensar  que  Dios 
me  castigaria.  Por  último  me  acosté  y  tuve  unos 
sueños  horribles  en  que  se  me  aparecieron  las  ca- 
ras siniestras  que  casi  había  olvidado;  he  visto  al 
Churiador,  al  Maestro  de  tscuela  ,  á  la  Lechuza... 
á  la  tuerta  que  me  habia  atormentado  cuando  era 
pequeñita.  ¡  Oh,  Dios  mió!  ¡qué  noche  he  pasado, 
señor  cura  !  ;  qué  sueños ! — exclamó  la  Guillabao- 
ra  estremeciéndose.  —  ¡  Pobre  María  !  —  dijo  el  cu- 
ra conmovido;  —  ¿porqué  no  me  habéis  confiado 
antes  vuestro  dolor?  sí,  os  hubiera  consolado... 
Pero  continuad. 

—  Como  era  ya  muy  tarde  cuando  me  quedé 
dormida,  la  señorita  Clara  vino á  dispertarme  con 
un  beso,  y  á  fin  de  probarme  sm  cariño  y  de  disi- 
par lo  que  ella  llamaba  mí  frialdad,  me  dijo  que 
iba  á  confiarme  un  secreto:  debía  unirse;  cuando 
llegase  á  los  diez  y  ocho  años,  al  hijo  de  un  arren- 
datario de  Goussainvílle ,  de  quien  estaba  muy  ena- 
morada; casamiento  en  que  habían  convenido  des- 
de largo  tiempo  las  dos  familias.  Refirióme  luego 
su  vida  tranquila  y  feliz,  no  habia  dejado  nunca  el 
lado  de  su  madre  ni  lo  dejaría  jamas,  pues  su  ma- 
rido futuro  debía  dedicarse  al  cultivo  de  la  quinta 
de  M.  Dubreuíl.  «Ahora  que  me  conocéis,  María, 
como  sí  fuesis  mí  hermana  —  me  dijo  —  contad- 
me  la  historia  de  vuestros  primeros  años...»  Creí 
morirme  de  vergüenza  al  oír  estas  palabras...  me 
sonrrojé  y  apenas  pudo  responderla.  Como  igno- 
raba  lo  que  habría  dicho  de  mí  la  señora  Adela, 


LA  CASA  RECTORAL.  93 

teniia  desmentirla,  y  así  es  que  respondí  vaga- 
mente que  era  una  huérfana  á  quien  habían  edu> 
cado  ciertas  personas  timoratas,  que  no  habia  sido 
muy  dichosa  en  mis  primeros  años,  y  que  mi  feh- 
cidad  habia  comenzado  desde  que  estaba  a!  lado 
de  la  señoi-a  Adela.  Entonces  Clara,  mas  bien  por 
interés  que  por  curiosidad,  me  preguntó  en  donde 
habia  sido  criada,  si  en  la  ciudad  ó  en  el  campo, 
como  se  llamaba  mi  padre,  y  sobre  todo  si  me 
acordSba  de  mi  madre.  Cada  una  de  estas  pregun- 
tas me  embarazaba  mas  y  mas  y  me  afligia,  por- 
que solo  mintiendo  podía  satisfacerlas;  y  vos,  se- 
ñor cura,  me  habéis  enseñado  á  aborrecer  la  men- 
tira.., Pero  Clara  no  sospechó  que  yo  pudiese  en- 
gañarla, y  atribuyendo  la  incerlidumbre  de  mis 
respuestas  al  dolor  que  causaban  los  tristes  recuer- 
dos de  mi  infancia  y  me  creyó  y  se  compadeció  de 
mí  con  una  bondad  que  me  despedazaba  el  corazón. 
¡Ah,  señor  cura  1  ¡sería  imposible  deciros  cuanto 
he  sufrido  en  esta  primera  conversación  con  Clara, 
y  cuanto  me  ha  costado  el  decir  una  sola  pa- 
labra con  falsedad  é  hipocresía!...  —  j Desgraciada 
niña!...  ¡que  la  ira  del  Señor  caiga  sobre  los  que 
poniéndoos  en  el  camino  de  la  perdición,  os  obli- 
garon á  sufrir  toda  vurslra  vida  las  consecuen- 
cias de  una  única  culpa  !  —  Sí...  suya  es  la  culpa 
—  repuso  con  amargura  Flor  de  María  :  —  no  pue- 
do vencer  mi  vergüenza.  Al  paso  que  Clara  me  ha- 
blaba de  su  dicha ,  de  su  boda ,  de  la  felicidad  de  su 
vida  doméstica,  no  podia  menos  de  comparar  mi 
suerte  con  la  suya,  porque  á  pesar  de  los  favores 
que  me  dispensáis  mi  suerte  será  siempre  misera- 
ble. A  medida  que  vos  y  la  señora  Adela  me  ha- 
béis hecho  conocer  la  virtud,  me  inspirasteis  tam- 
bién el  sentimiento  de  mi  pasada  miseria,  y  nadie 
podrá  disuadirme  de  que  he  sido  el  desecho  de  la 

T.  II.  7 


9Í  LOS  MISTERIOS   DE  PARÍS. 

clase  mas  vil  j  despreciable.  ¡  Ah,  señor  cura  !  ya 
que  debía  serme  tan  funesto  el  conocimiento  del 
bien  y  del  mal ,  mejor  fuera  no  haberme  sacado  de 
mi  brutal  ignorancia!  —  |  Que  decís,  María  —  Lo 
que  acabo  de  decir  es  malo,  es  detestable  ¿no  es 
verdad,  señor  cura?  Por  eso  no  queria  confesároslo 
Sí,  á  veces  mi  ingratitud  me  hace  olvidar  los  favo- 
res de  que  soy  objeto ,  y  me  digo  á  mi  misma  :  Si  á 
lo  menos  no  "me  hubiesen  sacado  de  la  infamia,  la 
miseria  y  el  abandono  hubieran  dado  pronto  fin 
á  mis  dias,  y  moriría  sin  conocer  una  pureza  cu- 
ya pérdida  me  atormenta  ahora  sin  cesar.  —  Con- 
cibo vuestro  dolor,  María  :  una  alma  dotada  por  el 
criador  de  sentimientos  generosos,  no  lava  jamás 
las  manchas  de  esa  naturaleza,  aunque  no  haya  es- 
tado mas  que  una  hora  en  el  fango  de  la  ignomi- 
nia... —  ;  Así  es,  señor  cura  !  — exclamó  con  do- 
lor Flor  de  María:  — mi  desesperación  me  acom- 
pañará bastí  el  sepulcro! —  Sí;  no  borrareis  en 
vuestra  vida  esa  mancha  de  ignominia  —  dijo  el 
sacerdote  en  tono  grave;  —  pero  debéis  esperar  en 
la  misericordia  infinita  del  Todopoderoso.  Acá  en 
la  tierra  tendréis, niña  querida,  lágrimas,  remor- 
dimientos, expiación;  pero  un  dia  vendrá  en  que 
hallareis  allá  enel  cielo — añadió  el  sacerdote  se- 
ñalando hacia  el  estrellado  firmamento  —  perdón 
y  felicidad  eterna  !  —  ;  Piedad  !...  ¡  piedad,  Dios 
mió  I...  ¡soy  tan  joven  aun...  y  mi  vida  puede  ser 
tan  larga!...  —  dijo  la  Guillabaora  con  una  voz  que 
desgarraba  el  corazón  y  cayendo  de  rodillas  de- 
lante del  sacerdote  por  un  movimiento  involun- 
tario. 

El  sacerdote  estaba  de  pié  en  la  -cumbre  de  la 
colina,  cerca  de  la  cual  se  hallaba  la  rectoral. 
Veíase  en  el  puro  y  trasparente  horizonte,  como 
en  un  cuarlro  aéreo,  el  rostro  venerable  del  ancia- 


LA  CASA  RECTORAL.  93 

no,  y  líi  úUiraa  claridad  del  crepúsculo  daba  una 
trisfe  luz  á  su  solana  negra  y  á  su  largo  cabello 
blanco:  tendía  una  mano  trémula  hacia  el  cielo,  y 
alargaba  la  otra  á  Flor  de  María  que  la  bañaba  en 
«u  llanto.  La  capucha  del  mantón  gris  de  la  jo- 
ven ,  echada  en  aquel  momento  á  la  espalda,  des- 
cubría su  hermoso  perfil  y  un  ojo  que  destilaba 
copiosas  lágrimas... 

Esta  escena  sencilla  ofrecía  un  singular  contraste 
y  una  rara  coincidencia  con  el  horrible  coloquio 
que  pasaba  casi  al  mismo  instante  en  el  fondo  del 
barranco  entre  el  Maestro  de  Escuela  y  la  Lechu^ 
za.  Oculto  en  las  tinieblas  de  una  oscura  quebrada 
y  lleno  de  terror,  un  criminal  espantoso  que  ape- 
nas podia  soportar  el  peso  de  sus  atrocidades,  se 
hallaba  también  de  rodillas...  pero  estaba  arro- 
dillado delante  de  una  furia  vengadora ,  que  lo 
atormentaba  sin  piedad  y  lo  conducía  á  nuevos 
crímenes...  delante  de  la  furia  que  había  causado 
los  primeros  tormentos  de  Flor  de  María. 

Se  concibe  fácilmente  el  exagerado  dolor*  de 
Flor  de  María  y  los  remordimientos  que  la  ator- 
mentaban. Rodeada  desde  su  infancia  de  seres  de- 
gradados é  infames;  en  medio  de  las  costumbres  de 
una  prisión  y  de  la  taberna  de  la  Pelona,  que  era 
otra  prisión  mas  espantosa  todavía;  no  habiendo 
salido  jamas  de  los  patios  de  la  carrol  y  de  las 
cavernas  de  la  Cité,  la  desgraciada  joven  había 
vivido  hasta  entonces  en  una  profunda  ignoran- 
cia del  bien  y  del  mal,  y  tan  extraña  á  los 
sentimientos  nobles  y  religiosos  como  al  esplen- 
dor y  magnificencia  de  la  creación.  Pero  todo  lo 
mas  admirable  de  la  naturaleza  se  presentó  'Je  re- 
5)enie  á  su  entusiasmado  espíritu.  Su  alma  se  di- 
lató á  la  vista  de  un  espectáculo  tan  imponente, 
ílesarrollóse  su  inteligencia,  y  sus  nobles  propen- 


96  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

siones  sacudieron  el  letargo  en  que  yacian...  pero 
la  misma  luz  que  iluminó  sus  potencias»  le  hizo 
conocer  la  degradación  en  que  habia  vivido,  y  le 
inspiró  un  horror  invencible  hacia  sus  primeros 
años,  haciéndola  creer  que  eran  indelebles  las 
manchas  de  la  ignominia. 


'o 


—  ¡Ay  de  mí! — decía  la  Guillabaora  con  de- 
sesperación :  —  aunque  mi  vida  llegue  á  ser  tan 
larga  y  tan  pura  como  la  vuestra,  señor  cura,  la 
conciencia  de  lo  pasado  emponzoñará  el  resto  de 
mis  dias...  —  No  os  aflijáis,  amada  niña:  al  con- 
trario, debéis  teneros  por  dichosa;  ese  remordi- 
miento amargo,  pero  saludable,  prueba  la  religión 
acendrada  de  vuestro  espíritu...  ¡Cuántas  per- 
sonas de  cualidades  menos  nobles  que  las  vues- 
tras, hubieran  echado  ya  en  olvido  lo  pasado  para 
entregarse  á  la  felicidad  presente!  Creedme,  hija 
mia,  el  cielo  se  apiadará  de  vuestra  amargura:  el 
Señor  ha  consentido  que  dieseis  algunos  pasos  en 
la  senda  del  ma),  para  daros  la  gloria  del  arre- 
pentimiento y  el  galardón  eterno  debido  á  la  ex- 
piación! El  mismo  lo  ha  dicho  por  su  divina  bo- 
ca: a  Los  que  hacen  bien  sin  perturbación  y  vie- 
nen á  mí  con  la  sonrisa  en  los  labios,  esos  son 
mis  elegidos;  pero  los  que  heridos  en  el  combate 
vienen  a  mí  cubiertos  de  sangre  y  contritos,  esos 
son  los  elegidos  entre  los  elegidos...  •>  ¡  Tened  va^ 
lor,  hija  mia'...  ausilio,  confortación,  consejos, 
nada  os  faltará...  Soy  muy  viejo  ya;  pero  la  se- 
ñora Adela,  y  especialmente  el  señor  Rodolfo  que 
tanto  os  estima  y  que  mira  con  tan  vivo  interés 
vuestros  adelantos  en  el  camino  de  la  salvación, 
son  jóvenes  aun  y  tienen  que  vivir  largos  años. 

La  Guillabaora  iba  á  responder,  pero  fué  inter- 
rumpida por  la   paisana  de  que  hemos  hablado. 


LA  CASA  RECTORAL.  97 

la  cual  había  seguido  el  mismo  camino  y  acababa 
de  reunirse  con  ella:  era  una  de  las  criadas  de  la 
quinta. 

—  Buenas  noches ,  señor  abad  —  dijo  la  moza  al 
sacerdote:  —  la  señora  Adela  me  ha  mandado  traer 
este  canastillo  de  fruía  á  la  rectoral,  y  me  dijo 
que  acompañase  á  la  señorita  María,  porque  se 
va  haciendo  tarde.  Pero  por  si  acaso  he  traído 
conmigo  el  Turco  —  dijo  la  muchacha  acariciando 
el  enorme  mastín  de  los  Pirineos,  capaz  de  ba- 
tirse con  un  oso.  —  Aunque  no  hay  noticia  de  que 
ande  por  aquí  jentemala,  nunca  está  por  demás 
la  precaución. — Tenéis  mucha  razón,  Claudia: 
ahora  podéis  volveros,  y  dad  gracias  de  mi  parte 
á  la  señora  Adela.  Ya  estamos  en  la  rectoral. 

Y  dirigiéndose  luego  a  Flor  de  María,  la  dijo  en 
voz  baja  y  en  tono  grave: 

—  Mañana  asistiré  á  la  conferencia  de  la  dió- 
cesis, ppro  á  eso  de  las  cinco  estaré  de  vuelta. 
Si  queréis,  hija  mía,  os  aguardaré  en  la  rectoral. 
Según  veo  por  el  estado  de  vuestro  espíritu  tenéis 
menester  de  hablar  largos  ratos  conmigo.  —  Gra- 
cias, señor  cura  —  repuso  Flor  de  María  ;  — ven- 
dré mañana,  ya  que  así  lo  deseáis.  —  Ya  estamos 
en  la  puerta  del  jardín  —  dijo  el  anciano :  —  de- 
jad ahí  el  cestíllo,  Claudia,  y  vendrá  á  recojerlo 
la  criada.  Volveos  pronto  á  la  quinta  con  María, 
porque  la  noche  está  cercana  y  el  frío  se  aumenta. 
—  Hasta  mañana,  María,  á  las  cinco.  —  Hasta 
mañana,  señor  cura. 

El  anciano  entró  en  el  jardín. 
La  Guillabaora  y  Claudia,  seguidas  del  Turco, 
tomaron  el  camino  de  la  quinta. 


CAPiTlLO  VI. 


EL  EXCUEMRO. 


La  noche  estaba  fría  y  serena.  Por  consejo  dei 
Maestro  de  Escuela  la  Lechuza  j  el  bandido  se  ha- 
blan colocado  en  un  sitio  del  camino  hondo,  mas 
distante  del  sendero  y  mas  inmediato  á  la  encruci- 
jada en  donde  aguardaba  Barbillon  con  el  coche. 
El  Cojuelo  atisbaba  el  regreso  de  Flor  de  María  ,  á 
quien  debía  hacer  caer  en  el  lazo  suplicándola  que 
acudiese  á  socorrer  una  pobre  vieja  :  se  había  ade- 
lantado algunos  pasos  fuera  del  camino  hondo  para 
observar  el  camino ,  y  escuchando  con  atención 
oyó  á  lo  lejos  la  conversación  de  la  Guillabaora  con 
la  paísüna  que  la  acompañaba.  Bajó  apresurada- 
mente al  barranco  para  advertir  á  la  Lechuza  lo  que 
pasaba. 

—  La  muchacha  no  viene  sola  —  dijo  en  voz  baja 
y  agitada.  ¡  Malos  puercos  la  hocen,  á  esa  chi- 
quilla babosa/ — exclamó  la  Lechuza  con  furor. 
—  ¿  Con  quién  viene  ?  —  preguntó  el  Maestro  de 
Escuela.  —  Viene  sin  duda  con  la  paisana  que  pasó 
hace  un  rato  por  el  sendero  acompañada  de  un 
perro  grande.  He  oido  la  voz  de  una  muger  —  dijo 
oí  Cojuelo; — escuchad...  ¿no  oís  el  ruido  de  unas 
almadreñas?... 

En  efecto,  el  calzado  de  madera  de  la  paisana  reso- 
naba en  el  silencio  de  la  noche  sobre  el  camino 
helado... 


LA  ENCUENTRO.  99 

—  Son  (los...  en  cuanto  á  la  mucbacha  del  capo- 
tillo gris  yo  me  encargo  de  asegurarla;  pero  la 
otra...  ¿cómo  haremos?  El  viejo  no  vé...  el  Cojuelo 
no  tiene  bastante  puño  para  despachará  esa  com- 
pañera impertinente  ,  que  mal  infierno  la  trague... 
¿Cómo  saldremos  del  paso?  —  dijo  la  Lechuza.  — 
Es  verdad  que  no  tengo  tuerza;  pero  si  queréis  ,  tía 
Lechuza ,  yo  me  echaré  á  las  piernas  de  la  paisana 
que  trae  el  peiTO,  me  agarraré  con  dientes  y  uñas 
j  doy  mi  palabra  que  no  dejaré  la  presa  á  dos  por 
tres...  Entretanto,  íia  Lechuza,  podréis  poner  á 
la  muchacha  de  vuestra  mano. — Pero  si  dan  de 
voces  las  oirán  en  la  alquería  —  repuso  la  tuerta  — 
y  daremos  tiempo  para  que  vengan  á  socorrerlas 
antes  de  que  lleguemos  al  coche  de  Barbillon...  No 
es  buena  de  sujetar  una  muger  que  se  defiende  y 
pernea.  —  Y  traen  consigo  un  perrazo  tremendo  — 
dijo  el  Cojuelo.  —  Si  no  fuese  mas  que  por  el  per- 
ro, de  una  sola  jiatada  le  quitarla  las  ganas  de  la- 
drar —  dijo  la  Lechuza.  —  Ya  se  acercan  —  dijo  el 
Cojuelo  aplicando  de  nuevo  el  oido  para  escuchar 
los  pasos ;  —  ya  bajan  al  camino  hondo,  —  ¿  Qué 
dices  tú  ,  pedazo  de  asno  ?  —  dijo  la  Lechuza  al 
Maestro  de  Escuela  :  ¿"qué  me  aconsejas  ?...  ¿ó  tam- 
bién te  has  vuelto  mudo  ?  —  Nada  se  puede  hacer 
por  hoy  —  repuso  el  bandido.  —  ¿Y  hemos  de  per- 
der así  los  mil  francos  del  señor  enlutado?—  gritó 
la  Lechuza.  —  ¡  Vamos,  venga  tu  enano  a]...  pron- 
to... tu  puñal!...  Yo  me  encargo  de  despachar  á  la 
compañera  para  que  no  nos  incomode.  En  cuanto 
á  la  cbiquilla.,  pierde  cuidado  que  ya  la  sujetare- 
mos entre  el  Cojuelo  y  yo.  —  Pero  el  hombre  enlu- 
tado no  ha  dicho  que  se  matase  á  nadie...  —  Eso 
no  importa :  le  cargaremos  en  la  cuenta  una  sati- 

(a)  Puñal. 


100  LOS  MISTERIOS   líE    PARÍS. 

gría  mas,  y  tendrá  que  pagarla  ya  que  es  nuestro 
cómplice.  —  ;  Allí  vienen  /.*.  Ya  bajan  — <  dijo  el 
Cojuelo.  —  ;  Dame  el  puñal,  tú,  arrastrado!  — 
gruñó  la  Lechuza  en  voz  baja.  —  ¡  Ob  ,  tia  Lechu- 
za!... eso  no  —  dijo  el  Cojuelo  tendiéndolos  brazos 
hacia  la  tuerta :  —  ¡  matarla  no  !...  no!  —  ¡  Venga 
el  puñal !»..  —  repitió  la  Lechuza  sin  atender  á  la 
súplica  del  Cojuelo  y  descalzándose  á  toda  prisa. — 
Voy  á  descalzarme  para  correr  tras  ellas  sin  que 
me  sientan  :  aunque  se  cerró  ya  la  noche  ,  dislin- 
guiré  á  la  muchacha  por  el  capotillo ,  y  la  otra 
irá  á  dormir  al  otro  mundo.  —  ¡No!  —  dijo  el  ban- 
dido —  hoy  es  inútil :  mañana  será  mas  seguro  el 
golpe.  —  i  Tienes  miedo  tú  ,  alma  de  lana?  —  dijo 
con  desprecio  la  Lechuza  al  bandido.  — No  tengo 
miedo  —  repuso  el  Maestro  de  Escuela  ;  —  pero  es 
de  creer  que  yerres  el  golpe  y  que  nos  pierdas. 

El  perro  que  acompañaba  á  la  paisana  olfateó  sin 
duda  la  gente  emboscada  en  el  barranco,  y  empezó 
á  ladrar  irritado  sin  obedecer  á  la  voz  de  Flor  de 
María  que  lo  llamaba. 

—  ¿No  oyes  el  perro?  ¡ahí  están!....  /pronta, 
pronto...  el  puñal/...  ¡porque  sino  !...  —  dijo  la  Le- 
chuza con  aire  amenazador.  —  ¡Cójelo  por  fuerza... 
si  quieres!  repuso  el  Maestro  de  Escuela.  —  ¡Se 
acabó,  ya  no  hay  remedio! — exclamó  la  Lechu- 
za después  de  haber  escuchado  con  atención  por 
un  momento :  —  3'a  pasaron  el  barranco....  ¡  Ya* 
me  las  pagarás,  viejo  chocho,  cobarde'  —  aña- 
dió con  furor  enseñando  el  puño  cerrado  á  su 
cómplice; — hemos  perdido  mil  francos  por  cau- 
sa tuya!  —  Al  contrario,  se  han  ganado  mil, 
dos  mil....  acaso  tres  mil — repuso  el  Maestro  de 
Escuela  con  aire  de  autoridad.  — Escucha,  Lechu- 
za... vuélvete  á  donde  está  Barbillon  y  marchaos 
los  dos  con  el  coche  al  sitio  en  donde  está  aguar- 


EL  ENCUENTRO,  101 

dando  el  hombre  de  luto.*,  le  diréis  que  no  se  ba 
podido  bacer  nada  boy,  pero  que  mañana  caerá 
sin  duda  la  mucbacba...  Todas  las  lardes  acompaña 
al  cura  basta  la  rectoría,  y  es  una  casualidad  e\ 
que  boy  no  se  baya  vuelto  sola:  mañana  tendre- 
mos mejor  ocasión ,  y  vendrás  á  la  misma  hora  de- 
jando á  Barbillon  con  el  coche  en  la  encrucijada. — 
Pero  tú,.,  ¿qué  va  á  ser  de  tí?... — El  Cojuelo  me 
conducirá  á  la  quinta  en  donde  está  la  muchacha, 
y  forjaré  un  cuento  para  introducirme:  diré  que  nos 
hemos  perdido,  y  suplicaré  que  nos  dejen  pasar  la 
noche  bajo  cubierto,  aunque  sea  en  un  rincón  del 
establo.  No  me  lo  negarán ,  y  entonces  el  Cojuelo 
se  informará  bien  de  las  entradas  y  salidas  de  la 
casa,  porque  esa  gente  suele  no  estar  sin  dinero  en 
tiempo  de  cosecha.  Gomóla  quinta  está  en  un  sitio 
desamparado  y  desierto,  según  decís,  una  vez  re- 
conocidas las  entradas  podremos  volver  otro  dia  con 
algunos  amigos...  y  no  se  perderá  el  tiempo. — ,Qué 
cabeza!  ¡ni  un  doctor  de  la  Sorbonal — dijo  la  Le- 
chuza suavizando  ia  voz.  —  ¿Qué  mas,  qué  mas, 
amoroso? — Mañana  por  la  mañana  al  tiempo  de 
salir  de  la  quinla ,  me  quejaré  de  un  dolor  que  no 
me  deja  andar.  Si  no  me  creen  bajo  mi  palabra, 
enseñaré  una  llaga  que  tengo  abierta  desde  una  vez 
que  rompí  una  argolla  de  la  cadena.  Diré  que  he 
sido  herrero,  que  es  una  quemadura  de  una  barra 
de  hierro  caliente,  y  me  creerán ;  y  de  este  modo 
pasaré  en  la  quinta  una  parte  del  dia,  y  el  Cojuelo 
se  informará  despacio  de  lo  que  por  allí  hay. 
Por  la  tarde  diré  que  me  siento  mejor,  y  cuando 
salga  la  muchacha  acompañando  al  cura  como  de 
costumbre,  la  seguiremos  de  lejos  el  Cojuelo  v  yo, 
y  vendremos  á  esperarla  en  el  camino  hondo.  Como 
vanos  conoce,  no  desconfiará  de  nosotros  al  ver- 
nos... se  acercará ,  y  con  la  ayuda  del  muchacho 


102  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

¿entiendes,  Cojuelo?  la  echaré  el  guante,  quedará 
mas  callada  que  una  muerta,  y  tendremos  seguros 
los  mil  francos.  Además  de  este  negocio  podremos 
hacer  otro  dentro  de  dos  ó  tres  dias,  confiando  la 
visita  cíe  la  quinta  á  Barbillon  y  á  algunos  amigos 
mas,  que  si  mercadmn  (a)  algo,  partirán  con  nos- 
otros que  hemos  sido  los  ondeadores  (b).  —  Mira, 
anublado  (c)  del  alma,  vales  el  mundo  entero,  des- 
micax  tú  mas  sin  quemantes  (d)  que  todos  los  gerifal- 
tes e)  de  Francia  juntos.  ¡Qué  plan  tan  soberano! 
¿Sabes  que  estoy  pensando  una  cosa?  cuando  seas 
tan  viejo  que  no  puedas  mas  con  la  crisma,  enton- 
ces serás  el  lucho  consultor  de  todos  los  nicabaos  [í) 
de  París  y  ganarás  mas  dinero  que  un  alivio  (g). 
Vamos ,  un  besito  á  tu  vieja,  y  manos  á  la  obra...* 
porque  esta  gente  aldenna  se  acuesta  con  las  galli- 
nas. Me  voy  corriendo  á  donde  está  Barbillon :  ma- 
ñana á  las  cuatro  en  punto  estaremos  en  la  encruci- 
jada con  el  coche,  á  menos  que  no  le  echen  antes 
Ja  zarpa  por  haber  despachado  al  otro  barrio ,  en 
compañía  del  Esqueleto  y  del  Cojo  Gordo,  al  ma- 
rido de  la  lechera  de  la  Drapería  Vieja.  Pero  si  no 
viene  él  vendrá  otro,  porque  el  rodante  (h)  perte- 
nece al  señor  enlutado.  A  las  cuatro  y  cuarto  esta- 
ré en  este  mismo  sitio. — Está  dicho...  Hasta  ma- 
ñana, Lechuza.  —  /Ay  !  que  se  me  habia  olvidado 
dar  alguna  cera  al  Cojuelo ,  por  si  acaso  hay 
que  sacar  algunos  moldes  en  la  quinta.  Toma ,  an-» 
gelito  ¿sabes  cómo  has  de  hacer? — dijo  la  tuerta 
dando  un  pedazo  de  cera  al  Cojuelo. — /Vaya  si  sel 
tomad  soleta  que  es  tarde,  tia  Lechuza:  ya'me  en- 

(a)  Roban.  (b)  Los  que  hemos  tanteado  como  y  por 
donde  se  babia  de  robar,      (c)  Ciego,     (d)  \es  mas  sin  ojos. 

(f)  Ladrones.  (f)  El  ladrón  consultor  de  lodos  los  la- 
drones,    (sr)  Abogado,      (h)  Coche, 


EL     ENCUENTRO.  103 

señó  papá.  Ya  le  saqué  el  molde  de  la  cerradura  de 
la  caja  de  hierro,  que  mi  amo  el  charlatán  tiene 
escondida  en  el  cuarto  oscuro.  —  Ya  veo  que  eres 
maestro  ;  pero  no  te  olvides  de  mojar  la  cera  para 
que  no  se  pegue ,  después  de  calentarla  bien  con 
la  mano.  —  Ya  lo  sé  —  repuso  el  Cojuelo.  —  Hasta 
mañana  ,  amoroso  —  dijo  la  Lechuza.  —  Hasta  ma- 
ñana respondió  el  Maestro  de  Escuela. 

La  Lechuza  sé  dirigió  á  la  encrucijada.  El  Maes- 
tro de  Escuela  y  el  Cojuelo  salieron  del  barranco  y 
se  encaminaran  hacia  la  quinta  ,  sirviéndoles  de 
guia  la  luz  de  las  ventanas. 

¡  Estraña  fatalidad  /  Anselmo  Duresnel  se  acer- 
caba á  su  mujer  ,  á  quien  no  habia  visto  desde  su 
condenación  á  presidio  perpetuo. 


CAPÍTULO  VII. 


LA  CE>'A. 


Xada  hay  roas  alegre  que  la  cocina  de  una  quin- 
ta á  la  hora  de  cenar,  y  especialmenle  en  el  invier- 
no: nada  puede  dar  una  idea  roas  verdadera  de  la 
dichosa  felicidad  de  la  vida  rústica.  La  cocina  de 
la  quinta   de  Bouqueval  ofrecía  una  prueba  de  lo 

3ue  llevamos  dicho.  Su  gran  chimenea  de  seis  pies 
ealto  y  nueve  de  ancho,  parecia  la  boca  de  un 
inmenso  horno  lleno  de  llama  y  de  combustibles. 
Esta  enorme  hoguera  daba  tanta  luz  como  c^lor  á 
txxias  las  partes  de  la  cocina,  y  hacia  inútil  una  lám- 
para colgada  de  la  viga  maestra  que  cruzaba  el  te- 
cho. Algunas  marmitas  y  cacerolas  de  cobre  puestas 
en  hileras,  reverberaban  la  claridad  del  fuego,  y 
un  perol  antiguo  del  mismo  metal  brillaba  como  un 
espejo  sobre  una  artesa  de  nogal  muy  limpia  y  asea- 
da ,  que  exhalaba  un  olor  apetitoso  de  pan  calien- 
te. En  medio  de  la  pieza  hatia  una  mesa  larga  y 
maciza  cubierta  con  un  mantel  de  tela  gruesa  ,  pe- 
ro blanca  como  la  nieve,  y  el  sitio  de  cada  persona 
estaba  señalado  con  un  plato  de  loza  ordinaria, 
pardo  por  fuera  y  blanco  por  dentro,  y  por  un  cu- 
bierto de  hierro  que  relucia  como  si  fuese  de  pla- 
ta. En  medio  de  la  mesa  humeaba  como  un  cráter 
una  gran  sopera  llena  de  una  sopa  de  legumbres, 
cuyo  vapor  cubría  una  fuente  formidable  de  ver- 
dura con  jamón ,  y  otra  fuente  no  menos  grande 


LA  CENA.  lOo 

de  guisado  de  carnero  con  patatas;  finalmente,  un 
cuarto  de  ternera  asada  flanqueado  por  dos  ensala- 
das de  invierno,  dos  quesos  y  canastillos  de  manza- 
nas, completaban  la  abundosa  simetría  de  la  cena. 
Los  labradores  tenían  á  su  discreción  tres  ó  cuatro 
jarros  llenos  de  cidra  y  otros  tantos  panes  morenos 
y  grandes  como  ruedas  de  molino. 

Un  perro  viejo  de  pastor  con  pintas  negras,  casi 
sin  dientes  y  decano  jubilado  de  la  orden  canina 
de  la  quinta  ,  debia  á  sus  largos  años  y  antiguos 
servicios  el  permiso  de  estar  en  un  rincón  de  la 
chimenea.  El  decrépito  animal  usaba  modestamen- 
te de  este  privilegio ,  y  .con  el  hocico  levantado  y 
las  patas  tendidas  en  paralelo  hacia  delante,  seguia 
con  ojo  atento  las  diversas  evoluciones  culinarias 
que  precedían  á  la  cena.  Este  perro  venerable  cor- 
respondía en  cierto  modo  á  su  nombre  bucólico 
de  fJ sardo. 

El  ordinario  de  los  dependientes  de  esta  quinta, 
aunque  sencillo  parecerá  acaso  algo  suntuoso;  pero 
la  señora  Adela  siguiendo  en  esto  la  voluntad  de 
Rodolfo ,  introducía  todas  las  mejoras  posibles  en 
la  asistencia  y  manutención  de  sus  criados ,  elegi- 
dos exclusivamente  de  las  familias  mas  honradas  y 
laboriosas  del  país.  Como  se  les  remuneraba  con 
largueza  y  su  situación  era  dichosa  y  envidiable, 
lodos  los  mejores  labradores  del  país  deseaban  per- 
tenecer al  servicio  de  la  quinta  de  Bouqueval;  salu- 
dable ambición  que  sostenía  entre  ellos  una  emula- 
ción laudable,  y  que  al  mismo  tiempo  refluía  en 
provecho  de  sus  dueños;  porque  para  obtener  una 
colocación  en  esta  quinta  se  requería  el  apoyo  de  los 
antecedentes  de  conducta  personal...  Rodolfo  vino  á 
crear  de  este  modo  una  especie  de  quinta  modelo^ 
no  solo  destinada  al  mejoramiento  del  ganado  y  del 
arte  aratorio  ,  sino  también  con  el  objeto  mas  es- 


106  LOS  MISTERIOS  DE  PiRIS. 

pecial  de  mejorar  la  condición  de  los  hombres-,  lo 
que  consiguió  ofreciéndoles  un  estímulo  para  que 
fuesen  probos,  activos  é  inteligentes. 

Terminados  los  preparativos  de  la  cena  y  pues- 
to ya  sobre  la  mesa  el  jarro  de  vino  que  debia 
acompañar  á  los  postres,  la  cocinera  tocó  la  campa- 
na, á  cuyo  alegre  sonido  entraron  gozosos  en  la 
cocina  los  labradores  ,  los  criados  de  la  quinta  ,  las 
lecheras  y  demás  mozas  de  servicio,  en  número 
de  unas  quince  ó  veinte  personas.  El  semblante  de 
los  hombres  era  franco  y  viril,  las  mujeres  eran 
afables  y  robustas,  y  las  muchachas  garvosas  y 
alegres:  todos  ellos  manifestaban  un  gozo  puro  é 
ingenuo  y  la  mayor  tranquilidad  y  satisfacción  de 
sí  mismos  :  sentáronse  por  fin  á  la  mesa  ,  para  ha- 
cer los  honores  á  la  cena  que  hablan  ganado  en 
los  rudos  trabajos  del  dia. 

Ocupó  la  cabecera  de  la  mesa  un  labrador  de 
dias,  cano  y  de  aspecto  franco  y  atrevido  ,  verda- 
dero tipo  del  paisano  de  entendimiento  sano  ,  y  de 
esos  hombres  firmes  y  rectos ,  claros  y  preciosos, 
rústicos  y  sutiles  que  huelen  de  una  legua  á  la  an- 
tigua Galia.  El  tio  Chatelan,  que  asi  se  llamaba 
este  Néstor,  habia  vivido  en  la  quinta  desde  su  in- 
fancia, y  estaba  entonces  encargado  de  la  direc- 
ción de  la  labranza.  Cuando  Rodolfo  compró  la 
quinta,  fuéle  debidamente  recomendado  este  anti- 
guo servidor,  y  el  príncipe  lo  recomendó  por  su 
parte  á  la  señora  Adela  y  lo  invistió  de  una  es- 
j>ecie  de  superintendencia  en  los  trabajos  del  cul- 
tivo. El  tio  Chatelan  ejercía  por  tanto  sobre  las  per- 
sonas de  la  quinta  una  alta  influencia,  debida  á  su 
edad,  á  su  saber  y  á  su  larga  experiencia. 

Pusiéronse  todos  á  la  mesa. 

Después  de  haber  dicho  el  Benedicite  el  tio  Cha- 
telan  en  alta  voz ,  hizo  la  señal  de  la  cruz  con  la 


LACENA.  107 

punta  de  un  cuchillo  ,  según  una  antigua  j  santa 
costumbre  ,  sobre  uno  de  los  panes  ,  y  corló  luego 
el  pedazo  que  debía  representar  la  parte  de  la  Vir- 
gen ó  del  pobre ;  llenó  en  seguida  un  vaso  de  vino 
bajo  la  misma  invocación  ,  y  después  de  haber 
puesto  en  un  plato  el  vaso  y  el  pedazo  de  pan  ,  los 
colocó  en  medio  y  mitad  de  la  mesa.  Ladraron  en 
aquel  instante  los  perros  ,  y  el  caduco  Lisandro  les 
respondió  con  un  gruñido  sordo,  arremangó  el  ho- 
cico y  dejó  ver  dos  ó  tres  colmillos  bastante  respe- 
tables aun. 

—  Alguien  anda  por  fuera  del  zaguán  —  dijo  el 
tio  Chatelan. 

Apenas  hubo  dicho  estas  palabras,  cuando  se 
oyó  sonar  la  campanilla  de  la  puerta  principal. 

—  ¿Quien  puede  ser  á  estas  horas?  —  dijo  el 
anciano  labrador  —  todos  están  ya  en  casa...  Anda 
á  ver  quien  es,  Juanillo. 

Juanillo,  que  era  uno  de  los  muchachos  al  servi- 
cio de  la  quinta  ,  vació  en  el  plato  con  harto  pe- 
sar suyo  una  enorme  cucharada  de  sopa  caliente,  á 
Ja  cual  soplaba  con  los  carrillos  hinchados  como  un 
Eolo ,  y  salió  de  la  cocina. 

—  Hacia  mucho  tiempo  que  la  señora  Adela  y  la 
señorita  María  no  habian  dejado  de  venir  un  solo 
dia  á  calentarse  al  fuego  mientras  cenábamos  — 
dijo  el  tio  Chatelan  :  —  tengo  buenas  ganas ,  pero 
á  la  verdad  no  me  entrará  tan  bien  la  cena  como 
si  las  tuviésemos  aquí.  —  La  señora  ha  subido  al 
cuarto  de  la  señorita  María,  porque  al  volver  de 
la  rectoral,  la  señorita  se  sintió  algo  indispuesta  y 
se  fué  á  la  cama  —  respondió  Claudia,  la  robusta 
moza  que  habia  ido  á  buscar  á  la  Guillabaora  y 
habia  desconcertado  sin  saberlo  los  siniestros  pla- 
nes de  la  Lechuza. —  Pero  nuestra  señorita  María 
no  está  mala  de  cuidado...  está  algo  indispuesta  no 


108  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

mas...  j  habla  Claudia  i — dijo  con  inquietud  el 
buen  anciano  —  i  No  por  cierto ,  lio  Chatelan ,  gra- 
cias á  Dios! — repuso  Claudia. — La  señora  ba 
dicho  que  no  era  cosa  de  cuidado  ,  pues  de  lo  con- 
trario ya  hubiera  enviado  á  Paris  por  el  señor  Da- 
vid ,  aquel  médico  negro  que  tan  bien  ha  cuidado 
á  la  señorita  María  cuando  estuvo  enferma.  Un  mé- 
dico negro...  j  qué  cosa  tan  rara!  ¡  Dios  me  libre 
de  verlo  á  mi  cabecera!...  ¡Jesús,  qué  cara!  Si- 
quiera un  médico  blanco  vaya  con  Dios...  al  fin  es 
un  cristiano.  —  ¿Y  no  ha  curado  por  ventura  á  la 
señorita  María  ,  que  estaba  tan  mala  cuando  vino 
aquí?  —  Eso  es  verdad,  tio  Chatelan.  —  ¿Y  en- 
tonces ?  —  ]  Entonces  qué  sé  yo  !  Un  médico  ne- 
gro siempre  tiene  aquello  de  ser  negro  ,  y  á  mí  me 
da  miedo.  —  ¿Y  no  ba  curado  también  á  la  pobre 
tia  Anica,  que  tenia  una  llaga  en  la  pierna  y  ha- 
cia tres  años  que  no  podia  menearse?  —  También 
es  verdad  ,  tio  Chatelan.  —  ¿Y  entonces  á  que  vie- 
nen esos  ascos?  —  Eso  sí ,  pero  bien  considerado, 
tio  Chatelan...  un  médico  negro...  tan  negro  ,  tan 
negro  como  la  chimenea...  —  Dime  ,  muchacha, 
¿de  qué  color  es  tu  vaca  la  Saltar ina?  —  Blanca, 
tio  Chatelan,  blanca  como  el  ampo  de  la  nieve,  y 
muy  lechera  por  cierto  :  no  es  por  adularla  ,  pero 
pocas  hay  en  el  contorno  que  le  ganen.  —  ¿Y  tú 
vaca  Marica  ?  —  Negra  como  un  cuervo  ,  tio  Cha- 
lelan;  y  muy  lechera  también,  no  se  le  puede  ne- 
gar. —  ¿Y  cíe  qué  color  es  la  leche  de  tu  vaca  ne- 
gra ?  — }  Vaya  una  pregunta  !  ¿  de  qué  color  ha 
de  ser,  tio  Chatelan?  blanca  como  la  nieve...  ¿eso 
qué  duda  tiene? 

—  ¿Y  es  tan  blanca  y  tan  buena  como  la  de 
la  Saltarina  ?  —  ;  Ya  se  ve  que  sí !  —  A  pesar  de 
que  la  Marica  es  negra,  ¿no  es  verdad?  —  Es 
verdad,  á  pesar  deque  es  negra...  ¿Pero  que  tie- 


LA  CENA.  109 

ne  que  ver  con  la  leche  el  que  la  vaca  sea  negra,  6 
blanca,  ó  tordilla? —  ¡Eso  mismo  queria  jo  de- 
cir/ Y  entonces  ¿porqué  te  espantas  de  que  un 
médico  negro  sea  tan  bueno  como  un  médico  blan- 
co?—  ¡Caramba,  tio  Chatelan!  yo  no  hablaba  mas 
que  de  la  piel  — dijo  la  muchacha  después  de  un 
momento  de  reflexión.  —  Es  verdad,  ya  que  Ma- 
rica negra  da  tan  buena  leche  como  mi  Saltarina 
blanca,  el  color  de  la  piel  no  importa  un  bledo. 

Entró  en  esto  Juanillo  en  la  cocina  soplándose 
los  dedos  con  el  mismo  vigor  con  que  había  so- 
plado á  la  cucharada  de  sopa  y  quedaron  inter- 
rumpidas las  reflexiones  íiisiológicas  de  Claudia. 

—  ¡  Qué  íVio,  sania  Bárbara  I  /qué  frió  hace  esta 
noche! — dijo  Juanillo  al  entrar:  —  vengo  sin 
tiento...  /ave  María,  qué  frió! — La  helada  em- 
pezó con  viento  del  nordeste,  y  ha  de  durar:  eso 
ya  lo  sabes  lü,  ¿no  es  verdad  ,  muchacho  ?  ¿Pero, 
quién  ha  llamado?  —  preguntó  el  decano  de  los 
labriegos.  — Un  pobre  ciego  y  un  muchacho  que  lo 
guia,  tio  Chatelan.  —  ¿Y  qué  quiere  ese  ciego? 
—  preguntó  el  labradora  Juanillo.  —  Se  perdió 
con  su  hijo  en  el  atajo  de  Louvres,  y  como  hace 
tanto  frío  y  la  noche  está  como  boca  de  lobo,  pide 
que  le  dejen  cormir  aquí  aunque  sea  en  un  rin- 
cón de  la  cuadra.  —  La  señora  Adela  es  de  tal  ge- 
nio que  nunca  niega  hospitalidad  á  los  pobres,  y 
sin  duda  recibirá  á  esos  infelices...  pero  es  menes- 
ter avisarla.  Ve  á  decírselo,  Claudia. 

La  moza  salió  al  punto  de  la  cocina. 

—  ¿En  dónde  has  dejado  á  esos  pobres?  —  pre- 
guntó Chatelan.  —  En  el  hórreo  pequeño.  —  ¿Y 
porqué  los  has  metido  en  el  hórreo?  —  Porque  si 
los  hubiera  dojadoenel  zagiian,  los  perros  se  los  co- 
merian  crudos.  Por  mas  euvi  los  decia :  « ;  Ven  aquí; 
Moreno...  Turco...  ven  aquí.  Sultán  I»  nada,  pa- 

T.   II.  8 


lio  LOS  MISTERIOS  DE  PAHIS. 

recian  unos  rabiosos,  lio  Chatelan.  Y  eso  que  aquí 
no  están  enseñados  á  morder  á  los  pobres  como 
en  otras  partes.  —  Vaya ,  muchachos ,  esta  noche 
no  sobrará  la  ración  del  pobre.  Apretáos  un  poco... 
Así.  Venga  un  cubierto  para  el  ciego  j  otro  para 
su  hijo,  porque  estoy  seguro  de  que  la  señora 
Adela  los  dejará  dormir  aquí.  —  Lo  que  no  me  da 
buena  espina  es  la  furia  de  los  perros  —  dijo  Jua- 
nillo: sobre  lodo  el  Turco  que  fué  con  Claudia  á 
la  rectoral,  parecía  un  vivo  diablo...  y  al  pasarle 
la  mano  para  acariciarlo  tenia  el  pelo  derecho  co- 
mo un  puerco  espin.  ¿Qué  le  parece  de  esto,  lio 
Chatelan,  ya  que  todo  lo  entiende?  —  Yo  que  ío- 
do  lo  entien'Io,  Juanillq,  le  digo  que  los  animales 
saben  á  veces  utas  que  yo...  Lo  que  le  puedo  decir 
es  que  al  volver  este  otoño  á  la  caza  con  los  ca- 
ballos de  labor  sentado  en  mi  Moro  rodado:  cuan- 
do llegué  al  riachuelo,  que  llevaba  los  hocicos 
bien  hinchados  por  cierto  con  la  lluvia  del  hura- 
can,  san  Pedro  me  lleve  si  hubiera  dado  con  el  vado 
en  toda  ia  noche  |>orque  estaba  oscura  y  negra 
como  la  pez...  Viendo  que  no  podia  salir  del  apuro, 
voy  y  dejo  las  riendas  al  caballo,  y  el  pobre  Moro 
da  por  fin  con  el  vado,  que  con  lodo  nuestro  en- 
tendimiento, Juanillo,  no  hubiéramos  descubierto 
nosotros  en  toda  la  noche...  ¿Quién  habrá  ense- 
ñado al  animal? —  Es  verdad,  lio  Chatelan,  ¿quién 
le  habrá  enseñado  tanto  á  nuestro  viejo   rodado? 

—  El  que  enseña  á  las  golondrinas  á  hacer  el  nido 
en  los  techos,  y  al  aguzanieve  á  anidar  en  las 
cañas,  Juanillo...  ¡Qué  tal,  Claudia! — dijo  el 
anciano  oráculo  á  la  lechera  que  entraba  en  la  co- 
cina con  dos  pares  de  sábanas  blancas  debajo  del 
brazo,  que  olían  á  salvia  y  tomillo  de  una  legua 

—  /qué  tal!  la  señora  Adela  mandó  dar  cena  y 
cama  al  pobre  ciego  y  á  su  hijo  ¿no  es  verdad? 


LA  CENA.  111 

—  Aquí  ínVvro  las  sábanas  para  hacerles  las  camas 

en  el  cuarlito   del  corredor  —  repuso  la  moza. 

x\nda  á  buscarlos,  Juanillo...  Y  lú,  Maruja,  acerca 
al  fuego  dos  sillas  para  que  se  calienten  antes  de 
ponerse  á  la  mesa. 

Ojóse  de  nuevo  el  furioso  ladrido  de  los  perros 
y  la  voz  de  Juanillo  que  procuraba  contenerlos. 
La  puerta  de  la  cocina  se  abrió  de  par  en  par,  y 
entraron  precipitadamente  el  Maestro  de  Escuela 
y  el  Cojüelo  como  si  vinieran  perseguidos. 

—  Cuidado  con  esos  perros  —  gritó  el  Maestro 
de  Escuela;  — ya  hubieron  de  mordernos  por  dos 
veces.  —  Me  llevaroíi  un  pedazo  de  blusa — dijo 
el  Gojuelo  pálido  como  la  cera.  — No  tengáis  miedo, 
buen  hombre  —  dijo  Juanillo  cerrando  la  puerta; 

—  en  mí  vida  he  visto  perros  mas  endinos...  Sin 
duda  el  frió  los  puso  rabiosos  y  quieren  morder 
para  entrar  en  calor.  —  ¡También  tú/  — dijo  el 
lio  Chatelaii  deteniendo  al  vii'jo  Lisandro,  que 
empezó  á  enseñar  los  colmillos  y  queria  arrojarse 
á  los  recienvenidos.  —  Oyó  á  !os  oíros  ladrar  fy 
quiere  también  hacer  de  persona.  ,  Quieres  mar- 
cliarte  á  tu  rincón,  tó  charlatán! 

A  la  voz  del  tio  Chalelan,  acompañada  de  un 
puntapié  significativo,  volvióse  Lisandro  á  su  rin- 
cón predilecto  del  hogar.  El  Maestro  de  Escuela  y 
el  Cojuelo  estaban  en  el  umbral  de  la  puerta  sin 
atreverse  á  pasar  adelante,  y  al  ver  los  habitantes 
de  la  quinta  el  horrible  semblante  del  bandido; 
quedáronse  petrificados  unos  de  disgusto  y  otros 
de  horror.  El  Cojuelo  observó  esta  impresión  ,  y 
se  llenó  de  orgullo  contemplando  el  terror  que 
inspiraba  su  compañero.  Desvanecido  este  primer 
movimiento,  el  tio  Chatelan,  que  solo  pensaba  en 
llenar  los  deberes  de  la  hospitalidad,  dijo  al  Maes- 
tro de  Escuela. 


112  LOS  MISTERIOS  DE    PARÍS. 

—  Buenas  noches,  amigos:  acercaos  á  la  lumbre 
y  os  calentaréis  un  poco  ánles  de  cenar.  Tomaréis 
un  bocado  con  nosotros,  porque  justamente  esta- 
mos empezando.  Sentaos,  sentaos  allí.  ¡Pero  en 
que  estoy  pensando  ;  — anadió  el  buen  labrador, — 
no  me  acordaba  que  erais  ciego  por  desgracia,  y  de 
que  debia  hablar  á  vuestro  hijo.  Vamos,  hijo  mió, 
acércalo  á  la  chimenea.  —  Ya  voy,  mi  querido  se- 
ñorito —  respondió  el  Cojuelo  con  un  tono  nasal, 
hipócrita  y  compunjido; — /Dios  nuestro  señor  os 
premie  la"  caridad!...  Vamos,  padrecito,  vamos... 
cuidado  con  tropezar.  —  Y  el  Cojuelo  guió  al  ban- 
dido hasta  la  chimenea. 

Regañó  de  nuevo  el  caduco  Lisandro  al  verlos 
acercarse  :  pero  habiendo  olfateado  por  un  mo- 
mento hacia  el  Maestro  de  Escuela,  empezó  á  ahu- 
llar  con  la  lúgubre  y  dolorida  voz  de  los  perros 
cuando  huelen  la  muerte  ,  según  dice  el  vulgo. 

—  /Uavo  !  —  dijo  entre  sí  el  Maestro  de  Escuela, 
—  Si  olfatearán  también  la  sangre  estos  demonios 
de  animales;  porque  ahora  me  acuerdo  qne  tengo 
puesto  el  mismo  pantalón  que  llevaba  cuando  el 
asesinato  del  ganadero...  —  ¡Vaya  un  caso!  —  dijo 
Juanillo  en  voz  baja. — Miren  como  olfatea  la  muer- 
te el  amigo  Lisandro  al  ver  al  ciego/ 

Sobrevino  entonces  una  cosa  estraña.  Los  ahu- 
Ilidos  de  Lisandro  eran  tan  agudos  y  doloridos,  que 
al  punto  que  los  oyeron  los  demás  perros  ,  pues  la 
cocina  daba  sobre  el  zaguán  y  tenia  hacia  él  una 
ventana,  empezaron  á  repetir  á  un  mismo  tiempo, 
como  de  costumbre  entre  la  raza  canina,  los  que- 
jidos fúnebres,  que  según  la  creencia  vulgar  pro- 
nostican la  cercanía  de  la  muerte.  Aunque  eran  po- 
co supersticiosos  los  dependientes  de  la  quinta  de 
Bouqueval ,  se  miraron  unos  á  otros  con  espanto;  y 
aun  el  mismo  Maestro  de  Escuela,  á  pesar  de  su 


LA  CENA.  113 

conciencia  infernal  y  endurecida,  se  exlremeció  al 
cscüciiar  los  ahullidos  sini<ístros  que  habian  empe- 
zado á  su  llegada...  á  la  llegada  de  un  asesino.  El 
Cojuelo,  niño  escéptico,  descarado  y  corrompido, 
por  decirlo  así,  desde  el  pecho  de  su  madre  ,  como 
lo  son  generalmente  los  hijos  de  París,  fué  el  único 
que  se  mostró  indiferente  al  efecto  moral  de  aque- 
lla escena.  El  aborto  de  Brazo  Rojo  solo  pensaba 
en  que  ya  no  lo  morderían  los  perros,  y  se  burla- 
ba de  lo  que  llenaba  de  miedo  á  los  habitantes  de 
la  quinta  y  hacia  estremecer  al  mismo  Maestro  de 
Escuela. 

Pasado  el  primer  estupor,  salió  Juanillo  de  la  co- 
cina, y  se  oyó  luego  después  el  chasquido  de  un 
látigo  que  disipó  los  lúgubres  presentimientos  del 
Turco,  del  Sultán  y  del  Moreno.  El  semblaste  con- 
tristrado  de  los  labriegos  fué  serenándose  poco  á 
poco,  y  al  cabo  de  algunos  momentos  les  inspiraba 
ya  mas  compasión  que  horror  la  espantosa  fealdad 
del  Maestro  de  Escuela  ,  se  condolieron  de  la  im- 
perfección del  niño  COJO  cuya  cara  traviesa  halla- 
ban muy  interesante,  y  alabaron  mucho  la  aten- 
ción con  que  cuidaba  de  su  padre.  Renovóse  con 
energía  el  apetito  de  los  labradores,  y  solo  se  oyó 
por  algún  rato  el  ruido  de  los  platos  y  tenedores; 
y  al  paso  que  los  mozos  y  mozas  esgrimían  sus  ga- 
nas contra  los  rústicos  manjares,  observaban  con 
tierna  compasión  los  cuidados  que  el  niño  prodi- 
gaba Á  su  padre,  junio  al  cual  se  habia  sentado, 
cortándole  la  carne  y  el  pan  y  echándole  de  beber 
con  afán  cariñoso  y  filial.  Esto  era  lo  mejor  del  cua- 
dro; veámoslo  ahora  por  el  lado  peor.  El  Cojuelo, 
así  por  una  propensión  á  iniilar,  natural  en  su  edad, 
como  por  innata  crueldad ,  se  complacía  como  la 
Lechuza  en  atormentar  al  Maestro  de  liscuela;  y 
asi  es  que  este  ser  raquítico  y  despreciable  sentía  el 


lli  LOS  MISTERIOS  DE   PARTS. 

mayor  placer  en  divertirse  con  nn  tigre  enjaulaíJo 
Para  colmar  el  placer  de  atormentar  al  Maestro  de 
Escuela  sin  que  el  bandido  pudiese  quejarse,  ni  aun 

E estancar,  compensaba  cada  obsequio  aparente  que 
acia  á  su  supuesto  padre,  con  una  coz  que  dirigía 
por  debajo  de  la  mesa  á  una  llaga  antigua  que,  co- 
mo muchos  presidarios,  tenia  en  la  pierna  dererha 
el  Maestro  de  Escuela,  en  el  sitio  de  la  argolla  de 
la  cadena.  La  paciencia  estoica  del  bandido  para  su- 
frir los  golpes  del  Cojuelo  fué  tanto  mas  maravi- 
llosa ,  porque  el  pequeño  monstruo,  á  fin  de  hacer 
mas  horrible  y  difícil  la  situación  del  Maestro  de 
Escuela,  eligía  para  atormen{arlo  los  momeiHosen 
que  hablaba  ó  bebía.  —  Toma,  papá,  una  nuez 
bien  descascarada  —  dijo  el  Cojuelo  poniendo  en  el 
plato  del  Maestro  de  liscuela  el  núcleo  limpio  de 
una  nuez.  —  Bueno,  hijo  mío;  bueno  oso  me  gusta 
—  dijo  el  tío  Ghatelan:  y  dirigiéndose  luego  al  ban- 
dido continuó:  sois  muy  dignode  lastima  amigo  mió; 
pero  tenéis  un  hijo  excelente ,  y  eso  debe  consolaros 
algo.  —  Sí,  no  hay  duda,  es  grande  mi  desgracia  y 
á  no  ser  por  el  cuidado  de  mi  hijo...  me... 

Y  al  llegar  aquí  el  ^íaestro  de  Escuela  no  pudo 
contener  un  agudo  grito,  ponjue  el  hijo  de  Brazo 
Rojo  lo  habia  acertado  en  lo  mas  vivo  de  la  llaga ,  y 
el  dolor  fué  intolerable. 

—  ¡Jesús'  ¿qué  tenéis,  papá  queridito?  exclamó 
el  Cojuelo  con  voz  lastimera,  levantándose  y  echán- 
dose al  cuello  del  Maestro  de  Escuela.  Este,  en  el 
primer  acceso  de  dolor  y  de  rabia  ,  quiso  ahogar  al 
abominable  aborto  entre  sus  brazos  de  Hércules,  y 
lo  apretó  contra  el  pecho  con  tal  violencia,  que  el 
niño  perdió  la  respiración  y  dio  un  sordo  gemido. 
Mas  reflexionando  luego  que  no  podría  pasar  sin  el 
Ciíjiííílo  reprimió  su  ira  el  bandido  y  lo  echó  de  sí 
haciéndole  o!ra  vez  tomar  su  asiento.  Los  paisanos 


LA  CENA.  Ii5 

solo  vieron  en  todo  esto  un  i;amb¡o  mutuo  de  ternura 
paternal  y  filial,  y  la  palidez  del  Cojuelo  les  pareció 
causada  por  la  emoción  que  habla  sentido  como  hi- 
jo afectuoso. 

—  ¿Qué  tenéis,  buen  hombre?  preguntó  el  tio 
Chatelan. —  K\  grito  que  acabáis  de  dar  ha  hecho 
perder  el  colora  vuestro  hijo...  ¡Pobre  criatura 
apenas  pueda  respirar  I  —  No  es  nada  — repuso  el 
Maestro  de  Escuela  con  serenidad.  —  Soy  herrero 
de  profesión,  y  hace  algún  tiempo  que  batiendo  á 
martillo  una  barra  de  hierro  caliente  ,  me  cayó  so- 
bre las  piernas  y  me  hizo  una  profunda  llaga  que 
aun  no  se  hacicatricado.  Hace  un  rato  que  he  trope- 
zado con  el  pié  de  la  mesa  y  no  he  p<jdido  reprimir 
un  grito  de  dolor.  —  ¡  Pobre  papá  !  dijo  el  Cojuelo 
vuelto  en  si  de  su  emoción  y  dirigiendo  una  mirada 
diabólica  al  Maestro  de  Escuela  —  i  pobre  papá  es 
verdad ,  señoritos ,  es  verdad ,  que  nunca  se  le  pudo 
curarla  pierna.  /Ahí  de  buena  gana  tuviera  yo  la 
llaga  ,  con  taf  qu*»  no  la  tuviese  mi  querido  papá... 

Las  mujeres  miraron  al  Cojuelo  con  ternura. 

—  Amigo  mió  —  dijo  el  tio  Chatelan  —  siento 
que  no  hayáis  venido  á  la  quinta  hace  tres  semanas 
en  lugar  de  haber  venido  esta  noche. — ¿Porqué? 
hace  algunos  dias  que  hemos  tenido  aquí  un  doc- 
tor de  Paris,  que  sabe  curar  maravillosamente  el 
nial  de  piernas.  Hay  en  la  aldea  una  vicjecita  que 
no  podia  andar  hacia  tres  años:  el  doctor  le  aplicó 
un  ungücnio  á  las  llagas,  y  ahora  corre  como  un 
gamo  y  tiene  hecho  propósito  de  ir  á  pié  á  dar  las 
graciasá  su  redentor  que  vive  en  la  calle  de  las  Viu- 
das. Ya  veis  que  desde  aquí  hay  una  buena  tirada 
de  camino...  ¿Pero  que  tenéis?  ¿os  vuelve  á  doler 
la  maldita  llaga?  —  Sí  —  respondió  el  bandido  pro- 
curando contener  su  turbación  —  todavía... — ¡Cuán- 
to siento  que  no  se  halle  aqui  el  médico  1  —  dijo  el 


116  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

tío  Chatelan.  —  Pero  puedo  aseguraros  que  os  cura- 
rá, porqué  es  tan  caritativo  como  sabio  en  su  pro- 
fesión: cuando  vol  vais  á  París  haced  que  vuestro  hijo 
os  lleve  á  su  casa  ,  que  es  en  la  calle  de  las  Viudas, 
núm.  17,  y  estoj  seguro  que  no  os  faltará.  Aunque 
olvidéis  el  número  nada  importa ,  porque  hay  po- 
cos médicos  en  aquel  sitio ,  y  sobre  todo  médicos 
de  su  color...  porque  habéis  de  saber  que  el  señor 
David  de  quien  os  estoy  hablando  es  negro. 

El  rostro  del  Maestro  de  Escuela  estaba  cubierto 
de  cicatrices ,  que  no  pudo  notarse  su  palidez.  Sin 
embargo  estaba  pálido,  pues  se  le  había  helado  la 
sanare  de  las  venas  al  oír  hablar  primero  de  ja  ca- 
sa de  Rodolfo,  y  después  de  David  el  doctor  negro 
'  que  por  orden  de  Rodolfo  le  habia  aplicado  el  terri- 
ble suplicio,  cuyas  consecuencias  sufría  á  cada  mo- 
mento. 

El  tio  Chatelan  sin  observar  la  palidez  del  ban- 
dido continuó: 

—  Pero  cuando  os  marchéis,  amigo  mío,  dare- 
mos á  vuestro  hijo  las  señas  de  la  casa.  Es  tan  bue- 
no el  señor  David,  que  nos  agradecerá  que  le  pro- 
porcionemos la  ocasión  de  favorecerá  un  desgraciado. 
Anda  siempre  tan  triste  que  me  da  compasión...  Pe- 
ro vamos  echemos  un  trago  á  su  buena  salud...  — 
Gracias,  no  tengo  sed  —  repuso  el  Maestro  de  Es- 
cuela con  aire  sombrío.  —  Mirad  que  no  os  ofrezco 
cidra  sino  vino  puro  —  dijo  el  labrador.  —  Cuántos 
particulares  quisieran  beberlo  tan  bueno  !  Esta 
quinta  es  muy  diferente  de  las  demás...  ¿  que  os  pa- 
rece de  nuestra  mesa?  —  Muy  buena  respondió  el 
Maestro  de  Escuela  ,  cada  vez  mas  sumerjido  en 
sus  meditaciones  siniestras.  —  Pues  la  misma  vida 
hacemos  todos  los  días:  buen  trabajo  y  buena  ta- 
jada, buena  conciencia  y  buena  cama;  ahí  tenéis 
nuestra  vida  en  cuatro  palabras,  somos  siete  labra- 


LA  CENA.  119 

dores  y  sin  ánimo  de  alabarnos,  hacemos  el  traba- 
jo de  calorce;  pero  (ambien  nos  pagan  como  si  fué- 
semos catorce.  A  los  labradores,  ciento  y  cincuenta 
escudos  al  año;  á  las  mozas  de  servicio...  sesenta  es- 
cudos ,  y  además  partimos  entre  lodos  el  diezmo  de 
lo  que  produce  la  quinta.  Ya  podréis  discurrir  que 
no  dejamos  descansar  un  palmo  de  tierra,  porqué 
cuanto  mas  produce  la  vieja  morena  ,  tanto  mas  te- 
nemos que  partir.  —  De  esta  manera  no  debe  enri- 
quecerse mucho  vuestro  dueño  —  dijo  el  Maestro  de 
Escuela.  —  ¿Nuestro  amo?  ;  oh  nuestro  amo  no  es 
como  los  demás :  tiene  un  modo  de  enriquecerse 
que  nadie  conoce  sino  él. —  ¿Que   queréis  decir  ? 

—  preguntó  el  ciego  deseando  entrar  en  conversa- 
ción para  disipar  los  negros  pensamientos  que  le 
perseguían  :  —  según  eso  vuestro  amo  es  un  hom- 
bre extraordinario. 

—  Extraordinario  en  todo  ,  amigo  mió  :  pero  ya 
que  la  casualidad  os  trajo  á  esta  aldea  ,  que  por  es- 
lar  tan  apartada  de  la  carretera  quizá  no  volvereis 
á  ella  jamas,  no  quiero  (|ue  os  vayáis  sin  saber  quien 
es^ nuestro  amo  y  loque  hace  de  esta  quinta.  Os  lo 
diré  en  dos  palabras  ,  con  la  condición  de  que  lo 
contareis  á  todo  el  mundo  ,  y  nu  os  costará  mucho' 
trabajo  porque  es  una  historia  tan  agradable  al  que 
la  refiere  como  al  que  la  escucha,  — Me  habéis  dado 
ganas  de  saberla  — repuso  el  Maestro  de  Escuela. 

—  Y  no  os  pesará  de  oiría — dijo  el  tío  Chatelan 
al  bandido.  —  Figuraos  que  un  dia  nuestro  amo  s**, 
puso  á  discurrir. y  dijo  para  sí :  « ¡  Caramba  !  yo  es 
verdad  que  soy  rico,  pero  como  esto  no  me  abre  las 
ganas  de  comer...  si  diera  de  comer  á  los  que  no 
comen  auncpie  tienen  ganas...  y  si  hiciera  comer 
mejor  á  los  que  no  pueden  comer  cuanto  quieren... 
Pues  señor,  todo  estose  puede  hacer;  /manos  á  la 
obra !  »  Y  como  quien  no  quiere  la  cosa  ,  nuestro 


118  LOS  MISTERIOS  DE  PARTS. 

señor  puso  manos  á  la  obra,  j  compró  esla  quinta, 
que  por  aquel  tiempo  no  daba  mucho  de  síj  ni  tenia 
mas  que  dos  arados :  esto  me  consta  porque  he  na- 
cido en  ella.  Nuestro  amo  aumentó  las  tierras,  y 
ia  razón  lue<^o  os  la  diré...  Al  frente  del  estableci- 
miento colocó  á  una  muger  excelente,  y  tan  res- 
petable como  desgraciada,  calidades  muy  recomen- 
dables para  nuestro  am.o...  y  la  dijo:  «Esta  casa 
será  como  la  casa  de  Dios  ,  que  se  abre  á  los  bue- 
nos y  se  cierra  á  los  malos:  echareis  de  ella  á  los 
mendigos  perezosos  ,  pero  daréis  la  limosna  del  tra- 
bajo á  los  que  tengan  valor  para  merecerla  :  esta 
limosna,  lejos  de  humillar  al  que  la  recibe,  apro- 
vecha al  que  la  dá ,  y  el  rico  que  no  la  dá  es  in- 
digno de  ser  rico...»  Así  dijo  nuestro  amo...  pero 
«un  hizo  mas  de  lo  que  dijo...  Antiguamente  hahia 
un  camino  directo  de  aquí  á  Ecouen  que  acortaba 
la  distancia  cerca  de  una  legua;  pero  llegó  á  po- 
nerse tan  descalabrado  que  apenas  se  podía  andar 
por  él,  y  era  la  muerte  de  los  caballos  y  de  los 
Cxírros.  Un  escote  entre  todos  los  propietarios  de! 
país  hubiera  bastado  para  ponerlo  en  buen  estado; 
pero  cuantomas  deseaban  lodosellos  la  composición 
del  camino  ,  tanto  mayores  eran  los  ascos  que  ha- 
cían para  dar  el  dinero.  Viendo  esto  nuestro  amo 
echó  otra  vez  sus  cuentas  y  dijo:  a  El  camino  se 
hará  ;  pero  como  los  que  deberían  contribuir  á  ha- 
cerlo no  contribuyen,  y  como  es  una  especie  de 
camino  de  lujo,  no  será  de  provecho  hasta  pasado 
algún  tiempo  para  los  que  tienen  caballos  y  carrua- 
jes ;  pero  será  de  provecho  desde  luego  para  los 
que  no  tienen  mas  que  dos  brazos  y  ganas  de  tra- 
bajar, aunque  no  tienen  trabajo.  Por  ejemplo,  nos 
llega  á  la  quinta  un  mozo  sano  y  robusto,  llama 
á  la  puerta  y  dice  :  Tengo  hambre,  señores  ,  y  no 
tengo  en  donde  ganar  el  pan  :  o  Si  no  es  mas   que 


LA    CENA.  119 

eso,  muchacho ,  aquí  llenes  una  buena  sopa,  un 
azadón  y  una  pala  ;  inls  luego  al  camino  de  Ecouen, 
en  donde  harás  cada  dia  dos  toesas  de  morrillo  ,  y 
cobrarás  lodas  las  noches  cuarenta  sueldos,  á  veinle 
sueldos  la  loesa  y  á  diez  sueldos  la  media  toesa; 
sino  no  cobrarás  nada.  »  Cuando  vuelvo  al  anoche- 
cer,  voy  lodos  los  dias  á  dar  un  vistazo  al  camino 
y  á  informarme  del  trabajo  de  cada  uno. — Y 
cuando  uno  ¡)iensa  que  hubo  dos  bribones  sinver- 
güenza qjje  comieron  la  sopa  y  se  largaron  con  el 
azadón  y  la  pala... — dijo  Juanillo  con  indignación: 

—  Vamos,  es  lance  para  desanimar  á  cualquiera... 

