Google
This is a digital copy of a book that was prcscrvod for gcncrations on library shclvcs bcforc it was carcfully scannod by Google as parí of a projcct
to make the world's books discoverablc onlinc.
It has survived long enough for the copyright to expire and the book to enter the public domain. A public domain book is one that was never subject
to copyright or whose legal copyright term has expired. Whether a book is in the public domain may vary country to country. Public domain books
are our gateways to the past, representing a wealth of history, culture and knowledge that's often difficult to discover.
Marks, notations and other maiginalia present in the original volume will appear in this file - a reminder of this book's long journcy from the
publisher to a library and finally to you.
Usage guidelines
Google is proud to partner with libraries to digitize public domain materials and make them widely accessible. Public domain books belong to the
public and we are merely their custodians. Nevertheless, this work is expensive, so in order to keep providing this resource, we have taken steps to
prcvcnt abuse by commercial parties, including placing lechnical restrictions on automated querying.
We also ask that you:
+ Make non-commercial use of the files We designed Google Book Search for use by individuáis, and we request that you use these files for
personal, non-commercial purposes.
+ Refrainfivm automated querying Do nol send automated queries of any sort to Google's system: If you are conducting research on machine
translation, optical character recognition or other áreas where access to a laige amount of text is helpful, picase contact us. We encouragc the
use of public domain materials for these purposes and may be able to help.
+ Maintain attributionTht GoogXt "watermark" you see on each file is essential for informingpcoplcabout this projcct and hclping them find
additional materials through Google Book Search. Please do not remove it.
+ Keep it legal Whatever your use, remember that you are lesponsible for ensuring that what you are doing is legal. Do not assume that just
because we believe a book is in the public domain for users in the United States, that the work is also in the public domain for users in other
countries. Whether a book is still in copyright varies from country to country, and we can'l offer guidance on whether any specific use of
any specific book is allowed. Please do not assume that a book's appearance in Google Book Search means it can be used in any manner
anywhere in the world. Copyright infringement liabili^ can be quite severe.
About Google Book Search
Google's mission is to organizc the world's information and to make it univcrsally accessible and uscful. Google Book Search hclps rcadcrs
discover the world's books while hclping authors and publishers rcach ncw audicnccs. You can search through the full icxi of this book on the web
at|http: //books. google .com/l
Google
Acerca de este libro
Esta es una copia digital de un libro que, durante generaciones, se ha conservado en las estanterías de una biblioteca, hasta que Google ha decidido
cscancarlo como parte de un proyecto que pretende que sea posible descubrir en línea libros de todo el mundo.
Ha sobrevivido tantos años como para que los derechos de autor hayan expirado y el libro pase a ser de dominio público. El que un libro sea de
dominio público significa que nunca ha estado protegido por derechos de autor, o bien que el período legal de estos derechos ya ha expirado. Es
posible que una misma obra sea de dominio público en unos países y, sin embaigo, no lo sea en otros. Los libros de dominio público son nuestras
puertas hacia el pasado, suponen un patrimonio histórico, cultural y de conocimientos que, a menudo, resulta difícil de descubrir.
Todas las anotaciones, marcas y otras señales en los márgenes que estén presentes en el volumen original aparecerán también en este archivo como
tesümonio del laigo viaje que el libro ha recorrido desde el editor hasta la biblioteca y, finalmente, hasta usted.
Normas de uso
Google se enorgullece de poder colaborar con distintas bibliotecas para digitalizar los materiales de dominio público a fin de hacerlos accesibles
a todo el mundo. Los libros de dominio público son patrimonio de todos, nosotros somos sus humildes guardianes. No obstante, se trata de un
trabajo caro. Por este motivo, y para poder ofrecer este recurso, hemos tomado medidas para evitar que se produzca un abuso por parte de terceros
con fines comerciales, y hemos incluido restricciones técnicas sobre las solicitudes automatizadas.
Asimismo, le pedimos que:
+ Haga un uso exclusivamente no comercial de estos archivos Hemos diseñado la Búsqueda de libros de Google para el uso de particulares:
como tal, le pedimos que utilice estos archivos con fines personales, y no comerciales.
+ No envíe solicitudes automatizadas Por favor, no envíe solicitudes automatizadas de ningún tipo al sistema de Google. Si está llevando a
cabo una investigación sobre traducción automática, reconocimiento óptico de caracteres u otros campos para los que resulte útil disfrutar
de acceso a una gran cantidad de texto, por favor, envíenos un mensaje. Fomentamos el uso de materiales de dominio público con estos
propósitos y seguro que podremos ayudarle.
+ Conserve la atribución La filigrana de Google que verá en todos los archivos es fundamental para informar a los usuarios sobre este proyecto
y ayudarles a encontrar materiales adicionales en la Búsqueda de libros de Google. Por favor, no la elimine.
+ Manténgase siempre dentro de la legalidad Sea cual sea el uso que haga de estos materiales, recuerde que es responsable de asegurarse de
que todo lo que hace es legal. No dé por sentado que, por el hecho de que una obra se considere de dominio público para los usuarios de
los Estados Unidos, lo será también para los usuarios de otros países. La l^islación sobre derechos de autor varía de un país a otro, y no
podemos facilitar información sobre si está permitido un uso específico de algún libro. Por favor, no suponga que la aparición de un libro en
nuestro programa significa que se puede utilizar de igual manera en todo el mundo. La responsabilidad ante la infracción de los derechos de
autor puede ser muy grave.
Acerca de la Búsqueda de libros de Google
El objetivo de Google consiste en organizar información procedente de todo el mundo y hacerla accesible y útil de forma universal. El programa de
Búsqueda de libros de Google ayuda a los lectores a descubrir los libros de todo el mundo a la vez que ayuda a autores y editores a llegar a nuevas
audiencias. Podrá realizar búsquedas en el texto completo de este libro en la web, en la página|http : / /books . google . com|
SA SC?0.I3..JL.
f
HARVARD COLLEGE LIBRARY
SOUTH AMERICAN COLLECTíON
THE CIFT OF ARCHIBALD CABY COOLIDGE, '8;
AND CLARBNCE LEONARD HAY, 'o8
t^
MEMORIAS
GENERAL
:gorio araoz de la madrid
PUBUCACIÓN OFICIAL
BUENOS AIRES
la ImpreaiODM d« üuiUenuo Enfl, calla d« Cujo 1131
1695
HARVAin noiLEffi UHAír
aiFTor
AiCNIMlD CARY OeOLIMI
CURÍRGE UORARD HAT
.^
^'
•-?«
CARTA-PRÓLOGO
1
Señor Gobernador de la Provincia de Tucumín,
DOCTOR Benjamín Araoz.
Al terminar la corrección de pruebas de las «Me-
morias» de su deudo el señor general Gregorio Araoz
de La Madrid, creo de mi deber dirigirle estas líneas,
que servirán para esplicar los motivos que han re-
tardado por cerca de medio siglo la publicación de
aquellas, á la vez que manifestarán el interés que V.
demostró porqué vieran la luz, desde el primer momento
que me permití indicárselo.
Estas «Memorias» fueron escritas en Montevideo el
año de 1841, y ampliadas en 1850. El general La
Madrid llegó á aquella ciudad en una situación des-
graciada : pobre, cargado de familia, y acusado tal vez
por sus mismos correligionarios de causa, desde que el
éxito no coronara sus campañas en contra de la dicta-
dura.
El doctor Andrés Lamas, — aquel espíritu selecto
que tanto bueno ha hecho en el Rio de la Plata, sin
merecer, como otros, la justicia de sus contemporáneos, —
foé para con La Madrid, como para con todos los ar-
gentinos, un amigo leal, pues puso sus recursos, su in-
IV
fluencia y su valer á disposición de los eniigrados y de
los caídos. Cuando al mismo tiempo que vivía en me-
dio de las emociones de lá política, comenzaba la pu-
blicación de la «Colección de documentos para la his-
toria del Rio de La Plata», adquirió del general La
Madrid sus «Memorias», en una suma que era en aquel
momento una fortuna para el bizarro soldado que había
pasado treinta años en los campos de batalla.
Obtenidas que fueron y por razones que no cono-
cemos, las guardó entre su preciosa colección de manus-
critos; y solo sé que las facilitara, para ser revisadas, á
los generales José María Paz y Bartolomé Mitre y al
doctor Ángel Justiniano Carranza.
Ninguna oportunidad mas apropósito que la del
centenario del nacimiento de su autor, para hacerlas
conocer de los que ya pueden considerarse su posteridad;
y á la indicación que hice á los herederos del doctor
Lamas, para que permitiesen su publicación, me com-
place declarar que todos contestaron afirmativamente y
con la mejor voluntad.
Inconvenientes que no son del caso espresar,Vre-
tardaron por algún tiempo la impresión, pero puestíi la
obra en manos de la casa editora de G; Kraft, deseo
también que V. sepa que consagró esta sin limitación
todos los medios que posee el establecimiento, para
dar fin á ella en el plazo que se le señalara.
Tres mil volúmenes encuadernados, de. seiscientas
páginas cada uno, con multitud de láminas en cromo,
fototipia, litografía y fotograbado, se han ejecutado en
menos de sesenta días.
Es fácil que existan errores tipográficos, que la
premura del tiempo no ha permitido salvar para que la
obra apareciera con la mayor corrección, como ha sido
materialmente imposible estudiar nombres de parajes,
distancias mal calculadas, fechas dudos«as, etc., de que
adolece todo lo escrito ligeramente (5 de memoria.
No obstante he i)uesto empeño en subsanar ciertas
deficiencias, si bien he creído que no debía modificar
un estilo que es peculiar del autor, mas dado á la
guerra que á la tareas del gabinete, por su caráctei',
hábitos, educación y época en que le tocó figurar.
El general La ^Madrid, cuyo centenario celebrará
Tucumán con alborozo, es uno de los ser\'idores que ha
tenido la república en la lucha por su inde|)en(lenc¡a,
y en las que se sucedieron por su libertad y organiza-
ción política y constitucional.
Quizá carecia de sentido práctico, como se ha di-
cho, ó era demasiado ^ardoroso y hasta ofuscado en
ocasiones; pero en cambio, su patriotismo y buena in-
tención, sus anhelos por el bien general, sus sacrificios
y penurias, cuarenta años de continuo batallar, regando
con sangre generosa todo el territorio argentino, le dan
títulos suficientes á la gratitud postuma y á que su
nombre sea recordado con simpatía y consideración en
las páginas de la historia nacional.
La lectura de sus « Memorias )> hace conocer al per-
sonage tal como era: abnegado, candoroso, sin odios ni
malicias, bravo como el que más; entusiasta siempre
por servir á la patria; constante en sus empresas, aun-
que desgraciado en ellas la mayor parte de las veces.
Su vida no será un ejemplo de virtudes cívicas,
como la de Belgrano; ni de la gloria, ó acción tras-
VI
cendental de la de 8an Martíu; pero es la de un sol-
dado que no escusó jamás su corazón y su brazo, en las
contiendas de los días brumosos en que se desarrolló
su ajitada existencia.
liH Madrid es la encarnación de una época de
guerras, de desconcierto en las ideas, de falta de fijeza
en los principios, de triste caos, para los pueblos y sus
instituciones, en la que todo rueda: hombres y aconte-
cimientos; y de la que es una virtud salir sin acusa-
ciones que manchen, y sin merecer el anatema de la
historia.
Los argentinos podemos, en el día de su cente-
nario, descubrirnos con respeto y con amor ante la urna
que guarda sus despojos, y repetir en su homenage,
aquel viva con que era saludado, cuando se presentaba
al frente de sus valerosos comprovincianos.
Repitiéndole mi agradecimiento por haber hecho
un servicio á los anales de nuestro país, y á raí por la
confianza que me ha dispensado, lo saluda atentamente.
Adolfo P. Carranza.
VII
Provincia de Tucumán
MixisTKRio DR Gobierno
Tiicimií'in, agosto 19 de 1803.
Habiendo manifestado el señor Director del Museo Histórico
Nacional, don Adolfo P. Carranza; que la familia del doctor
Andrés Lamas,' posee las «Memorias inéditas del general de la
Independencia don Gregorio Araoz de la Madrid, y considerando:
1®. que el señor Carranza ha hecho conocer la decisión de la
familia Lamas de facilitarlas para que se publiquen por cuenta
de esta Provincia; 2^, que dada la participación que dicho procer
ha tenido en la guerra por nuestra Independencia y organización
nacional, la publicación de sus obras inéditas constituirán precio-
sas fuentes de información histórica que es necesario hacerlas
conocer y 3<^, que teniendo en vista la proximidad del día en
que el pueblo Argentino debe celebrar el primer centenario del
general La Madrid, el día 28 de noviembre del corriente año,
como un acto de merecida justicia al ilustre guerrero que vinculó
su nombre á los hechos más salientes de la historia patria.
El Ciohenmdor de la provincia en cumerdo de Ministros
DECRETA:
Art. 1®. Autorizase al señor Director del Museo Histórico
Nacional, don Adolfo P. Carranza para que proceda á la impre-
sión, por cuenta de este Gobierno, de mil ejemplares de las mo-
morias inéditas del general Gregorio Araoz de la Madrid.
Art. *2^. Manifiéstese á" la familia del señor doctor Andrés
Lamas, al aprecio que hace este Gobierno de su generoso des-
prendimiento.
Art. 3^ Los gastos que demande el cumplimiento del pre-
sente decreto, se imputarán al mismo.
Art. 4^. Sollcitese de la H. Legislatura con el mensaje co-
rrespondiente, la aprobación del presente acuerdo.
Art. 5^ Comuniqúese^ publíqiiese, dése al R. O. y archívese..
ARAOZ
L. A. Córdoba.
Alberto de Soldati.
Es copia —
Julio R. Avila.
Sícretarlo de (Jubleroo.
VIH
•
Provincia de Tucumán
MiNKSTKKIO DE GOUIUUNO
41tt
Tucuiuán, agosto 23 de 1605
»
Al señor Diredor del Museo Históriw Xacmial, don Adolfo P.
Carranxa.
Por encargo de S. E. el señor Gobernador, me es grato di-
rigirme á Vd. acompañándole copia debidamente legalizada del
decreto expedido con fecha 19 del corriente, en acuerdo de Mi-
nistros, autorizando la impresión de mil ejemplares de las ((Me-
morias inéditas)) del ilustre general Gregorio Araoz de La Ma-
drid.
Gomo se impondrá por el contenido de dicho Decreto, queda
Vd. autorizado desde ya para proceder & la impresión de esa
obra por cuenta de. este Gobierno.
Agradeciéndole de antemano en nombre de 8. E., y en el
mió propio el importante servicio que en esta ocasión va á pres-
tar á esta Provincia, me complazco en saludarle con mi distingui-
da consideración.
