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Full text of "María, mediadora universal;"

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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 
o 

SOTERIOLOGÍA  MARIANA 


CONSEJO  SUPERIOR  DE  INVESTIGACIONES  CIENT^FÍCAS  ^¿«^ 
Patronato  «R.  Lulio»  -  In'stituto  «Fr.  Suárez» 


MARIA 

MEDIADORA  UNIVERSAL 

O 

SOTERIOLOGÍA  MARIANA 

ESTUDIADA 

A  LA  LUZ  DE  LOS  PRINCIPIOS  MARIOLÓGICOS 


POR 

y 

José  M.  Bover,  S.  I. 

Jefe  de  i.a  Si'.cción  Mahioi.ügica  dei.  In-si  itui  o  «  Fkancisco  Suárez  i 


MADRID  1946 


Imprimí  potesi  : 
CANDIDüS  MAZÓN,  S.  I. 
Praep.  Prov.  Arag. 


-V/7;(7  obstat: 
Dr.  MAXIMUS  YüRRAMENDI,  Canon. 


Imprimatur  : 
t  LEOPOLDUS,  Ep.  Matrit.  —  Complutens. 


Tipografía  Emporium,  S.  A.  —  Ferlandiua,  9  y  11. — Barcelona 


PRÓLOGO 


Este  libro  no  es  un  escarceo  dialéctico,  ni  menos  un  acto  de  hostilidad 
contra  nadie,  ni  precisamente  un  obsequio  de  amor  filial  a  la  Madre  celeste, 
aunque  bien  quisiera  serlo;  es  el  resultado  de  una  combinación  de  causas 
o,  mejor,  el  término  de  un  largo  proceso  psicológico,  que  es  preciso  deter- 
minar. Sin  conocer  su  génesis,  complicada  y  laboriosa,  el  libro  podría 
dar  lugar  a  equivocadas  apreciaciones  o  interpretaciones,  que,  naturalmente, 
deseamos  prevenir. 

Larga  sería  la  historia  de  mis  estudios  mariológicos,  y  a  nadie  intere- 
saría. Algunos  datos,  no  obstante,  son  necesarios  para  la  inteligencia  de 
nuestro  libro.  En  general,  he  de  manifestar  que  todos  mis  estudios  mario- 
lógicos arrancan,  lógica  e  históricamente,  de  la  Teología  de  San  Pablo. 
El  primer  contacto  entre  San  Pablo  y  la  Mariología  fué  un  choque  violento. 
Era  el  año  1918,  en  que  se  celebró  en  Barcelona  el  Congreso  Monfortiano. 
Prescindiendo  de  algunas  enormidades  que  por  aquellos  días  se  dijeron  o 
escribieron,  sólo  el  hecho  de  enaltecer  tan  encarecidamente  la  gloria  de  la 
Mediadora  universal  me  sonaba  como  un  atentado  contra  la  gloria  incomu- 
nicable "del  único  Mediador  entre  Dios  y  los  hombres.  Los  celos  con  que 
San  Pablo  se  revolvía  contra  la  «Ley»,  que  los  judaizantes  presentaban  como 
rival  de  Cristo,  se  reprodujeron  en  mí  contra  los  que,  a  mi  juicio,  presen- 
taban a  la  Mediadora  como  rival  del  Mediador.  Algo  contribuyó,  sin  duda, 
la  manera  inconsiderada  como  algunos  presentaban  o  desfiguraban  la  me- 
diación universal  de  María.  Pero  quedó  en  mi  espíritu  un  aguijón,  que, 
casi  sin  darme  cuenta,  me  estimulaba  a  enfocar  hacia  la  Mariología  la  luz 
de  la  Teología  de  San  Pablo.    Esta  iluminación  Paulina  de  la  Mariología 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


no  tardó  en  producir  sus  efectos.  Las  dos  ideas  capitales  en  la  Teología 
de  San  Pablo:  la  de  Cristo  Segundo  Adán  y  la  del  Cristo  místico,  ilumi- 
naron las  dos  ideas  correlativas  de  María  Segunda  Eva  y  Madre  del  Cuerpo 
místico  de  Cristo.  Estas  dos  verdades  fueron  el  punto  de  partida  de  mis 
estudios  mariológicos.  Un  escrito,  en  que  exponía  estas  dos  verdades,  y 
que,  sin  saber  yo  cómo,  llegó  a  manos  del  Cardenal  Mercier,  determinó  la 
creación  de  la  Comisión  de  teólogos  españoles,  encargada  de  redactar  un 
informe  sobre  la  definibilidad  de  la  Mediación  universal  de  María.  En  la 
repartición  del  trabajo  entre  los  tres  teólogos,  que  componían  la  comisión, 
me  tocó  desarrollar,  además  del  argumento  escriturístico,  el  de  la  Tradición. 
Esto  me  puso  en  contacto  con  los  escritos  mariológicos  de  los  Santos  Padres, 
que  antes  desconocía  casi  en  absoluto.  Mi  asombro  fué  enorme,  al  ver 
expresadas  tan  categóricamente  por  los  Santos  Padres  las  mismas  dos  ver- 
dades, que  yo  había  descubierto  en  San  Pablo,  y  otras,  que  antes  me  resistía 
a  admitir.  Desde  entonces  el  contacto  entre  San  Pablo  y  la  Mariología  ya 
no  fué  el  choque  de  dos  concepciones  antagónicas,  sino  el  empalme  de  do& 
energías  complementarias.  Nuevos  estudios  sobre  San  Pablo  arrojaban 
nueva  luz  sobre  la  Mariología,  y  los  problemas  mariológicos,  a  su  vez,  obli- 
gaban a  investigaciones  más  profundas  sobre  la  Teología  de  San  Pablo.  El 
relieve,  cada  vez  mayor,  que  adquiría  en  el  pensamiento  del  Apóstol  el 
principio  de  solidaridad,  tuvo  una  repercusión  profunda  en  la  Mariología, 
que,  con  él,  quedaba  totalmente  renovada  y  como  transfigurada.  Y  luego 
las  últimas  controversias  sobre  la  Corredención  Mariana  fueron  ocasión  de 
un  estudio  más  amplio  y  profundo  de  la  Soteriología  Paulina.  Un  último 
contacto  entre  San  Pablo  y  la  Mariología  ha  sido  la  causa  determinante  de' 
este  libro.  Dos  estudios  paralelos,  en  su  origen  independientes,  uno  sobre 
la  «Síntesis  orgánica  de  la  Mariología»  (1929)  y  otro  sobre  «El  pensamien- 
to generador  de  la  Teología  de  San  Pablo»  (1938),  al  ser  luego  cotejados 
entre  sí,  me  han  hecho  caer  en  la  cuenta  de  que  el  pensamiento  fundamental 
y  como  el  germen  vital  es  sustancialmente  uno  mismo  para  la  Teología  de 
San  Pablo  y  para  la  Mariología.  He  de  confesar  que  esta  coincidencia  fué 
para  mí  una  revelación,  que  me  hizo  entrever  que  la  afinidad  de  entrambas 
era  mucho  más  estrecha,  y  podía  ser  mucho  más  fecunda,  de  lo  que  en  un 
principio  había  yo  imaginado.  Esto  modificó  radicalmente  mis  planes,  ya 
antiguos,  de  escribir  una  Mariología,  o,  mejor,  una  Soteriología  Mariana. 
Hay  que  precisar  algo  más  la  razón  del  cambio  y  su  nueva  orientación. 

La  primitiva  Mariología  debía  ser  preferentemente  documental.  Los 
materiales  recogidos  con  el  trabajo  de  muchos  años,  clasificados  ya  en  gran 
parte  y  organizados,  me  daban  casi  hecha  la  proyectada  Mariología.  La 


PRÓLOGO 


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parte  especulativa  había  de  ser  puramente  introducción  o  interpretación 
teológica  de  los  documentos.  Pero  desviadas  últimamente  al  campo  espe- 
culativo las  controversias  mariológicas,  fué  necesario  dar  a  la  especulación 
teológica  una  extensión  y  preponderancia,  que  en  un  principio  parecía  inne- 
cesaria. Este  viraje,  con  todo,  hacia  la  especulación  no  supone  un  cambio 
de  criterio.  He  creído,  y  creo,  que  en  la  Mariología,  lo  mismo  que  en 
cualquier  otro  sector  de  la  Teología,  la  preponderancia  dada  a  la  especula- 
ción sobre  la  documentación  es  una  verdadera  inversión  de  valores.  Y  lo 
peor  ha  sido  subordinar  la  interpretación  de  los  textos  a  hipótesis  precon- 
cebidas, erigidas  en  postulados  intangibles.  En  este  ambiente  de  prejuicios 
apriorísticos,  que  desvirtuaban  radicalmente  los  documentos  y  torcían  la 
interpretación  de  los  textos  más  categóricos,  ¿qué  utilidad  podía  tener  una 
Mariología  preferentemente  documental  condenada  fatalmente  al  fracaso 
desde  su  mismo  nacimiento?  Antes  de  construir  el  edificio  proyectado  se 
imponía  reforzar  la  base  misma,  que  estaba  minada.  A  la  especulación 
había  que  oponer  la  especulación.  Si  con  la  especulación  se  debilitaba  y 
aun  imposibilitaba  la  interpretación  obvia  de  los  textos,  con  la  especulación 
se  había  de  preparar  y  asegurar  su  recta  interpretación. 

Mas  no  bastaba  una  especulación  superficial,  parcial,  deficiente:  había 
que  ir  al  fondo:  se  requería  una  especulación  fundamental,  radical,  totali- 
taria, así  en  la  extensión  como  en  los  métodos.  De  ahí  el  nuevo  proyecto 
de  construir  una  Mariología  especulativa,  una  que  podríamos  llamar  Meta- 
física mariológica  o.  si  el  término  no  fuera  cursi,  una  Metamariología. 
Este  plan  exigía  una  doble  labor,  erizada  de  enormes  dificultades:  estable- 
cer previamente  los  principios  mariológicos  y  deducir  de  ellos  por  vía  de 
análisis  interna  las  verdades  que  integran  la  Mariología.  Era  dificilísimo 
establecer  los  principios,  que  había  que  determinar  objetivamente,  revisar 
rigorosamente,  probar  sólidamente.  Y  no  era  menos  difícil  de  principios 
sumamente  complejos  deducir  analíticamente,  sin  interferencias  sofísticas, 
verdades  no  menos  complejas.  Y,  sobre  todo  esto,  habíamos  de  intentar,  a 
lo  menos,  recoger  los  inestimables  tesoros  doctrinales,  con  que  a  manos 
llenas  brindaba  la  opulenta  fecundidad  de  los  principios  mariológicos,  y 
combinar,  harmonizar,  organizar  toda  esa  complejísima  variedad,  reducién- 
dola a  la  unidad  más  estricta;  a  una  unidad  sencilla,  natural,  espontánea, 
no  postiza,  artificial,  violenta.    (cEt  ad  haec  quis  idoneus?))  (2  Cor.  2,  16). 

Pero  dentro  del  marco  usual  de  la  Teología  escolástica  aún  hubiera  sido 
esto  menos  inasequible;  mas,  por  lo  que  decíamos  poco  antes,  se  nos  hacía 
necesario  introducir  un  elemento  nuevo,  hasta  ahora  apenas  utilizado  en  la 
Mariología:  la  Soteriología  de  San  Pablo.     ¡Empresa  dificultosa  y  arries- 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


gada!  No  ha  faltado  quien  se  preguntase,  no  sé  si  con  asombro  o  con 
ironía:  ¿pero  qué  tiene  que  ver  San  Pablo  con  la  Mariología?  Y,  sin  em- 
bargo, la  conexión  o  afinidad  del  Paulinismo  con  la  Mariología  es  mucho 
más  íntima  y  más  honda  de  lo  que  a  primera  vista  pudiera  creerse.  Un 
dato,  nada  más,  pero  revelador.  Lo  más  característico  y  profundo  de  la 
Soteriología  Paulina  es  su  doble  concepción,  si  doble  y  no  simple  debe 
llamarse,  del  Nuevo  Adán,  Redentor  y  Mediador,  y  del  Cristo  místico.  ¿Y 
cuáles  son  los  problemas  fundamentales  de  la  Soteriología  Mariana?  Pre- 
cisamente los  relativos  a  la  Segunda  Eva,  Corredentora  y  Mediadora,  Madre 
espiritual  del  Cristo  místico.  ¿Será  temerario  presuponer  que  la  luz  que 
difunde  el  Nuevo  Adán  ilumine  la  imagen  de  la  Nueva  Eva?  ¿que  la  doc- 
trina del  Apóstol  sobre  la  redención  y  mediación  de  Cristo  tenga  repercu- 
siones en  la  Corredención  y  mediación  de  María?  ¿que  la  concepción  del 
Cristo  místico  explique  el  gran  misterio  de  la  maternidad  espiritual?  Sería 
vano  empeño  querer  demonstrar  directamente  las  tesis  mariológicas  con 
textos  de  San  Pablo,  que  apenas  ha  dicho  una  palabra  acerca  de  María; 
pero  acaso  no  lo  sea  buscar  en  la  Soteriología  de  San  Pablo  la  base  de  la 
Soteriología  Mariana.  Y  esto  es,  y  no  otra  cosa,  lo  que  hemos  intentado 
al  poner  en  contacto  ambas  Soteriologías,  con  la  esperanza  de  reanimar  y 
vigorizar  la  Soteriología  Mariana,  transfundiendo  en  ella  la  sangre 
vigorosa  de  la  Soteriología  Paulina.  El  lector  juzgará  si  hemos 
acertado. 

Comprenderá  el  discreto  lector  que  lo  ímprobo  y  arduo  de  toda  esta  labor 
exigía  una  concentración  de  atención  y  de  fuerzas  o  una  tensión  de  espíritu 
radical  y  absoluta,  que  no  consentía  distracciones  o  divagaciones.  La  capa- 
cidad psicológica  humana  es  demasiada  limitada.  La  del  lector  lo  mismo 
que  la  del  escritor.  En  consecuencia,  para  no  dispersar  nuestra  atención 
ni  distraer  la  del  lector,  hemos  prescindido  casi  en  absoluto  de  toda  la  parte 
documental.  Será  una  vivisección:  pero  es  necesaria  en  nuestro  caso.  Desde 
el  punto  de  vista  de  las  fuentes,  daremos  una  Mariología  parcial,  incompleta, 
mutilada,  si  se  quiere,  descartando  la  documentación  y  ciñéndonos  a  la 
especulación.    Pero  razonaremos  nuestra  decisión. 

En  un  trabajo  como  el  presente,  de  investigación,  de  exploración,  de 
tanteo,  si  hubiéramos  juntado  la  documentación,  vastísima  en  la  Mariología, 
con  la  especulación,  ¿qué  hubiera  resultado?  Que  la  especulación,  distraída 
con  la  complicada  labor  de  seleccionar,  organizar  y  presentar  los  docu- 
mentos, privada  de  la  indispensable  concentración,  hubiera  quedado  des- 
virtuada y  desvaída.  Además,  dispersa  y  como  sepultada  en  la  mole  in- 
mensa de  los  textos,  no  hubiera  podido  apreciarse  debidamente  en  su  con- 


PRÓLOGO 


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junto.  Deseábamos  también  que  nuestra  labor  especulativa,  antes  de  ser 
incorporada  en  una  Mariología  integral,  pasase  por  la  prueba  del  fuego,  es 
decir,  que  fuera  sometida  al  examen  y  a  la  discusión  de  los  mariólogos.  Los 
varios  puntos  de  vista  nuevos  que  hemos  introducido  reclaman  esta  discu- 
sión, que,  para  ser  fructuosa,  debe  ser  ponderada,  comprensiva.  Una.  cosa, 
empero,  pedimos,  que,  quien  no  hubiere  estudiado  la  Teología  de  San  Pablo, 
no  se  lance  a  condenar  como  nuevo,  lo  que  acaso  no  lo  sea.  Por  nuestra 
parte,  sometemos  gustosos  nuestro  trabajo  al  juicio  sereno  y  leal  de  los  que 
se  dignaren  estudiarlo  atentamente,  y  declaramos  estar  sinceramente  dis- 
puestos a  tomar  en  consideración  cuantas  observaciones  se  nos  hicieren  y  a 
rectificar  cuanto  con  sólidas  razones  se  demonstrare  ser  menos  exacto.  No 
deseamos  otra  cosa  que  la  Verdad  y  la  auténtica  glorificación  de  la  excelsa 
Madre  de  Dios.  Las  glorias  de  María  no  son  tan  inconsistentes  o  mengua- 
das, que  necesiten  de  exageraciones  inconsideradas  o  de  hipótesis  aventu- 
radas para  sostenerse. 

Para  terminar,  nos  permitiremos  hacer  unas  pocas  observaciones  más 
particulares.  El  plan,  que  después  de  madura  deliberación  hemos  creído 
deber  adoptar,  de  anteponer  a  la  demonstración  de  las  verdades  mariológicas 
al  estudio  de  los  principios  y  de  los  hechos,  trae  consigo  un  inconveniente, 
que  hemos  procurado  aligerar  en  lo  posible:  el  de  algunas  repeticiones. 
Pero  nos  ha  parecido  que  este  inconveniente  extrínseco  estaba  sobradamente 
contrapesado  por  la  ventaja  de  poder  estudiar  más  detenidamente  y  por  sí 
mismos  los  principios  y  los  hechos.  El  fundir  este  estudio  con  la  demons- 
tración, fuera  del  inconveniente  de  quitar  a  los  principios  su  independencia 
y  sustantividad,  hubiera  dado  excesiva  extensión  a  los  argumentos  con  no 
pequeño  detrimento  de  la  claridad  y  lucidez.  La  breve  recapitulación  de 
los  principios,  repetición  de  lo  expuesto  anteriormente  con  mayor  amplitud, 
permitía  que  la  argumentación  se  desenvolviese  con  mayor  soltura  y  expe- 
dición. Hermanar  la  brevedad  con  la  claridad  era  obra  de  prudencia,  en 
que  acaso  algunas  veces  no  habremos  acertado.  De  todos  modos,  basándose 
la  argumentación  en  los  principios  previamente  expuestos,  no  es  posible 
apreciar  debidamente  el  valor  de  la  argumentación  sin  haber  antes  consi- 
derado atentamente  los  principios. 

No  sabemos  si  tener  que  sincerarnos  ante  el  lector  del  exceso  o  de  la 
falta  del  tecnicismo  escolástico.  En  general  nuestro  criterio  ha  sido  este: 
no  emplear  irmecesariamente  la  terminología  de  la  escuela,  pero  tampoco 
rehuirla,  cuando  ha  parecido  necesario  o  conveniente  su  empleo.  Est  mo- 
dus  in  rebus.  Y  lo  que  decimos  de  la  terminología,  lo  extendemos  a  las 
sutilezas.    Si  sutilizar  desmedidamente,  principalmente  en  cosas  fútiles,  es 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


síntoma  de  decadencia,  sutilizar  con  necesidad  y  en  materias  graves  es  el 
único  medio  de  evitar  o  prevenir  las  confusiones  y  las  imprecisiones,  que 
son  la  ruina  de  la  ciencia.  ¿Qué  teólogo,  comenzando  por  Santo  Tomás, 
no  ha  apelado  frecuentemente  a  la  sutileza  en  los  conceptos?  En  suma,  ni 
pasión  por  las  sutilezas,  ni  miedo  a  la  sutileza.  También  en  esto  es  indis- 
pensable la  mesura  y  discreción. 

Por  fin,  una  observación  algo  delicada,  pero  necesaria.  Tememos  — o 
esperamos —  que  algunas  conclusiones  a  que  hemos  llegado  en  nuestro  es- 
tudio se  atribuirán,  como  en  otras  ocasiones,  más  al  sentimiento  o  a  la 
piedad  del  autor  que  al  valor  objetivo  de  los  argumentos,  a  motivos  más 
subjetivos  que  objetivos.    Conviene  poner  en  claro  este  punto. 

Por  de  pronto,  no  es  lo  mismo  pensar  o  discurrir  con  afecto  que  pensar 
o  discurrir  por  influjo  del  afecto.  Si  esto  segundo  es  reprobable,  lo  prime- 
ro es  legítimo,  y  aun  es  una  necesidad  psicológica,  si  el  objeto  de  nuestros 
razonamientos  no  son  ladrillos  y  si  el  que  razona  no  es  una  piedra.  ¿Creerá 
nadie  que  cuando  Newton  o  Kepler  llegaron  a  precisar  y  formular  sus  fa- 
mosas leyes,  lo  hicieron  sin  hondas  emociones  y  fuertes  palpitaciones  del 
corazón?  Y  aun  los  problemas  de  álgebra  o  de  crítica  textual,  tan  áridos 
e  insulsos  para  un  profano,  se  presentan  a  los  verdaderos  amantes  de  estas 
ciencias  como  dramas  sentimentales  y  palpitantes.  ¿Y  era  más  fácil,  y  más 
legítimo,  razonar  sobre  las  grandezas  de  la  amable  Madre  de  Dios  y  Madre 
nuestra,  fríamente,  apáticamente,  sin  sentir  en  el  corazón  la  repercusión 
sentimental  de  las  magníficas  verdades  mariológicas?  ¿O  será  necesario 
en  un  día  de  invierno  sustraerse  al  influjo  benéfico  y  placentero  del  calor 
del  sol  para  poder  contemplar  más  objetivamente  los  esplendores  de  su  luz 
radiante? 

Mas,  se  dirá,  no  es  lo  mismo  pensar  con  afecto  que  pensar  por  afecto; 
no  es  lo  mismo  discurrir  con  la  cabeza  con  concomitancia  sentimental  del 
corazón  que  discurrir  con  el  corazón.  Así  es.  Pero  este  principio  elemen- 
tal de  la  lógica  no  sólo  tiene  aplicación  a  los  sentimientos  efusivos  u  opti- 
mistas, sino  también  a  los  sentimientos  depresivos  o  pesimistas.  Se  puede 
discurrir  con  el  corazón,  no  sólo  enalteciendo  desmedidamente  las  glorias 
de  María,  sino  también  rebajándolas  más  de  lo  justo;  no  sólo  con  hipér- 
boles imprudentes,  sino  también  con  reservas  o  críticas  demasiado  prudentes. 
«Prudentíae  tuae  pone  modum»  (Prov.  23,  4).  ¿O  infringían  menos  las 
leyes  de  la  lógica  los  protestantes,  cuando,  movidos  de  su  aversión  a  la 
Madre  de  Dios,  deprimían  sus  excelsas  prerrogativas,  que  algunos  devotos 
indiscretos  al  exagerarlas  indebidamente?  ¿Fueron  más  objetivos  en  juz- 
gar sobre  la  Concepción  inmaculada  de  María  los  que  científicamente  la 


PRÓLOGO 


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negaron  que  los  que  piadosamente  la  defendían?  La  pía  opinión  resultó 
ser  verdadera. 

¿Conclusiones  de  estos  principios?  Tres,  bien  sencillas.  Primera:  que 
nos  guardemos,  al  hablar  de  las  glorias  de  María,  no  sólo  del  influjo  de 
una  piedad  mal  entendida,  sino  también  del  influjo  de  una  piedad  deficiente: 
ésta,  no  menos  que  aquélla,  puede  influir  desfavorablemente  en  la  objetivi- 
dad del  juicio.  Segunda:  que  para  calificar  de  sentimental  o  ilógica  una 
proposición  mariológica  no  basta  afirmarlo,  como  no  pocas  veces  se  hace, 
sino  que  es  menester  probar  lo  que  se  afirma  con  el  examen  objetivo  de  los 
argumentos:  que  no  menos  sentimental  puede  ser  la  crítica  que  la  proposición 
criticada.  Tercera:  que  no  es  sólo  el  sentimiento  el  que  puede  falsear  un 
raciocinio,  sino  también  los  prejuicios  aprioristas  y  minimistas:  contra  los 
cuales,  por  tanto,  hay  que  precaverse,  no  menos  que  contra  el  influjo  del 
sentimiento. 

Y  viniendo  a  nuestro  caso,  séanos  permitido  declarar  lealmente  que  no 
ha  sido  el  sentimiento  el  que  ha  motivado  nuestras  convicciones  mariológi- 
cas,  sino,  al  contrario,  las  convicciones  las  que  han  podido  motivar  el  sen- 
timiento. Comenzamos  nuestros  estudios  mariológicos  con  vehementes  pre- 
venciones contra  las  grandes  verdades  de  la  Soteriología  Mariana.  Pero  San 
Pablo  primeramente,  y  luego  la  lectura  de  los  escritos  patrísticos  y  de  los 
documentos  pontificios,  disiparon,  no  sin  rubor,  las  prevenciones,  trocán- 
dolas en  la  convicción  más  firme  sobre  la  verdad,  cada  vez  más  fulgurante, 
de  la  Corredención  y  de  la  Mediación  universal  de  María. 


INTROUUCCÍÓN  METODOLÓGICA 


Antes  de  dar  comienzo  a  nuestro  trabajo,  parece  necesario  conocer  exac- 
tamente el  campo  en  que  debe  desarrollarse  y  el  método  con  que  debe 
llevarse  a  cabo  para  que  resulte  fructuoso.  El  conocimiento  de  este  campo 
será  como  la  parte  material  de  esta  introducción;  la  determinación  del 
método,  su  parte  formal. 


I.    ELEMENTOS  MATERIALES 

La  Soteriología  Mariana  se  concentra  en  los  tres  grandes  problemas  de 
la  Corredención,  de  la  Maternidad  espiritual  y  de  la  Mediación  universal: 
problemas,  que  han  dado  lugar  recientemente  a  las  más  empeñadas  contro- 
versias. Se  trata  de  las  tres  formas  o  categorías  principales  de  la  acción 
soteriológica  de  María.  Un  estudio  de  Teología  positiva  podría,  sin  más, 
investigar  en  las  fuentes  de  la  divina  revelación  la  verdad  de  estas  tres 
prerrogativas  Marianas;  pero  un  estudio  de  Teología  especulativa  y  crítica 
necesita  proceder  con  mayor  circunspección.  Ante  todo  se  impone  una 
distinción  fundamental.  En  la  Corredención,  en  la  Maternidad  y  en  la 
Mediación  hay  que  distinguir  tres  elementos  esencialmente  diferentes:  sus 
formalidades  esenciales,  los  hechos  en  que  se  concretan  y  los  principios  en 
que  se  fundan.  Lo  principal,  sin  duda,  es  el  conocimiento  de  las  forma- 
lidades; pero  ese  conocimiento  será  vago  o  fluctuante,  si  juntamente  no  se 
conocen  los  hechos  históricos  en  que  toman  cuerpo;  y,  sobre  todo,  será 
inconsistente  e  inseguro,  desde  el  punto  de  vista  especulativo,  si  no  se 


INTRODUCCIÓN  METODOLÓGICA 


15 


conocen  los  principios  teológicos  de  los  cuales  se  derivan.  Dos  palabras 
sobre  cada  uno  de  estos  elementos. 

Formalidades.  Cada  una  de  las  tres  categorías  soteriológicas  de  la 
Corredención,  de  la  Maternidad  espiritual  y  de  la  Mediación  habrá  de  po- 
seer sus  rasgos  diferenciales  o  sus  modalidades  características,  que  de  alguna 
manera  la  distingan  de  las  otras  dos.  Es  lo  que  llamamos  sus  formalidades 
distintivas.  Es  imposible  dar  paso  seguro  en  la  investigación  teológica, 
si  no  se  precisan  y  definen  con  la  mayor  exactitud  estas  formalidades. 
Dos  razones  decisivas  reclaman  semejante  labor  de  precisión.  Por  una  parte 
estas  formalidades  son  por  extremo  complejas.  Los  múltiples  y  finísimos 
hilos  que,  por  así  decir,  las  componen,  sólo  con  paciente  y  delicada  análisis 
pueden  desenredarse.  Por  otra  parte,  existen  entre  ellas  numerosos  puntos 
de  contacto  que  las  unen  o  enlazan.  Y  si  no  se  asegura  la  distinción,  la 
conexión  degenerará  necesariamente  en  lamentable  confusión.  Además, 
ulteriores  problemas,  como  el  del  orden  de  prioridad  y  dependencia  que 
entre  ellas  pueda  existir,  y  el  interesante  problema  del  principio  primario 
de  la  Soteriología  Mariana,  no  se  conciben  sino  a  base  de  la  distinción. 
Por  fin,  estas  formalidades  se  han  de  formular  en  tesis,  que  son  las  que 
constituyen  como  la  armazón  de  la  Soteriología  Mariana. 

Hechos.  Estas  tres  formalidades  no  existen  o  subsisten  separadamente, 
sino  que  se  encarnan  en  actos  o  hechos  históricos:  los  cuales,  por  tanto, 
conviene  estudiar  detenidamente.  Estos  hechos  son  tres  principalmente: 
la  generación  virginal  precedida  del  libre  asentimiento,  la  Compasión  al  pie 
de  la  cruz  y  la  intercesión  o  intervención  actual  en  los  cielos.  Otras  inter- 
venciones de  María  a  favor  de  los  hombres  pudieran  señalarse:  la  visita- 
ción a  Isabel  con  la  santificación  del  Bautista,  la  oblación  y  rescate  del 
Redentor  que  acompañó  la  purificación,  la  intercesión  en  las  bodas  de 
Caná,  la  presencia  y  oración  de  María  el  día  de  Pentecostés,  su  influjo  en 
la  Iglesia  naciente...  Creemos  que  estas  intervenciones  de  María  hay  que 
interpretarlas  soteriológicamente ;  pero  creemos  igualmente  que  esa  luz 
soteriológica  más  que  propia  o  interna,  es  prestada  o  externa;  queremos 
decir  que  esas  intervenciones  no  tanto  iluminan  las  tres  formalidades  esen- 
ciales, cuanto  son  iluminadas  por  éstas;  no  tanto  son  premisas  que  demues- 
tren la  verdad,  cuanto  sujeto  de  las  conclusiones  derivadas  de  la  verdad  ya 
demostrada.  En  conclusión,  prescindiremos  de  esas  intervenciones  secun- 
darias y  nos  limitaremos  a  las  tres  principales  antes  señaladas. 

Una  cosa  hay  que  notar  aquí,  que  tiene  su  interés.  Son  tres  las  for- 
malidades y  tres  los  hechos  concretos  en  que  aparecen.  No  quiere  esto 
decir,  evidentemente,  que  cada  una  de  las  formalidades  se  concrete  en 


16 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


uno  de  los  hechos.  En  la  Compasión,  por  ejemplo,  se  dan  la  mano  la 
Corredención  y  la  Maternidad  espiritual.  Y  es  de  presumir  igualmente, 
por  lo  menos  hay  que  investigarlo,  que  en  cada  uno  de  los  hechos  se 
muestren  varias  de  las  formalidades  y  acaso  todas  ellas  a  la  vez:  nuevo 
motivo  para  precisar  y  definir  bien  las  formalidades,  no  sea  que  la 
concomitancia  material  se  interprete  como  coincidencia  o  identidad 
formal. 

Prin'CIPIOS.  La  especulación  teológica,  verdaderamente  científica,  no 
es  otra  cosa  que  la  aplicación  de  los  principios  a  los  hechos,  o,  mejor,  la 
intuición  de  las  verdades  inteligibles  en  los  hechos  a  la  luz  de  los  prin- 
cipios. En  consecuencia,  la  Mariología  especulativa  no  es  posible,  si  las 
verdades  que  la  constituyen  no  fluyen  de  los  principios  aplicados  a  los  he- 
chos. Para  ello  necesita  saber  cuáles  sean  esos  principios,  penetrarlos 
profundamente  y  conocer  exactamente  su  fecundidad  o  virtualidad  dia- 
léctica; sin  ello  es  imposible  determinar  con  qué  grado  de  certeza  y  evi- 
dencia, de  los  principios  se  deducen  las  verdades. 

Orden  emre  estos  elementos  materiales.  Las  formalidades  de  la 
Corredención,  Maternidad  espiritual  y  Mediación  son  indudablemente  lo 
principal  en  la  Soteriología  Mariana:  son  el  fin,  al  cual  se  ordena  el  estu- 
dio de  los  hechos  y  de  los  principios.  Pero  lo  que  es  primero  en  la  inten- 
ción suele  ser  lo  postrero  en  la  ejecución.  Antes,  pues,  de  estudiar  las 
formalidades  hay  que  estudiar  los  hechos  y  los  principios.  Demás  de 
esto,  los  hechos  y  los  principios  son  la  base  o  fundamento  sobre  que  se 
levanta  el  edificio  de  la  Soteriología  Mariana.  Es,  pues,  conveniente 
asentar  primero  el  fundamento  histórico  de  los  hechos  y  el  fundamento 
racional  de  los  principios,  antes  de  proceder  a  la  construcción  del  edificio 
mariológico.  De  ahí  la  primera  división  de  nuestra  obra  en  dos  partes. 
La  primera  estudiará  los  hechos  y  los  principios.  La  segunda  estudiará 
en  los  hechos  las  verdades  a  la  luz  de  los  principios. 

Dentro  de  la  primera  parte  el  orden  entre  los  hechos  y  los  principios 
es  casi  indiferente.  Como  los  hechos  se  estudian  independientemente  de 
los  principios,  y  éstos  independientemente  de  los  hechos,  no  tiene  grande 
interés  científico  el  orden  de  prioridad  en  su  estudio.  Dada  esa  indife- 
rencia, basta  cualquier  ventaja  o  motivo  para  decidir  esta  prioridad. 
Ahora  bien,  no  hay  duda  que  desde  el  punto  de  vista  científico  los  prin- 
cipios exceden  a  los  hechos  en  alteza  y  dignidad.  Comenzaremos,  pues, 
por  el  estudio  de  los  principios,  —  materia  del  libro  primero,  —  y  con- 
cluiremos con  el.  estudio  de  los  hechos,  —  objeto  del  libro  segundo  de  la 
primera  parte. 


INTRODUCCIÓN  METODOLOGICA 


17 


En  la  segunda  parte  estudiaremos  por  este  orden,  por  razones  que 
ahora  sería  prematuro  señalar,  la  Corredención,  la  Maternidad  espiritual, 
la  Intercesión  actual  (^)  y  la  Mediación  universal. 

De  aquí  resulta  este  orden  esquemático  de  la  obra: 

Parte  I.    Principios  y  hechos. 
Libro  I.  Principios. 

Libro  IL    Hechos.  * 

Parte  IL   Los  principios  aplicados  a  los  hechos. 
Libro  I.  Corredención. 
Libro  II.    Maternidad  espiritual. 
Libro  III.    Intercesión  actual. 
Libro  IV.    Mediación  universal. 

Este  esquema  se  irá  completando  oportunamente. 

Como  juntamente  con  la  plenitud  hemos  de  procurar  la  brevedad,  nos 
limitaremos  a  indicar  por  vía  de  apéndice  algunos  estudios  más  extensos 
de  varios  puntos  más  importantes,  que  sirvan  para  fundamentar  más  sóli- 
damente o  para  ampliar  o  ilustrar  lo  dicho  más  compendiosamente  en 
el  texto. 


II.    ELEMENTOS  FORMALES 

Hemos  determinado  y  como  parcelado  el  campo  de  nuestro  trabajo; 
mas  para  que  este  trabajo  sea  beneficioso,  es  menester  que  sea  cienitífica- 
mente  metódico,  con  método  apropiado  a  los  materiales  que  manejamos 
y  al  objeto  específico  que  nos  proponemos.  Tratamos  de  construir  una 
Soteriología  Mariana,  no  positiva,  sino  especulativa  o  racional  y  crítica, 
cuyas  verdades  o  tesis  fundamentales  se  establezcan  sólidamente  a  la  luz 
de  ciertos  principios  aplicados  a  determinados  hechos.  Un  método  rigu- 
rosamente científico,  acomodado  a  estos  materiales  y  a  este  objeto,  debe 
formular  normas  precisas  y  seguras,  relativas  a  los  principios,  a  los  he- 
chos y  a  las  verdades  o  formalidades. 


(')  Para  prevenir  la  impresión  de  incoherencia  que  pudiera  causar  la  iniroduc- 
ción  de  este  nuevo  elemento,  notaremos  ya  desde  ahora  que,  siendo,  a  nuestro 
juicio,  la  Mediación  una  formalidad  genérica,  que  comprende  las  precedentes,  se 
hacía  indispensable  introducir  la  Intercesión  actual,  que  es  una  forma  específica 
de  mediación,  diferente  de  las  dos  anteriores.  Con  esto  tenemos  tres  formalidades 
específicas  de  la  Soteriología  Mariana,  y  una  genérica,  que  las  compendia  todas. 
De  ahí  la  razón  de  la  división  definitivamente  adoptada. 

2 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


1.  Principios 

Documentos  y  principios.  Para  apreciar  en  su  justo  valor  los  prin- 
cipios racionales,  hay  que  compararlos  o  contraponerlos  a  los  documentos 
positivos.  Una  Mariología  integral,  como  generalmente  la  Teología,  cuyo 
objeto  primario  es  demostrar  la  verdad  de  la  doctrina  revelada,  debe 
apoyarse  principalmente  en  el  testimonio  de  la  divina  revelación,  conte- 
nida en  la  Sagrada  Escritura  y  en  el  depósito  de  la  Tradición,  es  decir, 
en  documentos  positivos;  respecto  de  los  cuales  los  principios  racionales 
representan  un  papel  muy  secundario.  Esta  prioridad  o  primacía  de  los 
documentos  sobre  los  principios,  principalmente  sobre  los  principios  pura- 
mente filosóficos,  debe  considerarse  como  norma  fundamental,  so  pena  de 
incurrir  en  el  racionalismo  y  de  exponerse  a  fatales  equivocaciones.  Con- 
secuencia de  esta  norma  es  esta  otra,  semejante  a  la  primera:  que  la  inter- 
pretación de  los  documentos  debe  regularse  por  los  principios  herme- 
néuticos  generalmente  admitidos,  y  no  por  ciertas  teorías  preconcebidas, 
si  ya  no  deliberadamente  ordenadas  a  desvirtuar  o  falsear  el  testimonio 
o  sentido  obvio  de  los  documentos.  Como  no  afirmamos  ninguna  nove- 
dad, baste  haber  enunciado  simplemente  estas  normas  fundamentales,  aun- 
que, desgraciadamente,  no  siempre  tomadas  en  cuenta. 

Estas  normas,  empero,  no  proscriben  el  uso  razonable  de  los  principios, 
sobre  todo  de  los  principios  teológicos,  singularmente  cuando  se  trata,  como 
en  nuestro  caso,  no  principalmente  de  demostrar  definitivamente  las  ver- 
dades reveladas,  sino  de  descubrir  su  cohesión  interna  y  su  enraizamiento 
en  principios  más  elevados.  Nuestra  labor  es,  sin  duda,  unilateral.  Pero 
hay  üniiateralismos  detestables,  y  los  hay  sumamente  provechosos  y  aun 
necesarios.  Como  en  la  Teología  bíblica:  que,  si  trata  la  Escritura  como 
fuente  única  de  la  divina  revelación,  es  radicalmente  herética;  pero,  si  la 
considera  como  una  de  las  fuentes  de  la  verdad  revelada,  y  no  la  más 
importante,  para  estudiar  lo  que  da  de  sí  y  por  sí  la  fuente  bíblica,  es 
enteramente  legítima  y  perfectamente  ortodoxa.  Y  en  nuestro  caso  existe 
un  motivo  poderoso  y  apremiante  para  ceñir  nuestro  estudio  a  los  principios 
teológicos,  a  lo  menos  provisionalmente,  y  es  el  haberse  desviado  hacia  ese 
campo  las  actuales  controversias  de  la  Soteriología  Mariana.  Hasta  ahora 
habíamos  prestado  preferentemente  nuestra  atención  a  los  documentos  posi- 
tivos, tanto  a  la  Sagrada  Escritura  como  a  la  Tradición  cristiana;  mas  al 
ver  que  nuestra  demostración  documental  era  rechazada  en  nombre  de  los 
principios  racionales,  a  los  principios  hemos  tenido  que  recurrir,  para  dejar 


INTRODUCCIÓN  METODOLOGICA 


19 


expedito  el  campo  de  las  pruebas  documentales.  Por  lo  demás,  estamos 
dispuestos  a  demostrar  con  abundantísimos  testimonios  positivos,  que  tene- 
mos recogidos,  lo  que  por  vía  de  conclusión  deduciremos  de  los  principios 
teológicos. 

Qué  entendemos  por  principios.  Al  hablar  de  principios,  no  nos  refe- 
rimos, como  ya  henfibs  insinuado,  a  principios  puramente  filosóficos,  cuya 
aplicación  a  la  Mariología,  como  generalmente  a  la  Teología,  debe  ser  muy 
discreta  y  moderada:  nos  referimos  a  principios  verdaderamente  teológicos, 
es  decir,  a  ciertas  verdades  contenidas  en  el  depósito  de  la  divina  revela- 
ción; las  cuales  se  convierten  en  principios,  si  reúnen  estas  dos  condi- 
ciones: 1)  que  previamente  sean  universalmente  admitidas,  aunque  sea 
por  vía  de  demostración  en  otros  tratados  o  sectores  de  la  Teología,  y  2)  que 
contengan  en  sí,  como  en  germen  o  raíz,  otras  verdades,  que  de  ellos  se 
derivan.  Tal  es,  por  ejemplo,  la  divina  Maternidad,  universalmente  reco- 
nocida por  los  teólogos  como  raíz  primera  de  todas  las  prerrogativas  Ma- 
rianas. Donde  es  de  notar  que  la  distinción  antes  propuesta  entre  prin- 
cipios, hechos  y  verdades  o  formalidades,  no  quiere  decir  que  un  hecho  no 
pueda  considerarse,  desde  otro  punto  de  vista,  como  una  verdad  o  forma- 
lidad; ni  menos  que  una  verdad  no  pueda  elevarse  a  la  categoría  de  prin- 
cipio. Así  la  divina  Maternidad  es  un  hecho;  y  es  también  una  prerro- 
gativa cuyos  rasgos  distintivos  constituyen  una  formalidad,  que.  formulada 
en  una  tesis,  es  una  verdad  fundamental;  y  esta  verdad,  fecunda  en  otras 
verdades,  una  vez  admitida,  adquiere  el  valor  de  principio  mariológico. 

Así  entendidos  los  principios,  toda  la  dificultad  de  su  acertada  utiliza- 
ción se  concreta  en  un  solo  punto:  en  la  justa  apreciación  de  su  fecundidad 
dialéctica,  es  decir,  no  sólo  de  su  alcance  extensivo,  sino  también  de  su 
potencialidad  intensiva.  Para  obtener  la  justa  apreciación  de  esta  fecun- 
didad, se  necesitan  dos  cosas:  un  análisis  delicado  del  principio,  que  facilite 
su  exacta  comprensión,  y  un  criterio  objetivo  y  acertado,  que  permita  medir 
con  toda  precisión  su  alcance  y  poíencialidad. 

Análisis  de  los  principios.  Los  principios  no  pueden  tomarse  en  glo- 
bo o  aplicarse  a  bulto:  antes  deben  analizarse  minuciosamente,  para  des- 
cubrir todos  sus  elementos  constitutivos,  todos  sus  aspectos,  todas  sus  rela- 
ciones. No  es  menester  insistir  en  esta  necesidad  de  análisis,  a  todas  luces 
manifiesta.  Más  necesario  parece  precavernos  del  peligro,  no  imaginario, 
de  un  análisis  deficiente,  puramente  anatómico,  por  así  decir.  El  análisis 
no  puede  limitarse  a  la  separación  y  distinción  de  los  elementos:  se  necesita 
además  la  adecuada  comprensión  y  como  intuición  de  cada  uno  de  los 
elementos  así  deslindados,  de  su  dinamismo  dialéctico,  de  sus  relaciones 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


con  los  demás,  de  la  significación  que  revisten  en  el  conjunto.  Por  más  que 
analicemos  anatómicamente  el  organismo  humano,  nunca  descubriremos  el 
alma,  lo  principal  precisamente.  Más  en  particular,  pues  investigamos  la 
fecundidad  soteriológica  de  los  principios,  es  necesario  reparar  especial- 
mente en  las  dinamicidades  o  virtualidades  soteriológicas  de  cada  uno  de 
los  elementos  y  de  su  mutuo  contacto  y  variada  combinación. 

Criterio  de  los  principios.  Para  apreciar  en  su  justo  valor  la  fecun- 
didad de  los  principios,  su  alcance  extensivo  y  su  potencialidad  intensiva,  es 
decir,  su  exacto  valor  demostrativo,  se  necesita  un  criterio  objetivo,  que 
responda  a  la  realidad.  Pero  ¿cuál  será  este  criterio?  Decir  que  no  debe 
ser  parcial  ni  subjetivo,  que  no  debe  ser  excesivamente  ancho  ni  excesiva- 
mente estrecho,  es  no  decir  nada.  Teóricamente  es  claro  que  el  criterio 
ajustado  no  ha  de  ser  subjetivo  y  que  debe  ser  objetivo.  Esto  nadie  lo  ha 
puesto  jamás  en  duda.  Toda  la  dificultad,  principalmente  práctica,  está  en 
señalar  concretamente  el  peligro  de  subjetivismo  y  el  modo  de  alcanzar 
la. necesaria  objetividad.    Y  esto  es  lo  que  vamos  a  intentar. 

El  peligro  de  subjetivismo  o  su  tendencia  característica  hacia  la  derecha 
o  hacia  la  izquierda  varía  sustancialmente  según  los  tiempos  y  las  personas. 
Concretémonos  a  la  Mariología.  Entre  personas  pías,  pero,  aunque  doctas, 
ajenas  a  la  crítica,  el  subjetivismo  se  manifiesta  indefectiblemente  en  una 
tendencia  irreflexiva  hacia  la  exageración,  la  falta  de  escrúpulos  científicos, 
lo  que  podríamos  llamar  maximalismo.  Leves  indicios  se  toman  como  ar- 
gumentos evidentes.  Las  conclusiones  van  mucho  más  allá  que  las  pre- 
misas. Entre  críticos  al  contrario,  que,  aunque  píos  por  lo  demás,  se  en- 
castillan en  su  criticismo  negativo,  como  norma  suprema  de  la  verdad,  el 
subjetivismo  se  manifiesta,  indefectiblemente  también,  en  una  tendencia 
cerrada  hacia  la  atenuación,  hacia  una  escrupulosidad  desmedida,  hacia  un 
rainimismo  apriorista.  Que  estas  pinturas  sean  fiel  retrato  de  la  realidad, 
habrá  pocos  que  lo  nieguen,  muchos  que  lo  lamenten. 

Entre  estas  dos  tendencias,  aunque  en  sí  mismas  igualmente  equivocadas, 
existen  empero  dos  diferencias  dignas  de  consideración.  Especulativamente, 
mientras  apenas  se  hallará  teólogo  que  sostenga  en  tesis  el  maximalismo,  no 
faltan  quienes  defienden  empeñadamente  el  minimismo.  Consecuencia:  es 
perfectamente  inútil  o  innecesario  impugnar  el  maximalismo;  es  urgente 
demostrar  la  falsa  posición  del  minimismo.  Prácticamente,  es  mucho  más 
fácil  precaverse  contra  la  tendencia  maximalista  que  contra  la  tendencia 
minimista.  Para  lo  primero  bastará  generalmente  estar  sobre  aviso,  reac- 
cionar con  la  reflexión  y  examinar  el  peso  de  las  razones:  no  se  necesita 
gran  dosis  de  espíritu  crítico  para  sobreponerse  a  los  impulsos  de  una  piedad 


INTRODUCCIÓN  METODOLOGICA 


21 


mal  entendida,  como  haya  sinceridad  y  amor  a  la  verdad.  Para  lo  segundo, 
en  cambio,  se  requiere  algo  incomparablemente  más  difícil:  despojarse  de 
la  aprensión  dominadora  de  que  el  criticismo  minimista  es  la  última  expre- 
sión de  la  ciencia  o,  simplemente,  la  ciencia:  y  esto  supone  un  cambio 
radical  y  profundo  en  la  manera  de  pensar,  cambio  dificilísimo  de  operarse. 
Consecuencia,  idéntica  a  la  anterior:  es  más  necesario  oponerse  al  mini- 
mismo  que  al  maximalismo.  Pero  la  única  manera  honesta  y  legítima  de 
oponerse  es  la  serena  exposición  de  las  razones  que  muestren  lo  insostenible 
de  las  posiciones  minimistas.    Es  lo  que  deseamos  hacer. 

Ante  todo  situemos  las  cosas  en  su  punto.  El  criticismo  es  una  de  tantas 
actividades  o  modalidades  de  la  inteligencia  o  del  conocimiento:  no  la 
única,  ni  siquiera  la  suprema.  A  su  lado  existen  otras  muchas,  no  menos 
apreciables:  la  precisión  en  concebir,  la  sensatez  en  el  juzgar,  el  vigor  en 
raciocinar;  la  potencia  analítica  y  la  comprensión  sintética;  la  agudeza  en 
sutilizar  y  la  profundidad  de  las  intuiciones;  la  visión  de  la  realidad  y  las 
vislumbres  de  altísimos  ideales;  espíritu  reflexivo  y  espíritu  comparativo; 
tendencia  positivista  y  tendencia  metafísica;  energía  creadora  y  equilibrio 
mental...  En  esta  situación  dar  al  criticismo  una  preponderancia  avasalla- 
dora es  contrario  a  la  naturaleza  de  las  cosas.  El  criticismo,  no  menos  que 
cualquiera  otra  actividad  de  la  inteligencia,  necesita  moderación,  mesura, 
sobriedad.  Puede  desmandarse:  son  muy  posibles  sus  excesos.  Hay  que 
ponerse,  pues,  en  guardia.  Su  divisa  no  puede  ser:  «Cuanto  más,  tanto 
mejor»;  sino  esta  otra:  «Tanto  cuanto».  Insinuaremos  las  razones  de  esta 
necesaria  moderación. 

En  sí  misma  la  tendencia  criticista,  como  todas  las  actividades  humanas, 
tiene  su  justo  medio,  su  natural  madurez  o  sazón.  Quedarse  atrás,  es  frus- 
trarla de  su  objeto;  pasar  más  allá,  es  violentarla.  Como  los  frutos  de  la 
tierra:  tan  inútiles,  y  aun  nocivos,  si  están  verdes,  como  si  están  pasados. 

Por  razón  de  su  objeto:  que  es  aquilatar  la  verdad.  Las  actividades 
mentales  no  tienen  en  sí  mismas  su  razón  de  ser:  su  fin  y  su  norma  es  la 
posesión  de  la  verdad.  Han  de  actuar,  por  consiguiente,  tanto  cuanto  sea 
necesario  para  llegar  a  la  posesión  de  la  verdad:  ni  más,  ni  menos.  Como 
el  fuego  para  cocer  los  alimentos:  que  por  defecto  o  por  exceso  puede  de- 
jarlos crudos  o  quemarlos. 

De  parte  del  sujeto  o  del  crítico:  que  puede  ser  víctima,  no  menos  do 
miopía  que  de  alucinación;  puede  ser  que  vea  lo  que  no  hay,  y  también  que 
no  vea  lo  que  hay.     ¡Es  tan  frecuente  la  propensión  a  negar  lo  que  no  se  ve! 

Por  su  propia  naturaleza  el  criticismo  minimista  es  una  tendencia  nega- 
tiva y  pesimista,  análoga  al  escepticismo,  cuyo  resultado  no  puede  ser  otro 


22 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


que  encoger  o  paralizar  las  energías  progresistas  de  la  ciencia.  Como  los 
escrúpulos  en  la  Ascética. 

Como  reacción  contra  el  peligro  de  excesos  maximalislas,  el  criticismo 
actúa  como  freno ;  pero  esta  reacción  no  ha  de  dar  en  el  extremo  contrario, 
no  menos  perjudicial.  El  freno  ha  de  combinarse  con  la  espuela.  Si 
siempre  y  sólo  actúa  el  freno,  mal  se  lanzará  el  caballo  a  la  carrera. 

Con  reUición  a  las  otras  tendencias  o  actividades  mentales  el  criticismo 
tiene  derecho  a  intervenir  como  cualquier  otra,  si  se  quiere;  Tpero  no  a 
dominarlas  despóticamente,  ni  menos  a  suplantarlas  o  absorberlas. 

Una  comparación  ilustrará  lo  que  vamos  diciendo.  El  exceso  de  la 
crítica  es  análogo  al  abuso  de  la  sutileza.  Sin  crítica  no  puede  darse  paso 
seguro  en  la  ciencia:  como  tampoco  sin  sutilizar  es  posible  la  Filosofía. 
Pero  como  la  desmedida  propensión  a  la  sutileza  fué  la  ruina  de  la  Filoso- 
fía, no  menos  la  inmoderada  inclinación  a  la  crítica  va  a  ser  la  ruina  de  la 
ciencia.  «La  crítica  por  la  crítica»,  lo  mismo  que  «la  sutileza  por  la  suti- 
leza», son  igualmente  síntomas  de  decadencia. 

Otra  comparación,  mucho  más  seria,  debería  prevenir  a  todo  teólogo 
católico  contra  el  criticismo.  Todos  conocemos  los  terribles  estragos  que 
el  criticismo  ha  causado  en  el  campo  de  las  ciencias  bíblicas.  De  hecho, 
pues,  el  criticismo  ha  dado  origen  "a  gravísimos  errores  dogmáticos.  ¿Será 
más  inofensivo,  aplicado  a  la  Mariología?    Vale  la  pena  de  reflexionar. 

Tratamos  ahora  de  la  justa  interpretación  de  los  principios  marioló- 
gicos.  Veamos,  pues,  si  el  criticismo  minimista  puede  servir  de  criterio 
para  esta  interpretación.  Creemos  sinceramente  que  no.  El  fundamento 
de  esta  negativa  está  en  la  incapacidad  radical  del  minimismo  para  ver 
y  apreciar  la  maravillosa  fecundidad  o  dinamicidad  de  los  principios 
mariológicos.  El  minimismo  se  queda  en  la  superficie,  cuando  hay  que 
ir  al  fondo;  el  minimismo,  a  fuerza  de  analizar  las  líneas,  pierde  de  vista 
el  contenido.  Consideremos  brevemente  esta  potencialidad  de  los  prin- 
cipios. 

Los  principios  no  son  esquemas  inertes,  esqueletos  lineales,  imágenes 
muertas,  sombras  sin  vida  de  la  realidad:  son,  al  contrario,  ideas  fecun- 
das, conceptos  vitales,  verdades  preñadas  de  verdad;  son  gérmenes  de 
vida  intelectual,  energías  de  alta  potencialidad,  fuentes  de  luz  inagotables; 
no  son  fórmulas  estáticas,  sino  principios  dinámicos.  No  se  ha  ponderado 
bastante  la  fuerza  irresistible  de  las  ideas.  Los  conceptos,  como  su  non> 
bre  mismo  lo  indica,  son  actos  vitales,  no  sólo  dotados  de  vida  psicológica, 
sino  pictóricos  de  otro  género  de  vida:  la  vitalidad  dialéctica.  Un  solo 
concepto,  simple  a  primera  vista  y  de  aspecto  negativo,  el  de  la  aseidad. 


INTRODUCCIÓN  iMETOÜOLÓCICA 


23 


entraña  en  su  asombrosa  fecundidad  toda  la  ciencia  que  el  hombre  natu- 
ralmente puede  alcanzar  de  Dios,  ciencia  altísima,  que  emula  a  las  veces 
el  rigor  de  las  Matemáticas.  El  concepto  de  la  propiedad,  auténtico  o 
falsificado,  lleva  en  su  seno  todo  un  mundo  de  ideas  y  de  instituciones, 
éticas,  jurídicas,  sociológicas,  políticas,  capaces  de  ordenar  pacíficamente 
la  sociedad  humana  o  de  trastornarla  en  turbulentas  convulsiones.  Y 
cuando  estos  conceptos  y  principios  son  expresión  de  altísimas  realidades, 
cual  es  la  divina  Maternidad,  y  cuando  son  encarnación  o  concreción  de 
los  sapientísimos  consejos  de  la  divina  providencia,  cual  es  el  principio 
de  la  solidaridad  de  los  hombres  en  Cristo  Jesús,  no  hay  inteligencia  hu- 
mana que  sea  capaz  de  agotar  y  desentrañar  con  sus  menguados  y  rateros 
análisis  toda  su  opulentísima  fecundidad.  Aplicar  a  estos  grandes  prin- 
cipios, cargados  de  dinamismo  o  de  potencialidad,  el  minimismo  o  criti- 
cismo minimista,  como  criterio  supremo  de  interpretación,  es  descono- 
cerlos totalmente  y  falsearlos  lastimosamente:  es  querer  medir  y  apreciar 
por  milímetros  el  valor  estético  de  las  líneas  en  una  estatua  de  Fidias  o  de 
Miguel  Ángel.  Temeridad  o  inconsciencia.  ¡Qué  pujanza  tan  prolífica 
en  la  célula  germinal  de  una  semilla!  Allí  está  virtualmente  toda  la  plan- 
ta, con  sus  ramas,  sus  hojas,  sus  flores,  sus  frutos,  con  sus  nuevas  semillas, 
gérmenes  de  interminables  series  de  nuevas  plantas,  capaces  de  cubrir  en 
pocas  generaciones  toda  la  superficie  de  la  tierra.  Pero  apliquemos  el  más 
potente  microscopio,  y  analicemos  anatómicamente  la  diminuta  célula: 
nada  descubriremos  de  lo  que,  sin  embargo,  allí  está  virtualmente;  a  fuerza 
de  agrandar  los  diámetros,  podremos  determinar  su  estructura  .orgánica: 
lo  que  jamás  podremos  sorprender  es  la  virtualidad  dinámica  de  su  prin- 
cipio vital.  Semejante  a  ese  fracaso  es  el  del  criticismo  minimista,  em- 
pleado para  medir  matemáticamente  la  potencia  dialéctica  de  los  grandes 
principios  mariológicos. 

En  conclusión:  la  crítica  es  necesaria,  indispensable;  pero  el  criti- 
cismo minimista,  erigido  en  sistema  hermenéutico,  es  insostenible  y  radi- 
calmente falso.  Hay  que  abandonarlo.  Y  hay  que  prevenirse  contra  sus 
vehementes  solicitaciones. 

2.  Hechos 

Desde  el  punto  de  vista  en  que  nos  hemos  colocado,  estudiamos  los 
hechos  mariológicos,  no  por  lo  que  son  en  sí  material  o  históricamente, 
sino  en  cuanto,  iluminados  por  los  principios,  muestran  como  encarnadas 
en  sí  las  tres  grandes  formalidades  de  la  Corredención,  la  Maternidad  espi- 


24 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ritual  y  la  Mediación  universal,  que  son  las  tres  verdades  fundamentales 
de  la  Soteriología  Mariana. 

Consecuencia  general:  enfocados  como  elementos  de  la  Soteriología, 
hay  que  señalar  en  ellos,  deslindar,  precisar  y  en  cierta  manera  aislar, 
todos  sus  elementos  soteriológicos,  es  decir,  todos  los  que  puedan  tener 
significación  o  interés  soteriológico.  Esto  no  es  falsearlos.  Sería  falsear- 
los, proyectar  en  ellos  ideas  preconcebidas  o  someterlos  a  un  tratamiento 
subjetivista ;  pero  no,  tratar  de  descubrir  simplemente  en  ellos,  conforme 
a  ciertas  categorías  objetivas,  los  rasgos  soteriológicos  que  en  realidad 
poseen.  Medir  por  metros  una  extensión  es  aplicar  una  medida  preexis- 
tente y  fijada  de  antemano,  mas  no  por  esto  medida  subjetivista,  que  falsee 
la  realidad. 

Más  en  particular,  hay  que  considerar  los  hechos  en  función  de  los 
principios  y  de  las  formalidades  o  verdades.  En  el  análisis  de  los  hechos, 
que  debe  ser  minucioso  y  delicado,  se  han  de  poner  de  relieve  todos  los 
elementos,  aspectos  o  propiedades,  que  los  pongan  en  contacto  con  los  prin- 
cipios, que  sean  capaces  de  recibir  su  influjo  fecundante;  o  que  sean 
como  materia  apta  para  concretar  en  sí  las  fomialidades.  En  el  consenti- 
miento virginal,  por  ejemplo,  tiene  singular  impOTtancia  su  carácter  repre- 
sentativo que  lo  conecta  con  el  principio  de  la  solidaridad;  y  su  causalidad 
moral  de  eficacia  inmediata,  que  lo  hace  apto  para  ser  cooperación  de  la 
redención  humana. 

3.    Formalidades  o  verdades 

El  estudio  metódico  de  la  Corredención,  de  la  Maternidad  espiritual  y 
de  la  Mediación  exige:  1)  precisión  en  los  conceptos,  2)  acierto  en  el  enfo- 
que de  los  problemas,  3)  objetividad  en  las  soluciones. 

La  precisión  en  los  conceptos,  siempre  necesaria,  lo  es  aquí  especial- 
mente por  dos  razones:  por  su  extremada  complejidad  y  por  los  nume^ 
rosos  puntos  de  contacto,  reales  o  aparentes,  entre  estas  tres  formalidades. 
Y  es  igualmente  peligroso  que  al  establecer  la  distinción  de  los  conceptos, 
se  rompan  los  lazos  que  los  unen,  o  que  al  entablar  su  conexión,  se 
borren  los  límites  de  la  distinción.  Necesidad  de  la  precisión,  dificultad 
enorme  de  obtenerla:  doblado  motivo  para  extremar  el  rigor  en  el  método. 

No  es  menos  dificultoso  el  acierto  en  el  enfoque  de  los  problemas. 
Quizá  nada  ha  contribuido  tanto  a  la  crisis  actual  de  la  Mariología,  como 
el  poco  acierto  en  enfocar  debidamente  el  problema  de  la  Corredencióifc 
Mutilando  el  concepto  vastísimo  de  la  redención,  apenas  se  ha  estudiado 

1 


INTRODUCCIÓN  METODOLÓGICA 


25 


en  él  otra  cosa  que  la  noción  de  mérito,  y  se  ha  reducido  la  Corredencdón 
Mariana,  como  única  posible,  a  la  aportación  de  merecimientos  propios  y 
personales.  Verdadero  desquiciamiento  del  problema,  contra  el  cual  hay 
que  reaccionar  decididamente.  Y  no  se  han  enfocado  mucho  más  acerta- 
damente los  problemas  de  la  Maternidad  espiritual  y  de  la  Mediación  uni- 
versal. Nunca  se  acertará  en  el  enfoque,  si  de  antemano  no  se  establece 
con  toda  claridad,  qué  se  requiere  y  qué  basta,  para  que  la  acción  soterio- 
lógica  de  María  sea  verdadera  y  propiamente  Corredención  o  Maternidad 
espiritual  o  Mediación  universal. 

La  objetividad  de  las  soluciones  dadas  a  los  problemas,  desde  el  punto 
de  vista  en  que  nos  hemos  colocado,  depende  exclusivamente  de  que  las 
conclusiones  estén  virtualmente  contenidas  en  los  principios.  Serenamente 
y  sin  prejuicios,  sin  propensión  subjetiva  ni  a  la  afirmación  ni  a  la  nega- 
ción, hay  que  preguntarse  si  en  realidad  los  principios  llevan  a  tales  con- 
clusiones o  si  tales  conclusiones  se  deducen  lógicamente  de  los  principios. 

Y  no  basta  un  examen  global.  Donde  hay  tanta  complejidad  de  elementos, 
hay  que  considerar  bajo  qué  aspecto  tal  conclusión  fluye  de  tal  principio. 

Y  como  la  conclusión,  aunque  más  o  menos  legítima,  puede  ser  más  o  menos 
cierta,  más  o  menos  evidente,  la  objetividad  de  las  soluciones  exige  la  exacta 
determinación  de  su  grado  variable  de  evidencia  y  de  certeza. 

Con  el  leal  propósito  de  atenernos  a  estos  principios  metodológicos,  en- 
tremos en  materia. 


• 


\ 


PARTE  PRIMERA 

PRINCIPIOS  Y  HECHOS 


LIBRO  PRIMERO 


PRINCIPIOS 


Criterio  para  la  determinación  o  selección  de  los  principios. 
Como  la  objetividad  de  las  conclusiones  depende  exclusivamente  de  su 
necesaria  conexión  con  los  principios,  sean  éstos  los  que  fueren,  —  más  aún, 
como  el  que  se  propone  demostrar  una  tesis,  busca  y  escoge  en  el  campo 
de  los  principios  los  que  juzga  más  apropiados  y  eficaces  para  su  objeto,  — 
en  nuestra  mano  estaba  elegir  y  establecer  libremente  los  principios  teoló- 
gicos, que  a  nuestro  juicio  fueran  los  más  acomodados  para  demostrar  las 
tesis  de  la  Corredención,  de  la  Maternidad  espiritual  y  de  la  Mediación  uni- 
versal. Semejante  libertad  era  perfectamente  legítima.  Pero  renunciamos 
a  ella.  Aspiramos  a  una  objetividad  más  absoluta.  Y  esto  por  dos  ra- 
zones. Primera:  porque  no  tenemos,  ni  queremos  tener,  tesis  preconce- 
bidas o  fijadas  de  antemano.  Queremos  que  el  examen  de  los  principios  dé 
de  sí.  Segunda:  porque  deseamos  que  los  principios  sean  determinados 
y  prescritos,  por  así  decir,  automáticamente,  por  la  naturaleza  misma  de 
las  cosas:  con  la  esperanza  de  que  tales  principios  sean  en  realidad  los 
más  fundamentales  y  fecundos.  Mas  ¿dónde  hallar  el  criterio  verdadera- 
mente objetivo  de  semejante  determinación?  Es  evidente  que  semejante 
criterio  se  ha  de  hallar  en  la  vocación  o  predestinación  de  María,  es  decir, 
en  su  razón  de  ser  dentro  de  los  planes  de  la  redención,  en  el  motivo  o  los 
motivos  que  determinan  su  presencia,  su  intervención  o  su  necesidad  en  la 
economía  de  la  salud  humana.  Aplicando  este  criterio,  veamos  cuáles  sean 
o  puedan  ser  los  principios  que  buscamos. 


30 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSA!. 


Toda  la  razón  de  ser  de  María  se  halla  en  Cristo;  su  predestinación,  por 
tanto,  se  ha  de  concebir  en  función  de  la  predestinación  de  Cristo.  A  sui 
vez  la  predestinación  de  Cristo,  en  los  planes  actuales  de  la  divina  provi- 
dencia, tiene  por  objeto  la  redención  de  los  hombres.  Si  existen  otros  mo- 
tivos de  la  predestinación  de  Cristo,  superiores  y  lógicamente  anteriores  al 
decreto  de  la  encarnación,  podemos  ahora  prescindir  de  ellos  (i).  No  queremos 


•  ')  Reconocemos  que  la  jior-ición  precisiva  que  adoptamos  respecto  del  magno 
problema  del  motivo  primario  de  la  encamación  no  es  muy  científica;  pero  dos 
razones  muy  poderosas  nos  retraen  de  intentar  ahora  estudiarlo  a  fondo.  Es  la 
primera  su  extremada  complejidad.  Quién  dude  de  ello,  consulte  a  Suárez,  por 
ejemplo,  y  verá  todos  los  extremos  que  hay  que  tomar  en  cuenta,  para  no  dar  en 
una  solución  simplista  o  partidista.  La  segimda  razón  es  la  firme  persuasión  de 
no  poder  llegar  a  una  solución  clara  y  precisa  que  necesariamente  se  imponga. 
\  en  tal  supuesto,  nos  ha  parecido  menos  inconveniente  una  posición  precisiva 
que  una  hipótesis  discutible.  Por  lo  demás,  bastante  complicación  de  conceptos, 
imprescindible,  hallaremos  en  nuestra  investigación,  para  que  la  agravemos  con. 
nuevas  complicaciones,  innecesarias.  Con  todo,  si  alguien  tiene  curiosidad  de  co- 
nocer nuestra  personal  opinión,  — opinión,  decimos,  pues  no  creemos  pueda  aspi- 
rarse a  certeza  absoluta — ,  se  la  declararemos  en  pocas  palabras. 

Quien  sin  opiniones  preconcebidas  y  sin  espíritu  de  partido  o  escuela  empren- 
de el  estudio  del  problema,  se  encuentra  con  tres  series  de  textos  o  documentos,  a 
primera  vista  incoherentes.  La  primera  serie  comprende  todos  aquellos  textos,  no 
del  todo  nítidos  y  decisivos,  que  parecen  insinuar  que  el  decreto  de  la  encarnación 
es  independiente  de  la  previsión  o  presciencia  del  pecado,  o  lógicamente  anterior 
a  ella.  La  segunda  serie  abarca  todos  aquellos  textos,  mucho  más  claros  y  deci- 
sivos, que  presentan  o  parecen  presentar,  la  redención  del  pecado  como  motivo 
adecuado  y  exclusivo  de  la  encamación.  Al  lado  de  estas  dos  series  contrapuestas, 
existe  otra,  que,  sin  referirse,  expb'citamente  a  lo  menos,  a  la  previsión  del  pecado,, 
presenta  a  Cristo,  Dios-hombre,  como  fin  de  la  creación.  Ante  esta  triple  serie 
de  textos  al  parecer  contrarios,  la  actitud  de  un  teólogo,  que  sinceramente  aspire 
a  conocer  la  verdad,  no  puede  encastillarse  en  una  de  las  series,  para  desenten- 
derse luego  de  las  otras,  enfocadas  como  meras  dificultades,  y  despacharlas  suma- 
riamente con  algunas  distinciones  más  o  menos  amañadas;  sino  más  bien  tratar 
de  interpretar  las  unas  a  la  luz  de  las  otras,  para  precisar  la  verdad  parcial  expre- 
sada por  cada  una  de  ellas,  y  tratar  de  combinar  o  harmonizar  estas  verdades  par- 
ciales en  una  visión  de  la  verdad  integral.  Esto,  en  principio,  parece  evidente. 
En  cuanto  a  la  ejecución,  el  modo  de  concordar  los  textos  discordantes  puede  ser 
vario,  y  más  o  menos  aceptable.  El  modo  que  a  nosotros  se  nos  ofrece,  podría  ser 
éste:  el  pecado  o  su  previsión  es  simple  ocasión,  pero  ocasión  determinante,  del 
decreto  de  la  encarnación:  y  en  este  sentido  es  verdad  lo  afirmado  por  los  textos 
de  la  segunda  serie;  pero  el  fin  prin-ario  que  Dios  se  propone  al  decretar  la  en- 
carnación no  es  precisa  o  principalmente  la  reparación  del  pecado,  sino  más  bien 
la  glorificación  de  Cristo ;  y  esta  gloria  de  Cristo  Redentor  es  tal,  es  decir,  es  tan 
gloriosa  para  el  Redentor  la  proeza  de  la  redención,  que  a  su  lado  palidece  toda 
otra  gloria  que  pudiera  ostentar  en  cualquier  otra  obra:  y  en  este  supuesto,  la  pre- 
visión del  pecado  es  condición  indispensable  para  el  decreto  de  la  encamación: 
con  lo  cual  se  harmonizan  los  textos  de  las  dos  últimas  series;  quedan  los  de  la 
primera,  que,  si  no  coinciden  con  los  de  la  tercera,  en  el  sentido  de  que  en  la  obra 
de  la  redención  más  que  la  reparación  del  pecado  Dios  pretende  la  gloria  del  Re- 
dentor, podrían  significar  que  esta  voluntad  de  glorificar  al  Dios  humanado  es  tan 
preponderanle  o  prevalente,  que,  aun  sin  la  previsión  del  pecado,  en  otro  orden 
de  la  providencia.  Dios  estaba  inclinado  a  decretar  la  encarnación.  Una  compara- 
ción explicará  nuestro  pensamiento.    Un  general  puede  ostentar  su  gloria  o  en  ur/ 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


31 


complicar  más  una  cuestión  ya  de  suyo  complicadísima.  Noíenios,  con  todo, 
en  gracia  de  la  verdad  y  como  testimonio  de  nuestra  imparcialidad,  que  al 
prescindir  de  estos  otros  motivos,  si  no  perjudica,  tampoco  favorece  la 
causa  de  la  Corredención,  de  la  Maternidad  espiritual  o  de  la  Mediación. 

En  la  predestinación  de  Cristo  como  Redentor  sobresalen  tres  elementos 
o  circunstancias  singularmente  importantes.  Si  existen  además  otros  ele- 
mentos, o  éstos  hay  que  concebirlos  por  otro  orden,  es  ahora  indiferente 
para  nuestro  objeto.  Nos  basta  ahora  que  estos  elementos  sean  reales  e 
importantes.  Para  convencerse  bastará  su  enumeración.  Estos  tres  ele- 
mentos son:  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios,  el  principio  de  solidaridad 
y  el  principio  de  recirculación.  No  es  difícil  señalar  la  razón  fundamental 
de  estos  tres  elementos. 

Dios  quiso  libremente  reparar  el  pecado  de  Adán  por  vía  de  estricta  y 
rigurosa  justicia.  Pudo  querer  otra  cosa;  pero  de  hecho  quiso  esto.  Más, 
quiso  que  este  rigor  de  justicia  se  extendiese  no  sólo  a  la  sustancia  de  la 
reparación,  sino  también  al  modo  y  a  las  circunstancias:  quiso  que  la  opo- 
sición entre  la  reparación  y  el  pecado  fuese  manifiesta  y  patente  hasta  en  sus 
últimos  pormenores.  Consecuencias  de  esta  libre  voluntad  de  perfecta 
justicia: 

Primera.  Fué  necesaria  la  encarnación  de  una  persona  divina.  Otro 
que  Dios  hecho  hombre  no  podía  reparar  adecuada  y  perfectamente  el  pe- 
cado. Y  se  determinó  que  esta  persona  divina  fuera  el  Hijo  de  Dios,  hecho 
hombre.    De  ahí  el  decreto  de  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios. 

Segunda.  La  perfecta  justicia  exigía  que  la  sanción  recayese  sobre  el 
mismo  que  llevaba  el  reato  del  pecado.  Castigar  a  uno  por  los  pecados  de 
otro,  lejos  de  reparar  el  orden  violado  de  la  justicia,  era  perturbarlo  con 
una  nueva  injusticia.  De  ahí  la  absoluta  necesidad  de  la  solidaridad  entre 
el  Redentor  y  los  hombres  pecadores:  doble  solidaridad,  de  naturaleza  y 


desfile  militar  o  en  el  campo  de  batalla  con  una  genial  victoria.  Ahora  bien,  nadie 
dudará  que  es  incomparablemente  mayor  la  gloria  de  un  general,  cuando,  cubierto 
de  polvo  y  lleno  de  heridas,  con  una  sangrienta  victoria  salva  la  patria,  que  cuando, 
con  traje  de  gala  ostenta  sus  entorchados  y  sus  condecoraciones  en  una  parada 
militar.  Y  puede  ser  este  general  de  tan  altas  miras  y  de  tan  gran  corazón,  que, 
despreciando  la  gloria  vulgar  de  un  espléndido  desfile,  tenga  como  gran  gloria  sufrir, 
sangrar  y  aun  morir  por  salvar  a  la  patria.  Tal  sería  el  caso  del  Redentor.  Podría 
ser  que  Dios,  juzgando  como  indigna  de  su  Hijo  hecho  hombre  la  exhibición  de 
una  gloria  incruenta,  estime  como  digna  de  él  la  gloria  de  la  cruz.  Con  semejante 
harmonización  de  los  textos  venimos  a  dar,  sin  haberlo  pretendido,  en  la  solución  de 
Suárez:  solución,  no  superficialmente  ecléctica,  sino  profundamente  comprensiva  y 
delicadamente  matizada;  solución,  no  partidista,  sino  generosamente  irénica,  que, 
en  vez  de  enfrentar  a  Escoto  con  Santo  Tomás,  trata  de  conciliarios  en  el  plano  su- 
perior de  la  verdad  integral. 


32 


MARÍA,  MEDIADORA  LMVERSAL 


de  pecado.  El  Hijo  de  Dios  hecho  hombre  debía  llevar  en  sí  la  represen- 
tación de  toda  la  raza  de  Adán  y  tomar  sobre  sí  la  responsabilidad  de  su 
pecado.  En  esto  consiste  el  principio  de  solidaridad,  o  de  comunión,  según 
frase  de  San  Pablo. 

Tercera.  Convenía  que  la  reparación  se  efectuase  por  los  mismos  pasos, 
aunque  en  sentido  contrario,  que  había  seguido  el  proceso  histórico  del 
pecado ;  es  decir,  que  en  la  reparación  interviniesen,  aunque  invertidos, 
los  mismos  elementos  que  habían  intervenido  en  la  ruina:  los  mismos  fac- 
tores con  signo  contrario.  Tal  es  el  llamado  priacipio  de  recirculación  o 
inversión  o  reversión. 

Veamos  ahora  cuál  sea  o  pueda  ser  la  razón  de  ser  de  María  en  la 
encarnación  del  Redentor,  en  la  solidaridad  y  en  la  recirculación. 

En  la  encarnación  la  razón  de  ser  de  María  es  la  Maternidad.  Desde  el 
momento  que  Dios  quería  que  el  Redentor  fuera  hombre,  semejante  en  todo 
lo  natural  a  los  demás  hombres  y  emparentado  con  los  hombres,  se  nece- 
sitaba una  Madre.  Y  para  Madre  del  Hijo  de  Dios  hecho  hombre,  para 
Madre  del  Redentor,  fué  elegida  María.  Esta  Maternidad  divina  y  sote- 
riológica  es  la  razón  primera  y  suprema  de  inter\'enir  María  en  la  realiza- 
ción de  los  consejos  divinos  en  orden  a  la  salud  humana;  y  es  por  lo  mismo 
la  prerrogativa  más  característica  y  más  excelsa  de  su  augusta  personalidad. 
Por  otra  parte,  como  la  ordenada  actuación  de  esta  Maternidad  exige  otras 
muchas  prerrogativas,  de  las  cuales  es  como  la  primera  raíz  y  fundamento, 
de  ahí  es  que  la  divina  Maternidad  deba  considerarse  como  primer  prin- 
cipio de  la  Mariología.  Tenemos,  pues,  ya  el  principio,  primero  y  funda- 
mental, de  la  Maternidad  divina  y  soteriológica. 

La  solidaridad  de  naturaleza  y  de  pecado  entre  el  Redentor  y  el  linaje 
humano  afecta  profundamente  la  Maternidad  soteriológica.  La  existencia 
de  esta  doble  solidaridad,  si  tiene  como  causa  suprema  la  voluntad  de  Dios 
y  la  aceptación  del  Redentor,  no  había  de  ser  arbitraria  ni  simplemente 
extrínseca:  había  de  radicar  en  la  naturaleza  misma  de  las  cosas.  No  había 
de  ser  impuesta  como  por  fuerza  a  la  naturaleza  humana  del  Redentor, 
sino  que  la  había  de  poseer,  como  connaturalmente  entrañada,  la  carne 
misma  que  el  Redentor  recibía  de  su  Madre.  La  Madre,  pues,  era  la  que 
había  de  transmitir  al  Hijo  Redentor  la  carne  que  representase  y  encerrase 
en  sí  toda  la  raza  de  Adán  y  concentrase  en  sí  todo  el  reato  y  la  responsa- 
bilidad de  sus  pecados.  \  esta  doble  representación  o  inclusión,  para  poder 
transferirla  al  Hijo,  había  de  existir  antes  en  la  Madre.  Por  tanto,  el  prin- 
cipio de  la  solidaridad,  al  refluir  o  repercutir  en  María,  modificando  pro- 
fundamente su  Maternidad  soteriológica,  se  convierte,  por  el  mismo  caso, 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


33 


en  principio  de  la  Mariología.  Segundo  principio  mariológico,  que  sigue 
de  cerca  al  primefo  de  la  divina  Maternidad. 

También  el  principio  de  recirculación  afecta  a  María,  si  quizás  no  tan 
profundamente,  pero  sí  más  extensamente.  Una  Mujer,  Eva,  intervino  eficaz 
y  decisivamente  en  el  proceso  del  pecado:  otra  Mujer,  María,  había  de 
intervenir,  paralela  y  antitéticamente,  en  el  proceso  de  la  reparación.  Al 
comprender,  pues,  a  María,  el  principio  de  !a  rccirculación  se  convierte 
también  en  principio  mariológico. 

De  otra  manera  algo  más  compleja,  y  ciertamente  más  profunda,  afecta 
a  María  el  principio  de  recirculación.  Si  María  ha  de  contraponerse  a  Eva, 
los  rasgos  más  esenciales  de  Eva  han  de  reproducirse  en  María.  Uno  de 
estos  rasgos,  quizás  el  principal  de  todos,  el  que  en  los  consejos  de  Dios 
determinó  la  existencia  misma  de  Eva,  fué  la  de  ser  compañera  de  Adán. 
A  la  compañera,  pues,  del  primer  Adán  ha  de  responder  la  compañera  del 
segundo  Adán,  María,  asociada  a  la  persona  y  a  la  obra  del  Redentor. 
Tenemos  con  esto  otro  de  los  principales  principios  mariológicos:  el  prin- 
cipio de  asociación. 

Finalmente,  de  la  combinación  de  estos  cuatro  principios  resulta  otro 
principio,  que,  aunque  simple  corolario  de  los  anteriores,  merece  destacarse 
y  tratarse  separadamente:  el  principio  de  la  eminencia  singular  de  María: 
eminencia  de  supremacía  soberana  y  de  singularidad  exclusivamente  única; 
en  virtud  de  la  cual  María,  sola  ella,  forma  orden  o  jerarquía  aparte,  por 
encima  de  todas  las  jerarquías  y  dignidades  del  universo  creado  (M. 

('i  Tal  vez  llamará  la  alención  el  que  entre  los  principios  mariológicos  no  ha- 
yamos incluido  el  llamado  principio  de  analogía.  Indicaremos  brevemente  en  qué 
consiste  este  principio  y  por  qué  liemos  prescindido  de  él. 

Sustancialmente  el  principio  de  analogía  consiste  en  que  las  prerrogativas  de 
María  han  de  concebirse  análogamente  a  las  correspondientes  de  Cristo.  Esta  ana- 
logía puede  ser  de  atribución  y  de  proporcionalidad.  Es  de  atribución,  por  cuanto 
las  prerrogativas  de  la  Madre,  derivadas  y  dependientes  de  las  correspondientes  del 
Hijo,  se  han  de  entender  en  función  de  éstas,  que  constituyen  siempre  el  principal 
analogado.  Es  de  proporcionalidad,  en  cuanto  las  prerrogativas  de  María  son  res- 
pecto de  la  divina  maternidad  lo  que  son  las  del  Hijo  respecto  de  la  filiación  divina 
natural.  Pero  conviene  advertir  que  la  atribución  no  es  extrínseca,  sino  intrínseca; 
y  que  la  proporcionalidad  no  es  metafórica,  sino  propia  y  real.  Hay  que  evitar  el 
concebir  las  prerrogativas  Marianas,  como  concebimos  la  sanidad  de  la  medicina 
respecto  de  la  sanidad  del  organismo  humano,  es  decir,  como  algo  puramente  extrín- 
seco o  relativo;  o  como  concebimos  la  alegría  de  un  prado  florido  respecto  de  la  ale- 
gría del  corazón  humano,  es  decir,  como  algo  impropio  y  metafórico.  Que  no  son 
extrínsecas  ni  metafóricas  las  prerrogativas  Marianas  concebidas  analógicamente  con 
las  correlativas  de  Cristo,  sino  verdaderamente  intrínsecas  y  propias. 

Así  entendido  el  principio  de  analogía,  precisamente,  no  es  de  suyo  un  principio 
deductivo  o  demonstrativo,  sino  simplemente  directivo  y  aun  limitativo.  .Si  no  se 
combina  con  otros  principios,  aunque  no  sea  sino  el  de  pura  conveniencia,  el  ide 
analogía  de  suyo  no  prueba  nada.    De  que  exista  en  Cristo  una  prerrogativa,  no 


34 


MARÍA,  MEDIADOR*   UM\  ERSAL 


Tales  son  los  principios  contenidos  en  la  predestinación  misma  de  María 
y  en  su  razón  de  ser  dentro  de  la  economía  divina  de  la  redención.  Mas 
para  aplicarlos  con  mayor  seguridad  y  garantía  de  acierto,  será  conveniente 
someterlos  a  un  previo  análisis,  que  ponga  de  manifiesto  su  verdad,  su 
significación,  sus  elementos  constitutivos  y  su  alcance.  Los  estudiaremos 
por  el  mismo  orden  con  que  los  hemos  ido  descubriendo  í^). 


Capítulo  I 

MATERNIDAD  DIVINA  Y  SOTERIOLÓGICA 

Tres  géneros  de  propiedades  hay  que  estudiar  en  la  Maternidad  de 
María:  1)  las  inherentes  a  la  misma  maternidad  en  s>í  considerada:  2)  las 
que  posee  en  cuanto  es  divina:  3)  las  que  adquiere  en  cuanto  soteriológica. 

se  sigue,  sin  más,  que  haya  de  admitirse  otra  prerrogativa  correspondiente  en  María. 
Así,  por  ejemplo,  del  solo  principio  de  analogía  no  se  sigue  que  por  ser  Crfsto 
sacerdote  o  juez  haya  de  poseer  María  prerrogativas  semejantes.  Lo  que  hace  el 
principio  de  analogía  es  señalar  el  carácter  secundario  y  subalterno,  derivado  o  pro- 
porcional de  las  prerrogativas  de  María,  ya  conocidas  y  admitidas,  respecto  de  las 
correspondientes  en  Cristo.  Guía,  encauza,  enfoca  ajustadamente;  pero  propiamente 
no  prueba  la  existencia  de  las  prerrogativas.  Y  en  este  sentido,  el  principio  de 
analogía,  aun  cuando  explícitamente  no  se  haga  constar,  se  presupone  siempre  que 
se  trata  de  determinar  la  naturaleza  o  el  alcance  de  las  prerrogativas  Marianas. 
Y  baste  esta  indicación  par  hacer  notar  y  justificar  el  modo  con  que  hacemos  uso 
de  este  principio  en  cuanto  decimos  sobre  las  prerrogativas  de  la  Madre  de  Dios. 

(')  Como  los  principios  mariológicos  son  sumamente  complejos,  es  natiu-al  que 
no  todos  sus  elementos  integrantes  sean  igualmente  ciertos.  Para  no  dar  lugar  a 
dudas  sobre  el  grado  de  certeza  o  probabilidad  que  les  damos,  advertimos  ya  desde 
ahora  que  los  cinco  principios  expuestos  son  sustancialmente  ciertos.  Podrá  tal  vez 
dudarse  si  esta  certeza  la  poseen  intrínsecamente,  es  decir,  en  virtud  del  análisis 
interno  con  que  se  deducen  o  desenvuelven,  o  más  bien  la  adquieren  extrínsecamente 
por  el  testimonio  de  la  tradición.  De  todos  modos,  con  el  resultado  de  nuestro  aná- 
lisis concuerda  plenamente  el  testimonio  de  la  tradición,  que  les  da  la  plena  certeza 
que  acaso  en  sí  mismo  no  tuvieran:  lo  cual  basta  para  tomarlos  como  base  segura 
de  nuestra  argumentación.  Nótese  además  que,  aun  cuando  no  todos  sus  elementos 
sean  igualmente  ciertos,  esto  no  vicia  nuestra  argumentación,  dado  que  ésta  se  apoya, 
no  en  los  elementos  secundarios,  acaso  solamente  probables,  sino  en  sus  elementos 
sustanciales,  que  son  enteramente  ciertos.  Y  si  alguna  vez.  para  señalar  afinidades 
o  para  mayor  integridad  de  la  exposición,  utilizamos  algunos  elementos  meramente 
probables,  o  bien  explícitamente,  o  bien  con  el  modo  mismo  y  tono  de  la  expresión, 
indicamos  suficientemente  que  no  les  damos  sino  mera  probabilidad.  Por  lo  demás, 
sería  inútil  y  enojoso,  y  aun  ofensivo  al  inteligente  lector,  prodigar  excesivamente 
las  censuras  de  cada  una  de  las  afirmaciones.  Solo  es  de  desear  que  el  lector, 
notando  atentamente  lo  que  damos  como  cierto  o  como  simplemente  probable,  no 
extienda  a  lo  primero  las  dudas  que  acerca  de  lo  segundo  tal  vez  puedan  ocurrirlr. 


I.IBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


35 


Art.  1.  Maternidad 

La  Maternidad  de  María  reviste  tres  propiedades,  comunes  a  toda  ma- 
ternidad humana:  1)  su  carácter  moral;  2)  su  índole  activa;  3)  su  fuerza 
asociativa;  pero  en  María  adquiere  nuevas  propiedades,  por  cuanto  es 
4|  virginal  (M. 

§  1.    Carácter  moral  de  la  maternidad 

Sería  un  error  grosero  considerar  la  maternidad  humana  como  un  re- 
sultado fatal  de  un  acto  fisiológico.  La  maternidad  humana  es  una  función 
moral,  que,  si  es  lo  que  debe,  se  ejerce  con  actos  morales  de  valor  subidí- 
simo. Son  especialmente  interesantes  para  nuestro  objeto  las  múltiples  y 
variadas  relaciones  morales  que  crea  entre  la  madre  y  el  hijo;  de  las  cuales 
unas  se  estrechan  con  el  vínculo  del  amor,  otras  pertenecen  más  bien  al 
orden  de  la  justicia. 

El  amor  hace  que  madre  e  hijo  sean  una  sola  cosa,  una  sola  alma,  un 
solo  corazón.  El  amor  materno,  el  más  ardiente,  el  más  desinteresado,  el 
más  sacrificado,  el  más  fino  y  delicado  de  los  amores  humanos,  hace  que 
la  madre  ame  más  la  vida  del  hijo  que  la  vida  propia,  que  se  goce  de  los 
bienes  y  se  duela  de  los  males  de  los  hijos,  mucho  más  que  de  los  propios. 
Todo  su  interés,  toda  su  felicidad,  toda  su  alegría,  se  cifran  y  concentran 
en  la  vida  del  hijo,  en  su  salud  y  bienestar,  en  sus  virtudes  y  buenas  cuali- 
dades, en  sus  prosperidades  y  triunfos. 

Pero  junto  al  amor  la  justicia:  las  relaciones  jurídicas,  que  ligan  madre 
e  hijo.  La  madre  no  tiene  sólo  obligaciones,  sino  también  derechos: 
derechos  sobre  el  hijo,  derechos  sobre  los  demás  respecto  del  hijo.  Tiene 
derecho  a  que  el  hijo  la  ame.  la  reverencie,  la  asista,  la  socorra,  no  la 
desampare.    Y  tiene  derecho  también  a  que  nadie  la  prive  de  su  hijo  o 

(')  Reconocemos  que  el  minucioso  análisis  a  que  sometemos  este  principio  —  y 
lo  mismo  se  diga  de  los  demás  — ,  da  lugar  a  excesivas  divisiones  y  subdivisiones, 
cuyo  resultado  es  ima  extremada  multiplicidad  y  complicación.  Fácil  hubiera  sido 
simplificar,  pero  con  omisiones,  que  no  permitirían  hacerse  cargo  del  riquísimo  con- 
tenido de  los  principios.  Y  forzados  a  elegir  entre  la  deficiencia  y  la  complicación, 
hemos  optado  por  ésta.  Ni  creemos  que  se  evitaría  la  complicación  dando  menos 
relieve  a  las  divisiones  y  subdivisiones:  huyendo  de  la  distinción  caeríamos  en  la 
confusión.  Tal  vez  mayor  habilidad  o  destreza  del  escritor  hubiera  atenuado  o  di- 
simulado estos  inconvenientes;  pero  «Non  potest  homo  accipere  quidquam.  nisi 
fuerit  ei  datum  de  cáelo»  (loh.  3,27).  Por  lo  demás  no  pretendemos  hacer  obra 
literaria. 


36 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


«  lo  mate,  extinguiendo  aquella  vida,  que  es  su  sostén  - 
consuelo,  su  propia  vida.  Lo  que  la  madre  fene  en  el  h,,„  lo  expreso 
herLosa^nte'la'madre  del  ¡oven  Tobias:  .;Avl  :Ay  i^,^''' ^^"^^^ 
;a  qué  te  enviamos  tan  lejos,  lumbre  de  nuestros  o,os.  baeu  o  de  nuestra 
Ineianidad,  solaz  de  nuestra  vida,  esperanza  de  nuestra  P--''»''-  te- 
niendo en  ti  solo  todas  las  cosas,  no  debimos  alejarte  de  nosotros»  (Tob., 

Este  carácter  moral,  eomOn  a  toda  maternidad  humana,  adquiere  sin- 
guiar  intensidad  y  relive  en  la  maternidad  de  Maria.  Lo  q«  to-n- 
sta  maternidad  no  fué  ningún  acto  previo  fisiológtco.^s.no  -a  u  1  « 
acep.aci6n,  acto  puramente  espiritual,  acto  santts.mo.  Y  admmo  la  ma  e 
nidad,  no  de  un  hijo  indeterminado  y  desconocido,  s,no  de  un  h,,o  s.ogular, 
conc^  do  de  antemano.  Y  la  acción  o  intervención  del  Esptr.tu  de  D,os  no 
Tlimitó  a  formar  y  organizar  el  cuerpo  del  Hijo,  sino  que  presamente 
preparó  y  santificó  el  Corazón  de  la  Madre. 


§  2.    Actividades  de  la  maternidad 

La  razón  de  ser  de  Maria.  el  motivo  determinante  de  su  pred^tinación, 
es  su  Maternidad.  Es.  pues,  natural  que  la  acción  que  Maria  pueda  ejercer 
rn  "  economía  de  la  redención,  se  desarrolle  en  la  esfera  de  a  ma.ern.dad, 
1  maternal.  De  ahi  la  necesidad  de  precisar  las  actividades  maternales, 
para  poder  descubrir  en  ellas  la  acción  soteriológica  de  María. 
'  las  actividades  maternas  se  reducen  a  dos  tipos  pr.ne.pales:  la  gene- 
ración y  la  formación  del  hijo.  La  generación  compretjde  la  concepcon 
a  gestación  y  el  parto.    La  formación  es  doble.  Yf^.'"'"  ' ^^^f 

formación  corporal  o  fisiológica  es  la  crianza  v  sustento  del  h»»^  la  «p. 
ritual  o  moral  es  su  educación.  Esta  educación  debe  ser  acomodada  a  la 
ntual  o  mora,  múltiples  actividades  mater- 

vocación  personal  del  hijo.    El  objeto  ae  estas 

ñas  es  hacer  del  hijo  un  hotnbre  cabal  y  perfecto  en  todos  senttdos  hab, 
li   r  e  para  la  vida  y  para  ser  un  miembro  útil  de  la  socedad  humana. 

Al  aceptar  la  matLidad,  Maria  aceptó  principalmente  las  acUv.dades 
„  trabajos  de  la  maternidad,  que  consideró  como  un  setvmo-  «He  aqut. 
dijo,  la  e»/«™  del  Señor»:  servicio  consagrado  a  la  gcneracon  y  forma- 
ciL  del  Hijo  que  Dios  le  confiaba,  a  la  preparación  y  habd.tac.on  de  est. 
Z  para  1  cumplimiemo  de  la  vocación  o  misión  a  que  D.os  le  des  . 
n  ba.  La  eficacia  y  necesidad  hipotética  de  este  servteto  en  orden  1  des^ 
arrollo  corpo:.!  o  fisiológico  del  Hijo  no  neces.ta  encarecm.ento:  lo  que 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


37 


acaso  no  parezca  tan  claro  es  que  María  real  y  verdaderamente  educó  a  su 
Hijo  y  contribuyó  al  desenvolvimiento  de  sus  facultades  psíquicas  y  a  la 
formación  moral  de  su  Corazón.  No  será,  pues,  inútil  declararlo  breve- 
mente. 

No  puede  negarse,  sin  incurrir  en  cierto  docetismo,  el  desenvolvimiento 
psicológico  de  Cristo  desde  el  punto  de  vista  intelectual  y  moral.  Sin  duda 
que  la  persona  de  Cristo,  única  y  divina,  poseía  la  infinita  sabiduría  y 
santidad  de  Dios;  y  aun  en  su  naturaleza  humana  poseía  la  plenitud  del 
Espíritu  Santo,  Espíritu  de  sabiduría  y  de  santidad.  Pero,  por  una  parte, 
la  naturaleza  divina  no  formaba  un  principio  único  y  natural  o  connatural 
de  operaciones  con  la  naturaleza  humana:  que  era  el  error  de  los  mono- 
fisitas;  y,  por  otra  parte,  la  ciencia  y  la  santidad  infusa,  por  lo  mismo 
que  eran  sobrenaturales,  tampoco  formaban  con  las  facultades  de  la  natu- 
raleza humana  un  principio  connatural  de  operaciones  psíquicas;  eran  ade- 
más de  orden  puramente  espiritual.  En  consecuencia,  la  inteligencia  huma- 
na y  la  voluntad  humana  de  Cristo,  en  cuanto  funcionaban  naturalmente 
en  conexión  con  la  imaginación  y  el  sentimiento,  se  desenvolvían  normal- 
mente como  en  los  demás  hombres.  Y  este  desenvolvimiento  natural,  sujeto 
o  materia  de  educación,  quiso  Dios  que  por  medio  de  la  educación  se  reali- 
zase; y  esta  educación  la  confió  a  María,  y  también  a  San  José.  Y  María 
se  consagró  a  esta  educación  con  amor  de  Madre,  teniendo  ante  los  ojos  la 
divina  misión  para  la  cual  se  preparaba  su  Hijo.  Es  inefablemente  dulce, 
y  verdadero,  considerar  que  el  Corazón  del  Redentor  se  formó  al  calor  del 
Corazón  de  María,  y  que  sus  planes  redentores  se  desarrollaron  bajo  el 
ihflujo  de  la  amorosa  educación  de  la  Madre.  Quiso  el  Hijo  recibir  de 
la  Madre  lo  que  sin  ella  hubiera  podido  adquirir. 


§  3.    Fuerza  asociativa  de  la  maternidad 

Padres  e  hijos  forman  la  familia:  sociedad  o  asociación  de  derecho 
natural,  la  primera  de  las  sociedades  y  base  de  todas  las  demás.  Es.  por 
tanto,  natural  la  asociación  entre  la  madre  y  el  hijo.  Además  de  las  recí- 
procas relaciones  morales  y  jurídicas,  antes  señaladas,  hay  entre  ellos  comu- 
nidad de  vida,  comunidad  de  intereses  y  trabajos,  comunidad  de  penas  y 
alegrías,  en  un  mismo  hogar,  bajo  una  misma  autoridad.  Y  los  lazos  de 
esta  asociación  se  estrechan,  cuando  la  familia  es  lo  que  debe,  con  la  unidad 
de  miras,  con  la  uniformidad  de  deseos,  con  la  reciprocidad  de  buenos 
servicios  continuamente  prestados  y  recibidos,  con  el  amor  de  familia.  Y 


38  M\RÍA,   MEDIADORA  UNIVERSAL 

el  hijo,  fruto  de  bendición  de  la  familia,  es  el  centro  hacia  el  cual  converge 
y  gravita  toda  la  vida  familiar.  De  ahí  la  devoción  especial  de  la  Santa 
Iglesia  hacia  la  Sagrada  Familia. 

En  esta  asociación  entre  madre  e  hijo  hay  que  señalar  un  aspecto  sin- 
gularmente interesante  para  nuestro  objeto,  cual  es  la  constante  cooperación 
o  colaboración  de  la  madre  con  el  hijo,  no  en  acciones  accesorias,  sino  en 
lo  que  es  más  esencial  a  la  maternidad,  como  es  la  crianza  y  la  educación. 
No  hay  que  imaginarse  que  a  las  actividades  maternas  responda  el  hijo  con 
mera  pasividad.  Al  ser  criado  y  educado,  el  hijo  despliega  naturalmente 
una  constante  actividad,  que  es,  consiguientemente,  una  constante  colabo- 
ración con  la  actividad  materna. 

Asociación  íntima  con  el  hijo,  colaboración  constante  con  el  hijo:  es  lo 
que  lleva  de  suyo  la  esencia  y  la  actuación  de  la  maternidad. 


Í5  4.    Maternidad  virginal 

Consideremos  lo  que  desde  nuestro  punto  de  vista  significa  la  virginidad 
de  María  como  Madre  de  Jesús. 

Por  la  virginidad  María.  Madre  sin  concurso  natural  de  padre  terreno, 
es  el  único  principio  natural  de  la  generación  humana  de  Jesús.  Por  la 
virginidad,  además,  María  concentra  y  como  agota  toda  su  fecundidad  ma 
terna  en  la  generación  de  un  solo  Hijo.  Consiguientemente,  por  la  virgi- 
nidad María  renuncia  al  derecho  de  engendrar  nuevos  hijos  y  a  la  espe- 
ranza de  una  numerosa  posteridad.  Y  todo  esto,  libre  y  generosamente 
aceptado  en  honor  y  en  obsequio  del  Hijo  Unigénito. 

Así  considerada,  la  virginidad  da  nuevo  realce  a  las  tres  propiedades 
de  la  maternidad  antes  enumeradas.  Sin  menoscabar  en  nada  los  derechos 
inherentes  a  la  misteriosa  paternidad  de  San  José,  que  es  de  otro  orden, 
no  puede  dudarse  que  todo  el  amor  de  los  padres  a  sus  hijos  se  concentra 
en  el  Corazón  de  la  Madre  y  converge  todo  entero  hacia  el  único  Hijo.  Y 
el  Hijo,  a  su  vez,  él  sólo  ha  de  pagar  a  la  Madre  todo  el  amor  que  ella 
pudiera  esperar  de  numerosos  hijos.  Y  de  igual  manera  se  acrecientan  e 
intensifican  los  derechos  de  la  Madre  Virgen  sobre  el  Hijo  Unigénito:  único 
fruto  de  su  fecundidad,  única  luz  de  sus  ojos,  único  sostén  de  su  soledad, 
único  solaz  de  su  Corazón,  única  vida  de  su  vida.  Y  al  mismo  paso,  por 
la  virginidad,  adquiere  nuevos  impulsos  la  actividad  maternal  de  María  en 
la  crianza  y  educación  del  Hijo  único,  y  se  estrecha  con  nuevos  lazos, 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


39 


doblemente  apretados,  la  asociación  y  la  recíproca  colaboración  entre  la 
Madre  y  el  Hijo. 

Otras  glorias  de  la  virginidad,  incomparablemente  más  excelsas,  halla- 
remos después,  al  considerarla  como  prerrequisito  de  la  divina  Maternidad 
y  como  elemento  esencial  de  la  Maternidad  soteriológica.  Mas  no  quere- 
mos terminar  este  punto  sin  una  pregunta,  que  otras  veces  tendremos  que 
formular  nuevamente:  ¿aun  prescindiendo  del  carácter  divino  y  soterio- 
lógico,  los  elementos  hasta  ahora  descubiertos  en  la  maternidad  justifican  el 
aserto  minimista  que  «la  maternidad  es  una  cooperación  sólo  física  y  remota 
a  la  obra  de  la  redención»? 


Art.'  2.    Maternidad  divina 

De  dos  maneras  puede  concebirse  la  divina  Maternidad:  estáticamente, 
como  dignidad,  y  dinámicamente,  como  principio  pción  o  actividad. 
Con  el  concepto  estático  guarda  cierta  proporción  la  nobleza  moral  de  la 
maternidad,  que  antes  hemos  señalado;  con  el  concepto  dinámico,  lo  que 
hemos  notado  sobre  la  índole  activa  de  la  maternidad;  con  ambos  conceptos 
a  la  vez,  lo  que  atañe  a  la  asociación  y  cooperación  a  ella  inherentes;  la 
virginidad,  por  fin,  es  un  prerrequisito  o  una  consecuencia  de  la  divina 
maternidad,  así  estática  como  dinámicamente  concebida.  Siguiendo,  para 
mayor  claridad,  este  mismo  orden,  nos  ceñiremos  exclusivamente  a  solos 
aquellos  puntos  o  aspectos  que  puedan  ilustrar  la  iliviiia  Maternidad  como 
primer  principio  de  la  Mariología. 


§  1.    Excelencia  de  la  divina  Maternidad 

Los  Santos  Padres  enaltecen  la  gloria  soberana  de  la  divina  Maternidad 
con  expresiones  como  ésta  de  San  Efrén:  María  «es  Virgen  y  es  Madre: 
¿y  qué  cosa  no  es?»  (Ed.  Lamy,  II,  520).  Textos  como  éste  pueden  reco- 
gerse a  manos  llenas:  los  que  suelen  reproducirse  en  los  tratados  de  Mario- 
logía no  son  sino  una  pequeña  parte.  Los  teólogos  suelen  expresar  esta 
dignidad  suprema  de  la  divina  Maternidad  con  tres  fórmulas,  que  se  han 
hecho  clásicas:  1)  que  es  una  dignidad  casi  infinita  o  en  cierto  modo  infi- 
nita; 2)  que  se  roza  con  los  confines  de  la  divinidad;  3)  que  perténece  al 
orden  hipostático.  y,  según  la  manera  más  exacta  y  probable  de  opinar. 


40 


>URÍA,  MEDIADOR!  ÜM\-ERSA1, 


pertenece  a  él.  no  extrínsecamente,  como  la  paternidad  de  San  José,  sino 
intrínsecamente. 

¡María,  Madre  de  Dios!  Todas  aquellas  relaciones  morales  y  jurídicas 
que  toda  maternidad  establece  entre  la  madre  y  el  hijo,  las  establece  la 
divina  Maternidad  entre  María  y  Dios.  Y  todos  aquellos  derechos  que  una 
madre  tiene  sobre  su  hijo,  esos  mismos,  en  cuanto  una  criatura  puede  tener 
derechos  sobre  su  Criador,  tiene  María  sobre  Dios.  Xi  es  de  temer  que 
Jesús,  el  manso  y  humilde  de  Corazón,  escatime  a  María  los  derechos  que 
el  hijo  más  rendido  reconoce  a  la  mejor  de  las  madres. 

Dos  propiedades  señaladamente  hay  que  considerar  en  la  divina  Mater- 
nidad, en  cuanto  es  principio  mariológico. 

Primeramente,  la  divina  Maternidad  es  no  solamente  la  raíz  o  el  título 
de  todas  las  grandezas  y  prerrogativas  de  María,  sino  también  la  medida 
de  todas  ellas.  '<Las  obras  de  Dios  son  perfectas»  v  harmónicas:  más. 
obras  tan  excelsas  como  la  divina  Maternidad.  Dejarlas  a  medio  hacer 
parece  indigno  de  la  sabiduría  y  de  la  bondad  de  Dios.  En  consecuencia, 
la  divina  Maternidad  debe  ir  acompañada  de  todas  aquellas  gracias  que  se 
requieren  para  su  perfecto  desempeño  o  ejercicio.  Y  la  medida  de  todas 
estas  gracias  es  la  misma  divina  Maternidad,  con  la  cual  deben  guardar 
exacta  proporción  o  harmonía.  A  la  dignidad  casi  infinita  de  la  Madre  de 
Dios  corresponden  gracias  casi  infinitas.  Todo  en  María  ha  de  estar  a 
la  altura  de  su  augusta  dignidad.  No  podemos  aún  determinar  si  María 
inter\'iene  activamente  en  la  obra  de  la  redención  humana,  pero  sí  podemos 
afirmar  que.  si  interv  iene,  ha  de  intervenir  como  corresponde  a  la  Madre 
de  Dios.    Lna  inter\ención  mezquina  no  podemos  admitirla. 

En  segundo  lugar,  la  divina  Maternidad  coloca  a  María  en  una  posición 
privilegiada  para  poder  mediar  entre  Dios  y  los  hombres.  Puesta  como 
en  medio  de  Dios  y  de  los  hombres,  unida  además  a  cada  uno  de  los  dos 
extremos,  parece  nacida  para  mediar  entre  ellos.  No  es  la  divina  Mater- 
nidad Mediación  formal  ío,  como  suele  decirse,  moral),  pero  sí  es  Media- 
ción inicial  o  virtual  ío.  como  se  dice,  ontológica'i. 

Do5  problemas  nos  salen  aquí  al  paso,  cuya  solución  negativa  no  com- 
promete la  acción  soteriológica  de  María,  pero  cuya  solución  positiva  le 
daría  sin  duda,  nuevo  relieve.  No  nos  es  posible  tratarlos  con  la  extensión 
que  se  merecen:  nos  habremos  de  contentar  con  desflorarlos. 

El  primer  problema  puede  formularse  así:  ¿la  gracia  de  la  divina  Ma- 
ternidad es  fruto  de  la  redención  o  bien  lógicamente  antecedente  a  ella? 
En  la  hipótesis  escotista-suarista  habrá  que  decir  que  es  anterior  lógica- 
mente a  la  redención.    En  la  hipótesis  tomista,  en  que  provisionalmente 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


41 


nos  hemos  colocado,  creemos  que  se  impone  una  distinción:  entre  la  Mater- 
nidad misma  y  la  elección  o  designación  de  María  para  Madre  de  Dios, 
En  el  segundo  sentido  parece  debe  admitirse  que  esta  elección  privilegiada 
es  una  gracia,  fruto  de  la  redención.  Pero  en  el  primer  sentido  la  divina 
Maternidad  no  es  precisamente  una  gracia,  sino  más  bien  un  elemento  de 
la  economía  de  la  redención;  más  aún,  en  el  mismo  sentido  es  lógicamente 
anterior  a  la  redención  concebida  como  realizada  o  consumada;  y  esto  no 
sólo  porque  la  encarnación  del  Redentor  — y  consiguientemente  la  genera- 
ción materna —  es  anterior  a  la  redención,  sino  principalmente,  como  luego 
veremos,  porque,  concebida  la  redención  en  función  del  principio  de  soli- 
daridad, esta  solidaridad  presupone  que  el  Redentor  ha  nacido  de  Madre 
humana.  En  otras  palabras,  la  redención,  como  acto  segundo,  es  lógica- 
mente posterior  al  Redentor  como  perfectamente  constituido  en  calidad  de 
tal:  por  otra  parte,  el  Redentor  no  queda  perfectamente  constituido, 
si  no  se  ha  hecho  solidario  con  la  naturaleza  y  con  el  pecado  de  Adán;  y 
esta  solidaridad  presupone  lógicamente  la  generación  humana  del  Redentor, 
y  consiguientemente  la  intervención  de  una  Madre  humana.  En  conclusión, 
que  si  es  una  gracia  para  María  el  haber  sido  elegida  graciosamente  para 
ser  Madre  de  Dios,  la  Maternidad  en  sí  misma  no  es  propiamente  una 
gracia,  sino  más  bien  una  dignidad,  que,  si  en  el  género  de  causa  final 
depende  de  la  redención,  no  se  deriva  empero  de  ella  en  el  género  de  causa 
eficiente  moral 


(')  Para  prevenir  dificultades  o  siniestras  interpretaciones  convendrá  declarar 
algo  más  y  razonar  lo  que  decimos  en  el  texto  sobre  la  divina  maternidad.  Si  en 
sentido  más  lato  la  divina  maternidad  puede  considerarse  como  una  gracia,  favor  o 
beneficio,  no  pertenece,  empero,  al  orden  o  esfera  de  las  gracias  propiamente  me- 
recidas  por  el  Redentor,  es  decir,  producidas  por  la  redención  en  el  género  de  causa 
eficiente  moral,  cuales  son  la  reconciliación  con  Dios,  la  justificación,  la  filiación 
divina  y  el  derecho  a  la  vida  eterna,  esto  es,  la  gracia  santificante  con  todas  las  otras 
gracias  y  dones  que  la  preparan,  acompeman,  adornan  o  siguen.  En  otros  términos, 
la  divina  maternidad  no  pertenece  al  orden  de  la  gracia  santificante,  sino  al  orden 
de  la  unión  hipostática.  Semejante  manera  de  concebir  la  divina  maternidad  es  un 
elemento  de  la  hipótesis  escotista  (aun  de  la  manera  original  y  genial  como  la  mo- 
difica Suárez)  sobre  el  motivo  primario  de  la  encamación.  Cae,  por  tanto,  dentro 
de  la  más  estricta  ortodoxia.  Por  lo  demás  no  atenta  en  lo  más  mínimo  a  los  méritos 
del  Redentor;  pues,  si  bien  no  es,  ni  puede  serlo  por  su  propia  naturaleza,  efecto 
del  acto  redentivo  en  el  género  de  causa  eficiente  moral,  depende,  empero,  de  él 
en  el  género  de  causa  final,  dado  que  está  ordenada  y  decretada  por  Dios  en  razón 
de  la  redención  y  en  atención  al  Redentor.  Siendo,  como  es,  una  gracia  en  sentido 
más  lato,  no  hay  inconveniente  en  que  sea  debida  a  los  méritos  igualmente  más 
latos  del  Redentor,  es  decir,  a  lo  que  se  merece  la  persona  del  Hijo  hecho  hombre. 
Otra  cosa  hay  que  decir  de  las  gracias  propiamente  dichas  que  preparan  o  acom- 
pañan la  divina  maternidad ;  las  cuales,  aunque  en  cierto  modo  reclamadas  por 
la  divina  maternidad,  no  se  concedieron  a  María  sino  en  virtud  de  los  méritos  del 
Redentor. 


42 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


El  segundo  problema,  desde  nuestro  purlto  de  vista,  tiene  estrecha  co- 
nexión con  el  anterior.  Se  pregunta:  ¿la  divina  Maternidad  es  princi- 
pio (^)  de  mérito?  Presuponemos  evidentemente  la  presencia  de  la  gracia 
santificante,  como  elemento  concomitante  o  condición  previa,  en  cuanto 
incluye  la  remoción  del  óbice  íel  pecado,  óbice  del  mérito);  pero  pregunta- 
mos: ¿independientemente  de  la  causalidad  meritoria  de  la  gracia  santi- 
ficante, o  prescindiendo  de  ella,  la  divina  Maternidad  es  por  sí  misma 
principio  de  mérito?  Parece  que  sí.  Y  la  razón  parece  clara.  La  divina 
Maternidad  pertenece  a  un  orden  sobrenatural  superior  al  orden  de  la 
gracia  santificante.  Luego,  si  ésta  puede  ser  principio  de  mérito,  mucho 
más  lo  puede  ser  la  divina  Maternidad.  No  parece  razonable  negar  al 
orden  supremo  de  la  unión  hipostática  la  capacidad  de  merecer,  que  posee 
el  orden  inferior  de  la  gracia  santificante.  Lo  mismo  se  convence  a  coru 
trariis.  La  pura  naturaleza  es  incapaz  de  mérito  sobrenatural  por  su  infe- 
rioridad respecto  del  orden  de  la  gracia  santificante.  Ahora  bien,  esa 
inferioridad  queda  superada  con  exceso  casi  infinito  por  el  orden  de  la 
unión  hipostática,  al  cual  pertenece  la  divina  Maternidad.  Otra  razón  más 
convincente  y,  a  nuestro  juicio,  decisiva:  los  méritos  de  Cristo  tienen  como 
principio,  no  sólo  o  principalmente  su  gracia  creada,  sino  su  dignidad 
personal  (-).  En  efecto,  los  méritos  de  Cristo  son  infinitos  en  todo  rigor. 
Ahora  bien,  semejante  infinidad  no  puede  derivarse  de  su  gracia  creada, 
que  no  es  simplemente  infinita,  sino  de  su  dignidad  personal,  que  lo  es. 
De  donde  dos  consecuencias:  primera:  luego  no  todo  mérito  se  deriva  dé, 
la  gracia  santificante,  sino  también  de  la  dignidad  de  la  persona;  segunda: 
luego,  si  la  filiación  divina  es  principio  de  mérito,  también  puede  serlo  la 
Maternidad  divina,  que  es  correlativa;  cuya  dignidad  casi  infinita  puede 
ser  principio  de  méritos  casi  infinitos.  Las  consecuencias  soteriológicas  de 
esta  capacidad  o  virtualidad  meritoria  de  la  divina  Maternidad  saltan  a 
la  vista.  Si  es  cierta,  como  parece,  sigúese  que  María  puede  aportar  al 
acto  de  la  redención  méritos,  cuyo  principio  no  se  deriva  propiamente  del 
acto  mismo  de  la  redención.  Luego  veremos  la  importancia  de  esta  con- 
secuencia. 


(')  Es  indiferente  para  nuestro  objeto  considerar  la  divina  maternidad  como 
principio  quod  o  como  principio  qiio,  con  tal  que  se  la  considere  como  verdadero 
principio  de  mérito.  Obligados  a  tantas,  y  frecuentemente  tan  sutiles,  distinciones, 
hemos  prescindido  deliberadamente  de  las  innecesarias  para  nuestro  objeto. 

(^)  No  es  nueva  la  doctrina  que  proponemos:  puede  verse  desarrollada,  con  la 
competencia  acostumbrada,  en  Suárez  De  mérito,  c.  14,  nn.  14-16. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


43 


§  2.    Actividad  de  la  divina  Maternidad 

La  Maternidad  de  María,  no  por  ser  divina,  pierde  ninguna  de  las 
numerosas  actividades  inherentes  a  la  misma  maternidad;  sólo  que  esta 
divinidad  enaltece  o  sube  de  punto  la  dignidad  y  el  valor  de  estas  activi- 
dades maternas.  Es,  por  tanto,  activa  y  divinamente  activa  la  divina  Ma- 
ternidad. 

Pero  prescindamos  un  momento  de  las  actividades  maternales  antes 
señaladas.  La  divina  Maternidad,  en  sí  misma  y  por  sí  misma,  precisa- 
mente en  cuanto  es  divina,  es  un  principio  de  actividad. 

En  general,  en  la  providencia  sobrenatural  de  Dios,  lo  mismo  que  en 
la  natural,  no  existe  ser  alguno,  oficio  o  dignidad  inerte  o  de  pura  osten- 
tación y  aparato.  Todo  ser  es  siempre  principio  de  actividad  o  de  acción: 
todo  ser  es  esencialmente  dinámico.  A  cada  ser  corresponde  su  propia 
actividad;  y  la  medida  de  la  actividad  es  la  medida  misma  del  ser.  A  tai 
ser  responde  tal  modo  de  obrar.  Por  esto  al  Ser  infinito  corresponde 
infinita  actividad.  La  inercia  o  inacción  de  un  ser  sería  la  ejecutoria  de 
su  inutilidad  y  desprestigio.  La  vida  deja  de  existir  en  el  momento  en  que 
pierde  su  actividad:  lo  mismo  la  vida  física  que  la  vida  moral  y  social. 
No  existe  ni  se  concibe  en  la  vida  humana  un  cargo  destinado  a  no  hacer 
nada.  En  consecuencia,  la  divina  Maternidad,  ser  excelso,  elemento  esen- 
cial de  la  economía  de  la  redención,  debe  poseer  actividades  o  dinamici- 
dades,  correspondientes  a  la  alteza  de  su  dignidad.  Para  Dios  aun  las 
flores,  que  parecen  destinadas  a  la  ostentación,  son  el  principio  de  !os 
frutos. 

Podemos  elevarnos  más  alto  aún,  a  las  encumbradas  esferas  de  la  Meta- 
física. El  sér  es  el  bien:  sér  más  perfecto,  bien  mayor.  Por  esto,  la 
divina  Maternidad,  que  en  el  orden  del  sér  esconde  su  cima  en  la  esfera 
tenebrosamente  luminosa  de  la  divinidad,  es  proporcionalmente  un  bien  casi 
infinito.  Y  el  bien  es  comunicativo,  es  difusivo  de  sí:  tanto  más  comuni- 
cativo, cuanto  mayor  bien.  La  divina  Maternidad,  por  tanto,  entraña 
en  sí,  una  propensión  o  inclinación  vehementísima  a  difundir  bondad,  a 
comunicar  sus  propios  bienes.  Y  por  ser  Maternidad,  mucho  más  todavía. 
La  Maternidad  es  bondad,  es  amor.  Si  la  bondad  y  el  amor  tienen 
las  manos  abiertas  y  rotas,  no  las  tendrá  encogidas  la  Maternidad 
divina. 

En  conclusión,  si  la  divina  Maternidad,  como  Maternidad  y  como  divina, 
lleva  consigo  la  potencia  y  la  voluntad  de  hacer  bien,  —  y  el  bien  de  los 


44  MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 

hombres  es  su  salud  eterna,  —  ¿será  maravilla  que  la  Madre  de  Dios  pueda 
intervenir,  quiera  intervenir,  en  la  obra  de  la  redención?  ;,Y  Dios,  que 
ha  suscitado  esta  potencia  y  espolea  esta  voluntad,  las  dejará  a  un  lado, 
inactivas,  en  la  gran  obra  de  la  salud  humana? 


§  3.    Fuerza  asociativa  de  la  Maternidad  divina 

La  asociación  y  la  cooperación,  inherentes  a  toda  maternidad,  entre  la 
madre  y  el  hijo,  subsisten  igualmente  en  la  divina  Maternidad.  En  virtud 
de  ella  la  Madre  divina  y  el  Hijo  divino  quedan  íntimamente  asociados  y 
combinan  en  una  acción  común  sus  propias  y  recíprocas  actividades.  Mas 
no  queda  agotada  con  esto  la  potencia  de  asociación  y  de  cooperación  de 
la  divina  Maternidad:  otras  asociaciones  y  cooperaciones  encierra,  más 
misteriosas,  con  el  Padre  celeste  y  con  el  Espíritu  Santo.-  Según  el  testi- 
monio de  la  Tradición,  María  es  a  la  vez,  bajo  distintos  respectos,  la  Esposa 
del  Padre  y  del  Espíritu  Santo. 

La  vida  divina  y  la  vida  humana  del  Hijo  de  Dios  hecho  hombre,  unidas 
inefablemente  en  una  personalidad  única,  dimanan,  por  verdadera  genera- 
ción, del  Padre  divino  y  de  la  Madre  humana.  María,  y  sola  ella,  puede 
decir  al  Hijo  de  Dios  aquellas  palabras  que  parecían  exclusivas  del  Padre 
celeste:  «Hijo  mío  eres  tú,  yo  te  he  engendrado».  El  Hijo  de  Dios  hecho 
hombre  es  el  fruto  común  de  la  generación  eterna  del  Padre  y  de  la  genera- 
ción temporal  de  la  Madre.  La  Maternidad  de  María,  asociada  a  la  pater- 
nidad de  Dios;  la  generación  de  la  Madre,  cooperadora,  por  así  decir,  de 
la  generación  del  Padre:  convergentes  ambas  en  la  producción  del  Fruto 
divino  y  humano.  Y.  en  el  lenguaje  humano,  la  Madre  es  la  Esposa  del 
Padre  O.     ¡Misteriosa  asociación  y  cooperación  de  María  con  Dios  Padre! 

O  Hay  que  tener  presente  esta  misteriosa  asociación  de  la  maternidad  de 
María  a  la  paternidad  de  Dios  para  explicar  convenientemente  el  delicado  problema 
de  los  derechos  maternos  de  María  sobre  su  divino  Hijo.  Si  se  considera  a  María 
por  lo  que  es  en  sí,  puramente  como  creatura,  y  a  Jesu-Cristo  simplemente  como 
Dios,  claro  está  que  María  no  puede  tener  estrictos  derechos  sobre  Jesu-Cristo. 
Pero  si,  por  una  parte,  se  considera  a  María  como  esposa  del  Padre  celestial  y  con- 
siguientemente como  participante  de  su  autoridad  paterna,  y,  por  otra  parte,  se 
considera  a  Jesu-Cristo  como  hombre,  sujeto,  como  tal,  a  su  Eterno  Padre,  tanto 
que  en  la  Escritura  es  apellidado  siervo  de  Dios,  entonces  se  acrecen  e  intensifican 
imponderablemente  los  derechos  de  la  Madre  sobre  el  Hijo.  No  es  necesario,  para 
lo  que  luego  diremos,  sostener  que  estos  derechos  sean  plenos  y  estrictos  en  todo  el 
rigor  de  la  palabra;  pero  sí  podemos  afirmar  que  no  son  ficticios  ni  insignificantes. 
Y  cuando  Benedicto  XV  nos  diga  que  María  «materna  in  Filium  iiira  pro  hominum 
salute  abdicavit»,  no  nos  será  lícito  atenuar  inconsideradamente  el  valor  de  las  pa- 
labras. 


LIBRO   1. — -PRINCIPIOS 


45 


Pero  en  la  generación  humana  del  Hijo  de  Dios  el  principio  fecundante, 
por  así  decir,  eficiente  e  inmediato,  es  la  virtud  del  Espíritu  Santo.  Esta 
acción  del  Espíritu  Santo,  apropiada,  no  propia,  al  completar,  como  causa 
eficiente,  la  fecundidad  maternal  de  María,  establece  entre  ellos  relaciones 
análogas  a  las  de  Esposo  y  Esposa.  ¡Nueva  asociación  y  cooperación,  no 
menos  misteriosa,  de  María  con  el  Espíritu  Santo ! 

Esta  triple  relación  de  María  con  las  divinas  Personas,  tan  íntimamente 
estrecha,  tan  poderosamente  activa,  permite  vislumbrar  toda  la  soberana 
excelsitud  de  la  Maternidad  divina,  que  comparte  la  Paternidad  de  Dios 
Padre,  que  asocia  su  actividad  a  la  acción  del  Espíritu  Santo,  para  engen- 
drar al  Hijo  de  Dios  hecho  hombre,  verdadero  Hijo  de  María.  Al  consi- 
derar esta  triple  relación,  ya  no  es  posible  dudar  que  la  divina  Maternidad 
pertenece  intrínsecamente  al  orden  supremo  de  la  unión  hipostática,  que 
es  una  dignidad  en  cierto  modo  infinita,  que  se  roza  con  los  confines  de  la 
divinidad,  con  las  enormes  consecuencias  que  de  todo  esto  se  derivan. 

§  4.    Virginidad  de  la  Maternidad  divina 

Hemos  visto  anteriormente  que  la  virginidad  de  María  es  un  coeficiente 
que  dignifica  su  maternidad,  intensifica  su  actividad  y  estrecha  su  fuerza 
de  asociación  y  cooperación.  Mas  no  queda  con  esto  agotada  la  importan- 
cia de  la  virginidad  de  María:  su  significación  es  mucho  más  profunda. 
Procuremos  ahondar  en  esta  profundidad. 

Es  sentencia  frecuente  en  los  Santos  Padres  que  «Madre  de  Dios  no 
pudo  ser  sino  Madre  Virgen,  ni  Madre  Virgen  pudo  ser  sino  Madre  de  Dios». 
Al  afirmar  tan  categóricamente  esta  doble  imposibilidad,  suponen  que  es 
tan  absoluta  la  ley  de  Dios  sobre  el  concurso  del  varón  en  la  generación 
humana,  que  sólo  es  posible  su  excepción  o  dispensación  en  el  caso  único 
de  la  generación  de  un  Hombre-Dios.    ¿Y  esto  por  qué? 

La  razón  que  más  ordinariamente  suele  darse  se  funda  en  la  conexión 
que  existe  actualmente,  después  del  pecado  original,  entre  la  generación  y 
la  concupiscencia ;  conexión  ésta,  que  parece  echar  una  sombra  de  conta- 
minación sobre  la  generación  misma.  Para  disipar,  pues,  esa  sombra  de 
contaminación  o  impureza,  era  necesario,  y  así  lo  quiso  Dios,  que  la  gene- 
ración humana  del  Hombre-Dios  fuera  virginal.  No  puede  negarse  lo  fun- 
dado de  semejante  razón,  con  tal  que  no  se  entienda  equivocadamente,  como 
si  la  generación  humana,  en  lo  que  tiene  de  natural,  fuera  intrínsecamente 
desordenada  o  impura:    desorden,  que  necesariamente  recaería  sobre  el 


46 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


mismo  Creador.  Pero  sin  llegar  a  creer  que  la  generación  humana  normal 
es  una  contaminación  o  un  desorden,  no  cabe  duda  que  la  generación  vir- 
ginal realiza  en  sí  un  ideal  de  espiritualidad  sobrehumana,  es  algo  inefable- 
mente exquisito  y  delicado,  diáfano  y  luminoso,  que  embelesa  y  levanta 
el  pobre  corazón  humano  por  encima  de  las  bajezas  de  la  carne.  Abnas 
ha  habido,  que,  miserablemente  extraviadas  en  la  fe  y  en  la  moral,  lograron 
conservar  en  su  espíritu  este  tipo  ideal  de  pureza,  esta  imagen  celeste  de  la 
Madre  Virgen,  gracias  a  la  cual  consiguieron  más  tarde  rehabilitarse. 
Convenía,  pues,  que  esta  aureola  de  luz  virginal  circundase  la  generación 
del  Hombre-Dios. 

Pero  al  lado  de  esta  razón  ética  existe  otra,  más  poderosa,  de  orden 
teológico.  El  Hijo  de  Dios,  al  hacerse  Hijo  del  hombre,  necesitaba  una 
Madre,  que  no  tenía,  pero  no  un  Padre,  que  ya  tenía  en  los  cielos.  La 
Maternidad  de  la  Madre  terrena  se  asociaba  como  connaturalmente  con  la 
Paternidad  del  Padre  celeste,  y  en  cierta  manera  la  completaba.  Pero 
la  intromisión  de  un  nuevo  padre  terreno  introducía  la  incoherencia,  por 
no  decir  el  absurdo,  de  que  un  Hijo  único  tuviera  dos  padres.  Por  esto 
a  la  generación  humana  del  Hombre-Dios  debía  ser  completamente  ajeno 
el  varón:  por  esto,  en  consecuencia,  esta  generación  debía  ser  virginal. 
La  inefable  paternidad  de  San  José  no  era  paternidad,  por  así  decir,  rival 
de  la  del  Padre  celeste:  era  su  sombra,  su  representación  visible,  que  prote- 
giese el  honor  de  la  Madre  Virgen  y  del  Hijo  divino. 

Entre  estas  dos  razones  de  la  virginidad  media  una  diferencia  algo  sutil, 
que  pudiera  expresarse  con  una  inversión  de  los  términos,  que  no  es  un 
puro  juego  de  palabras.  Por  la  razón  ética  hay  que  decir  que  la  Mater- 
nidad es  virginal:  por  la  teológica,  en  cambio,  que  la  virginidad  es  mater- 
nal. En  la  primera  expresión  la  virginidad  es  una  cualidad  o  propiedad 
advacente  a  la  Maternidad:  en  la  segunda  es  su  base  misma  sustantiva. 
La  razón  ética  es  en  cierta  manera  extrínseca  a  la  Maternidad;  la  teológica 
es  intrínseca  y  esencial. 


Art.  3.    Maternidad  soteriológica 

María  es  la  Madre  del  Redentor,  no  simplemente,  por  mera  concomitan- 
cia, del  que  después  será  el  Redentor,  sino  Madre  formal  y  reduplicativa- 
mente  del  Redentor  en  cuanto  tal.  Y  lo  es  por  muchos  títulos.  Por  razón 
del  Hijo:  que  es  concebido  y  nace  Redentor  y  para  ser  Redentor  y  que 
va  en  el  instante  mismo  de  su  concepción  inicia  la  obra  de  la  redención. 


LIBRO  I.  ^ — PRINCIPIOS 


47 


Por  razón  de  la  misma  Maternidad:  que.  como  elemento  esencial  de  la 
economía  de  la  redención,  está  destinada  y  ordenada  por  Dios  a  la  reden- 
ción, y  como  tal  es  aceptada  por  María.  Con  toda  propiedad,  pues,  la 
Maternidad  de  María  puede  llamarse  soteriológica.  Y  también  lo  es  su 
virginidad.  Estudiaremos  este  carácter  soteriológico  de  la  Maternidad  y 
de  la  virginidad  de  María  por  el  mismo  orden  seguido  anteriormente. 

§  1.    Dignidad  de  la  Maternidad  soteriológica 

Suelen  distinguir  los  teólogos  tres  órdenes:  el  de  naturaleza,  el  de 
gracia  y  el  de  la  unión  hipostática.  Al  lado  de  éstos  ;no  podría  señalarse 
también  el  orden  soteriológico  o  de  la  redención?  Podrá  discutii-se  si  es 
homogéneo  o  heterogéneo  respecto  de  los  tres  anteriores;  si  se  reduce  al 
de  la  gracia  o  al  de  la  unión  hipostática,  o  es  intermedio  entre  ellos,  o  una 
combinación  de  los  dos;  pero  de  su  existencia  no  parece  pueda  dudarse. 
La  economía  de  la  redención  constituye  un  orden  de  realidades,  que  se 
merece  consideración  aparte.  Distinguiendo,  como  debe  distinguirse,  la 
redención  misma  de  lo  que  es  su  aplicación  o  sus  frutos,  los  elementos 
constitutivos,  activos  y  personales,  del  orden  de  la  redención  serían  Dios, 
como  agente  supremo,  Jesu-Cristo  y  María  como  agentes  inmediatos.  Si 
así  es,  como  parece,  la  Maternidad  soteriológica  constituye  una  dignidad 
análoga  a  la  Maternidad  divina. 

Notemos,  para  prevenir  malas  inteligencias,  que  la  Maternidad  sote- 
riológica, como  elemento  esencial  del  orden  soteriológico.  no  prejuzga  el 
problema  de  la  Corredención  en  el  sentido  estricto  en  que  suele  discutirse. 
Sin  ser  propiamente  Corredentora,  podría  María  pertenecer  al  orden  sote- 
riológico, como  pertenece  al  orden  hipostático.  De  todos  modos,  el  carácter 
soteriológico  de  la  Maternidad  de  María  no  depende  de  la  hipótesis  del  or- 
den soteriológico.    Lo  cierto  no  depende  de  lo  probable. 

§  2.    Actividad  soteriológica  de  la  Maternidad 

En  pocas  palabras  podemos  decir  que,  si,  por  una  parte,  la  maternidad 
lleva  consigo  múltiples  y  variadas  actividades,  y  si,  por  otra,  la  Maternidad 
de  María  es  propiamente  soteriológica,  consiguientemente  todas  las  activi- 
dades maternales  de  María  se  convierten,  por  el  mismo  caso,  en  actividades 
soteriológicas,  es  decir,  ordenadas  a  la  redención  humana.  Soteriológica 


48 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


es,  no  sólo  la  concepción  y  parto  del  Redentor,  sino  también  su  crianza  y 
educación  por  parte  de  María.  Si  el  ejercicio  de  semejantes  actividades 
es,  o  no,  verdadera  Corredención,  después  se  habrá  de  discutir.  Ahora 
estamos  en  el  terreno  de  los  principios,  en  el  cual  la  verdad  de  esas  activi- 
dades maternales  y  soteriológicas  es  indiscutible.  Toda  su  vida  de  Madre, 
que  era  toda  su  vida,  vida  de  incesante  y  amorosa  actividad,  la  tenía  consa- 
grada María  exclusivamente  al  Redentor  y  a  la  redención.  Esta  era  su 
misión  divina,  y  ésta  era  su  voluntad. 


§  3.    Asociación  y  cooperación  soteriológicas  de  la  Maternidad 

Supuesta  la  índole  soteriológica  de  la  Maternidad  en  María,  sigúese 
igualmente  que  la  asociación  y  cooperación  con  su  Hijo,  con  el  Padre 
celeste  y  con  el  Espíritu  Santo,  como  derivaciones  que  son  o  funciones  de 
la  Maternidad,  son  también  soteriológicas.  Pero  ¿en  qué  grado?  ¿de  qué 
modo?  Esto  es  lo  que  ahora  nos  toca  determinar  con  toda  precisión,  para 
no  confundir  los  principios  con  las  conclusiones,  o  no  prejuzgar  las  con- 
clusiones con  el  modo  de  exponer  los  principios.  Más  concretamente:  ¿en 
esta  asociación  tenemos  ya  el  llamado  principio  de  asociación?  ¿en  esta 
cooperación  tenemos  ya  la  Corredención  formal?  De  ninguna  manera. 
Sólo  tenemos  el  movimiento  inicial  y  las  directrices,  que  necesitan  un  nuevo 
impulso  venido  de  fuera,  para  llegar  al  principio  de  asociación  y  a  la  Corre- 
dención. Mas  no  es  poco  eso  que  tenemos,  sobre  todo  por  una  razón  im- 
portantísima. Los  nuevos  impulsos,  si  bien  venidos  de  fuera,  no  serán  algo 
incoherente  o  disonante,  que  rompa  la  harmonía  y  destruya  la  unidad; 
sino  que,  al  seguir  las  directrices  y  secundar  el  movimiento  iniciado  por  la 
Maternidad,  se  desenvolverán  en  el  mismo  sentido,  sin  salirse  de  la  línea 
de  la  Maternidad.  O  bien,  cambiando  la  imagen,  los  nuevos  principios  fe- 
cundantes, como  injertándose  en  los  puntos  vitales  de  la  Maternidad,  podrán 
dar  como  fruto  una  asociación  maternal  y  una  Corredención  maternal. 
De  esta  manera  la  Maternidad  soteriológica  será  el  primer  germen  vital, 
que,  completado  con  nuevas  fecundaciones,  producirá  el  árbol  de  la  Sote- 
riología  Mariana,  harmónico  a  la  vez  y  consistente  en  virtud  de  su  unidad. 
En  suma,  la  Maternidad  soteriológica,  sola,  ni  lo  es  todo,  ni  lo  da  todo; 
pero  sí  lo  anuncia  todo  y  lo  inicia  todo.  No  es  formalmente  el  principio 
de  asociación,  pero  lo  entraña  virtualmente.  Y  en  esto  está  su  importancia 
mariológica. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


49 


§  4.    Virginidad  soteriológica 

La  virginidad  maternal  es  un  nuevo  título  del  carácter  soteriológico 
de  la  Maternidad  de  María.  En  las  profecías  mesiánicas  del  Antiguo  Tes- 
tamento la  Madre  del  Mesías  se  anuncia  como  Madre  Virgen,  y  esta  virgi- 
nidad fecunda  se  da  como  señal  y  garantía  divina  del  advenimiento  del 
Mesías.  Así  considerada,  la  virginidad  maternal  se  convierte  en  un  ele- 
mento de  singular  importancia  en  el  cumplimiento  de  las  profecías  mesiá- 
nicas. que  no  es  otra  cosa  que  la  economía  divina  de  la  salud  humana. 
Con  ello,  la  significación  soteriológica  de  la  virginidad  refuerza  notable- 
mente el  carácter  soteriológico  de  la  Maternidad  de  María.  Por  otra  parte, 
la  virginidad,  tan  difícil  de  suyo  y  trabajosa,  al  ser  libremente  elegida  por 
María,  viene  a  ser  una  aportación  suya  personal  a  la  ejecución  de  los  desig- 
nios redentores  de  Dios. 

Conclusión:  Valor  del  principio  de  t.a  d'vtxa  AIvTT:rí\TDAD.  Para 
concluir  este  punto  hemos  de  examinar  brevemente  el  valor  demostrativo  o, 
si  se  quiere,  el  dinamismo  dialéctico,  del  principio  de  la  Maternidad  divina 
y  soteriológica,  hasta  ahora  declarado.  Lo  examinaremos  en  un  punto 
concreto:  en  la  conexión  de  la  divina  Maternidad  con  la  Concepción  Inma- 
culada de  María.  Puede  formularse  esta  conexión  con  el  siguiente  enti- 
mema:  «María  es  Madre  de  Dios:  luego  fué  concebida  sin  pecado  ori- 
ginal». Muchos  teólogos,  aun  reforzándolo  con  fl  llamado  principio  de 
conveniencia  o  congruencia,  sólo  le  conceden  un  valor  probable.  En  cam- 
bio los  Santos  Padres  y  el  Magisterio  eclesiástico  afirman  que  Dios  preservó 
a  María  del  pecado  original  en  atención  a  la  Maternidad  divina  a  que 
estaba  destinada:  con  lo  cual  se  afirma  que  para  Dios  la  Maternidad  divina 
fué  motivo  suficiente  y  válido  y,  de  hecho,  eficaz  para  preservar  del  pecado 
original  a  la  que  había  de  ser  le  Madre  de  Dios.  ¿De  dónde  esta  dispa- 
ridad en  la  apreciación  de  la  conexión  entre  la  divina  Maternidad  y  la 
Concepción  Inmaculada?  La  razón  de  semejante  disparidad  creemos  poder 
hallarla  en  la  diferente  manera  de  concebir  o  enfocar  la  Maternidad  divina. 
Muchos  teólogos,  propensos  a  la  abstracción,  han  considerado  y  consideran 
la  divina  Maternidad  esquemáticamente,  como  pura  generación  del  Hombre- 
Dios:  contentos  con  mirar  las  líneas  periféricas,  pierden  de  vista  el  conte- 
nido. Los  Padres,  en  cambio,  con  una  visión  más  plena  y  real  han  abar- 
cado todo  el  riquísimo  contenido  teológico  de  la  divina  Maternidad,  más 
o  menos  como  lo  hemos  expuesto  anteriormente.    De  ahí  la  diferencia  en 

4 


MARÍA,  MKDIADORA  UNIVERSAL 


SU  apreciación.  Realmente,  si  en  la  divina  Maternidad  nos  detenemos  sola- 
mente en  su  concepto  abstracto  y  esquemático  de  la  generación  física,  difí- 
cilmente descubriremos  en  él  su  conexión  necesaria  con  la  Inmaculada  Con- 
cepción; mas  si  consideramos  atentamente  toda  su  plenitud,  todos  sus  as- 
pectos y  relaciones,  la  cosa  varía  sustancialmente.  No  pretendemos  precisa- 
mente afirmar  que  la  divina  Maternidad  suministra  un  argumento  apodíctico 
a  favor  de  la  Concepción  Inmaculada:  sólo  hemos  querido  notar  que  no  es 
ío  mismo  considerarla  en  sus  líneas  esquemáticas  que  en  su  plenitud  vi- 
viente. Tengamos  presente  que  en  el  esqueleto  humano  no  se  descubren 
todas  las  actividades  del  organismo  humano.  Y,  volviendo  a  nuestro  punto 
de  vista,  preguntamos  de  nuevo:  ¿la  divina  Maternidad,  cual  la  hemos 
considerado,  es  una  cooperación  puramente  física  y  remota  a  la  obra  de¡ 
la  redención  objetiva?  ¿Es  una  propiedad  o  actividad  puramente  física, 
totalmente  desprovista  de  significación  moral,  la  Maternidad  divina? 


Capítulo  II 
EL  PRINCIPIO  DE  SOLIDARIDAD 

El  principio  de  la  solidaridad  de  Cristo  con  los  hombres  v  de  los  hom- 
bres con  Cristo,  una  de  las  concepciones  más  geniales  de  San  Pablo,  o, 
mejor,  una  de  las  revelaciones  más  grandiosas  recibidas  de  Dios,  alcanza 
profundidades  de  abismo.  Imposible  exponerlo  aquí  con  la  amplitud  que 
se  merece,  ni  siquiera  en  sus  líneas  fundamentales.  Nos  habremos  de  limi- 
tar a  indicar  someramente  lo  más  indispensable  para  nuestro  objeto.  Dos 
puntos  nos  toca  declarar:  1)  el  principio  mismo;  2)  su  repercusión  en 
María,  o  la  parte  que  María  tuvo  en  el  principio  de  la  solidaridad. 

Art.  1.    Declaración  del  principio 

Bajo  tres  aspectos  principalmente  expresa  San  Pablo  el  principio  de  la 
solidaridad:  1)  en  función  del  Nuevo  Adán;  2)  en  función  de  la  posteridad 
de  Abrahán;  3)  en  función  del  Cristo  místico. 


Licito  I.  —  PK'.NCinOS 


51 


§  1.    Solidaridad  del  Nuevo  Adán  con  la  humanidad 

La  solidaridad  de  Cristo  con  la  humanidad  responde  paralela  y  antitéti- 
camente a  la  de  Adán  con  toda  su  posteridad.  ¿En  qué  consistía  sustan- 
cialmente  la  solidaridad  de  Adán  con  toda  su  posteridad?  Y  ¿por  qué  a 
ella  había  de  responder  la  solidaridad  de  Cristo  con  toda  la  raza  de  Adán? 

La  solidaridad  de  Adán  con  toda  su  descendencia  tenía  una  base  física 
o  fisiológica:  su  paternidad  original  respecto  de  todos  los  hombres;  pero 
era  principalmente  de  orden  moral  y  jurídico.  Dios  había  constituido  a 
Adán  cabeza  moral  y  representante  de  todos  los  hombres,  con  una  repre- 
sentación tan  plena  y  absorbente,  que  la  voluntad  de  todos  ellos  quedaba 
ligada  a  la  voluntad  de  Adán;  de  tal  manera,  que,  pecando  Adán,  todos  los 
hombres  eran  considerados  reos  del  mismo  pecado.  Es  esto  un  misterio, 
pero  es  una  realidad.  Fuera  del  caso  de  Adán,  entre  los  hombres  el  pecado 
del  padre  podrá  acarrear  la  desgracia  de  los  hijos,  pero  jamás  constituirá 
a  éstos  reos  del  mismo  pecado.  En  Adán,  en  cambio,  el  pecado  del  padre 
es  también  pecado  de  los  hijos.  San  Pablo  lo  afirma  terminantemente: 
"Por  el  delito  de  uno  recae  sobre  todos  los  hombres  la  condenación... 
Pues...  por  la  desobediencia  de  un  solo  hombre  fueron  constituidos  peca- 
dores los  que  eran  muchos»  (Rom.  5,  18-19). 

¿Por  qué  a  esta  solidaridad  de  Adán  había  de  responder  la  solidaridad 
de  Cristo  con  los  hombres  y  con  su  pecado?  La  razón  fundamental  de  este 
nuevo  misterio  hay  que  buscarla  en  el  decreto  divino  de  la  redención. 
Dios  quiso  que  el  pecado  de  Adán  se  reparase  por  vía  de  estricta  y  rigorosa 
justicia.  Y  la  justicia  vindicativa  exige  que  la  pena  del  pecado  recaiga 
sobre  el  mismo  que  ha  contraído  el  reato  de  la  culpa.  Castigar  a  uno  por 
el  delito  de  otro,  lejos  de  reparar  el  orden  violado  de  la  justicia,  sería 
violarlo  de  nuevo  con  otra  injusticia.  Si,  pues,  Cristo  había  de  reparar 
el  pecado  por  vía  de  justicia,  era  necesario  que  tomase  sobre  sí  el  pecado 
del  mundo,  que  verdaderamente  asumiese  su  responsabilidad.  Pero  ¿era 
esto  posible?  ¿No  es  el  pecado  enteramente  personal  e  intransferible? 
Ciertamente  el  pecado  de  uno  no  puede  transferirse  a  otro,  si  este  otro  nd 
deja  de  serlo,  para  hacerse  ww  con  el  mismo  que  lo  cometió,  identificán- 
dose moral  y  jurídicamente  con  él.  Y  esto  hizo  Cristo:  se  hizo  uno  con 
la  raza  pecadora  de  Adán,  y  tan  uno,  que  él  y  ellos  fuesen  con  verdad 
considerados  como  una  sola  persona  moral.  Toda  la  humanidad  fué  trans- 
fundida y  concentrada  en  Cristo,  constituido  con  ello  representante  de  toda 
la  humanidad.    Precedió  la  transferencia  de  la  personalidad  moral,  para 


52 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


que  fuese  posible  la  transferencia  del  pecado;  precedió  la  comunión  o 
solidaridad  de  naturaleza,  para  que  la  comunión  o  solidaridad  de  pecado 
no  fuese  imposible  (^). 

Hay  que  notar  aquí  una  cosa  de  capital  importancia,  principalmente 
desde  nuestro  punto  de  vista;  y  es  que  Cristo  entró  en  comunión  con  la 
raza  de  Adán  y  se  apropió  su  pecado,  cuando,  al  hacerse  hombre,  quedó 
incorporado  y  como  injertado  en  la  humanidad,  es  decir,  en  el  momento 
mismo  de  su  encarnación.  Esto  insinúa  claramente  San  Pablo,  al  decir 
que  Dios  envió  «a  su  propio  Hijo  en  semejanza  de  carne  de  pecado» 
(Rom.  8,  3),  «hecho  o  formado  de  Mujer»  (Gal.  4,  4).  Al  encarnarse  fué, 
cuando  «fué  hecho  Mujer»  y  cuando  tomó  «semejanza  de  carne  de  pecado». 
Las  consecuencias  de  este  aspecto  de  la  encarnación  no  tardarán  en  apa- 
recer. 

§  2.    La  posteridad  de  Abrahán  concentrada  en  Cristo 

La  concentración  de  la  posteridad  de  Abrahán  en  Cristo  es  un  nuevo 
lazo  y  un  nuevo  aspecto  de  la  solidaridad. 

La  posición  o  relación  de  Cristo  en  orden  a  Abrahán  es  totalmente 
distinta  de  su  posición  o  relación  frente  a  Adán.  Con  relación  a  Adán 
Cristo  no  se  presenta  precisamente  como  hijo  de  Adán,  sino  como  un  Nuevo 
Adán,  que  sustituye  o  suplanta  al  antiguo.  En  cambio,  con  relación  a 
Abrahán  Cristo  no  es  un  nuevo  Abrahán,  sino  precisamente  el  hijo,  la  pos- 
teridad, o,  según  San  Pablo,  el  Hijo  singular,  en  quien  se  cifra,  compendia 
y  resume  toda  la  posteridad  del  gran  patriarca.  Es  interesante  seguir  el 
raciocinio  del  Apóstol.  Escribe  a  los  Gálatas:  «A  Abrahán  le  fueron  he- 
chas las  promesas,  y  en  él  a  su  Descendencia».  A  este  hecho  consignado 
en  el  Génesis  ¿qué  significación  le  da  el  Apóstol?    Reparando  en  un  por- 

(')  Aleccionados  por  la  experiencia,  prevemos  que  a  más  de  un  lector  parecerá 
extraña  y  dura  esta  transferencia  de  nuestros  pecados  al  Redentor.  Pero  si  así 
lo  enseña  San  Pablo  con  expresiones  fulgurantes,  y  si  así  lo  ha  entendido  la  tra- 
dición cristiana,  y  así  lo  exige  la  explicación  teológica  del  misterio  de  la  redención, 
no  queda  otro  remedio  sino  admitirla,  y,  dando  de  mano  a  vanas  imaginaciones,  re- 
conocer y  agradecer  en  ella  la  más  estupenda  corazonada  de  nuestro  santísimo  Re- 
dentor, que,  sin  contaminarse  personalmente  en  lo  más  mínimo,  halló  modo  de  tomar 
sobre  sí  nuestros  pecados  y  presentarse  ante  la  divina  justicia  como  responsable  de 
ellos.  En  nada  brilla  y  campea  más  espléndidamente  el  insondable  amor  del  Cora- 
zón de  Jesu-Cristo  hacia  los  hombres;  más  aún,  en  nada  se  muestra  más  divina  la 
gloria  del  Redentor,  que  en  la  inefable  dignación  de  apropiarse  nuestros  pecados 
para  deshacerlos  con  la  potencia  de  su  cantidad.  Y  lo  que  decimos  del  Redentor, 
se  ha  de  decir  proporcionalmente  de  la  Corredentora,  sobre  la  cual  tambi'ii,  a  pesar 
de  8u  personal  inocencia  jamás  contaminada,  recayeron  a  su  modo  los  pecados  del 
mnndo. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


53 


menor  pamalicai.  prosif-ue:  «No  dice:  Y  a  ¡as  Descendencias,  como  ha- 
blándose de  muchos  (o  en  plural)),  sino  de  uno  solo  (en  singular):  Y  a  tu 
Descendencia,  la  cual  es  Cristo»  (Gal.  3,  16).  Cristo  es  aquí,  sin  duda, 
la  persona  del  Salvador;  mas  no  exclusivamente,  sino  en  cuanto  además 
concentra  en  sí  y  representa  toda  la  posteridad  de  Abrahán.  Así  lo  per- 
suaden, no  sólo  el  primitivo  sentido  literal  del  Génesis,  sino  principalmente 
las  conclusiones  que  a  continuación  saca  el  mismo  Apóstol.  Trata  el 
Apóstol  de  refutar  la  pretensión  de  los  judaizantes,  que  se  obstinaban  en 
someter  los  gentiles  a  la  circuncisión  como  medio  único  y  necesario  para 
poder  ser  hijos  de  Abrahán,  es  decir,  para  ser  contados  en  su  posteridad 
V  ser  herederos  de  las  bendiciones  divinas  a  ella  prometidas.  Contra  seme- 
jante pretensión  escribe  San  Pablo:  «Todos  vosotros  sois  uno  en  Cristo 
Jesús.  Y  si  vosotros  sois  de  Cristo,  sois  por  tanto  descendencia  de  Abrahán, 
herederos  conforme  a  la  promesa»  (Gal.  3,  28-29).  Quiere  decir:  verdad 
es  que  para  .ser  herederos  de  las  bendiciones  prometidas  a  Abrahán,  hay 
que  entrar  a  formar  parte  de  su  posteridad;  mas  el  medio  para  ello  no  es 
la  circuncisión,  sino  la  fe.  Por  la  fe,  es  decir,  por  el  Evangelio  creído  y 
aceptado  íntegramente,  es  el  hombre  incorporado  a  Cristo,  místicamente 
identificado  con  Cristo;  y,  pues  Cristo  cifra  y  concentra  en  sí  toda  la  pos- 
teridad de  Abrahán,  el  ser  incorporado  a  Cristo  es,  por  el  mismo  caso, 
entrar  a  formar  parte  de  la  posteridad  del  gran  patriarca,  padre  de  todos 
los  creyentes,  y  ser  constituidos  herederos  de  las  bendiciones  prometidas 
a  su  posterioridad. 

Notemos  algunas  modalidades  de  esta  solidaridad,  muy  diferente  de  la 
anterior.  La  solidaridad  en  el  Nuevo  Adán  presenta  dos  fases:  una  de 
pecado,  anterior  a  la  redención,  otra  de  justicia,  posterior  a  la  redención. 
Así  lo  enseña  San  Pablo:  «Al  que  no  conoció  pecado,  [Dios]  por  nosotros 
le  hizo  pecado,  a  fin  de  que  nosotros  viniésemos  a  ser  justicia  de  Dios  en 
él»  (2  Cor.  5,  21).  En  la  primera  fase  nosotros  transferimos  o  comuni- 
camos a  Cristo  nuestro  pecado;  en  la  segunda  Cristo  nos  transfiere  o 
comunica  su  justicia  a  nosotros.  En  cambio,  la  solidaridad  en  la  Descen- 
dencia de  Abrahán  representa  más  bien  una  tercera  fase,  posterior  a  la 
redención,  en  la  cual  la  justicia  de  Cristo  se  nos  comunica  mediante  la  fe. 
En  la  segunda  fase  la  solidaridad  y  la  consiguiente  justificación  es  virtual 
y  general;  en  la  tercera,  en  cambio,  es  formal  o  actual  y  particular  o  indi- 
vidual. Tenemos,  pues,  no  dos  solidaridades  distintas,  sino  dos  títulos 
diferentes  de  una  misma  solidaridad,  que  presenta  tres  fases  progresivas: 
la  primera  previa  a  la  redención,  la  segunda  en  el  acto  mismo  de  la  reden- 
ción, la  tercera  posterior  a  la  redención  ya  consumada.    La  primera  es 


54 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


como  la  prehistoria  de  la  redención,  la  segunda  es  la  redención  misma,  la 
tercera  su  aplicación.  Conviene  no  olvidar  estas  tres  fases  de  la  solidari- 
dad, cuando  se  trate  de  la  acción  soteriológica  de  María. 

Notemos  además  cuán  plena,  total  y  absorbente  supone  el  Apóstol  la 
solidaridad  de  los  creyentes  en  la  posteridad  de  Abrahán.  Es  tal,  que  en 
virtud  de  ella  los .  creyentes  adquieren  la  participación  o  comunicación 
de  la  filiación  de  Cristo,  así  de  la  filiación  de  Abrahán  como  de  la  filiación 
de  Dios.  «Todos  sois  hijos  de  Dios,  dice  en  el  mismo  pasaje,  por  la  fe, 
en  Cristo»  (Gal.  3,  261  ¿No  será  igualmente  esta  solidaridad  título  de 
filiación  respecto  de  María?  No  es  hora  todavía  de  responder  a  esta  pre- 
gunta; pero  no  será  inútil  haberla  formulado  ya  desde  ahora.  Recojamos 
esta  sugerencia,  para  aquilatarla  a  su  tiempo. 


§  3.    Solidaridad  del  Cristo  místico 

La  solidaridad  de  los  hombres  en  Cristo,  considerada  en  función  del 
Nuevo  Adán  o  de  la  posteridad  de  Abrahán.  está  envuelta  y  como  apri- 
sionada en  hechos  históricos:  despojada  de  esa  envoltura,  desatada  de  esas 
prisiones,  alza  libremente  el  vuelo  hacia  la  «alma  región  luciente»  de  las 
ideas  puras,  donde  se  transforma  en  la  luminosa  concepción  del  Cristo 
místico     La  Iglesia,  la  humanidad  entera,  la  universalidad  de  los  seres 
reducida  a  la  unidad,  concentrada,  «recapitulada  en  Cristo  Jesús»;  Cristo, 
Cabeza  soberana  de  todo  cuanto  existe,  centro  hacia  el  cual  todo  gravita 
V  en  el  cual  todo  converge,  principio  de  harmonía  y  consistencia  del  una- 
verso;  «omnia  et  in  ómnibus  Christus»:  Cristo,  que  está  en  todos;  Cristo, 
que  lo  llena  todo;  Cristo,  que  de  un  modo  inefable  lo  es  todo  en  todos: 
con  estas  y  semejantes  expresiones  balbucea  el  Apóstol  el  gran  «Misterio 
de  Dios  Cristo»  (Col.  2.  2\  el  insoldable  misterio  del  Cristo  místico:  luces 
de  relámpago,  que  más  deslumhran  que  iluminan;  suficientes  empero  ahora 
para  vislumbrar  toda  «la  anchura  y  longitud  y  profundidad  y  alteza»  del 
Ln  Misterio.    Descendiendo  de  esas  eternas  cumbres  de  luz  increada, 
recojamos,  prosaicamente,  algunos  rasgos  del  Misterio  más  interesantes 

para  nuestro  objeto.  ,    . ,  ,  • '  j 

La  sustancia  del  Cristo  místico,  de  la  solidaridad  o  comunión  de  los 
hombres  «en  Cristo  Jesús»,  puede  expresarse  con  esta  fórmula  esquemática: 
«todos  en  uno»,  es  decir,  «la  universalidad  concentrada  en  la  unidad». 
Pero  esta  unidad  reviste  dos  formas  diferentes,  progresivas  o  graduadas: 
la  de  arción  y  la  de  identidad.    Para  entender  de  raíz  esta  doble  foi-ma  de 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


55 


la  unidad,  recordemos  que  el  Apóstol  expresa  la  misteriosa  realidad  del 
Cristo  místico  bajo  la  imagen  principalmente  del  organismo  humano,  con- 
forme a  la  cual  Cristo  es  unas  veces  la  Cabeza,  otras  veces  es  todo  el  orga- 
nismo. Unas  veces  el  nombre  de  Cristo  queda  reservado  a  la  Cabeza,  al 
Cristo  personal:  entonces  los  hombres  son  miembros  de  Cristo  o  de  su 
cuerpo  místico,  pero  no  son  todavía  el  mismo  Cristo:  son  «de  Cristo»-, 
pero  no  son  Cristo.  Es  el  primer  grado  de  la  unidad:  la  simple  unión  de. 
lo  que  todavía,  aunque  unido,  permanece  distinto.  Mas  otras  veces,  Cristo 
no  es  ya  la  sola  Cabeza,  sino  que  es  todo  el  organismo:  el  cual,  como  recibe 
el  Espíritu  de  Cristo,  la  vida  de  Cristo,  el  ser  mismo  de  Cristo,  así  recibe 
igualmente  la  denominación  de  «Cristo».  Es  el  segundo  grado  de  la  uni- 
dad, mucho  más  estrecha:  la  identidad,  que,  borrando  las  diferencias,  no 
contenta  con  juntar  lo  que  estaba  separado,  aspira  a  compenetrar,  a  fundir, 
a  identificar  lo  que  era  distinto:  «donde  no  hay  griego  ni  Judío,  circun- 
cisión e  incircuncisión,  bárbaro,  escita,  esclavo,  libre:  sino  todas  las  cosas  y 
en  todos  Cristo»  (Col.  3,  11);  «No  hay  ya  Judío  ni  gentil,  no  hay  esclavo  ni 
libre,  no  hay  varón  ni  hembra:  pues  todos  vosotros  sois  uno,  una  sola  per- 
sona, en  Cristo  Jesús»  (Gal.  3,  28).  Así  compenetrado,  fundido,  identificado 
con  Cristo  se  sentía  San  Pablo,  cuando  escribía:  «Vivo...  no  ya  yo,  sino 
Cristo  es  quien  vive  en  mí»  (Gal.  2,  20);  «Pues  para  mí  el  vivir  es  Cristo» 
(Philp.  1,  21). 

Otro  punto,  interesantísimo  para  nosotros,  es  que  la  formación  del 
Cristo  místico  o  la  incorporación  de  los  hombres  «en  Cristo  Jesús»,  no  eaí 
algo  posterior  a  la  encarnación,  sino  que  coincide  con  ella.  Tal  es  el  pensa- 
miento de  San  Pablo,  tal  el  de  toda  la  Tradición  cristiana,  que  el  santo 
Pontífice  Pío  X  resumía  en  estas  palabras:  «En  el  mismo  seno  de  la  castí- 
sima Virgen,  Cristo,  no  sólo  asumió  la  carne,  sino  que  al  mismo  tiempo 
juntó  también  consigo  un  cuerpo  espiritual,  compuesto  de  todos  aquellos 
que  habían  de  creer  en  éZ»  (2  Febr.  1904).  En  seguida  vamos  a  ver  que 
esta  conexión  del  Cristo  místico  con  la  encarnación  no  es  mera 
coincidencia  cronológica,  sino  que  es  algo  mucho  más  profundo  y 
esencial. 

Finalmente,  recordemos  otra  vez  que  la  gradual  formación  del  Cristo 
místico  recorre  estas  tres  fases  progresivas:  1)  previamente  a  la  redención: 
la  humanidad  prevaricadora,  al  incorporarse  a  Cristo,  le  comunica  su  pe- 
cado; 2)  en  la  redención:  Cristo,  reaccionando  contra  el  pecado,  le  des- 
truye, y  justifica  radical  o  virtuálmente  a  toda  la  humanidad;  3)  después 
de  la  redención:  cada  hombre  individualmente  por  medio  de  la  fe  y  del 
bautismo  realiza  su  incorporación  personal,  formal  o  actual,  en  Cristo 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 

]esú=  co^o  miembro  viviente  de  su  cuerpo  místico.  Para  distinguir  el 
ac  "de  iT  rede„ci6„  de  los  frutos  de  la  redención  y  para  aprec.ar  los 
diferentes  estadios  de  la  Maternidad  espiritual  de  Marta,  ha,  que  tener 
presentes  estas  tres  fases  por  que  pasa  el  Cristo  mrstrco. 

Art.  2.   Parte  activa  d¿  Makí a  en  el  principio  de  solidar.dad 

Es  común  sentencia  de  los  teólogos  que  Maria,  aunque  verdadera 
Madre  de  Dios,  no  ejerció  ningün  influjo  actryo  - 
hipostática.    Preguntamos,  pues:    ¿la  rncorporacon  de  '«^  ^, 
Cristo  se  efectuó  igualmente  sin  influjo  alguno  activo  de  parte  de  Mana. 
RTuocels  leataente  que  no  recordamos  haber  visto  "-Oa  -a  cu^s- 
tión  en  ninguna  parte,  a  pesar  de  su  singular  ^r~'ifr"u-' 
ridad  intentar  tratarla  por  vez  primera  y,  más  aun,  pretend  r  resolverla^ 
Aunque  no  es  precisamente  la  novedad  la  que  nos  aterra,  s,no  su  m.te- 
fir  profundidad.    Pero,  afortunadamente,  tenemos  un  gu,a  seguro.  San 
P^     quien,  si  no  ofrece  afirmaciones  categóricas,  ,ns,nua  al  menos 
sugerencias  significativas,  que  permiten  vislumbrar  st.  pensam.ento.  Ex- 
sugciciii-iao  o  g,  ,       1    •'     „„„  trQc  Inríros  anos  de  estu- 

pondremos,  pues,  sencillamente  la  solución,  que,  tras  argos  - 
diar  la  Teología  del  Apóstol,  creemos  descubrir  en  el  fondo  de  su  doc 
^:ia    oteriol6gica.    Jque  el  Apóstol  sugiere  sobre  la  P-e  -iva^ 
María  en  la  solidaridad  de  los  hombres  en  Cristo  se  refiere  ^  '^  f^^^^^ 
Icebida  en  función  del  Nuevo  Adárí  y  de  la  posteridad  de  Abrahan. 
A  estos  dos  puntos,  consiguientemente,  ceñiremos  nuestro  estudio,  que, 
para  mayor  claridad,  trataremos  separadamente. 

§  1.    Acción  de  María  en  la  solidaridad  del  Nuevo  Adán 

Hav  en  San  Pablo  dos  textos  estrictamente  paralelos,  que  mutuamente 
Hay  en  San  Pab  ^^^^^^^^     ^^.^^  ^^^^^^¿^ 

se  completan  e  ilustran,  t^scnoe 

viado  a  su  propio  Hijo  en  semejanza  de  J^^^  \ 

del  pecado,  condenó  al  pecado  en  la  carne»  (Rom.  8,  3).    A  los 
!cuLdo  .^no  la  plenitud  del  tiempo,  envió  ^^^^^ 
de  Mujer,  sometido  bajo  la  Ley,  para  rescata    ^  ,^1^^  ^  ^ 

.  fi    de  ^^^^^^^l  tris  ^"L,\ue^puede 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


basta  notar  que  en  ambos  pasajes  habla  el  Apóstol  de  la  misión  del  Hijo 
de  Dios  como  Redentor  para  obrar  la  redención  humana  a  base  del  prin- 
cipio de  la  solidaridad.  El  texto  y  el  contexto  no  ofrecen  en  esto  la  me- 
nor duda.  Esto  supuesto,  analicemos  las  dos  expresiones  más  importantes 
para  nuestro  objeto:  Dios  envió  a  su  Hijo  «en  semejanza  de  carne  de 
pecado»,  «hecho  de  Mujer». 

La  primera  expresión,  felicísima  en  su  originalidad  y  osadía,  es  clara 
y  diáfana.  Quiere  decir  San  Pablo  que  Dios  envió  a  su  Hijo  en  carne 
humana,  enteramente  semejante  o  igual  a  nuestra  carne,  es  decir,  hecho 
hombre  como  nosotros;  en  carne  además  semejante  a  nuestra  carne  de 
pecado.  Notemos  lo  ingenioso  de  la  frase.  No  dice:  «en  carne  de  pe- 
cado», que  sería  falso;  pero  tampoco  dice:  «en  carne  sin  pecado»,  que, 
aunque  verdadero,  no  expresaría  su  pensamiento,  ni  ataría  bien  con  el 
contexto;  sino  que,  optando  por  un  término  medio,  cfcribe:  «en  seme- 
janza de  carne  de  pecado».  Pero  ¿en  qué  consiste  exactamente  esa  seme- 
janza de  carne  de  pecado?  El  contexto  inmediato  lo  declara.  Dios,  dice 
el  Apóstol,  envió  a  su  Hijo  para  condenar  al  pecado  en  la  carne.  Es  decir, 
en  la  carne  reinaba  y  dominaba  el  pecado:  pues  en  la  carne  había  de  ser 
condenado  y  destruido.  Habla  aquí  el  Apóstol  de  la  muerte  del  Redentor, 
que  destruyó  el  pecado.  Pero  esta  muerte  era  pena  del  pecado,  pena 
infligida  por  la  divina  justicia  a  base  de  la  solidaridad  de  Cristo  con  la 
humanidad  pecadora.  Luego  la  semejanza  de  pecado  en  la  carne  del 
Redentor  no  es  otra  cosa  que  el  reato  o  la  responsabilidad  del  pecado 
en  aquella  carne  de  suyo  totalmente  ajena  al  pecado.  Tenemos  aquí 
expresada  la  doble  solidaridad  del  Redentor  con  la  raza  de  Adán:  solidar 
ridad  de  naturaleza,  por  cuanto  su  carne  era  semejante  a  la  nuestra,  y 
solidaridad  de  pecado,  por  cuanto  su  carne  era  semejante  a  nuestra  carne 
de  pecado,  es  decir,  había  tomado  sobre  sí  el  reato  o  la  responsabilidad 
de  nuestro  pecado  (^). 

Mas  ¿cuándo  y  cómo  se  inició  o  creó  esa  doble  solidaridad?    El  cuándo 


(')  N9  recordamos  haber  leído  en  los  comentadores  de  San  Pablo  la  explicación 
precisa  que  proponemos  de  la  «semejanza  de  carne  de  pecado»;  pero,  si  no  nos 
contentamos  con  las  explicaciones  imprecisas  que  suelen  proponerse,  creemos  que 
no  hay  otra  que  la  que  adoptamos.  Pero  notemos  que  la  novedad  de  nuestra  in- 
terpretación no  es  doctrinal,  sino  puramente  exegética.  Cierto,  no  nos  aventuraría- 
mos a  deducir  de  las  palabras  del  Apóstol  la  responsabilidad  de  pecado,  si  semejante 
responsabilidad  no  nos  constase  ya  de  antemano  por  otros  pasajes  del  Apóstol,  por 
los  testimonios  de  los  Santos  Padres  y  por  las  interpretaciones  de  los  exegetas  rela- 
tivas a  otros  pasajes  Paulinos;  pero  desde  el  momento  que  previamente  nos  consta, 
creemos  que  no  hay  otra  interpretación  más  exacta  y  precisa  del  pensamiento  de 
San  Pablo  y  más  en  hannonía  con  todo  el  contexto,  como  fácilmente  podrá  apreciarse. 


58 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


no  ofrece  dificultad:  cuando  el  Redentor  tomó  nuestra  carne,  o,  lo  que 
es  lo  mismo,  cuando  fué  «hecho  de  Mujer»,  es  decir,  en  el  momento 
mismo  de  la  encarnación,  como  ya  anteriormente  hemos  advertido.  El 
cómo  es  mucho  más  complejo  y  misterioso.    Vayamos  por  partes. 

Por  lo  que  atañe  a  la  solidaridad  de  naturaleza,  tampoco  existe  gran 
dificultad.  El  Redentor  quedó  incorporado  y  como  injertado  en  el  linaje 
humano  y  asumió  su  representación,  no  sólo  cuando  se  hizo  hombre,  sino 
precisamente  haciéndose  hombre;  no  sólo  en  la  encarnación,  sino  por  la 
misma  encarnación,  es  decir,  en  frase  de  San  Pablo,  tomando  carne  seme- 
jante a  nuestra  carne,  siendo  ahecho  de  Mujer». 

Toda  la  dificultad  está  en  determinar  la  manera  cómo  el  Redentor  asu- 
mió la  responsabilidad  del  pecado  de  Adán.  Sin  duda  que  la  causa  pri- 
mera y  suprema  es  la  voluntad  de  Dios,  que  así  lo  determinó.  Pero  sola 
esta  causa  suprema  no  explica  suficientemente  el  hecho  de  la  solidaridad 
de  pecado,  como  tampoco  explica  suficientemente  la  solidaridad  de  natu- 
raleza. La  divina  sabiduría  dispone  las  cosas  ordenada  y  suavemente  y 
suele  ejecutarlas  connaturalmente,  esto  es,  haciendo  intervenir  causas  se- 
gundas e  inmediatas,  apropiadas  al  efecto  que  se  quiere  obtener.  Por  esto, 
como  para  realizar  el  decreto  de  la  solidaridad  de  naturaleza,  ordenó  Dios 
que  el  Redentor  fuese  «hecho  de  Mujer»,  hija  de  Adán,  así  para  realizar  el 
decreto  referente  a  la  solidaridad  de  pecado,  debió  de  apelar  igualmente 
a  la  intervención  de  causas  segundas  apropiadas.  Tampoco  explica  sufi- 
cientemente el  hecho  de  esta  misteriosa  solidaridad  la  simple  aceptación 
del  Redentor,  por  análogos  motivos.  Como  no  bastaba  esta  aceptación 
para  explicar  y  realizar  la  solidaridad  de  naturaleza,  tampoco  basta  parai 
explicar  la  solidaridad  de  pecado.  Otra  causa  inmediata  o  formal  hay  que 
buscar.  Y  pues  esta  solidaridad  se  realizó  en  la  encarnación,  en  la  misma 
encarnación  hemos  de  hallar  la  causa  inmedita  que  buscamos:  como  en 
ella  hemos  hallado  antes  la  causa  inmediata  de  la  solidaridad  de  natura- 
leza. En  conclusión,  en  el  hecho  mismo  de  tomar  nuestra  carne  y  ser 
«hecho  de  Mujer»  ha  de  hallarse  la  razón  y  el  modo  de  la  solidaridad  de 
pecado.    Y  entramos  en  lo  más  hondo  del  misterio. 

En  la  encarnación  intervienen  el  Espíritu  Santo,  María  y  el  Redentor. 
En  el  Espíritu  de  Santidad  y  en  el  Redentor,  doblemente  santo,  por  la 
santidad  sustancial  y  por  la  plenitud  del  Espíritu  Santo,  no  es  posible  hallar 
el  origen  de  la  semejanza,  responsabilidad  o  reato  de  pecado.  Se  habrá 
de  hallar  necesariamente  en  María,  en  la  carne  que  la  Madre  comunica  al 
Hijo  de  Dios.  Pero  María  no  tenía  pecado,  «ni  conocía  pecado».  Pre- 
servada del  pecado  original,  jamás  contaminada  por  el  más  leve  pecado 


LIBno   I.  —  PRINCIPÍOS 


59 


personal,  no  podía  transferir  al  Redentor  el  pecado  que  ella  no  tenía.  La 
intervención  de  María,  personalmente  considerada,  tampoco  puede  ser 
la  causa  que  buscamos.  Ya  no  queda  otra  explicación  del  hecho  misterioso 
sino  el  carácter  representativo  de  María.  El  reato  de  pecado,  que  ella  no 
podía  transferir  al  Redentor,  personalmente  considerada,  porque  no  lo 
tenía,  podía  en  cambio  transferirlo,  considerada  oficial  o  representativa- 
mente, porque  así  considerada  sí  lo  tenía.  Esta  solución,  acaso  inespe- 
rada, es  necesario  admitirla,  no  sólo  porque  es  la  única  posible,  sino 
además  y  principalmente  porque  está  en  perfecta  consonancia  con  cuanto 
conocemos  sobre  la  economía  divina  de  la  redención.  Admiremos  aquí 
las  harmonías  de  las  obras  de  Dios. 

Primeramente,  existe  perfecta  harmonía  entre  la  doble  representación 
de  María,  ordenada  a  la  conveniente  o  connatural  transferencia  de  la  doble 
solidaridad.  María  puede  transferir  al  Redentor  la  solidaridad  de  natura- 
leza, porque  ella  la  poseía  a  título  de  representación.  Toda  la  raza  de 
Adán  se  había  concentrado  en  María,  para  que  ella  como  Madre,  al  comu- 
nicar su  propia  carne  al  Redentor,  pudiese  transferir  al  Redentor  la  repre- 
sentación de  toda  la  humanidad.  Porporcionalmente,  María  podía  trans- 
ferir al  Redentor  la  solidaridad  de  pecado,  porque  antes  ella  la  poseía  a 
título  de  representación.  Todo  el  pecado  de  la  raza  de  Adán  se  había 
concentrado  en  María,  para  que  ella  pudiese  comunicar  al  Redentor  una 
carne  semejante  a  nuestra  carne  de  pecado,  es  decir,  una  carne  que,  aunque 
santísima,  llevase  en  sí  el  reato  y  la  responsabilidad  del  pecado  de  Adán. 

Más  sorprendente  es  otra  harmonía:  entre  la  Madre  del  Redentor  y  el 
Hijo  Redentor.  Del  Redentor  dice  el  A.póstol:  «Al  que  no  conocía  pecado, 
[Dios]  por  nosotros  le  hizo  pecado»  (2  Cor.  5,  21):  el  Redentor,  perso- 
nalmente sin  pecado,  representativamente  era  pecado.  Lo  mismo  podemos 
decir  de  María:  «A  la  que  no  conocía  pecado.  Dios  por  nosotros  la  hizo 
pecado»:  la  Madre  del  Redentor,  personalmente  sin  pecado,  lepresentati- 
vamente  era  pecado,  llevaba  la  representación  de  la  raza  prevaricadora  de 
Adán  y  de  su  pecado  (^). 

O  La  relativa  novedad  de  lo  que  decimos  nos  invita  a  formular  con  mayor  pre- 
cisión (y  brevedad)  nuestro  pensamiento,  que  se  reduce  a  estas  dos  proposiciones: 
1)  María,  al  dar  su  asentimiento  al  mensaje  del  ángel,  poseía  la  repiesttntación  del 
pecado  de  los  hombres;  2)  ella  fué  la  que  transmiticS  o  comunicó  esta  represen- 
tación al  Redentor. 

1)  Hay  que  distinguir  en  María,  lo  mismo  que  en  Jesu-Cristo,  la  doble  repre- 
sentación: de  todo  el  linaje  humano  y  del  pecado  de  la  raza  de  Adán.  La  primera 
representación  es  absolutamente  cierta.  Es  León  XIII  quien  lo  afirma,  al  llamar 
«illustrem  verissimamque...  sententiam»  la  proposición  en  que  el  Doctor  Angélico 
afirma  esta  universal  representación.    Y  León  XIll  no  hace  sino  recoger  el  testimonio 


60 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


No  es  menos  llanialiva  la  harmonía  entre  la  frase  de  San  Pablo:  «hecho 
de  Mujer»  y  la  expresión,  a  todas  luces  idéntica,  del  Proto-Evangelio : 
«Descendencia  de  la  Mujer»  (Gen.  3,  15),  con  que  es  designado  el  Reden- 
tor.   Discuten  los  intérpretes  si  esta  Mujer,  anunciada  por  Dios,  es  Eva, 


de  la  tradición  cristiana.  Esta  representación  es,  por  tanto,  liverissima».  Es  ade- 
más «illustris»,  es  decir,  luminosa:  y  lo  es  por  la  maravillosa  luz  que  arroja  scbre 
todo  el  misterio  de  la  redención.  Y  de  ella  .se  colige  la  otra  representación,  más 
misteriosa:  la  del  pecado  humano.  La  analogía  con  el  Redenlor  lo  persuade.  ¿Por 
qué  Cristo  llevó  en  sí  la  representación  del  pecado  humano'.''  No  por  otro,  sino 
porque  previamente  llevaba  la  representación  de  loda  la  humanidad.  Proporciunal- 
mente,  por  tanto,  María,  al  asumir  la  representación  de  toda  la  humanidad,  asumió 
por  el  mismo  caso  la  representación  de  su  pecado.  En  efecto,  la  humanidad,  cuya 
representación  asumía,  era  la  humanidad  real  e  histórica,  inficionada  por  el  pecado, 
era  la  umassa  damnata»,  cuya  representación  no  podía  asumirse,  sin  asumirse  igual- 
mente la  representación  de  su  pecado.  Más  aún,  la  humanidad,  cuya  representación 
asumía  la  Inmaculada  Virgen,  era  precisamente  la  humanidad  que  iba  a  ser  reparada 
y  en  cuanto  iba  a  ser  reparada,  es  decir,  formalmente  pecadora.  No  podía,  consiguien- 
temente, María  en  tales  circunstancias  asumir  la  representación  de  la  humanidad  sin 
asumir  la  representación  de  su  pecado.  Por  lo  demás,  semejante  representación  no 
ensombrece  en  lo  más  mínimo  la  personal  santidad  incontaminada  de  María,  como 
no  oscurece  la  santidad  e  impecabilidad  personal  del  Redentor. 

2)  Una  vez  supuesta  esta  representación,  parece  obvio  y  natural  admitir  que 
fué  María,  y  sola  María,  quien  transfirió  o  comunicó  al  Redentor  la  misma  repre- 
sentación. Porque,  por  una  parte,  tenemos  en  la  Madre  la  causa  proporcionada  y 
adecuada  que  explique  el  efecto  producido  en  el  Hijo;  y  por  otra,  no  hallamos 
fuera  de  María  otra  causa  que  lo  explique  satisfactoriamente.  Creemos  poder  pre- 
cisar algo  más.  Distinguiendo  la  doble  representación  de  naturaleza  y  de  pecado, 
inherente  la  segunda  a  la  primera,  como  acabamos  de  indicar,  si  María  es  la  que 
comunica  al  Redentor  la  representación  de  naturaleza,  ella  es  la  que,  por  el  mismo 
caso,  le  comunica  la  representación  de  pecado.  Ahora  bien,  María  fué  la  que  co- 
municó al  Redentor  la  representación  de  toda  la  raza  de  Adán.  Así  lo  aPrma  explí- 
citamente San  íreneo,  al  decir  que  Cristo  «recapitulans  in  se  Adam,...  ex  Maria... 
recte  accipiebat  generationem  Adae  recapitulationis-  (Adv.  haer.,  3,  21,  10.  MG  7, 
955);  esto  es,  que  «al  recapitular  en  sí  a  Adán,  justai*ente  y  por  derecho  recibía 
de  María  la  generación  de  esta  recapitulación  de  Adán».  Por  consiguiente,  María 
fué  también  la  que  comunicó  o  trasfirió  al  Redentor  la  recapitulación  o  represen- 
tación del  pecado  de  Adán. 

Aunque,  naturalmente,  nos  hemos  esforzado  en  presentar  nuestra  argumentación 
con  la  mayor  luz  y  vigor  que  hemos  sabido,  huelga  decir  que  no  la  consideramos 
como  solución  cierta  y,  mucho  menos,  definitiva.  Nos  movemos  en  medio  de  las 
sagradas  tieniehlas  del  misterio,  y  andamos  a  tientas.  Por  lo  demás,  la  verdad  de 
la  Corredención  Mariana,  demonstrada  independientemente  de  esta  hipótesis,  no 
queda  comprometida  por  la  simple  probabilidad  o  inseguridad  que  ésta  pueda  tener. 
Si  bien,  por  otra  parte,  no  la  consideramos  inútil,  para  llegar,  en  lo  posible  huma- 
namente, al  fondo  mismo  del  misterio.  Tales  son,  con  frecuencia,  las  más  profimdas 
explicaciones  teológicas  de  los  misterios,  muchas  de  ellas  generalmente  recibidas. 
Notaremos,  por  fin,  que  la  novedad  que  pueda  haber  en  nuestra  explicación  no  es  de 
aquellas  que  comienzan  por  atropellar  los  principios  establecidos:  es  solamente 
una  nueva  conclusión  o  aplicación  del  fecundo  principio  de  solidaridad,  que,  aunque 
tan  luminosamente  expuesto  por  San  Pablo,  solo  recientemente  se  ha  estudiado  con 
toda  amplitud,  y  que  tan  hondamente  está  renovando  toda  la  Teología  católica  y 
aun  la  vida  cristiana,  como  lo  demuestra  la  difusión  que  va  alcanzando  la  maravi- 
llosa doctrina  sobre  el  Cuerpo  místico  de  Cristo,  toda  ella  basada  en  el  principio  de 
solidaridad. 


LIBRO    I.   PRINCIPIOS 


61 


es  la  mujer  en  general  o  rl  tipo  de  muje;-,  o  bien  es  María.  Las  razones 
que  se  aducen  a  favor  de  cada  una  de  estas  interpretaciones,  y  que  a 
muchos  dejan  perplejos,  pueden  harmonizarse  en  una  interpretación  com- 
pleja, según  la  cua!.  María  es  propia  y  principalmente  la  Mujer  anunciada 
por  Dios,  pero  considerada  no  sólo  personalmente,  sino  además  como  in- 
vestida, como  Eva.  a  su  modo,  con  la  representación  de  todo  el  linaje 
humano.  De  ahí  la  denominación,  tan  característica  a  la  vez  y  tan  com- 
prensiva o  universal.  Así  pudo  el  Redentor  ser  llamado  «Descendencia 
de  la  Mujer»  o  ohecho  de  Mujer».  Como  Cristo,  según  San  Pablo,  es 
el  «Hombre»  por  antonomasia,  así  María  es  proporcionalmente  la  «Mujer». 

Si  esto  es  verdad,  coino  creemos  haberlo  demostrado,  las  consecuen- 
cias son  enormes.  La  doble  representación  de  María,  de  naturaleza  y  de 
pecado,  habrá  de  t^ner  su  repercusión  en  su  Maternidad  espiritual  v  en 
su  Corredención.  No  sacaremos  ahora  las  consecuencias;  nos  conten- 
tamos con  haber  asentado  y  esclarecido  los  principios. 

§  2.    Acción  de  María  en  Ja  solidaridad  de  la  Descendencia  de  Abrahán 

La  incorporación  «en  Cristo  Jesús»,  el  Hijo  de  Abrahán,  en  quien  está 
cifrada  y  compendiada  toda  la  posteridad  del  gran  patriarca,  es  el  título 
que  da  derecho  a  los  creyentes  a  ser  reconocidos  como  hijos  de  Abrahán 
y  herederos  de  sus  bendiciones.  Que  esta  afirmación  categórica  de  San 
Pablo  tenga  repercusiones  mariológicas,  es  decir,  que  lo  que  es  título  para 
la  filiación  respecto  de  Abrahán  pueda  serlo  también  para  la  filiación  res- 
pecto de  María,  lo  hemos  ya  insinuado  anteriormente.  Esta  aplicación 
de  la  doctrina  del  Apóstol  a  la  Mariología  podría  ser  legítima,  aun  cuando 
María  no  tuviera  parte  alguna  activa  en  el  hecho  de  la  solidaridad  de  los 
creyentes  en  la  Descendencia  de  Abrahán;  pero  sería,  evidentemente, 
mucho  más  clara  y  eficaz,  si  lograse  demostrarse  que  María,  no  sólo  fué 
la  Madre  de  la  Descendencia  de  Abrahán,  sino  que  tuvo  parte  activa  y 
aun  decisiva  en  que  toda  la  Descendencia  del  gran  patriarca  se  encerrase 
y  concentrase  en  Cristo.  ¿La  tuvo  en  realidad?  Es  lo  que  nos  interesa 
investigar.    Hay  que  tomar  el  agua  en  sus  principios. 

Dos  veces  prometió  Dios  a  Abrahán  que  en  él  y  en  su  posteridad  serían 
bendecidas  todas  las  naciones  de  la  tierra:  la  primera,  para  moverle  a 
que  abandonase  su  tierra,  su  parentela  y  la  casa  de  su  padre  (Gen.  12.  3); 
la  segunda,  como  galardón  del  sacrificio  intentado  de  Isaac  (Gen.  22,  18). 
Equivalentemente  renovó  Dios  su  promesa  otras  dos  veces,  cuando  anunció 


62 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


a  Abrahán  el  nacimiento  de  Isaac  (Gen.  15,  6:  17.  1-8.  16-19).  A  Isaac 
y  a  Jacob  renovó  Dios  la  misma  promesa,  pero  como  repetición  de  la 
hecha  a  su  padre  Abrahán  (Gen.  26,  4-5;  28,  141.  Lo  que  Abrahán  hizo 
o  puso  de  su  parte  para  merecer  favor  tan  singular  de  Dios  fué  según  el 
Génesis,  su  obediencia  (Gen.  22,  8;  26,  5l  y  también  su  fe  (Gen.  15,  6). 
Según  el  Eclesiástico  fué  la  observancia  de  la  ley  divina  y  su  fidelidad, 
que  se  reducen  fácilmente  a  la  obediencia  y  a  la  fe  (Eccli.  44,  20-21).  San 
Pablo  enaltece  principalmente  la  fe  (Rom.  4,  4...;  Gal.  3,  6-14);  Santiago 
da  más  relieve  a  la  obediencia  (lac.  2,  21-24). 

Esta  promesa  de  Dios,  hecha  al  progenitor  del  pueblo  de  Dios,  depo- 
sitada y  custodiada  en  Israel,  transmitida  de  padres  a  hijos,  recordada  por 
los  profetas,  constituye  según  San  Pablo  la  sustancia  del  Antiguo  Testa- 
mento. Dos  elementos  distingue  el  Apóstol  en  la  Antigua  Alianza:  la 
promesa,  hecha  por  Dios  a  Abrahán,  y  la  Ley,  dada  por  mano  de  Moisés. 
Estos  dos  elementos,  aunque  ambos  de  origen  divino,  aunque  paralelos  o 
yuxtapuestos,  eran  radicalmente  heterogéneos  y  de  valor  desigual.  Cons- 
tituían dos  economías:  una  absoluta,  definitiva,  etej-na:  la  promesa;  otra 
condicionada,  provisional,  transitoria:  la  Ley.  La  Ley  se  afíadió  a  la 
promesa,  como  se  añaden  extrínsecamente  los  rodrigones  al  árbol  mientras 
está  tierno  o  endeble.  Por  esto,  venida  la  plenitud  de  los  tiempos,  mientras 
la  promesa  subsiste,  corroborada  y  afianzada  con  el  cumplimiento,  la  Lev, 
inútil  ya.  desaparece  para  siempre.  E!  ^Evangelio,  anulación  de  la  Ley, 
es  la  promesa  realizada.  Mientras  el  oficio  de  Moisés  ha  caducado,  Abra- 
hán sigue  siendo  el  «padre  de  todos  los  creyentes»  (Rom.  4,  11).  La  con- 
fusión de  estas  dos  economías  fué  el  origen  de  la  incredulidad  y  de  la 
catástrofe  del  judaismo. 

Analicemos  más  por  menor  la  economía  de  la  promesa,  para  ver  la 
parte  que  en  ella  corresponde  a  María.  Tres  elementos  principales  des- 
cubrimos en  la  economía  de  la  promesa:  1)  el  proceso  histórico  de  la 
promesa:  su  primer  anuncio,  su  transmisión,  su  cumplimiento:  2)  la  línea 
patriarcal  o  serie  de  los  progenitores,  que  ha  de  terminar  en  la  Descen- 
dencia personal.  Cristo,  en  quien  se  ha  de  cumplir  la  promesa;  3)  las  dis- 
posiciones morales,  la  fe  y  la  obediencia,  que  Dios  exigió  para  anunciar 
ía  promesa,  y  que  pedirá  igualmente  para  su  cumplimiento.  Veamos  lo 
que  María  representa  en  la  economía  de  la  promesa  bajo  este  triple 
aspecto. 

El  proceso  histórico  de  la  promesa  ha  llegado  a  su  madurez:  es  la 
hora  de  su  cumplimiento.  El  depósito  de  la  promesa  se  ha  conservado  en 
Israel,  gracias  a  una  especialísima  providencia  de  Dios.    Dios,  empero. 


tlBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


63 


no  fía  a  hombres  el  encargo  de  poner  el  precioso  depósito  en  manos  de 
la  persona  agraciada,  en  quien  iba  a  realizarse  la  promesa.  Un  ángel, 
enviado  por  Dios,  lleva  el  encargo  de  recoger  el  depósito  y  ponerlo  en 
manos  de  María.  ¡Toda  la  economía  de  la  promesa  puesta  en  manos  de 
María!  Y  de  la  fidelidad  de  María  depende  su  realización.  Así  inter- 
pretó María  el  mensaje  divino  del  ángel.  En  la  última  estrofa  de  su 
bellísimo  Cántico,  eco  fiel  de  la  Anunciación,  cantó  María: 

Tomó  bajo  su  amparo  a  Israel,  su  siervo, 

acordándose  de  su  misericordia, 
como  lo  había  prometido  a  nuestros  Padres. 

a  favor  de  Abrahán  y  de  su  posteridad  para  siempre. 

En  las  manos  de  María  las  bendiciones  prometidas  a  Abralián  y  a  su 
posteridad  se  convierten  en  una  venturosa  realidad. 

La  serie  de  los  progenitores  de  la  Descendencia  termina  en  María,  úl- 
timo anillo  de  la  cadena  que  comienza  en  Abrahán.  Es  significativa  la 
manera  como  principia  su  Evangelio  San  Mateo.  «Libro  de  la  generación 
de  Jesu-Cristo,  hijo  de  David,  hijo  de  Abrahán.  Abrahán  engendró  a 
Isaac,  Isaac  engendró  a  Jacob...».  Y  sigue  la  genealogía,  hasta  terminar 
en  José,  «el  esposo  de  María,  de  la  cual  nació  Jesús,  que  es  llamado  Cristo» 
(Mt.  1.  1-16).  Si  es  una  de  las  grandes  prerogativas  de  los  israelitas, 
según  San  Pablo,  el  que  a  ellos  les  pertenezcan  «los  patriarcas»  y  que  de 
ellos  «descienda  el  Mesías  según  la  carne»  (Rom.  9,  5),  toda  la  línea  pa- 
triarcal termina  y  se  concentra  en  María,  «de  la  cual  nació  Jesús,  el 
Mesías»,  «hecho  de  Mujer»,  como  escribe  el  mismo  Apóstol.  En  la  per- 
sona de  María  se  hallan  representados  dignamente  todos  los  patriarcas, 
beneficiarios  de  la  promesa.  María  lleva  la  representación  auténtica  pa- 
triarcal, cuando  Dios  habla  de  nuevo  a  Israel  para  anunciarle  el  cumpli- 
miento de  la  promesa. 

Fe  y  obediencia  había  exigido  Dios  como  condición  y  disposición  mo- 
ral para  recibir  la  promesa:  fe  y  obediencia,  incomparablemente  más 
plenas  y  perfectas,  halla  en  María,  cuando  quiere  proceder  a  su  realiza- 
ción. Libremente  asintió  María  al  mensaje  del  ángel;  pero  toda  su  li- 
bertad y  toda  su  generosa  voluntad  puso  María  en  aquella  respuesta,  hija 
de  la  fe  más  ciega  y  de  la  obediencia  más  rendida:  «He  aquí  la  esclava 
del  Señor,  hágase  en  mí  según  tu  palabra».  La  Tradición  cristiana,  toda 
entera,  comenzando  por  San  Justino  y  San  Ireneo,  haciéndose  eco  de  aque- 
lla exclamación  de  Isabel:  «Dichosa  tú,  que  creíste»  íLc.  1,  45),  enaltece 


64 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


a  porfía  la  fe  y  la  obediencia  de  la  «Esclava  del  Señor».  No  podía  hallar 
Dios  mejor  disposición  para  cumplir  la  promesa  hecha  a  la  fe  y  a  la  obe- 
diencia del  padre  de  los  creyentes. 

Recojamos  brevemente  el  resultado  de  estas  observaciones,  que  po- 
f  dríamos  ampliar  notablemente.    En  general,  toda  la  economía  de  la  pro- 

mesa, o,  lo  que  es  lo  mismo,  toda  la  economía  de  la  salud  humana,  está 
puesta  en  manos  de  María,  la  cual  tiene  en  su  realización  una  parte  activa, 
eficaz,  única  y  decisiva.  Más  en  particular.  María,  al  engendrar  la  Des- 
cendencia personal  de  Abrahán,  engendra  por  el  mismo  caso  la  Descen- 
dencia colectiva,  la  universalidad  de  los  creyentes;  que  si  sólo  por  la 
fe  han  de  hacer  efectiva  su  pertenencia  o  inclusión  individual  a  la  Des- 
cendencia de  Abrahán,  ya  antes,  radical  o  virtualmente  habían  sido  in- 
cluidos en  ella  con  la  generación  de  la  Descendencia  personal. 


Capítulo  III 
EL  PRINCIPIO  DE  RECIRCULACIÓN 

El  principio  de  recirculación,  si  ha  de  emplearse,  no  como  un  tópico 
de  simples  congruencias,  sino  como  verdadero  principio  de  una  demos- 
tración rigurosamente  científica,  exige  un  previo  estudio,  detenido  y  con- 
cienzudo, que  precise  y  ponga  a  salvo  dos  puntos  principalmente:  su  sig- 
nificación o  alcance  y  su  verdad  o  certeza.  En  un  estudio  más  positivo, 
el  procedimiento  apto  sería:  recoger  los  testimonios  patrísticos,  analizar- 
los y  cotejarlos,  en  orden  a  esclarecer  los  dos  puntos  indicados;  en  cambio, 
en  un  estudio  más  especulativo  o,  si  se  quiere,  más  metafísico,  cual  lo 
intentamos  ahora,  el  procedimiento  debe  ser  muy  diferente:  analizar  los 
conceptos  mismos,  para  ver  lo  que  dan  de  sí,  y  atenerse  al  resultado  del 
análisis;  sólo  por  vía  de  comprobación  o  corroboración  cabe  recurrir  a 
la  tradición  patrística. 

Con  esto  queda  prefijado  el  plan  o  la  marcha  de  nuestro  estudio: 
1)  como  base  o  materia  primera,  que  hay  que  elaborar,  expondremos  y 
analizaremos  el  concepto  de  la  recirculación,  cual  ordinariamente  se  pro- 
pone; 2)  en  este  concepto  trataremos  de  determinar  los  rasgos  propios  y 
diferenciales  de  la  recirculación;   3)  trataremos  de  probar  la  verdad  del 


LIBRO   I. — -PRINCIPIOS 


65 


principio  en  sus  constitutivos  propios  y  específicos;  4)  descendiendo  de 
lo  general  a  lo  particular,  coartaremos  el  principio  a  sus  elementos  mario- 
lógicos,  para  convertirlo  en  principio  inmediato  de  la  Soteriología  Ma- 
riana. 

Art.  1.    Concepto  integral  de  la  recirculación 

El  principio  de  recirculación  — término  usado  por  vez  primera  por  San 
Ireneo — ,  que  se  ha  llamada  también  de  inversión  o  de  reversión  y  de 
desquite,  puede  expresarse  por  esta  fórmula  sencilla:  «El  orden  de  la 
reparación  corresponde  paralela  y  antitéticamente  al  orden  de  la  caída». 
Tal  es  el  concepto  que  resulta  de  la  convergencia  de  los  textos  patrísticos. 
Para  apreciar  la  riqueza  de  su  contenido  es  necesario  analizar  cada  uno 
de  sus  términos. 

<(£/  orden... comprende  la  serie  de  los  factores  personales  o  reales 
y  el  desenvolvimiento  de  los  actos  o  hechos  que  intervienen  en  la  realiza- 
ción histórica  de  la  redención  humana. 

«...De  la  reparación^) :  es  decir,  de  la  redención;  lo  cual  im.porta  dos 
propiedades  esenciales  de  la  recirculación:  su  carácter  soteriológico  y  su 
actividad.  Por  una  parte,  la  recirculación  es  un  elemento  integrante  de 
la  ejecución  de  los  planes  divinos  ordenados  a  la  salud  humana.  Por 
otra,  no  es  un  elemento  estático  o  de  puro  ornato,  sino  verdaderamente 
dinámico  o  de  acción.  No  hay  que  olvidar  esta  actividad  soteriológica 
inherente  y  esencial  a  la  recirculación. 

^Corresponde)) :  esta  correspondencia,  rasgo  fundamental  y  caracterís- 
tico de  la  recirculación,  es  una  modalidad  particular  o  concreta  añadida  al 
decreto  de  la  redención,  que,  en  absoluto,  hubiera  podido  realizarse  sin 
esa  correspondencia. 

^(Paralela  y  antitéticamente)):   la  correspondencia  es  doble,  paralela  a 
la  vez  y  antitética,  esto  es,  por  vía  de  semejanza  y  por  vía  de  oposición: 
las  mismas  cantidades  con  signos  contrarios,  como  suele  decirse. 

«/ÍZ  orden  de  la  caída)):  es  decir,  a  la  serie  de  factores  personales  o 
reales  y  al  desenvolvimiento  de  los  actos  o  hechos,  que  intervinieron  o 
tuvieron  lugar  en  la  historia  del  primer  pecado. 

Según  esto,  la  recirculación  es  una  relación  entre  dos  extremos:  una 
relación  de  correspondencia  antitético-paralela  entre  el  orden  de  la  repa- 
ración y  el  orden  de  la  caída.  Pero  entre  estos  dos  extremos  media  una 
diferencia  sustancial.  El  uno,  el  de  la  caída,  es  el  determinante,  el  que 
da  la  pauta;  el  otro,  el  de  la  reparación,  es  el  determinado,  el  que  se 


66 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


acomoda  al  primero.  El  alcance  o  extensión  de  esta  correspondencia,  esto 
es,  qué  factores  del  primer  extremo  han  de  reaparecer  como  opuestos  en 
el  segundo,  no  es  tan  difícil  determinarlo,  a  lo  menos  en  líneas  generales. 
Si,  por  un  lado,  hay  que  evitar  la  exageración  pueril  de  buscar  en  la 
reparación  la  más  minuciosa  correspondencia  con  los  factores  más  insig- 
nificantes de  la  caída,  tampoco,  por  otro  lado,  es  lícito  desconocer  la 
correspondencia  real  de  los  elementos  sustanciales  o  importantes.  Estos  son 
los  que  bajo  algún  concepto  ejercieron  influjo  eficaz  en  que  se  produjera 
el  hecho  funesto  de  la  caída.  Tales  son,  primariamente,  el  varón,  que 
cometió  el  pecado,  y  la  mujer,  que  indujo  al  varón  a  pecar;  y,  secundaria- 
mente, la  serpiente  diabólica,  que  sedujo  a  la  mujer,  y  el  árbol  mismo,  cuyo 
fruto  era  la  materia  vedada  del  precepto  que  se  quebrantó.  A  estos  corres- 
ponden, en  el  orden  de  la  reparación,  primariamente,  el  Hombre  y  la  Mujer; 
y,  secundariamente,  el  ángel  Gabriel  y  el  árbol  de  la  cruz.  De  hecho,  estos 
cuatro  binarios,  Adán-Cristo,  Eva-María,  serpiente-ángel,  árbol-cruz,  son 
los  que  más  resaltan  en  los  textos  patrísticos.  Si  fuera  de  éstas  hay  que 
admitir  otras  correspondencias  secundarias,  no  tiene  interés  para  nuestro 
objeto. 

Art.  2.    Elementos  diferenciales  de  la  recirculación 

En  el  concepto  integral  de  la  recirculación,  que  acabamos  de  exponer, 
a  poco  que  se  considere,  se  descubren  dos  géneros  de  elementos:  unos, 
que  pudiéramos  llamar  postulados  previos;  otros,  que  forman  los  rasgos 
propios  y  diferenciales  de  la  recirculación.  Cuáles  sean  previos,  cuáles 
diferenciales,  es  fácil  determinarlo. 

Notamos  anteriormente  que  en  el  decreto  de  la  redención  podían  dis- 
tinguirse tres  como  signos  o  momentos:  1)  la  encarnación  del  Hijo  de 
Dios;  2)  la  solidaridad  del  Hijo  de  Dios  hecho  hombre  con  todo  el  linaje 
humano;  3)  el  principio  de  la  recirculación.  Por  consiguiente,  todos 
aquellos  elementos  o  factores  de  la  reparación  que  aparecen  ya  en  los  dos 
primeros  signos,  son  previos  respecto  de  la  recirculación:  los  propios  y 
característicos  de  ésta  son  aquellos  que  aparecen  solamente  en  el  tercer 
signo;  más  concretamente,  son,  como  antes  decíamos,  los  que  más  que  a 
la  sustancia  de  la  reparación  se  refieren  a  las  circunstancias  y  al  modo 
de  su  realización,  para  que  el  orden  de  la  reparación  siguiese  los  mismos 
pasos,  si  bien  en  sentido  inverso,  que  había  seguido  el  proceso  histórico 
de  la  caída.  Será  útil  determinar  más  particularmente  los  elementos  pre- 
vios y  los  diferenciales. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


67 


En  el  elemento,  por  así  decir,  formal,  la  correspondencia,  hemos  nota- 
do dos  propiedades  contrarias:  la  antítesis  y  el  paralelismo.  De  éstas, 
la  antítesis,  como  embebida  ya  en  el  decreto  mismo  de  la  redención,  es 
más  bien  postulado  previo;  el  paralelismo,  al  contrario,  es  más  bien  ele- 
mento diferencial.    No  faltan  excepciones,  ni  en  lo  uno  ni  en  lo  otro. 

De  los  elementos  materiales,  aparecen  ya  en  los  dos  primeros  signos 
Cristo  y  María;  Cristo,  como  Hijo  de  Dios  hecho  hombre,  destinado  a 
reparar  el  pecado  de  Adán,  como  solidario  además  con  toda  la  raza  de 
Adán:  contrapuesto  ya,  por  tanto,  y  de  alguna  manera  paralelo,  al  primer 
hombre;  María,  como  Madre  del  Redentor,  como  la  Mujer,  que,  concen- 
trando en  sí  toda  la  raza  de  Adán,  engendra  al  Hombre  por  antonomasia, 
solidario  de  toda  la  humanidad.  Todos  estos  elementos  son  previos  a  la 
recirculación.  Pero  con  ellos  no  tenemos  todavía  perfectamente  delineada 
la  imagen  del  Nuevo  Adán,  ni  menos  la  de  la  Nueva  Eva.  Los  que  com- 
pleten esta  doble  imagen,  además  de  los  referentes  al  ángel  y  a  la  cruz, 
serán  los  rasgos  diferenciales  de  la  recirculación.  Convendrá  determinar- 
los algo  más. 

Cristo  es  el  Nuevo  Adán,  en  cuanto,  por  voluntad  de  Dios,  asume  en 
sí  la  dignidad  y  el  oficio  del  primer  Adán,  de  ser  Cabeza  moral  y  jurídica 
de  toda  la  humanidad,  la  cual  representa  y  compendia  en  sí,  en  nombre 
de  la  cual  actúa,  en  orden  a  recuperar  la  justicia  perdida  y  la  vida  eterna; 
es  también  el  Nuevo  Adán,  contrapuesto  al  primero,  en  cuanto  a  la  desobe- 
diencia de  éste  opone  su  obediencia,  para  que,  como  por  un  hombre  entró 
el  pecado  en  el  mundo,  y  por  el  pecado  la  muerte,  así  también  por  un 
hombre  entrase  en  el  mundo  la  justicia,  y  por  la  justicia  la  vida.  Tal  es 
la  imagen  acabada  del  Nuevo  Adán,  completada  con  los  rasgos  caracte- 
rísticos de  la  recirculación.  A  esta  imagen  responde  proporcionalmente 
la  de  María  como  Segunda  Eva.  Como  en  la  ruina  del  género  humano 
intervino  eficaz  y  decisivamente  una  mujer,  quiso  Dios  que  otra  Mujer 
interviniese  no  menos  eficaz  y  decisivamente  en  su  reparación.  Y  báste- 
nos ahora  esta  idea  general,  que  luego  habremos  de  concretar  más  parti- 
cularmente. 

En  suma,  el  principio  de  recirculación  comprende  principalmente  estos 
cuatro  elementos  binarios:  Cristo- Adán,  María-Eva,  ángel-serpiente,  cruz- 
árbol,  que,  en  el  sentido  expuesto,  son  sus  elementos  diferenciales.  Se  pre- 
gunta ahora:  ¿la  recirculación  así  entendida  es  una  verdad  que  puede 
demostrarse?    Tal  es  el  problema  que  ahora  nos  toca  examinar. 


68 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Alt.  3.    Verdad  del  principio  de  recirculación 

Nos  mantenemos  ahora  deliberadamente,  aunque  no  necesariamente, 
en  el  terreno  de  la  Teología  especulativa;  dentro  de  la  cual  deseamos 
investigar  si  en  el  concepto  mismo  de  redención,  considerada  bajo  sus 
diferentes  aspectos,  hallamos  el  principio  de  recirculación. 

Considerémosla  primeramente  de  parte  de  Dios.  Dios  había  formado 
y  realizado  un  plan  verdaderamente  magnífico  en  beneficio  del  hombre, 
creado  en  justicia  y  santidad  y  destinado  a  la  vida  eterna;  mas  quiso  sa- 
pientísimamente  condicionar  la  realización  definitiva  de  sus  designios  al 
cumplimiento  de  un  precepto,  que  impuso  al  primer  hombre,  cabeza  de 
toda  la  humanidad,  y  a  la  primera  mujer,  asociada  al  hombre  como  fiel 
compañera.  Si  ellos  observaban  este  precepto,  conservaban  para  sí  mis- 
mos y  para  toda  su  posteridad  los  dones  divinos;  si  lo  quebrantaban,  los 
perdían  para  sí  y  para  todos  sus  hijos.  Desgraciadamente,  lo  quebranta- 
ron. Ellos,  los  instrumentos  responsables  en  la  realización  de  los  planes 
divinos,  los  destinados  a  ser  transmisores  de  la  justicia  y  de  la  vida,  fueron 
lo  agentes  culpables  de  la  catástrofe,  los  transmisores  del  pecado  y  de 
la  muerte.  A  vista  de  esta  especie  de  fracaso,  Dios  pudo  desentenderse 
del  plan  primitivo,  y  formar  otro  nuevo,  creando  otro  hombre  y  otra 
mujer;  pero  no  quiso  sino  rehacer  su  plan  primero.  En  este  supuesto, 
si  un  hombre  y  una  mujer  trastornaron  el  plan  primitivo,  precisamente 
los  mismos  que  debían  haberlo  realizado  y  consolidado,  la  naturaleza  mis- 
ma de  las  cosas  exigía  que  otro  Hombre  y  otra  Mujer  reparasen  el  mal 
que  ellos  habían  hecho  y  realizasen  el  bien  que  ellos  debían  hacer;  otro 
Hombre  y  otra  Mujer,  que,  personalmente  distintos  de  los  primeros,  asu- 
miesen su  dignidad  y  representación:  otro  Adán  y  otra  Eva. 

Esta  razón,  que  consideramos  fundamental,  contiene  dos  partes:  una 
referente  a  Cristo,  Nuevo  Adán,  otra  referente  a  María,  Nueva  Eva;  y  en 
ambas  partes  parece  tener  la  misma  fuerza.  Ahora  bien,  en  su  primera 
parte  queda  plenamente  comprobada  por  la  autoridad  de  San  Pablo. 
Lo  que  sobre  Cristo.  Nuevo  Adán,  enseña  el  Apóstol  no  se  explica  sino 
en  virtud  del  principio  de  recirculación.  Luego,  según  San  Pablo,  el 
principio  de  recirculación  es  verdaderamente  una  modalidad  o  un  coefi- 
ciente del  decreto  de  la  redención  humana,  en  lo  que  atañe  a  Cristo.  Mas 
como  la  razón,  intrínsecamente  considerada,  exige  también  la  presencia  y 
la  intervención  de  la  Nueva  Eva,  es  lógico  concluir,  que  la  comprobación 
de  San  Pablo,  si  directamente  sólo  se  refiere  a  Cristo,  indirectamente,  em- 


LIBRO   I.  —  PniNCIPIOS 


69 


pero,  comprende  también  a  María.  Además,  aun  prescindiendo  de  esta 
comprobación  indirecta  o  consecuente,  desde  el  momento  en  que  nos 
consta  por  San  Pablo  la  verdad  de  la  recirculación,  en  lo  que  toca  a  Cristo, 
la  coherencia  o,  por  así  decir,  homogeneidad  de  la  obra  redentora  exige, 
que,  si  una  de  sus  partes  se  rige  y  desenvuelve  conforme  al  principio  dfJ 
recirculación,  todas  las  demás  han  de  gobernarse  conforme  al  mismo  prin- 
cipio. Lo  contrario  supondría  un  cambio  de  táctica  inmotivado  e  inco- 
herente. En  suma,  la  naturaleza  misma  de  las  cosas  exige  el  principio 
de  recirculación.  Y  esta  razón,  válida  por  sí  misma,  recibe  nueva  fuerza 
de  San  Pablo.  El  no  habla  sino  de  Cristo;  pero  nosotros  concluímos 
lógicamente:  si  vale  de  Cristo,  vale  también  de  María;  y  esto  por  doble 
motivo:  porque  la  razón  es  una  misma  para  entrambos,  y  para  que  la 
obra  redentora  no  sea  incoherente. 

Consideremos  ahora  la  misma  reparación  de  parte  del  hombre.  Por 
poco  que  se  reflexione,  luego  se  ve  la  conveniencia  de  que  si  en  la  caída 
intervinieron  ambos  sexos,  ambos  también  habían  de  intervenir  en  la 
reparación.  Pero  hay  más.  Era  altamente  conveniente  que  la  reparación 
fuera  a  la  vez  para  Adán  y  Eva  una  humillación  y  una  consolación.  La 
soberbia,  raíz  de  su  pecado,  debía  ser  humillada:  lo  pedía  la  justicia  y  la 
gloria  de  Dios;  la  fragilidad,  con  que  pecaron,  había  de  ser  consolada: 
lo  pedían  las  entrañas  de  misericordia  de  nuestro  Dios.  Y  ninguna  humi- 
llación más  justa,  ninguna  consolación  más  blanda,  que  verse  sustituidos 
por  otro  Adán  y  por  otra  Eva.  Humillación,  porque  otros  hubieron  de 
ser  los  reparadores  del  mal  causado  por  ellos.  Consolación:  porque  estos 
otros,  eran,  al  fin,  carne  de  su  carne  y  hueso  de  sus  huesos,  y  había  de 
llevar  su  misma  representación.  En  particular,  por  lo  que  atañe  a  la 
mujer,  si  en  la  reparación  no  interviniera  la  mujer,  como  había  intervenido 
eíi  la  ruina,  quedaría  todo  el  sexo  femíneo  marcado  como  con  un  padrón 
de  ignominia. 

También  de  parte  de  la  serpiente  o  de  satanás  se  hace  necesaria  la 
recirculación.  El  causante  y  el  iniciador  de  toda  la  tragedia  humana  fué 
satanás,  que,  acuciado  por  su  envidia  contra  el  hombre  y  por  su  odio 
contra  Dios,  se  propuso  desbaratar  los  planes  divinos  y  arrastrar  al  hom- 
bre a  su  propia  ruina.  Para  lograrlo  apeló  a  su  diabólica  astucia,  se 
valió  del  «arte».  Pero  la  astucia  de  satanás  no  había  de  prevalecer  contra 
la  sabiduría  de  Dios;  la  cual,  para  triunfar  más  gloriosamente,  no  quiso 
aplastar  al  enemigo  con  el  peso  de  su  omnipotencia,  sino  prenderlo  en  el 
mismo  lazo  que  él  había  armado;  quiso  oponer  arte  contra  arte,  «ars  ut 
artem  falleret».    Y  ¿cuál  había  sido  el  arte  de  satanás?    Comenzar  por 


70 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


la  mujer,  para  llegar  al  varón:  hacer  intervenir  a  la  mujer,  para  que  el 
varón  prevaricase.  Comenzar  por  la  Mujer,  hacer  intervenir  a  la  Mujer: 
eso  mismo  exactamente  quiso  hacer  Dios,  eso  debía  hacer,  para  vencer  al 
enemigo  con  sus  mismas  armas,  para  hacerlo  víctima  de  sus  mismas  estra- 
tagemas. Así  sería  más  humillante  la  derrota  de  la  serpiente  y  más  glo- 
riosa la  victoria  de  Dios.    El  desquite  de  Dios  sería  más  completo. 

El  conjunto  de  todas  estas  razones  parece  exigía  e  imponía  la  recircu- 
lación. Con  ella  la  obra  de  la  reparación  humana  se  hacía,  por  un  lado, 
más  plena  y  adecuada,  y,  por  otro,  más  patente  y  palpable. 

Este  análisis  interno  del  decreto  de  la  redención  tiene  la  ventaja  in- 
apreciable de  descubrirnos  las  razones  internas  de  la  recirculación :  pero 
no  podemos  olvidar  que  el  motivo  principal  y  decisivo  que  da  plena  certe- 
za al  principio  de  recirculación  es  el  testimonio  de  la  tradición  cristiana; 
la  cual,  no  sólo  afirma  la  verdad  del  principio,  sino  que  además  señala 
las  razones  internas  en  que  se  funda.  Así  corroborado  por  los  motivos 
internos  y  por  los  testimonios  externos,  el  principio  de  recirculación  se 
convierte  en  principio  inconcuso  de  la  Mariología. 

Art.  4.    El  principio  de  recircülación  contraído  a  la  M.\riología 

Hemos  visto  que  el  principio  de  recirculación  rebasa  los  límites  de  la 
Mariología,  por  cuanto  abarca,  no  sólo  el  binario  Eva-María,  sino  también, 
por  lo  menos,  los  binarios  Adán-Cristo,  serpiente-ángel,  árbol-cruz.  Mas, 
como  ahora  sólo  nos  interesa  su  aplicación  mariológica,  conviene  precisar 
algo  más  el  binario  Eva-María. 

El  principio  de  recirculación  así  limitado  a  la  Mariología  coincide  con 
la  antítesis  paralela  entre  María  y  Eva  o,  lo  que  es  lo  mismo,  con  la  deno- 
minación de  Segunda  Eva,  con  que  toda  la  tradición  designa  y  caracteriza 
a  la  Virgen  María.  Notemos  aquí,  de  paso,  que  esta  recirculación  ma- 
riológica tiene  en  la  tradición  un  apoyo  incomparablemente  más  firme  aún 
que  la  fórmula  del  principio  en  general. 

La  sustancia  o  significación  esencial  de  la  recirculación  mariológica 
puede  expresarse  en  estos  o  semejantes  términos:  ^<a  la  acción  o  interven- 
ción activa  de  la  mujer  en  el  proceso  histórico  de  la  ruina  corresponde  o 
se  contrapone  la  acción  o  intervención  activa  de  la  Mujer  en  el  proceso 
histórico  de  la  reparación».  Notemos  un  punto  de  capital  importancia. 
La  recirculación  es  un  factor  o  una  modalidad  del  decreto  de  la  redención 
o  de  la  reparación  humana,  que  es  esencialmente  activa:  que  no  es  una 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


71 


exhibición  de  figuras  opuestas,  sino  un  choque  de  acciones  contrarias. 
Por  esto  la  antítesis  entre  Eva  y  María  no  es,  ni  exclusiva  ni  principal- 
mente, un  contraste  de  posiciones  o  representaciones  opuestas,  sino  una 
actuación  de  dos  actividades  contrarias:  es,  no  simplemente  estática,  sino 
esencialmente  dinámica.    Este  es  un  punto  que  nunca  hay  que  olvidar. 

Debemos  precisar  más  los  elementos  activos  de  esta  antítesis  dinámica. 

Podemos  distinguir  tres  actos  en  la  intervención  funesta  de  Eva:  1)  su 
propia  desobediencia  al  precepto  de  Dios,  que  fué  el  primer  paso  de  la 
ruina;  2)  la  solicitación  con  que  indujo  a  Adán  a  que  también  él  comiese 
del  fruto  vedado:  solicitación,  que  determinó  eficazmente  la  comisión  del 
primer  pecado,  y  que  fué  de  parte  de  Eva  verdadera  complicidad  en  el 
pecado  de  Adán,  que  fué  pecado  de  todo  el  linaje  humano;  3)  la  trans- 
misión o  propagación  materna,  por  vía  de  generación,  del  pecado  original 
a  su  posteridad  La  recirculación,  si  ha  de  ser  adecuada,  exige  en 

la  intervención  soteriológica  de  María  otros  tres  actos,  diametralmente 
opuestos  a  los  de  Eva:  1)  que  ella  inicie  la  obra  de  la  reparación  con  un 
acto  propio  de  obediencia;  2)  que  ella  con  su  actuación  o  intervención 
determine  la  existencia  misma  de  la  obra  reparadora  o  ponga  en  movi- 
miento toda  la  economía  de  la  redención  humana;  3)  que  ella  intervenga 
a  título  de  madre  y  dentro  de  la  esfera  de  la  maternidad  en  la  transmisión 
o  aplicación  de  los  frutos  de  la  redención  a  cada  hombre  en  particular. 
Todo  esto  hizo  Eva  en  orden  a  la  ruina:  todo  esto  debe  hacer  María  en 
orden  a  la  reparación. 

Para  terminar  este  punto  hemos  de  hacer  una  observación,  que  no 
carece  de  importancia.  Se  sigue  todavía  discutiendo,  no  sin  calor,  sobre 
el  sentido  exacto  de  Gen.  3,  15:  «pondré  enemistades  entre  ti  y  la  mujer...», 
y  se  aventuran  nuevas  interpretaciones,  que  parecen  comprometer  su  signi- 
ficación y  aun  su  aplicación  mariológica.  Decimos,  pues:  para  su  utili- 
zación mariológica  no  es  indispensable  probar  o  suponer  que  la  «Mujer» 
sea  precisamente  María;  aun  cuando  se  demostrase  apodícticamente  — que 
no  se  ha  demostrado —  que  el  texto,  en  su  sentido  literal  o  formal  inme- 
diato, hablaba  de  la  mujer  en  general,  es  decir,  del  sexo  femenino,  bastaba 
ya  esa  interpretación  más  liberal  para  el  objeto  que  nos  proponemos.  Con 
ello  tendríamos  comprobado  el  principio  de  recirculación;  dado  que  en 

(')  Queremos  decir  que  la  funesta  intervención  de  Eva  no  terminó  solamente 
en  el  acto  pecaminoso  de  Adán,  sino  que  alcanzó  además  a  toda  su  posteridad. 
Que  si  es  verdad  que  la  generación  es  de  suyo  mera  condición  p:¡ra  la  propagación 
del  pecado  original,  no  es  menos  verdad  que  por  culpa  de  Eva  lo  que  en  los  planes 
de  Dios  había  de  ser  vehículo  de  transmisión  de  la  justicia,  de  hecho  se  ha  con- 
vertido en  vehículo  de  transmisipn  del  pecado  original. 


72 


MARÍA,  MEDIADORA  UM VERSAL 


la  reparación  intervendría,  no  solamente  el  varón,  sino  también  la  mujer. 
Y  esto  nos  basta.  Que  la  dificultad  de  ciertos  teólogos,  adversarios  de 
la  corredención  Mariana,  no  estriba  precisamente  en  la  persona  individual 
de  María,  sino  en  la  presencia  e  intervención  activa  de  la  mujer  en  com- 
pañía del  varón.  Y  esto  nos  lo  da  generosamente  la  interpretación  liberaS 
del  texto  genesíaco. 


Capítulo  IV 
EL  PRINCIPIO  DE  ASOCIACIÓN 

No  es  tan  fácil,  como  acaso  pudiera  parecer,  precisar  exactamente  el 
sentido  de  este  principio  y  demostrar  su  verdad.  Y  hay  que  intentar  lo 
uno  y  lo  otro. 

Art.  1.    Sentido  del  principio 

En  términos  generales  podemos  decir  que  la  asociación  estriba  en  la 
maternidad  soteriológica  y  está  ordenada  a  la  acción  soteriológica ;  pero 
que  no  es  ni  la  maternidad  ni  la  acción,  sino  algo  intermedio  entre  ambas. 
La  maternidad  es  como  el  acto  primero  remoto  o  principio  mediato,  la 
acción  es  el  acto  segundo:  entre  una  y  otra  la  asociación  es  el  acto  pri- 
mero próximo  o  el  principio  inmediato.  Conviene  concretar  más  parti- 
cularmente esos  términos  generales. 

Ante  todo,  hay  que  señalar  los  múltiples  puntos  de  contacto  entre  la 
asociación  y  la  maternidad.  La  asociación,  si  existe  o  en  cuanto  existe, 
ha  de  ser  necesariamente  maternal;  y  la  maternidad  entraña  en  sí  cierto 
género  de  asociación. 

Que  la  asociación  de  María  con  el  Redentor  haya  de  ser  necesariamente 
maternal,  es  cosa  evidente.  Toda  la  razón  de  ser  de  María  se  halla  en  su 
maternidad  divina  y  soteriológica.  Por  consiguiente,  a  lo  menos  por 
análisis  interno  de  los  conceptos,  no  es  posible  descubrir  en  María  nin- 
guna actividad  ni  ninguna  función  fuera  de  la  esfera  de  la  maternidad,  es 
decir,  que  no  sea  propiamente  maternal.  Toda  otra  actividad  o  función 
diferente  resultaría,  por  fuerza,  extraña,  incoherente,  inmotivada,  postiza. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


73 


Si  María  ha  de  asociarse  a  Cristo  como  principio  de  la  redención,  ha  de 
ser  a  título  de  madre  y  en  calidad  de  madre:  maternalmente. 

Por  otra  parte,  la  maternidad  ya  de  suyo  implica  cierta  asociación  d(? 
la  madre  con  el  hijo,  como  anteriormente  hemos  declarado.  Madre  e 
hijo  — y  más  madre  virgen  e  hijo  único — ,  forman  necesariamente  una  aso- 
ciación de  orden  o  derecho  natural.  Además,  el  hijo  respecto  de  las  múl- 
tiples y  variadas  funciones  maternales  no  es  sujeto  puramente  pasivo,  sino 
comprincipio  activo,  ya  en  el  orden  físico  ya  en  el  orden  moral:  lo  cual 
importa  una  especie  de  asociación  entre  la  madre  y  el  hijo.  Y  en  el  caso 
de  Cristo  y  de  María  la  maternidad  entraña  o  connota  una  asociación 
especial,  más  directamente  soteriológica,  en  la  solidaridad  o  representación 
humana,  que,  como  hemos  dicho,  la  madre  transmite  o  comunica  al  hijo, 
y  el  hijo  recibe  de  la  madre. 

Mas  hay  que  reconocer  que  todas  esas  asociaciones  no  son,  o  parecen 
no  ser,  el  principio  de  asociación  de  que  ahora  tratamos.  Esta  asociación 
ha  de  consistir  en  que  María  quede  constituida  como  complemento  o  com- 
principio del  Redentor  en  el  acto  mismo  en  que  va  a  consumar  la  obra 
de  la  redención,  en  que  María  y  Cristo  formen,  como  suele  decirse,  un 
solo  principio  adecuado  o  total,  próximo  o  inmediato,  de  la  acción  re- 
dentora. 

Pero  no  hay  que  confundir  la  asociación  con  la  cooperación  formal. 
La  asociación  constituye  el  acto  primero,  esto  es,  el  principio  o  la  virtud 
activa  de  la  redención:  la  cooperación  es  la  misma  redención  formal  o  el 
acto  segundo.  Por  esto  el  establecer  el  principio  de  asociación  será  acaso 
asentar  una  premisa,  de  la  cual  pueda  colegirse  la  corredención,  mas  no 
es  afirmar  la  misma  corredención. 

Para  mayor  esclarecimiento  del  principio  de  asociación,  así  entendido, 
convendrá  precisar  más  particularmente  su  relación  o  conexión  con  la 
maternidad  divina  y  soteriológica. 

Por  de  pronto,  como  ya  hemos  indicado,  esta  asociación  ni  es  la  ma- 
ternidad, ni  está  incluida  en  ella  formalmente.  Y  al  hablar  de  maternidad, 
no  entendemos  solamente  la  generación  física,  sino  incluímos  también  sus 
múltiples  relaciones  morales  y  jurídicas,  en  ella  encerradas  o  de  ella  deri- 
vadas necesariamente;  la  misma  asociación  que  el  hecho  mismo  de  la 
generación  establece  entre  la  madre  y  el  hijo,  no  es  la  asociación  de  que 
ahora  hablamos,  ni  siquiera  la  exige.  Por  más  estrecha  que  se  suponga 
la  unión  de  la  madre  con  el  hijo,  no  por  eso  queda  asociada  a  todo  lo  que 
el  hijo,  ya  mayor,  ha  de  hacer  ulteriormente.  Sólo  un  acto  positivo  de  la 
voluntad  de  Dios  puede  crear  la  asociación  de  que  tratamos. 


74 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Y,  sin  embargo,  la  asociación  corredentora,  sin  ser  la  maternidad, 
ha  de  ser  maternal  y  no  puede  salirse  de  la  esfera  de  la  maternidad,  como 
también  hemos  indicado.  Más  aún,  como  todas  las  prerrogativas  de  María, 
también  la  asociación  ha  de  tener  su  fundamento  y  su  raíz  en  la  mater- 
nidad divina.  Se  requiere,  sin  duda,  un  acto  expreso  de  la  voluntad  de 
Dios,  que  determine  y  explique  su  existencia;  pero  Dios  la  hará  brotar 
de  la  raíz  de  la  maternidad.  Y  si  es  maternal  en  su  origen,  también  lo 
será  en  su  tendencia  y  en  sus  modalidades  características  siempre  mater- 
nales; y  lo  será  en  su  actuación,  no  otra  sino  el  desempeño  de  los  oficio* 
maternales.  Por  voluntad  de  Dios,  será  una  prolongación  de  la  mater- 
nidad moralmente  considerada,  y  singularmente  de  la  asociación  inicial 
inherente  a  la  misma  maternidad.  Con  esto  la  asociación  corredentora 
ya  no  será  algo  extraño  y  sobrepuesto  a  la  maternidad,  sino  que  hallará 
en  ella  un  doble  punto  de  contacto  con  que  empalme  o  en  que  se  injerte. 
No  cabe  duda  de  que,  así  entendido,  el  principio  de  asociación,  imprime 
un  carácter  de  unidad  y  coherencia  a  toda  la  actuación  soteriológica  de 
la  Madre  del  Redentor. 

Por  fin,  para  prevenir  toda  mala  inteligencia,  advertiremos,  aun  cuan- 
do sea  innecesario,  que  la  asociación  de  María  al  Redentor  en  orden  a 
formar  un  principio  único  y  adecuado  de  la  obra  redentora  no  significa 
que  la  Madre  sea  equiparada  al  Hijo,  de  modo  que  ambos  por  igual  formen 
el  acto  primero  de  la  redención.  Jamás  ha  pasado  a  ningún  teólogo  cató- 
lico por  el  pensamiento  suponer  que  la  Madre  y  el  Hijo  son  dos  principios 
coordinados  e  independientes  de  la  redención:  todos  a  una  reconocen  que 
la  Madre  actúa  en  un  plano  inferior  y  subalterno  y  que  esta  actuación  de- 
pende totalmente  de  la  del  Hijo,  del  cual  recibe  todo  aquello  con  que  ella 
contribuye  a  la  obra  de  la  redención.  Y  no  hay  que  insistir  más  en  cosa 
tan  clara. 