—  Es  verdad,  yo  no  sé  como  el  amo...  —  dijeron 
algunos  labradores  — Eso  está  bueno  —  interrum- 
pió el  lio  Chatelan;^ — pero  es  lo  mismo  que  si 
dijéramos  que  no  se  debia  plantar  ni  S'mbrar  por- 
que hay  orugas  y  gorgojo,  y  otros  animalejos  que 
roen  las  hojas  y  el  grano.  No  ,  señor  ,  hay  reme- 
dio para  los  gusanos  ;  y  Dios  que  no  es  lerdo,  hace 
brotar  nuevos  retoños  y  espigas  de  modo  que  ni  si- 
quiera se  echa  de  ver  el  daño  que  hicieron  los  in- 
sectos. ¿No  es  verdad,  amigo  mió?  —  dijo  el  la- 
brador al  Maestro  de  Escuela.  —  Sí,  sí;  no  hay 
duda  —  repuso  el  bandido  que  parecia  sumido  en 
profundas  reflexiones.-^  Pambien  hay  trabajos  pro- 
porcionados para  la  fuerza  de  las  mugeres  y  de  los 
niños  —  añadió  el  lio  Chatelan. — Y  con  lodo  eso 

—  dijo  Claudia  la  lechera  —  el  camino  no  adelanta 
cosa  que  digamos.  —  Pero,  hija  mia  ,  eso  afortuna- 
damente no  prueba  mas  que  no  falta  trabajo  en  el 
país  para  las  gentes  honradas.  —  Pero  para  un  en- 
fermo ,  |)ara  mí  por  ejemplo  —  dijo  de  repente  el 
Maestro  de  Escuela,  —  ¿no  me  darían  por  caridad 
alguna  ocupación  en  un  rincón  de  la  qtn'nta,  á  fin 
de  ganar  un  bocado  de  pan  y  un  abrigo  durante  los 
pocos  dias  que  me  quedan  de  vida?  ¡  Oh  !  si  tal  pu- 


120  LOS    MISTERIOS  DE  PARÍS. 

diera  ser,  amigos  mios ,  pasaria  el  resto  de  mis 
diíís  pidiendo  á  Dios  por  vuestro  amo. 

El  bandido  hablaba  enlónces  con  sinceridad.  No 
se  anepenlia  de  sus  crímenes,  pero  la  existencii) 
tranquila  y  feliz  de  los  labradores  le  parecía  lanío 
mas  envidiable  acordándose  del  horrible  porvenir 
que  le  ofrecía  la  Lechuza:  porvenir  en  que  jamas 
habia  meditado  antes  de  volver  á  unirse  con  su 
cómplice,  la  cual  lo  habia  privado  para  siempre  de 
vivir  con  las  gentes  honradas  ,  á  cuyo  lado  lo  habia 
puesto  el  Churiador. 

Miró  el  lio  Ghalelan  con  sorpresa  al  Maestro  de 
J'scuela. 

—  Pero  ,  am.igo  mió  ,  —  le  dijo  ,  — yo  no  creía 
que  vuestro  desamparo  era  tal  que  necesitaseis... 
—  ¡  Ah  /  por  desgracia  necesito  de  todo  el  mundo. 
He  perdido  la  vista  por  un  accidente  de  mi  oficio, 
^  voy  á  Louvres  á  implorar  el  socorro  de  un  pa- 
riente remoto...  Pero  ya  sabéis  que  hay  personas 
1  an  egoístas  y  duras  de  corazón...  —  repuso  el  Maes- 
tro de  Escuela.  —  ¡Oh!  no  hay  egoísmo  que  pueda 
valer  contra  un  hombre  honrado  y  trabajador  como 
vos;  contra  u^i  hombre  tan  desgraciado,  y  con  un 
hijo  tan  amante  y  tan  bueno  que  haría  enterne- 
cer á  las  mismas  piedras...  ¿  Pero  como  no  os  so- 
corre el  amo  que  os  ocupaba  antes  de  vuestra  des- 


gracia ? 


—  Murió... — dijo  el  Maestro  de  Escuela  después 
de  duda;  —  era  mi  único  amparo... —  ¿Cómo  no 
vais  al  hospicio  de  los  ciegos? — No  tengo  la  edad 
necesaria  para  entraren  él. — ] Pobre  ciego  !  ;sois 
bien  digno  de  lástima' — Pero  decidme,  ¿creéis 
que  vuestro  amo,  á  quien  respeto  ya  sin  conocerlo, 
tendrá  compasión  de  mí,  si  no  encuentro  la  caridad 
que  espero  en  mi  pariente  de  Louvres?  —  Por 
desgracia  esta  quinta  no  es  un  hospicio;  ya  veis... 


LA  CENA.  121 

La  costumbre  que  hay  aquí  es  de  admitir  á  los  en- 
fermos por  un  d¡a  ó  por  una  noche...  darles  luego 
una  limosna...  y  encomendarlos  después  al  ampare; 
de  Dios.  —  ;  De  modo  que  ninguna  esperanza  debo 
fener  de  interesar  en  mi  favor  á  vuestro  amo  I  — 
dijo  el  bandido  con  un  suspiro. — No  os  he  dicho 
mas  que  las  reglas  de  la  quinta,  buen  amigo;  i'ero 
nuestro  amo  es  tan  compasivo  j  generoso,  que  lodo 
se  puede  esperar.  —  ¡  De  veras !  — exclamó  el  Maes- 
tro de  Escuela.  —  ¿Será  posible  que  me  deje  vivir 
aquí...  en  un  rincón?...  ¡  Ah,  con  tan  poco  me  con- 
tenlaria  1...  — Os  digo  que  todo  se  puede  esper  ir  de 
nuestro  amo.  Si  os  deja  vivir  en  la  quinta,  no  ten- 
dréis que  meteros  en  un  rincón ,  pui>s  en  tal  caso  se 
os  trataria  como  á  nosotros...  como  hoy,  por  ejem- 
plo... También  habria  ocupación  para  vuestro  hijo 
según  sus  fuerzas  ,  y  no  le  faltarian  buenos  conse- 
jos y  buen  ejemplo,  porque  nuestro  venerable  cura 
lo  enseñarla  como  á  los  demás  muchachos  del  pue- 
blo ,  y  se  criarla  en  el  temor  de  Dios  y  en  las  buenas 
obras,  como  suelen  decir...  Pero  antes  de  nada  seria 
preciso  que  hablaseis  mañana  por  la  mañana  a 
Nuestra  Señora  del  Socorro..  —  ¿Cómo?  —  preguntó 
el  Maestro  de  Escuela.  —  Es  el  nombre  que  damos 
a  nuestra  ama...  Si  lográis  interesarla  en  vrestro 
favor,  estad  seguro  del  resultado  ,  porque  el  señor 
amonada  le  niega  en  punto  á  caridades.  —  ¡Ah, 
entonces  la  hablaré...  sí,  la  hablaré! — exclaujó  lle- 
no de  gozo  el  Maestro  de  Escuela  ,  creyéndose  libre 
ya  de  la  tiranía  de  la  Lechuza. 

La  alegría  del  bandido  no  halló  eco  en  el  Co- 
juelo,  porque  no  tenia  el  menor  deseo  de  cre- 
cer en  el  temor  de  Dios  biijo  los  auspicio?  de  un 
cura  venerable,  ni  de  aprovechar  los  demás  ofre- 
cimientos del  anciano  labrador:  las  inclin;  clones 
del  hijo  de  Brazo  Rojo  eran  de  lo  mas  antibi.cólico. 


122  LOS  MISTERIOS  DE  PAUIS. 

Fiel ,  por  otro  lado,  a  las  tradiciones  de  la  Lechu- 
za, verla  con  el  mayor  disgusto  el  que  el  Maestro 
de  Escuela  se  librase  de  su  tiranía  ;  y  así  es  que  se 
propuso  sacar  al  bandido  de  la  campestre  y  risueña 
ilusión  á  que  se  habia  entregado,  recordándole  la 
realidad  de  su  situación... —  ¡  Oh  ,  sí !  —  repitió  el 
iMaestrode  Escuela  —  mañana  le  hablaré...  habla- 
ré á  ¡Vuestra  Señora  del  Socorro...  tendrá  compa- 
sión de  mí,  y... 

El  Gojuelo  dio  en  aquel  momento  con  disimulo 
un  vigoroso  puntapié  en  la  llaga  del  Maestro  de 
Escuela.  El  agudo  dolor  interrumpió  la  frase  del 
bandido  ,  el  cual  dijo  con  un  terrible  estremeci- 
miento:—Sí,  espero  que  esa  buena  señora  ten- 
drá compasión  de  mí. —  Vaya,  vaya,  ¡  papai- 
lo!...  —  dijo  el  Gojuelo  ;  —  pero  tú  no  cuentas  con 
mi  tía  la  señora  Lechuza  y  que  te  quiere  tanto... 
¡Pobre  tía  Lechuzal  ¡Ah!  no  te  abandonará,  no, 
así  á  dos^or  tres,  y  no  tardaría  en  venir  á  recla- 
marte aquí  con  su  primo  el  tio  Besugo  Barbillon. — 
¡  La  tia  Lechuzal  \q\  tio  licsugQl  Por  lo  visto  el  bue- 
no del  hombre  tiene  pájaros  y  pescado  en  la  pa- 
rentela— dijo  en  voz  baja  Juanillo  con  aire  mali- 
cioso y  dando  de  codo  á  su  vecina.  —  ¡Qué  cosa  lan 
rara!  ¿qué  te  parece,  Claudia  ? 

—  ¡Anda,  anda,  desalmado!  no  se  como  tienes 
humor  para  hacer  burla  de  unos  desdichados — re- 
puso la  rolliza  joven  á  su  vez  á  Juanillo  con  un  codazo 
capaz  de  romperle  tres  costillas.  —  ¿es  prima  vues- 
tia  la  señora  Lechuza?  —  preguntó  el  Labrador  al 
Maestro  de  Escuela.  —  Sí  es  una  de  mis  parientas. 

—  respondió  el  bandido  con  aire  torbo  y  solapado. 

—  ¿  Y  es  esa  la  parienta  que  vais  á  ver  á  Louvres? 

—  preguntó  el  tio  Chatelan. 

—  Si, — repuso  el  bandido;  —  pero  creo  que 
mi  hijo  hace  mal  en  contar  con  ella.   De  todos 


LA  CBNi.  123 

modos  hablaré  mañana  a  la  señora  de  esta  casa, 
y  la  rogaré  que  inlercede  con  el  amo  principal  de 
la  quinta;  pero   ya  (jue   hablamos  del  propietario 

—  añadió  cambiando  de  conversación  para  no  dar 
motivo  á  la  imprudente    interrupción  del  Cojuelo, 

—  ahora  me  acuerdo  (jue  me  habéis  ofrecido  po- 
nerme al  corriente  de  la  organización  de  este 
establecimiento.  —  Es  verdad  quo  os  lo  ofrecí  — 
repuso  el  tio  Chatelan  — y  voy  á  cumplir  mi  pro- 
mesa. Pues  señor,  como  iba  diciendo,  el  señor  amo 
después  de  haber  ideado  á  su  manera  lo  que  llama 
él  la  limosna  del  Irabnjo,  dijo  allá  entre  sí:  Ya 
que  hay  establecimientos  y  premios  para  mejorar 
y  fomentar  los  caballos,  los  ganados,  los  arados  y 
otras  muchas  cosas  de  este  género...  ¿no  seria 
bueno  pensar  también  en  mejorar  la  condición  dé 
los  hombres?...    El   que    haya  buenos    animales, 

t)ase;  pero  mejor  seria  que  hubiese  buenos  honi- 
)res,  aunque  esto  no  sea  tan  bueno  de  conse- 
guir. A  fuerza  de  cebada,  buenos  prados,  agua  pura 
y  .algún  cui(kido  ,  los  caballos  y  demás  gana- 
dos engordarán  que  será  un  contento  ;  pero  en 
cuanto  á  los  hombres  es  negocio  iiiuy  diferente, 
porque  á  un  hombre  no  se  le  hace  virtuoso  como 
á  un  buey  gordo  y  rollizo.  Pero  si  á  un  buey 
Iv5  aprovecha  la  yerba  porque  la  encuentra  sabrosa, 
veamos  también  si  hay  modo  de  hacer  que  los 
consejos  dados  al  hombre  sean  de  tal  calidad  que 
le  tenga  cuenta  el  seguirlos... — Como  al  buey  le 
tiene  cuenta  comer  la  buena  yerba  ¿vt'rdad,  tio 
.  <]hatelan?  —  ?si  mas  ni  menos  ,  Juanillo.  —  Pero, 
lio  Chatelan  —  dijo  otro  labriego  —  he  oido  ha- 
blar en  otro  tiempo  de  una  quinta  en  que  se  en- 
señaba la  agricultura  á  ladrones  mozos,  salvo  sa 
buena  conducta  por  no  hacerles  deshonor,  los 
cuales  vivían  en  ella  muy  cuidados  y  repantiga- 


12^  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

dos  como  obispos.  —  Es  verdad ,  muchacho  ,  es 
verdad,  nada  malo  hay  en  esto;  pero  aunque  es 
menester  que  seamos  caritativos  con  los  malos  para 
que  no  desesperen ,  debemos  también  dar  espe- 
ranza á  los  buenos.  Si  en  esa  quinta  de  ladrones 
jóvenes  se  presentase  un  hombre  honrado  con 
ganas  de  trabajar  y  ganar  la  vida,  le  dirían  sin 
duda:  «¿Amigo  mió,  has  robado  ó  bagamundeado 
alguna  vez? »  —  «  No  »  —  « Pues  entonces,  querido 
mió,  no  hay  lugar  para  tí.?  »  —  Eso  es  tan  verdad 
como  el  Evangelio,  tio  Chatelan  —  dijo  Juanillo. 

—  Se  hace  por  los  bribones  lo  que  no  se  baria 
por  los  hombres  de  bien;  se  mejora  la  condición 
de  los  animales  y  no  la  de  los  hombres.  —  Pues 
justamente  para  remediar  ese  mal  y  dar  el  ejemplo, 
ha  establecido  nuestro  amo  esta  quinta,  como 
acabo  de  decir  á  este  buen  hombre... « Bien  se  yo 

—  dijo  entre  sí  —  que  alia  arriba  hay  recompensas 
para  la  gente  de  bien;  pero  aquellas  recompensas 
están  tan  lejos...  tan  altas...  que  ninguno  tiene  la 
vista  ni  el  valor  suficientes  para  verlas  y  alcan- 
zarlas. Agobiados  por  el  trabajo  desde  el  principio 
hasta  el  fin  del  dia;  y  encorbados  hacia  la  tierra, 
pasan  la  vida  cavándola  y  revolviéndola  para  otro 
dueño,  y  llegada  la  noche  descansan  de  su  pe- 
renne fatiga  en  un  duro  lecho...  Los  domingos 
se  embriagan  en  la  taberna  para  ahogar  en  la 
bebida  las  fatigas  de  la  víspera  y  del  dia  siguiente, 
fatigas  cuyo  resultado  no  varia  jamás  para  los 
infelices  que  las  sufren.  Y  después  de  tanto  tra- 
bajo ¿es  por  ventura  menos  negro  su  pan,  menos 
duro  su  lecho  Ynénor,,  enclenques  sus  hijos  y  menos 
enfermiza  su  mujer?  ¡no!  Las  pobres  criaturas 
comen  el  pan  tasado  y  nunca  pueden  satisfacer  el 
hambre.  Sin  embargo  debemos  confesar,  amigos 
míos,  que  el  pan  aunque  negro  es  un  alimento. 


LA  CENA.  125 

que  el  lecho  aunque  duro,  es  un  lecho,  y  final- 
mente que  los  hijos  viven  aunque  vivan  ham- 
brientos y  consumidos  por  la  miseria.  Los  desgra- 
ciados soportarían  acaso  alegremente  su  desventura, 
si  creyesen  que  los  demás  no  eran  mas  felices  que 
ellos ;  pero  van  al  pueblo  y  á  la  ciudad  los  dias 
de  mercado,  y  ven  el  pan  blanco,  colchones  llenos 
y  mullidos,  y  niños  alegres  y  rollizos  como  un 
rosal  de  mayo,  y  tan  hartos  y  desganados  que 
echan  rosquillas  á  los  perros.  Y  entonces,  cuando 
se  vuelven  á  su  choza  de  barro,  á  su  pan  negro, 
y  á  su  cama  dura,  dicen  los  infelices  al  ver  á  sus 
hijos  enfermos,  consumidos  y  llenos  de  miseria, 
para  quienes  hubieran  cogido  de  buena  gana  las 
rosquillas  y  mendrugos  que  los  hijos  de  los  ricos 
echaban  á  los  perros  :  «  ;  Caspíta  1  ya  que  el  mundo 
se  compone  de  ricos  y  pobres ,  ¿  porqué  no  hemos 
nacido  ricos?  ¿porqué  no  habrá  de  tocarnos  tam- 
bién nuestra  vez?  ¡esto  es  una  injusticia  I»  Pero, 
amigos  mios,  los  que  tal  dicen  no  tienen  pisca 
de  razón ,  pues  nada  contribuye  á  hacerles  el 
yugo  mas  llevadero ;  y  sin  embargo  tienen  que 
sufrir  inevitablemente  y  sin  descanso  ni  esperanza 
de  alivio  este  yugo  que  á  veces  los  lastima  y 
exaspera,  sin  disfrutar  jamás  la  tranquilidad  y 
Ja  dicha  del  reposo.  Una  vida  pasada  de  este 
modo  no  hay  duda  que  debe  parecer  muy  larga... 
tan  larga  como  un  dia  de  lluvia  sin  un  solo 
rayo  de  sol.  Finalmente,  la  mayor  parte  de  los 
jornaleros  que  piensan  de  este  modo  viven  á  mal 
consigo  mismos ,  emprenden  con  disgusto  el  tra- 
bajo diario,  y  hacen  generalmente  esta  insana 
reflexión :« ¿  A  qué  fin  habremos  de  trabajar  con 
afán  y  mejor?  ¿no  es  para  nosotros  lo  mismo  el 
que  la  espiga  sea  mas  gorda  ó  mas  menguada? 
¿qué  provecho  sacaremos  de  echar  los  bofes  tra- 

T.    II.  O 


126  LOS  mSTERIOS   IME    PARÍS. 

bajando?  Estémonos  quietos  sin  hacer  bien  ni 
mal ,  ya  que  lo  malo  no  se  castiga  y  ya  que  no 
hay  recompensa  para  lo  bueno...»  Estos  pensares 
sonde  mala  ley,  hijos  mios...  porque  del  aban- 
dono á  la  haraganería  no  hay  mas  que  un  paso^ 
y  de  la  haraganería  al  vicio  hay  menos  distancia 
todavía...  Por  desgracia  los  mas  son  los  que  nc> 
siendo  buenos  ni  malos  no  hacen  ni  mal  ni  bien; 
y  de  estos  es  de  quienes  ha  dicho  nuestro  amo 
que  era  preciso  mejorar  su  suerte ;  ni  mas  ni  me- 
nos que  si  tuviesen  el  honor  de  ser  caballos,  bue- 
yes ó  cameros...  vt  Hagamos  de  manera,  se  dijo, 
que  hallen  utilidad  en  ser  activos,  prudentes, 
instruidos,  laboriosos  y  consagrados  á  sus  deberes... 
probémosles  que  haciéndose  mejores  se  harán 
también  mas  felices...  y  todos  ganaremos  de  este 
modo.  A  fin  de  que  aprovechen  los  buenos  con- 
sejos; démosles  á  probar  acá  en  este  mundo  un  si 
es  no  es  de  la  felicidad  que  gozan  los  justos  allá 
arriba...»  Arreglado  el  plan  de  esta  manera, 
nuestro  amo  hizo  saber  por  las  cercanías  que 
necesitaba  seis  labradores  y  otras  tantas  mujeres 
ó  mozas  de  servicio ;  pero  determinó  escogerlos 
todos  entre  las  familias  mas  honradas  del  pais, 
según  los  informes  que  hubiesen  de  dar  los  alcal- 
des, los  curas  y  otras  personas  de  nota.  La  paga 
debia  ser  como  la  nuestra,  es  decir,  que  debian 
estar  como  príncipes,  comer  á  boca  de  rey  y  di- 
vidir entre  sí  el  diezmo  de  los  frutos  de  la  cosecha: 
al  cabo  de  dos  ó  tres  años  se  veria  si  era  nece- 
sario buscar  mas  labradores  que  reuniesen  las 
mismas  cualidades...  Así  es  que  desde  que  se  fundó 
el  establecimiento,  no  hay  labrador  ni  jornalero 
en  las  cercanías  que  no  eche  sus  cuentas  y  diga; 
«Seamos  activos,  honrados  y  laboriosos,  distingá- 
monos por  nuestra  buena  conduela,  y  llegarémoi 


LA  CENA.  127 

á  colocarnos  en  la  quinta  de  Bouqueval;  viviremos 
allí  como  en  un  paraíso  dos  ó  Irt's  años,  nos  per- 
feccionaremos en  el  oíicio,  sacaremos  un  buen 
peculio,  j  sobre  lodo  no  nos  fallará  quien  nos 
busque  para  el  trabajo,  porque  nadie  entra  en 
Bouqueval  sin  excelentes  informes  de  conducta. 

—  A  mí  me  ban  comprometido  ja  para  entrar 
en  la  quinta  de  Arnouville,  (jue  dii  ige  M.  Dubreuil 
—  dijo  Juanillo.  —  Y  yo  lo  estoy  también  para 
Gonesse  —  dijo  otro  labrador.  —  Va  lo  veis  ,  ami- 
go ,  como  el  eslableci miento  vs  ventajoso  para  to- 
dos y  como  se  aprovechan  de  él  los  ajiricul lores  del 
contorno  :  solo  se  emplea  á  doce  personas,  entro 
hombres  y  mujeres ,  y  se  forman  acaso  cincuenta 
sujetos  honrados  en  el  distrito  paia  pretender  las 
doce  plazas;  de  modo  que  aun  los  mismos  suj^'tos 
que  no  consiguen  ser  eujpleados  ,  no  son  por  eso 
menos  honrados,  porque  como  suelen  decir  ,  el  que 
buenas  mañas  ba,  tarde  ó  nunca  las  peí  derá,  y  co- 
mo la  esperanza  es  lo  últin>oque  se  pierde,  se  con- 
servan honrados  para  merecer  en  lodo  tiempo  que 
los  elijan.  Lo  mismo  viene  «1  ser  ,  hablarido  con  el 
respeto  debido  ,  que  cuando  se  ofrrce  un  premio 
para  el  caballo  ó  la  res  mas  lijeros,  forzudos  y  her- 
mosos ,  porque  con  el  afán  de  í»anar  el  galardón  se 
forman  cmcuenla  animales  excelentes  para  dispu- 
tarlo y  los  que  no  consiguen  ganar  el  premio  ,  no 
por  eso  son  después  menos  buenos  y  íuerles...  Por 
eso  os  decía,  auiigo  mió  ,  que  nuestra  quir.hi  uo  era 
como  las  demás  quintas  ,  y  que  nuestro  amo  no  se 
parecía  un  tris  á  los  den  as  amos.  —  \  Ya  lo  veo  — 
exclamó  el  Maestro  de  Escuela —  y  c  u.mlo  mayores 
me  paiecen  su  bondad  y  su  geneíosidad,  I.Miiomas 
espero  que  se  compadecerá  de  mi  triste  su(  ¡le.  \]n 
hombre  que  hace  el  hien  con  lanía  nob!r/;i  ,  ro 
debe  reparar  en  un  beneficio  masó  menos,  Decidiiio 


128  LOS  MISTERIOS  DE  PAIÍIS. 

por  de  pronto  su  nombre  j  el  de  Nuestra  Señora 
del  Socorro  —  añadió  con  viva  ansiedad  el  Maestro 
de  Escuela  —  para  bendecirlos  á  los  dos  ,  porque 
estoj  seguro  de  que  tendrán  compasión  de  mí.  — 
Acaso  esperáis  oir  dos  nombres  campanudos  ,  y  en 
'tal  caso  os  engañáis  de  medio  á  medio,  porque  sus 
nombres  son  tan  sencillos  como  los  de  los  santos. 
Nuestra  señora  del  Socorro  se  llama  \a  señora  Adela 
Georges...  y  nuestro  amo  se  llama  el  señor  Rudolfo. 
—  ¡  Mi  mujer  !  !...  ¡mi  verdugo  I  !...  —  murmuró 
confusamente  el  bandido ,  aterrado  como  si  lo  hu- 
biera herido  un  rayo. 

Persuadióse  el  Maestro  de  Escuela  de  que  la 
identidad  de  los  nombres  de  Rodolfo  y  de  la  se- 
ñora Adela  no  podia  provenir  de  una  coincidencia 
fortuita.  Rodolfo,  antes  de  condenarlo  al  terrible 
suplicio,  le  habia  manifestado  el  vivo  interés  que 
sentia  por  madama  Georges;  y  finalmente,  las  re- 
cientes visitas  del  negro  David  á  la  quinta  lo  afir- 
maban mas  y  mas  en  su  persuasión.  Este  encuentro, 
en  el  cual  no  pudo  menos  de  reconocer  la  mano  de 
la  Providencia,  destruía  completamente  la  esperan- 
za que  habia  fundado  en  la  generosidad  del  amo  de 
la  quinta.  Su  primer  impulso  fué  el  huir,  porque 
Rodolfo  ,  que  acaso  podria  hallarse  en  la  quinta  en 
aquel  momento,  le  inspiraba  un  invencible  terror... 
Apenas  se  hubo  repuesto  del  primer  estupor,  cuan- 
do levantándose  de  la  mesa  tomó  la  mano  del  Go- 
juelo  y  exclamó  aterrado  y  fuera  de  sí: 

—  ¡Vamonos...  vamos...  salgamos  de  aquí/ 

Los  labradores  se  miraron  asombrados  unos  á 
otros. 

—  /Cómo!  ¿queréis  marcharos  á  estas  horas? 
¿  Habéis  perdido  el  juicio ,  buen  amigo  ?  —  dijo  el 
tio  Chatelan.  —  ¿Qué  diablo  de  mosca  os  ha  pica- 
do? ¿ó  estáis  por  ventura  loco  ?... 


LA  CENA.  129 

El  Cojudo  se  aprovechó  con  doslreza  de  esta  in- 
dicación ,  dio  un  suspiro  ,  hizo  con  la  cabeza  una 
seña  afirmativa,  y  llevando  el  índice  á  la  frente 
dio  á  entender  á  los  labradores  de  la  quinta  que  no 
era  sana  la  razón  de  su  fingido  padre.  El  tio  Cha- 
telan  le  correspondió  con  otra  seña  de  inteligencia 
y  de  compasión, 

—  ¡  Vamonos...  vamos...  salgamos  de  aquí !  — 
repitió  el  Maestro  de  Escuela  tirando  de  la  mano 
al  muchacho.  Pero  el  Cojuelo,  firmemente  decidido 
á  no  dejar  la  buena  cama  de  la  quinta  ni  á  expo- 
nerse otra  vez  al  frió  de  la  noche,  dijo  al  banilido 
con  voz  mimosa  y  dolorida:  — ¿Qué  vas  á  hacer, 
padrecito?  ¡Diosmio,  te  vuelve  á dar  el  mal  de 
cabeza,  eh  /  sosiégate  y  no  pienses  en  salir  con  esta 
noche  de  perros ,  porque  te  volaria  mas  el  juicio. 
Mira ,  papá  ,  mas  quiero  desobedecerte  que  sacarte 
de  aquí  á  esta  hora  de  la  noche.  —  Y  dirigiéndose 
luego  á  los  labradores  continuó  :  —  ¿No  es  verdad, 
señoritos,  que  me  ayudareis  á  no  dejar  salir  de  aquí 
á  mi  pobre  papá  í* — Sí,  sí,  hijo  mió  ,  no  tengas 
cuidado  que  no  se  abrirá  la  puerta —  repuso  el  tio 
Chatelan  —  y  tendrá  que  dormir  en  la  quinta  esta 
noche.  — Nadie  me  obligará  á  quedarme  si  no  quie- 
ro—  gritó  el  Maeslro  de  Escuela  :  —  y  ademas,  mi 
permanencia  incomodará  á  vuestro  amo...  á  ese... 
señor  Rodolfo...  porque  ya  me  habéis  dicho  que  esta 
quinta  no  es  ningún  hospicio.  Por  lo  mismo  os 
vuelvo  á  decir  que  me  dejéis  seguir  mi  camino. 

—  ¡Incomodar  á  nuestro  amo!...  mal  conocéis  su 
genio ,  amigo  mió...  Por  desgracia  no  está  en  la 
quinta  ni  viene  á  verla  con  la  frecuencia  que  todos 
deseamos.  Pero  aun  cuando  estuviese  aquí,  no  lo 
incomodaríais  ,  no  ,  á  buen  seguro...  —  ¡  No  impor- 
ta ! —  dijo  el  bandido  mas  y  mas  aterrado — he 
cambiado  de  propósito...  mi  hijo  tiene  razón;  mi 


130  LOS  mSTERIOS  DE  P.ÍRIS, 

prima  de  Louvres  tendrá  compasión  de  mí...  y 
quiero  ir  á  verla  ahora  mismo.  —  Lo  que  puedo  de- 
ciros—  dijo  con  buen  humor  el  lio  Chatelan  cre- 
yendo que  el  ciego  estaba  realmente  loco — es  que 
no  contéis  con  marcharos  esta  noche  ni  con  llevar  á 
vuestro  niño  por  esos  mundos  de  Dios;  todo  está 
dispuesto  para  impedíroslo. 

No  se  mitigó  el  terror  del  bandido  con  saber  que 
Rodolfo  no  estaba  en  Bouqueval,  pues  aunque  esta- 
ba horriblemente  desfijiurado,  temia  ser  reconocido 
por  su  mujer,  que  podia  bajar  á  la  cocina  de  un 
momento  á  otro.  Creia  que  en  tal  caso  lo  denuncia- 
ria  y  lo  haria  prender ,  porque  estaba  persuadido 
de  que  Rodolfo,  al  imponerle  un  terrible  castigo, 
habia  tenido  por  principal  objeto  satisfacer  el  odio 
y  la  venganza  de  la  señora  Adela  Georges.  Mas  co- 
mo no  podia  salir  de  la  quinta  y  se  hallaba  á  la 
merced  del  Cojuelo ,  resignóse  por  último  á  pasar 
en  ella  la  noche  ,  y  á  fin  de  evitar  el  que  conociese 
su  mujer,  dijo  al  labrador: — Yaque  me  ase- 
guráis que  no  incomodaré  á  vuestro  amo  ni  á  vues- 
tra señora,  acepto  la  hospitalidad  que  me  ofrecéis; 
pero  estoy  muy  cansado  y  quisiera  recojerme  si  me 
lo  permitís...  mañana  me  marcharé  al  ser  día. — 
;0h!  eso  sí;  mañana  á  la  hora  que  queráis,  por- 
que en  esta  casa  todos  son  madrugadores;  y  para 
que  no  volváis  á  perderos ,  haremos  que  alguien  os 
Yaya  á  enseñar  el  camino. 

Yo  llevaré  el  pobre  ciego  hasta  el  fin  del  camino 
nuevo — dijo  Juanillo  —  porque  la  señora  Adela 
me  dijo  que  fuese  mañana  con  el  carro  á  Villiers- 
le-Rel  para  traer  unos  talegos  de  dinero  de  casa 
del  notario. 

—  Llevarás  en  el  carro  al  pobre  ciego ,  pero  tú 
irás  á  pié  —  dijo  el  tio  Chatelan. — La  señora  ha 
mudado  de  parecer  y  cree  con  razón  que  no  tiene 


LA  CENA.  131 

cuenta  traer  á  la  casa  tanto  dinero  por  ahora:  el  lu- 
nes que  viene  se  irá  á  Villiers-le  Bel  para  recojer- 
lo,  y  hasta  entonces  estará  también  el  dinero  en  ca- 
sa del  notario  como  aquí. 

La  señora  sabe  mejor  que  yo  lo  que  se  debe  ha- 
cer; ¿  pero  que  inconveniente  hay  para  que  venga 
el  dinero,  tio  Ghalelan? 

—  Ninguno  ,  muchacho,  ¡gracias  al  Señori  pero 
lo  cierto  es  q«e  mejor  quisiera  tener  en  la  quinta 
quinientos  sacos  de  trigo  que  diez  talegos  de  escu- 
dos. —  Vamos  — dijo  el  tio  Ghalelan  al  Maestro  de 
Escuela —  venid,  amigo;  y  tú  también,  hijo  mío 
— añadió  tomando  una  luz.  Y  saliendo  de  la  co- 
cina delante  de  los  dos  huéspedes ,  los  condujo 
hasta  un  cuarto  pequeño  del  piso  bajo  por  un  an- 
cho corredor  ,  al  cual  daban  las  puertas  de  varios 
aposentos.  Puso  el  labrador  la  luz  sobre  la  mesa  y 
<iijo  al  Maestro  de  Escuela:  — Ahí  tenéis  la  cama. 
Dios  06  de  buena  noche  y  os  cubra  con  su  gracia; 
Tú ,  hijo  mió  ,  dormirás  como  un  patriarca  ,  por- 
que á  tu  edad  no  quitan  el  sueño  los  pesares. 

Sentóse  el  bandido  triste  y  pensativo  en  la  orilla 
de  la  cama,  á  donde  lo  llevó  por  la  mano  el  Co- 
juelo.  Este  hizo  una  seña  al  labrador  en  el  momen- 
to de  salir  del  cuarto,  y  salió  á  alcanzarlo  en  el 
corredor.  —  ¿Qué  quieres,  hijo  mió? — le  preguntó 
el  tio  Chatelan.  —  ¡  Ay ,  mi  querido  señor  !  ¡si  vie- 
rais que  trabajos  paso  con  mi  padre/  Algunas  ve- 
ces le  dan  unos  ataques  y  unas  convulsiones  de 
noche,  que  yo  no  puedo  socorrerlo  solo:  ¿me  oirá 
la  jente  de  casa  si  tengo  de  pedir  socorro? —  j  Po- 
bre criatura  !  — dijo  enternecido  el  labrador  —  no 
tengas  cuidado,  no,  que  te  oirán  si  llamas...  ¿  Ves 
aquella  puerta  que  está  al  lado  de  la  escalera?  — 
Sí,  señorito,  la  veo.  —  Pues  allí  duerme  uno  de 
los  criados  :  si  hay  que  socorrer  á  tu  padre  no  tie- 


132  LOS  MISTERIOS  DE  PÁRIB. 

nes  mas  que  llegarte  á  su  cuarto  y  dispertarlo, 
porque  la  llave  está  siempre  en  la  puerta.  —  Eso 
está  bien  ,  pero  si  las  convulsiones  le  aprietan  co- 
mo de  costumbre ,  no  bastaremos  el  mozo  y  yo... 
¿  No  podríais  venir  también  ,  ya  que  sois  tan  bue- 
no, tan  bueno  que  parecéis  un  santo? — Yo  duer- 
mo, bijo  mió,  en  los  últimos  cuartos  del  zaguán  con 
los  demás  labradores ;  pero  no  tengas  cuidado  que 
Juanillo  es  tan  forzudo  que  sujetaría  á  un  toro  por 
los  cuernos.  Ademas ,  si  hubiese  necesidad  de  mas 
ajuda,  Juanillo   avisará  á  la  cocinera  vieja,  que 
duerme  al  lado  del  cuarto  de  la  señora  y  de  la  se- 
ñorita... y  en  caso  de  necesidad  sirve  de  enfermera, 
porque  todo  se  le  da  en  la  mano.  —  Gracias,  gra- 
cias ,  señorito;  voy  á  pedir  á  Dios  que  os  dé  bue- 
na salud  y  buenas  noches  y  que  reciba  la  caridad 
que  tenéis  con  mi  querido  padrecito. — Vaya  ,  bue- 
nas noches,  hijo  mió ;  espero  que  no  habrá  necesi- 
dad de  socorrer  á  tu  padre.  Vuelve  vuélvete  al  cuar- 
to ,  que  acaso  te  está  esperando.  —  Buenas  noches^ 
señorito.  —  Dios  te  de  su  gracia  ,  hijo  mió. 
Y  el  anciano  desapareció. 
Apenas  habia  vuelto  las  espaldas  cuando  el  Go- 
juelo  hizo  hacia  él  una  mueca  y  un  ademan  de  des- 
precio insultante,  familiar  á  todos  los  pilluelos  de 
París.  Este  ademan  consiste  en  dar  varios  golpes  en 
la  nuca  con  la  palma  de  la  mano  izquierda  y  ten- 
der varias  veces  hacia  adelante  el  brazo  y  la  mano 
derecha  abierta.   Este  peligroso  niño  acababa  de 
descubrir  con  diabólica  astucia  algunas  de  las  señas 
que  deseaba  obtener  para  que  la  Lechuza  y  el  Maes- 
tro de  Escuela  llevasen  á  cabo  su  siniestro  proyec- 
to. Sabia  que  la  parte  del  edificio  en  que  iba  á 
dormir  solo  estaba  habitado  por  la  señora  Adela,  Flor 
de   JMaria,  una  cocinera  vieja  y  un  criado   de  la 
quinta.   Cuando  el  Cojuelo  volvió  á'  entrar  en  el 


LA  CBNA.  133 

cuarto  del  Maestro  de  Escuela  ,  se  guardó  bien  de 
acercarse  á  él.  Este  último  le  dijo  en  voz  baja  :  — 
¿De  donde  vienes  tú,  bribón?  —  ¿qué  curioso 
eres,  anublado  chocho!...  —  ¡  Jah!  ahora  vas  á 
pagar  lo  que  me  hiciste  sufrir  esta  noche  hijo  de 
Belcebúi — dijo  el  Maestro  de  Escuela  levantándose 
con  furor  y  acercándose  á  la  pared,  y  buscó  á  lien- 
tas al  Cojuelo.  —  (Te  voy  á  malar,  lagartija  del 
infierno  !  — Ay  ,  ay,  ay  ,  que  gusto,  papá!  anda- 
mos á  la  gallina  ciega  ¡eh/  A  ver  si  me  cojes  dijo 
el  Cojuelo  huyendo  con  facilidad  de  la  persecución 
del  bandido.  Este,  dominado  al  principio  por  un 
movimiento  irreflexivo  de  cólera  tuvo  que  renunciar 
muy  pronto  á  la  captura  del  hijo  de  Brazo  Rojo. 

Obligado  á  sufrir  el  escarnio  de  un  chiquillo 
hasta  que  pudiese  vengarse  sin  peligro,  devoró 
su  impotente  furor  ,  y  se  arrojó  sobre  la  cama  pro- 
firiendo horrendas  blasfemias. 

— ;  Ay  ,  pobre  papailol...  tienes  mal  de  muelas, 
¡eh!  ¿ó  te  da  la  rabia,  ó  que  te  dá ,  para  jurar 
así  como  un  desesperado?  ¿Qué  diria  el  cura  si  te 
oyera?...  ¡.buena  penitencia  te  daria!...  —  ¡  Bueno, 
bueno  !  —  dijo  el  bandido  con  voz  ronca  y  sofocada 
después  de  un  largo  silencio; — búrlate  como  quieras 
de  mi  desgracia,  que  ya  llegará  la  tuya  ,  bribón... 
¡eso  es  muy  noble  I...  ¡muy  generoso!  —  ¡Noble! 
¡generoso!...  ¿qué  dijo  papá  ?  exclamó  el  Cojue- 
lo soltando  la  risa,  —  por  eso  te  ponias  guantes, 
para  no  lastimar  á  la  jente  que  santiguabas  con 
esas  manos  de  alcornoque  cuando  tenias  ojos.  — 
Pero  si  nunca  te  he  hecho  mal  á  tí?  porqué  me 
atormentas?  —  En  primer  lugar  porque  nabeis  tra- 
tado mal  á  la  Lechuza...  y  en  segundo  lugar  por- 
que el  lio  pendejo  nos  fastidió  haciéndose  el  man- 
dria con  los  paisanos,  que  no  parecia  sino  que 
estaba  á  los  últimos  y  que  iba  á  tomar   leche  de 


Í3V  LOS  MISTERIOS  DR  PARÍS. 

burra.  —  ¡Anda  ,  bribón,  si  fuese  posible  quedar- 
me en  esta  casa  ,  ¡que  mal  rayo  la  queme  ahora! 
tú  me  lo  hubieras  impedido  con  tu  bachillería  y  tu 
insolencia.  —  ¿Quedaros  aquí?  ¡qué  tontería!  ¿Y 
con  quien  se  divertiria  entonces  la  tia  Lechuza? 
¿Acaso  conmigo?  ya  me  dio  mi  ración  el  brujo  de 
Bradamanti.  —  ¡Aborto  del  infierno!  —  Mejor  pa- 
ra mí :  yo  pienso ,  como  mi  tia  La  Lechuza ,  que 
no  hay  cosa  en  el  mundo  mas  divertida  que  hacer 
rabiar  y  hacer  enseñar  los  dientes  á  un  mono  tan 
recio  como  vos,  que  sois  mas  fuerte  que  Sansón...  y 
á  la  verdad  vale  mas  que  seas  así  para  nuestro  recreo, 
que  como  el  belitre  de  mi  padre..,  Pero  esta  noche  sí 
que  fué  un  gusto  en  la  mesa...  ¡  Caramba !  ¡  me  daba 
mas  alegría  que  cuando  oía  gritar  á  los  que  el  señor 
Bradamanti  arrancaba  las  muelas!  A  cada  puntapié 
que  os  lardaba  á  la  sordina  os  poníais  tan  rabioso 
que  vuestros  ojos  blancos  se  volvían  encarnados  al- 
rededor ,  y  solo  fallaba  una  tinlita  azul  en  el  medio 
para  sercomo  la  escarapela  tricolor  de  los  jendarmes 
— ¡Qué  muchacho  tan  divertido!.,  no  lo  estraño  por- 
que es  propio  de  la  edad  —  dijo  el  Maestro  de  Es- 
cuela con  tono  afectuoso,  queriendo  aplacar  el  ira- 
cundo escarnio  del  Cojuelo  ;  — pero  en  lugar  de 
andar  tonteando  bien  pudieras  acordarte  de  lo  que 
te  dijo  la  Lechuza,  ya  que  la  quieres  tanto,  y 
podrías  echar  por  ahí  un  vistazo  y  sacar  los  moldes 
de  las  cerraduras  :  ¿entiendes?  esta  jente  habló  de 
algún  dinero  que  ha  de  venir  el  lunes...  y  como  se 
trata  de  volver  aquí  con  los  compañeros,  es  menes- 
ter no  perder  el  tiempo...  Sin  duda  estaba  lelo 
cuando  se  me  antojaba  quedarme  en  la  quinta...  al 
cabo  de  ocho  días  me  aburriría  entre  estos  payos... 
¿  no  te  parece,  Cojuelo  ?  — dijo  el  bandido  con  áni- 
mo de  halagar  al  muchacho.  —  ¡Verdad  que  sí! 
para  mí  hubiera  sido  un  pesar  —  contestó  el  hijo  de 


LA  CFNA.  135 

Brazo  Rojo.  —  El  negocio  que  podemos  hacer  aquí 
es  de  mucha  ¡mporlancia...  ¡P<;ro  aun  cuando  no 
hubiese  nada  ,  que  robar,  yo  volvería  solo  con  la 
Lechuza  para  vengarmel  —  dijo  el  bandido  con  la 
voz  alterada  por  el  odio  y  el  furor;  —  porque  mi 
mujeres  sin  duda  quien  ha  irritado  contra  mí  á  ese, 
endemoniado  de  Rodolfij ,  que  me  privó  de  la  vista 
y  me  dejó  á  la  merced  de  lodo  el  mundo,  de  la  Le- 
chuza y  de  un  bribón  como  tu...  Ya  que  no  pue- 
do vengarme  de  él  ,  yo  me  vengaré  en  mi  mujer... 
sí,  me  vengaré  aunque  tenga  que  incendiar  la  ca- 
sa y  perecer  entre  sus  ruinas.  ¡  Obi  sí ,  i  yo  me 
vengaré  I  —  ¡Quien  te  dejara  llegar  junto  á  tu  mu- 
jer ,  viejo  chocho  !  ¡si  supieras  que  solo  está  á  dos 
pasos  de  aquí,  como  hablas  de  babear!  Pues  mira 
yo  se  donde  está  su  cuarto...  yo...  y  puedo  llevarte 
hasta  la  misma  puerta...  /yo  lo  sé,  yo  lo  sé,  yo  lo 
sel  —añadió  el  Cojuelo  salmodiando  las  últimas 
palabras  como  tenia  de  costumbre.  —  ¿  Sabes  don- 
de está  su  cuarto? — exclamó  el  Maestro  de  Escue- 
la con  una  expresión  de  gozo  feroz  —  ¿lo  sabes? — 
Ya  te  veo  venir  —  dijo  el  Cojuelo ;  —  varaos,  álza- 
te sobre  las  dos  patas  como  un  perro  bien  educado 
cuando  su  amo  le  enseña  un  hueso...  ¡Vamos,  arri- 
ba, viejo  arredomado  I  — ¿Y  tú  sabes  en  donde  es- 
tá el  cuarto  de  mi  mujer?  —  repitió  el  Maestro  de 
Escuela  volviéndose  hacia  la  voz  del  Cojuelo.  — 
Sí  por  cierto ,  losé^  y  lo  mas  salado  es  que  el  úni- 
co hombre  que  duerme  en  esta  parte  de  la  casa  es 
un  criado  de  la  quinta  :  sé  la  puerta  de  su  cuarto , 
que  tiene  la  llave  por  afuera ^  y  en  un  abrir  y 
cerrar  de  ojos  ;  tris  ,  se  le  puede  encerrar  dentro... 
¡  Vamos  ,  arriba ,  dacá  la  pata  !  —  ¿  Quién  te  dijo 
lodo  eso? — preguntó  el  Maestro  de  Escuela  le- 
vantándose involuntariamente.  —  Y  al  lado  del 
cuarto  de  tu  mujer  duerme  una  cocinera  vieja... 


136  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

que  con  otra  vuelta  de  la  llave  quedaría  encerrada 
y  seriamos  dueños  de  toda  la  casa  ,  juntamente  con 
tu  mujer  y  la  muchacha  de  capotillo  gris  que  que- 
remos atrapar...  Vamos,  ahora  dacá  la  pala:  un 
salto  por  toda  la  compañía.  —  Mientes,  mientes... 
¿cómo  podrias  saber  eso? — Aunque  soy  cojo  no 
soy  bobo  ni  lerdo ;  y  por  eso  dije  hace  un  rato  al 
bobalicón  del  labrador  que  vino  á  .alumbrarnos, 
que  por  la  noche  te  daban  unas  convulsiones ,  y 
le  pregunté  como  podria  pedir  socorro  si  te  venia 
el  ataque  esta  noche...  Entonces  él  me  respondió 
que  si  te  daba  la  tarantela,  que  yo,  el  Cojuelo, 
pedia  llamar  al  mozo  y  á  la  cocinera ,  y  me  enseñó 
los  cuartos  en  donde  duermen;  uno  abajo,  otro 
arriba,  alladilode  tu  mujer...  de  tu  misma  mujer 
¿entiendes,  marrullero? — añadió  el  Cojuelo.  Y 
después  de  un  largo  silencio  el  Maestro  de  Escuela 
le  dijo  con  voz  sosegada  y  con  un  aire  de  espanto- 
sa resolución  :  —  Pues  mira,  óyeme...  escucha...  yo 
he  vivido  ya  bastante...  Confieso  que  hace  un  mo- 
mento he  concebido  una  esperanza  que  me  hace 
mirar  ahora  mi  suerte  como  mas  horrible...  La 
cárcel ,  el  presidio ,  la  horca  y  la  guillotina  no 
son  nada  en  comparación  de  lo  que  he  sufrido  des- 
de esta  mañana  ,  que  es  lo  mismo  que  sufriré  hasta 
el  fin  de  mis  días...  Llévame  al  cuarto  de  mi  mu- 
jer... ¿entiendes?  y  la  mataré  con  este  puñal...  Me 
matarán  después,  pero  nada  me  importa...  El  odio 
me  ahoga,  me  sofoca...  Y  no  respiraré  con  libertad 
hasta  que  me  vengue...  No  puedo  sufrir  mas...  esto 
es  demasiado...  si,  demasiado  para  un  hombre  que 
hacia  temblar  á  todo  el  mundo...  Si  supieras  lo  que 
padezco  ,  Cojuelo,  tendrías  compasión  de  mí.  Se  me 
levanta  el  juicio  y  parece  que  se  me  abre  la  cabe- 
za... la  tengo  abrasada  como  un  horno...  la  sangre 
me  hierve  en  las  venas...  — Es  constipado...  ya  en- 


LA  CENA.  137 

tiendo  ya ,  como  si  te  pariera...  En  cuanto  estornu- 
des te  pasará  el  muermo...  ¿Quieres  un  polvo?  — 
dijo  el  Cojuelo  riendo  á  carcajadas. 

Y  dando  algunos  golpes  en  la  mano  izquierda 
cerrada,  como  si  fuese  una  tabaquera ,  añadió  en  to- 
no de  burla : 

Quién  te  diera,  viejo, 
Viejo,  quién  te  diera 
De  mi  tabaquei'a. 

—  ¡Oh,  poder  de  Dios  !  ¡  Dios  mió  !  quieren  vol- 
verme loco  !  ■ —  exclamó  el  Maestro  de  Escuela, 
casi  demente  por  una  especie  de  venganza  sangui- 
naria, ardiente  é  implacable,  que  en  vano  procu- 
raba satisfacer.  El  furor  de  este  monstruo  hercúleo 
y  rabioso,  solo  era  comparable  al  de  un  lobo  ham- 
briento y  sañudo,  que  irritado  durante  todo  un 
dia  por  un  niño  al  través  de  las  barras  de  una  jau- 
la, ie  á  dos  pasos  de  sí  la  débil  víctima  sin  poder 
saciar  su  hambre  y  su  furor.  Al  oir  el  último  sar- 
casmo del  Cojuelo,  el  bandido  perdió  casi  total- 
mente el  juicio  :  frenético  y  no  pudiendo  hallar  una 
víctima  que  sacrificará  su  ira  infernal,  quiso  der- 
ramar su  propia  sangre...  pero  la  sangre  le  sofocó 
la  respiración.  Si  en  aquel  momento  tuviese  á  mano 
una  pistol%  sin  duda  se  hubiera  quitado  la  vida. 
Metió  con  agitación  ambas  manos  en  los  bolsillos, 
sacó  un  puñal ,  lo  abrió  y  se  levantó  en  ademan  de 
clavárselo ^n  el  pecho...  mas  por  rápido  que  fue  su 
movimiento,  la  reflexión,  el  miedo  y  el  instinto  vi- 
tal lo  desarmaron;  y  asi  es  que  faltándole  el  valor, 
dejó  caer  la  mano  armada  sobre  las  rodillas.  El  Co- 
juelo que  habia  seguido  atentamente  con  la  vista 
estos  movimientos  ,  luego  que  vio  el  desenlace  pa- 
cífico de  esta  veleidad  trágica,  exclamó  con  socar- 


138  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

roñería  :  -^  ¡Hola !  ¡  tcodremos  mondongo,  que  hay 
puerco  muerio  / 

El  Maestro  de  Escuela  lemiendo  perder  entera- 
noente  la  razón  en  un  exceso  de  furor  ,  procuró  de- 
sentenderse, por  decirlo  asi,  del  insullodel  Cojue- 
lo  ,  que  se  burlaba  impunemente  de  la  cobardía  de 
un  asesino  que  no  tenia  valor  para  suicidarse;  y 
viendo  que  no  podia  librarse  de  la  cruel  persecu- 
ción de  aquel  niño  maldito,  recurió  al  último  es- 
fuerzo para  aplacarlo  excitando  su  codicia. 

—  ¡  Oh  !  — le  dijo  con  voz  humilde  —  llévame  al 
cuarto  de  mí  mujer...  cojeras  todo  lo  que  quieras 
y  te  marcharás...  y  me  dejarás  solo...  gritarás  ,  pe- 
dirás socorro  si  quieres  !  Me  prenderán  y  me  ma- 
tarán en  el  siíio...  pero  no  se  me  da  ,  porque  mori- 
ré vengado...  ya  que  no  tengo  valor  para  quitarme 
la  vida...  ¡Oh!  llévame,  llévame,  ¡njo  mió...  en 
su  cuarto  hallaremos  joyas  y  oro,  y  todo  será  para 
tí,  para  tí  solo  ¿entiendes?  para  tí  solo...  yo  no 
te  pido  mas  que  que  me  lleves  á  su  cuarto...  al 
lado  de  su  cama. 

—  Sí,  ya  te  entiendo;  quieres  que  te  lleve  á  la 
puerta  de  su  cuarto ,  y  luego  junto  su  cama,  y  en 
seguida  que  te  guie  "el  brazo  ,  ¿  no  es  verdad.? 
¡Quieres  que  sirva  de  mango  á  tu  puñal,  monstruo 
horrendo! — repuso  el  Gojuelo  con  una  expresión 
de  desprecio ,  de  cólera  y  de  horror  ,  (^e  por  pri  - 
mera  vez  en  todo  el  día  dio  una  apariencia  de  se- 
riedad á  su  fisonomía  de  garduña. — Antes  me  ma- 
tarían... que  obligarme  á  llevarte  al  cuarto  de  tu 
mujer. 

—  ¡  Con  que  no  quieres  ,  eh  I 

Guardó  silencio  el  hijo  de  Brazo  Rojo;  y  acer- 
fándose  descalzo  y  sin  ser  oid)  al  Macsiro  de  lis- 
cuela  ,  que  sentado  en  la  cama  tenia  ei  puñal  en 
la  mano,  se  lo  quitó  con  destreza   maravillosa  y 


LA  CENA.  139 

se  puso  de  un  salto  en  el  estremo  opuesto  del  cuarto. 

—  ¡  Mi  puñal  1  ¡  mi  puñal  I  —  grité  el  bandido 
abriendo  los  brazos. 

—  No,  porque  mañana  seríais  cíipaz  de  pedir  que 
os  dejasen  ver  á  vuestra  mujer,  y  la  mataríais...  ya 
que  no  tenéis  valor  para  quitaros  la  vida...     . 

—  ¡  Luego  defiende  á  mi  mujer  1  —  exclamó  el 
Maestro  de  Escuela  ,  cuya  razón  se  oscurecía  por 
momentos. —  Luego  este  monstruo  es  el  demonio 
que  me  persigue.^  ¿En  donde  estoy?  ¿porqué  la 
defiende  ? 

—  Para  hacerte  rabiar... —  dijo  el  Cojuelo  dando 
otra  vez  á  su  fisonomía  el  aire  acostumbrado  de 
insolencia. 

.  —  i  Con  que  no  hay  remedio  I  —  exclamo  el  ban- 
dido enteramente  fuera  de  sí;  —  ¡pues  entonces 
pongamos  fuego  á  la  casal....  ¡La  vela!...  ¡  venga 
la  velal... 

—  ¡  Ja ,  ja,  ja  !  si  no  te  hubieran  apagado  la  vela 
de  los  ojos,  viejo  chocho...  para  siempre  jamas 
amen...  ya  hubieras  visto  que  la  vela  está  apagada 
hace  una  hora  —  dijo  el  Cojuelo  riendo  á  carcaja- 
das ;  y  luego  entonó  esta  coplilla  : 

Se  apagó  el  candil 
Quedamos   á  oscura» , 
Vamos  k  dormir, 
•    Vamos  á  dormir. 

Dio  el  Maestro  de  Escuela  un  sordo  gemido,  alar- 
gó los  brazos ,  y  sofocado  por  un  arrebato  de  san- 
gre, cayó  boca  abajo  en  el  suelo  y  quedó  sin  mo- 
vimiento. 

—  I  Ya  te  entiendo,  marrullero/  —  dijo  el  Co- 
judo ;  —  esa  es  una  treta  para  que  me  llegue  á  lí, 
y  en  seguida  darme  un  buen  soplamocos...  Ya  te 


liO  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

levantarás ,  ya  ,  cuando  te  canses  de  hacer  el  di- 
funto. 

Y  resuelto  á  no  quedarse  dormido  temiendo  que 
le  cojiese  el  bandido ,  el  hijo  de  Brazo  Rojo  per- 
maneció sentado  en  la  silla  con  la  vista  clavada  en 
el  Maestro  de  Escuela  ,  persuadido  de  que  este  no 
rx)rria  el  menor  peligro  y  que  solo  queria  hacerle 
caer  en  el  lazo.  A  fin  de  pasar  el  rato  sacó  miste- 
riosamente de  la  faltriquera  un  bolsillo  encarnado 
de  seda,  y  contó  poco  á  poco  con  ojos  de  júbilo 
y  codicia  diez  y  siete  monedas  de  oro  que  contenia. 
Explicaremos  el  origen  del  tesoro  del  Cojuelo:  se 
tendrá  presente  que  cuando  la  marquesa  de  Harvi- 
lle  iba  á  ser  sorprendida  por  su  marido  en  la  cita 
fatal  que  habia  dado  al  comandante,  Rodolfo  la  dijo, 
al  darla  un  bolsillo  con  dinero,  que  subiese  al  quin- 
to piso  en  donde  habitaba  la  familia  de  Morel  y 
que  dijese  que  iba  á  socorrerla.  Subia  pues  la  mar- 
quesa la  escalera  con  rapidez  llevando  en  la  mano 
el  bolsillo;  mas  como  lo  viese  el  Cojuelo  que  salia 
en  aquel  momento  del  cuarto  del  charlatán  ,  hizo 
que  resbalaba  al  llegar  junto  á  la  marquesa,  tro- 
pezó en  ella  y  le  robó  el  bolsillo  con  la  mayor 
sutileza.  La  joven  conoció  que  habia  sido  robada, 
pero  los  pasos  de  su  marido  que  sentía  ya  cerca 
de  sí ,  y  el  aturdimiento  en  que  se  hallaba  ,  no 
le  dieron  lugar  para  quejarse.  Después  de  haber 
contado  y  recontado  el  oro,  dirigió  la  vista  ha- 
cia el  Maestro  de  Escuela  que  continuaba  tendido 
en  el  suelo.  Acercóse  á  él,  aplicó  el  oido  ,  y  como 
lo  oyó  respirar  libremente  ,  se  persuadió  mas  y  mas 
de  que  era  un  ardid  para  cogerlo. 

—  Vamos ,  vamos,  señor  Maestro ;  /  basta  de  sies- 
tal  — le  dijo. 

Una  casualidad  habia  salvado  al  Maestro  de  Es- 
cuela de  una  congestión  cerebral,  sin  duda  mortal : 


I 


Cl       LvíivÁv^ 


LA  CE?ÍA.  141 

SU  caída  le  ocasionó  una  copiosa  evacuación  de  san- 
gre. Quedóse  luego  en  pna  especie  de  estupor  fe- 
bril, entre  dormido  y  delirante  ,  y  tuvo  este  sueño 
singular,  espantoso... 


T.  II.  10 


CAl'iTlíLO  VIH. 


EL  SUE5¡0. 


Soñaba  el  Maestro  de  Escuela  que  estaba  delante 
de  Rodolfo  en  la  casa  de  la  calle  de  las  A  ludas. 
Nada  se  había  alterado  en  el  salón  en  que  se  había 
aplicado  al  bandido  el  horrible  suplicio.  Rodolto 
estaba  sentado  á  la  mesa  sobre  la  cual  se  hallaban 
los  papeles  del  Maestro  de  Escuela  y  el  pequeño 
agnusdei  de  lapislázuli,  que  este  había  dado  a  la 
Lechuza. 

El  aspecto  de  Rodolfo  era  grave  y  pensativo. 
A  su  derecha  estaba  David  impasible  y  silencio- 
so, á  su  izquierda  el  Churiador  que  contemplaba  la 
escena  con  espanto. 

El  Maestro  de  Escuela  no  era  ciego  durante  este 
sueño,  pues  veia  al  través  de  la  sangre  cristalina 
que  llenaba  la  cavidad  de  sus  órbitas  ,  la  cual  daba 
un  color  rojo  á  todos  los  objetos. 

A  la  manera  que  las  aves  de  rapiña  se  quedan 
'inmóviles  en  el  aire  sobre  la  víctima  que  fascinan 
antes  de  devorarla,  un  buho  monstruoso  que  tenia 
la  horrenda  cabeza  de  la  Lechuza,  estaba  en  el  aire 
sobre  el  Maestro  de  Escuela  y  lo  miraba  fijamente 
con  un  ojo  redondo,  inflamado  y  verdoso. 

Esta  mirada  fija  oprimía  el  pecho  del  bandido  y 
cortaba  su  respiración. 

El  Maestro  de  Escuela  veía  un  lago  de  sangre 
que  lo  separaba  de  ia  mesa  á  que  estaba  sentado 
Rodolfo.  Pero  este  juez  inflexible,  el  Churiador  y 


EL  SUEÑO.  1Í3 

el  negro  empezaron  á  crecer  y  dilatarse,  y  con- 
vertidos  en  fantasmas  colosales  llegaban  con  la  ca- 
beza al  techo  del  aposento,  que  también  se  elevaba 
en  la  misma  proporción. 

El  lago  de  sangre  estaba  en  calma  y  relucia  como 
un  espejo  encarnado  ,  en  el  cual  veía  reílejar  su  es- 
pantosa cara  el  Maestro  de  Escuela.  Pero  algunos 
momentos  después  el  lago  empezó  á  moverse  y 
hervir,  las  ondas  se  hincharon,  y  de  la  superfi- 
cie agitada  se  desprendió  una  exhalación  íétida  co- 
mo el  olor  de  una  ciénaga,  y  una  niebla  violada  y 
lívida  como  el  color  de  los  ajusticiados.  Y  á  medi- 
da que  esta  niebla  subia  y  subia...  las  cabezas  de 
Rodolfo ,  del  Churiador  y  del  negro  subian  tam- 
bién, se  dilataban  y  dominaban  el  siniestro  vapor. 

En  medio  de  esta  niebla  lívida  se  aparecieron  al 
Maestro  de  Escuela  los  espectros  pálidos  de  las 
personas  que  había  asesinado... 

Entre  el  vapor  fantástico  ve  á  un  viejecito  calvo 
vestido  con  una  levita  parda  y  con  un  tafetán  ver- 
de sobre  los  ojos ,  que  en  un  cuarto  sucio  y  der- 
ruido se  entretiene  en  contar  monedas  de  "oro ,  y 
en  ponerlas  en  columnas  sobre  una  mesa  á  la  luz 
de  una  lamparilla.  Al  través  de  una  ventana  y  á 
favor  de  la  luna  encapotada  ,  que  apenas  alumbí  aba 
las  copas  de  algunos  árboles  ajilados  por  el  viento  , 
percibe  el  Maestro  de  Escuela  su  propia  cabeza 
espantosa  asomada  á  los  vidrios  por  la  parte  de 
fuera...  Los  ojos  inflamados  de  esta  cabeza  obser- 
vaban hasta  el  menor  movimiento  del  viejo...  rom- 
pe por  último  un  vidrio ,  abre  la  ventana ,  arró- 
jase como  un  íigre  sobre  su  víctima  y  le  clava  un 
largo  y  agudo  puñal  en  la  espalda. 

La  acción  es  tan  rápida  y  el  golpe  tan  pronto 
y  seguro ,  que  el  cadáver  del  viejo  permanece  scii- 
líido  en  la  silla,.. 


lii  LOS  5I1STEUI0S  DI-  PARÍS. 

El  asesino  quiere  arrancar  el  puñal  del  cuerpo 
muerto...  pero  no  puede... 
En  vano  lucha  y  redobla  sus  esfuerzos.         . 
Ouiere  entonces  desempuñar  el  arma  asesma... 

■'P^'.Zrse'adhiUal  mango  del  puñal,  como 
la  hola  del  puñal  al  cuerpo  del  difunto... 
"ElTsesinoVve  entonces  el  -'J;  ^ rt'satarse 
<1p  sables  en  la  p  eza  inmediata...  y  para  salvaise 
de  la  lus  icia  quiere  arrancar  del  asiento  y  llevarse 
?ra  sí  aquel  ^cuerpo  flaco  y  descarnado,  del  cual 
no  Dodia  separar  el  puñal  ni  la  mano.  . 

"Vroíodo'esenvailo...  El  V'-^ZL^TvesM- 
cadáver  pesa  como  una  masa  de  plomo...  A  pesai 
de  "u  pujanza  hercúlea  y  de  los  esfuerzos  deses- 
perados que  hace,  el  Maestro  de  Escuela  no  con- 
aítriip  mover  el  enorme  peso. 
"e1  ruido  de  pasos  y  de  sables  se  acerca  mas  y 

™U' llave  da  vuelta  en  la  cerradura...  la  puerta 
se  abre... 

t-Vn^^ef  f  b^uTo'que  estaba  en  la  ventana-  ba- 

"'Í"¿'*eI-v?Jo''i>h  ..  cv...  m  R0.1....  i  ASESI- 

«:r.1  •  ASESINOl...     jASESlNo!... 

eT  vapor  que  cúbria  el  laso  de  sangre,  oscu- 
recido por  un  momento,  volvió  á  ser  trasparente  y 
deió  ver  otro  espectro... 

Amaiiecia,  ven  medio  de  una  niebla  espesa  y 

Jiay  cinco  heridas  sangrientas...  y  a  pesar  ae  que 


EL  SUENO.  145 

está  muerto,  silba  á  sus  perros  y  pide  á  voces  ¡so~ 
corro !...  ¡socorro! 

Y  silva,  y  silva...  y  pide  socorro  por  las  cinco 
heridas  abiertas,  que  se  mueven  y  se  ajitan 
como  los  labios  al  hablar...  Tremendos  y  espan- 
tosos eran  la  voz  y  el  silvido  que  salian  á  un 
tiempo  por  la  boca  de  las  cinco  heridas  sangrien- 
tas... 

Entonces  el  buho  sacude  las  alas  y  responde  á 
los  fúnebres  gemidos  de  la  víctima  con  cinco  riso- 
tadas estridentes  y  feroces  como  el  reir  de  los  lo- 
cos: y  en  seguida  gritó: 

—  El  BOYERO  DE  POYSSY...  /ASESINO!...  ¡ASESI- 
NO!... I  ASESINO  I... 

Un  eco  subterráneo  repitió  las  siniestras  carca- 
jadas del  buho,  y  el  ruido  fué  desvaneciéndose 
hacia  el  centro  de  la  tierra. 

Al  oir  este  ruido,  dos  perros  grandes  y  negros 
como  el  ébano,  y  con  los  ojos  encendidos  como 
brasas  de  fuego,  empezaron  á  correr  y  á  dar  vuel- 
tas al  rededor  del  Maestro  de  Escuela  con  furiosos 
ladridos...  y  aunque  estaban  junto  al  asesino,  su 
voz  resonaba  á  lo  lejos  como  si  la  trajera  por 
ráfagas  el  viento  de  la  mañana. 

Los  espectros  fueron  desvaneciéndose  poco  á 
poco,  y  desaparecieron  al  fín  como  sombras  en 
el  lívido  vapor  que  no  dejaba  de  subir  hacia  el 
cielo. 

Otra  exhalación  volvió  á  cubrir  el  lago  de 
sangre. 

Era  una  especie  de  niebla  verdosa  y  trasparente, 
parecida  á  la  pared  vertical  de  un  canal  lleno 
de  agua. 

Vióse  primero  el  fondo  del  canal  cubierto  de 
un  fango  espeso  compuesto  de  reptiles  y  gusanos 
imperceptibles  á  la  simple  vista,  pero  que  aumen- 


liG  LOS  MISTERIOS  DE  PARTS. 

lados  como  si  se  vieran  por  un  microscopio,  apa- 
recían bajo  formas  monstruosas  y  proporciones 
enormes  relativas  á  su  rerdadero  tamaño.  No 
era  lodo;  era  una  masa  compacta,  viviente,  in- 
quieta; era  una  retahila  enmarañada  é  incom- 
prensible de  insectos  impuros  que  hormigueaban, 
y  pululaban ,  j  se  oprimían  unos  á  otros  levan- 
tando ondulaciones  casi  imperceptibles  sobre  el 
nivel  del  fango.  Por  encima  corria  lentamente  una 
agua  turbia ,  espesa  y  muerta  que  arrastraba  en 
su  pesado  curso  las  inmundicias  y  los  cadáveres 
de  animales  que  vomitaban  sin  cesar  los  albaña- 
ks  de  una  gran  ciudad.  . 

El  Maestro  de  Escuela  oyó  de  repente  el  ruido 
de  un  cuerpo  pesado,  que  cayendo  en  el  canal 
hizo  saltar  el  agua  hasta  su  cara... 

En  medio  de  una  multitud  de  burbujas  de  aire 
vio  algunos  momentos  después  una  mujer,  la  cual 
volvió  á  sumerjirse  luchando  con  la  agonía... 

Y  se  vio  á  si  mismo  y  á  la  Lechuza  huir  pre- 
cipitadamente de  la  orilla  del  canal  de  San  Martin, 
llevando  una  caja  cubierta  de  encerado  negro.  Y 
sin  embargo  ve  las  angustias  y  la  agonía  de  la 
víctima  que  él  y  la  Lechuza  acababan  de  echar 
al  canal. 

Después  de  la  primera  inmersión  ,  volvió  á  subir 
la  víctima  á  flor  de  agua,  y  agitó  precipitadamente  los 
brazos  ,  como  aquel  que  no  sabiendo  nadar  procura 
aairse  de  algo  para  salvar  la  vida...  Dio  luego  un 
agudo  grito;  y  este  grito  último  y  desesperado  ter- 
minó con  el  ruido  sordo  y  sofocado  de  una  ingurgi- 
tación involuntaria...  La  mujer  volvió  á  sumerjir- 
se en  el  agua. 

El  buho,  que  permanecia  inmóvil  ,  respondió  al 
grito  convulso  de  la  ahogada  como  habia  respondi- 
do á  las  voces  y  jemidos  del  ganadero. 


EL  SUENO.  IÍ7 

El  pájaro  nocturno  repitió  en  los  intervalos  de 
una  risa  fúnebre : 

—  Gluy  glu,  glu,.,  qlu,  qlu  ,  glu.„  —  Los  ecos 
subterráneos  repitieron  esta  voz. 

