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Full text of "Lucía : sitios y costumbres gritenses, época de 1825 a 1827"

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F  2341 
.L23 
G  8 


THE  LIBRARY  OE  THE 

UNIVERSITY  OE 

NORTH  CAROLINA 


ENDOWED  BY  THE 

DIALECTIC  AND  PHILANTHROPIC 

SOCIETIES 


F   23U1 
.L  23 
G8 


This  book  is  due  at  the  LOUIS  R.  WILSON  LIBRARY  on  the 
last  date  stamped  under  "Date  Due."  If  not  on  hold  it  may  be 
renewed  by  bringing  it  to  the  library. 


DATE 
DUE 


RET. 


% 


Farm  No.  513 


DATE 
DUE 


15 


RET. 


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in  2012  with  funding  from 

University  of  North  Carolina  at  Chapel  Hil 


http://archive.org/details/lucasitiosycostuOOguer 


te 

c 


EMILIO   CONSTANTINO    GUERRERO 


LUCÍA 


ITIOS    "5T   COSTUMEBES   GEITEKSES 


ÉPOCA:  DE  1825  A  182' 


CARACAS 

TIP.    J.    M.    HERRERA   IRIGOYEX   &   C'A. 
I904 


DEDICATORIA 


A  mi  hermosa  y  cara  Grita,  la  ciudad  de 
mi  cuna;  ¡a  tierra  de  mis  íntimos  afectos; 
donde  está -el  hogar  de  mi  familia  con  todos 
los  seres  queridos  del  corazón;  donde  palpitan 
vivos  todos  los  áureos  recuerdos  de  mi  niñez 
y  resplandecen  todas  las  rosadas  auroras  de 
mi  primera  juventud;  donde  están  los  amigos 
que  surgen  á  mi  memoria  para  confortarme 
en  mis  tristes  momentos  de  nostalgia,  y  donde 
reposan  hoy  bajo  los  brazos  de  sacrosanta 
Cruz,  los  restos  queridos  de  mis  idolatrados 
padres:  á  La  Grita  dedico  estas  páginas, 
escritas  allí  hace    ocho  años,  y  en   las  cuales 


he  querido  conservar  muchas  costumbres  sen- 
cillas é  inocentes  de  nuestros  honorables  y 
virtuosos  antepasados. 

Al  dedicarlas  á  ese  amado  pueblo,  hago  los 
más  fervientes  votos  por  su  creciente  prospe- 
ridad; porque  la  dulce  paz  sea  su  inseparable 
protectora;  porque  la  más  estrecha  cordiali- 
dad reine  siempre  en  sus  familias ;  porque 
jamás  allí  se  consumen  los  negros  crímenes 
que  llenan  de  horror  al  espíritu,  ni  sea  azotado 
nunca  por  las  fatídicas  alas  del  infortunio  y 
del  dolor. 

Con  ellas  envío  á  mis  hermanos,  todo  el 
■  afecto  del  corazón,  y  un  nuevo  testimonio  de  mi 
cariño  para  cada  uno  de  mis  inolvidables  co- 
terráneos. 


8.  6.  §. 


Caracas,  marzo  de  1904. 


LUCIA 


PRIMERA     PARTE 


Un  hogar  virtuoso  es  un  nido  de  alondras 
colgado  en  las  ramas  de  un  citiso  en  flor. 

Hay  en  él  efluvios  de  vida  y  promesas  de 
gloria.  Irradia  luz  como  la  inocencia,  y  son- 
ríe como  el  candor.  Tiene  perfume,  color  y 
armonía,  esas  tres  notas  que  sintetizan  el 
universo  físico  y  que  esbozan  la  penumbra 
del  universo  moral. 

Hace  tres  cuartos  de  siglo  existía  en  La 
Grita  un  bogar  privilegiado.  El  ángel  de 
la  dicha  lo  cubría  con  sus  alas:  la  fortuna   le 


di  pensó  sus  favores  ;  el  talento,    sus  gracias; 
]a  virtud,  sus  hechizos. 

Tres  personas  constituían  aquel  edén,  que 
la  serpiente  del  mal  uo  había  asaltado.  Los 
dos  esposos  empezaban  á  declinar  en  la  pen- 
diente de  la  vida  ;  pero  el  cielo  les  había 
dado— como  un  apoyo  para  su  descenso, 
como  una  sonrisa  para  su  vejez,  como  una 
oropéndola  para  cantar  en  la  tarde  de  sus 
días — el  tesoro  inestimable  de  una  hija  en- 
cantadora. Llamábase  Lucía,  y  la  dulzura  de 
su  nombre  era  como  especie  de  crepúsculo 
que  dejaba  entrever  la  dulzura  de  su  alma. 

El  aura  de  quince  primaveras  le  había  be- 
sado la  frente,  y  ostentaba — como  una  esta- 
tua de  Fidias — toda  la  brillante  esplendidez 
de  la  más  fantástica  hermosura. 

Su  tez,  más  bieu  que  de  nieve,  parecía  el 
pétalo  de  un  botón  de  rosa  dos  mañanas  an- 
tes de  entreabrir  ;  sus  cabellos,  ensortijados 
y  abundantes,  eran  negros  como  el  ala  del 
paují ;  sus  ojos,  obscuros  como  una  noche 
de  Yernet ;  torneado  el  cuello  ;  hermoso  el 
talle,  dulce  la  voz  y  penetrante  como  espada 
de  fuego  la  lumbre  cenital  de  sus  pupilas. 
Como  la  naturaleza  da  fragancia  á  la  flor, 
concentos  armoniosos  al  ave,  destellos  á  la 
mañana,  instintos  al  corazón,  le  había  dis- 
pensado el  riquísimo  tesoro  de  una  cultura 
natural.  Su  viveza  era  un  instinto  ;  su  finura, 
un  aroma.  Divinidad  le  habrían  dicho  los 
pueblos  idólatras  ;  Majestad  la  habría  pro- 
clamado el  alto  orgullo  de  la  aristocracia  lis- 
boeña. 


—  9  — 

Lucía  era  el  encanto  de  sus  padres  y  el 
hechizo  de  su  pueblo. 

Aunque  empezaba  á  exhibirse  en  el  teatro 
de  la  vida,  ya  había  merecido  que  pidiese 
su   mano  un  joven   de   altos  méritos. 

Luis  no  era  de  La  Grita.  Xació  en  la 
Villa  de  El  Eosario,  y  era  miembro  de  una 
familia  de  claro  abolengo,  de  afamada  ri- 
queza, y  que  gozaba  sobre  todo,  de  singular 
estimación. 

Era  delgado,  blanco,  de  facciones  finas, 
ojos  muy  negros,  con  el  labio  superior  ape- 
nas sombreado  por  un  ligero  bozo,  de  edu- 
cación esmerada,  chispeante  talento  y  hábil 
en  la  ejecución  del  arpa.  Tenía  veintidós 
años. 

En  el  seno  de  su  hogar  estudiaba  música 
y  letras,  bajo  la  dirección  de  un  notable 
profesor  ;  pero  lo  débil  de  su  organismo  y  la 
circunstancia  de  habérsele  presentado  sínto- 
mas de  una  lesión  pulmonar,  le  obligaron 
á  suspender  sus  estudios  para  consagrarse 
al  comercio. 

Su  familia  quería  que  cambiase  de  clima 
para  restaurar  la  salud  ;  pero  él  no  se  sentía 
con  fuerzas  para  dejar  el  regazo  materno, 
y  creía  perecer — como  flor  trasplantada— al 
encontrarse  bajo  otro  cielo  distinto  de  aquel 
que  contempló  desde  la  cuna  cuando  por  vez 
primera  dirigió  hacia  arriba  la  mirada  va- 
cilante. 

Con  todo,  no  pudo  sostener  su  resolución. 
Las  constituciones  débiles  son  de  suyo  im- 
presionables. Como  varían  de  formas  las  nu- 


IO     

bes  enrarecidas  de  uua  tarde  de  verano, 
presenta  de  ensueños  febriles  la  fantasía  que 
devora  una  complexión  enferma. 

Luis  estaba  sin  duda  impresionado.  Temía 
las  consecuencias  de  su  mal,  á  cuyo  impulso 
creía  á  veces  ver  derrocado  el  castillo  de  sus 
ilusiones  de  oro  y  sus  esperanzas  de  violeta. 

Una  tarde  tuvo  deseos  de  leer.  Aún  esta- 
ban para  ese  tiempo  en  el  pináculo  de  su 
gloria  los  versos  de  Arriaza.  El  joven  tomó 
el  volumen  predilecto,  y  sentado  en  el  jardín 
al  pié  de  un  cocotero,  en  el  momento  en  que 
el  sol  se  había  hundido  en  el  ocaso  y  el 
cielo  exhibía  todo  el  lujo  de  su  magnifi- 
cencia y  las  aves  todo  el  primor  desús  gar- 
gautas,  abrió  el  libro  y  empezó  á  leer  la 
hermosa  composición  « El  llanto  de  una  ma- 
dre.» 

Su  alma-  bebió  allí  ternezas  como  gotas 
de  rocío  el  aura  de  la  mañana.  Aquellos 
versos  destilaron  en  su  corazón  algo  como 
ese  líquido  que  absorbían  las  plañideras  au- 
tiguas  para  despertarse  el  sentimiento  con 
que  iban  á  llorar  sobre  el  cadáver  de  aii 
muerto  ilustre. 

Su  mente  se  sumergió  en  pensamientos 
luctuosos,  y  cuando  volvió  en  sí,  la  noche 
había  desplegado  sus  alas  de  cuervo  y  la 
aureola  de  la  luna-llena  empezaba  á  emer- 
ger como  un  iris  de  esperanza  tras  las  obs- 
curas cimas  de  las  montañas  del  Oriente. 

Contra  su  costumbre  ordinaria,  esa  noche 
no  salió  á  reunirse  con  sus  amigos.  Estuvo 
delirante,  nervioso,  pensativo. 


II 


Él  venía,  hacía  algún  tiempo,  absorto  en 
la  contemplación  del  porvenir.  Veía  nublado 
el  horizonte  del  mañana:  lo  afligían  su  en- 
fermedad y  los  quebrantos  frecuentes  de  su 
querida  madre. 

Además,  de  una  organización  eminente- 
mente tierna  y  afectiva  como  era,  soñaba  en 
el  amor:  sentía  dentro  del  pecho  un  corazón 
nacido  para  amar,  y  quería  trasfundirlo  en 
el  seno  de  otro  ser;  dilatarlo  entre  las  fibras 
de  otro  corazón  cuyos  efluvios  viniesen  á 
calmar  la  delirante  sed  de  sus  anhelos. 

Bajo  tales  impresiones,  se  retiró  á  su  al- 
coba. 

Esa  noche  tuvo  un  ensueño  que  lo  conmo- 
vió hondamente. 

Creyóse  trasportado  á  un  pueblo  extraño, 
en  el  cual  se  veía  á  sí  mismo,  al  lado  de 
una  mujer  encantadora  que  lo  estrechaba 
dulcemente  entre  sus  brazos. 

Era  aquélla  una  especie  de  ángel,  cuyas 
facciones  en  vano  se  esforzaría  por  trasladar 
al  lienzo  el  más  delicado  pincel  :  un  sueño 
de  ventura,  uua  creación  de  artista,  una 
idealidad  singular,  amable  como  la  dicha, 
seductora  como  el  placer  y  casi  imposible 
como  los  delirios  de  la  imaginación. 

En  aquella  faz  divina  parecían  haberse 
dado  cita  toda  la  hermosura  de  las  flores,  todos 
los  encantos  de  la  inocencia,  todas  las  son- 
risas de  la  niñez. 

Él  se  sentía  de  rodillas  en  el  altar  del 
alma,  ante  aquella  célica  imagen  que  lo  es- 
trechaba    con    inefable  amor  y   lo   llamaba 


12    

con   dulcísima  voz,  adorado  compañero  de  la 
existencia. 

Al  rededor  de  ellos,  veía  mucha  geute: 
fisonomías  extrañas,  pero  amables,  en  todas 
las  cuales  resplandecía  cierta  íntima  satis- 
facción de   contemplar  la  bienhadada  pareja. 

El,  por  su  parte,  se  sentía  feliz.  Pero 
de  pronto,  aquel  placer  se  trueca  en  dolor. 

A  la  profusión  de  luces  habían  sucedido  ti- 
nieblas. Un  ruido  sordo  y  medroso  se  oía 
por  todas  partes.  La  casa  en  donde  estaba 
se  veía  en  ruinas.  Las  gentes  temblaban  de 
terror.  Oíanse  gritos  agudos,  aves  dolorosos, 
imprecaciones  horribles,  rezos,  palabras  en- 
trecortadas  

Poco  á  poco,  una  polvareda  inmensa  que 
flotaba  en  el  aire,  se  fué  disipando,  y  en- 
tonces pudo  ver  que  estaba  bajo  unos  ár- 
boles, rodeado  de  cadáveres,  de  heridos,  de 
contusos,  y  al  lado  de  la  que  hacía  un  mo- 
mento le  había  hecho  entrever  el  cielo  de  la 
felicidad. 

La  linda  joven  estaba  muerta,  al  pié  de 
un  jazmín  florecido,  tendida  horizontalmente. 
Vestía  un  traje  blanco,  y  tenía  un  ramo  de 
azucenas  en  una  mano,  y  algo  como  una 
mariposa  negra  posada  en  el  lado  del  co- 
razón. Los  rayos  de  la  luna,  pasando  por 
entre  los  azahares  del  jazmín,  caían  perfu- 
mados y  esplendorosos  sobre  aquel  cadáver, 
que  más  parecía  un  ángel  dormido. 

Al  redor  todo  era  luctuoso:  cerca  pasaban 
personajes  extraños,  como  fantasmas  de  las 
tinieblas;  se   oían  voces  ininteligibles  y  tre- 


I3 


niolantes,  y  todo  hacía  creer  que  aquel  lugar 
era  uno  de  los  espantosos  círculos  del  In- 
fierno de  Dante. 

Cuando  despertó,  estaba  llorando.  No  pudo 
volver  á  dormir,  y  al  día  siguiente  estuvo 
triste  y  pensativo. 

í  Qué  indicaba  aquel  sueño  %  No  pudo  des- 
cifrarlo. Quiso  decírselo  á  su  madre;  pero 
temió  las  consecuencias.  El  corazón  tiene  sus 
debilidades.  Un  presentimiento  triste  des- 
truye su  savia  con  más  fuerza  que  la  tem- 
pestad de  un  gran  dolor.  Pueden  venir  sobre 
él  los  procelosos  días  del  infortunio;  no  im- 
porta: él  resistirá.  Pero  ¡  ay  !  si  á  su  tran- 
quilo cielo  llega  la  nube  sombría  de  una 
impresión  luctuosa;  ese  gigante  se  avasallará 
como  un  pigmeo;  ese  atleta  espirará  como  el 
más  vil  infusorio. 

Guardó  en  silencio  su  desoladora  visión  y 
pero  no  pudo  ocultar  la  inquietud  que  le 
causó.  Sus  amigos  lo  uotaban  intranquilo, 
pesaroso,  como  abrumado  bajo  el  peso  de 
una  gran  pena. 

Pasados  algunos  días,  cayó  en  cama.  Una 
ligera  fiebre  empezó  á  devorar  su  constitu- 
ción. Pero  su  estado  moral  era  aún  más  alar- 
mante. El  médico  se  afanaba  en  vano  com- 
batiendo aquella  indisposición  cuyos  resul- 
tados no  podía  determinar. 

Había  en  la  casa  una  anciana  que  ayudó 
á  criar  á  Luis,  á  la  cual  éste  profesaba 
intenso  cariño  y  distinguía  con  el  nombre  de 
Señora  Inés.  Era  un  pozo  de  bondad  aquella 
Señora.    El   airarse  no   era  suyo;   la   altivez. 


—  14  — 

no  halló  nunca  palabras  en  sus  labios.  Vivía 
para  sus  Señores,  y  la  voluntad  de  ellos  era 
la  suya. 

Esta  anciana  recibía  constantemente  con- 
fidencias íntimas  de  Luis,  y  fué  ella  en  esta 
ocasión,  la  que  supo  las  tristezas  de  su  alma. 
El  joven  le  confió  varios  secretos  en  la  creen- 
cia de  que  iba  á  morir,  y  ella  al  punto  los 
llevó  á  conocimiento  de   la  madre  de  él. 

La  Señora  se  alarmó.  Mi  hijo  no  aguarda 
sino  la  muerte,  decía,  y  cuando  la  esperanza 
de  vivir  se  pierde,  la  persona  va  camino  de 
la  tumba. 

Llamó  al  médico  y  consultó  el  caso.  Este 
ordenó  que  le  trasladaran  á  otro  pueblo  por 
vía  de  temperamento,  en  la  confianza  de  que 
bajo  otro  clima  y  con  las  variadas  emociones 
del  viaje,  podría  distraer  su  espíritu,  cuyo 
abatimiento  era  quizá  el  principal  estímulo 
de  la  enfermedad. 

La  Señora  accedió  á  sus  ideas  y  dispuso 
la  partida  del  joven. 

Ella  tenía  un  pariente  muy  cercano  en  esta 
ciudad:  el  Cura.  ¿Dónde  podría  estar  me- 
jor su  hijo'?  Gozando  de  la  bondad  de  un 
clima  paradisíaco,  en  un  pueblo  de  costum- 
bres patriarcales  y  al  lado  de  un  anciano 
sacerdote  en  cuya  frente  centelleaba  la  au- 
reola de  la  virtud,  y  cuyo  corazón,  panal  del 
Hibla,  era  un  fondo  de  bondad. 

ísTo  hubo  obstáculo  para  este  viaje,  y  poco 
tiempo  después,  Luis  partía  para  La  Grita, 
acompañado  de  la  buena  anciana,  que  era  su 


—  i5  — 

segunda  madre  desde  el  instante  en  que  bro- 
tó á  sus  ojos  la  primera  lágrima  de  la  vida. 

Su  tío  le  recibió  con  efusión  de  cariño.  El 
Padre  Fernando,  como  se  llamaba  general- 
mente á  este  anciano  sacerdote,  era  una 
especie  de  ángel  con  figura  humana.  Había 
nacido  para  el  altar,  como  el  pez  para  el 
agua,  ó  la  mariposa  para  el  verjel.  La  dul- 
zura de  su  carácter  no  tenía  igual.  Era 
manso  como  una  gacela  y  generoso  y  provi- 
dente y  paternal.  Sus  costumbres  eran  las 
de  un  Santo.  En  su  mente  jamás  aleteó  el 
cuervo  de  los  pensamientos  sombríos,  ni  ani- 
dó en  su  corazón  la  serpiente  del  mal.  Su 
misma  voz  daba  idea  de  su  bondad:  tenía 
el  timbre  de  una  campanita  de  oro  tañi- 
da en  el  santuario  de  un  templo. 

Eran  sus  ojos  luz;  su  frente,  candor.  Ha- 
blaba para  seducir,  y  seducía  para  encami- 
nar por  la  senda  de  flores  de  la  virtud. 

En  sus  labios  brillaba  siempre  el  fulgor 
de  una  sonrisa,  que  era  como  cadena  de 
oro  para  atar  los  corazones.  Siempre  me  lo 
he  figurado  con  los  rasgos  del  Cara  de  Ar- 
<3e,  ó  los   lincamientos  del  Obispo  de  Beley. 

Era  blanco,  pequeño,  de  proporcionada 
gordura,  faz  redonda,  mirada  viva  y  cin- 
tilante. 

Su  saber  debía  de  ser  no  común:  aún 
conservo  una  obra  suya,  y  tiene  al  mar- 
gen comentarios  escritos  en  fácil  y  elegante 
latín. 

Vivía  en  donde  hoy  llamamos  «El  Llano». 
Junto  á  la   Capilla   déla  Cruz  estaba  su  casa, 


—  lo- 
que parecía  el  kiosco  de  un  poeta  elegan- 
te. Cuatro  hermosos  corredores  encerraban 
un  extenso  patio  cubierto  de  variadas  flo- 
res, en  donde  sesteaban  numerosos  pájaros 
y  aves  silvestres  que  su  paciencia  había  sa- 
bido domesticar.  El  ante-patio  estaba  vesti- 
do de  árboles  frutales.  Manzanas  que  pare- 
cían, esmeraldas,  unas;  fresas,  otras:  duraz- 
nos, amarillos  como  un  limón  maduro;  mem- 
brillos, y  otras  varias  frutas  pendían  de 
aquellos  árboles  que  se  creyera  nacidos  en  la 
tierra   de  promisión. 

Las  mañanas  allí  eran  un  encanto.  Jamás 
orquesta  alguna  entonó  más  dulces  notas, 
ni  despertó  en  el  alma  más  sentidas  frui- 
ciones. Por  las  tardes,  á  las  bellezas  del 
paisaje  agreste,  se  unían  los  atractivos  de  una 
reunión  social,  pues  era  ése  el  sitio  elegido  por 
las  familias  para  pasar  las  últimas  horas 
del  día,  en  la  expansión  de  la  amistad  y 
en  el  deliquio  indecible  de  una  conversa- 
ción amena  y  deleitosa. 

Allí  llegó  Luis,  á  ser  partícipe  de  esa  plá- 
cida vida. 

Desde  su  arribo,  las  impresiones  que  ex- 
perimentó fueron  las  más  gratas.  En  nada 
extrañó  el  amoroso  nido  donde  se  meció  su 
cuna,  el  cielo  azul  que  decoró  sus  mañanas, 
los  amigos  de  su  juventud,  los  cuidados  de 
su   familia  y  las  costumbres  de  su  casa. 