Art.  2.    Verdad  del  principio 

Hemos  establecido  que  la  asociación  corredentora  tiene  sus  raíces  así 
en  la  maternidad  soteriológica  como  en  el  principio  de  solidaridad;  que 
esa  doble  relación  o  conexión  prepara,  sin  duda,  la  demostración  de  la 
verdad  del  principio,  pero  también  que  no  es  suficiente.  Pero  esa  misma 
conexión,  corroborada  por  el  llamado  principio  de  conveniencia,  ¿ofrece 
una  base  más  firme  para  una  demonstración  convincente?  Prescindamos 
del  valor  demostrativo  del  principio  de  conveniencia  o  congruencia:  con- 
cretémonos a  nuestro  caso.    Para  obtener  una  verdadera  demonstración. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


75 


se  habrían  de  probar  dos  cosas:  1)  que  existe  una  verdadera  congruencia 
de  la  asociación  a  base  de  la  maternidad,  es  decir,  que  la  maternidad  sote- 
riológica  exige  de  alguna  manera  la  asociación  corredentora ;  2)  que  Dio9 
de  hecho  ha  tenido  por  buena  esa  conveniencia  y  se  ha  atenido  a  ella. 
Ahora  bien,  tanto  esa  conveniencia  como  esa  acomodación  de  Dios  serán 
todo  lo  probables  o  verosímiles  que  se  quiera,  pero  difícilmente  se  im- 
pondrán a  la  inteligencia,  menos  aún  a  todas  las  inteligencias,  de  modo 
que  engendren  un  convencimiento  pleno,  exento  de  dudas  y  vacilaciones. 
Y  sin  certeza,  con  solas  probabilidades,  no  tenemos  verdadera  demons- 
tración.  Habremos,  pues,  de  abandonar  este  camino.  Queremos  ciencia 
mariológica:  y  la  ciencia  exige  certeza. 

Si  acudiésemos  al  terreno  de  la  Mariología  positiva  o  documental,  la 
demonstración  sería  fácil  y  satisfactoria.  Sirvan  de  muestra  estos  dos 
testimonios:  de  Pío  IX  y  de  Pío  XI.  El  inmortal  Pontífice  de  la  Inma- 
culada escribía  en  la  Bula  dogmática  «Ineffabilis  Deus»:  «Sicut  Christus, 
Dei  hominumque  mediator,  humana  assumpta  natura,  delens  quod  ad- 
versus  nos  erat  chirographum  decreti,  illud  cruci  triumphator  affixit,  sic 
Sanctissima  Virgo,  arctissimo  et  indissolubili  vinculo  cum  eo  coniuncta, 
una  cum  illo  et  per  illum,  sempiternas  contra  venenosum  serpentem  inimi- 
citias  exercens  ac  de  illo  plenissime  triumphans,  illius  caput  immaculato 
pede  contrivit».  Más  concisa  y  enérgicamente  Pío  XI:  «11  Redentore 
non  poteva,  per  necessitá  di  cose,  non  associare  la  Madre  sua  alia  sua 
opera»  (Osserv.  Rom.  1,  12,  1933).  Semejantes  testimonios  constituyen 
una  magnífica  demonstración  documental  del  principio  de  asociación;  y 
no  creemos  inútil  el  habernos  referido  a  ellos;  mas  lo  que  ahora  buscamos 
es  una  demonstración  más  intrínseca,  basada  en  el  análisis  mismo  de  los 
conceptos.  Tal  demonstración  nos  la  da  cumplida  el  principio  de  recir- 
culación antes  expuesto.    Y  esto  de  dos  maneras  o  por  dos  títulos. 

En  Adán  y  Eva  hay  que  considerar  dos  cosas,  como  ya  antes  lo  hemos 
hecho:  lo  que  debieron  ser,  y  lo  que  fueron  de  hecho;  o  lo  que  debieron 
hacer,  y  lo  que  en  realidad  hicieron.  Por  una  parte,  entrambos  consti- 
tuíari  un  principio  moral,  que  había  de  recibir  la  justicia  original  en  orden 
a  conservarla  y  transmitirla  a  toda  su  posteridad.  A  este  fin  Eva  estaba 
asociada  a  Adán.  Dios  lo  dijo:  «Non  est  bonum  hominem  esse  solum: 
faciamus  ei  adiutorium  simile  sibi»  (Gen.  2,  18).  Aquí  no  se  habla  de 
Eva  como  de  complemento  sexual  de  Adán,  sino  como  de  compañera  y 
ayuda  en  el  orden  social  y  moral.  Esto  significan  las  palabras,  si  no  que- 
remos violentar  arbitrariamente  su  sentido.  Por  otra  parte,  en  la  comi- 
sión del  pecado  Eva  fué  con  toda  propiedad  cómplice,  es  decir,  se  asoció 


76 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


a  Adán  en  el  acto  de  cometer  el  pecado.  Esa  fué  la  excusa  que  pretextó 
Adán:  «Mulier,  quam  dedisti  mihi  sociam,  dedit  mihi  de  ligno,  et  comedi» 
(Gen.  3^  12).  «Sociam»:  que  debía  serlo  para  el  bien,  y  lo  fué  para  el 
mal.  Esta  doble  asociación  de  Eva  respecto  de  Adán  no  es  un  pormenor 
accesorio,  sino  un  elemento  esencial,  tanto  de  la  elevación  del  hombre  al 
estado  sobrenatural,  como  de  su  lamentable  caída.  Ahora  bien,  en  virtud 
del  principio  de  recirculación,  a  esta  doble  asociación  de  Eva  con  Adán 
había  de  corresponder  paralela  y  antitéticamente  la  asociación  de  María 
con  Cristo,  de  la  Segunda  Eva  con  el  Segundo  Adán.  La  Segunda  Eva 
había  de  ser  lo  que  la  primera  debió  ser  en  los  planes  de  Dios;  y  había 
de  deshacer  lo  que  la  pjimera  contra  los  planes  de  Dios  malamente  hizo. 
En  lo  uno  y  en  lo  otro  Eva  estuvo  asociada  al  primer  Adán:  en  lo  uno  y 
en  lo  otro  María  había  de  estar  asociada  al  Segundo  Adán.  En  esta 
consiste  sustancialmente  el  principio  de  asociación. 

Según  esto,  podíamos  haber  englobado  este  principio  dentro  del  prin- 
cipio de  circulación  como  parte  integrante  suya;  pero  pareció  mejor  des- 
glosarlo, para  darle  todo  el  relieve  que  se  merece.  De  todos  modos,  el 
principio  de  asociación  es  un  principio  subalterno  o  subordinado  al  de- 
recirculación. 


Capítulo  V 
SINGULARIDAD  TRANSCENDENTE 

Art.  1.    Significación  de  la  singularidad  transcendente 

San  Alberto  Magno  tiene  una  frase,  que  explica  admirablemente  lo 
que  entendemos  por  singularidad  transcendente.  Escribe  así  en  su  Marial: 
«Beatissima  Virgo  non  cadit  in  numerum  cum  aliis;  quia  non  est  una  de 
ómnibus,  sed  est  una  super  omnes»  (Resp.  ad  qq.  70-80).  Una  super 
omnes:  tales  son  los  dos  elementos  de  la  singularidad  transcendente.  Por 
una  parte,  super  omnes:  María  se  halla  en  el  orden  supremo  de  la  creación. 
Por  otra,  una:  ella  sola  ocupa  o  forma  este  orden  supremo.  En  cuanta 
super  omnes,  sólo  a  Dios  tiene  sobre  sí.  En  cuanto  una,  tiene  debajo  de> 
sí  a  toda  creación.    En  virtud  de  este  doble  elemento  hemos  tenido  que 


LIBRO  I.  —  PRIiSCIPIOS 


77 


apelar  al  término  compuesto  de  singularidad  transcendente,  que  pudiera 
sustituirse  por  otros  parecidos,  como  serían  los  de  transcendencia,  prima- 
cía, supremacía,  eminencia  o  supereminencia  singular  o  única. 

La  demonstración  de  esta  singularidad  transcendente  puede  hacerse  por 
tres  vías  diferentes:  por  vía  documental,  aduciendo  los  testimonios  de  la 
tradición,  que  la  afirman;  por  vía  de  inducción,  enumerando  los  hechos 
en  que  resplandece;  por  vía  de  deducción  o  análisis  de  los  principios  antes 
•expuestos.  De  la  vía  documental  queremos  ahora  prescindir;  la  vía  de 
inducción  sólo  secundariamente  la  utilizaremos,  a  modo  de  simple  com- 
probación: insistiremos  principalmente  en  la  vía  de  análisis  o  deducción, 
mostrando  cómo  la  singularidad  transcendente  se  halla  contenida  implícita 
o  virtualmente  en  los  principios  anteriormente  establecidos.  De  ahí  se 
sigue  que  este  nuevo  principio  es  un  principio  subalterno,  derivado  de  los 
precedentes;  que,  por  tanto,  no  puede  ofrecer  nuevos  elementos  de  dem.ons- 
tración,  que,  aunque  más  remotamente,  no  puedan  derivarse  de  los  prin- 
cipios anteriores.  Mas  no  por  eso  resulta  superfino.  La  expresión  formal 
o  formulación  explícita  de  lo  que  en  los  principios  superiores  sólo  se  halla 
implícita  o  virtualmente,  puede  ofrecer  especiales  ventajas,  no  sólo  para 
una  demonstración  más  concisa  y  diáfana,  sino  también  para  dar  razón 
o  explicación  de  ciertos  hechos  a  primera  vista  incoherentes  y  para  pre- 
venir o  solventar  ciertas  objeciones  enojosas.  Además,  este  principio, 
prescindiendo  de  sus  ventajas  dialécticas,  contiene  por  sí  mismo  un  altí- 
simo valor:  el  de  presentar  en  toda  su  grandeza  y  en  su  excelsitud  casi 
divina  la  figura  singularmente  transcendente  de  la  augusta  Madre  de  Dios, 
que  cerniéndose,  ella  sola,  por  encima  de  las  cumbres  más  eminentes  de  la 
creación,  aparece  aureolada  con  los  fulgores  que  descienden  de  la  divi- 
nidad: «una  super  omnes». 

En  esta  singularidad  transcendente  hay  que  considerar  tres  aspectos: 
el  estático,  —  su  dignidad ;  el  dinámico,  —  su  actividad  o  acción ;  el  tem- 
poral o  relativo,  —  su  prioridad  o  anticipación. 

Art.  2.    Demonstración  por  los  principios 

Como  cada  uno  de  los  cuatro  principios  anteriormente  establecidos 
«frece,  si  bien  bajo  diferentes  aspectos,  base  suficiente  para  una  demons- 
tración a  su  modo  completa,  es  preferible  tratarlos  separadamente.  Con 
ello  la  demonstración  ganará  no  poco,  así  en  claridad  y  nitidez,  como 
principalmente  en  fuerza  demonstrativa. 


78 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


§  1.    Maternidad  divina  y  soteríológica 

Dignidad.  Por  su  divina  maternidad  María  es  ya  «una  super  omnes» : 
ella  sola  encumbrada  sobre  toda  la  creación.  Es  ésta  una  verdad  tan  vul- 
gar y  trillada  en  la  Mariología,  que  basta  haberla  enunciado.  Otra  ver- 
dad igualmente  reconocida  es  que  María  en  virtud  de  su  divina  maternidad 
pertenece  al  orden  supremo  de  la  unión  hipostática;  y  pertenece  a  él,  no 
extrínsecamente,  como  San  José,  sino  intrínsecamente. 

Pero  la  maternidad  de  María  es,  además  de  divina,  esencialmente  sote^ 
riológlca,  toda  ella  destinada  y  orientada  a  la  redención  de  los  hombres, 
elemento  esencial  en  la  economía  de  la  reparación  humana:  lo  cual  da  a 
María  un  lugar  único  y  eminente  en  el  orden  soteriológico ;  que,  ya  se 
conciba  como  derivación  o  prolongación  del  orden  hipostático,  ya  como 
grado  supremo  dentro  del  orden  de  la  gracia  santificante,  ya  como  intermedio 
entre  ambos,  siempre  obtiene  la  primacía  en  el  mundo  de  la  gracia  divina. 

Madre  de  Dios,  Madre  del  Redentor:  doble  título  de  una  dignidad 
sobre  toda  dignidad  creada,  poseída  exclusivamente  por  María. 

Actividad.  Generalmente,  todo  ser  es  principio  de  actividad.  Dios 
no  ha  creado  seres  inertes.  Y  la  excelencia  de  la  actividad  es  proporcional 
a  la  excelencia  del  ser.  Y  en  la  economía  de  la  gracia  no  existen  figuras 
meramente  decorativas.  Por  tanto,  si  la  dignidad  de  la  maternidad  divina 
y  soteríológica  es  única  y  suprema,  única  y  suprema  ha  de  ser  también 
su  actividad  y  su  acción. 

Más  concretamente,  la  maternidad,  como  antes  hemos  considerado,  es 
un  principio  de  innumerables  actividades,  tanto  en  el  orden  físico  como 
en  el  orden  moral.  Y  todas  estas  actividades  maternales,  en  cuanto  son 
una  actuación  de  la  maternidad  divina,  se  elevan  al  orden  supremo  de  la 
unión  hispostática;  y,  en  cuanto  son  una  actuación  de  la  maternidad 
soteríológica,  se  desenvuelven  en  el  plano  del  orden  soteriológico:  y  por 
ambos  títulos  se  encumbran  por  encima  de  todas  las  actividades  de  las 
puras  creaturas  y  son  exclusivamente  propias  de  María:  en  su  actividad, 
no  menos  que  en  su  dignidad,  «una  super  omnes». 

Prioridad.  Conviene  esclarecer  este  punto,  que  no  ha  sido  conve- 
nientemente atendido.  Es  ya  una  verdad  comúnmente  admitida  que  la 
divina  maternidad  es  la  raíz  primera  de  todas  las  prerrogativas  o  privile- 
gios de  María.  Es  también  una  verdad  universalmente  reconocida  que 
han  de  guardar  la  debida  proporción  con  la  supremacía  singular  de  la 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


79 


maternidad  divina,  de  la  cual  dimanan.  A  estas  dos  verdades  hay  que 
añadir  otra  tercera,  y  es  que  estas  mismas  prerrogativas  las  ha  de  poseer 
María  con  prioridad  o  anticipación,  que  será  temporal,  siempre  que  la 
naturaleza  misma  de  las  cosas  lo  exija  o  lo  consienta.  Y  esto  precisamente 
en  virtud  de  la  maternidad  divina  y  soteriológica.  En  qué  consista  y  en 
qué  estribe  esta  prioridad,  es  lo  que  desearíamos  precisar.  Para  ello  hay 
que  subir  a  los  primeros  principios:  a  los  decretos  divinos  referentes  a  la 
redención  humana. 

En  estos  decretos  hay  que  distinguir  dos  series:  una  relativa  al  Reden- 
tor, otra  relativa  a  su  Madre.  En  la  serie  relativa  al  Redentor  podemos 
distinguir 'estos  signos  o  momentos  lógicos: 

A)  Decreto  de  la  redención  en  sí  considerada,  es  decir,  según  su  sus- 
tancia y  como  en  abstracto.  -  ' 

B)  Decreto  de  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios  en  orden  a  la  reden- 
ción, esto  es,  como  medio  necesario  para  la  redención  por  vía  de  estricta 
justicia.  La  combinación  de  estos  dos  decretos  nos  da  el  decreto  com- 
puesto de  la  redención  por  Cristo. 

C)  Decreto  del  modo  concreto  y  particular  de  esta  redención  por 
Cristo,  esto  es,  de  la  pasión  y  muerte  del  Redentor  con  todas  las  circuns-- 
tancias  históricas  en  que  se  realizó. 

En  la  serie  relativa  a  la  Madre  del  Redentor  podemos  distinguir  también 
estos  signos  o  momentos  lógicos: 

a)    Decreto  de  una  Madre,  es  decir,  de  que  el  Redentor  nazca  de  Mujer. 

6)    Decreto  designando  o  eligiendo  a  María  como  Madre  del  Redentor. 

c)  Decreto  determinando  y  preparando  las  gracias  que  dispongan  a 
María  para  ser  digna  Madre  del  Redentor  o  que  correspondan  a  su  altísima 
dignidad  de  Madre  de  Dios. 

Es  indiferente  ('l  para  nuestro  objeto  que  estas  dos  series  sean  o  no 
completas:  basta  con  que  los  signos  o  momentos  señalados  correspondan 
a  la  realidad  y  se  sucedan  lógicamente  en  el  orden  propuesto:  y  lo  uno 
y  lo  otro,  a  poco  que  se  reflexione,  parece  evidente. 

Esto  supuesto,  surge  la  gran  cuestión:  ¿la  segunda  serie,  en  bloque,  es 
posterior  lógicamente  a  la  primera,  o  bien  los  distintos  decretos  que  inte- 
gran las  dos  series  se  entrecruzan?  Más  concretamente:  los  tres  decretos 
de  la  segunda  serie,  y  cada  uno  de  ellos  en  particular,  posteriores  evidente- 

(')  Sería  también  indiferente  para  nuestro  propósito  el  anteponer  el  decreto 
relativo  a  la  preparación  de  las  gracias  (c)  al  referente  a  la  designación  personal  de 
María  (b).  Lo  que  ahora  nos  interesa,  como  puede  verse  por  la  argumentación  que 
sigue,  es  que  tanto  uno  como  otro  sean  lógicamente  anteriores  al  decreto  sobre  el 
modo  concreto  de  la  redención  ( C),  objeto  de  la  ciencia  de  visión  para  Dios. 


80 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


mente  a  los  dos  primeros  decretos  (A  B)  de  la  primera  serie,  ¿son  también 
posteriores  al  tercero  (C)?  Recuérdese  que  no  hablamos  de  la  anterioridad 
o  posterioridad  cronológica  en  la  ejecución,  sino  de  la  anterioridad  o  poste- 
rioridad lógica  en  los  mismos  decretos. 

Como  base  necesaria  o  como  postulados  previos,  en  orden  a  prevenir 
o  evitar  confusiones  o  malas  inteligencias,  establecemos  estas  tres  verdades, 
que  nadie,  creemos,  pondrá  en  tela  de  juicio:  1)  que  a  María  no  se  le  con- 
cedió ni  asignó  gracia  alguna  que  no  fuese  en  atención  a  los  méritos  del 
Redentor.  Pero  nótense  bien  los  términos  que  empleamos:  hablamos  de 
gracia,  de  lo  que  con  toda  propiedad  sea  y  deba  llamarse  graciai;  y  decimos. 
en  atención  a  los  méritos,  no  en  previsión  de  los  méritos,  que  es  esencial- 
mente distinto.  2)  Que  a  los  demás  santos  se  les  concedieron  o  asignaron 
las  gracias  por  los  méritos  previstos  del  Redentor,  es  decir,  de  la  redención 
prevista  como  ya  consumada.  3)  Que  entre  todos  los  predestinados  María 
ocupa  el  primer  lugar,  es  decir,  que  lógicamente  fué  predestinada  inmedia- 
tamente después  de  Cristo  y  antes  que  todos  los  demás. 

Presupuestas  estas  tres  verdades,  podemos  ya  estudiar  el  triple  problema 
sobre  la  prioridad  o  posterioridad  a)  de  la  maternidad  divina  en  sí  consi- 
derada, b)  de  la  designación  de  María  para  esta  maternidad,  y  c)  de  las 
gracias  asignadas  a  María  como  inherentes  a  la  maternidad  divina,  respecto 
del  tercer  decreto  de  la  primera  serie,  es  decir,  respecto  de  la  redención 
concreta  y  consumada  (^). 

a)  La  maternidad  divina  en  sí  misma  considerada  no  puede  ser  lógica- 
mente posterior  a  la  previsión  de  la  redención  concreta  y  consumada.  Así 
lo  persuaden  dos  razones  fundamentales,  que  parecen  evidentes.  1)  Por- 
que la  maternidad,  así  en  abstracto,  no  es  propiamente  una  gracia,  fruto 
de  la  redención,  sino  una  dignidad  o  un  ministerio  ordenado  a  la  redención ; 
es  como  un  corolario  o  un  prerrequisito  de  la  encarnación.  En  otros  tér- 
minos, la  divina  maternidad  no  pertenece  al  orden  de  la  gracia  santificaníe, 
efecto  de  la  redención,  sino  más  bien  al  orden  supremo  de  la  unión  hipos- 
tática,  lógicamente  previo  a  la  redención.  Más  claro  aún:  como  el  decreto 
de  la  encarnación,  lógicamente  posterior  al  de  la  redención  ut  sic,  es  con 
todo  anterior  al  de  la  redención  concreta  y  circunstanciada,  dado  que  la 
encarnación  es  base  previa  o  prerrequisito  esencial  de  las  circunstancias 
históricas  de  la  redención  concreta,  —  no  sólo  en  el  orden  de  la  ejecución, 

(')  Lo  que  aquí  decimos  es  obvio  y  llano  dentro  de  la  hipótesis  escotista  y  aun 
de  la  suarista  sobre  el  molivo  primario  de  la  encarnación;  pero  creemos  que  estas 
afirmaciones  pueden  deducirse,  como  tratamos  de  hacerlo,  aun  indeper.áientemente 
de  las  dichas  hipótesis.  Según  esto,  podrá  atacarse  la  lógica  de  nuestras  deduccio- 
nes, pero  no  la  ortodc.xia  de  lo  que  intentamos  demonstrar. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


81 


sino  también  en  el  orden  de  la  intención,  —  así  también  lo  es  la  divina 
maternidad,  esencialmente  correlativa  a  la  encarnación.  2)  Porque  los  mé- 
ritos de  la  redención  no  pueden  propiamente  preverse  antecedentemente  (ni 
concomitantemente)  al  decreto  de  la  divina  maternidad.  La  razón  es  clara. 
La  previsión,  como  perteneciente  a  la  ciencia  divina  de  visión,  tiene  por 
objeto  necesariamente  la  existencia  real  y  concreta  de  la  cosa  prevista. 
Ahora  bien,  la  existencia  de  la  cosa  prevista,  aun  en  el  orden  intencional, 
incluye  o  supone  todas  las  circunstancias  concretas  e  históricas  que  la  modi- 
fican o  acompañan.  Y  el  elemento  principal  de  la  muerte  redentora  es  la 
presencia  y  existencia  del  Redentor,  que  lógicamente  presupone  su  encar- 
. nación,  que  no  es  sino  su  filiación  respecto  de  la  Mujer:  filiación,  que  tiene 
como  correlativa  la  divina  maternidad.  Por  estas  dos  razones,  por  lo  que 
es  la  maternidad  y  por  lo  que  supone  la  previsión  de  los  méritos  redentores,, 
parece  indudable  que  el  decreto  de  la  divina  maternidad  es  lógicamente 
previo  al  decreto  último  y  definitivo  de  la  redención  con  todas  sus  circuns- 
tancias. 

b)  ¿Es  igualmente  previa  al  decreto  definitivo  de  la  redención  la  desig- 
nación de  María  para  la  divina  maternidad?  Examinemos  las  dos  razones 
que  acabamos  de  proponer  en  la  solución  del  problema  precedente.  1)  La 
primera  razón  no  es  aquí  tan  clara  y  convincente.  Por  una  parte,  la  desig- 
nación de  María  para  la  divina  maternidad  formalmente  no  es  una  gracia 
propiamente  dicha,  por  más  que  de  parte  de  Dios  sea  un  favor  gratuito. 
En  realidad,  esta  designación  no  es  sino  la  elevación  de  María  al  orden 
supremo  (previamente  determinado)  de  la  unión  hipostática.  Por  otra 
parte,  empero,  si  es  verdad,  como  parece,  que  María  mereció  o  pudo  mere- 
cer (aunque  sólo  de  congruo)  semejante  designación,  estos  merecimientos 
no  se  conciben  sin  la  previa  concesión  (o  asignación)  de  la  gracia  santifi- 
cante (o  por  lo  menos  de  gracias  actuales),  fruto  de  la  redención.  Y  si  así 
es,  la  designación  para  la  divina  maternidad,  aun  cuando  formalmente  no 
sea  una  gracia  propiamente  dicha,  la  presupone,  con  todo.  ¿Y  entonces, 
no  vale  esta  primera  razón?  El  juicio  definitivo  depende  de  otra  cuestión. 
Opinan  gravísimos  teólogos,  entre  ellos  Suárez,  que  Dios,  si  bien  concede 
la  gloria  a  los  justos  en  razón  de  sus  méritos,  los  predestina  a  ella  indepen- 
dientemente de  estos  méritos.  Y  en  esta  hipótesis,  cae  por  su  base  la  difi- 
cultad propuesta  contra  el  valor  de  esta  primera  razón.  Pero,  aun  en  la 
hipótesis  contraria,  subsiste  (o  puede  subsistir)  este  valor.  Porque  entre 
el  caso  de  los  justos  predestinados  a  la  gloria  y  el  de  María  predestinada 
a  la  divina  maternidad  median  dos  diferencias.  En  el  primer  caso  se  trata 
de  méritos  de  condigno ;  en  el  segundo  de  simples  méritos  de  congruo.  En 

6 


82 


MARIA,   MEDIADORA  UNIVERSAL 


el  primero  el  objeto  o  término  de  la  predestinación  pertenece  al  orden  de  la 
gracia  santificante,  fruto  de  la  redención;  en  el  segundo,  al  orden  de  la 
unión  hipostática,  previo  a  la  redención  definitiva.  En  conclusión,  no  po- 
demos urgir  demasiado  esta  primera  razón;  pero  tampoco  es  lícito  decla- 
rarla totalmente  ineficaz.  2)  Otra  cosa  hay  que  decir  de  la  segunda  razón: 
la  cual  por  lo  que  atañe  a  la  significación  misma  de  la  maternidad,  coincide 
exactamente  con  la  expuesta  en  el  problema  anterior;  y  por  lo  que  mira 
a  las  gracias  con  que  pudo  ser  merecida  congruamente  de  parte  de  María, 
coincide  con  la  que  vamos  a  exponer  en  el  problema  siguiente. 

c)  La  divina  maternidad,  si  no  es  formalmente  santificante,  como  lo 
entendía  Ripalda,  es  título  que  exige  la  gracia  santificante  y  otras  muchas 
y  extraordinarias  gracias,  que  Dios  de  hecho  asignó  y  concedió  generosa- 
mente a  la  Virgen  María:  gracias,  unas  dispositivas,  otras  concomitantes, 
otras  subsiguientes  a  la  divina  maternidad.  Todas  estas  gracias  no  se  asig- 
naron ni  dieron  a  María  sino  en  virtud  de  los  méritos  de  su  Hijo  Redentor. 
A  los  demás  hombres  se  da  la  gracia  en  virtud  de  la  redención  consumada: 
o  ya  realizada  históricamente  (como  en  el  Nuevo  Testamento),  o  por  lo 
menos  en  cuanto  prevista  como  futura  (como  en  el  Antiguo  Testamento). 
A  María  se  le  concedió  la  gracia,  histórica  o  cronológicamente,  con  anterio- 
ridad al  acto  de  la  redención,  como  es  evidente;  pero  ¿se  le  asignó  poste- 
riormente a  la  previsión  de  la  redención  consumada,  como  a  los  demás 
hombres,  o  bien  con  anterioridad  lógica  a  dicha  previsión?  Es  éste  un 
problema  de  capital  importancia  por  las  consecuencias  que  entraña.  Hay 
que  estudiarlo,  pues,  con  la  esmerada  diligencia  que  su  importancia  reclama. 

Ante  todo,  hay  que  recordar  que  en  el  desenvolvimiento  lógico  o  en  los 
signos  o  momentos  del  decreto  de  la  redención  humana  la  predestinación 
de  María  sigue  inmediatamente  a  la  predestinación  de  Cristo  y  precede  a 
la  de  los  demás  hombres:  lo  cual  por  sí  sólo  confiere  ya  a  María  una  prio- 
ridad sobre  los  demás  predestinados  y  sobre  los  demás  hombres,  cuyas 
consecuencias  podremos  apreciar  más  adelante.  Y  semejante  prioridad 
valdría,  aun  cuando  la  predestinación  de  María  fuera  lógicamente  posterior 
*  a  la  previsión  de  la  redención  consumada;  pues  significaría  que,  una  vez 
prevista  la  redención,  se  asignaban  sus  frutos  primero  a  María,  para  com- 
pletar su  predestinación,  y  luego  a  los  demás  hombres;  es  decir,  que  en  la 
aplicación  de  los  frutos  de  la  redención  existirían  dos  órdenes:  uno,  que 
comprendería  a  María  solamente;  otro,  que  comprendería  a  los  demás  hom- 
bres. Con  sólo  esto,  que  nadie  podrá  negar,  queda  ya  radicalmente  re- 
suelta la  gran  dificultad,  que  con  aire  de  triunfo  objetan  algunos  contra  la 
corredención  Mariana,  incompatible,  según  ellos,  con  su  condición  de  redi- 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


83 


mida.  Semejante  dificultad,  insubsistente  en  el  orden  de  ejecución,  dentro 
del  cual  María  fué  santificada  mucho  antes  que  se  realizara  la  redención, 
no  es  más  eficaz  en  el  orden  de  intención,  dentro  del  cual,  asignada  la  gracia 
a  María  antes  que  a  los  demás  hombres,  pudo  ya  ella  ser  destinada  y  capa- 
citada a  cooperar  en  la  redención  de  los  otros.  Valdría  la  dificultad,  si  la 
redención  de  María  y  la  de  los  demás  formara  un  bloque  indivisible:  no 
vale,  si  la  redención  recae  en  María,  como  complemento  de  su  eterna  pre- 
destinación, antes  que  en  los  demás  hombres. 

Pero  esta  consideración  no  resuelve  todavía  el  problema  propuesto: 
cuya  solución  estriba  en  una  distinción,  ya  antes  indicada,  pero  que  ahora 
hay  que  declarar  más  fundamentalmente.  En  el  proceso  lógico  de  la  re- 
dención humana  aparece  en  primer  lugar  el  decreto  de  la  redención  ut  sic, 
y  sólo  después  del  decreto  de  la  encarnación  se  concibe  el  decreto  de  la 
redención  completa  en  todas  sus  modalidades  y  circunstancias  históricas. 
A  cada  uno  de  los  decretos  (o  signos)  de  la  redención  precede  lógicamente 
un  conocimiento  o  acto  de  la  inteligencia  divina,  que  respecto  del  primer 
decreto  no  puede  ser  una  previsión  propiamente  dicha,  pero  que  lo  es  res- 
pecto del  último.  La  razón  de  la  diferencia  entre  estos  dos  conocimientos 
divinos  es  clara.  El  primero,  como  tiene  por  objeto  la  redención  ut  sic, 
no  cual  ha  de  existir  en  el  tiempo  y  en  la  realidad  histórica,  es  esencialmente 
(a  nuestro  modo  de  concebir  y  de  hablar)  precisivo  o  abstractivo;  el  se- 
gundo, en  cambio,  es  una  verdadera  visión  previa  de  la  realidad  futura, 
que  se  reduce,  por  tanto,  a  la  ciencia  llamada  de  visión.  Supuesta  esta  dis- 
tinción lógica  de  decretos  y  de  previos  conocimientos,  se  plantea  esta  cues- 
tión: ¿para  asignar  o  predestinar  una  gracia  en  virtud  de  los  méritos  de 
la  redención  hay  que  esperar  al  último  signo,  es  decir  a  la  previsión  de  la 
redención  enfocada  como  existente  en  el  tiempo,  o  bien  basta  el  primer 
signo,  esto  es,  el  conocimiento  cuasi-precisivo  y  el  correspondiente  decreto 
de  la  redención  ut  sic?  A  esta  cuestión  responderemos  por  partes  o  por 
grados. 

En  primer  lugar,  negativamente,  no  creemos  pueda  aducirse  ninguna 
razón  seria  y  eficaz  que  muestre  ser  necesario  aguardar  a  la  previsión  de 
la  redención  circunstanciada,  sin  que  pueda  Dios  asignar  ninguna  gracia 
en  virtud  del  primer  decreto  de  la  redención  ut  sic,  completado  naturalmente 
con  el  decreto  de  la  encarnación. 

En  segundo  lugar,  más  positivamente,  lo  esencial  en  el  presente  orden 
de  la  providencia  es  que  las  gracias  se  concedan  y  se  asignen  o  predestinen 
en  virtud  de  la  redención  de  Cristo,  es  decir,  que  se  deban  a  los  méritos 
del  Redentor.    Ahora  bien,  esto  se  salva  perfectamente,  si  se  asignan  las 


84 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVF.nSAL 


gracias  en  los  dos  primeros  decretos  relativos  a  la  redención,  sin  que  sea 
necesario  aguardar  al  tercero.  Esto  aparece  más  claro,  si  se  tiene  en  cuenta 
que  el  valor  de  los  méritos  depende,  no  de  las  circunstancias  históricas, 
sino  de  la  dignidad  personal  del  Redentor  y  de  sus  actos,  lo  cual  se  halla 
antes  de  llegar  al  tercer  momento  o  signo  lógico  de  la  redención. 

Pero  la  razón  más  poderosa  y,  a  nuestro  juicio,  decisiva  de  lo  que 
afirmamos,  es  la  necesidad  inevitable  de  asignar  a  la  Mujer  predestinada 
para  Madre  de  Dios  las  gracias  que  la  dispongan  cumplidamente  para  este 
oficio  o  dignidad,  aun  antes  de  llegar  a  la  previsión  y  decreto  definitivo 
de  la  redención  circunstanciada.  En  efecto,  no  sólo  en  el  orden  de  la  eje- 
cución, como  es  evidente,  sino  también  en  el  orden  de  la  intención,  no 
puede  darse  ni  concebirse  el  Redentor,  cual  Dios  lo  tiene  decretado,  sin 
que  haya  nacido  de  la  Mujer  predestinada  para  ser  su  Madre,  y,  consi- 
guientemente, sin  que  ésta  haya  sido  previamente  preparada  con  la  gracia 
santificante.  Por  tanto  en  el  orden  de  las  ideas,  no  menos  que  en  el  de 
los  hechos,  la  preparación  de  la  Madre  por  medio  de  la  gracia  es  lógica- 
mente previa  a  la  previsión  propiamente  tal  y  al  decreto  último  de  la 
redención  circunstanciada.  De  consiguiente,  si  la  gracia  se  ha  de  asignar 
a  María  en  virtud  de  la  redención,  y  esto  no  puede  ser  posteriormente  a  la 
previsión  de  la  redención  concreta  e  histórica,  es  fuerza  que  sea  en  atención 
a  la  redención  concebida  en  sí  misma  o  según  su  sustancia,  como  suele 
decirse. 

En  conclusión  los  tres  decretos  referentes  a  María  (o  b  c)  se  han  de 
colocar  entre  los  dos  primeros  (A  B)  y  el  tercero  (C)  de  los  relativos  a 
Cristo. 

Hay  que  comprobar  ahora  si  el  examen  de  los  otros  principios  mario- 
lógicos  lleva  al  mismo  resultado  que  el  principio  de  la  maternidad  divina. 

t 

§  2.    Principio  de  solidaridad 

Recordemos  ante  todo  el  modo  cómo  el  Redentor  se  hace  solidario  con 
la  humanidad.  María,  para  poder  ser  Madre  del  Redentor  solidario,  re- 
presenta de  antemano  y  concentra  en  sí  a  toda  la  humanidad:  así,  al  dar 
su  carne  al  Redentor,  le  da  una  carne  en  la  cual  está  jurídicamente  conte- 
nida y  representada  toda  la  humanidad.  De  ahí  una  acción  y  una  rela- 
ción especial  de  María  con  el  Redentor;  acción,  por  la  cual  transfiere  o 
confiere  al  Redentor  la  solidaridad  humana;  relación  especial:  por  cuanto 
María  no  está  sólo  jurídicamente  representada  en  la  carne  que  recibe  el 


LIBRO   I.  ^ — PRINCIPIOS 


85 


Redentor,  sino  que  le  entrega  su  propia  carne:  doble  vínculo  de  solidaridad 
entre  el  Redentor  y  María.  Esta  parte  de  María  en  la  solidaridad  del 
Redentor  es  un  nuevo  título  de  su  singularidad  transcendente  bajo  todos 
sus  aspectos. 

Dignidad.  María,  al  ser  investida  con  la  representación  oficial  de 
toda  la  humanidad,  es  elevada  a  la  posición  o  dignidad,  que  había  ocupado 
Adán,  y  que  ella  había  de  transmitir  al  Redentor:  posición  única  y  emi- 
nente sobre  toda  la  humanidad:   «una  super  omnes». 

Actividad.  No  menos  patente  es  la  múltiple  acción  de  María  dentro 
del  principio  de  solidaridad.  Ella  con  su  generación  virginal,  al  entregar 
al  Hijo  de  Dios  aquella  carne,  que  encarnaba  en  sí  a  todos  los  hombres, 
solidariza  al  Redentor  con  la  humanidad  y  a  la  humanidad  con  el  Réden- 
lo'-. Ella,  por  tanto,  en  cierta  manera,  al  comunicar  al  Hijo  de  Dios  lo 
que  él  pedía  y  necesitaba  para  ser  Redentor  de  los  hombres,  carne  hu- 
mana, carne  en  que  estuviese  compendiada  y  representada  toda  la  huma- 
nidad, le  capacitaba  para  ser  Redentor,  le  suministraba  los  elementos  que 
le  constituían  Redentor.  Esta  acción,  exclusiva  de  María,  la  colocaba  y 
encumbraba  por  encima  de  todos  los  hombres:   acción  única  y  eminente. 

Prioridad.  La  prioridad,  que  pudiéramos  llamar  comparativa,  de 
María  respecto  de  los  demás  hombres  salta  a  la  vista.  En  orden  a  su 
acción,  lógicamente  anterior  a  la  constitución  o  habilitación  definitiva  del 
Redentor,  María  hubo  de  ser  la  primera,  después  de  Cristo,  en  la  predes- 
tinación divina.  Pero  además  de  esta  prioridad  hay  que  reconocer  en 
María  otra  prioridad  más  interesante  para  nuestro  objeto:  la  anterioridad 
en  la  asignación  de  la  gracia  respecto  de  la  previsión  de  la  redención  con- 
sumada. Esta  anterioridad  es  más  evidente  aún  a  la  luz  del  principio  de 
solidaridad  que  a  la  luz  de  la  maternidad  divina.  En  efecto,  no  sólo  en  el 
orden  de  la  ejecución,  sino  en  el  mismo  orden  de  la  intención,  no  se 
concibe  la  redención  prevista  como  existente  con  todas  sus  circunstancias 
históricas,  sin  la  previa  constitución  del  Redentor;  el  Redentor  no  se  con- 
cibe, sino  solidarizado  con  la  humanidad;  esta  solidaridad  no  se  concibe 
sin  la  previa  acción  de  María  que  la  transmite  al  Redentor;  la  acción  de 
María  tampoco  se  concibe  sin  la  previa  santificación,  que  la  capacite  para 
ejercer  convenientemente  esta  función  soteriológica:  luego  esta  gracia, 
finalmente,  no  se  concibe  como  posterior  a  la  previsión  de  la  redención 
concreta  y  circunstanciada.  Mas,  como,  por  otra  parte,  esta  gracia  dispo- 
sitiva debe  asignarse  a  María  en  atención  a  los  méritos  del  Redentor,  hay 
que  colocar  su  asignación  en  un  signo  o  momento  lógico  previo  de  la  reden- 
ción, es  decir,  en  la  redención  según  su  sustancia. 


86 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


La  necesidad  lógica  de  semejante  anticipación  en  la  asignación  de  la 
gracia,  que  la  naturaleza  misma  de  las  cosas  demuestra  como  ineludible, 
se  hace  más  comprensible,  si  se  considera  que  el  principio  de  solidaridad 
es  precisamente  el  título  por  el  cual  los  hombres  quedan  virtual  o  radical- 
mente justificados  por  la  muerte  del  Redentor,  como  enseña  San  Pablo. 
Ahora  bien,  María,  no  solamente  solidariza  a  Cristo  con  los  hombres,  capa- 
citándole para  ser  Redentor,  sino  también  solidariza  a  los  hombres  con 
Cristo,  capacitándoles  para  poder  ser  redimidos:  y  esta  doble  prioridad,  la 
segunda  especialmente,  es  título  poderoso  para  que  a  María  se  le  anticipe 
la  asignación  de  la  gracia.  Además  María,  no  es  simplemente  una  parte 
de  la  humanidad  representada  en  Cristo,  sino  que  ella  representa,  con  la 
debida  proporción,  como  Cristo,  a  toda  la  humanidad;  y  la  solidaridad  que 
ella  contrae  con  Cristo  no  es  puramente  de  orden  jurídico,  como  la  de  los 
demás  hombres,  sino  también  de  orden  físico.  A  María,  con  mucho  mayor 
propiedad  que  a  los  demás  hombres,  pudo  decir  Cristo  que  era  «carne  de  su 
carne  y  hueso  de  sus  huesos».  Podemos  y  debemos,  por  tanto,  decir  que 
a  María  se  le  concedieron  y  asignaron  las  primicias  de  la  redención. 


§  3.    Principio  de  recirculación 

El  principio  de  recirculación  concretado  a  la  Mariología  se  resume  en 
la  denominación  tradicional  de  María  como  Segunda  Eva.  En  esta  deno- 
minación brilla  también  bajo  todos  sus  aspectos  la  singularidad  transcen- 
dente de  María. 

Dignidad.  Eva  ocupó  una  posición  privilegiada,  única  y  eminente, 
sobre  toda  su  posteridad.  Análoga  posición,  en  virtud  del  principio  de 
recirculación,  corresponde  a  la  Segunda  Eva,  también  bajo  este  aspecto 
«una  super  omnes». 

Actividad.  La  antítesis  paralela  de  María  respecto  de  Eva  no  era  sim- 
plemente de  dos  figuras  opuestas,  sino  de  dos  actividades  contrapuestas. 
La  Nueva  Eva  debía  hacer  el  bien  que  la  antigua  no  hizo,  y  deshacer  el  mal 
que  la  antigua  hizo;  doble  actividad  singular  y  transcendente. 

Prioridad.  Eva  fué  formada  de  Adán  antes  que  todos  los  demás,  y 
de  manera  diferente;  ella  también  fué,  después  de  Adán,  la  primera  en 
recibir  la  justicia  original.  Esta  doble  prioridad  privilegiada  de  Eva  había 
de  reproducirse  en  la  privilegiada  anticipación  con  que  la  gracia  santificante 
fué  concedida  y  asignada  a  María  y  en  el  modo  diferente  con  que  había  de 
gozar  de  los  frutos  de  la  redención. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


87 


§  4.    Principio  de  asociación 

El  principio  de  asociación  consiste  en  que  María  forme  con  Cristo,  si 
bien  en  un  plano  inferior  y  subalterno,  un  solo  principio  adecuado  de  la 
redención.  A  la  luz  del  principio  de  asociación  la  singularidad  transcen- 
dente de  María  aparece  mucho  más  clara  que  a  la  luz  de  los  principios 
precedentes. 

Dignidad.  El  ser  asociada  al  Redentor,  para  formar  con  él  un  principio 
inmediato  de  la  redención,  encumbra  a  María,  y  a  ella  sola,  a  incomparable 
altura  sobre  todos  los  redimidos,  sobre  todos  los  hombres:  dignidad  ésta, 
verdaderamente  única  y  suprema.  En  la  economía  de  la  redención  Cristo 
y  María,  solos,  forman  categoría  aparte  y  eminente,  constituyen  el  orden 
soteriológico,  superior  al  de  la  gracia  santificante. 

Actividad.  En  virtud  de  su  asociación  María  no  solamente  participa 
de  la  dignidad  del  Redentor,  sino  que  forma  con  él  el  principio  activo  de  la 
redención.    El  orden  soteriológico  es  esencial  y  principalmente  dinámico. 

Prioridad.  María  participa  en  la  redención,  no  sólo  pasivamente,  como 
los  demás  redimidos,  sino  además  activamente:  participación  ésta  singu- 
larmente privilegiada,  que  confiere  a  María  una  evidente  prioridad  sobre 
los  demás  redimidos.  Pero  es  mucho  más  importante  otra  prioridad,  es 
decir,  la  anticipación  en  gozar  de  los  frutos  de  la  redención  con  anterio- 
ridad a  la  redención  consumada,  aun  en  el  orden  de  la  intención.  La  razón 
es  evidente.  Si  María  forma  parte  del  mismo  principio  activo,  esto  es,  del 
acto  primero  de  la  redención,  —  y  no  puede  ejercer  este  oficio,  sin  ser  pre- 
viamente santificada,  —  evidentemente  no  puede  serlo  en  virtud  de  la  reden- 
ción consumada,  que  es  el  acto  segundo.  Aun  en  el  orden  lógico  o  inten- 
cional el  acto  primero,  perfectamente  constituido,  es  anterior  al  acto  se- 
gundo. El  título,  por  tanto,  para  asignar  a  María  la  gracia  santificante 
ha  de  buscarse  en  un  signo  lógico  anterior,  que  no  puede  ser  otro  que  el 
primer  decreto  de  la  redención  ut  sic.  No  es  posible  la  previsión  del  acto 
segundo  de  la  redención,  sin  que,  por  el  mismo  caso,  entre  en  el  campo 
visual  de  tal  previsión  el  acto  primero  perfectamente  constituido. 


88 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Ari.  3.    Comprobación  por  los  hechos 

Aunque  sea  abandonando  momentáneamente  nuestro  método,  de  probar 
los  principios  por  vía  de  análisis  de  los  conceptos,  no  creemos  inútil  com- 
probar el  principio  de  la  singularidad  transcendente,  como  por  vía  de  in- 
ducción, contrastándolo  con  los  hechos,  es  decir,  con  algunas  verdades,  ya 
comúnmente  admitidas,  en  que  resplandece  dicho  princij)io,  y  que  aparecen 
como  aplicación  suya;  principalmente,  que  esas  verdades  caen  general- 
mente fuera  de  la  Soteriología  Mariana,  y  no  han' de  probarse,  por  tanto, 
con  los  principios  que  ahora  establecemos.  Por  lo  menos,  este  ensayo 
servirá  de  ilustración.  Trataremos  separadamente  los  dos  puntos  del  prin- 
cipio en  que  puede  ser  más  útil  la  comprobación:  la  singularidad  y  la 
prioridad;  dado  que  la  supremacía  de  la  que  es  Madre  de  Dios  no  necesita 
de  comprobación. 

§  1.  Singularidad 

Posee  María  numerosas  prerrogativas  altísimas,  a  sola  ella  otorgadas, 
con  exclusión  de  todos  los  demás.  Enumeremos  las  más  importantes  y  uni- 
versalmente  reconocidas. 

Sea  la  primera  su  fecundidad  virginal,  que  junta  en  uno  la  virginidad 
con  la  maternidad.    Con  razón  canta  la  Iglesia: 

...  Gandía  matris  habens  cum  virginitatis  honore: 
nec  primam  similem  visa  est,  nec  habere  sequentem. 

\  si  es  verdadera  aquella  sentencia,  tantas  veces  repetida  por  los  Santos 
Padres,  es  a  saber,  que  "Madre  de  Dios  no  pudo  ser  sino  Madre  Virgen,  ni 
Madre  Virgen  pudo  ser  sino  Madre  de  Dios»,  sigúese  que  este  singular 
privilegio  no  sólo  no  se  ha  concedido  ni  concederá  de  hecho  a  nadie  más, 
sino  que  ordenadamente  no  puede  concederse  a  otro:  exclusivo,  por  tanto, 
de  hecho  y  de  derecho;  en  virtud  del  cual  es  María  «una  super  omnes». 

Vienen  en  segundo  lugar  los  varios  privilegios  contenidos  en  la  santidad 
singularísima  de  María,  tanto  bajo  su  aspecto  negativo  como  bajo  su 
aspecto  positivo.  Bajo  el  negativo  sobresalen  la  Concepción  Inmaculada, 
que  a  no  pocos  parecía  antiguamente  comprometer  la  universalidad  de  la 
redención;  la  total  extirpación  de  la  concupiscencia  o  fómite  del  pecado, 
ya  desde  la  misma  Concepción;  la  exención  absoluta  de  todo  pecado  venial. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


89 


aun  el  más  ligero,  durante  toda  su  vida.  Y  bajo  el  aspecto  positivo,  la 
plenitud  de  gracia,  superior  a  la  de  todos  los  ángeles  y  santos  juntos: 
plenitud,  que  algunos  indiscretos  quisieron  sujetar  a  cálculos  matemáticos, 
para  perderse  en  cifras  astronón^icas  y  fantásticas. 

Sigue  en  tercer  lugar  aquel  privilegio  tan  querido  y  venerado  del  pueblo 
cristiano,  es  decir,  la  Asunción  de  María  a  los  cielos  en  cuerpo  y  alma, 
inmediatamente  después  de  su  muerte. 

Son  de  otro  orden  otros  dos  privilegios:  la  maternidad  espiritual  y 
universal  de  María  respecto  del  Cuerpo  místico  de  Cristo,  y  las  propiedades 
de  su  intercesión  actual  en  los  cielos,  señaladamente  la  universalidad  absoluta 
y  la  necesidad,  establecida  por  Dios,  de  esta  intercesión. 

Recordem.os  finalmente  el  culto  de  hiperdulía,  que  se  tributa  a  María, 
inferior  al  de  latría,  exclusivo  de  Dios,  pero  superior  al  de  simple  dulía, 
común  a  los  demás  santos. 

Si  cada  uno  de  estos  privilegios  es  ya  singular  y  exclusivo,  el  conjunto 
de  todos  ellos  no  puede  negarse  que  es  una  espléndida  comprobación  o 
verificación  del  principio  de  la  singularidad  transcendente.  Los  hechos, 
pues,  comprueban  la  verdad  del  principio. 

§  2.  Anticipación 

Hay  que  recordar  y  considerar  sobre  todo  dos  anticipaciones  singula- 
res: la  de  la  santificación  en  la  Concepción  Inmaculada  y  la  de  la  glorifi- 
cación completa  en  la  Asunción  corporal. 

En  la  Concepción  la  anticipación  de  la  santificación  presenta  múltiples 
y  variados  aspectos:  la  infusión  de  la  gracia  santificante  se  anticipó  al  naci- 
miento de  María  y  a  la  aplicación  de  cualquier  medio  ordenado  por  Dios; 
más  aún  se  anticipó  al  pecado  original,  preservándola  de  incurrir  en  él.  Y 
semejante  anticipación  lleva  consigo  un  modo  singular  y  privilegiado  de 
ser  redimida,  por  redención  preventiva  o  preservativa. 

En  la  Asunción  podemos  señalar  también  varias  anticipaciones.  Co- 
mienza por  la  resurrección  de  la  carne,  antes  de  la  corrupción  corporal  y 
antes  de  la  resurrección  universal;  y  termina  con  la  traslación  al  cielo  en 
cuerpo  y  alma,  es  decir,  con  la  glorificación  consumada,  antes  de  la  glori- 
ficación definitiva  de  los  demás  justos.  Semejante  anticipación,  con  estas 
y  otras  circunstancias,  es  sustancialmente  diferente  de  la  qu("  acaso  lograron 
aquellos  pocos  santos  que  resucitaron  en  la  resurrección  del  Redentor.  Es 
caso  único. 


90  MAr.lA,  MEDIADORA  UiMVEnSAL 

Estas  dos  anticipaciones  tienen  mucho  mayor  importancia  de  lo  que 
pudiera  parecer.  Recordaremos  que  toda  la  catástrofe  humana  se  com- 
pendia en  aquellas  palabras  de  San  Pablo:  «per  peccatum  mors»  (Rom. 
5,  12),  como  toda  la  reparación  podría  resumirse  en  estas  otras:  «per  iusti- 
tiam  vita».  Si  la  justicia  y  la  vida  sintetizan  todos  los  frutos  de  la  redención, 
bien  podemos  concluir  que  María  gozó  estas  frutos  con  singular  y  privi- 
legiada anticipación. 

No  hemos  agotado  aún  toda  la  significación  profundísima  de  semejante 
anticipación.  En  virtud  de  ella  podemos  decir  que  María,  con  la  debida 
proporción,  pertenece,  lo  mismo  que  Cristo,  al  orden  de  las  primicias.  San 
Pablo  nos  explicará  el  misterio. 

De  los  dos  grandes  frutos  de  la  redención,  la  justicia  y  la  vida.  Cristo, 
si  no  tenía  que  participar  del  primero,  sí  participó  del  segundo ;  y  participó 
de  él  por  vía  de  merecimiento  y  con  la  debida  plenitud  y  anticipación. 
Escribe  el  Apóstol  a  los  Corintios:  «Cristo  ha  resucitado  de  entre  los 
muertos,  primicias  de  los  que  ya  descansan.  Pues  ya  que  por  un  hombre 
vino  la  muerte,  también  por  un  hombre  la  resurrección  de  los  muertos. 
Porque  como  en  Adán  todos  mueren,  así  también  en  Cristo  serán  todos  vivi- 
ficados. Cada  uno  en  su  propio  orden:  las  primicias.  Cristo;  después  los 
de  Cristo,  en  su  advenimiento»  (1  Cor.  15,  20-23).  Dos  órdenes,  pues, 
existen  según  San  Pablo  en  la  resurrección,  que,  completando  la  imagen 
por  él  apuntada,  podemos  llamar  el  orden  de  las  primicias  y  el  orden  de 
las  restantes  mieses  o  de  la  cosecha  general.  Al  orden  de  las  primicias 
pertenece  Cristo,  porque  resucitó  anticipadamente;  al  orden  de  las  restantes 
mieses  pertenecen  los  que  son  de  Cristo,  es  decir,  los  fieles  o  justos  en 
general,  cuya  resurrección  universal  se  reserva  para  el  segundo  advenimien- 
to de  Cristo.  Ahora  bien,  la  resurrección  de  María  no  se  retrasó  hasta  el 
advenimiento  de  Cristo,  se  anticipó  privilegiadamente.  María,  por  tanto, 
no  pertenece  al  orden  de  las  restantes  mieses,  sino  al  orden  privilegiado  de 
las  primicias.  Por  otra  parte,  si  «per  iustitiam  vita»,  esto  es,  si  la  vida  y 
la  resurrección  son  resultado  o  fruto  de  la  justicia,  María  no  pudo  perte- 
necer al  orden  de  las  primicias  en  la  resurrección,  si  no  perteneció  previa- 
mente — y  en  esto  ella  sola — ,  al  mismo  orden  de  las  primicias  en  lo  que 
atañe  a  la  justicia  y  santidad.  En  conclusión,  es  fuerza  reconocer  que  en 
la  participación  o  goce  de  los  frutos  de  la  redención  María  pertenece  al 
orden  privilegiado  de  las  primicias,  esto  es,  no  al  orden  común  de  los  de 
Cristo,  sino  al  orden  supremo  del  mismo  Cristo. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


91 


Art.  4.    ¿Participa  María  de  la  gracia  «capital»? 

Llamamos  «gracia  capitah>  la  que  los  teólogos  comúnmente  denominan 
«gratia  capüis»,  propia  tle  Cristo  en  cuanto  hombre.  Acaso  fuera  más 
propio  hablar  de  la  «dignidad»  o  de  la  «función  capital-» ;  mas,  como  esta 
dignidad  o  función  es  en  Cristo  una  gracia,  fuente  y  origen  de  toda 
gracia,  y  de  ella  suele  tratarse,  cuando  se  habla  de  la  gracia  de  Cristo,  ha 
prevalecido  en  consecuencia  la  denominación  de  «gracia  capital»,  como' 
contrapuesta  a  la  gracia  personal  del  Hombre-Dios. 

Esta  gracia  capital  de  Cristo  sugiere  el  problema  mariológico:  ¿parti- 
cipó María  de  la  gracia  capital  de  Cristo,  es  decir,  de  la  dignidad  y  función 
propia  de  la  Cabeza  respecto  del  Cuerpo  místico?  Como  complemento  o 
ulterior  determinación  de  la  singularidad  transcendente,  hay  que  examinar 
este  problema. 

Suárez,  incidentalmente,  afirma  la  participación  de  María  en  la  dignidad 
de  Cabeza,  propia  de  Cristo.  Para  probar  que  la  Virgen  es  acueducto  uni- 
versal de  la  gracia,  cuya  fuente  es  Cristo,  arguye  de  esta  manera:  «Nam, 
quia  gratia  Christi  respectu  omnium  est  gratia  Capitis,  ideo  habet  illam 
excellentiam  (la  de  ser  fuente  universal  de  la  gracia);  sed  B.  Virgo  parti- 
cipat  illam  dignitatem  (la  dignidad  de  Cabeza):  decet  ergo  ut  et  gratia  eius 
illam  perfectionem  participet»  (de  que  también  su  gracia  se  derive  a  todos 
los  demás).  (In  3  p.  D.  Thom.,  disp.  18,  sect.  4,  nn.  12-13).  Pero  Suárez 
ni  prueba  su  aserto,  ni  menos  lo  explica:  la  importancia  de  la  materia  |nos 
invita  a  que  intentemos  nosotros  lo  que  él  no  hizo:  hay  que  probar  la 
verdad  del  aserto  y  hay  que  determinar  la  naturaleza  de  esta  función  capital, 
si  es  que  María  participa  de  ella. 

§  1.    María  participó  de  la  gracia  acapitah 

María  en  tanto  participará  de  la  gracia  «capital»,  en  cuanto  reúna  en  sí 
las  propiedades  o  notas  características,  que  constituyen  a  Cristo  Cabeza  de 
la  Iglesia.  Estas  propiedades,  según  Santo  Tomás,  son  tres:  1)  el  orden, 
esto  es,  la  alteza  y  prioridad,  o  la  primacía  de  la  cabeza  sobre  los  demás' 
miembros;  2)  la  perfección,  es  decir,  la  plenitud  de  todas  las  gracias;  3)  la 
virtud,  o  sea,  el  poder  de  influir  la  gracia  en  todos  los  miembros  de  la 
Iglesia  (3,  q.  8,  a.  1,  c).  Examinemos  si  estas  propiedades,  con  la  debida 
proporción,  se  hallan  en  María.    1)  El  orden  o  primacía  se  verifica  espíen- 


92 


MARÍA,   MEDIADORA  UNIVERSAL 


didamente  en  la  singularidad  transcendente,  que  encumbra  a  María  sobre 
todas  las  puras  criaturas  y  la  coloca  en  el  orden  supremo  de  la  unión  hipos- 
tática:  orden  formado  por  el  Hijo  de  Dios  y  por  la  Madre  de  Dios,  y  por 
nadie  más,  si  no  es,  de  un  modo  ya  muy  secundario,  por  el  Patriarca  San 
José.  2)  La  perfección  o  plenitud  de  la  gracia  no  resplandece  menos  en 
María,  a  quien  cada  día  toda  la  Iglesia  saluda  con  el  ángel  «llena  de  gracia». 
3)  La  virtud  o  poder  de  influir  la  gracia  en  todos  los  miembros  de  la  Iglesia 
se  halla  incluida  en  el  principio  de  asociación,  en  virtud  del  cual  María 
forma  con  Cristo  el  principio  adecuado  de  la  redención;  o,  lo  que  es  lo 
mismo,  en  la  múltiple  actividad  inherente  a  la  singularidad  transcendente. 
Si,  pue?,  María  reúne  en  sí  todas  las  notas  características  de  la  función 
'(Capital)),  no  podemos  negarle  la  participación  en  la  gracia  «capital))  de 
Cristo. 

Lo  que  poco  ha  considerábamos  sobre  el  orden  de  las  primicias  en  la 
resurrección  nos  lleva  al  mismo  resultado.  Por  una  parte,  en  el  orden  de 
las  primicias  se  halla  Cristo;  en  el  orden  de  las  restantes  mieses,  «los  que 
son  de  Cristo».  Por  otra,  «los  que  son  de  Cristo»  en  el  tecnicismo  de  San 
Pablo,  es  lo  mismo  que  «los  miembros  del  Cuerpo  místico  de  Cristo» :  por 
consiguiente,  la  distribución  «Cristo»  y  «los  que  son  de  Cristo»  es  lo 
mismo  que  «la  Cabeza»  y  «los  miembros».  Por  tanto,  el  orden  de  las 
primicias  equivale  al  orden  de  la  Cabeza.  Luego,  finalmente,  si  María  per- 
tenece, como  antes  hemos  demonstrado,  al  orden  de  las  primicias,  pertenece 
por  el  mismo  caso  al  orden  de  la  Cabeza,  es  decir,  participa  de  la  función 
o  de  la  gracia  «capital». 

Además,  como  Segunda  Eva,  María  participa  de  la  «capitalidad»  del 
Segundo  Adán:  lo  mismo  que  la  antigua  Eva  participaba  de  la  «capitalidad» 
del  primer  Adán,  con  quien  formaba  el  primer  origen  o  principio  de  \oAa 
la  humanidad,  así  en  la  generación  natural  como  en  la  transmisión  de  la 
justicia  original.  Adán  y  Eva  formaban  como  un  bloque  moral,  por  una 
parte,  y,  por  otra,  toda  su  posteridad.  No  podía  ser  menor  la  cohesión  da 
la  Segunda  Eva  con  el  Segundo  Adán. 

§  2.    Naturaleza  de  ¡a  gracia  (^capital»  de  María 

Contra  la  gracia  «capital»  de  María  se  ofrece  espontáneamente  una  difi- 
cultad. Si  Cristo  es  Cabeza  y  María  también  es  Cabeza,  ¿serán  dos  las 
cabezas  del  Cuerpo  místico  de  Cristo?  Semejante  dificultad,  nacida  de  la 
índole  parcialmente  metafórica  de  la  «capitalidad»,  — dificultad,  que  se 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


93 


repite  en  otras  denominaciones  igualmente  metafóricas — -  se  desvanece  si 
se  toca  la  realidad.  La  «capitalidad»  es  propiamente  una,  si  bien  partici- 
pada a  la  vez  por  dos:  por  Cristo  principalmente  y  por  María  secundaria- 
mente: una  misma  forma,  que  informa  dos  sujetos  distintos  de  diferente 
manera.  La  comparación  con  la  autoridad,  — noción  afín  a  la  «capitali- 
dad»—  que  puede  ser  participada  a  la  vez  por  muchos,  ayudará,  no  sola- 
mente a  resolver  la  dificultad,  sino  principalmente  a  esclarecer  la  natura- 
leza de  la  «capitalidad))  Mariana,  como,  a  nuestro  juicio,  puede  ilustrar 
también  el  problema  nada  fácil  de  su  realeza. 

L^na  misma  autoridad  o  potestad  puede  ser  poseída  a  la  vez  y  por  igual 
por  muchos  como  in  solidum,  en  cuanto  todos  ellos  forman  una  persona 
moral.  Es  el  caso,  por  ejemplo,  de  los  triunviratos.  Puede  también  la 
autoridad  repartirse  entre  muchos,  en  cuanto  sus  diferentes  funciones,  la 
legislativa,  la  ejecutiva,  la  judicial,  se  distribuyen  entre  diferentes  sujetos  u 
organismos. 

Son  diferentes  de  los  anteriores  otros  casos  en  que  la  autoridad,  vincu- 
lada a  una  persona,  se  comunica  a  otras.  Esta  comunicación  puede  verifi- 
carse de  diversas  maneras:  por  plenaria  representación  o  transmisión  vica- 
ria, por  cuanto  el  que  la  posee  por  derecho  propio  y  la  ejerce  en  nombre 
propio  la  transfiere  o  comunica  a  otro,  que  la  ejerza  en  nombre  ajeno:  tal 
es  la  comunicación  de  la  potestad  soberana  de  Cristo  sobre  la  Iglesia  al 
Pontífice  romano,  que  la  ejerce  como  Vicario  de  Cristo;  — por  concesión 
limitada  de  poderes  a  otra  persona,  que  ejerza  la  autoridad  como  subalter- 
no, pero  en  nombre  propio:  tal  es,  según  la  opinión  más  probable,  la 
concesión  de  los  poderes  episcopales  hecha  por  el  Papa;  — por  simple  dele- 
gación de  facultades  limitadas:  tal  es  la  comunicación  de  la  autoridad 
pontifical  a  los  Administradores  Apostólicos. 

Estas  diferentes  maneras  de  comunicación  de  la  autoridad  sólo  nega- 
tivamente sirven  para  nuestro  objeto,  por  cuanto  ninguna  de  ellas  es  apta 
para  explicar  la  participación  Mariana  de  la  gracia  «capital»,  que  prima- 
riamente reside  en  Cristo.  Ni  hay  para  que  hacer  comparaciones  particu- 
lares, de  resultado  negativo.  Pero  fuera  de  éstas  existe  otra  comunicación 
o  participación  de  la  misma  autoridad,  que  juzgamos  idónea  para  dar  a 
entender  cómo  una  misma  «capitalidad»  se  halla  simultáneamente  en  Cristo 
y  en  María,  aunque  de  diferente  manera.  Tal  es  la  autoridad,  que  llama- 
remos familiar  (^),  participada  a  la  vez,  con  diferentes  modalidades,  por 
«1  padre  y  por  la  madre,  en  cuanto  forman  un  solo  sujeto  moral. 


(')    Tal  vez  mejor  podría  llamarse  parental. 


94  MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 

En  la  familia  existe  una  sola  autoridad,  que  primaria  y  principalmente 
posee  el  padre,  pero  que  se  comunica  también  a  la  madre,  no  por  transmisión 
o  concesión  o  delegación,  sino  más  bien  por  extensión  o  derivación,  por 
cuanto  la  potestad  patria .  se  extiende  por  derecho  natural  también  a  la 
madre,  en  la  cual  reviste  modalidades  especiales,  es  decir,  maternales; 
modalidades,  que  no  son  propiamente  funciones  distintas,  sino  las  mismas 
funciones  de  la  autoridad  paterna,  pero,  por  así  decir,  maternalizadas.  En^ 
este  sentido  padre  y  madre,  por  su  íntima  unión  y  compenetración  moral, 
forman  una  sola  cabeza  de  la  familia,  un  solo  sujeto  moral  de  la  autoridad 
familiar.  De  semejante  manera  creemos  hay  que  concebir  la  comunicación, 
es  decir,  la  extensión  o  derivación  de  la  función  «capital»,  propia  de  Cristo, 
a  María.  Como  la  madre  es  el  complemento  natural  del  padre,  para  formar 
con  él  un  solo  principio  de  autoridad,  como  lo  es  para  formar  un  solo  prin- 
cipio de  vida,  así  también  María  es  el  complemento  connatural  y  sobre- 
natural de  Cristo  para  formar  con  él  una  sola  Cabeza,  como  lo  es  para 
formar  un  solo  principio  de  redención,  de  justicia  y  de  vida  eterna.  Más 
aún,  como  la  madre  es  a  la  vez  subordinada  al  marido  y  participante  de 
su  autoridad,  así  también  María,  si  por  una  parte  está  sujeta  a  Cristo  y  de 
él  recibe  cuanto  tiene,  por  otra,  participa  con  él  de  su  prerrogativa  «capital». 
Esta  manera  de  concebir  la  «capitalidad»  de  María,  cuando  se  trata  de  la 
dispensación  de  las  gracias,  ha  hallado  su  e^cpresión  plástica  en  la  imagen 
metafórica  del  cuello,  según  la  cual,  como  Cristo  es  la  Cabeza,  de  donde 
se  derivan  las  gracias,  así  María  es  el  Cuello,  por  el  cual  se  comunican  estas 
gracias  a  todos  los  miembros  del  Cuerpo  místico  de  Cristo.  Mas  esa  ima- 
gen, no  del  todo  impropia,  cuando  se  trata  de  la  dispensación  de  las  gracias, 
es  inadecuada  paxa  expresar  la  comunión  o  consorcio  de  la  función  «capital» 
entre  Cristo  y  María.  A  falta  de  una  imagen  sensible,  mantengámonos  en 
la  idea  misma,  según  la  cual  la  comunicación  de  la  gracia  «capital»  se  ha 
de  explicar  por  extensión  o  derivación  de  Cristo  a  María  en  el  sentido 
expuesto. 

Solo  notaremos,  para  terminar  este  punto,  lo  que  antes  hemos  insi- 
nuado: que  semejante  explicación  no  es  exclusiva  de  la  materia  que  trata- 
mos, sino  común  a  otras  muchas  materias  análogas.  Así  creemos  que  hay 
que  explicar  la  realeza  de  María,  así  el  principio  de  asociación  de  María  coil 
Cristo,  y  así  también  generalmente  todo  lo  que  sea  por  parte  de  María 
participación,  consorcio  o  comunión  (en  el  sentido  Paulino)  de  las  prerro- 
gativas de  Cristo. 


LIBRO   I.  —  PRIN'CIPIOS 


95 


CONCLUSIÓN 

Se  hace  necesaria  una  mirada  retrospectiva  y  comparativa  de  los  cinco 
principios  expuestos. 

Como  fácilmente  ha  podido  apreciarse,  no  son  cinco  principios  homo- 
géneos ni  independientes.  Tanto  por  su  contenido,  como  por  el  proceso 
de  su  derivación  y  por  sus  recíprocas  relaciones,  hay  mucha  diversidad  de 
unos  respecto  de  otros.  La  maternidad  divina  y  soteriológica  es,  de  suyo, 
más  bien  un  hecho;  en  cambio,  los  principios  de  solidaridad,  reciixulación 
y  asociación  son  de  carácter  más  racional  o  ideológico;  la  singularidad 
transcendente  participa  de  lo  uno  y  de  lo  otro.  En  cuanto  al  proceso 
de  su  derivación,  los  tres  primeros  siguen  un  desenvolvimiento  rectilíneo 
y  están  como  escalonados,  aunque  no  son  del  todo  homogéneos.  Los  tres 
parten  del  mismo  punto:  la  maternidad  del  Redentor,  y  se  diferencian  por 
el  análisis  progresivo  del  término  «Redentor».  En  el  primero,  «Redentor» 
es  el  Hijo  de  Dios  que  se  hace  hombre  para  redimir  a  los  hombres,  sin  más 
determinaciones.  En  el  segundo,  un  nuevo  elemento,  la  redención  por  vía 
de  rigorosa  justicia,  introduce  el  principio  de  solidaridad;  en  virtud  del 
cual  el  «Redentor»  es,  no  sólo  Dios-hombre,  sino  también  solidario  con  los 
hombres.  En  absoluto  estos  dos  principios  bastan  para  la  sustancia  de  la 
redención,  aun  por  vía  de  estricta  justicia.  Pero  Dios  quiso  ir  más  allá: 
quiso  que  la  reparación  fuese  más  plenaria,  más  visible  o  palpable,  aun 
en  sus  principales  circunstancias.  De  ahí  la  razón  del  tercer  principio. 
El  «Redentor»  debía  ser  un  Segundo  Adán:  lo  cual  entrañaba  el  principio 
de  recirculación,  que,  coartado  a  la  Mariología,  se  concretaba  en  la  deno- 
minación de  Segunda  Eva.  Hasta  aquí,  como  se  ve,  el  desenvolvimiento  es 
rectilíneo  y  se  realiza  por  el  análisis  del  término  «Redentor» :  la  maternidad, 
misma,  si  va  recibiendo  nuevas  determinaciones  o  modalidades  por  parte 
del  término,  en  sí  misma  o  directamente  permanece  fija  e  inmutable. 

Muy  diferente  es  el  proceso  dialéctico  de  los  dos  últimos  principios.  El 
cuarto,  de  asociación,  contenido  ya  implícitamente  en  los  tres  primeros, 
no  hace  sino  convertirse  en  explícito  por  vía  de  análisis.  Iniciado  ya  en 
la  maternidad,  que  entraña  en  sí  cierta  asociación,  y  reforzado  por  el  prin- 
cipio de  solidaridad,  se  completa  con  el  principio  de  recirculación.  En 
absoluto,  hubiera  podido  considerarse  como  elemento  integrante  de  este 
último;  pero  el  hallarse  iniciado  y  enraizado  en  los  dos  anteriores  y  sobre 
todo  su  importancia  capital  y  decisiva  en  la  Soteriología  Mariana  hacían 
conveniente  el  tratarlo  por  sí  y  separadamente  y,  por  así  decir,  desglosarlo 


96 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


de  los  anteriores.  De  todos  modos,  hay  que  notar  que  propiamente  no 
añade  a  éstos  ningún  elemento  esencialmente  nuevo. 

Más  diferente  aún  es  el  último,  de  la  singularidad  transcendente,  que, 
por  vía  de  análisis  y  de  síntesis  a  la  vez,  es  el  resultado  y  como  el  fruto 
de  todos  los  precedentes.  Por  esto,  para  la  fuerza  de  la  demonstración, 
reducida  a  los  primeros  principios,  no  ofrece  ventajas  de  importancia. 
Puede,  con  todo,  ofrecerla  no  despreciable  para  la  claridad  y  nitidez  de  la 
argumentación,  y  más  aún  para  la  solución  de  ciertas  dificultades,  y,  más 
generalmente,  para  explicar  muchas  cosas  y  para  disipar  o  prevenir  la 
extrañeza  que  a  primera  vista  pudieran  causar  algunas  prerrogativas  estu- 
pendas de  María.  En  especial,  su  expresión  derivada,  la  participación  o 
comunión  de  la  función  «capital»,  —  que  es  como  una  fórmula  sintética 
de  los  dos  últimos  principios,  —  contiene  en  sí,  como  en  germen,  toda  la 
Soteriología  Mariana. 

Con  lo  dicho  podemos  plantear  y  resolver  satisfactoriamente  el  inter& 
sante  problema  del  primer  principio  o  axioma  fundamental  de  la  Soterio- 
logía Mariana  y  aun  de  toda  la  Mariología.  Pero  antes,  es  necesario  hacer 
una  observación,  que  no  siempre  se  ha  tomado  en  cuenta.  No  es  lo  mismo 
primer  principio  que  fórmula  sintética.  Podrán  proponerse  varias  fórmu- 
las, que  acaso  compendien  o  sinteticen  toda  la  Mariología,  pero  que  no 
serán  su  axioma  fundamental.  Podrá  ser  muy  bien  que  de  ellas  se  deduzca 
lógicamente  toda  la  Mariología:  pero  esto  no  basta  para  que  se  las  consi- 
dere como  su  principio  fundamental.  Es  decir,  en  el  desenvolvimiento 
de  las  verdades  mariológicas  no  basta  mirar  al  término  ad  quem,  sino  que 
hay  que  atender  además  al  término  o  quo:  no  basta  considerar  su  fecun- 
didad, sino  que  hay  que  ver  si  esas  fórmulas  sintéticas  constituyen  real- 
mente el  primer  punto  de  partida,  el  primer  origen,  la  primera  célula 
germinal.  Si  no,  por  más  fecundas  y  comprensivas  que  sean,  no  pueden 
considerarse  como  el  principio  primario  de  la  Mariología. 

Sigúese  de  aquí  que  el  axioma  fundamental  de  la  Mariología  hay  que 
buscarlo  dentro  de  los  tres  primeros  principios  antes  expuestos;  dado  que 
los  dos  últimos,  derivados  de  los  anteriores,  los  cuales  presuponen,  no  nos 
colocan  en  el  mismo  punto  de  partida.  Consiguientemente,  el  principio  de 
asociación,  a  pesar  de  su  enorme  importancia,  no  es,  ni  en  todo  ni  en  parte, 
el  primer  principio  mariológico  que  se  busca. 

En  cambio,  los  tres  primeros,  no  menos  fecundos  que  los  siguientes, 
tienen  la  ventaja  de  llevarnos  al  punto  de  origen.  Por  otra  parte,  como 
todos  tres  no  son  sino  como  tres  estadios  o  momentos  en  el  proceso  dialéc- 
tico de  la  fórmula  «Madre  de  Redentor»,  resulta  que  en  esta  fórmula  sé 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


97 


hallan  contenidos  implícita  o  virtualmente.  Más  claro,  si  el  término  «Re- 
dentor» se  toma  en  toda  la  plenitud  o  amplitud  de  su  significado,  entonces 
«Redentor»  equivale  a  «Dios-hombre  hecho  solidario  con  los  hombres  en 
calidad  de  Segundo  Adán».  Y  una  vez  entendido  así,  como  puede  y  debe 
entenderse,  y  de  hecho  así  se  entiende,  la  fórmula  «Madre  del  Redentor)» 
es  el  axioma  primario  que  se  buscaba.  Porque,  por  una  parte,  nos  coloca 
en  el  punto  de  partida,  dado  que  la  maternidad  del  Redentor  es  la  razón 
primera,  y  aun  única,  de  la  predestinación  y  existencia  de  María;  y,  por 
otra,  entraña  en  su  fecundidad  los  tres  primeros  principios,  y,  con  ellos,  los 
principios  derivados,  y,  consiguientemente,  la  Mariología  integral.  Pode- 
mos, pues,  concluir  que  la  fórmula  «Madre  del  Redentor»,  es  el  principio 
primario  de  la  Soteriología  Mariana  y  de  toda  la  Mariología. 

Escolio  I.  Síntesis  de  los  principios  Mariológicos.  A  los  cinco 
principios  establecidos  hay  que  añadir  otros  frecuentemente  mencionados 
por  los  mariólogos.  Para  mejor  entender  y  apreciar  la  razón  de  ser  y 
la  tendencia  peculiar  de  estos  nuevos  principios,  convendrá  presentarlos 
en  su  punto  de  origen. 

De  los  cinco  principios  ya  estudiados,  el  primero,  la  maternidad  divina 
y  soteriológica,  representa  el  punto  de  partida  y  es  como  la  célula  germinal; 
los  dos  siguientes,  la  solidaridad  y  la  recirculación,  son  dos  etapas  conse- 
cutivas de  un  desenvolvimiento  directo ;  el  cuarto,  la  asociación,  es  como 
un  desglosamiento  de  la  recirculación ;  el  quinto,  la  transcendencia  singular, 
nace  de  la  reflexión  sobre  la  posición  transcendente  y  única  que,  en  virtud 
de  los  cuatro  principios  precedentes,  ocupa  en  la  creación  la  Madre  del 
Redentor.  Esta  primera  reflexión,  lejos  de  agotar  el  contenido  de  los  prin- 
cipios descubiertos,  sugiere  nuevas  reflexiones,  que  se  desenvuelven  en  otras 
dos  etapas  sucesivas,  y  que  dan  origen  a  nuevos  principios. 

La  primera  reflexión,  al  considerar  la  posición  transcendente  y  única 
de  María,  descubre  las  relaciones  Marianas  con  Dios,  con  Jesu-Cristo  y 
con  el  resto  de  la  creación:  relaciones,  que  se  concretan  en  otros  tantos 
principios.  De  la  relación  de  María  con  Dios  surge  el  principio  que  pudié- 
ramos llamar  de  los  límites,  que,  por  su  doble  tendencia  aproximativa  y 
restrictiva,  entraña  otros  dos  principios  subalternos,  que  llamaremos  de 
maximalismo  y  de  los  topes.  El  principio  maximalista,  caro  a  la  escuela 
franciscana,  ha  cristalizado  en  aquella  fórmula  atrevida:  «De  Maria 
numquam  satis».  Si  este  principio  hace  el  oficio  de  espuela,  el  de  los 
topes  sirve  de  freno.  Estos  topes,  puestos  para  impedir  la  divinización 
de  María,  se  reducen  a  dos:  la  no-aseidad  y  la  no-infinidad  propiamente 

7 


98 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


dicha.  Si  se  respetan  estos  dos  topes,  como  se  han  de  respetar,  no  hay  ya 
peligro  de  confundir  a  María  con  la  divinidad.  De  la  relación  de  María 
con  Cristo  brota  el  principio  de  analogía,  que,  como  el  anterior,  es  de  doble 
•  eficacia,  aproximativa  y  restrictiva,  por  cuanto  señala  a  la  vez  la  semejanza 
y  la  diferencia  de  María  respecto  de  Jesu-Cristo.  Por  fin,  de  la  relación 
de  María  con  el  resto  de  la  creación  nace  el  principio  de  la  supremacía^ 
que  no  es  sino  una  mayor  determinación  del  principio  de  transcendencia. 

Mas,  como  todos  estos  principios  no  parecen  suficientes  como  criterio 
inmediato  para  determinar  o  fundamentar  todas  las  prerrogativas  Marianas, 
nuevas  reflexiones  dan  origen  a  otros  dos  principios  complementarios:  el 
de  la  conveniencia  y  el  de  la  no-inferioridad.  El  de  la  conveniencia  ex- 
presa la  razón  de  atribuir  a  María  toda  prerrogativa  o  excelencia  que  cuadra 
o  dice  bien  con  la  dignidad  de  su  persona  o  de  su  oficio.  El  de  la  no-infe- 
rioridad, basado  en  el  de  la  conveniencia,  pretende  que  no  hay  que  negar 
a  María  cualquiera  prerrogativa  que  haya  poseído  algún  santo ;  la  cual, 
según  la  naturaleza  de  las  cosas,  hay  que  atribuir  a  la  Virgen  Santísima, 
sea  formal,  sea  virtual  o  eminentemente. 

No  es  igual  el  valor  dialéctico  de  todos  estos  principios,  no  solamente 
por  lo  que  atañe  a  su  mayor  o  menor  certeza  o  simple  probabilidad,  sino 
por  cuanto  unos  son  preferentemente  constructivos  (demonstrativos  o  deduc- 
tivos), al  paso  que  otros  son  simplemente  directivos  v  aun  limitativos.  Son 
preferentemente  constructivos,  por  vía  de  demonstración  rigorosa,  los  cua- 
tro primeros;  y  por  vía  de  simple  congruencia,  los  dos  últimos.  Los 
restantes  intermedios  son  principalmente  directivos. 

Por  fin,  para  apreciar  la  fecundidad  de  estos  principios,  notaremos 
esquemáticamente  de  cuáles  de  ellos  se  deducen  las  principales  verdades 
que  integran  la  Soteriología  Mariana.  La  Corredención  se  demuestra  por 
los  cuatro  primeros  principios:  la  maternidad  del  Redentor,  la  solidaridad, 
la  recirculación  y  la  asociación.  La  Maternidad  espiritual  es  una  conse- 
cuencia de  la  maternidad  del  Redentor  combinada  con  la  solidaridad.  La 
Intercesión  actual  bajo  su  doble  aspecto  de  deprecación  y  de  dispensación 
no  es  sino  la  prolongación  o  complemento  de  la  corredención  y  la  actuación 
de  la  maternidad  espiritual.  Por  fin,  la  Mediación  universal,  considerada 
como  noción  genérica  o  comprensiva,  nace  del  simple  cotejo  del  concepto 
de  mediación  y  de  las  verdades  ya  establecidas  de  la  corredención,  de  la 
maternidad  espiritual  y  de  la  intercesión  actual,  que  son  verdaderas  media- 
ciones, si  bien  de  diferente  manera. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


99 


Escolio  II.    La  gracia  de  María 

Con  frecuencia  hemos  mencionado  y  habremos  de  mencionar  en  ade- 
lante la  gracia  de  María.  No  la  hemos  considerado,  con  todo,  ni  como 
uno  de  los  principios  mariológicos  ni  como  una  de  las  grandes  verdades 
que  integran  la  Soteriología  Mariana,  sino  simplemente  como  un  elemento 
de  explicación  o  un  coeficiente  de  demonstración.  La  razón  de  este  criterio 
o  enfoque  es  bien  sencilla.  Hemos  procurado  establecer  principios  ciertos, 
de  los  cuales  puedan  lógicamente  deducirse  las  grandes  verdades  marioló- 
gicas.  Estos  principios  los  hemos  descubierto  en  la  razón  de  ser  de  María 
dentro  del  plan  de  los  divinos  consejos  referentes  a  la  salud  humana,  es 
decir,  en  la  misión  o  destino  de  María,  en  su  vocación  o  predestinación, 
en  las  funciones  fundamentales  que  semejante  misión  entraña.  Ahora  bien, 
en  el  orden  de  la  intención,  no  es  la  gracia  de  María  la  que  motiva  o  postula 
estas  funciones,  sino  más  bien  son  las  funciones  las  que  motivan  o  postulan 
la  gracia.  De  ahí  que  la  raíz  primera  de  la  demonstración,  que  buscá- 
bamos, se  hallaba,  no  en  la  gracia  sino  en  las  funciones.  La  gracia  de  María 
sólo  entraba  como  elemento  ilustrativo  para  una  visión  más  amplia  y  pro- 
funda de  las  funciones  o  como  un  coeficiente  de  estas  funciones  primor- 
diales que  explicase  más  adecuada  y  satisfactoriamente  alguna  función  par- 
ticular, como  es,  por  ejemplo,  la  corredención.  Y,  si  alguna  vez,  cuando 
parecía  oportuno  mencionar  la  gracia  de  María,  no  la  recordamos  explíci- 
tamente, semejante  preterición  se  debe  únicamente  a  que  dábamos  por  su- 
puesto que  el  discreto  e  inteligente  lector  supliría  por  sí  mismo  lo  que  se 
cae  de  su  peso. 

Con  todo,  la  importancia  intrínseca  de  la  materia  y  el  notable  relieve 
que  algunos  esclarecidos  mariólogos  modernos  dan  a  la  gracia  de  Mafría, 
es  razón  más  que  suficiente  para  que,  sea  para  razonar  nuestro  criterio, 
sea,  si  se  quiere,  para  llenar  una  laguna,  tratemos  de  abarcar  y  contemplar 
en  su  conjunto  e  integridad  la  gracia  singularísima  de  la  Madre  de  Dios. 

Al  hablarse  de  la  gracia  de  María,  suele  entenderse  ordinariamente  su 
gracia  santificante.  Mas  como  también,  a  su  modo,  la  divina  maternidad 
es  verdadera  gracia,  y  raíz  de  la  santificante,  no  puede  ésta  declararse 
fundamentalmente,  si  no  se  conoce  previamente  la  excelsa  gracia  de  la 
divina  maternidad. 

Dos  partes,  por  tanto,  comprenderá  nuestro  estudio,  más  breve  de  lo 
que  la  importancia  de  la  materia  reclamaría,  pero  más  extenso  tal  vez  de 
lo  que  exigiría  nuestro  punto  de  vista. 


100 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


I.    La  gracia  de  la  divina  maternidad 

Para  entender  de  alguna  manera  la  gracia  de  la  divina  maternidad, 
tres  puntos  especialmente  exigen  alguna  declaración:  1)  que  la  divina  ma- 
ternidad, en  cuanto  conferida  a  María,  es  una  verdadera  gracia  de  Dios; 
2)  en  qué  consiste  la  naturaleza  de  esta  gracia;  3)  su  virtud  o  eficacia 
santificadora ;  es  decir,  su  existencia,  su  esencia  y  su  propiedad  de  santi- 
ficación. 

1.    La  maternidad  divina  es  una  gracia 

Si  la  divina  maternidad,  en  sí  considerada,  es  más  bien  un  oficio  que 
una  gracia,  no  cabe  duda  de  que,  en  cuanto  otorgada  a  María,  es  una 
verdadera  gracia  de  Dios.  Basta,  para  convencerse,  considerar,  aunque 
sea  someramente,  qué  es  gracia  y  cuán  perfectamente  se  verifican  en  la 
divina  maternidad,  conferida  a  María,  las  notas  esenciales  o  rasgos  cons- 
titutivos de  la  gracia  divina. 

Gracia  es  un  don  de  Dios,  cuyo  principio  es  el  amor  de  Dios  y  cuyo 
efecto  es  hacer  al  agraciado  grato  o  gracioso  a  los  ojos  de  Dios.  Consi- 
deremos más  en  particular  estos  tres  rasgos  constitutivos  de  la  gracia: 
lo  que  es  en  sí.  su  principio  y  su  efecto  formal. 

En  sí  misma,  la  gracia  es  un  don  o  dádiva,  es  decir,  un  bien,  un  bene- 
ficio, un  favor,  hecho  por  Dios  gratuitamente  o  por  pura  gracia.  No 
sería  gracia,  menos  gracia  de  Dios,  ni  un  mal  ni  tampoco  un  bien  dado 
por  estricta  justicia. 

El  principio  u  origen  de  la  gracia  es  el  amor  o  benevolencia  de  Dios, 
es  decir,  su  bondad  y  generosidad,  su  inagotable  misericordia,  propensa 
a  derramar  bienes  y  hacer  beneficios:  «Quoniam  bonus,  quoniam  in  aeter- 
num  misericordia  eius».  Que  no  son  nuestros  derechos  ni  merecimientos 
los  que  le  arrancan  sus  dones,  sino  sus  entrañas  paternalmente  amorosas. 

El  efecto,  que  podemos  llamar  formal,  de  la  gracia  es  hacer  al  agra- 
ciado con  ella  grato,  agradable,  gracioso  y  amable  en  el  divino  acata- 
miento: hacerle  objeto  del  divino  agrado  o  de  las  divinas  complacencias. 

Estos  tres  rasgos  de  la  gracia  divina  se  hallan  plenamente  en  la  divina 
maternidad. 

En  cuanto  conferida  a  María,  la  divina  maternidad  es  un  bien  sobre 
todo  bien  creado,  es  el  mayor  beneficio  jamás  otorgado  por  Dios  a  pura 
criatura.    Por  !a  divina  maternidad  adquiere  María  una  dignidad  y  una 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


101 


nobleza,  que  la  encumbra  sobre  toda  la  restante  creación.  Y,  como  Ma- 
dre, adquiere  María  verdaderos  derechos  maternales  sobre  el  Hijo  divino, 
que  es  fuente  de  lodo  bien  y  de  toda  gracia.  Bien  pudo  decir  la  dichosa 
Madre,  bendita  entre  las  mujeres:  «Hizo  en  mi  favor  grandes  cosas  el 
Poderoso». 

El  origen  de  este  favor  lo  señaló,  tan  humilde  como  certeramente,  la 
bienaventurada  Madre,  cuando  dijo:  «Pues  puso  [Dios]  sus  ojos  en  la 
bajeza  de  su  esclava».  Y  antes  había  dicho  el  ángel:  «Pues  hallaste 
gracia  a  los  ojos  de  Dios».  Sólo  el  amor  inmenso  de  Dios  a  María,  an- 
terior y  superior  a  todo  merecimiento  suyo,  motivó  y  explica  el  inmenso 
beneficio  de  elegirla  a  ella,  con  preferencia  a  todas  las  mujeres  existentes 
y  posibles,  para  la  divina  maternidad. 

En  virtud  de  esta  gracia,  María  es,  por  antonomasia,  la  «llena  de 
gracia»,  la  «agraciada»,  la  «graciosa»,  —  que  todo  esto  significa  la  salu- 
tación del  ángel,  —  a  los  ojos  del  soberano  Dios.  Y  si  ya  antecedente- 
mente a  la  divina  maternidad  «halló  María  gracia  a  los  ojos  de  Dios», 
por  cuanto,  en  frase  del  P.  La  Puente,  «le  había  caído  en  gracia  a  Dios», 
mucho  más  después  de  agraciada  por  la  divina  maternidad,  halló  gracia 
en  sus  ojos,  hecha  objeto  de  las  divinas  complacencias  y  singularmente  del 
amor  regaladísimo  con  que  el  Hijo  divino  mira  a  la  bendita  Madre  que 
él  se  escogió  entre  millares. 

En  suma,  bien  podemos  decir,  aunque  sea  jugando  algo  con  el  vocablo, 
que  la  divina  maternidad  es  una  gracia  singularísima  y  única,  hija  de  la 
gracia,  dada  graciosamente  o  de  pura  gracia,  con  que  María  queda  agra- 
ciada y.  hecha  grata  y  graciosa  a  los  ojos  de  Dios.  Señal  evidente  de  que 
verdaderamente  la  divina  maternidad  es  una  gracia  de  Dios. 

2.    Naturaleza  de  esta  gracia 

Podemos  investigar  la  naturaleza  de  la  divina  maternidad,  como  gracia, 
por  dos  vías:  por  análisis  y  por  comparación. 

Para  vislumbrar,  aunque  de  lejos,  cuán  excelsa  gracia  sea  la  divina  ma- 
ternidad, basta  considerarla,  como  realidad  a  la  vez  física  y  moral.  Bajo 
este  doble  aspecto  es  un  conjunto  de  actividades  y  relaciones,  que  la  ponen 
en  contacto  directo  e  inmediato  con  cada  una  de  las  divinas  Personas.  Por 
la  divina  maternidad  se  da  y  entrega  a  María  el  Hijo  de  Dios,  como  un  hijo 
a  su  madre,  con  todas  las  relaciones  de  amor  y  de  justicia  que  en  sí  entrañan 
la  maternidad  y  la  filiación.    Y  María  es  llamada  a  compartir  con  el  Padre 


102 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


celestial  el  misterio  de  la  generación  del  Hijo  Dios  hecho  hombre.  Mientras 
el  Padre  con  su  generación  eterna  da  el  ser  divino  y  la  vida  divina  al  Hijo, 
María,  como  asociando  o  injertando  su  generación  temporal  en  la  genera- 
ción eterna,  da  el  ser  humano  y  la  vida  humana  al  mismo  Hijo  de  Dios 
hecho  hombre.  Y  juntando  su  fecundidad  natural  con  la  sobrenatural  fe- 
cundación del  Espíritu  Santo,  queda  constituida  esposa  de  Dios.  Genera- 
dora de  Dios  Hijo.  Madre  asociada  a  Dios  Padre,  esposa  de  Dios  Espíritu 
Santo:  triple  relación  y  triple  contacto  con  las  divinas  Personas,  que  enal- 
tece divinamente  la  gracia  de  la  divina  maternidad,  y  que  encumbra  a 
María  al  orden  divino  de  la  unión  hipostática.  Nada  mejor  que  esta  triple 
aureola  muestra  los  fulgores  de  divinidad  que  circundan  la  gracia  confe- 
rida a  María  con  la  divina  maternidad.  La  Madre  de  Dios,  ciertamente, 
no  es  Dios;  pero  la  divina  maternidad  es  una  triple  relación  que  tiene  por 
término  a  Dios.  Y  no  es  relación  de  oposición,  como  lo  es  el  pecado;  ni 
tampoco  de  semejanza  analógica  o  simple  tendencia,  como  lo  es  la  gracia 
santificante:  es  una  íntima  e  inmediata  relación  de  consorcio  y  de  cierta 
equiparancia  cual  es  la  que  media  entre  madre  e  hijo,  entre  la  maternidad 
y  la  paternidad,  entre  esposa  y  esposo. 

La  comparación  con  la  gracia  suprema  de  la  unión  hipostática  dará 
nueva  luz  a  la  gracia  de  la  divina  maternidad.  Bien  considerado,  tampoco 
la  gracia  de  la  unión  hipostática  es  en  sí  misma  la  persona  del  Hijo  de  Dios: 
es  la  asunción  o  elevación  de  la  naturaleza  humana  a  la  unidad  personal 
con  el  Hijo  de  Dios.  Y,  sin  embargo,  la  unión  hipostática  es  propiamente! 
divina  e  infinita,  por  razón  de  su  término,  que  es  Dios  infinito,  y  por  la 
intimidad  de  la  misma  unión,  que  es  unidad  personal,  la  mavor  v  más 
estrecha  que  entre  Dios  y  la  naturaleza  humana  puede  concebirse.  De  se- 
mejante manera  la  gracia  de  la  divina  maternidad  es  también  divina  y  en 
cierto  modo  infinita,  por  razón  de  su  término,  que  es  también  Dios  infinito, 
y  por  la  intimidad  de  la  misma  unión,  que,  después  de  la  hipostática.  es 
la  más  estrecha  posible  entre  Dios  y  la  pura  criatura.  Por  esto,  la  divina 
maternidad,  contrapuesta  al  pecado,  es  una  aproximación  a  Dios,  mayor, 
por  así  decir,  cuantitativamente,  que  el  alej  amento  de  Dios  producido  por 
el  pecado.  Si  vale  la  frase,  podría  decirse  que  la  divinización  relativa  de  la 
divina  maternidad  es  incomparablemente  mayor  que  la  anti-divinidad  rela- 
tiva del  pecado.  No  hay  que  olvidar  este  exceso  cuantitativo,  además  de! 
la  oposición,  que  hay  entre  la  divina  maternidad  y  el  pecado,  cuando  se 
trate  de  valorar  la  eficacia  satisfactoria  de  la  Madre  de  Dios. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


103 

I 


3.    Eficacia  santificante  de  la  divina  maternidad 

El  considerar  la  divina  maternidad  como  gracia  de  Dios  sugiere  espon- 
táneamente el  problema  de  su  eficacia  santificadora.  Que  la  divina  mater- 
nidad sea  para  la  Madre  de  Dios  principia  de  santidad,  ningún  teólogo  lo 
pone  en  duda:  todo  el  problema  está  en  si  la  gracia  de  la  divina  maternidad 
santifica  formal  o  sólo  radicalmente.  ¿Será  posible  resolver  satisfactoria- 
mente este  interesante  problema?  Tal  vez  planteándolo  diferentemente  de 
como  suele  hacerse,  sea  posible  una  solución  menos  inaceptable  que  las 
propuestas  por  Ripalda  o  por  Scheeben. 

Ante  todo,  hay  que  reconocer  que  si  para  santificar  formalmente  se  re- 
quiere una  forma  física  cuyo  efecto  formal  sea  la  santidad,  es  imposible 
descubrir  semejante  forma  en  la  divina  maternidad.  En  este  sentido  con- 
creto el  problema  puede  darse  ya  como  resuelto  en  sentido  negativo.  Pero 
de  esta  negación  particular  concluir  la  negación  general  de  todo  valor  de 
santificación  formal  en  la  divina  maternidad,  tal  vez  sea  un  salto  menos 
justificado.    Vale  la  pena  examinarlo. 

Por  de  pronto,  la  divina  maternidad,  como  toda  relación,  la  concebimos 
a  manera  de  forma  lógica  o  moral,  que,  informando  (lógica  o  moralmente) 
a  María,  la  constituye  formalmente  Madre  de  Dios.  Esta  manera  general 
de  concebir  las  relaciones  como  formas,  si,  por  una  parte,  es  obra  de  nuestra 
inteligencia,  tiene,  por  otra  parte  su  fundámento  en  la  realidad  física  de 
las  cosas.  Preguntamos,  pues:  ¿así  concebida,  como  forma,  la  divina 
maternidad,  puede  ser  principio  de  santificación  formal? 

Desde  luego,  si  como  fundamento  real  de  la  relación  de  maternidad  se 
considera  exclusivamente  la  generación  fisiológica,  difícil  será  ver  en  ella 
un  principio  formal  de  santificación.  Pero  ¿es  justa  semejante  apreciación 
de  la  maternidad?  En  la  maternidad  humana  la  generación  fisológica  está 
realzada  por  numerosos  elementos  o  coeficientes  morales,  que  la  elevan  in- 
comparablemente sobre  la  generación  puramente  animal.  Y  en  la  mater- 
nidad divina  estos  valores  morales  quedan  elevados  al  orden  o  plano  divino. 
En  semejante  maternidad,  plenamente  considerada  y  realzada  con  los  valo- 
res morales  humanos  y  divinos  que  la  acompañan,  hay  que  concretar  el 
problema  de  la  santificación  formal. 

Conviene  también  precisar  y  distinguir  la  santificación  en  sentido  estricto 
y  en  sentido  más  amplio.  En  sentido  estricto  es  propiamente  la  consagración 
o  dedicación  de  una  persona  o  cosa  a  Dios,  a  su  servicio  exclusivo  y  a  su 
culto.    En  sentido  más  amplio  o  comprensivo  incluye  además,  como  dispo- 


104 


MARÍA,   ¡MEDIADOR*  lIMNERSAL 


sición  o  consecuencia  de  la  consagración  a  Dios,  la  limpieza  moral  o  inmu- 
nidad de  pecado,  el  ser  objeto  del  agrado  de  Dios,  la  capacidad  para  obrar 
sobrenaturalmente  y  el  derecho  a  la  vida  eterna.  Donde  es  de  notar  que 
la  santidad,  en  uno  y  otro  sentido,  si  bien  fundada  en  realidades  físicas,  es 
preferentemente  una  realidad  de  orden  moral. 

Que  en  el  primer  sentido,  más  primitivo  y  restrigido,  la  divina  mater- 
nidad sea  formalmente  santificante,  es  evidente.  Si  la  santidad  es  una  con- 
sagración al  servicio  de  Dios,  ninguna  consagración  y  aproximación  a  Dios 
puede  imaginarse,  después  de  la  unión  personal,  más  íntima  y  total  que  la 
divina  maternidad,  toda  ella  esencialmente  destinada  al  servicio  de  Dios, 
y  no  a  un  servicio  externo  o  de  puro  honor,  sino  a  un  servicio  personal  y 
necesario,  como  que  tiene  por  objeto  la  existencia  misma  del  Hombre-Dios 
en  su  vida  humana.  Y  en  este  sentido  aun  la  sola  generación  fisiológica 
sería  ya  una  santificación  formal  de  la  Madre  de  Dios.  Si  la  santidad  es 
un  contacto  con  Dios,  ¿qué  contacto  más  íntimo  puede  concebirse  que  la 
comunicación  de  la  propia  sustancia  y  vida  a  la  persona  del  Hijo  de  Dios 
en  su  naturaleza  humana? 

También  en  el  segundo  sentido,  más  comprensivo,  puede  decirse  que  la 
divina  maternidad  es  un  principio  formal  de  santificación,  con  tal  que  esta 
maternidad  se  conciba  integralmente  con  todos  sus  elementos  morales,  hu- 
manos y  divinos,  y  se  considere  además  como  una  gracia  de  Dios.  Porque, 
primeramente,  la  divina  maternidad  es  incompatible  con  el  pecado.  La 
Madre  de  Dios  ha  de  amar  a  Dios  como  una  madre  a  su  hijo,  es  decir,  con 
amor  materno,  con  el  amor  más  ardiente,  más  tierno  y  más  abnegado  que 
en  lo  humano  existe;  y  ha  de  ser  amada  de  Dios,  como  una  madre  por  su 
hijo  y  como  una  esposa  por  su  esposo,  es  decir,  con  el  amor  más  debido  y 
con  el  amor  más  apasionado  que  pueda  darse.  Y,  si  el  pecado  es  la  aversión 
de  Dios,  el  mutuo  desvío  y  aborrecimiento  de  Dios  y  de  la  criatura,  seme- 
jante aversión  es  esencialmente  incompatible  con  el  recíproco  amor  entre 
Dios  y  María.  Si  no  queremos  afear  la  maternidad  más  excelsa  con  la 
más  horrenda  monstruosidad,  es  fuerza  concluir  que  la  divina  maternidad 
es  esencialmente  incompatible  con  el  pecado.  Ni  se  diga  que  el  amor  de 
madre  es  de  suyo  solamente  natural,  mientras  que  la  incompatibilidad  con 
el  pecado  sólo  se  halla  en  la  caridad  sobrenatural.  Porque,  prescindiendo 
de  otras  consideraciones  obvias,  basta  recordar  que  la  divina  maternidad  es 
una  cooperación  con  el  Espíritu  Santo,  que  es  Espíritu  de  santidad  y  espíritu 
de  amor,  cuya  acción  tenía  por  objeto,  no  sólo  la  formación  de  la  naturaleza 
humana  del  Hijo  de  Dios,  sino  también  la  conveniente  disposición  o  prepa- 
ración del  Corazón  de  la  Madre  para  ejercer  dignamente  sus  funciones 


LIBRO  1.  —  PRINCIPIOS 


105 


maternales  con  amor  maternal.  Tampoco  puede  objetarse  que  la  incompa- 
tibilidad entre  el  amor  de  María  y  el  pecado  es  sólo  radical  y  no  formal. 
Pues  no  es  menor  ni  diferente  esta  incompatibilidad  de  la  que  con  el  pecado 
tiene  la  gracia  santificante. 

No  es  menos  claro  que  por  razón  de  la  divina  maternidad  es  María 
objeto  de  las  divinas  complacencias.  No  hay  más  dulces  complacencias  que 
las  nacidas  del  amor,  que  las  de  la  persona  amante  en  la  persona  amada. 
Y  María  es,  y  fué  siempre,  el  objeto  del  amor  y  de  las  predilecciones  divinas, 
precisamente  por  razón  de  su  divina  maternidad ;  por  la  cual  Dios  mira  y 
ama  a  María  como  hijo  a  su  madre,  como  esposo  a  su  esposa.  Y,  conside- 
rada como  gracia,  la  divina  maternidad  tiene  su  origen  en  el  amor  singula- 
rísimo con  que  Dios  puso  los  ojos  en  María  escogiéndola  a  ella  entre  todas 
las  mujeres  para  que  fuera  su  madre  y  su  esposa.  Y  no  es  de  creer  que  el 
amor  que  le  movió  a  agraciarla  con  la  divina  maternidad,  cesase  o  se  extin- 
guiese al  verla  agraciada  con  tan  excelsa  dignidad. 

También  es  evidente  que  la  divina  maternidad  confería  a  María  la  capa- 
cidad o  el  derecho  a  obrar  sobrenaturalmente.  Ya  la  misma  generación 
maternal,  misteriosa  cooperación  con  la  acción  del  Espíritu  Santo,  no  podía 
menos  de  ser  sobrenatural.  Y  sobrenaturales  habían  de  ser,  si  habían  de 
estar  en  consonancia  con  la  Madre  y  con  el  Hijo,  con  el  Esposa  y  con  el 
Esposo,  todos  los  actos  con  que  María  se  disponía  a  ser  digna  Madre  de 
Dios  y  a  ejercer  dignamente  todas  sus  funciones  maternales.  ¿Es  posible 
concebir  que  no  fuera  sobrenatural  el  acto  decisivo  con  que  María  aceptó 
la  divina  maternidad,  su  asentimiento  al  divino  mensaje?  ¿Podía  no  ser 
sobrenatural  aquel  acto  santísimo,  de  fe  y  de  obediencia,  de  humildad  y  de 
caridad?  Y  precisamente  este  acto  santísimo  es  el  que,  en  el  orden  moral, 
constituyó  formalmente  a  María  Madre  de  Dios.  Si  la  gracia  santificante, 
por  ser  una  elevación  al  orden  divino  por  participación,  coloca  al  hombre 
en  el  plano  sobrenatural,  con  mayor  razón  había  de  moverse  María  en  un 
plano  sobrenatural,  al  ser  encumbrada  al  orden  supremo  de  la  unión  hipos- 
tática,  incomparablemente  más  divino  que  el  de  la  gracia  santificante. 

Por  fin,  si  la  gracia  santificante,  por  ser  filiación  divina,  meramente 
adoptiva,  da  derecho  a  la  herencia  de  la  vida  eterna,  mucho  mayor  derecho 
a  ella  ha  de  dar  la  divina  maternidad,  que  no  es  adoptiva  sino  propiamente 
natural.  Si  en  la  casa  y  familia  de  Dios  tienen  derecho  a  gozar  de  sus 
bienes  los  hijos  adoptivos,  ¿no  lo  tendrá  la  que  es  con  toda  verdad  la  Madre 
y  la  Esposa  de  Dios? 

Si,  pues,  la  divina  maternidad  debe  concebirse  como  forma,  que  consti- 
tuye a  María  Madre  de  Dios;  y  si  esta  forma  entraña  en  sí  todas  las  virtua- 


106 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


lidades  santificadoras  de  la  gracia  santificante,  es  fuerza  concluir  que  la 
divina  maternidad  es  para  María  principio  formal  de  santificación,  que 
formalmente  la  santifica;  que  precisamente  por  ser  Madre  de  Dios  es  María 
esencialmente  santa:  cSancta  Dei  Genitrix  ' 'Ayía  ©eotóicoc;,  ((Santa  María, 
Madre  de  Dios». 


II.    LA  GRACIA  SANTIFICANTE  DE  MARÍA 

La  gracia  santificante  de  María  es  doble  o  puede  considerarse  bajo  doble 
aspecto:  en  cuanto  es  principio  de  santificación  personal  y  en  cuanto  es 
principio  de  santificación  universal  o  social.  Como  bajo  el  primer  aspecto 
no  pertenece  a  la  Soteriología  Mariana,  nos  ceñiremos  ahora  exclusivamente 
al  segundo. 

Cuatro  puntos  especialmente  nos  interesa  estudiar  en  esta  gracia  social 
de  María:  li  su  título  o  razón  de  ser:  2i  su  valor  de  principio  demonstra- 
tivo  en  la  Soteriología  Mariana:  3^  la  índole  física  o  moral  de  su  actuación; 
4^  la  denominación  exacta  con  que  debe  designarse. 

L    Razón  de  ser  de  la  gracia  social  de  María 

El  título,  fundamento  lógico  o  razón  de  ser  de  la  gracia  social  de  María 
debe,  evidentemente,  buscarse  en  su  misión  providencial  o  vocación  divina. 
Si  la  predestinación  y  la  existencia  misma  de  María  está  toda  ordenada  a 
la  realización  de  los  consejos  divinos  concernientes  a  la  salud  humana,  v 
si  su  inten^ención  o  actuación  conforme  a  esta  ordenación  soteriológica  no 
puede  convenientemente  ejercerse  o  desarrollarse  sin  la  presencia  y  acción 
de  la  gracia  santificante,  es  lógico  concluir  la  existencia  de  semejante  gracia 
y  su  ordenación  igualmente  soteriológica. 

Mas  si  queremos  concretar  o  precisar  esta  razón  generaL  hav  que  des- 
cender a  los  distintos  principios  soteriológicos  antes  establecidos  precisa- 
mente en  función  de  esta  misión  providencial  y  soteriológica  de  María.  En 
estos  principios,  en  que  gradualmente  se  desen\'uelve  y  concreta  la  misión 
de  María,  va  progresivamente  apareciendo,  cada  vez  con  nuevo  relieve,  con 
nuevas  modalidades  y  matices,  su  gracia  soteriológica.  Sigamos  los  paso» 
de  este  progresivo  desenvolvimiento. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


107 


El  principio  de  la  divina  maternidad  soteriológica  postula  una  gracia 
igualmente  soteriológica.  Esencialmente  ordenada  a  la  salud  humana,  esta 
maternidad  para  desempeñar  sus  funciones  maternalmente  soteriológicas 
exige  una  gracia  del  mismo  orden  y  temple,  que  corresponda  a  la  maternidad 
no  sólo  cuantitativamente,  sino  también  cualitativamente.  Por  esto,  como 
a  la  dignidad  casi  infinita  de  la  maternidad  responde  una  gracia  casi  infinita, 
del  mismo  modo  a  su  índole  y  ordenación  soteriológica  ha  de  responder  una 
gracia  soteriológica,  en  que  se  han  de  hallar  las  sobrenaturales  energías  con 
que  María  ejerza  sus  funciones  maternales  en  orden  a  la  salud  humana. 
Como  en  Cristo  la  unión  hipostática  no  sólo  le  santifica  formalmente  sino 
que  además  exige  la  gracia  de  Cabeza  de  los  hombres,  que  sea  principio  de 
santificación  universal,  proporcionalmente  en  María  la  divina  maternidad 
no  sólo  la  santifica  a  ella  formalmente  sino  que  además  exige  una  gracia 
soteriológica,  con  que  pueda  ejercer  sus  funciones  maternales,  ordenadas  a 
la  salud  eterna  de  todos  los  hombres.  La  gracia  divina  con  que  María,  al 
dar  su  asentimiento  a  las  palabras  del  ángel,  iniciaba  y  como  ponía  en  movi- 
miento toda  la  economía  de  la  salud  humana,  era  gracia  esencialmente  sote- 
riológica, verdadera  energía  de  santificación  universal. 

Con  el  principio  de  solidaridad  esta  gracia  reviste  nuevas  modalidades 
soteriológicas.  Es  evidente  que  para  representar  dignamente  al  Israel  de 
la  promesa,  para  recoger  la  herencia  de  los  patriarcas,  para  emular  y  supe- 
rar la  fe  y  la  obediencia  de  Abrahán.  para  dar  el  sí  que  iniciase  los  místicos 
desposorios  de  Dios  con  la  humanidad,  necesitaba  María  una  gracia  pro- 
porcionada a  la  función  que  iba  a  desempeñar.  Pero  no  es  menos  evidente 
que  semejante  gracia,  ordenada  al  desempeño  de  una  función  esencialmente 
soteriológica,  se  convertía  en  un  principio  activo  de  la  salud  humana,  era 
una  gracia  esencialmente  soteriológica. 

Mayor  relieve  soteriológico  adquiere  aún  esta  gracia  con  el  principio  de 
recirculación.  Como  Segunda  Eva,  debía  María  hacer  lo  que  la  primera 
no  hizo,  y  deshacer  lo  que  ella  malamente  hizo.  Para  esta  acción  repara- 
dora y  reconstructora,  doblemente  soteriológica,  era  necesaria  la  gracia: 
gracia,  por  tanto,  soteriológica:  la  gracia  de  la  Segunda  Eva. 

Pero  la  Segunda  Eva  debía  actuar  soteriológicamente  asociada  al  se- 
gundo Adán.  Si  bien  subalterna  y  subordinada,  la  acción  de  la  Segunda 
Eva  pertenece  ai  mismo  orden  que  la  del  segundo  Adán.  Por  esto,  si  la 
acción  de  Cristo  fué  toda  ella  obra  de  la  gracia,  obra  también  de  la  gracia 
había  de  ser  la  acción  de  María.  Y  si  para  desempeñar  su  función  sote- 
riológica recibió  Cristo  la  plenitud  del  Espíritii  Santo  y  de  la  gracia,  aná- 
loga plenitud  de  Espíritu  y  de  gracia  había  de  recibir  María:  gracia  sote- 


108 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


riológica  de  la  Segunda  Eva,  análoga  a  la  gracia  soteriológica  del  Segundo 
Adán.  El  principio  de  asociación  o  de  consorcio  postula  también  la  gracia 
soteriológica  de  María. 

El  principio  de  singularidad  transcendente  corrobora  esta  modalidad 
soteriológica  de  la  gracia  de  María.  «Única  sobre  todos»  es  la  posición 
y  dignidad  de  María:  «única»,  por  tanto,  y  «sobre  todos»  había  de  ser 
su  gracia,  si  había  de  estar  en  harmonía  con  su  posición  y  dignidad.  «Única 
sobre  todos»,  no  sólo  cuantitativa,  sino  también  cualitativamente.  Si  Cristo, 
por  una  parte,  y  los  demás  hombres,  por  otra,  forman  dos  órdenes  dife- 
rentes: el  de  las  primicias  y  el  de  las  mies  común,  el  de  la  cabeza  y  el  de 
los  miembros:  María,  colocada  entre  Cristo  y  los  demás  hombres,  no  queda 
englobada  en  el  orden  de  éstos,  sino  asociada  y  encumbrada  al  orden  de 
Cristo.  Aunque  en  planos  distintos  y  con  la  debida  subordinación  y  jerar- 
quía, María,  y  ella  sola,  pertenece  al  mismo  orden  de  Cristo;  su  gracia 
ha  de  tener  la  misma  índole  o  tendencia  característica  de  la  de  Cristo: 
gracia  soteriológica,  como  soteriológica  es  la  gracia  de  Cristo. 

Tal  es  la  gracia  de  María:  gracia  postulada  por  su  divina  maternidad 
soteriológica,  gracia  inherente  a  su  oficio  de  representar  a  Israel  y  a  la 
humanidad  entera,  gracia  propia  y  peculiar  de  la  Segunda  Eva,  gracia 
motivada  por  el  principio  de  asociación,  gracia  correspondiente  a  su  posi- 
ción singular  y  transcendente:  gracia  soteriológica. 

2.    Valor  demonstradvo  de  la  gracia  de  María 

Esta  índole  soteriológica  sugiere  un  problema,  que  pudiéramos  llamar 
metodológico:  ¿pertenece  esta  gracia  a  la  categoría  de  principio  marioló- 
gico?  ¿será  conveniente  darle  mayor  relieve  que  hasta  ahora  y  basar  en 
ella  la  demonstración,  la  ilustración,  la  penetración,  la  coordinación  siste- 
mática de  las  grandes  verdades  que  integran  la  Soteriología  Mariana?  ¿se 
habrá  de  concebir,  enfocar  y  desarrollar  en  función  de  esta  gracia  toda  la 
Mariología?  La  extrema  complejidad  del  problema  no  consiente  una  solu- 
ción simplista  o  tajante.  Un  problema  complejo  exige  una  solución  igual- 
mente compleja  y  matizada. 

Ante  todo  hay  que  consignar  un  hecho  significativo.  Al  investigar, 
determinar,  motivar  o  demonstrar  la  índole  o  tendencia  soteriológica  de 
la  gracia  de  María,  hemos  apelado  a  los  principios  mariológicos  previamente 
conocidos.  En  esta  demonstración  o  motivación  la  gracia  ha  sido  la  con- 
clusión lógica,  no  las  premisas  del  raciocinio.    No  ha  sido  la  gracia  la  que 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


109 


ha  motivado  los  principios,  sino  al  contrario  han  sido  los  principios  los 
que  han  motivado  la  gracia.  Esta  gracia,  por  tanto,  es  lógicamente  poste^ 
rior  a  los  principios  mencionados,  de  los  cuales  recibe  consiguientemente 
el  ulterior  valor  demonstrativo  que  tal  vez  pueda  tener.  No  puede,  pues, 
esta  gracia  considerarse  como  principio  de  la  Soteriología  Mariana. 

Esto,  empero,  no  impide  que  esta  gracia  pueda  servir  de  principio 
secundario  o  subalterno,  o,  mejor  tal  vez,  como  coeficiente  de  los  principios 
fundamentales.    Y  esto  de  muchos  modos. 

Por  de  pronto,  para  deducir  o  motivar  en  dichos  principios  la  índole 
soteriológica  de  la  gracia  de  María  no  hemos  necesitado  tomarlos  a  todos> 
en  conjunto  o  en  bloque.  Como  estos  principios  están,  por  así  decir,  esca- 
lonados, y  ya  del  primero  hemos  colegido  el  carácter  soteriológico  de  esta 
gracia,  bien  puede  ser  que,  una  vez  establecida  por  la  divina  maternidad  la 
gracia  soteriológica  de  María,  sirva  luego  esta  gracia,  si  no  para  demonstrar, 
sí  a  lo  menos  para  ilustrar,  ampliar  o  profundizar  los  principios  siguientes. 

Mucho  más  puede  servir  la  gracia  de  María,  como  coeficiente  de  otros 
principios,  para  demonstrar  o  explicar  más  fundamentalmente  algunas  de 
las  principales  verdades  de  la  Soteriología  Mariana.  Para  explicar,  por 
ejemplo,  más  razonable  y  profundamente  la  corredención,  especialmente 
bajo  la  modalidad  de  mérito  o  de  satisfacción,  puede  servir  eficazmente  la 
índole  soteriológica  de  la  gracia  de  María.  Y.  más  generalmente,  a  la  luz 
de  esta  gracia  toda  la  Soteriología  Mariana  adquiere  mucho  mayor  profun- 
didad y  solidez  y  una  trabazón  más  harmónica.  En  suma,  lógicamente 
posterior  a  los  principios  en  que  radica,  la  gracia  soteriológica  de  María 
puede  preceder  lógicamente  y  motivar  determinadas  modalidades  de  alguna 
función  soteriológica.  Y  en  este  sentido  puede  utilizarse  para  demonstrar 
y  esclarecer  algunas  de  las  verdades  mariológicas.  Precisando  más,  podría 
decirse  que  si  los  principios  mariológicos  expresan  o  fundamentan  los 
títulos  personales  con  que  María  interviene  en  la  obra  de  la  salud  humana, 
su  gracia  soteriológica  es  como  la  virtud  activa  que  explica  la  eficiencia 
de  su  actuación. 


3.    Acción  de  la  gracia  soteriológica:  ¿física  o  moral? 

Entramos  en  una  cuestión  puramente  escolástica,  tan  delicada  como 
interesante,  en  cuyo  estudio  y  solución  hay  que  extremar  la  discreción 
y  la  mesura,  si  no  queremos  comprometer  lo  que  debe  mantenerse  como 
cierto  con  lo  que  no  pasa  de  probable.    Por  esto,  antes  de  ensayar  o  aven- 


110 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


turar  una  solución,  conviene  dejar  bien  asentados  algunos  puntos  funda^ 
mentales,  que  deberían  respetarse  como  postulados  intangibles. 

Sea  el  primero  el  altísimo  valor  y  la  eficacia  real  y  decisiva  de  la 
acción  moral.  La  acción  moral  no  es  metafórica  sino  propia  y  verdadera. 
Si  no  tiene  la  eficacia  peculiar  de  la  acción  física,  no  por  eso  deja  de  tener 
influjo  eficaz  y  aun  decisivo  en  la  producción  del  efecto.  Basta  echar  una 
rápida  mirada  al  mundo  de  las  actividades  humanas  para  convencerse  de 
la  enorme  importancia  que  alcanza  la  acción  moral.  Recuérdese  el  valor 
y  la  eficacia  de  una  firma  puesta  al  pie  de  una  ley,  de  un  tratado  o  de  un 
testamento.  Y  la  firma  no  es  la  entidad  física  de  las  letras  trazadas:  es 
algo  muy  superior,  es  la  expresión  definitiva  de  la  voluntad  y  de  los  poderes 
de  quien  las  traza.  En  consecuencia,  aun  cuando  la  acción  de  la  gracia 
soteriológica  de  María  en  la  obra  de  la  salud  humana  sea  o  fuese  pura- 
mente moral,  no  por  eso  sería  una  acción  ficticia  o  imaginaria:  con  ser 
moral,  puede  ser  eficacísima  y  de  altísimo  valor.  Por  consiguiente,  si  se 
sostiene  la  acción  física  de  la  gracia  de  María,  será  por  motivos  de  otro 
orden,  pero  no  porque  de  esta  modalidad  física  dependa  la  realidad  y  ver- 
dad de  la  acción.  Por  tanto,  aun  cuando  se  pruebe  o  se  probase  que  la 
acción  de  la  gracia  de  María  no  puede  ser  o  no  es  física,  basta  la  acción 
moral,  —  tan  real  y  tan  verdadera  en  su  orden,  como  lo  es  la  física  en  el 
suyo,  —  para  explicar  la  eficacia  de  la  intervención  o  actuación  de  María. 
Podemos,  pues,  estudiar  serenamente  el  problema  de  la  acción,  moral  o 
física,  de  la  gracia  de  María,  sin  miedo  de  que  la  solución  a  que  lleguemos, 
sea  cual  fuere,  comprometa  o  ponga  en  peligro  las  grandes  verdades  mario- 
lógicas.  Podrá  servir  esa  solución  para  profundizar  o  explicar  más  lumi- 
nosamente estas  verdades,  en  un  sentido  o  en  otro,  pero  no  para  minarlasi 
o  desvirtuarlas. 

Otro  postulado,  no  menos  evidente  y  que  tal  vez  no  siempre  se  ha 
tomado  en  cuenta,  —  en  este  problema  y  en  otros  análogos,  —  es  que  para 
explicar  un  efecto  moral  basta  una  acción  moral.  Si  el  fundamento  onto- 
lógico  de  la  causalidad  está  en  que  el  efecto  esté  contenido  en  la  potencia 
o  virtualidad  de  la  causa,  cuando  el  efecto  es  moral,  basta  que  sea  moral 
también  la  virtualidad  de  la  causa  que  lo  produce,  y  consiguientemente 
su  acción.  Sin  duda  que  en  toda  acción  moral  intervienen  realidades 
físicas  y  actos  físicos;  mas  no  es  la  entidad  física  de  semejantes  realidades 
o  actos  la  que  explica  y  determina  la  eficiencia  moral  de  la  acción,  sino 
otros  factores  o  valores  de  orden  superior.  Por  consiguiente,  en  las  fun- 
ciones soteriológicas  de  María,  siempre  que  el  efecto  producido  por  la 
acción  de  su  gracia  sea  de  orden  moral,  moral  también  habrá  de  ser  esta 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


111 


acción  de  la  gracia.  Acción  y  efecto  han  de  ser  del  mismo  orden,  han 
de  ser  homogéneos:  si  el  efecto  es  físico,  física  ha  de  ser  la  acción  con 
que  se  produce;  si  el  efecto  es  moral,  moral  también  habrá  de  ser  la 
acción  productiva. 

Examinando  a  la  luz  de  este  postulado  las  principales  funciones  sote- 
riológicas  que  se  atribuyen  a  María,  fácilmente  se  verá  cuán  limitado 
queda  el  problema  de  la  índole  física  o  moral  de  la  acción  de  la  gracia. 
Estas  funciones  son:  la  mediación  generalmente  concebida,  la  correden- 
ción, la  maternidad  espiritual  y  la  intercesión  actual  bajo  la  doble  forma 
de  deprecación  y  de  dispensación.  Ahora  bien,  la  mediación  general- 
mente concebida  es  una  intervención  esencialmente  moral ;  moral  es  también 
la  corredención,  como  lo  es  la  redención  misma  de  Cristo ;  moral  igualmente 
la  intercesión  actual  bajo  la  forma  de  deprecación.  En  cambio,  en  la 
dispensación  de  la  gracia,  que  tiene  por  objeto  propio  la  producción  de 
la  gracia,  actual  o  habitual,  cabe  el  problema  de  la  índole  física  o  mora! 
de  la  acción  con  que  actúa  la  gracia  de  María.  Sólo  queda  por  examinar 
la  maternidad  espiritual,  que  es  más  compleja.  En  ella  suelen  distinguirse 
tres  estadios,  que,  a  lo  menos  para  abreviar,  pueden  denominarse  la  con- 
cepción íen  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios),  el  parto  íen  la  pasión)  y  la 
crianza  o  educación  (que  coincide  realmente  con  la  dispensación).  De 
estos  tres  estadios  solos  los  dos  primeros  son  los  que  constituyen  esencial- 
mente la  maternidad,  dado  que  el  tercero  es  simplemente  el  desempeño 
de  los  oficios  inherentes  a  la  maternidad  pretérita  y  consumada.  Ahora 
bien,  en  los  dos  primeros  estadios,  de  la  concepción  y  del  parto,  todavía 
no  se  produce  la  gracia  actual  o  habitual:  su  efecto,  lo  mismo  que  el  de 
la  redención  y  el  de  la  corredención,  con  la  cual  realmente  se  identifica, 
es  puramente  moral.  Luego,  siendo  moral  el  efecto,  moral  habrá  de  ser 
igualmente  la  acción  que  lo  produce.  Consiguientemente,  en  la  mater- 
nidad espiritual,  en  sí  considerada,  no  cabe  el  problema  de  la  acción, 
física  o  moral,  de  la  gracia  de  María,  que  sólo  tiene  lugar  en  el  tercer 
estadio  de  la  maternidad,  que  no  es  otro  que  la  dispensación  de  la  gracia. 
A  esta  dispensación,  por  tanto,  queda  reducido  todo  el  problema;  que  no 
afecta,  consiguientemente,  a  la  acción  soteriológica,  generalmente  conce- 
bida, de  la  gracia  de  María,  sino  exclusivamente  a  una  forma  concreta 
y  particular  de  esta  acción.  Con  esto,  evidentemente,  el  problema  pierde 
mucho  de  su  importancia.  Merece,  con  todo,  estudiarse,  aunque  no  sea 
sino  brevemente. 

Ante  todo,  ¿es  posible  la  acción  física  de  la  gracia  de  María  en  la 
producción  real  de  nuestra  gracia?    La  gran  arma  que  se  ha  esgrimido 


112 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


contra  semejante  posibilidad  es  el  principio  comúnmente  admitido  de  que 
«Non  datur  actio  in  distans».  Tal  es  la  gran  dificultad:  la  distancia 
o  falta  de  contacto  físico  entre  la  causa  y  el  efecto.  ¿Tiene  valor  esa 
dificultad? 

El  principio  mencionado,  que  expresa  la  indistancia  o  contacto  entre 
la  causa  y  el  efecto,  es  una  constatación  de  la  experiencia,  pero  no  una 
deducción  analítica  del  principio  de  causalidad  o  de  la  noción  esencial 
de  causa.  Analízese  cuan  minuciosamente  se  quiera  la  definición  de  causa, 
y  no  se  hallará  en  ella  esa  indistancia  espacial  entre  la  causa  y  el  efecto. 
Consiguientemente  la  indistancia  de  la  acción,  no  estando  en  la  definición 
de  causa,  no  pertenece  a  su  esencia  metafísica.  No  implica,  pues,  contra- 
dicción, no  entraña  un  absurdo  metafísico,  no  puede  rechazarse  como 
imposible  la  opuesta  distancia.  Probablemente,  por  tanto,  es  lícito  supo- 
ner la  posibilidad  de  una  «actio  in  distans».  Por  este  lado,  pues,  flaquea 
la  dificultad.    Tal  vez  flaquee  también  por  otros  conceptos. 

¿Puede  decirse  realmente  que  la  acción  de  la  gracia  de  María  en  la 
producción  de  nuestra  gracia  sea  una  acción  distante?  Quizás  pueda  con- 
cebirse o  presentarse  esta  acción  de  modo  que  no  sea  «in  distans». 

En  toda  causa  hay  que  distinguir  el  agente  y  la  virtud  activa,  o,  como 
suele  decirse,  el  principium  quod  y  el  principium  quo.  En  nuestro  caso 
el  agente  es  el  espíritu  o  el  alma  de  María,  no  su  cuerpo,  y  la  virtud  activa 
es  la  misma  gracia:  agente  y  virtud  de  orden  espiritual  o  inmaterial. 
Estos  principios,  como  inmateriales  que  son  en  su  ser,  deberán  serlo  tam- 
bién en  su  obrar:  deberán  actuar  desligados  de  todo  vínculo  que  los  someta 
a  las  leyes  materiales.  Ahora  bien  la  indistancia  local  o  espacial  es  algo 
que  pertenece  al  orden  material.  Luego  no  es  justo  someter  a  esta  ley 
los  espíritus  de  la  misma  manera  que  los  cuerpos.  ¿Será,  por  tanto, 
absurdo,  —  si  no  nos  dejamos  dominar  de  nuestra  imaginación  rastrera,  — 
concebir  que  los  espíritus  puedan  entrar  en  contacto  espiritual  por  encima 
de  toda  indistancia  espacial  e  independientemente  de  ella?  ¿Conocemos 
suficientemente  la  actividad  de  los  espíritus  y  su  radio  o  esfera  de  acción, 
para  afirmar  que  la  presencia  espiritual  esté  ligada  a  la  indistancia  ma- 
terial? 

Aun  en  las  mismas  actividades  materiales  vemos  el  portentoso  alcance 
o  radio  de  acción  que  tienen  las  energías  físicas,  en  la  televisión,  por 
ejemplo,  o  en  la  radiotelefonía.  ¿Será  menor  el  radio  de  acción  de  las 
superiores  energías  espirituales?  Sin  duda  que  en  las  energías  materiales 
entre  la  causa  y  el  efecto  existe  un  medio  de  comunicación  o  un  vehículo 
de  la  acción,  sea  cual  fuere,  que  transmite  la  acción  de  la  causa  al  efecto 


LIBRO   I. — PRINCIPIOS 


113 


y  que  los  pone  en  contacto.  Pero  ¿será  igualmente  necesario  entre  los 
espíritus  este  medio  interpuesto,  o  no  habrá  otros  medios  de  comunicación 
que  nosotros  ignoramos?  ¿Es  concebible  que  los  espíritus  estén  entre  sí 
más  aislados  e  incomunicados  que  los  cuerpos?  ¿O  necesitarán,  para 
poder  comunicarse,  someterse  a  las  leyes  propias  de  la  materia?  Bien 
puede,  por  tanto,  concebirse  una  indistancia  espiritual  (físicamente  espi- 
ritual) entre  el  alma  de  María  y  la  nuestra,  que  no  entrañe  o  presuponga 
la  indistancia  espacial,  que  es  puramente  material.  Después  de  las  mo- 
dernas experiencias  científicas  parece  algo  aventurado  insistir  demasiado 
en  la  imposibilidad  de  la  «actio  in  distans».  ¿Y  es  tan  cierto,  aun  dentro 
de  las  actividades  puramente  materiales,  que  es  absolutamente  necesario 
el  contacto  espacial,  mediato  o  inmediato,  entre  la  causa  y  el  efecto? 

Otra  consideración,  aunque  menos  importante,  conviene  tener  presente 
Si  la  acción  de  la  gracia  de  María  respecto  de  la  acción  divina  se  consi- 
derase como  propiamente  instrumental,  habría  una  razón  especial  que 
parecería  exigir  £U  contacto  inmediato  con  el  efecto,  dado  que  la  causa 
instrumental,  es  en  cierta  manera,  más  inmediata  al  efecto  que  la  causa 
principal.  Mas  no  parece  que  la  acción  de  María  en  la  producción  de  la 
gracia  deba  concebirse  como  propiamente  instrumental.  Su  cooperación 
física  con  el  Espíritu  Santo  en  la  producción  de  la  gracia  puede  conce- 
birse, no  como  la  del  instrumento  con  la  causa  principal,  sino  más  bien 
como  la  de  la  causa  segunda  con  la  causa  primera:  que  es  cosa  sustancial- 
mente  diversa.  Y  en  este  supuesto  esta  acción  particular  de  María  sería 
como  toda  cualquier  acción  de  las  causas  segu  idas  desarrollada  con  el 
concurso  de  la  causa  primera.  Y  así  desaparece;  't  la  instrumentalidad, 
que  motivaría  la  necesidad  del  contacto  inmediato  o  3."  la  indistancia. 

En  conclusión,  no  parece  pueda  urgirse  razonablemente  el  obstáculo 
creado  por  la  distancia  para  negar  la  acción  física  de  María  en  la  produc- 
ción de  la  gracia. 

De  la  posibilidad  de  la  acción  física  no  puede,  sin  más.  pasarse  a  la 
afirmación  del  hecho.  Para  semejante  afirmación  se  requieren  razones 
positivas.  Resta,  por  tanto,  examinar  si  existe  alguna  razón  aceptable, 
que  nos  permita  afirmar  como  un  hecho  la  acción  física  de  María  en  la 
producción  de  la  gracia. 

Dios  en  la  producción  de  los  seres  (siempre  que  no  procede  por  vía 
de  creación)  suele  exigir  el  concurso  de  causas  segundas  proporcionadas 
al  efecto  que  se  ha  de  producir.  Esto  en  lo  natural  es  evidente.  Es  lógico, 
por  tanto,  que  también  en  lo  sabrenatural  proceda  Dios  de  semejante 
manera.    Esto  supuesto,  en  la  producción  de  la  gracia  santificante  en  el 

8 


114 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


hombre  es  razonable  buscar  en  el  hombre  mismo  una  causa  homogénea 
o  del  mismo  orden  del  efecto  que  se  quiere  producir.  Esta  causa  es  Jesu- 
Cristo  hombre,  como  principio  universal  de  la  gracia.  En  la  gracia  de 
Jesu-Cristo  hallamos  la  virtud  creada  homogénea  con  el  efecto  producido. 
La  gracia  produce  la  gracia.  Mas  como,  por  otra  parte.  María  es  con 
Jesu-Cristo  comprincipio  universal  de  la  gracia,  es  lógico  concluir  que 
también  la  gracia  de  María,  análogamente  a  la  de  Jesu-Cristo.  influye 
físicamente  en  la  producción  de  nuestra  gracia.  Con  esto  la  acción  de 
Dios,  causa  primera,  en  la  producción  de  la  gracia  procede  de  la  misma 
manera  que  en  la  producción  de  las  demás  cosas:  es  decir,  haciendo  inter- 
venir el  concurso  de  causas  segundas  proporcionadas  y  homogéneas. 

Con  esta  explicación,  no  hay  que  apelar  a  la  hipótesis  de  potencias 
obedienciales,  dado  que  en  la  causa  que  hemos  señalado,  es  decir,  en  el 
espíritu  y  en  la  gracia  de  María,  se  hallan  las  mismas  propiedades  del 
efecto  que  se  ha  de  producir.  Actúa  María  con  una  virtud,  no  obedien- 
cial, sino  connatural.  Tampoco  es  necesario  recurrir  a  ninguna  otra  ele- 
vación especial,  que  habilite  a  María  para  la  acción  física  que  se  le  atri- 
buye. Con  esto  desaparecen  las  dificultades  que  se  han  hecho  valer  contra 
la  hipótesis  de  la  potencia  obediencial  activa  o  contra  la  especial  elevación 
de  María  para  semejante  acción. 

De  todos  modos,  hay  que  reconocer  que  se  trata  de  una  solución,  fun- 
dada y  razonable,  pero  que  al  fin  no  excede  los  límites  de  la  probabilidad. 
Sobre  esas  probabilidades  está  la  certeza  de  la  acción  soteriológica  de 
María,  superior  a  todas  nuestras  hipótesis.  La  solución  de  la  causalidad 
física  no  suplanta  ni  desprestigia  la  causalidad  moral,  sino  que  simple- 
mente la  completa.  No  es  prudente  ni  científico  fundar  lo  cierto  en  lo 
probable. 

4.    ¿Cómo  denominar  la  gracia  soteriológica  de  María? 

Hemos  denominado  hasta  ahora  soteriológica  o  social  la  gracia  santi- 
ficante de  María  en  cuanto  está  ordenada  a  la  salud  humana.  Pero  seme- 
jante denominación  genérica  no  expresa  suficientemente  sus  notas  especí- 
ficas o  diferenciales.  ¿Será  posible  señalar  alguna  denominación  que  las 
exprese  adecuadamente?  Aunque  se  trata  de  un  nombre,  no  es  propia- 
mente nominal  esta  cuestión.  Se  trata  de  conocer  y  determinar  la  diferen- 
cia específica  de  la  gracia  soteriológica  de  María. 

A  nuestro  juicio,  la  solución  es  obvia.  La  gracia  de  María  ^  esen- 
cialmente, y  aun  diríamos  exclusivamente,  maternal.    La  razón  es  evidente. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


115 


La  única  razón  de  ser  de  María  es  su  maternidad.  María  interviene  en 
la  economía  de  la  salud  humana  únicamente  como  Madre  del  Redentor 
y  de  los  redimidos:  interviene  por  ser  Madre  y  actúa  en  calidad  de  Madre. 
Sus  funciones  soteriológicas  son  esencial  y  totalmente  maternales.  Ma- 
ternal, por  tanto,  ha  de  ser  la  gracia  que  la  dispone  y  capacita  para  des- 
empeñar estas  funciones  maternales. 

Pero,  a  base  de  esta  solución  fundamental,  cabe  todavía  preguntar: 
¿esta  gracia  maternal  puede  también  denominarse  capital  í^)? 

Si  no  queremos  confundir  lo  cierto  con  lo  probable  y  lo  real  con  lo 
metafórico,  es  menester  precisar  con  toda  exactitud  este  nuevo  pro- 
blema. 

Ante  todo,  la  denominación  de  gracia  capital,  dado  caso  que  se  admita, 
no  debe  ser  empleada  para  sustituir  o  suplantar  la  denominación  de  gracia 
maternal.  La  maternalidad  deberá  siempre  mantenerse  como  la  nota  dife- 
rencial de  la  gracia  de  María,  que  podrá  ulteriormente  completarse  o 
matizarse  con  la  capitalidad,  pero  no  quedar  eclipsada  por  ésta.  En  con- 
secuencia este  nuevo  problema  podría  formularse  en  estos  términos:  ¿la 
maternalidad  incluye  la  capitalidad?  Tratamos  de  una  capitalidad  que 
esté  incluida  en  la  maternalidad  o  se  derive  de  ella,  no  que  la  excluya. 

La  capitalidad  de  la  gracia  de  María,  dado  caso  que  se  admita,  no 
puede  concebirse  como  paralela  a  la  capitalidad  de  la  gracia  de  Cristo 
o  adicionada  a  ella,  sino  simplemente  como  derivada  y  dependiente  de  ella, 
es  decir,  como  una  participación,  extensión  o  prolongación  de  la  gracia 
capital  de  Cristo.  Ahora  bien,  en  la  capitalidad  de  esta  gracia  hay  que 
distinguir  dos  géneros  de  elementos:  reales  y  metafóricos.  La  capita- 
lidad es  la  función  de  Cristo  como  Cabeza  en  orden  a  su  Cuerpo  místico. 
Pero  estas  denominaciones  de  Cabeza  y  Cuerpo,  si  no  son  puramente  meta- 
fóricas, están  fuertemente  matizadas  por  la  metáfora.  Y  la  metáfora  no 
encierra  o  aprisiona  adecuadamente  toda  la  realidad.  Es  decir,  el  influjo 
o  acción  de  Cristo  en  los  hombres,  como  principio  primero  y  universal 
de  la  gracia,  puede  expresarse  o  por  conceptos  propios  o  por  imágenes 
metafóricas.  Comparadas  entre  sí  estas  dos  concepciones,  no  coinciden 
exactamente:  la  concepción  real  excede,  supera  o  sobrepasa  la  concep- 
ción metafórica.    Esto  supuesto,  la  capitalidad  de  la  gracia  de  María 

(')  Anleriormente  hemos  tratado  brevemente,  y  resuelto  en  sentido  afirmativo, 
el  problema  de  la  capitalidad,  considerada  más  bien  como  dignidad  o  función  per- 
sonal; ahora  estudiamos,  más  concreta  y  determinadamente,  la  capitalidad  de  Ja 
gracia  de  María,  relacionándola  además  con  la  maternalidad  de  la  misma  gracia. 
Sin  esta  comparación  de  la  capitalidad  con  la  maternalidad  podría  parecer  tal  vez 
incoherente  lo  que  dijimos  antes  con  lo  que  ahora  decimos. 


116 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


puede  entenderse  en  dos  sentidos  diferentes:  o  en  función  de  la  imagen 
de  Cabeza  y  Cuerpo,  o  independientemente  de  ella.  Tal  vez,  según  que  se 
considere  en  un  sentido  o  en  otro,  sea  también  distinta  la  solución  que 
deba  darse  al  problema  de  la  capitalidad  de  la  gracia  de  María. 

Bajo  el  primer  aspecto  hay  que  decir  que  la  gracia  maternal  de  María 
no  es  capital:  que  la  maternalidad.  no  sólo  no  incluye  o  postula  la  capi- 
talidad, sino  que  precisamente  la  excluye.  Dentro  de  la  imagen  del  Cuerpo 
místico,  de  la  Cabeza  y  de  los  miembros.  María  no  es  ni  la  Cabeza  ni  uno 
de  los  miembros,  sino  que  es  la  Madre  de  los  miembros,  como  lo  es  de 
la  Cabeza.  "Omnium  membrorum  Christi  sanctissima  Genitrix»,  «eius 
membrorum  omnium  Maten  ,  la  llama  Pío  XII  en  su  reciente  Encíclica 
«Mystici  Corporis».  recogiendo  la  tradición  patrística  y  pontificia.  Por 
consiguiente,  dentro  de  esta  imagen,  en  lo  que  tiene  de  metafórica,  no  cabe 
la  gracia  maternal  de  María,  que.  como  no  es  uno  de  los  miembros,  tam- 
poco es  la  Cabeza.  La  maternalidad.  por  tanto,  excluye  la  capitalidad, 
metafóricamente  concebida. 

Mas  si,  rotos  los  moldes  de  la  metáfora,  consideramos  el  concepto  puro 
de  capitalidad,  la  cuestión  varía  de  aspecto:  hay  que  estudiar  si  la  capi- 
talidad real  de  la  gracia  de  Cristo  puede  extenderse  o  comunicarse  a  la 
gracia  de  María. 

De  los  tres  elementos  constitutivos  de  la  capitalidad  de  Cristo:  la  pri- 
macía jerárquica,  la  plenitud  de  perfección  y  el  influjo  o  causalidad,  los 
que  más  ahora  nos  interesan  son  el  primero  y  el  tercero.  Se  pregunta, 
pues:  ¿participa  María  de  la  primacía  y  del  influjo  universal?  En  el 
influjo  no  existe  dificultad.  Aun  prescindiendo  ahora  de  la  corredención 
formal  e  inmediata,  queda  siempre  la  corredención  más  lata,  sin  contar 
con  la  maternidad  espiritual  y  la  dispensación  de  las  gracias,  que  entrañan 
verdadera  causalidad,  física  o  moral.  Toda  la  dificultad,  pues,  se  halla 
en  la  primacía  o.  digamos,  inicialidad  del  influjo. 

Por  una  parte,  parece  no  se  da  semejante  inicialidad.  dado  que  en  el 
proceso  soteriológico  la  gracia  no  tiene  en  María  su  primer  origen,  sino 
en  Cristo  solamente,  de  cuya  gracia  se  deriva  la  gracia  de  María:  la  cual, 
por  tanto,  no  puede  ser  el  prmier  principio  en  el  orden  soteriológico,  ni 
participar  consiguientemente  de  la  capitalidad. 

Mas.  por  otra  parte,  María,  en  virtud  del  principio  de  asociación, 
forma  conjuntamente  con  Cristo  el  principio  único  y  adecuado,  y  primero 
en  este  orden,  de  la  redención  humana.  Parece,  .por  tanto,  que  la  gracia 
de  María  se  halla  en  el  origen  mismo  de  la  redención,  que  tiene  verdadera 
inicialidad  y  que  participa  de  la  capitalidad. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


117 


Pero  no  es  difícil  conciliar  estos  dos  puntos  de  vista,  al  parecer  opues- 
tos, si  se  recuerda  la  doctrina,  frecuentemente  reiterada  en  la  tradición, 
de  la  doble  fase  o  dos  momentos  de  la  redención.  La  redención  de  Cristo 
no  recae  por  igual  o  simultáneamente  (con  simultaneidad  lógica)  en  María 
y  en  los  demás  redimidos;  sino  que  (considerada  ut  sic)  recae  primero  en. 
María,  y  (considerada  como  prevista  en  su  realidad  histórica  o  concreta) 
recae  luego  en  los  demás  hombres.  Supuesta  esta  prioridad  (lógica  o  na- 
tural, no  temporal)  de  la  redención  pasiva  de  María,  —  prioridad  recla- 
mada por  el  principio  de  transcendencia  singular,  —  se  resuelve  el  conflicto 
antes  señalado.  María,  por  privilegio  singular,  del  cual  es  una  derivación 
su  Concepción  Inmaculada,  es  redimida  por  solo  Cristo:  es  decir,  que  el 
principio  de  su  redención  no  es  todavía  el  principio  adecuado  de  la  reden- 
ción universal,  del  cual  ella  ha  de  formar  parte;  en  cambio,  el  principio 
pleno  y  adecuado  de  la  redención  de  los  demás  hombres  está  integrado 
por  Cristo  y  por  María.  En  consecuencia,  la  gracia  de  María,  si  no  se 
halla  en  el  principio  absolutamente  primero  de  la  redención,  se  halla 
empero  en  el  principio  relativamente  primero  de  la  redención  común  u 
ordinaria  de  todos  los  demás  redimidos.  Y  basta  esto  para  que  a  esta 
gracia  se  le  reconozca  una  inicialidad  y  consiguientemente  una  capitalidad 
relativa.  Ni  obsta  esta  relatividad  para  que  simplemente  la  gracia  de 
María  pueda  denominarse  (con  propiedad  analógica)  inicial  y  capital.  La 
comparación  con  la  capitalidad  del  Romano  Pontífice  y  con  la  del  mismo 
Cristo  parece  decisiva  en  este  punto. 

El  Romano  Pontífice,  como  Cabeza  visible  de  la  Iglesia,  participa  de 
la  capitalidad  de  Cristo.  El  Salvador,  en  frase  de  San  León,  dijo  al 
primer  Papa:  «Quae  mihi  potestate  sunt  propria,  sint  tibi  mecum  parti- 
cipatione  communia»  (ML  54,  150).  La  capitalidad,  inherente  a  Cristo 
por  derecho  propio  y  nativo,  se  comunica  a  Pedro  por  participación:  es 
decir,  derivada  de  la  de  Cristo  y  a  ella  subordinada.  Consiguientemente, 
como  la  relatividad  de  la  capitalidad  pontificia  no  obsta  a  la  verdad  y 
propiedad  (analógica)  de  la  denominación,  tampoco  puede  ser  obstáculo 
semejante  relatividad  para  la  denominación  de  la  capitalidad  Mariana. 

También  la  primacía  o  inicialidad  del  influjo  capital  de  Cristo  hombre, 
si  en  cierto  sentido  puede  llamarse  absoluta,  desde  otro  punto  de  vista 
empero  no  es  sino  relativa.  Al  fin,  la  iniciativa  estrictamente  absoluta  ei^ 
la  economía  de  la  redención  humana,  según  San  Pablo,  corresponde  (por 
apropiación)  a  Dios  Padre  o  (con  propiedad)  a  Dios  en  cuanto  Dios; 
respecto  de  la  cual  la  inicialidad  propia  de  Cristo  hombre  ya  no  puede 
ser  sino  relativa  o,  si  vale  la  frase,  relativamente  absoluta.    La  relatividad. 


118 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


por  tanto,  no  obsta  a  la  verdadera  capitalidad:  como  no  obsta  a  la  del 
Redentor,  tampoco,  lógicamente  (siempre  en  un  plano  inferior),  debe  obstar 
a  la  de  la  Corredentora. 

Una  metáfora,  frecuente  en  la  tradición  patrística,  podrá  ilustrar  y 
corroborar  esta  capitalidad  relativa  y  subalterna,  que  parece  debe  atri- 
buirse a  María.  Si  comúnmente  se  llama  a  Cristo  «fuente  de  la  gracia», 
reservándose  a  María  la  denominación  de  «canal»  o  «acueducto»,  muchas 
veces  empero  se  extiende  a  María  la  denominación  de  «fuente».  Sin 
duda  que  la  identidad  de  la  denominación  no  arguye  idéntico  derecho  o 
propiedad  en  poseerla.  Que  no  ignoraban  los  Santos  Padres  que  las  deno- 
minaciones (analógicamente)  comunes  al  Hijo  y  a  la  Madre  sólo  por  puro 
privilegio  y  participación  subalterna  se  atribuyen  a  María.  Pero  aun  así, 
resulta  de  sus  dichos  que  María  es  (secundariamente)  «fuente  de  la  gra- 
cia» y  que,  por  consiguiente,  la  gracia  de  María  puede  llamarse  «fontal»: 
nueva  denominación  metafórica  equivalente  a  capital.  Bajo  la  imagen 
metafórica  de  «fuente»  se  afirma,  por  tanto,  frecuentemente  la  capitalidad 
relativa  de  la  gracia  de  María. 

Pero  'esta  capitalidad,  repetimos,  no  debe  eclipsar  ni  suplantar  la  ma- 
ternalidad  de  la  gracia  soteriológica  de  María.  Si  María  es,  ante  todo  y 
sobre  todo,  Madre:  la  Madre  de  Dios  y  de  los  hombres,  la  Madre  Corre- 
dentora y  la  Madre  Mediadora,  la  gracia  que  la  dignifica  y  la  dispone 
para  el  desempeño  de  esta  multiforme  maternidad  debe  ser  asimismo  gracia 
maiernal.  Maternal  es  la  gracia  de  la  divina  maternidad,  que  formal- 
mente santifica  a  la  Madre  de  Dios,  y  maternal  la  gracia  santificante  sote- 
riológica propia  de  la  que  es  Corredentora  de  los  hombres  y  Mediadora 
universal. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS  119 

Capítulo  VI 

COMPROBACIÓN  PATRÍSTICA  DE  LOS  PRINCIPIOS  MARIOLÓGICOS 

Introducción.  Los  principios  mariológicos  hasta  ahora  expuestos,  si 
han  de  ser  base  sólida  de  una  demonstración  científica,  es  menester  sean 
previamente  admitidos  como  ciertos.  ¿Lo  son?  Creemos  que,  prescin- 
diendo de  algunos  elementos  accesorios,  —  que  más  adelante  no  se  habrán 
de  tomar  como  premisas  de  ninguna  demonstración, —  deben  ser  conside- 
rados como  enteramente  ciertos.  A  nuestro  juicio,  el  punto  de  partida  que 
hemos  tomado  y  el  análisis  con  que  los  hemos  ido  deduciendo  no  pueden 
ofrecer  reparos  serios  y  justificados.  Con  todo,  como  más  que  defender 
nuestro  punto  de  vista  o  comunicar  nuestra  persuasión  personal,  nos  inte- 
resa la  solidez  inatacable  de  nuestra  demonstración,  nos  ha  parecido  opor- 
tuno, por  no  decir  necesario,  corroborar  los  principios  establecidos  con  el 
testimonio  de  la  tradición  cristiana.  Así,  quien  no  admitiere  su  certeza 
intrínseca,  habrá  de  admitir,  por  lo  menos,  su  certeza  extrínseca  o  testi- 
monial: garantía  suficiente,  para  que  luego  no  puedan  recusarse  las  conse- 
cuencias que  de  los  principios  legítimamente  deduzcamos.  De  paso,  esta 
comprobación  patrística  acarreará  otras  dos  ventajas,  no  despreciables: 
permitirá  poner  de  relieve  los  elementos  sustanciales  de  los  principios,  que 
luego  se  han  de  convertir  en  premisas  de  nuestra  demonstración,  y  podrá 
convencer  a  muchos  de  que  algunas  que  pudieran  parecer  novedades,  —  y 
lo  son  dentro  del  campo  científico  de  la  Mariología,  —  no  lo  son  en  realidad, 
como  que  son  verdades  ya  desde  muy  antiguo  enseñadas  por  los  Santos 
Padres. 

El  objeto  que  nos  proponemos  ahora,  que  es  una  simple  corroboración 
externa  de  lo  previamente  establecido  por  análisis  interno,  nos  obliga  a 
ser  parcos  en  citar  los  testimonios  patrísticos.  Otros  muchos  tenemos  reco- 
gidos, que  fácilmente  pudiéramos  aducir,  pero  que  tenemos  que  reservar 
para  otra  ocasión,  si  no  queremos  desfigurar  el  carácter  de  nuestro  libro, 
predominantemente  especulativo.  Un  inconveniente  tendrá  esa  parsimonia 
documental.  Pocos  textos,  y  necesariamente  abreviados,  no  pueden  repre- 
sentar en  toda  su  amplitud  y  profundidad  el  pensamiento  de  los  Padres. 
Una  cosa,  empero,  podemos  asegurar,  de  cuya  verdad  responden  los  estu- 


120 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


dios  de  Mariología  positiva  que  anteriormente  hemos  publicado:  que  los 
textos  presentados,  lejos  de  desfigurar  o  exagerar  el  pensamiento  de  sus 
autores,  más  bien  lo  atenúan  u  oscurecen.  No  los  hemos  tomado  de  nin- 
guna antología,  sino  de  sus  mismas  fuentes,  en  las  cuales,  a  la  luz  del 
contexto  o  del  conjunto,  alcanzan  mucho  mayor  luz  y  vigor.  En  conse- 
cuencia, nos  atrevemos  a  rogar  que  quien  dudare  del  valor  demonstrativo 
de  algún  texto,  no  lo  recuse  sin  antes  acudir  a  la  fuente  y  leerlo  atentamente 
en  su  contexto.  Otra  posible  extrañeza  conviene  prevenir.  Aparecerán  en 
estos  pocos  textos  algunos  nombres,  el  de  San  Ambrosio  por  ejemplo,  que 
no  suelen  verse  citados  con  tanta  frecuencia  en  los  tratados  mariológicos. 
Tal  vez  no  se  ha  reparado  bastante  en  que  existen  dos  Mariologías:  le  da 
un  San  Ambrosio,  que,  parca  y  de  poca  apariencia,  abunda,  con  todo,  en 
rasgos  luminosísimos,  que,  a  manera  de  relámpagos,  ilustran  los  más  graves 
problemas  mariológicos  y  llegan  hasta  lo  más  hondo,  y  la  de  un  Dionisio 
Cartujano,  que,  explayándose  en  la  sobrehaz,  cuando  no  perdiéndose  en 
fantasías,  apenas  nunca  roza  las  verdades  más  profundas  de  la  Mariología. 
Ya  había  notado  este  doble  género  de  Mariologías  el  gran  mariólogo  medie- 
val Godefrido  Admontense,  cuando  dice  que  María  es  para  unos  «fuente  de 
los  huertos»,  mientras  es  para  otros  «pozo  de  aguas  vivas»  (ML  174,  1009). 
Y  no  es  del  todo  verdad,  como  a  las  veces  parece  suponerse,  que  el  con- 
tenido de  la  Mariología,  partiendo  de  un  exiguo  núcleo  primitivo,  se  ha 
ido  formando  y  desenvolviendo  en  el  transcurso  de  los  siglos:  más  bien 
hay  que  reconocer  que,  si  algunas  verdades  relativamente  secundarias,  cual 
es,  por  ejemplo,  la  de  la  intercesión  actual  y  universal,  han  sido  objeto  def 
semejante  desenvolvimiento,  otras  verdades,  en  cambio,  mucho  más  impor- 
tantes y  fundamentales,  cual  es  la  de  la  corredención,  lejos  de  desenvolverse 
con  el  tiempo,  antes  bien  se  han  desvirtuado  y  perdido  su  primitiva  pro- 
fundidad. Prueba  palmaria  es  la  manera  de  enfocar  la  Segunda  Eva,  que, 
perdida  la  primitiva  grandiosidad  que  tenía  en  San  Ireneo,  se  convirtió 
para  muchos  escritores  medievales  en  un  insulso  juego  de  palabras,  al  ser 
considerada  como  inversión  verbal  de  Ave  o  como  composición  de  a  y  vae. 
Está  por  escribir  todavía  la  verdadera  historia  de  la  Mariología. 

Dividiremos  este  capítulo  adicional  en  cinco  artículos,  correspondientes 
a  cada  uno  de  los  capítulos  precedentes,  relativos  a  los  cinco  principios 
mariológicos  antes  declarados. 


LIBRO    I.  —  PRINCIPIOS  121 


Art.  1.    Maternidad  divina  y  soteriológica 

Que  la  divina  maternidad  sea  verdad  revelada  por  Dios  y  que  sea  el 
primer  principio  de  la  Mariología  es  cosa  ya  tan  sabida  y  averiguada,  que 
sería  perder  tiempo  inútilmente  el  detenerse  en  demonstrarlo. 

Podríamos  también  dar  por  supuesto  el  carácter  soteriológico  de  la 
divina  maternidad,  o  remitirnos  simplemente  a  los  textos  de  la  tradición 
que  adujimos  para  demonstrarlo  en  nuestro  libro  Deiparae  Virginis  con- 
sensus  (pgs.  229-236).  Mas,  tratándose  de  un  punto  tan  fundamental  en 
la  Soteriología  Mariana,  presentaremos,  para  corrobararlo,  unos  pocos  tex- 
tos, en  gran  parte  nuevos. 

Bajo  cinco  aspectos,  entre  sí  relacionados,  puede  considerarse  el  carácter 
soteriológico  de  la  divina  maternidad:  en  cuanto  la  salud  humana  es  objeto 
1)  de  los  consejos  de  Dios,  2)  del  mensaje  del  ángel  y  3)  del  consentimiento 
de  María,  y  en  cuanto  4)  se  inicia  con  la  misma  encarnación  del  Hijo  do 
Dios  y  5)  es  fruto  de  la  generación  virginal. 

1.  La  salud  humana,  objeto  de  los  consejos  de  Dios.  Dice  San 
Efrén:  «Gratia  in  te  se  inclinavit,  ut  misericordias  super  mundum  effun- 
deret»  (Ed.  Lamy,  2,  600).  El  Monje  Jacobo:  «Require  illam,  o  Ga- 
briel, quam  ante  generationes  omnes  ad  hoc  mihi  selegi,  quam  dispensa- 
tionis  huius  causa  praedestinavi»  (MG  127,  634-635).  San  Beda  ed 
Venerable:  «...  Per  quam  salus  ómnibus  parabatur»  (ML  92,  321). 
San  Bernardo:  «...  Per  quam  Deus  ipse  rex  noster  ante  saecula  disposuit 
operari  salutem  in  medio  terrae»  (ML  183,  83-84). 

2.  La  salud  humana,  objeto  del  mensaje  angélico.  Según  San 
Ireneo  el  ángel  manifestó  a  María  «Dominum...  recapitulationem  eius, 
quae  in  ligno  fuit,  inoboedientiae,  per  eam,  quae  in  ligno  fuit,  oboedien- 
tiam,  facientem»  (MG  7,  1175).  El  autor  antiquísimo,  cuyas  homilías  han 
llegado  hasta  nosotros  bajo  el  nombre  de  San  Gregorio  Taumaturgo,  dice: 
«Missus  est  Gabriel,  ut  totius  mundi  salutem  annuntiaret»  (MG  10,  1171). 
San  Ambrosio:  «Visitata  est  María,  ut  Evam  liberaret»  (ML  16,  1401). 
San  Pedro  Dami.Ín:  «Traditur  epístola  Gabrieli,  in  qua...  incarnatio  Re- 
demptoris,  modus  redemptionis,  plenitudo  gratiae...  continetur»  (ML  144, 
558-559).  Anastasio  I  Antioqueno:  uMissus  est  Gabriel  fauste  Virgi- 
ni...  futuram  eius  ope  gentibus  salutem  praenuntians»  (MG  89,  1383). 
En  una  Secuencia  del  misal  Sarum  (ed.  J.  Wickham  Legg.  Oxford,  1916. 
p.  490)  se  canta  esta  estrofa: 


122 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Ave,  dixit  nuncius, 
ex  te,  Virgo,  Filius 
nascetur,  pax,  gaudium, 
vita,  salus  omnium. 

3.  La  salud  humana,  objeto  del  consentimiento  virginal.  Escribe 
San  Beda:  <'Fiat  ut...  Filius  Dei...  ad  redemptionem  mundi  tamquam 
sponsus  suo  procedat  de  thalamo»  (ML  94.  14).  San  Alberto  Magno: 
«Consensum  praebens...  oravit  ut  cunctis  fieret  salus,  quam  ángelus  nun- 
tiavit»  {In  Le.  1,  38.  Opp.  22,  113).  San  Bernardino  de  Sena:  «Per 
hunc  consensum  omnium  electorum  salutem  viscerosissime  expetiit»  (Tre- 
decim  Sermones  pro  fest.  SS.  et  Imm.  Virg.  Mariae,  serm.  8,  art.  2,  cap.  2). 
Alfonso  Salmerón:  «Mundi  iam  perditi  redemptionem  ac  reparationem 
sitiens,...  promptam  se...  obtulit...  dicendo:  Ecce  ancilla  Dominh  {Comm. 
in  Evang.  hist.  et  Act.,  t.  3,  tract.  9.  Coloniae  Agripp.  1612,  pg.  72-73). 

4.  La  salud  humana,  iniciada  con  la  encarnación.  San  Efrén: 
«Descendit  ángelus  ex  alto,  et  locuta  est  cum  eo  Virgo,...  et  initum  est 
foedus  pacis»  (Ed.  Lamy,  5,  974-978).  San  Proclo  de  Constantinopla: 
«Ne...  partum  hunc  erubescendum  censeas.  Hic  enim  solus  salutis  anti- 
dotum  nobis  attulit...  O  venter,  in  quo  communis  libertatis  syngrapha 
confecta  est ;  o  utere,  in  quo  arma  adversus  mortem  f abref acta  sunt ; . . . 
o  templum,  in  quo  Deus  sacerdos  factus  est»  (MG  65,  683).  Basilio  DE 
Seleucia:  «Alvum  sanctam!...  in  qua  disruptum  est  peccati  chirogra- 
phum»  (MG  85,  438).  San  Andrés  Cretense:  «Salve...  tabemaculum, 
in  quod  semel  in  consummatione  saeculorum  solus  Deus  ac  primus  Pontifex 
ingressus  est,  ut  in  te,  sacra  ac  arcana  ratione,  munus  sacrum  pro  universis 
obiret»  (MG  97,  878-879).  San  Eleuterio  de  Tournay:  «Haec  est  dies 
salutífera,...  quae  terrena  caelestibus  conciliat«  (ML  65,  94).  Radbodo: 
«In  hac...  celebritate...  redemptionis  nostrae  principia  veneramur»  (ML  150, 
1531).  San  Bernardo:  «Tune  iam  operabatur  ¡^Christusl  salutem  nostram 
in  medio  terrae»  (ML  183,  327),  San  Alberto  Magno:  «In  ipso  Matris 
hospitio  salutem  nostram  est  operatus»  (In  Le.  10,  38.  Opp.  23,  77). 
B.  Ramón  Lull:  «En  nuestra  Señora  fué  comenzada  la  re-creación  del 
mundo  por  la  encarnación  de  su  Hijo  bendito:  en  nuestra  Señora  fué  co- 
menzada la  salvación  de  los  hombres  por  su  concepción  [virginal]»  {Hores 
de  Sancta  Maria,  Ps.  6,  5).  Por  fin,  el  B.  Juan  de  Ávila  con  su  deliciosa 
llaneza  comienza  así  su  sermón  acerca  de  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios: 
«Día  es  hoy  de  buena  nueva...  Cuando  quiso  Dios  hacer  misericordias 
al  mundo,  cuando  quiso  mostrar  hasta  dónde  llegaba  su  amor,  anduve  yo 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


123 


buscando  qué  día  fué  éste,  cómo  llamarle:  y  no  pude  hallar  ni  supe  darle 
nombre.  ¿Qué  día  es  hoy?  Día  de  tales  nuevas  llamémosle  día  de  las 
misericordias  de  Dios...  Si  le  llamamos  día  de  las  misericordias  del  mundo, 
eslo;  si  día  de  redención  de  cautivos,  eslo;  si  le  llamamos  día  de  des- 
posorio, eslo;  si  día  de  dar  grandes  limosnas,  eslo  también». 

5.  La  salud  humana,  fruto  de  la  generación  virginal.  Según 
San  Proclo  María  engendra  «(fructum  vitae  (MG  65,  710-711).  Antípa- 
TRO  DE  B0STR4  saluda  así  a  María:  «Ave,  quae  mundo  gignis  originem 
vitae»  (MG  85,  17711.  San  Germán:  «Gratiae  benedictionem  progermi- 
nasti;  ...  utpote  gratiae  primordia  adducens»  (MG  98,  306-307).  San  Pe- 
dro Crisólogo:  cAut  genitrix  quando  non,  quae  saeculorum  generavit 
auctorem,  principium  dedit  rebus?...  Est  ergo  muneris  virginalis,  ut  rege- 
nere! per  Deum  Virgo,  quod  per  Deum  Virgo  generavit»  (ML  52,  592). 
San  MÁXIMO  de  Turín:  «Mater  salutem  populis  editura...  tamquam  in 
sacrario  ventris  sui  portavit  cum  mysterio  sacerdotem;  nam  quidquid  in 
saeculo  profuturum  erat,  id  totum  de  eius  ventre:  Deus,  sacerdos  et  hostia» 
(ML  57,  239).  Eadmero:  «Non  est  salus,  nisi  quam  ipsa  peperit» 
(ML  159.  586).  Liturgia  Mozarábiga:  «Partus  Mariae  fructus  Ecclesiae» 
{Lib.  Mozar.  Sacram.,  ed.  Férotin.  col.  56).  Liturgia  Ambrosiana:  «De 
cuius  ventre  fructus  effloruit,  qui  pañis  angelici  muñere  nos  replevit... 
Distat  opus  serpentis  et  Virginis.  Inde  fusa  sunt  venena  discriminis,  hinc 
egressa  mysteria  Salvatoris»  (Missal.  Ambros.,  ed.  Achilles  Ratti,  36,  6). 
El  misal  Sarum  (ed.  J.  Wickham  Legg,  pg.  479): 

O  veré  sancta  atque  amanda, 
ex  qua  orta  est  redemptio  nostra, 
salus  quoque  raundi  veraque  vita. 

Pero  nadie  jamás  ha  expresado  con  frases  más  significativas  esta  índole 
soteriológica  del  parto  virginal  que  San  Ambrosio.  Citaremos  algunas  de 
sus  expresiones  más  características:  «Virgo  genuit  mundi  salutem.  Virgo 
peperit  vitam  universorum»  (ML  16,  1198);  «Operata  est  mundi  salutem, 
et  concepit  redemptionem  universorum»  (ML  16,  1154)  <(Remissionem 
peccatorum  útero  gestabat»  (ML  16,  325-326).  Por  esto  es  llamada  «aula 
caelestium  sacramentorum»  (ML  16,  319).  • 

Queda,  pues,  sólidamente  corroborado  por  el  testimonio  concorde  de  la 
tradición  el  primer  principio  mariológico  antes  establecido.  En  medio  de 
su  generalidad  o  indeterminación,  este  carácter  soteriológico  de  la  divina 
maternidad  es  de  capital  importancia  en  la  Soteriología  Mariana.    En  vir- 


124 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


tud  de  él  sabemos  ya  que  María  ocupa  un  lugar  importantísimo  en  la  eco- 
nomía de  la  salud  humana,  en  orden  a  la  cual  ejerce,  precisamente  en 
cuanto  Madre  del  Redentor,  una  función  o  acción  propia  y  personal.  Toda- 
vía no  conocemos  el  tiempo  y  el  modo  concreto  de  esta  acción  soteríológica 
de  la  Madre  del  Redentor,  que  sólo  constará  por  otros  principios  y  a  la  luz 
de  los  hechos;  pero  no  es  poco  conocer  desde  ahora  la  existencia  y  la 
eficacia  de  esta  función.  Sólo  este  reconocimiento  señala  una  línea  divi- 
soria entre  la  Mariología  protestante  y  la  Mariología  católica;  pues  mien- 
tras la  Teología  protestante  sólo  ve  en  María  la  madre  física  de  Jesús,  la 
Teología  católica  reconoce  a  la  Madre  del  Redentor  una  función  y  actividad 
propiamente  soteríológica.  Además,  con  el  reconocimiento  de  esta  acción 
genérica  se  prepara,  por  así  decir,  el  sujeto  del  cual  luego  haya  que  pre- 
dicar funciones  soteriológicas  más  particulares  o  concretas.  Que  no  es  lo 
mismo  atribuir  la  corredención,  por  ejemplo,  a  la  Madre  de  Jesús  que  a 
la  Madre  del  Redentor,  investida  de  carácter  soteriológico.  Lo  primero 
es  atribuirle  una  prerrogativa  no  preparada  ni  coherente;  lo  segundo,  en 
cambio,  no  es  sino  determinar  o  concretar  una  función  previamente  reco- 
nocida. 

Art.  2.    El  principio  de  soudaridad 

Introducción.  Como  la  introducción  del  llamado  principio  de  solida- 
ridad es  el  elemento  más  nuevo,  para  algunos  algo  extraño  e  inaudito,  se 
hace  absolutamente  indispensable  precisar  su  significado  y  corroborarlo 
con  el  testimonio  patrístico.  Será  útil  para  ello  compararlo  con  el  prin- 
cipio anterior  (la  maternidad  soteríológica)  y  con  el  siguiente  íla  recir- 
culación). 

La  comparación  con  el  precedente  es  más  fácil  y  sencilla.  Por  el  prin- 
cipio de  la  maternidad  soteríológica  conocemos  el  papel  o  la  función  que 
Dios  ha  asignado  a  la  Madre  del  Redentor  en  orden  a  la  salud  humana. 
El  principio  de  solidaridad  no  expresa  formalmente  acción  soteríológica: 
sólo  indica  el  modo  de  ejercerla,  o,  más  generalmente,  es  un  postulado  o 
condición  previa  a  que  debe  acomodarse  la  acción  soteríológica.  Son  doS 
principios  simples  y  además  heterogéneos,  que  deberán  combinarse. 

Muy  diferente  es  el  principio  de  recírculación,  cual  suele  concebirse. 
En  él  suelen  comprenderse  muchos  elementos,  más  o  menos  dispares:  unos, 
que  se  presuponen  ya  por  los  principios  precedentes;  otros,  que  son  como 
sus  rasgos  diferenciales  o  formales;  otros,  sólo  implícita  o  virtualmente 
contenidos.    Prescindiendo  ahora  de  estos  dos  últimos  géneros  de  ele- 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


125 


mentos,  que  luego  habremos  de  determinar,  y  ateniéndonos  solamente  a  los 
elementos  básicos,  ya  presupuestos,  observaremos  que  en  la  doble  antítesis 
Adán-Cristo,  Eva-María,  con  que  a  las  veces  se  formula  el  principio  de 
recirculación,  se  contienen  la  acción  soteriológica  del  Hombre  y  de  la  Mujer 
y  la  solidaridad  con  que  el  Redentor  debe  ejercer  su  acción  salvadora:  que, 
como  conocidas  previamente  por  los  principios  de  la  maternidad  soterioló- 
gica y  de  la  solidaridad,  no  pueden  ser  los  elementos  propios  y  diferenciales 
del  principio  de  la  recirculación.  Esta  observación  era  necesaria  para  la 
demonstración  patrística  que  vamos  a  ensayar  del  principio  de  solidaridad. 
En  ella  habremos  de  aducir  algunos  textos  en  que  se  habla  de  María  como 
Segunda  Eva  o  como  la  Mujer  por  antonomasia:  y  pudiera  parecer  que 
demonstramos  el  principio  de  solidaridad  por  lo  que  es  propio  del  principio 
de  recirculación,  todavía  no  demonstrado  patrísticamente ;  y  aun  podría 
a  alguno  parecer  que  incidimos  en  petición  de  principio.  Para  evitar,  pues, 
o  prevenir  toda  confusión  o  mala  inteligencia,  era  indispensable  deslindar 
con  la  máxima  precisión  lo  que  es  propio  y  característico  de  cada  principio. 

Más  que  el  principio  mismo  de  la  solidaridad,  lo  que  ahora  especial- 
mente nos  interesa  es  su  repercusión  en  la  función  soteriológica  de  la  Madre 
del  Redentor.  Pero,  como  no  es  posible  apreciar  debidamente  esta  reper- 
cusión, sin  conocer  previamente  el  mismo  principio  de  solidaridad,  conven- 
drá declararlo  con  toda  precisión  y  corroborarlo  con  el  testimonio  de  la 
tradición;  sobre  todo,  existiendo  como  existen  sobre  él  ciertas  vaguedades 
y  aun  en  algunos  cierta  dificultad  en  admitirlo,  a  lo  menos  como  principio 
cierto  e  inconcuso. 

Divüle,  et  vinces.  Aun  cuando,  por  lo  dicho  anteriormente,  podemos 
suponer  conocido  el  principio  de  solidaridad,  enumeraremos  con  toda  disi- 
tinción  los  varios  elementos  que  lo  integran,  para  distribuir  conforme  a  esta 
distinción  los  varios  textos  de  la  tradición.  Con  ello,  a  vueltas  de  mayor 
precisión  y  claridad,  podrá  mejor  apreciarse  el  sentido  y  valor  probativo 
de  los  textos.  Estos  elementos  integrantes  del  principio  de  solidaridad 
son:  1)  de  parte  de  la  acción  soteriológica  del  Redentor,  a)  su  doble  solida- 
ridad de  naturaleza  y  de  pecado  con  el  linaje  humano,  b)  iniciada  ya  en  !a 
encarnación  y  con  la  encarnación;  2|  de  parte  de  la  función  soteriológica 
de  la  Madre  del  Redentor,  o)  su  carácter  representativo,  al  tomar  sobre  sí 
esta  maternidad,  h)  su  carácter  de  universalidad,  por  cuanto  es  ella  «la 
Mujer»  por  antonomasia,  y  c)  su  posible  acción  en  ser  ella  quien  comunique 
o  transmita  al  Redentor,  Hijo  suyo,  la  doble  solidaridad  de  naturaleza  y  de 
pecado.  No  será  tampoco  inútil  determinar  la  diferente  censura  teológica 
con  que  hay  que  calificar  cada  uno  de  estos  varios  elementos.    1)  De  parte 


126 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


de  Cristo:  a)  la  solidaridad  de  naturaleza  está  formalmente  contenida  con 
toda  claridad  en  el  depósito  de  la  revelación;  también  lo  está,  aunque  tal 
vez  con  menos  claridad,  la  solidaridad  de  pecado,  por  más  que  a  algunos 
se  les  haga  algo  dura  o  difícil;  b)  a  nuestro  juicio,  no  está  menos  clara- 
mente contenida  en  el  depósito  de  la  revelación  divina,  por  lo  menos  en  la 
tradición,  la  verdad  (si  bien  menos  conocida  o  atendida)  de  que  la  solida- 
ridad se  inicia  en  la  encamación  y  con  la  encarnación.  21  De  parte  det 
María,  a)  consta  con  suficiente  certeza  su  carácter  representativo ;  b)  casi 
con  igual  certeza  su  carácter  de  universalidad;  c)  es  más  controvertible, 
y  para  algunos  será  cosa  nueva  e  inaudita,  su  acción  en  comunicar  o  trans- 
mitir a  Cristo  la  solidaridad.  De  todos  modos,  hay  que  tener  presente 
que  no  depende  de  estas  repercusiones  mariológicas  de  la  solidaridad  la 
verdad  de  las  prerrogativas  Marianas,  que  luego  se  habrán  de  demonstrar. 
Los  principales  argumentos,  con  que  luego  trataremos  de  probar  la  corre- 
dención Mariana,  por  ejemplo,  se  basan  en  otros  principios,  lógicamente 
independientes  del  principio  de  solidaridad,  y  mucho  más  de  sus  repercu- 
siones mariológicas.  No  es,  con  todo,  inútil  establecer  el  principio  de 
solidaridad,  dado  que  es  un  nuevo  argumento  añadido  a  los  otros,  y,  sobre 
todo,  permite  contemplar  con  mayor  profundidad  el  misterio  de  la  reden- 
ción y  de  la  corredención.  Por  fin,  para  no  perder  tiempo  en  demonstrar 
lo  que  ya  todos  admiten,  prescindiremos  de  la  solidaridad  de  naturaleza, 
en  sí  misma  considerada,  que  sólo  podría  poner  en  duda  quien  totalmente 
desconociese  la  Teología  de  San  Pablo.  Por  lo  demás,  los  textos  mismos 
que  aduciremos,  para  otro  objeto,  la  prueban  evidentemente. 


§  1.    La  solidaridad  en  el  Redentor 

A.    Solidaridad  de  pecado 

La  solidaridad  de  pecado,  en  virtud  de  la  cual  el  Redentor  toma  sobre 
sí,  en  razón  de  expiarlos,  los  pecados  de  la  humanidad,  por  más  misteriosa 
que  parezca,  por  más  que  asombre,  encoja  o  estremezca  todo  corazón  cris- 
tiano, es,  con  todo,  una  verdad  atestiguada  con  aterradora  claridad,  no  sólo 
por  David,  Isaías,  San  Pedro  y  principalmente  San  Pablo,  sino  también 
por  los  más  acreditados  testigos  de  la  tradición  cristiana  y  por  las  almas 
más  apasionadamente  amantes  del  divino  Redentor,  que  por  nada  del  mundo 
consentirían  en  que  se  menoscabase  en  lo  más  mínimo  la  incontaminada 
santidad  del  Hombre-Dios.    Oigamos  estos  testimonios. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


127 


San  Atanasio,  exponiendo  el  Salmo  21,  después  de  decir  en  el  Argu- 
mento que  Cristo  es  quien  canta  el  Salmo  «ex  persona  humanitatis»,  declara 
así  el  vers.  2:  «Postulat  inspectionem  Patris.  nostra  in  se  transferens,  ut' 
abrogaret  maledictionem,  et  ad  nos  vultum  Patris  adduceret.  Nos  enim 
ob  Adae  praevaricationem  in  aversionem  et  derelictionem  facti  sumus». 
Y  declarando  las  palabras  Longe  a  salute  mea  verba  deJictorum  meorum, 
prosigue:  «Mihi,  quaeso,  animadverte  humanitatis  in  Christo  personara, 
postulantem  liberari  a  lapsibus  seu  a  delictis»  (MG  27,  131-132).  Resume 
su  pensamiento  en  el  libro  De  titulis  Psalmorum  con  estas  palabras:  «Ex 
persona  populi  loquitur:  Propter  delicia  mea  longe  facta  est  a  me  salus 
mea»  (MG  27,  721-722). 

Recojamos  brevemente  el  pensamiento  de  San  Atanasio.  Oímos  las  pa- 
labras del  Salmo,  y  preguntamos  al  gran  Doctor  Alejandrino  quién  es  el 
que  las  dice.  Él  nos  responde  con  tres  expresiones  equivalentes:  es  la 
persona  de  la  humanidad  contenida  en  Cristo  («humanitatis  in  Christo  per- 
sonara»), es  Cristo  mismo  que  habla  en  persona  de  la  humanidad  («canit 
Christus  ex  persona  humanitatis»),  o  en  persona  del  pueblo,  («ex  persona 
populi  loquitur»).  Preguntamos  de  nuevo:  ¿cómo  Cristo  puede  hablar  de 
pecados  propios  en  persona  de  la  humanidad  o  del  pueblo?  Nos  responde: 
porque  transfiere  en  sí  lo  nuestro  («nostra  in  se  transferens»),  que  en 
virtud  del  contexto  es  lo  mismo  que  decir:  porque  toma  sobre  sí  y  se  apropia 
nuestros  pecados  y  la  maldición  a  que  estábamos  sujetos.  Afirma,  por 
tanto,  categóricamente  la  solidaridad  de  pecado,  en  virtud  de  la  cual  Cristo 
considera  como  suyos  propios  los  pecados  de  toda  la  humanidad. 

San  Gregorio  Nazianzeno  no  es  menos  explícito  y  categórico,  cuando 
escribe:  «Quemadmodura  salutis  meae  causa  maledictum  vocatus  est,  qui 
maledictionem  meara  solvit;  et  peccatum,  qui  m.undi  peccata  delet;  ac  pro 
veteri  Adamo  novus  Adamus  efficitur:  ed  eundem  quoque  modum  contu- 
maciam  et  rebellionem  meam  sibi  asciscit,  ut  totius  corporis  caput...,  nostra 
videlicet  sibi  vindicans».  Conforme  a  estos  princpios  interpreta  a  conti- 
nuación el  Salmo  21:  «Eodera  in  genere  mihi  illud  quoque  esse  videtur: 
Deus,  Deus  meus,  réspice  in  me,  guare  me  dereliquisti? . . .  In  seipso,  uti 
dictum  est,  nostra  repraesentavit.  Nos  enim  eramus  derelicti  illi  prius  atque 
contempti;  nunc  vero  per  impatibilis  illius  passiones  assurapti  ac  servati 
sumus;  queraadmodura  nostram  quoque  insipientiara  ac  peccatum  sibi  arro- 
gavit»  (MG  36,  107-110).  Este  pasaje  exige  atenta  reflexión.  Consta  de 
dos  partes:  en  la  primera  se  exponen  los  principios  tomados  de  la  Teología 
de  San  Pablo;  en  la  segunda  se  aplican  estos  principios  a  la  interpretación 
del  Salmo  21.    Según  San  Pablo,  Cristo  es  llamado  maldición  y  pecado. 


128 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


El  Nazianzeno,  lejos  de  atenuar  el  sentido  de  estas  expresiones,  busca  más 
bien  su  justificativo,  y  lo  halla  en  el  mismo  Apóstol,  cuando  enseña  que 
Cristo  es  el  Nuevo  Adán  que  sustituye  al  viejo  Adán  («pro  veteri  Adamo 
novus  Adamus  efficitur»),  y  es  la  cabeza  de  todo  el  cuerpo  («totius  corporis 
caput»).  En  consecuencia,  como  Nuevo  Adán  y  como  Cabeza  de  todo  el 
cuerpo,  puede  Cristo  atribuirse  y  apropiarse  lo  nuestro  («nostra  sibi  virn 
dicans»),  y  consiguientemente  también  hacer  suya  nuestra  contumacia  y 
rebelión  («contumaciam  et  rebellionem  meam  sibi  asciscit»).  ¿Por  qué? 
Porque  el  Nuevo  Adán,  antes  de  cancelar  nuestros  pecados  y  en  orden  a 
cancelarlos,  primero  los  toma  sobre  sí  y  se  los  apropia;  y  la  Cabeza,  antes 
de  expiar  los  pecados  del  cuerpo  y  en  razón  de  expiarlos,  primero  los  hace 
suyos.  Conforme  a  estos  principios  en  la  segunda  parte  se  interpretan  las 
misteriosas  palabras  del  Salmo  21.  Cristo  puede  atribuirse  nuestra  insi- 
piencia y  nuestro  pecado  («nostram  insipientiam  ac  peccatum  sibi  arroga- 
vit»).  porque,  según  lo  dicho  anteriormente  (<'ut  dictum  est>>l,  Cristo  lleva 
nuestra  representación  f«in  seipso  nostra  repraesentavit»).  Difícilmente  po- 
día hablarse  más  clara  y  profundamente, 

San  Cirilo  de  Jerlsalén  es,  bajo  ciei-to  aspecto,  más  dramático.  Co- 
mienza proponiendo  el  nudo,  a  primera  vista  y  humanamente  insoluble. 
«Inimici  enim  Dei  per  peccatum  eramus:  et  definivit  Deus  peccantem  mori 
oportere».  Si  el  pecador  había  de  morir,  ¿qué  iba  a  hacer  Dios?  ¿Matar 
al  que  pecó?  Pero  entonces  quedaba  eclipsada  su  clemencia.  ¿Revocar  la 
sentencia  de  muerte?  Pero  entonces  Dios,  además  de  no  dejar  en  bueni 
lugar  la  justicia,  se  contradecía  a  sí  mismo.  «Ex  duobus  igitur  alterum  fieri 
necesse  erat:  ut  aut  Deus  sibi  constans  omnes  interimeret.  aut  clementia 
usus  datam  sententiam  dissolveret».  Pero  el  nudo  insoluble  para  el  hombre 
no  lo  fue  para  la  sabiduría  de  Dios:  «Verumtamen  Dei  sapientiam  conspi- 
care:  suam  servavit  et  sententiae  firmitatem,  et  bonitati  efficaciam».  ¿Có- 
mo? «Assumpsit  Christus  peccata  in  corpore  suo]  super  lignum,  ut  nos, 
per  mortem  eius  peccatis  mortui,  iustitiae  viveremus».  He  aquí  la  clave 
de  la  solución:  Cristo  tomó  sobre  sí  nuestros  pecados.  El  contexto  impide 
atenuar  el  sentido  de  estas  palabras.  Recordemos  que  se  trata  de  cumplir 
la  sentencia  de  Dios  de  que  el  pecador  muriese  en  pena  de  su  pecado  («defi- 
nivit Deus  peccantem  morí»):  sentencia  que  Dios  no  quería  retractar  («suam 
servavit  sententiae  firmitatem»).  En  consecuencia  el  tomar  Cristo  sobre  sí 
nuestros  pecados,  no  fué  una  ficción  o  una  simple  metáfora:  hubo  de  apro- 
piárselos tan  verdaderamente,  que  con  justicia  pudiera  recaer  sobre  él  la 
sentencia  judicial.  ¡Profundidad  insondable,  pero  innegable  realidad!  A 
vista  de  tan  inefable  dignación,  puede  exclamar  San  Cirilo:  «Na  te  igitur 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


129 


pudeat  crucifixi,  sed  cum  fiducia  tu  etiam  dicito:  Hic  peccata  nostra  portal... 
Et  iterum:  A  peccatis  populi  mei  ductus  est  ad  mortem  Propter  hoc 
apertius  ait  Paulus:  quod  Christus  mortuus  est  pro  peccatis  r.ostris^i 
(MG  33,  811-814).  Por  nuestros  pecados  nosotros  éramos  los  que  debíamos 
morir;  mas  no  fuimos  nosotros  los  que  pagamos  la  pena,  sino  Cristo  fué 
quien  la  pagó  por  nosotros:  no  simplemente  «en  vez  de  nosotros»,  que 
con  esta  sustitución  no  se  hubiera  cumplido  la  sentencia  divina  ccpeccantem 
mori  oportere»,  sino  más  bien  en  representación  nuestra,  por  cuanto  para 
pagar  en  justicia  la  pena  por  nosotros  merecida  era  menester  se  apropiase 
previamente  nuestros  mismos  pecados.  Por  San  Pablo  había  comenzado 
San  Gregorio  Nazianzeno:  y  San  Cirilo  termina  con  San  Pablo:  y  uno  y 
otro  coinciden  en  dar  a  las  palabras  del  Apóstol  el  mismo  sentido  que 
nosotros  le  hemos  dado  anteriormente. 

San  Juan  CrisÓstomo  no  es  tan  profundo  en  interpretar  el  pensamiento 
de  San  Pablo,  aunque  sus  expresiones  sean  más  enfáticas.  Comentando  A 
San  Pablo  escribe:  «...Peccatum  fecit,  hoc  est,  ut  peccatorem  condemnari 
passus  est,  ut  maledictum  hominem  mori...  Eum  enim,  qui  iustus  erat, 
inquit,  peccatorem  fecit,  ut  peccatores  instes  efficiat.  Immo  ne  sic  quidem 
locutus  est,  sed,  quod  longe  sublimius  erat,  dixit;  nam  ñeque  affectionem 
(I^iv),  sed  qualitatem  ( TtoLÓTriTa )  ipsam  posuit.  Non  enim  dixit  Fecit 
peccatorem,  sed  Fecit  peccatum,  ut  et  nos  efficiamur,  non  iusti,  sed  iustitia 
ipsa,  atque  adeo  Dei  iustitia»  (MG  61,  478-479).  Es  de  notar  singularmente 
la  expresión  «ut  peccatorem  condemnari»:  que  no  es  padecer  la  muerte 
como  simple  infortunio  o  mal  natural,  sino  como  pena  infligida  a  un 
pecador  por  sus  pecados. 

San  Cirilo  de  Alej.\ndría,  si  bien  más  atento  a  la  solidaridad  de 
naturaleza,  no  olvida  la  de  pecado.  Dice,  entre  otras  cosas:  «Cvmi  in 
multis  peccatis  essemus,  atque  adcirco  morti  et  corruptioni  obnoxii,  dedit 
Filium  suum  Pater  redemptionem  pro  ómnibus,  quoniam  omnia  sunt  in 
ipso...  Omnes  enim  eramus  in  Christo,  qui  propter  nos  et  pro  nobis  mor- 
tuus est»  (MG  73,  191-192).  Nótese  el  raciocinio  de  San  Cirilo:  nosotros 
éramos  los  pecadores,  nosotros  consiguientemente  los  condenados  a  muerte: 
y,  sin  embargo.  Cristo  fué  el  que  murió  por  nosotros.  ¿Esto  por  qué? 
t'orque  todos  nosotros  estábamos  en  Cristo:  «omnes  enim  eramus  in 
Christo» ;  y  estábamos  en  él  en  cuanto  pecadores  y  en  cuanto  condenados 
a  muerte. 

Teodoreto,  recogiendo  el  reparo  de  algunos,  incapaces  de  concebir  que 
pudiera  el  Salvador  apropiarse  las  palabras  del  Salmo  21,  escribe:  «Quo- 
modo  enim,  inquiunt,  qui  peccatum  non  fecit,  dicere  poterat  Longe  a  soluta 

9 


130 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


mea  verba  delicíorum  meorum?  Y,  para  quitarles  un  espanto  con  otro 
mayor,  les  recuerda  los  dichos  del  gran  Bautista  y  del  divino  Pablo: 
«Audiant  igitur  magnum  lohannem  clamantem:  Ecce  Agnus  Dei,  qui  tollit 
peccaíum  mundi.  Et  divinum  Paulum  dicentem:  Eum,  qui  non  noverat 
peccatum,  pro  nohis  peccatum  fecit...  Et  rursus:  Christus  redemit  nos 
ex  maledictione  Legis,  factus  pro  nohis  maledictio.  Quemadmodum  itaque, 
cum  sit  fons  iustitiae,  nostrum  peccatum  suscepit;  cumque  sit  benedictionis 
pelagus,  maledictionem  nobis  imminentem  accepit,  et  crucem  sustinuit, 
opprqbrium  despiciens,  sic  et  pro  nobis  verba  fecit»:  que  es  decir,  «habló 
en  persona  y  representación  nuestra,  cuyos  pecados  se  había  apropiado». 

Y  en  este  sentido  añade  poco  después:  «Ex  persona  nostra  verbis  usus  e9t 
et  pro  nobis,  et  exclamat:  Longe  a  salute  mea  verba  delictorum  meorum)). 

Y  concluye:  «Ne  respicias,  inquit,  delicta  naturae»,  los  delitos  de  la  natu- 
raleza humana,  es  decir,  de  toda  la  humanidad,  que  represento  y  en  persona 
de  la  cual  hablo,  «sed  concede  salutem  propter  meos  cruciatus»  (MG  80, 
1009-1012). 

^AN  Juan  Damasceno,  menos  original  que  enciclopédico,  además  de  re- 
producir, resumiéndolos,  los  testimonios  antes  citados  de  San  Gregorio 
Nazianzeno  (MG  94,  1091-1094)  y  de  San  Juan  Crisóstomo  (MG  95,  737- 
738),  inspirándose  en  San  Máximo  el  Confesor  (MG  91,  219-220),  propone 
una  interesante  explicación  sobre  las  que  él  llama  apropiaciones  del  Señor¿ 
que  hacen  a  nuestro  propósito.  Como  la  traducción  latina  de  Migne  es  algo 
oscura,  preferimos  traducir  directamente  el  texto  original.  «Conviene  sa- 
ber, dice,  que  existen  dos  apropiaciones:  una  física  y  sustancial,  y  una 
personal  y  relativa».  Nosotros  diríamos  más  bien:  una  física  o  natural, 
y  otra  moral  o  jurídica.  Prosigue  el  Damasceno:  «Física,  pues,  y  sus- 
tancial [es  aquella]  según  la  cual  el  Señor  por  amor  a  los  hombres  tomó 
nuestra  naturaleza  con  todo  lo  que  le  es  natural...:  personal  o  relativa, 
cuando  uno  reviste  la  persona  de  otro  a  causa  de  cierta  disposición  [de 
ánimo  respecto  de  él],  cual  sería  la  compasión  o  el  amor,  y  en  lugar  de 
éste  pronuncia  palabras  que  son  a  favor  de  él,  mas  que  en  nada  convienen 
[personalmente]  al  mismo  que  habla;  conforme  a  la  cual  [apropiación  el 
Señor]  se  apropió  nuestra  maldición  y  desamparo  y  [otras]  cosas  tales  que 
no  [le]  son  naturales;  no  que  [el  Señor]  fuera  o  hubiera  sido  eso,  sino  que 
quiso  tomar  [o  representar]  nuestra  persona  y  entrar  a  la  par  con  nosotros. 

Y  tal  es  aquello  de  que  fué  hecho  pecado  por  nosotros^)  (MG  94,  1093-1094). 
San  Damasceno  o  San  Máximo  nos  han  dado  una  definición  exacta  de  la 
solidaridad  de  pecado,  que  es  la  apropiación  moral  o  jurídica  de  los  pecados 
de  la  humanidad. 


LIBRO   I.  —  PRI^'CIPIOS 


131 


Después  de  estos  testimonios,  tan  ilustres  y  categóricos,  es  inútil  añadir 
otros  escritores  griegos:  pasemos  a  los  latinos,  no  menos  numerosos  ni 
menos  significativos. 

Sea  el  primero  el  gran  obispo  cartaginés  San  Cipriano,  el  cual  escribe: 
«Ad  terrena  descendens  non  aspernatur  Dei  Filius  carnem  hominis  induere, 
et,  cum  peccator  ipse  non  esset,  aliena  peccata  portare»  (ML,  4,  626).  Estas 
breves  y  sencillas  palabras  con  su  precisión  lapidaria  son  más  significativas 
de  lo  que  pudiera  parecer.  El  Hijo  de  Dios,  dice  San  Cipriano,  personal- 
mente («ipse»)  no  era  en  sí  mismo  («non  esset»)  pecador  («peccator»),  es 
decir,  contaminado  por  pecado  alguno  que  él  hubiera  cometido ;  no  obstante, 
se  dignó  tomar  sobre  si  o  apropiarse  («portare»)  los  pecados  ajenos  («aliena 
peccata»)  cometidos  por  otros.  Esto  es,  él  no  los  cometió,  pero  él  los  cargó 
y  llevó  sobre  sí. 

Con  el  nombre  de  San  Cipriano  corrió  el  curioso  libro  De  montihus  Sina 
et  Sion,  del  cual  tomamos  esta  sugestiva  expresión:  «<Adae>-  carnem  in 
se  figuralem  Christus  portavit  et  eam  in  ligno  suspendit»  (ML  4,  912).  Quiere 
decir  que  Cristo  llevó  o  tomó  la  carne  de  Adán,  no  sólo  porque  naturalmente 
procedía  del  primer  hombre,  sino  porque  le  representaba  a  él  («figuralem»), 
y  en  él  a  toda  la  universalidad  de  los  hombres;  y  esta  carne  de  Adán  la 
suspendió  en  el  madero  de  la  cruz,  por  cuanto  la  universalidad  de  la  razí* 
humana,  en  ella  representada,  estaba  contaminada  por  el  pecado.  La  carne 
de  Cristo  fué  crucificada  porque  era  figurativa  o  representativamente  la 
carne  pecadora  de  Adán  y  de  toda  su  raza. 

San  Hilario  expresa  así  la  solidaridad  de  pecado:  «[Christus]  omnem 
in  se  corporis  nostri  infirmitatem  assumpsit,  crucique  secum  universa  ea, 
quibus  infirmabamur,  affixit.  Ideo  peccata  nostra  portat»  (ML  9,  1069). 
Estas  tres  frases  se  esclarecen  recíprocamente.  La  tercera,  conclusión 
(«ideo»)  de  las  dos  precedentes,  declara  explícitamente  la  solidaridad  de 
pecado  («peccata  nostra  portat»):  ésta,  por  tanto,  se  significa  también  en 
las  dos  frases  anteriores,  que  expresan  los  dos  momentos  principales  de 
la  solidaridad:  el  primero,  en  que  Cristo  la  contrae  («assumpsit»),  el  se- 
gundo en  que,  como  reaccionando  contra  el  pecado,  lo  destruye  o  extirpa 
clavándolo  en  la  cruz  («cruci  affixit»).  Como  ilustración  del  texto  prece- 
dente, citaremos  otro  en  que  el  obispo  de  Poitiers  sólo  habla  explícitamente 
de  la  solidaridad  de  naturaleza:  «In  eo,  per  naturam  suscepti  corporis,  quae- 
dam  universi  generis  humani  congregatio  continetur»  (ML  9,  935).  Era 
natural  que  la  raza  humana,  siendo  como  era  de  raza  pecadora  y  como  una 
«massa  damnata»,  al  congregrse  o  concentrarse  universalmente  en  Cristo, 
le  comunicase  en  alguna  manera  su  pecado. 


132 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


San  Ambrosio,  el  maravilloso  teólogo  del  misterio  de  Cristo,  ha  consig- 
nado en  varios  pasajes  su  pensamiento  sobre  la  solidaridad  de  pecado.  Pero 
su  estilo,  inquieto  y  saltarín,  exige  reposada  reflexión,  para  no  ofuscarse 
o  desorientarse  con  su  dialéctica  de  relámpagos.  Sobre  aquel  texto  difícil 
del  Apóstol:  «Tune  et  ipse  Filius  subiectus  erit  ei,  qui  subiecit  sibi  omnia» 
(1  Cor.  15,  28),  que  los  arríanos  interpretaban  torcidamente,  escribe  San 
Ambrosio:  «Non  utique  in  divinitatis  maiestate  subiectus  est,  sed  in  nobisn. 
Notemos  ya  el  salto  atrevidísimo  de  su  pensamiento.  La  claridad  y  el  para- 
lelismo de  la  frase  parece  exigían  que,  en  vez  de  decir  «m  nobis>),  se  dijese: 
«in  humanitatis  humilitate»  o  algo  parecido.  Él,  sin  embargo,  para  expli- 
car la  misteriosa  sujeción  de  Cristo  al  Padre,  en  vez  de  apelar  a  la  inferio- 
ridad de  su  humanidad  individual,  apela  a  su  comunión  o  solidaridad  coa 
toda  la  raza  humana,  es  decir  al  misterio  del  Cuerpo  místico  de  Cristo.  Y 
así  prosigue:  «Quomodo  autem  subiectus  est  in  nobis,  nisi  eo  modo  quo 
minor  angelis  factus  est,  in  corporis  scilicet  sacramento?»  Esta  última  exr 
presión,  inspirada  en  San  Pablo,  es  una  genial  fusión  de  aquellas  frases  del 
mismo  Apóstol:  «Christus  caput  est  Ecclesiae,  ipse  Salvator  corporis...  Mem- 
bra  sumus  corporis  eius...  Sacramentum  hoc  magnum  est»  (Ef.  5,  23.  30.  32). 
Tal  es  la  interpretación  que  da  San  Ambrosio  al  texto  de  San  Pablo:  oiga- 
mos ahora  cómo  la  justifica.  Encarándose  con  los  arríanos,  escribe:  «Quod 
si  quaesieris  quemadmodum  subiectus  sit  in  nobis,  ipse  ostendit  dicens:  ... 
Infirmas  eram,  et  visitastis  me».  Comparando  esta  enfermedad  con  la 
sujeción,  prosigue:  ulnfirmum  audis,  et  non  mover is;  subiectum  audis.  et 
moveris».  Como  si  dijera:  ¿Te  escandaliza  la  sujeción?  Pues  ¿por 
qué  no  te  escandaliza  la  enfermedad?  Porque  tanto  ésta  como  aquella  se 
han  de  explicar  de  la  misma  manera:  «cum  in  eo  infirmus,  in  quo  subiectus»: 
donde  se  halla  la  enfermedad,  allí  mismo  hay  que  buscar  la  sujeción.  Y 
adentrándose  en  las  profundidades  del  sacramentum  corporis,  llega  a  la 
misteriosa  solidaridad  de  pecado:  «in  eo  infirmus,...  in  quo  peccatum  atque 
maledictum  pro  nobis  factus  est».  Y  concluye:  «Sicut  igitur  non  propter 
se,  sed  propter  nos,  peccatum  atque  maledictum  factus  est,  ita  non  pro  se, 
sed  pro  nobis,  erit  subiectus  in  nobis:  non  in  natura  subiectus  aetema, 
ñeque  in  natura  maledictus  aeterna...  Maledictus,  quia  maledicta  nostra 
suscepit;  subiectus  quoque,  quia  subiectionem  nostram  ipse  suscepit:  sed 
in  servilis  formae  assumptione,  non  in  Dei  maiestate;  ut  dum  ille  nostrae 
fragilitatis  se  praeberet  in  carne  consortem,  nos  in  virtute  sua  divinae 
faceret  consortes  naturae»  (ML  16,  712). 

No  es  menos  significativo  otro  pasaje,  en  que  el  santo  obispo  de  Milán 
trata  de  refutar  a  ciertos  precursores  del  monofisismo,  que  afirmaban  «Ver- 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


133 


bum  Dei  in  carnem  esse  conversum».  Como  base  de  su  refutación,  asienta 
que  la  carne  del  Señor,  tomada  de  nosotros,  era  solidariamente  nuestra 
carne,  y  que,  al  tomarla,  tomó  juntamente  sobre  sí  nuestro  pecado.  Arguye, 
pues:  «Ergo  ex  nobis  accepit,  quod  proprium  offerret  pro  nobis;  ut  nos 
redimeret  ex  nostro,  et,  quod  nostrum  non  erat,  ex  suo  nobis  divina  sua 
largitate  conferret...  De  nostro  sacrificium,  de  suo  praemium  est».  Esto 
«nuestro»,  que  de  nosotros  toma  y  él  se  apropia,  y  de  lo  cual  ofrece  el 
sacrificio,  es  nuestra  carne.  En  este  sentido,  prosigue,  demonstrando  lo  que 
ha  afirmado:  «Didicistis  igitur  quia  sacrificium  de  nostro  obtulit.  Nam 
quae  erat  causa  incarnationis,  nisi  ut  caro  quae  peccaverat,  per  se  redime- 
retur?  Quod  peccaverat  igitur,  hoc  redemptum  est».  ¡Magnífica  expre- 
sión de  la  doble  solidaridad,  de  naturaleza  y  de  pecado,  que  explica  el 
hecho  y  la  necesidad  de  la  encarnación!  No  bastaba  para  la  plena  reali- 
zación de  los  actuales  planes  de  Dios,  que  el  Redentor  tuviera  simplemente 
carne  pasible:  era  además  menester  que  esta  carne  fuera  nuestra  carne,  y 
que  fuera  también  la  carne  misma  que  había  pecado:  «ut  caro  quae  pecca- 
verat, per  se  redimeretur».  Viniendo  ya  a  su  propósito,  continúa  poco 
después:  «Hoc  enim  in  se  obtulit  Christus,  quod  induit;  et  induit,  quod 
ante  non  habuit...  Ergo  si  caro  omnium  et  in  Christo  subiacuit  iniuriae, 
quomodo  unius  illam  cum  divinitate  dicitis  esse  substantiae?»  Apoyaban 
aquellos  premonofisitas  su  absurdo  error  en  la  interpretación  crasamente 
literal  de  aquellas  palabras  de  San  Juan:  «Verbum  caro  factum  est». 
Les  arguye,  pues,  San  Ambrosio:  «Quod  si  secundum  litteram  vos  tenetis, 
ut  putetis  ex  eo  quod  scriptum  est,  quod  Verbum  caro  factum  est,  Verbum 
Dei  in  carnem  esse  conversum,  numquid  negatis  scriptum  esse  de  Domino, 
quia  peccatum  non  fecit,  sed  peccaturn  factus  est?  Ergo  in  peccatum  con- 
versus  est  Dominus!»  Ante  tamaño  absurdo  exclama:  «Non  ita».  Y 
explica  luego  el  verdadero  sentido  de  las  palabras  de  San  Pablo,  afirmando 
la  solidaridad  de  pecado:  «Sed  quia  peccata  nostra  suscepit,  peccatum 
dictus  est.  Nam  et  maledictum  dictus  est  Dominus:  sed  quia  nostrum 
suscepit  ipse  maledictum...  In  similitudinem  carnis  peccati  factus:  sed  ut 
peccatum  nostrum  in  sua  carne  crucifigeret,  susceptionem  pro  nobis  infirmi- 
tatum  obnoxii  iam  corporis  peccati  carnalis  assumpsit»  (ML  16,  867-869). 
Recojamos  las  dos  afirmaciones  de  San  Ambrosio,  que  flotan  en  todo  este 
pasaje  y  le  dan  unidad:  El  Verbo,  sin  convertirse  en  carne,  asumió  nues- 
tra carne;  sin  contaminarse  con  el  pecado,  tomó  sobre  sí  nuestro  pecado: 
lo  uno  y  lo  otro  con  verdad:  lo  primero  con  verdad  en  el  orden  físico,  por 
la  unión  hipostática;  lo  otro  con  verdad  en  el  orden  moral  y  jurídico,  por 
la  solidaridad  con  nuestro  pecado. 


134 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Mucho  más  profundo  es  otro  pasaje,  todo  él  un  tejido,  o  mejor,  una 
harmónica  combinación  o  fusión,  de  numerosos  textos  de  San  Pablo,  inter- 
pretados con  asombrosa  exactitud.  Escribe  el  santo  Doctor,  comentando 
el  Salmo  37:  «Damnavit  peccatum  Christus,  suscipiendo  similitudinem 
carnis  peccati,  ut  delicta  nostrae  carnis  aboleret.  Damnavit  peccatum,  ut 
peccata  in  sua  carne  crucifigeret;  factus  pro  nobis  ipse  peccatum,  ut  nos 
in  ipso  essemus  iustitia  Dei,  qui  eramus  captivitas  mortis  et  praeda  ser- 
pentis».  Y  añade  una  observación,  que,  si  siempre  se  hubiera  tenido  pre- 
sente, hubiera  prevenido  muchos  injustificados  escándalos,  o  los  habría 
trocado  en  humilde  adoración  de  los  consejos  divinos:  «Ergo  pietatis 
est  susceptio  peccatorum  ista,  non  criminis».  Y  protegido  y  alentado  con 
este  reconocimiento  de  la  piedad  y  de  la  santidad  jamás  contaminada  del 
Redentor,  prorrumpe  osadamente  en  esta  sublime  paradoja:  «Per  hoc 
peccatum  nos  Deüs  aeternus  absolvit,  qui  Filio  suo  proprio  non  pepercit.  et 
peccatum  eum  fecit  esse  pro  nobis»  (ML  14.  1059).  No  sabemos  que  nadie 
jamás,  a  no  ser  San  Agustín,  haya  penetrado  tan  hondamente  en  las  en- 
trañas del  misterio  de  la  Redención,  basado  en  el  principio  de  solidaridad: 
«¡Per  hoc  peccatum  nos  Deus  aeternus  absolvit»! 

A  nombre  de  San  Ambrosio  corrió,  el  conocido  comentario  de  las  Epís- 
tolas de  San  Pablo,  cuyo  ignorado  autor  suele  designarse  con  el  extraño 
nombre  de  Ambrosiaster.  El  cual  comenta  así  el  misterioso  texto  Pau- 
lino 2  Cor.  5,  21:  «[Christus]  incarnatus,  factus  est  peccatum...  Propter 
quod  autem  omnis  caro  sub  peccato  est,  ideo,  factus  caro,  factus  est  etiam 
peccatum...  Quasi  peccator  occisus  est,  ut  peccatores  iustificarentur  apud 
Deum  in  Christo»  (ML  17.  315).  Sin  alcanzar  la  profundidad  de  San 
Ambroso,  el  Ambrosiaster  está  feliz  en  señalar  la  conexión  entre  la  doble 
solidaridad:  presentando  la  de  pecado  como  efecto  o  consecuencia  conna- 
tural de  la  naturaleza:  «Ideo,  factus  caro,  factus  est  etiam  peccatum». 
También  la  expresión  «quasi  peccator  occisus  est»  es  acertada.  Cristo  no 
fué  «peccator»,  pero  fué  tratado  por  Dios  «quasi  peccator»,  por  llevar  en  sí 
la  representación  solidaria  del  pecado  humano. 

San  Jerónimo,  sin  profundizar  mucho  en  el  misterio,  conserva  las  fór- 
mulas tradicionales  de  la  solidaridad  de  pecado.  Escribe:  «Quare  non  et 
Christus  cum  iniquis  reputatus  sit,  ut  iniquos  redimeret  a  peccato,  et  ómnibus 
omnia  fieret,  ut  omnes  salvos  faceret?  Peccata  enim  nostra  portavit  in 
corpore  suo,  ligno  crucis  affigens  ea»  (ML  24,  514).  Y  en  otro  lugar: 
«Hoc,  quod  salutem  deprecor,  quod  me  conqueror  derelictum,  non  ex  pro- 
pria  persona  loquor,  sed  ex  populi,  cuius  peccata  in  meo  corpore  ipse 
suscepi»  (Commentarioli  in  Psalmos,  ps.  21.    Anécdota  Maredsolana,  vol.  3, 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


135 


part.  1,  pg.  33).  La  expresión  «ex  [persona]  populi,  cuius  peccata...  ipse 
suscepi»,  señala  el  carácter  representativo  y  jurídico,  pero  no  écticio,  de 
la  solidaridad  de  pecado. 

Sajv  Agustín  es  el  único  que  rivaliza,  y  aun  bajo  ciertos  aspectos  ven- 
tajosamente, con  San  Ambrosio.  Pocos  habrá,  en  efecto,  que  hayan  expre- 
sado con  tanto  relieve  como  el  gran  obispo  de  Hipona  la  dignación  del 
Redentor  en  apropiarse  nuestros  pecados.  Nos  ceñiremos  casi  exclusiva- 
mente a  su  magnífico  comentario  sobre  los  Salmos. 

Comentando  el  Salmo  21,  escribe:  uVerha  delictorum  meorum:  nam  haec 
verba  sunt  non  iustitiae,  sed  delictorum  meorum.  Vetus  enim  homo,  con- 
fixus  cruci,  loquitur»  (ML  36,  167).  Nótese  la  profunda  razón,  señalada 
por  San  Agustín,  por  qué  el  crucificado  puede  hablar  de  sus  delitos:  porque 
el  que  habla  es  el  hombre  viejo,  que  el  misericordioso  Redentor  represen- 
taba y  encerraba  en  sí  y  cuyos  delitos  se  había  apropiado.  En  este  sentido 
añade  poco  después:  «Quomodo  ergo  dicit  delictorum  meorum,  nisi  quia 
pro  delictis  nostris  ipse  precatur,  et  delicia  riostra  sua  delicia  fecit,  ut 
iustitiam  suam  nostram  iustitiam  faceret?»  (ML  36.  172). 

Más  ampliamente  explana  el  mismo  Salmo  21  en  su  Epístola  140:  «Di- 
citur  enim  ex  persona  Christi,  quod  ad  formam  serví  attinet,  in  qua  porta- 
batur  nostra  infirmitas...  Haec  ex  persona  sui  corporis  Christus  dicit,  quod 
est  Ecclesia.  Haec  ex  persona  dicit  infirmitatis  carnis  peccati,  quam  transfi- 
guravit  in  eam,  quam  sumpsit  ex  Virgine,  similitudinem  carnis  peccati. 
Haec  sponsus  ex  persona  sponsae  loquitur,  quia  univit  eam  sibi  quodam 
modo...  Igitur  non  iam  dúo,  sed  una  caro.  Si  ergo  caro  una,  profecto 
competenter  etiam  vox  una...  Quid  ergo  dedignamur  audire  vocem  corporis 
ex  ore  Capitis?  Ecclesia  in  illo  patiebatur,  quando  pro  Ecclesia  patiebatur: 
sicut  etiam  in  Ecclesia  patiebatur  ipse,  quando  pro  illo  Ecclesia  patiebatur. 
Nam  sicut  audivimus  Ecclesiae  vocem  in  Christo  patientis:  Deus,  Deus 
meus,  réspice...,  sic  etiam  audivimus  Christi  vocem  in  Ecclesia  patientis: 
Saule,  Salde,  quid  me  persequeris?»  (ML  33,  544-555).  Merece  notarse 
aquella  expresión  de  cuño  y  de  sentido  profundamente  Paulino:  «infirmi- 
tatem  carnis  peccati  transfiguravit  in  similitudinem  carnis  peccati»,  que 
a  la  luz  del  contexto  significa  que  Cristo  trasladó  a  sí  o  revistió  la  figura 
o  representación  de  nuestra  carne  de  pecado:  que  es,  a  nuestro  juicio,  la 
interpretación  más  exacta  de  la  frase  de  San  Pablo  «en  semejanza  de  carne 
de  pecado»  (Rom.  8,  3);  la  cual  acertadamente  relaciona  San  Agustín  con 
el  pasaje  paralelo  de  la  Epístola  a  los  Gálatas  (4,  4),  al  decir  «quam  sumpsit 
ex  Virgine».  Y  adviértase,  para  lo  que  luego  diremos,  que,  según  el 
santo  Doctor,  Cristo  no  tomó  de  la  Virgen  simplemente  la  carne,  sino  ía 


136 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


semejanza  de  carne  de  pecado.  Así  lo  persuade  inequívocamente  la  colo- 
cación de  la  frase  relativa  «in  eam,  quam  sumpsit  ex  Virgine,  similitudi- 
nem...»,  en  que  el  antecedente  del  relativo  «quam»  no  es,  ni  puede  ser, 
«carnis»,  sino  «similitudinem».  Lo  que  dió,  por  tanto,  la  Virgen  al  Re- 
dentor, no  era  solamente  la  carne  naturalmente  considerada,  sino  también 
«la  semejanza  de  carne  de  pecado»,  es  decir,  la  carne  revestida  de  la  repre- 
sentación de  nuestra  carne  de  pecado. 

Sobre  el  Salmo  37  escribe:  a  A  facie  peccatorum  meorum,  quomodo 
diceret.  qui  nullum  peccatum  habebat?  Coarctat  nos  ergo  intellegendi  ne- 
cessitas  ad  cognoscendum  plenum  et  totum  Christum,  id  est,  Caput  et  cor- 
pus...  Unde  ergo  peccata,  nisi  de  corpore.  quod  est  Ecclesia?»  (ML  36, 
339-3401.  Hay  que  retener  la  maravillosa  expresión  «plenum  et  totum 
Christum»,  equivalente  a  «Caput  et  corpus».  Y  más  adelante  añade:  «Si 
Caput  noluit  se  separare  a  vocibus  corporis,  corpus  se  audeat  separare  a 
passionibus  Capitis?»:  consecuencia  de  enormes  alcances  ascéticos.  Poi 
esto  continúa,  con  una  osadía  tal  vez  jamás  igualada:  «Patere  in  Christo, 
quia  tamquam  peccavit  in  infirmitate  tua  Christus».  Dicha  en  frío,  seme- 
jante expresión  pudiera  parecer  irreverente;  pero  el  genio  de  Hipona,  al 
clavar  su  temblorosa  mirada  en  el  sangriento  misterio,  no  supo  expresar 
de  otra  manera  la  verdad  con  que  la  santidad  e  impecabilidad  del  Redentor 
quiso  apropiarse  nuestros  pecados.  Por  esto  prosigue,  no  retractando  o 
atenuando  la  atrevida  expresión,  sino  razonándola:  «Modo  enim  peccata 
tua  tamquam  ex  ore  suo  dicebat,  et  ea  dicehat  sua.  Dicebat  enim  A  facie 
peccatorum  meorum,  quae  non  erant  ipsius.  Quomodo  ergo  peccata  nostra 
sua  esse  voluit  propter  corpus  suum,  sic  et  nos  passiones  eius  nostras  esse 
velimus  propter  Caput  notrum»  (ML  36,  406). 

Comentando  el  Salmo  40,  repite  el  pensamiento  expresado  anterior- 
mente: (.'.Verha  delictorum  meorum.  Quomodo  delictorum  in  illo,  nisi 
quia  vetus  homo  noster  simul  crucifixus  est  cum  illo?»  (ML  36,  4-53).  En 
la  cruz,  el  hombre  viejo,  presente  en  Cristo  y  crucificado  con  Cristo,  llevaba 
consigo  sus  pecados,  con  que  envolvió  la  santidad  del  Redentor. 

Es  más  patético  lo  que  escribe  comentando  el  Salmo  142:  uEt  taedium, 
inquit,  passus  est  in  me  spiritus  meus.  Recordamini  Tristis  est  anima  mea 
usque  ad  mortem.  Videte  vocem  unam.  Numquid  non  apparet  ipse  transitus 
a  Capite  ad  membra,  a  membris  ad  Caput?...  Sed  et  illic  nos  eramus. 
Transfiguravit  enim  in  se  corpus  humilitatis  nostrae,  conformans  corpori 
gloriae  suae;  et  vetus  homo  noster  confixus  est  cruci  cum  illo»  (ML  37, 
1850).  Este  tránsito  recíproco,  esta  especie  de  flujo  y  reflujo,  de  la  Cabeza 
a  los  miembros  y  de  los  miembros  a  la  Cabeza,  tiene  como  fundamento  la 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


137 


misteriosa  compenetración  e  inefable  identificación  entre  la  Cabeza  y  los 
miembros,  que  el  santo  Doctor  expresa  poco  antes  con  una  precisión  y  dia- 
fanidad jamás  acaso  superadas:  «Ait  aliquis:  Si  Christus  semen  Abrahae, 
numquid  [est  Christus]  et  nos?»  Es  decir,  ¿Cristo  será  también  nosotros? 
Él  y  nosotros  ¿seremos  una  sola  cosa?  Responde  afirmativamente  San 
Agustín,  y  lo  prueba:  «Mementote  quia  semen  Abrahae  Christus»:  tal  es 
el  antecedente;  del  cual  saca  la  conclusión:  «ac  per  hoc,  si  et  nos  semen 
Abrahae,  ergo  et  nos  Christus».  Luego,  dice,  nosotros  somos  Cristo,  y 
Cristo  es  nosotros:  somos  uno  mismo.  Y  remontando  su  vuélo  de  águila, 
prosigue:  «Christus  et  Ecclesia,  dúo  in  carne  una.  Refer  ad  distantiam 
maiestatis  Dúo.  Dúo  plañe...  Venitur  al  carnem:  et  ibi  Christus,  et  ille 
et  nos».  Que  es  decir:  Cristo  y  la  Iglesia:  dos  en  una  carne:  dos,  y  una. 
¿Cómo?  Alza  los  ojos  a  la  majestad  divina,  tan  remontada  sobre  nosotros: 
y  hallarás  Dos.  Bájalos  a  la  carne:  y  allí  hallarás  Una  carne,  un  Cristo 
único:  y  este  Cristo  es  Él,  y  este  Cristo  somos  nosotros.  Así  concluye: 
«Non  ergo  miremur  in  Psalmis:  multa  enim  dicit  ex  persona  Capitis,  multa 
ex  persona  membrorum;  et  hoc  totum,  tamquam  una  persona  sit,  ita  lo- 
quitur.  Nec  mireris  quia  dúo  in  voce  una,  si  dúo  in  carne  una»  (ML  37, 
1847).  Una  es  la  voz  de  los  dos,  porque  una  es  la  carne,  una  la  persona, 
uno  el  todo  único,  uno  el  bloque  inseparable  e  indivisible. 

Recojamos  las  principales  expresiones  del  gran  Doctor,  que  pueden  redu- 
cirse a  cinco  grupos,  gradualmente  coordinados. 

1)  El  fundamento  y  raíz  de  todo  se  halla  en  la  misteriosa  compenetra- 
ción o  inefable  unión  y  mística  identificación  de  Cristo  con  nosotros,  que 
San  Agustín  expresa  de  variados  modos: 

Plenus  et  totus  Christus,  Capul  et  corpus; 
In  carne  una  Christus:  et  ille  et  nos; 
Tamquam  una  persona  sii; 
Ergo  nos  Christus. 

2)  De  esta  compenetración  se  sigue  el  mutuo  influjo  entre  la  Cabeza 
y  los  miembros: 

Apparet  transitus  a  Capite  ad  membra, 

a  memhris  ad  Caput; 
In  forma  servi  portabatur  nostra  infirmitas; 
Infirmitatem  carnis  peccati  transfiguravii 

in  similitudinem  carnis  peccati; 
Transfiguravii  in  se  corpus  humüitatis  nostrae. 


138 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


3)  La  consecuencia  más  terrible  de  este  influjo  es,  de  parte  de  Cristo, 
la  apropiación  de  nuestros  pecados: 

Delicia  riostra  sua  delicia  fecit; 
Peccata  tua  tamquam  ex  ore  suo  dicebat, 

et  ea  dicebat  sua; 
Unde  ergo  peccata,  nisi  de  corpore? 
Tamquam  peccavit  in  infirmitate  tua  Christus. 

4)  No  es,  pues,  de  maravillar  que  la  crucifixión  de  Cristo  sea  nuestra 
propia  crucifixión: 

Vetus  homo  noster  simul  crucifixus  est  cum  ülo; 

Illic  nos  eramus; 

Ecclesia  in  ülo  patiebatur, 

guando  pro  Ecclesia  patiebatur. 

5)  Es,  por  tanto,  natural,  que,  al  confesar  Cristo  nuestros  pecados, 
hechos  pecados  suyos,  hable  él  en  persona  y  representación  nuestra,  y  nos- 
otros hablemos  en  él: 

Haec  ex  persona  sui  corporis  Christus  dicit; 

Haec  Sponsus  ex  persona  sponsae  loquiíur; 

Vox  corporis  ex  ore  Capitis; 

Ecclesia^  vox  in  Christo  patientis; 

Vetus  homo  confixas  cruci  loquitur; 

Si  caro  una,  competenter  etiam  vox  una. 

Sirva  de  conclusión  aquella  maravillosa  sentencia  de  San  Agustín,  que, 
poniendo  a  salvo  la  absoluta  impecabilidad  del  Redentor,  afirma  y  precisa 
la  solidaridad  de  pecado:  «Fuit  ¡^Christusl  delictorum  susceptor,  sed  non 
commissor»  (ML  36,  849). 

San  León  Magno,  si  bien  insiste  principalmente  en  la  solidaridad  de 
naturaleza,  no  olvida  por  eso  la  de  pecado  en  este  pasaje,  cuyas  reminis- 
cencias agustinianas  se  reconocen  fácilmente:  «Caput  nostrum,  Dominus 
lesus  Christus,  omnia  in  se  corporis  sui  membra  transformans,  quod  olim 
in  Psalmo  eructaverat,  id  in  supplicio  crucis  sub  redemptorum  suorum  voce 
clamabat:  Deus,  Deus  meas,  réspice  in  me:  quare  me  dereliquisti? y> 
(ML  54,  372). 

Tal  es  el  pensamiento  de  los  grandes  Padres  de  la  antigüedad  cristiana 
sobre  la  solidaridad  del  Redentor  en  el  pecado  de  la  humanidad.  ¿Después? 
Enigma,  a  primera  vista,  desconcertante:  tras  el  oasis  el  desierto.  Durante 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


139 


toda  la  edad  media  son  relativamente  escasos  y  de  poco  relieve  los  testi- 
monios referentes  a  la  solidaridad  de  pecado,  sin  que  falten  algunos  tímidos 
conatos  por  atenuarla.  ¿Qué  había  pasado?  ¿Cómo  explicar  tan  extraño 
fenómeno?  Sería  muy  interesante,  y  altamente  instructivo,  bajo  muchos 
conceptos,  investigar  las  causas  de  este  hecho  desolador,  y  sacar  las  conse- 
cuencias o  lecciones  que  de  él  se  desprenden.  Pero  no  podemos  ahora  en- 
sayar esta  investigación,  que  nos  llevaría  demasiado  lejos.  Una  causa,  con 
todo,  debemos  señalar,  que,  unida  a  otras,  más  fáciles  de  descubrir  y  más 
conocidas,  explica  satisfactoriamente  el  extraño  fenómeno,  y  a  la  vez  lo 
califica...  o  descalifica. 

La  moderna  crítica  literaria  ha  puesto  en  claro  un  punto  de  capital  im- 
portancia. Los  comentarios  sobre  las  Epístolas  de  San  Pablo,  que  durante 
la  edad  media  corrieron  a  nombre  de  San  Jerónimo  y  de  Primasio,  no  eran 
en  sustancia  sino  el  comentario  del  hereje  Pelagio,  más  o  menos  retocado 
o  desfigurado.  Ahora  bien,  si  había  alguno  incapaz  de  comprender  la 
grandiosa  concepción  Paulina  del  Segundo  Adán,  solidarizado  con  toda 
la  humanidad,  era  Pelagio,  el  hereje  naturalista,  que,  negando  el  pecado 
original,  el  pecado  solidario  de  todo  el  linaje  humano,  desfiguraba  esencial- 
mente el  carácter  del  primer  Adán.  Y  este  comentario,  camuflado  con  los 
venerandos  nombres  de  San  Jerónimo  y  de  Primasio,  ejerció  un  influjo 
funesto  en  la  exegesis  Paulina  y  consiguientemente  en  el  pensamiento  teo- 
lógico de  la  edad  media.  Y  si,  gracias  a  la  perenne  asistencia  del  Espíritu 
Santo  en  la  Iglesia,  no  logró  falsear  la  tradición  patrística,  sí  la  atenuó  y 
desvirtuó.  Y  si  a  esta  causa  agregamos  la  tendencia  enciclopédica  de  la 
primera  edad  media  y  el  averroísmo  y  el  nominalismo  de  los  siglos  poste- 
riores, nos  explicaremos  perfectamente  que  durante  ellos  sean  más  escasos 
y  descoloridos  los  testimonios  relativos  a  la  solidaridad  de  pecado.  Pero, 
si  ((Contrariorum  eadem  est  ratio^i,  este  fenómeno  desolador,  una  vez  cono- 
cido su  origen,  en  vez  de  ser  una  dificultad,  se  convierte  indirectamente  en 
una  confirmación  de  los  testimonios  patrísticos  antiguos. 

De  todos  modos,  no  faltan  en  la  edad  media  suficientes  testimonios,  que 
recogen  y  transmiten  la  tradición  patrística.  Citaremos  algunos  más  carac- 
terizados. 

San  Beda,  comentando  la  cuarta  palabra  del  Redentor  crucificado 
(Mt.  27.  46),  escribe:  «Quorum  suscepit  naturam,  eorum  deplorat  mise- 
riam.  Ipsa  enim  natura,  quam  ille  susceperat,  propter  peccatum  derelicta 
fuerat  a  Patre»  (ML  92,  125):  eco  débil  de  la  tradición  ambrosiana  o  agus- 
tiniana.  Y  este  eco  más  bien  se  atenúa  en  los  comentadores  siguientes, 
que  más  o  menos  directamente  dependen  de  San  Beda:   Rabano  Mauro 


140 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


(ML  107.  1142),  Anseijsío  de  Laón  (ML  162,  14S8,)  S.  Bruno  de  Asti 
(ML  165,  305-306).  Algo  más  explícito  está  Rábano  Mauro  en  esto  otro 
pasaje:  «In  corona  vero  quam  portabat  spinea,  nostrorum  susceptio  pecca- 
torum  pro  qua  mortalis  fieri  dignatus  est,  ostenditur»  (ML  107,  1134). 

San  Alberto  Magno,  comentando  el  Salmo  21,  escribe:  «Si  autem  sit 
intransitiva  constructio,  verba  delictorum  meorum,  id  est,  delictorum  quae 
mea  sunt,  tune  magis  etiam  competit  ut  sint  in  persona  corporis  dicta. 
Verba  ergo  prohibent,  ne  liberemur  a  poena...  Impediverunt  etiam  ne 
liberaretur  Christus,  quia  ipse  etiam  accepit  delicta  super  se...  Peccata 
riostra  ipse  pertulit  in  corpore  suo  super  lignum.  Immo  plus  dicit  Apostolus, 
quia  non  tantum  peccata  nostra  sibi  assumpsit,  immo  quod  factus  est 
peccatum:  Eum,  qui  non  noverat  peccatum,  pro  nobis  peccatum  fecil» 
(In  Ps.  21,  2).  Para  apreciar  el  valor  de  este  testimonio,  conviene  tener 
presente  que  San  Alberto  Magno  interpreta  disyuntivamente  la  expresión 
delictorum  meorum:  transitivamente,  como  él  dice,  en  el  sentido  de  de- 
lictorum quae  sunt  meorum  (  =  de  los  delitos  de  los  míos),  e  intransitiva- 
mente, en  el  sentido  de  delictorum  quae  mea  sunt  {  =  de  mis  propios  delitos). 
Esta  misma  interpretación  disyuntiva  la  hallamos  también,  si  bien  apenas 
apuntada,  en  San  Tomás,  y  mucho  más  cruda  en  Dionisio  Cartujano.  No 
sabemos  quién  fué  el  primero  en  proponer  el  sentido  transitivo,  gramati- 
calmente absurdo,  que  sospechamos  nació  del  pío  deseo  de  alejar  en  lo 
posible  de  Cristo  toda  sombra  de  pecado,  atenuando  indebidamente  la  soli- 
daridad de  pecado,  que,  bien  entendida,  no  compromete  ni  ensombrece  en 
lo  más  mínimo  la  incontaminada  santidad  personal  del  Redentor. 