Lucas A, Córdo}>a,
Bueno» Aires, Octuhre 3 de \Kíb.
Señor Minisiro:
Tengo el honor de acusar recibo de la nota de V. E. de
fecha 23 de agosto pi^do., acompañándome . copia del Decreto ex-
pedido el 19 del mismo, por el que se me autoriza para que
proceda á la impresión de las memorias inéditas del general
Gregorio Araoz de La Madrid, por cuenta de ese Gobierno.
Al aceptar dicha comisión, que trataré de cumplir con la
mejor voluntad y el más sincero patriotismo, ruego á V. E., se
IX
sirva manifestar al señor Gobernador mi agradcGimiento por la
distinción que le he merecido la que hago extensiva á V. E. por
los benévolos términos en que me la comunica.
Saludo á V. E. con mi mayor consideración.
Adolfo I'. Carrama.
Párrafos del mensaje leído por el señor
Gobernador de Tucumán en la Asam-
blea Legislativa del 7 de octubre de
1895.
CE^TllNABIO DEL GENEBAL La MaDKII)
El 28 de Noviembre del corriente ano es el centenario de
este guerrero de la Independencia.
Considera el P. E. que es un deber del pueblo y autorida-
des de Tucumán, cuna de tan ilustre soldado, conmemorar dig-
namente su centenario, como lo acaba de hacer San Luis con el
legendario Pringles, lo hizo Córdoba con su gran capitán Paz y
lo realizan todos los pueblos que saben honrar la memoria de
sus hijos beneméritos.
El P. E. os pedirá en vuestras primeras sesiones la autori-
zación competente para hacer los gastos necesarios en la celebra-
•ción de esta fiesta patriótica.
Al mismo tiempo me es agradable noticiaros de que el señor
Adolfo P. Carranza, Director del Museo Histórico Nacional, co-
municó al Gobierno de esta Provincia que la familia del malo-
grado publicista Sr. doctor Andrés Lamas, poseedora de las Memo-
rias inéditas del general La Madrid, estaba dispuesta á ceder ge-
nerosamente tan preciosos manuscritos para que Tucumán pudie-
se darlos á la publicidad.
Con este motivo se expidió, en acuerdo de Ministros, el
decreto de 19 de agosto, por el cual se encarga al mismo señor
Carranza, aprovechando su competencia y buena voluntad, para que
dirigiera la edicción de mil ejemplares de dichas Memorias, de-
X
biendo imputarse los gastos al mismo decreto, cou cargo de dar
cuenta á V. H.
Las Memorias estaráu impresas en los primeros días de no-
viembre, pudiendo ser repartidas, por lo tanto, el día del cente-
nario, objeto que se tuvo en cuenta al apresurar la impresión de
esas páginas inéditas que contendrán, & no dudarlo, noticias muy
interesantes y fidedignas sobre la guerra de la Independencia
nacional y las cruentas peripecias que soportó más tarde la Re-
pública para cimentar su libertad interior y sus instituciones
políticas.
TinMinuín, a}(0'«to 20 dt* 199.").
A la Hononihlr L^f/¿slatfira de la Prov'nu'iu.
' J El P. E. tiene el honor de adjuntar en copia debidamente
legalizada el decreto expedido en acuerdos de Ministros con fecha
de ayer, disponiendo se publiquen por cuenta del Gobierno de la
Provincia las memorias inéditas del guerrero de la Independencia
el general don Gregorio Araoz de La Madrid.
Los fundamentos de esta medida se expresan en los conside-
randos del mismo acuerdo y el P. E. espera que V. H., honrando
la memoria del denodado hijo de esta Provincia, cuyo primer
centenario cumple el 28 de noviembre de este año, tendrá á bien
aprobar el acuerdo de referencia sancionando el adjunto proyecto
de Ley.
Dios guarde á V. H.
Benjamín Araoz.
L. A. Cf'*'(lobfi
El Snuulo y Cámara dr Diputndf^i de hi Prorincia de Tucnmdn
sancionan con fnerxa de —
LEY:
Art. I®. Apruébase el decreto del P. E. de fecha 19 del co-
rriente por el que se manda publicar las memorias inéditas del
XT
general don Gregorio Araoz de La Madrid, suscribiéndose k mil
ejemplares de dicha obra.
Art. 2^. El gasto que demande el cumplimiento de la presen-
ta ley se imputará á la misma.
Art. 3®. Comuniqúese al P. E.
L. A. Córdoba,
El Senado y Cámara de Diputados de la Provincia de Tnntmthi, .vaw-
cionati con fuerza de —
LEY:
Art. 1®. Apruébase el decreto del P. Ejecutivo de fecha 19
de agosto del corriente año, por el que se manda publicar las
memorias inéditas del general don Gregorio Araoz de La Madrid,
suscribiéndose á mil ejemplares de dicha obra.
Art. 2® El gasto que demande el cumplimiento de la presente
ley, se imputará á la misma.
Art. 3®. Comuniqúese al P. £.
DaJa en la Sala tle Soslones de la lí. Lfgi-latim» «le TnciituAn, A vcíhIMom de octubre de
mil ochocipnt08 noventa y cinfo.
A. S. Sal. E. Vázquez,
Jt MendioroZj P. J, Airaren (hijo),
Seci-etario del II. .Senado. Secretario de la C. de D. D.
Tncumán, ooiultre 24 de 1^95.
Téngase por ley de la Provincia, cúmplase, comuniqúese, pu-
blíquese, dése al R. Oficial y archívese.
ARAOZ.
L. A. C6RP0BA.
D
rías autúgráfas
DBL
GENERAL ARGENTINO
GREGORIO ARAOZ DE LA MADRID
Relación eireunstaneiada de todos los combates y acciones parciales
en donde 'se ha encontrado el General espresado en la guerra
de nuestra Independencia, desde el año 1811 en que principió
su carrera militar en clase de teniente de caballería, la cual
fué escrita por mandato del benemérito finado, brigadier ge-
neral Manuel Belgrano, el año 1812, y continuada después
hasta la fecha.
r"
Nací en la ciudad de San Miguel do Tucumán el
28 de noviembre de 1795 y íuí educado desde mi
mas tierna infancia por don Manuel de La Madrid y su
esposa doña Bonifacia Díaz de la Peña; (|ue eran mis
tíos, y pertenecían á las primeras familias de dicha
provincia, asi por su clase como por su mas que regular
fortuna; consistiendo ésta en una hermosa hacienda de
viñas en el fuerte de Andalgalá y algunas fincas en la
ciudad.
Al cumplir los 5 años fui conducido por mis refe-
ridos padres á dicha hacienda, que está situada al otro
lado del majestuoso y rico cerro de Aconquija; allí per-
manecí hasta el año de 1803 en que regresamos á Tu-
cumán, después de haber yo aprendido á leer perfecta-
mente, enseñado por mis tíos.
Era éste de costumbres muy religiosas en extremo
apacible y estimado por todos y poseía una colección
bastante numerosa de libros, entre ellos toda la historia
del Nuevo y Viejo Testamento y fué en ésta, precisa-
mente, en la que me enseñó á leer.
Fué tal mi constancia á dicha lectura que en los
tres años de permanencia en dicha hacienda la aprendí
de memoria, asi fué, que habiendo regresado á Tucumán,
mi memoria llamó la atención de todos, pues cuantas
personas iban á visitar á mis padres se complacían en
tomar uno de dichos libros, indicarme el principio de
cualquiera de sus capítulos, y oírme relatarlos de me-
moria con la velocidad del viento, hasta que buscaban
otro, que repetía lo mismo. Desde a(|uella fecha ó pocos
años después, no he vuelto á leer semejantes libros y
aun conservo párrafos enteros en mi memoria.
Al poco tiempo de haber llegado á Tucumán me
pusieron en la escuela de San Francisco, y luego que
— 4 —
hube perfeccionado mi escritura y cuentas, pasé á estudiar
gramática en el mismo convento; pero como el maestro
que teníamos no era muy contraído no alcancé á com-
pletar este estudio y lo dejé á consecuencia de una enfer-
medad que tuvo mi madre, de la cual murió.
Mi padre se hallaba entonces eii su hacienda, donde
le tomó la muerte poco tiempo después á consecuencia
de un golpe de caballo. Asi, pues, me quedé sin conti-
nuar los estudios á pesar de mi feliz disposición para
ello, lo que me fué después muy sensible; de modo que
cuando se proclamó la revolución del año diez y se nom-
bró la P Junta de Gobierno en Buenos Aires, me encon-
traba acomodado en una casa de comercio, y con una
inclinación bien decidida para la milicia, de resultas de
la lectura de los periódicos que llegaban á Tucumán,
sobre la revolución de Francia y los progresos asombrosos
del emperador Napoleón 1.
Cuando llegó á Tucumán la primera expedición
mandada por el representante Dr. Castelli, fué recibida
con entusiasmo por mi provincia, y con la cual marchó
un escuadrón de hombres voluntarios; tuve yo grandes
deseos de ser uno de ellos, pero mis parientes me hi-
cieron desistir de mi empeño en atención á mi poca
edad.
En el siguiente año de 1811, no sé si á principios
ó á mediados de él (pues he olvidado la fecha por haber
perdido estos apuntes dos ó tres veces), cuando llegó á
Tucumán la noticia del contraste que experimentó nues-
tro ejército en el Desaguadero, fui el primero que me
presenté al señor Gobernador doctor don Domingo Gar-
cía, para marchar en auxilio de nuestros desgraciados
compatriotas en la clase que se me destinara, contra los
opositores de nuestra patria. El señor Gobeiiiador aceptó
mi ofrecimiento como el de otros muchos y haciéndome
reconocer en la clase de teniente de caballería, mar-
chamos á los pocos días con un escuadrón bajo las ór-
denes del capitán Oorvacio Robles también tucumano
y habiendo sido costeado el unilorme de dicho escuadrón
r
— 5 —
por las señoras del pueblo. A los doce días de nuestra
marcha nos presentamos en Jujuy en momentos que
estaban llegando las primeras tropas que habían esca-
pado de la derrota, y el escuadrón fué destinado á
remontar el regimiento de Dragones que mandaba el
coronel Esteban Hernández, siendo yo reconocido en mi
clase como oficial agregado.
Llegados los últimos restos del ejército y habiendo
quedado una vanguardia en Humahuaca, fué mandado
el mayor general Eustaquio Díaz Velez á tomar el
mando de ella por el señor general .luán Martin de
Pueyrredon, saliendo á consecuencia de esta orden con
dicho Mayor general su regimiento y un batallón de
infantería que mandaba el coronel Dominguez.
Este cuerpo se sublevó en la tarde de nuestra sa-
lida, pero fué sofocado dicho movimiento por la firmeza
con que acometió el Mayor general á los primeros mo-
tores y fuimos á acampar en la hacienda de Yuta á 3
leguas de la ciudad de Jujuy, donde el mayor general
fusiló en la noche siete ó nueve individuos de los que
habían encabezado el motin.
Llegados á Humahuaca y hallándose la vanguardia
enemiga en Yavi pasó el mayor general Díaz Velez con
la nuestra á sorprenderla, pero habiéndonos sentido, se
retiró aquella con una pequeña pérdida al pueblo de
Suipacha y la nuestra en su persecución fué á estable-
cerse á Nazareno, pueblito situado al frente de Suipacha
y dividido de éste por solo un espacioso río, crecido en
aquellas circunstancias por efecto de las lluvias.
Allí permanecimos establecidos por algunos días
sosteniendo frecuentes guerrillas en los mas de ellos;
hasta que en la madrugada de uno de ellos, me parece
que en el mes de enero del año 1812, dispuso el señor
mayor general Díaz Velez acometer á la vanguardia
enemiga lanzándose con la nuestra precipitadamente al
río. Me hallaba yo en estas circunstancias avanzado
con 16 dragones en el estrecho de la quebrada sobre
nuestra izquierda, como á distancia de un cuarto de
— 6 —
legua y sin haber recibido orden alguna, cuando sentí
el ataque y vi á nuestros enemigos en fuga por entre
los maizales de la banda opuesta del río.
Advertido por mí este movimiento y después de
haber esperado pocos instantes con impaciencia alguna
orden, la cual no apareció, me precipité como oficial
inesperto y deseoso como joven de practicar un ensayo
sobre una guardia de caballería que estaba colocada á
mi frente, hasta ponerla en fuga, habiéndole acuchillado
dos hombres cuando advertí que la nuestra retrocedía
por el río, tuve por precisión (lue volver á mi puesto,
pero pasando ya el río en partes á nado por el mismo
lugar que acaba de pasarlo con el agua á la falda de
las monturas.
El retroceso de nuestra vanguardia fué ocasionada
por una creciente repentina, demasiada fuerte á causa
del deshielo de la nieve que no dio paso al resto de
nuestras tropas, y cuya circunstancia nos arrebató una
victoria ya pronunciada y ocasionó la pérdida de bas-
tantes hombres, entre ellos el capitán Lucas Balcarce, y
una herida mortal que recibió el entonces sargento mayor
Manuel Dorrego, y de cuyas resultas se nos dispersa-
ron algunos hombres.
En ese día fui mandado por el Mayor general con
una partida de 12 dragones en persecución de los dis-
persos por la quebrada de Talina, de donde regresé al
cerrar la noche con varios hombres vencidos, después de
haber rechazado una partida enemiga que había sido
destinada probablemente al mismo efecto que yo; pues
los dispersos del enemigo llegaron hasta Tupiza.
En esa noche nos retiramos para Humahuaca con-
duciendo todos nuestros heridos; allí permanecimos algún
tiempo hasta que el ejército enemigo avanzó, con cuyo
motivo el general Puyrredon emprendió su retirada hasta
Yatasto, dejando un escuadrón de Dragones en Salta y
con el cual me tocó, quedar.
Estando nuestro ejército en Yatasto llegó el señor
general Manuel Belgrano, se recibió del mando y regresó
r
■^. /í*
•
á situarse al Campo Santo en cuyo punto se reunió el
escuadrón que había quedado en Salta. Allí permane-
cimos algún tiempo hasta que habiendo el ejército ene-
migo puéstose en movimiento desde Ju^juy sobre nosotros,
bajo las órdenes del general Pío Tristan, emprendi-
mos nuestra retirada seguidos de una numerosa emigra-
ción de Salta y Jujuy; de la cual formó el señor General
un cuerpo que denominó ^Decididos de Salta*.
