F 2341
.L23
G 8
THE LIBRARY OE THE
UNIVERSITY OE
NORTH CAROLINA
ENDOWED BY THE
DIALECTIC AND PHILANTHROPIC
SOCIETIES
F 23U1
.L 23
G8
This book is due at the LOUIS R. WILSON LIBRARY on the
last date stamped under "Date Due." If not on hold it may be
renewed by bringing it to the library.
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DUE
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%
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te
c
EMILIO CONSTANTINO GUERRERO
LUCÍA
ITIOS "5T COSTUMEBES GEITEKSES
ÉPOCA: DE 1825 A 182'
CARACAS
TIP. J. M. HERRERA IRIGOYEX & C'A.
I904
DEDICATORIA
A mi hermosa y cara Grita, la ciudad de
mi cuna; ¡a tierra de mis íntimos afectos;
donde está -el hogar de mi familia con todos
los seres queridos del corazón; donde palpitan
vivos todos los áureos recuerdos de mi niñez
y resplandecen todas las rosadas auroras de
mi primera juventud; donde están los amigos
que surgen á mi memoria para confortarme
en mis tristes momentos de nostalgia, y donde
reposan hoy bajo los brazos de sacrosanta
Cruz, los restos queridos de mis idolatrados
padres: á La Grita dedico estas páginas,
escritas allí hace ocho años, y en las cuales
he querido conservar muchas costumbres sen-
cillas é inocentes de nuestros honorables y
virtuosos antepasados.
Al dedicarlas á ese amado pueblo, hago los
más fervientes votos por su creciente prospe-
ridad; porque la dulce paz sea su inseparable
protectora; porque la más estrecha cordiali-
dad reine siempre en sus familias ; porque
jamás allí se consumen los negros crímenes
que llenan de horror al espíritu, ni sea azotado
nunca por las fatídicas alas del infortunio y
del dolor.
Con ellas envío á mis hermanos, todo el
■ afecto del corazón, y un nuevo testimonio de mi
cariño para cada uno de mis inolvidables co-
terráneos.
8. 6. §.
Caracas, marzo de 1904.
LUCIA
PRIMERA PARTE
Un hogar virtuoso es un nido de alondras
colgado en las ramas de un citiso en flor.
Hay en él efluvios de vida y promesas de
gloria. Irradia luz como la inocencia, y son-
ríe como el candor. Tiene perfume, color y
armonía, esas tres notas que sintetizan el
universo físico y que esbozan la penumbra
del universo moral.
Hace tres cuartos de siglo existía en La
Grita un bogar privilegiado. El ángel de
la dicha lo cubría con sus alas: la fortuna le
di pensó sus favores ; el talento, sus gracias;
]a virtud, sus hechizos.
Tres personas constituían aquel edén, que
la serpiente del mal uo había asaltado. Los
dos esposos empezaban á declinar en la pen-
diente de la vida ; pero el cielo les había
dado— como un apoyo para su descenso,
como una sonrisa para su vejez, como una
oropéndola para cantar en la tarde de sus
días — el tesoro inestimable de una hija en-
cantadora. Llamábase Lucía, y la dulzura de
su nombre era como especie de crepúsculo
que dejaba entrever la dulzura de su alma.
El aura de quince primaveras le había be-
sado la frente, y ostentaba — como una esta-
tua de Fidias — toda la brillante esplendidez
de la más fantástica hermosura.
Su tez, más bieu que de nieve, parecía el
pétalo de un botón de rosa dos mañanas an-
tes de entreabrir ; sus cabellos, ensortijados
y abundantes, eran negros como el ala del
paují ; sus ojos, obscuros como una noche
de Yernet ; torneado el cuello ; hermoso el
talle, dulce la voz y penetrante como espada
de fuego la lumbre cenital de sus pupilas.
Como la naturaleza da fragancia á la flor,
concentos armoniosos al ave, destellos á la
mañana, instintos al corazón, le había dis-
pensado el riquísimo tesoro de una cultura
natural. Su viveza era un instinto ; su finura,
un aroma. Divinidad le habrían dicho los
pueblos idólatras ; Majestad la habría pro-
clamado el alto orgullo de la aristocracia lis-
boeña.
— 9 —
Lucía era el encanto de sus padres y el
hechizo de su pueblo.
Aunque empezaba á exhibirse en el teatro
de la vida, ya había merecido que pidiese
su mano un joven de altos méritos.
Luis no era de La Grita. Xació en la
Villa de El Eosario, y era miembro de una
familia de claro abolengo, de afamada ri-
queza, y que gozaba sobre todo, de singular
estimación.
Era delgado, blanco, de facciones finas,
ojos muy negros, con el labio superior ape-
nas sombreado por un ligero bozo, de edu-
cación esmerada, chispeante talento y hábil
en la ejecución del arpa. Tenía veintidós
años.
En el seno de su hogar estudiaba música
y letras, bajo la dirección de un notable
profesor ; pero lo débil de su organismo y la
circunstancia de habérsele presentado sínto-
mas de una lesión pulmonar, le obligaron
á suspender sus estudios para consagrarse
al comercio.
Su familia quería que cambiase de clima
para restaurar la salud ; pero él no se sentía
con fuerzas para dejar el regazo materno,
y creía perecer — como flor trasplantada— al
encontrarse bajo otro cielo distinto de aquel
que contempló desde la cuna cuando por vez
primera dirigió hacia arriba la mirada va-
cilante.
Con todo, no pudo sostener su resolución.
Las constituciones débiles son de suyo im-
presionables. Como varían de formas las nu-
IO
bes enrarecidas de uua tarde de verano,
presenta de ensueños febriles la fantasía que
devora una complexión enferma.
Luis estaba sin duda impresionado. Temía
las consecuencias de su mal, á cuyo impulso
creía á veces ver derrocado el castillo de sus
ilusiones de oro y sus esperanzas de violeta.
Una tarde tuvo deseos de leer. Aún esta-
ban para ese tiempo en el pináculo de su
gloria los versos de Arriaza. El joven tomó
el volumen predilecto, y sentado en el jardín
al pié de un cocotero, en el momento en que
el sol se había hundido en el ocaso y el
cielo exhibía todo el lujo de su magnifi-
cencia y las aves todo el primor desús gar-
gautas, abrió el libro y empezó á leer la
hermosa composición « El llanto de una ma-
dre.»
Su alma- bebió allí ternezas como gotas
de rocío el aura de la mañana. Aquellos
versos destilaron en su corazón algo como
ese líquido que absorbían las plañideras au-
tiguas para despertarse el sentimiento con
que iban á llorar sobre el cadáver de aii
muerto ilustre.
Su mente se sumergió en pensamientos
luctuosos, y cuando volvió en sí, la noche
había desplegado sus alas de cuervo y la
aureola de la luna-llena empezaba á emer-
ger como un iris de esperanza tras las obs-
curas cimas de las montañas del Oriente.
Contra su costumbre ordinaria, esa noche
no salió á reunirse con sus amigos. Estuvo
delirante, nervioso, pensativo.
II
Él venía, hacía algún tiempo, absorto en
la contemplación del porvenir. Veía nublado
el horizonte del mañana: lo afligían su en-
fermedad y los quebrantos frecuentes de su
querida madre.
Además, de una organización eminente-
mente tierna y afectiva como era, soñaba en
el amor: sentía dentro del pecho un corazón
nacido para amar, y quería trasfundirlo en
el seno de otro ser; dilatarlo entre las fibras
de otro corazón cuyos efluvios viniesen á
calmar la delirante sed de sus anhelos.
Bajo tales impresiones, se retiró á su al-
coba.
Esa noche tuvo un ensueño que lo conmo-
vió hondamente.
Creyóse trasportado á un pueblo extraño,
en el cual se veía á sí mismo, al lado de
una mujer encantadora que lo estrechaba
dulcemente entre sus brazos.
Era aquélla una especie de ángel, cuyas
facciones en vano se esforzaría por trasladar
al lienzo el más delicado pincel : un sueño
de ventura, uua creación de artista, una
idealidad singular, amable como la dicha,
seductora como el placer y casi imposible
como los delirios de la imaginación.
En aquella faz divina parecían haberse
dado cita toda la hermosura de las flores, todos
los encantos de la inocencia, todas las son-
risas de la niñez.
Él se sentía de rodillas en el altar del
alma, ante aquella célica imagen que lo es-
trechaba con inefable amor y lo llamaba
12
con dulcísima voz, adorado compañero de la
existencia.
Al rededor de ellos, veía mucha geute:
fisonomías extrañas, pero amables, en todas
las cuales resplandecía cierta íntima satis-
facción de contemplar la bienhadada pareja.
El, por su parte, se sentía feliz. Pero
de pronto, aquel placer se trueca en dolor.
A la profusión de luces habían sucedido ti-
nieblas. Un ruido sordo y medroso se oía
por todas partes. La casa en donde estaba
se veía en ruinas. Las gentes temblaban de
terror. Oíanse gritos agudos, aves dolorosos,
imprecaciones horribles, rezos, palabras en-
trecortadas
Poco á poco, una polvareda inmensa que
flotaba en el aire, se fué disipando, y en-
tonces pudo ver que estaba bajo unos ár-
boles, rodeado de cadáveres, de heridos, de
contusos, y al lado de la que hacía un mo-
mento le había hecho entrever el cielo de la
felicidad.
La linda joven estaba muerta, al pié de
un jazmín florecido, tendida horizontalmente.
Vestía un traje blanco, y tenía un ramo de
azucenas en una mano, y algo como una
mariposa negra posada en el lado del co-
razón. Los rayos de la luna, pasando por
entre los azahares del jazmín, caían perfu-
mados y esplendorosos sobre aquel cadáver,
que más parecía un ángel dormido.
Al redor todo era luctuoso: cerca pasaban
personajes extraños, como fantasmas de las
tinieblas; se oían voces ininteligibles y tre-
I3
niolantes, y todo hacía creer que aquel lugar
era uno de los espantosos círculos del In-
fierno de Dante.
Cuando despertó, estaba llorando. No pudo
volver á dormir, y al día siguiente estuvo
triste y pensativo.
í Qué indicaba aquel sueño % No pudo des-
cifrarlo. Quiso decírselo á su madre; pero
temió las consecuencias. El corazón tiene sus
debilidades. Un presentimiento triste des-
truye su savia con más fuerza que la tem-
pestad de un gran dolor. Pueden venir sobre
él los procelosos días del infortunio; no im-
porta: él resistirá. Pero ¡ ay ! si á su tran-
quilo cielo llega la nube sombría de una
impresión luctuosa; ese gigante se avasallará
como un pigmeo; ese atleta espirará como el
más vil infusorio.
Guardó en silencio su desoladora visión y
pero no pudo ocultar la inquietud que le
causó. Sus amigos lo uotaban intranquilo,
pesaroso, como abrumado bajo el peso de
una gran pena.
Pasados algunos días, cayó en cama. Una
ligera fiebre empezó á devorar su constitu-
ción. Pero su estado moral era aún más alar-
mante. El médico se afanaba en vano com-
batiendo aquella indisposición cuyos resul-
tados no podía determinar.
Había en la casa una anciana que ayudó
á criar á Luis, á la cual éste profesaba
intenso cariño y distinguía con el nombre de
Señora Inés. Era un pozo de bondad aquella
Señora. El airarse no era suyo; la altivez.
— 14 —
no halló nunca palabras en sus labios. Vivía
para sus Señores, y la voluntad de ellos era
la suya.
Esta anciana recibía constantemente con-
fidencias íntimas de Luis, y fué ella en esta
ocasión, la que supo las tristezas de su alma.
El joven le confió varios secretos en la creen-
cia de que iba á morir, y ella al punto los
llevó á conocimiento de la madre de él.
La Señora se alarmó. Mi hijo no aguarda
sino la muerte, decía, y cuando la esperanza
de vivir se pierde, la persona va camino de
la tumba.
Llamó al médico y consultó el caso. Este
ordenó que le trasladaran á otro pueblo por
vía de temperamento, en la confianza de que
bajo otro clima y con las variadas emociones
del viaje, podría distraer su espíritu, cuyo
abatimiento era quizá el principal estímulo
de la enfermedad.
La Señora accedió á sus ideas y dispuso
la partida del joven.
Ella tenía un pariente muy cercano en esta
ciudad: el Cura. ¿Dónde podría estar me-
jor su hijo'? Gozando de la bondad de un
clima paradisíaco, en un pueblo de costum-
bres patriarcales y al lado de un anciano
sacerdote en cuya frente centelleaba la au-
reola de la virtud, y cuyo corazón, panal del
Hibla, era un fondo de bondad.
ísTo hubo obstáculo para este viaje, y poco
tiempo después, Luis partía para La Grita,
acompañado de la buena anciana, que era su
— i5 —
segunda madre desde el instante en que bro-
tó á sus ojos la primera lágrima de la vida.
Su tío le recibió con efusión de cariño. El
Padre Fernando, como se llamaba general-
mente á este anciano sacerdote, era una
especie de ángel con figura humana. Había
nacido para el altar, como el pez para el
agua, ó la mariposa para el verjel. La dul-
zura de su carácter no tenía igual. Era
manso como una gacela y generoso y provi-
dente y paternal. Sus costumbres eran las
de un Santo. En su mente jamás aleteó el
cuervo de los pensamientos sombríos, ni ani-
dó en su corazón la serpiente del mal. Su
misma voz daba idea de su bondad: tenía
el timbre de una campanita de oro tañi-
da en el santuario de un templo.
Eran sus ojos luz; su frente, candor. Ha-
blaba para seducir, y seducía para encami-
nar por la senda de flores de la virtud.
En sus labios brillaba siempre el fulgor
de una sonrisa, que era como cadena de
oro para atar los corazones. Siempre me lo
he figurado con los rasgos del Cara de Ar-
<3e, ó los lincamientos del Obispo de Beley.
Era blanco, pequeño, de proporcionada
gordura, faz redonda, mirada viva y cin-
tilante.
Su saber debía de ser no común: aún
conservo una obra suya, y tiene al mar-
gen comentarios escritos en fácil y elegante
latín.
Vivía en donde hoy llamamos «El Llano».
Junto á la Capilla déla Cruz estaba su casa,
— lo-
que parecía el kiosco de un poeta elegan-
te. Cuatro hermosos corredores encerraban
un extenso patio cubierto de variadas flo-
res, en donde sesteaban numerosos pájaros
y aves silvestres que su paciencia había sa-
bido domesticar. El ante-patio estaba vesti-
do de árboles frutales. Manzanas que pare-
cían, esmeraldas, unas; fresas, otras: duraz-
nos, amarillos como un limón maduro; mem-
brillos, y otras varias frutas pendían de
aquellos árboles que se creyera nacidos en la
tierra de promisión.
Las mañanas allí eran un encanto. Jamás
orquesta alguna entonó más dulces notas,
ni despertó en el alma más sentidas frui-
ciones. Por las tardes, á las bellezas del
paisaje agreste, se unían los atractivos de una
reunión social, pues era ése el sitio elegido por
las familias para pasar las últimas horas
del día, en la expansión de la amistad y
en el deliquio indecible de una conversa-
ción amena y deleitosa.
Allí llegó Luis, á ser partícipe de esa plá-
cida vida.
Desde su arribo, las impresiones que ex-
perimentó fueron las más gratas. En nada
extrañó el amoroso nido donde se meció su
cuna, el cielo azul que decoró sus mañanas,
los amigos de su juventud, los cuidados de
su familia y las costumbres de su casa.
Su tío le abrió los brazos, y lo recomen-
dó á la numerosa servidumbre, que de allí
en adelante le dispensó respeto y cariño con
la más sincera espontaneidad.
i7
Llegado el próximo domingo, tuvo oca-
sión de relacionarse con lo más selecto de
la ciudad. A las cuatro de la tarde empe-
zaron á llegar familias á la casa del Cura, y
poco después, se había establecido una ter-
tulia tan animada como expansiva. Luis fué
presentado á todos los circunstantes, en quie-
nes causó desde luego grata impresión. La
finura de sus modales, lo correcto de su
conversación y lo gallardo de su aspecto no
podían menos que atraerle simpatías. Pero
más tarde, cuando á exigencias de su tío tomó
el arpa y empezó á pulsar aquellas cuerdas
de retemplado acero, todas las miradas se
fijaron en él, y en todos los corazones tu-
vo una fibra destinada á tributarle los ho-
menajes de la admiración.