Su  tío  le  abrió  los  brazos,  y  lo  recomen- 
dó á  la  numerosa  servidumbre,  que  de  allí 
en  adelante  le  dispensó  respeto  y  cariño  con 
la  más  sincera  espontaneidad. 


i7 


Llegado  el  próximo  domingo,  tuvo  oca- 
sión de  relacionarse  con  lo  más  selecto  de 
la  ciudad.  A  las  cuatro  de  la  tarde  empe- 
zaron á  llegar  familias  á  la  casa  del  Cura,  y 
poco  después,  se  había  establecido  una  ter- 
tulia tan  animada  como  expansiva.  Luis  fué 
presentado  á  todos  los  circunstantes,  en  quie- 
nes causó  desde  luego  grata  impresión.  La 
finura  de  sus  modales,  lo  correcto  de  su 
conversación  y  lo  gallardo  de  su  aspecto  no 
podían  menos  que  atraerle  simpatías.  Pero 
más  tarde,  cuando  á  exigencias  de  su  tío  tomó 
el  arpa  y  empezó  á  pulsar  aquellas  cuerdas 
de  retemplado  acero,  todas  las  miradas  se 
fijaron  en  él,  y  en  todos  los  corazones  tu- 
vo una  fibra  destinada  á  tributarle  los  ho- 
menajes  de  la  admiración. 

Esa  noche  durmió  tranquilo.  Olvidó  las 
brumas  que  cruzaban  por  su  mente,  y  en 
su  espíritu  sintió  renacer  los  ideales  de  la 
vida,  los  ensueños  de  la  juventud  y  las  es- 
peranzas fascinadoras  que  había  visto  mar- 
chitarse en  el  árido  desierto  de  sus  pasa- 
dos  infortunios. 

Pequenez  del  corazón  humano  !  En  los 
días  de  su  prosperidad,  el  solo  eco  de  un 
gemido  basta  á  llenarlo  de  dolor;  y  en  sus 
horas  de  infortunio,  á  veces  una  palabra 
es  suficiente  para  disiparle  los  nublos  de  su 
pena. 

En  el  escenario  de  la  vida^o  hay  mis- 
terio más  grande  que  él.  La  inteligencia  es 
impotente  para  estudiarlo;  la  filosofía,  in- 
capaz  de  traducirlo.  El  se   eleva  por  sobre 


—  18  — 

todo  concepto  abstracto  y  se  oculta  á  toda 
mirada  intelectual.  El  es  el  centro  de  las 
grandes  acciones  y  el  creador  de  las  más 
sublimes  ideas.  El  se  dilata  hasta  los  senos 
de  lo  infinito,  y  se  concentra  hasta  redu- 
cirse al  punto  que  esquiva  la  visión.  Pa- 
ra él  no  hay  conceptos  opuestos:  reúne  la 
luz  con  las  sombras,  la  verdad  con  el  error, 
la  ternura  con  la  crueldad,  el  crimen  con 
el  bien.  Tamerlán  levanta  pirámides  de  crá- 
neos humanos,  y  llora  al  ver  agonizante 
su  caballo.  Marco  Antonio  deslumhra  con 
el  brillo  de  su  espada,  y  se  rinde  ante  la- 
mujer  á  quien  su  denuedo  impulsa  á  cas- 
tigar. Bonaparte  hace  temblar  á  las  nacio- 
nes con  su  voz,  cubre  de  cadáveres  el  sue- 
lo de  un  Continente,  y  una  noche  hace 
fuerza  en  su  escritorio  para  impedir  que 
una  mosquita  perezca  en  la  llama  de  su 
quinqué.  Almas  de  oro  ha  habido  que  han 
envenenado  la  tierra  con  el  hálito  de  sus 
doctrinas.  Inteligencias  que  fueron  cascada 
de  luz  han  llevado  la  sombra  á  la  con- 
ciencia humana.  Pechos  que  no  palpitaron 
sino  á  impulso  de  la  virtud,  han  abierto 
su  sagrado  recinto  para  anidar  al  crimen. 

La  ciencia  humana  continuará  rasgando 
el  velo  de  los  arcanos  físicos;  la  filosofía 
seguirá  penetrando  en  las  idealidades  de  la 
mente;  la  luz  llegará  á  convertir  los  domi- 
nios del  hombre  en  un  día  de  inextinguible 
claridad;  pero  en  el  cielo  esplendoroso  de 
ese  día,  como  un  planeta  obscuro  en  el 
espacio,    como   una  mancha  negra   en  el  dis- 


—   i9  — 

co  solar,  como  una  nube  sombría  cernién- 
dose en  la  atmósfera,  aparecerá  el  corazón 
humano  con  sus  abismos  impenetrables  y  sus 
misterios  indefinibles. 

La  medicina  no  había  podido  llevar  un 
resplandor  á  la  morbosa  mente  de  Luis; 
y  he  aquí  que  un  cambio  de  escenario, 
una  mirada  fascinante,  una  voz  argentina, 
una  palabra  dulce  cicatrizan  su  lesión  or- 
gánica, le  hacen  olvidar  sus  penas,  lo  le- 
vantan del  fondo  de  sus  pesares  y  le  abren 
un  horizonte  de  alborozados  deliquios  y 
sonrientes   promesas. 

En  toda  la  noche  la  imaginación  de  Luis 
estuvo  concentrada  en  unos  ojos  negros  co- 
mo la  endrina,  vivos  como  el  fuego  y  ar- 
dientes como  el  placer,  que  le  dejaron  esa 
tarde  deslumhrado. 

Apenas  clareó  el  día,  se  levantó  á  gozar 
del  frescor  de  la  mañana  y  de  las  bellezas 
del  jardín.  Y  estaba  allí  todavía,  deleitado 
con  aquella  mañana  campestre  en  medio  de 
la  ciudad,  cuando  oyó  la  voz  de  su  tío  que 
le  dijo:  hoy  es  trece  de  diciembre,  cum- 
pleaños del  natalicio  de  una  ahijada  á  quien 
estimo  con  filial  predilección.  Ensaya  en  el 
arpa  algo  digno  de  ofrendarlo  en  sus  rejas 
esta  noche,  pues  debo  ir  á  cumplimen- 
tarla. 

Luis  quedó  como  electrizado,  y  apenas  si 
pudo  responder. 

El  sacerdote  se  fué  para  la  Iglesia  á  cele- 
brar la  fiesta  del  día,  y  cuando  regresó  á 
horas  de  almuerzo,  presentó  á   su  sobrino  los 


compañeros  de  orquesta  para  la  felicitación 
de  esa  noche  :  dos  flautas,  dos  guitarras  y 
un  violoncelo. 

En  todo  el  día  prepararon  el  orden  de  la 
serenata,  que  debían  llevar  al  sonar  las 
nueve  de  esa  noche;  y  alas  ocho,  el  sacer- 
dote se  fué  en  traje  de  visita  para  esperar 
allí  el  obsequio  que  él  mismo  iba  á  pre- 
sentar. 

Las  noches  de  diciembre  son  encantado- 
ras en  mi  pueblo,  y  ésta  lo  era  con  espe- 
cialidad. Ostentaba  el  cielo  su  pabellón  azul 
de  mar,  tachonado  por  innumerables  estre- 
llas, que  más  parecían  polvos  de  oro  que 
gigantescos  luminares.  No  había  luna;  pero 
Júpiter,  en  su  mayor  cercanía  á  la  tierra, 
se  exhibía  con  un  tamaño  igual  á  la  octava 
parte  del  astro  de  las  noches,  y  despedía 
una  luz  argentada  y  apacible  que  alumbra- 
ba perfectamente  la  ciudad.  De  las  monta- 
ñas del  Este  venía  un  airecito  frío  y  oloro- 
so á  páramo,  que  confortaba  y  difuudía  do- 
quiera el  aroma   del  helécho   y   del  romero. 

Todo  ello  inspiró  á  la  improvisada  or- 
questa, que,  al  pie  de  las  ventanas  de  Lu- 
cía, rompió  su  obsequio  con  una  dulcísi- 
ma canción:  «Los  ojos  de  mi  ainada».  Siguió 
un  vals,  en  que  aquella  arpa  produjo  al- 
go de  los  nocturnos  de  Chopín  y  de  las 
overturas  de  Auber;  no-se-qué  sublime  que 
tenía  de  sinfonías  de  Bethoven,  de  cantos 
de  aves,  de  murmurios  de  fuentes,  de  sus- 
piros del  céfiro,  y  todo  ello  saturado  con  el 
perfume   del  corazón. 


21     

Al  terminar  este  desborde  de  armonías, 
la  ventana  se  abrió  para  dar  campo  á  la  au- 
rora  que,  personificada  en  Lucía,  invi- 
taba á  los  circunstantes  á  pasar  á    la    sala. 

Luis  quedó  extático;  á  impulsos  de  sus 
compañeros   entró,  pero  casi   fuera   de  sí. 

El  sospechaba  que  la  ahijada  de  su  tío, 
era  la  joven  cuyos  ojos  le  tenían  domina- 
do desde  el  día  anterior;  pero  no  vino  á 
convencerse  hasta  ese  instante  supremo,  en 
el  cual  quedó  deslumbrado  como  en  presen- 
cia del   sol. 

Los  padres  de  Lucía  le  recibieron  con 
particular  atencióu:  estaba  ya  asaz  reco- 
mendado, y  personalmente  había  desperta- 
do en  ellos  especiales  simpatías. 

Los  instantes  allí  se  le  pasaron  sin  saber- 
lo. Ejecutó  varias  piezas,  en  las  cuales  puso 
pedazos  del  alma.  Su  mismo  tío  estaba  sor- 
prendido, y  tan  gallarda  inspiración  no  pu- 
do atribuirla  sino  á  algo  que  pronto  adi- 
vinó en  las  miradas  de  Luis.  Era  ya  maes- 
tro en  descifrar  esos  misterios,  pues  cono- 
cía tantas  historias  en  sus  análisis  de  la 
conciencia  ! 

Lucía  también  cantó  esa  noche.  Su  voz 
parecía  una  hebra  de  cristal  tañida  con  una 
punta  de  marfil.  Ai  cantar,  aquella  boca 
diminuta  y  bella,  semejaba  un  botón  de  rosa 
que  comienza  á  abrir;  y  aquella  garganta, 
torneada  y  tersa,  parecía  como  de  una  esta- 
tua griega,  de  esas  que  los  artistas  modela- 
ron  viendo  en  su  mente  á  Juno  y  á  Miner- 


va,  á  las  ondinas  del  mar,  y  á  las  nereidas 
de  los  bosques. 

Cuando  llegó  la  hora  de  despedirse  la  con- 
currencia, Lucía  tuvo  que  disimular  las  pro- 
fundas emociones  de  que  era  presa  su  cora- 
zón. Por  vez  primera  había  sentido  una 
impresión  extraña,  que  dormía  en  su  orga- 
nismo como  duerme  la  nota  en  las  cuerdas 
de  la  lira,  el  canto  en  la  garganta  del  ave, 
el  fruto  en  el  ovario  de  la  flor. 

Magnolia  que  entreabría  en  los  verjeles 
de  la  vida,  aún  ignoraba  que  el  favonio 
llegaría  á  besar  sus  pétalos  y  á  beber  las  on- 
das de  su  perfume;  fuentecilla  recatada,  na- 
cida en  el  fondo  del  hogar,  aún  no  sabía  que 
en  sus  cristales  debían  retratarse  los  astros 
del   cielo  y  los  ramajes  del  bosque. 

Esa  noche,  los  ensueños  del  ángel  fue- 
ron sustituidos  por  las  visiones  de  Hebe. 
Los  serafines  que  habían  rodeado  su  lecho 
de  mullido  plumón,  tomaron  cuerpo  huma- 
no y  se  le  presentaron  sonrientes  de  dicha 
y  chispeantes  de  alborozo.  Eva  había  des- 
pertado á  la  vida  del  Edéu. 

Luis  por  su  parte,  tuvo  ensueños  divinos. 
Telémaco,  la  primer  noche  de  su  estadía 
en  la  isla  de  Calipso,  no  durmió  arrulla- 
do por  más  bellas  fantasías. 

En  la  primera  carta  que  escribió  á  su 
madre,  la  hizo  partícipe  de  sus  célicas  frui- 
ciones. Aquella  pluma  vibraba  al  trasladar 
al  papel  recuerdos  que  no  podía  sugerir  la 
mente  sin  que  el  fluido  nervioso  hiciese 
conmover  el  organismo. 


—   23    — 

Pasaron  algunos  días.  Las  familias  todas 
se  preparaban  para  una  época  de  verdade- 
ro alborozo. 

El  mes  de  diciembre  entre  nosotros  tie- 
ne todos  los  atractivos  de  un  veraneo  para 
los  reyes.  La  naturaleza  se  exhibe  en  él, 
ubérrima  de  gracias  y  pródiga  en  dones. 
Ríen  los  días  como  en  la  serena  Italia,  y 
se  ocultan  luego  para  dar  paso  á  noches 
como  las  espléndidas  noches  orientales.  Los 
campos  se  visten  de  flores,  las  fuentes  de 
espumas.  Embriagan  las  auras  con  sus  per- 
fumes*^ los  pájaros  cautivan  con  sus  can- 
ciones. Y  luego,  inocentes  costumbres  que 
nos  legó  España,  vienen  á  sustraer  el  es- 
píritu de  las  monótonas  faenas  de  la  vida 
para  trasportarlo  á  las  esplendorosas  ma- 
ñanas paradisíacas,  donde  todo  era  rumo- 
res de  inocencia,  palpitaciones  de  dicha, 
arrobamientos  de  amor. 

Y  el  pueblo  se  esfuerza  por  representar 
á  nuestros  ojos  las  ternuras  del  idilio  de 
Belén.  Y  de  nuevo  aparecen  los  profetas 
haciendo  sus  misteriosos  vaticinios,  y  el 
Bautista  vuelve  á  predicar  en  el  desierto 
de  Betania,  y  los  sacros  esposos  parten  de 
Nazareth  á  inscribirse  en  el  molesto  padrón 
y  á  pagar  el  tributo  al  César  con  el  man- 
so buey  que  llevan  por  delante,  y  nace  el 
Salvador  en  el  establo,  oyen  los  pastores  el 
«  Gloria  in  excelsis  Deo, »  surge  la  estrella 
que  conduce  por  las  espléndidas  noches 
asiáticas  á  los  magos  del  Oriente,  Herodes 
expide  su    criminal     decreto,     llora    Rama 


—  24  — 

por  esos  hijos  que  ya  no  existen,  huye  á 
Egipto  el  Bedentor  del  mundo  y  las  pal- 
mas se  inclinan  á  su  paso,  y  el  iris  aureola 
su  frente  y  á  su  presencia  caen  los  ídolos  del 
templo  de  Dagón. 

Costumbres  sencillas  y  herniosas,  que  no 
morirán,  porque  ellas  presiden  los  dulces 
idilios  de  nuestra  infancia  y  contornean  con 
lujo  de  colores  el  cromo  que  inmortaliza  las 
empresas  de  la  niñez. 

Llegó  el  24  de  Diciembre. 

k  La  noche  de  navidad 
No  hay  ni  una  flor  que  se  cierre, 
Para  indicar  á  los  hombres 
Que  esa  noche  no  se  duerme. » 

Así  cantaban  nuestros  viejos  jaraneros, 
cuando  al  comenzar  la  noche  de  navidad 
recorrían  las  calles  en  festivo  paseo  filar- 
mónico con  sus  tradicionales  instrumentos: 
el  triángulo,  la  chirimía,  la  zambomba  y 
la  carraca. 

Y  en  verdad,  en  nuestros  pueblos  esa  no- 
che pocos  duermen.  Primero  hay  tertulias 
en  casi  todos  los  salones  de  familia;  á  las 
diez,  las  campanas  convocan  al  templo  á  la 
generalidad  de  las  personas,  y  cuando  los 
gallos,  con  su  incesante  cantar,  anuncian 
el  advenimiento  de  la  Pascua,  los  comedo- 
res exhiben,  ebrias  de  apetitoso  olor,  las 
memorables  hallacas,  que  el  Dios  Pachaca- 
mac  enseñó  un  día  á  hacer  á  los  aboríge- 
nes americanos. 


25 


La  casa  de  Lucía  fué  esa  noche  un  cen- 
tro de  tertulia,  y  allí  estuvo  Luis  con  su 
acostumbrada  jovialidad,  su  chispeante  in- 
genio y  sus  cultísimas  maneras.  En  la  re- 
presentación de  una  charada,  tuvo  oportu- 
nidad de  decir  á  Lucía  cosas  que  le  man- 
daba el  corazón,  y  de  llevarla  en  los  brazos 
por  cinco  minutos  al  bailar  una  polk  que 
le  pareció  tocada  por  los  genios  en  los  ca- 
leidoscópicos  palacios  de  Abdallah.  Y  esa 
noche  tuvo  ocasión  de  convencerse  de  que 
la  olímpica  semidiosa  le  miraba  con  algo 
más  que  la  admiración  que  se  tributa  á  los 
merecimientos  de  un  joven  artista.  Conoció 
que  le  amaba. 

Su  felicidad  crecía  por  momentos.  Lucía 
era  para  él  una  hada,  una  aparición  fan- 
tástica, un  espíritu  celeste.  La  creía  la 
personificación  de  la  aurora,  la  virgen  de 
la  tarde,  ó  algo  que  no  se  dignaría  fijar 
sus  miradas  en  los  hombres  y  que  tal  vez 
desaparecería  de  un  momento  á  otro  de  la 
terrena  morada  sin  dejar  más  que  el  re- 
cuerdo de  su  belleza  en  las  mentes  y  la 
locura  del  apasionamiento  en  los  corazones. 
Pero  ya  la  había  visto  corresponder  á  sus 
caricias,  y  se  creía  por  ello  divinizado, 
suspendido  por  misterioso  influjo  á  la  ca- 
tegoría de  los  genios,  entre  los  cuales  su 
amada  debía  ocupar  un  puesto  superior. 

Su  corazón  estaba  distendido  hasta  to- 
car las  regiones  de  lo  suprasensible.  Se 
sentía  dilatado  hasta  la  grandeza  de  la  dei- 
ficación.   Yeía   pequeño  el   mundo  ;  insensi- 


—    20    — 

bles,  sus  espinas ;  falsas,  sus  torturas  ;  fic- 
ticias, sus  peuas ;  mentidos,  sus  pesares.  En 
su  mente  se  había  regenerado  la  existen- 
cia 5  para  él  había  vuelto  el  día  de  las  nup- 
cias de  Adán.  Era  feliz. 

Dos  sentimientos  hay  que  engrandecen  al 
hombre  de  maravillosa  manera  :  la  fé  y  el 
amor. 

Aquélla  dilata  en  lo  infinito  ;  éste  eleva 
por  sobre  los  punzadores  abrojos  de  la  tor- 
mentosa realidad.  Aquélla  da  alas  para 
subir  á  ese  deliquio  sublime  que  se  ape- 
llida santidad ;  éste  da  impulso  para  as- 
cender á  ese  goce  inaccesible  que  se  llama 
dicha. 

Pero  el  amor,  como  las  mariposas  de  la 
pradera,  tiene  diferentes  aspectos.  Si  ha 
nacido  en  pechos  crapulosos  y  bajos,  sus 
alas  son  negras  como  las  de  los  coleópte- 
ros que  surgen  de  los  fangales  ;  si  brota 
de  un  alma  noble  y  digna,  sus  alas  son 
de  oro,  como  las  de  los  insectos  que  emer- 
gen del  cáliz  de  las  flores. 

Luis  amaba,  pero  como  aman  los  astros, 
con  cintilaciones  de  luz  ;  como  ama  el  iris 
á  las  nubes,  para  coronarlas  con  su  escarapela 
de  colores. 

Los  sentimientos  de  Luis,  como  la  llama 
del  hachón,  siempre  se  dirigían  arriba.  Que- 
ría ascender  en  todo  paso  ;  rodar  á  la  som- 
bra, nunca.  Por  éso  se  fijó  en  unos  labios 
que  vertían  miel  ;  en  unos  ojos  que  refle- 
jaban el  cielo  ;  en  una  frente  que  coronaba  el 
honor. 


—  27  — 

Su  pasión  era  ya  tan  marcada,  que  su 
tío  se  la  leyó  en  la  inquietud  y  en  Ios- 
suspiros,  en  las  divagaciones  de  la  mente 
y  en  la  inspiración  con  que  hacía  el  elogio  de 
las  bellezas  de  Lucía. 

El  anciano  aceptaba  con  placer  este  pre- 
sunto enlace.  Amaba  á  su  ahijada  con  cé- 
lica dilección.  Admiraba  sus  virtudes  y 
talentos,  se  sentía  místicamente  hechizado 
por  sus  gracias  y  quería  para  ella  un  por- 
venir cargado  de  dones  y  sonriente  de  ven- 
tura. A  la  vez,  desde  que  vio  á  su  sobri- 
no, sintió  por  él  entrañable  afecto  ;  y  ahora 
le  admiraba,  además,  como  artista,  y  le  ren- 
día homenaje  por  las  prendas  de  su  bella 
alma.  Verlos  enlazados  era  ya  para  él 
una  rubia  ilusión.  Quería  abrirles  las  puer- 
tas de  un  hogar  que  él  presentía  feliz,  y  sobre 
el  cual  dispensaría  la  gracia  de  sus  diarias 
bendiciones. 

Luis  empezaba  á  traducirlo  así  ;  pero  se 
temía  hablarle  sobre  el  particular,  porque 
no  fuese  á  tacharlo  de  irreflexivo  y  vol- 
tario. Por  éso  creyó  mejor  callar  por  algún 
tiempo. 

Su  pasión  tuvo  motivos  para  crecer  en 
los  días  siguientes  á  aquella  bienhadada  no- 
che. 

En  nuestro  pueblo,  como  en  muchos  de- 
España  y  de  América,  se  exhibe  en  cada 
casa  la  noche  de  navidad,  un  altar  espe- 
cialísimo  que  aquí  llamamos  pesebre.  Es  la 
representación  de  Belén  y  sus  cercanías  en  la 
noche  que  nació  el  Dios-Hombre. 


Allí  se  despliega  todo  el  lujo  de  la  fan- 
tasía y  se  exhiben  caprichosamente  todas 
las  escenas  que  tuvieron  relación  con  aquel 
suceso  grandioso. 

