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Full text of "Malvaloca : drama en tres actos inspirado en un copla andaluza"

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THE  LIBRARY  OF  THE 

UNIVERSITY  OF 

NORTH  CAROLINA 

AT  CHAPEL  HILL 


ENDOWED  BY  THE 
DIALECTIC  AND  PHILANTHROPIC 
_  SOCIETIES 

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vol»  18 
no.  1-17 


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Esta  obra  es  propiedad  de  sus  autores. 

Los  representantes  de  la  Sociedad  de  Autores  Españo- 
lea son  los  encargados  exclusivamente  de  conceder  ó 
negar  el  permiso  de  representación  y  del  cobro  de  los 
derechos  de  propiedad. 

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duction.  reserves  pour  tous  les  pays,  y  compris  la 
Suéde,  la  Norvége  et  la  Hollande. 

Copyright,  1912,  by  S.  y  J.  Álvarez  Quintero. 


SERAFÍN   y  JOAQUÍN 
ÁLVAREZ  QUINTERO 


MALVALOCA 


DRAMA  EN  TRES  ACTOS 


INSPIRADO    EN    UNA   COPLA    ANDALUZA 


:E8trénado  en  el  TEATRO  DE  LA  PRINCESA  el  6  de  Abril 
de  1912 


MA.DRID 

Iriprenta  de  Regino  Velasco 
1912 


REPARTO 


PERSONAJES  ACTORES 

MALVALOCA María  Guerrero. 

JUANELA Conchita  Ruiz. 

MARIQUITA Josefina  Blanco. 

HERMANA  PIEDAD Carmen  Jiménez. 

TERESONA María  Cancio. 

ALFONSA María  Valentín. 

DOÑA  ENRIQUETA Elena  Salvador. 

DIONISIA Aurora  Le-Bret. 

HERMANA  CONSUELO Luisa  García. 

HERMANA  DOLORES Consuelo  León. 

HERMANA  CARMEN Enriqueta  Liquiñano. 

LEONARDO Fernando  Díaz  de  Mendoza. - 

SALVADOR Emilio  Thuillier. 

MARTÍN  EL  CIEGO Emilio  Mesejo. 

BARRABÁS Felipe  Carsí. 

Ef.  TÍO  JEROMO Manuel  Díaz. 

LOBITO Fernando  Montenegro. 

UN  OPERARIO Salvador  Covisa. 


A  Don  ]VIarcelino  ]\Ienénde2 

y  Pelayo 


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Meresía  esta  serrana 
que  la  fundieran  de  nuevo 
como  funden  las  campanas. 


COP1.A   POPULAR. 


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ACTO  PRIMERO 


En  Las  Canteras,  pueblo  andaluz,  hay  un  convento  de  fecha  re- 
mota, conocido  por  el  Convento  del  Carmen.  Al  pasar  á  mejor  vida, 
de  puro  vieja  ya,  la  última  de  las  madres  allí  consagradas  al  amor  di- 
vino, vinieron  á  heredar  el  vetusto  recinto  las  Hermanitas  del  Amor 
<le  Dios;  congregación  semejante  á  la  de  las  Hermanas  de  los  Pobres. 

Hay  en  el  convento,  al  comenzar  la  acción  de  esta  obra,  hasta  seis 
ancianos  recogidos,  de  quienes  cuidan  las  hermanas  con  solicitud  y 
bondad  extremas. 

Este  primer  acto  pasa  en  uno  de  los  corredores  ó  galerías  del 
claustro,  por  cuyos  altos  arcos  se  ve  al  fondo  toda  la  extensión  de  lo 
que  fué  jardín,  hoy  convertido  casi  completamente  en  huerta,  ya  que 
más  que  flores  da  frutos.  Cierra  el  corredor  por  la  derecha  del  actor 
un  muro,  donde  hay  una  gran  puerta,  denominada  de  la  Cruz,  por- 
que sobre  ella,  en  el  muro,  está  incrustada  una  de  palo.  En  el  pro- 
pio muro,  á  la  altura  de  la  mano,  y  encima  de  una  repisa  tosca,  se 
ve  una  imagen  de  San  Antonio  pequeñita,  ante  la  cual  hay  un  bote 
lleno  de  garbanzos.  Uno  de  los  arcos  centrales  da  paso  al  jardín.  En 
el  corredor  hay  dos  ó  tres  sillas  y  algún  banco. 

Es  por  la  mañana  en  un  día  de  sol  del  mes  de  Abril. 


BARRABÁS,  viejecillo  asilado,  de  buen  humor  y  malas  pulgas, 
que  hace  en  el  convento  de  jardinero  y  de  hortelano,  trajina  en  sus 
dominios.  Al  fondo,  allá  lejos,  á  la  sombra  de  un  arbolillo,  la  HER- 
MANA CARMEN,  abstraída  y  silenciosa,  cose  sin  dar  paz    á  la  mano. 


—  10  — 

Alguna  vez  las  escenas  que  pasan  á  su  alrededor  la  distraen  un  mo- 
mento de  su  tarea;  pero  en  seguida  vuelve  á  fijar  la  vista  y  la  aten 
ción  en  lo  que  está  haciendo. 

Por  la  izquierda  del  jardín  salen  la  HERMANA  DOLORES  y  la 
HERMANA  CONSUELO,  con  sendos  bolsos  de  pedir  limosna.  Pasan 
al  corredor  por  el  arco  central  y  desaparecen  por  la  puerta  de  la  Cruz. 

Barrabás  dice  en  su  picaresco  monólogo: 

Barrabás.        Dos  en  dos, 

por  la  sombra  y  no  por  er  só: 

Hermanitas  del  amor  de  Dios. 
¡Je!  ¡Versos  míos! 

Pedimos  pa  los  pobres; 

dénos  usté  lo  que  sobre, 
y  si  pué  sé  plata  mejó  que  cobre. 
iJe! 

Por  la  puerta  de  la  Cruz  sale  MARTÍN  EL  CIEGO,  que  para  ayu- 
darse á  caminar  lleva  un  palo  en  la  mano.  Es  más  viejo  y  está  Ynás 
destruido  que  Barrabás.  Marcha  callado  á  lo  largo  del  corredor.  Ba- 
rrabás que  lo  ve  lo  detiene  hablándole. 

¡Se  dise  güenos  días! 

Martín.  Güenos  días.  No  sabía  que  estaba  usté  ahí, 
señó  Barrabás. 

Barrabás.     De  más  lo  sabía  usté,  señó  Martín. 

Martín.     Como  usté  quiera. 

Barrabás.     Porque  usté  no  ve,  pero  güele. 

Martín.     Como  usté  quiera.  Güenos  días. 

Barrabás.     ¿Se  va  usté  á  toma  er  só? 

Martín.     Con  permiso  de  la  hermana  Piedá. 

Barrabás.  No  hay  como  anda  siempre  bailando  el 
agua  pa  conseguí  favores.  Pero  ese  no  es  mi  genio. 

Martín.  Ni  er  mío  tampoco.  Ni  quieo  discusiones 
con  usté.  Y  base  usté  malamente  en  critica  las  cosas 
de  esta  casa,  donde  está  usté  recogió  por  caridá,  lo  mis- 
mo que  yo. 

Barrabás.  Hay  árgana  diferensia,  compadre.  Yo  no 
soy  ningún  trasto  inuti   como  usté:  yo  soy  aquí  un 


-  11  — 

hombre  que  trabaja  en  la  güerta  y  en  er  jardín.  Y  gano 
er  pan  que  como.  ¡Y  er  que  se  come  usté  también! 

Martín.     Á  usté  no  le  debo  yo  na.  Yo  también  tra- 
bajo. 

Barrabás.     ¡Usté  me  dirá  lo  que  hase!  Va  pa  dos 
años  que  no  sube  á  la  torre... 

Martín.     Hago  lo  que  las  hermanas  me  mandan. 

Barrabás.  Sólo  que  como  no  le  mandan  á  usté  na, 
se  da  usté  la  vía  de  un  canónigo. 

Martín.  Le  digo  á  usté  que  no  quieo  discusiones.. 
Quéese  usté  con  Dios. 

Barrabás.  ¿Qué  le  ha  paresío  á  usté  hase  poco  er 
repique  que  ha  dao  la  Golondrina?  ¡Vaya  una  campana^ 
compadrel 

Martín.  To  se  le  güerve  á  usté  veneno  en  er  cuerpo», 
señó  Barrabás. 

Barrabás.     Por  eso  me  conviene  sortario. 

Martín.      Yendo  un  poco  hacia  él  con  sincera  y  honda  emoción.. 

La  Golondrina  de  esta  santa  casa  es  una  campana  que 
ar  presente  está  rota  y  no  suena  como  sonaba  porque 
Dios  lo  ha  querío;  pero  cuando  la  vorteaban  estas  ma- 
nos, la  Golondrina  sonaba  como  no  han  sonao  campa- 
nas en  er  mundo  desde  que  hay  cruses  en  los  campa- 
narios. Y  usté  lo  sabe  tan  bien  como  yo,  sino  que  se 
gosa  en  oirme. 

Barrabás.  ¿Ni  la  Sonora  de  la  Iglesia  Mayó  ha  tenío 
tampoco  mejores  voses? 

Martín.  ¡Ya  está  con  la  Sonora!  ¡La  manía  de  tos  los 
de  aquer  barrio!  ¡Compara  á  la  Sonora  con  la  Golondri- 
na der  Carmen!  Es  mesté  sé  sordo  pa  eso. 

Barrabás.     ¿Ahora  también,  señó  Martín? 

Martín.  De  ahora  no  se  trata.  Si  está  rota  desde 
hase  ya  tres  años  cumplios,  ¿cómo  quié  usté  que  suene? 
¡Que  se  alegren,  que  se  alegren  los  de  la  Sonora,  qu^ 
bastante  tiempo  han  vivió  con  la  pesaíya  de  la  Golon- 
drina! 


—  12  — 

Barrabás.  Pa  mí  que  lo  que  ha  pasao  ha  sio  que  er 
Padre  Eterno,  paseándose  por  las  nubes  una  tarde... 

Martín.    Deje  usté  en  paz  las  cosas  santas,  señó. 

Barrabás.  Lo  oyó  á  usté  toca  la  campana.  ¡Tin... 
tan!...  ¡Tin...  tan!...  Y  se  conose  que  pa  sus  barbas  fué 
y  se  dijo:  «Hombre,  hombre,  esa  campana  suena  de- 
masiao  bien  pa  está  en  Las  Canteras,  que  ar  fin  y  ar 
cabo  no  es  más  que  un  pueblo.»  Y  á  un  angelito  que 
andaba  de  viaje  por  Andalusía  le  mandó  que  la  cascara 
de  un  martiyaso.  ¡Je!  ¿No  le  paese  á  usté?  ¡Envidia  que 
tuvo  Dios  en  er  sielo! 

Martín.  ¡La  envidia  er  que  la  tiene  es  usté  en  la 
tierra,  peaso  e  poyino,  sayón,  hereje!  A  la  Superiora  vi 
á  desirle  que  le  prohiban  á  usté  habla  conmigo.  Na 
más  que  eso. 

En  esto  aparece  por  la  puerta  la  HERMANA  PIEDAD  y  corta  la 
disputa.  Esta  hermana  es  joven  y  bella,  humilde  y  suave.  Su  habla 
es  ingenua  y  reposada.  No  es  andaluza. 

H.  Piedad.  ¿Ya  estamos  como  de  costumbre?  Tem- 
prano empieza  el  día. 

Martín.  Este  hombre  que  no  hase  más  que  buscar- 
me las  purgas. 

Barrabás.     ¿Yo?  ¡No  tendría  mar  trabajo! 

H.  Piedad.  Pero,  usted  también,  Martín,  ¿por  qué 
no  sigue  su  camino? 

Martín.     ¡Porque  no  me  deja! 

H.  Piedad.  ¿Le  pone  á  usted  redes,  como  á  los  pá- 
jaros? 

Martín.  Me  dise  unas  cosas  que  no  hay  manera  de 
seguí  adelante  sin  responderle. 

H.  Piedad.     A  palabras  necias... 

Barrabás.     ¿Eso  de  nesias  va  conmigo? 

H.  Piedad.     Precisamente. 

Barrabás.  Pos  lo  que  toca  hoy  no  he  hecho  má¿ 
que  darle  los  güenos  días.  Más  vale  cae  en  grasia  que 
fié  grasioso. 


13  - 


H.  Piedad.  Aquí  no  hay  preferencias  para  nadie ^ 
Barrabás.  Ni  nos  curamos  de  las  gracias.  Los  bufones 
ya  no  los  paga  el  rey.  De  memoria  me  sé  sus  mañas,  y 
de  memoria  también  cuál  era  la  disputa.  ¡Todos  días  la 


misma! 


Martín.  ¡La  misma  tos  los  días,  hermana  Piedad! 
Dígaselo  usté  á  la  Superiora. 

H.  Piedad.  Pues  quién  sabe  si  Dios  va  á  castigarlo  á 
usted— á  usted.  Barrabás,  á  usted  le  hablo— y  le  va  á 
mandar  una  rabieta.  Como  el  milagro  que  yo  espero 
llegue  á  obrarse... 

Barrabás.     ¡Los  milagros  no  son  de  estos  tiempos! 

H.  Piedad.  ¡Silencio,  Barrabás!  ¿Cómo  se  entiende? 
Ande,  ande  á  su  trabajo.  \  usted,  Martín,  á  su  camino. 

Martín.    Dios  la  guarde. 

Barrabás  se  interna  hacia  la  derecha  del  jardín  sin  replicar  pala- 
bra. Martín  desaparece  por  el  corredor. 

Viene  LEONARDO  por  la  izquierda  del  jardín.  Es  hombre  como 
de  treinta  años  y  de  apariencia  modesta  y  sencilla.  Su  fisonomía  es. 
adusta,  y  curiosa  y  penetrante  su  mirada.  Trae  el  sombrero  en  la 
mano,  dejando  al  descubierto  la  cabeza,  poblada  de  fuerte  y  abun- 
dante cabello.  Tiene  toda  su  persona  un  aire  de  energía  varonil  que 
la  hace  simpática.  La  hermana  Piedad  lo  ve  venir  y  lo  espera  son- 
riéndole  con  dulzura. 

H.  Piedad.     Santos  y  buenos  días,  caballero. 

Leonardo.     Buenos  días,  hermana. 

H.  Piedad.     ¿A  ver  á  su  amigo,  verdad? 

Leonardo.  Á  acompañarlo  un  rato.  Ahora  no  tengo 
cosa  mayor  que  hacer  allá. 

H.  Piedad.  Aquí  estaba  hace  media  hora.  Andará 
por  ahí  de  conversación  con  los  ancianos.  Tiene  tan 
buen  ángel...  Y  le  gusta  mucho  charlar  con  ellos. 

Leonardo.  Con  ellos  y  con  todo  el  mundo.  Le  da 
paUque  al  primero  que  pasa.  No  sabe  callar.  Eso  sí:  su 
conversación  tiene  miel.  Y  de  usted  y  de  toda  esta  casa 
empieza  á  hablar  y  no  concluye. 


—  14  -- 

H.  Piedad.  Bromeando.  ¿Ah,  SÍ?  Pnes  le  advierto  á  us- 
ted que  somos  muy  interesadas.  Es  posible  que  pida- 
mos algo  por  cuenta  de  esa  gratitud. 

Leonardo.  Lo  que  yo  pueda  dar...  Y  de  él  no  se 
diga. 

H.  Piedad.  Hablaremos  los' tres.  Voy  por  allá  den- 
tro á  buscarlo.  Tal  vez  esté  con  don  Jacinto. 

Leonardo.     ¿El  cura? 

H.  Piedad.  No,  señor:  un  asilado  que  también  se 
llama  don  Jacinto.  ¿No  se  ha  fijado  usted  en  un  vieje- 
cito  muy  pulcro,  casi  siempre  solo...? 

Leonardo.     Ya  sé,  ya  sé  quién  dice. 

H.  Piedad.  Pertenece  á  una  gran  familia  sevillana 
que  ha  venido  á  morir  aquí.  Finales  de  vida  que  nadie 
puede  adivinar...  A  todos,  es  claro,  los  tratamos  con 
bondad  y  cariño.  Para  con  él  hay  que  añadir  la  corte- 
sía. Todo  le  humilla  y  lo  desconsuela.  En  su  amigo  de 
usted  ha  encontrado  un  buen  camarada. 

Leonardo.  Es  doloroso  el  caso.  ¿Se  da  con  fre- 
cuencia? 

H.  Piedad.  En  asilos  más  numerosos  que  éste,  sí, 
señor.  Aquí  casi  todos  son  de  familias  pobres.  Algunas 
tanto,  que  hay  asilado  que  guarda  algo  de  lo  que  se 
habría  de  comer,  para  regalárselo  luego  á  los  parientes 
que  vienen  á  visitarlo. 

Leonardo.     Es  interesante. 

H.  Piedad.     Avisaré  á  su  amigo. 

Leonardo.     Deje  usted,  hermana;  iré  yo. 

H.  Piedad.     ¡No  faltaría  otra  cosa!    Siéntese  usted , 

-que  en  seguida  viene.  Se  va  por  el  jardín,  hacia  la  derecha. 

Leonardo  pasea  un  momento  en  silencio,  y  de  pronto  se  fija  en 
la  repisa  de  San  Antonio.  Barrabás,  que  ha  vuelto  á  aparecer,  acecha 
el  instante  de  pegar  la  hebra  con  el  recién  llegado. 

Leonardo.  ¡Qué  niñería!  ¡Hoy  tiene  garbanzos  el 
Banto!  Y  anteayer  aceite  ó  vinagre.  Y^o  no  entiendo 
esto. 


—  16  — 

Barrabás.  ¿Está  usté  reparando  er  bote  de  San  An- 
tonio? 

Leonardo.     ¿Eh?  Sí,  señor. 

Barrabás.     ¿No  sabe  usté  lo  que  sirnifica? 

Leonardo.  No,  señor.  Y  desde  que  frecuento  esta 
casa  me  llama  la  atención  un  poco;  pero  no  gusto  de 
preguntar. 

Barrabás.  Pos  yo  se  lo  vi  á  explica  á  usté  sin  que 
me  lo  pregunte.  ¡Je! 

Leonardo.     Bueno. 

Barrabás.  Como  esta  casa  se  sostiene  de  la  caridá, 
€n  cuanto  la  hermana  despensera  ve  que  hase  farta  ar- 
guna  cosa,  pone  un  puñaíto  de  lo  que  hase  farta  en  er 
bote  de  San  Antonio.  Yega  una  persona  caritativa,  de- 
rrama la  vista  pa  er  santo,  repara  en  los  garbansos  ó 
en  lo  que  sea,  y  ya  sabe  de  lo  que  tiene  que  manda.  Y 
manda  una  boteya  ó  un  saquito.  Y  las  hermanas  disen 
luego  que  San  Antonio  es  er  que  lo  manda. 

Leonardo.    Ya. 

Barrabás.  Y  San  iVntonio  está  tan  ajeno  á  los  gar- 
bansos ó  al  aseite  como  usté  y  como  yo. 

Leonardo.     ¡Es  claro! 

Barrabás.  Así  son  los  milagros  der  día.  Si  yo  le 
contara  á  usté  más  e  cuatro  cosas... 

Leonardo.     No,  no  quiero  saber  más. 

Barrabás.    Es  que  en  este  asilo... 

Leonardo.     Bien  está,  bien  está,  señor. 

Barrabás.  Usté  disimule.  Leonardo  se  sienta  á  fumar.  Ba- 
rrabás vuelve   á  acercársele  sonriente.   ¿Y  Un  sigarrito,  me  da 

usté,  cabayero? 

Leonardo,  con  muy  buen  agrado.  Sí,  hombre:  eso  sí. 
Tome  usted  un  par  de  ellos,  si  quiere. 

Barrabás.  Sí  quiero.  Y  mu  agradesío.  Er  tabaquiyo 
€S  lo  único  que  le  quea  á  uno  de  otros  tiempos.  Y  es  lo 
único  también  que  nunca  manda  San  Antonio.  Se  co- 
nose  que  er  santo  no  fuma.  Tenemos  que  contentarnos 


—  16  -^ 

con  los  pitiyos  anémicos  que  nos  hasen  las  madres.  Leo- 
nardo sonríe.  La  primera  vez  en  mi  vía  que  lo  veo  á  usté 
risueño.  ¿Está  usté  malo  del  estómago,  por  casualidá? 

Leonardo.    No,  señor. 

Barrabás.  Son  dos  carárteres  mu  distintos  usté  y 
don  Sarvadó. 

Leonardo.     Bien  está,  bien  está. 

Barrabás.  Usté  disimule,  vuélvese  ai  jardín  reliando  el 
cigarrillo  que  va  á  fumarse.  Á  poco  exclama,  echando  la  mirada  ha- 
cia la  izquierda.  ¿Quiéii  cs  aqucya  paloma  que  viene  aquí? 
¡Cosa  más  rara  en  esta  casa!... 

Llega  MALVALOCA.  Se  detiene  un  punto  en  medio  del  jardín 
mirando  á  todos  lados,  como  quien  ^uda  adonde  dirigirse,  y  al  ver 
á  Leonardo  en  el  corredor  vuela  hacia  él.  Malvaloca  es  bella:  su  cara 
risueña  y  comunicativa;  su  cuerpo,  gentil  y  ligero;  su  traza  popular. 
Sus  cabellos  negros,  rizados  y  cortos,  parece  que  los  sacude  el  aire, 
segrún  se  agitan  á  impulsos  de  la  nerviosa  actividad  de  la  cabeza, 
llena  de  fantasías  y  disparates,  que  se  mueve  como  la  de  un  pájaro. 
Viste  falda  lisa  de  un  solo  color,  blusa  blanca,  zapato  de  charol  con 
hebilla,  y  mantoncillo  de  seda  negro  puesto  á  modo  de  chai.  Trae 
ricos  pendientes,  sortijas  y  pulseras,  que  contrastan  con  la  sencillez 
del  vestido.  Leonardo,  al  verla  aparecer,  se  levanta  un  poco  sor- 
prendido. Barrabás  se  acerca  á  la  hermana  Carmen  como  para  co- 
mentar la  visita.  Luego  se  aleja. 

Malvaloca.     Buenos  días. 

Leonardo.    Buenos  días. 

Malvaloca.  ¿Este  es  el  Asilo  de  las  Hermanitas  del 
Amor  de  Dios? 

Leonardo.     Este  mismo. 

Malvaloca.  Grasias.  Yo  vi  er  postiguiyo  abierto,  y 
me  entré;  pero  en  mitá'er  jardín  temí  haberme  metió 
en  otra  parte. 

Leonardo.     Pues  éste  es  el  asilo. 

Malvaloca.  Sí;  ya  veo  ayí  una  monja.  Y...  ¿usté  po- 
drá desirme...? 

Leonardo.    ¿Qué? 


-  17    — 

Malvaioca.  ¿Es  aquí  donde  están  curando  á  un  he- 
rido...? 

Leonardo.    Aquí  es. 

Malvaioca.     ¿Usté  sabe  ya  por  quién  pregunto? 

Leonardo..    Por  Salvador  García,  ¿no? 

Malvaioca.  Cabalito:  por  Sarvadó  Garsía.  ¿Cómo 
está? 

Leonardo.     Ya  está  casi  bueno. 

Malvaioca.     ¿Sí?  ¿Pero  ha  estao  grave? 

Leonardo.  Grave  no  diré  yo.  Ha  sufrido  bastante. 
Las  quemaduras  fueron  horribles  y  las  curas  muy  do- 
lorosas. 

Malvaioca.  En  Seviya  corrió  que  se  había  achicha- 
rrao  en  una  fragua. 

Leonardo.     ¡Ave  María  Purísima! 

Malvaioca.  Cosas  de  la  gente,  ¿verdá?  Me  lo  dijo... 
¿Quién  me  lo  dijo  á  mí?  ¡Ah!  Matirde  la  Chata,  que 
nunca  lo  ha  mirao  con  buenos  ojos. 

Leonardo.     ¿Usted  viene  ahora  de  Sevilla? 

Malvaioca.  Ahora  mismo.  No  he  hecho  más  que 
arreglarme  un  poco  y  busca  er  convento.  Y  he  venío 
por  enterarme  de  la  verdá;  por  salí  de  dudas;  por  verlo 
áé. 

Leonardo.     Es  usted  buena  amiga  suya,  según  parece. 

Malvaioca.  ¡Uh!  Este  ¡uhl  de  Malvaioca  es  como  un  trino. 
Lo  emplea  siempre  con  inflexión  ponderativa  y  gracioso  ademán, 
cuando  no  acierta  á  encerrar  en  palabras  todo  lo  que  quiere  decir. 
Detrás  de  cada  ¡uh!  su  imaginación  pone  uu  mundo. 

Leonardo.    Mucho,  ¿eh? 

Malvaioca.  Ya  me  quedé  en  amiga;  pero  he  sío  una 
mijiya  más.  Er  tiempo  to  lo  acaba. 

Leonardo.     Menos  las  amistades,  por  lo  visto. 

Malvaioca.  Donde  candelita  hubo...  ¿Usté  también 
es  amigo  de  Sarvadó? 

Leonardo.    Amigo  y  algo  más. 

Malvaioca.    ¿Cómo  es  eso? 


—  18  — 

Leonardo.  Porque  somos  compañeros  en  el  negocio 
de  la  fundición. 

Malvaloca.    ¿De  qué  fundisión? 

Leonardo.  De  la  fundición  de  metales  en  que  ha  pa- 
sado la  desgracia.  ¿Es  que  no  tiene  usted  noticias  de  la 
fundición? 

Malvaloca.  ¡Si  yo  hase  más  e  dos  años  que  no  lo  veo! 
Pero  ahora  estoy  pensando...  ¿Quién  me  dijo  á  mí  que 
Sarvadoriyo  se  había  metió  á  hasé  carderas? 

Leonardo  sonriendo.  Probablemente  esos  informes 
saldrían  de  la  misma  fuente  que  los  otros. 

Malvaloca.  No,  la  Chata  no  fué.  ¿Qué  más  da  quien 
fuera?  ¿De  manera  que  usté  y  Sarvadó...? 

Leonardo.     Sí;  somos  socios. 

Malvaloca.    ¿Los  dos? 

Leonardo.    Naturalmente. 

Malvaloca.     ¿Desde  cuándo? 

Leonardo.  Desde  hace  poco  tiempo.  Nuestra  amis- 
tad, que  es  muy  reciente,  es  ya  muy  estrecha. 

Malvaloca.     Es  que  Sarvadó  es  mu  simpático. 

Leonardo.     Muy  simpático  es. 

Malvaloca.     Se  yeva  á  la  gente  de  caye,  ¿verdá? 

Leonardo.     A  mí  se  me  ha  llevado,  á  lo  menos. 

Malvaloca.  Y  á  to  er  que  lo  trata.  En  este  mundo, 
lo  que  manda  es  la  simpatía. 

Leonardo.     ¿Usted  cree? 

Malvaloca.  Estoy  segura.  Er  cariño  majTj  no  es  otra 
cosa  que  una  simpatía.  Una  simpatía  tan  grande,  tan 
grande,  que  no  sabe  usté  viví  sin  aqueya  persona. 