Esa noche durmió tranquilo. Olvidó las
brumas que cruzaban por su mente, y en
su espíritu sintió renacer los ideales de la
vida, los ensueños de la juventud y las es-
peranzas fascinadoras que había visto mar-
chitarse en el árido desierto de sus pasa-
dos infortunios.
Pequenez del corazón humano ! En los
días de su prosperidad, el solo eco de un
gemido basta á llenarlo de dolor; y en sus
horas de infortunio, á veces una palabra
es suficiente para disiparle los nublos de su
pena.
En el escenario de la vida^o hay mis-
terio más grande que él. La inteligencia es
impotente para estudiarlo; la filosofía, in-
capaz de traducirlo. El se eleva por sobre
— 18 —
todo concepto abstracto y se oculta á toda
mirada intelectual. El es el centro de las
grandes acciones y el creador de las más
sublimes ideas. El se dilata hasta los senos
de lo infinito, y se concentra hasta redu-
cirse al punto que esquiva la visión. Pa-
ra él no hay conceptos opuestos: reúne la
luz con las sombras, la verdad con el error,
la ternura con la crueldad, el crimen con
el bien. Tamerlán levanta pirámides de crá-
neos humanos, y llora al ver agonizante
su caballo. Marco Antonio deslumhra con
el brillo de su espada, y se rinde ante la-
mujer á quien su denuedo impulsa á cas-
tigar. Bonaparte hace temblar á las nacio-
nes con su voz, cubre de cadáveres el sue-
lo de un Continente, y una noche hace
fuerza en su escritorio para impedir que
una mosquita perezca en la llama de su
quinqué. Almas de oro ha habido que han
envenenado la tierra con el hálito de sus
doctrinas. Inteligencias que fueron cascada
de luz han llevado la sombra á la con-
ciencia humana. Pechos que no palpitaron
sino á impulso de la virtud, han abierto
su sagrado recinto para anidar al crimen.
La ciencia humana continuará rasgando
el velo de los arcanos físicos; la filosofía
seguirá penetrando en las idealidades de la
mente; la luz llegará á convertir los domi-
nios del hombre en un día de inextinguible
claridad; pero en el cielo esplendoroso de
ese día, como un planeta obscuro en el
espacio, como una mancha negra en el dis-
— i9 —
co solar, como una nube sombría cernién-
dose en la atmósfera, aparecerá el corazón
humano con sus abismos impenetrables y sus
misterios indefinibles.
La medicina no había podido llevar un
resplandor á la morbosa mente de Luis;
y he aquí que un cambio de escenario,
una mirada fascinante, una voz argentina,
una palabra dulce cicatrizan su lesión or-
gánica, le hacen olvidar sus penas, lo le-
vantan del fondo de sus pesares y le abren
un horizonte de alborozados deliquios y
sonrientes promesas.
En toda la noche la imaginación de Luis
estuvo concentrada en unos ojos negros co-
mo la endrina, vivos como el fuego y ar-
dientes como el placer, que le dejaron esa
tarde deslumhrado.
Apenas clareó el día, se levantó á gozar
del frescor de la mañana y de las bellezas
del jardín. Y estaba allí todavía, deleitado
con aquella mañana campestre en medio de
la ciudad, cuando oyó la voz de su tío que
le dijo: hoy es trece de diciembre, cum-
pleaños del natalicio de una ahijada á quien
estimo con filial predilección. Ensaya en el
arpa algo digno de ofrendarlo en sus rejas
esta noche, pues debo ir á cumplimen-
tarla.
Luis quedó como electrizado, y apenas si
pudo responder.
El sacerdote se fué para la Iglesia á cele-
brar la fiesta del día, y cuando regresó á
horas de almuerzo, presentó á su sobrino los
compañeros de orquesta para la felicitación
de esa noche : dos flautas, dos guitarras y
un violoncelo.
En todo el día prepararon el orden de la
serenata, que debían llevar al sonar las
nueve de esa noche; y alas ocho, el sacer-
dote se fué en traje de visita para esperar
allí el obsequio que él mismo iba á pre-
sentar.
Las noches de diciembre son encantado-
ras en mi pueblo, y ésta lo era con espe-
cialidad. Ostentaba el cielo su pabellón azul
de mar, tachonado por innumerables estre-
llas, que más parecían polvos de oro que
gigantescos luminares. No había luna; pero
Júpiter, en su mayor cercanía á la tierra,
se exhibía con un tamaño igual á la octava
parte del astro de las noches, y despedía
una luz argentada y apacible que alumbra-
ba perfectamente la ciudad. De las monta-
ñas del Este venía un airecito frío y oloro-
so á páramo, que confortaba y difuudía do-
quiera el aroma del helécho y del romero.
Todo ello inspiró á la improvisada or-
questa, que, al pie de las ventanas de Lu-
cía, rompió su obsequio con una dulcísi-
ma canción: «Los ojos de mi ainada». Siguió
un vals, en que aquella arpa produjo al-
go de los nocturnos de Chopín y de las
overturas de Auber; no-se-qué sublime que
tenía de sinfonías de Bethoven, de cantos
de aves, de murmurios de fuentes, de sus-
piros del céfiro, y todo ello saturado con el
perfume del corazón.
21
Al terminar este desborde de armonías,
la ventana se abrió para dar campo á la au-
rora que, personificada en Lucía, invi-
taba á los circunstantes á pasar á la sala.
Luis quedó extático; á impulsos de sus
compañeros entró, pero casi fuera de sí.
El sospechaba que la ahijada de su tío,
era la joven cuyos ojos le tenían domina-
do desde el día anterior; pero no vino á
convencerse hasta ese instante supremo, en
el cual quedó deslumbrado como en presen-
cia del sol.
Los padres de Lucía le recibieron con
particular atencióu: estaba ya asaz reco-
mendado, y personalmente había desperta-
do en ellos especiales simpatías.
Los instantes allí se le pasaron sin saber-
lo. Ejecutó varias piezas, en las cuales puso
pedazos del alma. Su mismo tío estaba sor-
prendido, y tan gallarda inspiración no pu-
do atribuirla sino á algo que pronto adi-
vinó en las miradas de Luis. Era ya maes-
tro en descifrar esos misterios, pues cono-
cía tantas historias en sus análisis de la
conciencia !
Lucía también cantó esa noche. Su voz
parecía una hebra de cristal tañida con una
punta de marfil. Ai cantar, aquella boca
diminuta y bella, semejaba un botón de rosa
que comienza á abrir; y aquella garganta,
torneada y tersa, parecía como de una esta-
tua griega, de esas que los artistas modela-
ron viendo en su mente á Juno y á Miner-
va, á las ondinas del mar, y á las nereidas
de los bosques.
Cuando llegó la hora de despedirse la con-
currencia, Lucía tuvo que disimular las pro-
fundas emociones de que era presa su cora-
zón. Por vez primera había sentido una
impresión extraña, que dormía en su orga-
nismo como duerme la nota en las cuerdas
de la lira, el canto en la garganta del ave,
el fruto en el ovario de la flor.
Magnolia que entreabría en los verjeles
de la vida, aún ignoraba que el favonio
llegaría á besar sus pétalos y á beber las on-
das de su perfume; fuentecilla recatada, na-
cida en el fondo del hogar, aún no sabía que
en sus cristales debían retratarse los astros
del cielo y los ramajes del bosque.
Esa noche, los ensueños del ángel fue-
ron sustituidos por las visiones de Hebe.
Los serafines que habían rodeado su lecho
de mullido plumón, tomaron cuerpo huma-
no y se le presentaron sonrientes de dicha
y chispeantes de alborozo. Eva había des-
pertado á la vida del Edéu.
Luis por su parte, tuvo ensueños divinos.
Telémaco, la primer noche de su estadía
en la isla de Calipso, no durmió arrulla-
do por más bellas fantasías.
En la primera carta que escribió á su
madre, la hizo partícipe de sus célicas frui-
ciones. Aquella pluma vibraba al trasladar
al papel recuerdos que no podía sugerir la
mente sin que el fluido nervioso hiciese
conmover el organismo.
— 23 —
Pasaron algunos días. Las familias todas
se preparaban para una época de verdade-
ro alborozo.
El mes de diciembre entre nosotros tie-
ne todos los atractivos de un veraneo para
los reyes. La naturaleza se exhibe en él,
ubérrima de gracias y pródiga en dones.
Ríen los días como en la serena Italia, y
se ocultan luego para dar paso á noches
como las espléndidas noches orientales. Los
campos se visten de flores, las fuentes de
espumas. Embriagan las auras con sus per-
fumes*^ los pájaros cautivan con sus can-
ciones. Y luego, inocentes costumbres que
nos legó España, vienen á sustraer el es-
píritu de las monótonas faenas de la vida
para trasportarlo á las esplendorosas ma-
ñanas paradisíacas, donde todo era rumo-
res de inocencia, palpitaciones de dicha,
arrobamientos de amor.
Y el pueblo se esfuerza por representar
á nuestros ojos las ternuras del idilio de
Belén. Y de nuevo aparecen los profetas
haciendo sus misteriosos vaticinios, y el
Bautista vuelve á predicar en el desierto
de Betania, y los sacros esposos parten de
Nazareth á inscribirse en el molesto padrón
y á pagar el tributo al César con el man-
so buey que llevan por delante, y nace el
Salvador en el establo, oyen los pastores el
« Gloria in excelsis Deo, » surge la estrella
que conduce por las espléndidas noches
asiáticas á los magos del Oriente, Herodes
expide su criminal decreto, llora Rama
— 24 —
por esos hijos que ya no existen, huye á
Egipto el Bedentor del mundo y las pal-
mas se inclinan á su paso, y el iris aureola
su frente y á su presencia caen los ídolos del
templo de Dagón.
Costumbres sencillas y herniosas, que no
morirán, porque ellas presiden los dulces
idilios de nuestra infancia y contornean con
lujo de colores el cromo que inmortaliza las
empresas de la niñez.
Llegó el 24 de Diciembre.
k La noche de navidad
No hay ni una flor que se cierre,
Para indicar á los hombres
Que esa noche no se duerme. »
Así cantaban nuestros viejos jaraneros,
cuando al comenzar la noche de navidad
recorrían las calles en festivo paseo filar-
mónico con sus tradicionales instrumentos:
el triángulo, la chirimía, la zambomba y
la carraca.
Y en verdad, en nuestros pueblos esa no-
che pocos duermen. Primero hay tertulias
en casi todos los salones de familia; á las
diez, las campanas convocan al templo á la
generalidad de las personas, y cuando los
gallos, con su incesante cantar, anuncian
el advenimiento de la Pascua, los comedo-
res exhiben, ebrias de apetitoso olor, las
memorables hallacas, que el Dios Pachaca-
mac enseñó un día á hacer á los aboríge-
nes americanos.
25
La casa de Lucía fué esa noche un cen-
tro de tertulia, y allí estuvo Luis con su
acostumbrada jovialidad, su chispeante in-
genio y sus cultísimas maneras. En la re-
presentación de una charada, tuvo oportu-
nidad de decir á Lucía cosas que le man-
daba el corazón, y de llevarla en los brazos
por cinco minutos al bailar una polk que
le pareció tocada por los genios en los ca-
leidoscópicos palacios de Abdallah. Y esa
noche tuvo ocasión de convencerse de que
la olímpica semidiosa le miraba con algo
más que la admiración que se tributa á los
merecimientos de un joven artista. Conoció
que le amaba.
Su felicidad crecía por momentos. Lucía
era para él una hada, una aparición fan-
tástica, un espíritu celeste. La creía la
personificación de la aurora, la virgen de
la tarde, ó algo que no se dignaría fijar
sus miradas en los hombres y que tal vez
desaparecería de un momento á otro de la
terrena morada sin dejar más que el re-
cuerdo de su belleza en las mentes y la
locura del apasionamiento en los corazones.
Pero ya la había visto corresponder á sus
caricias, y se creía por ello divinizado,
suspendido por misterioso influjo á la ca-
tegoría de los genios, entre los cuales su
amada debía ocupar un puesto superior.
Su corazón estaba distendido hasta to-
car las regiones de lo suprasensible. Se
sentía dilatado hasta la grandeza de la dei-
ficación. Yeía pequeño el mundo ; insensi-
— 20 —
bles, sus espinas ; falsas, sus torturas ; fic-
ticias, sus peuas ; mentidos, sus pesares. En
su mente se había regenerado la existen-
cia 5 para él había vuelto el día de las nup-
cias de Adán. Era feliz.
Dos sentimientos hay que engrandecen al
hombre de maravillosa manera : la fé y el
amor.
Aquélla dilata en lo infinito ; éste eleva
por sobre los punzadores abrojos de la tor-
mentosa realidad. Aquélla da alas para
subir á ese deliquio sublime que se ape-
llida santidad ; éste da impulso para as-
cender á ese goce inaccesible que se llama
dicha.
Pero el amor, como las mariposas de la
pradera, tiene diferentes aspectos. Si ha
nacido en pechos crapulosos y bajos, sus
alas son negras como las de los coleópte-
ros que surgen de los fangales ; si brota
de un alma noble y digna, sus alas son
de oro, como las de los insectos que emer-
gen del cáliz de las flores.
Luis amaba, pero como aman los astros,
con cintilaciones de luz ; como ama el iris
á las nubes, para coronarlas con su escarapela
de colores.
Los sentimientos de Luis, como la llama
del hachón, siempre se dirigían arriba. Que-
ría ascender en todo paso ; rodar á la som-
bra, nunca. Por éso se fijó en unos labios
que vertían miel ; en unos ojos que refle-
jaban el cielo ; en una frente que coronaba el
honor.
— 27 —
Su pasión era ya tan marcada, que su
tío se la leyó en la inquietud y en Ios-
suspiros, en las divagaciones de la mente
y en la inspiración con que hacía el elogio de
las bellezas de Lucía.
El anciano aceptaba con placer este pre-
sunto enlace. Amaba á su ahijada con cé-
lica dilección. Admiraba sus virtudes y
talentos, se sentía místicamente hechizado
por sus gracias y quería para ella un por-
venir cargado de dones y sonriente de ven-
tura. A la vez, desde que vio á su sobri-
no, sintió por él entrañable afecto ; y ahora
le admiraba, además, como artista, y le ren-
día homenaje por las prendas de su bella
alma. Verlos enlazados era ya para él
una rubia ilusión. Quería abrirles las puer-
tas de un hogar que él presentía feliz, y sobre
el cual dispensaría la gracia de sus diarias
bendiciones.
Luis empezaba á traducirlo así ; pero se
temía hablarle sobre el particular, porque
no fuese á tacharlo de irreflexivo y vol-
tario. Por éso creyó mejor callar por algún
tiempo.
Su pasión tuvo motivos para crecer en
los días siguientes á aquella bienhadada no-
che.
En nuestro pueblo, como en muchos de-
España y de América, se exhibe en cada
casa la noche de navidad, un altar espe-
cialísimo que aquí llamamos pesebre. Es la
representación de Belén y sus cercanías en la
noche que nació el Dios-Hombre.
Allí se despliega todo el lujo de la fan-
tasía y se exhiben caprichosamente todas
las escenas que tuvieron relación con aquel
suceso grandioso.