El mayor general Díaz Velez cubría la retaguardia
de nuestro ejército, venía tiroteándose con la vanguardia
enemiga. Nuestro ejército había llegado al río de las
Piedras y el General tomó las posesiones mas ventajosas
porque el enemigo venía picando de cerca nuestra reta-
guardia; se presenta ésta á escape y casi envuelta con
los enemigos. Nuestro ejército que estaba ya sobre las
armas recibió á estos con una descarga de artillería, y
mandándome reunir al mayor general Díaz Velez con un
escuadrón de Dragones que se hallaba accidentalmente
bajo mis órdenes, acometimos al enemigo al mismo
tiempo que nuestros cazadores que había colocado el
General emboscados en el monte y al frente de nuestra
izquierda, rompieron de improviso sus fuegos.
Los enemigos á este ataque se pusieron en fuga y
los acuchillamos mas de dos leguas, hasta cerrar ya la
noche. Se les tomaron bastantes prisioneros y mataron
mas de 30 hombres; á favor de esta ventaja nos dieron
tiempo para retirarnos sin precipitación á pesar del corto
número de nuestras tropas, pues no pasaban de 900
infantes y como 200 hombres de caballería.
Llegamos á Tucumán á mediado de setiembre y
seguidos de cerca por el ejército de los españoles que
constaba de cerca de cinco mil hombres, por cuya razón
nuestro General en jefe estuvo decidido á continuar su
retirada hasta Córdoba. Esta determinación alarmó tanto
a los tucumanos que ,se presentó su gobernador Ber-
nabé Araoz acompañado de mi tío el Dr. Pedro Mi-
guel Araoz que era él cura y vicario, así como muchas
familias conocidas, á pedir al señor General que no los
— 8 —
abandonasen y ofrecerle que alarmarían toda la Pro-
vincia y correrían la suerte que les deparase una ba-
talla cuya demanda fué apoyada muy eficazmente por
mí primo el mayor general Díaz Velez, por el tenien-
te coronel Juan Ramón Balcarce, que se hallaba en
aquella ciudad, encargado de la instrucción de las mili-
cias por el Superior Gobierno, y en fin por varios jefes
y entre ellos por el teniente coronel Manuel Dorrego
que había sanado ya de sus heridas.
El señor General accedió á esta petición tan deter-
minada y dictó las órdenes mas necesarias para esperar
al enemigo. El gobernador Araoz acompañado del cura
y vicario y de otros varios ciudadanos, fueron á la
campaña y al tercer día se presentaron al señor General
con cerca de 2000 hombres decididos; los que fueron
armados inmediatamente de lanzas y aun de cuchillos
que colocaban amarrados en lugar de moharras, los que
no las tenían. Empezó desde aquel momento el señor
Balcarce á ejercitarlos mañana y tarde en las principa-
les maniobra de la caballería, á cuyo efecto destinó
varios oficiales siendo uno de ellos su ayudante Julián
Paz que era teniente de Dragones.
La vanguardia enemiga mandada por el coronel
español Huici habiendo llegado entre tanto al pueblo de
Trancas distante 20 leguas de Tucumán y en el cual
habiéndose adelantado su jefe con una partida, fué hecho
prisionero por una fuerza de nuestra milicias que estaba
en acecho^ y conducido á nuestro ejército.
El ejército enemigo continuó sus marchas y se pre-
sentó en la cañada de los Nogales en la tarde del 23 y
fijó allí su campo, saliendo el nuestro á situarse al norte
y dejando el pueblo á su espalda. Allí pasamos la no-
che en vela y llenos de entusiasmo; y al amanecer del
24 salió el General en jefe acompañado del señor Gober-
nador, del cura y otros varios ciudadanos, con sus ayu-
dantes y una escolta de dragones á practicar un 'reco-
nocimiento. Avisado muy luego de nuestras partidas de
observación que el ejército enemigo se había puesto en
r
— 9 —
marcha por el camino de los Pocítos y dejando el ca-
rril principal á su izquierda, fui detenido por el señor
General á observarlo en aquella dirección, con una par-
tida de 12 dragones y darle parte.
A la media hora de haberme separado en aquella
dirección, encontré la vanguardia enemiga que marcha-
ba á pocas cuadras adelante del ejército y con un cuer-
po de caballería á la cabeza, por entre los pajonales de
que abunda aquel campo. Así que descubrí dicha fuerza,
me presenté á su vista, provisto ya de unos tizones de
fuego qne mandé sacar de un rancho, y mandé á mis
soldados prender fuego á las pajas por tres puntos pa-
ralelos á mi frente é hice volar el parte al General, in-
dicándole que el enemigo tomaba su dirección al ponien-
te del pueblo y que yo había empezado á quemar el
campo para obligarlo á recostarse á la falda del cerro.
Los enemigos destacaron una fuerte partida á per-
seguirme, pero yo tiroteándola en retirada, me bur-
laba de ella mandando quemar el campo por todo
el frente que iba avanzando; y con lo cual á favor de
un ligero viento que soplaba, les obligaba á recostarse
mas á la costa. Así me conduje á su frente hasta ha-
ber obligado á todo el ejército por medio del incendio á
despuntar el manantial y dejando esta vertiente á su
izquierda, la cual no dá paso sino por el puente que
queda al sud sudoeste de Tucumán, y como á una le-
gua del pueblo. Yo me replegué entonces con mi par-
tida trayendo un soldado herido y habiendo yo mismo
recibido una herida de bala en el pecho.
El General enemigo, al llegar á las vertientes del
manantial, se encontró con un aguatero que había ido
con su carreta en busca de agua para el pueblo, en una
gran pipa construida del gajo de un árbol, y el cual
había sido tomado para los primeros hombres de su
vanguardia. Averiguado por su General que aquel era
su ejercicio para llevarla á vender al pueblo, sacó una
onza de oro y se la dio, diciendo á los que lo habían
detenido lo dejasen en libertad, y al aguatero le dijo
— 10 —
que le llevase la pipa de agua á las 12, á casa de don
Pedro Garmendía que vivía en la plaza de Tucumán.
Este aguatero vino á servirle después para apagar su
rabia; no en la plaza sino á las orillas del pueblo des-
pués de haber perdido toda la caballería y la mayor
parte de sus milicias.
Nuestro ejército había variado ya de posición colo-
cándose al sud este del pueblo, donde esperó al ene-
migo formado. Se presentó el ejército español desple-
gando su línea á nuestro frente, formando un martillo
por nuestra izquierda. Nuestros Dragones con la mayor,
parte de las milicias de Tucumán formaban nuestra ala
derecha en batalla, bajo las órdenes del teniente coro-
nel don Juan Ramón Balcarce, el cual habiendo recibido
orden del señor general para atacar, mandó marchar de
frente nuestra caballería sobre la línea de infantería
enemiga, que nos esperó rodilla en tierra, calando bayo-
neta y con los fuegos de su segunda fila.
Nuestras milicias así que se tocó á degüello, lanza-
ron un grito y se precipitaron sobre la línea enemiga
que no pudo resistirlos, pues fué envuelta y despe-
dazada por este costado y cuando dio con los hom-
bres y bagajes que estaban á retaguardia del enemigo,
se desbandaron en persecución de los dispersos y costó
bastante -reunirías. El señor General en jefe que obser-
vó este triunfo y el desorden inmediato de nuestra ca-
ballería siguió su movimiento á efecto de reuniría y pudo
verificarlo á la tarde sobre el paso del Rincón, como á
legua y media del pueblo.
Nuestro costado izquierdo entretanto, hubo de ser
envuelto por el enemigo pero el mayor general Eusta-
quio Díaz Velez, reunió los cuerpos de infantería y ganó
el pueblo, llevándose nuestra artillería juntamente con al-
gunas piezas y cargas que habían abandonado los enemigos;
también llevó bastantes prisioneros, atrincherándose en
la plaza.
El General enemigo que había reunido el resto de
sus fuerzas á las orillas del pueblo y que á pesar de
— Il-
la gran pérdida que acababa de experimentar, todavía
tenia mas tropas que nosotros; es por esto que intentó
rendición á la plaza en término de cinco minutos por
medio de un parlamentario, pero nuestro Mayor general
después de hacerle enseñar al parlamentario, por medio
del sargento mayor Borrego la porción de jefes, oficiales
y tropa que tenía prisioneros en la plaza, así como mu-
cha parte de sus bagajes, lo despachó con estas pala-
bras: «Diga Vd. á su General que mal puede imponer
rendición á su vencedor, y que el General enjefe que se
halla ausente con toda la caballería, muy pronto le ha-
rá conocer su imprudencia».
En esa misma tarde nos avistamos al pueblo con
el señor general Manuel Belgrano, con mas de 900
hombres de la caballería. Los enemigos nos dispararon
algunos cañonazos y después de permanecer á su vista
hasta haberse puesto el sol, se retiró el General á los
Aguilares que distan una legua, dejándome con una
partida de Dragones para encender muchos fuegos y
mandar un aviso al pueblo por la parte de las quintas,
lo que verificado marché á reunirme al señor General.
Al siguiente día 25 se avistó nuevamente nuestro
General con una mayor fuerza, pues estaban llegando
continuamente partidas de milicianos, con prisioneros
que tomaban en los montes. El enemigo nos disparó
muchos tiros de cañón, entre una y dos de la tarde, se
cruzaron algunas guerrillas y nos alejamos al ponerse
el sol. En esa noche emprendió el enemigo su retirada,
y el 26 entramos al pueblo y dispuso el señor General
que marchase el mayor general Díaz Velez con los Dra-
gones, el cuerpo de Cazadores mandado por el coman-
dante Dorrego y el escuadrón de «Decididos de Salta»,
con otro mas de milicias de Tucumán, en persecución
del enemigo.
No recuerdo si en esa misma noche del 26 ó al si-
guiente día, marchamos con la fuerza designada y dimos
alcance al enemigo cu el Arenal á la 3* noche de nues-
tra marcha. Hubo un fuerte tiroteo en la madrugada
— 12 —
de ese día y los enemigos empezaron á precipitar su re-
tirada con pérdida de algunos hombres y continuamente
tiroteada su retaguardia por nuestras partidas de van-
guardia.
En el punto del Rosario di alcance á la retaguar-
dia enemiga con una partida de 20 Dragones, y la car-
gué en una estrechura del monte dando voces supuestas
á un escuadrón que no existia, de adelantarse por mi
izquierda. Los enemigos se pusieron en fuga y los acu-
chillé como ocho cuadras, matándoles tres hombres y to-
mando cinco prisioneros.
En los diferentes encuentros que hubieron en el ca-
mino hasta Salta, perdieron los enemigos muchos hom-
bres' y el dia en que entraron á dicna ciudad hubo un
fuerte tiroteo en que hubieron algunos heridos de una
y otra parte; después nos retiramos por el camino de
las cuestas, perseguidos por el coronel Castro, hasta el
Bañado (Hacienda de Figueroa); en este lugar empeñé
una fuerte guerrilla con 16 dragones para protejer una
partida de nuestros cazadores que venían á retaguardia,
y hubo de ser tomada por la caballería enemiga, los que
con dichos hombres y rechazando á la caballería enemi-
ga, salvé á nuestros cazadores, alzando yo en ancas de
mi caballo á uno de ellos en circunstancias que iban á
tomarlo.
Allí dejaron de perseguirnos, continuando la marcha
hasta Tucumán.
En la batalla de Tucumán perdió el enemigo mas
de 700 prisioneros y como 500 muertos, éntrelos prime-
ros un crecido número de jefes y oficiales y la mayor
parte de sus bagajes, cargas de dinero, onzas de oro y
unas alhajas, cuya mayor parte la aprovecharon nues-
tros milicianos.
No recuerdo si fué el General ó el Gobierno Supre-
mo quien acordó un escudo de oro á los jefes y oficia-
les por esta victoria, y de paño á la tropa pero borda-
do con letras de oro, con esta inscripción: «La Patria a
su defensor en Tucumán» .
L
2» CAMPAÑA EN EL AÑO 13
Virtoria di» Salta y rendición del eX-rcito español. — Es juramentado ónte y se le permite
represar al Perú. — Continrta el ejército Pátiio su campaña sobre el Perfi.
— Batalla» desgraciadas de Vllcapiijio y Ayohuma. — Retíiada del ejércilo á
Tueunu^n . — El general Josó de San Afartfn viene á tomar el mando del
eX'Tcito. — Enfermedad de éste (ieneral y su retirada á Mendoxa.
El señor General en jefe se contrajo después de la
victoria del 24 de setiembre, á remontar los cuerpos del
ejército con reclutas que pidió á las Provincias y disci-
plinarlos con empeño. Mañana y tarde había ejercicios
doctrinales para cuerpos y los domingos ejercicio gene-
ral. Estableció también un cuerpo cívico, compuesto de
todos los jóvenes artesanos y hasta los comerciantes y
demás vecinos asistían á ellos, especialmente á los ejer-
cicios generales en los días festivos, siendo el mismo Ge-
neral, jefe del cuerpo.
Estableció también una maestranza completa, en la
cual trabajaban todos á mas de los principales maestros
de carpintería y herrería. Se remontaron en ella todos
los cañones, se construyeron lanzas, se compuso todo el
armamento y hasta se trabajaron algunas espadas.
Fué tal la constancia del General y de los jefes y
oficiales del ejército, que se encontró éste en estado de
abrir su 2^ campaña así que principió el año 13, contan-
do con tres mil hombros á fines de enero. El paso del
rio Pasage nos costó bastante, por estar en extremo cre-
cido, por cuya razón nos demoró dos ó tres días, en los
cuales se construyeron balsas, dos botes ó grandes ca-
noas y se colocó una gran cuerda por una y otra banda
del río, asegurada por grandes maderas que se fijaron
— 14 —
al efecto. Habiendo pasado todo el ejército merced á estos
trabajos, continuamos la marcha hasta Lagunillas, que es
una quebrada bastante espaciosa, situada á tres leguas
de la ciudad de Salta.
El ejército enemigo se disponía á defender el paso
del Portezuelo, que es por donde se desciende al valle
de Salta, el cual está situado como á una legua de la
ciudad, pero quedó burlado porque el general Belgrano
marchó en la noche del 18 de febrero con iodo el ejér-
cito por la quebrada de Gallinaso y fué á salir en la
madrugada del 19 sobre el campo de Castañares, que
está como á tres cuartos de legua de la ciudad al
nord oeste, y es una llanura que domina la población.
El enemigo apesar de nuestra precaución, conoció tarde
la dirección que había tomado nuestro ejército y se
contentó con mandar una fuerza sobre Lagunillas para
incomodar nuestra retaguardia; y aunque por este medio
logró tomar algunos de nuestros soldados enfermos que
habían quedado atrás, fué luego rechazada.