Santo  Tom.Ís,  como  era  de  esperar,  ocupa  un  lugar  aparte.  En  cuanto 
hemos  podido  investigar,  él  fué  quien,  entre  todos  los  escritores  medievales, 
gracias  a  su  potente  ingenio  y  a  su  finísimo  sentido  católico  más  se  sustrajo 
al  influjo  del  Pseudo- Jerónimo  y  del  Pseudo-Primasio.  Como  introducción 
a  su  interpretación  del  Salmo  21,  antepone  estas  magníficas  palabras:  «Haec 
verba  dixit  Christus  in  persona  peccatoris  sive  Ecclesiae...  Ea  quae  perti- 
nent  ad  membra  dicit  Christus  de  se,  propter  hoc,  quod  sunt  sicut  unum 
Corpus  mysticum  Christus  et  Ecclesia;  et  ideo  loquuntur  sicut  una  persona, 
et  Christus  transformat  se  in  Ecclesiam,  et  Ecclesia  in  Christum...  In 
membris  autem  Christi,  id  est,  in  Eccleia,  sunt  delicta  sive  peccata.  In 
Capite  vero,  id  est,  in  Christo,  nullum  est  delictum,  sed  similitudo  delicti: 
Rom.  8.  Misi  Deus  Filium  suum  in  similitudinem  carnis  peccati...  2  Cor.  5. 
Eum  qui  peccatum  non  noverat,  peccatum  pro  nobis  fecit»  (In  Ps.  21,  1). 
Creemos  un  gran  acierto  del  Doctor  Angélico  el  haber  señalado  la  estrecha 
afinidad  entre  estos  dos  textos  de  San  Pablo,  y  más  aún  el  haber  precisado, 


LIBRO   I. — PRINCIPIOS 


141 


en  virtud  del  contexto  precedente,  el  sentido  exacto  de  la  semejanza  de  carne 
de  pecado.  Se  habrán  notado  también,  por  lo  diáfanas,  las  numerosas 
reminiscencias  agustinianas  de  todo  el  pasaje. 

Más  importante  y  significativo  juzgamos  otro  pasaje  del  mismo  Angélico 
Doctor  en  la  Suma  Teológica  (3,  q.  15,  a.  1,  ad  1),  en  que  resume  admira- 
blemente la  doctrina  del  Damasceno  (o  de  San  Máximo)  sobre  las  apro- 
piaciones de  Cristo.  Dice:  «Dupliciter  dicitur  aliquid  de  Christo:  uno 
modo  secundum  proprietatem  naturalem  et  hypostaticam,  sicut  dicitur  quod 
Deus  factus  est  homo,  et  quod  passus  est  pro  nobis;  alio  modo  secundum 
proprietatem  personalem  et  habitudinalem,  prout  scilicet  aliqua  dicunlur 
de  ipso  in  persona  nostra,  quae  sibi  secundum  se  nuUo  modo  conveniunt. 
Unde  et  inter  septem  regulas  Ticonii,  quas  Augustinus  ponit,...  prima  poni- 
tur  de  Domino  et  eius  corpore,  cum  scilicet  Christí  et  Ecclesiae  una  personcft 
aestimatur.  Et  secundum  hoc  Christus  ex  persona  membrorum  suorum 
loquens  dicit...  Verba  delictorum  meorum,  non  quod  in  ipso  Capite  de- 
licta  fuerint». 

La  potente  reacción  provocada  por  el  Concilio  de  Trento,  principal- 
mente su  doctrina  sobre  el  pecado  original,  hizo  que  los  intérpretes  y  los 
teólogos  católicos  diesen  mayor  relieve  a  la  solidaridad  de  pecado.  Entre 
los  intérpretes  baste  citar  a  San  Roberto  Bellarmino;  quien,  comen- 
tando el  Salmo  21,  escribe:  (cLonge  a  salute  mea  verba  delictorum  meo- 
rum... quia  delicta  totius  mundi,  quae  in  me  suscepi,  non  possunt  coniungi 
cum  salute  mea...  Christum  autem  sibi  tribuere  posse  nostra  peccata,  ac  si 
sua  essent,  Scripturae  passim  docent...  Non  possum  mortem  evadere,  cum 
peccata  totius  mundi  in  me  sint  posita,  ut  pro  eis  poenas  luam»  (In  Ps.  21,  1). 

Entre  los  principales  teólogos  posttridentinos,  que  hemos  podido  con- 
sultar, merece  citarse  en  primer  lugar  Toledo;  quien,  comentando  a  Santo 
Tomás,  con  maravillosa  concisión  escribe:  «Secunda  conclusio.  Christo  in 
persona  membrorum  attribuitur  peccatum.  Explico.  Omnes  fideles  in  Christo 
faciunt  unum  corpus,  cuius  Caput  est  Christus:  sicut  igitur  toti  tribuuntur 
actiones  membrorum,  sic  Christo  mystice  peccata  hominum...»  (In  3  p., 
q.  15,  a.  1). 

SuÁREZ,  explicando  el  mismo  pasaje  de  la  Suma  Teológica,  propone 
alguna  sobservaciones  y  precisiones,  que  merecen  notarse.  1)  Defendiendo 
la  lección  de  la  Vulgata  y  manteniendo  la  interpretación  de  Santo  Tomás, 
dice:  «Sed  quoniam  lectio  Vulgata,  quae  eadem  est  cum  lectione  Septua- 
ginta,  retinenda  est,  ideo  communis  expositio  illius  loci  est  quam  D.  Tho- 
mas  hic  attulit,  illa,  scilicet,  verba  dicta  esse  de  Christo  in  persona  suorum 
membrorum,  ut,  sicut  dixit  Saulo  (Act.  9):  Cur  me  perseqiieris? ...  ita  hic 


142 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


delicia  suorum  membrorum  appellet  sua,  quia  illa  in  se  susceperat,  ut  pro 
illis  pateretur».  2)  Cita  en  favor  de  esta  interpretación  los  testimonios,  que 
ya  conocemos,  de  San  Agustín,  del  Nazianzeno  y  del  Damasceno.  3)  Ad- 
vierte que  la  interpretación  de  Teodoreto  (y  de  otros  muchos),  según  la  cual 
Cristo  es  llamado  pecado  por  cuanto  se  hizo  víctima  por  los  pecados  ajenos, 
no  difiere  mucho  de  la  interpretación  antes  expuesta.  Y  tiene  razón  Suárez. 
4)  Concluye  que  otros  modos  de  interpretar  «pii  sunt  et  probabiles;  facilius 
tamen  est  adhaerere  communi  lectioni  et  expositioni»  íln  3  p.  D.  Thom., 
q.  15,  a.  1).  Coinciden  sustancialmente  con  Suárez,  entre  otros,  Vázquez 
(In  3  p.  S.  Thom..  disp.  61,  c.  1)  y  Valencia  (Commentar.  theol.,  t.  4, 
q.  15,  punct.  2). 

Pero  más  aún  que  en  los  grandes  teólogos,  la  tradición  patrística  halló 
eco  fiel  en  la  literatura  ascética  castellana  de  nuestra  edad  de  oro.  Entre 
los  muchos  autores  que  pudieran  aducirse,  solos  tres  escogeremos,  pero  loa 
tres  de  primer  orden:  el  B.  Juan  de  Ávila,  Fr.  Luis  de  León  y  el  P.  Luis 
de  la  Palma;  los  tres,  además,  por  su  carácter  literario,  profundamente 
diversos.  Fr.  Luis  de  León,  el  teólogo  poeta,  es  ya  bastante  apreciado, 
aunque  no  tanto  como  se  merece.  El  B.  Ávila,  si  es  menos  literato  que 
León,  es  más  hondo  en  su  pensar  y  sentir.  La  Palma,  bajo  las  apariencias 
de  una  sencillez  diáfana  y  de  una  discreta  mesura,  alcanza  a  las  veces  gran 
profundidad  de  pensamiento.  La  convergencia  de  tres  genios  tan  diferentes 
en  un  mismo  pensamiento  no  dejará  de  ser  una  garantía  de  verdad. 

Del  B.  Jü.43í  DE  Ávila  sólo  un  pasaje  citaremos,  o  más  bien  desflora- 
remos, entresacando  algunas  de  sus  expresiones  más  significativas.  En  el 
tratado  décimo  Del  Santísimo  Sacramento  de  la  Eucaristía  escribe  el  ins- 
pirado Maestro:  «Señor,  ¿qué  haces  cuando  te  haces  Cabeza  del  hombre? 
Señor,  ¿qué  participación  hay  entre  luz  y  tinieblas?  ¿entre  justicia  e  injus- 
ticia?... Plúgoos  satisfacer  con  dolores  nuestros  pecados:  hiciérades  como 
hacen  los  fiadores,  que  aunque  pagan  por  aquellos  a  quien  fían,  pagan 
como  por  extraños...:  mas  vos.  Señor,  que  habéis  tomado  por  vuestras 
nuestras  culpas  para  las  pagar,  tomáisnos  a  nosotros  por  cosa  vuestra, 
siendo  vos  tan  enemigo  de  la  maldad...  Para  declaración  de  esto,  acordaos 
que  el  profeta  Zacarías  vió  en  espíritu  a  nuestro  Jesús  vestido  de  vesti- 
duras sucias,  y  a  la  mano  derecha  de  él  estaba  satanás  para  hacerle  contra- 
dicción. ¡Oh.  alabado  seas,  mi  Dios  y  Señor!...  ¿De  dónde  a  ti  vesti- 
duras sucias,  sino  de  juntarte  con  nosotros  y  rodearte  de  nuestros  pecados, 
tomando  nuestra  naturaleza  para  los  pagar,  y  vestirte  de  ellos  para  desnu- 
darnos a  nosotros  de  ellos  y  vestirnos  de  la  ropa  de  tu  santidad?  Bien 
sabemos.  Señor,  que  mirándote  a  ti  el  príncipe  de  este  mundo,  ninguna 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


143 


cosa  halló  mala  de  que  te  asir ; . . .  mas  tiene  muchísimos  males  y  cosas  muy 
vergonzosas,  que  con  verdad  decir  de  nosotros,  porque  las  hicimos,  y  de  ti, 
Señor,  porque  las  quisiste  tomar  a  tu  cargo  para  las  pagar...  Señor,  supli- 
cárnoste que  las  cuentes  como  maldad  de  gente  extranjera...  Mas  ¿quién 
podrá  acabar  esto  con  tu  encendido  amor,  con  que  estás  determinado  de 
ser  uno  con  nosotros,  como  Cabeza  con  cuerpo,  y  quieres  que  nuestras  culpas 
se  digan  culpas  de  los  que  son  miembros  tuyos?...  Mi  ánima  es  tuya, 
como  un  pie  o  una  mano  es  miembro  de  una  cabeza;  y  si  el  pie,  por  andar 
muy  de  prisa,  tropezó  y  se  hirió,  o  le  dió  alguno  una  cuchillada,  a  boca 
llena  dice  la  cabeza:  Curadme,  que  estoy  enfermo;  y  de  esta  manera  dice 
el  Señor:  Sana  mi  ánima,  porque  pequé  a  ti...  La  voz.  Señor,  tuya  es, 
como  de  Cabeza,  mas  no  la  dices  en  tu  propia  persona,  mas  de  tus  miem- 
bros ; . . .  y  esto  te  hace  decir  que  pecaste,  y  que  nuestros  pecados  son  tuyos, 
y  pedir  perdón  de  ellos  como  si  los  hubieras  cometido;  porque  los  que 
los  cometimos,  somos  cosa  tuya,  somos  cuerpo  tuyo».  No  se  escandalizaba 
el  gran  amador  de  Jesu-Cristo  de  ver  a  su  divino  Señor  envuelto  en  nuestros 
pecados:  único  medio  para  que  se  nos  perdonasen  (Cfr.  también  AudS 
füia,  c.  79  y  80). 

Fr.  Luis  de  León  declara  cómo  el  Redentor  se  apropió  nuestros  pe- 
cados en  dos  de  los  Nombres  de  Cristo:  Padre  del  siglo  futuro  y  Cordero. 
En  el  primero  escribe:  «Dice  Esaías  que  puso  Dios  en  Cristo  las  maldades 
de  todos  nosotros...  Y  el  mismo  Cristo,  estando  padeciendo  en  la  cruz... 
dice:  Dios  mío,  Dios  mío,  ¿por  qué  me  desamparaste?  Lejos  de  mi  salud 
las  voces  de  mis  pecados...  Pues,  ¿cómo  será  aquesto  verdad,  si  no  es  ver- 
dad que  Cristo  padecía  en  persona  de  todos,  y  por  consiguiente  que  está- 
bamos en  Él  ayuntados  todos  por  secreta  fuerza,  como  están  en  el  padre 
los  hijos  y  los  miembros  en  la  cabeza?...  Procedió  Cristo  a  esta  muerte 
y  sacrificio  aceptísimo  que  hizo  de  sí,  no  como  persona  particular,  sino 
como  en  persona  de  todo  el  linaje  humano  y  de  toda  la  vejez  de  él... 
Así  como  el  pan  es  un  cuerpo  compuesto  de  muchos  cuerpos,...  así  nuestro 
pan  de  vida,  habiendo  ayuntado  a  sí  por  secreta  fuerza  de  amor  y  de  espí- 
ritu la  naturaleza  nuestra,  y  habiendo  hecho  como  un  cuerpo  de  sí  y  de 
todos  nosotros,  de  sí  en  realidad  de  verdad  y  de  los  demás  en  virtud;  no 
como  una  persona  sola,  sino  como  un  principio  que  las  contenía  todas,  se 
ponía  en  la  cruz...  Y  esto  mismo  como  en  figura  declaró  el  santo  mozo 
Isaac,  que  caminaba  al  sacrificio,  no  vacío,  sino  puesta  sobre  sus  hombros^ 
la  leña  que  había  de  arder  en  él.  Porque  cosa  sabida  es  que,  en  el  len- 
guaje secreto  de  la  Escritura,  el  leño  seco  es  imagen  del  pecador.  Y  ni  más 
ni  menos  en  los  cabrones  que  el  Levítico  sacrifica  por  el  pecado,  que 


144 


MARÍA,  MEDIADORA  [TNTTERSAL 


fueron  figura  clara  del  sacrificio  de  Cristo,  todo  el  pueblo  pone 
primero  sobre  las  cabezas  de  ellos  las  manos:  porque  se  entienda 
que  en  este  otro  sacrificio  nos  llevaba  a  todos  en  sí  nuestro  padre 
y  cabeza»  (^). 

En  el  nombre  de  Padre  del  siglo  futuro  expone  León  principalmente  el 
principio  o  fundamento,  que  es  nuestra  inefable  unión  en  Cristo  y  con  Cris- 
to; la  consecuencia  de  este  principio,  es  decir,  la  apropiación  de  nuestros 
pecados,  la  explana  amplia  y  profundamente  en  el  nombre  de  Cordero.  En 
la  imposibilidad  de  transcribir  el  largo  pasaje,  es  fuerza  contentamos  con 
algunas  de  sus  frases  más  salientes.  '  Cuando  San  Juan  de  este  cordero 
dice  que  quita  los  pecados  del  mundo,  no  solamente  dice  que  los  quita,  sina 
que...  ansí  los  quita  de  nosotros,  que  los  carga  sobre  sí  mismo  y  los  hace 
suyos,...  no  solamente  padeciendo  por  nuestros  pecados,  sino  tomando  pri- 
mero a  nosotros  y  a  nuestros  pecados  en  sí.  y  juntándolos  consigo  y  car- 
gándose de  ellos,  para  que  padeciendo  Él,  padeciesen  los  que  con  Él  estaban 
juntos  y  fuesen  castigados...  Con  la  cual  unión  encerró  Dios  en  la  huma- 
nidad de  su  Hijo  a  los  que,  según  su  ser  natural,  estaban  de  ella  muy  fuera; 
y  los  hizo  tan  unos  con  Él,  que  se  comunicaron  entre  sí  y  a  veces  í  =  recí- 
procamente) sus  males  y  sus  bienes  y  sus  condiciones:  y  muriendo  ÉL  mo- 
rimos de  fuerza  nosotros;  y  padeciendo  el  cordero,  padecimos  en  Él  y 
pagamos  la  pena  que  debíamos  por  nuestros  pecados.  Los  cuales  pecados, 
juntándolos  Cristo  consigo,...  los  hizo  como  suyos  propios,  según  que  en 
el  salmo  se  dice:  Cuán  lejos  de  mi  salud  las  voces  de  mis  delitos '  ;  que  llama 
delitos  suyos  los  nuestros,  porque  de  hecho,  ansí  a  ellos  como  a  los  autores 
de  ellos  tenía  sobre  los  hombros  puestos,  y  tan  allegados  a  sí  mismo  y  tan 
juntos,  que  se  le  pegaron  las  culpas  de  ellos,  y  le  sujetaron  al  azote  y  al 
castigo  y  a  la  sentencia  contra  ellos  dada  por  la  justicia  divina...  ¿Qué 
sentimiento  sería,...  cuando  el  que  es  en  sí  la  misma  santidad  y  limpieza... 
vió  que  tanta  muchedumbre  de  culpas...  tan  enormes,  tan  feas,...  se  le 
avecinaban  al  alma  y  la  cercaban  y  rodeaban  y  cargaban  sobre  ella,  y  verda- 
deramente se  le  apegaban  y  hacían  como  suyas,  sin  serlo  ni  haberlo  podido 
ser?  ...  Muriendo  el  cordero,  todos  los  que  estaban  en  ÉL  por  la  misma 
razón  pagaban  lo  que  el  rigor  de  la  ley  requería.  Que  como  fué  justo  que 
la  comida  de  Adam,  porque  en  sí  nos  tenía,  fuese  comida  nuestra,  y  que 
su  pecado  fuese  nuestro  pecado,  y  que  emponzoñándose  él.  nos  emponzo- 
ñásemos todos:  así  fué  justísimo  que  ardiendo  en  el  ara  de  la  cruz  y  sacri- 
ficándose este  cordero,  en  quien  estaban  encerrados  y  como  hechos  uno 


(>)    Ed.  del  Apostolado  de  la  Prensa,  Madrid,  líWl.  pgs.  210-218. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


145 


todos  los  suyos,  cuanto  es  de  su  parte  quedasen  abrasados  todos  y  lim- 
pios» (^). 

El  P.  Luis  de  la  Palma,  inspirándose  en  el  B.  Ávila,  escribe  más  reposa- 
damente: «Mas  hay  aquí  otra  consideración,  que...  descubre  otra  vena 
de  la  tristeza  y  congoja  de  este  día,  y  es  que,  no  solamente  quiso  el  Señor 
pagar  como  fiador  por  culpas  ajenas,  sino  como  si  Él  mismo  fuera  el 
culpado  y  los  pecailos  fueran  suyos...  El  Señor  se  hizo  tan  uno  con  nos- 
otros, como  es  la  cabeza  con  su  cuerpo;  y  por  esta  razón  quiso  que  las 
culpas  nuestras  se  dijesen  culpas  suyas,  y  no  solamente  pagarlas  con  su 
sangre,  sino  pasar  vergüenza  y  confusión  por  ellas.  Y  sin  duda  que  fué 
muy  grande  la  que  nuestro  Salvador  padeció  por  nuestros  delitos,  y  que 
fué  gran  parte  de  la  congoja  que  tuvo  a  la  entrada  de  su  Pasión,  cuando 
se  hizo  cargo  y  se  ofreció  a  pagar  por  ellos...  Y...  siendo  nuestros  pecados 
tan  feos,...  abogó  por  ellos...  como  si  fueran  suyos  propios...  Este  benig- 
nísimo Señor  y  amador  nuestro,  cubierto  su  rostro  de  vergüenza  por  las 
abominaciones  que  nosotros  cometimos,  no  se  desdeña  ante  el  tribunal  de 
la  divina  justicia  de  reconocernos  y  confesarnos,  no  sólo  por  amigos,  por 
deudos,  por  hermanos  y  por  hijos,  sino  también  por  sus  miembros  y  por 
cuerpo  suyo,  cuya  Cabeza  es  él.  Y  de  aquí  es  que...  se  ofrece,  como  si 
fuera  él  malhechor,  a  pagar  la  pena  que  merecimos...  por  razón  de  los 
pecados  de  que  se  había  hecho  cargo,  y  que  por  esta  causa  los  llamaba 
y  tenía  por  suyos...»  {Historia  de  la  Sagrada  Pasión,  c.  8). 

B.    La  solidaridad  iniciada  en  la  encarnación 

Que  la  solidaridad  de  Cristo  con  el  linaje  humano,  como  radicada  en 
la  carne  misma  que  tomó  del  seno  virginal,  se  inicia  en  el  momento  de  la 
encarnación  y  en  virtud  precisamente  de  la  misma  encarnación,  es  tan 
evidente,  que  holgaría  demostrarlo,  si  no  fueran  tan  graves  las  consecuen- 
cias que  de  ello  se  derivan.  No  será,  por  tanto,  superfino  corroborar  la 
demonstración  analítica,  antes  propuesta,  con  la  demonstración  documental. 

De  los  numerosísimos  textos,  que  pudiéramos  aducir,  omitiremos,  en 
gracia  a  la  brevedad,  series  enteras:  tales  como  los  que  expresan  la  solida- 
ridad bajo  la  imagen  de  desposorios  entre  Cristo  y  la  Iglesia  celebrados 
en  el  tálamo  del  seno  virginal  (~);  tales  como  los  que  vinculjin  a  la  encarna- 

{')    Ib.  pgs.  761-767. 

C)  Cfr.  «Tamquam  sponsus  procedens  de  thalamo  suo».  Estudios  eclesiásticos, 
t  [1925],  59-73. 

10 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ción  la  maternidad  espiritual  de  María,  basada  en  la  solidaridad;  tales 
otros  muchos,  que,  si  bien  no  menos  eficaces,  exigirían  alguna  declaración: 
varios  centenares  de  textos,  en  conjunto:  sólo  unos  pocos  presentaremos, 
más  breves  y  diáfanos,  pero  más  que  suficientes  para  probar  nuestro  intento. 

San  Ireneo  escribe:  «Quando  [Filius  Dei]  incarnatus  est  et  homo  fa- 
ctus,  longam  hominum  expositionem  in  seipso  recapitulavit»  (MG  7,  932). 
«El  Hijo  de  Dios...  en  la  plenitud  de  los  tiempos,  para  recapi- 
tular y  contener  todas  las  cosas,  se  hizo  hombre,  nacido  de  hombres» 
(Patr.  Or.,  12,  759). 

San  Cirilo  de  Alejandría:  «Asserimus...  illum  Unigenitum...  homi- 
nem  dispensatorie  (oÍKovo^xiKSq)  factum  esse,...  et  ita  nobiscum  et 
nostri  similem  subiisse  generationem,...  ut,  secundum  carnem  ex  muliere 
genitus...,  humanum  genus  recapitularet,...  et  per  unitam  sibi  carnem  omnes 
in  seipso  contineret»  (MG  76,  15-18).  «Cum  sumptum  ex  muliere  corpus 
suum  fecisset,  et  ex  ea  secundum  carnem  esset  genitus,  hominis  genera- 
tionem per  se  recapitulavit»  (MG  76,  23-24).  «Factus  est  autem  nobis 
Caput  propter  assumptae  carnis  cognationem»  (MG  76,  1341-1342). 

TeÓDOTO  de  Ancira,  una  de  las  grandes  lumbreras  del  Concilio  Efesi- 
no,  escribe:  «Deus...  eligit  partum  tamquam  dispensationis  ( oÍKovo^iíaq) 
initium»  (MG  77,  1351-1352);  y  apellida  a  María  «matrem  dispensationis», 
la  Madre  de  la  economía  (MG  77,  1393-1394),  es  decir  en  virtud  de  la 
profunda  significación  de  este  término  Paulino,  la  Madre  de  la  recapitula- 
ción y  de  la  solidaridad  de  los  hombres  en  Cristo  Jesús. 

San  Proclo  de  Constantinopla,  otro  de  los  principales  adversarios 
de  Nestorio,  dice  más  encarecidamente  aún:  «Divinae  istud  dispensationis 
mysterium  uterus  virginalis  portavit»  (MG  65,  707-708).  Todo  el  misterio 
de  la  economía  divina  en  orden  a  la  salud  humana  —  y  quien  haya  leído 
a  San  Pablo  sabe  todo  lo  que  esto  significa  —  estaba  encerrado  en  el  seno 
virginal.  María  fué,  pues,  con  toda  propiedad,  en  frase  de  San  Proclo, 
«Mysterii  parens»  (MG  65,  791-792). 

San  Sofronio,  dirigiéndose  a  la  Virgen,  canta  (MG  87,  III,  3738): 

Ilibus  Parentem  mundi, 
Maria,  ferens,  mundum 
Ilibus  gloriosis  portas. 

El  mismo  pensamiento  que  San  Sofronio  expresaba  un  ignorado  poeta 
de  la  primitiva  edad  media  en  esta  estrofa  (Mon.  Germ.  Hist.  Poetae  lat. 
aevi  Carolini.  Recens.  Ern.  Duemmler.  T.  I.  Berolini,  1881,  pg.  84): 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


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Missus  ab  astris  Gabrihel  in  nube 
aeterna  portal  nuntia  Virgini, 
verbo  tumescit  latior  aethere 
alvus  repente  saecula  continens. 

María  llevaba  en  su  seno  el  mundo,  los  siglos,  todas  las  generaciones 
de  los  hombres  recapitulados  en  Cristo  Jesús. 

San  Hilario  de  Poitiers:  «In  eo  [Christo]  per  naturam  suscepti  cor- 
poris,  quaedam  universi  generis  humani  congregatio  continetur»  (ML  9,  935). 
«Humani  enim  generis  causa  Dei  Filius  natus  ex  Virgine  est,...  ut,  homo 
factus,  ex  Virgine  naturam  in  se  carnis  acciperet,  perqué  huius  admixtionia 
societatem  sanctificatum,  in  eo  universi  generis  humani  corpus  exsisteret» 
(ML  10,  66). 

San  Ambrosio  en  varios  lugares  y  de  diferentes  maneras  expresa  el 
mismo  pensamiento:  «Dicit...  caro:  ...  Fusca  sum,  quia  peccavi;  decora, 
quia  iam  me  diligit  Christus:  quam  relegaverat  in  Eva,  recepit  ex  Virgine, 
suscepit  ex  Maria»  (ML  15,  1212).  Y,  hablando  con  el  Salvador,  añade: 
«Veni  ergo,  et  quaere  ovem  tuam...  Suscipe  me  in  carne,  quae  in  Adam 
lapsa  est.  Suscipe  me,  non  ex  Sara,  sed  ex  Maria»  (ML  15,  1521).  La 
oveja  perdida,  la  humanidad  descarriada,  la  halla  y  la  toma  Cristo  en  el 
seno  virginal,  en  la  carne  que  recibe  de  María.  En  esta  carne  estaba 
concentrada  o  recapitulada  toda  la  humanidad. 

San  Agustín,  el  gran  teólogo  del  Cuerpo  místico  de  Cristo,  señala  su 
origen  en  la  misma  encarnación  del  Verbo:  «Habet  ergo  hic  sponsam... 
Dominus  autem...  dedit  sanguinem  suum  pro  ea  quam  resurgens  haberet, 
quam  sibi  iam  coniunxerat  in  útero  Virginis.  Verbum  enim  sponsus,  et 
sponsa  caro  humana...  Ibi  factus  est  Caput  Ecclesiae»  (ML  35,  1452). 
Y  exclama:  «Quomodo  autem  non  ad  partum  Virginis  pertinetis,  quando 
Christi  membra  estis?»  (ML  38,  1012-1013). 

San  León  Magno  es  tal  vez  el  que  con  mayor  claridad  y  énfasis  atribuye 
a  la  encarnación  la  inefable  solidaridad  de  Cristo  con  los  hombres.  Bas- 
tarán para  convencerse  unos  pocos  textos:  «Vos...  Salvatori  per  veram 
susceptionem  nostrae  carnis  inserti»  (ML  54,  207).  «Dum  Salvatoris  nostri 
adoramus  ortum,  invenimur  nos  nostrum  celebrare  principium.  Generatio 
enim  Christi  origo  est  populi  christiani,  et  natalis  Capitis  natalis  est  cor- 
poris...  Cum  ipso  sunt  in  hac  nativitate  congeniti»  (ML  54,  213).  «Ita 
se  nobis,  nosque  inseruit  sibi,  ut  Dei  ad  humana  descensio  fieret  hominis 
ad  divina  provectio»  (ML  54,  218).  «Cuius  caro,  de  útero  Virginis  sumpta, 
nos  sumus»  (ML  54,  231). 


4 


148  MARÍA,  MEDIADORA  UMVERSAL 

San  Pedro  Crisólogo  desarrolla  maravillosamente  un  pensamiento  in- 
sinuado por  San  Ambrosio.  «Sed  iam,  dice,  caelestis  parabolae  pandamus 
secretum.  Homo  habens  oves  centum,  Christus  est.  Pastor  bonus,  pastor 
pius,  qui  in  una  ove,  hoc  est  in  Adam,  posuerat  totum  gregem  generis 
humani,...  hanc  in  regione  vitalis  pascuae  collocajat:  sed  illa  vocem  pasto- 
ris  oblita  est,  dum  lupinis  ululatibus  credit,  et  caulas  perdidit  salutares... 
Hanc  ergo  Christus  veniens  quaerere  in  mundum,  in  útero  virginae  regionis 
invenit»  ML  52,  641).  Recibir  Cristo  la  carne  de  María  fué  hallar  la  oveja 
perdida,  que  era  toda  la  grey  del  humano  linaje:  hermosa  imagen  de  la 
solidaridad  que  el  Verbo  encarnado  contrae  con  la  humanidad  entera.  A  la 
luz  de  este  texto  se  entenderá  el  profundo  significado  de  estos  otros:  María, 
al  llevar  en  su  seno  al  Redentor,  en  él  y  con  él  llevaba  «totius  generis 
humani...  fructum»  (ML  52,  579).  uQuia  virum  non  cognosco.  Mulier, 
quem  virum  quaeris?  quem  tu  in  paradiso  perdidisti?  Redde  virum,  mu- 
lier; redde  depositum  Dei;  redde  ex  te,  quem  perdidisti  per  te»  ÍML  52,  582). 

San  M.Áximo  de  TurÍN:  «Hodie  novus  ille  Adam  sua  nativitate  mira- 
bili  nostram  de  novo  plasmavit  naturam»  (ML  57,  239).  «In  nativitate  eius 
nostra  omnium  habet  vita  natalem:  quia,  qui  privilegia  primae  nativitatis 
amisimus,  visitante  nos  Christo.  sanctiore  partu  redimus  ad  vitam»  (57,  245). 

En  uno  de  los  sermones  atribuidos  a  San  Ildefonso  de  Toledo  se  dice: 
«Haec  est  Virgo,  in  cuius  útero  omnis  Ecclesia  subarratur,  coniuncta  Deo 
foedere  sempiterno  creditur»  (ML  96,  252-253). 

San  Beda:  «Sponsus  ergo  Christus,  sponsa  eius  est  Ecclesia:  ...  tempus 
nuptiarum  est  tempus  illud,  quando  per  incarnationis  mysterium  sanctam 
sibi  Ecclesiam  sociavit»  (ML  94,  68). 

En  una  de  las  homilías  coleccionadas  por  el  diácono  Paulo  Warnefrido 
se  lee:  «Ibi  [in  Virginis  útero]  decorem  indutus  est  Dei  Filius,  ac  prae- 
electae  sponsae  suae  Ecclesiae  formosus  in  stola  candida  exsultanter  occurrit, 
desiderátum  diu  osculum  porrexit,  ac  praeordinatas  a  saeculo  nuptias 
virgo  [Christus]  cum  virgine  [Ecclesia]  in  Virgine  [María]  praelibavit» 
(ML  95,  1516). 

Pascasio  Radberto:  «Tota  [Ecclesial,  per  hoc  quod  Verbum  caro 
factum  est,  velut  membra,  coUigitur  in  corpore»  (ML  120,  103-104).  Más 
amplía  y  profundamente  en  otro  lugar:  aSimile  est  regnum  caelorum  ho- 
mini  regi  qui  fecit  nuptias  filio  suo...  Nec  immerito  a  Patre  iam  factae 
[nuptiae]  dicuntur;  quia  aeternitatis  huius  societas  et  novi  corporis  dispen- 
satio  iam  perfecta  facta  erat  in  Christo:  et  tune  facta  est,  tam  nova  et 
inaudita  dispensatio,  quando  in  útero  Virginis  Verbum  caro  factum  est... 
Quia  sicut  omnium  electorum  resurrectio  in  Christi  est  resurrectione,  ita 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


149 


et  hae  nuptiae  in  ipso  celebratae  sunt,  et  iuncta  est  sponso  Ecclesia  iure 
sponsalitatis,  quando  dona  Spiritus  Sancti  ex  integro  homo-Deus  accepit...» 
(ML  120,  739-740).  Son  dignas  de  notarse  las  dos  expresiones  «aeternitatis 
societas»  (  =  solidaridad)  y  «novi  corporis  dispensatio»  (  =  la  formación 
del  Cuerpo  místico)  con  que  Pascasio  declara  la  imagen  de  las  bodas. 

Hermann,  Abad  de  San  Martín  de  Tournai,  escribe:  «Collum  ínter  ca- 
pul et  Corpus  médium  est,  caputque  iungit  corpori.  Collum  ergo  sanctae 
Ecclesiae  competenter  Domina  nostra  intelligitur,  quae,  inter  Deum  et 
homines  Mediatríx  exsistens,  dum  Dei  Verbum  incarnatum  genuit,  quasi 
caput  corpori,  Christum  Ecclesiae...  coniunxit»  (ML  180,  30). 

El  Abad  GuERRico,  el  amigo  de  San  Bernardo,  dice:  «Mater  síquidem 
est  Vitae  qua  vivunt  universi;  quam  dum  ex  se  genuit,  nimirum  omnes  qui 
ex  ea  victuri  sunt,  quodammodo  regeneravit.  Unus  generabatur,  sed  nos 
omnes  generabamur,  quía  videlicet  secundum  rationem  seminis,  quo  rege- 
neratio  fit,  iam  tune  in  illo  omnes  eramus»  (ML  185,  188-189). 

San  Alberto  Magno:  «[Dominus]  a  regalibus  sedibus  descendens, 
invisceravit  se  nobís  in  visceribus  Virginis»  (In  Le.  1,  28). 

Santo  Tom.ís  de  Aquino:  «Mystice  autem  per  nuptías  intelligitur 
coniunctio  Christi  et  Ecclesiae...  Et  illud  quidem  matrimonium  initiatum 
fuit  in  Utero  virginalí»  {In  loh.  c.  2,  lect.  1,  n.  1). 

Dionisio  Cartujano,  citando  a  Ubertino,  dice  que  María  «totum 
mysticum  corpus  cum  vero  Christi  corpore,  suo  portavit  in  útero»  {De  dign. 
et  laúd.  B.  M.  V.,  4,  16). 

Por  fin,  Pío  X:  «In  uno  eodemque  alvo  castissimae  Matris  et  carnem 
Christus  sibi  assumpsít  et  spiritale  simul  corpus  adiunxit»  (2  febr.  1904). 

§  2.    Parte  de  María  en  la  solidaridad 

Consta  de  lo  dicho,  y,  atendiendo  el  valor  de  los  testimonios  aducidos, 
consta  con  entera  certeza,  que  Cristo  contrajo  con  todo  el  linaje  humano 
estrechísima  solidaridad,  así  de  naturaleza  como  de  pecado,  y  que  esta  soli- 
daridad se  inició  en  la  encarnación  y  en  virtud  de  la  misma  encarnación. 
Mas,  para  que  el  principio  de  solidaridad  pueda  convertirse  en  principio 
maríológico,  es  menester  averiguar  qué  parte  tuvo  en  él  María  precisamente 
por  razón  de  su  divina  maternidad.  Esto  es  lo  que  ahora  debemos  investi- 
gar en  los  documentos  de  la  tradición. 

Para  preparar  la  solución  de  este  magno  problema,  recogeremos  previa- 
mente los  testimonios  de  la  tradición  que  atribuyen  a  María,  en  el  momento 


150 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


mismo  de  la  encarnación,  el  doble  carácter  a)  de  universalidad  y  b)  de  re- 
presentación;  a  la  luz  de  este  doble  carácter  se  apreciarán  mejor  los  testi- 
monios que  afirman  la  doble  parte  o  acción  de  María  en  transmitir  o 
comunicar  a  Cristo  c)  la  solidaridad  de  naturaleza  y  d)  la  solidaridad  de 
pecado.  Si  logramos  demonstrar  que  estos  cuatro  puntos  se  contienen  en 
los  documentos  de  la  tradición,  habremos  puesto  de  relieve  un  hecho 
de  transcendental  importancia,  capaz  de  abrir  horizontes  inmensos  a  la 
Mariología  y  aun  de  transformarla  totalmente.  Al  roturar  un  terreno  casi 
virgen,  no  abrigamos  la  ilusión  de  hacerle  rendir  todo  el  fruto  que,  a  nuestro 
juicio,  está  llamado  a  producir  con  el  tiempo.  Sólo  deseamos  y  rogamos 
que  se  tomen  en  consideración  y  se  estudien  sin  prevención  nuestras  mo- 
destas sugerencias. 


A.    Carácter  de  universalidad 

La  clásica  antítesis  Eva-María,  cuando,  omitiendo  los  nombres,  se  gene- 
raliza, toma  estas  dos  formas  principales:  (antigua)  virgen-( nueva)  Virgen, 
Mujer-Mujer.  Esta  segunda  forma  es  la  que  ahora  nos  interesa  estudiar. 
Mas  antes  conviene  presentar  los  textos  patrísticos,  en  que  se  formula. 
Aduciremos  algunos  solamente,  más  característicos. 

Entre  los  escritores  griegos.  Orígenes  abre  la  serie:  «Quomodo  pec- 
catum  coepit  a  mullere,...  sic  et  principium  salutis  a  mulieribus  habuit 
exordium»  (MG  13,  1819). 

Con  mayor  precisión  se  formula  la  antítesis  en  las  homilías  atribuidas 
a  San  Gregorio  Taumaturgo:  «Per  mulierem  mala  fluxerunt:  et  per 
mulierem  bona  emanant»  (MG  10,  1178). 

Teódoto  de  Ancira,  sin  formular  explícitamente  la  antítesis,  declara 
su  fundamento  y  su  universalidad.  Comparando  los  conocidos  textos  de 
Isaías  («Ecce  Virgo  in  útero  habebit»)  y  de  San  Pablo  («Misit  Filium  suum 
factum  ex  mullere»),  pregunta:  «Quid  ais.  Paule?  Propheta  ex  virgine 
dicit,  tuque  ex  mullere  partum  esse  praedicas?  —  Plañe,  inquit:  bene- 
dictionem  communem  reddo,  totius  eam  esse  volens  feminei  sexus...  Dico 
ex  mullere,...  ut  ex  qua  praevaricatio  accidit,  ex  ipsa  proveniat  etiam 
gratia...»  (MG  77,  1418). 

San  Proclo  de  Constantinopla:  «Idemque  [Deus]  natus  mulierem, 
quae  peccati  quondam  ianua  exstiterat,  salutis  ostium  reddidit»  (MG  65,  682). 
«Non  vis  inoboedientiam  mulieris  mulieris  vicissim  oboedientia  compen- 
sari?).(  MG  65,  746). 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


151 


Antípatro  de  Bostra:  «Quis  protoparentis  Adae  uxori...  referet, 
mulierem,  quae  olim  damnata  fuerat,  nunc  ipsum  iudicem  in  útero  ha- 
bere...?»  (MG  85,  1763-1766).  Es  digna  de  notarse  la  identificación,  fre- 
cuente en  otros  Padres,  entre  la  mujer  condenada  y  la  mujer  Madre 
del  Redentor:  identificación,  no  personal,  evidentemente,  sino  ge- 
nérica. 

AbrahÁn  de  Efeso:  «Per  mulierem  hominibus  mors  advenit:  per 
mulierem  iisdem  vita  evenit»  (Patr.  Or.  16,  444). 

San  Anastasio  I  Antioqueno:  «Sicut  per  feminam  mors  causata  est, 
sic  oportuit  dispensari  salutem  per  feminam»  (MG  89,  1383). 

San  Andrés  de  Creta:  «Plaudant  mulleres:  mulier  enim,  quae  olim 
ansam  peccati  inconsultius  praebuit,  salutis  nunc  primitias  intulit»  (MG  97, 
810).  «Muliebris  sexus  maledictionem  primam  corrigit,  salutis  factus  ini- 
tium,  qui  initium  fuerat  peccati»  (MG  97,  814). 

Juan  de  Eubea:     «O  Adam...  per  mulierem  a  serpente  deceptus  fuisti: 
et  per  mulierem  serpentem  conculcabis»  (MG  96,  1495). 

San  Tarasio:  «Per  mulierem  mortem  lucrati  sumus,  per  mulierem 
universa  ipse  rursus  instauravit»  (MG  98,  1494-1495). 

Pedro  obispo  de  Argos:  «Per  mulierem  hucusque  ipsa  infelix,  per 
mulierem  modo  beata  effecta  sum»  (MG  104,  1359). 

Juan  el  Geómetra:  «Propter  mulierem  mulier  elegitur»  (MG  106,  818). 

No  son  menos  numerosos  ni  menos  significativos  los  textos  de  los  Padres 
occidentales. 

San  Jerónimo  escribe:  «Unus  per  mulierem  deiectus  est,  et  nunc  per 
mulierem  totus  mundus  salvatus  est.  In  mentem  tibi  venit  Eva,  sed  con- 
sidera Maríam»  (Anécdota  Maredsol.,  v.  3,  part.  3,  pg.  92). 

San  Agustín:  «Huc  accedit  magnum  sacramentum,  ut,  quoniam  per 
feminam  nobis  mors  acciderat,  vita  nobis  per  feminam  nasceretur» 
(ML  40,  302).  «Quia  per  sexum  femininum  cecidit  homo,  per  sexum  femi- 
ninum  reparatus  est  homo...  Per  feminam  mors,  per  feminam  vita» 
(ML  38,  1108).  «Per  mulierem  in  interitum  missi  eramus,  per  mulierem 
nobis  reddita  est  salus»  (ML  38,  1308).  A  estos  textos  tomados  de  las 
obras  genuinas  de  San  Agustín  se  pueden  añadir  otros  tomados  de  las 
dudosas  o  apócrifas.  «Per  feminam  mors,  per  feminam  vita»  (ML  40,  655). 
«Ergo  malum  per  feminam,  immo  et  per  feminam  bonum:  quia  si  per 
Evam  cecidimus,  stamus  per  Mariam»  (Mai,  Nova  Patrum  bibliotheca,  1,  2). 
«Ut  igitur  vitiorum  sordibus  obsoletus  horribiliter  squalesceret  mundus  ab 
origine  iam  in  paradiso  captivus,  femina  causa  fuit...  Ad  feminam  causai 
revertitur,  et  origo  per  originem  detruncatur»  (ML  39,  1984). 


152 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


San  Pedro  Crisólogo:  «Mulier  accepit  a  Deo  fermentum  fidei,  quae 
acceperat  a  diabolo  perfidiae  fermentum»  (ML  52,  478).  «Redde  virum, 
mulier:  ...  redde  ex  te,  quem  perdidisti  per  te»  (ML  52,  581). 

San  Máximo  de  TurÍn:  «Parturil  ergo  femina  salutem  mundi:  ut, 
quae  exstiterat  f ornes  iniquitatis,  fieret  ministra  iustitiae»  (ML  57,  254). 

San  Eleuterio  de  Tournai:  «Quia  periclitabamur  per  primae  mulie- 
ris  inoboedientiam,  oportebat  ut  salvaremur  per  feminam»  (ML  65,  94). 

EuGiPlo,  Abad  Africano:  «Corrupto  animo  feminae,  ingressus  est 
morbus:  integro  corpore  feminae,  processit  salus»  (ML  62,  937). 

San  Beda:  «Quia...  mors  intravit  per  feminam,  apte  redit  et  vita  per 
feminam»  (ML  94,  9). 

San  Pedro  Damián:  «Per  mulierem  infusa  est  maledictio  terrae,  per 
mulierem  redditur  benedictio  terrae»  (ML  144,  758). 

Radulfo:  «Sicut...  diabolus  per  serpentem  seduxit  mulierem,  et  per 
mulierem  virum:  ita  Dominus  per  angelum  instruxit  mulierem,  et  per 
mulierem  salvavit  genus  humanum»  (ML  155,  1358). 

Honorio  de  AutÚn:  «Mortem  quam  femina  mundo  intulit,  femina 
depulit»  ÍML  172,  903). 

San  Bernardo:  «Ecce  si  vir  cecidit  per  feminam,  iam  non  erigitur 
nisi  per  feminam...  Redditur  nempe  femina  pro  femina»  (ML  183,  62- 
63).    «...ut,  qui  vicerat  per  feminam,  vinceretur  per  ipsam»  (ML  183,  63). 

San  Amadeo  de  Lausana:  «Decebat  enim  ut,  sicut  per  feminam  mors, 
sic  per  feminam  vita  intraret  in  orbem  terrarum.  Et  sicut  in  Eva  omnes 
moriebantur,  ita  in  Maria  omnes  resurgerent»  (ML  188,  1311). 

Inocencio  III:  «Oportebat  enim,  ut  sicut  per  feminam  mors  intravit 
in  orbem,  ita  per  feminam  vita  rediret  in  orbem.  Et  ideo  quod  damnavit 
Eva,  salvavit  Maria»  (ML  217,  581). 

Pío  XI:  María,  dice  con  enfática  concisión,  «donna,  voUe  riparare  al 
fallo  della  prima  donna»  (Osserv.  Rom.,  22-23  dic.  1923). 

Tal  es  la  voz  de  la  tradición  cristiana,  que  podemos  compendiar  en  esta 
fórmula:  «Per  mulierem  mors,  per  mulierem  vita».  Pero  surge  luego  el 
problema:  ¿qué  significa  «per  mulierem»?  De  tres  maneres  puede  tradu- 
cirse: «por  mujer»,  «por  la  mujer»,  «por  una  mujer».  En  la  primera 
interpretación  se  expresa  simplemente  el  sexo  femenino  como  cualidad  o 
condición;  en  la  segunda  se  concibe  la  mujer  como  unidad  universal; 
en  la  tercera  se  señala  indeterminadamente  una  mujer  individual,  Eva  o 
María.  ¿Cuál  de  los  tres  sentidos  hay  que  admitir?  Creemos  que  la 
respuesta  no  ofrece  especial  dificultad.  Si  teniendo  presente  el  problema, 
releemos  los  textos,  fácilmente  veremos  que  en  unos  se  destaca  la  cualidad 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


153 


del  sexo  femenino;  en  otros  se  expresa  la  unidad  universal  de  la  mujer; 
en  otros  se  piensa  en  una  mujer  particular;  si  bien  en  otros  muchos  no 
se  precisa  ninguna  de  los  tres  sentidos  concretamente,  o  se  comprenden 
todos  tres  más  o  menos  vagamente.  Viniendo  a  los  tres  sentidos  distintos, 
como  el  primero  está  implícito  en  los  otros  dos,  el  resultado  de  este  examen 
es  que  para  los  los  Santos  Padres  María  era  a  la  vez  la  mujer  universalmente 
concebida  y  una  mujer  individual;  es  decir,  que  era  como  el  tipo  o  la 
encarnación  de  la  Mujer,  que  era  la  Mujer  por  antonomasia.  En  conse- 
cuencia, al  actuar  María  como  mujer  en  la  generación  humana  del  Hijo 
de  Dios,  actúa  juntamente  como  persona  individual  y  como  llevando  en 
sí  la  representación  de  todo  el  sexo  femenino. 

Semejante  manera  de  concebir  la  Mujer  acaso  nos  dé  la  clave  para  so- 
lucionar el  discutido  problema  referente  a  las  palabras  del  Protoevangelio  : 
«Pondré  enemistades  entre  ti  y  la  Mujer»  (Gen.  3,  15).  Se  pregunta:  esta 
Mujer  ¿es  Eva?  ¿es  María?  ¿es  la  Mujer  en  general?  Antes  de  contestar, 
y  para  preparar  la  solución,  traslademos  el  problema  al  texto  anterior- 
mente citado  de  San  Amadeo  de  Lausana: 

Decebat...  ut,  sicut  per  feminam  mors, 

sic  per  feminam  vita  intraret... 
Et  sicut  in  Eva  omnes  moriebantur, 

ita  in  María  omnes  resurgerent. 

¿Qué  se  entiende  por  «feminam»?  Distingamos  entre  la  significacióm 
formal  y  la  suposición  del  término  «feminam».  Evidentemente,  la  signi- 
ficación no  es  otra  que  «la  mujer»  o  «una  mujer»;  en  cambio,  como  se 
ve  por  los  dos  últimos  incisos,  la  suposición  se  refiere  a  Eva  y  a  María. 
Más  claro  y  sin  tecnicismos  de  escuela:  cuando  San  Amadeo  dice  «femi- 
nam», con  la  palabra  no  expresa  sino  «la  mujer»  o  «una  mujer» ;  pero 
en  realidad  piensa  y  habla  de  Eva  o  de  María.  Análoga  solución  creemos 
hay  que  dar  al  problema  suscitado  por  el  Protoevangelio:  la  ((Mujer»  de' 
que  en  él  fe  habla,  atendida  la  significación  formal  de  la  palabra,  expresa 
«la  Mujer»  universalmente  o  «una  mujer»  individual  indeterminadamente; 
pero  en  la  mente  de  Dios  el  «supuesto»  al  cual  se  refiere  la  «Mujer»  o  el 
verificativo  de  cuanto  de  ella  se  dice  no  es  sino  María. 

Para  complemento  o  comprobación  de  esta  solución,  y,  más  general- 
mente, de  la  representación  universal  de  «la  Mujer»  encarnada  en  María, 
conviene  recordar  una  serie  de  textos  patrísticos,  que  presentan  a  Eva 
transfundida  en  María. 


154  I  HABÍA,  MEDIADORA  OOTERSAL 

Sa>'  Irenzo:  <;Venit  Dominus.  ut  perditam  ovem  quaereret.  Et  per- 
ditus  eral  homo:  et  propter  hoc...  ab  eadem.  quae  ab  Adam  geniis  habebat, 
similitudinem  creaturae  servavit.  Nam  necesse  et  dignum  erat.  rursus  per- 
ficere  Adam  in  Chrüto.  et  Evam  in  María  :  rehacer  o  restaurar 
a  Adán  en  Cristo,  y  a  Eva  en  María  i  Demonstraiio  Apostolicae  Praedi- 
cationis.  Ex  ami.  vertit...  5.  Weber.  Friburgi  Brisgoviae,  1917, 
ps.  59-60\ 

5a>"  Zenón  de  Veroxa:  <  0  caritas...  Tu  Evam  in  Mariam  redinte- 
grasti:  tu  Adam  in  Christo  renovasti  »  iML  11.  278 1. 

San  Ambro  sio  dice  maravillosamente:  <  \eni.  Eva,  iam  sobria...  Veni, 
Eva,  iam  talis.  ut  non  de  paradiso  excludaris.  sed  recipiaris  ad  caelum... 
Veni.  ergo.  Eva.  iam  Maria»  iML  16.  313 1.  Eva  se  ha  trocado  en  María, 
es  ya  María. 

S.\-\  Bernardo,  con  mayor  precisión  todavía:  "Clementissrmus  artifes 
quod  quassatum  fuerat  non  confregit  sed  utUius  omnino  refecit,  ut  vide- 
licet  nobis  novum  formaret  Adam  ex  veteri.  et  Evam  transfunderet  in  Ma- 
riam   (^ÍL  183.  4291 

El  mismo  pensamiento  se  halla  expresado  en  varios  de  los  textos  adu- 
cidos anteriormente,  como  en  aquel  de  5.a>"  Pedro  Crisóloco:  Redde 
virum.  mulier:  ...  redde  ex  te.  quem  perdidisti  per  te  ■  i ML  57,  2S4i.  Esta 
única  Mujer  es  a  la  vez  María  i '  redde  ex  te  i  y  es  Eva  ( "perdidisti 
per  te»). 

Comparando  estos  textos  con  los  precedentes  resulta  que  María  es  'da 
Mujer»,  no  sólo  porque  directamente  concentra  en  sí  idealmente  todo  el 
género  femenino,  sino  también  porque  encama  en  sí  a  Eva.  que  también 
era  a  su  modo  (  la  Mujer-.  Por  tanto  viene  a  ser  imo  mismo  el  que  las 
palabras  del  Protoevangelio  se  refieran  directamente  a  Eva.  a  la  Mujer», 
o  a  María.  Siempre  María,  en  la  mente  de  la  tradición  es.  aunque  persona 
individual,  la  encarnación  de  la  primera  Mujer  y.  en  ella  y  con  ella,  de 
todo  el  linaje  de  las  mujeres.  Y  tal  es.  en  sustancia,  el  sentido  tradicional 
de  la  denominación  de  '  Segunda  Eva^*. 

B.    Carácter  representativo 

Pero  al  lado  de  esta  representación,  que  pudiéramos  llamar  ideal,  posee 
María  otra  representación  de  carácter  jurídico,  en  virtud  de  la  cuaL  al  dar 
su  libre  asentimiento  a  la  maternidad  del  Redentor,  actúa,  no  tanto  como 
pversona  particular,  cuanto  en  representación  de  toda  la  humanidad. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


155 


Advertimos,  ante  todo,  que  para  nuestro  objeto  presente,  que  es  con- 
firmar o  comprobar  nuestra  demonstración  analítica  o  interna  con  el  testi- 
monio externo  de  la  autoridad,  nos  bastaba  la  de  León  XIII,  ya  antes 
aducida,  que  califica  de  enteramente  verdadera  nuestra  ponclusión.  Pero, 
dada  la  importancia  de  la  materia,  no  será  fuera  de  propósito  presentar 
la  base  tradicional  en  que  se  apoya  este  carácter  representativo  de  la  Madre 
del  Redentor. 

Comencemos  por  los  testimonios  explícitos. 

San  Efrén  escribe:  «Mysterium  concreditum  est  duobus,  uni  ex  utra- 
que  parte,  ...ut  rem  tractarent  et  reconciliationem  inirent.  Descendit  án- 
gelus ex  alto,  et  locuta  est  cum  eo  Virgo,  et  coeptum  est  agi  de  reconcilia- 
tione,  et  initum  est  foedus  pacis...»  (Ed  Lamy,  5,  974-978). 

Teodoro  Mínimo  Moneremita,  hablando  con  el  ángel  Gabriel,  dice: 
«Dicis  eum  qui  in  supernis  sedem  habet,  ad  haec  Ínfima  propter  suam  in 
homines  caritatem  descenderé?  Atqui  nos  quoque  caelis  eminentiorem  ex 
bis  infimis  viae  Ducem  nacti,  adventanti  et  accedenti  obviam  occurrimus... 
Faustum  nuntium  caelestes  tecum  exercitus  deferunt?  Atqui  nos  homines 
cum  ipsa  [Virgine]  ad  deitatera  per  ipsam  provehimur. . .  Ceterum,  quae 
nunc  geruntur,  minus  ad  te  pertinent:  ad  condítionem  nostram  restau- 
randam  prorsus  fausta  tua  ad  Virginem  legatio  spectat...  Tu  ad  illam  cum 
laetitia  clamas:  Ave,  gratia  plena:  at  quomodo  extraneus  ad  nos  extra- 
neos...  accedis,  et  sororis  nostrae,  quae  lux  nobis  est  et  salus,  clam  nobis 
sponsalia  moliris?  Num  ignoras,  genus  nostrum  ipsam  solam  habere  rui- 
nae  suae  fulcimentum?...  Noli  itaque...  illam  regí  tuo  solus  desponsare. 
Liceat  et  nobis  donum  illi  nuptiale...  of ferré...  Sciant  haec  patriarchae,  e 
quibus  progerminavit...  Audiat  haec  infelix  progenitor  noster  Adam,  et 
cum  eo  progenitrix  nostra  Eva...  Ne,  quaeso,  clam  nobis  auferas  nostrum 
apud  Deum  refugium...  Ñeque  enim  nos  sponsalibus  hisce  obsistimus... 
Sed  aequum  est  ut-cognatio  universa  noverit  quamnam  Deo  ceu  redemptio- 
nis  pretium  pro  peccatis  ipsa  praestitura  sit»  (Ballerini,  Sylloge,  2,  223^ 
229). 

El  ignorado  autor  del  sermón  De  Annuntiatione,  falsamente  atribuido 
a  San  Agustín  (^),  dice  «O  beata  María,  saeculum  omne  captivum  tuum 
deprecatur  assensum:  te,  Domina  (^),  mundus  suae  fidei  obsidem  fecity> 
(ML  39,  2105-2106). 


C)  Cfr.  «Singulari  tuo  assensii  mundo  succurristi  perdíto»,  Marianum,  2  [19401, 
529-361. 

(^)  En  vez  de  ¡(Te,  Domina.  mundus«  creemos  debería  leerse  «Te  Domino  mun- 
dus», como  en  el  pasaje  paralelo  del  sermón  De  Natali,  que  se  cita  a  continuación. 


156 


MARÍA,  MEDIADORA  UMIVERSAL 


El  autor,  desconocido  también  del  sermón  De  natali,  inspirándose 
en  el  precedente,  dramatiza  más  la  escena:  «O  beata  Maria,  saeculum 
omne  captivum  tuum  deprecatur  assensum:  te  Domino  mundus  suae  fidei 
obsidem  íecit...  O  et  tu,  angele,...  fave  partibus  saeculi,  conscius  secre- 
torum  caeli.  Laetabuntur  socii  tui,  si  negotium  iuveris  mundi...»  (ML  39, 
1986). 

A  la  luz  de  estos  dos  sermones,  en  los  cuales  evidentemente  se  inspi- 
ró ("),  se  entiende  o  se  siente  el  carácter  representativo  que  San  Bernardo 
atribuye  al  consentimiento  virginal.  Escribe  el  Melifluo  Doctor:  «Audisti, 
Virgo,  factum;  audisti  et  modum...  Exspectat  ángelus  responsum...  Ex- 
spectamus  et  nos,  o  Domina,  verbum  miserationis...  Ecce  offertur  tibi 
pretium  salutis  nostrae:  statim  liberabimur,  si  consentis...  Hoc  supplicat 
a  te,  o  pia  Virgo,  flebilis  Adam  cum  misera  sobóle  exsul  de  paradiso,  hoc 
Abraham,  hoc  David.  Hoc  ceteri  flagitant  sancti  Patres,  patres  scilicet 
tui...  Hoc  totus  mundus  tuis  genibus  provolutus  exspectat.  Nec  imme- 
rito,  quando  ex  ore  tuo  pendet  consolatio  miserorum,  redemptio  captivo- 
rum,  liberatio  damnatorum:  salus  denique  universorum  filiorum  Adam, 
totius  generis  tui...»  (ML  183,  83-84). 

Este  magnifico  pasaje  de  San  Bernardo  se  condensa  admirablemente  en 
estas  dos  estrofas  de  un  himno  medieval  {Analecta  hymnica  Medii  Aevi, 
34,  n.  80): 

Quare  differs,  o  Maria? 
Da  consensum.  Virgo  pia, 

Toto  mentis  studio; 
Nostra  salus  exspectata 
Tibi  soli  est  oblaata, 

Tuo  stat  arbitrio. 

Totum  genus  conderanatum 
Genu  flectit  inclinatum 

Tuo  consistorio; 
Da  responsum,  ut  optamus, 
Et  per  ipsum  evadamus 

A  mortis  exsilio. 

El  testimonio  de  Santo  Tomás  merece  especial  atención,  por  cuanto  de- 
pende, a  lo  que  parece,  de  los  dos  sermones  pseudo-agustinianos  y  de  San 
Bernardo,  y  de  él  a  su  vez  dependen  la  mayor  parte  de  los  testimonios 


(')  Cfr.  Marianum,  loe.  cit. 
n   Ib.  pgs.  333-335. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


157 


posteriores.  En  su  Comentario  a  las  Sentencias  escribe:  «Consensus  B. 
Virginis,  qui  per  annuntiationem  requirebatur,  actus  singularis  personae 
erat  in  multitudinis  salutem  redundans,  immo  totius  humani  generis»  (In 
3  dist.  3,  q.  3,  a.  2).  La  ambigüedad  que  pudiera  haber  en  estas  últimas 
palabras,  desaparece  en  la  Suma  Teológica:  «Congruum  fuit  B.  Virgini 
annuntiari  quod  esset  Christum  conceptura...  ut  ostenderetur  esse  quoddam 
spirituale  matrimonium  inter  Filium  Dei  et  humanam  naturam:  et  ideo 
per  annuntiationem  exspectabatur  consensus  Virginis  loco  totius  humanae 
naturae»  Í3  q.  30,  a.  1,  c). 

Omitimos  los  testimonios  de  San  Antonino  de  Florencia  (Summa, 
p.  4,  tit.  15,  c.  8,  §  2)  y  de  Suárez  (In  3  p.  q.  30,  a.  1),  por  no  ser  sino 
transcripción  o  confirmación  de  las  palabras  de  Santo  Tomás. 

Más  personal  es  el  testimonio  del  Card.  ToLEDO:  «Deus...  ipsius  [Vir- 
ginis] consensum  habere  voluit...  quia  in  hoc  mysterio  sponsalitia  cele- 
brantur  Dei  Patris  cum  B.  Virgine,  et  Filii  Dei  cum  humana  natura,  et 
Christi  cum  Ecclesia...  Decuit  ergo  intervenire  consensum  eius,  quae 
sponsa  Patris  erat,  et  naturam  humanam  ipsamque  Ecclesiam  repraesen- 
tabat:  in  sponsalitiis  enim  consensus  utriusque  partis  est»  (In  Le.  1, 
annot.  112). 

Prescindimos  también  de  los  testimonios  de  BiLLUART  {Suppl.  Curs. 
Theol.  Tract.  de  Myst.  Christi,  dissert.  1,  art.  6)  y  de  Sedlmayr  (Scholas- 
tica  Mariana,  p.  2,  q.  2,  a.  1),  por  depender  estrechamente  de  Santo 
Tomás  y  de  Toledo.  Podríamos  citar  también  a  RiBADENEYRA  {Flos  San- 
ctorum.  De  la  Encarn.  del  Verbo,  25  de  marzo,  n.  3),  Houdry  [Bihliothecal 
contionatorum  theol.,  t.  3.  Venetiis,  1779,  p.  76)  y  L.  Janssens  {Summ. 
theol.,  t.  5,  p.  2,  sect.  1,  membr.  1,  q.  30,  a.  1,  I),  que,  precisamente  por 
ser  menos  originales,  tienen  bastante  autoridad,  por  cuanto  representan  el 
común  sentir  de  los  teólogos  o  de  los  fieles. 

Sirvan  de  conclusión  estas  palabras  del  Card.  Sanz  y  Forés,  no  menoa 
profundo  teólogo  que  elocuente  orador:  «El  universo  entero  tiene  su 
vista  fija  en  Nazaret.  Allí  va  a  decidirse  el  gran  negocio  de  los  siglos... 
y  a  firmarse  el  tratado  de  paz  entre  Dios  y  el  hombre.  María  es  el  árbitro 
de  los  destinos  del  mundo...  Tratándose  de  una  alianza  eterna,  de  un 
tratado  de  paz  entre  Dios  y  el  hombre,...  se  requiere  el  consentimiento  de 
las  dos  partes.  Dios  ha  enviado  para  esto  la  embajada  a  la  SSma.  Virgen, 
y  ésta  debe  responder  por  toda  la  naturaleza  humana...  María  responde 
al  fin...  La  alianza  se  ha  firmado:  el  matrimonio  misterioso  se  ha  reali- 
zado...» {Discursos  sobre  las  grandezas  y  virtudes  de  la  SSma.  Virgen, 
t.  1,  disc.  5,  p.  2.    Tortosa,  1859,  pg.  136-142). 


158 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Pero  mayor  autoridad  que  todos  estos  testimonios  tienen  las  palabras 
de  León  XIII,  quien  en  dos  Encíclicas  afirma  el  carácter  representativo 
del  consentimiento  de  María.  A  22  de  septiembre  de  1891  escribía  el  sabio 
Pontífice:  «Divina  consilia  addecet  magna  cum  relligione  intueri.  Filius 
Dei  aeternus,  cum  ad  hominis  redemptionem  et  decus,  hominis  naturam 
vellet  suscipere.  eaque  re  mysticum  quoddam  cum  universo  humano  genere 
initurus  esset  connubium,  non  id  ante  perfecit,  quam  libérrima  consensio 
accessisset  designatae  matris,  quae  ipsius  generis  humani  personam  quo- 
dammodo  agebat,  ad  eam  illustrem  verissimamque  Aquinatis  sententiam: 
Per  annuntiationem  exspectabatur  consensus  Virginis  loco  totius  humanae 
naturaen  (Acta  S.  Sedis,  24.  195).  A  20  de  septiembre  de  1896  añadía: 
«Nempe  ipsa...  pacifici  sacramenti  nuntium,  ab  angelo  in  térras  allatum, 
admirabili  assensu,  loco  totius  humanae  naturae,  excepit»  ílb.  29,  206). 

Ahora,  dejando  otros  muchos  testimonios  implícitos,  no  tanto  para 
afianzar  el  carácter  representativo  del  consentimiento  virginal,  cuanto  para 
descubrir  sus  profundas  raíces  en  la  tradición  cristiana,  recordaremos  al- 
gunas series  de  textos,  cuyo  sencillo  cotejo  da  el  mismo  resultado  que  los 
testimonios  aducidos.  Una  serie  de  textos,  numerosísima,  presenta  la  en- 
carnación y  la  maternidad  divina  como  esencialmente  soteriológicas,  es 
decir,  ordenadas  a  la  salud  humana.  Otra  serie,  numerosísima  también, 
presenta  la  economía  de  la  salud  humana  como  una  Nueva  Alianza  de 
Dios  con  el  linaje  humano  y  la  expresa  bajo  la  imagen  de  esponsales  o  de 
matrimonio,  que  por  su  misma  naturaleza  exige  el  consentimiento  de  en< 
trambas  partes.  Según  estas  dos  series,  por  tanto,  la  salud  humana  es 
un  negocio  que  afecta  e  interesa  a  toda  la  humanidad  y  en  cuya  conclusión 
toda  ella  debe  de  alguna  manera  intervenir.  Otra  serie,  no  menos  nume- 
rosa, pone  de  relieve  el  hecho  del  consentimiento  de  María,  su  eficacia 
decisiva  y  su  conveniencia  y  relativa  necesidad.  Ya  el  solo  cotejo  de  estas 
tres  series  da  como  resultado  el  carácter  representativo  del  consentimiento 
virginal.  Porque,  si  se  requiere  el  consentiminto  de  toda  la  humanidad, 
y  este  consentimiento  no  lo  da  sino  María,  y  nadie  más:  luego  el  consen- 
timiento de  María  por  fuerza  ha  de  ser  de  alguna  manera  consentimiento 
de  toda  la  humanidad.  Una  nueva  serie  de  testimonios,  presenta  a  María 
como  Mediadora  nata  entre  Dios  y  la  humanidad.  Luego,  combinando 
esta  serie  con  las  tres  anteriores,  María  ejerce  su  mediación,  representando 
a  los  hombres  ante  Dios  al  dar  su  consentimiento.  Son  profundamente 
significativas  en  este  sentido,  generalizándolas,  estas  palabras  de  Santo 
Tomás:  «Mystice  autem  in  nuptiis  spiritualibus  est  Mater  lesu...  sicut 
nuptiarum  conciliatrix...    Gessit  ergo...    Mater  Christi  Mediatricis  per- 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


159 


sonam»  (In  loh.  c.  2,  lect.  1,  nn.  2-3).  Combínense  estas  palabras  con 
las  referidas  anteriormente  «loco  totius  humanae  naturae»,  y  se  obtendrá 
la  mediación  representativa  de  María,  que  caracteriza  su  actuación  en  el 
momento  en  que,  con  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios,  se  inicia  la  obra 
de  la  salud  humana. 

Hay  más  todavía.  Otra  serie  de  textos,  antes  en  parte  reproducidos, 
presenta  a  María  como  «la  Mujer»  por  antonomasia,  como  la  encarnación 
o  tipo  de  la  mujer.  Sin  duda  que  esta  representación,  solamente  ideal  y 
limitada  al  sexo  femenino,  no  es  la  representación  jurídica  y  universal  da 
que  ahora  tratamos.  Pero  la  prepara,  y  la  postula.  Por  una  parte,  com- 
binada esta  serie  con  las  cuatro  precedentes,  transforma  espontáneamente 
la  representación  ideal  y  femenina  en  representación  jurídica  y  universal 
o  humana.  Nótese  además,  y  lo  notan  los  Santos  Padres,  la  diferente 
situación  de  Eva  respecto  de  Adán  y  de  María  respecto  del  Redentor,  es 
decir,  de  la  antigua  y  de  la  Nueva  Eva.  La  primera  es  posterior  a  Adán 
y  se  le  asocia  como  esposa:  la  Segunda  Eva  precede  cronológicamente  al 
Nuevo  Adán  y  es  su  Madre.  La  Nueva  Eva  está  destinada  precisamente 
para  engendrar  al  Nuevo  Adán.  Al  llegar,  pues,  el  momento  de  la  gene- 
ración, «la  Mujer»,  en  quien  se  ha  concentrado  la  humanidad  que  va  a 
recibir  el  Redentor,  estando  sola  y  actuando  sola,  ha  de  llevar  necesaria- 
mente la  representación  de  toda  la  humanidad.  Si  el  entronque  del  Nuevo 
Adán  con  la  raza  del  primer  Adán  se  hace  maternalmente,  la  maternidad, 
como  único  punto  de  entronque,  ha  de  contener  toda  la  humanidad.  Con 
lo  cual  la  representación  ideal  y  femenina  de  «la  Mujer»  se  convierte  en 
representación  jurídica  y  universalmente  humana. 

C.    Acción  de  María  en  la  solidaridad  de  naturaleza 

Llegamos  al  nudo  más  difícil  del  problema,  que  puede  formularse  en 
estos  términos:  ¿la  solidaridad  del  Redentor  con  el  linaje  humano  la 
produce  o  transmite  María  en  calidad  de  Madre?  Suponemos  ya,  por  lo 
dicho  anteriormente,  que  el  Redentor  está  solidarizado  con  toda  la  raza 
humana:  y  buscamos  ahora  la  causa  inmediata  de  esta  solidaridad,  y  nos 
preguntamos  si  esta  causa  se  ha  de  buscar  en  la  misma  maternidad  de 
María. 

Antes  de  examinar  los  textos  patrísticos  que  parecen  insinuar  que  fué 
María  quien  transmitió  o  comunicó  la  solidaridad  al  Redentor,  reflexio- 
nemos sobre  el  carácter  doblemente  representativo  de  María  que  acabamos 


160 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


de  establecer.  Recordemos  el  principio  general  de  la  causalidad.  Cuando 
en  una  causa  vemos  relucir  una  propiedad  que  se  halla  en  el  efecto,  con- 
cluímos sin  más  que  esta  propiedad  la  recibe  el  efecto  de  la  causa,  esto 
es,  que  la  causa  produce  el  efecto,  no  sólo  idéntica  o  materialmente,  sino 
también  reduplicativa  y  formalmente,  en  lo  que  atañe  a  esta  propiedad. 
Un  ejemplo  lo  pondrá  de  manifiesto.  Nuestras  facultades  espirituales  pro- 
ducen actos  que  son  a  la  vez  vitales  y  sobrenaturales.  En  tales  casos  ¿por 
qué  derivamos  formalmente  de  nuestras  facultades  la  vitalidad  de  los  actos? 
Porque  la  vitalidad  reluce  o  se  halla  en  las  mismas  facultades.  En  cambio, 
¿por  qué  la  sobrenaturalidad  la  derivamos  de  otro  principio  extrínseco  y 
superior?  Porque  la  sobrenaturalidad  no  se  halla  en  las  mismas  potencias 
naturales.  En  nuestro  caso,  la  solidaridad  del  Hijo  la  vemos  relucir  en 
la  doble  representación  ideal  y  jurídica  que  posee  la  Madre  que  lo  engen- 
dra. Luego,  sin  más,  hemos  de  concluir  que  la  Madre  es  quien  comunica 
o  transmite  al  Hijo  la  solidaridad  que  le  liga  con  los  hombres.  Y  esto  vale 
tanto  más,  cuanto  en  el  orden  de  las  causas  segundas  no  se  halla  otra  causa 
fuera  de  la  Madre,  que  coopere  a  la  generación  del  Hijo.  En  conclusión, 
como  el  poseer  la  naturaleza  humana  es  lo  que  capacita  a  la  Madre  para 
producir  connaturalmente  al  Hijo  en  cuanto  hombre,  así  también  su  doble 
representación  humana  es  lo  que  la  capacita  para  producir  al  Hijo  en 
cuanto  solidariamente  ligado  con  el  linaje  humano. 

Vengamos  ya  a  los  testimonios  patrísticos  en  que  parece  afirmarse  qua 
la  Madre  es  la  que  eficientemente  solidariza  al  Redentor  con  los 
hombres.  Y  primero  los  testimonios  relativos  a  la  solidaridad  de  natu- 
raleza. 

Comencemos  por  los  implícitos  o  parciales.  Afirman  frecuentemente 
los  Santos  Padres  que  la  solidaridad  del  Redentor  está  vinculada  precisa- 
mente a  la  carne  que  recibe  de  María.  Sirvan  de  muestra  estos  pocos 
ejemplos. 

Dice  San  Ireneo:  «Qua  enim  ratione  filiorum  adoptionis  eius  partici- 
pes esse  possemus,  nisi  per  Filium  eam,  quae  est  ad  ipsum,  recepissemus 
communionem?  nisi  Verbum  eius  communicasset  nobis,  caro  factum? 
(MG  7.  937-938).  «Hoc  itaque  [quod  nos  eramus]  factum  est  Verbum 
Dei,  suum  plasma  in  semetipsum  recapitulans:  et  propter  hoc  filium  homi- 
nis  se  confitetur...  Et  Apostolus...  manifesté  ait:  Misit  Deus  Filium 
suum,  factum  de  inuliere»  (MG  7,  956).  «Propter  hoc  et  Dominus  semet- 
ipsum Filium  hominis  confitetur,  principalem  (  =  primaevum)  hominem 
ülum,  ex  quo  ea,  quae  secundum  mulierem  est  plasmatio,  facta  est,  in 
semetipsum  recapitulans»  (MG  7,  1179).    Si  el  Redentor  recapitula  en  sí 


LIBRO   I.  ^ — PRINCIPIOS 


161 


todo  el  linaje  humano,  en  cuanto  es  Hijo  del  hombre;  y  el  ser  Hijo  del 
Hombre  lo  recibe  de  María:  la  consecuencia  es  clara. 

Más  claras  y  categóricas  son  aún  las  palabras  de  San  Cirilo  de  Ale- 
jandría: «Cum  sumptum  ex  midiere  corpus  suum  fecisset,  et  ex  ea  secun- 
dum  carnem  esset  genitus,  hominis  geiierationem  per  se  recapitulavit,  no- 
biscum  jactus  secundum  carnem,  qui  ante  omnia  saecula  exstiterat  ex  Pa- 
tre.  Hanc  nobis  fidei  confessionem  sacrae  Liítcrae  tradiderunt»  (MG  76, 
23-24). 

Lo  mismo  afirma  San  Hilario:  (Jn  eo  [Christo],  per  naturam  siiscepü 
corporis,  quaedam  universi  generis  humani  congregatio  continetur»  (ML  9, 
935).  «Humani  enim  generis  causa  Dei  Filius  natus  ex  Virgine  est... 
ut,  homo  factus,  ex  Virgine  naturam  in  se  carnis  acciperet,  perqué  huius 
admixtionis  societatem  sanctificatum  in  eo  universi  generis  humani  corpus 
exsisteret»  (ML  10,  66), 

San  Agustín:  «Ule  tamquam  sponsus,  cum  Verbum  caro  factum  est, 
in  Utero  virginali  thalamum  invenit;  atque  inde  nalurae  coniunctus  huma- 
nae...»  (ML  36,  lól).  «Sponsus...  nafurae  coniunctus  humanae»  expresa 
la  solidaridad. 

Dejando  otros  textos  implícitos  (^),  vengamos  ya  a  los  que,  a  nuestro 
juicio,  pueden  considerarse  como  suficientemente  explícitos. 

San  Ireneo  dice  terminantemente:  «Recapitulans  in  se  Adam,  ipse, 
Verbum  exsistens,  ex  María...  recte  accipiebat  generationem  Adae  recapítu- 
lationis...,  recapitulationem  Adae  in  semetipsum  faciens»  (MG  7,  955).  Que 
significa:  <(A1  recapitular  en  sí  a  Adán,  él,  que  era  el  Verbo,  legítimamente 
recibía  de  María  la  generación  de  la  recapitulación  de  Adán,  con  lo  cual  rea- 
lizaba en  sí  la  recapitulación  de  Adán».  En  la  expresión  «generationem 
recapitulationis»  la  recapitulación  se  presenta  como  término  de  la  genera- 
ción; con  lo  cual  se  indica  que  María  con  su  generación  no  sólo  engendraba 
la  humanidad  individual  del  Redentor,  sino  además  en  ella  y  con  ella  la 
humanidad  enteia,  cuya  recapitulación  la  Madre  transmitía  al  Hijo.  Y 
esto  lo  hacía  «legítimamente»,  «conforme  a  derecho» ;  por  cuanto,  repre- 
sentando la  Madre  jurídicamente  a  toda  la  humanidad,  cuya  recapitulación 
consiguientemente  poseía  en  sí  misma,  se  hallaba  capacitada  para  poder 
transmitirla  al  Hijo. 

Algo  más  compleja  es  la  declaración  de  San  Cirilo  de  Alejandría: 
«Asserimus...  Unigenitum...  ita  nobiscum  et  nostri  similem  subiisse  gene- 
rationem,... ut,  secundum  carnem  ex  mullere  genitus,  secundum  Scriptu- 

(')  Cfr.  Un  texto  de  San  Pablo  (Gal.  4,  4-5)  interpretado  por  San  Ireneo,  Es- 
tudios Eclesiásticos,  17  [1943],  145-181. 

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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ras,  post  illam  priorem  'originem]  altera  omnium  horainum  origo  factus, 
humanum  genus  recapitularet...  et  per  unitam  sibi  carnem  omnes  in  seipso 
contineret»  (MG  76,  15-18).  Dos  son,  como  en  San  Ireneo,  los  elementos 
esenciales  del  razonamiento:  la  generación  y  la  recapitulación;  cada  uno 
expresado  tres  veces.  El  primero:  «nostri  similem  subiisse  generationem», 
«secundum  carnem  ex  muliere  genitus»,  «per  unitam  sibi  carnem» ;  el  se- 
gundo: «altera  hominum  origo  factus»,  «humanum  genus  recapitularet», 
«omnes  in  seipso  contineret».  Donde  son  de  notar  dos  propiedades  de  la 
generación:  que  respecto  de  Cristo  es  pasiva  («subiisse  generationem», 
«genitus»,  «unitam  sibi  carnem»),  lo  cual  connota  la  correlativa  actividad 
de  la  Madre;  y  que  es  medio  o  causa  de  la  recapitulación,  con  lo  cual  la 
actividad  materna  es  reconocida  como  verdadera  causalidad  de  la  reca- 
pitulación. A  la  acción,  por  tanto,  de  la  Madre  hay  que  atribuir,  según 
San  Cirilo,  la  producción  de  la  recapitulación  en  el  Hijo. 

En  este  sentido  parece  hay  que  interpretar  la  concisa  expresión  de 
Teódoto  de  A^XIRA  «Matrem  dispensationis»  (MG  77,  1393-1394),  en  la 
que  reaparecen  los  dos  elementos  antes  señalados:  la  generación  en  «Ma- 
trem» y  la  recapitulación  en  «dispensationis»,  y  con  idéntica  relación:  la 
de  causalidad  de  la  generación  respecto  de  la  recapitulación. 

San  Proclo,  además  de  una  expresión  análoga  «Virgo...  raysterii  pa- 
rens»  (MG  65,  791-792),  que  habría  que  interpretar  de  idéntica  manera, 
tiene  esta  otra  declaración,  en  que  se  introduce  al  mismo  Verbo  divino 
hablando  así  con  María:  (Non  vis  ut...  homo  in  terris  hominum  causa 
fiam?  Non  vis  ut  per  uterum  tuum  patrum  tuorum  promissa  impleantur? 
Non  vis  inoboedientiam  mulieris,  mulieris  vicissim  oboedientia  compen- 
sari?...  Ceterum  nequit  fieri,  ut,  nisi  terrestre  ego  assumam  corpus,  vos 
quoque  Spiritum  Sanctum  accipiatis.  Nisi  mortalis  naturae  efficiar  parti- 
ceps,  ñeque  vos  immortalis  naturae  participes  efficiemini.  Nisi  imaginem 
terreni  gestavero,  numquam  vos  formam  caelestis  obtinebitis»  (MG  65, 
745-748).  Con  diferentes  términos  reaparecen,  como  oscilando,  los  mis- 
mos dos  elementos.  Pero  lo  más  saliente,  y  lo  más  significativo,  en  este 
dramático  razonamiento  de  San  Proclo  es  que  la  generación,  y  consiguien- 
temente la  recapitulación,  están  como  pendientes  de  la  libre  elección  o 
determinación  de  María:  con  lo  cual,  dentro  del  orden  moral,  sube  extra- 
ordinariamente de  punto  la  verdad  y  la  eficacia  de  su  acción  o  causalidad. 

San  Ambrosio  con  gran  variedad  de  frases  expresa  repetidamente  el 
mismo  pensamiento.  Hablando  con  el  Redentor,  dice  el  alma:  «Veni  ergo, 
et  quaere  ovem  tuam,  iam  non  per  servulos,  non  per  mercennarios,  sed  per 
temetipsum.    Suscipe  me  in  carne,  quae  in  Adam  lapsa  est.    Suscipe  me, 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


163 


non  ex  Sara,  sed  ex  Maria»  (ML  15,  1521).  En  la  carne  que  Cristo  recibe 
de  María,  nos  recibe  a  nosotros:  todos,  por  tanto,  estábamos  en  la  carnei 
que  de  María  recibía  el  Redentor.  Es  semejante  este  otro  pasaje:  «Dicit... 
caro:  Fusca  sum,  et  decora...  Fusca  sum,  quia  peccavi;  decora,  quia  iam 
me  diligit  Christus.  Quam  relegaverat  in  Eva,  recepit  ex  Virgine,  suscepit 
ex  María»  (ML  15,  1212).  Una  misma  es,  en  virtud  de  la  solidaridad,  la 
carne  que  se  desecha  en  Eva  y  la  que  se  recibe  de  María.  Y  el  doble 
verbo  «recepit»,  «suscepit»,  como  en  el  texto  precedente  la  repetición  de 
«suscipe»,  da  a  entender  que  Cristo  recibe  lo  que  María  le  entrega.  Es 
diferente  en  la  forma  este  otro  pasaje:  «Virgo  genuit  mundi  salutem, 
Virgo  peperit  vitam  universorum. . .  Itaque  in  Virgine  Christus  repperit 
quod  suum  esse  vellet,  quod  sibi  omnium  Dominus  assumeret.  Per  virum 
autem  et  mulíerem  caro  eiecta  est  de  paradiso,  per  Virginem  iuncta  est 
Deo»  (ML  16,  1198).  La  carne  lanzada  del  paraíso  Cristo  la  halla  en 
la  Virgen  y  se  la  hace  suya,  la  junta  con  Dios:  la  Virgen,  al  entregar  con 
la  generación  esta  carne,  engendra  con  ello  la  salud  del  mundo,  la  vida 
universal.  Exponiendo  aquellas  palabras  de  los  cantares:  uEgredimini  et 
videte  regem  Salomonem  in  corona  qua  coronavit  eum  mater  eius  in  die 
sponsalium  eiusn  (Cani.  3,  11),  exclama  San  Ambrosio:  «Beatus...  Mariae 
uterus,  qui  tantum  Dominum  coronavit.  Coronavit  eum,  quando  forma- 
vit;  coronavit  eum,  quando  generavit;  quia...  hoc  ipso  quod  ad  omnium 
salutem  eum  concepit  et  peperit,  coronam  capiti  eius  aeternae  pietatis  impo- 
suit;  ut  per  fidem  credentium  fieret  omnis  viri  caput  Christus»  (ML  16,  328- 
329).  Con  la  generación  ciñe  María  a  Cristo  la  corona  de  la  humanidad, 
de  la  cual  se  hace  Cabeza:  es  decir,  con  la  generación  le  transmite  la  soli- 
daridad con  el  linaje  humano.  Estos  dos  elementos,  la  acción  de  la  gene- 
ración y  el  efecto  de  la  solidaridad,  reciben  nuevo  realce  en  lo  que  inme- 
diatamente sigue:  «Inoperata  est  ergo  et  caro  Christi,  quam  ut  María 
Virgo  conciperet,  inusitato  quodam  novoque  incarnationis  mysterio,... 
divinae  gratia  dispositionis  quod  erat  carnis  assumpsit  ex  Virgine,  atque 
in  illa  novissimi  Adam  immaculati  hominis  membra  formavit»  (Ib.).  Nó- 
tese la  expresión  «quod  erat  carnis  assumpsit»:  Cristo  tomó  de  María  no 
simplemente  su  carne  individual,  sino  «quod  erat  carnis»,  toda  carne.  En 
otro  lugar  escribe:  «Sola  erat  Maria,  quando  supervenit  in  eam  Spiritus 
Sanctus,  et  virtus  Altissimi  obumbravit  eam.  Sola  erat,  et  operata  est 
mundi  salutem,  et  concepit  redeniptionem  universorum»  (ML  16,  1154). 
Esta  «redención  universal)),  expresada  como  término  de  la  «concepción», 
no  es  sino  el  linaje  humano  solidarizado  con  Cristo  en  el  seno  virginal  en 
orden  a  ser  redimido.    Por  fin,  sobre  aquellas  palabras  de  Isaías:  uExiet 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


virga  de  radice  lesse,  et  flos  de  radice  eius  asceiulet»  (Is.  11,  1),  escribe 
hermosamente:  «Radix,  familia  ludaeorum;  virga,  Maria;  flos  Mariae, 
Christus»  (ML  14,  680).  La  raíz,  el  tallo,  la  flor,  forman  una  sola  planta 
con  una  sola  vida:  la  solidaridad;  la  flor,  en  que  se  concentra  toíia  la 
vida  de  la  planta  y  toda  la  esperanza  de  perennidad,  brota  del  tallo:  acción 
de  María  en  la  solidaridad. 

En  San  Agustín  no  hemos  hallado  un  texto  que  exprese  claramente  la 
acción  de  María  en  comunicar  a  Cristo  la  solidaridad;  pero  creemos  que 
la  combinación  de  dos  textos  nos  permite  adivinar  su  pensamiento.  Co- 
mentando los  Salmos  escribe:  «Sponsa  Ecclesia  est,  sponsus  Christus... 
Coniunctio  nuptialis,  Verbum  et  caro;  huius  coniunctionis  thalamus,  Vir- 
ginis  uterus...  Assumpla  est  Ecclesia  ex  genere  humano,  ut  Caput  esset 
Ecclesiae  ipsa  caro  Verbo  coniuncta,  et  ceteri  credentes  membra  essent 
iflius  Capitis»  (ML  36,  494-495).  En  este  pasaje  está  expresada  la  soli- 
daridad; en  el  siguiente  la  acción  de  María:  «Illa  una  femina,  non  solum 
spiritu  verum  etiam  corpore,  et  mater  est  et  virgo.  Et  mater  quidem  spi- 
ritu,  non  Capitis  nostri,  quod  est  ipse  Salvator,...  sed  plañe  membrorum 
eius,  quod  nos  sumus:  quia  cooperata  est  caritate,  ut  fideles  in  Ecclesia 
nascerentur,  quae  illius  Capitis  membra  sunt:  corpore  vero  ipsius  Capitis 
Mater»  (ML  40,  399). 

Mucho  más  claro  es  el  pensamiento  de  San  Pedro  CrisÓlogo,  si  bien 
a  las  veces  expresado  en  el  estilo  algo  alambicado  que  le  es  característico. 
Escribe:  «Mulier  accepit  a  Deo  fermentum  fidei,  quae  acceperat  a  dia- 
bolo  perfidiae  fermentum:  ...  ut  mulier,  quae  corruperat  fermento  mortis  in 
Adam  totam  massam  generis  humani,  fermento  resurrectionis  totam  carnis 
nostrae  massam  redintegraret  in  Christo;  ut  mulier,  quae  confecerat  panem 
gemitus  et  sudoris,  panem  vitae  coqueret  et  salutis;  ut  esset  omnium  vi- 
ventium  Mater  vera  per  Christum,  quae  erat  in  Adam  mater  omnium 
mortuorum»  (ML  52,  478-479).  «La  Mujer»,  ideal  y  jurídicamente  una, 
con  su  accción  eficaz,  funesta  en  Eva,  saludable  en  María,  o  corrompe  en 
Adán  con  fermento  de  perfidia  y  de  muerte,  o  restaura  en  Cristo  con 
fermento  de  fe  y  de  resurrección,  toda  la  masa  del  género  humano.  Por 
esto  es  o  madre  de  todos  los  muertos  en  Adán,  o  Madre  verdadera  de  todos 
los  vivientes  por  Cristo.  En  el  siguiente  pasaje,  en  que  la  solidaridad 
sólo  veladamente  se  insinúa,  adquiere,  en  cambio,  extraordinario  relieve 
la  acción  de  María:  «Quantus  sit  Deus,  satis  ignorat  ille,  qui  huius  Vir- 
ginis  mentem  non  stupet,  animum  non  miratur.  Pavet  caelum,  tremunt 
angelí,  creatura  non  sustinet,  natura  non  sufficit:  una  Puella  sic  Deum  in 
sui  pectorís  capit,  recipit,  oblectat  hospitio,  ut  pacem  terris,  caelis  gloriam, 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


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salutem  perditis,  vitam  mortuis,  terrenis  cum  caelestibus  parentelam,  ipsius 
Dei  cum  carne  coramercium,  pro  ipsa  domus  exigat  pensione,  pro  ipsius 
uteri  mercede  conquirat»  (ML  52,  577).  Pero  el  pasaje  más  expresivo  y 
más  profundo  es  este,  en  parte  citado  anteriormente:  «Quia  virum  non 
cognosco.  Mulier,  quem  virum  quaeris?  quem  tu  in  paradiso  perdidisti? 
Redde  virum,  mulier;  redde  depositum  Dei;  redde  ex  te,  quem  perdidisti 
per  te...  Ule  ex  te  assumet  et  faciet  virum,  qui  in  principio  te  fecit  et 
assumpsit  ex  viro»  (ML  52,  581).  Una  es  la  Mujer,  uno  es  el  Varón: 
que,  depositado  por  Dios  en  manos  de  la  Mujer,  ella  lo  perdió  en  el  paraí- 
so, y  ella  ha  de  restituir  ahora.  Y  esta  Mujer,  una,  es  Eva,  y  es  María, 
y  es  todo  el  sexo  femenino;  y  este  varón  es  Adán,  y  es  Cristo  y  es  todo 
el  linaje  humano.  Difícilmente  podía  expresarse  más  enfáticamente  la 
solidaridad  humana  en  Cristo  y  la  acción  decisiva  de  María  en  esta  soli- 
daridad. 

No  alcanza  tanto  relieve  este  doble  pensamiento  en  San  Máximo  de 
TuRÍN,  que  escribe:  «Parturit  ergo  femina  salutem  mundi;  ut,  quae  exsti- 
terat  fomes  iniquitatis,  fieret  ministra  iustititae;  et  per  quam  mors  sibi  in 
huno  mundum  aditum  patefecit,  per  eam  ad  nos  vita  haberet  ingressum... 
Exsultemus  ergo...  celebrantes  natalem  Domini  nostri  lesu  Christi, 
quia  in  eius  nativitate  nos  omnes  natos  sentimus  ad  vitam» 
(ML  57,  254). 

San  León  el  Grande  vincula,  como  hemos  visto,  la  solidaridad  al 
momento  y  al  hecho  de  la  encarnación;  la  acción  de  María  en  la  solida- 
ridad, que  en  los  textos  antes  citados  no  se  expresa,  parece  insinuarse  en 
este  otro:  «Virgo  regia  Davidicae  stirpis  eligitur,  quae  sacro  gravidanda 
fetu  divinam  humanamque  prolem  prius  conciperet  mente  quam  corpore» 
(ML  54,  190-191).  Si  esta  prole,  o,  como  en  otro  lugar  dice,  «caro  de 
Utero  Virginis  sumpta,  nos  sumus»  (ML  54,  231),  somos  nosotros,  puede 
razonablemente  colegirse  que,  en  la  mente  de  San  León,  la  acción  ma- 
terna de  María  no  se  limita  a  la  carne  individual  del  Reden- 
tor, sino  que  se  extiende  a  toda  la  humanidad  contenida  en  ella  solida- 
riamente. 

San  Fulgencio  de  Ruspe  escribe:  «Primum  hominem  mulier  corrupta 
mente  decepit:  secundum  hominem  Virgo  incorrupta  virginitate  conce- 
pit»  «ML  65,  728).  Que  «el  primer  hombre»  y  «el  segundo  hombre» 
concentren  en  sí  a  toda  la  humanidad,  parece  indicarlo  San  Fulgencio  en 
lo  que  poco  después  añade:  «Venit  ad  Evam  diabolus,  ut  vitam  nobis 
malignus  auferret;  venit  ad  Mariam  Gabriel,  ut  vitam  reddendam  homi- 
nibus  nuntiaret»  (Ib.). 


166 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


A  estos  testimonios  hay  que  agregar  una  serie  interesantísima  de  textos, 
que  presentan  al  Hijo  de  María  como  grano  de  trigo,  que  encierra  en  sí, 
a  modo  de  cosecha,  toda  la  humanidad. 

En  la  antiquísima  y  bellísima  Oración  «De  laudibus  Sanctae  Mariae 
Deiparae»,  atribuida  a  San  Epifanio,  se  dice:  uVenter  tuus  acervas 
jrumenti  vallatus  in  liliis.  Ipsa  est  ager  minime  cultus,  quae  Ver- 
bum,  velut  granum  frumenti  suscipiens,  etiam  manipulum  germinavit» 
(MG  43,  491). 

El  mismo  pensamiento,  ligeramente  modificado  reaparece  en  San  An- 
drés DE  Creta:  «Veré  tu  benedicta,  cuius  venter  acervus  areae  (Cant.7,  2), 
quoniam  fructum  benedictionis  Christum,  immortalitatis  spicam,  sine  se- 
mine ac  nullo  hominum  excelente,  messe  copiosa  et  innumerabili  ac  multis 
laetantium  millibus  humanae  salutis  colono  adductis,  absolutum  fructum 
produxisti»   (MG  97.  898 1. 

Sobre  el  mismo  texto  de  los  Cantares  escribe  San  Ambrosio:  «In 
quo  Virginis  útero  simul  acervus  tritici  et  lilii  floris  gratia  germinabat; 
quoniam  et  granum  tritici  generabat  et  lilium...  Sed  quia  de  uno  grano 
tritici  acervus  est  factus,  completum  est  illud  propheticum:  Et  convalles 
abundahunt  frumento  [Vs.  64.  14),  quia  granum  illud,  mortuum,  pluri- 
mum  fructum  attulit...  Ex  illo  ergo  útero  Mariae  diffusus  est  in  hunc 
mundum  acervus  tritici,...  quando  natus  est  ex  ea  Christus»  (ML  16, 
326-328). 

Honorio  de  AutÚn:  «Uterus  etiam  tuus  beatus,  in  quo  latet  Uni- 
genitus  Dei  incarnatus,  qui  fuit  triticum,  de  quo  conficitur  pañis  fidelium. 
Ipse  etiam  acervus,  quia  in  eo  cumulatur  credentium  populus»  (ML  172, 
513). 

San  Amadeo  de  Lausana:  «Cecidit  in  terram  [Christus],  et  mortuus 
est,  ut  fructum  multum  afferret.  Deposuit  se  in  sementem,  ut  humanum 
genus  colligeret  in  segete.  Félix  alvus  Mariae,  in  qua  seges  ista  coaluit. 
Félix  cui  dictum  est:  Venter  tum  acervus  tritici  vallatus  liliis.  Annon  ut 
acervus  tritici  venter  eius,  qui  grano  illo  intumuit,  quo  omnis  renatorum 
seges  excrevit?»  (ML  188,  1332). 

Algo  más  prosaicamente  expresa  el  mismo  pensamiento  Ricardo  de  San 
Lorenzo:  «Per  hoc  autem  quod  dicitur:  Acervus  tritici,  innuitur  quod 
plenus  Filius  Dei,  qui  se  appellat  granum  frumenti.  Granum  enim  illud 
tritici  potentialiter  erat  acervus  tritici,  de  quo  scilicet  grano  tanta  spiritualis 
segea  fructificante  Deo  multiplícala  est,  ex  quo  cecidit  granum  istud  in 
térra...:  nisi  enim  granum  istud  in  uterum  virginalem,  velut  in  terram 
fertilem,  excultam  exercitio  Spiritus  Sancti,  prius  cecidisset  per  incarna- 


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tionem,  et  post  in  cruce  mortuum  fuisset,  ipsum  solum  mansisset;  sed  per 
ista  dúo  granum  unicum  factus  est  acervas  magnus»  {De  Laudihus  B.  M.  V., 
4,  12,  n.  1). 

Diferente  en  la  corteza,  semejante  en  el  contenido  es  la  imagen  del  fer- 
mento, que  aparece  en  algunos  Padres  y  escritores  griegos. 

San  Germán  de  Constantinopla  dice:  «Tu  fermentum  reformationis 
Adae,  tu  opprobriorum  Evae  liberatio...  Illa,  mortis  demoratio  et  sedes:  tu, 
a  morte  translatio»  (ML  98,  347-348). 

San  Juan  Damas  ceno:  «Matris  [Evae]  medicamentum  filia  [Maria] 
effecta  est:  divinae  reformationis  nova  conspersio,  sanctissimae  generis 
primitiae»  (MG  96,  685-686). 

San  Andrés  de  Creta:  ^Benedicta  tu  in  mulieribus,  spiritalis  illa 
Bethleem,  quae  volúntate  pariter  ac  natura,  spiritalis  omnino  domus  pañis 
vitae  effecta  sis  ac  nuncupata.  In  te  enim,  qua  ipse  novit  ratione  inha- 
bitans,  ac  inconfuse  nostrae  commistus  massae,  totum  sibi  Adamum  fer- 
mentavit,  ut  pañis  vivus  ac  caelestis  fieret»  (MG  97,  867).  Más  expresivo 
es  este  otro  pasaje:  (cAvesis,  fermentum  sacrum  Deo  perfectum,  quo  tota 
massa  humani  generis  conspersa,  ac  quo  ex  uno  Christi  corpore  in  panes 
formata,  in  unam  coivit  novam  concretionem»  (MG  97,  895). 

Manuel  II  Paleólogo:  «Verbum...  hanc  nostram  substantiam  sine  sorde 
induit...,  universam  massam  salvans  velut  in  fermento»  (Patr.  Or., 
16,  553). 

De  índole  muy  diferente,  y  algo  extraña  para  nuestro  gusto,  es  la  ima- 
gen con  que  San  Bruno  de  Asti  expresa  la  solidaridad  y  la  parte  que  en 
ella  corresponde  a  María:  «Ad  rem  pertinuit  ut  Evangelistae  hanc  lineam 
Christi  generationis  tam  longam  componerent  et  ordinarent,  quatenus  scia- 
mus...  unde  mortem,  et  unde  vitam  habeamus.  Primum  huius  lineae  caput 
est  Adam,  secundum  vero  Christus.  Haec  linea  incipit  ab  Eva,  et  desinit 
in  Mariam.  In  principio  mors,  et  in  fine  vita  consistit.  Mors  per  Evam 
facta  est,  vita  per  Mariam  reddita  est.  Illa  a  diabolo  victa  est,  haec  dia- 
bolum  ligavit  et  vicit.  Cum  enim  ab  Eva  usque  ad  ipsam  Mariam  linea 
extendatur,  in  ipsa  tándem  ille  hamus  ligatus  et  incarnatus  est,  per  quem 
captus  est  ille  Leviathan,  serpens  antiquus  qui  est  diabolus  et  satanás,  ut 
qui  per  feminam  in  regnum  intravit,  per  feminam  de  regno  extraheretur ; 
et  qui  feminam  illusit  et  suis  sibi  vinculis  ligavit,  ab  hac  una  femina 
illuderetur  et  illigaretur»  (ML  165,  1023). 

De  todos  estos  testimonios,  muchos  de  ellos  bien  categóricos  y  autori- 
zados, se  colige  que  no  es  tan  nueva  ni  tan  infundada,  como  a  primera  vista 
pudiera  parecer,  la  parte  que  atribuímos  a  María  en  la  solidaridad  de  natu- 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


raleza  de  Cristo  con  todo  el  linaje  de  Adán.  Y  no  dudamos  que,  si  esta 
acción  de  María  en  la  solidaridad  humana  del  Redentor  llega  a  reconocerse 
y  penetrarse,  puede  con  el  tiempo  transformar  profundamente  toda  la  Sote- 
riología  Mariana  y  aun  toda  la  Mariología. 

D.    Acción  de  María  en  la  solidaridad  de  pecado 

De  suyo  la  acción  de  María  en  la  solidaridad  de  pecado,  simple  conse- 
cuencia de  su  acción  en  la  solidaridad  de  naturaleza,  no  necesita  nueva 
demonstración.  En  efecto,  ¿por  qué  Cristo  se  hizo  solidario  del  pecado 
de  la  humanidad?  No  por  otro  sino  porque  se  hizo  solidario  con  la  misma 
humanidad,  que  era  pecadora.  De  manera  análoga,  María,  al  transmitir 
a  Cristo  la  solidaridad  humana,  le  hacía  por  el  mismo  caso  solidario  con 
la  que  era  masa  pecadora  y  condenada.  Aduciremos,  con  todo,  los  textos 
patrísticos  que  de  alguna  manera  sugieren  esta  acción  de  María  en  orden 
a  comunicar  al  Redentor  la  solidaridad  de  pecado.  Servirán  por  lo  menos 
estos  nuevos  testimonios  para  afianzar  su  acción  en  la  solidaridad  de  natura- 
leza, que  consideramos  más  fundamental  y  de  mucho  mayor  transcendencia. 

En  las  homilías  atribuidas  a  San  Gregorio  Taumaturgo  hay  dos  ex- 
presiones muy  significativas:  «Superne  divinum  Verbum  advenit,  et  in 
sancto  tuo  útero  Adamum  reformavit»  (MG  10,  1151).  «Ave,  quae  in  tuo 
Utero  matris  Evae  mortem  demersisti»  (MG  10,  1178).  El  Verbo,  en  el 
seno  de  María,  reforma  a  Adán,  por  cuanto  allí  se  reviste  de  Adán  pecador 
e  inicia  la  expiación  de  su  pecado.  Y  María  sumerge  en  su  seno  la  muerte 
de  Eva,  por  cuanto  recibe  en  él  al  Nuevo  Adán,  que  se  somete  a  la  muerte 
para  «Sumergir  la  muerte  en  la  victoria»  (1  Cor.,  15,  54). 

Mucho  más  categórico  es  el  testimonio  de  San  Proclo:  «Qui  itaque 
nos  redemit,  o  ludaee,  non  purus  est  homo:  humana  enim  natura  peccati 
servitute  oppressa  tenebatur;  sed  ñeque  tantum  quoque  Deus  erat,  humana 
natura  destitutus:  corpus  enim  habebat,  o  Manichaee.  Nisi  enim  me  in- 
duisset,  me  non  salvasset.  Verum  in  ventre  Virginis,  qui  sententiam  tulerat, 
ille  me,  condemnationi  obnoxium,  assumpsit.  Ibi  ergo  admiranda  commu- 
tatio  intervenit:  dato  namque  Spiritu,  accepit  carnem:  idemque  cum  Vir- 
gine  et  ex  Virgine»  (MG  65,  687-690).  A  la  luz  de  este  texto  adquiere 
nueva  significación  aquel  otro,  citado  anteriormente:  «Nisi  mortalis  natu- 
rae  efficiar  particeps,  ñeque  vos  immortalis  naturae  participes  efficiemini. 
Nisi  imaginem  terreni  gestavero,  numquam  vos  formam  caelestis  obtinebitis» 
(MG  65,  747-748).    Hacerse  partícipe  de  la  naturaleza  mortal  y  llevar  ?a 


LIBRO  I. — -PRINCIPIOS 


169 


imagen  del  AdÚJi  terreno,  no  es  otra  cosa  que  «asumir  la  humanidad  sujeta 
a  la  condenación».  Y  todo  esto  «cum  Virgine  et  ex  Virgine».  Bastaba 
este  solo  testimonio  del  gran  teólogo  antinesíoriano  para  probar  la  realidad 
de  la  solidaridad  de  pecado  y  la  parte  que  en  su  transmisión  correspondei 
a  María. 

Son  también  significativas  estas  palabras  de  BASILIO  DE  SeleüCIA: 
((Alvum  sanctam  Deique  receptricem !  in  qua  disruptum  est  peccati  cliiro- 
graphum»  (MG  85,  438).  En  el  seno  de  la  Madre  halló  el  Hijo  el  acta 
de  nuestra  condenación,  y  allí  mismo  inició  su  cancelación.  ¡Grandiosa 
imagen  de  la  Madre,  que  en  la  carne  y  con  la  carne  que  entrega  al  Hijo, 
le  entrega  el  acta  de  nuestra  condenación  para  que  la  cancele! 

Teodoro  Mínimo  Moneremita  es  más  expresivo  todavía:  aAve,  gratia 
plena,...  quae  generis  nostri  peccatum  in  útero  tuo  demersisti»  (Ballerini, 
Sylloge,  2,  233-235). 

Son  también  sugestivas  estas  palabras  de  Juan  de  El'BEa:  «Exsulta 
itaque,  o  Adam,  propter  Mariam  Dei  Matrem.  Quoniam  per  mulierem  a 
serpente  deceptus  fuisti:  et  per  mulierem  serpentem  conculcabis»  (MG  96, 
1495).  Para  que  Adán,  él  mismo,  pudiese  aplastar  la  serpiente,  era  menester 
que  él  con  su  prevaricación  se  hallase  recapitulado  en  el  Nuevo  Adán  en 
el  seno  de  María. 

Aunque  sólo  implícito,  no  queremos  omitir  este  texto  de  San  Hilario: 
«Omnem  in  se  corporis  nostri  assumpsit  infirmitatem,  crucique  secum  uni- 
versa ea,  quibus  infirmabamur  affixit.    Ideo  peccata  nostra  portat»  (ML  9, 
1069).    La  palabra  <( assumpsit»  se  refiere  al  seno  materno. 

San  Agustín  tiene  unas  palabras,  cuya  profundidad  recuerda  la  de  San 
Proclo:  «Non  posseí  morí,  nisi  caro;  non  posset  mori,  nisi  mortale  cor- 
pus:  induit  se  [Christus]  ubi  pro  te  moreretur...  Ubi  se  induit  morte? 
In  virginitate  Matris»  (ML  37,  1942).  Quien  recuerde  la  sentencia  del 
Apóstol  «Per  peccatum  mors»  y  toda  la  significación  de  la  muerte  redentora, 
vislumbrará  el  maravilloso  alcance  de  las  palabras  agustinianas. 

San  Ambrosio  y  San  Pedro  Crisólogo  contemplan  el  misterio  de  la 
encarnación  y  de  la  redención  en  la  parábola  del  Buen  Pastor.  Conviene 
reproducir  estos  dos  admirables  pasajes,  ya  antes  parcialmente  citados,  que 
mutuamente  se  iluminan.  San  Ambrosio  habla  así  al  Redentor:  «Veni 
ergo,  et  quaere  ovem  tuam,  iam  non  per  servulos,  non  per  mercennarios, 
sed  per  temetipsum.  Suscipe  me  in  carne,  quae  in  Adam  lapsa  est.  Suscipe 
me,  non  ex  Sara,  sed  ex  María»  (ML  15,  1521).  La  carne  inmaculada,  que 
el  Redentor  recibe  de  María,  es  la  «carne,  quae  in  Adam  lapsa  est»,  y  es 
la  oveja  perdida,  que  el  Buen  Pastor  viene  a  buscar  por  sí  mismo.  Más 


170 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


expresivo  es  el  Crisólogo:  «Sed  iam  caelestis  parabolae  pandamus  secre- 
tum.  Homo  habens  oves  centum,  Christus  est.  Pastor  bonus,  pastor  pius, 
qui  in  una  ove,  hoc  est,  in  Adam,  posuerat  totum  gregem  generis  humani,... 
hanc  in  regione  vitalis  pascuae  collocarat;  sed  illa  vocem  pastoris  oblita 
est,  dum  lupinis  ululatibus  credit,  et  caulas  perdidit  salutares,  et  tota  letali- 
bus  sauciata  vulneribus.  Hanc  ergo  Christus  veniens  quaerere  in  mundura, 
in  Utero  virgineae  regionis  invenit»  (ML  52,  G41).  Esta  oveja,  perdida, 
herida  de  muerte,  es  todo  el  género  humano,  es  la  «carne,  quae  in  Adam 
lapsa  est»:  y  es  la  carne,  que  el  Redentor  recibe  de  María;  y  la  recibe, 
porque  María,  con  acción  suya  propia  y  personal,  se  la  entrega.  Recor- 
demos aquellas  palabras  del  mismo  Crisólogo:  «Redde  virum,  mulier:  ... 
redde  ex  te,  quem  perdidisti  per  te»  (ML  52,  581). 

Según  San  Máximo  de  Turín  el  Redentor  sale  ya  del  seno  virginal  como 
«hostia»  o  «víctima»,  cargada  con  los  pecados  del  mundo  (ML  57,  236); 
hermoso  pensamiento,  más  hermosamente  expresado  en  el  himno  de  San 
Ambrosio  «Creator  alme  siderum»,  que  la  Iglesia  canta  en  los  Maitines  de 
Adviento : 

Commune  qui  mundi  nefas 
Ut  expiares,  ad  Crucem 
E  Virginis  sacrario 
Intacta  prodis  victima  ('). 

El  mismo  pensamiento  insinúa,  bajo  otro  aspecto,  San  Fulgencio  de, 
RuSPE:  «Opus  enim  gratiae,  qua  nos  Deus  Unigenitus  salvos  fecit,  con- 
ceptus  in  Utero  coepit;  ipsumque  opus  gratiae  de  sepulcro  resuscitatus  im- 
plevit.  Conceptus  in  útero,  factus  est  particeps  mortis  nostrae:  resurgens 
de  sepulcro,  fecit  nos  participes  vitae  suae»  (ML  65,  729). 

Por  fin,  el  Abad  EcBERTO  (?)  escribe:  «Eva  spina  fuit,  quae  et  virum 
suum  ad  mortem  pupugit,  et  posteritati  suae  peccati  aculeum  ijifixit...  Ad 
commendationem  vero  gratiae  suae  et  ad  destructionem  humanae  sapientiae, 
Deus  de  femina,  sed  virgine,  descendente  de  spinosa  patrum  origine, 
dignatus  est  carnem  assumere»  (ML  184,  1020). 

Recojamos  brevemente  el  pensamiento  de  los  Santos  Padres.  Quiso 
Dios  que  el  Redentor  estuviese  solidarizado  con  la  raza  pecadora  de  Adán. 
Podía,  sin  duda.  Dios  crear  el  Nuevo  Adán,  como  había  creado  el  antiguo, 
y  por  un  acto  de  su  divina  voluntad  investirle  de  la  representación  de  toda 
la  humanidad,  concentrando  en  él  jurídicamente  toda  la  raza  del  viejo  Adán. 


(')  El  mismo  pensamiento  reaparece  en  estas  palabras  de  Hugo  de  San  Víctor: 
«De  carne  veteri  nova  caro,  de  carne  purganda  hostia  caro».    ML  177,  1213). 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


171 


Mas  no  lo  quiso  así,  sino  que,  requiriendo  el  concurso  de  las  causas  se> 
gundas,  determinó  que  el  Segundo  Adán  entroncase  en  la  estirpe  del  pri- 
mero, y  que  con  este  entronque  recibiese  ordenada  y  connaturalmente  la 
representación  jurídica  de  toda  la  humanidad.  Este  entronque  se  había 
de  realizar,  y  se  realizó,  en  el  momento  y  en  el  acto  de  la  generación 
humana.  Para  ello  el  principio  generador  había  de  recoger  y  concentrar 
en  sí  toda  la  raza  de  Adán,  es  decir,  la  representación  jurídica  de  toda  la 
humanidad:  único  modo  ordenado  y  connatural  de  transmitir  esta  represen- 
tación al  Nuevo  Adán,  que  había  de  recogerla.  Mas  como  la  generación 
del  Nuevo  Adán,  del  Hijo  del  Hombre,  que,  como  Hijo  que  era  de  Dios, 
ya  tenía  Padre,  había  de  ser  sin  intervención  de  padre  terreno,  consiguien- 
temente el  principio  generador  había  de  ser  «la  Mujer»,  la  Virgen,  que  sola 
ella,  por  tanto,  había  de  encarnar  en  sí  la  representación,  no  sólo  de  todo  el 
sexo  femenino,  sino  también  de  todo  el  linaje  de  Adán,  de  toda  la  vieja 
humanidad,  que  ella,  «la  Mujer»,  había  de  transmitir  con  la  generación, 
libre  y  humana,  al  Hombre  por  antomasia,  al  Nuevo  Adán.  Y  esta  «Mujer» 
fué  María.  Tal  fué,  en  la  mente  de  los  Santos  Padres  más  antiguos,  el 
aspecto  solidario  de  la  redención,  y  tal  la  significación  y  la  acción  de  María 
en  la  realización  de  esta  solidaridad.  Esta  significación  de  María  se  atenuó 
y  casi  se  perdió  en  los  primeros  siglos  de  la  edad  media:  y  ésta  fué  por 
ventura  la  causa  de  las  vacilaciones  de  algunos  teólogos  sobre  la  exención 
de  María  del  pecado  original.  Por  razón  de  este  olvido,  en  la  edad  media, 
la  Mariología,  si  ganó  en  extensión  y  aparatosidad,  perdió  en  profundidad 
y  en  realidad. 

Art.  3.    El  principio  de  recirculación 

El  principio  de  la  recirculación,  como  principio  general  soteriológico, 
lo  hemos  expresado  anteriormente  por  esta  fórmula:  «El  orden  de  la  repa- 
ración corresponde  paralela  y  antitéticamente  al  orden  de  la  caída».  Como 
principio  específicamente  mariológico,  por  esta  otra:  ((A  la  acción  de  la 
mujer  en  el  proceso  histórico  de  la  ruina  corresponde  o  se  contrapone  la 
acción  de  la  mujer  en  el  proceso  histórico  de  la  reparación».  Para  mayores 
precisiones  nos  remitimos  a  lo  dicho  anteriormente;  para  la  demonstración 
patrística,  que  corrobore  la  analítica  antes  propuesta,  pudiéramos  remitirnos 
a  lo  que  en  diferentes  ocasiones  (^)  hemos  escrito;  mas,  para  no  dejar  un 
vacío  en  la  demonstración  documental  de  los  principios,  reproduciremos 


(')    Cfr.  principalmente  Deiparae  Virginis  consensus,  Matriti,  1942,  pgs.  306-326. 


172 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


algunos  de  los  testimonios  ya  publicados,  a  los  cuales  añadiremos  algunos 
nuevos.  Con  ellos,  como  fácilmente  podrá  apreciarse,  se  prueba  el  prin- 
cipio de  la  recirculación,  tanto  bajo  su  aspecto  genérico,  como  bajo  su  as- 
pecto específico. 

San  Justino  fué  el  primero  en  formularlo:  «...  Ut,  qua  via  initium 
orta  a  serpente  inoboedientia  accepit,  eadem  et  dissolutionem  acciperet» 
(MG  6,  709). 

San  Ireneo  le  dió  el  nombre  de  recirculación:  «...  Eam  quae  est  a 
Maria  in  Evam  recirculationem  significans:  quia  non  aliter  quod  colligatum 
est  solveretur,  nisi  ipsae  compages  alligationis  reflectantur  retrorsus» 
(MG  7,  958-960). 

San  Juan  Crisóstomo  lo  explica  militarmente:  «Per  quae  diabolus 
nos  expugnavit,  per  ea  ipsa  Christus  eum  superávit.  En  ipsa  arma  accepit, 
a;  per  eadem  ipsum  prostravit...  Virgo,  lignum  et  mors  nostrae  cladis 
symbola  erant...  lam  vide  quomodo  eadem  ipsa  nobis  victoriae  causa  sint. 
Pro  Eva  Maria;  pro  ligno  scientiae  boni  et  mali  lignum  crucis;  pro  morte 
Adami  mors  Domini»  (MG  52,  767-768), 

Teódoto  de  Ancira:  «...  Pro  ea  quae  ad  mortem  ministra  exstiterat 
virgo  Eva,...  Virgo  in  vitae  obsequium  eligitur»  (MG  77,  1426-1428). 

Juan  de  Eubea  recuerda  a  San  Juan  Crisóstomo:  «Venit  enim  tempus, 
ut  sagittae  potentis  acutae  ex  eadem  illa  natura  proveniant,  unde  inimicus 
nocendi  sumpsit  instrumenta.  Lignum  etenim  et  mulier  origo  fuerunt 
in  paradiso  tui  exsilii:  nunc  autem  lignum  et  mulier  tibi  sunt  restitulio» 
(MG  96,  1495). 

San  Andrés  de  Creta:  «Muliebris  sexus  maledictionem  primam  cor- 
rigit,  salutis  inde  ducto  initio,  unde  initium  fuerat  peccati»  (MG  97,  814). 

Jorge  de  Nicomedia  expresa  el  principio  bajo  la  doble  imagen  de  me- 
dicina y  de  camino:  «Par...  erat,  ut  ab  eadem  ipsa  radice,  e  qua  malum 
a  principio  ortum  erat,  medicatio  quoque  germinaret;  utque  eadem  pelle- 
retur  via,  qua  in  hominum  genus  invaserat»  (MG  100,  1405-1406). 

Juan  el  Geómetra  da  al  principio  doble  expresión:  concreta  y  abs- 
tracta: «Quoniam  vero  oportebat,  ut  consentanea  pharmaca  pararentur 
(  =  forma  concreta),  idcirco  omnia  ita  peracta  sunt,  ut  ad  amussim  pars 
parti  responderet  (  =  forma  abstracta)...  Angelus  mittitur  propter  angelum... 
Et  mulier  propter  mulierem  eligitur»  (MG  106,  818).  Es  de  notar  la  uni- 
versalidad o  alcance  («omnia»)  y  la  exacta  correspondencia  («ad  amussim 
responderet»)  que  se  atribuye  a  la  recirculación. 

Miguel  Pselo  la  presenta  como  sustitución  de  lo  antiguo  por  lo  nuevo: 
«Propter  haec  igitur  antiquis  nova  substituta  sunt».    Y  hace  a  continuación 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


173 


la  aplicación  a  los  consabidos  binarios  serpiente-ángel,  Eva-María,  Adán- 
Cristo.  En  otro  lugar  la  expresa  como  correspondencia  antitética:  «Dicit 
[Gabriel  Mariae]:  Benedicta  tu  in  mulieribus :  [veteri]  maledicto  [ex  adverso] 
respondet  [hoc]  verbum»  (Patrol.  Or  16,  565;  16,  522). 

Entre  los  latinos  el  primero  en  formular  el  principio  es  Tertuliano,  y 
lo  hace  empleando  la  imagen  de  desquite:  «Deus  imaginera...  suam,  a  dia- 
bolo  captam,  aemula  operatione  recuperavit»  (ML  2,  827-828). 

El  poema  Contra  Marción  apela  a  la  imagen  de  camino  que  se  desanda: 
«Ipse  viam  gradiens,  qua  mors  operata  ruinara  est...»  (Lib.  2,  v.  134). 

San  Ambrosio  retiene  la  iraagen  de  nudo  que  se  desata,  empleada  por 
San  Ireneo:  «Videte  enim  queraadraodum  suis  nodis  praeiudicia  resolvan- 
tur,  et  suis  divina  beneficia  vestigiis  reforraentur».  Siguen  los  acostum- 
brados binarios.    (ML  15,  1698). 

San  Agustín  unlversaliza:  «lisdem  gradibus,  quibus  perierat  huraana 
natura,  a  Domino  lesu  Cristo  reparata  est...  Per  ferainara  mors,  per  femina 
vita»  (ML  40,  655).  Y  ve  en  esto  un  gran  misterio:  «Huc  accedit  magnum 
sacramentum,  ut  quoniam  per  ferainara  nobis  mors  acciderat,  vita  nobis  per 
ferainara  nasceretur»  (ML  40,  302). 

San  Pedro  Crisólogo  recuerda  a  San  Agustín:  «Audistis  agí,  ut 
horao  cursibus  eisdem,  quibus  dilapsus  fuerat  ad  mortem,  rediret  ad  vitam» 
(ML  52,  579). 

San  León  Magno  expresa  a  su  modo  el  principio  bajo  la  imagen  dei 
desquite:  «Fortis  ille  nectitur  suis  vinculis,  et  omne  coraraentura  maligni 
in  caput  ipsius  retorquetur»  (ML  54,  197). 

San  Fulgencio  de  Ruspe  apela  a  la  iraagen  ordinaria  de  raedicina: 
rAttendite. . .  medicinalis  gratiae  lineas,  divina  nobis  benignitate  monstratas)). 
Siguen  los  binarios  diablo-ángel,  Eva-María  (ML  65,  728). 

Entre  el  siglo  v  y  el  siglo  xii  sólo  San  Beda  reproduce  el  principio,  bajo 
su  aspecto  raariológico:  «Quia  ergo  mors  intravit  per  ferainara  apte  redit 
et  vita  per  feminara»  (ML  94,  9). 

Con  San  Bernardo  recobra  el  principio  su  primitivo  relieve:  «Et  quam- 
quara  illud  aliter,  quomodo  vellet,  perficere  potuisset,  placuit  taraen  ei  [Deo] 
eo  potius  modo  et  ordine  hominem  sibi  reconciliare,  quo  noverat  cecidisse: 
ut,  sicut  diabolus  prius  seduxit  feminara,  et  postmodum  virum  per  ferainara 
vicit,  ita  prius  a  femina  virgine  seduceretur,  et  post  a  viro  Christo  aperte, 
debellaretur»  (ML  183,  67).  «...  Ut  cadera  vía  intraret  antidotura,  qua 
venenura  intraverat»  (ML  183,  327).  Es  enteraraente  personal  esta  nueva 
manera  de  proponerlo:  «Sic...  prudentissiraus  et  cleraentissiraus  artifex, 
quod  quassatum  fuerat,  non  confregit,  sed  utilius  omnino  refecit:  ut  videlicet 


174 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


iiobis  novum  formaret  Adam  ex  veteri,  et  Evam  transfunderet  in  Mariairi)) 
(ML  183,  429-430).  «Intrat  ad  nos  eadem  porta  salutis  antidotum,  qua 
venenum  serpentis  ingrediens,  universitatem  generis  humani  occupat» 
(ML  183,  390). 

El  Abad  Ecberto  formula  el  principio  con  admirable  precisión  en  esta 
proposición  final:  «...  Ut  similem  simili  redderet,  contrarium  contrario 
curaret»  (ML  184,  1020)  en  que  resaltan  los  dos  elementos  formales  de  la 
recirculación:  el  paralelismo  y  la  antítesis. 

Felipe  de  Harveng  se  ciñe  a  su  aspecto  mariológico:  «Decebat  nam- 
que,  ut  virgo  esset,  quae  mundum  redimebat,  quia  virgo  exstitit  illa  prima 
parens,  quae  totum  mundum  perdiderat»  (ML  203,  520). 

Ricardo  de  San  Lorenzo  acumula  varias  imágenes:  «Ab  auditu  ipsius 
initium  sumpsit  reparatio  nostra,  ut  intraret  remedium,  unde  morbus 
irrepserat;  et  eisdem  vestigiis  sequeretur  vita  mortem,  lux  tenebras, 
veritatis  antidotum  serpentis  antiqui  mendacium  venenatum;  et  vitae  ianua 
fieret  auditus,  per  quem  intraverat  mors  in  mundum»  ( De  laúd.  B.  M.  V., 
2,  2,  4). 

San  Buenaventura  es  uno  de  los  que  con  más  precisión  ha  formulado 
el  principio:  «Virginis...  fecundatio  facta  est,  Deo  efficiente,  angelo  nun- 
tiante,  et  Virgine  consentiente:  ut  reparatio  lapsui  responderet»  (/re  Le, 
1,  25,  n.  40);  «ut  sic  ordo  reparationis  correspondeat  ordini  praevarica- 
tionis»  (In  3  dist.  2,  dub.  4l.  «Congruus  modus  est  quod  medicina  ex 
opposito  respondeat  morbo,  et  reparatio  lapsui,  et  remedium  nocumento...: 
ut  sic  contraria  contrariis  curarentur»  {Brevüoq.,  p.  4,  c.  3).  Combinando 
estos  dos  últimos  textos,  tenemos  la  definición  del  principio  de  circulación, 
antes  formulada:  Ut  ordo  reparationis  ex  opposito  respondeat  ordini 
praevaricationis». 

También  en  nuestra  poesía  culta  medieval  penetró  el  principio,  como 
lo  muestra  el  Sermón  trobado  de  Frey  Yñigo  de  Mendoza  [Nueva  Biblio^ 
leca  de  Autores  Españoles,  t.  1,  pg.  53-54): 

...  Mas  divinal  compasión 
proveyó  tan  justo  medio, 
que  de  su  mesma  invención 
él  levó  su  pugnición, 
nosotros  nuestro  remedio... 

...  porque  podiendo  ofrecer 
en  peso  de  justo  fiel 
a  muger  contra  rauger, 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


175 


contra  el  ángel  Lucifer 
al  archángel  Gabriel, 
todo  vaya  por  nivel. 

Con  mayor  precisión  formula  el  principio  el  B.  Juan  de  Ávila  en  su 
admirable  sermón  De  la  soledad  de  la  Virgen:  «Por  donde  se  perdió  el 
mundo,  por  ahí  se  ha  de  tornar  a  cobrar.  Hombre  y  mujer  lo  perdieron: 
hombre  y  mujer  lo  han  de  tornar  a  cobrar».  De  una  manera  más  popular, 
hace  decir  a  Dios:  «Pues  para  que  sepa  el  demonio  con  quién  se  toma, 
yo  haré  que  se  vuelva  enfrenado  por  el  camino  que  vino»  (Del  Sacramento 
de  la  Eucaristía,  tr.  3). 

BossuET:  «Hay  aquí  también  otro  misterio...  Quiso,  pues.  Dios  con 
una  santa  oposición,  que...  nuestra  naturaleza  fuera  reparada  con  la  inter- 
vención de  todo  aquello  que  había  concurrido  a  su  ruina,  y  que  tuviéramos 
una  Nueva  Eva  en  María,  como  tenemos  un  Nuevo  Adán  en  Cristo»  {Elé- 
vations  á  Dieu  sur  tous  les  Mysteres  de  la  Religión  chrétienne,  12  semaine, 
élév.  5). 

Sacramentario  Gregoriano:  «...  Deus.  Qui...  praestitisti,  ut...  unde 
peccatum  mortem  contraxerat,  inde  vitam  tua  pietas  immensa  repararet;  et 
antiquae  virginis  facinus  nova  et  intemerata  Virgo  piaret»  (ML  78,  191. 
Ed.  Wilson,  p.  294). 

Breviario  Romano  (Temp.  Pass.,  hymn.  ad  Mat.): 

Hoc  opus  nostrae  salutis 
Ordo  depoposcerat: 
Multiformis  proditoris 
Ars  ut  artem  falleret; 
Et  medelam  ferret  inde. 
Rostís  unde  laeserat. 

Para  nuestro  objeto,  son  necesarias  unas  breves  observaciones.  , 
Si  se  cotejan  los  textos  con  la  demonstración  analítica  o,  si  se  quiere, 
apriorista,  que  antes  hemos  ensayado  del  principio  de  recirculación,  fácil- 
mente se  desprenden  varias  conclusiones,  para  nuestro  punto  de  vista  intere- 
santísimas: 

a)  que  el  resultado  lógico  de  nuestro  análisis  coincide  plenamente  con 
el  testimonio  positivo  de  la  tradición:  garantía  no  despreciable  de  que  el 
razonamiento  no  andaba  del  todo  descaminado; 

h)  que  las  razones  en  que  hemos  apoyado  el  principio,  de  parte  de 
Dios,  de  parte  del  hombre  y  de  parte  de  la  serpiente,  son  sustanciahnente 
las  mismas  que  con  mayor  o  menor  claridad  sugieren  los  textos  patrísticos; 


176 


MARÍA,  MEDIADORA  IMVERSAL 


c)  que  la  amplitud  o  alcance  que  hemos  dado  al  principio,  es  el  mismo 
que  le  señalan  los  documentos  de  la  tradición,  especialmente  en  lo  que  atañe 
a  los  cuatro  binarios:  dos  principales  Adán-Cristo,  María-Eva,  y  dos  secun- 
darios: serpiente-ángel,  árbol-cruz. 

d '  que  el  carácter  activo  o  dinámico,  que  hemos  atribuido  al  principio, 
singularmente  bajo  su  aspecto  específicamente  mariológico,  se  destaca  igual- 
mente en  los  testimonios  tradicionales,  como  también  en  otros  innumerables 
textos  referentes  a  María  en  calidad  de  Segunda  Eva.  que  sería  facilísimo 
acumular.  Esta  actividad  o  dinamicidad  del  principio  es  su  elemento  más 
importante,  en  cuanto  más  adelante  habrá  de  tomarse  como  base  de  la  argu- 
mentación teológica. 

Con  el  principio  de  recirculación  queda  definitivamente  constituida 
la  imagen  de  la  «Segimda  Eva»,  sólo  bosquejada  por  el  principio  de  solida- 
ridad. Pero  su  plena  significación  no  se  descubre  sino  a  la  luz  del  principio 
de  asociación. 

Art.  4.    El  principio  de  asociación' 

Para  la  firmeza  del  principio  de  asociación  no  es  tan  necesaria  la  prueba 
documental  como  lo  es  para  la  plena  certeza  del  principo  de  recirculación. 
La  razón  de  la  diferencia  es  obvia.  Las  razones  internas  que  pueden  adu- 
cirse a  favor  del  principio  de  recirculación  no  son  tal  vez  tan  apodícticas- 
ni  convincentes,  que  quieten  enteramente  el  ánimo;  en  cambio,  una  vez 
demostrado  este  principio  por  el  testimonio  de  la  tradición,  el  de  asociación 
se  deduce  de  él  con  tanta  evidencia,  que  hace  innecesaria  toda  ulterior 
comprobación  documental.  Xo  obstante,  la  excepcional  importancia  del 
principio  mariológico  de  asociación,  que  algunos  han  considerado  como 
axioma  primario  de  la  Mariología,  aconseja  que  no  se  prescinda  totalmente 
de  la  demonstración  positiva,  que  siempre  le  añadirá  firmeza  y  certidumbre. 
De  los  numerosos  textos  que  en  otro  lugar  adujimos  (^)  escogeremos  algunos 
que  por  su  mayor  sencillez  necesiten  menos  comentario. 

San  Efrén,  más  que  formular  el  principio,  lo  presenta  en  acción:  «Eva 
et  serpens  fossam  foderunt,  illucque  Adamum  praecipitaverunt:  at  Maria 
et  regius  infans  sese  opposuerunt,  et  delapsi  extraxerunt  eimi  ex  abysso» 
(Ed.  Lamy,  2,  524 1.  María  y  su  Hijo,  ellos  solos,  actúan  conjuntamente 
para  salvar  al  hombre. 


(■)    Cfr.  Deiparae  Virgjfiis  consensos,  Matriti,  1942,  pgs.  326-354. 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


177 


San  Ireneo  afirma  la  necesidad  de  esta  acción  asociada:  «Perditus 
erat  homo.  Et  propter  hoc...  ab  eadem  quae  ab  Adam  genus  habebat, 
similitudinem  creaturae  servavit.  Nam  necesse  et  dignum  erat,  rursus  per- 
ficere  Adam  in  Christo,...  et  Evam  in  Maria»  {Demonstr.  Apost.  Praed.y  ed. 
Weber,  pg.  59-60).  Quiere  decir  que,  perdido  el  hombre,  para  salvar  al 
hombre  era  necesario  el  hombre;  para  lo  cual  era  justo  y  necesario  rehacer 
o  restaurar  a  Adán  en  Cristo  y  a  Eva  en  María.  Un  mismo  plan,  un  mismo 
objeto,  un  mismo  destino  comprendía  juntamente  a  entrambos. 

Jorge  de  Nicomedia  formula  ya  la  palabra  «socia»:  «Plañe  ei  [Mariae] 
gloriam  habeo,  ut  quae  sola  salutaris  passionis  visa  sit  socia»  (MG  100, 
1490);  «quae  sola  tristium  Filio  socia  fuisset»  (  MG  100,  1499-1502). 
Nótese  la  repitición  enfática  de  «sola  socia». 

Juan  el  Geómetra:  «Benedictae  prorsus  in  te  mulieres,  quemadmo- 
dum  et  viri  in  Filio  tuo;  seu  potius,  benedicti  utrique  in  utroque.  Sicut 
enim  per  unam  et  per  unum,  mulierem  scilicet  et  virum,  maledictio  et  luctus, 
sic  etiam  et  nunc  per  unum  et  per  unam  benedictio  et  gaudium  etiam  in 
reliquos  omnes  effusum  est»  (MG  106,  819). 

Isidoro  Tesalonicense,  profundo  teólogo,  presenta  a  María  como  aso- 
ciada a  la  obra  salvadora  de  Dios.  Siguiendo  el  pensamiento  de  San  Ireneo, 
demuestra  ampliamente  que  para  salvar  al  hombre  era  necesario  el  hombre; 
y  este  miembro  de  la  naturaleza  humana  fué  María,  «quam...  Deus...  fecit 
hominem  ad  similitudinem  suam,  qui  instar  Dei,  simul  cum  Deo  operans, 
magnam  hanc  creaturam,  hominem,  inquam,  salvare  posset»  (MG  139,  103). 

Nicolás  Cabasilas  habla  también  de  la  asociación  de  María  a  la  obra 
de  Dios.  Después  de  decir  que  María  fué  «partícipe  de  los  consejos  divi- 
nos», añade:  «Deus...  a  conscia  ac  consentiente  carnem  mutuatur,  ut...  ad 
dispensationem  tamquam  adiutrix  assumpta,...  ipsa  seipsam  conferat,  Deique 
cooperatrix  evadat  ad  providendum  humano  generi;  ita  ut  cum  eo  et  parti- 
ceps  sit  gloriae,  quae  exinde  provenit»  (Patrol.  Or.,  19,  487-488). 

Los  últimos  escritores  griegos  se  han  elevado  a  la  esfera  de  la  Meta- 
física: los  latinos  se  mantienen  en  el  campo  de  la  tradición,  vinculando  gene- 
ralmente la  asociación  al  principio  de«recirculac¡ón  y  relacionándola  explíci- 
tamente con  la  asociación  primordial  establecida  por  Dios  entre  Eva  y  Adán. 

San  Agustín  ve  en  la  asociación  un  «gran  sacramento»:  «Huc  accedit 
magnum  sacramentum:  ut,  quoniam  per  feminam  nobis  mors  acciderat, 
vita  nobis  per  feminam  nasceretur:  ut  de  utraque  natura,  id  est,  masculina 
et  feminina,  victus  diabolus  cruciaretur,  quoniam  de  ambarum  subversione 
laetabatur:  cui  parum  fuerat  ad  poenam,  si  ambae  naturae  in  nobis  libera- 
rentur,  nisi  etiam  per  ambas  liberaremur»  (ML  40,  302).    En  otro  lugar 

12 


178 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


agrega  que  María  «cooperata  est  caritate,  ut  fideles  in  Ecclesia  nascerentur» 
(ML  40,  399). 

En  una  célebre  oración  atribuida  a  San  Pedro  Damián  se  dice:  «Statim 
de  thesauro  divinitatis  Makiae  nomen  evolvitur,...  et  cum  ipsa  totum  hoc 
faciendum  decernitur;  ut,  sicut  sine  illo  nihil  factura,  ita  sine  illa  nihil 
refectum  sit»  (ML  144.  558-559). 

GoDOFRiDO  Admontense:  «Ista  sollemnitas...  specialiter  est  eiusdem 
Genitricis  suae,  cum  qua  ipse  Dominus  et  Redemptor  salutem  humani  generis 
operari  voluit»  (ML  174,  37-38).  En  otra  parte  añade:  «Maria  causa 
eiusdem  redemptionis  exstitit,  utpote  per  quam  et  per  cuius  Filium  com- 
plenda  et  perficienda  fuit»  (ML  174,  979). 

La  tradición,  algo  flotante  en  los  escritores  precedentes,  cristalizó  defini- 
tivamente en  San  Bernardo.  Es  conveniente  seguir  las  líneas  generales  de 
su  magnífico  razonamiento,  en  que  precisa,  afirma  y  demuestra  el  principio 
de  asociación:  «Vehementer  quidem  nobis  vir  unus  et  mulier  una  nocuere: 
sed,  Deo  gratias,  per  unum  nihilo  minus  virum  et  mulierem  unam  omnia 
restaurantur. . .  Sic  nimirum  prudentissimus  et  clementissimus  artifex,  quod 
quassatum  fuerat,  non  confregit,  sed  utilius  omnino  refecit,  ut  videlicet  nobis 
novum  formaret  Adam  ex  veteri,  et  Evam  transfunderet  in  ]\Iariam.  Et 
quidem  sufficere  poterat  Christus:  siquidem  et  nunc  omnis  sufficientia  nostra 
ex  eo  est;  sed  nobis  honum  non  erat  esse  homin&m  solum:  congruum  magis, 
ut  adesset  nostrae  reparationi  sexus  uterque,  quorum  corruptioni  neuter  de- 
fuisset...  lam  itaque  nec  ipsa  mulier  benedicta  in  mulieribus  videbitur  otiosa: 
invenietur  equidem  locos  eius  in  hac  reconciliatione»  (ML  183,  429-430). 

Ernaldo  Bonavalense  dice:  «Dividunt  coram  Patre  Mater  et  Filius 
pietatis  officia,. ..  et  condunt  ínter  se  reconciliationis  nostrae  inviolabile  sa- 
cramentum»  (ML  189,  1726). 

Pedro  Célense:  «Ideo  ad  eam  dicitur:  Dominum  tecum.  Sine  te 
quidem  Dominus,  per  se  solum,  hominem  creavit;  sed  tecum...  reparavit» 
(ML  202,  716-717). 

Ricardo  de  San  Lorenzo  se  llevaría  la  palma,  si  no  dependiese  de  San 
Bernardo.  Dice:  «Dominus  tecum...  Fuit  Dominus  cum  ea,  et  ipsa  cum 
Domino,  in  eodem  opere  nostrae  redemptionis...  Praedictum  erat  de  prima 
muliere:  Non  est  honum  hominem  esse  solum:  faciamus  ei  adiutorium . . . 
Quid  ergo  est,  quod  Dominus  dicit:  Torcular  calcavi  solus,  et  de  gentibus. 
non  est  vir  mecum?  Verum  est.  Domine,  quod  non  est  vir  tecum:  sed 
mulier  una  tecum  est;  quae  omnia  vulnera  quae  tu  suscepisti  in  corpore, 
suscepit  in  corde...  Sic  ergo  patet,  quod  in  ómnibus  fuit  Dominus  cum  ea, 
et  ipsa  cum  Domino»  {De  laudibus  B.  M.  V.,  1.  1,  c.  5,  n.  4). 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


179 


San  Alberto  Magno  inicia  la  serie  de  los  teólogos:  aDominus  tecum... 
Cum  praepositio  notat  associationem:  si  Dominus  secum  est,  ipsa  etiam  est 
cum  Domino»  {In  Le,  1,  28).  Y  en  otro  lugar  agrega:  «[María],  consors 
passionis,  adiutrix  facía  est  redemptionis...  Illa  [Eva]  viro  suo 
occasio  perditionis,  haec  [Maria]  viro  adiutorium  redemptionis»  {Mar Me, 
q.  29,  §  2). 

Dionisio  Cartujano:  «Creator...  humanam...  salutem  sapientissime  re- 
paravit:  ut,  quemadmodum  vir  non  sine  cooperante  femina  mundum  occidit, 
sic  neo  absque  concausante  muliere  mundum  redimeret»  [De  praecon.  et 
dign.  M.,  1.  2,  a.  9). 

San  Antonino  de  Florencia:  introduce  a  la  Virgen  diciendo:  «Non 
decet...  eum  [Christum]  esse  solum,  sed  me  matrem  suam  secum  iuxta  eum, 
datam  sibi  in  adiutorium  in  redemptione»  {Summa,  p.  4,  tit.  15,  c.  44,  §  9). 

Santo  Tomás  de  Villanueva:  uNon  est  honum  hominem  esse  solum: 
faciamus  ei  adiutorium  simile  sibi...  De  Christo,  secundo  Adam,  et  de 
Virgine  intellegitur  iste  locus;  nam  revera  Virgo  fuit  socia  et  adiutorium... 
O  fidelis  socia,  quomodo  adiuvit  Filium! »    {In  Conc.  B.  M.  V.,  cont.  2). 

SuÁREZ  dice  de  María  que  «ad  nostram  redemptionem  singulari  modo 
cooperata  est,...  propter  singularem  modum  quo  ad  nostram  redemptionem 
concurrit»  {In  3  p.,  disp.  22,  sect.  2,  n.  4). 

Omitiendo  otros  testimonios  (^),  antes  de  aducir  los  de  los  Romanos 
Pontífices,  queremos  recordar  los  de  tres  célebres  cardenales,  que  junta- 
mente fueron  ilustres  teólogos.  Sanz  y  Forés  escribe:  «María...  es  la  se- 
gunda Eva,  dada  a  Jesu-Cristo  para  compañera  y  ayuda  de  su  grande  obra» 
{Discursos  sobre  las  grandezas  y  virtudes  de  la  Sma.  Virgen,  t.  1,  disc.  1. 
Tortosa,  1859,  p.  11). 

BiLLOT:  «De  Virgine  Matre  generaliter  tenendum  est,  quod  in  ordine 
reparationis  eum  locum  tenet,  quem  tenuit  Eva  in  ordine  perditionis;... 
quo  fit  ut  Novo  Adae,  id  est,  Christo,  indissolubili  nexu  ad  dissolvenda  dia- 
boli  opera  coniungi  debuerit  Nova  Eva,  id  est,  Maria»  {De  Verbo  incarn., 
ed.  7,  pg.  386). 

El  Card.  Goma  escribe  de  María:  «Ella  es  la  consogia  de  Cristo  en  la 
obra  de  la  redención»  {Maria,  Madre  y  Señora,  p.  1,  I,  1.  Barcelona,  1919, 
pg.  32).  Y  poco  después:  «De  esta  solidaridad,  en  el  pensamiento  de  Dios, 
entre  los  dos  tipos,  Adán  y  Eva,  y  sus  antítipos,  Jesús  y  María,  es  lícito 
inferir,  y  es  ésta  una  idea  que  domina  en  la  mariología  patrística,  que  a 

(')  Como  éste,  por  ejemplo,  del  B.  Ramón  Lull:  «Deu  lo  pare  ha  recreat  lo 
mon  ab  lo  seu  Fill:  nostra  Dona  ab  son  Fill  home  ha  deliurat  tots  los  peccadors  de 
damnación.    (Hores  de  S.  María,  Ps.  6,  7). 


180 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


un  Adán  prevaricador  corresponde  un  Cristo  Redentor;  a  una  Eva  coope- 
radora corresponde  una  mujer.  María,  Corredentora»  {Ib.,  pg.  36-37). 

Viniendo  ya  a  los  Romanos  Pontífices,  no  puede  menos  de  llamar  la 
atención  la  precisión,  la  insistencia,  el  énfasis,  con  que  formulan  el  principio 
de  asociación.  Reproduciremos  solamente  algunas  de  sus  frases  más  ex- 
presivas. 

Pío  IX  en  la  Bula  dogmática  «Ineffabilis  Deus»  dice:  «Sanctissima 
Virgo,  arctissimo  vinculo  cum  Eo  [Christo]  coniuncta,  una  cum  illo  et  per 
illum,  sempiternas  contra  venenosum  serpentem  inimicitias  exercens  ac  de 
ipso  plenissime  triumphans,  illius  caput  imniaculato  pede  contrivit». 

León  XIII  recuerda  frecuentemente  el  principio  de  asociación,  que  él 
formula  con  precisión  maravillosa.  Ya  en  1883  escribía:  <iPrimaevae  labis 
expers  Virgo,  adlecta  Dei  Mater,  et  hoc  ipso  servandi  hominum  generis 
consors  facta»  (dSupremi  Apostolatus»,  1  sept.  1883). 

En  1894,  hablando  de  los  misterios  gozosos  de  la  Anunciación  y  de  la 
Presentación  del  Niño  en  el  templo,  dice  de  María  que  «utroque  ex  facto 
iam  tum  consors  cum  Eo  exstitit  laboriosae  pro  humano  genere  expiationis» 
(«lucunda  semper»,  8  sept.  1894). 

Al  año  siguiente  añade:  «Divino  consilio,  sic  Illa  coepit  advigilare  Eccle- 
siae,...  ut,  quae  sacramenti  humarme  redemptionis  patrandi  administra 
fuerat,  eadem  gratiae  ex  illo  in  omne  tempus  derivandae  esset  pariter  admi- 
nistra» ( ((Adiutricem  populi»,  5  sept.  1895). 

Tres  años  más  tarde,  llama  a  María  vReparandi  humani  generis  consor- 
temn  («Ubi  primum»,  VI  Non.  oct.  1898). 

Por  fin,  en  1901,  recuerda  los  singulares  méritos,  «quibus  illa  cum  Filio 
lesu  Redemptionis  humanae  facta  est  particeps».  Y  luego  añade:  «Myste- 
riis  nostrae  redemptionis...  Illa  non  adfuit  tantum,  sed  interfuit»  («Parta 
humano»,  8  sept.  1901). 

Pío  X  en  su  magna  Encíclica  Mariana:  «Ad  diem  illum»  recuerda  tam- 
bién varias  veces  el  principio  de  asociación:  «In  Scripturis  sanctis,  quo- 
tienscumque  de  futura  in  nohis  gratia  prophetatur,  totiens  fere  Servator 
hominum  cum  sanctissima  eius  Matre  coniungitur».  Y  añade  que  María 
«universis  sanctitate  praestat  coniunctioneque  cum  Christo»  y  que  fué  «o 
Christo  adscita  in  humanae  salutis  opus».  Y,  omitiendo  otras  expresiones 
análogas,  afirma  que  la  caridad  hizo  a  María  «participem  passionum  Christt 
sociamque»  (2  febr.  1904).  Pero  más  relieve  y  alcance  tiene  esta  expresión 
del  santo  Pontífice,  pronunciada  el  año  anterior:  «...María  Immacolata, 
dalla  Triade  angustissima  chiamata  a  parte  di  tutti  i  misteri  della  miseri- 
cordia e  dell'amore»  («Se  é  nostro  dovere»,  8  sept.  1903). 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


181 


Pío  XI  emula  a  León  XIII,  si  no  le  supera,  en  la  precisión  y  vigor 
con  que  formula  el  principio  de  asociación.  Recordaremos  algunas  de  sus 
expresiones  más  características.  «Virgo  perdolens  redemptionis  opus  cum 
lesu  Christo  participavit»  («Explórala  res»,  2  febr.  1923). 

«María  SS...  condivise  V opera  del  suo  Figlíolo,  Redentore  divino» 
(Osserv.  Rom.,  22-23  dic.  1923). 

«Augusta  Virgo...  ideo  Christi  Mater  delecta  es,  ut  redimendi  generis 
humani  consors  efficeretur»  («Auspicatus  profectOD,  28  en.  1933).  Es  no- 
table la  afinidad  de  este  pasaje  con  el  de  León  XIII,  citado  antes  en  primer 
lugar. 

Por  fin,  con  una  aseveración,  que  en  labios  menos  autorizados  hubiera 
podido  parece  una  osadía,  afirma  que  «11  Redentore  non  poteva,  per  necessitá 
di  cose,  non  associare  la  Madre  sua  alia  sua  opera»  (Osserv.  Rom.  1  dic. 
1933).  Dios,  sin  duda,  asoció  a  María  a  la  persona  y  a  la  obra  del  Redentor 
por  libérrima  determinación  de  su  voluntad  soberana;  pero  el  mismo  Dios 
libremente  puso  tales  antecedentes,  que  lógicamente  entrañaban  la  necesidad 
de  la  asociación:  necesidad  consecuente  e  hipotética,  pero,  al  fin,  verdadera 
necesidad.  Estos  antecedentes  no  son  sino  las  bases  de  la  obra  de  la  reden- 
ción expresadas  en  !os  tres  principios  anteriores:  de  la  maternidad  sote- 
riológica,  de  la  solidaridad  y  de  la  recirculación;  de  los  cuales  se  desprende 
necesariamente  la  necesidad  de  la  asociación.  Y  éste  es,  en  sustancia,  el 
argumento  interno  con  que  anteriormente  la  hemos  demonstrado. 

Dejando  otros  testimonios  de  la  Tradición;  no  es  lícito  terminar  este 
punto  sin  recoger  una  observación,  que  sugieren  los  textos  pantificios.  Estos 
textos  son  más  claros,  más  precisos,  más  terminantes,  más  decisivos,  que 
todos  los  precedentes,  incluso  el  de  San  Bernardo.  ¿Cómo  explicar  este 
hecho?  ¿Será  que  los  Romanos  Pontífices,  yendo  más  allá  de  lo  que  afirman 
los  textos  de  la  tradición,  han  añadido  de  su  propia  cosecha  nuevos  elementos 
doctrinales,  ausentes  en  la  misma  tradición?  Pero  esto  sería  desconocer  y 
traspasar  los  límites  de  su  misión  docente.  Al  magisterio  eclesiástico  co- 
rresponde custodiar  e  interpretar  el  depósito  de  la  tradición,  sin  añadir  una 
sola  tilde.  Recuérdense  aquellas  expresiones  tajantes  del  Lerinense:  «Z)e- 
positum  custodi.  Quid  es  depositum?  Id  quod  tibi  creditum  est,  non  quod 
a  te  inventum;  quod  accepisti,  non  quod  excogitasti;  rem  non  ingenii,  sed 
doctrinae ; . . .  in  qua  non  auctor  debes  esse,  sed  custos. . .  Aurum  accepisti, 
aurum  redde»  (Rouét  de  Journel,  n.  2173).  ¿Qué  se  sigue  de  aquí?  Que 
lo  que  afirman  los  Romanos  Pontífices  estaba  ya  en  la  tradición,  es  lo 
mismo  que  decían  los  documentos.  Pero  para  admitir  esta  perfecta  ecua- 
ción entre  las  enseñanzas  pontificias  y  la  doctrina  tradicional  se  necesita 


182 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


una  cosa,  — y  es  ésta  una  lección  de  criterio  católico,  que  nunca  deberíamoa 
olvidar — ,  es  a  saber,  que  los  textos  de  los  Santos  Padres  se  han  de  inter- 
pretar, no  atenuando  y  minimizando  el  valor  de  las  palabras  contra  la  mente 
de  sus  autores,  sino  dando  a  los  términos  su  sentido  normal  y  humano, 
conforme  a  la  intención  y  al  espíritu  del  que  habla.  Sólo  con  este  criterio 
razonable  cabe  admitir  — y  hay  que  admitirlo —  que  lo  que  afirman 
León  XIII  y  Pío  XI  es  lo  mismo  que  habían  afirmado  San  Ireneo,  San 
Efrén,  San  Agustín,  San  Bernardo,  San  Alberto  Magno  y  Santo  Tomás  de 
Villanueva.  El  gran  Pío  XI  ha  dado  la  consigna  a  los  Mariólogos:  «E 
Maria  bisogna  pensarla  come  l'hanno  pensato  i  Santi».  Pensar  a  María 
como  la  han  pensado  los  Santos,  no  es  exagerar,  sino  acertar. 


Art.  5.    El  principio  de  la  singularidad  transcendente 


El  principio  de  la  singularidad  transcendente,  si  bien  no  suele  emplearse 
como  premisa  de  la  cual  se  deduzcan  las  prerrogativas  Marianas,  no  es,  con 
todo,  inútil  en  la  Mariología.  Concebido  en  general,  sirve  como  de  tónica, 
con  la  cual  consuenan  perfectamente  las  más  excelsas  prerrogativas,  que  se 
demuestren,  de  la  Madre  de  Dios.  Ante  esta  «singularidad  transcendente», 
ante  esta  grandeza  casi  divina,  cesan  todos  los  espantos  que  pudieran  causar 
las  más  sublimes  prerrogativas  particulares.  Por  otra  parte,  cabe  preguntar 
si  esta  «singularidad  transcendente»  incluye  o  exige  en  María  la  prioridad 
o  anticipación  en  gozar  ella  aparte,  y  antes  que  los  demás,  de  los  frutos  de 
la  redención.  Bajo  estos  dos  aspectos  de  este  principio  será  conveniente 
interrogar  el  sentir  de  la  tradición  cristiana.  El  primer  aspecto,  genérico, 
ha  sido  ya  bastante  estudiado,  y  casi  ha  venido  a  ser  un  lugar  común  de  la 
Mariología.  Por  esto  mismo,  abreviaremos  en  lo  posible  su  estudio.  En 
cambio,  bajo  el  segundo  aspecto,  particular,  apenas  ha  sido  estudiado.  Y 
tiene  excepcional  importancia  este  aspecto,  por  cuanto  resuelve  satisfacto- 
riamente, o,  mejor,  suprime  de  raíz,  la  «gran  dificultad»  que  suele  oponerse 
a  la  Corredención  Mariana.  No  será,  pues,  desaprovechada  la  atención  y 
diligencia  que  pongamos  en  su  estudio,  recogiendo  lo  que  acerca  de  él  se 
halla  en  los  documentos  de  la  tradición. 


LIUUO   I.  —  PRINCIPIOS 


1S3 


§  1.    El  principio  en  general 

San  Efrén  celebra  con  magníficos  encomios  la  gloria  incomparable  y 
única  de  la  Madre  de  Dios.  Dice,  por  ejemplo:  uVirgo  est  et  Mater:  et 
quidnam  non  est?»  (Ed.  Lamy,  2,  520).  «Cherubim  pares  tibi  sanctitate 
non  surit.  Seraphim  sex  alis  instructi  decori  pulcritudinis  tuae  cedunl» 
(Ed.  Lamy,  2,  578).  «Cherubim  ac  Seraphim  sine  uUa  comparatione  supe- 
rior ac  longe  excelsior»  (Ed.  Assem.  gr.,  3,  528).  «Supra  omnem  creaturam 
regali  et  prope  divina  dignitate  collocata  est»  (Ed.  Assem.  gr.,  3,  551 L 
«Veluti  secundas  partes  tenens  post  divinitatem»  (Ed.  Assem.  gra.. 
3,  529). 

En  la  primera  de  las  tres  homilías  atribuidas  a  San  Gregorio  Tauma- 
turgo se  dice:  «Sanctam  Mariam  ex  ómnibus  generationibus  solam  gratia 
elegit...  Nec  similis  ei  ex  universis  generationibus  ulla  umquam  est  re- 
perta»  (MG  10,  1147). 

Basilio  de  Seleucia:  «Magnum  Deiparae  sacramentum  omni  ratione 
celsius  est  et  oratione»  (MG  85,  429-430). 

San  Sofronio  de  Jerusalén:  «Tu  denique  omnem  creaturam  longe 
transgressa  es,  quippe  quae...  sola  ex  ómnibus  creaturis  Dei  Mater  effecta 
es»  (MG  87  III,  3238). 

San  Germán  de  Constantinopla:  «Superat  creata  omnia  tuus  honor 
et  dignitas»  (MG  98,  351-354).  «Caelis  excelsior,  et  Cherubim  gloriosior, 
et  Seraphim  honorabilior,  et  super^omnem  creaturam  venerabilior»  (MG 
98,  307). 

San  Andrés  de  Creta:  «Uno  excepto  Deo,  rebus  ómnibus  excelsior» 
(MG  97,  1099-1100). 

San  Juan  Damasceno:  «O  tu  Maria,...  quae  simplici  divinitati  próxima 
es,  propius  ad  Trinitatem  sanctam  accedens,  quae  altitudine  cherubicis  tur- 
mis  sublimior  es  et  seraphicis  agminibus  excelsior»  (MG  96,  646-647). 

Jorge  de  Nicomedia:  «Te  Filius  tuus  caelis  celsiorem  ac  universis  prae- 
posuit  creatis»  (MG  100,  1438-1439). 

San  Eutimio  de  Constantinopla:  «Hanc...  ómnibus  creaturis  caeles- 
tibus  et  terrestribus  superiorem  confíteor»  (Patrol.  Or.,  16,  502-503). 

Miguel  Pselo:  «Inferior  quídam  Filio  et  creatore  fuit:  superior  vero... 
nullo,  quia  incomparabilis.  Excellentia  enim  eius  magnitudinis  conferri  et 
comparari  non  potest  cum  ulla  essentia  vel  natura»  (Patrol.  Or.,  16,  521). 
aBenedicta  tu  in  mulierihus,...  quae  eadem  et  deifícata  es,  et  genus  deifi- 
casti»  (Ib.  523). 


184 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


San  Pedro  Damián  (?):  «Quid  grandius  Virgine  Maria...?  Attende 
Seraphim,  et  in  illius  superioris  naturae  supervola  dignitatem:  et  videbis, 
quidquid  maius  est,  minus  Virgine.  solumque  Opificem  opus  istud  super- 
gredio  ( ML  144,  738i. 

San  Anselmo:  «Mira  res,  in  quam  sublimi  contemplor  Mariam  lo- 
catam.  Nihil  est  aequa'.e  Mariae:  nihil.  nisi  Deus.  maius  Maria» 
(ML  158.  956). 

Eadmero:  "Nihil  enim.  Domina,  tibi  aequale,  nihil  comparabile.  Omne 
enim  quod  est,  aut  supra  te  est,  aut  infra  te.  Quod  supra  te  est,  solus  Deus 
est;  quod  infra  te  est.  est  omne  quod  Deus  non  est»  {Tract.  de  Concept.  S. 
Mariae.  n.  14.    Ed.  Thurston-Slater,  pg.  17). 

Hlgo  de  S.4N  VÍCTOR:  «Omnem  gratiam  vincit  tua  sublimitas. . .  Tu 
singulariter  electa,  tu  ineffabiliter  sublimata...  Super  omnem  gratiam  gra- 
tia  tua,  super  omne  meritum  excellentia  tua,  eminentior  cunctis,  sanctior 
universis»  ÍIML  177,  1213-1214). 

GuERRico:  ((Mariam  dico  exaltatam  super  choros  angelorimi,  ut  nihil 
contempletur  supra  se  Mater,  nisi  Filium  solum;  nihil  miretur  supra  se 
Regina  caeli,  nisi  Regem  solum:  nihil  veneretur  supra  se  Mediatrix  nostra, 
nisi  Mediatorem  solum  *  (ML  185,  190). 

San  Amadeo  de  Lausana:  ¡(Hinc  est  quod  gloriosius  prae  lilis  nomen 
hereditabis.  Nam  cum  alius  dicatur  ángelus  Dei.  alius  propheta,  alius 
praeco,  et  quisque  suo  censeatur  nomine  pro  ordine  et  dignitate:  tu  singu- 
lari  et  speciali  nomine  appellabaris  Mater  Dei»  ÍML  188,  1318 

El  Card.  Henrico  dice  de  María  que  es  «Prima  ordine,  dignitate  su- 
prema» (ML  204,  331). 

S.\N  Alberto  Magno  a  nadie  cede  en  los  elogios  a  la  Madre  de  Dios: 
(iHaec  est  regina,  quae  adstitit  in  varietate  virtutum.  in  vestitu  deaurato, 
splendore  deitatis  in  eam  superv  eniente»  ( In  Mt.  1,  18).  «Fulgor  divinus 
splendet  in  ea  in  miraculis»  [In  Le.  10,  38).  «Ipsa  enim  omnium,  quorum 
Deus  Dominus  est,  Domina  est»  i  Mar.,  q.  29,  §  2).  «Improportionabiliter 
plus  est  ipsa  super  Seraphim,  quam  Seraphim  super  Cherubim.  Ergo  in 
alio  ordine  super  ipsum.  Sed  Seraphim  est  supremus  ordo  angelorum. 
Ergo  ipsa  est  super  omnes  hierarchias  angelorum»  [Mar.,  q.  151).  «  FiliusJ 
quodammodo  infinitat  bonitatem  Matris;  ...infinita  bonitas  in  Fructu  adhuc 
ostendit  infinitam  in  arbore  bonitatem»  {Mar.,  q.  197  ad  fin.).  Él  es  el  que 
ha  formulado  con  más  precisión  que  nadie  el  principio  de  la  singularidad 
transcendente:  «Beatissima  Virgo  non  cadit  in  numerum  cum  aliis:  quia 
non  est  una  de  ómnibus,  sed  est  una  super  omnes)^  (Mar.,  resp.  ad  qq.  70-80). 
Y  al  pronunciar  estos  estupendos  elogios,  no  olvidaba  aquella  preciosa 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


185 


declaración  consignada  en  el  Proemio  de  su  Maride:  «Non  enim  inten- 
dimus  gloriosam  Virginem  nostris  mendaciis  adornare». 

Ricardo  de  San  Lorenzo:  «In  huius  enim  praerogativa  dignitatis  non 
communicat  ei  [Virgini]  homo,  non  ángelus,  neo  aliqua  creatura;  sed  sola 
cum  Deo  Patre  dicere  potest  Filio  Dei:  Füius  meus  es  tm  {De  laúd. 
B.  M.  V.,  3,  8). 

Santo  Tomás  de  Aquino:  «Humanitas  Christi...  et  beatitudo  creata... 
et  Beata  Virgo  ex  hoc  quod  est  Mater  Dei,  habent  quandam  dignitatem  infi- 
nitara ex  bono  infinito,  quod  est  Deus»  (1,  q.  25,  a.  6,  ad  4).  «[B.  Virgo] 
regina  et  mater  regis  est,  quae  adstat  super  omnes  choros  in  vestitu  deaurato, 
id  est,  deaurata  divinitate:  non  quod  sit  Deus,  sed  quia  est  Mater  Dei» 
(//i  Ps.  44,  n.  7).  En  otro  lugar  denomina  la  excelencia  de  María  «Emi- 
nentiam  singularem»  {In  Is.,  c.  7,  fin.):  fórmula  equivalente  a  la  de  San 
Alberto  Magno,  que  expresa  los  dos  elementos  esenciales  de  la  singularidad 
transcendente. 

Saj\  Buenaventura:  «Séptima  stella  [B.  Virginisj  est  super  omnem 
puram  creaturam  exaltatio»  (Ed.  Quaracchi,  9,  705).  «Hoc  igitur  in  prin- 
cipio supponamus,  quod  quidquid  laudis  dicitur  de  Beata  Maria,  non  hyper- 
bolice  dicitur,  sed  defectivo)  (Ib.  9,  693).  «Cum  ergo  sit  supra  omnes 
ordines,  per  se  constituit  ordinem»  (Ib.  2,  253).  «In  ordine  enim  supremo 
sita  est»  (Ib.  9,  706). 

Juan  Gersón:  «Magnificata  est  ita...  beata  Virgo,  ut  Regina  caeli, 
immo  et  mundi,  iure  vocetur,  habens  praeeminentiam. . .  super  omnes» 
(Ed.  Ellies  Du  Pin,  4,  286).  «Vis  igitur  brevi  compendio  Mariae  beatitu- 
dinem  notam  tibi  fieri?  Da  sibi  per  eminentiam  quicquid  in  creaturis 
melius  ipsum  quam  non  ipsum:  etsi  non  formaliter,  tamen  eminenter: 
quamquam  infinite  distanter  a  Deo»  (Ib.  4,  279). 

Santo  Tomás  de  Villanueva:  «Ñeque  pretiosa  tantum  [est  nostra 
margarita,  B.  Virgo],  sed  et  una:  una,  quia  non  habet  parem...  Sola  una 
Virgo  et  Mater  Dei...  Sola  per  se  facit  chorum»  (In  Praesent.  B.  M.  V. 
Ed.  Manila,  4,  323). 

Cayetano:  «Sola  [B.  Virgo]  ad  fines  deitatis  propria  operatione  natu- 
rali  attigit»  (In  2-2,  q.  103,  a.  4,  ad  2). 

SuÁrez:  «Caietanus  advertit  Virginem  habere  consanguinitatem  cum 
Cristo  ut  Deo;  et  ideo  illi  deberi  specialem  adorationem,  quia  propria, 
inquit,  operatione  attigit  fines  divinitatis^)  (In  3  p.,  disp.  22,  sect.  3,  n.  6). 
"Haec  dignitas  Matris  Dei  est  altioris  ordinis,  pertinet  enim  quodammodo 
ad  ordinem  unionis  hypostaticae:  illam  enim  intrinsece  respicit,  et  cum  illa 
necessariam  coniunctionem  habet»  (In  3  p.,  disp.  1,  sect.  2,  n.  4).  «B.  Virgo, 


186 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


t 


eo  quod  est  Mater  Dei,  habet  speciale  quoddam  ius  et  dominium  in  omnes 
creaturas...  Patet  ex  Sanctis  Patribus,  qui...  fundant  hoc  dominium  in 
coniunctione  et  affinitate  inter  Deum  et  Virginem»  (In  3.  p.,  disp.  22, 
sect.  2,  n.  4). 

S.  Roberto  Bellarmino:  «Tam  alte  sentiunt  omnes,  ut  par  est,  de 
excellentia  Matris  Dei,  ut  nihil  dici  possit  tam  sublime,  quod  non  humile  et 
abiectum  et  inferius  eius  laudibus  videatur»  (Cont.  42,  De  Nat.  B.  M.  V.). 

Estos  testimonios,  pequeña  muestra  solamente  de  los  que  pudieran  adu-* 
cirse  (^),  dan  lugar  a  importantes  reflexiones,  que  nunca  debieran  olvidarse 
al  discutirse  los  problemas  mariológicos.  Por  de  pronto,  el  carácter  uni- 
versal y  transcendental  de  sus  afirmaciones  y  el  tono  y  seguridad  de  sus 
aseveraciones  saltan  a  la  vista.  No  son  menos  patentes  la  variedad  de  puntos 
de  vista  en  que  se  colocan  y  la  diversidad  de  fórmulas  que  emplean:  indicio 
de  que  no  se  trata  de  frases  rutinarias,  cuyo  pleno  sentido  no  pudiera 
urgirse.  Pero  lo  más  importante,  y  de  más  graves  consecuencias,  es  que 
los  más  asombrosos  encomios  andan  acompañados,  no  de  excusas  que  ate- 
núen su  alcance,  sino  de  la  humilde  declaración  de  impotencia  y  cortedad, 
incapaz  de  igualar  toda  la  excelsa  grandeza  de  María.  No  se  exceden,  sino 
que  se  quedan  cortos:  <;non  hyperbolice,  sed  defectivo),  como  decía  San 
Buenaventura.  Y  San  Germán  decía  resueltamente:  «Cuius  [Mariae]  en- 
comia utut  in  immensum  quisquam  congerat,  nedum  metam  queat  attingere, 
ne  a  longe  quidem  ad  verum  accessurus  est...  Et  incomprehensibiles,  propter 
ipsarum  infinitatem,  factae  sunt  eius  divitiae...  ÍMG  98,  294-295).  Y  Franco, 
Abad  Afligemense,  decía:  «Videbor  cuilibet  in  laude  Mariae  nostrae, 
nostrae,  inquam,  nostrae,  videbor  forsitan  nimius:  sed  nemini,  nisi  qui 
fuerit  et  Matri  ingratus  et  in  Filium  impius»)  (ML  166,  750i.  ¿Consecuen- 
cia de  estas  observacionés?  Que  al  discutirse  un  privilegio  de  María,  el 
problema  no  debería  ser:  «¿Hay  razones  que  demuestren  su  verdad?», 
sino  más  bien  este  otro:  «¿Hay  razones  evidentes  que  nos  fuercen  a  ne- 
garlo?» Planteado  de  esta  manera,  por  ejemplo,  el  problema  de  la  Corre- 
dención, se  enfocaría  más  acertadamente  y  se  resolvería  más  objetivámente. 


(^)  He  aquí  algunos  otros  de  muestra:  Pedro  Célense  escribe:  «[Deus]  fecit... 
Dominam  nostram,  non  ut  alia  opera,  sed  super  omnia  opera  sua»  (ML  202,  860); 
el  B.  Ramón  Lull:  «Ta  fuist  singular  en  excellent  benedicció  sobre  totes  fembres» 
(Libre  de  Benedicta  tu  in  mulieribus,  1,  4);  San  Bernardino  de  Sena:  «Super  omnes 
creaturas  ipsa  sola»  (Serm.  6). 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


187 


§  2.    Prioridad  de  María  en  gozar  los  frutos  de  la  redención 

La  singularidad  transcendente,  el  lugar  supremo  y  único  que  ocupa 
María  entre  todas  las  creaturas,  ¿lo  ocupa  igualmente  entre  todos  los  hom- 
bres en  cuanto  fueron  redimidos  por  Jesu-Cristo?  Más  claro:  la  redención, 
al  recaer  sobre  los  hombres,  ¿recae  en  todos  ellos  juntamente  y  como  de 
una  vez,  o  bien,  recae  primeramente  y  como  aparte  en  María,  y  luego  en 
todos  los  demás? 

Antes  de  investigar  los  testimonios  concretos  de  la  tradición  sobre  este 
problema  particular,  conviene  volver  la  vista  a  los  textos  que  acabamos 
de  citar. 

El  problema  que  ahora  estudiamos,  es  decir,  la  prioridad  y  singularidad 
en  la  redención  pasiva,  no  es  sino  un  caso  concreto  y  particular  de  la  singu- 
laridad transcendente  antes  estudiada.  Ahora  bien,  en  los  textos  patrísticos 
antes  aducidos  resaltan  estas  dos  propiedades:  1)  que  son  absolutamente 
universales  o  comprensivos:  hablan  de  la  singularidad  y  prioridad  de  María 
en  todos  los  órdenes;  2)  que  en  ninguno  de  ellos  se  insinúa,  ni  remotamente, 
la  más  mínima  excepción  de  la  regla  general;  y,  en  particular,  en  ninguno 
de  ellos  se  afirma,  ni  explícita  ni  implícitamente,  la  excepción  en  lo  que 
atañe  a  la  participación  de  los  frutos  de  la  redención.  Luego  en  estos  tex- 
tos, al  afirmarse  universalmente  la  singularidad  transcendente  de  María,  se 
afirma  por  el  mismo  caso,  implícitamente  a  lo  menos,  su  prioridad  privile- 
giada en  gozar  los  frutos  de  la  sangre  del  Redentor.  Por  lo  menos  se 
necesitarían  razones  muy  poderosas  para  poder  excluir  de  la  regla  general 
esta  prioridad  privilegiada  en  la  redención  pasiva. 

Pero  prescindiendo  ahora  de  esta  solución  general,  si  bien  suficiente, 
del  problema,  investiguemos  si  existen  en  la  tradición  testimonios  particu- 
lares que  afirmen  la  prioridad  y  singularidad  privilegiada  de  María  en 
recibir  los  frutos  de  la  redención. 

Dió  motivo  a  nuestra  exploración  documental  una  invitación  de  Bittre- 
mieux,  quien  en  la  Revista  «Marianum»  (2  [1940],  26-27),  reseñando  la 
teoría  de  los  Jesuítas  Beuner  y  Seiler,  sobre  el  doble  momento  en  el  sacri- 
ficio de  la  redención,  después  de  citar  los  textos  de  San  Ambrosio,  San 
Pedro  Crisólogo  y  San  Beda,  concluía:  «Si  alguno  quisiese  continuar  este 
examen  en  la  Tradición,  prestaría  a  la  Mariología  un  gran  servicio».  Con 
la  esperanza  de  poder  aportar  algún  texto  nuevo  (o  en  que  no  se  hubiese 
reparado  suficientemente  desde  este  punto  de  vista),  emprendimos  nuestra 
exploración,  si  bien  no  con  tanta  minuciosidad,  como  hubiéramos  deseado. 


188 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


As*  y  todo,  hemos  hallado  no  pocos  textos,  tan  explícitos,  por  lo  menos, 
como  los  señalados  por  Bittremieux.  Primero,  los  presentaremos;  luego, 
examineramos  su  valor  demonstrativo. 

Aunque  no  tan  apodíctico,  merece  recordarse  éste  de  San  Ireneo:  «Ma- 
ría... et  síbi  et  universo  generi  humano  causa  facta  est  salutis»  (MG  7, 
958-959).  De  cualquiera  manera  que  se  entienda  esta  causalidad  de  María 
en  la  salud,  siempre  resulta  que  San  Ireneo  señala  dos  órdenes  en  el  término 
o  sujeto  que  recibe  la  salud:  «sibi»  y  «universo  generi  humano»,  y  que 
para  poder  ejercer  su  influjo  en  la  salud  universal,  primero  hubo  María 
de  recibirla  en  sí  misma. 

En  las  tres  homilías  atribuidas  a  San  Gregorio  Taumaturgo  se  hallan 
también  varias  expresiones  significativas,  dignas  de  recogerse:  «Sanctam 
Mariam  ex  ómnibus  generationibus  solam  gratia  elegit  (MG  10,  1147). 
aAve,  gratia  plena:  nam  per  te  gaudium  omni  dispensatur  creaturae, 
genusque  humanum  antiquam  dignitatem  recuperat»  ( MG  10,  1158).  «Vox 
igitur  Mariae  efficax  fuit,  et  Spiritu  Sancto  replevit  Elisabeth...  Nam  ubi 
gratia  plena  advenit,  gandío  cuneta  repleta  sunt»  ( MG  10,  1166).  ^Bene- 
dicta  tu  in  mulieribus.  Tu  quippe  ipsís  principium  reparationis. . .  effecta 
es»  (MG  10,  1166).  «O  gratia  plena...  tecum  et  nos  dignare  participes 
efficere  perfectae  gratiae  tuae»  (MG  10,  1170).  El  conjunto  de  estas  expre- 
siones da  claramente  a  entender  que  la  gracia  no  recae  juntamente  y  por 
igual  en  María  y  en  los  demás;  sino  que,  recibida  primeramente  por 
María,  de  ella  se  deriva  a  los  demás  hombres.  Y  es  claro  que  el 
antiguo  escritor  no  habla  solamente  de  la  actual  dispensación  de  las 
gracias. 

San  Sofronio:  «Veré  benedicta  tu  in  mulieribus,  quoniam  benedictio 
Patris  per  te  affulsit  hominibus»  (MG  87  III,  3242).  Ya  María  es  bene- 
dicta, cuando  por  ella  se  comunica  la  bendición  a  los  demás.  En  ella,  por 
tanto,  recae  primero  la  bendición,  y  sólo  después,  por  ella,  en  los  demás 
hombres. 

Más  explícito  es  San  Andrés  de  Creta;  quien,  hablando  del  nacimiento 
de  María,  dice:  «Hodie  reformari  incipit  natura,  mundusque  veteratus, 
deiformem  omnino  reformationem  accipiens,  secundae  a  Deo  fictionis  initia 
suscepit»  (MG  97,  811).  María  es  quien  recibe  los  comienzos  de  la  divina 
regeneración.  Más  significativo,  aunque  más  breve,  es  este  otro  texto: 
<Salvesis,  reformationis  nostrae  primitiae»  (MG  97,  864-866).  María  es 
las  primicias  de  la  redención. 

Son  también  significativas  en  su  contexto  estas  palabras  de  San  Germ.\n 
de  Constantinopla:  «Ave,  quae...  gratiae  benedictionem  progerminasti,... 


LIBRO   I.  —  PRINCIPIOS 


189 


remissionis  a  nobis  obtinendae  iecisti  fundamenta,...  ulpote  gratiae  primor- 
dia  adducens»  (MG  98,  306-307). 

Para  San  Juan  Damasceno  María  era  «divinae  reformationis  nova 
conspersio,  sanctissimae  generis  primitiae»  (MG  96,  685-686). 

Aunque  no  tan  explícito,  es  muy  significativo  este  texto  de  San  Tarasio: 
«Ave,  causa  salutis  omnium  mortalium»  (MG  98,  1495-1499)).  En  el  con- 
texto se  expresa  claramente  que,  antes  de  ser  la  causa  de  la  salud  para  todos 
los  mortales,  ya  María  poseía  la  plenitud  de  la  salud. 

El  Monje  presbítero  Neófito  escribe:  «Anna...  Mariam...  genuit 
hodie,  salutis  nostrae  primitias,...  et  primitias  renovationis  naturae  nostrae 
per  transgressionem  divini  mandati  antiquatae  et  obscuratae. . .  Per  hoc 
divinitus  fictum  et  omnino  purum  fermentum  totam  vetustam  massam 
nostram  denuo  finxit  conditor  et  innovavit...  Stupendum  miraculuin,  scilicet 
quod  purissimo  huic  fermento  seipsum  commiscuit  ineffabiliter  pistor  puris- 
simus,  et  ex  illo  partem  aliquam  suscipiens,  totam  massam  nostram... 
elaboravit  mirabiliter»  (Patrol.  Or.,  16,  530). 

Más  categóricamente  aún  afirman  los  escritores  latinos  que  María  gozó 
las  primicias  de  la  redención  y  de  la  gracia.  Así  lo  dice  San  Ambrosio: 
<(Nec  mirum,  si  Dominus,  redempturus  mundum,  operationem  suam  in- 
choavit  a  Maria,  ut,  per  quam  salus  ómnibus  parabatur,  eadem  prima 
fructum  salutis  hauriret  ex  pignore»  (ML  15,  1640).  De  dos  maneras 
significa  San  Ambrosio  la  prioridad  de  María:  de  parte  de  Cristo,  que 
inaugura  en  ella  su  obra  de  salud;  de  parte  de  María,  que  recibe  sus  pri- 
meros frutos.  Y  da  la  razón:  porque  la  salud  universal  se  preparaba  por 
mediación  de  María.  Es  también  significativa  la  expresión  «redempturus 
mundum»,  con  que  se  indica  que  el  Redentor,  al  redimir  a  María,  va  a 
redimir  al  mundo,  todavía  actualmente  no  lo  redime:  el  momento  de  la 
redención  de  María  antecede  al  momento  de  la  redención  universal. 

No  es  menos  expresivo  el  testimonio  de  San  Pedro  Crisólogo:  «Beata, 
quae  ínter  homines  audire  sola  meruit  prae  ómnibus:  Invenisti  gratiamn. 
Antes  que  todos  los  demás,  y  con  preferencia  a  todos,  María,  y  sola  ella, 
halla  la  gracia.  Las  dos  palabras  «sola»  y  «prae  ómnibus»,  exactamente 
correspondientes  a  las  de  San  Alberto  Magno  «una»  y  «super  omnes», 
expresan  el  principio  de  la  singularidad  transcendente  y  lo  aplican  y  con- 
cretan a  la  prioridad  en  recibir  las  primicias  de  la  gracia.  Prosigue  el 
Crisólogo:  «Quantam  [gratiam]?  Quantam  superius  dixerat:  plenam.  Et 
veré  plenam,  quae  largo  imbre  totam  funderet  et  infunderet  creaturam... 
Haec  cum  dicit,  et  ipse  ángelus  miratur,  aut  feminam  tantum,  aut  omnes 
homines  vitam  meruisse  per  feminam»  (ML  52,  579-580).    Más  expresivo 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


aún  es  este  otro  pasaje:  a  Ave,  gratia  plena.  Haec  est  gratia,  quae  dedit 
caelis  gloriam,  terris  Deum,  fidem  gentibus,  finem  vitiis,  vitae  ordinem, 
moribus  disciplinan!.  Hanc  gratiam  detulit  ángelus,  accepit  Virgo,  salutem 
saeculis  redditura»  (ML  52,  181-182).  Los  dos  verbos  «accepit,.,  «reddi- 
tura.,,  dan  a  entender  la  prioridad  con  que  la  Virgen  «recibe»  primero  lo 
que  luego  transmite  a  los  demás. 

San  Beda  copia  a  San  Ambrosio  con  una  ligera  variante  ('):  «Nec 
mirum,  si  Dominus,  redempturus  mundum,  operationem  suam  inchoavit 
a  Matre,  ut,  per  quam  salus  ómnibus  parabatur,  eadem  prima  fructum  salutis 
hauriret  ex  pignore»  (ML  92,  321). 

En  una  homilía  conservada  por  el  diácono  Paulo  Warnefrido  se  dice:  . 
«lam  ergo  uterum  tuum,  Domina,  velut  sacratissimum  Dei  vivi  templum, 
totus  mundus  veneratur,  quia  in  eo  salus  mundi  initiata  est.  Ibi...  praeor- 
dinatas  a  saeculo  nuptias  virgo  [Christus]  cum  virgine  ÍEcclesia]  in  Virgine 
[María]  praelibavit»  (ML  95,  1516).  Cuando  «se  inicia  k  salud  del  mundo» 
con  los  místicos  desposorios  de  Cristo  con  la  Iglesia,  ya  el  «sacratísimo 
templo  de  Dios  Vivo»  estaba  santificado.  La  santificación  del  templo  pre- 
cedió a  la  de  la  esposa. 

Análogo  al  precedente,  pero  mucho  más  preciso  y  categórico,  es  el  testi- 
monio de  Pascasio  Radberto,  quien  en  la  santificación  de  la  esposa  dis- 
tingue dos  momentos:  el  primero  especial  («in  specie»),  el  segundo  general 
(«in  genere»);  en  el  primero  la  esposa  es  María,  en  el  segundo  la  Iglesia. 
He  aquí  sus  palabras:  aCum  esset...  desponsata  mater  lesu  María  loseph... 
Hic  sponsa  quaeritur,  ut  per  eam  omnino  iam  tune  futura  Christi  univer- 
salís  Ecclesia  signetur  ad  desponsandum,  et  colligitur  genus  (  =  Ecclesia) 
in  specie  (=  María)...  Praeparatur  iam  in  specie  Mater  sponsa,  ut  post- 
modum  per  hanc  carnis  unitionem  Ecclesia  in  genere  congregetur. . .  Hanc 
igitur  volens  beatus  Evangelista  electionis  gratiam  praesignari  in  Maria, 
primum  commendat  sponsam;...  et  totum,  ut  dixi,  simul  praefigit  in  specie, 
quod  faciendum  adhuc  erat  in  genere»  (ML  120,  103-104).    El  mismo 
pensamiento  aparece  después  bajo  otra  imagen  diferente:     «Et  ideo  sibi 
ipse  columnas  [septem]  scidisse  recte  dicitur,  dum...  dedicavit  Mariam, 
et  per  eam  sibi  univit  Ecclesiam,  cui  septem  principalia  dona  Spiritus  Sancti 
divisit»  (ML  120,  105).    Primero  consagra  a  María,  luego  por  medio 
de  ella  une  consigo  a  la  Iglesia. 

San  Anselmo:  «O  femina  plena  et  superplena  gratia,  de  cuius'pleni- 
tudinis  exundanfia  respersa  sic  reviviscit  omnis  creatura»  (ML  158,  955). 


O    Escribe  San  Beda  «inchoavit  a  Matre»  en  vez  de  «inchoavit  a  María» 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


191 


«Quae  sit  haec  gratiae  plenitudo,  de  qua  totus  mundus  mutuavit  gratiam,... 
contemplare»  (ML  158,  785).  La  gracia  no  llega  al  mundo,  sino  después 
de  llenar  y  sobrellenar  a  María,  de  cuya  plenitud  desbordante  reciben  los 
demás. 

Franco,  Abad  Afligemense:  «Hanc  [humilitatem]  in  Maria  Dominus 
respexit,...  hanc  in  Maria  tanta  mercede  donavit,  ut  nulla  generatio  praeter- 
eat,  quae  Mariae  non  benedicat...  lure  ergo  Mariae  omnis  generatio  be- 
nedicit,  per  quam  omnis  generatio  benedictionem  promeruit»  (ML  166,  755). 

El  pensamiento  de  San  Anselmo  lo  desenvuelve  con  maravillosa  preci- 
sión Hugo  de  San  Víctor:  «Ave  gratia  plena...  Veré  enim  Maria  gratia 
plena  fuit,  per  quam  gratia  descendit  super  omnes  filios  hominum.  Primum, 
gratia  super  eam;  postea,  gratia  in  ea;  deinde,  gratia  ex  ea.  Super  eam, 
ad  umbrationem;  in  ea,  ad  fecunditatem ;  ex  ea,  ad  salvationem.  Venit 
enim  gratia,  ut  humanam  naturam  visitaret:  et  intravit  ad  eam,  unde 
exierat.  Per  feminam  enim  exierat,  et  per  feminam  intravit.  Et  venit 
gratia  primum  in  ipsam;  deinde  descendit  in  illud  quod  erat  ex  ipsa,  et 
sumpsit  de  carne  Virginís  naturam,  hostiam  pro  natura,  quam  liberam  pro 
liberandis  offerret,  et  prius  in  ipsam  totum  infudit,  quod  per  ipsam  post- 
modum  redemptis  ómnibus  exhiberet...  Gratia  plena,  in  tantum  plena,  ut 
ex  tuo  redundante  totus  hauriat  mundus».  Y  aludiendo  a  la  parábola  de 
las  Diez  vírgenes,  añade  poco  después:  «Prudens  ergo  fuisti,  ut  tibi  pro- 
videres;  nec  tímida,  ut  aliis  subvenires.  Nec  dixisti:  Ne  forte  non  suffi- 
ciat  mihi  et  vobis;  sed,  sciens  quod  sufficeret  et  tibi  et  nobis,  sufficienter 
retinuisti,  et  sufficienter  tribuisti...»  (ML  177,  321-322).  Difícilmente  po- 
día hablarse  con  mayor  claridad  (Cfr.  ML  177,  1212-1214). 

San  Bernardo  ofrece  a  manos  llenas  numerosos  textos,  a  cual  más  ex- 
presivos. Es  fuerza  limitarse  a  unos  pocos,  ainvenisti...  gratiam  apud 
Dominum.  Quantam  gratiam?  Gratiam  plenam,  gratiam  singularem.  Sin- 
gularem  an  generalem?  Utramque  sine  dubio,  quia  plenam;  et  eo  singula- 
rem, quo  generalem:  ipsam  enim  generalem  singulariter  accepisíi.  Eo, 
inquam,  singularem,  quo  generalem;  nam  sola  prae  ómnibus  gratiam  inve- 
nisti.  Singularem,  quod  sola  hanc  invenisti  plenitudinem ;  generalem,  quod 
de  ipsa  pleniíudine  accipiant  universi...»  (ML  183,  396).  Hallamos  otra 
vez  la  fórmula  «sola  prae  ómnibus»,  que  expresa  los  dos  elementos  de  la 
singularidad  transcendente.  Del  maravilloso  sermón  De  Aquaeductit,  que 
habríamos  de  transcribir  casi  entero,  baste  citar  estas  breves  palabras: 
«Invenisti  gratiam  apud  Deum.  Quid?  Plena  est  gratia,  et  gratiam  adhuc 
invenit?  Digna  prorsus  invenire  quod  quaerit,  cui  propria  non  sufficit 
plenitudo,  nec  suo  potest  esse  contenta  bono:  ...  petit  supereffluentiam  ad 


192 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


salutem  universitatis.  Spiritm  Sanctus,  ait,  superveniet  in  te;  et  pretiosum 
illud  balsamum  tanta  tibi  copia  tantaque  plenitudine  influet,  ut  copiosissime 
effluat  circumquaque»  (ML  183,  439-440).  cTres  mixturas  fecit  omnipo- 
tens  illa  maiestas  in  assumptione  nostrae  carnis...  Coniuncta  quippe  sunt 
ad  invicem  Deus  et  homo,  mater  et  virgo,  fides  et  cor  humanum...  In  prima 
vide  quid,  in  secunda  per  quid,  in  tertia  propter  quid  Deus  dederit  tibi... 
Sed  quia  indignus  eras,  cui  donaretur,  datum  est  Mariae,  ut  per  illam  acci- 
peres  quidquid  haberes...  Quia  nihil  nos  Deus  habere  voluit,  quod  per 
Mariae  manus  non  transiret»  (ML  183,  98-100). 

En  las  obras  atribuidas  a  San  Bernardo  se  halla  esta  expresión,  que  re- 
produce su  pensamiento:  «Tu  plena  gratia,  de  qua  nobis  plene  plena  gratia 
emanavit»  (ML  182,  1144). 

San  Amadeo  de  Lausana:  «Ipsa  Virgo  virginum,...  velut  arbor  plántala 
in  medio  paradisi,  attoUit  verticem  in  altitudinem  caeli,  et  de  superno  rore 
concipiens,  fructum  refert  salutarem,...  de  quo  qui  ederit,  vivet  in  aeternum.. 
(ML  188,  1305).  «In  eolio,  quod  ceteris  membris  eminet,  et  vitalem  gratiam 
capitis  artubus  subministrat,  altitudo  illius  exprimitur,  qua  praesidens  mem- 
bris Ecclesiae,  Caput  suo  connectit  corpori,  quia  Christum  coniungit  Eccle- 
siae,  et  vitam,  quam  primo  loco  suscipit,  reliquis  membris  infundit»  (ML 
188,  1311). 

Pedro  Célense:  «Habitavit  quidem  in  Filio  tota  eius  plenitudo  divini- 
tatis  corporaliter,  sed  et  in  Matre  prae  omni  alia  creatura  plene  et  singula- 
riter.  Visne  haurire  ex  puteo  Virginis...?  Hydria  plena  est  usque  ad 
summum,  nec  déficit  hydria  farinae,  et  lecythus  olei  non  minuitur  ab  hora 
suae  conceptionis  usque  in  hanc  vel  ultimam  praesentis  saeculi  diera  et 
horam»  (ML  202,  1206). 

Adán  Premonstratense:  «Quem  sola  tune  suscepisti,  sola  habere  no- 
luisti;  sed  qui  de  sinu  Patris  venit  ad  te,  usque  ad  nos  quoque  venit  per 
te...  Quia  primum  Christus  ad  Virginem  cum  gratiae  plenitudine  venit; 
deinde  fideles  et  electos  suos  ad  participandum  vocavit)>  (ML  198,  187). 

Pedro  Blesense:  «Haec  [Maria]  est  concha  Gedeonis  rore  plena.  Deus, 
totam  aream  rigaturus,  prius  rore  vellus  infudit,  et,  ipsum  mundum  redemptu- 
rus,  in  Maria  mundi  pretium  contulit  universum.  Tanta  siquidem  gratia 
repleta  est,  quae  plenum  gratiae  et  veritatis  paritura  erat,  ut  de  plenitudine 
eius  omnes  possemus  accipere»  (ML  207,  674).  Son  dignas  de  notarse  las 
tres  fórmulas  con  que  el  Blesense  expresa  la  prioridad  de  María  en  recibir 
la  gracia  de  la  redención.  Dios,  (dotam  aream  rigaturus»,  antes  de  regarla 
y  en  orden  a  regarla,  aprius  rore  vellus  infudit».  Además,  «totum  mundum 
redempturus»,  anteriormente  a  la  redención  universal  y  en  orden  a  ella, 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


193 


primeramente  «¡n  María  mundi  pretium  contulit  universum».  Luego,  Ma- 
ría, "plenum  gratíae...  parítura»,  antes  de  engendrarle  y  en  orden  a  engen- 
drarle, ya  ella  «tanta...  gratía  repleta  est....  ut  de  plenitudíne  eíus  omnes 
possemus  accipere».  Los  tres  participios  de  futurición  intencional  o  cau- 
sal, «rigaturus»,  «rederapturus».  «paritura»,  son  decisivos  en  este  sentido. 
Semejantes  observaciones  pudieran  hacerse  respecto  de  los  otros  textos 
aducidos. 

San  Alberto  Magno:  «Prae  hominibus  autem  ómnibus  accepit  gratiara, 
quae  ómnibus  invenit  reparationis  viam»  (In  Le,  11,  27).  «Invenisti... 
f;ratiam  increatam,  et  in  illa  et  cum  illa  omnem  creatam...  Patet  igitur 
qualis  fuerit...  et  quae  gratia  quam  invenit.  Invenit  autem:  quia  humano 
generi  perditam  primo  recuperavit. . .  Ideo  per  ipsam  omnes  gratiam  reha- 
buerunt»  {Mar.,  q.  204  et  resp.  ad  qq.  praec).  «Alii  sancti  acceperunt... 
gratiam  creatam  particulariter:  ipsa  autem  creatam  universaliter,  et  increa- 
tam singulariter»  (Mar.,  q.  154).  «Signa  vero  plenitudinis  dúo  in  ea 
non  deficiunt:  exuberantia  videlicet,  et  quod  aliud  nihil  capere  potest. 
Exuberantia  quidem,  quia  effluit  ea  gratia  in  omnes...»  (In  Le, 
1,  28). 

Santo  Tomás  de  Aquino:  «Dicitur  autem  beata  Virgo  plena  gratia 
quantum  ad  tria.  Primo  quantum  ad  animam,  in  qua  habuit  omnem  pleni- 
tudinem  gratiae...  Secundo  plena  fuit  gratia,  quantum  ad  redundantiam 
animae  ad  carnem...  Tertio  quantum  ad  refusionem  in  omnes  homines. 
Magnum  enim  est  in  quolibet  sancto,  quod  habet  tantum  de  gratia,  quod 
sufficit  ad  salutem  multorum;  sed  quando  haberet  tantum,  quod  sufficeret 
ad  salutem  omnium  hominum  de  mundo,  hoc  esset  máximum.  Et  hoc  est 
in  Christo  et  in  beata  Virgine»  (Op.  6). 

San  Buenaventura:  «ÍVirginis]  plenitudo...  ita  effluxit,  quod  omnia 
replet,  et  tamen  plena  remansit»  (Ed.  Quaracchi,  9,  703).  «Plenitudo  quae 
fuit  in  Virgine  Maria  redundavit  in  totam  Ecclesiam»  (Ib.  9,  651). 

Santo  Tomás  de  Villanuena:  «Ipsa  omnes  superat  gratiis...,  ut  de  eius 
plenitudine  descendat  ad  inferiores  abundantia  gratiarum»  (In  Circumcis. 
Dom.,  cont.  1.  Ed.  de  Manila,  4,  99).  a... Gratia  plena,  de  cuius  plenitudine 
accipiunt  universi,  de  cuius  abundantia  replendus  est  orbis»  (In  Annunt. 
B.  M.  V.,  cont.  1.  Ed.  de  Manila,  4,  328). 

Suárez:  «Christus  in  Ecclesia  est  tamquam  fons  gratiae;  beata  autem 
Virgo,  ut  aquaeductus;  reliqui  vero  Sancti,  ut  rivuli.  Ergo  in  Christo,  ut 
in  fonte,  congregantur  omnes  gradus  gratiae,  qui  tam  ad  aquaeductum 
quam  ad  rivulos  fluunt;  in  Virgine  vero,  ut  in  aquaeductu,  congregantur 
omnes  qui  ad  rivulos  derivantur»  (In  3  p..  disp.  18,  sect.  4,  n.  12). 

13 


194 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


San  Roberto  Bellarmino:  uGratia  plena  dicitur,  quia  ipsum  gratiae 
et  salutis  fontem  et  omnium  bonorum  auctorem  in  útero  suo  tamquam  in 
sanctissimo  templo  habitantem  habuerit,  quoque  omnis  gratiae  plenitudo, 
quae  postea  per  omnem  terram  diffundenda  erat,  in  unius  Virginis  sinum 
admirabili  ratione  et  modo  se  infuderit»  (Super  Missus,  cont.  2). 

No  hemos  agotado,  ni  de  mucho,  los  textos  que  demuestran  la  priori- 
dad de  María  en  recibir  los  frutos  de  la  redención  (M.  Mas,  antes  de 
insinuar  otras  series  de  textos,  son  necesarias  algunas  observaciones,  que 
precisen  y  señalen  el  valor  demonstrativo  de  los  aducidos  anteriormente;. 
La  novedad  (sólo  aparente)  de  la  tesis,  y  también  la  novedad  (sólo  relativa) 
de  los  mismos  textos,  podrían  tal  vez  causar  alguna  desorientación. 

Dos  cosas  principalmente  podrían  oscurecer  el  valor  demonstrativo  de 
los  textos:  su  variedad  y  su  complejidad.  Cada  una  de  ellas  requiere  su 
explicación. 

La  múltiple  variedad  de  los  textos  salta  a  la  vista.  Pero  en  el  fondo  de 
toda  esta  variedad  de  fórmulas,  de  imágenes,  de  referencias,  de  puntos  de 
vista,  hay  un  elemento  común,  más  o  menos  claro,  más  o  menos  explícito: 
y  es  el  plan  o  la  economía  de  Dios  en  aplicar  los  frutos  de  la  redención  o 
en  repartir  la  gracia:  que  no  recae  en  todos  o  sobre  todos  de  una  vez,  por 
junto  o  por  igual,  sino  que  en  dos  como  etapas  distintas  o  sucesivas,  se 
recibe  primero  en  María,  y  luego  pasa  a  todos  los  demás.  Y  así  enfocada, 
esta  variedad,  lejos  de  oscurecer  o  atenuar  el  valor  de  los  textos,  antes  bien 
lo  pone  de  relieve  y  lo  refuerza.  Un  solo  elemento  de  variedad  existe,  que 
pudiera  comprometerlo  o  hacerlo  vacilar;  tal  es  la  múltiple  acción  de  la 
Virgen  en  comunicar  o  transmitir  su  gracia  a  los  demás;  acción  ésta,  unas 
veces  genérica,  otras  especial;  ya  relativa  a  su  vida  terrena,  ya  a  su  gloria 
celeste;  acción,  que  no  se  sabe  si  es  propia  o  impropia,  si  es  directa  o  indi- 
recta, si  es  material  o  formal.  Y  en  función  precisamente  de  esta  acción 
se  presenta  la  prioridad.  Pero  este  principio  de  variedad  toca  ya  a  la  com- 
plejidad de  los  textos,  que  demanda  especial  atención. 

Hay  que  tener  presente  y  fijo  lo  que  en  la  tesis,  que  tratábamos  de 
demonstrar,  es  esencial  y  formal:  es  a  saber,  que  la  gracia  recae  primero 

(')  Nos  place  añadir  estos  del  B.  Ramón  Lull:  «La  bonea  de  nostra  Dona  es 
plena  de  la  bonea  de  Deu:  les  bonees  deis  ángels  e  deis  bornes  sants  e  sanctes  son 
plenes  de  la  bonea  de  Sancta  Maria»  (Hores  de  S.  María,  Ps.  44,  5);  «Es  noftra 
Dona  alba  de  resplendor....  car  en  nostra  Dona  prés  carn  lo  Fill  de  Deu,  qiii  es  luni 
des  lums  e  resplendor  de  les  resplendors.  Per  que  nostra  Dona  fo  així  illuminada 
de  resplendor  en  aquella  encarnació.  que  ella  es  comen^ament  de  resplendor  a  justs 
e  a  peccadors:  comengament  es  de  resplendor  ais  sants  profetes,  qui  longament  havíen 
desiderada  aquella  resplendor  e  la  havíen  profetizada...»  (Libre  de  S*  María,  c.  30, 
n.  2). 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS  195 

en  la  Virgen  y  luego  en  los  demás  redimidos.  El  que  al  pasar  de  la  Virgen 
a  los  demás  se  haga  por  acción  o  intervención  de  María  se  hahet  de  materiali, 
es  indiferente  para  nuestro  objeto.  Tratamos  de  la  redención  pasiva  de 
María,  no  de  la  parte  o  intervención  que  pueda  tener  en  la  redención  activa. 
Los  textos  aducidos,  junto  con  la  prioridad  en  la  redención  pasiva,  expresan 
también  generalmente  su  intervención  activa:  y  en  esto  consiste  la  comple- 
jidad desorientadora,  que  notábamos.  Si  hubiera  sido  hacedero,  hubié- 
ramos eliminado  este  elemento  perturbador.  Pero  semejante  procedimiento 
habría  resultado  una  vivisección.  Más  conveniente  ha  parecido  dejar  al 
lector  el  trabajo  de  eliminar  mentalmente  este  elemento  extraño  o  ajeno. 
Si  con  esta  eliminación  o  precisión  se  releen  los  textos,  reparando  solamente 
en  lo  que  en  ellos  es  esencial  y  formal,  podrá  entonces  apreciarse  debida- 
mente su  valor  demonstrativo.  Creemos  que  en  todos  ellos  late  esta  afir- 
mación: que  Dios  en  su  economía  ha  querido  que  la  gracia  se  recibiese  y 
recogiese  primero  en  María,  y  sólo  después  se  comunicase  a  los  demás; 
cualquiera  que  sea  la  manera  con  que  a  éstos  se  comunica. 

En  consecuencia,  esta  prioridad  no  la  consideramos  ahora  como  causal, 
es  decir,  como  prioridad  de  la  causa  respecto  del  efecto:  este  punto  de  vista 
lo  reservamos  para  más  adelante;  tampoco  es  prioridad  meramente  crono- 
lógica, dado  que  de  hecho  a  los  justos  del  Antiguo  Testamento  se  les  otorgó 
la  gracia  antes  que  a  la  Virgen:  quizás  su  nombre  más  propio  y  adecuado 
sea  el  de  prioridad  de  orden. 

Quedan  aún,  no  ya  otros  textos  aislados,  sino  series  enteras  de  textos 
numerosos,  que,  como  antes  hemos  indicado,  sólo  insinuaremos. 

Recordemos,  en  primer  lugar,  las  cuatro  series  de  textos,  que  en  otro 
lugar  presentamos  y  estudiamos,  en  los  cuales  los  Santos  Padres  apellidan 
a  María  Acueducto,  Cuello,  Camino  y  Puerta.  Semejantes  títulos  metafó- 
ricos, cuando  se  atiende  a  lo  formal  o  esencial  de  la  metáfora,  son  tan 
eficaces  para  probar  como  los  términos  propios.  Ahora  bien,  aun  cuando 
se  pudiera  discutir  si  con  semejantes  metáforas  se  expresa  suficientemente 
la  parte  activa  de  María  en  la  economía  de  la  gracia,  lo  que  no  cabe  discutir 
o  dudar  es  que  con  ellas  se  expresa  la  prioridad  pasiva.  Pues  es  evidente 
que  el  agua  antes  pasa  por  el  acueducto,  que  llegue  al  campo  que  se  quiere 
regar;  y  el  influjo  de  la  cabeza  antes  pasa  por  el  cuello,  que  termine  en 
las  manos  o  en  los  pies;  y  hay  que  pasar  por  el  camino,  antes  de  llegar  al 
término;  y  hay  que  pasar  por  la  puerta,  antes  de  entrar  en  la  casa  (^). 
Y  semejantes  textos  son  numerosísimos. 


O  Cfr.  De  universaH  B.  Mariae  V.  mediatione  metaphorica  testimonia,  Ma- 
rianimi,  3  [1941],  fase.  3. 


196 


MAIIÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Otra  serie,  numerosísima  también,  forman  los  textos  que  presentan  el  seno 
virginal  como  tálamo  donde  se  celebraron  los  misticos  desposorios  de  Cristo 
con  la  Iglesia  (').  Conforme  a  la  mente  y  a  las  declaraciones  de  los  Santos 
Padres,  Cristo  primero  santificó  el  tálamo,  y  luego  celebró  en  él  sus  despo- 
sorios con  la  Iglesia.  La  gracia,  vínculo  divino  de  estos  desposorios,  pri- 
mero recae  en  el  tálamo,  luego  se  comunica  a  la  esposa. 

No  menos  expresivas  son  las  imágenes  metafóricas  de  aurora  y  de  estrella 
de  la  mañana,  que  si  fueran  menos  aptas  para  significar  la  mediación  activa 
de  María,  declaran  admirablemente  su  prioridad  pasiva  en  recibir  antes  que 
nadie  la  iluminación  de  la  gracia.  Sirva  de  muestra  este  ejemplo  de  Hugo 
DE  San  Víctor,  que  reúne  en  un  solo  texto  entrambas  metáforas:  «Beata 
Virgo  María...  aurora  fuit,  quía  et  praecedentis  temporis,  quod  quasi  nox 
fuerat,  finís  exstitit,  et  vera  lucís  gratiae  Solisque  iustítiae,  qui  ex  ipsa 
progenitus  est,  praeventrix.  et  antelucanum  sidus  fuit»  (ML  177,  980-981). 
Y  abundan  textos  como  éste. 

Más  significativa  es  otra  serie  de  textos,  que  ven  a  María  prefigurada 
en  el  vellocino  de  Gedeón.    Citaremos  algunos  por  vía  de  ejemplo. 

San  Proclo  de  Constantinopla:  «Haec,  incontaminatum  vellus  ín 
mundí  área  posítum,  in  quam  sahitis  pluvia  e  cáelo  descendens...»  (MG  65, 
755-756)). 

GoDEFRiDO  Admontense:  «Isto  vellere  pxpresso,...  concham  suam  rore 
complevit.  In  concha  Domina  nostra  perpetua  Virgo  María...  accipitur, 
quam  rore  Spirítus  Sancti  ex  ea  natus  íta  complevit,  ut,  plena  gratiae  et 
visceribus  redundans  miserícordiae,  omnium  míserorum  necessitatibus  et  an- 
gustiís  semper  parata  sít  subvenire»  ÍML  174,  656). 

El  Cardenal  Henrico:  «Quid  igitur  vellus  Gedeonis  alíud  intelle- 
gimus,  quam  beatam  Maríam...?  In  hanc  ros  divinae  gratiae  cum  tanta 
plenitudine  placido  se  infudít  illapsu,  ut  mérito  gratia  plena  dicta  sic  ab 
angelo,  et  de  eius  plenitudine  tota  humanae  naturae  área,  quae  usque 
ad  íllud  tempus  sícca  et  absque  humore  caritatis  árida  perstíterat,  ínvenítur 
perfusa»  (ML  204,  349). 

Pedro  Blesense:  <(Haec  [María]  est  concha  Gedeonis  rore  plena.  Deus, 
totam  aream  rigaturus,  prius  rore  vellus  infudít,  el,  ipsum  mundum  red- 
empturus,  in  María  mundí  pretium  contulit  uníversum.  Tanta  síquídem 
gratia  repleta  est,  quae  plenum  gratiae  et  veritatis  paritura  erat,  ut  de  pleni- 
tudine eius  omnes  possemus  accípere»  (ML  207,  674). 


(')  Cfr.  "Tamquam  sponsus  procedens  de  thalamo  suo»,  Estudios  eclesiásticos, 
4  [1925],  59-73. 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS 


197 


Adán  Premonstratense:  «Quem  sola  tune  suscepisti,  sola  habere 
noluisti;  sed...  usque  ad  nos  quoque  venit  per  te.  Sicque  ros,  qui  primum 
in  solo  vellera  fuit,  totam  postmodum  aream  humectavit;  ut  sola  quidem 
primum  ipsum  susciperet,  ut  deinceps  cunctis  gentibus  inferret.  Hoc  est 
quod  ait  sanctus  David,  quia  descendet  primum  sicut  pluvia  in  vellus,  et 
deinde  sicut  stillicidia  stillantia  super  terram.  Primum  descendit  in  vellus, 
deinde  in  terram»  ÍML  198,  187). 

Adán  abad  de  Persenia:  ((Descendit  Christus...  sicut  pluvia  in  vellus: 
et,  sicut  stillicidia  stillantia  super  terram,  descenderunt  gratiarum  flumina 
in  Mariam.  O  necessarium  vellus  virginitatis  Mariae  impasibilis,  quod  tam 
silenter  et  suaviter  suscepit  pluviam  gratia  salutaris!  O  pluviam  volun- 
tariam,  qua,  dum  virginitatis  purissimae  vellus  immaduit,  et  ipsi  velleri 
mundo  immensus  candor  accrevit,  et  immunditia  nostra  lavacrum,  ubi 
dilueretur.  accepit!»  ÍML  211,  743). 

Ricardo  de  San  Lorenzo:  «dpsa  vellus  Gedeonis,  madefactum  rore 
gratiarum»  {De  Uud.  B.  M.  V.,  1,  7,  10). 

Jacobo  de  Vorágine:  «Quod  [Maria]  fuit  rore  Spiritiíá  Sancti  per- 
fusa,  hoc  signatum  est  ubi  dicitur  quod  vellus  impletum  est  rore,  área 
sicca  remanente,  quod  Gedeon  expressit  et  concham  implevit...  Cor  enim 
Virginis  erat  bibulum,  id  est,  valde  sitibundum  ad  rorem  Spiritus  Sancti 
recipiendum,  et  ideo  percipere  meruit  plenitudinem  gratiarum...  Quia 
igitur  istud  vellus  virgineum  est  tantae  virtutis,  non  potest  tam  levi 
desiderio  tangi,  quin  statim  impleat  concham  marinam,  id  est,  animam 
nostramo  (Mariale  aureum,  19,  3). 

San  Roberto  Bellarmino:  «Quemadmodum  eirim  tempere  Gedeonis 
primum  solum  vellus.  deinde  área  tota  caelesti  rore  perfusa  est:  sic  etiam 
distillantibus  caelis.  primum  soli  Mariae,  quae  mérito  puritatis...  velleri 
comparatur,  tota  se  infudit  plenitudo  divinitatis,  deinde  ex  ea  plenitudine 
nos  omnes  accepimus:  qui  veré  sine  illa  non  aliud  quam  térra  árida 
sumus»  (Super  Missus,  cont.  2). 

Por  fin,  hay  que  recordar  uno  de  los  títulos  metafóricos  con  que  más 
frecuentemente  enaltecen  los  Santos  Padres  la  gloria  de  la  Madre  de  Dios: 
el  de  fuente  de  la  vida,  de  la  luz,  de  la  gracia...  Oigamos  ante  todo  unos 
pocos  entre  los  muchísimos  textos  que  pudieran  aducirse. 

En  la  segunda  de  las  homilías  atribuidas  a  San  Gregorio  Taumaturgo 
se  dice:  «Haec  fons  perennis,  in  qua  aqua  viva  scaturivit»  ÍMG  10.  11.59). 

Abraham  de  Efeso:  «Et  quis  potest  illam  laudere?  Dei  enim  Mater 
effecta  est,...  thesaurus  benedictionis,...  fons  iugem  manans  undam»  fPa- 
trol.  Or.,  16,  4.54). 


198 


MAKÍA,  MKDIADORA   I  MVKRSAI. 


San  Anastasio  I  de  Antioqu  ía:  «Salvesis  ergo,  Mater  pariter  et  Vir- 
go,... fons  immortalitatis))  (MG  89,  1378). 

San  Andrés  de  Creta  ÍMG  97,  1095): 

Ecce  inexhaustus  fons  immortalitatis: 

venite,  qui  morti  traditi  estis,  haurite. 
Ecce  iuges  vitae  fluvii: 

venite,  omnes  immortalitatem  consequemini. 

San  Germ.ín  de  Constantinopla:  «Ave,...  fons  divinitus  scaturiens,  e 
quo  divinae  sapientiae  fluvii...»  ÍMG  98.  306-307).  «Ave,  gratia  plena.... 
fonsque  perennis  universis  aquas  effundens»  ÍMG  98,  322). 

San  Juan  Damasceno:  «Ecquis  enim  dubitet  quin  ipsa  benedictionis 
fons  sit  et  omnium  bonorum  scaturigo?»  ÍMG  96.  731-732).  «Haec  enim... 
fons  vitae»  ÍMG  96,  673-674). 

San  Tarasio:  «Ipsa...  gratiae  receptaculiim.. . .  fons  bonorum,  divitiarum 
copia  inviolabilis»  ÍMG  98,  1490). 

Adán  de  Persenia:  «Fons  est  [Maria].  quia  de  plenitudine  gratiae 
fluenta  misericordiae  fundit...»  ÍML  211.  739). 

San  Alberto  Magno:  «Ipsa  est  fons  indeficientis  aquae  per  plenitudi- 
nem  gratiae  ipsius»  (In  Le,  10,  38).  «Est  plenitudo  receptiva,  dativa  et  non 
retentiva:  et  haec  est  plenitudo  fontis.  qui  est  plenus,  et  tamen  effluit.  Hac 
plenitudine  plena  fuit  etiam  B.  Virgo,  a  qua  continué  effluit  gratia.  et  tamen 
ipsa  semper  est  plena  gratia...  Ex  fonte  enim  huius  plenae  plenitudinis 
profluit  omnis  plenitudo  generis  humani...»  (Mar.,  q.  164). 

San  Buenaventura:  «Fuit  haec  "^plenitudo  Mariae]  plenitudo  fontis,  qui 
superplenus  effluxit»  ÍEd.  Quaracchi,  9.  703). 

Jacobo  de  Vorágine:  «Fons  Dei  est  Maria».  Y  lo  explica  largamente 
(Mariale  aureum,  6.  6-7). 

Pero  más  que  acumular  textos,  negocio  fácil,  nos  interesa  penetrar  y 
precisar  su  significado.    Hay  que  proceder  por  partes. 

Primeramente,  que  con  la  imagen  metafórica  de  la  fuente,  más  aún  que 
con  la  de  acueducto,  se  expresa  la  prioridad  de  María  en  recibir  la  gracia, 
parece  evidente.  Y  esto  es  lo  que  ahora  principalmente  nos  proponíamos. 
Pero  ¿con  esta  simple  prioridad  se  agota  la  fecundidad  de  la  fuente?  ;Será 
aventurado  ver  en  la  imagen  de  la  fuente  la  gracia  capital  de  María,  meta- 
fóricamente expresada?  El  interés  del  problema  justificará  todo  el  empeño 
que  pongamos  en  esclarecerlo. 

Estudiamos  ahora  la  tradición:  no  discurrimos  por  nuestra  cuenta.  Y 
hay  que  reconocer  que  en  la  tradición  la  denominación  de  Cabeza  del 

\ 


LIBRO  I.  —  PRINCIPIOS  199 

Cuerpo  místico  se  atribuye  a  Cristo  y  a  solo  Cristo.  Algún  texto  perdido 
y  descolorido  que  la  atribuye  a  María  no  merece  tomarse  en  consideración. 
Según  esto  María  no  puede  llamarse  propiamente  Cabeza.  Pero  no  es  la 
mismo  ser  Cabeza,  que  participar  de  la  gracia  capital.  Y  ya  hemos  visto 
que  esto  segundo  lo  atribuye  Suárez  a  María.  Y  Suárez  no  afirmaba  las 
cosas  de  ligero,  y  conocía  suficientemente  la  tradición.  ¿En  qué  pudo  fun- 
darse? ¿Qué  base  tradicional  podía  alegar,  al  decir  que  «B.  Virgo  parti- 
cipat  illam  [Capitis]  dignitatem»?  ¿Pudo  ser  la  denominación  de  fuente, 
tan  frecuentemente  atribuida  por  los  Padres  a  María,  como  hemos  visto? 
Acaso  nos  oriente  un  texto  de  Ricardo  de  San  Lorenzo,  comparado  con 
otro  de  Santo  Tomás.  Al  tratar  Ricardo  de  María  como  fuente  {De  laúd.' 
B.  M.  V.,  9,  1),  comienza  advirtiendo  que  semejante  denominación  se  atri- 
buye a  Cristo.  Dice:  «Dictum  est  Mariae:  Dominus  tecum,  quasi  fons 
subministrans  tibi  plenitudinem  gratiarum.  Et  sub  hoc  sensu  potest 
Christus  dici  fons.  María  vero  canalis.  Est  autem  fons  caput  aquae  nascen- 
tis  quasi  aquas  fundens»  (Ib.  n.  1).  Y,  esto  no  obstante,  llama  luego  a 
María  fuente  en  diferentes  sentidos  y  bajo  múltiples  aspectos.  Esto  quiere 
decir  que  fuente  tiene  para  él  doble  sentido:  uno  original  y  primario,  otro 
derivado  y  secundario.  Y  como  también  los  Santos  Padres,  los  mismos  que 
llaman  fuente  a  María,  atribuyen  esta  misma  denominación  a  Cristo,  habrá 
que  concluir  que  para  ellos,  lo  mismo  que  para  Ricardo,  la  palabra  fuente 
tiene  doble  sentido,  diferente  según  que  se  atribuya  a  Cristo  o  a  María.  En 
el  primer  sentido,  original  y  primario,  habrá  que  decir  más  bien  que  María 
participa  de  la  plenitud  fontal.  Y  como  fuente,  según  nota  atinadamente 
el  mismo  Ricardo,  es  «caput  aquae»,  consiguientemente  participar  de  la 
plenitud  fontal  expresa  metafóricamente  lo  mismo  que  participar  de  la 
gracia  capital.  Y  como  de  hecho  los  Santos  Padres  atribuyen  a  María  la 
denominación  de  fuente  (en  sentido  derivado  y  secundario),  habrá  de  con- 
cluirse que  con  semejante  denominación  afirman  implícitamente  la  gracia 
capital  participada  de  María.  Y  con  esto  tenemos  la  base  tradicional  de 
la  afirmación  de  Suárez. 

¿Y  por  qué  atribuir  a  María,  aunque  sea  en  sentido  derivado  y  secun- 
dario, una  denominación  que  parece  exclusiva  de  Cristo?  Aquí  viene  el 
texto  de  Santo  Tomás.  Dice  el  Angélico:  «Quanto  aliquid  magis  appro- 
pinquat  principio  in  quolibet  genera  tanto  magis  participat  effectum  illius 
principii...  Christüs  autem  est  principium  gratiae...  Beata  autem  Virgo 
propinquissima  Christo  fuit  secundum  humanitatem,  quia  ex  ea  accepit 
humanam  naturam.  Et  ideo  prae  ceteris  debuit  a  Christo  gratiae  plenitu- 
dinem obtinere»  (3  q.  127.  a.  5.  c).    Para  penetrar  mejor  el  pensamiento 


200 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


del  Angélico,  hay  que  tener  presente  la  primera  dificultad  que  opone  a  su 
tesis  y  cómo  la  resuelve:  «Hoc  [obtinere  gratiae  plenitudinem]...  videtur 
pertinere  ad  privilegium  Christi...  Sed  ea  quae  sunt  propria  Christi,  non 
sunt  alteri  tribuenda».  Responde:  «Unicuique  a  Deo  datur  gratia,  secun- 
dum  hoc  ad  quod  eligitur.  Et  quia  Christus,  in  quantum  est  homo,  ad  id 
fuit  praedestinatus  et  electas,  ut  esset  Filias  Dei  in  virtute  sanctificandi,  hoc 
fuit  sibi  proprium  ut  haberet  talem  plenitudinem  gratiae,  quod  redundare! 
in  omnes...  Sed  beata  "Virgo  Maria  tantam  gratiae  obtinuit  plenitudinem, 
ut  esset  propinquissima  auctori  gratiae»  ílb.  ad  11  Enseña,  pues,  Santo 
Tomás  que  la  plenitud  de  gracia,  si  en  sentido  absoluto  es  privilegio  exclu- 
sivo de  Cristo,  en  sentido  relativo  o  secundario  puede,  con  todo,  ser  parti- 
cipada por  la  Virgen  María,  y  ciertamente  «prae  ceteris»,  de  un  modo 
singular  y  único;  y  la  razón  que  señala  dos  veces  de  semejante  participa- 
ción es  el  máximo  acercamiento  o  conjunción  de  María  a  Cristo. 

Apliquemos  esta  doctrina  del  Angélico  a  las  dos  metáforas  de  fuente  y 
acueducto.  En  absoluto,  sólo  Cristo  puede  llamarse  fuente:  a  María  está 
reservada  la  denominación  de  acueducto.  Pero  en  este  caso  la  realidad  re- 
basa la  metáfora.  El  acueducto  material  está  ciertamente  fo  puede  estar") 
unido  a  la  fuente:  pero  sólo  por  un  extremo  y  parcialmente:  «secundum 
partem,  non  secundum  se  totum».  Y  en  virtud  de  esta  limitación  sólo  muy 
impropiamente  puede  extenderse  al  acueducto  la  denominación  de  fuente. 
Pero  semejante  limitación,  impuesta  por  su  condición  material,  no  se  halla 
en  María  respecto  de  Cristo.  De  ahí  que  en  razón  de  su  íntimo  acerca- 
miento, conjunción  o  compenetración  moral  con  Cristo  («propinquissima» 
dice  y  repite  Santo  Tomás),  puede  extenderse  a  María  la  denominación  de 
fuente  íy  de  hecho  la  extienden  los  Santos  Padres),  que  no  puede  extenderse 
sino  con  mucha  impropiedad  al  acueducto  material.  Y  si  a  esta  conjunción 
añadimos  el  principio  de  asociación,  ya  antes  establecido,  en  virtud  del  cual 
Cristo  y  María  forman  un  solo  principio  total  y  adecuado  de  la  salud  hu- 
mana (Cristo  principalmente,  María  secundariamente),  concluiremos  que 
no  con  entera  impropiedad  apellidan  los  Santos  Padres  fuente  a  María,  y 
que  con  mayor  propiedad  podemos  afirmar  que  participa  singularmente 
la  plenitud  fontal  de  Cristo,  que,  en  sustancia,  como  hemos  indicado,  no 
es  otra  cosa  que  la  participación  en  la  gracia  capital  o,  en  frase  de  Suárez, 
en  la  dignidad  de  Cabeza.  Una  visión  amplia  y  profunda  del  pensamiento 
de  los  Santos  Padres  puede  justificar  algunas  afirmaciones,  que,  a  primera 
vista,  parecían  no  hallaban  base  suficientemente  sólida  en  los  documentos 
de  la  tradición  cristiana. 


LIBRO  SEGUNDO 


HECHOS 

Los  hechos  que  más  especialmente  nos  interesa  conocer  son  tres:  1)  el 
consentimiento  de  María  a  la  embajada  del  ángel;  2)  su  compasión  ma- 
ternal al  pie  de  la  cruz;  3)  su  intercesión  actual  en  los  cielos.  Desde  el 
momento  que  estudiamos  los  hechos  con  vistas  a  la  demonstración  teoló- 
gica, que  ha  de  seguir,  para  que  ésta  pueda  simplificarse,  sin  perder  nada 
de  su  fuerza  y  solidez,  es  natural  que  señalemos  en  ellos  los  elementos 
necesarios  o  útiles  para  esta  demonstración.  Por  esto  mismo,  para  que 
la  demonstración  no  quede  viciada  en  su  raíz,  nos  esmeraremos  en  que 
el  análisis  de  los  hechos  sea  imparcial  y  objetivo. 


Capítulo  I 
CONSENTIMIENTO  VIRGINAL 

Antes  de  analizar  el  consentimiento  de  María,  estudiaremos  el  consen^ 
timiento  en  general,  su  naturaleza,  sus  especies  más  importantes. 


202  MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Art.  1.    Del  consentimiento  en  general 

§  1.    Naturaleza  y  variedades  en  general 

Naturaleza  del  consentimiento.  El  consentimiento  puede  definir- 
se: el  acto  libre  con  que  uno  conforma  su  voluntad  con  la  voluntad  pre- 
viamente manifestada  de  otro;  o,  más  llanamente,  el  acto  con  que  uno 
accede  a  la  propuesta  de  otro  en  orden  a  hacer  o  dejar  de  hacer  alguna 
cosa  ('). 

Variedades  y  grados  en  el  consentimiento.  Dejando  otras  muchas 
variedades  de  consentimiento,  indicaremos  brevemente  la  división  en  sim- 
ple y  mixto,  en  cada  uno  de  los  cuales  cabe  señalar  numerosos  grados. 

El  consentimiento  simple  o  puro  puede  ser  negativo,  permisivo,  apro- 
bativo y  solidario.  Llámase  negativo  el  de  aquel  que  pudiendo  y  debiendo 
impedir  una  cosa,  no  la  impide.  Tal  consentimiento,  aunque  físicamente 
negativo,  moralmente  con  todo  se  considera  como  positivo.  El  permisivo 
y  el  aprobativo  suponen  actos  positivos,  que  o  simplemente  permiten  o 
bien  aprueban  y  dan  por  buena  una  cosa.  El  solidario  va  más  allá,  por 
cuanto,  no  ya  aprueba  una  cosa  como  ajena,  sino  que  la  hace  suya  y  toma 
como  propia,  asumiendo  su  responsabilidad. 

El  consentimiento  mixto  o  combinado  es  el  que  reviste  otras  diferentes 
modalidades,  que  puede  ser  de  dos  maneras,  según  que  esas  otras  modali- 
dades se  presenten  como  accesorias  o  bien  como  predominantes.  En  el 
primer  sentido  tenemos  el  consentimiento  optativo,  deprecativo,  imperativo, 
combinado  con  el  deseo,  la  súplica  o  el  precepto.  En  el  segundo  sentido' 
se  dan  a  las  veces  exhortaciones,  mandatos,  que  llevan  implícito  el  con- 
sentimiento. 

§  2.    Causalidad  moral  del  consentimiento 

Que  el  consentimiento,  que  de  veras  lo  sea,  aun  el  puramente  negativo, 
implique  causalidad  moral,  es  tan  evidente,  que,  si  no  fuera  tan  impor- 
tante, casi  no  valdría  la  pena  de  probarlo.  Por  de  pronto,  el  acto  que 
es  objeto  del  consentimiento  es  imputable  moralmente  al  que  en  él  ha 
consentido,  como  lo  enseñan  unánimemente  los  moralistas.    Ahora  bien. 


(')  Hablamos  de  un  consentimiento  que  no  sea  ocasional  o  larrlín  ((bdu  a  una 
cosa  ya  hecha),  sino  de  un  consentimiento  antecedentemente  pedido  o  requerido. 


LIBRO  11.  —  HECHOS 


203 


la  imputabilidad  moral  supone  causalidad  moral.  Pero,  si,  no  contentos 
con  conocer  el  hecho,  deseamos  conocer  su  razón  intrínseca,  no  será  muy 
difícil  descubrirla.  El  que  solicita  el  consentimiento  ajeno,  muestia  por 
el  mismo  caso  que  no  está  últimamente  dispuesto  o  determinado  para 
hacer  lo  que  desea,  es  decir,  que  le  falta  algo,  sin  lo  cual  no  cree  poder 
hacerlo,  sea  válida  o  lícitamente,  sea  de  un  modo  conveniente  y  decoroso. 
Según  esto,  el  consentimiento  solicitado  es  como  el  complemento  definitivo 
de  la  potestad  moral  o  de  la  ordenada  voluntad  de  hacer  alguna  cosa,  es 
decir,  un  constitutivo  del  acto  primero  o  de  la  virtud  activa  moral  que 
ha  de  producir  el  acto  segundo.  Y  si  constituye  el  acto  primero,  el  consen- 
timiento ejerce  evidente  causalidad  moral  en  el  acto  segundo.  Más  aún, 
aunque  el  consentimiento  se  considerase,  infundadamente,  como  pura  con- 
dición, el  resultado  final  sería  el  mismo;  dado  que  el  que  pone  una  condi- 
ción que  determina  la  existencia  de  un  acto,  si  físicamente  no  es  su  causa, 
moralmente  lo  es. 

Esta  causalidad  moral  es  en  el  consentimiento  cooperación  moral:  ya 
que  el  que  consiente  asocia  su  acción  con  la  de  otro,  que  es  quien  produce 
el  acto.  Como  acabamos  de  indicar,  el  acto  primero  está  constituido  por 
dos:  por  el  que  solicita  el  consentimiento  y  por  el  que  lo  da.  La  acción, 
por  tanto,  es  común  a  los  dos.  Por  esto  los  moralistas  cuentan  a  los 
consentientes  entre  los  cooperadores  o  cómplices  de  un  acto. 

La  causalidad  ejercida  por  el  consentimiento  es  moralmente  próxima 
o  inmediata.  La  razón  es  clara.  El  consentimiento  tiene  como  objeto  o 
término  directo  el  acto  mismo  cuya  existencia  determina,  no  algo  inter- 
medio. O,  lo  que  es  lo  mismo,  si  se  considera  como  complemento  del 
acto  primero,  como  indicábamos,  es  evidente  que  la  causalidad  del  acto 
primero  completo  en  el  acto  segundo  o  en  el  efecto  es  próxima  o  inmediata. 