Allí se ve la sublime gruta, en un ocul-
to pliegue del monte Olivo ; la sagrada
Familia, envuelta en reverberaciones de luz;
-el buey del tributo al César y la borrica
que cabalgaba la gentil doncella de ísTaza-
reth ; los pastores betl emitas cargados de
presentes para ofrendar al Rey de lo creado;
los tres Magos, guiados al través de las
campiñas asiáticas, por la estrella miste-
riosa ; Herodes con su corte de eunucos y
su serrallo de bellezas cautivas ; y rompien-
do las leyes del sincronismo de la histo-
ria, aparecen allí, Adán en sus treinta
años, y Eva ostentando en su radiante her-
mosura, el seductor atractivo de diez y
seis primaveras ; las cataratas del abismo
derramando sobre la tierra las aguas del
diluvio, y el arca de Noé flotando sobre
aquella desastrosa inundación ; Abraham
descansando al pié de los sicómoros en el
valle de Mambré ; Eebeca, rubia como las
hebreas, pero chispeante de gracia como
las espirituales andaluzas ; los israelitas cau-
tivos, llorando al pié de los sauces babi-
lónicos ; y Jepté degollando á su hija ; y
Nabucodonosor rumiando en los bosques ; y
los profetas de la antigua Ley, vertiendo
tempestades unos ; lágrimas, otros ; y al
lado de esas figuras que parecen la resu-
rrección de la humanidad, las irrisiones de
— 29 —
la crítica y la hiél ele la murmuración ;
Luis XIV de brazo con Semíramis ; los
briosos generales de nuestros motines y
asonadas con sus charreteras entre el bol-
sillo y llevando .al cinto una espada de
cartón ; abogados ilustres que piden á un
Cura la traducción del Constans et perpe-
tua voluntas; médicos notables haciendo la
operación cesárea á un lesionado del pul-
món ; astrónomos excelsos que observan con
el telescopio el paso de Sirio por delante
de la luna ; sublimes Castelares que pagan
un discurso con un litro de Henessy, y
periodistas inmortales que tienen tras de
bastidores la ninfa Egeria que les escribe
sus luminosos editoriales. Eso es, en sín-
tesis, un pesebre: un recuerdo plástico de
las narraciones bíblicas y una enseñanza
gráfica para las generaciones presentes.
Hay libertad absoluta para verlos, y por
éso, las gentes entran en las casas sin tocar
la puerta, y se declaran en visita aunque
la sala esté sola.
De tarde, cuando las faenas del día han
concluido, las familias se reúnen y salen en
grupo á visitarlos.
Esos son los instantes queridos para los
enamorados. Allí pueden ellos cruzar abra-
sadoras miradas con las damas de su amor,
y decirse apasionados idilios bajo alusión á
los personajes del cuadro.
Luis halló, pues, la anhelada ocasión, y
supo aprovecharla.
Esas tardes de diciembre corrieron para
3°
-él más dulces que los panales del Hibla, y
más memorables que los cataclismos de la
historia.
En ellas dijo á su amada todo lo que sintió
en el pecho, y recibió de ella con tras-
portes de júbilo, declaraciones sublimes que
guardó en redoma de oro en el fondo del
alma.
Ya no había duda : Luis y Lucía se ama-
ban, y se amaban con la locura de la des-
esperación. Se habían encontrado como la
luz y la nube para formar el iris ; como
la sangre y el nervio para formar el or-
ganismo. Fuera de sí, ya no vivían sino
el uno para el otro. Su porvenir estaba
escrito en una palabra : unirse; sus únicas
aspiraciones en otra : amarse.
El mundo les había ocultado sus bellezas
físicas ; y en cambio, el destino les había
presentado otro universo ideal : el de los
ensueños de la pasión. Allí vivían ya ellos,
apoderados de su porvenir, uno en brazos
del otro, estrechados como la liana al pino,
y embebidos en las expansiones de la ter-
nura y en los arrebatos del amor.
Luis sólo tenía un pensamiento : Lucía.
Su sueño no era sueño ; su vida no era
vida. La imagen de Lucía se le presen-
taba en los rayos de la luz, en el cáliz
de las flores, en el canto de las aves. La
veía en las páginas del libro, en las nu-
bes de la tarde, en el azul de los cielos.
Creía tenerla en las pupilas de los ojos,
3i
^n los pliegues del pensamiento, en las palpi-
taciones del corazón.
No tenía un instante de sosiego : Lucía
llenaba todo su ser y le quitaba todo su
tiempo. En vano podía desprenderse de
.■aquella imageu querida, que le atraía como
el polo á la aguja magnética, con una atrac-
ción incesante é irresistible.
Vinieron luego las mañanas de enero,
y él halló nuevas ocasiones para continuar
gozando de las frecuentes entrevistas con
su amada.
Los festejos tradicionales de la infancia
del Salvador no terminan con el año. El
primero de enero hay la costumbre de poner
en pié al santo Niño, lo que motiva una
serie de tertulias de rigurosa ordenanza.
Las familias amigas concurren al lugar
donde se va á celebrar la ceremonia. La se-
ñora de la casa nombra varias padrinos,
quienes toman las puntas de una especie
ele chinchorrillo de seda, en el cual se co-
loca el santo Infante ; y provisto cada con-
tertulio de una vela encendida, continúan
en procesión por las galerías de la casa,
entre el rasguear de las guitarras, los can-
tos de las niñas, zumbido de cohetes, fue-
gos artificiales y grita y zambra y bullicio
de todos. Retornados al pesebre, colocan
en pié al Niño, y continúa un baile, ó por
lo' menos, juegos de salón. Estas tertulias
llenan los primeros días del mes, son siem-
pre memorables, porque cuando no dejan
matrimonios en proyecto producen esos amo-
32
res candentes que se endeuden como un
relámpago, y así como él, desaparecen sin
dejar más que uno como deslumbramien-
to en los ojos y atonía de pasión extinta
en el alma.
Al fin llega el. seis de enero, y un
nuevo espectáculo absorbe la atención ge-
neral. Los Eeyes Magos vienen de Oriente,
con sus vestidos fastuosos y sus diademas
de oro. Es necesario, según las ritualidades
de la Colonia, que pasen por un puente de
cuerdas para llegar á presencia de Herodes j
éste los recibe con inusitada pompa y les
envía á visitar al Eey del mundo. En el
camino se encuentran con un eremita que
les anuncia grandes cosas. Presentan al Sal-
vador sus ofrendas de oro, incienso y mirra \
la estrella los reconduce á su patria por otros
caminos; el Tetrarca decreta el degüello de los
inocentes ; la Sagrada Familia huye á Egip-
to, y su fuga pone punto á las jaranas de no-
che-buena. Terminan los pesebres, se acaban
las tertulias y la lucha por la vida vuelve
á absorber la agitación general.
Luis apenas si despertaba de sus ensueños
de dicha. El tiempo había volado para él con
vertiginosa carrera, y hubiera deseado que
nunca tuviesen fin aquellas horas dulcísimas
que destilaron en su pecho delicias inefables
de eterna recordación.
Pero cuando ya comprendió que los días de
diciembre habían volado, llenos de recuerdos
y de promesas, y que con las tertulias de ene-
ro se habían acabado las entrevistas diarias,
— 33 —
y que los hogares habían puesto de nuevo
el muro infranqueable de su inviolabilidad, y
las jóvenes habían vuelto á consagrarse á sus
habituales faenas, no j)udo resistir á los im-
pulsos del corazón, y una noche, acompaña-
do de su tío, fué á pedir la mano de Lu-
cía. No le fué negada. Los padres de ésta
hubieran deseado no verla casada. Querían
más tenerla como alondra libre que canta las
mañanas del hogar feliz, que no abrumada
bajo el peso de la vida conyugal. Pero ellos
estaban ya para tocar con su bordón la losa
del sepulcro, y en el presentimiento de que,
á su muerte, su hija quedase sola en el mun-
do, aprovecharon las ventajas que le presen-
taba la mano de un joven digno, laborioso
y honrado.
Aquel hogar venturoso abrió sus puertas
para Luis, y de allí en adelante lo consideró
-como nuevo miembro déla familia.
Las distinciones constantes de los genero-
sos ancianos, fueron nuevo lazo para atraerle.
Eecibía muestras de verdadero cariño, y se le
colmaba de atenciones que abrumaban su
modestia. Iba á la casa todas las tardes, y
pasaba allí las primeras horas de la noche.
A veces jugaba al ajedrez con Lucía; á ve-
ces leían alguna obra literaria; cuándo canta-
ban á dúo sabrosos bambucos colombianos ;
cuándo gastaban el rato en animada y amena
conversación.
Una noche estaban profundamente embe-
bidos en una partida de ajedrez. Lucía osten-
taba un traje blanco, y sobre su hombro iz-
34
quiérelo y espaldas, brillaban las negras y
ensortijadas guedejas de sus abundantes ca-
bellos.
Hacía rato que una mariposa de alas mus-
gas se había posado sigilosamente sobre el pe-
cho de la encantadora joven. Parecía un
prendedor de azabache artísticamente labra-
do. Al terminar una jugada, Luis levantó la
vista y vio el animal ; dio un grito involun-
tario ; Lucía se sorprendió, y con su movi-
miento, el intruso coleóptero alzó vuelo y se
ocultó entre el bombillo de una lámpara apa-
gada que pendía encima de la mesa en que
jugaban.
Luis trató de disculpar su brusca exclama-
ción ; pero algo como un temblor nervioso
le sobrecogió y hubo de retirarse.
Esa noche no durmió. Aquella mariposa
negra le tuvo hondamente impresionado.
Recordó su visión, la tarde que se quedó pro-
fundamente dormido al pié del cocotero. Los
rasgos de aquella imagen divina eran los
mismos de Lucía ; estaba vestida de blanco
y tenía también sobre el pecho algo que aho-
ra conoce haber sido una mariposa negra.
% Qué indicaba todo aquello? ¿Era algún
augurio funesto? ¿Alguna mano oculta iba
prediciéndole bajo obscuros enigmas su por-
venir?
No lo sabía.
¡ Los sueños ! ¿ Indicarán la verdad ? ¿ Se-
rán el resultado de una desrelación entre la
inteligencia y el organismo ?
Cuando el cuerpo duerme, el espíritu ve-
35
la, dijo Hipócrates. $ Será entonces cuando
entra en relación con los seres superiores y
recibe las revelaciones de lo porvenir !
La Historia prueba que muchos sueños
tuvieron un exacto cumplimiento. En sueños
vio Jacob la escala misteriosa y oyó la voz
que le prometía la tierra de Canaan ; lo cual
fué realizado. El sueño de José tuvo cum-
plimiento con su exaltación en la Corte de
Egipto. Los sueños de Faraón se verificaron.
Hécuba soñó dar á luz una antorcha en-
cendida que abrasaba á Troya, y le nació un
hijo que fué causa para que los Griegos la
redujeran á cenizas. Soñó Astiages que del
vientre de su hija brotaba una lozana y fe-
cunda vid, y á poco dio á luz á Ciro, glo-
ria y esplendor de Persia. Calpurnia vio en
sueños á su marido acribillado de heridas y
espirante en sus brazos, y al siguiente día
César cae frente á la estatua de Pompeyo al
golpe de los conjurados. Olimpia soñó que
Filipo le había puesto en el vientre un sello
con la efigie de un león, y le nació Alejan-
dro. Enrique de Navarra vio una noche
mientras dormía un arco-iris sobre su cabeza:
al día siguiente cayó atravesado por el pu-
ñal de Ravaillac. La víspera de Waterloo Bo-
naparte vio en sueños un gato negro que
corría asustado por entre el ejército : su de-
rrota en aquel campo memorable indica la
solución del fatal augurio.
Yo vi en sueños á Lucía antes de cono-
cerla : tenía sobre el pecho, como esta no-
che, una mariposa negra. % Qué indica ello ?
36
¿ Luto ? | Prosperidad ? Xo lo sé : y no me
afano por descifrarlo.
Seré buen esposo ; amaré entrañablemen-
te á la hermosa compañera de mis días ;
fundaremos un hogar donde el honor impere y
la virtud perfume, y no he de temer las con-
secuencias.
Si algún accidente inesperado siembra en-
tre nosotros el dolor, ello no será un miste-
rio. La vida es un sudario de lágrimas. Xo
hay placer sin dolor, como no hay rosa sin
espinas.
Los ojos son hechos para ver ; pero tam-
bién hay en ellos una organización propia
para el llanto.
Sí ; mi ensueño no fué sino producto de
las emociones que experimenté esa tarde. Mi
visión tenía semejanza con Lucía, porque to-
do lo hermoso se parece. La mariposa ne-
gra es un accidente natural : se posó en el pe-
cho de ella, porque lo creyó una rosa blanca,
perfumada y bella como las que se mecen en
los jardines.
Con estas reflexiones se tranquilizó y pu-
do dormir.
Amaneció un tanto repuesto de su pena.
Con todo, quiso conocer, sobre el particular,
la opinión de una gran confidente suya.
He dicho que cuando partió de El Rosario,
se vino acompañándole la anciana Inés,
á quien él profesaba especial cariño y res-
peto profundo.
Después del desayuno, la llamó á su cuar-
37
to, y en confidencia privada, tuvieron este
diálogo :
— ¿ Se ha fijado usted, señora Inés, en aque-
lla joven que es ahijada de mi tío?
— En cuál, ¿ en la niña Lucía ?
— Sí, en ella.
— Ah ! cómo es éso. La quiero como á una
hija, y ella me aprecia de igual modo. Este
pañuelito azul que llevo hoy, me lo regaló el
día de año nuevo.
— Con que la conoce mucho ; y bien ¿qué
tal muchacha le parece?
- -Un ángel, hijo. Yo juzgo que no ha de
haber niña más bella ni más buena en el
mundo.
— ¿ Oree usted que Dios habrá de protegerla
siempre ?
— Y cómo no, si Dios protege la virtud en
todas partes. Vea ahora mismo : parece que
el cielo le ha dispensado toda clase de dones.
— Pues bien : he pensado casarme con
ella.
— Bendiga Dios su elección. Pero bien,
usted necesita pedir antes el permiso de su
madre.
— Ya lo tengo, y enviado con las mues-
tras del mayor placer.
— Pues entonces yo empezaré esta noche la
novena del Patriarca, modelo de esposos,
para que lo ilumine y lo guíe.
— Se lo agradeceré en el alma, señora
Inés. Y estudie mucho á Lucía, y dígame to-
do lo que piense sobre ella.
— Ya la tengo bien estudiada, y pienso
- 38 -
que en ella está todo lo bueno sin la menor
sombra de mal.
La señora Inés se retiró, y Luis quedó muy
tranquilo. Para burlar los presentimientos de
la mariposa, empezó á componer un vals. En
la primera parte vertió feoda la tristeza que
pudo hallar en su alma, para traducir así^
sus pasadas torturas ; y en la segunda, de-
rramó todo el entusiasmo y la alegría que
fueron capaces de expresar las cuerdas. Lo
tituló « La Mariposa Negra »
Esa noche lo tocó en casa de Lucía. Pa-
recióle á ésta admirable, aunque tachó el
título de romántico.
El no quiso explicarle la causa de haber
elegido ese nombre, y se lo dedicó como un
presente del día.
Hablaron esa noche sobre política. Los
periódicos de Bogotá habían traído noticias
importantes. En ellos se decía que el Perú
había decretado un millón de pesos para el
Libertador Bolívar, como recompensa á sus
servicios, y una riquísima espada, como tri-
buto ante los altares del genio de Colombia.
También se hablaba de los recientes triunfos
del ejército libertador, y de que pronto los
Españoles habrían sido expulsados del últi-
mo lugar que aún estaba en su poder: El
Callao.
En Venezuela hacía tres años que se go-
zaba de completa paz. Desde la accióu de
Padilla en el lago de Maracaibo y la toma de-
Puerto Cabello por Páez, el País había que-
dado en calma. Los horrores de la pasada
— 39 —
guerra habían terminado, y la agricultura y
la industria renacían como el fénix de sus
propias cenizas.
Es cierto que La Grita había sufrido po-
co desde el año de 1814 : por éso el pueblo
sentía palpitar en sus venas el fluido de la
vida social : los campos estaban vestidos de
sembrados y las trojes llenas de granos.
Sobre todo ésto giró la conversación esa
noche, y á las nueve, Luis se despidió como
de costumbre.
Se levantó tarde al día siguiente, y se fué
á caminar.