Leonardo.     Quizás. 

Malvaloca.  Déle  usté  er  nombre  que  usté  quiera: 
amó,  amista,  cariño...  lo  que  á  usté  se  le  antoje.  Escar- 
ba usté...  y  simpatía.  ¿Usté  no  ve  que  á  los  piyos  se  les 
quiere  más  que  á  los  tontos?  ¿Y  eso  por  qué  es?  Porque 
los  piyos  son  siempre  más  simpáticos.  No  le  dé  usté 
A'uertas. 


—  19  — 

Leonardo.     Puede  que  tenga  usted  razón. 

Malvaloca.  ¿Y  cómo  fué  el  reunirse  usté  con  ese  tu- 
nante? 

Leonardo.  Usted  misma  acaba  de  decirlo:  por  sim- 
patía. Viajábamos  juntos,  encontramos  estos  talleres  de 
fundición  abandonados  en  este  pueblo,  y  nos  aventu- 
ramos á  probar  fortuna.  Los  dos  tenemos  aficiones  aná- 
logas... La  fundición  se  llamaba  antes  de  los  Sucesores 
de  no  sé  quién;  pero  Salvador  la  ha  bautizado  con  el 
pomposo  título  de  La  Niña  de  Bronce. 

Malvaloca.  ¡Ah!  ¡La  Niña  de  Bronse!...  Ya  sé  yo  por 
la  que  va  eso. 

Leonardo.    ¿Por  usted? 

Malvaloca.  No,  señó;  por  otra.  ¡Granuja!  Pero  ¿dón- 
de está?  que  yo  sí  que  voy  á  bronsearlo. 

Leonardo.     Ahora  vendrá  aquí. 

Malvaloca.     ¿Aquí  va  á  vení? 

Leonardo.  Sí;  ha  ido  una  de  las  hermanas  á  avisarle 
que  he  llegado  yo. 

Malvaloca.  Tengo  ganas  de  darle  un  abraso.  ¡Pobre- 
siyo!  Porque  es  mu  charrán,  ¿sabe  usté?  pero  es  mu 
cabayero.  Conmigo  siempre  se  ha  portao  mu  bien.  Ni 
una  sola  vez  he  yamao  á  su  puerta  que  ér  no  haya  res- 
pondió. Segura  estoy  yo  de  que  no  me  muero  en  un 
hospitá  mientras  ^áva  ese  hombre.  ¿Este  es  San  Anto 
nio?  Tiene  toa  la  cara  de  un  músico.  ¿Qué  vende?  ¿gar- 
bansos?  Diga  usté:  ¿usté  estaba  en  la  fundisión  cuando 
ocurrió  er  percanse? 

Leonardo.    Sí  por  cierto. 

Malvaloca.  Y  ¿cómo  fué?  ¿cómo  fué?  ¿Quié  usté 
contármelo? 

Leonardo.  ¡Ya  lo  creo!  íbamos  á  fundir  una  figura 
para  una  fuente  nueva  de  Los  Alcázares,  este  pueblo 
inmediato. 

Malvaloca.  Lo  conozco.  ¡No  yueve  en  Los  Arcása- 
resl  ¡Josúl 


—  20  — 

Leonardo.  El  molde  de  la  figura  que  se  ha  de  fun- 
dir está  en  el  suelo,  bajo  tierra;  y  por  un  agujero  que 
se  deja  en  la  superficie,  se  vierte  en  él  luego  el  bronce 
líquido  que  va  en  los  crisoles. 

Malvaloca.     ¿En  los  qué? 

Leonardo.  En  los  crisoles.  Los  crisoles  son  unos^ 
grandes  vasos,  que  sin  saltar  ni  romperse,  resisten  las 
temperaturas  más  elevadas.  Dentro  de  ellos,  en  los  hor- 
nos, se  deshace  el  bronce  más  duro  hasta  convertirse 
en  fuego  líquido. 

Malvaloca.     ¡Pa  mete  un  deo! 

Leonardo.  Y  entonces,  como  le  decía,  pasa  de  los 
hornos  á  la  tierra  en  que  está  sepultado  el  molde  de  lo 
que  se  haya  de  fundir.  En  este  paso  ocurrió  la  desgra- 
cia de  Salvador. 

Malvaloca.    ¿Sí? 

Leonardo.  Sí.  Se  conduce  el  crisol  desde  el  horno 
sujeto  por  lo  que  nosotros  llamamos  armas  de  mano. 
Para  sostenerlo  y  fundir,  si  el  crisol  es  grande,  se  nece- 
sitan á  veces  cuatro  ó  seis  hombres.  Uno  de  ellos  era 
Salvador.  Pues  bien:  al  ir  á  volcar  el  líquido  en  el  mol- 
de por  el  bebedero,  le  faltó  el  pié  á  uno  de  los  otros,  y 
con  la  sacudida  violenta  saltó  fuego  al  suelo  y  le  salpi- 
có á  Salvador  en  el  pecho,  en  un  brazo  y  en  una  pierna. 

Malvaloca.    ¡Josú! 

Leonardo.  Si  vencido  por  el  dolor  suelta  el  arma  y 
se  derrama  y  se  esparce  todo  el  fuego,  tal  vez  se  hubiera 
abrasado  algún  hombre.  Salvador  hizo  un  esfuerzo  su- 
premo y  gritó:  «¡A  fundir!»  Y  los  demás  obedecieron  y 
entró  el  fuego  en  la  tierra.  Cuando  ya  no  quedaba  ni 
una  sola  gota  en  el  crisol,  soltaron  sus  manos  la  barra 
y  cayó  en  mis  brazos  sin  sentido. 

Malvaloca.     ¡Pobresito! 

Leonardo.  Dos  hermanas  de  este  asilo,  que  llegaron 
entonces  al  taller  pidiendo  una  limosna,  sobrecogidas 
é  impresionadas  por  la  escena,  se  obstinaron  en  que 


—  21  — 

liabía  de  traérsele  aquí,  por  estar  á  un  paso  de  la  fundi- 
ción; y  aquí  lo  trajimos^  y  aquí  se  le  ha  asistido,  y  aquí 
sigue. 

Malvaloca.  Pos  sí  que  habrá  pasao  las  negras.  Por- 
que no  es  mu  duro  de  carnes.  Un  peyizco  es,  y  le  hase 
daño.  Pero  ¿en  qué  piensa  ya  que  no  viene? 

Leonardo.  No  sé...  Sí  que  tarda...  Acaso  haya  llega- 
do el  médico. 

Malvaloca.  Oiga  usté,  ¿es  buen  médico?  Miste  que 
en  estos  pueblos  hay  á  lo  mejó  ca  veterinario... 

Leonardo.  Bueno  debe  de  ser.  A  Salvador  lo  ha  sa- 
cado adelante.  Es  el  forense.  Iré  á  ver  qué  pasa  y  á  de- 
cirle que  está  usted  aquí. 

Malvaloca.     Si  me  hase  usté  er  favo... 

Leonardo.      Con    muchísimo    gusto.    Va    á    marcharse    y 

vuelve.  ¿Y  quién  le  digo  que  lo  espera?  Porque  no  sé 
cómo... 

Malvaloca.  Ah,  sí.  Dígale  usté...  Dígale  usté  que 
-está  aquí  Marvaloca. 

Leonardo.    ¿Malvaloca? 

Malvaloca.     ¿Le  suena? 

Leonardo.     No:  me  sorprende. 

Malvaloca.  Así  me  yaman  desde  los  trese  años.  Mi 
nombre  es  Rosa,  pa  servir  á  usté. 

Leonardo.     Muchas  gracias. 

Malvaloca.  Pero  á  Sarvadó  dígale  usté  que  Marva- 
loca. ¿A  que  no  sabe  usté  por  qué  me  yaman  Marva- 
loca? 

Leonardo.    ¿Por  qué? 

Malvaloca.  Yo  nasí  en  Málaga  en  una  casita  que  te- 
nía en  la  puerta  un  arriate  y  en  el  arriate  una  marva- 
loca. La  gente  conosía  á  mi  casa  por  la  casa  de  la  mar- 
valoca. Pos  bueno:  se  secó  la  marvaloca,  pero  en  luga  de 
la  marvaloca  quedé  yo,  que  ya  prinsipiaba  á  espiga.  Y 
-como  mi  casa  era  pa  to  er  mundo  la  casa  de  la  marva- 
loca, y  ayí  no  había  quedao  marvaloca  ninguna,  pos  la 


—  22  — 

marv aloca  fui  yo.  Tota:  que  en  vé  de  sé  una  fló  y  de 
está  á  la  puerta  e  la  caye,  fué  una  mosita  que  estaba 
dentro.  Ya  ve  usté  qué  cosa  mas  sensiya.  Pero  hay  que 
explicarla. 

L60n&rd0.  En  un  especial  estado  de  ánimo,  que  en  parte  con- 
firma las  teorías  de  la  simpatía  expuestas  por  la  simpática  Malvaloca. 
Voy  á  avisarle  á  Salvador.  Se  va  por  el  jardín  hacia  la  dere- 
cha. 

Maivaloca.  cuando  se  queda  sola.  También  es  simpática 
este  hombre.  Mirando  hacia  la  puerta.  ¿Y  esta  viejcsita  que- 
viene  aquí?  Se  conose  que  estará  recogía...  ¡Pero  qué 
chiquitita  es!  ¡Si  es  un  embuste!  Paese  una  majita  de- 
armiré. 

Sale  MARIQUITA,  en  dirección  al  lado  opuesto  del  corredor. 
MALVALOCA  la  contempla  encantada.  Es  una  viejecita  que  cabe 
dentro  del  bote  de  los  garbanzos  de  San  Antonio. 

Mariquita,  ai  pasar  ante  MALVALOCA.  Dios  guarde  á-. 
Usté,  hermana. 

iVIaivaloca.     Vaya  usté  con  Dios,  hermanita. 
iVIariquita.     Que  usté  siga  güeña. 
IVIaivaloca.     ¿Está  usté  recogía  en  el  asilo? 

Mariquita.      Deteniéndose.  Sí,  SCñora. 

Malvaloca.    ¿Hase  mucho? 

Mariquita.  Cuatro  años.  Desde  que  me  fartó  mí 
hijo;  que  me  lo  mataron  en  er  moro. 

Malvaloca.     ¿Le  mataron  á  usté  un  hijo  en  la  guerra''* 
Mariquita.     Er  que  tenía. 

Malvaloca.  ¡Vaya  por  Dios!  Mariquita  hace  un  gesto  de 
resignación   y  dolor.    ¿Soil    UStedcS    mUchoS    los  VÍejeSÍtOS 

asilaos? 

Mariquita.  Ar  presente,  seis:  dos  mujeres  y  cuatro- 
hombres. 

Malvaloca.     ¿Esto  era  un  convento,  verdá? 

Mariquita.  Sí,  señora:  er  Convento  der  Carmen.  Y' 
cuando  se  murió  la  úrtima  de  las  madres,  se  vinierom 
aquí  las  Hermanitas  del  Amor  de  Dios. 


—  23   — 

Mal  val  oca.  Ya.  Diga  usté,  hermanita:  ¿y  se  armiten 
limosnas? 

Mariquita.  Hágase  usté  er  cargo:  de  la  caridá  viven 
eyas...  y  de  la  caridá  de  eyas,  nosotros... 

MalvalOCa.  Tome  usté,  saca  de  su  bolso  una  moneda  de 
cinco  pesetas  y  se  la  da. 

Mariquita.  Atónita.  ¿Qué  es  esto? 

Malvaloca.  Un  duro. 

Mariquita.  No  tengo  pa  darle  la  güerta. 

Malvaloca.  Si  es  pa  usté,  hermanita. 

Mariquita.  ¿Pa  mí? 

Malvaloca.  En  broma.  ¡Pa  que  se  compre  usté  un 
sombrero! 

Mariquita.      sonriendo  entre  lágrimas.  ¿Un  SOmbrerO...  yO? 

Malvaloca.     ¡Ó  lo  que  le  haga  fartal 

Mariquita.     Un  sagalejito. 

Malvaloca.     Aya  usté,  hermana. 

Mariquita.    ¿Es  usté  rica? 

Malvaloca.     ¡Uh! 

Mariquita.  Por  la  caye  no  suelen  dá  limosnas  tan 
grandes.  De  aquí  tos  los  días  salen  dos  hermanas  á 
pedí,  ¡y  si  viera  usté  qué  poquito  recogen!  Y  escuche 
usté  una  cosa:  er  sábado  pasao  le  pegaron  á  la  hermana 
Piedá. 

Malvaloca.    ¿Quién? 

Mariquita.  Un  borrachote,  ¿quién  había  de  sé?  En- 
tró en  una  casa  que  tenía  la  cánsela  abierta,  creyendo 
que  era  una  casa  partícula,  y  era  una  tabernucha.  Pero 
eya,  que  es  mu  tranquila  y  mu  resuerta,  no  se  cortó  ni 
na,  y  pidió  su  Hmosna  pa  los  pobres.  Y  aquer  tío,  bo- 
rracho como  estaba,  empesó  á  sortá  palabrotas  y  le  dio 
un  gofetón. 

Malvaloca.     ¿Y  qué  hiso  la  hermana? 

Mariquita.  Pos  la  hermana  entonses  fué  y  le  dijo: 
«Güeno,  esto  es  pa  mí.  Ahora  sigo  pidiendo  pa  mis  po- 
bres.» 


—  24  — 

MalvalOCa.      Admirada.  ¡Ah! 

Mariquita.     Conque  fué  el  amo  de  la  taberna  al  oiría, 
y  echó  á  la  caye  ar  borrachote,  y  á  eya  le  dio  una  li- 
mosna mu  güeña.  Y  ar  día  siguiente  vino  el  hombre  ya 
fresco  aquí  á  pedirle  perdón.  Y  hubo  que  oí  á  la  her 
mana  Piedá;  porque  sabe  mucho. 

Malvaloca.     ¿Es  aqueya  que  cose? 

Mariquita.  No,  señora.  La  hermana  Piedá  es  mu 
guapita.  Es  de  Madrí.  Se  casó  mu  joven,  se  le  murió  er 
marío  der  pecho,  y  entonses  entró  en  esta  casa,  porque 
dijo  que  ya  no  tenía  que  queré  á  nadie  en  er  mundo. 
Si  sale,  yo  le  diré  cuál  es. 

En  el  corredor,  por  la  izquierda,  aparece  en  esto  SALVADOR,  el 
compañero  de  Leonardo.  Es  hombre  de  su  edad,  poco  más  ó  menos, 
y  de  fisonomía  inteligente  y  despierta.  Trae'^el  brazo  izquierdo  des- 
cansando en  un  pañuelo  de  seda  anudado  al  cuello.  Al  ver  á  Malva- 
loca  allí  se  sorprende  vivamente  y  se  alegra. 

Salvador.  Pero  ¿es  verdá  lo  que  ven  mis  ojos? 

iVIalvaloca.     ¡Chiquiyo! 

Salvador.  ¡Marvaloca!  ¿Tú  por  aquí?  ¿Qué  es  esto? 

Malvaloca.     ¡Que  vengo  á  verte! 

Salvador.  Dios  te  lo  pague,  mujé,  Dios  te  lo  pague. 

Malvaloca.     ¿Cómo  van  esas  quemaúras? 

Salvador.  Ya  pasaron. 

Malvaloca.     Más  vale  así.  Te  he  traío  la  buena. 

Salvador.  Tú  á  mí  siempre.  Siéntate  un  ratito. 

Malvaloca.     ¡Pos  no  que  no! 

Mariquita.  ¿Es  tu  novia? 

Salvador.  Lo  fué.  Me  dejó  por  otro. 

Malvaloca.     Diga  usté  que  es  un  embustero. 

Salvador.  ¿Te  gusta? 

Mariquita.      Es  guapa.    Y  mira.  Le  enseña  la  moneda: 

Salvador.     ¡Espantárame  á  mí! 
Mariquita.     Riéndose.  ¡Díse  que  pa  un  sombrero!  Que 
Dios  la  bendiga. 

Malvaloca.     Vaya  usté  con  Dios. 


—  25  — 

Sigue  su  camino  Mariquita,  reinando  en  el  zagalejo  que  se  va  a 
•comprar. 

Salvador.      con  satisfacción  á  Malvaloca.  ¿Qué  hay? 

Malvaloca.     Que  me  alegro  de  verte,  hombre. 

Salvador.    Y  yo  á  ti. 

Malvaloca.  ¡Mía  que  vení  á  tus  años  á  para  en  un 
asilo  e  viejos! 

Salvador.  Las  vuertas  que  da  er  mundo.  En  cam- 
bio por  ti  no  pasan  días:  sigues  tan  guapa. 

Malvaloca.  Tus  ojos.  Y  el  cuartito  de  hora  después  de 
lavarme.  Ya  me  han  contao  cómo  te  portaste  er  día  de 
la  desgrasia...  Vamos,  que  estuviste  hecho  un  valiente. 

Salvador.     ¿Quién  te  lo  ha  contao? 

Malvaloca.    Tu  amigo. 

Salvador.     ¿Qué  amigo? 

Malvaloca.    Er  sosio. 

Salvador.     ¿Está  aquí? 

Malvaloca.  ¡Toma!  Y  se  ha  ido  á  buscarte  aya  den- 
tro. Y  antes  una  monja.  ¿Dónde  estabas  metió? 

Salvador.     En  la  torre  estaba. 

Malvaloca.     ¿Te  da  por  las  sigüeñas  ahora? 

Salvador.    No. 

Malvaloca.  ¡Pos  arguna  conozco  yo  que  paese  una 
sigüeña!  ¡Mar  tiro  le  peguen!  ¡Cómo  se  te  va  estropean- 
do er  gusto  con  la  edá! 

Salvador.  Riéndose.  Mientras  no  dejes  de  gustarme 
tú...  '  '■■■■■' 

Malvaloca.  Aquí  ya  no  hay  candela:  á  la  otra  es- 
cuela. 

Salvador.     ¿Has  hablao  mucho  con  Leonardo? 

Malvaloca.    ¿Con  quién? 

Salvador.     Con  mi  compañero:  con  Leonardo. 

Malvaloca.  Ah,  ¿se  llama  Leonardo?  Pos  Leonardo 
la  mira  á  una  que  paese  que  va  á  retratarla.  Es  mu  se- 
rio, ¿no? 

Salvador.     Muy  serio.  Y  una  gran  persona,  además. 


—   26  — 

Malvaloca.     ¿Entonses,  cómo  es  amigo  tuyoV 

Salvador.     Porque  los  extremos  se  tocan. 

Malvaloca.     ¿Los  extremos? 

Salvador.  Sí.  Leonardo  tiene  lo  que  yo  más  envi- 
dio:  volunta.  Es  rarito,  rarito...  Pero  va  adonde  quiere. 
Hay  que  sabe  yevarle  er  genio,  eso  sí.  Á  lo  mejó  ge 
arranca...  En  fin,  este  es  el  hombre:  podía  en  su  tierra, 
con  su  padre,  que  también  tiene  una  fundisión,  viví 
tranquilamente  y  á  gusto;  pero  er  padre  enviudó,  quiso 
casarse  por  segunda  vez,  y  Leonardo  le  dijo,  cogiendo  á 
una  hermanita  que  tiene:  «Ni  mi  hermana  ni  yo  que- 
remos otra  madre  que  aquéya.»  Y  anochesió  en  la  casa 
y  no  amanesió.  Yevó  á  la  hermana  con  unos  tíos  que 
suspiraban  por  tené  hijos,  y  ér  se  echó  á  vola  por  er 
mundo,  buscando  aventuras. 

Malvaloca.  Pos  mira:  eso  prueba  que  es  un  hombre 
de  corasón. 

Salvador.  Y  lo  es.  Aunque  se  las  echa  de  inflexible 
y  de  hombre  de  asero. 

Malvaloca.     ¿Vive  ya  la  hermana  con  é? 

Salvador.  No:  sigue  viviendo  con  los  tíos.  Pero  aho- 
ra va  á  vení  á  pasa  unos  días  con  Leonardo. 

Malvaloca.     ¿Ér  no  es  andaluz,  por  supuesto? 

Salvador.     No:  es  de  Asturias. 

Malvaloca.     ¿Y  pa  qué  se  fué  á  nasé  tan  lejos? 

Salvador.  ¡Qué  sé  yo!  ¡Chiquiya,  lo  que  te  agradezca 
esta  visita! 

Malvaloca.  ¿Quiés  cavarte?  ¿Tú  no  hubieras  hecho 
lo  mismo?  Ya  sabes  cómo  soy.  Me  dijo  una  amiga:  «¿Te 
has  enterao  de  que  Sarvadó  está  en  parriyas,  como  San 
Lorenso?»  Y  hé  er  petate.  Tú  me  conoses:  tengo  er  co- 
rasón en  la  cabesa. 

Salvador.     ¡Er  corasón  en  la  cabesa!... 

Malvaloca.     ¿No  es  verdá? 

Salvador.  Sí  es  verdá,  sí;  porque  la  cabesa  no  la 
tienes  en  ninguna  parte. 


—  27  — 

Malvaloca.     Así  no  padezco  jaquecas. 

Salvador.  ¿Y  en  er  sitio  der  corasón,  qué  tienes^ 
ahora? 

Malvaloca.  Er  sola,  con  una  vaya  y  un  perro  pa  que 
no  entre  nadie. 

Salvador.  Pos  á  mí  me  han  dicho  que  un  ale- 
mán... 

Malvaloca.  ¡Vamos,  quita!  Ni  en  verano  bebo  yo- 
servesa. 

Salvador.     ¿Sigues  en  Seviya? 

Malvaloca.     Por  lo  pronto,  sí. 

Salvador.     ¿^  tu  madre? 

Malvaloca.    En.Sestona. 

Salvador.     Riéndose.  ¿En  Sestona? 

Malvaloca.  No  te  rías;  en  Sestona  ó  en  Fitero  ó  en 
Vichy.  Aya  eya.  Es  la  misma  de  siempre.  Que  tenga 
dinero:  «Hija  de  mi  arma,  sentrañas,  corasón,  alegría 
de  su  vieja...»  To  er  surtió.  Que  me  ve  con  la  noche  y 
er  día  y  que  er  sielo  se  nubla:  me  agarra  dos  mantones, 
los  empeña  y  toma  er  tren  pa  un  barneario.  ¡Yo  no  he- 
Wsto  una  mujé  que  beba  más  agua  de  toas  clases!  salva- 
dor suelta  la  carcajada.  Así  CStá  eya:  hiucllá. 

Salvador.     ¿Y  tu  padre? 

Malvaloca.  Mi  padre  es  otro  estilo:  ése  no  es  agua  la 
que  bebe.  Es  un  tone.  En  fin,  no  quieo  acordarme  de 
mi  gente.  ¡Josú!  Si  como  me  sacaron  bonita  me  sacan 
fea,  te  los  mando  á  un  crisó  de  esos  de  tu  fábrica. 

Salvador.     Siempre  estás  á  tiempo. 

Malvaloca.  Déjalos;  pobresiyos.  ¿Y  tu  viejo?  ¿En  er 
pueblo? 

Salvador.     Sí:  en  er  pueblo  sigue. 

Malvaloca.     ¿Con  la  fotografía? 

Salvador.  Y  con  una  tiendesita  e  morduras  que  ha 
puesto  hase  un  año.  Se  defiende  el  hombre.  Pienso  ye- 
garme  á  verlo  cuando  me  den  de  arta,  pa  que  se  con- 
vensa  de  que  esto  de  las  quemaúras  no  ha  sío  na. 


—  28  — 

Mal  val  oca.     Pero  ha  podio  sé,  Sarvadó. 

Salvador.     Lauses  del  ofisio. 

Malvaloca.  Es  verdá.  ¿Cómo  te  ha  dao  er  venate  de 
meterte  á  húngaro? 

Salvador.     ¿Á  húngaro? 

Malvaloca.    Á  fundido:  es  iguá. 

Salvador.  Siempre  pité  un  poco  por  ese  lao:  acuér- 
date. Conosi  á  este  amigo,  nos  caímos  en  grasia  el  uno 
al  otro  y  no  hiso  farta  más.  Er  tiene  muchas  ilusiones; 
yo  no  tengo  tantas,  pero  me  gusta  que  ér  las  tenga.  Con- 
que ahí  está  mi  fundisión  pa  lo  que  tú  quieras  mandar- 
jne.  ¿Se  te  ofrese  argo? 

Malvaloca.     Hombre,  sí:  vas  á  haserme  dos  grifos. 

Salvador.    ¿Dos  grifos? 

Malvaloca.     Sí;  uno  pa  mi  padre  y  otro  pa  mi  madre. 

8e  ríen  los  dos. 

Salvador.  En  cuantito  que  vuerva  ar  tayé  será  lo 
primero  que  haga. 

Malvaloca.     ¿Te  quedan  aquí  muchos  días? 

Salvador.     Ya  no;  ya  estaré  pocos. 

Malvaloca.  Pos  mira,  por  si  vengo  otra  vez  á  verte, 
TÍO  digas  quién  soy. 

Salvador.     ¿Por  qué  no,  mujé?  Una  amiga  mía. 

Malvaloca.     Como  quieras. 

Salvador.     ¿Qué  quieres  que  diga,  si  no? 

Malvaloca.  Di  mejó  que  so}  una  inglesa.  Ya  tienes 
ahí  ar  sosio. 

En  efecto,  llegan  LEONARDO  y  la  HERMANA  PIEDAD,  por  don- 
óle se  fueron. 

Leonardo.     ¡Si  está  aquí,  hermana! 
H.  Piedad.     ¿Está  aquí? 
Salvador.     Sí;  aquí  estoy. 
Malvaloca.     Buenos  días. 

H.  Piedad.  Buenos  días.  Toda  la  casa  hemos  andado 
•detrás  de  usted. 

Salvador.     Me  subí  á  la  torre. 


29  — 


Leonardo.     ¡Ya  decía  yo!  ¡En  la  torre  era  muy  difícil 
que  lo  encontráramos! 

Malvaioca.     Hermana;  con  permiso. 
]\Iande  usted. 
¿Quiere  usté  desirme  en  dónde  está  la 


H.  Piedad. 
Malvaioca. 
iglesia? 
H.  Piedad. 
Malvaioca. 
H.  Piedad. 
Malvaioca. 
H.  Piedad. 
Malvaioca. 
Salvador. 


Yo  iré  con  usted. 

No;  no  se  moleste. 
No  es  molestia  ninguna. 

¿Es  usté  la  hermana  Piedá? 
Servidora.  ¿Vamos? 

Vamos.  Ahora  vuervo. 
La  que  tiene  C[ue  vorvé  también  es  usté,. 


hermana  Piedá. 

H.  Piedad.     ¿Yo? 

Salvador.     Sí;  pa  habla  de  aquéyo,  antes  que  se  mar- 
che Leonardo. 

H.  Piedad.     Ah,  sí.  En  seguida  vengo.  Á  Malvaioca.  Por 

aquí.  Se  alejan  juntas  por  el  corredor  la  santita  y  la  pecadora. 


Leonardo. 

Salvador. 

Leonardo. 

Salvador. 

Leonardo. 

Salvador. 

Leonardo. 

Salvador. 

Leonardo. 