Una  cosa  conviene  notar  aquí,  que  no  carece  de  importancia.  El  ob- 
jeto del  consentimiento  no  es  necesariamente  un  acto  simple,  sino  que 
puede  ser  también  toda  una  serie  de  actos.  En  este  caso,  si,  como  se 
supone,  el  consentimiento  mira  a  todo  el  conjunto,  su  causalidad  moral 
se  extiende  por  igual  a  todos  los  actos,  por  más  que  éstos  estén  separados 
por  el  espacio  y  el  tiempo.  Otra  cosa  sería,  si  el  consentimiento  sólo  tu- 
viera por  objeto  el  primero  de  los  actos:  los  actos  siguientes,  realizados 
independientemente  del  consentimiento,  no  serían  ya  imputables  al  que 
le  dió.  Si  uno  da  su  consentimiento  para  la  construcción  de  un  edificio 
precisamente  para  que  sea  casa  de  juego,  es  responsable  del  delito  que 
con  ello  se  comete,  puesto  que  el  consentimiento  abarca  no  sólo  la  cons- 
trucción, sino  también  el  fin  al  cual  se  destina  el  edificio.    En  cambio,  si 


204 


MARÍA,  MEDIADOKA  UNIVERSAL 


el  consentimiento  tuviese  como  objeto  exclusivo  la  construcción  del  edifi- 
cio, si  éste  ulteriormente,  independientemente  del  consentimiento,  se  desti- 
nase a  juegos  prohibidos,  en  tal  caso  el  que  dió  el  consentimiento  no  ten- 
dría ninguna  responsabilidad  en  el  delito,  no  ejercería  en  él  causalidad 
alguna  moral. 

Hay  que  recordar  también  lo  que  antes  implícitamente  hemos  indicado: 
que  el  consentimiento,  para  ser  de  hecho  eficaz,  no  es  menester  que  sea 
absolutamente  necesario:  basta  la  necesidad  hipotética  que  libremente 
se  impone  el  que  lo  solicita,  es  decir,  el  que  por  razones  de  conveniencia 
o  para  proceder  con  más  suavidad  no  quiere  hacer  sin  el  consentimiento 
de  otro  lo  que  en  absoluto  pudiera  hacer  sin  él.  Tal  es  con  frecuencia 
el  caso  de  Dios  con  el  hombre,  cuyo  consentimiento  requiere  y  espera 
para  destinarle  a  alguna  empresa  de  su  divino  servicio.  Dios  quiere  que 
el  hombre  le  dé  libremente  su  corazón,  no  se  lo  toma  o  arrebata  por  su 
fuerza  prepotente.  Y  aun  cuando  constase  que,  en  el  caso  que  el  hombre 
negase  su  consentimiento.  Dios  estaba  dispuesto  a  llevar  adelante  su  em- 
presa, prescindiendo  de  él,  si,  con  todo,  el  hombre  da  su  consentimiento, 
se  hace  efectivamente  cooperador  de  la  obra  de  Dios.  Que  no  es  lo  mismo 
cooperación  necesaria  que  cooperación  eficaz.  Aunque,  si  es  necesaria,  no 
hay  duda  de  que  crece  bajo  este  concepto  la  eficacia  de  la  cooperación. 

Por  fin,  conviene  observar  que,  si  todo  consentimiento,  que  no  sea 
ficticio,  entraña  en  sí  causalidad  y  cooperación  moral,  mucho  más  clara- 
mente la  entrañará  el  consentimiento  solidario,  sobre  todo  cuando  el  con- 
sentir es  comprometerse  a  poner  su  actividad  en  oiden  a  la  realización 
de  lo  que  es  el  objeto  del  consentimiento,  y  mucho  más  aún,  si  éste  anda 
acompañado  de  ardientes  deseos  de  ello. 

Art.  2.    Del  consentimiento  de  ^Iaría 

Dando  como  supuesto,  que  la  respuesta  de  María  a  la  embajada  del 
ángel  fué  un  verdadero  consentimiento,  requerido  por  Dios  (^),  estudia- 
remos más  bien  las  propiedades  singulares  de  este  consentimiento  virginal. 
Más  antes,  como  preparación  de  este  estudio,  analizaremos  el  ambiente 
psicológico  en  que  se  produjo. 


í'^  Puede  verse  nuestro  libro  Deiparae  Virginis  consensus,  corredemptionis  ac 
mediationis  jundamentum  (Matriti,  1942),  en  que  recogemos  los  principales  testimo- 
nios de  la  tradición  sobre  el  consentimiento  virginal. 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


205 


§  1.    Ambiente  psicológico  del  consentimiento  virginal 

No  estaría  aquí  fuera  de  lugar  un  detenido  análisis  de  la  maravillosa 
psicología  de  María;  nos  contentaremos,  empero,  con  poner  de  relieve 
algunos  rasgos  más  característicos,  que  sirvan  para  encuadrar  y  entender 
mejor  las  propiedades  del  consentimiento  virginal.  Unos  se  refieren  a  su 
inteligencia,  otros  a  su  voluntad. 

Inteligencia.  Es  de  lamentar  que  no  se  haya  estudiado  con  la  am- 
plitud y  minuciosidad  que  se  merece,  a  la  luz  de  la  psicología  experimental 
moderna,  la  portentosa  inteligencia  de  la  Virgen  María.  Para  nuestra 
somera  investigación  no  utilizaremos,  como  legítimamente  pudiéramos  ha- 
cerlo, los  principios  teológicos,  ni  siquiera  las  observaciones  esparcidas 
en  los  escritos  patrísticos:  nos  bastará  lo  poco  que  sobre  María  sugieren 
los  Evangelios. 

Lo  primero  que  llama  la  atención  en  esta  privilegiada  inteligencia  es 
su  penetración,  su  potencia,  sus  vuelos.  Prueba  de  ello  es  el  Magnifica!, 
visión  sublime  de  los  planes  divinos  sobre  la  redención  humana.  A  base 
de  los  grandes  atributos  de  Dios,  su  omnipotencia,  su  santidad,  su  mise- 
ricordia, contempla  la  gran  ley  de  la  providencia  divina,  que  desbarata 
a  los  soberbios,  destrona  a  los  poderosos,  despoja  a  los  ricos,  para  en- 
cumbrar a  los  humildes  y  saciar  a  los  hambrientos.  Y  sobre  este  fondo, 
que  anuncia  las  Bienaventuranzas  evangélicas,  se  destaca  la  fidelidad  amo- 
rosa con  que  Dios  acoge  a  su  siervo  Israel  y  viene  en  su  socorro,  para 
cumplir  la  promesa  hecha  al  gran  patriarca  Abrahán  y  en  él  a  toda  su 
posteridad.  La  Promesa,  clave  y  sustancia,  según  San  Pablo,  d<;  todo  el 
Antiguo  Testamento,  es  como  el  centro  en  que  converge  la  acción  provi- 
dente del  Dios  omnipotente,  del  Santo,  del  misericordioso.  Visión  verda- 
deramente grandiosa  de  los  altísimos  consejos  divinos. 

No  es  menos  notable  el  conocimiento  que  el  Magníficat  muestra  de  lasf 
Sagradas  Escrituras.  Casi  cada  palabra  del  inspirado  Cántico  es  una  re- 
miniscencia de  los  Libros  Santos.  No  es  ciertamente  una  taracea  de  tex- 
tos bíblicos:  como  que  no  es  obra  de  la  erudición  o  de  la  memoria,  sino 
fruto  espontáneo  de  la  inspiración  jubilosa  de  la  Virgen  Madre,  que  para 
engrandecer  a  Dios  su  Salvador  habla  el  lenguaje  mismo  de  Dios,  «no  con 
aprendidas  palabras  de  humana  sabiduría,  sino  con  las  aprendidas  del 
Espíritu»,  como  diría  San  Pablo  (1  Cor.  2,  13).  Ocurre  aquí  el  problema: 
¿cómo  adquirió  María  este  conocimiento  de  la  Escritura?  ¿cómo  se  había 
familiarizado  tanto  con  ella,  hasta  asimilarse  y  apropiarse  sus  modos  de 


206 


MAliÍA,  AlED! ADORA  UNIVERSAL 


hablar?  No  es  fácil  determinarlo.  Para  nuestro  objeto  es  casi  indiferente 
que  María  hubiera  apréndido  a  leer  las  Escrituias  o  que  solamente  las, 
hubiera  oído  leer  en  las  reuniones  semanales  de  la  Sinagoga  de  Nazaret. 
Sólo  diremos  que  el  segundo  caso,  el  que  parece  menos  favorable,  demos- 
traría más  palmariamente  la  inteligencia  de  María,  que  con  sólo  oír  leer 
las  Escrituras  se  las  hubiera  hecho  tan  familiares  y  hubiera  alcanzado  tan 
profundo  conocimiento  de  ellas. 

Pero  acaso  lo  más  saliente  en  este  conocimiento  de  las  Escrituras, 
— ■  nueva  manifestación  de  la  penetración  y  profundidad  intelectual,  —  es 
la  manera  de  enfocarlas  e  interpretarlas  en  sentido  espiritualista  y  divino, 
providencialista  y  moral,  diametralmente  opuesta  a  las  interpretaciones 
fantásticas  o  rateras,  que  por  entonces  predominaban,  legalistas,  naciona- 
listas, ora  ífpocalípticas  ora  terrenas  y  carnales.  Nada  de  esas  aberra- 
ciones rabínicas  o  populares  apunta  en  el  Cántico  de  María,  cuyo  mesia- 
nismo  es  la  concreción  histórica  de  la  santidad  y  de  la  fidelidad,  de  la 
justicia  y  de  la  misericordia  de  Dios.  Este  punto  de  vista  mesiánico  es 
importantísimo  para  apreciar  la  significación  y  la  tendencia  del  consenti- 
miento de  María. 

No  es  menos  sorprendente  otro  rasgo  de  su  inteligencia:  el  fino  sentido 
de  la  realidad,  que  se  manifiesta  de  muchas  maneras.  Por  de  pronto,  es 
notable  la  perspicacia  y  prontitud  con  que  se  hacía  cargo  de  las  situaciones. 
Ejemplo  de  ello  las  bodas  de  Caná.  Cuando  ni  los  esposos  ni  el  maestre^ 
sala  se  habían  dado  cuenta  de  la  escasez  del  vino,  María,  que  todo  lo 
advertía,  fué  la  primera  en  notarlo.  A  esta  natural  perspicacia  se  juntaba 
una  habilísima  destreza  en  responder  atinadísimamente  a  lo  que  se  le  decía. 
Ejemplo  de  esto  los  primeros  versos  de  su  Cántico,  que  con  extremada 
delicadeza  van  respondiendo  punto  por  punto  a  lo  que  acaba  de  decirle 
Isabel.  Y  con  no  menor  habilidad  se  va  elevando  insensiblemente  desde 
el  punto  de  vista  personal  al  punto  de  vista  divino,  en  cuyas  alturas  se 
cierne  majestuosamente,  contemplando  la  historia  humana  gobernada  por 
la  providencia  divina. 

Otro  rasgo  de  la  inteligencia  de  María,  el  más.  explícitamente  docu- 
mentado, es  su  espíritu  de  observación  y  reflexión,  con  que  todo  lo  exa- 
minaba, confería  unas  cosas  con  otras  y  guardaba  fielmente  en  su  corazón 
todas  estas  que  podemos  llamar  experiencias  personales  y  vividas.  La 
saluda  el  ángel:  y  ella,  lejos  de  complacerse  en  aquellos  inauditos  elogios, 
reflexionaba  y  consideraba  atentamente  a  qué  venía  aquella  salutación  y 
qué  podía  significar.  Prosigue  el  ángel  anunciándole  la  maternidad  del 
Mesías:  y  ella,  en  vez  de  gozarse  en  su  elección  y  de  abalanzarse  a  un  sí 


LIBRO  ir.  —  HECHOS  207 

prematuro,  advierte  la  aparente  incompatibilidad  de  esa  maternidad  con 
el  propósito  o  voto  que  tenía  hecho  de  permanecer  virgen  en  el  matri- 
monio: y  serenamente,  casi  fríamente,  propone  sus  dudas  al  ángel.  Este 
espíritu  de  reflexión  lo  consigna  dos  veces  San  Lucas  por  estas  palabras: 
«María  guardaba  todas  estas  cosas  confiriéndolas  en  su  Corazón»  Í2,  19): 
«Y  su  Madre  guardaba  indeleblemente  todas  estas  cosas  en  su  Corazón» 
(2,  51). 

Dotada  tan  privilegiadamente  con  estas  cualidades,  profundidad,  cono- 
cimiento de  las  Escrituras,  perspicacia,  espíritu  de  reflexión,  la  inteligen- 
cia de  María  consideró  y  ponderó  las  palabras  del  ángel.  ¡Qué  luz 
brotaría  en  elía  al  cotejar  minuciosamente  lo  que  acababa  de  oír  con  lo 
Ifue  decían  las  Escrituras  sobre  la  Madre  del  Mesías!  Y  cuando  a  estas 
dotes  naturales  se  asoció  la  acción  del  Espíritu  Santo,  que  vino  sobre  ella, 
con  una  plenitud  como  no  se  ha  infundido  jamás  a  criatura  alguna,  ¡qué 
conocimiento  alcanzaría  María  sobre  los  planes  redentores  de  Dios  y  de 
su  Cristo !  Si  una  comunicación,  relativamente  tenue,  del  Espíritu  de 
Dios  tal  conocimiento  infundió  a  Isabel,  ¡qué  obraría  en  María  aquella 
soberana  y  única  efusión  del  Espíritu  divino !  No  es  lícito  a  nuestra 
limitada  inteligencia  rastrearlo;  pero  tampoco  es  lícito  desconocerlo  ni 
olvidarlo,  cuando  tratemos  de  valorar  el  consentimiento  dado  por  María 
entre  estos  esplendores  torrenciales  de  luz  divina.  Cuanto  expresan  las 
palabras  del  ángel,  más  aún,  cuanto  para  nosotros  sugieren,  cotejadas  con 
el  Cántico  de  María  y  con  las  profecías  mesiánicas,  todo  esto  abarcaba 
entonces  la  mirada  penetrante  de  María. 

Voluntad.  Del  carácter  moral  de  María  tenemos  a  las  veces  un 
concepto  deficiente.  Embelesados  por  su  delicadeza  virginal  y  diáfana  y 
por  las  inefables  ternuras  de  su  amor  maternal,  echamos  en  olvido  la  po- 
tencia vigorosa,  los  bríos  acerados  de  su  voluntad.  Dejando  ahora  otros 
aspectos,  aunque  no  menos  atrayentes,  del  carácter  de  María,  sólo  nota- 
remos aquellos  que  más  conduzcan  para  apreciar  el  valor  moral  de  su 
consentimiento.  Todos  ellos  se  reducen  al  contraste  y  harmonía  entre  dos 
rasgos  que  caracterizan  el  temple  de  su  voluntad:  su  potencia  propulsora 
y  su  fuerza  moderadora. 

La  potencia  propulsora  presenta  muchas  y  variadas  manifestaciones,  a 
cuál  más  interesantes:  dinamismo  de  acción,  poder  de  resistencia,  poten- 
cialidad afectiva. 

El  dinamismo  de  acción  comienza  a  manifestarse,  apenas  recibida  la 
embajada  del  ángel,  en  la  resolución,  prontitud  e  intrepidez  con  que  María 
emprende  el  viaje  para  visitar  a  Isabel ;  y  no  fué  allá  para  solazarse  con 


208 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


la  buena  anciana,  sino  para  prestarle  los  servicios  que  el  caso  requería. 
Y  en  el  nacimiento  de  Jesús  ella  hizo  por  sus  propias  manos  lo  que  en 
tales  circunstancias  «uele  estar  reservado  a  manos  ajenas.  Y  cuando  per- 
dió al  Niño  Jesús,  la  vehemencia  del  dolor  no  paralizó  su  actividad,  antes 
la  estimuló:  de  hecho  puso  tal  diligencia  en  buscarle,  que,  según  lo  que 
podemos  calcular,  le  halló  lo  más  pronto  que  era  posible.  Y  en  Caná 
manifestó  su  actividad,  no  sólo  en  sus  iniciativas  previsoras,  sino  también, 
a  lo  que  parece,  ayudando  en  los  quehaceres  domésticos. 

Mavor  relieve  alcanza  aún  su  poder  de  resistencia,  su  firmeza,  constan- 
cia y  solidez.  Ya  en  la  misma  anunciación  las  promesas  del  ángel  con 
aquellas  perspectivas  de  grandeza  no  la  fascinan,  parece  que  ni  la  imprc 
sionan  siquiera.  Y  poco  después  aquella  tormenta  de  angustias  que  se 
desencadenó  en  el  alma  de  su  desposado  y  que  amenazaba  descargar  sobre 
ella,  no  la  desconcertó  ni  amilanó:  creyó,  y  con  razón,  que  la  revelación 
del  misterio  tocaba  a  Dios,  y  no  a  ella,  y,  puesta  en  Dios  toda  su  confianza, 
con  heroica  resolución  calló.  Bastaba  una  sola  palabra  suya  para  disipar 
toda  aquella  tempestad:  y  esta  palabra  no  salió  de  sus  labios.  Pasemos 
por  alto  los  trabajos  de  Belén  y  las  zozobras  y  penalidades  de  Egipto,  y 
trasladémonos  al  Calvario.  Los  tormentos  y  la  muerte  del  Hijo  de  su 
amor  pudieron  destrozarle  el  Corazón,  pero  no  hacer  mella  en  la  constancia 
de  su  alma.  Junto  a  la  cruz,  en  que  moría  el  Hijo.  "Stabat  Mater  dolo- 
rosa»:  de  pie.  firme,  resistiendo  como  roca  inconmovible,  las  oleadas  de 
dolor,  que  amenazaban  sepultarla. 

Con  esta  firmeza,  que  hubiera  podido  parecer  estoica,  juntó  María  una 
maravillosa  potencialidad  afectiva.  ¿Qué  tesoros  de  afecto  encerraría  su 
salutación  a  Isabel,  cuando  ésta,  al  oírla,  «quedó  llena  de  Espíritu  Santo» 
y  «dio  saltos  de  alborozo  el  niño  que  llevaba  en  su  seno»  i  Le.  1.  41)?  Y 
¿qué  emociones  las  del  Corazón  de  María,  cuando,  respondiendo  a  las 
exclamaciones  de  Isabel,  cantaba  «Mi  espíritu  se  estremece  de  júbilo  en 
Dios  mi  Salvador  ■  (Le.  1.  47 1?  Y  en  el  mismo  Cántico  ¡qué  profundidad 
de  sentimiento  religioso,  qué  amor  a  los  humildes  y  pobres,  qué  cariñosa 
ternura  con  Israel!  Y,  sobre  todo,  ¡qué  amor  a  su  Hijo  Jesús  revelan 
aquellas  palabras:  «Hijo,  ¿cómo  lo  has  hecho  así  con  nosotros?  Mira 
que  tu  padre  y  yo  te  andamos  buscando  con  tanto  dolor»  i  Le.  2,  48l!  Y 
¿qué  amor,  más  fuerte  que  la  muerte,  el  que  la  saca  de  su  retiro  y  la  Ueva 
al  Calvario  para  recoger  la  última  mirada  y  las  últimas  palabras  de  su 
Hijo  moribundo ! 

Pero  esta  triple  potencia  propulsora  no  era  violenta  ni  se  perdía  en 
agitaciones  incontroladas,  sino  que  estaba  regida  por  una  fuerza  mode- 


LIBRO   II. —  HECHOS 


209 


radora,  siempre  dueña  de  sí.  La  base  de  esa  fuerza  moderadora  era 
aquella  presencia  de  ánimo,  aquel  dominio  de  sí,  aquel  señorío  absoluto 
que  María  tenía  sobre  todos  sus  actos.  En  su  coloquio  con  el  ángel  es 
interesante  ver  cómo  ella  con  su  actitud  o  su  pregunta  encauza  y  dirige 
el  curso  de  la  conversación;  y  ella  le  puso  fin  dando  su  consentimiento 
en  el  momento  en  que  debía  darlo,  sin  precipitaciones  ni  vacilaciones.  Y 
si  brotaron  en  su  espíritu  impulsos  de  comunicar  su  maternidad  a  José, 
como  no  pudieron  menos  de  brotar,  ella  supo  frenarlos,  y  calló.  Y  cuando 
Jesús  iba  a  morir,  los  atroces  dolores  que  iba  a  pasar  y  que  iba  también 
a  causar  a  su  Hijo,  no  pudieron  retraerla  de  asistir  a  tan  doloroso  espec- 
táculo: debía  asistir,  y,  dueña  de  sí.  aun  con  el  Corazón  desgarrado,  asistió. 

Amables  coeficientes  de  esta  fuerza  moderadora  eran  su  reserva,  amiga 
del  retiro,  del  silencio  y  de  la  vida  interior;  su  sobria  delicadeza,  su  exqui- 
sita sofrosine,  que  es  el  embeleso  de  la  narración  de  San  Lucas :  y.  sobre  todo, 
su  asombrosa  humildad,  la  humildad  de  la  «Esclava  del  Señor».  Parece 
a  primera  vista  un  enigma  el  hecho  que  María,  con  su  propósito  o  voto 
de  virginidad,  se  determinase  a  contraer  matrimonio.  La  humildad,  y 
sola  ella,  explica  el  enigma.  El  matrimonio  había  de  ser  el  velo  discreto 
que  escondiese  a  los  ojos  del  mundo  la  virginidad  de  María.  Ser  virgen, 
sin  parecerlo,  era  el  deseo  de  María.  Además  el  matrimonio  la  sujetaba 
al  marido,  y  la  forzosa  carencia  de  hijos  podría  parecer  un  castigo  de 
Dios:  nuevas  ventajas,  que  no  obstáculos,  para  que  la  humildad  de  María 
se  decidiese  por  el  matrimonio,  segura,  por  otra  parte,  de  la  fidelidad 
abnegada  de  José.  Y  esta  humildad,  al  oír  los  elogios  del  ángel,  se  turba 
y  sobresalta.  La  Virgen  prudente,  la  Virgen  fuerte,  lo  único  que  no 
entiende,  lo  único  que  no  resiste  impávida,  son  las  alabanzas  que  le  tributa 
el  ángel.  Y  cuando  el  Espíritu  Santo  va  a  venir  sobre  ella  para  hacerla 
Madre  de  Dios,  ella  se  reconoce  y  apellida  la  «Esclava  del  Señor».  Y  con 
humildad  de  esclava  corre  a  servir  a  Isabel,  y  más  tarde  a  los  esposos  de 
Caná.  Solamente  se  presenta  a  los  ojos  del  mundo  como  Madre  de  Jesús, 
el  gran  profeta  y  taumaturgo,  no  cuando  entra  triunfante  en  Jerusalén, 
sino  cuando  muere  ajusticiado  como  malhechor  en  el  patíbulo  de  los  crimi- 
nales, cuando  los  ultrajes  de  los  príncipes  de  los  sacerdotes,  de  los  escribas 
y  ancianos,  de  los  soldados  y  del  vulgo,  lanzados  contra  el  crucificado, 
recaen  sobre  la  Madre  allí  presente. 

Si  la  humildad  es  el  mejor  freno  moderador  de  la  fuerza,  no  es  de 
maravillar  que  María  poseyese  tan  absoluto  señorío  de  todas  sus  porten- 
tosas energías,  de  todos  sus  sentimientos,  de  todos  sus  actos.  La  «Esclava 
del  Señor»  era  la  señora  de  sí. 

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210 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Y  nada  hemos  dicho,  al  estudiar  el  carácter  moral  de  María  y  el  temple 
de  su  voluntad,  acerca  de  la  acción  del  Espíritu  Santo  en  su  Corazón. 
Hemos  contemplado  algunos  efectos,  pero  no  hemos  señalado  la  causa.  El 
Espíritu  de  Dios  fué  el  que  modeló  el  Corazón  de  María  y  el  que  derramó 
a  torrentes  sobre  él  la  plenitud  de  sus  gracias  y  carismas,  que  robustecían, 
perfeccionaban,  elevaban,  divinizaban  sus  privilegiadas  dotes  naturales. 
Y  mientras  ella  con  su  humildad  se  abismaba  más  y  más  cada  vez  en  su 
propia  bajeza.  Dios  con  su  gracia  la  levantaba  en  la  misma  proporción  y 
la  enriquecía  más  y  más  cada  vez  con  sus  divinos  dones,  hasta  encumbrarla 
a  tal  altura  de  santidad,  que  produce  vértigos  a  nuestra  débil  inteligencia. 

En  este  ambiente  psicológico  de  luz  y  de  fuerza,  de  inteligencia  y  de 
voluntad,  natural  y  sobrenatural,  hay  que  considerar  las  propiedades  del 
consentimiento  virginal.  Lo  que  fuera  de  este  ambiente  único  pudiera 
parecer  exagerado,  dentro  de  él  aparece  razonable,  si  ya  no  es  que  se  queda 
corto  y  no  llega  a  la  realidad. 

§  2.    Propiedades  del  consentimiento  virginal 

Las  múltiples  propiedades  del  consentimiento  virginal  son  de  tres  ór- 
denes diferentes:  unas  afectan  al  acto  mismo  del  consentimiento,  otras  se 
refieren  a  su  objeto,  otras,  en  fin,  al  título  personal  que  motiva  el  consen- 
timiento. 

A.    El  acto  del  consentimiento 

Las  propiedades  inherentes  al  acto  mismo  del  consentimiento,  unas  son 
de  carácter  psicológico,  otras  de  carácter  moral. 

Propiedades  psicológicas.  Que  el  consentimiento  de  María  haya  sido 
reflexivo  y  consciente,  no  ofrece  la  más  ligera  duda.  Es  también  evidente 
que  fué  plenamente  libre,  con  libertad,  no  sólo  física,  sino  también  moral. 
Fué  además  intenso,  ardoroso,  vehemente.  Si  a  las  primeras  palabras  del 
ángel  se  mostró  María  reservada,  luego  que  conoció  la  voluntad  de  Dios, 
dió  el  sí,  que  se  le  pedía,  con  toda  su  alma.  Y  bajo  la  acción  del  Espíritu 
Santo,  que  llenaba  de  luz  su  inteligencia  y  de  ardores  su  voluntad,  dió  el 
consentimiento  con  inefable  júbilo  de  su  Corazón,  cual  lo  manifestó  poco 
después  en  su  Cántico,  al  decir:  «Mi  espíritu  se  estremece  de  júbilo  en 
Dios  mi  Salvador».  Ni  fué  un  consentimiento  puramente  permisivo,  sino 
que  entrañaba  un  ardiente  deseo  y  una  oblación  y  total  entrega  de  sí  misma, 


LIBKO  II.  —  HECHOS 


211 


con  la  cual,  por  una  parte,  se  ponía  enteramente  en  manos  de  Dios,  para 
que  en  ella  y  de  ella  hiciera  según  su  divino  beneplácito,  y,  por  otra,  asumía 
la  maternidad  del  Hijo  de  Dios  con  todas  sus  consecuencias  y  se  consa- 
graba al  desempeño  de  todos  los  oficios  y  servicios  maternales.  Pero  no 
fué  este  consentimiento  un  acto  pasajero,  sino  que  creó  o  inició  en  María 
una  disposición  habitual  y  constante,  que  nunca  había  de  cesar  ni  enti- 
biarse: la  actitud  de  perpetua  Esclava  del  Señor. 

Propiedades  morales.  Desde  el  punto  de  vista  moral  fué  el  consen- 
timiento de  María  un  acto  de  fe,  un  acto  de  obediencia,  un  acto  de  humildad. 

La  fe  de  María  en  una  maternidad  virginal,  como  obra  de  Dios,  a  quien 
nada  hay  imposible,  fué,  por  razón  de  su  objeto,  mucho  más  difícil  y  consi- 
guientemente mucho  más  heroica  que  la  fe  del  gran  padre  de  los  creyentes. 
Con  razón,  pues,  la  enalteció  Isabel  con  aquellas  palabras,  melancólica  alu- 
sión a  la  incredulidad  de  Zacarías  su  marido:  «Dichosa  la  que  creyó» 
(Le.  1,  45). 

La  obediencia  de  María  fué  perfectísima,  no  sólo  por  su  total  rendi- 
miento, sino  principalmente  por  cuanto  no  hubo  precepto  formal  de  parte 
de  Dios,  que,  conociendo  la  sumisión  y  la  docilidad  de  María,  se  corttentó 
con  manifestarle  su  divino  beneplácito. 

La  humildad  de  María  fué  más  admirable  todavía  que  su  fe  y  su  obe- 
diencia. La  palabra  de  Dios  y  la  manifestación  de  su  voluntad  reclamaban 
fe  y  obediencia,  pero  no  exigían  una  declaración  tan  cruda  de  la  propia 
bajeza  y  esclavitud.  Bastaba  con  aceptar  el  oficio  de  madre:  no  se  le  pedía 
el  servicio  de  esclava.  Y  la  que  es  encumbrada  a  la  dignidad  de  Madre  se 
apropia  la  condición  de  esclava. 

Esta  humildad  de  María,  este  considerarse  como  esclava  del  Señor,  en- 
traña una  consecuencia  importantísima.  Con  ello  María  asume  la  mater- 
nidad como  un  servicio  de  esclava,  llamada  a  cuidar  maternalmente  del 
Hijo  de  su  Señor;  acepta  los  deberes  y  trabajos  de  una  madre,  renunciando 
a  los  derechos  maternales.  Dios,  en  consecuencia,  podrá  disponer  libérri- 
mamente  de  aquel  Hijo,  que  lo  es  de  entrambos,  contando  de  antemano  con 
la  plena  y  sumisa  conformidad  de  la  Madre.  Sin  duda  que  ante  los  de- 
rechos soberanos  de  Dios  deben  ceder  los  derechos  subalternos  y  relativos 
del  hombre;  pero  esto  ni  quita  ni  mengua  el  valor  y  el  mérito  del  hombre, 
que  renuncia  sus  limitados  derechos  en  aras  del  divino  servicio.  También 
sobre  la  vida  de  Isaac  tenía  Dios  derecho  absoluto,  ante  el  cual  desaparecía 
todo  derecho  de  Abrahán ;  y,  no  obstante,  la  sola  voluntad  de  Abrahán  de 
sacrificar  a  Isaac  renunciando  a  los  derechos  paternales  que  sobre  él  tenía 
o  pudiera  tener,  mereció  de  Dios  aquellas  magníficas  promesas:  «Por  cuan- 


212 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


to  hiciste  eso.  y  no  perdonaste  a  tu  hijo  unigénito  por  mi  respeto,  te  ben- 
deciré, y  multiplicaré  tu  posteridad  como  las  estrellas  del  cielo...;  y  serán 
bendecidas  en  tu  posteridad  todas  las  naciones  de  la  tierra,  por  cuanto  obe- 
deciste a  mi  voz»  (Gen.  22,  16-18).  Claro  está  que  no  fué  menos  grata  a 
Dios  ni  menos  meritoria  la  generosa  renunciación  con  que  María  puso  sus 
naturales  derechos  de  madre  en  manos  del  Padre  celestial.  Y  esta  renun- 
ciación fué  aceptada  por  Dios,  mejor  dicho,  estaba  ya  de  antemano  acep- 
tada, desde  el  momento  en  que  previo  que  María,  conformando  su  voluntad 
con  la  del  Padre,  con  autoridad  de  madre  había  de  dar  su  beneplácito  para 
que  el  Hijo  se  entregase  a  la  muerte  de  cruz. 

Pero  más  que  estas  y  otras  virtudes  particulares,  realza  el  valor  del 
consentimiento  virginal  la  exacta  correspondencia  o  consonancia  de  las  pa- 
labras de  María  con  las  que.  según  San  Pablo,  profirió  el  Redentor  en  el 
momento  mismo  de  la  encarnación:  «Heme  aquí  presente:  ...  quiero  hacer, 
oh  Dios,  tu  voluntad"  íHebr.  10,  7).  Como  si  Cristo,  al  tomar  de  María 
aquel  «cuerpos  ÍHebr.  10.  5).  que  había  de  ofrecer  en  sacrificio,  quisiese 
también  tomar  de  sus  maternales  labios  aquellas  palabras  con  que  se  ofrecía 
al  cumplimiento  de  la  divina  voluntad.  Es  que  el  mismo  Espíritu  de  Dios, 
que  gobernaba  y  regía  el  Corazón  de  la  Madre,  infundía  entonces  su  ple- 
nitud en  el  Corazón  del  Hijo. 


B.    El  objeto  del  consentimiento 

El  objeto  del  consentimiento  virginal  presenta  dos  problemas,  de  cuya 
solución  depende  su  pleno  valor  soteriológico.  Se  presupone,  como  postu- 
lado básico,  que  el  consentimiento  de  María  tiene  por  objeto  la  maternidad 
del  Hijo  de  Dios  que  se  hace  hombre:  y  de  ahí  su  altísimo  valor,  que  pu- 
diéramos llamar  teológico  o  hipostático.  Pero,  a  base  de  esto,  se  pregunta 
ulteriormente:  1)  ¿tiene  también  por  objeto  la  maternidad  del  Redentor 
formalmente  en  cuanto  tal?  2l  ¿recae  además  en  la  maternidad  del  Reden- 
tor paciente? 

1.  M.^TERMDAD  DEL  REDENTOR.  La  solución  al  primer  problema  no 
ofrece  la  menor  dificultad.  Basta  leer  con  atención  la  narración  de  San 
Lucas  V  el  Cántico  de  María  para  convencerse  plenamente  de  que  el  con- 
sentimiento virginal  tiene  por  objeto  la  maternidad  del  Redentor  precisa- 
mente en  cuanto  tal.  María  da  su  consentimiento  a  la  embajada  del  ángel, 
como  ella  misma  lo  expresó,  «según  tu  palabrai^  Veamos,  pues,  lo  que  el 
ángel  le  anuncia.    No  sólo  le  dice:  «He  aquí  que  concebirás  en  tu  seno  y 


LIBRO  ir.  —  HECHOS 


213 


darás  a  luz  un  hijo,  y  le  llamarás  Jesús;  este  será  grande,  y  será  llamado 
Hijo  del  Altísimo»;  sino  que  añade  a  continuación:  <(Y  le  dará  el  Señor 
Dios  el  trono  de  David  su  padre,  y  reinará  sobre  la  casa  de  Jacob  eterna- 
mente, y  su  reinado  no  tendrá  fim)  (Le.  1,  31-33).  Según  esto,  el  Hijo  que 
se  anuncia  a  María  es  el  Mesías  Rey,  que,  conforme  a  las  profecías  mesiá- 
nicas,  había  de  establecer  en  Israel  el  reino  eterno  de  Dios,  reino  de  justicia 
y  de  paz,  en  que  se  cifraba  toda  la  economía  de  la  salud  humana.  Esto 
dijo  el  ángel,  o,  mejor,  esto  consigna  San  Lucas  y  esto  sabemos  nosotros 
que  dijo  el  ángel;  que  no  es  improbable  que  sus  declaraciones  fueran  más 
amplias  y  más  explícitas.  De  todos  modos,  nos  basta  lo  que  sabemos,  para 
deducir  de  ahí  el  valor  soteriológico  del  consentimiento  virginal,  que  no 
miró  exclusivamente  a  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios,  sino  también  al 
advenimiento  del  Mesías.  Esta  deducción  la  confirma  plenamente  el  Cán- 
tico de  María,  profundamente  soteriológico,  como  antes  hemos  comprobado. 
Agrégase  a  esto  el  gran  conocimiento  que  María  alcanzó  sobre  las  Sagra- 
das Escrituras  y,  lo  que  no  puede  olvidar  un  teólogo  católico,  la  interna 
ilustración  del  Espíritu  Santo,  que,  como  manifestó  a  María  la  divina  filia- 
ción del  Hijo,  no  había  de  ocultarle  su  mesianidad  y  carácter  de  Redentor. 

2.  Maternidad  del  Redentor  paciente.  La  solución  al  segundo  pro- 
blema no  es  ya  tan  fácil  ni  puede  alcanzar  el  mismo  grado  de  certeza.  El 
problema  es  este:  ¿conoció  María  en  el  momento  de  dar  su  consentimiento 
la  pasión  y  muerte  del  Hijo,  cuya  maternidad  se  le  proponía?  ¿Que  el 
reino  de  Dios  se  había  de  establecer  en  la  tierra  por  medio  de  la  cruz?  Ante 
todo,  hay  que  reconocer  que  ni  en  las  palabras  del  ángel,  a  lo  menos  cual 
las  conocemos,  ni  siquiera  en  el  Cántico  de  María,  se  expresa  o  insinúa  la 
pasión  del  Redentor.  Pero  con  esto  no  se  excluye  que  María,  antes  de  dar 
su  consentimiento,  la  conociese.  El  medio  de  conocerla  pudo  ser  doble: 
los  vaticinios  acerca  del  Mesías  paciente  y  la  ilustración  del  Espíritu  Santo. 
Examinemos  si  esta  doble  posibilidad  fué  una  realidad. 

Primeramente,  ¿conoció  María  los  vaticinios  relativos  al  Mesías  pacien- 
te y  los  entendió  en  su  verdadero  sentido?  Que  los  conoció,  no  puede  po- 
nerse en  duda.  El  admirable  conocimiento  que  tenía  de  las  Escrituras  al- 
canzaba también  estos  pasajes,  que,  cuanto  más  misteriosos,  más  debieron 
de  llamarle  la  atención.  Lo  menos  que  podemos  suponer,  — y  esto  es  bas- 
tante—  es  que  María,  al  oír  estos  vaticinios  dentro  del  ciclo  de  las  lecturas 
bíblicas  en  la  sinagoga,  dada  su  natural  perspicacia  hubo  de  reparar  en 
ellos;  por  otra  parte,  como  su  espíritu,  tan  completamente  ajeno  a  las 
tendencias  terrenas  y  carnales  de  tantos  otros  Judíos,  no  ofrecía  ningún 
obstáculo  a  su  interpretación  literal,  hubo  por  tanto  de  entenderlos,  como 


214 


MAP.ÍA,  MEDIADORA  1! MVr.nSAI. 


suenan,  en  su  verdadero  sentido.  Y  ella,  tan  reflexiva,  consideraría  atenta- 
mente estos  abatimientos  del  Mesías  y  los  guardaría  fielmente  en  su  Corazón. 
Y  cuando  el  ángel  le  anunció  la  maternidad  del  Mesías,  no  pudo  menos  de 
conferir  las  palabrar  del  ángel  con  los  vaticinios  de  los  profetas;  y  de  este 
cotejo  se  formó  en  su  espíritu  una  idea  verdadera  y  completa  del  Mesías, 
paciente  y  glorioso.  Y.  en  consecuencia,  al  aceptar  la  maternidad  del  Me- 
sías, aceptó  la  maternidad  del  Redentor  paciente,  la  maternidad  del  Cristo 
crucificado. 

Actuaba  además  intensamente  en  el  alma  de  María  la  luz  del  Espíritu 
Santo,  que,  como  ilustró  su  inteligencia  para  que  conociese  plenamente  la 
divina  filiación  y  la  realeza  mesiánica  del  Hijo,  no  hubo  de  ocultarle  sus 
padecimientos,  que  tan  dolorosamente  habían  de  repercutir  en  el  Corazón 
de  la  Madre.  Estos  padecimientos  del  Hijo  eran  parte  esencial  de  la  mater- 
nidad mesiánica,  a  la  cual  era  invitada  María;  y  en  tal  supuesto,  ocultarle 
estos  padecimientos  pudiera  parecer  una  especie  de  engaño,  impropio  e 
indigno  de  Dios.  Recuérdese  que  al  revelar  por  primera  vez  el  Señor  a 
Ananías  la  vocación  de  Saulo  al  apostolado,  le  declara  inmediatamente: 
«Yo  le  mostraré  cuánto  ha  de  padecer  por  mi  nombre»  ( Act.  9,  16).  ¿Había 
de  ser  Dios  menos  explícito  y,  por  así  decir,  menos  leal  con  María?  Y  si 
al  anciano  Simeón  le  fueron  reveladas  las  contradicciones  que  había  de 
padecer  el  Mesías  y  la  espada  que  había  de  traspasar  el  alma  de  la  Madre, 
¿es  de  presumir  que  lo  uno  y  lo  otro  se  hubiera  mantenido  oculto  a  María? 

La  acción  combinada  de  estas  dos  causas,  la  perspicacia  reflexiva  da 
María,  conocedora  de  los  vaticinios  mesiánicos  relativos  al  Redentor  pa- 
ciente, y  la  ilustración  sobrenatural  del  Espíritu  Santo,  que  mostraba  a  los 
ojos  de  María  el  suspirado  Mesías,  cuya  Madre  iba  a  ser,  no  permiten  dudar 
que  María  comprendería  perfectamente  cuáles  eran  los  destinos  del  Hijo, 
cuya  maternidad  se  le  ofrecía.  Por  esto,  al  dar  su  libre  consentimiento 
a  la  embajada  del  ángel,  admitió  la  maternidad  del  Redentor,  que  David 
había  contemplado  «con  las  manos  y  los  pies  traspasados»  íPs.  21.  17).  y 
que  Isaías  había  anunciado  como  «varón  de  dolores,  herido  por  nuestras 
iniquidades  y  quebrantado  por  nuestros  delitos»  (Is.  53,  3-5). 

De  todos  modos,  lo  que  de  ninguna  manera  puede  negarse,  es  que  María, 
al  dar  su  total  consentimiento,  al  ofrecerse  incondicionalmente  a  Dios  como 
esclava,  admitía  a  ojos  cerrados  cuanto  Dios  quisiera  hacer  de  ella;  y  en 
esta  disposición  de  completo  rendimiento  y  sumisión  a  la  divina  voluntad 
entraba  la  aceptación  anticipada  de  todos  los  padecimientos  y  humillacio- 
nes que  consigo  llevase  la  maternidad  del  Mesías.  Y,  aun  en  esta  hipótesis 
minimista,  esta  aceptación  implícita  de  la  cruz  muy  pronto  hubo  de  hacerse 


LIBRO  ir.  —  HECHOS 


215 


explícita,  cuando  la  perspicaz  y  reflexiva  Madre  se  vió  envuelta  en  aquella 
tormenta  de  zozobras  de  su  desposado,  que  lastimaba  en  lo  más  vivo  su 
virginal  Corazón,  y  cuando  vió  nacer  al  Mesías  en  un  establo,  y  cuando  oyó 
los  fatídicos  anuncios  de  Simeón,  y  cuando  tuvo  que  huir  a  Egipto.  Y  en 
todos  estos  trances  no  se  mostró  decepcionada  ni  engañada.  Su  voluntad 
primera  los  había  abrazado  de  antemano. 

C.    Título  personal  que  motivó  el  consentimiento 

Consta  que  Dios  solicitó  el  consentimiento  de  María,  sin  el  cual  no  quiso 
iniciar  la  ejecución  de  sus  consejos  eternos  en  orden  a  la  redención  humana: 
y  María  dió  libre  y  generosamente  el  consentimiento  que  Dios  se  dignaba 
pedirle.  Pero  se  pregunta:  ¿con  qué  título,  en  nombre  de  quién,  había 
de  dar  María  este  consentimiento?  ¿en  nombre  propio  solamente,  o  tam- 
bién en  nombre  y  representación  de  todo  Israel  o  de  toda  la  humanidad? 
Con  este  problema  está  íntimamente  ligado  el  de  la  necesidad  que  hubo  de 
que  María  diese  su  consentimiento  en  orden  a  la  realización  de  los  planeg 
divinos.  Ambos  problemas  hay  que  estudiar  para  conocer  adecuadamente 
el  consentimiento  de  María. 

Que  María  dió  su  consentimiento  en  nombre  propio,  no  ofrece  la  menor 
dificultad.  La  divina  maternidad  con  que  Dios  le  brindaba,  le  tocaba  a 
ella  personalmente,  muy  de  cerca  y  bajo  muchos  conceptos;  era  una  digni- 
dad, que  a  ella  sola  correspondía,  y  era  también  una  carga,  que  había  de 
tomar  sobre  sí:  era,  pues,  natural  que  diese  el  consentimiento  en  nombre 
propio  y  personal.  Mas,  por  otra  parte,  la  divina  maternidad  era  en  los 
planes  divinos  esencialmente  soteriológica ;  y,  como  tal,  rebasaba  los  límites 
personales:  era  un  negocio,  que  interesaba  a  todo  Israel  y  a  toda  la  huma- 
nidad. ¿Bajo  este  aspecto  soteriológico,  el  consentimiento  de  María  fué 
puramente  personal,  o  más  bien  representativo? 

Consentimiento  representativo.  La  respuesta  de  la  Tradición  a  este 
problema  es  afirmativa.  Recordemos  además  que  anteriormente  hemos 
hallado  a  María  investida  de  la  representación  de  toda  la  humanidad  en 
orden  a  transmitir  o  conferir  al  Redentor  la  solidaridad  con  el  linaje  huma- 
no. Pero  ahora,  prescindiendo  de  esta  doble  ventaja,  nos  limitaremos  al 
análisis  interno  del  mismo  consentimiento,  para  ver  si  en  su  naturaleza 
descubrimos  algunos  indicios  de  su  carácter  representativo. 

La  economía  de  la  redención  humana  es  una  alianza,  la  Nueva  Alianza 
entre  Dios  y  los  hombres.    Y.  como  alianza,  requiere  el  consentimiento  de 


216 


-MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


entrambas  partes.  Por  otra  parte,  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios  — y 
consiguientemente  la  divina  maternidad —  es  el  primer  paso  en  la  economía 
de  la  redención,  y  por  tanto  la  inauguración  de  la  Nueva  Alianza.  El  con- 
sentimiento, pues,  de  entrambas  partes  se  había  de  dar  en  este  primer  mo- 
mento. Ahora  bien,  de  hecho,  ¿quién  dió  este  consentimiento?  Solamente 
María.  Mas.  como  debía  darle  todo  el  linaje  humano,  sigúese  que  María 
lo  dió  en  nombre  y  representación  de  toda  la  humanidad. 

Esta  misma  Alianza  se  representa  en  la  Escritura  y  en  toda  la  Tradición 
bajo  la  imagen  de  místicos  desposorios  entre  Dios  e  Israel,  entre  Dios  y 
toda  la  humanidad.  Y  los  desposorios  exigen  el  mutuo  consentimiento  de 
entrambos  desposados.  Este  consentimiento  debía  darse  en  el  momento  en 
que  se  contraían  los  desposorios,  en  la  encarnación.  Naturalmente  debía 
darlo  toda  la  humanidad:  sólo  de  hecho  lo  dió  María:  señal  evidente  de 
que  lo  daba  como  representante  de  todo  el  linaje  humano. 

Examinemos  ahora  las  palabras  mismas  de  María  al  dar  su  consenti- 
miento. Hav  en  ellas  un  rasgo  o  pormenos  misterioso,  en  que  acaso  no  se 
ha  reparado  bastante.  Dice:  «Fiat  mihi  secundum  vertura  tuumi» :  no  «fiat 
in  me»,  o  algo  parecido,  sino  «fiat  mihi».  El  sentido  de  semejante  dativas 
commodi  no  puede  ser  sino  «en  bien  mío»,  «a  favor  mío»,  «en  atención  a 
mío.  Y  lo  que  desea  María  se  haga  «a  favor  suyo»  es  todo  lo  comprendido 
en  el  complemento  «secundum  verbum  tuum»;  es  decir,  todo  cuanto  había 
dicho  el  ángel:  no  sólo  la  concepción  y  el  parto  de  Jesús,  el  Hijo  del  Altí- 
simo, sino  también  su  exaltación  al  trono  de  David  y  su  realeza  y  reinado 
eterno  sobre  la  casa  de  Jacob.  Y  estos  deseos  los  expresa  la  humilde  donce- 
Uita  que  acaba  de  llamarse  «la  Esclava  del  Señor».  ¿Cómo  se  compaginan 
esos  deseos,  que  parecen  tan  ambiciosos  como  interesados,  con  tan  estu- 
penda humildad  y  abnegación?  Y  crece  el  asombro,  al  ver  que  poco  des- 
pués, en  su  Cántico,  reaparece  junto  a  la  «bajeza  de  la  Esclava  del  Señor» 
íLc.  1.  48l  el  misterioso  dativo:  «Fecit  mihi  magna»  íLc.  1,  49).  ¿Y  cuá- 
les son  esas  cosas  grandes  que  hizo  en  su  favor  el  Poderoso?  La  repetición 
intencionada  del  verbo  «fecit»  íLc.  1,  .51)  lo  expresa  claramente:  es  toda 
la  obra  de  la  redención  humana,  encuadrada  en  el  marco  de  la  providencia 
divina.  ¿Cuál  será  la  clave  de  este  enigma?  En  la  hipótesis  de  que  María 
habla  exclusivamente  en  nombre  propio,  el  enigma  es  indescifrable.  Su- 
puesta la  inteligencia  perspicaz  y  reflexiva  de  María,  tanta  humildad  es 
incapaz  de  tan  desmesuradas  ambiciones.  En  cambio,  en  la  hipótesis  de  que 
María  hable  en  nombre  y  representación  de  toda  la  humanidad,  el  enigma 
queda  descifrado:  los  deseos  de  que  se  cumplan  en  su  favor  los  misericor- 
diosos designos  de  Dios  son  aspiraciones  justas  y  santas,  tan  confiadas  como 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


217 


humildes.  Tenemos,  pues,  en  este  dativo,  a  primera  vista  enigmático,  una 
confirmación  no  despreciable  del  carácter  "representativo  del  consentimiento 
de  María. 

Necesidad  del  consentimiento.  Este  carácter  representativo  explica 
además  la  necesidad  del  consentimiento  virginal  en  orden  a  la  ejecución  de 
los  planes  divinos.    No  será  difícil  precisar  el  sentido  de  esta  necesidad. 

Respecto  de  Dios  la  necesidad  del  consentimiento  virginal  no  fué,  ni 
pudo  ser,  absoluta  o,  en  rigor,  antecedente.  Evidentemente,  Dios  pudo  no 
querer  la  redención  humana;  y  aun  en  el  supuesto  de  que  la  quiso,  pudo 
prescindir  de  María  y  de  su  consentimiento.  Ninguna  necesidad  forzaba  a 
Dios  a  querer  lo  que  libérrimamente  determinó.  Si  después,  en  lo  que  hizo, 
interviene  alguna  necesidad,  esa  necesidad  Dios  mismo  se  la  creó  libérri- 
mamente, nadie  se  la  impuso:  es,  en  lenguaje  teológico,  necesidad  pura- 
mente hipotética  y  consecuente.  Tal  es  la  necesidad  del  consentimiento  vir- 
ginal: dentro  de  los  planes  que  Dios  mismo  formó  se  hizo  hipotética  y  con- 
secuentemente necesario  este  consentimiento. 

Esta  relativa  necesidad  se  explica  perfectamente  por  el  doble  título  del 
consentimiento  de  María:  en  cuanto  es  personal  y  en  cuanto  es,  principal- 
mente, representativo. 

En  cuanto  era  personal,  el  consentimiento  miraba  a  la  divina  mater- 
nidad como  una  dignidad  y  como  un  oficio  trabajoso:  y  bajo  ambos  con- 
ceptos se  hacía  sumamente  conveniente  y  en  cierta  manera  necesario,  que 
se  pidiese  a  María  su  libre  consentimiento.  Para  las  excelsas  dignidades, 
para  las  gracias  de  privilegio.  Dios  no  suele  forzar,  sino  invitar  suavemente. 
Y  para  los  oficios  extraordinariamente  trabajosos  Dios  suele  buscar  vo- 
luntarios. 

Más  clara  es  aún  la  necesidad  del  consentimiento  virginal  en  cuanto  era 
representativo.  Si  la  economía  de  la  redención  es  una  Nueva  Alianza,  unos 
desposorios  de  Dios  con  la  naturaleza  humana,  como  Alianza  y  como  despo- 
sorios exige  el  consentimiento  de  entrambas  partes,  de  la  humanidad  consi- 
guientemente y  de  María  que  llevaba  su  representación.  Dios  podía  cierta- 
mente disponer  de  otra  manera  la  economía  de  la  redención;  mas  desde  el 
momento  en  que  ha  querido  sea  una  Alianza  y  unos  desposorios,  él  mismo 
ha  hecho  necesario  el  consentimiento.  No  hay  que  olvidar  este  carácter  de 
representación  y  de  necesidad  del  consentimiento  de  María,  cuando  se  trate 
de  determinar  su  causalidad  moral  en  la  obra  de  redención  humana. 


218 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Capítulo  II 
COMPASIÓN  MATERNAL 

La  compasión  de  María  junto  a  la  cruz  del  Redentor  es  el  objeto  prefe- 
rente de  las  modernas  controversias  mariológicas;  en  ella  se  ha  centrado  e! 
gran  problema  de  la  corredención  Mariana.  Hay  que  estudiarla,  pues,  con 
todo  esmero.  Para  no  mezclar  lo  que  hay  en  ella  de  más  elemental  o  super- 
ficial con  lo  que  tiene  de  más  íntimo  y  significativo,  será  conveniente  estu- 
diarla en  dos  estadios  o  ciclos  consecutivos.  El  primero  será  casi  una  sim- 
ple declaración  de  los  términos;  el  segundo  será  un  examen  de  sus  propie- 
dades singulares  y  únicas. 

Art.  1.    El  hecho  de  la  compasión 

Compasión  no  se  toma  aquí  en  el  sentido  vulgar  de  conmiseración,  sino 
en  el  sentido  etimológico  de  padecer  juntamente  con  otro;  y  pudiera  defi- 
nirse acomunión  (o  comunicación  o  participación  solidaria)  con  los  padeci- 
mientos de  Cristo». 

Que  María,  de  pie  junto  a  la  cruz  de  su  Hijo  Redentor,  padeció  con  él, 
es  decir,  que  tomó  parte  en  sus  padecimientos,  no  hay  para  qué  detenerse 
en  demonstrarlo.  Tampoco  interesa  especialmente  al  teólogo  ponderar  y 
encarecer  la  intensidad  y  atrocidad  de  estos  padecimientos.  Mucho  más 
interés  tiene  señalar  el  doble  sentido  o  aspecto  de  esta  com-pasión. 

La  com-pasión  de  María  puede  entenderse  de  dos  maneras:  o  por  apro- 
piación o  por  asociación;  por  apropiación,  en  cuanto  María  considera  y 
siente  como  suyos  los  padecimientos  del  Hijo:  es  la  reprecusión  de  los  pade- 
cimientos del  Hijo  en  el  Corazón  de  la  Madre;  por  asociación,  en  cuanto 
junta  o  añade  a  los  del  Hijo  sus  propios  y  personales  padecimientos;  donde 
entra,  por  ejemplo,  la  privación  de  las  muchas  ventajas,  que  pierde  la  Ma- 
dre con  la  muerte  del  Hijo. 

Esta  com-pasión  estaba  realzada  por  las  disposiciones  morales  o  virtudes 
que  la  acompañaban,  principalmente  la  fe,  la  obediencia  o  conformidad  con 


LIBRO  II.  —  HF.CHDS 


219 


la  voluntad  divina  y  la  caridad  para  con  los  hombres  y  el  deseo  de  su  repa- 
ración y  salud  eterna. 

Considerada  así  en  general,  la  compasión  no  parece  exclusiva  de  María. 
Junto  a  María,  al  pie  de  la  cruz,  estaban  Juan  y  la  Magdalena,  que  sentían 
también  dolorosamente  y  compartían  los  padecimientos  del  Redentor.  Más 
aún,  San  Pablo  (Rom.  8,  17;  2  Tim.  2,  11-12)  lo  mismo  que  San  Pedro 
(1  Petr.  4,  13)  consideran  la  com-pasión  con  Cristo  como  necesaria  a  todos 
los  cristianos.  Y  si  se  desea  una  com-pasión  de  intensidad  y  de  quilates 
místicos,  ahí  está  el  caso  de  San  Pablo,  que  se  sentía  íntimamente  «concru- 
cificado»  con  Cristo  (Gal.  2,  19).  Y  lo  mismo  pudieran  decir  tantas  almas 
llamadas  a  la  mística  con-crucifixión  con  el  Esposo  crucificado.  ¿Qué  tiene, 
pues,  de  singular  o  exclusivo  y  propio  la  com-pasión  de  María?  Tal  es  el' 
problema  que  vamos  a  estudiar.  Consideramos  esta  com-pasión,  no  todavía 
como  corredención,  pero  sí  como  base  o  prerrequisito  de  la  corredención 
Mariana;  y  parece  que  esta  base  no  subsiste,  si  la  compasión  Mariana  no 
se  diferencia  esencialmente  de  la  compasión  de  todos  los  demás  santos. 


Art.  2.   Singularidad  de  la  com-pasión  Mariana 

Para  descubrir  la  singularidad  de  la  com-pasión  Mariana,  tomaremos 
como  punto  de  comparación  o  referencia  el  caso  privilegiado  de  San  Pablo, 
antes  mencionado,  que,  por  tanto,  habremos  de  analizar  con  mayor  preci- 
sión, para  poder  cotejar  con  él  el  caso  de  María. 

La  con-crucifixión  Paulina  es  un  fenómeno  místico,  consistente  en  la 
percepción  o  conciencia  experimental,  cuyo  objeto  es  su  comunión  o  parti- 
cipación en  la  crucifixión  del  Salvador.  Esta  comunión  se  realiza,  no  por 
la  reproducción  del  acto  de  la  crucifixión,  sino  por  la  compenetración  o 
identificación  espiritual  de  Pablo  con  el  Redentor  crucificado.  Esta  compe- 
netración es  doble:  jurídica  y  psicológica.  La  jurídica  radica  en  el  princi- 
pio de  solidaridad,  en  virtud  del  cual  el  Redentor  tenía  en  sí  incorporados 
y  concentrados  a  todos  los  hombres.  La  psicológica  radica  en  la  potencia 
transformativa  y  unitiva  del  amor.  Tres  son,  pues,  los  elementos  principa- 
les de  este  fenómeno  místico:  la  percepción  íntima  de  la  con-crucifixión  y 
el  doble  principio  que  la  determina,  es  a  saber,  la  doble  compenetración, 
jurídica  y  psicológica.  Comparemos  ahora  bajo  este  triple  aspecto  la  com- 
pasión de  María  con  la  concrucifixión  de  Pablo. 

Bajo  el  primer  aspecto,  la  percepción  de  Pablo  tiene  por  objeto  un  acto 
pretérito,  la  crucifixión  del  Redentor,  cuya  reproducción  presente  es  pura- 


220 


MAKIA,  MEDIADORA  IJMVKRSAL 


mente  intencional  y,  en  gran  parte  por  lo  menos,  imaginaria;  y  es  además 
indirecta,  por  cuanto  no  se  realiza  por  la  reproducción  de  los  tormentos  de 
la  cruz,  sino  que  es  simple  resultancia  de  considerarse  Pablo  identificado 
con  el  Redentor  crucificado.  No  así  en  María,  que,  no  por  imaginación  de 
un  objeto  pretérico,  sino  por  visión  viva  de  la  realidad  presente,  comparto 
los  padecimientos  del  Redentor,  que,  no  por  resultancia  indirecta,  sino  por 
repercusión  directa,  se  reproducen  en  su  Corazón.  Entre  la  comunión  ima- 
ginaria e  indirecta  de  lo  pretérito  y  la  comunión  visual  y  directa  de  lo  actual 
y  presente  media  un  abismo.  No  es,  con  todo,  este  primer  aspecto  el  más 
importante  desde  el  punto  de  vista  de  la  corredención.  La  principal  im- 
portancia se  halla  en  los  otros  dos  aspectos. 

Bajo  el  segundo  aspecto,  la  con-crucifixión  de  Pablo  radica  en  la  identi- 
ficación jurídica  o  en  el  principio  de  solidaridad;  la  com-pasión  de  María, 
en  una  comunión  incomparablemente  más  estrecha  y  elevada,  de  orden  a  la 
vez  jurídico  y  físico. 

La  comunión  de  María  con  el  Redentor  paciente  es  también  jurídica  o 
moral,  como  la  de  Pablo;  mas  con  una  diferencia  esencial,  que  anterior- 
mente señalamos.  En  efecto,  la  de  Pablo  es  puramente  pasiva;  la  de  Ma- 
ría, en  cambio,  es  activa.  El  principio  mismo  de  solidaridad  es  ciertamente 
obra  de  Dios;  pero  Dios,  antes  de  encarnarlo  en  el  Redentor  y  en  orden 
precisamente  a  transfundirlo  en  él,  lo  plasma  o  concreta  en  María,  que, 
constituida  representante  de  toda  la  humanidad,  transfiere  o  confiere  mater- 
nalmente  esta  representación  universal  a  su  Hijo  Redentor.  Donde  es  de 
notar  que  Pablo,  antes  de  ser  incorporado  a  Cristo,  se  hallaba  representado 
en  María,  y  que  fué  ella  precisamente  la  que  en  él  le  incorporó. 

Pero  la  comunión  de  María  con  Cristo  no  se  limita,  como  la  de  Pablo, 
al  orden  moral  o  jurídico:  pertenece  además  al  orden  físico.  Y  por  varios 
títulos.  Por  de  pronto,  sin  abandonar  el  principio  de  solidaridad,  notemos 
que  Cristo,  al  recibir  con  la  generación  virginal  la  representación  de  toda 
la  humanidad,  de  muy  diferente  manera  recibe  la  de  María  y  la  de  los  demás 
hombres.  Pues,  la  carne  y  sangre,  a  la  cual  está  vinculada  esta  represen- 
tación solidaria,  es  carne  y  sangre  de  los  demás  hombres  sólo  jurídicamente: 
únicamente  de  María  puede  con  toda  propiedad  decirse  que  lo  es  física- 
mente. De  María  puede  decir  el  Redentor,  como  Adán  de  Eva,  con  mucha 
más  verdad  que  de  los  demás  hombres,  que  es  «carne  de  su  carne  y  hueso 
de  sus  huesos». 

Pero  el  hecho  de  la  maternidad  establece  entre  María  y  su  Hijo  otro  linaje 
de  comunión,  la  misteriosa  afinidad  de  sentimientos,  la  maravillosa  sensi- 
bilidad o  impresionabilidad  de  las  madres  en  responder  espontánea  y  rápi- 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


221 


damente  a  todo  cuanto  dice,  siente,  hace  o  padece  el  hijo.  Es  lo  que  se  ha 
llamado  «la  voz  de  la  sangre»,  que  tan  poderosamente  resuena  en  el  corazón 
de  una  madre:  es  con  toda  la  fuerza  etimológica  y  con  toda  la  plenitud,  la 
simpatía  maternal.  \  cuando  una  madre  lo  es  con  tan  exclusiva  totalidad 
como  lo  es  la  Madre- Virgen  de  su  Hijo  Unigénito,  esta  sensibilidad  en  reci- 
bir las  impresiones  que  parten  del  Hijo  ha  de  ser  incomparablemente  más 
profunda  y  delicada.  En  virtud  de  esta  simpatía  materna  la  com-pasión  de 
María  es  un  efecto  necesario  y,  si  rto  es  irrespetuosa  la  expresión,  automá- 
tico y  fatal  de  su  misma  maternidad.  De  ahí  se  desprende  una  consecuen- 
cia de  capital  importancia.  Si  el  Hijo  que  Dios  ofrece  a  María  era  en  los 
consejos  divinos  el  Redentor  que  con  sus  padecimientos  y  muerte  había  de 
rescatar  a  los  hombres,  es  decir,  si  estos  padecimientos  no  habían  de  ser 
fortuitos,  sino  necesarios  y  esenciales  en  el  Redentor,  sigúese  que  María,  al 
ser  destinada  y  llamada  a  ser  su  Madre,  quedaba  por  el  mismo  caso  destinada 
y  llamada  a  compartir,  por  la  ley  misma  de  la  maternidad,  los  padecimientos 
del  Hijo.  Y  María,  por  su  parte,  al  responder  libre  y  generosamente  a  este 
llamamiento  divino,  aceptaba  de  antemano  estos  padecimientos  inherentes  y 
esenciales  a  su  maternidad  soteriológica.  Según  esto,  la  compasión  de  Ma- 
ría era  un  elemento  esencial  de  la  economía  de  la  redención ;  sus  padeci- 
mientos maternales,  ordenados  por  Dios,  estaban  por  el  mismo  caso  desti- 
nados y  aceptados  en  orden  a  la  ejecución  de  los  planes  divinos  relativos  a 
la  salud  eterna  de  los  hombres.  La  misma  elección  de  María  para  la  mater- 
nidad del  Redentor  entrañaba  en  sí,  como  consecuencia  ineludible,  la  nece- 
sidad de  la  compasión  y  de  los  padecimientos  maternales,  pedidos  y  exigidos 
por  Dios  a  la  que  elegía  para  Madre.  Evidentemente  con  esta  necesidad 
de  la  compasión  de  María  nada  tiene  de  semejante  la  concrucifixión  de 
Pablo. 

Vengamos  al  tercer  aspecto,  el  amor  transformativo  v  unitivo,  el  otro 
principio  determinante  de  la  con-crucifixión  lo  mismo  que  de  la  com-pasión. 
El  amor  de  Pablo  era,  sin  duda,  ardentísimo  v  se  elevaba  a  las  cumbres  mág 
altas  del  misticismo;  y.  aunque  podamos  distinguir  en  él  varios  aspectos  o 
matices,  todos,  empero,  se  reducen  a  un  tipo  único:  el  de  la  virtud  teoló- 
gica de  la  caridad.  El  amor  de  María  al  Redentor,  aunque  sin  perder  su 
unidad,  pertenece  a  dos  tipos  sustancialmente  distintos:  el  amor  commUirat 
(no  decimos  natural,  porque  en  realidad  era  sobrenatural)  y  específico  de 
madre,  y  el  amor  sobrenatural  y  genérico  de  la  criatura  a  su  Criador  y  Re- 
dentor; es  decir,  el  amor  a  su  Hijo  y  el  amor  a  su  Dios;  y  este  doble  amor, 
fundido  en  uno,  supera  con  inmensas  ventajas  al  amor  de  Pablo,  no  sola- 
mente por  su  mayor  intensidad,  sino  también  por  ser  de  orden  superior. 


222 


MARÍA,  MEDIADORA  LMVERSAI. 


Examinemos  más  en  particular  esla  doble  ventaja  del  amor  transformativo 
y  unitivo  de  María. 

El  amor  de  madre  es,  en  lo  humano,  el  más  vehemente  y  delicado,  el  más 
puro  y  desinteresado,  el  más  solícito  y  sacrificado.  Pero  en  María  este 
amor  adquiere  nuevas  propiedades,  que  lo  distinguen  del  común  amor  ma- 
terno. Es  María  Madre  sin  padre  terreno,  y  Madre  de  un  Hijo  único.  Con 
esto  todo  el  amor  de  los  padres  a  sus  hijos  se  concentra  en  el  Corazón  de 
María,  y  no  para  dispersarse  luego  en  multitud  de  hijos,  sino  para  dirigirse 
entero  a  su  Unigénito.  Es  además  el  amor  materno  de  María  natural  a  la 
vez  y  electivo:  caso  verdaderamente  singular  y  exclusivo  de  María.  El  amor 
de  las  otras  madres  es  natural,  mas  no  propiamente  electivo:  ellas  reciben 
los  hijos  que  Dios  les  da,  pero  no  los  conocen  individual  o  personalmente 
hasta  después  de  nacidos;  otros  amores,  el  de  amistad,  por  ejemplo,  son 
electivos,  pero  no  propiamente  naturales:  María,  en  cambio,  conoce  singu- 
lar y  determinadamente  el  Hijo  que  le  va  a  nacer  y  cuya  maternidad  acepta 
libremente:  le  ama  antes  de  ser  su  Madre;  y  al  serlo,  brota  naturalmente  con 
ímpetu  absorbente  en  su  Corazón  el  amor  materno:  amor,  a  la  vez,  natural 
y  electivo.  Otras  dos  propiedades  realzan  más  todavía  el  amor  materno  de 
María:  su  doble  relación  con  el  Espíritu  Santo  y  con  el  Padre  celestial. 
Por  una  parte,  en  la  maternidad  de  María  la  acción  natural  y  ordinaria  del 
varón  es  sustituida  por  la  acción  sobrenatural  y  extraordinaria  del  Espíritu 
Santo,  que,  como  Amor  sustancial  y  subsistente,  no  limitó  su  acción  a  la 
fecundación  física  de  la  carne  de  María,  sino  que  actuó  en  su  Corazón  in- 
fundiéndole un  amor  materno,  que  la  dispusiese  para  ser  digna  Madre  ddl 
Hijo  de  Dios.  Por  otra  parte  este  amor  de  Madre  había  de  estar,  en  lo 
posible,  en  consonancia  con  el  amor  infinito  del  Padre  celeste  al  «Hijo  de 
su  amor»  íCol.  1,  13),  «en  quien  tenía  puestas  todas  sus  complacencias» 
(Mt.  3,  17).  En  suma,  el  amor  materno  de  María,  radicado  en  la  natura- 
leza y  en  la  gracia,  en  la  carne  y  en  el  espíritu,  como  en  ninguna  otra  madre, 
se  elevaba  al  orden  hipostático.  Evidentemente,  bajo  este  concepto,  el  amor 
de  Pablo  no  sufre  comparación  con  el  amor  de  María. 

Tampoco  la  sufre  bajo  el  aspecto  más  genérico,  por  cuanto  ambos  per- 
tenecen de  alguna  manera  a  la  caridad  teologal,  en  cuanto  son  amor  de 
Dios.  En  efecto  la  caridad  está  en  razón  directa  de  la  gracia  y  santidad, 
de  la  cual  es  su  propiedad  más  característica.  A  mayor  gracia  corresponde 
mayor  caridad;  a  una  gracia  de  orden  superior,  una  caridad  igualmente 
de  orden  más  elevado.  Ahora  bien,  mientras  la  santidad  de  Pablo  pertenece 
al  orden  común  de  la  gracia  santificante,  la  de  María,  en  cambio,  pertenece 
al  orden  supremo  de  la  unión  hipostática.    En  consecuencia,  pues,  mientras 


LIBRO  II.  —  HKCHOS  223 

la  caridad  de  Pablo,  por  intensa  que  se  la  suponga,  no  excede  los  límites 
ordinarios,  la  de  María,  en  cambio,  se  eleva  a  un  orden  incomparable- 
mente superior.  Si  la  de  Pablo  es  caridad  de  hijo  de  Dios,  la  de  María 
es  caridad  de  Madre  de  Dios. 

Por  otra  consideración  crece  este  doble  amor  de  María,  por  cuanto  no 
son  propiamente  dos  amores  dispares,  ni  siquiera  dos  amores  coordinados, 
sino  un  solo  amor,  dirigido  a  uno  solo,  que  es  a  la  vez  su  Hijo  y  su  Dios. 
Y  así  María  ama  a  Dios,  con  el  amor  que  una  madre  ama  a  su  hijo:  y 
ama  a  su  divino  Hijo  con  el  amor  con  que  la  más  santa  de  todas  las 
criaturas  ama  a  su  Dios  y  su  Señor.  Si  vale  la  comparación,  diríamos 
que  estas  dos  formalidades  del  amor  de  María,  como  heterogéneas  que  son, 
no  se  suman,  sino  que  se  multiplican,  intensificando  y  elevando  el  amor 
de  María,  maternalmente  teológico  o  teológicamente  maternal,  a  tales  altu- 
ras, en  que  se  pierde  nuestra  pobre  inteligencia. 

Hay  que  señalar  todavía  otras  dos  diferencias  importantes,  que  distin- 
guen radicalmente  el  amor  de  Pablo  y  el  amor  de  María. 

Pablo  en  los  éxtasis  místicos  de  su  amor  siente  la  fragilidad  humana. 
Al  sentirse  levantado,  como  por  fuerza  ajena,  y  no  sin  alguna  violencia, 
a  las  alturas,  tenebrosas  a  la  vez  y  fulgurantes,  de  la  contemplación  y  unión 
mística,  padece  vértigos,  estremecimientos,  angustias;  en  el  alma  y  en  el 
cuerpo  sufre  quebrantos  y  trastornos  dolorosos,  como  quien  no  se  halla  en 
su  propio  centro,  sino  que  ha  sido  arrebatado  a  un  mundo  misterioso,  jamás 
soñado  ni  imaginado.  De  ahí  aquellas  expresiones  incoherentes  y  palpi- 
tantes: a  un  mismo  tiempo  está  muerto  y  vive,  está  en  sí  y  fuera  de  sí, 
es  él  y  no  es  él,  vive  él  y  es  otro  quien  vive  en  él:  «vivo  autem...  iam 
non  ego,  vivit  vero  in  me  Christus»  (Gal.  2,  20);  «sive  in  corpore,  nescio; 
sive  extra  corpus,  nescio:  Deus  scit»  (2  Cor.  12,  2).  No  así  María,  como, 
proporcionalmente,  tampoco  así  Jesús.  Se  ha  notado  atinadamente  que, 
a  diferencia  de  todos  los  santos,  Jesús  en  las  íntimas  comunicaciones  con 
su  Padre  celestial  se  halla  siempre  como  en  reposo,  como  en  su  propio  cen- 
tro, como  en  su  ambiente  natural,  sin  la  menor  violencia,  sin  trasudores, 
sin  aquellos  terrores  que  sobrecogían  a  los  Judíos  en  presencia  de  la  divi- 
nidad, sin  aquellos  temblores  y  espantos  que  el  mismo  Saulo  sintió  derri- 
bado en  tierra:  es  que  era  el  Hijo  que  hablaba  con  su  Padre.  De  seme- 
jante manera  María,  no  con  los  sobresaltos  de  Pablo,  sino  con  la  sosegada 
serenidad  de  Jesús,  vivía  en  las  más  elevadas  alturas  de  la  contemplación 
y  unión  mística,  como  en  su  propio  centro  o  ambiente  natural;  no  entre 
tinieblas  y  relámpagos,  sino  en  claridad  de  luz  diáfana.  En  el  mismo  Cal- 
vario ((Stabat  Mater...» 


/ 

224  MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 

Más  importante  es  para  nuestro  objeto  otra  diferencia:  la  diferente  re- 
lación de  prioridad  o  posterioridad,  lógica  y  cronológica,  del  amor  de 
María  y  del  amor  de  Pablo  respecto  de  la  crucifixión  del  Redentor.  María 
con  su  amor  maternal  y  teologal  amaba  al  Redentor  con  anterioridad  a  su 
crucifixión;  Pablo,  en  cambio,  amó  al  Redentor  con  posterioridad,  así 
cronológica  como  lógica,  respecto  de  su  crucifixión.  Por  esto,  el  amor  de 
Pablo  y  su  consiguiente  con-crucifixión,  aun  prescindiendo  de  otros  mo- 
tivos, no  puede  en  manera  alguna  ser  considerado  como  cooperación  a  la 
obra  de  la  redención:  queda  excluido  de  antemano,  por  llegar  demasiado 
tarde.  No  así  el  amor  de  María  y  su  consiguiente  com-pasión,  por  la  razón 
contraria.  No  queremos  decir  que  la  prioridad  del  amor  de  María  respecto 
de  la  pasión  del  Redentor  baste  por  sí  sola  para  considerar  la  com-pasión 
Mariana  como  corredención  formal,  ni  tratamos  ahora  de  eso;  pero  sí  deci- 
mos que  por  lo  menos  ofrece  una  base  apta  y  seria  para  investigar  ulterior- 
mente si  a  la  luz  de  los  principios  mariológicos  se  verifican  en  ella  las 
condiciones  necesarias  para  que  se  la  pueda  considerar  como  verdadera 
cooperación  a  la  obra  de  la  redención.  A  preparar  esta  base,  nada  más 
por  ahora,  van  ordenadas  las  presentes  consideraciones  sobre  la  com-pasión 
Mariana. 

Sin  abandonar  aún  la  comparación  de  la  com-pasión  de  María  con  la 
con-crucifixión  de  Pablo,  hay  que  señalar  en  María  otro  principio  de  com- 
pasión, que  no  halla  en  Pablo  nada  que  le  corresponda.  Nos  referimos  a 
los  derechos  maternales  de  María  respecto  de  su  Hijo  Redentor,  que  ya 
varias  veces  hemos  tenido  ocasión  de  mencionar.  Bastará,  por  tanto,  in- 
dicar brevemente  la  doble  manera  cómo  estos  derechos  determinan  la  com- 
pasión Mariana.  Por  una  parte,  la  muerte  misma  del  Hijo,  por  sí  sola  y 
prescindiendo  de  todas  sus  consecuencias,  es  la  mayor  desgracia  para  una 
madre,  no  solamente  en  el  orden  sentimental,  sino  también  en  el  orden 
jurídico.  Recordemos  el  caso  de  la  viuda  de  Naím.  Sobre  el  hijo  y  sobra 
la  vida  del  hijo  tiene  la  madre  derechos  sagrados,  que  todos  los  hombres 
deben  respetar;  derechos,  que  se  conculcan,  acarreando  con  ello  a  la 
madre  una  enorme  desgracia,  siempre  que,  como  en  el  caso  de  Jesús, 
se  quita  al  hijo  injustamente  la  vida.  Por  otra  parte,  la  muerte  de 
Jesús,  como  la  muerte  de  todo  hijo  respecto  de  su  madre,  privaba 
a  María  de  inapreciables  ventajas,  dejándola  en  triste  soledad.  Así 
lo  reconoció  el  mismo  Salvador,  al  dar  a  María  otro  hijo,  que  hicie- 
se sus  veces:  sustitución  significativa,  pero  necesariamente  deficiente. 
A  un  hijo,  y  más  si  este  hijo  es  Jesús,  nadie  puede  sustituir  adecua- 
damente. 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


225 


Tal  es  la  com-pasión  de  María,  sustancialmente  diferente  de  la  con-cru- 
cifixión  de  Pablo,  en  razón  de  los  tres  principios  diferenciales  que  la  deter- 
minan: la  sensibilidad  maternal,  el  amor  maternal,  los  derechos  maternales: 
todos  radicados  y  esencialmente  inherentes  a  la  maternidad.  En  virtud  de 
ellos  la  maternidad  de  María  había  de  ser  necesariamente  una  maternidad 
paciente  y  crucificada.  Para  motivar  la  com-pasión  de  María  y  apreciar 
sus  propiedades  características,  no  hemos  tenido  que  salimos  de  su  divina 
maternidad.  Si  los  hubiéramos  hallado  fuera  de  la  maternidad,  la  com- 
pasión de  María,  semejante  entonces  a  la  de  Pablo  o  de  la  Magdalena, 
podría  ser  considerada,  por  Dios  principalmente,  como  algo  accesorio,  ex- 
trínseco o  extraño  a  la  pasión  del  Redentor;  mas,  desde  el  momento  que 
radican  en  la  misma  maternidad,  son  sus  consecuencias  naturales  y  necesa- 
rias, entonces  la  com-pasión  de  María,  no  menos  que  la  misma  maternidad, 
entra  de  lleno  en  la  elección  y  vocación  de  María:  son  su  destino  provi- 
dencial. La  com-pasión  maternal,  querida  e  impuesta  por  Dios  a  María, 
quedaba  elevada  a  la  categoría  de  elemento  integrante  en  la  economía  de 
la  redención. 

Hasta  aquí  hemos  considerado  la  com-pasión  de  María  sólo  pasivamente, 
como  efecto  de  la  pasión  del  Redentor:  para  completar  este  análisis  hay 
que  considerarla  también  activamente,  esto  es,  hay  que  estudiar  los  actos  y 
disposiciones  morales  que  acompañaban  y  avaloraban  la  com-pasión.  Tam- 
poco aquí  habremos  de  salimos  de  la  maternidad.  En  el  consentimiento 
virginal,  con  que  María  aceptó  la  maternidad  del  Redentor,  descubrimos 
fácilmente  estas  disposiciones  morales.  Los  sentimientos  fundamentales  del 
consentimiento,  la  fe,  la  obediencia,  la  humildad,  que  perduraban  en  el 
Corazón  de  María,  como  una  disposición  habitual,  se  renovaron  y  brotaron 
con  inusitado  ímpetu  con  la  contemplación  del  Hijo  Redentor,  paciente  y 
moribundo.  Para  penetrar  en  el  Corazón  de  la  Madre,  podrán  servirnos, 
como  punto  de  partida,  aquellas  hermosas  palabras  de  San  Ambrosio:  «Nec 
María  minor  quam  Matrem  Christi  decebat,  fugientibus  apostolis  ante  cru- 
cem  stabat,  et  piis  spectabat  oculis  Filii  vulnera;  quia  exspectabat  non 
pignoris  mortem,  sed  mundi  salutem»  {In  Le.  10,  132.  ML  15,  1930).  Cada 
pensamiento  se  merece  especial  atención.  Primeramente,  María,  «nec  mi- 
nor quam  Matrem  Christi  decebat»,  se  hubo  en  aquellos  solemnes  momentos, 
cual  cumplía  a  su  condición  de  Madre  del  Redentor;  estuvo,  como  diríamos 
con  frase  moderna,  a  la  altura  de  la  situación  y  de  su  propia  dignidad.  En 
consecuencia,  «fugientibus  apostolis,  ante  crucem  stabat».  Mientras  los 
mismos  apóstoles,  nublada  su  fe,  perdido  su  valor,  huían  lejos,  lejos  del 
Redentor,  lejos  de  la  cruz,  María,  con  la  fe,  con  la  constancia,  que  convenían 

15 


226 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


a  la  Madre  del  Redentor,  estaba  allí  ante  la  cruz,  estaba  de  pie,  firme, 
impertérrita.  Y  con  esta  fe  «piis  spectabat  oculis  Filii  vulnera»:  con  ojos 
piadosos,  con  ojos  de  Madre,  contemplaba  religiosamente  las  heridas  del 
Hijo  crucificado.  Iluminada  con  esta  misma  fe  «exspectabat  non  pignoris 
mortem,  sed  mundi  salutem»:  atendía  y  aguardaba,  no  tanto  la  muer- 
te del  Hijo,  prenda  de  su  amor,  cuanto  la  salud  y  redención  del 
mundo.  Absorbida  por  la  contemplación  de  aquella  divina  tragedia, 
miraba  principalmente  el  desenlace  final;  que  no  era  la  muerte  del 
Hijo,  que  pronto  había  de  resucitar,  sino  la  salvación  del  género 
humano. 

Procuremos  profundizar  estos  pensamientos,  considerando  los  sentimien- 
tos incluidos  en  el  consentimiento  maternal. 

Y  primeramente  la  fe.  La  fe,  con  que  María  contemplaba  la  pasión 
redentora  del  Hijo,  no  era  un  conocimiento  o  un  asentimiento  abstracto,  era 
una  visión,  era  la  más  alta  contemplación  mística.  Los  esplendores  de  luz 
divina  que  inundaban  su  inteligencia,  los  incendios  de  amor  unitivo  que 
abrasaban  su  Corazón,  le  hacía  contemplar  la  obra  de  la  redención  humana 
en  toda  su  integridad  y  grandeza.  Contemplaba  la  justicia  y  la  misericordia 
de  Dios;  los  abatimientos  y  la  exaltación  de  su  Hijo,  que,  por  obediencia 
al  Padre  y  por  amor  a  sus  hermanos,  entre  atroces  suplicios  moría  en  una 
cruz;  la  expiación  del  pecado  y  la  reconciliación  de  los  hombres  con  Dios; 
contemplaba,  sobre  todo,  al  Hijo  de  sus  entrañas,  su  cuerpo  torturado  y 
desgarrado,  su  corazón  ardiendo  en  llamas  vivas  de  amor,  devorado  del 
deseo  de  glorificar  a  su  Padre,  de  salvar  a  todos  los  hombres.  Y  mientras 
así  le  contempla,  se  reproduce  en  su  espíritu  aquella  visión  que  había  ins- 
pirado su  propio  Cántico,  la  del  Dios  Poderoso,  del  Dios  Santo,  del  Dios 
misericordioso,  que  hunde  a  los  soberbios  en  el  polvo  para  enaltecer  a  los 
humildes,  que  lanza  de  sí  con  las  manos  vacías  a  los  ricos  para  henchir  de 
bienes  a  los  menesterosos,  que  viene  en  auxilio  a  Israel,  que  cumple  la 
promesa  hecho  al  patriarca  Abrahán.  Y  en  medio  de  esta  subida  contem- 
plación, cada  una  de  las  palabras  de  su  Hijo  moribundo  es  un  rayo  esplen- 
doroso de  luz  que  ilumina  nuevos  horizontes.  Oye  aquel  «perdónalos»: 
y  se  abisma  más  profundamente  en  las  misericordias  sin  límites  de  aquel 
Corazón,  que  tanto  ama  a  los  hombres.  Oye  «hoy  estarás  conmigo  en  el 
paraíso» :  y  sus  ojos  se  vuelven  al  cielo,  abierto  de  hoy  más  a  los  hombres. 
Oye  llamarse  «Madre» :  y  siente  nacer  en  su  Corazón  nuevas  ternuras  mater- 
nales para  con  sus  hijos.  Y  cuando  oye  la  voz  desgarradora  del  Hijo,  «des- 
amparado», «sediento»,  nuevas  oleadas  de  amargura  inundan  su  Corazón. 
Y  cuando  íinalraente  oyó  aquellas  últimas  palabras  «está  consumado»,  «en 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


227 


tus  manos  encomiendo  mi  espíritu»,  hubiera  desfallecido,  si  la  fuerza  de 
Dios  y  la  fuerza  de  su  fe  no  la  hubieran  sostenido. 

A  la  fe  correspondía  la  obediencia:  aquel  acatamiento  de  las  disposi- 
ciones divinas,  aquella  resignación  incondicional,  aquella  plena  conformidad 
de  su  voluntad  con  la  voluntad  de  Dios,  aquella  total  entrega  de  sí  misma 
en  las  manos  del  Padre  celestial.  Y  subía  de  punto  esta  obediencia,  cuan- 
do veía  ante  sí  el  supremo  dechado  de  obediencia,  su  propio  Hijo,  «hecho 
obediente  hasta  la  muerte,  y  muerte  de  cruz».  Y,  como  allá  en  Nazaret, 
cuando  el  Hijo  renovaba  ahora  la  oblación  de  la  encarnación,  su  primer 
acto  humano:  «Ecce  venio:  ...ut  faciam,  Deus,  voluntatem  tuam»,  ella 
renovaba  su  obediente  aceptación  de  la  divina  voluntad:  «Ecce  ancilla  Do- 
mini,  fiat  mihi  secundum  verbum  tuum». 

Con  la  obediencia,  la  humildad.  Las  humillaciones  del  Hijo  ajusticiado, 
los  ultrajes  y  oprobios  que  caían  sobre  el  Hijo  crucificado  entre  dos  ladro- 
nes, recaían  sobre  la  Madre  allí  presente.  Pero  no  eran  esas  humillaciones 
externas  las  que  más  afligían  su  Corazón  materno:  había  otra  humillación, 
más  secreta,  más  misteriosa,  más  profunda,  que  pesaba  más  abrumadora 
sobre  su  alma:  la  humillación  suprema  del  Hijo,  «hecho  pecado»  (2  Cor., 
5,  21),  «hecho  maldición»  (Gal.  3,  13),  envuelto  en  el  pecado  del  mundo, 
hecho  ante  Dios  responsable  de  los  pecados  de  los  hombres,  tratado  como 
reo  de  todos  los  crímenes  humanos:  humillación  tremenda,  que  recaía  tam- 
bién sobre  la  Madre  del  gran  reo.  Y  ella,  la  excelsa  Madre  de  Dios,  la 
Virgen  inocentísima,  al  peso  de  esta  humillación  se  anonadaba  y  hundía 
en  el  abismo  de  la  nada  y  aun  del  pecado.  Y  desde  el  fondo  de  este  abismo 
adoraba  la  santidad  de  Dios,  acataba  temblorosa  su  justicia,  y  pedía  miset- 
ricordia. 

Pero  la  fe,  la  obediencia,  la  humildad  de  María  se  resolvían  en  otro 
sentimiento  o  nacían  de  él:  el  amor,  sentimiento  predominante  en  ella, 
lo  mismo  que  en  su  divino  Hijo.  El  amor  transforma  la  fe  en  contempla- 
ción, el  amor  es  el  alma  de  la  obediencia,  el  amor  inspira  la  más  perfecta 
humildad,  según  aquella  maravillosa  sentencia  da  le  Imitación  de  Cristo: 
«Ex  amore  profundius  ad  nihilum  me  redegi»  (3,  8,  2).  Y  este  amor, 
uniendo  y  compenetrando  el  Corazón  de  la  Madre  con  el  Corazón  del  Hijo, 
la  vida  de  la  Madre  con  la  vida  del  Hijo,  transfiguró  a  la  Madre  en  imagen 
viviente  del  Hijo  crucificado.    ¡Compasión  de  amor! 

Podría  parecer  a  alguno  que  lo  que  había  de  ser  análisis  científico  ha- 
degenerado  en  pías  consideraciones,  por  no  decir  piadosas  ficciones.  Creemos 
que  tal  modo  de  pensar  sólo  puede  caber  en  quienes,  contentos  con  el  es- 
quema dogmático  de  las  excelsas  grandezas  de  María,  no  han  fijado  su  aten- 


228 


MARÍA,  MEDrADORA  UNIVERSAL 


ción  en  su  riquísimo  contenido.  Una  sencilla  reflexión  esperamos  bastará 
para  mostrar  la  solidez  y  verdad  de  lo  que  acabamos  de  decir.  Recordemos 
la  manera  como  reaccionó  María  al  oír  las  exclamaciones  de  Isabel.  Ahí 
está  el  maravilloso  Cántico  «Magníficat»:  visión  sublime  de  los  planes  re- 
dentores de  Dios.  Así  reaccionó  María,  porque  su  inteligencia,  natural- 
mente privilegiada,  nutrida  además  con  la  lectura  y  la  meditación  de  las 
Escrituras,  altísimamente  ilustrada  por  el  Espíritu  de  Dios,  al  ser  provocada 
por  las  palabras  de  Isabel,  prorrumpió  en  un  Cántico  de  glorificación  divina, 
manifestación  espontánea  de  los  tesoros  de  sabiduría  divina  escondidos  en 
su  alma.  Preguntamos  ahora:  ¿después  de  más  de  treinta  años,  tan  fecun- 
dos en  ilustraciones  divinas  y  en  experiencias  personales,  María,  puesta  por 
Dios  en  presencia  del  gran  misterio  de  los  siglos,  había  de  reaccionar  más 
desmayadamente?  Esto  sería  un  absurdo  psicológico  y  teológico,  que  la 
ciencia  no  puede  devorar.  Más  diremos;  que  nuestras  pobres  considera- 
ciones no  pecan  de  exageradas,  sino  de  apocadas.  No  tenemos  tan  men- 
guado concepto  de  la  Madre  del  Redentor,  que  nos  imaginemos  haber  expre- 
sado en  su  magnífica  realidad  el  inefable  misterio  de  la  com-pasión  Mariana. 


Capítulo  III 
INTERCESIÓN  ACTUAL 

Entendemos  aquí  por  «intercesión»,  tomada  en  su  sentido  etimológico 
y  más  general,  la  intervención  o  actuación  de  María  en  los  cielos  a  favor 
de  los  hombres.  Es,  más  en  concreto,  la  parte  o  acción  que  tiene  María 
en  la  concesión  de  las  gracias,  es  decir,  en  la  providencia  sobrenatural  de 
Dios,  de  la  cual  es  factor  importantísimo  y  en  función  de  la  cual  debe  consi- 
guientemente explicarse.  Ahora  bien,  como  en  la  providencia  sobrenatural 
de  Dios  hay  que  distinguir  dos  momentos  principales,  la  determinación 
de  las  gracias  y  la  ejecución  de  esta  determinación,  de  ahí  una  doble  posible 
intervención  de  María.  Según  esto,  tres  puntos  principalmente  hay  que 
esclarecer,  tocantes  a  la  intervención  de  María:  1)  su  relación  o  conexión 
general  con  la  providencia  divina;  2)  su  intercesión  en  orden  a  la  determi- 
nación de  las  gracias ;  3)  su  actuación  en  la  ejecución  de  esta  determinación. 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


229 


Art.  1.    Intercesión  Mariana  y  providencia  divina 

Dificultad.  Señalar  con  toda  precisión  la  conexión  de  la  intercesión 
Mariana  con  la  providencia  divina  es  sumamente  difícil  por  dos  razones: 
por  la  oscuridad  y  complejidad  de  los  diferentes  actos  lógicos  que  integran 
el  proceso  de  la  divina  providencia  y  por  la  multitud  y  variedad  de  factores 
que  en  ella  intervienen.  Con  la  actuación  de  María  hay  que  combinar  y 
coordinar  convenientemente  la  acción  superior  de  Cristo,  como  celeste  Inter- 
cesor, y  la  intervención  inferior  de  los  ángeles,  de  los  bienaventurados,  de 
los  fieles  de  la  Iglesia  militante,  que  intervienen  de  varias  maneras  a  favor 
suyo  o  de  otros.  Establecer  una  combinación  o  coordinación  de  todos  estos 
elementos,  que  responda  a  la  realidad,  ha  de  resultar  por  extremo  dificultoso. 
Conviene,  con  todo,  tener  presente  que  en  la  intercesión  Mariana,  como 
en  tantas  otras  verdades  reveladas,  podemos  alcanzar  perfecta  certeza  del 
hecho,  sin  que  por  eso  conozcamos  el  modo  particuular  de  su  realización. 

Principio  fundamental.  Al  determinar  la  naturaleza  o  los  rasgos  ca- 
racterísticos de  la  intercesión  Mariana  hay  que  evitar  por  igual  dos  extre- 
mos viciosos.  Por  una  parte,  no  es  lícito  encarecer  tanto  la  intercesión 
Mariana,  que  suplante  o  comprometa  la  soberanía  de  la  divina  providencia, 
o  que  eclipse  o  haga  superflua  la  intervención  de  Cristo  Intercesor.  Por 
otra  parte,  empero,  tampoco  hay  que  rebajarla  o  atenuarla,  de  modo  que 
resulte  completamente  inútil  o  ineficaz  o  puramente  nominal.  Entre  ambos 
extremos  hay  que  buscar  la  verdad.  Esta  verdad  se  hallará,  si  se  logra 
subordinar  la  eficacia  de  la  intercesión  Mariana  a  la  acción  soberana  de 
Dios  providente  y  a  la  intervención  principal  de  Cristo  Intercesor.  Una 
vez  determinado  el  lugar  que  corresponde  a  la  intercesión  Mariana  respecto 
de  Dios  y  de  Cristo  hombre,  ya  no  será  tan  difícil  señalar  el  lugar  inferior 
que  corresponde  a  la  intervención  de  los  ángeles  y  de  los  demás  hombres. 

Señalado  ya,  en  principio,  el  lugar  que  corresponde  a  la  intercesión 
Mariana  dentro  de  la  órbita  de  la  divina  providencia,  hay  que  estudiar  su 
doble  función:  la  de  oración  o  deprecación  en  orden  a  la  determinación 
de  las  gracias,  y  la  de  acción  en  orden  a  la  ejecución  de  esta  determinación. 
La  primera  puede  denominarse  intercesión  actual,  en  sentido  estricto  o  espe- 
cífico; la  segunda,  dispensación  de  las  gracias. 


230 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Art.  2.    Intercesión  actual  o  deprecación  celeste 

Doble  determinación  de  las  gracias.  Comencemos  por  el  problema 
más  espinoso  entre  los  referentes  a  la  deprecación  celeste.  Para  ello  hay 
que  declarar  previamente  qué  entendemos  por  determinación  de  las  gracias 
y  en  qué  sentido  esta  determinación  es  doble. 

En  su  providencia  sobrenatural  Dios  tiene  señalado  y  preparado  para 
cada  hombre  cierto  orden  o  sistema  de  gracias  en  conformidad  con  su  voca- 
ción particular  y  con  las  condiciones  o  circunstancias  de  su  vida.  Pero 
esta  primera  disposición  es  todavía  indeterminada  y,  por  así  decir,  elástica: 
necesita  todavía  una  doble  determinación  ulterior:  de  parte  de  las  gracias, 
que  se  han  de  determinar  individualmente,  y  de  parte  de  Dios,  cuya  volun- 
tad de  beneplácito  se  ha  de  convertir  (según  nuestro  pobre  modo  de  enten- 
der) en  voluntad  eficaz  y  definitiva.  Para  abreviar,  y  para  entendernos, 
a  la  primera  determinación  llamaremos  objetiva;  a  la  segunda,  subjetiva; 
por  cuanto  la  gracia  es  el  objeto  que  se  determina,  y  Dios  el  sujeto  que 
toma  la  determinación.  Lo  formal  en  la  determinación  objetiva  es  la  ini- 
ciativa en  designar  o  señalar  la  gracia  individual  que  se  ha  de  conceder; 
en  la  subjetiva  lo  formal  es  la  eficacia  definitiva  de  la  voluntad  divina  en 
concederla,  esto  es,  el  decreto  absoluto  y  último  de  Dios. 

Acción  de  María  en  la  determinación  objetiva.  Se  pregunta:  ¿en 
la  determinación  objetiva  de  las  gracias  tiene  María  alguna  parte  o  ejerce 
algún  influjo?  Más  claro:  ¿en  esta  determinación  toma,  o  puede  tomar, 
María  la  iniciativa?  La  respuesta  a  esta  cuestión  depende  de  la  que  se  dé 
a  otra  cuestión  más  general:  ¿es  esencial  a  Dios,  es  prerrogativa  inalienable 
de  Dios  providente,  señalar  por  sí  mismo  las  gracias  que  piensa  conceder? 
Un  hecho  ordinario  precisará  la  cuestión  y  preparará  la  respuesta.  Piden 
con  frecuencia  los  hombres  gracias  determinadas  y  concretas,  señalan,  por 
así  decir,  a  Dios  las  gracias  que  desean  recibir;  dentro  del  orden  de  las 
gracias  que  Dios  les  tenía  preparadas  piden  tal  gracia  particular,  y  no  otra. 
Si  muchas  veces  es  Dios  mismo  quien  fija  las  gracias  que  quiere  conceder, 
y  pone,  por  así  decir,  la  petición  en  boca  del  hombre,  otras  veces,  en  cam- 
bio,—  siempre,  por  supuesto,  bajo  la  guía  de  su  eterna  providencia  y  bajo 
la  previa  ilustración  y  moción  del  Espíritu  Santo,  —  deja  que  el  mismo 
hombre  elija  por  sí  y  señale  la  gracia  particular  que,  según  sus  necesidades 
o  conforme  a  sus  deseos,  quiera  pedir;  que  entre  varias  gracias  igualmente 
proporcionadas  a  su  estado  presente  pueda  libremente  pedir  ésta  y  no 
aquélla.    En  tales  casos  puede  decirse,  en  el  sentido  indicado,  que  corres- 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


231 


ponde  al  hombre  la  designación  formal  de  la  gracia  particular  que  desee 
pedir.  Sin  embargo,  esta  designación  formal  o  última,  es  bajo  muchos 
conceptos  limitada.  Primeramente,  porque  la  designación  radical  o  virtual, 
que  es  mucho  más  importante,  corresponde  siempre  a  Dios.  Además,  la 
formal  está  prevista  por  él  y  aceptada  de  antemano.  Por  fin,  queda  en  ma- 
nos de  Dios  la  determinación  subjetiva  de  conceder  o  no  la  gracia  que 
se  pide;  sin  contar  que  Dios  por  sí  mismo  toma  la  iniciativa  en  conceder 
muchas  gracias  que  no  se  le  piden.  Esta  solución  del  problema  general 
nos  da  la  del  problema  particular  referente  a  María.  Brevemente  podemos 
decir  que  María  toma  con  frecuencia  la  iniciativa  en  señalar  las  gracias 
que  se  han  de  conceder,  pero  que  no  siempre  la  tiene.  El  que  la  tome, 
no  es  en  desprestigio  de  Dios,  ya  que  también  nosotros  podemos  tomarla 
algunas  veces ;  y  el  que  no  siempre  la  tenga,  no  es  en  desprestigio  de  María, 
dado  que  el  mismo  Dios  se  digna  ceder  al  hombre  no  pocas  veces  la  deter- 
minación formal.  En  este  primer  problema  no  ofrece  especial  dificultad 
la  coordinación  de  la  intervención  de  María  con  la  de  Cristo;  dado  que  la 
designación  formal  es  exclusiva  del  que  de  hecho  la  toma,  sea.  Dios,  sea 
Cristo  hombre,  sea  María,  sea  cualquier  otro.  Tampoco  ofrece  dificultad 
especial  en  esta  materia  el  que  Dios  determine  objetivamente  las  gracias  en 
su  eternidad;  pues  Dios  tiene  eternamente  previstas  las  iniciativas  de  María 
o  de  los  hombres,  que  él  en  su  dignación  ha  querido  tomar  en  cuenta  para 
sus  determinaciones. 

Acción  de  María  en  la  determinación  subjetiva.  Determinada  obje- 
tivamente la  gracia,  se  necesita  todavía,  previamente  a  su  concesión,  la  de- 
terminación subjetiva  de  Dios,  es  decir,  el  decreto  eficaz  de  su  voluntad. 
De  ahí  el  problema:  ¿María  con  su  intercesión  puede  mover  eficazmente 
a  Dios  a  conceder  alguna  gracia,  que  no  hubiera  concedido,  a  no  mediar 
su  intercesión? 

Este  problema,  si  se  ciñe  a  la  posibilidad  y  aun  al  simple  hecho,  %o 
ofrece  la  menor  dificultad.  Si  nosotros,  en  virtud  de  la  eficacia  que  Dios 
se  ha  dignado  conferir  a  la  oración,  podemos  mover  eficazmente  a  Dios 
a  que  nos  otorgue  alguna  gracia,  con  mucho  mayor  razón  hemos  de  atribuir 
semejante  poder  a  la  intercesión  de  María.  Esta  verdad,  si  no  es  algunos 
herejes,  nadie  la  niega. 

Pero  este  sencillo  problema  sugiere  otros  gravísimos,  cuya  solución  es 
de  capital  importancia  en  la  Soteriología  Mariana,  Tales  son:  si  la  inter- 
cesión de  María  es  absolutamente  universal  en  su  extensión ;  si  es  de  eficacia 
infrustrable,  como  «omnipotencia  suplicante» ;  si  es  además  necesaria,  como 
condición  imprescindible  para  que  Dios  conceda  alguna  gracia,    Pero  no  es 


232 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


éste  el  lugar  de  discutir  estos  problemas,  que  han  de  llenar  un  libro  entero 
de  la  segunda  parte. 

Otro  problema  se  refiere  a  la  coordinación  de  la  intercesión  de  María 
con  la  de  Cristo  en  orden  a  obtener  el  decreto  eficaz  de  Dios:  problema 
singularmente  oscuro,  no  precisamente  por  la  alteza  o  sutileza  de  los  con- 
ceptos, sino  sencillamente  por  nuestra  cortedad  e  ignorancia  y  por  falta 
de  datos  positivos.  Se  complica  además  el  problema  por  otra  circunstan- 
cia: por  la  doble  manera  de  concebir  la  intercesión  Mariana,  la  cual  o  bien 
puede  dirigirse  a  Cristo,  o  bien  en  asociación  con  Cristo  puede  dirigirse 
a  Dios  en  cuanto  Dios.  El  primer  caso  es  más  sencillo:  María  presenta 
su  petición  a  su  Hijo,  y  el  Hijo  a  su  vez  la  presenta  al  Padre  celestial.  La 
coordinación  es  en  realidad  una  subordinación  de  la  intercesión  de  María 
a  la  intercesión  suprema  de  Cristo.  El  segundo  caso  puede  concebirse  de 
dos  modos:  o  bien  María,  como  tomando  la  iniciativa,  presenta  al  Padre 
su  demanda,  que  Cristo  recomienda  o  refrenda:  o  bien  es  el  mismo  Cristo 
el  que  toma  la  iniciativa  en  presentar  al  Padre  su  petición,  pero  a  condición 
de  que  su  Madre,  por  así  decir,  le  dé  el  visto  bueno.  De  todas  estas  maneras 
concebimos  nosotros  como  posible  la  coordinación  o  subordinación  de  am- 
bas intercesiones;  pero  ¿se  dan  todas  en  realidad?  ¿no  se  da  sino  una? 
¿cuál?  No  podemos  saber  más  de  lo  que  Dios  se  ha  dignado  mani- 
festarnos. 

Otros  problemas.  Otros  problemas  ofrece  la  intercesión  Mariana,  que 
bastará  indicar  brevemente.  Primeramente,  ¿la  intercesión  de  María  es 
oración  formal  o  bien  virtual  e  interpretativa?  La  solución  es,  proporcio- 
nalmente,  la  misma  que  hay  que  dar  al  tratarse  de  la  intercesión  celeste 
de  Cristo.  No  es  imposible  ni  indecorosa  para  María  la  oración  o  súplica 
propiamente  dicha:  pero  tampoco  parece  estrictamente  necesaria.  Le  basta 
al  Padre  y  le  basta  al  Hijo  una  sencilla  manifestación  de  los  deseos  de  la 
Madre,  sea  de  palabra  sea  por  una  mirada  o  por  un  gesto,  para  que  luego 
los  despachen  favorablemente.  En  este  punto  también  hemos  de  confesar 
que  ignoramos  lo  que  en  realidad  pasa  en  el  cielo:  ni  nos  es  necesario 
saberlo.  Otro  problema,  relativo  al  motivo  en  que  radica  la  eficacia  de  la 
intercesión  Mariana,  no  ofrece  especial  dificultad,  tratándose  de  la  interce- 
sión en  general,  como  lo  hacemos  ahora.  Tal  motivo,  suficientísimo,  puede 
ser  la  maternidad  divina,  su  santidad  incomparable,  sus  méritos  inmensos. 
Otra  cosa  es  en  la  hipótesis,  que  luego  hemos  de  estudiar,  de  la  universa- 
lidad y  necesidad  absoluta  de  la  intercesión  Mariana.  Otro  problema,  refe- 
rente a  esta  misma  eficacia,  está  en  conexión  con  la  que  tienen  o  pueden 
tener  nuestras  propias  oraciones  enderezadas  a  María.    La  respuesta  ha  de 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


233 


ser  la  misma  que  se  dé  al  problema  general  de  la  eficacia  de  la  oración: 
hecha  con  las  debidas  condiciones,  es  siempre  a  su  modo  eficaz;  consigue 
lo  que  pide,  si  nos  conviene,  o  bien  otra  gracia  equivalente  o  superior,  a 
juicio  de  Dios.  De  todos  modos,  no  hay  que  confundir  la  eficacia  de  la 
oración  con  la  eficacia  de  la  gracia  obtenida. 

Más  que  problemas,  son  verdades  consoladoras,  el  amor  maternal  con 
que  María  acoge  nuestras  plegarias,  el  interés  con  que  mira  por  nuestro 
bien,  la  prontitud  en  escucharnos,  el  conocimiento  que  tiene  de  todas  nues- 
tras necesidades. 

Notemos,  finalmente,  que  se  reducen  a  la  intercesión  actual  varios  de  los 
títulos  con  que  los  fieles  suelen  saludar  a  María,  cual  es  principalmente 
el  de  Abogada  nuestra  o  Abogada  de  los  pecadores. 

Art.  3.    Dispensación  de  las  gracias 

Intercesión  y  dispensación.  La  diferencia  entre  la  intercesión  y  la 
dispensación  puede  apreciarse  desde  luego,  por  cuanto  la  primera  se  ejerce 
principalmente  por  la  palabra  y  la  oración,  mientras  que  la  segunda  se  ejerce 
por  la  obra  o  la  acción.  Pero  la  diferencia  esencial  consiste,  a  nuestro 
juicio,  en  que  la  intercesión  se  ordena  a  obtener  de  Dios  el  decreto  eficaz 
de  otorgar  la  gracia,  mientras  que  la  dispensación  se  refiere  a  la  ejecución 
del  decreto  previamente  obtenido. 

Amplitud  de  la  dispensación.  La  materia  que  abarca  o  el  campo  en 
que  se  ejerce  la  dispensación  de  las  gracias  es  vastísimo:  es  la  preservación 
o  liberación  de  todos  los  males,  desventuras,  calamidades,  que  amenazan  o 
afligen  a  los  hombres,  y  la  consecución  o  concesión  de  todos  los  bienes, 
ventajas  y  felicidades  que  pueden  desear,  principalmente  espirituales  y  so- 
brenaturales. De  ahí  la  gran  variedad  de  nombres  o  títulos  con  que  se 
designa  la  dispensación.  Como  Dispensadora  de  las  gracias,  es  María  ape- 
llidada Administradora  de  los  bienes  de  Dios,  Tesorera  de  las  riquezas  celes- 
tiales. Protectora,  Patrona  o  Auxiliadora  de  los  cristianos,  Amparo  de  los 
desvalidos,  Refugio  de  los  pecadores,  Consuelo  de  los  afligidos;  y,  con 
expresiones  metafóricas.  Asilo  de  los  perseguidos,  Muro  inexpugnable,  Puer- 
to de  los  náufragos.  Fuente  de  aguas  vivas,  Río  del  paraíso.  Acueducto  de 
la  divina  gracia.  Cuello  del  Cuerpo  místico  de  Cristo,  con  otros  innu- 
merables. 

Función  de  la  realeza  y  de  la  maternidad  espiritual  de  María. 
Pero  nada  declara  con  tanta  propiedad  y  profundidad  la  dispensación  de 


234 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


las  gracias,  como  el  ser  función  o  actuación  de  la  realeza  universal  y  de  la 
maternidad  espiritual  de  María. 

La  realeza  y  la  maternidad  espiritual  de  María  entrañan  problemas 
dificilísimos,  que  han  de  tratarse  en  la  segunda  parte;  y  por  razón  de  estas 
dificultades  no  las  hemos  incluido  entre  los  principios  mariológicos.  Con 
todo,  el  hecho  o  la  verdad  de  estas  dos  prerrogativas  de  la  Madre  de  Dios, 
generalmente  consideradas,  es  tan  evidente,  que  bien  podemos  darlas  por 
ciertas  y  averiguadas  y  tomarlas  como  base  o  punto  de  referencia  para  la 
declaración  de  la  dispensación  de  las  gracias.  La  Liturgia  eclesiástica,  las 
Encíclicas  Pontificias,  los  escritos  patrísticos  y  la  voz  universal  de  la  Iglesia 
>  aclaman  solemnemente  a  María  «Reina  y  Madre»,  en  un  sentido,  si  se  quiere, 
genérico,  mas  no  por  eso  menos  verdadero.    Y  esto  nos  basta  por  ahora. 

La  Iglesia,  en  toda  su  amplitud,  es  el  «Reino  de  Dios».  En  este  Reino 
Jesu-Cristo  es  el  Rey,  María  la  Reina:  Reina  de  cielos  y  tierra,  Reina  de 
los  ángeles  y  de  los  hombres.  Reina  del  universo,  Reina  de  la  misericordia, 
de  la  paz,  del  amor  hermoso.  Y  la  realeza  y  el  reinado  de  María  no  son 
como  los  de  aquellos  que  «reinan  y  no  gobiernan».  Como  participante  de 
la  realeza  de  Jesu-Cristo  y  asociada  a  su  reinado,  María  gobierna  de  hecho 
en  el  mundo  de  la  gracia.  Los  ángeles,  fieles  vasallos  y  ministros  suyos, 
tienen  a  grande  honra  cumplir  las  órdenes  de  su  Reina  soberana,  endere- 
zadas todas  ellas  a  procurar  el  bien  y  la  felicidad  eterna  de  los  hombres. 
Y  si  es  menester  utilizar  para  el  bien  de  los  escogidos  las  creaturas  inferio- 
res, toda  la  potencia  de  las  jerarquías  angélicas,  a  las  órdenes  de  la  Reina, 
cumplirá  sus  mandatos.  La  dispensación  de  las  gracias  no  es  otra  cosa  que 
este  gobierno  benéfico  de  María  encaminado  a  la  salud  eterna  de  los  hombres. 

Es  también  la  Iglesia,  según  San  Pablo,  la  gran  familia  de  Dios:  cuyo 
padre  es  el  Padre  celestial,  el  «Padre  nuestro  que  está  en  los  cielos» ;  cuyo 
Hijo  Primogénito  y  Mayorazgo  es  Jesu-Cristo,  el  hijo  de  Dios  por  naturaleza 
y  por  antonamasia;  cuyos  hijos  menores  somos  los  hombres,  a  quienes  el 
Padre  ha  otorgado  la  potestad  y  el  derecho  de  ser  llamados  y  de  ser  hijos 
de  Dios  por  adopción;  cuya  Madre  es  la  Madre  del  Primogénito,  María. 
Con  autoridad  y  con  amor  de  Madre  María  gobierna  la  casa  y  familia  del 
Padre  celestial.  Como  Madre,  cría  y  educa  a  sus  hijos,  los  defiende  y  con- 
suela, los  libra  de  los  males  y  les  procura  y  proporciona  todos  los  bienes. 
Como  Madre,  administra  y  dispensa  todos  los  bienes  del  Padre  en  provecho 
de  los  hijos,  para  que  no  sean  hijos  degenerados  de  Dios,  para  que  sean, 
dignos  hermanos  del  Primogénito.  Asociada  a  la  autoridad  y  al  gobierno 
paternal  de  Dios,  es  María  el  agente  o  instrumento  de  la  divina  providencia. 
La  dispensación  de  las  gracias  es  también  esta  actuación  maternal  de  María. 


« 


LIBRO  II.  —  HECHOS 


235 


Plenitud  desbordante  de  gracia.  De  Jesu-Cristo  dice  San  Juan  que 
estaba  «lleno  de  gracia  y  de  verdad»  (loh.  1,  14)  y  que  «de  su  plenitud  nos- 
otros todos  recibimos»  (loh.  1,  16);  y  San  Pablo  lo  repite:  «en  él  habita 
toda  la  plenitud  de  la  deidad  corporalmente ;  y  vosotros  en  él  estáis  cum- 
plidamente llenos»  (Col.  2,  9-10).  Con  la  debida  proporción  lo  mismo  hay 
que  decir  de  María,  y  lo  dicen  los  Santos  Padres:  que  ella  estaba  «Uena 
de  gracia»  o  que  poseía  la  plenitud  de  la  gracia,  y  que  esta  plenitud  des- 
bordante se  derramó  sobre  nosotros.  De  qué  manera  se  realizó  esta  comu- 
nicación o  desbordamiento  de  las  gracias  de  María  sobre  los  hombres,  ya 
no  es  tan  fácil  de  explicar  teológicamente,  ni  estamos  ahora  todavía  en  dis- 
posición de  intentarlo.  Pero  nos  basta  conocer  el  hecho,  para  declarar  con 
él  bajo  otro  aspecto  la  dispensación  de  las  gracias.  Dos  cosas,  con  todo, 
debemos  advertir.  Negativamente,  no  hay  que  imaginar,  — ■  ni  ha  pensado 
jamás  ningún  teólogo,  —  que  la  gracia,  como  algo  subsistente  en  sí,  como 
si  fuera  una  moneda  acuñada,  se  deposita  en  las  manos  de  María,  y  que 
ella  la  distribuye,  a  manera  de  quien  reparte  limosnas.  Positivamente,  si 
es  verdad  que  María  participa  de  la  gracia  «capital»  de  Cristo,  en  esta 
participación  habrá  de  hallarse  el  mod»  de  explicar  teológicamente  su  in- 
flujo «capital»  en  la  comunicación  y  dispensación  de  la  gracia.  Puede  dar 
mucha  luz  la  comparación  con  la  potestad  «capital»  que,  bajo  otro  concepto, 
participa  el  Romano  Pontífice.  Podría  decirse  que  el  influjo  «capital»  que 
ejerce  el  Papa  en  el  gobierno  extemo  de  la  Iglesia,  este  mismo  ejerce  María 
en  su  gobierno  interior.  Baste  esto  por  ahora  para  hacer  vislumbrar  el 
profundo  sentido  que  entraña  la  dispensación  de  las  gracias. 


PARTE  SEGUNDA 

LOS  PRINCIPIOS  APLICADOS  A  LOS  HECHOS 


INTRODUCCIÓN 


La  acción  soteriológica  de  María  se  ha  de  entender  y  explicar  en  función 
de  la  acción  soteriológica  de  Cristo.  Lo  secundario  y  subalterno  no  puede 
declararse  sino  a  la  luz  de  lo  primario  y  principal.  La  intervención  de 
María  en  orden  a  la  salud  de  los  hombres  no  es  sino  su  asociación  activa 
a  la  obra  salvadora  de  Cristo. 

En  Cristo  hay  que  distinguir  dos  actuaciones  o  funciones  radicalmente 
distintas:  la  de  Redentor  y  la  de  Intercesor:  la  primera,  pretérita  y  pasajera, 
en  la  tierra;  la  segunda,  actual  y  perenne,  en  los  cielos:  en  la  primera 
mereció  la  gracia,  en  la  segunda  la  dispensa:  como  Redentor,  conquistó 
los  bienes  sobrenaturales;  como  Intercesor,  los  reparte  entre  los  hombres. 
De  ahí  dos  funciones  análogas  en  María.  Como  asociada  a  la  obra  del  Re- 
dentor, es  Corredentora ;  como  asociada  a  la  acción  del  Intercesor,  es  Dis- 
pensadora de  las  gracias. 

Pero  en  la  redención  de  Cristo  hay  que  distinguir  dos  aspectos  o  esta- 
dios, que  San  Pablo  expresó  con  dos  frases  favoritas  suyas:  «por  Cristo 
Señor  nuestro»  y  «en  Cristo  Jesús».  En  ambos  estadios  interviene  el  prin- 
cipio de  solidaridad.  Pero,  mientras  en  el  primero  es  un  elemento,  por 
así  decir,  englobado  en  el  sistema  integral  de  la  redención,  en  el  segundo, 
empero,  se  desglosa  y  adquiere  sustantividad  propia,  para  dar  origen  a  la 
magnífica  realidad  del  Cuerpo  místico  de  Cristo.  De  este  Cuerpo  místico, 
cuya  Cabeza  es  Cristo,  María  es  la  Madre.  De  ahí  la  maternidad  espiritual 
de  María,  que,  como  complemento  de  la  corredención,  debe  estudiarse  antes 
de  la  dispensación  de  las  gracias. 


240 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Con  esto  queda  fijada  la  materia  de  los  tres  primeros  libros  de  esta 
segunda  parte.  Pero  en  el  fondo  de  estas  tres  funciones  de  Cristo,  la  de 
Redentor,  la  de  Cabeza,  la  de  Intercesor,  está  latente  otra  función  más  gene- 
ral, y,  en  este  sentido,  superior  y  transcendental:  la  de  Mediador,  a  la  cual 
corresponde  la  función  Mariana  de  Mediadora  universal;  que  será  el  tema 
del  libro  cuarto. 

Estas  varias  funciones,  que  son  como  la  sustancia  de  la  Soteriología 
Mariana,  se  comprenden  bajo  la  denominación  genérica  o  indeterminada  de 
acción  soteriológica.  Es  digno  de  notarse  este  punto.  Pueden  los  princi- 
pios, lo  mismo  que  los  documentos,  contener  o  demonstrar  sólo  en  general 
la  acción  soteriológica  de  María,  sin  precisar  si  esta  acción  es  corredención, 
maternidad  espiritual,  intercesión  o  mediación  propiamente  dicha.  En  tales 
casos  sería  ilógico  querer  deducir  una  función  determinada  o  específica 
de  lo  que  sólo  contiene  o  expresa  una  acción  genérica.  No  son,  con  todo, 
de  despreciar  estas  demonstraciones  genéricas,  que,  tanto  desde  el  punto  de 
vista  dogmático  como  desde  el  punto  de  vista  científico,  pueden  tener  gran 
importancia.  Hay  que  precisar,  por  fin,  el  grado  de  certeza  o  probabilidad 
que  tenga  cada  conclusión  o  demonstración. 


LIBRO  PRIMERO 


CORREDENCIÓN 


La  complejidad  de  la  materia  impone  alguna  mayor  complicación  en  su 
distribución,  que  permita  apreciar  en  sus  mutuas  relaciones  los  diferente^ 
modos  de  la  Corredención  Mariana.  Hay  que  repartir  o  agrupar  en  dos 
secciones  distintas  los  referentes  al  consentimiento  virginal  y  a  la  compasión 
maternal.  A  éstas  precederá  una  sección,  que  trate  de  la  Corredención 
en  general,  y  seguirá  otra,  en  que  se  discutan  las  dificultades  contrarias. 
De  ahí  la  división  en  cuatro  secciones: 

Sección     I.    Corredención  en  general. 

Sección    II.    Corredención  en  el  consentimiento  virginal. 

Sección  III.    Corredención  en  la  compasión  maternal. 

Sección  IV.    Discusión  de  las  dificultades  contrarias. 


16 


242 


HARÍA,  MEDUDORA  UNIVERSAL 


SECCIÓN  I.    CORREDENCIÓN  EN  GENERAL 

Capítulo  I 
PRELIMINARES 

Art.  1.    Declaración  de  los  términos  y  estado  de  la  cuestión 

Declaración  de  los  términos.  Corredención  es,  en  el  sentido  etimo- 
lógico y  real  de  la  palabra,  la  cooperación  a  la  obra  de  la  redención.  Con»- 
tiene,  por  tanto,  dos  elementos:  uno  in  recto,  la  cooperación,  otro  m  ohliquo, 
la  redención.  Ambos  han  de  tomarse  en  su  sentido  propio:  la  cooperación 
ha  de  ser  verdadera,  es  decir,  eficaz,  y  además  directa  e  inmediata  moral- 
mente,  en  cuanto  termine  en  la  misma  redención,  no  solamente  en  sus  pre- 
liminares o  en  sus  efectos;  la  redención  es  la  acción  ío  conjunto  de  acciones) 
con  que  Cristo  rescató  a  los  hombres,  satisfaciendo  por  sus  pecados  y  mere- 
ciéndoles la  justicia  y  la  vida  eterna. 

Puede  también  la  Corredención  definirse  o  declararse  diciendo  que  es 
la  asociación  activa  a  la  función  de  Cristo  Redentor,  en  cuanto  contra- 
distinta  de  las  funciones  de  Cabeza  o  de  Intercesor. 

Estado  de  la  cuestión.  Se  trata  de  la  Corredención  en  general,  es 
decir,  de  la  Corredención,  como  contradistinta  de  la  maternidad  espiritual 
y  de  la  intercesión  y  en  cuanto  prescinde  de  la  formalidad  de  mediación; 
en  general,  en  cuanto  no  especifica  los  modos  concretos  de  la  Corredención 
en  el  consentimiento  o  en  la  compasión.  En  razón  de  esta  generalidad,  que 
obliga  a  prescindir  de  los  dos  hechos  del  consentimiento  y  de  la  compasión, 
habrá  que  limitarse  a  solos  los  principios  mariológicos  y  ver  si  en  solos  ellos 
se  haUa  la  Corredención  en  general. 

Posibilidad  de  un  conocimiento  genérico.  Casi  no  valdría  la  pena 
de  notarlo  si  no  fuera  tan  importante,  que  en  Teología  es  posible,  y  es  un 
hecho  frecuente,  conocer  una  verdad  enteramente  cierta  sólo  de  un  modo 
general,  sin  conocer,  o  conociendo  sólo  probablemente,  el  modo  concreto 
de  su  realidad.  Podrían  los  ejemplos  multiplicarse  indefinidamente.  En 
las  procesiones  divinas,  por  ejemplo,  la  del  Hijo  es  verdadera  generación, 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


243 


la  del  Espíritu  Santo  no  es  generación.  Tenemos,  pues,  una  verdad  ente- 
ramente cierta.  Pero  ¿habrá  teólogo  capaz  de  dar  una  explicación  cierta 
y  convincente  de  esta  diferencia?  En  Jesu-Cristo  se  halla  la  naturaleza  hu- 
mana íntegra,  pero  sin  la  personalidad  humana:  otra  verdad  cierta,  y  de  fe, 
cuya  realidad  concreta,  empero,  ningún  teólogo  ha  sabido  explicar  hasta 
ahora  de  una  manera  cierta  y  satisfactoria.  Será  posible,  por  tanto,  cono- 
cer y  demonstrar  la  Corredención  Mariana  en  general,  aun  cuando  ignorá- 
semos el  modo  de  su  realización  histórica  o  aun  cuando  este  modo  sólo  pro- 
bablemente pudiéramos  señalarlo.  No  será,  pues,  intento  inútil  tratar  de 
demonstrar,  si  es  posible,  la  Corredención  Mariana  en  general,  es  decir, 
demonstrar  el  hecho  o  la  verdad  de  la  Corredención,  prescindiendo  del 
modo  concreto  y  particular  de  su  realización. 

Art.  2.   Ambiente  soteriológico  de  la  Corredención  Mariana 

En  la  Teología  moderna,  más  atenta  y  reflexiva  que  la  antigua  a  la  meto- 
dología científica,  se  emplea  a  las  veces  un  procedimiento  interesante,  que 
consiste  en  preparar  previamente  el  ambiente,  en  el  que  luego  ha  de  desen- 
volverse la  demonstración  principal.  Un  ejemplo.  Se  trata  de  demonstrar 
por  San  Pablo  la  divinidad  de  Jesu-Cristo.  Existen  unos  cuantos  textos 
más  categóricos,  cuya  exegesis  teológica  es  ya  por  sí  sola  la  más  espléndida 
demonstración  de  la  divinidad  del  Salvador.  Semejante  demonstración  es, 
sin  duda,  suficiente.  Pero  no  es  menos  cierto  que  si  esos  pocos  textos 
se  hallasen,  por  así  decir,  aislados  o  solitarios  en  un  ambiente  neutro  o  nega- 
tivo, la  demonstración  perdería  gran  parte  de  su  valor.  Pero,  en  cambio, 
si  previamente  a  la  exegesis  de  los  textos  principales  se  presentan  coordi- 
nados los  innumerables  indicios  de  la  divinidad  de  Cristo,  que  por  todas 
partes  pululan  en  las  Epístolas  de  San  Pablo,  se  crea  con  ello  un  ambiente 
propicio,  dentro  del  cual  los  textos  primarios  adquieren  nuevo  vigor  y 
lozanía.  Eso  mismo  vamos  a  hacer  ahora,  si  bien  brevemente,  para  prepa- 
rar la  demonstración  propiamente  dicha  de  la  Corredención  Mariana. 

El  primer  principio,  antes  expuesto,  de  la  maternidad  divina  y  soterio- 
lógica  de  María,  si  por  sí  solo,  es  decir,  no  aplicado  a  los  hechos,  no  sumi- 
nistra una  demonstración  cabal  y  cierta  de  la  Corredención,  crea,  con  todo, 
un  ambiente  soteriológico,  que  la  prepara  de  muchas  maneras.  Por  de 
pronto,  la  alteza  incomparable  de  la  maternidad  divina  neutraliza  toda  la 
extrañeza  que  pudiera  causar  la  excelsa  prerrogativa  de  cooperar  a  la  obra 
de  la  redención  humana.    Si  María  ha  sido  encumbrada  a  la  dignidad  en 


244 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


cierto  modo  infinita  de  Madre  de  Dios,  ¿por  qué  no  ha  de  poder  ser  elevada 
a  la  dignidad  de  Corredentora?  Además,  la  maternidad  divina  es,  por  una 
parte,  esencialmente  soteriológica,  es  decir,  ordenada  a  la  redención  hu- 
mana, y,  por  otra,  es  una  función  activa,  que  entraña  en  sí  una  asociación 
íntima  con  el  Hijo  y  una  cooperación  constante  con  él,  en  orden  a  ponerle 
en  disposición  de  cumplir  la  misión  que  Dios  le  ha  confiado.  Si  esta  múl- 
tiple acción  maternal  no  es  todavía  la  Corredención,  no  puede  negarse  que 
la  prepara  y  la  explica.  Basta  seguir  espontáneamente  la  tendencia  sote- 
riológica iniciada  en  la  maternidad,  para  llegar  a  la  Corredención  formal. 
Dios  no  hace  las  cosas  a  medias,  ni  se  queda  a  medio  camino.  La  divina 
maternidad  es  una  sugerencia  que  nos  lleva  a  la  Corredención,  Otros  ras- 
gos, antes  señalados,  de  la  maternidad  divina  y  soteriológica,  reforzados 
por  el  principio  de  la  singularidad  transcendente,  corroborarían  esta  signi- 
ficativa sugerencia.    Pero  baste  esta  indicación. 


Capítulo  II 

DEMONSTRACIÓN  DE  LA  CORREDENCIÓN  EN  GENERAL 

Art.  1.    Demonstración  fundamental 

En  los  dos  principios  mariológicos,  de  la  recirculación  y  de  la  asocia- 
ción hallamos  sólido  fundamento  de  una  doble  demonstración,  que  conside- 
ramos enteramente  cierta  y  segura.  Anteriormente,  al  declarar  estos  dos 
principios,  hemos  tenido  que  poner  singular  esmero  en  mantenernos  en  el 
plano  de  los  principios  o  de  las  premisas,  sin  bajar  al  terreno  de  las  conclu- 
siones, que  de  ellos  brotan  espontáneamente.  Estas  conclusiones  vamos  a 
sacar  ahora.  Y  pues  los  dos  principios,  aunque  íntimamente  conexos,  pro- 
ceden bajo  diversa  razón  formal  y  suministran,  por  tanto,  un  término  medio 
distinto,  la  claridad  exige  que  los  estudiemos  separadamente. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


245 


» 

§  1.    Por  el  principio  de  recirculación 

El  principio  de  recirculación,  más  amplio  de  suyo,  coartado  empero  a 
la  Mariología,  consiste  sustancialmente  en  el  paralelismo  antitético  de  María, 
en  calidad  de  Segunda  Eva,  respecto  de  la  antigua  Eva.  Hemos  notado 
anteriormente,  y  hemos  de  recordar  ahora,  que  este  paralelismo  no  es,  ni 
exclusiva  ni  principalmente,  estático,  sino  dinámico;  es  decir,  no  es  la  con- 
traposición puramente  de  dos  personas,  sino  de  dos  actitudes  y  de  dos 
acciones  contrarias.  No  es  arbitraria  ni  infundada  esta  explicación  del 
principio.  La  razón  es  evidente.  El  principio  de  recirculación,  como  antes 
hemos  explicado,  es  una  derivación  o  consecuencia  del  decreto  divino  en 
orden  a  la  reparación  humana.  Dios  determinó  que  esta  reparación  se 
hiciese,  no  sólo  por  vía  de  estricta  justicia,  sino  también  con  una  especiel 
de  desquite,  que  hiciese  más  patente  y  tangible  la  plenitud  adecuada  de  la 
reparación,  que  había  de  seguir  paso  a  paso,  pero  en  sentido  inverso,  el  pro- 
ceso de  la  caída.  Según  esto,  la  recirculación,  como  determinación  con- 
creta de  la  acción  reparadora,  había  de  ser  esencialmente  activa:  había  de 
significar  y  contener  el  conjunto  o  serie  de  acciones  particulares,  que  se 
correspondiesen  exactamente  en  sentido  inverso  con  la  serie  de  acciones, 
que  integraban  el  proceso  de  la  caída.  Esto  supuesto,  que  es  evidente  por 
el  análisis  interno  o  lógico  del  principio,  y  que  responde  completamente 
a  las  afirmaciones  de  la  Tradición  patrística,  examinemos  la  parte  activa 
que  tuvo  la  antigua  Eva  en  la  caída,  para  colegir  la  acción  contraria  de 
María  en  la  reparación. 

Basta  leer  la  narración  genesíaca  del  primer  pecado  del  hombre 
(Gen.  3,  6)  para  convencerse  de  la  cooperación  o  complicidad  de  Eva  en  el 
pecado  de  Adán.  San  Pablo  lo  recalca,  al  decir  que  «Adán  no  fué  enga- 
fíado,  sino  la  mujer  fué  quien,  seducida,  se  hizo  culpable  de  transgresión» 
(1  Tim.  2,  14).  No  creemos  pueda  haber  moralista  que  no  reconozca  la 
culpabilidad  y  responsabilidad  de  Eva  en  razón  de  su  cooperación.  Pero 
hay  mucho  más.  Eva  no  fué  simplemente  cómplice:  ella  inició  el  proceso 
del  pecado;  ella,  solicitando  e  induciendo  a  su  marido,  fué  la  causa  deter- 
minante de  su  prevaricación:  iniciativa,  solicitación,  determinación:  triple 
circunstancia  de  su  activa  cooperación,  que  agrava  su  responsabilidad.  «A 
muliere  initium  factura  est  peccati,  et  per  illam  omnes  morimur»  (Eccli. 
25,  33).  Pues  a  esta  acción  de  Eva,  verdadera  y  eficaz  cooperación  con 
Adán  en  la  ruina  del  género  humano,  ha  de  responder  la  acción  contraria 
de  María,  no  menos  verdadera  y  eficaz  cooperación  con  Cristo  en  la  repa- 


246 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ración  de  la  humanidad.  Y  como  la  cooperación  de  Eva,  como  acción 
moral,  fué  directa  e  inmediata,  directa  también  e  inmediata  ha  de  ser,  en  el 
orden  moral,  la  cooperación  de  María.  Y  cooperación  directa  e  inmediata 
en  la  obra  de  la  redención  humana  es  y  se  ha  de  llamar  verdadera  y  propia 
Corredención. 

De  aquí  se  derivan  dos  consecuencias.  Primeramente,  por  la  contra- 
posición de  la  acción  de  María  con  la  acción  de  Eva  conocemos  el  hecha 
o  la  verdad  de  la  Corredención  Mariana,  aunque  no  el  cuándo  y  el  cómo 
de  la  Corredención.  Con  todo,  como  el  consentimiento  virginal  y  la  com- 
pasión maternal  son  las  dos  ocasiones  más  propicias,  en  que  se  pudo  efectuar 
ía  Corredención,  en  estos  dos  hechos  habremos  de  buscarla  preferentemente. 
Esta  presunción  favorable  respecto  de  estos  hechos  es  un  precedente  venta- 
joso, que  prepara  su  estudio.  En  consecuencia,  o  hay  que  buscar  la  Corre- 
dención en  el  consentimiento,  cuya  causalidad,  por  tanto,  habrá  de  recono- 
cerse como  directa  e  inmediata,  o,  si  no,  habrá  que  hallarla  indefectible- 
mente en  la  compasión.    Aunque  ¿por  qué  no  en  entrambas  a  la  vez? 

La  otra  consecuencia  mira  a  la  interpretación  de  los  textos  patrísticos. 
No  queremos  decir,  ni  menos  hacer,  lo  que  a  las  veces  se  ha  hecho  en  sentido 
contrario,  es  a  saber,  que  a  la  luz  maligna  de  postulados  apriorísticos  se  ha 
querido  violentar  el  sentido  obvio  de  los  textos.  La  exegesis  de  los  textos 
tiene  sus  leyes  propias,  que  hay  que  acatar.  Pero  sin  necesidad  de  atre- 
pellar la  hermenéutica,  si  conocemos  de  antemano  la  verdad  de  la  Corre- 
dención Mariana,  ya  no  nos  sentiremos  tentados  a  desconocer  o  desechar 
el  sentido  obvio  de  los  textos  que  la  afirman.  Más  claro:  no  hemos  de 
tomar  los  principios  doctrinales  como  criterio  que  determine  e  imponga 
la  interpretación  de  los  documentos;  pero  la  verdad  previamente  conocida 
sí  puede  ser  útil  para  admitir  con  mayor  facilidad  su  sentido  manifiesto. 
En  consecuencia,  en  textos  como  éste  de  San  Jerónimo  «Mors  per  Evam, 
vita  per  Mariam»  (ML  22,  408),  o  este  otro  de  San  Agustín  «Per  feminam 
mors,  per  feminam  vita»  (ML  38,  1108),  reconoceremos  fácilmente,  si  no 
hay  razón  alguna  en  contra,  la  Corredención  Mariana. 

§  2.    Por  el  principio  de  asociación 

El  principio  de  asociación  consiste  sustancialmente,  según  vimos  ante- 
riormente, en  que  al  binario  Adán-Eva  ha  de  corresponder  o  contraponerse 
exactamente  el  nuevo  binario  Cristo-María ;  es  decir,  en  que  como  Eva  estuvo 
asociada  a  Adán,  así  María  esté  asociada  a  Cristo.    Pero  la  asociación  de 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


247 


Eva  a  Adán  fué  doble.  En  la  intención  de  Dios  fué  asociada  a  Adán,  para 
que  cooperase  con  él  en  la  procreación  del  género  humano  y  en  la  comuni- 
cación o  transmisión  de  la  justicia  original  a  toda  su  posteridad;  pero  de 
hecho  se  asoció  a  él  en  la  transgresión  del  precepto  divino  y  en  acarrear 
la  ruina  a  toda  su  descendencia.  Por  este  doble  título,  por  paralelismo 
y  por  antítesis,  María  fué  por  Dios  asociada  a  Cristo  para  la  reparación 
del  pecado  y  de  la  muerte.  En  consecuencia,  como  en  virtud  de  esta  aso- 
ciación Eva  se  mancomunó  con  Adán  para  formar  un  principio  único  y 
adecuado,  que  había  de  ser  de  justicia,  pero  que  fué  de  pecado,  así  María 
constituye  con  Cristo  un  principio  único  y  adecuado  de  reparación  o  reden- 
ción.   Este  principio  total  es  como  el  acto  primero  de  la  redención. 

Hasta  aquí  el  principio  de  asociación.  Pero  de  la  asociación,  acto  pri- 
mero, a  la  cooperación  formal,  acto  segundo,  ya  no  hay  sino  un  paso: 
el  que  el  acto  primero  se  reduzca  al  acto  segundo,  es  decir,  que  actúe. 
Este  paso  se  dió  en  el  acto  de  la  redención:  y  con  él  la  asociación  de 
María  con  Cristo  se  convirtió  en  la  Corredención  Mariana,  la  mancomu- 
nidad de  asociación  en  la  mancomunidad  de  acción,  la  Corredención  virtual 
en  Corredención  formal. 

Podemos,  pues,  imitando  o  glosando  a  San  Pablo  decir:  «Como  por  un 
sólo  hombre  y  por  una  sola  mujer,  a  él  asociada,  entró  el  pecado  en  el 
mundo,  y  por  el  pecado  la  muerte,  así  también  por  un  solo  hombre.  Cristo, 
y  por  una  sola  mujer,  a  él  asociada,  María,  entró  la  justicia  en  el  mundo, 
y  por  la  justicia  la  vida».  Y  como  por  su  acción  justificante  y  vivificante 
Cristo  es  llamado  Redentor,  así  proporcionalmente  por  su  asociación  y 
cooperación  con  la  acción  del  Redentor  María  ha  de  ser  llamada  Corre- 
dentora. 

Art.  2.    Demonstración  complementaria 

A  la  doble  demonstración  fundamental,  que  acabamos  de  exponer,  po- 
demos añadir  otra  demonstración  complementaria,  que,  si  no  es  tan  decisiva, 
podrá  ser  útil  sea  para  corroborar  la  demonstración  principal,  sea  para 
aquilatar  la  conexión  lógica  de  algunos  conceptos.  Servirán  de  base  para 
esta  argumentación  accesoria  1)  la  gracia  «capital»  de  María;  2)  la  conexión 
entre  la  Corredención  y  la  intercesión  universal ;  3)  la  maternidad  espiritual 
de  María;  4)  su  oficio  maternal  de  crianza  y  educación  del  Redentor. 


248 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


§  1.    Gracia  acapital»  de  María 

La  gracia  ((capital»  de  Cristo  consta  de  tres  elementos:  supremacía 
eminente,  plenitud  de  perfección  y  virtud  de  influir  la  gracia  en  todos  los 
miembros  de  su  Cuerpo  místico.  De  todos  estos  elementos  el  más  carac- 
terístico es  el  tercero,  que  Cristo  ejerce  con  su  doble  función  de  Redentor 
y  de  Intercesor.  Proporcionalmente,  la  gracia  ((capital»  de  María  ha  de 
constar  de  los  mismos  tres  elementos,  y  deberá  ejercer  el  tercero  con  la 
doble  función  de  Corredentora  y  de  Intercesora.  La  gracia  ((capital»  in- 
cluye, por  tanto,  la  Corredención. 

Contra  este  argumento  pueden  oponerse  tres  reparos:  1)  ¿es  cierto  que 
la  gracia  ((capital»  de  Cristo  incluya  la  función  de  Redentor,  y  no  sola- 
mente la  de  Intercesor?  2)  ¿Es  cierto  que  María  participe  la  gracia  ((ca- 
pital»? 3)  Aun  en  la  hipótesis  de  que  participe  de  ella  ¿no  podría  ejer- 
cerla con  la  simple  función  de  Intercesora? 

El  primer  reparo  parece  infundado.  La  razón  intrínseca  es  que  Cristo 
es  Cabeza  de  la  humanidad,  no  sólo  en  la  organización  y  vivificación  de 
su  Cuerpo  místico  posterior  a  la  redención,  sino  también  en  el  estadio  previo 
a  la  redención,  en  que,  precisamente  en  orden  a  la  redención,  concentra  e 
incorpora  consigo  como  Cabeza  a  toda  la  humanidad.  El  principio  de  soli- 
daridad, en  virtud  del  cual  Cristo  y  los  hombres  forman  un  solo  cuerpo, 
cuya  Cabeza  es  Cristo,  actúa  ya  antecedentemente  a  la  redención  y  es  ele- 
mento esencial  de  la  misma  redención.  La  gracia  ((capital»  incluye  consi- 
guientemente también  la  función  de  Redentor. 

El  segundo  reparo  tiene  mayor  fundamento,  por  cuanto  la  idea  de  que 
María  participe  de  la  gracia  ¡(capital»  no  ha  entrado,  por  así  decir,  en  la 
corriente  de  la  Mariología.  Pero  a  este  reparo  hemos  respondido  previa- 
mente al  proponer  las  razones  que  nos  movían  a  atribuir  a  María  esta  glo- 
riosa prerrogativa. 

Del  tercer  reparo  diremos  proporcionalmente  lo  que  hemos  dicho  del 
primero.  Si  la  gracia  ((capital»  de  Cristo  comprende  también  la  función  de 
Redentor,  y  si  María  participa,  como  antes  hemos  declarado,  de  esta  gracia 
por  extensión  o  comunión,  parece  arbitrario  limitarla  a  la  sola  función  de 
Intercesora.  ¿Qué  razón  puede  alegarse  para  esta  especie  de  mutilación 
o  vivisección?  En  el  sentido  de  la  participación  puede  alegarse,  en  cambio, 
positivamente  la  razón  de  que  María,  como  antes  hemos  declarado,  inter- 
viene activamente  en  comunicar  o  transmitir  a  Cristo  la  representación  o 
solidaridad  con  los  hombres,  y  precisamente  en  orden  a  constituirle  Redentor. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


249 


§  2.    Conexión  entre  la  Corredención  y  la  intercesión  universal 

Hay  que  notar  ante  todo  que  no  comparamos  la  Corredención  con  la 
simple  intercesión,  sino  con  la  intercesión  universal.  Verdad  es  que  no 
hemos  demonstrado  todavía  la  intercesión  universal,  y  en  este  sentido  puede 
parecer  prematura  una  demonstración  basada  en  una  premisa,  que  ni  he- 
mos demonstrado  ni  estamos  aún  en  disposición  de  demonstrar.  Mas,  como 
no  faltan  algunos  teólogos,  que,  admitiendo  la  intercesión  universal,  niegan, 
con  todo,  la  Corredención  propiamente  dicha,  parece  conveniente  poner  de 
manifiesto  que  semejante  posición  es  inconsecuente,  mostrando  que  la  in- 
tercesión universal  carece  de  base  sólida  teológica,  si  no  se  admite  la  Co- 
rredención. Será  una  argumentación  ad  hominem,  que  tendrá  la  ventaja 
de  señalar  la  conexión  entre  ambos  conceptos. 

Antes  de  formular  nuestra  argumentación  queremos  llamar  la  atención 
sobre  un  hecho  curioso  y  significativo.  No  hace  muchos  años  aún,  toda  la 
controversia  mariológica  versaba  sobre  la  mediación  universal,  en  el  sentido 
de  intercesión  actual;  y,  cuando  se  daba  la  razón  teológica  de  la  intercesión 
universal,  se  proponía  como  motivo  intrínseco  precisamente  la  Correden- 
ción, que  se  consideraba  como  verdad  ya  adquirida.  Ahora,  como  se  ve, 
se  han  invertido  los  términos  del  problema:  se  admite  la  intercesión  uni- 
versal, y  se  discute  la  Corredención.  No  está,  pues,  fuera  de  lugar  que,  a 
base  de  la  conexión  interna  entre  ambos  conceptos,  como  antes  se  partía 
de  la  Corredención  para  demonstrar  la  intercesión  universal,  así  ahora  par- 
tamos de  la  intercesión  universal  para  demonstrar  la  Corredención. 

Decimos,  pues,  que  la  intercesión  actual,  con  toda  la  plenitud  que  suele 
concedérsele,  es  decir,  con  las  propiedades  características  que  la  distinguen 
de  la  intercesión  de  los  demás  santos,  su  universalidad,  su  necesidad  y  su 
infrustrabilidad,  si  es  verdad  que  puede  demonstrarse  documentalmente 
prescindiendo  de  la  Corredención,  no  puede,  empero,  independientemente 
de  ésta,  probarse  teológicamente:  dentro  del  sistema  orgánico  de  la  Mario- 
logia  carece  de  base  consistente  en  que  apoyarse. 

Lo  que  única  o  principalmente  pudiera  explicar  o  fundamentar  las  pro- 
piedades características  de  la  intercesión  Mariana,  habría  de  ser  la  divina 
maternidad.  Ahora  bien,  la  divina  maternidad,  cual  la  conciben  los  adver- 
sarios de  la  Corredención,  no  es  motivo  suficiente  que  explique  la  intercesión 
universal.  La  divina  maternidad,  para  ellos,  importa  solamente  una  coope- 
ración de  orden  físico  y  de  eficacia  remota  respecto  de  la  redención,  esto  es, 
no  representa  ninguna  cooperación  moral  inmediata,  que  es  la  única  propia 


230 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


y  verdadera  Corredención.  Así  concebida,  la  divina  maternidad  no  puede 
ser  base  o  raíz  de  la  intercesión  universal.  Notemos,  en  efecto,  la  contra- 
dicción que  entraña  la  posición  de  los  adversarios.  En  su  estadio  terrestre 
la  divina  maternidad  se  habría  encerrado  completamente  en  el  orden  pura- 
mente personal:  con  toda  su  excelsa  dignidad,  habría  estado  totalmente 
desprovista  de  actividad  o  actuación  propia  y  formalmente  soteriológica ; 
en  cambio,  en  el  estadio  celeste,  automáticamente,  la  divina  maternidad,  re- 
basando el  orden  personal,  se  convierte  en  una  actividad  soteriológica  uni- 
versal, irresistible  y  necesaria,  que  interviene  con  un  influjo  absorbente  y 
decisivo  en  la  dispensación  de  las  gracias.  Preguntamos:  ¿de  dónde  este 
cambio  tan  repentino  y  radical  operado  en  la  divina  maternidad?  Buscarlo 
o  señalarlo  en  la  misma  maternidad,  es  pura  petición  de  principio.  Buscarlo 
en  el  estadio  de  la  bienaventuranza,  no  parece  muy  acertado.  Si  en  el  esta- 
dio terrestre,  que  es  el  destinado  para  obrar  saludablemente,  la  maternidad 
divina  no  poseía  semejantes  actividades  soteriológicas,  ¿por  qué  razón  las 
ha  de  adquirir  en  el  estadio  celeste,  destinado  por  Dios  al  reposo  y  al  goce 
anteriormente  merecidos?  Por  tanto,  o  en  el  estadio  terrestre  debe  haber 
poseído  la  divina  maternidad  semejantes  actividades  soteriológicas,  o  queda 
inexplicado  el  que  las  posea  en  el  estadio  celeste. 

Omitimos,  para  no  salimos  de  los  límites  que  nos  hemos  prefijado,  los 
testimonios  de  la  Tradición,  que  pudiéramos  aducir  en  confirmación  de  lo 
que  vamos  diciendo.  Lo  que  no  queremos  omitir,  es  el  testimonio  compro- 
bante de  San  Pablo,  que,  naturalmente,  ya  no  será  un  simple  argumento 
ad  hominem.  En  tres  pasajes  habla  principalmente  el  Apóstol  de  la  inter- 
cesión celeste  de  Cristo,  y  los  tres  la  relaciona  con  su  carácter  y  oficio  de 
Redentor.  Escribe  a  los  Romanos:  «Cristo  Jesús,  el  que  murió,  o,  mejor, 
el  que  resucitó,  es  quien  está  a  la  diestra  de  Dios,  y  quien  además  intercede 
por  nosotros»  (Rom.  8,  34).  Y  a  los  hebreos:  Cristo  «posee  el  sacerdocio 
intransferible;  por  donde  puede  también  salvar  perennemente  a  los  que 
por  él  se  llegan  a  Dios,  siempre  viviente  para  interceder  a  favor  de  ellos» 
(Hebr.  7,  24-25;  cfr.  7,  27);  y  más  adelante,  después  de  decir  que  Cristo 
«entró  de  una  vez  para  siempre  en  el  santuario,  consiguiendo  una  redención 
eterna»  (Hebr.  9,  12),  añade:  «Pues  no  entró  Cristo  en  un  santuario  hecho 
de  mano,...  sino  en  el  cielo  mismo,  para  presentarse  ahora  en  el  acatamiento 
de  Dios  a  favor  nuestro»  (9,  24).  La  aplicación  de  esta  doctrina  de  San 
Pablo  a  María  es  obvia.  Si  en  Cristo  la  intercesión  celeste  es  una  deriva- 
ción y  como  prolongación  de  la  redención,  proporcionalmente  en  María 
la  intercesión  actual,  que  no  es  sino  una  asociación  a  la  intercesión  de 
Cristo,  ha  de  ser  una  derivación  y  prolongación  de  su  asociación  a  la  reden- 


LIBRO  r.  —  CORREDENCIÓN 


251 


ción,  es  decir,  de  la  Corredención;  o,  en  otros  términos,  como  en  Cristo  la 
intercesión  presupone  la  redención,  en  la  cual  estriba,  lo  mismo  hay  que 
decir  de  María,  cuya  intercesión  presupone  también  la  Corredención,  como 
fundamento  o  postulado  necesario. 

§  3.    Cor  redención  y  maternidad  espiritual 

Análogo  al  anterior  es  el  argumento  que  sugiere  la  conexión  entre  la 
Corredención  y  la  maternidad  espiritual  de  María.  Un  estudio  detenido, 
que  no  hemos  hecho  todavía,  de  la  maternidad  espiritual  daría  lugar  a  una 
argumentación  más  amplia  y  profunda:  ahora  nos  habremos  de  quedar  en 
la  superficie  y  en  solas  generalidades. 

La  maternidad  espiritual  de  María  que  todos  reconocen  es  la  que  se 
manifiesta  en  los  oficios  maternales,  que  ahora  desde  el  cielo  ejerce  María 
con  los  hombres.  Pero  nos  basta  esta  consideración,  general  y  superficial, 
para  colegir  de  esta  maternidad  la  necesidad  de  la  Corredención.  Y  esto 
de  dos  maneras.  Primeramente,  estos  oficios  maternales  de  María  coinci- 
den realmente  con  la  dispensación  de  las  gracias,  que  no  es  sino  el  gobierno 
de  la  familia  de  Dios.  Semejante  dispensación  o  gobierno  supone  en  María 
derechos  sobre  la  familia  de  Dios  y  sobre  los  bienes  de  Dios:  derechos, 
recibidos,  sin  duda,  de  Dios,  pero  otorgados  a  María  de  una  manera  con- 
natural o  fundada  en  la  naturaleza  de  las  cosas;  derechos,  por  tanto,  adqui- 
ridos o  ganados  por  María  durante  su  vida  terrestre.  ¿Cómo?  Si  la  fa- 
milia y  los  bienes  de  Dios  son  el  resultado  o  los  frutos  de  la  redención, 
es  obvio  y  natural  que  sola  su  activa  intervención  en  la  obra  de  la  reden- 
ción puede  conferir  a  María  semejantes  derechos.  Suponer  otra  cosa  sería 
introducir  incoherencias  inmotivadas  en  la  obra  de  Dios.  Bajo  este  aspecto, 
pues,  la  maternidad  espiritual  presupone  como  base  la  Corredención. 

Bajo  otro  aspecto,  la  maternidad  celeste  de  María,  no  puede  haber  co- 
menzado en  el  cielo:  debe  haberse  iniciado  de  alguna  manera  durante  su 
vida  terrestre.  El  tránsito  de  las  penalidades  de  este  mundo  a  la  bienaven- 
turanza del  cielo  no  explica  la  maternidad  espiritual  de  María,  no  puedei 
ser  como  la  investidura  de  la  maternidad.  Sea  en  la  encarnación,  sea  en 
el  Calvario,  sea,  si  se  quiere,  en  otra  ocasión,  María  hubo  de  ser  constituida 
Madre  espiritual  de  los  hombres  durante  su  vida  en  la  tierra.  Los  funda- 
dores de  los  institutos  religiosos,  por  ejemplo,  son  llamados  padres  después 
de  su  muerte,  porque  lo  fueron  durante  su  vida.  No  se  da,  ni  puede  darse 
razonablemente,  el  caso  de  llamar  padre  a  un  bienaventurado  del  cielo,  que 


252 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


no  lo  hubiera  sido  en  la  tierra.  La  bienaventuranza  celeste  no  es  para 
conferir  paternidades  o  maternidades.  En  consecuencia,  María  estaba  in- 
vestida de  la  maternidad  espiritual  durante  su  vida  en  este  mundo.  Ahora 
bien,  la  maternidad,  si  no  es  pura  metáfora,  es  una  función  esencialmente 
activa:  es  la  procreación  de  los  hijos,  su  crianza,  su  educación.  Según  esto 
la  maternidad  espiritual  es  una  función  o  una  actividad  esencialmente  sote- 
riológica.  Semejante  actividad  soteriológica  puede  pertenecer  o  bien  al  or- 
den de  la  redención  o  bien  al  orden  de  la  dispensación  de  las  gracias. 
La  maternidad  celeste  de  María  pertenece  evidentemente  a  este  segundo 
orden:  la  terrestre,  como  no  puede  pertenecer  al  orden  de  la  dispensación, 
ha  de  pertenecer  necesariamente  al  orden  de  la  redención.  O  es,  por  tanto, 
o  presupone,  la  Corredención.  En  su  vida  terrena  María  no  se  hallaba  en 
disposición  de  intervenir,  como  ahora  en  el  cielo,  en  la  dispensación  de 
las  gracias;  pero  sí  se  hallaba  en  disposición  de  cooperar  a  la  obra  de  la 
redención. 

§  4.    Oficios  maternales  con  el  Redentor 

Trataremos,  en  último  lugar,  un  punto  que,  aplicando  los  principios  a 
casos  concretos,  se  sale  de  las  generalidades  en  que  hasta  ahora  nos  hemos 
mantenido.  La  razón  es  obvia.  Al  estudiar  los  hechos,  en  que  se  realizan 
o  encarnan  las  grandes  verdades  mariológicas,  nos  hemos  limitado  exclusi- 
vamente a  los  principales:  hemos  preterido,  por  tanto,  los  oficios  mater- 
nales de  crianza  y  educación  que  María  ejercitó  con  el  Redentor,  como  real- 
mente menos  importantes  y  que,  por  así  decir,  daban  menos  de  sí.  Mas, 
para  no  excluirlos  del  todo,  los  vamos  a  tratar  brevemente;  primero,  por- 
que son  una  confirmación  no  despreciable  de  la  Corredención  Mariana; 
segundo,  porque  sirven  de  enlace  entre  las  dos  actuaciones  principales  dé 
la  Corredención,  el  consentimiento  virginal  y  la  compasión  maternal. 

María,  a  lo  menos  a  partir  de  la  profecía  de  Simeón,  no  pudo  ya  des- 
conocer la  pasión  y  muerte  de  su  divino  Hijo.  Perspicaz  y  reflexiva  como 
era,  conocedora  de  las  profecías  mesiánicas,  llena  todavía  de  las  grandes 
revelaciones  que  Dios  le  había  hecho,  al  oír  ahora  las  palabras  del  anciano: 
Salud  de  Dios,  luz  para  la  iluminación  de  los  gentiles,  gloria  de  su  pueblo 
Israel»  y  al  mismo  tiempo  «señal  divina  y  blanco  de  la  contradicción» 
humana,  que  había  de  ser  para  María  una  espada  que  le  traspasase  el  alma, 
comprendió  perfectamente,  aun  en  el  supuesto  que  antes  lo  hubiera  desco- 
nocido, el  destino  de  su  Hijo  y  la  razón  de  ser  de  su  maternidad  y  el  objeto 
final  de  todos  sus  desvelos  maternales.    Desde  entonces  toda  su  vida  y  ac- 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


253 


tuacíón  de  Madre  quedaba  definitivamente  orientada  hacia  la  cruz  y  la 
redención.  Criar  y  educar  aquel  Hijo,  que  Dios  le  había  confiado,  no  era 
otra  cosa  que  disponer  al  sacerdote  y  preparar  la  víctima  del  gran  sacrificio 
de  la  reconciliación  humana.  Y  María,  con  la  misma  fe  y  obediencia,  con 
la  misma  conformidad  de  su  voluntad  con  los  designios  divinos,  con  que 
antes  había  aceptado  la  maternidad  del  Mesías,  se  dispone  ahora  a  ejercer 
el  oficio  doloroso  de  preparar  a  su  Hijo  para  el  sacrificio.  Es  decir,  sus 
oficios  maternales  eran  de  suyo  una  cooperación  material  con  el  sacrificio 
de  la  cruz;  pero  la  voluntad  con  que  aceptaba  y  desempeñaba  estos  oficios, 
esto  es,  la  intención  con  que  libremente  los  ordenaba  al  fin  que  Dios  y  su 
Hijo  pretendían,  los  transformaba  y  convertía  en  cooperación  formal,  mo- 
ralmente  directa  e  inmediata.  Un  ejemplo,  análogo  a  la  vez  y  contrario, 
pondrá  de  manifiesto  la  verdad  de  esta  cooperación.  Supongamos  que  en 
un  pueblo  de  misiones  se  trata  de  ofrecer  solemnemente  un  sacrificio  idolá- 
trico. Si  un  cristiano  de  aquel  pueblo,  sabiendo  de  que  se  trataba,  y  con 
la  intención  de  que  se  realizase  aquel  sacrificio,  acogiese  en  su  casa  con 
entusiasmo  al  sacerdote  que  había  de  ofrecerle  y  sobre  esto  él  mismo  le 
preparase  las  víctimas  que  debían  inmolarse,  ¿podría  excusarse  de  haber 
prestado  su  cooperación,»  formal  y  directa,  al  sacrificio  proyectado?  No  es 
menester  consultar  a  los  moralistas.  Pues  bien,  ¿hizo  menos  o  con  menos 
voluntad  y  entusiasmo  María  en  orden  al  sacrificio  de  la  cruz?  Luego  los 
oficios  maternales  de  María  con  el  Redentor,  ejercitados  como  ella  los  ejer- 
citó, son  una  cooperación  formal  y  directa  con  el  sacrificio  de  la  redención: 
son  verdadera  y  propia  Corredención. 


SECCIÓN  n.    CORREDENCIÓN  EN  EL  CONSENTIMIENTO  VIRGINAL 

t 

INTRODUCCIÓN 

Para  entender  de  raíz  lo  que  hemos  dicho  sobre  la  Corredención  en 
general  y  lo  que  ahora  vamos  a  decir  sobre  la  Corredención  por  medio  del 
consentimiento  de  María,  es  menester  fijar  con  toda  exactitud  y  conforme 
a  la  realidad  el  concepto  de  redención. 

Recordemos  que  no  es  lo  mismo,  señaladamente  hablando  de  Dios,  causa 
principal  que  causa  primera,  como  no  es  lo  mismo  causa  instrumental  (co- 


254 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


irelativa  a  causa  principal)  que  causa  segunda  (correlativa  a  causa  primera). 
De  ahí  el  problema  fundamental:  Cristo  hombre,  y,  como  tal,  Redentor, 
¿es  con  toda  propiedad  causa  principal  de  la  redención  (como  causa  se- 
gunda, subordinada  a  Dios  como  a  causa  primera),  o  bien  es  causa  instru- 
mental (subordinada  a  Dios  como  a  causa  propiamente  principal  de  la 
redención)?  Hay  que  reconocer  que  con  frecuencia,  implícitamente,  a  lo 
menos,  se  considera  a  Cristo  como  causa  principal  de  la  redención.  Seme- 
jante concepción,  no  diremos  que  es  falsa,  pero  sí  deficiente.  Si  en  el 
plano  inferior  de  las  actividades  humanas,  que  pudieron  intervenir  en  la 
redención,  a  Cristo  corresponde  evidentemnte  la  principalidad,  en  cambio, 
en  el  plano  superior  de  los  planes  divinos  la  principalidad  corresponde  a 
Dios;  en  otros  términos,  a  Cristo  corresponde  la  principalidad  relativa, 
a  Dios  la  absoluta:  Cristo  es  el  agente  instrumental,  Dios  el  agente 
principal.  Para  comprobar  la  verdad  de  este  aserto  consultemos  a  San 
Pablo. 

Sobre  la  acción  de  Dios,  no  en  los  preliminares  o  en  los  efectos,  sino 
en  el  acto  mismo  de  la  redención,  se  hallan  esparcidos  en  las  Epístolas  de 
San  Pablo  numerosos  rasgos  significativos.  Ante  todo.  Dios  es  quien  desde 
toda  la  eternidad  toma  la  iniciativa  de  la  redención,  concibe  y  forma  su 
plan,  determina  todas  sus  circunstancias  y  toma  la  resolución  de  realizarla 
en  la  plenitud  de  los  tiempos.  En  Cristo,  dice  el  Apóstol,  «tenemos  la  reden- 
ción por  su  sangre,...  según  las  riquezas  de  la  gracia  de  Dios,  que  hizo 
desbordar  sobre  nosotros,  en  toda  sabiduría  e  inteligencia,  notificándonos 
el  misterio  de  su  voluntad,  según  su  beneplácito. . . .  según  la  ordenación  del 
que  obra  todas  las  cosas  según  el  consejo  de  su  voluntad»  (Eph.  1,  7-11). 
Cristo,  añade,  «se  entregó  a  sí  mismo  por  nuestros  pecados,  a  fin  de  arran- 
camos de  este  presente  siglo  perverso,  según  la  voluntad  de  Dios  y  Padre 
nuestro"  (Gal.  1,  4). 

Dios  es  también,  quien  envía  a  su  Hijo  en  calidad  de  Redentor,  y  le 
constituye  sacerdote  y  víctima  del  gran  sacrificio  de  nuestra  redención: 
«Dios,  habiendo  enviado  a  su  propio  Hijo  en  semejanza  de  carne  de  pecado 
y  como  víctima  por  el  pecado,  condenó  al  pecado  en  la  carne»  (Rom.  8,  3); 
«cuando  vino  la  plenitud  del  tiempo,  envió  Dios  desde  el  cielo  de  cabe  sí 
a  su  propio  Hijo,  hecho  hijo  de  Mujer,  sometido  a  la  sanción  de  la  Ley, 
para  rescatar  a  los  que  estaban  bajo  la  sanción  de  la  Ley»  (Gal.  4,  4-5); 
«al  que  no  conoció  pecado,  [Dios]  por  nosotros  le  hizo  pecado»  (2  Cor.  5  21); 
«Cristo  no  se  glorificó  a  sí  mismo  en  hacerse  Pontífice,  sino  el  que  le  ha- 
bló: ...  Tú  eres  sacerdote  para  siempre  según  el  orden  del  Melquisedec» 
(Hebr.  5,  5-6). 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


255 


Más  aún,  al  enviar  a  su  Hijo  como  Redentor,  le  impuso  el  mandamiento 
de  inmolarse  por  los  hombres,  mandamiento  que  el  Hijo  acató  con  filial 
obediencia:  Cristo  «presentándose  como  hombre  en  su  condición  exterior, 
se  abatió  a  sí  mismo,  hecho  obediente  hasta  la  muerte,  y  muerte  de  cruz» 
(Philp.  2,  7-8);  «como  por  la  desobediencia  de  un  solo  hombre  fueron 
constituidos  pecadores  los  que  eran  muchos,  así  también  por  la  obediencia 
de  uno  solo  los  que  son  muchos  serán  constituidos  justos»  (Rom.  5,  19); 
«el  cual  en  los  días  de  su  carne,  habiendo  ofrecido  plegarias  y  súplicas  con 
grande  clamor  y  lágrimas  al  que  podía  salvarle  de  la  muerte,  y  habiendo 
sido  escuchado  por  razón  de  su  reverencia,  aun  con  ser  Hijo,  aprendió  de 
las  cosas  que  padeció  la  obediencia»  (Hebr.  5,  7-8). 

Y,  como  si  no  bastase  el  mandamiento,  Dios  mismo  entregó  a  su  Hijo 
a  la  muerte  por  nosotros:  «a  su.  propio  Hijo  no  perdonó,  antes  por  nos- 
otros todos  le  entregó»  (Rom.  8,  32);  «el  cual  fué  entregado  por  nuestros 
delitos»  (Rom.  4,  25). 

Y  en  el  acto  y  momento  mismo  de  la  redención  hace  resaltar  San  Pablo 
la  acción  de  Dios:  «Todo  procede  de  Dios,  quien  nos  reconcilió  consigo 
por  mediación  de  Cristo ; . . .  como  que  Dios  estaba  en  Cristo  reconciliando 
el  mundo  consigo»  (2  Cor.  5,  18-19);  Dios  Padre  «nos  libertó  de  la  potestad 
de  las  tinieblas,  y  nos  trasladó  al  reino  del  Hijo  de  su  amor,  en  quien  tene- 
mos la  redención,  la  remisión  de  los  pecados»  (Col.  1,  13-14);  «porque  en 
él  tuvo  a  bien  Dios  que  morase  toda  la  plenitud,  y  por  medio  de  él  recon- 
ciliar todas  las  cosas  consigo,  haciendo  las  paces  mediante  la  sangre  de  su 
cruz»  (Col.  1,  19-20);  convenía  que  Dios  «para  quien  es  todo  y  por  quien 
es  todo,  que,  al  paso  que  llevaba  muchos  hijos  a  la  gloria,  consumase  por^ 
medio  de  los  padecimientos  al  autor  de  la  salud  de  ellos»  (Hebr.  2,  10). 

Esta  misma  acción  de  Dios  en  la  redención  significa  el  Apóstol  al  pre- 
sentarla frecuentemente  como  obra  de  su  justicia  o  de  su  misericordia,  de 
su  amor  y  de  su  gracia:  «Todos  pecaron,  y  se  hallan  privados  de  la  gloria 
de  Dios,  —  justificados  gratuitamente  por  su  gracia,  mediante  la  redención 
que  se  da  en  Cristo  Jesús;  al  cual  expuso  Dios  como  monumento  expiatorio, 
mediante  la  fe,  en  su  sangre,  para  demonstración  de  su  justicia»  (Rom.  3, 
22-25);  «acredita  Dios  su  propio  amor  para  con  nosotros  en  que,  siendo 
nosotros  todavía  pecadores,  Cristo  murió  por  nosotros»  (Rom.  5,  8);  «no 
desecho  como  nula  la  gracia  de  Dios;  porque  si  por  la  Ley  se  alanzase 
la  justicia,  entonces  Cristo  hubiera  muerto  en  vano»  (Gal.  2,  21);  «Dios, 
rico  como  es  en  misericordia,  por  el  extremado  amor  con  que  nos  amó, 
aun  cuando  estábamos  nosotros  muertos  por  los  pecados,  nos  vivificó  con 
la  vida  de  Cristo»  (Eph.  2,  4-5);  «se  manifestó  la  gracia  salvadora  de  Dios 


256 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


a  todos  los  hombres»,  cuando  Cristo  «se  entregó  a  sí  mismo  para  redi- 
mirnos de  toda  iniquidad»  (Tit.  2,  11-14;  cfr.  3,  4-7). 

A  esta  acción  principal  de  Dios  corresponde  la  acción  instrumental  de 
Cristo  Redentor,  la  cual  expresa  San  Pablo  en  varios  de  los  textos  aducidos 
y  en  otros  muchísimos  con  la  fórmula  «per  lesum  Christum  Dominum 
nostrum»,  «por  medio  de  Jesu-Cristo  Señor  nuestro».  Esto  mismo  signi- 
fica el  Apóstol  al  afirmar  que  ((Cristo  fué  hecho  ministro  de  la  circuncisión», 
esto  es,  agente  de  parte  de  Dios  para  con  los  judíos,  «a  favor  de  la  vera- 
cidad de  Dios,  para  hacer  firmes  las  promesas  hechas  a  los  patriarcas»,  y 
ministro  para  con  los  gentiles,  para  que  «glorifiquen  a  Dios  por  razón  de  su 
misericordia»  (Rom.  15,  8);  y  añade,  hablando  de  Dios:  «Por  él  sois  lo 
que  sois  en  Cristo  Jesús,  el  cual  fué  hecho  por  Dios  para  nosotros...  santi- 
ficación y  redención»  (1  Cor.  1,  30). 

Según  San  Pablo,  pues,  en  la  obra  de  la  redención  corresponde  a  Dios 
la  acción  propia  del  agente  principal,  a  Cristo  la  acción  propia  del  agente 
instrumental  o  ministerial.  Esta  es  la  realidad;  a  la  cual,  empero,  no  siem- 
pre responde  el  sentido  usual  de  las  palabras.  El  sentido  primario  o  prin- 
cipal de  las  palabras  se  refiere  con  frecuencia,  no  a  lo  que  es  principal  en 
la  cosa  significada,  sino  a  lo  que  es  más  patente  o  visible.  Y  en  particular 
la  denominación  de  «Redentor»  designa  preferentemente  a  Cristo,  por  la 
razón  indicada.  De  esta  doble  principalidad,  la  de  la  cosa  y  la  de  la  pala- 
bra, nace  la  indecisión  o  fluctuación  con  que  habla  Santo  Tomás  de  Cristo 
y  de  Dios  como  Redentor  principal  (3,  q.  48,  a.  5).  Mientras  en  el  cuerpo 
del  artículo  reserva  para  Cristo  hombre,  y  con  razón  desde  su  punto  de  vista, 
la  denominación  de  Redentor  principal,  en  cambio,  en  la  solución  a  la  pri- 
mera objeción  dice  terminantemente:  «Redemptio  immediate  pertinet  ad 
hominem  Christum,  principaliter  autem  ad  Deum  (Ib.  ad  1).  Nótese  la 
contraposición  entre  «immediate»  y  «principaliter» ;  en  virtud  de  la  cual 
«immediate»  insinúa  que  la  acción  de  Cristo  es  la  propia  del  instrumento, 
que  media  entre  el  agente  principal  y  el  efecto:  es  la  inmediación  que 
llamaríamos  de  contacto,  propia  del  instrumento,  la  cual,  empero,  no  niega 
al  agente  principal  la  inmediación  de  eficiencia.  Merecen  leerse  las  atina- 
dísimas observaciones  de  Suárez  sobre  este  pasaje  del  Doctor  Angélico. 
En  definitiva  podemos  concluir  que  según  San  Pablo  y  Santo  Tomás  Cristo 
es  a  la  vez,  bajo  diferentes  aspectos,  agente  principal  y  agente  instrumental 
de  la  redención,  y,  como  tal,  inmediato,  con  la  doble  inmediación  de  efi- 
ciencia y  de  contacto;  y  que  Dios  es  simple  y  absolutamente  agente  prin- 
cipal, y,  como  tal,  inmediato  con  inmediación  de  eficiencia,  aunque,  en 
cierto  sentido,  mediato  con  mediación  de  contacto.    Pero  hay  que  notar 


LIBRO  I.  —  COltKEDENClÓN 


257 


que  en  este  caso,  como  generalmente  en  todo  agente  principal,  el  que  su 
acción  sea  en  cierto  sentido  mediata  no  desvirtúa  o  rebaja  la  eficacia  de  esta 
acción,  que  al  fin  es  siempre  la  principal.  Y  era  necesario  notar  esta  pro- 
piedad y  verdad  de  la  acción  del  agente  principal,  para  que,  si  la  coope- 
ración de  María  se  mostrase  ser  cooperación  con  la  acción  de  Dios  Re- 
dentor, no  quedase,  por  así  decir,  descalificada  en  su  misma  raíz.  Con  sólo 
que  se  pruebe  ser  verdadera  cooperación  con  la  acción  principal  de  Dios 
respecto  de  la  redención,  queda  por  el  mismo  caso  probada  su  cooperación, 
propia  y  verdadera,  con  la  obra  de  la  redención  humana. 

A  primera  vista  sólo  parece  posible  de  parte  de  María,  al  dar  su  con- 
sentimiento a  la  embajada  del  ángel,  esta  cooperación  con  la  acción  prin- 
cipal de  Dios,  por  la  sencilla  razón  que  en  aquel  momento  todavía  no  se 
había  realizado  la  encarnación,  todavía  no  existía  el  hombre  Redentor. 
Pronto  examinaremos  si  esta  razón  es  válida.  En  orden  a  esto  hemos  de 
notar  ya  desde  ahora  que  la  cooperación  puede  concebirse  de  dos  maneras: 
o  bien  como  acción  conjunta  con  la  acción  de  otro,  o  bien  como  una  acción 
simplemente  coordinada  o  subordinada,  enderezada  a  la  producción  del 
mismo  efecto.  Evidentemente,  con  el  consentimiento  no  puede  María  juntar 
su  acción  con  la  de  Cristo;  pero  esto  acaso  no  excluya  que  el  consenti- 
miento pueda  ser  una  acción  coordinada  o  subordinada  a  la  acción  futura 
de  Cristo  Redentor.  La  distancia  de  lugar  y  tiempo  no  es  dificultad,  tra- 
tándose de  acciones  morales. 

Por  fin,  creemos  necesaria  otra  observación.  Tratándose  de  una  coope- 
ración, que  de  antemano  calificamos  de  secundaria,  cual  es  la  Corredención 
Mariana,  no  es  esencial  que  esta  cooperación  lo  sea  respecto  de  lo  que  la 
acción,  con  la  cual  se  coopera,  tenga  de  más  importante  o  característico. 
Supongamos  por  un  momento  que  lo  sustancial  o  esencial  en  la  redención 
de  Cristo  sea  el  mérito  o  la  satisfacción,  y  que  María  nada  propio  pueda 
aportar  en  la  línea  de  satisfacción  o  de  mérito.  En  tal  hipótesis  concede- 
mos que  no  es  posible  una  cooperación  Mariana  equiparable  a  la  de  Cristo, 
propiamente  meritoria  o  satisfactoria;  pero  añadimos  que  esto  no  excluye 
otro  género  de  cooperación  propia  y  verdadera.  Y  no  es  difícil  probarlo. 
Otra  vez  San  Pablo  nos  suministrará  el  argumento.  Escribe  a  los  Corintios: 
«Yo  planté,  Apolo  regó;  mas  Dios  dió  el  crecimiento.  De  manera  que  ni 
el  que  planta  es  algo,  ni  el  que  riega,  sino  el  que  da  el  crecimiento,  que  es 
Dios...  Pues  de  Dios  somos  cooperadores:  de  Dios  sois  labranza,  de  Dios 
sois  edificio»  (1  Cor.  3,  6-9).  Según  esto  Pablo  y  Apolo  son  cooperadores 
de  Dios,  cooperan  con  la  acción  de  Dios;  y  sin  embargo  su  cooperación  no 
alcanza  a  lo  principal  o  sustancial,  que  es  el  crecimiento  de  las  plantas: 

17 


258 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


nada  hacen  en  el  formal  crecimiento  de  lo  que  han  plantado  o  regado.  Será, 
pues,  su  cooperación  secundaria,  no  equiparable  a  la  acción  de  Dios;  esto, 
con  todo,  no  quita  que  sea  y  se  llame  propiamente  cooperación.  Otro  ejem- 
plo, de  los  innumerables  que  pudieran  aducirse.  No  hace  muchos  años  se 
firmó  el  Pacto  de  Letrán.  En  él  lo  esencial,  lo  único  que  le  dió  validez,  fué 
la  firma  de  los  dos  soberanos  y  su  autoridad.  ¿Habrá  que  decir,  en  conse- 
cuencia, que  los  personajes  que  intervinieron  en  las  negociaciones,  que  re- 
dactaron y  discutieron  los  artículos  del  Pacto,  no  prestaron  eficaz  coopera- 
ción? Y  en  toda  promulgación  de  una  ley  lo  único  que  le  da  validez  es 
la  autoridad  del  soberano,  personal  o  colectivo,  que  la  aprueba  o  la  firma: 
y  sin  embargo  nadie  podrá  negar  que  los  ministros  o  secretarios  o  juris- 
consultos, que  la  redactaron,  fueron  eficaces  cooperadores  de  la  misma  ley. 

Para  hacer  resaltar  el  valor  corredentivo  del  consentimiento  virginal,  lo 
consideramos  bajo  cuatro  aspectos:  1)  más  generalmente,  comparándolo  con 
la  acción  redentora  de  Dios  y  de  Cristo,  a  base  de  un  pasaje  de  San  Pablo; 
2)  analizando  sus  constitutivos  esenciales;  3)  considerando  su  valor  moral, 
como  acto  de  obediencia,  a  base  de  un  texto  de  San  Ireneo;  4)  considerando 
su  carácter  representativo  en  función  del  principio  de  solidaridad.  De  aquí 
los  cuatro  capítulos  de  esta  sección. 


Capítulo  I 

VALOR  CORREDENTIVO  DEL  CONSENTIMIENTO  EN  GENERAL 

Al  tratar  anteriormente  de  la  acción  principal  de  Dios  redentor  según 
San  Pablo,  hemos  omitido  deliberadamente  uno  de  los  textos  más  impor- 
tantes, en  que  el  Apóstol  presenta  con  mayor  amplitud  y  a  la  vez  con  mayor 
prcisión  la  acción  combinada  de  Dios  y  de  Cristo  hombre  en  la  redención 
del  mundo,  y  que  además  se  presta  maravillosamente  para  servir  de  marco 
en  que  encuadrar  la  cooperación  de  María  con  Dios  y  con  Cristo  hombre 
en  la  obra  de  la  redención  humana. 


LIBRO  I.  —  COKREDENCIÜN 


259 


Art.  1.   Acción  de  Dios  y  de  Cristo  en  la  redención  según  San  Pablo 

Escribe  el  Apóstol,  hablando  de  Cristo:  «Por  lo  cual  al  entrar  en  el 
mundo  dice: 

Sacrificio  y  ofrenda  no  quisiste, 

pero  me  proporcionaste  un  cuerpo  a  propósito; 
holocaustos  y  sacrificios  por  el  pecado  no  le  agradaron, 

entonces  dije:  Heme  aquí  presente. 
En  el  pomo  del  libro  está  escrito  de  mí: 

quiero  hacer,  oh  Dio?,  tu  voluntad. 

Diciendo  más  arriba:  Sacrificios  y  ofrendas  y  holocaustos  y  sacrificios 
por  el  pecado  no  los  quisiste  ni  te  agradaron,  los  que  según  la  Ley  se  ofrecen, 
entonces  ha  dicho:  Heme  aquí  que  vengo  a  hacer  fu  voluntad.  Suprimei 
lo  primero  para  establecer  lo  segundo.  En  virtud  de  la  cual  voluntad  hemos 
sido  santificados  mediante  la  oblación  del  cuerpo  de  Jesu-Cristo  de  una  vez 
para  siempre»  ( Hebr.  10,  5-10). 

Tomando  como  base  las  palabras  del  Salmo  según  los  Setenta  (Ps.  39, 
7-9)  declara  el  Apóstol  la  parte  que  corresponde  a  Dios  y  la  que  corresponde 
a  Cristo  en  la  obra  de  la  redención.  Procuraremos  reconstruir  en  toda  su 
integridad  su  pensamiento. 

Anteriormente  (con  anterioridad  lógica)  a  la  acción  de  Dios  y  de  Cristo 
hombre  existe  un  doble  precedente  o  postulado  previo:  1)  la  existencia  y 
predominio  del  pecado  en  el  mundo  y  aun  en  Israel;  2)  la  existencia  de 
sacrificios  destinados  a  expiar  el  pecado,  pero  ineficaces  e  incapaces  de 
borrarlo.  A  vista  de  este  estado  de  las  cosas  interviene  Dios;  en  cuya 
actuación  podemos  señalar  tres  pasos  o  momentos:  1)  su  voluntad  eficaz  y 
decisiva  de  poner  remedio  a  esta  situación,  sustituyendo  los  sacrificios  in- 
eficaces por  un  sacrificio  eficaz  para  expiar  y  reparar  el  pecado  por  vía  de 
estricta  y  rigorosa  justicia;  2)  manifestación  de  esta  voluntad  a  su  Hijo, 
para  que  él  tome  sobre  sí  este  negocio,  haciéndose  hombre  y  muriendo  para 
reparar  el  pecado  de  los  hombres;  3)  ejecución  de  esta  voluntad,  pr<opor^' 
cionando  al  Hijo  un  cuerpo  humano  hábil  o  idóneo  para  el  sacrificio,  es 
decir,  un  cuerpo  pasible  y  mortal. 

A  esta  triple  acción  del  Padre  corresponde  la  triple  acción  del  Hijo: 
1)  como  Dios,  anteriormente  a  la  encarnación,  por  cuanto  su  voluntad  es 
sustancialmente  una  misma  con  la  voluntad  del  Padre ;  2)  en  cuanto  hombre, 


260 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


en  el  momento  mismo  de  la  encarnación,  aceptando  y  acatando  rendida- 
mente la  voluntad  divina,  que  él  considera  como  un  mandamiento,  y  mani- 
festando su  disposición  de  cumplirlo  perfectamente;  3)  ejecutando  obediente 
esta  voluntad  o  mandamiento,  con  la  oblación  o  inmolación  de  su  cuerpo 
para  expiar  el  pecado  de  los  hombres. 

Consideremos  más  en  particular  lo  que  es  esta  voluntad  de  Dios  y  su 
aceptación  de  parte  de  Cristo  hombre. 

Esta  voluntad  de  Dios  no  es  un  acto,  por  así  decir,  pasajero  o  aislado, 
sino  un  acto  eterno  y  siempre  actual  y  presente,  un  acto,  que  representa  y 
encierra  en  sí  todo  el  plan  divino  de  la  redención  humana:  es,  en  frase  del 
mismo  Apóstol,  «el  Misterio  de  Cristo,  que  en  otras  generaciones  no  fué 
dado  a  conocer  a  los  hijos  de  los  hombres»  (Eph.  3,  4-5),  es  «la  economía 
del  Misterio,  escondido  desde  el  origen  de  los  siglos  en  Dios  que  creó  todas 
las  cosas»  (Eph.  3,  9),  es  «el  Misterio,  que  ha  estado  escondido  desde  el 
origen  de  los  siglos  y  generaciones»  (Col.  1,  26),  <(el  Misterio  de  Dios,  Cristo, 
en  el  cual  se  hallan  todos  los  tesoros  de  la  sabiduría  y  de  la  ciencia  escon- 
didos» (Col.  2,  2-3),  es,  en  una  palabra,  «el  Misterio  de  su  voluntad»  (Eph.' 
1,  9).  Estas  declaraciones  del  Apóstol  ponen  de  manifestó  la  importancia 
decisiva,  la  eficacia  preponderante,  de  la  voluntad  de  Dios  en  la  obra  de  la 
redención,  que  no  es  sino  su  realización  o  efecto;  voluntad,  además,  en 
cuya  ejecución  despliega  Dios  toda  su  omnipotencia  y  derrocha  los  infinitos 
tesoros  de  su  sabiduría.  Después  de  esto,  no  es  ya  posible  dudar  que,  en 
la  mente  de  San  Pablo,  Dios  es  el  agente  principal  de  la  redención. 

Análogamente,  la  aceptación  de  esta  voluntad  de  parte  de  Cristo  hombrq 
no  es  un  simple  acto  aislado  o  transitorio,  uno  de  tantos  actos  que  llenan  la 
vida  humana  de  Cristo,  sino  que  es  como  la  directriz  o  la  tónica  o  el  expo- 
nente máximo  de  toda  su  vida ;  es  el  impulso  inicial,  que  ya  no  se  extingue, 
de  toda  su  carrera  mesiánica ;  es  la  expresión  en  que  se  compendían  y  con- 
densan todos  los  ideales  de  su  espíritu,  todos  los  sentimientos  de  su  Corazón, 
todas  las  energías  de  su  voluntad,  todo  su  amor  a  Dios  y  a  los  hombres,  a 
su  Padre  y  a  sus  hermanos;  es  una  resolución  que  se  clava  y  fija  de  una 
vez  para  siempre  en  su  alma,  para  convertirse  en  disposición  habitual  y 
constante;  es  un  acto  supremo  y  definitivo,  que,  trasponiendo  tiempos  y 
lugares,  vuela  derecho  al  Calvario  y  a  la  cruz,  que,  iniciado  en  la  encarna- 
ción, sin  entibiarse  jamás,  se  consuma  en  el  sacrificio  de  la  redención.  Más 
concreta  y  precisamente,  esta  aceptación  de  Cristo  es  su  «obediencia  hasta 
la  muerte,  y  muerte  de  cruz»,  es  la  oblación  sacerdotal,  que,  empalmando 
con  la  inmolación  del  Calvario,  forma  con  ella  el  sacrificio  de  la  redención, 
del  cual  es  el  elemento  moral  y  formal,  y  consiguientemente  principal.  El 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


2j61 


sacrificio  del  Redentor,  si  no  se  consuma  sino  en  la  cruz,  se  inicia  ya  en  la 
encarnación,  y  se  inicia  con  esta  aceptación  de  la  voluntad  de  Dios,  es  decir, 
con  el  libre  asentimiento  o  consentimiento  de  la  propia  voluntad  humana. 

Tales  son  los  dos  agentes,  principal  y  ministerial  o  instrumental,  de  la 
redención.  El  acto  y  los  efectos  los  consigna  San  Pablo  con  admirable 
precisión  al  decir  que  «en  virtud  de  la  cual  voluntad^^  manifestada  y  cum- 
plida, (1  hemos  sido  santificados  mediante  la  oblación  del  cuerpo  de  Jesu- 
Cristo  de  una  vez  para  siempre».  El  acto  de  la  redención  es  esta  oblación: 
oblación  activa  de  Jesu-Cristo  Sacerdote  y  oblación  pasiva  de  Jesu-Cristd 
víctima,  esto  es,  el  ofrecimiento  de  su  voluntad,  iniciado  en  el  momento  de 
la  encarnación,  y  la  inmolación  de  su  cuerpo,  consumada  en  la  cruz.  Los 
efectos  de  la  redención  se  compendian  en  la  santificación:  es  decir,  la  lim- 
pieza moral  o  pureza  del  alma,  efecto  de  la  expiación  del  pecado  y  dispo- 
sición para  allegarse  a  Dios  y  entrar  en  contacto  con  la  divinidad ;  en  otrasl 
palabras,  la  justificación  bajo  su  aspecto  religioso.  Y  al  decir  San  Pablo 
que  esta  santificación  se  operó  «de  una  vez  para  siempre»,  insinúa  el  doble 
estadio  de  esta  santificación:  virtual  (o  ideal)  y  formal  (o  real).  La  santi- 
ficación virtual  es  el  efecto  inmediato  y  absoluto  de  la  redención;  la  formal 
es  su  efecto  remoto  y  condicionado.  La  virtual  recae  en  la  humanidad  con- 
siderada en  general  y  como  en  bloque;  la  formal  se  realiza  en  cada  hombre 
individualmente. 

Resumiendo  y  precisando  más,  podemos  decir  que  los  agentes  de  la  re- 
dención son  Dios  y  Cristo  hombre:  Dios,  como  agente  principal  (princi- 
pium  quod,  y  su  voluntad,  formada,  manifestada  y  ejecutada,  como  princi- 
pium  quo),  y  Cristo  hombre,  como  agente  instrumental  {principium  quod, 
y  la  obediente  aceptación  de  la  voluntad  divina  como  principium  quo):  — el 
acto  de  la  redención  es  la  oblación,  bajo  el  doble  aspecto  de  acción  sacer- 
dotal y  pasión  sacrificial; —  el  efecto  de  la  redención  es  la  santificación  de 
los  hombres  en  sus  dos  estadios,  virtual  y  formal. 

Veamos  ahora  si  el  consentimiento  virginal  importa  verdadera  coopera- 
ción con  Dios  y  con  Cristo  hombre. 


262 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Art.  2.   Cooperación  de  María  con  la  acción  de  Dios  y  de  Cristo 
§  1.    Cooperación  con  Dios 

Dios  el  es  agente  principal  de  la  redención  mediante  su  voluntad  {prin- 
cipium  quo),  en  cuanto  es  una  resolución  o  determinación,  eternamente  ac- 
tual, que  la  decreta,  y  en  cuanto  es  o  entraña  una  actividad  que  la  ejecuta. 
Bajo  este  doble  aspecto  el  consentimiento  de  María  es  una  verdadera  coo- 
peración, eficaz  e  inmediata,  con  la  voluntad  de  Dios. 

Lo  es  bajo  el  primer  aspecto.  Es  un  hecho  que  Dios  no  quiso  iniciar'  la 
obra  de  la  redención  humana  sin  el  previo  consentimiento  de  María.  En 
este  supuesto,  la  voluntad  de  Dios  no  es  definitiva  ni  ultimada,  tanto  en 
el  orden  de  la  ejecución  como  en  el  orden  de  la  intención,  sin  el  consenti- 
miento de  María,  que  es  consiguientemente  su  complemento.  Dios,  evi- 
dentemente, hubiera  podido  prescindir  de  él  en  absoluto:  mas  desde  el 
momento  en  que  nada  quiso  hacer  sin  él,  el  consentimiento  de  María  es 
como  la  última  formal  determinación  de  la  voluntad  divina.  Así  conce- 
bido, el  consentimiento  virginal  es  una  cooperación  con  Dios  eficaz  e  inme- 
diata. Es  eficaz,  por  cuanto  es  la  voluntad  de  María,  la  que,  al  conformarse 
con  la  de  Dios,  le  da  su  determinación  definitiva  o,  por  así  decir,  determina 
su  eficacia:  y  no  puede  decirse  ineficaz,  lo  que  determina  la  eficacia  de  la 
voluntad  divina,  en  virtud  de  la  cual  precisamente  (como  principíum  quo) 
es  Dios  el  agente  principal  de  la  redención.  Es  además  inmediata,  por  cuan- 
to es  como  complemento  o  coeficiente  de  la  voluntad  de  Dios,  que  es  predo- 
minantemente voluntad  de  redención,  es  decir,  que  va  derecha  a  la  reden- 
ción misma  y  mira  la  encarnación,  no  solamente  como  medio  de  la  redejí- 
ción,  sino  como  su  iniciación  o  primer  acto,  que  entraña  en  sí  virtualmente 
todo  el  proceso  de  la  redención  humana  hasta  su  consumación  definitiva  v 
hasta  sus  últimos  efectos. 

Bajo  el  segundo  aspecto  es  también  el  consentimiento  virginal  coopera- 
ción con  la  voluntad  divina.  El  objeto  o  término  del  consentimiento  no  ci 
algo  extrínseco  o  ajeno  a  María.  Dios  no  le  pide  el  consentimiento  para 
obrar  luego  independientemente  de  ella  y  por  sí  solo,  sino  para  que  ella 
libremente  ponga  a  su  disposición  todas  sus  actividades  maternales,  o, 
mejor,  para  que  ella  misma  ponga  en  juego  todas  estas  actividades,  tanto 
las  morales  como  las  físicas.  El  consentimiento,  por  tanto,  es  o  lleva  con- 
sigo la  asociación  de  estas  actividades  con  la  acción  suprema  de  Dios  en 
orden  al  mismo  efecto,  es  una  cooperación  con  la  acción  divina.  Es.  consi- 
guientemente, eficaz,  como  que  determina  la  aportación  y  actuación  de  las 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


263 


propias  actividades.  Y  es  también  una  cooperación  moralmente  inmediata 
respecto  de  la  redención;  y  por  doble  motivo:  por  cuanto  la  encarnación 
es  ya  de  por  sí  el  comienzo  y  como  el  primer  paso  de  la  redención  integral, 
y  por  cuanto  la  voluntad  de  María,  al  dar  su  consentimiento,  se  acomoda 
totalmente  y  como  a  ciegas  con  la  voluntad  de  Dios,  la  cual  hace  suya,  y 
que  es,  no  menos  en  la  ejecución  que  en  la  primera  intención,  voluntad  pre- 
valente  de  redención.  La  voluntad  de  Dios,  y  no  menos  la  de  María,  que 
se  la  apropia,  en  todo  el  proceso  de  la  redención  humana  dirige  todo  el 
peso  de  su  intención  y  de  su  acción,  como  a  su  blanco  u  objetivo,  al  acto 
definitivo  de  la  redención  y  a  sus  efectos.  No  hay  que  olvidar  jamás  que 
en  la  mente  y  en  la  voluntad  de  Dios  la  redención  es  una  unidad  moralmente 
indivisible.  Las  separaciones  o  divisiones,  introducidas  por  la  cortedad  hu- 
mana, no  influyen  en  la  unidad  inseparable  del  bloque  divino.  Para  ayudar 
a  mover  un  bloque,  basta  ayudar  a  iniciar  su  movimiento,  como  basta  tam- 
bién tocarle  en  un  solo  punto. 

Esta  cooperación  de  María  con  Dios,  principal  agente  de  la  redención, 
nos  parece  tan  verdadera,  esto  es,  eficaz  y  moralmente  inmediata,  que  no 
dudamos  en  afirmar  que  ella  sola,  aun  cuando  más  hubiese,  bastaría  por  sí 
para  asegurar  la  Corredención  Mariana.  Y  no  decimos  esto,  porque  ten- 
gamos por  inseguros  otros  modos  diferentes  de  Corredención,  sino  porqué 
tal  es,  a  nuestro  juicio,  la  verdad  y  la  realidad.  Con  sólo  su  consentimiento, 
como  cooperación  con  Dios,  se  hizo  María  acreedora  al  título  glorioso  do 
Corredentora  de  los  hombres. 

§  2.    Cooperación  con  Cristo 

Como  hemos  notado  anteriormente,  la  cooperación  puede  concebirse  de 
dos  maneras:  o  como  acción  conjunta  con  la  acción  de  otro,  o  como  acción 
simplemente  coordinada  o  subordinada.  De  ambas  maneras  cooperó  María 
con  Cristo  por  medio  de  su  consentimiento. 

Primeramente,  en  el  momento  de  la  encarnación  María  da  el  cuerpo  al 
Hijo  de  Dios,  y  éste  lo  recibe  de  María.  Dar  y  recibir  una  cosa  son  dos 
acciones  correlativas,  algo  así  como  las  de  vender  y  comprar,  que  se  combi- 
nan y  completan  mutuamente,  para  formar  una  sola  acción  moral.  Por  la 
generación  la  acción  de  María  es  física:  pero  en  virtud  del  consentimiento 
esta  acción  se  convierte  en  acción  moral.  Que  semejante  cooperación  de 
María  sea  eficaz,  es  evidente.  Que  sea  también  moralmente  inmediata  res- 
pecto de  la  redención,  no  es  difícil  probarlo.  Recordemos,  en  efecto,  lo 
que,  según  San  Pablo,  dice  el  Hijo  al  Padre  en  el  momento  de  la  encarna- 


264 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ción:  «Me  proporcionaste  un  cuerpo  a  propósito»,  o,  traduciendo  más  lite- 
ralmente, «me  habilitaste  un  cuerpo»,  esto  es,  me  diste  un  cuerpo  hábil,  apto, 
idóneo.  ¿Para  qué?  El  contexto  lo  dice  claramente.  Dios  habilita  un 
cuerpo  a  su  Hijo  para  que  pueda  sustituir  los  sacrificios  ineficaces  del  Anti- 
guo Testamento;  y  por  esto  añade  al  fin  que  fuimos  «santificados  mediantes 
la  oblación  del  cuerpo  de  Jesu-Crislo».  La  frase  de  San  Pablo  equivale, 
por  tanto,  a  esta  otra:  «Me  diste  un  cuerpo  apto  para  el  sacrificio»,  es 
decir,  pasible  y  mortal.  Este  cuerpo  apto  para  ser  víctima  en  el  sacrificio 
de  la  redención  lo  da  el  Padre  con  voluntad  de  redención,  lo  da  María  con 
voluntad  totalmente  conforme  con  la  del  Padre,  lo  recibe  el  Hijo  para 
cumplir  o  realizar  esta  misma  voluntad.  La  acción,  por  consiguiente,  de 
dar  y  recibir  este  cuerpo,  como  determinada  e  imperada  por  la  voluntad  de 
la  redención,  es  moralmentc  inmediata  respecto  del  acto  mismo  redentivo. 

Además,  como  también  hemos  notado  anteriormente,  las  palabras  con  que 
María  expresa  su  consentimiento  concuerdan  y  coinciden  de  un  modo  sor- 
prendente con  las  que  pronuncia  el  Hijo  Redentor.  Basta,  para  conven- 
cerse, cotejarlas  someramente.  Ambas  expresan  un  acto  de  la  más  rendida 
obediencia  al  Padre  celestial.  Esta  maravillosa  convergencia  de  ambas  ac- 
ciones en  un  mismo  punto,  que  es  la  voluntad  divina  de  redención,  hace  que 
la  acción  de  María,  coordinada  o  subordinada  a  la  de  Cristo,  pueda,  respec- 
to de  ésta,  llamarse  verdadera  cooperación.  La  cual  es,  moralmente.  no  sólo 
eficaz,  como  es  manifiesto,  sino  también  inmediata,  como  lo  es  la  acción  de 
Cristo.  En  efecto,  el  acto  inicial  de  obediencia  del  Redentor,  aun  conside- 
rado en  sí  mismo,  es  parte  integrante  y  como  el  primer  paso  de  la  redención 
total.  Además,  por  razón  de  su  objeto,  es  la  aceptación  plena  de  la  muerte 
en  cruz,  a  la  cual  mira  derechamente.  Y,  sobre  todo,  es  el  ofrecimiento 
sacerdotal,  que,  expresado  ahora  y  habitualmente  perseverante  en  el  Corazón 
del  Redentor,  es,  como  tal,  el  elemento  formal,  que,  informando  la  inmola- 
ción cruenta,  constituye  con  ella  el  sacrificio  de  la  cruz  o  el  acto  redentivo. 
El  acto  de  la  redención,  como  acción  moral,  no  está  ligada  a  tiempos  y 
lugares:  por  esto  la  oblación  de  Nazaret  y  la  inmolación  del  Calvario  pueden 
formar  un  todo  moral,  una  unidad  moralmente  indivisible.  En  consecuen- 
cia, el  acto  de  María,  análogo  al  de  Cristo  y  asociado  a  él,  es  también  de 
eficacia  inmediata  respecto  de  la  redención. 

Esta  doble  cooperación  de  María,  con  Dios  y  con  Cristo  hombre,  justi- 
fica plenamente  la  verdad  y  propiedad  de  la  Corredención  Mariana.  Para 
llegar  a  esta  conclusión  no  hemos  tenido  que  apelar  al  análisis  del  consenti- 
miento virginal:  este  análisis  nos  suministrará  ahora  una  nueva  comproba- 
ción de  la  misma  verdad. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


265 


Capítulo  II 

ELEMENTOS  CORPxEDENTIVOS  DEL  CONSENTIMIENTO 

Podemos  compendiar  nuestro  razonamiento  en  este  sencillo  silogismo: 
El  consentimiento  importa  una  cooperación  eficaz  e  inmediata  en  su 
objeto,  es  decir,  en  aquello  en  que  recae  o  se  termina;  ahora  bien,  el  objeto 
del  consentimiento  virginal  es,  no  sólo  la  maternidad  divina  del  Redentor, 
sino  también  la  redención  humana:  luego  el  consentimiento  virginal  impor- 
ta una  cooperación  eficaz  e  inmediata  en  la  redención. 

Hemos  de  declarar  y  probar  cada  una  de  las  premisas  del  silogismo.  Pero 
el  análisis  hecho  anteriormente  sobre  el  consentimiento  virginal  bajo  sus 
diferentes  aspectos,  ahorrándonos  de  largas  explicaciones,  nos  permitirá 
mayor  brevedad,  que  contribuirá  a  poner  de  relieve  los  puntos  sustanciales 
de  nuestra  argumentación. 

Art.  1.    Cooperación  del  consentimiento  en  su  objeto 

Comencemos  demonstrando  la  Mayor  del  silogismo.  Comprende  dos 
partes:  que  el  consentimiento  importa  una  cooperación  eficaz,  y  que  esta 
cooperación  es  moralmente  inmediata. 

La  eficacia  del  consentimiento  está  entrañada  en  su  misma  esencia,  por 
cuanto  se  considera  como  complemento,  hipotéticamente  a  lo  menos  necesa- 
rio, de  la  potestad  moral  o  de  la  voluntad  eficaz  de  quien  seriamente  lo 
pide,  que  no  puede  sin  él  hacer  válida  o  lícitamente,  o  por  lo  menos  de- 
corosa o  convenientemente,  lo  que  desea.  Entra,  por  tanto,  el  consenti- 
miento, como  complemento  o  elemento  constitutivo  del  acto  primero  de 
la  acción  moral:  es,  consiguientemente,  principio  de  la  acción  moral  y, 
como  tal,  esencialmente  activo  y  eficaz.  Y  esta  eficacia,  esencial  y  común 
a  todo  consentimiento,  que  no  sea  irrisorio,  se  hace  mucho  más  patente  en 
el  consentimiento  que  llamamos  solidario,  sobre  todo  cuando  con  él  se  con- 
trae el  compromiso  de  colaborar  personalmente  en  orden  a  la  realización  de 
aquello  mismo,  para  lo  cual  se  solicitó  el  consentimiento. 

Y  esta  eficacia,  propia  del  consentimiento,  es  directa  o  inmediata.  La, 
razón  de  esta  inmediación  se  halla  también  en  la  esencia  misma  del  consen- 


266 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


timiento:  el  cual  recae  directamente  sobre  aquello  para  lo  cual  se  solicita. 
Respecto  de  esto  es,  pues,  directa  o  inmediata. 

Ahondando  algo  más,  se  descubren  en  el  consentimiento  dos  tendencias 
o  virtualidades:  una  subjetiva,  que  recae  en  el  sujeto  que  lo  pide,  comple- 
tando su  potencia  moral;  otra  objeliva,  que  recae  en  el  objeto,  en  orden 
al  cual  se  pide.  Bajo  el  primer  aspecto,  es  el  consentimiento  una  coopera- 
ción eficaz;  bajo  el  segundo,  una  cooperación  inmediata. 

Desde  otro  punto  de  vista,  aparece  esta  doblo  propiedad  activa  del  con- 
sentimiento, en  cuanto  incluye  una  intención  del  fin.  Generalmente  todo 
consentimiento,  por  ser  una  conformación  o  acomodación  de  la  propia  vo- 
luntad a  la  voluntad  de  otro,  es,  por  el  mismo  caso,  una  apropiación  de  la 
intención  intrínseca  del  otro  (finís  operis):  es  entrar  en  los  planes  del  otro. 
Pero  principalmente,  cuando  el  consentimiento  es  solidario,  y  mucho  más 
si  anda  acompañado  de  ardientes  deseos,  lleva  consigo  la  intención  del  fin. 
Ahora  bien,  la  intención  del  fin,  según  la  doctrina  de  Santo  Tomás,  es  el 
primer  principio  de  la  actividad  moral  y  recae  directamente,  como  su  nom- 
bre mismo  indica,  no  en  los  medios,  sino  en  el  fin  que  se  pretende  alcanzar, 
es  decir,  es  eficaz  con  eficacia  directa  e  inmediata. 

Que  estos  principios,  comunes  a  todo  verdadero  consentimiento,  se  veri- 
fiquen en  el  consentimiento  de  María,  no  ofrece  la  menor  dificultad;  dada 
que  su  consentimiento  fué  pleno,  solidario  y  acompañado  de  vehementes 
deseos  de  aquello  mismo  en  lo  cual  consentía.  Ya  anteriormente  lo  hemos 
declarado.  Toda  la  dificultad,  si  es  que  la  hay,  está  en  el  objeto  del  consen- 
timiento: si  fué  solamente  la  maternidad  divina  o  fué  también  la  redención 
humana. 

Art.  2.    Objeto  del  consentimiento  virginal 

Que  el  objeto  del  consentimiento  de  María  fué  soteriológico,  tampoco 
ofrece  especial  dificultad,  y  ya  queda  declarado  en  lo  que  precede.  Una 
cosa  añadirmos  ahora,  y  es  que  los  deseos  que  acompañaron  al  consenti- 
miento, recayeron  principalmente,  no  sobre  la  maternidad  divina,  sino  sobre 
el  advenimiento  del  Mesías  prometido,  o,  si  se  quiere,  sobre  la  maternidad 
en  cuanto  es  medio  y  como  el  primer  paso  para  la  inauguración  del  reino 
mesiánico.  Tres  razones  motivan  esta  afirmación.  Primera:  el  despego 
que  muestra  María  y  las  reservas  con  que  recibe  el  anuncio  de  su  materni- 
dad. Segunda:  su  profundísima  humildad,  que,  desviando  sus  ojos  de  la 
excelsa  dignidad  de  Madre  del  Hijo  de  Dios,  la  mueve  a  llamarse  Esclava 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


267 


del  Señor.  Tercera:  los  altísimos  ideales  mesiánicos  que  descubre  María 
en  su  maravilloso  cántico. 

El  problema  principal  o  el  punto  de  la  dificultad  es  otro:  ¿tuvo  pre- 
sente María,  al  dar  su  sentimiento,  la  pasión  y  muerte  del  Mesías?  Ape- 
lando, para  mayor  precisión,  a  la  terminología  escolástica,  la  respuesta  a 
esta  pregunta  puede  ser  triple:  1)  la  pasión  del  Mesías  fué  objeto  del  con- 
sentimiento de  María  virtualmente;  2)  lo  fué  implícitamente;  3)  lo  fué  ex- 
plícitamente. 

1.  Lo  fué.  por  lo  menos,  virtualmente.  Y  por  dos  razones.  Primera: 
el  consentimieno  de  María  fué  tan  pleno,  tan  abnegado,  tan  dispuesto  al 
trabajo  y  al  sacrificio,  que  llevaba  en  sí  el  ánimo,  la  preparación  y  la  fuerza 
para  arrostrar  y  abrazar  con  toda  el  alma  todas  las  penalidades,  propias  y 
de  su  Hijo,  que  Dios  quisiera  imponerles.  Más  que  la  gloria  de  la  mater- 
nidad aceptó  María  los  servicios  de  la  esclavitud.  Y  los  hechos  siguientes, 
desde  las  zozobras  de  José  hasta  las  agonías  del  Calvario,  mostraron  bien 
a  las  claras  cuán  sincera  y  total  había  sido  la  entrega  que  en  el  consenti- 
miento hizo  de  sí  María.  Segunda:  el  consentimiento  de  María  fué  una 
total  conformación  de  su  voluntad  con  la  voluntad  de  Dios,  fué  una  acep- 
tación incondicional  de  todos  los  planes  divinos,  fué  una  obediencia  ciega, 
con  que,  de  antemano  y  a  ojos  cerrados,  admitía  la  maternidad  con  todas 
sus  consecuencias  y  repercusiones,  alegres  o  dolorosas,  previstas  o  ignora- 
das, del  modo  que  Dios  tenía  determinado.  Ahora  bien,  en  los  planes  de 
Dios  entraba,  y  precisamente  como  objeto  y  término  de  la  maternidad,  la 
pasión  y  muerte  del  Mesías.  Luego  esta  pasión  y  muerte  admitió  v  abrazó 
María  a  ciegas,  al  dar  su  consentimiento. 

Para  apreciar  el  alcance  soteriológico  del  consentimiento,  es  decir,  su 
acción  o  influjo  en  la  pasión  del  Redentor  y  en  sus  efectos,  no  olvidemos 
los  principios  de  la  Teología  Moral.  Un  ejemplo,  que  por  ser  antitético  no 
será  irreverente,  podrá  aclarar  la  aplicación  de  estos  principios  a  nuestro 
caso.  Supongamos  que  una  perversa  mujer,  poseída  de  odio  satánico  al 
cristianismo,  ha  renunciado  a  la  vida  conyugal  para  entregarse  totalmente  a 
la  propaganda  y  a  la  acción  anticristiana.  Supongamos,  además,  que  sa- 
tanás, barruntando  ya  cercano  el  advenimiento  del  anticristo  y  no  hallando 
en  todo  el  mundo  otra  mujer  más  a  propósito  para  que  sea  su  madre,  pro- 
pone a  esa  mujer  sus  planes  diabólicos:  que  se  avenga  a  ser  madre  de  un 
hijo,  que  él  y  ella  formarán  y  prepararán  para  que  sea  el  gran  adversario  de 
Cristo,  el  que  establezca  el  imperio  de  satanás  sobre  toda  la  tierra.  Supon- 
gamos, por  fin,  que  esa  mujer,  entrando  de  lleno  en  los  planes  de  satanás, 
sin  pensar  ni  saber  más,  acepta  y  ejecuta  su  propuesta.  Preguntamos: 


268 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


¿es,  O  no,  responsable  esa  mujer  de  la  obra  funesta  del  anticristo?  Y  vol- 
vemos a  preguntar:  ¿hizo  menos  María  al  dar  su  consentimiento  a  la  ma- 
ternidad del  Mesías  en  conformidad  con  los  planes  de  Dios  en  orden  a  esta- 
blecer su  reino  en  la  tierra? 

2.  Pero  más  que  virtualmento.  el  consentimiento  de  María  alcanzó,  im- 
plícitamente, por  lo  menos,  los  trabajos  y  dolores  del  Mesías.  Para  conven- 
cerse, basta  recordar  lo  que  antes  dijimos  sobre  la  perspicacia  nativa  de 
María  y  su  conocimiento  de  las  sagradas  Escrituras.  Lo  menos  que  debió 
conocer,  al  oír  las  profecías  mesiánicas,  fué  que  la  carrera  del  Mesías  había 
de  ser  trabajosa  y  dolorosa.  Y  su  espíritu  de  reflexión  la  debió  de  confir- 
mar en  esta  apreciación.  Ella,  conocedora  exacta  de  su  propia  situación  y 
de  la  «bajeza  de  la  esclava»  del  Señor,  echó  luego  de  ver  que  la  madre  esco- 
gida por  Dios  para  el  Mesías  no  era  muy  a  propósito  para  un  Mesías  glo- 
rioso, cual  por  entonces  se  lo  imaginaban  muchos  Judíos.  La  humillación, 
la  pobreza  y  los  trabajos  le  aguardaban  a  las  puertas  de  su  vida  terrena.  Y 
el  medio  que  Dios  tomaba  para  esta  maternidad,  la  concepción  virginal,  en 
que  ninguna  parte  había  de  tener  su  esposo  José,  no  podía  ser  más  expuesto 
a  sorpresas  o  sospechas  angustiosísimas.  Todo  esto  fué  para  María,  tan 
perspicaz  y  reflexiva,  un  anuncio  significativo  de  las  características  que 
habían  de  distinguir  al  Mesías  y  el  establecimiento  de  su  reinado  sobre  la 
tierra.  Al  admitir,  por  tanto,  su  maternidad,  admitió  implícitamente  todos 
estos  trabajos  y  dolores,  que  aguardaban  al  Hijo  y  a  la  Madre. 

3.  Pero  hay  más.  Al  dar  su  consentimiento,  María  tuvo  presente  y 
admitió  explícitamente  la  pasión  y  muerte  del  Mesías,  aunque  no  fuera  con 
todos  sus  pormenores.  Compendiaremos,  procurando  reforzarlas,  las  ra- 
zones anteriormente  propuestas.  Son  dos  principalmente.  Es  la  primera 
el  notable  conocimiento  que  alcanzó  María  sobre  las  profecías  mesiánicas  (^). 
Entre  estas  profecías  están  las  relativas  al  Mesías  paciente,  que  María  no 
pudo  ni  desconocer,  ni  dejar  de  advertir,  ni  interpretar  torcidamente.  No 
pudo  desconocerlas:  aun  suponiendo  arbitrariamente  que  María  no  leyera 
frecuentemente  las  Escrituras,  por  lo  menos  las  oyó  leer  semanalmente  en  la 
sinagoga  todos  los  sábados.  Y  entre  los  pasajes  bíblicos,  que  se  leían  en 
las  sinagogas,  se  hallaban  los  vaticinios  referentes  a  la  pasión  y  muerte  del 
Mesías.    Tampoco  pudo  menos  de  reparar  en  estos  vaticinios,  tanto  más 

(')  Aunque  nos  abstenemos  ordinariamente  de  citas  bibliográficas,  que,  de  no 
ser  deficientes  e  irregulares,  cambiarían  la  índole  del  libro,  con  todo,  al  tratarse  del 
conocimiento  de  María  acerca  de  los  misterios  divinos,  no  podemos  menos  de  remi- 
tirnos a  la  magnífica  disertación  de  Suárez  sobre  la  ciencia  y  sabiduría  de  la  Virgen 
(De  Mrst.  vitae  Christi,  disp.  19),  en  que  se  pone  especialmente  de  relieve  su  cono- 
cimiento de  las  Sagradas  Escrituras  (sect.  2,  n.  4). 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


269 


llamativos,  cuanto  más  extraordinarios  y  maravillosos.  Y  María  no  era 
distraícLi  o  irreflexiva.  Finalmente,  tampoco  pudo  interpretarlos  torcida- 
mente. Por  una  parte,  se  trata,  no  de  interpretaciones  alambicadas,  sino 
de  reconocer  su  sentido  literal,  obvio  y  manifiesto.  Por  otra,  los  motivos 
que  determinaron  su  torcida  interpretación  fueron  las  malas  artes  exegéticas 
de  los  escribas  y  la  mala  disposición  moral  de  los  Judíos  generalmente.  Cree- 
mos que  la  crítica  ]íistórica  no  nos  obliga  a  imputar  a  María,  espíritu  inge- 
nuo y  elevado,  ni  los  artificios  hermenéuticos  de  los  rabinos,  ni  la  terres- 
tridad  o  carnalidad  de  los  Judíos.  Consta,  pues,  que  María  por  los  vatici- 
nios mesiánicos  conoció  el  Mesías  paciente,  cuya  dolorosa  maternidad  admi- 
tió al  dar  su  libre  consentimiento. 

Pero  además  este  conocimiento  natural  fué  ilustrado  y  corroborado  por 
la  acción  íntima  del  Espíritu  divino,  que  es  la  segunda  causa  antes  men- 
cionada. Recordemos  la  acción  del  Espíritu  Santo  sobre  los  Apóstoles  el 
día  de  Pentecostés,  y  podremos  formarnos  una  idea,  aunque  pálida  y  re- 
mota, de  lo  que  fué  aquella  comunicación,  soberana  y  única,  del  Espíritu 
Santo,  no  menos  sobre  el  alma  que  sobre  la  carne  de  María.  Si  María,  se- 
gún la  hermosa  frase  de  San  León,  había  de  concebir  al  Hijo  de  Dios  «prius 
mente  quam  corpore»,  y  lo  uno  y  lo  otro  bajo  la  acción  del  Espíritu  Santo, 
la  sobrenatural  fecundación  de  la  mente  había  de  responder  a  la  fecundación 
del  cuerpo.  Y  no  podía  responder,  no  sería  proporcionada,  si  la  mente  de 
María,  en  el  mom.ento  sublime  en  que  iba  a  pronunciar  el  sí  determinante 
de  la  encarnación  y  de  la  redención,  no  hubiere  sido  divinamente  elevada 
a  la  contemplación  del  gran  misterio  de  la  persona  y  de  la  obra  del  Re- 
dentor. No  podemos  creer  que  el  Espíritu  Santo  mantuviese  oculto  a  María, 
lo  que  de  antemano  había  revelado  y  testificado  a  los  profetas,  «los  padeci- 
mientos que  habían  de  sobrevenir  al  Mesías  y  las  glorias  que  tras  ellos 
habían  de  seguirse»,  como  enseña  el  Apóstol  San  Pedro  (1  Petr.  1,  11-12!. 
Transportada  en  espíritu  al  Calvario,  como  más  tarde  Moisés  y  Elias  desdo 
el  Tabor,  contempló  María  el  sacrificio  del  Mesías,  no  sólo  como  la  suprema 
glorificación  de  Dios  y  como  el  principio  de  la  salud  del  mundo,  sino  tam- 
bién como  la  suprema  gloria  del  mismo  Redentor.  Así  contemplada,  la  pa- 
sión del  Hijo  no  le  arrancó  ayes  de  dolor,  sino  voces  de  júbilo:  «Et  exsul- 
tavit  spiritus  meus  in  Deo  <Salvatore>  meo  ». 


270 


MAnÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Capítulo  III 

EL  CONSENTIMIENTO  COMO  ACTO  DE  OBEDIENCIA 

.  En  la  sección  precedente  ícap.  I,  art.  1,  §  1),  al  prob'ar  la  Corredención 
Mariana  por  el  principio  de  recirculación,  hemos  omitido  deliberadamente, 
para  no  bajar  de  la  región  de  los  principios  al  terreno  de  los  hechos,  un 
elemento  importantísimo:  la  obediencia  de  la  Segunda  Eva  contrapuesta  a 
la  desobediencia  de  la  primera.  Este  nuevo  elemento  vamos  a  estudiar  ahora. 
El  objeto  de  este  estudio,  basado  en  el  mismo  principio  de  recirculación,  no 
puede  ser  formular  un  argumento  propiamente  nuevo,  sino  únicamente  co- 
rroborar el  anterior,  y  más  aún  descubrir  y  señalar  la  manera  concreta,  i> 
una  de  las  maneras,  con  que  María  en  calidad  de  Segunda  Eva,  contrapuesta 
a  la  antigua,  cooperó  a  la  obra  de  la  redención. 

Tomaremos  como  base  del  presente  estudio  un  pasaje  clásico  de  San 
Ireneo,  no  precisamente  para  apoyarnos  en  su  autoridad,  muy  grande,  sin 
duda,  sino  más  bien  para  utilizar  la  fórmula,  precisa  y  lapidaria,  con  que 
concreta  el  principio  de  recirculación  a  la  antítesis  activa  entre  Eva  y  María. 
De  paso,  defenderemos,  como  verdadero  y  único  admisible,  el  sentido  obvio 
y  natural  del  pasaje. 

Pero  como  la  obediencia  de  María  en  su  consentimiento,  no  sólo  se 
contrapone  a  la  desobediencia  de  Eva,  sino  que  es  proporcionalmente  equipa- 
rable a  la  obediencia  de  Cristo,  la  consideraremos  también  bajo  este  aspec- 
to: como  antes  también  hemos  considerado  la  acción  soteriológica  de  María 
en  general,  no  sólo  como  opuesta  a  la  acción  funesta  de  Eva  íen  virtud  del 
principio  de  recirculación),  sino  además  como  asociada  a  la  acción  salvadora 
de  Cristo  (en  virtud  del  principio  de  asociación). 

Art.  1.    La  obediencia  de  María  opuesta  a  la  desobediencia  de  Eva 

Escribe  San  Ireneo:  «Quemadmodum  illa  Eva]...  inoboediens  facta  est, 
et  sibi  et  universo  generi  humano  causa  facta  est  mortis:  sic  et  Maria,... 
oboediens,  et  sibi  et  universo  generi  humano  causa  facta  est  salutis...  Sic 
autem  et  Evae  inoboedientiae  nodus  solutionem  accepit  per  iiljuedientiam 
Mariae»  {Adv.  haer.,  3,  22,  4.  MG  7,  959).  La  desobediencia  de  Eva,  causa 
de  la  muerte  universal;  la  obediencia  de  Maria,  causa  de  la  salud  universal: 


LIBRO  I.  —  COBREDENCIÓN 


271 


el  nudo,  atado  por  la  desobediencia  de  Eva,  desatado  por  la  obediencia  de; 
María.  La  acción  salvadora  de  la  obediencia  de  María  se  ha  de  concebir 
sustancialmente  como  paralela  y  contraria  a  la  vez  a  la  acción  mortífera  de 
la  desobediencia  de  Eva.  El  proceso  histórico  con  que  se  ató  el  nudo  por 
la  desobediencia,  ha  de  servirnos  como  de  pauta  para  conocer  y  señalar 
el  inverso  proceso  histórico  con  que  se  desató  por  la  obediencia. 

En  la  desobediencia  de  Eva  hay  que  distinguir  dos  aspectos  de  suyo  dife- 
rentes y  aun  separables:  en  cuanto  es  acto  y  pecado  personal  de  Eva,  y  en 
cuanto  es  principio  determinante  del  pecado  de  Adán.  Bajo  el  primer  as- 
pecto la  desobediencia  de  Eva  no  fué  causa  de  muerte  universal;  lo  fué  bajo 
el  segundo  aspecto.  Con  todo,  estos  dos  aspectos  e}i  la  realidad  estuvieron 
íntimamente  ligados;  por  cuanto  Eva  traspasó  el  precepto  divino  con  el  plan 
y  la  esperanza  de  hacer  que  también  Adán  lo  traspasase.  Es  digna  de  nor 
tarse  bajo  este  respecto  la  narración  del  Génesis.  La  serpiente  habla  así  a 
Eva,  en  plural:  «¿Por  qué  os  mandó  Dios  que  no  comieseis  de  todo  árbol 
del  paraíso?»  (Gen.  3,  1).  Y  en  el  plural  también  responde  Eva:  «Del  fruto 
de  los  árboles  que  hay  en  el  paraíso,  ya  comemos;  sólo  del  fruto  que  está 
en  medio  del  paraíso,  nos  mandó  Dios  que  no  comiésemos  ni  lo  tocásemos, 
no  sea  que  muramos»  (Gen.  3,  2-3).  Y  otra  vez  en  plural  habla  la  serpiente: 
«De  ningún  modo  moriréis.  Es  que  sabe  Dios  que  el  día  que  comiereis  dd 
él,  se  abrirán  vuestros  ojos,  y  seréis  como  dioses,  conocedores  del  bien  y  del 
mal»  (Gen.  3,  4-5).  Al  comer,  pues,  Eva  del  fruto  vedado,  se  sentía  manco- 
munada con  Adán  y  en  cierta  manera  comió  en  nombre  de  los  dos.  Por 
eso  comer  ella,  y  alargar  el  fruto  a  Adán,  y  comer  éste,  fué  todo  una  cosa. 
Por  esta  razón,  porque  la  desobediencia  de  Eva  entrañaba  la  intención,  la 
tendencia  y  la  fuerza  de  arrastrar  a  Adán  a  una  transgresión  semejante  del 
mandamiento  divino,  puede  y  debe  ser  considerada  como  causa  de  la  muerte 
universal:  no  como  pecado  personal  de  la  mujer,  sino  como  determinante 
del  pecado  del  varón. 

Esto  es  lo  formal  en  la  desobediencia  de  Eva,  como  causa  de  muerte;  el 
modo  concreto  que  empleó,  es  decir,  la  solicitación,  es  accidental  y  se  habeí\ 
de  materiali.  Si  de  otra  manera  diferente  hubiera  determinado  el  pecado 
de  Adán,  para  el  caso  hubiera  sido  lo  mismo.  Según  esto,  el  primer  miem- 
bro de  la  frase  de  San  Ireneo  adquiere  este  sentido  preciso:  «Eva,  por  su 
desobediencia,  determinante  de  la  desobediencia  de  Adán,  fué  para  sí  y  para 
todo  el  género  humano  causa  de  muerte».  Y  este  sentido  es  exacto  y  ver- 
dadero. 

Un  sentido  correspondiente,  análogo  a  la  vez  y  opuesto,  ha  de  tener  en 
la  mente  de  San  Ireneo  el  segundo  miembro  de  la  frase,  relativo  a  María: 


272 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


«María,  por  su  obediencia,  determinante  de  la  obediencia  de  Cristo,  fué 
para  sí  y  para  todo  el  género  humano  causa  de  salud».  Hay  que  ver  en 
qué  sentido,  real  y  verdadero,  la  obediencia  de  María  pudo  ser  determinante 
de  la  obediencia  de  Cristo. 

Por  de  pronto  no  hay  que  imaginar  esta  determinación  a  manera  de 
fatalidad,  que  suprima  la  libertad  de  Cristo  en  su  acto  de  obediencia:  que 
tampoco  así  determinó  la  desobediencia  de  Eva  la  desobediencia  de  Adán. 
Tampoco  hay  que  buscar  de  parte  de  María  exhortaciones  o  súplicas  que 
muevan  a  Cristo  al  acto  de  obediencia.  La  manera  más  natural  y  sencilla 
de  esta  determinación  la  sugiere  San  Bernardo,  cuando,  trasladándose  en 
espíritu  a  Nazaret  en  el  momento  en  que  María  acaba  de  recibir  el  mensaje 
del  ángel,  para  moverla  a  que  dé  cuanto  antes  el  sí  de  todos  deseado,  le 
habla  en  estos  términos:  «O  Domina,  responde  verbum,  quod  térra,  quod 
inferí,  quod  exspectant  et  superi.  Ipse  quoque  omnium  Rex  et  Dominus, 
quantum  concupivit  decorem  tuum,  tantum  desiderat  et  responsionis  assen- 
sum:  in  qua  nimirum  proposuit  salvare  mundum...  Ecce  desíderatus 
cunctis  gentibus  foris  pulsat  ad  ostium»  (ML  183,  83-84).  Según  esto,  el 
Hijo  de  Dios,  a  punto  de  asumir  la  naturaleza  humana  para  poder  ser  Re- 
dentor de  los  hombres,  y  deseoso  de  ofrecerse,  ya  hombre,  a  su  Padre 
celestial  para  aceptar  y  cumplir  con  rendida  obediencia  su  voluntad  de 
redención,  está  aguardando  el  asentimiento  de  María,  su  acto  de  obediencia. 
Da  María  su  asentimiento,  y  este  acto  de  obediencia  determina  la  encar- 
nación de  Hijo  de  Dios,  cuyo  primer  acto  es,  según  San  Pablo,  el  acto  de 
obediencia  con  que  acepta  el  oficio  de  Redentor:  «Heme  aquí  que  vengo 
a  hacer  tu  voluntad»  (Hebr.  10,  9).  ¡Maravillosa  coincidencia!  No  ha 
acabado  María  de  pronunciar  sus  palabras  de  obediencia,  cuando  ya  pro- 
fiere sus  palabras  de  obediencia  su  Hijo  Redentor.  Unas  y  otras,  conver- 
gentes en  la  misma  voluntad  de  redención  del  Padre,  suben  a  un  mismo 
tiempo  a  su  divino  acatamiento.  Las  de  María  provocan  y  determinan  las 
de  su  Hijo.  Allá  en  el  paraíso  Eva  desobedece,  ofrece  el  fruto  vedado  a 
Adán,  y  Adán  también  desobedece.  Aquí  en  Nazaret  María  obedece,  ofrece 
su  carne  al  Redentor,  y  el  Redentor  encarnado  obedece:  paralelismo  per- 
fecto, antítesis  completa.  En  las  circunstancias  en  que  se  produjeron,  la 
desobediencia  de  Eva  entrañaba  y  determinaba  la  desobediencia  de  Adán: 
la  obediencia  de  María  entraña  y  determina  la  obediencia  de  Cristo. 

Como  determinante  de  la  obediencia  del  Redentor,  es  decir,  de  la  exis- 
tencia real  del  acto  de  obediencia,  aparece  ya  la  eficacia  inmediata  y  sote*- 
riológica  de  la  obediencia  de  María;  pero  aparecerá  con  mayor  claridad 
todavía,  si  la  comparamos  con  la  obediencia  del  Redentor. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


273 


Alt.  2.    La  obediencia  de  María  comparada  con  la  obediencia  de  Cristo 

La  obediencia  de  Cristo  no  es  un  acto  accesorio,  secundario  o  aislado 
dentro  del  sistema  integral  o  de  la  economía  de  la  redención:  es,  más  bien, 
esencial  o  sustancial  bajo  muchos  respectos:  por  cuanto  es  la  aceptación 
misma  del  oficio  de  Redentor,  por  cuanto  es  el  primer  acto  de  la  misma 
redención  y,  sobre  todo,  por  cuanto  es  el  elemento  formal  del  acto  mismo 
redentivo. 

Escribe  el  Apóstol  a  los  Filipenses:  Cristo  «se  anonadó  a  sí  mismo, 
tomando  forma  de  esclavo,  hecho  a  semejanza  de  los  hombres;  y  en  su 
condición  exterior  presentándose  como  hombre,  se  abatió  a  sí  mismo,  hecho 
obediente  hasta  la  muerte,  y  muerte  de  cruz»  (Philp.  2,  7-8).  Toda  la  acción 
redentora  de  Cristo  se  cifra  en  su  obediencia.  Con  mayor  precisión  y  re- 
lieve escribe  a  los  Romanos:  «Así,  pues,  como  por  el  delito  de  uno  solo, 
recae  sobre  todos  los  hombres  la  condenación,  así  también  por  la  obra  de 
justicia  de  uno  solo  viene  sobre  todos  los  hombres  la  justificación  de  vida. 
Pues  como  por  la  obediencia  de  un  solo  hombre  fueron  constituidos  peca- 
dores los  que  eran  muchos,  así  también  por  la  obediencia  de  uno  solo  serán 
constituidos  justos  los  que  son  muchos»  (Rom.  5,  18-19).  Por  una  parto 
la  desobediencia  de  Adán  es  el  delito  que  determina  el  pecado  y  la  conde- 
nación de  todos  los  hombres;  por  otra  parte  la  obediencia  de  Cristo  es  la 
obra  de  justicia  que  determina  la  justificación  y  la  salvación  de  toda  la 
humanidad.  La  obediencia  del  Redentor  es,  por  tanto,  la  sustancia  de  la 
obra  redentora.  Y  con  razón,  puesto  que  es  el  elemento  moral  y  formal  del 
acto  redentivo. 