Se pasó el 19 en tomar conocimiento del campo á
favor de algunas guerrillas que se lanzaron sobre el
ejército enemigo, el cual se estableció en línea en las
orillas del pueblo y dejando por delante de ella los ta-
garetes. Desígnanse con este nombre unas vertientes
pantanosas de que está circuido el pueblo por aquella
parte y por las cuales se pasan por algunos puentes.
El cuerpo de Dragones fué colocado ese día en la
boca de San Bernardo, este es un cerro en cuyo pié es-
tá situada la ciudad, á vanguardia de nuestra ala iz-
quierda, encontrándome al lado del Mayor general, des-
tinado por el Cuerpo como ayudante, para comunicar-
le todas las órdenes que fuesen necesarias trasmitir-
le para la batalla al coronel de dicho cuerpo, que lo
era Cornelio Zelaya. Como este Cuerpo había esta-
do la mayor parte del día muy inmediato á la derecha
del enemigo, me mandó el Mayor general al anochecer,
con la orden al Coronel para que se replegase mas á
retaguardia. Marché solo, habiendo oscurecido y no
r
— 15 —
pude por este motivo dar con el Cuerpo, sin embargo de
haberme aproximado demasiado á la línea enemiga, que
se conocía por la iluminación que habían puesto en toda
la extensión del pueblo. Llamé dos veces al Coronel
por su nombre y levantando la voz, cuando en esto me
dá uno la voz de: «quién vive!», á mi espalda, yo me pre-
cipité sobre él con pistola en mano y amenazándolo con
ella le obligué á decirme quién era.
Sorprendido el hombre, me dijo ser sargento de la
guerrilla del comandante Somocurcio. Conociendo por
ésto que era enemigo, le pregunté donde estaba su fren-
te.— «No tengo frente, señor, me contestó, porque mi
comandante me ha mandado solo al pueblo á traerle es-
tos fiambres, su poncho y espuelas» — enseñándome unas
alforjas provistas. Yo para hacerle creer que era ofi-
cial de los suyos, le dije: Vd. es porteño y quiere enga-
ñarme.— «¡Porteño! Ni Dios lo permita» — me replicó el
sargento, á cuyo tiempo se sintió un fuerte tiroteo al
frente de nuestra derecha y agregó: — «Allí está mi gue-
rrilla que es la que está peleando, lléveme Vd. allá y
verá que soy cristiano y no porteño». Ande Vd. le dije,
que estaba medio alegre (el sargento) y lo eché por de-
lante apurando el paso, pero en dirección á nuestra re-
serva y así que me cercioré de estar ya en nuestro cam-
po, le dije: «Es Vd. prisionero, soy oficial porteño», y le
pedí los fiambres de su comandante por hallarme con bas-
tante apetito, pues ninguno de nosotros había comido en
todo el día. El sargento me alargó las alforjas que con-
tenían un par de gallinas asadas, algunos panes y un
buen queso, con lo que convidé á mi General, al presen-
tarle mi prisionero.
Al siguiente día, así que hubo aclarado, se vino un
hombre montado del campo enemigo, á escape sobre nues-
tra línea; varios ayudantes quisieron cortarle el paso, pero
el Mayor general no quiso, diciendo que era uno pasado.
Como á distancia de una cuadra de nuestra línea para
el oficial su caballo, y dirigiéndose á nuestra derecha,
puso el caballo al galope gritándouo¿i: «Porteño ladrón,
- 16 -
cobardes», y otros mil insultos, y vuelve su caballo. Yo
salté sobre mi caballo en el acto y rae precipité sobre el
oficial, sin embargo de los gritos que me daba el General
para que volviese, pero no hice caso y lo perseguí
hasta muy cerca de su linea, invitándolo á que me es-
perase, pues estábamos solos y podíamos batirnos, mas
no pude conseguirlo, porque su objeto era entretenerme
mientras por un flanco me cortaba una partida que ha-
bían destinado desde que me vieron perseguirlo, y segu-
ramente hubiera sido hecho prisionero si el Mayor ge-
neral que la observaba no manda otra á su encuentro.
El General me reprendió por este paso y poco des-
pués, dada la orden para el ataque, se movió nuestra lí-
nea sobre el enemigo con armas al brazo y con orden de
no hacer fuego sin que lo ordenase el general.
Al poco instante de haberse avanzado nuestra línea,
empezó el enemigo á disparar su artillería sobre nosotros,
constando ella de 8 á 10 piezas; y en seguida, así que
nos pusimos á tiro, rompieron sus fuegos todos los Cuer-
pos enemigos sin interrupción. Mientras nuestra línea
avanzaba sin contestar, el Mayor general seguido de to«
dos sus ayudantes y de un oficial para cada cuerpo, re-
corría por vanguardia de nuestra línea proclamando los
cuerpos. Así íbamos de la derecha á la izquierda, cuan-
do el número 1 que ocupaba este costado, rompe el fuego
sin orden, observando '^ue íbamos ya perdiendo algunos
hombres; los demás Cuerpos creyendo que se hubiese ya
comunicado la orden por la izquierda, van á seguir los
fuegos sobre la marcha, cuando el Mayor general que lo
advierte, les dá un grito para que no disparen sobre él,
y se precipita á la espalda de nuestra línea por el claro
que formaban los dos batallones del número 6.
A este grito los soldados que se habían puesto ya
los fusiles á la cara, suspenden el fuego hasta que pa-
sara el General y su comitiva; cuando al pasar yo, que era
de los últimos, casi roseando las bayonetas de los últi-
mos soldados de la izquierda del primer batallón, rom-
pen el fuego y soy bandeado por el muslo izquierdo por
- -
— 17 —
una de nuestras balas. Por solo el extremecimiento que
sentí en la pierna y por la sangre que salió al momento,
conocí que estaba herido, pero seguí galopando atrás del
General, hasta que principiándoseme á desvanecer la ca-
beza, encargué á uno de los compañeros que le dijese
al General que me retiraba herido, dirigiéndome á ga-
lope tendido al costado derecho, para avisar á mi Coronel,
con el fin de que mandase otro oficial en mi lugar.
Cuando alcancé al coronel Zelaya y le avisé que estaba
herido, fué en los momentos en que acababa de recibir
la orden de tocar á degüello sobre el enemigo. El Co-
ronel me contestó; «si está herido retírese á la reserva,
¿á que viene á avisármelo?» Me encaminé á la reserva y
llegué (íon bastante trabajo, cuando al poco tiempo de
haberme bajado del caballo se presenta el Mayor general
conducido por dos ayudantes y herido también en el
muslo izquierdo, pero por bala enemiga.
El fuego seguía entre tanto, sin la menor interrup-
ción, y así que se repararon nuestros heridos por los
facultativos, el Mayor general estaba enfurecido con sus
ayudantes para que le arrimasen el caballo para volver
á la batalla, pero éstos por orden de los médicos, no le
obedecieron.
Hacía mas de una hora que fluctuábamos en la
incertidumbre sobre el éxito de la batalla, cuando vino el
aviso de la victoria mas completa á eso de las 3 de la
tarde, (i)
Al siguiente día salió el General enemigo con todo
su ejército rindió sus armas á presencia del nuestro y
prestó juramento de no volverlas á tomar contra noso-
tros. Después de esta operación fuimos conducidos con
el Mayor general á casa de nuestro tío Francisco
Araoz, á la plaza y acomodados en una misma pieza.
O El enemigo después de arrollado al pueblo, se resistió fuertemente
en las calles pero fué obligado por el ardor de nuestras tropas á rendirse.
Xo puedo dar otra razón de esta batalla, para no exponerme á inesactitudes rela-
tando lo que no he vi.st(í.
— 18 —
A las pocas horas estuvo el general Trístan á visiiar al
Mayor general.
No recuerdo si al segundo 6 tercer dia de nuestra en-
trada á Salta, tuvo el benemérito general Manuel Bel-
grano la imprudente generosidad de permitir al general
Tristan j á todo su ejército volverse al Perú, bajo la pro-
mesa ya dicha de no tomar mas las armas contra nosotros
ó mas bien dicho contra los ejércitos de la patria, lo cual
nos costó tan caro en Vilcapujio, por haber tomado todos
los juramentados las armas, á excepción de algunos pocos.
Nuestro General en jefe se contrajo inmediatamente
después de esta victoria á remontar el ejército, á disci-
plinarlo y atender con esmero á la curación de sus he-
ridos. Asi fué que á los pocos meses movió su ejército
sobre Potosí. El mayor general Eustaquio Díaz Velez,
marchó á la cabeza de la vanguardia, llevándome en
calidad de su ayudante, y ambos con las heridas sin
acabar de cerrar. En Potosí fuimos recibidos con gran
entusiasmo, y asi que llegó el General en jefe con el
resto del ejército, mandó avanzar á vanguardia al regi-
miento de Dragones y fué á establecerse al pueblo de
Pequereque que está mas allá de Vilcapujio. Al salir
mi regimiento pedí al Mayor general me permitiera
marchar con él, pues, me encontraba curado de mi he-
rida, y marché.
El ejército enemigo mandado por el general Pezuela
se hallaba entonces en Oruro. A los pocos días de nues-
tra permanencia en Pequereque, tuvo parte el coronel
Zelaya, de nuestras avanzadas, de la aproximación de
una columna enemiga de infantería, compuesta como de
400 hombres, incluso un escuadrón de caballería y cuya
fuerza estaba ya muy inmediata.
Este parte lo recibió el Coronel, ya caída la tarde;
nuestra caballada estaba en pastoreo en una quebrada
algo distante y sintiéndose los tiros de nuestra avanzada
que se retiraba perseguida por el enemigo, formó el Co-
ronel el regimiento y salimos á pié, al encuentro del
enemigo, en columna, y llevando solo una partida mon-
— 19 —
tada en los caballos de los oficiales. El enemigo asi
que vio nuestra columna se puso en retirada perseguido
por nosotros hasta que cerró la noche. Yo fui destinado
ron la poca caballería que teníamos á su persecución y
logré acuchillarles algunos hombres y tomarles tres pri-
sioneros. Esa noche lo pasó el regimiento en un gran
perchel de velada, en una pequeña población de indios,
cuyo nombre no recuerdo, todo mojado y pasado de frió;
pues, persiguiendo al enemigo habíamos tenido que pasar
cinco ó seis veces un mismo río, después de puesto ya
el sol, teniendo que botar inmediatamente los botines
todo el regimiento á causa de haberse escarchado todos
ellos al poco rato por el excesivo frió, pues era en el
mes de junio ó julio.
Como todas las monturas habían quedado en Feque-
reque, se dio orden al oficial de la caballería de espe-
rar allí al regimiento, y al siguiente día después de ha-
bernos cerciorado de la retirada de la fuerza enemiga,
regresamos á dicho campo. A los pocos días mandó el
Coronel al capitán ó mayor don Domingo Arévalo al
pueblo de Macha con una fuerza de cien hombres en
observación de una fuerza enemiga, que había marchado
en aquella dirección á las órdenes del general Otañeta
y siendo yo uno de los oficiales que le acompañaron.
Establecidos en el pueblo de Macha, fui destinado por
el mayor Arévalo al Ingenio de Ayohuma con una par-
tida de diez hombres, en observación del enemigo y ha-
biendo tenido noticias por mis hombres de que una par-
tida enemiga compuesta de 12 infantes venía á sorpren-
derme y quedaba arriba de la cuesta al ponerse el sol,
entonces mandé montar á mis hombres y me anticipé á
sorprenderla, lo que conseguí á las 12 de la noche ó 2
de la mañana, sin que escapara un solo hombre.
Después de haber remitido los prisioneros al mayor
Arévalo y regresado sus conductores, me diriji al pue-
blo de Oampaya, situado al nord-este de Vilcapujio, á
consecuencia del aviso que recibí de haber llegado allí
una partida de caballería de igual número de la que
— 20 —
acababa de sorprender; caminamos toda la noche y al
amanecer del siguiente día me precipite tocando ataque
con un clarín, sobre la pequeña población. Los enemi-
gos, ajenos de hallarme yo por aquellas inmediaciones
se asustaron, encerrándose en la iglesia, de donde los
saquea todos, enancándolos en sus propios caballos que
mandé ensillar, los eché por delante llevándome también
al teniente cura, que era enemigo; por los prisioneros
supe que el general Otañeta estaba inmediato con 2(j0
hombres de infantería y 50 caballos.
Así que Otañeta supo esta segunda sorpresa, destacó
una partida de 25 hombres en mi persecución, continuan-
do él mismo su marcha en dirección á Macha. Como
al salir yo del pueblito con mi presa, observé desde las
alturas la partida que venía en mi alcance, apresuré mi
marcha y me puse á salvo. Al siguiente día entregué
los 12 prisioneros al mayor Arévalo, y come» al anoche-
cer llegaron mis bomberos con la noticia de que al po-
nerse el sol acababa de acampar el general Otañeta co-
mo á tres leguas distante de nuestra posición y Arévalo
dispuso la retirada; me empeñé yo fuertemente en que
fuésemos esa misma noche á sorprenderlo, ofreciéndome
á conducirlo por donde no podíamos ser sentidos, por
cuanto yo conocía el lugar en que estaban acampando
y tenía sobre ellos dos indios espiando sus movimientos;
hasta que decidido el Mayor por las seguridades que le
di, nos pusimos en movimiento sobre el enemigo como
á las 10 de la noche.
No debe extrañarse que no siendo yo natural de
aquel país tuviese confianza en los naturales que me
servían de espías y baqueanos, pues, supe desde que salí
de mi país en el año 1811, granjearme la estimación de
los habitantes de todo el país que recoriía; así por mi
trato y suaves maneras para con ellos, como porque
cuidé siempre y con el mas prudente interés de que mis
soldados no dañasen ni en lo mas leve al vecindario, y
á fé que nunca fui traicionado por ellos, y sí, muchas
veces salvado por los naturales de caer en manos de
r
— 21 -
mis enemigos, lo cual me ha sucedido no pocas veces,
tanto en ésta como en mis posteriores campañas ó par-
ciales correrías.
Sería ya como la una de. la mañana, cuando encon-
trándonos muy inmediatos ya al campo que ocupaba
Otañeta, se desanima nuestro Mayor, á la idea de la
responsabilidad por esta atrevida empresa y me manda
retroceder. Fueron en vano todas las instancias que le
hice para que continuásemos la marcha, ofreciéndome
responsable delante de la tropa, de la seguridad del éxito,
ó pagar con mi vida mi atrevimiento; nada fué bastante,
contramarchamos á la vista de los fuegos de las guar-
dias enemigas.