¿Quién  es  esta  mujer? 
La  hermana  Piedad,  ¿no  has  oído? 

Déjate  de  burlas;  la  otra. 

íAh!  ¡La  otra  es  esensia  de  canelal 


la,  ya. 

Marvaloca  le  yaman. 
Ya  lo  sé. 

¿Entonses  qué  es  lo  que  me  preguntas? 
Algo  más  que  el  nombre.   Lo  que  sepas 
de  ella  más  que  yo. 

Salvador.  Su  historia  es  una  novela  muy  larga.  Pues 
imaginártela  tú.  No  se  párese  á  ninguna  y  se  párese  á 
muchas.  Una  cara  bonita  y  una  cabesa  loca  en  una  casa 
en  donde  hay  hambre.  Este  es  er  prinsipio  de  la  nove- 
la. De  argunos  capítulos  sé  argo  más. 
Leonardo.  ¿Ha  sido  cosa  tuya? 
Salvador.     Sí;  pero  ya  base  tiempo. 


—   30  — 

Leonardo.     Pues  ella  te  conserva  una  gratitud,.. 

Salvador.     ¡Como  que  me  porté  muy  bien  con  eya! 

Leonardo.    ¿Sí? 

Salvador.  ¡Sí!  La  yevé  á  armorsá  á  una  venta  en 
Córdoba,  le  dije  que  me  esperara  un  segundo,  que  iba 
por  tabaco,  y  vorví  á  los  dos  años  á  vé  si  estaba  ayí 
toavía. 

Leonardo.    ¿Eso  hiciste? 

Salvador.     Por  vé  si  era  de  ley. 

Leonardo.     ¡Bah!  Tú  no  hiciste  eso. 

Salvador.     Sí  lo  hice,  sí.  No  tenía  otra  salida,  caua  un 

instante,  mientras  pasa  la  HERMANA  DOLORES  por  el  corredor,  de 

derecha  á  izquierda.  Malvaloca  es  mujé  que  se  mete  mucho 
en  er  corasón;  nos  íbamos  tomando  cariño;  me  había 
yorao  ya  dos  ó  tres  veses...  Y  eso  de  que  me  jove  un-i 
mujé  no  es  pa  mi  genio.  Hasen  las  lágrimas  una  cade- 
nita,  que  sujeta  más  que  toas  las  que  podamos  forja 
nosotros  en  la  fundisión. 

Leonardo.  No  entiendo  que  la  dejaras  si  la  querías. 
Y  todavía  entiendo  menos  que  esa  mujer  te  mire  á  la 
cara. 

Salvador.  Te  diré:  corrió  er  tiempo,  á  los  dos  nos 
pasaron  cosas...  y  cuando  se  le  murió  la  chiquiya,  á  su 
lao  estuve  yo  primero  que  nadie. 

Leonardo.     Ah,  ¿se  le  murió  una  chiquilla? 

Salvador.  Bonita  como  un  sueño.  Cuatro  años  te- 
nía. Esa  ha  sío  la  mayó  desgrasia  de  Marvaloca.  La 
chiquiya  era  como  un  refugio  pa  toas  sus  penas. 

Leonardo.     ¡Qué  lástima! 

Salvador.  Porque  tiene  muchas.  Y  es  buena  como 
pocas  nmjeres  he  visto. 

Leonardo.  Así  me  ha  parecido  á  mí.  Tiene  mirar  de 
buena.  Detrás  de  aquellos  ojos,  la  primera  luz  que  se 
advierte  es  de  bondad. 

Salvador.     ¿Sabes  que...? 

Leonardo.    ¿Qué? 


—  31   — 

Salvador.  No;  na...  Malos  pensamientos  que  tiene 
uno. 

Leonardo.  Pues  ¿de  qué  te  ríes? 

Salvador.  De  ti  probablemente. 

Leonardo.  ¿De  mí?  ¿Por  qué? 

Salvador.  ¿Conque  la  primera  luz  que  se  advierte  es 
de  bondá?  ¡Te  veo  y  no  te  veo,  fundido! 

Leonardo.      No  seas  majadero,  cambiando  de  conversación 

bruscamente.  ¿Qué  nos  quiere  la  hermana  Piedad? 

Salvador.  Ahora  nos  lo  dirá  eya  misma.  ¡Cayó  tra- 
bajo en  La  Niña  de  Bronse,  amigo! 

Leonardo.     Me  alegro,  compañero,  me  alegro. 

Llega  en  esto  oportunamente  la  HERMANA  PIEDAD. 

H.Piedad.     Aquí  me  tienen. 

Salvador.     Ea,  pos  vamos  á  habla  de  la  Golondrina. 


Leonardo.     ,-De  la  Golondr 


ina: 


H.  Piedad.  La  Golondrina,  como  la  llama  el  pueblo, 
aunque  su  nombre  es  Santa  Teresa,  es  la  campana  de 
€ste  convento,  que  está  rota. 

Leonardo.  Cierto:  rota  está.  No  puede  ser  de  otra 
manera.  Desde  la  fundición  la  oigo  todas  las  mañanas  y 
todas  las  tardes,  y  me  crispa  los  nervios.  ¡Suena  á  dia- 
blos! 

H.  Piedad.     ¿Á  diablos? 

Leonardo.  Perdone  usted,  hermana.  Quiero  decir 
que  no  puede  sonar  peor. 

H.  Piedad.  ¿Y  cómo  quiere  usted  que  suene,  si  está 
rota  hace  cuatro  años? 

Leonardo.  ¡Pues  hay  que  componerla!  ¡Todo  tuviera 
tan  fácil  arreglo  en  el  mundo! 

Salvador.  ¿Ve  usté,  hermana,  como  Leonardo  era 
nuestro  hombre? 

Leonardo.  ¡Ah,  sí!  ¡Una  campana  rota  en  una  casa 
como  esía,  á  dos  pasos  de  una  fundición,  es  una  ver- 
güenza para  los  fundidores! 

Salvador.     Sin  contá  con  que  de  arguna  manera  hay 


'^  32  — 

que  pagarles  á  las  hermanitas  er  trato  que  me  han 
dao. 

H.  Piedad.  No  diga  bobadas,  hermano,  que  no  he- 
mos hecho  sino  cumplir  con  Dios.  Y  si  ustedes,  por 
gracia  suya,  consiguen  que  la  Santa  Teresa  de  esta  torre, 
la  Golondrina,  cante  como  cantaba,  elevando  su  voz  á 
los  cielos,  entonces,  desde  la  Superiora  á  la  hermanita 
más  humilde,  que  es  una  servidora  de  ustedes,  no  ten- 
dremos palabras  ni  acciones  con  que  pagarles. 

Leonardo.  Pues  cuente  usted  con  que  ello  será.  ¿Tú 
has  visto  la  campana? 

Salvador.     Si.  Está  partida  de  arriba  abajo. 

Leonardo.    No  es  extraño,  si  sonaba  tan  bien. 

H.  Piedad.    ¿Y  eso? 

Leonardo.  Las  campanas,  cuanto  más  sonoras  y  bien 
timbradas,  más  frágiles.  La  que  más  nos  encanta  oir  es 
la  que  con  mayor  facilidad  puede  romperse. 

Salvador.     A  las  mujeres  se  paresen  en  eso. 

H.  Piedad.  Calle  usted,  hombre,  calle  usted;  que  en 
todo  asunto  ha  de  acordarse  de  las  faldas. 

Salvador.  Es  que  las  campanas  las  tienen.  Por  eso 
me  he  acordao. 

H.  Piedad.     Bueno,  déjese  usted  de  cuchufletas. 

Leonardo.  En  resolución,  hermana  Piedad,  porque 
éste  tiene  el  vicio  de  hablar  en  broma  cuando  se  habla 
en  serio:  fundiremos  en  La  Niña  de  Bronce  la  Golondri- 
na, y  quedará  tal  cual  estaba. 

H.  Piedad.  Dios  se  lo  pague  á  ustedes.  Y  eso  preci- 
samente quería  yo  saber:  si  quedará  tal  cual  estaba;  si 
después  de  arreglada  será  la  misma. 

Leonardo.  La  misma:  de  la  misma  hechura  que  hoy 
tiene,  fundida  con  el  mismo  bronce. 

H.  Piedad.  Bien,  bien:  si  ha  de  ser  así,  bien.  Es 
campana  esa  llena  de  tradiciones  y  de  recuerdos  muy 
queridos. 

Leonardo.    Pues  usted  ha  de  ver  cómo  seguirá  sien- 


^   33   — 

do  la  misma.  La  Golondrina  levantará  el  vuelo,  dejará 
la  torre,  entrará  por  la  puerta  de  nuestros  talleres,  vivi- 
rá unos  días  con  nosotros,  el  fuego  la  consumirá  para 
darle  después  nueva  vida,  y  volverá  á  su  nido  cantando 
mejor  que  cantaba. 

Salvador.  O  comparando  de  otra  manera:  la  Golon- 
drina es  una  morena  que  está  ronca,  que  va  en  consur- 
ta á  un  par  de  dortores,  y  que  cuando  después  de  la 
visita  entra  en  su  casa,  vega  con  una  voz  que  se  paran 
los  pájaros  pa  oiría. 

H.  Piedad.  ¿No  digo  yo?  Siempre  había  usted  de  ir 
á  parar  á  los  mismos  trigos.  Á  Martín  que  vuelve  por  donde 
se  fué.  Martín,  ¿usted  oye  esto? 


Martín.    ¿Qué,  hermana? 

H.  Piedad.  ¡Que  va  á  hacerse  el  milagro  de  que  ha- 
blaba yo  antes! 

IVIartín.    ¿Qué  milagro? 

H.  Piedad.  El  milagro  de  la  Golondrina,  que  por  gra- 
cia de  Dios,  que  pone  hombres  buenos  é  inteligentes  en 
la  tierra,  va  á  sonar  como  en  otros  tiempos. 

Martín.     Temblando  de  júbilo.  ¿Es  posible,  hermana? 

H.  Piedad.  Es  posible,  sí.  Don  Leonardo  y  su  com- 
pañero van  á  llevársela  á  su  fundición,  y  nos  la  van  á 
devolver  como  si  nunca  se  hubiera  roto.  ¿Verdad? 

Leonardo.    Verdad. 

Martín.  ¿En  dónde  están  esos  cabayeros,  que  quieo 
yo  besarles  las  manos? 

H.  Piedad.  Lo  que  ha  de  hacer  usted,  es  darle  gra- 
cias al  Señor. 

Martín.     ¡Y  besarles  las  manos  á  eyos! 

Leonardo.    ¿Es  el  campanero,  quizás? 

Martín.  Er  campanero  soy,  señó;  pa  servirle.  ¿No 
me  ve  usté  temblando? 

Salvador.  Martín  quiere  á  la  Golondrina  como  á  cosa 
Buya. 

Martín.     Como  á  cosa  de  mis  entrañas,  señó. 


—    3!    — 

H.  Piedad.  El  primer  vuelo  que  dio  la  Golondrina  en 
la  torre  lo  dio  con  él. 

Martín.  Conmigo.  Era  yo  una  criatura.  Y  desde  en- 
tonses  no  nos  separamos.  Eya  ha  sio  en  este  mundo  mi 
niña,  y  mi  novia,  y  mi  compañera,  y  mi  madre.  Tos 
mis  cariños  juntos,  porque  con  eya  he  desahogao  siem- 
pre mi  pecho. 

Leonardo.  Pues  ahora  celebro  yo  más  todavía  lo 
que  vamos  á  hacer. 

Martín.  ¡Lo  que  eso  vale  pa  mí,  señores,  no  pué  re- 
presentárselo nadie!  ¿Ustés  no  oyeron  nunca  á  la  Golon- 
drina antes  e  la  desgrasia? 

Leonardo.    Yo,  no. 

Salvador.    Ni  yo. 

H.  Piedad.    Yo,  sí 

Martín.  Pos  que  diga  la  hermana:  paresía  una  voz  de 
los  sielos.  Dispertaba  á  los  pueblos  con  sus  sones;  alegra- 
ba los  campos  ar  sé  de  día;  yamaba  á  resá  á  la  gente 
cristiana;  yoraba  por  los  muertos...  Cuando  murió  mi 
compañera,  yo  doblé  por  eya  con  laGolondriiia  y  no  tuve 
mejó  consuelo  que  sus  tañíos...  ¡Con  qué  doló  sonaba! 

H.  Piedad.  No  se  excite  demasiado,  Martín,  que  lue- 
go le  hace  mal. 

Salvador.     Déjelo  usté  que  hable. 

Martín.  Con  la  notisia  que  me  han  dao  no  pueo  yo 
cayarme  en  dos  días.  ¿Ustés  no  ven  que  me  estoy  ca- 
yendo de  viejo?  ¡Pos  hasta  que  la  Golondrina  se  partió 
no  me  di  yo  cuenta  de  mis  años!  ¡Por  eya  er  tiempo  no 
pasaba,  y  yo  vivía  como  si  eya  fuera  mi  corasón!  Her- 
manita. 

H.  Piedad.     ¿Qué  quiere,  hermano? 

Martín.  ¿Me  deja  usté  que  vaya  á  contarle  á  Barra- 
bás estas  novedaes? 

H.  Piedad.     ¿Nada  más  que  á  contárselas? 

Martín.  Na  más,  na  más.  Er  tampoco  querrá  dispu- 
tas ahora.  Ya  lo  verá  usté. 


—  35  — 

H.  Piedad.  Pues  vaya,  entonces,  pero  cuidarlo  con 
lo  que  se  habla. 

Martín.  Descuide  usté,  hermanita.  Señores,  si  mis 
bendisiones  yegan  ar  sielo,  á  ustés  ya  no  van  á  fartar- 
les  nunca  en  la  tierra.  La  vía  que  me  quede  doy  yo, 
después  que  mis  manos  hayan  vorteao  una  vez,  como 
antes  de  romperse,  á  la  Golondrina. 

H.  Piedad.     Ande  hermano,  ande. 

Salvador.     Adiós,  Martín. 

Leonardo.    Adiós. 

Martín.      Yéndose  hacia  la  derecha  de  la  huerta  en  busca  de  su 

Implacable  enemigo.  ¡Barrabás!   ¡Señó  Barrabás!   ¡Escuche 
usté  lo  güeno,  compadre! 

Salvador.  ¡Pobre  viejo!  Á  Leonardo  que  se  enjuga  una  lá- 
grima. ¿Qué  es  eso?  ¿Yoras  tú  también? 

Leonardo.     ¡Psche! 

Salvador.     ¡Pero,  hombre! 

Leonardo.    Niñerías. 

H.  Piedad.  Se  lo  contará  á  Barrabás  y  á  todo  el  asi- 
lo. Va  loco  el  bueno  de  Martín. 

Leonardo.     ¿Y  por  qué  quiere  contárselo  á  Barrabás? 

H.  Piedad.  Porque  Barrabás  está  bautizado  en  la  otra 
iglesia,  y  es  del  otro  bando.  En  Las  Canteras  nada  apa- 
siona tanto  como  la  lucha  campanil.  Los  unos  con  la 
Golondrina  y  los  otros  con  la  Sonora,  el  día  que  no  hay 
cabezas  rotas  es  milagro  de  Dios. 

Leonardo.    Tiene  gracia. 

Sale  por  la  puerta  de  la  Cruz  la  HERMANA  CONSUELO.  En  la 
mano  trae  una  botellita  de  vino. 

H.  Consuelo.    Don  Sarvadó,  ahí  está  ya  er  médico, 
Salvador.     ¿Arriba? 

H.  Consuelo.  Sí;  en  su  arcoba  está.  Y  me  ha  dicho 
que  viene  de  prisa. 

Salvador.     Voy  á  verlo  al  instante. 

La  hermana  Consuelo  quita  el  bote  de  garbanzos  de  la  replsita 
de  San  Antonio,  pone  la  botellita  de  vino  y  se  va   por    donde   salió. 


—  36  — 
Leonardo.     Pues  anda  con  Dios,  que  yo  me  marcho. 

Vuelve  MALVALOCA  por  la  izquierda  del  corredor,  á  tiempo  que  • 
Salvador  va  á  irse  dentro  sin  acordarse  de  ella. 

Malvaloca.    ¿Te  vas? 

Salvador.  Ah,  Marvaloca.  Sí;  voy  arriba,  que  ha  ye- 
gao  er  médico.  ¿Me  aguardas? 

Walvaloca.     No:  vorveré  á  la  tarde. 

Salvador.     Mejor  es.  Pos  hasta  luego,  entonses. 

Malvaloca.    Hasta  luego. 

Salvador.  Que  te  espero,  ¿eh?  que  me  he  alegrao 
mucho  de  esta  visita. 

Malvaloca.     Y  yo  de  verte  ya  fuera  de  pehgro.  Adiós.- 

Salvador.      Adiós.  Éntrase  por  la  puerta  de  la  Cruz. 

Por  la  izquierda  también  aparece  la  HERMANA  DOLORES,  un 
poco  turbada,  y  habla  aparte  con  la  hermana  Piedad,  mostrándole 
una  joj'a.  Entretanto,  Leonardo  y  Malvaloca  se  despiden. 

Malvaloca.  Bueno,  he  tenido  mucho  gusto  en  cono- 
eerlo  á  usté. 

Leonardo.     ¿Más  que  yo  en  conocerla  á  usted? 

Malvaloca.     Vaya  que  sea  lo  mismo. 

Leonardo.  No  puede  serlo.  Fíjese  usted  en  la  dife- 
rencia que  va  de  usted  á  mí. 

Malvaloca.  ¡Carambo!  Se  le  va  á  usté  pegando  el 
aire  de  los  andaluses. 

Leonardo.    Es  difícil. 

Malvaloca.  Difisi  no  hay  cosa  ninguna.  Ya  nos  ve 
remos.  Porque  usté  supongo  que  vorverá  por  aquí  á  vi- 
sita á  su  amigo. 

Leonardo.    ¿Cómo  no? 

Malvaloca.     Pos  ya  nos  veremos. 

Leonardo.    Nos  veremos,  sí. 

H.  Piedad.      Acercándose  á  Malvaloca.  Hermana. 

Malvaloca.    Mande  usté. 

H.  Piedad.  ¿Es  usted  por  ventura... — sí;  usted  es — 
es  usted  la  que  ha  puesto  esta  joya  en  el  altarcito  de  la 
Virgen? 


—  37  — 
Malvaloca.     Sí;  yo.  Para  los  pobres. 

La  hermana  Dolores  se  va  á  contarle  el  hecho  á  la  hermana  Car- 
-!ien.  Leonardo  sigue  el  incidente  con  interés  y  emoción. 

H.  Piedad.     ¿Pa  los  pobres? 

Malvaloca.     Si. 

H.  Piedad.  Anonadada.  Pero,  hermana,  una  limosna 
en  esta  forma...  y  de  este  precio... 

Malvaloca.  ¿Es  quisas  que  porque  viene  de  mis  ma- 
nos...? 

H.  Piedad.  ¡No!...  Yo,  hermana,  no  la  conozco  á  us- 
ted... De  usted  no  sé  más  sino  que  ha  llegado  aquí  con 
el  interés  de  ver  á  un  enfermo;  que  ha  entrado  á  rezar- 
le á  la  Virgen,  y  que  ha  dejado  en  su  altar  esta  joya 
para  los  pobres.  ¿Por  qué  había  yo  de  rechazar  lo  que 
de  sus  manos  viniera?  Y  que  la  limosna,  hermana  mía, 
venga  de  donde  venga,  lleva  consigo  un  resplandor  que 
oculta  la  mano  que  la  da. 

Malvaloca.  En  súbito  arranque  al  oiría,  y  con  esa  íntima  na- 
^.uralidad  y  graciosa  sencillez  con  que  lo  hace  ella  todo.  PoS  si  no 

se  ve  la  mano  que  la  da,  tome  usté  también  esto.  Se  qui. 

ta  una  cadena  de  oro  que  trae  al  cuello  y  se  la  entrega. 

H.  Piedad.  ¡Hermana! 

Malvaloca.  Pa  los  pobres. 

H.  Piedad.  Pero... 

Malvaloca.  ¡Si  ya  sólo  así  puedo  sé  buena!  Pa  los 

pobres.  Mira  las  caras  de  los  dos  y  sonríe.  Vaya,  hasta  luegO. 
Sale  presurosa  al  jardín. 

H.  Piedad.     ¿Qué  mujer  es  esta? 
Leonardo.    Yo  también  la  he  conocido  hace  un  rato, 
hermana.  Hasta  la  tarde. 

H.  Piedad.     Vaya  usted  con  Dios. 
Leonardo.    Adiós,  hermana, 

Malvaloca  que,  como  al  llegar,  se  ha  detenido  en  medio  del  jar- 
dín, orientándose  como  una  paloma,  se  va  al  cabo  resueltamente  por 
la  izquierda  del  fondo.  Leonardo  la  sigue,  disimulando  que  la  sigue; 
acaso  prendida  ya  su  alma  fuerte  en  los  finos  flecos    del  mantón   de 


—  38  — 

la  pecadol^.  La  hermana  Piedad,  conmovida,  contemplando  las  jo 
yas,  con  lágrimas  en  los  hermosos  ojos,  recuerda  las  palabras  de 
Malvaloca. 

H.  Piedad.     ¡Ya  sólo  así  puede  ser  buena! 

En  el  íondo,  la  hermana  Dolores  comenta  lo  sucedido  con  la 
hermana  Carmen,  quien,  merced  á  lo  extraordinario  del  caso,  sus- 
pende un  huen  rato  su  labor  constante  y  tranquila. 


FIN    DEL    ACTO  PRIMERO 


¡g  i  TOieai^M^l^l^l  I 


ACTO  SEGUNDO 


Amplio,  desigual  y  luminoso  patinillo  entre  la  casa  habitación  de 
l^eonardo  y  los  talleres  de  la  «Niña  de  Bronce».  Á  la  izquierda  del 
actor  está  la  entrada  de  la  casa;  á  la  derecha  la  de  la  fundición.  Al 
fondo  hay  una  tapia,  y  en  ella  un  postiguillo  que  da  a  un  corral, 
por  el  que  se  sale  á  la  calle.  Ante  la  puerta  de  la  casa  un  cobertizo 
de  verdinegras  tejas  y  blanqueadas  pilastras,  que  descansan  en  sendos 
poyetes  de  ladrillo,  también  blanqueados.  Al  amparo  de  él  una  mesa 
de  trabajo  de  Leonardo.  Varios  arriates  con  geranios  y  rosas,  ador- 
nan el  recinto.  En  un  rincón,  á  la  derecha,  amontonados  y  revuel- 
tos, hay  algunos  materiales  viejos  de  la  fundición.  Es  por  la  mañana 
en  el  mes  de  Mayo. 


SALVADOR  sale  de  los  talleres  con  un  rollo  de  papeles  en  la 
mano.  Viste  de  blusa  larga  y  gorra.  Se  acerca  á  la  mesa  de  Leonai' 
4iO,  deja  sobre  ella  el  rollo  de  papeles  y  examina  con  interés  varios 
documentos.  Por  el  postiguillo  del  corral  llega  TERESONA,  guardesa 
un  tiempo  de  la  finca  y  hoy  criada  de  Leonardo.  Viene  de  la  plaza 
de  abastos,  y  trae  un  gran  canasto  al  brazo  con  las  provisiones  para 
el  día.  Al  ir  á  entrar  en  la  casa  se  detiene  saludando  á  Salvador. 

Teresona.  Güenos  días  tenga  usté,  cabayero.  Sea 
usté  bien  venío 

Salvador.     Hola,  Teresona. 

Teresona.     Ya  sé  que  yegó  usté  anoche  de  su  viaje  y 


—  40  — 

que  vino  usté  á  vé  ar  señorito.  Pero  yo  estaba  en  siete 
sueños. 

Salvador.     Sí;  ya  pregunté  por  ti  cuando  vine. 

Teresona.  También  la  hermanita  de  don  Leonardo 
yegó  ayer  de  mañana. 

Salvador.     Ya  la  vi  anoche,  ya. 

Teresona.  ¡Qué  bonita  es!  ¡Qué  carita  más  durse  tie- 
ne! ¿Y  usté,  cómo  ha  dejao  á  su  papá? 

Salvador.     Tan  fuerte  y  tan  bueno. 

Teresona.  Dios  se  lo  conserve  á  usté  muchos  años. 
De  las  novedaes  de  acá  en  los  veinte  días  que  usté  ha 
estao  fuera  ya  tendrá  usté  también  notisias. 

Salvador.  De  esas  novedaes  me  iré  enterando  poqui- 
to á  poco. 

Teresona.  Don  Sarvadó,  en  siertos  particulares,  haga 
ca  uno  de  su  cuerpo  tiras.  Er  que  se  mete  por  medio  es 
er  que  pierde.  Yo,  como  y  cayo.  Si  las  comadres  der 

pueblo  quién  murmura,  aya  eyas.  Mostrándole  unos  pendien- 
tes de  corales  que  lleva  puestos.  Miste.  Me  los  ha  regalao  su 
mersé.  Yo,  punto  en  boca.  ¿Usté  me  manda  argo? 
Salvador.     Anda  con  Dios. 

Teresona.      Hasta  luego.  Éntrase  en  la  casa. 

Salvador.     ¡Bahl  Sabía  yo  que  había  de  susederle. 

Continúa  examinando  papeles  y  libros.  De  su  ocupación  lo  distrae 
la  inesperada  presencia  del  TÍO  JEROMO,  que  llega  también  por  el 
postiguillo.  Es  tío  de  Malvaloca,  aunque  por  el  parecido  no  se  le  co- 
noce, y  hombre  de  unos  cincuenta  años.  Viene  de  gorra,  como  va  á 
todas  partes,  y  trae  un  canastito  con  el  almuerzo.  Se  encamina  hacia 
los  talleres. 

Tío  JerOmO.      Alegremente  sorprendido  al  ver  á  Salvador.  ¡Sar- 

vaoriyo!  ¿Eres  tú?  ¿Ya  estamos  de  güerta? 

Salvador.    Atónito.  ¿Eh? 

TÍO  Jeromo.  ¡No  te  había  conosío  ar  pronto  con  ese 
calandran!  ¿Cómo  se  ha  hecho  er  viaje? 

Salvador.  ¡Pero,  yo  no  sé  lo  que  veo!  ¿Usté  aquí?  ¿A 
qué  viene  usté  aquí? 


-    41   — 

TÍO  Jeromo.  Ah,  ¿no  te  ha  dicho  na  er  sosio?  ¡Si  soy 
operario  de  los  tayeres  hase  ya  una  semana! 

Salvador.    ¿Usté? 

Tío  Jeromo.  ¡Yo!  Me  enteré  de  lo  de  mi  sobrina  con 
tu  compañero,  y  me  agarré  á  sus  naguas.  Ya  tú  sabes 
que  Marvaloca  ha  sío  siempre  la  providensia  e  la  fa- 
milia. 

Salvador.     ¡Bien!  ¡bien! 

Tío  Jeromo.     ¿Te  párese  bien,  Sarvaoriyo? 

Salvador.     ¡Me  párese  muy  bienl 

Tío  Jeromo.  ¡^4.  vé  si  ahora  que  has  yegao  tú  lo  co- 
nozco yo  en  argo!...  • 

Salvador.     ¡Es  posible! 