De  ahí  la  enorme  importancia  soteriológica  de  la  obediencia  de  María. 
Bajo  dos  aspectos.  Primero:  porque,  como  a  la  desobediencia  de  Adán 
se  contrapone  la  obediencia  de  Cristo,  así  a  la  desobediencia  de  Eva  se 
contrapone  la  obediencia  de  María:  con  lo  cual  la  obediencia  de  María 
queda  elevada  a  la  categoría  soteriológica  de  la  obediencia  de  Cristo. 
Segundo:  porque,  como  la  desobediencia  de  Eva  determinó  la  desobediencia 
de  Adán,  que  fué  el  delito  que  condenó  a  todos  los  hombres,  así  la  obe- 
diencia de  María  determinó  la  obediencia  de  Cristo,  que  fué  la  obra  de 
justicia  que  justificó  y  salvó  a  toda  la  humanidad.  Que  la  obediencia  de 
María  no  determinó  solamente  la  encarnación  del  Redentor,  sino  que  llevaba 
en  sí  la  tendencia  determinante  de  su  obediencia,  elemento  formal  y  sus- 
tancial de  la  misma  redención.  Por  ello  el  consentimiento  obediente  de 
María  fué  directamente  eficaz  en  el  acto  mismo  de  la  redención. 

18 


274 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Todo  esto  conoció  perfectamente  María,  instruida  por  el  ángel,  según 
San  Ireneo:  «Per  veritatem  evangelizata  est  bene  ab  angelo...  Maria». 
Tres  cosas,  según  el  Santo  Doctor,  anunció  el  ángel  a  María:  «in  sua 
propria  venientem  Dominum»,  es  decir,  la  encamación  del  Hijo  de  Dios; 
«recapitulationem  eius,  quae  in  ligno  fuit,  inoboedientiae,  per  eam,  quae 
in  ligno  est,  oboedientiam;),  esto  es,  la  redención  por  medio  de  la  obedien- 
cia; «seductionem  illam  solutam,  qua  seducta  es  male...  Eva»,  o  sea,  su 
propia  actuación  por  la  obediencia,  contrapuesta  a  la  desobediencia  de  Eva. 
Tal  es  el  pensamiento  auténtico  de  San  Ireneo:  que  la  intervención  eficaz 
y  directa  de  María  en  la  redención  no  hay  que  buscarla  o  ponerla,  exolm 
sivamente  a  lo  menos,  en  la  generación  física  del  Hijo  de  Dios  hecho 
hombre,  sino  más  bien  en  su  obediencia,  por  la  cual,  desatando  el  nudo 
de  la  desobediencia  de  Eva,  fué  María  «para  sí  y  para  todo  el  género  hu- 
mano causa  de  salud».  En  suma,  como  por  la  obediencia  fué  Cristo  el 
Redentor,  así,  proporcionalmente,  por  la  obediencia  es  María  la  Corre- 
dentora. 


Capítulo  IV 


CONSENTIMIENTO  REPRESENTATIVO 
INTRODUCCIÓN 

El  carácter  representativo  del  consentimiento  virginal  es  un  efecto  del 
principio  de  solidaridad.  Este  principio,  como  hemos  visto,  presenta  tres 
formas:  dos,  que  podemos  llamar  históricas,  la  solidaridad  del  Nuevo 
Adán  y  la  solidaridad  de  la  Descendencia  de  Abrahán,  y  otra,  que  podemos 
llamar  metafísica,  la  solidaridad  del  Cristo  místico.  Este  multiforme  prin- 
cipio tan  fecundo  en  aplicaciones  en  otros  sectores  de  la  Soteriología  Ma- 
riana, sólo  limitadamente  es  aplicable  al  consentimiento  virginal.  La  ra- 
zón es  obvia.  El  consentimiento,  como  actividad  de  orden  moral,  pre- 
supone el  conocimiento  previo  de  su  objeto.  Ahora  bien,  que  María 
conociese  o  tuviese  presentes  todas  las  profundidades  del  principio  de  soli- 
daridad, si  fuera  temerario  negarlo,  si  es  razonable  o  verosímil  suponerlo, 
no  siempre  empero  es  tan  fácil  demonstrarlo  evidentemente.  Y  si  no  hay 
demonstración  evidente,  no  hay  tampoco  argumentación  propiamente  cien- 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


275 


tífica,  cual  es  la  que  ahora  buscamos,  al  tratar  de  la  índole  representativa 
del  consentimiento  virginal,  como  nuevo  argumento  de  su  eficacia  inmediata 
respecto  de  la  redención. 

Distingamos  y  concretemos.  Prescindiendo  ahora  de  la  forma  metafí- 
sica del  principio,  nos  ceñiremos  a  sus  dos  formas  históricas;  aunque  de 
muy  diferente  manera.  La  parte  activa  que  corresponde  a  María  en  la 
solidaridad  de  la  Descendencia  de  Abrahán,  esperamos  dará  lugar  a  una 
demonstración  sólida  de  la  Corredención  Mariana.  La  parte,  en  cambio,, 
que  le  corresponde  en  la  solidaridad  del  Nuevo  Adán,  menos  apta  ahora 
para  una  demonstración  plenamente  convincente,  permitirá  vislumbrar  altí- 
simos misterios  en  la  verdad  ya  demonstrada.  De  ahí  el  diverso  carácter 
de  los  dos  artículos  siguientes.  El  primero  pretende  ser  una  demonstración 
científica;  el  segundo,  algo  así  como  una  contemplación  teológica. 

Art.  1.   Consentimiento  representativo  de  María  en  el  cumplimiento 

DE  LA  promesa  VINCULADA  A  LA  DESCENDENCIA  DE  AbRAHÁN 

En  el  cumplimiento  de  la  promesa  hecha  por  Dios  al  patriarca  Abrahán 
y  vinculada  a  su  Descendencia  podemos  distinguir  dos  aspectos:  el  real,  que 
es  el  cumplimiento  mismo  de  la  promesa,  y  el  personal,  que  es  la  generación 
de  la  Descendencia  singular  a  la  cual  estaba  la  promesa  vinculada;  y  bajo 
ambos  aspectos  hay  que  considerar  la  eficacia  del  consentimiento  virginal. 

§  1.    Aspecto  real 

Ante  todo  hay  que  notar  que  el  cumplimiento  de  la  promesa  hecha  al 
patriarca  Abrahán  lo  puso  Dios  en  manos  de  María  y,  por  así  decir,  lo  con- 
dicionó a  su  libre  consentimiento.  Pero  esto,  aunque  es,  sin  duda,  lo  prin- 
cipal, nada  propiamente  nuevo  añade  a  lo  dicho  anteriormente.  Lo  que 
más  nos  interesa  ahora  es  el  carácter  representativo  de  este  consentimiento, 
en  cuanto  es  una  nueva  confirmación  de  su  eficacia  corredentora. 

¿Es  verdad  que  María  al  dar  su  consentimiento  llevaba  la  representa- 
ción de  toda  la  posteridad  de  Abrahán,  es  decir,  de  todo  Israel?  ¿Y  conoció 
este  valor  representativo  de  su  propio  consentimiento? 

Dios  había  hecho  la  promesa  al  patriarca  Abrahán  como  padre,  jefe  y 
representante  de  toda  su  posteridad,  o,  lo  qué  es  lo  mismo,  a  todo  Israel  en 
la  persona  de  su  padre.    No  a  María  personalmente,  sino  a  Israel,  se  había 


276 


MAHÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


hecho  la  promesa:  Israel  era  el  destinatario  o  el  beneficiario  y  el  interesado 
en  la  promesa.  Al  pedir,  pues,  Dios  el  consentimiento  en  orden  a  su  reali- 
zación, a  Israel  locaba  dar  este  consentimiento.  Y,  sin  embargo,  Dios  lo 
pide  a  María,  y  sola  ella  lo  da.  Para  que  no  exista  incongruencia  en  el 
proceder  de  Dios,  la  única  explicación  razonable  es  que  María  lo  dió  en 
nombre  de  todo  Israel,  o  que  Israel  lo  dió  en  la  persona  de  María.  En 
otras  palabras,  el  consentimiento  no  lo  debía  dar  un  tercero,  sino  el  mismo 
interesado:  lo  dió  María;  luego  lo  dió  en  representación  de  todo  Israel. 

La  fuerza  de  esta  razón  crece  notablemente  por  otra  consideración.  Dios 
había  hecho  a  Abrahán  la  promesa  en  premio  de  su  fe  y  de  su  obediencia; 
y  ahora  pide  igualmente  fe  y  obediencia,  como  disposición  moral  para  verla 
cumplida  y  recibirla.  Semejante  disposición  moral  la  había  de  tener  el 
mismo  en  quien  recaía  la  promesa,  es  decir,  Israel.  Dios,  de  hecho,  se  con- 
tenta con  la  fe  y  la  obediencia  de  María,  para  cumplir  la  promesa.  Luego 
para  que  esta  disposición  moral  alcance  de  alguna  manera  a  todo  Israel,  hay 
que  concluir  que  todo  él  estaba  representado  en  María.  Era  lo  menos  que 
Dios  podía  exigir;  pero  eso  poco,  a  lo  menos,  esto  es,  esta  fe  y  obediencia 
representativa,  se  hacía  necesario. 

Además,  la  promesa,  a  medida  que  con  los  siglos  iba  precisándose,  ter- 
minaba o  tenía  por  objeto  una  Nueva  Alianza  de  Dios  con  Israel.  Este 
carácter  de  Alianza  o  pacto,  que  adquiriría  el  cumplimiento  de  la  promesa, 
exigía  más  imperiosamente  todavía  el  consentimiento  de  Israel.  El  consen- 
timiento de  entrambas  partes  contrayentes  es  la  esencia  misma  de  los  pactos. 
Israel,  por  tanto,  debía  dar  el  consentimiento  en  el  momento  en  que  iba 
a  inaugurarse  o  asentarse  la  Nueva  Alianza.  Pero,  de  hecho,  este  consen- 
timiento lo  dió  María.  Consiguientemente  no  lo  dió,  ni  pudo  darlo,  en 
nombre  suyo  personalmente,  sino  en  persona  y  representación  de  todo  Israel, 
de  todo  el  pueblo  de  la  Alianza. 

Es,  pues,  evidente  el  carácter  representativo  del  consentimiento  virginal. 
Mas  para  que  este  valor  representativo  pueda  considerarse  como  principio 
activo  de  una  acción  moral,  es  condición  indispensable  que  María  tuviera 
conciencia  de  él.    ¿Puede  probarse  que  la  tuvo? 

Creemos  que  la  última  estrofa  del  Magníficat,  expansión  de  su  humilde 
Corazón,  no  permite  dudar  de  ella.    Termina  así  su  Cántico: 

Tomó  bajo  su  amparo  a  Israel,  su  siervo, 

acordándose  de  su  misericordia, 
como  lo  había  prometido  a  nuestros  Padres, 

a  favor  de  Abrahán  y  de  su  posteridad  para  siempre. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


277 


Así  interpretó  María  el  mensaje  del  ángel,  como  cumplimiento  de  la 
promesa.  Por  otra  parte,  su  discreción  y  su  humildad  no  le  permitían  con- 
siderarse como  la  única  destinataria  de  la  promesa  en  el  estadio  final  de  su 
cumplimiento:  ella  no  era,  en  su  concepto,  sino  la  «Esclava  del  Señor». 
Entendió,  pues,  María  que,  al  dirigirse  a  ella,  el  ángel  hablaba  en  realidad 
a  todo  Israel;  que  ella,  por  tanto,  en  nombre  de  Israel  había  de  responder 
V  dar  su  consentimiento,  representativo  de  la  aceptación  de  toda  la  poste- 
ridad de  Abrahán.  Y  así  se  explican  aquellos  dos  misteriosos  dativos  «fiat 
mihi»  y  «fecit  mihh),  de  otra  manera  inexplicables,  como  en  otro  lugar  he- 
mos notado.  En  el  cumplimiento  de  la  promesa  todo  se  hace  «a  favor  de 
Israel»;  si  al  mismo  tiempo  todo  se  hace  «a  favor  de  María»,  no  puede  ser 
sino  en  cuanto  María  lleva  la  representación  de  Israel. 

Consiguientemente,  desde  el  punto  de  vista  real,  en  el  cumplimiento  de 
la  promesa  interviene  el  consentimiento  de  María  como  representativo; 
y  como  representativo,  necesario;  y  como  necesario,  raoralmente  eficaz,  por 
nuevo  título,  en  la  realización  de  la  promesa,  es  decir,  en  el  establecimiento 
de  la  Nueva  Alianza,  que  no  es  otra  cosa  que  la  economía  de  la  redención. 
Es,  por  tanto,  el  consentimiento  representativo  una  nueva  forma  de  la 
Corredención  Mariana. 

§  2.    Aspecto  personal 

Bajo  el  aspecto  personal  del  cumplimiento  de  la  promesa  hemos  de  dis- 
tinguir, lo  mismo  que  en  el  real,  el  hecho  de  la  solidaridad  en  la  Descen- 
dencia de  Abrahán  y  el  conocimiento  que  María  tuvo  o  pudo  tener  del  hecho. 
En  el  hecho,  a  su  vez,  hay  que  distinguir  dos  aspectos:  la  existencia  de  \a 
solidaridad  y  la  acción  de  María  en  ella. 

La  existencia  de  la  solidaridad  en  la  Descendencia  de  Abrahán  la  afirma 
categóricamente  San  Pablo,  como  ya  antes  hemos  declarado.  Y  esto  nos 
basta.  Según  el  Apóstol,  Cristo  es  la  Descendencia  singular,  en  quien  está 
compendiada,  concentrada  y  representada  de  un  modo  tan  verdadero  como 
inefable  toda  la  posteridad  del  gran  patriarca. 

La  acción  de  María  en  la  existencia  de  esta  solidaridad  ya  no  la  afirma 
San  Pablo:  hemos  de  explorarla  por  otros  caminos.  Para  simplificar,  como 
la  posteridad  de  Abrahán,  descartados  Ismael  y  Esaú,  queda  coartada  a 
Israel,  con  este  nombre  la  designaremos.  En  este  supuesto,  tomemos  como 
base  de  nuestra  exploración  la  frase  corriente  «hijos  de  Israel»,  análoga 
a  tantas  otras,  como  «hijos  de  la  Iglesia»,  «hijos  de  España».  En  seme- 
jantes frases  Israel,  la  Iglesia,  España,  se  conciben  como  madres  de  los 


278 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


israelitas,  de  los  feligreses  (  =  filii  Ecdesiae),  de  los  españoles.  Mas,  por 
otra  parte,  estos  mismos  nombres  de  Israel,  Iglesia,  España,  significan  la 
colectividad  de  los  israelitas,  de  los  feligreses,  de  los  españoles,  es  decir,  de 
los  hijos.  De  ahí  el  doble  sentido  de  Israel:  como  madre  y  como  colecti- 
vidad de  los  hijos.  Este  doble  sentido  no  tiene  nada  de  extraño.  En  cual- 
quiera serie  o  línea  genealógica,  si  señalamos  un  punto  determinado,  todos 
los  que  preceden  los  llamamos  padres  o  ascendientes;  todos  los  que  siguen, 
hijos  o  descendientes.  Pero  como  este  punto  señalado  puede  ser  cualquiera, 
es  decir,  pueden  ser  todos,  de  ahí  finalmente  que  toda  la  serie  o  línea  puede 
ser,  según  sea  la  dirección  en  que  se  la  considera,  la  serie  de  los  ascendien- 
tes y  la  serie  de  los  descendientes.  Apliquemos  ahora  esta  observación  vul- 
gar a  nuestro  caso.  Cristo  resume  y  concentra  en  sí  todo  Israel,  toda  la 
Descendencia  de  Abrahán.  Este  hecho  es  insólito  y  único.  Normalmente, 
Cristo  sería,  no  toda  la  Descendencia  de  Abrahán,  sino  la  Descendencia  de 
toda  la  línea  patriarcal,  que  comienza  en  Abrahán.  Para  explicar  con- 
naturalmente este  caso  insólito  en  el  Hijo  hay  que  poner  correlativamente 
algo  insólito  análogo  en  la  Madre.  Si  el  Hijo  compendia  en  sí  y  repre- 
senta toda  la  Descendencia,  la  Madre  ha  de  compendiar  en  sí  y  representar 
recíprocamente  toda  la  Ascendencia.  Se  verá  más  claro  en  la  denominación 
de  Israel.  Si  Cristo  es  todo  Israel,  en  el  sentido  de  colectividad  de  los 
hijos,  María  ha  de  ser  todo  Israel,  en  el  sentido  de  Israel  Madre.  El  prin- 
cipio de  solidaridad,  que  determina  el  primer  sentido,  ha'  de  extenderse 
igualmente  al  segundo.  Según  esto,  María,  al  engendrar  a  Cristo,  lo  engen- 
dra representando  y  concentrando  en  sí  toda  la  potencia  generadora  de 
Israel  Madre;  y  da  su  asentimiento  en  representación  de  todo  Israel  y  de 
toda  la  línea  patriarcal.  Y  creemos  que  éste  es  exactamente  el  sentido  que 
hay  que  dar  a  la  «Mujer»  en  el  capítulo  12  del  Apocalipsis:  el  de  María 
como  representación  de  Israel.  Decir  que  la  «Mujer»  es  o  la  sinagoga 
(la  colectividad  de  los  Judíos  de  la  Ley)  o  la  Iglesia  nos  parece  un  contra- 
sentido. Sólo  el  Israel  de  la  promesa  o  María  pueden  ser  la  «Mujer»  del 
Apocalipsis;  mas,  como  ninguno  de  los  dos  sentidos  separadamente  es  satis- 
factorio, hay  que  optar  por  un  sentido  complejo  o  combinado,  según  el  cual 
la  «Mujer»  sea  o  bien  Israel  figurado  por  María,  o  mejor  María  represen- 
tando y  personificando  a  Israel. 

¿Y  conoció  María  este  nuevo  carácter  representativo  de  su  maternidad 
y  de  su  consentimiento?  Aquí,  por  diferentes  motivos,  ya  no  podemos 
hablar  con  tanta  seguridad,  como  antes  hablando  de  la  promesa  en  sentido 
real.  Con  todo,  aun  prescindiendo  de  otras  razones  apuntadas  anterior- 
mente, o  que  luego  indicaremos,  podemos  descubrir  ciertos  indicios  de  que 


LIBRO  I.  —  CORREDÉNCIÓN 


279 


María  no  desconoció  totalmente  el  carácter  representativo  de  su  mater- 
nidad. Es  un  hecho,  frecuentemente  notado,  que  en  la  Sagrada  Escritura, 
cuando  se  habla  del  origen  humano  del  Mesías,  existen  dos  series  paralelas 
de  textos:  la  serie  patriarcal  y  la  serie  virginal,  es  decir,  la  línea  patriarcal, 
o  de  los  padres  mediatos  o  remotos,  por  una  parte,  y  la  madre  virgen,  sin 
padre  humano  próximo  o  inmediato,  por  otra.  Ahora  bien,  la  línea  pa- 
triarcal, principalmente  en  la  mentalidad  israelita,  procede  por  sucesión 
masculina.  Se  quiebra,  pues,  en  María,  que  no  puede  ser  el  último  anillo 
de  la  cadena.  Para  que,  no  obstante,  pueda  decirse  que  Cristo  procede 
de  la  serie  patriarcal,  ésta  debe  converger  en  María  de  un  modo  insólito, 
que  no  puede  ser  sino  por  representación.  Todo  esto,  que  ahora  nos  su- 
giere a  nosotros  la  lectura  y  cotejo  de  los  textos  bíblicos,  ¿se  escapó  a,  la 
perspicacia  de  María?  Recordemos  que  por  entonces  la  gran  preocupa- 
ción de  Israel  era  el  advenimiento  del  Mesías,  que  se  consideraba  próximo. 
María,  no  menos  interesada  que  los  demás  israelitas  en  el  gran  aconteci- 
miento que  se  esperaba,  ¿al  oír  leer  en  la  sinagoga  los  textos  bíblicos 
referentes  al  origen  humano  del  Mesías,  repararía  en  ellos,  los  conferiría 
en  su  corazón,  como  solía  hacerlo,  y  sacaría  las  consecuencias  que  nos- 
otros hemos  sacado?  No  nos  atreveríamos  a  afirmarlo  categóricamente; 
pero  juzgaríamos  muy  aventurado  el  negarlo.  En  conclusión,  no  es  inve- 
rosímil que  María,  dado  su  conocimiento  de  las  Escrituras,  vislumbró,  por 
lo  menos,  el  carácter  representativo  de  la  maternidad  del  Mesías;  y  si  así 
fué,  tenemos  un  nuevo  argumento,  aunque  no  sea  sino  probable,  de  la 
Corredención  Mariana. 


Art.  2.   Consentimiento  representativo  de  María  en  orden  a  la  soli- 
daridad DEL  Nuevo  Adán 

Entramos  en  las  tinieblas  sagradas  del  misterio:  del  Misterio  de  Cristo, 
y  del  Misterio  de  María.  Si  nuestros  tímidos  conatos  por  penetrar  sus 
arcanos  no  logran  proporcionarnos  un  nuevo  argumento  de  la  Corredención 
Mariana,  servirán  por  lo  menos  para  poder  barruntar  sus  profundidades 
de  abismo.  Dos  aspectos  podemos  distinguir:  el  objetivo,  esto  es,  el  mis- 
terio en  sí  mismo,  y  el  subjetivo,  o  sea,  el  conocimiento  que  de  él  alcanzó 
María,  necesario  para  que  su  participación  activa  en  el  misterio  pueda 
computarse  como  cooperación  moral. 


280 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


§  1.    El  Misterio  de  Cristo  y  el  Misterio  de  María 

A.  El  Misterio  de  Cristo.  El  Redentor  decretado  por  Dios  había 
de  ser  a  la  vez  Dios  y  hombre  y  además  hecho  solidario  con  toda  la  huma- 
nidad. Dios  quería  reparar  el  pecado  de  Adán  por  vía  de  rigorosa  justicia; 
y  en  este  supuesto,  el  Redentor  había  de  ser  Dios,  único  capaz  de  dar  satis- 
facción absolutamente  condigna  a  los  derechos  divinos  ultrajados  por  el  pe- 
cado; había  de  ser  hombre,  capaz  de  expiar  el  pecado  con  el  sacrificio  de  su 
vida;  había  de  contraer  solidaridad  con  el  linaje  humano,  doble  solidaridad 
de  naturaleza  y  de  pecado,  para  que,  en  lo  posible,  la  sanción  de  la  justicia 
divina  recayese  sobre  el  mismo  que  llevase  el  reato  y  la  responsabilidad 
del  pecado  humano.  ¡Multiforme  Misterio,  más  fácil  de  formular  en  breves 
palabras  que  de  comprender  con  largas  meditaciones!  Una  sola  cosa  aña- 
diremos para  nuestro  objeto,  y  es  que  de  las  tres  propiedades  constitutivas 
del  Redentor,  la  divinidad,  la  humanidad  y  la  solidaridad,  esta  última  es 
como  la  última  formal  determinación  que  lo  constituye  Redentor;  y  que 
esta  solidaridad,  ordenada  por  Dios  al  j&n  de  hacer  posible  la  reparación 
por  vía  de  estricta  justicia,  actúa  principalmente  en  el  acto  mismo  de  la 
redención,  es  decir,  que  no  es  una  disposición  previa,  sino  un  factor  esencial 
del  acto  mismo  redentivo. 

B.  El  Misterio  de  María.  En  pocas  palabras  podemos  también  for- 
mular el  Misterio  de  María:  María  es  Madre  del  Redentor  Dios,  Madre  del 
Redentor  hombre,  Madre  del  Nuevo  Adán,  solidario  con  toda  la  humanidad, 
con  solidaridad  de  naturaleza  y  solidaridad  de  pecado.  Notemos  una  dife- 
rencia esencial  entre  ser  Madre  del  Redentor  Dios  y  Madre  del  Redentor 
hombre.  Es  Madre  de  Dios,  no  porque  comunique  al  Hijo  la  divinidad 
(que  ella  no  tiene),  sino  porque  la  generación  maternal  termina  en  la  per- 
sona divina,  que  es  el  sujeto  de  la  generación;  en  cambio,  es  Madre  del 
hombre,  en  cuanto  ella  misma  le  confiere  de  sus  mismas  entrañas  la  natura- 
leza humana.  Supuesta  esta  diferencia,  cabe  preguntar  si  María  es  Madre 
del  Redentor  solidario,  de  una  manera  análoga  a  como  es  Madre  del  hom- 
bre, en  cuanto  ella  misma  le  comunique  la  solidaridad  con  la  humanidad 
entera.  A  semejante  pregunta  hay  que  responder  afirmalivamene.  Para 
probar  nuestro  aserto  nos  remitimos  a  las  razones  propuestas  anteriormente, 
que  no  nos  parece  necesario  repetir  ahora.  Sólo  añadiremos  que  semejante 
afirmación  no  es  invención  nuestra:  ya  San  Ireneo  la  había  formulado  cate- 
góricamente: ((Recapitulans  in  se  Adam,  ipse,  Yerbum  exsistens,  ex  Ma- 
ría... recte  accipiebat  generationem  Adae  recapitulationis»  {Adv.  haer.^ 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


281 


3,  21,  10.  MG  7,  955).  Cristo,  dice  el  Santo,  existiendo  como  Verbo  de) 
Dios,  al  hacerse  hombre,  recapituló  en  sí  a  Adán,  y,  en  él  y  con  él,  como 
dice  en  otros  muchos  pasajes,  recapituló  en  sí  a  toda  la  humanidad;  y  esta 
recapitulación,  añade,  la  recibió  Cristo  de  María  por  la  misma  generación 
virginal,  por  cuanto  María  engendraba  la  recapitulación  de  Adán.  María, 
pues,  fué  quien  con  la  misma  generación  comunicó  al  Redentor  la  recapitu- 
lación o  solidaridad  con  Adán  y  con  toda  su  raza.  Con  esta  acción  María 
constituía  eficientemente  a  Cristo  Redentor  y  capacitaba  a  todos  los  hombres 
para  ser  redimidos  por  Cristo.  Para  poder  ejercer  este  doble  influjo  en 
el  Redentor  y  en  los  redimidos,  solidarizándolos  recíprocamente,  era  nece- 
sario que  María  poseyese  previamente  la  doble  solidaridad,  de  naturaleza 
y  de  pecado,  con  la  humanidad  prevaricadora,  de  la  manera  anteriormente 
declarada.  Y  como  este  doble  influjo  lo  ejerció  María  por  medio  del  con- 
sentimiento, de  ahí  la  enorme  eficacia  corredentora  de  este  acto  transcen- 
dental. Con  todo,  para  que  este  influjo  pueda  llamarse  Corredención  for- 
mal, es  condición  indispensable  que  María  tuviese  de  él  previa  conocimiento. 
¿Lo  tuvo  de  hecho?  Tal  es  el  oscurísimo  problema,  que  ahora  nos  toca 
investigar. 


§  2.    Conocimiento  que  alcanzó  María  del  misterio  de  la  solidaridad 

Queremos  evitar  los  apriorismos  infundados  y  fundarnos  en  hechos. 
Partimos  de  tres  hechos  innegables.  —  la  Concepción  de  María  sin  pecado, 
con  el  d»;n  de  integridad  original,  coni'ciraienlo  notable  de  la  Sagrada 
Escritura,  y  el  mensaje  del  ángel,  —  en  función  de  otros  dos  hechos,  su 
perspicacia  y  reflexividad  natural  y  la  extraordinaria  ilustración  sobrena- 
tural del  Espíritu  Santo.  Examinemos  estos  hechos,  para  ver  si  en  ellos 
podemos  descubrir  el  conocimiento  de  María  sobre  la  solidaridad  del  Re- 
dentor y  la  acción  de  su  Madre  en  orden  a  esta  solidaridad. 

Concepción  inmaculada.  ¿Tuvo  conciencia  María  del  singularísimo 
privilegio  de  su  concepción  sin  pecado  original?  No  parece  razonable  que 
Dios  se  lo  ocultase.  Ni  fué  necesario  que  propiamente  se  lo  revelase: 
bastaban  las  ilustraciones  del  Espíritu  Santo,  para  que  ella  lo  conociese. 
En  efecto,  María  no  pudo  menos  de  tener  conciencia  exacta  del  don  de 
integridad  original  con  que  Dios  la  había  favorecido.  Ella  sabía  nmy 
bien,  parte  por  lo  que  veía  y  oía.  parte  por  la  lectura  de  la  Biblia,  la  co- 
rrupción universal  del  género  humano.  Y,  sin  embargo,  ninguna  señal 
de  esa  espantosa  corrupción  descubría  ella  en  sí  misma.    Y  esta  con- 


282 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ciencia  de  su  equilibrio  moral,  jamás  perturbado  por  los  asaltos  de  la 
concupiscencia  ni  de  otras  pasiones  incontroladas,  había  de  dar  lugar  a 
humildes  reflexiones,  que,  ilustradas  por  el  Espíritu  Santo,  le  harían  conocer 
y  reconocer  que  el  pecado  de  Adán  no  había  hecho  en  ella  los  horrendos 
estragos  que  en  los  demás. 

Conocimiento  de  la  Escritura.  Esta  exención  del  pecado  original 
fué  ocasión  y  estímulo  para  que  María  se  interesase  vivamente  por  conocer 
su  privilegio.  Es  muy  natural  que  nadie  se  interese  más  por  conocer  el 
alcance  de  un  privilegio  que  el  mismo  que  lo  posee.  Este  mismo  interés, 
por  vía  de  contraste,  despertó  en  María,  muy  naturalmente  también,  el 
deseo  de  conocer  exactamente  el  mal  terrible  de  que  misericordiosamente 
había  sido  liberada,  el  pecado  original.  Con  esta  disposición  psicológica 
y  moral,  al  leer  u  oír  la  narración  del  Génesis,  notó  por  menudo  y  consideró 
atentamente  todo  el  proceso  del  pecado  de  Adán.  Y  su  natural  perspicacia, 
favorecida  por  la  luz  de  Dios,  no  pudo  menos  de  reparar  en  el  gran  misterio 
del  pecado  original:  es  sólo  Adán,  inducido  precisamente  por  la  mujer, 
quien  comete  el  pecado,  y,  sin  embargo,  este  pecado  alcanzó  a  todos  los 
hombres  (^).  Notar  este  hecho  misterioso  y  vislumbrar  por  lo  menos  la 
solidaridad  de  Adán  con  toda  su  posteridad  hubo  de  ser  todo  uno.  Y  luego 
volvería  su  atención  al  prometido  Reparador  del  pecado,  designado  como 
«Descendencia  de  la  Mujer».  Y  era  obvia  la  reflexión:  ¿cómo  se  obrará 
esta  reparación?  ¿será,  como  el  pecado  de  Adán,  aunque  en  sentido  con- 
trario, obra  de  uno  solo,  pero  que  alcanzará  igualmente  a  todos?  ¿Y  qué 
significa  aquella  mordedura  de  la  serpiente  en  la  planta  del  vencedor? 
¿Y  cuál  será  el  papel  reservado  a  la  Mujer  su  Madre,  que  tan  importante 
relieve  presenta  en  la  promesa  del  Reparador? 

No  se  detendrían  aquí  las  reflexiones  de  María,  tan  inclinada  a  confe- 
rirlo todo  en  su  Corazón,  cotejando  unas  cosas  con  otras.  La  idea  del 
Mesías,  próximo  ya  a  aparecer,  que  por  entonces  obsesionaba  a  todo  el 
pueblo  de  Israel,  era  para  María,  la  hija  de  David,  no  sólo  un  asunto 
nacional,  sino  también  un  asunto  de  familia.    Y  confiriendo  ambas  ideas 

(^)  Estas  consideraciones  adquieren  mayor  fuerza,  si  se "  admite,  como  parece 
probable,  que  por  los  años  que  precedieron  inmediatamente  a  la  venida  del  Salvador 
estaba  bastante  extendido  entre  los  rabinos  el  conocimiento  del  pecado  original, 
como  lo  prueban,  entre  otros,  los  textos  del  apócrifo  libro  IV  de  Esdras  y  del  Apo- 
calipsis de  Baruc,  que  pueden  verse  reunidos  en  Prat,  La  Théol.  de  S.  Paul,  p.  1, 
not.  M,  II.  En  este  supuesto,  no  es  nada  improbable  que  los  rabinos,  al  comentar 
en  las  sinagogas  el  pasaje  del  Génesis,  expusiesen  a  su  modo  la  doctrina  del  pecado 
original:  exposiciones,  que  pudo  oír  María,  tan  diligente  en  acudir  a  la  sinagoga  de 
Nazaret  y  tan  atenta  a  todo  cuanto  contribuía  a  la  inteligencia  de  las  Sagradas  Es- 
crituras. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


283 


la  del  Reparador  y  la  del  Mesías,  entendió  su  identidad.  Notemos  un  hecho 
significativo:  la  identificación  que  hizo  María  del  mesianismo  con  la  pro- 
mesa de  Abrahán.  El  ángel  le  había  hablado  del  Hijo  de  David,  del  Me- 
sías: y  María  en  su  Cántico  habla  de  la  promesa  hecha  por  Dios  a  Abrahán: 
identificación  acertadísima,  fruto  y  resultado  de  sus  cotejos  y  reflexiones. 
Reparación  del  pecado,  promesa  de  Abrahán,  mesianismo,  era  todo  uno 
para  María.  Con  esto  se  ensanchaba  asombrosamente  el  campo  de  sus 
observaciones  y  reflexiones.  Con  esta  atención  continuamente  despierta 
para  notar  todos  los  rasgos  mesiánicos  esparcidos  en  las  Escrituras,  al  leer, 
por  ejemplo,  aquello  de  Isaías:  ((Él  fué  herido  por  nuestras  iniquidades, 
quebrantado  por  nuestros  crímenes:  ...  y  puso  el  Señor  sobre  él  la  iniqui- 
dad de  todos  nosotros»  (Is.  53,  5-6),  hubo  de  reparar  en  el  gran  misterio 
de  la  redención,  análogo  e  inverso  al  del  pecado  original.  Allí  el  pecado 
de  uno  alcanza  a  todos;  aquí  el  pecado  de  todos  se  concentra  en  uno  solo. 
¿Qué  misteriosa  afinidad  o  solidaridad  existe  entre  el  uno  y  todos?  ¿Y 
estas  heridas  del  Mesías  serán  aquella  mordedura  de  la  planta  del  pie  del 
Reparador  genesíaco? 

Podríamos  seguir  reconstruyendo  las  atentas  reflexiones  de  María;  pero 
basta  lo  dicho  para  nuestro  objeto.  Dos  cosas,  empero,  debemos  observar, 
para  que  esta  nuestra  pálida  reconstrucción  no  se  califique  de  arbitraria 
o  fantástica.  Primeramente,  que  María  fuera  capaz  de  hacer  semejantes 
reflexiones,  sólo  puede  ponerlo  en  duda  quien  haya  olvidado  la  reiterada 
observación  de  San  Lucas  sobre  el  carácter  reflexivo,  profundamente  refle- 
xivo, de  María,  y  el  maravilloso  conocimiento,  que  descubre  en  María 
el  Magníficat,  así  de  las  Escrituras  divinas  y  particularmente  de  los  vati- 
cinios mesiánicos,  como  de  los  altísimos  consejos  de  Dios  sobre  la  reden- 
ción de  los  hombres.  En  segundo  lugar,  preguntamos:  ¿han  dado  gene- 
ralmente los  exegetas  y  teólogos  toda  la  importancia  que  se  merece  a  la 
acción  del  Espíritu  Santo  en  la  inteligencia  de  María,  principalmente  eñ 
el  momento  de  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios  en  sus  entrañas?  Mucho 
lo  dudamos.  El  Espíritu  Santo,  que  tantos  tesoros  de  luz  divina  derrochó 
en  las  inteligencias  de  Isabel,  de  Zacarías,  de  Simeón  y  aun  de  Ana  la 
profetisa,  ¿sería  avaro  de  sus  divinas  ilustraciones  con  María?  Si  Dios 
la  preparó  para  la  divina  maternidad  del  Redentor  con  el  inaudito  privi- 
legio de  la  Concepcón  Inmaculada,  ¿pudo  dejar  de  prepararla,  con  gene- 
rosidad proporcionada,  con  la  ilustración  de  su  inteligencia?  Y  si  se  dió 
esta  proporción,  ¡qué  torrentes  de  luz  divina  debieron  de  iluminar  la  inte- 
ligencia de  María  en  el  instante  solemne,  en  que,  dando  su  libre  consenti- 
miento, iba  a  ser  la  Madre  del  Dios  Redentor! 


284 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


¿Qué  conclusión  hay  que  sacar  de  todas  estas  observaciones?  Que 
María  hubo  de  vislumbrar,  por  lo  menos,  el  misterio  de  la  solidaridad  del 
Redentor  con  todo  el  linaje  humano  y  la  parte  que  en  la  comunicación  dev 
esta  solidaridad  había  de  corresponder  a  su  Madre.  Hay  que  precisar 
el  alcance  de  esta  conclusión.  Por  una  parte,  no  le  damos  ni  la  amplitud 
ni  el  grado  de  certeza  que  antes  hemos  dado  a  otra  conclusión:  el  previo 
conocimiento  que  tuvo  María  de  la  pasión  del  Mesías.  La  razón  de  la  dife- 
rencia es  obvia.  Allí  se  trataba  del  sentido  claro  y  obvio  de  los  textos 
bíblicos;  aquí  de  un  sentido  más  recóndito  y  misterioso.  Allí  además  la 
ilustración  del  Espíritu  Santo  era  mucho  más  urgente,  dado  que  se  trataba 
de  dar  a  conocer  a  María  algo  muy  importante  y  que  vivamente  le  intere- 
saba al  comprometerse  a  la  maternidad  del  Mesías  paciente:  aquí  no  es  tan 
urgente  la  razón.  Y  en  este  sentido  dijimos  al  principio  que  no  pretendía- 
mos precisamente  hallar  en  el  consentimiento  representativo  de  María  en 
orden  a  la  solidaridad  del  Nuevo  Adán  un  nuevo  argumento  de  su  Corre- 
dención. Pero,  por  otra  parte,  añadiremos  ahora,  ¿las  vislumbres  que 
alcanzó  María  no  son  suficientes  para  ver  en  su  consentimiento  una  coope- 
ración moral  a  la  obra  de  la  redención?  En  el  supuesto,  cierto,  que  existe 
la  solidaridad  del  Redentor  y  la  acción  de  María  en  comunicarla  al  Hijo, 
sólo  faltaba  el  conocimiento  de  María  sobre  este  doble  hecho.  Pero  ¿no 
es  suficiente  conocimiento  el  que  María  alcanzó  vislumbrando  el  gran  Mis- 
terio? ¿Y  no  bastan  estas  vislumbres  para  que  ella,  entregándose  total- 
mente en  manos  de  Dios,  abrazase  a  ciegas  todo  cuanto  Dios  quería  y  pre- 
tendía, aun  cuando  ella  no  lo  conociese  perfectamente?  ¿No  bastan  en  lo 
humano  actos  semejantes  para  fundar  una  verdadera  responsabilidad  de 
lo  que  así  se  quiere  y  la  consiguiente  cooperación  moral? 

SECCIÓN  ni.    CORREDENCIÓN  EN  LA  COMPASIÓN  MATERNAL 

La  com-pasión  de  María  debe  estudiarse  en  función  de  la  pasión  de 
Cristo.  En  ésta  señala  Santo  Tomás  cinco  aspectos  o  formalidades:  de  mé- 
rito, de  satisfacción,  de  sacrificio,  de  rescate  y  de  eficiencia.  Prescindiendo 
de  esta  última  formalidad,  poco  o  nada  aplicable  a  la  com-pasión  Mariana, 
estudiaremos  las  cuatro  prim.eras.  Mas  para  evitar  repeticiones  y  no  mez- 
clar lo  que  es  común  a  todas  estas  formalidades  con  lo  que  es  peculiar 
de  cada  una,  será  conveniente  estudiar  de  antemano  la  com-pasión  Mariana 
en  general,  como  comunión  o  comunicación  con  la  pasión  del  Redentor 
generalmente  considerada.    La  demonstración  basada  en  la  com-pasión 


LIBRO  I.  —  COKREDENCIÓN 


285 


así  enfocada  es,  por  una  parte,  especial  o  particular,  comparada  con  la  de- 
monstración  general  antes  propuesta,  que  prescindía  de  los  hechos  (y  con- 
siguientemente de  la  com-pasión);  pero  es,  por  otra  parte,  general,  en 
cuanto  prescinde  de  las  formalidades  especificas  o  diferenciales  señaladas 
por  Santo  Tomás. 


Capítulo  I 

COMPASIÓN  MARIANA  GENERALMENTE  CONSIDERADA 

Estudiamos  los  hechos,  —  ahora  el  hecho  de  la  com-pasión,  —  a  la  luz 
de  los  principios;  esto  es,  investigamos  las  verdades  que  integran  la  Sote- 
riología  Mariana,  con  el  cotejo  o  combinación  de  los  principios  y  los  he- 
chos, que  presuponemos  ya  declarados  y  probados.  De  todos  los  princi- 
pios mariológicos  el  que  mejor  ilumina  la  com-pasión  Mariana  es  el  prin- 
cipio de  asociación,  cuya  aplicación  nos  dará  la  demonstración  fundamental. 
La  luz  más  tenue  de  los  principios  de  recirculación  y  de  solidaridad  dará 
lugar  a  una  demonstración  complementaria  o  confirmación  no  despreciable 
bajo  diferentes  conceptos. 

Art.  1.    Demonstración  fundamental 

La  aplicación  del  principio  de  asociación  a  la  com-pasión  Mariana  da 
lugar  a  una  demonstración  casi  metafísica,  que,  si  acertamos  en  formularla, 
resulta  de  una  evidencia  tan  diáfana  como  convincente.  Toda  la  dificultad 
está  en  apreciar  el  valor  de  los  términos,  que,  consiguientemente,  habrá  que 
declarar  y  precisar.  Presuponiendo,  naturalmente,  lo  que  antes  hemos  di- 
cho, tanto  del  principio  de  asociación  como  del  hecho  de  la  com-pasión, 
nos  ceñiremos  ahora  a  las  observaciones  más  indispensables. 

El  principio  de  asociación  consiste  sustancialmente  en  que  María  for- 
ma, por  asociación,  con  Cristo  el  principio  adecuado  e  inmediato  de  la 
redención,  esto  es,  en  términos  de  la  escuela,  el  acto  primero,  en  cuanto 
■contradistinto  dz\  acto  segundo,  que  es  la  acción  o  actuación  del  acto  pri- 
mero. El  problema  está  ahora,  no  en  el  acto  primero,  que  se  da  por  su- 
puesto, sino  en  el  acto  segundo,  es  decir,  la  redención  formal  o  actual;  y 


286 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


se  pregunta  si  la  com-pasión  Mariana  es  de  parte  de  María,  como  lo  es  la 
pasión  de  parte  de  Cristo,  actuación  del  acto  primero.  Si  lo  es,  tenemos- 
ya  con  ello  la  Corredención  formal,  como  en  el  acto  primero  teníamos 
la  Corredeiición  virtual. 

Examinemos  ahora  el  hecho  de  la  pasión  de  Cristo  y  de  la  com-pasión 
Mariana.  La  pasión  es,  de  parte  de  Cristo,  su  actuación  formal,  como 
principio  de  la  redención,  esto  es,  la  reducción  del  acto  primero  al  actoi 
segundo.  ¿La  com-pasión  de  María  es,  igual  o  proporcionalmente.  su 
actuación  como  comprincipio  de  la  redención?  Este  ha  de  ser  como  el 
nudo  de  la  demonstración.  La  solución  depende  principalmente  del  con- 
cepto que  se  forme  de  la  com-pasión  Mariana.  Será,  pues,  conveniente 
aquilatarlo  y  precisarlo  en  lo  posible. 

Tres  relaciones  descubrimos  en  la  com-pasión:  con  la  pasión  de  Cristo, 
con  la  propia  maternidad,  con  los  consejos  redentores  de  Dios.  Respecta 
de  la  pasión,  la  com-pasión  no  es  algo  extraño,  advenedizo,  heterogéneo: 
es  la  participación  o  comunicación  de  la  pasión  misma.  Hubiera  ya  exis- 
tido verdadera  participación,  si  los  verdugos  del  Hijo  hubieran  atormentado 
también  a  la  Madre:  los  tormentos  de  la  Madre,  asociados  a  los  del  Hijo, 
hubieran  sido  verdadera  y  propia  com-pasión.  Pero  no  es  esto:  es  algo 
mucho  más  íntimo  y  doloroso.  La  com-pasión  es  la  repercusión  o  repro- 
ducción vivísima  en  el  Corazón  de  la  Madre  de  todos  los  padecimientos 
del  Hijo,  o,  mejor  acaso,  son  los  padecimientos  que  el  Corazón  de  la  Madre 
padece  en  la  carne  del  Hijo:  es  una  misma  y  sola  pasión,  que  padecen 
a  una.  y  como  si  fuesen  uno  solo,  la  carne  del  Hijo  y  el  Corazón  de  la 
Madre.  Respecto  de  la  propia  maternidad,  la  com-pasión,  así  entendida, 
no  es  algo  accesorio  o  inconexo,  algo  que  caiga  fuera  de  la  esfera  de  la 
maternidad,  sino  efecto  natural  y  necesario,  o,  mejor,  parte  de  la  misma 
maternidad  integralmente  considerada.  Según  esto,  la  pasión  del  Hijo  era 
necesariamente  y,  por  así  decir,  fatal  y  automáticamente,  com-pasión  de  la 
Madre.  Consiguientemente,  respecto  de  los  consejos  de  Dios  la  com-pasión 
Mariana  entraba  en  la  predestinación  misma  de  María  para  Madre  del 
Redentor;  como  inherente  a  la  maternidad,  la  compasión  estaba  prevista, 
determinada  y  aceptada  de  antemano  por  Dios:  no  era  algo  que,  fuera 
de  los  planes  divinos,  María  añadiese  arbitrariamente  o  por  su  propia 
cuenta. 

Previas  estas  declaraciones,  podemos  ya  formular  la  demonstración, 
que  propondremos  de  varias  maneras,  por  si,  en  alguna  de  ellas  a  lo  menos, 
acertamos  a  formularlo  adecuadamente.  La  importancia  de  la  materia  lo 
aconseja. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


287 


Primeramente,  basándonos  en  la  conexión  o  relación  que  existe  entre 
la  compasión  y  María,  análoga  o  proporcional  a  la  que  existe  entre  la 
pasión  y  Cristo,  podemos  formular  el  argumento  de  este  modo: 

La  compasión  es  respecto  de  María,  como  comprincipio  de  la  redención, 
lo  que  es  la  pasión  respecto  de  Cristo,  como  principio  primario  de  la  misma 
redención.  Es  así  que  la  pasión  es  respecto  de  Cristo  la  actuación  formal, 
que  reduce  al  acto  segundo  el  acto  primero  o  el  principio  primario.  Luego, 
proporcionalmente,  la  compasión  es  respecto  de  María  la  actunción  formal 
que  reduce  al  acto  segundo  el  acto  primero  o  el  comprincipio.  Más  breve- 
mente: La  compasión  es  al  comprincipio  lo  que  la  pasión  es  al  principio: 
ésta  es  su  actuación  y,  por  tanto,  redención :  luego  aquélla  es,  proporcional- 
mente, actuación  del  comprincipio,  y,  por  lo  mismo.  Corredención. 

Comparemos  ahora  directamente  la  com-pasión  con  la  pasión.  El  ar- 
gumento puede  formularse  de  este  modo: 

La  com-pasión  es  una  asociación  íntima  a  la  pasión,  como  el  ser  com- 
principio es  una  asociación  al  principio  primario  de  la  redención.  Ahora 
bien,  esta  asociación  hace  que  María  forme  con  Cristo  un  principio  único 
Y  total  de  la  redención,  es  decir,  el  acto  primero.  Luego,  análogamente,  la 
asociación  de  la  com-pasión  a  la  pasión  hace  que  entrambas  formen  la 
actuación  única  y  total  del  principio,  o,  lo  que  es  lo  mismo,  el  acto  segundo 
de  la  redención. 

Más  llanamente,  y  sin  forma:  desde  el  momento  que  María  es  comprin- 
cipio de  la  redención,  si  toma  parte  en  la  pasión  (actuación  formal  del 
principio),  —  y  la  toma  tan  íntimamente  con  la  com-pasión,  —  ya  no  puede* 
dudarse  que  esta  participación  sea  su  propia  actuación  como  Corredentora. 
En  otros  términos:  la  redención  virtual  (principio  o  acto  primero)  se  hace 
redención  formal  por  la  pasión:  luego  la  Corredención  virtual  se  hace 
Corredención  formal  por  la  participación  en  la  pasión,  esto  es,  por  la  com- 
pasión. Fallaría  nuestro  argumento,  si  María  o  no  fuese  comprincipio 
de  la  redención  o  no  participase  de  la  pasión ;  pero  desde  el  momento  que 
se  admite  el  principio  de  asociación  y  el  hecho  de  la  com-pasión,  hay 
que  reconocer  el  valor  del  argumento. 

Terminaremos  comparando  o  contraponiendo  la  com-pasión  de  María 
a  la  que  podemos  admitir  en  la  Magdalena,  por  ejemplo.  Magdalena  par- 
ticipó dolorosamente  de  la  pasión  de  Cristo:  y,  sin  embargo,  nadie  dirá 
que,  en  virtud  de  esta  com-pasión,  pueda  ser  considerada  como  corredentora. 
;,Por  qué?  Por  dos  razones,  principalmente,  contrarias  a  las  que  deter- 
minan la  Corredención  Mariana.  Primera:  Magdalena  no  entraba,  cierta- 
mente, a  formar  parte  del  principio  total  de  la  redención.    Segunda,  su 


288 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


com-pasión  estaba  determinada  por  motivos  puramente  accidentales  res- 
pecto de  la  pasión;  sin  contar  con  otras  muchas  y  capitales  diferencias,  que 
anteriormente  hemos  señalado,  al  comparar  la  com-pasión  de  María  con  la 
con-crucifixión  de  Pablo. 

Art.  2.    Demonstración  complementaria 

.§  1.    Por  el  principio  de  recirculación 

En  el  principio  de  recirculación  descubrimos  dos  circunstancias  signi- 
ficativas, que,  si  no  pueden  fundar  una  demonstración  rigorosa  y  apodíctica, 
son,  por  lo  menos,  sugestivas;  una  referente  a  la  antítesis  árbol-cruz,  rela- 
cionada con  el  pecado  y  su  reparación;  otra  relativa  a  la  mordedura  que 
la  serpiente  clava  en  la  planta  de  la  Descendencia  de  la  Mujer. 

A.  Antítesis  árbol-cruz.  La  materia  o  la  ocasión  del  primer  pe- 
cado fué  el  fruto  del  árbol  vedado:  a  este  árbol  funesto  contraponen  fre<- 
cuentemente  los  Santos  Padres  y  la  Liturgia  eclesiástica  el  árbol  saludable 
de  la  cruz.  Ahora  bien,  el  árbol  del  paraíso  no  sólo  fué  objeto  del  pecado 
de  Adán,  sino  también  de  la  participación  o  complicidad  que  en  él  tuvo 
Eva.  Era,  pues,  necesario,  por  el  principio  de  recirculación,  que  en  la 
reparación  del  primer  pecado,  operada  en  el  árbol  de  la  cruz,  no  sólo  inter- 
viniese el  Nuevo  Adán,  sino  que  participase  también  la  Nueva  Eva. 

B.  La  mordedura  de  la  serpiente.  En  el  Proto-Evangelio  la  Mujer 
aparece  al  lado  de  su  Descendencia,  explícitamente  en  las  hostilidades  con- 
tra la  serpiente,  implícitamente  en  la  victoria.  Pero  esta  victoria  no  se 
obtiene  sin  sangre.  Si  la  Descendencia  de  la  Mujer  aplasta  la  cabeza  de  la 
serpiente,  ésta,  empero,  muerde  a  la  Descendencia  de  la  Mujer  en  la  planta 
del  pie.  Si  admitimos,  como  la  interpretación  más  razonable,  que  esta 
mordedura  no  es  otra  cosa  que  la  pasión  y  muerte  del  Reparador,  habrá 
que  concluir  que  la  mordedura  no  es  un  simple  accidente  de  la  lucha,  sino 
que  es  precisamente  el  medio  o  el  modo  de  la  victoria.  Y  si  así  es,  la 
Mujer,  como  está  al  lado  de  su  Descendencia  en  las  hostilidades  y  en  la  vic- 
toria, habrá  de  participar  igualmente  de  la  mordedura.  Y  esta  participa- 
ción no  será  otra  cosa  que  la  com-pasión  Mariana. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


289 


§  2.    Por  el  principio  de  solidaridad 

Al  escribir  San  Pabo  que  si  «uno  murió  por  todos:  luego  todos  mu- 
rieron» en  él  y  con  él  (2  Cor.  5,  14),  afirma  que  todos  los  hombres,  in- 
cluidos y  representados  en  Cristo,  en  virtud  del  principio  de  solidaridad, 
participaron  de  su  muerte.  Sin  embargo,  esta  comunión  solidaria  con  la 
muerte  del  Redentor  no  hace  que  los  hombres  sean  corredentores.  ¿Por 
qué,  pues,  la  com-pasión  de  María,  en  virtud  del  mismo  principio  de  solida- 
ridad, ha  de  ser  llamada  verdadera  Corredención?  No  será  difícil  señalar  las 
diferencias  esenciales,  que  distinguen  la  com-pasión  Mariana  de  la  com- 
pasión de  los  demás  hombres:  diferencias,  que  constituyen  otro  argumento 
no  despreciable  de  la  Corredención  Mariana  en  el  hecho  de  su  com-pasión. 

Primeramente,  la  com-pasión  de  los  demás  hombres  era  efecto  de  la 
solidaridad  común,  que  es,  en  cierta  manera,  una  ficción  jurídica;  en 
cambio,  la  com-pasión  de  María  fué  efecto,  no  sólo  de  esa  solidaridad,  sino 
además  de  otros  motivos  o  vínculos  más  estrechos;  y  no  fué  com-pasión 
puramente  ideal  o  imaginaria,  sino  muy  real  y  vivísimamente  sentida  en 
su  Corazón  de  Madre. 

En  segundo  lugar,  la  solidaridad  de  los  demás  hombres  con  el  Redentor 
fué  puramente  pasiva;  la  de  María,  en  cambio,  fué  activa  bajo  diferentes 
conceptos.  Ella  la  poseyó  previamente,  y  ella  la  transfirió  al  Redentor; 
ella  capacitó  al  Hijo  para  que  pudiese  ser  Redentor,  y  ella  capacitó  a  los 
hombres  para  que  pudieran  ser  redimidos.  En  consecuencia,  si  la  solida- 
ridad pasiva  hace  a  los  hombres  participantes  pasivos  de  la  redención,  la 
solidaridad  activa  habrá  de  hacer  a  María  participante  activa  de  la  misma 
redención,  es  decir,  cooperadora  de  la  redención  o  Corredentora. 


Capítulo  II 
COM  PASIÓN  MERITORIA 

Entramos  en  uno  de  los  problemas  más  espinosos  y  delicados  de  la 
Soteriología  Mariana.  Lo  es  por  dos  razones.  En  primer  lugar,  por  la 
dificultad  intrínseca  y  enorme  complejidad  del  problema.  En  segundo 
lugar,  por  la  injustificada  preponderancia  que  comúnmente  se  le  concede, 
haciendo  depender  de  él  la  verdad  de  la  Corredención  Mariana,  como  si  ésta 

19 


290 


MARÍA,  MEDIADORA  UMVÍRSAL 


estribase  total  y  exclusivamente  en  la  com-pasión  meritoria.  Aunque  no 
compartimos  semejante  modo  de  apreciar  el  problema,  no  queremos,  con 
todo,  desentendernos  de  él;  y,  en  consecuencia,  nos  esmeraremos  en  tratar 
la  com-pasión  meritoria  de  María,  como  si  de  ella  dependiese  enteramente 
la  verdad  de  la  Corredención. 

Art.  1.  Prelimin.uies 
§  1.    Nociones  previas 

Mérito  es  un  acto  bueno,  apto  de  suyo  para  obtener  una  recompensa  o 
galardón  prometido ;  o,  en  abstracto,  es  la  aptitud  o  capacidad  intrínseca 
de  un  acto  bueno  para  obtener  una  recompensa.  Pero  más  que  la  fórmula 
de  la  definición  nos  interesa  el  análisis  de  la  cosa  misma.  Vamos,  pues, 
a  analizar  el  acto  meritorio,  estudiando  en  sí  misma  y  en  sus  múltiples  rela- 
ciones o  respectos  la  pasión  meritoria  del  Redentor,  a  la  cual  habrá  de  co- 
rresponder proporoionalmente  la  com-pasión  meritoria  de  María. 

En  la  pasión,  considerada  como  acto  meritorio,  hay  que  distinguir  ante 
todo  el  elemento  externo,  que  son  los  diferentes  padecimientos,  y  el  elemento 
o  acto  interno,  que  es  la  amorosa  y  obediente  aceptación  de  la  voluntad.  A 
su  vez,  en  el  acto  interno  podemos  distinguir  el  elemento  cuasi-matcrial,  que, 
es  la  entidad  física  del  acto,  y  el  elemento  formal,  que  es  su  valor  meritorio, 
que  pudiera  llamarse  meritoriedad. 

En  el  acto  meritorio  de  la  pasión  descubrimos  tres  relaciones  personales 
y  otras  tantas  reales.  Las  relaciones  personales  del  acto  son:  respecto  de 
la  persona  que  merece,  que  es  Cristo;  de  la  persona  (o  Sér  personal)  ante 
quien  se  merece,  que  es  Dios ;  de  las  personas  a  favor  de  las  cuales  se  merece, 
que  son  los  hombres.  Las  relaciones  reales  del  acto  meritorio  son:  respecto 
del  principio  o  raíz  del  mérito,  que  es  doble:  el  valor  moral  (santidad,  gra^ 
cia  santificante,  caridad)  y  la  dignidad  personal  (que  es  infinita  en  Cristo); 
respecto  del  objeto  o  fin,  que  son  los  bienes  sobrenaturales  de  gracia  y  glo- 
ria; y  respecto  del  efecto,  que  es  doble:  efecto  inmediato,  o  sea,  el  derecho 
que  crea  en  los  hombres  y  la  correlativa  obligación  (o  cuasi-obligación)  que 
resulta  en  Dios;  efecto  mediato,  que  es  la  consecución  real  de  la  recom- 
pensa. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


291 


i;  2.    El  problema  de  la  com-pasión  meritoria 

Ante  todo,  se  trata  ahora  de  la  com-pasión  iiieri);or¡a  de  María,  no  de 
otros  actos  suyos  meritorios,  anteriores  o  posteriores;  si  bien  éstos  pueden 
considerarse  como  agregados  cumulativamente  a  la  com-pasión,  como  suele 
hacerse  al  tratarse  de  la  pasión  meritoria  de  Cristo.  Y  el  problema  es,  si 
en  la  com-pasión  de  María  se  hallan  o  verifican  las  condiciones  o  propie- 
dades del  mérito,  proporcionalmente  a  como  se  hallan  en  Cristo. 

Pero  hay  que  precisar  más.  El  problema  puede  versar  o  sobre  la  ver- 
dad o  el  hecho  de  la  com-pasión  meritoria,  o  bien  sobre  el  modo  o  los  modos 
con  que  se  realiza.  La  verdad  o  el  hecho  constará,  si  la  com-pasión  Ma- 
riana reúne  las  condiciones  que  caracterizan  el  valor  meritorio  de  la  pasión 
de  Cristo.  Los  modos  de  la  com-pasión  meritoria  de  María  son  dos,  co- 
rrespondientes a  las  dos  maneras  de  concebir  la  misma  com-pasión:  o  como 
apropiación  de  la  pasión  misma  de  Cristo,  o  como  aflicción  personal  de 
María.  Según  esto,  la  compasión  meritoria  puede  concebirse  o  como  apro- 
piación de  los  méritos  mismos  del  Redentor,  o  bien  como  aportación  de 
méritos  personales  de  María.  Existirá  la  compasión  meritoria  por  apropia- 
ción, si  hallamos  en  ella  un  acto  con  que  María  se  apropia  o  hace  suyos 
los  méritos  del  Redentor,  de  tal  manera  que  se  puedan  atribuir  a  ella,  como 
si  ella  misma  los  hubiera  producido.  Existirá  la  com-pasión  meritoria  por 
aportación  de  méritos  personales,  si  hallamos  en  María  méritos  personales 
análogos  a  los  de  Cristo,  en  su  tendencia  soteriológica  y  en  su  eficacia  uni- 
versal, destinados  además  y  aceptados  por  Dios  para  la  salud  del  género 
humano. 

Antes  de  estudiar  la  com-pasión  meritoria  de  María  bajo  estos  diferentes 
aspectos,  no  como  demonstración  propiamente  dicha,  sino  para  poner  las 
cosas  en  su  punto,  queremos  formular  un  dilema.  En  el  capítulo  precedente, 
aplicando  los  principios  mariológicos  al  hecho  de  la  com-pasión  Mariana, 
hemos  demonstrado  que  ésta  es  verdadera  Corredención.  De  ahí  el  dilema: 
o  la  meritoriedad  es  esencial  a  la  compasión,  para  que  pueda  ser  Correden- 
ción, o  no  lo  es;  si  es  esencial,  por  los  mismos  argumentos  con  que  se 
demuestra  que  la  com-pasión  es  Corredención  queda  demonstrada  por  el 
mismo  caso  implícitamente  su  meritoriedad ;  si  no  es  esencial,  quedaría  en 
pie  el  valor  corredentivo  de  la  com-pasión.  aun  cuando  no  lográsemos  probar 
positivamente  la  meritoriedad.  La  verdad  de  la  Corredención  o  implica 
esencialmente  la  meritoriedad,  o  está  totalmente  desligada  de  ella.  Esta 
creemos  ser  la  manera  exacta  y  adecuada  de  enfocar  el  problema  de  la  meri- 


292 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


toriedad  de  la  com-pasión  Mariana.  Si  fracasásemos  en  su  demonstración, 
nuestro  fracaso  no  envolvería  en  su  ruina  la  verdad  de  la  Corredención, 
probada  independientemente  de  la  meritoriedad;  en  cambio,  si  logramos 
demostrarla,  poseemos  un  nuevo  argumento  de  valor  inapreciable.  Lo  in- 
tentaremos, siguiendo  nuestro  método  de  aplicar  los  principios  mariológicos 
al  hecho  de  la  compasión  en  orden  a  averiguar  su  valor  meritorio. 

Art.  2.    El  hecho  de  la  com-pasión  meritopja 

Nuevas  precisiones  del  problema.  Para  fijar  exactamente  el  sentido  y 
alcance  del  problema  de  la  compasión  meritoria,  hay  que  distinguir  lo  que 
ya  se  presupone  y  lo  que  ahoia  se  discute.  Que  María  con  su  com-pasión 
mereció  delante  de  Dios  y  que  estos  merecimientos  fueron  de  incomparable 
valor,  esto  se  da  por  supuesto,  y  todos  lo  admiten ;  podríamos  también 
presuponer  que  estos  merecimientos  los  ofreció  María  a  favor  de  los  hom- 
bres y  que  a  éstos  les  fueran  en  alguna  manera  provechosos  y  saludables: 
la  plena  conformidad  de  María  con  su  Hijo  crucificado  y  con  los  sentimien- 
tos de  su  divino  Corazón  no  permiten  dudar  de  ello ;  con  todo,  dada  su 
importancia,  lo  probaremos  también:  lo  que  ahora  se  discute  es  si  estos 
merecimientos  pueden  proporcionalmente  parangonarse  con  los  del  Reden- 
tor en  aquellas  propiedades  que  los  caracterizan,  que  pueden  reducirse  a 
tres  principales:  su  tendencia  soteriológica,  su  amplitud  o  alcance  universal 
y  su  carácter  oficial,  por  cuanto  están  ordenados  y  aceptados  por  Dios  para 
la  redención  de  los  hombres.  En  otros  términos:  los  méritos  de  María, 
colocados  entre  los  méritos  comunes  de  los  justos  y  los  méritos  singulares 
del  Redentor,  ¿de  qué  lado  se  inclinan?  Más  claro:  existen  dos  órdenes  de 
méritos,  sustancialmente  distintos:  el  orden  de  los  méritos  comunes,  y  el 
orden  de  los  méritos  redentores;  se  pregunta,  pues:  ¿a  cuál  de  estos  dosi 
órdenes  pertenecen  los  méritos  de  la  com-pasión  Mariana?  La  respuesta 
nos  la  habrán  de  dar  los  principios  mariológicos. 

Maternidad  divina.  Comencemos  aplicando  al  hecho  de  la  compasión 
meritoria  el  principio  fundamental  de  la  maternidad  divina,  que  suponemos, 
y  suponen  todos,  acompañada  de  una  santidad  incomparablemente  superior 
a  la  de  todos  los  ángeles  y  santos.  En  esta  maternidad,  considerada  como 
dignidad  personal,  y  en  la  santidad  que  la  adorna,  tenemos  los  dos  princi-' 
pios  o  raíces  del  valor  meritorio  de  la  com-pasión  Mariana.  Primera  con- 
secuencia de  esta  aplicación:  el  valor  meritorio  de  la  com-pasión,  como  de 
cualquier  otro  mérito  de  María,  es  cuantitativamente  proporcional  a  la  dig- 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


293 


nidad  en  cierto  modo  infinita  de  la  maternidad  divina  y  al  grado  supremo 
de  santidad  creada  correspondiente  a  esta  dignidad:  luego  el  valor  merito- 
rio de  la  com-pasión  ha  de  elevarse  inmensamente  por  encima  de  todo  mé- 
-rito  humano  y  angélico  y  ha  de  ser  en  cierta  manera  infinito.  Segunda 
consecuencia:  el  mérito  de  la  com-pasión  Mariana  ha  de  corresponder,  no 
sólo  cuantitativa  sino  también  cualitativamente,  a  las  propiedades  esenciales 
de  la  divina  maternidad.  Si  la  maternidad  divina  es  principio  del  mérito, 
o  el  mérito  es  efecto  de  la  maternidad,  es  claro  que  las  propiedades  del  efecto 
han  de  corresponder  a  las  propiedades  del  principio.  Supuestas  estas  dos 
consecuencias,  evidentes,  veamos  si  las  propiedades  de  la  divina  maternidad 
producen  o  determinan  en  el  mérito  de  la  com-pasión  los  tres  rasgos  carac- 
terísticos de  los  méritos  redentores,  propios  de  Cristo. 

Primer  rasgo  de  los  méritos  redentores:  su  tendencia  soleriológica;  por 
cuanto  están  ordenados,  no  precisamente  al  provecho  propio,  sino  a  la  salud 
eterna  de  otros.  Ahora  bien,  la  divina  maternidad,  en  el  plan  actual  de  la 
divina  providencia,  es  esencialmente  soteriológica,  totalmente  destinada  por 
Dios  a  la  salud  eterna  del  género  humano.  Aquellas  palabras  del  símbolo 
Niceno-Constantinopolitano,  eco  fiel  de  toda  la  Escritura  y  de  toda  la  Tradi- 
ción cristiana:  «propter  nos  homines  et  propter  nostram  salutem...  incar- 
natus  est...  ex  María  Virgine»,  expresan  la  índole  o  tendencia  soteriológica, 
no  sólo  de  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios,  sino  igualmente  de  la  divina 
maternidad  de  María,  esencialmente  correlativa.  Consiguientemente,  si  el 
principio  del  mérito  de  la  compasión  Mariana  es  esencialmente  soteriológico, 
soteriológico  igualmente  ha  de  ser  el  mérito,  como  efecto  suyo. 

Segundo  rasgo:  alcance  universal;  por  cuanto  comprende  a  todos  los 
hombres.  Ahora  bien,  la  divina  maternidad  no  es  una  prerrogativa  orde- 
nada por  Dios  para  el  provecho  privativo  o  exclusivo  de  María,  ni  tampoco 
para  el  provecho  de  determinado  grupo  de  hombres,  sino  para  la  salud  uni- 
versal de  todo  el  género  humano.  Aquellas  palabras  del  Símbolo,  antes 
citadas,  «propter  nos  homines»,  se  refieren  universalmente  a  todos  los  hom- 
bres. Si,  pues,  la  maternidad  es  de  alcance  universal,  de  eficacia  igualmente 
universal  han  de  ser  los  méritos  de  la  com-pasión  Mariana,  Por  lo  demás, 
el  cúmulo  inmenso  de  estos  méritos,  que  se  rozan  casi  con  lo  infinito,  está 
en  consonancia  con  su  tendencia  universal. 

Tercer  rasgo:  su  carácter  oficial;  por  cuanto  son  méritos,  no  de  orden 
privativo,  sino  de  orden,  por  así  decir,  público:  como  que  están  destinados 
y  aceptados  por  Dios  para  la  redención  del  mundo.  Ahora  bien,  la  divina 
maternidad,  como  perteneciente  al  orden  hipostático  o  divino,  instituido  por 
Dios  con  miras  precisamente  a  la  redención  humana,  no  es  un  asunto  privado 


294 


MMiÍA,  MKDIMií)»\  ir  >(IVI:KS.\I. 


de  María,  sino  una  dignidad  y  una  actividad  oficial  o  pública,  elemento 
integrante  de  la  economía  de  la  redención  humana.  Los  méritos,  por  tanto, 
de  la  com-pasión  Mariana,  determinados  por  la  divina  maternidad,  han  de 
revestir  el  mismo  carácter  oficial,  que  a  ésta  distingue. 

En  consecuencia,  los  méritos  de  la  com-pasión  Mariana  no  pertenecen 
al  grupo  de  los  méritos  comunes  u  ordinarios,  sino  se  elevan  al  orden  de 
los  méritos  propios  y  característicos  del  Redentor. 

Principio  de  solidaridad.  El  principio  de  solidaridad,  cuya  expresión 
concreta  es  la  llamada  Comunión  de  los  santos,  es  la  razón  por  la  cual  unos 
pueden  merecer  por  otros  o,  inversamente,  éstos  pueden  apropiarse  los 
méritos  ajenos.  En  virtud  de  la  solidaridad  los  hombres  se  apropian  los 
méritos  de  Cristo  en  cuanto  a  su  efecto;  María,  además,  se  pregunta,  ;,se  los 
apropia  en  cuanto  son  principio  de  estos  efectos? 

Recordemos  la  intervención  particular  de  María  en  la  constitución  o  rea- 
lización del  principio  de  solidaridad,  es  decir,  su  parte  activa  y  su  actuación 
representativa.  Parte  activa:  María,  al  transfundir  con  la  generación  a 
Cristo  la  solidaridad  con  todo  el  género  humano,  constituye  a  Cristo  eficien- 
temente Redentor  de  los  hombres,  y  a  éstos  los  capacita  para  poder  ser  redi- 
midos por  vía  de  estricta  justicia.  Actuación  representativa:  en  orden  a 
esta  transmisión  de  la  solidaridad,  María  ha  de  poseer  previamente  la  repre- 
sentación de  toda  la  raza  de  Adán.  Veamos  ahora  el  influjo  que  pueda 
tener  esta  doble  intervención  de  María  en  el  valor  meritorio  de  su  com- 
pasión. 

En  general,  si  la  solidaridad  de  los  hombres  con  Cristo  hace  que  parti- 
cipen del  efecto  de  sus  méritos,  esto  es.  si  su  solidaridad  pasiva  importa 
la  participación  pasiva  de  estos  méritos,  es  natural  que  la  solidaridad  activa 
de  María  lleve  consigo  una  participación  igualmente  activa  en  los  méritos 
del  Redentor.  Más  en  particular,  la  solidaridad  es  esencialmente  soterio-, 
lógica;  por  cuanto  es  la  base  misma  de  la  redención;  — es  además  uni- 
versal; por  cuanto  incorpora  a  todos  los  hombres  con  Cristo;  — es  final- 
mente oficial;  por  cuanto  Cristo  en  virtud  de  ella  actúa  como  representante 
de  toda  la  humanidad.  Y  tal  es  la  solidaridad  especial,  activa  y  representa- 
tiva, que  liga  a  María  con  el  Redentor  y  con  todos  los  redimidos:  soterio- 
lógica,  porque,  al  incorporar  a  los  hombres  con  Cristo,  hace  posible  la 
redención;  universal,  porque  alcanza  a  todos  los  hombres;  oficial,  por  su 
carácter  representativo.  Siendo,  pues,  la  solidaridad  el  principio  y  funda- 
mento de  la  comunicación  de  los  méritos  de  unos  con  otros,  la  de  María, 
soteriológica.  universal  y  oficial,  comunica  a  sus  méritos  los  tres  rasgos 
distintivos  que  caracterizan  los  del  Redentor. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


295 


Principio  de  recirculación.  De  lo  dicho  anteriormente  consta  la  ver- 
dad de  estas  dos  proposiciones,  a  lo  menos  in  sensu  diviso:  la  com- 
pasión Mariana  es  cooperación  a  la  redención,  la  com-pasión  Mariana  es 
meritoria.  De  ahí  la  cuestión  in  sensu  composito:  ¿la  com-pasión  es  corre- 
dención en  cuanto  meritoria?  La  solución  nos  la  dará  el  principio  de 
recirculación. 

La  sustancia  de  la  recirculación,  aplicada  a  la  Mariología,  consiste  en 
que  María  es  la  Segunda  Eva,  contrapuesta  a  la  antigua  Eva,  y  más  particu- 
larmente en  que  la  obediencia  de  la  Segunda  Eva  compensa  o  repara  la 
desobediencia  de  la  antigua.  Tal  es  el  sentido  unánime  de  la  Tradición 
cristiana  más  antigua.  La  obediencia  es,  por  tanto,  el  rasgo  característico 
de  María  en  calidad  de  Segunda  Eva.  Ahora  bien,  la  obediencia  es  el  ele- 
mento moral  y  formal  de  la  com-pasión,  pues,  actúa  María  como  Segunda 
Eva.  precisamente  por  su  obediencia.  Por  otra  parte,  la  obediencia,  en 
María  lo  mismo  que  en  Cristo,  es  altamente  meritoria.  Consiguientemente, 
si  la  cora-pasión  Mariana,  actuación  corredentora  de  la  Segunda  Eva,  es 
obediencia,  y  si  la  obediencia  es  meritoria,  habrá  que  concluir  que  la  com- 
pasión Mariana  es  corredención  precisamente  en  cuanto  meritoria.  En  la 
com-pasión  se  verifica  aquella  sentencia  atribuida  a  San  Agustín:  «Auctrix 
peccati  Eva,  auctrix  meriti  María»  (ML  39,  2105;  cfr.  1915,  2130-2131). 
Con  esto  queda  ya  demonstrada  la  verdad  de  la  com-pasión  Mariana  como 
Corredención  meritoria.  Pero  podemos  hacerla  más  patente,  señalando  en 
los  méritos  de  la  Segundo  Eva  las  tres  propiedades  de  los  méritos  del  Re- 
dentor. El  oficio  de  la  Segunda  Eva  es  esencialmente  soteriológico,  como 
destinado  por  Dios  a  la  reparación  de  la  desobediencia  y  pecado  de  la  an- 
tigua ;  es  universal,  como  lo  fué  en  sus  fatales  efectos  aquella  desobediencia ; 
es  oficial,  como  que  es  un  oficio  instituido  por  Dios  en  la  economía  de  la 
reparación  humana. 

Principio  de  asociación.  Más  aún  que  los  principios  precedentes,  prue- 
ba el  valor  corredentivo  de  la  com-pasión  meritoria  el  principio  de  asocia- 
ción, que,  como  hemos  indicado  anteriormente,  consiste  en  que  María  forma 
con  Cristo  el  principio  único  y  adecuado  de  la  redención,  o  sea,  su  acto 
primero.  Son,  en  efecto,  varios  los  aspectos  que  presenta  el  principio  de 
asociación,  aplicado  a  la  com-pasión  meritoria  de  María. 

Comencemos  por  una  argumentación  ad  hominem,  dirigida  a  los  que, 
circunscribiendo,  prácticamente  a  lo  menos,  la  redención  de  Cristo  a  la  for- 
malidad del  mérito,  niegan  a  María  toda  cooperación  formal  e  inmediata 
in  linea  meriti:  con  lo  cual  reducen  a  la  nada  la  Corredención  Mariana. 
Decimos,  pues:  si  esas  dos  suposiciones  fueran  verdaderas,  es  decir,  si  la 


296 


MARÍA,  MEDIADORA  UMVliRSAI. 


redención  fuera  exclusivamente  meritoria  y  la  cooperación  de  María  fuera 
nula  en  este  sentido,  se  seguiría  de  ahí  que  el  principio  de  asociación  sería 
un  litulm  sine  re.  una  denominación  puramente  ficticia,  un  contrasentido: 
sería  una  asociación  activa  para  no  hacer  nada,  un  acto  primero  esencial- 
mente irreductible  al  acto  segundo.  La  verdad,  por  tanto,  del  principio 
de  asociación  demuestra  palmariamente  la  falsedad  de  alguna  de  esas  dos 
suposiciones,  o  de  entrambas  a  la  vez.  Pero  pasemos  a  consideraciones 
más  positivas. 

De  parte  de  Cristo  Redentor,  en  el  acto  de  la  redención  podemos  notar 
dos  cosas:  1)  que  la  redención  es  su  actuación  como  principio,  es  decir, 
la  reducción  del  acto  primero  al  acto  segundo;  2)  que  esta  actuación  se 
verifica,  aunque  no  exclusivamente,  por  medio  del  mérito.  De  parte  de 
María,  hay  que  notar,  proporcionalmente:  1)  que  su  compasión  es  también, 
como  antes  hemos  declarado,  su  actuación  como  comprincipio  de  la  reden- 
ción, o  sea,  la  reducción  del  acto  primero  al  acto  segundo;  2)  que,  como 
también  hemos  advertido,  independientemente  de  la  aplicación  de  los  prin- 
cipios mariológicos,  esta  com-pasión  es  meritoria.  De  ahí  la  consecuencia, 
que  estos  méritos  de  la  compasión  son  méritos  de  corredención ;  consecuen- 
cia, que  podemos  probar  por  dos  caminos:  a)  si  existe  la  compasión  me- 
ritoria, y  esta  compasión  es  apta  y  proporcionada  para  ser  la  actuación  del 
acto  primero,  hay  que  concluir  que  lo  es:  — o  habría  que  señalar  razones 
eficaces  para  probar  que  no  lo  sea;  — b)  siendo  los  méritos  de  Cristo  su 
actuación  como  principio  de  la  redención,  proporcionalmente  los  méritos 
de  María,  de  índole  análoga  a  los  de  Cristo,  no  se  ve  por  qué  no  puedan 
ser  su  actuación  como  comprincipio  de  la  redención.  Cristo  y  María  for- 
man el  principio  de  la  redención:  Cristo  actúa  por  vía  de  mérito,  María 
tiene  méritos  con  que  actuar:  ¿qué  razón,  pues,  puede  alegarse  para  ne- 
gar que  tales  méritos  sean,  como  los  de  Cristo,  actuación  de  María 
como  comprincipio  de  la  redención  y,  en  consecuencia,  corredentores? 
Si  María  o  no  fuera  comprincipio  de  la  redención,  o  no  tuviera 
méritos  con  que  actuar  como  comprincipio,  podría  entonces  dudarse 
del  valor  corredentivo  de  tales  méritos;  pero  es  comprincipio  y  tiene 
méritos. 

Otra  razón,  a  nuestro  juicio,  más  poderosa,  confirmar  el  carácter  corre- 
dentivo de  la  com-pasión  meritoria  de  María,  y  es  su  obediencia.  Poco  ha 
considerábamos  la  obediencia  que  enaltece  la  com-pasión  Mariana  como 
contrapuesta  a  la  desobediencia  de  Eva,  en  virtud  del  principio  de  recircu- 
lación: ahora  la  consideraremos  como  paralela  a  la  obediencia  de  Cristo 
a  la  luz  del  principio  de  asociación. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


297 


La  com-pasión  es  en  María  la  actuación  corredentora,  como  la  pasión 
es  en  Cristo  su  actuación  redentora.  Esto  queda  ya  probado  anteriormente. 
Ahora  añadimos:  que  tanto  la  com-pasión  como  la  pasión  han  de  ser 
actuación  en  lo  que  tienen  de  formal.  Ahora  bien,  lo  formal  en  la  pasión 
de  Cristo  es  la  obediencia:  luego,  proporcíonalmente,  la  obediencia  también 
es  lo  formal  en  la  com-pasión  de  María.  Es  así  que  la  obediencia  de  Cristo 
es  meritoria,  o,  mejor,  que  en  la  obediencia  de  Cristo  está  principalmente 
el  valor  moral  y  meritorio  de  su  pasión:  luego,  proporcíonalmente,  la  obe- 
diencia de  María  es  meritoria,  o  en  esta  obediencia  hay  que  reconocer  el 
valor  moral  y  meritorio  de  su  com-pasión.  Consiguientemente,  como  los 
méritos  de  Cristo  son  méritos  de  redención,  porque  se  hallan  en  su  obedien- 
cia, que  es  lo  formal  de  su  pasión  o  actuación  redentora,  así  proporcíonal- 
mente los  méritos  de  María  son  méritos  de  corredención,  porque  se  hallan 
en  su  obediencia,  que  es  lo  formal  de  su  com-pasión  o  actuación  corre- 
dentora. 

Por  fin.  especificando  los  rasgos  distintivos  de  los  méritos  redentores, 
fácilmente  los  descubrimos  en  el  principio  de  asociación.  La  asociación 
de  María  a  Cristo  en  orden  a  formar  el  principio  adecuado  de  la  redención 
es:  1)  soteriológica,  como  que  tiene  por  objeto  la  misma  redención;  2)  es 
universal,  como  lo  es  la  redención  misma;  3)  es  oficial  de  parte  de  María, 
como  lo  es  de  parte  de  Cristo,  por  cuanto  es  una  participación  en  el  oficio 
de  Redentor. 

En  suma,  entre  los  dos  órdenes,  el  de  la  redención  activa,  propia  del 
Redentor,  y  el  de  la  redención  pasiva,  propia  de  los  redimidos,  la  asociación, 
al  colocar  a  María  en  el  orden  de  la  redención  activa  al  lado  de  Cristo,  eleva 
sus  méritos  a  la  misma  categoría  y  los  hace  méritos  de  corredención. 

Singularidad  transcendente.  La  aplicación  que  vamos  a  hacer  de 
este  principio  será  diferente  de  la  que  hemos  hecho  de  los  principios  anterio- 
res: es  decir,  no  tanto  para  demonstrar  el  valor  corredentivo  de  la  compa- 
sión meritoria,  cuanto  para  justificarlo,  deshaciendo  algunos  reparos  que 
pudieran  oponérsele. 

El  primer  reparo  es  lo  estupendo  y,  al  parecer,  exorbitante  de  semejante 
prerrogativa,  que  atribuye  a  María  lo  que  parece  privilegio  incomunicablei 
y  exclusivo  del  Redentor.  Pero  a  tal  reparo  sale  al  paso  el  principio  de  la 
singularidad  transcendente  de  María,  capaz  por  sí  solo  para  desvanecer 
todas  las  extrañezas  y  de  curar  todos  los  espantos.  Quien  haya  penetrado 
todo  lo  que  encierran  aquellas  breves  palabras  «una  super  omnes»,  ya  no 
se  maravillará  de  que  María,  ella  sola  y  por  encima  de  todos  los  hombres 
y  de  todos  los  ángeles,  sea  encumbrada  a  la  categoría  de  la  redención  activa. 


298 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


;Es  que  es  más  excelso  y  divino  este  orden  soteriológico,  propio  de  Cristo 
hombre,  que  el  orden  hipostático,  propio  de  Cristo  Dios?  Recordemos 
aquellas  palabras  de  San  Efrén:  María  «es  Virgen  y  Madre:  ¿y  qué  cosa 
no  es?»  (Ed.  Lamy,  II,  520). 

El  segundo  reparo  sería  la  oposición  irreductible  entre  ser  redimida  y 
ser  juntamente  Corredentora.  Pero  semejante  reparo  se  disipa  con  sólo 
recordar  que  la  singularidad  transcendente  lleva  consigo  el  privilegio  de  la 
anticipación,  que  constituye  a  María  en  lo  que,  con  frase  de  San  Pablo, 
hemos  llamado  el  orden  de  las  primicias.  Conforme  a  esto,  a  María  corres- 
ponden las  primicias  o  la  anticipación  en  la  redención;  es  decir,  que  la  re- 
dención de  Cristo  recae  primeramente  en  María,  en  sola  ella  antes  que  en 
los  demás;  y  María,  ya  redimida,  puede  cooperar  con  el  Redentor  en  la 
redención  de  los  demás  hombres. 

Por  lo  demás,  estos  y  otros  reparos,  no  afectan  precisamente  al  valor 
corredentivo  de  la  com-pasión  meritoria,  sino  a  la  misma  verdad  de  la 
Corredención,  que  se  demuestra  independientemente  de  la  cooperación  de 
María  in  linea  meriti. 

Gracia  capital.  Hubiéramos  dado  más  relieve  a  este  principio  sub- 
alterno de  la  Soteriología  Mariana,  si  fuera  comúnmente  admitido  como 
los  anteriores.  Mas,  si  se  admite,  como  parecen  exigirlo  las  razones  aduci- 
das, de  él  se  deduce  claramente  la  meritoriedad  corredentora  de  la  com-pa- 
sión Mariana.  Basta  notar  la  diferencia  entre  los  méritos  de  redención  y 
los  méritos  comunes.  Son  de  redención,  los  de  la  Cabeza  a  favor  de  los 
miembros;  son  comunes,  los  de  unos  miembros  a  favor  de  otros.  Por 
tanto,  si  María  participa  con  Cristo  de  la  dignidad  de  Cabeza,  sus  méritos 
han  de  ser  méritos  de  redención. 

Inversamente,  para  los  que  admitan  el  valor  corredentivo  de  la  com-pa- 
sión Mariana,  notaremos  que  semejante  prerrogativa  presupone  en  María 
la  dignidad  capital.  Porque  en  tanto  son  redentores  los  méritos  de  Cristo 
a  favor  de  los  hombres,  en  cuanto  son  méritos  de  la  Cabeza  a  favor  de  sus 
miembros.  Consiguientemente,  si  los  de  María  son  corredentores,  en  tanto 
lo  pueden  ser,  en  cuanto  participa  de  la  suprema  dignidad  de  Cabeza  del 
Cuerpo  místico  de  Cristo. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCION 


299 


Art.  3.    Dos  MODOS  de  com-pasión  meritoria 
5;  1.  Preliminares 

Hemos  visto  que  la  com-pasión  Mariana  es  meritoria  con  méritos  de 
redención ;  mas  no  hemos  determinado  si  estos  méritos  son  los  méritos 
mismos  del  Redentor,  apropiados  por  la  Madre,  o  bien  son  méritos  propios 
suyos  o  personales,  aunque  fundados  en  los  méritos  del  Hijo:  y  esto  es  lo 
que  ahora  hemos  de  investigar. 

Esta  distinción  entre  méritos  apropiados  y  méritos  propios,  tan  sencilla 
al  parecer,  no  lo  es  tanto,  cuando  se  considera  más  de  cerca.  Para  fijarla 
con  precisión,  hay  que  basarla  en  el  doble  aspecto  de  la  com-pasión,  al  cual 
corresponde  la  doble  categoría  de  méritos. 

Com-pasión  es  la  repercusión  de  la  pasión  del  Hijo  en  el  Corazón  de 
la  Madre,  o  la  asociación  de  la  pasión  de  la  Madre  a  la  pasión  del  Hijo: 
son  los  padecimientos  de  la  Madre,  efecto  de  los  del  Hijo  y  asociados 
,a  ellos.  Pero  en  estos  padecimientos  cabe  distinguir  dos  aspectos:  el  obje- 
tivo y  el  subjetivo,  referentes  al  objeto  que  los  motiva  y  al  sujeto  que  los 
siente.  En  su  aspecto  objetivo  o  respecto  del  objeto,  la  Madre  siente  y 
padece  lo  mismo  que  padece  el  Hijo  y  porque  lo  padece  el  Hijo;  en  su 
aspecto  subjetivo  o  respecto  del  sujeto,  la  Madre  siente  y  padece  en  su  Cora- 
zón y  en  su  sensibilidad  aflicciones  y  dolores  físicos,  que  realmente  la 
atormentan,  además  de  los  daños,  perjuicios  y  privaciones  que  de  los  pade- 
cimientos del  Hijo  pueden  sobrevenirle.  En  el  aspecto  objetivo  la  com- 
pasión es  un  dolor  apreciativo  o  moral,  que  considera  como  suyos  los  pade- 
cimientos del  Hijo,  aun  cuando  ella  no  los  sintiera  dolorosamente ;  en  el 
aspecto  subjetivo  es  un  dolor  sensible,  nn  sufrimiento  físico  y  real,  una 
sensación  dolorosa,  en  cuanto  aflige  o  atormenta  a  la  misma  Madre.  Un 
ejemplo  aclarará  más  esta  distinción.  Supongamos  que  a  una  madre,  que 
sufre  horriblemente  por  ver  atormentar  a  su  hijo,  se  le  hacen  estas  dos 
proposiciones:  o  que  cesarán  sus  propios  sufrimientos  sensibles  a  condición 
de  que  se  dupliquen  los  tormentos  del  hijo,  o  que  cesarán  los  tormentos  del 
hijo  a  condición  de  que  se  dupliquen  sus  propios  sufrimientos  sensibles. 
No  habrá  madre,  que  no  sea  desnaturalizada,  que  no  opte  por  la  segunda 
proposición:  con  lo  cual  consiente  en  que  se  acrecienten  sus  sufrimientos 
sensibles,  en  razón  de  no  padecer  el  dolor  apreciativo  y  moral,  que  tiene 
por  objeto  los  tormentos  del  hijo;  señal  evidente  de  la  distinción  entre 
el  dolor  apreciativo  y  el  sufrimiento  sensible;  aunque  en  la  realidad  sean, 


300 


MARÍA,  MEDIADORA  UMVtRSAL 


O  puedan  ser,  unos  mismos  sentimientos  los  que  sean  a  la  vez  dolor  aprecia- 
tivo y  sufrimiento  sensible.  No  es,  pues,  infundada  la  doble  manera  de 
considerar  la  com-pasión  Mariana:  o  como  dolor  apreciativo  o  como  sufri- 
miento sensible,  que  pudiéramos  llamar  apropiación  de  la  pasión  del  Hijo 
y  pasión  propia  asociada  o  añadida  a  la  del  Hijo. 

A  este  doble  aspecto  de  la  com-pasión  corresponde  la  doble  categoría 
de  los  méritos  de  María:  la  de  los  méritos  apropiados  y  la  de  los  méritos 
propios  asociados  a  los  del  Hijo.  Serán  méritos  apropiados  los  méritos 
mismos  del  Hijo,  que  la  Madre  hace  suyos,  al  apropiarse  o  mirar  como 
propia  la  pasión  del  Hijo;  serán  méritos  propios  los  que  estriben  en  sus 
propios  sufrimientos  sensibles  o  en  el  acto  de  la  voluntad  con  que  los 
acepta. 

De  ahí  el  doble  problema:  1)  ¿es  verdad  que  la  Madre  puede  apropiarse 
los  méritos  del  Hijo?  y,  en  el  caso  que  esto  sea  posible,  ¿semejante  apro- 
piación puede  considerarse  como  verdadera  Corredención?  2)  ¿Los  méritos 
propios  de  María,  en  cuanto  distintos  de  los  de  Cristo  (aunque  siempre 
derivados  de  ellos),  pueden  considerarse  como  méritos  de  corredención? 

Para  preparar  la  solución  a  este  doble  problema,  hay  que  distinguir  en 
los  méritos,  tanto  los  de  Cristo  como  los  de  María,  así  apropiados  como 
propios,  tres  elementos:  a)  el  acto  de  la  voluntad,  con  que  se  merece;  fe)  la 
materia,  sobre  que  versa  el  acto;  c)  su  valor  meritorio  o  meritoriedad. 
En  los  méritos  de  Cristo,  por  ejemplo,  el  acto  es  la  obediencia  con  que 
acepta  los  tormentos  mortales;  la  materia  es  el  derramamiento  de  su  sangre 
y  la  pérdida  de  la  vida  entre  tormentos;  la  meritoriedad  es  el  valor  moral 
del  acto  de  la  voluntad,  en  cuanto  es  digno  de  recompensa. 

A  la  luz  de  estas  distinciones  examinaremos  el  doble  problema. 

S  2.    Com-pasión  meritoria  por  apropiación  de  los  méritos  del  Redentor 

A.    ¡Naturaleza  de  la  apropiación 

Entendemos  por  apropiación  el  acto  de  apropiarse  o  hacerse  propios 
eficazmente  los  méritos  del  Redentor.  Decimos  acto,  porque,  de  no  ser 
un  acto  positivo,  la  apropiación  no  podría  considerarse  como  cooperación 
a  la  obra  de  la  redención.  Decimos  eficazmente,  porque  no  bastaría  una 
voluntad  o  conato  ineficaz  de  apropiación,  desprovisto  de  fundamento  real 
o  título,  que  la  explique  y  justifique.  Decimos  méritos  en  sentido  propio, 
es  a  saber,  no  los  efectos  del  mérito,  sino  el  mismo  acto  meritorio  activa- 


LIBRO  I.  —  CORRF.DF.NCIÓN  oOl 

mente  considerado.  Pero  no  basta  esta  explicación  verbal  de  la  apropia- 
ción: es  menester  examinar  más  detenidamente  el  contenido  real  de  los  tres 
términos:  el  acto,  su  título  y  su  objeto. 

El  acto  de  la  apropiación  se  considera  bajo  esta  sola  formalidad  de  hacer 
propio  lo  ajeno,  prescindiendo  de  otras  formalidades  que  puede  tener  el 
mismo  acto.  Consiguientemente,  por  una  parte,  ha  de  ser  mera  apropia- 
ción de  los  méritos  de  Cristo,  no  cooperación  a  su  producción:  los  méritos 
los  produce  o  crea  Cristo,  María  simplemente  se  los  apropia;  mas,  por  otra 
parte,  esta  apropiación  ha  de  ser  tal,  que  moralmente  equivalga  a  su  pro- 
ducción. María  no  produce  el  mérito,  pero  se  lo  ha  de  apropiar  con  tanta 
verdad,  como  si  ella  misma  lo  produjera.  Sin  esto  no  podría  considerarse 
como  cooperación  a  la  redención. 

El  título  capaz  y  suficiente  para  dar  eficacia  al  acto  debe  ser  un  derecho 
especial  preexistente,  apto  además  para  explicar  el  valor  corredentivo  de  la 
apropiación.  Semejante  derecho,  si  es  que  existe,  parece  habrán  de  ser 
las  prerrogativas  o  los  derechos  maternos.  Si  de  hecho  lo  son,  lo  exami- 
naremos después.  ¿Será  también  el  amor?  Sin  duda  que  el  amor  puede 
explicar,  en  parte  a  lo  menos,  el  hecho  de  la  apropiación ;  por  cuanto  el 
amor  tiende  a  hacer  comunes  los  bienes  entre  los  que  se  aman.  Sólo,  con 
todo,  no  basta  para  explicar  el  valor  corredentivo  de  la  apropiación;  de  lo 
contrario  el  amor  de  Juan  o  de  Magdalena  al  Redentor  los  constituiría 
cooperadores  de  la  redención.  ¿Será  el  amor  materno  en  cuanto  materno? 
Pero  esa  maternidad,  que  daría  eficacia  al  amor,  no  es,  en  definitiva,  otra 
cosa  que  los  derechos  maternos.  A  estos,  pues,  hay  que  recurrir  para 
justificar  la  apropiación  corredentiva.  Puede,  no  obstante,  también  el 
amor  contribuir  a  explicar  la  apropiación,  como  mero  coeficiente  de  los 
derechos  maternos,  es  decir  como  mero  factor  dispositivo,  que,  explicando 
el  hecho  material  de  la  apropiación,  prepare,  por  así  decir,  la  materia  a  la 
acción  de  los  derechos,  a  los  cuales  habrá  que  atribuir  toda  la  eficacia 
corredentiva  de  la  apropiación. 

El  objeto  de  la  apropiación  son  los  méritos  o  el  acto  meritorio;  en  el 
cual  hay  que  distinguir  tres  cosas:  a)  el  elemento  externo  o  sensible,  que 
son  los  tormentos  del  Redentor,  o  sea,  su  pasión  y  muerte,  el  derrama- 
miento de  su  sangre  y  la  pérdida  de  su  vida;  b)  el  acto  interno,  que  es  la 
aceptación  de  la  voluntad  o  el  acto  de  amorosa  obediencia  con  que  se  sufrert 
los  tormentos  y  se  ofrecen  a  Dios  para  la  redención  de  los  hombres;  c)  el 
valor  meritorio,  inherente  al  acto  interno. 

Ocurre  aquí  preguntar:  para  que  la  apropiación  pueda  ser  corredentiva 
¿será  menester  que  se  extienda  a  este  triple  objeto,  es  decir,  no  sólo  a  los 


302 


mar/a,  mediadora  universal 


tormentos  sensibles,  sino  también  al  acto  interno  y  a  su  valor  meritorio? 
Hay  que  distinguir.  Para  que  la  apropiación  sea  simplemente  correden- 
tiva,  creemos  bastaría  la  apropiación  de  los  tormentos  sensibles  del  Reden- 
tor; puesto  que  sólo  esto  bastaría  para  que  fuese  verdadera  cooperación, 
aunque  no  tan  plena  y  profunda,  en  el  acto  redentivo;  mas  para  que  pueda 
ser  corredentiva  iti  linea  meríti,  es  indispensable  que  se  extienda  también 
al  acto  interno  y  a  su  valor  meritorio.  Si  de  hecho  se  extiende  también 
a  éstos,  luego  lo  examinaremos.  Sólo  notaremos  ya  desde  ahora  que  no  es 
necesario  que  la  apropiación  abarque  o  comprenda  directamente  y  por 
igual  cada  uno  de  estos  tres  elementos  que  integran  el  mérito:  basta  que 
directa  o  fundamentalmente  se  apropie  los  tormentos  sensibles;  indirecta- 
mente o,  si  se  quiere,  conexivamente,  el  acto  interno  y  su  meritoriedad,  como 
luego  declararemos. 

Presupuestas  estas  explicaciones,  propuestas  sólo  hipotéticamente,  hay 
que  demostrar  ya  el  hecho  o  la  verdad  de  la  apropiación  y  su  valor  corre- 
dentivo,  no  cualquiera,  sino  in  linea  meriii. 

B.    El  hecho  o  verdad  de  la  apropiación 

Por  el  amor:  apropiación  psicológica  o  moral.  El  hecho,  por  así 
decir,  material,  de  la  apropiación  se  explica  por  el  amor  ardentísimo  de 
María  al  Redentor,  amor  juntamente  de  madre  y  amor  de  caridad  perfec- 
tísima.  Primeramente,  en  virtud  de  este  amor  María  se  apropiaba  los  tor- 
mentos sensibles  de  su  Hijo,  sintiéndolos  en  su  Corazón  más  viva  y  doloro- 
samente,  que  si  ella  misma  los  padeciese  en  su  cuerpo.  En  segundo  lugar, 
la  fuerza  unitiva  y  transformativa  de  este  amor  hacía  de  la  Madre  y  del 
Hijo  «un  solo  Corazón  y  una  sola  alma)»;  y  en  virtud  de  esta  transformación 
amorosa  los  sentimientos  del  Hijo  se  transfundían  en  la  Madre;  y  la  Madre, 
al  unísono  con  el  Hijo,  aceptaba  los  sufrimientos  comunes  a  entrambos  por 
obediencia  al  Padre  celestial  y  por  la  salud  eterna  de  los  hombres.  Por  fin, 
el  amor  del  Hijo  comunicaba  gustoso  a  la  Madre  sus  propios  merecimientos, 
dispuesto  a  reconocer  sin  regateos  cualquiera  sombra  de  derecho  que  sobre 
ellos  pudiera  tener  la  Madre. 

Por  los  derechos  maternos:  apropiación  jurídica.  Llegamos  al 
punto  principal,  del  cual  depende  todo  el  valor  corredentivo  de  la  apro- 
piación: los  derechos  maternos  de  María  sobre  su  divino  Hijo. 

Dos  géneros  de  derechos  maternos  podemos  distinguir:  unos  para  con 
el  mismo  hijo,  otros  para  con  todos  los  demás  acerca  del  hijo;  a  los  pri- 


LIBRO  I.  —  ConREDENClÓN 


303 


meros  responden  las  obligaciones  del  mismo  hijo,  a  los  segundos  las  obli- 
gaciones de  los  demás,  respecto  de  las  cuales  el  hijo  es  como  la  materia  sobre 
que  versan  así  los  derechos  como  las  obligaciones.  Los  primeros  repre- 
sentan una  ventaja  personal  para  la  madre,  que  se  hace  por  ellos  acreedora 
al  amor,  a  la  reverencia,  a  la  obediencia,  a  la  gratitud  y  a  la  asistencia  del 
hijo;  los  segundos,  en  cambio,  no  representan,  directa  y  formalmente,  nin- 
guna ventaja  personal  para  la  madre,  en  el  sentido  que  en  seguida  expli- 
caremos. Ahora  tratamos  solamente  de  este  segundo  género  de  derechos 
maternos;  de  los  primeros  trataremos  después,  por  cuanto  representan  una 
ventaja  personal  para  la  madre,  que,  cediendo  de  ellos,  adquiere  méritos 
estrictamente  propios,  no  simplemente  apropiados. 

Consideremos  más  en  particular  el  segundo  género  de  derechos  mater- 
nos. El  hjjo.  como  suele  decirse,  es  un  pedazo  del  corazón  o  de  las  entrañas 
de  la  madre,  es  la  prolongación  o  reproducción  de  su  propia  vida:  repro- 
ducción, que  la  madre,  por  el  impulso  de  la  naturaleza,  estima  o  aprecia 
más  que  su  vida  personal,  sin  mirar  en  ello  a  ninguna  ventaja  propia.  ¿Qué 
ventaja  adquiere  la  madre,  que  se  deja  matar,  para  que  no  maten  a  su  hijo? 
Y  el  amor  materno  completa  la  obra  de  la  naturaleza.  En  virtud  de  esta 
doble  fuerza,  natural  y  moral,  espontánea  y  electiva,  la  madre  vive  más 
para  el  hijo  y  en  el  hijo  que  para  sí  o  en  sí.  Por  todo  esto  el  hijo  es  de 
la  madre,  es  algo  suyo;  y  tiene,  consiguientemente,  sobre  la  vida  de  su  hijo 
derechos  análogos  a  los  que  tiene  sobre  su  propia  vida.  Quien  maltrata  al 
hijo,  lastima  a  la  madre;  quien  atenta  contra  la  vida  del  hijo,  no  sólo 
atropella  los  derechos  del  hijo,  sino  también  los  derechos  de  la  madre,  la 
cual  puede,  en  derecho,  pedir  justicia  contra  semejante  atropello.  Recor- 
demos el  caso  de  la  viuda  de  Tecua,  amañado  por  Joab.  El  hecho  es  ficti- 
cio, pero  el  derecho  que  en  él  se  ventila  no  es  imaginario.  Dice,  pues,  la 
mujer  de  Tecua  al  rey  David:  Quieren  matar  a  mi  hijo  único  y  «extinguir 
esa  centella  o  brasa  que  me  queda» :  ordena  que  no  me  lo  maten.  Responde 
el  rey:  «¡Vive  el  Señor!  que  no  caerá  sobre  la  tierra  uno  solo  de  los  ca- 
bellos de  tu  hijo»  (2  Sam.  14,  1-11).  Sobre  esa  centella  de  su  vida  tiene 
derechos  la  madre,  y  apela  a  la  justicia  del  rey  para  que  nadie  ose  extin- 
guirla. 

Antes  de  aplicar  estos  principios  al  caso  de  María,  hay  que  prevenir 
una  dificultad  que  podría  nacer  de  la  intervención  directa  de  Dios,  ante 
quien  desaparecen  todos  los  derechos  humanos.  ¿Si  es  Dios  quien  exige 
la  vida  del  hijo,  no  quedan  por  el  mismo  caso  anulados  los  derechos  de  la 
madre?  En  rigor,  evidente  que  sí.  Pero  hay  que  añadir  que,  si  la  madre, 
como  debe,  acepta  resignada  y  obediente  esa  anulación  de  sus  propios  dere- 


304 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


chos,  no  merece  menos  ante  Dios,  que  si  voluntariamente  cediera  de  sus 
derechos  no  anulados.  Ahí  está  el  caso  de  Abrahán.  Dios  le  pide  la  vida 
de  su  hijo  Isaac:  con  esta  petición,  quedan  anulados  todos  los  derechos 
que  Abrahán  pudiera  alegar  sobre  la  vida  de  su  hijo.  Pero  ¿fué  por  eso 
menos  grata  a  Dios  o  menos  meritoria  la  voluntad,  no  realizada,  de  sacri- 
ficar la  vida  de  Isaac,  sobre  el  cual,  delante  de  la  demanda  de  Dios,  no 
conservaba  ya  derechos  algunos?  La  respuesta  de  Dios  habla  bien  alto. 
No  es  menos  espléndida  la  recompensa  de  Dios,  que  si  Abrahán  hubiera 
conservado  íntegra  la  plenitud  de  sus  derechos  paternos. 

La  aplicación  de  estos  principios  a  María  es  evidente.  También  Jesús 
es  para  María  pedazo  de  sus  entrañas  y  de  su  Corazón,  también  es  la  pro- 
longación o  reproducción  de  su  vida;  reproducción,  que  ella  estima  incom- 
parablemente más  que  su  vida  propia;  también  es  la  única  chispa  o  brasa 
que  podía  dejar  de  sí  en  el  mundo:  luego  también  María  tiene  innegables 
derechos  sobre  la  vida  de  Jesús,  derechos  de  que  todos  la  respeten ;  de  cuyo 
atropello  puede  pedir  justicia,  por  lo  menos  ante  el  tribunal  de  Dios.  Y  es 
de  notar  que  en  el  caso  de  María  ocurren  varias  circunstancias,  que  inten- 
sifican o  acrecientan  notablemente  estos  derechos  maternos.  Primeramente, 
la  virginidad  de  la  Madre,  que  concentra  en  sí  los  derechos  que  ordinaria- 
mente se  reparten  entre  el  padre  y  la  madre;  derechos  además  que  conver- 
gen en  un  Hijo,  esencialmente  único.  En  segundo  lugar,  la  dignidad  divina 
del  Hijo,  que  pudiera  atenuar  los  derechos  de  la  Madre  sobre  el  mismo 
Hijo,  no  atenúa  sus  derechos  sobre  los  demás  hombres;  fuera  de  que, 
cuanto  más  excelsa  es  la  dignidad  del  Hijo,  más  sagrados  resultan  los  dere- 
chos de  la  Madre.  Por  fin,  y  es  lo  principal,  María  con  su  divina  mater- 
nidad, de  orden  hipostático,  queda  en  cierto  modo  elevada  al  rango  o  cate- 
goría de  la  divina  paternidad,  cuyos  derechos  paternos  comparte  sobre  la 
vida  humana  del  Hijo,  común  a  entrambos.  Con  ello  María  adquiere  sobre 
la  vida  del  Hijo  derechos  incomparablemente  superiores  a  los  de  las  madres 
ordinarias  sobre  sus  hijos.  Sobre  la  vida  de  Jesús  posee  María,  además 
de  los  comunes  derechos  de  madre,  una  participación  o  comunicación  de 
los  derechos  mismos  del  Padre  celestial. 

A  la  luz  de  estos  derechos  maternos  veremos  con  cuánta  verdad  pudo 
María  apropiarse  los  méritos  de  su  Hijo;  es  decir,  cómo  estos  derechos  dan 
valor  jurídico  a  la  apropiación  efectuada  por  el  amor,  como  antes  conside- 
rábamos.   Vayamos  por  partes. 

Primeramente  en  virtud  de  sus  derechos  maternos  María  podía  decir 
que  los  tormentos  y  la  muerte  del  Hijo  eran  tormentos  suyos  y  muerte  suya. 
La  apropiación,  ya  efectuada  por  el  amor,  quedaba  jurídicamente  refren- 


LIBRO  r.  —  CORREDENCIÓN 


305 


dada  por  los  derechos  maternos.  ¿Por  qué  los  verdugos  o  los  Judíos,  al 
crucificar  a  Jesús,  le  injuriaban  tan  atrozmente?  Porque,  al  atentar  contra 
su  vida,  violaban  el  derecho  que  a  ella  tenía.  Pues,  sobre  esa  vida  también 
la  Madre  tenía  sus  derechos,  que  nadie  podía  justamente  atropellar.  Por 
eso  injuriar  y  atormentar  al  Hijo  era  por  el  mismo  caso  y  necesariamente 
injuriar  y  atormentar  a  la  Madre.  Esto  es  claro ;  y  es  también  fundamento 
de  todo  lo  demás. 

Seguíase  de  ahí  la  apropiación  del  acto  con  que  el  Hijo  aceptaba  los 
tormentos  y  la  muerte  por  amor  y  obediencia  al  Padre  celestial  y  para  la 
redención  de  los  hombres.  Esta  apropiación  estaba  ya  consumada  por  el 
amor,  por  la  compenetración  de  los  Corazones,  por  la  uniformidad  o  unidad 
de  sentimientos;  pero  los  derechos  maternos  daban  a  esa  apropiación  moral 
validez  jurídica.  En  efecto,  la  aceptación  del  Hijo  versaba  sobre  algo, 
sobre  su  vida  y  su  muerte,  sobre  lo  cual  también  la  Madre,  si  bien  secun- 
dariamente, tenía  sus  justos  derechos.  Por  tanto,  el  Hijo  no  podía,  ni 
quería,  entregarse  a  la  muerte,  sin  contar  con  la  aceptación  de  la  Madre. 
Pero  contaba  con  ella.  Por  esto  la  aceptación  del  Hijo  era  aceptación 
de  la  Madre,  que  podía  con  toda  verdad  decir  que  la  voluntad  del  Hijo  era 
voluntad  suya,  que  la  obediencia  del  Hijo  era  obediencia  suya.  El  acto 
del  Hijo  no  era  sino  la  renovación  o  permanencia  habitual  de  aquel  ofreci- 
miento iniciado  en  el  momento  de  la  encarnación:  «Heme  aquí  que  vengo 
a  hacer  tu  voluntad»  (Hebr.  10,  9);  y  este  acto  se  lo  apropiaba  la  Madre, 
renovando  o  continuando  su  consentimiento:  «He  aquí  la  esclava  del  Señor: 
hágase  en  mí  según  tu  voluntad»  (^). 

(')  Admirablemente,  como  suele,  expresa  el  B.  Maestro  Juan  de  Ávila  esta 
renovación  o  repercusión  del  consentimiento  virginal  al  pie  de  la  cruz.  Dice  así 
hablando  con  la  Virgen:  «Aquí  se  cumple  el  Ecce  ancilla  Domini  del  día  de  la 
Anunciación...  Aquí  viene,  Señora,  Ecce  ancilla  Domini,  aquí  viene  el  conformaros 
con  la  voluntad  de  Dios:  alzad,  Señora,  los  ojos  al  Eterno  Padre,  y  conformaos  con 
su  voluntad  para  sufrir  estas  angustias,  como  allí  os  conformasteis  con  la  misma 
para  aceptar  lo  que  el  Ángel  de  su  parte  os  decía».  Y,  haciendo  hablar  a  la  misma 
Virgen,  prosigue:  «Padre  de  misericordia,  —  decía  la  Virgen  — ,  veis  aquí  vuestra 
esclava,  cúmplase  en  mí  vuestra  voluntad,  Este  Hijo  me  disteis,  con  grande  alegría 
lo  recibí:  veislo,  ahí  os  lo  torno;  vos  me  lo  disteis,  vos  me  lo  quitáis:  cúmplase 
vuestra  santísima  voluntad;  esclava  soy  para  todo  lo  que  vuestra  Majestad  quisiere 
hacer  de  mí.  El  día  de  mi  alegría  os  canté:  Engrandezca  mi  ánima  al  Señor,  y  gó- 
cese mi  espíritu  en  Dios  mi  salud:  el  día  de  mi  tristeza  y  dolores  suplico  que  la 
recibáis  en  agradable  sacrificio  por  los  pecados  de  los  hombres.  ¡Oh  pecadores, 
cuan  caro  me  costáis!  que  por  amor  de  vosotros  ha  pasado  mi  Corazón  trance  tan 
amargo  como  ha  sido  éste,  ver  a  mi  Hijo  Jesucristo  padecer  tan  cruel  muerte  y 
pasión.  Lo  que  vosotros  hicisteis,  él  lo  ha  pagado,  y  mi  ánima  lo  ha  sentido...» 
Y  concluye:  «El  Ecce  ancilla  aquí  se  cumplió  bien,  el  conformarse  con  la  voluntad 
de  Dios».  (Libro  de  la  Virgen  Santa  María,  trat.  8,  Soledad  de  la  Santísima  Virgen 
María.  Obras  espirituales  del  P.  Maestro  B.  Juan  de  Avila,  ed.  del  Apostolado  de 
la  prensa,  Madrid,  1941,  t.  2,  pgs.  782-783). 


20 


306 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


A  la  apropiación  del  acto  sigúese  necesariamente  la  apropiación  de  su 
valor  meritorio,  que  no  es  algo  sobrepuesto,  sino  una  propiedad  inherente 
al  acto  o  una  modalidad  resultante,  es  decir,  su  aptitud  o  capacidad  para 
obtener  la  recompensa  prometida  de  antemano.  Si  la  obediencia  del  Hijo 
fué  meritoria,  meritoria  era  necesariamente  la  apropiación  de  esta  obedien- 
cia, que  no  es  sino  la  obediencia  misma  del  Hijo,  en  cuanto  era  también 
obediencia  de  la  Madre. 

No  son  nuevas  estas  ideas;  ya  las  había  expresado  San  Bernardo,  tan 
maravillosamente  como  él  suele.  Aunque  muy  conocidas,  queremos  repro- 
ducir sus  palabras,  consagradas  por  su  uso  litúrgico,  cuyo  alcance  no  ha 
sido  suficientemente  apreciado.  Escribe  así  el  Melifluo  Doctor:  «Veré 
tuam  ,o  beata  Mater,  animam  pertransivit  [gladius].  Alioquin,  nonnisi  eam 
pertransiens,  carnem  Filii  tui  penetraret» :  apropiación  o  comunión  de  tor- 
mentos. «Tuam  ergo  pertransivit  animam  vis  doloris,  ut  plusquam  marty- 
rem  non  immerito  praedicemus»:  apropiación  del  valor  meritorio.  «Unde 
tibí  haec  sapientia,  ut  mireris  plus  Mariam  compatientem,  quam  Mariae 
Filium  patientem?  Ule  etiam  morí  corpore  potuit:  ista  commori  corde  non 
potuit?»:  otra  vez  la  apropiación  de  tormentos  y  de  muerte.  Concluye: 
«Fecit  illud  caritas,  qua  maiorem  nemo  habuit:  fecit  et  hoc  caritas,  cui 
post  illam  similis  altera  non  fuit»  (ML.  183,  437-438):  ¡magnífica  expre^ 
sión  de  la  apropiación  de  sentimientos! 

No  faltan  hechos  o  ejemplos,  que  ilustren  la  com-pasión  meritoria  dé 
María  por  la  apropiación  de  los  méritos  del  Redentor.  Es  interesante  la 
que  sobre  el  martirio  de  Santa  Felicitas  escribe  San  Gregorio  Magno.  Sólo 
por  vía  de  muestra  citaremos  unas  frases:  :  «Amavit  ergo  iuxta  carnem 
Felicitas  filios  suos,  sed  pro  amore  caelestis  patriae  mori  etiam  coram  se 
voluit  quos  amavit.  Ipsa  eorum  vulnera  accepit,  sed  ipsa  in  eisdem  ad 
regnum  praevenientibus  excrevit.  Recte  ergo  hanc  feminam  ultra  marty- 
rem  dixerim,  quae  toties  in  filiis  desiderabiliter  exstincta,  dum  multiplex 
martyrium  obtinuit,  ipsam  quoque  martyrii  palmam  vicit»  (ML  76,  1088). 
Pueden  igualmente  ilustrar  la  com-pasión  Mariana  lo  que  sobre  la  madre 
de  los  siete  Macabeos  dice  el  Sagrado  Texto  ( 2  Mach.  7,  20)  y  lo  que  escri- 
ben San  Gregorio  Nazianzeno  (MG  35,  911-934)  y  San  Juan  Crisóstomo 
(?  MG  50,  617-628). 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


307 


C.    Valor  redentivo  de  la  apropiación 

Una  vez  probada  la  verdad  de  la  apropiación,  ya  no  es  difícil  deducir 
de  ella  su  valor  corredentivo.  Por  parte  de  los  méritos  apropiados,  no  se 
vislumbra  la  menor  dificultad.  Tanto  la  pasión  y  muerte  del  Redentor, 
como  el  acto  de  obediencia  con  que  los  acepta  y  su  valor  meritorio,  todo 
se  ordena,  por  parte  de  Dios  y  por  parte  de  Cristo,  a  la  redención  del  género 
humano.  Tampoco  se  ve  dificultad  por  parte  de  la  apropiación  de  María, 
dado  que  su  valor  meritorio  no  se  pone  en  el  acto  mismo  de  la  apropiación, 
sino  en  los  méritos  apropiados,  que  María  simplemente  hace  suyos  con 
semejante  acto.  Podría  haber  alguna  dificultad,  si  este  acto  lo  pusiese 
María  por  su  propia  cuenta  o  iniciativa,  es  decir,  si  fuera  puramente  pri- 
vado, y  no  oficial;  mas  siendo  un  acto  inherente  a  la  misma  maternidad 
del  Redentor  y  comprendido  por  tanto  en  su  eterna  predestinación,  fué  un 
acto  previsto  y  querido  por  Dios.  Por  lo  demás,  el  principio  de  asociación, 
sin  contar  con  los  otros  principios  mariológicos,  antes  considerados,  bastaría 
por  sí  solo  para  desvanecer  toda  sombra  de  duda  sobre  el  valor  corredentivo 
del  acto  con  que  María  se  apropió  los  méritos  del  Redentor;  acto,  que  es, 
por  consiguiente,  corredentivo  in  linea  meriti. 

Í5  3.    Com-pasión  meritoria  por  los  méritos  propios  de  María 

Consideramos  ahora  los  padecimientos  propios  y  personales,  por  los 
cuales  la  Madre  se  asocia  a  la  pasión  del  Hijo,  en  cuanto  contradistintos 
de  ésta,  aunque  de  ella  derivados.  Estudiaremos  el  hecho  de  estos  padeci- 
mientos meritorios  y  su  valor  corredentivo. 

A.    El  hecho  de  los  padecimientos  meritorios 

En  este  hecho  hay  que  examinar  tres  cosas:  a)  la  variedad  de  padeci- 
mientos que  encierra  y  su  carácter  moral;  b)  su  valor  jurídico,  en  cuanto 
entrañan  la  cesión  de  los  derechos  maternos;  c)  su  capacidad  meritoria. 

a)  Variedad  de  padecimientos.  Los  padecimientos  propios  de  María 
pueden  reducirse  a  dos  géneros:  la  impresión  dolorosa  que  la  pasión  del 
Hijo  causa  en  el  Corazón  de  la  Madre,  y  las  consecuencias  lamentables  qud 
acarrea  a  la  Madre  la  pérdida  del  Hijo.    Todo  esto  es  claro:  recuérdense 


308 


MARÍA,  MKDtADOÜA  iJ MVKRSAL 


las  lamentaciones  de  la  madre  del  joven  Tobías  o  la  desolación  en  que  iba 
a  quedar  la  viuda  de  Naím. 

Mas  junto  con  esta  repercusión  afectiva  y  consecuencias  efectivas  de  la 
pasión  del  Hijo  hay  que  recordar  la  reacción  de  la  voluntad,  con  que  la 
Madre  aceptaba  de  todo  corazón  estos  terribles  padecimientos,  acatando 
sumisamente  las  disposiciones  del  Padre  celestial  y  conformándose  con 
los  sentimientos  de  su  divino  Hijo.  También  esto  es  perfectamente 
claro. 

b)  Valor  jurídico  de  estos  padecimientos.  Estos  padecimientos 
no  eran  simples  infortunios  o  acaecimientos  dolorosos:  en  cuanto  aceptados 
voluntariamente,  entrañaban  en  sí  la  cesión  de  los  derechos  maternos:  de- 
rechos, no  solamente  para  con  los  demás  hombres,  como  poco  ha  conside- 
rábamos, sino  también  para  con  su  divino  Hijo.  Este  es  un  punto  inte- 
resante, aunque  no  enteramente  necesario  para  el  objeto  que  ahora  nos 
proponemos,  que  conviene  examinar:  ;tenía  María  verdaderos  derechos 
maternales  para  con  el  Hijo  de  Dios? 

A  primera  vista  pudiera  parecer  que  María,  pura  criatura,  no  podía 
tener  verdaderos  derechos  para  con  su  Hijo,  verdadero  Dios  y  Señor  sobe- 
rano, principio  y  fuente  de  todo  derecho.  Pero  existen  circunstancias  espe- 
ciales, tanto  de  parte  del  Hijo  como  de  parte  de  la  Madre,  que.  si  no  des- 
truyen totalmente  esa  primera  impresión,  la  atenúan  o  reducen  notable- 
mente. 

Como  fundamento  de  todo,  hay  que  distinguir  en  la  única  persona  de 
Cristo  su  doble  naturaleza,  divina  y  humana.  Sobre  la  persona  divina  en 
cuanto  subsistente  en  la  naturaleza  divina  no  caben  propiamente  derechos 
de  criatura  alguna,  aunque  sí  cuasi-derechos,  como  en  el  caso  que  inter- 
venga alguna  promesa  de  parte  de  Dios,  por  la  cual  Dios  queda  en  cierta 
manera  comprometido  con  sus  criaturas.  Sobre  la  persona  divina  en  cuanto 
subsistente  en  la  naturaleza  humana,  si  hubiera  querido  llevar  las  cosas  a 
punta  de  lanza,  tampoco  cabrían  derechos  propiamente  dichos  de  la  cria- 
tura, aunque  sí  cuasi-derechos.  ya  menos  distantes  de  los  derechos  estrictos 
que  los  que  miran  a  Dios  en  cuanto  Dios.  Pero,  si  hemos  de  creer  a  San 
Pablo,  no  se  encarnó  el  Hijo  de  Dios  con  la  intención  de  ostentar  ni  siquiera 
hacer  valer  sus  derechos  divinos,  sino  que,  «subsistiendo  en  la  forma  de. 
Dios,  no  consideró  como  una  presa  arrebatada  el  ser  al  igual  de  Dios,  antes 
bien  se  anonadó  a  sí  mismo,  tomando  forma  de  esclavo,  hecho  a  seme- 
janza de  los  hombres;  y  presentándose  como  hombre  en  su  condición  exte- 
rior, se  abatió  a  sí  mismo,  hecho  obediente  hasta  la  muerte  y  muerte  de 
cruz»  (Philp.  2.  6-8);  e?  decir,  al  hacerse  hombre,  el  Hijo  de  Dios  cedió 


LIBRO  I.  —  corredi:nciün 


309 


temporalmente  de  sus  derechos  divinos  en  el  modo  de  portarse  con  los 
hombres,  anonadándose,  haciéndose  esclavo,  abatiéndose.  Enseñan  además 
los  teólogos  con  Santo  Tomás  (3  q.  20,  a.  1)  que  Cristo  en  cuanto  hombre 
es  siervo  de  Dios,  sujeto,  por  tanto,  a  la  ley  y  voluntad  de  Dios.  Y  el 
mismo  Señor,  «manso  y  humilde  de  Corazón»  (Mt.  11,  29),  declaró  solem- 
nemente que  habia  venido  «no  a  ser  servido,  sino  a  servir»  (Mt.  20,  28; 
Me.  10,  45;  Le.  22,  27).  De  hecho  quiso  estar  «sometido»  íLc.  2,  51)  a 
María  y  a  José  como  a  padres:  lo  cual  era  una  profesión  de  que  quería 
estar  sometido  al  cuarto  mandamiento  de  la  ley  de  Dios,  reconociendo  los 
derechos  naturales  de  los  padres.  Es  digna  de  consideración  a  este  pro- 
pósito la  cuarta  palabra  del  Redentor  moribundo,  con  la  cual  el  Hijo  confía 
la  Madre  a  la  fidelidad  filial  del  Discípulo  amado.  Prescindiendo  de  otras 
significaciones  ulteriores,  que  más  adelante  habremos  de  estudiar,  no  es 
lícito  desconocer  su  sentido  inmediato,  en  el  cual  hay  que  ponderar  tres 
cosas  a  cuál  más  regaladas:  1)  que  el  Hijo,  no  sólo  se  hace  cargo  de  los 
padecimientos  de  su  Madre,  sino  que  pone  de  relieve  su  carácter  de  padeci- 
mientos maternales,  ya  que  en  la  línea  de  la  maternidad  busca  su  alivio, 
necesariamente  bien  menguado;  2)  que  esa  providencia  del  Hijo  es  una 
declaración  de  que,  entre  los  atroces  tormentos  que  padecía,  no  era  el  menos 
doloroso  a  su  Corazón  filial  la  triste  soledad  en  que  iba  a  quedar  su  Madre ; 
es  decir,  que  como  la  Madre  se  apropiaba  los  padecimientos  del  Hijo,  el 
Hijo  a  su  vez  se  apropiaba  los  padecimientos  de  la  Madre;  con  lo  cual  los 
padecimientos  de  María  se  hacían  padecimientos  del  Redentor  y  padeci- 
mientos de  redención;  3)  que  esa  misma  providencia  es  una  declaración 
implícita  con  que  el  Hijo  reconocía  los  derechos  de  la  Madre  y  la  cesión 
que  de  ellos  hacía  ella  generosamente. 

Pero,  aun  cuando  por  parte  de  la  dignidad  del  Hijo  sufrieran  alguna 
mengua,  por  parte  empero  de  la  dignidad  de  la  Madre  quedan  corrobo- 
rados los  derechos  maternos  de  María.  La  autoridad  de  la  madre  es  una 
participación  o  extensión  de  la  autoridad  del  padre  sobre  el  hijo.  Y  cuando 
el  padre  es  Dios,  la  autoridad  que  del  padre  se  deriva  a  la  madre  es  auto- 
ridad divina.  Por  esto  la  autoridad  materna  de  María  no  es  la  autoridad 
vulgar  de  las  madres  ordinarias,  sino  una  prolongación  materna  de  la  auto- 
ridad divina  del  Padre  celestial;  que,  si  parece  disminuir,  por  razón  del 
término  en  quien  recae,  se  agranda  en  la  misma  proporción  por  razón  de  la 
fuente  de  donde  dimana.  En  consecuencia,  la  dignidad  del  Hijo  no  anula 
los  derechos  de  la  Madre. 

c)  Valor  meritorio  de  los  padecimientos.  Que  los  padecimientos 
de  María  fueran  meritorios,  nadie  lo  niega  ni  lo  duda.    Los  dos  principios 


310 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


del  mérito:  la  santidad  y  la  dignidad  personal,  —  santidad  incomparable 
en  María  y  dignidad  personal  casi  divina,  —  elevaban  el  mérito  de  sus  pade- 
cimientos a  alturas  inconcebibles  para  nosotros.  Tampoco  ofrece  dificultad 
el  que  tales  méritos  fueran  capaces  de  aplicarse  a  otros,  ni  el  que  de  hecho 
María,  conformándose  con  los  sentimientos  de  su  Hijo,  en  aquellos  solemnes 
momentos  de  la  redención  humana,  los  ofreciese  a  Dios  para  la  salud  eterna 
de  los  hombres.  Tenemos,  pues,  en  los  padecimientos  de  María  méritos 
capaces  de  aplicarse,  y  de  hecho  aplicados,  en  beneficio  de  otros.  Pero 
¿semejantes  méritos  fueron  méritos  de  redención  o  corredentivos?  Tal  es 
el  problema,  que  conviene  dilucidar. 


B.    Valor  corredentivo  de  los  padecimientos  meritorios 

Los  argumentos  propuestos  anteriormente  para  probar  el  valor  corre- 
dentivo de  la  com-pasión  meritoria,  sin  determinar  aún  si  se  trataba  de 
los  méritos  apropiados  o  de  los  méritos  propios,  se  refieren  o  pueden  apli- 
carse especialmente  a  estos  últimos.  Podríamos,  pues,  sin  más,  remitirnos 
a  ellos  simplemente.  Con  todo,  para  evitar  toda  imprecisión,  los  reprodu- 
ciremos, aunque  sucintamente,  ciñéndonos  a  lo  más  sustancial.  Por  esto, 
como  la  tendencia  soteriológica  y  el  alcance  universal  de  tales  mereci- 
mientos propios  es.  después  de  lo  dicho,  demasiado  evidente,  insistiremos 
únicamente  en  su  carácter  oficial. 

Maternidad  divina.  Los  méritos  de  la  com-pasión  Mariana,  aun  consi- 
derados como  propios,  han  de  corresponder,  no  sólo  cuantitativamente,  sino 
también  cualitativamente,  a  su  divina  maternidad.  Por  consiguiente,  como 
la  divina  maternidad  no  es  una  cualidad  o  propiedad  de  carácter  privado, 
sino  una  dignidad  y  actividad  oficial,  elemento  esencial  en  la  economía  de 
la  redención,  siempre  que  se  trate  de  actos  inherentes  a  esta  maternidad, 
previstos  y  queridos  por  Dios,  hay  que  concluir  que  el  valor  meritorio  de 
semejantes  actos  reviste  el  mismo  carácter  oficial.  Ahora  bien,  como  la 
com-pasión  Mariana  es  una  actuación  o  un  efecto  de  la  divina  maternidad, 
que  resulta  de  la  presencia  de  María  en  el  Calvario,  prevista  y  ordenada 
por  Dios,  sigúese  de  ahí  que  el  valor  meritorio  de  la  com-pasión  entra  de| 
lleno  en  el  orden  de  la  redención  humana. 

Principio  de  solidaridad.  La  solidaridad  es.  por  una  parte,  principio 
de  comunicación  de  los  méritos  de  unos  con  otros,  y,  por  otra  parte,  está 
derechamente  ordenada  al  acto  mismo  redentivo,  que  es  toda  su  razón  de 
ser.    Ahora  bien,  en  el  hecho  o  realización  de  la  solidaridad  María  inter- 


LIBRO  I.  —  COK^,KDE^CIÓ^' 


311 


viene  con  carácter  representativo  y,  consiguientemente,  oficial.  Siendo, 
pues,  oficial  la  solidaridad  con  que  María  comunica  a  otros  sus  mereci- 
mientos, estos  merecimientos  revisten  el  mismo  carácter  oficial  de  la  solida- 
ridad que  los  determina. 

Principio  de  recirculación.  La  obediencia  de  María,  contrapuesta 
a  la  desobediencia  de  Eva,  era  un  acatamiento  a  la  voluntad  divina,  no  sólo 
en  lo  que  tocaba  a  la  pasión  y  muerte  del  Hijo  en  sí  misma,  sino  también 
en  lo  que  a  ella  le  afectaba  e  interesaba.  También,  pues,  bajo  este  segundo 
concepto  era  obediencia  de  la  Segunda  Eva.  y.  consiguientemente,  actuación 
suya  oficial. 

Principio  de  asociación.  Dejando  otras  consideraciones  antes  decla- 
radas y  ciñéndonos  a  sola  la  obediencia  de  María,  como  la  obediencia 
meritoria  de  Cristo  es  su  actuación  como  principio  primario  de  la  redención, 
así  la  obediencia  meritoria  de  María  es  proporcionalmente  su  actuación 
como  principio  asociado  o  secundario  de  la  misma  redención.  En  conse- 
cuencia, como  los  méritos  de  la  obediencia  de  Cristo  son  méritos  de  reden- 
ción, de  semejante  manera  los  méritos  de  la  obediencia  de  María  son  mé- 
ritos de  corredención;  es  decir,  la  obediencia,  como  es  la  actuación  oficial 
del  Redentor,  así  también  es  la  actuación  oficial  de  la  Corredención.  Los 
padecimientos  y  los  méritos  propios,  no  menos  que  los  apropiados,  por  una 
parte  asociaban  la  Madre  al  Hijo  Redentor,  y,  por  otra,  eran  objeto  de  su 
admirable  obediencia. 

Singularidad  transcendente.  También  los  padecimientos  y  méritos 
propios  de  María  son  actos  de  aquella  excelsa  criatura,  que,  ella  sola,  forma 
orden  aparte,  encumbrada  sobre  el  resto  de  la  creación.  Nada.  pues,  tiene 
de  extraño  que  sean  actos  corredentivos. 

Gracia  capital.  Por  fin,  la  com-pasión  meritoria  de  María,  aun  en 
lo  que  tiene  de  propio,  es  siempre  una  actuación  de  la  que  participa  de  la 
dignidad  de  Cabeza.  Y  si  es  propio  de  la  Cabeza  redimir,  como  lo  es  de 
los  miembros  ser  redimidos,  sigúese  que  María  comparte  con  Cristo  con  su 
com-pasión  la  actividad  redentora. 


312 


í!Aiu'a,  mediadora  universal 


Art.  4.    Problemas  ulteriores  o  subalternos 
§  1.    Objeto  de  los  méritos  de  María 

Con  el  objeto  de  sostener  los  méritos  corredentores  de  María,  distin- 
guiéndolos al  mismo  tiempo  de  los  méritos  redentores  de  Cristo,  se  ha  pro- 
puesto alguna  vez  la  singular  teoría  de  que  el  objeto  de  los  méritos  de  María 
no  eran  precisamente  los  bienes  mismos  de  gracia  y  gloria,  —  prerrogativa 
incomunicable  del  Redentor,  —  sino  simplemente  la  aplicación  de  estos 
bienes  a  los  hombres.  No  nos  detendrá  mucho  el  examen  de  esa  medrosa 
hipótesis,  a  todas  luces  insostenible. 

En  la  aplicación  de  los  méritos  de  la  redención,  como  generalmente  en 
todos  los  efectos  de  la  redención,  hemos  de  distinguir  dos  estadios,  esencial- 
mente diversos:  1)  el  estadio  ideal,  radical  o  virtual,  en  que  los  efectos  de 
la  redención  se  aplican  globalmente  a  toda  la  humanidad,  y  2)  el  estadio 
real,  formal  o  actual,  en  que  se  aplican  individualmente  a  cada  hombre. 
¿Cuál  de  estas  dos  aplicaciones  puede  ser  el  objeto  propio  de  los  méritos 
de  María?  Ni  la  primera  exclusivamente,  ni  la  segunda.  No  es  difícil 
probarlo. 

La  primera  aplicación,  global,  es  inherente  y  esencial  a  los  méritos  de 
Cristo.  Que  no  mereció  Cristo  los  bienes  de  gracia  y  gloria  en  sí  y  por  sí, 
sino  que  los  mereció  para  los  hombres.  Por  tanto,  si  estos  méritos  fueron 
eficaces,  como  de  hecho  lo  fueron,  entrañaban  en  sí  la  aplicación  a  la  hu- 
manidad globalmente  considerada.  No  puede,  pues,  esta  aplicación  ser  el 
objeto  propio  de  los  méritos  de  María,  que  en  esa  hipótesis  carecerían  del 
objeto:  no  tendrían  razón  de  ser. 

Decir  que  Cristo  mereció  estos  bienes  y  su  aplicación,  al  paso  que  María 
mereció  la  sola  aplicación,  prescindiendo  de  lo  extraño  de  semejante  hipó- 
tesis, tampoco  es  admisible,  por  muchas  razones.  Primeramente,  la  capa- 
cidad o  valor  de  los  méritos  excelsos  de  María  puede  alcanzar,  a  lo  menosJ 
de  congruo,  a  los  mismos  bienes  que  se  merecen:  ¿por  qué,  pues,  limitarlos 
a  la  sola  aplicación?  En  segundo  lugar,  las  razones  antes  propuestas  se 
refieren,  no  a  la  simple  aplicación,  sino  a  los  bienes  mismos  de  gracia  y  de 
gloria.  Además,  esa  distinción  entre  los  méritos  del  Redentor  y  los  de  la 
Corredentora  es  puramente  arbitraria;  la  verdadera  razón  de  la  distinción 
entre  unos  méritos  y  otros  está  en  que  los  de  Cristo  son  propios  e  innatos 
y,  por  así  decir,  a  se;  mientras  que  los  de  María  son  derivados  o  prestados, 
son  ab  alio.    Por  fin,  con  esa  hipótesis  no  se  resuelve  la  principal  dificultad 


LinRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


313 


contra  los  méritos  corredentores  de  María,  que  no  está  precisamente  en  su 
objeto,  sino  en  su  cualidad  de  ser  méritos  de  corredención:  y  esa  propiedad 
subsistiría  dándoles  por  objeto  propio  y  característico  la  aplicación  de  los 
méritos  del  Redentor. 

Menos  puede  decirse  que  el  objeto  propio  de  los  méritos  de  María  sea 
la  aplicación  real  a  cada  hombre  individualmente;  pues  esa  aplicación  no 
pertenece  ya  a  la  esfera  de  la  redención,  aunque  la  presupone,  sino  a  la  esfera 
de  la  divina  providencia,  es  decir,  es  efecto  de  la  intercesión  actual,  así  de 
Cristo  como  de  María.  Y  con  ello,  contra  lo  que  se  pretendía,  la  correden- 
ción de  María  se  confundiría  con  su  intercesión  actual,  es  decir,  quedaría 
anualada.  Cómo  se  compagina  la  coexistencia  de  los  méritos  de  la  Corre- 
dentora  con  los  del  Redentor  es,  ciertamente,  una  dificultad,  que  después 
habremos  de  examinar;  pero  resolverla  con  la  menguada  teoría  de  la 
simple  aplicación  es  desquiciar  todo  el  problema  de  la  Corredención  Ma- 
riana. 


§  2.    Cualidad  de  los  méritos  de  María:  ^congruos  o  condignos? 

El  problema  de  la  condignidad  o  congruidad  de  los  méritos  de  María 
creemos  se  ha  embrollado  lamentablemente  por  deficiencia  de  términos 
apropiados:  es,  en  gran  parte,  cuestión  más  verbal  que  real.  Para  evitar 
esa  confusión,  distinguiremos  las  dos  cuestiones:  primero  examinaremos 
la  cuestión  real,  y  luego  procuraremos  determinar  cuál  sea  la  denominación 
más  apropiada  para  designar  la  cualidad  de  los  méritos  de  María. 

A.    Cuestión  real 

Presupuesto  que  María  mereció  los  bienes  sobrenaturales  de  gracia  y 
gloria  para  todos  los  hombres,  surge  el  problema:  ¿cuál  era  la  proporción 
entre  el  mérito  y  la  recompensa?  ¿era  de  igualdad?  Hablamos  del  mérito, 
como  dicen,  in  actu  primo,  es  decir,  de  la  aptitud  o  proporción  intrínseca 
del  mérito  con  la  recompensa.  Y  hemos  de  decir  que  la  proporción  de  los 
méritos  de  María  con  los  bienes  de  gracia  y  gloria  fué  de  propia  y  estricta 
igualdad,  esto  es,  que  la  recompensa  se  debía  a  la  dignidad  de  los  méritos, 
no  formalmente  a  la  liberalidad  de  Dios. 

Primeramente,  la  proporción  entre  los  méritos  de  María  y  la  gracia 
de  todos  los  hombres  es,  por  lo  menos,  de  igualdad.    La  razón  es  clara. 


314 


MARÍA,  MEDIADORA  UMVKUSM. 


El  principio  de  estos  méritos,  la  gracia  de  María,  fué  mayor,  ya  desde  el 
primer  instante  de  su  Concepción,  que  la  gracia  final  de  todos  los  hombres 
y  ángeles  juntos.  Esta  afirmación,  por  estupenda  que  pueda  parecer,  es  un 
corolario  evidente  de  los  principios  mariológicos,  principalmente  del  de  la 
divina  maternidad  y  del  de  la  singularidad  transcendente.  Luego  los  mé- 
ritos de  María,  proporcionados  a  su  gracia,  lo  fueron  también  a  la  gracia 
de  todos  los  hombres.  Pero  a  esto  hay  que  añadir  que  también  la  dignidad 
personal,  casi  infinita,  de  María  fué  principio  de  sus  méritos.  La  razón 
parece  evidente.  En  Cristo  ¿por  qué  fueron  infinitos  los  méritos?  Poj 
razón  de  su  dignidad  personal,  que  era  infinita ;  mientras  que  su  gracia  no 
fué,  no  podía  ser,  realmente  infinita.  Proporcionalmente,  por  tanto,  tam- 
bién la  dignidad  personal  de  María  debe  considerarse  como  principio,  al 
cual  corresponda  o  se  conmensure  el  valor  de  sus  méritos.  Ahora  bien, 
la  divina  maternidad,  como  perteneciente  al  orden  supremo  hipostático,  no 
sólo  equiparaba,  sino  que  aun  superaba  la  excelencia  del  galardón  merecido. 
Y  hay  que  notar  aquí  que  en  los  méritos  de  María  no  existe  la  dificultad 
especial  que  suele  oponerse  a  la  proporción  de  igualdad,  cuando  se  trata 
de  la  satisfacción,  como  luego  veremos. 

No  es  más  difícil  demonstrar  que  los  méritos  de  María  guardaron  pro- 
porción de  igualdad  con  los  bienes  merecidos  de  gloria.  En  efecto,  los 
bienes  de  gloria  pertenecen  al  mismo  orden  de  la  gracia  santificante.  Ahora 
bien,  la  gracia  de  María  llegaba  al  grado  máximo  dentro  de  este  orden  y, 
sobre  esto,  su  dignidad  personal  de  Madre  de  Dios  lo  superaba  incompara- 
blemente. Luego  sus  méritos  guardaron  proporción  de  igualdad,  por  lo 
menos,  con  los  bienes  de  la  bienaventuranza  eterna.  Además,  admiten  los 
teólogos  que  el  justo  merece  con  proporción  de  igualdad  el  premio  de  la 
gloria.  Luego  con  mucho  mayor  razón  podemos  decir  esto  de  los  méritos 
de  María. 

Consta,  pues,  que  los  méritos  de  María  fueron  méritos  de  igualdad, 
más  bien  superabundante,  respecto  de  los  bienes  merecidos  de  gracia  y  de 
gloria.    Con  lo  cual  queda  claramente  resuelto  el  problema  real. 

B.    Cuestión  verbal 

De  lo  dicho  hasta  aquí  podríamos  concluir,  sin  más.  que  los  méritos  de 
María  fueron  propiamente  condignos.  La  definición  que  suele  darse  de  mé- 
rito condigno  in  actu  primo  es  la  de  «mérito  que  corresponde  con  pro- 
porción de  igualdad  a  la  recompensa».    Tales  fueron,  como  hemos  probado, 


LIBRO  I.  —  CI)!¡Ki;ur.\ClÓN 


315 


los  méritos  de  María.  Luego  fueron  méritos  condignos.  Mas,  como  seme- 
jante conclusión  choca  contra  la  opinión  de  la  mayor  parte  de  los  teólogos, 
hay  que  estudiar  más  detenidamente  el  problema  verbal  o  nominal  de  los 
méritos  de  María. 

Diversidad  especifica  y  genérica  de  méritos.  Comencemos  notando  la 
múltiple  y  enorme  diversidad  de  méritos,  no  sólo  diversidad  de  grado,  sino 
también  de  especie  y  aun  de  género  f^).  Señalaremos  cinco  casos  típicos 
bien  definidos,  sin  negar  que  puedan  existir  otros  varios  intermedios.  1."  Es 
un  pecador,  que,  movido  por  la  inspiración  de  la  gracia,  hace  una  limosna, 
con  el  fin  de  obtener  de  Dios  la  gracia  final  y  la  salvación  eterna,  que  desea 
por  propio  interés.  2.°  Es  un  justo  ordinario,  que,  movido  también  por 
la  gracia  y  por  el  deseo  interesado  de  salvarse,  hace  la  limosna  u  otra  obra 
buena.  3.°  Es  un  santo  eximio,  un  San  Francisco  Javier  o  una  Santa  Teresa, 
que,  después  de  una  vida  totalmente  consagrada  al  servicio  de  Dios,  hace 
un  acto  heroico  de  caridad  con  el  deseo  purísimo  de  obtener  la  perseve- 
rancia final  para  poder  amar  a  Dios  eternamente.  4."  Sobre  estos  están  los 
méritos  de  María,  méritos  nacidos  de  una  caridad,  inmensamente  superior 
a  la  de  todos  los  hombres  y  ángeles,  y  avalorados  por  su  dignidad  casi  infi- 
nita de  Madre  de  Dios.  5."  Por  fin,  sobre  todos  estos  están  los  méritos  infi- 
nitos de  Cristo. 

Notemos  la  diferencia  esencial  entre  estos  diversos  méritos:  específica 
entre  los  tres  primeros,  genérica  entre  estos  y  los  dos  últimos.  Precisemos 
más  en  particular  estas  diferencias.  1."  El  mérito  del  pecador  va  acompa- 
ñado de  dos  circunstancias,  que  esencialmente  lo  diferencian  de  todos  los 
demás:  que  él  es  enemigo  de  Dios,  y  que  su  mérito  está  contrapesado  por 
positivos  deméritos.  2."  El  mérito  del  justo  ordinario  es  ya  mérito  de  amigo 
y  no  contrapesado  por  positivos  deméritos:  se  diferencia,  por  tanto,  esen- 
cialmente del  anterior.    Pero  uno  y  otro  pertenecen  o  se  reducen  a  la  virtud 

(')  Atentos  a  simplificar  en  lo  posible,  prescindimos  de  todos  los  demás  elementos 
que  integran  la  doctrina  teológica  sobre  el  mérito,  que,  naturalmente,  damos  por 
supuestos.  Como  lo  que  ahora  nos  interesa  es  determinar  si  los  méritos  de  María 
respecto  de  los  demás  hombres  son  simplemente  congruos,  o  más  bien  condignos  (o 
dignos),  solo  tomamos  en  consideración  los  méritos  de  los  hombres  que  son  solamente 
congruos,  cuales  son  los  que  tienen  por  objeto  el  don  de  la  perseverancia  que  para 
sí  se  desea  o  cualquier  otra  gracia  que  se  desea  para  otros.  Respecto  de  estas  gra- 
cias, solo  merecidas  de  congruo,  decimos  más  adelante  que  Dios  las  concede,  según 
los  casos,  solo  por  liberalidad  o  por  cierta  equidad,  no  propiamente  por  justicia.  Que 
los  justos  puedan  merecer  para  sí  de  justicia  el  aumento  de  la  gracia  y  la  vida  eterna, 
creemos  que  es  una  confirmación  de  lo  que  decimos  acerca  de  los  méritos  de  María 
respecto  de  los  demás  hombres.  Si  consideramos,  como  ahora  hacemos,  los  méritos 
in  actu  primo  o  su  intrínseca  proporción  con  la  recompensa,  no  parece  menor  la  pro- 
porción o  correspondencia  de  los  méritos  de  María  respecto  a  los  demás,  que  la  de 
los  méritos  de  los  otros  justos  respecto  de  sí  mismos. 


•\'AMÍ'\,  MKUIADORA  U.MVLilSAL 


de  la  esperanza;  en  lo  cual  se  diferencian  del  siguiente.  3.°  El  mérito  de 
un  santo,  todo  él  y  bajo  todos  conceptos  mérito  de  purísima  caridad,  difiere 
sustancialmente  de  los  dos  precedentes.  Todos  Ires,  empero,  pertenecen  al 
orden  común  de  la  gracia  santificante.  4.°  Los  méritos  de  María,  por  el 
contrario,  se  elevan  al  orden  supremo  de  la  unión  hipostática,  sustancialmen- 
te diverso  de  todos  ios  anteriores;  con  ellos  conviene,  empero,  en  que  son 
todos  ellos  méritos  de  la  criatura  para  con  el  Criador.  5.°  En  cambio,  los 
méritos  de  Cristo  son  propiamente  infinitos  y  estrictamente  divinos. 

Si  queremos  determinar  lo  que  mueve  a  Dios  al  atender  o  acceder  a  tan 
diferentes  méritos,  quizás  podríamos  decir  que  acepta  los  del  pecador  por 
pura  misericordia;  los  del  justo  ordinario,  por  liberalidad;  los  del  santo, 
por  algo  superior,  que  pudiera  llamarse  equidad,  a  lo  menos  en  sentido  lato ; 
los  de  Cristo,  por  justicia  eminente  o  super- justicia,  dado  que  la  recom- 
pensa será  siempre  inferior  a  la  dignidad  intrínseca  del  mérito  infinito  y 
divino.  Queda  por  determinar  el  carácter  del  mérito  de  María.  Siguiendo 
la  escala  propuesta  y  atendiendo  a  la  dignidad  interna  de  este  mérito,  pa- 
rece debería  llamarse  de  simple  justicia  o  por  lo  menos  de  estricta  equidad. 

Teniendo  presente  esta  escala  de  méritos  esencialmente  diversos,  estudie- 
mos ya  el  problema  nominal  de  los  méritos  de  María. 

División  binaria.  Examinemos  en  primer  lugar  la  división  binaria  del 
mérito  en  condigno  y  congruo.  En  la  opinión  corriente  que  califica  de 
condignos  solos  los  méritos  de  Cristo,  y  de  congruos  todos  los  demás,  fuera 
de  la  ventaja  de  señalar  una  diferencia  clara  entre  los  méritos  de  Cristo  y 
lodos  los  restantes,  todo  lo  demás  son  inconvenientes.  Por  una  parte,  los 
méritos  de  Cristo  no  son  propiamente  condignos,  sino  super-dignos;  por 
otra,  la  congruidad  que  distingue  a  todos  los  otros  es  una  nota  negativa, 
que  consiste  en  que  ninguno  de  ellos  alcanza  a  la  condignidad.  Una  divi- 
sión en  que  uno  de  los  extremos  es  impropio  y  el  otro  puramente  negativo, 
no  parece  muy  recomendable,  sobre  todo  si  el  extremo  negativo  comprende 
cosas  sustancialmente  diversas,  aun  desde  el  punto  de  vista  del  género,  que 
aquí  es  el  mérito  ut  sic.  Si,  al  contrario,  se  califican  de  condignos  losj 
méritos  de  María,  lo  mismo  que  los  de  Cristo,  desaparecen  algunos  de  los 
inconvenientes,  no  todos,  que  acabamos  de  señalar;  pero  aparece  un  nuevo 
inconveniente,  el  de  no  distinguir  o  no  señalar  la  diferencia  esencial  entre 
los  méritos  de  María  y  los  de  Cristo.  En  consecuencia,  sería  de  desear  que 
desapareciese  esa  división  binaria. 

División  ternaria.  San  Buenaventura  propone  una  división  ternaria  del 
mérito  en  condigno,  digno  y  congruo.  Con  esta  división,  si  se  llaman  con- 
dignos los  méritos  de  Cristo,  dignos  los  de  María  y  congruos  todos  los' 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


317 


demás,  existe  la  inapreciable  ventaja  de  distinguir  los  tres  géneros  de  mé- 
ritos; dado  que  los  tres  primeros  no  son  sino  tres  especies  de  un  género 
único,  y  los  dos  siguientes  son  otros  tantos  géneros  (u  órdenes)  distintos. 
Existe,  empero,  el  notable  inconveniente  que  los  méritos  de  Cristo  son,  como 
hemos  dicho,  más  que  condignos;  fuera  de  que  la  diferencia  etimológica 
entre  con-dignos  y  dignos  no  tiene  el  necesario  relieve,  dado  que  la  rela- 
ción expresada  por  la  preposición  con-  está  ya  implícita  en  el  sentido  propio» 
de  digno.  Por  esto,  tampoco  acaba  de  satisfacer  la  división  de  San  Buena- 
ventura. 

Quizás  se  obtendría  una  división  menos  inconveniente  o  impropia,  si  se 
modificase  la  división  de  San  Buenaventura  en  esta  otra:  de  mérito  super- 
digno,  digno  y  congruo  (o,  más  homogéneamente,  infra-digno).  ¿No  existe 
otra  división  ternaria,  en  cierta  manera  análoga,  del  culto  en  latvia,  hiper- 
diilia  y  simple  dulza?  Pero  ¿quién  puede  tener  autoridad  para  imponer* 
una  división  determinada  o  una  nueva  terminología?  Si  cuajase  la  que 
proponemos,  llamando  super-dignos  los  méritos  de  Cristo,  dignos  (o  con- 
dignos) los  de  María,  infra-dignos  los  demás,  tendríamos  por  lo  menos  una 
división  más  fija  y  menos  inexacta. 

Mas,  sea  lo  que  fuere  de  las  palabras,  lo  esencial  y,  a  nuestro  juicio,  lo 
cierto,  es  que  los  méritos  de  María  tienen  proporción  de  perfecta  igualdad 
con  los  bienes  merecidos,  y  en  este  sentido  superan  la  congruencia  de  pura 
misericordia,  de  simple  liberalidad  y  aun  de  equidad,  para  elevarse  al  orden 
de  la  justicia  propiamente  dicha.  Y  en  este  sentido  son  y  han  de  llamarse 
condignos. 

Capítulo  III 
COM-PASIÓN  SATISFACTORIA 

Art.  1.  Preliminares 
§  1.    Nociones  previas 

La  satisfacción  suele  definirse:  la  libre  compensación  o  reparación  de 
una  ofensa  o  agravio  inferido  a  otro.  En  nuestro  caso,  es  la  reparación 
de  la  ofensa  hecha  a  Dios,  o  sea,  del  pecado. 

Como  la  demonstración  de  la  com-pasión  satisfactoria  es  enteramente 
análoga  a  la  de  la  com-pasión  meritoria,  para  abreviar,  poniendo  juntamente 


318 


MAKÍ4,  VIKÜIAI.OR\  IMVKriSAÍ. 


de  relieve  los  puntos  esenciales,  es  necesaria  una  previa  comparación  de  la 
satisfacción  con  el  mérito.  Mérito  es,  en  concreto,  un  acto  bueno  intrín- 
secamente apto  o  proporcionado  para  obtener  un  premio:  en  abstracto, 
la  intrínseca  aptitud  o  proporción  de  un  acto  bueno  para  obtener  un  premio. 
Reduciendo  a  términos  parecidos  la  definición  de  la  satisfacción,  podemos 
deci^  que  es,  en  concreto,  un  acto  bueno  intrínsecamente  apto  o  propor- 
cionado para  reparar  un  agravio;  en  abstracto,  la  aptitud  o  proporción  de 
un  acto  bueno  para  reparar  un  agravio. 

Como  se  ve,  tanto  la  satisfacción  como  el  mérito  son  una  relación  de 
aptitud  o  proporción.  En  esto  convienen  entre  sí.  Convienen  también  en 
e¡  sujeto  de  la  relación,  esto  es.  en  el  acto  bueno,  que  es,  o  puede  ser,  uno 
mismo  en  la  satisfacción  y  en  el  mérito.  De  hecho,  los  padecimientos  d^ 
Cristo  Redentor  son  a  un  mismo  tiempo  satisfactorios  y  meritorios.  Dis- 
crepan, empero,  o  parecen  discrepar,  en  el  término  de  la  relación,  que 
es,  en  la  satisfacción  la  reparación  de  un  agravio,  en  el  mérito  la  ob- 
tención de  un  premio.  Pero  conviene  examinar  más  de  cerca  esta  dis- 
crepancia. 

La  satisfacción  tiene  por  objeto  la  reparación  de  un  agravio,  que  es  un 
mal  pretérito:  es,  por  tanto,  en  cierta  manera  negativa,  y  está  orientada 
hacia  lo  pasado.  El  mérito,  en  cambio,  tiene  por  objeto  la  consecución  de 
un  premio,  que  es  un  bien  futuro:  es,  de  consiguiente,  positivo,  y  mira  hacia 
lo  futuro.  Con  todo  esas  discrepancias  son  más  materiales  que  formales. 
Porque,  por  una  parte,  si  el  agravio  mismo  es  un  mal  pretérito,  la  repa- 
ración y  la  consiguiente  reconciliación  que  se  desea  y  busca  con  la  satis- 
facción es  un  bien  futuro.  Por  otra,  inversamente,  si  el  premio  es  un  bien 
futuro,  su  carencia  previa  se  considera  como  una  privación  y  un  mal,  que 
se  desea  remediar.  Por  ambas  partes,  por  tanto,  tenemos  que  lo  que  se 
pretende  es  el  paso  o  cambio  de  algo  que  se  considera  malo  a  algo  que 
se  considera  bueno:  esto  es  lo  más  esencial,  y  en  esto  convienen  tambiéri 
la  satisfacción  y  el  mérito,  por  más  que  en  aquella  tenga  más  relieve  el  mal 
pretérito  y  en  éste  el  bien  futuro.  Pero  este  mayor  relieve  no  diversifica 
sustancialmente  el  mérito  de  la  satisfacción. 

Podemos,  pues,  concluir  que  la  relación  de  proporción  o  aptitud,  es 
decir,  su  tendencia  característica,  es  análoga,  en  la  satisfacción  y  en  el 
mérito. 

Pero  esta  explicación  formal  no  es  suficiente:  hay  que  estudiar  más  a 
fondo  la  realidad  de  la  satisfacción,  que  es,  sin  duda,  el  aspecto  más  funda- 
mental y  profundo  de  la  redención  y  que  precede  lógicamente  a  la  forma- 
lidad del  mérito. 


LIBP.rt  I.  —  CORREDEISCIÓN 


319 


Podemos  distinguir  en  la  satisfacción,  de  parte  de  Cristo,  el  ctcto  y  eí 
efecto. 

El  acto  de  la  satisfacción  es  la  pasión  de  Cristo,  sufrida  por  obediencia 
y  caridad  y  avalorada  por  la  dignidad  divina  de  la  persona,  en  cuanto  es 
una  compensación  o  reparación  de  la  ofensa  inferida  a  Dios  por  los  hombres. 
Dice  Santo  Tomás:  «Ule  proprie  satisfacit  pro  offensa,  qui  exhibet  offenso 
id  quod  aeque  vel  magís  diligit  quam  oderit  offensam.  Christus  autem  ex 
caritate  et  oboedientia  patiendo  maius  aliquid  Deo  exhibuit  quam  exigeret 
recompensatio  totius  offensae  humani  generis:  primo  quidem,  propter 
magnitudinem  caritatis  ex  qua  patiebatur;  secundo,  propter  dignitatem  vitae 
suae,  quam  pro  satisfactione  ponebat,  quae  erat  vita  Dei  et  hominis;  tertio, 
propter  generalitatem  passionis  et  magnitudinem  doloris  assumpti...  Et 
ideo  passio  Christi  non  solum  sufficiens,  sed  etiam  superabundans  satisfactio 
fuit  pro  peccatis  humani  generis»  (3  q.  48,  a.  2,  c). 

De  suyo  debe  satisfacer  el  mismo  que  ofendió.  Esta  condición  se  veri- 
ficó en  la  satisfacción  de  Cristo,  en  virtud  del  principio  de  solidaridad,  por 
cuanto  él  satisfizo  a  Dios  en  representación  de  todos  los  hombres,  o,  lo  que 
es  lo  mismo,  satisficieron  los  hombres  en  la  persona  de  Cristo.  En  este  sen- 
tido escribe  el  mismo  Santo  Tomás:  «Caput  et  membra  sunt  quasi  una 
persona  mystica:  et  ideo  satisfactio  Christi  ad  omnes  fideles  pertinet  sicut 
ad  sua  membra.  In  quantum  etiam  dúo  homines  sunt  unum  in  caritate, 
unus  pro  alio  satisfacere  potest»  (Ib.  ad  1).  «Sicut  enim  naturale  Corpus 
est  unum  ex  membrorum  diversitate  consistens,  ita  tota  Ecclesia,  quae  est 
mysticum  corpus  Christi,  computatur  quasi  una  persona  cum  suo  Capite, 
quod  est  Christus»  (3  q.  49,  a.  1,  c). 

El  efecto  de  la  satisfacción  fué  la  reparación  del  pecado  en  cuanto  era 
ofensa  de  Dios.  En  el  pecado  hay  que  distinguir  dos  aspectos  o  formali- 
dades: el  real,  en  cuanto  es  una  violación  del  orden  de  justicia,  y  el  perso- 
nal, en  cuanto  es  un  agravio  o  desacato  inferido  a  la  autoridad  y  a  la  bondad 
de  Dios.  Bajo  el  primer  aspecto,  la  reparación  se  llama  expiación;  bajo  el 
segundo,  propiciación:  y  en  este  segundo  sentido  entendemos  ahora  el 
nombre  de  satisfacción.  Dios,  pues,  por  el  pecado  de  los  hombres  estaba 
ofendido  o  agraviado  y  consiguientemente  indignado  o  irritado  contra  los 
hombres.  El  efecto  de  !a  satisfacción  de  Cristo  fué,  según  esto,  desagraviar 
a  Dios,  es  decir,  aplacarle,  reconciliarle  con  los  hombres,  desenojarle.  Pero 
hay  que  entender  bien  en  qué  consistió  este  desagravio  obtenido  por  la  ^« 
tisfacción  de  Cristo.  Con  ella  no  perdonó  ya  entonces  efectivamente  loa 
pecados  de  todos  y  cada  uno  de  los  hombres:  este  perdón  efectivo  e  indivi- 
dual debería  obtenerse  con  ciertas  condiciones:  lo  que  hizo  la  satisfacción 


320 


maiu'a,  mküiauora  universal 


de  Cristo,  — y  éste  fué  su  efecto  inmediato,  absoluto  y  como  efecto  formal — 
fué,  por  una  parte,  disponer  a  Dios  para  perdonar  al  hombre,  trocar,  por 
así  decir,  su  ánimo  y  como  hacerle  deponer  las  armas;  y,  por  otra,  poner 
al  hombre  en  estado  de  poder  ser  perdonado  por  Dios,  por  el  modo  y 
medios  que  Dios  determinase.  Este  doble  estadio  del  efecto  de  la  satisfac- 
ción lo  expresa  así  el  Angélico  Doctor:  «Tantum  bonum  fuit  quod  Christus 
voluntarie  passus  est,  quod  propter  hoc  bonum,  in  natura  humana  inventum, 
Deus  placatus  est  super  omni  offensa  generis  humani  (primer  estadio),  quan- 
tum ad  eos  qui  Christo  passo  coniunguntur»  (segundo  estadio.  3  q.  49, 
a.  4,  c).  Y  en  otro  lugar:  «Quia  passio  Christi  praecessit  ut  causa  quaedam 
universalis  remissionis  peccatorum,. . .  necesse  est  quod  singulis  adhibeatur 
ad  deletionem  propriorum  peccatorum»  (Ib.  a.  1,  ad  4). 

También  en  este  contenido  real,  tanto  respecto  del  acto  como  respecto 
del  efecto,  la  satisfacción  procede  de  un  modo  paralelo  o  análogo  al  mérito. 
En  cuanto  al  acto,  también  el  mérito  consta  de  los  mismos  tres  elementos: 
la  pasión  corporal,  el  acto  moral  y  el  valor  meritorio.  Y  en  cuanto  al  efecto, 
también  en  el  mérito  existen  los  dos  estadios:  el  universal  o  virtual,^  en  que 
Dios  determina  dar  al  hombre  la  gracia  y  la  gloria  en  virtud  de  los  méritos 
de  Cristo,  pero  bajo  determinadas  condiciones;  y  el  individual  o  formal, 
en  que  efectivamente  da  la  gracia  y  la  gloria  a  los  que  las  hubieren  cumplido. 

Este  paralelismo  entre  la  satisfacción  y  el  mérito  facilitará  el  estudio  de 
la  com-pasión  satisfactoria  de  María. 

§  2.    El  problema  de  la  com-pasión  satisfactoria 

En  la  satisfacción,  lo  mismo  que  en  el  mérito,  podemos  distinguir  tres 
cosas:  1)  la  obra  externa  o  elemento  sensible;  2)  el  acto  interno  o  moral; 
3)  su  capacidad  o  propiedad  satisfactoria.  En  la  compasión  satisfactoria 
de  María  el  elemento  sensible  son  sus  padecimientos;  el  acto  interno  es  la 
aceptación  obediente  de  estos  padecimientos;  su  capacidad  satisfactoria 
es  su  aptitud  para  satisfacer  por  los  pecados  de  los  hombres. 

Para  determinar  con  toda  precisión  el  problema  de  la  com-pasión  satis- 
factoria, hay  que  establecer  lo  que  se  da  ya  por  supuesto,  como  evidente 
o  como  ya  demonstrado,  y  fijar  el  punto  concreto  de  la  dificultad  o  de  la 
controversia,  es  decir,  la  tesis  que  hay  que  demonstrar. 

Consta  ya  el  hecho  de  la  com-pasión,  que  no  es  otra  que  la  misma 
com-pasión  meritoria:  como  en  Cristo  la  pasión  satisfactoria  es  su  misma 
pasión  meritoria.    Consta  igualmente  el  hecho  del  acto  moral  interno,  o  sea, 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


321 


la  aceptación  obediente  de  la  com-pasión  corporal,  que  es  el  mismo  acto 
de  la  voluntad  en  que  estriba  el  mérito.  Consta  también  el  valor  satisfac- 
torio de  este  acto  moral,  aun  a  favor  de  los  demás,  análogo  enteramente 
al  valor  meritorio.  En  efecto,  su  capacidad  intrínseca  satisfactoria  es 
evidente;  su  capacidad  o  posibilidad  de  beneficiar  a  otros  no  es  privativa 
de  María,  dado  que  también  nosotros  podemos  satisfacer  por  los  demás; 
y  su  destinación  a  favor  de  los  demás,  de  parte  de  María,  era  efecto  espon- 
táneo de  la  caridad  de  su  Corazón,  enteramente  conforme  con  el  de  su  divino 
Hijo,  que  estaba  entonces  ofreciendo  sus  padecimientos  en  satisfacción  de 
los  pecados  del  mundo.  Y  es  de  notar  aquí  que  el  valor  satisfactorio  de  la 
com-pasión  Mariana  carecería  de  efecto  y  aun  de  objeto,  si  no  se  aplicaba 
a  los  demás,  dado  que  María  personalmente  no  tenía  nada  que  satisfacer. 

Todo  esto  es  claro:  la  dificultad  está  en  otro  punto,  es  a  saber:  ¿la 
com-pasión  satisfactoria  tiene  por  objeto  la  propiciación  primera  de  Dios, 
universal  y  virtual,  o  bien  el  perdón  efectivo,  individual  y  actual?  Más 
claro:  ¿actúa  en  el  primer  estadio,  como  Cristo,  o  bien  solo  en  el  segundo, 
como  los  demás  hombres?  Que  es  lo  mismo  que  preguntar:  ¿la  satisfac- 
ción de  María  era  corredentiva? 

Para  que  la  com-pasión  satisfactoria  de  María  fuera  propiamente  corre- 
dentiva habían  de  concurrir  en  ella  aquellas  tres  propiedades  características, 
análogas  a  las  del  mérito  corredentivo,  que  se  hallan  en  la  satisfacción  del 
Redentor:  su  tendencia  soteriológica,  su  alcance  universal  y  su  carácter 
oficial.  Mas  como,  después  de  lo  dicho  acerca  de  la  com-pasión  meritoria, 
resultaría  superfino  demonstrar  las  dos  primeras  propiedades,  nos  concre- 
taremos únicamente  a  la  tercera:  su  carácter  oficial,  no  puramente  privado. 
Con  esto,  el  problema  queda  reducido  a  estos  términos:  ¿la  com-pasión 
satisfactoria  de  María  estaba  ordenada  y  consiguientemente  aceptada  por 
Dios  para  la  remisión  de  los  pecados  del  mundo? 

La  simplificación  del  problema,  análogo  además  al  problema  del  mérito, 
simplificará  igualmente  el  procedimiento  de  la  demonstración.  Para  aho- 
rrar repeticiones  innecesarias,  prescindiremos  de  la  demonstración  referente 
a  la  com-pasión  satisfactoria  en  general,  para  entrar  luego  en  la  demons- 
tración particular  del  valor  satisfactorio  corredentivo  de  la  doble  com-pasión, 
así  de  la  apropiada  como  de  la  propia;  aunque  sin  determinar  todavía  si 
esta  satisfacción  es  digna  o  simplemente  congrua:  problema  complicado, 
que  hay  que  estudiar  separadamente. 


21 


322 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Art.  2.    Valor  corredentivo  de  la  com-pasión  satisfactoria 
§  1.  Com-pasión  satisfactoria  por  apropiación  de  la  satisfacción  del  Redentor 

Lo  dicho  anteriormente  sobre  la  naturaleza,  realidad  y  valor  correden- 
tivo de  la  apropiación  de  los  méritos  del  Redentor  tiene  exacta  aplicación 
a  la  apropiación  de  la  satisfacción.  Bastará  reproducir  esquemáticamente 
la  argumentación  allí  desarrollada  para  ver  que,  aplicada  a  la  satisfacción, 
tiene  la  misma  fuerza  que  respecto  del  mérito. 

Decíamos  allí  que  María,  en  virtud  de  su  amor  de  Madre  y  más  aún 
en  razón  de  sus  derechos  maternos  sobre  el  Redentor,  podía  con  toda  justicia 
considerar  como  suyos  propios  los  padecimientos  del  Hijo.  Esta  primera 
y  fundamental  apropiación  llevaba  consigo,  como  consecuencia,  la  ulterior 
apropiación  del  acto  interno  de  caridad  y  obediencia  con  que  el  Redentor 
aceptaba  estos  padecimientos;  dado  que  este  acto  versaba  sobre  algo  que 
en  derecho  pertenecía  también  a  la  Madre.  Y  una  vez  supuestas  estas  dos 
apropiaciones,  la  del  valor  meritorio,  mero  resultante  o  propiedad  del  acto 
interno,  era  una  consecuencia  natural  y  necesaria.  Y  como  esta  triple  apro- 
piación no  era  efecto  de  alguna  iniciativa  privada  de  María,  sino  deriva- 
ción de  su  divina  Maternidad,  cual  Dios  la  había  ideado  y  ordenado,  es 
decir,  pertenecía  al  oficio  de  Madre  de  Dios,  sigúese  que  semejante  apro- 
piación tenía  el  carácter  de  algo  inherente  al  oficio,  al  cual  Dios  había 
predestinado  a  María:  era  oficial:  entraba  de  lleno  en  la  economía  de  la 
redención. 

Apliquemos  ahora  esta  misma  argumentación  a  la  satisfacción.  La 
primera  apropiación  fundamental  de  los  padecimientos  es  aquí,  no  simple- 
mente análoga,  sino  una  misma.  Queda,  pues,  ya  probada.  Es  también 
exactamente  una  misma  la  consiguiente  apropiación  del  acto  interno.  Queda, 
pues,  igualmente  aprobada.  La  única  diferencia,  meramente  material  para 
la  fuerza  del  argumento,  es  que  allí  se  trataba  de  méritos  y  aquí  de  satis- 
facción. Pero,  como  la  satisfacción,  no  menos  que  el  mérito,  es  una  pro- 
piedad resultante  del  acto  interno,  con  la  misma  razón  se  apropia  aquí 
María  la  satisfacción,  que  allí  se  apropiaba  el  mérito.  Y  como,  finalmente, 
esta  triple  apropiación,  aquí  como  allí,  se  deriva  del  amor  materno  y  de  los 
derechos  maternos  de  María  sobre  el  Redentor,  esto  es,  de  su  oficio  de 
Madre,  tiene  aquí,  no  menos  que  allí,  carácter  oficial. 

Consta,  por  tanto,  el  valor  corredentivo  de  la  com-pasión  satisfactoria, 
de  María  por  apropiación  materna  de  la  satisfacción  de  su  Hijo  Redentor. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


323 


§  2.    Com-pasión  satisfactoria  por  la  satisfacción  propia 

Conforme  a  lo  dicho,  sólo  hemos  de  probar  que  la  satisfacción  inherente 
a  los  padecimientos  propios  de  María,  para  que  conste  su  valor  corre- 
dentivo,  tiene  carácter  oficial:  todo  lo  demás  o  es  evidente,  o  queda  ya 
demonstrado.  Y  para  mayor  brevedad  y  precisión  tocaremos  solamente 
el  punto  esencial,  comparándolo  con  lo  dicho  respecto  del  mérito. 

Divina  maternidad.  Los  padecimientos  propios  de  María,  base  de  la 
satisfacción  lo  mismo  que  del  mérito,  son,  no  menos  que  los  apropiados, 
actos  inherentes  al  oficio  de  Madre,  a  que  Dios  predestinó  a  María  en  orden 
a  la  redención  humana.  La  maternidad  divina  no  es,  en  los  planes  de  Dios, 
la  mera  generación  del  Redentor,  sino  la  plena  maternidad  con  todos  sus 
deberes  y  derechos,  con  todos  sus  goces  y  sus  dolores.  Y  esta  maternidad 
la  tomó  Dios  como  elemento  de  la  redención:  toda  ella,  cual  Dios  la  con- 
cibió y  la  decretó,  estuvo  ordenada  a  la  ejecución  de  sus  planes  redentores. 

Principio  de  solidaridad.  ¿Por  qué  los  méritos  de  la  com-pasión  Ma- 
riana eran  corredentivos,  en  virtud  del  principio  de  solidaridad?  Porque 
en  esta  solidaridad  María  desempeñaba  un  papel  activo  y  representativo, 
es  decir,  oficial.  Pues,  semejante  carácter  representativo  refrenda  y  acre- 
dita la  satisfacción  no  menos  que  el  mérito.  La  diferencia,  meramente 
material,  entre  satisfacción  y  mérito  no  varía  el  estado  de  la  cuestión:  no 
impide  que  la  satisfacción,  lo  mismo  que  el  mérito,  lleve  el  sello  de  la 
representación  oficial. 

Principio  de  recirculación.  La  obediencia  de  María,  contrapuesta 
a  la  desobediencia  de  Eva,  brilla  mucho  más  en  los  padecimientos  conside- 
rados como  satisfactorios,  que  considerados  como  meritorios;  ya  que  la 
satisfacción  es  más  directamente  opuesta  al  pecado  de  Eva,  que  no  el  mérito. 
Si,  pues,  el  mérito  de  la  Segunda  Eva  era,  como  tal,  corredentivo,  mucho 
más  lo  será  su  satisfacción. 

Principio  de  asociación.  La  aplicación  de  este  principio  a  nuestro 
caso  es,  en  cierta  manera,  de  orden  metafísico.  Se  pregunta  si  la  com-pasión 
satisfactoria  es  la  actuación  o  acto  segundo  del  acto  primero  o  principio) 
adecuado  de  la  redención  constituido  por  Cristo  y  por  María.  Ahora  bien, 
hallamos  en  la  com-pasión  satisfactoria,  las  mismas  dos  propiedades  que 
antes  descubrimos  en  la  meritoria:  1)  que  posee  aptitud  o  capacidad  intrín- 
seca para  ser  actuación  del  acto  primero;  2)  que  es  enteramente  paralela 
a  la  pasión  satisfactoria  de  Cristo,  que  es  precisamente  la  actuación,  y  cier- 
tamente la  principal,  del  acto  primero  redentivo.    Supuestas  estas  dos 


324 


MARIA,  MEDIADORV  UNIVERSAL 


propiedades,  no  es  posible  dudar  que  realmente  la  com-pasión  satisfactoria 
sea,  de  parte  de  María,  su  actuación  como  comprincipio  de  la  redención. 
Y,  si  así  es,  consta  plenamente  su  valor  corredentivo  y  su  carácter  oficial. 
Además,  si  consideramos  que  la  com-pasión  satisfactoria  es  o  incluye  un 
acto  de  obediencia,  análogo  a  la  obediencia  de  Cristo,  que  es  el  elemento 
formalísimo  de  su  pasión  satisfactoria,  la  fuerza  del  argumento  precedente 
queda  notablemente  reforzada. 

La  eficacia  más  indirecta  del  principio  de  la  singularidad  transcendente 
y  la  más  directa  de  la  gracia  capital,  no  menos  claras  aquí  que  al  tratarse 
del  mérito,  baste  haberlas  mencionado. 

Art.  3.    ¿Satisfacción  congrua  o  condigna? 

Deslindemos  los  diferentes  problemas  latentes  en  el  problema  general, 
para  eliminar  los  ya  discutidos  y  tratar  solamente  de  lo  que  pueda  presentar 
alguna  dificultad  especial. 

La  cuestión  nominal  es  aquí  enteramente  idéntica  a  la  del  mérito:  no 
hay,  pues,  por  que  tratarla  de  nuevo:  lo  dicho  allí,  vale  también  aquí. 
Tampoco  presenta  dificultad  nueva  la  cualidad  de  la  satisfacción  inherente 
a  la  apropiación  de  los  padecimientos  satisfactorios  del  Redentor  por  parte 
de  María:  lo  dicho  acerca  del  mérito  vale  aquí  igualmente:  semejante 
satisfacción  es  evidentemente  condigna.  Queda,  pues,  limitada  la  cuestión 
a  la  satisfacción  de  los  padecimientos  propios.  Y  aun  en  éstos,  respecto 
del  reato  de  pena  la  dificultad  de  la  condignidad  es  casi  nula,  o,  si  alguna 
hay,  es  la  misma,  aminorada,  que  existe  respecto  del  reato  de  culpa  o  de 
la  ofensa  propiamente  dicha.  Tal  es  el  problema  concreto,  que  representa 
una  dificultad  especial,  a  primera  vista,  grave,  que  no  existe  en  el  problema 
de  la  condignidad  del  mérito.  Se  pregunta,  pues:  ¿la  satisfacción  inhe- 
rente a  los  padecimientos  propios  de  María  es  capaz  de  compensar  o 
reparar  equivalentemente  la  ofensa  inferida  a  Dios  por  el  pecado  de  los 
hombres? 

Muchos  teólogos  responden  a  la  cuestión  negativamente,  y  fundan  su 
negación  en  este  argumento,  que  consideran  insoluble:  la  ofensa  se  mide 
por  la  dignidad  de  la  persona  ofendida,  que  aquí  es  Dios  esencialmente 
infinito;  la  satisfacción,  en  cambio,  se  mide  por  la  dignidad  de  la  persona 
que  satisface,  que  aquí  es  la  Madre  de  Dios,  infinita  solamente  por  partici- 
pación o  denominación  extrínseca;  ahora  bien  lo  infinito  por  participación 
no  equivale  a  lo  infinito  por  esencia:    luego  la  satisfacción  prestada 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


325 


por  María  no  puede  equivaler  a  la  ofensa  inferida  a  Dios  por  el 
pecado. 

¿Es  decisivo  semejante  argumento?  Vale  la  pena  de  examinarlo  aten- 
tamente, dado  que  este  examen  puede  contribuir  a  ilustrar,  no  sólo  el  pro- 
blema de  la  satisfacción  Mariana,  sino  también  otros  muchos  problemas 
de  la  Teología. 

Analicemos  ante  todo  el  pecado  desde  el  punto  de  vista  de  su  infinidad. 
En  él  hallamos  tres  elementos:  una  doble  relación  (de  oposición  y  de 
conmensuración);  un  acto  humano,  como  sujeto  de  la  relación;  y  Dios, 
como  término  y  medida  de  ella. 

Las  dos  relaciones  del  acto  humano  a  Dios  no  son  paralelas,  sino  su- 
bordinadas: una  fundamental,  que  es  la  oposición;  y  otra,  modalidad  o 
coeficiente  de  la  primera,  que  es  la  conmensuración.  En  la  oposición  está 
la  malicia  del  pecado;  la  conmensuración  determina  su  infinidad.  Pres- 
cindiendo ahora  de  la  oposición,  que  hace  menos  a  nuestro  caso,  exami- 
nemos la  conmensuración,  de  cuyo  exacto  conocimiento  depende  la  solución 
del  problema  que  estudiamos. 

¿Esta  conmensuración  es  de  perfecta  igualdad  o  de  simple  proporcio- 
nalidad? Suárez  enseña  que  es  de  proporcionalidad.  Y  parece  que  con 
razón.  Por  de  pronto,  el  argumento  con  que  se  demuestra  la  infinidad  del 
pecado,  es  a  saber,  que  la  gravedad  de  la  ofensa  crece  a  medida  que  crece 
la  excelencia  de  la  persona  ofendida,  sólo  muestra  proporción  en  el  aumento 
de  la  gravedad,  pero  no  que  ésta  en  cada  grado  de  la  escala  sea  matemá- 
ticamente igual  a  la  excelencia  de  la  persona  ofendida.  Negativamente, 
por  tanto,  no  se  prueba  la  igualdad.:  esto  es,  no  se  prueba  que  la  infinidad 
del  pecado  sea  igual  y  contraria  a  la  infinidad  de  Dios.  Positivamente,  se 
demuestra  que  repugna  esa  igualdad  cuantitativa  entre  el  pecado  y  Dios. 
Semejante  pecado,  igual  y  contrario  a  Dios,  sería  un  Dios  con  signo  nega- 
tivo, un  anti-Dios,  el  principio  malo  de  los  Maniqueos.  Sin  duda  que  los 
que  afirman  que  el  pecado  pertenece  por  oposición  al  orden  o  categoría  del 
infinito  esencial,  no  quieren  decir  semejante  absurdo,  sino  solamente  que 
la  medida  del  pecado  es  el  infinito  esencial,  al  paso  que  la  medida  de  la 
satisfacción  Mariana  es  el  infinito  puramente  denominativo.  Pero,  si  esa 
medida  es  de  simple  proporcionalidad,  y  no  de  igualdad,  ya  no  prueban 
su  intento.  Para  probarlo  habrían  de  probar  juntamente  que  la  proporción 
es  idéntica  en  ambos  casos,  en  el  del  pecado  y  en  el  de  María.  Porque 
muy  bien  puede  suceder  que,  si  la  proporción  no  es  idéntica,  lo  que  se 
acerca  por  grados  con  una  proporción  mayor  a  una  medida  inferior,  ad- 
quiera una  cantidad  absoluta  mayor,  que  lo  que  con  proporción  menor  se 


326 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


acerca  por  grados  a  una  medida  superior.  Si  uno,  por  ejemplo,  se  acerca 
a  una  hoguera  que  da  calor  como  dos  mil,  y  otro  a  una  hoguera  que  da  calor 
sólo  como  mil,  sin  duda  que  el  primero  con  cada  paso  que  dé  recibirá  más 
calor  que  el  segundo  con  cada  nuevo  paso;  mas  si  éste  da  diez  pasos, 
mientras  aquel  sólo  da  uno,  llegará  un  momento  en  que  el  que 
se  acerca  a  la  hoguera  menor  recibirá  más  calor  absoluto  que  el 
que  se  acerca  a  la  hoguera  mayor.  Subamos  de  los  ejemplos  a  los 
principios. 

En  el  argumento  con  que  se  quiere  probar  la  superioridad  cuantitativa 
de  la  infinidad  del  pecado  sobre  la  infinidad  de  la  satisfacción  prestada 
por  la  Madre  de  Dios  se  esconde  una  equivocación,  que  hay  que  poner  al 
descubierto.  Miden  la  infinidad  del  pecado,  no  por  lo  que  en  él  entra 
in  recto,  como  debían,  sino  por  lo  que  simplemente  entra  in  obliquo. 
Ahora  bien,  la  infinidad  real  del  pecado  no  es  precisamente  la  que  en  sí 
tiene  el  término  o  la  medida,  sino  la  que  de  él  recibe  y  posee  el  sujeto  o  el 
acto  humano  del  pecado.  La  real  es  intrínseca  al  sujeto,  la  del  término 
es  puramente  extrínseca,  no  adecuada  por  la  que  de  él  recibe  el  sujeto. 
No  es,  pues,  buen  criterio  para  fijar  la  infinidad  del  pecado  reparar  sola- 
mente en  lo  que  es  puramente  extrínseco:  lo  que  hay  que  considerar  es  su 
infinidad  propia  e  intrínseca:  y  ésta  es  la  que  hay  que  comparar  con  la 
infinidad  intrínseca  de  la  satisfacción  Mariana.  Y,  hecha  así  la  compara- 
ción, ¿es  tan  claro  que  la  primera  sobrepuje  a  la  segunda? 

Hay  más.  La  gravedad  o  malicia  del  pecado,  y  lo  mismo  hay  que  decir 
de  su  infinidad  relativa,  no  puede  ser  mayor  de  lo  que  consienta  la 
capacidad  innata  del  sujeto,  que  es  un  acto  humano.  Ahora  bien, 
por  lo  que  es  en  sí  y  por  los  principios  que  lo  determinan,  el  acto 
humano  pone  muchas  limitaciones  a  la  infinidad  que  pueda  recibir  de  su 
término.  En  sí  mismo  el  acto  humano,  como  finito  que  es,  limita  notable- 
mente la  infinidad  relativa  que  pueda  recibir  del  término.  Está  además 
dirigido  y  condicionado  por  un  conocimiento  previo,  que  sólo  oscuramente 
y  por  analogía  puede  concebir  lo  infinito,  y  procede  de  una  voluntad  débil 
y  tornadiza,  cuya  libertad  está  muy  reducida  y  trabada  por  tendencias 
poderosas  y  pasiones  vehementes.  En  estas  condiciones  la  infinidad  que 
el  término  pudiera  comunicar  al  acto  humano,  al  pasar  por  el  tamiz  tupido 
del  conocimiento  analógico,  queda  reducida  a  Una  infinidad  muy  relativa 
e  impropia,  debilitada  más  todavía  por  las  tendencias  aviesas  y  pasiones 
brutales  de  la  voluntad.  No  olvidemos  que  no  hay,  ni  puede  haber,  en  el 
acto  humano  mayor  malicia  y  gravedad  de  la  que  aprende  el  previo  cono- 
cimiento: y  siendo  nuestro  conocimiento  de  lo  infinito  tan  vago  y  borroso, 


IJBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


327 


la  malicia  y  gravedad  del  acto  humano  contrario  a  la  ley  de  Dios  es  siempre 
mucho  menor  de  lo  que  sería  en  otras  circunstancias  (^). 

Esta  múltiple  limitación  del  acto  humano  explica  un  hecho,  que  no 
suelen  tomar  en  cuenta  los  que  ponderan  la  infinidad  del  pecado  por  razón 
de  su  término,  y  es  que  la  malicia  de  la  ofensa,  a  lo  menos  bajo  ciertos 
respectos,  disminuye  a  medida  que  es  más  baja  y  despreciable  la  persona 
que  la  infiere.  Por  ejemplo,  un  insulto  lanzado  contra  un  sacerdote  por 
un  pillete  callejero  ni  siquiera  se  toma  en  consideración;  en  cambio,  un 
insulto,  aun  menor,  hecho  por  una  persona  que  se  tiene  como  culta,  se  toma 
muy  en  serio  y  se  considera  como  grave.  En  este  sentido,  nuestras  ofensas, 
hechas  por  viles  criaturillas,  provocan  a  las  veces  más  la  compasión  de  Dios 
que  no  su  cólera.  No  sólo  con  la  inefable  misericordia  de  su  bondado- 
sísimo Corazón,  sino  también  con  su  fondo  de  verdad,  pudo  decir  el  Divino 
Maestro:  «Padre,  perdónalos,  porque  no  saben  lo  que  se  hacen».  En 
suma,  el  ofendido  por  el  pecado  no  es  precisamente  Dios  cual  es  en  sí, 
sino  cual  es  aprendido  por  el  conocimiento  del  que  le  ofende;  ni  éste, 
entre  los  hombres,  se  propone  directa  y  formalmente  ofender  a  Dios,  sino 
sólo  indirecta  y  concomitantemente.  El  verdadero  odio  formal  de  Dios 
es  rarísimo  entre  los  hombres,  y  aun  entonces  envuelto  en  errores  y  tinie- 
blas: por  lo  menos,  no  fué  tal  el  pecado  de  Adán. 

Ahondemos  algo  más.  Los  que  tanto  ponderan  la  infinidad  del  pecado, 
presentan  a  Dios  como  término  de  la  ofensa,  no  como  objeto  formal.  Y  no 
sin  fundamento  dialéctico:  es  que  prevén  las  consecuencias.  Porque  si  la 
malicia  de  la  ofensa,  aun  en  el  caso  del  odio  formal  de  Dios,  fuera  la  que, 
por  oposición,  recibe  de  Dios  como  objeto  formal,  se  seguiría  que  la  bondad 
del  amor  de  Dios,  que  tiene  como  objeto  formal  a  Dios  en  sí  mismo,  es 
decir,  al  infinito  por  esencia,  no  sería  cuantitativamente  menor  que  la  mali- 
cia del  odio.  Y  entonces  un  simple  acto  de  caridad  podría  satisfacer  cum- 
plida y  equivalentemente  una  ofensa  de  Dios.  Y  esta  consecuencia  ellos  no 
la  pueden  admitir.  Pero,  mirando  la  cosa  más  de  cerca,  el  poner  a  Dios 
como  término  de  la  ofensa  y  no  como  objeto  formal  es  un  mero  juego  de 
palabras.  Porque  el  ser  simple  término  de  un  acto,  prescindiendo  de  que 
éste  sea  objeto  formal,  no  se  ve  qué  propiedades  pueda  refundir  o  comunicar 
al  acto.    Porque  el  acto,  que  dice  relación  transcendental  a  su  objeto  propio, 

(')  Téngase  presente  que  tratamos  ahora  de  atenuar  la  infinidad,  a  nuestro  juicio 
exagerada,  que  algunos  han  atribuido  al  pecado,  pero  no  de  suprimir  la  gravedad  del 
pecado  mortal,  como  recientemente  han  hecho  algunos,  según  los  cuales  apenas  se 
cometerían  en  el  mundo  pecados  graves.  La  infinidad  secundum  quid  que  atribuímos 
al  pecado  es  en  las  condiciones  normales  suficientemente  aprendida  o  conocida,  para 
que  el  pecado  pueda  ser  verdaderamente  grave. 


328 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


recibe  toda  su  especificación,  esto  es,  todo  cuanto  es,  del  objeto  formal,  al 
cual  mira  o  tiende.  Y  precisamente  esta  relación  del  acto  al  objeto  perte- 
nece al  género  de  relaciones  llamadas  «mensurae  et  mensurati»,  es  decir, 
que  es  o  entraña  en  sí  una  conmensuración:  y  esta  conmensuración  es  pre- 
cisamente la  que  se  trata  de  determinar,  cuando  se  dice  que  la  ofensa  es 
proporcional  a  la  dignidad  de  la  persona  ofendida.  El  ser,  pues,  término 
de  la  ofensa,  o  no  dice  nada  o  coincide  con  la  formalidad  de  objeto  propio. 
Y  entonces  son  legítimas  las  consecuencias  que  se  querían  evitar. 

En  conclusión,  la  infinidad  relativa  y  denominativa  que  recibe  la  ofensa 
por  parte  de  su  término,  es  muy  menguada,  tanto  por  la  incapacidad  de! 
acto  humano,  esencialmente  finito,  como  por  las  grandes  limitaciones  que  le 
imponen  el  conocimiento  imperfecto  y  la  debilidad  de  la  voluntad;  y  es 
además  la  que  recibe  del  término  como  de  su  objeto  formal.  Examinemos 
ahora  la  infinidad,  igualmente  relativa  y  denominativa,  de  la  maternidad 
divina  y  de  la  satisfacción,  que  de  ella  recibe  su  principal  valor. 

Distingamos  la  infinidad  de  la  maternidad  divina  y  la  de  la  satisfacción 
que  pueda  prestar  la  Madre  de  Dios. 

La  maternidad  divina  tiene  como  término  inmediato  y  directo  el  Hijo  de 
Dios,  infinito  «per  essentiam».  Luego  ya  por  esto  sólo  su  infinidad  en  nada 
es  inferior  a  la  que  pueda  tener  el  mayor  pecado.  Pero  además  la  mater- 
nidad del  Hijo  lleva  consigo,  como  en  su  lugar  consideramos,  la  relación  de 
esposa  respecto  del  Padre  y  del  Espíritu  Santo:  nuevo  título,  que  realza  o 
intensifica  la  infinidad  relativa  de  la  divina  maternidad.  Esta  es,  además, 
no  sólo  de  orden  moral,  como  lo  es  el  pecado,  sino  también  de  orden  físico: 
nueva  razón  para  que  la  infinidad  del  Hijo  se  refunda  más  plenamente  en  la 
Madre.  Y  aun  bajo  el  aspecto  moral  la  maternidad  divina  confiere  a  María 
ciertos  derechos  sobre  el  Hijo  divino,  y  toda  ella  es  un  ejercicio  constante 
de  amor:  de  amor  de  la  Madre  de  Dios  al  Hijo  Dios:  amor,  por  tanto,  que 
se  levanta  sobre  el  orden  de  la  gracia  santificante  ordinaria  al  orden  supremo 
de  la  unión  hipostática;  porque  no  es  por  simple  identidad  amor  de  la  que 
es  Madre  de  Dios,  sino  amor  formal  y  reduplicativamente  propio  de  la 
maternidad  divina.  Y  María,  fuera  de  la  limitación  inherente  a  una  cria- 
tura, no  ofrece,  como  el  pecado,  otras  limitaciones  a  la  múltiple  y  variada 
influencia  (hablando  a  nuestro  modo  grosero)  que  recibe  de  lo  infinito  «per 
essentiam».  Por  todos  estos  conceptos,  la  infinidad  relativa  de  la  divina 
maternidad  es  incomparablemente  superior  a  la  del  pecado. 

Veamos  ahora  cómo  esta  infinidad  de  la  maternidad  divina  se  comunica 
a  la  satisfacción  que  preste  la  Madre  de  Dios.  El  influjo  que  la  maternidad 
ejerce  en  la  satisfacción  no  es,  como  en  el  pecado,  de  simple  término,  sino 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


329 


de  principio  activo,  que  se  reduce  al  género  de  causa  eficiente:  es  la  virtud 
activa,  que,  en  el  orden  moral,  determina  la  dignidad  de  la  satisfacción, 
que  es  efecto  suyo.  Ahora  bien,  el  efecto  de  una  causa  moral  reproduce 
en  sí  con  igualdad  o  equivalencia  las  propiedades  de  la  virtud  o  actividad 
empleada  en  su  producción.  Así  vemos,  por  ejemplo,  que  una  solemne  defi- 
nición dogmática  recoge  en  sí  toda  la  infialibilidad  pontificia  o  conciliar  con 
que  ha  sido  pronunciada,  o  que  una  ley  encarna  en  sí  toda  la  autoridad  del 
soberano  que  la  ha  promulgado.  Así  también  la  astisfacción  de  Cristo  es 
de  valor  simplemente  infinito,  porque  simplemente  infinita  es  la  dignidad  de 
su  divina  persona,  que  la  determina.  Consiguientemente,  si  la  infinidad  re- 
lativa de  la  divina  maternidad  es  superior  a  la  del  pecado,  y  si,  por  otra 
parte,  la  infinidad  relativa  de  su  satisfacción  es  equivalente  a  la  de  la  divina 
maternidad,  sigúese  que  también  la  de  su  satisfacción  es  superior  a  la  del 
pecado.  Puede,  por  tanto,  la  satisfacción  de  la  Madre  de  Dios  compensar 
cumplidamente  la  ofensa  inferida  a  Dios  por  el  pecado  de  los  hombres. 

Y  si  de  la  dignidad  moral  de  la  divina  maternidad  pasamos  a  considerar 
su  amor  materno,  llegaremos  por  otra  vía  al  mismo  resultado.  El  amor  es 
la  mejor  reparación;  y  cuando  el  amor  es  en  su  grado  o,  por  así  decir, 
cuantitativamente  igual  a  la  ofensa,  tiene  en  sí  fuerza  o  poder  para  compen- 
sarla. Ahora  bien,  el  amor  de  María,  proporcionado  a  su  incomparable 
santidad  y  a  su  dignidad  suprema  de  Madre  de  Dios,  como  supera  a  la  cari- 
dad de  todos  los  hombres  y  ángeles  juntos,  así  es  eficaz  para  compensar  los 
pecados  del  mundo;  y  lo  es  por  doble  motivo:  por  su  intensidad  y  perfec- 
ción intrínseca  y  por  su  tonalidad  especial  de  ser  amor  de  Madre  respecto 
de  Dios.  Y  a  este  amor  de  María  a  Dios  responde  el  amor  de  Dios  a  María: 
amor,  con  que  la  ama  a  ella  más  que  ama  a  todas  las  otras  criaturas,  y  con 
que  más  ama  a  ella  que  odia  a  todos  los  pecadores.  En  estas  circunstancias, 
no  es  posible  negar  ni  dudar  que  el  amor  de  María  puede  compensar  cum- 
plidamente los  pecados  de  todos  los  hombres.  Donde  es  de  notar  que  el 
amor  de  Dios  a  María  no  halla  en  ella  nada  que  pueda  entibiarlo  o  limitarlo; 
en  cambio,  el  odio  de  Dios  al  pecador  está  como  cohibido  y  contrapesado 
por  su  infinita  misericordia. 

Un  ejemplo,  en  cierta  manera,  clásico.  Un  rey  ha  sido  gravemente  in- 
juriado por  un  obrero.  Tiene  el  rey  una  hija  a  quien  ama  entrañablemente, 
la  cual,  para  compensar  esa  ofensa  y  aplacar  el  enojo  de  su  padre,  le  prodiga 
las  muestras  de  su  caridad  filial:  y  lo  logra.  El  amor  de  la  hija  ha  compen- 
sado la  ofensa  del  obrero.  Y,  sin  embargo,  la  ofensa  era  «regia»  «per 
essentiam»,  porque  terminaba  en  el  mismo  rey  en  sí;  y  la  reparación  era 
«regia»  sólo  «per  participationem,)) ,  como  dada  por  la  hija  del  rey.    Se  ve. 


330 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


pues,  que  o  esas  denominaciones  no  responden  a  la  realidad,  o  no  impiden 
que  la  hija  pueda  satisfacer  con  su  amor  filial  al  padre  por  la  ofensa  del 
obrero.  Y  si  luego  la  hija  intercede  por  el  obrero,  el  rey  estará  dispuesto  a 
perdonarle,  naturalmente  con  las  debidas  condiciones.  La  aplicación  del 
ejemplo  a  nuestro  caso  es  evidente. 

Una  dificultad  pudiera  oponerse  a  la  satisfacción  condigna  de  María: 
es  a  saber,  que  hace  innecesaria  la  satisfacción  de  Cristo  y  aun  la  misma 
encarnación:  lo  uno  y  lo  otro  contrario  a  lo  que  enseña  Pío  XI  en  su  encí- 
clica «Miserentissimus  Deus»:  «Nulla  creata  vis  hominum  sceleribus  ex- 
piandis  erat  satis,  nisi  humanam  naturam  Dei  Filius  reparandam  assump- 
sisset»  (AAS,  20  [1928],  170).  No  será  difícil  mostrar  lo  insubsistente  de 
esa  dificultad. 

Por  de  pronto,  la  satisfacción  condigna  de  María  no  sólo  no  suprime  la 
encarnación,  sino  que  la  presupone  como  base  necesaria.  Toda  la  fuerza  de 
su  satisfacción  estriba  en  su  calidád  de  Madre  de  Dios.  Y  Madre  de  Dios 
no  puede  darse  ni  concebirse,  si  el  Hijo  de  Dios  no  se  hace  hombre  y  nace 
de  mujer,  es  decir,  sin  la  encarnación. 

Tampoco  hace  innecesaria  la  satisfacción  de  Cristo.  En  efecto,  la  difi- 
cultad estriba  en  el  presente  orden  de  la  divina  providencia,  y  lo  supone. 
Ahora  bien,  dentro  de  este  orden  la  reparación  del  pecado,  en  virtud  del 
principio  de  recirculación,  correspondía  primariamente  al  Segundo  Adán, 
sólo  secundariamente  y  por  asociación  correspondía  a  la  Segunda  Eva:  como 
el  pecado  de  la  humanidad,  que  se  había  de  reparar,  fué  obra  principal- 
mente de  Adán,  y  sólo  secundariamente  de  Eva.  Por  más,  pues,  que  fuera 
condigna  la  satisfacción  de  María,  no  era  ella,  sino  Cristo,  el  destinado  por 
Dios  para  ser  el  principal  reparador  del  pecado. 

Otras  varias  razones,  de  orden  metafísico,  pudieran  aducirse  en  este 
mismo  sentido;  mas  para  el  objeto  de  resolver  la  dificultad  propuesta,  basta 
lo  dicho  (^). 


(')  Creemos  conveniente  declarar  con  mayor  precisión  que  el  valor  condigno  que 
probablemente  (nada  más  que  probablemente)  atribuímos  a  la  satisfacción  Mariana 
no  suprime  la  necesidad  de  la  encarnación  en  orden  a  la  plena  satisfacción  por  el 
pecado  de  los  hombres.  Ante  todo,  tratamos  esta  cuestión  en  el  supuesto  del  pre- 
sente orden  de  la  divina  providencia.  Ahora  bien,  la  condignidad  de  la  satisfacción 
Mariana,  precisamente  en  cuanto  fundada  en  la  divina  maternidad,  lejos  de  suprimir 
la  necesidad  de  la  encarnación,  se  funda  toda  en  ella.  Que  no  es  posible  Madre 
humana  de  Dios,  si  el  Hijo  de  Dios  no  se  hace  hombre.  Además,  en  virtud  del 
principio  de  recirculación,  siendo  el  pecado  original  obra  principalmente  de  Adán, 
Id  reparación  correspondía  principalmente  al  Segundo  Adán,  que  para  serlo  debía 
hacerse  hombre.  Dios  no  miraba  solamente  a  obtener  una  satisfacción  condigna, 
sino  también  una  satisfacción  que,  bajo  otros  aspectos,  correspondiese  a  la  culpa. 
En  tercer  lugar,  si,  dentro  del  presente  plan  de  la  providencia,  María  no  obraba  por 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


331 


Capítulo  IV 
COM-PASIÓN  SACRIFICIAL 

Art.  1.  Preliminares. 

La  com-pasión  Mariana  en  tanto  será  propiamente  sacrificial,  en  cuanto 
sea  una  participación  activa  en  el  sacrificio  de  Cristo,  esto  es,  en  su  condi- 
ción de  víctima  y  en  su  oficio  sacerdotal.  Hay  que  determinar,  por  tanto, 
previamente  la  naturaleza  y  los  elementos  esenciales  del  sacrificio  de  Cristo 
a  la  luz  de  la  noción  general  de  sacrificio. 

§  1.    Noción  general  de  sacrificio 

Sacrificio.  Como  resultaría  laborioso,  y  no  muy  seguro,  y  es  además 
innecesario  para  nuestro  objeto,  prescindiremos  de  formular  la  definición 
de  sacrificio,  unívocamente  comprensiva  de  todos  y  solos  los  sacrificios  pro- 
piamente dichos,  que,  por  lo  demás,  podrá  hallarse  en  cualquier  manual  de 
Teología ;  más  fructuoso  será  el  análisis  de  los  elementos  esenciales  que  cons- 
tituyen el  sacrificio  cruento,  que  es  la  forma  más  típica  de  sacrificio,  y  aun 
nos  limitaremos  a  uno  de  los  sacrificios  más  solemnes  y  públicos,  cual  era, 
por  ejemplo,  el  de  la  anual  Expiación  entre  los  Hebreos,  que  es,  por  otra 
parte,  uno  de  los  más  parecidos  al  sacrosanto  sacrificio  de  la  cruz. 

Así  entendido,  el  sacrificio  consta  de  dos  actos:  la  inmolación  de  la 
víctima  y  la  oblación  hecha  a  Dios  por  el  sacerdote.  El  objeto  o  fin  de 
estos  dos  actos  es,  generalmente,  el  reconocimiento  de  los  derechos  soberanos 
de  Dios  sobre  nosotros  con  la  cesión  o  abdicación  de  nuestros  propios  dere- 
chos en  obsequio  suyo;  y,  más  particularmente,  en  el  sacrificio  latréutico, 
el  reconocimiento  de  nuestra  nada  y  bajeza  ante  la  Majestad  del  Sér  su- 


sí,  sino  solamente  como  asociada  y  subalterna,  esta  posición  de  María  supone  la 
presencia  y  la  acción  del  agente  primario,  que  es  Cristo.  Por  fin,  si  para  satisfacer 
por  el  pecado  (sea  congrua,  sea  condignamente)  debía  María  estar  adornada  con  la 
gracia  santificante,  que  ella  había  de  recibir  del  Redentor,  consiguientemente  su 
satisfacción  presuponía  la  redención  y  la  previa  encarnación  del  Hijo  de  Dios. 
Podrá,  por  tanto,  atacarse  la  condignidad  de  la  satisfacción  Mariana  por  otros  con- 
ceptos, pero  no  como  contraria  a  la  necesidad  de  la  encamación  en  orden  a  la  sa- 
tisfacción por  el  pecado. 


332 


MARIA,  HUDIADORA  UNIVERSAL 


premo:  en  el  propiciatorio  o  expiatorio,  el  reconocimiento  de  nuestros 
pecados  delante  de  su  justicia  vengadora:  en  el  eucarístico  y  en  el  impe- 
tratorio, el  reconocimiento  de  nuestra  dependencia  de  él  en  todos  los  bienes 
que  hemos  recibido  o  que  esperamos  alcanzar. 

En  la  relación  de  los  dos  actos  res{>ecto  de  este  objeto  existe  un  doble 
simbolismo,  que  conviene  señalar:  a>  la  víctima  representa,  a  la  vez  que 
sustituye,  el  pueblo  entero  o  la  humanidad,  es  decir,  a  todos  aquellos  por 
los  cuales  se  inmola:  fci  su  inmolación  es  la  expresión  sensible  de  la  renun- 
cia de  nuestros  derechos  o  sobre  las  cosas  que  poseemos  o  también  sobre 
nuestra  propia  vida.  Esto  segundo  es.  por  así  decir,  lo  formal  en  la  víctima 
y  en  su  irmiolación.  La  víctima  no  era  simplemente  el  animal,  que  material- 
mente se  sacrificaba,  sino  más  bien  los  intereses  o  los  derechos  humanos 
que  en  ella  se  representaban.  En  el  caso  del  sacrificio  intentado  de  Isaac 
la  víctima  no  era  solamente  el  hijo  de  Abrahán.  sino  además  en  él  y  con  él 
los  derechos,  las  esperanzas  y  el  corazón  del  anciano  padre.  La  ■s  íctima  así 
revestida  o  informada  de  este  doble  simbolismo,  personal  y  real,  es  la  que 
con  la  oblación  presentamos  ante  Dios.  Y  en  esto  consiste  el  valor  moral 
y  religioso  del  sacrificio,  en  nuestro  anonadamiento  delante  del  Sér  supremo: 
actitud  esencial  de  la  criatura  ante  el  Criador,  con  la  cual  reconocemos  lo 
que  somos  y  lo  que  le  debemos,  nuestra  nada,  nuestra  dependencia  y  nuestros 
pecados.  De  ahí  que,  desde  el  punto  de  vista  moral  y  religioso,  lo  formal 
en  el  sacrificio  es  ser  expresión  sensible  y  simbólica  de  nuestro  voluntario  y 
humilde  anonadamiento  ante  Dios  con  la  inmolación  de  la  víctima  que  nos 
representa. 

Para  completar  esta  noción  hay  que  notar  que  en  el  caso  de  una  víctima 
humana,  como  en  el  sacrificio  intentado  de  Isaac,  y  como  en  el  sacrificio  de 
la  cruz,  la  inmolación  material  y  pasiva  ha  de  ir  acompañada  de  un  acto 
moral,  que  es  la  aceptación  voluntaria  de  la  propia  destrucción,  es  decir, 
la  renuncia  de  su  derecho  a  la  vida,  en  obsequio  de  Dios. 

Sacerdote.  No  hay  sacrificio  propiamente  dicho  sin  sacerdote  que  lo 
ofrezca.  San  Pablo  en  su  Epístola  a  los  Hebreros  nos  ha  dado  una  exacta 
definición  del  sacerdote,  con  estas  palabras:  '<Todo  pontífice  a)  escogido  de 
entre  los  hombres,  fet  es  constituido  representante  de  los  hombres,  ci  cuanto 
a  las  cosas  que  miran  a  Dios,  para  ofrecer  dones  y  sacrificios  por  los  peca- 
dos: ...  (/i. v  nadie  se  apropia  este  honor,  sino  cuando  es  llamado  por  Dios* 
fHebr.  .5.  1-4'.  A  cuatro,  pues,  pueden  reducirse,  según  el  Apóstol,  las 
propiedades  características  del  sacerdote:  a)  su  condición  humana;  b)  su 
carácter  representativo :  c  •  la  esfera  de  su  actividad  y  sus  funciones  pecu- 
liares: (/i  su  vocación  divina. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


333 


§  2.    El  sacrificio  de  Cristo 

Sacrificio.  Distingamos  en  el  sacrificio  de  Cristo  la  inmolación  y  la 
oblación,  el  objeto  propio  de  estos  actos  y  su  efecto. 

La  inmolación  es  su  pasión  y  muerte,  la  cual,  aunque  ejecutada  por  ma- 
nos de  los  verdugos,  puede  con  razón  atribuirse  a  Cristo,  en  cuanto  él  se 
entregó  a  ella  voluntaria  y  libremente  y  la  aceptó  de  antemano.  Esta  acep- 
tación es  un  verdadero  ofrecimiento,  por  el  cual  Cristo  se  ofrece  o  entrega 
a  padecer  y  morir;  ofrecimiento,  que  no  es  propiamente  la  oblación  sacer- 
dotal, sino  el  acto  moral  propio  de  la  víctima  humana  o  racional,  que  acepta 
voluntariamente  el  ser  sacrificada.  Hay  que  notar  aquí  que  Cristo  es  vícti- 
ma en  cuanto  hombre;  lo  cual  no  quiere  decir  que  la  víctima  sea  precisa- 
mente su  naturaleza  humana,  sino  el  hombre,  esto  es,  la  persona  divina  en 
cuanto  subsiste  en  la  naturaleza  humana.  Y  fué  víctima,  en  cuanto  llevaba 
sobre  sí  el  pecado  del  mundo:  lo  cual  significa  directamente  la  solidaridad 
de  Cristo  con  lo?  hombres  y  de  los  hombres  con  Cristo  en  el  pecado;  la  cual 
solidaridad  presupone,  como  anteriormente  hemos  declarado,  la  solidaridad 
en  la  naturaleza,  y  lleva  consigo  la  solidaridad  en  la  pena.  En  virtud  de 
esta  solidaridad.  Cristo,  como  víctima  inmolada,  tenía  el  doble  simbolismo, 
antes  seiíalado,  personal  y  real,  por  cuanto  representaba  en  sí  y  como  entre- 
naba a  todos  los  hombres,  y  sensibilizaba  la  cesión,  entrega  o  rendición  de 
los  intereses  y  derechos  humanos  en  obsequio  de  la  divina  Majestad.  En 
este  sentido  la  víctima  del  Calvario  no  era  solamente  la  persona  física  de 
Cristo,  sino  también  juntamene  con  él  y  en  él  todo  el  linaje  humano,  soli- 
dario en  la  inmolación  no  menos  que  en  el  pecado.  Por  fin.  el  valor  moral 
de  la  inmolación  fué,  por  razón  de  la  dignidad  personal  de  la  víctima,  sim- 
plemente infinito. 

La  oblación  fué  el  acto  sacerdotal  con  que  Cristo  ofreció  o  presentó  al 
Padre  su  pasión  y  muerte  para  la  salud  eterna  de  los  hombres.  Esta  obla- 
ción fué  también  representativa  y  solidaria,  por  cuanto  Cristo,  en  calidad  de 
Sacerdote,  obraba  en  nombre  y  representación  de  toda  la  humanidad;  y  en 
virtud  de  esta  representación  solidaria,  y  no  sólo  por  razón  del  fin,  fué  el 
sacrificio  de  Cristo  sacrificio  solemne,  público  y  universal.  Esta  oblacióu 
la  hizo  Cristo  como  hombre,  en  el  sentido  poco  antes  indicado,  es  a  saber, 
como  persona  divina  subsistente  en  la  naturaleza  humana.  De  ahí  el  valor 
moral,  también  simplemente  infinito,  de  su  oblación  sacerdotal. 

Interesa  notar  aquí  que,  conforme  a  lo  dicho,  hubo  en  Cristo  doble  ofre- 
cimiento y  doble  título  de  solidaridad,  que  conviene  distinguir.    En  cuanto 


áá4 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


al  ofrecimiento,  Cristo  se  ofreció  a  ser  víctima  (ofrecimiento  no  sacerdotal) 
y  ofreció  su  pasión  y  muerte  por  la  redención  del  género  humano  (oblación 
propiamente  sacerdotal);  es  decir,  se  ofreció  a  la  inmolación,  y  ofreció  al 
Padre  su  inmolación.  Y  este  doble  ofrecimiento  es  moralmente  de  valor 
infinito,  aun  separadamente.  En  la  hipótesis  de  que  Cristo  hubiera  sido 
solamente  víctima,  ofrecida  por  otro  sacerdote,  o  solamente  sacerdote,  que 
hubiera  ofrecido  otra  víctima,  en  ambos  casos  tanto  la  simple  inmolación 
como  la  sola  oblación  hubiera  sido  de  valor  moral  simplemente  infinito  por 
razón  de  la  dignidad  infinita  de  su  divina  persona.  En  realidad,  pues,  el 
sacrificio  de  Cristo  fué  de  valor  infinito  por  doble  título.  En  cuanto  a  la 
solidaridad,  la  de  la  inmolación  fué  directamente  de  pecado  y  de  pena,  si 
bien  fundada  en  la  de  naturaleza;  en  cambio,  en  la  oblación  sacerdotal  no 
hubo  otra  solidaridad  que  la  de  naturaleza.  La  inmolación  por  los  pecados 
del  mundo  no  era  posible  en  justicia  sin  la  previa  apropiación  de  estos 
pecados;  en  cambio,  sin  ella,  era  posible  la  oblación  sacerdotal. 

El  objeto  o  fin,  tanto  de  la  inmolación  como  de  la  oblación,  fué  especial- 
mente la  expiación  o  propiciación  de  los  pecados  del  mundo,  base  o  prerre- 
quisito  del  mérito  o  de  la  impetración;  los  otros  dos  fines,  latría  y  acción 
de  gracias,  más  fundamentales  y  primarios  de  suyo,  estaban  implícitos. 

El  efecto  de  la  pasión  de  Cristo  en  cuanto  es  sacrificio  es  el  mismo  sus- 
tanciahnente  que  produce  en  cuanto  es  meritoria  y  satisfactoria;  el  modo, 
empero,  de  producirlo  es  diferente.  El  mérito  y  la  satisfacción  obran  en 
la  esfera  jurídica;  el  sacrificio,  en  la  esfera  propiamente  religiosa.  En  el 
sacrificio,  además,  interviene  un  nuevo  elemento:  la  oblación  sacerdotal, 
de  suyo  no  ligada  a  los  padecimientos  del  mismo  sacerdote.  Tales  son  loa 
dos  elementos  nuevos  de  la  pasión  sacrifical:  el  carácter  sagrado  o  reli- 
gioso de  la  víctima  inmolada  y  la  oblación  del  sacerdote. 

Sacerdote.  Las  cuatro  principales  características  del  sacerdote  se  rea- 
lizan plenamente  en  Cristo,  a)  Cristo  es  «escogido  de  entre  los  hombres». 
El  Hijo  de  Dios  para  ser  sacerdote  se  hizo  hombre,  y  lo  es  en  cuanto  es 
hombre,  como  antes  hemos  declarado,  b)  «Es  constituido  representante  de 
los  hombres»,  en  cuanto  contrae  con  ellos  estrecha  solidaridad,  en  virtud  de 
la  cual  los  incorpora  e  identifica  misteriosamente  consigo,  c)  «Para  ofrecer 
sacrificios  por  los  pecados» :  esto  es,  para  ofrecerse  a  sí  mismo  en  sacrificio 
expiatorio  en  el  ara  de  la  cruz,  d)  «Llamado  por  Dios»  al  honor  sacerdo- 
tal; porque  «Cristo  no  se  glorificó  a  sí  mismo  en  hacerse  pontífice,  sino  el 
que  le  habló:  Hijo  mía  eres  tú,  yo  hoy  te  he  engendrado.  Como  también 
en  otro  lugar  dice:  Tú  eres  sacerdote  para  siempre  según  el  orden  de  MeU 
guisedeo)  (Hebr.  5,  5-6). 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


335 


Estas  cuatro  propiedades  o  cualidades  sacerdotales:  humanidad,  solida- 
ridad, función  sacrifical,  vocación  divina,  las  recibió  Cristo  en  la  misma  en- 
carnación. En  la  encarnación  recibió  el  Hijo  de  Dios  la  naturaleza  humana, 
solidaria  con  la  raza  de  Adán,  y  fué  destinado  a  ofrecer  un  nuevo  sacrificio 
por  voluntad  expresa  de  Dios  que  a  ello  le  llamaba  (Hebr.  10,  5-10).  Y  en 
la  encarnación  fué  consagrado  sacerdote  eterno  con  doble  unción:  la  unción 
de  la  divinidad  por  la  unión  hipostática,  y  la  unción  del  Espíritu  Santo  que 
recibió  en  toda  su  plenitud.  Y  en  la  encarnación  también  fué  constituido 
víctima,  al  recibir  la  humanidad,  la  solidaridad,  el  cuerpo  apto  para  ser 
sacrificado,  y  el  mandamiento  del  Padre  de  que  se  ofreciese  al  sa- 
crificio. 

Parte  de  María  en  el  sacerdocio  de  Cristo.  Conviene  establecer  ya 
desde  ahora  la  parte  activa  que  corresponde  a  María  en  la  constitución  del 
sacerdocio  de  Cristo  y  de  su  cualidad  de  víctima.  Por  lo  dicho,  la  encar- 
nación fué  como  la  investidura  o  la  consagración  sacerdotal  de  Cristo.  Ahora 
bien,  la  encarnación  es  el  fruto  bendito  de  la  generación  virginal  de  María. 
Hay  que  reconocer,  pues,  la  acción,  subalterna,  secundaria,  sin  duda,  pero 
real  y  verdadera  de  María  en  el  sacerdocio  de  Cristo.  Pero  podemos  pre- 
cisar y  concretar  más,  recorriendo  las  cuatro  propiedades  del  sacerdote, 
según  San  Pablo. 

La  humanidad,  base  del  sacerdocio  de  Cristo,  es  María  quien  la  da  por 
la  generación  al  Hijo  de  Dios.  La  solidaridad  con  los  hombres,  condición 
esencial  del  sacerdocio,  se  la  transmite  o  confiere  igualmente  María  a  Cristo 
con  la  generación.  La  destinación  a  ofrecer  el  sacrificio  de  sí  mismo  la 
atribuye  Cristo  al  Padre,  cuando,  según  San  Pablo,  le  dice:  «me  proporcio- 
naste un  cuerpo  a  propósito»  (Hebr.  10,  5),  para  que  yo  lo  ofreciese  en 
sacrificio;  pero  secundariamente  también  a  María  se  ha  de  atribuir,  ya  que 
ella  con  la  generación  le  dió  este  cuerpo  a  propósito  para  el  sacrificio,  es 
decir,  pasible  y  mortal.  Aun  la  vocación  divina  al  sacerdocio,  si  propia- 
mente es  obra  de  sólo  Dios,  su  realización,  empero,  estuvo  condicionada  al 
consentimiento  de  María,  como  la  misma  encarnación. 

Por  semejantes  razones  hay  que  reconocer  la  parte  activa  que  tuvo 
María  en  la  constitución  de  Cristo  como  víctima  por  los  pecados  del 
mundo. 


336  MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 

§  3.    El  problema  de  la  com-pasión  sacrifical 

Postulados  previos.  Siguiendo  el  mismo  método  observado  hasta 
ahora,  hemos  de  distinguir  entre  lo  que  ya  se  debe  presuponer  y  lo  que 
ahora  propiamente  hemos  de  probar.  Presuponemos  tanto  los  principios 
mariológicos,  previamente  establecidos,  como  el  hecho  de  la  doble  com-pa- 
sión Mariana,  la  apropiada  y  la  propia.  Sobre  la  cual  conviene  notar  aquí 
especialmente  la  presencia  o  asistencia  providencial  de  María  en  el  Calvario 
en  los  momentos  solemnes  en  que  se  consumaba  el  sacrificio  de  nuestra 
redención.  Pudiéramos  también  presuponer  la  verdad  de  la  corredención 
Mariana  en  general  y  la  de  la  com-pasión  corredentiva  en  particular,  como 
ya  demonstradas  anteriormente;  pero  preferimos  no  apoyarnos  en  estas  ver- 
dades, para  poder  dar  a  la  nueva  demonstración  toda  su  fuerza  propia  e 
intrínseca.  Esto  llevará  consigo  necesariamente  alguna  repetición ;  pero 
creemos  que  vale  la  pena  repetir  algo  (es  decir,  los  principios  y  los  hechos), 
para  que  cada  argumentación  adquiera,  por  así  decir,  propia  sustantividad. 
Esta  separación  o  aislamiento  de  las  demonstraciones  no  corta  la  relación 
entre  las  distintas  verdades,  que,  por  otra  parte,  procuramos  señalar  opor- 
tunamente. 

Compasión  sacrifical  en  sentido  lato.  No  nos  proponemos  de- 
monstrar la  com-pasión  sacrifical  en  el  sentido  más  lato  de  la  cooperación 
moral  en  el  sacrificio  de  la  cruz,  prescindiendo  de  su  carácter  propiamente 
sacrifical.  Semejante  cooperación  moral,  que,  ciertamente,  añade  algún 
elemento  nuevo  a  lo  dicho  hasta  ahora,  es  fácil  de  demonstrar.  Hemos 
probado  ya  anteriormente  que  el  consentimiento  virginal  a  la  maternidad 
del  Redentor  y  los  actos  con  que  le  preparó,  criándole  y  educándole,  para 
sacerdote  y  víctima,  constituían  una  cooperación  formal  al  acto  mismo 
redentivo,  que  se  había  de  consumar  en  el  Calvario ;  pero  lo  que  allí  era 
una  cooperación  inmediata  con  inmediación  de  simple  eficiencia,  ahora, 
con  la  renovación  o  ratificación  o  simple  permanencia  habitual  de  los  actos 
precedentes,  se  convierte  en  cooperación  inmediata  con  inmediación  de 
contacto.  Después  de  todo  lo  que  ha  precedido,  puede  María  decir  con  toda 
verdad  en  el  Calvario  que  ella  ofrece  y  entrega  a  su  Hijo  para  el  sacrificio 
de  la  redención.  Sea,  o  no,  semejante  cooperación  propiamente  sacrifical, 
es  siempre  una  cooperación  moral  e  inmediata  al  sacrificio  de  la  cruz.  Y 
esto  bastaba  para  la  verdad  de  la  Corredención  Mariana,  que  es  al  fin  lo 
principal. 

El  problema  presente.  Más  ahora  no  nos  contentamos  con  esa  coope- 
ración, que  pueda  ser  extra  lineam  sacrificalem,  sino  que  vamos  a  in- 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


337 


vestigar  si  también  in  linea  sacrificii  es  corredentiva  la  com-pasión 
Mariana. 

Bajo  muchos  aspectos  podríamos  considerar  este  carácter  sacrifical  de 
la  com-pasión;  mas,  como  no  todos  son  a  propósito  dentro  del  procedi- 
miento deductivo  que  hemos  adoptado,  nos  limitaremos  a  aquellos  que  estén 
virtual  o  implícitamente  contenidos  en  los  principios  mariológicos,  dejando 
los  demás  para  un  estudio  positivo  de  la  Tradición. 

Generalmente,  al  estudiar  la  parte  activa  de  María  en  el  sacrificio  de  la 
cruz,  suele  considerarse  nada  más  que  su  participación  en  el  sacerdocio 
de  Cristo;  y  aun  algunos  concluyen:  María  no  participó  del  sacerdocio  de 
Cristo,  luego  no  tuvo  parte  alguna  en  su  sacrificio  in  linea  sacrificii,  si  bien 
conceden  que  la  tuvo  bajo  otros  aspectos.  Semejante  argumentación  tiene 
9U  parte  de  verdad  en  el  sentido  negativo  que  de  la  negación  de  su  partici- 
pación en  la  formalidad  de  sacrificio  no  se  sigue  legítimamente  la  negación 
de  la  corredención  bajo  otros  aspectos;  mas  positivamente  nos  parece  fallar 
por  dos  motivos:  1)  porque,  aun  no  teniendo  parte  en  el  sacerdocio,  pudo 
tener  participación  formal  en  el  sacrificio  como  víctima;  2)  porque  creemos 
que  también  del  sacerdocio  de  Cristo  participó  María  de  un  modo  miste- 
rioso, que  procuraremos  declarar. 

Bajo  estos  aspectos,  pues,  consideraremos  la  compasión  sacrifical:  como 
inmolación  asociada  a  la  de  Cristo  víctima  y  como  oblación  asociada  a  la 
de  Cristo  sacerdote. 

Art.  2.    Inmolación  sacrifical 

De  dos  maneras  podemos  concebir  la  co-inmolación  de  María,  lo  mismo 
que  antes  la  com-pasión:  1)  por  apropiación  de  la  inmolación  misma  da 
Cristo,  y  2)  por  unión  o  agregación  de  su  propia  y  personal  inmolación; 
o,  más  brevemente,  1)  como  inmolación  apropiada,  y  2)  como  inmolación 
propia. 

§  1.    Inmolación  apropiada 

En  la  inmolación  de  Cristo,  víctima  racional  o  humana,  hay  que  distin- 
guir la  inmolación  o  mactación  pasiva  y  la  aceptación  activa,  que  fué  el  acto 
de  obediencia  al  Padre  celestial  que  le  ordenaba  se  sacrificase  por  los  hom- 
bres. Que  en  sentido  real  María  se  apropiase  la  inmolación  de  Cristo  bajo 
este  doble  aspecto,  queda  ya  declarado  anteriormente:  esta  apropiación  real 
de  la  inmolación  no  es  sino  la  misma  com-pasión.    Lo  que  hay  que  probar 

22 


338 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ahora  es  la  apropiación  de  la  inmolación  de  Cristo  en  sentido  formal,  esto 
es,  en  cuanto  era  sacrifical. 

Como  base  de  la  demonstración,  hay  que  consignar  un  hecho:  que  Cris- 
to, precisa  y  formalmente  como  víctima,  representaba  y  concretaba  en  sí  a 
todos  los  hombres,  todos  los  cuales,  en  cuanto  representados  e  incorporados 
en  Cristo,  eran  en  él  y  con  él  juntamente  inmolados.  Cristo  era  víctima 
universal  de  toda  la  humanidad.  Esta  inmolación  universal  alcanzaba  evi- 
dentemente también  a  María.  Pero,  por  lo  mismo  que  era  universal,  seme- 
jante inmolación  pasiva  no  distinguía  a  María  en  nada  de  los  demás  hom- 
bres. No  es,  con  todo,  inútil  haber  consignado  esta  inmolación  universal, 
ya  que  por  ella  la  compasión  de  María  entra,  por  así  decir,  en  la  esfera 
sacrifical.  Sólo  resta  averiguar  si  esta  inmolación  sacrifical  presenta 
en  María  caracteres  especiales  y  propios,  que  la  distingan  de  la  in- 
molación común  a  toda  la  humanidad,  de  suerte  que  pueda  y  deba 
considerarse  como  corredentiva  o  como  cooperación  a  la  redención 
humana. 

Los  demás  hombres  en  tanto  eran  inmolados  con  Cristo,  en  cuanto  esta- 
ban representados  y  contenidos  en  él  en  virtud  del  principio  de  solidaridad. 
Pero  esta  solidaridad  universal  era  de  orden  puramente  moral  o  jurídico. 
La  que  ligaba  a  María  con  Cristo  víctima,  además  de  este  título  general,  era 
incomparablemente  mucho  más  estrecha.  Ante  todo,  la  carne  y  sangre  de 
Cristo  víctima  era  carne  y  sangre  recibida  de  María;  y  en  consecuencia 
de  ello  Cristo  seguía  siendo  para  María  un  pedazo  de  su  Corazón.  María 
además  había  consagrado  y  consumido  su  vida  entera  en  sustentar  la  vida 
del  Hijo,  en  la  cual  había  transfundido  su  propia  vida.  María  ya  no  tanto 
vivía  en  sí,  cuanto  en  el  Hijo.  Matar  al  Hijo  era  matar  a  la  Madre. 
Y  esa  fusión  de  las  dos  vidas  se  hacía  más  íntima  y  total  con  el  recíproco 
amor  de  la  Madre  y  del  Hijo,  con  la  compenetración  de  entrambos  Cora- 
zones. Y  al  amor  correspondía  el  dolor  de  la  Madre  por  la  muerte  del 
Hijo,  dolor,  que  apreciativamente  era  más  que  mortal;  que  mil  muertes 
arrostrara  la  Madre  por  salvar  la  vida  del  Hijo,  si  tal  fuera  la  voluntad 
de  Dios.  La  espada  de  dolor,  que  Simeón  le  había  anunciado  proféticamente, 
era  ver  con  sus  ojos  la  muerte  del  Hijo  de  sus  entrañas.  Y  sobre  todo  esto, 
existían  los  derechos  maternos  de  María  sobre  su  Hijo  víctima,  en  virtud 
de  los  cuales  la  vida  del  Hijo  era  suya.  En  consecuencia,  si  la  solidaridad 
era  lo  que  hacía  a  los  hombres  participantes  en  la  inmolación  de  Cristo, 
todos  estos  títulos  de  estrechísima  solidaridad  hacían  que  María  mucho 
más  que  nadie  fuese  inmolada  como  víctima  con  la  misma  inmolación  de 
su  Hijo. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


339 


No  menos  que  esta  inmolación  pasiva,  la  aceptación  activa  de  María  se 
distingue  radicalmente  de  la  de  los  demás  hombres.  Verdad  es  que  Cristo, 
no  sólo  fué  inmolado,  sino  que  también  aceptó  voluntariamente  esta  inmo- 
lación en  nombre  y  representación  de  toda  la  humanidad.  Pero  no  es  menos 
cierto  que  semejante  aceptación  de  los  demás  hombres,  puramente  repre- 
sentativa, no  importaba  de  parte  de  ellos  ningún  acto  positivo  de  su  volunr 
tad,  con  el  cual  se  apropiasen  personalmente  la  aceptación  de  Cristo.  María, 
en  cambio,  en  cuyo  Corazón  hallaban  eco  fiel  todos  los  sentimientos  del 
Corazón  de  su  Hijo,  se  apropió  positivamente  e  hizo  suya  la  obediencia  con 
que  Cristo  aceptaba  su  inmolación,  como  ordenada  por  el  Padre  celestial. 
Y  esta  aceptación  común  y  solidaria,  que,  de  parte  de  Cristo,  no  era  sino 
la  permanencia  habitual  o  la  ratificación  del  ofrecimiento  iniciado  en  la 
encarnación,  era.  de  parte  de  María,  el  mismo  sentimiento  de  humil- 
de obediencia  expresado  en  su  virginal  consentimiento,  siempre  vivo 
en  su  Corazón.  Con  él  la  Madre  aceptaba  obediente  la  inmolación  de 
su  Hijo. 