Así que aclaró el día y la descubierta enemiga ob-
servó por los rastros nuestra aproximación y contramar-
cha, movió su campo el general Otañeta en nuestro al-
cance; de esto fué avisado Arévalo por mis bomberos y
se puso inmediatamente en retirada para el mineral de
Aullagas, dejándome con 25 dragones en una estrecha y
precisa quebrada que encontramos á poco andar, á efec-
to de que contuviese allí al enemigo cuanto me fuese
posible y él continuó con el resto de la fuerza que no
estaba bien montada, hasta ganar las alturas.
Así que la caballería enemiga llegó al estrecho que
yo ocupaba, le acometí é hice retroceder mas de cinco ó
seis cuadras, hasta que divisando su infantería pasó, ha-
biendo dejado muerto ya al capitán que la mandaba y
llevado cuatro ó cinco heridos. Asi que descubrí yo la
infantería regresé á mi puesto y me establecí en él :
llegaron en esto los infantes y como no podían desplegar
mas frente que el que yo tenía, me fué fácil contenerlos
por algún tiempo, hasta que llegó el capitán Alejan-
dro Heredia y me mandó retirar por orden del Mayor,
que estaba ya á salvo de la fuerza.
Los enemigos no pasaron adelante y regresaron muy
pronto á su cuartel general, que poco después pasó á
establecerse á Condo, con cuyo motivo el coronel Zela-
ya se replegó con su regimiento de Dragones á la posta
— 22 —
de trenas y volvimos nosotros á ocupar el punto de Ma-
cha. Al poco tiempo de haber regresado nosotros á
Macha, recibió orden el mayor Arévalo de replegarse á
Leñas para incorporarnos al ejército que se habla movi-
do ya de Potosí, en busca del enemigo. A los pocos días
de nuestra marcha alcanzamos al ejército al llegar al
campo de Vilcapujio, y no recuerdo si en esa misma no-
che ó en la siguiente fué destinado el teniente coronel
Bernal que era el segundo jefe del cuerpo de Dragones
á cubrir con todo él, el camino por donde se suponía
bajaría el ejército enemigo, el cual estaba situado como
á una legua de nuestro campo y poco avanzado hacia
nuestra izquierda. El General en jefe ordenó que fuese
yo á situarme con 25 hombres á la boca misma de la
quebrada, por donde debía bajar el ejército contrario.
Al amanecer el 14 de octubre, descubrió el coman-
dante Bernal á todo al ejército enemigo formado ya á
su derecha, pues, había descendido en aquella noche di-
rectamente al fi'ente de nuestro ejército, á consecuencia
de esto emprendió su retirada por el frente del ejército
español y dejándome con el encargo de cubrir y prote-
ger su retirada, y dirigiéndose él á la derecha de nues-
tro ejército que era el lugar que le estaba designado
para la batalla. Los enemigos destacaron alguna caba-
llería sobre nuestros Dragones, pero estos sin hacer caso
de ella continuaron su marcha hasta ocupar la derecha
de nuestro ejército que iba ya en marcha sobre el ene-
migo. Yo me escopeteaba á retaguardia de mi cuerpo con
las guerrillas enemigas y al pasar por el frente que lle-
vaba nuestro General, me mandó éste llamar con un
ayudante y entregándome una de sus pistolas, me dijo:
«Espero que será ésta bien empleada por Vd., apresure
su marcha hasta incorporarse á su cuerpo y dígale á su
jefe, de mi orden que cargue ya sobre la caballería (jue
viene á su frente.
Apresuré mi marcha hasta incorporarme y asi quo
le comuniqué á mi jefe la orden que por mi conducto
le mandaba el General, dio al regimiento que iba en li-
— sa-
nea, la voz de al trote, y dando en seguida las demás,
nos precipitamos sobre la caballería enemiga que man-
daba el coronel Castro, la cual volvió la espalda antes
de encontrarnos.
Al mezclarnos con los enemigos, cayó )iuestro co-
mandante y en seguida el sargento mayor Francisco Zamu-
dio y algunos oficiales más, pues, el fuego era ya general
y la infantería enemiga nos causó bastante daño. El resul-
tado fué que al poco tiempo de haber emprendido el ata-
que, vine á quedar mandando el cuerpo, como el oficial
mas antiguo de los que permanecía á su frente. Me
precipité sobre el coronel Castro que hacía esfuerzos
extraordinarios para contener su tropa; después de haber
empleado la pistola que me había dado el General en un
capitán que dejé muerto, íbalo casi dejando con mi es-
pada, cuando me gritan mis soldados: — «Capitán, están
tocando reunión, se retira nuestra gente,» Vuelvo á estas
voces la vista y descubro á retaguardia de mi izquierda,
una línea formada y á muchos de mis soldados corrien-
do hacia ella.
El ejército enemigo había sido deshecho, perdiendo
cuerpos casi enteros y la mayor parte de su artillería
estaba ya en nuestro poder, cuando sonó la funesta re-
tirada que hasta hoy se ignora quien fué el que la man-
dó tocar. Los cuerpos vencedores paran á este toque
(jue sonaba á retaguardia, vuelven la vista y descubren
el cerro que dejamos á espalda, de nuestro campo, coro-
nado de gente. Figúranse nuestras tropas que fuerza
enemigas, nos habían tomado las alturas de la espalda
y suena entre los nuestro la voz; — Al cerro, al cerro. Es
secundada esta voz por todas partes y se precipitan to-
dos en retirada al cerro. Mientras tanto la multitud de
hombres que ocupaban dicha altura eran indios, amigos
nuestros que observaban desde allí nuestro triunfos.
El resultado fué que no hubo poder humano que
contuviese á nuestros soldados para que no subiesen al
cerro, y que una vez subidos á él y ya ciertos de que
no había allí tales enemigos, fué absolutamente imposi-
— 24 -
ble volverlos á bajar, por mas esfuerzos que hacían los
Generales y demás jefes de los cuerpos.
En tales circunstancias, lleno yo de indignación al
observar una transformación tan vergonzosa en unos
hombres que momentos antes acababan de arrollar y
despedazar al ejército enemigo, y del cual apenas exis-
tia á nuestra vista en el campo, los restos del batallón
de Picoaga, en número como de 400 hombres y como
100 caballos escasos á las órdenes del coroael Castro,
grito á mis Dragones: «Vergüenza eterna sería para los
vencedores de Tucumán y Salta, que ese puñado de ven-
cidos que tenéis á la vista, quedase en posesión del cam-
po que acabamos de conquistar, y abandonar al mismo
tiempo sin saber porqué! Los que tengan sangre en la
cara sigan mi ejemplo» — y me precipité cerro abajo.
Anímanse los dragones y me siguen, mil voces repiten á
mi espalda, á ellos! y observo al volver la vista, que prin-
cipian á descender nuestros infantes por detrás de los
Dragones.
Bajo hasta los fogones de nuestro campo, seguido de
más de 70 Dragones y observando que iban llegando ya
algunos de nuestros infantes y para mejor animar á los
demás que iban descendiendo, formo en batalla á los
Dragones y cargo sobre el coronel Castro que estaba
formado á mi frente, el cual huye con sus cien hombres
hasta descender al barranco de un riachuelo, que corre
de norte á sud, en donde hizo alto y echó pié á tierra
parapetado de los barrancos y mandó romper el fuego
sobre mi caballería, puesta ya casi al abrigo de su in-
fantería que estaba cerca.
Como los pocos infantes nuestros que bajaban, no
siguieron mi movimiento, retrocedí; — Castro monta, enton-
ces con su tropa y me sigue, pero asi que lo hube ale-
jado del río, volví sobre él á escape y le hice correr
segunda vez, teniendo que retroceder del barranco como
en la primera carga. Las tropas que habían empezado
á bajar del cerro, retrocedieron y no me fué ya posible
animar á los pocos infantes que habían bajado á que me
— 25 —
siguieran, sin embargo, de que por tercera vez volví á
rechazar á Castro y hasta le disparé un cañonazo con
una de nuestras piezas que habían dejado cargada al
pié del cerro, nuestros soldados. Tuve que subir en vis-
ta de que ya nuestros soldados seguían desbandándose
del cerro, sin que nadie pudiera contenerlos.
El señor General en jefe que me esperó arriba, con-
tinuó su retirada en dirección á Macha y me mandó
adelante con mi ordenanza en alcance del Mayor gene-
ral, que se había adelantado para reunir á los primeros
dispersos, previniéndole que hiciera alto en Macha y le
esperase alli con toda la fuerza que hubiese reunido.
Me separé del señor General en jefe para llenar di-
cha comisión, como de 4 á 5 de la tarde, hasta que ha-
biendo llegado á los ingenios de Ayohuma con cinco
hombres que había reunido á los dos ó tres días de
marcha y sabiendo allí por los naturales que estaban
pasando muchos dispersos y tomando otra dirección que
la de Macha resolví quedarme allí á reunir cuantos dis-
persos llegasen y recogerles los caballos, y di parte al
Mayor general en Macha de quedarme con este objeto y
comunicándole la orden que llevaba del General.
Al poco rato de haber despachado al chasque obser-
vé dispersos bajando el cerro y pasé á establecerme al
pió de él. Asi que llegaban les iba tomando los caballos
ó muías que se habían proporcionado y los entregaba al
cacique ó alcalde del lugar para que los mandara al pas-
toreo con indios. Todo el día permanecí allí y logré
reunir más de 70 hombres de todos los cuerpos, pero
ningún tambor ni corneta y al ponerse el sol marché á
la población con todos ellos y me acuartelé en un inge-
nio, estableciendo una guardia de prevención á la puerta.
Les proporcioné cuanto necesitaban por medio del caci-
que y no permití salir á nadie.
El chasque que llevó mi comunicación al Mayor ge-
neral á Macha, regresó al anochecer con la noticia de
no haberla entregado, en razón de que ya había pasado
para Potosí. Amanecido el siguiente día se reunieron
— 26 —
como 20 hombres ó más, los alisté á todos y di puerta
franca para que salieran á pasear, dejando sus armas
en el cuartel y con orden de correr á él al toque conti-
nuado de campana.
Habiendo observado á eso de las 12 del día, que
muchos de los soldados andaban bastante alegres con la
chicha, me propuse observar todas sus reuniones sin ser
visto y escuchar su conversación á favor de los cercos de
piedras con que están rodeadas todas las casas ó ranchos,
cuando en una de éstas percibo á un soldado que decía
á los demás — ¡Qué A. ... el Capitán y el General están ....
quien sabe cómo de miedo y nos están aquí queriendo
reunir y quitándonos los caballos! — No había concluido
de proferir las últimas palabras, cuando de un salto me
puse en medio de ellos con' espada en mano y dando de
cintarazos al que acababa de vertir estas voces sudver-
sivas, grité á los demás: «Al cuartel corriendo*. Todos
corrieron, al cuartel y yo por detrás, apaleando tan solo
al insolente que de tal manera se había producido. Mandé
tocar la campana y asi que se hubieron reunidos todos,
pasé lista, estando todos presentes, mandé atar de las ma-
nos al referido soldado y colgado del marco de una puerta,
le mandé dar dos azotes con unas riendas, por cada uno
délos 80 hombres que estaban formados.
Pasado el castigo mandé romper fila, dejando al sol-
dado medio colgado y ordené á la guardia que no dejase
salir á nadie. Al poco. rato comenzó el soldado á cla-
mar para que lo soltara confesando su falta y pidiéndome
lo perdonara. Entonces mandé desatarlo y después de
afearle su conducta á presencia de todos, lo mandé á la
prevención y pasé la noche en guardia. Al siguiente
día llegó el Genei'al en jefe con bastante fuerza reunida
y le presenté 96 hombres y más de treinta cabalgaduras,
manifestándole que al efecto de reunir esta fuerza me
habla detenido allí, dando aviso al Mayor general, asi de
esta mi determinación, como la orden que por mi con-
ducto le mandó á S. E.j pero que este aviso no se le ha-
bía dado por haber ya dirijídose á Potosí con todos los
- 27 -
hombres que había reunido. El General aprobó raí con-
ducta y me mandó en seguida pasar hasta Potosí, con
una comunicación para el Mayor genei'al.
Así que me entregó dicha comunicación me puse en
marcha para Tinguipaya, con solo mi ordenanza y al
llegar al siguiente día á dicho pueblo, encontré en él á
muchos soldados de los diferentes cuerpos del ejército
que andaban bebiendo por las pulperías.
El Curaca del pueblo, asi que supo mi llegada, fué
á suplicarme libertara la población de un saqueo que
temían por los soldados dispersos. Yo le aseguré que nada
temía que temer el pueblo si se me proporcionaba una
casa cómoda para acuartelar la tropa y los alimentos
necesarios para darle. El . Curaca partió contento con
algunos vecinos, asegurándome que muy pronto tendría
preparado cuanto deseaba. En efecto, no había pasado
media hora cuando vino á decirme que estaba todo pre-
parado en una hermosa casa, y pasó á enseñármela en
la misma plaza. Habia en ella un acopio de corderos,
papas, ollas, cántaros de chicha y cuanto podía necesi-
tarse para comer bien, cien ó más hombres.
Monté á caballo con mi ordenanza y recorrí todas
las pulperías acompañado del Curaca, reuniendo á todos
los hombres que encontraba en ellas y los conduje al
cuartel; nombré una guardia de ellos mismos y estable-
ciéndome en la misma casa; se les distribuyó cuanto ha-
bía preparado y pasaron allí el resto del día y toda esa
noche muy contentos, sin que nada les faltase, así como
á los demás que fueron llegando.
Al siguiente día muy temprano, salí del pueblo para
Potosí, conduciendo más de cien hombreSj los que entre-
gué al Mayor general al 2'' día, justamente con la co-
municación del señor General en jefe. Impuesto de ella
mi primo me dijo: «Muy bien, descansarás esta noche y
regresarás por la mañana por Ghuquisaca, llevando de
paso una comunicación para el Presidente Ocampo.»
En efecto, al amanecer del siguiente día me entregó
la comunicación, me mandó dar una paga y partí por la
— 28 —
posta. Entregué la comunicación al Presidente en Char-
cas al siguiente día y pasé esa misma noche para Macha
á cuyo punto llegué creo al 4® día de haber salido de
Potosí.
Impuesto el General por la comunicación, de cuanto
había practicado en Tinguípaya, me dijo : «Vale V., un
Perú, señor La Madrid, pero lo que yo exijo de V. aho-
ra es que vaya á su cuartel, tome cuatro hombres de su
confianza, bien montados y rae vaya á hacer prisioneros
por Yocalla» — este es un pueblito á diez leguas de Potosí
al Ñor- oeste.
Inmediatamente pasé al cuartel y escojí á los solda-
dos Mariano Gómez, Santiago Albarracin, Juan Bautista
Zalazar, y José el 1^ tucumano, el 2<» y 3^ cor-
dobés, y el 4^ de Suipachá; les hice tomar los mejores
caballos y pasé con ellos y mi ordenanza Santiago Iba-
ñez. tucumano, á casa del General á decirle que estaba
ya pronto.