Tío    Jeromo.       Dándole    un    cogotazo    con    familiaridad.   ¡Qué 

punto  eres! 

Salvador.  Pero,  vamos  á  vé,  amigo,  ¿qué  confiansas 
son  estas?  ¿En  qué  bodegón  hemos  comido  juntos? 

TÍO  Jeromo.      Desconcertado  y  entre  burlas  y  veras.  Don  Sar- 

vaó...  usté  me  dispense. 

Salvador.     Así.  Y  la  gorra  en  la  mano.  Así. 

Tío  Jeromo.     Yo  creía  que  la  vía  de  otros  tiempos... 

Salvador.  Aqueyo  pasó.  Ar  trabajo  ahora.  ¿En  qué 
trabaja  usté? 

Tío  Jeromo.  ¡Según  lo  que  sale!  ¡De  to  chanelo  un 
poco! 

Salvador.  ¡Me  lo  figuro!  ¿Y  tiene  usté  bula  pa  vení 
más  tarde  que  los  demás? 

Tío  Jeromo.  ¡Tengo  la  sobrina  arcardesa,  qué  demo- 
nio! Sobre  que  he  pasao  una  noche,  Sarvaoriyo,  que 
Dios  te  libre  de  na  semejante.  ¡Que  Dios  lo  libre  á  usté! 
Me  he  equivocao  por  la  costumbre.  El  hígado,  que  no 
quié  sé  güeno. 

Salvador.     Pos  ahí  dentro  se  cura. 

Tío  Jeromo.  Pos  vamos  aya.  INIe  alegro  de  verlo  á 
usté  tan  guapo,  don  Sarvaó. 

Salvador.    Grasias. 


—   42  — 

Tío  Jeromo.     Y  usté  dispense  si  he  fartao. 

Salvador.     No  hay  de  qué. 

Tío  Jeromo.  Miste  que  si  á  arguna  persona  quieo  ya 
darle  gusto  en  la  casa,  es  á  don  Sarvaó. 

Salvador.     Adentro,  hombre. 

Tío  Jeromo.  conmoviéndose.  ¡Don  Sarvaó  de  mi  arma,^ 
no  se  ponga  usté  así  conmigo! 

Salvador.  Adentro,  adentro;  que  le  teme  usté  ar  tra- 
bajo más  que  á  un  miura.  To  esto  es  entretenerse  pa  no 
hasé  na. 

Tío  Jeromo.  cambiando  de  nota,  y  riéndose.  ¡Me  esbarata 
usté  con  sus  salías!  Hasta  luego.  Se-  entra  riendo  en  los  taUe- 
res.  Lleva  en  el  corazón    la    duda    de  la  inamovilidad  de  su  puesto. 

Salvador.  Pos,  señó,  no  creía  yo  que  iban  á  í  las  co- 
sas tan  aprisa.  Ya  está  aquí  la  langosta.  Y  esto  sí  que 
hay  que  cortarlo  de  raíz.  Vamos  á  vé,  hombre,  vamos  á 

vé.  Acercándose  á  la    puerta    de   los  talleres  y  llamando.    ¡Loblto! 

¡Lobito! 

Sale  LOBITO  á  poco.  Es  un  operario  mozalbete,  vivo  y  dichara- 
chero. Viene  en  mangas  de  camisa,  de  gorra,  pantalón  muy  viejo  y 
alpargatas,  y  con  un  mandil  de  cañamazo  tosco  y  sucio,  atado  con 
una  guita  á  la  cintura.  En  la  mano  trae  una  lima  grande. 

Lobito.     Padrino,  ¿qué  me  manda  usté? 

Salvador.  Ven  acá.  Suerta  la  lima  y  vamos  á  fumar- 
nos un  pitiyo. 

Lobito.  Muchas  grasias.  Toavía  no  se  me  había  ca- 
lentao  en  la  mano.  ¿Usté  yegó  anoche,  verdá? 

Salvador.    Anoche. 

Lobito.     ¡Y  hoy  se  funde  la  Golondrina! 

Salvador.  Hoy  se  funde.  Ya  he  visto  er  materia  en 
los  crisoles...  Y  don  Leonardo  me  ha  dicho  que  er  mor- 
de  es  primoroso. 

Lobito.  Sí,  señó.  Se  ha  hecho  con  mucho  esmero. 
¡Hasta  coscorrones  ha  habió  en  er  tayé  á  cuenta  e  la 
Golondrina!  Como  aquí  habemos  de  los  dos  bandos... 

Salvador.    ¿Tú  eres...? 


—   43   - 

Lobito.  Yo  soy  de  eya:  yo  soy  volandero,  como  nos 
yaman.  Pero  Manué  Martínez,  y  Bartolo,  y  er  Jorobao 
y  tres  ó  cuatro  más,  son  señorones,  de  los  de  la  Iglesia 
Mayó. 

Salvador.  ¿Y  ese  operario  nuevo  que  ahora  entraba, 
Rabes  tú  dónde  está  bautisao? 

Lobito.  ¿Ése?  ¡En  la  carse  de  Utrera,  hasiéndole  mu- 
cho favo! 

Salvador.    ¿Á  la  carse? 

Lobito.  No,  señó;  á  é;  ya  que  me  tira  usté  de  la  len- 
gua. 

Salvador.     ¿Y...  trabaja,  trabaja? 

Lobito.  ¿Qué  va  á  trabaja,  si  no  sirve  pa  yevá  una 
esportiya  e  tierra  de  un  lao  pa  otro?  Don  Jeromo  le  ya- 
man los  aprendises. 

Salvador.  Riéndose.  ¿Entonses  habrá  entrao  aquí  por 
recomendasiones? 

Lobito.  ¿Se  está  usté  divirtiendo  conmigo?  ¡Pos  si 
3'0  pensaba  que  era  usté  er  que  lo  había  recomendao, 
según  las  ausensias  que  le  hase! 

Salvador.     ¿Habla  bien  de  mí  ese  sinvergüensa? 

Lobito.  ¡No  para  su  boca!  No  lo  toma  á  usté  en  len- 
gua una  vé  que  no  sea  pa  alabarlo. 

Salvador.  ¡Vaya  por  Dios!  ¡Qué  mal  le  vi  á  paga  á 
don  Jeromo! 

Lobito.     No  se  meta  usté  en  eso,  padrino. 

Salvador.    ^Por  qué? 

Lobito.  ¿Por  qué  va  á  sé?  Porque  es  tío  de  eya...  y 
ha  venío  aquí  por  eya...  y  no  es  mesté  habla  más. 

Salvador.     ¿Por  eya?  ¿Y  quién  es  eya? 

Lobito.  ¡Ay,  qué  grasia!  Está  la  mañana  de  carnava- 
les. 

Salvador.     ¿Es  quisa  Marvaloca? 

Lobito.  ¡Naturalmente!  No  se  haga  usté  er  tonto, 
padrino. 

Salvador.     Me  lo  había  figurao;  pero   no  sabía  una 


~  44  - 

palabra.  Cuenta,  cuenta.  ¿Se  ha  quedao  en  Las  Cante- 
ras esa  mujé? 

Lobito.  ¡En  Las  Canteras...  y  en  los  sesos  de  don 
Leonardo!  De  ayí  sí  que  no  sale.  Eya  vive  en  una  de  las 
casitas  nuevas  de  la  Resolana.  Pos  güeno:  cuando  don 
Leonardo  no  está  ayí,  eya  está  aquí.  No  se  puén  se- 
para. 

Salvador.     ¿Viene  aquí  Marvaloca? 

Lobito.  Cuasi  tos  los  días  ha  venío.  Yá  los  prime 
ros  entraba  en  los  tayeres.  ¡Lo  que  nos  reíamos  con  sus 
cosas!  Porque,  eso  sí,  tiene  grasia  pa  una  sementera. 
Pero  se  conose  que  le  han  dicho  que  nos  distrae  der 
trabajo,  y  ahora  entra  mucho  menos.  Cosa  de  sentí; 
porque,  fuera  parte  la  simpatía,  es  dadivosa  como  po- 
cas personas  he  visto. 

Salvador.  Tiene  un  agujero  en  la  mano:  la  co- 
nozco. 

Lobito.     ¿Un  agujero?  ¡Una  canasta  de  cola! 

Salvador.     ¿De  manera  que  don  Leonardo...? 

Lobito.  Está  sorbió.  Cuando  viene  de  ayí  es  inuti 
preguntarle  cosa  ninguna:  no  se  entera.  No  hase  más 
que  habla  solo  pa  su  interió  y  reírse.  ¡Como  si  siguiera 
á  la  vera  suya!  Y  cuando  por  casclidá  la  está  esperando 
aquí  y  se  tarda  eya,  hay  que  juirle.  Miste  que  don  Leo- 
nardo es  fino  y  bien  educao;  po  se  pone  más  áspero  y 
más  duro  que  er  sepiyo  de  alambre. 

Salvador.     Mal  anda  ese  hombre,  Lobito.  Mal  anda. 

Lobito.     inteueionadamente.  Eya  lo  vale,  ¿no,  pairino? 

Salvador.  Lo  vale,  lo  vale;  pero  hay  que  sabe  mane- 
jarla. Y  este  amigo  toma  las  cosas  de  la  vía  demasiao  á 
pechos. 

Lobito.  Fichichi  el  ofisiá  me  ha  dicho  á  mí  que  esa 
mujé  es  un  libro  que  usté  se  sabe  de  memoria. 

Salvador.  Pos  dile  á  Pichichi  de  mi  parte  que  se  caye 
cr  pico. 

Lobito.     Ahí  tenemos  á  don  Leonardo. 


_^  45  — 

Salvador.  Y  á  éste  voy  yo  á  nesesitá  ponerle  botones 
de  fuego. 

Llega  LEONARDO  por  el  postiguillo  que  da  al  corral.  Viene  de  la 
calle. 

Leonardo.     Hola,  viajero;  buenos  días. 

Salvador.     Ven  con  Dios. 

Leonardo.     ¿Descansaste? 

Salvador.    De  sobra. 

Lobito.     Padrino,  ¿me  manda  usté  argo  más? 

Salvador.     No.  Sigue  tu  faena. 

Lobito.      Vamos  ar  torno.  Se  entra  en  los  talleres. 

Salvador.     ¿Y  tu  hermana? 

Leonardo,  señalando  á  la  casa.  Mírala:  aquí  llega.  Yo 
salí  sin  verla  esta  mañana  tempranito.  Madrugo  mucho 
en  este  tiempo. 

Salvador.    ¿Sí,  eh? 

Leonardo.  Sí.  Me  gusta  ver  levantarse  el  sol  por  de- 
trás del  castillo.  ¿No  lo  has  visto  nunca? 

Salvador.  Maliciosamente.  ¿Er  só  por  detrás  der  casti- 
yo?  ¡Sí,  hombre!  Antes  que  tú. 

Leonardo.    ¿Cómo? 

Sale  cíe  los  talleres  un  OPERARIO. 

Operario.  Don  Sarvadó,  er  modelista  quiere  haserle 
á  usté  una  pregunta. 

Salvador.     Voy  aya  en  seguida. 

Leonardo.    ¿Qué  es  ello? 

Salvador.  Na  de  partícula:  que  le  he  dicho  que  le 
dé  un  poco  de  más  movimiento  ar  modelo  de  la  verja 
esa. 

Leonardo.    Ya. 

El  Operario  entra  en  el  corral,  y  á  poco  vuelve  á  pasar  para  los  ta- 
lleres con  un  arma  de  mano. 

Sale  de  la  casa  JUANELA,  y  Salvador  se  detiene  un  punto  a  salu- 
darla. Juanela  acredita  la  observación  que  acerca  de  ella  ha  hecho  Te- 
resona. 

Salvador.     Buenos  días,  poyita. 


—  46  — 

Juanela.  Buenos  días.  Felices,  Leonardo.  Te  he  vis- 
to venir  desde  el  balcón. 

Leonardo.    ¿Ah,  sí? 

Juanela.     ¡Cómo  madrugas!  ¡Qué  temprano  sales! 

Salvador,  con  socarronería.  En  los  pueblos...  ¿verdá, 
Leonardo?  empiesa  la  noche  tan  pronto... 

Leonardo.    Turbado.  Claro...  sí. 

Salvador.    Hasta  luego. 

Juanela.    Hasta  luego. 

Salvador.     Si  éste  le  habla  á  usté  mal  de  mí,  no  le 

haga  usté  caso.  Se  entra  en  los  talleres. 

Juanela.  Vayase  usted  tranquilo.  Me  parece  tu  com- 
pañero un  burlón  muy  grande...  Leonardo  está  ensimismado. 
Juanela  lo  observa  unos  instantes  en  silencio.  ¿En  qué  pien- 
sas? 

Leonardo.     ¿Eh? 

Juanela.  ¿En  qué  piensas?  ¿Estás  aquí  ó  en  otra 
parte? 

Leonardo.  No,  que  estoy  aquí.  Sólo  que  me  había 
distraído.  ¿Qué  quieres? 

Juanela.  Nada,  hombre;  que  te  des  cuenta  de  que 
€stás  aquí  y  de  que  yo  también  lo  estoy. 

Leonardo.    Ya,  ya  me  doy  cuenta. 

Juanela.  Ahora  voy  á  salir  con  Teresona  á  dar  una 
vuelta  por  el  pueblo,  ¿no? 

Leonardo.  Sí.  Con  Teresona;  sí.  Teresona  es  muy 
buena  mujer.  Era  la  guardesa  de  esta  casa  antes  de  to- 
marla nosotros,  y  la  he  conservado  á  mi  servicio. 

Juanela.     Parece  que  te  quiere  mucho. 

Leonardo.    vSí. 

Juanela.  ¿Qué  te  pasa,  Leonardo?  Á  ti  te  pasa  algo. 
Desde  anoche  lo  noto. 

Leonardo.  No,  tonta;  ¿qué  me  ha  de  pasar?  Lo  que 
hay  es  que  hace  tiempo  que  no  vives  conmigo  y  ya  te 
has  olvidado  de  mi  genio.  Anda,  vete  á  pasear  con  Te- 
resona. Te  gustará  el  pueblo;  te  gustará. 


—  47   — 

Juanela.  La  parte  que  vi  ayer,  bien  que  me  lia  gus- 
tado. ¡Qué  luz  tiene!  ¡Y  qué  blancura  todas  las  casas! 
Cuando  les  da  el  sol  lastiman  los  ojos.  ¿Te  acuerdas  tú 
cómo  soñábamos  allá,  en  nuestra  aldea,  con  esta  tierra 
de  Andalucía?  Á  mí  me  parecía  tierra  que  nunca  había 
de  ver:  tierra  de  fábula. 

Leonardo.     Distraído.  Pues  ya  estás  en  ella. 

Juanela.  Yo  sí;  pero  tú  estás  ahora  lo  menos  en  As- 
turias; insisto. 

Leonardo.     No,  pequeña;  no 

Juanela.  ¡Vaya!  Ni  que  fuera  yo  simple.  ¿Á  que  va 
á  ser  verdad  lo  que  me  han  contado? 

Leonardo.     Rápidamente.  ¿Qué  te  han  contado? 

Juanela.     Es  verdad. 

Leonardo.    ¿Qué  es  ello? 

Juanela.     Que  tienes  novia. 

Leonardo.     ¿Que  tengo  novia?  ¿Quién  te  ha  contado 


Juanela.  Una  vecina  que  ayer  tarde  me  vio  esperán- 
dote al  balcón.  Y  trabó  conversación  conmigo.  Porque 
la  gente  de  aquí  se  toma  mucha  confianza.  Lo  que  se  les 
ocurre,  lo  que  sueltan.  Piensan  en  voz  alta,  ¿verdad? 

Leonardo.  Algo  hay  de  eso  que  dices.  Exceso  de 
imaginación  es  todo.  De  ahí  que  se  equivoquen  muchas 
veces  en  lo  que  hablan. 

Juanela.     ¿Y  esta  vez,  se  han  equivocado? 

Leonardo.      Después  de  mirarla.  ¿Lo  sentirías  tÚ? 

Juanela.  Todo  lo  contrario...  Deseo  que  te  cases,  para 
que  dejes  de  rodar  por  el  mundo...  y  para  venirme  á 
vivir  contigo. 

Leonardo.     ¿No  vives  contenta  con  los  tíos? 

Juanela.  Sí...  Me  miman  mucho.  Pero  es  diferente. 
No  es  mi  casa  aquélla,  como  sería  la  tuya...  como  era  la 
de  nuestro  padre. 

Leonardo,  suspirando.  Es  cierto.  Anoche  me  dijiste 
que  estuviste  á  verlo  antes  de  venir. 


—  48  — 

Juanela.  Estuve,  sí.  Me  entristeció  la  visita  en  lugar 
de  alegrarme.  No  es  dichoso. 

Leonardo.     No  podía  serlo. 

Juanela.  ¡Y  qué  pena  da  que  sea  una  mujer  la  que 
desbarate  una  casa! 

Callan  los  dos.  De  la  suya  sale  TERESONA,  con  un  mantón  que 
no  es  el  de  antes. 

Teresona.     ¿Nos  vamos,  niña? 

Juanela.     Ah,  Teresona.  Sí,  nos  vamos. 

Teresona.  Ea,  pos  anda;  que  yo  no  pueo  deja  mu- 
cho tiempo  la  cosina  sola. 

Juanela.     Vamos. 

Teresona.  Ahora  vi  á  ye  varia  á  la  Iglesia  Mayó.  Y 
luego  ar  Molino,  pa  que  vea  los  campos  desde  la  aso- 
teíya. 

Leonardo.     Bien,  bien. 

Juanela.     Hasta  después,  hermano. 

Leonardo.     Id  con  Dios. 

Teresona.  Á  Leonardo,  con  misteriosa  picardía,  así  que  Jua- 
nela ha  entrado  en  la  casa,  y  refiriéndose  al  mantón  que  trae  puesto. 

De  SU  mersé.  ¿Usté  lo  conosía? 
Leonardo.     Calle  usted  ahora. 
Teresona.    No  tenga  usté  cuidao.  Yo  no  me  pierdo 

por  la  boca.  Quéese  usté  con  Dios.  Vase  tras  de  Juanela. 
Leonardo.      Recriminándose    enérgicamente.    ¡Bah!  Cobarde 

aquí,  cobarde  allí...  ¿Qué  es  esto?  ¿Qué  me  pasa?  No 
me  conozco. 

SALVADOR  ha  salido  de  los  talleres  á  tiempo  de  oírlo  y  de 
verlo. 

Salvador.  Pa  habla  solo  me  párese  muy  pronto, 
compañero. 

Leonardo.  ¿Qué? 

Salvador.  De  eso  á  tira  piedras  por  las  cayes  no  hay 
más  que  un  paso. 

Leonardo.  ¡Qué  buen  humor  el  tuyo  siempre! 

Salvador.  ¿Y  er  tuyo,  no?  ¿No  lo  tienes  hoy? 


—  49  ~- 

Leonardo.  Casi  nunca;  ya  sabes.  Y  hoy,  desde  lue- 
go no. 

Salvador.     ¿Pos  qué  te  ocurre? 

Leonardo.     Cosas. 

Salvador.     Cosas  de  eyas,  ¿verdá? 

Leonardo.    ¿Eh? 

Salvador.  Er  cariño  tiene  esos  disparates:  á  lo  mej6 
empiesa  á  yové  con  er  só  fuera.  Pero  pasa  pronto  er 
chubasco. 

Leonardo.     ¿Qué  es  lo  que  te  figuras? 

Salvador.  No  son  figurasiones.  Es  que  sé  que  á  la 
fieresita  que  presumes  que  hay  dentro  de  ti,  la  está  do  - 
mesticando  la  música  de  una  farda  bajera. 

Leonardo.  ¡De  qué  modo  dices  las  cosas!  ¿Y  por 
dónde  sabes  tú  eso? 

Salvador.    Por  ti  mismo. 

Leonardo.    ¿Por  mí? 

Salvador.     ¡Por  ti! 

Leonardo.    ¿Desde  cuándo? 

Salvador.  Desde  er  día  en  que  Marvaloca  yegó  á 
Las  Canteras.  En  la  primera  conversasión  caíste  como 
un  recluta.  Niégalo. 

Leonardo.     Si  á  enamorarse  llamas  tú  caer... 

Salvador.  ¿Lo  estás  viendo?  Yo  no  tuve  más  que 
oirte  primero  y  que  mirarte  después  delante  de  eya. 
Los  días  siguientes  ya  no  fuiste  al  asilo  por  verme  á 
mí,  sino  por  encontrá  á  Marvaloca.  Y  como  te  conozco 
y  la  conozco,  pa  mis  adentros  pronostiqué  que  ibas  á 
dura  menos  que  el  estaño  en  er  fuego. 

Leonardo.  Y  así  ha  sido.  Debo  confesártelo  á  ti,  que 
eres  un  amigo  leal  y  del  alma.  Yo  no  he  estado  nunca 
delante  de  una  mujer  que  más  me  cautive  y  me  in- 
terese. 

Salvador.     Sí,  sí;  yeva  consigo  la  fló  de  1»  simpatía. 

Leonardo.  No  es  bastante  decir  simpatía  para  ex- 
plicar la  atracción  que  ella  ejerce.  Es  que  no  tiene  pa- 


—  60  — 

labra  ni  movimiento  que  no  enamore.  A  mí  me  embo- 
ba. No  sé  si  por  contraste  de  mi  condición  y  la  suya, 
pero  me  emboba. 

Salvador.     Tiene,  tiene  grasia. 

Leonardo.  Es  algo  más  que  gracia.  Es  luz  en  la 
boca,  luz  en  la  frente,  luz  en  las  manos,  luz  en  los  ca- 
bellos... 

Salvador.     Eso  pué  que  sea  briyantina. 

Leonardo.    ¿Te  burlas? 

Salvador.     ¿No  lo  ves? 

Leonardo.     ¿Es  ridículo  acaso  lo  que  estoy  diciendo? 

Salvador.  ¡Qué  disparate!  Mi  burla  es  un  poco  de 
envidia  de  verte  tan  enamorao.  Yo  me  quiero  enamora 
de  esa  manera,  y  no  me  sale  nunca.  Ó  casi  nunca. 

Leonardo.  Nunca.  Pero  no  te  importe;  quizás  así 
vivas  más  tranquilo.  Más  dichoso  no  diré  yo.  Malvaloca 
se  ha  entrado  por  mi  alma  despertando  en  ella  senti- 
mientos dormidos  ó  nuevos.  ¿Creerás  que  hasta  el  su- 
frir á  su  lado  me  alegra  íntimamente?  Pues  sufro  y 
lloro,  lo  mismo  que  río  y  me  divierto.  Vivo,  vivo;  y 
vivir  por  una  mujer,  ya  es  algo. 

Salvador,     un  poco  grave.  Pcro,  hombre... 

Leonardo.  Yo  te  juro  por  nuestra  amistad  que  no 
me  fascina  de  Malvaloca  solamente  el  hechizo  de  su 
persona;  la  pasión  de  sus  ojos;  la  gracia  de  su  aire  y  de 
sus  palabras... 

Salvador.     ¿Qué  más? 

Leonardo.  Tanto  como  todo  ello  junto,  más  que 
ello,  si  cabe,  me  seduce,  y  me  conmueve,  y  me  hace 
temblar,  la  ingénita  bondad  de  su  corazón;  aquella  ge- 
nerosidad loca;  aquella  honda  tristeza  de  su  desgracia, 
de  la  que  más  que  sus  palabras  me  hablan  á  mí  sus 
lágrimas;  lágrimas  inesperadas  que  asoman  siempre  en 
momentos  de  dicha.  ¿Comprendes  esto? 

Salvador.  Sí  lo  comprendo,  sí.  Y  también  compren- 
do que  estás  pa  que  te  aten. 


—  51  — 


leonardo.     ¿Qué  dices? 

Salvador.    Pero  ya  pasará,  ya  pasará  ese  fuego. 

Leonardo.      como  preguntándose  á  sí  mismo.   ¿Pasará? 

Salvador.  ¡Claro,  hombre!  ¡Ahora  estás  enmelaol  Ya 
^é,  ya  sé  también  lo  de  la  casita  en  la  Resolana;  las  ve- 
ses  que  tú  vas  ayí;  lo  que  á  ti  te  encanta  vé  levantarse 
-er  só  por  detrás  der  castiyo... 

Leonardo.    Riendo.  ¡Qué  bellaco  eres! 

Salvador.     Las  visititas  de  eya  á  la  fundisión... 

Leonardo.    No... 

Salvador.     Sí. 

Leonardo.     Algunas  veces  ha  venido:  lo  declaro. 

Salvador.  No,  hombre,  no;  viene  tos  los  días,  ¡qué 
•pamema  de  argunas  veses! 

Leonardo.  Contigo  hay  que  reir.  Luego  vendrá  un 
ratillo. 

Salvador. 

Leonardo. 

Salvador. 

Leonardo. 

Salvador. 
creía! 

Leonardo. 

Salvador. 

Leonardo. 


¿Qué?  ¿Que  va  á  vení  luego? 

Sí;  si  no  ha  venido  hoy. 
¿Que  va  á  vení  luego,  Leonardo? 

¿Pues  ya  qué  te  sorprende? 

¡Veo  que  estás  más  loco  de  lo  que  yo 

;Eh? 


¿Y  tu  hermana? 

Turbado.  MÍ  hermana...  Es  verdad,  sí...  Á 
ti  te  parece  mal  que  estando  aquí  mi  hermana... 

Salvador.     ¡Claro! 

Leonardo.  Pues  no  me  supongas  tan  loco.  Yo  he 
pensado  eso  mismo  antes  que  tú.  Ayer  fui  á  decirle  que 
no  viniera,  y  no  tuve  necesidad  de  ello,  porque  ella  se 
me  anticipó  advirtiéndome  que  no  saldría. 

Salvador.    ¿Y  hoy? 

Leonardo.    Hoy  he  ido  á  lo  mismo... 

Salvador.     ¿Y  no  se  lo  has  dicho  tampoco? 

Leonardo.    No. 

Salvador.    ¿Por  qué? 


—  52  — 

Leonardo.  Porque...  ¡Vaya!  ¡porque  es  cosa  que  pug- 
na con  mis  sentimientos,  j  no  se  lo  digo! 

Salvador.     Hases  mal,  Leonardo. 

Leonardo.  Pues  haré  mal,  pero  cumplo  con  mi  con- 
ciencia. Yo  no  le  digo  á  una  mujer  que  es  buena,  que 
quiere  ser  honrada,  que  deje  de  venir  á  mi  casa.  Eso  es 
tanto  como  empezar  á  impedir  que  lo  sea. 

Salvador.  Pero,  vamos  á  vé;  no  te  arborotes:  ¿Mar- 
valoca  se  ha  enterado  de  que  está  aquí  tu  hermana? 

Leonardo.     Creo  que  no. 

Salvador.  Pos  sin  que  tú  le  prohibas  que  venga,  en 
cuanto  se  entere  de  que  está,  no  vuerve. 

Leonardo.     ¿Que  no  vuelve? 

Salvador.  Sabe  bien  er  terreno  que  pisa...  y  tiene 
más  sentido  común  que  tú. 

Leonardo.     Lo  que  sabrá  será  resignarse. 