Lourdes llamamos hoy el paseo que para
ese tiempo se llamaba La Meseta. Es una co-
lina de poca altura, en la cual se ha ostenta-
do siempre una Capilla, desde cuyo atrio se
divisa perfectamente toda la ciudad con sus
campos más cercanos. Allí acostumbraba ir
constantemente él, y allí fué á gozar por al-
gunos instantes del aire fresco y embalsama-
do de la mañana á que me refiero.
Cuando regresó á la casa, encontró una no-
vedad por demás placentera. Hacía dos ho-
ras había llegado un peón trayéndole cartas
de su madre y un hermoso regalo: un perrito.
Luis quedó encantado cuando vio el animal.
Era blanco como un nevado corderillo, excepto
las extremidades dé las orejas y la cola, que
eran negras. Se llamaba Brillante, y hacía
mil piruetas que la madre de Luis le había
enseñado.
En las cartas, la buena señora le hablaba
4°
de muchas cosas tiernas, y le encargaba
muchos cariños para su adorada Lucía.
Luis no pudo resistir á las emociones que
embargaron su espíritu, y quiso hacer par-
tícipe de ellas á su amada.
Encontró á Lucía sola. Hacía poco había
salido del baño, y se ostentaba como nunca
encantadora.
Al verla, apenas si pudo saludarla : quedó
deslumhrado como en presencia del sol.
Ella le notó la turbación, le dio la mano
y lo condujo á la sala.
— Qué tienes, le decía : siento que tu cora-
zón palpita con una inquietud abrumadora.
— Xo es nada, balbuceó él : acababa de re-
cibir impresiones gratísimas por un peón que
me envió mamá; estaba pues, moral mente
debilitado, y no pude resistir la fascinación
de tu hermosura.
— Déjate de requiebros de que no hay nece-
sidad ; y veamos ¿de dónde hubiste ese lin-
do perro ?
— Es un regalo de mamá. Ye las cartas
que me escribe.
Lucía empezó á leer, y al llegar á las fra-
ses referentes á ella, una ola de luz rosada co-
rrió por su faz, y apareció por un instante
como en una celestial transfiguración.
En verdad, la madre de Luis tenía un
altísimo concepto de Lucía, y hablaba de
ella en términos lisonjeros por demás.
Lucía le devolvió las cartas, y por algu-
nos instantes, sus almas se transfundieron una
en otra, atraídas por el influjo de la más ar-
41
dorosa pasión. Sus pechos desbordaban fue-
go, y apenas podían resistir el golpe preci-
pitado y sordo de sus apasionados corazones.
Fué aquél un instante supremo, que vino á unir
una vez más su vida y sus ideales, y en
que, obsesionados por el ángel del amor, su-
frieron el desvanecimiento de la gloria, y só-
lo despertaron al sentir con rubor entre sus
labios la eléctrica explosión de un beso.
Luis se retiró, dejando en aquel perfu-
mado recinto, un pedazo de su vida.
Pasaron muchos días, en cada uno de los
cuáles se repitieron frecuentes escenas de
ternura y de pasión.
Llegó el domingo de Pascua, y los jóvenes
del pueblo promovieron un baile.
No hubo obstáculo para realizarlo, y á las
ocho de la noche, aquel salón fascinaba con
la deslumbrante belleza de una docena de
preciosas jóvenes.
Lucía llamaba sobremodo la atención. Su
vestido, su gracia, su conversación : todo
deslumhraba en ella. Hablaba con los ojos,
con las irradiaciones de su limpia tez, con
las involuntarias contracciones de sus labios,
con el flotar de sus vaporosos rizos.
Durante tres horas, todas las miradas estu-
vieron pendientes de su fisonomía.
Al fin terminó la tertulia. La noche esta-
ba serena ; el cielo, estrellado. De los pára-
mos venía un airecillo perfumado, pero frío
como la nieve.
Todas las familias se retiraron á sus hoga-
— 42 —
res, y Luis acompañó á la de Lacia hasta la
puerta de la casa. Allí se despidió.
Durante el trayecto de la calle, Lucía lia
bía experimentado una impresión desagra-
dable en la vista. Sin embargo, no creyó
aquéllo de mayor trascendencia, y se acostó
sin hacerse ninguna aplicación. Durmió pro-
fundamente, y no despertó sino al oír el bu-
llicio de los sirvientes que trajinaban en la
casa.
La puerta del aposento tenía algunas hen-
deduras por las cuales entraba luz • pero por
más que observó, no pudo comprender que
estuviese de día. Esperó algunos momentos:
las vacas bramaban: su padre daba órdenes
á los sirvientes : en el comedor se oía rui-
do de platos. Al fin, se levantó, aunque to-
davía hallaba su pieza en completa obscu-
ridad, y cuál fué su sorpresa cuando — al
abrir la puerta — no vio la claridad del día.
Se pasó el pañuelo por los ojos j pero en
vano buscaba la luz.
Llamó á su madre y le refirió la no-
vedad: ésta la condujo de la mano al corre-
dor de la casa; pero inútilmente todo. Esta-
ba ciega.
Había perdido el uso de la visión. L"na
noche perpetua le había envuelto los ojos en
su densa obscuridad.
Ya no vería más los esplendores del cielo ni
las bellezas del día. La luz había huido
de sus ojos, y, como los reptiles atrofiados que
vegetan en el fondo de los fangales y caver-
43
uas; estaba condenada á vivir en la negra
noche de las tinieblas.
Un mundo de amargura cayó sobre su
frente, y al verse abandonada por el más
bello de los primores que ostenta el universo,
la luz, una grande y cristalina lágrima bri-
lló en cada uno de sus párpados y rodó por
sus mejillas como una centella de fuego. Eran
las primeras que empezaban á brotar de
aquellos ojos que aún no habían sentido el
beso helado del dolor.
Pronto se circuló la noticia de esta desgra-
cia por todo el pueblo. Las familias acudie-
ron á la casa, y partía el corazón ver pin-
tado en todos los rostros el pesar que pro-
ducía el infortunio de la hermosa joven. Tra-
taban de consolarla, se esforzaban por ins-
pirarle confianza en la reposición ; pero ella
no daba valor á infundadas promesas. Su
aflicción se sobreponía á todo. Nuevas y nue-
vas lágrimas brotaban de sus ojos, y de cuán-
do en cuándo, un ligero gemido salía tremo-
lando de su temblorosa garganta.
En las exterioridades de la vista, no se le
notaba ningúu accidente extraño ; sólo que
los ojos estaban aún más abrillantados, y tenía
la pupila inmóvil y como un tanto variada de
forma.
Cuando Luis supo esta desgracia, sintió
como una espina en el corazón. ¿Será mi
destino la causa de este infortunio? se decía
profundamente acongojado. Se encerró en la
pieza y se dio por largo rato á dolorosas
reflexiones.
— 44 —
Algunas horas después, fué á casa de Lu-
cía. Hizo esfuerzo por permauecer iu muta-
ble en su presencia. Le habló con gran sere-
nidad de espíritu; la consoló en su enferme-
dad; le prometió que á vuelta de pocos días
estaría buena; le refirió curaciones de casos
semejantes, y después de haber hecho uso
por largo rato de los recursos de su elocuen-
cia, se retiró á su casa bajo la más horrible
pesadumbre.
La enfermedad de Lucía le pareció incu-
rable. No es un accidente natural, decía; es
la obra de un destino adverso, de un hado
cruel, de una mano funesta que va cubriendo
de abrojos el sendero de mi vida. Hirié-
rarne á mí, exclamaba, y no á este ángel
inocente cuyo solo delito es llevar en el
alma las irradiaciones de la virtud. Descarga-
ra sobre mí el peso de sus iras, y no sobre
esta flor encantadora que no ha cometido
más falta que brillar un día en los verje-
les de la hermosura, exhalando los per? li-
mes de su modestia y su bondad.
En estas reflexiones estaba, cuando se le
acercó el auciano sacerdote, que venía á
pulsarle el estado del alma. Le habló largo
sobre la enfermedad de la joven, y todas
sus palabras salían envueltas en el iris de
consoladoras esperanzas.
Esa enfermedad, decía, es un accidente
explicable. Lucía es una especie de sensi-
tiva, y como esta clase de flores, se re-
siente al más ligero contacto. El aire de
la noche, la impresión demasiado fuerte de
— 45 —
la luz, el excesivo ejercicio, ó cualquiera
otra causa para iní desconocida, han po-
dido determinarle esa instantánea pérdida
■de la visión: pero no liemos de desesperar
por su salud: con la gracia del cielo, la
vista habrá de volverle.
Ella es, sobre todo, muy joven; está en
la fuerza de la robustez; pletórica de savia
vital y de fluidos propulsores del desen-
volvimiento. A esa edad las enfermedades
ceden ; los impulsos del desarrollo orgánico,
semejantes al poderoso empuje de la cre-
ciente de un río, arrollan todo obstáculo
que se opone al ejercicio de los órganos.
Los jóvenes no deben desesperar por nada:
es su privilegio tener fé y esperar; suyo
es el porvenir; suyas las promesas de di-
cha; suya la realización de sus aspiracio-
nes. Muy otra fuera la esperanza de un
anciano. Nosotros no tenemos más patri-
monio que la ley de la degeneración. La
naturaleza, al inclinar hacia el suelo la fren-
te de los ancianos, ha querido mostrarnos
la tumba, como único refugio que nos que-
da sobre la tierra.
Ten fé en mis palabras, y espera con
ahinco la salud de tu prometida. Si no hoy,
mañana, la enfermedad habrá de ceder. El
árbol tierno que encorba el vendaval, re-
cobra por impulso propio la posición pri-
mitiva.
Yo tengo, además, un poderoso medio
para conseguir lo que deseo: la oración.
Ante una plegaria, los cielos se abren, y des-
- 46 -
ciende en rayos de luz la bondad de Dios.
Estas palabras cayeron en el alma de
Luis como un dulcísimo lenitivo. Volvió
la tranquilidad á su espíritu, y sintió re-
nacer las esperanzas que ya creía perdidas
para siempre.
En tanto, Lucía continuaba sumida en
el más profundo desconsuelo. Sus amigas le
rodeaban el lecho y le dirigían palabras
consoladoras; pero con los ojos húmedos
de llanto, y el corazón, de pena.
Así trascurrieron varias semanas: la vi-
sión continuaba perdida y la frescura de
la hermosa joven iba marchitándose como
los pétalos de las azucenas cuando el sol
declina.
En los pueblos vecinos fué imposible con-
seguir un médico que viniese á medici-
narla. Las aplicaciones que le indicaban
no surtían efecto, y todo parecía contribuir
á la desgracia de la infortunada joven.
Su buena madre pasaba los días sumi-
da en la mayor desolación. Mis esperan-
zas, decía, han muerto. La alondra que de-
bía cantar las alboradas de mi vejez ha
enmudecido. El ángel que consolaba mis
penas ya no puede ver mis lágrimas para
enjugarlas, ni oprimir con su mano mi
frente para detener las contracciones ner-
viosas de mis amargos pesares. Ah! hija
del alma ! apagados esos ojos que eran mi
luz, mi vida, mi felicidad,- sin brillo esos
luceros de la mañana que traían á mi co-
razón los rayos de la dicha ; eclipsados esos
— 47 —
soles cuyas miradas llevaban el día á mi
conciencia y auroras de ventura á la tor-
menta de mis infortunios Ah! me re-
sisto á creerlo; me parece un engaño de
los espíritus diabólicos; un sueño horrible
producido en una hora de maligna suges-
tión. Pero, oh dolor! tú no finges, hija
mía : yo veo que las lágrimas humedecen
tus parpados y contemplo en tu hermosa
faz la melancólica expresión de las triste-
zas del alma. Sí, hija mía, has perdido la
visión; sobre tu frente ha descargado su
férrea mano un destino cruel ; la desgracia
te ha herido con toda la altivez de su furor,
y te ha sepultado viva en la noche de las
tinieblas, la más espantosa de las tumbas.
Ciega, como el anciano Tobías, pasarás los
años de tu existencia; ciega, como el des-
graciado Edipo, habrás de cruzar los sen-
deros de la vida.
Oh! Dios mío! si mis debilidades han sido
la causa de este infortunio, castigadme á
mí, que soy la culpada; no á mi hija,
inocente y buena. Haced que yo arrastre las
cadenas que merecen mis faltas y devol-
ved sus horas tranquilas y sus días de al-
borozo á ese pedazo de mi existencia
Así exclamaba constantemente la buena
anciana; y luego se sumergía en un mar
de lágrimas y en un abismo de abatimien-
to y de dolor.
Su x^esadumbre la aumentaba el decai-
miento de Lucía.
Esta casi no hablaba cuando había gen-
- 48 -
te en su cuarto; pero en su fisonomía se
pintaba, con sus rasgos más vivos, la amar-
gura del dolor. De momento en momento
exhalaba un convulso y prolongado gemido;
se comprimía con las manos el corazón;
elevaba la faz al cielo como en tono su-
plicante, y una lágrima cristalina brotaba
entonces de sus ojos y rodaba á tierra so-
bre el nevado terciopelo de sus mejillas.
Cuando estaba sola, entonces su tristeza
era mayor. Postrábase de rodillas y hacía
á Dios ternísimas oraciones. Se le oía im-
plorar el consuelo para sus queridos padres,
y su propia resignación para sobrellevar el
peso de su desgracia. Oraba por todos los
que sufren en el lecho de los tormentos,
por los que gimen en la obscuridad de las
prisiones, por las madres que no tienen un
pan para sus hijos, por las viudas desola-
das, por los huérfanos inocentes. Sus pa-
labras entonces eran dulces como la miel, y
bellas como un rayo de esperanza; pero
imploraba con tanta vehemencia, comuni-
caba á sus expresiones tanto fuego, que caía
en un paroxismo, con toda la demacrada
palidez de un muerto.
Por ésto, casi no la dejaban sola ; en
su pieza siempre había alguno de la fa-
milia, y por las" tardes concurrían allí los
amigos de la casa para departir cordial-
mente en el seno de la expansión. Luis
pulsaba su armoniosa cítara, el Cura narra-
ba episodios bíblicos y todos contribuían
con la amenidad de su conversación á ha-
49
cer aquellos momentos de verdadero regocijo.
Brillante era compañero inseparable de
Lucía. Por la mañana le llegaba, lleván-
dole en la boca una cestilla de frutas que
con tal objeto le entregaba Luis. El perri-
to no se equivocaba: salía apresuradamen-
te; iba á casa de la joven, penetraba
hasta su pieza y le entregaba el regalo con
mil caricias y agasajos á los cuales ella
correspondía con besarlo y darle un peda-
zo de pan humedecido en su afecto. Allí
pasaba con ella largas horas, y luego re-
tornaba llevando á su amo un clavel ó un her-
moso jazmín del Malabar.
Varias amigas de Lucía la acompañaban
por turnos. Para distraerla, le leían las me-
jores obras que encontraban á la mano.
Algunas de estas lecturas le sirvieron de
distracción; pero otras no hicieron sino au-
mentar sus motivos de llanto.
Un día se hizo leer á Pablo y Virginia.
Le habían recomendado esta obrita como
de una belleza abrumadora, y quiso conocerla.
Pasó un día celestial, es cierto; quedó
encantada con aquellos episodios tan tier-
nos como los que según las narraciones
bíblicas se verificaron en las chozas patriar-
cales ; pero cuando ya el dolor posó sus
alas de cuervo en aquel hogar de bendi-
ción; cuando ya la tempestad marina
se tragó á la hermosa joven, y el mar
arrojó sólo un cadáver frío á la orilla, los
raudales de lágrimas brotaron á los ojos
de Lucía, y sólo consoló por breve tiempo su
— 5° —
aflicción con la amargura de un nuevo dolor.
Estas tortísimas impresiones le alteraron
la salud. Las lágrimas le enrojecían los
ojos y le debilitaban sobremanera. Se preo-
cupaba profundamente con esas narracio-
nes tristes, y visiones lúgubres y sombrías
le alteraban la tranquilidad del sueño y le
hacían despertar sobrecogida de terror.