«Muy puntual es Vd., señor La Madrid», me dijo el
General al presentarme con los 5 hombres, «¡Para servir
á la patria, mi General, siempre seré lo mismo!» fué mi
contestación.
El General mandó entonces, que se presentase el in-
dio baqueano José Félix Reynaga, montado, y así que
estuvo á su presencia, me dijo: «Aquí tiene Vd. un exce-
lente baqueano; marche Vd. con él á Yocalla, donde ha
llegado ya la vanguardia enemiga y tráigame una noti-
cia cierta de su fuerza, qué jefes la mandan, y cuántas
piezas de artillería tiene».
«Muy bien mi General, será Vd. servido, le dije, pe-
ro necesitaría para llenar debidamente este encargo,
que V. E. me diera un pasaporte para presentarme al
campo enemigo y averiguarlo». El General se echó á
reír y me dijo: «Marche Vd.», y me despedí encaminán-
dome á mi destino sin detenerme.
Al siguiente día por la noche y favorecido por una
copiosa nevada que cayó sin cesar en la mayor parte
de ella, pude, aprovechándome de esta circunstancia y
— 29 —
sin descanso, aparecer al rayar el día, sobre el pueblo
de Yocalla á favor del excelente baqueano.
Era tal la abundancia de la nieve, que no se descu-
bría una piedra, ni un solo arbusto, ni se descubría en
la población mas que montañas de nieve sobre los ran-
chos.
En estas circunstancias y hallándonos ya á distan-
cia como de 8 cuadras á lo más de la población, me
indica el baqueano con su mano tendida á la izquierda,
una partida de 5 hombres montados, que marchaban ha-
cia mi retaguardia sin habernos descubierto. Era ésta
una descubierta que había salido del pueblo en obser-
vación. Me precipito al instante sobre ella con mi par-
tida y así que nos siente ésta, dispara sus armas contra
nosotros, pero sin acierto y son al instante prisioneros
y echados por delante en retirada, después de haberme
asegurado que estaba allí el coronel Castro con 800
hombres y 4 piezas de artillería. Así que se sintieron
los tiros en el pueblo, salieron diez hombres montados
á reconocernos, pero habíamos ya ganado terreno y
cuando nos descubrieron no se atrevieron á perse-
guirnos.
Por este medio logré dar á mi General, una noticia
tal cual él la deseaba, pues, el bobo y los 4 soldados de
que se componía dicha partida, me impusieron de todo.
— Me dirijí con ellos por el pueblo de Tinguipaya, pues,
tenía orden del General de llevarle preso al sacristán y
un indio alcalde, por haber desarmado entre ambos al-
gunos soldados de nuestros dispersos y.mandádolos al
enemigo después de mi paso á Potosí.
Al llegar á dicho pueblo mandé al baqueano con un
soldado á casa del indio alcalde, con orden de traérmelo
preso á la plaza, á cuyo punto me dirijí con mis 4 hom-
bres y los 5 prisioneros que los llevaba enancados y ase-
gurados con un lazo por las piernas, uno con otro. Así
que entré á la plaza, ya bien tarde, y pregunté por el
sacristán en la puerta misma de su casa, me lo negaron
diciéndome que no estabaj cuando oigo voces de tumul-
— so-
lo á mi espalda y observo una porción de rhoJos vou-
niéndose al otro extremo de la plaza y armándose de
piedras. Corro á ellos sable en mano con mi partida
y los presos por delante; los indios entonces panaron
las casas y las boca calles en fuga, disparándome pe-
dradas y dando voces en quichua, que era su idioma.
Procuré salir entonces á la plaza en busca del baqueano,
pues, ya sentía iguales voces por aquella parte.
En efecto, asi que salí del pueblo ya descubrí á
Reynaga y el soldado que venían acosados por mas de
16 indios y cholos; rae reúno á ellos y continúo mi re-
tirada, mientras tanto se aumentaban en tropel por de-
trás, porción de cholos disparándonos piedras y armarios
algunos de fusil y fornituras, que probablemente estaban
descompuestos los más, pues, solo nos habían disparado
dos ó tres tiros.
Así que los hube alejado un poco del pueblo, di
vuelta precipitadamente sobre ellos y acuchillé unos
cuantas hasta que ganaron las calles, pero observando
que por los cerros de uno y otro lado de la quebrada,
iban apareciendo otros muchos, continué mi retirada,
pues se acercaba la noche. Me siguieron hasta que os-
cureció, por sobre los cerros y se regresaron. Yo con-
tinué toda la noche hasta llegar á la posta de Aclasa,
distante como 7 leguas y ahí hice alto para dar un cor-
to descanso á la tropa y las bestias y así que amaneció
despaché dos hombres al cuartel general de Macha con
los 5 prisioneros y el parte; pidiéndole al General me
mandase inmediatamente una partida de 8 Dragones pa-
ra castigar á los cholos deTinguipaya, y me quedé con
los tres naturales y el baqueano Reinaga en observación.
Adviértase que de los 5 prisioneros el cabo y un
soldado eran de los juramentados en Salla.
Al siguiente día como á las dos de la tarde volvie-
ron mis dos soldados con la partida de 8 hombres que
había pedido á mi General, incluso un cabo y un sar-
gento; y conduciendo las cabezas de los dos juramenta-
dos, lijadas en una tabla con esta inscripción — por
%
— 31 —
perjuros — los cuales debía hacerlos fijar por dos indios
patriotas que las conducían, en lugar que pudiesen ser
vistos por los enemigos, como lo ordené al momento,
mandando al mismo tiempo que las cabezas, dos bom-
beros hasta los altos de Tambo Nuevo, en observación do
los enemigos de Yocalla y con orden éstos de estar de
regreso á las 8 de la noche, en cuya hora debía mover-
me sobre Tinguipaya para dar el asalto á la madrugada
siguiente.
Mientras estos regresaban, nosotros descansábamos
y pastaban nuestros caballos y al cerrar la noche man-
dé ensillar para estar listos á emprender la marcha asi
que llegasen aquellos: llega la hora señalada y se me
presentan los bomberos con la noticia de haber dejado
en Tambo Nuevo una compañía como de 40 á 50 infan-
tes, que ellos habían visto llegar, desde Yocalla, y los
cuales quedaron acampados al ponerse el sol.
En el acto de recibir esta noticia mandé montar á
caballo á mis 14 hombres incluso el baqueano Reinaga,
y en vez de dirijirme al pueblo de Tinguipaya sobre los
cholos é indios sublevados, me dirijí á sorprender la com-
pañía, pues venía seguramente (como lo afirmaron des-
pués los prisioneros) á tomarme la espalda por la que-
brada, luego que me hubiera internado sobre aquel punto,
á consecuencia del aviso que los cholos habían mandado
al jefe enemigo de mi ataque anterior.
Emprendí mi marcha en efecto, en esta dirección,
mandando por delante á Gómez, Albarracin y Salazar,
con los dos indios que acababan de llegar con la noti-
cia, en clase de descubridores.
Seguía mi marcha en este orden con mí baqueano
Reynaga á mi lado y habían pasado ya algunas horas,
cuando se me presenta Albarracin avisándome de parte
del soldado Mariano Gómez que encabezaba la descu-
bierta, que venia en marcha conduciendo prisionera á
la guardia abanzada por la compañía que iba á sor-
prender, en número de 10 hombres. Gustosamente sor-
prendido con esta noticia, pregunté al que mandaba este
— 32 —
parte «¿Cómo hnn obrado Vds. ese prodigio?» Continuan-
do mi marcha me refiere Albarracin que al asomar los
tres hombres al portezuelo de Tambo Nuevo, habiendo
señalado el baqueano el rancho en que estaba colocada
la guadia y que aproximándose Gómez con dicho indio,
habia observado que dicha guardia dormia, al favor de
una lámpara que ardia dentro del rancho, y que en un
corral inmediato estaba encerrada la caballada; que
regresando Gómez al momento, les propuso á sus dos
compañeros si se animaban á echarse con él, sobre
aquella guardia que dormia y cuyos fusiles se descubrían
arrimados á la pared, con la luz de la lámpara; que
habiéndole contestado ellos que sí, se precipitan los tres
con los dos indios que los guiaban, sobre la puerta del
rancho y que desmontado Gómez en la puerta con sable
en mano, dio el grito de — «ninguno se mueva» — á cuyo
tiempo abrazándose de los 11 fusiles que estaban arri-
mados, se los alcanzó á los dos indios: que en seguida
hizo salir y formar afuera á los 11 hombres y los echó
por delante, habiéndose colocado el exponente á la cabe-
za, á Salazar el centro y él (Gómez) ocupó Ja retaguar-
dia, suponiéndose oficial y haciendo marchar á los dos
indios con los fusiles por delante.
Mientras Albarracin me informaba de todo esto,
presénteseme Gómez con sus diez prisioneros, 8 soldados
y 2 cabos, diciéndome que el sargento que mandaba esta
guardia, se le habia escapado tirándose cerro abajo al
descender por un desfiladero y que no habia querido
perseguirlo por temor de exponerse á que pudiesen fugar
los demás, mientras él se ausentaba. Esta relación la oi
habiendo mandado hacer alto y después de hacer de los
tres valientes el elojio que merecían á presencia de los
demás, me dirijí á los prisioneros y les dije: «si Vds.
responden á mis preguntas con entera verdad, nada tie-
nen que temer y serán felices, pero si me engañan pa-
garán todos con la vida, su embuste».
Me juraron contestar la verdad á cuanto les pregun-
tase y empezó este interrogatorio. «¿Qué gente queda en
— 33 —
Tambo Nuevo?» «Señor, 40 hombres responden los
cabos, incluso el sargento que ha fugado y tres oficiales
con el capitán, pues eramos 50 entre todos». «¿Con qué
objeto venían?» «Señor, con el de sorprenderle á la ma-
drugada por la quebrada asi que avanzara Vd. sobre el
pueblo de Tinguipaya, pues el alcalde y el sacristán ha-
bian mandado aviso al señor coronel Castro de que Vd.
los atacarla seguramente esta noche y pidiéndole que
mandara una" fuerza por este punto para que no se les
escapara >.
«¿No hay otra fuerza á retaguardia de Vds., con el
objeto de protegerlos?» «¡Señor, ninguna, se lo asegura-
mos con la vida!» respondieron todos.
«Bien, les contesté, si es cierto cuanto me han dicho
i\ada tienen que temer. Marchen Vds. ahora al cuartel
general, que muy luego los alcanzaré yo con el resto de
su compañia^^, y dirijiéndome al cabo de mi partida le
mandé que apartara dos soldados y cargasen los tres
sus armas. Listos ya añadí al cabo, á presencia de los
diez prisioneros: «Marche Vd. con estos hombres y esos
dos indios que conducen las armas, hasta el cuartel
general, y preséntelos al señor General en jefe de mi
parte, diciéndole que marcho con el resto de la compa-
ñía y cuidado, que responde Vd. con su vida de la segu-
ridad de los presos, ellos pagarán á Vd. con la suya al
menor intento de escaparse» . Los presos al oir esta orden,
repitieron con juramento que irian gustosos á donde los
destinaba, á cuya nueva promesa recomendé al cabo la
consideración con ellos, si se conduelan bien y continué
mi marcha habiéndolos despachado. A poco andar em-
pezamos á repechar una cuesta de poca altura pero que
tenía más de tres cuartos de legua, hasta llegar al por-
tezuelo donde se habia tomado la guardia y en circuns-
tancias en que se acercaba la madrugada. Habíamos
andado la mitad ó poco más del camino, cuando descu-
brí un centinela que nos dio el «quién vive» desde la
altura de mi derecha y en momentos de ir pasando un
desfiladero. Mando á Gómez que coíitcste con un tiro al
— 34 —
centinela y gritando en seguida como impacientado —
«no hay que tirar un tiro, carabina á la espalda y sable
á la mano», con toda la fuerza de mi voz, doy en seguida
la voz de á degüello y me precipito á escape sobre los
bultos que ya se descubrian. A esta voz se sobrecojen de
terror los enemigos y echan á disparar, disparándonos
&us armas sobre nosotros, juzgando sin duda de que
eramos un crecido número los que lo atacábamos. Cuan-
do les di cara al subir al portezuelo en que había toma-
do Gómez la guardia, empezaba ya la claridad del día y
al descender los enemigos á un callejón de piedras que
estaba del otro lado gritando «ya estamos rendidos^
misericordia», descubren con la claridad del dia que no
eramos más que 12 hombres los que los perseguíamos:
hacen alto parapetados de los cercos y rompen el fuego
sobre nosotros y me veo precisado á replegar mis hom-
bres al portezuelo de donde dando voces de mando á la
infantería, que no tenía, de tomarles la retaguardia por
un bajo de mi derecha, que no podían descubrir los
enemigos repito la carga sobre ellos y abandonan enton-
ces los cercos y se desbandan por el cerro de mi izquier-
da. Cuando ellos conocieron desde lo alto su engaño y
descubrieron nuestra verdadera fuerza, era ya tarde, pues
teníamos en nuestro poder 5 prisioneros, 11 fusiles y
quedaban tendidos en el campo cuatro hombres muertos
y eramos á más dueños de la mayor parte de sus cabal-
gaduras. Así fué que continuaron su retirada.
En el momento y para poderlos perseguir sin dilación,
procuré buscar un par de indios conocidos para remitir
los 5 prisioneros, las armas y cabalgaduras que se ha-
bían tomado, al cuartel general, y asi que se encontra-
ron, despaché á los soldados Albarracin y Salazar jun-
tamente con ellos á cargo de todo y conduciendo el par-
te respectivo.
Asi que me hube desembarazado de esta carga y
me encontré con los 10 hombres que me ([uedaban, bien
montados; marchc'í en persecución del resto de los enemi-
gos que habían tugado, como á las 9 de la mañana, después
r
- 36 -
de haber instruido á los dos soldados conductores por
donde debían conducirme en su pronto regreso con el
cabo y los dos soldados que habían conducido los diez
prisioneros, á fin de reunírseme con la posible prontitud.
Entre tanto, los enemigos que fugaban me habían ade-
lantado ya como tres horas de camino, no me fué posi-
ble darles caza, sin embargo, de no haber parado en to-
do el día sino una hora para que comiese toda la tropa
y los cabaljos. Al ponerse el sol hice alto en un lugar
dominante como á 2 ^2 leguas de Yocalla, y después de
haber hecho reconocer todas las cercanías y de estar se-
guro de que no habíamos sido sentidos, resolví pasar
allí en vela el resto de la noche y con la mayor pre-
caución.