Esta  voluntaria  aceptación  de  la  inmolación  constituye  una  verdadera 
cooperación  a  la  redención:  es  una  acción  corredentiva.  Que  sea  acción, 
es  claro,  por  lo  que  acabamos  de  decir;  que  sea  corredentiva,  no  es  menos 
cierto,  si  se  recuerdan  aquellos  tres  rasgos  característicos  de  la  redención, 
anteriormente  señalados:  su  tendencia  soteriológica,  su  alcance  universal 
y  su  carácter  oficial ;  y  que  sea  especialmente  sacrifical,  no  es  menos  evi- 
dente, dado  que  es  la  apropiación  de  la  misma  aceptación  de  Cristo  para 
ser  inmolado  como  víctima. 

Una  cosa  conviene  aquí  notar,  de  suma  importancia:  que  esta  doble 
apropiación  de  María  (de  la  inmolación  pasiva  y  de  la  aceptación  activa) 
la  hemos  hallado  enteramente  dentro  de  la  esfera  propia  de  la  maternidad. 
Ya  hemos  advertido  muchas  veces  que,  como  la  maternidad  divina  es  esen- 
cialmente soteriológica.  así  toda  la  actuación  soteriológica  de  María  es 
maternal.  Si  la  inmolación  de  María  la  hubiéramos  hallado  fuera  de  la 
órbita  de  la  maternidad,  pudiera  parecer  sospechosa;  mas,  hallada  dentro 
de  la  misma  órbita  maternal,  se  recomienda  por  sí  misma.  En  consecuen- 
cia, esta  inmolación,  fruto,  no  de  la  iniciativa  privada  de  María, 
sino  de  su  misma  maternidad,  adquiere  el  carácter  oficial,  que  en  la 
predestinación  o  en  los  consejos  de  Dios,  reviste  la  maternidad  del 
Redentor. 

Esta  maternalidad  de  la  inmolación  de  María  explica  una  propiedad 
de  la  inmolación  que  algunos  echan  menos  en  el  sacrificio  de  María,  y  es 
9U  exteriorización  sensible.    Dicen  que  siendo  puramente  interna  la  inmo- 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


lación  de  María  no  puede  ser  propiamente  sacrifical.  Estos  tales  no  han 
reparado  que  la  presencia  de  la  Madre,  con  el  rostro  demudado,  «con  loa 
ojos  en  llanto»,  al  pie  de  la  cruz  en  que  es  sacrificado  el  Hijo,  es  una 
exteriorización  bien  sensible  del  dolor  de  su  Corazón. 

§  2.    Inmolación  propia 

También  la  com-pasión  de  María,  en  cuanto  propia  y  personal,  reviste 
los  caracteres  de  verdadera  inmolación. 

Primeramente,  fué  inmolación  pasiva.  Los  padecimientos  y  dolores  de 
María  fueron  indecibles,  tales,  que,  a  no  haberla  sostenido  Dios  con  espe- 
cial socorro,  hubiera  ella  sucumbido  ante  la  vehemencia  del  dolor.  ¿Sacri- 
ficaba más  a  Dios  el  que  inmolaba,  por  ejemplo,  un  cordero,  de  lo  que 
sacrificaba  y  perdía  María  con  la  muerte  de  su  Hijo?  No  olvidemos  que 
lo  esencial  o  formal  en  la  víctima  no  es  tanto  el  objeto  material  que  se 
inmola,  cuanto  los  afectos,  intereses  o  derechos  que  se  simbolizan  con  la 
inmolación. 

Tampoco  ofrece  dificultad  alguna  el  que  María  aceptase  con  humilde 
obediencia  y  ferviente  caridad,  a  imitación  de  su  divino  Hijo,  los  padeci- 
mientos o  perjuicios,  que  la  muerte  del  Hijo  le  acarreaba:  en  lo  cual  estaba 
el  valor  moral  de  su  inmolación. 

Que  tanto  la  inmolación  pasiva  como  la  aceptación  activa  fueran  pro- 
piamente sacrificales,  se  prueba  por  dos  razones.  Primera:  porque  las  pér- 
didas o  perjuicios  que  se  le  seguían  a  María  de  la  muerte  de  su  Hijo  eran 
meras  consecuencias  o  resultancias  de  su  inmolación;  como  lo  eran,  por 
ejemplo,  las  privaciones  que  de  la  inmolación  de  un  becerro  provenían 
al  que  se  desprendía  de  él  para  que  fuera  sacrificado;  privaciones,  que  por 
esto  eran  sacrificales,  más  aún  eran  lo  formal  de  la  inmolación.  Segunda: 
porque  los  padecimientos  y  daños  que  sufría  la  Madre,  los  sufría  también, 
y  más  que  ella  misma,  el  Corazón  del  Hijo:  con  lo  cual,  formando  parte 
principalísima  de  la  inmolación  del  Hijo,  se  convertían,  por  nuevo  título 
en  padecimientos  sacrificales. 

Y  esto  supuesto,  que  la  co-inmolación  propia  de  María  sea  corredentiva 
y  sensiblemente  exteriorizada,  consta  por  las  mismas  razones  poco  antes 
declaradas  al  tratar  de  la  co-inmolación  apropiada,  y  que  es  superfino 
repetir. 

Consta,  pues,  que  la  com-pasión  Mariana  es  verdadera  co-inmolación 
sacrifical,  aun  cuando  se  probase  que  no  era  sacerdotal.    Y  este  carácter 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


341 


sacrifical  de  la  com-pasión  es  una  nueva  formalidad,  que  convenía  hacen 
resaltar,  y  que  distingue  la  co-inmolación  de  los  dos  aspectos  anteriormente 
estudiados,  de  la  compasión  meritoria  y  satisfactoria,  aun  cuando  el  efecto 
sea  uno  mismo. 

Art.  3.    Oblación  sacerdotal 

Entramos  en  uno  de  los  problemas  más  espinosos  y  delicados,  pero  que 
hemos  de  afrontar  resueltamente,  sin  miedos  infundados  y  sin  osadías  arbi- 
trarias. Estudiemos  serenamente  los  hechos  a  la  luz  de  los  principios,  y 
estemos  a  las  consecuencias.  Lo  estudiaremos  desde  dos  puntos  de  vista, 
entre  sí  relacionados:  1)  analizando  en  sí  mismo  el  sacerdocio  de  María 
y  comparándolo  con  los  otros  sacerdocios;  2)  en  función  de  otros  dos  pro- 
blemas, más  espinosos  todavía,  pero  que  acaso  sean  la  explicación  funda- 
mental del  sacerdocio  Mariano,  la  santidad  sustancial  y  la  consagración 
sacerdotal  de  María. 

§  1.    Sacerdocio  de  María 

A.    Estado  de  la  cuestión 

Prescindiendo  del  sacerdocio  en  la  ley  natural  y  en  la  ley  Mosaica,  limi- 
tándonos a  la  ley  de  gracia  podemos  distingur  tres  sacerdocios:  a)  el  emi- 
nente o  de  excelencia,  propio  y  exclusivo  de  Cristo,  que  lo  posee  por  derecho 
propio  y  personal;  b)  el  ministerial  o  sacramental,  propio  de  los  sacerdotes 
de  la  Iglesia  cristiana,  ordenados  y  consagrados  para  ofrecer  en  nombre  de 
Cristo  y  en  representación  de  todos  los  fieles  el  sacrosanto  sacrificio  de  la 
Misa;  y  c)  el  sacerdocio  más  lato  o  genérico,  común  a  todos  los  fieles,  cual 
lo  describe  Pío  XI  en  la  Encíclica  «miserentissimus  Deus»,  con  estas  signi- 
ficativas palabras:  «Etiam  christianorum  gens  universa,  ab  Apostolorum 
principe  genus  electum,  regale  sacerdotium  iure  appellata,  debet,  curn  pro 
se,  tum  pro  toto  humano  genere,  offerre  pro  peccatis,  haud  aliter  prope- 
modum  quam  sacerdos  omnis  ac  pontifex,  ex  hominibus  assumptus,  pro 
hominibus  constituitur  in  iis  quae  sunt  ad  Deum»  (AAS,  20  [1928],  171-172). 
Donde  es  de  notar  que  aunque  Pío  XI  habla  del  sacerdocio  común  a  todos 
los  fieles  sólo  en  relación  del  sacrificio  eucarístico,  lo  mismo  hay  que  decir 
proporcionalmente  de  la  participación  universal  de  los  hombres  en  el  sacer- 
docio eminente  de  Cristo  con  relación  al  sacrificio  de  la  cruz,  ambos  deter- 
minados por  el  mismo  principio  de  solidaridad,  en  virtud  de  la  cual,  como 


342 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


enseña  el  mismo  Pontífice,  Cristo  ofreció  al  Padre  sus  satisfacciones  en 
representación  de  los  hombres  pecadores:  <(quas  Christus  in  nomine  pecca- 
torum  Deo  persolvit»  (Ib.  171).  Una  diferencia,  empero,  existe  entre  am- 
bos sacerdocios  comunes:  que  en  el  sacrificio  eucarístico  podemos  y  debe- 
mos actuar  con  nuestros  actos  propios  y  personales ;  en  el  de  la  cruz,  en 
cambio,  semejante  actuación  personal  no  existió. 

Tomando  como  punto  de  comparación  estos  tres  géneros  de  sacerdocio, 
podemos  graduar  o  escalonar  el  problema  del  sacerdocio  Mariano,  resol- 
viéndolo en  estos  tres:  1)  ¿fué  de  orden  superior  al  sacerdocio  común 
a  todos  los  fieles  respecto  del  sacrificio  eucarístico?  2)  ¿fué  equiva- 
lente en  excelencia  al  sacerdocio  de  los  sacerdotes  ordenados  en  la 
Iglesia?  3)  ¿fué  participación  especial  en  el  sacerdocio  eminente  de 
Cristo? 

Podemos  precisar  más,  recorriendo  las  cuatro  propiedades,  antes  decla- 
radas del  sacerdote:  a)  su  humanidad;  b)  su  carácer  representativo;  c)  su 
destinación  a  ofrecer  sacrificios  a  Dios;  d)  su  vocacón  divina.  En  las  dos 
primeras  propiedades,  la  humanidad  y  el  carácter  representativo,  no  hay 
dificultad  alguna:  María  era  «la  Mujer»  por  antonomasia,  que  llevó  la 
representación  de  toda  la  humanidad ;  tampoco  está  la  dificultad  en  la  voca- 
ción divina,  ya  que  como  tal  puede  considerarse  la  solemne  embajada  del 
ángel  en  nombre  de  Dios,  si  consta  lo  tercero,  en  que  está  toda  la  di- 
ficultad, es  a  saber,  su  destinación  divina  para  ofrecer  algún  sacrificio 
propiamente  dicho,  que,  en  la  actual  economía  de  la  divina  providencia, 
no  puede  ser  sino  la  participación  activa  y  sacerdotal  en  el  sacrificio 
de  la  cruz.  Tal  es  el  problema  fundamental,  latente  en  los  tres  antes 
propuestos. 

En  suma,  constan  dos  hechos:  por  una  parte,  que  María  tuvo,  por  lo 
menos,  algún  sacerdocio,  el  común  a  todos  los  hombres,  respecto  del  sacri- 
ficio de  la  cruz;  y.  por  otra,  que,  conform.ándose  con  los  sentimientos  del 
Sumo  Sacerdote,  ofreció  o  presentó  al  Padre  los  padecimientos  del  Hijo 
y  los  suyos  propios  para  la  salvación  del  género  humano ;  y  que,  por  tanto, 
esta  oblación  puede  llamarse  sacerdotal  en  el  sentido  lato  en  que  participó 
del  sacerdocio  genérico  o  común.  Todo  esto  es  cierto  y  evidente;  pero  ¿se 
redujo  a  esto  solo  el  sacerdocio  y  la  oblación  sacerdotal  de  María?  ¿No 
hubo  algo  más?  Este  algo  más  es  lo  que  ahora  nos  proponemos  in- 
vestigar. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


343 


B.    Naturaleza  del  sacerdocio  Mariano 

CoMPAR-ADO  CON  EL  SACERDOCIO  GENERAL.  Comparado  con  el  sacerdo- 
cio general,  el  de  María  es  a)  superior  al  común  de  los  hombres  en  el  sacri- 
ficio de  la  cruz;  ¿I  más  excelente  que  el  general  a  todos  los  fieles  en  el 
sacrificio  eucarístico. 

a)  Lo  primero  es  evidente.  Y  la  razón  es  obvia.  El  sacerdocio  de 
los  demás  hombres  respecto  del  sacrificio  de  la  cruz  fué  puramente  pasivo, 
sin  actuación  alguna  propia;  en  cambio,  María  actuó  personalmente  de  la 
manera  dicha.  Es,  pues,  por  lo  menos,  equiparable  al  de  los  fieles  respecto 
del  sacrificio  eucarístico,  que  es  menos  impropio,  según  la  formal  decla- 
ración de  Pío  XI.  Y  sólo  esto  bastaba  ya  para  atribuir  a  la  oblación 
sacerdotal  de  María  una  eficacia  análoga  a  la  de  la  oblación  eucarística 
de  los  fieles:  eficacia,  que  constituye  ima  verdadera  y  propia  cooperación 
a  la  obra  de  la  redención,  por  más  que  sería  una  cooperación  muy  inferior 
a  la  obra  del  Redentor. 

h)  Pero  hay  más:  la  participación  activa  de  María  en  el  sacrificio 
de  la  cruz  es  muy  superior  y  más  excelente  que  la  de  los  fieles  en  el  sacri- 
ficio eucarístico.  Y  la  razón  es  obvia.  En  efecto,  ¿por  qué  los  fieles 
participan  sacerdotalmente  en  el  sacrificio  eucarístico?  Por  el  principio 
de  solidaridad,  que  los  liga  con  el  Sacerdote  Sumo  y  con  el  sacerdote 
ministerial,  y  por  su  propia  actuación  personal.  Ahora  bien,  estos  dos 
principios  actuaron  en  María  de  un  modo  incomparablemente  más  exce- 
lente que  en  los  fieles.  Por  una  parte,  la  solidaridad  de  María  con  Cristo, 
fué.  como  tantas  veces  ya  hemos  notado,  muchísimo  más  estrecha  y  com- 
pleta, bajo  todos  conceptos,  que  la  de  los  fieles;  y,  por  otra,  los  actos 
personales  con  que  María  intervino  en  el  sacrificio  de  la  cruz,  en  especial 
su  rendidísima  obediencia  y  su  ardentísima  caridad,  no  sufren  compara- 
ción con  los  actos  más  fervorosos  con  que  cualquiera  de  los  fieles  y  todos 
ellos  juntos  toman  parte  en  el  sacrificio  eucarístico.  Además,  no  hay  que 
olvidar  nunca  el  gran  principio  mariológico  de  la  maternidad  divina,  que  es 
siempre  la  medida  con  la  cual  hay  que  medir  todas  las  prerrogativas  o 
gracias,  concedidas  a  la  Madre  de  Dios,  aun  aquellas  que  de  alguna  manera 
son  comunes  a  otros.  Por  ejemplo,  gracia  santificante  tienen  los  justos, 
gracia  santificante  tiene  María:  pero  la  de  María,  como  gracia  de  la 
Madre  de  Dios  ha  de  estar  a  la  altura  incomparable  de  la  maternidad  divina, 
ha  de  responder  a  la  eminencia  singular  del  orden  hipostático.  Consiguien- 
temente, intervienen  los  justos  con  actuación  sacerdotal  en  el  sacrficio  de 


344 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


la  Misa,  interviene  María  con  actuación  sacerdotal  en  el  sacrificio  de  la  cruz ; 
pero  la  de  María,  inmensamente  encumbrada  por  encima  de  la  de  todos  los 
demás,  ha  de  ser  una  actuación  digna  de  la  Madre  de  Dios.  Y  esta  nueva 
excelencia  de  la  actuación  sacerdotal  de  María  es  una  forma  ya  más  perfecta 
de  corredención. 

Comparado  con  el  sacerdocio  ministerial.  Los  sacerdotes  legítima- 
mente ordenados  en  la  Iglesia  poseen  la  potestad  de  convertir  o  transubstan- 
ciar  con  su  palabra  el  pan  y  el  vino  en  el  cuerpo  y  en  la  sangre  de  Cristo, 
en  la  cual  conversión  o  transubstanciación  consiste  esencialmente  el  sacri- 
ficio eucarístico.  María  poseyó  la  potestad  de  determinar  con  su  palabra 
la  encarnación  del  Hijo  de  Dios,  por  la  cual  el  hombre  se  hizo  Dios; 
además,  así  como  la  transubstanciación  es  el  sacrificio  eucarístico,  así  la 
encamación,  en  cuanto  esencialmente  ordenada  al  sacrificio  de  la  cruz,  ini- 
ciado ya  en  la  misma  encamación,  forma  con  él  un  todo  moral.  Según 
esto,  así  como  en  los  sacerdotes  cristianos  la  potestad  de  ofrecer  el  sacri- 
ficio es  inherente  a  la  de  transubstanciar  el  pan  y  el  vino  en  el  cuerpo  y 
sangre  de  Cristo,  así  es  natural  que  en  María  a  la  potestad  de  determinar 
la  encamación  sea  inherente  la  de  ofrecer  en  sacrificio  la  víctima  por  ella 
misma  constituida  o  preparada.  Por  lo  menos,  constando  ya  que  María 
poseía  cierto  sacerdocio  y  que  en  realidad  ofreció  a  Dios  la  víctima  del 
Calvario,  esta  potestad  de  María  en  la  encarnación  es  un  título  poderoso 
que  realza  su  sacerdocio  y  da  mayor  autoridad  y  eficacia  a  su  oblación 
sacerdotal.  Y  en  este  sentido  puede  equipararse  al  sacerdocio  de  los  sacer- 
dotes cristianos.  Pero  bajo  otros  conceptos  lo  supera.  Porque  la  transubs- 
tanciación y  el  sacrificio  eucarístico  es  como  una  prolongación  de  la  encar- 
nación y  del  sacrificio  de  la  cruz:  la  acción,  por  tanto,  de  María  sobre 
la  encarnación  y  sobre  el  sacrificio  de  la  cruz  es  más  excelente  que  la  de 
los  sacerdotes  sobre  lo  que  es  simple  extención  o  prolongación  suya.  Ade- 
más María  en  su  acción  sacerdotal  es  única,  e  interviene  con  representación 
potestativa;  en  cambio,  los  sacerdotes  cristianos  son  muchos,  e  intervienen 
con  representación  puramente  ministerial. 

Comparado  con  el  sacerdocio  eminente.  ¿Participó  María,  de  una 
manera  secundaria  y  subalterna,  del  sacerdocio  eminente  de  Cristo?  Así 
parece  indicarlo  el  principio  de  asociación.  Si  Cristo,  principio  primario 
de  la  redención,  actuó  como  sacerdote,  y  su  oblación  sacerdotal  fué  la  ac- 
tuación del  principio  primario,  parece  que  proporcionalmente  María,  prin- 
cipio secundario  de  la  misma  redención,  ha  de  actuar  en  el  mismo  sentido. 
Razones  intrínsecas,  derivadas  de  los  principios  mariológicos,  contrarias 
a  esta  asociación  sacerdotal  de  María  a  Cristo,  no  existen;  al  contrario, 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


345 


la  suprema  dignidad  de  la  Madre  de  Dios,  investida  además  de  la  repre- 
sentación potestativa,  y  el  doble  hecho  de  que  María  ha  de  participar  de 
algún  sacerdocio  y  de  que  en  el  Calvario  ofreció  realmente  la  víctima  divina 
al  Padre  celestial,  favorecen  semejante  asociación  aun  in  linea  sa- 
cerdotii. 

Más  eficaz  parece  el  principio  de  asociación  bajo  otro  concepto.  María, 
como  Segunda  Eva,  estuvo  asociada  a  la  persona  y  a  la  obra  de  Cristo 
en  lo  que  formalmente  es  propio  de  él  como  Segundo  Adán.  Ahora  bien, 
como  el  primer  Adán,  precisamente  en  cuanto  tal  era  el  sacerdote  nato  de 
la  humanidad,  así  pertenece  a  la  esencia  del  Segundo  Adán  ser  sacerdote. 
El  sacerdocio,  por  tanto,  es  una  función  esencial  del  Segundo  Adán.  Y  si 
así  es,  María,  asociada  como  Segunda  Eva  al  Segundo  Adán,  ha  de  parti- 
cipar de  lo  que  a  éste  es  esencial;  consiguientemente,  también  de  su  sacer- 
docio eminente.  Esta  razón  se  refuerza  poderosamente,  si  se  admite,  como 
parece  debe  admitirse,  que  María  participó  de  la  gracia  o  dignidad  de 
Cabeza.  Porque,  siendo  Cristo  supremo  sacerdote  en  cuanto  es  Cabeza 
de  la  humanidad,  si  María  participa  de  esta  dignidad  capital,  ha  de  parti- 
cipar necesariamente  de  su  sacerdocio  eminente. 

Tales  son  las  razones,  parte  ciertas  (respecto  de  un  cierto  sacerdocio 
más  lato),  parte  probables  (respecto  de  un  sacerdocio  superior),  que  parecen 
demonstrar  el  sacerdocio  de  María:  suficientes,  por  lo  menos,  para  dar 
mayor  relieve  y  un  carácter  especial  a  la  corredención  Mariana,  demons- 
trada ya  anteriormente  bajo  otros  conceptos.  Otra  razón  existe,  más  fun- 
damental y  elevada,  que,  si  fuese  más  cierta,  consolidaría  definitivamente 
las  expuestas  hasta  ahora:  nos  referimos  a  la  consagración  sacerdotal  de 
María,  relacionada  con  su  santidad  sustancial,  que  vamos  a  estudiar. 

§  2.    Santidad  sustancial  y  consagración  sacerdotal  de  María 

Como  estas  dos  prerrogativas  de  María  no  pueden  entenderse  sino  a 
imitación  y  en  función  de  las  correspondientes  prerrogativas  de  Cristo,  hay 
que  estudiar  previamente  la  santidad  sustancial  y  la  consagración  sacerdotal 
del  Sumo  Sacerdote. 


346 


mari'a,  mediadora  universal 


A.    Esta  doble  prerrogativa  en  Cristo 
a)    Santidad  sustancial 

Estado  de  la  cuestión.  Sobre  la  santidad  sustancial  de  la  humanidad 
de  Cristo  sólo  incidentalmente  trató  Santo  Tomás.  El  mismo  Suárez  no  la 
trata  con  la  amplitud  y  precisiones  que  le  dieron  los  teólogos  posteriores, 
principalmente  Lugo  y  Arriaga.  En  todos  ellos,  y  también  en  algunos  teó- 
logos modernos,  reina  cierta  indecisión,  por  la  manera  de  tratar  de  la  santi- 
dad más  en  sentido  real  que  en  sentido  formal.  Pero  en  medio  de  esa 
perplejidad  o  confusión  brillan,  en  Suárez  principalmente,  ciertos  relám- 
pagos que  pueden  orientarnos.  Guiándonos  por  ellos,  procuraremos,  aun- 
que brevemente,  fijar  el  concepto  formal  de  la  santidad  y  su  carácter  moral. 

Concepto  formal  de  la  santidad.  El  concepto  de  la  santidad,  como 
el  de  otras  entidades  morales,  como  la  justicia,  el  derecho,  la  autoridad,  se 
concreta  en  realidades  físicas,  cuales  son,  por  ejemplo,  la  gracia  santificante 
y  los  hábitos  de  las  virtudes.  Pero  hay  que  prescindir  de  semejantes  reali- 
dades físicas,  si  se  quiere  obtener  un  concepto  puro  de  la  santidad,  como 
entidad  formalmente  moral.    De  ellas,  pues,  prescindiremos. 

Aun  sin  salimos  del  orden  moral,  la  santidad  comprende  multitud  de 
elementos  dispares,  —  antecedentes  (o  dispositivos),  formales  y  consecuentes 
(o  efectivos),  —  que  hay  que  coordinar  y  jerarquizar. 

Comenzando  por  el  elemento  formal,  la  santidad  es  una  destinación  o 
consagración  estable  y  legítima  al  obsequio,  servicio  o  culto  divino,  que 
lleva  consigo  cierta  apropiación  especial  de  parte  de  Dios  y  cierto  contacto 
moral,  trato  más  íntimo  y  unión  o  conjunción  con  la  divinidad.  Aun  esta 
misma  santidad  formal  puede  ser  o  actual  o  habitual.  La  actual  es  el  acto 
de  la  consagración.  La  habitual  es  la  especial  excelencia  o  carácter  sagrado 
y  religioso  que  adquiere  la  cosa  consagrada. 

Antecedentemente  a  la  consagración  se  requieren  dos  cosas:  la  aptitud 
o  dignidad  de  la  cosa  para  ser  consagrada  a  Dios,  que  consiste  principal- 
mente en  la  integridad  (o  rectitud)  y  en  la  limpieza  (o  pureza);  y  el  bene- 
plácito de  Dios,  que  destina  tal  cosa  a  su  servicio,  es  decir,  que  se  la  quiere 
apropiar  con  el  nuevo  título  especial  de  la  consagración. 

Consiguientemente  a  la  consagración.  Dios  mira  con  nueva  compla- 
cencia y  amor  la  cosa  que  le  está  consagrada,  como  cosa  especialmente  suya, 
al  cual  amor  siguen  los  dones  o  beneficios  divinos  conforme  a  la  capacidad 
y  naturaleza  de  la  cosa.    Más  claro:  la  consagración  es  un  título  que  da 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


347 


cierto  derecho  a  ulteriores  dones  divinos,  conformes  con  la  capacidad  de  la 
cosa  consagrada  y  la  perfección  o  excelencia  de  la  consagración. 

Santidad  sustancial  de  Cristo.  Además  de  la  santidad  creada  o  acci- 
dental de  Cristo,  que  consiste  principalmente  en  la  gracia  santificante  y  en 
la  plenitud  del  Espíritu  Santo,  reconocen  generalmente  los  teólogos  en  Cristo, 
conformes  con  la  doctrina  de  los  Santos  Padres,  otra  santidad  que  llaman 
sustancial,  que  es  la  que  la  humanidad  de  Cristo  recibe  de  la  unión  hipos- 
tática  con  el  Verbo  divino.  Veamos  en  qué  sentido  se  verifica  en  semejante 
santidad  el  concepto  de  la  santidad  formal  y  en  qué  sentido  puede  llamarse 
sustancial. 

Ante  todo  hay  que  constatar  que  ni  la  personalidad  del  Verbo  ni  su 
naturaleza  divina  ni  la  unión  hipostátix;a  son,  ni  pueden  ser,  propiamente 
la  forma  o  cuasi-forma,  que  unida  físicamente  a  la  humanidad,  la  constituya 
santa.  Esto  sería  explicar  por  entidades  físicas  una  entidad  moral.  La 
santidad  ha  de  ser,  y  es,  la  consagración,  destinación  u  ordenación  de  la 
naturaleza  humana  al  servicio,  obsequio,  trato  y  unión  con  el  Verbo  divino, 
que  se  la  apropia  singularmente  como  enteramente  suya;  y,  como  forma 
habitual,  es  la  dignidad  y  carácter  sagrado  que  obtiene  la  humanidad  sacro- 
santa por  su  íntima  unión  con  el  Verbo  divino.  Los  elementos  antecedentes 
o  dispositivos  (rectitud,  pureza,  beneplácito  divino)  y  los  consiguientes  o 
efectivos  (la  complacencia  amorosa  de  Dios  y  el  derecho  a  sus  dones)  no 
son  difíciles  de  señalar  en  la  santidad  de  Cristo. 

Esta  santidad  se  llama  sustancial,  porque  la  unión  de  la  naturaleza  con 
el  Verbo  es  sustancial.  Se  verá  la  razón  de  semejante  denominación  con  la 
comparación  de  la  doctrina  católica  con  el  error  nestoriano.  Para  Nestorio 
también  quedaba  santificada  la  humanidad  de  Cristo,  pero  a  manera  de 
templo,  por  tanto  sólo  accidentalmente;  en  cambio,  para  los  católicos  era 
santificada  sustancialmente,  porque  su  unión  con  el  Verbo  de  Dios  era  sus- 
tancial en  unidad  de  persona.  Tal  parece  ser  la  razón  histórica  de  esta 
denominación,  que,  tomada  superficialmente  parece  menos  coherente,  dado 
que  «santidad»  es  de  orden  moral,  mientras  que  «sustancial»  pertenece  al 
orden  físico.  Con  todo,  puede  admitirse  esa  denominación,  no  precisamente 
por  lo  que  tiene  de  física,  sino  por  el  grado  supremo  de  unión  que  en  sí 
encierra.  ^ 

Santidad  infinita.  La  infinidad  de  esta  santidad,  que  en  el  orden  físico 
sería  más  difícil  de  explicar,  se  explica  fácilmente  en  el  orden  moral:  no 
sólo  en  sentido  más  lato,  en  cuanto  es  la  máxima  santidad  posible  que 
pueda  recibir  un  sujeto  creado,  cual  es  la  humanidad  de  Cristo,  sino  en 
sentido  más  estricto,  por  cuanto  es  de  dignidad  o  valor  moralmente  infinito, 


348 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


por  SU  unión  estrechísima  con  la  santidad  esencial  de  Dios,  que  se  refunde 
en  la  humanidad  como  en  cosa  propia  y  perteneciente  a  su  misma  persona. 
Así  entendida  la  infinidad,  es  una  nueva  confirmación  del  carácter  moral 
de  la  santidad  sustancial  de  Cristo.    Subamos  a  los  mismos  principios. 

En  los  seres  intelectuales  es  realmente  lo  mismo  «supuesto»  que  «per- 
sona» ;  pero,  mientras  «supuesto»  pertenece  al  orden  puramente  físico,  «per- 
sona» añade  a  lo  físico  propiedades  o  relaciones  de  orden  moral.  Consi- 
guientemente la  unión  hipostática  puede  concebirse  de  dos  maneras  o  bajo 
dos  aspectos:  como  modo  físico  (sea,  o  no,  una  realidad  físicamente  dis- 
tinta), por  el  cual  la  humanidad  forma  con  el  Verbo  un  solo  «supuesto» 
físico,  o  bien  como  un  modo  físico-moral,  por  el  cual  la  misma  humanidad 
forma  coíi  el  Verbo  una  sola  «persona»  física  a  la  vez  y  moral.  Ahora  bien, 
bajo  el  aspecto  físico  este  modo  es,  como  entidad  creada,  finito  y  limitado; 
en  cambio,  bajo  el  aspecto  moral,  como  que  no  es  propiamente  una  entidad 
creada,  sino  una  derivación  o  resultancia  espontánea,  proveniente  de  la 
persona  divina,  es  apreciativamente  de  valor  infinito.  Un  ejemplo  ilustrará 
esta  diferencia:  el  de  los  méritos  de  Cristo.  Los  actos  meritorios  de  Cristo, 
en  su  ser  físico,  son  evidentemente  finitos;  en  cambio,  su  meritoriedad  es 
moralmente  infinita,  por  estar  dignificada  por  la  persona  infinita  del  Verbo. 
De  esta  segunda  manera,  moral,  hay  que  considerar  la  unión  hipostática 
como  santificación  o  consagración  de  la  naturaleza  humana  de  Cristo  a  la 
persona  del  Verbo  bajo  su  aspecto  moral. 

A  este  propósito  queremos  citar  unas  expresiones  de  Suárez,  quien, 
aunque  no  trata  ex  profeso  este  problema,  deja,  con  todo,  entrever  clara- 
mente su  sentir,  idéntico  al  de  su  digno  émulo  Vázquez  (De  incarn.,  disp. 
41,  c.  3).  Declarando  que,  no  sólo  el  alma  de  Cristo,  sino  también  su  carne 
fué  santificada  por  la  unión  hipostática,  dice:  «[Primo]  sanctificata  fuit  per 
unionem  caro  Christi,  quia  ex  vi  illius  digna  est  supremo  cultu  et  reve- 
rentia.  Secundo,  quia  purissima  et  mundissima  effecta  est:  ...  dicitur  autem 
sanctum,  quod  est  coram  Deo  purum  et  mundum,  ut  ex  usu  Scripturae 
constat.  Tertio,  quia  specialiter  fuit  Deo  consecrata,  vel  potius  quasi  pro- 
pria  illius  effecta;  dicuntur  autem  máxime  sancta,  quae  Deo  coniunguntur 
eiusve  cultui  dicantur.  Quarto.  quia  ex  vi  unionis  debetur  illi  coniunctio 
cum  anima  sancta  et  beata  et  ipsa  beatitudo.  quantum  illius  fotest  esse 
capax»  [In  3  p.  D.  Thom.,  disp.  18,  sect.  1.  n.  12).  De  estas  cuatro  razones, 
todas  ellas  de  orden  moral,  la  tercera  expresa  la  santidad  formal,  de  la  cual 
da  Suárez  una  definición  exacta;  la  segunda,  los  antecedentes  o  disposicio- 
nes morales  de  la  santidad ;  la  primera  y  la  cuarta,  sus  derivaciones  o  con- 
secuencias.   El  nombre  de  «moral»  lo  emplea  poco  después  el  Ddctor  Exi- 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


349 


mió:  «Denominatio  illa  grati  aut  sancti...  solum  explicat  vel  dignitatem  et 
excellentiam  illius  personae,  vel  singularem  Dei  dilectionem,  a  qua  donum 
illud  proficiscitur,  vel  moralem  quandam  dignitatem,.-.  qua,  singulari  modo, 
est  consecrata  et  coniuncta  Deo»  (Ib.  n.  17). 

b)    Consagración  sacerdotal 

La  consagración  sacerdotal  de  Cristo  fué  la  misma  unión  hipostática. 
Así  lo  indica  San  Pablo,  quien,  después  de  enumerar  las  propiedades  del 
sacerdote,  añade:  «Así  también  Cristo  no  se  glorificó  a  sí  mismo  en  hacerse 
pontífice,  sino  el  que  le  habló:  Hijo  mío  eres  tú,  yo  hoy  te  he  engendrado» 
(Hebr.  5,  5).  Sobre  las  cuales  palabras  anota  San  Juan  Crisóstomo: 
«¿Dónde,  pues,  fué  ¡Cristo]  ordenado  [sacerdote]?...  Por  la  profecía  Fdel 
Salmo  2,  citado  por  San  Pablo]  lo  declara...  Porque  es  [esta  profecía]  una 
previa  constatación  de  haber  sido  [Cristo]  ordenado  [sacerdote]  por  Dios» 
(In  Hebr.,  5,  5.  MG  63.  68-69).  La  palabra  «ordenado»  es  en  el  Crisóstomo 
el  término  técnico  con  que  se  designaba  la  ordenación  sacerdotal.  Coinci- 
den los  demás  Padres,  cuyo  pensamiento  recogió  Petavio  con  estas  palabras: 
«Cum  hac  autem  [Christi]  connexa  est  pontificia  dignitas,  cuius  symbolum 
est  unctio,  quam  nomen  illud  prae  se  fert...  Quare  pontifex  et  sacerdos  in 
ipsa  carnis  susceptione  factus  est  Dei  Filius,  quando  divinitate  est  inuncta 
hominis  assumpta  natura»  (De  incarn.,  1,  12,  c.  11,  n.  4).  Y  con  los 
Padres  los  teólogos.  Suárez,  por  ejemplo,  escribe:  «Christus  autem  non 
fuit  ordinatus  sacerdos  per  aliquam  extrinsecam  ordinationem.  vel  conse- 
crationem,  sed  ex  vi  suae  originis  et  hypostaticae  unionis  et  divinae  ordina- 
tionis  hanc  dignitatem  habuit»  (in  3  p.  D.  Thom.,  disp.  46,  sect.  3,  n.  2). 

Esto  supuesto,  resulta  que  la  unión  hipostática  es  a  la  vez  santificación 
sustancial  de  Cristo  y  su  consagración  sacerdotal.  Esto  indica  la  estrecha 
conexión  entre  la  santificación  y  la  consagración.  De  hecho,  declaramos 
la  naturaleza  de  la  santificación  diciendo  que  es  una  consagración  al  servicio 
divino,  y  la  consagración  diciendo  que  es  una  santificación  que  dispone  para 
la  oblación  de  los  sacrificios.  Además,  tanto  la  una  como  la  otra  se  ex- 
presan por  la  misma  metáfora  de  la  unción.  En  suma,  la  consagración 
sacerdotal  no  es  sino  una  forma  específica  de  la  santificación  formal. 


350 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


B.    Participación  de  María  en  esta  doble  prerrogativa  de  Cristo 

a)    En  la  santidad  sustancial 

La  opinión  de  Ripalda,  que  la  divina  maternidad  era  como  forma  que 
santificaba  formalmente  a  la  Madre  de  Dios,  ha  sido  impugnada  casi  unáni- 
memente por  los  teólogos.  Quizás  ni  él  ni  ellos  tienen  toda  la  razón.  Ri- 
palda no  enfocó  bien  el  problema,  y  dió  con  ello  ocasión  a  que  los  otros  con- 
fundiesen en  sus  impugnaciones  lo  verdadero  con  lo  falso.  Pretender,  como 
Ripalda,  que  la  maternidad  divina  pudiera  producir  formalmente  los  mismos 
efectos  que  la  gracia  santificante,  es  confundir  el  orden  físico  con  el  moral. 
Ni  siquiera  la  santidad  sustancial  de  Cristo  produce  semejantes  efectos;  y 
por  esto,  además  de  la  gracia  sustancial  o  increada,  ponen  los  teólogos  en 
Cristo,  como  necesaria  para  ciertos  efectos,  la  gracia  accidental  o  creada. 
Mas,  si,  deslindando  el  orden  moral  del  físico,  concebimos  la  maternidad 
divina  como  principio  de  santificación  moral,  el  problema  cambia  radical- 
mente de  aspecto,  y  su  solución  es  tan  llana,  que  se  impone  con  su  evidencia. 
Decimos,  pues,  que  la  maternidad  divina,  no  en  su  entidad  física  o  fisioló- 
gica, sino  en  sus  propiedades  y  relaciones  morales,  entraña  en  sí  una  santi- 
ficación moral.  Las  consecuencias  que  puedan  derivarse  de  esta  verdad 
nos  mueven  a  recordar  brevemente  lo  que  anteriormente  tratamos  con  alguna 
mayor  extensión. 

Verdad  fundamental.  Veamos  si  en  la  maternidad  divina,  moralmente 
considerada,  se  verifican  las  condiciones,  antes  propuestas,  de  la  santidad 
formal. 

Lo  formal  de  la  santidad  es  ser  una  destinación,  ordenación  o  consagra- 
ción de  una  persona  o  cosa  al  servicio  y  obsequio  de  Dios,  tal,  que  lleve 
consigo  un  especial  trato,  contacto  o  relación  con  Dios.  Ahora  bien,  la 
divina  maternidad  consagraba  a  María,  toda  su  persona  y  toda  su  vida,  al 
servicio  y  obsequio  exclusivo  del  Hijo  de  Dios  hecho  hombre,  más  aún, 
a  la  realización  de  los  planes  divinos  sobre  la  salud  eterna  de  los  hombres, 
y  llevaba  consigo  el  contacto  y  trato  más  íntimo  con  el  divino  Redentor. 
Luego  la  maternidad  divina  era  por  sí  misma  una  santificación  de  María. 

Si  semejante  santidad  fuera  un  hecho  aislado,  podríamos  acaso  entonces 
dudar  de  su  realidad;  pero  este  género  de  santidad  o  santificación  es  común, 
por  no  decir  ordinario.  La  ordenación  sacerdotal  y  la  profesión  religiosa, 
por  ejemplo,  son  una  santificación  formal:  aun  la  consagración  de  un  cáliz 
o  de  un  templo  constituyen  o  hacen  santos  los  objetos  consagrados.    Y  en 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


35Í 


el  Antiguo  Testamento  la  unción  de  los  sacerdotes,  de  los  profetas  y  aun 
de  los  reyes  se  consideraba  como  una  santificación  (Cfr.  San  Pablo,  Maestro 
de  la  vida  espiritual,  p.  1,  c.  2,  a.  2.  Barcelona,  1941,  pg.  51-64). 

Además,  como  santificación,  la  maternidad  divina  presupone  las  mismas 
disposiciones  o  antecedentes  y  entraña  las  mismas  consecuencias  o  deriva- 
ciones de  la  santidad.  Disposición  o  condición  necesaria  para  la  santidad 
es  la  limpieza  moral:  y  María,  precisamente  en  orden  a  ser  digna  Madre 
de  Dios,  fué  preservada  inmune  de  todo  pecado,  aun  del  más  leve,  aun  del 
original.  Y  fué  la  divina  maternidad  efecto  de  la  singular  predilección 
de  Dios  para  con  María.  Y  consecuencia  de  la  misma  maternidad  fueron 
los  incomparables  privilegios  de  María.  Se  verifican,  pues,  en  la  divina 
maternidad  todas  las  condiciones  de  la  santidad. 

Santidad  sustancial.  Por  analogía  con  la  de  Cristo  y  para  distin- 
guirla de  la  santidad  accidental,  la  santidad  inherente  a  la  maternidad  divina 
puede  llamarse  sustancial  o  cuasi-sustancial.  Maternidad  divina  y  unión 
hipostática  son  correlativas  entre  sí  y  pertenecen  al  mismo  orden.  Por 
tanto,  si  la  santidad  de  Cristo  se  llama  sustancial  por  radicar  en  la  unión 
hipostática,  proporcionalmente  también  la  de  María  puede  llamarse  sustan- 
cial por  radicar  en  su  correlativo,  o  sea,  en  la  divina  maternidad.  Y  si  con- 
sideramos la  generación,  acto  fundamental  de  la  maternidad,  no  es  sino  la 
comunicación  de  la  propia  sustancia;  y,  aun  considerada  como  acción, 
es  un  modo  sustancial.  Y  en  esto  la  santidad  de  María,  sólo  inferior  a  la 
de  Cristo,  es  inmensamente  superior  a  la  de  todos  los  demás. 

Santidad  casi  infinita.  Esta  santidad,  radicada  en  la  divina  mater- 
nidad es  proporcional  a  ésta.  Y  como  ésta  es  casi  infinita,  de  ahí  que  lo  sea 
también  la  santidad  en  ella  radicada.  Y  de  ahí  también  los  excelsos  privi- 
legios que  en  el  orden  de  la  santidad  enaltecen  a  la  Madre  de  Dios  sobre 
todos  los  seres  creados  del  cielo  y  de  la  tierra. 

Hemos  estudiado  esta  santidad  de  María  para  ver  si  en  ella  descubrimos 
la  raíz  íntima  de  su  sacerdocio.    Esto  es  lo  que  ahora  hemos  de  estudiar. 

b)    En  la  consagración  sacerdotal 

Lo  que  más  segura  y  profundamente  nos  pueda  descubrir  la  participa- 
ción de  María  en  la  consagración  sacerdotal  de  Cristo  ha  de  ser  la  analogía 
que  exista  entre  la  santidad  sustancial  de  la  Madre  y  la  del  Hijo. 

En  Cristo  la  santidad  sustancial  y  la  consagración  sacerdotal  radican 
en  la  misma  unión  hipostática,  que  es  a  la  vez  su  unción  santificadora  y  su 


352 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


unción  sacerdotal.  Notemos  bien  esta  identidad  de  la  forma  o  cuasi-forma, 
que  tiene  doble  efecto  formal:  constituir  juntamente  a  Cristo  santo  y  sacer- 
dote. Ambos  efectos  produce  la  misma  unión  hipostática,  a  manera  de  una 
única  unción,  porque  entraña  en  sí  la  doble  virtualidad  de  santificar  y  de 
imprimir  carácter  sacerdotal.  Ahora  bien,  a  la  unión  hipostática  corres- 
ponde correlativamente  la  maternidad  divina,  que  pertenece  al  orden  su- 
premo de  la  unión  hipostática.  Luego,  si  ésta  tiene  la  doble  virtualidad 
de  santificar  sustancialmente  y  de  consagrar  sacerdotalmente,  ¿qué  razón 
hay  para  que  la  maternidad  divina,  que  santifica  sustancialmente,  no  con- 
sagre también  a  María  sacerdotalmente?  Dos  causas  análogas  han  de  pro- 
ducir efectos  análogos. 

Ahondemos  algo  más.  En' Cristo  la  conexión  entre  la  santidad  sustan- 
cial y  la  consagración  sacerdotal  y  la  de  entrambas  con  la  unión  hipostática 
no  es  accidental.  Por  una  parte,  la  santidad  y  la  consagración  son,  lo 
mismo  la  una  que  la  otra,  una  destinación,  ordenación  o  dedicación  total 
al  servicio  y  culto  de  Dios.  Son,  por  tanto,  dos  acciones  o  dos  actitudes 
homogéneas  respecto  de  Dios.  De  ahí  que  en  Cristo  espontáneamente  la 
destinación  santificadora  se  convierta  en  destinación  sacerdotal.  La  santi- 
dad es  la  condición  esencial  y  fundamental  del  sacerdocio.  Así  es  en  Cristo: 
¿por  qué  no  en  María?  Por  otra  parte,  la  unión  hipostática,  que  en  toda 
hipótesis  santificaría  siempre  sustancialmente  a  la  naturaleza  humana,  en  la 
hipótesis  actual  de  la  presente  providencia  es  también  consagración  sacer- 
dotal, porque  Dios  decretó  la  encarnación  del  Verbo  en  orden  a  la  redención 
humana,  que  quiso  se  realizase  por  vía  de  sacrificio.  De  modo  que  la 
índole  soteriológica  de  la  unión  hipostática  es  la  causa,  por  que  no  solo 
santifique  sustancialmente  a  Cristo,  sino  que  le  consagre  sacerdote.  Pero 
también  la  maternidad  divina  es,  en  la  actual  providencia,  esencialmente 
soteriológica  y  está  ordenada  a  la  redención  humana.  Luego,  proporcio- 
nalmente,  a  su  potencia  de  santificación  ha  de  acompañar  la  potencia  de 
consagrar  sacerdotalmente. 

Toda  santificación,  es  decir,  toda  consagración  y  entrega  de  sí  mismo 
al  servicio  de  Dios,  si  es  absoluta,  total  y  plenaria,  entraña  en  sí  la  dispo- 
sición y  preparación  para  la  propia  inmolación,  para  el  sacrificio.  Ahora 
bien,  el  sacrificio  es  el  acto  más  característico  y  como  específico  del  sacer- 
docio. Luego  santificación  y  sacerdocio  convergen  en  un  mismo  término: 
el  sacrificio.  Por  esto  en  Cristo  el  acto  inicial  con  que  se  consagró  total- 
mente al  cumplimiento  de  la  voluntad  del  Padre  celestial,  era  implícitamente 
la  aceptación  del  sacrificio  de  la  cruz,  que  se  hizo  explícita,  así  que  entendió 
ser  ésta  la  voluntad  del  Padre.    La  santidad  sustancial  determinó  la  consa- 


LIUKO  I.  —  Cor.KEDKNCIüN  353 

gración  sacerdotal,  porque  uno  mismo  era  el  término  de  entrambas:  la  cruz. 
Pero  también  la  consagración  que  de  sí  hizo  María  a  Dios  en  la  encarnación 
era  absoluta,  total  y  plenaria:  «He  aquí  la  esclava  del  Señor».  Luego 
también  esta  consagración  llevaba,  por  así  decir,  fatalmente  al  sacrificio; 
que,  así  que  conoció  la  voluntad  de  Dios,  abrazó  con  toda  su  alma. 

Hay  más.  En  la  encarnación  el  Redentor  no  miró  simplemente  al  sacri- 
ficio de  la  cruz  como  a  cosa  futura,  sino  que  ya  entonces  se  trasladó  espiri- 
tualmente  al  Calvario  y  ya  desde  entonces  actuó  formalmente  como  sacer- 
dote con  el  acto  principal  del  sacrificio,  que  es  la  oblación  sacerdotal.  La 
inmolación  de  la  víctima  no  se  realizó  sino  muchos  años  más  tarde;  pero 
!;i  oblación  del  sacerdote  se  inició  entonces  para  no  cesar  ya  hasta  la  consu- 
mación del  sacrificio.  La  oblación  de  Nazaret  y  la  inmolación  del  Calvario 
forman  un  todo  moralmente  indivisible,  como  dos  actos  complementarios  de 
un  mismo  sacrificio.  Este  carácter  sacrifical  de  la  encarnación  muestra 
la  íntima  conexión  entre  la  unión  hipostática  y  el  sacerdocio  del  Redentor, 
entre  la  santificación  sustancial  y  la  consagración  sacerdotal.  Esto  en 
Cristo:  en  María  ¿será  aventurado  suponer  una  conexión  análoga  entre  la 
maternidad  divina,  correlativa  a  la  unión  hipostática,  y  alguna  oblación 
sacerdotal? 

Otra  consideración  parece  llevar  al  mismo  resultado.  María  engendró 
a  Cristo  formal  y  reduplicativamente  como  sacerdote.  Que  no  le  engendró 
simplemente  como  hombre,  que  después  e  independientemente  de  la  genera- 
ción fuese  constituido  sacerdote.  Todos  los  elementos  constitutivos  del  sa- 
cerdocio de  Cristo  se  hallan  ya  en  la  encarnación  y  en  la  generación  materna. 
La  humanidad  y  la  solidaridad  con  los  hombres  la  recibió  entonces  de  María ; 
\  ella  fué  quien  con  su  libre  consentimiento  determinó  eficazmente  la  unión 
hipostática,  que  fué  su  unción  sacerdotal.  De  ahí  se  sigue  que  la  maternidad 
(le  María,  como  es  maternidad  divina,  que  roza  con  los  confines  de  la  divi- 
nidad, así  es  también  maternidad  sacerdotal,  como  es  también  maternidad 
regia,  que  constituye  a  María  Reina  Madre.  Notemos  la  diferencia  sustan- 
cial que  existe  entre  la  monarquía  electiva  y  la  monarquía  hereditaria.  En 
la  electiva,  la  madre  engendra  al  hombre,  pero  no  engendra  al  rey;  en  la 
hereditaria,  por  el  contrario,  la  madre  engendra  juntamente  al  hombre  y  al 
rey,  que  lo  es  precisamente  en  virtud  de  la  generación  materna.  De  esta 
manera  María  engendró  a  Cristo  sacerdote.  En  consecuencia,  como  la  ma- 
dre del  rey  participa,  secundariamente,  si  se  quiere,  de  la  realeza  del  hijo, 
así  María  ha  de  participar  del  sacerdocio  del  Hijo,  que  lo  es  en  virtud  de 
la  misma  generación  materna.  La  comparación  entre  el  rey  y  el  sacerdote 
sugiere  otra  razón  para  atribuir  a  María  alguna  participación  en  el  sacer- 

23 


354 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


docio  de  Cristo.  Si  María  participa  de  la  realeza  de  Cristo,  ¿por  qué  no 
ha  de  participar  igualmente  de  su  sacerdocio?  Si  es  la  Reina  Madre,  por 
ser  Madre  del  Rey  eterno,  ¿por  qué  no  ha  de  ser  Madre  sacerdotal,  por 
haber  engendrado  al  que  nació  de  ella  Sacerdote  eterno  según  el  orden  de 
Melquisedec?  Y  alcanza  mayor  fuerza  esta  razón,  si  se  recuerda  que  la 
misma  unión  hipostática  fué  a  la  vez  la  que  ungió  a  Cristo  como  a  rey  y 
como  a  sacerdote. 

Otras  consideraciones  pudiéramos  hacer  en  el  mismo  sentido.  Podría- 
mos poner  de  relieve  la  capacidad  intrínseca  que  confiere  a  María  para  el 
sacerdocio  más  excelso  la  excelencia  incomparable  de  su  santidad  sustan- 
cial. ¿Y  Dios  había  de  dejar  inactiva  y  como  baldía  esta  capacidad  intrín- 
seca para  el  sacerdocio?  Sobre  todo,  desde  el  momento  que  consta  ya,  como 
hemos  visto  anteriormente,  cierto  sacerdocio  de  María,  y  consta  también  el 
hecho  de  cierta  oblación  suya  sacerdotal,  la  santidad  sustancial  de  María  es 
por  lo  menos  un  título,  no  ciertamente  extraño,  sino  perteneciente  al  mismo 
orden  de  realidades,  para  que  aquella  capacidad  intrínseca,  unida  a  este 
cierto  sacerdocio  y  a  esta  oblación  sacerdotal,  eleve  y  dignifique  estas  dos 
funciones  homogéneas  y  las  convierta  en  un  sacerdocio,  superior  al  común 
de  los  fieles  respecto  del  sacrificio  eucarístico  y  superior  también  al  sacerdo- 
cio ministerial,  y  sólo  comparable  con  el  supremo  sacerdocio  de  Cristo,  del 
cual  sea  una  participación  o  derivación.  Por  lo  menos  ¿qué  razones  serias 
en  contra  se  han  aducido  o  pueden  aducirse? 


Capítulo  V 

COMPASIÓN  CORREDENTIVA  POR  VÍA  DE  RESCATE 

Art.  1.  Preliminares 

No  nos  detendrá  mucho  este  nuevo  aspecto  de  la  Corredención  Mariana, 
que,  si  es  de  capital  importancia  en  la  Mariología  docymental,  lo  es  mucho 
menos  en  la  Mariología  especulativa. 

La  denominación  general  de  redención  coartada  al  sentido  de  rescate, 
aunque  algo  compleja,  no  ofrece  especial  dificultad.  Rescate  es  el  acto  de 
pagar  el  precio  correspondiente  para  obtener  la  liberación  de  un  cautivo  o 
esclavo.    Tres  personas  intervienen  de  suyo  en  el  rescate:  el  que  paga  el 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


355 


precio,  el  que  lo  recibe  y  aquel  a  cuyo  favor  se  paga  y  se  recibe.  En  éste  se 
opera  un  cambio,  que  es  el  fin  o  efecto  del  rescate:  el  paso  o  tránsito  del 
estado  de  cautividad  o  servidumbre  al  de  libertad. 

En  la  aplicación  de  esta  noción  general  a  la  redención  de  Cristo  hay 
que  observar  varias  cosas.  Respecto  de  las  personas  se  introduce  cierta 
complicación,  que  a  algunos  Padres  antiguos  desconcertó  algo,  aparente- 
mente a  lo  menos.  Mientras  que  en  el  rescate  ordinario  sólo  suelen  inter- 
venir tres  persoitas,  en  la  redención,  en  cambio,  aparece  una  cuarta  persona, 
el  demonio.  En  el  rescate  vulgar  el  precio  se  paga  al  mismo  que  tiene 
cautivo  o  esclavo  a  aquel  que  se  quiere  liberar ;  en  la  redención,  en  cambio, 
quien  tenía  cautivo  y  esclavizado  al  hombre  era  el  demonio;  y,  sin  embargo, 
el  precio  de  la  redención  no  se  paga  al  demonio,  sino  a  Dios.  La  razón  es 
que  el  demonio  no  era  propiamente  señor  del  hombre,  sino  mero  verdugo  o 
ejecutor  de  la  sentencia  divina.  Aunque  sometido  a  la  potestad  tiránica  del 
demonio  en  castigo  de  su  pecado,  el  hombre  no  se  había  sustraído  al  do- 
minio soberano  de  Dios.  El  precio  de  la  redención  se  designa  de  variaa 
maneras:  unas  veces  es,  más  vagamente,  el  mismo  Cristo;  otras,. más  deter- 
minadamente, su  sangre  o  su  vida.  El  efecto  obtenido  con  la  redención  es 
el  cambio  operado  en  el  hombre,  que  de  cautivo  o  esclavo  del  demonio,  del 
pecado  y  de  la  muerte,  pasa  a  la  libertad  de  los  hijos  de  Dios  y  herederos 
de  la  gloria. 

Advierte  Suárez,  con  mucha  razón  {In  3  p.  D.  Thom.,  q.  48,  a.  4),  que 
la  redención  o  rescate  nada  real  añade  a  la  pasión  de  Cristo  considerada 
como  satisfactoria  y  meritoria;  lo  nuevo  que  introduce  es  la  imagen  meta- 
fórica de  rescate,  que  presenta  la  redención  a  manera  de  compra-venta, 
reduciéndola  en  cierto  modo  a  la  justicia  conmutativa.  Esta  imagen  meta- 
fórica, tan  importante  para  agrupar  numerosos  textos  patrísticos,  capitales 
para  afianzar  la  verdad  de  la  corredención  Mariana,  desde  el  punto  de  vista 
especulativo  es  una  combinación  de  las  dos  nociones  de  satisfacción  y  de 
mérito.  El  precio  del  rescate,  en  cuanto  libra  del  estado  de  cautiverio  o 
esclavitud,  coincide  con  la  satisfacción ;  en  cuanto  da  o  restituye  la  filiacióir 
divina,  es  decir,  la  gracia  y  la  gloria,  conviene  con  el  mérito.  También  la 
noción  de  sacrificio  comprendía  las  dos  nociones  de  satisfacción  y  de  mérito ; 
pero  añadía  dos  formalidades  importantes:  el  carácter  sagrado  o  religioso 
de  la  inmolación  y  la  oblación  sacerdotal.  Lo  único,  si  no  propiamente 
nuevo,  pero  sí  algo  interesante,  que  ofrece  la  noción  de  rescate  es  el  relieve 
que  da  al  precio,  o  sea,  a  la  sangre  y  a  la  vida  del  Redentor,  lo  cual  puedíj 
ofrecer  alguna  ligera  ventaja  para  la  precisión  y  fuerza  de  los  argumentos 
con  que  se  pruebe  la  Cor  redención  Mariana  bajo  la  noción  de  rescate. 


356 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Según  Santo  Tomás  la  acción  de  rescatar  se  atribuye  principalmente  a 
aquel  cuyo  es  el  precio  que  se  paga;  pero  puede  también  atribuirse  menos 
principalmente  al  que  de  alguna  manera  contribuya  o  coopere  en  la  acción 
de  pagarlo.  Esta  segunda  manera  de  cooperar  es  más  lata  o  menos  propia, 
dado  que  se  verifica  fuera  de  la  formalidad  específica  de  rescate;  la  primera, 
en  cambio,  como  que  llega  a  lo  que  el  rescate  tiene  de  más  característico  y 
formal,  es  mucho  más  propia.  Que  María  hubiese  cooperado  a  la  redención, 
concebida  como  rescate,  en  cuanto  contribuyó  a  la  acción  de  pagar  el  precio, 
se  ha  probado  ya  anteriormente  de  muchas  maneras  y  bajo  diferentes  con- 
ceptos. El  acto  del  consentimiento  y  los  múltiples  actos  de  la  crianza  y 
educación,  en  cuanto  orientados  al  Calvario  y  convergentes  en  el  acto  reden- 
tivo,  eran  una  cooperación  moral  inmediata  con  inmediación  de  eficiencia; 
y  estos  mismos  actos,  en  cuanto  renovados  o  ratificados,  virtualmente  a  lo 
menos,  en  el  Calvario,  constituían  una  cooperación  moral  inmediata  con 
inmediación  de  contacto  al  acto  del  rescate.  Semejante  cooperación  era 
ya  suficiente  para  establecer  o  verificar  la  verdad  de  la  Corredención, 
aunque  menos  principal.  Pero  además  de  esta  cooperación  hay  que  admitir 
que  también  bajo  la  formalidad  de  rescate  cooperó  María  en  el  acto  mismo 
redentivo.  Y  esto  por  dos  títulos:  1)  por  cuanto  el  precio  del  rescate,  esto 
es,  la  sangre  y  la  vida  del  Hijo  era  también  algo  que  pertenecía  a  la  Madre; 
2)  por  cuanto  los  dolores  y  las  lágrimas  de  la  Madre  eran  secundariamente 
precio  de  nuestro  rescate;  es  decir,  1)  por  apropiación  del  precio  principal 
del  rescate,  2)  por  aportación  propia  de  un  precio  secundario.  Mas,  como 
la  argumentación  fundada  en  este  doble  título  de  Corredención  es  sustan- 
cialmente  la  misma  que  la  expuesta  anteriormente  bastará  solamente 
indicarla. 


Art.  2.    Doble  título  de  cooperación  en  el  rescate 

Precio  apropiado.  Consideremos  las  dos  expresiones  más  característi- 
cas del  precio  de  nuestro  rescate:  la  sangre  y  la  vida  del  Redentor. 

La  sangre  del  Redentor  era  de  María.  Ella  se  la  había  dado  de  sí  misma 
por  la  generación  materna;  ella  la  había  sustentado  y  completado,  primero 
con  su  propia  sustancia  y  luego  con  sus  desvelos  maternales.  Porque  el 
Hijo  no  la  perdiera,  ella  derramaría  gustosa  toda  la  sangre  de  sus  venas. 
Una  sencilla  reflexión  nos  mostrará  la  verdad  y  el  alcance  de  esta  propiedad 
de  María  sobre  la  sangre  del  Hijo.  Juan,  por  ejemplo,  o  Magdalena  ¿po- 
dían mirar  como  suya  propia,  lo  mismo  que  María,  la  sangre  del  Redentor? 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN  357 

Evidentemente  que  no.  Algo,  pues,  había  en  la  realidad,  que  permitía  a 
María,  más  que  a  Juan  o  Magdalena,  mirar  como  suya  la  sangre  del  Re- 
dentor. Y  este  algo,  que  es  mucho,  que  son  los  derechos  de  madre,  es  la 
razón  por  la  cual  el  precio  de  nuestro  rescate,  si  es  principalmente  del  Hijo, 
no  deja  por  eso  de  ser  también  de  la  Madre.  María,  pues,  al  consentir 
resignada  y  obediente  el  derramamiento  de  la  sangre  redentora,  derrama- 
miento para  ella  dolorosísimo,  podía  ofrecer  como  suyo  al  Padre  el  precio 
de  nuestra  redención.  Y  si  corredimir  es  contribuir  por  su  parte  al  precio 
del  rescate,  María,  que  tanto  contribuyó  al  precio  de  nuestra  redención, 
con  toda  verdad  puede  ser  llamada  Corredentora  nuestra.  María,  por  así 
decir,  había  acuñado  la  moneda  con  que  habíamos  de  ser  rescatados;  y  si 
esta  moneda  pasaba  a  ser  propiedad  del  Hijo,  la  Madre,  que  se  la  entregó, 
no  había  perdido  todos  sus  derechos  sobre  ella. 

La  vida  de  Cristo  era,  más  claramente  aún,  vida  de  María.  Con  su 
propia  sustancia,  con  'su  propia  vida,  la  Madre  plasmó  la  nueva  vida  del 
Hijo,  reproduciendo  en  ella  su  propia  vida.  Y  con  los  oficios  maternales 
María  iba  constantemente  transfundiendo  su  vida  en  la  del  Hijo:  su  vida 
física,  que  se  iba  consumiendo  para  alimentar  la  vida  del  Hijo;  su  vida 
moral,  que  se  iba  traspasando  y  concentrando  toda  en  el  Hijo.  Nunca  jamás 
ha  sido  tanta  verdad,  como  en  Jesús  y  María,  que  la  vida  del  hijo  es  una 
prolongación  o  reproducción  o  extensión  de  la  vida  de  la  Madre.  Por  el 
amor,  la  Madre  no  vivía  ya  en  sí,  sino  toda  en  el  Hijo,  ni  tenía  otra  vida 
que  la  vida  del  Hijo:  con  más  verdad  que  San  Pablo,  podía  decir:  «Para 
mí  el  vivir  es  Cristo»  (Philp.  1,  21).  Y  por  los  derechos  maternos,  la  vida 
del  Hijo  pertenecía  a  la  Madre,  era  algo  suyo.  María,  por  tanto,  podía 
ofrecer  al  Padre,  como  cosa  propiamente  suya,  la  vida  del  Hijo  por  el  res- 
cate de  los  hombres.  Si  los  fieles  en  el  sacrificio  eucarístico  presentan  ali 
Padre  la  víctima  divina  como  cosa  suya  — que  lo  es  por  la  inefable  solida- 
ridad de  Cristo  con  los  hombres — ,  con  mucho  mayor  razón  podía  ofrecer 
María  como  cosa  suya  la  víctima  de  nuestra  redención. 

Este  aspecto  de  la  cooperación  de  María  en  nuestro  rescate,  por  la  parte 
que  le  cabía  en  el  precio  ofrecido,  es  innegable,  y  es  suficientísimo  para 
fundar  sólidamente  su  título  de  Corredentora. 

Aportación  propia.  Pero  también  los  dolores  propios  de  la  Madre, 
sus  padecimientos  personales  y  sus  lágrimas,  son,  si  bien  secundariamente, 
precio,  congruo  a  lo  menos,  de  nuestra  redención.  Recordemos  aquella 
estrofa,  que  canta  la  Iglesia  en  las  Laudes  de  la  segunda  fiesta  ( 15  sept.)  de 
los  Dolores  de  María: 


358 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Nobis  salutem  conferant 
Deiparae  tot  lacrimae, 
Quibus  lavare  sufficis 
Totius  orbis  crimina. 

Y  aquel  versículo  con  su  responsorio:  «María  Virgo,  per  virtutem  tot  dolo- 
rum,  fac  nos  gaudere  ín  regno  caelorum».  Estas  lágrimas,  suficientes  para 
lavar  los  crímenes  de  todo  el  mundo,  y  estos  dolores,  por  cuya  virtud  pode- 
mos nosotros  esperar  la  bienaventuranza  eterna,  no  se  refieren,  por  de  pronto, 
a  la  intercesión  actual  de  María  en  los  cielos,  donde  cabsterget  Deus  omnem 
lacrimam  ab  oculis  eorum,...  ñeque  luctus...  ñeque  dolor  erit  ultra»  (Apoc. 
21,  4),  sino  a  su  actuación  en  el  Calvario.  Y  si  así  es,  las  lágrimas  y  los 
dolores  de  María  por  la  pasión  y  muerte  de  su  Hijo  poseen  valor  intrínseco 
para  servir  de  precio  de  nuestro  rescate.  Responder  que  estas  expresiones 
de  la  Sagrada  Liturgia  son  piadosas  exageraciones,  es  un  recurso  socorrido, 
más  fácil  y  cómodo  que  objetivo  y  científico;  es  desconocer  lo  que  valen 
a  los  ojos  de  Dios  estas  lágrimas  y  estos  dolores  de  la  que  es  la  Madre  de 
Dios,  que  con  caridad  inmensa  llora  la  muerte  de  su  Unigénito  y  ofrece 
sus  atroces  dolores  por  la  salud  eterna  de  los  hombres.  Y  supuesto  este 
valor  intrínseco  de  las  lágrimas  y  dolores  de  María,  su  valor  corredentivo 
no  ofrece  ya  especial  dificultad:  no  hay  por  que  repetir  lo  dicho  en  los 
capítulos  precedentes,  cuya  aplicación  al  caso  presente  es  obvia. 


Capítulo  VI 

LA  «MUJER»  DEL  APOCALIPSIS,  MADRE  DOLOROSA 
DEL  REDENTOR  CRUCIFICADO 

Demonstrada  ya  la  Corredención  de  la  com-pasión  Mariana  bajo  las 
cuatro  formalidades  de  mérito,  satisfacción,  sacrificio  y  rescate,  podemos 
contemplar  el  profundo  misterio,  la  «gran  señal»  de  la  «Mujer»,  de  la  Madre 
dolorosa,  que  consuma  en  el  Calvario  la  generación  del  Redentor  crucifi- 
cado. El  capítulo  12  del  Apocalipsis  presenta  a  nuestros  ojos  esta  gran 
visión  de  dolor  y  de  gloria. 

De  dos  maneras  podemos  considerar  la  «Mujer»  del  Apocalipsis:  o  sim- 
plemente como  una  imagen  grandiosa  de  María  Corredentora,  cuya  corre- 


LIBRO  I.  —  COUREDENCIÓN 


359 


dención  se  presupone  demonstrada,  o  bien  como  un  nuevo  título,  suficiente 
por  sí  solo  para  probar  la  verdad  de  la  Corredención  Mariana.  Lo  primero 
sería  más  sabroso  y  estético;  lo  segundo,  en  cambio,  aunque  más  laborioso 
y  árido,  será  más  científico  y  más  conforme  con  la  índole  de  nuestro  trabajo. 
Por  esto  segundo,  pues,  hemos  de  optar.  Para  lograrlo  plenamente,  hay 
que  probar  dos  cosas:  1)  que  la  «Mujer»  del  Apocalipsis  es  María;  2)  que 
la  maternidad  dolorosa  de  la  «Mujer»  es  maternidad  de  corredención. 


Art.  1.    María  es  la  «Mujer»  del  Apocaupsis 

Para  demonstrar  la  identidad  entre  María  y  la  «Mujer»  del  capítulo  12 
del  Apocalipsis  no  creemos  necesario  reproducir  aquí  lo  que  hace  ya  más 
de  veinte  años  escribimos  sobre  El  capítulo  XII  del  Apocalipsis  y  el  capí- 
tulo III  del  Génesis  (Estudios  eclesiásticos  1  [1922].  5-18):  estudios  ulte- 
riores del  sagrado  texto  nos  han  sugerido  una  imeva  demonstración,  más 
fácil,  a  nuestro  juicio,  y  más  eficaz.  Sin  retractar,  pues,  lo  escrito  ante- 
riormente, propondremos  esta  nueva  demonstración.  Nos  atendremos,  lo 
mismo  que  antes,  pero  más  estrictamente  todavía,  a  los  principios  normales 
y  usuales  de  la  hermenéutica  bíblica. 

Precisemos  el  problema.  La  «Mujer»  es  evidentemente  la  Madre  del 
Mesías  o  del  Redentor.  Pero  semejante  afirmación,  por  obvia  que  parezca, 
no  decide  la  cuestión  a  favor  de  María,  la  única  Madre  real  del  Redentor. 
El  lenguaje  del  Apocalipsis,  lleno  de  símbolos  y  alegorías,  no  acredita  esa 
solución  simplista.  La  maternidad  es,  sin  duda,  la  generación  feminina; 
pero  en  el  simbolismo  apocalíptico  es  posible  que  la  maternidad  sea  una 
expresión  figurada  de  la  generación  proveniente  de  una  colectividad  capaz 
de  ser  concebida  bajo  una  imagen  feminina.  De  ahí  la  doble  solución  posi- 
ble y  aun  probable:  la  maternidad  de  la  «Mujer»  o  es  la  maternidad  real 
de  María  o  es  la  maternidad  simbólica  de  una  colectividad.  Para  averiguar 
cual  de  las  dos  maternidades,  la  real  o  la  simbólica,  ha  querido  expresar 
el  autor  del  Apocalipsis  en  la  «Mujer»,  primero  recogeremos  los  hechos,  es 
decir,  los  textos  bíblicos  referentes  a  la  generación  del  Mesías,  y  luego 
procuraremos  determinar  su  interpretación. 


360  MARÍA.  MEDIADORA  LMVERSAI, 


§  1.    Textos  bíblicos  referentes  a  la  generación  del  Mesías 

Suponemos,  y  presuponen  todos  los  intérpretes  del  Apocalipsis,  que  San 
Juan  no  ha  querido  expresar  bajo  la  imagen  de  la  <> Mujer»  sino  la  persona 
o  colectividad,  a  la  cual  en  la  Escritura  se  atribuye  con  fundamento  real  la 
generación  del  Mesías.  Hay  que  ver,  pues,  a  quién  o  a  quiénes  se  atribuye 
en  la  Escritura  semejante  generación. 

En  este  sentido  hallamos  en  la  Escritura  dos  corrientes  o  series  de  textos: 
unos  que  hablan  de  la  generación  patriarcal,  otros  que  expresan  la  genera- 
ción virginal.  Para  mayor  precisión  distinguiremos  en  estos  textos  los 
rasgos  reales  y  los  rasgos  verbales. 

Rasgos  reales.  Comenzando  por  los  rasgos  o  indicios  reales,  es  evi- 
dente y  sabido  que  la  Escritura  presenta  a  los  patriarcas  como  progenitores 
del  Mesías.  Ciñéndonos.  para  abreviar,  a  sólo  San  Pablo,  la  Epístola  a  los 
Romanos  enumera  entre  los  grandes  privilegios  otorgados  por  Dios  a  los 
judíos  los  grandes  patriarcas  del  Antiguo  Testamento:  «cuyos  son.  dice,  los 
patriarcas,  y  de  quienes  desciende  el  Mesías  en  cuanto  a  la  carne»  (Rom. 
9,  5).  Entre  estos  progenitores  del  Mesías  menciona  especialmente  a 
Abrahán,  a  Judá  y  a  David:  «A  Abrahán  le  fueron  hechas  promesas,  y  en 
él  a  su  Descendencia....  la  cual  es  Cristo»  (Gal.  3,  16 1;  «El  Señor  nuestro 
es  retoño  de  Judá»  (Hebr.  7,  14):  «nacido  de  la  estirpe  de  David  según  la 
carne»  (Rom.  1.  3).  En  consecuencia,  la  generación  del  Mesías  se  atribuye 
a  la  colectividad  de  la  serie  patriarcal. 

Al  lado  de  la  generación  pariarcal  está  la  generación  virginal.  El  texto 
más  conocido  es  el  de  Isaías:  «Ecce  virgo  concipiet  et  pariet  filium,  et 
vocabitur  nomen  eius  Emmanuel»  (Is.  7,  14),  que  San  Mateo  (1.  23)  inter- 
preta en  sentido  mesiánico.  En  el  mismo  sentido  hay  que  entender  aquellas 
palabras  de  Miqueas  «parturiens  pariet»  (Mich.  .5,  3),  que  siguen  inme- 
diatamente a  la  famosa  profecía  «Et  tu,  Bethlehem  Ephrata...»  (5.  2l  Eco 
de  esas  profecías  son  aquellas  palabras  de  San  Pablo:  «Envió  Dios  a  su 
propio  Hijo,  hecho  de  Mujer»  (Gal.  4.  4).  Y  antes  que  todos  estos  textos 
está  el  Proto-Evangelio  (Gen.  3.  1.5),  que  presenta  al  prometido  Reparador 
como  «Descendencia  de  la  Mujer»,  que,  según  la  interpretación  tradicional 
V  más  probable,  por  lo  menos,  se  refiere  a  la  Madre  del  Mesías.  Se  ha 
notado  además  frecuentemente  el  hecho,  que  en  el  Antiguo  Testamento, 
siempre  que  se  habla  de  la  generación  inmediata  del  Mesías,  se  menciona 
a  su  Madre. 


LinRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


361 


La  fusión  o  yuxtaposición  de  estas  dos  corrientes  da  lugar  a  una  corrien- 
te mixta,  patriarcal  a  la  vez  y  virginal,  cual  aparece  en  la  genealogía  de 
San  Mateo  (1,  1-17)  y  en  la  Anunciación  narrada  por  San  Lucas  íl,  31-33). 
Es  significativa  esta  fusión,  por  cuanto  prueba  que  la  generación  del  Mesías 
puede  muy  bien  presentarse  juntamente  como  patriarcal  y  como  virginal. 

En  consecuencia,  considerados  los  rasgos  reales,  la  generación  del  Mesías 
puede  presentarse  o  como  patriarcal  o  como  virginal  o  bien  simultáneamente 
bajo  ambos  aspectos. 

Rasgos  verbales.  Para  apreciar  mejor  los  rasgos  verbales  y  consi- 
guientemente las  alusiones  que  el  texto  apocalíptico  pueda  contener  a  las 
profecías  del  Antiguo  Testamento,  servirá  de  base  la  versión  latina  de  la 
Vulgata,  que  retocaremos  ligeramente,  amoldándola  en  lo  posible  al  original 
griego: 

Et  signum  magnum  <visum  est^-  in  cáelo: 
Mulier  <circumamicta^-  solé, 
et  luna  <subtus  pedes^  eius, 

et  <super  caputi-  eius  corona  stellarum  duodecim: 

et  in  Utero  habens, 

<et  clámate-  parturiens, 

et  <cruciatum  habens>-  ut  pariat... 

Et  peperit  filium  masculum, 

qui  recturus  <est--  omnes  gentes  in  virga  férrea  (Ap.  12,  1-5). 

Dos  rasgos  verbales  hay  que  señalar  principalmente,  favorables  a  la  ge- 
neración patriarcal.  El  primero  es  la  «corona  de  doce  estrellas»,  que,  según 
la  interpretación  más  general,  que  consideramos  acertada,  se  refiere  a  los 
doce  patriarcas  de  Israel;  y  es  un  indicio  de  la  generación  patriarcal.  No- 
temos, empero,  que  las  doce  estrellas  coronan  a  la  Mujer,  pero  no  son  la 
misma  Mujer.  El  segundo  es  más  complicado  e  indirecto,  pero  necesario 
para  fundamentar  o  justificar  el  simbolismo  de  la  maternidad  o  generación 
femenina  aplicado  a  Israel.  Las  expresiones  «parturiens...  peperit  filium 
masculumt)  son  una  alusión  manifiesta  a  este  pasaje  de  Isaías: 

Antequam  parturiret  peperit; 
antequam  veniret  partus  eius, 
peperit  masculum... 
quia  parturivit  et  peperit 
Sion  filios  suos  (Is.  66,  7-8). 


362 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Es  de  notar  que  esta  personificación  feminina  y  maternal  de  Sión  se 
halla  también  en  el  Salmo  86,  cuyo  vers.  5,  traducido  literalmente,  suena: 
«<De>-  Sion  <dicetur^-:  Homo  et  homo  natus  est  in  ea».  Análoga  perso- 
nificación simbólica  se  halla  en  San  Pablo,  que,  escribiendo  a  los  Gálatas, 
dice:  «Abrahán  tuvo  dos  hijos:  uno  de  la  esclava,  y  otro  de  la  libre.  Mas 
el  de  la  esclava  nació  según  la  carne;  pero  el  de  la  libre,  en  virtud  de  la 
promesa.  Estas  cosas  están  dichas  alegóricamente;  pues  esas  dos  mujeres 
son  dos  Alianzas:  la  una  desde  el  monte  Sinaí,  que  engendra  para  la  escla- 
vitud, la  cual  es  Agar...  Mas  la  Jerusalén  de  arriba  es  libre,  la  cual  es 
madre  nuestra»  (Gal.  4,  22-26).  Pero  notemos  que  todos  estos  textos,  si 
son  aptos  para  explicar  o  justificar  la  concepción  simbólica  de  Israel 
bajo  la  imagen  de  la  maternidad,  no  se  refieren  a  la  generación  del 
Mesías. 

Más  numerosos,  claros  y  directos  son  los  rasgos  verbales  relativos  a  la 
generación  virginal.  Las  palabras  «signum...  in  cáelo»  son  una  alusión 
manifiesta  a  estas  otras  de  Isaías:  «Pete  tibi  signum  a  Domino  Deo  tuo, 
in  profundum  inferni  sive  in  excelsum  supra...  Propter  hoc  dabit  Dominus 
ipse  vobis  signum»  (Is.  7,  11-14).  Merece  consignarse  la  interpretación  de 
San  Ireneo:  «In  eo  autem  quod  dixerit:  Ipse  Dominus  dabit  signum,  id  quod 
erat  inopinatum  generationis  eius  significavit:  quod  nec  factum  esset  aliter, 
nisi  Dominus  Deus  omnium  ipse  dedisset  signum  in  domo  David.  Quid 
enim  magnum,  aut  quod  signum  fieret  in  eo,  quod  adolescentula  concipiens 
ex  viro  peperisset...?  Sed  quoniam  inopinata  salus  hominibus  inciperet 
fieri,  Deo  adiuvante,  inopinatus  et  partus  Virginis  fiebat,  Deo  dante  signum 
hoc,  sed  non  homine  operante  illud»  {Adv.  Imer.,  3,  21,  6.  MG  7,  953).  Y 
más  brevemente:  «Deus  igitur  homo  factus  est,  et  ipse  Dominus  salvabit 
nos,  ipse  dans  Virginis  signum»  (Ib.,  3,  21,  1.  MG  7,  964). 

La  palabra  «Mulier»,  con  el  relieve  que  tiene,  recuerda  invenciblemente 
el  Proto-Evangelio:  «Inimicitias  ponam  ínter  le  et  Mulierem»,  en  que  apa- 
rece la  misma  palabra  con  idéntico  relieve.  Donde  es  de  notar  que  en 
ambos  pasajes  aparecen  juntos  y  contrapuestos  la  Mujer  y  la  serpiente  o 
dragón.  Ni  es  menos  curioso  y  significativo  el  modo  como  en  el  Cuarto 
Evangelio  se  nombra  a  María.  Mientras  el  Evangelista,  sin  pronunciar  una 
sola  vez  su  nombre,  la  llama  constantemente  «la  Madre  de  Jesús»  (loh.  2, 
1;  2,  3;  2,  5;  2,  12;  19,  25-26),  el  mismo  Jesús  no  le  da  otro  nombre  que 
el  de  «Mulier»  (loh.  2,  4;  19,  26).  Identificación  bien  expresiva  entre  las 
dos  expresiones  «Mulier»  y  «Madre  de  Jesús»:  para  el  mismo  Evangelista 
principalmente,  en  cuyo  corazón  quedó  profundamente  grabada  la  palabra 
«Mulier»,  cuando  oyó  de  labios  del  Maestro  moribundo:  «Mulier,  ecce  filius 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


363 


tuus».  Y  este  hijo  de  la  «Mujer»  era  el  mismo  Evangelista,  el  mismo  autor 
del  Apocalipsis. 

Por  fin,  la  expresión  «parluriens...  peperit»  más  que  una  alusión  es  una 
reproducción  de  las  palabras  de  Miqueas  «parturiens  pariet»,  con  que  es 
designada  la  Madre  del  Mesías. 

Tales  son  los  textos  bíblicos  relativos  a  la  «Mujer»  real  o  simbólica, 
singular  o  colectiva,  a  quien  se  atribuye  la  generación  del  Mesías.  Resta 
ahora  examinarlos  y  cotejarlos  atentamente  para  hallar  la  solución  del  pro- 
blema. 

§  2.    Interpretación  de  los  textos  citados 

Para  proceder  con  mayor  orden  y  claridad,  concretaremos  los  resultados 
que  se  desprenden  de  los  textos  precedentes  en  varias  conclusiones,  que  jus- 
tificaremos con  el  examen  y  cotejo  de  los  mismos  textos. 

1.  Conclusión  general  o  comprensiva.  La  primera  conclusión,  más 
genérica  o  imprecisa,  es  que  la  «Mujer))  significa  de  alguna  manera  tanJo 
n  Israel  como  a  la  Virgen  María.  La  razón  parece  obvia.  Si  existen  dos 
series  de  textos,  igualmente  autorizados,  unos  a  favor  de  la  generación  pa- 
triarcal, otros  a  favor  de  la  generación  virginal,  sería  enteramente  arbitrario, 
■e  inadmisible,  aceptar  los  unos  y  recusar  los  otros.  La  razón  que  se  aduzca 
para  admitir  los  unos,  vale  igualmente  para  admitir  los  otros,  y  condena  su 
inmotivada  exclusión. 

2.  Conclusión  eliminativa.  La  segunda  conclusión,  eliminando  los 
sentidos  inaceptables  que  pudieran  darse  a  la  colectividad  patriarcal,  precisa 
su  verdadero  sentido.  Se  ha  identificado  frecuentemente  a  la  «Mujer»  o 
con  la  Sinagoga  de  los  judíos  o  bien  con  la  Iglesia  cristiana.  Decimos, 
pues,  que  ni  la  Sinagoga  ni  la  Iglesia  cristiana  son  la  aMujer))  del  Apo- 
calipsis. 

Primeramente,  no  lo  es  la  Sinagoga.  Para  no  perdernos  en  cuestiones 
de  palabras,  entendemos  por  Sinagoga  el  judaismo  en  el  sentido  etnográfico 
y  político,  o,  para  expresarnos  con  términos  de  cuño  Paulino,  el  judaismo 
de  la  Ley  o  el  Israel  de  la  carne,  como  contrapuesto  al  Israel  de  la  promesa 
o  el  Israel  de  Dios.  Así  entendida,  la  Sinagoga  ni  es,  ni  puede  ser,  ni  real 
ni  simbólicamente,  la  Madre  del  Mesías.  La  razón  es  clara.  La  generación 
del  Mesías  es  precisamente  la  gran  promesa,  hecha  a  los  patriarcas  de  Israel, 
con  la  cual  nada  tenía  que  ver  la  Ley  de  Moisés.  No  vamos  a  reproducir* 
aquí,  por  creerlo  superfluo.  las  acerbas  diatribas  de  San  Pablo  contra  los 
que,  confundiendo  la  economía  de  la  promesa  con  el  régimen  de  la  Ley, 


/ 


364  MAnÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 

vinculaban  torpemente  a  ésta  el  cumplimiento  de  la  promesa.  Por  lo  demás, 
aquellas  expresiones  del  mism.o  Apocalipsis  «blasphemaris  ab  his  qui  se 
dicunt  iudaeos  esse,  et  non  sunt,  sed  sunt  synagoga  satanae»  (2,  9),  «ecco 
dabo  de  synagoga  satanae,  qui  dicunt  se  iudaeos  esse,  et  non  sunt,  sed  men- 
tiuntur»  (3,  9),  no  son  muy  favorables  a  la  identificación  de  la  «Mujer» 
con  la  Sinagoga.  El  nombre  que  juzgamos  más  apropiado  para  designar 
la  colectividad  patriarcal,  en  cuanto  identificada  con  la  «Mujer»,  es  el  de 
Israel  de  la  promesa,  o  simplemente  Israel. 

Tampoco  la  Iglesia  cristiana,  en  su  sentido  propio,  puede  identificarso 
con  la  "Mujer».  También  aquí  la  razón  parece  decisiva.  Por  una  parte, 
los  textos  de  la  serie  patriarcal  no  se  refieren  a  la  Iglesia ;  y  en  consecuencia 
carece  de  todo  fundamento  bíblico  su  identificación  con  la  «Mujer».  Por 
otra  parte,  si  no  es  violentando  el  sentido  de  las  palabras  y  de  las  cosas, 
la  Iglesia  cristiana  no  es,  ni  puede  concebirse  como  Madre  del  Mesías.  Ade- 
más, en  el  Apocalipsis  la  Iglesia  se  presenta  como  la  esposa  del  Cordero,  no 
como  su  Madre.  Sólo  en  un  sentido  más  amplio  pudiera  la  «Mujer»  ser  la 
Iglesia,  en  cuanto  ésta,  como  «Israel  de  Dios»,  en  frase  de  San  Pablo  (Gal. 
6,  16),  se  extiende  también  al  Antiguo  Testamento  con  el  nombre  de  Israel 
de  la  promesa.  Pero  esta  extensión  de  la  Iglesia  no  justifica  el  que  la 
Iglesia  cristiana  se  identifique  con  la  «Mujer». 

3.  Conclusión  sintética.  La  doble  identificación  de  Israel  y  de 
María  con  la  «M«,/er»  no  ha  de  entenderse  en  el  sentido  de  dos  identifica- 
ciones totales  e  independientes,  sino  más  bien  de  una  sola  identificación 
compuesta  o  combinada  o  per  modum  unius.  La  unidad  de  la  imagen  de 
la  «Mujer»  excluye  semejante  dualidad  de  significaciones  independientes, 
que  además  serían  incoherentes.  Comprobación  de  esta  unidad  o  combi- 
nación harmónica  son  los  textos  que  hemos  llamado  mixtos,  en  que  confluyen 
las  dos  corrientes  de  los  textos  patriarcales  y  virginales.  Por  lo  demás, 
esta  combinación  de  significaciones  está  en  consonancia  con  el  simbolismo 
del  Apocalipsis,  en  que  aparecen  símbolos  de  símbolos,  que  pudiéramos 
llamar  de  segundo  grado. 

4.  Conclusión  disyuntiva.  Esta  combinación  harmónica  de  las  dos 
significaciones  puede  concebirse  de  dos  maneras  diferentes:  a)  en  cuanto 
se  concibe  como  base  la  significación  patriarcal,  completada  o  modificada 
por  la  virginal;  b)  en  cuanto  predomina  o  aparece  en  primer  término  la 
significación  virginal,  matizada  o  aureolada  por  la  patriarcal.  Hay  que 
precisar  algo  más.  Cada  una  de  estas  dos  maneras  puede  presentar  dos 
formas  distintas,  a)  La  «Mujer»  puede  significar  a  Israel,  o  bien  represen- 
tado simplemente  con  los  rasgos  de  María,  o  bien  como  convergiendo  y 


LIBRO  I. — ^  Cül¡r.l,Ui;NClÓN 


365 


concentrándose  realmente  en  María,  b)  La  «Mujer»  puede  significar  a 
María,  o  bien  representada  con  los  rasgos  de  Israel,  o  bien  como  recogiendo 
y  sintetizando  en  sí  realmente  todas  las  generaciones  patriarcales  y  todas 
las  promesas  hechas  a  Israel;  o,  acaso  más  claramente,  o  bien  en  cuanto 
está  representada  imaginariamente  con  los  rasgos  propios  de  Israel,  o  bien 
en  cuanto  ella  lleva  la  representación  jurídica  de  Israel.  Estas  dos  formas 
de  significación  en  cada  una  de  las  dos  maneras  no  son  indiferentes.  En 
la  primera  forma  la  significación  complementaria  sería  ideal  o  imagina- 
ria; en  la  segunda  sería  real  o  jurídica.  En  alguna  de  estas  maneras  y 
formas  de  significación  o  representación  hay  que  concebir  la  combinación 
harmónica  de  las  dos  significaciones,  patriarcal  y  virginal.  ¿Cuál  es  la 
preferible? 

5.  Nueva  conclusión  eliminativ  a.  Ante  todo  hay  que  descartar  la 
forma  de  significación  complementaria  que  sea  puramente  ideal  o  imagi- 
naria. Ni  la  hipótesis  de  Israel  representado  con  rasgos  tomados  de  María 
satisface  a  la  serie  de  textos  virginales,  ni  la  hipótesis  de  María  representada 
con  rasgos  tomados  de  Israel  satisface  a  la  serie  de  textos  patriarcales. 
Estas  hipótesis,  que  ya  resultan  improbables,  si  las  dos  series  de  textos 
se  consideran  separadamente,  resultan  completamente  inverosímiles,  si  se 
comparan  entre  sí  las  dos  series.  Porque  en  cualquiera  de  las  dos  hipótesis 
una  de  las  series  habría  de  tomarse  en  sentido  real,  otra  en  sentido  figurado. 
Pero  para  hacer  esta  diferencia  entre  las  dos  series,  era  necesario  que  las 
expresiones  y  el  tono  de  las  dos  series  de  textos  fueran  tan  marcadamente 
distintos,  que  dieran  pie  para  que  la  una  se  interpretase  en  sentido  real  y 
la  otra  en  sentido  figurado.  Y  tales  diferencias  ¿dónde  se  descubren?  Si 
la  una,  cualquiera  que  sea,  se  toma  en  sentido  real,  es  arbitrario  tomar  la 
otra,  de  carácter  y  tono  análogo  a  la  primera,  en  sentido  figurado.  Además, 
ahí  están  los  textos  mixtos  o  confluyentes,  en  los  cuales  ambas  generaciones, 
la  virginal  y  la  patriarcal,  se  hallan,  por  así  decir,  en  un  mismo  plano: 
ambas  se  consignan  en  sentido  real.  El  problema,  pues,  queda  reducido  a 
estas  dos  hipótesis:  o)  o  predomina  la  colectividad  israelítica,  como  puesta 
en  primer  término,  aunque  representada  y  concentrada  en  María,  b)  o  apa- 
rece en  primer  término  María,  si  bien  concentrando  en  sí  toda  la  colecti- 
vidad pariarcal  y  llevando  su  representación.  El  examen  objetivo  y  el 
cotejo  de  los  textos  parece  decisivo  a  favor  de  la  significación  predomi- 
nante de  María. 

6.  Conclusión  definitiva.  La  aMujem  es  María  en  cuanto  concen- 
tra en  sí  a  Israel  y  lleva  su  representación.  Propondremos  las  razones  que 
nos  inclinan  a  preferir  esta  solución. 


366 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


La  «Mujer»  se  nos  presenta  con  todos  los  rasgos  propios  de  la  «madre»: 
por  el  sexo  feminino,  por  la  generación  feminina,  que  es  además  próxima 
o  inmediata.  Estos  tres  rasgos,  que  sólo  impropia  o  figuradamente  se  pueden 
aplicar  a  la  generación  patriarcal,  que  es  masculina  o  paterna  y  remota, 
se  verifican  a  la  letra  en  María.  Habían  de  intervenir  razones  de  otro  orden 
muy  poderosas,  para  que  pudiésemos  preferir  fundadamente  la  significación 
impropia  y  figurada  a  la  propia  y  real.    Y  esas  razones  no  existen. 

En  el  Cuarto  Evangelio,  escrito  por  el  mismo  autor  del  Apocalipsis, 
alternan  como  equivalentes  estas  dos  expresiones  «Mujer»  y  «Madre  de 
Jesús»,  únicas  además  con  que  en  él  se  designa  a  María.  Luego  parece  muy 
natural  que  el  autor  del  Apocalipsis  con  la  expresión  «Mujer»  pensase  de- 
signar a  la  «Madre  de  Jesús».  Y  adquiere  mayor  fuerza  esta  razón,  si  se 
tiene  en  cuenta  la  impresión  que  la  palabra  «Mujer»  había  dejado  en  el 
corazón  de  Juan,  al  oírla  en  el  Calvario  de  labios  de  Jesús  moribundo.  Al 
presentar  en  el  Apocalipsis  con  tanto  relieve  la  palabra  «Mujer»,  no  podía 
Juan  dejar  en  segundo  término  a  la  «Madre  de  Jesús». 

Con  la  palabra  «Mujer»  Juan  nos  hace  remontar  al  capítulo  tercero  del 
Génesis:  como  con  las  primeras  palabras  de  su  Evangelio  y  de  su  primera 
Epístola  se  remonta  al  capítulo  primero.  Ahora  bien,  en  el  capítulo  ter- 
cero del  Génesis,  es  decir,  en  el  Proto-Evangelio,  la  «Mujer»  no  es  Israel 
o  la  serie  de  los  patriarcas,  sino  María.  Luego  a  María  designa  principal- 
mente la  «Mujer». 

Cotejemos  ahora  las  series  de  textos.  Si  consideramos  los  rasgos  reales, 
los  textos  virginales  parecen  tener  cierta  preponderancia  sobre  los  patriar- 
cales, aunque  sola  acaso  no  sería  decisiva.  Sólo  en  los  textos  mixtos  o 
confluentes  adquiere  mayor  relive  esta  preponderancia.  Si,  en  cambio,  se 
consideran  los  rasgos  verbales,  de  suyo  además  más  significativos,  la  pre« 
ponderancia  de  los  textos  virginales  salta  a  la  vista.  Los  dos  que  hemos 
señalado  a  favor  de  la  significación  patriarcal  más  bien  favorecen  la  virgi- 
nal. El  de  las  «doce  estrellas»,  como  ya  hemos  advertido,  presenta  a  los 
doce  patriarcas  como  corona  de  la  «Mujer»,  no  como  la  misma  «Mujer» ; 
es  decir,  la  colectividad  patriarcal  circunda  a  la  «Mujer»  y  hace  converger 
en  ella  toda  su  dignidad  y  representación.  El  otro  rasgo  verbal,  remoto  e 
indirecto,  no  se  refiere  a  la  generación  del  Mesías:  sólo  muestra  la  posibili- 
dad de  concebir  simbólicamente  la  generación  patriarcal  bajo  la  imagen  de 
la  maternidad.  Al  contrario,  los  rasgos  verbales  relativos  a  la  generación 
virginal  o  a  María  son  claros  y  decisivos.  Las  expresiones  «signum»,  «Mu- 
lier»,  "parturiens  peperit»,  son  citas  verbales  de  profecías  mesiánicas  rela- 
tivas a  la  Madre  del  Mesías.    En  conclusión,  la  «Mujer»  es  María  por  doble 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


367 


título:  personal  y  representativo;  por  título  personal,  por  cuanto  ella  es  la 
Madre  del  Mesías;  por  título  representativo,  por  cuanto,  concentrando  en 
sí  y  coronando  la  serie  de  las  generaciones  patriarcales,  lleva  la  represen- 
tación de  Israel,  recoge  las  promesas  hechas  a  Abrahán  y  les  da  feliz  cum- 
plimiento. Concebida  así  la  significación  de  la  «Mujer»,  pierden  su  fuerza 
algunas  dificultades,  a  que  daría  lugar  una  interpretación  Mariana  pura- 
mente personal. 

Hemos  dicho  que  la  «Mujer»  no  es  propiamente  la  Iglesia  cristiana; 
pero  esto  no  quiere  decir  que  la  «Mujer»  no  tenga  ninguna  relación  con  la 
Iglesia.  Sí  las  tiene,  y  muy  profundas;  pero  se  refieren  a  la  maternidad 
espiritual  y  a  la  intercesión  actual  de  María,  que  habremos  de  estudiar  más 
adelante.  Ahora  nos  interesa  contemplar  la  significación  corredentiva  de  la 
«Mujer»  del  Apocalipsis. 

Art.  2.    Maternidad  dolorosa  y  corredentiva  de  la  «Mujer» 

«Signum  magnum  <visum  est'>-  in  cáelo:  Mulier...  in  útero  habens, 
■<et  clamat-^  parturiens,  et  <cruciatum  habens*^-  ut  pariat».  Estos  clamo- 
res y  dolores  de  parto  de  la  «Mujer»,  que  para  muchos  han  sido  una  difi- 
cultad contra  la  identificación  Mariana  de  la  «Mujer»,  son  más  bien  un  sím- 
bolo maravilloso  de  la  com-pasión  corredentora.  La  dificultad  nacía  de  la 
manera  de  concebir  la  maternidad  de  María  puramente  como  generación 
física,  que  estuvo  exenta  de  todo  dolor;  pero  semejante  concepción  mezquina 
ha  de  desaparecer  ante  una  concepción  más  amplia  y  más  grandiosa,  de 
la  maternidad  moralmente  también  considerada.  Recordemos  este  aspecto 
moral  de  la  maternidad  de  María,  base  de  sus  dolores  en  el  Calvario ;  y  a 
su  luz  comprenderemos  la  profunda  significación  y  el  alcance  de  las  miste- 
riosas expresiones  del  texto  apocalíptico. 

Dios  destinó  a  María  a  ser  la  Madre  del  Redentor.  El  ámbito  de  esta 
maternidad  pudo  ser  más  extenso  o  más  limitado;  las  relaciones  entre  la 
Madre  y  el  Hijo  pudieron  ser  más  o  menos  estrechas.  Pero  Dios  quiso  dar 
al  ámbito  de  esta  maternidad  su  máxima  amplitud,  y  a  estas  relaciones  su 
máxima  intimidad.  El  Hijo  de  Dios  nacía  de  María  para  ser  Redentor  y 
como  tal  morir  en  una  cruz:  y  María  había  de  ser  su  Madre,  y  actuar  como 
Madre  y  desempeñar  sus  oficios  do  Madre,  hasta  la  cruz  y  hasta  la  muerte 
del  Hijo.  Esto  quiso  Dios,  y  esto  liizo  María.  Su  maternidad  no  termina, 
no  se  consuma,  sino  con  la  muerte  del  Redentor.  Esta  verdad  se  merece 
más  profunda  consideración. 


368 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


El  Redentor  crucificado  es  el  objeto  de  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios. 
Suárez  tiene  a  este  propósito  un  pensamiento  bellísimo,  a  que  no  se  ha  pres- 
tado la  debida  atención.  Admite  él  con  la  escuela  franciscana  que  en  el 
plan  primitivo  de  la  creación,  antecedente  lógicamente  a  la  previsión  del 
pecado,  entra  ya  Cristo,  el  Hijo  de  Dios  hecho  hombre,  como  fin  primario 
de  la  obra  de  Dios;  pero  añade  profundamente  que  esta  gloria  del  Hombre- 
Dios  no  hubiera  llenado  los  ideales  y  aspiraciones  de  Dios,  si  no  la  hubiera 
contemplado  aureolada  con  la  gloria  del  Redentor  crucificado.  Suárez, 
como  San  Pablo,  no  quería  saber  sino  a  Cristo,  y  éste  crucificado,  ni  admi- 
tía otra  gloria  que  la  gloria  de  la  cruz  de  nuestro  Señor  Jesu-Cristo.  Nues- 
tra cortedad  y  rudeza  no  acaba  de  comprender  esta  gloria  suprema  de 
Cristo  crucificado.  La  cruz  del  Redentor  es  el  índice  máximo  de  la  gran- 
deza moral  del  Hombre-Dios,  la  revelación  más  aterradora  de  la  malicia  y 
gravedad  del  pecado,  la  más  excelsa  glorificación  de  Dios,  la  reparación  más 
digna  del  honor  divino,  el  medio  más  adecuado  de  la  redención  humana,  la 
más  sublime  lección  de  sabiduría  y  santidad.  Por  esto  la  santa  cruz  es  el 
centro  de  la  religión  cristiana  y  la  señal  de  los  cristianos.  Y  del  árbol  di 
la  cruz  florecen  las  otras  dos  grandes  devociones  cristológicas:  la  de  la 
Sagrada  Eucaristía,  mística  reproducción  del  misterio  de  la  cruz,  y  la 
del  Corazón  de  Cristo,  que  en  la  cruz  fué  traspasado  con  la  lanza  y  que 
sólo  en  la  cruz  mostró  a  los  hombres  toda  la  potencia  divina  de  su  amor  al 
Padre  y  de  su  amor  a  los  hombres.  Que  no  sólo  Pablo,  y  con  él  todos  loa 
hombres,  sino  también  el  Padre  celestial  puede  exclamar:  «Dilexit  me,  et 
tradidit  semetipsum  pro  me». 

Cristo  crucificado:  tal  es  el  ideal  y  el  blanco  de  la  encarnación.  Y 
también  de  la  divina  maternidad  de  María.  Cristo  crucificado  no  es  un 
término  remoto  o  extrínseco,  sino  el  fin  inmediato,  intrínseco,  total,  de  la 
maternidad  de  María  en  la  presente  providencia,  y,  según  Suárez,  en  todo 
orden  de  providencia.  Y  esta  maternidad  quiso  Dios  que  fuera  también 
total,  integral,  plenaria.  Toda  entera  la  maternidad  de  María  estaba  orde- 
nada, orientada,  consagrada,  como  a  su  objeto  único  y  exclusivo,  a  Cristo 
crucificado.  Todos  sus  oficios  y  desvelos  maternales  estaban  destinados  a 
criar,  formar,  preparar  el  Redentor  crucificado.  Contemplemos  la  coex- 
tensión de  la  maternidad  con  la  crucifixión.  La  crucifixión  se  consuma  en 
el  Calvario,  pero  se  inicia  ya  en  la  misma  encarnación,  en  que  el  Redentor 
se  desposa  con  la  cruz,  en  que  el  primer  acto  de  su  Corazón  es  la  obediencia 
amorosa  con  que  acepta  la  sentencia  de  cruz,  con  que  místicamente  se  inmola 
en  el  ara  de  la  cruz.  Y  a  su  vez,  la  maternidad  divina  se  inicia  en  la  encar- 
nación, pero  no  se  consuma  sino  en  el  Calvario  al  pie  de  la  cruz.    Y  como 


LIBRO  I.  —  CORREDENClÓPi 


369 


la  vida  entera  del  Redentor  fué  una  vida  de  cruz,  así  la  maternidad  de 
María,  orientada  hacia  la  cruz,  fué  una  maternidad  crucificada.  Y  la  con- 
sumación de  esta  crucifixión  maternal  fué  la  crucifixión  real  del  Hijo  Re- 
dentor. La  gestación  física  del  Hombre-Dios  se  terminó  en  Belén  con  el 
sagrado  parto;  pero  la  gestación  moral,  la  formación  amorosa  del  Redentor 
crucificado  en  el  Corazón  materno,  no  alcanzó  su  término  sino  en  el  Calvario 
con  el  misterioso  parto,  en  que  la  Madre  del  Redentor  daba  a  luz  al  Redentor 
crucificado.  Para  comprender  toda  la  fuerza  moral  de  la  maternidad  y 
todo  el  alcance  del  parto  moral,  séanós  permitido  citar  por  vía  de  contraste 
aquellas  conocidas  palabras  de  San  Agustín,  relativas  a  la  impúdica  Hero- 
días  (^):  «Mulier  detestabilis  odium  concipiebat,  quod  aliquando  dato  tem- 
pore  pareret.  Quando  autem  parturiebat,  peperit  filiam,  filiam  saltantem» 
(ML  38,  1406).  «Mulier...  parturiebat,  peperit»:  las  mismas  expresiones 
del  Apocalipsis:  que,  amoldadas  conforme  al  texto  agustiniano,  podrían 
transformarse  de  esta  manera:  «Mulier  admirabilis  Redemptorem  concipie- 
bat, quem  aliquando  dato  tempore  pareret.  Quando  autem  parturiebat, 
peperit  Filium,  Filium  cruci  fixum». 

La  presencia  de  María  en  el  Calvario  no  era  casual  ni  indiferente.  María 
tenía  que  estar  y  actuar  allí  como  Madre:  tenía  que  cumplir  allí  con  el 
Hijo  moribundo  los  postreros  oficios  maternales:  asistirle,  confortarle  y 
consolarle  con  su  amorosa  presencia,  recoger  sus  últimas  miradas,  sus  últi- 
mas palabras  y  sus  últimos  encargos.  La  Madre  en  aquel  trance  no  podía 
abandonar  al  Hijo.  Pero  otro  oficio  maternal,  más  importante,  tenía  qua 
desempeñar  allí  la  Madre  del  Redentor.  Dios  quería  que  aquella  vida  se 
le  ofieciese  en  sacrificio  con  plenitud  de  obediencia,  con  la  plena  cesión  de 
todos  los  derechos  que  sobre  aquella  vida  existían,  también  los  derechos 
de  la  Madre  sobre  aquel  Hijo.  Y  María,  con  plenitud  de  obediencia,  in- 
moló su  amor  y  sus  derechos  de  Madre:  y  con  esta  voluntaria  cesión  ponía 
a  la  vida  del  Hijo  en  la  disposición  que  Dios  quería,  para  ser  aceptada  en 
sacrificio  por  la  salud  de  los  hombres.  Y  al  dar  esta  disposición  a  la  vida 
de  la  víctima,  al  «consumar»  al  Redentor,  daba  definitivamente  a  luz  al  Hijo 
crucificado:  «peperit  Filium  cruci  fixum».  Los  dolores  de  esta  cesión  de 
derechos  y  de  este  parto  místico  eran  los  dolores  de  la  maternidad  crucifi- 
cada, eran  dolores  de  corredención:  exigidos  por  Dios  como  condición  y 

O  Para  prevenir  la  mala  impresión  que  pudiera  causar  la  aplicación  de  este 
texto  de  San  Agustín  a  la  Purísima  Virgen,  séanos  lícito  notar  que  no  comparamos, 
ni  siquiera  por  vía  de  contraste,  a  la  Santísima  Madre  de  Dios  con  la  repugnante 
concubina  de  Herodes:  comparación,  que  sería  de  gusto  reprobable.  Solo  citamos 
las  palabras  de  San  Agustín,  porque  son  una  expresión  gráfica  y  maravillosamente 
profunda  del  pensamiento  que  estamos  desarrollando. 


24 


370 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


complemento  de  la  crucifixión  y  de  los  dolores  del  Hijo,  elemento  integrante 
del  acto  redentivo.  Si  la  pasión  era,  según  San  Pablo,  la  consumación  del 
Hijo  Redentor  (Hebr.  2,  10;  5,  9),  la  com-pasión  era  la  consumación  de  la 
Madre  Corredentora.  La  «Mujer»  del  Apocalipsis,  como  la  «Mujer»  del 
Proto-Evangelio,  debía  asociarse  a  su  «Descendencia»,  y  con  ella  compartir 
así  la  dolorosa  mordedura  como  la  victoria  definitiva  contra  la  serpiente: 
la  mordedura,  con  la  com-pasión;  la  victoria,  con  la  gloria  de  la  correden* 
ción.  El  Redentor  nace  en  cruz  de  la  «Mujer»,  herido  a  la  vez  y  victorioso. 
La  redención  es  el  parto  doloroso  de  la  «Mujer». 

Signum  magnum  <visum  est>  in  cáelo»,  dice  el  Apocalipsis;  «signum 
saliitis»,  añade  San  Ireneo.  Y  este  signo  o  símbolo  de  salud  es  activo  y 
eficiente,  no  es  un  mero  ornato.  Y  «símbolo  activo  de  salud»  se  llama  «Sa- 
cramento». Por  esto  la  «Mujer»,  la  gran  señal  de  salud,  es  Sacramento 
eminente,  Sacramento  de  redención. 


Sección  IV 

EXAMEN  DE  LAS  OBJECIONES  CONTRA  LA  CORREDENCIÓN 

Capítulo  I 
OBJECIONES  GENERALES 

Art.  1.   Unidad  del  Redentor 

Contra  la  Corredención  Mariana  se  ha  invocado  frecuentemente,  ya  desde 
antiguo,  la  categórica  declaración  de  San  Pablo:  «Uno  es  Dios,  uno  también 
el  Mediador  de  Dios  y  de  los  hombres,  un  hombre.  Cristo  Jesús,  que  se  dió 
a  sí  mismo  como  precio  de  rescate  por  todos»  (1  Tim.  2,  5-6).  Según  esto, 
la  gloria  o  la  prerrogativa  de  Redentor  es  propia  y  exclusiva  de  Cristo, 
incomunicable  e  intransferible  a  nadie  más:  es,  por  tanto,  inadmisible, 
como  contraria  a  la  declaración  del  Apóstol,  la  Corredención  Mariana. 
Como  no  existe  un  segundo  Dios  al  lado  del  único  Dios,  así  tampoco  existe 
una  Corredentora  al  lado  del  único  Redentor. 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


371 


A  esta  objeción  no  responderemos  que  San  Pablo  más  que  del  único 
Redentor  habla  del  único  Mediador;  que,  por  consiguiente,  si  se  han  de 
tomar  a  la  letra  las  palabras  de  San  Pablo,  al  lado  del  único  Mediador  no 
es  admisible  la  mediación  de  los  santos,  ni  siquiera  la  mediación  de  María. 
Ahora  bien,  semejante  consecuencia  es  inadmisible  en  buena  Teología. 
Luego  es  lógico  que  las  expresiones  del  Apóstol  deben  de  tener  un  sentido 
más  mitigado,  que,  si  no  se  opone  a  la  mediación  Mariana,  tampoco  puede 
oponerse  a  la  Corredención.  Pero  ahora  más  que  una  solución  indirecta, 
más  que  poner  en  contradicción  al  adversario  consigo  mismo,  nos  interesa 
examinar  el  fundamento  teológico  de  la  objeción,  reduciendo  los  hechos  a 
los  principios. 

Existen  en  Teología  numerosas  denominaciones,  prerrogativas  o  pro- 
piedades, que  son  a  la  vez  exclusivas  y  comunicables.  Naturalmente,  ex- 
clusividad y  comunicabilidad  son  incompatibles  y  contradictorias,  si  se 
toman  en  idéntico  sentido  las  denominaciones  de  que  se  trata;  mas,  si  en 
un  sentido  se  declaran  exclusivas,  y  en  otro  sentido  comunicables,  desapa- 
rece toda  incompatibilidad  y  sombra  de  contradicción.  Y  así  es,  en  rea- 
lidad. Hay  denominaciones  o  propiedades,  que  tienen  doble  sentido:  un 
sentido  primario,  absoluto,  pleno,  original,  y  un  sentido  secundario,  ate- 
nuado, relativo,  derivado.  En  el  primer  sentido  son  exclusivas,  en  el 
segundo  comunicables.  Sin  contradicción,  por  tanto.  Propondremos  algu- 
nos ejemplos  de  los  muchos  que  pudieran  aducirse. 

Dice  San  Pablo  que  Dios  es  «el  único  que  posee  la  inmortalidad» 
(1  Tim.  6,  16);  y,  sin  embargo,  escribe  en  otro  lugar:  «Es  necesario... 
que  este  mortal  se  revista  de  inmortalidad»  ( 1  Cor.  15,  53).  El  mismo 
Apóstol  sugiere  la  solución  de  esta  aparente  antinomia.  La  inmortalidad 
Dios  la  posee,  el  hombre  se  reviste  de  ella ;  es  decir,  la  de  Dios  es  esencial, 
la  de  la  carne  es  puramente  gratuita;  la  de  Dios  es  prerrogativa  suya  abso- 
luta y  original,  la  de  la  carne,  relativa  y  derivada:  en  el  primer  sentido 
es  exclusiva,  en  el  segundo,  comunicable.  Puede,  por  tanto,  una  misma 
propiedad  ser  a  un  tiempo,  en  un  sentido  exclusiva,  en  otro  sentido  comu- 
nicable a  otros.  De  semejante  manera.  Cristo  en  sentido  absoluto  y  pleno 
es  el  único  Redentor;  pero  al  mismo  tiempo  María  puede  ser  Corredentora 
en  sentido  relativo  y  atenuado. 

Dijo  el  Señor  al  joven  rico:  «Nadie  es  bueno,  sino  sólo  Dios»  (Le.  18, 
19).  Y,  sin  embargo,  San  Lucas  dice  que  José  de  Arimatea  era  «hombro 
bueno»  (Le.  23,  50).  Es  que  el  Señor  hablaba  de  la  bondad  absoluta  y 
original,  mientras  San  Lucas  hablaba  de  la  bondad  relativa  y  participada: 
exclusiva  en  el  primer  sentido,  comunicable  en  el  segundo. 


372 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Afirma  categóricamente  San  Pablo  que  «fundamento,  nadie  puede  poner 
otro  fuera  del  ya  puesto,  que  es  Jesu-Cristo»  (1  Cor.  3,  11).  Y,  no  obs- 
tante el  mismo  Jesu-Cristo  constituyó  a  San  Pedro  fundamento  de  su  Iglesia, 
cuando  le  dijo  solemnemente:  «Tú  eres  Roca,  y  sobre  esa  roca  edificaré 
mi  Iglesia»  (Mt.  16,  18).  La  aparente  contradicción  de  estas  dos  afirma- 
ciones la  resuelve  tan  hermosa  como  atinadamente  San  León  por  estas  pala- 
bras: «Cum  ego  sim  inviolabilis  petra,...  ego  fundamentum,  praeter  quod 
nemo  potest  aliud  poneré:  tamen  tu  quoque  petra  es,  quia  mea  virtute  soli- 
daris;  ut  quae  mihi  potestate  sunt  propria,  sint  tibi  mecum  participationc 
communia»  (ML  54,  150). 

Lo  que  dice  San  León  de  Cristo  y  de  Pedro  respecto  de  la  gloria  de  ser 
fundamento  de  la  Iglesia,  se  aplica  a  Cristo  y  a  María  respecto  de  la  gloria 
de  ser  Redentor  de  los  hombres,  en  doble  sentido.  Por  una  parte,  esta 
gloria,  exclusiva  de  Cristo  potestativa  o  autoritativamente,  se  extiende  a 
María  participadamente.  Pero,  por  otra  parte,  esta  participación  es  tam- 
bién prerrogativa  exclusiva  de  María,  como  lo  es  de  Pedro  ser  por  partici- 
pación fundamento  de  la  Iglesia. 

En  conclusión,  el  ser  Cristo  el  único  Redentor  en  sentido  pleno  y  pri- 
mario no  impide  que  también  María  puede  ser  Corredentora  en  sentido 
atenuado  y  secundario.  La  Corredentora  no  es  rival  del  Redentor:  sólo 
lo  sería,  si  se  presentase  como  independiente  e  igual.  Pero  semejante  des- 
propósito jamás  ha  pasado  por  las  mientes  a  ningún  Teólogo  sensato.  El 
arroyo  no  es  rival  de  la  fuente. 

Art.  2.    Unidad  de  la  redención:  redimida  y  Corredentora 

De  la  unidad  de  la  redención  se  ha  tomado  pie  para  negar  el  hecho  y  la 
posibilidad  de  la  Corredención.  Se  arguye  sutilmente  de  esta  manera: 
supuesta  la  unidad  innegable  de  la  redención,  que  comprende  a  todos  los. 
hombres,  María  no  puede  ser  Corredentora:  no  antes  de  la  redención,  ni 
tampoco  después;  no  antes,  porque  condición  previa  para  poder  actuar 
como  Corredentora  es  la  gracia  o  la  justicia,  que  es  fruto  o  efecto  de  la 
redención;  no  después,  porque,  consumada  ya  la  redención,  la  interven- 
ción de  María  sería  un  conato  estéril,  que  llegaría  tarde.  Más  breve  y 
claramente:  María  no  puede  ser  Corredentora,  ni  como  todavía  no  redi- 
mida, ni  como  ya  redimida ;  no  en  el  primer  caso,  porque  le  falta  la  gracia ; 
no  en  el  segundo,  porque  halla  ya  hecha  la  obra,  a  la  cual  había  de  coope- 
rar.   Tal  es  el  argumento  Aquiles  de  los  que  niegan  la  Corredención  Ma- 


LIDRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


373 


riana.  Más  por  esta  circunstancia  externa,  que  por  su  valor  interno,  hay 
que  examinar  atentamente  esta  famosa  objeción,  que  se  ha  propuesto  de 
diferentes  maneras,  si  bien  idénticas  sustancialmente. 

La  dificultad  se  desenvuelve  en  la  región  de  los  principios  metafísicos: 
y  dentro  de  esta  región  hay  que  solventarla.  Pero,  antes  de  remontarnos 
a  estas  regiones,  abramos  unos  momentos  los  ojos  a  las  realidades  tangibles. 
Estamos  en  el  Calvario  en  el  momento  en  que  va  a  efectuarse  la  redención 
humana.  Allí  está  María  al  pie  de  la  cruz.  Preguntamos:  ¿María  posee 
va  la  justicia  y  gracia  santificante?  Evidentemente  que  sí,  ya  desde  el  pri- 
mer instante  de  su  Concepción.  ¿Y  la  redención  está  ya  realizada?  Toda- 
vía no.  Luego,  María  está  capacitada  para  intervenir,  y  no  llega  tarde 
todavía.  Pero,  se  replica,  es  que  María  posee  la  gracia  precisamente  en 
virtud  de  la  misma  redención,  cuya  aplicación  se  le  ha  anticipado.  Pero 
volvemos  a  preguntar:  ¿esa  anticipación  presupone  ya  históricamente  rea- 
lizada la  redención?  Los  hechos  dicen  que  no:  la  redención  en  su  realidad 
liistórica  no  se  ha  efectuado  todavía.  Luego,  de  cualquiera  manera  que 
fe  explique  la  anticipación,  es  siempre  un  hecho,  que  la  redención  real 
todavía  no  se  ha  verificado,  y  que  María  ya  posee  la  gracia  que  la  capacite 
.1  intervenir  en  ella.  Podrá  no  haberse  contado  con  esta  intervención  en 
el  estadio  ideal  de  la  redención;  pero  puede  contarse  con  ella  en  su  estadio 
histórico  y  real.  Contra  este  argumento  de  hecho  se  estrellan  todas  las  argu- 
cias metafísicas.  Las  hipótesis  o  teorías,  destinadas  a  explicar  los  hecho?, 
no  pueden  comenzar  por  negar  o  desconocer  el  hecho.  De  lo  contrario, 
tendremos  argumentos  parecidos  a  los  de  aquel  que  con  sutilezas  apriorís- 
ticas  se  proponía  negar  la  posibilidad  del  movimiento.  Y  esas  sutilezas  so 
refutaron,  andando.    Pero  remontémonos  a  la  región  ideal  de  los  principios. 

La  fuerza  de  la  objeción  estriba  en  la  verdad  de  estas  cuatro  afirmacio- 
nes: 1)  que  María  fué  anticipadamente  redimida  en  virtud  de  la  redención 
prevista  como  real;  2)  que  esta  redención  recae  simultáneamente  y  como 
(le  un  solo  golpe  en  María  y  en  los  demás  hombres;  3)  que  esto  supuesto, 
i!o  queda  ya  lugar  para  la  cooperación  de  María  a  la  redención;  4)  quo 
esta  cooperación  presupone  necesariamente  en  María  la  posesión  de  la  gracia 
santificante.  Cualquiera  de  estas  cuatro  afirmaciones  que  se  demuestre  ser 
falsa  o  infundada,  cae  por  su  base  toda  la  objeción,  que  estriba  en  la  verdad 
de  todas  ellas  juntas.  Ahora  bien,  ¿es  tan  averiguada  la  verdad  de  todas 
esas  afirmaciones?  ¿No  hay  ninguna  que  falle?  ¿Y  si  fallan  todas  a 
la  vez? 

1)  Comencemos  por  la  pretendida  previsión  de  la  redención  real  o 
histórica.    Decimos:   no  se  prueba,  ni  se  ha  probado,  que  la  aplicación 


374 


MARÍA,  MEDIADORA  UMVERSAL 


anticipada  de  la  redención  no  pudo  hacerse  en  un  momento  lógico  antece- 
dente a  la  previsión  propiamente  dicha,  es  decir,  que  no  pudo  hacerse  en 
atención  a  la  redención  concebida  solamente  ut  sic  o  según  su  sustancia, 
no  determinada  todavía  por  las  circunstancias  que  habían  de  acompañar 
su  realización  histórica.  Y  bastaba  esta  falta  de  pruebas  convincentes, 
pará  que  la  objeción  pierda  toda  su  fuerza.  Pero  añadimos  más:  no  sólo 
no  se  prueba  que  la  aplicación  anticipada  de  la  redención  a  María  hubo 
de  ser  posterior  lógicamente  a  la  previsión  de  la  redención  real,  sino  que 
se  prueba  positivamente  lo  contrario,  es  decir,  que  hubo  de  ser  lógicamente 
anterior  a  dicha  previsión.  La  razón  es  mucho  más  clara  y  eficaz  que 
todas  las  que  puedan  aducirse  en  sentido  contrario.  Porque  la  previsión, 
si  no  se  pervierte  el  sentido  y  valor  de  los  términos,  es  una  visión  previa  y 
pertenece,  por  tanto,  a  la  llamada  ciencia  de  visión,  que  recae  sobre  los 
hechos  realmente  existentes  en  alguna  diferencia  de  tiempos.  Ahora  bien, 
la  previsión  así  entendida  de  la  redención  histórica  no  pudo  ser  previa  a  su 
aplicación  anticipada  hecha  a  favor  de  María.  Porque  la  redención  histó- 
rica presupone,  no  sólo  circunstancias  accesorias,  de  las  cuales  se  podría 
fácilmente  prescindir,  sino  elementos  esencialmente  previos,  que  presuponen 
ya  realizada  la  aplicación  anticipada.  La  redención,  como  acto  segundo, 
presupone  esencialmente  el  acto  primero,  es  decir,  el  Redentor  capacitado 
5'  dispuesto  para  el  acto  segundo.  Ahora  bien,  el  Redentor,  en  la  actual 
providencia,  no  se  concibe,  sino  solidarizado  con  la  raza  de  Adán:  solida- 
ridad, que  presupone  esencialmente  una  madre,  la  cual,  a  su  vez,  para 
ejercer  dignamente  su  oficio,  presupone  estar  adornada  de  la  gracia  santi- 
ficante, y  esta  gracia  santificante  no  puede  darse  sino  en  virtud  de  la  reden- 
ción anticipada.  Luego,  finalmente,  esta  anticipación  debe  preceder  esen- 
cialmente, aun  en  el  estadio  ideal  y  lógicamente,  a  la  previsión  propiamente 
dicha  de  la  redención  histórica  (^).  Otras  razones  hemos  apuntado  ante- 
riormente en  el  mismo  sentido;  pero  la  aducida  basta  para  nuestro  pro- 
pósito. 

2)  Pero  supongamos  que  la  aplicacón  anticipada  de  la  redención  a  fa- 
vor de  María  fué  lógicamente  posterior  a  la  previsión  de  la  redención  en  su 

(')  Lo  que  aquí  decimos  coincide  sustancialmente  con  la  solución  que,  siguien- 
do a  VÁZQUEZ,  Platelli  y  Mayr,  propone  Muncunill  (Tract.  da  Vcrbl  divini  in- 
carnatione,  n.  430)  a  la  dificultad  contra  los  méritos  de  María  en  orden  a  la  divina 
maternidad.  Lo  que  por  cuenta  nuestra  añadimos  se  refiere  al  uso  de  la  palabra 
previsión,  que,  por  razón  de  su  valor  etimológico,  reservamos  al  conocimiento  de  la 
encarnación  y  redención  «quoad  circumstantias».  El  conocimiento  lógicamente  previo 
de  la  encarnación  y  redención  «quoad  substantiam»,  como  en  cierta  manera  precisivo, 
no  creemos  realice  plenamente  la  significación  de  previsión  en  el  sentido  obvio  de 
visión  previa. 


LIBRO  I.  —  CORREDENC^Ó^ 


375 


realidad  histórica;  aun  así,  para  imposibilitar  la  Corredención  Mariana 
€8  necesario  presuponer  que  la  redención  recayó  simultáneamente  en  María 
y  en  los  demás  redimidos;  porque  si  se  supone  que  recae  primero  en  María, 
queda  ya  con  ello  capacitada  para  intervenir  en  la  redención  en  cuanto 
recae  sobre  los  demás.  ¿Se  ha  probado  esta  simultaneidad?  Se  afirma  que 
sí,  y  se  prueba  por  la  unidad  de  la  redención,  que  es  una  misma  para  María 
y  para  todos  los  demás  hombres.  Prescindamos  de  que  esta  unidad  de  la 
redención  pueda  concebirse  moralmente,  y  no  por  necesidad  físicamente  o 
matemáticamente.  Porque  la  redención,  aun  limitándola  a  la  pasión  y  aun 
al  calvario,  duró  varias  horas  y  constó  de  muchos  actos,  cada  uno  de  los 
cuales  tenía  valor  redentivo  perfecto.  Pero,  prescindamos  también  de  esto 
y  concibamos  la  redención  como  un  acto  físicamente  indivisible.  Aun 
•entonces,  ¿por  qué  este  acto  indivisible  no  pudo  producir  su  efecto  primero 
en  María,  y  sólo  después  (lógicamente)  en  los  demás?  Y  no  sólo  pudo, 
sino,  más  aún,  debió  producirlo  primero  en  María.  La  razón  de  este  aserto 
la  hemos  dado  ya  anteriormente,  y  se  funda  en  la  singularidad  transcen- 
dente de  María,  que  constituye  a  María  en  lo  que,  con  terminología  Paulina, 
hemos  llamado  el  orden  de  las  primicias.  Si,  pues,  a  María  correspondían 
las  primicias  de  la  redención,  ésta  debió  recaer  en  ella  con  prioridad,  lógica 
a  lo  menos,  respecto  de  los  demás. 

3)  Pero  supongamos  de  nuevo  que  María  no  gozó  del  privilegio  de  las 
primicias  y  que  el  efecto  de  la  redención  fué  simultáneamente  universal:  aun 
así,  tampoco  es  cierto  que  ya  no  queda  lugar  para  la  Corredención  Ma- 
riana: queda  aun  entonces  la  aplicación  de  la  doctrina  corriente  en  Teología, 
según  la  cual  en  un  mismo  instante  indivisible  de  tiempo  cabe  la  distinción 
de  signos  lógicos  o  de  naturaleza.  Conforme  a  esta  distinción,  que  tantas 
dificultades  resuelve  y  tantos  misterios  ilustra  en  Teología,  cabe  distinguir 
en  el  instante  indivisible  de  la  redención  dos  signos:  uno,  de  pasividad,  en 
que  María  es  redimida;  otro,  de  actividad,  en  que  ella,  ya  redimida  en  el 
signo  precedente,  pueda  cooperar  en  el  acto  de  la  redención.  Para  recusar 
esta  solución,  sería  necesario,  o  que  se  rechazase  en  bloque  la  doctrina  teo- 
lógica de  la-  distinción  de  signos  naturales,  o  bien  mostrar  que  semejante 
doctrina  no  tiene  en  el  caso  de  la  redención  la  aplicación  que  tiene  corrien- 
temente en  tantos  otros  casos  análogos,  algunos  de  ellos  notablemente  más 
difíciles  y  complicados. 

4)  Queda,  por  fin,  por  examinar  la  cuarta  afirmación:  que  la  correden- 
ción supone  de  parte  de  María  la  previa  posesión  de  la  gracia  santificante. 
La  Corredención,  se  dice,  debe  necesariamente  ser  sobrenatural:  y  no  puede 
serlo  sin  la  previa  posesión  de  la  gracia.    Prescindamos  de  este  segundo 


376 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


aserto,  o  sea,  que  toda  cooperación  sobrenatural  presupone  la  gracia  santi- 
ficante, que  sea  fruto  de  la  redención  de  Cristo.  No  falta  quien  lo  niega. 
En  el  caso  de  María,  caso  singular  y  único,  ¿es  imposible  la  sustitución  de 
la  gracia  santificante  por  un  auxilio  transeúnte  o  por  la  aplicación  inmediata 
de  la  omnipotencia  divina?  ¿No  bastaría  esta  sustitución  para  explicar  la 
sobrenaturalidad,  aun  entitativa,  de  la  cooperación  Mariana?  Pero  vol- 
vamos al  primer  aserto,  es  a  saber,  que  la  cooperación  a  la  redención  debe 
ser  sobrenatural.  Semejante  aserto  nos  parece  insostenible,  generalmente 
entendido.  Si  la  cooperación  debiera  ser  necesariamente  in  linea  meiiti, 
es  evidente  que  habría  de  ser  sobrenatural;  pero  ¿no  es  posible  una  coope- 
ración eficaz  extra  Uneam  meriti?  ¿y  semejante  cooperación  ha  de  ser 
indispensablemente  sobrenatural?  Concretémonos  al  consentimiento  de  Ma- 
ría. Si  la  eficacia  corredentora  del  consentimiento  hubiera  de  ser  necesa- 
riamente su  meritoriedad,  claro  está  que  el  acto  del  consentimiento  habría 
de  ser  entitativamente  sobrenatural;  mas  si  esta  eficacia  se  pone,  parcial- 
mente a  lo  menos,  en  la  tendencia  misma  psicológica  del  acto,  ya  no  estriba 
en  su  sobrenaturalidad  entitativa.  De  hecho,  anteriormente,  al  demonstrar 
el  valor  corredentivo  del  consentimiento  virginal,  hemos  prescindido,  a  lo 
menos  en  el  argumento  fundamental,  de  esa  sobrenaturalidad  entitativa  del 
.acto.  Una  de  dos:  o  bien  toda  cooperación  moral,  para  ser  verdadera  y 
eficaz,  ha  de  ceñirse  necesaria  y  exclusivamente  a  la  formalidad  predomi- 
nante y  característica  del  acto  al  cual  coopera,  —  afirmación  gratuita  y  abso- 
lutamente insostenible,  como  en  su  lugar  hemos  demonstrado,  —  o  bien  hay 
que  admitir  como  posible  la  cooperación  del  consentimiento  virginal  a  la 
redención,  aun  en  la  hipótesis  irreal  de  que  no  hubiera  sido  sobrenatural. 

Esta  capacidad  intrínseca  del  consentimiento,  de  poder  ser  cooperación 
a  la  redención  en  virtud  de  su  misma  tendencia  psicológica,  nos  da  resuelta 
la  cuestión  que  muchos  se  proponen,  y  que  anteriormente  hemos  preterido 
deliberadamente,  es  a  saber,  si  María  pudo  cooperar  a  la  propia  redención. 
La  razón  que  suele  aducirse  para  la  salución  negativa,  esto  es,  que  «princi- 
pium  meriti  non  cadit  sub  mérito»,  podría  ser  que  valiese,  tratándose  de 
una  cooperación  in  linea  meriti;  mas  si  se  trata,  más  generalmente,  de  toda 
cooperación,  y  particularmente  de  la  cooperación  por  medio  del  consenti- 
miento psicológicamente  considerado,  carece  de  todo  valor  la  razón  alegada 
y  el  principio  teológico  en  que  se  funda.  Un  cautivo,  por  ejemplo,  que 
trabajase  como  obrero  en  la  acuñación  de  la  moneda  con  que  había  de  sor 
rescatado,  y  que  luego  llevase  sobre  sus  hombros  el  saco  de  la  moneda, 
precio  de  su  rescate,  claro  está  que  nada  pondría  de  su  propia  cosecha 
in  linea  pretil,  pero  no  es  menos  claro  que  habría  cooperado  eficazmente 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


377 


al  acto  o  acción  de  su  rescate,  si  hemos  de  creer  a  Santo  Tomás.  En  este 
sentido,  pues,  por  lo  menos  (^),  hay  que  admitir  que  María  cooperó  activa- 
mente a  su  propia  redención.  San  Ireneo  lo  afirma  categóricamente:  «Ma- 
ría... sibi  et  universo  generi  humano  causa  facta  est  salutis»  (Adv.  haer., 
3,  22,  4.  MG  7,  959). 

Volviendo  a  la  objeción,  hemos  visto  que  en  el  estadio  real  es  insubsis- 
tente, y  que  en  el  estadio  lógico  ofrece  cuatro  puntos,  por  lo  menos,  grave- 
mente vulnerables,  que  dan  lugar  a  cuatro  soluciones  diferentes,  cada  una 
de  ellas  suficiente.  Con  las  cuatro  a  la  vez,  ¿conserva  algún  valor  contrrj 
la  Corredención? 


Capítulo  II 
OBJECIONES  PARTICULARES 

Art.  1.    Objeciones  relativas  al  consentimiento  virginal 

Las  objeciones  contra  el  valor  corredentivo  del  consentimiento  virginal 
pueden  reducirse  a  cuatro  principalmente:  1)  contra  su  eficacia  inmediata; 
2)  contra  su  índole  soteriológica ;  3)  contra  su  valor  moral ;  '4)  contra  su 
carácter  representativo.    Aunque  esas  dificultades,  como  también  las  más 


(')  «Por  lo  menos»,  decimos;  pues  creemos  que  también  in  linea  meriti  pudo 
María,  parcialmente,  cooperar  a  su  propia  redención,  sin  que  para  nada  obste  el 
famoso  principio  teológico  invocado.  Es  cierto,  conforme  a  este  principio,  que  el 
hombre  no  puede  merecer  la  primera  gracia;  mas  no  es  menos  cierto  que,  una  vez 
recibida  esta  primera  gracia,  puede  el  hombre  con  ella  merecer  las  gracias  subsi- 
guientes, a  lo  menos  de  congruo.  Y  lo  que  pasa  en  el  orden  de  la  ejecución  se  ve- 
rifica proporcionalmente  en  el  orden  de  la  intención.  Dios  decreta  dar  al  hombre 
la  primera  gracia  por  pura  liberalidad,  sin  previsión  alguna  de  merecimientos  hu- 
manos; pero  todas  las  gracias  subsiguientes  puede  decretarlas  en  atención  a  los 
méritos  previamente  contraídos.  En  conformidad  con  estos  principios  podemos  pre- 
cisar lo  establecido  anteriormente  acerca  del  modo  como  recibió  María  las  primicias 
de  la  redención.  Podemos  fundadamente  suponer,  y  así  lo  podemos  creer  por  el 
testimonio  de  San  Ireneo  y  de  otros  Padres,  que  las  primicias  de  la  redención  no 
se  asignaron  a  María,  aun  en  el  orden  de  la  intención  o  predestinación,  todas  juntas 
y  como  en  bloque,  sino  que  sin  previsión  de  méritos  algunos  propios  se  le  asignó 
la  primera  gracia,  mas  en  virtud  de  los  méritos  previstos  todas  las  otras  gracias,  en 
una  palabra,  la  «saludi'.  Y  en  este  sentido  bien  puede  afirmarse  que  María,  a  excep- 
ción de  la  primera  gracia,  pudo  obrar  su  propia  salud,  en  frase  de  San  Pablo 
(Philp,  2,12),  o  ser  para  sí  causa  de  salud,  como  se  expresa  San  Ireneo,  o,  empleando 
nuestro  tecnicismo,  cooperar  a  su  propia  redención. 


378 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


generales  expuestas  anteriormente,  quedan  ya  prevenidas  en  nuestra  argu- 
mentación, no  será  inútil  darles  ahora  mayor  relieve,  para  que  con  su  solu- 
ción, como  esperamos,  adquieran  mayor  claridad  y  solidez  los  principios 
fundamentales.  * 

§  1.    Contra  su  eficacia  inmediata 

La  notable  distancia  de  lugar  y  tiempo  entre  el  consentimiento  virginal 
y  el  acto  redentivo  ha  dado  lugar  a  creer  y  afirmar  que  la  cooperación  de 
María  por  medio  de  su  consentimiento  es  puramente  remota  o  mediata,  y, 
consiguientemente,  impropia. 

La  solución  es  obvia.  La  causalidad  o  eficiencia  moral,  a  diferencia  de 
la  física,  no  está  ligada  a  las  circunstancias  de  lugar  y  tiempo.  Los  actos 
de  la  inteligencia  y  de  la  voluntad,  con  que  se  efectúa  esencialmente  la 
causalidad  moral,  prescinden  de  las  circunstancias  de  tiempo  y  espacio,  y, 
saltando  por  encima  de  toda  distancia  espacial  o  cronológica,  se  lanzan 
derecha  y  certeramente  a  su  propio  objeto.  Pudo,  por  tanto,  el  consenti- 
miento virginal  ejercer  eficacia  en  el  acto  redentivo,  por  más  distanciado 
que  se  lo  suponga. 

Para  mayor  precisión,  hemos  distinguido  entre  eficacia  inmediata  con 
inmediación  de  contacto  y  con  inmediación  de  pura  eficiencia.  La  primera 
no  se  da  en  el  consentimiento,  pero  es  puramente  accidental;  en  cambio, 
se  da  la  segunda,  que  es  la  verdaderamente  esencial.  Hemos  señalado  el 
principio  fundamental  de  la  eficiencia  verdaderamente  inmediata:  se  da 
ésta,  siempre  que  la  virtud  activa  de  la  causa,  sin  agotarse  en  los  interme- 
dios, llega  hasta  el  mismo  efecto;  no  se  da,  cuando  se  queda,  por  así  decir, 
en  el  camino.  Y  hemos  demonstrado  que  la  eficacia  del  consentimiento 
virginal  alcanzaba  el  mismo  efecto  último,  es  decir,  el  acto  corredentivo. 
Es,  por  consiguiente,  próxima  o  inmediata. 

También  se  ha  impugnado  el  valor  corredentivo  del  consentimiento  por 
considerarlo  innecesario  para  la  ejecución  de  los  planes  divinos.  Lo  inne- 
cesario, se  ha  dicho,  es  ineficaz;  el  consentimiento  de  María  era  innece- 
sario: luego  fué  ineficaz. 

Ya  hemos  demonstrado  que  ambas  premisas  de  este  silogismo  son  inad- 
misibles. Y  bastaba  que  una  sola  fallase.  Es  inadmisible  la  Mayor:  por- 
que puede  haber,  y  la  hay  frecuentemente,  cooperación  muy  eficaz,  que  es, 
sin  embargo,  innecesaria.  Que  no  es  lo  mismo  necesidad  que  eficacia.  Es 
también  inadmisible  la  Menor:  porque  el  consentiníiento  de  María,  si,  ante- 
cedentemente a  la  voluntad  de  Dios,  era  innecesario,  consiguientemente  a 
su  voluntad  se  hizo  necesario.    \  lo  hemos  probado. 


LIBRO  I.  —  C0RRF.DE>CIÓ> 


379 


§  2.    Contra  su  índole  soteriológica 

Contra  la  índole  soteriológica  del  consentimiento  virginal  no  puede  obje- 
tarse nada  serio.  Pero,  se  dirá,  esto  no  basta.  Pues  para  que  la  eficacia 
del  consentimiento  pueda  considerarse  como  directa  e  inmediata,  sería  me- 
nester que  María  hubiera  conocido,  cuando  le  dió,  la  pasión  y  muerte  del 
Redentor.  Y  no  se  prueba  que  la  conociera  entonces.  El  consentimiento 
está  condicionado  y  limitado  por  el  conocimiento.  Mal,  pues,  pudo  consen- 
tir en  lo  que  no  conocía.  A  lo  más  puede  concederse  al  consentimiento  una 
eficacia  indirecta  o  remota  en  el  acto  mismo  redentivo. 

Hay  que  conceder  que  el  consentimiento  virginal  no  pudo  ir  más  sllá 
que  su  conocimiento.  Esto  es  evidente.  Pero  en  este  conocimiento  hay 
que  distinguir  dos  cosas  muy  diversas:  su  alcance  o  ámbito  objetivo  y  su 
claridad  o  precisión  subjetiva.  Decimos,  pues,  que  en  el  ámbito  objetivo 
del  consentimiento  y  del  conocimiento  previo  hubo  de  entrar  el  acto 
mismo  redentivo,  es  decir,  la  pasión  y  muerte  del  Redentor;  pero  añadimos 
que  en  la  claridad  o  precisión  con  que  María  conoció  o  se  representó  este 
objeto  pudo  haber  muchos  grados  diferentes.  Tres  principales  señala- 
remos: 1)  conocimiento  virtual  o  implícito;  2)  conocimiento  formal  oscuro 
o  impreciso;  3)  conocimiento  explícito  y  distinto. 

1)  María  pudo  conocer,  y  conoció,  el  acto  redentivo  a  lo  menos  virtual 
o  implícitamente.  Mirado  de  parte  de  Dios,  el  objeto  del  consentimiento 
era  la  ejecución  de  sus  planes  redentores;  y  en  estos  planes  el  elemento 
•esencial  y  central  era  precisamente  el  acto  redentivo,  la  pasión  y  muerte 
del  Redentor.  De  parte  de  María,  la  tendencia  de  su  consentimiento  era 
aceptar  y  abrazar  a  ojos  cerrados  cuanto  Dios  le  proponía  y  cuanto  con 
ello  pretendía,  conformando  totalmente  su  voluntad  con  la  divina,  queriendo 
incondicionalmente  cuanto  Dios  quería  y  como  lo  quería,  cualquiera  cosa 
que  ello  fuese.  Donde  es  de  notar  que  el  acto  del  consentimiento  fué  un 
acto  de  fe  y  de  obediencia:  y  tanto  la  fe  como  la  obediencia  más  atienden 
al  objeto  formal,  que  no  al  material,  y  aceptan  rendidamente  y  de  antemano, 
cuanto  Dios  manifiesta  u  ordena.  En  estas  circunstancias,  dar  su  consenti- 
miento a  lo  que  Dios  pretende,  y  precisamente  por  acomodarse  en  todo  a  la 
divina  ordenación,  es  virtual  e  implícitamente  consentir  en  la  redención 
humana,  si  tal  es  precisamente  la  voluntad  de  Dios.  Y  este  consentimiento 
virtual  o  implícito  en  la  redención  basta  para  que  la  eficacia  del  consenti- 
miento en  orden  a  la  redención  sea  directa  e  inmediata  en  la  estimación 
moral.    Por  lo  contrario  se  entenderá  mejor  la  verdad  de  esta  eficacia. 


380 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Quien  diese  su  consentimiento,  tan  pleno  e  incondicional  como  le  dió  María, 
a  los  planes  perversos  de  un  criminal,  aun  cuando  no  los  conociese  explíci- 
tamente, y  prestase  además  su  concurso  para  algo  necesario  para  la  ejecu- 
ción de  aquellos  planes  y  precisamente  con  vistas  a  ellos,  ¿no  se  haría  con 
ello  cómplice  y  responsable  del  crimen,  sólo  implícitamente  conocido  y 
aceptado? 

2)  Pero  además  el  conocimiento  que  alcanzó  María  de  la  pasión  v 
muerte  del  Redentor  fué  algo  más  que  implícito  o  virtual.  Ya  antes  hemos 
indicado  las  razones  que  demuestran  haber  conocido  María  la  suerte  futura 
de  su  Hijo  y  el  modo  concreto  de  la  redención,  aun  en  el  momento  en  que 
dió  su  asentimiento;  es  a  saber,  su  inteligencia  perspicaz  y  reflexiva,  el 
notable  conocimiento  que  muestra  de  las  Sagradas  Escrituras  y  particular- 
mente de  los  pasajes  mesiánicos,  y  la  ilustración  particular  del  Espíritu 
Santo.  Nos  remitimos  a  lo  dicho  anteriormente  sobre  esto,  que  no  son 
suposiciones  imaginarias  o  pías  consideraciones,  sino  la  interpretación  obvia 
de  hechos  incontestables. 

3)  Estas  mismas  razones,  bien  ponderadas,  muestran  algo  más:  que 
María  conoció  las  profecías  sobre  el  Mesías  paciente  y  las  entendió  en  su 
verdadero  sentido.  Que  conoció  estas  profecías,  es  evidente,  dado  que  se 
leían  periódicamente  en  las  sinagogas.  Que  María  reparase  en  ellas,  no 
es  menos  manifiesto,  pues  su  mismo  contraste  con  la  gloria  del  Mesías  las 
hacía  más  llamativas.  Que  las  entendiese  en  su  legítimo  sentido,  tampoco 
ofrece  dificultad;  ya  que,  por  una  parte  se  trataba,  no  de  sentidos  recón- 
ditos, sino  de  su  sentido  literal  y  obvio;  y,  por  otra,  no  existían  en  María 
aquellas  predisposiciones  terrenas  y  carnales,  que  impedían  a  muchos  judíos 
contemporáneos  interpretarlas  en  su  verdadero  sentido.  Consiguientemente. 
María,  al  dar  su  libre  asentimiento,  conoció  perfectamente  que  el  Hijo  que 
se  le  anunciaba  era  el  Redentor  paciente,  que  con  su  muerte  había  de  salvar 
al  mundo  de  sus  pecados. 

§  3.    Contra  su  valor  moral 

Entre  las  virtudes  que  constituyen  y  enaltecen  el  valor  moral  del  consen- 
timiento sobresale  singularmente  la  obediencia.  Contra  este  valor  moral 
de  la  obediencia  y  contra  su  eficacia  corredentiva  se  puede  argüir  en  dos 
sentidos  opuestos:  o  por  atenuación  o  por  exageración. 

Por  atenuación  puede  argüirse,  diciendo  que,  no  existiendo  de  parte  de 
Dios  precepto  formal  y,  menos,  rigoroso,  el  asentimiento  de  María  no  puede 


LICP.O  I.  —  COKRF.DENCIÓ.V 


381 


llamarse  verdadera  obediencia,  con  lo  cual  pierde  todo  el  valor  moral  propio 
de  esta  virtud.  Semejante  objeción  parece  desconocer  que  la  obediencia 
es  tanto  más  perfecta,  cuanto  menos  apremiante  es  la  ordenación  del  su- 
perior. Quien  obedece  a  una  simple  insinuación  del  superior,  por  ser  una 
manifestación  de  su  voluntad  y  por  respeto  a  su  autoridad,  muestra,  en 
igualdad  de  circunstancias,  mucho  mayor  obediencia  que  el  que  necesita 
un  precepto  formal,  dado  con  todo  el  peso  de  la  autoridad.  Por  este  lado, 
])ues,  el  consentimiento  de  María  fué  un  acto  de  perfectísima  obediencia 
a  la  voluntad  de  Dios,  simplemente  manifestada. 

Por  exageración,  inveisamente,  puede  argüirse  que,  mediando  un  pre- 
cepto de  Dios,  que  obligaba  a  María  a  aceptar  la  maternidad,  su  obediencia 
resignada  carecía  de  aquella  libre  espontaneidad,  que  parece  necesaria  para 
que  el  consentimiento  pueda  considerarse  como  una  libre  cooperación  a  la 
obra  de  la  redención  humana.  También  esta  objeción  parece  desconocer 
que  la  obligación  de  un  precepto  del  superior,  por  rigoroso  que  se  suponga, 
no  disminuye  en  nada  el  valor  y  mérito  de  la  obediencia.  De  lo  contrario 
el  cumplimiento  de  los  mandamientos  de  Dios  y  de  la  santa  Iglesia  carecería 
de  todo  mérito.  Y  esto  ¿quién  los  sostiene?  El  precepto  de  obediencia 
deja  intacta  la  libertad  física,  y  aun,  de  suyo,  la  libertad  moral  psicológica, 
si  bien  liga  la  libertad  moral  jurídica.  Por  lo  demás,  si  la  redención  do 
parte  de  Cristo  fué  un  acto  de  obediencia,  también  la  Corredención  de  parte 
de  María  pudo  serlo.  Y  no  se  mostrará  fácilmente  que  el  precepto  que 
recibió  Cristo  del  Padre  de  redimir  el  mundo  fué  menos  rigoroso  que  el 
que  recibió  María  de  Dios  de  cooperar  con  su  maternidad  a  la  redención. 

§  4.    Contra  su  carácter  representativo 

Se  ha  negado  a  las  veces  el  carácter  representativo  del  consentimiento 
virginal;  no  por  razones  positivas,  que  acrediten  la  negación,  sino  por  insu- 
ficiencia de  razones  para  afirmarlo. 

A  esta  objeción  puede  responderse  de  dos  maneras.  Primera:  notando 
que  el  carácter  representativo  no  es,  en  absoluto,  necesario  para  admitir  su 
eficacia  corredentiva.  Aun  en  la  hipótesis  de  que  fuera  puramente  personal, 
podría  ser  eficaz  en  orden  a  la  ejecución  de  los  planes  redentores  de  Dios. 
Segunda:  existen  muchas  razones,  y  poderosas,  aun  prescindiendo  del  testi- 
monio de  la  Tradición,  que  prueban  este  carácter  representativo.  Estas 
razones,  ya  antes  expuestas  ampliamente,  puede  reducirse  a  tres  principal- 
mente: a)  el  mismo  tenor  de  la  anunciación;  6)  el  que  el  objeto  del  consen- 


382 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


timiento  es  una  Alianza  o  unos  desposorios;  c)  la  intervención  del  principio 
de  solidaridad.    Resumiremos  brevemente  lo  dicho  más  arriba. 

a)  Se  anuncia  a  María  el  cumplimiento  de  la  promesa,  que,  como  he- 
cha a  Israel,  a  todo  Israel  interesa.  Si  para  proceder  a  este  cumplimiento 
exige  Dios  el  libre  asentimiento,  y  un  asentimiento  acompañado  de  fe  y 
obediencia,  es  natural  que  este  asentimiento  fiel  y  obediente  se  pida  al  inte- 
resado, al  depositario  de  la  promesa,  a  todo  Israel.  De  hecho,  sólo  se  pide 
a  María,  sola  María  lo  da.  Luego  señal  es  que  María  habla,  no  tanto  en 
persona  propia,  sino  en  persona  de  todo  Israel,  y  aun  en  persona  de  toda 
la  humanidad,  a  la  cual  afectaba  la  promesa. 

b)  La  obra  de  la  salud  humana  era  una  Nueva  Alianza,  unos  místicos 
desposorios,  de  Dios  con  Israel  y  con  toda  la  humanidad.  Tanto  la  alianza 
como  los  desposorios  exigen  el  mutuo  consentimiento  de  entrambas  partes 
contrayentes.  Luego  Israel  y  la  humanidad  debían  dar  su  consentimiento 
a  esta  Alianza  y  a  estos  desposorios:  o  por  sí  o  por  representante.  No  lo 
dieron  por  sí,  lo  dió  María.  Luego  María  lo  dió  en  representación  de  Israel 
y  de  la  humanidad. 

c)  María  confirió  o  transmitió  al  Redentor  la  solidaridad  con  todo  el 
linaje  humano.  No  pudo  transferirla,  sin  poseerla  ella  previamente.  Con 
la  Madre  del  Redentor,  por  tanto,  estaba  solidarizada  toda  la  humanidad, 
que  es  decir  que  María  llevaba  su  representación  al  engendrar  al  Redentor, 
solidario  con  los  hombres. 

Art.  2.    Objeciones  relativas  a  la  com-pasión 

Las  objeciones  contra  la  com-pasión  corredentiva  se  concentra  en  dos 
puntos  principalmente:  en  su  valor  meritorio  (o  satisfactorio)  y  en  su  índole 
sacrifica!  o  sacerdotal. 

§  1.     Contra  su  valor  meritorio 

Contra  el  valor  meritorio  de  la  com-pasión  Mariana  se  renueva  el  mismo 
argumento  metafísico  propuesto  contra  la  Corredención  en  general.  El 
axioma  teológico,  se  dice,  que  «principium  meriti  non  cadit  sub  mérito» 
demuestra  evidentemente  que  la  Corredención  meritoria  envuelve  manifiesta 
contradicción.  Porque,  por  una  parte,  la  Corredención  meritoria  presupone 
el  mérito  en  la  Corredentora ;  y,  por  otra,  no  puede  presuponerlo,  porque  el 


LIBRO  I.  —  CORREDENCIÓN 


383 


mérito  es  lógicamente  posterior  a  la  redención  y,  consiguientemente,  a  la 
Corredención.  Tal  mérito  sería,  a  un  tiempo,  previo  y  no  previo  a  la  Corre- 
dención; posterior  y  no  posterior.  En  otros  términos,  la  gracia,  principio 
del  mérito,  sería  a  la  vez  efecto  del  mérito:  y  una  misma  cosa  no  puede  ser 
al  mismo  tiempo  principio  y  efecto  de  un  mismo  acto. 

Por  de  pronto,  semejante  objeción  no  afecta  a  los  que  hemos  llamado 
méritos  apropiados,  que  son  los  méritos  mismos  del  Redentor,  que  la  Madre 
hace  suyos  en  virtud  de  sus  derechos  maternos,  sino  solamente  a  los  méritos 
propios  o  aportados  por  la  acción  personal  de  María.  Veamos,  pues,  si 
estos  méritos  propios  envuelven,  o  no,  la  contradicción  que  se  pretende  ver 
en  ellos. 

Esta  dificultad,  sustancialmente  idéntica  a  la  propuesta  antes  general- 
mente, se  resuelve  de  idéntica  manera.  Brevemente:  en  el  estadio  real,  la 
dificultad  no  existe:  María  poseía  ya  la  gracia,  cuando,  al  efectuarse  la  re- 
dención, podía  aportar  sus  propios  merecimientos;  en  el  estadio  ideal  o 
intencional.  1)  pudo  asignarse  a  María  la  gracia  en  un  signo  o  momento 
anterior  a  la  previsión  y  estar  con  esto  dispuesta  a  contribuir  con  sus  mé- 
ritos en  el  signo  de  la  previsión;  2)  pudo  María  recibir  las  primicias  de  la 
redención,  con  lo  cual  quedaba  capacitada  para  cooperar  con  sus  méritos 
a  la  redención  de  los  demás;  3)  pueden  señalarse  en  el  instante  indivisible 
de  la  redención  dos  signos  lógicos  o  naturales:  uno,  en  que  María  es  redi- 
mida, otro,  en  que  puede  ya  merecer  a  favor  de  los  demás  redimidos. 

Otra  dificultad,  de  otro  género,  suele  oponerse  a  la  compasión  meritoria, 
V  es  su  escasa  atestación  en  la  Tradición  patrística  más  antigua.  Dos  solu- 
ciones admite  esta  objeción:  una,  permitiendo  o  suponiendo  como  verdadero 
el  hecho  de  la  escasa  atestación  tradicional;  otra,  negando  el  hecho. 

Primeramente,  aun  cuando  fuera  verdadero  el  hecho,  de  ahí  sólo  se 
deduciría  lógicamente  que  la  compasión  meritoria  no  habría  sido  formal- 
mente revelada ;  pero  este  hecho  no  destruiría  la  argumentación  teológica 
con  la  cual  antes  la  hemos  demonstrado,  que  subsistiría  intacta.  A  lo  sumo 
podría  decirse  que  la  compasión  meritoria  era  una  verdad  o  conclusión 
teológica:  que  no  sería  poco.  Pero  como  los  principios  o  premisas  de 
nuestra  argumentación  no  son  axiomas  filosóficos,  sino  verdades  atestigua- 
das por  la  Tradición,  consiguientemente  bien  puede  ser,  por  este  lado,  que 
la  compasión  meritoria  rebase  los  límites  de  una  simple  conclusión  teoló- 
gica, y  se  eleve  a  la  categoría  de  verdad  revelada. 

Pero  el  hecho  alegado  no  es,  ni  de  mucho,  tan  llano  y  cierto  como  parece 
suponerse.  A  lo  dicho  anteriormente  sobre  esto  podemos  ahora  añadir  otra 
consideración  de  mayor  peso  todavía.    Al  estudiar  el  aspecto  o  formalidad 


384 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


de  rescate  en  la  com-pasión  hemos  advertido  dos  cosas,  que  se  convierten 
espontáneamente  en  premisas  de  un  silogismo.  Por  una  parte,  hemos  indi- 
cado que  la  formalidad  de  rescate,  menos  apta  para  la  denionstración  teo- 
lógica, era,  en  cambio,  aptísima  para  una  demonstración  documental,  dada 
la  abundancia  de  testimonios  patrísticos  que  hablan  de  la  «redención»  Ma- 
riana. Por  otra  parte,  hemos  advertido  que  la  noción  de  rescate  nada  real 
añadía  a  las  de  mérito  y  satisfacción,  precisamente  porque  era  una  combi- 
nación de  entrambas.  Y  si  así  es,  sigúese  que  las  nociones  de  mérito  y 
satisfacción,  como  contenidas  en  la  de  «redención»  o  rescate,  tienen  a  su 
favor  toda  la  riquísima  documentación  patrística,  que  afirma  la  «redención» 
Mariana.  No  es,  pues,  ni  tan  escasa  ni  tan  reciente,  como  se  supone,  la 
atestación  documental  a  favor  de  la  com-pasión  meritoria. 


§  2.    Contra  su  índole  sacrifical  o  sacerdotal 

Contra  la  inmolación  Mariana,  o,  mejor,  contra  el  sentido  propio  o 
estricto  de  esta  inmolación,  se  ha  hecho  valer  la  razón  que  toda  la  inmo- 
lación de  María  se  consumó  en  su  Corazón:  que  careció,  por  tanto,  de  la 
exteriorización  sensible,  esencial  a  la  inmolación  de  la  víctima  en  un  sacri- 
ficio propiamente  dicho. 

Pero,  aun  cuando  esto  fuera  verdad,  la  único  que  se  seguiría  es  que 
a  la  inmolación  de  María  le  faltaba  un  pormenor  puramente  ritual;  el  valor 
moral  de  la  inmolación,  patente  a  los  ojos  de  Dios,  quedaba  intacto:  y  a 
este  valor  moral  atribuíamos  la  eficacia  corredentiva  de  la  inmolación  Ma- 
riana. 

Pero,  como  ya  antes  hemos  advertido,  tampoco  falta  a  esta  inmolación 
su  exteriorización  sensible.  Si  se  trata  de  la  inmolación  apropiada,  es  evi- 
dente. Mas  aun  tratándose  de  la  inmolación  propia  y  personal  de  María, 
su  presencia  al  pie  de  la  cruz,  en  que  era  ajusticiado  su  Hijo,  la  inmensa 
aflicción  de  su  semblante,  las  lágrimas  de  sus  ojos,  eran  una  exteriorización 
bien  patente  y  visible  del  inmenso  dolor  de  su  Corazón. 

Contra  el  sacerdocio  de  María  pueden  alegarse  las  declaraciones  o  amo- 
nestaciones de  la  Sagrada  Congregación  del  Santo  Oficio,  que  parecen  ad- 
versas.   Examinemos  brevemente  el  caso. 

Dos  cosas  ha  prohibido  el  Santo  Oficio:  1)  representar  a  María  con  las 
vestiduras  propias  de  los  sacerdotes  católicos;  2)  propagar  la  devoción  a  la 
V  irgen  Sacerdote.  Pero  esta  doble  prohibición,  de  carácter  práctico,  pros- 
cribe abusos,  no  condena  o  califica  doctrinas,  explícita  y  claramente  a  lo 


LIBRO   I.  —  CORREDENCIÓN 


385 


menos.  A  nuestro  juicio,  que  sometemos  rendidamente  al  de  la  Santa  Igle- 
sia, la  mente  de  la  Sagrada  Congregación  y  de  la  Sede  Apostólica  parece 
ser  que  no  le  es  grata  la  teoría  de  un  sacerdocio  Mariano  análogo  o  equi- 
parable al  sacerdocio  ministerial  de  los  sacerdotes  ordenados  en  la  Iglesia; 
pero  no  es  su  mente  negar  a  María  todo  sacerdocio,  cuando  lo  reconoce, 
como  hemos  visto,  de  alguna  manera  en  todos  los  fieles  cristianos.  Las  ulte- 
riores disquisiciones  sobre  la  índole  especial  del  sacerdocio  de  María  las 
deja  a  los  teólogos,  con  tal  de  que  no  lo  confundan  con  el  sacerdocio  minis- 
terial. La  manera  como  antes  hemos  propuesto  el  sacerdocio  de  María 
creemos  que  es  conforme  a  esta  mente  de  la  Santa  Iglesia.  A  este  propósito 
será  oportuno  recordar  que  la  oración  «Maria  Mater  misericordiae...», 
aprobada  c  indulgenciada  por  Pío  X  el  9  de  mayo  de  1906,  contenía,  entre 
otros,  este  título  de  la  Virgen:  «Sacerdos  pariter  et  Altare»  ;  y  terminaba  con 
esta  invocación:  «Maria,  Virgo  Sacerdos,  ora  pro  nobis»  (ASS  40  [1907], 
109-110).  Sin  duda  que  esta  oración  no  aparece  en  las  posteriores  colec- 
ciones oficiales  de  preces  indulgenciadas;  pero  una  cosa  es  la  anulación  de 
las  indulgencias  concedidas,  otra  muy  diferente  la  retractación  de  una  apro- 
bación doctrinal.  Las  aprobaciones  doctrinales  de  la  Sede  Apostólica,  una 
vez  dadas,  ya  no  se  retractan:  subsisten  perpetuamente. 


25 


LIBRO  SEGUNDO 


MATERNIDAD  ESPIRITUAL 

Capítulo  I 
PRELIMINARES 

Alt.  1.   Noción  de  la  maternidad  espiritual 

La  maternidad  espiritual  es  una  de  las  verdades  más  ciertas  y  más  uni- 
versalmente  conocidas  de  la  Mariología.  Los  fieles  cristianos  no  tanto  la 
creen  cuanto  la  sienten  profundamente  grabada  en  su  corazón.  Aquella 
frase  feliz  de  San  Estanislao  de  Kostka:  «La  Madre  de  Dios  es  mi  Madre», 
es  la  fiel  expresión  del  sentir  general  de  la  Iglesia.  Mas,  si  el  hecho  de 
la  maternidad  espiritual  es  claro,  su  íntima  naturaleza  está  llena  de  mis- 
terios. 

Lo  que  primero  llama  la  atención  en  la  maternidad  espiritual,  es  su 
gran  amplitud  y  complejidad.  Sin  ánimo  de  prejuzgar  nada,  conviene  ya 
desde  ahora  recorrer  el  largo  y  complicado  proceso  de  la  maternidad  espi- 
ritual, en  la  cual  se  echan  de  ver  desde  luego  diferentes  estadios.  Ya  en  la 
encarnación  del  Hijo  de  Dios,  junto  a  la  maternidad  divina  aparece  ya  de 
alguna  manera  la  maternidad  espiritual.  En  el  Calvario  se  halla  el  momento 
más  emocionante  y  más  generalmente  sentido  de  esta  maternidad.  La  Igle- 
sia naciente  suele  considerarse  como  criándose  y  desarrollándose  al  calor 


LIBRO  II.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL  387 

maternal  de  María.  Desde  el  cielo,  finalmente,  prodiga  María  sus  solícitos 
desvelos  de  Madre  con  toda  la  Iglesia  y  con  cada  uno  de  los  fieles. 

Pero  todos  estos  estadios  se  distribuyen  fácilmente  en  dos  órdenes  dis- 
tintos. El  primero  se  desarrolla  en  la  esfera  de  la  corredención,  y  com- 
prende el  doble  estadio  de  la  maternidad  espiritual  en  la  encarnación  y  en 
el  Calvario.  El  segundo  se  desarrolla  en  la  esfera  de  la  intercesión  actual 
o  de  la  dispensación  de  las  gracias,  y  comprende  los  oficios  maternales  de 
María,  o  en  la  tierra  con  los  primeros  cristianos,  o  desde  el  cielo  con  todos 
los  fieles  o  con  todos  los  hombres.  Entre  estos  dos  órdenes  media  una  dife- 
rencia esencial:  que  los  primeros  estadios  constituyen  propiamente  la  ma- 
ternidad espiritual,  al  paso  que  los  últimos  son  como  su  actuación  o  ejercicio. 
De  éstos,  el  oficio  maternal  de  María  con  los  primeros  cristianos,  como 
menos  importante,  tanto  desde  el  punto  de  vista  documental  como  desde 
el  punto  de  vista  especulativo,  lo  omitiremos  ahora.  El  oficio  maternal 
ejercido  actualmente  desde  el  cielo  a  favor  de  todos  los  hombres  hallará  su 
propio  lugar  en  el  libro  siguiente,  en  que  se  tratará  de  la  intercesión  celeste. 
Queda,  por  tanto,  limitado  el  campo  de  nuestra  investigación  en  este  libro) 
a  los  dos  primeros  estadios:  el  de  la  encarnación  y  el  del  Calvario,  que  de 
alguna  manera  pueden  caracterizarse  como  la  concepción  y  el  parto  de  la 
maternidad  espiritual. 

Art.  2.    Problemas  y  método 

Sobre  el  doble  estadio  de  la  maternidad  espiritual,  desarrollada  en  la 
esfera  de  la  Corredención,  se  presentan  dos  series  de  problemas:  unos,  rela- 
tivos al  hecho  o  verdad  de  la  maternidad  espiritual;  otros,  referentes  a  su 
íntima  naturaleza.  Por  una  parte,  hay  que  estudiar  si  la  maternidad  espi- 
ritual, tanto  la  de  Nazarét  como  la  del  Calvario,  es  verdadera  y  propia 
maternidad.  Por  otra  parte,  hay  que  investigar  en  qué  consiste  esencial- 
mente esta  doble  maternidad,  cuál  es  su  fundamento  teológico,  qué  conexión 
existe  entre  este  doble  estadio,  qué  relaciones  median  entre  la  maternidad 
espiritual  en  cada  uno  de  los  dos  estadios  y  la  Corredención. 

El  hecho  de  la  maternidad  espiritual,  como  tan  firmemente  atestiguado 
por  la  Tradición,  pudiéramos  darlo  por  supuesto.  En  efecto,  la  maternidad 
espiritual  de  Nazaret  se  halla  afirmada  categóricamente  y  universalmente, 
sobre  todo  por  los  Padres  y  escritores  eclesiásticos  más  antiguos,  a  partir 
ya  de  San  Ireneo;  y  la  del  Calvario  tiene  a  su  favor  los  testimonios  más 
solemnes  y  reiterados  de  los  Romanos  Pontífices.    Mas,  dada  la  importancia 


388 


MARÍA,  MEDIADORA  UMVEÍiSAI. 


de  esta  verdad  fundamental,  no  queremos  omitir  su  demonstración  teológica, 
tanto  más,  cuanto  es  tan  fácil  hallarla  evidentemente  contenida  en  los  prin- 
cipios mariológicos.  Y  esta  demonstración  servirá  además  de  base  para 
el  estudio  más  profundo  de  la  íntima  naturaleza  de  la  maternidad  espiritual. 
Continuaremos,  pues,  el  mismo  método  seguido  hasta  ahora,  procurando 
sacar  a  luz  las  verdades  mariológicas  por  análisis  deductivo  de  los  principios 
previamente  establecidos. 


Capítulo  II 

EL  DOBLE  HECHO  DE  LA  MATERNIDAD  ESPIRITUAL 

Art.  1.    Maternidad  espiritual  en  la  encarnación 

El  fundamento  o  la  raíz  de  la  maternidad  espiritual  en  la  encarnación 
es  el  principio  de  solidaridad.  Pero  la  inagotable  profundidad  de  este  prin- 
cipio aconseja  que,  procediendo  por  partes  o  grados,  comencemos  por  lo 
más  llano  o  superficial  para  llegar  luego  a  lo  más  profundo. 

Madre  del  Cristo  místico.  Cristo  y  los  hombres  forman  un  solo 
cuerpo,  del  cual  él  es  la  Cabeza,  ellos  los  miembros.  Esta  incorporación 
de  los  hombres  en  Cristo  se  inicia  en  la  misma  encarnación.  Porque  desde 
la  misma  encarnación  Cristo  es  ya  Redentor  y  actúa  como  Redentor:  y  no 
pudiera  serlo,  ni  actuar  como  tal,  si  ya  entonces  no  tomara  sobre  sí  el 
pecado  de  los  hombres;  ni  pudiera  tomar  su  pecado,  si  no  se  unía  con  ellos, 
formando  con  ellos  como  una  sola  persona  moral.  Consiguientemente,  al 
ser  concebido  Cristo  en  el  seno  virginal,  en  él  y  con  él  eran  juntamente 
concebidos  todos  los  hombres;  al  ser  concebida  la  Cabeza,  eran  al  mismo 
tiempo  y  por  el  mismo  caso  concebidos  los  miembros.  Por  tanto,  la  mater- 
nidad de  María  respecto  de  Cristo  se  extiende  a  todos  los  hombres. 

La  maternidad  divina  de  María  ilustra  y  corrobora  esta  maternidad  espi- 
ritual. El  término  formal  de  la  generación  de  María  es  sola  la  naturaleza 
humana  de  Cristo;  y,  sin  embargo,  María  es  Madre  de  Dios.  ¿Por  qué? 
Porque  el  sujeto  en  quien  termina  la  generación  es  la  persona:  y  en  Cristo 
la  única  persona  es  la  divina,  es  el  Hijo  de  Dios,  unido  sustancial  o  hipostá- 
ticamente  a  la  naturaleza  humana.  Pero  lo  que  en  el  orden  físico  vale  de 
la  persona  física,  en  el  orden  moral  vale  proporcionalmente  de  la  persona 


I.IBRO  II.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL 


389 


moral.  Consiguientemente,  la  maternidad  de  María,  moralmente  conside- 
rada, termina,  no  sólo  en  la  persona  física  de  Cristo,  sino  también  en  todos 
los  hombres,  que  forman  con  él  una  sola  persona  moral. 

No  valdría  ese  argumento,  si  la  maternidad  de  María  terminase  sola- 
mente en  el  Hombre-Dios,  que  luego,  independientemente  de  la  generación 
virginal,  fuese  constituido  Redentor;  mas,  si  en  los  planes  divinos,  el  objeto 
de  la  maternidad  es  precisa  y  principalmente  la  generación  del  Redentor,  del 
Redentor  apto  o  capacitado  para  desempeñar  su  misión,  hecho,  por  tanto, 
solidario  de  los  hombres  y  unido  a  ellos  como  la  Cabeza  a  su  cuerpo,  en- 
tonces la  generación  del  Redentor  entraña  en  sí  la  maternidad  de  todos  los 
hombres. 

Doble  paridad,  fundada  en  San  Pablo.  La  fuerza  de  este  argumento 
se  hace  más  asequible  y.  por  así  decir,  tangible,  si  se  compara  con  el  argu- 
mento con  que  San  Pablo  prueba  que  los  que  están  «en  Cristo  Jesús»,  esío 
es,  lo  que  están  incorporados  a  Cristo,  son  en  éf  y  con  él  hjos  de  Abrahán 
y  también  hijos  de  Dios.  Pretendían  los  judaizantes  que  los  Gálatas  debían 
circuncidarse  para  formar  parte  de  la  posteridad  de  Abrahán  y  ser  herederos 
de  las  bendiciones  a  él  prometidas.  Responde  el  Apóstol:  no  es  la  circun- 
cisión, ya  caducada,  la  que  nos  hace  hijos  de  Abrahán,  sino  la  unión  o 
incorporación  a  Cristo  Jesús.  Y  lo  prueba.  La  descendencia  de  Abrahán, 
dice,  es  descendencia  singular,  no  plural:  es  Cristo.  En  Cristo,  pues,  está 
contenida  y  concentrada  toda  la  posteridad  del  gran  patriarca.  Por  tanto, 
concluye,  todos  los  que  son  de  Cristo,  es  decir,  cuantos  a  él  están  incor- 
porados, pertenecen  por  el  mismo  caso  a  la  posteridad  de  Abrahán.  Y  añade 
incidentalmente:  «Todos  sois  hijos  de  Dios,  por  la  fe,  en  Cristo  Jesús» 
I  Gal.  3,  26;  cfr.  3,  16-29).  En  suma:  Cristo  es  hijo  de  Abrahán  e  Hijo 
de  Dios:  vosotros  estáis  «en  Cristo»:  luego,  como  él,  con  él  y  en  él,  sois 
también  hijos  de  Abrahán  e  hijos  de  Dios. 

La  paridad  de  esta  doble  filiación  con  la  filiación  de  los  hombres,  incor- 
porados a  Cristo,  respecto  de  María,  salta  a  la  vista.  Con  las  mismas  pala- 
bras de  San  Pablo  podemos  argüir:  Cristo  es  hijo  de  María;  nosotros 
estamos  «en  Cristo»:  luego  somos  también  hijos  de  María.  Y  aun,  podemos 
añadir,  con  mayor  razón ;  pues  nuestra  filiación  respecto  de  María  es  más 
próxima  e  inmediata  que  la  filiación  respecto  de  Abrahán ;  y  nuestra  filiación 
Mariana  nos  es  más  connatural  o  más  vecina  y  proporcionada  que  la  excelsa 
filiación  divina,  aun  cuando  no  sea  más  que  adoptiva. 

Maternidad  de  la  segunda  Eva.  La  antigua  Eva,  «madre  de  todos  los 
vivientes»  (Gen.  3,  20),  en  el  plan  de  Dios  había  de  engendrar  hijos  en  jus- 
ticia original  para  la  vida  eterna,  de  hecho  los  engendró  en  pecado  original 


390 


MARÍA,  MEDIADORA  LMNERSAL 


para  la  muerte.  Tanto  la  destinación  divina  a  la  maternidad  universal 
como  la  funesta  prevaricación  constituyen  el  carácter  esencial  de  la  primera 
Eva.  A  él,  por  tanto,  debe  responder,  parte  por  paralelismo,  parte  por  antí- 
tesis, el  carácter  de  la  Segunda  Eva,  que  ha  de  ser,  consiguientemente, 
«Madre  de  todos  los  vivientes»  con  la  vida  de  la  gracia. 

El  misterio  de  la  solidaridad.  Recordemos  brevemente  lo  dicho  an- 
tes sobre  el  principio  de  solidaridad,  y  saquemos  las  consecuencias  relativas 
a  la  maternidad  espiritual  de  María.  Tomemos  como  base  aquellas  pala- 
bras de  Pío  X:  «In  uno...  eodemque  alvo  castissimae  Matris,  et  carnem 
Christus  sibi  assumpsit,  et  spiritale  simul  corpus  adiunxit»  (2  Febr.  1904). 
En  el  seno  virginal  Cristo  asumió  la  carne  física  y  el  cuerpo  místico.  ¿Es- 
tas dos  asunciones  son  independientes  o  inconexas?  De  ninguna  manera. 
La  asunción  del  cuerpo  místico  estaba  vinculada  a  la  asunción  de  la  carne 
física  y  radicaba  en  ella.  En  efecto,  ¿por  qué  el  Hijo  de  Dios  no  tomó  una 
naturaleza  humana  creada  de  nuevo,  sino  que  quiso  tomarla  del  linaje  de 
Adán?  Porque  para  ser  el  Nuevo  Adán,  era  menester  que  entroncase  en 
su  linaje,  que  emparentase  con  él;  y  para  esto  no  era  apta  una  naturaleza 
creada  de  nuevo,  sino  solamente  una  que  procediese  de  la  estirpe  de  Adán. 
A  este  entronque  y  parentesco  estaba  vinculada  su  condición  de  Segundo 
Adán.  Ahora  bien,  esta  condición  de  Segundo  Adán  entrañaba  en  sí  la 
representación  o  recapitulación  de  toda  la  raza  de  Adán,  esto  es,  la  asunción 
del  cuerpo  místico.  De  consiguiente  la  asunción  del  cuerpo  místico  estaba 
vinculada  a  la  asunción  de  la  carne  física.  Ya  sólo  esto  explica  la  propiedad 
o  intimidad  de  la  maternidad  espiritual.  Si  María  es  Madre  de  Dios, 
porque  la  persona  divina  se  une  hipostáticamente  a  la  naturaleza  humana, 
aun  cuando  no  radica  en  ésta,  sino  que  viene  de  fuera,  con  mayor  razón, 
bajo  este  aspecto,  será  Madre  del  cuerpo  místico,  cuando  éste,  en  virtud  de 
la  recapitulación  solidaria,  radica  en  la  carne  física  y  está  vinculada  a  ella. 
Hay  más  todavía.  María,  aunque  verdadera  Madre  de  Dios,  no  ejerce  pro- 
piamente ninguna  acción  física,  no  ya  solamente  en  la  persona  divina,  pero 
ni  siquiera  en  la  unión  hipostática;  en  cambio,  ejerce  verdadera  acción  en 
el  hecho  que  la  recapitulación  solidaria  esté  vinculada  a  la  carne  física.  Y 
esto  de  varias  maneras  y  por  varios  títulos.  Primeramente,  porque  con  su 
libre  consentimiento  determina  esta  vinculación  de  la  recapitulación  solida- 
ria a  la  carne  física,  que  ella  engendra.  La  causa  primera  de  esta  vincula- 
ción es,  sin  duda,  la  voluntad  de  Dios,  que  así  lo  decretó;  pero  esta  voluntad 
de  Dios  en  tanto  tuvo  efecto,  en  cuanto,  queriéndolo  así  Dios,  María  dió  su 
libre  consentimiento.  En  segundo  lugar.  María  no  sólo  dió  al  Hijo  de  Dios 
la  carne  humana,  y  una  carne  emparentada  y  entroncada  en  el  linaje  de 


LIBRO  II.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL  391 

Adán,  sino  que  como  Nueva  Eva.  Madre  del  Nuevo  Adán,  confirió  a  éste  la 
recapitulación  solidaria  de  toda  la  humanidad.  Y  esta  recapitulación,  esta 
representación  universal,  la  recogía  en  sí  el  Nuevo  Adán,  en  cuanto  era  la 
«Descendencia  de  la  Mujer»:  era  el  «Hombre»  por  antonomasia,  porque' 
nacía  de  la  «Mujer»;  era  el  Nuevo  Adán,  porque  nacía  de  la  Segunda  Eva. 
I,a  maternidad,  por  tanto,  de  la  Segunda  Eva  era  el  principio  inmediato  y 
connatural  de  la  recapitulación  solidaria.  Y  lo  era,  además,  porque  María, 
al  dar  su  consentimiento,  llevaba  la  representación  de  todo  el  linaje  humano, 
actuaba  en  nombre  de  toda  la  humanidad.  En  virtud  de  este  carácter  re- 
presentativo, María,  como  recogiendo  en  sí  y  recapitulando  a  toda  la  huma- 
nidad, quedaba,  por  así  decir,  capacitada  para  transferir  al  Hijo  de  Dios 
la  recapitulación  solidaria,  que  le  constituía  Redentor  de  los  hombres:  al 
darle  la  carne  física,  le  daba  juntamente  con  ella  y  en  ella  el  cuerpo  espi- 
ritual, que,  unido  a  él  como  a  su  Cabeza,  formaba  el  Cristo  místico.  En 
conclusión,  la  acción  maternal  de  María,  no  sólo  recaía  sobre  la  carne  física 
del  Redentor  y  sobre  su  cuerpo  místico,  por  así  decir,  separadamente,  sino 
que,  determinando  por  varios  títulos  su  mutua  conexión,  ella  misma  vincu- 
laba el  cuerpo  místico  a  la  carne  física.  Y  como  concebía  la  carne  física 
de  su  propia  sustancia,  así  también,  proporcionalmente,  concebía  el  cuerpo 
místico  de  su  propia  personalidad  moral,  es  decir,  de  su  carácter  de  Segunda 
Eva,  representante  de  toda  la  humanidad  y  solidarizada  con  toda  ella.  Según 
esto,  la  maternidad  espiritual  de  María  es  más  propia  y  más  profunda  de 
lo  que  a  primera  vista  pudiera  parecer. 


Art.  2.    Maternidad  espiritual  en  el  Calvario 

Razón  general.  Prescindiendo  de  la  demonstración  documental  y  ate- 
niéndonos a  solos  los  argumentos  internos,  se  ofrece  desde  luego  una  razón, 
que  pudiéramos  llamar  de  sentido  común,  a  favor  de  la  espiritual  materni- 
dad de  María  en  el  Calvario.  En  efecto,  la  maternidad  espiritual  de  Naza- 
rv°t  es  sólo  una  maternidad  iniciada  e  incompleta,  que,  consiguientemente, 
debe  completarse.  En  la  encarnación  del  Hijo  de  Dios  los  hombres  reciben 
el  ser  espiritual,  sólo  en  potencia,  en  cuanto,  unidos  a  Cristo,  quedan  capa- 
citados y  como  con  cierto  derecho  para  recibirlo.  Quedando  allí  incom- 
pleta la  maternidad,  es  natural  que  se  complete  en  el  Calvario,  en  que  los 
hombres  con  la  redención  adquieren,  aunque  todavía  en  el  estadio  ideal,  el 
ser  espiritual.    La  sabiduría  de  Dios  no  hace  las  cosas  a  medias.    La  ma- 


392 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ternidad  espiritual  de  María  no  había  de  ser  la  única  maternidad  que  se 
quedase  a  medio  camino. 

Razón  interna.  Mas  no  nos  contentemos  con  esta  razón  general  y  ex- 
terna, y  consideremos  el  fundamento  intrínseco  de  la  maternidad  espiritual 
de  María. 

Esta  maternidad  está  en  función  del  cuerpo  místico  de  Cristo:  María  en 
tanto  es  Madre  espiritual  de  los  hombres,  en  cuanto  engendra  el  Cristo  mís- 
tico. La  incorporación  de  los  hombres  a  Cristo,  que  es  la  que  constituye 
el  Cristo  místico,  se  desenvuelve  progresivamente.  Las  dos  primeras  fases 
de  este  desenvolvimiento,  que  son  las  que  ahora  nos  interesan,  se  hallan  en 
la  encarnación  y  en  la  redención,  en  Nazaret  y  en  el  Calvario.  En  la  pri- 
mera fase  los  hombres  reos  de  condenación  se  incorporan  a  Cristo  comuni- 
cándole la  responsabilidad  de  su  pecado;  en  la  segunda  Cristo,  destruyendo 
o  anulando  radicalmente  el  pecado,  une  los  hombres  más  estrechamente 
consigo  comunicándoles  su  propia  justicia.  Ahora  bien,  la  determinación 
de  esta  segunda  fase  o  el  paso  de  la  primera  a  la  segunda  es  también  debida 
a  la  acción  maternal  de  María,  es  una  nueva  fase  de  su  maternidad  espiri- 
tual. En  efecto,  notemos  que  la  com-pasión  Mariana,  en  cuanto  meritoria 
y  satisfactoria,  es  una  acción  que  reúne  estas  condiciones:  que  recae,  no 
sobre  personas  extrañas,  sino  sobre  los  que  en  virtud  de  la  primera  fase 
son  ya  hijos  suyos;  que  es  homogénea  con  la  de  la  maternidad  inicial  de 
Nazaret;  que  tiende  a  completar  o  perfeccionar  el  ser  espiritual  recibido  en 
la  encarnación.  En  consecuencia,  la  com-pasión  y  la  acción  en  ella  desarro- 
llada, complemento  de  la  de  Nazaret,  es  acción  maternal,  es  una  nueva  fase 
de  la  maternidad  espiritual.  Como  las  dos  fases  de  la  incorporación  en 
Cristo  son  dos  estadios  de  la  generación  espiritual,  así  la  doble  acción  de 
María,  en  Nazaret  y  en  el  Calvario,  que  corresponde  a  estas  dos  fases,  es 
igualmente  maternal:  son  dos  fases  progresivas  de  su  única  maternidad 
espiritual.  En  la  primera,  al  incorporar  los  hombres  a  Cristo,  los  habilita 
para  ser  redimidos,  confiriéndoles  cierto  derecho  remoto  para  la  justificación 
y  regeneración  espiritual;  en  la  segunda,  al  cooperar  a  su  redención,  coo- 
pera a  su  justificación  virtual  o  radical,  que  los  dispone  y  aun  les  confiero 
cierto  derecho  próximo,  para  que  mediante  la  fe  y  el  bautismo,  puedan 
llegar  a  su  justificación  actual  o  formal,  que  es  verdadera  regeneración  y 
como  un  segundo  nacimiento. 


LIBRO  II. -  -  MATERNIDAD  ESPIRITUAL 


393 


Capítulo  III 

NATURALEZA  DE  LA  MATERNIDAD  ESPIRITUAL 

Bajo  dos  aspectos  puede  estudiarse  la  naturaleza  íntima  de  la  mater- 
nidad espiritual:  1)  directamente  en  sí  misma;  2)  comparativamente  con 
la  redención.  Bajo  entrambos  aspectos  la  estudiaremos,  para  adquirir  de! 
ella  el  conocimiento  más  amplio  y  exacto  posible.  Bajo  el  primero  hay  que 
examinar  si  la  maternidad  espiritual  es  verdadera  generación  moral  o  espi- 
ritual; bajo  el  segundo  hay  que  precisar  la  conexión  o  dependencia  entre 
las  dos  formalidades  de  corredención  y  maternidad  espiritual. 

Art.  L    Maternidad  de  generación  moral 

§  1.    Nociones  previas 

Otros  géneros  de  matenridad  excluídos.  Además  de  la  maternidad 
física  o  natural,  que  aquí  evidentemente  no  tiene  lugar,  se  han  señalado  va- 
rios géneros  de  maternidad:  de  adopción,  de  donación,  de  federación.  La 
de  adopción  es  más  conocida.  La  de  donación  se  deriva  de  la  transmisión 
de  los  derechos  paternos  o  maternos  a  una  mujer,  que,  al  recibirlos,  adquie- 
re el  título  de  madre.  La  de  federaración  es  el  título  de  maternidad  que 
adquiere  una  mujer  en  virtud  del  vínculo  permanente  (por  ejemplo,  conyu- 
gal) que  su  hijo  natural  contrae  con  otra  persona:  tal  es  la  llamada  mater- 
nidad política,  que  la  suegra  adquiere  con  su  yerno  o  nuera.  Pero  es  clard 
que  ninguna  de  estas  maternidades  explica  suficientemente  la  maternidad 
espiritual  de  María;  dado  que  en  todas  ellas  los  hijos  son  extraños  a  la 
nueva  madre  y  vienen,  por  así  decir,  de  fuera ;  en  cambio,  en  la  maternidad 
espiritual  los  hijos  proceden  en  alguna  manera  de  María,  según  acabamos 
de  ver.  Hay  que  estudiar,  pues,  qué  denominación  haya  que  dar  a  la  ma- 
ternidad espiritual,  tan  singular  y  diferente  de  todas  las  demás  maternidade?. 
¿Será  más  apropiado  el  nombre  de  maternidad  de  generación  moral  o  espi- 
ritual? 


394 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Noción  de  la  generación  moral.  La  generación  moral  se  ha  de  ex- 
plicar y  definir  por  analogía  con  la  generación  física. 

La  generación  física  suele  definirse:  «Origo  viventis  a  vívente  ut  a  prin- 
cipio coniuncto  in  similitudinem  naturae»,  que  podría  declararse  de  esta 
manera:  «Es  la  acción  física,  con  la  cual  un  ser  viviente  produce  otro  ser 
viviente  de  la  misma  especie  física,  como  principio  físicamente  conjunto,  es 
decir,  de  su  propia  sustancia». 

Trasladando  los  términos  de  esta  definición  al  orden  moral,  se  obtiene 
esta  otra  definición  de  la  generación  moral:  «Es  una  acción  moral,  con  la 
cual  un  ser  viviente  (con  vida  moral)  produce  otro  ser  viviente  semejante  a 
si  moralmente,  como  principio  moralmente  conjunto».  No  es,  pues,  verda- 
dera generación  moral  cualquiera  acción  que  produzca  la  vida  moral,  sino 
sola  aquella  que  produzca  un  ser  moralmente  viviente  semejante  moralmente 
al  que  lo  produce  y  además  moralmente  conjunto  con  él.  La  predicación, 
por  ejemplo,  o  la  absolución  sacramental,  que  produzcan,  cada  una  a  su 
modo,  la  vida  espiritual  de  la  gracia  en  el  oyente  o  en  el  penitente,  no 
pueden  llamarse  propiamente  generaciones  morales  o  espirituales.  Muy 
diferente  es  el  caso  de  un  fundador  de  una  orden  religiosa,  que,  como  trans- 
fundiendo en  sus  hijos  su  propio  espíritu,  los  forma  a  su  imagen  y  seme- 
janza, hijos  moralmente  semejantes  a  su  padre.  Tal  es  también  el  caso  de 
la  santa  Madre  Teresa  de  Jesús,  que  con  su  palabra,  sus  escritos,  su  acción 
y  su  ejemplo  ha  infundido  en  sus  hijas  su  propio  espíritu,  haciéndolas  seme- 
jantes a  la  Madre. 

Estado  de  la  cuestión.  Con  esto  queda  determinado  el  estado  de  la 
cuestión,  que  se  reduce  a  estos  dos  puntos:  1)  ¿Hay  que  admitir  esta  noción 
de  generación  moral,  que,  aunque  convenga  sólo  analógicamente  con  la 
generación  física,  no  sea  con  todo  puramente  metafórica,  sino  verdadera  y 
propia  generación  en  el  orden  moral?  2)  ¿Es  aplicable  esta  noción  de  gene- 
ración moral  a  la  maternidad  espiritual  de  María? 


§  2.    Propiedad  de  la  generación  moral 

Hay  que  admitir  la  generación  moral,  que,  análoga  a  la  generación  fí- 
sica, sea  en  el  orden  moral  verdadera  y  propia  generación. 

Por  de  pronto  existe  la  vida  moral.  Luego  parece  razonable  que  seme- 
janté  vida  sea  producida  por  una  generación  proporcionada  y  de  su  mismo 
orden,  es  decir,  por  generación  moral.    Además,  existe  el  parentesco  moral. 


LIBRO  11.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL  395 

Luego  habrá  de  existir  la  paternidad  o  maternidad  moral  con  la  consiguiente 
generación  moral. 

En  los  ejemplos,  antes  citados,  de  los  Fundadores  existe  verdadera  gene- 
ración moral.  Examinemos  en  particular  el  caso  de  Santa  Teresa.  En  las 
monjas  de  San  José  de  Ávila  ejercieron  su  acción  los  confesores,  por  una 
parte,  y,  por  otra,  la  santa  Madre.  ¿Fué  igual  esta  doble  acción?  Evi- 
dentemente que  no.  Los  confesores,  además  de  absolver,  pudieron  dirigir, 
amonestar,  resolver  casos,  prevenir  peligros;  pero  no  transfundieron  en  las 
monjas  su  propio  espíritu,  formándolas  a  su  imagen  y  semejanza.  No  se  con- 
virtieron éstas  ni  en  Dominicas,  como  Fr.  Domingo  Báñez,  ni  en  jesuítas, 
como  el  P.  Baltasar  Alvarez.  En  cambio,  la  santa  Madre  infundió  en  sus 
hijas  su  propio  espíritu,  su  mentalidad,  su  ser,  su  vida,  su  manera  peculiar, 
haciéndolas,  en  lo  posible,  tales  cual  era  ella.  Su  acción,  por  tanto,  a  dife- 
rencia de  la  acción  de  los  confesores,  fué  acción  propiamente  maternal, 
verdadera  generación  espiritual  o  moral. 

Pero  existe  otra  razón  más  eficaz  para  probar  la  propiedad  de  la  gene- 
ración moral:  el  ejemplo  y  la  declaración  de  San  Pablo.  Escribe  el  Após- 
tol a  los  Corintios:  «Como  a  hijos  míos  queridos  os  amonesto.  Pues  aon 
cuando  diez  mil  pedagogos  tuviereis  en  Cristo,  no  empero  muchos  padres; 
porque  en  Cristo  Jesús  por  el  Evangelio  yo  os  engendré»  (1  Cor.  4,  14-15). 

Y  en  otra  parte:  «Nuestro  corazón  se  ha  ensanchado:  no  estáis  apretados 
dentro  de  nosotros...  Como  a  hijos  hablo:  ensanchaos  también  vosotros» 
(2  Cor.  6,  11-12).  «Ya  antes  tengo  dicho  que  estáis  en  nuestros  corazones 
para  juntos  vivir  y  juntos  morir»  (2  Cor,  7,  3).  «Sed  imitadores  míos, 
como  yo  lo  soy  de  Cristo»  (1  Cor.  11,  1).  En  estos  textos  San  Pablo  se 
llama  a  sí  padre,  a  los  Corintios  hijos,  y  dice  que  los  engendró;  y  esta 
generación  la  distingue  expresamente  de  la  acción  de  los  pedagogos,  que 
no  es  ni  paterna  ni  generativa.  Pretende,  por  tanto,  la  propiedad  de  las 
palabras,  y  habla  de  propia  generación.  En  efecto  en  la  acción  paterna 
de  Pablo  se  distinguen  las  tres  propiedades  más  características  de  la 
generación.  Porque  1)  interviene  una  acción  moral,  es  a  saber,  la  comu- 
nicación del  Evangelio,  con  la  cual  dice  que  engendró  a  los  Corintios. 

Y  qué  entendía  él  por  la  comunicación  del  Evangelio,  lo  expresa  maravi- 
llosamente escribiendo  a  los  Tesalonicenses:  Me  hube  entre  vosotros,  dice, 
«como  cuando  una  madre  que  cría,  calienta  en  su  regazo  a  sus  propios 
hijos:  así,  prendados  vosotros,  nos  complacíamos  en  entregaros  no  sólo 
el  Evangelio  de  Dios,  sino  también  nuestras  propias  vidas;  puesto  que 
nos  habéis  ganado  el  corazón»  (1  Thes.  2,  7-8).  Si  la  predicación  fría 
e  impersonal  no  puede  llamarse  generación,  bien  puede  calificarse  de  tal 


396 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


esa  manera  Paulina  de  dar  el  Evangelio  y  con  él  toda  su  alma  y  su  vidi^. 
2)  Esta  acción  tendía  a  hacer  a  los  Corintios  moralmente  semejantes  a  sí, 
participantes  de  su  vida  espiritual,  totalmente  amoldados  a  su  manera 
de  ser,  es  decir,  que,  como  él,  reprodujesen  en  sí  la  imagen  y  la  vida  de 
Cristo.  3)  Les  comunica  la  vida  como  principio  conjunto,  esto  es,  les 
comunica  a  Cristo,  que  es  su  propia  vida  (Philp.  1,  21),  en  el  cual  él  y 
ellos  forman  un  solo  cuerpo  con  el  doble  vínculo  del  amor  y  del  Espíritu' 
Santo. 

No  es  menos  expresivo  lo  que  el  mismo  Apóstol  escribe  a  los  Cálalas: 
«Hijuelos  míos,  por  quienes  siento  de  nuevo  los  dolores  del  parto,  hasta 
que  Cristo  se  forme  en  vosotros»  (Gal.  4,  19).  Los  dolores  del  parto  son 
los  dolores  de  la  generación  maternal,  con  la  cual  el  Apóstol  iba  ansiosa- 
mente desarrollando  en  aquellos  hijuelos  suyos  el  ser  de  Cristo,  que  antes 
como  semilla  divina  había  depositado  en  ellos,  a  los  cuales  ahora  llevaba 
en  su  corazón  hasta  darlos  felizmente  a  la  luz  de  la  vida,  enteramente 
amoldados  a  la  imagen  de  Cristo  y  hechos  otros  Cristos,  semejantes  ade- 
más al  mismo  padre  que  los  engendra:  «Haceos  como  yo,  les  dice,  pues» 
también  yo  me  hice  como  vosotros»  (Gal.  4,  12). 

i  Por  tanto,  en  estos  y  en  otros  casos  la  acción  evangélica  de  San  Pablo 
obra  a  modo  de  generación  moral,  reviste  tendencias  y  propiedades  aná- 
logas a  la  generación  física.  Podemos,  pues,  concluir  que  en  el  orden 
moral  se  da  la  generación,  que  consiguientemente  hay  que  denominar 
generación  moral. 

Veamos  ahora  si  este  tipo  de  generación  moral  se  verifica  en  la  mater- 
nidad espiritual  de  María. 

§  3.    La  maternidad  espiritual,  maternidad  de  generación 

Hay  que  comenzar  descartando  las  soluciones  inadecuadas. 

Ante  todo,  hay  que  asentar  como  fundamento  que  la  razón  formal  e 
inmediata  de  la  maternidad  espiritual  no  es  la  maternidad  física  del  Cristo 
personal,  ni  siquiera  completada  con  la  incorporación  de  los  hombres  a 
Cristo  o  con  la  formación  del  Cristo  místico,  concebida  como  desligada 
e  independiente  de  la  maternidad  divina.  Semejante  manera  de  explicar 
la  maternidad  espiritual,  si  bastaba  para  justificar  de  algún  modo  la  deno- 
minación de  maternidad,  en  sentido  más  lato  e  impropio,  no  explica  el 
carácter  especial  de  la  maternidad  espiritual  de  María,  ni  menos  puede  ser 
maternidad  de  generación. 


LIBRO  II.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL 


397 


Las  denominaciones  de  maternidad  de  adopción  o  de  donación  podrían 
ser  aceptables,  si  la  maternidad  espirtual  se  iniciase  en  el  Calvario  con  la 
recomendación  del  Redentor  moribundo:  «Mujer,  he  ahí  a  tu  hijo»;  mas 
la  preexistencia  de  la  maternidad  espiritual,  iniciada  ya  en  la  encarnación, 
excluye  como  inadecuadas  estas  denominaciones. 

Tampoco  satisface  la  maternidad  de  federación.  El  vínculo  conyugal, 
por  ejemplo,  que  determina  esta  maternidad,  es  completamente  extrínseco 
o  advenedizo  respecto  de  la  generación  natural  del  propio  hijo,  con  quien 
otra  tercera  persona  contrae  el  vínculo.  En  cambio,  el  vínculo  que  une 
a  los  hombres  con  Cristo  no  es  extraño  a  su  generación  natural,  sino  que 
precisamente  radica  en  ella. 

Descartados  ya  esos  géneros  de  maternidad,  como  inadecuados,  hay 
que  examinar  si  se  hallan  en  la  maternidad  espiritual  las  características 
específicas  de  la  generación  moral.  Las  que  pudieran  ofrecer  alguna  difi- 
cultad son  dos  principalmente:  1)  que  María  actúe  como  «principio  con- 
junto», es  decir,  suministrando  de  su  propia  sustancia  moral  el  germen 
de  la  generación,  y  2)  que  produzca  seres  vivientes  moralmente  semejan- 
tes a  sí. 

Que  María  actúe  como  «principio  conjunto»  ya  lo  hemos  insinuado 
al  demostrar  con  razones  internas  el  hecho  de  la  maternidad  espiritual: 
ahora  será  menester  precisarlo  más. 

Primeramente,  María,  al  engendrar  a  Cristo,  actúa  como  Segunda 
Eva  que  engendra  al  Segundo  Adán.  Esta  producción  del  Segundo  Adán, 
formalmente  como  tal,  es  verdadera  y  propia  generación:  es  la  acción 
maternal  de  la  «Mujer»  en  su  «Descendencia».  Por  otra  parte,  esta  gene- 
ración del  Segundo  Adán  entraña  en  sí  el  entronque  con  el  linaje  humano, 
tal,  que  en  su  virtud  Cristo  atraiga  y  concentre  en  sí  toda  la  humanidad, 
y  toda  la  humanidad,  a  su  vez,  quede  incorporada  a  Cristo.  El  germen 
de  esta  generación  integral  del  Cristo,  personal  y  místico,  es  la  carne 
misma  que  María  suministra  de  su  propia  sustancia,  no  en  su  ser  pura- 
mente físico,  sino  además  en  su  ser  jurídico  o  moral,  en  cuanto  a  ella 
estaba  vinculada  la  incorporación  de  los  hombres  a  Cristo.  Este  germen, 
si  físicamente  considerado  es  de  la  sustancia  física  de  María,  moralmenta 
considerado  es  de  su  sustancia  moral,  en  cuanto  procede  de  ella  en  su 
calidad  de  Segunda  Eva,  que,  como  tal,  engendra  al  Segundo  Adán;  es 
decir,  este  germen  es  la  carne  que  da  María  y  porque  la  da  ella  como 
Segunda  Eva.  Esta  carne,  por  proceder  de  la  Segunda  Eva,  posee  la 
fuerza  de  atraer  y  recoger  en  sí  moralmente  toda  la  humanidad  para 
incorporarla  a  Cristo. 


398 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Pero  hay  otra  razón  más  clara  v  decisiva.  En  lo  que  precede  hemos 
prescindido  del  carácter  representativo  de  María.  Mas  no  hay  que  olvi- 
dar que  María,  al  dar  su  libre  asentimiento  a  la  maternidad  del  Redentor, 
llevaba  en  sí  la  representación  de  toda  la  naturaleza  humana,  actuaba  en 
persona  de  toda  la  humanidad.  Ahora  bien,  semejante  representación 
personal  no  es  otra  cosa  que  la  convergencia  o  concentración  de  toda  la 
humanidad  en  María.  Y  esta  convergencia  o  concentración  es  como  la 
sustancia  moral  de  la  Segunda  Eva.  En  consecuencia,  María,  al  dar  su 
carne  al  Redentor,  le  daba  juntamente  toda  la  humanidad  reconcentrada 
en  ella:  y  este  germen  de  la  generación  integral  del  Cristo  completo  era, 
física  y  moralmente  a  la  vez,  sustancia  de  su  sustancia,  de  su  sustancia 
moral  no  menos  que  de  su  sustancia  física.  La  acción,  por  tanto,  con 
que  María  producía  el  Cristo  místico  era  propiamente  generación  moral, 
como  la  acción  con  que  producía  el  Cristo  personal  era  generación 
física. 

Que  la  acción  con  que  María  producía  el  Cristo  místico  tendía  de 
suyo  a  producir  seres  vivientes  moralmente  semejantes  a  sí,  ofrece  ya 
menos  dificultad.  La  vida  que  ella  producía  era  la  vida  sobrenatural,  que 
ella  misma  poseía.  El  término,  por  así  decir,  inmediato  y  formal  de  esta 
acción  era  la  incorporación  de  los  hombres  a  Cristo:  iniciada  en  la  encar- 
nación y  llegada  a  su  madurez,  en  el  estadio  ideal  o  virtual,  en  el  Calvario. 
Pero  esta  incorporación  a  Cristo,  vida  eterna  y  principio  de  vida,  estaba 
toda  ordenada  a  participar  de  la  vida  misma  de  Cristo.  A  producir,  pues, 
esta  vida  de  Cristo  en  los  hombres,  iba  encaminada  la  acción  de  María, 
también  bajo  este  concepto  verdadera  generación. 

Otras  propiedades  de  la  generación,  acaso  menos  profundas,  pero  más 
claras  y  sencillas,  podemos  señalar  en  la  maternidad  espiritual  de  María: 
su  fecundidad  maternal,  su  concepción  y  su  parto. 

La  fecundidad  es  el  principio  o  la  virtud  activa  de  la  generación. 
Podemos  señalar  o  determinar  la  fecundidad  de  la  maternidad  espiritual. 
Servirá  la  comparación  con  la  fecundidad  de  la  maternidad  divina.  María, 
naturalmente  fecunda  para  la  maternidad  física,  fué  sobrenaturalmente 
fecundada  por  la  acción  del  Espíritu  Santo  para  ser  la  Madre  espiritual 
de  los  hombres  en  Cristo  Jesús.  La  misma  acción  del  Espíritu  de  Dios 
fué  la  que  a  un  mismo  tiempo  completó  y  activó  la  fecundidad  física  de 
María  para  la  maternidad  divina  y  la  fecundidad  moral  para  la  maternidad 
espiritual.  Ahora  bien,  la  maternidad  que  se  ejerce  por  el  desenvolvi- 
miento de  la  propia  fecundidad  es  maternidad  de  generación.  Y  tal  fué 
la  maternidad  espiritual  de  María. 


LIBRO  II.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL  399 

Podemos  taml^ién  señalar  en  la  maternidad  espiritual  de  María  la  con- 
cepción y  el  parto,  que  son  los  dos  momentos  más  característicos  y  como 
decisivos  de  la  generación.  «Ex  hoc  autem  dicitur  aliqua  mulier  alicuius 
mater,  quod  eum  concepit  et  genuit  ( =  peperit)»,  dice  Santo  Tomás 
(3,  q.  35,  a.  4,  c).  La  concepción  se  halla  en  la  primera  e  inicial  incor- 
poración de  los  hombres  en  Cristo  en  la  encarnación,  en  que,  si  bien 
todavía  pecadores,  quedan  ya  capacitados  para  ser  justificados  con  la 
muerte  expiatoria  del  Redentor.  El  parto  se  halla  en  la  misma  redención, 
en  que,  expiado  ya  su  pecado,  son  justificados  y  renacen  sobrenatural- 
mente,  si  bien  sólo  ideal  o  virtualmente  todavía.  Estos  dos  momentos 
de  la  regeneración  sobrenatural  de  los  hombres,  en  cuanto  son  efecto  de  la 
maternidad  espiritual  de  María,  son  la  concepción  y  el  parto  de  esta  ma- 
ternidad, que  es,  por  tanto,  maternidad  de  generación. 

Para  terminar  este  punto,  trataremos  brevemente  un  problema  nominal. 
Hemos  llamado  indiferentemente  moral  y  espiritual  la  maternidad  de 
María  respecto  de  los  hombres.  ¿Son  equivalentes  estas  dos  denomina- 
ciones? Propiamente  no.  Se  dice  moral,  por  cuanto  María  interviene 
con  actos  morales,  principalmente  con  su  libre  asentimiento;  se  llama 
espiritual,  por  cuanto  interviene  la  acción  del  Espíritu  Saoto.  Son  dos 
aspectos  distintos  de  una  misma  maternidad. 

Art.  2.    Maternidad  espiritual  y  corredención 

Para  acabar  de  precisar  los  conceptos  de  maternidad  espiritual  y  de 
corredención,  será  conveniente  cotejarlos  entre  sí.  Este  cotejo,  con  todo, 
habrá  de  ser  sobrio.  Siendo  tan  complejos  los  dos  conceptos,  un  cotejo 
demasiado  extenso  y  minucioso  daría  lugar  a  complicaciones  y  desmedidas 
sutilezas,  que,  en  vez  de  aquilatar  los  conceptos,  los  embrollarían  lastimo- 
samente. Será  fuerza,  pues,  limitarse  a  las  líneas  más  generales.  Aun 
así  el  cotejo  resulta  extremadamente  difícil.  Y  puesto  que  la  relación  de| 
ambos  conceptos  es  diferente  en  los  dos  momentos  principales,  así  de  la^ 
maternidad  como  de  la  corredención,  es  decir,  en  el  consentimiento  de 
Nazaret  y  en  la  compasión  del  Calvario,  trataremos  separadamente  estos 
dos  momentos. 


400 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


§  1.    En  N azare t 

Ante  todo  hay  que  notar  que  en  Nazaiet  o  en  la  encarnación  el  acto 
con  que  María  ejerce  principalmente  su  maternidad  espiritual  y  su  corre- 
dención es  uno  mismo:  su  libre  consentimiento,  si  bien  enfocado  desde 
distintos  puntos  de  vista.  Esta  sencilla  observación  nos  revela  la 
identidad  real  y  la  diferencia  formal  de  entrambos  conceptos.  Pero 
conviene  concretar  más  tanto  la  identidad  real  como  la  diferencia 
formal. 

Los  puntos  de  contacto  entre  la  maternidad  y  la  corredención  son 
numerosos.  El  mismo  acto  del  consentimiento,  con  que  entrambas  se 
ejercen,  es,  a  su  modo,  una  cierta  cooperación,  no  sólo  con  Dios,  sino 
también  con  Cristo.  Uno  mismo  también  es  el  efecto  real,  que,  en  defini- 
tiva, no  es  otro  que  la  salud  eterna  de  los  hombres,  esto  es,  la  remisión 
de  sus  pecados  y  la  regeneración  sobrenatural.  Por  fin,  no  hay  que  olvi- 
dar que,  tanto  como  Madre  espiritual  cuanto  como  Corredentora,  inter- 
viene siempre  María  a  título  de  Segunda  Eva. 

Pero  no  son  menos  notables  las  diferencias  formales  o  su  tendencia 
peculiar  y  característica.  El  consentimiento  es  corredención,  en  cuanto 
es  precisamente  una  cooperación  con  Dios  y  con  Cristo  en  la  obra  de  la 
redención,  o,  más  concretamente,  en  cuanto  determina,  pone  en  movimiento 
e  inicia  la  ejecución  de  los  planes  divinos  en  orden  a  la  redención  hu- 
mana. En  cambio  el  mismo  consentimiento  es  generación  espiritual  en 
su  primer  momento,  esto  es,  verdadera  concepción  espiritual,  en  cuanto  es 
acto  formalmente  maternal  que  inicia  la  generación  del  Cristo  místico,  de 
la  Cabeza  y  de  los  miembros,  del  Cristo  personal  y  de  los  hombres  a  él 
incorporados.  La  sola  cooperación  no  expresa  de  suyo  generación  espiri- 
tual, como  esta  acción  maternal  tampoco  expresa  de  suyo  verdadera  coope- 
ración en  el  sentido  indicado. 

Esta  identidad  real  y  esta  diferencia  formal  nos  da  resuelto  el  problema 
de  la  mutua  dependencia  o  independencia  de  entrambos  conceptos.  Hay 
que  reconocer  que  en  sentido  real  son  dependientes  o  conexos:  son  una 
misma  realidad.  En  cambio,  en  sentido  formal  son  independientes  o 
inconexos,  dado  que  en  absoluto  hubieran  podido  darse  el  uno  sin 
el  otro. 

Mucho  más  difícil  y  complicado  es  el  problema  de  su  prioridad  lógica. 
Si  consideramos  los  dos  conceptos  en  su  existencia  real  o  en  el  orden  de 
la  ejecución,  no  parece  posible  determinar  a  cuál  de  los  dos  corresponde  la 


LIBRO  II.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL 


401 


prioridad  lógica  sobre  el  otro.  Para  investigarlo  es  menester  remontarse 
al  orden  de  la  intención,  es  decir,  a  los  signos  lógicos  de  los  decretos 
divinos  referentes  a  la  redención  humana.  A  tres  hemos  reducido  estos 
signos:  el  de  la  encarnación,  el  de  la  solidaridad  y  el  de  la  recirculación. 
Esto  supuesto,  parece  que  para  determinar  la  prioridad  entre  la  mater- 
nidad espiritual  y  la  corredención,  el  criterio  no  puede  ser  sino  éste: 
examinar  a  cuál  de  estos  signos  pertenecen  o  en  cuál  de  ellos  se  hallan 
estas  dos  formalidades.  Y  esto  último  es  posible  descubrirlo,  si  se  consi- 
deran los  motivos  o  fundamentos  en  que  estriban  así  la  maternidad  como 
la  corredención. 

La  maternidad  espiritual,  en  cuanto  es  generación  moral,  la  hemos 
demonstrado  por  la  calidad  de  Segunda  Eva  y  por  el  título  representativo, 
con  que  María  da  su  consentimiento.  Lo  uno  y  lo  otro  no  se  verifica  sino 
en  el  tercer  signo  en  virtud  del  principio  de  recirculación.  Luego  la  ma- 
ternidad espiritual,  en  cuanto  es  generación  moral,  sólo  se  halla  en  el 
tercer  signo.  Otra  cosa  sería,  si  se  admitiese  una  maternidad  de  federa- 
ción: ésta  sería  una  consecuencia  de  la  solidaridad  y  se  reduciría  al  se- 
gundo signo.  Podemos,  pues,  concluir  que  la  maternidad  espiritual,  en 
sentido  más  lato,  aparece  en  el  signo  de  la  solidaridad ;  mientras 
que  en  sentido  más  estricto  sólo  aparece  en  el  signo  de  la  recircu- 
lación. 

La  Corredención  por  el  consentimiento  la  hemos  fundado  en  tres 
motivos  principalmente:  su  índole  psicológica,  su  valor  moral  de  obe- 
diencia y  su  carácter  representativo.  Por  su  índole  psicológica  pertenece 
al  primer  signo  de  la  encarnación.  Sin  salir  de  él,  sin  necesidad  de 
apelar  a  la  solidaridad  o  a  la  recirculación,  puede  el  consentimiento  en 
virtud  de  sus  propiedades  innatas  ser  ya  una  cooperación  eficaz  y  formal 
a  la  obra  de  la  redención.  En  cambio,  por  su  valor  moral  y  por  su  carác- 
ter representativo  el  consentimiento  ha  de  aguardar  hasta  al  tercer  signo 
de  la  recirculación  para  desenvolver  su  eficacia  corredentora.  Podemos, 
pues,  concluir  que  el  consentimiento  puede  ser  corredentivo,  suficiente- 
mente, ya  desde  el  primer  signo;  pero  para  serlo  plenamente,  es  decir, 
para  desarrollar  todas  sus  virtualidades  corredentoras,  ha  de  aguardar 
hasta  el  tercer  signo. 

Comparando  entre  sí  estos  dos  resultados,  el  primer  signo  nos  da  la 
corredención,  propia  pero  no  plena;  el  segundo,  la  maternidad  espiritual 
menos  propia;  el  tercero,  la  corredención  plena  y  la  maternidad  propia. 
Consideradas  en  su  primera  fase,  la  corredención  es  bajo  todos  conceptos 
anterior  lógicamente  a  la  maternidad  espiritual;  consideradas  en  su  última 

26 


402 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


fase,  parecen  más  bien  simultáneas.  Podríamos  precisar  más,  compa- 
rando entre  sí  los  diferentes  rasgos  o  aspectos  de  la  Segunda  Eva,  que 
motivan  cada  una  de  las  dos  formalidades;  pero  habríamos  de  apelar  a 
excesivas  sutilezas,  que  nos  hemos  propuesto  evitar  ('). 

O  Las  animadas  controversias  sobre  este  punto  suscitadas  en  la  asamblea  de  la 
Sociedad  Mariológica  Española  (sept.  de  1943)  nos  dieran  ocasión  a  nuevas  reflexio- 
nes, que  juzgamos  oportuno  manifestar  aquí.  En  su  magnífico  y  luminoso  estudio 
«De  la  maternidad  espiritual  o  soteriológica»  sostenía  el  R.  P.  Llamera  que  en 
Cristo  la  capitalidad  precede  lógicamente  a  su  carácter  de  Redentor.  Repuso  el 
R.  P.  Cuervo,  si  mal  no  recordamos,  que,  a  su  juicio,  el  carácter  de  Redentor  precede 
lógicamente  a  la  capitalidad.  No  se  llegó  a  un  acuerdo  satisfactorio.  La  solución 
conciliadora  que  allí  propusimos,  de  que,  existiendo  diferentes  estadios,  tanto  en  la 
capitalidad  como  en  la  redención,  no  podía  decirse  que  en  bloque  la  una  precedía 
totalmente  a  la  otra,  sino  que  más  bien  estos  estadios  o  pasos  progresivos  se  esca- 
lonaban y  entrecruzaban,  semejante  solución,  decimos,  nos  parece  ahora  incompleta ; 
y  creemos  que  éste  es  el  lugar  oportuno  de  completarla.  Ante  todo,  se  impone  una 
doble  distinción.  Hay  que  distinguir  entre  el  orden  de  finalidad  o  de  intención 
(genus  causae  finalis)  y  el  orden  de  eficiencia  o  de  ejecución  (genus  causae  efficien- 
tis).  Hay  que  distinguir  además  entre  el  acto  primero  y  el  acto  segundo;  es  decir, 
entre  la  capitalidad  misma  y  la  función  o  actuación  capital,  y  entre  el  carácter  de 
Redentor  (que  pudiera  llamarse  redentoridad)  y  la  función  o  actuación  redentiva. 
Esto  supuesto,  en  el  orden  de  finalidad,  en  la  hipótesis  escotista  o  suarista  precede 
evidentemente  la  capitalidad  a  la  redentoridad;  y  aun  en  la  hipótesis  tomista,  a  lo 
menos  en  la  mente  de  Santo  Tomás  y  de  no  pocos  tomistas  modernos,  si  la  redención 
se  considera  no  como  bonum  humano  sino  como  bonum  divino  o  de  Cristo,  esto  es, 
la  gloria  y  excelencia  del  mismo  Redentor,  parece  claro  que  la  capitalidad  (a  lo 
menos  en  cuanto  significa  primacía,  plenitud  de  perfección  y  capacidad  de  influir 
en  los  miembros,  todo  lo  cual  constituye  la  gloria  de  la  Cabeza)  precede  a  la  reden- 
ción. Pudiera,  con  todo,  decirse  que  lo  que  Dios  se  propuso  primeramente  fué  la 
redención  del  hombre,  pero  que  este  propósito  no  se  hizo  eficaz  sino  en  cuanto  en 
esta  redención  había  de  ostentarse  la  gloria  de  su  Hijo  Redentor:  o  bien,  concibien- 
do la  capitalidad  como  una  modalidad  en  absoluto  no  necesaria  del  carácter  de  Re- 
dentor, podría  decirse  que  lo  que  primero  intentó  Dios  fué  la  gloria  ímás  indeter- 
minada) del  Redentor,  y  solo  después  (lógicamente)  la  modalidad  de  la  capitalidad: 
y  en  este  sentido,  el  carácter  de  Redentor  precede  lógicamente  al  de  Cabeza.  ¿Cuál 
de  estas  maneras  de  concebir  los  decretos  divinos  se  acomoda  más  a  la  realidad? 
Confesamos  que  no  hallamos  razones  decisivas  ni  en  un  sentido  ni  en  el  otro. 

Si  del  orden  de  intención  pasamos  al  de  ejecución,  la  solución  podrá  ser  más 
compleja,  pero  acaso  también  más  clara  y  cierta.  En  la  capitalidad  hay  que  distin- 
guir entre  el  acto  primero  y  el  acto  segundo.  En  el  acto  primero  no  es  otra  cosa 
(supuesta  la  dignidad  del  Hombre-Dios  y  el  decreto  divino)  que  el  estar  los  hombres 
incorporados  a  Cristo  en  orden  precisamente  a  participar  del  influjo  y  de  la  vida 
de  la  Cabeza.  En  el  acto  segundo  no  es  sino  al  actual  influjo  (a  lo  menos  global, 
ideal  o  virtual)  de  la  Cabeza  sobre  los  miembros.  Ahora  bien,  en  el  acto  primero 
la  capitalidad  precede  al  carácter  de  Redentor,  por  cuanto  en  el  presente  orden  de 
la  divina  providencia  la  capitalidad  es  un  constitutivo  esencial  del  carácter  de  Re- 
dentor. Cristo  no  es  Cabeza  porque  es  Redentor,  sino  más  bien,  inversamente,  es 
Redentor  porque  es  Cabeza.  Y  en  este  sentido  la  capitalidad  (in  genere  causae  ef- 
ficientis)  precede  a  la  redentoridad.  Otra  cosa  parece  que  hay  que  decir  respecto 
del  acto  segundo.  Ante  todo,  tengamos  presente  que  el  efecto  propio,  inmediato  y 
absoluto  de  la  redención  es  el  cambio  operado  (a  nuestro  rudo  modo  de  hablar)  en 
Dios,  que  de  enemigo  y  airado  pasa  a  ser  amigo  reconciliado:  es,  en  una  palabra, 
la  reconciliación  (virtual  o  radical)  de  Dios  con  la  humanidad.  Recordemos  además, 
para  no  dar  en  soluciones  equivocadas,  que  el  acto  con  que  Cristo  redime  al  hombre 
e  influye  en  él  como  Cabeza  es  uno  mismo.    Esto  supuesto,  parece  que  ha\  que 


LIBRO  II.  —  MATERNIDAD  ESPIRITUAL 


403 


!^  2.    En  el  Calvario 

Ante  todo  hay  que  fijar  los  dos  términos  o  extremos  de  la  compara- 
ción: la  maternidad  espiritual  y  la  com-pasión  corredentiva.  La  mater- 
nidad espiritual  es  ahora  el  parto  espiritual  con  que  los  hombres  renacen 
a  la  vida  sobrenatural,  renacimiento,  que  coincide  con  el  segundo  estadio 


decir  que  Ja  redención  precede  lógicameiUe  al  influjo  capital.  Si  la  redención  se 
considera  como  satisfacción,  primero  es  aplacar  a  Dios  que  influir  la  vida  divina 
sobre  los  miembros  del  cuerpo  místico.  Y  aun  considerada  como  mérito,  primero  es 
inclinar  la  voluntad  divina  a  conceder  la  recompensa  merecida  que  comunicarla 
(aun  en  el  estadio  ideal)  a  los  miembros. 

En  conclusión,  en  el  orden  de  la  finalidad,  parece  probable  (a  lo  menos  dentro 
de  la  hipótesis  tomista I  que  la  redención  precede  a  la  capitalidad;  en  el  orden  de 
la  ejecución  hay  que  distinguir:  en  el  acto  primero  precede  la  capitalidad,  en  el 
acto  segundo  precede  la  redención.  Tal  nos  parece,  en  conjunto,  la  solución  más 
probable,  que  tal  vez  pudiera  precisarse  más  con  nuevas  distinciones,  pero  sería  ape- 
lando a  excesivas  sutilezas. 

Hasta  aquí  hemos  hablado  solo  del  Redentor.  ¿Qué  repercusiones  o  consecuen- 
cias entraña  semejante  solución  respecto  de  la  maternidad  espiritual  y  soteriológica 
de  María?    Es  lo  que  hay  que  considerar  brevemente. 

Si  la  divina  maternidad  es  soteriológica,  en  cuanto  María  es  Madre  det^  Re- 
dentor, y  si  es  espiritual,  en  cuanto  es  Madre  de  la  Cabeza,  habrá  de  concluirse  que 
en  el  orden  de  intención  la  divina  maternidad  primero  es  soteriológica  que  espiri- 
tual: es  decir,  que  María,  lógicamente,  primero  fué  predestinada  a  ser  la  Madre 
del  Redentor  en  cuanto  tal,  que  la  Madre  espiritual  de  los  hombres.  En  el  orden 
de  ejecución,  María  en  el  acto  primero  antes  queda  constituida  como  Madre  espi- 
ritual que  como  Corredentoia ;  pero  en  el  acto  segundo,  inversamente,  primero  actúa 
como  Corredentora  que  como  Madre  espiritual.  Esto  último  parece  claro  en  su 
actuación  com-pasiva  en  el  Calvario ;  pero  parece  deber  también  afirmarse  de  su 
actuación  cronológicamente  previa  por  medio  de  su  libre  consentimiento  en  Nazaret. 

Discutido  este  punto  principal,  aprovecharemos  la  ocasión  para  estudiar  algunos 
otros  puntos  interesantísimos  así  de  la  conferencia  del  P.  Llamera  como  de  la 
intervención  del  P.  Cuervo. 

Distinguiendo  entre  maternidad  divina  en  abstracto  y  maternidad  divina  en  con- 
creto ( que  no  es  otra  cosa  que  la  maternidad  del  Redentor  adornado  de  la  capitalidad 
y  de  la  gracia  capital),  afirmaba  que  esta  maternidad  en  concreto  era  el  axioma  pri- 
mario o  principio  fundamental  de  toda  la  Mariología.  Al  afirmar  que  este  principio 
era  la  maternidad  del  Redentor  empleaba  el  P.  Llamera  exactamente  la  misma  fór- 
mula que  dos  días  antes  habíamos  adoptado  para  expresar  el  principio  primario  de 
la  Mariología;  y  al  llamar  a  esta  maternidad  del  Redentor  «maternidad  divina  en 
concreto  )  usaba  los  mismos  términos  que  ya  el  año  1929  habíamos  usado  nosotros 
en  la  Conferencia  del  Congreso  Mariano  de  Sevilla.  Por  ambas  razones  nos  fué 
singularmente  grata  la  posición  del  P.  Llamera,  que  tan  favorable  acogida  halló  en 
la  asamblea.  Mas,  a  fuer  de  leales,  hemos  de  reconocer  que  bajo  la  coincidencia  de 
fiirnuilas  pudiera  hallarse  una  discrepancia  de  conceptos.  Nos  explicaremos.  La 
capitalidad,  que  constituye  a  Cristo  Redentor,  puede  entenderse  también  de  dos  ma- 
neras: en  sentido  abstracto  (o  preciso)  y  en  sentido  concreto  (o  histórico).  En  sen- 
tido concreto  la  capitalidad,  como  contrapuesta  a  la  de  Adán,  entraña  en  sí  el  prin- 
cipio de  recirculación  (que  a  su  vez  implica  el  de  asociación);  pero  en  sentido 
abstracto  o  preciso  no  vemos  que  evidentemente  se  incluyan  en  ella  estos  dos  prin- 
cipios mariológicos.  Y  en  esto  podría  estar  la  discrepancia.  Según  nuestra  manera 
de  ver,  la  maternidad  divina  en  concreto  tenía  como  término  el  Redentor  concebido 


404 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


de  la  incorporación  de  los  hombres  en  Cristo  Jesús.  La  com-pasión  corre- 
dentiva,  como  presenta  tan  variados  aspectos,  será  conveniente  limitarla 
o  coartarla  a  uno  solo,  que  será  uno  de  los  más  característicos,  el  de  los 
méritos,  y  aun  más  particularmente  el  de  los  méritos  propios.  Una  com- 
paración más  extensa  resultaría  excesivamente  complicada. 

La  com-pasion  meritoria  se  concentra  en  un  acto  principal:  la  obedien- 
cia con  que  María  acepta  la  pasión  y  muerte  de  su  divino  Hijo.  Para 
el  parto  espiritual  hay  que  señalar  también  un  acto,  que  pueda  conside- 
rarse como  el  alumbramiento  de  los  hombres  para  la  vida  sobrenatural. 
Este  acto  no  puede  ser  otro  que  la  misma  aceptación  obediente  en  que  so 
concentra  la  com-pasión  meritoria.  En  un  mismo  acto,  por  consiguiente, 
convergen  o  coinciden,  como  antes  en  el  consentimiento,  la  maternidad 
espiritual  y  la  corredención.  Y  de  ahí  el  problema:  ¿cuál  de  estas  dos 
formalidades  es  lógicamente  anterior?    Más  claro:    ¿el  mismo  acto  de 


como  Segundo  Adán,  y  en  este  sentido  incluía  o  postulaba  el  principio  de  recircu- 
lación y  consiguientemente  el  de  asociación.  De  todos  modos,  si  el  P.  Llamera 
concibe  la  capitalidad  como  concreción  implícita  de  los  otros  dos  principios,  la  coin- 
cidencia real  entre  ambos  es  perfecta.  Pero  aun  así,  queda  una  discrepancia,  que 
no  es  verbal,  sino  más  bien  formal  o  de  método.  Nosotros  en  el  análisis  de  los 
decretos  divinos  hemos  distinguido  tres  como  estadios  o  signos  lógicos:  el  de  la 
redención,  el  de  la  solidaridad  y  el  de  la  recirculación  (del  cual  es  simple  elemento 
la  asociación);  en  cambio,  el  P.  Llamera  los  engloba  los  tres  en  la  sola  capitalidad 
concreta.  Nos  ha  parecido  más  apta  la  distinción  que  la  fusión,  más  el  análisis 
que  la  síntesis.  Pero,  repetimos,  la  coincidencia  real  y  sustancial  es  completa.  Y 
esto  es  lo  principal. 

El  P.  Cuervo,  en  el  curso  de  la  discusión,  tuvo  una  expresión  y  propuso  una 
sugerencia,  que  nos  es  grato  recoger. 