Por éso convinieron en no leerle en ade-
lante sino obras morales, ó esas novel i tas-
que divierten sin poner en juego las gran-
des pasiones.
Muchos días trascurrieron así. En aquel
hogar no había un rayo de dicha, como
en aquella joven no había un rayo de es-
peranza. La casa permanecía silenciosa; los
quehaceres estaban abandonados; los nego-
cios, interrumpidos.
Ya el jardín estaba despoblado, porque
la jardinera no había vuelto con su cán-
taro de agua á mañana y tarde; los du-
razneros y membrillos no Aprecian, porque es-
taban descuidados por el podador; los pá-
jaros no venían á cantar, porque no tenían
el atractivo de las frutas.
La sala de familia estaba con sus cua-
dros cubiertos de obscuras gazas ; en los
corredores colgaban las arañas sus redes,
y por doquiera se veía el desaliento que
ya había empezado á abatir el corazón de
los moradores de aquella casa.
En ésto, varias cartas de Maracaibo anun-
ciaron la venida del Doctor Peña. Era és-
te un distinguido médico zuliano, que acos-
— 5i —
tumbraba pasar en La Grita temporadas de
meses, prodigando generosamente los dones
de sn ciencia. La noticia fué acogida con
general entusiasmo; pero aún más que con
entusiasmo, por los padres de Lucía.
Esta misma se sintió revivir. El Doctor
Peña es mi salvador, decía; él volverá la
luz á mis ojos, y la dicha á mi hogar.
Tengo firme confianza en él; tengo un pre-
sentimiento que me lo inspira el mismo
Dios y que por ello no saldrá fallido.
Y en verdad, desde que supo tan faus-
ta nueva, parecía coma si la mano de
un ángel le hubiera enjugado las lágrimas
y depositado una gota de consuelo en el
fondo del corazón. Cesó su abatimiento; ter-
minó su mutismo; le volvió el color á la
faz; la dulzura, alas palabras, y la sonri-
sa, á los labios.
Misterioso poder de la esperanza. Ella
es el astro que esclarece la noche dé to-
dos los infortunios y que lleva un iris de
consuelo á la tormenta de todas las des-
dichas. Ella sostiene al que va oprimido
por el dolor, y levanta al que yace ten
dido en el lecho de espinas del sufrimien-
to. Es una mano que enjuga las lágrimas
y un bálsamo que cicatriza los corazones.
Ella sonríe al cautivo en su prisióu; besa
al inocente niño á quien abandonaron sus
padres, da la mano al piloto á quien ya
acobarda la tempestad marina y señala un
sendero oculto al viajero á quien la noche
ha extraviado en las montañas. Ella tiene
— 52 —
voces de aliento para todas las decepcio-
nes, y goces y alegrías para todos los pe-
sares. Cuando Adán salía del Paraíso abru-
mado por el peso de la más grande de
las amarguras, al través de las lágrimas
de sus ojos, vio á su lado una diosa gen-
til que le consolaba: era la esperanza. José
en los calabozos de Faraón, veía á todas
horas un rayo de hermosa luz que pene-
traba por el techo: era la esperanza. Job
en el estercolero, al través de sus desgra-
cias y sus dolores, sentía una voz al oído
que le hablaba de dulzuras inefables: era
la esperanza. Ella está en donde quiera que
el infortunio hiere y la desdicha azota. Es
una lámpara que no se apaga, una estrella
que jamás se eclipsa. Nació junto con la
desgracia, y en todas partes es su compañera.
Cuando el último día de la existencia hu-
mana claree para la tierra; después que ha-
yan muerto todos los hombres y se hayan
extinguido todas las penas; cuando ya no
haya ni un corazón palpitante, ni una lá-
grima brillando en los párpados de un mo-
ribundo; entre tanto cadáver sombrío; por
encima de tantas ruinas y miserias; al través
de tanta desolación y espauto, una diosa
gentil, una hada encantadora, un ángel di-
vino, con la faz melancólica y la mirada
compasiva, abrirá sus alas de nieve y con-
vulsivamente se elevará al cielo: ese ángel
será la esperanza.
SEGUNDA PARTE
La Grita es un pedazo del antiguo Edén,
transportado á los Andes Venezolanos.
Es una ciudad no muy grande ; pero enri-
quecida con toda la prodigalidad de la Provi-
dencia. Situada en una altiplanicie, en medio
de dos ríos, con veinte grados centígrados por
temperatura media, sin lugares pantanosos en
sus cercanías ni nevados en sus montañas,
goza de un clima delicioso, á cuya acción los
organismos se desarrollan con vigor, huyen
las enfermedades terribles y la vida se pro-
longa hasta tocar con los días achacosos de
la decrepitud.
Nuestras tierras, siempre fecundas y fér-
tiles, producen todos los frutos de dos zonas.
En solo un día de marcha, podemos aspirar
— 54 —
por la mañana el romero de los páramos, é
irá solazarnos por la tarde á la sombra de
los cacaotales, contemplando esas urnas de
coral que cuajan en su seno la almendra del
licor divino. Cuanto brota nuestro suelo es
pan, y gérmenes de vida, cuanto lleva nues-
tro aire. Las aguas aquí corren por sobre
lechos de arena, y son tan claras y sabrosas,
que más parecen la ambrosía de los dioses
que el riego de los campos. Multicoloras
aves pueblan nuestras campiñas, y e otoñan
á mañana y tarde, el himno de la creación ;
y variadísimas y bienolientes flores tapizan
nuestros valles y colinas, convirtiendo en
artístico verjel los contornos de la ciudad
feliz.
nuestras costumbres son sencillas é ino-
centes. Aquí ni el lujo enerva, ni la depra-
vación envilece. Aquí se desarrolla el co-
razón para los nobles sentimientos, y la in-
teligencia, para las grandes ideas. Aquí el
trabajo es la vida y el honor la ley : á
nuestro recinto no llega el oleaje de las gran-
des pasiones políticas, ni nos azota con su
ala sombría el negro cuervo de los críme-
nes nefandos.
En el primer cuarto del siglo, vivían aquí
numerosas familias de fuera, que habían ve-
nido á gozar de este clima paradisíaco y á
pasar la vida en la quietud de una calma
olímpica y en las dulcísimas fruiciones de los
•afectos del hogar. Extinguiéndose están ya
los últimos restos de algunas familias pro-
cedentes del Zulia, y otras de Mérida han
55
desaparecido por completo, ó han transfor-
mado su apellido en el contacto de las razas
y de los individuos.
Notabilidades de Maracaibo visitaban cons-
tantemente esta ciudad, y familias enteras
pasaban aquí los días ardorosos del estío.
Entre otras personas honorables, ve-
nía casi bianual mente un distinguido médi-
co que aún recuerdan nuestros ancianos con
el lacónico nombre de "el doctor peña.7 ?
No conozco su biografía ; nada se me ha
dicho de su familia j ignoro sus antecedentes
y días últimos : sólo sé por la tradición que
era un hombre entrado en años, de com-
plexión robusta, tez morena, rico de saber,
pródigo en bondad y honorable por su trato
y sus costumbres.
Cada vez que se anunciaba su venida, iban
numerosas personas á recibirle hasta las
montañas de Las Guamas. Sus días aquí le
eran gratos, por las numerosas distinciones
de que era objeto, y á las cuales correspon-
día él con los beneficios de su ciencia, que
distribuía generosamente. Cuando ya se
aproximaba su regreso, todo el pueblo se con-
movía, y multitud de amigos iban á llevarle
hasta las riberas del Zalia, en el cual se em-
barcaba }3ara seguir al suelo de su naci-
miento.
He dicho ya que había anunciado su ve-
nida para pasar en ésta una temporada. Co-
rría el mes de diciembre de 1826.
La ciudad se entusiasmó. La familia de
Lucía le esperaba con inquietud, y muchos
- 56 - .
otros enfermos confiaban en que el afamado-
doctor habría de devolverles el precioso don
de la salud.
En esta ocasión, sus amigos fueron á reci-
birle hasta el puerto de Encontrados. Veinti-
cinco gritenses había allí una tarde, con
la vista atenta hacia los nublados del Ca-
taturnbo, cuando allá, á la distancia, con-
fundida con el horizonte, apareció una co-
mo garza de blancas alas, que venía na-
dando suavemente por sobre el dorso de
las aguas : era la anhelada goleta.
Una hora después, el doctor Pena abraza-
ba á sus buenos amigos 'en el puerto, y se
deshacía en cariños y agasajos para con aque-
llos generosos viajeros que habían ido á re-
cibirle á tanta distancia de su pueblo.
Al día siguiente continuó la marcha.
La navegación del río Zulia es encantado-
ra. Suben las canoas lentamente, por la di-
ficultad de remontar las aguas ; pero ésto
hace más bello el viaje, porque permite go-
zar mejor de la hermosura del paisaje.
El río es bastante ancho, y sus aguas, dor-
midas. En las playas y sobre las piedras, se-
tienden á medio día, jadeantes, con la boca
abierta, numerosos caimanes, que los viajeros
se entretienen en tirar con sus revólvers.
Manadas de monos se acercan á veces has-
ta el río, y sorprenden con sus gritos estre-
pitosos 5 y llaman la atención aquellas hem-
bras con sus hijos al hombro como lo hacen
las mujeres, y todos ellos haciendo piruetas
y gesticulaciones risibles, en las cuales han
— 57 —
visto muchos filósofos algo más que el ins-
tinto irracional.
Los árboles se ven cubiertos de variadísi-
mas aves, entre las cuales, los loros y guaca-
mayas atolondran con sus confusas griterías.
Después de tres días de navegación, los
viajeros estuvieron en Guamas, y allí toma-
ron sus cabalgaduras para seguir en dos jor-
nadas á La Grita.
Cuántas personas, inundados los ojos en
lágrimas, vinieron á presentar sus felicitacio-
nes al distinguido médico. Individuos á quie-
nes había levantado del borde del sepulcro,
madres que por él conservaban sus hijos, espo-
sas que le debían los días plácidos de sus
hogares, todos venían á darle de nuevo las
gracias por valiosos beneficios recibidos y á
testificarle otra vez el cariño que para él
guardaban.
Desde Encontrados supo la desgracia de
Lucía, y deseaba con ahinco verla para pro-
digarle algún alivio. La había conocido pe-
queñuela, y le había parecido desde enton-
ces, una gracia por la belleza, y un ángel
por la bondad.
La pobre niña hasta entonces nada había
mejorado. El mundo continuaba para ella
obscuro como lo negro de la media-noche.
Apenas hacía sino llorar. Sus carnes se ha-
bían extinguido, y ya no le quedaba de su
antigua hermosura, sino el correcto perfil de
sus facciones y la inefable dulzura de su
conversación.
- 58 -
El año trascurrido fué más doloroso para
ella, que la reclusióu para el cautivo.
Había perdido liasta la esperauza de recu-
perar la vista, y á tientas, como el auciauo
Tobías, esperaba seguir el camiuo de la tum-
ba para hallar allí el reposo que la existen-
cia le había robado.
Ouaudo el doctor Peña fué á visitarla, en-
contróla muy abatida, y temió por la cura-
ción.
En fisiátrica como en toda empresa huma-
na, la esperauza es el primer indicio del éxi-
to. El convencimiento en nuestros propósi-
tos, es el triunfo. Cuando no hay fé, todo está
perdido. El médico cuida tan sólo del curso
de la enfermedad ; quien sana es la natura-
leza, ó bien, es el impulso de la vida, el cual
es tanto más poderoso cuanto más enérgica
es la confianza que el paciente tiene en su
curación.
El doctor Peña estaba convencido de estas
verdades, y su primer labor fué despertar en
la joven el entusiasmo por su restableci-
miento. Con tal fin agotó los recursos de la
elocuencia ; narró historias de curaciones
dificilísimas, le habló de los adelantos de la
ciencia, del poder de nuevos medicamentos,
y todo con tanta vehemencia y con tal fuego,
que logró llevar una chispa de convicción
alalina de la joven, en cuyos labios volvió
á dibujarse, después de muchos meses, una
sonrisa de satisfacción.
Por lo demás, el doctor manifestó á sus ami-
gos que la enfermedad de Lucía era una
— 59 —
amaurosis, cuyo principio se debía á uu es-
pasmo. Les significó que la curación era
difícil, pero que no desconfiaba de llevarla
á cabo.
Al siguiente día empezó á medicinarla, al
mismo tiempo que asistía á otros varios en-
fermos.
Entre éstos se cuenta uno, cuya curación
hizo gran resonancia.
Tres años bacía que el doctor Peña había
estado la última vez en esta ciudad. En ese
viaje, trajo como asistente inmediato á un jo-
ven muy de su confianza, el cual fundó un
hogar y se quedó en La Grita. Llamábase
Tirso : tendría diez y ocho años, y era de mo-
dales finos, laborioso, honrado á toda prueba,
bien parecido y de conversación agradable.
En esta ciudad, se prendó ardientemente
de una joven cuyos padres habían muerto,
dejándole como patrimonio una casa en el
pueblo, y una finca rural.
Todo se prestaba para realizar aquel enla-
ce, y el doctor Peña tuvo la satisfacción de
arreglarlo en poco tiempo.
Aquel hogar fué un nido de azulejos col-
gado en las ramas de uu naranjo. El ángel
de la felicidad lo cubrió con sus alas : Hebe
le dispensó sus dones, y Eros, el fuego de su
pasión.
Vivían aquellos esposos tan sólo para amar-
se, y hallaban en su amor, la dicha de su exis-
tencia.
Aún no había pasado su luna de miel,
cuando una tarde conversaban ambos re-
— 6o —
diñados sobre la hoja seca, al pié de un po-
marroso, en el patio de su casita de campo. De
pronto, de entre las ramas del árbol voló
un colibrí, que regresó á poco, trayendo en
el piquito, la miel con que iba á alimentar
á sus pequeñuelos. Estos chillaron al sentir
en torno al nido á la bondadosa madre, y
María, que así se llamaba la joven esposa,
se entusiasmó al ver aquel nido de plumas
oscilando bajo una rama, y quiso coger los
pequeñuelos.
Tirso se oponía, guiado por su instintiva
compasión hacia los animales ; pero María
lloraba por el nido.
Deja la felicidad á esos seres que también
viven y sienten como nosotros, le decía él.
Cuál sería el pesar deesa pobre madre al ver-
se sin sus hijos, y cuál la tristeza de esos
pequeñuelos separados del calor materno y
muriendo en tus manos, como mueren mar-
chitas las flores de ta altar.
Tú juzgas de esos animales como si fueran
seres racionales, le contestaba ella. Ellos
ni piensan ni raciocinan, y sólo están dispues-
tos por Dios para servicio del hombre.
Falso, mi adorada, le replicaba él, esquivan-
do acceder á sus súplicas : falso que esas
avecillas estén hechas para nuestro servicio.
Ellas viven sobre la tierra con el mismo de-
recho que nosotros, y puesto que no las ne-
cesitamos para sostener nuestra existencia,
hemos de dejarlas embelleciendo los campos
y llenando el aire de armonías.
Tirso rehusaba complacer á su esposa con
— 6i —
sacrificio de sus sentimientos de compasión ;
pero María, poniendo un beso en los labios
de su amado, le burló con una sonrisa sar-
cástoca ésos que ella llamaba requiebros fe-
meniles, y el joven se vio obligado á trepar
al pomarroso para cogerle el nido de coli-
bríes.
Hora fatal ! Mejor le hubiera sido no ha-
berlo intentado. Al ir subiendo de gajo en
gajo, una rama se partió, y habría caído, á no
haber quedado balanceándose sobre una cur-
batura del tallo central. A duras penas pudo
bajar de allí ; y al tocar el suelo se tendió
exánime, pálido y con todas las apariencias
de un muerto. María se afanó infinito ; dio
ayes, le insufló la cara, le pidió perdón por
sus caprichos, le abrazó, le besó y en medio
de su locura llamó al servicio para que le
ayudasen á conducirlo á la cama.