Allí  se  ve  la  sublime  gruta,  en  un  ocul- 
to pliegue  del  monte  Olivo ;  la  sagrada 
Familia,  envuelta  en  reverberaciones  de  luz; 
-el  buey  del  tributo  al  César  y  la  borrica 
que  cabalgaba  la  gentil  doncella  de  ísTaza- 
reth ;  los  pastores  betl emitas  cargados  de 
presentes  para  ofrendar  al  Rey  de  lo  creado; 
los  tres  Magos,  guiados  al  través  de  las 
campiñas  asiáticas,  por  la  estrella  miste- 
riosa ;  Herodes  con  su  corte  de  eunucos  y 
su  serrallo  de  bellezas  cautivas  ;  y  rompien- 
do las  leyes  del  sincronismo  de  la  histo- 
ria, aparecen  allí,  Adán  en  sus  treinta 
años,  y  Eva  ostentando  en  su  radiante  her- 
mosura, el  seductor  atractivo  de  diez  y 
seis  primaveras  ;  las  cataratas  del  abismo 
derramando  sobre  la  tierra  las  aguas  del 
diluvio,  y  el  arca  de  Noé  flotando  sobre 
aquella  desastrosa  inundación  ;  Abraham 
descansando  al  pié  de  los  sicómoros  en  el 
valle  de  Mambré  ;  Eebeca,  rubia  como  las 
hebreas,  pero  chispeante  de  gracia  como 
las  espirituales  andaluzas  ;  los  israelitas  cau- 
tivos, llorando  al  pié  de  los  sauces  babi- 
lónicos ;  y  Jepté  degollando  á  su  hija  ;  y 
Nabucodonosor  rumiando  en  los  bosques  ;  y 
los  profetas  de  la  antigua  Ley,  vertiendo 
tempestades  unos ;  lágrimas,  otros  ;  y  al 
lado  de  esas  figuras  que  parecen  la  resu- 
rrección  de  la   humanidad,    las  irrisiones  de 


—  29  — 

la  crítica  y  la  hiél  ele  la  murmuración  ; 
Luis  XIV  de  brazo  con  Semíramis  ;  los 
briosos  generales  de  nuestros  motines  y 
asonadas  con  sus  charreteras  entre  el  bol- 
sillo y  llevando  .al  cinto  una  espada  de 
cartón  ;  abogados  ilustres  que  piden  á  un 
Cura  la  traducción  del  Constans  et  perpe- 
tua voluntas;  médicos  notables  haciendo  la 
operación  cesárea  á  un  lesionado  del  pul- 
món ;  astrónomos  excelsos  que  observan  con 
el  telescopio  el  paso  de  Sirio  por  delante 
de  la  luna  ;  sublimes  Castelares  que  pagan 
un  discurso  con  un  litro  de  Henessy,  y 
periodistas  inmortales  que  tienen  tras  de 
bastidores  la  ninfa  Egeria  que  les  escribe 
sus  luminosos  editoriales.  Eso  es,  en  sín- 
tesis, un  pesebre:  un  recuerdo  plástico  de 
las  narraciones  bíblicas  y  una  enseñanza 
gráfica  para   las  generaciones  presentes. 

Hay  libertad  absoluta  para  verlos,  y  por 
éso,  las  gentes  entran  en  las  casas  sin  tocar 
la  puerta,  y  se  declaran  en  visita  aunque 
la  sala  esté  sola. 

De  tarde,  cuando  las  faenas  del  día  han 
concluido,  las  familias  se  reúnen  y  salen  en 
grupo  á  visitarlos. 

Esos  son  los  instantes  queridos  para  los 
enamorados.  Allí  pueden  ellos  cruzar  abra- 
sadoras miradas  con  las  damas  de  su  amor, 
y  decirse  apasionados  idilios  bajo  alusión  á 
los  personajes  del  cuadro. 

Luis  halló,  pues,  la  anhelada  ocasión,  y 
supo  aprovecharla. 

Esas   tardes   de   diciembre  corrieron  para 


3° 


-él  más  dulces  que  los  panales  del  Hibla,  y 
más  memorables  que  los  cataclismos  de  la 
historia. 

En  ellas  dijo  á  su  amada  todo  lo  que  sintió 
en  el  pecho,  y  recibió  de  ella  con  tras- 
portes de  júbilo,  declaraciones  sublimes  que 
guardó  en  redoma  de  oro  en  el  fondo  del 
alma. 

Ya  no  había  duda  :  Luis  y  Lucía  se  ama- 
ban, y  se  amaban  con  la  locura  de  la  des- 
esperación. Se  habían  encontrado  como  la 
luz  y  la  nube  para  formar  el  iris ;  como 
la  sangre  y  el  nervio  para  formar  el  or- 
ganismo. Fuera  de  sí,  ya  no  vivían  sino 
el  uno  para  el  otro.  Su  porvenir  estaba 
escrito  en  una  palabra :  unirse;  sus  únicas 
aspiraciones  en  otra  :  amarse. 

El  mundo  les  había  ocultado  sus  bellezas 
físicas  ;  y  en  cambio,  el  destino  les  había 
presentado  otro  universo  ideal  :  el  de  los 
ensueños  de  la  pasión.  Allí  vivían  ya  ellos, 
apoderados  de  su  porvenir,  uno  en  brazos 
del  otro,  estrechados  como  la  liana  al  pino, 
y  embebidos  en  las  expansiones  de  la  ter- 
nura y  en  los  arrebatos  del  amor. 

Luis  sólo  tenía  un  pensamiento  :  Lucía. 
Su  sueño  no  era  sueño  ;  su  vida  no  era 
vida.  La  imagen  de  Lucía  se  le  presen- 
taba en  los  rayos  de  la  luz,  en  el  cáliz 
de  las  flores,  en  el  canto  de  las  aves.  La 
veía  en  las  páginas  del  libro,  en  las  nu- 
bes de  la  tarde,  en  el  azul  de  los  cielos. 
Creía  tenerla  en   las    pupilas   de    los   ojos, 


3i 


^n  los  pliegues  del  pensamiento,  en  las  palpi- 
taciones del  corazón. 

No  tenía  un  instante  de  sosiego  :  Lucía 
llenaba  todo  su  ser  y  le  quitaba  todo  su 
tiempo.  En  vano  podía  desprenderse  de 
.■aquella  imageu  querida,  que  le  atraía  como 
el  polo  á  la  aguja  magnética,  con  una  atrac- 
ción incesante  é  irresistible. 

Vinieron  luego  las  mañanas  de  enero, 
y  él  halló  nuevas  ocasiones  para  continuar 
gozando  de  las  frecuentes  entrevistas  con 
su  amada. 

Los  festejos  tradicionales  de  la  infancia 
del  Salvador  no  terminan  con  el  año.  El 
primero  de  enero  hay  la  costumbre  de  poner 
en  pié  al  santo  Niño,  lo  que  motiva  una 
serie  de   tertulias  de  rigurosa  ordenanza. 

Las  familias  amigas  concurren  al  lugar 
donde  se  va  á  celebrar  la  ceremonia.  La  se- 
ñora de  la  casa  nombra  varias  padrinos, 
quienes  toman  las  puntas  de  una  especie 
ele  chinchorrillo  de  seda,  en  el  cual  se  co- 
loca el  santo  Infante  ;  y  provisto  cada  con- 
tertulio de  una  vela  encendida,  continúan 
en  procesión  por  las  galerías  de  la  casa, 
entre  el  rasguear  de  las  guitarras,  los  can- 
tos de  las  niñas,  zumbido  de  cohetes,  fue- 
gos artificiales  y  grita  y  zambra  y  bullicio 
de  todos.  Retornados  al  pesebre,  colocan 
en  pié  al  Niño,  y  continúa  un  baile,  ó  por 
lo'  menos,  juegos  de  salón.  Estas  tertulias 
llenan  los  primeros  días  del  mes,  son  siem- 
pre memorables,  porque  cuando  no  dejan 
matrimonios   en  proyecto  producen  esos  amo- 


32 


res  candentes  que  se  endeuden  como  un 
relámpago,  y  así  como  él,  desaparecen  sin 
dejar  más  que  uno  como  deslumbramien- 
to en  los  ojos  y  atonía  de  pasión  extinta 
en    el  alma. 

Al  fin  llega  el.  seis  de  enero,  y  un 
nuevo  espectáculo  absorbe  la  atención  ge- 
neral. Los  Eeyes  Magos  vienen  de  Oriente, 
con  sus  vestidos  fastuosos  y  sus  diademas 
de  oro.  Es  necesario,  según  las  ritualidades 
de  la  Colonia,  que  pasen  por  un  puente  de 
cuerdas  para  llegar  á  presencia  de  Herodes  j 
éste  los  recibe  con  inusitada  pompa  y  les 
envía  á  visitar  al  Eey  del  mundo.  En  el 
camino  se  encuentran  con  un  eremita  que 
les  anuncia  grandes  cosas.  Presentan  al  Sal- 
vador sus  ofrendas  de  oro,  incienso  y  mirra \ 
la  estrella  los  reconduce  á  su  patria  por  otros 
caminos;  el  Tetrarca  decreta  el  degüello  de  los 
inocentes  ;  la  Sagrada  Familia  huye  á  Egip- 
to, y  su  fuga  pone  punto  á  las  jaranas  de  no- 
che-buena. Terminan  los  pesebres,  se  acaban 
las  tertulias  y  la  lucha  por  la  vida  vuelve 
á   absorber  la  agitación  general. 

Luis  apenas  si  despertaba  de  sus  ensueños 
de  dicha.  El  tiempo  había  volado  para  él  con 
vertiginosa  carrera,  y  hubiera  deseado  que 
nunca  tuviesen  fin  aquellas  horas  dulcísimas 
que  destilaron  en  su  pecho  delicias  inefables 
de  eterna  recordación. 

Pero  cuando  ya  comprendió  que  los  días  de 
diciembre  habían  volado,  llenos  de  recuerdos 
y  de  promesas,  y  que  con  las  tertulias  de  ene- 
ro se  habían  acabado  las   entrevistas   diarias, 


—  33   — 

y  que  los  hogares  habían  puesto  de  nuevo 
el  muro  infranqueable  de  su  inviolabilidad,  y 
las  jóvenes  habían  vuelto  á  consagrarse  á  sus 
habituales  faenas,  no  j)udo  resistir  á  los  im- 
pulsos del  corazón,  y  una  noche,  acompaña- 
do de  su  tío,  fué  á  pedir  la  mano  de  Lu- 
cía. No  le  fué  negada.  Los  padres  de  ésta 
hubieran  deseado  no  verla  casada.  Querían 
más  tenerla  como  alondra  libre  que  canta  las 
mañanas  del  hogar  feliz,  que  no  abrumada 
bajo  el  peso  de  la  vida  conyugal.  Pero  ellos 
estaban  ya  para  tocar  con  su  bordón  la  losa 
del  sepulcro,  y  en  el  presentimiento  de  que, 
á  su  muerte,  su  hija  quedase  sola  en  el  mun- 
do, aprovecharon  las  ventajas  que  le  presen- 
taba la  mano  de  un  joven  digno,  laborioso 
y    honrado. 

Aquel  hogar  venturoso  abrió  sus  puertas 
para  Luis,  y  de  allí  en  adelante  lo  consideró 
-como   nuevo  miembro  déla   familia. 

Las  distinciones  constantes  de  los  genero- 
sos ancianos,  fueron  nuevo  lazo  para  atraerle. 
Eecibía  muestras  de  verdadero  cariño,  y  se  le 
colmaba  de  atenciones  que  abrumaban  su 
modestia.  Iba  á  la  casa  todas  las  tardes,  y 
pasaba  allí  las  primeras  horas   de  la  noche. 

A  veces  jugaba  al  ajedrez  con  Lucía;  á  ve- 
ces leían  alguna  obra  literaria;  cuándo  canta- 
ban á  dúo  sabrosos  bambucos  colombianos  ; 
cuándo  gastaban  el  rato  en  animada  y  amena 
conversación. 

Una  noche  estaban  profundamente  embe- 
bidos en  una  partida  de  ajedrez.  Lucía  osten- 
taba un  traje   blanco,  y  sobre   su  hombro  iz- 


34 


quiérelo  y  espaldas,  brillaban  las  negras  y 
ensortijadas  guedejas  de  sus  abundantes  ca- 
bellos. 

Hacía  rato  que  una  mariposa  de  alas  mus- 
gas se  había  posado  sigilosamente  sobre  el  pe- 
cho de  la  encantadora  joven.  Parecía  un 
prendedor  de  azabache  artísticamente  labra- 
do. Al  terminar  una  jugada,  Luis  levantó  la 
vista  y  vio  el  animal  ;  dio  un  grito  involun- 
tario ;  Lucía  se  sorprendió,  y  con  su  movi- 
miento, el  intruso  coleóptero  alzó  vuelo  y  se 
ocultó  entre  el  bombillo  de  una  lámpara  apa- 
gada que  pendía  encima  de  la  mesa  en  que 
jugaban. 

Luis  trató  de  disculpar  su  brusca  exclama- 
ción ;  pero  algo  como  un  temblor  nervioso 
le  sobrecogió  y  hubo  de  retirarse. 

Esa  noche  no  durmió.  Aquella  mariposa 
negra  le  tuvo  hondamente  impresionado. 
Recordó  su  visión,  la  tarde  que  se  quedó  pro- 
fundamente dormido  al  pié  del  cocotero.  Los 
rasgos  de  aquella  imagen  divina  eran  los 
mismos  de  Lucía  ;  estaba  vestida  de  blanco 
y  tenía  también  sobre  el  pecho  algo  que  aho- 
ra conoce   haber   sido   una   mariposa   negra. 

%  Qué  indicaba  todo  aquello?  ¿Era  algún 
augurio  funesto?  ¿Alguna  mano  oculta  iba 
prediciéndole  bajo  obscuros  enigmas  su  por- 
venir? 

No  lo   sabía. 

¡  Los  sueños  !  ¿  Indicarán  la  verdad  ?  ¿  Se- 
rán el  resultado  de  una  desrelación  entre  la 
inteligencia  y  el  organismo  ? 

Cuando  el   cuerpo  duerme,  el   espíritu  ve- 


35 


la,  dijo  Hipócrates.  $  Será  entonces  cuando 
entra  en  relación  con  los  seres  superiores  y 
recibe  las  revelaciones  de  lo   porvenir  ! 

La  Historia  prueba  que  muchos  sueños 
tuvieron  un  exacto  cumplimiento.  En  sueños 
vio  Jacob  la  escala  misteriosa  y  oyó  la  voz 
que  le  prometía  la  tierra  de  Canaan  ;  lo  cual 
fué  realizado.  El  sueño  de  José  tuvo  cum- 
plimiento con  su  exaltación  en  la  Corte  de 
Egipto.  Los  sueños  de  Faraón  se  verificaron. 
Hécuba  soñó  dar  á  luz  una  antorcha  en- 
cendida que  abrasaba  á  Troya,  y  le  nació  un 
hijo  que  fué  causa  para  que  los  Griegos  la 
redujeran  á  cenizas.  Soñó  Astiages  que  del 
vientre  de  su  hija  brotaba  una  lozana  y  fe- 
cunda vid,  y  á  poco  dio  á  luz  á  Ciro,  glo- 
ria y  esplendor  de  Persia.  Calpurnia  vio  en 
sueños  á  su  marido  acribillado  de  heridas  y 
espirante  en  sus  brazos,  y  al  siguiente  día 
César  cae  frente  á  la  estatua  de  Pompeyo  al 
golpe  de  los  conjurados.  Olimpia  soñó  que 
Filipo  le  había  puesto  en  el  vientre  un  sello 
con  la  efigie  de  un  león,  y  le  nació  Alejan- 
dro. Enrique  de  Navarra  vio  una  noche 
mientras  dormía  un  arco-iris  sobre  su  cabeza: 
al  día  siguiente  cayó  atravesado  por  el  pu- 
ñal de  Ravaillac.  La  víspera  de  Waterloo  Bo- 
naparte  vio  en  sueños  un  gato  negro  que 
corría  asustado  por  entre  el  ejército  :  su  de- 
rrota en  aquel  campo  memorable  indica  la 
solución   del  fatal   augurio. 

Yo  vi  en  sueños  á  Lucía  antes  de  cono- 
cerla :  tenía  sobre  el  pecho,  como  esta  no- 
che, una  mariposa   negra.  %  Qué  indica  ello  ? 


36 


¿  Luto  ?  |  Prosperidad  ?  Xo   lo  sé  :   y   no   me 
afano  por  descifrarlo. 

Seré  buen  esposo  ;  amaré  entrañablemen- 
te á  la  hermosa  compañera  de  mis  días  ; 
fundaremos  un  hogar  donde  el  honor  impere  y 
la  virtud  perfume,  y  no  he  de  temer  las  con- 
secuencias. 

Si  algún  accidente  inesperado  siembra  en- 
tre nosotros  el  dolor,  ello  no  será  un  miste- 
rio. La  vida  es  un  sudario  de  lágrimas.  Xo 
hay  placer  sin  dolor,  como  no  hay  rosa  sin 
espinas. 

Los  ojos  son  hechos  para  ver  ;  pero  tam- 
bién hay  en  ellos  una  organización  propia 
para   el  llanto. 

Sí  ;  mi  ensueño  no  fué  sino  producto  de 
las  emociones  que  experimenté  esa  tarde.  Mi 
visión  tenía  semejanza  con  Lucía,  porque  to- 
do lo  hermoso  se  parece.  La  mariposa  ne- 
gra es  un  accidente  natural  :  se  posó  en  el  pe- 
cho de  ella,  porque  lo  creyó  una  rosa  blanca, 
perfumada  y  bella  como  las  que  se  mecen  en 
los   jardines. 

Con  estas  reflexiones  se  tranquilizó  y  pu- 
do  dormir. 

Amaneció  un  tanto  repuesto  de  su  pena. 
Con  todo,  quiso  conocer,  sobre  el  particular, 
la  opinión  de  una  gran  confidente  suya. 

He  dicho  que  cuando  partió  de  El  Rosario, 
se  vino  acompañándole  la  anciana  Inés, 
á  quien  él  profesaba  especial  cariño  y  res- 
peto profundo. 

Después   del   desayuno,  la  llamó  á  su  cuar- 


37 


to,  y  en  confidencia  privada,  tuvieron  este 
diálogo  : 

— ¿  Se  ha  fijado  usted,  señora  Inés,  en  aque- 
lla joven  que   es  ahijada  de  mi  tío? 

— En  cuál,  ¿  en  la   niña  Lucía  ? 

— Sí,    en   ella. 

— Ah  !  cómo  es  éso.  La  quiero  como  á  una 
hija,  y  ella  me  aprecia  de  igual  modo.  Este 
pañuelito  azul  que  llevo  hoy,  me  lo  regaló  el 
día  de  año   nuevo. 

— Con  que  la  conoce  mucho  ;  y  bien  ¿qué 
tal  muchacha  le   parece? 

-  -Un  ángel,  hijo.  Yo  juzgo  que  no  ha  de 
haber  niña  más  bella  ni  más  buena  en  el 
mundo. 

— ¿  Oree  usted  que  Dios  habrá  de  protegerla 
siempre  ? 

— Y  cómo  no,  si  Dios  protege  la  virtud  en 
todas  partes.  Vea  ahora  mismo  :  parece  que 
el  cielo  le  ha  dispensado  toda  clase  de  dones. 

—  Pues  bien  :  he  pensado  casarme  con 
ella. 

— Bendiga  Dios  su  elección.  Pero  bien, 
usted  necesita  pedir  antes  el  permiso  de  su 
madre. 

— Ya  lo  tengo,  y  enviado  con  las  mues- 
tras  del  mayor  placer. 

— Pues  entonces  yo  empezaré  esta  noche  la 
novena  del  Patriarca,  modelo  de  esposos, 
para  que   lo   ilumine  y   lo  guíe. 

— Se  lo  agradeceré  en  el  alma,  señora 
Inés.  Y  estudie  mucho  á  Lucía,  y  dígame  to- 
do   lo  que   piense  sobre   ella. 

— Ya   la  tengo   bien    estudiada,   y   pienso 


-  38  - 

que   en  ella  está   todo   lo   bueno  sin  la  menor 
sombra  de  mal. 

La  señora  Inés  se  retiró,  y  Luis  quedó  muy 
tranquilo.  Para  burlar  los  presentimientos  de 
la  mariposa,  empezó  á  componer  un  vals.  En 
la  primera  parte  vertió  feoda  la  tristeza  que 
pudo  hallar  en  su  alma,  para  traducir  así^ 
sus  pasadas  torturas  ;  y  en  la  segunda,  de- 
rramó todo  el  entusiasmo  y  la  alegría  que 
fueron  capaces  de  expresar  las  cuerdas.  Lo 
tituló  «  La  Mariposa  Negra  » 

Esa  noche  lo  tocó  en  casa  de  Lucía.  Pa- 
recióle á  ésta  admirable,  aunque  tachó  el 
título   de  romántico. 

El  no  quiso  explicarle  la  causa  de  haber 
elegido  ese  nombre,  y  se  lo  dedicó  como  un 
presente   del  día. 

Hablaron  esa  noche  sobre  política.  Los 
periódicos  de  Bogotá  habían  traído  noticias 
importantes.  En  ellos  se  decía  que  el  Perú 
había  decretado  un  millón  de  pesos  para  el 
Libertador  Bolívar,  como  recompensa  á  sus 
servicios,  y  una  riquísima  espada,  como  tri- 
buto ante  los  altares  del  genio  de  Colombia. 
También  se  hablaba  de  los  recientes  triunfos 
del  ejército  libertador,  y  de  que  pronto  los 
Españoles  habrían  sido  expulsados  del  últi- 
mo lugar  que  aún  estaba  en  su  poder:  El 
Callao. 

En  Venezuela  hacía  tres  años  que  se  go- 
zaba de  completa  paz.  Desde  la  accióu  de 
Padilla  en  el  lago  de  Maracaibo  y  la  toma  de- 
Puerto  Cabello  por  Páez,  el  País  había  que- 
dado  en  calma.  Los  horrores   de  la  pasada 


—   39  — 

guerra  habían  terminado,  y  la  agricultura  y 
la  industria  renacían  como  el  fénix  de  sus 
propias  cenizas. 

Es  cierto  que  La  Grita  había  sufrido  po- 
co desde  el  año  de  1814  :  por  éso  el  pueblo 
sentía  palpitar  en  sus  venas  el  fluido  de  la 
vida  social  :  los  campos  estaban  vestidos  de 
sembrados  y  las  trojes  llenas  de  granos. 