Sumergida  segunda  vez,  la  mujer  sofoca  primero 
el  aliento  j  hace  luego  un  movimiento  violento  de 
aspiración ;  pero  en  lugar  de  aire  respira  solamente 
agua...  Entonces  echa  hacia  atrás  la  cabeza  ,  su  ros- 
tro se  vuelve  cárdeno  y  abotargado,  y  con  los  bra- 
zos tiesos  y  el  cuello  hinchado  y  lívido,  hace  la 
última  convulsión  de  la  agonía  y  agita  los  pies  que 
estaban  apoyados  en  el  fango. 

Rodéala  al  instante  una  nube  de  lodo  negro  que 
sube  con  ella  á  la  superficie  del  agua :  y  apenas 
exala  el  último  aliento  cuando  la  cubre  una  mul- 
titud inumerable  de  gusanos  microscópicos,  vora- 
ces y  asquerosos...  El  cadáver  nada  por  un  momen- 
to, oscila  un  instante,  y  luego  se  va  sumergiendo 
lenta  y  horizontalmente  con  los  pies  mas  bajos  que 
la  cabeza,  y  empieza  á  seguir  la  corriente  del  ca- 
nal... A  veces  el  cadáver  se  vuelve  sobre  sí  mismo 
y  su  rostro  se  halla  enfrente  del  Maestro  de  Escue- 
la ;  y  entonces  el  espectro  clava  en  él  sus  dos  ojos 
vidriados  y  oijacos...  y  sus  labios  cárdenos  se  mue- 
ven como  para  hablar...  El  Maestro  de  Escuela  está 
lejos  de  la  ahogada ,  que  sin  embargo  le  murmura 
al  oido;  Glu  ,  glu  ,  glu...  glu  ,  glu  ,  glu...  »  acompa- 
ñando estas  palabras  estrañas  con  el  ruido  que  ta- 
ce un  frasco  cuando  se  llena  de  agua  al  sumer- 
girse. 

El  buho  repetia  Glu  ,  glu,  glu...  glu,  glu,  glu.,.  y 
agitando  la?  alas  gritaba  : 

—  ¡La  mujer  del  canal  de  San  martin!... 
I  Asesino  !...  ¡  asesino  !...  ¡  asesino  !..;  La  visión  de 
la  ahogada  desapareció. 

El  lago  de  sangre,  al  otro  lado  del  cual  veía  á 


lf,8  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Rodolfo,  el  Maestro  de  Escuela,  se  volvió  color  de 
bronce,  y  enrojeciéndose  luego  se  convirtió  ^'^-T^ 
hornaza ^llena  de  un  líquido  como  metal  fundido: 
y  á  poco  rato  el  lago  empezó  á  subir  bácia  el  cielo 
como  una  manga  inmensa. 

Formóse  luego  un  horizonte  rojo  como  el  hierro 
candente...  Este  horizonte  inmenso,  infinito  ,  des- 
lumhra y  abrasa  los  ojos  del  Maestro  de  Escuela, 
que  inmóvil  en  su  sitio  no  puede  volver  á  otro  lado 
la  vista...  Por  esta  lava  ardiente,  cuya  reverbera- 
ción le  ofusca  y  le  aniquila ,  ve  pasar  y  repasar 
con  lentitud  y  uno  á  uno   los  espectros  colosales 

desús  víctimas..  ,.    •    .  ,      j  í 

j  la  linterna  mágica  del  remordimiento  !...¡  del 

remordimiento  \..  —  gritó  el  buho  batiendo  las  alas 
y  riendo  á  carcajadas. 

A  pesar  del  dolor  intolerable  que  le  causa  esta 
incesante  visión,  el  Maestro  de  Escuela  no  aparta 
los  ojos  de  los  espectros  que  se  mueven  en  la  su- 
perficie abrasada...  Entonces  csperimenta  una  sen- 
sación espantosa.  Después  de  haber  pasado  por  to- 
dos los  grados  de  un  tormento  sm  nombre ,  sintió 
en  los  ojos  que  habían  sustituido  la  sangre  de  que 
estaban  llenas  sus  órbitas  al  principio  del  sueño, 
á  fuerza  de  mirar  aquel  tórrido  océano  se  calenta- 
ban, se  enrojecían,  se  fundían,  humeaban,  her- 
vían ,  y  por  ¿Itímo  se  calcinaban  en  sus  cavida- 
des como  en   dos  crisoles  de  fundición. 

Por  un  cambio  espantoso,  después  de  haber  visto 
y  sentido  las  transformaciones  sucesivas  que  redu- 
jeron á  cenizas  sus  ojos,  volvió  á  quedar  en  las  ti- 
nieblas de  su  primera  ceguedad. 

Pero  entonces  se  aplaca  como  por  encanto  su  do- 
lor intolerable,  y  un  soplo  aromático,  un  delicioso 
frescor  viene  á  refrigerar  sus  ardientes  pupiJas.  Este 
soplo  es  una  mezcla  suave  de  los  olores  que  exala 


I 


EL  SUEÑO.  1Í9 

en  las  mañanas  de  primavera  las  flores  bañadas 
aun  del  rocío.  El  Maestro  de  Escuela  oye  al  rededor 
de  si  el  murmullo  apacible  de  una  brisa  que  juega 
con  el  ramaje  de  los  árboles ,  y  como  el  de  un  ria- 
chuelo que  se  desliza  sobre  un  fondo  de  musgo  y 
de  guijarrosc.  Millares  de  avecillas  entonan  de  cuan- 
do en  cuando  sus  melodiosos  trinos;  y  cuando  ca- 
llan las  sustituyen  voces  infantiles  de  angélica,  pu- 
reza, que  cantan  melodías  estrañas,  inauditas  ,  las 
cuales  oye  subir  hacia  el  cielo  el  Maestro  de  Es- 
cuela con  un  lijero  estremecimiento.  Apodérase 
gradualmente  de  él,  el  sentimiento  de  una  felicidad 
moral,  de  una  molicie  y  de  una  languidez  indifi- 
nibles...  Era  una  espansion  del  corazón,  un  arro» 
bamiento  tal  del  espíritu  que  ninguna  impresión  fí- 
sica por  extática  que  fuese  podría  darnos  de  él  una 
idea  /  Parecióle  que  se  hallaba  en  una  esfera  aérea 
y  que  subia  á  una  distancia  inmensurable. 

Después  de  haber  saboreado  algunos  momentos 
esta  felicidad  sin  nombre ,  volvió  á  caer  en  el  te- 
nebroso abismo  de  sus  ordinarios  pensamientos. 
Su  sueño  continuó  ,  pero  no  era  ya  el  bandido  de- 
salmado que  blasfemaba  y  se  maldecía  con  impo- 
tente furor. 

Oyó  una  voz  sonora  y  solemne. 

¡  Era  la  voz  de  Rodolfo  1 

Estremécese  de  espanto  el  Maestro  de  Escuela  : 
tiene  una  idea  vaga  de  que  está  soñando ,  ]Xíro  el 
asombro  que  le  inspira  Rodolfo  es  tan  grande  que 
hace  un  esfuerzo  prodigioso ,  pero  vano,  para  huir 
de  esta  nueva  visión. 

Habla  la  voz...  y  el  bandido  escucha. 

El  acento  de  Rodolfo  no  es  iracundo  sino  triste 
y  compasivo... 

—  ¡  Pobre  desgraciado  !  —  dijo  al   Maestro   de 


loO  LOS  MISTERIOS  DE   PARÍS. 

Escuela.  —  Aun  no  es  llegada  la  hora  de  tu  ar- 
repentimiento... y  solo  Dios  sabe  cuando  llegará... 
El  castigo  de  tuá  crímenes  no  se  ha  colmado  aun... 
Has  padecido  ,  pero  no  has  espiado  ;  y  el  destino 
llevará  adelante  la  obra  de  la  justicia  inmortal... 
Tus  cómplices  se  han  convertido  en  tus  verdugos  : 
una  mujer  y  un  niño  te  dominan  y  te  atormentan... 
Al  imponerte  un  castigo  terrible  por  tus  crímenes , 
te  he  dicho...  y  acuérdate  de  mis  palabras :  Has 
abusado  criminülmente  de  tu  fuerza :  yo  paraliz  .ré 
tu  fuerza*..  Los  mas  feroces  y  vigorosos  temblaban 
delante  de  ti :  tu  temblarás  delante  de  los  mas  débi- 
les... Has  dejado  el  oscuro  y  pacífico  retiro  en  don- 
de podrias  vivir  para  arrepentirte  de  tu  vida  cri- 
minal... has  temido  la  quietud  y  la  soledad  y  pre- 
feriste volver  otra  vez  á  perturbar  la  sociedad... 
Hace  pocos  momentos  que  en  un  espantoso  y  san- 
guinario eretismo  has  querido  matar  á  tu  mujer 
que  está  bajo  el  mismo  techo  que  te  cubre:  duerme 
indefensa  ,  y  tienes  un  puñal ,  y  su  cuarto  está  á 
dos  pasos  de  tí :  nada  te  impide  llegar  á  su  lecho, 
nada  la  salva  de  tu  rabia  brutal...  nada  sino  tu  im- 
potencia... El  sueño  que  estás  soñando  podría  sal- 
varte si  te  aprovechases  de  él ,  porque  las  imágenes 
misteriosas  de  ese  sueño  tienen  un  valor  sobrena- 
tural... El  lago  de  sangre  que  te  separa  de  tus 
víctimas  es  la  sangre  que  has  derramado...  La  lava 
ardiente  que  la  sostituyó  ,  es  el  remordimiento  que 
debiera  consumirte ,  para  que  llegase  un  dia  en  que 
el  Omnipotente  ,  apiadado  de  tu  sufrir,  te  llamase 
á  sí  y  te  hiciese  gustar  las  dulzuras  del  perdón... 
Pero  no  será...  ¡no'...  es  inútil  este  llamamiento... 
lejos  de  arrepentirte  ,  blasfemarás  sin  cesar  al  acor- 
darte del  tiempo  en  que  podias  cometer  tus  críme- 
nes con  mas  libertad...  /Ay  de  tí  I  de  esa  continua 
lucha  de  tu  ardor  sanguinario  con  la  imposibilidad 


EL  SUENO.  151 

de  satisfacerlo,  de  esos  tus  hábitos  de  feroz  opre- 
sión ,  con  la  necesidad  de  someterte  á  la  voluntad 
de  unos  seres  tan  menguados  j  crueles,  resultará 
para  tí  un  fin  espantoso...  i  horrendo  I...  ¡  Ay  de  tí, 
desdichado !  I !... 

Alteróse  la  voz  de  Rodolfo  y  calló  por  un  mo- 
mento ,  como  si  la  emoción  y  el  espanto  que  sentía 
no  le  dejasen  continuar. 

El  Maestro  de  Escuela  sintió  que  se  le  erizaban 
los  cabellos. 

¿  Cual  era  ese  fin...  que  hacia  temblar  á  su  mis- 
mo verdugo?... 

— El  fin  que  te  aguarda  es  tan  espantoso —  con- 
tinuó Rodolfo —  que  si  Dios  ,  en  su  venganza  inexo- 
rable y  omnipotenter,  quisiera  hacer  que  espiases 
tú  solo  los  crímenes  de  todos  los  hombres,  no  te 
condenaría  á  im  suplicio  mas  horrendo...  ¡  Ay  de 
til...  ¡  Ay  de  tí!... 

Dio  en  esto  un  agudo  grito  el  Maestro  de  Es- 
cuela y  dispertó  sobresaltado  de  su  horrible  sueño» 


CAPiTEO  IX. 


LA  CARTA. 


Daban  las  nueve  de  la  mañana  en  el  relox  de  la 
quinta  de  Bouqueval,  cuando  madama  Adela  Geor- 
ííes  entró  lentamente  en  el  cuarto  de  Flor  de  María ; 
el  sueño  de  la  joven  era  tan  lijero  que  dispertó  en 
el  mismo  instante.  Los  rayos  de  un  alegre  sol  de 
invierno  entraban  por  las  persianas,  y  al  través  de 
las  cortinas  color  de  rosa  esparcían  una  luz  suave 
y  rojiza  por  el  cuarto  de  la  Guillabaora ,  y  cubrían 
su  pálido  rostro  del  color  que  le  faltaba. 

—  ¿  Qué  tal ,  hija  mia  ?  —  dijo  la  señora  Adela 
sentándose  en  la  cama  de  María  y  besándola  en  la 
'•frente  —  ¿  como  estáis?  —  Mejor ,  señora  ,  gracias 
á  Dios.  — ¿No  os  han  dispertado  esta  mañana  tem- 
prano? —  No  señora.  —  Me  alegro.  Ese  pobre  cie- 
go y  su  hijo,  que  han  pasado  aqui  la  noche,  se 
empeñaron  en  salir  déla  quinta  al  ser  de  dia,  y 
temí  que  os  dispertase  el  ruido  que  han  hecho 
las  puertas  al  abrirse... —  ¡  Pobrecillos!  ¿porqué 
se  han  marchado  lan  temprano  ?  —  No  lo  sé;  ano- 
che, cuando  os  dejé  mas  aliviada,  bajé  á  la  cocina 
para  verlos ;  pero  los  dos  estaban  tan  fatigados 
que  ya  se  hablan  retirado.  El  tio  Chatelan  me  dijo 
que  el  ciego  no  parecía  tener  muy  sentado  el  juicio; 
y  el  niño  que  trae  consigo  edificó  á  toda  la  gente 
de  casa  por  el  tierno  cariño  con  que  lo  cuida.  Pero 
decidme ,  María ,    habéis  tenido  alguna  calentura 


EL    SUE>0.  153 

¿  no  es  verdad  ?  no  quiero  que  os  espongais  hoy  al 
frió  ni  que  salgáis  de  Fa  sala.  —  Perdonad,  señora  ; 
esta  tarde  á  las  cinco  tengo  que  ir  á  la  rectora^, 
porque  me  aguardará  el  señor  cura.  —  Seria  una 
imprudencia;  estoy  segura  de  que  habéis  pasado 
mala  noche  ,  porque  tenéis  los  ojos  muy  cargados. 
—  Sí,  es  verdad...  he  tenido  olía  vez  unos  sueños 
horribles.'He  vuelto  á  ver  en  sueños  la  mujer  que  me 
atormentaba  cuando  era  pequeñita,  y  disperté  so- 
bresaltada y  llena  de  miedo...  conozco  que  es  una 
debilidad  ridicula  que  me  da  vergüenza...  —  ¡Yá 
mí  rae  aflije  esa  debilidad  porque  os  hace  padecer, 
hija  mia  1  —  repuso  madama  Georges  con  tono  afec- 
tuoso, viendo  que  se  arrasaban  de  lágrimas  los  ojos 
de  la  Guillabaora. 

María  se  abrazó  al  cuello  de  su  madre  adoptiva, 
y  ocultó  el  rostro  en  su  seno. 

—  ¡  Dios  mió  I  ¿qué  tenéis  ,  María  ?  j  Cuanto  me 
afligís!...  —  ¡Perdonadme,  señora,  perdonad  I  yo 
no  sé  porqué  ,  pero  hace  dos  dias  que  tengo  el  cora- 
zan  tan  oprimido...  Lloro  sin  querer  ,  y  tengo  pre- 
sentimientos tan  negros ,  tan  tristes...  que  me  pa- 
rece que  va  á  sucederme  algún  mal.  —  María  ,  os 
reñiré  si  os  dejais  dominar  así  por  terrores  ima- 
ginarios. 

Llamó  Claudia  á  la  puerta  en  aquel  momento  y 
entró  en  la  habitación. 

—  ¿Que  traéis.  Claudia?  —  Señora,  Pedro  acaba 
de  llegar  de  Arnouville  en  el  cabriolé  de  la  señora 
Dnbreuil ;  os  trae  una  carta  y  dice  que  es  muy  ur- 
gente. 

Madama  Georges  leyó  en  alta  voz  lo  que  sigue  : 
«Amiga  mia,  si  pudieseis  venir  inmediatamente 
á  mi  casa ,  me  sacariais  de  un  grande  apuro  :  Pe- 
dro os  traerá  y  volverá  á  conduciros  esta  tarde.  No 
sé  como  está  mi  cabeza.  M.  Duhreuil  ha  ido  á  Pon- 


i6'*  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

toise  para  vender  las  lanas  y  no  tengo  á  quien  re- 
currir sino  á  vos  y  á  María.  Clara  abraza  á  su  que- 
rida hermana  y  la  espera  con  impaciencia.  Procu- 
rad llegar  á  las  once  y  almorzaremos  juntas. 

«  Vuestra  sincera  amiga  > 
«  Teresa  A.  de  Dübreuil.  » 

—  ¿  Que  novedad  puede  haber  ?  —  dijo  madama 
Adela  áFlor  de  María.  —  Pero  felizmente  el  tono  de 
la  carta  de  madama  Dubreuil  indica  que  no  es  cosa 
grave. — ¿Iré  yo  también?  —  preguntó  la  Guilla- 
baora.  —  Algo  imprudente  seria  ,  porque  hace  mu- 
cho frió  —  repuso  la  señora  Adela.  —  Pero  sin  em- 
bargo, este  paseo  puede  distraeros  y  abrigándoos 
bien  os  será  saludable.  — Acaso  sí  —  dijo  la  Gui- 
llabaora  reflexionando;  —  pero  el  señor  cura  me 
aguiirda  esta  tarde  á  las  cinco  en  la  rectoral.  — Te- 
neis  razón  :  nos  volveremos  sin  falta  antes  de  las 
cinco.  —  i  Cuanto  me  alegraré  de  ver  á  la  señorita 
Clara'..  —  ¡Otra  \ez señorita  Clara]  —  dijo  mada- 
ma Georges  en  tono  de  afectuosa  reconvención.  — 
¿  Os  llama  acaso  señorita  María  cuando  os  dirije  la 
palabra?  —  No  señora  —  repuso  la  Guillabaora  ba- 
jando los  ojos  ;  —  pero  yo....  como  para  mí... — 
;  Vos  !...  j  para  vos  !...  vos  sois  una  indiscreta  que 
no  pensáis  mas  que  en  atormentaros  :  ¿  habéis  olvi- 
dado ya  la  reconvención  que  os  hice  pocas  horas 
há?  Vamos,  vestios  pronto,  abrigaos  bien  y  mar- 
chémonos para  llegar  á  Arnouville  antes  de  las 
once. 

Y  saliendo  del  cuarto  con  Claudia  dijo  á  esta  : 
—  Que  aguarde  un  momento  Pedro,  estaremos 
listas  dentro  de  un  cuarto  de  hora. 

Media  hora  después  de  esta  conversación  subían 
la  señora  Adela  y  Floree  María  á  un  gran  cabrio- 


LA  CARTA.  155 

le ,  como  los  que  usan  los  arrendatarios  ricos  de 
las  cercanías  de  Paris  ,  y  al  punto  empezó  á  rodar 
el  carruaje  ,  tirado  por  un  vigoroso  caballo  ,  por  el 
camino  alfombrado  de  yerba  que  co  re  desde  Bou- 
queval  á  la  quinta  de  Arnouville.  Los  vastos  edi- 
ficios y  numerosas  dependencias  de  la  quinta  que 
estaba  á  cargo  de  M.  Dubreuil,  indicaban  la  impor- 
tancia de  aquella  magnífica  posesión  ,  que  la  se- 
ñorita Cesarina  Noirmont  habia  llevado  en  dote  al 
casarse  con  el  duque  de  Lucenay. 

El  ruido  estrepitoso  del  látigo  de  Pedro  anunció 
á  madama  Dubreuil,  la  llegada  de  las  dos  huéspedas, 
las  cuales  se  apearon  del  carruaje  un  momento  des- 
pués y  fueron  recibidas  con  demostraciones  de  gozo 
por  la  arrendataria  y  su  hija.  Madama  Dubreuil  ra- 
yaba en  los  cincuenta  años,  y  tenia  un  semblante 
benigno  y  afable  :  las  facciones  de  su  hija  ,  moreni- 
ta,  de  ojos  azules  y  rosadas  mejillas,  exhalaban  can- 
dor y  bondad.  Cuando  Clara  se  abrazó  á  la  Guilla- 
baora  ,  vio  esta  con  sorpresa  que  su  amiga  estaba 
vestida  de  paisana  como  ella ,  y  que  su  traje  no  era 
ya  de  señorita» 

—  ¿Qué  quiere  decir  eso  ,  Clara  ?  ¿  también  vos  ? 
¿conque  os  habéis  disfrazado  de  paisana?  —  dijo 
la  señora  Adela  abrazando  á  la  bija  de  su  amiga. — 
¿Y  porqué  no  imitaria  en  todo  á  su  hermana  Ma- 
ría ?  —  repuso  madama  Dubreuil.  —  No  me  ha  de- 
jado en  paz  hasta  que  se  le  hizo  un  jubón  de  paño  , 
un  guardapiés  de  fustán  y  todo  el  traje  como  el  de 
vuestra  María...  Pero  dejemos  los  caprichos  de  estas 
muchachas  ,amiga  mia  !  — dijo  suspirando  madama 
Dubreuil.  —  Venid  ,  voy  á  contaros  los  apuros  en 
que  me  encuentro. 

Al  llegar  á  la  sala  con  su  madre  y  la  señora 
Adela  ,  Clara  se  sentó  al  lado  de  Flor  de  María,  le 
cedió  el  mejor  sitio  junto  al  fuego  de  la  chimenea. 


J56  LOSMISTRIOS  DE    PARÍS. 

le  hizo  mil  caricias  ,  cogióla  las  manos  entre  las  su- 
yas para  ver  si  estaban  aun  frías  y  la  besó  por  déci- 
ma vez,  llamándola  ingrata  y  haciéndola  en  voz 
baja  dulces  reconvenciones,  por  el  largo  espacio 
que  dejaba  mediar  entre  sus  visitas,..  Se  tendrá 
presente  el  coloíjuiode  la  pobre  Guillabaora  con  el 
cura  junto  á  la  rectoral ,  para  formar  una  idea  de  la 
mezcla  de  humildad  ,  de  dicha  y  de  temor  con  que 
recibió  estas  tiernas  é  ingenuas  caricias. 

—  ¿Qué  os  ha  pasado,  amiga  mia ,  y  en  que 
puedo  seros  útil  ?  —  dijo  la  señora  Adela.  —  j  Ah  ! 
en  mucho  rae  podéis  ser  útil :  pero  antes  de  nada 
voy  á  deciros  lo  que  pasa.  Me  figuro  que  no  sa- 
béis que  esta  quinta  pertenece  á  la  señora  duque- 
sa, de  Lucenay,  con  quien  nos  entendemos  direc- 
tamente... sin  tener  nada  que  ver  con  el  contador 
del  señor  duque. 

—  En  efecto ,  ignoraba  esa  circunstancia.  —  Aho- 
ra, diré  por  qué  os  la  revelo.  Según  esto  pagamos 
el  arriendo  á  la  misma  señora  duquesa ,  ó  á  mada- 
ma Simón ,  su  camarera  mayor.  La  señora  duque- 
sa es  tan  buena,  tan  guapa,  aunque  algo  viva  de 
genio  ,  que  da  gusto  tratar  con  ella ,  y  así  es  que 
Dubreuil  y  yo  nos  echaríamos  al  fuego  por  com- 
placerla... Ya  se  ve,  nada  tiene  de  particular  por- 
que yo  he  conocido  á  la  señora  'duquesa  cuando  era 
pequeñita  y  venia  aquí  con  su  padre  el  señor  prín- 
cipe de  Noirmont...  Hace  poco  tiempo  que  nos  ha 
pedido  adelantados  seis  meses  del  arriendo...  y  ya 
veis  que  cuarenta  mil  francos  no  se  encuentran 
así  de  manos  á  boca  ,  como  suelen  decir...  pero 
quiso  la  fortuna  que  tuviésemos  reservada  esta 
cantidad  para  la  dote  de  Clara  ,  y  de  la  noche  á  la 
mañana  la  señora  duquesa  recibió  su  dinero  en 
buenas  monedas  de  oro..  El  lujo  de  estas  señoras  del 
gran  mundo  es  la  causa  de  todos  los  lances  de  este 


LA   CARTA.  157 

género...  Sin  embargo ,  no  hace  mas  que  un  año 
que  la  señora  duquesa  empezó. á  cobrar  con  toda 
puntualidad  los  plazos  vencidos  del  arriendo,  pues 
antes  de  aque'la  época  parecia  que  no  necesitaba 
el  dinero  para  maldita  la  cosa...  ahora  es  muy  di- 
ferente. —  Hasta  ahora ,  amiga  mia ,  no  veo  en 
que  pueda  seros  útil..  — A  eso  voy,  ya  lo  veréis  : 
todo  esto  es  para  haceros  ver  la  confianza  que  me- 
recemos á  la  señora  duquesa...  ademas  de  que  á  la 
edad  de  doce  ó  trece  años  ha  sido,  con  su  padre 
por  compañero,  madrina  de  Clara,  á  quien  tiene 
hechos  mil  favores.  Pero  vamos-|[l  caso;  ayer  tar- 
de he  recibido  por  un  propio  esta  carta  de  la  Señora 
duquesa : 

« Mi  querida  señora  Dubreuil ,  es  indispensable 
que  la  glorieta  del  jardin  se  halle  mañana  á  la 
tarde  en  disposición  de  ser  habitada  :  haced  poner 
en  ella  los  muebles  necesarios,  alfombra,  cortinas, 
et.,  et.,  y  sobre  todo  procurad  que  esté  lo  mas 
confortable  que  fuere  posible... 

¡Confortable !  ya  lo  veis,  amiga  mia;  y  está 
subrayado  —  dijo  madama  Dubreuil  mirando  á  su 
amiga  con  aire  pensativo  y  embarazado ;  y  luego 
continuó ; 

(  Haced  que  tengan  el  fuego  encendido  noche  y 
dia  en  la  glorieta ,  porque  como  hace  tanto  tiempo 
que  no  se  ocupa  ,  debe  estar  llena  de  humedad. 
Trataréis  á  la  persona  que  irá  á  establecerse  en 
ella  como  si  fuese  yo  misma ;  por  una  carta  que  os 
entregará  sabréis  lo  que  espero  de  vuestro  celo. 
Cuento  con  él ,  y  no  temo  abusar  de  vuestro 
genio  servicial,  porque  sé  cuanto  me  estimáis  y 
lo  que  sois  capaz  de  hacer  en  obsequio  mió. 
Adiós,  mi  querida  señora  Dubreuil.  Un  beso  á  mi 
ahijada  ,  y  no  dudéis  del  cariño  que  os  profeso. 

T.   11.  11 


158  LOS  MISTERIOS  DE  PARlS. 

«C.  NoiRxMONT  DeLuCENAY, 

«  P.  D.  La  persona  de  que  hablo  llegará  pasado 
mañana  al  anochecer.  Vuelvo  á  rogaros  que  pon- 
gáis la  glorieta  lo  mas  confortable  que  os  fuere 
posible. 

—  /  Confortable !  ;  ya  veis  otra  vez  la  maldita 
palabra  subrayada  1  — dijo  madama  Dubreuii  me- 
tiendo en  el  bolsillo  la  carta  de  la  duquesa  de 
Lucenay.  — ¿Y  eso  que  tiene  de  particular?  nada 
mas  sencillo  —  r^uso  la  señora  Adela.  —  ¡  Cómo 
nada  mas  sencillo!...  ¿Luego  no  habéis  oido?  la 
señora  duquesa  quiere  sobre  todo  que  la  habitación 
esté  lo  mas  con for tabla  que  sea  posible  ;  y  esta  es 
precisamente  la  razón  porque  os  he  rogado  que 
vinieseis  á  verme.  Clara  y  yo  nos  hemos  devanado 
los  sesos  para  adivint/í*  lo  que  quiere  decir  con- 
fortable ,  y  ni  por  asomos...  Y  eso  que  Clara 
estuvo  en  el  colegio  de  Viilers-le-Bel  y  obtuvo  no 
sé  cuantos  premios  de  historia  y  geografía...  pero 
en  cuanto  á  esa  palabra  berroqueña  no  sabe  ni 
una  jota  mas  que  yo :  sin  duda  es  cosa  de  la 
corte  ó  de  las  gentes  del  gran  mundo...  Pero  sea 
lo  que  fuere,  no  podréis  menos  de  confesar  que  es 
cosa  para  poner  en  cuidado  á  cualquiera :  la  se- 
ñora duíjuesa  quiere  sobre  todo  que  la  habitación 
del  jardín  este  confortable ,  y  subraya  la  palabra, 
y  la  repite  dos  veces  ,  y  nosotros  no  sabemos  ni 
poco  ni  mucho  lo  que  quiere  decir.  —  Si  no  te- 
neis  otro  apuro,  yo  os  explicíiré  ese  gran  misterio 
—  dijo  sonriendo  la  señora  Adela  ;  —  confortable, 
en  el  presente  caso  ,  quiere  decir  una  habitación 
cómoda  ,  bien  compuesta  ,  bien  cerrada  ,  bien  ca- 
liente; una  habitación  enfin  en  donde  se  encuen- 
tre todo  lo  necesario ,  y  aun  si  se  quiere  lo  su- 


LA  CARTA.  139 

períluo...  —  I  Ay  Jesús  !  ahora  si  que  caigo;  pero 
cada  vez  estoy  mas  confusa.  —  ¿Porque?  —  La 
señora  duquesa  me  habla  de  alfombra  ,  de  muebles 
y  de  muchos  et  cceteras  mas ;  pero  las  alfombras 
y  los  muebles  que  aquí  tenemos  son  todos  muy 
ordinarios;  y  ademas  no  sabemos  si  la  persona 
que  ha  de  venir  es  hombre  ó  mujer,  y  es  me- 
nester que  todo  esté  listo  para  mañana  á  ía  tarde... 
¡Cómo  saldré  del  paso,  Dios  mió!  ¡si  aquí  no 
hay  de  que  echar  mano  1  Confesad  ,  amiga  mia, 
que  es  lance  para  perder  el  juicio.  —  Pero,  mamá 
—  dijo  Clara  —  ¿porqué  no  servirán  los  muebles 
de  mi  cuarto?  y  mientras  no  se  amuebla  otra  vee, 
iré  á  pasar  tres  ó  cuatro  dias  con  María  en  Bou- 
queval.  —  ¿Y  qué  haremos  con  tu  cuarto,  mucha- 
cha? ¿está  por  ventura  puesto  con  todo  lo  necesa- 
rio? ¿es  acaso  bastante  confortable...  como  dice  la 
señora  duquesa?  [YálgameDiosIyone  sé  ádondevan 
á  buscar  palabras  tan  estrambóticas.  — ¿Luego esa 
glorieta  está  de  ordinario  sin  habitar?  —  preguntó 
la  señora  Adela.  —  lístá  sin  habitar:  es  aquella 
casita  blanca  que  está  sola  al  fin  del  pomar.  El 
señor  príncipe  la  hizo  construir  para  la  señora 
duquesa  cuando  era  niña  ;  y  siempre  que  venia  á 
la  quinta  con  su  padre  pasaban  un  rato  los  dos 
\m  la  glorieta  para  descansar.  Tiene  tres  cuarti- 
tos,  y  al  fin  del  jardin  una  lechería  suiza  en  donde 
la  señora  duquesa  se  diverlia  en  liacer  ía  lechera 
cuando  era  chiquita.  Desde  que  se  casó  solo  la 
hemos  visto  dos  veces  en  la  quinta,  y  las  dos  veces 
estuvo  algunas  horas  en  la  glorieta.  La  primera 
vez;  (hace  ya  seis  años  )  vino  á  caballo  con... 

Madama  Dubreuil  se  detuvo  como  si  la  presencia 
de  Flor  de  María  y  de  Clara  le  impidiesen  conti- 
nuar la  conversación;  y  después  de  un  momento  de 
interrujx'ion,  dijo: 


160  LOS  MISTEHIOS  DE  PARÍS. 

—  Pero  yo  estoy  hablando,  y  todo  esto  no  me 
saca  de  apuros.  Vamos,  amiga  m¡a  ,  varaos  á  ver 
si  me  ayudáis  á  discurir  lo  que  se  ha  de  hacer.  — 
Decidme  como  está  compuesta  y  amueblada  la  glo- 
rieta...—  Apenas  está  amueblada;  en  la  pieza 
principal  una  estera  de  paja  ,  un  sofá  de  junco, 
algunas  poltronas  y  sillas  ordinarias  de  lo  mismo, 
y  nada  mas.  Ya  veis  que  la  tal  habitación  está 
muy  lejos  de  ser  confortable.  —  Pues  señora,  yo 
en  vuestro  lugar  enviaria  á  Paris  una  persona 
entendida  :  son  las  once  no  mas,  y  hay  tiempo 
bastante.  —  Nuestro  mayoral...  no  hay  persona  en 
la  quinta  mas  activa  y  entendida  que  él.  —  Pues 
bien,  en  dos  horas  á  mas  tardar  llega  á  París, 
entra  en  cualquiera  tapicería  de  la  Chaussée- 
d'Antin,  entrega  la  lista  que  os  haré  después  que 
haya  visto  lo  que  hace  falla  en  la  glorieta,  y  dirá 
que  sea  al  precio  que  fuere...  —  ¡Oh  !  eso  si...  en 
nada  reparo  con  tal  de  contentar  á  la  señora  du- 
quesa. 

—  La  persona  que  haya  de  ir  dirá  que  sea  cual 
fuere  el  precio  ,  debe  llegar  aqui  esta  misma  noche 
todo  lo  que  contiene  la  lisia  como  también  cuatro 
tapiceros  para  poner  todo  en  su  lugar.  —  Podrán 
venir  en  la  diligencia  de  Gonesse  que  sale  de  Paris 
á  las  ocho  de  la  noche  —  Como  solo  se  trata  de 
traer  alganos  muebles,  de  clavar  las  alfombras  y 
í^olgar  las  cortinas,  todo  puede  estar  hecho  ma- 
ñana por  la  mañana.  —  ;  Ay  querida  de  mi  alma  ! 
¡  de  que  pesadilla  me  habéis  librado  !..  Sois  mi  Pro- 
videncia, amiga  mia;  jamas  se  me  hubiera  ocurrido 
tal.  Ahora  vaisá  hacerme  la  lista  de  lo  que  se  ne- 
cesita para  que  la  glotieta  esté...  —  Confortable... 
¿  es  verdad  ?  —  ¡  Jesús  1  ¡  otra  dificultad/...  No  sa- 
bemos si  es  un  cabaliero  ó  una  señora  lo  que  ha  de 
venir.  La  señora  duquesa  habla  en  su  carta  de  una 


LA  CAUTA.  161 

persona ,  y  esto  no  hay  persona  en  el  mundo  que 
lo  entienda,.. — Preparaos  como  para  recibir  auna 
¡nujer ,  si  es  un  hombre  tanto  mejor  para  él.  — 
Es  verdad...  tenéis  razón... 

Entró  en  esto  una  criada  y  dijo  que  el  almuerzo 
estaba  pronto, 

—  Luego  almorzaremos  —  dijo  la  señora  Adela : 
—  mientras  voy  á  escribir  la  lista  de  lo  que  hace 
falta  ,  haréis  tomar  la  medida  del  alto  y  largo  de 
las  piezas  ,  á  fin  de  saber  de  antemano  lo  que  han 
de  llevar  las  alfombras  y  las  cortinas.  —  Voy  á 
decirselo  á  nuestro  mayoral.  —  Señora  —  dijo  la 
criada  —  también  está  aqui  aquella  lechera  de 
Stains:  trae  su  equipaje  en  una  carretilla  tirada 
por  un  borrico..,  y  en  verdad  que  la  carga  no  és 
muy  pesada.  —  Pobre  mujer  —  dijo  con  dolor  ma- 
dama Dubreuil.  — ¿Quien  es  esa  mujer?  preguntó 
la  señora  Adela.  —  Una  paisana  de  Stains  que  tenia 
cuatro  vacas  y  que  iba  todas  las  mañanas  á  vender 
leche  á  París.  Su  marido  era  herrador ,  y  un  dia 
que  necesitaba  herraje  acompañó  á  su  mujer  á  Pa- 
ris  ,  y  quedó  de  reunirse  con  ella  en  la  esquina 
en  donde  acostumbraba  vender  la  leche.  Por  des- 
gracia la  lechera  se  ponia  en  un  barrio  sospechoso 
según  parece  ;  y  por  eso  cuando  volvió  su  marido 
á  reunirse  con  ella ,  la  encontró  disputando  conr 
unos  borrachos  que  habian  hecho  la  indignidad  de 
derramarle  toda  la  leche.  El  herrador  quiso  entrar 
en  razones  con  ellos,  pero  le  maltrataron  :  por 
donde  se  trabó  una  quimera  en  la  cual  fué  muerto 
de  una  puñalada.  —  ¡  Que  horror  I  —  esclamó  ma- 
dama Georges  ;  —  ¿y  no  han  cojido  al  asesino?  — 
Por  desgracia  no,  porque  se  escabulló  en  medio'de 
la  confusión  que  sobrevino.  La  pobre  viuda  asegura 
que  lo  conoce  muy  bien;  porque  lo  ha  visto  mu- 
chas veces  con  sus  compañeros  en  el  mismo  barrio; 


163  LOS  MISTERIOS  DE  PARIS. 

pero  hasta  ahora  han  sido  inútiles  todas  las  dili- 
gencias que  se  hicieron  para  descubrirlo.  Después 
de  la  muerte  de  su  marido,  la  lechera  tuvo  que 
vender  las  vacas  y  algunos  pedazos  de  tierra  que 
tenia  para  pagar  deudas.  El  administrador  de  Stains 
me  recomendó  esta  pobre  mujer  que  es  una  exce- 
lente criatura,  y  tan  honrada  como  infeliz  ,  porque 
tiene  tres  hijos ,  el  mayor  de  los  cuales  no  pasa 
de  doce  años  :  como  tenia  una  plaza  vacante,  se  la 
he  dado  y  viene  á  establecerse  aquí.  —  No  estraño 
que  seáis  tan  bondadosa  ,  amiga  mia. 

—  Dime  ,  Claia  —  repuso  madama  Dubreuil  — 
¿  quieres  conducir  esa  pobre  mujer  á  su  habitación, 
mientras  voy  á  advertir  al  mayoral  que  se  prepa- 
re para  ir  á  Paris  ?  —  Sí ,  mamá  ,  y  María  vendrá 
conmigo.  —  Eso  por  supuesto  ;  ya  sé  que  no  podéis 
vivir  la  una  sin  la  otra  —  dijo  la  arrendataria.  — 
Y  yo  —  dijo  la  señora  Adela  sentándose  á  una 
mesa —  voy  á  empezar  mi  lista  para  no  perder 
tiempo,  porque  á  las  cuatro  tenemos  que  estar  de 
vuelta  en  Bouqueval. — ¡A  las  cuatro  1...  ¿qué 
priesa  tenéis  dijo  madama  Dubreil.  —  Sí,  á  las  cinco 
tiene  que  estar  María  en  la  rectoral.  —  /  Ah !  si  es 
cosa  del  señor  cura  Laporte,  inclino  la  cabeza  — 
dijo  madama  Dubreuil.  —  Voy  á  disponer  lo  nece- 
sario. Estas  dos  muchacbas  tienen  tantas  cosas  que 
decirse ,  que  es  preciso  darles  tiempo  para  que  se 
desahoguen.  —  A  las  tres  saldremos  sin  falta,  ma- 
dama Dubreuil.  —  Por  supuesto...  Pero  dejadme 
daros  gracias  otra  vez...  ¡Bendita  sea  la  hora  en 
aue  me  acordé  de  llamaros,  sino  no  sé  que  habia 
de  ser  de  mí!  —  dijo  madama  Dubreuil.  —  Varaos 
Clara;  vamos  María. 

Mientras  escribía  la  señora  Adela  salieron  por  un 
lado  madama  Dubreuil,  y  por  otro  las  dos- jóvenes 


' 


LA  CARTA.  163 

con  la  criada  que  Labia  anunciado  la  llegada  de  la 
lechera  de  Stains. 

—  ¿En  donde  está  esa  pobrecilla ?  —  preguntó 
Clara.  —  Está  en  el  patio  de  los  hórreos,  señorita , 
con  sus  hijos,  su  asno  y  su  carretilla.  —  Verás, 
María ,  verás  que  descolorida  está  y  que  aire  de 
tristeza  le  da  el  luto  de  viuda  —  dijo  Clara  cojiendo 
de4  brazo  á  la  Guillabaora.  —  La  última  vez  que  ha 
venido  á  ver  á  mamá  lloró  tanto  por  su  marido  que 
me  partió  el  corazón ;  y  luego  dejaba  de  llorar  de 
repente  y  se  entregaba  á  unos  impulsos  de  furor 
contra  el  asesino,  que  me  causaba  miedo  el  verla : 
ya  se  vé,  el  resentimiento  es  natural...  ¡pobreci- 
lla !...  ¡Cuantos  desgraciados  hay  en  el  raundol... 
¿  es  verdad  ,  María  ?  —  /  Ah !  sí,  no  hay  duda  — 
repuso  Flor  de  María  dando  un  suspiro.  —  Tenéis 
razón,  señorita  ,  hay  muchos  desgraciados.  —  ¡  Va- 
mos ]  —  gritó  Clara  dando  una  patada  en  el  suelo 
con  enojo  pueril...  —  Conque  no  quieres  tutearme... 
y  me  llamas  señorita  :  ¿  que  mal  te  hice  yo ,  Mana  ? 
¿estás  enfadada  conmigo?  —  ¿Yo  enfadada  ?  ¡Santo 
Dios  I !  I  —  ¿Entonces  porque  no  me  tuteas  ?...  Ya 
sabes  que  mi  madre  y  la  señora  Adela  te  han  reñido 
por  eso...  Mira  que  te  aviso,  voy  á  hacer  que  te 
riñan  otra  vez  y  peor  para  tí...  —  Perdóname,  Cla- 
ra ,  estaba  distraida.  —  /  Distraída....  después  de 
haber  estado  ocho  dias  sin  vernos  1  — dijo  Clara  con 
tristeza.  —  ¡Distraida  I  eso  tampoco  me  gusta;  pero 
no,  no,  ese  no  es  el  motivo:  mira,  María  ,  al  fin  y 
al  cabo  he  de  venir  á  creer  que  eres  soberbia. 

Flor  de  María  no  respondió  á  su  amiga,  y  se 
puso  pálida  como  un  cadáver... 

Una  mujer  vestida  de  luto  habia  dado  al  Tcrla 
un  grito  de  cólera  y  de  horror. 

Esta  mujer  era  la  lechara  que  vendía  todas  las 


16i  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

mañanas  la  leche  á  la  Guillabaora,  cuando  esta  vi- 
vía con  la  tabernera  del  Conejo  Blanco. 

La  escena  que  varaos  á  referir  paco  en  uno 
de  los  patios  de  la  quinta  ,  á  vista  de  los  labra- 
dores y  de  las  mujeros  de  labranza  que  entraban 
para  comer  de  mediodía.  Veíase  bajo  un  tinglado 
una  carretilla  tirada  por  un  asno,  la  cual  contenia 
el  rústico  ajuar  de  la  viuda,  y  un  niño  de  doce 
años  ayudado  por  otros  dos  de  menos  edad,  em- 
pezaba á  descargar  los  muebles.  La  lechera,  que 
parecía  ser  de  unos  cuarenta  años,  estaba  vestida 
enteramente  de  negro:  su  aspecto  era  adusto,  viril 
y  resuello,  y  tenia  los  parpados  hinchados  como  si 
acabase  de  llorar.  Al  ver  á  Flor  de  María  díó  pri- 
mero un  grito  de  asombro;  pero  el  dolor,  y  la  có- 
lera contrajeron  luego  sus  facciones ,  arrojóse  ha- 
cia Flor  de  María  ,  asióia  brutalmente  del  brazo  y 
enseñándola  á  las  personas  de  la  quinta  dijo  á  voz 
en  grito: 

—  Esta  >  esta  ladrona  conoce  al  asesino  de  mí 
marido...  la  he  visto  hablar  mas  de  veinte  veces  con 
aquel  bandido  cuando  yo  vendía  leche  en  la  esquina 
de  la  calle  de  la  Drapería  Vieja  ,  y  me  compraba 
todas  las  mañanas  un  sueldo  de  leche:  debe  saber  en 
donde  está  el  facineroso  que  ha  matado  á  mi  hom- 
bre, porque  es  de  la  pandilla  de  los  rufianes  como 
todas  las  de  su  pelo...  ¡Oh,  no  te  me  escaparás,  no, 
endina!... —  gritó  la  lechera  exasperada  por  la  in- 
justa sospecha  que  habla  formado,  y  agarró  por  el 
otro  brazo  á  Flor  de  María,  qué  trémula  y  despa- 
vorida quería  huir  para  ocultar  su  vergüenza. 

Clara,  aturdida  por  tan  súbita  agresión,  no  ha- 
bía abierto  los  labios  hasta  entonces ;  pero  reco- 
brando aliento  y  haciendo  un  enérgico  esfuerzo,  di- 
jo en  voz  alta  y  enojada  á  la  viuda: 

—  ¿Estáis  loca?...  ¡el  pesar  os  trastornó  el  jui- 


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LA    CARTA.  165 

cío  1...  ¡  mirad  que  os  engañáis,  buena  mujer  I  — 
¡Engañarme  yo!...  —  repuso  la  paisana  con  amarga 
ironía...  —  ¡  yo  engañarme!...  no,  Señor;  ¡no  por 
cierto!...  ¡  Mírenla,  mírenla,  cómo  pierde  el  color 
la  gran  bribona!...  ¡cómo  se  le  balen  los  dientes!... 
Ya  cantarás  claro,  ya,  delante  de  la  justicia;  yo 
misma  te  llevaré...  ¡No  te  escaparás  de  mis  uñas!... 
—  ¡Insolente!  — gritó  Clara  exasperada  —  ¡salid  de 
aquí  al  instante  !...  ¡  Tratar  de  fse  modo  á  mi  ami- 
ga, á  mi  hermana!...  —  /Cómo  vuestr.?  hermana, 
señorita!  ¿sabéis  lo  que  estáis  diciendo?  ¡  Vos  sí 
que  estáis  loca  !  —  repuso  la  viuda  con  ademan  gro- 
sero. — Vuestra  hermana  una  arrastrada  '  ¡  una  pér- 
dida á  quien  he  visto  andar  por  las  calles  de  la  Ci- 
té durante  seis  semanas. 

Al  oir  eslo  los  labradores  prorrumpieron  en  un 
murmullo  de  indignación  contra  Flor  de  María,  y 
tomaron  naturalmente  el  partido  de  la  lechera,  que 
de  su  clase  y  en  cuya  desgracia  se  interesaban.  Los 
tres  niños  de  la  paisana ,  al  oir  los  gritos  de  su  ma- 
dr,e,  la  rodearon  y  empezaron  á  llorar  sin  saber 
de  que  se  trataba.  El  aspecto  de  las  pobres  criatu- 
ras vestidas  también  de  luto,  dobló  la  simpatía 
que  inspiraba  la  viuda  y  aumentó  la  indignación  de 
los  paisanos  contra  Flor  de  María.  Clara  asombra- 
da por  estas  demostraciones  amenazadoras ,  dijo 
con  voz  conmovida  á  la  gente  de  la  quinta: 

—  Haced  salir  de  aquí  á  esla  mujer;  os  vuelvo 
á  decir  que  el  pesar  le  trastornó  el  juicio.  ¡  Perdo- 
na ,  peraona  ,  María  !  ¡  está  loca  ,  no  sabe  lo  que 
dice/... 

La  Guillabaora  ,  con  la  cabeza  baja ,  pálida, 
inerte  y  acongojada  ,  no  hacia  el  menor  movi- 
miento para  desasirse  de  la  robusta  lechera.  Clara 
atribuía  esta  inacción  al  terror  que  aquella  escena 


166  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

debia  inspirar  á  su  amiga,  y  volvió  á  decir  á  los 
labradores : 

—  ¿No  babeis  oído ?  os  mando  que  echéis  de 
aquí  á  esa  mujer...  Ya  que  se  empeña  en  no  decir 
mas  que  injurias,  para  castigar  su  insolencia  ,  no 
tendrá  la  plaza  que  se  le  ha  ofrecido ,  ni  volverá  á 
poner  los  pies  en  la  quinta. 

Ningún  labrador  se  movió  para  obedecer  la  orden 
de  Clara,  y  uno  de  ellos  se  atrevió  á  decir: 

—  ¡  Caramba  ,  señorita  /  si  es  una  muchacha  per- 
dida y  conoce  al  asesino  del  marido  de  esta  pobre 
mujer...  será  preciso  que  se  esplique  delante  del 
alcalde...  —  Os  repito  que  no  entrareis  jamas  en  la 
quinta  —  dijo  Clara  á  la  lechera  —  si  al  instante 
no  pedís  perdón  a  la  señorita  Maria  por  esos  insul- 
tos. —  ¿  Me  echáis  de  aquí ,  señorita  ?  sea  enhora- 
buena ,  como  ha  de  ser  —  repuso  la  viuda  con  amar- 
gura. —  Vamos  ,  vamonos  de  aquí,  huérfanos  des- 
dichados —  añadió  abrazando  á  sus  hijos  —  volved 
á  cargar  el  carro  y  nos  iremos  á  ganar  el  pan  á 
otra  parte ,  que  Dios  tendrá  piedad  de  nosotros  : 
pero  al  menos  no  nos  marcharemos  sin  llevar  á  de- 
lante de  la  justicia  á  esta  vagamunda,  para  que 
declare  quien  es  el  asesino  de  mi  marido...  porque 
conoce  á  toda  la  gavilla  I...  Aunque  sois  rica,  se- 
ñorita —  añadió  mirando  á  Clara  con  insolencia  — 
y  aunque  tenéis  amigos  entre  esa  gente...  no  por  eso 
debéis  tratar  con  tanta  altanería  á  los  pobres.  —  Es 
verdad.  —  dijo  un  labrador  —  la  lechera  tiene  ra- 
zón. —  ¡  Pobrecilla  I  —  ¡Y  mucha  justicia  que  le 
sobra  I  —  Le  asesinaron  el  marido  y  ha  de  estar 
contenta  ?  —  Nadie  tiene  derecho  para  impedir  que 
haga  lo  posible  para  descubrir  á  los  bandidos  que 
lo  mataron.  —  El  despedirla  de  ese  modo  no  es  le}' 
de  Dios.  —  ¿Y  tiene  ella  la  culpa  de  que  la  amiga 
de  la  señorita  Clara  venga  á  ser  una  muchacha 


LA  CARTA.  167 

perdida?  No  se  debe  echar  de  casa  á  una  mujer 
honrada ,  á  una  madre  de  familia ,  por  una  bando- 
lera semejante. 

Estos  rumores  se  iban  convirtiendo  en  amenazas  , 
cuando  Clara  gritó : 

—  ¡Gracias  á  Dios...  aquí  está  mi  madre  I 

En  efecto,  madama  Dubreuil  ToWia  en  aquel  mo- 
mento de  la  glorieta  del  jardín. 

—  I  Vamos,  Clara  !  \  vamos ,  María  !  —  dijo  la 
arrendataria  acercándose  al  grupo —  vamos  á  al- 
morzar, hijas  mias,  que  ya  pasa  la  hora.  — Ma- 
má —  dijo  Clara  —  defended  á  mi  hermana  de  los 
insultos  de  esa  mujer  —  y  señaló  hacia  la  viuda  ;  — 
por  Dios  echadla  de  aquí.  ¡Si  oyerais  los  imprope- 
rios que  tuvo  la  audacia  de  decir  á  María  1...  — 
¡Improperios !  \  como  se  atrevería  1...  —  Sí,  señora.. 
Mirad  como  tiembla  mi  pobre  hermana...  apenas 
puede  sostenerse...  j  Ah  I  es  una  vergüenza  que  tal 
suceda  en  nuestra  casa...  ¡María,  perdona  ¡  perdó- 
nanos por  Dios  !...  —  ¿  Pero  que  significa  todo  esto? 
— dijo  madama  Dubreuil  mirando  con  inquietud  al 
rededor  de  sí,  después  de  haber  observado  el  anona- 
damiento de  la  Guillabaora.  —  La  señora  hará  jus- 
ticia... sí,  estamo-  seguros  de  que  hará  justicia...  — 
murmuraron  los  labradores.  —  Ahora  que  está  aquí 
madama  Dubreuil ,  eres  tú  la  que  va  á  salir  de  la 
casa  —  dijo  la  viuda  á  Flor  de  María.  —  /  Luego  es 
verdad  I — exclamó  madama  Dubreuil  dirigiéndose 
á  la  lechera  que  tenia  cojída  del  brazo  á  Flor  de 
María.  —  ¿  como  os  atrevéis  á  hablar  de  esa  ma- 
nera á  la  amiga  de  nn  hija  ?  ¿  Asi  pagáis  los  favo- 
res que  os  dispenso?  ¡Vamos  dejad  en  paz  á  esa 
criatura  —  Señora  ,  repito  que  agradezco  vuestros 
favores  —  repuso  la  viuda  soltando  el  brazo  de  Flor 
de  María;  —  pero  antes  de  condenarme  y  de  echar- 
me de  vuestra  casa  con  mis  hijos,  preguntad  á  esa 


168  LOS  MISTERIOS   DE    PARÍS. 

ilesastrada  ,  y  veréis  como  no  tiene  cara  para  negar 
que  me  conoce  y  que  yo  la  conozco  también. 

—  Jesús,  hija  niia;  ¿no  oís  lo  qflfb  dice  esta  mu- 
jer?—  preffuntó  asombrada  madama  Dubreuil. — 
¿Es  ó  no  cierto  que  te  llamas  la  Guillabaora?  — 
dijo  la  lechera  á  Flor  de  María. — Sí .. —  respondió 
aterrada  la  infeliz  criatura  sin  atreverse  á  mirar 
á  madama  Dubreuil  — sí,  ese  era  mi  nombre... — 
¡  Ya  lo  veis  como  confiesa  !  —  gritaron  con  enojo 
los  labradores.  —  ¿Pero  qué  confiesa?¿que  es  lo 
que  ha  confesado?  —  dijo  en  voz  alta  madama 
Dubreuil,  asombrada  por  la  confesión  de  Flor  de 
María.  —  Dejadla  responder,  señora — dijo  la  viuda 
—  que  ella  confesará  también  que  estuvode  posada  en 
una  casa  infame  de  la  calle  de  Feves  en  la  Cité,  en 
donde  le  vendia  yo  un  sueldo  de  leche  todas  las 
mañanas;  y  también  confesará  que  habló  delante 
de  mí  con  el  asesino  de  mi  niarido...  ¡Oh/  estoy  se- 
iíura  deque  lo  conoce  muy  bien ..  es  un  mozo  descolori- 
do que  siempreestá  fumando;  anda  de  gorra  y  mele- 
nas largas,  y  ella  debe  saber  su  nombre...  ¿No  es 
verdad,  tú,  mosca  muerta?  gritó  la  lechera. — 
Bien  puede  ser  que  haya  hablado  al  asesino  de 
vuestro  marido,  porque  por  desgracia  hay  muchos 
malhechores  en  la  Cité  —  dijo  con  voz  tremida  Flor 
de  María ;  —  pero  yo  no  sé  de  quién  me  habláis. 
— ,  Cómo  I  I  qué  dijo  I  — exclamó  madama  Dubreuil 
horrorizada.  —  ¡Habló  con  asesinos  I... —  La  gente 
de  su  laya  no  tiene  otra  compañía  —  repuso  la 
viuda. 

Esta  eslraña  revelación,  confirmada  por  las 
últimas  palabras  de  Flor  de  María,  llenó  al  prin- 
cipio de  estupor  á  madama  Dubreuil;  mas  pene- 
trándose en  seguida  de  la  fealdad  del  hecho,  re- 
trocedió con  disgusto  y  horror,  tiró  hacia  sí  con 
violencia  á  su  hija  Clara  que  se  hahia  acercado  á 


LA    CAUTA.  160 

Flor  de  María  para  sostenerla,  y  dijo  á  voces: 

—  ¡Qué  horror!...  Clara,  cuidado,  no  te  acer- 
ques á  esa  infame...  ¿Pero  cómo  habrá  podido 
recibirla  en  su  casa  la  señora  Adela?  ^:  cómo  se 
habrá  atrevido  á  presentármela  y  consentir  que 
mi  hija?...  ¡Qué  acción  tan  horrible...  Dios  mió! 
Dios  mioÜ!  apenas  creo  lo  que  me  pasa.  Pero  no, 
la  señora  Adela  es  incapaz  de  tal  infamia.,  habrá 
sido  engañada  como  nosotras...  porque  sino...  ¡Oh  ! 
¡seria  un  hecho  abominable! 

Clara  creia  estar  soñando  en  medio  de  esta  es- 
cena cruel.  Su  candida  ignorancia  no  le  permitía 
comprender  las  horribles  acusaciones  que  dirigían 
á  su  amiga,  y  al  ver  á  la  Guillabaora  abatida, 
muda  y  aterrada  como  un  criminal  delante  de  su 
juez  ,  se  le  oprimió  el  corazón  y  se  le  arrasaron 
los  ojos  de  lágrimas. 

—  Vente ,  vente ,  hija  mía  —  dijo  madama  Du- 
breuil  á  Clara;  y  dirigiéndoáe  luego  á  María,  con- 
tinuó:—Y  tú,  infame  criatura.  Dios  castigará  tu 
hipocresía.  ¡Haber  permitido  que  mi  hija...  un 
ángel  de  virtud  y  de  inocencia  ,  te  llamase  su 
amiga!...  ¡su  hermana  I...  ¡tú,  que  eres  el  deshe- 
cho y  la  escoria  del  mundo!  ¡qué  descaro;  qué 
avilantez III  ¡Mezclarte  así  con  personas  honradas 
é  inocentes ,  cuando  debieras  estar  en  una  prisión 
con  tus  iguales!...  — Sí,  sí,  — gritaron  los  labra- 
dores;—  conoce  al  asesino...  que  vava,  que  vaja 
á  la  cárcel.  —  Y  acaso  ha  sido  cómplice  también! 

—  Ya  lo  ves  como  hay  una  justicia  de  DiOs!  — 
dijo  la  viuda  enseñando  el  puño  cerrado  á  la 
Guillabaora.  —  En  cuanto  á  vos,   honrada  mujer 

—  dijo  madam.'i  Dubreuil  á  la  lechera  —  lejos  de 
despediros,  reconoceré  el  servicio  que  me  hacéis 
dándome  á  conocer  esa  desastrada.  —  Ya  lo  de- 
cíamos nosotros  que  la  señora  habia  de  hacer  jus- 


170  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

íicia  ..  —  «gritaron  los  labradores.  — Vamos,  Clara 

—  repitió  la  arrendataria  —  la  señora  Adela  nos 
explicará  su  conducta  ,  ó  no  volveré  á  tratarla  en 
los  dias  de  mi  vida;  porque  si  no  ha  sido  engañada, 
su  proceder  para  con  nosotras  es  de  lo  mas  hor- 
rendo y  malicioso.  —  ¡Pero  mamá,  por  Dios,  mi- 
rad como  está  María'...  —  Déjala  que  se  muera 
de  vergüenza.  Desprecíala,  hija  mia,  no  quiero  que 
estés  a  su  lado  ni  un  solo  momento.  Es  una  de 
esas  criaturas  á  quienes  una  joven  como  tú  no 
puede  hablar  sin  deshonrarse.  ^ —  ¡Por  Dios,  por 
Dios,  mamá !  —  dijo  Clara  resistiéndose  á  su  ma- 
dre que  quería  llevarla  consigo  — yo  no  entiendo 
lo  que  quiere  decir  eso...  María  podrá  ser  culpable 
porque  vos  lo  decís;  pero  ,  Dios  mió!  está  tan 
asombrada,  tan  desfallecida...  tened  á  lo  menos 
compasión.  —  ¡Ah,  señorita  Clara!  vos  os  com- 
padecéis y  me  perdonáis.  Creedme,  señorita,  os 
he  engañado  á  pesar  mió...  y  muchas  veces  me  he 
arrepentido...  —  dijo  Flor  de  María  dirigiendo  á 
su  protectora  una  mirada  de  inefable  gratitud.  — 
Pero  mamá  ¿en  dónde  está  vuestra  piedad,  vues- 
tro corazón?  —  exclamó  Clara  con  profundo  dolor. 

—  ¡Piedad...  para  esa!  Vamos,  vamonos  de  aquí... 
á  no  ser  porque  la  señora  Adela  me  dará  pronto 
una  explicación,  ya  hubiera  mandado  que  arrojasen 
de  aquí  á  esa  miserable  como  una  apestada  —  dijo 
con  aspereza  madama  Dubreuil  dirigiéndose  hacia 
ía  casa  y  tirando  de  su  hija,  la  cual  se  volvió  por 
última  vez  á  Flor  de  María,  y  exclamó:  —  ¡alaría! 

■  mi  hermana  querida  I  yo  no  sé  de  que  te  acusan, 
pero  estoy  segura  de  que  no  eres  culpable,  y  por 
eso  te  amo  y  te  amaré  siempre.  —  ¡  Calla  la  bocal 

—  dijo  madama  Dubreuil  poniendo  su  mano  sobre 
la  boca  de  Clara—  ¡calla,  deslenguada!  Afortu- 
nadamente todos  saben  que  después  de  esta  odiosa 


LA  CARTA,  171 

revelación  no  has  estado  un  momento  sola  con  esa 
desastrada...  ¿no  es  verdad,  amigos  míos? — Sí, 
señora  —  repuso  un  labrador  —  somos  testigos  de 
que  la  señorita  Clara  no  ha  estado  un  momento 
sola  con  esa  perdularia,  que  sin  duda  es  una  la- 
drona porque  conoce  á  los  asesinos. 

Madama  Dubreuil  se  dirigió  á  la  casa  con  Clara, 
y  la  Guillabaora  quedó  sola  en  medio  del  grupo 
enemigo  que  la  rodeaba.  A  pesar  de  las  palabras 
injuriosas  de  la  arrendataria  ,  la  presencia  de  esta 
y  de  Ciara  habia  inspirado  alguna  confianza  á  Flor 
de  María  con  respecto  á  los  resultados  de  aquella 
terrible  escena;  pero  luego  que  se  marcharon  las 
dos,  al  verse  sola  y  á  la  merced  de  aquella  turba 
de  paisanos ,  perdió  enteramente  el  ánimo  y  tuvo 
que  apoyarse  contra  el  borde  del  profundo  pilón 
del  corral  en  que  bebían  los  caballos  de  la  quinta. 
Seria  imposible  describir  una  postura  mas  abatida  y 
melancólica  que  la  de  Flor  de  María ,  ni  una  actitud 
y  palabras  mas  insolentes  y  amenazadoras  que  las 
de  la  turba  que  la  rodeaba.  Sentada  ,  ó  mas  bien 
apoyada  sobre  el  brocal  del  pilón,  con  la  cabeza 
baja  y  la  <ara  tapada  con  ambas  manos,  el  cuello 
y  el  pecho  cubiertos  con  las  puntas  del  pañuelo 
de  indiana  encarnado  que  cenia  su  cofia  de  aldeana, 
la  Guillabaora,  inmóvil  y  silenciosa,  presentaba 
el  cuadro  mas  doloroso  de  congoja  y  de  resig- 
nación. 

A  la  distancia  de  algunos  pasos,  la  viuda  del 
asesinado ,  triunfante  y  exasperada  aun  por  las 
imprecaciones  de  madama  Dubreuil ,  enseñaba  la 
desventurada  joven  á  sus  hijos  y  á  los  paisanos  con 
gestos  de  odio  y  de  desprecio...  Puestas  en  círculo 
todas  las  personas  de  la  quinta  mostraban  su  ma- 
ligno resentimiento ;  y  sus  rudos  semblantes  espre- 
saban la  indignación,  la  cólera  y  una  especie  de 


172  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

escarnio  grosero:  las  mujeres  eran  las  mas  insolen- 
tes, y  la  causa  mayor  de  su  rabioso  encarniza- 
miento era  quizá  la  belleza  sin  igual  de  Flor  de 
María.  Ni  unos  ni  otros  podian  perdonar  á  la  Gui- 
llabaora  el  que  hubiese  tratado  hasta  entonces  co- 
mo iguales  á  sus  amos  y  señores.  Uníase  á  esto  el 
que  algunos  labradores  de  Arnouville  no  habian 
podido  justiíicar  los  antecedentes  de  buena  con- 
ducta que  se  requerian  para  ocupar  en  la  quinta 
de  Houqueval  una  de  las  plazas  tan  envidiadas  en 
el  pais,  y  entre  las  personas  de  esta  clase  existia 
contra  la  señora  Adela  un  resentimiento  de  ven- 
ganza, que  debia  estallar  naturalmente  en  aquella 
ocasión  contra  su  protegida. 

Los  primeros  impulsos  de  una  naturaleza  rústica 
6  inculta  son  siempre  estremados,  ja  se  dirijan  al 
fin  mas  excelente  ó  al  objeto  mas  detestable...  Pero 
envuelven  horrendos  peligros  cuando  la  muche- 
dumbre cree  autorizada  su  brutalidad  por  las  faltas 
reales  ó  aparentes  de  aquellos  que  son  el  objeto  de 
su  rencor  ó  de  su  ira.  Aunque  la  mayor  parte  de 
los  labradores  de  la  quinta  no  tenia  un  derecho 
decidido  á  enfurecerse  contra  las  faltas  que  se  atri- 
buian  á  la  Guillabaora,  creyéronse  todos  ellos  ul- 
trajados con  la  sola  presencia  de  la  joven ,  y  su 
irritación  subia  de  punto  solo  con  pensar  en  la  cla- 
se á  que  habia  pertenecido  aquella  desventurada, 
la  cual  confesaba  ademas  que  habia  hablado  mu- 
chas veces  con  asesinos.  Nada  mas  se  necesitaba 
para  exaltar  el  furor  de  una  turba  irreflexiva, 
excitada  ademas  por  el  ejemplo  de  madama  Dubreiu!. 

—  ;  Llevarla  á  delante  del  alcalde  !  —  gritó  un 
labrador.- — Sí,  sí...  y  si  no  quiere  andar.  .  irá  á 
empellones.  — ¡Miren  con  que  frescura  se  atreve  á 
vestirse  como  la  gente  honrada  del  campo!  — aña- 
dió una  de  las  Maritornes  mas  feas  de  la  quinta. — 


lá  carta.  173 

Y  con  su  cara  de  no  me  toques,  cualquiera  la  hu- 
biera tomado  por  una  sanlita— repuso  otra. — ¡Quién 
diria  que  tiene  miedo  al  agua  bendita/  —  ¡  Desca- 
rada I  ¡correosa I  ¡serias capaz  de  recibir  á  Dios  sin 
confesión!  — Meterse  entre  los  señores...  —  Como 
si  tuviese  á  menos  andar  entre  la  gente  de  nues- 
tro pelo...  —  Pero  á  cada  puerco  le  llega  su  san 
Martin.  —  ¡  Anda ,  zapateada  1  ¡  ya  cantarás  claro  y 
dirás  quien  es  el  asesino!... — gritó  la  viuda. — 
Todos  sois  de  la  pandilla...  j  casi  me  entreacuerdo 
de  haberte  visto  con  ellos  aquel  dia.  Vamos,  dé- 
jate ahora  de  lloriquear,  que  ya  todos  saben  quien 
eres :  \  enséñanos  tu  linda  cara  I 

Y  al  decir  esto  la  viuda  separó  con  violencia  las 
manos  de  la  Guillabaora,  que  ocultaban  su  rostro 
bañado  en  lágrimas.  La  vergüenza  y  el  horror  de 
verse  espuesta  á  las  miradas  de  aquella  gente  sin 
piedad  aumentaron  el  temblor  general  de  la  pobre 
criatura :  juntó  las  manos  en  ademan  de  súplica, 
volvió  los  ojos  tíuiidos  hacia  la  lechera  y  dijo 
con  dulce  y  plañidera  voz  : 

—  Señora,  escuchadme  por  Dios...  hace  dos  me- 
ses que  viro  retirada  en  la  quinta  de  Bouqueval... 
y  no  he  podido  ser  testigo  de  la  desgracia  de  que 
habláis...  y... 

Una  explosión  de  gritos  furiosos  sofocó  la  tímida 
voz  de  Flor  de  María. 

— Al  alcalde  con  ella...  allí  se  explicoteará. — Va- 
mos, que  allí  se  las  dirán  de  misas. 

Y  el  grupo  amenazador  se  iba  estrechando  mas 
y  mas  hacia  la  Guillabaora :  esta  cruzó  las  manos 
por  un  impulso  maquinal ,  y  miró  espantada  á  uno 
y  otro  lado  en  ademan  de  implorar  socorro. 

—  ¡Hola/  —  dijo  la  lechera  —  mira,  mira  si  t^ít- 
ne  á  socorrerte  ahora  la  señorita  Clara:  no  te  esca- 
parás de  mis  manos,  no. — Señora  —  dijo  Flor  de 

T.    II.  12 


17i  LOS  MISTERIOS  DE   PARÍS. 

María  temblando  como  una  azogada — yo  no  quie- 
ro escaparme  ;  lo  que  quiero  es  responder  á  lo  que 
me  pregunten...  ya  que  esto  puede  seros  útil...  ¿Pe- 
ro qué  mal  he  hecho  yo  á  esas  gentes  que  me  ro- 
dean y  me  amenazan  ?  — Lo  que  hicistes  fué  me- 
terte entre  nuestros  amos,  cuando  nosotros  que 
valemos  cien  veces  mas  que  tú  no  soñamos  en 
echarla  de  señores...  Ahí  está  lo  que  nos  hicistes. 
—  ¿Y  porqué  querías  que  echasen  do  aquí  á  esta 
pobre  viuda  con  sus  hijos? — dijo  otro. — ?so  era 
yo...  era  la  señorita  Clara..,  quien  quería...  —  ¡Es 
mentira!! — dijo  otro  labrador  interrumpiéndola. 
— Ni  siquiera  lias  pedido  por  ella ,  y  te  hubieras 
alegrado  dejarla  sin  pan  para  sus  hijos. —Ko,  no 
ha  pedido  por  ella.  —  ¡La  gran  bribona  ! — ¡una 
pobre  viuda...  y  con  tres  criaturas!  — Si  no  he  pe- 
dido gracia  para  la  señora  —  dijo  Flor  de  María — 
fué  porque  no  tenia  fuerza  para  decir  una  pala- 
bra...—Pero  tienes  fuerza  para  hablar  con  losase- 
sinos. 