El paroxismo le pasó pronto ; pero él con-
tinuó exhalando unos quejidos dolorosos que
le partían el alma. Ese día comenzó para
aquel hogar antes feliz una época de amar-
gura. El ángel de la dicha voló de allí, y en
cambio, vino á cubrirlo con sus negras alas
■el buho del infortunio. Ya no hubo más
sonrisas de placer, ni más ensueños de ventu-
ra ; ahora no había sino lágrimas en los ojos,
luto en los corazones y ayes lastimeros que
repercutían de muro en muro, como para pro-
longar más su expresión de infinita tristeza.
Tres años habían trascurrido. María es-
taba transfigurada. En ese tiempo no ha-
bía tenido una noche de sueño ni un
1
— 62 —
día de reposo. La enfermedad de Tirso era
una cosa extranatural. Sentía un dolor agu-
do hacia el lado del corazón, y no había un
solo remedio que le hubiese dado algún ali-
vio. Todos los cardiacos estaban agotados ;
el mal continuaba con el mismo furor, y el
pobre joven parecía ya un espectro salido de
las tumbas.
En ésto llegó el Doctor Peña, y una de
sus primeras visitas fué para Tirso. Casi
lloró al verle. Le contempló con pesar, largo
rato ; averiguó el origen de la enfermedad,
trató de consolarle con palabras dulces y
afectuosas y le ofreció ir al día siguiente pa-
ra hacerle un examen detenido.
Xo se dejó esperar. A las diez de la ma-
ñana, estaba ya contraído á una minuciosísi-
ma exploración. La enfermedad le parecía so-
bre modo rara. El corazón lo encontraba en
perfecto buen estado; y, cuando ya desespera-
ba de la curación, le ocurrió una idea lumi-
nosa. Tirso podía tener una costilla lujada.
En efecto, tal era la causa de tanto dolor.
Recibido el golpe en el lado izquierdo de
la caja torácica, junto al esternón, la terce-
ra costilla se había separado de su cartíla-
go correspondiente. Ese mismo día ocurrió á
la reducción del arco dislocado, practicando
sobre él una fuerte tracción con la cual lo
trajo á su nivel natural ; combatió luego las
consecuencias de la lujación, y el joven rena-
ció ala vida, sintió volverla calma ásu espíri-
tu y abrazó de nuevo á su amada compañera,
derramando mutuamente lágrimas de felicidad.
- 6* -
Esta sencillísima curación multiplicó la fa-
ma del reputado médico ; y Lucía, al oiría
relatar, concibió el convencimiento profun-
do de que él le volvería la vista. Se hacía
las aplicaciones que le indicaba con gran
fé, y cada día cobraba una nueva esperanza.
Habían transcurrido algunas semanas.
Una noche estuvo en su casa, hasta las
nueve, el anciano sacerdote. La conver-
sación fué muy animada y Lucía se entregó
al sueño bajo la presión de dulcísimas frui-
ciones. Durmió profundamente. Durante el
sueño, su fantasía esfumó idealidades subli-
mes y su corazón fué presa de hondas emocio-
nes. Sólo le notó ésto su buena madre, que,
al sentirla respirar con cierta inquietud, se
le acercaba de momento á momento, y va-
rias veces logró ver dibujársele en los la-
bios la sutil contracción de una sonrisa.
Cuando despertó era de día. Abrió los
ojos y con gran sorpresa suya notó en el te-
cho de la pieza un punto luminoso como una
estrella. Se oía el bullicio de la mañaua ;
cantaban los pájaros en los naranjos del jar-
dín, bramaban las vacas en el patio y traji-
naban los criados en los corredores de la casa.
Aquel punto luminoso le sorprendió: sen-
tóse en la cama, dirigió la vista hacia la
puerta y con marcada admiración vio la
luz del día al través de las junturas de las
abras. Dio un grito de alegría, y súbitamente
llegó su madre á la orilla de la cama.
Veo, madre mía ! veo ya, exclamó Lucía
trasportada de alborozo. Su madre la abrazó
- 64 -
y sin decir palabra, empezó á llorar de placer.
Ea verdad, Lucía estaba curada. Al abrir
la puerta, distinguió todos los objetos del cuar-
to. Su entusiasmo no tuvo límites : se arro-
dillaba para bendecir al cielo ; abrazaba á
sus buenos padres; hizo llamar al Doctor
para participarle tan fausta nueva, y hasta
en la confusión de sus ideas y en el tropel de
sus palabras, manifestaba las intensas emocio-
nes de placer que le embargaban el espíritu.
El venerable Cura no se dejó esperar para
venir á repetir con ella las palabras del
anciano Tobías cuando hubo recobrado la
luz de la visión ; y Luis, al saber tan di-
chosa noticia, no sólo sintió el alma revivida
y gozosa, sino que vio abrirse de nuevo el
horizonte de su soñado porvenir, en mala
hora obscurecido por una pasajera nube que
él creyó la noche de su desgracia.
Ese día fué para él un renacimiento. Sin-
tió de nuevo las energías de la existencia y
vio otra vez tapizado de flores el sendero
de su ansiado porvenir.
Es una prueba con que el destino ha que-
rido conocer mi fuerza de voluntad, decía.
La dicha no se concede sino á las grandes
almas. Los corazones débiles son indignos
de la felicidad y de la gloria. Lucía es una
creación especial de Dios y no está destina-
da sino para un hombre fuerte, que pueda
conducirla felizmente por sobre los abrojales
de la existencia. En el matrimonio, el mari-
do es un barquero, que lleva á su esposa al
través del oleaje de los mares de la vida,
- 65 -
y ¡ ay ! de él, si, débil y cobarde, la deja nau-
fragar; ¡ ay ! de él, si no evita los escollos y la
traidoras sirtes ; ¡ ay ! de él si, agobiado por
la lucha, desfallece y se entrega ala deses-
peración en medio del camino.
Yo me liaré digno de tanta grandeza y
tanta dicha. Buscaré energías en los mismos
contratiempos y sabré desafiar las más rudas
tempestades de la vida, llevando en torno
mío á mi cara compañera, que se unirá á
mí como la liana al pino, como la graciosa
enredadera á la roca granítica de la zona
•ecuatorial.
Con todo, estaba indeciso para ir á pre-
sentar sus plácemes á Lucía. Dudaba por
momentos de la curación y creía un engaño
la bienhadada nueva.
Es un misterio del pobre corazón huma-
no : después que el infortunio nos ha azota-
do con su brazo de espinas ; después que el
dolor nos ha herido cruelmente y hemos be-
bido nuestras propias lágrimas en la noche
de la aflicción, si de súbito clarea el día y
la felicidad posa eu nuestros labios su tibio
beso, dudamos de la realidad ; y como aquel
Wamba que se durmió pastor y amaneció rey,
juzgamos una ilusión de nuestra fantasía lo
que es un hecho consumado en el curso de
los sucesos. Y luego, convencidos de la ver-
dad, tememos que ésta se destruya á impul-
sos de nuestra propia desgracia.
Luis temía que al presentarse ante sujo-
ven prometida, un sino adverso volviese á
— 66 —
correrle sobre el cristal de las papilas el
velo de la ceguedad.
Sinembargo, al fin hizo uua resolución
extrema y fué á verla. Sus presentimientos
se disiparon. En la faz de Lucía brillaban
otra vez en todo su esplendor aquellos ojos
negros que le habían robado el alma y que
le tenían encadenado como un cautivo en su
prisión. Al entrar, la joven le enclavó la mi-
rada, y con una sonrisa de placer le reveló
todo un poema.
Esa tarde reanudaron los días de sus in-
terrumpidas ilusiones, y vieron de nuevo
entapizada de gardenias la senda del por-
venir.
Pocos días después, Lucía iba á cumplir
una promesa ofrecida por su salud á la Cruz
de la Espinosa.
Es un paseo en que se goza de una pers-
pectiva encantadora. En la cumbre de uno
de los cerros que entornan la ciudad, se ele-
va una Capilla, cuya imagen de la Cruz es
venerada aún por los pueblos de las cercanías.
A las siete de la mañana, los romeros se
encontraban en disposición de marcha.
Lucía estaba seductora. Un sombren to
de lindísima forma caía en su cabeza con
más gallardía que una diadema imperial.
Sus padres, Luis, varios jóvenes y señoritas
amigas y algunos criados con preparativos
para un almuerzo improvisado, constituían
el grupo de personas que iban á partir.
Cuando el sol de un esplendoroso día de ene-
ro abrió sus rayos de oro, los viajeros em-
67
pezaban á trepar la gran cuesta. Las ori-
llas del camino estaban bordadas de flores
silvestres, los pájaros cantaban sus alegres
dianas y mil abejitas de vistosos cambiantes
zumbaban en torno á los pétalos de las
flores.
Lucía iba ya un tanto fatigada, y se apo-
yó en el brazo de Luis. Los demás jóvenes
ofrecieron también sus brazos á las damas, y
acometieron lentamente la difícil ascensión.
Brillante les precedía á todos dando voltere-
tas y ladrando á las aves que encontraba en
el camino.
Luis iba fuera de sí. Llevaba prendido
de su brazo al ángel de su felicidad, y sen-
tía en sus carnes las trepidaciones de aquel
corazón que tanto palpitaba de fatiga como
de amor.
A cada dos ó tres vueltas del camino, se
sentaban á reposar, á la sombra de algún
florecido cínare, sobre un verdegueante tapiz
de esmeraldino césped.
No hablaban sino de su dicha futura, de
esos cielos encantadores que dibujaban en su
ardorosa fantasía, y á los cuales soñaban lle-
gar ya, llevados por las alas de su febril
amor. Todo el fuego de las venas les abra-
saba las carnes; todo el fósforo del cerebro
ardía en sus ideales concepciones y todas las
corrientes nerviosas se habían desarrollado
en uno y otro para producir en ellos la
mayor intensidad de la pasión.
Por fin, cuando creían que hubiesen trans-
currido tan sólo algunos instantes, súbito se-
68
vieron en la cima del cerro, y contemplaron
ú sn frente la capilla de la Cruz.
La difícil ascensión les había parecido un
sueño.
Todos se sentaron al pié de los árboles, á
contemplar el hermoso panorama de La Grita
y sus alrededores ; y cuando ya hubieron
descansado, las mujeres fueron á cumplir su
promesa y á presentar el ex-voto ante la
divina Imagen.
A las once, almorzaban deliciosamente,
como almuerza una caravana al pié de un
baobab en el oasis del desierto. Las criadas
habían extendido los manteles á la sombra
de unos coposos árboles, y al redor de ellos,
sentados en el suelo todos los paseantes, co-
mían unos pavos estofados, una ensalada,
magnífico pan y sabroso vino.
Después del almuerzo, Luis tomó la cítara
y ejecutó nerviosas y expresivas piezas. Las
jóvenes entonaron algunas canciones ; y luego,
se distrajeron jugando á las cartas diferen-
tes juegos de salón.
Alas dos de la tarde emprendieron el re-
greso, lenta y complacidamente ; y cuando
las tinieblas de la noche empezaban á obs-
curecer el horizonte, estaban de nuevo en-
trando en la ciudad.
Esa noche, en reunión de familia, quedó
definitivamente fijado el día de las bodas :
el 24 del próximo mes de junio. Luis de-
bía ir á su casa en el intermedio, y retorna-
ría con su madre y algunos parientes.
De allí en adelante las puertas de la casa
- 69 -
de Lucía estuvieron completamente abiertas
para Luis. Largas horas del día y las pri-
meras déla noche pasaba al lado de la her-
mosa joven, cuyas prendas morales y pe-
netración intelectual admiraba cada vez
más.
Al fin llegó el día de partir para El Bo-
sario. Con lágrimas en los ojos y luto en
el corazón, dijo adiós á su joven prometida.
Le dejó como recuerdo afectuoso á Brillante,,
su companero en los momentos de soledad, y
la cítara, su consuelo en las horas de in-
fortunio.
Al salir del pueblo, casi se rebelaba á se-
guir marcha. Por largo rato estuvo inde-
ciso. El pensamiento en Lucía lo atormen-
taba, y sentía interiormente lina como re-
vulsión ante la idea de alejarse de aquel
suelo querido, de aquel hogar acariciado y
de aquella mujer que era su vida, su alma,
su corazón. Con todo, era necesario el via-
je, y siguió.
A la vez, Lucía quedó profundamente
triste. A cada instante tenía que compri-
mirse el pecho, porque sentía como que se
le iba en pedazos el corazón.
Se encerró en su dormitorio y tomó un
libro para distraer su pena ; pero en vano.
Era imposible contraer el pensamiento, que
iba por las vueltas del camino en pos de
su adorado amante. A veces, una tibia lá-
grima se le iba involuntariamente rodando
por sobre el delicado terciopelo de sus me.
j illas: entonces se recogía, pensaba en Sll
7°
desvarío y trataba de hacerse fuerte ; pero
pocos instantes después, el pesar volvía á
dominarla, y la humedad del llanto le abri-
llantaba de nuevo los ojos.
Ya habían pasado varios días, y la pena no
cesaba de atormentarla.
Se acordó que Luis le había dejado un li-
bro cuya lectura le recomendó, y fué á bus-
carlo. Estaba en el fondo de su baúl. Era
un volumencito en octavo, empastado en
pana azul, sobre la cual resaltaba en letras
ele oro : Átala.
Besó el libró como recuerdo de su entra-
ñable amigo, y sentada junto á la rejilla que
daba al jardín, empezó á leer.
Desde luego, le llamó la atención la bri-
llantez del estilo; aquellos períodos rumo-
rosos como las ondas de las fuentes ; aquella
selección de palabras musicales ; aquellos pen-
samientos que cantan y ríen, que emiten
rayos de luz y dejan el ambiente saturado de
esencias ; y por sobre todo, aquél como pol-
villo de oro que va regado en todas las pá-
ginas para deslumhrar la vista del afortu-
nado lector.
Poco á poco se internó en el medio del li-
bro y su corazón empezó á palpitar. La
relación del anciano Chactas tuvo para ella
un interés especialísimo ; y aquella Átala,
aquella hija de los bosques, aquella magno-
lia perfumada que á la lumbre de la luna le
pareció una exhalación la noche que iba á
libertar al joven cautivo de los muscogul-
gos y siminoles ; esa preciosa hija de Si-
7i
magáu le clavó en el pecho una agudísima
saeta de cariño.
Fué en vano dejar el libro. Ya habían tras-
currido tres horas y ella tenía pena con su
madre ; pero era imposible suspender la lec-
tura. A veces lloraba, á veces se estremecía ;
ya elevaba una oración al cielo por Átala,
ya bendecía al santo anacoreta que en su
humilde caverna dio hospedaje á los aman-
tes prófugos. Todas las impresiones de la
terneza le conmovían el alma ; todos los sus-
piros del dolor venían á su garganta 5 todas
las palpitaciones del pesar le estremecían
las fibras del corazón y todas las lágrimas
-del infortunio venían á nublarle los ojos y
á caer tibias y brillantes sobre las páginas
del hermoso libro.
Por fin terminó. Cerró el volumen y se en-
tregó á llorar.
El sol se había ocultado en el ocaso, y las'
primeras sombras de la noche venían por el
oriente como las alas extendidas de un gran
buho. Los pájaros entonaban en el jardín las
últimas canciones ; las gallinas cloqueaban
ya en su árbol y las palomas subían por las
escaleras á buscar el nidal.
La lectura de aquella obra le pareció un
sueño, una divagación del alma inquieta,
un desvarío producido por la febricitación
de la calentura.
Cuando salió del cuarto, ya estaba obscu-
ro, y su madre no pudo distinguirle el enro-
jecimiento de los ojos.
Esa noche no pudo dormir. A cada ins-
72
tante se despertaba sobresaltada por ensue-
ños dolorosos. Veía á Átala muerta, al pa-
dre Aubry envolviéndola en la humilde sá-
bana, á Chactas retorciéndose en el suelo,
presa de la más horrible desesperación ; y
luego venía á su mente el recuerdo de aque-
lla procesión tristísima, de aquel entierro en
la silente soledad de los bosques vírgenes,,
en que abre el cortejo un perrito faldero,
sigue el santo anacoreta llevando la pala
con que va á cavar la sepultura y cierra el
acompañamiento el pobre hijo deTJtalisi, que
conduce al hombro lo único que le queda de
la joven virgen que hizo por un momenta
sus sueños de felicidad : un cadáver.