Hablando  de  la  maternidad  de  María  respecto  de  Cristo  como  Cabeza  y  de  su 
acción  maternal  sobre  la  capitalidad  de  Cristo,  dijo  con  frase  crudamente  realista 
que  María  «endosó»  la  humanidad  a  Cristo.  Podrá  discutirse  el  irpÉTrov  de  la  pa- 
labra, pero  no  puede  dudarse  que  expresó  gráficamente  lo  que  tantas  veces  decimos 
en  el  libro,  es  a  saber,  que  María  fué  la  que  eficientemente  incorporó  los  hombres  a 
Cristo,  la  que  obró  con  su  asentimiento  y  su  generación  maternal  esta  misteriosa 
incorporación.  Hablando  también  de  la  unidad  o  multiplicidad  del  primer  prin- 
cipio mariológico,  dijo  que  en  vez  de  proponer  un  solo  principio  complejo  o  muchos 
principios  coordinados  o  de  igual  categoría,  sería  preferible  proponer  varios  princi- 
pios jerarquizados:  uno,  simple,  absolutamente  primero,  y  otros  subordinados  a  él 
o  subalternos.  Dijimos  entonces  que  semejante  sugerencia  merecía  tomarse  en  con- 
sideración. La  hemos  considerado;  y  al  comparar  con  ella  la  manera  como  propo- 
níamos los  principios  mariológicos.  hemos  tenido  la  satisfacción  de  que  exercite 
nos  habíamos  atenido  a  ella.  Por  lo  menos,  declaramos  ahora,  que  tal  es  nuestra 
mente.  ^ 

Por  fin,  aprovechamos  la  ocasión  para  manifestar  que  en  la  referida  asamblea 
mariológica  ambos  Dominicos,  junto  con  su  hermano  de  hábito  el  P.  Sauras,  con  sus 
doctas  y  luminosas  intervenciones  trabajaron  admirablemente  bien  en  pro  de  la 
Mariología  científica  y,  lo  que  más  vale,  a  gloria  de  la  Madre  de  Dios.  Y  nos  es 
sumamente  grato  constatar  que  lo  que  nuestro  sistema  mariólogico,  aun  en  lo  que 
pueda  tener  de  más  derechista  o  avanzado,  coincide  plenamente  con  el  de  tan 
egregios  teólogos. 


LIBRO  II.  —  MATERNIDAD  I>PIRÍTUAI, 


405 


obediencia  es  lógicamente  antes  generativo  que  meritorio,  o  bien  antes 
meritorio  que  generativo? 

Por  parte  del  efecto  producido  no  se  descubre  ninguna  razón  de  priori- 
dad, dado  que  es  uno  mismo  el  efecto  del  acto,  tanto  como  generativo 
cuanto  como  meritorio:  es  a  saber,  el  nuevo  ser  que  adquiere  la  humani- 
dad en  Cristo  Jesús  o  el  nuevo  estadio  del  cuerpo  místico  de  Cristo.  Lo 
único  que  puede  dar  alguna  luz  para  la  solución  del  problema  es  la  dife- 
rente relación  o  conexión  que  el  acto  de  María,  como  generativo  y  como 
meritorio,  pueda  tener  con  el  Redentor  y  con  la  redención.  Conviene  pre- 
cisar esta  diferente  relación. 

Considerado  como  meritorio,  el  acto  de  María  es  una  asociación  o  coo- 
peración con  el  Redentor  y  con  la  redención.  En  este  sentido  el  Redentor 
y  la  Corredentora  forman  el  principio  adecuado  y  total  o  el  acto  primero 
de  la  redención,  que  es  reducido  al  acto  segundo  por  la  obediencia  meri- 
toria de  entrambos.  En  cambio,  considerado  como  generativo,  el  acto  de 
María  no  es  una  asociación  al  Redentor,  el  cual  más  bien  es  el  término 
de  la  generación,  por  cuanto  es  la  Cabeza,  a  la  cual  se  unen  los  hombres 
con  nuevos  vínculos  más  estrechos.  Es  decir,  el  nuevo  estadio  del  cuerpo 
místico  es  efecto  a  la  vez,  por  una  parte,  de  la  redención  de  Cristo  y  de  la 
Corredención  de  María,  y,  por  otra,  de  la  generación  Mariana.  Ahora 
bien,  de  parte  de  Cristo,  el  acto  de  la  redención,  como  actuación  de  la 
causa,  es  anterior  al  nuevo  estadio  del  cuerpo  místico,  que  es  efecto  de  lá 
redención.  Por  consiguiente,  como  la  generación  Mariana  ha  de  ser  pos- 
terior lógicamente  a  la  redención  de  Cristo,  a  la  cual  está  asociada  la  Co- 
rredención, sigúese  que  la  generación  es  también  lógicamente  posterior  á 
la  Corredención,  perteneciente  al  mismo  signo  de  la  redención.  Además, 
la  asociación  a  la  redención  es  para  la  Corredención  toda  la  razón  de  ser 
de  su  eficacia.  Hay  que  decir,  por  tanto,  que  el  acto  de  obediencia  de 
María  es  generativo  porque  es  corredentivo  o  meritorio,  y  no  que  es  meri- 
torio porque  es  generativo.  Por  consiguiente,  el  mérito  es  la  razón  de  la 
generación,  y  no  la  generación  es  la  razón  del  mérito.  Y  como  razón  de 
la  generación  el  mérito  es  lógicamente  anterior  a  ella. 

^  3.    Conclusión :  mirada  de  conjunto 

A  estos  cotejos  parciales  hay  que  añadir  una  mirada  de  conjunto,  para 
apreciar  debidamente  el  desenvolvimiento  integral  de  la  maternidad  espi- 
ritual en  función  de  la  Corredención  Mariana  y  de  la  redención  de  Cristo. 

Sirva  de  base  la  unidad  estricta  de  la  redención.    Sus  dos  momentos 


406 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


capitales  son  la  oblación  en  la  encarnación  y  la  inmolación  en  el  Calvario. 
Pero  estos  momentos,  aunque  separado;  cronológicamente,  moralmente  se 
unen,  se  compenetran,  para  formar  un  todo  único  e  indivisible.  Con  la 
oblación  el  Redentor  se  inmola  ya  espiritualmente :  con  la  inmolación  real 
consuma  la  oblación.  Con  la  oblación  se  anticipa  la  inmolación:  con  la 
inmolación  se  reproduce  la  oblación. 

Esta  unidad  de  la  redención  nos  da  idea  de  la  unidad  de  la  maternidad 
divina  considerada  como  soteriológica  v  moral,  es  decir,  de  la  maternidad 
del  Redentor.  Si  la  generación  física  del  Hombre-Dios,  iniciada  en  Naza- 
ret,  termina  en  Belén,  ia  generación  moral  del  Redentor,  iniciada  igual- 
mente en  Nazaret,  no  termina  sino  en  el  Calvario.  Si  la  maternidad  moral 
V  soteriológica  es  la  generación  del  Redentor  crucificado,  el  parto,  término 
de  esta  generación,  sólo  se  halla  en  el  Calvario.  Si  el  parto  físico  de  Belén 
fué  sin  dolor,  el  parto  moral  del  Calvario  no  se  realizó  sino  entre  indecibles 
dolores.  Y  si  Nazaret  y  el  Cal\  ario,  la  concepción  y  el  parto,  están  sepa- 
rados por  el  tiempo  v  el  espacio,  no  son,  con  todo,  sino  los  dos  momentos 
de  la  única  generación,  de  la  maternidad  soteriológica.  una  e  indivisible. 

Proporcionalmente.  a  la  unidad  de  la  redención  corresponde  la  unidad 
de  la  Corredención;  como  a  la  unidad  de  la  maternidad  soteriológica  co- 
rresponde la  unidad  de  la  maternidad  espiritual. 

Como  en  la  redención,  en  la  Corredención  existen  dos  momentos,  cro- 
nológicamente separados,  moralmente  fundidos  en  la  más  estricta  unidad: 
el  consentimiento  y  la  com-pasión.  El  consentimiento  está  orientado  hacia 
la  com-pasión.  en  que  tiene  su  término  y  su  objeto:  la  com-pasión  es  el 
resultado,  la  realización,  la  concreción  dolorosa  del  consentimiento.  Como 
el  consentimiento  es  el  anticipo  y  el  germen  de  la  com-pasión,  así  la  com- 
pasión es  la  reproducción  y  el  fruto  del  consentimiento.  Y  consentimiento 
y  com-pasión  forman  la  única  Corredención. 

En  la  maternidad  espiritual  la  concepción  de  Nazaret  y  el  parto  del 
Calvario  son  los  dos  momentos,  el  inicial  y  el  terminal,  de  una  misma  e* 
indivisible  generación.  Un  mismo  acto,  moralmente  continuado  o  perma- 
nente, el  consentimiento  obediente  es  a  la  vez  la  concepción  y  el  parto.  Y 
uno  es  también  el  efecto  de  este  único  acto:  la  incorporación  de  los  hom- 
bres en  Cristo  Jesús,  iniciada  en  Nazaret  y  consumada  en  el  Calvario. 

Combinemos  ahora  y  harmonicemos  estas  series  de  elementos  paralelos. 
El  elemento  preponderante  y  como  el  lazo  de  unión  de  todos  es  el  consen- 
timiento virginal,  acto  de  obediencia,  análogo  a  la  obediencia  del  Redentor. 
Son  verdaderamente  maravillosas  las  múltiples  virtualidades  del  consenti- 
miento.   En  Nazaret  él  es  el  que  determina  la  maternidad  divina  v  la  ma- 


LIBRO  11.  —  MATKRNIDAD  ESPIRITUAL 


407 


ternidad  soteriológica,  y  es,  a  un  tiempo,  corredención  formal  y  genera- 
ción moral:  es  la  concepción  espiritual  de  los  hombres  en  Cristo  Jesús. 
En  el  Calvario,  mientras  consuma  la  generación  moral  del  Redentor,  es  el 
parto  espiritual  de  los  redimidos,  y  es  también  corredención  meritoria.  Los 
méritos  de  la  com-pasión  Mariana,  no  sólo  se  interponen  entre  la  genera- 
ción moral  del  Redentor  y  la  generación  espiritual  de  los  redimidos,  sino 
además,  lo  que  ahora  más  nos  interesa,  entre  los  dos  momentos  de  esta 
generación  espiritual  de  los  hombres,  es  decir,  entre  la  concepción  de  Naza- 
ret  y  el  parto  del  Calvario.  Por  una  parte,  estos  méritos  estriban  en  la 
previa  concepción  espiritual,  si  no  para  su  valor  meritorio,  sí  para  su  valor 
corredentivo.  Anteriormente  habíamos  de  prescindir  de  este  motivo  o 
fundamento  corredentivo  de  la  com-pasión  Mariana:  ahora  podemos  ya 
señalarlo.  Como  Madre  espiritual  de  los  hombres,  María  posee  un  título, 
por  así  decir,  oficial,  conferido  por  el  mismo  Dios  en  orden  a  la  redención, 
para  que  sus  méritos  puedan  considerarse,  no  como  méritos  puramente  pri- 
vados o  personales,  sino  como  méritos  ordenados  por  Dios  a  la  regenera- 
ción espiritual  de  los  hombres.  Porque,  por  otra  parte,  estos  mismos  mé- 
ritos son  los  que  determinan  el  parto  espiritual  del  Calvario,  como  antes 
hemos  indicado.  De  esta  suerte,  los  méritos  de  la  com-pasión  Mariana, 
puestos  entre  la  concepción  y  el  parto  espiritual  de  los  hombres,  efecto  de 
la  concepción,  en  cuanto  a  su  valor  corredentivo,  y  .principio  del  parto,  son 
a  la  vez  maternales  y  corredentivos:  doblemente  maternales,  por  cuanto 
estriban  en  los  derechos  de  la  maternidad  divina  y  determinan  la  mater- 
nidad espiritual;  y  doblemente  corredentivos,  por  cuanto  son  una  coope- 
ración de  la  redención  activa  y  un  principio  de  la  redención  pasiva.  Estas 
múltiples  virtualidades  y  relaciones  de  los  méritos  de  María,  si  dan  unidad 
a  los  dos  momentos  de  la  generación  espiritual,  muestran  también  las  estre- 
chas afinidades  entre  la  Corredención  y  la  maternidad  espiritual  y  entre 
éstas  y  la  maternidad  divina  y  soteriológica.  Mas  todas  estas  afinidades, 
señaladas  en  unos  pocos  rasgos  más  salientes,  no  son  sino  un  esquema 
descarnado  de  la  espléndida  realidad,  llena  de  divinas  harmonías.  Pero  en 
este  mismo  esquema  resalta  una  idea:  que  la  maternidad  espiritual  es  una 
modalidad  de  la  Corredención,  o  que  la  Corredención  es  fundamentalmente 
maternal. 

Mas  esta  idea  predominante,  es  a  saber,  que  la  maternidad  espiritual 
es  una  modalidad  de  la  Corredención,  entraña  una  consecuencia  importan- 
tísima, que  conviene  consignar.  Si  la  maternidad  espiritual  es  una  moda- 
lidad de  la  Corredención,  podrá  la  Corredención,  como  elemento  sustan- 
tivo, explicarse  sin  apelar  a  la  maternidad  espiritual,  como  elemento  modal. 


408 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


y,  de  hecho,  la  hemos  explicado  independientemente  de  ella;  pero  no  podrá 
explicarse  la  maternidad  espiritual  del  Calvario  sin  apelar  a  la  Correden- 
ción y  fundarla  en  ella:  de  hecho,  como  hemos  visto  anteriormente,  el 
único  acto  de  María  que  pueda  considerarse  como  parto  espiritual  es  su 
com-pasión  meritoria  o,  más  generalmente,  su  com-pasión  corredentiva. 
Luego,  si  se  admite  la  maternidad  espiritual  del  Calvario,  como  verdadero 
parto  espiritual  de  la  humanidad  regenerada,  hay  que  admitir,  como  pos» 
tulado  en  que  se  basa,  la  com-pasión  corredentiva.  No  se  puede  negar  la 
com-pasión  corredentiva,  sin  mutilar  la  maternidad  espiritual. 

Ambas  a  la  vez,  Corredención  y  maternidad  espiritual,  son  una  magní- 
fica confirmación  del  principio  de  transcendencia  singular,  que  antes  hemos 
declarado  independientemente  de  ellas.  Si,  por  una  parte,  este  principio 
prepara,  por  así  decir  el  terreno,  para  admitir  estas  dos  excelsas  prerro- 
gativas de  María,  éstas,  por  otra  parte,  muestran  patentemente  la  verdad  y 
el  alcance  del  principio;  dado  que  tanto  la  una  como  la  otra  son  prerro- 
gativas únicas  de  María,  que  colocan  a  la  Corredentora,  Madre  espiritual 
de  toda  la  humanidad,  por  encima  de  todo  lo  creado. 


LIBRO  TERCERO 


INTERCESIÓN  ACTUAL 


Como  hemos  advertido  en  la  primera  parte,  damos  al  nombre  de  «inter- 
cesión» el  sentido  etimológico  de  «intervención».  Esta  intervención  se 
ejerce  de  dos  maneras  diferentes:  por  la  palabra  y  por  la  acción.  En  el 
primer  sentido  se  puede  llamar  «deprecación»  o  bien  «intercesión»  en  sen- 
tido particular,  que  es  el  más  usual ;  en  el  segundo  puede  denominarse 
«dispensación  de  las  gracias».  Más  sencilla  y  exacta  sería  acaso  la  deno- 
minación genérica  de  «intervención  (o  actuación)  celeste»,  dividida  en  las 
dos  denominaciones  especiales  de  «deprecación»  (o  «intercesión»)  y  «dis- 
pensación». Pero  baste  haber  tocado  incidentalmente  esta  cuestión  no- 
minal. 

En  la  primera  parte  hemos  declarado  las  nociones  de  intercesión,  de- 
precación y  dispensación,  y  juntamente  hemos  estudiado  los  problemas  se- 
cundarios o  más  fáciles  de  resolver,  referentes  a  esta  especial  acción  sote- 
riológica  de  María:  ahora  hemos  de  estudiar  los  problemas  principales  y 
más  controvertibles,  relativos  a  la  deprecación  y  a  la  dispensación. 


410 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAI 


Capítulo  1 
DEPRECACIÓN 

Art.  1.    El  hecho  y  el  oficio  de  l\  deprecación 

La  deprecación  puede  considerarse  como  un  hecho  y  como  un  oficio  de 
María.  Hav  que  estudiar  separadamente  estos  dos  aspectos,  ya  que  son 
diferentes  los  motivos  en  que  se  fundan  el  hecho  y  el  oficio  de  la  depre- 
cación. 

5;  1.    El  hecho  de  ¡a  deprecación 

El  hecho  de  la  deprecación  o  intercesión  de  María,  como  verdad  que 
es  de  fe  (Denz.  984),  no  es  objeto  de  controversia  teológica  entre  católicos. 
Lo  que  ahora  nos  interesa  es  señalar  sus  fundamentos  intrínsecos,  para  no 
confundirlos  con  los  motivos  especiales  en  que  estriba  el  oficio  de  la  de- 
precación Mariana. 

En  general,  los  motivos  que  explican  el  hecho  y  el  valor  de  la  interce- 
sión de  los  santos  ante  Dios  a  favor  de  los  hombres  son  de  dos  órdenes:! 
unos  explican  el  hecho  de  que  los  santos  intercedan,  otros  el  valor  de  esta 
intercesión.  Los  motivos  que  mueven  a  los  santos  a  interceder  son  su 
bondad,  su  compasión,  su  amor  a  los  hombres  y  las  relaciones  especiales 
que  con  ellos  los  ligan.  Los  motivos  que  recomiendan  o  avaloran  esta 
intercesión  ante  Dios  son  su  santidad  y  sus  merecimientos.  Estos  motivos 
son  suficientes  para  explicar  el  hecho  y  el  valor  de  la  intercesión,  sin  nece- 
sidad de  apelar  a  otros,  que  luego  indicaremos,  para  explicar  el  oficio  de 
interceder. 

Aplicando  estos  principios  al  hecho  y  al  valor  de  la  deprecación  Ma- 
riana, el  hecho  se  explica  por  la  inefable  bondad,  por  el  inagotable  amor 
y  por  la  entrañable  misericordia  de  su  Corazón ;  y  el  valor  por  su  soberana 
dignidad  de  Madre  de  Dios  y  por  su  incomparable  santidad.  Sin  recurrir 
a  otros  motivos,  uno  y  otro  quedan  sobradamente  explicados.  Más  explí- 
citamente: el  hecho  mismo  de  la  deprecación  Mariana  no  estriba  necesa- 
riamente en  la  Corredención  ni  en  la  maternidad  espiritual. 


LIBRO  m.  —  INTERCESIÓN  ACTUAL  411 


2.    El  oficio  (le  la  deprecación 

No  puede  decirse  lo  mismo  del  oficio  de  Intercesora.    Este  oficio  no 
se  explica  adecuadamente,  si  no  se  apoya  en  la  Corredención  y  en  la  mater- 
nidad espiritual,  y  con  éstas  queda  perfectamente  explicado  o  razonado: 
doble  aserto,  negativo  y  positivo,  que  hay  que  demonstrar. 

Primeramente,  sin  la  Corredención  y  la  maternidad  espiritual  no  sé 
explica  este  oficio.  Recorramos  los  motivos,  con  que  antes  explicábamos 
el  hecho  v  el  valor  de  la  intercesión.  La  bondad,  el  amor,  la  misericordia 
mueven,  estimulan,  fuerzan,  si  se  quiere,  a  interceder;  pero  no  crean  ol 
confieren  el  oficio  de  intercesora.  Lo  mismo  hay  que  decir  de  la  santidad, 
la  cual  da  valor  al  acto  de  interceder  y  aun  puede  inclinar  a  él;  mas 
tampoco  crea  ni  confiere  el  oficio.  Vengamos  a  la  divina  maternidad. 
Esta  puede  concebirse  de  dos  maneras:  o  como  generación  física,  o  como 
maternidad  moral  y  soteriológica.  Bajo  el  primer  aspecto,  dará  valor  casi 
infinito  a  la  intercesión,  si  ésta  se  da.  pero  no  es  de  suyo  suficiente  ni 
siquiera  para  motivar  el  hecho  de  la  intercesión,  mucho  menos  para  cons- 
tituir el  oficio  de  Intercesora.  Esta  razón  alcanza  a  aquellos  que,  despo- 
jando la  maternidad  divina  de  todo  valor  corredentivo  formal  e  inmediato, 
no  pueden  apoyar  en  ella  el  perenne  oficio  de  Intercesora.  que  actualmente 
ejerce  María  en  el  cielo.  Estos  o  han  de  negar  este  oficio,  contra  el  testi- 
monio de  la  Tradición  cristiana,  o  bien  han  de  señalarle  otro  fundamento 
interno  que  no  sea  la  divina  maternidad.  Bajo  el  segundo  aspecto,  moral 
y  soteriológico.  la  divina  maternidad  incluye  o  postula  la  Corredención  y 
la  maternidad  espiritual:  que  es  precisamente  lo  que  afirmamos.  Negati- 
vamente, pues,  sin  la  Corredención  y  la  maternidad  espiritual  no  se  explica 
adecuadamente  el  oficio  de  Intercesora:  veamos  si.  positivamente,  con  ellas 
se  explica  suficientemente. 

La  redención,  principalmente,  y,  secundariamente,  la  corredencón  tie- 
nen por  efecto  la  justificación  y  regeneración  espiritual  del  hombre.  Pero 
esta  justificación  y  regeneración  no  se  hace  real,  actual  o  formal,  si  no  e3 
cuando  Dios,  en  virtud  de  la  redención  y  de  la  corredención,  concede  a 
cada  hombre  individualmente  su  divina  gracia.  Esta  concesión  de  la  gracia 
es  obra  de  la  divina  providencia,  en  cuyo  desenvolvimiento  interviene, 
como  factor  importantísimo,  la  intercesión  de  Jesu-Cristo.  de  María  y  da 
los  Santos.  Según  esto,  la  intercesión  es  un  complemento  de  la 
redención  y  de  la  Corredención  en  orden  a  la  justificación  actual. 
Sin  esta  justificación  actual  y  formal,   la   sola   justificación   virtual  o 


412 


.MAHiA,  MKDIAnolíA  tM\ERSAL 


radical,  que  comprende  a  la  humanidad  globalmente  considerada, 
dejaría  realmente  a  cada  hombre  en  particular  en  el  mismo  estado  de 
pecado  y  maldición  en  que  se  hallaban  antes  de  la  redención.  También  los 
condenados  fueron  justificados  radical  o  virtualmente  con  la  redención  dd 
Cristo  y  la  Corredención  de  María:  y,  con  esa  justificación  ideal,  quedan 
realmente  condenados.  De  ahí,  primeramente,  el  interés  del  Redentor  y 
de  la  Corredentora  en  que  su  obra  no  quede  mutilada  y  sin  efecto  real. 
Más  aún,  el  oficio  mismo  de  Redentor  o  de  Corredentora  queda  compro- 
metido y  deficiente,  si  no  se  obtiene  el  efecto  real  y  definitivo,  a  cuya  con- 
secución estaba  precisamente  ordenado.  Que  el  término  o  blanco  de  la 
redención  y  de  la  Corredención  no  es  otro  que  la  justificación  y  regene- 
ración espiritual  de  los  hombres  real  e  individualmente  considerados.  Por 
consiguiente,  el  oficio  de  Redentor  y  de  Corredentora,  para  que  no  quede) 
frustrado  o  sin  efecto,  necesita  un  complemento:  el  de  intervenir  con  la 
intercesión,  para  llegar  hasta  el  fin  deseado.  Es  decir,  el  oficio  de  Redentor 
y  de  Corredentora  es  un  título  o  confiere  un  derecho  para  intervenir  con 
la  intercesión,  la  cual,  hecha  como  de  oficio,  es  una  prolongación  o  exten- 
sión del  oficio  de  Redentor  o  Corredentora:  es  el  oficio  de  Intercesor. 
Esta  manera  de  explicar  o  fundamentar  el  oficio  de  Intercesor,  apoyándolo 
en  el  de  Redentor,  queda  plenamente  confirmada  con  lo  que  acerca  da 
Cristo  Redentor  e  Intercesor  enseña  el  Apóstol  San  Pablo,  como  anterior- 
mente lo  hemos  declarado.    No  hay  para  qué  repetirlo  aquí. 

La  maternidad  espiritual  explica  también  en  María  el  oficio  de  Inter- 
cesora.  A  la  madre  corresponde,  como  oficio  maternal,  criar  a  sus  hijos, 
educarlos,  corregirlos,  defenderlos,  hasta  ponerlos  en  estado  de  hombres 
perfectos.  Ahora  bien,  todo  esto  en  el  orden  espiritual  y  sobrenatural  no 
se  obtiene  sino  por  medio  de  la  gracia  divina.  A  la  Madre  espiritual,  por 
tanto,  corresponde,  como  de  oficio,  interceder  ante  Dios,  para  que  conceda 
a  sus  hijos  esta  gracia,  con  que  lleguen  «a  la  madurez  del  varón  perfecto, 
a  un  desarrollo  orgánico  proporcionado  a  la  plenitud  de  Cristo»  (Eph. 
3,  131. 

Art.  2.    Propiedades  características  de  la  deprecación  Mariana 

§  1.  Preliminares 

Declaración  de  los  términos.  A  tres  pueden  reducirse  las  propie- 
dades más  importantes  y  características  de  la  intercesión  Mariana:  su  efi- 
cacia infrustrahle,  su  alcance  universal  y  su  necesidad  imprescindible. 


LIBRO  iii.  —  int£;rcesiox  actual 


413 


La  eficacia  infrustrahle  es  lo  que  hermosamente  se  ha  llamado  omni- 
potencia suplicante,  es  decir,  que  gracia  pedida  por  María,  gracia  alcan- 
zada. Esto,  naturalmente,  no  significa  que  las  gracias  alcanzadas  sean 
precisamente  gracias  eficaces.  La  eficacia  está  en  la  petición,  no  en  la 
índole  de  la  gracia  pedida. 

La  amplitud  o  alcance  universal  consiste  en  que  la  intercesión  de  María 
se  extienda  a  todas  las  gracias  que  Dios  concede.  Pero  esto  hay  que  en- 
tenderlo. Dios  tiene  vinculada  la  concesión  de  muchas  gracias  al  uso,  por 
ejemplo,  de  los  sacramentos,  que  producen  su  efecto  por  su  propia  virtud 
o  ex  opere  opéralo  y,  por  tanto  infaliblemente,  siempre  que  se  den  las 
debidas  disposiciones.  Pero  también  estas  gracias  sacramentales  están 
comprendidas  en  el  alcance  universal  de  la  intercesión  Mariana,  por  cuanto 
las  disposiciones  previas  y  aun  la  oportunidad  de  recibir  los  sacramento^ 
son  gracia  de  Dios,  debida  a  la  intercesión  de  María.  Algunos,  distinguien- 
do entre  universalidad  moral  y  universalidad  absoluta  o  matemática,  han 
opinado  que  la  universalidad  de  la  intercesión  Mariana  era  sólo  moral, 
no.  absoluta.  Vanos  escrúpulos.  Una  vez  concedida  la  universalidad  mo- 
ral, no  se  ve  qué  objeto  puede  tener  la  concesión  esporádica  de  unas  pocas 
gracias.  No  está  la  dificultad,  si  alguna  hay,  en  lo  absoluto  de  la  univer- 
salidad, sino  en  la  universalidad  misma.  Por  lo  demás  la  necesidad  in- 
frustrahle de  la  intercesión  Mariana  excluye  esa  hipótesis  medrosa.  En 
suma,  la  universalidad  se  refiere  directamente  a  todas  las  gracias  que  se 
conceden  y  en  cuanto  se  conceden  por  vía  de  intercesión;  indirectamenttí 
a  todas  las  demás  gracias  concedidas  por  otras  vías,  la  sacramental,  por 
ejemplo. 

Necesidad  imprescindible.  Se  entiende,  evidentemente,  de  una  necesi- 
dad hipotética,  que  Dios  libremente  ha  querido  establecer,  no  de  una  nece- 
sidad, a  que  Dios  antecedentemente  a  su  libre  disposición  estuviera  sujeto. 
Pero,  de  hecho,  existe  esta  necesidad,  por  cuanto  Dios,  hablando  a  nuestra 
manera,  se  ha  querido  imponer  la  ley  de  no  conceder  ninguna  gracia  que 
no  estuviera  recomendada  por  la  intercesión  de  María. 

Postulados  previos.    Para  entender  debidamente  estas  propiedades 
y  apreciar  el  valor  de  los  motivos  en  que  se  apoya  su  verdad,  hay  que  re- 
cordar algunas  verdades  o  principios,  que  son  como  postulados  básicos. 

Es  el  primero  el  principio  de  asociación,  entendido  en  toda  su  amplitud. 
El  principio  de  asociación  no  debe  limitarse  a  sola  la  redención,  como 
hasta  ahora  lo  hemos  considerado,  sino  extenderse  a  toda  la  obra  de  la 
salud  humana.  La  redención  no  es  sino  el  primer  paso  de  esta  obra  de 
salud,  que  debe  completarse  con  la  intercesión.    Así  se  verifica  de  parte 


414 


MARÍA,  MEDIADORA  UiNlVERSAí. 


de  Cristo,  así  también  de  parle  de  María.  En  consecuencia,  como  la  Co- 
rredención es  una  asociación  a  la  redención,  así  proporcionalmente  la 
intercesión  o  co-intercesión  Mariana  es  una  asociación  a  la  intercesión  de 
Cristo.  Ya  vimos  anteriormente  que  los  modos  posibles  de  esta  asocia- 
ción son  dos:  o  bien  Cristo  refrenda  la  intercesión  de  María,  o  bien  María 
da  su  conformidad  a  la  intercesión  de  Cristo.  De  todos  modos  hay  que 
decir  que  Cristo  y  María,  en  virtud  del  principio  de  asociación,  tanto  en 
la  redención  como  en  la  intercesión,  forman  el  principio  adecuado  de  la 
salud  humana. 

Otro  postulado  es  la  ley  establecida  por  Dios,  de  que  la  concesión  de 
la  gracia  estuviese  precedida  por  la  oración.  A  esta  ley  han  de  acomo- 
darse Cristo  hombre  y  María,  a  cuya  intercesión  vinculó  Dios  la  concesión 
de  todas  las  gracias.  Dios  hubiera  podido,  sin  más,  conceder  la  gracia  en 
virtud  de  la  redención;  pero  ha  querido  otra  cosa:  que  ia  concesión  de 
la  gracia  estuviese  vinculada  a  la  humillación  inherente  a  la  oración,  que 
es  el  reconocimiento  de  la  impotencia  de  la  criatura  ante  la  omnipotencia 
divina.  Este  postulado  no  prejuzga  la  necesidad  de  la  intercesión  Maria- 
na, ya  que  Dios  hubiera  podido  en  absoluto  exigir  solamente  la  oración  dei 
interesado  o  de  la  Iglesia. 

Nótese,  de  paso,  que  estos  dos  postulados  son  una  confirmación  de  l0 
que  acabamos  de  decir:  que  el  oficio  de  interceder  es  una  derivación  del 
oficio  de  redimir,  del  cual  depende  y  en  el  cual  se  apoya. 

íí  2.  Demovstración 

En  la  demonstración  de  las  tres  propiedades  características  empleare- 
mos dos  series  de  argumentos:  unos,  derivados  de  la  asociación  de  la  in- 
tercesión de  María  a  la  intercesión  de  Cristo;  otros,  fundados  en  el  valor 
intrínseco  de  la  misma  deprecación  Mariana,  auji  prescindiendo  de  su  aso- 
ciación a  la  de  Cristo. 

Eficacia  infrlstrable.  La  eficacia  de  la  redención  y  de  la  Corre- 
dención es  infrustrable,  no  puede  menos  de  obtener  el  efecto  al  cual  Dioá 
la  ha  ordenado:  así  lo  exige  el  valor  infinito  de  la  sangre  del  Redentor.  No 
puede,  por  tanto,  esta  eficacia  estar  condicionada,  de  parte  de  Dios,  por 
algo  que  pueda  interponerse  e  impedir  su  efecto.  Dios,  por  otra  parte, 
la  ha  condicionado  a  la  intercesión  del  Redentor  y  de  la  Corredentora. 
Luego  esta  intercesión  ha  de  ser  tan  infrustrable  como  la  misma  redención, 
so  pena  de  ser,  no  ya  un  medio  para  aplicar  sus  frutos,  sino  más  bien  un 


LIBRO  111.  —  INTERCESIÓN  ACTUAL  415 

inipedinieuto  que  ponga  en  contingencia  esta  aplicación.  Por  lo  demás, 
la  dignidad  infinita  del  divino  Intercesor,  sus  méritos  infinitos  y  el  infinito 
amor  del  Padre  al  Hijo,  en  quien  tiene  todas  sus  complacencias  son  sobra- 
da garantía  de  la  eficacia  de  la  intercesión  del  Hijo  ante  su  divino  Padre. 
Y  esta  eficacia  se  comunica  a  la  co-intercesión  de  María,  que  forma  como 
bloque  con  la  intercesión  de  Cristo. 

Mas,  aun  considerada  en  sí  misma,  aun  cuando  no  interviniese  la  inter- 
cesión del  Redentor,  la  intercesión  de  la  Corredentora  es  también  infrus- 
trable.  Así  lo  exigen  la  dignidad  casi  infinita  de  la  Madre  de  Dios,  su 
santidad  incomparable,  los  méritos  de  su  com-pasión  y  de  toda  su  vida, 
las  relaciones  íntimas  y  amorosas  de  María  con  cada  una  de  las  personasi 
de  la  augusta  Trinidad,  la  humildad  profundísima  con  que  ora  la  Esclava 
del  Señor.  Si  María  se  entregó  sin  reserva  al  cumplimiento  del  divino 
beneplácito,  no  había  de  poner  Dios  reservas  y  limitaciones  a  su  corres- 
pondencia. Si  toda  oración  es  ya  de  suyo,  según  la  divina  promesa,  in- 
frustrable,  mientras  el  que  ora  no  ponga  impedimento  a  su  eficacia,  ¿qué 
impedimento  podía  poner  María  a  la  eficacia  de  su  oración,  nacida  de  la 
humildad  y  de  la  caridad  más  desinteresada,  con  miras  a  la  mayor  gloria 
de  Dios  y  al  bien  sobrenatural  y  eterno  de  los  hombres,  dentro  de  los  pla- 
nes de  la  divina  providencia,  que  María  tan  perfectamente  conoce?  Y  si 
Dios  confió  a  María  el  oficio  de  Intercesora,  con  el  deseo  de  honrarla  a! 
ella  y  con  el  objeto  de  poder  derramar  más  espléndidamente  sobre  los 
hombres  los  infinitos  tesoros  de  su  largueza  y  misericordia,  ¿podía  él 
volverse  atrás,  dejando  sin  efecto  este  oficio,  tan  fidelísimamente  desempe- 
ñado? Tal  contradicción  no  cabe  en  la  sabiduría  y  menos  en  la  bondad  y 
misericordia  de  Dios.  «No  cabe  en  Dios  arrepentimiento  de  sus  dones  y 
de  su  vocación»  (Rom.  11,  29).    Dios  no  hace  las  cosas  a  medias. 

Alcance  universal.  Es  universal  el  alcance  o  extensión  objetiva  de 
la  redención  y  de  la  Corredención:  luego  también  lo  es  el  de  la  intercesión 
de  Cristo  y  de  la  co-intercesión  de  María,  que  no  son  sino  su  derivación  o 
prolongación.  En  efecto.  Dios  determinó  libremente  no  conceder  a  los 
hombres  gracia  alguna,  después  del  pecado  de  Adán,  que  no  fuera  en  aten- 
ción a  los  mériios  de  la  redención  y  de  la  Corredención.  Al  establecer, 
por  otra  parte,  la  intercesión  de  Cristo  y  la  co-intercesión  de  María  como 
medio  para  aplicar  los  frutos  de  la  redención  y  de  la  Corredención,  había 
de  atribuir  al  medio  al  mismo  alcance  que  tenía  el  fin.  Es  decir,  la  reden- 
ción y  la  intercesión  constituyen  juntas  la  economía  establecida  por  Dios 
para  comunicar  su  gracia  a  los  hombres.  Tal  es  la  ley  que  Dios  libremente 
se  impuso.    En  consecuencia,  como  Dios,  aunque  en  absoluto  podía,  no 


416 


MARÍA,  MEDIADORA  UMVKRSAL 


ha  querido  conceder  gracia  alguna  a  los  hombres,  que  no  sea  en  virtud  de 
la  redención  y  de  la  Corredención,  así  tampoco  ha  querido,  por  más  quo 
hubiera  podido,  concederla  sino  en  atención  a  la  intercesión  de  Cristo  y  a 
la  co-iníercesión  de  María.  Redimir  e  interceder  son  dos  oficios  homogé- 
neos y  complementarios,  que  no  pueden  tener  alcance  diferente. 

Y,  considerada  en  sí  misma  la  acción  de  María,  su  Corredención  es  el 
título  y  fundamento  inmediato  de  su  intercesión:  luego  ésta  no  ha  de 
tener  en  su  extensión  objetiva  limitaciones  que  aquélla  no  conoce.  Uni- 
versal es  su  Corredención,  y  universal  su  intercesión.  La  universalidad 
de  sus  méritos,  avalorada  por  su  dignidad  de  Madre  de  Dios  y  por  su 
santidad,  mayor  que  la  de  todas  las  criaturas  juntas,  no  ha  de  limitarse  al 
aplicarse  por  medio  de  la  intercesión.  Además,  la  maternidad  espiritual 
se  extiende  a  todos  sus  hijos,  esto  es,  a  todos  los  hombres,  y  a  todo  lo  que 
contribuya  a  su  regeneración  y  desarrollo  espiritual,  que  no  es  sino  la 
gracia  divina.  Luego  al  interceder  María,  como  Madre  espritual,  por  el 
bien  de  sus  hijos,  su  intercesión  abarca  toda  entera  la  economía  de  la 
gracia.  Toda  gracia  es  como  una  energía  vital,  que  tiende  al  desenvolvi- 
miento orgánico  del  cuerpo  místico  de  Cristo:  y  todo  el  cuerpo  místico  de 
Cristo  es  fruto  bendito  de  la  maternidad  espiritual  de  María.  Su  interce- 
sión, por  tanto,  como  actuación  de  su  maternidad  espiritual,  es  tan  univer- 
sal e  ilimitada  como  lo  es  su  oficio  de  Madre  de  los  hombres. 

Necesidad  imprescindible.  La  necesidad  de  la  intercesión  de  Cristo 
y  de  la  co-intercesión  de  María  es  un  postulado  de  su  universalidad:  que 
no  hubiera  podido  probarse  con  argumentos  intrínsecos  por  la  redención 
y  la  Corredención,  si  éstas  no  implicasen  la  necesidad  de  la  intercesión  y 
de  la  co-intercesión.  La  universalidad,  además,  si  no  ha  de  ser  accidental 
o  arbitraria,  no  se  explica  sino  por  una  ley  divina  que  la  haya  establecido 
y,  consiguientemente,  la  haya  hecho  necesaria. 

Pero  pueden  señalarse  razones  más  particulares,  más  profundas  y  más 
hermosas,  de  esta  necesidad  imprescindible. 

Por  una  parte.  Dios,  amigo  de  honrai  a  los  que  le  honran,  no  podía 
menos  de  conceder  toda  honra  al  Redentor  y  a  la  Corredentora,  que  tanto 
a  él  le  habían  glorificado.  Por  esto  quiso  que  el  Redentor  y  la  Correden- 
tora tuvieran,  no  sólo  la  gloria  de  haber  merecido  toda  gracia  a  los  hom- 
bres, sino  también  de  que  todas  las  gracias,  al  ser  realmente  concedidas, 
pasasen  por  sus  benditas  manos,  es  decir,  que  con  su  intercesión  pusiesen 
como  el  sello  a  toda  concesión  divina  de  la  gracia.  Por  otra  parte,  la 
redención  y  la  Corredención  fuevou  una  expresión  de  humildad  y  obedien- 
cia, tan  gratas  a  los  ojos  de  Dios,  que  el  Padre  celestial,  hablando  a  nuestro 


LIBRO  111.  —  INTERCESIÓN  ACTUAL  417 

modo.  ])ara  ver  perpetuada  esta  amorosa  sumisión  del  Hijo  y  de  la  Madre 
en  la  perenne  intercesión,  determinó  vincular  a  ésta  la  concesión  definitiva 
de  las  gracias. 

En  particular,  por  lo  que  atañe  a  María,  quiso  el  Padre  celestial,  para 
el  orden  y  buen  gobierno  de  su  casa,  que  cuanto  pertenece  al  oficio  de  la 
Madre  no  se  hiciese  sino  mediante  su  solicitud  maternal.  Y  pues  a  la 
madre  corresponde  interesarse  por  sus  hijos,  y  este  interés  lo  había  de 
mostrar  María  intercediendo  por  ellos  ante  el  Padre,  era  lógico  y  natural 
que  sin  esta  intercesión  no  se  concediese  gracia  alguna  a  los  hijos,  para  que 
así  pasase  por  las  manos  de  la  Madre  todo  cuanto  se  ordenaba  para  el 
bien  eterno  de  los  que  eran  a  la  vez  hijos  de  Dios  e  hijos  de  María.  De  ahí 
la  necesidad  de  la  intercesión  Mariana. 

Capítulo  II 
DISPENSACIÓN  DE  LAS  GRACIAS 

La  actuación  celeste  de  María  a  favor  de  los  hombres  es  doble:  la  in- 
tercesión, ejercida  por  la  oración,  mira  directamente  al  Padre  celestial;  la 
dispensación  o  administración  de  las  gracias,  ejercida  por  la  acción,  se 
-ordena  directamente  al  gobierno  de  los  hijos.  El  objeto  de  la  intercesióil 
es  ultimar  la  voluntad  divina  de  conferir  la  gracia;  el  de  la  dispensación 
es  la  ejecución  de  la  divina  voluntad  y  la  concesión  efectiva  de  la  gracia. 
Esta  distinción  deslinda  el  doble  campo  en  que  actúa  la  intervención  celeste 
de  María.  Todo  cuanto  actualmente  hace  María  a  favor  de  los  hombres 
pertenece  a  uno  de  los  dos  campos:  o  al  de  la  intercesión  o  al  de  la  dis- 
pensación; si  ya  no  es  una  combinación  de  entrambas. 

La  dispensación  de  las  gracias  o  el  gobierno  de  los  hijos  de  Dios  es 
el  ejercicio  actual  del  doble  oficio  conferido  por  Dios  a  María:  el  de  Madre 
en  la  casa  de  Dios  y  el  de  Reina  en  el  reino  de  Dios.  La  dispensación,  por 
tanto,  es  a  la  vez  maternal  y  regia.  Bajo  este  doble  aspecto,  pues,  hemos 
•de  considerar  la  dispensación  de  las  gracias. 

La  maternidad  espiritual  de  María,  cuya  actuación  es  la  dispensación, 
la  hemos  estudiado  ya  en  el  libro  precedente.  Hay  que  estudiar  ahora  su 
realeza,  para  poder  apreciar  debidamente  su  actuación  regia,  no  menos 
que  maternal,  en  la  dispensación  de  las  gracias. 

27 


418 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Art.  1.    Realeza  de  María 
1.  Preliminares 

Noción  de  la  realeza.  Entendemos  por  realeza  la  autoridad  sobe- 
rana o  la  jurisdicción  suprema  sobre  un  reino.  En  la  realeza  hay  que 
distinguir  la  dignidad  y  la  potestad.  La  dignidad  da  derecho  a  los  hono- 
res regios;  la  potestad  da  derecho  de  gobernar  el  reino  o  de  dirigir  efi- 
cazmente los  subditos  al  bien  común. 

Estado  de  la  cuestión.  Que  María  posea  cierta  realeza,  a  lo  menos 
en  sentido  lato  o  menos  propio  o  estricto,  no  ofrece  dificultad  alguna. 
Toda  la  Iglesia  cristiana,  haciéndose  eco  de  la  Tradición,  saluda  y  aclama 
diariamente  innumerables  veces  a  María  como  Reina  de  cielos  y  tierra, 
Reina  de  todos  los  Santos,  Reina  del  universo,  Reina  de  la  paz.  Reina  d& 
la  misericordia.  La  dificultad  está  en  la  propiedad  de  esta  realeza  y  en 
los  títulos  en  que  se  funda  así  su  dignidad  como  su  potestad  regia.  Más 
espinoso  y  controvertido  es  el  problema  sobre  la  modalidad  especial  de 
esta  realeza,  comparada  con  la  realeza  de  Cristo.  Con  este  problema  está 
íntimamente  ligado  otro,  no  menos  difícil,  sobre  la  actuación  o  ejercicio 
de  esta  realeza  de  María. 

El  problema  fundamental  sobre  la  propiedad  de  esta  realeza,  conside- 
rada no  sólo  como  dignidad  sino  también  como  potestad,  hay  que  resol- 
verlo decididamente  en  sentido  afirmativo.  La  solución  de  los  otros  pro- 
blemas no  puede  ser  tan  categórica.  Propondremos  la  que  nos  parece  más 
aceptable. 

§  2.    Propiedad  de  la  realeza  de  María 

A.    Dignidad  regia 

Llamamos  dignidad  regia  la  que  adquiere  una  persona  por  su  elevación 
a  la  categoría  regia,  aun  cuando  no  posea  jurisdicción  soberana.  Tal  es 
el  caso  de  las  reinas  esposas  o  reinas  madres,  que.  sin  compartir  con  el 
esposo  o  el  hijo  el  derecho  de  gobernar,  ?on,  con  todo,  acreedoras  a  los 
honores  regios.  En  este  sentido  decimos  que  María  posee,  por  lo  menos, 
dignidad  regia  propia  y  verdadera.  Las  pruebas  de  esta  afirmación  nos 
las  darán  los  títulos  en  que  estriba  esta  dignidad  regia. 


LIDRO  III.  —  INTERCESIÓN  ACTUAL 


419 


María  es  ante  todo  Reina  Madre,  por  ser  la  Madre  de  Cristo  Rey. 

Notemos,  ante  todo,  que  si  Cristo  hubiera  sido  constituido  Rey  inde- 
pendientemente de  la  generación  de  María,  la  realeza  de  la  Madre  sería 
nula  o  muy  impropia.  Tal  es  el  caso  de  las  madres  de  los  reyes  en  las 
monarquías  electivas.  Muy  diferente  es  el  caso  en  las  monarquías  heredi- 
tarias, en  que  el  Rey  nace  Rey,  precisamente  porque  nace  de  tal  madre. 
Donde  es  de  notar  que  la  reina  madre,  aun  cuando  no  sea  la  fuente  o 
principio  de  los  derechos  regios,  que  radican  en  el  padre,  es  ella,  con  todo, 
la  que  con  su  generación  transmite  a  su  hijo  estos  derechos.  Y  esta  vincu- 
lación de  la  realeza  del  hijo  a  su  maternidad  es  el  motivo  que  dátermina 
y  justifica  plenamente  la  denominación  de  reina  madre.  Y  tal  es  el  caso 
de  María  como  Reina  Madre.  Cristo  su  Hijo  es  Rey  hereditario  por  doble 
herencia:  como  Hijo  de  Dios  y  como  Hijo  de  David.  Y  en  ambos  res- 
pectos María  engendra  a  Cristo  como  Rey.  y  en  virtud  de  esta  generación 
regia  adquiere  la  dignidad  de  Reina  Madre.  Conviene  considerar  más  en 
particular  este  doble  título  de  María  a  la  realeza. 

Cristo,  no  sólo  en  cuanto  Dios  o  en  su  naturaleza  divina,  sino  también 
en  cuanto  hombre  o  como  subsistente  en  la  naturaleza  humana  es  Rey,  y 
lo  es  en  virtud  de  su  unión  hipostática.  Como  Dios  y  como  hombre  es 
siempre  Cristo  el  Hijo  de  Dios,  el  Hijo  único  de  Dios,  que,  como  tal,  ad- 
quiere por  nacimiento  y  por  herencia  la  realeza  de  Dios  Padre.  Pero  la 
adquiere  naciendo  de  María,  No  radica  ciertamente  en  María  la  realeza, 
pero  está  vinculada  a  su  divina  maternidad.  Y  en  consecuencia,  como 
Madre  que  engendra  al  Rey,  es  con  toda  propiedad  Reina  Madre,  adquiere 
la  categoría  de  Reina,  con  todos  los  honores  debidos  a  la  realeza. 

Pero  Cristo  es  también  Rey  como  Hijo  de  David;  y  bajo  este  respecto 
María,  como  Madre  del  Hijo  de  David,  adquiere  títulos,  si  no  más  altos, 
sí  más  íntimos  y  poderosos,  a  la  realeza.  Conviene  esclarecer  algo  este 
nuevo  título,  no  tan  estudiado  como  el  anterior. 

En  el  Hijo  de  David,  el  Rey  Mesías,  hay  que  considerar  dos  cosas, 
íntimamente  ligadas  entre  sí:  la  generación  carnal  y  la  promesa  divina. 
A  David  prometió  Dios  que  de  su  sangre  nacería  un  Rey,  heredero  de  su 
trono,  no  precisamente  de  su  reino  temporal  y  terreno,  sino  de  otro  reino 
superior  en  él  prefigurado.  Dos  eran,  por  tanto,  los  títulos  de  la  realeza 
mesiánica:  la  descendencia  davídica  y  la  promesa  divina.  Oigamos  ahora 
el  mensaje  divino  que  el  ángel  transmite  a  María:  «  He  aquí  que  concebirás 
en  tu  seno  y  darás  a  luz  un  Hijo,  a  quien  darás  j)')r  nombre  Jesús.  Estd 
será  grande,  y  será  llamado  Hijo  del  Altísimo,  y  le  dará  el  Señor  Dios  el 
trono  de  David  su  padre,  y  reinará  sobre  la  casa  de  Jacob  eternamente,  y 


420 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVKUSAL 


SU  reinado  no  tendrá  fin»  (Le.  1,  31-33).  Los  dos  títulos  de  la  realeza 
mesiánica  se  anuncian  a  María,  y  su  ratificación  se  pone  en  sus  manos: 
María  lleva  en  sí  la  sangre  de  David  y  recoge  la  promesa  de  Dios.  En 
consecuencia,  al  dar  su  sangre  y  su  asentimiento,  engendra  al  Rey  Mesías 
formalmente  como  tal  y  le  transmite  la  realeza  mesiánica.  Es,  pues,  Ma- 
ría con  toda  propiedad  Reina  Madre,  con  más  propiedad  que  ninguna  otra 
Reina  Madre  ha  podido  serlo  jamás. 

A  este  título  fundamental  de  la  dignidad  regia  de  María  hay  que  añadir, 
a  lo  menos  como  complementario,  otro  título  más  misterioso:  el  de  Esposa, 
bajo  diferentes  conceptos,  del  Padre  celestial  y  del  Espíritu  Santo,  que 
anteriormente  declaramos.  Al  engendrar  al  Hijo  de  Dios  Padre  por  vir- 
tud del  Espíritu  Santo,  María  queda  elevada  al  orden  supremo  de  la  unión 
hipostática.  Ahora  bien,  la  unión  hipostática  es  precisamente  la  unción 
regia  que  constituye  a  Cristo  Rey  divino.  Al  entrar,  por  tanto,  María  en 
este  orden  soberano  y  regio,  queda  por  el  mismo  caso  elevada  a  la  cate- 
goría de  Reina  Madre.  Por  lo  demás,  si  Dios  es  Rey,  la  Madre  de  Dios 
es  la  Madre  del  Rey,  la  Madre  divina  es  Madre  Reina. 


B.    Potestad  regia 

Los  dos  títulos  precedentes,  si  prueban  con  toda  evidencia  la  dignidad 
regia  de  María,  no  parecen  probar  su  potestad  soberana.  Las  Reinas  Ma- 
dres, como  tales,  no  adquieren  el  derecho  de  participar  en  el  gobierno  del 
reino.  El  verdadero  título  de  la  potestad  regia  de  María  es  otro:  el  de  la 
Corredención.  Este  título  ofrece  distintos  aspectos,  que  estudiaremos  suce- 
sivamente. 

La  redención  es  para  Cristo  título  de  potestad  regia  sobre  todos  \o\ 
redimidos.  Luego,  proporcionalmente,  también  lo  es  la  Corredención 
para  María.  Que  la  redención  sea  para  Cristo  título  de  potestad  regia,  se 
admite  comúnmente,  y  con  razón.  Porque,  estando  los  hombres  esclavi- 
zados y  tiranizados  por  satanás,  es  decir,  justamente  entregados  por  Dios 
a  la  injusta  tiranía  de  satanás,  y  habiendo  consiguientemente  perdido  todo 
derecho  a  la  libertad  y  a  la  vida.  Cristo,  al  rescatarlos  con  el  precio  de  su^ 
sangre  y  al  reconquistarlos  en  justísima  lucha,  adquirió  sobre  ellos  la  ple- 
nitud de  derechos  soberanos  y  se  los  hizo  suyos.  «No  sabéis,  dice  el  Após- 
tal,...  que  no  sois  vuestros?  Porque  fuisteis  comprados  a  costa  de  precio» 
(1  Cor.  6,  19-20),  con  la  sangre  de  Crsto.  Pues  la  misma  razón  vale  tra- 
tándose de  la  Corredención  de  María,  que  fué  una  cooperación  eficaz  al¡ 


LIBRO  III.  —  INTERCESIÓN  ACTUAL 


421 


rescate  y  a  la  liberación  de  los  hombres,  y  un  título,  por  tanto,  para 
María  de  regia  potestad  sobre  el  género  humano. 

Esta  consideración  se  amplia  y  corrobora  considerando  la  acción  sote- 
riológica  de  María  como  una  asociación  a  la  obra  salvadora  de  Cristo. 
Cristo  se  presentó  como  Rey,  como  el  Mesías  prometido,  que  había  de  des- 
truir el  imperio  del  pecado  y  de  la  muerte  y  establecer  en  su  lugar  el  reino 
de  Dios  sobre  la  tierra,  reino  de  justicia  y  de  vida.  Toda  la  obra  de  Cristo 
fué  obra  de  Rey.  Fué  concebido  como  Rey:  «Y  le  dará  el  Señor  Dios 
el  trono  de  David  su  padre  >  íLc.  1,  32).  Nació  como  Rey:  «¿Dónde  está  el 
que  ha  nacido  Rey  de  los  Judíos?»  (Mt.  2,  2),  preguntaron  los  Magos.  Por 
Rey  le  reconocen  sus  discípulos:  «Tú  eres  el  Rey  de  Israel»  (loh.  1,  49), 
«Tú  eres  el  Mesías»  (Me.  8.  29).  Y  cuando  entra  en  Jerusalén  para  consu- 
mar su  obra  de  salud,  entra  como  Rey:  «He  aquí  que  tu  Rey  viene  a  ti» 
(Mt.  21,  5);  y  como  a  Rey  le  aclaman  las  turbas:  «¡Bendito  el  que  viene 
como  Rey  en  el  nombre  del  Señor»  (Le.  19,  38).  Y  en  su  pasión  sobre  todo 
es  acusado  como  Rey  (Le.  23,  2),  interrogado  una  y  otra  vez  como  Rey  (Mt. 
26,  63;  27,  11),  ultrajado  como  Rey  (Mt.  27,  29),  presentado  por  Pilato  a 
los  judíos  como  Rey  (loh.  19,  14),  y  como  Rey  definitivamente  repudiado 
por  los  judíos  (Me.  15,  12-13;  loh.  19,  15),  y  como  Rey  condenado  a 
muerte.  Por  esto  sobre  la  cabeza  del  Redentor  crucificado  está  inscrito  el 
título  de  su  causa:  «Rey  de  los  judíos»  (Me.  15,  26),  objeto  de  protestas 
para  unos  (loh.  19,  21),  de  burlas  para  otros  (Mt.  27,  42),  de  fe  para  el 
buen  ladrón  (Le.  23,  42).  El  Rey  de  Israel  muere  para  salvar  a  Israel  y 
a  todo  el  mundo.  María,  la  Madre  del  Rey,  asociada  a  su  obra  de  salud, 
no  podía  menos  de  compartir  su  realeza  y  regia  potestad. 

Como  Segunda  Eva  es  también  María  acreedora  a  la  realeza.  Si  el 
primer  Adán  fué  constituido  por  Dios  rey  de  la  creación  visible  y  había  da 
ser  el  rey  de  toda  la  humanidad,  no  menos  el  Segundo  Adán  había  de  ser 
el  Rey  de  todo  el  universo  y  de  toda  la  humanidad  regenerada.  Y  como  la 
antigua  Eva  estaba  llamada  a  compartir  la  realeza  del  primer  Adán,  no 
menos  la  Segunda  Eva  estaba  destinada  a  compartir  la  realeza  del  Segundo 
Adán:  realeza  no  sólo  de  dignidad,  sino  también  de  potestad. 

Por  fin,  la  maternidad  espiritual  de  María,  si  sola  por  sí  no  parece  título 
suficiente  de  potestad  regia,  con  todo,  en  cuanto  es  universal  se  transforma 
naturalmente  en  realeza.  Por  lo  menos  combinada  con  la  maternidad  divi- 
na, que  es  título  de  dignidad  regia,  se  convierte  en  realeza  de  potestad.  La 
maternidad  divina  da  la  dignidad,  la  espiritual  añade  la  acción;  y  dignidad 
y  acción,  combinadas,  constituyen  la  regia  potestad. 


422 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


§  3.    Modalidad  especial  de  la  realeza  de  María 

La  realeza  de  María  se  ha  de  entender  en  función  de  la  realeza  de  Cristo, 
de  la  cual  es  una  participación.  Mas  no  es  tan  fácil  determinar  exactamente 
el  modo  especial  de  esta  participación  sin  comprometer  de  alguna  manera 
o  la  realeza  de  Cristo  o  la  realeza  de  María.  La  participación  de  muchos 
en  una  misma  potestad  puede  tener  diferentes  formas,  unas  ineptas,  alguna 
acaso  apta,  para  explicar  la  especial  participación  de  María  en  la  realeza  de 
Cristo.  Creemos  que  el  modo  especial  de  esta  participación  es  exactamente 
el  mismo  que  propusimos  al  tratar  de  la  gracia  «capital»  de  María. 

Ante  todo  excluyamos  los  modos  ineptos  o  inadecuados.  No  hay  que 
imaginarse  que  Cristo  y  María  participan  por  igual  y  como  in  solidum  de 
la  misma  realeza:  Cristo  la  posee  principalmente  y  por  derecho  propio  y 
nativo;  María,  secundariamente,  y  por  derecho  recibido  o  prestado.  Menos 
aún  hay  que  imaginarse  que  las  diferentes  atribuciones  o  prerrogativas  de 
la  realeza  se  repartan  entre  Cristo  y  María,  como  parecen  a  primera  vista 
afirmar  algunos  Padres  o  escritores  eclesiásticos  al  asignar  a  María  el  reino 
de  la  misericordia,  reservando  a  Cristo  el  reino  de  la  justicia:  que,  entendido 
crasamente,  como  suena,  es  completamente  falso.  Estas  dos  maneras  de 
concebir  la  realeza  de  María  son  un  atentado  contra  la  realeza  de  Cristo. 
Otras  maneras  de  explicarla  serían,  por  el  contrario,  una  anulación  de  la 
realeza  de  María.  Lo  sería,  si  se  concibiese  como  una  transferencia  o  comu- 
nicación vicaria  de  la  realeza  de  Cristo:  entonces  María  sería  como  virreina, 
no  propiamente  Reina.  Más  aún  sería  una  anulación  de  la  realeza  de  María, 
despojarla  de  la  soberanía,  reduciéndola  a  una  potestad  puramente  subal- 
terna o  meramente  delegada.  Ninguno  de  estos  modos  deja  a  salvo  la  rea- 
leza de  María.    Hay  que  buscar,  pues,  otro  más  apropiado. 

Este  modo  apropiado  parece  ser  análogo  al  que  existe  en  la  común  parti- 
cipación del  padre  y  de  la  madre  en  la  potestad  o  autoridad  sobre  los  hijos. 
Esta  participación  reúne  estas  tres  propiedades:  1)  esta  potestad  es  una,  no 
doble  propiamente,  y  reside  juntamente  en  el  padre  y  en  la  madre  en  cuanto 
forman  una  sola  persona  moral;  2)  sin  embargo,  con  ser  una,  reside  des- 
igualmente en  el  padre  y  en  la  madre:  en  el  padre  principalmente  y  con 
independencia,  en  la  madre  secundariamente  y  con  subordinación  respecto 
del  padre;  3)  procede  del  padre,  como  fuente  o  principio,  y  se  comunica  a 
la  madre  por  extensión  o  derivación.  De  semejante  manera  parece  hay  que 
concebir  la  común  participación  de  Cristo  y  de  María  en  la  realeza.  Esta 
realeza  no  es  doble,  sino  una,  poseída  juntamente  por  Cristo  y  por  María 


LIBRO  III. —  INTERCESIÓN  ACTUAL 


423 


en  cuanto  constituyen  una  sola  Cabeza  moral.  Reside,  empero,  desigual- 
mente en  Cristo  y  en  María:  en  Cristo  primariamente  y  con  absoluta  inde- 
pendencia, en  María  secundariamente  y  con  total  dependencia  respecto  de 
Cristo.  Y  Cristo  posee  la  realeza  a  se,  como  origen  o  manantial,  María  la 
posee  ab  alio,  derivada  de  la  de  Cristo  por  graciosa  extensión  o  comunica- 
ción. Con  esto  queda  a  salvo  la  plena  soberanía  de  la  realeza  de  Cristo  y 
también  la  verdad  y  propiedad  de  la  realeza  de  María.  El  que  deje  a  salvo 
y  en  su  propio  lugar  la  realeza,  una  a  la  vez  y  diferente,  así  del  Rey  como 
de  la  Reina,  parece  ser  la  mejor  recomendación  de  la  explicación  que  pro- 
ponemos. 

§  4.    El  reino  de  María 

El  Reino  de  María  es  el  mismo  Reino  de  Dios,  que  es,  directa  o  princi- 
palmente, espiritual  y  sobrenatural,  pero  que  comprende  también,  indirecta 
o  secundariamente,  la  creación  material  o  sensible:  es  el  mundo  de  la  gracia, 
al  cual  está  supeditado  el  mundo  de  la  naturaleza. 

El  Reino  de  Dios  es  a  la  vez  exterior  e  interior,  visible  e  invisible ;  tiene, 
como  suele  decirse,  su  cuerpo  y  su  alma.  Jesu-Cristo,  fundador  y  Rey  de 
este  Reino,  lo  gobernó,  durante  su  vida  terrestre,  con  su  intervención  ex- 
terna y  con  su  acción  interna.  Pero,  al  subirse  a  los  cielos,  confió  su 
gobierno  externo  a  los  Apóstoles  y  a  sus  legítimos  sucesores,  reservándosa 
para  sí  el  gobierno  interno.  Este  doble  aspecto  del  Reino  de  Dios  nos  des- 
cubre la  parte  que  tiene  María  de  su  gobierno.  Mientras  que  el  gobierno 
externo  o  visible  está  confiado  a  la  Jerarquía  eclesiástica,  el  gobierno  interno 
o  invisible  está  confiado  a  María,  asociada  a  la  realeza  y  al  gobierno  de 
Jesu-Cristo. 

La  comparación  o  contraposición  entre  María  y  el  Romano  Pontífice 
acabará  de  precisar  lo  que  es  el  Reino  de  María.  El  Papa  gobierna  la  Igle- 
sia con  actos  externos,  María  la  gobierna  con  su  acción  interna.  Pero  tan 
universal  y  soberano  es  el  gobierno  interno  de  María,  como  lo  es  el  gobierno 
externo  del  Romano  Pontífice.  María  es  el  fundamento  de  la  Iglesia  invi- 
sible, como  lo  es  el  Papa  de  la  Iglesia  visible.  Y  a  María  se  le  han  dado 
las  llaves  del  Reino  invisible  de  los  cielos,  lo  mismo  que  a  San  Pedro  y  a 
sus  legítimos  sucesores  las  del  Reino  visible.  Y  lo  que,  cada  uno  en  su 
propia  esfera  de  acción,  ataren  o  desataren  María  y  el  Papa,  será  atado  o 
desatado  en  los  cielos.  En  suma,  lo  que  es,  lo  que  puede,  lo  que  hace  el 
Papa  por  representación  vicaria  de  Jesu-Cristo  en  el  Reino  visible  de  Dios, 
eso  es,  eso  puede,  eso  hace  María  por  asociación  a  la  soberana  realeza  de 
Jesu-Cristo  en  el  Reino  invisible,  en  el  mundo  de  la  gracia. 


424 


MARÍA,  MEDIADORA  LNIVERSAL 


^  5.    El  reinado  de  María 

Sobre  el  reinado  efectivo  de  María  o  sobre  la  manera  precisa  y  concreta 
con  que  ejerce  su  gobierno  se  han  suscitado  recientemente  interesantes  con- 
troversias. Estando  integrada  la  realeza  o  soberanía  por  la  triple  potestad: 
legislativa,  judicial  y  ejecutiva,  se  pfegunta:  ¿qué  parte  tiene  María  en  el 
actual  ejercicio  de  esta  triple  potestad?  La  dificultad  de  señalar  en  la  acción 
de  María  el  ejercicio  de  esta  triple  potestad  ha  movido  a  algunos  a  intentar 
por  otro  camino  la  solución  del  problema,  explicando  el  gobierno  de  María 
exclusivamente  por  el  influjo  decisivo  o  poder  irresistible  que  ejerce  en  el 
Corazón  del  Rey.  Extremando  algo  los  términos,  podríamos  decir  que 
María  gobierna  el  Reino  de  Dios  gobernando  el  Corazón  del  mismo 
Rey. 

Comencemos  descartando  esta  última  explicación.  Conforme  a  ella,  por 
más  que  en  el  Reino  de  Dios  no  se  hiciese  sino  lo  que  María  quisiera,  su 
acción,  con  todo,  no  sería  propiamente  acción  regia  o  soberana ;  sería,  si. 
la  expresión  no  es  irreverente,  no  la  acción  de  una  Reina  en  el  ejercicio  de 
su  jurisdicción  soberana,  sino  la  de  una  favorita  omnipotente.  Además, 
María,  por  más  que  influyese  en  las  decisiones  del  Rey,  no  ejercería  directa- 
mente ninguna  autoridad  con  los  vasallos.  Por  todo  esto,  semejante  expli- 
cación del  gobierno  soberano  de  María  nos  parece  inadecuada.  Hay  que 
buscar  otra  más  aceptable. 

Antes  de  examinar  el  ejercicio  de  la  triple  potestad  que  haya  que  atri- 
buir a  María  hay  que  tener  presente  dos  cosas,  que  evidentemente  pueden 
condicionar  este  ejercicio.  La  primera  es  la  índole  puramente  espiritual  o 
interna  del  gobierno  de  María.  La  segunda,  su  condición  de  Mujer  y  de 
Madre.  Esto  supuesto,  el  ejercicio  de  la  potestad  legislativa  no  parece  tener 
lugar  en  el  gobierno  de  María,  ya  que  este  gobierno  es  puramente  interno, 
al  paso  que  las  leyes  para  su  validez  se  han  de  promulgar  externamente. 
Tampoco  tiene  lugar  en  el  gobierno  de  María  el  ejercicio  de  la  potestad 
judicial,  a  lo  menos  en  las  sentencias  de  condenación  o  en  ¡a  imposición  de 
castigos:  que  no  dice  bien  con  su  condición  de  Mujer  y  no  sufriría  su 
Corazón  de  Madre.  El  Reino  de  María,  aunque  no  exclusivo  de  ella,  es 
Reino  de  misericordia,  no  de  justicia  penal.  En  cambio,  puede  ejercer 
María,  y  de  hecho  ejerce,  la  potestad  ejecutiva,  que  es  la  potestad  más  ca- 
racterística de  gobierno,  y  por  esto  suele  reservarse  el  nombre  de  «Gobierno» 
al  organismo  que  ejerce  la  potestad  ejecutiva.  Hay  que  determinar,  pues, 
cómo  ejerce  María  esta  potestad  de  gobierno. 


LIBRO  III.  —  INTERCESIÓN  ACTUAL 


425 


Por  de  pronto,  María  no  ejerce  el  gobierno  con  facultades  más  o  menos 
limitadas,  a  manera  de  un  gobernador  o  de  un  simple  ministro,  sino  con 
plenitud  de  facultades  soberanas.  manera  parece  ser  ésta.  Dios  en  su 
providencia,  al  constituir  a  los  ángeles  como  «espíritus  ministrantes»  o  de 
servicio  para  el  bien  de  los  hombres,  como  dice  el  Apóstol  (Hebr.  1,  14),  los 
puso  todos  a  las  órdenes  de  María.  Según  esto,  cuanto  dispone  María  a 
favor  de  los  hombres,  lo  realiza  por  ministerio  de  los  ángeles  buenos;  y, 
vice- versa,  cuanto  hacen  los  ángeles  en  beneficio  de  los  hombres,  lo  hacen 
cumpliendo  las  órdenes  de  María.  Para  apreciar  toda  la  magnitud  de  este 
gobierno  angelical  de  María,  basta  recordar  la  actividad  continua  y  varia- 
dísima de  los  ángeles  en  el  gobierno  de  la  divina  providencia.  Ellos  contra- 
rrestan la  acción  maléfica  de  los  demonios,  ellos  rigen  y  dominan  las  fuerzas 
de  la  naturaleza,  ellos  dirigen  y  protegen  a  los  hombres  desde  su  primer 
instante  hasta  la  muerte,  ellos,  inteligencias  benéficas,  inspiran  a  los  hom- 
bres santos  pensamientos  y  piadosos  sentimientos.  Lo  que  Dios  pudiera 
hacer  por  sí  mismo,  sin  necesidad  de  cooperación  ajena,  ha  querido  en  su 
bondad,  para  honrar  a  sus  criaturas,  realizarlo  por  intervención  de  los 
santos  ángeles.  Pues  bien,  toda  esta  actividad  angélica,  desplegada  bajo  las 
órdenes  de  María,  no  es  otra  cosa  sino  el  ejercicio  constante  de  su  regia 
potestad  ejecutiva.  El  Rey  del  mundo  de  la  gracia  es  Dios  providente,  y 
es  Jesu-Cristo,  asociado  como  Hijo  ai  gobierno  universal  del  Padre,  y  es 
también  María,  asociada  también  como  Reina  Esposa  y  Reina  Madre  al 
gobierno  espiritual  de  las  almas:  a  sus  órdenes  los  ángeles,  como  ministros 
ejecutores  de  la  divina  providencia,  cumplen  rendidos  y  gozosos  sus  man- 
datos soberanos  en  beneficio  de  los  hombres.  Todo  el  curso  maravilloso  de 
la  divina  providencia  es  juntamente  el  gobierno  maternal  de  la  Reina  Madre. 


Art.  2.    Actuación  regia  y  maternal  de  María 

Conocida  ya  la  realeza  de  María  y  su  maternidad  espiritual,  no  será 
difícil  apreciar  toda  la  altísima  significación  de  la  dispensación  de  las  gra- 
cias, confiada  por  Dios  a  la  Reina  y  a  la  Madre. 

«Nihil  nos  Deus  habere  voluit,  quod  per  Mariae  manus  non  transiret»: 
tal  es  la  ley  de  la  divina  providencia,  maravillosamente  formulada  por  San 
Bernardo  (ML  183,  100 1.  Y  no  es  esto  exageración  o  piadosa  ponderación, 
sino  verdad  llana  y  manifiesta.  Si  en  el  Reino  de  Dios  María  es  la  Reina, 
que  reina  y  que  gobierna;  si  en  la  casa  y  familia  de  Dios  María  es  la 
Madre,  solícita  y  amorosa:  el  buen  orden  del  gobierno  y  el  bien  de  los  va- 


426 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


salios  y  de  los  hijos  exigía  que  todo  el  régimen  del  Reino  y  toda  la  admi- 
nistración de  la  casa  pasase  por  las  manos  de  la  Reina  y  de  la  Madre.  Tal 
es,  en  sustancia,  la  dispensación  de  las  gracias,  encomendada  por  Dios  a 
María  como  a  Reina  y  como  a  Madre.  Dios,  consecuente  consigo  mismo, 
así  como  determinó  no  decretar  la  concesión  de  ninguna  gracia  sino  poí 
intercesión  de  María,  así  dispuso  también  no  concederla  efectivamente  sino 
por  las  benditas  manos  de  María.  La  dispensación  universal  de  la  gracia, 
tan  elocuentemente  afirmada  por  la  Tradición  cristiana,  es  también  una 
consecuencia  lógica,  tan  evidente  como  consoladora,  de  la  realeza  de  María 
y  de  su  maternidad  espiritual. 

Mas,  no  contentos  con  conocer  la  verdad,  contemplemos  unos  instantes 
su  inefable  dulzura. 

«Salve,  Regina,  Mater  misericordiae».  Con  esta  férvida  salutación  acla- 
ma e  invoca  la  Iglesia  a  María  Reina  de  Misericordia  y  Madre  de  Miseri- 
cordia. Al  lado  del  Rey  eterno,  cuya  excelsa  majestad  podía  aterrarnos  y 
anonadarnos,  está  la  dulce  Reina,  toda  piedad  y  blandura ;  al  lado  del  Padre 
celestial,  cuya  justa  severidad  pudiera  encoger  y  amilanar  a  los  hijos  dísco- 
los, está  la  dulce  Madre,  toda  ternura  y  amor:  la  Reina  y  la  Madre  de  mise- 
ricordia, que  no  entiende  sino  en  misericordia,  que  no  sabe  hacer  sino  mise- 
ricordia, que  sabe,  ella  sola,  trocar  la  divina  justicia  en  divina  misericordia: 
«Fulgura  in  pluvium  fecit»  (Ps.  134,  7):  convierte  en  lluvia  benéfica  los 
rayos  de  la  justicia.  En  este  ambiente  de  misericordia  Dios  derrama  a 
torrentes  sus  misericordias  sobre  los  hijos  de  los  hombres  por  las  benditas 
manos  de  la  Reina  y  Madre  de  misericordia.  La  mayor  de  las  misericor- 
dias divinas  ha  sido,  después  de  entregarnos  al  Hijo  de  su  amor,  poner  loa 
tesoros  de  sus  misericordias  en  manos  de  tal  Reina  y  de  tal  Madre.  ¡Mis- 
terio de  misericordia  en  la  dispensación  Mariana  de  todas  las  gracias! 


LIBRO  CUARTO 


MEDIACIÓN  UNIVERSAL 

Capítulo  I 
CONCEPTO  DE  LA  MEDIACIÓN 

Existen  dos  formas  o  especies  de  mediación  algo  diferentes,  a  que  no 
siempre  se  ha  dado  el  suficiente  relieve,  a  pesar  de  su  grande  importancia 
para  explicar  la  mediación  Mariana.  Antes,  por  tanto,  de  formular  el  con- 
cepto genérico  de  mediación  hay  que  dejar  bien  definida  y  asegurada  la 
existencia  y  la  distinción  de  estas  dos  especies. 

Art.  1.     Dos  FORMAS  DIFERENTES  DE  MEDIACIÓN 

Al  probar  que  Cristo  es  Mediador,  no  en  cuanto  Dios  sino  en  cuanto 
hombre,  concluye  Santo  Tomás  su  razonamiento  con  estas  palabras:  «In 
quantum  etiam  est  homo,  convenit  ei  coniungere  homines  Deo,  a)  praecepta 
et  dona  Dei  hominibus  exhibendo,  et  b)  pro  hominibus  Deo  satisfaciendo  et 
interpellando»  (3  q.  26,  a.  2,  c).  En  estas  palabras  sugiere  el  Doctor  Angé- 
lico dos  formas  o  especies  de  mediación.  La  primera  consiste  en  que  Cristo 
comunique  o  transmita  a  los  hombres  los  dones  y  los  preceptos  de  Dios.  La 
segunda,  en  que  Cristo  dé  la  debida  satisfacción  a  Dios  e  interceda  ante  él 


428 


MARÍA,  ¡MEDIADORA  UNIVERSAL 


por  los  hombres.  Notemos  las  diferencias  que  distinguen  esta  doble  forma 
de  mediación. 

La  primera  es,  por  así  decir,  descendente:  va  de  arriba  abajo,  de  Dios 
a  los  hombres;  la  segunda,  en  cambio,  es  ascendente:  va  de  abajo  arriba, 
de  los  hombres  a  Dios.  La  primera  supone  entre  Dios  y  los  hombres  una 
separación  o  distanciamiento  puramente  natural,  es  decir,  no  presupone 
necesariamente  un  estado  de  enemistad  u  hostilidad ;  la  segunda,  en  cambio, 
a  lo  menos  por  lo  que  atañe  a  la  satisfacción,  presupone  un  distanciamiento 
moral,  verdadera  aversión  o  enemistad.  La  primera  — y  ésta  es  la  diferencia 
más  sustancial —  mira  directamente  a  la  ejecución;  la  segunda,  en  cambio, 
se  endereza  directamente  a  la  voluntad  de  Dios.  Más  claro:  la  primera  no 
influye  en  la  voluntad  divina  de  comunicar  a  los  hombres  sus  preceptos  o 
sus  dones,  que  se  supone  preexistente,  sino  sólo  en  la  transmisión  efectiva 
de  los  preceptos  o  dones  a  los  hombres ;  la  segunda,  al  contrario,  trata  ante 
todo  de  inclinar  la  voluntad  de  Dios,  o  positivamente  adversa,  o,  por  lo 
menos,  no  determinada  últimamente,  a  que  se  reconcilie  con  los  hombres  o 
acceda  a  sus  demandas.  Podríamos  decir  que  en  la  primera  Cristo  es  Me- 
diador de  Dios  para  con  los  hombres;  en  la  segunda,  de  los  hombres  para 
con  Dios.  Para  distinguir  entre  ambas  maneras  de  mediación,  dando  a 
cada  una  su  propio  nombre,  podría  quizá  decirse  que  por  la  primera  Cristo 
es  intermediario,  por  la  segunda  Mediador. 

Es  interesante  notar  que,  coincidiendo  sustancialmente  con  Santo  Tomás, 
ya  San  Ireneo  insinúa  esta  doble  forma  de  mediación,  a  lo  menos  en  el 
texto,  que  parece  original,  conservado  por  Teodoreto.  He  aquí  este  curioso 
texto,  traducido  del  griego:  «Fué  conveniente  que  el  Mediador  entre  Dios 
y  los  hombres,  por  su  familiaridad  (o  intimidad)  con  cada  uno  de  ellos,  los 
redujese  entrambos  a  la  amistad  y  concordia,  y  que  por  una  parte  presentase 
el  hombre  a  Dios  ío  le  pusiese  en  relación  con  él)  y  por  otra  diese  el  cono- 
cimiento de  Dios  a  los  hombres»  (Adv.  haer.,  3,  18,  7.  MG  7,  937).  «Pre- 
sentar el  hombre  a  Dios»  o  ponerle  bien  con  él  es  lo  mismo  que  «pro  homi- 
nibus  Deo  satisfacere  et  interpellare» ;  «dar  a  los  hombres  el  conocimiento 
de  Dios»  corresponde  a  «praecepta  et  dona  Dei  hominibus  exhibere». 

Sobre  estas  dos  formas  de  mediación,  para  su  mayor  inteligencia,  con- 
viene notar  varias  cosas.  Primeramente,  la  diferencia  que  las  distingue  no 
es  superficial  o  accidental  ni  puramente  material,  como  la  que  distingue 
otras  variedades  de  mediación,  hecha  por  ruegos,  por  exhortaciones,  por 
consejos,  sino  que  modifica  más  profundamente  el  fondo  de  la  mediación. 
Esta  diferencia,  con  todo,  no  impide  que  ambas  formas  puedan  reducirse  a 
una  noción  común  o  genérica.    Por  fin,  de  las  dos  la  que  más  corrientemente 


LIBRO  IV.  —  MEDIACIÓN  UNIVERSAL 


429 


se  entiende  con  el  nombre  de  mediación  es  la  que  sé  ejerce  con  la  satisfac- 
ción o  la  intercesión,  es  decir,  la  que  mira,  no  a  la  ejecución,  sino  a  la 
voluntad.  De  hecho,  algunas  definiciones  de  mediación  sólo  a  ésta  se  refie- 
ren directamente. 

Art.  2.    Concepto  genérico  de  la  mediación 

Antes  de  dar  la  definición  de  «mediación»  conviene  precisar  o  limitar  el 
sentido  o  el  alcance  de  lo  definido. 

Primeramente,  la  mediación  puede  entenderse  como  acto  o  como  hábito 
o  propiedad.  Ahora  hablamos  de  la  mediación  en  cuanto  es  acto.  La  me- 
diación como  hábito  no  es  sino  o  bien  la  destinación  al  oficio  de  mediador, 
o  bien  una  denominación  resultante  del  acto  precedente  de  mediar. 

Se  habla  también  de  mediación  ontológica  y  de  mediación  moral.  La 
ontológica.  que  Suárez  denominaba  sustancial  (In  3  D.  Thom.,  q.  26,  a.  1, 
n.  2-3),  es  puramente  estática  o  de  posición,  a  diferencia  de  la  moral,  que 
es  dinámica  o  de  acción.  La  ontológica  se  deriva  del  verbo  «mediar»  en 
el  sentido  neutro  de  «estar  en  medio» ;  la  moral  se  deriva  del  mismo 
verbo  en  el  sentido  activo  de  «actuar  como  medio  entre  dos  extremos». 
Hablamos  ahora  de  la  moral,  la  cual,  no  obstante,  presupone  la  ontológica; 
dado  que  nadie  puede  actuar  entre  dos  extremos,  si  de  alguna  manera  no 
está  en  medio  de  ellos. 

La  mediación  actual  y  moral  la  declara  así  Santo  Tomás  en  su  Comen- 
tario al  libro  de  las  Sentencias:  «In  medio  est  dúo  considerare,  scilicet  ra- 
tionem  quare  dicatur  médium  et  actum  medii.  Dicitur  autem  aliquid  mé- 
dium ex  hoc  quod  est  inter  extrema ;  actus  autem  medii  est  extrema  coniun- 
gere.  Mediator  igitur  dicitur  aliquis  ex  hoc  quod  actum  medii  exercet 
coniungendo  disiunctos»  (3  Sent.,  dist.  19,  a.  5,  q.  2).  Algo  menos  esque- 
máticamente en  la  Suma  Teológica:  «In  mediatore  dúo  possumus  conside- 
rare: primo  quidem  rationem  medii;  secundo  officium  coiungendi.  Est 
autem  de  ratione  medii  quod  distet  ab  utroque  extremorum ;  coniungit  autem 
mediator  per  hoc  quod  ea  quae  unius  sunt  defert  ad  alterum»  (3  q.  26, 
a.  2,  c.)  Examinemos  el  pensamiento  del  Doctor  Angélico  para  poder 
luego  formular  con  toda  precisión  la  definición  de  mediación  moral. 

El  elemento  más  característico  de  la  mediación  es  unir  o  establecer  el 
contacto  moral  entre  los  extremos  moralmente  distanciados.  El  mismo  San- 
to Doctor  escribe:  «Ad  mediatoris  officium  proprie  pertinet  coniungere  et 
uniré  eos  inter  quos  est  mediator;  nam  extrema  uniuntur  in  medio»  (3  q.  26, 


430 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVEKSAL 


a.  1,  c).  Lo  mismo  dice  Suárez:  «Proprie  enim  mediator  dicitur,  qui  inter 
duas  personas  intercedit,  ut  eas  aliquo  modo  coniungat»  {In  3  p.  D.  Thom., 
q.  26,  a.  1,  n.  2).  Ya  San  Ireneo,  como  hemos  visto  antes,  insiste  en  la 
idea  de  unión.  Y  San  Juan  Crisóstomo  escribía:  «Mediator  autem  debet 
ea  iungere  et  communia  faceré,  quorum  mediator  est»  (MG  62,  536). 

Pero  ¿en  qué  consiste  esta  unión  o  este  acto  de  unir  los  extremos?  Lo 
explica  Santo  Tomás  con  una  frase  en  que  acaso  no  se  ha  reparado  bastante: 
«coniungit  autem  mediator  per  hoc  quod  ea  quae  unius  sunt  deferí  ad  alte- 
rum»  (3  q.  26,  a.  2,  c).  Y  lo  que  entendía  el  Santo  Doctor  por  «ea  quae 
unius  sunt  deferre  ad  alterum»,  equivalente  a  «coniungere»  o  «uniré»,  lo 
da  a  entender  poco  después  cuando,  aplicando  a  Cristo  la  noción  de  media- 
ción, añade:  «In  quantum  etiam  est  homo,  convenit  ei  coniungere  homines 
Deo,  praecepta  et  dona  Dei  hominibus  exhibendo,  et  pro  hominibus  Deo  sa- 
tisfaciendo et  interpellando»  (Ib.  l.  Cuatro  actos  de  mediación  enumera  aquí 
Santo  Tomás:  dos,  en  que  Cristo  «ea  quae  sunt  Dei  defert  ad  homines»,  es 
a  saber,  los  preceptos  y  los  dones  de  Dios;  dos,  en  que  «ea  quae  sunt 
hominum  defert  ad  Deum»,  que  «on  la  satisfacción  y  la  intercesión.  Y  todos 
estos  actos  son  verdadera  mediación,  con  que  se  juntan  o  se  ponen  en  con- 
tacto moral  los  extremos,  Dios  y  los  hombres. 

En  conformidad,  pues,  con  la  mente  del  Doctor  Angélico  podemos  definir 
la  mediación:  «Actus  quo  médium  disiunctos  coniungit»,  o,  más  plenamente: 
«Actus  quo  aliquis,  inter  disiunctos  intercedens,  eos  coniungit,  ea  quae  sunt 
unius  ad  alterum  deferens». 

Estas  últimas  palabras,  si  se  entienden  con  propiedad,  parecen  sugerir 
que  la  mediación  no  se  ejerce  por  igual  con  ambos  extremos,  sino  a  favor 
de  uno  respecto  de  otro.  Por  ejemplos  se  entenderá  mejor  lo  que  decimos. 
Supongamos  que  dos  personas  gravemente  enemistadas  entre  sí  causan  con 
su  enemistad  grave  escándalo  en  una  población;  que  interviene  una  persona 
de  autoridad,  deseosa  de  quitar  aquel  escándalo,  y  logra  reconciliar  a  los 
desavenidos.  Modifiquemos  el  caso.  Supongamos  que  una  persona,  agra- 
viada por  otra,  está  dispuesta  y  decidida  a  vengar  el  agravio  con  las  armas ; 
que  interviene  otra  persona,  que,  deseosa  de  evitar  la  ruina  de  una  familia, 
logra  apaciguar  a  la  persona  ofendida  y  reconciliarla  con  la  otra.  Es  pa- 
tente la  diferencia  de  ambos  casos.  Todos  dirán  que  en  el  segundo  la  media- 
ción es  más  propia,  más  típica,  por  lo  menos.  De  hecho,  en  la  primera  el 
mediador  no  «defert  ea  quae  sunt  unius  ad  alterum»,  y  sí  en  la  segunda.  Y 
crece  todavía  la  propiedad  o  el  realce  de  la  mediación,  si  la  persona  que 
media  lleva  de  alguna  manera  la  representación  de  una  de  las  partes.  En 
las  cuatro  cosas  en  que  Santo  Tomás  concreta  la  mediación  de  Cristo,  dos 


LIBRO  IV.  —  MEDIACIÓN  UNIVERSAL 


431 


llevan  consigo  la  representación  de  Dios  para  con  los  hombres,  que  son  los 
preceptos  y  los  dones  que  Cristo  comunica  a  los  hombres  en  persona  de  Dios ; 
y  otras  dos  llevan  consigo  la  representación  de  los  hombres  para  con  Dios, 
que  son  la  satisfacción  y  la  intercesión,  que  Cristo  presenta  a  Dios  en  per- 
sona de  toda  la  humanidad.  Y  si  esto  es  así,  la  mediación  podría  definirse: 
la  intervención  ante  una  de  las  dos  partes  a  favor  (y  aun  en  representación) 
de  la  otra.  Si  semejante  intervención  no  es  acaso  común  a  toda  verdadera 
mediación,  no  puede  negarse,  por  lo  menos,  que  es  propia  mediación  y,  más 
aún,  que  es  el  caso  más  típico  de  mediación,  y  que,  de  hecho,  se  ve  reali- 
zada en  la  mediación  de  Cristo,  bajo  su  doble  aspecto  de  mediación  de  Dios 
para  con  los  hombres,  y  mediación  de  los  hombres  para  con  Dios.  Hay  que 
notar,  empero,  que  esta  idea  complementaria  de  la  mediación  no  es  necesaria 
para  aplicar  la  noción  corriente  de  mediación  a  la  Mediación  Mariana. 


Capítulo  II 
MEDIACIÓN  DE  MARÍA 


Comparando  la  noción  de  mediación  con  las  verdades  anteriormente 
demonstradas,  la  Corredención,  la  maternidad  espiritual  y  la  intercesión, 
surge  el  problema,  si  en  esta  triple  actuación  soteriológica  de  María  y  en 
cada  uno  de  sus  diferentes  aspectos  se  verifica  la  noción  de  mediación,  cual 
la  hemos  definido.  Que  la  noción  de  mediación  se  realice  en  la  intercesión 
actual  en  el  sentido  concreto  de  deprecación,  es  evidente;  más  aún,  no 
faltan  recientemente  quienes  crean  que  no  hay  propiamente  mediación  Ma- 
riana, o  bien  dejan  en  la  sombra  la  idea  de  mediación,  cuando  se  trata  de 
la  Corredención  o  de  la  maternidad  espiritual.  Notemos  en  esto  la  dife- 
rente posición  de  los  que  limitan  la  amplitud  de  la  mediación.  Unos  niegan 
o  ponen  en  duda  que  la  Corredención  sea  mediación,  porque  niegan  o 
ponen  en  duda  la  verdad  misma  de  la  Corredención;  otros,  en  cambio,  si 
bien  admiten  la  Corredención  Mariana,  opinan  que  no  debiera  llamarse 
mediación.  Hemos  de  tomar  en  consideración  todas  esas  maneras  de 
opinar,  al  examinar  si  fuera  de  la  intercesión  actual  se  extiende  la  Media- 
ción Mariana. 


432 


AUHÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Para  evitar  toda  vaguedad,  hay  que  estudiar  separadamente  el  pro- 
blema de  la  mediación  en  la  Corredención  y  el  de  la  mediación  en  la  ma- 
ternidad espiritual  y  en  la  dispensación  de  las  gracias,  ya  que  una  es  la 
forma  de  la  mediación  que  se  realiza  en  la  primera,  y  otra  la  que  se  veri- 
fica en  las  últimas.  La  Corredención  es  mediación  de  los  hombres  para 
con  Dios,  lo  mismo  que  la  deprecación,  al  paso  que  la  maternidad  espiritual 
y  la  dispensación  son  más  bien  mediación  de  Dios  para  con  los  hombres. 

Art.  1.    La  Corredención  es  verdadera  mediación 

Que  la  Corredención  Mariana  sea  verdadera  mediación  es,  a  nuestro 
juicio,  una  de  las  verdades  fundamentales  de  la  Mariología.    En  conse- 
cuencia, antes  de  demonstrar  esta  verdad,  se  hace  necesario  poner  de  relieve 
su  capital  importancia. 

§  1.    Importancia  de  esta  verdad 

La  Mediación  universal  viene  a  ser  corrientemente  como  la  expre- 
sión más  comprensiva  y  significativa  de  la  Soteriología  Mariana.  Con  esto, 
la  Corredención,  si  se  le  niega  o  pone  en  duda  el  carácter  de  mediación  o  se 
quita  importancia  a  este  carácter,  viene  a  quedar  relegada  en  segundo  plano 
en  el  sistema  mariológico.  Y  cuanto  mayor  relieve  se  conceda  a  la  media- 
ción, tanto  más  rebajada  queda  la  Corredención.  Si  se  puede  considerar 
el  amplio  horizonte  de  la  mediación,  sin  mencionar  la  Corredención,  ¿qué 
importancia  puede  tener  ésta  en  la  Soteriología  Mariana? 

Hay  más,  con  esa  disociación  entre  la  mediación  y  la  Corredención, 
queda  la  misma  verdad  de  ésta,  si  no  comprometida,  por  lo  menos  muy 
debilitada.  La  razón  es  obvia.  Con  esta  disociación  todos  los  textos  pa- 
trísticos  que  afirman  la  mediación  de  Maria  quedan  de  un  golpe  inutili- 
zados para  demonstrar  la  Corredención.  Si  la  Corredención  no  es  mediar 
ción,  cuando  los  Padres  afirman  la  mediación  no  pueden  referirse  a  la  Corre- 
dención. Por  algo  será  que  los  adversarios  de  la  Corredención  estén  tan 
interesados  en  disociar  los  dos  conceptos  de  Corredención  y  mediación. 
No  es,  pues,  extraño  que  los  que  sostienen  la  Corredención  tengan  interés 
en  averiguar  si  es  fundada  y  legítima  esa  disociación. 

Además,  la  Corredención  es  incomparablemente  más  excelsa  que  la  in- 
tercesión.   Basta  ver  la  escasa  importancia  que  proporcionalmente  tiene  en 


LIBRO  IV.  —  MEDIACIÓN  UNIVERSAL 


133 


Cristo  la  intercesión  celeste  comparada  con  la  redención.  Mientras  que 
la  función  intercesora  se  extiende  a  todos  los  santos  y  aun  a  los  justos 
de  la  tierra,  la  función  redentora,  en  cambio,  les  es  a  ellos  completamente 
ajena.  Precisamente  por  ser  ésta  tan  excelsa,  los  adversarios  de  la  Corre- 
dención la  hacen  exclusiva  y  privativa  de  Cristo,  sin  que  ninguna  pura 
criatura,  ni  siquiera  María,  pueda  tener  propiamente  parte  en  ella.  Consi- 
guientemente, si  la  mediación,  que  de  alguna  manera  abarca  toda  la  actúa* 
ción  soteriológica  de  María,  se  refiere  única  o  principalmente  a  la  inter- 
cesión actual,  se  da  a  ésta  en  el  sistema  mariológico  una  importancia  y 
relieve  desproporcionado,  que  no  tiene  en  la  realidad. 

Por  fin,  si  la  Corredención  (y  también  la  maternidad  espiritual  y  la 
dispensación)  es  verdadera  mediación,  entonces  el  concepto  de  mediación 
no  es  ya  simplemente  un  resumen  vago  o  impreciso,  sino  una  verdadera 
síntesis  de  la  Soteriología  Mariana.  De  hecho,  toda  la  construcción  siste- 
mática del  presente  libro  está  basada  en  la  idea  fundamental  de  que  la 
Corredención  es  propia  y  verdaderamente  mediación.  Y  es  natural  que  pro- 
curemos dejar  bien  asentado  el  fundamento  lógico  de  todo  nuestro  trabajo, 
que,  sin  ello,  sería  un  castillo  en  el  aire. 

§  2.    Demonstración  de  la  verdad 

Aunque  sin  pretender  agotar  la  materia,  será  conveniente  tratarla  con 
alguna  detención.  Procuraremos  probar  la  tesis  propuesta,  primero  en 
general  y  luego  más  en  particular,  recorriendo  los  diferentes  aspectos  de  la 
Corredención. 

A.    Demonstración  general 

Absolutamente.  Basta  una  sencilla  comparación  entre  los  conceptos, 
para  convencerse  de  que  la  Corredención  es  verdadera  mediación.  Recor- 
demos, si  no,  las  diferentes  fórmulas  con  que,  según  la  mente  de  Santo 
Tomás  hemos  definido  la  mediación.  Si  la  mediación  es  (cActus  quo  mg- 
dium  disiunctos  coniungit»,  María,  puesta  como  en  medio  de  Dios  y  los 
hombres,  moralmente  distanciados  entre  sí,  con  su  acción  corredentora  loa 
pone  nuevamente  en  contacto  y  los  reconcilia.  Luego  esta  acción  es  verda- 
dera mediación.  Si  preferimos  la  fórmula  más  comprensiva:  «Actus  quo 
aliquis,  ínter  disiunctos  intercedens,  eos  coniungit,  ea  quae  sunt  unius  ad 
alterum  deferens»,  el  resultado  es  el  mismo.    María,  situada  entre  Dios 

28 


434 


MARIA.  MEDIADORA  L'M\TnSAL 


T  los  hombres  no  sólo  los  une  entre  sí.  sino  que  también  presenta  ante 
Dios  la  suprema  miseria  y  las  ansias  de  la  humanidad  y  hace  llegar  hasta 
los  hombres  los  efectos  benéficos  de  la  reconciliación  de  Dios.  Más  patente 
es  aún  la  coincidencia  de  ambos  conceptos,  si  consideramos  la  mediación 
como  'la  intersención  ante  una  de  las  dos  partes  a  favor  d?  la  otra»; 
puesto  que  con  la  Corredención  María  interviene  ante  el  acatamiento  divino 
a  favor  de  toda  la  humanidad. 

Demonstr,\cióx  C0MP.\RATn'A.  Pero  la  razón  más  poderosa  y  decisiva 
es  la  comparación  entre  la  Corredención  de  María  y  la  redención  de  Cristo. 
Puede  formularse  en  este  sencillo  raciocinio:  la  redención  de  Cristo  es  for- 
malmente mediación:  la  Corredención  de  María  es  análoga  a  la  redención 
de  Cristo:  luego  la  Corredención  es  también  formalmente  mediación. 
Aunque  cada  una  de  las  dos  premisas  es  evidente,  no  estará  de  más  refor- 
zarlas más  en  particxilar. 

Comencemos  por  la  Menor.  Que  la  Corredención  de  María  sea  análoga 
a  la  redención  de  Cristo,  los  nombres  mismos  de  Corredención  y  redención 
lo  dicen  sobradamente.  En  efecto,  la  Corredención  es  una  asociación  a  la 
redención,  ti«ie  la  misma  tendencia,  reviste  idéntica  tonalidad,  se  apoya 
en  principios  análogos,  se  endereza  al  mismo  fin.  tiene  un  efecto  común. 
Por  tanto,  lo  que  se  diga  de  la  redención  debe  decirse  análoga  o  proporcio- 
nalmente  de  la  Corredención. 

No  es  menos  cierta  y  evidente  la  Mayor.  Para  convencerse  que  la  re- 
dención es  formalmente  mediación,  es  decir,  que  Cristo  en  tanto  es  Media- 
dor en  cuanto  es  Redentor,  basta  con  leer  estas  declaraciones  categóricas 
de  San  Pablo:  «Porque  uno  es  Dios,  uno  también  el  Mediador  de  Dios 
y  de  los  hombres,  un  hombre,  Cristo  Jesús,  que  se  dió  a  sí  mismo  como 
precio  de  rescate  por  todosv.  (2  Tim.  2.  5-6t;  «'Mas  ahora  Cristo  posee 
im  ministerio  sagrado  sacerdotal  tanto  más  excelente,  por  cuanto  es  Me- 
diador de  una  alianza  también  mejor»  ( Hebr.  8,  6"l:  «Y  por  esto  es  Media- 
dor de  un  nuevo  Testamento,  a  fin  de  que,  habiendo  intervenido  muerte 
para  rescate  de  las  transgresiones  ocurridas  durante  la  primera  Alianza, 
reciban  los  que  han  sido  llamados  la  promesa  de  la  herencia  eterna» 
(Hebr.  9.  15 1:  <  Os  habéis  llegado  al  Mediador  de  la  Nueva  Alianza.  Jesús, 
y  a  la  sangre  de  la  aspersión,  que  habla  mejor  que  la  de  Abel  >  <^Hebr.  12, 
22-24'.  Donde  es  de  notar  que  estos  son  los  únicos  pasajes  en  que  el 
Apóstol  aplica  a  Cristo  la  denominación  de  Mediador,  y  siempre  en  función 
de  su  redención,  nunca  con  referencia  a  su  intercesión  celeste.  Luego  para 
San  Pablo  Cristo  es  Mediador,  precisa  y  principalmente  en  cuanto  es  Re- 
dentor. 


LIBRO  IV.  —  MEDIACIÓN  UNIVERSAL 


435 


Y  lo  que  enseña  San  Pablo,  lo  afirman  todos  los  intérpretes,  y  con  ellos 
los  grandes  maestros  de  la  Teología:  Pedro  Lombardo,  Santo  Tomás,  San 
Buenaventura,  Suárez.  Para  no  alargarnos  innecesariamente,  nos  ceñire- 
mos al  Doctor  Angélico.  Prescindiendo  de  lo  que  enseña  en  la  Suma  Teo- 
lógica, como  más  extenso  y  más  conocido,  nos  contentaremos  con  esta  breve 
declaración:  Cristo,  dice  «ex  hoc  dicitur  Mediator,  quia  pro  nobis  satisfecit» 
íln  3  Sent.,  dist.  19,  a.  5,  q.  3). 


B.    Demonstración  particular 

Consentimiento  virginal.  Dios  quiere  establecer  una  Nueva  Alianza 
con  los  hombres  y  contraer  místicos  desposorios  con  la  humanidad.  En 
orden  a  ellos  requiere  el  libre  consentimiento  de  María.  María,  por  tanto, 
interviene  como  Mediadora  entre  Dios  y  los  hombres;  y  su  consentimiento, 
como  acto  que  media  entre  ambas  partes  para  juntarlas  entre  sí,  es  verda- 
dera mediación.  Crece  la  fuerza  de  esta  consideración  con  el  carácter  re- 
presentativo de  María,  que,  al  dar  su  asentimiento,  habla  en  persona  de) 
toda  la  humanidad. 

CoM-PASiÓN  Mariana.  Cada  una  de  las  cuatro  modalidades  que  enalte- 
cen la  com-pasión  Mariana,  mérito,  satisfacción,  sacrificio,  rescate,  son  ver- 
dadera mediación.  Con  el  mérito  María,  como  poniendo  en  contacto  las 
riquezas  de  Dios  con  la  indigencia  humana,  hace  que  lleguen  al  hombre 
los  dones  de  Dios.  Con  la  satisfacción,  reconciliando  a  Dios  ofendido  con 
el  hombre  ofensor,  hace  que  llegue  al  hombre  el  perdón  de  Dios  y  la  remi- 
sión de  los  pecados.  Con  el  sacrificio,  como  inmolación  expiatoria  y  como 
oblación  sacerdotal.  Dios  aplacado  y  el  hombre  justificado  entran  de  nuevo 
en  relaciones  de  paz  y  de  amor.  Con  el  rescate,  pagado  a  la  justicia  divina. 
Dios  saca  al  hombre  cautivo  de  la  potestad  de  las  tinieblas  para  trasladarlo 
al  reino  del  Hijo  de  su  amor:  el  esclavo,  condenado  al  cautiverio,  pasa  a 
ser  hijo  de  Dios.  Bajo  cualquier  aspecto  en  que  se  la  considere,  siempre 
la  com-pasión  Mariana  presenta  el  carácter  de  mediación  entre  Dios  y  los 
hombres. 


436 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Art.  2.   La  maternidad  espiritual  y  la  dispensación  como  mediación 

Mientras  la  Corredención  y  la  intercesión  actual  pertenecen  al  tipo  de 
mediación  que  mira  directamente  a  la  voluntad  de  Dios,  la  maternidad 
espiritual  y  la  dispensación  de  las  gracias  pertenecen  al  otro  tipo  que  tiene 
por  objeto  directo  la  ejecución.  Para  que  no  quede  desfigurada  o  rebajada 
la  mediación  de  María,  conviene  precisar  algo  más  este  tipo  de  mediación 
ejecutiva. 

Tomemos  como  base  los  dos  ejemplos  con  que  la  declara  el  Angélico 
Doctor:  es  a  saber,  de  Cristo,  que  «praecepta  et  dona  Dei  hominibus  exhi- 
bet».  Cristo  actúa  como  Mediador  de  Dios  para  con  los  hombres,  cuando 
intima  a  éstos  los  preceptos  de  Dios  o  cuando  les  comunica  sus  dones,  por* 
ejemplo,  con  sus  milagros  o  con  la  institución  de  los  sacramentos.  Pero, 
según  esto,  también  los  Apóstoles  serán  mediadores,  dado  que  también 
ellos  intimaron  a  los  hombres  los  preceptos  de  Dios  y  les  comunicaron 
sus  dones,  sea  obrando  milagros  sea  administrando  los  sacramentos.  Santo 
Tomás  admite  esta  consecuencia,  añadiendo  empero  que  son  mediadores 
puramente  ministeriales:  «Sacerdotes  vero  Novi  Testamenti  possunt  dici 
mediatores  Dei  et  hominum,  in  quantum  sunt  ministri  veri  mediatoris,  vice 
ipsius  salutaria  sacramenta  hominibus  exhibentes»  (3  q.  26,  a.  1,  ad  1). 
Retengamos  estas  dos  expresiones:  «ministri»  y  «vice  ipsius».  Cristo  le- 
gisla y  obra  milagros  con  autoridad  propia  e  instituye  los  sacramentos 
con  potestad  de  excelencia;  al  paso  que  los  Apóstoles  actuaban  en  todo 
esto  con  autoridad  y  potestad  puramente  prestada. 

A  la  luz  de  estas  observaciones  podremos  apreciar  la  maternidad  espi- 
ritual de  María  y  su  dispensación  de  las  gracias  como  mediación,  y  no 
puramente  ministerial. 

Primeramente,  como  verdadera  mediación.  Con  la  maternidad  espi- 
ritual, primero  con  la  concepción  en  Nazaret  y  luego  con  el  parto  en  el 
Calvario,  María,  comunicando  a  los  hombres  su  incorporación  en  Cristo, 
verdaderamente  junta  a  los  hombres  con  Dios  y  hace  llegar  hasta  ellos 
los  beneficios  divinos:  «disiunctos  coniungit»  y  «ea  quae  sunt  Dei  defert 
ad  homines»:  que  son  las  características  esenciales  de  la  mediación.  Lo 
mismo  hay  que  decir  de  la  dispensación  de  las  gracias,  con  la  cual  María 
comunica  o  hace  llegar  a  los  hombres  los  tesoros  de  la  divina  largueza: 
«Dona  Dei  hominibus  exhibet»,  que  es  como  Santo  Tomás  presenta  o  carac- 
teriza la  mediación  de  Cristo.  Por  lo  demás,  no  es  de  maravillar  que  tanto 
la  maternidad  espiritual  como  la  dispensación  de  las  gracias  pertenezcan 


LIBRO  IV.  —  MEDIACIÓN  UNIVERSAL  437 

a  un  mismo  tipo  de  mediación,  ya  que  la  dispensación  no  es  más  que  una 
actuación  o  derivación  o  complemento  de  la  maternidad. 

Además  esta  mediación  no  es  puramente  ministerial.  Por  una  parte, 
no  se  verifican  en  ella  aquellas  dos  expresiones  «ministri»  y  «vice  ipsius», 
que  antes  hemos  hecho  notar  y  que  según  Santo  Tomás  caracterizan  la 
mediación  puramente  ministerial.  Por  otra  parte,  la  actuación  de  Madre, 
y  además  de  Reina,  en  la  dispensación,  no  es  actuación  ministerial  o  de 
criadas.  En  la  casa  y  familia  de  Dios  María  es  Madre,  asociada  al  Padre 
celestial,  y  como  Madre  actúa,  no  como  criada  o  esclava.  Y  en  el  Reino 
de  Dios  María  es  la  Reina  y  actúa  como  Reina,  cuando  los  ángeles  actúan 
y  sirven  como  ministros  o  «espíritus  de  servicio».  La  mediación,  por  tanto, 
de  María  en  la  maternidad  espiritual  y  en  la  dispensación  de  las  gracias, 
que  es  como  su  derivación  o  ejercicio,  no  es  puramente  ministerial.  Y  si 
es  secundaria  o  subalterna  respecto  de  la  mediación  primaria  y  principal 
de  Cristo,  lo  es  de  manera  muy  diferente  que  la  mediación  meramente 
ministerial,  que  puedan  ejercer  los  demás  hombres  y  los  ángeles. 

Y  para  no  dejar  ningún  cabo  suelto,  añadiremos  que  esta  mediación 
de  María  tampoco  es  meramente  dispositiva.  Así  califica  Santo  Tomás  la 
mediación  de  los  profetas  y  sacerdotes  del  Antiguo  Testamento,  «in  quantum 
scilicet  praenuntiabant  et  praefigurabant  verum  et  perfectum  Dei  et  hominum 
mediatorem»  (3  q.  26,  a.  1,  ad  1).  Evidentemente  la  maternidad  de  María 
no  es  una  mera  figura  de  la  paternidad  de  Dios,  ni  la  incorporación  de  los 
hombres  en  Cristo,  efecto  de  esta  maternidad,  es  una  mera  figura  de  la  filia- 
ción divina.  Sin  duda  que  esta  incorporación  no  es  todavía  la  filiación 
divina  actual  y  formal,  sino  sólo  radical  o  virtual;  pero  entre  esta  filiación 
virtual  y  una  mera  figura  o  sombra  de  filiación  media  un  abismo.  Por  lo 
demás,  tampoco  la  redención  de  Cristo  obra  por  sí  e  inmediatamente  la 
justificación  formal  de  los  hombres,  como  pretendían  los  protestantes,  sino 
puramente  la  justificación  virtual  o  ideal  de  la  humanidad  en  bloque; 
y  esto  no  hace  que  la  mediación  de  Cristo  Redentor  sea  puramente  dis- 
positiva, sino  que  es  propiamente  perfectiva,  usando  los  términos  de  Santo 
Tomás. 

CONCLUSIÓN 

De  lo  dicho  resulta  una  consecuencia  de  capital  importancia.  Si  la 
Corredención  y  la  intercesión  celeste,  por  una  parte,  y,  por  otra,  la  mater- 
nidad espiritual  y  la  dispensación  de  las  gracias  coinciden  en  la  modalidad 
de  mediación,  tenemos  que  la  idea  de  mediación  resume  y  sintetiza  toda 


438  MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 

la  acción  soteriológica  de  María  y  que  una  Soteriología  Mariana  puede 
llevar  como  título  «María,  Mediadora  universal» :  que  es  el  que  hemos  puesto 
a  nuestro  pobre  trabajo.  Con  esto  la  idea  de  mediación  es  un  nuevo  lazo 
de  unión  y  de  unidad  de  todo  el  sistema  mariológico,  cual  nosotros  lo 
concebimos. 

Comparemos  ahora  brevemente  las  dos  ideas  «Madre  del  Redentor»  y 
«Mediadora  universal».  Las  dos,  a  su  modo,  sintetizan  toda  la  Soteriología 
Mariana.  Pero  de  manera  muy  diferente  y  aun  contraria.^  La  maternidad 
del  Redentor,  cual  antes  la  hemos  declarado,  es  la  idea  madre,  el  pensa- 
miento generador,  la  célula  germinal,  el  punto  de  arranque  de  toda  la 
Soteriología  Mariana,  contenida  en  ella  como  en  germen.  En  cambio, 
la  mediación  universal  es  la  síntesis  resultante,  el  centro  de  convergencia,  el 
punto  de  llegada,  el  fruto  terminal.  La  Soteriología  Mariana  se  desenvuelve 
harmónicamente  partiendo  de  un  solo  punto  para  confluir  definitivamente 
también  en  un  solo  punto.  Unidad  en  el  principio  y  unidad  en  el  término: 
unidad  perfecta.  Ün  foco  de  luz,  cuyos  rayos  convergen  en  otro  foco  de 
luz.  Con  decir  «Madre  del  Redentor,  Mediadora  universal»  hemos  abar- 
cado la  totalidad  de  la  Soteriología  Mariana. 

También  nos  da  una  síntesis  de  toda  la  Soteriología  Mariana  y  aun 
de  la  Mariología  íntegra  la  denominación  tradicional  de  «Segunda  Eva», 
cuya  plenitud  y  profundidad  de  significación  podremos  ahora  apreciar  más 
adecuadamente. 

Recordemos  la  razón  de  ser  y  los  rasgos  esenciales  de  la  primera  Eva. 
Fué  asociada  por  Dios  al  primer  Adán:  de  un  modo  más  general  y  com- 
prensivo, como  compañera  que  remediase  su  soledad:  «Non  est  bonum  esse 
hominem  solum»  (Gen.  2,  13);  de  un  modo  más  concreto  y  determinado, 
como  esposa,  comprincipio  de  su  paternidad  en  la  generación  y  educación 
de  sus  hijos,  de  toda  la  humanidad.  Compañera  y  esposa  de  Adán,  madre 
y  educadora  de  la  humanidad:  tal  debía  ser  la  primera  Eva.  ¿Lo  fué? 
¿Cumplió  fielmente  su  providencial  destino?  Desgraciadamente,  no.  Ella 
fué  la  primera  que  prevaricó  y  la  que  motivó  y  determinó  la  prevaricación 
de  Adán,  y  con  ella  la  ruina  de  toda  su  común  posteridad:  causante  y 
cómplice  del  gran  pecado  de  la  humanidad. 

Nueva  Eva  y  Anti-Eva  a  la  vez,  por  paralelismo  y  por  oposición,  había 
de  ser,  y  fué,  María.  Pero  con  una  diferencia  básica  y  esencial.  El  pri- 
mer Adán  era  padre,  el  Nuevo  Adán  era  Hijo:  el  Hijo  de  Dios,  hecho  Hijo 
del  hombre.  En  consecuencia,  si  la  primera  Eva  era  esposa  del  primer 
Adán,  la  Segunda  Eva  había  de  ser  la  Madre  del  Segundo  Adán:  esencial- 
mente Madre,  totalmente  Madre.    El  primer  Adán,  esencialmente  padre  y 


LIBRO  IV.  —  MEDIACIÓN  UNIVERSAL 


439 


principio  de  toda  la  humanidad,  si  recibía  de  Eva  el  complemento  de  su 
paternidad,  no  recibió  de  ella  su  propio  ser:  en  cambio,  el  Segundo  Adán, 
fruto  y  parto  común  de  toda  la  humanidad,  había  de  recibir  de  la  Segunda 
Eva  su  propio  ser  de  hombre,  y  por  ella,  por  su  acción  maternal,  había  de 
concentrar  en  sí  la  humanidad  entera.  El  ser  Hijo  del  hombre,  con  todo 
lo  que  en  sí  entraña  esta  transcendental  denominación,  lo  recibió  el  Segundo 
Adán,  en  calidad  de  tal,  de  la  Segunda  Eva,  en  cuanto  tal.  La  Segunda 
Eva,  nudo  vital,  en  que  entroncó  el  Segundo  Adán,  para  ser  el  Hijo  del 
hombre,  había  de  concentrar  en  sí  la  humanidad  entera  para  transmitirla 
íntegra  al  Segundo  Adán.  Por  esto  María,  con  la  carne  humana  que 
comunicaba  al  Hijo  de  Dios  para  hacerle  hombre,  la  transmitía  juntamente 
la  representación  de  toda  la  humanidad,  a  ella  vinculada,  con  que  le  cons- 
tituía Hijo  del  Hombre.  Y  como  en  Eva  el  ser  esposa  de  Adán  compendiaba 
y  condensaba  todas  las  relaciones  más  amplias  y  comprensivas  de  su  con- 
sorcio con  Adán,  asociándola  plena  e  íntegramente  a  su  función  de  padre 
universal,  así  en  la  Segunda  Eva  la  maternidad  entrañaba  en  sí  la  plena 
e  íntegra  asociación  a  la  persona  y  a  la  obra  del  Segundo  Adán,  del  Hijo 
del  hombre,  del  Redentor,  pero  una  asociación  esencialmente  maternal: 
asociación  activa  con  el  Redentor,  que  no  es  sino  la  corredención. 

La  contraposición  de  la  Segunda  Eva  a  la  primera  corrobora  y  precisa 
esta  acción  corredentiva  de  María.  El  acto  característico  de  Eva  fué  su 
desobediencia  basada  en  la  incredulidad:  el  acto  distintivo  de  María  había 
de  ser  la  obediencia  fundada  en  la  fe.  Y  como  la  desobediencia  de  Eva 
originó  y  determinó  la  prevaricación  de  Adán  y  la  ruina  de  la  humanidad, 
así  la  obediencia  de  María  había  a  su  modo  de  determinar  y  originar  la 
reparación  del  Segundo  Adán  y  la  rehabilitación  del  género  humano.  Con 
maravillosa  exactitud  escribió  San  Ireneo:  «Eva  desobediente  fué  para  sí 
y  para  todo  el  linaje  humano  causa  de  muerte:  María  obediente  fué  para 
sí  y  para  todo  el  linaje  humano  causa  de  salud»  (MG  7,  959).  Y  si  al 
testimonio  de  San  Ireneo  añadimos  el  de  San  Epifanio,  para  quien  María, 
con  más  propiedad  que  Eva  debe  ser  llamada  «la  Madre  de  todos  los  vi- 
vientes» (MG  42,  727-728),  tendremos  recogidas  las  dos  grandes  verdades 
de  la  Soteriología  Mariana:  es  a  saber,  la  Corredención  y  la  maternidad 
espiritual.  Las  cuales  compendiará  y  sintetizará  San  Bernado,  al  decir  que, 
como  Eva  fué  cruel  mediadora,  María  fué  «Mediadora  fiel»,  «Mediadora 
benignísima»  (ML  183,  429-430)  y  «Mediadora  de  la  salud»  (ML  182,  333). 

Las  mismas  prerrogativas  de  la  maternidad  espiritual  y  de  la  corre- 
dención, al  converger  en  el  Corazón  de  María,  nos  ofrecen  otra  visión  sin- 
tética de  la  Soteriología  Mariana. 


440 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Que  la  maternidad  espiritual,  como  maternidad  y  como  espiritual,  nos 
lleve  al  Corazón  de  María,  no  necesita  de  largas  explicaciones.  Por  una 
parte,  la  maternidad  clama  amor.  Nace  del  amor,  y  engendra  amor.  Madre 
sin  amor,  no  es  madre;  y  tanto  será  más  madre,  cuanto  mayor  fuere  su 
amor.  La  maternidad  es  el  máximo  exponente  del  amor.  Por  otra  parte, 
la  espiritualidad  de  la  maternidad  Mariana  es  un  efecto  de  la  acción  del 
Espíritu  Santo.  Y  el  Espíritu  Santo  es  el  Amor  subsistente,  es,  con  toda 
la  propiedad  de  las  palabras,  el  Amor  en  persona.  Ahora  bien,  el  amor 
tiene  su  mansión  y  su  expresión  simbólica  más  natural,  más  adecuada,  más 
asequible,  en  el  corazón. 

No  menos  nos  lleva  al  corazón  la  corredención  de  María.  Si  conside- 
ramos la  com-pasión  Mariana,  toda  ella  se  consumó  en  el  Corazón  de  la 
Corredentora.  Si  consideramos  la  fe  y  la  obediencia  con  que  la  Esclava 
del  Señor  acata  y  acepta  la  voluntad  divina,  sabemos  por  San  Pablo  qué 
la  fe  y  la  obediencia  radican  en  el  corazón.  «Corde  creditur  ad  iustitiam» 
(Rom.  10,  10):  «oboedistis  ex  corde»  (Rom.  6,  17).  Sobre  todo,  si  consi- 
deramos el  inmenso  amor  con  que  la  Madre  entrega  al  Hijo  para  el  sacri- 
ficio de  la  redención,  — «Dilexit  me,  et  tradidit  Filium  suum  pro  me», — ' 
esta  llamarada  de  amor  subía  de  la  inextinguible  hoguera  de  su  Corazón. 
Recordemos  otra  vez  las  inspiradas  palabras  de  San  Bernardo:  «lile  etiam 
morí  corpore  potuit:  ista  commori  Corde  non  potuit?  Fecit  illud  caritas, 
qua  maiorem  nemo  habuit:  fecit  et  hoc  caritas,  cui  post  illam  similis  altera 
non  fuit»  (ML  183,  437-438). 

Al  refluir  en  el  Corazón  de  María,  la  maternidad  espiritual  y  la  corre- 
dención, nos  señalan  las  dos  propiedades  o  modalidades  más  características 
del  amor  de  María:  amor  materno,  amor  corredentivo :  las  dos  propie- 
dades precisamente  que  constituyen  el  objeto  formal  predominante  de  la 
devoción  al  Corazón  Inmaculado.  Con  ello  esta  amable  devoción,  enraizada 
en  las  dos  prerrogativas  más  excelsas  de  la  augusta  Madre  de  Dios,  muestra 
toda  su  profundidad  y  altísima  significación;  e,  inversamente,  el  Corazón 
de  María,  al  recoger  en  sí  y  reflejar  estas  dos  grandes  verdades  marioló- 
gicas,  sintetiza  maravillosamente  toda  la  Soteriología  Mariana.  Si  ha  po- 
dido decirse  con  verdad  que  el  Corazón  de  Jesús  es  la  síntesis  más  cum- 
plida de  todo  el  cristianismo,  con  no  menor  verdad  puede  afirmarse  que 
el  Corazón  de  María  es  la  síntesis  más  acabada  y  comprensiva  de  toda  la' 
Mariología  (^). 


O  Aunque  en  el  decurso  de  todo  nuestro  trabajo  hemos  mencionailo  frecuen- 
temente, como  no  podía  menos  de  ser,  el  Inmaculado  Corazón  de  María,  hemos  de 
reconocer  que  no  le  hemos  dado  el  relieve  que  se  merecía.    La  razón  de  esta  de- 


LIBRO  IV.  —  MEDIACIÓN  UNIVERSAL 


441 


ficiencia,  que  ciertamente  no  acredita  la  perspicacia  de  un  mariólogo,  no  es  otra 
sino  que  antes  de  la  Consagración  de  Pío  XII  al  Purísimo  Corazón  no  acabábamos 
de  ver  la  capital  importancia  del  Corazón  de  la  Corredentora  en  la  Soteriología 
Mariana.  Con  la  esperanza  de  subsanar  esta  deüciencia  en  ulteriores  ediciones  de 
este  libro,  si  las  hubiere,  queremos  ahora,  por  lo  menos,  tratar  el  punto  más  intere- 
sante de  toda  la  Teología  del  Corazón  de  María,  que  es  al  mismo  tiempo  el  más 
nuevo  y  el  que  más  de  lleno  entra  en  la  Soteriología  Mariana. 

Comencemos  por  consignar  dos  hechos  significativos:  la  existencia  misma  de  la 
devoción  al  Corazón  de  María  y  su  exclusividad.  Por  una  parte  existe  esta  devo- 
ción, como  distinta  de  las  otras  devociones  a  la  Madre  de  Dios.  Por  otra,  esta 
devoción  es  exclusiva,  por  cuando  al  lado  de  la  devoción  al  Corazón  de  Jesús  no  ha 
aprobado  la  Iglesia  la  devoción  al  corazón  de  ningún  otro  Santo,  ni  siquiera  de 
San  José  ( Decreta  authentica  Congregationis  sacrorum  rituum,  n.  3304  [vol.  3, 
p.  35-36]).  Supuestos  estos  hechos,  se  pregunta:  ¿cuál  puede  ser  la  razón  de  esta 
exclusividad  y  el  motivo  específico  o  diferencial  de  esta  devoción?  Hay  que  buscar 
el  motivo  que  explique  a  la  vez  el  carácter  distintivo  de  la  devoción  al  Corazón  de 
María  y  su  exclusividad. 

La  explicación  de  este  doble  hecho  hay  que  buscarla,  lo  mismo  en  este  materia, 
que  en  toda  la  Soteriología  Mariana,  en  la  gran  ley  de  la  analogía  mariológica,  que 
es  la  que  nos  orienta  en  la  explicación  de  todas  las  prerrogativas  de  la  Madre  de 
Dios.  Esta  ley,  concretada  a  la  materia  que  ahora  tratamos,  puede  formularse  en 
estos  términos:  «La  devoción  al  Corazón  de  María  se  ha  de  concebir  por  analogía 
con  la  devoción  al  Corazón  de  Jesús». 

Ahora  bien,  en  la  devoción  al  Corazón  de  Jesús,  el  motivo  específico  o  diferencial 
es  su  amor  redentivo,  es  decir,  su  amor  humano  a  los  hombres,  amor  especialmente 
manifestado  en  la  muerte  de  cruz  y  en  la  institución  de  la  sagrada  Eucaristía; 
o,  adentrándonos  más  en  la  concepción  Paulina  de  la  redención  «por  Jesu-Cristo» 
y  «en  Cristo  Jesús»,  es  el  amor  que  movió  al  Hijo  de  Dios  a  hacerse  hombre,  el 
Hombre  por  antonomasia,  que,  incorporando  consigo  a  toda  la  humanidad  y  asu- 
miendo la  representación  de  toda  ella  y  apropiándose  sus  pecados,  dió  su  vida  por 
ella  en  la  cruz  y  comunica  esta  misma  vida  en  la  Eucaristía:  todo  en  la  inefable 
unidad  del  Cuerpo  místico  de  Cristo.  Este  amor  redentivo  del  Salvador  es  el  que 
especialmente  veneramos  simbolizado  en  su  divino  Corazón. 

A  este  amor  redentivo  de  Cristo  a  los  hombres  corresponde  en  María  su  amor 
corredentivo ;  y  a  la  capitalidad  del  Redentor  corresponde  la  maternidad  espiritual 
de  la  Corredentora.  La  ley,  por  tanto,  de  la  analogía  mariológica  nos  muestra  que 
el  motivo  determinante  de  la  devoción  al  Corazón  de  María  no  puede  ser  otro  que 
su  amor  corredentivo  y  maternal  para  con  los  hombres.  Por  otra  parte,  como  el 
amor  redentivo  o  corredentivo  es  absolutamente  exclusivo  del  Redentor  y  de  la 
Corredentora,  de  ahí  que  sólo  exista  en  realidad  y  sólo  haya  sido  aprobada  por  la 
Iglesia,  al  lado  de  la  devoción  al  Corazón  de  Jesús,  la  devoción  al  Corazón  Inmaculado 
de  María. 

Fuera  de  este  amor,  sólo  podría  buscarse  el  motivo  diferencial  de  esta  devoción 
o  en  la  maternidad  divina  o  en  la  santidad  incomparable  de  la  Madre  de  Dios. 
Ahora  bien,  ni  la  una  ni  la  otra  explican  ni  la  existencia  de  la  devoción  como  dis- 
tinta, ni  menos  su  exclusividad.  La  maternidad  divina  es  el  motivo  genérico  de 
todas  las  devociones  a  la  Madre  de  Dios  y  explica  el  grado  superior  de  estas  de- 
vociones, por  cuanto  las  eleva  al  orden  de  la  hiperdulia;  y  como  no  excluye  la 
devoción  a  los  otros  Santos,  tampoco  se  ve  por  qué  había  de  excluir  la  devoción 
especifd  a  su  corazón.  Lo  mismo,  proporcionalmente  hay  que  decir  de  la  santidad 
incomparable  de  la  Madre  de  Dios,  que  ni  es  motivo  distintivo,  ni  menos  exclusivo. 
Además,  ni  la  divina  maternidad  ni  la  suprema  santidad  de  María  tienen  con  su 
Corazón  la  conexión  especial  y  característica  que  habían  de  tener  para  explicar  la 
devoción  a  su  Corazón  Inmaculado. 

Positivamente,  tanto  la  corredención  como  la  maternidad  espiritual,  fuera  de  ser 
exclusivas  de  María^  muestran  particular  conexión  con  el  Corazón.  De  la  corre- 
dención es  claro;   dado  que  toda  ella  se  consumó  en  el  Corazón  de  María  y  fué 


442 


MARIA,  •MEDIADORA  UNIVERSAL 


obra  de  su  amor.  En  cuanto  a  la  maternidad  espiritual,  además  de  ser  una  moda- 
lidad de  la  corredención,  es  manifiesto,  como  en  el  texto  indicamos,  que,  como 
maternidad  y  como  espiritual,  nos  lleva  derechamente  al  amor  y  al  Corazón  de 
María. 

Esto,  naturalmente,  no  quiere  decir  que  la  maternidad  divina  o  la  santidad  de 
María  queden  excluidas  del  campo  objetivo  de  la  devoción  a  su  Corazón  Inmacula- 
do. Los  motivos  genéricos,  no  por  ser  genéricos,  dejan  de  influir  en  los  actos 
que  a  ellos  se  refieren.  Pero  lo  que  aliora  buscamoü  son,  no  los  motivos  genéricos, 
sino  los  específicos  y  diferenciales  de  la  devoción  al  Corazón  de  María.  Y  éstos 
hay  que  buscarlos  en  el  amor  corredentivo  y  maternal  de  María  para  con  los 
hombres,  o  hablando  con  mayor  precisión,  en  la  corredentividad  y  maternalidad  de 
este  amor,  que,  hablando  en  términos  de  la  escuela,  es  propiamente  el  objeto  for- 
mal de  la  devoción  al  Corazón  Inmaculado  de  María. 

Otra  consideración  de  índole  diferente  nos  lleva  al  mismo  resultado.  No  hay 
duda  de  que  una  de  las  razones  que  más  acreditan  y  recomiendan  la  devoción  al 
Corazón  Inmaculado  es  su  gran  potencia  santificadora.  Esta  fuerza  santificadora 
radica  en  la  ejemplaridad  del  Corazón  de  María  y  en  su  intercesión  actual.  Por 
una  parte  el  Corazón  de  María  es  el  dechado  más  acabado,  después  del  Corazón 
de  Jesús,  de  toda  virtud  y  perfección;  y  por  otra,  por  medio  del  Corazón  de 
María  llega  hasta  nosotros  la  gracia  del  Espíritu  .Santo,  que  es  el  principio  de 
toda  santidad.  Y  tanto  la  ejemplaridad  como  la  intercesión  actual  se  resuelven 
en  la  corredención  y  en  la  maternidad  espiritual.  De  la  intercesión,  la  cosa  es 
clara;  como  que  no  es  otra  cosa  que  una  extensión  o  prolongación  de  la  corre- 
dención y  una  actuación  de  la  maternidad  espiritual.  Pero  también  la  ejemplaridad 
•del  Corazón  de  María  se  ha  de  buscar  en  su  corredención  y  maternidad  espiritual. 
La  santidad  de  María  hay  que  buscarla  ante  todo,  y  en  cierto  modo  exclusivamente, 
en  el  fidelísimo  cumplimiento  de  su  misión  o  vocación,  que  no  es  sino  su  divina 
maternidad  soteriológica,  es  decir,  totalmente  ordenada  a  la  salud  de  los  hombres, 
y  que,  por  lo  mismo,  entraña  en  sí  la  corredención  y  la  maternidad  espiritual.  En 
el  fiel  y  amoroso  cumplimiento  de  esta  misión,  en  que  estaba  concentrada  y  compen- 
diada toda  la  voluntad  de  Dios  sobre  María,  esto  es,  en  el  perfecto  desempeño  de 
su  doble  oficio  de  Corredentora  y  de  Madre  de  los  hombres,  consistió  toda  la  san- 
tidad de  la  Madre  de  Dios.  Por  consiguiente,  al  proponernos  como  dechado  de 
santidad  el  Corazón  Inmaculado,  descubrimos  en  él  la  caridad  y  la  obediencia,  el 
espíritu  de  amor,  de  total  entrega  de  sí  y  de  reparación  con  que  aceptó  rendida- 
mente y  cumplió  perfectamente  la  divina  voluntad,  es  decir,  su  misión  y  su  oficio 
de  Corredentora  y  Madre  espiritual  de  los  hombres.  Bajo  todos  aspectos  la  corre- 
■dención  y  la  maternidad  espiritual  son  las  que  caracterizan  la  devoción  al  Inmacu- 
lado Corazón  de  María. 

Para  terminar,  notaremos  que  esta  doble  formalidad  objetiva  del  Corazón  de 
María  es  la  que  explica  satisfactoriamente  los  tres  actos  principales  que  constituyen 
el  aspecto  subjetivo  de  la  devoción:  el  amor,  la  consagración  y  la  reparación. 
Esta  última,  que  es  la  que  mayor  dificultad  pudiera  ofrecer,  se  explica  perfecta- 
mente, desde  el  momento  que  todo  pecado  es  la  causa  determinante  de  la  com- 
pasión corredentiva  y  consiguientemente  de  los  dolores  corredentivos  del  Corazón 
de  María,  y  es  al  mismo  tiempo  la  abdicación  o  destrucción  de  la  vida  espiritual, 
•que  es  fruto  de  su  maternidad  espiritual.  Por  consiguiente,  como  contrario  y 
ofensivo  a  la  corredención  y  a  la  maternidad  espiritual  de  María,  todo  pecado  exige 
•correspondiente  reparación;  la  cual  debe  dirigirse  especialmente  al  Corazón  de 
María,  en  el  cual  se  consumó  la  corredención  y  se  concentra  y  compendia  toda  su 
maternidad  espiritual. 

Estas  rápidas  consideraciones  bastan  por  sí  solas  para  demostrar  no  solamente 
la  profundidad  y  alteza  de  la  devoción  al  Inmaculado  Corazón  de  María  sino  tam- 
Jjién  su  coveniencia  y  aun  obligación  o  necesidad. 


APÉNDICES 


V 


• 


APÉNDICE  I 


LAS  GRANDES  VERDADES  MARIOLÓGíCAS  CONFIRMADAS 
POR   EL  TESTIMONIO   DE   LOS  ROMANOS  PONTÍFICES 

INTRODUCCIÓN 

En  las  enseñanzas  de  los  Romanos  Pontífices  no  hay  que  buscar  princi- 
palmente construcciones  sistemáticas  o  argumentaciones  científicas,  sino 
aquello  en  que  está  su  autoridad  soberana:  el  testimonio  de  la  verdad  reve- 
lada o  necesariamente  conexa  con  la  revelación  divina.  Consiguientemente 
lo  que  más  interesa  a  un  teólogo  en  los  documentos  pontificios  no  son  preci- 
samente los  principios  mariológicos,  de  los  cuales  él  deduciría  las  grandes 
verdades  de  la  Soteriología  Mariana,  sino  la  afirmación  doctrinal  de  estas 
mismas  verdades:  la  Corredención  bajo  sus  diferentes  aspectos,  la  materni- 
dad espiritual  en  la  encarnación  o  al  pie  de  la  cruz,  la  intercesión  celeste 
y  la  dispensación  de  todas  las  gracias  y,  finalmente,  la  mediación  universal. 
Estas  grandes  verdades,  deducidas  anteriormente  de  los  principios  marioló- 
gicos por  vía  de  análisis  científico,  las  confirmaremos  ahora  por  el  testi- 
monio categórico  de  los  Romanos  Pontífices.  Semejante  confirmación  será 
de  doble  efecto.  Por  una  parte,  no  podrá  menos  de  corroborar  las  verdades 
científicamente  demonstradas ;  por  otra,  acreditará  lo  legítimo  de  la  demons- 
tración,  que  nos  ha  llevado  certeramente  al  conocimiento  de  la  verdad. 

No  quiere  esto  decir  que  no  se  halle  también  en  los  documentos  ponti- 
ficios la  afirmación  explícita  de  los  mismos  principios  mariológicos.  El 


446 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


primer  principio  de  la  Mariología,  la  divina  maternidad,  y  juntamente  el 
principio  derivado  de  la  singularidad  transcendente  de  María  los  expresaba 
así,  por  ejemplo,  Pío  XI:  «Quo  ex  divinae  maternitatis  dogmate,  velut  ex 
arcanae  scaturiginis  fonte,  singularis  profluit  Mariae  gratia  eiusque  summa 
post  Deum  dignitas»  (25  dic.  1930).  El  principio  de  la  recirculación,  que, 
al  concretarse  a  la  Mariología,  cristaliza  en  la  «Segunda  Eva»,  lo  expresaba 
así  Inocencio  III:  «Accedens  [Gabriel]  ad  Virginem,  eam  suaviter  salu- 
tavit:  ...  Ave,  quia  per  te  mutabitur  nome  Evae.  Illa  fuit  plena  peccato, 
sed  tu  plena  gratia.  Illa  recessit  a  Deo,  sed  Dominus  tecum.  Illa  fuit  male- 
dicta  in  mulieribus,  sed  benedicta  tu  in  mulierihus . . .  Per  illam  mors  intra- 
vit  in  orbem,  sed  per  te  vita  rediit  ad  orbem»  ÍML  217,  582).  Y  con  mayor 
concisión  Pío  XI:  María,  dice,  «donna,  volle  riparare  al  fallo  della  prima 
donna»  fOsserv.  Rom.,  22-23  dic.  1923).  El  principio  de  asociación  lo 
declaró  Pío  IX  con  estas  solemnes  palabras:  «Sicut  Christus,  Dei  homi- 
numque  Mediator,  humana  assumpta  natura  delens  quod  adversus  nos  erat 
chirographum  decreti,  illud  cruci  triumphator  affixit,  sic  Sanctissima  Virgo, 
arctissimo  et  indissolubili  vinculo  cum  eo  coniuncta,  una  cum  illo  et  per 
illum,  sempiterna  contra  venenosum  serpentem  inimicitias  exercens  ac  de 
ipso  plenissime  triumphans,  illius  caput  immaculato  pede  contrivit»  (8  dic. 
1854).  Y  Pío  XI  no  teme  añadir:  «II  Redentore  non  poteva,  per  necessitá 
di  cose,  non  associare  la  Madre  sua  alia  sua  opera»  (Osserv.  Rom  1  dic. 
1933).  El  mismo  principio  de  solidaridad,  que  a  ciertos  espíritus  se  pre- 
senta como  algo  misterioso,  por  no  decir  extraño,  lo  proponía  San  León 
Magno  con  estas  fórmulas  lapidarias:  «Generatio  enim  Christi  origo  est 
populi  christiani,  et  natalis  Capitis  natalis  est  corporis...  Universa...  summa 
fidelium...  cum  ipso  sunt  in  hac  nativitate  congeniti...»  (ML  54,  213). 
«Venit  Filius  Dei...,  et  ita  se  nobis  nosque  inseruit  sibi,  ut  Dei  ad  humana 
descensio  fieret  hominis  ad  divina  provectio»  (ML  54,  218).  Consta,  por 
tanto,  que  todos  los  principios  mariológicos,  en  que  se  basa  la  Soteriología 
Mariana,  quedan  confirmados  por  la  suprema  autoridad  doctrinal  de  los 
Romanos  Pontífices. 

Al  lado  de  estos  principios,  por  así  decir,  directos  o  doctrinales,  conviene 
consignar  otro  principio,  más  reflejo  o  formal,  que  podríamos  llamar 
criteriológico.  Dice  Pío  XI:  «E  María  bisogna  pensarla  come  l'hanno 
pensato  i  Santi»  (Osserv.  Rom.,  10  May.  1926).  Lejos  de  ver  en  los  en- 
comios tributados  a  María  por  los  Santos  piadosas  exageraciones,  afirma 
el  gran  Pontífice  que  a  ellos  hemos  de  amoldar  nuestra  mentalidad  y 
nuestro  criterio  mariológico.  Y  lo  que  Pío  XI  decía  de  los  Santos,  con 
mayor  razón  lo  podemos  nosotros  decir  de  los  Romanos  Pontífices:  «E 


APÉNDICE  I 


447 


Maria  bisogna  pensarla  come  l'hanno  pensata  i  Romani  Pontefici».  Y  es 
interesante  notar  que  entre  los  Papas  los  que  más  han  enaltecido  las  glorias 
de  María  son  precisamente  los  dos  grandes  Pontífices  que  con  sus  inmor- 
tales Encíclicas  han  asombrado  más  al  mundo:  León  XIII  y  Pío  XI. 

I.    Corredención  Mariana 

Dos  fueron  principalmente  los  actos  con  que  María  cooperó  a  la  obra 
de  la  redención  humana:  su  libre  consentimiento  y  su  com-pasión  materna. 
Pero  sin  determinar  estos  dos  actos  concretos,  puede  muy  bien  afirmarse 
generalmente  la  verdad  de  la  Corredención.  Así  lo  hacen  los  Santos  Pa- 
dres, y  así  también  los  Romanos  Pontífices.  De  ahí  la  conveniencia  de 
distribuir  los  testimonios  pontificios  en  tres  grupos  principales:  1)  testi- 
monios generales;  2)  testimonios  que  vinculan  la  Corredención  al  consen- 
timiento virginal;  3)  testimonios  que  la  relacionan  con  la  com-pasión 
materna. 

1.    Testimonios  generales 

Inocencio  III  declara  la  acción  salvadora  de  María  bajo  la  imagen  de 
la  aurora:  «Cum  aurora  sit  finís  noctis  et  origo  diei,  mérito  per  auroram 
designatur  Virgo  Maria:  quae  finís  damnationis  et  origo  salutis  fuit;  finís 
vitiorum  et  origo  virtutum.  Oportebat  enim,  ut,  sicut  per  feminam  mors 
intravit  in  orbem,  ita  et  per  feminam  vita  rediret  in  orbem.  Et  ideo  quod 
damnavit  Eva,  salvavit  Maria:  ut,  unde  mors  oriebatur,  inde  vita  resur- 
geret.  Illa  consensit  diabolo,  et  vetitum  pomum  comedit:  ...  ista  credidit 
angelo,  et  Filium  promissum  concepit...  Aurora,  fugatis  tenebris,  lumen 
mundo  ostendit:  tu  vero,  destructis  vitiis,  Salvatorem  saeculo  protulisti; 
quia  per  te  populus  gentium,  qui  amhulabat  in  tenebris,  vidit  lucem  magnam: 
hahitantihus  in  regione  umbrae  mortis,  lux  orta  est  eis...  Tu  es  igitur 
aurora  consurgens,  finís  videlicet  noctis  et  origo  diei;  finís  damnationis  et 
origo  salutis»  (ML  217,  581-582). 

San  Pío  V,  haciendo  suyas  las  palabras  de  San  Bernardo,  recuerda 
«praeclarissima  Inventricis  gratiae  merita»  (Prid.  kal.  dec.  1570). 

Aunque  no  tan  expresivo,  merece  consignarse  el  testimonio  de  Bene- 
dicto XIV,  que  expresa  la  Corredención  Mariana  bajo  la  imagen  del  Arca 
de  la  Alianza:  «Hanc  [Virginem]  praedícat  [Ecclesia]  mysticam  Arcam 
Foederis,  in  qua  reconciliationis  nostrae  impleta  sunt  sacramenta,  quam  Deus 


448 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


respiciens  pacti  sui  recordabitur,  et  misericordiae  memor  erit»  (5  kal.  oct, 
1748). 

León  XIII  apellida  a  María  «sacramenti  humanae  redemptionis  patrandi 
administram»  y  «Reparatricem  totius  orbis»  (5  sept.  1895).  Y  esta  es  la 
causa  por  que  el  gran  Pontífice  recomienda  tan  encarecidamente  a  los  fieles 
la  devoción  del  santo  Rosario.  «Quotiens  enim  praeconio  angélico  graíia 
plenam  Mariam  consalutamus,...  totiens  in  mentem  venit...  inita  a  Deo  per 
benediclum  fructum  ventris  gratia;  totiens  reminiscimur  alia  singularia 
merita,  quibus  illa  cum  Filio  Redemptionis  humanae  facta  est  particeps». 
Y  poco  después  añade:  «Nec  quidquam  certe  ad  Mariae  conciliandam  et 
demerendam  saluberrimam  gratiam  valere  rectius  potest,  quam  cum  myste- 
riis  nostrae  redemptionis,  quibus  illa  non  adfuit  tantum,  sed  interfuit,  ho- 
nores quos  máximos  possumus  habeamus»  (8  sept.  1901). 

Pío  X  dice  que  María  fué  «a  Christo  adscita  in  humanae  salutis  opus» 
(2  febr.  1904),  «dalla  Tríade  augustissima  chiamata  a  parte  di  tutti  i 
misteri  della  misericordia  e  deH'amore»  (8  sept.  1903). 

Pero  ningún  Pontífice  había  afirmado  la  Corredención  Mariana  tan  pre- 
cisamente y  tan  categóricamente  como  Pío  XI.  He  aquí  dos  testimonios  a 
cuál  más  expresivos  y  terminantes:  «María  SS.,...  donna,  volle  riparare 
al  fallo  della  prima  donna,  e  perció  Corredentrice  condivise  Topera  del  suo 
Figliolo,  Redentore  nostro»  (Osserv.  Rom.,  22-23  dic.  1923).  «Augusta 
Virgo,  sine  primaeva  labe  concepta,  ideo  Christi  Mater  delecta  est,  ut  redi- 
mendi  generis  humani  consors  efficeretur»  (28  en.  1933). 

Recojamos  brevemente  los  principales  rasgos  de  la  Corredención  Ma- 
riana contenidos  en  estos  textos. 

La  idea  predominante  es  la  de  cooperación  a  la  obra  de  la  redención 
por  asociación  a  la  acción  del  Redentor: 

«Sacramenti  humanae  redemptionis  patrandi  administra»  (León  XIII); 

«Cum  Filio  redemptionis  humanae  particeps»  (León  XIII); 

«Mysteriis  nostrae  redemptionis  interfuit»  (León  XIII); 

«Condivise  Topera  del  suo  Figliolo,  Redentore  nostro»  (Pío  XI). 

Otros  textos  expresan  esta  misma  cooperación,  no  como  un  hecho  sim- 
plemente, sino  como  el  objeto  mismo  de  la  predestinación  divina  de  María, 
llamada  y  destinada  por  Dios  a  tomar  parte  activa  en  los  misterios  de  la 
redención: 

«A  Christo  adscita  in  humanae  salutis  opus»  (Pío  X); 
«Dalla  Tríade  augustissima  chiamata  a  parte  di  tutti  i  misteri  della 
misericordia  e  delTamore»  (Pío  X); 

«Ut  redimendi  generis  humani  consors  efficeretur»  (Pío  XI). 


APÉNDICE  I 


449 


Otros,  presuponiendo  la  modalidad  de  cooperación,  expresan  simplemen- 
te la  acción  salvadora  de  María: 

«Finis  damnationis,  origo  salutis»  (Inocencio  III); 

«Quod  damnavit  Eva,  salvavit  Maria»  (Inocencio  III); 

uVolle  riparare  al  fallo  della  prima  donna»  (Pío  XI). 

La  significación  soteriológica  de  estos  tres  últimos  textos  crece  de  punto 
con  la  contraposición  entre  María  y  Eva;  contraposición,  no  estática  o 
puramente  personal,  sino  dinámica  y  activa. 

Dos  de  los  textos  ponen  de  relieve  los  méritos,  con  que  María  intervino 
en  la  obra  de  nuestra  redención:  «praeclarissima  merita»  (S.  Pío  V),  «sin- 
gularia  merita»  (León  XIII). 

En  virtud  de  esta  acción  salvadora  recibe  María  los  gloriosos  renom- 
bres de  «Inventrix  gratiae»  (S.  Pío  V),  «Reparatrix  totius  orbis» 
(León  XIII),  «Corredentrice»  (Pío  XI). 

Semejante  cooperación  es  verdadera  y  propia  Corredención:  Correden- 
ción formal  y  próxima  o  inmediata. 

2.    Testimonios  que  vinculan  la  Corredención  al  consentimiento  virginal 

El  valor  corredentivo  del  consentimiento  virginal  lo  afirmó  espléndida- 
mente León  XIII;  mas  será  oportuno  preparar  estos  testimonios  principales 
con  otros  que  declaran  o  el  hecho  y  conveniencia  del  consentimiento  o  el 
valor  soteriológico  de  la  divina  maternidad. 

El  hecho  y  conveniencia  del  consentimiento  lo  expresó  así  Inocencio  III : 
«Spiritus  Sanctus...  triplicem  viam  ante  faciem  Domini  praeparavit.  Prima 
fuit  virginalis  consensio...  Cum  enim  ángelus  admiranti  Virgini  modum 
conceptionis  et  ordinem  indicasset,  statim  illa  summo  desiderii  flagrans 
ardore,  consensit  et  instinctu  Spiritus  Sancti  respondit:  Ecce  ancilla  Do- 
mini, fiat  mihi  secundum  verbum  tuum.  Beata  quae  credidit,  quoniam 
omnia  completa  sunt  ei.  Non  enim  auctor  fidei  concipi  potuit  de  incrédula; 
ideoque  primam  viam,  scilicet  consensum  Virginis,  oportuit  praeparari» 
(ML  217,  506). 

El  valor  soteriológico  de  la  encarnación  del  Verbo  y  de  la  divina  ma- 
ternidad lo  declaró  con  su  habitual  magnificencia  San  León  Magno:  «Etiam 
ipsa  Domini  ex  Matre  generatio  huic  est  impensa  sacramento;  nec  alia  fuit 
Dei  Filio  causa  nascendi,  quam  ut  cruci  posset  affigi.  In  útero  enim  Vir- 
ginis suscepta  est  caro  mortalis;  in  carne  mortali  completa  est  dispensatio 
passionis;  effectumque  est  ineffabili  consilio  misericordiae  Dei,  ut  esset 

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450 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


nobis  sacrificium  redemptionis,  abolitio  peccati,  et  ad  aeternam  vitam  initium 
resurgendi»  (ML  54,  298).  Pío  X  añade:  «Nascituro  ex  humanis  mem- 
bris  Unigénito  Dei  carnis  suae  materiam  ministravit,  qua  nimirum  saluti 
hominum  compararetur  hostia»  (2  febr.  1904).  Y  más  compendiosamente 
Pío  XI:  «Maria  é...  la  Madre  del  Redentore,  la  Madre  della  Redenzione, 
si  puó  ben  diré»  (Osserv.  Rom.,  25  dio.  1934,  ed.  2). 

Oigamos  ahora  a  León  XIII.  El  cual  en  1891  escribía:  «Divina  con- 
silia  addecet  magna  cum  religione  intueri.  Filius  Dei  aeternus,  cum  ad 
hominis  redemptionem  et  decus,  hominis  naturam  vellet  suscipere,  eaque 
re  mysticum  quoddam  cum  universo  humano  genere  initurus  esset  con- 
nubium,  non  id  ante  perfecit,  quam  libérrima  consensio  accessisset  designa- 
tae  Matris,  quae  ipsius  generis  humani  personam  quodammodo  agebat,  ad 
eam  illustrem  verissimamque  Aquinatis  sententiam:  Per  annuntiationem 
exspectahatur  consensus  Virginis  loco  totius  humarme  naturae»  (22  sept. 
1891).  Y  cinco  años  más  tarde  escribía:  «Nemo  etenim  unus  cogitari 
quidem  potest  qui  reconciliandis  Deo  hominibus  parem  atque  illa  operam 
vel  umquam  contulerit  vel  aliquando  sit  collaturus.  Nempe  ipsa  ad  ho- 
mines  in  sempiternum  ruentes  exitium  Servatorem  adduxit,  iam  tum  scili- 
cet  cum  pacifici  sacramenti  nuntium,  ab  angelo  in  térras  allatum,  admira- 
bili  assensu,  loco  totius  humanae  naturae,  excepit:  ipsa  est  de  qua  natus^ 
est  lesus,  vera  scilicet  eius  Mater,  ob  eamque  causam  digna  et  peraccepta 
ad  Mediatorem  Mediatrix»  (20  sept.  1896).  En  otra  Encíclica  añade: 
«In  Rosario...  partes  quae  fuerint  Virginis  ad  salutem  hominum  procu- 
randam  sic  recurrunt,  quasi  praesenti  effectu  explicatae...  Cum  enim  se 
Deo  vel  ancillam  ad  matris  officium  exhibuit,  vel  totam  cum  Filio  in  templo 
devovit,  utroque  ex  facto  iam  tum  consors  cum  eo  exstitit  laboriosae  pro 
humano  genere  expiationis»  (8  sept.  1894).  A  la  luz  de  estos  textos  puede 
apreciarse  mejor  toda  la  significación  de  este  otro:  «Virgo,  adlecta  Dei 
Mater,  et  hoc  ipso  servandi  hominum  generis  consors  facta...»  (1  sept.  1883). 

Examinemos  con  alguna  detención  las  palabras  del  inmortal  Pontífice 
para  penetrar  toda  la  profundidad  de  su  pensamiento.  Procuremos  ir  al 
fondo  de  la  cuestión. 

Existen  dos  concepciones  opuestas  sobre  la  cooperación  de  María  a  la 
obra  de  la  redención  humana.  Para  unos  toda  esta  cooperación  se  encierra 
en  la  maternidad  o  generación  del  Redentor:  cooperación  física  y  remota; 
para  otros  consiste  en  el  consentimiento  virginal,  que  tiene  por  objeto  la 
maternidad  del  Redentor:  cooperación  moral  y  próxima.  Para  los  prime- 
ros, la  maternidad  misma  es  en  sí  y  por  sí  la  actuación  soteriológica  dei 
María,  exclusivamente  y  sin  otra  consideración;  para  los  segundos,  la  ma- 


APÉNDICE  I  451 

ternidad  es  simplemente  el  objeto  de  un  acto  libre  y  moral,  el  c:onsenti- 
miento,  en  el  cual  propiamente  reponen  la  actuación  soteriológica  de  María. 
Para  los  primeros  la  ordenación  o  destinación  de  la  maternidad  a  la  reden- 
ción humana  es  extrínseca  a  la  maternidad;  para  los  segundos,  que 
consideran  la  maternidad  en  función  de  los  consejos  eternos  de  Dios,  su 
destinación  a  la  redención  humana  es  intrínseca.  En  una  palabra:  los 
primeros  se  colocan  en  el  punto  de  vista  físico;  los  segundos,  en  el  punto 
de  vista  moral.  Esto  supuesto,  preguntamos:  ¿de  parte  de  quiénes  se 
declara  León  XIII? 

Escribe  el  gran  Pontífice:  «Divina  consilia  addecet  magna  cum  religione 
intueri.  Filius  Dei  aeternus,  cum  ad  Jiominis  redemptionem  et  decus,  ho- 
minis  naturam  vellet  suscipere...».  Luego  León  XIII  se  coloca  en  el  punto 
de  vista  moral,  y  considera  la  encarnación  en  función  de  los  consejos  divinos, 
y  mira  la  redención  como  objeto  de  los  consejos  divinos  y  como  fin  intrín- 
seco de  la  encarnación.  Por  otra  parte,  al  afirmar  que  María  «Servatorem 
adduxit»,  repone  esta  acción  soteriológica,  no  en  la  generación  del  Re- 
dentor, sino  en  el  libre  consentimiento  virginal:  «iam  tum  scilicet  cum 
pacifici  sacramenti  nuntium,...  admirabili  asensu,...  excepit».  Por  tanto, 
León  XIII  se  pone  decididamente  de  parte  de  los  que  reponen  la  coopera-» 
ción  de  María  a  la  obra  de  la  redención  en  el  consentimiento  moralmente 
considerado,  que,  como  tal,  adquiere  valor  intrínsecamente  soteriológico  y 
es  cooperación  formal  e  inmediata,  es  decir,  verdadera  y  propia  correden- 
ción. Pero  estas  consideraciones  no  son  sino  preliminares  y  en  gran  parte 
negativas:  hay  algo  todavía  más  positivo  y  decisivo. 

Tres  actividades  soteriológicas  descubre  León  XIII  en  el  consentimiento 
virginal,  que  son  otras  tantas  modalidades  de  cooperación  formal  e  inme- 
diata a  la  redención  humana,  suficiente  cada  una  de  por  sí  para  calificarlo 
de  verdadera  y  propia  corredención:  1)  su  mismo  valor  psicológico;  2)  su 
índole  representativa;  3)  su  carácter  expiatorio. 

En  el  consentimiento,  psicológicamente  considerado,  señala  varios  ras- 
gos o  propiedades,  que  conviene  recoger.  Fué,  no  un  acto  inconsciente  o 
indeliberado,  sino  «libérrima  consensio».  Tampoco  fué  un  asentimiento 
simplemente  permisivo,  sino  un  consentimiento  plenamente  solidario,  con 
el  cual  María  «se  Deo  ancillam  ad  matris  officium  exhibuit».  Fué,  sobre 
todo,  una  condición  que  Dios  libremente  se  impuso  para  realizar  sus  desig- 
nios salvadores.  Quería  el  Hijo  de  Dios  hacerse  hombre  para  salvar  a  los 
honil)res;  pero  «non  id  ante  perfecit,  quam  libérrima  consensio  accessisset 
designatae  Matris».  Ahora  bien,  semejante  consentimiento  es  una  coope- 
ración moral,  formal  e  inmediata,  respecto  de  aquello  que  constituye  su* 


452 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


objeto  O  fin,  que  es  la  ejecución  de  los  planes  divinos,  es  decir,  la  redención 
humana.  Como  libre,  como  solidario,  como  condición  hipotéticamente  ne- 
cesaria, tal  consentimiento  es  una  cooperación  moral  inmediata.  Quien  en 
semejantes  condiciones  diese  su  consentimiento  eficaz  para  una  obra  mala, 
¿no  sería  justamente  considerado  como  verdadero  cómplice  en  el  pecado? 

Añade  León  XIII,  y  lo  repite  dos  veces,  que  el  consentimiento  de  María 
fué  representativo,  como  dado  «loco  totius  humanae  naturae»,  conforme  a  la 
sentencia  de  Santo  Tomás,  que  el  Pontífice  llama  «illustrem  verissimamque». 
Y  el  fundamento  de  esta  significación  representativa  lo  pone  León  XIII  en 
que  el  Hijo  de  Dios  «mysticum  quoddam  cum  universo  humano  genere 
initürus  esset  connubium».  Según  esto  el  consentimiento  de  María  no  era 
sino  el  consentimiento  de  toda  la  naturaleza  humana,  que,  como  esposa, 
contraía  místicos  desposorios  con  el  Hijo  de  Dios.  Y  a¿í  considerado,  el 
consentimiento  de  la  esposa  no  es  ya  simple  condición,  sino  constitutivo 
esencial  de  los  desposorios.  Y  como  estos  desposorios  no  se  efectuaban 
definitivamente  sino  con  la  misma  redención,  de  ahí  que  el  consentimiento 
representativo  de  María  es  según  León  XIII  un  constitutivo  esencial  de  la 
redención  humana,  y,  por  tanto,  verdadera  cooperación  moral  inmediata, 
verdadera  Corredención. 

Añade  el  Pontífice  que  el  consentimiento  virginal  no  fué  un  acto  pasajero 
y  sin  ulteriores  consecuencias,  sino  que,  entrañando  en  sí  un  ofrecimiento 
o  consagración  para  el  oficio  de  madre,  llevaba  como  consecuencia  la  parti- 
cipación maternal  en  todos  los  trabajos  a  que  el  Hijo  había  de  someterse 
para  la  expiación  de  los  pecados  del  hombre:  «iam  tum  consors  cum  eo 
exstitit  laboriosae  pro  humano  genere  expiationis» ;  es  decir,  que  con  su 
abnegado  consentimiento  comenzaba  María  el  camino  del  Calvario,  como 
el  Hijo  entraba  en  él  con  la  encamación.  Y  «consors  laboriosae  expiationis» 
¿no  es  por  el  mismo  caso  «consors  redemptionis?» 

Mas  no  es  menester  que  nosotros  saquemos  la  consecuencia  de  las  pre- 
misas establecidas:  el  mismo  León  XIII  la  saca  por  nosotros,  cuando  cali- 
fica el  consentimiento  de  María  como  verdadera  cooperación  a  la  redención 
humana.  No  pueden  ser  más  explícitas  y  categóricas  sus  expresiones.  No 
sólo  pondera  «partes  quae  fuerint  Virginis  ad  salutem  hominum  procuran- 
dam»,  sino  que  afirma  haber  sido  María  «servandi  hominum  generis  consors 
facta»,  y  más,  que  «nemo  unus  cogitari  quidem  potest  qui  reconciliandis 
Deo  hominibus  parem  atque  illa  operam  vel  unquam  contulerit  vel  aliquando 
sit  collaturus».  Donde  las  expresiones  «salutem  hominum  procurare»,  «ser- 
vare hominum  genus»,  «reconciliandis  Deo  hominibus  operam  conferre», 
— análogas  enteramente  a  las  que  designan  la  obra  misma  redentora  del 


APÉNDICE  I 


453 


Salvador, —  no  sólo  tienen  valor  soteriológico,  sino  que  expresan  acción 
moral.  Si  las  palabras  tienen  algún  sentido,  semejantes  expresiones  no 
pueden  en  manera  alguna  significar  la  generación  física  del  Redentor. 

Enseña,  por  tanto  León  XIII  que  el  consentimiento  virginal  fué  verda- 
dera y  propia  cooperación  de  María  a  la  obra  de  la  redención,  es  decir,  que 
fué  verdadera  Corredención. 

3.    Testimonios  que  vinculan  la  Corredención  a  la  com-pasión  de  María 

La  doctrina  de  los  Romanos  Pontífices  sobre  la  com-pasión  corredentiva 
de  María  ofrece  una  particularidad  verdaderamente  singular  que  no  pre- 
sentan sus  enseñanzas  sobre  otras  prerrogativas  de  la  Madre  de  Dios.  Tal 
es  el  notable  progreso  doctrinal  realizado  en  pocos  años  relativamente.  El 
interés  histórico  y  teológico  de  este  fenómeno  nos  invita  a  estudiar  el  gra- 
dual desenvolvimiento  de  la  doctrina  pontificia  sobre  el  valor  corredentivo 
de  la  com-pasión  Mariana,  antes  de  recoger  y  ordenar  sistemáticamente  los 
diferentes  elementos  doctrinales  esparcidos  en  los  varios  documentos  ponti- 
ficios. De  ahí  las  dos  partes  de  nuestro  estudio:  a)  progreso  doctrinal  en 
los  documentos  pontificios;  b)  síntesis  de  la  doctrina  pontificia. 

A.    Progreso  doctrinal 

Comienza  Pío  VI  poniendo  de  relieve  el  hecho  de  la  com-pasión:  «Beata 
Virgo  María...  in  acerbissima  Christi  Domini  passione  fuit  atrocibus  dolo- 
ribus  perfixa»  (  29  nov.  1777).  Fuera  del  hecho  mismo  de  la  com-pasión  no 
se  nota  nada  más. 

Algo  más  añade  Pío  VII:  «Id  officii  debent  profecto  christiani  fideles 
Beatae  Mariae  Virgini,  tanquam  Parenti  dulcissimae  filii,  ut  memoriam 
dolorum,,  quos  acerbissimos  illa,  stans  praesertim  iuxta  crucem  lesu,  singu- 
lari  et  invicta  fortitudine  constantiaque  pertulit,  ac  pro  eorum  salute  aeterno 
Patri  obtulit,  assiduo  studio  et  benevolentia  colant»  (9  en.  1891).  Dos 
rasgos  añade  el  santo  Pontífice  al  hecho  de  la  com-pasión:  uno  más  obvio, 
la  fortaleza  con  que  María  sufrió  los  dolores,  y  otro  mucho  más  importante, 
la  oblación  de  estos  dolores  al  Padre  celestial  por  la  salud  de  los  hombres. 

Es  curioso  que  Pío  IX,  que  tanto  enalteció  las  singulares  prerrogativas 
de  la  Virgen  Inmaculada,  nada  apenas  diga  acerca  de  la  com-pasión.  Pero 
este  vacío  lo  llenó  cumplidamente  su  inmediato  sucesor  León  XIII,  el  primero 


454 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


que  desde  la  cátedra  pontificia  presentó  a  los  ojos  de  los  fieles  la  figura  de 
la  Virgen  Dolorosa  aureolada  con  los  fulgores  de  la  corredención.  En  1894 
escribía  el  inmortal  Pontífice:  «Praesente  ipsa  et  spectante,  divinum  illud 
sacrificium  erat  conficiendum,  cui  victimam  de  se  generosa  aluerat...  Sta- 
bat  iuxta  crucem  lesu  Maria  Mater  eius,  quae,  tacta  in  nos  caritate  immensa 
ut  susciperet  filios,  Filium  ipsa  suum  ultro  obtulit  iustitiae  divinae,  cum  eo 
commoriens  corde,  doloris  gladio  transfixa».  Por  todo  esto  ruega  así  a 
María:  «Te  rogamus,  Conciliatrix  salutis  nostrae;...  te...  per  dolorum  eius 
[Filii]  inexplicabilem  communionem...  enixe  obsecramus»  (8  sept.  1894). 
En  estas  palabras  apunta  el  Pontífice  todos  los  rasgos  esenciales  de  la  Corre- 
dención compasiva  de  María,  considerada  como  participación  del  sacrificio 
de  la  cruz.  Doble  fué  esta  participación:  en  la  inmolación  de  la  víctima  y 
en  la  oblación  del  sacerdote.  Primeramente,  María  participó  de  la  inmola- 
ción de  la  víctima  divina,  es  decir,  fué  ella  misma  juntamente  inmolada. 
Recojamos  lo  que  sobre  esta  inmolación  dice  el  Pontífice.  «Cui  [sacrificio] 
victimam  de  se  generosa  aluerat» ;  no  dice  solamente  que  María  preparó  y 
alimentó  la  víctima  del  sacrificio,  sino  que  la  preparó  «de  se  generosa» ;  «de 
se»,  esto  es,  de  su  propia  sustancia,  de  su  carne  y  sangre;  «generosa»,  esto 
es,  dando  generosamente  de  lo  suyo;  es  decir,  como  transfiriendo  o  trans- 
fundiendo en  la  víctima  su  carne  y  su  corazón,  formando  de  sí  misma  la 
víctima  o  constituyéndose  a  sí  misma  como  víctima  en  la  persona  del  Hijo. 
Si  todo  el  que  ofrece  de  lo  suyo  la  víctima  para  el  sacrificio,  no  sólo  tiene 
parte  en  el  sacrificio,  sino  que  representativa  o  simbólicamente  es  inmolado 
con  la  víctima,  ¿cuánto  más  debe  decirse  esto  de  María,  que  ofreció  para 
el  sacrificio,  no  un  cordero  de  su  rebaño,  sino  el  Hijo  de  sus  entrañas  y  de 
su  Corazón?  Esta  transfusión  de  la  Madre  en  el  Hijo  y  esta  compenetración 
de  entrambos  explica  el  profundo  sentido  de  aquellas  dos  expresiones:  «cum 
eo  commoriens  corde»,  «dolorum  Filii  inexplicabilem  communionem»,  que 
quieren  decir,  no  que  la  Madre  padece  o  muere  cuando  padece  o  muere  el 
Hijo,  ni  solamente  porque  éste  padece  o  muere,  sino  que  la  Madre  padece 
los  padecimientos  mismos  y  muere  la  muerte  misma  de  su  Hijo.  Pero  ade- 
más María  compartió  la  oblación  del  sacerdote  divino.  Dice  León  XHI: 
«Filium  ipsa  suum  ultro  obtulit  iustitiae  divinae».  Merece  compararse  esta 
expresión  con  la  de  Pío  VII,  que  hemos  hallado  anteriormente:  «[Dolores 
suos]  aeterno  Patri  obtulit».  Pío  VII  dice  que  María  ofreció  sus  propios 
dolores;  León  XIIII,  que  ofreció  «Filium  ipsa  suum  ultro».  Pío  VII,  que 
los  ofreció  al  eterno  Padre;  León  XIII,  que  los  ofreció  a  la  divina  justicia. 
Cada  palabra  sugiere  una  reflexión.  María  ofrece  el  Hijo,  es  decir,  la 
víctima  misma  que  se  inmola;  y  ofrece  el  Hijo  suyo,  sobre  el  cual  tiene, 


APÉNDICE  I 


455 


por  tanto,  derechos  de  madre;  y  lo  ofrece  «ultro»,  que  en  el  contexto  es 
lo  mismo  que  «cediendo  de  sus  derechos  maternos».  Bajo  este  aspecto, 
pues,  la  oblación  de  María  es  sacrificial:  es  función  sacerdotal.  Pero  ade- 
más ofrece  su  Hijo  «iustitae  divinae»,  es  decir,  para  dar  satisfacción  a  la 
justicia  divina:  y  ofrecer  de  semejante  manera  la  víctima  es  acto  propia- 
mente sacerdotal  en  los  sacrificios  expiatorios  o  propiciatorios,  cual  era  el 
sacrificio  de  la  cruz.  En  consecuencia,  María,  al  padecer  y  morir  los  pade- 
cimientos mismos  y  la  muerte  misma  de  su  Hijo,  compartió  igualmente  su 
inmolación  sacrificial  y  su  oblación  sacerdotal,  esto  es,  cooperó  activa  y 
eficazmente  en  el  acto  mismo  de  la  redención.  Así  se  comprende  que  «prae- 
sente  ipsa  et  spectante,  divinum  illud  sacrificium  erat  conficiendum».  No 
dice  ((confectum»,  que  significaría  simplemente  el  hecho,  sino  «conficien- 
dum», que  expresa  necesidad.  María  hubo  de  asistir  al  sacrificio  de  la 
cruz,  porque  había  de  tomar  parte  en  él,  porque  sin  ella  no  quiso  Dios  que 
se  consumase  el  sacrificio  de  nuestra  redención.  Con  todo  derecho,  pues, 
es  María  acreedora  al  glorioso  título  que  le  tributa  el  gran  Pontífice,  de 
«Conciliatrix  salutis  nostrae»,  que,  por  su  significación  moral  y  por  el  con- 
texto, equivale  al  de  Corredentora. 

Dos  años  más  tarde  el  mismo  León  XHI,  hablando  de  los  misterios  del 
santo  Rosario,  añadía:  «Quarum  rerum  mysteria  cum  in  Rosarii  ritu  ex 
ordine  succedant  piorum  animis  recolenda  et  contemplanda,  inde  simul  elu- 
cent  Mariae  promerita  de  reconciliatione  et  salute  nostra»  (20  sept.  1896). 
Habla  el  Pontífice,  no  de  los  méritos  propios  o  personales  de  María,  sino  de 
sus  méritos  referentes  a  nuestra  reconciliación  y  salud  eterna,  esto  es,  de  sus 
,  méritos  de  redención.  La  com-pasión  Mariana  fué,  por  tanto,  como  la 
pasión  de  Cristo,  meritoria:  que  es  otro  aspecto  de  la  Corredención. 
\  Pío  X  habla  de  la  com-pasión  Mariana  más  frecuente  y  ampliamente  que 

León  XHI;  pero  sus  expresiones  no  son  tan  precisas  y  categóricas.  Bastará 
reproducir  sus  palabras,  con  breves  observaciones. 

En  1904  escribía:  «Deiparae  sanctissimae...  in  laude  ponendum  est... 
officium  eiusdem  hostiae,...  stato  tempore,  sistendae  ad  aram...  Cum  vero 
extremum  Filii  tempus  advenit,  stahat  iuxta  crucem  lesu  Mater  eius,  non 
immani  tantum  occupata  spectaculo,  sed  plañe  gaudens  quod  Unigeniius 
suus  pro  salute  generis  humani  ojferretur...  Ex  hac  autem  Mariam  ínter  et 
Christum  communione  dolorum  et  voluntatis,  promeruit  illa  ut  Reparatrix 
perdili  orbis  dignissime  fíeret,  atque  adeo  universorum  munerum  Dispensa- 
trix,  quae  nobis  Jesús  nece  et  sanguine  comparavit»  (2  febr.  1904).  Tres 
cosas  atribuye  el  santo  Pontífice  a  María:  presentar  autoritativamente  la 
víctima  ante  el  ara  del  sacrificio,  gozarse  en  su  inmolación  por  la  salud  de 


456 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


los  hombres  y  entrar  a  la  parte  en  los  dolores  y  sentimientos  de  la  divina 
víctima;  en  virtud  de  las  cuales  mereció  ella  dos  títulos  gloriosos:  el  da 
Reparadora  del  mundo  perdido  y  el  de  Dispensadora  de  las  gracias:  afirma- 
ciones, sin  duda,  de  la  Corredención  compasiva  de  María,  pero  mucho  menos 
categóricas  que  las  de  León  XIII.  Agrega  el  mismo  Pío  X  en  la  misma 
Encíclica,  pero  sin  añadir  ningún  elemento  nuevo:  «Caritas  porro,  qua  in 
Deum  flagrat,  participen!  passionum  Christi  sociamque  effecit;  cum  eoque, 
sui  veluti  doloris  oblita,  veniam  interfectoribus  precatur»  (Ib.). 

]\Iás  interesantes  son,  bajo  otro  concepto,  aun  cuando  apenas  añadan 
elementos  nuevos,  otras  declaraciones  del  santo  Pontífice  en  la  misma  Encí- 
clica. Habla  de  las  dos  funciones  de  Cristo  Mediador,  es  decir,  la  reparti- 
ción de  las  gracias  y  la  redención,  — la  primera  basada  en  la  segunda —  a 
las  cuales  corresponden  proporcionalmente  las  dos  funciones  análogas  de 
María,  esto  es,  la  dispensación  de  las  gracias  y  la  Corredención.  «Equidem, 
dice,  non  diffitemur  horum  erogationem  munerum  privato  proprioque  iure 
esse  Christi;  siquidem  et  illa  eius  unius  morte  nobis  sunt  parta,  et  ipse  pro 
potestate  Mediator  Dei  atque  hominum  est.  Attamen,  pro  ea,  quam  dixi- 
mus,  dolorum  atque  aerumnarum  Matris  cum  Filio  communione,  hoc  Virgini 
augustae  datum  est,  ut  sit  totiits  terrarum  orhis  poieiitissirna  apud  Unigeni- 
tum  Filium  suum  Mediutrix  et  Conciliatrix^)  (Ib.).  Dos  consideraciones 
sugieren  estas  palabras:  una  más  negativa,  otra  más  positiva.  Por  una 
parte,  dice  el  Pontífice  que,  si  se  trata  de  derecho  estricto  y  de  potestad 
innata,  no  es  menos  propia  y  exclusiva  de  Cristo  la  dispensación  de  las  gra- 
cias que  la  redención.  Por  tanto,  si,  a  pesar  de  ello,  María  participa  por 
comunicación  subalterna  la  prerrogativa  de  la  dispensación,  no  hay  razón  nin- 
guna para  negarle  la  participación  correspondiente,  por  comunicación 
subalterna,  en  la  prerrogativa  de  la  redención.  Si  la  comunicación  en 
la  una  no  es  un  atentado  contra  la  prerrogativa  incomunicable  de  Cristo, 
no  se  ve  razón  por  que  haya  de  serlo  la  comunicación  en  la  otra.  Por  otra 
parte,  si,  según  el  Pontífice,  la  prerrogativa  de  la  dispensación  es  en  Cristo 
efecto  o  derivación  de  la  redención,  la  cual  consiguientemente  presupone, 
también  proporcionalmente  la  dispensación  ha  de  ser  en  María  un  efecto 
o  derivación  de  su  participación  en  la  redención,  la  cual  consiguientemente 
presupone.  Es  decir,  según  los  principios  establecidos  por  el  Pontífice,  que 
es  una  inconsecuencia  conceder  a  María  la  participación  en  la  dispensación 
de  las  gracias,  propia  de  Cristo  Redentor,  y  negarle  la  participación  en  lí^ 
redención,  que  es  base  necesaria  de  la  dispensación.    O  las  dos.  o  ninguna. 

Hay  otro  texto  en  la  misma  Encíclica,  que  ha  dado  lugar  a  interminables 
controversias.    Dice  Pío  X:  «Ea  tamen,  quoniam  universis  sanctitate  prae- 


« 


APÉNDICE  I  457 

stat  coniunctioneque  cum  Christo,  atque  a  Christo  adscita  in  humanae  salu- 
tis  opus,  de  congruo,  ut  aiunt,  promeret  nobi?,  quae  Christus  de  condigno 
promeruit»  (Ib.).  Toda  la  controversia  versa  sobre  el  sentido  del  verbo 
«promeret».  ¿Se  ha  de  entender  en  el  sentido  propio  de  merecer,  o  bien 
en  el  sentido  impropio  o  lato  de  aplicar  los  merecimientos  o  de  interceder 
en  virtud  de  los  previos  merecimientos?  A  favor  de  esta  segunda  interpre- 
tación, más  lata,  se  alega  el  tiempo  presente  del  verbo  «promeret»,  que,  por 
tanto,  debe  entenderse  de  la  intercesión  celeste  y  actual,  y  no  de  la  Corre- 
dención. Pero  esta  razón  es  muy  endeble,  dado  que  el  uso  del  verbo  en 
presente  tiene  otras  explicaciones  más  razonables.  Por  de  pronto,  notemos 
que  no  es  un  fenómeno  tan  raro  el  uso  del  presente  histórico.  En  la  misma 
Encíclica  escribe  Pío  X,  refiriéndose  a  María  en  el  Calvario:  «Sui  veluti 
doloris  oblita,  veniam  interfectoribus  precaturn  (Ib.).  Luego,  si  usa  «pre- 
catur»  en  el  sentido  de  «rogó»,  bien  puede  usar  el  presente  «promeret»  en 
el  sentido  pretérito  de  «mereció».  Además,  si  es  verdad  que  el  tiempo  pre- 
sente significa  coexistencia,  no  es  menos  cierto  que  esta  coexistencia  puede 
referirse,  no  precisamente  al  tiempo  en  que  se  habla  o  escribe,  sino  al  tiempo 
de  otro  verbo,  en  función  del  cual  se  concibe  el  verbo  presente.  Y  en  nues- 
tro texto  la  expresión  «de  congruo  promeret  nobis»  se  concibe  en  función 
de  esta  otra,  que  lógicamente  es  principal:  «quae  Christus  de  condigno  pro- 
meruit».  Es  decir,  los  méritos  de  María  se  presentan  como  coexistentes 
con  los  méritos  principales  de  Cristo.  Y  una  vez  probada  la  posibilidad  y 
aun  la  probabilidad  del  sentido  pretérito  del  verbo  «promeret»,  la  signifi- 
cación propia  del  verbo  y  el  contexto  entero  prueban  evidentemente  que 
«promeret»  significa  verdaderos  y  propios  merecimientos  y  que  estas  mere- 
cimientos son  los  de  María  al  pie  de  la  cruz.  En  efecto,  como  fundamento 
de  su  afirmación  indica  el  Pontífice  dos  motivos:  1)  que  María  «universis 
sanctitate  praestat  coiunctioneque  cum  Christo»,  y  2)  que  fué  «a  Christo 
adscita  in  humanae  salutis  opus».  Y  ambos  motivos  reclaman  que  «pro- 
meret» se  refiera,  no  a  la  intercesión,  sino  a  la  Corredención.  Porque,  si 
María  se  aventaja  a  todos  por  su  unión  con  Cristo,  los  merecimientos  de 
María  han  de  ser  proporcionados  a  esta  ventaja  singular,  o  sea,  han  de  ser 
singulares.  Ahora  bien,  también  los  dem.ás  santos  en  el  cielo  interceden, 
por  nosotros,  para  que  se  nos  apliquen  los  méritos  del  Redentor.  Luego 
no  puede  encerrarse  en  este  sentido  común  la  prerrogativa  singular  de  María, 
expresada  por  el  verbo  «promeret».  Y  la  otra  expresión  «humanae  salutis 
opus»  significa  en  su  sentido  obvio  y  natural  el  acto  mismo  de  la  redención. 
Luego,  al  ser  María  asociada  a  esta  obra  redentora,  sus  méritos  han  de  ser 
méritos  de  Corredención.    Además,  la  atenuación  «de  congruo»  se  concibe 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


y  explica,  si  se  trata  de  los  méritos  de  María  al  pie  de  la  cruz,  para  que  no 
parezca  se  equiparen  enteramente  a  los  méritos  del  Redentor;  pero  estaría 
fuera  de  sitio  ni  tendría  razón  de  ser,  si  se  tratase  simplemente  de  la  inter- 
cesión celeste,  que  no  habría  por  que  rebajar  con  este  atenuante.  Y  si  el 
verbo  «promeruit»,  aplicado  al  Redentor,  significa  verdaderos  merecimien- 
tos, ¿qué  razón  hay  para  dar  al  verbo  «promeret»,  que  inmediatamente  le 
precede,  otro  sentido  impropio?  Un  mismo  verbo  se  usaría  dentro  de  un 
mismo  período  en  dos  sentidos  diferentes.  Por  fin,  al  decir  el  Pontífice  que 
María  nos  merece  de  congruo  lo  mismo  que  («quae»)  Cristo  nos  mereció  de 
condigno,  atribuye  a  los  merecimientos  de  María  el  mismo  objeto  o  término 
que  a  los  merecimientos  de  Cristo.  Ahora  bien.  Cristo  nos  mereció  la 
misma  gracia,  no  precisamente  su  aplicación  o  distribución:  luego  esta 
misma  gracia  es  la  que  nos  mereció  María.  En  suma,  que  a  un  mismo  verbo 
en  dos  oraciones  contiguas  habríamos  de  dar  sentido  diferente  y  habríamos 
de  asignar  diferente  objeto,  sin  que  nada  en  el  contexto  justifique  semejantes 
diferencias.    Y  esto  no  es  conforme  a  los  principios  hermenéuticos. 

Benedicto  XV  da  singular  relieve  a  un  elemento  capital  de  la  Correden- 
ción, sólo  veladamente  insinuado  por  León  XIII.  Comienza  con  una  afir- 
mación, ya  indicada  por  su  inmortal  predecesor:  «Enimvero  tradunt  com- 
muniter  Ecclesiae  Doctores  B.  Mariam  Virginem,  quae  a  vita  lesu  Christi 
publica  veluti  abesse  visa  est,  si  Ipsi  mortem  oppetenti  et  cruci  suffixo  ad- 
fuit,  non  sine  divino  consilio  adfuisse».  Lo  que  sigue,  claro  y  preciso,  no 
necesita  comentarios:  «Scilicet,  ita  cum  Filio  patiente  et  moriente  passa 
est  et  paene  commortua,  sic  materna  in  Filium  iura  pro  hominum  salute 
abdicavit,  placandaeque  Dei  iustitiae,  quantum  ad  se  pertinebat,  Filium  im- 
molavit,  ut  dici  mérito  queat  Ipsa  cum  Christo  humanum  genus  redemisse» 
(22  marz.  1918).  Todo  el  período,  consecutivo,  consta  de  cuatro  miembros: 
los  tres  primeros  (la  prótasis)  son  otros  tantos  antecedentes,  de  los  cuales  se 
sigue  el  último  (la  apódosis),  que  expresa  la  consecuencia.  Cada  uno  de 
ellos  se  merece  nuestra  atención.  El  primero  expresa  dramáticamente  la 
com-pasión  Mariana;  pero  no  contiene  ningún  elemento  nuevo.  El  segun- 
do, incomparablemente  más  importante,  afirma  los  derechos  maternos  de 
María  sobre  el  Redentor  y  la  voluntaria  cesión  o  abdicación  de  estos  dere- 
chos a  favor  de  los  hombres  y  por  su  eterna  salud.  El  tercero,  lógicamente 
dependiente  de  la  misma  partícula  consecutiva  («sic»),  no  es  sino  una  mag- 
nífica declaración  del  segundo.  María,  dice  el  Pontífice,  «cuanto  estaba  de 
su  parte»  o  «por  lo  que  a  ella  le  tocaba»,  «inmoló  a  su  Hijo»;  que  es 
decir,  con  la  cesión  de  sus  derechos  maternos  hizo  cuanto  de  ella  dependía 
o  cuanto  ella  podía  y  debía  hacer,  para  que  fuera  inmolado  su  Hijo;  eáta 


APÉNDICE  I 


459 


•cesión  fué  tan  importante  y  eficaz,  que  en  virtud  de  ella  la  Madre,  no  sola- 
mente permitió  que  otros  inmolasen  a  su  Hijo,  sino  que  ella  misma  moral- 
mente  lo  inmoló.  Y  lo  inmoló  «para  aplacar  la  justicia  de  Dios».  El  sen- 
tido del  verbo  «inmolar»  y  el  objeto  de  la  inmolación  prueban  que  la  acción 
de  María  fué  verdadera  y  propiamente  sacrificial.  La  consecuencia  que  de 
esta  cesión  de  derechos  y  de  esta  inmolación  sacrificial  saca  Benedicto  XV 
es  categórica:  «ut  dici  mérito  queat  Ipsa  cum  Christo  humanum  genus  rede- 
misse» ;  es  decir,  que  con  todo  derecho  hay  que  reconocer  a  María  como 
Corredentora  del  linaje  humano.  ¿Habrá  alguna  exageración  en  estas  estu- 
pendas afirmaciones  del  Pontífice?  Nos  lo  dirá  su  inmediato  sucesor  Pío  XI. 
El  cual,  refiriéndose  a  estas  palabras  de  Benedicto  XV,  escribía  pocos  años 
más  tarde;  «Qua  in  re  diutius  commorari  non  attinet,  quandoquidem  fel. 
jec.  decessor  noster  Benedictus  XV...  aptissimis  eam  verbis  declaravit» 
{2  febr.  1923).  Dice  Benedicto  XV  que  María  abdicó  sus  derechos  mater- 
nos por  la  salud  de  los  hombres;  que,  cuanto  de  ella  dependía,  inmoló  a  su 
Hijo  para  aplacar  la  justicia  de  Dios;  que,  en  consecuencia,  tiene  derecho 
a  ser  llamada  Corredentora  del  linaje  humano:  y  Pío  XI,  remitiéndose  a 
•estas  declaraciones,  afirma  que  están  expresadas  «aptissimis  verbis».  Luego 
hay  que  tomar  en  sentido  obvio  y  natural,  como  suenan,  sin  exageración  oi 
impropiedad,  las  estupendas  afirmaciones  de  Benedicto  XV. 

A  Pío  XI,  el  gran  Pontífice  de  las  Encíclicas  doctrinales,  émulas  de  las 
León  XIII,  estaba  reservada  la  gloria  de  proclamar  la  Corredención  Ma- 
riana y  de  ser  el  primero  entre  los  Pontífices  Romanos  que  tributase  solem- 
nemente a  María  el  glorioso  título  de  Corredentora.  En  siete  ocasiones 
principalmente  habló  de  la  com-pasión  corredentiva  de  María;  y  su  auto- 
rizado testimonio  no  sólo  representa  un  progreso  respecto  de  los  Pontífices 
precedentes,  sino  que  está  como  escalonado,  con  una  especie  de  crescendo, 
con  que  llega  a  los  umbrales  mismos  de  la  definición  dogmática.  Es  digna 
de  estudiarse  esta  progresión  ascendente,  relacionada  con  las  circunstancias 
históricas. 

Ya  en  el  primer  año  de  su  pontificado,  en  el  documento,  que  acabamos 
de  citar,  en  que  confirma  y  ratifica  las  declaraciones  de  Benedicto  XV,  es- 
•cribía  Pío  XI:  «Virgo  Perdolens  redemptionis  opus  cum  lesu  participavit» 
(2  febr.  1923).  Compartir  con  Jesús  la  obra  de  la  redención  es  ejercer  la 
Corredención;  y  el  atribuir  esta  acción  corredentiva  a  la  Virgen  Dolorosa 
•es  vincularla  a  su  com-pasión.  Pero  en  esta  declaración,  a  pesar  de  su 
importancia,  no  aparece  todavía  ningún  elemento  nuevo. 

Por  aquellos  años  el  prudente  Pontífice  guardó  cierta  reserva  relativa  en 
Jiablar  sobre  la  Corredención  y  la  Mediación  universal  de  María.  Había 


460 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


nombrado  las  dos  Comisiones  de  Teólogos,  la  española  y  la  romana,  que 
habían  de  estudiar  y  dictaminar  sobre  estas  prerrogativas  de  la  Madre  de 
Dios,  con  vistas,  a  lo  que  entonces  se  creía,  a  una  solemne  declaración  ponti- 
ficia, si  ya  no  a  una  definición  dogmática:  y  era  natural  que  el  Pontífice 
no  quisiera  prejuzgar  con  sus  declaraciones  el  dictamen  de  los  Teólogos. 
Sabemos  por  testimonio  del  Card.  Mercier,  que  lo  oyó  del  mismo  Pontífice, 
que  Pío  XI  estaba  firmemente  convencido  de  la  verdad  de  la  Mediación  uni- 
versal de  María,  pero  que  no  sentía  llegado  aún  el  momento  oportuno  de 
dar  el  paso  transcendental  de  una  definición  dogmática. 

A  pesar  de  tales  reservas,  en  1925,  hablando  a  la  Peregrinación-Congreso 
de  la  Tercera  Orden  de  los  Siervos  de  María,  decía:  «La  devozione  all'Addo- 
lorata  dice  tutto,  percha  i  dolori  della  Vergine  benedetta  ci  dicono  i  dolori 
di  Gesü;  i  dolori  di  María  sonó  la  compassione  della  Madre  col  suo  Figlio 
divino,  Redentore  nostro,  e  in  tali  pensieri  é  tutto  il  mistero  del  dolore  divino 
per  noi»  íl  ag.  1925.  De  la  Revista  U Addolorata,  1925,  p.  220-221).  El 
misterio  del  dolor  divino  por  nosotros,  es  decir,  el  misterio  de  la  redención 
dolorosa,  no  se  concibe  cumplidamente,  si  no  se  le  asocian  los  dolores  de 
María,  que  son  la  com-pasión  de  la  Madre  con  el  Hijo,  que  nos  dicen  los 
dolores  de  Jesús. 

Tres  años  más  tarde,  la  Encíclica  Miserentissimus  Redemptor,  en  que 
tanto  se  inculca  la  reparación  al  Corazón  sacratísimo  de  Jesús,  dió  ocasión 
al  Pontífice  para  hablar  de  María  Reparadora.  He  aquí  las  palabras  más 
significativas  y  que  más  ahora  nos  interesan:  «Cum  lesum  nobis  Redempto- 
rem  ediderit,  aluerit,  apud  crucem  hostiam  obtulerit,  per  arcanam  cum 
Christo  coniunctionem  eiusdemque  gratiam  omnino  singularem,  Reparatrix 
Ítem  exstitit  pieque  appellatur»  (8  may.  1928).  Este  texto,  con  estar  lleno 
de  reminiscencias  de  otros  textos  pontificios,  principalmente  de  Pío  X,  ad- 
quiere un  sentido  nuevo,  que  conviene  precisar  con  toda  exactitud.  Consta 
el  período  de  tres  miembros.  El  primero  expresa  tres  actos,  o  hechos  de 
María:  su  maternidad  del  Redentor,  sus  oficios  maternales  y  la  oblación  que 
de  él  hizo  junto  a  la  cruz.  El  segundo  señala  dos  circunstancias  que  me- 
diaron y  acompañaron  los  actos  precedentes:  la  misteriosa  unión  o  solida- 
ridad con  Cristo  y  su  gracia  enteramente  singular.  El  tercero  es  una  con- 
clusión de  los  dos  primeros,  en  que  se  atribuye  a  María  el  título  de  Repa- 
radora.   Examinémoslos  más  particularmente. 

En  el  primer  miembro,  el  primer  inciso  «Cum  lesum  nobis  Redemptorem 
ediderit»  se  refiere  a  la  encarnación;  el  segundo  «aluerit»  compendia  todos 
los  oficios  maternales  de  María;  el  tercero,  el  que  ahora  nos  interesa,  «apud 
crucem  hostiam  obtulerit»,  sintetiza  lo  que  María  hizo  en  el  Calvario:  ofre- 


APKNDICE  I 


461 


cer  a  su  Hijo  como  víctima;  en  que  tanto  el  verbo  («obtulerit»)  como  el 
complemento  («hostiam»)  — y  más-  la  frase  completa —  tienen  sentido  sa- 
crifical. 

El  segundo  miembro:  «per  arcanam  cum  Christo  coniunctionem  eiusdem- 
que  gratiam  omnino  singularem»  es  como  un  eco  de  aquellas  palabras  de 
Pío  X,  que  anteriormente  hemos  citado:  «quoniam  universis  sanctitate 
praestat  coniunctioneque  cum  Christo».  La  comparación  de  ambos  textos 
nos  permitirá  penetrar  todo  el  sentido  de  las  palabras  de  Pío  XI.  La 
preposición  «per»,  sustituida  a  la  conjunción  adverbial  «quoniam»,  sin 
perder  su  propio  sentido  de  medio  o  modo,  adquiere  el  matiz  de  la  causa- 
lidad. El  calificativo  «arcanam»  nos  revela  la  profundidad  misteriosa  de 
la  unión  o  solidaridad  de  María  con  Cristo.  El  sustantivo  «gratiam»  sus-» 
tituye  ventajosamente  a  «sanctitate»,  para  significar  que  no  tanto  se  trata 
de  la  santidad  personal  de  María,  cuanto  de  la  gracia  recibida  de  Dios  para 
ejercer  los  tres  actos  antes  mencionados,  sobre  todo  el  tercero  de  su  obla- 
ción sacrifical.  Por  fin,  el  calificativo  «omnino  singularem»  es  más  expre- 
sivo que  «universis  praestat»,  por  cuanto  presenta  las  incomparables  venta- 
jas de  la  gracia  de  María,  no  sólo  como  un  hecho  relativo,  sino  como  una 
propiedad  absoluta. 

El  tercer  miembro:  «Reparatrix  ítem  exstitit  pieque  appellatur»,  con- 
clusión de  los  dos  precedentes,  debe  traducirse  así:  «Consiguientemente  ella 
también  fué  Reparadora;  y  llamarla  Reparadora  no  es  una  ofensa  inferida 
al  Redentor,  sino  un  acto  de  piedad».  Las  dos  primeras  palabras  «Repa- 
ratrix Ítem»  responden  a  las  primeras  ¡desum  Redemptorem».  Escogió  el 
Pontífice  la  palabra  «Reparatrix»,  porque  en  la  Encíclica  se  habla  de  repara- 
ción; fuera  de  que  ni  «Redemptrix»,  porque  pudiera  dar  lugar  a  siniestras 
interpretaciones,  ni  «Corredemptrix»  porque  este  término  no  había  sido 
aún  empleado  en  los  documentos  pontificios,  eran  a  propósito.  Esto,  con 
todo,  no  quita  que  «Reparatrix»  signifique,  como  de  hecho  significa,  unaj 
función  redentora:  su  correspondencia  con  «Redemptorem»  y  el  adverbio 
«Ítem»  lo  prueban  sobradamente. 

El  análisis  de  cada  uno  de  los  miembros  nos  permitirá  apreciar  más  se- 
gura y  acertadamente  todo  el  conjunto,  o  sea,  el  pensamiento  fundamental 
de  todo  el  período.  María  es  llamada  Reparadora  o  Corredentora.  ¿Por 
qué?  Porque  ofreció  a  su  Hijo  como  víctima.  Ya  sólo  esta  oblación  bas- 
taba para  justificar  el  título  de  Corredentora.  Si  Cristo  es  Redentor,  por- 
que se  ofreció  a  sí  mismo  como  víctima,  María  es  Corredentora,  porque 
también  ella  ofreció  esta  misma  víctima:  «Cum  lesum...  apud  crucem  ho- 
stiam obtulerit, . . .  Reparatrix  item  exstitit».    Pero  esta  conexión  entre  la 


462 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


oblación  y  el  título  de  Reparadora  sería  más  oscura,  si  no  mediasen  aquellas 
dos  circunstancias:  la  misteriosa  unión  de  María  con  Cristo  y  su  gracia 
totalmente  singular.  En  virtud  de  la  misteriosa  unión  o  solidaridad. 
Cristo,  principalmente,  y  María,  secundariamente,  hicieron  conjuntamente 
la  misma  oblación  de  la  víctima.  En  virtud  de  la  gracia  singular,  María, 
previamente  santificada  en  atención  a  los  méritos  del  Redentor,  ejercía  la 
prerrogativa  singular  y  única  de  cooperar  a  la  obra  de  la  redención.  Todo 
esto  contiene  el  texto  pontificio,  atentamente  examinado  y  ponderado;  que 
es,  por  tanto,  un  testimonio  espléndido  de  la  Corredención  Mariana. 

Llegó  el  Centenario  de  la  Redención,  y  se  multiplicaron  los  testimonios 
de  Pío  XI  a  favor  de  la  Corredención. 

En  noviembre  de  1933  pronunció  estas  palabras  de  una  sencillez  y  cla- 
ridad diáfana:  María  «ha  unito  i  suoi  dolori  a  quelli  del  Redentore  per  la 
salvezza  dei  suoi  figli»  (Osserv.  Rom.,  1  nov.  1933).  Los  dolores  de  María, 
asociados  a  los  dolores  del  Redentor,  para  la  salud  eterna  de  los  hombres, 
son  dolores  de  Corredención. 

Un  mes  más  tarde  añadía:  «Essa  ci  ha  dato  il  Salvatore,  l'ha  aUevato 
all'opera  della  redenzione  fino  sotto  la  croce,  dividendo  con  Lui  i  dolori 
dell'agonia  e  della  morte,  in  cui  Gesü  consumava  la  redenzione  di  tutti  gli 
uomini»  (Osserv.  Rom.,  1  dic.  1933).  María,  no  sólo  se  dolía  por  la  muerte 
del  Redentor,  sino  que  compartía  con  su  Hijo  los  dolores  mismos  de  la 
redención.  Las  palabras  que  preceden  inmediatamente,  ya  antes  transcritas, 
no  dejan  lugar  a  duda  sobre  la  mente  del  Pontífice:  «II  Redentore  non 
poteva,  per  necessitá  di  cose,  non  associare  la  Madre  sua  alia  sua  opera,  e 
per  questo  noi  la  invochiamo  col  titolo  di  Corredentrice».  Con  estas  pala- 
bras queda  definitivamente  consagrado  el  título  de  Corredentora,  fundado> 
en  la  asociación  dolorosa  de  la  Madre  a  la  redención  dolorosa  del  Hijo.  La& 
controversias  sobre  la  verdad  y  la  oportunidad  de  este  título  quedan  cora 
esto  zanjadas  de  una  vez  para  siempre. 

El  25  de  marzo  de  1934,  dirigiéndose  a  800  Congregantes  Marianos, 
repetía  el  Pontífice:  «Maria  Santissima...  é  nostra  Madre  e  Corredentrice 
nostra».  Y,  juntando  al  título  de  Corredentora  el  nombre  de  Corredención, 
añadía:  «II  XIX  Centenario  della  divina  Redenzione...  [e]  anche  il  XIX 
Centenario  di  María,  el  Centenario  della  sua  Corredenzione»  (Osserv.  Rom.,. 
25  marz.  1934). 

Pero  el  testimonio  más  explícito  y  más  solemne  lo  dió  el  gran  Pontífice 
en  el  mensaje  radiado,  que,  para  clausurar  las  solemnidades  del  Año  Santo 
de  la  Redención,  dirigió  a  todo  el  orbe  católico.  Dijo  Pío  XI:  «O  Mater 
pietatis  et  misericordiae,  quae  dulcissimo  Filio  tuo,  humani  generis  Re- 


APÉNDICB  I 


463 


demptionem  in  ara  Crucis  consunimanti,  Compatiens  et  Corredemptrix  adsti- 
tisti:  ...  conserva  in  nobis,  quaesumus,  atque  adauge  in  dies  pretiosos  Re- 
demptionis  et  tuae  Compassionis  f ructus»  ( Osserv.  Rom.,  29  abr.  1935).  La 
gravedad  y  solemnidad  de  semejante  declaración,  sólo  superable  por  una 
formal  y  explícita  definición  dogmática,  da,  por  lo  menos,  a  la  verdad  de 
la  Corredención  Mariana  absoluta  certeza  teológica.  Y  a  la  solemnidad 
de  las  palabras  responde  la  precisión  de  los  términos.  La  Virgen  asiste  a 
su  Hijo  en  el  momento  mismo  en  que  «consuma  en  el  ara  de  la  cruz  la 
redención  del  género  humano»:  no  se  trata,  por  tanto,  de  ninguna  coope- 
ración previa  o  remota,  sino  inmediata  y  próxima.  Y  formal,  además.  Por- 
que María  asiste  «Compatiens  et  Corredemptrix»:  compartiendo  la  pasión 
del  Hijo  y  cooperando  a  su  obra  redentora.  Y  para  que  nadie  imaginase 
que  hablaba  el  Pontífice  de  alguna  Corredención  impropia  o,  como  algunos 
dicen,  «subjetiva»,  distingue  muy  bien  el  Pontífice  la  Redención  y  la  Com- 
pasión, ya  pretéritas,  de  sus  frutos  actuales,  o  sea,  de  la  dispensación  de  las 
gracias;  y  lo  uno  y  lo  otro,  la  Corredención  (objetiva)  no  menos  que  la 
dispensación,  atribuye  el  Pontífice  a  la  Madre  de  piedad  y  de  misericordia. 
Después  de  semejante  declaración  pontificia  sólo  cabe  esperar  una  definición 
dogmática. 

B.    Síntesis  de  la  doctrina  pontificia 

La  importancia  de  la  materia  reclama  un  conato  de  síntesis  que  harmo- 
nice los  múltiples  y  variados  elementos  doctrinales  irregularmente  espar- 
cidos por  los  documentos  pontificios  y  los  reduzca,  en  lo  posible,  a  la  unidad. 
Esto  deseamos  hacer,  entretejiendo  en  una  exposición  seguida  y  coherente 
las  palabras  mismas  de  los  Romanos  Pontífices.  Con  esto,  si  la  síntesis 
será  obra  nuestra,  la  doctrina  sintetizada  no  será  otra  que  la  doctrina  pon- 
tificia sobre  la  Corredención  Mariana,  reproducida  con  la  mayor  fidelidad 
posible. 

Compasión.  El  hecho  de  la  com-pasión  Mariana  lo  recuerdan  frecuen- 
temente los  Romanos  Pontífices  con  expresiones  muy  significativas:  «Com- 
patiens» (Pío  XI),  «cum  eo  commoriens  corde»  (León  XHI),  «cum  Filio 
patiente  et  moriente  passa  est  et  paene  commortua»  (Benedicto  XV),  «i 
dolori  di  Maria  sonó  la  compassione  della  Madre  col  suo  Figlio  divino» 
(Pío  XI).    Y  así  otras  muchas  veces. 

Presencia  providencial  de  María.  La  presencia  o  asistencia  de  Ma- 
ría en  el  Calvario  al  momento  en  que  su  Hijo  consumaba  la  redención  del 
mundo,  no  fué  casual,  ni  efecto  puramente  del  amor  materno  de  María,  sino 


464 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


consejo  de  la  divina  providencia,  que  había  dispuesto  que  la  Madre  tomase 
parte  en  los  dolores  del  Hijo.  (cPraesente  ipsa  et  spectante,  divinum  illud 
sacrificium  erat  conficiendum))  (León  XIII),  «Ipsi  mortem  oppetenti  et  cruci 
suffixo  adfuit,  non  sine  divino  consilio»  (Benedicto  XVj.  Y  como  la  pre- 
sencia llevaba  necesariamente  consigo  el  dolor  y  la  com-pasión  de  la  Madre, 
de  ahí  que  la  com-pasión  de  María  fué  igualmente  providencial. 

Comunión  o  com-pasión  solidaria.  La  com-pasión  de  María  no  fué 
una  simple  resultancia  o  vulgar  repercusión  de  la  pasión  del  Hijo  en  el  Co- 
razón de  la  Madre:  fué  algo  mucho  más  profundo:  fué  lo  que  San  Pablo 
llamaría  comunión  de  padecimiemos,  y  nosotros  podríamos  llamar  com-pa- 
sión solidaria  o  solidaridad  en  la  pasión.  Así  la  caracterizan  los  Romanos 
Pontífices:  «dolorum  [Filii;  inexplicabilem  communionem»  (León  XlIIj,  «ar- 
canam  cum  Christo  communionem»  (Pío  XI),  «participem  passíonum  Chri- 
sti  sociamque»  (Pío  X).  Y  esta  comunión  no  fué  solamente  de  padecimien- 
tos, sino  también  de  sentimientos  y  de  voluntad:  «ex  hac...  communiona 
dolorum  et  voluntatis»  (Pío  X). 

Pero  esta  com-pasión  providencial  y  solidaria  no  es  más  que  la  base  o 
el  elemento  material  de  la  Corredención. 

Corredención.  La  afirmación  del  hecho  o  de  la  verdad  de  la  Corre- 
dención es,  sin  duda,  lo  más  importante  e  interesante  en  los  documentos 
pontificios.  Esta  afirmación  reviste  formas  muy  variadas,  según  que  sea 
genérica  o  determine  más  concretamente  los  diferentes  modos  de  la  Corre- 
dención Mariana.  Comenzaremos  por  los  testimonios  que  afirman  la  Co- 
rredención en  general,  ya  empleando  los  términos  de  Corredentora  o 
Corredención  u  otros  análogos,  ya  declarando  la  realidad  por  ellos 
expresada. 

El  término  de  Corredentora  lo  empleó  cuatro  veces,  que  sepamos,  Pío  XI : 
«María  SS.,...  donna,  voUe  riparare  al  fallo  della  prima  donna,  e  perció 
Corredentrice»  (22  dic.  1923);  «e  per  questo  noi  la  invochiamo  col  titolo 
di  Corredentrice»  (30  nov.  1933);  «María  Santissima...  é  nostra  Madre  a 
Corredentrice  nostra»  (23  marz.  1934);  «dulcissimo  Filio  tuo,  humani  ge- 
neris  Redemptionem  in  ara  Crucis  consummanti  Corapatiens  et  Corredemp- 
trix  adstitisti»  (28  abr.  1935).  El  mismo  Pontífice  empleó  también  el 
nombre  de  Corredención:  «II  XIX  Centenario  della  divina  Redenzione...  [é] 
anche  il  XIX  Centenario  di  María,  il  Centenario  della  sua  Corredenzione» 
(23  marz.  1934). 

Los  términos  equivalentes  de  Reparadora  y  Conciliadora  los  emplearon 
antes  los  Romanos  Pontífices:  «Reparatrix  perditi  orbis»  (Pío  X),  «Repara- 
trix  exstitit»  (Pío  XI),  «Conciliatrix  salutís  nostrae»  (León  XIII). 


APÉNDICE  I 


465 


Importantísimo  es  el  uso  pontificio  de  estos  términos;  pero  no  lo  es 
menos  el  empleo  de  ciertas  fórmulas,  que  declaran  con  toda  precisión  la 
realidad  de  la  Corredención  Mariana.  Reuniremos  aquí  las  más  significa- 
tivas y  características  de  semejantes  fórmulas:  «a  Chrisío  adscita  in  hu- 
manae  salutis  opus»  (Pío  X);  «ut  dici  mérito  queat  ipsa  cum  Christo  huma- 
num  genus  redemisse»  (Benedicto  XV);  «redemptionis  opus  cum  lesu  parti- 
cipavit»  (Pío  XI);  ((dividendo  con  Luí  i  dolori  dell'agonia  e  della  morte, 
in  cui  Gesíi  consumava  la  redenzione  di  tutti  gli  uomini»  (Pío  XI).  Son 
especialmente  significativas  por  su  profundidad  aquellas  palabras  de  Pío  XI, 
que  dice  misteriosamente  que  ((el  misterio  del  dolor  divino  por  nosotros» 
no  se  comprende  cumplidamente,  si  no  se  contemplan  contenidos  en  él  los 
dolores  de  María,  que  <(Son  la  com-pasióíi  de  la  Madre  con  su  Hijo  divino. 
Redentor  nuestro».  Los  términos  de  Corredentora,  Corredención,  Repara- 
dora, Conciliadora,  iluminados  con  estas  fórmulas  declarativas,  no  permiten 
dudar  que  la  Corredención  Mariana,  enseñada  por  los  Romanos  Pontífices, 
es  verdadera  y  propia  cooperación  a  la  obra  de  la  redención. 

Fundamento  jurídico  de  la  corredención.  El  motivo  o  la  base  jurí- 
dica de  la  com-pasión,  de  la  comunión  y  de  la  Corredención  Mariana  se 
ha  de  buscar  en  los  derechos  maternos  de  María  sobre  el  Redentor  y  en  la 
cesión  o  abdicación  que  de  estos  derechos  hizo  la  Madre  en  beneficio  de  los 
hombres  y  por  su  salud  eterna.  Ya  León  XIII  se  refería  a  estos  derechos, 
cuando  escribía  que  María  (¡tacta  in  nos  caritate  immensa,...  Filium  ipsa 
suum  ultro  obtulit  iustitiae  divinae».  El  ofrecer  el  Hijo,  que  era  suyo^ 
y  el  ofrecerlo  espontánea  y  libremente,  supone  en  la  Madre  derechos,  dere- 
chos maternos  sobre  el  Hijo,  a  que  ella  cede  generosamente.  Pero  lo  que 
León  XIII  indicó  veladamente,  lo  expresó  explícita  y  categóricamente  Bene- 
dicto XV,  cuando  dijo:  ((materna  in  Filium  iura  pro  hominum  salute  abdi- 
cavit».  Estos  mismos  derechos  explican  aquella  frase,  que  ya  conocemos, 
de  Pío  XI:  ((II  Redentore  non  poteva,  per  necessitá  di  cose,  non  associare  la 
Madre  sua  alia  sua  opera».  Esta  ((necesidad  de  las  cosas»  no  era  otra  que 
la  necesidad  que  imponían  los  derechos  de  la  Madre  sobre  el  Redentor.  Y 
esto  de  dos  maneras  o  bajo  dos  conceptos  diferentes.  Primeramente,  la 
pasión  y  muerte  del  Redentor  no  podía  realizarse  sin  lesionar  los  derechos 
que  sobre  el  Hijo  y  sobre  su  vida  poseía  la  Madre:  lesión  ésta,  que  convertía 
necesariamente  la  pasión  del  Hijo  en  com-pasión  de  la  Madre.  Cuanto  se; 
intentase  contra  el  Hijo,  repercutía  inevitablemente  sobre  la  Madre.  Por 
otra  parte.  Dios,  aunque  Señor  absoluto  de  los  hombres  y  fuente  de  todo 
derecho  ,suele,  con  todo,  para  mayor  suavidad,  principalmente  en  los  caso* 
más  importantes,  tratar  con  benigna  consideración  y  condescendencia  los 

30 


466 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


derechos  relativos  de  los  hombres.  Y  en  el  caso  de  la  Redención,  como 
quiso  que  el  Hijo  aceptase  voluntariamente  el  mandamiento  divino  de  que 
muriese  por  los  hombres  y  cediese,  en  aras  de  la  obediencia,  al  derecho  que 
tenía  sobre  la  vida  y  el  bienestar,  así  quiso  también  contar  con  la  generosa 
aceptación  de  la  Madre,  no  usando  de  su  soberanía  prepotente,  como  pu- 
diera, sino  prefiriendo  solicitar  benignamente  de  ella  la  voluntaria  cesión 
de  sus  derechos.  Esta  doble  «necesidad  de  las  cosas»,  derivada  de  los  dere- 
chos maternos  de  María,  asociaba  necesariamente  la  Madre  a  la  obra  reden- 
tora del  Hijo,  creando  aquella  doble  «comunión  de  dolores  y  de  voluntad», 
comunión  pasiva  y  comunión  activa,  de  que  hablaba  Pío  X.  Con  razón, 
pues,  Pío  XI,  después  de  decir  que  «il  Redentore  non  poteva,  per  necessita 
di  cose,  non  associare  la  Madre  sua  alia  sua  opera»,  concluía:  «e  per 
questo  noi  la  invochiamo  col  titolo  di  Corredentrice».  La  base  de  la  Co- 
rredención son  los  derechos  maternos  de  María  sobre  el  Redentor. 

Estos  derechos,  no  sólo  explican  la  afirmación  general  del  hecho  o  verdad 
de  la  Corredención,  sino  que  también  preparan  e  ilustran  las  modalidades 
específicas  de  sacrificio  y  de  mérito,  es  decir,  la  Corredención  sacrifical  y 
la  Corredención  meritoria. 

Corredención  sacrifical,  León  XHI  enseña  que  María  preparó  al 
Hijo  para  el  sacrificio,  «cui  victimam  de  se  generosa  aluerat».  Con  estas 
palabras  dice  el  Pontífice  mucho  más  de  lo  que  a  primera  vista  pudiera 
parecer.  Primeramente,  el  engendrar  y  sustentar  «de  se»  la  víctima  del 
sacrificio  era  como  transfundirse  a  sí  misma  en  la  víctima,  para  ser  luego 
inmolada  con  ella.  En  segundo  lugar,  este  oficio  maternal  creaba  en  María 
los  derechos  de  madre  sobre  el  Hijo;  y  la  generosidad  en  criar  el  fruto  de 
sus  entrañas  precisamente  para  que  fuera  inmolado  como  víctima  entrañaba 
en  sí  la  cesión  generosa  de  sus  derechos  maternos.  Por  fin,  sola  esta  volun- 
tad generosa,  aun  cuando  ulteriormente  nada  hubiera  hecho  la  Madre,  era 
ya  una  cooperación  eficaz  y  formal  al  sacrificio  del  Redentor:  cooperación 
físicamente  remota  en  cuanto  al  tiempo  y  el  lugar  (  =  mediación  de  contac- 
to), pero  próxima  moralmente  en  virtud  de  la  intención  (  =  inmediación  de 
eficiencia). 

Pío  X  añade  que  a  María  correspondía  el  «officium  hostiae  sistendae 
ad  aram»:  afirmación  gravísima,  que  nos  muestra  a  María  interviniendo 
en  el  sacrificio  de  la  cruz,  no  por  mera  iniciativa  personal  o  con  carácter 
puramente  privado,  sino  con  título  oficial  y  público.  Recojamos  estas  dos 
afirmaciones  de  los  Pontífices:  que  María  iba  a  ser  inmolada  juntamente 
con  la  víctima  divina,  y  que  intervenía  en  el  sacrificio  de  la  cruz  con  carác- 
ter oficial. 


APÉNDICE  I 


467 


Llegamos  al  momento  mismo  en  que  se  consumaba  el  sacrificio.  La  in- 
tervención activa  que  en  él  tuvo  María  la  expresan  los  Pontífices  con  estas 
cuatro  fórmulas  paralelas:  «quos  [dolores  suosj...  pro  eorum  salute  aeterno 
Patri  obtulit»  (Pío  VII);  «Filium  ipsa  suum  ultro  obtulit  divinae  iustitiae» 
(León  XIII);  «placandae  Dei  iustitiae,  quantum  ad  se  pertinebat,  Filium 
immolavit»  (Benedicto  XV);  «apud  crucem  hostiam  obtulit»  (Pío  XI).  La 
significación  propia  y  técnica  de  los  verbos  «obtulit»  e  «immolavit»,  el  com- 
plemento directo  «hostiam»  y  los  complementos  indirectos  «aeterno  Patri», 
«divinae  iustitiae))  y,  sobre  todo,  «placandae  Dei  iustitiae»,  no  permiten 
dudar  razonablemente  del  carácter  propia  y  estrictamente  sacrifical  de  la 
oblación  de  María.  María,  por  tanto,  cooperó  formalmente,  es  decir,  «in 
linea  sacrificii»,  con  el  sacrificio  del  Redentor. 

Explícitamente  no  determinan  los  Pontífices  si  esta  cooperación  fué  una 
co-inmolación  con  Cristo  víctima  o  bien  una  co-oblación  con  Cristo  sacer- 
dote.   Pero  de  sus  palabras  se  colige  lo  uno  y  lo  otro. 

Primeramente,  cooperó  en  calidad  de  víctima.  Si  María  ofreció  sus. 
dolores,  como  dice  Pío  VII,  y  su  Hijo,  como  enseñan  León  XIII,  Bene- 
dicto XV  y  Pío  XI,  bajo  ambos  conceptos  fué  inmolada  en  su  persona  y  en 
la  persona  del  Hijo.  Donde  es  de  notar  que,  si  en  las  víctimas  irracionales 
la  inmolación  es  puramente  pasiva  y  no  lleva  consigo  propia  cooperación, 
en  cambio  en  las  víctimas  racionales,  como  lo  era  el  Redentor  y  como  lo 
era  también  su  Madre,  la  inmolación,  para  ser  acepta  a  Dios,  ha  de  ir 
acompañada  de  la  voluntaria  aceptación  de  ser  inmolado,  la  cual  es  propia 
y  verdadera  cooperación  moral  en  el  sacrificio.  Esta  inmolación,  pasiva  y 
activa  a  la  vez,  responde  a  la  doble  «comunión  de  dolores  y  de  voluntad» 
de  María  con  su  Hijo,  de  que  nos  habla  Pío  X. 

Pero,  además,  cooperó  también  sacerdotalmente.  Tal  es  la  significación 
propia  del  verbo  «obtulit»,  tres  veces  empleado  por  los  Pontífices,  y  la  del 
verbo  «immolavit»,  cuando  no  significa  la  mactación  material,  como  no  \é 
significa  en  este  caso.  Añádase  a  esto  que  la  expresión  «hostiam  obtulit»"' 
no  significa  «ofrecerse  a  ser  víctima»  o  aceptar  la  immolación  pasiva,  sino 
«ofrecer  la  víctima»,  que  es  función  sacerdotal.  Y  en  aquella  declaración 
tan  expresiva  de  Pío  XI:  «Filio  tuo,  humani  generis  redemptionem  in  ara 
crucis  consummanti,  Compatiens  et  Corredemptrix  adstitisti»,  María  asiste 
a  su  Hijo  en  cuanto  ejerce  la  función  sacerdotal  («in  ara  crucis»),  y  sui 
asistencia  ni  es  pura  presencia  corporal,  que  no  justificaría  el  apelativo  dei 
«Corredemptrix»,  ni  ha  de  ser  heterogénea  respecto  del  acto  sacerdotal  que 
está  consumando  el  Redentor,  sino  en  consonancia  con  él:  sacerdotal,  por 
consiguiente.    Creemos,  por  tanto,  que  «Compatiens  et  Corredemptrix»  ex- 


468 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


presan  respectivamente  la  doble  participación  de  María  en  el  sacrificio  de  la 
cruz:  en  la  inmolación  sacrifical  y  en  la  oblación  sacerdotal. 

Corredención  meritoria.  También  «in  linea  meriti»  cooperó  María 
con  el  acto  de  la  redención:  nueva  modalidad  y  nuevo  título  de  la  Corre- 
dención Mariana.  Escribe  León  XIII:  «Elucent  Mariae  promerita  de  re- 
conciliatione  et  salute  nostra».  Son  éstos  méritos  que  tienen  por  objeto, 
no  la  repartición  o  dispensación  de  la  gracia,  sino  universalmente  nuestra! 
salud  eterna  y  especialmente  la  reconciliación  de  los  hombres  con  Dios, 
que  es  el  efecto  primario,  inmediato  y,  por  así  decir,  formal  de  la  reden- 
ción. Añade  Pío  X:  aDe  congruo,  ut  aiunt,  promeret  nobis,  quae  Christus 
de  condigno  promeruit».  Ya  hemos  probado  anteriormente  que  «promeret» 
tiene  el  mismo  sentido  que  «promeruit»  y  que  ambos  verbos  convergen  en 
un  mismo  objeto:  la  diferencia  está  sólo  en  el  valor  de  los  méritos:  congmo 
el  de  los  méritos  de  la  Corredentora,  condigno  el  de  los  méritos  del  Re- 
dentor. 

Corredención  y  dispensación.  Para  completar  esta  síntesis  de  la  doc- 
trina pontificia  sobre  la  Corredención  Mariana,  conviene  recordar  la 
conexión  que  Pío  X  establece  entre  la  dispensación  de  las  gracias  y  la  reden- 
ción en  Cristo  o  la  Corredención  en  María.  De  Cristo  dice:  «Equidem  non 
diffitemur  horum  erogationem  munerum  privato  proprioque  iure  esse  Chri- 
sti;  siquidem  et  illa  eius  unius  morte  nobis  sunt  parta,  et  ipse  pro  potestate 
Mediator  Dei  atque  hominum  est».  Y  de  María  añade:  «Attamen,  pro  ea, 
quam  diximus,  dolorum  atque  aerumnarum  Matris  cum  Filio  communione, 
hoc  Virgini  augustae  datum  est,  ut  sit  totius  terrarum  orbis  potentissima 
apud  Unigenitum  Füium  suum  Mediatrix  et  Conciliatríx».  Por  consiguiente 
si  se  admite,  como  no  puede  menos  de  admitirse,  la  intercesión  actual  y  uni- 
versal de  María,  debe  admitirse  lógicamente  su  Corredención,  que  es  su 
base,  y  sin  la  cual  no  se  explicaría  convenientemente.  Tendríamos  un  árbol 
sin  raíces. 

Para  concluir  este  punto,  permítasenos  una  pregunta:  ¿todas  estas  ense- 
ñanzas pontificias  sobre  la  Corredención  Mariana  pueden  comprenderse 
en  la  llamada  «cooperación  remota  en  el  orden  físico  a  la  redención  obje- 
tiva», es  decir,  encerrarse  en  la  generación  física  del  Redentor?  Los  textos 
pontificios  han  dado  a  esta  pregunta  una  respuesta  bien  explícita.  A  ellos 
nos  remitimos. 


APÉNDICE  I 


469 


II.   Maternidad  espiritual 
1.    El  hecho  de  la  maternidad  espiritual 

Que  María  sea  nuestra  Madre,  Madre  de  gracia,  de  piedad  y  de  miseri- 
cordia, es  tan  evidente,  está  tan  profundamente  arraigado  en  el  corazón 
de  los  cristianos,  que  parece  superfluo  el  intento  de  demonstrarlo.  Por  esto 
bastarán  unos  pocos  testimonios,  por  vía  de  ejemplo,  para  mostrar  la  insis- 
tencia con  que  los  Romanos  Pontífices  han  inculcado  esta  dulce  verdad. 

Sixto  V,  reproduciendo  unas  palabras  de  su  predecesor  Sixto  IV  (28  febr., 
1476),  llamaba  a  María  «Mater  misericordiae,  Mater  gratiae  et  pietatis,  hu- 
man! generis  amica  et  consolatrix»  (30  en.,  1586).  Casi  con  las  mismas 
palabras  Pío  VII  la  llama  «gratiae  misericordiaeque  Matrem»  (19  febr. 
1805).  Pío  VIII  añadía:  «ipsa  enim  Mater  nostra,  Mater  pietatis  et  gratiae, 
Mater  misericordiae»  (30  marz.  1830).  Gregorio  XVI,  además  de  repetir 
las  palabras  de  Pío  VIII  (18  may.  1832),  llama  frecuentemente  a  María 
«omnium  nostrum  amantissimam  Matrem»  (26  febr.  1836;  15  ag.  1838; 
23  abr.  1845;  7  may.  1845).  Pío  IX  dice  que  María  es  «Dei  Mater  et 
nostra,...  Mater  misericordiae»  (20  abr.  1849),  «misericordissima  et  aman- 
tissima  nostrum  omnium  Mater»  (9  jun.  1862).  Más  profundo  es,  como 
suele,  León  XIII,  cuando  nota  que  «praecipuum  semper  ac  soUemne  catho- 
licis  hominibus  fuit,  in  trepidis  rebus  dubiisque  temporibus,  ad  Mariam 
confugere  et  in  materna  eius  bonitate  conquiescere»  (1  sept.  1883).  Y 
añade:  «Itaque  ad  Mariam,  non  tímida  non  remisse,  adeamus,  per  illa 
obsecrantes  materna  vincula,  quibus  cum  lesu  itemque  nobiscum  coniunctis- 
sima  est»  (8  sept.  1892).  Pío  X  encarece  la  piedad  de  María,  «Matris 
misericordia  plenissimae  et  gratiae»,  «Genitricis  omnium  suavissimae» 
(30  abr.  1911).  Benedicto  XV  dice  que  María  «universi  generis  humani 
amantissima  est  atque  dilectissima  Mater»  (14  nov.  1921),  «cum  eadem  et 
Principem  pacis  lesum  Dominum  ediderit,  et  humani  generis  Mater  sit 
benignissima»  (20  en.  1919).  Pío  XI,  finalmente,  decía:  «Figli  e  figlio 
di  María  lo  siamo  tutti,  dal  Papa  all' ultimo  dei  fedeli»  (Osserv.  Rom., 
31  may.  1933);  «tutti  i  redenti  sonó  figli  di  María»  (Ib.  4  febr.  1935). 


470 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


2.    La  maternidad  espiritual  iniciada  en  la  encarnación 

El  fundamento  de  la  maternidad  espiritual  de  María  es  nuestra  inclusión 
o  incorporación  «en  Cristo  Jesús»,  iniciada  y  radicada  en  la  encarnación 
del  Hijo  de  Dios.  Este  fundamento  lo  expresa  maravillosamente  el  Papa 
San  León  el  Grande,  principalmente  en  sus  diez  sermones  sobre  la  Nativi- 
dad del  Señor,  de  los  cuales  entresacaremos  algunos  testimonios.  En  el 
sermón  IV  dice  que  nosotros  fuimos  «Domino  Salvatori  nostro  per  veram 
susceptionem  nostrae  carnis  inserti»  (ML  54,  207).  Más  hermosamente 
en  el  VI:  «Renovat...  nobis  hodierna  festivitas  nati  lesu  ex  Maria  Virgine 
sacra  primordia;  et  dum  Salvatoris  nostri  adoramus  ortum,  invenimur 
nos  nostrum  celebrare  principium.  Generatio  enim  Christi  origo  est  populi 
christiani,  et  natalis  Capitis  natalis  est  corporis...  Universa...  summa  fide- 
lium,  fonte  orta  baptismatis,  sicut  cum  Christo  in  passione  crucifixi,  in 
resurrectione  resuscitati,  in  ascensione  ad  dexteram  Patris  collocati,  ita  cum 
ipso  sunt  in  hac  nativitate'congeniti.  Quisquis  enim  hominum...  regene- 
ratur  in  Christo,...  habetur  in  germine  Salvatoris»  (ML  54,  213).  En  el 
sermón  VII  agrega:  «Nascens  itaque  Dominus  noster  lesus  Christus,  homo 
verus,...  novae  creaturae  in  se  fecit  exordium,  et  in  ortus  sui  forma  dedit 
humano  generi  spiritale  principium...  Venit  Filius  Dei...  et  ita  se  nobis 
nosque  inseruit  sibi,  ut  Dei  ad  humana  descensio  fieret  hominis  ad  diviná 
provectio»  (ML  54,  217-218). 

De  este  principio  asentado  por  San  León  Magno  deduce  León  XIII 
como  consecuencia  la  maternidad  espiritual  de  María:  «Permagnum  unitatis 
christianae  praesidium  divinitus  oblatum  est  in  Maria...  Ad  spiritualis  ma- 
ternitatis  eius  officium  proprie  id  attinet.  Nam  qui  Christi  sunt,  eos  Maria 
nec  peperit  nec  parere  poterat,  nisi  in  una  fide  unoque  amore:  numquid' 
enim  divisus  est  Christus?  debemusque  una  omnes  vitam  Christi  vivere, 
ut  in  uno  eodemque  corpore  fructificemus  Deo.  Quotquot  igitur  ab  ista 
unitate  calamitas  rerum  funesta  abduxit,  illos  oportet  ut  eadem  Mater,  quae 
perpetua  sanctae  prolis  fecunditate  a  Deo  aucta  est,  rursus  Christo  quo- 
dammodo  pariat»  (5  sept.  1895). 

Pero  lo  que  León  XIII  sólo  veladamente  insinuó,  lo  expresó  claramente 
Pío  X:  «An  non  Christi  Mater  Maria?  — Nostra  igitur  et  Mater  est. — 
Nam  statuere  hoc  sibi  quisque  debet,  lesum,  qui  Verbum  est  caro  factum, 
humani  etiam  generis  Servatorem  esse.  lam,  qua  Deus-Homo,  concretura 
ille,  ut  ceteri  homines,  corpus  nactus  est:  qua  vero  nostri  generis  restitutor, 
spiritale  quoddam  corpus  atque,  ut  aiunt,  mysticum,  quod  societas  eorum 


I 


APÉNDICE  I 


471 


est  qui  in  Christo  credunt.  Multi  unum  corpus  sumus  iri  Christo.  Atqui 
aeternum  Dei  Filium  non  ideo  tantum  concepit  Virgo  ut  fieret  homo,  hu- 
manam  ex  ea  assumens  naturam;  verum  etiam  ut,  per  naturam  ex  ea 
assumptam,  mortalium  fieret  sospitator...  In  uno  igitur  eodemque  alvo  castis- 
simae  Matris,  et  carnem  Christus  sibi  assumpsit,  et  spiritale  simul  corpus 
adiunxit,  ex  iis  nempe  coagmentatum,  qui  credituri  erant  in  eum.  Ita  ut, 
Salvatorem  habens  María  in  útero,  illos  etiam  dici  queat  gestasse  omnes, 
quorum  vitam  continebat  vita  Salvatoris.  Universi  ergo,  quotquot  cum 
Christo  iungimur,  quique,  ut  ait  Apostolus,  memhra  sumuus  corporis  eius, 
de  carne  eius  et  de  ossibus  eius,  de  Mariae  útero  egressi  sumus,  tamquam 
corporis  instar  cohaerentis  cum  Capite.  Unde,  spiritali  quidem  ratione  ac 
mystica,  et  Mariae  filii  nos  dicimur,  et  ipsa  nostrum  omnium  Mater  est. 
Mater  quidem  spiriíu...,  sed  plañe  Mater  membrorum  Christi,  quod  nos 
sumus»  (2  febr.  1904). 

Estos  textos  no  sólo  nos  afirman  el  hecho  de  la  maternidad  espiritual 
iniciada  y  radicada  en  la  encarnación  y  fundada  en  la  solidaridad  de  los 
hombres  en  Cristo,  sino  que  nos  la  presentaH  como  verdadera  generación 
moral  o  espiritual,  con  lo  cual  nos  dan  a  conocer  su  íntima  naturaleza. 
Precisando  más,  podemos  añadir  que  esa  maternidad  de  generación  tiene 
•en  la  encarnación  su  momento  inicial,  que  puede  justamente  denominarse 
el  estadio  de  la  concepción. 

3.    La  maternutad  espiritual  completada  en  el  Calvario 

La  maternidad  espiritual  de  la  encarnación  es  algo  misterioso,  poco  ase- 
quible a  la  generalidad  de  los  fieles.  Por  esto  quiso  Dios  que  una  verdad 
tan  importante  para  la  vida  espiritual  de  los  cristianos  plasmase  en  un 
hecho  tangible.  Tal  fué  la  solemne  declaración  del  Redentor  moribundo, 
cuando,  señalando  al  discípulo  amado,  dijo  a  su  Madre:  «Mujer,  ahí 
tienes  a  tu  hijo»;  y,  señalando  a  su  Madre,  dijo  al  discípulo:  «Ahí  tienes 
a  tu  Madre».  Que  el  discípulo  amado  representase  de  alguna  manera  a 
todos  los  fieles  y  a  todos  los  hombres,  y  que,  consiguientemente,  María 
quedó  definitivamente  constituida  y  declarada  Madre  espiritual  de  los  hom- 
bres, nos  lo  dirán  los  testimonios  de  los  Romanos  Pontífices. 