Salvador.  Vístelo  como  quieras.  ¡Ni  que  fueras  tú 
el  responsable  de  la  vida  de  Marvaloca! 

Leonardo.     ¿Qué  egoísmo  es  ese,  Salvador? 

Salvador.  ¡El  egoísmo  de  viví  en  la  tierra  y  no  en  la 
luna! 

Leonardo.  El  egoísmo  de...  Mejor  es  que  no  hable- 
mos más  de  este  particular.  Hablaríamos  hasta  cansar- 
nos, y  tal  vez  no  llegarías  á  comprenderme.  Hay  cosas 
que  no  entran  en  la  inteligencia  si  antes  no  pasan  por 
el  sentimiento. 

Salvador.  Como  te  dé  la  gana.  ¿Á  qué  vamos  á  dis- 
cutí? De  memoria  sé  yo  que  cuando  está  un  hombre 
con  esa  calentura,  no  escucha  más  que  lo  que  ér  se  dise. 
Punto  y  aparte. 

Sale  de  los  talleres  el  TÍO  JEROMO  y  se  marcha  por  el  postiguK 
lio  al  corral.  Viene  ya  en  traje  de  faena,  por  el  estilo  del  de  Lobito, 
y  trae  un  mazo  sujeto  á  la  cintura,  una  sierra  en  la  mano  izquierda^ 
y  en  la  diestra  un  formón.  Al  pasar  saluda  á  Leonardo. 

TÍO  Jeromo.    Don  Leonardo,  mu  güenos  días. 
Leonardo.    Buenos  días,  Jeromo. 


—  53  — 

TÍO  Jeromo.  Se  le  felisita  á  usté  por  la  yegá  de  don 
Sarvaó. 

Leonardo.    Muchas  gracias. 

Tío  Jeromo.     ¡Ya  estamos  trajinando!  vase. 

Salvador.  De  este  operario  tan  bien  educao  si  que 
tenemos  que  trata.  ¿Cómo  no  me  habías  escrito  una  pa- 
labra de  semejante  arquisisión? 

Leonardo.  Discúlpame.  Ha  sido  una  inadvertencia 
ó  un  descuido.  No  tiene  importancia  ninguna.  No  creí 
que  fuera  necesario. 

Salvador.  Y  no  lo  era.  Lo  nesesario,  lo  impresin- 
dible  es  plantarlo  en  la  cave. 

Leonardo.     ¿Al  tío  de  Malvaloca? 

Salvador.     Justo:  á  don  Jeromo. 

Leonardo.     Hasta  ahora  ha  cumplido  con  su  deber. 

Salvador.  ¿Ése?  Ése  no  ha  dao  un  gorpe  en  su  vía. 
Además,  es  un  charrán  de  siete  suelas  y  de  mala  san- 
are. Y  un  peligro  en  la  casa.  Ya  he  visto  una  barajiya 
por  los  tayeres;  y  la  boteyiya  e  vino  no  tardará  en 
vení. 

Leonardo.  ¿Y  á  ti  te  consta  que  él  haya  traído  la 
baraja? 

Salvador.  Estoy  seguro.  Y  les  sacará  los  cuartos  á 
-cuatro  infelises.  Más  te  digo:  las  herramientas  y  las  dos 
badilas  que  se  han  echao  de  menos,  ér  se  las  ha  yevao. 

Leonardo.  Ah,  no;  pues  eso,  no.  Hay  que  imponerle 
un  correctivo  eficaz. 

Salvador.  Lo  que  hay  es  que  pegarle  un  puntapié  y 
echarlo  á  la  caye.  Porque  si  te  blandeas  y  lo  consientes 
vas  á  tené,  sobre  er  daño  que  ér  solo  te  haga,  la  reata 
de  toa  la  familia  y  sus  conosimientos.  El  hermanito  de 
Marvaloca,  la  madre,  er  padre,  er  compadre,  la  coma- 
dre, er  tito,  la  tita...  Conozco  la  casa. 

Leonardo.     Todo  eso  huelga. 

Salvador.     Yo  creo  que  no. 

Leonardo.     Pues  yo  creo  que  sí.  Aquí  no  hay  más 


—  6     — 

que  un  operario  que  puede  ser  perturbador,  y  á  quien? 
despediremos  hoy  mismo.  ¿O  es  que  me  crees  tan  débil 
que  por  complacencias  ajenas  á  nuestros  intereses  he 
de  pasar  por  algo  que  pueda  ser  un  daño  para  ellos  y 
una  desmoralización  en  la  casa?  Pues  te  equivocas.  Hoy 
mismo  quedará  despedido  ese  hombre. 
Salvador.     No  es  pa  tanto. 

Leonardo.  Sí  lo  es,  Salvador,  viendo  aparecer  al  tío  Je- 
romo,  que  vuelve  del  corral  con  todas  las  herramientas  en  la  misma 

forma  que  antes.  Y  auii  hoy  mismo  es  tarde:  ahora  mismo. 

Salvador.     ¡Lo  has  tomao  con  prisa! 

Leonardo.  Para  hacer  lo  que  debo  hacer  siempre 
tengo  prisa.  Escuche  usted,  Jeromo.  De  usted  hablába- 
mos precisamente. 

Tío  Jeromo.    ¿De  mí? 

Leonardo.     De  usted. 

Tío  Jeromo.     ¿Lien  ó  má? 

Salvador.  Don  Leonardo,  bien.  Y  yo  le  yevaba  la 
contraria. 

Tío  Jeromo.  ¡Je!  Leonardo  va  a  su  mesa  y  hojea  el  libro  de 
jornales.  El  tío  Jeromo  se  huele  la  partida  y  echa  mano  de  la  adu- 
lación, para  quebrantar  al  enemigo.  Güeno,  yO  estoy  COmo  los 

chiquiyos  der  tayé  bautisaos  en  esta  parroquia:  soñan- 
do con  la  fundisión  de  la  Golondrina.  ¡Qué  rajo,  don 
Sarvaó,  qué  rajo!  ¡Pa  escribirlo  en  la  Historia  '  Españal 
¡Vayan  con  Dios  los  rajos! 

Leonardo.    Bien  está. 

Tío  Jeromo.     ¿Cómo  dise? 

Salvador.     Otro  rajo  que  vamos  á  tené  ahora  mismo. 

Leonardo.  Desde  este  momento  queda  usted  despe- 
dido de  la  fundición. 

El  gesto  de  estupor  del  tío  Jeromo  al  oir  á  Leonardo,  es  indes- 
criptible. Mira  luego  alternativamente  al  uno  y  al  otro,  siempre  mu- 
do, y  al  cabo  rompe  á  hablar  diciendo: 

TÍO  Jeromo.  ¿Querrán  ustés  creé  que  no  me  salen. 
las  palabras? 


—  56  — 

Leonardo.  Ni  falta  que  hace.  He  dicho  yo  las  que 
había  de  decir. 

Tío  Jeromo.  ¡Un  rayo  cayéndome  á  los  pies  no  me 
deja  más  muerto!  ¡A  mí  me  han  calurniao!  Altanero. 
¡Qué  mentira  se  ha  inventao  contra  mí! 

Leonardo.     Está  demás  toda  explicación. 

Tío  Jeromo.  Don  Leonardo,  á  un  griyo  es,  y  se  le 
escucha.  ¡Y  vale  dos  cuartos! 

Salvador.     ¡Es  que  usté  no  vale  los  dos  cuartos! 

Leonardo.     Puede  usted  retirarse. 

Tío  Jeromo.  ¡Eso  es!  ¡como  un  perro!  ¡A  la  caye  un 
obrero  honrao!  ¡Luego  disen  que  hay  güergas! 

Salvador.     Usté  se  declaró  en  huerga  er  día  que  nasió. 

Tío  Jeromo.  Patético.  ¡Sarvaól...  ¡Sarvaoriyo!...  ¡Yo  no 
esperaba  esto  de  til 

Leonardo.     ¿Qué  es  eso? 

Tío  Jeromo.     ¡Mía  que  eya  va  á  sentirlo  mucho! 

Leonardo.      Molesto    ¿Ehr 

Tío  Jeromo.  ¡Don  Leonardo,  síquica  por  eya,  que  es 
toa  corasón,  y  que  me  quiere  á  mí  más  que  á  su  padre! 

Leonardo.     ¡Silencio!  Es  inútil  que  se  obstine  usted. 

Salvador.     ¿Se  le  debe  argo? 

Leonardo.  Al  revés.  Hace  dos  días  le  anticipé  cinco 
jornales.  Pero  estamos  en  paz. 

Tío  Jeromo.     ¡No;  si  toavía  vi  á  tené  que  darle  á  usté 

las  grasias!  Mordiéndose  un  puño.  ¡Mardita  sea!  Á  Salvador  con 

arranque  de  cólera.  ¡En  tus  tiempos  no  habría  pasao  una 
cosa  así! 

Salvador.     ¡Ya  se  está  usté  cayando! 

Tío  Jeromo.     ¡Tú  la  querías  más  que  éste! 

Leonardo.  Agarrando  violentamente  un  martillo  que  hay  so- 
bre la  mesa.  ¡O  desaparece  usté  de  mi  vista  ahora  mismo, 
ó  le  abro  la  cabeza  en  dos  partes! 

Tío  Jeromo.  Güeno,  hombre,  güeno...  Arrieros  so- 
mos, y  er  camino  andamos...  Principia  á  dejar  con  mal  modo 
'as  herramientas  en  un  rincón. 


—  56  — 

Leonardo,  á  salvador.  ¿Era  esto  lo  que  había  que  ha- 
cer? 

Salvador.     Ya  has  visto  que  sí;  que  esto  era. 

Leonardo.       Pues  ya  está  hecho.  Se  entra  en  la  casa. 

Tío  Jeromo.  ¿Luego,  por  lo  que  oigo,  Sarvaó,  has 
sío  tú  er  que  ha  presipitao  á  este  hombre  á  dejarme  sin 
pan? 

Salvador.    Largo,  largo... 

Tío  Jeromo.     ¡Pos  el  hambre  es  mu  mala  consejeral 

Salvador.     ¡Largo,  le  digo! 

Tío  Jeromo.  ¡Te  acordarás  de  mí!  ¡ Y  ese  jxí?2o/í7  ¡Y 
Marvaloca!  ¡Ya  á  tarda  mucho  en  sabe  to  esto  la  niña 
que  ha  venío  de  fuera!  ¡Mucho  va  á  tarda! 

Salvador.     ¡Á  la  caye! 

Tío  Jeromo.     ¡Que  toavía  tengo  un  maso  en  la  mano! 

Salvador.  ¡Pero  además  der  maso  hay  que  tené  co- 
raje pa  manejarlo!  ¡qué  bravatas! 

El  tío  Jeromo  tira  el  mazo  al  suelo  con  rabia,  se  muerde  nueva- 
mente el  puño  y  se  entra  airado  en  los  talleres. 

Tío  Jeromo.     ¡Mardita  sea!... 

Salvador.  Ya  salimos  de  é.  Era  una  ersena  inevita- 
ble. Llamando.  ¡Lobito!  ¡Lobito!  Tarde  ó  temprano  era 
inevitable.  Y  ese  infeliz  se  ha  tomao  un  torosón.  Á  Lobito 

que  sale  á  la   puerta    de  los  talleres.  Oye,  Lobito:  nO    quitarle 

ojo  ar  tío  Jeromo  hasta  que  se  vaya. 

Lobito.     Ya  estamos  en  eyo,  padrino. 

Salvador.     Es  capaz  de  cuarquier  disparate. 

Lobito.  ¡Menúa  risa  hemos  tenío  ahí  dentro!  ¡Habe- 
rnos escuchao  toa  la  bronca! 

Salvador.     Anda,  anda. 

Lobito.      No  pase  usté  Cuidao.   Se  retira. 

Salvador.  Yendo  hacia  la  casa.  Carmaremos  ar  compa- 
ñero un  poco. 

Oportunamente  aparece  por  el  postiguillo  del  corral  MALVALOCA. 
Viene  de  mantón,  sencillamente  vestida,  y  sin  más  alhajas  que  unos 
pendientes  muy  modestos. 


—  57  — 

Malvaloca.    ¿Quién  vive? 

Salvador.     ¿Eh?  ¡Marvaloca! 

Malvaloca.  Adiós,  hombre.  ¿Paresiste  ya?  ¿Cuándo 
has  venío? 

Salvador.    Anoche. 

Malvaloca.  ¿De  tu  pueblo  te  fuiste  á  Málaga  á  vé  á 
las  amigas,  no? 

Salvador.     Cabalito. 

Malvaloca.     ¿Me  habrás  traío  pasas? 

Salvador.     ¿Pa  refrescarte  la  memoria? 

Malvaloca.     ¡Pa  ponerlas  en  aguardiente! 

Salvador.     Yo  no  sabía  que  estabas  aquí. 

Malvaloca.     ¡Carambo! 

Salvador.     Yo  te  hasía  en  Seviya. 

Malvaloca.  Y  yo  á  ti  en  Roma;  besándole  ar  Papa 
la  babucha. 

Salvador.  Pos  yo  me  fui  de  Las  Canteras,  y  he 
vuerto. 

Malvaloca.  Pos  yo  ni  he  vuerto,  ni  me  fui.  ¡Ni  me 
voyl 

Salvador.     ¿Tanto  te  gusta  er  pueblo? 

Malvaloca.     ¡Como  que  he  fincao! 

Salvador.     ¿Con  vistas  ar  campo  ó  ar  río? 

Malvaloca.  Con  vistas  ar  reló  del  Ayuntamiento. 
]Échate  ya  pa  un  lao,  fogonero,  que  tiznas! 

Salvador.     ¡Cámara,  lo  que  cambian  los  tiempos! 

Malvaloca.  Pa  mejora  siempre.  ¿Y  ese  hombre?  ¿Se 
ha  escondió? 

Salvador.     Arriba  lo  tienes.  Hasiendo  números  por  ti. 

Malvaloca.     Y  va  en  serio.  Y  yo  por  é. 

Salvador.     Quita  números. 

Malvaloca.  No  quito  na.  Más  verdá  es  que  er  só  que 
alumbra. 

Salvador.     ¿Así  andamos? 

Malvaloca.  ¡Uh!  Tú  no  sabes  de  eso.  Somos  dos 
amantes  pa  una  lámina. 


—  58  — 

Salvador.     Como  los  de  Terué. 

Malvaloca.     ¡En  Temé  hase  frío! 

Salvador.     Pero  ¿á  tanto  yega  la  fiebreV 

Malvaloca.  Cuarenta  y  ocho  y  désimas.  ¿Dónde  di- 
ses  que  está? 

Salvador.     Estará  con  su  hermana. 

Malvaloca.  sorprendida.  ¿Ha  venío  la  hermanita  por 
fin? 

Salvador.     Ayé  vino. 

Malvaloca.  Entonses  yo  me  voy.  ¿No  te  párese  á  ti 
que  debo  irme? 

Salvador.    Á  mí  sí. 

Malvaloca.  Y  á  mí  también.  Las  cosas  son  las  co- 
sas. ¿Cómo  no  me  lo  ha  dicho  Leonardo? 

Salvador.     ¡Porque  Leonardo  lo  ha  tomao  en  redentól 

Malvaloca.  No  lo  digas  en  chufla.  ¡Es  más  románti- 
co! ¡Más  romántico  es!  ¡üh!  To  lo  adorna;  to  lo  ve  con 
estreyas. 

Salvador.  Y  á  ti  te  sienta  bien  er  romantisismo:  es- 
tás más  guapa;  tienes  buenos  colores. 

Malvaloca.     La  tranquilidá,  hijo,  que  hase  milagros. 

Salvador.     Esos  pendientes  no  son  de  mis  tiempos. 

Malvaloca.  Ni  de  los  de  nadie:  son  cosa  de  é.  Me 
ha  hecho  estrena  hasta  las  horquiyas.  ¡Mía  que  las  hor- 
quiyas!  Pos  hasta  eso.  Y  de  toas  mis  alhajas  he  tenío 
que  despedirme  pa  un  rato. 

Salvador.    ¿Y  mi  reló? 

Malvaloca.  Le  ha  dao  un  calambre  ar  minutero.  Á 
buena  parte  vas.  No  es  que  é  me  haya  hablao  una  pa- 
labra, ni  que  tenga  selos  de  ti,  ¿lo  oyes?  pero  te  nom- 
bro y  se  pone  verde.  Más  daño  le  hases  tú  que  ninguno. 

Salvador,      con   gesto  y    acento    de    pesadumbre.    Vaya   por 

Dios. 

Malvaloca.     Me  quiere  con  seguera. 

Salvador.    Eso  veo. 

Malvaloca.     Como  ningún  hombre  en  er  mundo. 


—  69  — 

Salvador.     ¿Metiéndome  á  mí? 

Malvaloca.  ¿Quiés  cayarte?  ¿Vas  á  compara  er  ca- 
ñamaso  con  la  sea?  Me  quiere  más  que  nadie...  y  de 
otro  modo. 

Salvador.     ¿De  otro  modo  que  yo  también? 

Malvaloca.     De  otro  modo;  sí. 

Salvador.     ¿Y  en  qué  consiste  la  diferensia? 

Malvaloca.  ¡Hasta  en  la  manera  de  cogerme  las  ma- 
nos! ¡Basta  en  la  manera  de  respira  á  la  vera  mía!  No- 
me  trata  como  á  una  mujé,  sino  ¡como  una  cosa!...  Á 
vé  si  yo  me  sé  explica:  si  er  primer  hombre  que  á  mí 
me  pretendió  de  mosita  hubieras  sío  tú — es  un  pone — 
con  to  y  con  sé  tú  un  hombre  bueno,  á  estas  horas  sería 
yo  lo  mismo  que  soy:  una  desgrasiá.  Si  er  primer  hom- 
bre que  da  conmigo  es  ese  hombre  ..  ¡otra  sería  mi  suer- 
te!... Ahora  no  tendría  yo  que  irme  porque  hubiera  ye- 
gao  su  hermanita.  ¿Me  explico? 

Salvador.    Sí. 

Malvaloca.     ¿Y  pondero? 

Salvador.    No. 

Malvaloca.  No  te  piques  tú,  Sarvadoriyo.  A  ti  yo 
tengo  mucho  que  agradeserte;  pero  eso  no  tiene  na  que 
vé  con  este  cariño,  que  nunca  había  probao  Marvaloca. 
Tú  eres  bueno...  porque  no  eres  malo.  Y  él  es  bueno... 
por  eso,  porque  es  bueno.  Pa  que  tú  lo  entiendas:  tú 
eres  bueno  por  la  mañana  y  él  es  bueno  to  er  día.  Una 
cosa  así. 

Salvador.     Es  bueno,  es  bueno. 

Malvaloca.  ¡Más  bueno  que  un  cura  der  teatro! 
Como  que  á  mí,  cuando  sueño  con  é,  siempre  se  me 
representa  con  er  pelito  blanco  y  er  baculito,  y  casando 
á  to  er  mundo. 

Salvador.     ¡Ja,  ja,  ja! 

Malvaloca.  Y  me  voy  sin  verlo,  que  no  quiero  que 
me  piye  aquí  la  hermanita. 

Salvador.     ¿Le  digo  que  has  estao? 


—    60  — 

Malvaloca.     Sí;  clíselo.  No;  no  se  lo  digaSi 

Salvador.     Como  quieras. 

Malvaloca.  Díselo,  sí.  ¿Pa  qué  hemos  de  anda  con 
misterios?  Adiós. 

Salvador.  Espérate  un  instante,  que  ahora  nos  va- 
mos á  reí. 

Malvaloca.     ¿De  qué? 

Salvador.  Der  tío  Jeromo.  Lo  hemos  tenío  que  plan- 
ta en  la  cave. 

Malvaloca.  Era  natura.  Y  me  alegro,  no  te  figures 
tú.  Me  han  contao  ya  dos  ó  tres  hasañas  suyas  en  los 
tayeres,  y  renegaba  de  la  hora  en  que  le  pedí  á  Leonar- 
do que  lo  metiera  aquí.  ¡Ay  qué  gente  esta  mía! 

El  TÍO  JEROMO  sale  del  templo  del  trabajo  en  dirección  á  la  in- 
hospitalaria calle,  torvo  y  mohino.  Va  tal  cual  lo  vimos  aparecer  al 
principio  de  la  jornada. 

Tío  Jeromo.  ¡A  la  caye,  á  morirme  si  es  menesté  en 
«r  poyete  de  una  puerta,  pero  con  la  frente  en  las  nu- 
bes! 

Salvador.     ¡Vaya  usted  con  Dios! 

Malvaloca.     ¡Vaya  usté  enhorabuena! 

El  tío  Jeromo  los  mira  desdeñosamente,  y  se  va  por  el  postiguillo. 
Malvaloca  y  Salvador  sueltan  la  carcajada. 

Salvador.     ¡Qué  mamarracho  es! 

Malvaloca.     ¡Me  ha  hecho  grasia  la  manera  como  ha 

salió!  Sigue  la  risa,  que  sorprende   LEONARDO,  que  vuelve.  ¿Habrá 
que  decir  que  le  contraria?  ¡Hola! 

Leonardo.    Hola. 

Malvaloca.  Nos  reímos  de  que  ha  pasao  pa  la  caye 
er  tío  Jeromo,  con  toa  la  cara  de  un  traído. 

Leonardo.  Disculpándose.  No  ha  habido  más  remedio 
que  despedirlo. 

Malvaloca.  Y  yo  soy  la  primerita  que  se  alegra. 
Pero,  cuidao  con  é,  que  tiene  malas  purgas.  Es  nju 
vengativo,  y  capaz  de  inventa  cuarquier  cosa. 

Leonardo.     No  sé  qué  ha  de  inventar. 


—  61  — 

Malvaloca.  ¡Ni  vayas  tú  ahora  tampoco  á  ponerte  á 
sacarle  los  sesos  á  lo  que  yo  he  dicho!  No  he  querío 
más  que  prevenirte.  ¿Verdá  que  es  mu  vengativo,  Sar- 
vadó? 

Salvador.     Sí;  pero  ¿qué  caso  ha  de  haserle  nadie? 

Vamos  á  vé  si  fundimos  pronto.  Se  entra  en  los  talleres. 

Malvaloca.     ¿Tú  qué  tienes,  Leonardo? 

Leonardo.     Nada,  mujer. 

Malvaloca.  No  me  digas  que  na,  porque  te  yegan 
las  ojeras  ar  pescueso.  Y  que  ya  te  tengo  estudiao, 
como  los  astrónomos  las  nubes.  Se  revuercan  los  perros, 
seña  de  agua.  Vengo  yo,  no  me  resibes  tú  con  la  cara. 
alegre,  témpora  tenemos. 

Leonardo.    No... 

Malvaloca.  ¡Si!  ¿Te  ha  molestao  quisas  que  me  es- 
tuviera riendo  con  Sarvadó?  ¡Era  der  tío  Jeromo! 

Leonardo.  No  seas  niña.  ¿Cómo  ha  de  molestarme 
una  cosa  así?  Verás  lo  que  hay.  Tengo  que  anunciarte 
una  novedad... 

Malvaloca.  Mía  tú  cómo  se  revorcaban  los  perros. 
No  miéntenlas  señales.  ¿Te  ríes? 

Leonardo.     Sí.  Óyeme. 

Malvaloca.  Acaba  ya,  que  me  estás  poniendo  en 
cuidao. 

Leonardo.     Mi  hermanita  ha  venido. 

Malvaloca.     Ya  lo  sé.  Me  lo  ha  dicho  ése. 

Leonardo.    Ah,  ¿te  lo  ha  dicho  ése? 

Malvaloca.  Sí.  ¿No  es  más  que  eso  to?  Pos  no  te 
violentes  ni  te  apures,  que  mientras  esté  aquí  tu  her- 
manita yo  no  pongo  los  pies  en  tu  casa. 

Leonardo.    ¿Por  qué? 

Malvaloca.  Porque  se  me  va  á  torsé  un  tobiyo  ar 
pasa  la  puerta.  Sin  broma:  porque  no  está  bien  que  yo- 
venga,  Leonardo. 

Leonardo.     ¿También  te  lo  ha  dicho...? 

Malvaloca.    No;  se  lo  he  dicho  yo  á  é.  Sarvadó  lo- 


'^  62  — 

que  me  lia  dicho  es  que  á  ti  no  te  paresía  mal  que  yo 
viniera. 

Leonardo.  ¿Ah,  sí?...  Es  cierto...  ¿sabes?...  pero  lue- 
go lo  he  pensado  mejor.  No  debo  ser  intransigente.  Te 
agradezco  mucho  tu  resolución,  Malvaloca.  No  vengas: 
yo  iré  allá. 

Malvaloca.  Ea,  pos  se  acabó  er  martirio.  Alegra  esa 
cara,  que  no  me  gusta  verte  triste. 

Leonardo.  ¿Y  cómo  he  de  estar,  si  te  quiero  lo 
que  te  quiero,  y  tengo  que  esconderte  como  una  ver- 
güenza? 

Malvaloca.     ¡Vaya! 

Ya  está  yoviendo, 
los  pájaros  corriendo, 
la  caye  en  bote  en  bote 
y  Periquiyo  sin  capote. 

Periquiyo  soy  yo.  ¿Cuándo  te  vas  á  convensé  de  que 
remové  la  tierra  es  marsano? 

Leonardo,     con  doior.  ¡Según  qué  tierra! 

Malvaloca.  con  amargura.  ¡Pos  por  cso  lo  digo!  ¡Si  ya 
sabes  tú  qué  tierra  soy...  y  en  qué  tierra  has  sembrao! 

Leonardo.  Perdóname.  ¡Quisiera  ahogar  en  mi  alma 
este  sentimiento  siempre  que  estoy  contigo,  pero  no 
puedo,  porque  á  tu  lado  pierdo  la  voluntad! 

Se  miran. 

Malvaloca.  Resueltamente.  Hasta  luego.  Me  marcho. 

Leonardo.  ¿Te  vas? 

Malvaloca.  Sí;  no  sarga  la  niña. 

Leonardo.  No  temas;  no  está  aquí.  La  ha  llevado 
Teresona  á  ver  algunos  sitios  del  pueblo. 

Malvaloca.  Entonses... 

Leonardo.  ¿Qué? 

Malvaloca.  ¿Vais  á  fundí  la  Golondrina? 

Leonardo.  Sí:  dentro  de  poco. 

Malvaloca.  ¿Dará  tiempo  á  que  yo  lo  vea? 

Leonardo.  ¿A...  que  tú  lo  veas?  Te  diré... 


—  63 


Malvaloca.  No;  no  me  digas  na.  Aunque  dé  tiempo 
no  lo  veo.  Te  choca  que  entre  en  los  tayeres. 

Leonardo.  Aparte  de  eso:  es  que  la  campana  se 
funde  como  todo;  como  tantas  cosas  que  tú  has  visto 
fundir.  Ya  está  el  molde  en  la  tierra... 

Malvaloca.  Y  que  es  igualito  á  la  campana  rota. 
Ése  sí  que  lo  he  visto  yo. 

Leonardo.  Más  te  hubiera  interesado  ver  cómo  des- 
hicimos la  campana  rota. 

Malvaloca.     Es  verdá.  ¿Por  qué  no  me  avisaste? 

Leonardo.    No  caí. 