Por varios días estuvo cabizbaja y pensa-
tiva, pero consolada un tanto de la separa-
ción de su amante. La impresión que le cau-
só el bienhadado libro le absorbió todo su
ser y aun le hizo olvidar sus propias penas.
Pasaron muchos días, y una tarde recibió
carta de Luis. La leyó en su cuartico pre-
dilecto entre suspiros de ternura y lágrimas
de felicidad.
Le decía muchas cosas tiernas y expresi
vas. Le contaba que había encontrado á su
madre enferma, su casa muy transformada,
á sus amigos muy diferentes y hasta el paisa-
je de su suelo natal más descolorido y menos
seductor. Le pedía mil perdones por su lar-
ga ausencia, que se prolongaría aún por uno
ó dos meses, y le enviaba muchos recuerdos
de cariño y muchas protestas de su ardiente
amor.
— 73 —
Esta carta inquietó mucho á Lucía. Luis
no retornaba hasta dentro de uno ó dos me-
ses, y éso era para ella un suplicio.
Tasaba los días sumida en la inquietud y
en el pesar. Cuando ya habían transcurrido
algunas semanas, se iba de tarde al «Calvario,»
quinta de sus padres, acompañada de su ma-
dre y alguna amiga íntima ; y allí, sentada
en un punto desde donde se divisaba largo
trecho del camino por el cual debía regresar
Luis, esperaba suspirando, como el anciano
Tobías, el retorno de su objeto amado.
Cuando ya las nieblas de la noche venían,
abandonaba aquel sitio predilecto, para volver
á su casa, abrumada de tristeza. Algunas ve-
ces se entregaba al dolor en su cuartico
amado, y sólo la consolaba Brillante, que iba
á agasajarla con volteretas y mimos, en los
cuales ella veía algo más que las caricias de uu
ser irracional.
La comunicación postal era para esos tiem-
pos muy imperfecta, y la falta de relaciones
comerciales mantenía á los pueblos alejados
entre sí. Por ésto, Lucía recibía muy pocas
cartas de su amante.
Pasaron los dos meses, y Luis no regresaba.
En verdad, le era imposible. Encontró á su
buena madre postrada en el lecho del dolor,
víctima de una afección reumática, que le
hacía exhalar en agudos ayes la savia de
la vida. Dos médicos la estaban tratando, y
apenas si habían conseguido darle algún
alivio.
Por fin, se sintió mejor. Los dolores desa-
6
74
parecieron casi de un todo, y sólo quedaba
el cansancio de los músculos, que le impedía
casi caminar. Era ya el mes de mayo : se
aproximaba la época fijada para las bodas )
había recibido dos cartas de su padrino, lla-
mándole con instancia, y él temía consecuen-
cias fatales por causas de su demora.
Sn buena madre conoció todo ésto y le im-
pulsó á partir. Ella celebraba el matrimo-
nio de su hijo; amaba á esa Lncía con todo
el amor de madre ; reconocía en ella excelsos
méritos y adorables virtudes, y sólo anhela-
ba saber el momento en que ya sería la es-
posa de su amado hijo. Luis, pues, instado
por su madre, se decidió á regresar. Ella
no podía venir, pero quedaría esperando á
los jóvenes desposados durante los primeros
días de julio. Con tal compromiso, bendijo á
Luis, y éste partió para La Grita, llevado por
una fuerza oculta y misteriosa que le atraía
con impulso irresistible. Su llegada fué un
día del Edén en casa de Lucía. Esa tarde
no tuvo el sol para ella orlas de luto ni cres-
pones de dolor ; los pájaros entonarou en-
dechas más dulces, y le parecieron las flores
más fragantes y más tiernos los susurros del
céfiro al penetrar regando aromas por entre
las rejillas de su ventana.
Los padres de Lucía le recibieron con
toda la intensidad del amor paterno: sólo
lamentaron que hubiese llegado sin su ma-
dre, á quien esperaban anhelantes para tri-
butarle las manifestaciones del cariño.
Luis había traído los trajes para el día de
— 75 —
bodas, que fueron sobre modo del agrado de
Lucía.
El pueblo todo esperaba entusiasmado; las
familias preparaban lujosos regalos para pre-
sentar á la feliz pareja en el día del matri-
monio ; y el mismo anciano Cura aguardaba
con vehemencia el ansiado día, para tener
la dicha de unir ante Dios á los venturosos
jóvenes.
El padre de Lucía era un caballero asaz
estimado y que gozaba de numerosas y cor-
diales relaciones en los pueblos vecinos. Tal
circunstancia lo obligó á invitar á varias fa-
milias amigas, que ofrecieron gustosas con-
currir á los ruidosos festejos.
Nada faltaba. Un hado benéfico como que
había dispuesto todos los preparativos de un
modo inusitado y maravilloso. Las familias
invitadas habían llegado dos días antes. El
tiempo era hermoso ; la ciudad estaba en
calma ; lo rudo de la guerra había cesado ;
los labradores tenían sus campos vestidos
con el rico manto de las siembras, y todo se
unía para entonar el himno déla paz en el
altar de la abundancia y la riqueza.
El 23 de junio clareó risueño y esplendo-
roso. El genio de los aires extendió su azul
cabellera, que Febo doró con sus rayos de
gualda y de topacio.
Lucía esperó acompañada de numerosas
amigas. A las seis de la tarde ya ostentaba
su traje nupcial : estaba deslumbrante : pa-
recía un ángel, una gracia, una deidad de
esas que el genio de los griegos hacía salir
76
de entre la espuma de los mares ó de los
copos de nieve de las montañas.
A las ocho, el numeroso cortejo desfiló ha-
cia el templo. La calle estaba perfectamen-
te iluminada : el frontis de la iglesia parecía
un árbol pirotécnico en el instante en que
arden todas sus ramas de variadas luces.
Allí esperaba el Cura, revestido con sus or-
namentos de ritualidad, para dar las manos
á los prometidos esposos.
Pasada la ceremonia, la procesión retornó
á la casa, donde los padres de Lucía abru-
maron de obsequios á la concurrencia.
A la mañana siguiente, se celebró la vela-
ción, de acuerdo con nuestras costumbres
cristianas.
Una vez en la casa, Lucía fué el centro de
todas las miradas. Estaba encantadora : te-
nía un traje verde manzana, elegante sobre-
modo. Sus ojos eran luz ; la sonrisa habi-
tual de sus labios hería los pechos como los
dardos del mismo Adonis; y la gracia de sus
modales, y la bondad de sus atenciones se-
ducían á cuantos la observaban fascinados por
su belleza.
Los circunstantes habían sido iuvitados á
pasar el día. En el almuerzo, varias perso-
nas brindaron por la felicidad de los despo-
sados, y un amigo de Luis pronunció en es-
tilo nervioso el himno epitalámico con que
los griegos imploraban para todo nuevo ho-
gar la protección de los dioses lares.
Después, pasearon por el jardín, donde Lu-
cía regaló á cada caballero un simbólico ha-
77
•cesito de flores. Bajo los frondosos naranjos
<le la alameda, Luis pulsó su cítara, á la cual
arrancó ese día soberbias improvisaciones ;
y luego, los caballeros se retiraron para
volver á las cinco de la tarde al banquete de
despedida.
Luis se había ausentado por varias horas
en unión de sus amigos. Cuando regresó,
eran la cinco y media. Lucía le esperaba
para comer. Ostentaba esa tarde un airoso
traje blanco que contrastaba admirablemen-
te con la obscuridad de sus cabellos y la no-
che de sus brillantes ojos.
Un capricho la había impulsado á com-
prar un prendedor de azabache y oro, en
forma de mariposa, que lucía en ese instante
en el pecho. Estaba fascinadora sin ponde-
ración. En medio de sus amigas parecía en
aquella sala la reina de las flores. Atraía las
miradas con una fuerza prestigiosa y oculta.
Irradiaba luz, belleza, encantos, armonía.
Tenía del ángel, de la odalisca, de la huríes
de Mahoma, de las vírgenes cristiauas.
Cuando Luis entró en la sala, quedó deli-
ciosamente sorprendido ; pero al verle la
mariposa en el pecho, pronunció una invo-
luntaria exclamación. Es un símbolo, le
dijo ella, mostrando con sus dedos de mar-
fil el prendedor de azabache. El anciano
Cura le miró atentamente, y él bebió en esta
mirada toda la tranquilidad que había per-
dido por un instante. El doctor Peña, que
deletreó algo transcendental en la sorpresa de
— 7» —
Luis, le excitó asentarse, y cruzó con él algu-
nas palabras de caballerosa cortesía.
En ésto, la concurrencia fué invitada á
pasar al comedor. El banquete de esa tar-
de tiene su significación especial.
En nuestros pueblos, se acostumbra pre-
parar una comilona en cada casa, la tarde
del día de San Juan. Es una costumbre que
nos dejó España, y que todavía priva en
muchos lugares de América. Por la noche
hay baile, y á veces, cabalgatas, cuando es
tiempo de luna.
Esa tarde reinaba general animación en
La Grita. Por doquiera se veía entusiasmo ;
en las salas se oía música ; cruzaban por
las calles, grupos de señoras y caballeros, y
desde muy temprano habían empezado á
iluminar la ciudad.
Eran las seis. Se había ocultado el sol, y
el ocaso exhibía una decoración esplendorosa.
La concurrencia se dirigió al comedor.
Ocuparon los extremos de la mesa el Cura y
el doctor Peña. A derecha é izquierda del
primero, estaban los padres de Lucía, y se-
guidamente los jóvenes desposados.
En todos los semblantes se dibujaba el
placer, menos en la faz de Luis. A éste le
preocupaba hondamente la mariposa negra
que tanto lucía en el pecho de su amada.
Tuvo recuerdos horribles, presentimientos
horrorosos, inquietud, zozobra.
Súbito se oye un ruido extraño. Todo el
mundo se puso en pié, y cuando el Doctor
Peña gritó ¡ terremoto ! la mayor parte sal-
79
taron al patio de la casa. La naturaleza, en
verdad, se había conmovido. El edificio bam-
boleó un instante y cayó. El estrépito de la
caída fué seguido de otros muchos ; se oye-
ron gritos é imprecaciones por doquiera ; se
exhalaron ayes tristísimos y se levantó una
polvareda inmensa que obscureció los últi-
mos destellos de la luz. El suelo se mecía
horriblemente, relinchaban los caballos en la
vecindad, ladraban los perros, mugían las
reses espantadas y todo era terror, asombro,
pánico, susto, miedo, consternación.
Luis había quedado exánime bajo un jaz-
mín del patio. Apenas repuesto un tanto,
dio un grito de horror. ¡Lucía! exclamó,
y á su voz lo rodearon los que habían podi-
do escapar del peligro.
Ni el anciano sacerdote, ni Lucía, ni sus
padres, ni algunas otras personas habían
podido salvarse.
El Doctor Peña empezó á auscultar los es-
combros, y percibió como en una profundi-
dad la voz del Padre Fernando.
Ocurrió allí con sus companeros, y levan-
tando vigas y fragmentos del techo, logra-
ron sacarlo á vuelta de algunos minutos.
Estaba lacerado por doquiera y vertía san-
gre por una herida de la espalda.
Luis recorría inconsolable todos los escom-
bros en busca de Lucía. La llamaba por
todas partes, movía la palizada, hacía im-
precaciones al cielo ; pero todo era en vano.
En medio de su consternación, el Doctor
Peña determinó el punto en que podría ha-
8o
liarse ; empezaron á cavar allí, y después
de poco rato, descubrieron el cadáver de la
madre, y abrazada á ella y agonizante, á la
hermosa é infortunada Lucía.
Colocáronla debajo del jazmín, y mien-
tras el Doctor y Luis le prestaban algunos
auxilios, los demás sacaron al padre de la
joven, también muerto, y algunas personas
más.
El conflicto era espantoso ; no había una
medicina, ni un vaso de agua, ni un jergón
siquiera para colocar á los contusos. Los
ayes' partían el alma ; las madres pregun-
taban por sus hijos; los hijos se abrazaban
al cadáver de sus madres muertas : niños
que lloraban por un punto ; esposos que de-
sesperaban por otro, y obscuridad, y luto, y
terror, y duelo.
Por fin pasó la nube de polvo, apareció
en el oriente la luna y clareó completamen-
te la noche.
A su luz, pudieron verse mejor los de-
sastres.
Lucía, despedazaba el corazón. Estaba in-
móvil, con los ojos cerrados y de momento
en momento exhalaba un gemido que hubiera
hecho llorar hasta á las rocas.
A un lado de ella, estaban los cadáveres
de sus padres, y el anciano sacerdote, que
en medio de su dolor, oraba al cielo para
que calmara su ira, y rezaba las oraciones
de agonizantes para ayudar á bien morir
á la desgraciada joven.
Pocos instantes después, ésta empezó á
— 8l —
agonizar, y á las doce de la noche, el ángel de
la muerte la cubrió con sus frías alas : que-
dó como dormida.
La desesperación de Luis fué inaudita.
Bevolvíase en el suelo como un niño ; mal-
decía el primer instante de su vida ; daba
ayes prolongados y agudos que repercutían
en los cerros vecinos ; besaba el cadáver de
la joven ; le hablaba tiernamente; la llama-
ba con inefable ternura, y volvía de nuevo
á retorcerse y á mesarse los cabellos con
una angustia inenarrable y un dolor infinito.
EL Doctor Peña rodeó de blancos jazmines
el cadáver hermosísimo, que la luna bañaba
con su luz y los céfiros de la noche embal-
samaban con sus gratos y embriagantes per-
fumes.
Cuando el alba descorrió con sus dedos
de marfil las cortinas del Oriente, la ciudad
apareció transformada en un promontorio de
ruinas. Parecía el campamento de Senaque-
rib, después que el ángel exterminador pa-
só por sobre él su espada de fuego. Escom-
bros, ruinas, muertos, heridos, contusos ;
miseria, dolor, espanto... tal fué el triste es-
pectáculo sobre el cual el rocío de la mañana
cayó como las lágrimas de la aurora.
Cada árbol era una sala fúnebre. Innu-
merables cadáveres de ancianos, jóvenes y
niños yacían tendidos sobre colchones de ho-
jas, y cubiertos de flores, como único ador-
no para ir á la tumba.
Al redor de cada árbol, numerosos deudos
gemían lastimosamente, y besaban, con reli-
82 —
giosa ternura, los fríos despojos de los muertos.
Jamás pintor alguno ideó cuadro más tris-
te : el pincel no podría traducir en colores
esa realidad dolorosa, ni la mente humana
concebir esa fuuebre necrópolis.
Todo el día lo emplearon los sepulture-
ros en cavar fosas, y por la tarde, cuando ya
el sol caía hacia el Ocaso ; cuando ya el
Oriente colgaba sus negras gasas y cantaban
los pájaros sus últimas tristísimas endechas,
reunieron todos los cadáveres en la plaza
principal, y el anciano sacerdote, cubierto el
rostro de lágrimas y con voz convulsiva y
tremolante, empezó á cantar el Oficio de
Difuntos. Aquel canto funeral no tenía más
coro que los gemidos y los ayes de todas las
personas que allí estaban, y que eran á la
vez, deudos y enterradores.
Después de una hora, la procesión de
muertos desfiló hacia el Cementerio, entre
los gritos de dolor y los ecos del De Profun-
dis, cantado por el anciano y venerable Cura.
A medida que desfilaban, graznaban los gan-
zos asustados, ladraban los perros, y una nu-
be de cuervos sombríos se cernía sobre la ciu-
dad como para aumentar el terror de la es-
pantosa escena.