Del  mismo  modo  que  en  las  asonadas  populares, 
los  paisanos  de  la  quinta  de  Arnouville,  mas  bru- 
tales que  malignos,  se  irritaban  ,  se  excitaban  y  se 
enardecian  al  ruido  de  sus  propias  palabras,  y  se 
aumentaba  su  irritación  á  medida  de  las  injurias 
que  prodigaban  a  su  víctima. 

El  círculo  imponente  de  los  labradores  se  iba 
estrechando  por  momentos  sobre  Flor  de  María ;  to- 
dos gesticulaban  y  gritaban  á  la  vez,  y  la  viu- 
da del  herrador  nóera  ya  dueña  de  su  razón.  Se- 
parada únicamente  del  profundo  abrevadero  por  el 
brocal  á  que  estaba  apoyada,  la  Guillabaora  te- 
mió que  la  arrojasen  al  agua  tendiendo  los  brazos 
á  la  exasperada  muchedumbre  dijo  en  voz  alta  •, 

—  ¿  Que  queréis  de  mí  ?  ¡ahí  por  piedad  no  me 
hagáis  malí 


LA  CAUTA.  17o 

La  lechera  no  dejaba  de  geslúíular  y  de  acercarse 
mas  y  mas  á  Flor  de  María,  iiasla  que  poniéndola 
los  puños  en  la  cara ,  la  desdichada  joven  se  inclinó 
hacia  airas  y  dijo  con  espanto  ; 

—  Por  amor  de  Dios,  señora,  no  os  acerquéis 
tanto  porque  me  haréis  caer  en  el  agua. 

Estas  palabras  dispertaron  en  la  turba  una  idea 
cruel.  Resueltos  algunos  paisanos  á  hacer  una  de 
esas  chanzas  comunes  entre  ellos  que  dejan  medio 
muerto  al  que  las  sufre,  el  mas  adelantado  de  to- 
dos dijo : 

—  ¡Un  remojo  I...  ¡echarla  de  remojo!... —  ¡íí, 
si...  al  agua!  ¡  al  agua  I...  —  repitieron  todos  con 
risas  y  aplausos  frenéticos.  —  Eso  es,  un  buen  re- 
mojo... le  refrescará  la  sangre.  —  Y  así  aprenderá 
á  meterse  entre  la  jente  honrada.  —  ¡Sí...  al  agua 
con  ella !  ¡al  agua !  —  Y  justamente  rompimos  el 
hielo  del  pilón  esta  mañana.  —  La  mozuela  se 
acordará  de  la  gente  de  Arnouville. 

Flor  de  María  creyó  morirse  al  oir  la  inlumiana 
gritería  y  el  escarnio  brutal  de  los  paisanos,  y  al 
ver  la  exasperada  y  estúpida  irritación  que  estaba 
pintada  en  sus  semblantes...  al  primer  movimiento 
de  terror  sucedió  bien  pronto  una  especie  de  amar- 
ga satisfacción :  el  porvenir  que  la  aguardaba  era  á 
sus  ojos  tan  negro  y  doloroso ,  que  dio  mentalmen- 
te gracias  al  cielo  por  abreviar  sus  aciagos  dias,  sin 
proferir  una  sola  queja ,  dejóse  caer  do  rodillas, 
cruzó  los  brazos  sobre  el  pecho  con  fervor  religioso 
cerró  los  ojos  y  oró  en  silencio.  Dudaron  por  un 
momento  los  labradores  si  llevarían  ó  no  adelante 
su  proyecto  salvaje,  al  ver  la  actitud  y  la  muda 
resignación  de  Flor  de  María  ;  pero  estimulados 
por  la  parte  femenina  y  lenguaraz  de  la  asamblea, 
empezaron  de  nuevo  á  vociferar  para  inspirarse  valor 
mutuamente  y  llevar  á  cabo  su  maléüco  designio. 


176  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Dos  de  los  mas  furiosos  iban  á  arrojarse  sobre 
Flor  de  María,  cuando  una  voz  vibrante  y  altera- 
da dijo: 

—  ¡Alto!  ¡deteneos I 

Y  al  mismo  instante  la  señora  Adela,  que  se  ha- 
bia  abierto  paso  al  través  de  la  furiosa  muchedum- 
bre ,  se  acercó  á  la  Guillabaora  que  estaba  arrodi- 
llada, la  cogió  en  los  brazos  y  y  la  levantó  diciendo 
con  voz  imponente; 

—  ¡  Levantaos.  María  1...  levantaos  ,  hija  de  mi 
corazón  !  ¡  solo  debéis  arrodillaros  delante  de  Dios! 

Fué  tal  la  expresión  y  el  imperioso  ademan  de 
la  señora  Adela  ,  que  los  paisanos  retrocedieron  y 
qucoaron  petrificados  al  oírla.  El  enojo  había  cu- 
bierto de  una  viva  sufusion  el  pálido  rostro  de  la 
redentora  de  María.  Dirigió  una  mirada  altiva  á  los 
labradores  y  les  dijo  con  voz  firme  é  imperiosa. — 
jMiseroblesI  ¿cómo  os  atrevéis  á  violentar  de  ese 
modo  á  esta  pobre  criatura?...  —  Es  una... —  ¡Es 
hija  mia  !...  —  exclamó  la  señora  Adela  interrum- 
piendo con  severidad  á  uno  de  los  labradores.  —  El 
señor  cura  La  porte,  á  quien  todos  veneran  y  respe- 
tan ,  la  ama  y  la  proteje,  y  aquellos  á  quienes  es- 
tima un  sacerdote  tan  venerable ,  deben  ser  respe- 
tados por  todo  el  mundo. 

Apaciguóse  la  chusma  al  oir  estas  sencillas 
palabras.  El  cura  de  Bouqueval  era  considerado 
como  un  santo  en  el  país,  y  algunos  de  los  pai- 
sanos no  ignoraban  el  interés  con  que  trataba  á  la 
Guillabaora.  Oyéronse  sin  embargo  nuevos  rumo- 
res; pero  la  señora  Adela  conoció  el  motivo,  y 
dijo  en  alta  voz  : 

—  Aunque  esta  niña  desventurada  fuese  la  mas 
despreciable  y  abandonada  de  las  criaturas,  no  poi 
eso  seria  menos  odiosa  vuestra  conducta.  ¿De  qu< 
queréis  castigarla?  Y  además  ¿con  que  derecho  1< 


LA  CARTA.  177 

bariais?  ¿  con  la  fuerza  ?  ¿  Pero  no  es  infame  y  ver- 
gonzoso el  que  unos  hombres  elijan  por  víctima  á 
una  niña  débil  é  indefensa?  Vente,  María,  ven, 
hija  de  mi  alma ;  volvámonos  á  caso,  que  á  lo  me- 
nos allí  eres  conocida  y  apreciada... 

La  señora  Adela  tomó  del  brazo  á  Flor  de  María 
los  labradores ,  conociendo  entonces  la  brutalidad 
de  su  conducta,  se  apartaron  respetuosamente.  So- 
lo la  viuda  se  adelantó  y  dijo  con  resolución  á  la 
señora  Adela: 

—  ¡Para  mí  nada  vale  lodo  eso  I  Esta  muchacha 
no  saldrá  de  aquí  hasta  que  haya  declarado  ante 
el  alcalde  sobre  el  asesinato  de  mi  difunto  marido. 

—  Amiga  mia  —  dijo  la  señora  Adela  reprimién- 
dose, —  mi  hija  no  tiene  para  que  hacer  aqui  de- 
claración alguna  :  si  la  justicia  quiere  mas  adelante 
valerse  de  su  testimonio  ,  que  la  llame  á  su  pre- 
sencia que  yo  la  acompañaré...  Hasla  entonces  na- 
die tiene  derecho  para  interrogarla.  —  Pero  yo , 
señora...  os  digo  que... 

La  señora  Adela  interrumpió  ala  lechera,  y  la 
dijo  con  severidad  : 

—  Ape:ias  puede  disculpar  vuestra  conducta  la 
desgracia  de  que  sois  víctinia  :  un  dia  vendrá  en 
que  os  arrepentiréis  de  la  imprudente  violencia 
que  habéis  cometido.  La  señorita  María  vive  con- 
migo en  la  quinta  de  Houqueval :  podéis  decirselo 
al  juez  que  ha  recibido  vuestra  primera  declaración, 
y  aguardaremos  sus  órdenes. 

La  viuda  no  halló  que  responder  á  tan  convin- 
centes palabras  :  sentóse  en  el  brocal  del  abre\a- 
dero,  abrazó  á  sus  hijos  y  empezó  á  llorar  amar- 
gamente. Algunos  minutos  después  de  esla  escena 
sacó  Pedro  el  cabriolé ,  al  cual  subieron  la  señora 
Adela  y  Flor  de  ^aría  para  volverse  á  lJou(|ueval. 

Al  pasar  por  delante  de  la  quinta  de  Arnouville, 


178  LOS  MISTERIOS  DF  PARÍS. 

la  Guillabaora  vióá  Clara  que  lloraba  medio  oculta 
delras  de  una  persiana  entreabierta ;  la  candorosa 
niña  hizo  á  Flor  de  Maria  con  el  pañuelo  una  seña 
de  despedida. 

—  I  Ay  ,  señora  I  ¡  qué  vergüenza  para  mí  1... 
j  qué  pesadumbre  para  vos  1  —  dijo  Flor  de  María 
á  su  madre  adoptiva  luego  que  se  vio  sola  con  ella 
en  la  sola  de  la  quinta  de  Bouqueval.  —  Sin  duda 
os  babeis  enojado  para  siempre  con  madama  Du- 
breuil ,  y  lodo  por  causa  mia...  /  Ah,  mi  presenti- 
miento !...  Dios  me  ba  castigado  por  baber  engaña- 
do á  esa  señora  y  á  su  hija...  soy  la  causa  de  la 
discoidia  que  va  á  separaros  de  vuestra  amiga... — 
Mi  amiga...  no  bay  duda,  hija  mia,  que  es  una 
excelente  mujer;  pero  tiene  una  cabeza  de  chorlito... 
Sin  embargo  su  corazón  es  bueno,  estoy  segura  de 
que  mañana  se  arrepentirá  del  atolondramiento  que 
ha  padecido  hoy...  —  ¡  Ah  !  no  creáis  que  intento 
acusaros  para  disculparla...  j  no  lo  permita  Dios  I 
pero  la  bondad  con  que  me  miráis  puede  acaso  ce- 
garos... Poneos  en  el  lugar  de  madama  Dubreuil... 
Al  saber  que  la  compañera  de  su  hija  querida.,  era... 
lo  que  era  yo...  ¿  habrá  quien  pueda  culpar  su  in- 
dignación ? 

La  señora  Adela  no  halló  por  desgracia  una  sola 
palabra  que  responder  á  esta  pregunta  de  Flor  de 
María  la  cual  continuó  con  exaltación. 

—  ¡  Mañana  correrá  por  todo  el  país  la  noticia 
de  la  escena  vergonzosa  á  que  be  dado  motivo. !  TSo 
temo  por  mí ;  ¿  pero  quien  sabe  si  la  reputación  de 
la  señorita  Clara  padecerá  también...  porque  me  ha 
llamado  su  amiga  y  su  hermana  ?  ¡  Ah  I  ¡  ojalá  hu- 
biera seguido  mi  primer  impulso  !...  resistirme  al 
cariño  que  me  inspiraba  la  señorita  Dubreuil...  y 
desechar  la  amistad  con  que  me  brindaba  ,  á  riesgo 
de  que  llegase  á  aborrecerme.  Pero  me  be  olvidado 


LA  CARTA.  179 

(le  la  distancia  que  nos  separaba...  y  Dios  me  ha 
castigado  :  sí ,  me  ha  castigado  cruelmente,  porque 
acaso  he  hecho  un  daño  irreparable  á  una  criatura 
tan  buena  y  tan  virtuosa...  —  No  os  hagáis ,  hija 
mia  ,  cargos  tan  dolorosos  —  dijo  la  señora  Adela 
después  de  algunos  momentos  de  reflexión  :  —  la 
vida  que  habéis  tenido  es  culpable...  sí,  muy  cul- 
pable... ¿pero  no  basta  el  que  con  vuestro  arrepen- 
timiento hayáis  merecido  la  protección  de  nuestro 
venerable  cura  ?  ¿  No  habéis  sido  presentada  á  ma- 
dama Dubreuil  bajo  sus  auspicios  y  los  mios  ,  y  no 
la  han  inspirado  vuestras  propias  cualidades  el  tier- 
no cariño  que  libremente  os  habia  profesado?..  ¿No 
es  ella  quien  os  ha  pedido  que  llamaseis  hermana 
á  su  Clara?  Y  finalmente  ,  ¿  podría  yo  (como  acabo 
de  decírselo  á  ella  misma  porque  nada  he  querido 
ocultarla)  podria  yo  divulgar  lo  pasado,  segura 
como  estaba  de  vuestro  arrepentimiento  ,  haciendo 
asi  mas  penosa...  y  acaso  imposible  vuestra  rehabi- 
litación, desesperanzándoos  y  exponiéndoos  al  vi- 
lipendio de  unas  gentes  tan  desgraciadas  y  tan 
abandonadas  como  vos  misma  habéis  sido,  y  que 
acaso  no  hubieran  conservado  como  vos  el  secreto 
instinto  del  honor  y  de  la  virtud?  La  revelación 
de  esa  mujer  es  sin  duda  penosa  y  funesta ;  ¿pero 
deberla  yo  prevenirla  ,  sacrificando  así  vuestra  fu- 
tura tranquilidad  á  una  eventualidad  casi  impro- 
bable ?  —  j  Ay ,  señora  I  lo  que  me  hace  conocer 
que  mi  posición  será  para  siempre  falsa  y  misera- 
ble ,  es  el  que  llevada  del  efecto  que  os  merezco, 
habéis  tenido  justa  razón  para  ocultar  lo  pasado, 
y  el  que  la  madre  de  CTlara  ha  tenido  también  ra- 
zón para  despreciarme  en  nombre  de  ese  pasado... 
de  despreciarme,  como  todo  el  mundo  me  despre- 
ciará ,  en  lo  venidero ,  porque  la  escena  de  la 
quinta  de  Arnouville  no  tardará  en  divulgarse  por 


180  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

todo  el  país..:  ¡  Ah  /  me  moriré  de  vergüenza...  no 
podré  soportar  las  miradas  de  nadie  /  —  ¿Ni  aun 
fas  mias ,  hija  del  corazón»?  —  dijo  madama  Adela 
soltando  un  raudal  de  lágrimas  y  abriendo  los  bra- 
zos á  Flor  de  Maria  :  —  sin  embargo  nunca  halla- 
reis en  mi  corazón  mas  que  la  ternura  y  el  amor 
de  una  madre.  Tened  espirita  ,  hija  mia  ,  y  tran- 
quilizaos con  la  conciencia  de  vuestro  arrepenti- 
miento. Aqui  estáis  rodeada  de  amigos;  pues  bien, 
que  sea  Tuestro  mundo  esta  casa...  Anticiparemos  la 
revelación  que  teméis  :  nuestro  buen  cura  reunirá 
las  gentes  de  la  quinta  ,  que  tanto  os  aman  ya,  y 
les  dirá  la  verdad  de  lo  que  ha  pasado...  Creedme, 
hija  mia,  su  palabra  tiene  tal  autoridad,  que  esta 
revelación  no  podrá  menos  de  haceros  mas  intere- 
sante y  querida.  —  Os  creo,  señora ,  y  me  resignaré. 
Ayer  me  anunció  el  señor  cura ,  en  la  conversación 
que  he  tenido  con  él ,  las  dolorosas  expiaciones  por 
qué  tenia  que  pasar ,  y  no  debo  estrañar  que  em- 
piecen ya.  Me  ha  dicho  también  que  mis  amarguras 
serian  contadas  y  recibidas...  Así  lo  espero...  Sos- 
tenida en  mi  quebranto  por  vos  y  por  él  no  me  que- 
jaré nunca.  —  Vais  á  verlo  dentro  de  pocos  mo- 
mentos ,  y  á  la  verdad  nunca  os  serán  mas  salu- 
dables sus  consejos...  Son  ya  las  cuatro  y  media ; 
disponeos  para  ir  á  la  rectoral ,  hija  mia...  Voy  á  es- 
cribir al  señor  Rodolfo  para  informarlo  de  lo  que 
ha  pasado  en  la  quinta  de  Arnouville.  Enviaré  la 
carta  por  un  propio ,  y  luego  iré  á  la  rectoral ,  por- 
que conviene  que  hablemos  las  dos  con  el  señor 
Laporte. 

Algunos  momentos  después  salió  de  la  quinta  la 
Guillabaora  y  se  dirigió  á  la  rectoral  por  el  camino 
hondo,  en  donde  la  víspera  habian  resuelto  aguar- 
darla el  Maestro  de  Escuela  y  el  Cojuelo. 


LA  CIRTA.  181 

Hemos  visto  ya  por  estos  coloquios  con  ]a  se- 
ñora Adela  y  con  el  cura  de  Bouqueval,  cuan 
bien  habia  aprovechado  Flor  de  Maria  los  consejos 
de  sus  bienhechores ,  y  cuanto  se  habia  identifi- 
cado con  sus  principios-,  pero  esta  misma  adqui- 
sición era  la  causa  de  su  amargura  ,  porque  le  ha- 
cia conocer  toda  la  fealdad  de  su  primera  miseria: 
su  espíritu  se  habia  desarrollado  á  medida  que  su 
buena  inclinación  natural  se  robustecía  y  fructifi- 
caba en  la  atmósfera  de  honor  y  de  pureza  en 
que  vivia.  Con  un  entendimiento  menos  elevado, 
una  sensibilidad  menos  delicada  y  una  imagina- 
ción menos  viva  y  ardiente,  Flor  de  María  se 
hubiera  consolado  mas  fácilmente :  pero  por  des- 
gracia ni  un  solo  dia  dejaba  de  acordarse  sin  dis- 
gusto y  horror  de  la  vergonzosa  miseria  de  su  pa- 
sada existencia.  Figurémonos  una  nina  de  diez  y 
seis  años,  llena  de  candor  y  de  pureza,  con  la 
conciencia  de  su  pureaa  y  de  su  candor,  arrojada 

f>or|  algún  poder  infernal  en  la  taberna  de  la  Pe- 
ona y  sometida  irrevocablemente  á  la  voluntad  de 
aquella  harpía...  tal  era  on  Flor  de  Maria  la  reac- 
ción de  lo  pasado  sobre  lo  presente.  De  este  modo 
hareihos  comprender  el  sentimiento  retrospectivo, 
ó  por  mejor  decir  la  repercusión  moral  que  tanto 
hacia  padecerá  la  Guillabaora,y  que  la  inducía  á 
sentir,  mas  veces  de  lo  que  se  atrevía  á  confesar 
al  cura,  el  no  haberse  ahogado  en  el  fango  de  su 
primera  miseria. 

Nadie  tendrá  por  una  paradoja  lo  que  vamos  á 
decir,  por  menguadas  que  sean  su  reflexión  y  su 
experiencia  de  la  vida :  Flor  de  María  era  dijína  del 
interés  y  de  la  piedad  que  inspiraba,  no  solo  por- 
que no  habia  amado  jamas,  sino  también  porque 
sus  sentidos  no  habla  n  dispertado  nunca  del  sueño 
de  la  inocencia.  Y  si  es  verdad  que  algunas  muje- 


182  LOS   MISTERIOS   DE   PAR7S. 

res,  doladas  de  menos  delicadeza  que  Flor  de  Ma- 
ría, conciben  una  repulsión  invencible  después  de 
las  primeras  brutalidades  legales  de  una  nocbe  áe 
boda...  i  será  eslraño  que  esta  niña  infeliz,  ero — 
briagada  por  la  Pelona,  abandonada  á  la  edad  de 
diez  y  seis  años  en  medio  de  ese  tropel  de  bestias 
salvajes  y  feroces  que  infestan  el  barrio  de  la  Ci- 
té, les  bubiese  declarado  un  borror  invencible, 
y  bubiese  salido  nioralmente  pura  de  aquel  alba- 
ñal  ipmundo? 


U  c 


tJlUiiVlO 


«ttoiiOo 


GAl'illLO  X. 


EL  CAMINO  HONDO. 


El  sol  se  oscondia  en  el  horizonte,  y  la  llanura 
estaba  desierta  y  silenciosa.  Acerrábase  Flor  de 
María  al  camino  hondo  por  donde  tenia  que  pasar 
para  ir  á  la  rectoral,  cuando  vio  salir  del  barranca) 
immedialo  un  muchacho  cojo  vestido  de  blusa  gris  y 
gorra  azul:  Iraia  lloroso  ef  semblante,  y  luego  que 
descubrió  á  la  Guillabaora  corrió  hacía  ella  jun- 
tando las  manos  en  ademan  de  súplica,  y  dijo  en 
alta  voz: 

—  ¡  Ah!  señorita,  tened  compasión  de  iní;qiie 
Dios  os  lo  pagar¿l.  — ¿  Qué  quitMes?  ¿qué  lieneí, 
hijo  mió?  —  le  preguntó  la  Guillabaora.  —  ;  Ah  ! 
mi  pobre  abuela,  que  es  muy  viejecita,  cayó  en 
aquel  barranco  y  se  hizo  mucho  mal  ..  creo  que  9C 
rompió  una  pierna...  ¡  Dios  mió  !  yo  no  tengo  fuer- 
zas para  levantarla  ni  sé  loqueheíle  hacer:  si  no  me 
ayudáis,  señorita...  \  ahí  si  no  me  ayudáis,  mi  po- 
bre abuela  se  morirá  en  el  sitio. 

La  Guillabaora,  compadecida  del  Cojuelo  le  res- 
pondió: 

—  Yo,  hijo  mió,  tampoco  tengo  mucha  fuerza, 
pero  te  arudaré  como  pueda  á  socorrer  á  tu  abuela. 
Vamos  pronto  á  donde  está...  Yo  vivo  en  aquella 
quinta,  y  si  la  pobre  vieja  no  puede  llegar  hasta 
allá,  haré  qui»,  vengan  á  buscarla.  —  ¡Ay,  seño- 
rita ;  Dios  os  dé  su  santa  gloria..  Por  aquí  por  aquí.. 


18'i'  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

está  á  dos  pasos  de  aquí  como  os  dije  ya...  la  po- 
brecilla  resbaló  al  bajar  la  cuesta  y  cayó  en  el  bar- 
ranco. 

—  ¿Luego  no  sois  del  pais?  —  preguntó  la  Gui- 
llabaora  siguiendo  al  Cojudo. — ^No,  señorita;  veni- 
mos de  Ecouen.  —  ^Y  á  dónde  ibaii? — A  casa 
del  señor  cura  que  vive  en  aquel  alto...  —  repuso 
el  hijo  de  Brazo  Rojo  para  aumentar  la  confianza 
de  Flor  de  María.  —  ¿A  casa  del  señor  eura  La- 
porte?— Sí,  señorita,  á  casa  del  señor  cura  La- 
porte;  mi  abuela  lo  conoce  mucho,  mucho... — 
I  Qué  casualidad'  también  jo  iba  allá  justamente: 
—  dijo  Flor  de  María  internándose  mas  y  mas  en 
éí  camino  hondo.  — ;  Abuelita !  aquí  estoy,  no  ten- 
gas cuidado  que  traigo  quien  te  socorra...  —  dijo 
en  voz  alta  el  Cojuelo,  á  fin  deque  le  oyesen  el 
Maestro  de  Escuela  y  la  Lechuza  y  se  dispusie- 
sen á  caer  sobre  su  víctima. — ¿Pero  tu  abuela  no 
cayó  léjOG  de  aquí?  —  preguntó  la  Guillabaora.  — 
No,  señorita,  á  veinte  pasos  de  aquí;  junto  á 
aquel  árbol  gordo  quo  está  en  la  vuelta  del  ca- 
mino. 

El  Cojuelo  se  paró  repentinamente. 
El  galope  de  un  caballo  resonó  en  el  silencio  de 
la  llanura. 

—  ¡Perdimos  otra  vez  el  golpe!  — dijo  para  sí 
el  Cojuelo. 

El  camino  hacía  un  ángulo  casi  recto  á  algunos 
pasos  del  sitio  en  que  se  hallaba  el  Cojuelo  con  la 
Guillabaora.  Dobló  el  recodo  un  ginete,  y  al  lle- 
gar á  Flor  de  María  detuvo  la  brida  del  caballo... 
Oyóse  entonces  el  trote  de  otro  caballo,  y  pocos 
momentos  después  apareció  un  escudero  vestido  de 
levita  parda  con  botones  de  plata,  pantalón  de 
ante  blanco  y  botas  de  campana,  y  llevaba  ceñido 
á  la  espalda  con  un  cinto  estrecho  de  cuero  el 


EL  CAMINO  HOKDO.  185 

mahintosh  de  su  amo.  Este  iba  vestido  sencillamente 
con  una  levita  de  paño  grueso  color  de  bronce,  un 
pantalón  gris  algo  ajustado ,  y  montaba  con  maes- 
tría un  brioso  caballo  bayo  de  raza  pura  y  de 
singular  belleza:  á  pesar  de  la  larga  carrera  que 
acababa  de  dar,  no  se  veía  un  solo  pelo  búmedo 
en  su  lustrosa  y  tornasolada  piel.  El  caballo  tordo 
del  criado,  que  estaba  inmóvil  á  algunos  pasos  de 
su  señor,  era  también  de  raza  pura.  Al  punto  que 
el  Cojuelo  vio  al  caballero  le  conció,  pues  era  el 
vizconde  de  Saint-Remy,  presunto  amante  de  la 
duquesa  de  Lucenay. 

—  Hermosa  niña — dijo  el  vizconde  á  la  Gui- 
Uabaora,  sorprendido  por  la  rara  belleza  de  la 
joven  —  ¿tendréis  la  bondad  de  decirme  cual  es  el 
camino  de  Arnouville? 

Flor  de  María  bajó  los  ojos  al  encontrarse  con 
la  mirada  penetrante  y  atrevida  del  desconocido, 
y  respondió: 

—  Al  salir  del  camino  hondo  tomareis ,  caballero, 
el  primer  sendero  á  la  derecha:  este  sendero  os 
llevará  hasta  una  calle  de  cerezos  que  os  guiará  en 
derechura  hasta  Arnouville.  —  Mil  gracias,  her- 
mosa niña...  A  fe  me  guiáis  mejor  que  una  vieja 
que  he  encontrado  á  dos  pasos  de  aquí  tendida  al 
pié  de  un  árbol,  porque  solo  me  respondió  con 
**y6s  y  gemidos.  —  ¡  Pobre  abuelita  mia  1  —  excla- 
mó el  Cojuelo  con  voz  compungida.  —  ¿Podréis 
decirme  si  hallaré  fácilmente  en  Arnouville  la 
quinta  de  M.  Dubreuil?^ — volvió  á  preguntar  el 
vizconde  dirigiéndose  á  la  Guillabaora. 

Extremecióse  Flor  de  María  al  oir  estas  pala- 
bras que  le  traian  á  la  memoria  la  dolorosa  escena 
de  la  mañana,  y  repuso: 

—  Las  casas  de  la  quinta  se  ven  al  entrar  en  la 
calle  de  cerezos  por  donde  debéis  pasar,  caballero. 


180  LOS  MlSTtRlOS  DE    PARÍS. 

—  ¡Gracias,  niña  mia,  mil  gracias!  —  dijo  el  viz- 
conde, y  partió  al  galope  seguido  de  su  escu- 
dero. 

Las  hermosas  facciones  del  vizconde  se  dilataron 
algo  mientras  habló  á  la  Guillabaora;  pero  una 
profunda  inquietud  volvió  á  conlraerlas  al  punió 
que  se  vio  solo.  Flor  de  María  se  acordó  de  la 
persona  desconocida  para  quien  se  hahia  prepa- 
rado con  tanta  celeridad  la  glorieta  de  la  quinta 
de  Arnouville,  y  no  dudó  que  era  este  joven  y 
hermoso  caballero. 

Oyóse  por  algún  tiempo  el  galope  de  los  caballos 
sobre  la  tierra  endurecida  por  el  hielo,  hasta  que 
por  último  cesó  enteramente  el  ruido  y  todo 
quedó  en  silencio,  Respiró  el  Cojuelo  al  verse  li- 
bre de  los  dos  caballeros,  y  á  fin  de  advertir  y 
animar  á  sus  cómplices,  de  los  cuales  el  Maestro 
de  Escuela  se  había  ocultado  al  pasar  los  dos  des- 
conocidos, dijo  en  voz  chillón^  y  penetrante: 

—  ¡Abueliia/  aquí  vengo...  con  una  señorita 
para  socorreros.  —  Vamos  pronto,  corramos,  hijo 
m;o/  ese  señor  de  á  caballo  nos  hizo  perder  al- 
gunos minutos  —  dijo  la  Guillabaora  acelerando  el 
paso,  para  llegar  pronto  á  la  vuelta  del  camino 
hondo. 

Apenas  huho  llegado,  cuando  la  Lechuza  que 
estaba  aguardando  el  momento  oportuno,  gritó; 

—  ¡Corre,  amoroso,  corre!  aquí  la  tengo.  Y 
arrojándose  á  la  Guillabaora,  echóla  una  mano 
al  cuello  y  con  la  otra  le  tapó  la  boca,  al  paso 
que  el  Cojuelo  se  agarró  como  un  gato  á  las  pier- 
nas de  la  joven  y  la  dejó  sin  movimiento. 

Pr.só  todo  esto  con  tal  rapidez,  que  la  Lechuza 
no  tuvo  lugar  para  reconocer  las  facciones  de  la 
Guillabaora;  pero  en  los  |X)COS  momentos  que 
tardó  el  Maestro  de  Escuela  en  salir  del  agujero 


EL  CAMI!10  HO!<DO.  187 

en  (jjue  estaba  oculto,  conoció  la  vieja  que  la  que 
tenia  agarrada  era  su  antigua  víctima. 

— •  ¡La  Chillona/  —  exclamó  llena  de  estupor;  y 
luego  anadió  con  una  alegría  feroz  :  —  ¡Gon  que 
eres  tú,  eh!...  ¡Ahí  ¡volviste  á  caer  en  mis 
añas  I...  /el  diablo  te  trae  á  mi  poder  I...  Mira, 
tengo  el  vitriolo  en  el  cabriolé,  y  de  esta  vez  iií) 
le  escaparás  sin  untura...  porque  me  revuelves  ei 
estómago  con  esa  cara  de  santa  moronda...  ¡Tó- 
mala, agárrala  ,  amorosol  cuidado  no  te  muerda, 
mientras  nosotros  la  empaquetamos. 

Echó  el  Maestro  de  Escuela  sus  enormes  garras 
á  la  Guillabaora,  y  antes  que  esta  pudiese  articular 
un  solo  gritó,  envolvióla  en  la  capa  la  Lechuza  de 
pies  á  cabeza.  Flor  de  María  se  halló  de  este  modo 
en  la  imposibilidad  dciacer  el  menor  movimiento 
ni  de  pedir  socorro. 

—  Ahora  carga  tú  con  el  fardo,  amoroso...  —  di- 
jo la  Lechuza.  —  ¡Je,  je,  je!...  no  pesa  mas  que  el 
bulto  negro  déla  mujer  que  ahcgimos  en  el  canal 
de  San  Martin...  ¿  no  te  parece  ,  amoroso  ?  — Y  co- 
mo el  bandido  se  estremeciese  al  oir  estas  palabras 
que  le  trajeron  á  la  memoria  el  horrible  sueño  de 
la  noche  anterior,  la  tuerta  continuó  :  —  ¿  Qué  do- 
lor te  da,  aíma  de  gallina...  parece  que  tiritas 
de  frió?...  desde  esta  mañana  te  se  baten  los  dientes 
como  si  tuvieras  la  terciana...  y  miras  al  aire  y 
levantas  el  hocico  como  los  perros  cuanJo  van 
ahullar.  —  ¡Papamoscasl...  es  para  ver  qué  vien- 
to corre  — dijo  el  Gojuelo. —  ¡Vamos  pronto, 
vamos  de  aquí !  sujétame  bien  la  Chillona...  Así, 
apriétala  bien — dijo  la  Lechuza  al  ver  que  el  ban- 
dido cojia  entre  sus  brazos  á  Flor  de  María  conx) 
pudiera  coger  á  un  niño  dormido. — ¿Pero  quien 
me  guia  á  mí  ?  —  preguntó  el  Maestro  de  Escuela 
con  voz  sorda  cojiendo  el  lijcro  fardo  entre  sus 


188  LOS  MISTERIOS  DE  PÁRIS, 

brazos  de  Hércules.  —  ¡Qqc  cabezal   de  lodo  se 
acuerda  —  dijo  la  Lechuza. 

Y  abriendo  el  chai ,  se  quitó  an  pañuelo  que  lle- 
vaba puesto  al  cuello  esqueletado,  lo  torció  co- 
jiéndolo  por  ambas  puntas ,  y  dijo  al  Mactsro  de 
Escuela ; 

—  Abre  la  lumadera  (a),  coje  la  punta  del  mo- 
cante con  los  piños  (b) ,  y  aprieta  bien...  El  Cojue- 
lo  cojera  la  otra  punta  con  la  mano ,  y  bo  tendrás 
mas  que  seguirlo...  A  buen  ciego  buen  lazarillo... 
¡  Ven  aquí  tú  pillastre  1 

El  monstruoso  niño  hizo  una  cabriola  como  un 
oso,  murmuró  una  especie  de  sonido  imitativo  y 
grotesco,  cojió  en  la  mano  la  otra  punta  del  pa- 
ñuelo y  condujo  de  este  modo  al  Maestro  de  Es- 
cuela, mientras  que  la  Lechuza  se  adelantó  cor- 
riendo para  avisar  á  Barbillon.  No  hemos  querido 
pintar  el  terror  de  Flor  de  María  cuando  se  vio  en 
poder  de  la  Lechuza  y  del  Maestro  de  Escuela;  di- 
remos tan  solo  que  se  sintió  desfallecer  y  que  no 
pudo  hacer  la  menor  resistencia. 

Algunos  minutos  después  se  hallaba  la  Guilla- 
baora  en  el  coche  que  conducía  Barbillon.  Aunque 
era  ya  de  noche  cerró  la  Lechuza  las  ventanillas 
con  el  mayor  cuidado,  y  los  tres  cómplices  se  di- 
rigieron con  su  moribunda  víctima  hacia  el  llano 
de  San  Dionisio,  en  donde  los  esperaba  Tomas 
Seytou. 

(c)  Boca,  (b)  Coje  la  punta  del  pañuelo  con  los 
dientes. 


CAPÍTULO  XI. 

CLEMENTINA  DE  HARVILLE 


El  lector  nos  dispensará  el  que  abandonemos  á 
una  de  nuestras  principales  heroínas  en  tan  crítica 
situación,  de  cuyo  desenlace  volveremos á  ocupar- 
nos mas  adelante. 

Se  tendrá  presente  que  Rodolfo  habia  salvado  á 
la  marquesa  de  Harville  de  un  peligro  eminente; 
peligro  en  que  la  habian  puesto  los  celos  de  Sa- 
rah,  dando  aviso  al  marques  de  Harville  de  la 
imprudente  cita  concedida  por  su  esposa  á  Carlos 
Robert.  El  príncipe  habia  salido  de  la  casa  de  la 
calle  del  Templo  muy  conmovido  por  esta  esce- 
na,  y  habia  regresado  á  su  casa  dejando  para  el 
día  siguiente  la  visita  que  deseaba  hacer  á  la  se- 
ñorita Alegría  y  á  la  familia  desgraciada  de  que 
hemos  hablado  ,  á  la  cual  creía  bastante  socorrida 
por  el  momento  con  el  dinero  que  habia  dado  á  la 
marquesa  con  el  fin  de  que  su  visita  tuviese  visos 
de  caridad  á  los  ojos  de  su  marido.  Rodolfo  igno- 
raba por  desgracia  que  el  Gojuelo  habia  robado  el 
bolsillo  á  la  marquesa,  y  sabemos  ya  de  que  modo 
se  habia  cometido  este  robo. 

Serian  las  cuatro  de  la  tarde  cuando  el  príncipe 
recibió  la  carta  siguiente  : 

Una  mujer  de  edad  habia  sido  la  conductora,  y 
se  habia  marchado  sin  aguardar  la  respuesta. 

T.  II.  13 


i 90  LOS  MISTERIOS   DE   PARÍS, 

«( Monseñor , 

((  Os  debo  mas  que  la  vida  ,  quisiera  manifesta- 
ros hoy  mismo  mi  profundo  agradecimiento.  Ma- 
ñana quizá  enmudeceria  de  vergüenza...  Si  Y.  A.  R. 
me  hiciese  el  honor  de  venir  á  mi  casa  esta  noche, 
acabaria  el  dia  como  lo  ha  empezado:  con  una 
acción  generosa. 

C.  DE  Orbigni  de  Harville. 

<t  P.  D.  No  os  incomodéis  en  contestarme ,  mon- 
señor :  estaré  en  casa  toda  la  noche. 

Rodolfo  se  alegraba  de  haber  hecho  á  la  mar- 
quesa de  Harville  un  servicio  tan  importante,  pe- 
ro no  llevaba  á  bien  la  especie  de  intimidad  forza- 
da que  esta  circunstancia  establecía  entre  él  y  la 
marquesa.  Incapaz  de  hacer  traición  á  la  amistad 
del  marques  de  Harville,  conocía  sin  embargo  la 
viva  impresión  que  le  habían  causado  la  gracia,  el 
lalento  y  la  rara  belleza  de  Clementina  ;  circuns- 
tancias que  la  hablan  separado  de  su  trato  hacia 
mas  de  un  mes.  Por  eso  se  acordaba  con  cierta 
emoción  del  coloquio  de  Tomas  y  de  Sarah  en  el 
baile  de  la  embajada  de'**.  Sarah  ,  para  molivar  su 
odio  y  sus  celos,  habia  afirmado  con  alguna  razón 
que  la  marquesa  de  Harville  conservaba  á  pesar  su- 
yo una  inclinación  invencible  hacia  Rodolfo,  y 
Sarah  era  demasiado  sagaz,  demasiado  iniciada  en 
los  resortes  del  corazón  humano  ,  para  no  haber 
<onocido  que  Clementina ,  viéndose  olvidada  y 
acaso  desdeñada  por  un  hombre  que  le  habia  cau- 
sado una  impresión  tan  profunda  ,  y  cediendo  ade- 
mas á  las  sujcstiones  de  una  amiga  pérfida  ,  po- 


CLEMENTINA  DE  UAKVILLE.  1"91 

xTria  inleresarse  por  la  desgracia  imaginaria  de 
Carlos  Robert,  sin  que  por  esto  olvidase  enteramen- 
te á  Rodolfo.  Otras  mujeres  fieles  á  la  memoria  del 
hombre  que  les  ha  inspirado  la  primera  pasión,  hu- 
bieran mirado  con  indiferencia  el  melancólico  ase- 
vdio  del  comandante.  Según  esto  Clementina  era 
culpable  de  una  y  otra  falta  ,  aunque  solo  hubiese 
cedido  al  interés  inspirado  por  la  desgracia  ,  y  aun- 
que un  vivo  sentimiento  de  su  deber,  unido  acaso 
al  recuerdo  del  príncijie,  recuerdo  saludable  que 
conservaba  en  el  fondo  del  corazón,  la  hubie.sen  im- 
pedido cometer  un  desliz  irreparable. 

Rodolfo  luchaba  con  mil  contradicciones  eslrañas 
al  penscr  <?n  su  rnlrevisla  con  la  marquesa  de  Har- 
ville.  Determinado  á  sufocar  su  amorosa  inclinación 
íTeíase  unas  veces  dichoso  con  poder  desamarla  y 
con  poder  echarla  en  cara  su  afición  degradante  á 
Air.  Carlos  Robert;  otras,  por  el  contrario,  sen- 
tía amalgámente  ver  desvanecido  el  prestigio  que 
hasta  entonces  la  habia  rodeado. 

Clementina  esperaba  también  con  impaciencia  esta 
entrevista;  pero  los  dos  sentimientos  que  la  donii- 
Jiaban  eran  una  dolorosa  confusión  al  pensar  en  Ro- 
dolfo, y  una  aversión  profunda  al  acordarse  de  Car- 
los Robert.  Tenia  muchas  razones  para  iuslificar  es- 
ta aversión  y  este  odio  hacia  el  comandante.  Una 
mujer  comprometerá  su  reposo  y  su  honor  por  un 
Jiombre  ,  pero  no  le  perdonará  jamás  de  haberla 
j)uesto  en  una  situación  humillante  ó  ridicula.  La 
maiquesa  de  Harville  habia  sufrido  una  indecibl-c 
•congoja  al  verse  espuesla  á  los  sarcasmos  y  mira- 
V  das  de  madama  Pipelet.  Ademas  antes  deadver- 
lirla  Rodolfo  el  peligro  en  que  se  hallaba  v  de  in- 
dicarla que  subiese  al  quinto  piso,  la  dirección  d-tí 
Ja  escalera  era  tal  ,  que  al  snbirla  vio  á  Carlos  Ro- 


192  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

bert  vestido  con  su  reluciente  bata  ,  en  el  momento 
en  que  oyendo  los  pasos  de  la  mujer  á  quien  espe- 
raba, entreabría  la  puerta  con  una  sonrisa  infa- 
tuada y  triunfante...  La  insolente  necedad  del  tra- 
ge  significativo  del  comandante  ,  dio  á  conocer  ñ 
la  marquesa  cuan  groseramente  se  babia  engañado 
con  respeto  á  aquel  bombre.  Impelida  por  la  bon- 
dad de  su  corazón  y  por  la  generosidad  de  su  ca- 
rácter á  dar  un  paso  que  podia  perdprla,  babia 
otorgado  esta  cita  al  comandante,  no  por  amor  sino 
por  conmiseración ,  á  fin  de  consolarlo  del  lance 
ridículo  á  que  lo  babia  espuesto  la  burla  grosera 
del  duque  de  Lucenay  en  la  embajada  de***.  Juz- 
gúese, según  esto,  cual  seria  el  disgusto  y  la  sor- 
presa de  la  marquesa  de  Harville,  al  ver  á  Mr,  Car- 
los Robert  vestido  de  triunfo  con  tal  anticipa- 
ción... 

Acababan  de  dar  las  nueve  en  el  péndulo  del  ga- 
binete en  que  estaba  ordinariamente  la  marquesa 
de  Harville.  Las  costureras  ,  las  modistas  y  las  ta- 
berneras ban  abusado  tanto  del  estilo  de  Luis  XV 
y  del  estilo  del  Renacimiento  del  buen  gusto  ,  que 
ía  marquesa  mujer  de  un  gusto  delicado,  babia  des- 
terrado de  su  cuarto  esta  especie  de  lujo  que  ha  lle- 
gado á  ser  tan  vulgar,  relegándolo  á  la  parte  del 
palacio  de  Harville  destinada  al  gran  recibimiento. 
Nada  podria  inventarse  mas  elegante  y  distin- 
guido que  los  muebles  y  adornos  del  gabinete  en 
que  la  marquesa  de  Harville  esperaba  á  Rodolfíj. 
Las  cortinas  y  tapices  sin  festones  ni  cenefa ,  eran 
de  una  tela  de  la  India  color  de  paja  ,  y  estaban 
sembrados  de  figuras  arabescas  bordadas  de  realce 
con  seda  sin  brillo  y  del  gusto  mas  caprichoso  y  de- 
licado. Las  cortinas  dobles  que  cubrían  casi  ente- 
ramente las  ventanas  por  uno  y  otro  lado,  eran  de 
punto  de  Alenzon.  Las  puertas  de  palo  de  rosa,  es- 


CLEMENTINA  DE  HAUVILLE.  193 

laban  adornadas  con  molduras  de  plata  dorada  cin- 
celadas con  primor ,  las  cuales  rodeaban  cada  cua- 
dro un  óvalo  ó  medallón  de  porcelana  de  Sévresde 
cerca  un  pié  de  diámetro:  estos  medallones  repre- 
sentaban llores  y  aves  con  una  perfección  admirable 
El  cuadro  de  los  espejos  y  los  tenedores  de  las  cor- 
tinas y  tapices  ,  eran  también  de  palo  de  rosa  con 
adornos  de  plata  dorada.  El  friso  de  la  chimenea  y 
sus  dos  cariátides  de  una  belleza  antigua  y  de  una 
gracia  esquisita,  eran  obra  del  cincel  maestro  de 
Slarochetti :  aquel  célebre  artista  habia  accedi- 
do esculpir  á  esta  obra  maestra,  acordándose  sin 
duda  de  que  Benvenulo  no  se  desdeñaba  de  cincelar 
aguamaniles  y  armaduras.  Dos  candelabros  con  doble 
mechero  de  plata  sobredorada  ,  preciosamente  cin- 
celados por  Goutticref  acompañaban  al  péndulo, 
que  era  un  cuadrado  de  lapislázuli,  colocado  so- 
bre un  zócalo  de  jaspe  oriental ,  y  coronado  por 
una  magnífica  guirnalda  de  oro  esmaltado  ,  ador- 
nada de  perlas  y  rubíes  ;  todo  con  arreglo  al  gus- 
to del  Renacimiento  florentino.  Varios  cuadros  ex- 
celentes de  laescuela  veneciana  y  de  mediano  gran- 
.dor  ,  completaban  este  hermoso  conjunto. 

Debido  á  una  feliz  innovación,  este  gabinete  es- 
taba alumbrado  por  una  lámpara ,  cuyo  globo  de 
cristal  apagado  estaba  casi  oculto  en  medio  de 
un  sinnúmero  de  flores  naturales  contenidas  en  un 
florero  de  japón  azul,  color  de  píirpura  y  dorado, 
suspendido  del  cielo  raso  á  manera  de  araña  por 
tres  gruesas  cadenas  de  plata  sobredorada ,  en  las 
cuales  se  enroscaban  los  verdes  tallos  de  diversas 
plantas  sarmentosas :  aljíunas  de  las  ramas  mas 
llexibles  y  cargadas  de  flores,  se  desprendían  dei 
florero  y  caían  como  una  hermosa  faja  verde  so- 
bre la  porcelana  esmaltada  de  oro,  de  púrpura  y 
de  azul.  Insistimos  en  estos  pormenores,  por  mas 


Í9V  LOS  :>nsTERios  de  parís» 

que  sean  pu»íriles,  á  fin  de  dar  una  idea  del  buen 
gusto  natural  de  la  marquesa  de  Harville  ( se- 
ñal casi  siempre  cierta  de  un  buen  entendimien- 
to ),  y  porque  ciertos  infortunios  misteriosos  pa- 
recen mas  crueles  aun ,  cuando  se  comparan 
con  las  apariencias  de  una  vida  dichosa  y  envi- 
diada. 

Clementina  de  Harville  estaba  recostada  en  un 
gran  sillón  cubierto  de  damasco  color  de  paja; 
su  peinado  era  sencillo  y  natural  y  su  traje  con- 
sistía en  un  vestido  de  terciopelo  negro  alto  de  es- 
cote, sobre  el  cual  resaltaba  el  trabajo  maravilloso 
de  un  cuello  de  encaje  y  unas  vueltas  ó  puños  dt; 
punto  inglés,  que  impedian  el  que  lo  negro  del 
vestido  hiciese  demasiado  contraste  con  la  blancu- 
ra  trasparente  de  sus  manos  y  de  su  cuello. 

La  emoción  que  agitaba  á  la  marquesa  se  aumen- 
taba al  acercarse  el  momento  de  ver  á  RodoVfíí. 
Un  pensamiento  serio  disipo  por  último  su  confu- 
sión :  determinóse  por  fin  á  confiar  á  Rodolfo  un 
gran  secreto  ,  un  secreto  cruel ,  esperando  que  con 
su  estremada  franqueza  recobraría  acaso  una  es- 
timación que  tanto  sentia  haber  perdido.  El  agra- 
decimiento volvió  á  dispertar  su  primera  inclina- 
ción hacia  Rodolfo.  Uno  de  esos  presentimientos 
que  rara  vez  engañan  á  los  corazones  amantes  ,  la 
decia  que  la  casualidad  no  habia  podido  conducir 
al  príncipe  tanoportunamente  para  salvarla,  y  que 
el  haber  desistido  de  verla  de  algunos  meses  á 
aquella  parte  se  debia  mas  bien  que  á  la  indiferen- 
cia ,  á  otro  sentimiento  oculto.  Clementina  conci- 
bió también  una  sospecha  vaga  acerca  de  la  since- 
ridad del  afecto  de  Sarah.  Al  cabo  de  algunos  minu- 
tos llamó  un  criado  á  la  puerta,  entró  en  el  gabi- 
nete ,  y  dijo : 


CLEMESTINA  DE   HAllVILLE  195 

—  Puede  recibir ¿  la  señora  marquesa  á  la  señora 
Asthon  y  á  la  señorita  ? 

La  marquesa  de  Harville  hizo  con  la  cabeza  una 
seña  afirmativa  j  su  hija  entró  en  el  gabinete. 

Era  esta  una  niña  de  cuatro  años,  de  facciones 
simélricas  y  armoniosas,  pero  de  un  color  enfermi- 
zo y  sumamente  flaca  y  apocada.  Traíala  de  la 
mano  su  aya,  la  señora  Asthon,  y  al  punto  que 
Clara  (así  se  llamaba  la  niña)  avistó  á  sy  madre, 
corrió  hacia  ella  con  los  brazos  abiertos.  Dos  lazos 
de  rubíes  sujetaban  á  la  altura  de  cada  sien  de  la 
niña  dos  trenzas  de  cabello  negro  enroscadas  á  uno 
y  otro  lado  de  la  frente.  Su  salud  era  tan  débil  que 
llevaba  una  drulleta  de  seda  colchada ,  en  lugar 
de  esos  vestidos  de  muselina  blanca ,  guarnecidos 
de  cintas  y  hechos  tan  á  propósito  para  descubrir 
los  brazos  de  color  de  rosa  y  los  hombros  tersos  co- 
mo el  raso  ,  de  las  niñas  que  gozan  buena  salud. 
Las  mejillas  de  Clara  eran  tan  descarnadas  y  consu- 
midas que  sus  grandes  ojos  negros  parecían  de  un 
tamaño  enorme  y  desproporcionado.  A  pesar  del 
aspecto  mezquino  de  esta  niña,  una  sonrisa  llena  de 
gracia  y  de  candor  dilató  sus  facciones  al  sentarse 
al  regazo  de  su  madre,  que  la  besó  con  una  especie 
de  ternura  melancólica  y  apasionada. 

—  ¿Qué  tal,  desde  que  no  la  he  visto?  —  pre- 
guntó la  marquesa  de  Harville  al  aya... —  Media- 
namente ,  señora  marquesa ,  aunque  por  un  rato 
he  temido  que...  —  ¡  Otra  vez  /  —  exclamó  la  mar- 
quesa estrechando  á  su  hija  contra  el  corazón  por 
un  impulso  involuntario. — Pero  afortunadamente, 
señora,  me  he  engañado — dijo  madama  Asthon; 
—  el  ataque  se  quedó  en  amago,  de  modo  que  la 
señorita  Clara  volvió  á  calniaráe  y  solo  experimen- 
tó por  un  rato  alguna  debilidad...  Aunque  ha  dor- 
mido poco  esta  tarde,  no  ha  querido  acostarse  sin 


196  LOS  MISTERIOS   DE    PAUlS. 

besar  antes  á  la  señora  marquesa. — ¡Hija  de  mi 
alma !  —  dijo  la  marquesa  cubriendo  de  besos  la 
frente  de  Clara. 

Devolvió  esta  las  caricias  de  su  madre  con  un 
gozo  infantil ,  cuando  un  criado  abrió  de  par  en 

Sar  las  dos  bojas  de  la  puerta  del  gabinete ,  y 
ijo: 

—  ¡  Su  Alteza  Real  monseñor  el  gran  duque  de 
Gorolstein ! 

Clara'  sentada  en  el  regazo  de  su  madre  ,  se  ba- 
ilaba estrechamente  abrazada  á  su  cuello.  Rubori- 
zóse Clementina  al  ver  á  Rodolfo,  puso  en  la  alfom- 
bra á  su  hija ,  bizo  al  aya  una  seña  para  que  se 
alejase  con  ella,  y  se  levantó  del  sofá. 

—  Me  permitiréis  ,  señora  —  dijo  sonriendo  Ro- 
dolfo después  de  baber  saludado  respetuosamente  á 
la  marquesa  que  renueve  mi  galantería  con  mi  an- 
tigua amiguita ,  porque  temo  que  se  baya  olvidado 
ya  de  raí.  —  E  inclinándose  un  poco  ,  tendió  el  bra- 
zo bácia  Clara.  Esta  fijó  en  él  sus  grandes  ojos ,  lo 
reconoció  al  cabo  de  un  breve  rato,  le  bizo  una  seña 
con  la  cabeza  y  le  envió  un  beso  con  la  punta  de  sus 
descarnados  deditos.  —  ¿Conoces  á  monseñor ,  hija 
mia?  —  preguntó  Clementina  á  la  niña. 

Clara  dijo  que  sí  con  la  cabeza ,  y  envió  otro  be- 
so á  Rodolfo. 

—  Parece  que  se  ha  mejorado  desde  la  última 
vez  que  la  be  visto  —  dijo  el  príncipe  á  Cle- 
mentina.— Algo  se  ha  mejorado,  monseñor,  aun- 
que padece  mucho. 

La  marquesa  y  el  príncipe ,  tan  embarazados  el 
uno  como  el  otro  al  pensar  en  su  próximo  coloquio, 
casi  se  alegraban  de  prolongar  este  introito  con  la 
presencia  de  Clara  ;  pero  la  discreta  aya  se  retiró 
por  último  dejando  á  Rodolfo  solo  con  su  señora. 

El  sofá  de  la  marquesa  de  Harville  estaba  á  la 


CLEMENTINA  DE  HARVILLE.  197 

derecha  de  la  chimenea  ,  en  la  cual  se  apoyaba  lí- 
jeramente  Rodolfo ,  que  continuaba  en  pié.  Jamas 
había  parecido  á  Clementina  tan  noble  y  gracioso 
el  conjunto  de  las  facciones  del  príncipe  ,  ni  su  voz 
tan  dulce  y  sonora.  Conociendo  Rodolfo  cuan  pe- 
noso debia  ser  á  la  marquesa  el  romper  la  conver- 
sación ,  la  dijo: 

— Señora,  habéis  sido  víctima  de  una  traición 
infame:  una  delación  inicua  de  la  condesa  Sarah 
Mac-Gregor  estuvo  á  punto  de  perderos.  —  ¡  Seria 
posible  .  monseñorl  — exclamó  Clementina.  — Lue- 
go no  me  ha  engañado  mi  presentimiento...  ¿Pero 
como  ha  podido  saber  Vuestra  Alteza?... — Anoche, 
por  una  casualidad  ,  en  el  baile  de  la  condesa  de***, 
he  descubierto  el  secreto  de  esa  iniquidad.  Me 
había  sentado  en  un  rincón  retirado  del  jardín 
de  invierno;  y  sin  saber  que  solo  estaba  separado 
de  ellos  por  un  espaldar  y  que  podía  oirlos ,  la 
condesa  Sarah  y  su  hermano  vinieron  á  sentarse 
junto  á  mí  y  empezaron  á  hablar  de  sus  proyectos 
y  del  lazo  que  querían  tenderos.  Para  advertiros 
del  peligro  en  que  os  hallabais ,  me  fui  inmediata- 
mente al  baile  de  madama  Nerval ,  esperando  ha- 
llaros allí ;  pero  no  habíais  aparecido.  Él  escribiros 
sería  exponerse  á  que  mi  carta  cayese  en  poder 
del  marques,  cuyas  sospechas  se  aumentarían  de 
este  modo.  Según  esto  he  preferido  aguardaros  en 
la  calle  del  Templo  para  frustar  la  traición  de  la 
condesa  Sarah.  ¿Queréis  perdonarme  el  que  os  ha- 
ble tanto  tiempo  de  un  asunto  que  debe  seros  desa- 
gradable ?  A  no  ser  por  la  carta  que  habéis  tenido 
la  bondad  de  escribirme...  jamas  os  hubiera  habla- 
do de  ello. 

Después  de  un  momento  de  silencio ,  la  marque- 
sa de  Harville  dijo  á  Rodolfo: 

—  Monseñor ,  solo  de  una  manera  puedo  proba- 


198  LOS  MISTERIOS  DE  PAHls. 

ros  mi  gratitud...  solo  haciéndoos  una  confesión 
que  á  nadie  he  hecho  jamas.  Esta  confesión  no  me 
justificará  á  vuestros  ojos,  pero  acaso  os  hará  tener 
por  menos  culpable  mi  conducta.  —  Francamente, 
señora  marquesa —  dijo  sonriendo  Rodolfo  —  mi 
situación  con  respecto  á  vos  es  en  extremo  em- 
barazosa. 

Cleraentina  miró  con  sorpresa  á  Rodolfo  al  oír 
hablar  con  esta  lijereza. 

—  ,  Cómo!  ¡porqué,  monseñor!  — Gracias  á  una 
circunstancia,  que  sin  duda  adivinaréis,  me  veo 
obligado  á  hacer  el  papel  de...  grave  consejero,  en 
un  asunto  que  no  deberia  tratarse  con  tanta  grave- 
dad, desde  que  os  habéis  salvado  del  lazó  odioso 
que  os  tendió  la  condesa  Sarah...  —  Pero  vuestro 
marido — añadió  Rodolfo  con  una  especie  de  serie- 
dad dulce  y  efectuosa  — es  para  mi  como  un  herma- 
no ,  y  mi  padre  ha  profesado  al  suyo  la  gratitud  mas 
afectuosa.  .  Por  esta  razón  os  felicito  muy  seriamen- 
te por  haber  restituido  á  vuestro  marido  la  seguri- 
dad y  el  reposo  que  necesitaba.  —  Y  por  lo  mismo 
que  honráis  con  vuestra  amistad  al  marques  de  Har- 
ville,  quiero  yo  ,  monseñor  ,  revelaros  toda  la  ver- 
dad... asi  con  respecto  á  un  interés  que  debe  pare- 
ceros  tan  poco  merecido  como  en  realidad  lo  es... 
como  con  respecto  á  mi  conducta ,  que  ofende  al  que 
Vuestra  Alteza  tiene  á  bien  mirar  casi  como  un  her- 
mano... —  Será  para  mí  una  dicba,  marquesa,  el 
merecer  la  menor  prueba  de  vuestra  confianza.  Sin 
embargo  i>ermitidme  que  os  diga ,  con  respecto 
á  ese  interés  de  que  habláis,  que  ya  sé  yo  que  ha- 
béis cedido  á  un  sentimiento  de  sincera  compasión 
y  al  asedio  traidor  de  la  condesa  Sarah,  que  tenia 
motivos  para  querer  perderos...  También  sé  que  ha- 
béis dudado  largo  tiempo  antes  de  resolveros  á  dar 
el  paso  de  que  ahora  os  arrepentís. 


CLEMENTINA    DE   HARVILLE.  19í> 

Glementina  miró  asombrada  á  Rodolfo. 

—  ¿Os  sorpréndela?  Otro  dia  os  revelaré  el  se- 
creto porque  no  me  tenf?aís  por  hechicero  —  dijo  el 
principe  sonriendo.  —  Pero  decidme  ¿  se  ha  tran- 
quilizado enteramente  vuestro  marido  ?  —  Sí,  mon- 
señor —  repaso  Glementina  bajando  la  vista  y  llena 
de  confusión  —  y  os  aseguro  que  me  atormenta 
cuando  me  pide  perdón  por  haber  sospechado  de  mi 
conducta ,  y  cuando  habla  con  exaltación  de  mi 
modestia  y  del  silencio  que  he  guardado  con  res- 
pecto á  niis  obras  de  caridad.  —  No  os  arrepintáis 
de  mantener  esa  ilusión  ,  y  alegraos,  por  el  contra- 
rio ,  de  su  feliz  error...  Si  me  fuese  permitido  ha- 
blar con  lijereza  de  esta  aventura,  y  si  no  tuvieseis 
parte  en  ella,  señora  condesa...  os  diria  que  nunca 
procura  una  mujer  ser  mas  encantadora  á  los  ojos 
de  su  marido  ,  que  cuando  tiene  algún  traspié  que 
ocultar.  Nadie  puede  figurarse  la  amabilidad  seduc- 
tora que  inspira  una  conciencia  poco  limpia...  Cuan- 
do yo  era  joven  —  añadió  Rodolfo  sonriendo  —  sen- 
tía cierta  desconfianza,  á  pesar  mió,  cuando  me  tra- 
taban con  extraordinaria  ternura;  y  como  yo  nunca 
me  sentia  mas  dispuesto  á  ser  amable  que  cuando 
tenia  algún  pecado  que  ocultar,  cuando  llegaba  á 
conocer  que  habia  exageración  en  las  caricias  que 
me  hacian,  no  podia  menos  de  creer  que  esta  armo- 
nía cariñosa  ocultaba...  una  recíproca  infidelidad. 

Grecia  por  instantes  el  asombro  de  la  marquesa 
de  Harville ,  al  oir  hablar  á  Rodolfo  con  tal  lije- 
reza de  un  asunto  que  hubiera  podido  tener  para 
ella  tan  funestos  resultados :  pero  sospechando  lue- 
go que  con  esta  afectada  lijereza  queria  el  príncipe 
hacer  menos  importante  el  servicio  que  la  habia 
prestado ,  le  dijo  profundamente  conmovida  por  este 
rasgo  de  delicadeza : 
—  Comprendo  vuestra  generosidad  ,  monseñor... 


200  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Chanceaos,  si  gustáis,  y  olvidad  el  peligro  de  que 
me  habéis  sacado.  .  Pero  lo  que  yo  tengo  que  deci- 
ros es  tan  grave,  tan  serio,  tiene' tal  relación  con 
los  sucesos  de  esta  mañana ,  y  vuestros  consejos  de- 
ben serme  tan  útiles,  que  no  puedo  menos  de  roga- 
ros que  os  acordéis  de  que  me  habéis  salvado  el 
honor  y  la  vida...  sí ,  monseñor,  la  vida...  ¡Mi  ma- 
rido iba  armado,  y  en  su  arrepentimiento  me  ha 
confesado  que  queria  matarme  !  —  ¡  Gran  Dios!^ — 
exclamó  Rodolfo  vivamente  conmovido.  —  Tenia 
derecho...  —  repuso  con  amargura  la  marquesa  de 
Harville.  —  Creedme ,  marquesa  —  dijo  Rodolfo 
con  seriedad  —  no  puede  serme  indiferente  lo  que 
á  vos  os  interesa :  si  be  hablado  con  lijereza  hace 
un  momento  ,  ha  sido  para  distraeros  del  lance  de 
esta  mañana  ,  que  debió  cansaros  una  terrible  im- 
presión. Ahora  os  escucho  con  atención  religiosa, 
ya  que  me  honráis  con  decirme  que  mis  consejos 
pueden  serviros  de  algún  modo.  — ¡Oh!  sí,  /de 
mucho  pueden  servirme  I  Pero  antes  permitidme 
que  os  diga  algunas  palabras  sobre  los  sucesos  de 
otra  época  que  ignoráis...  del  tiempo  que  ha  pre- 
cedido á  mi  casamiento  con  el  marques  de  Harville. 

Rodolfo  hizo  una  inclinación ,  y  Clementina  con- 
tinuó : 

—  A  la  edad  de  diez  y  seis  años  he  perdido  á  mí 
madre  —  dijo  la  marquesa  con  los  ojos  arrasados 
de  lágrimas  :  —  seria  imposible  expresaros  cuanto 
la  adoraba.  — Figuraos,  monseñor,  la  bondad  ideal 
personificada;  la  ternura  con  que  me  amaba  era  tal, 
que  le  servia  de  único  consuelo  en  sus  pesares... 
Como  le  gustaba  poco  el  gran  mundo,  y  ademas  pa- 
decía mucho  y  era  naturalmente  sedentaria  ,  no 
pudo  hallar  mayor  placer  que  el  encargarse  de  mi 
instrucción  ,  porque  lo  solido  y  variado  de  sus  cono- 
cimientos la  permitían  llenar  mejor  qne  nadie  la 


9Tí?ai)xvu*^iV   yViHiViic) 


CLEMENTINA  DE  HARVILLE.  201 

tai ea  que  se  había  impuesto.  Figuraos,  monseñor, 
cual  seria  su  asombro  y  el  mió,  cuando  á  la  edad 
de  diez  y  seis  años,  á  tiempo  que  mi  educación  se 
hallaba  casi  enteramente  concluida  ,  nos  anunció  mi 
padre  tomando  por  pretesto  la  débil  salud  de  mi  ma- 
dre, que  una  viuda  joven  muy  distinguida  y  muy 
interesante  á  causa  de  sus  graves  infortunios,  se  en- 
cargaria  de  terminar  la  obra  comenzada  por  mi  ma- 
dre... Mi  madre  se  opuso  desde  luego  al  deseo  de  su 
marido  ,  y  yo  le  supliqué  por  mi  parte  qui!  no  me 
confiase  á  ninguna  persona  estraña  ;  pero  mi  padre 
se  mostró  inexorable  á  nuestros  ruegos  ,  y  madama 
Roland,  viuda  de  un  coronel  que  babia  muerto  en 
la  India...  según  ella  decia  ,  vino  á  instalarse  en 
nuestra  casa  y  se  encargó  de  ser  mi  instructora. 
—  ¡  Qué  decís  !  ¿es  esa  madama  Roland  con  quien 
se  casó  vuestro  padre  poco  después  de  vuestro  ca- 
samiento? —  La  misma  ,  monseñor.  —  ¿  Era  muy 
hermosa?—  De  mediana  belleza,  monseñor.  — 
Luego  tendría  mucho  talento.  —  El  de  ser  arti- 
ficiosa... disimulada  y  astuta...  y  nada  mas...  Tenia 
entonces  unos  veinte  y  cinco  años  su  cabello  era  de 
un  rubio  pálido,  las  cejas  blancas,  los  ojos  grandes, 
redondos  y  de  un  azul  muy  claro,  su  fisonomía  hu- 
milde y  melindrosa,  y  su  carácter  pérfido,  bajo  y 
cruel ,  aunque  disimulado  bajo  un  exterior  amable. 
—  ¿Qué  conocimientos  poseía?  —  Ninguno  ab- 
solutamente ,  monseñor  ;  y  no  puedo  imaginar 
como  mí  padre  ,  tan  esclavo  hasta  entonces  del  de- 
coro, no  ha  visto  que  la  incapacidad  de  aquella 
mujer  descubriría  con  escándalo  de  todos  el  ver- 
dadero motivo  de  su  presencia  en  nuestra  casa. 
Mi  madre  le  hizo  observar  la  profunda  ignorancia 
de  madama  Roland  ,  pero  la  respondió  con  un 
tono  que  no  admitía  la  menor  réplica,  (|ue,  sabia 
6  no  sabia  ,  la  interesante  viuda  desempeñaría  en 


202  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

SU  casa  la  misión  de  que  la  habia  encargado. 
Todo  esto  lo  he  sabido  algún  tiempo  después. 
Desde  entonces  cajó  mi  madre  en  un  profundo 
abatimiento ,  y  creo  que  deploraba  menos  la  in- 
iidelidad  de  mi  padre,  que  los  desórdenes  do- 
mésticos que  este  comercio  podia  ocasionar...  y 
del  cual  podia  yo  llegar  á  apercibirme.  —  Pero, 
en  efecto,  aun  por  la  misma  conveniencia  de  su 
loca  pasión,  me  parece  que  vuestro  padre  cometió 
un  grave  error  introduciendo  en  su  casa  á  esa 
mujer.  —  Vuestra  sorpresa  se  aumentarla  ,  mon- 
señor, si  conocieseis  el  carácter  rígido  y  ceremo- 
nioso de  mi  padre  ;  era  necesaria  toda  la  influencia 
de  madama  Roiand  para  conducirlo  á  un  olvido 
tal  del  decoro;  influencia  tanto  mas  eficaz,  por- 
<jue  madama  Roland  la  disfrazaba  con  el  velo  de 
una  pasión  violenta  hacia  mi  padre.  —  ¿Qué  edad 
tenia  entonces  vuestro  padre  ?  —  Unos  sesenta 
años. — ¿Y  creía  en  el  amor  de  esa  joven?  — 
Mi  padre  habia  sido  uno  de  los  hombres  mas 
dados  á  la  moda  en  su  mocedad...  y  madama 
lloland ,  obedeciendo  á  su  instinto  ó  á  ciertos 
«onsejos  hábiles...  —  ¡  Consejos  !...  ¿y  quien  po- 
dría aconsejarla?  —  Luego  lo  sabréis,  monseñor. 
—  Adivinando  que  cuando  Ikga  á  la  vejez  un 
hombre  de  buena  fortuna ,  le  gusta  tanto  mas 
oir  alabar  el  mérito  de  su  persona  ,  porque  esto 
le  recuerda  la  época  mas  floreciente  de  su  vida, 
madama  Roland  ,  j  increible  os  parecerá,  monse- 
ñor I  alababa  la  gracia  de  las  faccio::cs  de  mi 
|)Qdre,  la  elegancia  inimitable  de  su  talle  y  de 
toda  su  persona...  y  tenia  sesenta  años...  A 
pesar  de  la  alta  inteligencia  que  lodos  le  aíribuian, 
fué  tal  su  obcecación,  que  cayó  en  este  ardid 
grosero.  Tal  ha  sido  y  tal  es  aun ,  no  lo  dudo,  la 
tau«a    de  la   inüuencia  que    sobre  él  ejerce  esa 


CLEIUENTINA   DE  HARVILLE.  203 

mujer.,.  A  pesar  de  mi  triste  situación  ,  no  puedo 
acordarme  sin  reir  de  las  veces  que  he  oido  de- 
cir y  sostener  á  madama  Roland,  antes  de  casarme, 
que  lo  que  ella  llamaba  la  verdadera  madurez  y 
la  mejor  edad  de  la  vida  y  no  empezaba  hasta  los 
cincuenta  y  cinco  años.  —  ¡Precisamente  la  edad 
de  vuestro  padre  I  —  ¡La  edad  de  mi  padre,  mon- 
señor I...  Entonces,  decia  madama  Roland,  es 
cuando  el  talento  y  la  experiencia  han  adquirido 
su  última  perfección  ;  á  esa  edad  es  cuando  un 
hombre  de  circunstancias  goza  en  el  mundo  de 
todas  las  consideraciones  á  que  le  es  dado  aspirar; 
entonces  y  solamente  entonces  llegan  á  su  apogeo 
)a  perfección  de  sus  facciones  y  la  gracia  de  sus 
modales,  porque  en  esta  época  de  la  vida  hay  en 
la  fisonomía  una  mezcla  divina  de  graciosa  sere- 
nidad y  de  dulce  y  serena  gravedad.  Finalmente, 
una  lijera  sombra  de  melancolía  causada  por  los 
desengaños  de  la  experiencia...  completaba  el  en- 
canto irresistible  de  la  terdadna  madurez  de  ma- 
dama Roland ;  encanto  que  solo  pueden  apreciar, 
añadía ,  las  mujeres  de  sano  entendimiento  y  de 
buen  corazón ,  que  no  dan  oidos  á  la  elocuencia 
fogosa  de  los  jovencitos  aturdidos  de  cuarenta  años, 
en  cuyo  carácter  veleidoso  no  puede  haber  firmeza 
ni  seguridad,  y  cuyas  facciones  insignificantes  y 
juveniles  no  se  hallan  aun  poetizadas  por  la  ma- 
jestuosa expresión ,  que  revela  la  ciencia  profunda 
de  la  vida. 