Sobre  todo  ésto  giró  la  conversación  esa 
noche,  y  á  las  nueve,  Luis  se  despidió  como 
de  costumbre. 

Se  levantó  tarde  al  día  siguiente,  y  se  fué 
á  caminar. 

Lourdes  llamamos  hoy  el  paseo  que  para 
ese  tiempo  se  llamaba  La  Meseta.  Es  una  co- 
lina de  poca  altura,  en  la  cual  se  ha  ostenta- 
do siempre  una  Capilla,  desde  cuyo  atrio  se 
divisa  perfectamente  toda  la  ciudad  con  sus 
campos  más  cercanos.  Allí  acostumbraba  ir 
constantemente  él,  y  allí  fué  á  gozar  por  al- 
gunos instantes  del  aire  fresco  y  embalsama- 
do  de  la  mañana  á  que  me  refiero. 

Cuando  regresó  á  la  casa,  encontró  una  no- 
vedad por  demás  placentera.  Hacía  dos  ho- 
ras había  llegado  un  peón  trayéndole  cartas 
de  su  madre  y  un  hermoso  regalo:  un  perrito. 
Luis  quedó  encantado  cuando  vio  el  animal. 
Era  blanco  como  un  nevado  corderillo,  excepto 
las  extremidades  dé  las  orejas  y  la  cola,  que 
eran  negras.  Se  llamaba  Brillante,  y  hacía 
mil  piruetas  que  la  madre  de  Luis  le  había 
enseñado. 

En  las  cartas,  la  buena  señora  le  hablaba 


4° 


de  muchas  cosas  tiernas,  y  le  encargaba 
muchos   cariños  para  su  adorada  Lucía. 

Luis  no  pudo  resistir  á  las  emociones  que 
embargaron  su  espíritu,  y  quiso  hacer  par- 
tícipe de  ellas   á  su   amada. 

Encontró  á  Lucía  sola.  Hacía  poco  había 
salido  del  baño,  y  se  ostentaba  como  nunca 
encantadora. 

Al  verla,  apenas  si  pudo  saludarla  :  quedó 
deslumhrado   como  en  presencia  del   sol. 

Ella  le  notó  la  turbación,  le  dio  la  mano 
y   lo  condujo   á   la   sala. 

— Qué  tienes,  le  decía  :  siento  que  tu  cora- 
zón  palpita  con  una   inquietud   abrumadora. 

— Xo  es  nada,  balbuceó  él  :  acababa  de  re- 
cibir impresiones  gratísimas  por  un  peón  que 
me  envió  mamá;  estaba  pues,  moral  mente 
debilitado,  y  no  pude  resistir  la  fascinación 
de   tu    hermosura. 

— Déjate  de  requiebros  de  que  no  hay  nece- 
sidad ;  y  veamos  ¿de  dónde  hubiste  ese  lin- 
do perro  ? 

— Es  un  regalo  de  mamá.  Ye  las  cartas 
que   me   escribe. 

Lucía  empezó  á  leer,  y  al  llegar  á  las  fra- 
ses referentes  á  ella,  una  ola  de  luz  rosada  co- 
rrió por  su  faz,  y  apareció  por  un  instante 
como  en  una  celestial  transfiguración. 

En  verdad,  la  madre  de  Luis  tenía  un 
altísimo  concepto  de  Lucía,  y  hablaba  de 
ella  en  términos   lisonjeros  por  demás. 

Lucía  le  devolvió  las  cartas,  y  por  algu- 
nos instantes,  sus  almas  se  transfundieron  una 
en  otra,   atraídas  por  el  influjo  de  la  más  ar- 


41 


dorosa  pasión.  Sus  pechos  desbordaban  fue- 
go, y  apenas  podían  resistir  el  golpe  preci- 
pitado y  sordo  de  sus  apasionados  corazones. 
Fué  aquél  un  instante  supremo,  que  vino  á  unir 
una  vez  más  su  vida  y  sus  ideales,  y  en 
que,  obsesionados  por  el  ángel  del  amor,  su- 
frieron el  desvanecimiento  de  la  gloria,  y  só- 
lo despertaron  al  sentir  con  rubor  entre  sus 
labios  la  eléctrica  explosión  de  un   beso. 

Luis  se  retiró,  dejando  en  aquel  perfu- 
mado  recinto,    un   pedazo  de  su  vida. 

Pasaron  muchos  días,  en  cada  uno  de  los 
cuáles  se  repitieron  frecuentes  escenas  de 
ternura  y   de  pasión. 

Llegó  el  domingo  de  Pascua,  y  los  jóvenes 
del   pueblo  promovieron  un   baile. 

No  hubo  obstáculo  para  realizarlo,  y  á  las 
ocho  de  la  noche,  aquel  salón  fascinaba  con 
la  deslumbrante  belleza  de  una  docena  de 
preciosas   jóvenes. 

Lucía  llamaba  sobremodo  la  atención.  Su 
vestido,  su  gracia,  su  conversación  :  todo 
deslumhraba  en  ella.  Hablaba  con  los  ojos, 
con  las  irradiaciones  de  su  limpia  tez,  con 
las  involuntarias  contracciones  de  sus  labios, 
con   el   flotar  de  sus  vaporosos  rizos. 

Durante  tres  horas,  todas  las  miradas  estu- 
vieron pendientes   de   su   fisonomía. 

Al  fin  terminó  la  tertulia.  La  noche  esta- 
ba serena  ;  el  cielo,  estrellado.  De  los  pára- 
mos venía  un  airecillo  perfumado,  pero  frío 
como   la  nieve. 

Todas  las  familias  se   retiraron  á  sus  hoga- 


—  42   — 

res,  y  Luis   acompañó  á  la   de  Lacia  hasta  la 
puerta  de  la  casa.  Allí  se  despidió. 

Durante  el  trayecto  de  la  calle,  Lucía  lia 
bía  experimentado  una  impresión  desagra- 
dable en  la  vista.  Sin  embargo,  no  creyó 
aquéllo  de  mayor  trascendencia,  y  se  acostó 
sin  hacerse  ninguna  aplicación.  Durmió  pro- 
fundamente, y  no  despertó  sino  al  oír  el  bu- 
llicio de  los  sirvientes  que  trajinaban  en  la 
casa. 

La  puerta  del  aposento  tenía  algunas  hen- 
deduras por  las  cuales  entraba  luz  •  pero  por 
más  que  observó,  no  pudo  comprender  que 
estuviese  de  día.  Esperó  algunos  momentos: 
las  vacas  bramaban:  su  padre  daba  órdenes 
á  los  sirvientes  :  en  el  comedor  se  oía  rui- 
do de  platos.  Al  fin,  se  levantó,  aunque  to- 
davía hallaba  su  pieza  en  completa  obscu- 
ridad, y  cuál  fué  su  sorpresa  cuando — al 
abrir   la   puerta — no   vio  la  claridad  del  día. 

Se  pasó  el  pañuelo  por  los  ojos  j  pero  en 
vano   buscaba  la  luz. 

Llamó  á  su  madre  y  le  refirió  la  no- 
vedad: ésta  la  condujo  de  la  mano  al  corre- 
dor de  la  casa;  pero  inútilmente  todo.  Esta- 
ba   ciega. 

Había  perdido  el  uso  de  la  visión.  L"na 
noche  perpetua  le  había  envuelto  los  ojos  en 
su   densa   obscuridad. 

Ya  no  vería  más  los  esplendores  del  cielo  ni 
las  bellezas  del  día.  La  luz  había  huido 
de  sus  ojos,  y,  como  los  reptiles  atrofiados  que 
vegetan  en  el  fondo  de  los  fangales  y  caver- 


43 


uas;  estaba  condenada  á  vivir  en  la  negra 
noche  de  las   tinieblas. 

Un  mundo  de  amargura  cayó  sobre  su 
frente,  y  al  verse  abandonada  por  el  más 
bello  de  los  primores  que  ostenta  el  universo, 
la  luz,  una  grande  y  cristalina  lágrima  bri- 
lló en  cada  uno  de  sus  párpados  y  rodó  por 
sus  mejillas  como  una  centella  de  fuego.  Eran 
las  primeras  que  empezaban  á  brotar  de 
aquellos  ojos  que  aún  no  habían  sentido  el 
beso   helado  del   dolor. 

Pronto  se  circuló  la  noticia  de  esta  desgra- 
cia por  todo  el  pueblo.  Las  familias  acudie- 
ron á  la  casa,  y  partía  el  corazón  ver  pin- 
tado en  todos  los  rostros  el  pesar  que  pro- 
ducía el  infortunio  de  la  hermosa  joven.  Tra- 
taban de  consolarla,  se  esforzaban  por  ins- 
pirarle confianza  en  la  reposición  ;  pero  ella 
no  daba  valor  á  infundadas  promesas.  Su 
aflicción  se  sobreponía  á  todo.  Nuevas  y  nue- 
vas lágrimas  brotaban  de  sus  ojos,  y  de  cuán- 
do en  cuándo,  un  ligero  gemido  salía  tremo- 
lando  de  su  temblorosa  garganta. 

En  las  exterioridades  de  la  vista,  no  se  le 
notaba  ningúu  accidente  extraño  ;  sólo  que 
los  ojos  estaban  aún  más  abrillantados,  y  tenía 
la  pupila  inmóvil  y  como  un  tanto  variada  de 
forma. 

Cuando  Luis  supo  esta  desgracia,  sintió 
como  una  espina  en  el  corazón.  ¿Será  mi 
destino  la  causa  de  este  infortunio?  se  decía 
profundamente  acongojado.  Se  encerró  en  la 
pieza  y  se  dio  por  largo  rato  á  dolorosas 
reflexiones. 


—  44  — 

Algunas  horas  después,  fué  á  casa  de  Lu- 
cía. Hizo  esfuerzo  por  permauecer  iu muta- 
ble en  su  presencia.  Le  habló  con  gran  sere- 
nidad de  espíritu;  la  consoló  en  su  enferme- 
dad; le  prometió  que  á  vuelta  de  pocos  días 
estaría  buena;  le  refirió  curaciones  de  casos 
semejantes,  y  después  de  haber  hecho  uso 
por  largo  rato  de  los  recursos  de  su  elocuen- 
cia, se  retiró  á  su  casa  bajo  la  más  horrible 
pesadumbre. 

La  enfermedad  de  Lucía  le  pareció  incu- 
rable. No  es  un  accidente  natural,  decía;  es 
la  obra  de  un  destino  adverso,  de  un  hado 
cruel,  de  una  mano  funesta  que  va  cubriendo 
de  abrojos  el  sendero  de  mi  vida.  Hirié- 
rarne  á  mí,  exclamaba,  y  no  á  este  ángel 
inocente  cuyo  solo  delito  es  llevar  en  el 
alma  las  irradiaciones  de  la  virtud.  Descarga- 
ra sobre  mí  el  peso  de  sus  iras,  y  no  sobre 
esta  flor  encantadora  que  no  ha  cometido 
más  falta  que  brillar  un  día  en  los  verje- 
les de  la  hermosura,  exhalando  los  per? li- 
mes  de   su  modestia   y   su  bondad. 

En  estas  reflexiones  estaba,  cuando  se  le 
acercó  el  auciano  sacerdote,  que  venía  á 
pulsarle  el  estado  del  alma.  Le  habló  largo 
sobre  la  enfermedad  de  la  joven,  y  todas 
sus  palabras  salían  envueltas  en  el  iris  de 
consoladoras  esperanzas. 

Esa  enfermedad,  decía,  es  un  accidente 
explicable.  Lucía  es  una  especie  de  sensi- 
tiva, y  como  esta  clase  de  flores,  se  re- 
siente al  más  ligero  contacto.  El  aire  de 
la  noche,    la  impresión    demasiado  fuerte  de 


—  45   — 

la  luz,  el  excesivo  ejercicio,  ó  cualquiera 
otra  causa  para  iní  desconocida,  han  po- 
dido determinarle  esa  instantánea  pérdida 
■de  la  visión:  pero  no  liemos  de  desesperar 
por  su  salud:  con  la  gracia  del  cielo,  la 
vista  habrá    de  volverle. 

Ella  es,  sobre  todo,  muy  joven;  está  en 
la  fuerza  de  la  robustez;  pletórica  de  savia 
vital  y  de  fluidos  propulsores  del  desen- 
volvimiento. A  esa  edad  las  enfermedades 
ceden  ;  los  impulsos  del  desarrollo  orgánico, 
semejantes  al  poderoso  empuje  de  la  cre- 
ciente de  un  río,  arrollan  todo  obstáculo 
que  se  opone  al  ejercicio  de  los  órganos. 
Los  jóvenes  no  deben  desesperar  por  nada: 
es  su  privilegio  tener  fé  y  esperar;  suyo 
es  el  porvenir;  suyas  las  promesas  de  di- 
cha; suya  la  realización  de  sus  aspiracio- 
nes. Muy  otra  fuera  la  esperanza  de  un 
anciano.  Nosotros  no  tenemos  más  patri- 
monio que  la  ley  de  la  degeneración.  La 
naturaleza,  al  inclinar  hacia  el  suelo  la  fren- 
te de  los  ancianos,  ha  querido  mostrarnos 
la  tumba,  como  único  refugio  que  nos  que- 
da  sobre  la  tierra. 

Ten  fé  en  mis  palabras,  y  espera  con 
ahinco  la  salud  de  tu  prometida.  Si  no  hoy, 
mañana,  la  enfermedad  habrá  de  ceder.  El 
árbol  tierno  que  encorba  el  vendaval,  re- 
cobra por  impulso  propio  la  posición  pri- 
mitiva. 

Yo  tengo,  además,  un  poderoso  medio 
para  conseguir  lo  que  deseo:  la  oración. 
Ante  una  plegaria,  los  cielos  se  abren,  y  des- 


-  46  - 

ciende  en   rayos   de   luz  la   bondad  de  Dios. 

Estas  palabras  cayeron  en  el  alma  de 
Luis  como  un  dulcísimo  lenitivo.  Volvió 
la  tranquilidad  á  su  espíritu,  y  sintió  re- 
nacer las  esperanzas  que  ya  creía  perdidas 
para   siempre. 

En  tanto,  Lucía  continuaba  sumida  en 
el  más  profundo  desconsuelo.  Sus  amigas  le 
rodeaban  el  lecho  y  le  dirigían  palabras 
consoladoras;  pero  con  los  ojos  húmedos 
de  llanto,    y   el    corazón,    de   pena. 

Así  trascurrieron  varias  semanas:  la  vi- 
sión continuaba  perdida  y  la  frescura  de 
la  hermosa  joven  iba  marchitándose  como 
los  pétalos  de  las  azucenas  cuando  el  sol 
declina. 

En  los  pueblos  vecinos  fué  imposible  con- 
seguir un  médico  que  viniese  á  medici- 
narla. Las  aplicaciones  que  le  indicaban 
no  surtían  efecto,  y  todo  parecía  contribuir 
á   la   desgracia   de   la   infortunada  joven. 

Su  buena  madre  pasaba  los  días  sumi- 
da en  la  mayor  desolación.  Mis  esperan- 
zas, decía,  han  muerto.  La  alondra  que  de- 
bía cantar  las  alboradas  de  mi  vejez  ha 
enmudecido.  El  ángel  que  consolaba  mis 
penas  ya  no  puede  ver  mis  lágrimas  para 
enjugarlas,  ni  oprimir  con  su  mano  mi 
frente  para  detener  las  contracciones  ner- 
viosas de  mis  amargos  pesares.  Ah!  hija 
del  alma !  apagados  esos  ojos  que  eran  mi 
luz,  mi  vida,  mi  felicidad,-  sin  brillo  esos 
luceros  de  la  mañana  que  traían  á  mi  co- 
razón  los  rayos  de  la  dicha  ;  eclipsados  esos 


—  47   — 

soles  cuyas  miradas  llevaban  el  día  á  mi 
conciencia  y  auroras  de  ventura  á  la  tor- 
menta de  mis  infortunios Ah!  me  re- 
sisto á  creerlo;  me  parece  un  engaño  de 
los  espíritus  diabólicos;  un  sueño  horrible 
producido  en  una  hora  de  maligna  suges- 
tión. Pero,  oh  dolor!  tú  no  finges,  hija 
mía  :  yo  veo  que  las  lágrimas  humedecen 
tus  parpados  y  contemplo  en  tu  hermosa 
faz  la  melancólica  expresión  de  las  triste- 
zas del  alma.  Sí,  hija  mía,  has  perdido  la 
visión;  sobre  tu  frente  ha  descargado  su 
férrea  mano  un  destino  cruel ;  la  desgracia 
te  ha  herido  con  toda  la  altivez  de  su  furor, 
y  te  ha  sepultado  viva  en  la  noche  de  las 
tinieblas,  la  más  espantosa  de  las  tumbas. 
Ciega,  como  el  anciano  Tobías,  pasarás  los 
años  de  tu  existencia;  ciega,  como  el  des- 
graciado Edipo,  habrás  de  cruzar  los  sen- 
deros de  la  vida. 

Oh!  Dios  mío!  si  mis  debilidades  han  sido 
la  causa  de  este  infortunio,  castigadme  á 
mí,  que  soy  la  culpada;  no  á  mi  hija, 
inocente  y  buena.  Haced  que  yo  arrastre  las 
cadenas  que  merecen  mis  faltas  y  devol- 
ved sus  horas  tranquilas  y  sus  días  de  al- 
borozo á   ese   pedazo   de   mi    existencia 

Así  exclamaba  constantemente  la  buena 
anciana;  y  luego  se  sumergía  en  un  mar 
de  lágrimas  y  en  un  abismo  de  abatimien- 
to y  de   dolor. 

Su  x^esadumbre  la  aumentaba  el  decai- 
miento  de   Lucía. 

Esta   casi  no  hablaba   cuando  había  gen- 


-  48  - 

te  en  su  cuarto;  pero  en  su  fisonomía  se 
pintaba,  con  sus  rasgos  más  vivos,  la  amar- 
gura del  dolor.  De  momento  en  momento 
exhalaba  un  convulso  y  prolongado  gemido; 
se  comprimía  con  las  manos  el  corazón; 
elevaba  la  faz  al  cielo  como  en  tono  su- 
plicante, y  una  lágrima  cristalina  brotaba 
entonces  de  sus  ojos  y  rodaba  á  tierra  so- 
bre  el  nevado   terciopelo  de   sus  mejillas. 

Cuando  estaba  sola,  entonces  su  tristeza 
era  mayor.  Postrábase  de  rodillas  y  hacía 
á  Dios  ternísimas  oraciones.  Se  le  oía  im- 
plorar el  consuelo  para  sus  queridos  padres, 
y  su  propia  resignación  para  sobrellevar  el 
peso  de  su  desgracia.  Oraba  por  todos  los 
que  sufren  en  el  lecho  de  los  tormentos, 
por  los  que  gimen  en  la  obscuridad  de  las 
prisiones,  por  las  madres  que  no  tienen  un 
pan  para  sus  hijos,  por  las  viudas  desola- 
das, por  los  huérfanos  inocentes.  Sus  pa- 
labras entonces  eran  dulces  como  la  miel,  y 
bellas  como  un  rayo  de  esperanza;  pero 
imploraba  con  tanta  vehemencia,  comuni- 
caba á  sus  expresiones  tanto  fuego,  que  caía 
en  un  paroxismo,  con  toda  la  demacrada 
palidez   de  un   muerto. 

Por  ésto,  casi  no  la  dejaban  sola  ;  en 
su  pieza  siempre  había  alguno  de  la  fa- 
milia, y  por  las"  tardes  concurrían  allí  los 
amigos  de  la  casa  para  departir  cordial- 
mente  en  el  seno  de  la  expansión.  Luis 
pulsaba  su  armoniosa  cítara,  el  Cura  narra- 
ba episodios  bíblicos  y  todos  contribuían 
con  la  amenidad  de   su   conversación  á  ha- 


49 


cer  aquellos  momentos  de  verdadero  regocijo. 

Brillante  era  compañero  inseparable  de 
Lucía.  Por  la  mañana  le  llegaba,  lleván- 
dole en  la  boca  una  cestilla  de  frutas  que 
con  tal  objeto  le  entregaba  Luis.  El  perri- 
to no  se  equivocaba:  salía  apresuradamen- 
te; iba  á  casa  de  la  joven,  penetraba 
hasta  su  pieza  y  le  entregaba  el  regalo  con 
mil  caricias  y  agasajos  á  los  cuales  ella 
correspondía  con  besarlo  y  darle  un  peda- 
zo de  pan  humedecido  en  su  afecto.  Allí 
pasaba  con  ella  largas  horas,  y  luego  re- 
tornaba llevando  á  su  amo  un  clavel  ó  un  her- 
moso jazmín  del  Malabar. 

Varias  amigas  de  Lucía  la  acompañaban 
por  turnos.  Para  distraerla,  le  leían  las  me- 
jores  obras  que   encontraban    á   la   mano. 

Algunas  de  estas  lecturas  le  sirvieron  de 
distracción;  pero  otras  no  hicieron  sino  au- 
mentar  sus  motivos   de   llanto. 

Un  día  se  hizo  leer  á  Pablo  y  Virginia. 
Le  habían  recomendado  esta  obrita  como 
de  una  belleza  abrumadora,  y  quiso  conocerla. 

Pasó  un  día  celestial,  es  cierto;  quedó 
encantada  con  aquellos  episodios  tan  tier- 
nos como  los  que  según  las  narraciones 
bíblicas  se  verificaron  en  las  chozas  patriar- 
cales ;  pero  cuando  ya  el  dolor  posó  sus 
alas  de  cuervo  en  aquel  hogar  de  bendi- 
ción; cuando  ya  la  tempestad  marina 
se  tragó  á  la  hermosa  joven,  y  el  mar 
arrojó  sólo  un  cadáver  frío  á  la  orilla,  los 
raudales  de  lágrimas  brotaron  á  los  ojos 
de  Lucía,  y  sólo  consoló  por  breve  tiempo  su 


—  5°  — 

aflicción  con  la  amargura  de  un  nuevo  dolor. 

Estas  tortísimas  impresiones  le  alteraron 
la  salud.  Las  lágrimas  le  enrojecían  los 
ojos  y  le  debilitaban  sobremanera.  Se  preo- 
cupaba profundamente  con  esas  narracio- 
nes tristes,  y  visiones  lúgubres  y  sombrías 
le  alteraban  la  tranquilidad  del  sueño  y  le 
hacían  despertar   sobrecogida   de   terror. 