Inicia  la  serie  de  estos  Pontífices  Benedicto  XIV,  el  cual,  exi)resando, 
no  tanto  su  sentir  cuanto  el  de  toda  la  Iglesia,  escribe:  «Catholica  Ecclesia, 
Sancti  Spiritus  magisterio  edocta,  eandem  [Virginem  Mariam]...  tamquam 
^mantissiraam  Matrem,  extrema  Sponsi  sui  morientis  voce  sibi  relictam, 


472 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


filialis  pietatis  affectu  prosequi  studiosissime  semper  professa  est»  (5  kal. 
oct.  1748). 

Concuerda  Pío  VIII,  que,  enalteciendo  el  patrocinio  de  María,  dice: 
«Ipsa  enim  Mater  nostra,  Mater  pietatis  et  gratiae,  Mater  misericordiae, 
cui  nos  tradidit  Christus  in  cruce  moriturus»  (30  marz.  1830).  Casi  idén- 
ticas palabras  repite  Gregorio  XVI  (18  may.  1832). 

Pero  estos  testimonios,  con  ser  tan  claros  y  terminantes,  palidecen  al 
lado  de  las  magníficas  declaraciones  del  gran  Pontífice  León  XIII.  Parece 
que  Dios,  para  recomendar  más  eficazmente  y  confirmar  más  sólidamente 
la  verdad  inconcusa  de  la  maternidad  espiritual  de  María,  quiso  valerse 
de  la  soberana  inteligencia  del  «gran  Papa  León»,  como  siguió  llamándosele 
en  Roma  durante  largo  tiempo.  Escribe,  pues,  el  inmortal  Pontífice: 
«Virgo  sanctissima,  quemadmodum  lesu  Christi  Genitrix,  ita  omnium  est 
christianorum  Mater,  quippe  quos  ad  Calvariae  montem  ínter  supremos 
Redemptoris  cruciatus  generavit»  (15  ag.  1899).  Dos  años  más  tarde  ex- 
plicaba más  ampliamente  su  pensamiento:  «Potens  ea  quidem,  Dei  Parens 
Omnipotentis,  sed,  quod  sapit  dulcius,  hoc  ipso  quod  Unigenae  sui  Matrem 
elegit,  maternos  plañe  indidit  sensus,  aliud  nihil  spirantes,  nisi  amorem  et 
veniam:  talem  facto  suo  lesus  Christus  ostendit,  cum  Mariae  subesse  et  ob- 
temperare ut  matri  filius  sponte  voluit;  talem  de  cruce  praedicavit,  cum 
universitatem  humani  generis,  in  lohanne  discípulo,  curandam  ei  foven- 
damque  commisit;  talem  denique  se  dedít  ipsa,  quae  eam  immensi  laboris 
hereditatem,  a  moriente  Filio  relictam,  magno  complexa  animo,  materna 
in  omnes  officia  confestim  coepit  impenderé.  Tam  carae  misericordiae 
consilium,  in  María  divinitus  institutum  et  Christi  testamento  ratum,  inde 
ab  initio  sancti  Apostolí  priscique  fideles  summa  cum  laetitia  senserunt. 
Senserunt  item  et  docuerunt  venerabiles  Ecclesiae  Patres,  omnesque  in  omni 
aetate  christianae  gentes  unanimae  consensere.  Idque  ipsum,  vel  memoria 
omni  litterísque  silentíbus,  vox  quaedam  e  cuiusque  christiani  homnis  pectore 
erumpens,  loquitur  disertissima.  Non  aliunde  est  sane  quam  ex  divina  fide, 
quod  nos  praepotenti  quodam  impulsu  agimur  blandissimeque  rapimur  ad 
Mariam»  (22  sept.  1891).  Tres  años  después  añadía:  «Stabat  iuxta  crucem 
lesu  Maria  Mater  eius,  quae  tacta  in  nos  caritate  immensa  ut  susciperet  filios, 
Filium  ipsa  suum  ultro  obtulit  iustitiae  divinae»  (8  sept.  1894).  Por  abril 
del  año  siguiente  escribía  una  conmovedora  Epístola  a  los  ingleses  sobre 
la  unidad  de  la  fe,  al  fin  de  la  cual  dice:  '  Itaque  suppliciter  imploremus... 
ante  omnes  sanctissimara  Dei  Genitriceni.  quam  humano  generi  Christus 
ipse  e  cruce  reliquit  atque  attribuit  Matrem»  (14  abr.  1895).  Acompañaba 
a  la  Epístola  una  oración  «Ad  Sanctissimam  Virginem  pro  Anglis»,  que 


APÉNDICE  I 


473 


contenía  esta  súplica:  «Eia  igitur,  ora  pro  nobis,  quos  tibi  apud  crucem 
Domini  excepisti  filios,  o  Perdolens  Mater».  No  menos  conmovedora  es 
la  Encíclica  dirigida  poco  después  a  todo  el  orbe  cristiano,  en  la  cual  invi- 
taba paternalmente  a  todos  los  Orientales  a  la  unidad  de  la  fe,  que  el  Papa 
confiaba  alcanzar  por  la  intervención  maternal  de  María.  No  siendo  posible 
transcribir  toda  la  Encíclica,  reproduciremos  solamente  las  expresiones 
más  significativas:  ((Eximiae  in  nos  caritatis  Christi  mysterium  ex  eo  quoque 
luculenter  proditur,  quod  moriens  Matrem  ille  suam  lohanni  discípulo  ma- 
pontificios.  Escribe  León  XIII:  «universitatem  humani  generis,  in  lohanne 
autem,  quod  perpetuo  sensit  Ecclesia,  designavit  Christus  personara  humani 
generis,  eorum  in  primis,  qui  sibi  ex  fide  adhaerescerent.  In  qua  sententia 
sanctus  Anselmus  Cantuariensis:  Quid,  inquit,  potest  dignius  aestiinari, 
quam  ut  tu.  Virgo,  sis  Mater  eorum,  quorum  Christus  dignatur  esse  pater 
et  jrater?...  Verissime  quidem  Mater  Ecclesiae...  Ecquid  non  impenderé 
ipsa  velit  bonitatis  providentiaeque,. . .  ut  unitatis  bonum  perficiat  in  chri- 
stiana  familia,  quae  suae  maternitatis  insignis  est  fructus?  Auspiciumque 
rei  non  longius  eventurae  ea  videtur  confirmari  opinione  et  fiducia  quae  in 
animis  piorum  calescit:  Mariam  nimirum  felix  vinculum  fore,  cuius  firma 
lenique  vi,  eorum  omnium,  quotquot  ubique  sunt,  qui  diligunt  Christum, 
unus  fratrum  populus  fiat»  (5  sept.  1895).  Por  fin,  en  1897,  sintiéndose 
ya  próximo  a  la  muerte,  el  inmortal  Pontífice  quiso  dejar  como  testamento 
a  la  Iglesia  el  testamento  mismo  de  Jesús  moribundo,  con  estas  sentidas 
palabras:  «Cum  supremo  vitae  suae  publicae  tempore  novum  conderet  Testa- 
mentum,  divino  sanguine  obsignatum,  eandem  [Virginem  lesos]  dilecto 
Apostólo  commisit  verbis  illis  dulcissimis:  Ecce  Mater  fuá.  Nos  igitur, 
qui,  licet  indigni,  vices  ac  personara  geriraus  in  terris  lesu  Christi  Filii  Dei, 
tantae  Matris  persequi  laudes  numquam  desistemus,  dum  hac  lucis  usura 
fruemur.  Quam  quia  sentimus  haud  futuram  Nobis,  ingravescente  aetate, 
diuturnam,  faceré  non  possumus  quin  oranibus  et  singulis  in  Christo  filüs 
nostris  Ipsius  cruce  pendentis  extrema  verba,  quasi  testamento  relicta,  ite- 
remus:  Ecce  Mater  tua.  Ac  praclare  quidem  Nobiscum  actura  esse  cense- 
biraus,  si  id  nostrae  coraraendationes  effecerint,  ut  unusquisque  fidelis 
Mariali  cultu  nihil  habeat  antiquius,  nihil  carias,  liceatque  de  singulis 
usurpare  verba  lohannis,  quae  de  se  scripsit:  Accepit  eam  discipulus  in  sua» 
(12  sept.  1897).  El  conjunto  de  todas  estas  declaraciones  y  recomenda- 
ciones, por  su  constante  repetición,  por  el  tono  de  seguridad,  por  las  cir- 
cunstancias que  las  acompañan,  si  no  equivale  a  una  formal  definición 
dogmática,  no  dista  mucho  de  ella.  Para  terminar,  no  podemos  menos  de 
señalar  un  rasgo  singularmente  amable  que  en  la  maternidad  de  la  Virgen 


474 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Dolorosa  nos  descubre  el  gran  Pontífice,  y  es  ser  esta  maternidad  un  don 
regaladísimo  de  Cristo  y  una  inefable  delicadeza  de  su  Corazón.  Dice  el 
Papa:  «Id...  si  debemus  Christo  quod  nobiscum  ius  sibi  proprium  quo- 
dammodo  communicaverit,  Deura  vocandi  et  habendi  Patrem,  eidem  simi- 
liter  debemus  communicatum  amantissime  ius  Mariam  vocandi  et  ha- 
bendi Matrera»  (8  sept.  1892).  Y  en  la  Oración  por  los  ingleses  dice  así, 
dirigiéndose  a  María:  «Per  te  datus  est  Christus  Salvator  mundi,  in  quo 
spes  nostra  consisteret:  ab  Ipso  autem  tu  data  es  nobis,  per  quani  spes  eadem 
augeretur». 

Benedicto  XV,  recogiendo  la  herencia  de  León  XIII  escribía:  «Liquet 
Item  Virginem  Perdolentem,  utpote  quae,  a  lesu  Christo  universorum  homi- 
num  Mater  constituta,  eos  tamquam  infinitae  caritatis  testamento  sibi  re- 
lictos acceperit,  officiumque  tuendae  spirituaüs  eorum  vitae  materna  bonitate 
expleat,  faceré  non  posse  quin  carissimis  ex  adoptione  filiis  eo  temporis 
momento  studiosius  opituletur,  quo  de  eorum  salute  ac  sanctitate  agitur  in 
sempiternum  aevum  confirmanda»  (22  mar.  1918). 

Pío  XI,  en  quien  reaparece  toda  la  grandeza  pontifical  de  León  XIII, 
proclama  y  enaltece  la  maternidad  de  la  Virgen  Dolorosa  con  no  menor 
encarecimiento  que  su  gran  predecesor.  Su  primer  testimonio  está  en  rela- 
ción con  el  de  Benedicto  XV,  que  acabamos  de  citar.  Escribe  así  Pío  XI : 
«Ñeque  enim  is  mortem  oppetat  sempiternam,  cui  beatissima  Virgo...  ad- 
fuerit.  Quae  Doctorum  sententia...  ea  potissimum  causa  innititur,  quod 
Virgo  Perdolens  redemptionis  opus  cum  lesu  Christo  participavit,  et,  consti- 
tuta hominum  Mater,  eos,  sibi  veluti  testamento  divinae  caritatis  commen- 
datos,  amplexa  sit  filios  amantissimeque  tueatur»  (2  febr.  1923).  Dos  años 
más  tarde  repetía:  «Quae  in  beatissimae  Virginis  honorem  institutae  sunt 
festorimi  celebritates,  effecere  illae  quidem,  ut  populas  christianus...  Ma- 
trera sibi  a  Rederaptore  quasi  testaraento  relictam  amaret  ardentius» 
(11  dic.  1925).  AI  año  siguiente  añadía:  «Maria,...  cura  homines  universos 
in  Calvaría  habuerit  materno  animo  suo  commendatos,  non  minus  eos  fovet 
ac  diligit,  qui  se  fuisse  a  Christo  lesu  redemptos  ignorant,  quam  qui  ipsius 
redemptionis  beneficiis  fruuntur  feliciter»  (28  febr.  1926).  «...II  pensiero 
di  Maria...  di  quella  tenerezza  che  attinse  il  paterno  Cuore  di  Gesü  nel 
momento  piü  solenne  e  divinamente  trágico,  nel  quale  fu  lasciata  a  noi, 
come  in  testamento  suprerao  d'amore...»  (Osserv.  Rom.,  10  may.  1926). 
Más  brevemente,  años  después,  escribiendo  al  Cardenal  Vicario,  con  ocasión 
del  centenario  del  Concilio  de  Efeso:  «Cum  enim  omnes  homines  filii  sint, 
moriente  lesu  testante,  Deiparae  Virginis,  eos  omnes  etiam  decet  de  ipsius 
laudibus  laetari»  (AAS  1931,  10-12).    Pero  cuando  llega  el  Centenario  de 


APÉNDICE  I 


475 


la  Redención,  apenas  habla  el  Pontífice  sin  recordar  la  maternidad  espiritual 
<Je  María  al  pie  de  la  cruz.  He  aquí,  los  testimonios  que  hemos  recogido: 
«María  Virgo,  sub  cruce  Nati,  omnium  hominum  Mater  constituta  pie 
sollemniterque  recolitur»  (16  jul.  1933).  «11  XIX  Centenario  della  Reden- 
zione...  é...  il  Centenario  della  Maternitá  universale  di  Maria,  proclamata 
ufficialmente  dal  Divino  Re  sul  suo  trono,  la  Croce»  (Osserv.  Rom.,  20  ag. 
1933).  «Non  deve  passare  giorno  senza  il  ricordo  della  Madre  celeste,  che 
ci  é  stata  affidata  sotto  la  croce»  (Ib.  1  nov.  1933).  «E  proprio  sotto  lai 
croce,  negli  ultimi  momenti  della  sua  vita,  il  Redentore  la  proclamava 
Madre  nostra  e  Madre  universale:  Ecce  filius  tuus,  diceva  a  S.  Giovanni, 
■che  rappresentava  noi  tutti;  nello  stesso  Apostólo  eravamo  ancora  noi  tutti 
a  raccogliere  le  altre  parole:  Ecce  Mater  tua.  Quei  buoni  fedeli  dunque 
•erano  venuti  a  celebrare  con  il  Santo  Padre  il  XIX  Centenario  non  solo 
della  Redenzione,  ma  anche  della  Maternitá  universale  di  Maria,  proclamata 
ufficialmente  e  solennemente  con  le  parole  stesse  del  Figlio  di  Dio  nel  mo- 
mento particolarmente  solenne  della  sua  morte»  (Ib.  1  dic.  1933).  «Essi 
■erano  venuti  a  celebrare  presso  il  Vicario  di  Cristo  il  XIX  Centenario  della 
divina  Redenzione,  ma  anche  il  XIX  Centenario  di  Maria,  il  Centenario 
<iella  Sua  Corredenzione,  della  Sua  universale  Maternitá  (Ib.  25  marz.  1934). 
«Uno  del  frutti  piü  preziosi  della  Redenzione  é  la  Maternitá  universale  di 
Maria.  E  non  si  sarebbe  potuto  celebrare  il  centenario  della  Redenzione, 
senza  ricordare  che  dalla  sua  Croce,  mentre  piü  acute  e  terribili  erano  le 
Sue  sofferenze  di  morte,  il  Salvatore  diede  a  noi  tutti  la  stessa  Madre  Sua 
per  Madre  nostra:  Ecco  il  tuo  figlio;  Ecco  la  tua  Madre.  É  il  Divin  Reden- 
tore che  ci  ha  dato  Maria  in  Madre  nostra  universale;  e  questo  é  l'intimo 
nesso  che  passa  tra  la  Redenzione  e  la  Maternitá  umana  di  Maria»  (Ib.  5 
abr.  1934).  Finalmente,  en  la  clausura  del  Año  Santo  de  la  Redención 
decía  el  Pontífice:  «...  La  Vergine  Madre  di  Dio,  alia  quale,  mentre  stava 
ai  piedi  della  Croce,  nel  piíi  profondo  dolore,  l'Unigenito  suo  affido  la  fa- 
miglia  umana  come  ad  amorossima  Madre»  (Ib.  29  abr.  1935).  Y  en  el 
mensaje  radiado  añadía:  «O  Mater  pietatis  et  misericordiae,...  conserva 
in  nobis,  quaesumus,  atque  adauge  in  dies  pretiosos  Redemptionis  et  tuae 
Compassionis  fructus,...  quae  omnium  es  Mater»  (Ib.). 

La  conclusión  que  sacábamos  de  solos  los  testimonios  de  León  XIII, 
queda  notablemente  corroborada  con  los  testimonios  de  los  demás  Pontí- 
fices, de  todos  los  cuales  hay  que  concluir  que  la  verdad  de  la  maternidad 
•espiritual  y  universal  de  María  es,  por  lo  menos,  doctrina  católica. 

Pero  de  las  enseñanzas  pontificias  no  sólo  se  colige  la  verdad  sustancial, 
sino  también  otras  propiedades  o  modalidades  de  la  maternidad  espiritual. 


47(J 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


La  primera  es  su  universalidad.  Los  textos  pontificios  son  en  este 
sentido  categóricos  y  decisivos.  María  es  Madre  de  todos  los  cristianos 
y  de  todos  los  hombres.  Dice,  por  ejemplo,  León  XIII:  «universitatem 
humani  generis...  curandam  ei  fovendamque  commisit»;  pero  añade 
en  otro  lugar:  «eorum  in  primis,  qui  sibi  ex  fide  adhae- 
rescerent». 

No  es  tan  constante  y  uniforme  la  manera  como  los  Romanos  Pontífices 
nos  presentan  la  naturaleza  de  esta  maternidad.  Para  expresarla  emplean 
gran  variedad  de  fórmulas:  dicen  que  Cristo  nos  dió,  dejó,  asignó,  legó 
a  María  como  Madre,  o,  vice-versa,  que  nos  confió  o  encomendó  a  ella, 
o  bien  que  ella  nos  recibió  o  aceptó  como  hijos;  además  Benedicto  XV  la 
llama  «adopción»,  y  León  XIII  generación.  Sobre  esto,  Benedicto  XV  y 
Pío  XI  dicen  que  María  fué  «constituida^  Madre  de  los  hombres;  Pío  XI, 
que  fué  «oficial  y  solemnemente  proclamada»  Madre  nuestra.  Para  conci- 
liar y  harmonizar  todas  estas  expresiones,  hay  que  presuponer  dos  cosas: 
primera,  que  María  por  la  encarnación  ya  era  de  algún  modo  Madre  da 
los  hombres  «en  Cristo  Jesús»;  segunda,  que  con  la  Corredención  dolorosa 
completaba  la  maternidad  iniciada  en  la  encarnación,  algo  así  como  el  parto 
completa  la  concepción.  Pero  esta  maternidad,  basada  en  la  unión  mística 
de  los  hombres  con  Cristo,  era  misteriosa  y  secreta:  convenía,  por  tanto, 
exteriorizarla  o  sensibilizarla.  Esto  hicieron  las  palabras  del  Redentor  mo- 
ribundo; que,  ratificando  la  maternidad  mística,  al  mismo  tiempo  la  pro- 
clamaron oficial  y  solemnemente  y  vincularon  a  ella  el  ejercicio  de  los 
oficios  maternales  de  María  para  con  los  hombres.  Así  entendida,  esta 
maternidad  puede  llamarse  generación  o,  más  concretamente,  parto  espiri- 
tual de  la  humanidad  regenerada  «en  Cristo  Jesús» ;  y  puede  también, 
por  parte  de  María,  llamarse  adopción,  aunque  en  sentido  menos  propio,  por 
cuanto  María  tomaba  sobre  sí  el  desempeño  de  los  oficios  maternales. 
Puede  también  llamarse  promulgación  de  la  maternidad,  como  es  claro,  y, 
al  mismo  tiempo,  institución  o  creación  de  esta  maternidad,  no  sólo  por 
cuanto  se  le  da  carácter  sensible  y  oficial,  sino  también  por  cuanto  Cristo, 
aceptando  la  cooperación  de  María  a  la  obra  de  la  redención,  le  daba 
eficacia  para  que  pudiera  ser  generación  espiritual. 

Esta  conexión  entre  la  Corredención  y  la  maternidad  espiritual,  o,  lo 
que  es  lo  mismo,  esta  virtud  generativa  de  la  Corredención,  que  anterior- 
mente hemos  establecido  por  principios  internos,  la  insinúa  también 
León  XIII,  al  decir  que  María,  «tacta  in  nos  caritate  immensa  ut  susciperet 
filios,  Filium  ipsa  suum  ultro  obtulit  iustitiae  divinae» :  la  actuación  de 
Corredentora  es  título  y  principio  de  la  maternidad.    Y  esta  es  otra  pro- 


APÉNDICE  I 


477 


piedad  o  modalidad  de  la  maternidad  espiritual:  que  es  maternidad  dolo- 
rosa,  maternidad  de  lágrimas  y  de  sangre. 

Otra  propiedad  de  la  maternidad  espiritual  es  su  carácter  activo  y,  por 
así  decir,  laborioso,  por  cuanto  al  aceptarla,  María  contrae  el  compromiso 
de  atender  a  la  crianza  y  educación  espiritual  de  los  hombres.  Estos  oficios 
maternales  no  son  en  la  realidad  otra  cosa  que  la  intercesión  actual  de 
María  y  la  dispensación  de  las  gracias.  Esta  conexión  entre  la  maternidad 
espiritual  y  la  intercesión  y  dispensación  se  halla  frecuentemente  expresada 
y  declarada  en  los  documentos  pontificios.  De  todo  lo  cual  resulta  que  la 
maternidad  espiritual,  si,  por  una  parte,  se  basa  y  radica  en  la  Correden- 
ción, por  otra,  es  la  base  y  raíz  de  la  actual  intercesión  y  dispensación: 
conexión  importantísima,  para  apreciar  las  íntimas  relaciones  de  las  ver- 
dades fundamentales  de  la  Soteriología  Mariana. 

Queda  por  resolver  un  problema  importante  para  entender  debidamente 
la  maternidad  espiritual  del  Calvario  y  los  testimonios  pontificios  referentes 
a  ella.  Con  las  palabras:  «Ecce  filius  tuus»,  «Ecce  Mater  tua»,  declaró  el 
Redentor  la  maternidad  espiritual  de  María.  Pero  ¿en  qué  sentido?  ¿lite- 
ral? ¿típico?  Oigamos  lo  que  sobre  esto  dicen  o  sugieren  los  testimonios 
pontificios.  Escribe  León  XIII:  «universitatem  humani  generis,  in  lohanne 
discípulo,  curandam  ei  fovendamque  commisit» ;  y  más  claramente  en  otro 
lugar:  «Moriens  Matrem  ille  suam  lohanni  discípulo  matrem  voluit  re- 
lictam...  In  lohanne  autem,  quod  perpetuo  sensit  Ecclesia,  designavit  Chri- 
stus  personam  humani  generis»;  lo  mismo  dice  Pío  XI:  «II  Redentore  la 
proclamava  Madre  nostra  e  Madre  universale:  Ecce  filius  tuus,  diceva  a 
S.  Giovanni,  che  rappresentava  noi  tutti;  nello  stesso  Apostólo  eravamo 
ancora  noi  tutti  a  raccogliere  le  altre  parole:  Ecce  Mater  tuay>.  Según  esto 
las  palabras  del  Redentor  se  refieren  a  nosotros,  no  directamente,  sino  en 
cuanto  estábamos  representados  en  San  Juan.  Parece,  por  tanto,  que  las 
palabras  del  Redentor  expresan  la  maternidad  espiritual  respecto  de  nos- 
otros, no  en  sentido  literal,  sino  en  sentido  típico.  Pero  contra  semejante 
interpretación  militan  dos  dificultades  no  despreciables:  primera,  que, 
según  una  opinión  probable,  en  el  Nuevo  Testamento  no  existen  tipos  pro- 
piamente dichos;  segunda,  que  Juan,  primogénito  entre  los  hijos  espiri- 
tuales de  María  no  puede  ser  propiamente  tipo,  ya  que  el  tipo  suele  ser  de 
orden  o  categoría  inferior  al  antitipo  o  cosa  representada.  La  dificultad' 
desaparece,  y  todo  se  explica  razonablemente,  si  se  entienden  las  palabras( 
del  Redentor  conforma  a  la  «teoría  Antioquena» ;  es  decir,  si  se  admite 
que  con  estas  palabras  expresaba  el  Redentor  dos  maternidades  diferentes: 
una,  más  humana  o  familiar,  de  orden  inferior,  y  otra  más  excelsa  y  sobre- 


478 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


natural,  de  orden  superior,  representada  o  figurada  en  la  primera;  y  que 
Juan,  consiguientemente,  era  investido  con  doble  filiación:  una,  más  fa- 
miliar, que  sólo  a  él  pertenecía,  y  otra,  más  elevada,  que  él  recibía  en  repre- 
sentación de  toda  la  humanidad.  Ambas  significaciones  pretendía  el  Re- 
dentor dar  a  sus  palabras,  si  bien  la  segunda  a  través  de  la  primera  y  ert 
cuanto  estaba  representada  en  ella.  Semejante  sentido,  que  tiene  algo  de 
literal  y  algo  de  típico,  no  es  propiamente  ni  típico  ni  literal,  en  el  sentido 
que  suele  darse  ordinariamente  a  estos  términos.  Y  semejante  harmoni- 
zación coordinada  o  subordinada  de  sentidos  es  la  característica  de  la 
llamada  «teoría  Antioquena» ;  que  creemos  nos  da  la  clave  para  la  solución 
del  problema  propuesto. 


III.    Intercesión  actual 

En  la  intercesión  actual  o  celeste,  tomada  la  palabra  ((intercesión»  en  et 
sentido  etimológico  de  ((intervención»,  hay  que  distinguir  dos  aspectos  o 
actos  diferentes:  la  oración  y  la  acción.  Por  la  oración,  María  obtiene  de 
Dios  las  gracias;  con  la  acción,  las  dispensa,  distribuye  o  administra.  Este 
doble  aspecto  de  la  intercesión  lo  enseña  Pío  XI  con  estas  precisas  palabras: 
<(Dio  da  le  grazie,  María  le  ottiene  e  le  distribuisce»  (Osserv.  Rom.,  16-17 
ag.  1933). 

1.    Oración  celeste  de  María 

Las  enseñanzas  de  los  Romanos  Pontífices  sobre  la  oración  o  depreca- 
ción de  María  en  los  cielos  ponen  de  relieve  tres  propiedades  principales: 
a)  su  dignidad  o  valor  singular;  6)  su  alcance  o  amplitud  universal;  c)  sul 
tendencia  o  determinación  individual;  es  decir,  que  la  intercesión  actual  de 
María  es  omnipotente,  o,  como  se  ha  dicho,  es  la  omnipotencia  suplicante; 
que  abarca  todas  las  gracias,  sin  que  una  sola  se  conceda,  que  no  sea  por? 
la  intercesión  de  María;  que  esta  universalidad  no  es  global,  sino  distinta 
y,  por  así  decir,  singular  o  individual.  Y,  como  son  tantos  los  testimonios 
pontificios,  referentes  a  estos  puntos,  nos  ceñiremos  a  unos  pocos,  más  signi- 
ficativos y  claros. 


APÉNDICE  I 


479 


A.    Valor  singular  de  la  intercesión  Mariana 

Ya  San  Gregorio  II,  refutando  las  calumnias  de  León  Isáurico,  escribía: 
«Dicis  nos  lapides  et  parietes  ac  tabellas  adorare.  — Non  ita  est,  ut  dicis,  im- 
perator...  Non  enim  spem  in  illis  habemus.  Ac,  siquidem  imago  sit  Domini, 
dicimus:  Domine  lesu  Christe,  Füi  Dei,  succurre,  et  salva  nos.  Sin  autem 
sanctae  Matris  eius,  dicimus:  Sancta  Dei  Genitrix,  Domini  Mater,  intercede 
apud  Füium  tuum,  verum  Deum  nostrum,  ut  salvas  faciat  animas  nostras» 
(Bull.  Rom.,  t.  I,  1,  pág.  221). 

Inocencio  III  dice  de  María:   «Haec  est  Mater  pulcrae  dilectionis  et » 
sanctae  spei,  quae  pro  miseris  orat,  pro  afflictis  supplicat,  pro  peccatoribus 
intercedit»  (ML  217,  578). 

Bonifacio  IX:  «Haec  est  enim  illa,  quae...  pro  christiano  populo  ut 
Advócala  strenua  et  exoratrix  pervigil  ad  Regem,  quem  genuit,  intercedit» 
(V  id.  nov.  1390).  Idénticas  o  parecidas  expresiones  repiten  Sixto  IV 
(28  febr.  1476),  León  X  (prid.  non.  act.  1520),  Sixto  V  (30  en.  1586). 

Pío  VIII,  comparando  la  intercesión  de  la  Madre  con  la  del  Hijo,  dice 
que  «sicut  ille  ad  Patrem,  ita  haec  apud  Filium  interpellaret  pro  nobis» 
(30  marz.  1830). 

Esta  comparación  repite  con  las  mismas  palabras  Gregorio  XVI 
(18  may.  1832).  Y  años  más  tarde  añadía:  «Numquam  autem  desinite 
ipsam  clementissimara  gratiae  et  misericordiae  Matrem  suppliciter  exorare, 
ut  potentissimo  suo  apud  Filium  patrocinio  infirmitatem  nostram...  adiuvet 
atque  sustentet»  (23  abr.  1845;  7  may.  1845).  Y,  refiriéndose  al  patro- 
cinio de  María  sobre  Roma,  escribía:  «Romanos  praesertim  cives...  inflam- 
mare  numquam  cessavimus,  ut...  certissimam  benignissimae  Deiparae  Vir- 
ginis  tutelam  postulare  atque  exposcere  studerent,  quo  ipsa  validis  suis  apud 
Deum  precibus  maximisque  suffragantibus  meritis...  suam  hanc  dilectam 
Urbem  benigna  fortunare  vellet...  Naque  vota  irrita  cessere.  Respexit  enim 
beatissima  Virgo  ad  Nostras  et  populi  Romani  preces,...  atque  omnium  ora- 
tiones  postulationesque  suis  ipsa  manibus  offerens  Deo  super  altare  aureum, 
effecit  ut  clementissimus  Dominus  contritorum  cordium  holocausta  in  odorem 
suavitatis  acciperet»  (15  ag.  1838). 

De  Pío  IX  podríamos  aducir  innumerables  testimonios.  Ya  en  su 
primera  Encíclica  escribía  a  todos  los  fieles:  «Ut  autem  clementissimus 
Deus  facilius  inclinet  aurem  suam  in  preces  nostras,  et  nostris  annuat 
votis,  deprecatricem  apud  ipsum  semper  adhibeamus  sanctissimam  Dei 
Genitricem  Immaculatam  Virginem  Mariam,  quae  nostrum  omnium  dul- 


480 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


cissima  Mater,  Mediatrix,  Advócala  et  spes  fidissima  ac  máxima  fiducia 
est,  cuius  patrocinio  nihil  apud  Deum  validius,  nihil  praesentius»  (9  nov. 
1846).  Tres  años  más  tarde  añadía:  «Invocemus  etiam  sanctissimam  Dei 
Genitricem  Immaculatam  Virginem  Mariam,  quae  praevalido  apud  Deum 
patrocinio  suo  quod  quaerit  invenit,  et  frustari  non  potest»  (8  dic.  1849). 
Dejados  otros  muchos  testimonios,  sirvan  de  conclusión  estas  memorables 
palabras  del  inmortal  Pontífice:  «Hanc  [gratiam]  per  Immaculatam 
praesertim  Virginem  quaeramus,  cuius  preces  apud  Filium  imperii  cuiusdam 
rationem  habent»  (25  jul.  1875). 

¿Y  qué  diremos  de  León  XIII?  Cuyas  maravillosas  Encíclicas  Ma- 
riales  principalmente  nos  brindan  a  manos  llenas  magníficos  testimonios. 
María,  decía,  «tanta  apud  Filium  gratia  et  potestate  valet,  ut  maiorem 
nec  humana  nec  angélica  natura  assecuta  sit  umquam  aut  assequi  possit» 
(1  sept.  1883).  Pero  más  significativas  que  todas  sus  enseñanzas  son  estas 
declaraciones,  íntimas  y  personales,  del  gran  Pontífice:  «Magnae  Dei  Matris 
amorem  et  cultum,  quotiens  ex  occasione  liceat  excitare  in  christiano  populo 
et  augere,  totiens  Nos  mirifica  voluptate  et  laetitia  perfundimur,  tamquam 
de  ea  re,  quae,  non  solum  per  se  ipsa  praestantissima  est  multisque  modis 
frugífera,  sed  etiam  cum  intimo  animi  Nostri  sensu  suavissime  concinit. 
Sancta  nimirum  erga  Mariam  pietas,  semel  ut  paene  cum  lacte  suximus, 
crescente  aetate,  succrevit  alacris  valuitque  in  animo  firmius:  eo  namque 
illustrius  mentí  apparebat  quanto  illa  esset  et  amore  et  honore  digna,  quam 
Deus  ipse  amavit  et  dilexit  primus,  atque  ita  dilexit,  ut  unam  ex  universitate 
rerum  sublimius  evectam  amplissimisque  ornatam  muneribus  sibi  adiunxerit 
Matrem.  Eius  autem  bonitatis  in  Nos  beneficientiaeque  complura  et  splen- 
dida  testimonia,  quae  summa  cum  gratia  nec  sine  lacrimis  recordamur, 
eandem  in  Nobis  pietatem  et  foverunt  amplius  et  vehementer  incendunt. 
Per  multa  enim  et  varia  et  formidolosa  quae  inciderunt  témpora,  semper 
ad  eam  confugimus,  semper  ad  eam  intentis  oculis  cupidisque  suspeximus; 
omnique  spe  et  metu,  laetitia  et  acerbitatibus,  in  sinu  eius  repositis,  hae3 
fuit  assidua  cura,  orandi  ab  ea,  Nobis  vellet  benigna  in  modum  Matris  per 
omne  tempus  adesse  et  illud  impetrare  eximium,  posse  Nos  ei  vicissim  dedi- 
tissimam  filii  voluntatem  probare.  Ubi  deinde  arcano  Providentis  Dei  con- 
silio  est  factum,  ut  ad  hanc  Beati  Petri  Cathedram,  ad  ipsam  videlicet 
Christi  personara  in  eius  Ecclesia  gerendam,  assumeremur,  tum  vero  ingentis 
muneris  gravitate  commoti,  nec  ulla  sustentati  fiducia  virtutis  Nostrae,  subsi- 
dia divinae  opis,  in  materna  Virginis  beatissimae  fide,  impensiore  studio 
flagitare  contendimus.  Spes  autem  Nostra,  gestit  animus  profiteri,  cum  in 
omni  vita,  tum  máxime  in  supremo  Apostolatu  fungendo,  eventu  rerum 


APÉNDICE  I 


481 


numquam  non  habuit  fructum  vel  levamentum.  Ex  quo  spes  eadem  Nobis 
multo  nunc  surgit  erectior  ad  plura  maioraque,  auspice  illa  et  conciliatrice, 
expetenda,  quae  pariter  saluti  christiani  gregis  atque  Ecclesiae  gloriae  feli- 
cibus  incrementis  proficiant»  (8  sept.  1892). 

También  Pío  X  abunda  en  semejantes  testimonios,  más  fáciles  de  reco- 
ger que  de  escoger.  Bastarán  unos  pocos  ejemplos  para  muestra.  <(Expe- 
riendo  quippe  novimus  eiusmodi  precem,  quae  caritate  funditur,  et  Virginis 
sanctae  imploratione  fulcitur,  irritam  fuisse  numquam»  (2  febr.  1904). 
«Divinae  Matris  apud  Christum  patrocinio  confisi  semper  sumus»  (17  jun. 
1908).  «Ipsa  clemens  et  pia  nostras  Filio  porrigit  preces,  quibus  ad  eam 
cottidie  clamamus:  lesum,  benedictum  fructum  ventris  tui,  nobis  post  hoc 
exüium  ostende.  Pergat  caeli  Regina  et  advocata  nostra  Maria  materno 
nobiscum  muñere  fungi»  (Serm.  «Conspectus  vester»,  IV  nov.  1910). 

Benedicto  XV  hablaba  así  a  los  Emmos.  Cardenales:  «Faveat  commu- 
nibus  Ecclesiae  votis  adiutrix  christianorum  sanctissima  Deipara,  et  sui 
patrocinii  suffragio  impetret  a  Filio,  ut...  pax  Christi  revisat  orbem  terra- 
rum»  (22  en.  1915). 

Por  fin,  Pío  XI  decía:  «Se  la  grazia  é  di  Dio,  é  pero  data  per  Maria, 
che  é  la  nostra  Avvocata  e  Mediatrice»  (Osserv.  Rom.,  16-17  ag.  1933). 
Y  María  cumple  este  oficio  de  Abogada,  porque  es  «bontá  suprema,  che  é 
misericordia  per  tutte  le  miserie  nostre»  (Osserv.  Rom.,  10  may.  1926). 

B.    Universalidad  de  la  intercesión  Mariana 

Que  la  intercesión  de  María  sea  universal,  es  decir,  que  comprenda 
todas  las  gracias,  o  que  Dios  no  conceda  gracia  alguna  que  no  esté  recomen- 
dada por  la  intercesión  de  María,  se  afirma  implícitamente  en  varios  de  los 
testimonios  aducidos  últimamente;  pero,  pues  existen  testimonios  más  claros 
y  explícitos,  y  la  importancia  de  la  materia  los  reclama,  presentaremos 
algunos  de  los  que  tenemos  recogidos. 

Paulo  V  escribe:  «Dum  praecelsa  meritorum  insignia,  quibus  ipsa  Virgo 
Dei  Genitrix  gloriosa...  quasi  stella  matutina  refulget,  Nos  pia  considera- 
tionis  indagine  perscrutamur ;  dum  etiam  intra  pectoris  arcana  revolvimus, 
quod  ipsa,  uti  Mater  misericordiae,  pro  christiano  populo  sedula  exoratrix 
et  pervigil  ad  Regem  quem  genuit  intercedit,  quodque  eandem  sacratis- 
simam  Virginem  in  ómnibus  rerum  difficultatibus  ac  operibus  nostris  semper 
invenimus  adiutricem,  ac  innúmera  quae  largitor  altissimus  nobis  contulit 
beneficia  piis  illius  precibus  credimus  accepisse:  ...  debitum  arbitramur,  ut, 

31 


482 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


sicuti  Redemptor  noster  el  Deus  ipsam  sacratissimam  Virginem  sublimavit 
in  caelis,  ita  eaiti  nos,  quantum  possumus,  honoremus  in  terris»  (V  kal. 
nov.  1615).  Semejantes  fórmulas  repiten  Urbano  VIII  (VI  id.  may.  1625), 
Clemente  IX  31  oct.  1667),  Clemente  XI  (6  dic.  1708),  Benedicto  XIV 
(V  kal.  oct.  1748)  y  Clemente  XIII  (XVI  kal.  febr.  1761). 

Más  significativas  son  las  palabras  de  Pío  VII:  «Tanto  studio  tantaque 
caritate  beatissima  Virgo  Maria  nobis  ómnibus  divinam  opem  obtinere  gestit, 
ut,  quemadmodum  per  ipsam  Deus  descendit  in  terram,  ita  etiam  per  ipsara 
homines  adscendant  in  caelum.  Quoniam  vero  mortalium  iniquitas  divinam 
indignationem  in  se  quam  saepissime  concitat,  eadem  Deipara  est  arcus  foe- 
deris  sempiterni,  ut  non  interficiatur  omnis  caro.  Reliquorum  namque 
caelestium  incolarum  preces  divinae  benignitati  dumtaxat,  Mariae  vero 
preces  materno  etiam  cuidam  iuri  innituntur.  Quare  ad  divini  Filii  sui 
thronum  ipsa  accedens.  Advócala  petit,  ancilla  orat,  Mater  imperat» 
(19  febr.  1805). 

De  Pío  IX,  omitidos  otros  muchos  testimonos,  baste  citar  estas  solemnes 
declaraciones  de  la  Bula  dogmática  «Ineffabilis  Deus»:  «Certissima  vero 
spe  et  omni  prorsus  fiducia  nitimur  fore  ut  ipsa  beatissima  Virgo,  quae 
tota  pulcra  et  Immaculata  venenosum  crudelissimi  serpentis  caput  contrivit, 
et  salutem  attulit  mundo,...  quaeque  tutissimum  cunctorum  periclitantium 
perfugium  et  fidissima  auxiliatrix,  ac  totius  terrarum  orbis  potentissima 
apud  Unigenitum  Filium  suum  Mediatrix  et  Conciliatrix,  ac  praeclarissi- 
mum  Ecclesiae  sanctae  decus  et  ornamentum  firmissimumque  praesidium 
cunetas  semper  interemit  haereses,  et  fideles  populos  gentesque  a  maximis 
omnis  generis  calamitatibus  eripuit,  ac  Nos  ipsos  a  tot  ingruentibus  peri- 
culis  liberavit:  velit  validissimo  suo  patrocinio  efficere  ut  sancta  Mater 
catholica  Ecclesia,  cunctis  amotis  difficultatibus,...  ubique  locorum  cottidie 
magis  vigeat,...  ac  libértate  fruatur,  ut  reí  veniam,  aegri  medelam,  pusilli 
corde  robur,  afflicti  consolationem,  periclitantes  adiutorium  obtineant,  et 
omnes  errantes,  discussa  mentís  calígine,  ad  veritatís  et  iustitiae  semitanl 
redeant,  et  fiat  unum  ovile  et  unus  Pastor.  —  Audíant  haec  Nostra  verba 
omnes  Nobis  carissimí  catholicae  Ecclesiae  filii,  et  ardentiorí  usque  píetatis, 
religionis  et  amoris  studio  pergant  colere,  invocare,  exorare  beatissimara 
Dei  Genitricem  Virginem  Mariam  sine  labe  originali  conceptam,  atque  ad 
hanc  dulcíssímam  mísericordiae  et  gratíae  Matrem  in  ómnibus  perículis, 
angustiis,  necessitatibus  relmsque  dubiis  ac  trepidis  cum  omni  fiducia  con- 
fugiant.  Níhil  enim  tinu'.ii<lum  níhílque  desperandum,  Ipsa  duce,  Ipsa 
auspice,  Ipsa  propitia,  Ipsa  protegente,  quae  maternum  sane  in  nos  gerens 
animum,  nostraeque  salutis  negotia  tractans,  de  universo  humano  genere 


APÉNDICE  I 


483 


est  sollicita,  et  caeli  terraeque  Regina  a  Domino  constituta,  ac  super  omnes 
angelorum  choros  Sanctorumque  ordines  exáltala,  adstans  a  dextris  Uni- 
geniti  Filii  sui  Domini  nostri  lesu  Christi,  maternis  suis  precibus  validissime 
impetrat,  et  quod  quaerit  invenit,  ac  frustrari  non  potest»  (8  dic.  1854). 

De  León  XIII  bastará  citar  un  solo  testimonio,  que  equivale  a  muchos. 
Hablando  del  Santo  Rosario,  escribe:  «Quod  Mariae  praesidium  orando 
quaerimus,  hoc  sane,  tamquam  in  fundamento,  in  muñere  nititur  concilian- 
dae  nobis  divinae  gratiae,  quo  ipsa  continenter  fungitur  apud  Deum,  digni- 
tate  et  meritis  acceptissima,  longeque  Caelitibus  sanctis  ómnibus  potentia 
antecellens. . .  Eodem  spectat,  apte  concinens  cum  mysteriis,  precatio  vocalis. 
Antecedit,  ut  aequum  est,  dominica  oratio  ad  Patrem  caelestem:  quo  exi- 
miis  postulationibus  invocato,  a  solio  maiestatis  eius  vox  supplex  convertitur 
ad  Mariam,  non  alia  nimirum  nisi  hac  de  qua  dicimus  conciliationis  et 
deprecationis  lege,  a  Sancto  Bernardino  Senensi  in  hanc  sententiam  ex- 
pressa:  Omnis  gratia  quae  huic  saecido  communicatur,  triplicem  habet  pro- 
cessum:  nam  a  Deo  in  Christum,  a  Christo  in  Virginem,  a  Virgine  in  nos 
ordinatissime  dispensatur . . .  Sic  vero  eandem  salutationem  totiens  effun- 
dimus  ad  Mariam,  ut  manca  et  debilis  precatio  nostra  necessaria  fiducia 
sustentetur;  eam  flagitantes  ut  Deum  pro  nobis,  nostro  velut  nomine,  exoret. 
Nostris  quippe  vocibus  magna  apud  illum  et  gratia  et  vis  accesserit,  si  pre»- 
cibus  Virginis  commendetur. . .  Eam  salutamus,  quae  gratiam  apud  Deum 
invenit,  singulariter  ab  illo  plenam  gratia,  cuius  copia  ad  universos  efílueret» 
(8  sept.  1894). 

Pío  X  plasmó  en  expresiones  concisas,  que  semejan  fórmulas  escolásti- 
cas, la  doctrina  de  sus  antecesores.  María,  dice,  es  «faciendae  pacis  Deurai 
Ínter  et  homines  quasi  arbitra»  (2  febr.  1904);  y  con  mayor  precisión  to- 
davía: «est  caelestium  omnium  beneficiorum  deprecatrix»  (XIII  kal. 
jun.  1909). 

Según  Benedicto  XV  María  ha  sido  «gratiarum  pro  hominibus  sequestra 
divinitus  constituta»  (12  jun.  1917).  Y  el  mismo  Pontífice  enaltecía  la 
benignísima  potencia  de  la  Madre  de  Dios  «gratiarum  apud  Deum  seques- 
tris»  (3  en.  1919).  Y,  teiítiinada  la  espantosa  guerra  europea,  escribía: 
«De  omni  hac  beneficiorum  copia  Virgini  beatissimae,  cuius  apud  Deum 
patrocinio  sunt  tribuenda,  ingentes  gratias  persolvere  officium  est»  (20 
en.  1919). 

Pío  XI  llama  repetidas  veces  a  María  «gratiarum  omnium  apud  Deum 
sequestra»  (2  marz.  1922),  «charisiaatum  omnium  apud  Deum  sequestram» 
(1  febr.  1924),  «...validissimg  patrocinio  Virginis  Deiparae,  omnium  gratia- 
rum Mediatricis,  interposito...»  (3  may.  1932). 


% 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


C.    Determinación  particular  de  la  intercesión  de  María 

La  universalidad  de  la  intercesión  Mariana  no  es  genérica,  global  o 
colectiva,  sino  distinta  y,  por  así  decir,  distributiva;  es  decir,  no  se  refiera 
a  la  colectividad  humana  o  a  la  colección  de  las  gracias  confusa  o  general- 
mente, sino  que,  previo  el  conocimiento  individual  de  los  hombres  y  de  las 
gracias,  mira  a  cada  uno  de  los  hombres  y  a  cada  una  de  las  gracias.  Seme- 
jante particularidad  o  individualidad  de  la  intercesión  Mariana  en  cuanto  a 
su  objeto  la  expone  maravillosamente,  como  suele,  el  gran  Pontífice 
León  XIII.  En  1892  escribía:  «Quarido  autem  natura  ipsa  nomen  matris 
fecit  dulcissimum,  in  eaque  exemplar  quasi  statuit  amoris  teneri  et  provi- 
dentis,  lingua  quidem  haud  satis  eloqui  potest,  at  probé  sentiunt  piorum 
animi,  quanta  in  María  insideat  benevolentis  actuosaeque  caritatis  flamma, 
in  ea  nimirum,  quae  nobis,  non  humanitus,  sed  a  Christo  est  Mater.  Atque 
multo  illa  magis  nostra  omnia  habet  cognita  et  perspecta:  quibus  ad  vitara 
indigeamus  praesidiis,  quae  impendeant  publice  privatim  pericula,  quibus 
in  angustiis  in  malis  versemur,  quam  in  primis  sit  acris  cum  acerrimis  hosti- 
bus  de  salute  animae  dimicatio:  in  his  autem  aliisque  asperitatibus  vitae, 
multo  ipsa  potest  largius,  et  vehementius  exoptat,  solacium,  robur,  auxilia 
omne  genus  carissimis  filiis  afierre.  . . .  Illa,  quae,  tametsi  nuUam  in  se  pas- 
sa,  debilitatem  naturae  vitiositatemque  pemoscit,  quaeque  matrum  omnium 
est  óptima  et  studiosissima,  quam  nobis  opportune  prolixeque  subveniet, 
quanta  et  caritate  reficiet  et  virtute  firmabit!  (8  sept.  1892).  Cinco  años 
más  tarde  añadía:  «lam  quis  omnium,  quotquot  beatorum  incolunt  sedes, 
audeat  cum  augusta  Dei  Matre  in  certamen  demerendae  gratiae  venire? 
Ecquis  in  Verbo  aeterno  clarius  intueatur,  quibus  angustiis  premamur, 
quibus  rebus  indigeamus?  Cui  maius  arbitrium  permissum  est  permovendi 
Numinis?  Quis  maternis  pietatis  sensibus  aequari  cum  ipsa  queat?...  Tanta 
enim  Mariae  est  magnitudo,  tanta  qua  apud  Deum  poUet  gratia,  ut  qui, 
opis  egens,  non  ad  illam  confugiat,  is  optet  nullo  alarum  remigio  volare» 
(12  sept.  1897).  Estas  últimas  palabras  tomadas  del  Dante,  las  reproducía 
muchos  años  después  Pío  XI:  «Con  il  grande  poeta,  interprete  della  cris- 
tianitá  attraverso  tutti  i  tempi,  si  puó  perció  diré  di  María 

che  qual  vuol  grazia  e  a  Te  non  ricorre 

sua  disianza  vuol  volar  sens'alh)  (15  ag.  1933). 

El  mismo  Pío  XI,  glosando  la  advocación  española  de  Nuestra  Señora 
de  los  Ojos  grandes,  decía  a  los  Congregantes  Marianos  de  Roma:  «E  ma- 


APÉNDICE  I 


485 


gnifico  questo  pensiero,  che  la  dipinge  con  gli  occhi  grandi,  come  il  Cuera 
che  Dio  le  ha  dato,  per  amare  e  per  soccorrere,  grandi  come  la  sua  onnipo- 
tenza  materna,  la  piü  vicina  rassomiglianza  all'occhio  stesso  di  Dio.  Sonó 
occhi  aperti  sopra  di  noi,  che  ci  seguono  dappertutto,  come  ci  segué  il 
suo  Cuore;  e  i  Congregati  di  Maria,  buoni  figlioli  come  sonó,  e  come  vogliono 
essere,  stanno  sempre  negli  occhi  e  sotto  gli  occhi  di  Maria,  oggetto  di  sua 
particolarissima  attenzione»  (Osserv.  Rom.,  10  may.  1926). 

A  esta  amorosa  vigilancia  de  María  sobre  nosotros  ¡ojalá  respondiése- 
mos nosotros  realizando  aquel  ideal  de  León  XIII:  «Quam  praeclarum  et 
quanti  erit,  in  urbibus,  in  pagis,  in  villis,  quacumque  patet  catholicus  orbis, 
multa  piorum  centena  milia,  sociatis  laudibus  foederatisque  precibus,  una 
mente  et  voce,  singulis  horis,  Mariam  consalutare,  Mariam  implorare,  Per 
Mariam  sperare  omnia!»  (22  sept.  1891). 

2.    Dispensación  de  las  gracias 

La  dispensación  de  las  gracias  es  el  gobierno  regio  a  la  vez  y  maternal 
de  María  en  el  reino  de  Dios  y  en  la  casa  y  familia  de  Dios,  y  tiene  por 
objeto  la  ejecución  de  las  disposiciones  de  Dios,  recabadas  o  alcanzadas 
por  la  previa  intercesión. 

Son  innumerables  los  testimonios  pontificios  referentes  a  esta  actuación 
benéfica  de  María:  unos,  que  hablan  de  la  dispensación,  administración  o 
distribución  de  las  gracias;  otros,  que  enaltecen  el  patrocinio,  auxilio,  so- 
corro o  protección  de  María;  otros,  finalmente,  que  ensalzan  la  plenitud 
desbordante  de  María,  que  derrama  gracia  y  bendición  sobre  los  hombres. 
Bastarán,  como  muestra,  unos  pocos  ejemplos  de  cada  serie. 

A.    Administración  de  las  gracias 

Pío  VII  llama  a  María  «amantissimam  Parentem  nostram  ac  gratiarum 
omnium  dispensatricem»  (24  en.  1806).  Se  relaciona  en  este  texto 
la  dispensación,  cuya  universalidad  se  afirma,  con  la  maternidad  espi- 
ritual. 

Más  rico  y  complejo  es  este  testimonio  de  León  XIII:  María,  dice, 
«pacis  nostrae  apud  Deum  sequestra  et  caelestium  administra  gratiarum,  in 
celsissimo  potestatis  est  gloriaeque  fastigio  in  caelis  coUocata,  ut  hominibus, 
ad  sempiternam  illam  civitatem  per  tot  labores  et  pericula  contendentibus, 


486 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


patrocinii  sui  subsidium  impertiat»  (1  sept.  1883).  Más  expresivo  es  este 
otro  testimonio:  «Ad  haec  vero  dici  vix  potest  quantum  amplitudinis  virtu- 
tisque  tune  accesserit,  cum  ad  fastigium  caelestis  gloriae,  quod  dignitatem 
eius  claritatemque  meritorum  decebat,  est  apud  Filium  assumpta.  Nam 
inde,  divino  consilio,  sic  illa  coepit  advigilare  Ecclesiae,  sic  nobis  adesse 
et  favere  Mater,  ut,  quae  sacramenti  humanae  redemptionis  patrandi  admi- 
nistra fuerat,  eadem  gratiae  ex  illo  in  omne  tempus  derivandae  esset  pariter 
administra,  permissa  ei  paene  immensa  potestate»  (5  sept.  1895).  Omitien- 
do otras  muchas  observaciones,  que  sugiere  este  texto,  sólo  notaremos  la 
conexión  que  en  él  se  establece  entre  la  dispensación  y  la  corredención, 
aquella  fundada  en  ésta. 

De  Pío  X  son  estas  frases  lapidarias:  María  es  «princeps  largiendarum 
gratiarum  ministra...  Quae...  thesauros  promeritorum  eius  [Christi]  mater- 
no veluti  iurc  administrad. .  Atque  adeo  universorum  munerum  dispen- 
satrix»  (2  febr.  1904).  «E  constituita  dispensiera  di  tutte  le  grazie» 
(8  sept.  1903). 

Benedicto  XV  escribía:  «Quas  e  Redemptoris  thesauro  gratias  omne 
genus  percipimus,  eae  ipsius  Perdolentis  Virginis  veluti  e  manibus  ministran- 
tur»  (22  marz.  1918).  <(Tutte  le  grazie,  che  l'Autore  d'ogni  bene  si  degna 
compartiré  ai  poveri  discendenti  di  Adamo,  vengono,  per  amorevole  consi- 
glio  della  sua  divina  Providenza,  dispénsate  per  le  maní  della  Vergine  santis- 
sima,...  che  á  Madre  di  misericordia  ed  onnipotente  per  grazia»  (5  may. 
1917).  «...Ut  is  [Christus],  quidquid  gratiarum  hominibus  confert,  illa 
semper  administra  et  arbitra,  conferat»  (22  jun.  1921). 

Para  Pío  XI  María  es  «caelestium  gratiarum  administra»  (15  ag.  1932), 
«dispensatrice  dei  divini  favori»  (Osserv.  Rom.,  20  marz.  1935),  «super- 
narum  administra  gratiarum»  (7  sept.  1937). 

B.  Patrocinio 

Clemente  IX  llama  a  María  «Patronam  et  Advocatam  nostram»  (21  oct. 
1667).  El  mismo  título  le  dan  Clemente  X  (20  ag.  1671),  Clemente  XI  (6 
dic.  1708)  y  Benedicto  XIII  (26  sept.  1724). 

Benedicto  XIV  escribe:  «Catholica  Ecclesia,  Sancti  Spiritus  magisterio 
edocta,  ad  eius  [Mariae]  opem  in  publicis  calamitatibus  et  perturbationi- 
bus,...  veluti  ad  tutissimum  salutis  portum,  confugere  consuevit,  eiusque  po- 
tissimum  virtute  cunetas  haereses  in  universo  mundo  exstinctas  ac  debellatas 
esse  fatetur»  (5  kal.  oc.  1748). 


APÉNDICE  I 


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Pío  VI:  «Beata  Virgo  Maria  nunc  in  caelis  nos  homines  peculari  modo 
modo  protegit  et  fovet»  (29  nov.  1777). 

Y  Pío  VII:  «Memoria  saepe  Nos  repetentes  innúmera  beneficia  in  catho- 
licam  Ecclesiam  indesinenter  coUata  a  B.  V.  Maria,  quae  cunetas  haereses 
sola  interemit  in  universo  mundo,  devotionem  erga  tantam  tamque  beneficam 
et  amantissimam  omnium  fidelium  Patronam  confirmari  atque  in  dies  augeri 
vehementer  optamus  et  studemus»  (21  febr.  1809). 

Pío  VIII  escribe:  Praesentissimum  sane  patrocinium  nemo  unus,  qui 
fiduciae  plenus  ad  Mariam  confugit,  non  expertus  est»  (30  marz.  1830). 

Gregorio  XVI,  glosando  las  palabras  de  Pío  VIII,  añade:  «Praesentissi- 
mum sane  patrocinium  nemo  unus,  qui  ad  Mariam  confugit,  ad  hanc  Arcam 
Testamenti,  ad  thronum  hunc  gratiae,  adiit  cum  fiducia,  haud  expertus  est» 
(18  may.  1832);  «quam  Patronam  ac  sospitem  ínter  máximas  quasque  cala- 
mitates  persensimus»  (XVIII  kal.  sept.  1832). 

Pío  IX  decía:  «Nihil  certe  nobis  ómnibus  potius  esse  debet,  quam... 
agere  gratias...  sanctissimae  Dei  Genitrici  Immaculatae  Virgini  Mariae, 
cuius  potentissimo  patrocinio  salutem  nostram  acceptam  referimus»  (20 
may.  1850). 

León  XIII  enaltece  tanto  el  patrocinio  de  María,  que  para  evitar  sinies- 
tras interpretaciones  cree  oportuno  hacer  esta  declaración:  «Tantum  vero 
abest,  ut  hoc  dignitati  Numinis  quodammodo  adversetur,  quasi  suadere  vi- 
deatur  maiorem  nobis  in  Mariae  patrocinio  fiduciam  esse  coUocatam  quam 
in  divina  potentia,  ut  potius  nihil  Ipsum  facilius  permoveat  propitiumque 
nobis  efficiat»  (12  sept.  1897). 

Pío  X  escribía:  «lam  inde  ab  exordio  rei  christianae  perpetuum  Deipa- 
rae  auxilium  experta  est  Ecclesia...  Cuius  [Deiparae]  hoc  unum  esse  opus 
dixeris,  de  populo  christiano  curam  agere:  quod  pluries  desperatis  in  rebus 
apparuit»  (12  jul.  1914). 

Benedicto  XV  en  su  primera  Encíclica  encomendaba  su  pontificado  al 
patrocinio  de  María  con  estas  palabras:  «Adsit  nobis  propitia  Virgo  beatis- 
sima,  quae  ipsum  genuit  Princ.ipem  pacis;  ac  Nostrae  humilitatem  personae, 
pontificale  ministerium  Nostrum,  Ecclesiam,  atque  adeo  omnium  animas 
hominum,  divino  Filii  sui  sanguine  redemptas,  in  maternam  suam  fidem 
tutelamque  recipiat»  (1  nov.  1914). 

Pío  XI  apellida  a  María  «praesentissimam  Patronam»  (11  dic.  1925), 
«omnium  victricem  haeresum  et  Auxilium  Christianorum»  (6  en.  1928); 
y  escribía  al  Card.  Ilundain,  Arzobispo  de  Sevilla:  «Quis  enim  ignorat  qua 
semper  praesentissima  ope  Virgo  divina  christiano  populo  affuerit,  premen- 
tibus  undique  difficultatibus  omne  genus,  atque  bellis  in  catholicum  nomen. 


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t 

MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


diris  nimium,  desaevienlibus?  Quamobrem  mirum  non  est  si  Ecclesia 
omnem  suam  spem,  post  Deum,  in  Virgine  potenti  nuUo  non  tempore  coUo- 
cavit...  Hac  vero  aetate  nostra,  unde  rei  christianae  salus  est  exspectanda, 
nisi  ab  Ea,  quam  qui  invenerit,  inveniet  vitam  et  hauriet  salutem  a  Domino?)) 
(18  jul.  1929j.  A  los  representantes  de  los  Institutos  y  Obras  Salesianaé 
decía  hermosamente:  «Diré  María  Ausiliatrice  significa  invocare  el  gran- 
dissimo  aiuto  su  cui  si  puó  contare;  aiuto  che  non  ha  limitazioni  nella  sua 
potenza,  perché  viene  da  Maria  Madre  nostra,  che  nuUa  desidera  piü 
che  poi^erci  Taluto  suo  nelle  opere  che  ci  proponiamo  per  la  gloria  di  Dio, 
per  il  bene  delle  anime»  (Osserv.  Rom.,  5  abr.  1934). 


C.    Plenitud  desbordante  de  gracia 

Como  fundamento  de  esta  plenitud  desbordante  de  María,  oigamos  lo 
que  Pío  IX,  para  citar  un  solo  ejemplo,  enseña  sobre  su  plenitud  interna 
o  personal:  «Illam  íVirginem  Deus]  longe  ante  omnes  angélicos  spiritus 
cunctosque  sanctos  caelestium  omnium  charismatum  copia  de  thesauro  divi- 
nitatis  deprompta  ita  mirifice  cumulavit,  ut  Ipsa...  eam  innocentiae  et 
sanctitatis  plenitudinem  prae  se  ferret,  qua  maior  sub  Deo  nullatenus  in- 
telligitur,  et  quam  praeter  Deum  nemo  assequi  cogitando  potest...  Cum 
vero  ipsi  Patres  Ecclesiaeque  scriptores  animo  menteque  reputaren!,  bea- 
tissimam  Virginem  ab  angelo  Gabriele,  sublimissimam  Dei  Matris  digni- 
tatem  ei  nuntiante,  ipsius  Dei  nomine  et  iussu  gratiae  plenam  fuisse  nuncu- 
patam,  docuerent  hac  singular!  soUemnique  salutatione  numquam  alias 
audita  ostendi,  Deiparam  fuisse  omnium  divinarum  gratiarum  sedera  omni- 
busque  divini  Spiritus  charismatibus  exornatam,  immo  eorundem  charis- 
matum infinitum  prope  thesaurum  abyssumque  inexhaustam,  adeo  ut  num- 
quam maledicto  obnoxia,  et  una  cum  Filio  perpetuae  benedictionis  parti- 
ceps,  ab  Elisabelh  divino  acta  Spiritu  audire  meruerit:  Benedicta  tu  inter 
mulieres,  et  benedictus  fruclus  ventris  tul...  Sola  tota  facta  domicilium 
universarum  gratiarum  Sanctissimi  Spiritus,  et  quae,  solo  Deo  excepto, 
exstitit  cunctis  superior»  (8  dic.  1854). 

De  esta  plenitud  de  María,  proporcionalmente  como  de  la  plenitud  de 
Cristo,  puede  decirse:  «Et  de  plenitudine  eius  nos  omnes  accepimus» 
(loh.  1,  16).    Así  lo  han  enseñado  los  Romanos  Pontífices. 

San  Pío  V  escribía:  «...  Quasi  desint  praeclarissima  Inventricis  gra- 
tiae merita,  quae  nec  angélica  quidem  lingua  satis  digne  referri  possunt, 
et  ex  illo  ubérrimo  fonte  p-uteoque  aquarum  viventium  non  possint  salu- 


APÉNDICE  I 


4«9 


berrimas  haurire  aquas,  quibus  fidelis  populus  magna  cum  utilitate  atque 
dulcedine  reficeretur»  (Prid.  kal  dec.  1570). 

Benedicto  XIV  decía:  «Ipsa  est  caelestis  veluti  rivus,  per  quam  gra- 
tiarum  omnium  atque  donorum  fluenta  in  miserorum  mortalium  sinum 
deducuntur;  ipsa  est  áurea  caeli  porta,  per  quam  sempiternae  beatitudinis 
réquiem  aliquando  intrare  confidimus»  (V  kal.  oct.  1748). 

Y  León  XIII:  «Hac  spe  erecti,  Deum  ipsum  per  Eam,  in  qua  totius 
boni  posuit  plenitudinem,...  enixe  obsecramus,  ut  máxima  quaeque  vobis... 
caelestium  bonorum  muñera  largiatur»  (1  sept.  1883).  Y  más  ampliamente 
nueve  años  más  tarde:  «Cum  precando  confugimus  ad  Mariam,  ad  Ma- 
trem  misericoriae  confugimus,  ita  in  nos  affectam,  ut...  de  thesauro  lar- 
giatur illius  gratiae,  qua  inde  ab  initio  donata  est  plena  copia  a  Deo,  digna 
ut  eius  Mater  exsisteret.  Hac  scilicet  gratiae  copia,  quae  in  multis  Vir- 
ginis  laudibus  est  praeclarissima,  longe  ipsa  cunctis  hominum  et  angelorum 
ordinibus  antecedit,  Christo  una  omnium  próxima.  Magnum  enim  est 
(inquit  Angelicus)  in  quolihet  sancto,  guando  habet  tantum  de  gratia,  quod 
sufficit  ad  salutem  multorum:  sed  guando  haberet  tantum  guod  sufficeret  ad 
salutem  omnium  hominum  de  mundo,  hoc  esset  máximum:  et  hoc  est  in 
Christo  et  in  Beata  Virgine»  (8  sept.  1892).  Más  concisamente,  dos  años 
después:  «Eam  salutamus...  singulariter  ab  Illo  plenam  gratia,  cuius 
copia  ad  universos  proflueret»  (8  sept.  1894).  Por  fin:  «Ab  ipsa  enim, 
tamquam  ubérrimo  ductu,  caelestium  gratiarum  haustus  derivantur:  eius 
in  manibus  sunt  thesauri  miserationum  Domini:  vult  illam  Deus  bonorum 
omnium  esse  principiumy)  (5  sept.  1898). 

No  son  menos  categóricas  las  expresiones  de  Pío  X,  quien,  apropián- 
dose las  dos  imágenes  clásicas  del  acueducto  y  del  cuello,  escribe:  «Fons 
igitur  Christus,  et  de  plenitudine  eius  nos  omnes  accepimus...  Maria  vero, 
ut  apte  Bernardus  notat,  aquaeductus  est;  aut  etiam  collum,  per  quod  cor- 
pus  cum  capite  iungitur,  itemque  caput  in  corpus  vim  et  virtutem  exerit. 
Nam  ipsa  est  collum  Capitis  nostri,  per  guod  omnia  spiritualia  dona  corpori 
eius  mystico  communicantur»  (2  febr.  1904). 

IV.    Mediación  universal 

La  manera  particular  como  enfocamos  la  mediación  universal,  presen- 
tándola como  categoría  superior  o  más  comprensiva,  que  se  divide  y  con- 
creta en  las  tres  modalidades  o  formalidades  de  la  Corredención,  la  ma- 
ternidad espiritual  y  la  intercesión  celeste,  aconseja  que  adoptemos  un 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


método  apropiado  en  el  estudio  de  los  testimonios  pontificios  referentes 
a  la  mediación  universal  de  María.  Primero,  pues,  aduciremos  los  princi- 
pales testimonios  de  los  Romanos  Pontífices;  luego,  ensayaremos  su  inter- 
pretación teológica. 

1.    Testimonios  pontificios 

León  XII,  apropiándose  las  palabras  de  San  Bernardo,  escribe:  «Opus 
est  mediatore  ad  Mediatorem  Christum,  nec  alter  nobis  utilior  quam  Ma- 
ria»  (15  jun.  1824). 

Con  mucho  mayor  amplitud  escribe  Pío  IX:  «Ea  potissimum  spe 
nitimur  fore  ut  beatissima  Virgo,  quae  meritorum  verticem  supra  omnes 
angelorum  choros  usque  ad  solium  Deitatis  erexit,  atque  antiqui  serpentis 
caput  virtutis  pede  contrivit,  quaeque  inter  Christum  et  Ecclesiam  consti- 
tuía, ac  tota  suavis  et  plena  gratiarum  christianum  populum  a  maximis 
quibusque  calamitatibus...  semper  eripuit,...  tristissimas  quoque  ac  luctuo- 
sissimas  nostras  vicissitudines  acerbissimasque  angustias,  labores,  neces- 
sitates,  amplissimo  quo  solet  materni  sui  animi  miserans  affectu,  velit 
praesentissimo  aeque  ac  potentissimo  suo  apud  Deum  patrocinio,  et  divinae 
iracundiae  flagella...  avertere,  et  turbulentissimas  malorum  procellas...  com- 
pescere...  Optime  enim  nostis...  omnem  fiduciae  nostrae  rationem  in 
Sanctisoima  Virgine  esse  coUocatam;  quandoquidem  Deus  totius  boni  pie- 
nitudiiiem  posiiit  in  Mario,,  ut  proinde  si  quid  spei  in  nobis  est,  si  quid 
gratiae,  si  quid  salutis,  ab  Ea  noverimus  redundare...,  quia  sic  est  voluntan 
eius,  qui  totum  nos  habere  voluit  per  Mariam»  (2  febr.  1849). 

De  León  XIII,  aun  escogiendo  solamente  lo  principal,  es  fuerza  citar 
varios  testimonios,  sin  los  cuales  no  podría  apreciarse  el  relieve  que  al- 
canza en  su  Mariología  la  mediación  universal.  En  1891  escribía:  «Ex 
quo  non  minus  veré  proprieque  affirmare  licet,  nihil  prorsus  de  permagno 
illo  omnis  gratiae  thesauro,  quem  attulit  Dominus,...  nihil  nobis  nisi  per 
Mariam,  Deo  sic  vélente,  impertiri:  ut,  quomodo  ad  summum  Patrem, 
nisi  per  Filium,  nemo  potest  accederé,  ita  fere,  nisi  per  Matrem,  accederé 
nemo  possit  ad  Christum.  Quantum  in  hoc  Dei  consilio  et  sapientiae  et 
misericordiae  elucet!»  (22  sept.  1891).  En  1894,  después  de  citar  las  pala- 
bras de  San  Bernardino,  anteriormente  aducidas,  añade:  «Deus  autem,... 
qui  nobis  talem  Mediatricem  benignissima  miseratione  providit,  quique 
totum  nos  habere  voluit  per  Mariam,  eiusdem  suffragio  et  gratia,  faveat 
communibus  votis,  cumulet  spes)^  (8  sept.  1894).  La  encíclica  «Adiu- 
tricem  populi»  de  1895  habría  de  transcribirse  poK  entero.    Sirvan  de 


APÉNDICE  I 


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muestra  estas  expresiones:  «Hinc  rectissime  delata  ei  in  onini  gente 
omnique  ritu  ampia  praeconia,  suffragio  crescentia  saeculorum:  inter 
multa,  ipsam  Dominam  nostram,  Mediatricem  nostmm,  ipsam  Reparatri- 
cem  todus  orbis,  ipsam  donorum  Dei  esse  Conciliatricem.  Et  quoniam 
munerum  divinorum,  quibus  homo  supra  naturae  ordinem  perficitur  ad 
aeterna  fundamentum  et  caput  est  fides,  ad  hanc  ideo  assequendam  salu- 
tariterque  excolendam  iure  extollitur  arcana  quaedam  eius  actio,  quae 
Aiíctorem  edidit  fidei,  quaeque  ob  fidem  beata  est  salutata.  Nemo  est, 
o  sanctissima,  qui  Dei  cognitione  repleatur,  nisi  per  te;  nemo  est  qui  sal- 
vetur,  nisi  per  te,  o  Deipara;  nemo,  qui  donum  ex  misericordia  conse- 
quatur,  nisi  per  te»  (5  sept.  1895).  En  1896,  utilizando  las  enseñanzas 
del  Doctor  Angélico,  no  sólo  afirma  el  hecho  de  la  mediación  Mariana, 
sino  que  precisa  su  naturaleza,  comparándola  con  la  de  Cristo:  «Ecquis 
vero  fiduciam,  in  praesidio  et  ope  Virginis  tantopere  collocatam,  putare 
velit  et  arguere  nimiam?  Certissime  quidem  perfecti  Conciliatoris  nomen 
et  partes  alii  nulli  conveniunt  quam  Christo,  quippe  qui  unus,  homo  idem 
et  Deus,  humanum  genus  summo  Patri  in  gratiam  restituerit...  At  vero 
si  nihil  prohibet,  ut  docet  Angelicus,  aliquos  alios  secundum  quid  dici 
mediatores  inter  Deum  et  homines,  prout  scüicet  cooperantur  ad  unionem 
hominis  cum  Deo  dispositive  et  ministerialiter,...  profecto  eiusdem  gloriae 
decus  Virgine  excelsae  cumulatius  convenit.  Nemo  etenim  unus  cogitari 
quidem  potest,  qui  reconciliandis  Deo  hominibus  parem  atque  illa  operam 
vel  umquam  contulerit  vel  aliquando  sit  collaturus...  Ipsa  est  de  qua 
natus  est  lesus,  vera  scilicet  eius  Mater,  ob  eamque  causam  digna  et  perac- 
cepta  ad  Mediatorem  Mediatrix»  (20  sept.  1896).  Por  fin,  en  1901  supli- 
caba el  anciano  Pontífice,  que  «potentissima  Virgo  Mater,  quae  olim 
cooperata  est  caritate  ut  fideles  in  Ecclesia  nascerentur,  sit  etiam  nunc 
nostrae  salutis  media  et  sequestra:  frangat,  obtruncet  multíplices  impiae 
hydrae  cervices»  (8  sept.  1901).  La  expresión  «salutis»  o  «gratiae  se- 
questra» se  halla  también  repetidas  veces  en  los  siguientes  Pontífices. 

Pío  X  apellida  a  María  «gratiarum  omnium  sequestram»  (27  ag.  1910). 
Y  da  la  razón  de  semejante  título:  «Per  ipsam  enim,  quae  est  speculum 
iustitiae  et  sedes  sapientiae,  omnia  nos  habere  voluit  Omnipotens»  (IV  id. 
nov.  1910).  Pero  su  más  espléndido  testimonio  lo  dió  el  santo  Pontífice 
en  su  gran  encíclica  Mariana  «Ad  diem  illum».  en  la  cual,  entre  otras 
cosas,  dice:  «Quia...  aeterni  providentiae  Numinis  visum  est  ut  Deum- 
Hominem  per  Mariam  haberemus,...  nobis  nihil  sane  superest,  nisi  quod 
de  Mariae  manibus  Christum  recipiamus».  Y  poco  después  prosigue: 
«Nullus...  hac  Virgine  efficacior  ad  homines  cum  Christo  iungendos... 


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MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Per  Mariam,  vitalem  Christi  notitiam  adipiscentes,  per  Mariam  pariter, 
vitam  illam  facilius  assequemur,  cuius  fons  et  initium  Christus».  Y  al  fin 
agrega:  «In  hoc  quasi  malorum  diluvio,  iridis  instar,  Virgo  clemen- 
tissima  versalur  ante  oculos,  faciendae  pacis  Deum  inter  et  homines  quasi 
arbitra.  Arcum  meum  ponam  in  nuhihus,  et  erit  signum  foederis  inter 
me  et  terram.  Saeviat  licet  procella,  et  caelum  atra  nocte  occupetur: 
nemo  animi  incertus  esto.  Mariae  adspectu  placabitur  Deus,  et  parcet» 
(2  febr.  1904). 

Benedicto  XV  decía  que  María,  al  ser  elegida  para  Madre  de  Dios,  fué 
al  mismo  tiempo  «gratiarum  pro  hominibus  sequestra  divinitus  constituía» 
(12  jun.  1917).  Pero  el  principal  testimonio  lo  dió  Benedicto  XV  al  ins- 
tituir la  fiesta  de  María  Mediadora  de  todas  las  gracias. 

Esta  institución  recordaba  Pío  XI,  escribiendo  al  Card.  Mercier:  «Vo- 
bis  spem  bonam,  qua  nitimur,  aperimus,  fore  ut,  deprecatrice  B.  Virgine, 
quam  suavissimo  Gratiarum  omnium  Mediatricis  titulo  in  dioecesibus  ve- 
stris,  Apostolicae  Sedis  concessu,  veneramini  et  colitis,  religionis  studium 
morumque  integritas  apud  carissimos  Nobis  Belgiae  filios  florere  ac  vigerei 
pergat»  (10  jun.  1923).  Del  mismo  Pontífice  son  estos  testimonios:  «Ipsa 
Virgo  Mater,  gratiarum  omnium  apud  Deum  sequestra...»  (2  marz.  1922; 
14  en.  1926);  «Hominum  Mediatrix  est  apud  Deum  potentissima»  (30  ag. 
1930);  «...Validissimo  patrocinio  Virginis  Deiparae,  omnium  gratiarum 
Mediatricis,  interposito...»  (3  may.  1932);  «Sic  est  voluntas  eius,  qui 
omnia  voluit  nos  habere  per  Mariam»  (29  sept.  1937);  «Novimus 
etiam  omnia  nobis  a  Deo  Optimo  Máximo  per  Deiparae  manus  imper- 
tiri»  (Ib.). 

2.    Interpretación  teológica  de  los  testimonios 

En  la  mediación  universal  de  María  hay  que  distinguir  dos  aspectos: 
la  verdad  de  esta  denominación  y  su  conexión  con  las  otras  denominacio- 
nes de  la  Corredención,  la  maternidad  espiritual  y  la  intercesión  actual. 
Evidentemente  la  verdad  de  la  denominación  es  mucho  más  importante 
que  su  conexión  con  las  otras  denominaciones.  La  verdad  pertenece  a  la 
doctrina  católica,  la  conexión  a  la  especulación  o  a  las  discusiones  de  los 
teólogos.  En  consecuencia,  era  de  suponer  que  los  testimonios  pontificios 
habían  más  bien  de  afirmar  la  verdad  que  determinar  la  conexión.  Y  la 
que  era  de  suponer  es  un  hecho. 

Pero,  aun  suponiendo  que  los  Romanos  Pontífices  no  habían  de  entre- 
tenerse en  señalar  y  precisar  las  relaciones  o  afinidades,  algunas  bastante 


APÉNDICE  I 


493 


sutiles,  entre  las  diferentes  denominaciones,  cabe  todavía  preguntar:  ¿con- 
cebían los  Romanos  Pontífices  la  mediación  universal  de  María  como  una 
modalidad  o  formalidad  distinta  de  las  demás,  o  bien  identificada  real- 
mente con  alguna  de  ellas,  o  más  bien  como  genérica  y  comprensiva  de 
todas  las  otras?  Más  claro:  ¿consideraban  la  mediación  universal  como 
género,  cuyas  especies  sean  la  Corredención,  la  maternidad  espiritual  y  la 
intercesión  celeste?  Creemos  que  la  respuesta  adecuada  a  esta  cuestión  se 
contiene  en  esta  triple  proposición:  1)  de  propósito  y  explícitamente  nada 
enseñan  sobre  la  distinción  o  identidad  total  o  parcial  entre  estas  formali- 
dades; 2)  prácticamente  llaman  con  frecuencia  mediación  a  la  intercesión 
actual;  3)  im])lícitamente  consideran  la  mediación  como  categoría  supe- 
rior o  más  amplia,  que  comprende  en  sí,  como  el  género  las  especies,  todas 
las  demás  denominaciones. 

La  primera  proposición,  es  a  saber,  que  los  Romanos  Pontífices  no 
tratan  ni  se  proponen  decidir  este  problema  teológico  de  la  identidad  o 
distinción  entre  las  diferentes  denominaciones,  es  evidente:  basta,  para 
convencerse,  recorrer  todos  los  pasajes,  que  acabamos  de  reproducir,  en 
que  hablan  de  la  mediación  universal  de  María. 

La  segunda  proposición,  sobre  la  identificación  que  prácticamente  esta- 
blecen entre  la  mediación  y  la  intercesión  actual,  salta  a  la  vista  de  quien 
lea  los  mismas  pasajes.  La  razón  de  esta  preferencia  se  explica  perfecta- 
mente. Por  una  parte,  la  noción  vulgar,  aunque  no  inexacta,  de  media- 
ción se  verifica  más  patente  y  sensiblemente  en  la  intercesión  que  no  en 
la  Corredención  o  en  la  maternidad  espiritual.  La  identidad  entre  ambos 
conceptos  es  mucho  más  obvia  y  asequible  que  la  identidad  entre  la  media- 
ción y  las  otras  dos  denominaciones.  Y  los  Romanos  Pontífices  en  sus 
escritos  o  alocuciones  sobre  las  prerrogativas  de  María  se  dirigen  más  bien 
a  todo  el  pueblo  cristiano  que  a  los  teólogos.  Por  otra  parte,  la  interce- 
sión actual,  considerada  como  mediación,  es  de  mayor  aplicación  práctica' 
y  de  interés  más  vital  para  el  pueblo  cristiano,  que  ve  en  la  intercesión  d© 
la  Mediadora  universal  un  motivo  eficacísimo  de  esperanza  y  un  medio 
infalible  para  obtener  de  Dios  todas  las  gracias  o  favores  que  desea.  A 
diferencia  de  la  corredención  que  es,  además  de  difícil,  algo  ya  pretérito 
y  consumado  y  comi'm  por  igual  a  todos  los  hombres,  la  mediación  de  inter- 
cesión es  algo  actual  y  presente,  que  toca  a  cada  uno  en  particular.  Es  pues, 
muy  natural  que  los  Romanos  Pontífices  al  hablar  de  la  mediación  universal 
de  María  la  concreten  especialmente  a  su  intercesión  actual  y  celeste. 

La  tercera  proposición  puede  demonstrarse  de  dos  maneras:  analítica  y 
sintética.    Analíticamente,  puede  probarse  que  tanto  la  maternidad  espi- 


494 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


ritual  como  la  Corredención  la  conciben  los  Romanos  Pontífices  como 
función  mediadora;  sintéticamente,  se  demuestra  que  bajo  la  denomina- 
ción común  de  mediación  o  Mediadora  comprenden  todas  las  otras  deno- 
minaciones particulares. 

Que  la  maternidad  espiritual  la  conciban  como  mediación,  lo  prueban 
los  textos  en  que  la  intercesión  actual  bajo  sus  dos  formas  de  deprecación 
y  de  dispensación  se  presenta  como  actuación  materna  o  ejercicio  de  la 
maternidad  espiritual.  En  cosa  tan  clara  baste,  como  muestra,  este  texto 
de  Benedicto  XV:  «Tutte  le  grazie...  vengono...  dispénsate  per  le  maní 
della  Vergine  santissima,...  che  é  Madre  di  misericordia».  Que  también 
la  Corredención  la  conciban  como  mediación,  lo  prueba,  para  citar  un 
solo  ejemplo,  aquella  expresión  de  León  XIII  «Conciliatrix  salutis  nostrae» 
(8  sept.  1894),  que  se  refiere  a  la  Corredención  y  en  que  «Conciliatrix» 
equivale  a  «Mediatrix»  (Cfr.  20  sept.  1896). 

Más  clara  y  sencilla  es  aún  la  demonstración  sintética.  Benedicto  XV 
instituyó  la  fiesta  de  la  Virgen  María  Mediadora  de  todas  las  gracias. 
¿Qué  entendía  el  Romano  Pontífice  bajo  la  denominación  de  Mediadora? 
La  respuesta  la  dan  la  Misa  y  el  Oficio.  En  ellos,  no  sólo  se  habla  de  Is» 
intercesión  actual,  que  es,  por  la  razones  indicadas,  el  elemento  predo- 
minante, sino  también  de  la  maternidad  espiritual,  que  se  menciona  fre- 
cuentemente, y  de  la  Corredención,  como  lo  prueban  algunas  antífonas  y 
la  lección  VI  de  Maitines.  En  efecto,  en  las  Vísperas  y  Laudes  se  canta 
esta  antífona:  «Non  pepercisti  animae  tuae  propter  angustias  et  tribula- 
tionem  generis  tui»;  y  en  el  tercer  Nocturno  de  Maitines,  esta  otra: 
«Benedicta  es  tu  prae  ómnibus  mulieribus  super  terram,  quia  subvenisti 
ruinae  ante  conspectum  Dei  nostri» ;  y  algunas  otras  semejantes.  Y  en  la 
lección  VI  se  leen  estas  palabras  de  San  Bernardo:  «Redempturus  homli- 
nem,  pretium  universum  contulit  in  Mariam» ;  y  sigue  la  clásica  antítesis 
entre  Eva  y  María,  que  expresa  principalmente  la  Corredención.  Por 
tanto,  los  Romanos  Pontífices  bajo  la  denominación  de  mediación  univer- 
sal comprenden  y  expresan,  no  sólo  la  intercesión  celeste,  sino  también  la 
maternidad  espiritual  y  aun  la  Corredención.  La  conciben,  pues,  como 
expresión  genérica,  que  comprende  en  sí  las  otras  tres  denominaciones  oi 
formalidades,  que  son  otras  tantas  formas  o  especies  de  la  mediación 
universal. 


APÉNDICE  II 


LA  MARIOLOGÍA  DE  LA  ENCÍCLICA  «CORPORIS  MYSTICI» 


La  magna  Encíclica,  que  acaba  de  publicar  Su  Santidad  el  Papa  Pío  XII, 
acerca  del  Cuerpo  místico  de  Cristo,  que  es  la  Iglesia,  termina  con  una 
ferviente  invocación  a  la  Virgen  María  nuestra  Señora,  para  que  ella, 
Madre  como  es  de  la  Cabeza  y  de  los  miembros,  alcance  con  su  potente 
patrocinio  que  las  corrientes  de  la  gracia  desciendan  sin  interrupción 
desde  la  excelsa  Cabeza  a  todos  los  miembros  del  Cuerpo  místico.  Pero 
a  vueltas  de  la  invocación  se  recuerdan  y  enaltecen  las  más  variadas  pref 
rrogativas  de  la  Madre  de  Dios.  En  este  recuento  de  las  glorias  de  María 
tres  cosas  llaman  luego  la  atención:  1)  la  integridad  de  la  doctrina  mario- 
lógica  que  en  él  se  contiene;  2)  la  nueva  luz  con  que  se  presenta  la  corre- 
dención Mariana;  3)  el  singular  relieve  que  adquiere  la  maternidad  espi- 
ritual de  María.  A  estos  tres  puntos  dirigiremos  toda  nuestra  atención, 
los  más  interesantes  para  un  mariólogo,  por  la  nueva  luz  que  puedan  apor- 
tar a  las  actuales  controversias  mariológicas. 


I.    Integridad  mariológica 


A  pesar  de  su  relativa  brevedad,  en  los  dos  párrafos  consagrados  a 
celebrar  las  glorias  Marianas  van  como  desfilando  las  principales  prerro- 
gativas de  María.  Las  consideraremos  por  el  mismo  orden  con  que  van 
apareciendo:  al  fin  las  recogeremos  sintéticamente. 


496 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Divina  maternidad  y  virginidad.  Comienza  así  la  invocación  Ma- 
riana el  Romano  Pontífice:  «Efficiat,  Venerabiles  Fratres,  haec  Nostra 
paterna  vota,  quae  vestra  etiam  profecto  sunt,  ac  veracem  erga  Ecclesiam 
amorem  ómnibus  impetret  Deipara  Virgo».  Estas  dos  solas  palabras  «Dei- 
para  Virgo»  bastan  para  recordar  los  dos  grandes  dogmas  de  la  divina 
maternidad  y  de  la  perpetua  virginidad  de  María.  Y  el  recordarlos  al 
principio  está  muy  en  consonancia  con  el  carácter  fundamental  de  estas 
dos  prerrogativas. 

Plenitud  de  gracia.  «...Cuius  sanctissima  anima  fuit,  magis  quam 
ceterae  una  simul  omnes  a  Deo  creatae,  divino  lesu  Christi  Spiritu  repleta». 
Explícitamente  habla  el  Pontífice  de  la  plenitud  de  Espíritu  Santo;  mas, 
por  lo  que  en  sí  significa  esta  plenitud,  y  por  recaer  en  el  alma  santísima 
de  María,  se  afirma  equivalentemente  la  plenitud  de  gracia  y  santidad;  la 
cual,  añade  el  Papa,  es  mayor  que  la  de  todos  los  hombres,  no  sólo  distri- 
butivamente, sino  también  colectivamente  considerados. 

Consentimiento  representativo.  De  las  prerrogativas  personales 
pasa  el  Romano  Pontífice  a  la  acción  soteriológica  de  María:  «quaeque 
consensit  loco  totius  humanae  naturae,  ut  quoddam  spirüuale  matrimonium 
Ínter  Fílium  Dei  et  humanam  iiaturam  haberetur».  Y  cita  a  Santo  Tomás 
(3  q.  30,  a,  1).  En  el  valor  corredentivo  del  consentimiento  virginal  y 
de  su  carácter  representativo  habremos  de  insistir  más  adelante.  Ahora 
baste  recordarlo. 

Valor  soteriológico  de  la  divina  maternidad.  Prosigue  su  Santi- 
dad: «Ipsa  fuit,  quae  Christum  Dominum,  iam  in  virgíneo  gremio  suo 
Ecclesiae  Capitis  dignitate  ornatum,  mirando  partu  utpote  caelestis  omnis 
vitae  fontem  edidit;  eumque  recens  natum,  iis  qui  primum  ex  ludaeorum 
ethnicorumque  gentibus  adoraturi  advenerant,  Prophetam,  Regem  Sacer- 
dotemque  porrexit».  Tres  rasgos,  altamente  significativos,  distinguen  la 
divina  maternidad:  1)  en  la  concepción.  Cristo  es  ya  Cabeza  de  la  Iglesia: 
la  formación  del  Cuerpo  místico  se  inicia  con  la  misma  encarnación;  2)  en 
el  sagrado  parto,  María  da  a  luz,  no  meramente  al  Hombre-Dios,  sino 
también  al  que  es  la  fuente  de  toda  vida  celestial,  y  precisamente  en  cuanto 
es  tal  {((Utpote...  fontem»)...  3)  en  la  adoración  de  los  pastores  y  los  Magos, 
María  presenta,  no  solamente  a  su  Hijo,  sino  también  en  él  al  Profeta  o 
enviado  de  Dios,  al  Rey  o  Mesías  y  al  Sacerdote  de  la  Nueva  Alianza. 
Semejante  maternidad  no  es  la  que  algunos  mariológicos  imaginan,  exclu- 
sivamente encerrada  en  la  esfera  ontológica  o  fisiológica. 

Poder  de  las  plegarias  maternas.  «Ac  praeterea  Unigena  eius,  eius 
maternis  precibus  in  Cana  Galilaeae  concedens,  mirabile  signum  patravit, 


APÉNDICB  II 


497 


quo  crediderunt  in  eum  discipidi  eius»  (Ioann.,  2,  11).  Afirma  el  Pontí- 
fice que  el  milagro  de  las  bodas  de  Caná  se  debió  a  la  intervención  y  a  la 
súplica  de  la  Madre,  con  la  cual  el  Hijo  condescendió.  No  hay  que  olvidar 
esta  afirmación  pontificia,  cuando  se  trata  de  la  exégesis  de  este  pasaje  del 
Evangelio, 

Corredención  en  el  Calvario.  «Ipsa  fuit,  quae  vel  propriae,  vel 
hereditariae  labis  expers,  arctissime  semper  cum  Filio  suo  coniuncta,  eun- 
dem  in  Golgotha,  una  cum  matemorum  iurium  maternique  sui  amoris  holo- 
causto, nova  veluti  Eva,  pro  ómnibus  Adae  filiis,  miserando  eius  lapsu  foe- 
datis,  Aeterno  Patri  obtulit».  Esta  es  la  declaración  más  relevante  del 
Romano  Pontífice,  que  después  habremos  de  estudiar  con  toda  detención. 

Total  exención  de  pecado.  En  el  párrafo  que  acabamos  de  transcri- 
bir, la  frase  «vel  propriae  vel  hereditariae  labis  expers»  expresa  la  abso- 
luta inmunidad  de  pecado,  exclusiva,  si  bien  por  diferente  título,  del  Hijo 
de  Dios  y  de  la  Madre  de  Dios:  del  Hijo,  por  derecho  propio;  de  la  Madre, 
por  singular  privilegio.  María  fué  preservada  del  pecado  original  por  los 
méritos  anticipadamente  aplicados  del  Redentor;  y  de  todo  pecado  actual  o 
personal,  por  una  gracia  singularísima,  que  no  consta  haber  sido  conce- 
dida a  otro  hombre.  Es  además  interesante  esta  total  exención  de  pecado, 
por  cuanto  se  presenta  como  disposición  personal  de  María  para  poder 
actuar  en  calidad  de  Corredentora,  como  más  adelante  notaremos. 

Maternidad  espiritual,  (dta  quidem,  ut  quae  corpore  erat  nostri 
Capitis  mater,  spiritu  facta  esset,  ob  novum  etiam  doloris  gloriaeque  titu- 
lum,  eius  membrorum  omnium  mater».  Esta  declaración,  cuya  importan- 
cia corre  parejas  con  la  relativa  a  la  corredención,  habrá  de  ser  luego 
objeto  de  especial  estudio. 

La  oración  de  María  y  Pentecostés.  «Ipsa  fuit,  quae  validissimis 
suis  precibus  impetravit,  ut  Divini  Redemptoris  Spiritus,  iam  in  cruce 
datus,  recens  ortae  Ecclesiae  prodigialibus  muneribus  Pentecostés  die  con- 
ferretur».  El  Espíritu  Santo,  que  desde  el  momento  mismo  de  la  redención 
se  había  otorgado  en  principio  y  como  en  derecho  a  la  humanidad,  vino 
realmente  sobre  la  naciente  Iglesia  con  abundancia  de  carismas  maravi- 
llosos en  virtud  de  la  intercesión  de  María,  que  lo  impetró  con  sus  pode- 
rosísimas súplicas. 

La  reina  de  los  mártires.  «Ipsa  denique  immensos  dolores  suos 
forti  fidentique  animo  tolerando,  magis  quam  Christifideles  omnes,  vera 
Regina  martyrum,  adimplevit  ea  quae  desuní  passionum  Christi...  pro  Cor- 
pore eius,  quod  est  Ecclesia»  {Col.,  1,  24).  Presenta  aquí  el  Pontífice  a 
María,  en  el  último  estadio  de  su  dolorosa  vida  terrestre,  como  Reina  de 

32 


498 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


los  mártires,  como  el  modelo  supremo  de  almas  reparadoras,  que  con  sus 
penas  y  dolores,  misterioso  complemento  de  los  trabajos  del  Redentor, 
trabajan  ocultamente  por  el  desenvolvimiento  de  su  Cuerpo  místico,  que  es 
la  Iglesia.  Hoy,  cuando  es  tan  necesario  el  espíritu  de  reparación,  tienen 
especial  actualidad  estas  palabras  del  Romano  pontífice. 

La  educadora  de  la  naciente  Iglesia.  «Ac  mysticum  Christi  Cor- 
pus, e  scisso  Corde  Servatoris  nostri  natum  ÍCf.  Off.  Ss.mi  Coráis  in 
hymno  ad  vesp.),  eadem  materna  cura  impensaque  caritate  prosecuta  est, 
qua  in  cunabulis  puerulum  lesum  lactentem  refovit  atque  enutrivit».  Es 
singularmente  profundo  y  delicado  el  pensamiento  del  Romano  Pontífice. 
Los  desvelos  maternalmente  amorosos  de  María  para  con  la  naciente  Iglesia 
no  son  sino  la  reiteración  o  prolongación  de  los  que  la  Madre  divina 
ejercitó  un  tiempo  con  Jesús  infante;  y  la  razón  es,  porque  la  Iglesia  es 
el  Cuerpo  místico  del  mismo  Jesús,  nacida  además  de  su  divino  Corazón, 
herido  y  abierto  con  la  lanza.  La  maternidad  espiritual,  prolongación  do 
la  maternidad  divina. 

El  corazón  inmaculado.  «Ipsa  igitur,  omnium  membrorum  Christi 
sanctissima  Genitrix  (Cf.  Pius  X,  Ad  diem  illum:  A.  S.  S.,  36,  p.  453), 
cuius  Cordi  Immaculato  omnes  homines  fidenter  consecravimus...».  No 
podía  faltar  la  mención  del  Corazón  Inmaculado  de  María  y  el  recuerdo 
de  la  reciente  Consagración  que  de  todos  los  hombres  hizo  Su  Santidad. 
Merece  también  notarse  que  el  Corazón  Inmaculado  se  considera  no  sim- 
plemente como  el  Corazón  de  María  o  de  la  Madre  de  Dios,  sino  como  el 
Corazón  de  nuestra  Madre:  conexión  delicada  con  la  maternidad  espiri- 
tual. La  expresión  «membrorum  Christi  Genitrix»  ofrece  dos  caracterís- 
ticas nuevas,  que  más  adelante  recogeremos. 

Asunción  corporal.  «Et  quae  nunc  in  cáelo  corporis  animique  glo- 
ria renidet».  Esta  profesión  explícita  de  la  Asunción  corporal  de  la 
Virgen  a  los  cielos  parece  un  prenuncio  de  más  solemnes  declaraciones, 
que  respondan  a  los  deseos  universales  del  pueblo  cristiano,  que  suspira 
por  ver  definida  como  dogma  de  fe  esta  singular  prerrogativa  de  la  Madre 
de  Dios. 

Realeza  de  María.  «Unaque  simul  cum  Filio  suo  regnat».  Lo  sin- 
gular de  esta  expresión  no  está  precisamente  en  la  profesión  de  la  realeza 
Mariana,  sino  en  la  declaración  del  título  y  del  modo  de  esta  realeza, 
derivada  de  la  realeza  de  su  divino  Hijo,  en  la  cual  estriba  y  a  la  cual 
se  asocia,  como  extensión  o  prolongación  de  ella.  Es  María  la  «Reina 
Madre»,  no  ya  simplemente  como  Madre  del  Rey,  sino  como  verdadera 
Reina  que,  por  ser  Madre,  comparte  la  realeza  del  Hijo.    Y  la  triple  partí- 


APÉNDICE  II 


499 


cula  asociativa  «una  simul  cum»  indica  que  la  realeza  de  la  madre  y  la 
del  Hijo  no  son  dos  realezas  distintas,  sino  una  misma  y  sola  realeza,  que, 
poseída  por  el  Hijo  por  derecho  propio  y  nativo,  se  extiende  por  comuni- 
cación a  la  Madre. 

Intercesión  universal  y  patrocinio.  Concluye  el  Pontífice:  «Ab  eo 
efflagitando  contendat,  ut  uberrimi  gratiarum  rivuli  ab  excelso  Capite  in 
omnia  mystici  Corporis  membra  haud  intermisso  ordine  deriventur;  item- 
que  praesentissimo  patrocinio  suo,  sicut  anteactis  temporibus,  ita  in  prae* 
sens  Ecclesiam  tueatur,  eique  atque  universae  hominum  communitati 
tándem  aliquando  tranquilliora  a  Deo  témpora  impétrete.  La  expresión 
inicial  «efflagitando»  y  la  final  «impetret»  se  refieren  claramente  a  la  inter- 
cesión actual  o  deprecación  de  María;  la  intermedia  «patrocinio  tueatur», 
si  bien  en  absoluto  pudiera  tener  el  mismo  sentido,  parece  con  todo  signi- 
ficar más  bien  la  dispensación  de  las  gracias  por  vía  de  acción,  de  la 
cual  es  una  forma  especial  el  patrocinio. 

Síntesis  mariológica.  Distinguiendo  la  Mariología  en  dos  partes 
principales,  en  que  se  estudian  respectivamente  1)  las  prerrogativas  perso- 
nales de  María  y  2)  su  acción  soteriológica ;  y  coordinando  sistemática- 
mente dentro  de  ellas  los  diferentes  elementos  que  han  ido  apareciendo  en 
la  Encíclica  Pontificia,  se  obtiene  el  siguiente  esquema,  que  abarca  las 
principales  verdades  o  problemas  de  la  Mariología: 

I.    Prerrogativas  personales  de  María: 

1.  Divina  maternidad. 

2.  Virginidad. 

3.  Santidad: 

Inmaculada  Concepción. 
Inmunidad  de  pecado  personal. 
Plenitud  de  gracia. 

4.  Asunción  corporal  a  los  cielos. 

II.   Acción  soteriológica  de  María: 
A.    Durante  su  vida  terrestre: 

1.  Valor  soteriológico  de  la  divina  maternidad. 

2.  Corredención: 

Por  su  consentimiento  representativo. 
Por  su  com-pasión  en  el  Calvario. 


500 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


3.    Después  de  la  Pasión: 

La  oración  de  María  y  Pentecostés. 

Educadora  de  la  Iglesia  naciente.  María  reparadora. 

B.    En  su  gloria  celeste: 

1.  Intercesión  actual: 

Poder  de  las  plegarias  Marianas. 
Patrocinio  de  María. 

2.  Realeza  y  reino  de  María. 

3.  Consagración  al  Corazón  Inmaculado. 


Tono  moderado  de  las  declaraciones  pontificias.  Antes  de  estu- 
diar particularmente  las  enseñanzas  de  la  Encíclica  sobre  la  corredención 
Mariana  y  sobre  la  maternidad  espiritual,  y  para  mejor  apreciar  el  valor  de 
las  declaraciones  pontificias,  conviene  notar  la  sobria  moderación,  tanto 
subjetiva  como  objetiva,  con  que  el  Papa  recuerda  las  más  excelsas  glorias 
de  la  Madre  de  Dios.  La  moderación  subjetiva  salta  a  la  vista  por  la 
total  ausencia  de  ponderaciones  y  encomios  y  más  aún  de  expresiones 
enfáticas,  que  tan  fácilmente  se  vienen  a  la  pluma,  cuando  se  habla  de  la 
gloriosa  Madre  de  Dios.  Más  notable  es  aún  la  moderación  objetiva  con 
que  se  expresan  las  prerrogativas  de  María,  en  cuya  declaración  el  Pontí- 
fice dice  bastante  menos  de  lo  que  pudiera  decir;  lejos  de  exceder  en  lo 
más  mínimo  los  términos  de  la  verdad,  más  bien  se  queda  corto.  Como 
su  objeto  era  simplemente  recordar  o  reseñar  las  prerrogativas  de  María, 
se  contenta  con  mencionar  sus  elementos  esenciales  o  más  salientes.  De 
esta  doble  moderación  se  desprende  una  consecuencia  de  grande  impor- 
tancia para  la  acertada  interpretación  de  las  declaraciones  pontificias 
acerca  de  la  corredención  y  de  la  maternidad  espiritual.  Si  siempre  las 
declaraciones  pontificias  se  han  de  interpretar  en  su  sentido  obvio  y  natu- 
ral, sin  atenuarlas  o  restringirlas  arbitrariamente,  mucho  más  reprobable 
sería  ese  criterio  atenuante,  restrictivo  o  minimista,  cuando  se  trata  de 
expresiones  sencillas,  moderadas,  ajenas  a  todo  énfasis  y  más  bien  cortas. 
Si  un  contexto  o  ambiente  de  exageración  impone  cierta  severidad  en  la 
interpretación  de  las  frases,  un  ambiente  de  sobria  serenidad  pide  más 
bien  que  sin  escrupulosas  restricciones  se  dé  a  las  expresiones  su  pleno 
sentido  obvio  y  natural.  No  hay  peligro  de  rebasar  el  justo  medio  en  la 
interpretación  usual  de  las  palabras  que  más  bien  se  quedan  atrás. 


APÉNDICE  II 


501 


II.    Corredención  mariana 

Sobre  la  corredención  Mariana  escribe  el  Romano  Pontífice:  «Ipsa  fuit, 
quae,  vel  propriae  vel  hereditariae  labis  expers,  arctissime  semper  cum 
Filio  suG  coniuncta,  eundem  in  Golgolha,  una  cum  maternarum  iurium  ma- 
ternique  sui  amoris  holocausto,  nova  veluti  Eva,  pro  ómnibus  Adae  filiis, 
miserendo  eius  lapsu  foedatis,  Aeterno  Patri  obtulit».  Esta  declaración 
pontificia,  tan  rica  en  doctrina  como  sobria  en  la  expresión,  se  reduce  a 
dos  puntos  principales:  1)  la  doble  oblación  que  hace  María  a)  del  Hijo 
al  Padre,  y  6)  de  sus  propios  derechos  y  de  su  amor  de  madre;  2)  la  triple 
disposición  personal  con  que  María  efectúa  su  oblación:  a)  la  inmunidad 
de  todo  pecado,  b)  la  asociación  a  la  oblación  del  Hijo,  y  c)  el  carácter  de 
Nueva  Eva.  Aunque  el  Pontífice  no  pronuncia  el  nombre  de  corredención, 
enseña  en  realidad  la  múltiple  y  eficaz  cooperación  de  la  Madre  a  la  obra 
redentora  del  Hijo,  concebida  bajo  el  aspecto  de  sacrificio.  La  importan- 
cia y,  en  parte,  la  novedad  de  esta  declaración  exige  un  análisis  detenida 
de  cada  una  de  sus  expresiones. 

1.    La  doble  oblación  de  María 

La  oblación  que  la  m.\dre  hace  del  hijo.  La  expresión  de  esta 
oblación,  gramatical  y  lógicamente  considerada,  forma  la  proposición  prin- 
cipal de  todo  el  período  y  es,  por  tanto,  la  afirmación  más  saliente  de  toda 
la  declaración  pontificia.  Entresacada  del  conjunto,  puede  simplificarse 
de  este  modo:  «Ipsa  eundem  Filium  pro  ómnibus  Adae  filiis  Aeterno  Pa- 
tri obtulit».  El  pensamiento  no  puede  ser  más  claro  y  diáfano:  lo  único 
que  pudiera  ofrecer  alguna  duda  es  el  valor  del  verbo  «obtulit».  ¿Se 
habla  de  una  oblación  propiamente  sacrifical,  o  más  bien  hay  que  atenuar 
la  significación  técnica  de  la  palabra?  Contra  esa  atenuación  militan  tres 
razones.  Primera,  negativa:  deberían  aducirse  sólidas  razones  que  de- 
monstrasen que  aquí  el  término  «obtulit»,  normal  y  ordinario  para  expre- 
sar la  oblación  sacrifical,  ha  perdido  su  significación  técnica.  ¿Se  han 
aducido  semejantes  razones?  ¿Existen  siquiera?  Segunda:  el  tono  de 
moderación,  que  caracteriza  toda  la  declaración  pontificia,  excluye  y  hace 
imposible  la  atenuación  o  uso  impropio  de  la  palabra  principal  de  todo  el 
período.  Tercera:  toda  la  declaración  pontificia  presenta  la  redención  de 
Cristo  exclusivam.ente  bajo  el  aspecto  de  sacrificio.    En  este  supuesto,  en 


502 


MARÍA,  MEDIADOHA  UNIVERSAL 


un  contexto  que  todo  él  habla  de  sacrificio  ¿es  lícito  despojar  al  verbo 
«obtulit»  de  su  propio  sentido  sacrifical? 

Por  lo  demás,  la  afirmación  de  Pío  XII  no  es  nueva:  tiene  sus  prece- 
dentes en  las  afirmaciones,  cierto  más  expresivas  y  enfáticas,  de  sus  glo- 
riosos predecesores.  León  XIII  había  dicho:  «Filium  ipsa  suum  ultro 
obtulit  iustitiae  divinae»  (8  sept.  1894).  La  expresión  «iustitiae  divinae» 
refuerza  el  sentido  sacrifical  de  «obtulit»,  por  cuanto  presenta  el  sacrificio 
de  la  cruz  como  expiatorio  o  propiciatorio,  que  tiene  por  objeto  reparar  la 
justicia  divina  violada  por  el  pecado.  Más  significativa  es  aún  la  expre- 
sión de  Benedicto  XV:  «Placandae  Dei  iustitiae  Filium  immolavit  (22 
marz.  1918).  La  palabra  «placandae»  precisa  el  sentido  de  «iustitiae» ;  y 
el  término  «immolavit»,  que  aquí  evidentemente  no  significa  la  mactación 
material  de  la  víctima,  es  un  equivalente  reforzado  de  «obtulit».  Y  es 
de  notar  aquí  que,  refiriéndose  precisamente  a  esta  declaración  de  Bene- 
dicto XV,  su  inmediato  sucesor  Pío  XI  afirmó  que  «aptissimis  eam  [rem] 
verbis  declaravit»  (2  febr.  1923).  Mal  pudiera  hablarse  de  «palabras  aptí- 
simas», si  se  despojase  a  los  términos  de  su  sentido  propio  y  normal.  El 
mismo  Pío  XI  escribió  más  tarde:  «Cum  lesum...  apud  crucem  hostiam 
obtulerit...»  (8  may.  1928).  El  complemento  «hostiam»  refuerza  o  sub- 
raya el  sentido  sacrifical  de  «obtulerit».  Combinando  todos  los  elementos 
de  estas  diferentes  declaraciones,  obtenemos  esta  expresión  más  compleja: 
«Mater  Filium  suum  placandae  Dei  iustitiae  hostiam  immolavit  seu  obtu- 
lit». A  la  luz  de  esta  tradición  pontifical  hay  que  interpretar  la  expresión 
de  Pío  XII,  que,  como  antes  hemos  notado,  es  más  bien  pálida;  pero  que, 
en  la  mente  del  Pontífice,  tiene  la  plenitud  de  sentido,  que  imponen  las' 
expresiones  de  sus  antecesores.  En  suma,  que  si  hay  que  reforzar  más  bien 
la  expresión  de  Pío  XII,  ¿será  ya  lícito  atenuarla  o  rebajarla?  Y  si  hay 
que  reconocerle  su  sentido  normal  y  técnico,  es  fuerza  admitir  su  significa- 
ción sacrifical. 

Una  dificultad  pudiera  oponerse  a  esta  interpretación.  Si  la  oblación 
de  María  es  sacrifical,  habrá  que  concluir  que  por  el  mismo  caso  es  también 
sacerdotal:  lo  cual  implicaría  el  reconocimiento  del  sacerdocio  de  María, 
contra  el  sentir  más  común  de  los  teólogos.  Sin  entrar  ahora  en  el  punto 
principal  del  problema,  innecesario  para  nuestro  objeto,  nos  limita- 
remos a  proponer  dos  observaciones,  que  muestren  lo  infundado  de  la 
dificultad. 

Sea  la  primera  la  posición  que  sobre  este  punto  adopta  el  Card.  Gomá. 
En  su  magnífico  discurso  pronunciado  en  el  Congreso  Eucarístico  Inter- 
nacional de  Amsterdam  decía  el  ilustre  teólogo:  «María  no  es  sacerdote... 


APÉNDICE  II 


503 


Pero  María...  es  la  Madre  del  gran  Pontífice  de  la  nueva  ley...  Desde 
este  momento,  la  santísima  Virgen  entra  de  lleno  dentro  de  la  atmósfera 
sacerdotal  en  nuestra  religión;  y  sin  revestir  el  carácter  formal  de  sacer- 
dote, deberá  estar  impregnada  de  espíritu  sacerdotal...  Y  miradla...  a  esta 
Virgen  sacerdotal,  de  pie,  ante  la  Cruz...  Como  en  la  Anunciación,  Dios 
le  ha  pedido  su  consentimiento,  y  ella  lo  ha  dado  con  plenitud  de  espíritu 
sacerdotal»  {María  Santísima,  t.  1,  pgs.  52-53).  Puede,  por  tanto,  hablar- 
se de  la  oblación  sacerdotal  de  María,  sin  que  por  ello  se  admita  que  revis- 
tiese el  carácter  formal  de  sacerdote. 

Otra  observación  va  más  al  fondo,  y,  bien  considerada,  puede  desva- 
necer cierta  aprensión  bastante  general  contra  el  sacerdocio  de  María. 
Cristo  es  propiamente  el  Sacerdote  por  antonomasia,  el  único  que  en  la, 
Nueva  Alianza  posee  la  plenitud  del  sacerdocio;  pero  en  su  función  sacer- 
dotal Cristo  actúa  como  Cabeza  de  la  Iglesia,  que  es  su  Cuerpo  místico; 
de  suerte  que  todo  el  Cuerpo  y  todos  sus  miembros,  como  participan  de  su 
divina  filiación  y  de  su  vida  divina,  participan  también  a  su  modo,  peí 
asociación,  derivación  o  comunicación,  de  su  único  sacerdocio.  Así  lo 
enseña  formalmente  el  gran  Pontífice  Pío  XI  en  su  Encíclica  «Miserentissi- 
mus  Deus»:  «Etiam  christianorum  gens  universa,  ab  Apostolorum  princi- 
pe genus  electum,  regale  sacerdotium  iure  appellata,  debet,  cum  pro  se, 
tum  pro  toto  genere  humano  offerre  pro  peccatis,  haud  aliter  propemodura 
quam  sacerdos  omnis  ac  pontifex,  ex  hominibus  assumptus,  pro  hominibus 
constituitur  in  iis  quae  sunt  ad  Deum»  (AAS,  20  [1928],  171-172).  Ahora 
bien,  que  María  no  esté  excluida  de  este  universal  sacerdocio  del  Cristo 
místico,  nadie  habrá  que  lo  ponga  en  duda.  Por  otra  parte,  según  el 
principio  mariológico  llamado  de  eminencia,  conforme  al  cual  hay  que 
atribuir  a  María,  en  grado  superior  y  eminente,  todas  las  gracias  y  pre- 
rrogativas concedidas  a  los  demás  santos,  hay  que  concluir  que  el  sacer»* 
docio  común  a  todos  los  fieles  lo  posee  María  en  grado  más  excelente,  que 
esté  en  harmonía  con  su  excelsa  dignidad  de  Madre  de  Dios.  Y  si  esto  es 
así,  ya  no  puede  ofrecer  la  menor  dificultad  el  que  la  oblación  que  del 
Hijo  hizo  la  Madre  pueda  llamarse  no  sólo  sacrifical  sino  también  sacer« 
dotal.  Toda  la  aprensión  contra  el  sacerdocio  de  María  nace  de  imagi- 
narlo conforme  al  sacerdocio  ministerial  de  los  que  han  recibido  el  sacra-, 
mentó  del  Orden:  como  si  en  él  se  agotase  toda  la  noción  y  esencia  del 
sacerdocio. 

La  oblación  que  la  madre  hace  de  sí  misma.  A  la  oblación  que 
hace  del  Hijo  junta  la  Madre  la  oblación  que  hace  de  sus  derechos  y  de 
su  amor  de  madre:   ulpsa  eundem  Filium,  una  cum  maternorum  iuriura 


504 


HARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


maternique  sui  amoris  holocausto,  obtulit».  Cada  una  de  estas  palabras 
requiere  especial  consideración. 

«lurium»  y  «amoris»  indican  la  doble  materia  de  esta  nueva  oblación. 

Primeramente  la  Madre  sacrifica  y  ofrece  los  derechos  que  sobre  el 
Hijo  tenía.  En  qué  consistió  esta  oblación  de  los  propios  derechos,  lo 
había  ya  declarado  Benedicto  XV  con  estas  palabras:  «Materna  in  Filium 
iura  pro  hominum  salute  abdicavit»  (22  marz.  1918).  Como  toda  madre, 
María  tenía  sobre  su  Hijo  derechos  que  debían  respetarse:  derechos,  que 
el  mismo  Hijo  había  de  reconocer;  derechos,  que  los  demás  no  podían 
atropellar.  María,  pues,  en  vez  de  hacer  valer  y  reclamar  estos  derechos, 
hizo  voluntaria  y  libre  cesión  de  ellos  en  aras  de  la  divina  voluntad  y  por 
la  salud  eterna  de  los  hombres,  consintiendo  en  la  muerte  de  su  Hijo  único. 
El  inmenso  dolor,  el  enorme  sacrificio,  que  semejante  cesión  entrañaba, 
sólo  el  corazón  de  una  Madre  es  capaz  de  apreciarlo.  Y  es  de  notar  aquí 
que,  supuesta  la  suavidad  ordenada  de  la  divina  providencia,  el  Padre  ce- 
lestial, para  entregar  el  Hijo  a  la  muerte,  había  de  contar  con  la  aquies- 
cencia o  asentimiento  de  la  Madre.  Este  asentimiento  lo  había  ya 
dado  ella  en  el  momento  mismo  de  la  encamación,  cuando  dijo: 
«Ecce  ancilla  Domini,  fiat  mihi  secundum  verbum  tuum».  Y  este 
sentimiento  de  rendida  sumisión  a  la  voluntad  divina,  perennemente 
invariable  en  el  Corazón  de  María,  había  sido  como  la  tónica  de  toda 
su  vida. 

Junto  con  sus  derechos  María  inmolaba  también  su  amor.  Jamás  el 
amor  ha  unido  más  estrechamente  y  compenetrado  más  íntimamente  dos 
corazones  que  el  Corazón  de  la  Madre  con  el  Corazón  del  Hijo.  En  virtud 
de  esta  amorosa  compenetración,  todo  cuanto  padecía  el  Hijo  repercutía 
dolorosamente  en  el  Corazón  de  la  Madre:  «cum  eo  commoriens  corde», 
como  dijo  León  XHI  (8  sept.  1894);  «cum  Filio  patiente  et  moriente  passa 
est  et  paene  commortua»,  como  añadía  Benedicto  XV  (22  marz.  1918);  y 
Pío  XI,  en  el  mensaje  radiado  con  que  clausuraba  el  Año  Santo  de  la 
redención,  decía  dirigiéndose  a  la  misma  Madre:  «O  Mater  pietatis  et 
misericordiae,  quae  dulcissimo  Filio  tuo,  humani  generis  Redemptionem  in 
ara  Crucis  consummanti,  Compatiens  et  Corredemptrix  adstitisti...»  (Os- 
serv.  Rom.,  29  abr.  1935).  Estos  inmensos  dolores  de  su  amor  ofreció 
María  al  Padre  por  la  salud  del  género  humano. 

Esta  inmolación  de  sus  derechos  y  de  su  amor  la  califica  Pío  XH  de 
«holocausto».  Con  esta  expresión,  de  valor  técnico,  dos  cosas  significa 
el  Pontífice:  la  totalidad  o  integridad  de  su  oblación  y  su  carácter  sagrado 
y  sacrifical.    Si  cada  uno  de  los  dos  términos  «holocausto»  y  «obtulit» 


APÉNDICE  II 


505 


tiene  ya  por  sí  mismo  carácter  sacrifical,  la  yuxtaposición  de  los  dos  haca 
imposible  toda  otra  interpretación. 

Sin  dejar  de  ser  sacrifical,  esta  oblación  es  doblemente  materna;  por 
cuanto  lo  que  la  Madre  ofrece,  junto  con  la  oblación  del  Hijo,  son  los 
derechos  maternos  y  el  amor  materno.  Esta  «maternalidad»  de  la  oblación 
de  María  no  sólo  interesa  a  la  piedad,  sino  que  tiene  profunda  significa- 
ción teológica.  María  es,  en  virtud  de  su  misión  o  destino  providencial, 
ante  todo  y  sobre  todo,  Madre,  totalmente  Madre.  Por  esto,  la  oblación, 
de  María,  si  se  hubiera  de  buscar  fuera  de  la  esfera  de  su  maternidad;, 
podría  parecer  algo  extraño  o  advenedizo;  pero  no:  su  oblación,  lejos  de 
ser  ajena  a  su  maternidad,  nace  precisamente  de  ella  y  es  esencialmente 
maternal. 

Por  fin,  las  dos  partículas  «una  cum...»  dan  a  entender  que  el  holocaus- 
to de  los  derechos  y  del  amor  de  madre  es  secundario  o  menos  principal 
respecto  de  la  oblación  con  que  la  Madre  ofrece  al  Hijo.  En  la  redención 
lo  principal  y  esencial  es  la  oblación  que  el  Hijo  hace  de  sí  mismo:  por 
esto  lo  primero  y  más  importante  que  puede  hacer  la  Madre  es  asociarse 
a  esta  oblación  del  mismo  Hijo:  el  holocausto  que  añade  de  sus  derechos 
y  de  su  amor  sólo  puede  tener  un  valor  secundario  y  en  cierta  manera 
accesorio. 

Tales  son  los  rasgos  con  que  la  declaración  pontificia  nos  presenta  esta 
segunda  oblación  sacrifical  de  María;  la  cual  es,  no  solamente  función 
sacerdotal,  como  la  primera,  sino  también  inmolación  de  víctima.  Y  esta 
condición  de  víctima,  bastaba  por  sí  sola  para  asegurar  el  valor  sacrifical 
de  la  oblación  Mariana,  aun  cuando  se  desconociese  su  índole  sacerdotal. 
Que  no  es  menos  esencial  en  el  sacrificio  la  víctima  que  el  sacerdote.  Díce- 
lo  el  Apóstol,  hablando  de  Cristo  Sacerdote:  «Omnis  enim  pontifex  ad  offe- 
rendum  muñera  et  hostias  constituitur:  unde  necesse  est  et  hunc  habere 
aliquid,  quod  offerat»  (Hebr.  8,  3).  Sin  víctima  no  hay  sacrificio.  Pero 
precisamente  contra  este  carácter  de  víctima  de  la  inmolación  Mariana  se 
presenta  una  dificultad,  que  es  menester  examinar. 

Suele  decirse  que  la  inmolación  de  la  víctima  debe  ser  sensible  o  exte- 
rior; y  que,  consiguientemente,  la  oblación  Mariana  de  los  propios  dere- 
chos y  del  amor  de  madre,  como  consumada  en  su  Corazón,  no  es  sufi- 
cientemente sensible  o  externa,  para  que  pueda  considerársela  como  pro- 
piamente sacrifical.  Quienes  así  piensan,  no  han  considerado  la  realidad 
de  las  cosas.  Si  la  Virgen  se  hubiera  quedado  encerrada  en  su  retiro,  y 
allí  a  sus  solas  y  en  la  presencia  de  sólo  Dios  hubiera  sentido  las  terribles 
torturas  de  su  Corazón,  tal  vez  pudiera  esa  dificultad  tener  visos  de  proba- 


506 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


bilidad.  Pero  la  realidad  fué  muy  diferente.  Allí  en  el  Calvario,  «in  Golgo- 
tha»,  como  nota  el  mismo  Pontífice,  al  pie  de  la  cruz,  en  que  moría  ajustir 
ciado  su  Hijo,  estaba  la  Madre,  presentándose  como  Madre  y  reconocida 
por  todos  como  Madre.  Sólo  esta  presencia  de  la  Madre  era  más  que  &u* 
ficienle  exteriorización  o  sensibilización  de  los  tormentos  y  dolores  que 
la  martirizaban.  A  los  ojos  de  todo  el  mundo  estaba  patente  el  martirio 
doloroso  de  su  Corazón  materno.  Sobre  esto,  las  lágrimas  de  sus  ojos,  la 
palidez  de  su  rostro  virginal,  la  aflicción  de  su  semblante,  el  caimiento  de 
todo  su  cuerpo,  sus  profundos  gemidos  y  sollozos,  sus  expresiones  de  dolor 
y  de  angustia,  ¿no  patentizaban  y  sensibilizaban  suficientemente  la  amar- 
gura de  su  Corazón  de  madre?  No  lo  cree  así  la  piedad  cristiana.  Basta 
recordar  aquellas  sentidas  estrofas  del  «Stabat  Mater»: 

Quis  est  homo,  qui  non  fleret, 

Matrem  Christi  si  videret 

In  tanto  supplicio? 
Quis  non  posset  contristari, 

Christi  Matrem  contemplari 

Dolentem  cum  Filio? 

Todos  podían  ver  y  contemplar  en  lo  que  exteriormente  aparecía,  lo 
que  sentía  el  Corazón  de  la  Madre.  Sensible  y  extema  era  la  inmolación 
de  la  Madre,  porque  externa  era  la  causa  de  su  dolor  y  sensibles  las  señales 
que  lo  patentizaban.  Pretender  una  exteriorización  más  material,  sobre 
ser  enteramente  arbitrario,  podría  tener  consecuencias  imprevistas,  que 
comprometiesen  el  valor  sacrifical  de  la  oblación  eucarística  y  aun  del 
mismo  sacrificio  de  la  cruz. 

2.    Triple  disposición  de  María  en  sy,  oblación 

Tres  disposiciones  personales  señala  el  Pontífice  en  la  oblación  de  Ma- 
ría: a)  su  inmunidad  de  todo  pecado;  6)  su  asociación  a  la  oblación  de 
su  divino  Hijo;  c)  el  carácter  de  Nueya  Eva  con  que  actúa.  Interesa 
estudiar  estas  tres  disposiciones,  por  cuanto  corroboran  el  carácter  sacrir 
fical  de  la  oblación  Mariana. 

Inmunidad  de  todo  pecado.  Escribe  el  Pontífice:  «Ipsa  fuit,  quae 
"vel  propriae  vel  hereditariae  labis  expers,  eundem  Filium  obtulit».  Esta 
declaración  de  la  total  y  universal  exención  de  pecado,  así  original  como 


APÉNDICE  II 


507 


actual  o  personal,  es  más  significativa  de  lo  que  a  primera  vista  pudiera 
parecer.  Por  de  pronto,  constatemos  el  hecho.  Cuando  el  Hijo  consuma 
la  obra  de  la  redención  y  cuando  la  Madre  asocia  su  oblación  a  la  del  Hijo, 
ya  ella  aparece  exenta  de  todo  pecado.  Sin  duda  que  esta  exención  es 
efecto  de  la  redención;  pero  es  efecto  anticipado  de  la  redención  consi- 
derada como  futura.  Tal  es  el  hecho  granítico,  contra  el  cual  se  estrellan 
impotentes  todas  las  sutilezas  metafísicas.  Cuando  la  redención  va  a  rea- 
lizarse, ya  María  está  santificada:  capaz,  por  tanto,  bajo  este  concepto 
de  cooperar  a  la  obra  de  la  redención.  La  cooperación  hubo  de  hacerse, 
y  se  hizo,  no  en  las  regionees  abstractas  de  los  conceptos,  sino  en  el 
terreno  firme  de  la  realidad:  y  en  este  terreno,  real  era  la  santidad  de 
María  antes  que  se  efectuase  la  redención  real.  No  tememos  la  meta- 
física; pero  la  metafísica,  si  no  ha  de  perderse  en  fantasías  o  puros  entes 
de  razón,  ha  de  ser  realista:  ha  de  explicar  la  realidad,  pero  no  suplantarla. 

Mas,  si  a  toda  costa  se  quiere  trasladar  la  cuestión  a  la  esfera  de  la 
metafísica,  añadiremos  que  la  santificación  de  María  precede  lógicamente 
a  la  redención  consumada,  no  sólo  en  el  orden  de  la  ejecución,  sino  tam- 
bién en  el  de  la  intención;  no  sólo  en  la  esfera  real,  sino  también  en  la 
ideal.  Dice  el  Pontífice:  «Ipsa  fuit,  quae  vel  propriae  vel  hereditariae 
labis  expers,  eundem  Filium  pro  ómnibus  Adae  filiis,  miserando  eius  lapsu 
foedatis,  Aeterno  Patri  obtulit».  Notemos  que  en  el  momento  en  que  se 
va  a  consumar  la  redención  aparece  María  ya  Inmaculada,  mientras  que 
todos  los  demás  hombres  aparecen  todavía  manchados  por  el  pecado.  Esta 
anticipación  de  la  santidad  de  María  no  puede  entenderse  en  sentido  pura- 
mente real  o  histórico,  sino  que  se  ha  de  entender  también  es  sentido  ló- 
gico. La  razón  es  evidente.  Cuando  se  iba  a  consumar  la  redención,  ya 
muchos  de  los  hombres,  en  previsión  de  la  misma  redención,  estaban 
santificados.  Tales  eran  todos  los  justos  del  Antiguo  Testamento;  tales 
también  muchos  de  los  presentes,  por  ejemplo,  San  Juan  Evangelista  y 
María  Magdalena.  Éstos,  aunque  real  e  históricamente  santificados,  lógi- 
camente, empero,  cuando  iba  a  consumarse  la  redención  pertenecían  toda- 
vía a  los  «ómnibus  foedatis».  Luego  la  anticipación  de  María  es  en  el 
orden  ideal  esencialmente  distinta  de  la  santificación  de  la  Magdalena. 
La  de  ésta  fué  puramente  histórica  o  real,  la  de  María  hubo  de  ser  además 
lógica  o  ideal.  La  razón  de  esta  diferencia  la  hemos  ya  indicado.  Los 
demás  fueron  justificados  anticipadamente  por  la  previsión  propiamente 
dicha,  es  decir,  por  la  visión  anticipada  de  la  redención  consumada;  en 
cambio,  María,  si  bien  fué  santificada  en  atención  y  por  los  méritos  dol 
Redentor,  lo  fué  en  virtud  de  la  redención  considerada  precisamente  como 


508 


MARÍA,  MEDIAIKIRA  UNIVERSAL 


futura,  O  sea,  en  un  signo  lógico  en  que  la  redención,  todavía  no  concretada 
con  todas  las  circunstancias  que  había  de  tener  en  su  realidad  histórica, 
no  podía  ser  aún  objeto  de  la  ciencia  divina  de  visión.  Expliqúese,  como 
se  quiera,  el  orden  lógico  de  los  decretos  divinos  respecto  de  la  redención 
humana:  siempre  habrá  que  decir  que  la  santificación  de  los  demás  per- 
tenece al  último  signo  y  definitivo,  mientras  que  la  de  María  habrá  de 
colocarse  en  algún  signo  precedente.  Esto  indica  la  declaración  pontificia, 
y  esto  basta  para  desvanecer  radicalmente  la  gran  dificultad  que  suele 
oponerse  a  la  corredención  Mariana. 

A  la  luz  de  esta  declaración  de  Pío  XII  adquieren  nuevo  relieve  otras 
declaraciones  de  sus  predecesores  León  Xlll  y  Pío  XI.  El  gran  Papa 
León  escribía:  «Primaevae  labis  exper?  Virgo,  adlecta  Deí  Mater.  et  hoc 
ipso  ser\-andi  hominum  generis  consors  facta...»  1 1  sept.  1883 1.  \  Pío  XI, 
en  una  frase  estrictamente  paralela,  escribía:  o  Augusta  Virgo,  sine  pri- 
maeva  labe  concepta,  ideo  Christi  Mater  delecta  est,  ut  redimendi  generis 
humani  consors  efficeretun)  (28  en.  1933 1.  Entrambos  Pontífices  señalan 
la  Inmaculada  Concepción,  y  consiguientemente  la  santificación  y  reden- 
ción pasiva,  como  disposición  previa,  como  condición  o  medio,  no  ya  de 
la  actuación  histórica  de  María,  sino  de  su  elección  por  parte  de  Dios  para 
su  «consorcio»  en  la  obra  de  la  redención.  Hablan,  por  tanto,  no  del 
orden  real  o  de  ejecución,  sino  del  orden  ideal  o  de  intención.  Y  notemos 
que  Pío  XII,  después  de  la  frase  «vel  propriae  vel  hereditariae  labis  ex- 
pers».  menciona  inmediatamente,  recordando  a  León  XIII  y  a  Pío  XI,  el 
mismo  consorcio,  cuando  dice:  «arctissime  semper  cum  Filio  suo  con- 
iuncta».  Las  declaraciones  combinadas  de  los  tres  grandes  Pontífices  no 
dejan  lugar  a  duda  de  que  en  su  mente  e  intención  a  María  correspon- 
dieron las  primicias  de  la  redención,  no  sólo  en  el  orden  real  e  histórico, 
sino  también  en  el  ideal  y  lógico. 

Asociación  de  la  Madre  a  la  oblación  del  Hijo.  Exprésala  el  Pon- 
tífice en  estos  términos:  «Ipsa  fuit.  quae,  arctissime  semper  cum  Filio 
suo  coniuncta,  eundem  in  Golgotha  Aeterno  Patri  obtulit».  Esta  unión  a 
asociación  de  la  Madre  con  el  Hijo  («cum  Filio  suo  coniuncta» \  además 
de  ser  estrechísima  («arctissime»)  y  continua  o  universal  («semper»),  pre- 
senta estos  dos  rasgos  característicos:  que  tiene  como  precedente  o  postu- 
lado la  total  exención  de  pecado,  iiunediatamente  antes  mencionada,  y  qua 
es  previa  disposición  para  la  oblación,  como  lo  demuestra  la  estructura 
misma  gramatical  de  la  frase  («coniuncta...  obtulit»).  Combinando  todos 
estos  elementos,  se  ve  que  el  Pontífice  quiere  expresar  el  llamado  principio 
de  asociación,  en  virtud  del  cual  la  Madre,  asociada  al  Hijo,  constituye 


APÉNDICE  II 


509 


juntamente  con  él  el  principio  único  y  adecuado,  el  Hijo  primariamente, 
la  Madre  secundariamente,  de  la  redención  humana.  Que  tal  sea  la  mente 
del  Pontífice,  se  colige  del  estrecho  paralelismo  de  sus  palabras  con  las 
mencionadas  anteriormente  de  León  XIII  y  de  Pío  XI.  Este  mismo  prin- 
cipio lo  habían  enunciado,  en  términos  mucho  más  categóricos,  muchos 
de  sus  ilustres  predecesores.  Citaremos,  como  muestra,  dos  solos  ejem- 
plos. Pío  IX,  en  su  Bula  dogmática  «Ineffabilis  Deus»,  había  dicho: 
«Sanctissima  Virgo,  arctissimo  et  indissolubili  vinculo  cum  Eo  coniuncta, 
una  cum  illo  et  per  illum,...  illius  [serpentis]  caput  immaculato  pede  con- 
trivit».  Son  obvias  las  reminiscencias  de  estas  palabras  en  las  de  Pío  XII. 
Pío  XI  dijo  terminantemente:  «II  Redentore  non  poteva,  per  necessitá  di 
cose,  non  associare  la  Madre  sua  alia  sua  opera». 

Esto  supuesto,  es  a  saber,  que  Pío  XII  en  las  palabras  referidas  men- 
ciona el  principio  de  asociación,  la  conclusión  que  de  ello  se  desprende 
es  de  capital  importancia.  Si  la  doble  oblación  de  la  Madre,  de  que  anies 
hemos  hablado,  es  la  actuación  de  María  en  calidad  de  asociada  a  la  obra 
de  la  redención,  sigúese  evidentemente  que  esta  oblación,  no  sólo  fué  sacri- 
fical  y  sacerdotal,  sino  que  también  fué  verdadera  y  propiamente  corre- 
dentiva.  Por  esto.  Benedicto  XV,  después  de  decir  que  María  «sic  ma- 
terna in  Filium  iura  pro  hominum  salute  abdicavit,  placandaeque  Dei 
iustitiae,  quantum  ad  se  pertinebat,  immolavit»,  concluye  «ut  dici  mérito 
queat  Ipsa  cum  Christo  human um  genus  redemisse»  (22  marz.  1918). 
Y  Pío  XI,  después  de  afirmar  el  principio  de  asociación,  con  el  énfasis  con 
que  lo  formula,  añade:  «e  per  questo  noi  la  invochiamo  col  titolo  di 
Corredentrice». 

Actuación  de  María  en  calidad  de  Segunda  Eva.  Escribe  el  Romano 
Pontífice:  «Ipsa  fuit,  quae  eundem  Filium,  nova  veluti  Eva,  pro  ómnibus 
Adae  filiis  Aeterno  Patri  obtulit».  La  expresión  «nova  Eva»  es  algo  insó- 
lito en  los  documentos  pontificios  bajo  dos  conceptos.  Primeramente,  la 
expresión  misma  no  recordamos  haberla  leído  ni  una  sola  vez  en  las  Encí- 
clicas o  en  otros  escritos  papales:  sólo  la  expresión  análoga  «altera  Eva» 
aparece  una  sola  vez  en  la  Bula  dogmática  de  Pío  IX  «Ineffabilis  Deus». 
Pero  esta  novedad,  como  puramente  verbal,  es  de  menor  importancia. 
Incomparablemente  más  importante  es  otra  novedad  real:  la  de  hacer  in- 
tervenir a  María  en  el  Calvario  en  calidad  de  Nueva  Eva,  que  ofrece  su 
Hijo  divino  por  todos  los  hijos  de  Adán.  Esta  novedad  se  merece  alguna 
atención. 

Por  de  pronto,  la  denominación  de  «Nueva  Eva»  debe  entenderse  en 
su  sentido  propio  y  pleno.    Además  de  las  razones  antes  propuestas,  que 


510 


MARIA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


imposibilitan  toda  atenuación,  está  el  contexto  «pro  ómnibus  Adae  filiis», 
que  sitúa  a  la  Nueva  Eva  en  su  ambiente  apropiado.  La  misma  partícula 
«veluti»,  análoga  al  «quasi»  de  aquella  frase  de  San  Juan  «Et  vidimus 
gloriam  eius,  gloriam  qua.ñ  Unigeniti  a  Patre»  (loh.  1,  14),  no  significa  en 
sentido  debilitado  «a  modo  de...,  como  si  fuese^y,  sino  más  bien  en  sentido 
reforzado  «como  correspondía  a...  en  calidad  tZe». 

Y  supuesta  esta  propiedad,  — y  aun  cuando,  arbitrariamente,  se  la  ate- 
nuase algo, —  la  denominación  de  «Nueva  Eva»  presenta  a  María  como 
Corredentora  y  a  su  oblación  como  corredentiva.  Indicaremos  breve- 
mente las  razones  de  esta  afirmación. 

Primeramente,  es  conocido  el  valor  corredentivo  que  la  tradición  cris- 
tiana atribuye  a  la.  expresión  «Nueva  Eva».  Podría  pensarse  acaso  que 
esta  actuación  corredentiva  de  la  Nueva  Eva  se  limitase  a  la  maternidad 
del  Redentor  o  al  consentimiento  dado  en  Nazaret:  pero  el  Pontífice  la  hace 
llegar  hasta  el  Calvario  en  el  momento  mismo  de  la  redención.  Luego  la 
corredención  de  la  Nueva  Eva  es  una  cooperación  directa  y  formal  al  acto 
mismo  de  la  redención  humana.  María  actúa  en  calidad  de  Segunda  Eva 
precisamente  en  la  doble  oblación  que  hace  de  su  Hijo  y  de  sus  propios 
derechos  y  de  su  amor  de  madre. 

Otra  razón  de  lo  mismo,  confirmación  de  la  precedente,  es  la  insinua- 
ción del  principio  de  recirculación,  contenida  en  la  frase  completa  «nova 
veluti  Eva,  pro  ómnibus  Adae  filiis,  miserando  eius  casu  foedatis».  La 
Nueva  Eva  interviene  en  contraposición  a  la  antigua,  cuya  funesta  inter- 
vención acarreó  la  ruina  de  todos  los  hijos  de  Adán.  Y  sabido  es  que  el 
principio  de  recirculación  no  es  estático,  sino  dinámico;  no  una  oposición 
de  personas  o  de  situaciones,  sino  una  contraposición  de  acciones  o  de 
actividades. 

Además  «Nueva  Eva»  es  una  expresión  velada  del  principio  de  aso- 
ciación, propuesto  poco  antes.  Prescindiendo  de  otras  razones,  la  men- 
ción del  viejo  Adán,  cuya  caída  motiva  la  redención,  sugiere  invencible- 
mente la  idea  de  Cristo  como  Nuevo  Adán:  a  cuya  oblación  asocia  María 
su  doble  oblación. 

Por  fin,  como  «Nueva  Eva»,  María  interviene,  por  así  decir,  oficial- 
mente en  el  acto  de  la  redención.  Algunos  teólogos,  que,  indebidamente, 
limitan  la  redención  a  su  aspecto  meritorio  y  satisfactorio,  reconocen,  como 
no  podían  menos,  el  valor  meritorio  y  satisfactorio  de  la  com-pasión  Ma- 
riana; pero  dudan  del  valor  corredentivo  de  los  méritos  y  satisfacciones 
de  María,  porque  los  imaginan  como  algo  puramente  privado  y  personal, 
no  destinado  a  formar  parte  de  la  economía  de  la  redención.    Pues  bien, 


APÉNDICE  II 


511 


desde  el  momento  que  María  interviene  en  calidad  de  «Nueva  Eva»,  y  por 
tanto  oficialmente,  es  decir,  como  persona  cuya  actuación  entra  de  lleno 
en  la  economía  divina  de  la  salud  humana,  cáense,  como  destituidas  de  todo 
fundamento,  todas  aquellas  dudas  e  imaginaciones.  La  com-pasión  meri- 
toria y  satisfactoria  de  la  «Nueva  Eva»,  que  interviene  en  calidad  de  tal, 
es  un  elemento  intrínseco  y  esencial  de  la  redención  humana,  cual  Dios 
en  su  amorosa  providencia,  la  había  ideado  y  decretado. 

En  conclusión,  aunque  el  Pontífice  no  emplea  el  nombre  de  correden- 
ción, —que  después  de  las  repetidas  declaraciones  de  Pío  XI  es  ya  cosa 
adquirida, —  habla  en  realidad  de  la  corredención  Mariana. 


III.    Maternidad  espiritual 


Mayor  relieve  tal  vez  y  mayor  novedad  que  las  relativas  a  la  correden- 
ción, adquieren  las  enseñanzas  pontificias  sobre  la  maternidad  espiritual 
de  María.  Para  cuya  inteligencia  conviene  recordar  que  esta  maternidad 
tiene  como  dos  momentos  culminantes:  en  la  encarnación  y  en  el  Calvario. 
La  primera,  más  profunda  y  misteriosa,  se  halla  atestiguada  en  los  docu- 
mentos más  antiguos  de  la  tradición,  a  partir  ya  de  San  Ireneo ;  la  segunda, 
más  fácil  y  asequible,  casi  ausente  de  la  primitiva  tradición,  se  halla  en 
cambio  ampliamente  atestiguada  en  la  edad  media.  En  los  documentos 
pontificios,  la  primera,  claramente  indicada  por  San  León  Magno  y  San 
Gelasio  I  en  el  siglo  v,  sólo  raras  veces  y  levemente  se  insinúa  hasta  Pío  X, 
que  la  expone  magníficamente;  la  segunda,  en  cambio,  la  enseñan  fre- 
cuente y  explícitamente  los  Romanos  Pontífices  desde  Benedicto  XIV  hasta 
Pío  XI.  La  razón  de  esta  diferencia  se  halla  en  que  la  maternidad  espi- 
ritual del  Calvario,  además  de  ser  mucho  más  asequible,  interesa  más 
generalmente  la  piedad  de  los  fieles.  Pío  XII,  al  hablar  de  la  maternidad 
espiritual  de  María  en  función  del  Cuerpo  místico  de  Cristo,  había  de  dar, 
y  da,  más  relieve  a  la  primera  que  a  la  segunda;  y  con  rasgos  tan  expre- 
sivos y  nuevos,  que  merecen  recogerse  y  estudiarse  con  especial  atención. 
Pero  tampoco  carece  de  novedad  lo  que  enseña  sobre  la  segunda.  Y  dentro 
de  un  contexto  de  sencillez  y  moderación,  alcanzan  mayor  importancia  y 
valor  estas  relativas  novedades. 


512 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


1.    Maternidad  espiritual  en  la  encarnación 

Después  de  hablar  de  la  corredención  Mariana,  prosigue  el  Pontífice 
inmediatamente:  «Ita  quidem,  ut,  quae  corpore  erat  nostri  Capitis  mater, 
spiritu  facta  esset,  ob  novum  etiam  doloris  gloriaeque  titulum,  eius  mem- 
brorum  omnium  mater».  Poco  antes  había  dicho  que  Cristo  había  sido 
«iam  in  virgíneo  gremio  suo  Ecclesiae  Capitis  dignitate  ornatum» ;  y 
poco  después  añade  que  María  es  «omnium  membrorum  Christi  sanctis- 
sima  Genitrix» ;  para  cuya  declaración  se  remite  a  la  Encíclica  «Ad  diem 
illum»  de  Pío  X. 

Antes  de  analizar  las  palabras  de  Pío  XII  hay  que  reproducir  el  texto 
aludido  de  Pío  X,  y  aun  antes  otro  de  San  Agustín,  que  parcialmente  se 
copia. 

San  Agustín,  en  un  texto  ya  muy  conocido,  escribe:  «Illa  una  femina 
non  solum  spiritu,  verum  etiam  corpore,  et  mater  est  et  virgo.  Et  mater 
quidem  spiritu,.  non  capitis  nostri,  quod  est  ipse  Salvator,...  sed  plañe  mem- 
brorum eius,  quod  nos  sumus:  quia  cooperata  est  caritate,  ut  fideles  in 
Ecclesia  nascerentur,  quae  illius  capitis  membra  sunt:  corpore  vero  ipsius 
capitis  mater»  (ML  40,  399). 

Pío  X,  hablando  de  Cristo,  dice:  «Iam,  qua  Deus-Homo,  concretum 
Ule...  Corpus  nactus  est:  qua  vero  nostri  generis  restitutor,  spiritale  quod- 
dam  Corpus  atque,  ut  aiunt,  mysticum,  quod  societas  eorum  est  qui  Christo 
credunt...  Atqui  aeternum  Dei  Filium  non  ideo  tantum  concepit  Virgo  ut 
fieret  homo,  humanam  ex  ea  assumens  naturam;  verum  etiam  ut,  per  natu- 
ram  ex  ea  assumptam,  mortalium  fieret  sospitator...  In  uno  igitur  eodem- 
que  alvo  castissimae  Matris,  et  carnem  Christus  sibi  assumpsit,  et  spiritale 
simul  Corpus  adiunxit,  ex  iis  nemque  coagmentatum,  qui  credituri  erant 
in  eum;  ita  ut,  Salvatorem  habens  María  in  útero,  illos  etiam  dici  queat 
gestasse  omnes,  quorum  vitam  continebat  vita  Salvatoris.  Universi  ergo, 
quotquot  cum  Christo  iungimur,...  de  Mariae  útero  egressi  sumus,  tam- 
quam  corporis  instar  cohaerentis  cum  capite.  Unde,  spiritali  quidem 
ratione  ac  mystica,  et  Mariae  filii  nos  dicimur,  et  ipsa  nostrum  omnium 
Mater  est.  Mater  quidem  spiritu,...  sed  plañe  Mater  membrorum  Christi, 
quod  nos  sumus)i  (2  febr.  1904). 

A  la  luz  de  estos  dos  textos,  nos  revelarán  todo  su  contenido  las  pala- 
bra pontificias. 

El  hecho  de  la  maternidad  espiritual.  Que  la  maternidad  espiri- 
tual de  María  se  inició  ya  en  la  misma  encarnación,  lo  enseña  claramente 
el  Pontífice.    En  efecto,  para  la  maternidad  del  Calvario  señala  un  nuevo 


APÉNDICE  II 


513 


título:  luego  existía  ya  un  título  precedente,  que,  según  el  texto  de  San 
Agustín,  al  cual  alude,  y  el  de  Pío  X,  al  cual  se  remite,  es  la  misma  encar- 
nación. Por  lo  demás,  todo  cuanto  vamos  a  decir  es  una  confirmación  de 
la  verdad  de  este  estadio  inicial  de  la  maternidad  espiritual  de  María. 

Fundamentos  del  hecho.  Dos  fundamentos  señala  el  Pontífice  de 
este  hecho:  uno  más  remoto,  otro  más  próximo.  El  remoto  lo  expresa  con 
estas  palabras:  «ut  quae  corpore  erat  nostri  Capitis  mater,  spiritu  facta 
esset  eius  membrorum  omnium  mater».  Es  decir,  la  raíz  de  la  maternidad 
espiritual  es  la  misma  maternidad  divina,  de  la  cual  aquélla  es  una  exten- 
sión o  prolongación.  El  fundamento  próximo  lo  ha  expresado  poco  antes, 
al  decir  que  Cristo  fué  «iam  in  virgíneo  gremio  suo  Ecclesiae  Capitis  digni- 
tate  ornatum»,  y  más  arriba,  cuando  dice  que  «iam  in  útero  Virginis  Caput 
totius  human  ae  familiae  ¡est]  constitutus».  Esta  doble  declaración  del  Pon- 
tífice es  de  gran  interés  para  conocer  su  mente*  acerca  de  los  sucesivos 
estadios  por  que  pasó  el  Cuerpo  místico  de  Cristo.  Porque,  si  bien  dedica 
la  Encíclica  a  explicar  el  último  y  definitivo  estadio,  posterior  a  la  reden- 
ción, «ea  praesertim  enucleando  edisserendoque,  quae  ad  militantem  per- 
tinent  Ecclesiam»,  como  escribe  al  principio  de  la  Encíclica,  con  todo,  no 
sólo  no  desconoce,  sino  que  positivamente  afirma  la  existencia  de  un  estadio 
primordial  del  Cuerpo  místico,  iniciado  en  la  misma  encamación  del  Re- 
dentor. Consiguientemente,  concebida  la  maternidad  espiritual  de  María 
en  función  del  Cuerpo  místico,  es  natural  que  al  estadio  primordial  del 
Cuerpo  corresponda  el  estadio  inicial  de  la  maternidad-  Y  si  recordamos 
las  afirmaciones  explícitas  y  categóricas  de  Pío  X,  la  mente  de  Pío  XII  no 
deja  lugar  a  la  más  ligera  duda. 

Naturaleza  de  esta  maternidad.  Ahondando  o  precisando  algo  más, 
podemos  concluir  de  lo  dicho  que  este  primer  estadio  de  la  maternidad 
espiritual  de  María  fué  como  la  concepción  del  Cuerpo  místico  de  Cristo. 
En  este  sentido  son  decisivas  las  declaraciones  de  Pío  X,  antes  transcritas. 
Y  aun  prescindiendo  de  ellas,  el  mismo  Pío  XII,  al  afirmar  que  en  el  seno 
virginal  fué  el  Salvador  «Caput  totius  humanae  familiae  constitutus»  o 
«Ecclesiae  Capitis  dignitate  ornatum»,  afirma  por  el  mismo  caso  la  pri- 
mera formación  o  constitución  del  Cuerpo  místico.  En  efecto,  a  esta  se- 
gunda expresión  precede  inmediatamente  la  declaración  de  que  la  Virgen 
«consensit  loco  totius  humanae  naturae,  ut  quoddam  spirituale  matrimo- 
nium  Ínter  Filium  Dei  et  humanam  naturam  haberetur» ;  el  cual  matrimonio, 
como  repetidas  veces  enseña  Santo  Tomás  (^),  de  quien  son  estas  palabras,  y 

(*)  Cfr.  La  Mediación  universal  de  la  Virgen  en  Santo  Tomás  de  Aquino  Bil- 
bao, 1924. 


33 


514 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


con  él  toda  la  tradición,  se  verificó  en  el  tálamo  del  seno  virginal,  y  no  es 
otra  cosa  que  la  unión  de  los  hombres  con  Cristo  o  la  primera  formación 
de  su  Cuerpo  místico,  en  conformidad  con  las  enseñanzas  de  San  Pablo, 
quien  en  el  pasaje  clásico  de  su  Epístola  a  los  Efesios  (5,  23-32)  emplea 
como  indiferentes  o  como  significativas  de  una  misma  realidad  las  dos 
imágenes  del  Cuerpo  y  de  los  desposorios.  Por  consiguiente,  la  mater- 
nidad espiritual  de  la  encarnación  es  la  concepción  del  Cuerpo  místico  de 
Cristo,  que  es  el  primer  estadio  de  la  maternidad. 

ÍNDOLE  ESPIRITUAL  DE  ESTA  MATERNIDAD.  El  nombre  mismo  de  ma- 
ternidad espiritual,  que  ya  se  ha  hecho  corriente,  expresa  esta  espiritua- 
lidad. Pero  aquí  hay  que  reaccionar  contra  la  aprensión  de  que  el  califi- 
cativo de  «espiritual»  sea  un  atenuante  de  la  maternidad:  como  si  «espi- 
ritual» se  opusiese  a  «real».  Recuérdense  las  palabras  terminantes  del 
divino  Maestro:  «Spiritus  est  qui  vivificat:  caro  non  prodest  quidquam; 
verba  ego  locutus  sum  vobis,  spiritus  et  vita  sunt»  (loh.  6,  63).  Lo  «espi- 
ritual» se  contrapone  a  «material»  o  «físico» ;  pero  en  su  orden  es  tan  real 
y  propio  como  lo  físico  o  lo  material  en  el  suyo.  Dice  el  Pontífice:  «ut, 
quae  corpore  erat  nostri  Capitis  mater,  spiritu  facta  esset  eius  membrorum 
omnium  mater»,  María,  pues,  respecto  de  los  hombres  es  «Mater  spiritu», 
en  frase  de  San  Agustín,  repetida  por  Pío  X  y  ahora  por  Pío  XII.  Asegu- 
rada ya  la  propiedad  de  la  expresión,  investiguemos  su  íntima  realidad. 

A  nuestro  juicio,  bajo  dos  aspectos  o  por  dos  motivos  puede  decirse 
que  María  es  Madre  nuestra  «spiritu»:  uno  por  parte  de  la  causa  o  prin- 
cipio, y  otro  por  parte  del  efecto  o  del  término.  Por  parte  del  principio, 
María  fué  constituida  Madre  nuestra,  lo  mismo  que  Madre  del  Hijo  de 
Dios,  por  la  acción  fecundante  del  Espíritu  Santo.  Todo  el  linaje  humano, 
no  menos  que  el  Hijo  de  Dios  en  cuanto  hombre,  fué  concebido  en  el  seno 
virginal  por  obra  del  Espíritu  Santo.  Aquel  carácter  representativo,  en 
virtud  del  cual,  como  afirma  el  Pontífice  con  Santo  Tomás  y  con  la  tra- 
dición cristiana,  María  dió  su  asentimiento  a  la  embajada  del  ángel  «loco 
totius  humanae  naturae»,  fué  como  la  espiritual  fecundación,  obrada  en 
ella  por  el  divino  Espíritu  en  orden  a  concebir  en  su  seno  a  toda  la  huma- 
nidad incorporada  al  Hijo  de  Dios  humanado.  Y  de  parte  del  término, 
María  fué  Madre  nuestra  «spiritu»,  por  cuanto  la  concepción  y  la  incor- 
poración de  los  hombres  en  el  Cuerpo  místico  de  Cristo  tenía  por  objeto 
la  comunicación  o  infusión  del  Espíritu  divino  a  todos  los  miembros  en 
virtud  de  su  incorporación  a  la  Cabeza. 

Maternidad  de  generación.  Se  ha  discutido  mucho  sobre  el  nombre 
que  debía  darse  a  la  maternidad  espiritual  de  María.    Por  lo  dicho  creemos 


APÉNDICE  II 


515 


que  le  cuadra  perfectamente  la  denominación  de  maternidad  de  generación 
espiritual.  Si  María  nos  concibió  en  su  seno  espiritualmente,  y  si  esta 
espiritualidad  de  la  concepción  no  implica  o  supone  impropiedad,  como 
antes  hemos  dicho,  y  si  la  concepción  es  el  primer  estadio  de  la  generación, 
parece  hay  que  concluir  que  la  maternidad  espiritual  de  María  pueda  y 
deba  llamarse  de  generación  espiritual.  Confirma  esta  conclusión  nuestra 
la  significativa  e  insólita  expresión  del  Pontífice,  que  apellida  a  María 
(íomnium  membrorum  Christi  sanctissima  Genitrix)'>.  Si  la  expresión  que 
ha  usado  anteriormente  de  aeius  membrorum  omnium  mater»  pudiera  dar 
lugar  a  otra  interpretación,  en  cambio  la  palabra  «Genitrix»  no  puede 
entenderse  sino  en  su  sentido  obvio  de  maternidad  de  generación.  Y  lo 
insólito  de  la  expresión,  que  no  es  una  frase  hecha,  es  una  confirmación 
y  garantía  de  su  propiedad. 

El  parto  correspondiente  a  esta  concepción  lo  hallaremos  en  la  mater- 
nidad espiritual  del  Calvario. 

2.    Maternidad  espiritual  en  el  Calvario 

Sobre  el  segundo  estadio  de  la  maternidad  espiritual  de  María  en  el 
Calvario  pocas  palabras  escribe  el  Romano  Pontífice,  -pero  repletas  de 
sentido  y  de  enseñahza^  «...  Ut  spiritu  facta  esset,  ob  novum  etiam 
doloris  gloriaeque  titulum,  eius  membrorum  omnium  mater».  Indaguemos 
por  partes  su  sentido. 

Nuevo  título  de  la  maternidad.  Comencemos  por  las  palabras  esen- 
ciales de  la  frase:  «Facta  ob  novum  titulum  mater».  La  expresión  ((facta 
mater»  indica  claramente  que  María  en  el  Calvario  no  fué  simplemente 
declarada  o  proclamada  Madre  de  los  hombres,  sino  también  hecha  o 
constituida  madre,  y  esto  por  un  título  nuevo.  Hubo,  por  tanto,  en  el  Cal- 
vario un  nuevo  título,  diferente  de  la  encarnación,  en  virtud  del  cual  María, 
ya  Madre  de  los  hombres,  fué  nuevamente  constituida  Madre  suya.  Ya 
Pío  XI  había  expresado  esta  nueva  institución  o  creación  de  la  mater- 
nidad espiritual  de  María,  cuando  escribía:  «(María  Virgo,  sub  cruce 
Nati,  omnium  hominum  Mater  constituta»  (16  jul.  1933). 

Pero  creemos  que  en  esta  afirmación  pontificia  se  indica  algo  más,  es 
decir,  que  esta  maternidad  del  Calvario  es  como  el  parto  espiritual.  Ra- 
zonaremos nuestra  conjetura.  Parece  claro  que  la  maternidad  del  Cal- 
vario no  es,  ni  puede  ser,  otra  maternidad  distinta  e  independiente  de  la 
de  la  encarnación.    Tendríamos  entonces  dos  maternidades:    cosa  algo 


516 


nURÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


incoherente.  Esto  supuesto,  parece  natural  que,  siendo  la  maternidad  de 
Nazaret  como  la  concepción,  sea  la  del  Calavario  como  el  parto  corres- 
pondiente. En  este  supuesto,  la  expresión  pontificia  «ob  novum  titulum» 
lograría  un  sentido  más  propio  y  adecuado;  sería,  no  otro  título  desligado 
del  anterior  ni  totalmente  diverso,  sino  que  sería  un  nuevo  título  de  la 
misma  y  única  maternidad,  por  la  novedad  que  tiene  el  parto  respecto 
de  la  concepción.  Lo  que  a  continuación  diremos  confirmará  nuestra  con- 
jetura. 

La  maternidad  fundada  en  la  com-pasión.  Dice  el  Pontífice:  «ob 
novum  doloris  titulum».  El  nuevo  título  es  título  de  dolor:  que  no  es,  ni 
puede  ser  otro  que  la  com-pasión  de  María.  Lo  cual  indica  que  la  mater- 
nidad de  María,  si  en  Nazaret  es  una  derivación  o  extensión  de  la  encar- 
nación, en  el  Calvario  es  un  efecto  de  su  com-pasión.  Este  carácter  dolo- 
roso de  la  maternidad  del  Calvario  es  una  confirmación  de  lo  que  acaba- 
mos de  indicar:  que  esta  maternidad  fué  el  parto  doloroso  de  la  nueva 
humanidad.  Si  los  dolores  del  parto  fueron  para  la  antigua  Eva  una  mal- 
dición de  su  prevaricación,  para  la  Nueva  Eva  habían  de  ser  la  expiación 
de  aquella  prevaricación  y  principio  de  la  regeneración  himiana. 

Maternidad  gloriosa  de  la  Corredentora.  Añade  el  mismo  Pontí- 
fice: «ob  novum  gloriae  titulum».  El  nuevo  título  de  la  maternidad  espi- 
ritual es  además  para  María  título  de  gloria,  y  esta  gloria  no  es  otra  qutíi 
la  de  su  calidad  de  Corredentora.  Si  la  com-paíón  Mariana  es  correden- 
ción, y  si  la  corredención  es  para  María  tan  gloriosa,  tanto,  que  algunos 
no  se  atreven  a  concedérsela,  hay  que  concluir  que  la  maternidad  espiritual, 
como  es  efecto  y  fruto  de  la  com-pasión,  es  también,  por  el  mismo  caso, 
fruto  y  efecto  de  la  corredención.  Y  en  este  sentido  la  maternidad  espiri- 
tual del  Calvario  es  una  nueva  confirmación  de  la  corredención  Mariana. 

Este  razonamiento  nuestro  es  plenamente  conforme  a  la  mente  del  Ro- 
mano Pontífice.  El  cual  varias  veces  en  la  misma  Encíclica  habla  de  la 
gloria  de  Cristo  crucificado,  no  ya  en  el  sentido  de  que  la  cruz  sea  prin- 
cipio de  ulterior  glorificación,  sino  que  ella  misma  es  gloria  del  Redentor. 
Habla,  por  ejemplo,  del  Hijo  del  hombre  «in  suum  dolorum  patibulum 
elato  ibique  clarificato»,  y  antes  había  dicho:  «cum  clarificatus  e  crucei\ 
pependit».  Esta  unión  de  dolores  y  de  gloria,  esta  gloria  dolorosa  del 
Redentor,  nos  indica  que  cuando  el  mismo  Pontífice  habla  del  nuevo  título 
de  la  maternidad  en  el  Calvario  como  de  un  título  de  dolor  y  de  gloria, 
«ob  novum  doloris  gloriaeque  titulum»,  tiene  en  su  pensamiento  la  gloria 
de  la  corredención  Mariana,  dolorosamente  gloriosa  también  para  María. 
Ya  antes  León  XHI  había  significado  esta  conexión  de  la  maternidad  espi- 


APÉNDICE  n 


517 


ritual  con  la  correndención :  «Virgo  sanctissima...  omnium  est  christia- 
norum  Mater,  quippe  quos  ad  Calvariae  montem  inter  supremos  Redempto- 
ris  cruciatus  generavit»  (15  ag.  1889);  «quae  tacta  in  nos  caritate  immensa 
ut  susciperel  filies,  Filium  ipsa  suum  ultro  obtulit  iustitiae  divinae» 
(8  sept.  1894).  Y  Pío  XI:  «Virgo  perdolens  redemptionis  opus  cum  lesu 
Christo  participavit,  et,  constituta  hominum  Mater...»  (2  febr.  1923).  Es 
importante  esta  conexión  para  entender  toda  la  verdad  y  profundidad  de  la 
maternidad  espiritual  de  la  Corredentora. 

Maternidad  en  el  espíritu.  La  índole  espiritual,  «spiritu  mater», 
que  San  Agustín  y  Pío  X  habían  reconocido  en  la  maternidad  de  Nazaret, 
Pío  XII  la  señala  también,  y  más  explícitamente,  no  sin  alguna  novedad, 
en  la  maternidad  del  Calvario.  Esta  nueva  maternidad,  este  parto  dolo- 
roso de  la  humanidad  regenerada,  es  espiritual,  como  lo  había  sido  la  con- 
cepción, por  cuanto  el  Espíritu  Santo  es  su  principio  y  su  término. 

Es  su  principio.  Si,  según  el  Apóstol,  el  Redentor  se  ofreció  a  sí 
mismo  «por  el  Espíritu  Santo»  (Hebr.  9,  14),  proporcionalmente  también 
la  Corredentora  hubo  de  hacer  su  doble  oblación,  la  del  Hijo  y  de  sí 
misma,  guiada  y  movida  por  el  Espíritu  Santo.  Y  siendo  esta  oblación 
corredentiva  la  raíz  y  el  título  de  la  maternidad  espiritual,  de  ahí  que  esta 
maternidad  tenga  por  principio  el  mismo  Espíritu  Santo;  que,  al  inflamar 
en  ardores  de  divina  caridad  el  Corazón  de  la  Madre,  sacaba  en  cierta 
manera  a  la  luz  de  la  vida  la  nueva  humanidad  que  en  él  estaba  encerrada. 

Es  también  su  término.  Conforme  a  las  enseñanzas  de  Cristo  y  de 
San  Pablo,  enseña  el  Pontífice  en  la  misma  Encíclica  que  el  Redentor 
«pretiosae  suae  mortis  hora  Ecclesiam  suam  uberioribus  Paracliti  mune- 
ribus  ditatam  voluit».  Y  lo  que  se  dice  de  la  redención  proporcionalmente 
se  ha  de  entender  de  la  corredención  y  de  la  maternidad  espiritual,  que 
es  su  derivación  o  complemento.  Además,  si  los  hijos  de  María  nacen 
hijos  de  Dios,  ya  sabemos  por  San  Pablo  la  conexión  entre  la  filiación 
divina  y  la  infusión  del  Espíritu  Santo:  «Quicumque  enim  Spiritu  Dei 
aguntur,  ii  sunt  filii  Dei»  (Rom.  8,  14);  «Quoniam  autem  estis  filii,  misit 
Deus  Spiritum  Filii  sui  in  corda  vestra»  (Gal.  4,  6).  ¡Maravillosa  har- 
monía de  las  obras  de  Dios!  Como  el  Espíritu  Santo  es  el  Espíritu  del 
Padre,  y  el  Espíritu  del  Hijo,  y  el  Espíritu  de  los  hijos  adoptivos,  así  tam- 
bién, con  la  debida  proporción,  es  el  Espíritu  de  la  Madre,  y  el  Espíritu 
de  los  hijos  espirituales:  principio  a  la  vez  y  término  de  la  maternidad 
espiritual. 

Madre  de  los  miembros  de  Cristo.  Es  digno  de  notarse,  finalmente, 
el  término  o  fruto  que  señala  el  Pontífice  en  la  maternidad  espiritual  de 


518 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


María.  Llama  a  María  dos  veces  «Madre  de  los  miembros  de  Cristo»: 
«eius  membrorum  omnium  mater»,  «omnium  membrorum  Christi  sanctis- 
sima  Genitrix».  Esta  manera  de  presentar  los  hijos  espirituales  de  María, 
precisamente  como  miembros  del  Cuerpo  místico  de  Cristo,  si  no  es  nueva 
respecto  de  la  maternidad  de  Nazaret,  lo  es  respecto  de  la  maternidad  del 
Calvario.  Con  ello  nos  presenta  el  Pontífice  como  homogéneos,  ambos  en 
función  del  Cristo  místico,  los  dos  estadios  de  la  maternidad  espiritual, 
la  concepción  y  el  parto.  Esta  manera  de  enfocar  la  maternidad  espiritual, 
si  por  una  parte  la  enaltece  y  glorifica,  por  otra  parte  hace  resaltar  su 
profunda  unidad.  Y  en  ello  tenemos  un  nuevo  argumento  de  que  la  ma- 
ternidad del  Calvario  no  es  una  mera  adopción,  sino  un  nuevo  estadio 
de  la  generación:   el  parto  espiritual. 


CONCLUSIÓN 

Otras  varias  veces  menciona  el  Pontífice  en  la  Encíclica  «Mystici  Cor- 
poris»,  y  siempre  con  singular  amor,  a  la  Virgen  María.  Una  sola  que» 
remos  recordar,  gloriosísima  para  la  Madre  de  Dios.  Llama  el  Pontífice 
a  Cristo  «Dei  Beataeque  Virginis  Filiura»:  expresión  algo  insólita,  que, 
en  medio  de  su  sencillez,  pone  de  relieve  la  excelsa  gloria  de  la  divina 
maternidad,  por  la  cual  María  queda  en  cierto  modo  encumbrada  a  la 
categoría  del  Padre  celestial  en  la  generación  del  Unigénito  Hijo  de  Dios. 
Mas  prescindiendo  de  otras  expresiones  particulares,  terminaremos  con 
algunas  observaciones  de  carácter  más  general. 

Primeramente,  al  declarar  el  Pontífice  las  glorias  de  María  a  la  luz 
y  como  en  función  del  Cuerpo  místico  de  Cristo  y  de  la  doctrina  que  sobre 
él  nos  da  San  Pablo,  confirma  espléndidamente  el  sentir  de  los  que  creen 
y  esperan  que  los  nuevos  progresos  de  la  Mariología  sólo  podrán  alcan- 
zarse, cuando  se  la  estudie  a  la  luz  del  Cuerpo  místico  de  Cristo  y  de  la 
Teología  de  San  Pablo.  En  especial  la  corredención  Mariana  y  la  mater- 
nidad espiritual  no  pueden  entenderse  en  toda  su  amplitud  y  profundidad, 
si  no  se  las  considera  dentro  del  Cuerpo  místico  de  Cristo  conforme  al 
luminoso  pensamiento  del  Apóstol. 

En  el  pasaje  que  hemos  estudiado  habla  el  Pontífice  de  la  corredención 
Mariana  y  de  la  intercesión  actual,  pero  sin  relacionarlas  explícitamente. 
Antes,  empero,  al  hablar  de  Cristo,  parece  señalar  el  principio  de  esta 
conexión.  Dice:  «Sicut  igitur  primo  incamationis  momento,  Aeterni  Pa- 
Iris  Filius  humanam  naturam  sibi  substantialiter  unitam  Sancti  Spiritus 


APÉNDICE  II 


519 


plenitudine  omavit,  ut  aptum  divinitatis  instrumentum  esset  in  cruento 
Redemptionis  opere:  ita  pretiosae  suae  mortis  hora  Ecclesiam  suam  ube- 
rioribus  Paracliti  muneribus  ditatam  voluit,  ut  in  divinis  Redemptionis 
fructibus  impertiendis  validum  evaderet  incarnati  Verbi  instrumentum, 
numquam  utique  defuturum».  Con  esto  enseña  el  Pontífice  que  la  distri- 
bución de  los  frutos  de  la  redención,  que  Cristo  reparte  por  la  acción 
instrumental  de  la  Iglesia,  es  efecto  o  derivación  de  la  misma  redención. 
La  redención,  por  tanto,  es  el  principio  y  fundamento  de  la  distribución 
o  dispensación  de  las  gracias  de  parte  del  Redentor.  Analógicamente, 
pues,  es  lícito  concluir  que  también  la  corredención  es  el  principio  y  fun- 
damento de  la  dispensación  Mariana  de  las  gracias,  que,  si  no  se  apoya 
y  radica  en  la  corredención,  no  tiene  explicación  adecuada.  La  dispensa- 
ción, por  tanto,  postula  la  corredención. 

Por  fin,  merece  notarse  que  hablando  el  Pontífice  de  los  miembros  del 
Cuerpo  místico  de  Cristo,  y  presentando  precisamente  las  prerrogativas 
de  María  en  función  del  Cuerpo  místico,  nunca  coloca  a  María  dentro  de  la 
categoría  de  sus  miembros.  Estrechísima  es,  sin  duda,  la  relación  de 
María  con  el  Cuerpo  místico,  pero  es  relación  de  maternidad.  No  otra 
señala  el  Pontífice  en  toda  su  Encíclica.  En  virtud  de  esta  posición  de 
María  respecto  del  Cuerpo  místico  y  de  sus  miembros,  parece  ociosa  la 
cuestión  sobre  el  lugar  que  a  María  corresponde  dentro  del  Cuerpo  místico: 
si  ha  de  llamarse  Cabeza  o  Corazón.  Creemos,  y  así  parece  insinuarlo  el 
Pontífice,  que  María  no  es  propiamente  ni  la  Cabeza  ni  el  Corazón  del 
Cuerpo  místico,  sino  su  Madre.  «Eius  membrorum  omnium  mater», 
«omnium  membrorum  Christi  sanctissima  Genitrix»,  la  apellida  el  Pontífice, 
y  nada  más:  Madre,  que  en  Nazaret  concibió  en  su  seno  virginal  a  la 
Cabeza  divina  junto  con  todos  sus  miembros  humanos;  Madre,  que  en 
el  Calvario  dió  a  luz  con  parto  doloroso  al  Cristo  integral.  Con  esto  se 
verifica  el  gran  principio  de  la  singularidad  transcendente,  maravillosa- 
mente expresado  por  San  Alberto  Magno:  <(Beatissinia  Virgo  non  cadit 
in  numerum  cum  aliis:  quia  non  est  una  de  ómnibus,  sed  est  una  super 
omnesn  (Marial.  resp.  ad  qq.  70-80).  No  es  un  miembro  particular,  sino 
la  Madre  de  todos  los  miembros,  como  lo  es  de  su  divina  Cabeza. 


NOTA  BIBLIOGRÁFICA 


Como  la  ley  de  la  brevedad,  que  forzosamente  nos  hemos  impuesto,  ha  impe- 
dido dar  mayor  extensión  a  muchos  puntos  importantes,  creemos  oportuno  remi- 
tirnos a  otros  escritos,  en  que  estudiamos  con  mayor  amplitud  o  desde  diferente 
punto  de  vista  muchos  de  ios  problemas  discutidos  en  el  libro.  Los  distribuímos 
por  orden  lógico  en  cuatro  series.  Las  subdivisiones  que  señalamos,  indican  sufi- 
cientemente a  qué  parte  del  libro  se  refieren. 


1.   ESTUDIOS  BÁSICOS  O  PRELIMINARES 

El  pensamiento  generador  de  la  Teología  de  San  Pablo. 

Introducción:    el  Misterio  en  San  Pablo.  Metodología. 

I.  Idea  inicial  en  el  Misterio:  la  solidaridad  de  justicia  «en  Cristo», 
Elemento  real:   la  justificación. 

Elemento  modal:    el  principio  de  solidaridad. 
Elemento  personal:  Jesu-Cristo. 

II.  Desenvolvimiento  de  la  idea  inicial  en  la  Economía  del  Misterio. 
L    Período  de  preparación:  la  Promesa  y  la  Ley. 

2.  Momento  decisivo:  la  misión  y  muerte  del  Redentor,  Segundo  Adán. 

3.  Expansión  de  la  justicia  de  Dios  sobre  la  humanidad  justificada. 

A.  «En  Cristo  Jesús». 

B.  Sacramentos. 

C.  La  justificación  formal. 

D.  Fe,  esperanza  y  caridad. 

E.  La  vida  moral. 

F.  La  vida  eterna. 
Gregorianum,  19  (1938),  210-262. 

El  Dogma  de  la  Redención  en  las  Epístolas  de  San  Pablo. 

I    La  redención  por  Jesu-Cristo. 

1.    La  redención  en  sus  elementos  esenciales. 

A.  Esclavitud  previa  del  hombre. 

B.  Redención  o  liberación  de  la  esclavitud. 

C.  El  precio  del  rescate. 


522 


MARÍA,  tlEDUDORA  UNIVERSAL 


2.  El  sacrificio  del  Redentor,  acto  de  nuestra  redención. 

A.  Relieve  de  la  muerte,  sangre  y  cruz  del  Redentor. 

B.  El  sacrificio  de  la  cruz. 

3.  Significación  real  o  efectos  formales  de  la  redención. 

A.  Justificados  por  la  sangre  de  Cristo. 

B.  Reconciliados  con  Dios. 

Conclusión:    la  idea  de  mediación  contenida  en  la  redención. 
II.    La  redención  «en  Cristo  Jesús». 

1.  Enunciado  del  Misterio. 

2.  La  sustitución  penal. 

3.  El  principio  de  solidaridad. 

A.  El  principio  en  sí  mismo. 

B.  Solidaridad  en  el  pecado. 

C.  Solidaridad  en  la  muerte. 

D.  Solidaridad  en  la  justicia. 

E.  El  principio  de  solidaridad  en  los  conceptos  de  rescate,  sacrificio 
reconciliación. 

Conclusión:     concepción  sintética  de  la  redención  en  Rom.  3,  21-26. 
Estudios  Bíblicos,  nueva  serie,  1  [1941],  357-403,  517-541. 

El  Cuerpo  Místico  de  Cristo  en  San  Pablo. 

I.  Manera  común  de  concebir  el  Cuerpo  místico. 

II.  La  encarnación,  principio  y  momento  inicial  del  Cuerpo  místico. 

1.  La  Doctrina  de  San  Pablo. 

2.  Doctrina  de  la  tradición. 

3.  Concepto  teológico  de  la  solidaridad. 

III.  Concepción  más  comprensiva  del  Cuerpo  místico. 

1.  Proceso  evolutivo  en  la  formación  del  Cuerpo  místico. 

2.  Diferencia^  esenciales  entre  los  dos  estadios  del  Cuerpo  siístico. 

3.  Conexión  entre  los  dos  estadios  del  Cuerpo  místico. 
Estudios  Bíblicos,  2  [1943],  249-277;  449-473. 

Metodología  de  investigación  en  la  Mariología. 

I.  Fijación  del  objetivo  o  enfoque  de  los  problemas. 

II.  Conocimiento  de  las  fuentes. 

III.  Modo  científico  de  utilizar  la?  fuentes  o  investigación  de  su  contenido. 
Revista  Española  de  Teología,  3  [1943],  31-58. 


2.   ESTUDIOS  DE  MARIOLOGÍA  BÍBLICA 

Universalis  B.  Virginis  mediatio  ex  proto-Evangelio  demonstrata. 

I.  Quaestiones  praeviae. 

II.  «Mulier»,  Mater  Seminis. 

III.  Universalis  mediatio  ex  Proto-Evangelio  demonstrata. 

1.  Cooperatio  in  humana  reparatione. 

2.  Spiritualis  seminis  maternitas. 
Gregorianum,  5,  [1924],  569-583. 

El  capítulo  xii  del  Apocalipsis  y  el  capítulo  ¡ii  del  Génesis. 

I.  El  Apocalipsis  a  la  luz  del  Génesis. 

II.  El  Proto-Evangelio  a  la  luz  del  Apocalipsis. 

1.  María,  Madre  de  Dios  y  Virgen. 

2.  Inmaculada  Concepción  y  exención  universal  de  pecado. 

3.  Madre  espiritual  de  los  Santos  y  Corredentora  de  los  hombres. 
Estudios  Eclesiásticos,  1  [1922],  319-336. 


NOTA  BIBLIOGRÁFICA 


523 


Proto-Evancelii  Mariologia  Pauli  Soteriolocia  illustrata,  confirmata  et  aucta. 
Pars  I.  Fundamenta. 
Cap.  I.  Fontes, 

Art.  1.  Proto-Evangeliiim. 

Art.  2.    Cluistus,  Novus  Adam,  veteri  oppositus. 
Cap.  II.    Principia  et  methodus. 
Pars.  II.    Principii  fundamentalis  applicationes. 
Cap.  I.    Mariae  divina  maternitas  et  virginitas. 

Art.  1.    Divina  maternitas. 

Art.  2.    Divinae  Matris  virginitas. 
Cap.  II.    Mariae  sanctificatio. 

Art.  1.    Mariae  Conceptio  Immaculata. 

Art.  2.    De  Mariae  debito  contrahendi  peccati  originalis. 

Art.  3.    Mariae  immunitas  a  peccatis  actualibus. 

Art.  4.    Gratiae  plenitudo. 
Cap.  III.    Privilegia   divinam  matemitatem  consequentia. 

Art.  1.    Maternitas  spiritualis. 

Art.  2.    Hominum  Corredemptrix. 

Art.  3.    Mediatrix  universalis. 

Art.  4.    Anticipata  resurrectio  et  Assumptio. 
Komae,  1920  (Folia  lithographica). 

De  B.  Vircine  universali  gratiarum  mediatrice. 

Proto-Evancelii  mariologica  significatio,  Paulinae  doctrinae  lumine  illustrata. 

I.  «Novae  Mulieris»  universalis  mediatio. 

1.  Maria,  «Nova  Mulier». 

2.  «Secundae  Hevae»  mediatio. 

II.  Corredemptricis  mediatio  universalis. 

1.  Maria  Corredemptrix. 

2.  Corredemptricis  mediatio  universalis. 

III.  Matris   hominum   spiritualis    universalis  mediatio. 

1.  Mariae  maternitas  spiritualis. 

2.  Spiritualis  Matris  mediatio  universalis. 
Barcinone,  1921. 

Los  fundamentos  de  la  Mariolocía  en  las  Epístolas  de  San  Pablo:    El  Proto- 
Evangelio  estudiado  a  la  luz  de  la  Teología  de  San  Pablo. 

I.  María  «Segunda  Eva». 

II.  Aplicaciones  del  principio  fundamental  a  las  prerrogativas  de  la  «Segunda  Eva». 

1.  Maternidad  y  virginidad. 

2 .  Santificación  de  la  «Segunda  Eva». 

3 .  Prerrogativas  consecuentes. 

A.  Maternidad  espiritual  y  universal. 

B.  María  Corredentora. 

C.  Medianera  universal. 

D.  Resurrección  anticipada  y  Asunción. 
'Conclusión:    María  en  el  universo. 

Estudios  Eclesiásticos,  2  [1923],  79-93,  134-151;  3  [1924],  38-30. 

Pauli  doctrina  de  Christi  mediatione,  Mariae  mediationi  applicata. 

I.  Christi  mediatio. 

1.  Dúplex  -Salvatoris  actio. 

2.  Redemplio  et  intercessio,  dúplex  mediatio. 

3.  Intercessionis  nexus  cum  redemptione. 

II.  Mariae  mediatio  Christi  mediationi  analogice  respondens. 

1.  Corredemptionis  et  intercessionis  distincta  significatio. 

2.  Corredemptio  dicenda  est  mediatio. 

3.  Corredemptio,  intercessionis  basis? 
Marianum. 


524 


maiu'a,  mediadora  universal 


Un  texto  de  San  Pablo  (Gal.  4,  4-5J  interpretado  por  San  Ireneo. 

I.  Exégesis  interna  del  texto. 

II.  Interpretación  de  San  Ireneo. 
Estudios  Eclesiásticos,  17  [1943],  145-181. 

Spiritualis  B.  Mariae  V.  Maternitas  «In  Christo  Iesum  B.  Pauli  documentis 
comprobata. 

Verbum  Domini,  3  [1923],  307-310. 

«Mujer,  he  ahí  a  tu  Hijo»:    Maternidad  de  María  para  con  todos  los  hombres 
según  San  Juan,  xix,  26-27.  < 

I.  María,  Madre  de  Juan. 

II.  María,  Madre  espiritual. 

III.  Maternidad  universal. 

1.  Análisis  verbal  del  pasaje  evangélico. 

2.  Contexto  próximo. 

3.  Contexto  remoto. 

4.  Contexto  teológico. 
Estudios  Eclesiásticos,  1  [1922],  5-18. 

«Mulier,  ecce  Filius  tuus»:    Spiritualis  et  universalis  B.  Vircinis  maternitas 
EX  Verbis  Christi  morientis  demonstrata. 

1.  Verba  ipsa  Christi  morientis. 

2.  Contextus  proximus. 

3.  Contextus  remotus. 

4.  Loci  paralleli. 

Verbum  Domini,  4  [1924],  225-231. 

La  Maternidad  de  María  expresada  por  el  Redentor  en  la  Cruz. 

I.  El  hecho  de  la  maternidad  espiritual. 

II.  En  qué  sentido  se  expresa  la  maternidad  espiritual. 

1.  ¿Sentido  literal  o  sentido  típico?    Teoría  Antioquena. 

2.  ¿Promulgación  o  creación? 
Estudios  Bíblicos,  2  [1942],  627-646. 

El  «Magníficat»:    Su  estructura  lógica  y  su  significación  mariológica. 

Introducción. 

I.  Estructura  lógica. 

II.  Interpretación  teológica. 
Conclusión. 

Estudios  eclesiásticos,  19  [1945],  31-43. 


3.   ESTUDIOS  DE  MARIOLOGÍA  PATRISTICA 

María  mediatrix:    Patrum  veterumque  scriptorum  testimonia,  in  quibus  «Media- 
tricis»  titulus  adhibetur. 

I.  Mediationis  conceptus. 

II.  Testimonia  recensentur. 

III.  Testimonia  expenduntur. 
Brugis,  1929. 

De  Universal!  B.  Mariae  V.  mediatione  metaphorica  testimonia. 

I.    Testimonia  patrística. 
1.  Aquaeductus. 


NOTA  BIBLIOGRÁFICA 


525 


2.  CoUum. 

3.  Via. 

4.  Porta. 

II.    Superiorum  textuum  theologica  interpretatio. 

1.  Binae  metaphorae  Aquaeductus  et  Colli. 

2.  Binae  metaphorae  Viae  et  Portae. 
Marianum,  3  [1941]. 

La  mediación  universal  de  la  «Secunda  Eva»  en  la  tradición  patrística. 

I.  María  es  la  «Segunda  Eva». 

II.  Mediación  universal  de  la  «Segunda  Eva». 

1.  Obra  Salvadora  de  la  «Segunda  Eva». 

2.  Acción  moral  de  la  «Segunda  Eva»  en  la  reparación  humana. 

3.  El  principio  de  la  inversión. 

4.  Maternidad  espiritual  y  universal  de  la  «Segunda  Eva». 
Estudios  Eclesiásticos,  2  [1923],  321-350. 

«Tanquam  sponsus  procedens  de  thalamo  suo»    (Ps.  18,6). 

Los  desposorios  de  Cristo  con  la  Iglesia  iniciados  en  la  encarnación. 
Estudios  Eclesiásticos,  4  [1925],  59-73. 

María,  Maris  Stella,  universalis  gratiarum  mediatrix. 

I.  Traditionis  testimonia. 

II.  Traditionis  histórica  evolutio  et  theologica  interpretatio. 
Barcinone,  1927. 

La  Mariología  en  las  Odas  de  Salomón. 

I.  La  Oda  XIX  (6-10). 

II.  La  Oda  XXXIII  (1-9). 

Estudios  Eclesiásticos,  10  [1931],  349-363. 

S.  IrENAEUS  LuCDUNENSIS,  universalis  B.  MaRIAE  V.  MEDIATI0NIS  EGRECIUS  PROPUCNATOR. 

I.  María,  oboediens,  universalis  causa  salutis. 

II.  María,  spirítualis  hominum  Mater. 
Aralecta  sacra  Tarraconensia,  1  [1925],  225-241. 

La  mediación  universal  de  María  según  San  Ambrosio. 

I.  La  Virgen  María  «Segunda  Eva». 

II.  Mediación  maternal  de  la  «Segunda  Eva». 
Gregorianum,  5  [1924],  25-45. 

S.  EpHRAEM,  DOCTORIS  SYRI,  testimonia  de  UNIVERSALI  B.  MaRIAE  V.  MEDIATI0NE. 

L    Testimonia  ex  syriacis  operibus  deprompta. 

1.  Deiparae  dignitas  in  V.  T.  oraculis  praenuntiata. 

2.  Maria,  Evae  opposita,  consors  redemptionis. 

3.  Multiplex  Maríae  actio  seu  influxus  in  gratiam. 

II.    Testimonia  ex  graecis  latinisque  translationibus  deprompta. 

1.  Excelsa  Deiparae  dignitas. 

2.  Maria,  redemptionis  consors. 

3.  Actualis  mediatio. 

Ephemerides  Theologicae  Lovanienses,  4  [1927],  161-179. 

Concepto  integral  de  la  Maternidad  Divina  según  los  Padres  de  Éfeso. 

I.  Maternidad  soteriológica. 

II.  Acción  soteriológica  derivada  de  la  maternidad  divina. 

1.  Corredención. 

2.  Acción  soteriológica  actual. 
Analecta  sacra  Tarraconensia,  7  [1931],  139-169. 


526 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Un  notable  marióloco  armeno:  San  Grecorio  de  Narec. 
Revista  Española  de  Teología,  1  [1941],  409-417. 

«SiNCULARI  TUO  ASSENSU  MUNDO   SUCCURRISTI  PERDITO». 

I.  Textus  historia. 

1.  Historia  litteraria. 

2.  Usus  liturgicus. 

II.  Textus  significatio. 

1.  Interpretatio  litteralis. 

2.  Interpretatio  theologica. 

A.  Consensionis  momentum.  ^ 

B.  Consensionis  proprietates. 

C.  Consensus,  formalis  corredemptio. 

D.  Consensus,  formalis  mediatio. 

Conclusio:    caelestis  intercessio  in  corredemptione  lundata. 
Marianum,  2  [1940],  329-351. 

La  mediación  universal  de  la  Santísima  Virgen  en  las  obras  de  San  Alberto 
Magno. 

I.  La  mediación  de  la  Virgen  en  general. 

1.  Dignidad  incomparable  de  la  Madre  de  Dios. 

2.  La  Virgen  «Segunda  Eva». 

3.  Figuras  de  la  Virgen  en  el  A.  T. 

4.  Mediación  universal. 

5.  Plenitud  desbordante  de  la  Gracia. 

6.  Patrocinio  universal. 

7.  Múltiple  intervención  de  la  Virgen  en  el  mimdo  de  la  gracia. 

II.  La  mediación  de  la  Virgen  en  particular.  i 

1.  Maternidad  espiritual. 

2.  Cooperación  en  la  obra  de  la  redención. 

3.  Intercesión  actual  en  los  cielos. 
Gregorianuni,  7  [1926],  511-548. 

La  mediación  universal  de  la  Virgen  en  Santo  Tomás  de  Aquino. 

I.  Principios  teológicos  de  la  mediación  universal. 

1.  Eminencia  única  e  incomparable  de  la  Virgen. 

2.  Plenitud  interna  de  la  gracia. 

3.  La  Virgen  «Segunda  Eva». 

II.  Plenitud  desbordante  de  gracia 

III.  Medianera  universal. 

IV.  La  encarnación  del  Redentor,  principio  de  la  gracia. 

1.  Eficacia  salvadora  de  la  misma  encamación. 

2.  Acción  moral  de  la  Virgen  en  la  obra  de  la  encamación. 

3.  Maternidad  espiritual  respecto  de  los  hombres. 

V.  Intercesión  actual  y  universal. 
Bilbao,  1924. 

Universalis  B.  Mariae  V.  mediatio  in  scriptis  Iohannis  Gerson. 

I.  Universalis  B.  Virginis  mediatio  generaliter  spectata. 

1.  Eminens  Deiparae  dignitas. 

2.  Mariae  plenitudo  gratiae  in  homines  redundans. 

3.  Metaphorae  variae  mediationem  significantes. 

II.  Universalis  B.  Virginis  mediatio  in  specie  considérala. 

1.  Mariae  cooperatio  in  opere  redemptionis. 

2.  Actiialis  intercessio. 

3.  «Advócala  nosfra». 

4.  Spirilualis  hominum  Mater,  gratiarum  Dispensatrix. 

Gregorianum,  1  [1928],  242-268.  '  ; 


NOTA  BIBLIOGRÁFICA 


527 


La  mediación  de  la  Virgen  en  los  himnos  medievales  de  la  Iglesia  Española. 
I.    La  mediación  de  la  Virgen  en  general. 
L    La  Virgen  «Segunda  Eva». 

2.  Acción  de  la  Virgen  en  la  economía  de  la  gracia. 

3.  Mediación. 

IL    La  mediación  de  la  Virgen  en  particular. 

1.  Maternidad  espiritual. 

2.  Cooperación  en  la  obra  de  la  redención. 

3.  Intercesión  actual. 

Correo  Josefino,  28  [1924],  23-27,  41-44. 

La  mediación  universal  de  la  Santísima  Virgen  en  las  Encíclicas  de  León  xiii. 

Introducción:  el  planteamiento  del  problema. 

I.  La  Virgen  María,  Medianera  universal. 

II.  Maternidad  espiritual  de  la  Virgen  Medianera. 

III.  Corredentora. 

IV.  Dispensadora  de  todas  las  gracias. 

V.  Intercesión  actual. 

Estrella  del  Mar,  4  [1923],  599-600,  615,  645,  663,  694-695.    Barcelona,  1925. 

La  mediación  universal  de  la  Virgen  María  en  la  Encíclica  de  Pío  X  «Ad  diem 

ILLUM». 

I.  La  mediación  de  la  Virgen  en  general. 

II.  Elementos  principales  o  aspectos  diferentes  de  la  mediación. 

1.  Maternidad  espiritual. 

2.  Cooperación  de  María  en  la  redención  de  los  hombres. 

3.  Intervención  de  María  en  la  dispensación  de  la  gracia. 

4.  Perenne  intercesión  de  la  Virgen  en  los  cielos. 
Estrella  del  Mar,  4  [1923],  727,  741,  775,  807. 

La  MEDIACIÓN  UNIVERSAL  DE  LA  ViRGEN  EN  LOS  OTROS  DOCUMENTOS  DE  PÍO  X. 

I.    De  la  mediación  de  la  Virgen  en  general. 

1.  Asociación  de  María  a  Jesús  en  la  economía  de  la  gracia. 

2.  María,  Medianera  universal. 

3.  Dispensadora  de  todas  las  gracias. 

II.    De  la  mediación  de  la  Virgen  en  particular. 

1.  Madre  espiritual  de  los  hombres. 

2.  Cooperadora  con  Jesús  a  la  obra  de  la  redención. 

3.  Intercesión  actual  y  universal. 
Estrella  del  Mar,  5  [1924],  645-646,^674-675. 

La  MEDIACIÓN  UNIVERSAL   DE  LA  ViRGEN  EN  LAS   ENCÍCLICAS    Y   DEMAS   DOCUMENTOS  DE 

Benedicto  XV. 

I.  De  la  mediación  de  la  Virgen  en  general. 

1.  La  Virgen,  Medianera  universal  de  las  gracias. 

2.  La  Virgen  Dispensadora  de  todas  las  gracias. 

3.  Patrocinio  universal. 

II.  De  la  mediación  de  la  Virgen  en  particular. 

1.  Maternidad  espiritual. 

2.  Corredentora  de  los  hombres. 

3.  Intercesión  actual. 
Estrella  del  Mar,  4  [1924],  132,  164. 

La  mediación  universal  de  la  Virgen  en  los  primeros  documentos  de  Pío  XI. 
Estrella  del  Mar,  5  [1924],  228. 


528 


^UItÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Origen  y  desenvolvimiento  de  la  devoción  al  Corazón  María  en  los  Santos 
Padres  y  escritores  eclesiásticos. 

Introducción. 

I.  Testimonios  de  la  tradición  relativos  al  Corazón  de  María. 

1.  Santos  Padres  y  escritores  orientales. 

2.  Santos  Padres  y  escritores  latinos. 

II.  Desenvolvimiento  histórico  de  la  devoción  al  Corazón  de  María. 

1.  Base  bíblica. 

2.  Edad  patrística. 
4.   Edad  media. 

4.    Edad  moderna. 

III.  Interpretación  de  los  textos  y  síntesis  doctrinal. 

1.  Significado  de  la  palabra  corazón. 

2.  Interpretación  teológica  de  los  textos. 

a)    El  Corazón  de  la  Corredentora  en  la  anunciación, 
6)    El  Corazón  de  la  Corredentora  en  el  Calvario. 

c)  El  Corazón  de  la  Madre  espiritual 

y  Dispensadora  de  todas  las  gracias. 

d)  Primeras  manifestaciones  de  la  devoción  al  Corazón  de  María. 
Conclusión. 

Estudios  Marianos,  4  [1945],  59-172. 


4.   ESTUDIOS  DE  MARIOLOGÍA  ESPECULATIVA 

Los  principios  mariolócicos. 

Introducción:  necesidad  de  los  principios  en  la  Mariología. 

I.  Método  para  determinar  los  principios  mariológicos. 

II.  Determinación  y  clasificación  de  los  principios. 

1.  Principios  derivados  por  análisis  directo. 

A.  Maternidad  divina  y  soteriológica. 

B.  Solidaridad. 

C.  Recirculación. 

D.  Asociación. 

2.  Principios  derivados  por  reflexión  ulterior. 

A.  Singularidad  transcendente. 

B.  Principios  derivados  del  anterior: 

a)  el  de  los  límites  (respecto  de  Dios), 

b)  el  de  analogía  (respecto  de  Cristo), 

c)  el  de  eminencia  (respecto  de  los  santos).  ' 

C.  Principio  de  conveniencia. 

Conclusión:   principios  constructivos  y  principios  directivos;   el  axioma  primario 
de  la  Mariología. 
Estudios  Marianos,  3  [1944],  11-33. 

La  economía  de  la  recirculación  y  el  principio  fundamental  de  la  mariología. 

I.  El  principio  de  la  recirculación. 

1.  Textos  de  la  tradición. 

2.  Análisis  de  los  textos  precedentes. 

3.  Naturaleza  íntima  del  principio  de  la  recirculación. 

II.  El  axioma  primario  de  la  Mariología. 

1.  Exclusión  del  principio  de  recirculación. 

2.  ¿Un  principio  o  dos  principios? 

3.  Fórmula  más  apta  del  principio  primario. 
Las  Ciencias,  1941. 


NOTA  BIBLIOCRÁnCA 


529 


SÍNTESIS  ORGÁNICA  DE  LA  MARIOLOGÍA  EN  FUNCION  DE  LA  ASOCIACIÓN   DE  MaRÍA  A  LA 
OBRA  REDENTORA  DE  JeSU-CrISTO. 

Introducción. 

1.  Historia  de  la  moderna  Mariología  científica.. 

2.  Principios  de  metodología  mariológica. 

I.  El  principio  de  asociación. 

II.  Aplicación  del  principio  a  las  verdades  mariológicas. 

1.  Verdades  definidas: 

A.  Maternidad  divina. 

B.  Virginidad  perpetua. 

C.  Concepción  Inmaculada. 

2.  Verdades  no  definidas: 

A.  Santidad  personal. 

B.  Asunción  corporal. 

C.  Culto  de  hiperdulía. 

D.  Mediación  universal. 
Madrid,  1929. 

Posición  transcendente  y  actuación  universal  de  María  en  el  mundo  de  la  gracia. 
Introducción. 

I.  Posición  transcendente. 

1.  Maternidad  divina  y  virginal. 

2.  Santidad  incomparable. 

3.  Glorificación  suprema. 

4.  Realeza  y  señorío. 
Conclusión.  ^ 

II.  Actuación  universal. 
Preliminares. 

1.  Maternidad  espiritual. 

2.  Corredención  Mariana. 

3.  Dispensación  universal  de  la  gracia. 
Conclusión. 

Barcelona,  1945. 

Mediación  de  Madre  o  la  mediación  universal  como  actuación  de  la  maternidad 
DE  María. 

Introducción. 

I.  Mediación  universal  de  la  Madre  de  Dios. 

1.  La  Madre  de  Dios,  Medianera  universal. 

2.  La  Madre  del  Redentor,  Medianera  universal.  tf 

II.  Mediación  universal  de  la  Madre  de  los  hombres. 

1.  María,  Madre  espiritual  de  los  hombres. 

2.  Verdad  y  carácter  maternal  de  la  mediación  universal. 

III.  María,  Madre  de  la  familia  universal  de  Dios  Padre. 

1.  La  familia  de  Dios. 

2.  María,  como  Madre  de  la  familia  de  Dios,  Dispensadora  de  la  gracia. 
Conclusión:  el  «Misterio»  de  María. 

Covadonga,  1927. 

Los  GRANDES   PROBLEAUS  DE  LA  CoRREDENClÓN  MaRIANA. 

I.  Redención  y  cooperación. 

1.  Diferentes  aspectos  de  la  redención. 

2.  Naturaleza  y  propiedades  de  la  cooperación. 

II.  Modos  posibles  de  la  corredención  Mariana. 

1.    Cooperación  de  simple  eficiencia:   consentimiento  virginal,  perspectivas  de 
cruz,  solidaridad  del  Redentor  con  los  hombres,  maternidad  espiritual. 


34 


530 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


2.    Cooperación  inmediata  con  inmediación  de  contacto:   mérito,  salisíacción, 
sacrificio,  rescate,  solidaridad,  maternidad  espiritual. 
Estudios  Eclesiásticos,  16  [1942],  187-219. 

B,  V.  María,  uominum  co-redemptrix. 

I.  Nihil  obstat  quominus  Co-redemptricis  titulus  B.  Virgini  tribtiatiir. 

1.  Quaestio  realis. 

2.  Quaestio  nominalis. 

II.  Traditionis  testimonia. 

1.  Testimonia  generalia. 

2.  B.    Virgo,  redemptionis  adiutrix. 

3.  B.    Virgo  "hominum  redemptio»  nunciipata. 

4.  B.    Virgo  hominum  vocata  «Redemptrix». 

5.  B.    Virginis  partes  in  pretio  redemptionis  solvendo. 

6.  María  «Co-redemptrix». 
Conclusio. 

Gregorianum,  6  [1925],  537-579. 

El  hecho  de  la  corredención  o  la  corredención  Mariana  generalmente  considerada. 

I.  Antecedentes  de  la  cuestión  o  preliminares. 

1.  Método  de  investigación. 

2.  El  estado  de  la  cuestión. 

II.  Verdad  de  la  corredención  generalmente  considerada. 

1.  Examen  de  los  documentos. 

2.  Razones  teológicas. 

A.  Razones  en  pro:  maternidad  divina,  transcendencia  singular  de  María, 
el  principio  de  asociación,  el  principio  de  recirculación. 

B.  Razones  en  contra:   unidad  de  Redentor,  imidad  de  la  redención. 
Revista  española  de  Teología,  1  [1941],  681-729. 

Deiparae  virginis  consensus,  corredemptionis  ac  mediationis  flndamemum. 

I.  .    Scripturae   ac   traditionis  documenta,   virgineae   consensionis   salutarem  vim 

significantia. 

II.  Documentorum  theologica  interpretatio. 

1.  Theologicae  notiones  documentorum  interpretationi  applicandae. 

2.  Virgineae  consensionis  efficacitas  salutaris  generaliter  concepta. 

3.  Virgineae  consensionis  actio  saluaris  specifice  considérala: 

A.  Corredemptio. 

B.  Principium  concociationis. 
Matriti,  1942. 

Orden  en  que  han  de  concebirse  maternidad,  corredención  y  oficio  de  dispensar 
las  gracias. 

I.  Conceptos  precisos  de  maternidad,  corredención  y  dispensación. 

1.  Doble  maternidad:   divina  y  espiritual. 

2.  Corredención. 

3.  Dispensación  de  las  gracias. 

II.  Relaciones  de  prioridad  y  dependencia  entre  estos  conceptos. 

1.  Bases  o  principios  de  solución. 

2.  Aplicación  de  estos  principios. 
Estudios  Marianos,  1  [1942],  103-165. 

El  Corazón  de  la  Madre  de  Dios  y  CorredentoRa  db  los  hombres. 
Introducción. 

I.    Madre  de  Dios  y  Corredentora  de  los  hombres. 

1.  Madre  de  Dios. 

2.  Corredentora  de  los  hombres. 


NOTA  BIBLIOGRÁFICA 


531 


II.    El  Corazón  de  la  divina  Madre  Corredentora. 

1.  La  concepción  espiritual  del  Hijo  de  Dios  en  el  Corazón  de  María. 

2.  La  com-pasión  de  María  concentrada  en  su  Corazón. 
Conclusión:  un  pasaje  de  San  Francisco  de  Sales. 

Barcelona,  1945. 

Problemas  fundamentales  de  la  devoción  al  Inmaculado  Corazón  de  María. 
Preliminares. 

I.  Objeto  de  la  devoción. 

1.  Problemas  secundarios. 

2.  Problemas  principales. 

II.  Actos  esenciales  de  la  devoción. 

1.  Consagración. 

2.  Reparación. 
Conclusión. 

Revista  Española  de  Teología,  4  [1944],  93-125. 

«María  Reparadora».  , 
Barcelona,  1939. 

Redempta  et  corredemptrix  (Difficultatis  solutio). 

I.  Genericus  redemptionis  conceptus. 

1.  Prima  solutio. 

2.  Secunda  solutio. 

3.  Tertia  solutio. 

II.  Specificus  satisfactionis  conceptus. 

1.  Prima  solutio. 

2.  Secunda  solutio. 

3.  Tertia  solutio. 

4.  Ouarta  solutio. 
Marianum,  2  [1940],  39-58. 

«Cooperatio  remota  in  ordine  PHYsico  ad  obiectivam  redemptionew).  (Crisis  sen- 
tentiae  P.  Lennerz). 

I.  Quaestionis  status  definitur. 

II.  Sententia  proponitur  ac  definitur. 

III.  Argumenta  expenduntur. 

1.  Demonstratio  positiva. 

2.  Argumentatio  eliminativa. 

A.  Virgineae  consensionis  necessitas. 

B.  Virginis  oboedientia. 

C.  Consensus  repraesentalivus. 
Analecta  sacra  Tarraconensia,  13  [1940],  5-45  (*). 


(*)  Con  la  esperanza  de  que  acaso  no  sea  inútil,  completaremos  la  lista  de  los 
estudios  mariológicos  que  hasta  ahora  hemos  publicado. 

ESCRITOS  DE  VULGARIZACIÓN 

María.  En  la  Enciclopedia  universal  ilustrada  hispano-americana  (Esoasat,  vol. 
33,  4-10. 

María,  Madre  de  gracia.    Bilbao,  1923. 

Catecismo  popular  sobre  la  mediación  universal  de  María.  Lérida.  1928.  (Tra- 
ducido al  francés,  al  portugués,  al  italiano,  al  catalán,  al  inglés  y  al  alemán). 

La  mediación  universal  de  la  Santísima  Virgen.  I.  Qué  es  la  mediación  uni- 
versal. II.  Fundamentos  teológicos  de  la  mediación  universal  de  la  Santísima  Virgen. 
III.    Probabilidades  de  una  definición  dogmática.    Barcelona,  1933. 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Que  la  devoción  a  la  Santísima  Virgen  Medianera  de  todas  las  gracias  crezca 
de  día  en  día.  (Intención  del  Apostolado  de  la  Oración,  Mayo  de  1928).  El  Men- 
sajero del  Corazón  de  Jesús  en  las  regiones  andino-platenses,  1928,  452-467. 

La  mediación  universal  de  la  Santísima  Virgen.  Los  problemas  actuales  de  la 
Maríología.    EcclesÍ3,  2,  [1942,  II],  783. 

El  Mensaje  de  Fátima  y  la  consagración  al  Inmaculado  Corazón  de  María.  Bar- 
celona, 1943. 

lina  oleada  religiosa  actual:  Fátima  y  el  Mensaje  de  Nuestra  Señora.  Razón  y 
fe,  128  [1943,  II],  62-67. 

Valor  ascético  de  la  devoción  a  María.    Manresa,  14  [1942],  157-164. 

La  mediación  de  la  Virgen  en  la  poesía  lírica  castellana  de  lá  Edad  Media^ 
Estrella  del  Mar,  5  [1924],  406. 

La  mediación  universal  de  la  Virgen.  Una  comisión  pontificia  española.  Estre- 
lla del  Mar,  5  [1924],  328. 


ESCRITOS  PARA  FOMENTAR  LA  PIEDAD 

Nuevo  mes  de  María...  en  el  glorioso  misterio  de  su  mediación  universal.  Léri- 
da, 1932.    (Traducido  al  alemán.) 

Litaniae  de  B.  V.  María  gratiarum  omnium  Mediatrice.  Barcinone,  1925.  (Tra- 
ducidas al  castellano,  al  catalán,  al  italiano,  al  portugués,  al  francés,  al  inglés  y  al 
alemán.) 

Deprecaciones  a  la  Santísima  Virgen  María,  Medianera  de  todas  las  gracias. 
Barcelona,  1925. 

María  Mediadora.    Estampa  y  explicación  (traducida  al  portugués). 


ESCRITOS  VARIOS 

La  Concepción  Inmaculada  anunciada  y  conjirmada  en  la  Sagrada  Escritura.  I. 
En  el  Proto-Evangelio.  II.  En  la  salutación  del  ángel.  Razón  y  fe,  55  [1919  III], 
422-427. 

uMariae»  nomen  in  Cántico  Zachariae.    Verbum  Domini,  4  [1924],  133-134. 
vQuod  nascetur  [ex  te]  sanctum  vocabitur  Füius  Dei».    Bíblica,  1  [1920],  92-94. 
Estudios  eclesiásticos,  8  [1929],  381-392. 


RECENSIONES  DE  OBRAS  MARIOLÓGICAS 

J.  BiTTREMiEUx,  De  mediatione  universali  B.  M.  Virginis  quoad  gratias.  Estudios 
eclesiásticos,  6  [1927],  218-223. 

J.  BiTTREMiEUx,  Le  sentiment  de  Saint  Bonaventure  sur  l'lmmaculée  Conception 
de  la  Sainte  Vierge  Marie.    Estudios  eclesiásticos,  8  [1929],  429. 

G.  Alastruey  SÁNCHEZ,  Maríología  sive  traclatus  de  beatissima  Virgine  Matre  Dei. 
Revista  española  de  Teología,  2  [1942],  379-381. 

Gabriel  M.  Roschini,  Maríología.    I.    Estudios  eclesiásticos,  16  [1942],  279-281. 

J.  B.  Terrien,  La  Madre  de  Dios  y  Madre  de  los  hombres  según  los  Santos 
Padres  y  la  Teología.    Revista  española  de  Teología,  3  [1943],  407-408. 

Ángel  Luis,  La  realeza  de  María.    Estudios  eclesiásticos,  17  [1943],  561-563. 


INDICE 


Págs. 


Prólogo   7 

INTRODUCCIÓN  METODOLÓGICA 

I.    Elementos  materiales   14 

II.    Elementos  formales    17 

1.  Principios   18 

2.  Hechos    23 

3.  Formalidades  o  verdades   23 

PARTE  PRIMERA:  PRINCIPIOS  Y  HECHOS 

Libro  I.  —  Principios 

Introducción     29 

Cap.  i.    Maternidad  divina  y  soteriológica   34 

Art.  1.    Maternidad    35 

§  1.    Carácter  moral  de  la  maternidad   35 

§  2.    Actividades  de  la  maternidad   36 

§  3.    Fuerza  asociativa  de  la  maternidad   37 

§  4.    Maternidad  virginal    38 

Art.  2.    Maternidad  divina   j  39 

§  1.    Excelencia  de  la  divina  Maternidad   39 

§  2.    Actividad  de  la  divina  Maternidad   43 

§  3.    Fuerza  asociativa  de  la  Maternidad  divina   44 

§  4.    Virginidad  de  la  Maternidad  divina   45 

Art.  3.    Maternidad  soteriológica    46 

§  1.    Dignidad  de  la  Maternidad  soteriológica    47 

§  2.    Actividad  soteriológica  de  la  Maternidad    47 

§  3.    Asociación  y  cooperación  soteriológica  de  la  Maternidad   48 

§  4.    Virginidad  soteriológica    49 

Cap.  II.    El  principio  de  solidaridad    50 

Art.  1.    Declaración  del  principio   50 

§  1.    Solidaridad  del  Nuevo  Adán  con  la  humanidad   51 


534 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Pásrs. 


?  2.    La  posteridad  de  Abralián  concentrada  en  Cristo    52 

§  3.    Solidaridad  del  Cristo  místico   54 

Art.  2.    Parte  activa  de  María  en  el  principio  de  solidaridad   56 

§  1.    Acción  de  María  en  la  solidaridad  del  Nuevo  Adán   56 

§  2.    Acción  de  María  en  la  solidaridad  de  la  Descendencia  de  Abrahán...  61 

Cap.  III.    El  principio  de  recirculación    64 

Art.  1.    Concepto  integral  de  la  recirculación   65 

Art.  2.    Elementos  diferenciales  de  la  recirculación   66 

Art.  3.    Verdad  del  principio  de  recirculación   68 

Art.  4.    El  principio  de  recirculación  contraído  a  la  Mariología   70 

Cap.  IV.    El  principio  de  asociación    72 

Art.  1.    Sentidp  del  principio   72 

Art.  2.    Verdad  del  principio   74 

Cap.  V.    Singularidad  transcendente    76 

Art.  1.    Significación  de  la  singularidad  transcendente    76 

Art.  2.    Demonstración  por  los  principios   77 

S  1.    Maternidad  divina  y  soteriológica   78 

§  2.    Principio  de  solidaridad    84 

§  3.    Principio  de  recirculación   86 

§  4.    Principio  de  asociación    87 

Art.  3.    Comprobación  por  los  hechos   88 

§  1.    Singularidad   88 

§  2.    Anticipación     89 

Art.  4.    ¿Participa  María  de  la  gracia  ^capital»?    91 

§  1.    María  participó  de  la  gracia  «capital»   91 

S  2.    Naturaleza  de  la  gracia  «capital»  de  María   92 

Conclusión    95 

Escolio  I.    Síntesis  de  los  principios  mariológicos   97 

Escolio  II.    La  gracia  de  la  Madre  de  Dios   93 

I.  La  gracia  de  la  divina  maternidad   100 

1.  La  maternidad  divina  es  una  gracia   100 

2.  Naturaleza  de  esta  gracia    101 

3.  Eficacia  santificante  de  la  divina  maternidad   103 

II.  La  gracia  santificante  de  María   106 

1.  Razón  de  ser  de  la  gracia  social  de  María   106 

2.  Valor  demonstrativo  de  la  gracia  de  María   108 

3.  Acción  de  la  gracia  soteriológica:   ¿física  o  moral?    109 

4.  ¿Cómo  denominar  la  gracia  soteriológica  de  María?  .'.  114 

Cap.  VI.    Comprobación  patrística  de  los  principios  mariológicos   119 

Art.  1.    Maternidad  divina  y  soteriológica   121 

Art.  2.    El   principio   de   solidaridad    124 

§  1.    La  solidaridad  en  el  Redentor   126 

A.  Solidaridad  de   pecado    126 

B.  Solidaridad  iniciada  en  la  encarnación    145 

S  2.    Parte  de  María  en  la  solidaridad   149 

A.  Carácter  de  universalidad    150 

B.  Carácter  representativo    154 

C.  Acción  de  María,  en  la  solidaridad  de  naturaleza   159 

D.  Acción  de  María  en  la  solidaridad  de  pecado   168 

Art.  3.    El  principio  de  recirculación   171 

Art.  4.    El  principio  de  asociación   176 

Art.  5.    El  principio  de  la  singularidad  transcendente   182 

§  1.    El  principio  en  general                                                          ...  183 

§  2.    Prioridad  de  María  en  gozar  los  frutos  de  la  redención   187 


ÍNDICE 


535 


Págs. 

Libro  II.  —  Hechos 


Cap.  i.    Consentimiento  virginal    201 

Art.  1.    Del  consentimiento  en  general   202 

§  1.    Naturaleza  y  variedades  del  consentimiento   202 

§  2.    Causalidad  moral  del  consentimiento    202 

Art.  2.    Del  consentimiento  de  María   204 

§  1.    Ambiente  psicológico  del  consentimiento  virginal                           ...  205 

§  2.    Propiedades  del  consentimiento  virginal   210 

A.  El  acto  del  consentimiento   210 

B.  El  objeto  del  consentimiento   212 

C.  Título  personal  que  motivó  el  consentimiento   215 

Cap.  II.    Compasión  maternal   218 

Art.  1.    El  hecho  de  la  compasión   218 

Art.  2.    Singularidad  de  la  com-pasión  Mariana   218 

Cap.  III.    Intercesión  actual   228 

Art.  1.    Intercesión  Mariana  y  providencia  divina    229 

Art.  2.    Intercesión  actual  o  deprecación  celeste   230 

Art.  3.    Dispensación  de  las  gracias    233 


PARTE  SEGUNDA:  LOS  PRINCIPIOS  APLICADOS  A  LOS  HECHOS 
Introducción   239 


Libro  I.  —  Corredención 

Sección  I.  —  Corredención  en  general 

Cap.  i.    Preliminares   242 

Art.  1.    Declaración  de  los  términos  y  estado  de  la  cuestión   242 

Art.  2.    Ambiente  soteriológico  de  la  corredención  Mariana   243 

Cap.  II.    Demonstración  de  la  corredención  en  general   244 

Art.  1.    Demonstración  fundamental    244 

§  1.    Por  el  principio  de  recirculación   245 

§  2.    Por  el  principio  de  asociación   246 

Art.  2.    Demonstración  complementaria   247 

§  1.    Gracia  «capital»  de  Maria    248 

§  2.    Conexión  entre  la  corredención  y  la  intercesión  actual   249 

§  3.    Corredención  y  maternidad  espiritual    251 

§  4.    Oficios  maternales  con  el  Redentor     252 


Sección  II.  —  Corredención  en  el  consentimiento  virginal 

Introducción   253 

Cap.  I.    Valor  corredentivo  del  consentimiento  virginal   258 

Art.  1.    Acción  de  Dios  y  de  Cristo  en  la  redención  según  San  Pablo   259 

Art.  2.    Cooperación  de  María  con  la  acción  de  Dios  y  de  Cristo   262 

§  1.    Cooperación  con  Dios   262 

§  2.    Cooperación  con  Cristo    263 

Cap.  II.    Elementos  corredentivos  del  consentimiento   265 

Art.  1.    Cooperación  del  consentimiento  en  su  objeto    265 

Art.  2.    Objeto  del  consentimiento  virginal   266 


536 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Pég»- 


Cap.  III.    El  consentimiento  como  acto  de  obediencia   270 

Art.  1.    La  obediencia  de  María  contrapuesta  a  la  desobediencia  de  Eva  ...  270 

Art.  2.    La  obediencia  de  María  comparada  a  la  obediencia  de  Cristo   273 

Cap.  IV.    Consentimiento  representativo    274 

Introducción   274 

Art.  I.    Consentimiento  representativo  de  María    275 

§  1.    Aspecto  real   275 

§  2.    Aspecto  personal   277 

Art.  2.    Consentimiento  representativo  de  María  en  orden  a  la  solidaridad 

del  Nuevo  Adán    279 

§  1.    El  Misterio  de  Cristo  y  el  Misterio  de  María   280 

§  2.    Conocimiento  que  alcanzó  María  del  misterio  de  la  solidaridad  ...  281 


Sección  III.  —  Corredención  en  la  compasión  maternal 

Cap.  i.    Compasión  Mariana  generalmente  considerada   285 

Art.  1.    Demonstración  fundamental    285 

Art.  2.    Demonstración  complementaria   288 

§  1.    Por  el  principio  de  recirculación    288 

§  2.    Por  el  principio  de  solidaridad   289 

Cap.  II.    Compasión  meritoria   288 

Art.  1.    Preliminares   290 

§  1.    Nociones  previas   290 

§  2.    El  problema  de  la  com  pasión  meritoria    291 

Art.  2.    El  hecho  de  la  com-pasión  meritoria   292 

Art.  3.    Dos  modos  de  com-pasión  meritoria   299 

§  1.    Preliminares    299 

§  2.  Com-pasión  meritoria  por  apropiación  de  los  méritos  del  Redentor  ...  300 

A.  Naturaleza  de  la  apropiación   300 

B.  El  hecho  o  verdad  de  la  apropiación   302 

C.  Valor  redentivo  de  la  apropiación   307 

§  3.    Com-pasión  meritoria  por  los  méritos  propios  de  María   307 

A.  El  hecho  de  los  padecimientos  meritorios   307 

B.  Valor  corredentivo  de  los  padecimientos  meritorios   310 

Art.  4.    Problemas  ulteriores  o  subalternos   312 

§  1.    Objeto  de  los  méritos  de  María    312 

§  2.    Cualidad  de  los  méritos  de  María:  ¿congruos  o  condignos?    313 

A.  Cuestión  real   313 

B.  Cuestión   verbal    314 

Cap.  III.    Com-pasión  satisfactoria   317 

Art.  1.    Preliminares    317 

§  1.    Nociones  previas   317 

§  2.    El  problema  de  la  com-pasión  satisfactoria   320 

Art.  2.    Valor  corredentivo  de  la  com-pasión  satisfactoria    322 

§  1.  Com-pasión  satisf.  por  apropiación  de  la  satisfacción  del  Red.    ...  322 

§  2.    Compasión  satisfactoria  por  la  satisfacción  propia   323 

Art.  3.    ¿Satisfacción  congrua  o  condigna?   324 

Cap.  IV.    Com-pasión  sacrifical    331 

Art.  1.    Preliminares    331 

§  1.    Noción  general  de  sacrificio     331 

§  2.    El  sacrificio  de  Cristo  :    333 

§  3.    El  problema  de  la  com-pasión  sacrifical    336 

Art.  2.    Inmolación   sacrifical    337 

§  1.    Inmolación  apropiada   337 

§  2.    Inmolación  propia   340 

Art.  3.    Oblación   sacerdotal    341 

§  1.    Sacerdocio  de  María   341 


ÍNDICE  537 

Págs 


A.  Estado  de  la  cuestión   341 

B.  Naturaleza  del  sacerdocio  Mariano   343 

§  2.    Santidad  sustancial  y  consagración  de  María    345 

A.  Esta  doble  prerrogativa  en  Cristo   346 

a)  Santidad  sustancial    346 

b)  Consagración  sacerdotal    349 

B.  Participación  de  María  en  esta  doble  prerrogativa  de  Cristo   350 

a)  En  la  santidad  sustancial   350 

b)  En  la  consagración  sacerdotal   351 

Cap.  V.    Compasión  corredentiva  por  vía  de  rescate   354 

Art.  1.    Preliminares    354 

Art.  2.    Doble  título  de  cooperación  en  el  rescate   356 

Cap.  VI.    La  «Mujer»  del  Apocalipsis,  Madre  dolorosa  del  Redentor  crucificado  358 

Art.  1.    María  es  la  «Mujer»  del  Apocalipsis   359 

§  1.    Textos  bíblicos  referentes  a  la  generación  del  Mesías    360 

§  2.    Interpretación  de  los  textos  citados   363 

Art.  2.    Maternidad  dolorosa  y  corredentiva  de  la  «Mujer»   367 

Sección  IV. —  Examen  de  las  objeciones  contra  la  CorredencióIm 

Cap.  i.    Objeciones  generales    370 

Art.  1.    Unidad  del  Redentor   370 

Art.  2.    Unidad  de  la  redención:  redimida  y  Corredentora   372 

Cap.  II.    Objeciones  particulares    377 

Art.  1.    Objeciones  relativas  al  consentimiento  virginal   377 

§  1.    Contra  su  eficacia  inmediata   378 

§  2.    Contra  su  índole  soteriológica   379 

§  3.    Contra  su  valor  moral   380 

§  4.    Contra  su  carácter  representativo    381 

Art.  2.    Objeciones  relativas  a  la  com-pasión    382 

§  1.    Contra  su  valor  meritorio   382 

§  2.    Contra  su  índole  sacrifical  o  sacerdotal   384 

Libro  II.  —  Maternidad  espiritual 

Cap.  I.    Preliminares    386 

Art.  1.    Noción  de  la  maternidad  espiritual   386 

Art.  2.    Problemas  y  método    387 

Cap.  II.    El  doble  hecho  de  la  maternidad  espiritual    388 

Art.  1.    Maternidad  espiritual  en  la  encarnación    388 

Art.  2.    Maternidad  espiritual  en  el  Calvario    391 

Cap.  III.    Naturaleza  de  la  maternidad  espiritual   397 

Art.  1.    Maternidad  de  generación  moral    393 

§  1.    Nociones  previas    393 

§  2.    Propiedad  de  la  generación  moral   394 

§  3.    Maternidad  espiritual,  maternidad  de  generación   396 

Art.  2.    Maternidad  espiritual  y  Corredención   399 

§  1.    En  Nazaret    400 

§  2.    En  el  Calvario    403 

§  3.    Conclusión:  mirada  de  conjunto    405 

Libro  III.     Intercesión  actual   409 

Cap.  I.    Deprecación   410 

Art.  1.    El  hecho  y  el  oficio  de  la  deprecación   410 

§  1.    El  hecho  de  la  deprecación      410 

§  2.    El  oficio  de  la  deprecación    411 


538 


MARÍA,  MEDIADORA  UNIVERSAL 


Págt. 


Art.  2.   Propiedades  características  de  la  deprecación  Mariana    412 

§  1.    Preliminares   412 

§  2.    Demonstración   414 

Cap.  II.    Dispensación  de  las  gracias   417 

Art.  1.    Realeza  de  María   418 

§  1.    Preliminares   418 

§  2.    Propiedad  de  la  realeza  de  María   418 

A.  Dignidad  regia   418 

B.  Potestad  regia    420 

§  3.    Modalidad  especial  de  la  realeza  de  María   422 

§  4.    El  Reino  de  María    423 

§  5.    El  reinado  de  María   424 

Art.  2.    Actuación  regia  y  maternal    425 

Libro  IV.  —  Mediación  universal   427 

Cap.  I.    Concepto  de  la  mediación   427 

Art.  1.    Dos  formas  diferentes  de  mediación   427 

Art.  2.    Concepto  genérico  de  la  mediación   429 

Cap.  II.    Mediación  de  María   431 

Art.  1.    La  Corredención  es  verdadera  mediación    432 

§  1.    Importancia  de  esta  verdad    432 

§  2.    Demonstración  de  esta  verdad   433 

A.  Demonstración  general    433 

B.  Demonstración  particular   435 

Art.  2.    La  maternidad  espiritual  y  la  dispensación  como  mediación   436 

Conclusión    437 

APÉNDICE  I 

Las  grandes  verdades  hariolócicas  confirmadas  por  el  testimonio 

DE  LOS  romanos  PONTÍFICES 

Introducción   445 

L    Corredención  Mariana    447 

1.  Testimonios  generales   447 

2.  Testimonios  que  vinculan  la  Corredención  al  consentimiento  virginal...  449 

3.  Testimonios  que  vinculan  la  Corredención  a  la  com-pasión  de  María  ...  453 

A.  Progreso  doctrinal    453 

B.  Síntesis  de  la  doctrina  pontiñcia   463 

II.    Maternidad  espiritual    469 

1.  El  hecho  de  la  maternidad  espiritual   469 

2.  La  maternidad  espiritual  iniciada  en  la  encarnación   470 

3.  La  maternidad  espiritual  completada  en  el  Calvario   471 

III.  Intercesión  actual     478 

1.  Oración  celeste  de  María   478 

A.  Valor  singular  de  la  intercesión  Mariana   479 

B.  Universalidad  de  la  intercesión  Mariana    481 

C.  Determinación  particular  de  la  intercesión  de  María    484 

2.  Dispensación  de  las  gracias    485 

A.  Administración  de  las  gracias   485 

B.  Patrocinio    486 

C.  Plenitud  desbordante  de  gracia    488 

IV.  Mediación  universal   489 

1.  Testimonios  pontificios    490 

2.  Interpretación  teológica  de  los  testimonios   492 


íiNDICE  539 

Págs. 

APÉNDICE  II 

La  Mariolocía  de  la  encíclica  «Mystici  Corporis»  de  Pío  XII 

I.    Integridad  mariológica    495 

II.    Corredención  Mariana    501 

1.  La  doble  oblación  de  María   501 

2.  Triple  disposición  de  María  en  su  oblación   506 

A.  Inmunidad  de  todo  pecado    506 

B.  Asociación  de  la  Madre  a  la  oblación  del  Hijo    508 

C.  Actuación  de  María  en  calidad  de  «Segunda  Eva»   509 

III.    Maternidad  espiritual   511 

1.  Maternidad  de  generación  espiritual  en  la  encarnación   512 

2.  Maternidad  espiritual  en  el  Calvario   515 

■Conclusión:  María,  Madre  de  todos  los  miembros  de  Cristo   518 


Nota  bibliográfica. 


521 


1 


DEL    MISMO  AUTOR 


OBRAS  BÍBLICAS 

La  Biblia  y  el  Cristianismo  (^) 

El  Sermón  de  la  Cena  ( -) 

El  Evangelio  de  la  Pasión  (-) 

Jesús:  Estudios  cristológicos  (^) 

Bienaventuranzas  Eucarísticas  (^) 

San  Pablo,  Maestro  de  la  Vida  espiritual  (^) 

De  Getsemaní  al  Calvario  (^) 

Dominicales  evangélicas  (*) 

Epístolas  dominicales  (*) 

Homilías  evangélicas  sobre  las  principales  festividades 
de  J.-C.  N.  S.,  de  la  Sma.  V.  María  y  del  Patricarca  San 
José  {*) 

Jesu-Cristo  Rey  (  *) 

Las  Epístolas  de  San  Pablo:  texto  de  la  Vulgata  latina 
cotejado  con  el  griego  y  versión  del  texto  original  acom- 
pañada de  comentario  (^) 

Las  Epístolas  de  San  Pablo:  versión  del  texto  original 
acompañada  de  comentario  (^) 

Los  soldados,  primicias  de  la  gentilidad  cristiana  (^) 

Evangeliorum  Concordia:  quattuor  D.  N.  lesu  Christi  Evan- 
gelia  in  narrationem  unam  redacta,  temporis  ordine 
disposita  (^) 

El  Evangelio  de  N.  S.  Jesu-Cristo  (^) 


Novi  Testamenti  Bibua  graeca  et  latina  (^) 

El  Evangelio  de  San  Mateo,  traducido  del  griego  y  co- 
mentado.   (En  prensa I. 

OBRAS  MARIOLÓGICAS 
María,  M.\dre  de  gracia  {*) 

La  Mediación  universal  de  la  Virgen  en  S.anto  Tonlís 
DE  Aqüino  o 

Catecismo  popular  sobre  la  Mediación  universal  de 
María  ('i 

Nuevo  Mes  de  María  ( ' ) 

El  Mensaje  de  Fátima  v  la  Consagración  al  In"maculado 
Corazón  de  María  {'") 

Deiparae  Virginis  consensus,  Corredemptionis  ac  Me- 
diationis  fundamentum  {^) 

Origen  y  desenvolvimiento  de  la  devoción  al  Corazón 
DE  María  en  los  Santos  Padres  y  escritores  eclesiásticos  (^) 

Posición  transcen-dente  y  actuación  universal  de  Ma- 
ría en  el  mundo  de  la  gracia  (^) 


O  Barcelona,  Librería  Religiosa. 

(-)  Barcelona,  Librería  Católica  Pontificia. 

(3)  Barcelona,  Tipografía  Católica  Casáis. 

(*)  Bilbao,  El  Mensajero  del  Sagrado  Corazón  de  Jesiít. 

(*)  Barcelona,  Editorial  Balmes. 

(*)  Madrid,  Consejo  Superior  de  Investigaciones  Científicas. 

C)  Lérida,  Pontificia  y  Real  Academia  BibHográfíco-mariana. 


TERMINOSE  LA  IMPRESION  DE  ESTE  TRATADO 
EN  LA  TIPOGRAFÍA  EMPORIUM,   S.  A., 
DE  LA  CIUD-U)  DE  BARCELONA, 
EL  DÍA  16  DE  MAYO 
DE  1946.