Rodolfo  no  pudo  menos  de  sonreír  al  oir  la  elo- 
cuencia irónica  con  que  la  marquesa  de  Harville 
procuraba  retratar  á  su  madrastra. 

—  Hay  una  cosa  que  jamás  puedo  perdonar  á 
las  gentes  ridiculas  —  dijo  á  la  marquesa. — ¿Cual 
es,  monseñor? 

—  La  maldad  de  corazón....  porque  esto  inipide 


20+  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

el  que  uno  se  ria  de  ellas  á  su  sabor.  —  Acaso  son 
malos  por  esa  misma  razón  —  dijo  Clementina. — 
Lo  creo  con  harto  dolor  ;  porque  si  yo  pudiese,  por 
ejemplo,  olvidarme  de  que  esa  madama  Roland  ha 
debido  haceros  mucho  daño,  me  reiria  de  su  in- 
vención de  la  verdadera  madurez ,  en  oposición  del 
loco  aturdimiento  de  los  jóvenes  de  cuarenta  años, 
que  se<íun  esta  mujer  parece  que  acaban  de  salir  de 
la  cascara  del  huevo  ,  como  dirian  nuestros  abuelos. 
—  La  causa  principal  de  la  aversión  que  tengo  á  esa 
mujer,  es  su  odiosa  conducta  para  con  mi  madre.». 
y  la  parte  activa  que  por  desgracia  ha  lomado  en 
mi  casamiento — dijo  la  marquesa  después  de  un 
momento  de  duda. 

Rodolfo  la  miró  sorprendido. 

— D'Harville  es  vuestro  amigo,  monseñor  — con- 
tinuó Clementina  con  voz  segura.  —  Conozco  la  gra- 
vedad de  lo  que  acabo  de  decir...  pero  luego  me 
diréis  si  tengo  ó  no  justicia.  Volvamos  ahora  á  ma- 
dama Roland,  erigida  en  aya  mia ,  á  pesar  de  su 
conocida  incapacidad.  Mi  madre  tuvo  por  esto  una 
seria  y  penosa  discusión  con  mi  padre ,  de  cuyas 
resultas  nos  trató  á  las  dos  con  el  mayor  desvío,  y 
desde  aquel  dia  hemos  vivido  retiradas  en  nuestra 
habitación,  mientras  que  madama  Roland  hacia 
públicamente  los  honores  de  la  casa  en  calidad  de 
instructora  mia. —  ;  Cuanto  debió  haber  padecido 
vuestra  madre  !  — Y  mas  por  mí  que  por  sí  misma, 
monseñor  ;  porque  pensaba  en  lo  futuro.  Su  salud, 
que  era  ya  delicada ,  se  agravó  de  manera  que  ca- 
yó enferma  de  peligro;  y  quiso  la  fataliilad  que 
M.  Sorbier,  médico  de  la  familia  y  en  quien  mi 
madre  tenia  entera  confianza ,  muriese  también  por 
aquel  tiempo.  Madama  Roland  tenia  por  médico  y 
por  amigo  á  un  doctor  italiano  de  gran  mérito,  se- 
gún ella  decia:  seducido  mi  padre  por  esta  reco- 


CLEMENTINA  DE  HARVILLE.  205 

mcndacion,  consultó  al  doctor  extranjero,  lo  re- 
comendó á  mi  madre,  que  lo  admitió  desde  luego, 
j  fué  quien  la  asistió  en  su  última  enfermedad... 
Los  ojos  de  la  marquesa  de  Harville  se  arrasaron 
de  lágrimas  al  pronunciar  estas   palabras.  —  Me 
avergüenzo  de  confesaros  mi  debilidad ,  monseñor 
— añadió  —  pero  por  la  sola  razón  de  que  madama 
Roland  Labia  recomendado  este  me'dico  á  mi  madre, 
le  he  declarado  un  odio  involuntario,  y  he  visto 
con  temor  la  confianza  que  le  dispensaba  mi  madre, 
á  pesar  de  que  en  punto  á  inteligencia  en  su  profe- 
sión ,  el  doctor  Polidori...  —  ¿Qué  decís,  marque- 
sa?—  exclamó    Rodolfo.  —  ¿Qué  tenéis,   monse- 
ñor?—  dijo  Clementina  llena  de  asombro  al  ver 
la  espresion  de  la  fisonomía  de  Rodolfo.  —  Pero  no 
—dijo  para  sí  Rodolfo —  no  puede  ser  él.,,  hace 
ya  de  esto  cinco  años,  y  me  han  dicho  que  Polido^ 
ri  no  hace  mas  que  dos  años  que  ha  llegado  á  Pa- 
rís, y  que  ha  adoptado  un  nombre  fingido...  Es  el 
mismo  que  he  visto  ayer...  aquel  charlatán  conocido 
por  el  nombre  de  Rradamanli...  Sin  embargo...  dos 
médicos  del  mismo  nombre...  (a)  \  qué  coincidencia 
singular  1...  Marquesa,  deseo  que  me  habléis  dos 
palabras  sobre  el  doctor  Polidori — dijo  Rodolfo  á 
la  de  Harville  que  le  miraba  de  hito  en  hito ,  y 
cuyo  estupor  crecia  por  momentos  — ¿que  edad  te- 
nia ese  italiano?  —  ¿Qué  edad?   unos  cincuenta 
años.  —  ¿Su  cara...  su  fisonomía? — Siniestra...  no 
olvidaré  jamas  sus  ojos  de  color  verdegay ,  y  su 
nariz  encorbada  como  el  pico  de  un  loro.  — ;  El 
esl...  |sin  dudal...  —  exclamó  Rodolfo.  —  ¿Sabéis, 
marquesa ,  si  esta  aun  en  Paris  el  doctor  Polidori? 
—  No  lo  sé ,  monseñor.  Salió  de  Paris  como  un  año 

(a)   Recoimndamos  al  lector  que  Polidori  era  un  médico 
distinguido  cuando  se  encargo  de  la  educación  de  Rodolfo. 
T.    II  V* 


206  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

después  del  casamiento  de  mi  padre :  una  de  mis 
amigas ,  á  quien  asist'a  también  entonces  el  doctor 
italiano...  la  duquesa  de  Lucenay...  —  \  La  duque- 
sa de  Lucenay  I  — exclamó  Rodolfo.  —  Sí,  monse- 
ñor... ¿  Porqué  lo  estrañais  ?  —  Permitidme  que  no 
os  diga  el  motivo  de  mi  sorpresa...  ¿  Pero  qué  os 
decia  en  esa  época  la  duquesa  de  Lucenay  sobre  el 
doctor  Polidori?  — Que  desde  su  salida  de  Paris  la 
escribía  con  frecuencia  cartas  muy  interesantes  so- 
bre los  diversos  países  que  recorría ,  porque  el 
doctor  parece  que  viajaba  mucho  entonces...  Aho- 
ra... me  acuerdo  que,  hará  cosa  de  un  mes,  he 
preguntado  ala  duquesa  de  Lucenay  si  habia  reci- 
bido noticias  del  doctor  Polidori ,  y  me  respondió 
con  algún  embarazo  qi^^  hacia  mucho  tiempo  que 
no  habia  oido  hablar  de  él ,  que  ignoraba  su  para- 
dero ,  y  que  algunos  decian  si  se  habia  muerto... 
—  Es  muy  estraño  —  dijo  Rodolfo  acordándose  de 
la  visita  de  la  duquesa  de  Lucenay  al  charlatán 
Bradamanti. — ¿Luego  conocéis  á  ese  hombre, 
monseñor?  —  Sí ,  por  desgracia  mia...  Pero  os  rue- 
go que  prosigáis ;  ya  os  diré  en  otra  ocasión  quien 
es  Polidori...  —  ¿Quién?  ¿ese  médico  que?...  —  De- 
cid mas  bien  ese  hombre  cubierto  de  los  crímenes 
mas  odiosos.  —  ¡  De  crímenes !  —  exclamó  con 
asombro  la  marquesa :  —  ¡  ha  cometido  crímenes 
ese  hombre...  el  amigo  de  madama  Roland...  el  mé- 
dico de  mi  madre  I  i  y  mi  madre  ha  muerto  en  sus 
manos  al  cabo  de  algunos  dias  de  asistencia!... 
¡  Ahí  monseñor,  luego  mi  presentimiento  no  me  ha 
engañado...  —  ¿Vuestro  presentimiento?  — Sí...  ha- 
ce un  rato  que  os  he  hablado  del  horror  que  me 
inspiraba  ese  médico  que  nos  habia  proporcionado 
madama  Roland...  pero  no  os  he  dicho  todo  lo  que 
sentía,  monseñor... 

—  ¿Pero  qué  mas  hay?  —  Temo  acusar  á  un 


CLEMEPTTINA  DE  HARVILLK.  207 

inocente  y  ceder  con  demasiada  lijereza  á  la  amar- 
gura de  mi  dolor.  Pero 'nada  os  callaré,  monse- 
ñor. Hacia  cinco  dias  que  duraba  la  enfermedad 
de  mi  madre  y  que  yo  la  velaba  ,  cuando  una 
noche  subí  á  la  azotea  de  nuestra  casa  para  res- 
pirar el  aire  libre.  Al  cabo  de  un  cuarto  de  hora 
volví  á  bajar,  y  al  entrar  en  un  corredor  oscuro, 
á  favor  de  la  débil  luz  que  salia  por  la  puerta  del 
cuarto  de  madama  Roland,  vi  salir  al  doctor 
PoUdori  acompañado  de  esa  mujer.  Como  todo  es- 
taba á  oscuras  no  sospecharon  que  alguien  podría 
oírlos,  y  madama  Roland  dijo  en  voz  baja  algu- 
nas frases  que  no  he  podido  percibir.  El  mé- 
dico respondió  en  voz  inteligible  estas  solas  pala- 
bras: Pasado  mañana;  y  como  madama  Roland 
le  bablase  otra  vez  en  voz  baja  .  el  doctor  volvió 
á  responderle  en  un  tono  singular  :  pagado  ma- 
ñana; os  digo  que  pasado  mañana.  —  ¿Pero  qué 
significado  tenían  esas  palabras  ?  —  ¿  Qué  signifi- 
caban ,  monseñor  ?  El  miércoles  por  la  noche  el 
doctor  Polídorí  decía  pasado  mañana...  y  el  vier- 
nes... murió  mí  madre...  —  ¡Horrendo!  ¡oh I... 
—  Después  de  este  trance  funesto  me  condujeron 
á  la  casa  de  unas  parientas,  que  sin  atender  á  la 
reserva  debida  á  mí  edad,  me  dijeron  francamente 
los  motivos  que  yo  tenia  para  aborrecer  á  madama 
Roland  ,  haciéndome  ver  la  ambiciosa  esperanza 
que  aquella  mujer  debia  concebir  después  de  la 
muerte  de  mi  madre.  Entonces  he  conocido  lodo 
lo  que  mi  madre  había  debido  padecer,  y  asi  es  que 
la  primera  vez  que  volví  á  verá  mi  padre,  mi 
corazón  se  llenó  de  amargura:  venia  á  buscarme 
para  conduoirme  á  la  Norma ndía  ,  en  donde  de- 
bíamos pasar  el  primer  lulo.  Por  el  camino  me  dijo, 
sin  transición  ni  rodeos  y  como  si  fuese  una  cosa 
muy  natural,  que,  por  hacernos  merced  á  él  y  á 


Í208  LOS  MISTERIOS  DE  PARls. 

mí ,  madama  Roland  consentía  en  encargarse  de 
la  dirección  de  la  casa  y  en  ser  mi  amiga  y  direc- 
tora. 

Cuando  llegamos  a  Aubiers  (que  así  se  llama  la 
posesión  de  mi  padre)  la  primera  persona  que 
nos  salió  al  encuentro  fué  madama  íloland,  que 
había  ido  á  establecerse  allí  el  mismo  dia  en  que 
murió  mi  madre.  A  pesar  de  su  aire  de  humildad 
y  gazmoñería,  dejaba  entrever  una  alegría  triun- 
fante y  poco  disimulada.  Nunca  olvidaré  la  mirada 
irónica  y  maliciosa  que  me  dirigió  al  recibirme; 
me  pareció  que  quería  decirme :  «  Aquí  soy  yo  la 
dueña  ,  y  tú  la  forastera. »  Pero  aun  me  esperaban 
tósigos  de  otra  naturaleza,  porque  ya  fuese  por 
una  falta  imperdonable  de  buen  tacto,  ó  bien  por 
una  impudencia  insultante,  madama  Roland  se 
había  instalado  en  el  mismo  cuarto  de  mi  madre. 
Llena  de  indignación ,  quéjeme  á  mi  padre  de 
esta  falta  de  respeto  á  la  memoria  de  su  esposa,  y 
me  respondió  en  tono  muy  severo  que  esto  debía 
sorprenderme  tanto  menos,  porque  era  indispen- 
sable que  me  fuese  acostumbrando  á  respetar  á 
madama  Roland  como  á  mi  segunda  madre.  Díjele 
que  esto  sería  profanar  un  nombre  sagrado,  y  á 
riesgo  de  enojarlo  no  perdía  ocasión  de  manifes- 
tarle mi  odio  a  madama  Roland",  de  suerte  que 
muchas  veces  se  irritaba  hasta  el  punto  de  re- 
prenderme delante  de  aquella  mujer.  Echábame  en 
oera  mi  ingratitud  y  el  desvío  con  que  trataba  al 
ángel  que  para  nuestro  consuelo  nos  había  en- 
viado la  Providencia,  ün  dia  al  oír  esto  no  pude 
menos  de  decirle:  «Señor,  podrá  serlo  para  vos, 
mas  no  para  mí;»  por  lo  cual  me  trató  con  aspe- 
reza. Madama  Roland  intercedió  por  mí  con  voz 
hipócrita  y  compungida.  «  Sed  mas  indulgente  con 
(Clementina , »  dijo;  (el  dolor  que  le  causa  la  me- 


CLE3IENT1NA  DE  HAIITILLE.  209 

moria  de  la  recomendable  persona  cuya  pérdida 
sentimos  lan  amargamente,  es  tan  natural  y  lau- 
dable que  merece  nuestra  indulgencia,  y  no  de- 
bemos quejarnos  de  ella  por  injustas  que  sean  sus 
sospechas. »  « ¡  Qué  tal ! »  me  decia  mi  padre  seña- 
lando con  admiración  á  madama  Roland ;  «ya  la 
oyes;  ya  ves  su  candor  y  su  generosidad.  ¡Im- 
prudente I  pídela,  pídela  perdón.»  «Mi  madre  me 
ve  y  me  oye...  y  no  me  perdonaría  tal  infamia.) 
respondí  á  mi  padre,  y  salí  al  punto  de  la  habi- 
tación dejándolo  ocupado  en  consolar  á  madama 
Roland  y  en  enjugar  su  fingido  llanto...  Perdonad, 
monseñor,  que  haya  hablado  tanto  de  estas  pueri- 
Jidades;  pero  es  el  único  modo  de  daros  una  idea 
.  de  mi  situación  en  aquella  época. 

—  Me  parece  que  estoy  presenciando  esas  es- 
cenas dolorosas..  ¡En  cuantas  familias  se  habrán 
reproducido,  y  en  cuantas  se  reproducirán  toda- 
vía!... ¿Pero  en  qué  categoría  ha  presentado 
vuestro  padre  en  el  pais  á  madama  Roland  ?  — 
Como  mi  instructora  y  mi  amiga...  y  de  ese  modo 
era  considerada. 

—  ¿  Vivia   retirado  ?  —  A  excepción  de  algunas 
•  visitas  de  vecindad  y  de  negocios ,   no  veíamos  á 

nadie.  Mi  padre,  dominado  por  su  pasión  y  ce- 
■  diendo  á  las  instancias  de  madama  Roland ,  dejó  el 
luto  que  llevaba  por  mi  madre  antes  dé  tres  me- 
ses, so  pretesto  de  que  el  luto  debia  llevarse  en  el 
corazón...  El  desvío  y  frialdad  con  que  me  tra- 
taba se  fué  aumenlando  de  dia  en  dia  ,  y  llegó 
'  por  fin  á  mirarme  con  tal  indiferencia,  que  me 
permitia  una  libertad  excesiva  para  una  joven  de 
mi  edad.  A  la  hora  de  almorzar  era  cuando  lo 
veía ,  y  en  seguida  se  retiraba  á  su  cuarto  con 
madama  Roland  que  le  servia  de  secretaria  para 
su  correspondencia.:  salia  luego  con  ella  en  coche 


210  LOS  MISTERIOS^  DE  parís. 

Ó  á  pié ,  y  no  volvia  á  la  casa  hasta  una  hora 
antes  de  comer.  Madama  Roland  se  adornaba  co:i 
el  mayor  esmero,  y  mi  padre  se  vestía  con  un 
cuidado  extraordinario  en  un  anciano  de  su  edad: 
recibia  á  veces  después  de  comer  á  las  personas 
que  no  podía  menos  de  admitir,  jugaba  después  al 
chaquete  hasta  las  diez  con  Madama  Roland,  la  daba 
en  seguida  el  brazo  para  acompañarla  al  cuarto 
de  mi  madre ,  y  luego  se  retiraba.  Yo  podía  dis- 
poner del  día  á  mi  voluntad  ,  ya  saliendo  á  ca- 
ballo con  un  criado,  ó  ya  dando  largos  paseos  por 
el  parque  inmediato  á  la  casa.  A  veces  me  entre- 
gaba á  la  melancolía  y  no  rae  presentaba  á  la 
hora  de  almorzar;  pero  mi  padre  no  se  inquietaba 
por  mi  ausencia.  —  ¡Qué  olvido...  qué  abandono 
tan  singular  !  —  Habiendo  encontrado  una  vez  á 
uno  de  nuestros  vecinos  en  el  bosque  por  donde 
solía  pasear  á  caballo,  renuncié  desde  entonces  á 
estos  paseos  y  no  volví  á  salir  del  parque  inme- 
diato á  la  casa.  — ¿Y  qué  trato  os  daba  esa  mujer 
cuando  quedabais  sola  con  ella?  —  Evitaba  como 
yo  esa  clase  de  encuentros.  Una  sola  vez,  aludiendo 
á  ciertas  palabras  duras  que  le  habia  dirigido  la 
víspera,  me  dijo  con  frialdad:  «Miradlo  que  ha- 
céis:  queréis  esgrimirla  conmigo  y  vais  á  quedaros 
en  la  demanda,  o  «Como  mi  madre  ¿es  verdad?» 
la  dije:  o  lástima  que  no  tengáis  aquí  al  doctor 
Polidori  para  que  os  dijese  que  sería...  pasado  ma- 
ñana.))—  ¿Y  que  os  respondió  cuando  la  recor- 
dasteis esas  palabras  del  italiano?  —  Encendiósele 
primero  el  rostro,  mas  dominando  luego  su  emO' 
cion  rae  preguntó  qué  quería  decir:  «Cuando  es- 
téis á  solas,  o  la  respondí,  «preguntádselo  á  vuestra 
conciencia ,  y  lo  sabréis.  »  Poco  tiempo  después 
tuvo  lugar  una  escena  que  decidió,  por  decirlo  así, 
de  mi  suerte.  Entre  el  gran  número  de  retratos  de 


CLEMENTINA  DE  HARVILLE.  211 

familia  que  adornaban  la  sala  en  donde  nos  reu- 
níamos por  la  noche ,  se  hallaba  el  retrato  de  mi 
madre,  el  cual  desapareció  un  dia.  Habían  co- 
mido con  nosotros  dos  vecinos,  uno  de  los  cuales, 
llamado  M.  Dorval ,  notario  del  distrito,  habia 
mirado  siempre  con  extraordinario  respeto  y  ve- 
neración á  mi  madre.  «  ¿  En  dónde  está  el  retrato 
de  mi  madre  ?  »  dije  yo  á  mi  padre  al  entrar  en 
el  salón.  «  La  presencia  de  ese  cuadro  me  afligía,» 
me  respondió  sobrecogido  indicándome  con  una 
seña  que  habia  delante  personas  extrañas.  «¿Pero 
en  dónde  han  puesto  el  retrato  de  mi  madre  ?» 
volví  á  preguntar ;  y  dirigiéndose  entonces  á  ma- 
dama Roland ,  la  dijo  con  un  movimiento  de 
impaciencia.  «¿En  dónde  has  puesto  el  retrato?» 
»  En  el  guardamuebles, »  repuso  ella,  y  me  dirijió 
una  mirada  de  desafío,  creyendo  que  la  presencia 
de  los  huéspedes  me  impediría  responderla.  «Ya 
sé,  señora, «  la  dije  ,  «  que  la  memoria  de  mi  ma- 
dre debe  seros  muy  desagradable ;  pero  no  es  esa 
una  razón  para  qne  releguéis  al  desván  el  retrato 
de  una  persona ,  que  cuando  erais  desgraciada  os 
hizo  la  caridad  de  admitiros  en  su  casa.  »  —  ¡Muy 
bien  I...  —  dijo  Rodolfo  —  Con  ese  golpe  maestro 
debió  quedar  petrificada.  — « /  Señorita  !  »  —  ex- 
clamó mi  padre,  — « mirad  que  esta  señora  ha 
cuidado  y  cuida  aun  de  vuestra  educación  con  un 
desvelo  maternal...  tened  presente  que  sus  virtudes 
me  merecen  un  respeto  afectuoso...  y  ya  que  os 
tomáis  la  libertad  de  hablar  con  esa  imprudencia 
delante  de  personas  extrañas ,  os  digo  que  los  in- 
gratos son  aquellos  que  olvidando  la  ternura  y  el 
cuidado  de  que  han  sido  objeto,  se  atreven  á  in- 
sultar el  noble  infortunio  de  una  persona  digna 
de  ser  amada...»  « No  me  atreveré  á  discutir  con 
vos  este  asunto,  papá, »  dije  con  voz  sumisa.  «¡Acaso 


212  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

tendré  yo  mejor  fortuna  que  él  1 »  gritó  madama 
Roland  llena  de  cólera  y  abandonando  esta  vez  su 
acostumbrada  prudencia.  «  Acaso  me  haréis  el  fa- 
vor de  confesar  que  lejos  de  deber  el  mas  mínimo 
favor  á  vuestra  madre ,  solo  debo  acordarme  del 
desvío  y  del  desprecio  con  que  me  ha  tratado 
siempre  :  y  si  bien  es  cierto  que  he  vivido  en 
su  casa,  ha  sido  contra  su  gusto  y  voluntad.» 
« ¡  Ah  ,  señora  ' »  la  dije  interrumpiéndola  ,  «  por 
respeto  á  mi  padre ,  por  v^ergüenza  ,  por  lo  que 
os  debéis  á  vos  misma...  no  hagáis  revelaciones 
tan  deshonrosas...  Me  arrepiento  de  haberos  ex- 
puesto á  proferir  una  confesión  tan  baja  y  degra- 
dante...» —  i  Muy  bien  !  ¡  cada  vez  mejor  /  —  ex- 
clamó Rodolfo.  —  La  disteis  un  suplicio  completo. 
¿Y  ella  qué  respondió?  —  Puso  fin  al  coloquio 
por  un  medio  muy  vulgar,  pero  muy  cómodo: 
apenas  oyó  mis  ultimas  palabras,  cuando  exclamó: 
«  ¡  Dios  mió  !  j  Jesús  me  valga  ! »  y  se  desmayó. 
Gracias  al  patatús  de  madama  Roland ,  salieron 
de  la  sala  los  dos  testigos  de  esta  escena  con  pro- 
testo de  ir  á  buscar  socorro,  y  yo  me  fui  tras 
ellos,  mientras  que  mi  padre  asistía  á  madama 
Roland  con  maravilloso  apresuramiento.  —  /Con 
qué  enojo  os  hablaría  vuestro  padre  cuando  volvi6 
á  veros  I  —  Al  día  siguiente  por  la  mañana  vino 
á  mi  cuarto  y  me  dijo:  «  Para  que  en  lo  sucesivo 
no  se  repitan  escenas  tan  desagradables  como  la 
de  ayer,  os  declaro  que  luego  que  haya  espirado 
el  tiempo  riguroso  de  mi  luto  y  del  vuestro,  me 
casaré  con  madama  Roland.  Desde  hoy  tendréis 
que  mirarla  con  la  atención  y  respeto  debidos.,, 
á  mi  mujer.  Por  razones  particulares  es  indispen- 
sable que  os  caséis  antes  que  yo  ;  la  herencia  de 
vuestra  madre  asciende  á  un  millón  de  francos, 
que  serán  vuestra  dote.  Be^de  este  momento  tra- 


CLEMENTISA  DE  HARVILLE.  213 

taré  sin  descanso  de  proporcionaros  un  enlace 
conveniente,  y  me  informaré  de  varias  proposicio- 
nts  que  me  han  sido  hechas. 

—  Desde  entonces  he  vivido  enteramente  aisla- 
Jada,  pues  solo  veia  á  mi  padre  á  las  horas  de  co- 
mer que  pasaban  en  profundo  silencio.  Mi  vida  era 
tan  triste  que  solo  aguardaba  el  momento  en  que 
me  propusiesen  cualquier  marido  para  aceptarlo  in- 
mediatamente... Madama  Roland  habia  desistido 
de  hablar  mal  de  mi  madre,  pero  se  desquitaba  ha- 
ciéndome padecer  un  suplicio  incesante:  para  exas- 
perarme mas,  se  servia  de  las  cosas  que  hablan 
pertenecido  á  mi  madre  ,  tales  como  su  silla  de  bra- 
zos, su  bastidor,  los  libros  de  su  biblioteca,  una 
pantalla  bordada  por  mi  mano  y  en  la  cual  se  veia 
su  cifra...  Todo  lo  profanaba  aquella  mujer...  — 
Concibo  el  horror  que  debian  causaros  tales  profa- 
naciones. —  Y  como  la  soledad  contribuía  á  au^ 
mentar  mi  dolor...  —  ¿Y  no  teníais  alguna  persona 
de  confianza?...  —  Ninguna...  Sin  embargo  he  reci- 
bido una  prueba  de  interés,  qne  he  agradecido:  es- 
ta prueba  me  la  dio  M.  Dorval ,  anciano  y  honrado 
notario  á  quien  habia  hecho  mi  madre  algunos  ser- 
vicios, y  el  cual  habia  sido  uno  de  los  testigos  de 
la  escena  en  que  yo  habia  tratado  con  tanta  aspe- 
reza á  madama  Roland.  Como  según  la  orden  de 
mi  padre  no  podia  yo  bajar  á  la  sala  cuando  habia  en 
ella  alguna  persona  de  afuera,  no  habia  vuelto  á  ver 
á  M.  Dorval;  pero  un  dia  que  me  paseaba  en  el 
parque  como  tenia  de  costumbre,  se  acercó  á  mi 
con  aire  apesarado  y  misterioso,  y  me  dijo  con 
gran  sorpresa  mia:  «Señorita,  temo  que  me  halle 
aquí  el  señor  conde:  leed  esa  carta  y  quemadla  en 
seguida  ;  es  de  la  mayor  importancia  para  vos  , » y 
desapareció.  En  la  carta  me  decia  que  se  trataba 
de  casarme  con  el  marques  de  Harville;  que  este 


2li  LOS  MISTF.RIOS  DE  PARÍS. 

partido  era  conveniente  por  todos  estilos,  que 
respondía  de  las  buenas  prendas  del  marques; 
que  era  joven,  rico,  de  talento  distinguido  y  de 
buena  figura;  pero  que  dos  jóvenes  con  quienes  ha- 
bía estado  para  casarse  succesivamente,  habían  ro- 
to sus  relaciones  con  él  de  un  modo  tan  repentino 
como  inopinado...  El  notario  no  podía  decirme  el 
motivo  de  este  desenlace ,  aunque  creía  que  estaba 
en  el  caso  de  ponerlo  en  mi  conocimiento  ,  creyen- 
do sin  embargo  que  nada  de  todo  esto  fuese  perju- 
dicial al  marques  de  HarvíUe.  Las  dos  jóvenes  re- 
feridas eran  hijas ,  la  una  de  M.  Beauregard  ,  par 
de  Francia,  y  la  otra  del  lord  Dudley.  M.  Dorval 
me  decía  que  había  resuelto  hacerme  esta  confianza 
porque  mi  padre  parecía  no  dar  bastante  importan- 
cia á  las  circunstancias  que  me  indicaba ,  lleva- 
do del  impaciente  deseo  que  tenia  de  verme  ca- 
sada. 

—  En  efecto — dijo  Rodolfo  después  de  un  mo- 
mento de  reflexión  —  ahora  me  acuerdo  que  vues- 
tro marido  me  participó,  en  el  intervalo  de  un 
año  dos  proyectos  de  casamiento,  que  cuando  esta- 
ban para  realizarse  se  rompieron  inopinadamente 
según  me  escribía ,  por  ciertas  diferencias  de  ín- 
teres... 

La  marquesa  de  Harville  sonrió  con  amargura, 
y  dijo  : 

—  Lyego  sabréis  la  verdad ,  monseñor.  Desde  que 
leí  Ta  carta  del  notario,  se  apoderó  de  mí  una  cu- 
riosidad y  una  inquietud  indecibles.  ¿Quién  seria 
el  marques  de  Harville ,  pues  mi  padre  nada  me 
había  hablado  de  él ,  ni  yo  me  acordaba  de  haber 
oído  jamas  su  nombre?  Pocos  días  después  salió  pa- 
ra París  madama  Roland,  con  grande  asombro  mío. 
Aunque  su  viaje  no  debía  durar  mas  que  ocho 
dias,  esta  separación  momentánea  causó  la  mayor 


CLEMENTINA  DE   HARVILLE.  215 

pesadumbre  á  mi  padre ,  encrudeció  mas  y  mas  su 
carácter  y  aumentó  la  frialdad  con  que  ya  rae  tra- 
taba. Un  dia  preguntándole  yo  como  se  hallaba,  me 
dijo;  «  Padezco  mucho,  y  tu  eres  la  causa»  «¿Yo 
la  causa,  señor?»  «Sí.  Ya  sabéis,  señorita,  que 
no  puedo  vivir  sin  la  compañía  de  madama  Roland, 
y  esa  admirable  miijer  á  quien  habéis  ultrajado, 
ha  tenido  que  hacer,  solo  por  vuestra  conveniencia 
un  viaje  que  la  separa  de  mi  lado.  »  Esta  prueba  de 
interés  que  por  mi  tomaba  madama  Roland  me  hizo 
estremecer ,  y  por  un  instinto  vago  creí  que  se  tra- 
taba de  mi  casamiento.  Podréis  imaginar,  monse- 
ñor, cual  seria  el  gozo  de  mi  padre  cuando  volvió 
de  Paris  mi  futura  madastra.  A  la  mañana  siguiente 
me  llamó  á  su  cuarto,  en  donde  se  hallaba  solo 
con  ella.  «Hace  mucho  tiempo,»  me  dijo,  «que 
pienso  en  tu  colocación.  Tu  luto  se  acabará  dentro 
de  un  mes,  mañana  llegará  aquí  el  señor  marqués 
de  Harville,  joven  muy  distinguido ,  muy  rico  y  ca- 
paz de  asegurar  tu  felicidad.  Te  ha  visto  en  Paris, 
desea  tu  mano,  y  se  halla  arreglada  ya  la  cuestión 
de  intereses ;  por  manera  que  solo  depende  de  tí 
el  que  os  caséis  antes  de  seis  semanas.  Si  por  un  ca- 
pricho que  no  quiero  imaginar,  rehusas  un  partido 
tan  ventajoso  como  inesperado ,  yo  me  casaré  de 
todos  modos,  según  tengo  resuelto,  luego  que  mi 
luto  haya  espirado.  En  tal  caso  debo  declararte  ^ue 
solo  podré  consentir  tu  presencia  en  mi  casa  si  te 
obligas  á  tratar  á  mi  mujer  con  el  amor  y  el  respe- 
to que  se  merece.  »  « Ya  os  entiendo ,  señor  ,  le  res- 
pondí. «Sino  me  caso  con  el  marqués  de  Harville, 
os  casaréis  vos;  y  entonces  no  habrá  ningún  incon- 
veniente para  que  yo  me  retire  al  Sagrado  Corazón 
«  Ninguno , »   me  repuso  con  frialdad. 

—  ¡Ohl  eso  no   puede  atribuirse  á  debilidad; 
¡eso  es  crueldad  I...  —  exclamó  Rodolfo.  —  ¿Que- 


216  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

reís  saber,  monseñor,  porqué  no  he  conservado 
el  menor  resentimiento  contra  mi  padre?  porque 
una  especie  de  previsión  me  decia  que  llegaria  á 
pagar  muy  cara  la  ciega  pasión  que  le  Labia  ins- 
pirado madama  Roland...  Y,  gracias  al  Señor,  ese 
dia  no  dejará  de  llegar...  — ¿No  le  habéis  dicho 
nada  sobre  esos  dos  enlaces,  rotos  por  las  familias 
á  que  habia  querido  unirse  el  marques  ?  —  Sí...  En 
el  mismo  dia  he  suplicado  á  mi  padre  que  me  conce- 
diese un  rato  para  hablarle  á  solas.  Madama  Roland 
se  levantó  precipitadamente  y  salió  de  la  habitación 
«No  tengo  el  menor  inconveniente  para  aceptar  la 
unión  que  me  proponéis, »  le  dije ;  «  pero  no  debo 
ocultaros  que  habiendo  estado  dos  veces  para  ca- 
sarse el  marques  de  Harville...»  a  Bueno,  bueno,  ya 
sé  , »  me  repuso  interrumpiéndome  ;  «  ya  sé  lo  que 
quieras  decir.  Eso  ha  sido  por  ciertas  cuestiones  de 
intereses  ,  las  cuales  no  han  perjudicado  en  lo  mas 
mínimo  la  delicadeza  del  marques  de  Harville.  Si 
no  tienes  otro  inconveniente  que  oponer,  ya  puedes 
considerarte  casada  con  él...  y  felizmente  casada, 
porque  yo  no  quiero  mas  que  tu  felicidad.  »  —  Ese 
casamiento  debió  haber  llenado  de  satisfacción  á 
madama  Roland.  —  ¿  Satisfacción? ya  lo  creo,  mon- 
señor —  dijo  con  amargura  Clementina  ;  —  porque 
esta  unión  era  obra  suya.  Habia  inspirado  á  mi  pa- 
dre la  primera  idea  de  este  enlace...  Sabia  la  ver- 
dadera causa  del  rompimiento  de  los  dos  que  antes 
habia  proyectado  el  marques  ,  y  ahí  está  el  motivo 
porque  se  empeñaba  en  que  me  casase  con  él.  — 
¿  Pero  qué  motivo  ?  —  Queria  vengarse  de  mi  en- 
tregándome á  una  suerte  espantosa...  —  Pero  vues- 
tro padre...  — Confiado  en  madama  Roland,  creyó 
en  efecto  que  los  proyectos  del  marques  de  Harvi- 
lle se  habian  deshecho  por  cuestiones  de  interés... 


CLEM ENTINA  DE  HARVILLE.  217 

—  ¡Qué  trama  horrible  I...  ¿Pero  esa  causa  mis- 
teriosa ?... 

—  Luego  lo  sabréis,  monseñor.  Llegó  por  fin  á 
Aubicrs  el  marques  de  Harvüle  :  sus  modales  ,  su 
producción  y  su  figura  me  agradaron  ;  la  bondad 
estaba  pintada  en  su  semblante ,  y  su  carácter  era 
dulce  y  benigno,  pero  algo  melancólico.  He  nota- 
do en  él  un  contraste  que  me  asustaba  y  rae  agra- 
daba al  mismo  tiempo :  su  talento  era  grande  y 
cultivado,  su  fortuna  envidiable,  y  su  nacimiento 
de  lo  mas  ilustre;  y  sin  embargo  su  fisonomía ,  de 
ordinario  enérgica  y  resuelta,  expresaba  á  veces  una 
especie  de  timidez,  de  abatimiento  y  de  descon- 
fianza de  sí  mismo  que  me  interesaban  sobremane- 
ra. También  me  gustaba  la  benignidad  extraordi- 
naria con  que  trataba  á  un  ayuda  cíe  cámara  anciano 
que  lo  habia  criado,  y  por  el  cual  era  exclusiva- 
mente servido.  Algún  tiempo  después  de  su  llegada 
estuvo  enfermo  en  su  cuarto  por  espacio  de  dos 
dias,  y  habiendo  querido  mi  padre  visitarlo,  se 
opuso  el  ayuda  de  cámara,  prelestando  que  su  amo 
padecia  una  violenta  jaqueca  y  que  no  podia  reci- 
bir á  nadie.  Cuando  de  Harviíle  volvió  á  presen- 
tarse estaba  pálido  y  decaido  ,  y  después  de  este 
lance  manifestaba  una  especie  de  impaciencia  y  pe- 
sadumbre cuando  le  hablaban  de  la  indisposición 
que  habia  sufrido.  Por  mi  parte  cuanto  mas  conocía 
al  marques  ,  tanto  mas  me  gustaban  sus  cualidades 
parecíame  que  su  modestia  era  tanto  mas  laudable 
porque  tenia  muchos  motivos  para  creerse  feliz. 
Convenida  por  último  la  época  de  nuestro  enlace, 
solo  pensaba  en  proyectos  de  futura  felicidad  y 
especialmente  de  la  mia.  Si  alguna  vez  le  pregun- 
tana  por  la  causa  de  su  melancolía,  me  hablaba  de 
su  padre  y  de  su  madre ,  y  rae  decia  que  si  vivie- 
sen seria  incomparable  su  dicha  al  verlo  casado  de 


218  LOS  MISTERIOS  DE  P^RIS. 

un  modo  tan  conforme  con  su  deseo ;  de  modo  que 
yo  tenia  que  desistir  de  mi  curiosidad  en  fuerza  de 
tan  amables  digresiones.  El  marques  habia  adivi- 
nado la  naturaleza  de  las  relaciones  que  antes  babia 
tenido  yo  con  madama  Roland  y  con  mi  padre, 
aunque  este,  al  ver  que  mi  casamiento  aceleraba  el 
suyo,  me  trataba  entonces  con  una  bondad  sin  igual. 
De  Harville  me  insinuó  en  varias  ocasiones  con 
el  mejor  tacto  y  delicadeza ,  que  mis  pasados  dis- 
gustos aumentaban  el  amor  que  me  tenia.  Con  este 
motivo  le  be  bablado  del  casamiento  de  mi  padre 
y  del  cambio  que  esta  unión  dcbia  producir  en  mi 
fortuna  ;  pero  él  no  me  dejó  concluir  y  manifestó  el 
mas  noble  desinterés.  \  Que  viles ,  decia  yo ,  deben 
ser  esas  familias  que  no  pueden  convenirse  con  un 
bombre  tan  liberal  en  punto  á  intereses!  —  Así  lo 
be  conocido  siempre  —  dijo  Rodolfo  —  lleno  de 
bondad,  de  generosidad  y  de  pundonor...  ¿  Pero  no 
le  babeis  bablado  nunca  de  sus  dos  proyectos  de 
casamiento  ?  —  Confiefo ,  monseñor ,  que  varias 
veces  se  me  ba  ocurrido  esa  pregunta  al  ver  su 
carácter  tan  bueno  y  tan  leal...  pero  reflexionando 
luego  que  podia  ofender  esa  misma  bondad  y  esa 
misma  lealtad,  me  abstuve  de  comprometerlo  á 
hacerme  ninguna  declaración...  Cuanto  mas  se  acer- 
caba el  dia  de  nuestra  unión,  tanto  mas  dichoso  pa- 
recía de  Harville...  á  pesar  de  que  en  dos  ó  tres 
ocasiones  lo  he  visto  sumergido  en  una  profunda 
tristeza.  Un  dia  lo  vi  con  los  ojos  arrasados  de  lá- 
grimas, y  al  observar  la  expresión  de  su  semblante 
cualquiera  diría  que  deseaba  confiarme  un  secreto 
importante,  pero  que  no  se  atrevía...  Ocurrioseme 
entonces  la  rotura  de  sus  dos  casamientos ,  y  con- 
fieso que  rae  he  estremecido  involuntariamente.  Un 
presentimiento  secreto  me  advertía  que  en  aquel 
iriisterio  estaba  cifrada  la  felicidad  de  toda  mi  vida.. 


CLEMENTINA  DE  HARVlLLE.  ^19 

pero  era  tal  mi  deseo  de  salir  de  la  casa  de  mi  pa~ 
dre,  que  su  vehemencia  acalló  todos  mis  temores 
—  ¿No  os  dijo  nada  el  marques?  —  Nada...  Cuan- 
do á  veces  le  preguntaba  la  causa  de  su  melanco- 
lía, solia  responderme:  «  Por  dichoso  que  sea,  pa- 
rezco siempre  triste. »  Estas  palabras  pronuncia- 
das con  un  tono  afectuoso  disipaban  mis  recelos... 
y  ademas  ¿como  me  atrevería  yo  á  manifestarle 
una  sospecha  injuriosa  acerca  de  lo  pasado ,  en  el 
momento  que  sus  ojos  estaban  arrasados  de  lágri- 
mas? Los  testigos  del  marques  de  Harville,  que  eran 
el  duque  de  Lucenay  y  el  vizconde  de  Saint  Kemy, 
llegaron  á  Aubiers  algunos  dias  antes  de  mi  boda, 
á  la  cual  fueron  convidados  mis  parientes  mas  cer- 
canos. Acabada  la  misa  debíamos  salir  para  Paris... 
No  era  amor  lo  que  me  inspiraba  de  Harville ,  sino 
un  vivo  ínteres  ,  una  estimación  afectuosa  ,  y  á  no 
ser  por  lo  que  sobrevino  después  de  esta  fatal  unión, 
sin  duda  me  hubiera  unido  á  él  un  sentimiento  mas 
tierno.  .  Por  fin  nos  casamos... 

Perdió  el  color  Clementina  al  decir  estas  pala- 
bras, faltóle  por  un  momento  la  resolución,  y  por 
ultimo  continuó: 

—  Luego  que  nos  desposamos ,  mi  padre  me  es- 
trechó entre  sus  brazos.  Madama  Roland  me  abrazó 
también  ,  y  como  habia  delante  tantas  personas  no 
he  podido  librarme  de  su  hipócrita  demostración: 
con  su  seca  y  blanca  mano  me  apretó  la  mía  hasta 
hacerme  daño,  y  rae  dijo  al  oido  con  una  voz  pér- 
fida y  melosa  estas  palabras  que  no  olvidaré  jamas: 
«  Acordaos  de  mi  en  medio  de  vuestra  felicidad, 
porque  soy  yo  guien  ha  hecho  vuestro  casamiento.  » 
¡  Ah  !  ¡  qué  lejos  estaba  entonces  de  conocer  el  ver- 
dadero sentido  de  estas  palabras  !  A  las  once  nos 
casamos  y  pocos  momentos  después  entramos  en  el 
coche  y  nos  pusimos  en  marcha  con  una  doncella 


220  LOS  MISTERIOS   DE    PARÍS.     * 

mia  y  el  ayuda  de  cámara  de  mi  marido  :  viajába- 
mos con  tanta  rapidez  ,  que  antes  de  las  diez  de  la 
noche  debíamos  llegar  á  París.  Confieso  que  el  si- 
lencio y  la  melancolía  de  Harville  rae  hubieran  sor- 
prendido si  no  supiese  ya ,  por  lo  que  él  me  habia 
dicho, que  tenia  una  alegría  triste.  Por  otro  lado,  yo 
me  sentia  también  muy  conmovida ,  pues  era  la 
primera  vez  que  venia  á  París  desde  la  muerte  de 
mi  madre,  y  llegaba  sola  con  mi  marido,  á  quien 
solo  había  conocido  por  espacio  de  seis  semanas  y 
el  cual  no  me  habia  dicho  hasta  la  misma  víspera 
una  sola  palabra  sin  la  formalidad  mas  respetuosa. 
Acaso  no  me  mira  con  bastante  atención  el  temor 
<jue  nos  causa  ese  cambio  repentino  de  tono  y  de 
maneras,  que  se  observa  en  los  hombres  de  mejor 
educación ,  desde  el  momento  en  que  les  pertene- 
cemos... No  se  hecha  de  ver  que  una  joven  no  puede 
olvidar  en  algunas  horas  la  timidez  y  los  escrúpulos 
propios  de  su  edad  y  de  su  sexo.  —  Nada  me  ha 
parecido  jamas  tan  bárbaro  y  salvaje — dijo  Ro- 
dolfo —  como  esa  costumbre  de  apoderarse  brutal- 
mente de  una  joven  cual  si  fuera  una  presa  ,  siendo 
asi  que  el  matrimonio  debiera  considerarse  como  la 
consagración  del  derecho  de  emplear  todos  los  recur 
sos  del  amor  y  todos  los  halagos  de  la  ternura  para 
hacerse  amar.  —  Ya  veo  que  comprendéis  ,  mon- 
señor ,  el  vago  terror  con  que  he  entrado  en  París, 
en  donde  apenas  hacia  un  año  qne  habia  muerto 
mi  madre  Llegamos  por  fin  á  la  casa  de  Harvüle... 

Al  llegar  aqui  fué  tal  la  agitación  de  la  marque- 
sa ,  que  su  rostr.o  se  cubrió  de  una  ardiente  sufusion, 
y  dijo  con  voz  alterada  : 

—  Sin  embargo,  es  preciso  que  lo  sepáis  todo... 
porque  sino...  os  parecería  muy  despreciable.... 
¡  Pues  bien  I  —  añadió  con  una  resolución  desespe- 
rada —  me  condujeron  á  la  habitación  que  me  te- 


CLEMENTlPíA    DE  HARVILLE.  221 

nian  destinada...  y  me  dejaron  sola...  Al  cabo  de 
una  hora  entró  mi  marido...  Hube  de  morirme  de 
terror...  los  sollozos  me  sofocaban  ..  pero  era  suya 
y...  tenia  que  resignarme...  En  esto  mi  marido  dio 
un  grito  borribie,  me  agarró  por  un  brazo  con 
tal  violencia  que  creí  que  me  lo  rompia...  en  vano 
intenté  librarme  de  aquella  tenaza  de  bierro...  im- 
plorar su  piedad  era  inútil...  porqué  no  meoia...su 
rostro  estaba  agitado  por  espantosas  convulsiones... 
sus  ojos  se  revolvian  en  las  órbitas  con  una  rapidez 
que  me  fascinaba...  ecnaba  por  la  boca  una  espuma 
ensangrentada...  y  cada  vez  me  apretaba  mas  el 
brazo...  Hice  un  esfuerzo  desesperado...  soltó  por 
fin  mi  brazo...  y  caí  desmayada  en  el  momento  en 
que  de  Harville  se  debatía  en  un  borribie  parasis- 
mo de  su  mal...  Esa  fué  mi  noche  de  boda,  monse- 
ñor ¡  Esa  fué  la  venganza  de  madama  Roland  I  — 
¡Desgraciada  criatura  I — dijo  Rodolfo  enternecido 
—  ahora  comprendo  su  mal...  ¡epiléptico!  —  ¡Oh 
maldita  sea  aquella  noche  fatal!  — dijo  Clementi- 
na  con  una  voz  que  desgarraba  el  corazón  —  mi 
bija  mi  inocente  bija  ha  heredado  esta  espantosa 
enfermedad... — ¿Vuestra  bija...  también?  ¿Será 
posible?  ¿su  palidez...  su  debilidad?...  —  Sí,  mon- 
señor... /  Dios  de  misericordia  !...  Ese  es  su  mal;  y 
los  médicos  lo  creen  incurable...  porqué  es  here- 
ditario. 

La  marquesa  cubrió  el  rostro  con  las  manos:  ago- 
biada por  la  revelación  que  acababa  de  hacer  no 
tuvo  valor  para  añadir  una  sola  palabra. 

Rodolfo  guardó  silencio. 

Su  imaginación  se  confundía  pensando  en  los 
misterios  de  aquella  noche  cruel... 

Figurábase  en  su  mente  á  Clemenlina  triste  y 
abatida  al  volver  á  la  ciudad  en  donde  habia 
muerto  su  madre  ;  la  veia  llegar  á  una  casa  des- 

T.  II.  lo 


222  LOS  .MISTERIOS  DE  PARÍS, 

conocida,  soia  con  un  hombre  á  quien  profesaba 
alguna  estimación  ,  pero  ningún  amor  ,  ninguno  de 
esos  afectos  que  turban  deliciosamente  el  espíritu, 
que  embriagan  el  corazón  de  una  mujer  j  la  hacen 
olvidar  su  púdico  temor  en  medio  de  los  rapios  de 
una  pasión  legítima  y  correspondida...  No;  Cle- 
mentina  llegó  sumergida  en  eí  mas  negro  dolor: 
llegó  triste,  con  el  corazón  helado,  la  frente  cu- 
bierta de  rubor  y  los  ojos  anegados  en  llanto...  Se 
resignó,  és  verdad;  pero  en  lugar  de  oir  palabras 
de  agradecimiento,  de  amor  y  de  ternura  que  la 
consolasen  y  la  hiciesen  conocer  la  felicidad  que 
habia  dispensado...  vio  rodar  á  sus  pie's  un  hom- 
bre frenético  que  se  retorcia,  y  espumaba,  y  rugia 
como  una  bestia  feroz  en  medio  de  las  horribles 
convulsiones  de  una  enfermedad  incurable!... 

Su  hija  también,  la  hija  de  su  corazón  heredó  al 
nacer  el  espantoso  mal  de  su  padre... 

Esta  dolorosa  revelación  inspiró  á  Rodolfo  crue- 
les y  amargas  reflexiones. 
Tal  es  la  ley  de  este  país,-  decia  para  sí. 
Una  joven  hermosa  y  pura  ,  víctima  leal  y  con- 
fiada de  un  funesto  disimulo  ,  une  su  destino  á  un 
hombre  que  padece  una  enfermedad  espantosa,  una 
herencia  fatal  que  debe  transmitir  á  sus  hijos.  La 
desgraciada  descubre  este  horrible  misterio... 
¿  Qué  puede  hacer  para  salvarse? 
Nada. 

Nada  mas  que  padecer  y  llorar ;  nada  mas  que 
dominar  su  disgusto  y  su  horror...  vivir  sumida  en 
el  terror  y  la  amargura...  buscar  acaso  un  consuelo 
criminal  fuera  del  círculo  de  angustia  y  desolación 
en  que  la  han  encerrado. 

Estas  leyes  singulares,  decia  Rodolfo,  obligan 
á  uno  á  hacer  comparaciones  vergonzosas  y  degra- 
dantes para  la  humanidad... 


CLEMENTINA  DE  HARVILLE.  223 

Según  oslas  leyes  ^los  animales  parecen  supe- 
riores al  hombre  por  el  esmero  con  que  se  les  cria 
y  se  procura  mejorarlos  ,  y  por  la  seguridad  y  pro- 
tección que  se  les  dispensa...  Así  es  que  si  compra- 
mos un  animal ,  y  después  de  cerrado  el  contrato 
descubrimos  en  él  alguno  délos  males  ó  alifafes  seña- 
lados por  ley...  ia  venta  es  nula,  ¡Véase  sino  qué  in- 
dignidad y  qué  crimen  de  lesa  sociedad  ,  obligar  á 
un  hombre  á  quedarse  con  un  animal  que  tose  de 
cuando  en  cuando,  que  da  cornadas  ó  que  cocea! 
Es  un  escándalo,  un  crimen  ,  una  atrocidad  sin 
igual,  i  Verse  uno  obligado  á  conservar  por  toda  la 
vida  un  caballo  que  tiene  muermo ,  un  buey  que 
da  cornadas,  ó  un  pollino  que  cojea  !  ¿Qué  espan- 
tosas consecuencias  no  puede  traer  esto  consigo  pa- 
ra la  humanidad  entera  ?.,.  Así  es  que  no  hay  en 
tales  casos  contrato  que  sirva  ,  ni  palabra  que 
deba  cumplirse...  porque  la  ley  omnipotente  releva 
de  toda  obligación  al  engañado... 

Pero  si  se  trata  de  una  criatura  hecha  á  imagen 
de  Dios,  de  una  joven  que,  unida  con  lealtad  y 
buena  fé  a  un  hombre  que  creyó  sano  hasta  el  dia 
de  su  boda,  descubre  al  otro  dia  que  es  epiléptico,  que 
padece  una  enfermedad  de  espantosas  consecuen- 
cias morales  y  físicas ;  una  enfermedad  que  puede 
introducir  el  odio  y  la  aversión  en  la  familia,  per- 
petuar un  mal  horrible  y  viciar  generaciones  ente- 
ras... entonces  esta  ley  tan  inexorable  con  respecto 
á  los  animales  que  cojean ,  cornean  y  tosen  ,  esta 
ley  tan  previsora  que  no  permite  que  un  caballo 
lisiado  sirva  para  la  reproducción.,  esta  ley  se 
guarda  bien  de  librar  A  la  víctima  humana  de  sc- 
mejante  unión... 

Sus  lazos  son  sagrados,  indisolubles  ;  y  el  rom- 
perlos ó  desatarlos  seria  ofender  á  Dios  y  á  los 
hombres. 


22Í  LOS  MISTERIOS  DE  PARTS. 

A  la  verdad— se  decia  Rodolfol  —  el  hombre  se 
entrega  á  veces  á  una  humillación  muy  vergonzo- 
sa, y  se  deja  llevar  otras  de  un  egoismo  y  de  un 
orgullo  detestables...  Hácese  inferior  á  la  bestia 
confiriéndola  garantías  que  se  niega  á  sí  mismo  ;  y 
consagra  y  perpetúa  las  enfermedades  mas  terri- 
bles, poniéndolas  bajo  la  protección  é  inmutabili- 
dad de  las  leyes  divinas  y  humanas. 

Rodolfo  vituperaba  al  marqués  de  Harville ,  pe- 
ro se  propuso  disculparlo  á  los  ojos  de  Clementina, 
aunque  estaba  convencido  de  que  según  las  revela- 
ciones de  esta  el  marques  habia  perdido  para  siem- 
pre su  corazón.  Después  de  una  larga  serie  de  re- 
flexiones, Rodolfo  vino  á  hacerse  á  sí  mismo  los 
cargos  siguientes:  el  deber  me  ha  obligado  á  ale- 
jar de  mi  una  mujer  á  quien  amaba...  y  que  acaso 
me  correspondió.  Ya  fuese  por  el  vacío  en  que  se 
hallaba  su  corazón  ,  ó  por  conmiseración,  creyen- 
do ciegamente  en  la  desgracia  de  un  fatuo,  estuvo 
á  punto  de  perder  su  honor  y  aun  la  misma  vida. 
Si  en  lugar  de  alejarme  de  ella  la  hubiera  consa- 
grado mi  atención,  mi  amor  ó  mi  respeto,  mi  re- 
serva hubiera  puesto  á  salvo  su  reputación,  y  su 
marido  no  hubiera  llegado  á  concebir  la  mas  leve 
sospecha ;  al  paso  que  ahora  se  halla  á  la  merced 
de  un  necio  como  Carlos  Robert ,  que  sin  duda  será 
tanto  menos  reservado  y  discreto,  cuanto  mayores 
son  los  motivos  que  tiene  para  serlo.  ¿Y  quién  sa- 
be, ademas,  si  el  corazón  de  Clementina  permane- 
cerá desocupado  después  de  los  peligros  de  que  ha 
salido?  Joven,  hermosa,  pretendida,  desviada  de 
su  marido  por  una  oposición  invencible...  ¡cuántos 
peligros  ,  cuantos  escollos  no  encontrará  en  el  cami- 
no de  la  vida !  ¡  Qué  suerte  desgraciada  también, 
flué  amargura  la  de  su  esposo,  celoso  y  enamorado 
de  una  mujer  á  quien  no  puede  inspirar  mas  que 


CLE3ÍENT1XA    DE    HARVILLE.  225 

desvío  y  horror  desde  la  primera  noche  fatal  de  su 
casamiento  I 

Clementina ,  con  la  cabeza  apoyada  en  una  mano, 
los  ojos  arrasados  de  lágrimas,  el  rostro  encendido 
y  llena  de  confusión ,  evitaba  las  miradas  do  Rodol- 
fo y  no  podía  soportar  la  vergüenza  de  la  revelación 
que  acababa  de  hacer. 

—  ¡Ahí  —  dijo  Rodolfo  — ahora  comprendo  la 
tristeza  del  marques  de  Harville...  Aliora  veo  la 
causa  de  su  eterna  pesadumbre... — ¡Pesadumbre! 
—  exclamó  Clementina  —  decid  mas  bien  de  su  re- 
mordimiento ,  monseñor...  si  fuera  capaz  de  sen- 
tirlo.... porque  jamas  se  ha  podido  meditar  ni 
cometer  con  mas  frialdad  un  crimen  de  tal  natura- 
leza...—  ¡Señora'...  ¡  un  crimen/... — ¿Y  qué  nom- 
bre daréis  ,  monseñor,  á  un  hombre  que  viéndose 
acometido  de  una  enfermedad  incurable  que  solo 
puede  inspirar  espanto  y  horror,  se  une  con  lazos 
indisolubles  á  una  criatura  sin  edad  ni  experiencia, 
que  se  entrega  á  él  confiada  en  su  honor?  ¿Qué 
nombre  daremos  al  que  sabe  que  los  hijos  que  ten- 
ga de  esta  unión  serán  inevitablemente  tan  des- 
p-aciados  como  él?  ¿Quién  obliga  al  marques  de 
Harville  á  sacrificar  dos  víctimas  inocentes?  ¿Aca- 
so una  pasión  ciega  é  insensata  ?...  No,  seguramen- 
te... se  ha  prendado  de  mi  nacimiento  ,  de  mi  for- 
tuna y  de  mi  persona...  y  determinó  casarse  porque 
le  gustaron  mis  circunstancias  ,  y  porque  se  habia 
cansado  de  vivir  soltero...  —  A  lo  menos,  señora, 
compadecedlo.  —  ¡Compasión  !...  ¿Sabéis  ,  monse- 
ñor, quien  la  metece?...  mi  hija...  esa  de^^íracia- 
da  víctima  de  nuestra  espantosa  unión.  ¡Ir.feliz ! 
;  cuantos  dias  ,  cuantas  noches  crueles  me  ha  cos- 
tado esa  inocente  criatura  !...  ¡Cuántas  lágrimas  me 
ha  hecho  derramar  su  dolor!... —  ¡Pero  su  padre 
súfrelos  mismos  dolores  sin  merecerlos!... —  Pero 


826  LOS  .MISTERIOS  DE  P¿R1S. 

SU  padre  es  quien  la  ha  condenado  á  una  niñez  en- 
fermiza, á  una  juventud  niarchila  ,  y,  si  vive  á 
una  vida  aislada  y  melancólica...  porque  jamas  se 
casará.  ¡  Oh !  no ,  la  amo  demasiado  para  exponerla 
á  que  llore  un  dia  la  suerte  miserable  de  sus  hijos, 
como  yo  lloro  la  suya...  Esta  traición  me  ha  hecho 
padecer  demasiado,  y  jamas  seré  culpable  ni  cóm- 
plice de  una  traición  semejante... —  Tenéis  razón, 
señora...  la  venganza  de  vuestra  madrastra  ha  sido 
horrible...  Paciencia,  .acaso  litigará  también  el  dia 
de  vuestra  venganza... —  dijo  Rodolfo  después  de 
un  momento  de  reflexión.  —  ¿Qué  queréis  decir, 
monseñor?  —  preguntó  Clementina  asustada  por  la 
cadencia  enfática  de  la  voz  de  Rodolfo. —  Casi  siem- 
pre he  tenido  la  dicha  de  ver  castigados...  sí,  cruel- 
mente castigados  á  todos  los  malos  que  he  conoci- 
do—añadió con  un  tono  que  hizo  extremecer  á 
Clementina. — ¿Pero  qué  os  dijo  vuestro  marido  al 
otro  dia  de  esa  noche  fatal  ?  —  Me  ha  confesado 
con  maravillosa  tranquilidad  que  las  familias  á 
quienes  habia  querido  unirse,  habian  descubierto 
el  secreto  de  su  enfermedad  y  roto  por  consiguien- 
te los  dos  enlaces...  y  sin  embargo  de  haber  sido 
desechado  dos  veces...  quiso  todavía...  ¡  oh  !  no  tie- 
ne disculpa  ;  jes  una  infamia  I...  Y  el  mundo  lla- 
ma á  estas  personas  í  aballeros  bien  nacidos  y  de 
honor...  —  A  pesar  de  vuestro  admirable  genio  na- 
tural, sois  á  veces  tan  cruel,  marquesa...  —  Soy 
ciuel  porque  he  sido  infamemente  engañada...  Va 
que  de  Harville  conocia  mi  bondad,  ¿porqué  no  me 
ha  descubierto  su  pecho  y  no  rae  ha  revelado  la 
verdad? 

—  Entonces  no  le  hubierais  dado  vuestra  mano. 
—  Esa  palabra  le  condena,  monseñor;  si  existió  ese 
temor,  su  conducta  ha  sido  una  traición  abomina- 
ble.—  ¡Pero  os  amaba! — ¿Y  porque  me  amaba 


CLEMENTiNA   DE  HARVILLE.  227 

debia  sacrificarme  á  su  egoísmo?...  Estaba  lan  ator- 
mentada, era  tal  el  aiisia  con  que  deseaba  dejar  la 
casa  de  mi  padre  ,  que  s¡  hubiese  sido  franco  con- 
migo ,  acaso  hubiera  ganado  mi  consentimiento  en 
vista  de  la  reprobación  y  del  fatal  aislamiento  eii 
que  se  hallaba  condenado  á  vivir...  Sí,  al  verlo  lan 
leal  y  tan  desgraciado,  quizá  no  hubiera  tenido  valor 
para  negarle  mi  mano;  y  una  vez  aceptado  de  este 
modo  el  deber  de  sufrir  las  consecuencias  de  mi  vo- 
to, las  hubiera  sobrellevado  con  valor  y  resigna- 
ción. Pero  haber  querido  comprometer  mi  piedad  y 
mi  interés  hacia  él  poniéndome  antes  bajo  su  de- 
pendencia ,  y  exigir  este  interés  y  esta  piedad  á 
nombre  de  los  deberes  de  mujer  propia,  ¿y  quién?., 
¡un  hombre  que  para  conseguirlo  ha  faltado  á  los 
deberes  del  honor...  eso  es  una  bajeza  infame,  una 
locura!  ¡Considerad  ahora,  monseñor,  cual  será 
mi  vida ,  y  cual  habrá  sido  mi  cruel  desengaño  1  Me 
he  confiado  en  la  lealtad  del  marques  deHarville, 
y  me  ha  engañado  indignamente...  Su  tímida  y  dul- 
ce melancolía  me  ha  interesado  en  su  favor;  y  esa 
melancolía  ,  que  según  él  era  causada  por  recuerdos 
piadosos  ,  provenia  únicamente  de  su  incurable  en- 
fermedad,,. 

—  Pero  al  fin,  aun  cuando  fuese  una  perso- 
na eslraña  un  enemigo,  sus  males  merecerian  vues- 
tra compasión :  ¡  y  sois  tan  noble  tan  genero- 
sa! —  ¿Y  puedo  yo  aliviar  sus  males?  Si  mi  voz 
fuese  oida  ,  si  una  mirada  de  gratitud  respon- 
diese á  mi  mirada  enternecida...  Pero,  ¡ah, 
monseñor  1  no  sabéis  cuan  espantosas  son  esas  cri- 
sis en  que  el  hombre  nada  ve,  nada  oye,  nada 
siente,  y  solo  sale  de  su  frenesí  para  entregarse  á 
wn  abatimiento  intratable.  Guando  mi  hija  sucum- 
ba á  uno  de  estos  ataques,  nada  puedo  nacer  mas 
que  angustiarme  y  entregarme  á  la  desesperación,  y 


228  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

entonces  bajo  sus  bracitos  tiesos  y  enervados  por  la 
convulsión...  ¡Pero  es  mi  hija  !...  y  cuando  la  veo 
padecer  así,  maldigo  mil  veces  á  su  padre.  Cuando 
se  calman  los  dolores  de  esa  inocente  se  mitiga  tam- 
bién mi  irritación  contra  mi  marido...  entonces  sí, 
entonces  me  compadezco  de  él ,  porque  no  soy  ma- 
la, y  mi  aversión  se  convierte  en  un  sentimiento 
de  piedad  dolorosa...  ¿Pero  me  habré  casado  yo  á 
la  edad  de  diez  y  siete  años  para  no  salir  jamás  de 
estas  alternativas  de  odio  y  de  conmiseración ,  y 
j>ara  llorar  la  triste  suerte  de  una  criatura  desgra- 
ciada,  cuya  muerte  no  está  acaso  lejana?  Al  ha- 
blar de  mi  hija  monseñor,  no  puedo  menos  de  acu- 
sarme de  un  delito  que  acaso  no  os  atrevéis  aecharme 
en  cara.  Es  tan  interesante  que  debiera  bastar  para 
ocupar  mi  corazón,  porque  la  amo  ciegamente;  pe- 
ro este  amor  está  mezclado  con  tanta  amargura  y 
tantos  temores,  que  jamás  puedo  manifestarlo  sin 
lágrimas.  Cuando  la  tengo  á  mi  lado  se  me  oprime 
el  corazón,  padezco  un  tormento  indecible  y  mi 
espíritu  se  entrega  á  la  desesperación ,  porque  co- 
nozco que  no  hay  remedio  para  su  mal  incurable. 
Al  verme  en  esta  región  de  tormentos,  en  esta  at- 
mósfera siniestra  de  tempestades  sin  fin,  os  lo  con- 
fieso, monseñor,  habia  imaginado  una  pasión  dulce 
y  consoladora  donde  pudiese  descansar  de  tanta 
agitación...  Pero  ;  ah  I  confieso  que  me  he  engaña- 
do, que  he  sido  engañada  indignamente,  y  vuelvo  á 
entregarme  á  la  existencia  dolorosa  que  me  ha  pre- 
parado mi  marido.  ¿Es  esta  la  vida,  monseñor,  á 
que  yo  podia  con  derecho  aspirar?  ¿Soy  jo  sola 
culpable  de  la  ofensa  que  mi  marido  quiso  ha- 
cerme pagar  con  la  vida  esta  mañana  ?  Ya  sé  que 
esa  ofensa  es  grande ,  y  que  su  gravedad  se  au- 
menta al  considerarme  mala  elección.  Por  fortuna 
monseñor,  lo  que  habéis  oido  casualmente  á  la  con- 


CLEMKNTINA  DE  HARVILLE  229 

desa  Sarah  y  á  su  hermano  con  respecto  á  M.  Car- 
los Robert ,  me  ahorra  el   disgusto  de  hacer  esa 
nueva  confesión.,.  Después  de  haberme  oido  espe- 
ro á  lo  menos  pareceros  tan  digna  de  lástima  como 
de  reprobación. — No  puedo  espresaros,  marquesa 
la  sensación  que  me  causa  vuestro  infortunio.  ¡Cuan- 
tos disgustos  habéis  devorado  en  silencio,  cuántos 
horrores  habéis  ocultado   de  los  ojos  del  mundo, 
desde  la  muerte  de  vuestra  madre  hasta  el  naci- 
miento de  vuestra  hija!,..  ;  Y  sin  embargo  sois  tan 
brillante,  tan  admirada,  tan  envidiada!...  —  ¡Ah, 
monseñor  I   ¡cuando  se  padecen   ciertas  angustias, 
nada  es  mas  horrible  que  el  oirse  llamar  feliz  !  — 
Seguramente ,  nada  hay  mas  penoso.  Pero  no  sois 
vos  sola  que  sufrís  ese  contraste  erUel  entre  lo  que 
es  y  lo  que  se  parece...  —  ¿  Porqué  ,  monseñor?  — 
Vuestro  marido  debe  parecer   á  los  ojos  de  todos 
mas  feliz  aun  que  vos,.,  porque  os  posee...  Y  sin 
embargo  es  bien  digno  de  compasión.  ¿Pcxlrá  ima- 
ginarse una  vida  mas  cruel  que  la  suya  ?  no  hay 
duda  que  son  graves  los  males  que  os  ha  causado; 
pero  el  castigo  que  sufre  es  horroroso.,  os  ama  como 
debéis  ser  amada;  y  sabe  que  solo  puede  inspiraros 
una  aversión  invencible...  y  ve  en  la  enfermedad 
incurable  y  en  los  dolores  de  su  hija  una  condena- 
ción perdurable  de  su  conducta...  Ademas  los  celos 
atormentan  sin  descanso  su  espíritu  y...  —  ¿Y  pue- 
do yo  evitarlo  ?...  es  muy  justo  el  que  no  le  dé 
motivo  de  zelos:  ¿perolendria  jamas  derecho  á  mi 
cariño  aunque  mi  corazón  no  se  entregase  á  otra 
persona?  Ya  sabe  que  no.  Desde  la  escena  horroro- 
sa que  os  he  referido,  vivimos  separados  ,  auncjue 
para  cumplir  con  el  mundo  tengo  con  él  las  consi- 
deraciones que  puedo.  A  nadie  he  dicho  sino  á  vos, 
monseñor,  una  sola   palabra  de  este  fatal  secreto; 
y  solo  á  vos  mo  atrevo  á  pedir  un  consejo  que  á 


230  LOS  MISTEaiOS  DE   PARIS. 

nadie  mas  pediría...  —  Si  el  servicio  que  os  he  he- 
cho, marquesa,  mereciese  alguna  recompensa,  me 
considerarla  mil  veces  pagado  con  vueslra  confian- 
za. Mas  ya  que  leñéis  la  bondad  de  pedirme  con- 
sejos, y  me  permitís  que  os  hable  con  franqueza... 
—  ;0h,  monseñor  !  os  lo  pido  de  todo  corazón..  — 
Permilidmeque  osdigaquepor  noemplearbien  una 
de  vuestras  cualidades  mas  preciosas...  dejais  de 
aprovechar  grandes  placeres,  que  no  solo  llenarían 
el  vacío  de  vuestro  corazón,  sino  que  os  distrayeran 
también  de  vuestros  pesares  domésticos,  satisfarían 
esta  necesidad  de  emociones  vivas  y  punzantes :  y 
casi  me  atrevería  á  añadir  —  dijo  el  príncipe  son- 
riendo—  [perdonad  la  mala  opinión  que  tengo  de 
las  mujeres  )  esa  inclinación  al  misterio  y  á  la  intri- 
ga que  tanto  domina  en  vuestro  sexo.  —  ¿Qué  que- 
réis decir,  monseñor  ?  —  Quie-ro  decir  (|ue  si  qui- 
sierais divertiros  en  hacer  bien  ,  nada  os  sería  mas 
grato  é  interesantes. 