Por  éso  convinieron  en  no  leerle  en  ade- 
lante sino  obras  morales,  ó  esas  novel  i  tas- 
que divierten  sin  poner  en  juego  las  gran- 
des pasiones. 

Muchos  días  trascurrieron  así.  En  aquel 
hogar  no  había  un  rayo  de  dicha,  como 
en  aquella  joven  no  había  un  rayo  de  es- 
peranza. La  casa  permanecía  silenciosa;  los 
quehaceres  estaban  abandonados;  los  nego- 
cios,   interrumpidos. 

Ya  el  jardín  estaba  despoblado,  porque 
la  jardinera  no  había  vuelto  con  su  cán- 
taro de  agua  á  mañana  y  tarde;  los  du- 
razneros y  membrillos  no  Aprecian,  porque  es- 
taban descuidados  por  el  podador;  los  pá- 
jaros no  venían  á  cantar,  porque  no  tenían 
el    atractivo   de   las   frutas. 

La  sala  de  familia  estaba  con  sus  cua- 
dros cubiertos  de  obscuras  gazas ;  en  los 
corredores  colgaban  las  arañas  sus  redes, 
y  por  doquiera  se  veía  el  desaliento  que 
ya  había  empezado  á  abatir  el  corazón  de 
los    moradores   de   aquella   casa. 

En  ésto,  varias  cartas  de  Maracaibo  anun- 
ciaron la  venida  del  Doctor  Peña.  Era  és- 
te un  distinguido  médico  zuliano,  que  acos- 


—  5i  — 

tumbraba  pasar  en  La  Grita  temporadas  de 
meses,  prodigando  generosamente  los  dones 
de  sn  ciencia.  La  noticia  fué  acogida  con 
general  entusiasmo;  pero  aún  más  que  con 
entusiasmo,    por   los   padres  de   Lucía. 

Esta  misma  se  sintió  revivir.  El  Doctor 
Peña  es  mi  salvador,  decía;  él  volverá  la 
luz  á  mis  ojos,  y  la  dicha  á  mi  hogar. 
Tengo  firme  confianza  en  él;  tengo  un  pre- 
sentimiento que  me  lo  inspira  el  mismo 
Dios  y   que   por  ello   no    saldrá  fallido. 

Y  en  verdad,  desde  que  supo  tan  faus- 
ta nueva,  parecía  coma  si  la  mano  de 
un  ángel  le  hubiera  enjugado  las  lágrimas 
y  depositado  una  gota  de  consuelo  en  el 
fondo  del  corazón.  Cesó  su  abatimiento;  ter- 
minó su  mutismo;  le  volvió  el  color  á  la 
faz;  la  dulzura,  alas  palabras,  y  la  sonri- 
sa,  á  los   labios. 

Misterioso  poder  de  la  esperanza.  Ella 
es  el  astro  que  esclarece  la  noche  dé  to- 
dos los  infortunios  y  que  lleva  un  iris  de 
consuelo  á  la  tormenta  de  todas  las  des- 
dichas. Ella  sostiene  al  que  va  oprimido 
por  el  dolor,  y  levanta  al  que  yace  ten 
dido  en  el  lecho  de  espinas  del  sufrimien- 
to. Es  una  mano  que  enjuga  las  lágrimas 
y  un  bálsamo  que  cicatriza  los  corazones. 
Ella  sonríe  al  cautivo  en  su  prisióu;  besa 
al  inocente  niño  á  quien  abandonaron  sus 
padres,  da  la  mano  al  piloto  á  quien  ya 
acobarda  la  tempestad  marina  y  señala  un 
sendero  oculto  al  viajero  á  quien  la  noche 
ha  extraviado  en   las   montañas.  Ella   tiene 


—  52  — 

voces  de  aliento  para  todas  las  decepcio- 
nes, y  goces  y  alegrías  para  todos  los  pe- 
sares. Cuando  Adán  salía  del  Paraíso  abru- 
mado por  el  peso  de  la  más  grande  de 
las  amarguras,  al  través  de  las  lágrimas 
de  sus  ojos,  vio  á  su  lado  una  diosa  gen- 
til que  le  consolaba:  era  la  esperanza.  José 
en  los  calabozos  de  Faraón,  veía  á  todas 
horas  un  rayo  de  hermosa  luz  que  pene- 
traba por  el  techo:  era  la  esperanza.  Job 
en  el  estercolero,  al  través  de  sus  desgra- 
cias y  sus  dolores,  sentía  una  voz  al  oído 
que  le  hablaba  de  dulzuras  inefables:  era 
la  esperanza.  Ella  está  en  donde  quiera  que 
el  infortunio  hiere  y  la  desdicha  azota.  Es 
una  lámpara  que  no  se  apaga,  una  estrella 
que  jamás  se  eclipsa.  Nació  junto  con  la 
desgracia,  y  en  todas  partes  es  su  compañera. 
Cuando  el  último  día  de  la  existencia  hu- 
mana claree  para  la  tierra;  después  que  ha- 
yan muerto  todos  los  hombres  y  se  hayan 
extinguido  todas  las  penas;  cuando  ya  no 
haya  ni  un  corazón  palpitante,  ni  una  lá- 
grima brillando  en  los  párpados  de  un  mo- 
ribundo; entre  tanto  cadáver  sombrío;  por 
encima  de  tantas  ruinas  y  miserias;  al  través 
de  tanta  desolación  y  espauto,  una  diosa 
gentil,  una  hada  encantadora,  un  ángel  di- 
vino, con  la  faz  melancólica  y  la  mirada 
compasiva,  abrirá  sus  alas  de  nieve  y  con- 
vulsivamente se  elevará  al  cielo:  ese  ángel 
será  la  esperanza. 


SEGUNDA   PARTE 


La  Grita  es  un  pedazo  del  antiguo  Edén, 
transportado  á  los  Andes  Venezolanos. 

Es  una  ciudad  no  muy  grande  ;  pero  enri- 
quecida con  toda  la  prodigalidad  de  la  Provi- 
dencia. Situada  en  una  altiplanicie,  en  medio 
de  dos  ríos,  con  veinte  grados  centígrados  por 
temperatura  media,  sin  lugares  pantanosos  en 
sus  cercanías  ni  nevados  en  sus  montañas, 
goza  de  un  clima  delicioso,  á  cuya  acción  los 
organismos  se  desarrollan  con  vigor,  huyen 
las  enfermedades  terribles  y  la  vida  se  pro- 
longa hasta  tocar  con  los  días  achacosos  de 
la  decrepitud. 

Nuestras  tierras,  siempre  fecundas  y  fér- 
tiles, producen  todos  los  frutos  de  dos  zonas. 
En   solo  un  día  de  marcha,  podemos  aspirar 


—  54  — 

por  la  mañana  el  romero  de  los  páramos,  é 
irá  solazarnos  por  la  tarde  á  la  sombra  de 
los  cacaotales,  contemplando  esas  urnas  de 
coral  que  cuajan  en  su  seno  la  almendra  del 
licor  divino.  Cuanto  brota  nuestro  suelo  es 
pan,  y  gérmenes  de  vida,  cuanto  lleva  nues- 
tro aire.  Las  aguas  aquí  corren  por  sobre 
lechos  de  arena,  y  son  tan  claras  y  sabrosas, 
que  más  parecen  la  ambrosía  de  los  dioses 
que  el  riego  de  los  campos.  Multicoloras 
aves  pueblan  nuestras  campiñas,  y  e otoñan 
á  mañana  y  tarde,  el  himno  de  la  creación  ; 
y  variadísimas  y  bienolientes  flores  tapizan 
nuestros  valles  y  colinas,  convirtiendo  en 
artístico  verjel  los  contornos  de  la  ciudad 
feliz. 

nuestras  costumbres  son  sencillas  é  ino- 
centes. Aquí  ni  el  lujo  enerva,  ni  la  depra- 
vación envilece.  Aquí  se  desarrolla  el  co- 
razón para  los  nobles  sentimientos,  y  la  in- 
teligencia, para  las  grandes  ideas.  Aquí  el 
trabajo  es  la  vida  y  el  honor  la  ley  :  á 
nuestro  recinto  no  llega  el  oleaje  de  las  gran- 
des pasiones  políticas,  ni  nos  azota  con  su 
ala  sombría  el  negro  cuervo  de  los  críme- 
nes nefandos. 

En  el  primer  cuarto  del  siglo,  vivían  aquí 
numerosas  familias  de  fuera,  que  habían  ve- 
nido á  gozar  de  este  clima  paradisíaco  y  á 
pasar  la  vida  en  la  quietud  de  una  calma 
olímpica  y  en  las  dulcísimas  fruiciones  de  los 
•afectos  del  hogar.  Extinguiéndose  están  ya 
los  últimos  restos  de  algunas  familias  pro- 
cedentes del    Zulia,  y   otras   de   Mérida   han 


55 


desaparecido  por  completo,  ó  han  transfor- 
mado su  apellido  en  el  contacto  de  las  razas 
y  de  los  individuos. 

Notabilidades  de  Maracaibo  visitaban  cons- 
tantemente esta  ciudad,  y  familias  enteras 
pasaban  aquí  los  días  ardorosos  del  estío. 

Entre  otras  personas  honorables,  ve- 
nía casi  bianual mente  un  distinguido  médi- 
co que  aún  recuerdan  nuestros  ancianos  con 
el  lacónico  nombre  de  "el  doctor  peña.7 ? 

No  conozco  su  biografía  ;  nada  se  me  ha 
dicho  de  su  familia  j  ignoro  sus  antecedentes 
y  días  últimos  :  sólo  sé  por  la  tradición  que 
era  un  hombre  entrado  en  años,  de  com- 
plexión robusta,  tez  morena,  rico  de  saber, 
pródigo  en  bondad  y  honorable  por  su  trato 
y  sus  costumbres. 

Cada  vez  que  se  anunciaba  su  venida,  iban 
numerosas  personas  á  recibirle  hasta  las 
montañas  de  Las  Guamas.  Sus  días  aquí  le 
eran  gratos,  por  las  numerosas  distinciones 
de  que  era  objeto,  y  á  las  cuales  correspon- 
día él  con  los  beneficios  de  su  ciencia,  que 
distribuía  generosamente.  Cuando  ya  se 
aproximaba  su  regreso,  todo  el  pueblo  se  con- 
movía, y  multitud  de  amigos  iban  á  llevarle 
hasta  las  riberas  del  Zalia,  en  el  cual  se  em- 
barcaba }3ara  seguir  al  suelo  de  su  naci- 
miento. 

He  dicho  ya  que  había  anunciado  su  ve- 
nida para  pasar  en  ésta  una  temporada.  Co- 
rría el   mes  de  diciembre  de  1826. 

La  ciudad  se  entusiasmó.  La  familia  de 
Lucía  le  esperaba   con  inquietud,    y   muchos 


-  56  -    . 

otros  enfermos  confiaban  en  que  el  afamado- 
doctor  habría  de  devolverles  el  precioso  don 
de  la  salud. 

En  esta  ocasión,  sus  amigos  fueron  á  reci- 
birle hasta  el  puerto  de  Encontrados.  Veinti- 
cinco gritenses  había  allí  una  tarde,  con 
la  vista  atenta  hacia  los  nublados  del  Ca- 
taturnbo,  cuando  allá,  á  la  distancia,  con- 
fundida con  el  horizonte,  apareció  una  co- 
mo garza  de  blancas  alas,  que  venía  na- 
dando suavemente  por  sobre  el  dorso  de 
las  aguas  :  era  la  anhelada  goleta. 

Una  hora  después,  el  doctor  Pena  abraza- 
ba á  sus  buenos  amigos  'en  el  puerto,  y  se 
deshacía  en  cariños  y  agasajos  para  con  aque- 
llos generosos  viajeros  que  habían  ido  á  re- 
cibirle á  tanta  distancia  de  su  pueblo. 

Al  día  siguiente  continuó   la  marcha. 

La  navegación  del  río  Zulia  es  encantado- 
ra. Suben  las  canoas  lentamente,  por  la  di- 
ficultad de  remontar  las  aguas  ;  pero  ésto 
hace  más  bello  el  viaje,  porque  permite  go- 
zar mejor  de  la  hermosura  del  paisaje. 

El  río  es  bastante  ancho,  y  sus  aguas,  dor- 
midas. En  las  playas  y  sobre  las  piedras,  se- 
tienden  á  medio  día,  jadeantes,  con  la  boca 
abierta,  numerosos  caimanes,  que  los  viajeros 
se  entretienen  en  tirar  con  sus  revólvers. 

Manadas  de  monos  se  acercan  á  veces  has- 
ta el  río,  y  sorprenden  con  sus  gritos  estre- 
pitosos 5  y  llaman  la  atención  aquellas  hem- 
bras con  sus  hijos  al  hombro  como  lo  hacen 
las  mujeres,  y  todos  ellos  haciendo  piruetas 
y   gesticulaciones   risibles,    en  las  cuales  han 


—  57  — 

visto  muchos  filósofos  algo  más   que   el    ins- 
tinto irracional. 

Los  árboles  se  ven  cubiertos  de  variadísi- 
mas aves,  entre  las  cuales,  los  loros  y  guaca- 
mayas atolondran  con  sus  confusas  griterías. 

Después  de  tres  días  de  navegación,  los 
viajeros  estuvieron  en  Guamas,  y  allí  toma- 
ron sus  cabalgaduras  para  seguir  en  dos  jor- 
nadas á  La  Grita. 

Cuántas  personas,  inundados  los  ojos  en 
lágrimas,  vinieron  á  presentar  sus  felicitacio- 
nes al  distinguido  médico.  Individuos  á  quie- 
nes había  levantado  del  borde  del  sepulcro, 
madres  que  por  él  conservaban  sus  hijos,  espo- 
sas que  le  debían  los  días  plácidos  de  sus 
hogares,  todos  venían  á  darle  de  nuevo  las 
gracias  por  valiosos  beneficios  recibidos  y  á 
testificarle  otra  vez  el  cariño  que  para  él 
guardaban. 

Desde  Encontrados  supo  la  desgracia  de 
Lucía,  y  deseaba  con  ahinco  verla  para  pro- 
digarle algún  alivio.  La  había  conocido  pe- 
queñuela,  y  le  había  parecido  desde  enton- 
ces, una  gracia  por  la  belleza,  y  un  ángel 
por  la  bondad. 

La  pobre  niña  hasta  entonces  nada  había 
mejorado.  El  mundo  continuaba  para  ella 
obscuro  como  lo  negro  de  la  media-noche. 
Apenas  hacía  sino  llorar.  Sus  carnes  se  ha- 
bían extinguido,  y  ya  no  le  quedaba  de  su 
antigua  hermosura,  sino  el  correcto  perfil  de 
sus  facciones  y  la  inefable  dulzura  de  su 
conversación. 


-  58  - 

El  año  trascurrido  fué  más  doloroso  para 
ella,  que  la  reclusióu  para  el  cautivo. 

Había  perdido  liasta  la  esperauza  de  recu- 
perar la  vista,  y  á  tientas,  como  el  auciauo 
Tobías,  esperaba  seguir  el  camiuo  de  la  tum- 
ba para  hallar  allí  el  reposo  que  la  existen- 
cia le  había  robado. 

Ouaudo  el  doctor  Peña  fué  á  visitarla,  en- 
contróla muy  abatida,  y  temió  por  la  cura- 
ción. 

En  fisiátrica  como  en  toda  empresa  huma- 
na, la  esperauza  es  el  primer  indicio  del  éxi- 
to. El  convencimiento  en  nuestros  propósi- 
tos, es  el  triunfo.  Cuando  no  hay  fé,  todo  está 
perdido.  El  médico  cuida  tan  sólo  del  curso 
de  la  enfermedad  ;  quien  sana  es  la  natura- 
leza, ó  bien,  es  el  impulso  de  la  vida,  el  cual 
es  tanto  más  poderoso  cuanto  más  enérgica 
es  la  confianza  que  el  paciente  tiene  en  su 
curación. 

El  doctor  Peña  estaba  convencido  de  estas 
verdades,  y  su  primer  labor  fué  despertar  en 
la  joven  el  entusiasmo  por  su  restableci- 
miento. Con  tal  fin  agotó  los  recursos  de  la 
elocuencia  ;  narró  historias  de  curaciones 
dificilísimas,  le  habló  de  los  adelantos  de  la 
ciencia,  del  poder  de  nuevos  medicamentos, 
y  todo  con  tanta  vehemencia  y  con  tal  fuego, 
que  logró  llevar  una  chispa  de  convicción 
alalina  de  la  joven,  en  cuyos  labios  volvió 
á  dibujarse,  después  de  muchos  meses,  una 
sonrisa  de  satisfacción. 

Por  lo  demás,  el  doctor  manifestó  á  sus  ami- 
gos   que  la   enfermedad   de   Lucía   era   una 


—  59  — 

amaurosis,  cuyo  principio  se  debía  á  uu  es- 
pasmo. Les  significó  que  la  curación  era 
difícil,  pero  que  no  desconfiaba  de  llevarla 
á  cabo. 

Al  siguiente  día  empezó  á  medicinarla,  al 
mismo  tiempo  que  asistía  á  otros  varios  en- 
fermos. 

Entre  éstos  se  cuenta  uno,  cuya  curación 
hizo  gran  resonancia. 

Tres  años  bacía  que  el  doctor  Peña  había 
estado  la  última  vez  en  esta  ciudad.  En  ese 
viaje,  trajo  como  asistente  inmediato  á  un  jo- 
ven muy  de  su  confianza,  el  cual  fundó  un 
hogar  y  se  quedó  en  La  Grita.  Llamábase 
Tirso  :  tendría  diez  y  ocho  años,  y  era  de  mo- 
dales finos,  laborioso,  honrado  á  toda  prueba, 
bien  parecido  y  de  conversación   agradable. 

En  esta  ciudad,  se  prendó  ardientemente 
de  una  joven  cuyos  padres  habían  muerto, 
dejándole  como  patrimonio  una  casa  en  el 
pueblo,  y  una  finca  rural. 

Todo  se  prestaba  para  realizar  aquel  enla- 
ce, y  el  doctor  Peña  tuvo  la  satisfacción  de 
arreglarlo  en  poco  tiempo. 

Aquel  hogar  fué  un  nido  de  azulejos  col- 
gado en  las  ramas  de  uu  naranjo.  El  ángel 
de  la  felicidad  lo  cubrió  con  sus  alas  :  Hebe 
le  dispensó  sus  dones,  y  Eros,  el  fuego  de  su 
pasión. 

Vivían  aquellos  esposos  tan  sólo  para  amar- 
se, y  hallaban  en  su  amor,  la  dicha  de  su  exis- 
tencia. 

Aún  no  había  pasado  su  luna  de  miel, 
cuando  una    tarde     conversaban   ambos   re- 


—  6o  — 

diñados  sobre  la  hoja  seca,  al  pié  de  un  po- 
marroso, en  el  patio  de  su  casita  de  campo.  De 
pronto,  de  entre  las  ramas  del  árbol  voló 
un  colibrí,  que  regresó  á  poco,  trayendo  en 
el  piquito,  la  miel  con  que  iba  á  alimentar 
á  sus  pequeñuelos.  Estos  chillaron  al  sentir 
en  torno  al  nido  á  la  bondadosa  madre,  y 
María,  que  así  se  llamaba  la  joven  esposa, 
se  entusiasmó  al  ver  aquel  nido  de  plumas 
oscilando  bajo  una  rama,  y  quiso  coger  los 
pequeñuelos. 

Tirso  se  oponía,  guiado  por  su  instintiva 
compasión  hacia  los  animales ;  pero  María 
lloraba  por  el  nido. 

Deja  la  felicidad  á  esos  seres  que  también 
viven  y  sienten  como  nosotros,  le  decía  él. 
Cuál  sería  el  pesar  deesa  pobre  madre  al  ver- 
se sin  sus  hijos,  y  cuál  la  tristeza  de  esos 
pequeñuelos  separados  del  calor  materno  y 
muriendo  en  tus  manos,  como  mueren  mar- 
chitas las  flores  de  ta  altar. 

Tú  juzgas  de  esos  animales  como  si  fueran 
seres  racionales,  le  contestaba  ella.  Ellos 
ni  piensan  ni  raciocinan,  y  sólo  están  dispues- 
tos  por  Dios   para  servicio  del    hombre. 

Falso,  mi  adorada,  le  replicaba  él,  esquivan- 
do acceder  á  sus  súplicas  :  falso  que  esas 
avecillas  estén  hechas  para  nuestro  servicio. 
Ellas  viven  sobre  la  tierra  con  el  mismo  de- 
recho que  nosotros,  y  puesto  que  no  las  ne- 
cesitamos para  sostener  nuestra  existencia, 
hemos  de  dejarlas  embelleciendo  los  campos 
y  llenando  el  aire  de  armonías. 

Tirso  rehusaba  complacer  á   su   esposa  con 


—  6i  — 

sacrificio  de  sus  sentimientos  de  compasión  ; 
pero  María,  poniendo  un  beso  en  los  labios 
de  su  amado,  le  burló  con  una  sonrisa  sar- 
cástoca ésos  que  ella  llamaba  requiebros  fe- 
meniles, y  el  joven  se  vio  obligado  á  trepar 
al  pomarroso  para  cogerle  el  nido  de  coli- 
bríes. 

Hora  fatal !  Mejor  le  hubiera  sido  no  ha- 
berlo intentado.  Al  ir  subiendo  de  gajo  en 
gajo,  una  rama  se  partió,  y  habría  caído,  á  no 
haber  quedado  balanceándose  sobre  una  cur- 
batura  del  tallo  central.  A  duras  penas  pudo 
bajar  de  allí ;  y  al  tocar  el  suelo  se  tendió 
exánime,  pálido  y  con  todas  las  apariencias 
de  un  muerto.  María  se  afanó  infinito  ;  dio 
ayes,  le  insufló  la  cara,  le  pidió  perdón  por 
sus  caprichos,  le  abrazó,  le  besó  y  en  medio 
de  su  locura  llamó  al  servicio  para  que  le 
ayudasen  á  conducirlo  á  la  cama. 