Cuando aclaró el siguiente día, hacía ya rato que
estábamos todos montados y descubriendo desde la altu-
ra que ocupábamos que no había el menor indicio de ene-
migos en toda la circunferencia, mandé al valiente sol-
dado Mariano Gómez, acompañado del baqueano Reina-
ga, que se avanzase sobre Yocalla hasta descubrir algún
punto avanzado de la vanguardia enemiga y con la or-
den de traerme todos los conocimientos que' les fuere
posible adquirir sobre la situación de los puestos enemi-
gos y su número, hasta las 8 de la mañana, que los es-
peraría en aquel punto y designándole el otro en que
me hallaría cuando alguna circunstancia le obligase á
demorar más tiempo del designado.
No se habían pasado dos horas de haber marchado
Gómez, cuando descubrí regresando al galope el baquea-
no que lo había acompañado, pero solo. Alarmado por
la ausencia del soldado, marché al encuentro de Reina-
ga con mi partida, el cual asi que me vio se precipitó
á mi encuentro dando vivas á la pát7na y comunicándo-
me le precipitada retirada de la vanguardia enemiga,
en la madrugada de ese día; y que Gómez quedaba es-
perándome en Yocalla acompañado del tambor de órde-
nes de mi cuerpo Manuel Ropesa y de dos soldados
mas de nuestro ejército, (iuehabien<lo sida prisioneros y
- 36 -
heridos al salir del campo de Vilcapujio después de la
batalla y conducidos hasta aquel punto por dicho jefe,
los hablan abandonado por la precipitación de la reti-
rada.
Marché aceleradamente á Yocalla con el baqueano
y me impuse por el tambor de órdenes de que el motivo
de la precipitada retirada del coronel Castro con la van-
guardia enemiga fué á consecuencia del parte que había
pasado el capitán destinado á sorprenderme, desde Tam-
bo Nuevo, en el cual decía al coronel (probablemente
para cohonestar su descuido y cobardía) que le había
yo atacado con un cuorpo bastante numeroso de caballe-
ría y que á mas llevaba también infantería, que habien-
do agregado á este abultado parte, la inmediata llegada
del capitán; luego que cerró la noche ya no se trató
mas que de los aprestos para la precipitada retirada, la
cual la habían efectuado á las dos de la mañana, á cu-
ya hora les había sido fácil escaparse á los tres, apro-
vechándose de la confusión que reinó entre ellos en los
últimos momentos, al salir el cuerpo de guardia que
custodiaba á varios otros prisioneros.
En el momento despaché dos propios: el uno á Po-
tosí dándole aviso al mayor general Díaz Velez, de todo
lo ocurrido y pidiéndole encarecidamente me mandara
alcanzar sin dilación con una partida de infantes escoji-
dos y bien montados, mandada por un oficial, á la cual
iba á esperarla á la posta de Leñas ; siendo el segundo
al señor General en jefe, con el agregado de que me
proponía seguir los pasos de la vanguardia enemiga y
causarle todo el mal que le fuera posible.
Despaché en seguida al valiente soldado Mariano
Gómez, que acaba de ser ascendido á sargento de «Tambo
Nuevo,» igualmente que Albarracin y Zalazar por una
orden general del ejército, con dos hombres y el baquea-
no en observación de la vanguardia enemiga hacia la
parte de Leñas.
En los momentos antes de salir Gómez á dicha des-
cubierta recibí un propio del General en jefe en que fe-
Cf. >¿vví5«^ 'Zí'a^it
— 37 -
licitándome por el suceso del Tambo Nuevo, me comuni-
caba el premio que había acordado á los tres valientes
que sorprendieron la 1** guardia agregándome que 'en
cuanto á mí persona se reserva para cuando me le reu-
niese.
Habiendo recibido á las tres de esa misma tarde
desde Leñas, un parte del sargento de Tambo Nuevo, de
que los enemigos seguían en dirección á Vilcapujio, me
puse en marcha para aquel punto; dejando dispuesto que
siguieran á reunírseme allí, así la partida que esperaba
de Potosí, como los 5 hombres que habían conducido las
dos partidas de prisioneros al ejército; y poco después de
haber salido el. sol se me incorporó también una partida
de 16 granaderos del N° 6 al cargo de un oficial subal-
terno que me mandaba el general Díaz Velez desde Po-
tosí. Mandó racionar de carne á toda esta tropa y no
me faltó cebada bastante para todas las cabalgaduras,
porque me lo proporcionaron muy en breve los indios.
En comer y dormir un poco, habían pasado ya co-
mo cuatro horas, cuando mandé tocar á caballo con un
corneta que me había mandado el General en jefe y me
puse en marcha para Vilcapujio como á las 11 del día,
con 33 hombres de las dos armas, caballería é infan-
tería.
Haremos una pequeña interrupción para hacer co-
nocer á los lectores la posición que había tomado el
ejército enemigo, después de la malhadada batalla de Vil-
capujio.
Cuando dejamos los cerros de A^ilcapujio después de
la batalla, retirándonos para Macha, he dicho que no
quedaron en posición de dicho campo otras fuerzas que
los restos del batallón «Picoaga», y el coronel Castro
con menos de cien caballos y esto dicho lo exacto.
El ejército enemigo sufrió una gran mortandad y
mucha mayor dispersión y aún el mismo general Pezue-
la no volvió al campo, sino mucho después de haber si-
do este abandonado por nosotros y hasta perdido de
vista. Prueba de ello fué la revolución que estalló en
- 38 —
Arequipa creo á consecuencia de que se creyó perdida
la batalla por los españoles, como lo acreditaban muchos
dispersos que llegaron hasta aquella capital y aún más
adelante. Tan estaban persuadidos de la pérdida que
cuando después llegó la noticia de su victoria no la
creían, porque era desmentida dicha noticia por los mis-
mos dispersos que habían presenciado su pérdida.
Resultó pues, de esta dispersión que el ejército ene-
migo fué á reunirse y quedó establecido en Condo, y
que hasta el segundo ó tercer dia no recogieron sus
muertos, ni los sepultaron.
Seguiremos ahora mi persecución á la vanguardia
enemiga.
Castro había atravesado el campo de batalla sin de-
tenerse y pasado á reunirse con su ejército en Condo,
cuando me presenté yo con mi pequeña fuerza en él á
eso de las tres de la tarde, sin que hubiesen pasado 18
días de aquella batalla, y lo recorrí todo él, alcanzando
á contar 74 cadáveres de los muertos que habían dejado
insepultos y conocer entre ellos al mayor Beldon, que
murió atravesado la sien de parte á parte por una ba-
la de fusil; estando el mayor número de dichos cadáve-
res comidos por los perros.
Permanecí practicando dicho reconocimiento en aquel
campo, casi hasta ponerse el sol, sin que los enemigos
que sin duda me observaban desde la altura, se hubie-
sen atrevido á interrumpirme. Abandoné pues el campo
á dicha hora y pasé á tomar posesión á las alturas, en
dirección á Macha ó Ayohuma, en donde pasé la noche.
Habiendo amanecido el siguiente día, observé desde
la altura, bastante fuerza enemiga al pié del cerro de
Condo y sobre el llano de Vilcapujio; y después de ha-
ber mandado un parte al señor General en jefe á Macha
de todo lo ocurrido hasta aquel punto, pasé á situarme
en dirección á Macha como á 6 leguas del campo de
Vilcapujio, en un lugar aparente para observar cualquier
movimiento que efectuase el enemigo.
No recuerdo si fué al siguiente día ó al segundo de
— 39 —
haber estado yo en el campo d^í batalla, cuando el í^e-
neral Pezuela movió su campo desde Coiido en busca de
nuestro ejército. Lo cierto es que yo di aviso en el acto
á mi General y me propuse no abandonar la vista del
ejército enemigo 'hav^ta que estuviese muy próximo al
nuestro. Asi continué diariamente á la vista de la'van-
fruardia enemiga y tiroteándome con sus partidas por
espacio, no recuerdo si de seis ú ocho días, hasta
que habiendo llegado á la cumbre de Ayohuma, bajo
cuyo llano estaba ya colocado nuestro ejército, me incor-
poré á él.
Serian como las 12 del día, en la víspera de la ba-
talla de Ayohuma, cuando me incorporé al General sin
haber perdido un solo hombre.
En este mismo día y poco después de mi llegada,
fui hecho reconocer en la orden general por sargento
mayor graduado y ayudante de campo del señor General
en jefe, siendo capitán efectivo ya en dicha fecha.
El ejército enemigo se acampó sobre la cuesta cu-
yo campo alcanzábamos á descubrir en partes, desde el
nuestro. Es una cuesta bien elevada la que el enemigo
tenía que descender, y descendió al siguiente día á nues-
tra vista.
Los tres valientes sargentos de Tambo Nuevo, Gómez,
Albarracin y Zalazar, fueron destinados al ponerse el sol,
para salir á la cumbre y observar al enemigo en esa
noche; después de haberles regalado el General los me-
jores caballos y muy particularmente á Gómez á quien
le dio un hermoso caballo blanco de su propiedad. Par-
tieron estos tres valientes acompañados de Reinaga al
cerrar la oración y habiéndole ofrecido Gómez al Gene-
ral traerle los mejores caballos ó muías del ejército
enemigo- La noche los favoreció porque se puso muy
nebulosa, pues al rayar el siguiente día se presentó Gó-
mez al General con sus dos compañeros y le entregó 1 1
hermosas muías de jefes y oficiales que logró sacar del
campamento enemigo, cortando con sus cuchillos los la-
zos en que estaban amarradas á las estacas de las tien-
— 40 —
das, mientras sus compañeros velaban montados j^ tenién-
dole sus caballos; para comprobante de esta verdad traían
atados todas ellas al pescuezo, pedazos de lazos. Al salir
con ellas fueron sentidos por un centinela y perseguidos,
sufriendo una descarga al pasar descendiendo la cuesta
por cerca de la guardia, y cuyos tiros se sintieron en
nuestro campo pero ellos salvaron con su presa y el
General les regaló once onzas de oro por ellas. No he
creído justo dejar en silencio un hecho semejante, como
no dejaré otros aún más marcados del valiente tucumano
Gómez, quien por su extraordinario valor y la más in-
cansable actividad, con que llevó desde entonces las más
arriesgadas comisiones que se le encomendaron, mereció
toda la confianza y estimación del distinguido general
Manuel Belgrano.
Al muy poco tiempo de haber regresado dichos va
lientes, empezó á descender la cuesta el ejército enemigo
en circunstancias que el nuestro se preparaba para oír
la misa que mandaba celebrar el General por el cape-
llán del ejército en medio de nuestro campo: así fué que
mientras nosotros la estábamos oyendo el enemigo con-
tinuaba descendiendo á nuestra vista y como á media
legua de nosotros.
Concluido el sacrificio de la misa y vueltos los cuer-
pos á sus puestos, marchó el General con todos sus ayu-
dantes en dirección al punto á que estaban descendiendo
ya el ejército enemigo, hicimos alto como á un cuarto
de legua distante de él, y estuvimos observando un buen
rato desde una pequeña altura que nos servía de mira-
dor. Me acuerdo que habían ya formados como mil
hombres en la llanura del pié del cerro por donde con-
tinuaba descendiendo el resto de su ejército, cuando me
atreví á proponer á mi General que nos precipitásemos
sobre dicha fuerza y la anonadáramos antes que pudie-
se ser socorrida por aquél. El General me contestó: — «No
haríamos otra cosa que espantar al mayor número, deje
Vd., que bajen todos que así no se nos escapará ningu-
no» . Tal fué su imprudente confianza del espíritu de
i
r
— 41 —
que veía animado á nuestro ejército, que perdió la oca-
sión más bella de hacerle pagar á Pezuola muy cara su
imprudencia batiéndolo en Ayohtwia.
La llanura en que está situado dicho campo de Ayo-
huma, podía extenderse á poco más de legua y cuarto
de Norte á Sur, la cual está situada entre la cuesta por
donde bajó el ejército enemigo y otra que teníamos nos-
otros á nuestra espalda, es decir al naciente y sería su
ancho como de media legua ó poco más, pero con bas-
tante declive hacia al poniente y atravesada por una
zaiya formada por la corriente de las aguas en tiempo
de lluvias.
Nuestro General esperaba que el enemigo lo atacarla
de frente según iba este ordenando su línea desde que
empezaron á bajar. Por consiguiente él lo esperó con el
frente al oeste y quedando el zanjón poco distante de
nuestra derecha, pero se engañó por que el General ene-
migo así que hubo concluido de formar su ejército en
el llano, marchó en columna á su izquierda y cambian-
do después á la derecha hizo apoyar este costado al
cerro de nuestra espalda, dejando flanquear de un modo
incomprensible por una altura que nos dominaba nues-
tra derecha, por el cuerpo de partidarios del enemigo en
número como de 500 plazas y teniendo por delante de
nuestra línea el zanjón ya dicho. Los dos ejércitos vi-
nieron á quedar establecidos en el orden que he desig-
nado, poco antes de cerrar la noche y teniendo ambos
que pasarla sobre las armas y creo peleándose por ins-
tantes.
En este nuevo orden de batalla nos había sido pre-
ciso colocar toda nuestra caballería á la izquierda, la
cual se hallaba mejor montada que nunca por que el
Presidente de Charcas general Ocampo nos habia man-
dado todos los caballos pesebreros del pueblo y tuvimos
también que trabajar la mayor parte de la noche á fin
de allanar el zanjón en la parte que nos fué posible.
Así que amaneció, el general Pezuela aproximó
su línea cuando hubo practicado el correspondiente re-
~ 42 —
conocímienfo del campo, mientras nosolros seguíamos
allanando el zanjón por donde nos era posible. Estable-
cido el ejército contrario en el punto que había elegido su
General, empezó este á disparar sobre nuestra linea 18
piezas de artillería; cuyos disparos simultáneos y sin
interrupción, sufrió nuestra línea por más de una hora,
permaneciendo nuestros soldados más firmes que unas
. estatuas, sin embargo, de los frecuentes claros que hacían
en ella las balas enemigas y los cuales eran. llenados en
el acto.
Es digno de trasmitirse á la historia una acción su-
blime que practicaba una morena, hija de Buenos Aires
llamada tia María y conocida por madre de la Patria,
mientras duraba este horroroso cañoneo como á las 12
del día 14 de noviembre y con un sol que abrasaba. Es-
ta morena tenia dos hijas mozas y se ocupaba con ellas
en lavar la ropa de la mayor parte de los jefes y oficia-
les, pero acompañada de ambas se le vio constantemen-
te conduciendo agua en tres cántaros que llevaban á la
cabeza, desde un lago ó vertiente situado entre ambas
líneas y distribuyéndola entre los diferentes cuerpos de
la nuestra v sin la menor alteración.