La  marquesa  de  Harvill<í  miró  á  Rodolfo  sobre- 
cojida. 

—  Ya  comprenderéis — añadió  —  que  no  os  ha- 
blo de  enviar  con  indiferencia,  y  casi  con  desden, 
una  abundante  limosna  á  los  desgraciados  que  no 
conocéis  ,  y  que  á  veces  no  merecen  vuestra  cari- 
dad. Pero  si  os  didrlieseig  como  yo  en  itnitar  de 
cuando  en  cuando  á  la  Providencia,  sin  duda  con- 
fesaríais que  ciertas  obras  buenas  tienen  todo  el  ín- 
teres de  una  novela.  —  Nunca  habia  pensado,  mon- 
señor, en  ese  modo  de  considerar  la  caridad  bajo 
un  punto  de  vista...  divertido — dijo  Glemenlina 
sonriendo  á  su  vez. 

—  Es  un  descubrimiento  que  he  debido  al  hor- 
ror que  me  causa  todo  lo  que  es  fastidioso;  horror 
que  especialmente  me  han  inspirado  mis  confe- 
rencias políticas  con  mis  mínístios.  Pero  volviendo 


CLKMKMINA  DE  HARVILLE.  231 

á  nuestra  beneficencia  divertida,  os  digo  que  no 
leiigo  la  virtud  de  esa  genle  desinteresada  que 
confia  á  otros  el  cuidado  de  distribuir  sus  limos- 
nas. Si  se  tratase  solamente  de  enviar  uno  de  mis 
chambelanes  á  llevar  algunos  miles  de  francos  á 
cada  distrito  de  París,  confieso  con  harto  dolor  que 
no  me  gustarla  mucho  hacer  esas  caridades; 
pero  hacer  el  bien  del  modo  (jue  yo  lo  entiendo, 
es  lo  mas  divertido  de!  mundo.  Y  repito  esta  pa- 
labra, porque  para  mí  significa  todo  lo  que 
agrada;  todo  lo  que  recrea  el  ánimo  y  cautiva  el 
corazón...  Y  á  la  verdad ,  marquesa  ,  si  quisierais 
ser  mi  cómplice  en  algunas  intrigas  tenebrosas  de 
tista  clase,  veríais  que  ademas  de  lo  noble  de  la 
acción,  nada  es  mas  grato,  mas  seductor...  y  aun  á 
▼eces  mas  divertido  que  estas  aventuras  caritati- 
vas... Y  luego  ¡cuantos  misterios  para  ocul- 
tar el  beneficio!...  ¡cuantas  precauciones  para  no 
ser  conocido  I...  ¡que emociones  no  se  esperi- 
menlan  al  oir  las  bendiciones  de  esas  pobres  gentes 
y  verlas  llorar  de  gozo  I  En  verdad  os  digo  mar- 
quesa, que  tales  escenas  valen  nmcho  mas  que  el 
semblante  ceñudo  de  un  amante  zeloso  ó  infiel; 
y  cual  mas  cual  menos  todos  son  así...  Para  que 
me  entendáis  mejor,  os  diré  que  las  sensaciones 
de  que  os  hablo  son  por  el  estilo  de  las  que  ha- 
béis sentido  esta  misma  mañana  en  la  calle  del 
Templo...  Vestida  con  sencillez  para  no  ILunar  la 
atención,  saldríais  de  vuestra  casa  con  el  corazón 
palpitando,  y  subiríais  á  un  modesto  coche,  y 
cerraríais  bien  las  cortinas  por  no  ser  vista  ;  y 
luego,  después  de  haber  mirado  con  zozobra  al 
rededor  para  no  ser  sorprendida,  entraríais  fur- 
tivamente en  alguna  casa  de  miserable  apariencia... 
lo  mismo,  en  fin  ,  que  os  habrá  pasado  esta  ma- 
ñana...   La  única  diferencia   que    hay  de   uno  ú 


232  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Otro  caso,  es  que  en  este  decíais:  Si  rae  descubren 
soy  perdida;  y  en  el  olro  diríais:  Sí  rae  descu- 
bren seré  bendecida.  Pero  como  tenéis  una  modes- 
tia tan  adorable...  emplearíais  los  ardides  mas 
pérfidos  y  diabólicos...  para  no  ser  descubierta. — 
¡Ah,  monseñor! — exclamó  la  marquesa  de  Har- 
ville  enterneci-da  —  ¡me  habéis  salvado!...  No 
puedo  explicaros  la  esperanza  consoladora  y  las 
ideas  que  vuestras  palabras  me  han  sugerido.  Te- 
neis  razón.,,  dedicarse  con  alma  y  coiazon  á  ha- 
cerse adorar  por  los  que  padecen,  es  ca«¡  ha- 
cerse amar...  ¡No!  es  mas  que  amar...  Ahora 
comparo  esa  existencia  que  me  proponéis  con  la 
situación  á  que  me  hubiera  conducido  un  error 
vergonzoso,  y  mí  conducta  me  parece  mas  repren- 
sible...—  Lo  siento  rnucho  —  dijo  Rodolfo  son- 
riendo —  porque  mi  deseo  es  haceros  olvidar  lo 
pasado;  y  probaros  únicamente  que  hay  mil  ma- 
nera? de  ocupar  el  corazón.  Los  medios  de  hacer 
el  bien  y  el  mal  son  con  frecuencia  los  mismos... 
el  fin  es  el  que  no  guarda  semejanza.  En  una  pa- 
labra, sí  el  bien  es  tan  atractivo  y  tan  divertido 
como  el  mal  ¿porqué  no  lo  preferírémog?  Voy  a 
haceros  ,  mai'quesa,  una  comparación  muy  vulgar: 
¿Porqué  tienen  muchas  mujeres  por  amantes  á 
hombres  que  valen  mucho  menos  que  sus  mari- 
dos? Porque  el  mayor  encanto  del  amor  es  el 
atractivo  de  la  dificultad;  privad  á  ese  amor  de 
los  temores,  de  las  angustias,  de  los  peligros  que 
lo  rodean,  y  nada  quedará  de  él,  ó  muy  poco;  es 
decir  que  quedará  el  amante  en  su  primitÍTO  es- 
tado. Esto  viene  á  ser  lo  mismo  con  corta  dife- 
rencia que  la  aventura  de  aquel  hombre,  á  quien 
se  preguntó  una  vez  porqué  no  se  casaba  con  su 
querida,  y  respondió:  »Ya  se  me  ha  ocurrido  la 
idea ,  pero  pensándolo  mejor  he  visto  que  después 


CLEMENTINA  DE  HARVILLE.  233 

no  íendria  en  donde  pasar  las  noches. »  —  Esa  es 
la  pura  verdad  —  dijo  la  de  Harville  sonriendo. 

—  Veamos  enlónces;  si  hallase  yo  un  modo  de 
haceros  sentir  esos  temores ,  esos  pesares  y  esas 
inquietudes  en  que  ya  os  engolosináis  sin  haberlos 
prohado;  si  utilizase  vuestra  inclinación  natural  á 
lo  misterioso  y  á  las  aventuras,  vuestra  propen- 
sión al  disimulo  y  al  artificio  (ya  veis  que  no 
puedo  disimular  mi  execrable  opinión  de  las  mu- 
jeres) ¿nollegaria  á  convertir  en  calidades  ge- 
nerosas esc  instinto  imperioso  é  inexorable  ,  que 
puede  ser  útil  y  benéfico  si  se  emplea  bien ,  pero 
que  será  pernicioso  y  funesto  si  se  emplea  mal  ?... 
Vamos  claros r  marquesa  ;  ¿queréis  que  represen- 
temos los  dos  una  tramoya  de  maquinaciones  ca- 
ritativas y  benéficas?  Tendríamos  nuestras  citas, 
nuestra  correspondencia ,  nuestros  secrí^tos  en 
fin;  y  sobre  todo  nos  guardaríamos  bien  del 
marques,  porque  debe  andar  algo  figilante  con 
vuestra  visita  de  esta  mañana  a  la  familia  de 
Morel.  Finalmente;  marquesa,  si  osdecidis  com- 
binaremos una  intriga  en  toda  regla. 

— Acepto  con  placer  y  con  gratitud,  monseñor,  esa 
asociación  tenebrosa —  repuso  Clementina,  —  y  pa- 
ra dar  principio  á  nuestro  drama,  volveré  mañana 
á  ver  a  esos  infelices;  á  quienes  no  he  podido  dar 
hoy  mas  que  palabras  de  consuelo;  porque  un  niño 
cojo,  aprovechándose  de  mi  turbación,  me  robó  el 
bolsillo  que  me  habláis  entregado.  ¡Ah,  monseñor 

—  añadió  Glementina  de  cuyo  semblante  habia  de- 
saparecido la  dulce  expresión  de  alegría  que  la 
habia  animado  por  un  momento  —  \  Si  vierais  que 
miseria  1...  ¡Que  cuadro  tan  horrible  !  No,  yo  no 
creia  que  pudirse  existir  una  miseria  tan  grande... 
¡Y  me  quejo  de  mi  suerte !...  /Y  me  tengo  por  des- 
graciatla !... 


23'*  LOS  MISTERIOS   DE   PARÍS. 

No  queriendo  Rodolfo  nianiTeslará  la  marquesa 
la  sensación  que  le  babia  causado  esta  prueba  del 
alma  generosa  de  su  interlocutora,  dijo  con  tono 
alegre: 

Si  no  lo  lleváis  á  mal  ,  esceptuaré  á  la  familia  de 
Morel  de  nuestra  piadosa  comunidad.  Os  ruego  que 
dejéis  á  mi  cargo  aquellos  desdichados,  y  sobre 
todo  me  prometeréis  no  volver  á  la  triste  casa  de 
la  calle  del  Templo...  porque  vivo  en  ella. 

—  ¡  Vos,  monseñor  1...  ¿Habláis 

—  Y  tan  de  veras  ,  marquesa...  no  hay  duda  que 
es  una  habitación  muy  modesta  ,  que  no  me  cuesta 
mas  que  doscientos  francos  al  ano;  y  ademas  seis 
francos  mensuales  libre  y  espontáneamente  ofreci- 
dos á  la  portera,  á  madama  Pipelet,  á  aquella  hor- 
rible vieja  que  conocéis.  Mas  por  via  de  compensa- 
ción tengo  por  vecina  á  la  costureríta  mas  linda  del 
barrio  del  Templo  á  la  señorita  Alegría ;  y  conven- 
dréis conmigo  en  que  para  un  dependiente  de  una 
casa  de  comercio  (porque  yo  soy  dependiente  de 
un  comercio)  no  es  pequeña  fortuna...  —  Vuestra 
presencia  inesperada  en  aquella  casa  fatal  me  prue- 
ba que  habláis  formalmente,  monseñor...  sin  duda 
os  ha  conducido  allí  alguna  acción  generosa.  ¿  Pero 
qué  papel  habré  de  desempeñar  yo?  ¿á  qué  buena 
obra  queréis  destinarme?  —  A  la  de  un  ángel  de 
consolación,  y  perdonadme  la  m.ala  palabra)  á  la 
de  un  diablo  astuto  y  sutil...  porque  hay  heridas 
tan  delicadas  y  dolorosas  que  solo  pueden  curarlas 
la  mano  de  una  mujer;  y  hay  también  desgraciados 
tan  soberbios  ,  tan  adustos  y  tan  disimulados  ,  que 
se  necesita  una  rara  penetración  para  descubrirlos 
y  un  encanto  irresistible  para  ganar  su  conGanza. 
—  ¿Y  cuando  podré  ejercitar  esa  penetración  y  esa 
habilidad  que  queréis  atribuirme  ?  —  preguntó  con 
impaciencia   la   marquesa  de   Harville.  —  Espera 


CLEMENTÍNA  DE  fiARVlLLE.  23.> 

que  muy  pronto  tendréis  que  hacer  una  conquista 
digna  de  vuestro  valor  ;  pero  tendréis  también 
que  emplear  los  recursos  mas  maquiavélicos.  — 
¿En  que  día  me  confiareis,  monseñor,  ese  gran 
secreto? 

—  Vamos,  ya  empiezan  las  citas...  ¡.  Podréis  con- 
cederme el  favor  de  recibirme  de  aquí  á  cuatro 
dias?  —  ¡Tanto  tiempo!..»  —  dijo  sei  c  llámente  Cle- 
iiientina.  —  ¿  Y  el  misterio?  ¿y  el  que  dirán?  Con- 
siderad que  si  nos  tuviesen  por  cómplices  descon- 
fiarian  de  nosotros;  pero  acaso  tendré  que  escribi- 
ros... ¿Quien  es  aquella  mujer  de  edad  que  me  La 
llevado  vuestra  carta  ?  —  Él  sigilo  y  la  discreción 
en  persona;  es  una  camarera  antigua  de  mi  madre. 

—  Entonces  la  dirigiré  mis  cartas  y  os  las  en- 
tregará ;  y  si  os  dignáis  responderme  ,  poned  el 
sobre  Al  señor  Potlolfo  ,  calle  de  Plamet,  Vuestra  ca- 
marera echará  las  cartas  en  la  estafeta — Yo  mism;» 
las  echaré,  monseñor,  cuando  salga  á  dar  mis  pa- 

^  seos  á  pié.  —  ¿  Salis  muchas  veces  sola  y  á  pié  ? 
—  Casi  todos  los  dias  cuando  hace  buen  tiempo.  -7- 
¡  A  pedir  de  boca  !  Es  ufia  costumbre  que  todas  las 
mujeres  deberían  adoptar  desde  los  primeros  meses 
de  casadas  Ello  es  que  la  costumbre  existe  ya...  con 
buenas  ..  y  con  malas  intenciones. ...Es  un  prece- 
dente,  como  dicen  los  curiales;  y  asi  sucede  que 
andando  el  tiempo  esos  paseos  habituales  no  daü 
jamas  motivo  á  peligrosas  interpretaciones...  Si  yo 
nubi(S3  nacido  mujer  (y  confieso  francamente  que 
había  de  ser  muy  caritativa  ,  pero  también  muy 
lijera  de  cascos) ,  al  dia  siguiente  de  mi  boda  em- 
pezaría á  hacer  mis  escursiones  misteriosas  con  el 
aire  mas  inocente  del  mundo...  Me  rodearía  inge- 
nuamente de  las  apariencias  mas  sospechosas...  y  de 
este  modo  establecería  el  precedente  de  que  os  he 
hablado,  á  fin  de  poder  visitar  el  dia  menos  pensa- 


236  LOS  MISTERIOS  DE   PARÍS. 

do  á  algún  pobre  infeliz.,,  ó  á  algún  amante  sin 
inspirar  recelos  á  nadie.  —  ¡  Que  perfidia  monse- 
ñor, —  dijo  sonriendo  la  de  Harville.  —  Feliz- 
mente marquesa  nunca  os  habéis  hallado  en  el  caso 
de  comprender  la  sabiduría  y  la  utilidad  de  esta 
previsión... 

La  marquesa  de  Harville  dejo  de  sonreír,  bajó 
la  vista  y  se  cubrió  de  rubor. 

—  No  sois  generoso  ,  monseñor. 
Rodolfo  la  miró  con  sorpresa  y  luego  dijo : 

—  Ya  os  entiendo,  señora... Pero,  antes  de  na- 
da veamos  cual  es  vuestra  posición  con  respecto  á 
e^e  M.  Carlos  Robert ;  y  vaya  de  ejemplo :  Supon^ 
gamos  que  un  dia  una  de  vuestras  amigas  os  llama 
la  atención  hacia  uno  de  esos  mendigos  que  tocan 
el  clarinete  con  un  tono  lastimero ,  y  ponen  los  ojos 
en  blanco  para  ablandar  el  corazón  de  los  que  pa- 
san. «Este  desdichado,))  os  dice  vuestra  amiga, 
« tiene  por  lo  menos  siete  hijos  y  una  mujer  ciega, 
sorda,  muda,  etc.,  etc.  »  «  ¡  Que  desgracia  tan  gran- 
de! >)  la  respondéis  alargando  al  pobre  una  limosna 
y  siempre  que  volvéis  á  encontrar  al  mendigo, 
luego  que  os  ve  desde  lejos,  os  mira  con  ojos  de 
agonia ,  toca  el  clarinete  en  tono  lamentable,  y 
volvéis  á  darle  limosna.  Otro  dia ,  cada  vez  mas 
compadecida  3el  pobre  mendigo,  porque  vuestra 
amiga  traidora  no  cesa  de  pintaros  su  miseria  pa- 
ra abusar  de  vuestro  piadoso  corazón,  os  resignáis 
á  visitar  al  desdichado  en  su  habitación  en  medio 
de  su  miseria...  Pero  cuando  llegáis,  en  lugar  del 
clarinete  melancólico  y  del  aire  humilde  y  supli- 
cante del  pobre...  os  encontráis  con  un  truhán 
alegre  jovial  y  resuelto  que  al  veros  entona  una 
canción  de  taberna...  Entonces  vuestra  compasión 
se  convierte  en  desprecio...  porque  habláis  tomado 


I 


CLEMENTINA   DE  HARVILLE.  237 

por  un  buen  pobre  8i\  que  no   era  mas   ni  menos 
que  un  bribón.  ¿No  es  verdad  marquesa. 

La  de  Harvilleno  pudo  menos  de  sonreír  al  es- 
cuchar el  singular  apólogo  de  Rodolfo ,  y  repuso: 

—  Por  ingeniosa  que  sea  esa  justificación  ,  mon- 
señor ,  no  creo  que  pueda  salvarme.  —  Pero  lo  cier- 
to es  que  vuestro  pecado  no  ha  sido  mas  que  una 
noble  y  generosa  imprudencia...  y  en  vuestra  ma- 
ño tenéis  los  medios  de  repararla...  Hablemos 
ahora  de  otra  cosa :  ¿  No  podré  ver  esta  noche  al 
marques  de  Harville?  —  No,  monseñor...  el  lance 
de  esta  mañana  le  ha  conmovido  tanto ,  que  se  ha- 
lla en  este  momento  con  el  ataque  —dijo  la  mar- 
quesa en  voz  baja.—  ¡  Paciencia'  — repuso  el  prín- 
cipe €on  tristeza.  —  Vamos,  esperad ,  tened  valor  y 
confianza...  Os  faltaba  una  distracción ,  como  vos 
la  llamáis  ,  y  me  atrevo  á  creer  que  la  hallaréis  en 
el  porvenir  de  que  os  he  hablado...  Vuestro  espí- 
ritu hallará  entonces  un  consuelo  tan  grato  y  tan 
dulce,  que  llegaréis  á  olvidar  ese  resentimiento 
contra  vuestro  marido.  Sentiréis  al  contrario  una 
afectuosa  inclinación  hacia  él,  parecida  al  interés 
que  os  causa  vuestra  querida  hija.  Con  respecto  á 
ese  inocente ,  una  vez  que  me  habéis  revelado  la 
causa  de  su  mal ,  casi  me  atrevo  á  deciros  que  es- 
peréis su  curación...— ¡Seria  posible,  monseñor! 
I  Ah  I  decidme...  ¿  cómo  ?  —  exclamó  Clementina 
juntando  las  manos  con  una  expresión  de  exaltada 
gratitud. — Tengo  un  médico,  que  aunque  muy 
poco  conocido,  es  sin.  embargo  muy  sabio:  vivió 
mucho  tiempo  en  América,  y  me  acuerdo  de  ha- 
berle oido  hablar  de  dos  ó  tres  esclavos  á  quienes 
ha  curado  maravillosamente  de  esa  terrible  enfer- 
medad.—  jAh,  monseñor  I  ¿ese  médico...?  —  No 
concibáis  una  esperanza  segura,  porque  el  desen- 

T.  lí.  16 


238  LOS  HISTEBIOS  DE  PARÍS. 

gaño  seria  entonces  mas  cruel...  pero  sin  embargo 
no  dejéis  enteramente  de  esperar... 

Miraba  Clementina  el  noble  rostro  de  Rodolfo  con 
una  expresión  de  agradecimiento  inefable...  y  al 
considerar  la  inteligencia ,  la  gracia  y  la  bondad 
con  que  el  príncipe  la  consolaba,  se  preguntaba  á 
sí  misma  cómo  había  podido  interesarse  por  Carlos 
Robert...  Esta  idea  la  oprimía  el  corazón. 

—  ¡Cuanto  agradecimiento  os  debo,  monseñor! 
— dijo  con  voz  conmovida.  — Me  inspiráis  confian- 
za y  valor  ,  me  hacéis  esperar  la  salud  de  mi  hija, 
y  rae  abrís  un  porvenir  lleno  de  consuelo,  de  pla- 
cer y  de  merecimiento...  ¿No  tuve  yo  razón  cuando 
os  he  escrito  que  si  veníais  á  verme  acabaríais  el 
dia  con.una  buena  acción  ,  como  lo  habíais  comen- 
zado?...—  Y  añadid  á  lómenos,  marquesa,  con 
una  délas  buenas  acciones  que  son  de  mí  agrado... 
es  decir  ,  con  las  que  alegran  y  cautivan  el  corazón 

—  dijo  Rodolfo  levantándose  ,  porque  acababan  de 
dar  las  once  y  media  en  el  péndulo  del  salón.  — 
Buenas  noches ,  monseñor ;  no  os  olvidéis  de  dar- 
me pronto  noticia  de  esos  infelices  de  la  calle  del 
Templo.  —  Los  veré  mañana  por  la  nirañana...  ig- 
noraba por  desgracia  que  ese  niño  cojo  os  hubiese 
robado  el  bolsillo  ,  y  aquellos  pobres  deben  hallar- 
se en  la  última  necesidad.  No  olvidéis  que  denlro  de 
cuatro  días  vendré  á  deciros  el  papel  que  habréis  de 
desempeñar...  por  ahora  solo  puedo  indicaros  que 
tendréis  acaso  que  usar  de  algún  disfraz. —  ¡Disfra- 
zarme I  /  que  horror  I  ¿Y  qué  disfraz ,  monseñor  ? 

—  No  puedo  decíroslo  en  este  momento...  Pero  eso 
quedará  á  vuestra  elección. 

Al  regresar  á  su  casa  se  congratulaba  el  príncipe 
por  el  efecto  general  de  su  coloquio  con  la  marque- 
sa de  Harville,  pues  veía  que  el  resultado  de  su  plá- 


CLEMENTINA  DE  HARVILLE.  239 

tica  seria  el  ocupar  de  un  modo  generoso  el  ánimo 
y  el  corazón  de  una  joven  separada  de  su  marido 
por  una  aversión  insuperable ,  y  dispertar  en  ella 
un  grado  tal  de  curiosidad  novelesca  y  de  interés 
misterioso,  independiente  del  amor,  que  llenarla  el 
vacio  de  su  corazón  y  de  su  espíritu,  y  la  preserva- 
ría de  otra  afición  peligrosa. 


CAIHTILO  XH. 

MISERIA. 


No  habrá  olvidado  el  lector  que  la  familia  mi- 
serable del  lapidario  Morel,  vivia  en  un  desván  de 
la  casa  de  la  calle  del  Templo.  Daremos  ahora  una 
idea  de  esta  triste  habitación. 

Eran  las  cinco  de  la  mañana,  reinaba  un  silen- 
cio profundo ,  la  noche  estaba  oscura  y  fria  y  la 
nieve  caia  a  grandes  copos.  Una  vela  sostenida  por 
dos  palitos  clavados  en  una  tablilla  cuadrada  ,  ape- 
nas alumbraba  con  una  luz  pálida  y  amortiguada 
las  tinieblas  del  desván,  que  era  reducido,  bajo, 
y  de  techo  inclinado  v  á  teja  vana ,  formando  con 
el  suelo  un  ánsíulo  muv  agudo.  Las  tejas  estaban 
llenas  de  humedad  v  de  un  musgo  verdoso,  y  las 
hendiduras  de  los  tabiques,  revocados  de  yeso  en- 
negrecido por  el  tiempo,  dejaban  ver  la  madera 
carcomida  de  que  estaban  hechos.  Hacia  uno  de  los 
costados  se  abria  por  el  lado  de  afuera  una  puerta 
descoyuntada.  El  suelo  negro,  sucio  y  pegajo- 
so estaba  sembrado  de  pedazos  de  paja  podrid», 
de  andrajos  asquerosos  y  de  esos  grandes  huesos 
que  los  pobres  compran  á  los  revendedores  de  car- 
ne corrompida,  para  roer  los  cartílagos  que  con- 
servan todavía  a)... 

(a>   Se  hallan  con  frecuencia  en  los  barrios  populosos  re- 
vendedoras de  terneras  que  han  nacido  muertas  ,   de  am- 
ales muevlos  de  enfermedad,  etc. 


i 


m 


MISERIA.  •  Í2U 

Una  incuria  tan  espantosa  puede  ser  efecto  do 
mala  conducta  ó  de  una  miseria  honrada,  pero  lan 
desesperada  y  cruel,  que  el  hombre  que  se  ve  se- 
pultado en  ella  no  tiene  la  voluntad  ni  la  fuerza 
necesaria  para  salir  de  aquel  inmundo  fango,  y  se 
arrastra  por  él  como  una  bestia  en  su  cubil. 

La  zahúrda  de  Morel  lecibia  la  luz  durante  el 
dia  por  un  estrecho  y  oblongo  tragaluz  ,  abierto  en 
el  declive  del  techo;  esle  tragaluz  tenia  una  vidrie- 
ra que  se  abria  y  se  cerraba  por  medio  de  un  cor- 
del. Una  densa  capa  de  nie^ve  cubría  Ips  vidrios  en 
el  momento  de  que  hablamos.  La  vela,  colocada  en 
el  centro  de  la  buhardilla  sobre  el  banco  del  lapi- 
dario ,  esparcía  alrededor  una  luz  pálida ,  que  desva- 
neciéndose poco  á  poco  se  perdia  en  las  sombras 
de  aquella  caverna ,  en  medio  de  las  cuales  se  divi- 
saban algunos  bultos  blancos. 

Sobre  el  banco  del  lapidario  ,  hecho  de  encina  en 
bruto  y  manchado  de  grasa  y  sebo,  brillaban  y  re- 
lucían en  un  montón  diamantes  y  rubíes  de  un  ta- 
maño y  de  una  pureza  admirables. 

Morel  era  lapidario  de  fino  y  no  de  piedras  falsas, 
como  él  decia  y  como  creían  los  vecinos  de  la  casa 
de  la  calle  del  Templo;  y  gracias  á  esta  inocente 
impostura,  las  piedras  que  le  confiaban  parecían 
de  lan  poco  v^alor ,  que  las  tenia  en  su  cuarto  sin 
temor  de  ser  robado. 

Tanta  riqueza  al  lado  de  tanta  miseria  nos  dis- 
pensan de  hablar  de  la  honradez  de  Morel. 

Sentado  en  un  taburete  sin  respaldo,  vencido 
por  la  fatiga,  por  el  frío  y  por  el  sueño,  después 
de  haber  trabajado  toda  una  larga  noche  de  invier- 
no, el  lapidario  había  apoyado  la  cabeza  en  el  ban- 
co sobre  los  brazos:  su  frente  descansaba  en  una 
muela  colocada  horizontalmenle  sobre  el  banco,  y 
la  cual  se  ponía  en  movimiento  por  medio  de  una, 


2Í2  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

rueda  de  mano;  habia  cerca  de  él  una  sierra  de 
acero  fino  y  otros  instrumentos.  El  artesano ,  del 
cual  solo  se  vela  la  cabeza  calva  rodeada  de  algún 
pelo  cano,  estaba  vestido  con  una  chaqueta  de  pun- 
to á  raíz  del  cuerpo  y  un  mal  pantalón  de  tela  ; 
unas  babuchas  de  orillo  despedazadas,  ocultaban 
apenas  sus  pies  azulados  j  apoyados  en  el  frió  sue- 
lo. En  este  desván  hacia  un  frió  tan  glacial  y  pene- 
trante que  el  cuerpo  del  artesano,  á  pesar  de  la 
especie  de  somnolencia  á  que  lo  habia  reducido  el 
abuso  de  sus  fuerzas,  se  estremecía '^e  cuando  en 
cuando...  ' 

El  pábilo  largo  y  carbonizado  de  la  vela  indica- 
ba que  Morel  dormia  hacia  largo  rato ;  solo  se  oia 
el  ruido  de  su  respiración  oprimida,  porque  los  de- 
más habitantes  del  desván,.,  estaban  dispiertos... 

Sí;  en  este  desván  vivian  siete  personas... 

Cinco  niños ,  de  los  cuales  el  menor  tenia  cuatro 
años  y  el  mayor  apenas  doce... 

Su  madre  enferma... 

Y  su  abuela  ,  vieja  octogenaria  y  chocha. 
El  frió  debia  ser  muy  intenso,  pues  el  calor  na- 
tural de  siete  personas  amontonadas  en  tan  redu- 
cido espacio  no  templaba  aquella  atmósfera  de 
hielo.  Ademas,  de  unos  cuerpos  tan  débiles,  tan 
consumidos  y  hambrientos  no  podía  desprenderse 
mucho  calórico...  como  dirian  los  hombres  de  la 
ciencia... 

Nadie  dormia,  escepto  el  padre  de  familia  que 
habia  sucumbido  por  un  momento  al  insomnio  y  la 
fatiga :  nadie  dormia  porque  á  nadie  dejaban  cer- 
rar los  ojos  la  enfermedad ,  el  hambre  y  el  rigor 
del  frió.  Pocas  veces  disfruta  el  pobre  de  ese  sueño 
profundo  y  saludable  que  repara  las  fuerzas  per- 
didas, que  hace  olvidar  los  males,  y  después  del 
cual  dispierta  alegre  y  dispuesto  para  el  mas  rudo 


MISERIA.  2^^ 


irabaio.  Para  dormir  de  este  modo  es  preciso  no 
{fnerVambre,    ni   frió,   ni  amargas  y^dolorosas 

^^Tl^verTá  espantosa  miseria  de  este  artesano,  y 
al  compararla  con  el  valor  de  las   piedras  pre- 
ciosas que  le  hablan  confiado;  no  puede  uno  me- 
nos de  observar  uno  de  esos  contrastres  que  ele- 
van y  afligen  el  ánimo  á  un  mismo  tiempo,  hste 
hombre  tenia  continuamente  delante  de   los  ojos 
el  doloroso  espectáculo  de  su  hambrienta  lami- 
lla, y  sin  embargo    respetaba  las  ricas  joyas  que 
estaban  en  su  poder,  y  de  las  cuales  bastaría  una 
sola  para  rescatar  á  su  mujer  y  á  sus  lujos  de 
las  privaciones  y  de  los  males  que  los  consumían 
lentamente.  No  hay  duda  que  hace  su  deber  como 
hombre  justo  y  honrado:  ¿Pero  sera  esto  menos 
grande  y   admirable  porque  ««   ^«nducla  no  sea 
mas  que  el  simple  cumplimiento  de  un  deber?  ¿IVo 
podrán  hacer  mas  meritorio  este  deber  las  cir- 
cunstancias que  acompañan  su  ejecución,  ¿ixo  re- 
presenta este  artesano,  que  conserva  su  miseria  y 
su  probidad  al  lado  de  un  tesoro,  la  inmensa  y 
formidable  mayoría  de  los  obreros,  que   sumidos 
perpetuamente   en   la  miseria ,  pero  pacihcos,  la- 
boriosos y  resignados,  ven  sin  envidia  Mb^  ce- 
lante de  sus  ojos  la  magnificencia  d^  ^^s  neos? 
;  Quién  deja  de  concebir  una  idea  noble  y  conso- 
ladora al   ver   que  no  es  la  fuerza  ni  el  terror, 
sino  el  buen  sentido  moral  lo  que   contiene   á  ese 
temible  océano  popular,  que  si  llegase  a  salir  de 
su  centro  inundaría  toda  la  sociedad?  ¿Quien  no 
simpatiza  con  toda  la  fuerza  de  su  alma  con  esos 
espíritus  generosos,  que  solo  piden  «'» ;:^'»,^««J^«J2 
tomar   el  sol  en   recompensa  de  su  infortunio,  de 
su  valor  y  de  su  resignación? 


2Í4  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

•Pero  volvamos  á  esta  muestra  demasiado  reai 
de  espantosa  miseria,  y  acabemos  de  pintarla  en 
su  horrible  desnudez. 

El  lapidario  no  poseia  masque  un  colcbon-es- 
trecho   V  delgado  j  un  pedazo  de  cobertor  aue 
servían  únicamente  á  la  vieja  idiota,  la  cualíe- 
Husaba  con  feroz  egoísmo  partir  con  nadie  su  mi- 
serable  cama.   Al    principio  del   invierno  habia 
estado  tan  furiosa,  que  hubo  de  sofocar  á  una  de 
sus  nietas  que  Morel  habia  querido  acostar  ásw 
lado;  era  esta  una  niña  de  cuatro  años,  tísica  de 
algún  tiempo  á  aquella  parte  y  que  padecia  mu- 
cho   con  el    frío  en  el  jergón  de    paja    en    «ue 
dormía  con  sus  hermanos.  Describiremos  mas  ade- 
lante   este  modo   de  dormir,    muv  común  entre 
Ja  gente  pobre...  La  cama  de  las  bestias  es  un  le- 
cho sibarita  comparado  con  los  de  esta  ffente  in- 
leíiz.  ° 

Tal   era  el  cuadro  completo  que  presentaba  el 
desván  del  artesano   Morel ,   al  mirarlo  desde  el 
umbral    de  la  puerta,   hasta  donde  no  alcanzaba 
la  moribunda  luz  de  la  vela,  A  lo  large  de  la  pa- 
red maestra,  menos  húmeda  que  los  tabiques,  es- 
taba tendido  en  el  suelo  el  colchón  en   que  repo- 
saba la    vieja  idiota.  Como  no  podía  sufrir  nada 
en  la  cabeza,  tenia  cortado  raso  el  cabello,  y  el 
cráneo  enteramente  descubierto:  sus  ceias  blancas 
ocultaban  unas  órbitas  profundas,   de  las   cuales 
salía  de  cuando  en  cuando  un  brillo  salvaje  y  fe- 
roz-  sus   mejillas  hundidas,   lívidas  y   arrugadas 
estaban  pegadas  á  los  juanetes  y  á  los  ángulos  sa- 
lientes de  la  mandíbula.  Estaba  acostada  de  lado, 
enroscada   de  tal   modo   que  casi   tocaba   con    la 
barba  a  las  rodillas ,  y  rebujada  en  el  cobertor  de 
{ana  gris,  que  siendo  demasiado  pequeño  para  cu- 
brirla enteramente,  dejaba  al  aire  sus  piernas  des- 


MISERIA.  2iS 


r-iinadás  V  el  borde  Je  un  guarda;  Íes  yieio 
hecho  girones.  Esta  cama  despedía  u.,  olor  fe- 

''''a' corta  distancia  del  lecho  de  la  vieja  .y  á  lo. 
larl  de  la  pared,  estaba  tendido  el  jergón  de  pa- 
ja que  servia  de  cama  á  los  cinco  niños. 

Ké  a«uí  como  dormían  estas  cria  uras. 

Se  hace  una  abertura  longitudinal  en  la  tela  á 
cada  anííulo,  porcada  una  de  estas  aberturas >e 
met  u^ifíiño  eíi  la  pa]a  6  mas  bien  "ue  e^ 
liercol  húmedo  y  nauseabundo,  yJ^J^^^'^^'^l 
la  tela  del  jergón  les  sirve  de   sabana  y  de  co- 

""^Dos' niñas,  una  de  las  cuales  estaba  gravemente 
enferma,  tir  laban  de  frió  á   uno  de  los   lados,  y 
tres™ tos  al  otro;  estos  dormían  vestidos,  s.  ves- 
dos  pueden  llamarse  algunos  andrajos  miserables. 
I  as  espesas  cabelleras  de  estos  niños,  rubias,  eri- 
zadas y  enmarañadas ,  que  su  madre  dejaba  crecer 
para  que  los  abrigasen  del   rio,  cubrían  la  ™f  d  de 
sus  caras  pálidas,   enfermizas  y  consumidas.  Uno 
d"c  losñiño^s  tiraba  1-cia  la  barba  con  los  dedio^ 
descarnados  y  entumecidos  la  tela  del  FyS»"  P"» 
cubrirse  mejor...  el  otro,  temiendo  esponer  al  tiio 
hsmanortenia  la  tela  asida  con  los  dientes,  y  el 
oTro    n«n  se  estrechaba  contra  -- f^b^^:- 
La  segunda  de  las  niñas  consumida   por  la  tis^s, 
apoyaba  lánguidamente  su  carita  azulada  y  mórbi- 
da sobre  el  pecho  de   su  hermana  de  cinco  anos, 
JL  en  vano  procuraba  darla  algún  calor  estrechán- 
dola entre  sus  brazos  con  amoroso  cuidado. 

En  otrojergon  colocado  en  lo  último  del  desván 
estaba  tendida  la  mujer  del  artesano,  postrada 
hacia  algunos  meses  por  una  Cebrc  lenta  v  una  cn- 
r-rmedaS  dolorosa.  Magdalena  Morel  tema  re.nía 
}  s^s  años  de  edad  :  un  pañuelo  azul  de  algodón 


2+6  LOS   MISTERIOS  DE  PARÍS. 

ceñido  alrededor  de  la  frente,  hacía  resaltar  la  pali- 
dez  biliosa  de  su  cara  estenuada.  Un  círculo  oscuro 

Íp.1^1     •'^"'''J'l'í^"'n''^'^  apagados,  y  sus  labios 
descoloridos  estaban  llenos  de  grietas  de  saneare  Su 
hsonomia  angustiada  y  sus  facciones  insignificantes 
revelaban  uno  de  estos  caracteres  dulces;  pero  sin 
energía  que  no  sabiendo  luchar  con  la  desventura 
ceden,  sucumben  y  no  hacen  mas  que  lamentarse! 
Aunque  débil  e  merle  ,  se  habia  conservado  hon- 
rada porque  su  marido  era  honrado;  entre^^ada  á 
si  misma  su    ignorancia   la  hubiera  deprabado  v 
conducido  al  mal.  Amaba  á  su  marido  y  á  sus  hij¿ 
pero  no  tema  fuerza  ni  valor  para  dejar  de  quejar- 
se amargamente  contra  su  común  infortunio.  El 
lapidario  cuyo  trabajo  perseverante  era  lo  único  que 
sostenía  á    toda  esta  familia,  suspendía  con  fre- 
cuencia! su  labor  para  asistir  y  consolar  a  la  pobre 
valetudinaria;  y  sobre  la  mala  sábana  agujereada 
de  tela  gruesa  que  cubría  el  cuerpo  de  su  mujer,  ha- 
bía echado  Morel ,  para  darla  calor ,  algunos  vesti- 
dos tan  viejos  V  remendados;   que  el    Monte   de 
l'iedad  no  había  querido  tomarlos. 

Un  hornillo,  un  cazo  y  una  olla  de  barro  des- 
bocada, dos  ó  tres  tazas  hendidas,  una  cubeta,  una 
tabla  de  enjabonar  y  un  gran  cántaro  de  barro  co- 
locado en  el  ángulo  del  desván  junto  á  la  puerta 
desmantelada  ,  por  la  cual  se  colaba  el  viento  aun- 
que estuviese  cerrada  como  si  estuviese  abierta,  hé 
aquí  todo  el  ajuar  de  esta  familia. 

Alumbra  este  cuadro  lastimoso  la  llama  de  la  ve- 
la, que  ajitada  por  el  viento  que  entra  por  las  ren- 
aijas  del  tejado ,  echa  unas  veces  su  tre'mulo  y  dé- 
bil resplandor  sobre  estos  grupos  de  miseria ,  y 
otras  sobre  el  montón  de  diamantes  v  rubíes  que 
Drillan  con  mil  colores  prismáticos  sobre  el  banco 
en  que  duerme  el  lapidario. 


MISERIA.  247 

Aunque  reina  en  la  buhardilla  el  silencio  mas 
profundo ,  no  duerme  ninguno  de  estos  desgra- 
ciados... los  niños,  la  vieja  y  Magdalena  tienen  la 
vista  clavada  en  el  lapidario,  que  es  su  único  recur- 
so y  su  esperanza. 

Pésales  con  sencillo  egoísmo  de  verlo  dormitar  , 
rendido  por  el  peso  de  su  trabajo. 

La  madre  piensa  en  sus  hijos ; 

Los  hijos  piensan  en  el  hambre; 

La  vieja  idiota  no  piensa  en  nada... 

Incorporóse  sin  embargo  de  repente ,  cruzó  so- 
bre el  pecho  los  brazos  descarnados,  secos  y  amari- 
llos como  el  box,  miro  pestañeando  á  la  luz,  y  lue- 
go se  levanta  poco  á  poco  llevando  tras  sí  como  irn 
sudario  el  pedazo  de  cobertor.  Era  esta  una  mujer 
de  alta  estatura ,  y  su  cabeza  pelada  parecía  des- 
mesuradamente pequeña;  un  movimiento  espasmó- 
díco  agitaba  su  labio  inferior  grueso  y  colgante  ,  y 
su  máscara  espantosa  indicaba  una  chochera  feroz 
é  intratable. 

La  vieja  se  adelantó  paso  á  paso ,  como  un  niño 
que  va  á  hacer  una  travesura,  y  luego  que  llegó  á 
donde  estaba  la  vela  ,  acercó  á  la  llama  sus  ma- 
nos trémulas,  las  cuales  eran  tan  flacas  y  descar- 
nadas que  la  luz  que  tenían  encerrada  les  daba 
una  especie  de  trasparencia  lívida.  Magdalena  Mo- 
rel  seguía  desde  su  lecho  todos  los  movimientos 
de  la  vieja  ;  y  esta  sin  apartar  las  manos  de  la  luz 
bajó  la  cabeza  y  empezó  á  contemplar  con  imbécil 
curiosidad  el  montón  de  rubíes  y  diamantes  que  es- 
taban sobre  la  mesa.  Absorta  en  esa  contemplación, 
acercó  inadvertidamente  las  manos  á  la  llama,  se 
quemó  y  dio  un  grito  terrible. 

Al  ruido  dispertó  Morel  sobresaltado  y  levantó 
con  inquietud  la  cabeza.  Tenía  cuarenta  años,  y  su 
fisonomía  era  franca,  intelíjente  y  benigna,  pero 


2Í8  LOS  3IlStERI0S   DE    PARÍS. 

marchita  y  descarnada  por  la  miseria,  una  barba 
blanca  de  muchas  semanas  cubria  la  parte  inferior 
de  su  cara  afiligranada  por  las  viruelas  ;  estaba  ya 
calvo,  y  asi  las  arrugas  que  cubrian  su  frente  como 
sus  párpados  rojos  é  inflamados  indicaban  su  pre- 
coz senectud  y  el  abuso  que  hacia  de  sus  vigilias. 
Per  uno  de  esos  fenómenos  tan  comunes  entre  los 
obreros  de  contextura  débil  y  que  se  dedican  á  un 
trabajo  sedentario ,  que  los  obliga  á  guardar  una 
postura  casi  invariable  durante  todo  el  dia,  el  cuerpo 
de  Mórel  era  contrahecho  y  de  miembros  diminutos 
Obligado  á  inclinarse  continuamente  sobre  su  ban- 
co y  hacia  el  lado  izquierdo  para  dar  movimiento 
á  la  rueda  se  había  petrificado,  por  decirlo  así,  en 
esa  postura  que  no  dejaba  nunca  por  espacio  de  do- 
ce ó  quince  horas  diarias ;  y  así  es  que  habia  con- 
traído una  especie  de  joroba  y  andaba  torcido  hacia 
un  lado.  Su  brazo  izquierdo  ejercitado  constante- 
mente en  dar  vuelta  á  la  rueda,  habia  adquirido  un 
^lesarrollo  muscular  considerable,  mientras  que  el 
derecho,  siempre  inerte  y  apoyado  sobre  la  mesa 
á  fin  de  presentar  las  facetas  á  la  acción  de  la  mue- 
la estaba  espantosamente  flaco  y  descarnado.  Las 
piernas  delgadas  y  casi  consumidas  por  la  falta  ab- 
soluta de  ejercicio  ,  apenas  podían  sostener  su  cuer- 
po aniquilado  ,  cuya  sustancia  y  cuya  fuerza  y  vi- 
talidad parecían  concentradas  en  la  parte  ejercitada 
por  el  trabajo... 

Y  como  decía  el  mismo  Morel  con  dolorosa  re- 
signación: No  como  para  sustentar  el  estómago... 
sino  para  dar  fuerza  al  brazo  que  mueve  la  rueda.. 

Al  dispertar  sobresaltado  vio  en, frente  de  sí  á  la 
vieja  idiota. 

—  ¿Qué buscáis,  madre?  ¿que  hacéis  ahí? — la 
dijo  Morel ;  y  luego  añadió  en  voz  baja  lemien- 


^ 


I 


MISKIIIA.  ■^4-9 

Üo  dispertar  'á  la  familia  á  quien  creia  dormi- 
da : —  Volveos  á  la  cama  madre,  y  no  hagáis 
ruido  que  están  durmiendo  Magdalena  y  los  niños. 

—  Yo  no  duermo  qué  estoy  c;)lenlando  á  Adelila 
dijo  la  mayor  de  las  niñas.  —  Ya  puedo  dormir  yo 
con  el  hambre  que  tengo  dijo  uno  de  los  niños  :  — 
ayer  no  me  tocó  cenar  en  el  cuarto  de  la  señorita 
Alegria.  —  ¡Pobres  criaturas  !  exclamó  Morel  con 
.amargura:  — ^  yo  creia  que  estabais  dormidos...  si- 
quiera ,  á  lo  menos...  —  Tuve  miedo  de  dispertar - 
tte  Morel  -^  dijo  su  mujer  —  sino  te  hubiera  pedi- 
do un  poco  de  agua  porque  tengo  mucha  sed  y  es- 
toy con  la  calentura.  —  Voy  á  dártela  —  repuso  el 
lapidario;  —  pero  ánies  es  preciso  quo  tu  madre 
se  vuelva  á  la  cama...  Vamos,  madre,  meteos  en 
la  cama...  ¿dejareis  quietas  esas  piedras?  —  dijo  á 
la  vieja  que  queria  echar  la  mano  á  un  gran  rubí, 
cuyo  brillo  le  llamaba  la  atención.  —  ¡  Vamos, 
pronto  á  la  cama !  —  repitió. 

—  Mira...  mira...  —  repuso  la  idiota  señalando  la 
joya  que  codiciaba.  —  ¡  Que  nos  vamos  á  enfadar! 

—  dijo  Morel  ahuecando  la  voz  para  asustar  á  su 
madrastra ,  cuya  mano  apartó  suavemente.  —  ¡  Dios 
mió!...  ¡Dame agua,  Morel!  — exclamó  Magdalena 

—  me  muero  de  sed.  — ¿  Pero  que  quieres  que  ha- 
ga?... ¿quieres  que  deje  á  tu  madre  echar  mano  á 
las  piedras ,  para  que  me  pierda  otro  diamante 
como  el  año  pasado?...  y  Dios  sabe  lo  que  nos  cuesta 
y  lo  que  nos  costará  todavía. 

Llevó  en  esto  la  mano  en  la  frente  el  lapidario 
con  aire  sombrío  ,  y  luego  añadió  dirigiéndose  á  sus 
hijos: 

Félix,  da  de  beber  a  tfi  madre  ya  que  estás  dis- 
pierto. — No,  no,  esperaré,  porque  el  pobrecillo 
se  va  á  enfriar  —  dijo  Magdalena.  —  No  tendré  mas 
frió  fuera  que  dentro  del  jergón  —  repuso  el  niño  le- 


250  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

yantándose. — Vamos,  ¡  os  vais  á  la  cama  de  una  vezl 
—  dijo  Morel  en  voz  alta  y  amenazadora  á  la  vieja 
que  no  queria  separarse  de  la  mesa  y  se  empeñaba  en 
cojeruna  piedra. — Madre,  el  agua  está  helada ! — ex- 
clamó Félix.  —  Pues  rompe  el  hielo  —  dijo  Magda- 
lena. —  Está  muy  duro...  y  no  puedo...  —  Morel, 
rompe  aquel  hielo  —  dijo  Magdalena  con  voz  dolo- 
rida é  impaciente  —  ya  que  no  tengo  otra  cosa  que 
beber  mas  que  agua...  dadme  una  poca  á  lo  menos... 
me  dejais  morir  de  sed... —  ¡Ohl  ¡Dios  me  dé  pa- 
ciencia I  Pero  ¿  como  quieren  que  deje  sola  á  tu 
madre  ?  —  gritó  el  infeliz  lapidario. 

No  podia  librarse  de  la  vieja  idiota,  que  empezcba 
ya  a  irritarse  y  á  murmurar  entre  dientes ,  viendo 
la  resistencia  que  le  oponia  Morel. 

—  Llámala  tu  de  una  vez  —  dijo  Morel  á  su 
mujer,  —  porque  á  veces  te  escucha  mejor  que  á 
raí...  —  Vamos,  madre,  volveos  a  la  cama  si  no 
hacéis  tonterías  os  he  de  dar  café,  que  os  gusta 
tanto.  —  Mira...  mira....  —  repuso  la  idiota  ,  ha- 
ciendo al  mismo  tiempo  ademan  de  apoderarse  con 
violencia  del  rubí. 

Morel  procuró  apartarla  con  suavidad  ,  pero  fué 
en  vano. 

—  ¡  Dios  mió  1  si  ya  sabes  que  no  harás  nada  con 
ella  hasta  que  la  amenaces  con  el  látigo...  —  gritó 
Magdalena;  —  solo  de  ese  modo  la  obligaras  á  es- 
tarse quieta.  —  Ya  lo  veo...  pero  aunque  esté  sin 
razón...  eso  de  amenazar  con  el  látigo  á  una  pobre 
vieja...  vamos  no  me  gusta  —  dijo  Morel :  y  diri- 
giéndose luego  á  la  vieja  que  queria  morderlo,  y  á 
la  cual  tenia  sujeta  con  una  mano,  gritó  con  el  tono 
mas  terrible  que  pudo  formular :  —  j  Cuidado  con 
el  látigo...  si  no  os  vais  á  la  cama  sobre  la  marcha! 

Esta  amenaza  no  produjo  tampoco  ningún  efecto. 
Cogió  entonces  el  látigo  de  la  mesa,  dio  con  vio- 


3IISER1A.  231 

lencia  algunos  chasquidos  para  intimidar  á  su  sue- 
gra ,  y  dijo : 

—  /  Vamos,  á  la  cama  pronto  ,  á  la  cama  ! 

Al  oir  la  vieja  el  ruido  del  látigo,  se  alejó  pre- 
cipitadamente de  la  mesa ,  pero  luego  se  detuvo, 
refunfuñó  entre  dientes  y  dirigió  á  su  yerno  una 
mirada  salvaje. 

—  ¡  A  la  cama  /...  ¡  á  la  cama  I...  —  repitió  Morel 
adelantándose  y  haciendo  sonar  de  nuevo  el  látigo. 

La  vieja  fué  acercándose  al  lecho  poco  á  poco, 
amenazando  á  Morel  con  el  puño  cerrado. 

Este,  á  fin  de  poner  término  á  una  escena  tan 
cruel  para  dar  de  beber  á  su  mujer  ,  se  acercó  mas 
á  la  vieja ,  hizo  resonar  el  látigo  por  última  vez, 
pero  sin  tocar  á  su  suegra  ,  y  repitió  con  voz  ame- 
nazadora : 

—  ¡  A  la  cama  !...  ¡  pronto  á  la  camal 

La  vieja  llena  de  miedo  empezó  á  dar  unos  ahu- 
llidos  espantosos ,  metióse  en  la  cama  y  se  enroscó 
como  un  perro  en  su  cubil.  Los  niños  se  asustaron, 
y  creyendo  que  su  padre  habia  pegado  á  la  idiota, 
empezaron  á  llorar  y  le  dijeron : 

—  ¡No  pegues  á  abuelila  !...  ¡  no  la  pegues  I 
Seria  imposible  pintar  esta  escena   nocturna   y 

siniestra,  ni  los  gritos  de  los  niños,  los  ahullidos 
furiosos  de  la  vieja  y  los  gemidos  dolorosos  de  ia 
mujer  del  lapidario. 

Morel  habia  presenciado  varias  escenas  tan  tristes 
como  la  que  acabábamos  de  describir;  pero  sin  em- 
bargo no  pudo  menos  de  exclamar  en  un  acceso  de 
desesperación,  arrojando  el  látigo  sobre  la  mesa. 

—  ¡Oh  I  ¡  qué  vida  1  ¡  qué  vida  ,  Dios  mió  I  — 
¿Y  tengo  yo  la  culpa  de  que  mi  madre  esté  sin 
juicio?  —  dijo  Magdalena  llorando.  -—  ¿  Y  la  tengo 
yo  ?  —  dijo  Morel.  —  ¿  Qué  mas  pido  yo  que  ma- 
tarme trabajando  día  y  noche  para  todos  vosotros  ? 


262  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Y  no  dejo  de  dia  ni  de  noche  mi  trabajo...  y  no  me 
quejo...  porque  mientras  no  me  falte  la  fuerza  iré 
saliendo  del  dia  ;  pero  no  puedo  atender  á  mi  oficio 
y  cuidar  al  mismo  tiempo  de  una  loca,  de  una  en- 
ferma y  de  los  niños...  ¡  No  ,  esta  no  es  justicia  '. 
¡  en  el  cielo  no  hay  justicia  !...  ,  esta  es  demasiada 
miseria  para  un  hombre  !  —  dijo  el  lapidario  con  un 
acento  que  llegaba  al  corazón. 

Y  se  dejó  caer  en  un  asiento  y  cubrió  la  cabeza 
con  ambas  manos. 

—  ¿  Pero  que  quieres  que  haga  ?  ¿  no  sabes  que 
no  han  querido  admitir  en  el  hospicio  á  mi  madre 
porque  no  estaba  bastante  loca  ?..  —  dijo  Magdalena 
con  una  voz  dolorida  y  quejumbrosa.  —  ¿De  qué 
servirá  atormentarte  por  lo  que  no  puedes  remediar? 
—  üe  nada  —  respondió  el  artesano  :  y  enjugó  una 
lágrima  que  había  humedecido  sus  ojos  — de  nada., 
•tienes  razón.  Pero  cuando  os  veo  así...  no  puedo 
menos  de...  —  ¡  Á\  ,  Dios  mió  I  ¡  que  sed  tengo  /... 
estoy  temblando  ,  y  la  calentura  me  abrasa...  —  dijo 
Magdalena.  —  Aguarda  un  momento  que  voy  á 
darte  de  beber. 

Morel  se  acercó  al  cántaro,  rompió  con  dificultad 
el  hielo  que  cubria  el  agua  llenó  una  taza  del  lí- 
quido glacial  y  la  llevó  á  su  mujer  que  lo  aguarda- 
ba con  los  brazos  tendidos  hacia  delante. 

Pero  después  de  reflexionar  un  momento  la  dijo : 
—  No,  tan  fría  te  baria  mucho  daño...  porque  en 
un  acceso  de  calentura....  no  que  te  hará  daño.  — 
¿Que  me  hará  daño?  tanto  mejor...  dámela  ,  dame 
pronto  la  taza...  . —  repuso  Magdalena  con  amargu- 
ra :  — saldremos  de  penas  mas  pronto  ...  con  eso 
quedarás  libre  de  mí...  y  solo  tendrás  que  cuidar  de 
la  loca  y  de  los  niños.  —  ¿Porque  me  hablas  de  ese 
modo,  Magdalena  ?  no  te  lo  merezco...  — dijo  con 
tristeza  Morel.  —  No-*  «^  des  mas  pesadumbre  ,  por- 


MISERIA.  253 

que  aunque,  tengo  aun  ra^on  y  fuerzas  para  traba- 
jar... mi  cabeza  no  está  muy  arreglada ,  y  el  día 
menos  pensado  puedo  desvariar...  ¿  y  entonces  qué 
seria  de  todos  vosotros?  Por  vosotros  hablo  yo... 
que  si  por  mi  solo  fuera  ,  mañana  se  acabarían  mis 
penas...  Gracias  á  Dios  ,  el  rio  es  de  todo  el  mundo. 
—  ¡  Pobre  Morel  I  —  dijo  Magdalena  enternecida- 
no  tuve  razón,  no,  cuando  te  dije  enfadada  que  desea- 
rías librarte  de  mí.  No  lo  tomes  á  mal ,  que  no  llevé 
mala  intención...  porque  al  fin  yo  soy  inútil  para  tí  y 
para  mis  hijos...  Hace  diez  y  seis  meses  que  estoy  en 
cama...  ¡  Oh  Dios  mió  I  \  qué  sed  abrasadora  ten- 
go!... i  dame  agua  por  Dios  !  ¡  dame  de  beber  1  — 
Luego ,  aguarda  un  momento,  que  estoy  calentando 
la  taza  entre  las  manos.  —  ¡  Dios  te  lo  pague  ,  Mo- 
rel 1  ¡y  aun  me  atrevo  á  enfadarme  contigo  I...  — 
Pob recilla...  padeces  mucho  y  todos  los  enfermos 
tienen  mal  genio...  dime  lo  que  quieras ,  pero  no 
vuelvas  á  decirme  que  quiero  librarme  de  tí...  — 
¿  Pero  de  qué  te  sirvo  yo  ?  —  ¿  Y  de  qué  nos  sirven 
nuestros  hijos?  — Sirven  para  darte  mas  trabajo. — 
Es  verdad...  pero  también  si  no  fuera  por  vosotros, 
no  tendría  como  tengo  ánimo  para  trabajar  veinte 
horas  algunos  días,  de  modo  que  me  he  estropeado 
y  me  volví  contrahecho  y  disforme.  ¿Crees  por  ven- 
tura que  siendo  solo  haría  el  trabajo  que  hago?  ¡Oh, 
no !  luego  pondría  término  á  esta  vida.  —  Lo  mismo 
que  yo  —  repuso  Magdalena  :  —  á  no  ser  por  los 
hijos  ,  hace  ya  mucho  tiempo  que  te  hubiera  dicho  : 
Morel ,  ya  padeciste  bastante  ,  y  yo  también  :  en 
dos  minutos  podremos  libramos  de  esta  miseria.... 
Pero  estos  hijos  !  j  estos  hijos  1  —  Entonces  confiesa 
que  sirven  para  alguna  cosa  —  dijo  Morel  con  ad- 
mirable ingenuidad.  —  Toma,  bebe,  pero  vé  poco 
á  poco,  porque  está  muy  fría  aun...  —  ¡Oh!  ¡  Dios  te 
lo  pague,  Morel!  — dijo  Magdalena  llevando  con 

T.  II.  17 


Soi  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

ansia  la  taza  á  la  boca.  —  Basta...  basta.  — Está 
demasiado  fria...  ahora  tiemblo  mucho  mas...  — dijo 
Magdalena  volviendo  la  taza  á  su  marido.  —  ¡  Dios 
mió  !  ya  te  lo  decia  yo...  ¿qué  tienes?  — Ya  no 
puedo  temblar...  me  parece  que  estoy  metida  entre 
hielo... 

Morel  se  quitó  la  chaqueta  ,  envolvió  con  ella  los 
pies  de  su  mujer  y  se  quedó  desnudo  de  la  cintura 
arriba ,  porque  el  infeliz  no  tenia  camisa. 

—  ¡  Mira  que  te  vas  á  helar  ,  Morel !  —  Luego, 
luego;  si  tengo  demasiado  frióme  pondré  un  momento 
la  chaqueta.  —  i  Pobre  Morel !... ;  ah  !  tienes  razón 
el  cielo  no  es  justo  con  nosotros...  ¿qué  habremos 
hecho  para  ser  tan  desgraciados...  mientras  que 
otros  ?... 

—  Todos  tienen  las  suyas...  desde  el  mas  rico 
hasta  el  mas  pobre.  —  Sí...  pero  las  penas  de  los 
ricos  no  les  llegan  al  estómago  ni  les  hacen  tem- 
blar de  fi'io...  Mira,  cada  vez  que  pienso  que  con 
el  valor  de  uno  de  esos  diamantes  que  tú  lapidas 
tendríamos  para  vivir  con  anchura  todos  nosotros, 
se  me  vuelve  el  juicio...  ¿Y  de  qué  les  sirven  esos 
diamantes?  —  Si  no  hubiera  mas  que  decir:  «¿Z>e 
(]ue  sirve  esto  á  los  demás?»  á  dónd«i  iríamos  á 
parar !...  Eso  viene  á  ser  ni  mas  ni  menos  como  si 
preguntáramos;  «Deque  sirve  á  ese  señor  á  quien 
madama  Pipelet  llama  el  Comandante ,  haber  al- 
quilado y  amueblado  el  primer  piso  de  esta 
casa,  á  la  cual  no  viene  jamás?...  ¿De  qué  le 
sirve  tener  buenos  colchones  y  buenos  cobertores, 
^  vive  y  duerme  en.  otra  parte?  — Es  verdad... 
solo  con  lo  que  tiene  abajo  habría  para  contentar 
á  muchas  familias  como  la  nuestra...  Y  además 
madama  Pipelet  hace  fuego  en  las  piezas  todos 
los  dias  para  que  los  muebles  no  se  tomen  de 
humedad.   /Tanto   calor  perdido...   mientras  que 


EL  MANDATO  DE  PAGO.  2oo 

nosotros  y  nuestros  hijos  morimos  de  frioí...  Ya 
sé  que  me  dirás  que  nosotros  no  somos  muebles 
para  que  nos  cuiden  así...  Pero  va  va,  esos  ricos 
que  corazón  tan  duro  tienen !  —  Ni  mas  blando 
ni  mas  duro  que  el  de  los  demás,  Magdalena... 
pero  no  saben  lo  que  es  la  miseria...  iNaccn  fe- 
lices, viven  y  mueren  dichosos;  ¿y  cómo  quieres 
que  se  acuerden  de  nosotros?  Y  además,  no  sa- 
ben lo  que  pasa,  vuelvo  á  decir,  y  por  lo  mismo 
no  pueden  tener  una  idea  de  las  privaciones  de  los 
demás.  Si  les  da  el  hambre,  cosncn  con  mas  ape- 
tito; si  hace  frió  ó  si  hiela,  dicen  que  cae  una 
hermosa  he'ada-,  si  salen  á  pié,  vuelven  luego  á 
su  casa,  y  el  frió  hace  que  se  calienten  al  fuego 
con  mas  gusto ;  por  consiguiente  ya  ves  que  no 
pueden  compadecerse  mucho  de  nosotros,  porque 
para  ellos  el  hambre  y  el  frió  se  convierten  en 
causas  de  placer...  No  lo  saben,  Magdalena,  no 
saben  lo  que  pasa...  Acaso  en  su  lugar  haríamos 
nosotros  lo  mismo.  —  Entonces  los  pobres  son  me- 
jores que  ellos ,  porque  se  dan  la  mano  unos  á 
otros...  Esa  señorita  Alegría,  ( ¡Dios  la  cubra  de 
gloria!  )  que  nos  ha  velado  tantas  veces  en  nues- 
tras enfermedades,  á  mí  y  á  los  niños,  llevó  ayer 
á  cenar  con  ella  á  Geromo  y  á  Pedro,  ¡Pobrecilla!  su 
cena  no  es  muy  grande,  porque  se  reduce  á  una 
taza  de  leche  con  pan.  A  su  edad  las  ganas 
siempre  están  abiertas,  y  no  dudo  que  se  ha- 
brá privado  de  comer  por  causa   de  los   niños... 

—  ¡Pobre  muchacha!  ¡ah!  ¡qué  corazón  tan  no- 
ble! ¿Y  porqué?  porque  sabe  lo  que  es  necesi- 
<lad...  Por  eso  le  digo,  Alagdalena  ,  que  si  los 
ricos  supieran  lo  que   pasa  I...  ¡si  lo  supieran!... 

—  ¿Y  aquella  señorita  que  vino  antes  de  ayer  á 
[)reguntarnos  tan  asustada  si  teníamos  menester  de 
.alguna  cosa?  pues  ahora  ya  lo  ¿abe;  ya  sabe  lo 


256  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

que  es  la  miseria...  y  sin  embargo  no  volvió  á 
aparecer  por  aquí.  —  Aun  puede  ser  que  vuelva; 
porque  á  pesar  de  su  airo  asustado,  tenia  una. 
cara  muy  humana  y  muy  buena.  —  ¡Oh  para  tí 
todos  los  ricos  tienen  razón...  Cualquiera  diría 
que  no  son  hechos  de  carne  y  hueso  como 
nosotros.  —  No  es  eso  lo  que  quiero  decir — re- 
puso benignamente  Morel :  —  lo  que  digo  es  que 
tienen  sus  defectos  ,  como  nosotros  los  nuestros... 
Poro  quiere  la  desgracia  que  no  sepan  lo  que  nos 
pasa...  Y  quiere  también  la  mala  suerte  que  así  como 
hay,  por  ejemplo,  muchos  agentes  para  descu- 
brir los  malhechores,  no  haya  también  agentes 
para  descubrir  los  obreros  cargados  de  familia 
que  se  encuentran  en  la  última  miseria...  y  que 
por  falta  de  algún  socorro  recibido  á  tiempo, 
caen  á  veces  en  tentación  ..  Bueno  es  que  secasti- 
Sfue  el  mal,  pero  mejor  seria  acaso  precaverlo... 
Un  hombre  se  mantiene  honrado ,  pongamos  por 
ejemplo,  hasta  los  cincuenta;  pero  la  extrema  mi- 
seria y  el  hambre  le  obligan  á  ser  malo...  y  ahí 
tenemos  un  malhechor  mas...  mientras  que  si  los 
ricos  hubieran  sabido  lo  que  pasaba...  ¿Pero  á 
qué  viene  pensaren  esto?  el  mundo  siempre  será 
el  mundo...  Como  soy  pobre  y  desamparado,  ha- 
blo de  este  modo...  si  fuese  rico  hablaría  de 
fiestas  y  de  placeres...  ¿Dime  ,  cómo  estás...  cómo 
te  encuentras  Magdalena?  —  Estoy  lo  mismo...  no 
siento  las  piernas...  pero  tú  estás  temblando  de 
frió,  ponte  la  chaqueta  y  apágala  vela  que  está 
ardiendo  en  valde ,  porque  ya  apunta  el  dia. 

En  efecto ,  la  claridad  triste  y  descolorida  que 
atravesaba  la  nieve  de  que  estaban  cubiertos  los 
vidrios  del  tragaluz,  empezaba  á  descubrir  el  in- 
terior del  desván ,  dando  un  aspecto  mas  horri- 
ble á  los  objetos  que  contenia.  Las   sombras  de 


MISERIA.  257 

la  noche  cubrían  á  lo  menos  una  parte  de  aquella 
miseria. 

—  Esperaré  que  aclare  bien  el  dia  para  po- 
nerme al  trabajo  —  dijo  el  lapidario  sentándose 
en  el  borde  del  jergón  de  su  mujer,  y  apoyando  la 
frente  en  ambas  manos. 

Después  de  algunos  momentos  de  silencio,  le 
dijo  Magdalena: 

—  ¿Cuándo  vendrá  madama  Mathieu  á  buscar 
las  piedras  que  estás  lapidando?  —  Esta  mañana... 
solo  me  falla  por  pulir  una  faceta  de  un  diamante 
falso.  —  ¡Un  diamante  falso  !...  ¿cómo,  siendo  así 
que  no  trabajas  mas  que  piedras  finas ,  á  pesar  de 
lo  que  creen  los  vecinos  de  la  casa?  —  ¿Pues  no 
lo  sabe>?  ¡Ah!  sí,  ahora  me  acuerdo  que  estabas 
dormida  cuando  vino  madama  Mathieu...  Me  trajo 
diez  diamantes  falsos,  que  son  piedras  del  Rhin, 
para  que  los  lapidase  dejándolos  del  mismo  ta- 
maño y  de  la  misma  forma  que  las  otras  diez 
piedras  finas,  que  también  me  ha  traído  y  que 
están  allí  mezcladas  con  los  rubíes...  N^iinca  he 
visto  diamantes  de  mejores  aguas  :  esas  diez  pie- 
dras valen  por  lo  menos  sesenta  mil  francos.  — 
¿Y  para  que  quiere  que  las  imites  en  falso?  — 
Una  señora  á  quien  pertenecen  ,  y  que  según  pa- 
rece es  una  duquesa,  ha  encargado  al  señor  Ban- 
dín el  joyero  que  le  vendiese  su  aderezo,  y  que 
en  su  lugar  la  hiciese  otro  de  piedras  falsas.  Ma- 
dama Mathieu,  que  es  la  corredora  de  piedras 
del  señor  Bandín ,  me  lo  ha  dicho  cuando  me  trajo 
los  diamantes  finos  para  que  ímitctse  por  ellcs  las 
otras  piedras  falsas.  Madama  Bandín  ha  encargado 
el  mismo  trabajo  á  otros  cuatros  lapidarios,  por- 
que parece  que  hay  que  pulir  cuarenta  ó  cincuenta 
piedras.  Como  debían  estar  pronos  esta  mañana, 
á  fin  de  que  el  señor  Bandín  tuviese  tiempo  para 


^58  LOS  MISTERIOS  DE   PARÍS. 

clavar  las  falsas ,  no  me  fué  posible  encargarme 
de  todo  el  trabajo.  Madama  Mathieu  me  dijo  que 
muchas  señoras  reemplazan  de  este  modo  sus  dia- 
mantes; con  piedras  del  Rhin. 