El  paroxismo  le  pasó  pronto  ;  pero  él  con- 
tinuó exhalando  unos  quejidos  dolorosos  que 
le  partían  el  alma.  Ese  día  comenzó  para 
aquel  hogar  antes  feliz  una  época  de  amar- 
gura. El  ángel  de  la  dicha  voló  de  allí,  y  en 
cambio,  vino  á  cubrirlo  con  sus  negras  alas 
■el  buho  del  infortunio.  Ya  no  hubo  más 
sonrisas  de  placer,  ni  más  ensueños  de  ventu- 
ra ;  ahora  no  había  sino  lágrimas  en  los  ojos, 
luto  en  los  corazones  y  ayes  lastimeros  que 
repercutían  de  muro  en  muro,  como  para  pro- 
longar más  su  expresión  de   infinita  tristeza. 

Tres  años  habían  trascurrido.  María  es- 
taba transfigurada.  En  ese  tiempo  no  ha- 
bía    tenido     una  noche     de  sueño    ni     un 


1 


—    62     — 

día  de  reposo.  La  enfermedad  de  Tirso  era 
una  cosa  extranatural.  Sentía  un  dolor  agu- 
do hacia  el  lado  del  corazón,  y  no  había  un 
solo  remedio  que  le  hubiese  dado  algún  ali- 
vio. Todos  los  cardiacos  estaban  agotados  ; 
el  mal  continuaba  con  el  mismo  furor,  y  el 
pobre  joven  parecía  ya  un  espectro  salido  de 
las  tumbas. 

En  ésto  llegó  el  Doctor  Peña,  y  una  de 
sus  primeras  visitas  fué  para  Tirso.  Casi 
lloró  al  verle.  Le  contempló  con  pesar,  largo 
rato  ;  averiguó  el  origen  de  la  enfermedad, 
trató  de  consolarle  con  palabras  dulces  y 
afectuosas  y  le  ofreció  ir  al  día  siguiente  pa- 
ra hacerle  un  examen  detenido. 

Xo  se  dejó  esperar.  A  las  diez  de  la  ma- 
ñana, estaba  ya  contraído  á  una  minuciosísi- 
ma exploración.  La  enfermedad  le  parecía  so- 
bre modo  rara.  El  corazón  lo  encontraba  en 
perfecto  buen  estado;  y,  cuando  ya  desespera- 
ba de  la  curación,  le  ocurrió  una  idea  lumi- 
nosa. Tirso  podía  tener  una  costilla  lujada. 
En  efecto,  tal  era  la  causa  de  tanto  dolor. 
Recibido  el  golpe  en  el  lado  izquierdo  de 
la  caja  torácica,  junto  al  esternón,  la  terce- 
ra costilla  se  había  separado  de  su  cartíla- 
go correspondiente.  Ese  mismo  día  ocurrió  á 
la  reducción  del  arco  dislocado,  practicando 
sobre  él  una  fuerte  tracción  con  la  cual  lo 
trajo  á  su  nivel  natural  ;  combatió  luego  las 
consecuencias  de  la  lujación,  y  el  joven  rena- 
ció ala  vida,  sintió  volverla  calma  ásu  espíri- 
tu y  abrazó  de  nuevo  á  su  amada  compañera, 
derramando  mutuamente  lágrimas  de  felicidad. 


-   6*  - 


Esta  sencillísima  curación  multiplicó  la  fa- 
ma del  reputado  médico  ;  y  Lucía,  al  oiría 
relatar,  concibió  el  convencimiento  profun- 
do de  que  él  le  volvería  la  vista.  Se  hacía 
las  aplicaciones  que  le  indicaba  con  gran 
fé,  y  cada  día  cobraba  una  nueva  esperanza. 
Habían  transcurrido  algunas  semanas. 
Una  noche  estuvo  en  su  casa,  hasta  las 
nueve,  el  anciano  sacerdote.  La  conver- 
sación fué  muy  animada  y  Lucía  se  entregó 
al  sueño  bajo  la  presión  de  dulcísimas  frui- 
ciones. Durmió  profundamente.  Durante  el 
sueño,  su  fantasía  esfumó  idealidades  subli- 
mes y  su  corazón  fué  presa  de  hondas  emocio- 
nes. Sólo  le  notó  ésto  su  buena  madre,  que, 
al  sentirla  respirar  con  cierta  inquietud,  se 
le  acercaba  de  momento  á  momento,  y  va- 
rias veces  logró  ver  dibujársele  en  los  la- 
bios la  sutil  contracción  de  una  sonrisa. 

Cuando  despertó  era  de  día.  Abrió  los 
ojos  y  con  gran  sorpresa  suya  notó  en  el  te- 
cho de  la  pieza  un  punto  luminoso  como  una 
estrella.  Se  oía  el  bullicio  de  la  mañaua  ; 
cantaban  los  pájaros  en  los  naranjos  del  jar- 
dín, bramaban  las  vacas  en  el  patio  y  traji- 
naban los  criados  en  los  corredores  de  la  casa. 

Aquel  punto  luminoso  le  sorprendió:  sen- 
tóse en  la  cama,  dirigió  la  vista  hacia  la 
puerta  y  con  marcada  admiración  vio  la 
luz  del  día  al  través  de  las  junturas  de  las 
abras.  Dio  un  grito  de  alegría,  y  súbitamente 
llegó   su    madre  á  la   orilla  de   la   cama. 

Veo,  madre  mía  !  veo  ya,  exclamó  Lucía 
trasportada  de  alborozo.  Su  madre  la  abrazó 


-  64  - 

y  sin  decir  palabra,  empezó  á  llorar  de  placer. 

Ea  verdad,  Lucía  estaba  curada.  Al  abrir 
la  puerta,  distinguió  todos  los  objetos  del  cuar- 
to. Su  entusiasmo  no  tuvo  límites  :  se  arro- 
dillaba para  bendecir  al  cielo  ;  abrazaba  á 
sus  buenos  padres;  hizo  llamar  al  Doctor 
para  participarle  tan  fausta  nueva,  y  hasta 
en  la  confusión  de  sus  ideas  y  en  el  tropel  de 
sus  palabras,  manifestaba  las  intensas  emocio- 
nes de   placer   que  le  embargaban  el  espíritu. 

El  venerable  Cura  no  se  dejó  esperar  para 
venir  á  repetir  con  ella  las  palabras  del 
anciano  Tobías  cuando  hubo  recobrado  la 
luz  de  la  visión  ;  y  Luis,  al  saber  tan  di- 
chosa noticia,  no  sólo  sintió  el  alma  revivida 
y  gozosa,  sino  que  vio  abrirse  de  nuevo  el 
horizonte  de  su  soñado  porvenir,  en  mala 
hora  obscurecido  por  una  pasajera  nube  que 
él   creyó  la   noche  de  su   desgracia. 

Ese  día  fué  para  él  un  renacimiento.  Sin- 
tió de  nuevo  las  energías  de  la  existencia  y 
vio  otra  vez  tapizado  de  flores  el  sendero 
de  su  ansiado    porvenir. 

Es  una  prueba  con  que  el  destino  ha  que- 
rido conocer  mi  fuerza  de  voluntad,  decía. 
La  dicha  no  se  concede  sino  á  las  grandes 
almas.  Los  corazones  débiles  son  indignos 
de  la  felicidad  y  de  la  gloria.  Lucía  es  una 
creación  especial  de  Dios  y  no  está  destina- 
da sino  para  un  hombre  fuerte,  que  pueda 
conducirla  felizmente  por  sobre  los  abrojales 
de  la  existencia.  En  el  matrimonio,  el  mari- 
do es  un  barquero,  que  lleva  á  su  esposa  al 
través   del  oleaje  de   los  mares   de  la  vida, 


-  65  - 

y  ¡  ay  !  de  él,  si,  débil  y  cobarde,  la  deja  nau- 
fragar; ¡  ay  !  de  él,  si  no  evita  los  escollos  y  la 
traidoras  sirtes  ;  ¡  ay  !  de  él  si,  agobiado  por 
la  lucha,  desfallece  y  se  entrega  ala  deses- 
peración en  medio   del   camino. 

Yo  me  liaré  digno  de  tanta  grandeza  y 
tanta  dicha.  Buscaré  energías  en  los  mismos 
contratiempos  y  sabré  desafiar  las  más  rudas 
tempestades  de  la  vida,  llevando  en  torno 
mío  á  mi  cara  compañera,  que  se  unirá  á 
mí  como  la  liana  al  pino,  como  la  graciosa 
enredadera  á  la  roca  granítica  de  la  zona 
•ecuatorial. 

Con  todo,  estaba  indeciso  para  ir  á  pre- 
sentar sus  plácemes  á  Lucía.  Dudaba  por 
momentos  de  la  curación  y  creía  un  engaño 
la  bienhadada  nueva. 

Es  un  misterio  del  pobre  corazón  huma- 
no :  después  que  el  infortunio  nos  ha  azota- 
do con  su  brazo  de  espinas  ;  después  que  el 
dolor  nos  ha  herido  cruelmente  y  hemos  be- 
bido nuestras  propias  lágrimas  en  la  noche 
de  la  aflicción,  si  de  súbito  clarea  el  día  y 
la  felicidad  posa  eu  nuestros  labios  su  tibio 
beso,  dudamos  de  la  realidad  ;  y  como  aquel 
Wamba  que  se  durmió  pastor  y  amaneció  rey, 
juzgamos  una  ilusión  de  nuestra  fantasía  lo 
que  es  un  hecho  consumado  en  el  curso  de 
los  sucesos.  Y  luego,  convencidos  de  la  ver- 
dad, tememos  que  ésta  se  destruya  á  impul- 
sos de  nuestra  propia  desgracia. 

Luis  temía  que  al  presentarse  ante  sujo- 
ven  prometida,    un   sino   adverso    volviese   á 


—  66   — 

correrle   sobre    el   cristal   de   las   papilas   el 
velo  de  la  ceguedad. 

Sinembargo,  al  fin  hizo  uua  resolución 
extrema  y  fué  á  verla.  Sus  presentimientos 
se  disiparon.  En  la  faz  de  Lucía  brillaban 
otra  vez  en  todo  su  esplendor  aquellos  ojos 
negros  que  le  habían  robado  el  alma  y  que 
le  tenían  encadenado  como  un  cautivo  en  su 
prisión.  Al  entrar,  la  joven  le  enclavó  la  mi- 
rada, y  con  una  sonrisa  de  placer  le  reveló 
todo   un    poema. 

Esa  tarde  reanudaron  los  días  de  sus  in- 
terrumpidas ilusiones,  y  vieron  de  nuevo 
entapizada  de  gardenias  la  senda  del  por- 
venir. 

Pocos  días  después,  Lucía  iba  á  cumplir 
una  promesa  ofrecida  por  su  salud  á  la  Cruz 
de    la  Espinosa. 

Es  un  paseo  en  que  se  goza  de  una  pers- 
pectiva encantadora.  En  la  cumbre  de  uno 
de  los  cerros  que  entornan  la  ciudad,  se  ele- 
va una  Capilla,  cuya  imagen  de  la  Cruz  es 
venerada  aún  por  los  pueblos  de  las  cercanías. 

A  las  siete  de  la  mañana,  los  romeros  se 
encontraban  en  disposición   de  marcha. 

Lucía  estaba  seductora.  Un  sombren to 
de  lindísima  forma  caía  en  su  cabeza  con 
más  gallardía  que  una  diadema  imperial. 
Sus  padres,  Luis,  varios  jóvenes  y  señoritas 
amigas  y  algunos  criados  con  preparativos 
para  un  almuerzo  improvisado,  constituían 
el   grupo   de   personas  que  iban  á  partir. 

Cuando  el  sol  de  un  esplendoroso  día  de  ene- 
ro abrió  sus  rayos   de   oro,    los   viajeros  em- 


67 


pezaban  á  trepar  la  gran  cuesta.  Las  ori- 
llas del  camino  estaban  bordadas  de  flores 
silvestres,  los  pájaros  cantaban  sus  alegres 
dianas  y  mil  abejitas  de  vistosos  cambiantes 
zumbaban  en  torno  á  los  pétalos  de  las 
flores. 

Lucía  iba  ya  un  tanto  fatigada,  y  se  apo- 
yó en  el  brazo  de  Luis.  Los  demás  jóvenes 
ofrecieron  también  sus  brazos  á  las  damas,  y 
acometieron  lentamente  la  difícil  ascensión. 
Brillante  les  precedía  á  todos  dando  voltere- 
tas y  ladrando  á  las  aves  que  encontraba  en 
el  camino. 

Luis  iba  fuera  de  sí.  Llevaba  prendido 
de  su  brazo  al  ángel  de  su  felicidad,  y  sen- 
tía en  sus  carnes  las  trepidaciones  de  aquel 
corazón  que  tanto  palpitaba  de  fatiga  como 
de    amor. 

A  cada  dos  ó  tres  vueltas  del  camino,  se 
sentaban  á  reposar,  á  la  sombra  de  algún 
florecido  cínare,  sobre  un  verdegueante  tapiz 
de  esmeraldino   césped. 

No  hablaban  sino  de  su  dicha  futura,  de 
esos  cielos  encantadores  que  dibujaban  en  su 
ardorosa  fantasía,  y  á  los  cuales  soñaban  lle- 
gar ya,  llevados  por  las  alas  de  su  febril 
amor.  Todo  el  fuego  de  las  venas  les  abra- 
saba las  carnes;  todo  el  fósforo  del  cerebro 
ardía  en  sus  ideales  concepciones  y  todas  las 
corrientes  nerviosas  se  habían  desarrollado 
en  uno  y  otro  para  producir  en  ellos  la 
mayor   intensidad  de  la   pasión. 

Por  fin,  cuando  creían  que  hubiesen  trans- 
currido tan   sólo   algunos  instantes,  súbito  se- 


68 


vieron   en  la  cima  del  cerro,  y  contemplaron 
ú  sn   frente  la   capilla   de   la   Cruz. 

La  difícil  ascensión  les  había  parecido  un 
sueño. 

Todos  se  sentaron  al  pié  de  los  árboles,  á 
contemplar  el  hermoso  panorama  de  La  Grita 
y  sus  alrededores ;  y  cuando  ya  hubieron 
descansado,  las  mujeres  fueron  á  cumplir  su 
promesa  y  á  presentar  el  ex-voto  ante  la 
divina  Imagen. 

A  las  once,  almorzaban  deliciosamente, 
como  almuerza  una  caravana  al  pié  de  un 
baobab  en  el  oasis  del  desierto.  Las  criadas 
habían  extendido  los  manteles  á  la  sombra 
de  unos  coposos  árboles,  y  al  redor  de  ellos, 
sentados  en  el  suelo  todos  los  paseantes,  co- 
mían unos  pavos  estofados,  una  ensalada, 
magnífico  pan  y  sabroso  vino. 

Después  del  almuerzo,  Luis  tomó  la  cítara 
y  ejecutó  nerviosas  y  expresivas  piezas.  Las 
jóvenes  entonaron  algunas  canciones ;  y  luego, 
se  distrajeron  jugando  á  las  cartas  diferen- 
tes juegos  de   salón. 

Alas  dos  de  la  tarde  emprendieron  el  re- 
greso, lenta  y  complacidamente  ;  y  cuando 
las  tinieblas  de  la  noche  empezaban  á  obs- 
curecer el  horizonte,  estaban  de  nuevo  en- 
trando en  la  ciudad. 

Esa  noche,  en  reunión  de  familia,  quedó 
definitivamente  fijado  el  día  de  las  bodas : 
el  24  del  próximo  mes  de  junio.  Luis  de- 
bía ir  á  su  casa  en  el  intermedio,  y  retorna- 
ría con  su  madre  y  algunos  parientes. 

De  allí   en  adelante  las  puertas  de   la  casa 


-  69  - 

de  Lucía  estuvieron  completamente  abiertas 
para  Luis.  Largas  horas  del  día  y  las  pri- 
meras déla  noche  pasaba  al  lado  de  la  her- 
mosa joven,  cuyas  prendas  morales  y  pe- 
netración intelectual  admiraba  cada  vez 
más. 

Al  fin  llegó  el  día  de  partir  para  El  Bo- 
sario.  Con  lágrimas  en  los  ojos  y  luto  en 
el  corazón,  dijo  adiós  á  su  joven  prometida. 
Le  dejó  como  recuerdo  afectuoso  á  Brillante,, 
su  companero  en  los  momentos  de  soledad,  y 
la  cítara,  su  consuelo  en  las  horas  de  in- 
fortunio. 

Al  salir  del  pueblo,  casi  se  rebelaba  á  se- 
guir marcha.  Por  largo  rato  estuvo  inde- 
ciso. El  pensamiento  en  Lucía  lo  atormen- 
taba, y  sentía  interiormente  lina  como  re- 
vulsión ante  la  idea  de  alejarse  de  aquel 
suelo  querido,  de  aquel  hogar  acariciado  y 
de  aquella  mujer  que  era  su  vida,  su  alma, 
su  corazón.  Con  todo,  era  necesario  el  via- 
je, y  siguió. 

A  la  vez,  Lucía  quedó  profundamente 
triste.  A  cada  instante  tenía  que  compri- 
mirse el  pecho,  porque  sentía  como  que  se 
le  iba   en  pedazos  el  corazón. 

Se  encerró  en  su  dormitorio  y  tomó  un 
libro  para  distraer  su  pena  ;  pero  en  vano. 
Era  imposible  contraer  el  pensamiento,  que 
iba  por  las  vueltas  del  camino  en  pos  de 
su  adorado  amante.  A  veces,  una  tibia  lá- 
grima se  le  iba  involuntariamente  rodando 
por  sobre  el  delicado  terciopelo  de  sus  me. 
j illas:  entonces   se    recogía,    pensaba   en   Sll 


7° 


desvarío  y  trataba  de  hacerse  fuerte  ;  pero 
pocos  instantes  después,  el  pesar  volvía  á 
dominarla,  y  la  humedad  del  llanto  le  abri- 
llantaba de  nuevo  los  ojos. 

Ya  habían  pasado  varios  días,  y  la  pena  no 
cesaba  de  atormentarla. 

Se  acordó  que  Luis  le  había  dejado  un  li- 
bro cuya  lectura  le  recomendó,  y  fué  á  bus- 
carlo. Estaba  en  el  fondo  de  su  baúl.  Era 
un  volumencito  en  octavo,  empastado  en 
pana  azul,  sobre  la  cual  resaltaba  en  letras 
ele  oro  :  Átala. 

Besó  el  libró  como  recuerdo  de  su  entra- 
ñable amigo,  y  sentada  junto  á  la  rejilla  que 
daba   al  jardín,  empezó  á  leer. 

Desde  luego,  le  llamó  la  atención  la  bri- 
llantez del  estilo;  aquellos  períodos  rumo- 
rosos como  las  ondas  de  las  fuentes  ;  aquella 
selección  de  palabras  musicales  ;  aquellos  pen- 
samientos que  cantan  y  ríen,  que  emiten 
rayos  de  luz  y  dejan  el  ambiente  saturado  de 
esencias  ;  y  por  sobre  todo,  aquél  como  pol- 
villo de  oro  que  va  regado  en  todas  las  pá- 
ginas para  deslumhrar  la  vista  del  afortu- 
nado lector. 

Poco  á  poco  se  internó  en  el  medio  del  li- 
bro y  su  corazón  empezó  á  palpitar.  La 
relación  del  anciano  Chactas  tuvo  para  ella 
un  interés  especialísimo ;  y  aquella  Átala, 
aquella  hija  de  los  bosques,  aquella  magno- 
lia perfumada  que  á  la  lumbre  de  la  luna  le 
pareció  una  exhalación  la  noche  que  iba  á 
libertar  al  joven  cautivo  de  los  muscogul- 
gos   y   siminoles ;    esa   preciosa   hija   de   Si- 


7i 


magáu   le  clavó   en   el  pecho  una  agudísima 
saeta  de  cariño. 

Fué  en  vano  dejar  el  libro.  Ya  habían  tras- 
currido tres  horas  y  ella  tenía  pena  con  su 
madre  ;  pero  era  imposible  suspender  la  lec- 
tura. A  veces  lloraba,  á  veces  se  estremecía  ; 
ya  elevaba  una  oración  al  cielo  por  Átala, 
ya  bendecía  al  santo  anacoreta  que  en  su 
humilde  caverna  dio  hospedaje  á  los  aman- 
tes prófugos.  Todas  las  impresiones  de  la 
terneza  le  conmovían  el  alma  ;  todos  los  sus- 
piros del  dolor  venían  á  su  garganta  5  todas 
las  palpitaciones  del  pesar  le  estremecían 
las  fibras  del  corazón  y  todas  las  lágrimas 
-del  infortunio  venían  á  nublarle  los  ojos  y 
á  caer  tibias  y  brillantes  sobre  las  páginas 
del   hermoso  libro. 

Por  fin  terminó.  Cerró  el  volumen  y  se  en- 
tregó á  llorar. 

El  sol  se  había  ocultado  en  el  ocaso,  y  las' 
primeras  sombras  de  la  noche  venían  por  el 
oriente  como  las  alas  extendidas  de  un  gran 
buho.  Los  pájaros  entonaban  en  el  jardín  las 
últimas  canciones  ;  las  gallinas  cloqueaban 
ya  en  su  árbol  y  las  palomas  subían  por  las 
escaleras  á  buscar  el  nidal. 

La  lectura  de  aquella  obra  le  pareció  un 
sueño,  una  divagación  del  alma  inquieta, 
un  desvarío  producido  por  la  febricitación 
de  la  calentura. 

Cuando  salió  del  cuarto,  ya  estaba  obscu- 
ro, y  su  madre  no  pudo  distinguirle  el  enro- 
jecimiento de  los  ojos. 