Llegados al Cementerio, empezaron á ente-
rrar los cadáveres. Tres sepulturas había
juntas, al frente de la puerta : en la del me-
dio colocaron á Lucía, y á uno y otro lado, á
sus padres.
Cuando fueron á arrojar los primeros pu-
ñados de tierra sobre la infeliz joven, Luis
- 83 -
no pudo resistir á su dolor : dio un grito
desolador y se lanzó á la fosa. «Sepultadme
también á mí, exclamaba ; echadnos tierra á
los dos : muerta Lucía, yo no quiero vivir
más en el muudo : aquí es donde debo repo-
sar eternamente, para serle compañero en la
noche de la fosa, ya que en la vida no pude
serlo sino por un instante. »
No bastaban las súplicas del sacerdote para
hacerle salir de allí ; y al fin fué necesario
que el Doctor Peña le sacase por fuerza, y
lo retirase de la sepultura para que los ente-
rradores terminasen su obra.
Ya no tenía lágrimas aquel infortunado
joven ; su voz era ronca ; sus ojos parecían
dos pedazos de carne ; estaba demacrado y
cadavérico; pero era imposible consolarlo; im-
posible llevar al fondo de aquel corazón acon-
gojado, una gota siquiera de dulce y santa re-
signación.
Estaban aún á la entrada del Cementerio,
cuando Brillante, el infeliz perrito, llegó allí,
escuálido, maltratado y cayéndose por el
hambre. Había quedado bajo los escombros
de la casa del Cura, y un día y una noche
había empleado en hacerse un camino para
salir.
Las caricias para con su amo fueron extre-
mas. Luis también lo abrazaba, y nueva-
mente se inundaba en llanto.
De pronto, el animal se retira, y guiado
por el instinto, llega á la fosa de Lucía y
empieza á aullar y á arañar el suelo recién
movido. Nueva pesadumbre invadió los cora-
84
zonesy nuevas lágrimas brotaron á los ojos
de todos. Luis casi no pudo soportar el dolor,
y fué necesario que sus amigos le llevasen
en peso al hogar ¡ ah ! al jazmíu bajo
cuyas ramas había pasado la noche antes, la
más amarga de las noches que puede un mor-
tal pasar sobre la tierra.
Al llegar allí, la obscuridad había exten-
dido su negro capuz, el dios-te-dé había aca-
bado de cantar sus últimas plegarias, y los
primeros rayos de la luna empezaban á salir
tras las gigantescas montañas del Oriente.
Nadie durmió esa noche. La impresión
del terror poseía todas las almas. Una ora-
ción general parecía oírse en todos los labios.
Por otra parte, las oscilaciones del suelo
no habían cesado. Nuevos y nuevos movi-
mientos seísmicos se sentían con sólo inte-
rrupciones de minutos. La alarma crecía cada
vez más. El pavor aumentaba á cada mo-
mento.
Cuando el día vino, muchas familias em-
prendieron marcha hacia Seboruco, punto
distante tres leguas de La Grita, y donde em-
pezó seguidamente á formarse un pueblito,
con el nombre de La Fundación.
Los que quedaron en la ciudad, levantaron
sus barracas, que poco á poco fueron ensan-
chándose para tomar mediana forma de ha-
bitación.
Las gentes de los campos empezaron á re-
construir la casa del Cura, y pronto le edifi-
caron una casita de pajareque y tejas, la cual,
- 8S -
con el andar de los días, fué mejorándose
hasta presentar un bello aspecto.
No gozó de ella mucho tiempo el Padre
Fernando, pues pocos meses después, á causa
de las contusiones recibidas en la fatal no-
che, contrajo una enfermedad al pecho que
le llevó- á la tumba.
Antes de morir, otorgó su última volun-
tad, é instituyó á Luis único heredero de
sus pocos bienes.
Este no supo de la muerte de su tío:
una fiebre tifoidea lo tuvo reducido al lecho
del dolor durante dos meses, y sólo se salvó,
gracias á los exquisitos y generosos cuidados
de Inés, pues hasta el Doctor Peña había
regresado á Maracaibo, después de aquel
suceso espantoso, casi fuera de sí, presin-
tiendo que en aquella ciudad el terremoto
podía haber ocasionado tantos estragos y
tanto luto como en La Grita.
Cuando Luis estuvo en pié, lo primero
que hizo fué ir al Cementerio. Largas horas
estuvo sollozando sobre la tumba de Lucía.
El frío de la tarde y lo delicado de su or-
ganismo le obligaron á retirarse á la casa, á
donde llegó para recaer en cama por tres
meses con la misma enfermedad.
Por fin, un día pudo levantarse : era un
cadáver, un esrjectro salido de las tumbas.
Durante este tiempo, Inés había recibido
una carta del Eosario : contenía una funesta
noticia : la madre de Luis había muerto.
Ella ocultó esta infausta nueva durante
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muchos días : darla al pobre joven, era ma-
tarlo.
Un corazón sensible y bueno no puede
resistir á las inclemencias de la desgracia r.
es un vaso frágil, que se rompe al menor
golpe.
Un rico hacendado, antiguo amigo del
Padre Fernando, se condolió un día del la-
mentable estado de Luis, y se lo llevó pa-
ra su campo, con el fin de restablecerlo, le-
jos de aquel escenario donde había visto su-
cederse tantos infortunios, y auxiliado eficaz-
mente por ese aire oxigenado y puro de la&
tierras frías, que lleva al organismo efluvios
de vida, y al alma, reposo y bienestar.
Cuarenta días pasó en aquella mansión
bendita, donde se le prodigaron atenciones
y cariños fraternales. Una alimentación nu-
tritiva y frecuentes ejercicios corporales, le
repararon las fuerzas y le levantaron el es-
píritu, moral mente decaído al peso de tantas
penas.
Sus heridas, sin embargo, no estaban ci-
catrizadas. De tarde, se retiraba de la casa,
y por allá, en el boscaje, sentado al pié
de un árbol ó al borde de un torrente, se
entregaba á profundas meditaciones.
((¿He nacido, acaso, para el dolor? decía.
¿Existe, por ventura, un destino adverso,
que se goza en oprimir mi frente con su ma-
no de hierro1?
(cMuere mi padre cuando apenas empezaba
yo á darme cuenta de la vida ; mis únicas
dos hermanitas se hunden en la tumba como
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frescos botones de camelia todavía en la
edad de los juegos infantiles : una terrible
enfermedad me obliga á abandonar el suelo
de mi cuna, y á dejar lejos á la amorosa y
buena madre que con sus besos de ternura
llevaba á mi corazón la luz de la existencia ;
Lucía, mi idolatrada Lucía, mi inolvidable
Lucía aparece un instante en mi camino, lo
cubre de rosas y perfumes, y el más cruel
de los infortunios me la arrebata, no de-
jándome de ella sino un recuerdo que me
parte el corazón ; muere luego el noble y
generoso sacerdote que me tendió sus brazos
de padre, que calmó las rudezas de mis nos-
talgias y que con su mano temblorosa de
placer bendijo mi unión con el ángel de mis
dulcísimos ensueños.........
«¡ Oh ! Dios mío ! ¿estoy abandonado del
cielo? ¿He venido al mundo para escarnio
déla desgracia? ¿Existe un hado impío des-
tinado á perseguirme? ¡ Ah ! No puedo
creerlo. Mi conciencia no está manchada
con la sangre de los delitos, ni llevo hechos
girones mi honor y mi decoro
«Sin embargo, ese sueño funesto ; esa ima-
gen de Lucía; esa mariposa negra ; esa muer-
te súbita ¡oh! sí: todo estaba dispues-
to con antelación: yo he sido vil juguete de
un destino nefasto : la desventura me persi-
gue con ruda saña, y sabe Dios qué nuevos
dardos tendrá listos para atravesarme el
corazón.
«Pero ¡ oh ! miseria humana ! ¡ Cómo con-
cebir un destino para atormentarnos en la
vida ! Cómo suponer siquiera que nosotros
seamos aquí ciegos autómatas del acaso !
¿Qué es entonces el hombre'? ¿Qué vale la
razón"? ¿Para qué le sirve la voluntad1?
i No ! ¡ no ! ¡Es imposible ! El mayor de los
absurdos es pensar siquiera en que exista un
poder inexorable como la necesidad y ciego
como el azar, cuyas operaciones, encadenadas
por vínculos secretos é indisolubles, tengan
por objeto nuestra desgracia sobre la tierra.
«\ Oh ! sí ! El hombre es libre para obrar
á su beneplácito. Nada hay más verdadero
que el imperio de la voluntad sobre nues-
tras propias determinaciones. Yo no hago lo
que una sugestión extraña me indica, sino lo
que yo quiero. Yo soy susceptible de cam-
biar de voluntad cuando circunstancias par-
ticulares obran sobre mis sentimientos. Yo
me inclino ante una súplica, mudo de
pensamiento ante una alabanza, domino las
tendencias de mi naturaleza, y cuando me
place, hago por sobre todo, mi querer. Sí ;
mi conciencia me lo dice así, y ella es en
ésto el mejor iuez.
«La muerte de Lucía es tan sólo un ac-
cidente natural. Si yo me hubiese coloca-
do á la mesa en el lugar que ella ocupó, yo
dormiría á estas horas el sueño de la tumba,
y ella, profundamente inconsolable, estaría
soportando sobre la frente el peso de todas
las amarguras
«Sí ; abandonaré esta idea blasfema que
me atormenta, y me
table determinación délos sucesos.
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Tales eran las meditaciones á que se entre-
gaba en religioso silencio ; y las cuales,
muchas veces, le interrumpió la presen-
cia del buen aldeano, que venía á buscarlo
para invitarle á comer.
Una mañana, poco después de rayar el
sol, le llegó con mil piruetas y agasajos á
la pieza donde estaba leyendo, su favorito
Brillante. Estrechólo en los brazos, y salió
eon él á informarse quién lo había traído.
En el corredor de la casa encontró jadean-
te y fatigada, á la anciana Inés.
He venido, le dijo, á darle una nueva
que, aunque triste,, no debe inquietarle,
pues espero que no habrá motivo para ello.
Su señora madre está enferma en Ei Ro-
sario.
¿ Y cómo lo sabe % preguntó él inquietado.
Por cartas de allá, que desgraciadamente
dejé olvidadas en la casa.
Yo quiero ver esas cartas : vamonos ahora
mismo para la ciudad.
No se afane, niño, le dijo ella : no hay
eausa para tales zozobras. Ella mejorará,
con la gracia de Dios.
Continuó la conversación entre los dos lar-
go rato, y como al fin, él se decidiese á par-
tir al día siguiente para El Rosario, la bue-
na señora lo disuadió, y le hizo comprender
que ya todo era inútil, pues su madre había
muerto hacía diez días.
¡ Oh ! pintar el efecto que en el pobre jo-
ven causó esta noticia, es imposible. Habría
que pedir sombras á la noche, amarguras al
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infortunio, tormentos al dolor. La desespe-
ración de Luis no tuvo límites ; no bastaron
reflexiones ni consejos; se deshizo en lágri-
mas ; se mesó los cabellos j se revolcó en el
suelo como un niño ; y al fin, macilento,
escuálido, desfigurado, fué conducido á su
cuarto, donde pasó el resto del día sumergi-
do en la noche del más hondo pesar.
Esa tarde, al saber la noticia, vinieron á
acompañarle en su dolor muchas personas
de las haciendas vecinas, á quienes el joven
había inspirado el más vivo cariño.
Los aldeanos de mi pueblo son un trasun-
to de los sencillos moradores de Israel en
los días patriarcales.
Honrados y laboriosos, hacen de la virtud
un culto, y del trabajo, un placer. El cuer-
vo de los pensamientos sombríos jamás llega
á batir sus negras alas en aquellas mentes,
cerradas para el mal ; y ni el odio ni la ven-
ganza ruin echan raíces en aquellas almas
blancas y puras como niveos jazmines recién
desplegados á la lumbre de la aurora.
Sus hogares están abiertos para todo el que
á ellos toca ; y no sólo se gozan en recibir
y agazajar al que allí llega, sino que salen á
encontrar al transeúnte á quien la noche sor-
prende en el camino, como lo hacía el an-
ciano Abraham cuando tenía su poética
tienda en el Valle de Mambré.
Sus hijos se educan en la escuela del tra-
bajo y del respeto paternal ; y aquellas pu-
dorosas jóvenes sobre cuyas frentes apenas han
posado su tibio beso veinte primaveras ; blan-
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cas y bellas como las rosas de Jericó, son
verdaderas vírgenes, á quienes bien pudiera
tributarse culto, á estar colocadas en un altar.
El pobre que va á los campos á implorar
un pan, jamás retorna á su tugurio sin traer
las alforjas llenas de granos, y el corazón
henchido de las más gratas emociones.
Los sentimientos religiosos de nuestros al-
deanos, están inspirados en la fé más viva y
en la caridad más noble. El temor de Dios
es allí la base de la vida, y por éso las cos-
tumbres son sencillas é inocentes, la conducta
acrisolada, y el cumplimiento del deber,
sagrado.
Un duelo en nuestros campos es duelo ge-
neral. Todos los vecinos ocurren al sitio
del dolor, y allí rivalizan en servir con sus
bienes y personas, y en aliviar la pena á la
familia atribulada.
De aquí por qué la tarde en referencia,
al redor de Luis había numerosas familias
que le acompañaban cordialmente en su in-
fortunio, y se esforzaban por llevar á aquel
corazón amargado, una gota siquiera de dul-
ce conformidad.
En la mañana del día siguiente, regresó á
la ciudad, acompañado de la buena anciana
y de Brillante.
Allí, el cielo no volvió á clarear para él?
ni en la copa de la vida volvió á escanciar
sino el absintio de la muerte.
De tarde se iba al Cementerio, con una
guirnalda de flores, que colocaba en la tum-
ba de Lucía • y allí permanecía, dado á las
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lágrimas y á la meditación, hasta altas ho-
ras de la noche en que regresaba á la casa.
Se levantaba muy tarde : daba comida á las
numerosas palomitas y pájaros de todas cla-
ses que tenía sueltos en el patio y corredores
de la casa j regaba el jardín y la frutera, y
luego se entregaba á la lectura de libros
místicos y literarios.
No recibía visitas, ni iba tampoco á casa
alguna, tal vez para no recordar, al pasar
por los escombros de la ciudad, el fatídico
suceso de la aciaga noche de junio.
Muchos meses transcurrieron, y aquella
alma enferma estaba más triste y abatida.
La intensidad del dolor, en vez de dismi-
nuir, parecía aumentar gradualmente.
El pobre joven estaba ya incognoscible. En
corto tiempo se había transfigurado : veía-
sele ahora profundamente pálido y demacra-
do, con los ojos hundidos y opacos, los ca-
bellos largos y la expresión siempre triste y
meditabunda.
Pronto sintió quebrantos en la salud. Un
dolor permanente en los huesos le atormen-
taba. Dejó de salir aun al Cementerio, y pa-
saba los días leyendo debajo de los árboles,
rodeado de todas sus avecillas, que se le
posaban encima y lo acariciaban con inaudi-
tas demostraciones de afecto.
De tarde, solía tañer el arpa, y de aquellas
•cuerdas salían notas tan tristes que hubieran
hecho llorar á las mismas fieras de los bos-
ques.
Una mañana apareció muerto.
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Cuando la buena anciana entró á saludar-
lo, según costumbre, lo halló sumergido en el
sueño eterno.
Al saberse la noticia, muchas familias ami-
gas se trasladaron á la casa, y tributaron al
cadáver de aquel infortunado joven, todos
los homenajes que les inspiró el más acendra-
do cariño.
Su cuerpo fué enterrado junto al de Lucía,
en medio de las sepulturas de los padres
de ésta.
En 1878, cuando se dispuso clausurar el
Cementerio antiguo de La Grita, aún se veían,
en dirección á la puerta, tres sauces llorones,
que, con sus ramajes caídos, cubrían cuatro
cruces corroídas por los años, y colocadas en
una línea recta : allí estaban las tumbas de
los desgraciados jóvenes, tan olvidadas ya
como su tristísima historia.
FIN
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