—  Ya  ves  como  las  piedras  falsas  hacen  el  mis- 
mo servicio  que  las  finas,  y  las  grandes  señoras, 
que  solo  gastan  esto  por  mero  adorno,  nó  tendrian 
jamas  la  idea  de  sacrificar  un  diamante  para  so- 
correr á  unos  desgraciados  como  nosotros.  —  Los 
pesares  te  hacen  injusta,  Magdalena,  y  poco  razo- 
nable... ¿  Y  quién  sabe  de  nosotros  ?  ¿  quién  sabe  si 
somos  ó  no  desgraciados  ?  —  i  Válgame  Dios !  i  que 
hombre  tan  raro !  Mira ,  Morel,  yo  creo  que  si 
te  enterrasen  vivo,  darias  las  gracias  al  enter- 
rador. 

Morel  hizo  un  gesto  compasivo. 

—  Cuanto  te  deberá  la  señora  Mathieu  ?  —  pre- 
gunté Magdalena.  —  Nada  porque  la  debo  aun  cien- 
to veinte  francos...  ¿  Nada  ?  ¡  Dios  mió  !  ¿  qué  ha 
de  ser  de  esas  criaturas  ?...  antes  de  ayer  se  gastó 
el  ultimo  cuarto.  —  Es  verdad  dijo  Morel  abatido. 

—  ¿Y  qué  se  ha  de  hacer? — No  lo  sé... — El  pa- 
nadero no  quiere  fiarnos  mas  pan...  — No...  ya  tu- 
ve que  pedir  ayer  medio  pan  prestado  á  madama 
Pipelet.  —  ¿Y  la  señoraQuiromántica  no  nos  pres- 
tada alguna  cosa? — /Prestarnos  la  tia  Quiromán- 
tica !  ¿  y  sobre  qué  nos  prestaria  ahora  una  vez  que 
tiene  ya  en  su  poder  todos  nuestros  efectos  ?...  ¿nos 
daría  acaso  dinero  sobre  los  hijos? — repuso  Morel 
con  una  sonrisa  amarga.  — Pero  mi  madre ,  los  ni- 
ños y  tú  no  habéis  comido  ayer  mas  que  una  libra 
de  pan  entre  todos...  y  no  habéis  de  morir  de  ham- 
bre... La  culpa  la  tienes  tú  por  no  haber  querido 
inscribirte  este  año  en  la  junta  de  caridad.  — Solo 
se  inscribe  á  los  pobres  que  tienen  muebles  pro- 
pios... y  nosotros  no  los  tenemos.  Lo  mismo  sucede 


MlSERlá.  259 

con  ias  cajas  de  socorro  :  los  niños  para  entrar  en 
ellas,  es  preciso  que  tengan  una  blusa  por  lomé- 
nos  ,  y  los  nuestros  no  tienen  mas  que  andrajos.  Y 
ademas,  para  que  rae  alistasen  en  la  junta  de  caridad 
seria  necesario  ir  y  volver  acaso  veinte  veces  al  des- 
pacho, porque  no  tenemos  protección...  y  en  ir  y 
venir  perdería  mas  tiempo  de  lo  que  ganarla...  ¿Y 
al  fin  qué  nos  darian  ?  un  pan  cada  mes ,  y  media 
libra  de  carne  cada  semana  (a).  —  ¿Y  entonces  qué 
hemos  de  hacer?  — Acaso  no  se  olvidará  de  noso- 
tros aquella  señora  que  ha  venido  ayer... —  Sí... 
échate  á  dormir...  Pero  la  señora  Mathieu  no  deja- 
rá de  prestarte  siquiera  cinco  francos...  hace  diez 
años  que  trabajas  para  ella,  y  no  dejará  de  sacar  de 
un  apuro  tan  grande  á  un  artesano  honrado  y  car- 
gado de  familia.  —  No  creo  que  pueda  prestarme 
nada,  porque  ya  hizo  cuanto  estuvo  en  su  mano 
para  prestarme  poco  á  poco  los  ciento  veinte  fran- 
cos, que  para  ella  es  una  cantidad  muy  grande. 
Aunque  es  corredora  de  diamantes  y  tiene  á  veces 
en  su  poder  cuarenta  y  cincuenta  mil  francos,  no 
es  por  eso  mas  rica,  ni  gana  mas  que  unos  cien 
francos  cada  mes...  y  á  esto  se  agrega  el  que  no  es 
sola,  pues  tiene  á  su  cargo  la  educación  de  dos  so- 
brinas. Cien  francos  para  ella ,  Magdalena  ,  son  lo 
mismo  que  cinco  francos  para  nosotros...  y  ya  sabes 
que  algunas  veces  no  los  hay  á  mano.  Como  estoy  ya 
tan  empeñado  con  ella  ,  no  es  justo  que  se  quite  el 

Í>an  de  la  boca  á  sí  misma  y  á  los  suyos.  —  Ahí  está 
o  que  trae  consigo  no  trabajar  para  joyeros  adine- 
rados, que  á  veces  tienen  menos  reparo  en  dar  y 
prestar...  Pero  contigo  todo  el  mundo  hace  el  caldo 
gordo...  tú  tienes  la  culpa.  —  ¡  Yo  la  culpa  !  —  ex- 

(a)  Tal  es  en  general  el  socoiio  que  dan  las  juntas  de  be- 
neficeneia,  á  causa  del  gran  número  de  pobres  inscritos. 


260  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

clamó  el  lapidario,  exasperado  por  esta  reconven- 
ción absurda  —  ¿y  no  es  tu  madre  la  causa  de  toda 
nuestra  miseria  ?  Si  no  hubiera  habido  que  pagar 
el  diamante  que  perdió,  estaríamos  mas  adelanta- 
dos, no  nos  faltaría  mi  jornal  diario,  y  tendríamos 
los  mil  y  cien  francos  que  hemos  sacado  de  la  caja 
de  ahorros  para  juntarlos  con  los  mil  trescientos 
francos  que  nos  prestó  M.  Jaime  Ferrand,  á  quien 
Dios  confunda  por  siempre  jamas...  — Y  á  ese  nunca 
quieres  pedirle  nada  por  mas  que  te  digo...  Es  ver- 
dad que  es  muy  avaro,  y  que  acaso  seria  lo  mis- 
mo que  majar  en  hierro  frió...  pero  al  fin  nunca... 
está  por  demás  el  probar  fortuna.  —  ¡A  él  I...  ¡pe- 
dirle yo  á  él  I  —  gritó  Morel — antes  me  dejaría 
freir  en  aceite...  Mira,  Magdalena,  no  me  hables 
de  ese  hombre...  porque  me  volverías  loco... 

Al  decir  estas  palabras,  la  fisonomía  de  Morel, 
de  ordinario  benigna  y  resignada ,  tomó  una  ex- 
presión de  extraordinaria,  energía ;  cubrió  su  rostro 
pálido  una  lijera  sufusion ,  levantóse  de  repente 
del  lecho  en  que  estaba  sentado ,  y  empezó  á  pa- 
searse con  agitación.  A  pesar  de  la  apariencia  débil 
y  disforme  de  este  hombre,  en  sus  facciones  y  ade- 
man se  descubría  una  indignación  generosa." —  Yo 
no  soy  malo,  no  —  dijo  en  alta  voz ;  —  en  mi  vida 
he  hecho  mal  á  nadie...  pero  á  ese  notario.,  ¡oh! 
¡á  ese  le  deseo  toáo  el  mal  que  me  ha  causado  I  — 
Y  llevando  luego  las  dos  manos  cruzadas  á  la  fren- 
te, dijo  con  voz  alterada:  —  ¡Diosmio'  ¡y  una 
desgracia,  que  no  he  merecido ,  me  entrega  "atado 
de  pies  y  manos  á  un  hipócrita  infame!  ¿  Porqué  se 
permitirá  que  un  hombre  de  esa  clase  use  de  su  ri- 
queza para  perder,  corromper  y  aniquilar  á  todos 
los  que  quiere  aniquilar,  perder  y  corromper?  — 
Suelta,  suelta  la  lengua  contra  él — dijo  Magdale- 
na,—  que  quedarás  muy  adelantado  si  te  mete  en 


MlfiERIA.  26Í 

la  cárcel...  como  puede  hacerlo  el  día  menos  pensa- 
do con  la  obligación  que  le  firmaste  de  rail  tres- 
cientos francos ,  y  por  la  cual  obtuvo  ya  sentencia 
contra  tí...  Lo  que  debes  considerar  es  que  estás 
bajo  §u  poder.  Yo  también  aborrezco  á  ese  notario, 
tanto  ó  mas  que  tú;  pero  una  vez  que  dependemos 
de  M  ,  debemos...  —  /Dejar  que  se  pierda  nuestra 
hija!  ¿no  es  verdad? — gritó  el  lapidario  con  una 
voz  de  trueno.  — ¡Dios  mió!  calla  Morel;  mira  que 
los  niños  están  dispiertos  y  oyen  cuanto  decimos... 
—  ¡Tanto  mQJorl — repuso  Morel  con  espantosa 
ironía  ;  —  esas  dos  inocentes  escarmentarán  en  ca- 
beza de  su  hermana...  porque  el  dia  menos  pensado 
también  se  le  pueden  antojar  al  notario...  ¿  No  es- 
tás siempre  diciendo  que  nos  tiene  bajo  su  poder? 
Vamos ,  vuelve  á  repetir  ahora  que  puede  meterme 
en  la  cárcel...  habla  francamente...  es  preciso  que 
le  abandonemos  nuestra  hija  ,  ¿  no  es  verdad? 

El  desgraciado  terminó  su  imprecación  prorrum- 
piendo en  sollozos,  porque  la  benignidad  de  su  ge- 
nio no  le  permitía  sostener  por  mucho  tiempo  un 
tono  de  dolorosa  invectiva. 

—  ¡Hijos  de  mi  almal  —  exclamó  derramando 
un  amargo  llanto  — ¡pobres  hijos  miosl...  ¡mi  Lui- 
sa 1...;  mi  honrada,  mi  hermosa  Luisa!...  Sí,  de- 
masiado hermosa...  y  de  ahí  viene  nuestra  desgra- 
cia... Si  no  fuese  tan  hermosa  ,  ese  hombre  no  me 
hubiera  prestado  el  dinero...  Soy  honrado  y  labo- 
rioso ,  y  el  joyero  esperarla  á  que  pudiese  pagarle 
en  obra  ó  de  otro  modo ,  sin  deber  obligación  nin- 
guna á  ese  viejo  monstruo,  que  entonces  no  abusa- 
rla del  servicio  que  nos  ha  hecho  tratando  de  des- 
honrar á  mi  hija...  ni  un  solo  dia  la  hubiera  dejado 
en  su  poder...  Pero  no  hay  remedio...  no  hay  re- 
medio... me  ató  de  pic^s  y  manos... /Oh!  ¡cuántos 
ultrajes  nos  hace  devorar  la   miseria!  —  Pero  no 


262  LOS    MISTERIOS  DE  PAUIS. 

hay  remedio...  Ya  sabes  que  una  vez  dijo  á  Luisa: 
a  Si  te  vas  de  mi  casa  ,  haré  que  prendan  á  tu  pa- 
dre. » —  Sí,  ya  lo  sé  ;  y  la  tutea  como  si  fuese  una 
criatura  despreciable.  —  Si  no  fuese  mas  que  eso, 
poco  nos  importaría;  pero  si  sale  de  su  cásate  ha- 
rá prender,  y  entonces  ¿qué  será  de  mí,  de  mi  ma- 
dre y  de  tus  hijos  mientras  estés  en  la  cárcel  ?  Aun- 
que Luisa  ganase  veinte  francos  en  otra  casa 
¿podríamos  vivir  seis  personas  con  su  salario? — Sí, 
y  acaso  para  vivir  dejamos  que  Luisa  se  deshonre. 
— Siempre  piensas  lo  peor:  no  hay  duda  que  el 
notario  la  persigue ,  porque  ella  misma  nos  lo  dijo... 
pero  ya  sabes  que  la  chica  no  se  deja  llevar  del 
viento.  — I  Oh,  sí !  ya  sé  que  es  honrada,  que  es 
buena  y  laboriosa  !...  Cuando  nos  vio  tan  apurados 
por  causa  de  tu  enfermedad ,  me  dijo  que  queria 
ponerse  á  servir  para  que  yo  tuviese  una  boca  me- 
nos que  mantener,  y  no  sabes  cuanto  me  ha  costa- 
do dejarla  hacer  su  gusto...  \  A  servir  Luisa...  mal- 
tratada... humillada!...  Luisa,  que  era  tan  vanidosa 
de  genio  que  á  veces  por  reimos  la  llamábamos  la 
princeta,  ¿te  acuerdas?  y  siempre  nosdecia  que  á 
fuerza  de  limpiar  y  asear  nuestro  cuarto  lo  habia 
de  poner  como  un  palacio...  Hija  de  mi  alma  ;  toda 
mi  dicha ,  toda  mi  ambición  seria  tenerla  á  mi  lado; 
aun  que  tuviese  que  doblar  mi  trabajo  para  mante- 
nerla... Cuando  la  veia  con  su  cara  de  rosa  y  con  sus 
ojitos  negros  sentada  delante  de  mí,  allí  junto  á 
mi  banco  ,  ¡  qué  lijero  se  me  hacia  entonces  el  tra- 
bajo I  j  pobre  Luisa,  tan  laboriosa  y  siempre  tan 
alegre!...  hasta  con  tu  madre,  que  la  obedecía 
como  una  niña...  Pero  ¡  caramba  !  no  tiene  nada  de 
particular,  porque  al  mirar  para  ella  y  al  oiría 
hablar  como  una  abadesa,  con  tanto  aquel,  con 
tanto  juicio,  no  habia  remedio  sino  hacer  su  vo- 
luntad... ¡Y  cómo  cuidaba  de  tí!    ¡cómo  te  dis- 


MISERIA.  263 

traial  ;Y  cómo  quería  á  sus  hermanos  I...  Para  to- 
do tenia  tiempo...  ¡  Ah  !  desde  que  se  marchó...  se 
acabó  nuestra  dicha...  nuestra  alegría. — Vaya, 
Morel,  no  me  hables  de  eso...  que  me  partes  el  co- 
razón—  dijo  Magdalena  llorando  á  torrentes.  —  Y 
cuándo  pienso  que  acaso  aquel  monstruo  TÍejo... 
Vamos,  si  pienso  en  esto  se  me  revuelve  ei  juicio... 
y  me  dan  ganas  de  ir  á  matarlo,  y  de  matarme  á 
mí  mismo  en  seguida...  —  ¿Y  qué  seria  entonces  de 
todos  nosotros  ?  Pero  tü  ponderas  mucho  ;  tú  ves 
visiones.  Puede  ser  que  el  notario  no  haya  querido 
mas  que  chancearse  con  Luisa.  Ademas,  oye  misa 
todos  los  domingos ,  y  solo  se  acompaña  de  ecle- 
siásticos...  y  hay  personas  que  dicen  que  es  mas 
seguro  poner  el  dinero  en  su  casa  que  en  la  caja 
de  ahorros. — ¿Y  eso  qué  prueba?  que  es  rico  y  que 
es  hipócrita...  Yo  conozco  bien  á  Luisa...  ya  sé  que 
es  honrada...  que  nos  ama  mucho  y  que  le  parte 
el  corazón  nuestra  miseria.  Sabe  que  sin  mí  acaso 
moririais  de  hambre;  y  si  el  notario  la  ha  amena- 
zado con  ponerme  en  la  cárcel...  la  desventurada 
puede  ser  que...  ¡Oh,  Dios  mió  I...  ¡esta  idea  me 
vuelve  loco  I  —  Si  eso  que  sospechas  fuese  cierto, 
el  notario  la  hubiera  dado  dinero  y  regalos ,  y  á 
buen  seguro  que  Luisa  no  los  hubiera  guardado  pa- 
ra sí;  nos  los  hubiera  dado,  y... —  \  Calla!...  no  sé 
como  tienes  valor  para  decir  ciertas  cosas...  ¡Luisa 
tomar dinerol...  ¡Luisa I... — No  para  ella.,  sino  para 
nosotros...  —  ¡Calla,  te  digol...  ¡calla  la  bocal  que 
me  haces  temblar.  No  sé  que  seria  de  tí  y  de  mis 
hijos  con  tales  ideas,  si  yo  llegase  á  faltaros. — 
¿Pero  qué  he  dichoyo? — Nada.  —  ¿Y  entonces 
porque  temes?... 

El  lapidario  interrumpió  con  impaciencia  á  su 
mujer. 

—  Temo...  porque  de  algunos  meses  á  esta  parte 


26Í  LOS  MISTERIOS  DE  PAUIS. 

siempre  que  Luisa  viene  á  vernos  y  siempre  que  me 
abraza  se  le  pone  la  cara  como  una  grana.  —  Es 
el  gusto  de  verte.  —  O  la  vergüenza  ...  y  ademas 
cada  dia  está  mas  triste...  —  Porque  cada  día  nos 
ve  mas  miserables.  Cuando  la  hablo  del  notario, 
me  dice  que  ahora  ya  no  la  amenaza  con  ponerte 
en  la  cárcel. 

—  Sí  ¿pero  á  que  precio  no  la  amenaza  ya  ?  eso 
es  lo  que  no  nos  dice;  pero  lo  que  observo  pues  es 
que  se  pone  encendida  como  un  tomate  al  abrazar- 
me. Infame  seria  el  que  un  amo  dijese  á  nna  pobre 
muchacha  honrada ,  que  de  el  depende  para  vivir: 
«O  cedes,  ó  te  despido  de  mi  casa;  y  si  alguien 
viene  á  tomar  informes  de  tí ,  diré  que  eres  una 
bribona  para  que  no  encuentres  donde  colocarte... 
Pero  decidla  :  «  O  cedes,  ó  sino  haré  que  pongan 
á  tu  padre  en  la  cárcel... »  y  decirlo  cuando  se  sa- 
be que  toda  una  familia  vive  del  trabajo  de  ese 
mismo  padre  ,  ¡  oh  esto  es  mil  veces  mas  criminal, 
mas  horrible ! 

—  Y  al  pensar  que  con  uno  de  esos  diamantes 
que  tienes  ahí  sobre  la  mesa ,  podrías  pagar  al  no- 
tario, y  sacará  tu  hija  de  su  casa,  y  traerla  á  tu 
lado...  —  dijo  con  voz  pausada  Magdalena.  —  Aun- 
que me  repitas  mil  veces  eso  mismo  ¿de  que  ser- 
virá?... No  hay  duda  que  si  fuese  rico  no  seria  po- 
bre —  repuso  Morel  con  dolorosa  impaciencia. 

La  probidad  era  tan  natural  y  por  decirlo  así  tan 
orgánica  en  este  hombre ,  que  no  imaginaba  que 
su  mujer,  abatida  y  relajada  por  la  enfermedad, 
pudiese  concebir  ningún  mal  pensamiento,  ni  que 
quisiese  tentar  su  irreprensible  honradez. 

Morel  continuó  con  amargura. 

—  No  hay  remedio ,  es  preciso  resignarse,  i  Fe- 
lices aquellos  que  pueden  tener  sus  hijos  á  su  lado 
y  librarlos  de  toda  asechanza  y  de  todo  peligro!  ¿pe- 


MISEIIU.  205 

ro  quien  puede  defender  á  la  hija  de  un  pobre?  Na- 
die... Guando  llega  á  la  edad  de  ganar  el  pan,  sale 
por  la  mañana  para  el  obrador,  y  no  vuelve  hasta 
la  noche,  mientras  tanto  el  padre  trabaja  en  un  sitio 
y  la  madre  en  otro.  El  tiempo  es  nuestra  fortuna,  y 
el  pan  que  es  tan  malo  de  ganar  que  el  continuo 
trabajo  no  nos  deja  un  momento  libre  para  cuidar 
de  nuestros  hijos...  Y  luego  hablan  dé  la  mala  con- 
ducta délas  hijas  de  los  pobres. ..Como  si  sus  padres 
pudiesen  tenerlas  en  casa,  ó  como  si  les  fuera  po- 
sible cuidar  de  ellas  cuando  ganan  fuera  de  casa  la 
vida...  Las  privaciones  que  sufrimos  no  son  nada 
comparadas  con  el  dolor  de  separarnos  de  nuestra 
mujer  de  nuestros  hijos  y  de  nuestros  padres...  Pa- 
ra nadie  puede  ser  tan  consoladora  la  vida  de  fami- 
lia como  para  los  pobres  y  sin  embargo,  desde  que 
nuestros  hijos  tienen  uso  de  razón,  nos  vemos 
obligados  á  separarnos  de  ellos. 

Llamaron  en  esto  á  la  puerta  de  la  guardilla  con 
estrépito. 


^B>0<0^0<x 


CAPÍTILO  Xlll. 


EL  MANDATO  DE    PAGO. 


Levantóse  asombrado  el  lapidario,  y  abrió  la 
puerta. 

Dos  hombres  entraron  en  la  guardilla. 

Uno  de  ellos,  alto,  flaco,  de  cara  innoble  y 
granujienta,  escondida  entre  dos  grandes  patillas 
negras ,  llevaba  en  la  mano  un  grueso  bastón  em- 
plomado ,  y  un  sombrero  abollado  en  la  cabeza ,  y 
vestia  una  larga  levita  verde  salpicada  de  lodo  y 
abotonada  hasta  el  pescuezo.  El  cuello  de  la  levita, 
que  era  bajo,  dejaba  descubierto  un  pescuezo  lar- 
go encarnado  y  pelado  como  el  de  un  buitre  viejo... 
Este  hombre  se  llamaba  Malicornio. 

El  otro  era  mas  bajo  de  cara  también  ordinaria 
y  abotargada ,  gordo  y  rechoncho,  é  iba  vestido 
con  una  especie  de  suntuosidad  grotesca.  Dos  bolo- 
nes de  brillantes  unian  los  pliegues  de  su  camisa, 
cuya  limpieza  era  problemática ,  y  una  larga  cade- 
na de  oro  serpenteaba  sobre  su  chaleco  escoces, 
que  hacia  un  raro  contraste  con  su  paleto  de  felpa 
amarilla. 

Su  nombre  era  Bordón. 

—  Oh,  eso  hiede  á  pobres!  —  dijo  Malicornio 
deteniéndose  en  el  umbral. — ;No  huele  á  clavelinas! 
¡Rayo!  qué  parroquianos,  ¡  eh !  —  repuso  Bordón 
haciendo  un  jesto  de  asco  y  de  desprecio,  y  luego 


^S^vc     ^oíOcMi    ij  "llV.xfic^nuivv 


míseria.  ^^^ 

se  adelantó  hacia  el  artesano  que  lo  miraba  con 
sorpresa  é  indignación.  vv^ií. 

Én  la  puertl ,  que  había  quedado  entreabierta, 
vio  la  cara  del  Gojuelo  que  había  seguido  disimu- 
ladamente á  los  desconocidos  para  ver  lo  que  pa- 

^^  -1* ;  A  quien  buscáis?  —  dijo  con  aspereza  el  la- 
pidario exasperado  por  la  brutalidad  de  estos  dos 
hombres.  —  A  Gerónimo  Morel  —  repuso  Bordón. 
—  Yo  soy...  —  ¿  Sois  lapidario  ?  —  i  Yo  soy  /  — 
;  Estáis  seguro  ?  —  Vuelvo  á  deciros  que  soy  yo... 
No  hay  que  incomodarme...  ¿  Qué  queréis  ?...  ¡  es- 
plicáos ,  ó  marchaos  de  aquí  1     -  i  Vaya  una  ur- 
banidad/... muchas  gracias...  ¿  Que  te  parece  Mali- 
cornio?  —  repuso  el  hombre  volviéndose  hacia  su 
camarada  -  esto  está  mas  barrido     que  la  casa  de 
vizconde  de  Saint-Remy.  -  Tso  hay  duda...  pero 
en  las  casas  de  esos  señores  se  encuen  la  uno  con 
cara  de  palo  ,  como  nos  sucedió  en  la  calle  de  Lüai- 
Uot.  El  pájaro  habia  volado  la  víspera  mas  que  de 
prisa...  pero  á  estos  marranos  siempre  se  les  en- 
cuentra en  su  pocilga.  -Ya  lo  creo ;  estos  no  desean 
mas  que  los  metan  en  la  trena  (a)  para   tener  que 
llevar  á  la  boca.  —  Buen  tonto  puede  ser  el  acree- 
dor, porque  el  negocio  le  coslaíá  mas  de   lo  que 
vale...  pero  con  su  pan  se  lo  coma.  —  í5i  no  estu- 
vierais borrachos  -  dijo  Morel  -  como  parece  que 
estáis,  puede  ser  que  me  incomodaseis...  i  Vamos, 
pronto,  fuera  de  mi  casa  /  -  ¡  Qué  tal !  parece  que 
tiene  humos  el  tio  ioro/.a- dijo  Bordón  aludiendo 
á  la  inclinación  del  cuerpo  del  lapidario.  -7  ¿  *^»"V 
te  parece  ,  Malicornio?  y  tiene  valor  para  llamar  a 
esto  su  casa....  á  fé  que  no  meterla  yo  mi  perro  en 
semejante  cubil.  -  I  Ay  Dios  mío  !  ¡  Dios  mío!  - 
-rito  Maí^dalena  llena  de  tal  espanto  que  hasta  en- 
tonces nS  h^^bia  podido  articular  una  sola  palabra 


268  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

—  llama ,  pide  socorro ,  Morel...  mira  que  pueden 
ser  ladrones...,  Cuidado  con  los  diamantes... 

En  efecto,  al  ver  Morel  que  aquellos  dos  hombres 
de  tan  mala  caladura  que  se  acercaban  mas  y  mas 
á  la  mesa  en  que  estaban  los  diamantes,  temió  que 
tuviesen  alguna  intención  siniestra.,  corrió  hacia  la 
mesa  y  cubrió  con  ambas  manos  las  piedras  pre- 
ciosas. 

El  Cojuelo,  que  no  se  habia  separado  un  momen- 
to de  la  puerta  ,  archivó  las  palabras  de  Magdale- 
na ,  observó  el  movimiento  del  artesano ,  y  dijo 
para  sí: 

—  ¡  Qué  tal  I  y  decían  que  era  lapidario  de  falso, 
y  si  las  piedras  fuesen  falsas  no  tendría  tanto  miedo 
de  que  se  las  robasen...  Vamos  metiendo  en  el  saco  : 
luego  la  tia  Mathieu,  que  viene  aqui  muchas  veces 
es  también  corredora  de  piedras  finas;  luego  son 
diamantes  los  que  trae  en  el  canastillo...  Vamos 
guardando  en  el  saco  para  decirselo  á  la  Lechuza 

—  añadió  el  hijo  de  Brazo  Rojo. 

—  Si  no  salís  de  mi  casa  ,  llamaré  la  guardia  — 
dijo  Morel. 

Los  niños ,  asombrados  al  ver  esta  triste  escena, 
empezaron  á  llorar ,  y  la  vieja  idiota  se  incorporó 
en  el  lecho. 

—  Si  alguien  tiene  derecho  de  llamar  la  guardia 
somos  nosotros...  ¿  entendéis  ahora  ,  viejo  derren- 
gado? —  dijo  Bordón.  —  Porque  la  guardia  nos 
auxiliará  para  llevaros  á  la  cárcel ,  si  os  hacéis  de 
pencas  —  añadió  Malicornio.  —  es  verdad  que  no 
viene  con  nosotros  ningún  juez  de  paz ;  pero  si 
queréis  ver  uno ,  se  os  traerá  al  instante ,  acabado 
de  salir  de  la  cama  y  calentito  como  un  pastel... 
Bordón  irá  á  buscarlo...  —  ¡A  la  cárcel  yo !  —  ex- 
clamó Morel  lleno  de  estupor.  —  Sí ,  á  Clichy...  — 
j  A  Clichy  /  — repitió  el  artesano   asombrado.  — 


tL  MANDATO  DE  PAGO.  269 

¡Que  malas  entendederas  tiene  este  I — dijoMalicor- 
nio.  —  A  la  cárcel  de  deudores...  para  que  lo  en- 
tendáis de  una  vez —  añadió  Bordón.  —  Pero  en- 
tonces sois...  ¡corno I...  ¿seria  posible?...  Luego  el 
notario...  {Dios  me  valga  I... 

Y  pálido  como  un  difunto  el  lapidario  se  dejó 
caer  en  el  taburete  sin  poder  articular  otra  pa- 
labra. 

—  Somos  alguaciles  del  comercio  para  poneros 
en  buen  recaudo,  si  podemos...  ¿Y  ahora  lo  enten- 
déis mejor,  tio  mendrugo  ?  —  Morel...  la  obligación 
del  amo  de  Luisa...  ¡estamos  perdidos  I  —  exclamó 
Magdalena  con  voz  trémula  y  desfallecida.  —  Ahí 
tenéis  la  ejecutoria  —  dijo  Malicornio  sacando  de 
una  cartera  sucia  y  grasicnta  un  papel  con  sello. 

Después  de  haber  reflexionado  como  de  costumbre 
una  parle  de  la  sentencia  con  voz  inintiligible,  arti- 
culó claramente  las  últimas  palabras  que  por  des- 
gracia eran  demasiado  significativas  por  Morel : 

Juzgando  en  ultima  instancia  el  tribunal  condena 
al  Señor  Gerónimo  Morel  á  pagar  al  señor  Pedro  Pe- 
tit-Jean  ,  (a),  negociante  por  todas  las  vias  de  de- 
recho y  aun  corporalmente ,  la  suma  de  un  mil  y 
trescientos  francos  ,  con  mas  el  interés  desde  la  fecha 
del  protesto ,  condenándolo  igualmente  en  los  gastos 
y  costas. 

Dado  y  juzgado  en  París  ^  á  15  de  setiembre,  etc. 

—  ¿Y  entonces  Luisa?  ¿y  Luisa?  —  exclamó  Mo- 
rel casi  fuera  de  sí,  y  al  parecer  sin  hnber  oido  es- 
te galimatías:  — en  donde  está  Luisa?  Luego  ha 
salido  de  casa  del  notario,  si  es  que  me  prenden... 
¡Oh,  Dios  mió  1  ¿qué  ha  sido  de  Luisa  ? 

(a)  El  hixhW  notario,  no  piuliendo  persof^uir  en  juicio  bajo 
8U  propio  nombre,  liabia  Iiecbo  fiiniav  al  d«'sfriac¡a»lo  Mortil 
lo  que  se  llama  una  aceptación  en  blanco,  y  babia  cubierto 
después  la  obligacioa  k  nombre  de  un  twceío. 

T.  u.  18 


270  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

—  ¿  Qué  Luisa  ni  que  niño  muerto?  —  dijo  Bor- 
dón.—  Déjalo  tonto— repuso  brutalmente  Mali- 
cornio ;  —  ¿  no  ves  que  está  locando  el  violón? 
Vamos  —  y  se  acercó  á  Morel  —  listo  á  la  voz;  á 
desfilar  por  la  izquierda...  ¡  marchen  !  y  á  ver  co- 
mo meneas  las  canillas,  para  salir  pronto  de  esta 
epidemia  y  respirar  aire  limpio.  —  Morel  no  sal- 
drá de  aquí,  i  Defiéndete,  Morel  !  — gritó  Magda- 
lena casi  sin  juicio.  —  Mátalos,  mata  á  esos  bribo- 
nes. ¡  Oh,  cobarde  I...  eres  capaz  de  dejarte  llevar.. 
y  de  abandonarnos.  .  —  Podéis  hacer  vuestro  gus- 
to, señora,  como  si  estuvierais  en  vuestraa  casa  — 
dijo  Bordón  con  aire  sardónico.  —  Pero  tened  en- 
tendido que  si  vuestro  marido,  ó  lo  que  es,  levanta 
la  mano  contra  mí,  lo  mando  á  almorzar  al  otro 
barrio — añadió  haciendo  remolino  con  el  bastón 
emplomado. 

Morel  solo  pensaba  en  Luisa,  y  no  veía  nada  de 
lo  que  pasaba  á  su  lado.  Una  expresión  de  amarga 
alegría  iluminó  su  rostro,  y  exclamó: 

—  ¡  Luisa  ha  salido  de  la  casa  del  notario  !... 
voy  con  gusto  á  la  cárcel.  —  Pero  echó  luego  una 
mirada  al  rededor  de  si ,  y  volvió  á  exclamar:  — 
¡  Y  mi  mujer  1...  j  y  su  madre  I...  ¡  y  mis  pobres 
íiijos  /...  ¿  quien  los  mantendrá  ?  Nadie  me  confia- 
rá las  piedras  en  la  cárcel,  porque  todos  cre- 
erán que  estoy  preso  por  mala  conducta...  ¿Luego 
el  notario  quiere  mi   muerte  y  la  de  mi  familia? 

—  Vamos ,  vamos ,  acabemos  de  una  vez  — 
dijo  Bordón — ya  me  voy  amostazando.  Vestios  pron- 
to y  á  la  calle.  —  ¡Oh,  perdonadme  señores,  per- 
donad lo  que  os  dije  hace  un  rato!  — gritó  Mag- 
dalena desde  la  cama.  — No,  tendréis  corazón  para 
llevar  á  Morel...  ¿  Que  seria  de  mí  con  cinco  hijos 
y  con  mi  madre  loca?  allí  está...  allí  está  en  aquel 
colchón...  ¡Esta  loca,  señores  de  mi  alma...  está 


EL  MANDATO  DE   PAGO.  271 

loca/...  —  ¿Aquella  vieja  esquilada?  —  ¡Y  es  ver- 
dad que  está  esquilada  I  vaya  una  visión  I  —  dijo 
Malicornio  soltando  una  carcajada: — creí  que  tenia 
un  gorro  blanco  en  la  cabeza...  —  Hijos  mius  arro- 
dillaos delante  de  esos  señores  —  gritó  Magdalena 
queriendo  hacer  el  último  esfuerzo  para  ablandar  á 
los  corchetes ;  —  pedidles  que  no  se  lleven  á  vues- 
tro padre...  nuestro  único  amparo.. 

Los  niños  lloraban  asombrados  ,  y  no  se  atre- 
vian  á  salir  del  jergón  apesar  del  mandato  de  su 
madre. 

Al  oiría  idiota  aquel  ruido  extraordinario,  y  al 
ver  el  aspecto  de  los  dos  corchetes  á  quienes  no' co- 
nocía, empezó  á  dar  siniestros  abullidos  acurrucán- 
dose como  un  perro  contra  la.pared,  Morel  parecia 
insensible  á  lo  que  estaba  pasando :  el  golpe  era 
tan  horrible  é  inesperado  ,  las  consecuencias  de  su 
arresto  le  parecian  tan  espantosas ,  que  no  podia 
concebir  la  realidad  de  aquella  escena.  Debilitado 
por  lodo  genero  de  privaciones,  f¿ilt9le  enteramen- 
te el  espíritu  y  permaneció  en  et  asiento  sin  mo- 
verse, pálido,  asombrado  ,  con  los  brazos  colgados 
y  la  cabeza  caida  sobre  el  pecho.  —  ¡Hola  I  ¡eh! 
tio  socarrón...  ¿en  qué  rayo  estáis  pensando?  — 
gritó  Malicornio.  —  ¿O  pensáis  que  hemos  veni- 
do aquí  á  pelar  la  pava  ?  Vamos  pronto  sino  os  echo 
la  zarpa. 

El  corchete  cogió  con  una  mano  por  el  hombro  al 
artesano  y  lo  sacudió  brutalmente.  Esta  amenaza  y 
el  gesto  que  la  acompañó  llenaron  de  terror  á  los 
niños;  los  tres  varones  salieron  casi  desnudos  del 
jergón,  y  deshechos  en  llanto  se  arrojaron  á  los 
pies  de  los  guardas  del  comercio,  levantaron  líis 
manos  y  dijeron  con  un  tono  que  partia  el  co- 
razón : 


172  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

—  j  Ay!  I  por  Dios,  señores!...  j no  matéis á nues- 
tro padre ! 

Al  ver  á  los  infelices  niños  temblando  de  frió  y 
de  espanto,  Bórdense  conmovió  á  pesar  de  lo 
acostumbrado  que  estaba  á  tales  escenas.  Su  impla- 
cable compañero  sacudió  brutalmente  la  pierna  á 
que  estaban  agarrados  los  niños  suplicándole  por 
su  padre. 

—  ¡Ehl  ¡  largo  de  ahí!  ¡  fuera  chiquillos!...  /Qué 
demonio  de  oficio  ,  si  no  tuviera  uno  mas  parro- 
quianos que  mendigos  como  este! 

Un  horrible  episodio  hizo  mas  espantosa  aun 
esta  escena. 

La  mayor  de  las  dos  niñas  que  estaba  acostada 
con  su  hermana  en  «1  jergón  grito  de  repente. 

—  Madre,  madre,  no  sc^  que  tiene  Adela...  está 
fria  como  la  nieve!  Me  mira  hito  en  hito  !  ay 
Dios  mió;...  y  no  respira... 

La  pohre  niña  tísica  acababa  de  espirar  sin  dar 
un  solo  quejido  y  con  la  vista  clavada  en  su  her- 
mana á  quien  amaba  tiernamente. 

Imposible  seria  dar  una  idea  del  grito  de  la 
naujer;  del  lapidario  al  oir  esta  horrible  revela- 
ción, pues  conoció  al  momento  lo  que  habia  su- 
cedido. Fué  uno  de  esos  gritos  sofocados,  con- 
vulsos; arrancados  del  fondo  de  las  entrañas  de 
una  madre. 

—  ¡Mi  hermana  parece  una  muerta!  ;Dios  miol 
j  Dios  mió  !  yo  tengo  miedo  —  exclamó  la  niña 
saliendo  precipitadamente  del  jergón  y  corriendo 
asombrada  hacia  su  madre. 

Esta  sin  acordarse  de  que  sus  piernas  casi  pa- 
ralizadas no  podían  sostenerla ,  hizo  un  esfuerzo 
violento  para  levantarse  y  correr  hacia  su  hija 
muerta;    pero   faltándole   las   fuerzas,   volvió  á 


Duf  PlciOac)  cV'irCjcvcf 


EL  MANDATO  DE  PAGO.  273 

caer  en  la  cama  y  lanzó  un  grito  trémulo  de  de- 
sesperación. 

Esle  grito  resonó  en  el  corazón  de  Morel,  el 
cual  salió  entonces  de  su  estupor,  arrojóse  al  jer- 
gón en  que  estaba  su  hija  de  cuatro  años  y  la 
cojió  en  los  brazos... 

Pero  estaba  muerta* 

Su  enfermedad,  causada  por  la  miseria,  era  ya 
mortal-,  pero  el  frío  y  el  hambre  habian  acele- 
rado su  fin.  Tenia  los  brazos  y  los  demás  miem- 
bros tiesos  y  helados. 

Morel,  con  los  cabellos  erizados  de  desespera- 
ción y  espanto,  sostenia  á  su  hija  en  los  brazos, 
y  la  miraba  con  los  ojos  fijos,  secos  y  abotar- 
gados. 

—  ¡ Morel >  Morel...  dame  la  niña! — gritó  la 
desgraciada  madre  tendiendo  los  brazos  hacia  su 
marido  —  no  es  cierto,  no...  no  está  muerta...  ve- 
rás como  vuelve  en  sí  calentándola  .. 

Escitada  la  curiosidad  de  la  idiota  por  la  prisa 
conque  los  alguaciles  se  acercaron  al  lapidario, 
que  no  queria  apartarse  del  cuerpo  de  su  hija, 
cesó  de  a  huí  lar,  levantóse  del  lecho,  se  acercó 
lentamente  á  Morel ,  sacó  la  espantosa  cabeza  por 
encima  del  hombro  de  su  yerno...  y  contempló 
por  algunos  momentos  el  cadáver  de  su  nieta... 
Las  facciones  de  la  idiota  conservaron  su  expre- 
sión habitual  de  atontamiento  huraño  y  feroz,  dio 
al  cabo  de  uri  minuto  un  bostezo  hueco  y  caver- 
noso como  el  de  un  animal  hambriento,  y  volvién- 
dose á  su  lecho  se  dejó  caer  en  él   gritando: 

—  ¡  Tien  hambre  1 1  ¡  hambre  I !  —  Aquí  está, 
señores;  ya  lo  veis,  aquí  está  mi  pobre  hija,  hija 
de  mi  alma,  /mi  Adela  I...  Se  llama  Adela,  se- 
ñores. Aun  ayer  tarde  la  besé;  y  esta  mañana... 
ya  está  muerta.  Ya  veo  que  me  diréis  que  es  una 


27*  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

boca  menos  que  mantener,  y  que  es  una  fortuna 
para  mí,  ¿no  es  verdad?  —  dijo  el  artesano  con 
aire  atontado. 

Su  razón  empezaba  *á  oscurecerse  á  fuerza  de 
golpes  tan  repetidos  y  crueles. 

—  jMorel,  dame  mi  Adela;  dame  mi  hija!  — 
repitió  Magdalena.  —  Tienes  razón;  también  tú 
debes  disfrutar  de  este  regalo...  —  repuso  el  lapi- 
dario; y  luego  puso  el  cadáver  de  la  niña  en  los 
brazos  de  su  madre. 

Dio  en  seguida  un  prolongado  gemido  y  cubrió 
la  cara  con  las  manos, 

—  Magdalena ,  que  estaba  tan  demente  como  su 
marido,  metió  el  cuerpo  de  su  hija  entre  la  paja 
del  jergón,  sin  apartar  de  él  la  vista  y  llena  de 
un  espantoso  desasosiego,  mientras  que  los  demás 
niños  lloraban  arrodillados  en  medio  del  desván. 

Los  corchetes ,  á  quienes  habia  conmovido  esta 
escena  por  un  momento,  volvieron  á  su  acostum- 
brada insensibilidad. 

—  Vamos,  buen  amigo  —  dijo  Malicornio  al 
lapidario  —  ya  vemos  que  vuestra  hija  se  ha 
muerto  y  que  es  una  desgracia :  todos  somos  mor- 
tales, y  nosolros  no  podemos  remediarlo,  ni  vos 
tampoco,..  Es  preciso  que  nos  sigáis  al  momento, 
porque  hoy  se  presenta  buena  caza  y  tenemos 
que  pescar  á  un  pájaro  gordo... 

Morel  no  oyó  las  palabras  del  criado  de  jus- 
ticia. 

Perdido  en  un  laberinto  de  fúnebres  pensamien- 
tos, se  decia  á  sí  mismo  con  voz  trémula  j  acon- 
gojada: 

-—  Y  sin  embargo  es  preciso  enterrar  á  este  an- 
gelito... y  velarla...  aquí...  hasta  que  vengan  á 
llevarla...  ¡  Enterrarla !...  ¿con  qué,  si  no  tene- 
mos un  alimento?...  ¿Y  quién  me  prestari  para 


liL  MANDATO  DE    PAGO.  273 

el  ataúd?  ¡Oh I  un  ataúd  pequeñito...  para  una 
niña  de  cuatro  años...  debe  costar  muy  caro...  ¿Y 
el  carro  de  muertos?...  no  señor;  nada  de  carro... 
eso  se  coge  debajo  del  brazo,  y  vamos  andando... 
¡Ja!  ¡jal  ¡jal — añadió  dando  una  espantosa 
carcajada -—¡qué  dichoso  soy  I...  si  muriese  á  la 
edad  de  diez  y  ocho  años,  como  mi  Luisa,  por 
ejemplo,  no  me  prestarian,  no,  un  ataúd  grande... 

—  Oyes  Malicornio  ¿sabes  que  ese  hombre  es  ca- 
paz de  perder  la  cholla?  —  dijo  Bordón  á  su  com- 
pañero;—  mira  que  ojos  pone  de  loco...  ¡Y  la 
vieja  que  maulla  de  hambre!...  i  Vaya  unos  par- 
roquianos!...—  Pero  es  menester  salir  del  paso... 
Aunque  el  arresto  de  ese  mendrugo  está  tasado 
en  76  francos  75  céntimos,  estiraremos  la  suma 
de  las  costas,  como  es  justo,  á  2^*0  ó  250  francos. 
Al  fin  quien  paga  es  el  acreedor...  —  Di  mas 
bien  quien  adelanta  el  dhiero  de  las  costas;  por- 
que aunque  pague  por  ahora,  del  cuero  han  de 
salir  las  correas.,. — Cuando  ese  tio  tenga  conque 
pagar  2,500  francos  por  capital,  intereses,  gastos 
y  todo,  ya  lloverá  con  tiempo  seco... — Y  no  hará 
tanto  frió  como  aquí,  porque  esto  está  que  hiela 
la  sangre...  —  dijo  el  corchete  soplando  los  dedos. 

—  Despachemos;  á  la  calle  con  él,  que  ya  Uori- 

3ucará  por  el  camino...  ¿Tenemos  acaso  la  culpa 
e  que  la  niña  se  haya  ido  al  otro  barrio?...  -— 
La  gente  de  este  pelaje  no  deberla  hacer  chiqui- 
llos.—  Verdad  que  sí  —  repuso  Malicornio;  y 
luego  añadió  dando  una  palmada  en  el  hombro 
de  Morel :  —  Vamos ,  camarada ,  que  no  podemos 
esperar  mas,  ¡ya  que  no  pagáis,  á  la  cárcel!  — 
] A  la  cárcel  el  señor  Morel!  —  exclamó  una  voz 
delicada  y  juvenil :  y  al  mismo  instante  entró  con 
prontitud  en  la  guardil'a  una  joven  morena,  fresca, 
encendida  y  sin  mas  adorno  en  la  cabeza  que  el 


276  LOS  MISTERIOS  DÉ  PARÍS. 

peinado  de  su  propio  cabello.  —  jAy,  señorita 
Alegría  1  —  dijo  llorando  uno  de  los  niños  —  ¡  por 
Dios,  señorita,  no  dejéis  que  lleven  á  mi  padre! 
se  murió  Adelita...  —  ¡Murió  Adela! —exclamó 
la  joven,  cuyos  ojos  grandes,  negros  y  brillantes 
se  arrasaron  de  lágrimas.  —  I  Hijos  raios!  ¡á  la 
cárcel  vuestro  padre!  ¡no  puede  ser!... 

Y  miró  asombrada  y  sin  moverse  al  lapidario,  á 
SAI  mujer  y  á  los  alguaciles. 

Bordón  se  acercó  á  Alegria. 

—  Oiga  usted,  prenda  mia ,  á  ver  si  con  buenas 
palabras  hace  usted  entrar  en  razón  á  ese  hombre 
es  verdad  que  se  ha  muerto  su  hija,  pero  eso  no 
podemos  remediarlo,  y  es  preciso  que  lo  llevemos 
á  Clichy...  á  la  cárcel  de  deudores,  porque  somos 
alguaciles  del  comercio. —  ¡Con  que  luego  es  ver- 
dad!—  exclamó  la  joven.—  Y  tan  verdad,  que 
mas  claro  no  lo  canta  un  loro.  La  madre  está 
distraída  en  la  cama  con  la  chiquilla...  y  el  ma- 
rido debe  aprovechar  esta  ocasión  para  escabu- 
llirse.—  ¡Dios  mió!  ¡qué  desgracia  para  esta  po- 
bre familia  I  —  exclamó  Alegría  —  ¿  como  saldrán 
de  tal  desastre?  —  No  hay  mas  remedio  que  pagar 
ó  ir  á  la  cárcel:  ¿tenéis  dos  ó  tres  billetes  de  á 
mil  que  prestarles?  —  preguntó  Malicornio  con 
socarroneria :  —  si  los  tenéis  rascad  el  bolsillo,  que 
no  pedimos  otra  cosa.  —  ¡Oh  !  ¡eso  es  horrendo! 
—  dijo  Alegría  con  indignación  —  ¡  chancearse 
viendo  tal  desgracia  !  —  Pues  bien,  hablando  for- 
malmente —  dijo  el  otro  corchete  —  ya  que  los 
estimáis,  haced  de  manera  que  la  mujer  no  vea 
salir  á  su  marido,  pues  les  evitaréis  un  m^^l  ralo. 

El  consejo,  aun  que  brutal,  no  era  malo,  y  así 
es  que  Alegría  se  acercó  á  la  cama  de  Magdalena 
y  se  arrodilló  junto  al  jergón  en  medio   de  los 


EL  MANDATO  DK  PAGO.  277 

niños;  pero  Magdalena  estaba  tan  sumergida  en  su 
pesar  que  no  la  vio. 

Morel  volvió  en  sí  de  su  demencia ,  pero  se 
entregó  de  nuevo  á  reflexiones  mas  melancólicas, 
pues  pudo  entonces  contemplar  el  horror  de  su 
situación.  Pensó  que  una  vez  tomada  por  el  no- 
tario aquella  extrema  resolución  dehia  estar  inexo- 
rable, y  que  los  alguaciles  no  dejarían  de  cumplir 
con  J5U  deber. 

El  lapidario  se  resignó. 

—  ¿Nos  vamos,  ó  que  hacemos?  —  le  preguntó 
Bordón.  —  No  puedo  dejar  aquí  esos  diamantes, 
porque  mi  mujer  está  medio  loca  —  dijo  Morel 
señalando  hacia  las  jovas  que  estaban  sobre  la 
mesa.  —  La  corredora  para  quien  trabajo  debe  ve- 
nir á  recogerlos  esta  mañana,  ó  en  todo  el  dia  ,  y 
no  puedo  dejarlos  abandonados  ,  que  son  de  mu- 
cho valor.  —  ¡  Tatel  —  dijo  para  sí  el  Cojuelo  que 
DO  se  habia  separado  de  la  puerta  — va  se  lo  con- 
taré á  la  Lechuza.  —  dejadme  si  quiera  hasta  ma- 
ñana—  dijo  Morel  —  para  que  pueda  entregar  los 
diamantes  á  la  corredora. —  ¡Imposible!  | vamos 
pronto,  marchemos  1  —  Pero  no  puedo  esponerme 
á  que  se  pierdan  los  diamantes  dejándolos  abando- 
nados.—  Metedlos  en  el  bolsillo;  vamos  pronto, 
que  nos  aguarda  el  coche  á  la  puerta  ,  y  eso  ten- 
dréis mas  de  costas.  Iremos  por  la  casa  de  la  cor- 
redora,  y  si  no  la  encontráis  entregaréis  las  pie- 
dras al  alcaide  de  Clichy  ;  estarán  tan  seguras  en 
su  poder  como  en  el  banco  de  Francial  ;  l'ronlo, 
pronto  1  ahora  que  no  os  ven  la  mujer  ni  los  hi- 
jos.—  ¡Dejadme  hasta  mañana  paia  enterrar  á 
mi  hija!  —  dijo  Morel  con  \oz  suplicante  y  alle- 
.rada  por  el  llanto.  —  ¡Osdigo  que  no  puede  ser!... 
ya  hemos  perdido  aquí  una  íiora  I  —  VA  cnlicrro  os 
trastornaría  la  cabeza — añadió  Malicornio.  —  ;0h' 


278  LOS  MISTERIOS  DE  PARTS. 

SÍ...  —  repuso  Morel  con  amargura.  —  Ya  que  os 
compadecéis  de  mí,  dejadme  haceros  una  pregun- 
ta... —  /  Qué  pregunta  ni  que  rayo!  vamos  de  aquí 
pronto !  —  repuso  Malicornio  con  impaciencia  bru- 
tal —  ¿Desde  cuando  tenéis  orden  para  prenderme? 

—  La  sentencia  se  ha  dado  hace  cuatro  meses, 
pero  hasta  ayer  no  ha  recibido  nuestro  ujier  la 
orden  del  notario  para  ponerla  en  ejecución.  — 
¿Hasta   ayer?...  ¿y  porqué  aguardó  hasta  ayer? 

—  ¿Qué  me  importa  á  mí?...  ¡Vamos  pronto, 
liad  el  petate!  —  ¡Hasta  ayer!...  ¿Cómo  no  ha- 
brá venido  Luisa?...  ¿en  dónde  está  Luisa?  — 
dijo  el  lapidario  metiendo  las  piedras  en  una  ca- 
jita  llena  de  algodón.  —  ¡Dios  me  dé  paciencia! 
Vamos  de  aquí...  ya  sabré  en  la  cárcel  lo  que  ha 
sido  de  mi  hija. — A  ver  com  i  hacéis  pronto  vuestro 
lio  y  os  vestís...  —  No  tengo  mas  lio  que  hacer 
que  llevar  estos  diamantes  para  entregarlos  al  al- 
caide.—  ¡Vestios  de  una  vez  '...  —  TSo  tengo  mas 
vestidos  que  el  que  llevo  puesto.  —  ¿Y  vais  á  sa- 
lir con  esos  andrajos?  —  preguntó  Bordón.  —  Os 
dará  vergüenza  ¿no  es  verdad?  —  repuso  el  lapi- 
dario. —  No,  porque  vamos  metidos  en  el  coche; 
que  sino...  —  dijo  Malicornio.  —  Papá,  mamá  te 
llama  —  dijo  uno  de  los  niños. 

—  Escuchad  —  dijo  con  rapidez  Morel  á  uno  de 
los  corchetes — no  seáis  inhumano...  concedcdme 
un  solo  fabor.  No  tengo  valor  para  despedirme  de 
mi  mujer  y  de  mis  hijos...  porque  se  me  partiría 
el  corazón...  Si  ven  que  me  lleváis,  se  echaran  á 
mí  los  pobrecillos...  y  quisiera  evitar  este  ultimo 
lance.  Os  ruego  que  me  digáis  en  voz  alta  que  ven- 
dréis dentro  de  tres  ó  cuatro  horas  y  que  finjáis 
marcharos...  me  aguardaréis  en  el  descanso  de  la 
escalera,  y  me  ahorraréis  así  la  amargura  de  des- 
pedirme... os  prometo  que  estaré  con  vosotros  den- 


EL  MANDATO  DE  PAGO.  279 

íro  de  cinco  minutos...  —  Ya  entiendo..,  quer- 
ríais dejarnos  de  plantón  ¡  eh  I...  — dijo  Malicor- 
nio.  —  I  Buen  lagarto  sois  !  en  un  abrir  y  cerrar  de 
ojos  os  ¡riáis  por  una  rendija.  — ¡  Válgame  el  po- 
der de  Diosl  —  ¡  exclamó  Morel  con  dolorosa  in- 
dignación.— Creo  que  no  nos  engaña  —  dijo  Bordón 
á  su  compañero; — llagamos  lo  (¡ue  dice,  porque 
sino  llevamos  trazas  de  salir  de  aquí  en  todo  el  dia: 
ademas,  yo  me  pondré  junto  á  la  puerta,  y  como 
la  guardilla  no  tiene  otra  salida,  no  podrá  escapar- 
se.—  ¡  Mala  sarna  te  mate,  viejo  chocho!..,  I  á  ti 
T  á  tu  pocilga!...  ¡Qué  peste,  santo  Diosl  repuso 
Malicornio;  y  dirigiéndose  á  Morel  continuó:  — 
Esperaremos  en  el  cuarto  piso...  pero  cuidado  que 
bajéis  pronto...  —  Gracias  — dijo  Morel.  —  ¡  Pues 
señor,  convenido  !  —  dijo  Bordón  en  voz  alta  mi- 
rando al  artesano  con  aire  de  inteligencia;  —  ya  que 
ofrecéis  pagar,  os  dejamf>s,  y  volveremos  dentro 
de  cinco  ó  seis  dias;  !  pero  cuidado  con  cumplir  lo 
prometido  !  —  No  faltaré :  para  entonces  espero  que 
podré  pagar  repuso  Morel. 

Los  alguaciles  salieron  del  desván. 

El  Cojuelo,  temiendo  que  lo  sorprendiesen  ,  ha- 
bia  desaparecido  antes  que  los  corchetes  saliesen 
de  la  buhardilla. 

—  ¿No  habéis  oído,  señora  Magdalena  ? —  dijo 
Alegría  dirigiéndose  á  la  mujer  del  la[)i(iario  para 
distraerla  de  su  lúgubre  contem|)lacion :  —  esos  dos 
hombres  se  han  marchado  y  dejan  en  libertad  »1 
vuestro  marido.  —  ¿  no  oyes,  mamá  ?  ya  no  pren- 
den á  mi  padre  :  —  dijo  el  mayor  de  los  niños.  — ; 
Morel  I  mira  escucha...  Coje  uno  de  esos  diamantes 
gordos,  que  nadie  lo  sabrá,  y  salimos  de  este  apuro 
—  dijo  Magdalena  en  voz  confusa  y  delirante. — 
Con  eso  tomara  calor  Adelila ,  y  no  estará  muerta 
tanto  tiempo... 


280  LOS  MISTERIOS   DE    PARÍS. 

El  lapidario  sali(3  con  precaución  aprovechando 
un  momento  en  que  nadie  le  miraba. 

El  alguacil  lo  esperaba  del  lado  de  afuera  en  un 
especie  de  descanso  que  estaba  también  á  teja  vana. 
Hacia  este  descanso  daba  la  puerta  del  desván  que 
corria  á  lo  largo  de  la  buhardilla  de  Morel,  y  en  el 
cual  guardaba  M.  Pipelet  sus  provisiones  de  cuero. 
Hemos  dicho  también  que  el  digno  portero  llamaba 
á  este  agujero  su  paco  de  melodrama,  porque  por 
un  agujero  hecho  al  tabique,  observaba  con  íVecuen 
da  las  tristes  escenas  di;  la  guardilla  de  Morel. 

Vio  el  alguacil  aquella  puerta,  y  creyó  por  un 
momento  q«ie  el  lapidario  podria  acaso  huir  por 
ella. 

—  Vamos .  adelante  ,  mala  ralea  !  —  le  dijo  po- 
niendo el  pié  en  el  primor  paso  de  la  escalera ,  y 
le  hizo  seña  para  que  lo  siguiese. —  ¡Un  momen- 
to  por  favor...  un   momento  1  — dijo  Morel. 

E  hincándose  de  hinojos  en  el  descanso,  dio  la 
última  mirada  á  su  familia  por  una  rendija  de  la 
puerta,  levantó  las  manos,  y  dijo  en  voz  baja  y 
trémula  que  revelaba  su  amarga  aflicción  : 

—  ¡  Adiós  !  hijos  de  mi  alma  I  ¡adiós  mujer  des- 
dichada I  Adiós...  —¡Vamos/  ¿acabareis  de  una 
vez!  Basta  de  mojigangas  —  dijo  brutalmente  Bor- 
dón tiene  razón,  Malicornio:  ¡qué  pocilga!  ¡qué  le- 
trina. 

Levantóse  Morel  y  se  disponía  á  seguir  al  algua- 
cil, cuando  resonaron  en  la  escalera  estas  palabras. 

—  ¡  Mi  padre !  ¡  mi  padre  .^  —  ¡  Luisa  /  —  excla- 
mó el  lapidario  levantando  las  manos  al  cielo. — 
:  Alabado  sea  Dios !  siquiera  podré  abrazarla  antes 
de  marchar...  —  ;  Gracias  á  Dios,  que  llego  á  tiem- 
po! —  dijo  la  voz  acercándose  mas  y  mas. 

Y  se  oyó  que  la  joven  subia  precipitadamente  la 
escalera. 


EL  MANDATO  DE  PAGO.  2S81 

—  No  tengáis  cuidado  prenda  mía  ,  — dijo  otra 
voz  áspera  y  temblona  que  salla  de  una  región  infe- 
rior; —  yo  me  pondré  si  es  menester  en  el  pasillo 
con  mi  querido  viejo  y  el  palo  de  la  escoba,  y  no 
saldrán  de  aquí  esos  matachines  sin  que  les  ha- 
yáis hablado. 

Ya  se  habrá  adivinado  que  esta  voz  era  la  de 
madama  Pipelet,  la  cual,  menos  ágil  que  Luisa, 
la  seguia  lentamente.  Algunos  momentos  después 
la  hija  del  lapidario  estaba  en  los  brazos  de  su 
padre. 

—  ¡Conque  eres  tú,  Luisa  I  ¡  eres  tú,  hija  de  mi 
corazón  !  —  dijo  Morel  llorando.  —  Pero  que  des- 
colorida estás!  I  Dios  mió!  ¿  (jue  tienes?  —  Nada.,, 
no  tengo  nada...  —  respondió  Luisa  con  voz  bal- 
buciente.—  he  coriido  tanto,  que!...  aquí  está  el 
dinero. —  ¡Qué  dices  !...  ¡  cómo  ... —  ;  Lstais  libr 
señor!...  — ¿Luego  sabias  que? — Sí,  todo  lo  he 
sabido...  Toinaü  ,  señor,  ahí  tenéis  el  dinero  — di- 
jo la  joven  dando  un  p^iquelito  de  mont-das  de  oro  á 
Malicornio  —  ;  Pero  ese  dinero,  Luisa!  ..  ¡ese  di- 
nero! —  ya  lo  sabréis  ..  sosegaos...  voy  á  consolar 
á  mi  madre,  —  /No,  aguarda/  gritó  AÍorel  ponién- 
dose delante  de  la  puerta  ,  pues  se  acordó  de  que 
Luisa  no  sabia  aun  la  muerte  de  su  hermana.  — 
Aguarda  qu«  ten-ro  ííuí-  |.regunlarte...  Dime  ¿quién 
te  ha  dado  ese  dinin<.?  —  r,'i  mas  ni  menos  —  dijo 
Malicornio  lurgo  ({ue  acabó  de  contar  las  monedas 
de  oro  que  melló  en  el  bolsillo.  Sesenta,  sesenta  y 
cinco,  mil  trescientos  francos  justos  y  tapados,  ¿Y 
no  traéis  mas  que  esto,  mocita?  — ¿Pero  vos  no 
debéis  mas  que  mil  trescientos  francos? — dijo  Luisa 
asombrada  dirigiéndose  á  su  padre.  —  Sí  —  repuso 
Morel,  — Vamos  á  esto  I  — dijo  el  alguacil  ,  — la 
obligación  es  de  mil  tiescienlos  francos...  está  bien 
esto  paga  la  deuda...   pero,  y  táseoslas?...  sin  la 


282  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

diligencia  de  arresto  hay  ya  por  mil  ciento  y  cua- 
renta francos.  —  ;Dios  mió!  ¿  como  puede  ser  esto 
—  exclamó  Luisa.  —  Yo  creia  que  no  eran  mas 
que  mil  y  trescientos  francos...  Entonces,  señor, 
ya  pagaremos  el  resto...  porque  al  fin  hemos  da- 
do ya  mucho  dinero.  .  ¿no  es  verdad,  mi  padre?  — 
Enhorabuena  no  hay  inconveniente...  Entonces  lle- 
vad el  dinero  al  alcaide  y  se  pondrá  en  libertad  á 
vuestro  papá,  ¡Vamos,  á  la  cárcel!  — Conque  le 
lleváis!  —  Y  mas  que  de  paso...  Que  pague  lo  que 
debe  y  quedará  libre...  ¡Vamos,  Bordón,  despache- 
mos \^ —  ¡  Oh  !  piedad...  ;  tened  compasión.'  —  ex- 
clamó Luisa.  —  ¡  ISo  lo  digo  yo  !  ya  vuelve  á  em- 
pezar la  gresca...  ¡vamos,  palabra  de  honor,  esto 
es  capaz  de  hacer  sudar  á  un  difunto  !  —  dijo  bru- 
talmente el  corchete;  y  dirigiéndose  luego  á 
Morel  continuó:  Si  no  tomáis  el  camino  sobre  la 
marcha,  os  agarro  por  el  pesquezo  y  os  hago  mar- 
char mas  que  deprisa.  ¡  Vaya  una  comisión  diverti- 
da!—  ¡Ay,  padre  de  mi  alma !  ¡Dios  mió!  ¡y 
creí  que  se  libraria  de  este  lance!  —  exclamó  Luisa 
con  voz  desfallecida.  —  ¡  No,  no!  ¡no  hay  justicia 
en  el  cielo  !  —  gritó  el  lapidario  dando  con  deses- 
peración una  patada  en  el  suelo  —  Sosegaos  ,  buen 
hombre;  hay  una  providencia  para  los  que  viven 
con  honra  —  dijo  una  voz  firme  y  vibrante. 

Y  al  mismo  instante  salió  Rodolfo  por  la  puerta 
del  zaquizamí,  desde  donde  habia  presenciado  sin 
ser  visto  varias  de  las  escenas  que  acabamos  de  re- 
ferir. Estaba  pálido  y  profundamente  conmovido. 
Al  ver  tan  súbita  aparición  retiocedieron  los  al- 
guaciles ,  y  Morel  y  su  hija  miraron  al  desconocido 
con  estupor.  Sacó  Rodolfo,  del  bolsillo  del  chaleco 
algunos  billetes  de  banco,  escogió  tres  de  ellos  y 
los  presentó  á  Malicornio  diciéndole: 


EL  MANDATO  DE  PAGO.  283 

—  Allí  tenéis  dos  mil  quinientos  francos:  volved 
á  esa  niña  el  oro  que  os  ha  dado. 

El  alguacil,  cada  vez  mas  asombrado,  tomó  con 
recelo  los  billetes,  los  miró  j  examinó  en  todos  sen- 
tidos, les  dio  diferentes  vueltas,  y  por  último  los 
metió  en  la  faltriquera.  Mas  volviendo  á  recobrar 
su  acostumbrada  osadia  a  medida  que  se  iba  disi- 
[)aiido  su  espanto ,  miro  á  Rodolfo  de  pies  á  cabeza 
y  le  dijo; 

—  Y  son  buenos  los  billetes...  ¿pero  porque  arte 
de  birli  birloque  os  hicisteis  con  esta  suma?  ¿Estáis 
seguro  de  que  es  vuestra? 

Rodolfo  estaba  modestamente  vestido  y  cubierto 
del  polvo  que  habia  cogido  en  el  zaquizamí  de 
M.  Pipelet. 

—  Ya  te  dije  que  volvieses  el  oro  á  esa  nifía  — 
respondió  Rodolfo  con  voz  breve  y  severa.  —  ¡Ya 
te  dijel...  ¿y  en  que  taberna  almorziunos  juntos 
para  tanta  llaneza?  gritó  el  corchete  adelantándo- 
se hacia  Rodolfo  con  ademan  amenazador.  —  j  El 
oro!...  /te  digo  ([ue  vuelvas  el  oro!  — dijo  el  prín- 
cipe apretando  con  tal  violencia  la  muñeca  de  Ma- 
licornio  que  este  no  pudo  menos  de  ceder  al  agud  > 
dolor,  V  gritó:  —  ¡Oh  1  ■  pero  no  me  lastiméis!... 

i  soltadmeel  brazo  ! 

—  ¡  Pues  vuelve  el  oro  1...  ¡  Bribón!  estas  pagado, 
márchate...  y  cuidado  con  hacerse  el  insolente, 
porque  le  haré  rodar  la  escalera.  —  Ahí  tenéis  el 
oro  —  dijo  Malicornio  alargando  el  dinero  á  Luisa 
—  pero  no  me  tuteéis  ni  me  maltratéis.,,  porque 
seáis  mas  fuerte  que  yo.  — Tiene  razón...  ¿y  quién 
sois  para  gastar  tan'a  íiichenda  ?  —  dijo  Bordón 
poniéndose  á  la  sombra  de  su  compañero  --  ¿quién 
sois  para  tener  esos  humos?  —  ¿  Quién  es?...  es 
mi  inquilino...  ¡  el  rey  de  los?  iiujuilinos!  ¡pica- 
ros, mal  criados,  deslenguadas,  botarates  I  —gritó 


2Sk-  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

madama  Pipelet,  que  al  fin  se  dejó  ver  encendida 
como  ui»  tomate,  hinchada  de  cólera  y  con  su  eterna 
peluca  rubia  á  lo  Tito  Livio.  Traía  en  la  mano 
una  cazuela  de  barro  llena  de  sopa  caliente  para 
la  familia  de  Morel.  —  ¿Qué  diablos  quiere  esa 
comadreja  I  — dijo  Bordón.  —  Si  ultrajáis  mi  físico, 
me  echo  á  vosotros  con  dientes  j  uñas  —  gritó 
madama  Pipelet  —  y  para  que  llevéis  que  contar, 
mi  inquilino,  mi  rey  de  inquilinos  os  hará  rodar 
ias  escaleras  una  á  una,  como  os  ha  intimado  ya... 
y  con  la  escoba  os  barreré,  proterbd,  mala  cana- 
lla, como  si  fuerais  basura.  —  Esa  bruja  es  capaz 
de  levantar  contra  nosotros  toda  la  vecindad.  Ya 
que  estamos  pagados,  vamonos  de  aquí  antes  que 
venga  otro  chubasco  —  dijo  Bordón  á  Malicornio. 
—  Ahí  tenéis  los  autos  —  dijo  este  arrojando  á  los 
pies  de  Morel  un  legajo  de  papeles. —  ¡Coje  los 
papeles!...  ¡le  han  pagado,  no  seas  insolente  I  — di- 
jo Rodolfo  deteniendo  al  corchete  con  mano  vigo- 
rosa, y  señalando  con  la  otra  á  los  papeles. 

Conociendo  |)or  esta  nueva  insinuación  que  nada 
de  bueno  sacarla  de  hacer  resistencia ,  inclinóse 
murmurando  el  alguacil ,  cogió  del  suelo  el  legajo 
y  lo  entregó  á  Morel  que  tendió  la  mano  ma- 
quinalmente. 