Esa  noche  no   pudo   dormir.     A   cada   ins- 


72 


tante  se  despertaba  sobresaltada  por  ensue- 
ños dolorosos.  Veía  á  Átala  muerta,  al  pa- 
dre Aubry  envolviéndola  en  la  humilde  sá- 
bana, á  Chactas  retorciéndose  en  el  suelo, 
presa  de  la  más  horrible  desesperación ;  y 
luego  venía  á  su  mente  el  recuerdo  de  aque- 
lla procesión  tristísima,  de  aquel  entierro  en 
la  silente  soledad  de  los  bosques  vírgenes,, 
en  que  abre  el  cortejo  un  perrito  faldero, 
sigue  el  santo  anacoreta  llevando  la  pala 
con  que  va  á  cavar  la  sepultura  y  cierra  el 
acompañamiento  el  pobre  hijo  deTJtalisi,  que 
conduce  al  hombro  lo  único  que  le  queda  de 
la  joven  virgen  que  hizo  por  un  momenta 
sus  sueños  de  felicidad  :  un  cadáver. 

Por  varios  días  estuvo  cabizbaja  y  pensa- 
tiva, pero  consolada  un  tanto  de  la  separa- 
ción de  su  amante.  La  impresión  que  le  cau- 
só el  bienhadado  libro  le  absorbió  todo  su 
ser  y  aun  le  hizo  olvidar  sus  propias  penas. 

Pasaron  muchos  días,  y  una  tarde  recibió 
carta  de  Luis.  La  leyó  en  su  cuartico  pre- 
dilecto entre  suspiros  de  ternura  y  lágrimas 
de  felicidad. 

Le  decía  muchas  cosas  tiernas  y  expresi 
vas.  Le  contaba  que  había  encontrado  á  su 
madre  enferma,  su  casa  muy  transformada, 
á  sus  amigos  muy  diferentes  y  hasta  el  paisa- 
je de  su  suelo  natal  más  descolorido  y  menos 
seductor.  Le  pedía  mil  perdones  por  su  lar- 
ga ausencia,  que  se  prolongaría  aún  por  uno 
ó  dos  meses,  y  le  enviaba  muchos  recuerdos 
de  cariño  y  muchas  protestas  de  su  ardiente 
amor. 


—  73  — 

Esta  carta  inquietó  mucho  á  Lucía.  Luis 
no  retornaba  hasta  dentro  de  uno  ó  dos  me- 
ses,  y  éso  era  para  ella  un  suplicio. 

Tasaba  los  días  sumida  en  la  inquietud  y 
en  el  pesar.  Cuando  ya  habían  transcurrido 
algunas  semanas,  se  iba  de  tarde  al  «Calvario,» 
quinta  de  sus  padres,  acompañada  de  su  ma- 
dre y  alguna  amiga  íntima  ;  y  allí,  sentada 
en  un  punto  desde  donde  se  divisaba  largo 
trecho  del  camino  por  el  cual  debía  regresar 
Luis,  esperaba  suspirando,  como  el  anciano 
Tobías,  el  retorno  de  su  objeto  amado. 

Cuando  ya  las  nieblas  de  la  noche  venían, 
abandonaba  aquel  sitio  predilecto, para  volver 
á  su  casa,  abrumada  de  tristeza.  Algunas  ve- 
ces se  entregaba  al  dolor  en  su  cuartico 
amado,  y  sólo  la  consolaba  Brillante,  que  iba 
á  agasajarla  con  volteretas  y  mimos,  en  los 
cuales  ella  veía  algo  más  que  las  caricias  de  uu 
ser  irracional. 

La  comunicación  postal  era  para  esos  tiem- 
pos muy  imperfecta,  y  la  falta  de  relaciones 
comerciales  mantenía  á  los  pueblos  alejados 
entre  sí.  Por  ésto,  Lucía  recibía  muy  pocas 
cartas  de  su  amante. 

Pasaron  los  dos  meses,  y  Luis  no  regresaba. 
En  verdad,  le  era  imposible.  Encontró  á  su 
buena  madre  postrada  en  el  lecho  del  dolor, 
víctima  de  una  afección  reumática,  que  le 
hacía  exhalar  en  agudos  ayes  la  savia  de 
la  vida.  Dos  médicos  la  estaban  tratando,  y 
apenas  si  habían  conseguido  darle  algún 
alivio. 

Por  fin,  se  sintió  mejor.     Los  dolores  desa- 

6 


74 


parecieron  casi  de  un  todo,  y  sólo  quedaba 
el  cansancio  de  los  músculos,  que  le  impedía 
casi  caminar.  Era  ya  el  mes  de  mayo  :  se 
aproximaba  la  época  fijada  para  las  bodas  ) 
había  recibido  dos  cartas  de  su  padrino,  lla- 
mándole con  instancia,  y  él  temía  consecuen- 
cias fatales  por  causas  de  su  demora. 

Sn  buena  madre  conoció  todo  ésto  y  le  im- 
pulsó á  partir.  Ella  celebraba  el  matrimo- 
nio de  su  hijo;  amaba  á  esa  Lncía  con  todo 
el  amor  de  madre  ;  reconocía  en  ella  excelsos 
méritos  y  adorables  virtudes,  y  sólo  anhela- 
ba saber  el  momento  en  que  ya  sería  la  es- 
posa de  su  amado  hijo.  Luis,  pues,  instado 
por  su  madre,  se  decidió  á  regresar.  Ella 
no  podía  venir,  pero  quedaría  esperando  á 
los  jóvenes  desposados  durante  los  primeros 
días  de  julio.  Con  tal  compromiso,  bendijo  á 
Luis,  y  éste  partió  para  La  Grita,  llevado  por 
una  fuerza  oculta  y  misteriosa  que  le  atraía 
con  impulso  irresistible.  Su  llegada  fué  un 
día  del  Edén  en  casa  de  Lucía.  Esa  tarde 
no  tuvo  el  sol  para  ella  orlas  de  luto  ni  cres- 
pones de  dolor  ;  los  pájaros  entonarou  en- 
dechas más  dulces,  y  le  parecieron  las  flores 
más  fragantes  y  más  tiernos  los  susurros  del 
céfiro  al  penetrar  regando  aromas  por  entre 
las  rejillas  de  su  ventana. 

Los  padres  de  Lucía  le  recibieron  con 
toda  la  intensidad  del  amor  paterno:  sólo 
lamentaron  que  hubiese  llegado  sin  su  ma- 
dre, á  quien  esperaban  anhelantes  para  tri- 
butarle las  manifestaciones  del  cariño. 

Luis  había  traído  los  trajes   para  el  día  de 


—  75  — 

bodas,  que  fueron  sobre  modo  del  agrado  de 
Lucía. 

El  pueblo  todo  esperaba  entusiasmado;  las 
familias  preparaban  lujosos  regalos  para  pre- 
sentar á  la  feliz  pareja  en  el  día  del  matri- 
monio ;  y  el  mismo  anciano  Cura  aguardaba 
con  vehemencia  el  ansiado  día,  para  tener 
la  dicha  de  unir  ante  Dios  á  los  venturosos 
jóvenes. 

El  padre  de  Lucía  era  un  caballero  asaz 
estimado  y  que  gozaba  de  numerosas  y  cor- 
diales relaciones  en  los  pueblos  vecinos.  Tal 
circunstancia  lo  obligó  á  invitar  á  varias  fa- 
milias amigas,  que  ofrecieron  gustosas  con- 
currir á  los  ruidosos  festejos. 

Nada  faltaba.  Un  hado  benéfico  como  que 
había  dispuesto  todos  los  preparativos  de  un 
modo  inusitado  y  maravilloso.  Las  familias 
invitadas  habían  llegado  dos  días  antes.  El 
tiempo  era  hermoso  ;  la  ciudad  estaba  en 
calma  ;  lo  rudo  de  la  guerra  había  cesado  ; 
los  labradores  tenían  sus  campos  vestidos 
con  el  rico  manto  de  las  siembras,  y  todo  se 
unía  para  entonar  el  himno  déla  paz  en  el 
altar  de  la  abundancia  y  la  riqueza. 

El  23  de  junio  clareó  risueño  y  esplendo- 
roso. El  genio  de  los  aires  extendió  su  azul 
cabellera,  que  Febo  doró  con  sus  rayos  de 
gualda  y  de  topacio. 

Lucía  esperó  acompañada  de  numerosas 
amigas.  A  las  seis  de  la  tarde  ya  ostentaba 
su  traje  nupcial  :  estaba  deslumbrante  :  pa- 
recía un  ángel,  una  gracia,  una  deidad  de 
esas  que  el  genio  de  los    griegos   hacía  salir 


76 


de  entre  la  espuma   de   los   mares   ó   de  los 
copos  de  nieve  de  las  montañas. 

A  las  ocho,  el  numeroso  cortejo  desfiló  ha- 
cia el  templo.  La  calle  estaba  perfectamen- 
te iluminada  :  el  frontis  de  la  iglesia  parecía 
un  árbol  pirotécnico  en  el  instante  en  que 
arden  todas  sus  ramas  de  variadas  luces. 
Allí  esperaba  el  Cura,  revestido  con  sus  or- 
namentos de  ritualidad,  para  dar  las  manos 
á  los   prometidos  esposos. 

Pasada  la  ceremonia,  la  procesión  retornó 
á  la  casa,  donde  los  padres  de  Lucía  abru- 
maron   de  obsequios  á  la  concurrencia. 

A  la  mañana  siguiente,  se  celebró  la  vela- 
ción, de  acuerdo  con  nuestras  costumbres 
cristianas. 

Una  vez  en  la  casa,  Lucía  fué  el  centro  de 
todas  las  miradas.  Estaba  encantadora  :  te- 
nía un  traje  verde  manzana,  elegante  sobre- 
modo. Sus  ojos  eran  luz  ;  la  sonrisa  habi- 
tual de  sus  labios  hería  los  pechos  como  los 
dardos  del  mismo  Adonis;  y  la  gracia  de  sus 
modales,  y  la  bondad  de  sus  atenciones  se- 
ducían á  cuantos  la  observaban  fascinados  por 
su  belleza. 

Los  circunstantes  habían  sido  iuvitados  á 
pasar  el  día.  En  el  almuerzo,  varias  perso- 
nas brindaron  por  la  felicidad  de  los  despo- 
sados, y  un  amigo  de  Luis  pronunció  en  es- 
tilo nervioso  el  himno  epitalámico  con  que 
los  griegos  imploraban  para  todo  nuevo  ho- 
gar  la  protección  de  los  dioses  lares. 

Después,  pasearon  por  el  jardín,  donde  Lu- 
cía regaló  á  cada  caballero  un  simbólico  ha- 


77 


•cesito  de  flores.  Bajo  los  frondosos  naranjos 
<le  la  alameda,  Luis  pulsó  su  cítara,  á  la  cual 
arrancó  ese  día  soberbias  improvisaciones  ; 
y  luego,  los  caballeros  se  retiraron  para 
volver  á  las  cinco  de  la  tarde  al  banquete  de 
despedida. 

Luis  se  había  ausentado  por  varias  horas 
en  unión  de  sus  amigos.  Cuando  regresó, 
eran  la  cinco  y  media.  Lucía  le  esperaba 
para  comer.  Ostentaba  esa  tarde  un  airoso 
traje  blanco  que  contrastaba  admirablemen- 
te con  la  obscuridad  de  sus  cabellos  y  la  no- 
che de  sus   brillantes  ojos. 

Un  capricho  la  había  impulsado  á  com- 
prar un  prendedor  de  azabache  y  oro,  en 
forma  de  mariposa,  que  lucía  en  ese  instante 
en  el  pecho.  Estaba  fascinadora  sin  ponde- 
ración. En  medio  de  sus  amigas  parecía  en 
aquella  sala  la  reina  de  las  flores.  Atraía  las 
miradas  con  una  fuerza  prestigiosa  y  oculta. 
Irradiaba  luz,  belleza,  encantos,  armonía. 
Tenía  del  ángel,  de  la  odalisca,  de  la  huríes 
de  Mahoma,  de  las  vírgenes  cristiauas. 

Cuando  Luis  entró  en  la  sala,  quedó  deli- 
ciosamente sorprendido  ;  pero  al  verle  la 
mariposa  en  el  pecho,  pronunció  una  invo- 
luntaria exclamación.  Es  un  símbolo,  le 
dijo  ella,  mostrando  con  sus  dedos  de  mar- 
fil el  prendedor  de  azabache.  El  anciano 
Cura  le  miró  atentamente,  y  él  bebió  en  esta 
mirada  toda  la  tranquilidad  que  había  per- 
dido por  un  instante.  El  doctor  Peña,  que 
deletreó  algo  transcendental  en  la  sorpresa  de 


—   7»  — 

Luis,  le  excitó  asentarse,  y  cruzó  con  él  algu- 
nas palabras  de  caballerosa  cortesía. 

En  ésto,  la  concurrencia  fué  invitada  á 
pasar  al  comedor.  El  banquete  de  esa  tar- 
de  tiene  su   significación  especial. 

En  nuestros  pueblos,  se  acostumbra  pre- 
parar una  comilona  en  cada  casa,  la  tarde 
del  día  de  San  Juan.  Es  una  costumbre  que 
nos  dejó  España,  y  que  todavía  priva  en 
muchos  lugares  de  América.  Por  la  noche 
hay  baile,  y  á  veces,  cabalgatas,  cuando  es 
tiempo  de  luna. 

Esa  tarde  reinaba  general  animación  en 
La  Grita.  Por  doquiera  se  veía  entusiasmo  ; 
en  las  salas  se  oía  música  ;  cruzaban  por 
las  calles,  grupos  de  señoras  y  caballeros,  y 
desde  muy  temprano  habían  empezado  á 
iluminar  la  ciudad. 

Eran  las  seis.  Se  había  ocultado  el  sol,  y 
el  ocaso  exhibía  una  decoración  esplendorosa. 

La  concurrencia  se  dirigió  al  comedor. 
Ocuparon  los  extremos  de  la  mesa  el  Cura  y 
el  doctor  Peña.  A  derecha  é  izquierda  del 
primero,  estaban  los  padres  de  Lucía,  y  se- 
guidamente los  jóvenes  desposados. 

En  todos  los  semblantes  se  dibujaba  el 
placer,  menos  en  la  faz  de  Luis.  A  éste  le 
preocupaba  hondamente  la  mariposa  negra 
que  tanto  lucía  en  el  pecho  de  su  amada. 
Tuvo  recuerdos  horribles,  presentimientos 
horrorosos,  inquietud,  zozobra. 

Súbito  se  oye  un  ruido  extraño.  Todo  el 
mundo  se  puso  en  pié,  y  cuando  el  Doctor 
Peña  gritó   ¡  terremoto  !  la   mayor  parte  sal- 


79 


taron  al  patio  de  la  casa.  La  naturaleza,  en 
verdad,  se  había  conmovido.  El  edificio  bam- 
boleó un  instante  y  cayó.  El  estrépito  de  la 
caída  fué  seguido  de  otros  muchos  ;  se  oye- 
ron gritos  é  imprecaciones  por  doquiera  ;  se 
exhalaron  ayes  tristísimos  y  se  levantó  una 
polvareda  inmensa  que  obscureció  los  últi- 
mos destellos  de  la  luz.  El  suelo  se  mecía 
horriblemente,  relinchaban  los  caballos  en  la 
vecindad,  ladraban  los  perros,  mugían  las 
reses  espantadas  y  todo  era  terror,  asombro, 
pánico,    susto,  miedo,    consternación. 

Luis  había  quedado  exánime  bajo  un  jaz- 
mín del  patio.  Apenas  repuesto  un  tanto, 
dio  un  grito  de  horror.  ¡Lucía!  exclamó, 
y  á  su  voz  lo  rodearon  los  que  habían  podi- 
do escapar  del  peligro. 

Ni  el  anciano  sacerdote,  ni  Lucía,  ni  sus 
padres,  ni  algunas  otras  personas  habían 
podido   salvarse. 

El  Doctor  Peña  empezó  á  auscultar  los  es- 
combros, y  percibió  como  en  una  profundi- 
dad la  voz   del   Padre   Fernando. 

Ocurrió  allí  con  sus  companeros,  y  levan- 
tando vigas  y  fragmentos  del  techo,  logra- 
ron sacarlo  á  vuelta  de  algunos  minutos. 
Estaba  lacerado  por  doquiera  y  vertía  san- 
gre  por   una   herida  de  la   espalda. 

Luis  recorría  inconsolable  todos  los  escom- 
bros en  busca  de  Lucía.  La  llamaba  por 
todas  partes,  movía  la  palizada,  hacía  im- 
precaciones  al   cielo  ;  pero  todo  era  en  vano. 

En  medio  de  su  consternación,  el  Doctor 
Peña   determinó   el  punto  en   que  podría  ha- 


8o 


liarse ;  empezaron  á  cavar  allí,  y  después 
de  poco  rato,  descubrieron  el  cadáver  de  la 
madre,  y  abrazada  á  ella  y  agonizante,  á  la 
hermosa   é   infortunada   Lucía. 

Colocáronla  debajo  del  jazmín,  y  mien- 
tras el  Doctor  y  Luis  le  prestaban  algunos 
auxilios,  los  demás  sacaron  al  padre  de  la 
joven,  también  muerto,  y  algunas  personas 
más. 

El  conflicto  era  espantoso  ;  no  había  una 
medicina,  ni  un  vaso  de  agua,  ni  un  jergón 
siquiera  para  colocar  á  los  contusos.  Los 
ayes'  partían  el  alma  ;  las  madres  pregun- 
taban por  sus  hijos;  los  hijos  se  abrazaban 
al  cadáver  de  sus  madres  muertas  :  niños 
que  lloraban  por  un  punto  ;  esposos  que  de- 
sesperaban por  otro,  y  obscuridad,  y  luto,  y 
terror,   y  duelo. 

Por  fin  pasó  la  nube  de  polvo,  apareció 
en  el  oriente  la  luna  y  clareó  completamen- 
te la  noche. 

A  su  luz,  pudieron  verse  mejor  los  de- 
sastres. 

Lucía,  despedazaba  el  corazón.  Estaba  in- 
móvil, con  los  ojos  cerrados  y  de  momento 
en  momento  exhalaba  un  gemido  que  hubiera 
hecho  llorar  hasta  á  las  rocas. 

A  un  lado  de  ella,  estaban  los  cadáveres 
de  sus  padres,  y  el  anciano  sacerdote,  que 
en  medio  de  su  dolor,  oraba  al  cielo  para 
que  calmara  su  ira,  y  rezaba  las  oraciones 
de  agonizantes  para  ayudar  á  bien  morir 
á  la   desgraciada   joven. 

Pocos     instantes   después,    ésta   empezó   á 


—    8l    — 

agonizar,  y  á  las  doce  de  la  noche,  el  ángel  de 
la  muerte  la  cubrió  con  sus  frías  alas  :  que- 
dó  como   dormida. 

La  desesperación  de  Luis  fué  inaudita. 
Bevolvíase  en  el  suelo  como  un  niño  ;  mal- 
decía el  primer  instante  de  su  vida  ;  daba 
ayes  prolongados  y  agudos  que  repercutían 
en  los  cerros  vecinos  ;  besaba  el  cadáver  de 
la  joven  ;  le  hablaba  tiernamente;  la  llama- 
ba con  inefable  ternura,  y  volvía  de  nuevo 
á  retorcerse  y  á  mesarse  los  cabellos  con 
una  angustia  inenarrable  y  un  dolor  infinito. 

EL  Doctor  Peña  rodeó  de  blancos  jazmines 
el  cadáver  hermosísimo,  que  la  luna  bañaba 
con  su  luz  y  los  céfiros  de  la  noche  embal- 
samaban con  sus  gratos  y  embriagantes  per- 
fumes. 

Cuando  el  alba  descorrió  con  sus  dedos 
de  marfil  las  cortinas  del  Oriente,  la  ciudad 
apareció  transformada  en  un  promontorio  de 
ruinas.  Parecía  el  campamento  de  Senaque- 
rib,  después  que  el  ángel  exterminador  pa- 
só por  sobre  él  su  espada  de  fuego.  Escom- 
bros, ruinas,  muertos,  heridos,  contusos ; 
miseria,  dolor,  espanto...  tal  fué  el  triste  es- 
pectáculo sobre  el  cual  el  rocío  de  la  mañana 
cayó  como   las  lágrimas  de  la  aurora. 

Cada  árbol  era  una  sala  fúnebre.  Innu- 
merables cadáveres  de  ancianos,  jóvenes  y 
niños  yacían  tendidos  sobre  colchones  de  ho- 
jas, y  cubiertos  de  flores,  como  único  ador- 
no para  ir  á  la  tumba. 

Al  redor  de  cada  árbol,  numerosos  deudos 
gemían   lastimosamente,  y  besaban,  con    reli- 


82     — 

giosa  ternura,  los  fríos  despojos  de  los  muertos. 

Jamás  pintor  alguno  ideó  cuadro  más  tris- 
te :  el  pincel  no  podría  traducir  en  colores 
esa  realidad  dolorosa,  ni  la  mente  humana 
concebir  esa  fuuebre  necrópolis. 

Todo  el  día  lo  emplearon  los  sepulture- 
ros en  cavar  fosas,  y  por  la  tarde,  cuando  ya 
el  sol  caía  hacia  el  Ocaso  ;  cuando  ya  el 
Oriente  colgaba  sus  negras  gasas  y  cantaban 
los  pájaros  sus  últimas  tristísimas  endechas, 
reunieron  todos  los  cadáveres  en  la  plaza 
principal,  y  el  anciano  sacerdote,  cubierto  el 
rostro  de  lágrimas  y  con  voz  convulsiva  y 
tremolante,  empezó  á  cantar  el  Oficio  de 
Difuntos.  Aquel  canto  funeral  no  tenía  más 
coro  que  los  gemidos  y  los  ayes  de  todas  las 
personas  que  allí  estaban,  y  que  eran  á  la 
vez,  deudos  y  enterradores. 

Después  de  una  hora,  la  procesión  de 
muertos  desfiló  hacia  el  Cementerio,  entre 
los  gritos  de  dolor  y  los  ecos  del  De  Profun- 
dis,  cantado  por  el  anciano  y  venerable  Cura. 
A  medida  que  desfilaban,  graznaban  los  gan- 
zos  asustados,  ladraban  los  perros,  y  una  nu- 
be de  cuervos  sombríos  se  cernía  sobre  la  ciu- 
dad como  para  aumentar  el  terror  de  la  es- 
pantosa escena. 