Malvaloca.     Pos  dime  cómo  fué. 

Leonardo.  Sencillamente  caldeándola  sobre  una  ho- 
guera, y  á  golpe  de  martillo. 


Malvaloca. 
Leonardo. 
Malvaloca. 
Leonardo. 
Malvaloca. 
los  crisoles. 
Leonardo. 
Malvaloca. 


¿Y  se  hiso  peasos? 
Justo. 

Como  si  fuera  de  crista. 
Lo  mismo. 

Y  los  peasos  ya  están  derritiéndose  en 


Eso  es. 

Y  ahora  de  los  crisoles  van  á  la  tierra 
por  er  bebeero. 

Leonardo.     Cabal.  Ya  sabes  de  esto  más  que  yo. 

De  manera  que  la  campana  es  la  mis- 


Malvaloca. 
ma. 

Leonardo. 
Malvaloca. 


La  misma...  y  otra. 

Me  acuerdo  de  que  er  primer  día  que 
nos  hablamos  me  explicaste  tú  mu  bien  esta  faena. 
Se  me  quedó  impreso  to  lo  que  me  dijiste. 

Leonardo.     ¡Buena  memoria! 

Malvaloca.    Más  buena  es  la  tuya,  arrastrao. 

Leonardo.     ¿La  mía?  ¿Por  qué? 

Malvaloca.    Por  na. 

Leonardo.    No;  por  algo  lo  has  dicho. 

Malvaloca.     ¡Ea!   ¡Otra  cavilasión!  Me  he  enamorao 


—  64  — 

der  tío  Cavila:  un  chochero  que  había  en  mi  tierra,  que 
se  vorvió  loco  cavilando 

Leonardo.  Bueno;  dime  por  qué  me  has  dicho  eso 
de  la  memoria. 

Malvaloca.  ¿Por  qué  vá  á  sé,  silisio?  ¡Porque  no  te 
cuento  una  cosa  mía  que  no  se  te  quee  en  la  cabesa 
como  fundía  en  bronse! 

Leonardo.    ¡Ay!  ¡es  verdad! 

Malvaloca.  Pero,  ven  acá,  mala  persona,  ¿te  pesa 
haberme  conosío? 

Leonardo.     ¡Nunca! 

Malvaloca.     ¿Me  quieres-tú? 

Leonardo.     ¿Y  tú  me  lo  preguntas? 

Malvaloca.     Entonses,  ¿qué  importa  lo  que  fué? 

Leonardo.  Importa,  importa...  Tanto  me  importa  á 
mí,  que  solamente  cuando  lo  olvido  soy  dichoso. 

Malvaloca.     Pos  mira:  se  me  ocurre  una  solusión. 

Leonardo.     ¡Si  la  hubiera!... 

Malvaloca.     ¡Fúndeme  como  á  la  Golondrina! 

Leonardo.     Perplejo.  ¿Como  á  la  Golondrina?... 

Malvaloca.    Ya  hay  una  copla  que  habla  de  eso. 
Meresía  esta  serrana 
que  la  fundieran  de  nuevo 
como  funden  las  campanas. 

¿Nunca  la  has  oído? 

Leonardo.     Nunca,  hasta  ahora. 

Malvaloca.  Se  conose  que  la  ideó  argún  caviloso  de 
tu  linaje;  de  estos  que  quién  compone  la  justisia  der 
mundo.  Á  la  cuenta  se  enamoró  de  una  mujé  que  quisa 
tuviera  derecho  á  otra  suerte  más  buena,  y  sacó  esa 
copla. 

Leonardo.    ¿Cómo  es? 

Malvaloca.      Repitiéndola  con  todo  sentimiento. 

Meresía  esta  serrana 
que  la  fundieran  de  nuevo 
como  funden  las  campanas. 


—  65  — 


Leonardo. 
Malvaloca. 
Leonardo. 
Malvaloca. 
Leonardo. 
Malvaloca. 
luego. 
Leonardo. 


Atrayéndola  hacia  sí  con  pasión.  Ven  acá. 

¿Qué  quieres? 
Mírame. 

Ahora  con  las  lágrimas  no  te  veo. 
Ni  yo  á  ti. 

Suerta.  se  separa  de  él.  Me  voy.    Hasta 


Adiós. 

Al  abrir  Malvaloca  el  postiguillo  del  foro  para  marcharse,  apare- 
cen la  HERMANA  PIEDAD  y  MARIQUITA.  Mariquita  viene  de  gala. 
La  presencia  de  ambas  sorprende  por  igual  á  los  dos  amantes,  y 
alegra  á  Malvaloca. 

H.  Piedad.  Buenos  días. 
Malvaloca.     ¡Mira  qué  visita,  Leonardo! 

Mariquita.  Güenos  días. 

Leonardo.  Adelante,  hermana. 

Mariquita.  ¿Tú  por  aquí,  mujé? 
Malvaloca.     Sí;  pero  ya  me  voy. 

Mariquita.  ¿Te  vas?  No  te  vayas.  Verás  á  lo  que  ven- 
go. No  te  vayas. 

Leonardo.  Respondiendo  á  una  mirada  de  Malvaloca.  Qué- 
date. 

H.  Piedad.  Mariquita  trae  una  pretensión  que  no  la 
ha  dejado  dormir  en  toda  la  noche. 

Mariquita.  En  toa  la  noche;  porque  lo  pensé  al  acos- 
tarme y  temí  que  se  me  fuera  de  la  cabesa.  con  cansan- 
eio.  ¡Ay!... 

Malvaloca.     Siéntese  usté  aquí,  Mariquita. 

Mariquita.     Muchas  grasias,  hija  de  mi  arma. 

Leonardo.     Y  usted,  hermana,  siéntese  también. 

H.  Piedad.  Gracias:  no  es  preciso.  La  visita  será  muy 
corta.  ¿Es  hoy  cuando  se  va  á  fundir  nuestra  Golon- 
drina? 

Leonardo.  Hoy.  Dentro  de  un  rato.  Podrán  verla 
fundir,  si  quieren. 

H.  Piedad.     No  haremos  sino  irnos  á  nuestra  casa  á 


—   66  — 

rezar  por  que  el  Señor  proteja  la  buena  obra.  Y  ya  veo 
que  el  deseo  de  nuestra  Superiora  es  fácil  que  se  logre. 

Leonardo.     ¿Cuál  es  ese  deseo? 

H.  Piedad.  Que  la  campana  vuelva  á  sonar  por  pri- 
mera vez  el  día  de  la  procesión  de  Nuestro  Señor  de  las 
Espinas,  que  sale  del  Carmen,  y  que  es  muy  venerado 
en  el  pueblo.  Es  día  de  fiesta  en  Las  Canteras;  se  ador- 
nan ventanas,  balcones  y  portales;  la  carrera  por  donde 
va  el  Señor  se  alfombra  enteramente  de  romero  y  mas- 
tranzo; las  muchachas  estrenan  sus  vestidos,  reservados 
para  ese  día...  Ya  verá,  ya  verá. 

Leonardo.    ¿Y  cuándo  es? 

H.  Piedad.     El  catorce  del  mes  que  viene. 

Leonardo.     ¡Pues  sobra  tiempo! 

H.  Piedad.  Tanto  mejor.  Mucho  se  alegrará  la  Supe- 
riora. 

Malva! oca.  Diga  usté,  hermana:  ¿y  podré  yo  í  detrás 
de  la  prosesión  ese  día  con  los  pies  descarsos? 

H.  Piedad.     ¿Por  qué  no? 

Leonardo.     ¿Con  los  pies  descalzos? 

Malvaloca.     Sí,  hombre.  Es  una  promesa. 

Leonardo.     ¿Cuándo  la  has  hecho? 

Malvaloca.     Ahora. 

H.  Piedad.  sonriendo  bondadosamente.  De  aqUÍ  allá  pue- 
de meditarla. 

Malvaloca.  ¿Pa  qué?  ¿Tú  te  extrañas?  No  es  la  pri- 
mera vez  que  voy  detrás  de  una  prosesión  de  esa  ma- 
nera. Cuando  estuvo  mala  mi  niña...  Pero,  bueno,  esto 
á  nadie  le  importa.  ¿Qué  trae  Mariquita  por  aquí? 

H.  Piedad.    Ella  lo  dirá. 

Mariquita.  Se  levanta.  Pos  yo  traigo  esto.  Del  seno  saca 
un  envoltorio  pequeñito,  y  lo  muestra. 

Leonardo.    ¿Y  eso  qué  es? 

Mariquita.     Las  cruses  y  las  medayas  del  hijo  que 
me  mataron  en  la  guerra. 
*   Leonardo.     ¿Y  para  qué  las  trae? 


—  67  ~ 

Mariquita.  Como  é,  desde  que  se  lo  yevaron,  no  te- 
Tiía  más  pío  qne  gorvé  á  escucha  er  toque  de  la  Golon- 
drina ar  lao  de  su  madre,  3^0  quiero  que  estas  medayas 
y  estas  cruses  que  ér  se  ganó,  se  junten  con  er  meta  de 
la  campana.  ¿Puede  sé? 

Leonardo.     ¡Ya  lo  creo!  Basta  echarlas  en  un  crisol. 

Malvaloca.  Y  que  va  á  sé  ahora  mismo,  y  por  mi 
mano. 

Mariquita.     ;,Por  tu  mano? 

Malvaloca.     Sí.  Béselas  usté  la  úrtima  vez. 

Mariquita.     Después  de  besarlas.  Toma,  hija  mía,  toma. 

Malvaloca.  Traiga  usté.  Y  venga  usté  conmigo  pa 
verlo.  ¿Has  visto  tú,  Leonardo?  ¿No  hay  que  sé  madre 
pa  tené  esta  idea? 

Leonardo.     Sí.  Anda. 

Malvaloca.     Voy.  Venga  usté,  Mariquita,  venga  usté. 

Mariquita.     Vamos,  hija,  vamos. 

Sugestionada  Malvaloca,  miíando  las  medallas  y  cruces,  como  quien 
lleva  en  la  mano  un  tesoro,  éntrase  en  los  talleres  con  Mariquita. 

H.  Piedad.  Ciertamente  es  buena  esta  mujer.  Es 
buena,  es  buena... 

Leonardo.  ¿Verdad?  ¡Cuando  una  desgracia  irreme- 
diable cae  sobre  una  criatura  así,  se  rebela  uno  contra 
todo! 

H.  Piedad.     ¿Contra  todo,  hermano? 

Leonardo.  Hermana,  hay  que  ser  santo  para  resig- 
narse. Siendo  hombre,  no  hay  resignación  para  esto. 

H.  Piedad.  Flores  tiene  el  arrepentimiento;  flores  la 
piedad  y  el  perdón. 

Leonardo.     ¡El  amor  es  pasión  egoísta! 

H.  Piedad.  Cuando  es  grande  amor,  es  pasión  gene- 
rosa también. 

Vuelven  MALVALOCA  y  MARIQUITA. 

Malvaloca.     Ya  está.  Cayeron  en  er  fuego,  y  se  las 
sorbió.  Paresía  que  las  estaba  esperando. 
Mariquita.     ¡Pobresito  mío! 


—  68  — 

H.  Piedad.     Se  cumplió  su  voluntad,  Mariquita 

Mariquita.     ¿Vive  tu  madre,  Marvaloca? 

Malvaloca.     ¿Mi  madre?  Vamos  á  no  habla  de  eso. 

Mariquita.     ¿Por  qué?  ¿No  te  quiere? 

Malvaloca.  Vamos  á  no  habla  de  eso.  Sí  vive  mí 
madre,  Mariquita;  sí  vive,  y  viva  mucho;  pero  no  es 
como  usté,  por  desgrasia.  A  mí  me  gusta  verla  con  los 
gemelos  der  revés:  to  lo  lejos  que  pueo. 

Mariquita.     ¡Ay  qué  grasiosa! 

Malvaloca.  ¡Miste  que  tené  yo  que  habla  así  de  mi 
madre!  ¡Yo  que  siempre  he  sentío  lástima  de  Adán,  por- 
que no  lo  cogieron  en  brasos!...  En  fin,  será  mi  sino. 

H.  Piedad.     ¿Vamonos,  Mariquita? 

Mariquita.  Vamonos.  Dios  les  pague  er  gusto  que- 
me han  dao. 

Malvaloca.  ¡Cuando  suene  la  Golondrina  va  á  pare- 
serie  á  usté  que  la  yama  su  hijo!  Usté  lo  verá. 

H.  Piedad.     Don  Leonardo,  quédese  con  Dios. 

Leonardo.     Adiós,  hermana.  Adiós,  Mariquita. 

Mariquit?.     Güenos  días. 

H.  Piedad.     Buenos  días. 

Malvaloca.     Vayan  ustés  con  Dios.  Les  abre  ei  postigui- 

llo  y  las  deja  pasar.    Una  y  otra  se  marchan  sonriéndole. 

Leonardo.      con  explosión  de  amor  desbordado   en  vehementes - 

palabras.  ¡Ven  acá  tú,  Malvaloca;  ven  acá  tú;  que  cada 
momento  que  pasa  te  quiero  más!  ¡Ven  acá:  no  te  vayas 
ahora  de  aquí,  ni  te  vayas  nunca  de  mi  Jado! 

Malvaloca.     Quita,  loco. 

Leonardo.  ¡Te  quiero  por  buena;  te  quiero  por  her- 
mosa; te  quiero  por  desventurada!  ¡Mírame  á  los  ojos  y 
que  yo  te  mire  y  me  recree,  única  mujer  á  quien  he 
querido! 

Malvaloca.    ¿Yo? 

Leonardo.  ¡Tú!  ¡Nunca  te  he  dicho  esto,  pero  es  hora 
ya  de  que  lo  sepas! 

Malvaloca.     ¡Leonardo! 


Malvaloca.    ¿Qué? 
Juanela.     ¡Ah!  ¡Es  ella! 


~  69  — 

Leonardo.  ¡A  ti,  á  ti  sola  he  querido  y  querrél  ¡Ya 
no  sé  vivir  si  no  es  porque  sé  que  tú  vives!  ¿Me  quier 
i  es  tú  también  de  este  modo? 

Malvaloca.  ¡Te  quiero  más  toavía!  ¿Quién  me  ha  ha- 
blao  nunca  como  tú? 

Por  la  puerta  de  la  casa  aparece  en  esto  JUANELA,  inquieta  y 
turbada.  Los  amantes,  que  tanto  la  adivinan  como  la  ven,  se  sepa- 
ran instintivamente. 

Leonardo.    ¿Eh? 

,•; 

l! 

Leonardo.     ¡Juanela!  ¡Hermana!  ¡Ven  aquíl 
Juanela.     No;  déjame...  No  sabía... 
Leonardo.     ¡Sí  sabías!  ¡Tú  has  dicho  que  es  ella!  ¿Qué 
has  querido  decir  con  eso? 

Malvaloca  está  sobrecogida  y  temerosa.  Leonardo,  excitándose  á 
cada  palabra,  trata  de  detener  á  su  hermana  y  de  hacerle  respetar  y 
«emprender  su    vivo  sentimiento. 

Juane'a.     Nada;  no...  Déjame,  déjame... 

Leonardo.  ¡No;  no  quiero  que  te  vayas  así...!  ¿Por 
qué  tiemblas  ante  esta  mujer?  ¿Qué  te  han  dicho? 
¿Quién  te  ha  engañado? 

Malvaloca.     ¡Er  tío  Jeromo! 

Juanela.     Nada,  nada  me  han  dicho. 

Leonardo.  ¡Sí!  ¡Y  en  lo  que  te  han  dicho  mintieron! 
jQuién  es  esta  mujer  sólo  yo  he  de  decírtelo  y  á  mí  sólo 
tienes  que  creerme!  ¡Los  demás  qué  saben!  ¡No  te  dirán 
sino  que  es  mala,  que  es  mala  y  que  es  mala!...  ¡Ah!  ¡si 
fuese  maldad  la  desventura,  no  habría  nacido  una  mu- 
jer más  mala  que  ésta! 

Juanela.     Cálmate,  Leonardo. 

Leonardo.  ¡Pero  yo  conozco  su  vida,  y  su  alma,  y 
«US  dolores!...  ¡Ella  no  tuvo  como  tú  quien  velara  por 
su  pudor,  sino  quien  por  desconocerlo  lo  profanara  y 
lo  vendiera!...  ¡Por  aquella  casa  de  donde  salimos  jun- 
tos los  dos,  yo  te  juro...!  Perdóname...  Me  exalto  hasta 


—  70  — 

no  ser  dueño  de  mis  palabras...  Temo  herirte  tam- 
bién... Déjame...  déjame.  Ya  te  hablaré  tranquilo.  Ahora 
déjame. 

Juanela.     Si,  sí;  te  dejo,  hermano.  Ahora  es  mejor... 

Te  dejo...  Angustiada,  llorosa.  ¡JeSÚS,  DioS  mÍo!  Vuélvese  ala 
casa  sin  poder  dejar  de  mirarlo. 

Leonardo.  Acercándose  otra  vez  a  Malvaloca.  ¡Te  perdona- 
rán todos!  ¡Te  respetarán  todos!  ¡Es  ya  loco  empeño  de 
mi  vida!  ¡Todos  olvidarán  lo  que  fuiste! 

La  voz  de  SALVADOR  llamándolo  desde  el  interior  de  los  talleree 
lo  hiere  y  lo  estremece  súbitamente. 

Salvador.     ¡Leonardo! 

Leonardo.     ¡Ay!  ¡Todos...  menos  yo! 

Salvador.     Asomándose.  Leonardo. 

Leonardo.       con  brusca  sacudida;   como    si    despertara    de    un 

8U€ño.  ¡Qué! 

Salvador.  Ya  estamos  listos.  ¿Vamos  á  fundí  la  Go- 
londrinaf 

Leonardo.     Vamos,  sí.  Á  Maivaioca.  ¿Vienes  tú? 

Malvaloca.    No.  Hasta  luego. 

Leonardj.  Hasta  luego.  Entrándose  con  Salvador  en  los  ta- 
lleres. Vamos  á  fundir  la  Golondrina. 

Malvaloca.  con  íntimo  dolor,  que  se  deshace  en  copioso  llan- 
to. ¡Quién  fuera  bronse  como  eya! 


FIN    DEL    ACTO    SEGUNDO 


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ACTO  TERCERO 


Sala  baja,  de  blancas  paredes  y  techo  de  bovedillas  azules  en  caea 
«le  Leonardo.  Al  foro  una  gran  puerta  por  la  que  se  ve  el  patio,  des- 
tartalado y  viejo.  Á  la  derecha  del  actor  otra  puerta  que  conduce  á 
las  habitaciones  interiores.  Á  la  izquierda  una  ancha  ventana  eure, 
jada,  que  da  á  la  calle,  y  cuyo  alféizar  viene  á  estar  á  un  metro  del 
suelo.  Al  pie  de  él  hay  un  amplio  escalón.  El  marco  de  la  ventana, 
aparece  adornado,  por  la  festividad  del  día  en  que  la  acción  se  des- 
arrolla, con  cortinas  de  encajes  blancos  y  lazos  de  colores.  Enreda- 
das en  el  herraje  hasta  lo  alto,  ramas  de  lentisco  y  romero.  Sobre  el 
alféizar,  y  en  aros  sujetos  á  los  hierros  horizontales,  macetas  con  flo- 
res. Suelo  de  losetas.  Pocos  muebles.  Una  mesa  de  pino  cerca  de  la 
ventana  espera  las  flores  que  han  de  arrojarse  luego  al  paso  de  I4 
procesión. 

Es  por  la  mañana  en  el  mes  de  Junio. 


JUANELA,  TERESONA  y  ALFONSA,  vestidas  como  de  dia  de 
fiesta,  terminan  el  adorno  de  la  ventana.  Con  ellas  están  DOÑA  EN- 
RIQUETA y  DIONISIA,  que  para  ataviarse  han  sacado  también  el 
fondo  del  baúl.  Alfonsa  es  una  sobrinilla  de  Teresona,  de  traza  luga- 
reña, que  ha  venido  de  su  pueblo  natal  á  la  fiesta  de  Las  Canteras 
en  aquel  dia,  y  en  quien  el  sentimiento  de  la  admiración  es  cosa 
esencial.  Doña  Enriqueta  y  Dionisia  en  cambio  no  parecen  admirarse 
de  nada.  Son  esposa  é  hija  del  dueño  de  un  famoso   refino  del    pue- 


blo,  y  hablan    con    cierta    afectación  de    finura,  á  la  que  no  cuadra 
muy  bien  su  casi  total  desconocimiento  de  la  ele. 

Alfonsa.  En  lo  aito  de  una  silla.  ¿Ha  quedao  con  gracia 
este  moño,  tía  Terezona? 

Teresona.  Ha  quedao,  ha  quedao  con  grasia.  Bájate 
ya,  y  vamos  á  deja  el  adorno  de  la  ventana,  que  ya  no 
nesesita  más  na. 

Juanela.     Sí  que  está  bonita  de  veras. 

Alfonsa.      Alejándose  un  poco  de  la  ventana    para  verla  mejor. 

jAy,  qué  precioza!  ¡Ay,  qué  precioza  está!  ¿No  es  verdá 
que  está  mu  precioza? 

Dionisia  y  doña  Enriqueta  se  ríen  del  candoroso  entusiasmo  de 
Alfonsa. 

Dionisia.     ¡Qué  chiquiya  esta!  Se  armira  de  todo. 

Doña  Enriqueta.  Á  nosotras  no  nos  gustan  estas  fies- 
tas der  pueblo.  ¡Son  más  cúrsilesf 

Teresona.  ¿Que  son  cúrsilesf  Pos  yo  las  encuentro 
mu  naturales. 

Juanela.     ¿De  verdad  no  les  gustan? 

Dionisia.    Á  mí  no. 

Doña  Enriqueta.    Ni  á  mi. 

Dionisia.    Ni  á  papá. 

Juane!a.  Quizás  la  costumbre  de  verlas  todos  los 
años.  Yo,  como  forastera,  les  confieso  á  ustedes  que  no 
he  visto  nunca  nada  más  pintoresco  ni  más  lleno  de 
simpatía  que  el  adorno  de  todas  las  calles  por  donde  va 
á  pasar  la  procesión. 

Doña  Enriqueta.  Usté  ¿qué  ha  de  desirnos  á  nos- 
otras? 

Juanela.     Lo  que  siento:  la  pura  verdad. 

Alfonsa.  No  lo  nieguen  ustés,  zeñoritas;  zi  hay  ar- 
gunos  zanguanes  que  zon  artares;  ¡con  tanto  encaje 
blanco  y  tanta  maceta  de  arbahaca!...  Pos  ¿y  las  cayes, 
que  paecen  arfombrás  de  ramas  verdes?  ¡Miste,  miste 
qué  oló  entra  por  la  ventana!  ¡Ay!  ¡ay!  ¡Ze  esmaya 
una! 


—  73  — 

Doña  Enriqueta.     Olores  der  campo. 

Dionisia.  Mejorana  y  tomiyo.  ¡Si  vamos  á  armirar- 
nos  de  eso! 

Teresona.     Es  que  mi  sobrina  también  es  forastera. 

Alfonsa.  ¡Y  me  alegro  de  habé  venío  der  pueblo  á 
vé  este  día!  ¡Ay!  ¡ay!  ¡Cómo  están  ezas  cayes!  ¡Cómo  es- 
tán ezas  cayes! 

Doña  Enriqueta.  Cávate  de  las  cayes,  por  Dios,  que 
se  ve  cada  irrisión  de  barcón  adornado... 

Dionisia.     ¡Cada  mamarracho  se  ve! 

Teresona.    ¿En  las  cayes? 

Doña  Enriqueta.  En  las  cayes,  sí.  saludando  por  la  ven- 
tana á  unas  amiguitas  que  pasan.  AdiÓS,  Matirde. 

Dionisia.     Adiós,  Ervira. 

Juanela.  Vayan  con  Dios.  ¿No  quieren  entrar  un  ra- 
tito?  ¡Hasta  luego  entonces! 

Alfonsa.  ¡Ay  qué  bien  vestías  que  van!  ¡Ay  qué  de 
moños  yevan!  ¡Ay  qué  alegantes! 

Doña  Enriqueta.     ¡Er  cormo,  hija,  er  cormo! 

Dionisia.     ¡Er  cormo,  mamá! 

Se  presenta  en  la  puerta  del  foro  LOBITO,  que  viene  de  la  calle 
y  á  quien  es  difícil  reconocer.  No  es  el  operario  tiznado  y  roto  de  la 
fundición:  es  un  galán  de  pueblo  de  lo  más  lucido.  Á  la  oreja  trae 
un  clavel,  y  otro  en  el  sombrero,  probablemente  para  ofrecérselo  á 
alguien. 

LobitO.      Antes  de  que  nadie  lo  vea.    (¡La   pringamos!    LaS 

tontas  der  refino  aquí.)  ¡Güeñas  tardes! 

Juanela.     Buenas  tardes. 

Teresona.     Ven  con  Dios,  Lobito. 

Alfonsa.     ¡Hola,  Inacio! 

Doña  Enriqueta.     Buenas  tardes. 

Dionisia.     Buenas  tardes. 

Alfonsa.     ¡Mía  qué  alegante  tú  también! 

Lobito.  Mujé,  la  fiesta  lo  píe.  Er  día  e  la  prosesión, 
y  er  día  en  que  va  á  soná  otra  vez  la  Golondrina,  ¿no 
-se  va  uno  á  pone  lo  mejó  que  tenga? 


—  74  — 

Alfonsa.     ¡Y  trae  cadena,  tía!  ¿Lo  ha  reparao  usté? 

Lobíto.     Sí  que  traigo  cadena. 

Juanela.     Y  muy  vistosa. 

Lobíto.     Reló  es  lo  que  no  traigo. 

ASfonsa.     ¿No  traes  reló? 

Teresona.     ¡Er  demonio  eres! 

Lobito.  No,  que  no  lo  traigo.  He  enganchao  la  for- 
forera  ar  cabo  e  la  cadena  pa  que  haga  peso.  Pero  er 
gorpe  lo  doy.  Más  e  cuatro  mositas  se  me  han  quedao 
mirando.  Y  si  me  preguntan  por  chufla  la  hora  que  es^ 
sargo  con  otra  chufla. 

Risas. 

Alfonsa.     ¡Ay  qué  ange  tiene! 

Teresona.  Oye,  Lobito,  ¿es  verdá  que  ha  habió  gor- 
pes  en  la  AlameaV 

Lobito.  ¡Y  los  que  tiene  que  habé  toavía  de  aquí  á 
que  suene  la  campana!  Los  de  la  Sonora  se  habían  figu- 
rao  que  ya  estaba  la  suya  sola  pa  siempre,  y  er  que 
más  y  er  que  menos  tiene  un  berrinche  que  va  á  reven- 
ta de  coraje. 

Doña  Enriqueta.     ¡Qué  bárbaros! 

Dionisia.     Eso  es  sarvajismo. 

Doña  Enriqueta.  ¿Usté  ve  cómo  son  muy  sarvajes 
en  este  pueblo? 

Juanela.  ¿Y  cuándo  va  á  sonar  por  fin  la  campana, 
Lobito? 