Creia  estar  soñando. 

—  ¡  Guardaos  de  caerme  en  las  manos,  porqué  no 
os  han  de  valer  vuestros  puños  de  cargador !  —  dijo 
Malicornio. 

Y  después  de  haber  enseñado  á  Rodolfo  el  puño 
cerrado,  salló  de  un  solo  bote  diez  pasos  de  la  es- 
calera ,  seguido  [de  su  compañero  ,  que  á  cada  ins- 
tante volvia  la  cara  atrás  lleno  de  miedo.. 

Madama  Pipelet  se  dispuso  á  vengar  á  Rodolfo 
de  las  amenazas  del  alguacil ;  y  clavando  los  ojos 


EL   MANDATO  DE  PAGO.  285 

en  la  cazuela  con  un  ainí  inspirado,  gritó  con  toda 
la  fuerza  de  sus  pulmones. 

—  More!  pagó  sus  deudas...  ahora  su  familia  ten- 
drá que  comer,  y  no  necesilara  mi  pitanza... 
¡agua  va  I 

— E  inclinándose  sobre  el  pasamano  de  la  esral(>ra, 
arrojó  el  contenido  en  la  cazuela  á  la  espalda  de  los 
corchetes,  que  llegaban  en  aquel  niouientoal  pri- 
mer piso. 

—  ¡  Fuera  de  aquí ,  ¡  paso  redoblado/  —  añadió 
la  portera:  los  puse  como  una  sopa...  como  dos  so- 
pas... ¡je!  ¡je  je  I  vaya  un  [)ar  de  visiones  I  —  ¡  Mil 
millones  de  rajosl  — exclamó  Malicornio  inunda- 
do de  sopa  —  ¡cuidado  allá  arriba...  vieja  mondon- 
ga de  los  demonios!... 

—  ¡Alfredo!  — repuso  madama  Pi  pelel  deseca - 
ñitándose,  con  una  voz  aguda  capaz  de  romper  el 
tímpano  de  un  sordo...  —  ¡Alfredo  I  ¡  prenda  mia 
mátalos,  mata  á  esos  beduinos,  (|ue  fallaron 
al  respeto  á  tu  Pomonal  ¡indecentes  I...  ¡mal  en- 
carados!... dales,  de  firníe  con  el  palo  de  la  es- 
coba. Llámala  ostreray  el  lio  Pepe  para  que  te  ayu- 
den... ¡  Atrápalos!...  ¡cógelos!  ¡fuego!...  ¡  fuego!... 
¡Vecinos  I  ¡vecinos  !...  ladrones!...  Prrrrr...  Cu,  cu, 
cu...  cu,  cu,  cu...  I  Firme,  dales  ,  véjele  querido, 
para  que  no  vuelven  á  tratar  con  irreverencia  á  tu 
Pomona. 

Y  para  terminar  formidablemente  esta  onomalo- 
pcya,  que  habia  acompañado  con  brincos  y  contor- 
siones furiosas,  madama  Pipelet  exaltada  por  la 
embriaguez  de  la  victoria  arrojó  desde  lo  alto  de  la 
escalera  la  cazuela  de  barro  ,  que  rompiéndose  con 
un  ruido  espantoso  en  el  momento  en  que  los  cor- 
chetes bajaban  los  últimos  pasos  de  la  escalera  de 
cuatro  en  cutfíro  escalones,  aumentó  prodigiosamen- 
te su  espanto. 

r.  II.  19 


286  LOS  MISTERIOS  DE    PARÍS. 

—  ¡Largo  de  aquí,  pillos,  bribones!  —  gritó 
Pomona  riendo  á  carcajadas  y  cruzando  los  brazos 
con  aire  triunfante. 

Mientras  que  madama  Pipelet  corría  de  este  mo- 
do á  los  alguaciles  (a)  Morel  se  echó  á  los  pies  de 
Rodolfo. 


(a)  lié  aquí  algunoí  hechos  curiosos  sobre  la  prisión  por 
deudas,  citados  en  el  Pauvre  Jacques  ,  periódico  ^nhlicado 
hajo  la  protección  de  la  Sociedad  de  la  mokal  cristiana 
(  Comité  des  Prisons)  : 

aun  protesto  y  una  intimación  de  arresto  por  deuda, 
tasados  por  la  ley,  el  primero  en  4  fr.  35  c. ,  y  la  segunda 
en  4  ir.  70  c. ,  suben  generalmente  por  la  tasación  de  los 
alguaciles,  el  primero  á  10  Ir.  40  c. ,  y  la  segunda  á  16  fr, 
40  c.  Según  esto  los  alguaciles  exigen  26  fr.  80  c.  por  lo 
que  la  ley  ha  tasado  en  9  fr.  50  c. 

«Para  un  arresto  la  ley  concede  á  esta  clase  de  alguaciles 
ó  guardas  del  comercio  lo  siguiente:  derechos  de  sello  y 
registro,  'ó  fr.  50  c. ;  carruaje,  5  fr. ;  diligencias  de  arresto 
y  de  entrega,  60  fr.  25  c. ;  derechos  de  escribanía,  8  fr. : 
total  76  fr.  75  c. 

«Una  cuenta  de  gastos  y  costas  citada  como  término 
medio  de  lo  que  ordinariamente  leclaman  los  guardas  del 
comercio  poruña  prisión,  hace  subir  dichos  gastos  y  costas  á 
cerca  de  240  francos ,  en  lugar  de  los  76  designados  por  la 
ley.» 

En  el  mismo  periódico  se  lee  lo  siguiente  : 
«El  guarda  del  comercio  **'  ha  venido  i  suplicarnos  que 
rtctiíicásemos  el  articulo  de  la  Mujer  ahorcada.  No  soy  yo, 
dijo,  <}u¡en  la  ha  matado.  No  hemos  dicho  que  ***  hubiese 
quitado  la  vida  á  aquella  desgraciada.  Reproducimos  el 
texto  de  nuestro  articulo  : 

«El  guarda  del  comercio  ***  se  presentó  para  arrestar  á 
«un  carpintero  de  la  calle  de  la  Luna :  el  carpintero  al  verle 
«en  la  calle  ,  grita  ;  —  ¡  Estoy  perdido  !  ¡  vienen  a  prender- 
«me!  —  Óyelo  su  mujer,  cierra  la  puerta  y  el  carpintero  se 
«esconde  en  un  desván.  El  guarda  va  á  buscar  el  juez  de 
«paz  y  un  cerrajero,  y  hace  echar  abajo  !a  puerta  del  cuar- 
«lo  de  la  mujer  del  carpintero.  .  .  ]  ía  mujer  se  habla  ahor- 
•  tado  ! . . .  El  guarda  no  se  conmueve  a  la  vista  del  cadáver, 


EL  MA^DAT()  DE  PAGO.  287 

—  ¡  Ah  1  Señor  ¡  nos  habéis  salvado  la  vida !...  ¿A 
T] Ilion  debemos  esle  socorro  inesperado?... 

—  Al  Dios  de  los  honrados...  como  dice  vuestro 
inmortal  Beranger. 


ocontinúa  su  pesquisa  y  baila  por  fin  al  marido.  —  Estáis 
« jueso.  —  IN ü  Icngí)  dintro.  —  •  Entüncís  a  la  cárcel !  —  Vu- 
«nios;   pero  dejadme  siquiera  decir  adits  a  mi  mujer. 

« —  Dejaos  de  despedidas:  vuestra  mujer  se  ha  ahorcado: 
está  ynuerta...* 

«¿Qué  tenéis  qae  decirnos,  señor  **'  ?  (añade  el  perió- 
dico que  citamos);  7io  hemos  hccl.o  vws  <¡ue  copiar  vuestra 
mistua  declaración  escrita^  en  la  cual  liabeii  pintado  lioiaible 
Y  minuciosamente  esta  escena  espantosa.» 

El  mismo  papel  cila  dos  o  trescienlosbccbos,  de  los  cua- 
les el  siguiente  es  pur  decirlo  asi  el  justo  medio: 

a  Por  un  pa^'arc  de  200  francos j  un  alí^uacil  lia  hecho  dé 
costas  96A /''•  -tV  deudor ,  (¡uc  es  un  menestral  y  padre  de  fa- 
milia con  cÍ7ico  hijos  j  hace  siete  meses  que  está  preso.  » 

Por  dos  1  azoncs  cita  del  Pauvres  Jacquct  estos  becbos,  el 
a  titor  de  este  libro: 

En  piimer  lugar  para  demosliar  que  la  invención  del  ca- 
pitulo que  pi  ecede  es  inferior  a  la  realidad. 

Y  sobre  todo  porque,  en  un  sentido  filantrópico,  lacon- 
linuacion  de  semejante  estado  de  cosas  (los  salaiits  exorbi- 
tantes ilegal  é  impnneiriente  exigidos  por  cieitos  empleando» 
públicos  )  parali/.a  aveces  las  intenciones  mas  generosas... 
Asi  es  que  con  una  suma  de  4,000  francos  se  ¡)üdjia  librar 
de  la  cárcel  y  icstituir  al  seno  de  su  familia  á  tres  ó  cuatro 
menestrales  bonrados  é  inlelices,  casi  siempre  encaicelado» 
})or  sumas  de  250  á  500  bancos  ;  pero  como  estas  sumas  se 
triplican  por  una  exagerada  exacción  de  costas  y  salarios, 
las  personas  caritativas  se  abstienen  mucbas  veces  de  bacer 
una  buena  obi  a  ,  al  ])ensar  que  las  des  1<  rceras  partes  de  su 
donativo  serán  para  salisíacer  la  codicia  de  empleados  in- 
morales. 

Y  sin  embargo  pocas  miserias  bay  mas  dignas  de  interés 
y  de  piedad,  que  la  de  los  desgraciados  de  quienes  acaba- 
mos de  bablar. 


CAPITILO  XIV. 

ALEGglA. 


Luisa ,  la  hija  del  lapidario,  era  alia,  esbelta  y 
de  uoa  belleza  extraordiiiaria,  pero  seria  y  grave: 
parlicipaba  de  la  hermosura  de  la  antigua  Juno  por 
la  regularidad  j  severidad  de  sus  facciones,  y  de 
la  de  Diana  por  la  elegancia  de  su  elevada  esta- 
tura. A  pesar  de  que  era  morena,  y  del  color  en- 
cendido y  rojo  de  sus  manos  endurecidas  por  el  tra- 
bajo doméstico,  á  pesar  de  lo  humilde  y  desaliñado 
de  sus  vestidos,  esta  joven  tenia  una  presencia 
llena  de  dignidad  y  nobleza. 

No  intentaremos  pintar  el  agradecimiento  y  el 
gozoso  estupor  de  esta  familia  tan  inopinadamente 
rescatada  de  una  suerte  espantosa.  La  repentina  em- 
briaguez de  la  alegía  la  hizo  olvidar  por  un  mo- 
mento la  muerte  de  la  niña.  Solo  Rodolfo  observó 
la  extremada  palidez  de  Luisa,  y  la  sombría  re- 
flexión qu.'  parücia  afligirla,  á  pesar  de  la  liber- 
tad que  acababa  do  obtener  su  ])adre.  Queriendo 
inspirar  á  Morcl  una  entera  confianza  acerca  de  su 
porvenir,  y  explicarle  una  liberalidad  que  podia 
comprometer  su  incógnito,  el  prícipe  se  retiró  á  un 
lado  con  el  lapidario  ,  mientras  Alegría  preparaba 
á  Luisa  para  recibir  la  noticia  de  la  muerte  de  su 
hermana ,  y  le  dijo: 

—  ¿No  ha  venido  anteayer  una  señora  joven?— Sí, 
señor,  y  aun  parece  que  se  contristó  al  ver  núes- 


ALEGRÍA.  289 

Ira  situación.  —  Pues  á  ell«  es  á  quien  debéis  es- 
lar   agradecido,  y  no  á  mí...  —  ¿Será   posible... 
señor...  ?  aquella  señora  joven...  —  Es  vueslra  bien- 
hechora. He  llevado  géneros  á  su  casa  algunas  ve- 
ces.  Cuando  he  alquilado  un  cuarto  en  esta  casa, 
supe   por  la  portera  vuestra  cruel  situación...  y 
como  contaba  con  la  caridad  de  esa  señora,  fui  in- 
mediatamente á  su  casa,  y  ánlesde  ayer  vino  ella 
misma  á  informarse ,  como  habéis  visto.  Salió  de 
aquí  llena  de  compasión;  pero  como  vuestra  des- 
gracia podia  ser  el   fruto  de  mala  conducta,  me 
ha  encargado  que  tomase  informes  lo  mas  pronto 
posible,  á  fin  de  medir  sus  beneficios  por  vuestra 
prolu'dad.  —  ¡  Qué  señora  tan  buena,  tan  noble  I  • 
con  razón  de(  ia  yo...  —  A  Magdalena:  /  Si  los  ricos 
supieran  !  ¿  no  es   verdad  ?  —  ¿Y  cómo   sabéis  el 
nombre  de  mi  mujer  ?.  ,  ¿  quién  os  ha  dicho  que?... 
—  Desde  las  seis  de  esta  mañana  —  dijo  Rodolfo 
interrumpiendo  á  Morel  —  he  estado  oculto  en  ese 
desván  junto  á  vueslra   guardilla.  —  ¡  Vos....  se- 
ñor I...  —  ¡  Y  he  oido  cuanto  ha  pasado  ,  hombre 
de  bien  ,  hombre  honrado  I  —  i  Dios  mió  1...  ¿  paro 
como   pudisteis  meleros  allí !  — iSadie    podia    in- 
formarme mejor  que  vos  mismo  de  lo  que  deseaba 
saber  ,  y  he  querido  oíros  sin  que  supieseis  os  escu- 
chaba. El  portero  me  habia  hablado  de  ese  peque- 
ño desván ,  y  aun  me  propuso  cedérmelo  para  le- 
ñera. Esta  mañana  le  he  dicho  que  me  dejase  verlo, 
estuve  en  él  una  hora  ,  y  me  he  convencido  de  que 
no  hay  un  hombre  mas  bueno  ,  mas  noble,  ni  mas 
valerosamente  resignado  que  vos.  —  Pero ,  señor, 
mi  mérito  no  es  grande  á  la  verdad  :  he  narido  asi, 
y  no  debía  esperar  otra  cosa.  —  Ya  lo  sé;  y   por 
eso  no  os  alabo  ,  sino  que  os  aprecio...  Estaba  para 
salir  de  ese  a<íujero  para  libraros  de  los  alguaciles, 
cuando  he  oido  ía  voz  de  vueslra  hija  ,  y  entonces 


290  LOS  MISTERIOS  DE   PARTS. 

he  determinado  cederla  la  dicha  de  salvaros..  Por 
desgracia  la  rapacidad  de  los  guardas  del  comercio 
ha  privado  á  la  pobre  Luisa  de  esta  dulce  satis- 
facción, y  entonces  me  he  presentado.  Ayer  he  re- 
cibido algunas  cantidades  que  me  debian ,  y  por 
eso  he  podido  cumplir  de  antemano  la  voluntad 
de  vuestra  bienhechora  pagando  por  vos  esa  des- 
graciada deuda.  Pero  vuestro  infortunio  ha  sido 
tan  grande,  tan  honrado,  y  lo  habéis  sufrido 
con  tanta  resignación,  que  el  interés  que  os 
manifiesta,  y  que  merecéis,  no  se  reducirá  á 
este  solo  don.  En  nombre  de  vuestro  ángel  tu- 
telar puedo  ofreceros  un  porvenir  tranquilo  y  di- 
choso papa  vos  y  para  vuestros  hijos...  —  ¡Será  po- 
sible!... Pero  á  lo  menos  decidme  su  nombre  ,  se- 
ñor; el  nombre  de  ese  ángel  del  cielo  ,  de  ese  ángel 
tutelar,  como  vos  le  llamáis!... —  No  hay  duda 
que  es  un  ángel...  Y  teniais  razón  de  decir  que  todos 
tienen  sus  penas  ,  asi  los  grandes  como  los  pobres. 

—  ;  Es  por  ventura  desgraciada  esta  señora  I  —  ¡Y 
quien  no  padece  en  esta  vida!...  Pero  yo  no  hallo  in- 
conveniente ninguno  para  deciros  su  nombre...  Se 
llama.... 

Acordándose  Rodolfo  de  que  madama  Pípelet  sa- 
bia que  la  marquesa  de  Harville  habia  ido  á  aquella 
casa  con  intención  de  ver  al  comandante ,  y  temien- 
do con  razón  la  indiscreta  locuacidad  de  la  portera, 
continuó  después  de  un  momento  de  silencio : 

—  Os  diré  el  nombre  de  esa  señora...  bajo  una 
condición....  —  ¡  Oh  !  la  condición  que  queráis, 
señor ! ...  —  Que  me  prometeréis  no  decir  su  nombre 
á  nadie..,  ¿  entendéis  ?á  nadie...  —  ¡  Ah!  oslo  juro.. 
¿Pero  no  podrá  á  lo  menos  dar  gracias  á  esa  pro- 
videncia de  los  desgraciados  ?  —  Se  lo  preguntaré  á 
la  marquesa  de  Harville,  y  no  dudo  que  consentirá. 

—  ¿  Gomo  se  llama  ?  —  La  señora  marquesa  de 


ALEGRÍA.  291 

Harville.  —  ¡  Ab  !  ¡  nunca  olvidaré  su  nombre! 
Será  la  santa  que  invooaré...  que  adoraré...  ¡  Cuan- 
do pienso  que  ha  salvado  á  mi  mujer,  á  mis  bi- 
josl...  ¿Salvado?  ¡  ah  /  no  los  ba  salvado  á  to- 
dos... mi  Adelila;  bija  de  mi  alma...  ;  no  has  cono- 
cido á  tu  bienhechora  I...  Pero,  como  ha  de  ser  ;  al 
íin  la  hubiéramos  perdido  de  un  día  al  otro,  porque 
su  enfermedad  era  mortal... 

Y  el  lapidario  enjugó  las  lágrimas. 

—  En  cuanto  á  los  últimos  deberes  que  hay  que 
cumplir  con  respecto   á   vuestra    bija  ,  si  queréis 
seguir  mi  consejo  os  diré  lo  que  se  debe  hacer.... 
No  vivo  todavía  en  mi  cuarto,  que  es  grande ,  sano 
y  ventilado ;  tengo  ya  en  él  una  cama ,  y  se  traerá 
todo  lo  necesario  para  que  vos  y   vuestra   familia 
estéis  con  comodidad  ,  mientras  la  señora  de  Harvi- 
lle no  disponga  colocaros  de  otro  modo...  El  cuerpo 
de  vuestra  bija  quedará  en  el  desván,  en    donde 
será  velado  esta  noche  como  conviene  por  un  sa- 
cerdote. Voy  á  pedir  á  M.  Pipelet  que  se  encargue 
de  todos  los  pormenores.  —  ¡  Pero ,  señor ,  privaros 
de  vuestro  cuarto  I...  no  es  menester  que  bagars  tal 
sacriflcio...  Ahora  estamos  tranquilos  ,  pues  ya  no 
me  llevan  á  la  cárcel...  y  nuest.ro  pobre  desván  nos 
parecerá  un  palacio,  sobre  todo  si  mi  Luisa  se  queda 
á  nuestro  lado  para  cuidar  de  todo  como  antes  de 
habernos  separado...  —  Vuestra  Luisa  no  os  aban- 
donará... Decíais  que  seria  vuestra  ambición  ,  vues- 
tro lujo  el  tenerla  en  vuestra  compañía...  Pues  bien 
la  tendréis ,  y  será  la  recompensa  de  vuestra  hon- 
radez. —  ¡  Dios  mió  !  me  parece  que  estoy  soñando 
¿  es  posible  lo  que  me  pasa  ?  Yo  no  be  sido  jamas 
devoto ,  ni  he  tenido  mas  religión  que  la  del  ho- 
nor... pero  este  cambio  maravilloso  de  fortuna...  me 
hace  creer  en  la  Providencia...  —  Y  si  el  dolor  de 
un  padre  pudiese  admitir  compensaciones  —  dijo 


292  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

Rodolfo  con  tristeza  —  os  diría  que  si  habéis  per« 
dido  una  hija  ,  habéis  rescatado  o'ra.  —  Es  verdad 
á  lo  menos  ahora  tendremos  á  nuestra  Luisa...  — 
Conque  aceplais  mi  cuano  ¿  no  es  verdad  ?  porque 
sino  ¿cofiío  se  ha  de  hacer  para  velar  el  cuerpo  de 
esa  pobre  niña?...  Acordaos  de  la  debilidad  de  vues- 
tra mujer.  .  y  el  peligro  de  ponerla  delante  tan  do- 
loroso especláculo  por  espacio  de  veinte  y  cuatro 
horas...  —  De  todo  os  acordáis...  ¡  de  todo  I...  ¡  Que 
bondadoso  sois,  señor  I  —  Agradecedlo  á  vuestro 
ángel  tutelar,  porque  su  bondad  es  la  que  me  ins- 
pira. Os  digo  lo  que  ella  misma  os  diria  ,  y  estoy 
seguro  de  que  aprobará  cuanto  hiciere...  Conque 
aceptáis  ¿  no  es  verdad  ?  vamos  ,  está  convenido.... 
Ahora  decidme  ¿  qué  tenéis  con  ese  Jaime  Ferrai  ?.. 
Una  nube  sombría  cubrió  el  semblante  de  Morel. 

—  ¿Es  por  ventura  ese  Jaime  Ferran  el  notario 
que  vive  en  la  calle  de  Sentien?  —  El  mismo...  ¿  Le 
conocéis?  —  Y  luego  ,  exaltado  de  nuevo  pnr  sus 
temores  con  respecto  á  Lo  isa  ,  dijo  con  voz  altera- 
da :  —  Ya  que  todo  lo  habéis  oido,  decidme,  señor, 
decid...  ¿  tengo  ó  no  tengo  derecho  para  quejarme 
de  ese  hombre?...  y  quien  sabe...  si  mi  hija...  si 
Luisa... 

Rodolfo  comprendió  el  motivo  de  su  temor. 
No  pudo  concluir  y  cubrió  el  rostro  con  las  manos. 

—  El  paso  que  ha  dado  el  notario  debe  serena- ' 
ros  —  le  dijo  :  —  acaso  ha  pedido  vuestra  prisión 
para  vengarse  de  los  desdenes  de  vuestra  hija  ;  por 
lo  demás  tengo  motivos  para  creer  que  es  homhre 
de  malas  intenciones...  En  tal  caso  —  dijo  Rodolfo 
después  de  haber  reflexionado  un  momento  —  es- 
peremos que  la  Providencia  lo  castigará...  porque 
no  siempre  deja  sin  su  merecido  á  los  malos.  —  ¡Ah, 
señor  1  ;  es  tan  rico  como  h¡|)ócrita  !  —  Acordaos  de 
que  estabais  aflijido  y  desesperado,  y  que  un  ángel 


ALEGIIÍA.  293 

vino  á  salvaros...  otro  ángel  Tcn;^ador  é  inexorable 
acaso  visitará  al  notario...  si  es  culpable. 

Salió  en  aquel  momento  Alegria  del  desván  en- 
jugando los  ojos. 

Rodolfo  la  dijo : 

— ;,  No  os  parece  ,  vecinita  ,  que  el  señor  Morel 
hará  bien  en  ocupar  mi  cuarto  con  su  familia,  mien- 
tras que  su  bienhechor,  del  cual  no  soy  mas  que 
un  agente,  le  busca  una  habitación  cómoda. 

Alegría  miró  á  Rodolfo  con  asombro. 

—  ¿  Pero ,  señor  ,  seriáis  generoso  hasta  el  punto 
de  ?...  —  St ,  pero  bajo  una  condición...  que  depende 
de  vos ,  vecina...  —  ¡  Oh  !  todo  lo  que  de  mi  de- 
penda.... —  Tengo  que  arreglar  deprisa  unas  cuen- 
tas para  mi  principal...  los  papeles  están  abajo  y 
muy  pronto  vendrán  á  buscarlos...  Si  en  calidad  de 
vecina  quisieseis  permitirme  hacer  este  trabajo  en 
vnestro cuarto  ..en  una  esquina  de  vuestra  mesa... 
mientras  hacéis  vuestro  trabajo...  prometo  no  inco- 
modaros, y  la  familia  de  Morel  podrá  en  tal  caso 
mudarse  inmediatamente  á  mi  cuarto  con  la  ayuda 
de  madama  Pipelet.  —  ¡Oh  I  si  no  es  mas  que  eso, 
de  muy  lindo  gusto;  los  vecinos  deben  servirse  mu- 
tuamente... y  vos  nos  dais  el  ejemplo  en  el  bien 
que  hacéis  por  esta  pobre  familia...  Mi  cuarto  ,  se- 
ñor está  á  vuestra  disposición...  —  Llamadme  mi 
tec/no...  porque  sino  no  os  hablaré  con  franqueza... 
ni  me  atreveré  á  aceptar  vuestro  ofrecimiento  — 
dijo  Rodolfo  sonriendo.  —  Si  en  eso  consiste  ,  nada 
mas  sencillo:  puedo  llamaros  vecino,  porque  en 
realidad  lo  sois.  —  Papá  ,  mamá  te  llama...  /  ven  I 
¡  ven  i  —  dijo  uno  de  los  niños  saliendo  del  desván. 
—  Adiós,  señor  Morel :  cuando  todo  esté  listo  abajo 
os  darán  aviso. 

El  lapidario  entró  precipitadamente  en  el  desván. 

—  Ahora ,  vecina  —  dijo  Rodolfo  á  Alegría  —  es 


29Í  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

necesario  que  me  hagáis  otro  servicio. — De  muy 
buena  gana  ,  vecino  ,  si  me  es  posible.  —  Estoy  se- 
guro de  que  se  os  dan  en  la  mano  los  negocios  ca- 
seros: se  trata  de  comprar  al  instante  la  necesario 
para  que  la  familia  de  Morel  se  vista  y  se  esta- 
blezca con  comodidad  en  mi  cuarto ,  en  donde  no 
hay  todavía  mas  que  mis  muebles  que  han  trnido 
ayer  ,  y  por  cierto  que  no  son  muy  abundantes. 
¿  Como  haremos  para  tener  sobre  la  marcha  lo  que 
necesito  para  esta  pobre  familia  ? 

Reflexionó  un  momento  Alegría  ,  y  respondió: 
—  Dentro  de  dos  horas  tendréis  todo  lo  necesario, 
vestidos  hechos ,  de  mucho  abrigo  y  muy  buenos, 
buenas  camisas  y  sábanas  para  toda  la  familia,  dos 
camitas  para  los  niños  ,  una  para  la  vieja  ;  en  fin, 
lodo  lo  que  hace  falta...  pero  es  menester  conside- 
rar que  costará  mucho,  mucho  dinero.  —  ¡Qué 
diantres  !...  ¿  y  cuanlo  costará  ?  —  i  Oh !  por  lo  me- 
nos ,  por  lo  menos  quinientos  ó  seiscientos  francos. 

—  ¿  Para  todo  ?  —  ¡  Oh ,  sí !...  ya  veis  que  es  mucho 
dinero  —  dijo  Alegría  abriendo  los  grandes  ojos  y 
meneando  la  cabeza.  —  ¿Y  cuando  tendremos  todo 
eso?  —  Antes  de  dos  horas.  —  ;  Entonces  sois  bruja, 
vecina  I  —  ¡  Dios  mió,  no  !  nada  mas  sencillo...  El 
Templo  está  á  dos  pasos  de  aquí .  y  allí  se  encuentra 
todo  lo  necesario.  —  ¿El  Templo  ?  —  Si ,  el  Tem- 
plo. —  ¿  Qué  sitio  es  ese  ?  —  ¿  No  sabéis  donde  está 
el  Templo  ?  —  No  ,  vecina.  —  Pues  es  donde  com- 
pran sus  muebles  los  que  como  vos  y  como  yo 
quieren  vivir  con  economía.  Se  compran  allí  mue- 
bles mas  baratos  que  en  otras  partes,  y  tan  bue- 
nos.... —  ¿De  veras  ?  —  Ya  lo  creo:  supongamos 
por  ejemplo...  ¿cuanto  habéis  pagado  por  vuestra 
levita  ?  —  No  sé  precisamente...  —  ¡Qué  decís  ,  ve- 
cino !  ¿no  sabéis  lo  que  ha  costado  vuestra  levita  ? 

—  Os   confesaré ,   vecina ,   con   franqueza  que  la 


ALEGRÍA.  295 

estoy  debiendo  —  dijo  Rodolfo  —  Ya  veis  que  no 
puedo  saber.. —  /Ahí  vecino....  vecino....  estoy^ 
viendo  que  no  sois  muy  ordenado.  —  1  Ah  ,  ve- 
cina I  ese  es  mi  pecado...  —  Sin  embargo  debéis 
enmendaros,  si  queréis  que  seamos  amigos...  y  me 
parece  que  lo  seremos...  porque  tenéis  trazas  de 
ser  bueno.  Ya  veréis  como  no  os  desagrada  mi  ve- 
cindad. Me  ayudareis...  y  yo  os  ayudaré  también... 
porque  entre  vecinos  no  hay  nada  mas  natural... 
CHidaré  de  coseros  y  plancharos...  y  me  daréis  una 
mano  para  encerar  todos  los  dias  el  suelo  de  mi 
cuarto.-.  Yo  soy  madrugadora  y  os  dispertaré  para 
que  nunca  os  echen  de  menos  en  la  tienda  :  llamaié 
á  vuestro  tabique  hasta  que  me  digáis:  ¡Buenos 
dias ,  vecina  ! 

—  Que  me  place:  me  dispertaréis ,  cuidaréis  de 
mi  ropa,  y  yo  enceraré  muestro  cuarto. — ¿Pero 
seréis  ordenado  ?  — Seguramente. — Y  cuando  ten- 
gáis que  comprar  alguna  cosa,  iréis  al  Templo; 
porque  ,  por  ejemplo:  supongo  que  esa  levita  os  ha 
costado  ochenta  francos  ;  pui's  bien  ,  en  el  Templo 
la  compraríais  por  treinta.  —  ¡Eso  es  una  viña!... 
De  modo  que  con  quinientos  ó  seiscientos  francos 
creéis  que  el  pobre  Morel  y  su  familia... — Se  ha- 
rán con  todo  lo  preciso,  y  bien,  y  para  mucho  tiem- 
po.—  ¡Una  idea  se  me  ocurre,  vecina/ — Decid. — 
¿Sabéis  escoger  bien  la  ropa  y  los  muebles?  —  Ya 
lo  creo...  algo  entiendo  de  eso  —  repuso  Alegría 
con  cierto  énfasis  de  vanidad.  —  Pues  entonces  to- 
mad mi  brazo  y  vamonos  al  Templo  á  comprar 
lo  que  Lace  falta  para  la  familia  de  Morel ,  ¿queréis? 
—  ¡Jesusl  i  qué  felicidad'....  ¡  pobrecillos!...  pero 
¿y  el  dinero?— Tengo  dinero.  —  ¿Quinientos  fran- 
cos ¿ —  El  bienhechor  de  Morel  me  ha  dado  carta 
blanca ,  y  no  quiere  ahorrar  nada  con  estos  infeli- 
ces... Si  sabéis  de  otro  sitio  en  donde  haya  mejores 


296  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

íjéneros  que  en  el  Templo...  — En  ninguna  parte  se 
halla  nada  mejor;  y  luego  en  el  Templo  lodo  se 
puede  comprar  hecho:  ropa  para  los  niños,  para 
la  madre...  —  ¡Vamos  entonces  al  Templo,  vecina. 
—  ¡Ay  Dios  mió!  pero... —  ¿Pero  qué?  —  Nada... 
pero,  ya  veis...  mi  tiempo...  es  lo  único  que  poseo... 
ya  rae  he  atrasado  bastante  yendo  y  viniendo  para 
cuidará  la  mujer  de  Morel.  Ya  veis,  una  hora  de 
aquí,  otra  hora  de  allí,  va  haciendo  poquito  á  poco 
un  día  entero;  un  dia  vale  treinta  sueldos  ;  y  cuan- 
do no  se  gana  nada  en  un  dia  es  preciso  vivir  como 
sise  ganara...  ¡Pero,  no  importa!...  Lo  sacaré  á 
las  noches...  y  ademas ,  mis  horas  de  recreo  son  muy 
raras  y  contadas...  de  lo  que  no  me  pesa...  me  pa- 
recerá'que  soy  muy  rica...  muy  rica ,  y  que  compro 
con  mi  dinero  todas  esas  cosas  para  Morel...  Vamos 
luego;  voy  á  ponerme  el  chaly  el  sombrero,  y  vuelvo 
en  un  minuto,  vecino.  —  ¿Queréis  que  mientras 
tanto  lleve  mis  papeles  á  vuestra  habitación?  — 
Como  gustéis,  y  con  eso  veréis  mi  cuarto  —  dijo 
Alegría  con  orgullo — porque  está  ya  compuesto, 
loqueos  probará  que  soy  madrugadora,  y  que  si 
sois  perezoso  y  dormilón...  peor  para  vos,  porque 
tendréis  mala  vida  conmigo... 

Y  Alegría  bajó  la  escalera  como  un  pájaro  ,  y  se- 
guida de  Rodolfo  que  entró  en  su  cuarto  para  lim- 
piarse del  polvo  que  habia  cojido  en  el  desván  de 
M.  Pipelet.  Mas  adelante  diremos  porqué  no  sabia 
Rodolfo  el  rapto  de  Flor  de  María,  que  habia  tenido 
lugar  la  víspera  en  la  quinta  de  Bouqueval ,  y  por- 
qué no  habia  visitado  á  Morel  al  dia  siguiente  de 
su  coloquio  con  madama  de  Harville. 

Rodolfo  ,  armado  de  un  lio  formidable  de  papeles 
por  mero  cumplimiento ,  entró  en  el  cuarto  de 
Alegría. 

Tenia  esta  la  misma  edad  que  Flor  de  María ,  su 


ALEGRÍA.  297 

antigua  amiga  y  compañera  de  prisión.  Habia  entre 
estas  dos  jóvenes  la  diferencia  que  hay  entre  la  lisa 
y  el  lianlo;  erilre  la  indolencia  go/osa  y  la  medi- 
tación líielancóiica  :...  entre  la  iinpievision  mas  ir- 
reflexiva y  la  provisión  mas  incesante  y  sombría  de 
lo  futuro,  entre  una  naturaleza  delicada,  esquisita, 
elevada  ,  poética,  dolorosamenle  scíisibh; ,  incura- 
blemente herida  y  abrimiada  [lor  los  remordimien- 
tos... y  una  disposición  alegre  ,  viva  ,  feliz,  buena 
y  compasiva.  Alegría  no  senlia  mas  pesares  que  los 
ajenos,  y  se  afligia  y  se  identi uceaba  de  todo  cora- 
zón con  el  infortunio  de  los  denias  ;  pero  no  volvia 
á  acordarse  desde  que  volvia  la  espalda  como  vul- 
garmente se  dice.  A  veces  inlerrumj)ia  una  risa  in- 
genua y  estrepitosa  para  llorar  amargamente,  ó  un 
llanto  sincero  y  amargo  para  volver  á  reir.  Co- 
mo verdadera  hija  de  Paris  .  preferia  el  aturdi- 
miento á  la  quietud  ,  el  movimiento  al  reposo  ,  la 
estrepitosa  armonía  de  la  orquesta  de  los  bailes  de 
la  Cartuja  y  del  Colisto  al  dulce  murmullo  del  vien- 
to ,  del  agua  y  del  follaje...  el  tumulto  atronador 
de  las  plazas  y  calles  de  Paris  á  la  soledad  de  los 
campos...  el  resplandor  de  los  fuegos  de  aitiQ- 
cio,  el  chispeo  deslumbrador  del  gran  ramiVct  de 
fuego,  el  ruido  de  las  bombas,  á  la  serenidad  de 
una  noche  estrellada,  sombría  y  silenciosa.  ¡Ahí  la 
gozosa  niña  preferia  francamente  el  empedrado  de 
las  calles  de  la  capital ,  al  musgo  y  al  cespel  fron- 
doso de  los  senderos  umbríos  y  sembrados  de  viole- 
tas ;  el  polvo  de  los  líaluartes  á  la  ondulación  de  los 
campos  de  espigas  de  oro,  esmaltados  con  la  escar- 
lata de  las  amapolas  silvestres  y  el  suave  azul  de 
los  acianos... 

Alegría  solo  salia  de  su  cuarto  los  domingos ,  y 
todas  las  mañanas  muy  temprano  par-i  hacer  su 
provisión  de  leche,  de  pan,  y  de  panizo  para  &ms  dos 


298  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS, 

pajar  dios ,  como  decia  madama  Pipelet;  pero  al 
fin  vivía  en  París,  y  nada  podría  contrariar  mas 
su  gusto  y  su  voluntad  que  el  vivir  fuera  de  a 
capital. 

Permítasenos  añadir  dos  palabras  mas  sobre  la 
costureríla  de  la  calle  del  Templo,  y  luego  introdu- 
ciremos á  Rodolfo  en  su  habilacion. 

Tenía  la  compañera  de  la  Guíllabaora  diez  y  ocho 
años  incompletos,  y  una  estatura  mas  baja  que  la  ta- 
lla ordinaria ;  pero  tan  graciosamente  formada ,  tan 
bien  dispuesta  ,  tan  voluptuosamente  combinada... 
y  tan  en  armonía  con  sus  modales  listos  y  afanosos, 
(jue  parecía  completa:  el  movimiento  de  sus  lindos 
pies,  calzados  siempre  con  botinas  de  casimir  negro 
y  de  suela  bastante  gorda ,  traia  á  la  memoria  el 
andar  cauteloso,  lijero  y  gracioso  de  la  codorniz  y 
de  la  nevatina.  Al  verla  andar,  cualquiera  diría 
que  apenas  tocaba  el  suelo.  Este  movimiento ,  este 
modo  de  andar  de  las  grisetas  y  ágil,  provocativo,  y 
un  si  es  no  es  asustadizo,  debe  atribuirse  á  tres 
causas  :  al  deseo  de  agradar ;  al  temor  de  que  sus 
modales  se  interpreten  por  una  pantomima  dema- 
siado espresiva ;  al  cuidado  de  perder  el  menos 
tiempo  posible  en  sus  escursíones. 

Rodolfo  solo  había  visto  á  Alegría  a  la  oscura 
luz  del  desván  y  del  último  descanso  de  la  escale- 
ra; y  asi  es  que  se  sorprendió  al  ver  la  resplande- 
ciente frescura  de  la  joven  cuando  entró  en  su  cuar- 
to alumbrado  por  dos  grandes  ventanas.  Quedóse 
por  un  instante  inmóvil  ante  el  gracioso  cuadro  que 
presentaba  la  habitación  de  la  costurera.  Alegría, 
en  pié  delante  del  espejo  que  estaba  sobre  la  chi- 
menea, ataba  debajo  de  la  barba  las  cantas  de  su 
sombrerillo  de  tul  bordado,  y  adornado  con  un  en- 
caje y  una  cenefa  color  de  cereza  ;  el  sombrero  era 
estrecho  ,  y  como  lo  llevaba  cchajdo  hacia  atrás. 


ALE6RÍA,  299 

dejaba  ver  dos  gruesas  bandas  de  cabello  liso  y  bri- 
llante como  el  azabache  .  que  caian  diagonalmente 
por  uno  y  otro  lado  de  su  frente  ;  sus  cejas  finas  y 
delicadas  ,  se  arqueaban  sobre  dos  grandes  ojos  ne- 
gros ,  vivos  y  traviesos  ;  sus  mejillas  tersas  y  llenas 
eran  encarnadas   y   frescas   á  la  vista  y  al  tacto, 
como  una  manzana  impregnada  del  roció  del  alba; 
su  pequeña  nariz  remangada ,  traviesa  y  descarada, 
hubiera  hecho  la  fortuna  de  un  Marton  ó  de  una 
Lisette  ;  su  boca  era  algo  grande  ,  risueña  y  bur> 
lona  ,  sus  labios  rosados  y  húmedos  ,  y  sus  dientes 
pequeños ,  juntos  y  aperlados ;  tres  hermosos  ho- 
yuelos, uno  en  cada  mejilla  y  otro  en  la  barba  ,  no 
iéjos  de  un  pequeño  lunar  como  una  mosca  de  éba- 
no ,  colocado  del  modo  mas  provocador  á  un  lado 
de  la  boca  ,  daban  á  su  fisonomía  una  gracia  en- 
cantadora. Entre  un  ancho  cuello  vuelto  de  encaje, 
y  el  estremo  del  sombrero  bastillado  con  una  cinta 
color  de  cereza,  se  veia  el  nacimiento  de  una  selva 
de  hermoso  cabello ,  tan  perfectamente  alisado  y 
tan  negro ,  que  parecía  pintado  sobre  el  marfil  de 
su  pescuezo.  Un  vestido  de  merino  color  de  pasa  de 
Corinto  de  espalda  lisa  y  mangas  apretadas  ,  hecho 
por  la  misma  Alegría ,  cenia  un  talle  tanto  mas  fino 
y  esbelto  porque  la  joven  costurera  no  gastaba  cor- 
sé... por  economía.  Cierta  elasticidad  y  desenvoltu- 
ra inusitadas  ,  al  menor  movimiento  de  los  hombros 
y  del  cuerpo  ,  parecidas  á  la  blanda  ondulación  del 
andar  del  gato  ,  revelaban  esta  particularidad.  Fi- 
gurémonos un  vestido  ceñido  á  las  formas  redondas 
y  tersas  de  un  mármol,  y  concebiremos  que  Ale- 
gría podia  muy  bien  dispensarse  de  usar  la  parte 
del  vestido  de  que  acabamos  de  hablar.  Un  delan- 
tal de  levantina  verde  cenia  su  cintura,  que  po- 
dria  abrazarse  con  las  dos  manos. 
—  Confiada  en  la  soledad  en  que  creía  hallarse, 


300  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS* 

pues  Rodolfo  había  permanecido  inmóvil  á  la 
puerta  del  cuapto,  la  costurera,  después  de  haber 
alisado  las  bandas  de  su  cabello  negro  con  ia  pal- 
ma de  su  blanca  y  graciosa  mano  ,  puso  el  pié  so- 
bre una  silla  y  se  inclinó  para  aprelar  el  cordón  de 
una  bolina.  Ésta  última  operación  no  pudo  reali- 
zarse sin  exponer  á  los  ojos  indiscretos  de  Rodolfo 
una  enagua  de  algodón  blanca  como  la  nieve,  y  la 
mitad  de  una  pierna  admirablemente  torneada. 

Por  la  descripción  que  llevamos  hecha  de  su  ves- 
tido, se  puede  conocer  que  Alegría  liabia  escogido 
su  mejor  sombrero  y  su  delantal  mas  lindo,  en  ho- 
nor de  su  vecino  para  acompañarlo  al  Templo.  El 
fingido  mancebo  de  comercio  llenaba  sus  medidas, 
y  le  agradaba  sobremanera  su  fisonomía  benévola, 
altiva  y  atrevida:  y  ademas  se  mostraba  tan  cora- 
pasivo  con  la  familia  de  Morel,  cediéndola  gene- 
rosamente su  cuarto  ,  que,  gracias ii  esta  prueba  de 
bondad,  y  acaso  también  al  mérito  de  sus  facciones 
Rodolfo  había  dado  sin  pensarlo  un  paso  de  gigan- 
te en  la  confianza  de  la  costurera.  E^ta  ,  según  la 
idea  práctica  que  tenia  de  la  intimidad  forzosa  y  de 
las  obligaciones  recíprocas  que  impone  la  vecindad, 
se  tenia  por  muy  dichosa  con  que  un  vecino  como 
Rodolfo  viniese  á  ser  sucesor ,  en  el  cuarto  inme- 
diato al  suyo;  del  comisionista  viajero  ,  de  Cabrion 
y  de  Francisco  Germán;  porque  empezaba  ya  á 
sentir  que  el  otro  cuarto  estuviese  tanto  tiempo  va- 
cío ,  y  sobre  todo  temi  i  verlo  ocupado  de  una  ma- 
nera poco  agradable. 

Rodolfo,  aprovechando  su  invisibilidad,  no  se  can- 
saba de  mirar  la  habitación  de  Alegría,  cuyo  es- 
merado y  esquisilo  aseo  le  parecía  superior  á  la 
descripción  que  le  habia  hecho  madama  Pipelet. 

Serja  difícil  hallar  nada  mas  alegre  y  mas  bien 
ordenado  que  el  cuarlito  de  esta  laboriosa  joven. 


ALEGRÍA.  301 

Las  paredes  estaban  cubiertas  de  un  papel  ceni- 
ciento sembrado  de  flores  verdes;  el  piso  pintado 
de  encarnado,  lucia  como  un  espejo.  Una  hornilla 
vidriada  y  blanca  estaba  colocada  en  el  hogar  de 
la  chimenea  ,  en  la  cual  se  veia  puesta  con  sime- 
tría una  provisión  de  leña  tan  menudamente  corta- 
da, que  sin  género  alguno  de  hibérpole  podría 
compararse  á  un  montón  de  grandes  pajuelas  fos- 
fóricas de  madera. 

Adornaban  la  chimenea  de  piedra,  pintada  á 
imitación  del  mármol  gris ,  dos  floreros  ordinarios 
de  baño  verde;  una  cajila  de  box  encerraba  una 
muestra  de  plata  que  hacia  las  veces  de  péndulo;  á 
un  lado  brillaba  un  candelero  de  cobre  resplande- 
ciente como  el  oro  ,  y  en  el  cual  habia  un  cabo  de 
bujía;  al  otro  lado  habia  una  lámpara  no  menos 
brillante  que  consistía  de  un  cilindro  y  un  rever- 
bero de  cobre,  una  columna  de  acero  y  una  basa 
de  plomo  :  sobre  la  chimenea  habia  un  espejo  bas- 
tante grande  con  cuadro  de  madera  negra.  Las  cor- 
tinas de  las  tentanas  y  de  la  cama  cubierta  con  una 
colcha  de  gusto  sencillo  ,  cortadas,  cosidas  y  guar- 
necidas por  Alegría,  era  de  tela  persiana,  ceni- 
cienta y  verde;  y  dos  puertas  vidrieras  cuyos  cris- 
tales estaban  pintados  de  blanco,  ocultaban  dos  alco- 
bas á  uno  y  otro  lado  ,  en  las  cuales  se  hallaban  sin 
duda  el  vasar,  la  hornilla  portátil,  el  agua,  la  escoba 
etc.,  etc.,  porque  ninguno  de  estos  objetos  afeaba 
el  lindo  y  simétrico  aspecto  del  cuarto,  cuyos  mue- 
bles consistían  en  una  cómoda  de  nogal  muy  lus- 
trosa ,  cuatro  sillas  de  la  misma  madera ,  una  gran 
mesa  de  planchar  y  de  costura,  cubierta  con  una 
de  esas  mantas  de  lana  verde  que  suelen  verse  en 
las  casas  de  los  aldeanos,  y  una  silla  de  bra/os  con 
asiento  de  paja  y  su  sitial  de  lo  mismo,  que  era  el 
asiento  habitual  de  la  costurera.  Finalmente ,  entre 
T.  II.  20 


302  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

las  dos  ventanas  se  veía  la  jaula  de  los  dos  canarios, 
compañeros  fieles  de  Alegría.  Por  una  de  esas  ideas 
industriosas  que  solo  se  ocurren  á  los  pobres,  esta 
jaula  estaba  colocada  en  medio  de  un  cajón  de  ma- 
dera de  un  pié  de  profundidad:  este  cajón,  puesto 
sobre  una  mesa  j  al  cual  llamaba  Alegría  su  jardin, 
estaba  lleno  de  tierra  cubierta  de  musgo  por  el 
infierno,  j  por  el  verano  sembraba  en  él  yerba  y 
plantaba  algunas  flores. 

Contemplaba  Rodolfo  este  recinto  con  interés  y 
curiosidad  ,  y  comprendía  perfectamente  la  causa 
del  humor  gozoso  de  la  costurera.  Figurábase  en 
aquella  soledad  el  alegre  gorgeo  de  las  dos  aveci- 
llas, y  el  canto  sencillo  y  dichoso  de  la  joven  ;  por 
el  verano  trabajaba  sin  duda  junto  á  la  ventana 
abierta,  en  medio  de  una  verde  selva  de  guisantes 
de  olor  de  rosa,  de  capuchinas  color  de  naranja ,  y 
de  enredaderas  verdes  y  blancas :  por  el  invierno 
velaba  junto  á  la  chimenea  con  la  suave  luz  de  la 
lámpara, 

Aquí  llegaba  Rodolfo  de  sus  reflexiones ,  cuando 
miró  maquinalmetite  hacia  la  puerta  y  vio  un  enor- 
me cerrojo  que  podría  competir  con  el  de  la  puerta 
de  una  cárcel. 

Este  cerrojo  le  inspiró  distintos  pensamientos. 

Podría  tener  dos  significados ,  dos  usos  diferentes; 

Cerrar  la  puerta  á  los  amantes... 

Encerrar  á  los  amantes.  . 

Alegría  distrajo  á  Rodolfo  de  estas  interpretacio- 
nes, pues  volvió  la  cabeza,  lo  vio,  y  sin  mudar  de 
postura  le  dijo: 

—  I  Hola ,  vecino  /  [  con  que  estáis  ahí ! 

La  linda  pierna  desapareció  en  seguida  entre  los 
anchos  pliegues  del  vestido  color  de  Gorínto,  y  Ale- 
gría añadió: 


ALEGRÍA.  303 

— ■ ;  Miren  el  husmeador  I  —  Estaba  aquí...  ad- 
mirando...—  ¿Y  qué  admirabais  ,  vecino?  —  Vues^ 
tro  incomparable  cuarlito...  porque  os  digo  la  ver- 
dad ,  vecina  ,  pero  tenéis  una  habitación  como  una 
reina...  —  /Caramba  I  para  eso  no  tengo  otro  lujo... 
y  como  no  salgo  nunca...  me  gusta  estar  con  como- 
didad en  mi  cuarto... — Pero  yo  estoy  admirado... 
¡qué  cortinas  tan  lindas!...  ¡y  aquella  cómoda  tan 
hermosa  de  caoba  I  Debéis  haber  gastado  un  dine- 
ral loco  en  estos  muebles...  |Ah !    no  me  habléis 

de  eso  por  Dios tenia   cuatrocientos  y  veinte 

francos  mios  cuando  sali  de  la  prisión  ..  y  casi  todo 
lo  he  metido  en  esto...  —  ¡Cuando  salisteis  de  la 
prisionl...  ¿Habéis  estado  presa?... — Sí...  pero  ese 
es  cuento  largo.  Espero  que  no  pensaréis  que  he 
estado  presa  por  haber  hecho  mal  á  nadie.  —  Sin 
duda...  ¿pero  cómo?... — Después  del    cólera  me 
hallé  sola  y  desamparada  en  el  mundo...  Me  parece 
que  tenia  entonces  diez  años... — ¿Pero  hasta  en- 
tonces, quién  os  habia  criado.  —  ¡Ahí  ¡una  gente 
muy  honrada  I...  pero  se  murieron  del  cólera...    al 
decir  esto  se  arrasaron  de  lágrimas  los  ojos  de  Ale- 
gría ).  Se  vendió  lo  poco  que  tenian  para  pagar  al- 
gunas deudas,  y  he  quedado  sin  tener  quien  me 
recogiese:  no  sabiendo  que  hacer  de  mí,  me  fui  á 
un  cuerpo  de  guardia  que  habia  en  frente  de  nues- 
tra casa ,  y  dije  al  centinela :  «  Señor  soldado ,  mis 
padres  se  murieron  ,  y  no  tengo  á  donde  ir:  ¿  que 
me  aconsejáis,  señor  soldado  ?«  En  esto  se  presentó 
un  oficial,  que  me  hizo  conducir  á  la  casa  del  co- 
misario ,  y  este  me  mandó  por  vagamunda  á  la  pri- 
sión, en  donde  permanecí  hasta  la  edad  de  diez  v 
seis  años. — ¿Pero  vuestros   padres?...  —  No  sé 
quien  era  mi  padre,  y  á  la  edad  de  seis  años  perdí 
á  mi  madre,  queme  habia  sacado  de  la  inclusa  en 
donde  habia  tenido  que  echarme  en  otro  tiempo.  Lsa 


30i  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

personas  honradas  de  que  os  he  hablado  vi  vian  en 
nuestra  misma  casa  ;  y  como  no  lenian  hijos,  vién- 
dome huérfana  y  abandonada  me  llevaron  á  su  po- 
der.—  ¿Qué  oficio  tenían?  ¿De  qué  vivían?  —  Papá 
Gorrión,  que  asi  le  llamaba  yo,  era  pintor,  y  mi 
madre  bordadora. — ¿Y  eran  á  lo  menos  obreros 
acomodados  ? 

—  Como  en  todos  los  matrimonios:  pero  aun- 
que digo  matrimonios  no  estaban  casados,  á  pe- 
sar de  que  se  llamaban  marido  y  mujer.  Tenian 
sus  altos  y  bajos;  un  dia  habia  abundancia,  si  el 
trabajo  daba  de  sí;  otro  dia  escasez,  si  el  trabajo 
no  producía;  pero  por  eso  no  dejaban  de  estar 
siempre  contentos  y  alegres  este  recuerdo  volvió 
á  serenar  la  fisonomía  de  la  joven).  No  habia  en 
toda  la  vecindad  un  matrimonio  como  él;  siempre 
estaban  alegres,  siempre  cantando:  buenos  hasta 
mas  no  poder,  y  tan  dadivosos  que  no  tenian  cosa 
propia.  Mamá  Gorriona  tenia  como  unos  treinta 
años,  era  gordiflona  y  fresca  de  carnes ,  limpia 
como  la  nieve ;  viva  como  una  centella ,  y  alegre 
como  un  pajarillo.  Su  marido  era  otro  Rogerio 
Bontemps ;  tenia  unas  narices  como  de  aquí  á 
acullá,  una  boca  muy  grande,  siempre  con  su 
gorro  de  papel  en  la  cabeza,  y  una  cara  tan  par- 
ticular, tan  rara,  que  no  podía  uno  mirarle  sin 
reir.  A  veces  cuando  volvía  á  casa  de  su  tra- 
bajo, se  ponia  á  cantar,  y  á  hacer  muecas  y  á  dar 
saltos  y  brincos  como  un  chiquillo;  y  luego  me 
hacia  bailar  y  saltar  sobre  sus  rodillas  y  jugaba 
conmigo  como  si  fuese  de  mi  edad ;  su  mujer 
también  me  mimaba  y  me  quería  como  á  una  hija. 
Como  solo  me  pedían  en  recompensa  que  andu- 
viese alegre  y  de  buen  humor,  nada  me  era  mas 
fácil  que  darles  por  el  gusto,  y  por  esto  me  pu- 
sieron el  nombre  de  Alegría,  que  me  ha  quedado 


ALEGUÍAi  305 

para  siempre.  En  cnanto  á  andar  alegre  ellos  mis- 
mos me  daban  el  ejemplo;  porque  nunca  los  be 
visto  tristes.  Las  riñas  que  tenian  era  el  decir  la 
mujer  al  marido:  «¡Qué  bobo  estás  hoy,  Gorrión! 
¿porque  no  me  haces  reír?»  O  bien  el  marido  á 
la  muj?r:  «¡Calla,  Ramonela,  calla,  que  me  voy 
á  reventar  de  risal...»  Y  yo  reia  también  ,  solo  con 
verlos  reir,..  Ahí  está  como  he  sido  criada  y  como 
se  ha  formado  mi  carácter...  y  por  cierto  que  no 
aproveché  mal  la  escuela  ¿verdad?  —  Habéis  sa- 
lido buena  discípula,  vecina...  ¿De  modo  que 
nunca  disputaban  el  señor  Gorrión  y  su  mujer?... 
—  Jamas  en  la  vida...  Los  domingos,  los  lunes,  y 
algunas  veces  los  martes,  se  iban  de  tuna,  como 
ellos  solian  decir,  y  me  llevaban  siempre  consigo... 
Papá  Gorrión  era  muy  hábil  en  su  oficio,  y  ga- 
naba cuanto  quería,  lo  mismo  que  su  mujer.  Luego 
que  juntaban  lo  necesario  para  divertirse  el  do- 
mingo y  el  lunes,  y  para  pasarlo  bien  ó  mal  el 
resto  de  la  semana,  ya  no  apetecian  nada  mas. 
Si  algunas  veces  no  babia  que  comer,  no  por  eso 
dejaban  de  estar  tan  contentos  y  alegres...  Me 
acuerdo  que  cuando  no  teníamos  mas  que  pan  y 
agua,  papá  Gorrión  tomaba  de  su  biblioteca... — • 
¿Tenia  biblioteca?  —  Daba  este  nombre  á  un  pe- 
((ueño  estante  en  que  ponia  algunas  colecciones  de 
canciones  nuevas,  que  compraba  y  que  sabia  de 
memoria...  Como  iba  diciendo,  cuando  no  habia 
mas  que  pan  en  la  casa,  cogia  de  la  biblioteca 
un  libro  viejo  de  cocina,  y  nos  decia:  «Vamos  á 
ver:  ¿qué  se  ha  de  comer  hoy?  ¿esto?  ¿aquello? 
¿lo  otro?...»  y  nos  leia  los  títulos  de  una  multitud 
de  cosas  tan  buenas,  (jue  se  nos  hacia  agua 
la  boca:  cada  cual  elegía  su  plato,  papá  Gorrión 
cogia  una  cacerola  vacía,  y  con  mil  visajes  y 
chistes  estrambóticos,  hacia  que  echaba  en  la  ca- 


306  LOS  MISTERIOS  DE  PARTS. 

cerda  todo  lo  necesario  para  un  buen  guisado,  y 
Juejro  íingia  que  lo  echaba  en  una  fuente  también 
vacía  que  colocaba  en  medio  de  la  mesa,  y  á  todo 
esto  sin  dejar  de  hacer  unas  muecas  y  de  decir 
unos  chistes,  que  nos  hacian  reventar  de  risa  por 
los  hijares.  En  seguida  volvia  á  tomar  el  libro,  y 
mientras  leía ,  por  ejemplo,  la  composición  de  un 
buen  guisado  de  pollo  que  habíamos  elegido  y  que 
se  nos  hacia  agua  en  la  boca...  comíamos  nuestro 
pan  oyendo  sii  lectura  y  riendo  como  locas. — 
¿Tenia  deudas  ese  alegre  matrimonio?—  ísingu- 
na...  Cuando  habia  dinero  se  pasaba  á  pedir  de 
boca ;  pero  cuando  no  lo  habia  se  comia  de  aguazo, 
como  dccia  papá  Gorrión  valiéndose  del  término 
de  su  arte.  —  ¿Pero  no  ¡ensaba  nunca  en  lo  ve- 
nidero?—  Sin  duda  que  sí;  el  porvenir  nuestro 
era  el  domingo  y  el  lunes:  por  el  verano  íba- 
mos á  las  barreras,  y  por  el  invierno  á  los  ar- 
rabales. —  Pero  ya  que  esa  buena  gente  se  llevaba 
también,  ya  que  h;ician  junios  una  vida  tan  ale- 
gre... ¿  porque  no  se  casaban?  —  Uno  de  sus  ami- 
gos les  preguntó  eso  mismo  nn  dia  delante  de  mí. 
—  ¿Y  que  dijeron  ?...  —  Le  respondieron :  «  Si  lle- 
gamos á  tener  hijos,  desde  luego;...  pero  en  cuanlo 
no  somos  mas  que  los  dos  ,  estamos  mejor  así...  ¿A 
qué  fin  se  nos  obligaría  a  hacer  lo  que  hacemos 
de  tan  buena  gana?...  Y  además  eso  nos  ocasio- 
naría gastos;  y  á  la  verdad  no  andamos  muy  so- 
brados de  dinero...»  /Pero  válgame  Dios,  cuanto 
llevo  charlado'  -^dijo  Alegría.  —  Tvo  lo  estrañeis 
porque  cuando  me  acuerdo  de  unas  personas  que 
ban  sido  tan  buenas  para  mí,  no  puedo  menos  de  ha- 
blar mucho  de  ellas...  A  ver,  vecino,  si  tenéis  habi- 
lidad para  coger  el  chai  queeslá  sobre  la  cama,  y 
echármelo  aquí  por  debajo  del  cuello  sin  des- 
plancharlo, y  sujetarlo  con  ese  alfiler,  y   luego 


ALEGRÍA.  307 

bajaremos,  porque  nos  hace  falta  el  tiempo  para 
escoger  en  el  Templo  lo  que  hemos  de  comprar 
para  la  familia  de  Morel. 

Rodolfo  se  apresuró  á  cumplir  la  orden  de  la 
coslurera,  y  tomando  de  encima  de  la  cama  un 
gran  chai  oscuro  con  rayas  color  de  punzó,  lo  echó 
con  el  mayor  cuidado  por  los  linuos  hombros  de 
Alegría. 

—  Ahora,  vecino,  sentadme  bien  y  desarrugad 
el  cuello,  prended  el  chai  contra  el  vestido  y  cla- 
vad bien  el  alfiler  :  ¡pero  cuidado  no  me  piquéis. 

Ejecutó  el  príncipe  estas  órdenes  con  puntualidad 
y  dijo  sonriendo  á  la  coslurera  : 

—  Señorita  Alegría ,  no  me  gusta  serviros  de  ca- 
marera, porque...  es  peligroso... 

—  Para  mí,  porque  podríais  picarme...  — repu- 
so alegremente  la  joven.  —  Ahora  —  añadió  salien- 
do y  cerrando  tras  sí  la  puerta  —  tomad  la  llave., 
es  tan  grande  que  siempre  temo  que  me  rompa  el 
bolsillo...  Es  un  verdadero  trabuco. 

Y  se  rió. 

Rodolfo  se  cargó  (es  la  verdadera  palabra)  con 
una  enorme  llave  que  hubiera  figurado  gloriosamen- 
te en  una  de  esas  bandejas  alegóricas ,  que  los  ven- 
cidos presentan  huniildemenle  á  los  vencedores  de 
una  ciudad.  Aunque  Rodolfo  se  creia  bastante  de- 
mudado por  los  años  para  que  no  lo  conociese  Poli- 
dori,  antes  de  llegar  á  la  puerta  del  charlatán  le- 
vantó el  cuello  del  gabán. 

—  Vecino  no  os  olvidéis  de  decir  á  M.  Pipelet 
que  van  á  traer  algunas  cosas  que  seríi  necesario 
subir  á  vuestro  cuarto  —  dijo  Alegría.  —  Tenéis  ra- 
zón... entraremos  un  rato  en  la  portería.  —  M.  Pi- 
pelet, con  su  eterno  sombrero  de  embudo  en  la  ca- 
beza y  el  infinito  fraque  verde,  eslaba  gravemente 
sentado  á  una  mesa,  cubierta  de  pedazos  de  cuero 


308  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

y  de  fragmentos  de  pedazos  de  calzado;  y  en  aquel 
momento  se  ocupaba  en  restaurar  una  bota  vieja, 
con  la  seriedad  y  la  conciencia  con  que  hacia  todas 
las  cosas.  Pomona  estaba  ausente. 

—  Buenos  dias,  M.  Pipelet —  le  dijo  Alegría.  — 
¿Qué  os  parece  de  este  lance?...  Pero  gracias  á  mi 
vecino,  esos  pobrecillos  están  ya  libres  de  cuidado 
¡Cuando  uno  piensa  que  iban  á  llevar  á  la  cárcel  un 
hombre  tan  honrado  I...  Vaya,  esos  guardas  del 
comercio  son  unos  desalmados.  —  Y  unos  desmo- 
ralizados  también  señorita  —  añadió  monsieur 
Pipelet  con  un  tono  magistral  ,  gesticulando  y 
accionando  con  ujia  bota  vieja  ,  en  la  cual  babia 
metido  hasta  el  codo  el  brazo  izquierdo.  — ■  No,  no 
temo  repetirlo  á  la  faz  del  cielo  y  de  los  hombres 
son  unos  desmoralizados;  se  han  aprovechado  de 
la  oscuridad  de  la  escalera  para  hacer  jesliones  in- 
decentes sobre  el  talle  de  mi  esposa...  Al  oir  los 
gritos  de  su  pudor  ultrajado,  no  he  podido  menos 
de  ceder  á  pesar  mió  á  la  vivacidad  de  mi  carácter. 
No  quiero  ocultarlo  á  los  ojos  de  nadie ;  pero  mi 
primer  movimiento  ha  sido  el  permanecer  inmóvil... 

—  Pero  espero  que  en  seguida  habréis  corrido 
tras  ellos,  monsieur  Pipelet  —  dijo  Alegría,  que 
hacia  lo  posible  para  conservarse  seria.  —  Es  decir, 
señorita...  distingo  ;  cuando  esos  desenfrenados  pa- 
saron por  delante  de  mi  puerta,  la  sangre  no  me 
dio  mas  que  un  vuelco  súbito,  y  no  pude  menos 
de...  cubrir  de  repente  los  ojos  con  la  mnno,  para 
no  Víír  á  tales  monstruos  de  lujuria...  Pero  no  lo 
estraño...  hoy  debía  sucederme  alguna  desgracia, 
porque  he  soñado  con  el  infernal  Gabrion... 

Alegría  se  sonrió  y  los  suspiros  de  M.  Pipelet  se 
confundieron  con  los  martillazos  que  aplicaba  á  la 
bota  vieja.  — Habéis  obrado  con  cordura  tomando 
el  partido  de  los  prudentes ,  mi  querido  M.  Pipelet 


ALEGRÍA.  300 

cual  es  el  despreciar  las  ofensas.  Pero  olvidadla  esos 
miserables  y  tened  la  bondad  de  prestarme  un  ser- 
vicio. — Los  hombres  han  nacido  para  ayudarse  mu- 
tuamente —  repuso  M.  Pipelet  con  tono  melancó- 
lico y  sentencioso ;  —  con  mucha  mas  razón  cuan- 
do se  trata  de  un  ¡nquilino  como  vos.  —  Quisiera 
que  hicieseis  subir  á  mi  cuar/o  algunas  cosas  que 
traerán  aquí  dentro  de  un  rato.  .  Vienen  destinadas 
para  Morel.  — No  tengáis  cuidado;  me  encargo  de 
cumplir  vuestra  orden.  —  Y  ademas  —  añadió  con 
tristeza  Rodolfo  —  seria  necesario  un  sacerdote  pa- 
ra velar  á  la  niña  que  se  les  ha  muert )  esta  mañana 
ir  á  dar  parte  de  su  muerte  y  preparar  un  acompa- 
ñamiento decente...  Ahi  tenéis  dinero  y  no  tratéis 
de  ahorrar  ningún  gasto ,  porque  el  bienhechor 
de  Morel  cuyo  ájente  soy  yo,  quiere  que  todo  se 
haga  del  mejor  modo  posible.  —  Descansad  en  nues- 
tra diligencia  —  dijo  M.  Pipelet:  —  Al  punto  que 
venga  mi  esposa  iré  á  la  Alcaldía,  á  la  iglesia  y  á 
la  fonda  ;...  á  la  iglesia  para  la  muerta...  á  la  fon- 
da para  los  vivos...  —  añadió  con  aire  filosófico  y 
poético  M.  Pipelet,  aludiendo  al  banquete  que  ha- 
bía de  dar  al  acompañamiento.  —  Descansad,  id  en 
paz,  está  hecho... 

Al  llegar  Rodolfo  y  Alegría  á  la  puerta  de  la  ca- 
lle ,  se  hallaron  cara  á  cara  con  niadama  Pipelet 
que  volvía  de  la  plaza  con  un  pesado  canastillo  de 
provisiones. 

—  ¡  Enhorabuena  í  /  por  muchos  años  !  —  gritó 
la  portera  mirando  á  los  dos  vecinos  con  aire  bur- 
lón y  significativo  —  aquí  los  tenemos  ya  cogidos 
del  brazo,  como  si  tal  cosa  no  fuera...  ¡  Aprieta, 
manco  I...  ahora  si  que  va  de  veras.  .  cosas  de  la 
mocedad.  Cada  cosa  en  su  tiempo,  y  los  nabos...  A 
buen  galán  buena  doncella...  jVivan  los  enamora- 
dos! i  vivan  I... —  Y  la  vieja  desapareció  en  las» 


310  LOS  MISTERIOS  DE  PARÍS. 

sombras  del  pasillo:  —  \  Alfredo  I  j  abre  el  ojo  !... 
aquí  te  trae  uncariñilo  tu  Pomona...  goloso  del  al- 
ma mía,.. 

Rodolfo  salió  de  la  casa  de  la  calle  del  templo  con 
Alegría  dándole  el  brazo. 


Fin  DEL  TOMO  SEGÜ5D0. 


TABLA  DE  LOS  CAPÍTULOS. 

DE  LA  SEGUNDA  PARTE. 


CAPÍTULO  L  El  Baile página.  1 

II.  La  cita ^1 

III.  Idilio 61 

IV.  La  emboscada 72 

V.  La  casa  rectoral 87 

-      VI.  El  encuentro 90 

Vil.  La  cena lOi 

Vm.  El  sueño 1^2 

IX.  La   carta lo2 

X.  El  camino  hondo 183 

XI.  Clementina  de  Harville.  .  .  .  188 

XII.  Miseria 2i0 

XIII.  El  mandato  de   pago 266 

XIV.  Alegría 288 


AVISO  AL  ENCUADERNADOR. 

PARA  LA  COLOCACIÓN 
DE  LOS  GRABADOS  DE  LA  SEGUNDA  PARTE. 


Rodolfo  en  el  Baile,  frente  la  página 6 

La  Marquesa  de  Harville 12 

La  Huerta  de  Invierno 15 

La  Duquesa  de  Lucenay 21 

El  Marques  y  la  Marquesa  de  Harville.  ...  56 

Idilio 61 

Flor  de  María  en  la  quinta  de  Bouqueval.  .  65 

El  Maestro  de  Escuela  a  los  pies  de  la  Lechuza.  83 

El   Cojuelo no 

La  Escena  de  la  Lechera 164 

El  Camino  hondo 183 

Madama  Roland 201 

La  Familia  de  Morel 2V9 

Pedro  Bordón  y  Malicornio 206 

Infelicidad  de  Morel 272 

Alegría 288 


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