Llegados  al  Cementerio,  empezaron  á  ente- 
rrar los  cadáveres.  Tres  sepulturas  había 
juntas,  al  frente  de  la  puerta  :  en  la  del  me- 
dio colocaron  á  Lucía,  y  á  uno  y  otro  lado,  á 
sus  padres. 

Cuando  fueron  á  arrojar  los  primeros  pu- 
ñados de   tierra  sobre  la  infeliz  joven,    Luis 


-  83   - 

no  pudo  resistir  á  su  dolor  :  dio  un  grito 
desolador  y  se  lanzó  á  la  fosa.  «Sepultadme 
también  á  mí,  exclamaba  ;  echadnos  tierra  á 
los  dos :  muerta  Lucía,  yo  no  quiero  vivir 
más  en  el  muudo  :  aquí  es  donde  debo  repo- 
sar eternamente,  para  serle  compañero  en  la 
noche  de  la  fosa,  ya  que  en  la  vida  no  pude 
serlo  sino  por  un  instante.  » 

No  bastaban  las  súplicas  del  sacerdote  para 
hacerle  salir  de  allí  ;  y  al  fin  fué  necesario 
que  el  Doctor  Peña  le  sacase  por  fuerza,  y 
lo  retirase  de  la  sepultura  para  que  los  ente- 
rradores terminasen  su  obra. 

Ya  no  tenía  lágrimas  aquel  infortunado 
joven  ;  su  voz  era  ronca  ;  sus  ojos  parecían 
dos  pedazos  de  carne ;  estaba  demacrado  y 
cadavérico;  pero  era  imposible  consolarlo;  im- 
posible llevar  al  fondo  de  aquel  corazón  acon- 
gojado, una  gota  siquiera  de  dulce  y  santa  re- 
signación. 

Estaban  aún  á  la  entrada  del  Cementerio, 
cuando  Brillante,  el  infeliz  perrito,  llegó  allí, 
escuálido,  maltratado  y  cayéndose  por  el 
hambre.  Había  quedado  bajo  los  escombros 
de  la  casa  del  Cura,  y  un  día  y  una  noche 
había  empleado  en  hacerse  un  camino  para 
salir. 

Las  caricias  para  con  su  amo  fueron  extre- 
mas. Luis  también  lo  abrazaba,  y  nueva- 
mente  se  inundaba  en  llanto. 

De  pronto,  el  animal  se  retira,  y  guiado 
por  el  instinto,  llega  á  la  fosa  de  Lucía  y 
empieza  á  aullar  y  á  arañar  el  suelo  recién 
movido.  Nueva  pesadumbre  invadió  los  cora- 


84 


zonesy  nuevas  lágrimas  brotaron  á  los  ojos 
de  todos.  Luis  casi  no  pudo  soportar  el  dolor, 
y  fué  necesario   que  sus   amigos  le    llevasen 

en   peso   al   hogar ¡  ah  !    al  jazmíu   bajo 

cuyas  ramas  había  pasado  la  noche  antes,  la 
más  amarga  de  las  noches  que  puede  un  mor- 
tal pasar  sobre  la  tierra. 

Al  llegar  allí,  la  obscuridad  había  exten- 
dido su  negro  capuz,  el  dios-te-dé  había  aca- 
bado de  cantar  sus  últimas  plegarias,  y  los 
primeros  rayos  de  la  luna  empezaban  á  salir 
tras   las  gigantescas  montañas  del  Oriente. 

Nadie  durmió  esa  noche.  La  impresión 
del  terror  poseía  todas  las  almas.  Una  ora- 
ción  general  parecía  oírse  en  todos  los  labios. 

Por  otra  parte,  las  oscilaciones  del  suelo 
no  habían  cesado.  Nuevos  y  nuevos  movi- 
mientos seísmicos  se  sentían  con  sólo  inte- 
rrupciones de  minutos.  La  alarma  crecía  cada 
vez  más.  El  pavor  aumentaba  á  cada  mo- 
mento. 

Cuando  el  día  vino,  muchas  familias  em- 
prendieron marcha  hacia  Seboruco,  punto 
distante  tres  leguas  de  La  Grita,  y  donde  em- 
pezó seguidamente  á  formarse  un  pueblito, 
con  el  nombre   de  La  Fundación. 

Los  que  quedaron  en  la  ciudad,  levantaron 
sus  barracas,  que  poco  á  poco  fueron  ensan- 
chándose para  tomar  mediana  forma  de  ha- 
bitación. 

Las  gentes  de  los  campos  empezaron  á  re- 
construir la  casa  del  Cura,  y  pronto  le  edifi- 
caron una  casita  de  pajareque  y  tejas,  la  cual, 


-   8S  - 

con  el  andar  de  los  días,  fué  mejorándose 
hasta  presentar  un  bello  aspecto. 

No  gozó  de  ella  mucho  tiempo  el  Padre 
Fernando,  pues  pocos  meses  después,  á  causa 
de  las  contusiones  recibidas  en  la  fatal  no- 
che, contrajo  una  enfermedad  al  pecho  que 
le  llevó-  á  la   tumba. 

Antes  de  morir,  otorgó  su  última  volun- 
tad, é  instituyó  á  Luis  único  heredero  de 
sus  pocos  bienes. 

Este  no  supo  de  la  muerte  de  su  tío: 
una  fiebre  tifoidea  lo  tuvo  reducido  al  lecho 
del  dolor  durante  dos  meses,  y  sólo  se  salvó, 
gracias  á  los  exquisitos  y  generosos  cuidados 
de  Inés,  pues  hasta  el  Doctor  Peña  había 
regresado  á  Maracaibo,  después  de  aquel 
suceso  espantoso,  casi  fuera  de  sí,  presin- 
tiendo que  en  aquella  ciudad  el  terremoto 
podía  haber  ocasionado  tantos  estragos  y 
tanto  luto  como  en   La  Grita. 

Cuando  Luis  estuvo  en  pié,  lo  primero 
que  hizo  fué  ir  al  Cementerio.  Largas  horas 
estuvo  sollozando  sobre  la  tumba  de  Lucía. 
El  frío  de  la  tarde  y  lo  delicado  de  su  or- 
ganismo le  obligaron  á  retirarse  á  la  casa,  á 
donde  llegó  para  recaer  en  cama  por  tres 
meses  con   la   misma  enfermedad. 

Por  fin,  un  día  pudo  levantarse  :  era  un 
cadáver,    un  esrjectro  salido  de  las  tumbas. 

Durante  este  tiempo,  Inés  había  recibido 
una  carta  del  Eosario  :  contenía  una  funesta 
noticia  :   la  madre   de  Luis   había  muerto. 

Ella   ocultó    esta   infausta    nueva  durante 


—  86  — 

muchos   días  :  darla  al  pobre  joven,  era  ma- 
tarlo. 

Un  corazón  sensible  y  bueno  no  puede 
resistir  á  las  inclemencias  de  la  desgracia  r. 
es  un  vaso  frágil,  que  se  rompe  al  menor 
golpe. 

Un  rico  hacendado,  antiguo  amigo  del 
Padre  Fernando,  se  condolió  un  día  del  la- 
mentable estado  de  Luis,  y  se  lo  llevó  pa- 
ra su  campo,  con  el  fin  de  restablecerlo,  le- 
jos de  aquel  escenario  donde  había  visto  su- 
cederse  tantos  infortunios,  y  auxiliado  eficaz- 
mente por  ese  aire  oxigenado  y  puro  de  la& 
tierras  frías,  que  lleva  al  organismo  efluvios 
de  vida,  y  al  alma,   reposo  y  bienestar. 

Cuarenta  días  pasó  en  aquella  mansión 
bendita,  donde  se  le  prodigaron  atenciones 
y  cariños  fraternales.  Una  alimentación  nu- 
tritiva y  frecuentes  ejercicios  corporales,  le 
repararon  las  fuerzas  y  le  levantaron  el  es- 
píritu, moral  mente  decaído  al  peso  de  tantas 
penas. 

Sus  heridas,  sin  embargo,  no  estaban  ci- 
catrizadas. De  tarde,  se  retiraba  de  la  casa, 
y  por  allá,  en  el  boscaje,  sentado  al  pié 
de  un  árbol  ó  al  borde  de  un  torrente,  se 
entregaba  á  profundas  meditaciones. 

((¿He  nacido,  acaso,  para  el  dolor?  decía. 
¿Existe,  por  ventura,  un  destino  adverso, 
que  se  goza  en  oprimir  mi  frente  con  su  ma- 
no de  hierro1? 

(cMuere  mi  padre  cuando  apenas  empezaba 
yo  á  darme  cuenta  de  la  vida ;  mis  únicas 
dos  hermanitas  se  hunden  en  la  tumba  como 


-    87  - 

frescos  botones  de  camelia  todavía  en  la 
edad  de  los  juegos  infantiles  :  una  terrible 
enfermedad  me  obliga  á  abandonar  el  suelo 
de  mi  cuna,  y  á  dejar  lejos  á  la  amorosa  y 
buena  madre  que  con  sus  besos  de  ternura 
llevaba  á  mi  corazón  la  luz  de  la  existencia  ; 
Lucía,  mi  idolatrada  Lucía,  mi  inolvidable 
Lucía  aparece  un  instante  en  mi  camino,  lo 
cubre  de  rosas  y  perfumes,  y  el  más  cruel 
de  los  infortunios  me  la  arrebata,  no  de- 
jándome de  ella  sino  un  recuerdo  que  me 
parte  el  corazón  ;  muere  luego  el  noble  y 
generoso  sacerdote  que  me  tendió  sus  brazos 
de  padre,  que  calmó  las  rudezas  de  mis  nos- 
talgias y  que  con  su  mano  temblorosa  de 
placer  bendijo  mi  unión  con  el  ángel  de  mis 
dulcísimos    ensueños......... 

«¡  Oh  !  Dios  mío  !  ¿estoy  abandonado  del 
cielo?  ¿He  venido  al  mundo  para  escarnio 
déla  desgracia?  ¿Existe  un  hado  impío  des- 
tinado  á  perseguirme? ¡  Ah  !  No  puedo 

creerlo.  Mi  conciencia  no  está  manchada 
con  la  sangre  de  los  delitos,  ni  llevo  hechos 
girones  mi  honor  y  mi  decoro 

«Sin  embargo,  ese  sueño  funesto  ;  esa  ima- 
gen de  Lucía;  esa  mariposa  negra  ;  esa  muer- 
te súbita ¡oh!  sí:  todo  estaba  dispues- 
to con  antelación:  yo  he  sido  vil  juguete  de 
un  destino  nefasto  :  la  desventura  me  persi- 
gue con  ruda  saña,  y  sabe  Dios  qué  nuevos 
dardos  tendrá  listos  para  atravesarme  el 
corazón. 

«Pero  ¡  oh  !  miseria  humana  !  ¡  Cómo  con- 
cebir  un  destino  para   atormentarnos   en  la 


vida !  Cómo  suponer  siquiera  que  nosotros 
seamos  aquí  ciegos  autómatas  del  acaso  ! 
¿Qué  es  entonces  el   hombre'?  ¿Qué    vale  la 

razón"?  ¿Para   qué   le  sirve  la  voluntad1? 

i  No  !  ¡  no  !  ¡Es  imposible  !  El  mayor  de  los 
absurdos  es  pensar  siquiera  en  que  exista  un 
poder  inexorable  como  la  necesidad  y  ciego 
como  el  azar,  cuyas  operaciones,  encadenadas 
por  vínculos  secretos  é  indisolubles,  tengan 
por  objeto  nuestra  desgracia  sobre  la  tierra. 

«\  Oh  !  sí  !  El  hombre  es  libre  para  obrar 
á  su  beneplácito.  Nada  hay  más  verdadero 
que  el  imperio  de  la  voluntad  sobre  nues- 
tras propias  determinaciones.  Yo  no  hago  lo 
que  una  sugestión  extraña  me  indica,  sino  lo 
que  yo  quiero.  Yo  soy  susceptible  de  cam- 
biar de  voluntad  cuando  circunstancias  par- 
ticulares obran  sobre  mis  sentimientos.  Yo 
me  inclino  ante  una  súplica,  mudo  de 
pensamiento  ante  una  alabanza,  domino  las 
tendencias  de  mi  naturaleza,  y  cuando  me 
place,  hago  por  sobre  todo,  mi  querer.  Sí ; 
mi  conciencia  me  lo  dice  así,  y  ella  es  en 
ésto   el  mejor   iuez. 

«La  muerte  de  Lucía  es  tan  sólo  un  ac- 
cidente natural.  Si  yo  me  hubiese  coloca- 
do á  la  mesa  en  el  lugar  que  ella  ocupó,  yo 
dormiría  á  estas  horas  el  sueño  de  la  tumba, 
y  ella,  profundamente  inconsolable,  estaría 
soportando  sobre  la  frente  el  peso  de  todas 
las   amarguras 

«Sí ;   abandonaré   esta  idea     blasfema   que 
me   atormenta,  y  me 
table  determinación  délos  sucesos. 


-  s9  - 

Tales  eran  las  meditaciones  á  que  se  entre- 
gaba en  religioso  silencio ;  y  las  cuales, 
muchas  veces,  le  interrumpió  la  presen- 
cia del  buen  aldeano,  que  venía  á  buscarlo 
para  invitarle  á  comer. 

Una  mañana,  poco  después  de  rayar  el 
sol,  le  llegó  con  mil  piruetas  y  agasajos  á 
la  pieza  donde  estaba  leyendo,  su  favorito 
Brillante.  Estrechólo  en  los  brazos,  y  salió 
eon  él  á  informarse  quién  lo  había  traído. 
En  el  corredor  de  la  casa  encontró  jadean- 
te  y  fatigada,  á  la  anciana  Inés. 

He  venido,  le  dijo,  á  darle  una  nueva 
que,  aunque  triste,,  no  debe  inquietarle, 
pues  espero  que  no  habrá  motivo  para  ello. 
Su  señora  madre  está  enferma  en  Ei  Ro- 
sario. 

¿  Y  cómo  lo   sabe  %  preguntó  él  inquietado. 

Por  cartas  de  allá,  que  desgraciadamente 
dejé   olvidadas   en  la  casa. 

Yo  quiero  ver  esas  cartas  :  vamonos  ahora 
mismo   para  la   ciudad. 

No  se  afane,  niño,  le  dijo  ella  :  no  hay 
eausa  para  tales  zozobras.  Ella  mejorará, 
con   la  gracia  de  Dios. 

Continuó  la  conversación  entre  los  dos  lar- 
go rato,  y  como  al  fin,  él  se  decidiese  á  par- 
tir al  día  siguiente  para  El  Rosario,  la  bue- 
na señora  lo  disuadió,  y  le  hizo  comprender 
que  ya  todo  era  inútil,  pues  su  madre  había 
muerto   hacía  diez  días. 

¡  Oh  !  pintar  el  efecto  que  en  el  pobre  jo- 
ven causó  esta  noticia,  es  imposible.  Habría 
que   pedir   sombras  á  la  noche,  amarguras  al 


—  9°  — 

infortunio,  tormentos  al  dolor.  La  desespe- 
ración de  Luis  no  tuvo  límites  ;  no  bastaron 
reflexiones  ni  consejos;  se  deshizo  en  lágri- 
mas ;  se  mesó  los  cabellos  j  se  revolcó  en  el 
suelo  como  un  niño ;  y  al  fin,  macilento, 
escuálido,  desfigurado,  fué  conducido  á  su 
cuarto,  donde  pasó  el  resto  del  día  sumergi- 
do  en  la  noche  del  más  hondo  pesar. 

Esa  tarde,  al  saber  la  noticia,  vinieron  á 
acompañarle  en  su  dolor  muchas  personas 
de  las  haciendas  vecinas,  á  quienes  el  joven 
había  inspirado  el  más   vivo  cariño. 

Los  aldeanos  de  mi  pueblo  son  un  trasun- 
to de  los  sencillos  moradores  de  Israel  en 
los   días   patriarcales. 

Honrados  y  laboriosos,  hacen  de  la  virtud 
un  culto,  y  del  trabajo,  un  placer.  El  cuer- 
vo de  los  pensamientos  sombríos  jamás  llega 
á  batir  sus  negras  alas  en  aquellas  mentes, 
cerradas  para  el  mal  ;  y  ni  el  odio  ni  la  ven- 
ganza ruin  echan  raíces  en  aquellas  almas 
blancas  y  puras  como  niveos  jazmines  recién 
desplegados   á   la  lumbre   de  la  aurora. 

Sus  hogares  están  abiertos  para  todo  el  que 
á  ellos  toca  ;  y  no  sólo  se  gozan  en  recibir 
y  agazajar  al  que  allí  llega,  sino  que  salen  á 
encontrar  al  transeúnte  á  quien  la  noche  sor- 
prende en  el  camino,  como  lo  hacía  el  an- 
ciano Abraham  cuando  tenía  su  poética 
tienda  en  el   Valle  de  Mambré. 

Sus  hijos  se  educan  en  la  escuela  del  tra- 
bajo y  del  respeto  paternal  ;  y  aquellas  pu- 
dorosas jóvenes  sobre  cuyas  frentes  apenas  han 
posado  su  tibio  beso  veinte  primaveras  ;  blan- 


—  9i   — 

cas  y  bellas  como  las  rosas  de  Jericó,  son 
verdaderas  vírgenes,  á  quienes  bien  pudiera 
tributarse  culto,  á  estar  colocadas  en  un  altar. 

El  pobre  que  va  á  los  campos  á  implorar 
un  pan,  jamás  retorna  á  su  tugurio  sin  traer 
las  alforjas  llenas  de  granos,  y  el  corazón 
henchido  de   las  más  gratas  emociones. 

Los  sentimientos  religiosos  de  nuestros  al- 
deanos, están  inspirados  en  la  fé  más  viva  y 
en  la  caridad  más  noble.  El  temor  de  Dios 
es  allí  la  base  de  la  vida,  y  por  éso  las  cos- 
tumbres son  sencillas  é  inocentes,  la  conducta 
acrisolada,  y  el  cumplimiento  del  deber, 
sagrado. 

Un  duelo  en  nuestros  campos  es  duelo  ge- 
neral. Todos  los  vecinos  ocurren  al  sitio 
del  dolor,  y  allí  rivalizan  en  servir  con  sus 
bienes  y  personas,  y  en  aliviar  la  pena  á  la 
familia  atribulada. 

De  aquí  por  qué  la  tarde  en  referencia, 
al  redor  de  Luis  había  numerosas  familias 
que  le  acompañaban  cordialmente  en  su  in- 
fortunio, y  se  esforzaban  por  llevar  á  aquel 
corazón  amargado,  una  gota  siquiera  de  dul- 
ce  conformidad. 

En  la  mañana  del  día  siguiente,  regresó  á 
la  ciudad,  acompañado  de  la  buena  anciana 
y    de   Brillante. 

Allí,  el  cielo  no  volvió  á  clarear  para  él? 
ni  en  la  copa  de  la  vida  volvió  á  escanciar 
sino  el  absintio  de  la    muerte. 

De  tarde  se  iba  al  Cementerio,  con  una 
guirnalda  de  flores,  que  colocaba  en  la  tum- 
ba  de   Lucía  •   y  allí  permanecía,  dado  á  las 


~  92  — 

lágrimas  y  á  la  meditación,  hasta  altas  ho- 
ras de  la  noche  en  que  regresaba   á  la  casa. 

Se  levantaba  muy  tarde :  daba  comida  á  las 
numerosas  palomitas  y  pájaros  de  todas  cla- 
ses que  tenía  sueltos  en  el  patio  y  corredores 
de  la  casa  j  regaba  el  jardín  y  la  frutera,  y 
luego  se  entregaba  á  la  lectura  de  libros 
místicos  y    literarios. 

No  recibía  visitas,  ni  iba  tampoco  á  casa 
alguna,  tal  vez  para  no  recordar,  al  pasar 
por  los  escombros  de  la  ciudad,  el  fatídico 
suceso  de   la  aciaga  noche   de  junio. 

Muchos  meses  transcurrieron,  y  aquella 
alma   enferma  estaba  más  triste   y   abatida. 

La  intensidad  del  dolor,  en  vez  de  dismi- 
nuir,   parecía  aumentar  gradualmente. 

El  pobre  joven  estaba  ya  incognoscible.  En 
corto  tiempo  se  había  transfigurado  :  veía- 
sele  ahora  profundamente  pálido  y  demacra- 
do, con  los  ojos  hundidos  y  opacos,  los  ca- 
bellos largos  y  la  expresión  siempre  triste  y 
meditabunda. 

Pronto  sintió  quebrantos  en  la  salud.  Un 
dolor  permanente  en  los  huesos  le  atormen- 
taba. Dejó  de  salir  aun  al  Cementerio,  y  pa- 
saba los  días  leyendo  debajo  de  los  árboles, 
rodeado  de  todas  sus  avecillas,  que  se  le 
posaban  encima  y  lo  acariciaban  con  inaudi- 
tas demostraciones  de  afecto. 

De  tarde,  solía  tañer  el  arpa,  y  de  aquellas 
•cuerdas  salían  notas  tan  tristes  que  hubieran 
hecho  llorar  á  las  mismas  fieras  de  los  bos- 
ques. 

Una  mañana  apareció  muerto. 


—  93  — 

Cuando  la  buena  anciana  entró  á  saludar- 
lo, según  costumbre,  lo  halló  sumergido  en  el 
sueño  eterno. 

Al  saberse  la  noticia,  muchas  familias  ami- 
gas se  trasladaron  á  la  casa,  y  tributaron  al 
cadáver  de  aquel  infortunado  joven,  todos 
los  homenajes  que  les  inspiró  el  más  acendra- 
do   cariño. 

Su  cuerpo  fué  enterrado  junto  al  de  Lucía, 
en  medio  de  las  sepulturas  de  los  padres 
de   ésta. 


En  1878,  cuando  se  dispuso  clausurar  el 
Cementerio  antiguo  de  La  Grita,  aún  se  veían, 
en  dirección  á  la  puerta,  tres  sauces  llorones, 
que,  con  sus  ramajes  caídos,  cubrían  cuatro 
cruces  corroídas  por  los  años,  y  colocadas  en 
una  línea  recta  :  allí  estaban  las  tumbas  de 
los  desgraciados  jóvenes,  tan  olvidadas  ya 
como  su  tristísima  historia. 


FIN 


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