Lobito.  Cuando  güerva  er  íreñó  de  la  prosesión 
por  er  pueblo,  y  entre  en  su  casa.  Así  lo  ha  dis- 
puesto la  Superiora.  Y  ar  que  hay  que  oí  es  á  Martín 
er  siego. 

Juanela.    ¿Á  quién? 

Lobito.  Á  Martín  er  siego;  er  campanero  que  ha  sío 
siempre  de  la  Golondrina.  ¡Pobresiyo!  se  sartan  las  lá- 
grimas. Paese  que  le  ha  resusitao  una  hija.  Tres  noches 
base  que  no  duerme.  Er  dise  que  no  le  importa  mo- 
rirse con  er  primer  tañío;  pero  yo  creo  que  de  veras 


—  To- 
se va  á  morí.  Los  pelos  se  ponen  de  punta  escuchando 
al  hombre. 

Alfonsa.  ¡Ay!  ¡ay!  ¡qué  coza!  ¡qué  coza!  ¿Y  á  qué 
hora  paza  por  aquí  la  procezión,  Inacio? 

Lobito.  Por  el  Arresife  iba  base  un  ratiyo.  De  ma- 
nera que  de  aquí  á  media  hora  vendrá  por  esta  caye. 

Teresona.  Va  á  sé  menesté  í  preparando  ya  la& 
flores. 

Alfonsa.     ¿Vamos  á  cortarlas? 

Lobito.     Vamos.  Yo  te  ayúo. 

Teresona.     Ahora  iré  yo  pa  aya. 

Alfonsa.      Anda.  Se  va  por  la  puerta  del  foro,  hacia  la  derecha. 

Teresona.  á  Lobito,  que  va  á  seguirla.  Cuidao  con  las 
flores,  Lobito. 

Lobito.  Á  mí  encargúeme  usté  cuidao  con  las  fru- 
tas. Las  flores  se  güelen  na  más;  y  las  frutas  se  comen. 

Ya  usté  me  entiende.  Se  va  detrás  de  Alfonsa. 

Teresona.  ¡Qué  granuja  es!  Pero  ¿qué  va  á  hasé 
una,  si  paese  que  le  gusta  la  muchacha?  Es  tan  natura 
que  á  los  muchachos  les  gusten  las  muchachas...  y  que 
las  personas  mayores  nos  quitemos  de  su  alrededó... 
Es  tan  natura... 

Dionisia.     Claro:  cada  oveja  con  su  pareja. 

Doña  Enriqueta.     ¿Damos  nosotras  un  paseíto? 

Dionisia.     Bien  pensado:  daremos  una  vuerta. 

Doña  Enriqueta.    ¿Usté  viene? 

Juan  el  a.    ¿Por  qué  no? 

Dionisia.  Nos  toparemos  con  mucho  ptieblerioy  pero 
¿qué  remedio? 

Juanela.  ¿Y  qué  importa?  No  van  á  comernos  tam- 
poco. 

Doña  Enriqueta.  Ahí  va  la  del  arcarde.  Vámonos- 
con  eya. 

Dionisia.     ¡Doña  Casirda! 

Doña  Enriqueta.     ¡Doña  Casirda!  ¡Espérenos  ustél 

Dionisia.     Vamos. 


—   76  — 
Juanela.     Vamos  allá. 

En  esto  aparece  SALVADOR  por  la  puerta  del  foro,  también  de 
tiros  largos. 

Salvador.  Vaya  con  Dios  lo  más  fino  der  pueblo... 
y  de  fuera  der  pueblo. 

Doña  Enriqueta.     Favo  que  usté  nos  hase. 

Dionísia.     Buenastardes. 

Juanela.     Buenas  tardes.  Usted  siempre  el  mismo. 

Salvador.     ¿Se  marchan  ustedes? 

Doña  Enriqueta.  A  dar  un  par  de  vuertas  mientras 
viene  la  prosesión. 

Salvador.     No  tardará  mucho. 

Dionisla.  Cos^  de  media  hora.  Ya  hemos  hecho  er 
cárculo. 

Salvador.     ¡Pos  hoy  en  la  cave  se  saca  novio! 

Doña  Enriqueta.    ¿Vamos? 

Dionisia.     Vamos. 

Salvador.  ¡Cuidao  si  han  venío  [forasteros!  Y  er 
tiempo  está  de  nuestra  parte.  Con  la  yuvia  de  ayé  ha 
Tefrescao,  y  da  gusto  anda  por  ahí.  Con  que  por  mi  no 
detenerse. 

Dionisia.  Vamos,  mamá,  que  nos  espera  doña  Ca 
sirda. 

Doña  Enriqueta.    Vamos,  sí. 

Juanela.     Vayan  ustedes,  que  allá  voy. 

Se  marchan  doña  Enriqueta  y  Dionisia  por  la  puerta  del  foro  ha- 
cia la  izquierda.  Juanela  se  detiene  un  momento  con  Salvador. 

Teresona.  Pocas  personas  me  hasen  á  mí  daño  en 
er  mundo;  porque  yo,  en  güeña  hora  lo  diga,  pa  to 
encuentro  discurpa;  pero  á  esta  mamá  y  á  esta  niña, 
que  se  han  tragao  er  moliniyo  der  chocolatero,  no  las 
pueo  resistí. 

Salvador.  A  mí  me  hase  grasia  la  manera  de  habla 
que  tienen.  Paese  que  han  aprendió  con  er  maestro  der 
cuento:  «¡Niño:  sordado,  barcón,  ardaba  y  mardita  sea 
tu  arma,  se  escriben  con  ele!» 


—   77  - 

Teresona.     ¿No  sabe  usté  cómo  le  yaman  ar  marío'? 

Juanela.  Deje  usted  eso,  Teresona.  Oiga  usted,  Sal- 
vador. 

Salvador.     ¿Qué  me  manda  usté,  carita  de  lástima? 

Juanela.     ¿Se  ha  enterado  usted  de  lo  de  hoy? 

Salvador.     No.  ¿Otro  desatino  de  Leonardo? 

Juanela.     Otro  capricho.  ¿Lo  de  ayer  sí  lo  sabe? 

Salvador.  Sí;  que  le  dio  dos  bofetás  á  uno  porque 
dijo  yo  no  sé  qué  de  Marvaloca.  Me  lo  contaron  por  la 
noche.  ¿Y  lo  de  hoy,  qué  es? 

Juanela.  Que  se  ha  empeñado,  quizás  como  conse- 
cuencia de  lo  de  ayer,  en  que  venga  aquí  esa  mujer  á 
presenciar  el  paso  de  la  procesión  con  nosotras. 

Salvador.  ¡Pero  si  yo  creía  que  eya  iba  á  í  detrás 
der  Señó  con  los  pies  descarsos! 

Juanela.  Eso  quería  ella;  pero  él  se  lo  quitó  de  la 
cabeza. 

Salvador.  Y  en  cambio  se  empeña  en  que  venga 
aquí.  Está  loco. 

Juanela.  Imagine  usted...  ¿Quién  convence  á  la 
gente?...  Estas  amigas  yo  no  sé  lo  que  harán  todavía; 
pero  otras  que  se  han  enterado  se  han  excusado  de  ve- 
nir. Hable  usted  con  él,  no  para  persuadirlo  de  que 
ella  no  venga,  que  puesto  que  él  lo  quiere  y  esta  es  su 
casa... 

Salvador.     Caye  usté  por  Dios. 

Juanela.  Sino  para  aconsejarle  prudencia,  discre- 
ción... un  poco  de  respeto  á  los  demás...  El  tiene  que 
vivir  con  las  gentes... 

Salvador.  Será  inútil  cuanto  le  diga;  pero  le  habla- 
ré una  vez  más,  j^a  que  usté  lo  desea.  La  úrtima,  por 
supuesto. 

Juanela.  Aunque  sea  la  última;  no  deje  usté  de  ha- 
blarle, Salvador.  Yo  no  puedo  discutir  con  él  porque 
desde  niña  he  sido  dócil  á  cuanto  él  ha  querido.  He 
tenido  siempre  absoluta  fe  en  su  bondad.  «Lo  hace  mi 


hermano,  está  bien  hecho  seguramente.)  Así  he  pensa- 
do y  he  sentido  toda  mi  vida.  Pero  ahora...  ahora  le 
■confieso  á  usted,  Salvador,  que  tengo  un  torbellino  en 
la  cabeza. 

Salvador.     Está  loco. 

Juanela.  No,  no  está  loco.  No  habla  como  un  loco... 
Yo,  á  solas  conmigo,  muy  á  solas,  comprendo  á  mi 
hermano,  no  crea  usted.  La  razón  podrá  no  tener  sen- 
timiento; pero  el  sentimiento  siempre  tiene  razón. 

Salvador.  Bien,  bien;  deje  usted  los  pucheros.  Yo 
hablaré  con  él...  Ande  usté,  que  las  amiguitas  la 
aguardan. 

Doña  Enriqueta.  Desde  la  caiie.  ¿No  viene  usté,  Jua- 
nelaV 

Juanela.  Sí;  en  seguida  voy.  Perdonen  ustedes,  a 
Salvador.  Le  voy  á  dccir  á  Leonardo  que  está  usted  aquí. 

Se  marcha  por  la  puerta  del  foro,  hacia  la  derecha,  y  luego  se  la  ve 
cruzar  hacia  la  izquierda  por  el  patio. 

Salvador.  ¡Inosente  chiquiya!  ¡Vaya  un  viajesito  de 
recreo  que  le  ha  dao  el  hermanito!  Y  á  ér  sí  que  le  ha 
tocao  la  china  negra. 

Teresona.  Por  causa  e  la  gente  que  lo  envenena  to. 
Él  es  güeno;  eya  es  güeña;  la  otra  es  como  er  pan.  ¿Es 
posible  que  pase  na  malo  entre  tres  personas  tan  güe- 
ñas? ¡Qué  disparate!  Es  lo  que  yo  digo:  ¿hay  Dios  ó  no 
ha}^  Dios?  Pos  si  hay  Dios,  y  nadie  hase  más  que  lo  que 
Dios  quiere...  Dios  tiene  ya  edá  pa  sabe  lo  que  hase. 

Salvador.     Eso  es  vé  las  cosas  como  Dios  manda. 

Teresona.     Ni  más  ni  menos.  Aquí  yega. 

Salvador.     ¿Dios? 

Teresona.  ¡Don  Leonardo!  ¡Siempre  ha  de  anda 
usté  de  chirigotas!  Me  voy  yo  á  echarle  un  vistaso  á  la 
otra  pareja 

Viene  LEONARDO  de  allá  dentro  por  la  puerta  del  foro.  Teresona 
lo  deja  pasar,  y  se  aleja  hacia  la  derecha,  mirando  á  los  dos  com- 
pañeros. 


—  79  — 

Leonardo.  Me  ha  dicho  Juaneía  que  me  llamas. 
¿Qué  quieres? 

Salvador.  Verte,  lo  primero.  Después,  charla  conti- 
go un  rato.  ¡Si  hase  lo  menos  ocho  días  que  casi  no 
crusamos  la  palabra!  Á  mí  se  me  ha  figurao  que  me 
huyes. 

Leonardo.    ¿Hniirte? 

Salvador.  No  pases  cuidao,  que  no  te  vi  á  pedí 
cuentas  der  negosio.  Tengo  en  ti  entera  confiansa. 

Leonardo.  ¿Y  para  darme  estas  bromas  de  chico 
me  has  llamado? 

Salvador.  Contrastes  de  la  vida,  hombre.  Tú  la  to- 
mas demasiao  en  serio,  y  yo  tar  vez  demasiao  en 
broma. 

Leonardo.     Tal  vez. 

Salvador.  Sólo  que  las  veras  délos  bromistas,  cuan- 
do se  ponen  serios,  por  lo  mismo  impresionan  más.  Y 
ahora  va  de  veras. 

Leonardo.    Milagro. 

Salvador.  De  veras  va.  cariñosamente.  ¿Cómo  marcha 
ese  corasón,  compañero? 

Leonardo.     Destrozándose,  pero  dichoso. 

Salvador.     Muy  bien.  Y  la  cabesa  loca,  pero  feliz. 

Leonardo.    Tú  lo  has  dicho. 

Salvador.    Y  to  eso  por  una  mujé. 

Leonardo.     ¿Por  quién  mejor? 

Salvador.  Pos  tocante  á  esa  mujé  vamos  á  echa  un 
párrafo. 

Leonardo.     Prefiero  que  lo  dejes. 

Salvador.  Es  que  también  hase  muchos  días  que  no 
hablamos  de  eya. 

Leonardo.     Ni  hay  para  qué. 

Salvador.     Ahora,  sí. 

Leonardo.  De  esa  mujer  nadie  sabe  hablarme.  Y 
menos,  tú. 

Salvador.     No  va  el  aire  por  donde  siempre.  Se  trata 


—  se- 
de otra  cosa.  Esa  mujé,  Leonardo,  le  preocupa  á  tu  her- 
mana. 

Leonardo.  No.  Le  preocupo  yo.  Y  no  por  ella  ni  por 
mí,  sino  por  la  gente.  Bien  lo  sé;  bien  lo  veo.  Pero  mi 
hermana  se  va  con  mis  tíos,  y  día  llegará  en  que  tam- 
bién á  propósito  de  la  gente  piense  lo  que  yo. 

Salvador.     Ah,  ¿se  va  tu  hermana? 

Leonardo.  Sí;  se  va.  Y  pronto.  Pasado  este  día,  muy 
pronto.  Yo  no  quiero  que  nadie,  ni  siquiera  ella,  á 
quien  yo  he  enseñado  á  ser  libre  y  fuerte,  comparta 
conmigo  este  sacrificio. 

Salvador.  ¿Es  por  las  señas  irremediable  que  la 
aventura  dure  mucho? 

Leonardo.  Esto  no  ha  sido  nunca  una  aventura.  Y 
durará  toda  mi  vida. 

Salvador.    ¿Toda  tu  vida? 

Leonardo.  Sí.  Como  nunca  has  querido  si  no  mira- 
bas libre  el  camino  por  donde  habías  de  huir,  no  pue- 
des comprenderme.  Malvaloca  es  mi  vida  entera.  ¡Con 
qué  placer  más  doloroso  junto  á  mi  suerte  la  de  esa 
mujer! 

Salvador.  No  te  comprendo,  no.  Allá  tú  con  tus  ca- 
vilasiones  y  tus  teorías.  Pero,  en  cambio,  si  no  me  ex- 
plico esa  manera  de  sacrificarse  por  una  pajarita  que 
se  encuentra  en  la  caye,  sé  darme  cuenta  de  otras 
cosas. 

Leonardo.  Molesto.  ¿De  cuáles?  ¡Y  elige  las  palabras, 
por  Dios! 

Salvador.  Óyeme,  y  contéstame  con  la  verdá,  tú 
que  tan  frecuentemente  me  la  predicas.  Hase  tiempo 
que  le  estoy  dando  vuertas  en  la  imaginasión  á  esta 
idea,  y  cuando  yo  menos  lo  esperaba  le  ha  yegao  su 
punto.  ¿Te  sorprendería  mucho  que  yo  desaparesiese 
der  pueblo? 

Leonardo.  ¿De  Las  Canteras,  tú?  Pero  ¿adonde  has 
de  irte? 


—  81   — 

Salvador.  No  es  eso  lo  que  te  pregunto.  ¿Te  sor- 
prendería? 

Leonardo.     Quizás  no. 

Salvador.     ¿Y  te  alegrarías?  La  verdá,  Leonardo. 

Leonardo.     La  verdad:  sí. 

Salvador.  Lo  sé.  Como  sé  también  que  no  dejarás 
de  sentirlo,  porque  nuestra  amista  no  es  de  juego.  Pero 
debo  irme  de  tu  lao,  y  me  iré.  Sin  que  yo  pueda  reme- 
diarlo, te  lastimo,  te  hiero,  te  traigo  á  la  memoria  lo 
que  tú  quisieras  borra  der  mundo.  Y  consigas  orvi- 
darlo  ó  no,  no  viéndome  á  mí  te  librarás  de  muchas 
saetas.  Yo  no  entenderé  de  cariños  grandes  de  hom- 
bres pa  mujeres;  pero  der  cariño  de  un  amigo  pa  otro, 
sí  que  entiendo.  Va  con  mi  condisión,  por  lo  visto.  Me 
he  pasao  la  vida  engañando  mujeres,  y  no  he  podio 
engaña  á  ningún  hombre.  ¡Y  quiero  más  á  las  mujeres, 
que  es  lo  grande!  ¿Entiendes  esto  tú? 

Leonardo.  Entiendo  ahora  tu  generosidad.  Perdó- 
name si  alguna  vez  te  llamé  egoísta. 

Salvador.  Bueno,  pos  se  acabó  lo  que  se  daba.  Da- 
me un  abraso. 

Leonardo.    Sí. 

Salvador.     Y  tan  amigos...  desde  lejos.  ¿No? 

Leonardo.     Lo  que  quieras...  No  puedo  hablar. 

Salvador.  Pos  hablaré  yo  mientras  te  pasa,  pa  ani- 
marte. No  seas  tonto,  Leonardo,  no  seas  tonto.  Despiér- 
tate de  esa  pesadilla;  sacúdete  el  arma.  Mira  que  hay 
más  mujeres  que  estreyas,  y  que  da  lástima  que  un 
hombre  como  tú... 

Leonardo.    Cállate. 

Salvador.  ¿Por  qué  me  he  de  cayá?  ¿Te  figuras  que 
hay  ningún  nasío  que  yeve  las  cosas  al  extremo  que  tú 
las  yevas? 

Leonardo.  ¿Y  te  figuras  tú  que  vivo  yo  con  el  alma 
de  nadie?  ¡Mi  dolor  sólo  está  en  mi  pecho!  ¡Mi  dolor  es 
mío;  como  es  mía  la  íntima  satisfacción  de  padecerlo! 

6 


--  82  — 

jQuién  pudiera  olvidar!  ¡Dichosos  los  hombres  cuyos 
besos  á  una  mujer  no  se  hieren  de  encontrarse  las  hue- 
llas de  otros  besos!...  Yo  no  tengo  celos  ni  de  ti  ni  de 
nadie;  tengo  celos  de  toda  una  vida.  ¡Y  esa  vida  es  la 
que  quiero  para  mí!  Compadéceme.  Alguien  viene.  Que 

no  me  vean  llorar.  Abraza  á  su  amigo  y  se  entra  por  la  puerta 
de  la  derecha 

Salvador.     ¡Pobre  compañero! 

Llega  de  la  calle  MALVA  LOCA,  vivamente,  como  si  rastreara  la 
huella  de  Leonardo.  Viste  un  traje  sencillo  y  trae  sobre  los  hombros 
amplio  velo  negro  de  encaje. 

Maivaloca.  ¿Y  Leonardo?  ¿No  estaba  aquí  Leo- 
nardo? 

Salvador.     ¡Hola! 

Maivaloca.     Hola,  hombre.  ¿No  estaba  aquí  é? 

Salvador.  Aquí  estaba.  Pero  sintió  pasos,  y  se  mar- 
chó creyendo  que  era  arguien. 

Maivaloca.     Pos  no  era  más  que  yo. 

Salvador.     Pos  no  te  ha  conosío. 

Maivaloca.  Será  por  la  buya  de  la  caye.  ¿Dónde 
está? 

Salvador.     Aya  dentro  se  fué  por  ahí. 

Maivaloca.     ¿Por  aquí? 

Salvador.     Por  ahí.  Escúchame. 

Maivaloca.     ¿Qué  quieres? 

Salvador.     Desirte  una  cosa. 

Maivaloca.     Pónmela  por  escrito. 

Salvador.     ¿Por  escrito? 

Maivaloca.     Sí.  Ya  sé  escribí  y  lee.  Ér  me  ha  enseñao. 

Salvador.     ¿También  á  escribí? 

Maivaloca.  Toavía  no  sé  der  to.  Pero  ya  pongo  ar- 
gunas  letras.  Sé  pone  su  nombre  y  er  mío.  Hasta  luego. 

Salvador.     Espérate. 

Maivaloca.     ¡Que  no! 

Salvador.     ¿Por  qué  no? 

Maivaloca.     Porque  quieo  perderte  de  vista. 


—  83  - 

Salvador.     ¿Tú  también? 

Malvaloca.     Yo  también. 

Salvador.  No  me  extraña.  To  se  pega  en  er  mundo. 
Y  te  vas  á  salí  con  eya  muy  pronto.  Pienso  que  sepa- 
remos er  negosio,  ¿oyes? 

Malvaloca.     Bien  pensao. 

Salvador.    Pa  irme  yo  de  Las  Canteras, naturalmente. 

Malvaloca.     Eso  está  más  bien  pensao  que  lo  otro. 

Salvador.     ¿Te  gusta  la  idea? 

Malvaloca.  ¡Uh!  Has  tenío  un  yeno.  Por  mí  y  por  é 
me  gasta.  A  enemigo  que  huye... 

Salvador.     ¿Soy  yo  tu  enemigo,  Marvaloca? 

Malvaloca.  Ar  presente  sí.  Er  tiempo  da  y  quita. 
Vete  ya. 

Salvador.  Ya  me  voy.  ¿No  te  remuerde  la  consien- 
8Ía  de  lo  que  has  hecho  con  ese  hombre? 

Malvaloca.     ¿Y  qué  he  hecho  yo?  ¡Quererlo! 

Salvador.     Vorverlo  loco. 

Malvaloca.  Loca  estoy  yo  también.  Y  de  la  misma 
rama  de  locura.  Hemos  corrió  la  misma  suerte. 

Salvador.    ¿Es  posible? 

Malvaloca.  No  siempre  han  de  juntarse  uno  que 
quiere  y  otro  que  se  deja  queré.  Aquí  hay  dos  que  se 
quieren. 

Salvador.     Pos  yo  te  aconsejo,  Marvaloca... 

Malvaloca.  Mira,  pelegrino,  vete  ar  desierto  á  pre- 
dica. Te  va  á  tené  la  misma  cuenta... 

Salvador.     Está  bien. 

Castiyos  he  visto  yo 
abatios  j^or  la  tierra... 

Como  ese  hombre  te  esconde  de  mí,  quéate  con  Dios, 
por  si  ya  no  nos  vemos. 

Malvaloca.     Adiós. 

Salvador.  La  mano,  mujé.  ¿Ni  la  mano  siquiera, 
por  lo  pasao? 

Malvaloca.     Por  lo  pasao,  na. 


—  84  — 

Salvador.  Pos  la  mano  de  despedía,  como  dos  ami- 
gos. 

Malvaloca.  Eso  si. 

Salvador.  Grasias.  Adiós. 

Malvaloca.  Adiós. 

Salvador.  Yo  siempre  soy  er  mismo. 

Malvaloca.  Pos  yo  ya  soy  otra. 

Salvador.  Adiós.  Se  va  á  la  calle  turbado  el  espíritu  por 
contradictorios  sentimientos. 

Malvaloca.  Hase  bien  en  quitarse  de  enmedio.  ¿Y 
Leonardo?  Yo  no  me  atrevo  á  entra. 

Vuelve  del  jardín  ALFONSA  y  LOBITO,  por  donde  se  marcharon. 
Alíonsa  trae  un  canasto  con  flores,  que  vuelca  en  la  mesa,  y  pren- 
didos al  pecho  los  dos  claveles  de  Lohito. 

Alfonsa.  En  la  meza  me  ha  dicho  tía  Terezona  que 
las  vuerque.  Azi. 

Loblto.     ¿Y  no  estaría  mejó  forma  unos  ramos? 

Alfonsa.  No,  zeñó;  porque  zuertas  hay  más.  Y  ze  ti- 
ran más  bien. 

Malvaloca.     ¡Lobito!  ¿Eres  tú? 

Loblto.  voháéndose.  ¿Eh?  ¡Güenas  tardes!  ¿Usté  por 
esta  casa? 

Alfonsa.       Güeñas  tardes.    Admirada  de  Malvaloca.    ¡Ah!... 

Malvaloca.     No  eres  conosio.  El  arcarde  me  paresiste.- 

Alfonsa  suelta  una  carcajada  que  se  oye  en  su  puel>lo.  Lohito 
ríe  también. 

Loblto.     Miste  qué  grasia  le  ha  hecho  á  ésta. 
Malvaloca.     ¿'J'e  has  puesto  asi  pa  saca  novia? 
Lobito.     Tras  de  eso  andamos. 

Llega  presurosa  JUANELA,  con  cierta  emoción. 

Juane'a.     Buenas  tardes. 
Malvaloca.      Aigo  desconcertada.  Buenas  tardes. 
Juanela.     La  vi  entrar  á  usted,  y  me  separé  de  unas 
amigas...  ¿Y  Leonardo? 
Malvaloca.    No  sé. 

Juanela  se  asoma  á  ambas  puertas. 


—  85  — 

Lobito.     Tú,  vamonos  nosotros  por  más  flores. 
Alfonsa.     Vamonos,  zí;    que   toas   zon  pocas  pa  er 
:'Zeñó. 

Lobito.     Y  que  aquí  no  basemos  farla  ninguna. 

Se  retiran  Lobito  y  Alfonsa.  Los  ojos  de  Juanela  delatan  una  gran 
curiosidad  ante  Malvaloca. 

Malvaloca.     ¿Usté  sabía  que  yo  iba  á  vení? 

Juanela.     Por  mi  hermano. 

Malvaloca.     Yo  no  quería;  esta  es  la  verdá. 

Juanela.  También  lo  sé.  Pero  cuando  él  se  obstina 
en  alguna  cosa...  ¿Xo  se  sienta? 

Malvaloca.  Así  que  ér  sarga.  Usté  me  dispensará 
que  se  lo  diga,  pero  á  su  lao  me  paese  que  estoy  en  mi 
sitio  en  toas  partes,  y  cuando  me  farta  é  no  me  hayo  en 
•ninguna.  Y  menos  aquí. 

Juanela.    ¿Por  qué? 

Ma'valoca.  Ya  lo  comprende  usté  sin  que  yo  se  lo 
•explique.  ¿Quiere  usté  yamarlo? 

Juanela.     Ahora  vendrá. 

Malvaloca.  Yo  no  sé  cómo  usté,  que  es  su  hermana, 
mirará  este  cariño  nuestro. 

Juane  a.  A  mí  me  duele  verlo  abatido...  y  verlo 
llorar. 

Malvaloca.     No  hay  cariño  sin  lágrimas. 

Juanela.    ¿Usted  cree? 

Malvaloca.  Y  Leonardo  ha  tenío  la  desgrasia  de  tro- 
pesarme  en  er  camino  un  poco  tarde.  Cuando  yo  vi  de 
la  manera  que  me  quería,  pensé  dejarlo,  por  librarlo  de 
«esta  cadena;  pero  ya  no  me  fué  posible:  me  ataban  los 
mismos  eslabones. 

Juanela.     ¿Tan  fuertes  son? 

Malvaloca  No  hay  yunque  en  que  se  rompan  ni 
fuego  que  los  deshaga  tampoco.  Á  gorpe  de  corasón  se 
han  formao;  y  yo  no  he  sabio  que  tenía  corasón  hasta 
que  sentí  á  mi  lao  er  de  ese  hombre.  Sonó  er  suyo,  y  er 
mío  le  respondió  como  un  pájaro.  Primero  doy  la  vía 


que  deja  de  oirlo  y  de  contestarle.  Yo,  que  en  este  mun- 
do lo  he  dao  to,  esto  no  lo  doy. 

Juanela.     Ya  veo  que  ha  sido  una  desgracia. 

Malvaloca.  Pa  Leonardo,  según  usté  lo  mire.  Pa  mí 
ha  sío  como  vorvé  á  nasé.  Y  ese  es  mi  martirio:  que 
quisiera  vorvé  á  nasé  de  verdá  pa  encontrármelo  como 
ér  se  merese. 

Juanela.     ¡Pero  eso  es  imposible! 

Malvaloca.  Pos  por  ese  imposible  son  las  lágrimas 
de  los  dos. 

Juanela.     Pues  es  bien  doloroso. 

Malvaloca.  Más  dolorosa  ha  sío  mi  vía,  y  toavía  es 
toy  de  pie. 

Juanela.     ¿Más  dolorosa  aún? 

Malvaloca.  ¿Pero  no  oye  usté,  niña,  que  ahora  es 
cuando  empieso  á  viví?  ¡Mi  vía  de  antes...!  ¡Qué  sabe 
usté  de  penas!...  Si  en  la  frente  la  yevara  escrita...  Bue- 
no, no  me  gusta  alabarme.  Er  resurtao  es  que  Leonar- 
do y  yo  nos  habemos  metió  en  un  tune  que  no  tiene  sa- 
lía... ni  más  luz  que  la  que  nosotros  mismos  le  ponga- 
mos ar  tren.  ¡Y  no  se  apure  usté  demasiao,  que  de  cuan- 
do en  cuando  habrá  luminarias!  Á  mí  Dios  me  alumbra 
los  pasos.  En  los  apuros  más  grandes  en  que  me  he 
visto,  siempre  he  tenío  un  arranque  pa  serrá  los  ojos  y 
seguí.  Esto  es  en  mí  nativo,  como  er  negro  de  los  cabe- 
yos.  ¿Quién  viene? 

DOÑA  ENRIQUETA  y  DIONISIA  llegan  de  improviso.  Vienen  un 
tanto  sofocadas.  Poco  después  que  ellas,  vuelven  ALFONSA  y  LO 
BITO  con  más  flores,  que  esparcen  en  la  mesa,  como  antes.  Les  llama 
la  atención  el  diálogo  de  la  hija  y  la  madre  con  Juanela,  pero  se  li- 
mitan á  comentarlo  entre  sí  con  gestos  significativos. 

Doña  Enriqueta.     ¡Ay,  señó,  qué  arboroto  y  qué  buyal 

Dionisia.     ¡Y  qué  gente  más  atrevida! 

Doña  Enriqueta.     Hiso  usté  muy  bien  en  vorverse.. 

Viendo  á  Malvaloca,  y  con  aire  de  sorpresa  y  disgusto.   ¿Eh? 

Dionisia.    ¿Cómo? 


—  87  — 

Malv aloca.     Buenas  tardes. 
Doña  Enriqueta.    ¿Qué  es  esto? 

Hay  un    angustioso   silencio.    Hija  y  madre  se  miran  asombradas. 

Juanela.  xurbadísima.  ¿De  manera  que  por  ahí  no  se 
puede  andar,  es  verdad?  Ya  me  lo  figuraba... 

Doña  Enriqueta.  Ni  se  puede  andar  por  ahí,  ni  se 
puede  estar  tranquila  en  ninguna  parte.  Nos  vamos. 

Juanela.     ¿Que  se  van  ustedes? 

Oionisia.     Sí.  A  mí  me  ha  dado  un  mareíyo... 

Doña  Enriqueta.     Sí;  le  ha  dado  un  mareíyo... 

Juanela.     Le  haremos  una  taza  de  te... 

Doña  Enriqueta.     Grasias.  Vamonos,  hija. 

Dionisia.     Vamonos,  mamá. 

Juanela.     ¿Pero  no  van  á  ver  la  procesión? 

Doña  Enriqueta.  Sí;  pero  la  veremos  entrar  en  la 
iglesia.  Vamonos. 

Dionisia.     Vamonos. 

Doña  Enriqueta.     Buenas  tardes,  Juanela. 

Juanela.  Buenas  tardes.  No  saben  lo  que  me  con- 
traría... 

Doña    Enriqueta.     Huerga    la    explicasión.    Buenas 

tardes,  a  Dionisia,  yéndose.  ¿HaS  visto,  hija,  haS  vistO? 

Dionisia.     ¿Has  visto,  mamá? 

Doña  Enriqueta.     ¡Jesús!  ¡Jesús!  ¡qué  atrevimiento! 

Se  van  alteradisim.as  por  la  puerta  del  foro,  hacia  la  izquierda.  Al- 
fonsa  y  Lobito  se  han  ido  un  poco  antes  por  la  misma  puerta,  hacia 
la  derecha. 

MalvalOCa.  Humildemente,  á  .luanela.  ¿Se  Van...  porque 
me  han  visto  aquí?  Juanela,  sin  querer,  hace  un  gesto  de  asen- 
timiento triste.  Por  usté  más  que  por  mí  me  duele.  ¿Ve 
usté?  Si  no  hubiera  venío... 

Sale  LEONARDO  por  la  puerta  de  la  derecha. 

Leonardo.    ¿Qué? 

Malvaloca.     Dios  te  guarde,  hombre. 
Leonardo.     ¿Qué  ha  sido?  ¿Qué  hablabais? 
Juanela.     No ..  nada... 


—  88  — 

Leonardo.     Sí.  Dime  lo  que  ha  sido. 

Juaneia.  Doña  Enriqueta  y  su  hija  Dionisia  ..  que 
llegaron... 

Leonardo.     Y  se  fueron  al  ver  á  Malvaloca,  ¿no? 

Malvaloca.    Sí. 

Juaneia.    Sí. 

Leonardo.  Vayanse  enhorabuena.  Y  otras  amigas 
no  han  querido  venir,  porque  ya  sabían...  En  buen 
hora  también.  Allá  todos  con  su  conciencia...  ¡pero  que 
no  paseen  á  Jesús  por  las  calles  del  pueblo! 

Juaneia.     Voy  por  más  flores  para  cuando  pase  por 

aquí.  Se  va  por  la  puerta  del  foro,  hacia  la  derecha. 

Leonardo.     Ya  lo  ves:  te  huyen. 

Malvaloca.     Tu  hermana,  no. 

Leonardo.     Mi  hermana,  no.  Las  otras. 

Malvaloca.  Las  otras  que  huyan.  Mientras  no  huyas 
tú... 

Leonardo.    ¿Á  ti  te  basta? 

Malvaloca.  ¿Pa  qué  quiero  yo  más  en  er  mundo? 
¿Quién  me  ha  dao  la  sombra  que  tú?  Eso  que  se  dise 
tanto:  «Yo  soy  tuya»,  aquí  es  argo  más  que  palabras. 
¡Leonardo,  yo  soy  tuya! 

Leonardo.     ¡Tú  eres  mía! 

Malvaloca.  ¡Tuya!  Porque  vivo  sólo  pa  ti  y  porque 
tus  pasos  son  los  míos.  Levanta  los  ojos  der  suelo,  cavi- 
loso, y  mírame  á  la  cara.  ¡Mía  que  vi  á  enselarme  de 
las  losetas!  Vamos,  menos  má  que  ya  te  sonríes.  ¡Si  no 
tengo  más  que  tus  brasos;  si  me  he  amparao  de  eyos 
como  quien  se  ampara  á  las  ramas  de  un  arbo  porque 
ayí  se  haya  á  gusto!  con  graciosa  transición.  ¡Pcro  no  quiero 
que  seas  un  sause!  Prefiero  un  naranjo,  que  da  fló  y  da 
fruto...  y  que  ni  en  el  invierno  pierde  las  hojas.  ¿Te  has 
enterao? 

Leonardo.  Apasionadamente.  ¡Bendita  seas  tú,  que  si  yo 
soy  el  árbol  que  te  ampara,  son  tus  palabras  el  aire  que 
lo  orea! 


Malvaloca.  ¡Qué  romántico  eres!  ¡Lo  que  te  quiero 
yo,  terremotol 

Leonardo.  ¡Y  qué  dicha  es  quererse  así!  El  mundo 
ya  no  existe:  no  existimos  más  que  tú  y  yo. 

Malvaloca.  ¡Mía  que  esto  nuestro  ha  sío  una  cande- 
la! ¡Uh!  Yevaba  yo  mi  carguita  de  leña  al  hombro,  em- 
pesaste  tú  á  dá  suspiros...  y  á  la  media  hora  ardía  to  er 
bosque.  Y  no  hay  como  este  fuego,  ¿verdá? 

Leonardo.     No  hay  como  este  fuego.  No  hay  como  tú. 

Malvaloca.  ¡Qué  bonito  es  enamorarse!  Está  una  con 
la  persona  que  quiere,  más  cuando  se  va  que  cuando  la 
tiene  á  su  lao.  Te  dispiertas  en  la  noche  y  no  ves  otra 
cosa;  te  duermes,  y  sueñas  con  eya;  te  levantas,  y  toa 
tu  idea  es  verla  apárese  por  arguna  parte.  Que  viene, 
que  no  viene;  que  me  dijo  ayé,  que  no  me  dijo;  que  se 
rió,  que  no  se  rió;  que  yora,  que  se  ensela;  que  la  grasia 
con  que  pone  er  sombrero  en  la  siya;  que  se  va,  que  no 
te  vayas,  que  se  tiene  que  í;  que  vuervas  á  la  tarde,  que 
mira  que  vuervas,  que  por  Dios  que  vuervas;  que  se 
fué;  que  hasta  luego...  ¡qué  vor\dó  de  pronto  pa  sor- 
prenderme!... ¡Ay,  Dios  mío!  ¡No  hay  cosa  como  esta! 

Leonardo.  ¿Te  has  enamorado  tú  muchas  veces, 
Malvaloca? 

Malvaloca.     ¿Quién,  yo?  Una  na  más.  ¡Pero  ha  tenío 


eco 


Leonardo.     ¿Una  nada  más?  ¿De  quién? 

Malvaloca.  ¡De  don  Pelayo!  Leonardo  se  ríe.  ¿No  fué 
don  Pelayo  er  que  conquistó  las  Asturias,  ó  me  has  en- 
gañao  tú? 

Leonardo.     Yo  no  te  engaño  nunca. 

Malvaloca.  ¡Pos  de  don  Pelayo  me  he  enamorao! 
^De  ti,  fundido;  de  ti  me  he  enamorao  en  este  mundo! 
¡De  ti,  que  eres  más  serio  que  don  Pelayo!  Te  avierto 
que  don  Pelayo,  en  Seviya  tiene  una  caye  y  to.  En  er 
número  tres  ha  vivió  mi  persona.  ¡Quién  sabe  si  ayí 
■empesó  nuestra  simpatía! 


—   90   — 

Leonardo.     Embelesado.  ¡Quién  sabe! 

Malvaloca.  ¿Te  acuerdas  der  día  que  nos  conosimos 
en  er  Convento? 

Leonardo.     ¿No  me  he  de  acordar? 

Malvaloca.  Na  más  que  nos  miramos,  y  se  vio  ese 
relampaguito  que  briya  siempre  entre  dos  que  se  van  á 
queré. 

Leonardo.     Y  luego,  cuando  tú  te  fuiste... 

Malvaloca.  Sí;  dio  la  considensia  de  que  tú  te  vi- 
niste detrás  de  mí...  ¡Me  alegré  yo  poco  de  aqueyo! 

Leonardo.     ¿De  veras  te  alegraste? 

Malvaloca.  ¡Uh!  Y  después  me  paré  en  una  esquina, 
como  que  no  sabía  pa  donde  tira.. 

Leonardo.  Y  yo  me  acerqué  con  pretexto  de  ense- 
ñarte el  camino. 

Malvaloca.  Y  er  camino  que  tú  y  yo  buscábamos 
estaba  entre  los  dos.  ¡Y  dimos  con  é!  ¿No,  Leo- 
nardo? 

Leonardo.     ¡Para  no  abandonarlo  nunca!   ¿Verdad? 

Malvaloca.  ¡Verdá,  ojos  de  mi  cara!  ¡Pero  cómo  dis- 
pone Dios  las  cosas!  ¡Yevarme  ayí  á  pregunta  por  el 
otro,  pa  que  me  encontrara  con  er  que  había  de 
sé  mío! 

Leonardo,  con  súbita  tristeza.  ¡A  preguntar  por  el 
otro! 

Malvaloca.  Sí;  por  el  otro.  ¡Pa  encontrarte  á  ti!  ¡No 
te  vuervas  siprés,  que  estabas  mu  bien  de  naranjo!  ¡Si 
el  otro  se  va  ya  pa  siempre! 

Leonardo.    ¿Tú  cómo  lo  sabes? 

Malvaloca.     Porque  soy  adivinadora. 

Leonardo.  ¿Te  lo  ha  dicho  él?  ¿Os  habéis  despe- 
dido? 

Malvaloca.    Sí. 

Leonardo.    ¿Cuándo? 

Malvaloca.  Aquí;  base  un  momento;  cuando  tú  lo 
dejaste.  Se  va.  Dios  lo  proteja  y  buen  aire  yeve. 


-    91  — 

Leonardo.  Se  va,  se  va...  Sí;  se  va...  Pero  ¿se  irán  de 
mi  cabeza  los  pensamientos  que  él  á  todas  horas  des- 
pertaba? 

Malvaloca.     ¡Leonardo! 

Leonardo.  ¡Malvaloca,  alma  mía,  si  es  que  esto  es 
más  fuerte  que  mi  voluntad! 

Malvaloca.     ¡Pa  qué  me  habré  yo  acordao  ahora!... 

Leonardo.  ¡Si  es  que  este  cariño  de  mi  vida  ha  na- 
cido con  este  tormento,  que  salta  en  el  corazón  como  un 
dolor  dormido,  cuando  más  olvidado  estoy  de  él! 

Malvaloca.  ¡Malhaya!  Deja  eso,  Leonardo.  ¿Quién 
tuviera  podé  pa  arrancarte  hasta  las  raíses  de  esas  malas 
ideas! 

Leonardo.  Volverían  á  nacer.  ¡Si  mientras  más  te 
escucho,  y  te  miro  y  te  quiero,  más  dolor  siento  de  la 
vergüenza  de  tu  vida! 

Malvaloca.  Leonardo:  esto  no;  esto  no.  Si  mi  cariño 
va  á  sé  tu  martirio  pa  siempre,  yo  me  voy  de  tu  lao. 

Leonardo.     ¡Eso  nunca!  ¡Eso  sí  que  no! 

Malvaloca.     ¡Pos  entonses,  mátame! 

Leonardo.  ¡Menos  que  nada  eso!  Te  quiero  viva,  al 
lado  mío;  consolándome,  haciéndome  reir,  haciéndome 
llorar,  sufriendo  y  gozando  conmigo;  mirando  yo  tus 
ojos,  besando  tu  boca,  enterrando  entre  tus  cabellos 
mis  manos  ..  Así  te  quiero,  así. 

Malvaloca.     Leonardo  que  vas  á  la  locura. 

Leonardo.     ¡No!  ¡De  la  locura  me  libra  un  miedo!... 

Malvaloca.    ¿Cuá? 

Leonardo.  Mirándola  muy  fijamente  con  una  ráfaga  de  de- 
mencia. Que  loco  tal  vez  podría  no  conocerte  donde  te 
viera. 

Malvaloca.  Ven  aquí,  loco,  más  que  loco,  ven  aquí. 
Cármate,  tranc|uilisa  esa  cabesa  que  te  consume.  Si  yo 
te  quiero  á  ti  na  más;  si  me  has  vuerto  otra;  si  á  mí  me 
pesa  más  que  á  ti  yevá  señales  en  mi  cuerpo...  ¿Qué  se 
me  importaba  á  mí  de  eyas  antes  de  conoserte"?  Poco 


—  92  — 

menos  e  na.  Como  quien  se  sacude  la  nieve  me  sacudía 
yo  mis  pesares.  Pero  te  conosí,  me  hablaste  como  nadie, 
me  enseñaste  á  queré,  me  sacó  tu  cariño  lágrimas  á  los 
ojos...  y  en  aqueyos  cristalitos  vi  claro  lo  que  era  yo,  lo 
que  eras  tú,  lo  que  era  mi  vía  de  antes...  Y  soñé  tené 
un  consuelo  á  tu  lao...  y  tus  pensamientos  me  lo  qui- 
tan. ¡O  sepúrtalos  bajo  tierra,  Leonardo,  ó  méteme  bajo 
tierra  á  mí,  y  acabe  pa  siempre  Marvaloca! 

Leonardo.  ¡Bajo  tierra!...  Como  la  campana  fundi- 
da... La  idea,  la  idea...  La  copla  otra  vez.  Bajo  tierra... 
jAy,  si  eso  no  fuera  un  imposible! 

Malvaloca.     Caya.  No  nos  atormentemos  más. 

LGOnardO.      Recreándose    con    exaltación  dolorosa  en  su    idea. 

¡Labrar  yo  tu  hermoso  cuerpo  en  cera  roja,  con  sangre 
de  mi  sangre,  esconderlo  en  la  tierra,  echar  al  fuego  en 
el  crisol  tus  pedazos,  purificarlos  en  la  llama  viva...  y 
volcar  en  la  tierra  ese  fuego,  y  sacarte  de  ella  otra  vez 
pura,  limpia,  otra,  otra...  ¡pero  la  misma!  nueva,  sin 
mancha,  sin  pasado,  ¡pero  igual!....  con  estos  ojos,  con 
esta  boca,  con  esta  alma  grande  y  buena  en  la  que  se 
abrasa  mi  vida! 

Maivaioca.  Caya,  caya...  ¡Qué  locura!  ¡Qué  sueño! 
Caya,  caya...  No  yores... 

Leonardo.  Sí  lloro,  sí...  ¿Por  qué  no  llorar?  ¡Solólo 
irremediable  merece  el  llanto  de  los  hombresl 

Maivaioca.     Caya,  que  siento  gente... 

Leonardo.     No  me  importa. 

Maivaioca.     ¿Será  que  llega  la  prosesión? 

Leonardo.     ¿La  procesión? 


Maivaioca.     ¿Nos  habrán  visto  desde  la  caye 
Leonardo.     No  sé...  no  me  importa. 

JUANELA,  que  se  acerca,  llama  dentro  á  Leonardo. 

Juanela.     ¡Leonardo! 
Maivaioca.     ¡Tu  hermana! 
Leonardo.     ¿Mi  hermana? 
Maivaioca.     Sí.  Sécate  los  ojos. 


—  93  - 

Leonardo.     Tú  también. 

Por  donde  se  fué,  vuelve  JÜANELA,  seguida  de  TERESONA,  Al> 
FONSA  y  LOBITO. 

Juanela.     Ya  está  la  procesión  en  la  esquina. 
Leonardo.     ¿Ya,  verdad'? 
Teresona.     Buenas  tardes. 
Malvaloca.     Buenas  tardes. 
Teresona.     Ya  viene  ahí  er  Señó. 
Alfonsa.     ¡Ya  está  ahí!  ¡Ya  está  ahí!  ¡Inacio,  expHca- 
me  tú  toas  las  cozas! 

Los  cuatro  se  acercan  á  la  ventana,  apenas  salen.  Malvaloca  y 
Leonardo  se  quedan  aparte.  Principian  á  oirse  lejos,  y  poco  á  poco 
van  percibiéndose  más  claramente,  los  acordes  de  la  banda  del  pue- 
blo, que  viene  detrás  del  Redentor.  Alfonsa,  con  su  admiración  es- 
pontánea, comenta  con  Lobito  el  paso  de  la  procesión. 

Teresona.     -í  Maivaioca.  ¿No  se  aserca  usté? 

Malvaloca.     Estoy  bien  aquí;  muchas  grasias. 

Lobito.     La  Cruz:  mía  la  Cruz. 

Alfonsa.     ¡Ay,  qué  lujoza!  ¿Es  toa  de  plata? 

Lobito.     ¡Toa  de  plata!  ¡Y  masisa! 

Alfonsa.  ¡Azi  va  er  que  la  yeva  de  zuando!  ¡Ay,  los 
niños!...  ¡Mía  qué  graciozos  van  con  zus  velitas  cogías 
con  los  pañuelos! 

Lobito.  Toa  la  escuela  y  toa  la  academia.  Y  er  que 
no  estrena  corbata  estrena  sapatos. 

Alfonsa.  ¡Ay  éze,  vestío  de  angelito!  ¡Místelo,  tía! 
¡Místelo,  zeñorita,  místelo!  ¡Ay,  qué  preciozo  va! 

Teresona.  Ya  lo  vemos,  mujé,  ya  lo  vemos.  Mira  y 
caya. 

Alfonsa.  ¡Ay,  pero  zi  parecen  de  crista  laz  alitas! 
Ay,  ¿quién  zerá  zu  madre?  ¿Y  ezos  zeñores,  quiénes 
zon? 

Lobito.  To  lo  más  prinsipá  der  pueblo.  Mía  el  ar 
carde. 

Alfonsa.     ¿Cuál  es  el  arcarde? 

Lobito.     Aqué  de  la  vara  de  plata. 


—  94  - 

Alfonsa.     ¿Aqué  de  las  patiyas? 

Lobiío.     Aqué. 

Juanela.     El  Señor. 

Teresona.     Er  Señó. 

Juanela.     Las  flores. 

Teresona.     Las  flores. 

Alfonsa.     Las  flores. 

Lobito.  Vi  á  desirle  á  Gonsález  que  lo  pare  aquí.  Y 
luego  me  vi  á  esperarlo  á  la  puerta  e  la  iglesia.  ¡A  pe- 
dirle lo  que  tú  sabes! 

Alfonsa.     ¡Que  ze  lo  pías  bien! 

Se  va  Lobito  por  la  puerta  del  foro,  hacia  la  izquierda.  Juanela, 
Teresona  y  Alfonsa  han  ido  á  la  mesa  por  las  flores.  Juanela  mira 
bondadosamente  á  Malvaloca,  que  permanece  algo  cohibida,  y  en 
un  impulso  de  honda  piedad,  cogiendo  un  manojo  de  flores,  se  acer- 
ca á  ella  y  se  las  entrega  con  dulzura  para  que  las  arroje  al  paso 
del  Señor. 

Juanela.     Tome  usted  también. 
Malvaloca,     Muchas  grasias. 

Las  cuatro  se  agrupan  á  la  ventana.  Leonardo  sigue  aparte,  mi- 
rándolas. De  la  calle  llegan  tenues  ráfagas  de  oloroso  incienso.  El 
paso  del  Señor  se  ha  detenido  frente  á  la  ventana.  La  banda  ha  de- 
jado de  sonar  en  tal  instante.  Las  cuatro  mujeres  echan  á  Jesús  todas 
las  flores  prevenidas.  Luego  oran  en  silencio.  Malvaloca  se  retira  de 
la  ventana,  y,  arrodillada  al  i>ie  de  la  mesa  de  las  flores,  llora  y 
reza. 

Teresona.     Una  mujé  va  á  canta  una  saeta. 

Juanela.     ¿Quién  es? 

Tereso.na.    No  la  conozco. 

Juanela.     Y  lleva  una  niña  en  los  brazos. 

Alfonsa.     ¡Ah!  ¡Es  verdal  Parece  una  rozita. 

Teresona.    Cava. 

La  mujer  canta  dentro,  con  religiosa  unción  y  voz  aguda,  la  me- 
lancólica saeta. 

Señó  que  ar  mundo  viniste 
para  remedia  sus  males, 


—  96  — 

ampara  desde  tu  Cruz 
la  rosa  de  mis  rosales. 

Las  cuatro  mujeres,  arrodilladas,  se  enjugan  los  ojos.  La  procesión 
vuelve  á  ponerse  en  marcha.  La  banda  suena  otra  vez,  y  se  aleja. 
Juanela,  Teresona  y  Alfonsa  se  levantan.  Malvaloca  sigue  de  ro- 
dillas. 

Alfonsa.     ¡Cómo  va  er  pazo!  Es  un  ascua  de  oro. 
Juanela.     ¡Cuánta  luz!  ¡Cuántas  flores! 
Teresona.     ¡Es  mucho  día  este  en  Las  Canteras!  Va 
mos  á  subí  á  la  asotea  á  verlo  entra  en  sa  casa. 
Juanela.     Sí  que  será  digno  ae  verse.  Vamos. 
Alfonsa.     Vamos,  vamos. 

Se  van  las  tres  por  la  puerta  del  foro,  hacia  la  derecha.  Cuando 
Malvaloca  ve  que  está  sola  con  su  compañero,  se  levanta,  corre  hacia 
él,  y  sollozando  le  esconde  la  cara  en  el  pecho. 

Leonardo.      Acariciándola  conmovido.    ¡Malvaloca! 

Malvaloca.  ¡Yo,  contigo!  ¡Ampárame  tú  á  mí  desde 
tu  Cruz!  ¡No  me  abandones  nunca!  ¡Cuando  no  me  quie- 
ras, me  matas!  ¡Pero,  mientras,  contigo,  contigo! 

•Leonardo.  ¡Conmigo,  sí!  ¡Eternamente  desgraciados, 
pero  eternamente  dichosos!  ¡Abrazados  á  este  dolor, 
punzándonos  las  mismas  espinas,  pero  siempre  juntos! 

Malvaloca.     ¡Juntos,  sí!  ¡Contigo! 

Leonardo.     ¡Conmigo! 

Hiende  los  aires  allá  en  lo  alto,  para  recibir  en  su  casa  la  imagen 
del  que  supo  perdonar  á  la  pecadora,  la  primera  vibración  de  la 
«Golondrina»,  volteada  en  su  torre  por  las  trémulas  manos  de  Martín 
el  Ciego.  Los  dos  amantes,  estremecidos,  se  estrechan  más. 

Malvaloca.     ¡La  Golondrina! 

Leonardo.  ¡La  Golondrina!  ¡Óyela,  óyela  triunfadora! 
¡Obra  ha  sido  de  mis  afanes! 

Malvaloca.     (Tú  la  fundiste,  tú!  ¡Óyela,  óyela! 

Leonardo.  ¡Canta  el  amor  de  todos!  ¡Su  voz  tiene 
para  mi  corazón  un  oculto  ser^tido!  ¡Yo  también  fundiré 
tu  vida  al  calor  de  mis  besos,  con  el  fuego  de  este  loco 
amor,  tan  grande  como  tu  desventura! 


—  96  — 

Malvaloca.     ¡Contigo,  contigo!... 

La  «Golondrina»,  que  comenzó  á  sonar  con  campanadas  lentas  y 
graves,  repica  ya  en  los  aires  alegre  y  resuelta,  con  vibraciones  de 
victoria,  dieiéndoles  á  los  campos  y  al  pueblo  que  nace  á  nueva  vida. 


FIN    DEL   DRAMA 


Fuenterrabía,  Setiembre,  1911. 
Madrid,  Marzo,  1912. 


RARE  BOOK 
COLLECTION 


THE  LIBRARY  OF  THE 

UNIVERSITY  OF 

NORTH  CAROLINA 

AT 

CHAPEE  HILL 


PQ6217 
.T44 
V.18 
no. 1-17