Cansado el Genera! enemigo de cañonearnos, movió
su línea sobre la nuestra y cuando se hubo aproximado
un poco, mandó nuestro General avanzar la nuestra con
paso de ataque á su encuentro y sin contestar á los fue-
gos de aquella, pero al poco instante se encontró con el
zanjón y se precipitó á él en circunstancias que ya los ene-
migos estaban encima ó muy inmediatos, así fué que
cuando mucha parte de nuestros soldados bajaban por
adentro de él, buscando salida, ya los enemigos empeza-
ron á quemarlos con sus fuegos desde la cima opuesta.
Esta fué la causa por que se perdió aquel ejército tan
entusiasta. Adviértase además, que así que empezó á
moverse nuestra linea al encuentro de la enemiga, se
precipitaron los partidarios sobre nuestra derecha y la
envolvieron, después de habernos quitado ya muchos
hombres con sus fuegos mientras permanecíamos formados.
— 43 —
Nuestra caballería al recibir la orden para cargar
así que se movió nuestra línea, había arrollado comple-
tamente á la enemiga que tenía á su frente, pero así
que observó el desorden de nuestra línea, tuvo que re-
troceder y ponerse en salvo.
Siendo esta la única batalla en que me he encontra-
do en mi vida sin poder operar á causa de mi nombra-
miento de ayudante de campo, en el día anterior, porque
no juzgué propio separarme del General precisamente en
el momento en que me acababa de elegir para acompa-
ñarle y dándome un ascenso, á pesar de que lo deseaba;
tuve que retirarme con el General sin servir de otra co-
sa que de cubrir su retirada hasta la noche, reuniendo
y salvando algunos dispersos con una parte de su es-
colta.
El mayor general Díaz Velez, hubo de ser tomado
este día, pues, ocupado en reunir la derecha de nuestra
línea en los momentos de la derrota, fué arrinconado
por los «Partidarios» sobre un barranco elevado y cuan-
do iba ya inevitablemente á ser prisionero, cerró las es-
puelas á su caballo y se precipitó desde la altura, sin
recibir mas daño que un morrudo golpe. Como nuestra
caballería ocupó en seguida la retaguardia y venía muy
bien montada, no. se atrevió la enemiga á molestarnos
mucho tiempo y pudimos continuar retirándonos con mas
tranquilidad la mayor parte de la noche.
A los tres ó cuatro días llegamos á Potosí, en donde
no nos fué posible permanecer sino un día porque los
enemigos estaban ya muy próximos y tanto que cuando
acabamos de dejar el pueblo fué al poco tiempo ocupado
por ellos. Continuando, pues, nuestra retirada, pasamos
por Caiza como á las 11 del siguiente día y ya entrados
á la quebrada del Agua Caliente al ponerse el sol, iba
el General á retaguardia de la columna, acompañado
del teniente coronel Gregorio Perdriel v otros varios
jefes, y observando las escarpadas alturas de los cerros,
por derecha é izquierda, dice, dirigiéndose á ellos y en-
señándoselos: — «Que hermosos lugares estos para que un
— 44 —
oficial con 50 hombres pudiese contener al enemifro por
uno ó dos dias, mientras salvaba el ejército». — Seguíamos
andando y el General había repetido por dos ó tres ve-
ces lo mismo sin que ninguno, de los jefes le contestase.
Observado por mí con vergüenza, semejante silencio,
dijele en alta voz: — «Mi General, cuando V. E. guste yo
estoy pronto á quedarme!» — Paró entonces su caballo y
dirigiéndose á mí, contestó: — «Bravo, señor mayor La Ma-
drid, acepto gustoso su ofrecimiento: examine bien todos
estos lugares y elija el que le parezca, que esta noche
en la parada se le darán los hombres que Vd. desee». — Yo
le contesté que los había examinado desde que hizo su
primera indicación y nos retiramos.
Al cerrar la oración mandó hacer alto á la columna
y dio orden para que se acompañasen los cuerpos hasta
las 12 de la noche, en que se continuaría la marcha; y
después de establecido el servicio para la seguridad del
campo, me retiré al alojamiento destinado al Mayor ge-
neral con quien acostumbraba acampar. Mientras quedó
éste hablando con el General en jefe, pasé á mi cuerpo
á elegir los 50 hombres con quienes debía quedar y re-
gresando á descansar me encontré con el Mayor general
y le avisé que iba á dejarme allí el General con 50 hom-
bres que acababa yo de elejir. Sorprendido él con este
aviso, me dijo: — «Pues te he privado de ser coronel y lo
siento, porque al fin tu eresjóven y podrías tal vez, ha-
ber conseguido alguna ventaja: acaba de decirme Belgra-
no— Voy á dejar á retaguardia á Gregorio con 50 hom-
bres, con el objeto de contener al enemigo en estos es-
trechos y hacerlo coronel, y juzgando yo que el Grego-
rio de quien me hablaba era el teniente coronel Pedriel,
se lo he quitado de la cabeza». — Mucho mas lo senti yo,
no tanto por el grado que me hacia perder este consejo,
sino porque me hallaba ya impresionado por un ardid
que se me ocurrió asi que oi hablar al General esa tarde
y me le ofrecí, mediante el cual concebí hacer un ser-
vicio distinguido al ejército y aterrar á la vanguardia
enemiga.
— 45 —
Llegada la hora designada para la marcha, me lla-
mó el General, y me dijo : — «He desistido }^a del pensa-
miento de dejar a Vd. con 50 hombres para contener al
enemigo, pero quedará Vd. con 4 soldados bien monta-
dos y un cabo, en observación, al efecto de darme los
avisos necesarios y sin perder al enemigo de su vista».
- «Ejecutaré puntualmente cuanto V. E. me ordena, le
contesté, como habría ejecutado con mayor gusto su an-
terior pensamiento». — «De ello estoy bien seguro^, me re-
puso el General, y es por eso que deposito en Vd. toda
mi confiíínza»,— V dándome la mano se marchó con los
restos del ejército que había experimentado una gran
pérdida en la batalla.
Permanecí en dicho punto en vela todo el resto de
la noche con los 5 hombres y mi ordenanza el valiente
Gomez^ «sargento de Tambo Nuevo», y así que amaneció
practiqué un reconocimiento avanzándome más de una
legua en que reuní tres hombres de tropa de nuestros
dispersos los cuales venían bien montados y me dijeron
que no lejos de allí habían descubierto como 200 hom-
bres de caballería enemiga al descender ellos á la que-
brada, más acá de Caisa. Me regresé con este conoci-
miento al lugar en que había descansado el ejército
colocando un centinela en la altura de la quebrada.
Habían pasado como tres horas cuando avisó el
centinela que se avistaban ya los enemigos; subí á la
altura y así que hube reconocido toda la fuerza que no
pasaba de 200 hombres, me retiré hasta la posta de
Saropalca de la cual estaban encargados dos hermanos
apellidados Villegas y muy realistas, por cuyo motivo
habiendo llegado á puestas del sol no quise permanecer
sino hasta que cerró la noche, mientras pastaban un
poco mis cabalgaduras y despreciando las instancias que
ambos hermanos me hicieron para que pasara allí la
noche me despedí de ellos como para no volverlos á ver
y llevando cada soldado un atado de alfalfa por delante
y un pedazo de carne.
Habría caminado poco más de una legua cuando
— 46 —
hice alto en un pequeño bosque de algarrobos, que se
estendia sobre la izquierda del camino, y resolví pasar
en él un poco retirado del camino. Numeré á mis 9
hombres incluso el cabo y mi ordenanza y tomando yo
el décimo número, establecí un centinela un poco sepa-
rado del camino con orden de velar media hora cada
uno mientras descansaban los demás, pues estábamos en
extremo cansados.
Serían cerca de las 4 de la mañana cuando me tocó
el turno y ocupé mi puesto para velar hasta el día,
cuando al poco rato de estar en él, percibo tropel por
una senda que se abría á mi derecha y algunas voces
que conversaban: marché presuroso á donde estaba aii
partida y mandándole montar volví con el sargento
Gómez á mi puesto y así que se aproximó el tropel
mandé á Gómez dar el «quien vive». A esta voz pasa el
tropel y notando yo por el murmullo que no se atrevían
á contestar les grité con toda la fuerza de mi voz — «O
contestan quienes son ó les mando hacer una descarga- .
Mi voz fué conocida y contestaron - - somos emigrados.
«Adelántese el que hace cabeza para ser reconocido»,
repuse, y se me presentó al instante un comandante
Salinas cochabambino á quien yo conocía el cual me
impuso de que eran varias familias comprometidas, entre
ellas la suya, y que les acompañaban 7 soldados de los
dispersos á más de sus peones, añadiendo que no muy
distante de la posta de Caisa había acampado una par-
tida enemiga pasadas las 12 de la noche y que con este
conocimiento les permitiera alejarse cuanto antes.
Mandé llegar la comitiva y después de incorporar á
mi partida los 7 soldados que les acompañaban bien
montados, y de haberme provisto los emigrados de algu-
nos fiambres y demás provisiones de las que llevaban,
continuaron su marcha regresando yo á la posta con mi
partida duplicada, ordené á los Villegas, dueños de ella
y que eran hombres acomodados, que preparasen carne
y forraje para 200 hombres de caballería, que llegarían
den tío de pocas horas y pasé con mi partida en obser-
J
r
— 47 —
vación de la fuerza enemiga que el comandante Salinas
acababa de noticiarme.
El maestro de posta y su hermano que creyeron en
la llegada de la fuerza que les indiqué y eran como llevo
dicho muy realistas, mandaron apenas me separé de ellos,
un aviso á la partida enemiga y se apresuraron á reu-
nir las provisiones que les habia yo pedido.
Habría andado como dos horas cuando al subir una
pequeña altura observo montando precipitadamente a
caballo y formando una partida como de 25 á 30 hom-
bres, como á distancia de cuatro cuadras. Así que
observé este movimiento gritó en alta voz — «Escuadrón
galope» , precipitándome en seguida á dicho aire sobre
ella.
Oir los enemigos mi voz, observar mi movimiento y
echar á correr fué una misma cosa. Los acuchillé como
media legua, en cuyo espacio dejaron 5 soldados muer-
tos y llevaron varios soldados heridos, hasta que á
consecuencia de la declaración de tres prisioneros que
se tomaron dejé de perseguirlos, pues me aseguraron
estos que la vanguardia enemiga estaba muy inmediata y
que solo por el aviso que acababan de recibir sus oílcia-
les de los Villegas desde Saropalca habían huido los
treinta hombres de que se componía aquella descubierta,
pues les habían mandado decir que 200 hombres los
seguían-
Preguntados qué fuerza venia á vanguardia y qué
jefe la mandaba, me dijieron que el coronel Castro la
mandaba, siendo su número de 300 hombres do ca-
ballería y 500 infantes con 4 piezas de artillería. Con
este aviso seguí apurando mi marcha, pues, ya se descu-
brían á la distancia los polvos de la columna.
Cuando llegué á la posta no encontré ya á los Vi-
llegas y preguntando á los indios postillones por ellos,
me contestaron que habían ido en busca de corderos y
del forraje que les había yo pedido, lo cual estaría muy
pronto reunido, pues, ya habían algo acoj)iado y me lo
enseñaron. Digan Udes. á sus patrones que voy á en-
— 48 —
centrar al Coronel con estos prisioneros y que á nuestra
vuelta que será dentro de una hora, es preciso que esté
todo pronto y me marché dejándolos asi engañados, hasta
Santiago de Cotagaita. Sabiendo en este punto que el
ejército había pasado á Tupiza, mandé el parte al General
de todo lo ocurrido juntamente con los 3 prisioneros,
pero, habiendo dejado al sargento Gómez á retaguardia
con dos hombres bien montados en observación del ene-
migo. Permanecí en dicho punto hasta después de puesto
el sol, en que llegó Gómez tiroteándose con los descubri-
dores enemigos. Pasé entonces el río y habiendo obser-
vado que ya se acercaba la vanguardia al cerrar la ora-
ción, continué mi marcha por el camino de Mochará
hasta Suipacha y dejando el de la posta, que viene por
Tupiza á mi derecha, pues, era ya preciso apurar el paso
pues, que podía ser cortada mi partida por este otro.
Al siguiente día como á las 12, llegué al pueblo de
Suipacha en donde encontré á los conductores del parte
y de los tres prisioneros con la contestación del General
avisándome que el regimiento de Dragones quedaría de
retaguardia en el pueblito de Moraya y que él conti-
nuaba hasta Humahuaca con el ejército á donde me di-
rigiría en su alcance, asi que el enemigo llegase á dicho
punto de Suipacha.
Impuesto de esta comunicación pasé á establecerme
á la otra banda del río, en Nazareno, mandando recono-
cer por ambos caminos hasta alguna distancia, por si
los enemigos se hubiesen aproximado y habiendo regre-
sado ambas descubiertas sin mas novedad que el aumento
de 5 hombres de los dispersos, descansamos allí toda la
noche.
Amanecido el siguiente día, mandé dos descubiertas
compuestas de un cabo y dos soldados cada una por
ambos caminos y con orden de avanzarse alguna distan-
cia con la mayor precaución y estar de regreso á las
10 del día con el parte, y después de ocupar un ingenio
colocado á orillas de la población y mandar desenfrenar
los caballos de la partida en un cerco que tenía éste, con
— 49 —
alguna alfalfa, procuré averiguar de los indios de la
casa, donde podría comprar un poco de cebada en grano
para mis caballos y habiéndome asegurado que solo en
el pueblo de Suipacha podría conseguirlo del alcalde,
que era el único que había reservado un poco, porque
el ejército había concluido lo que había, me resolví ir
en persona á buscarla porque de lo contrario se excusa-
ría el alcalde.
Mandé al valiente Gómez, me ensillara un hermoso
caballo tordillo que se me había proporcionado el día
anterior por bueno, aunque tenía el defecto de ser un
poco sillón; previniéndole que el superior caballo de re-
serva que me había dejado mi primo el mayor general
Díaz Velez al quedarme en la quebrada del Agua Ca-
liente, lo ensillara él. Asi que hubo ensillado dichos
caballos monté con él y pasamos á casa del dicho alcalde
que está en la otra banda del río, mientras regresaban
mis descubiertas en busca de la cebada; y no me costó
poco el conseguir apenas una arroba.
Como en esto se acercaba la hora en que debían
de regresar las descubiertas, nos volvimos á esperar-
las con la partida pronta, conduciendo Gómez la cebada
por delante. El río de Suipacha es bastante ancho y
muy explayado y no alcanza á cubrir el vaso de los
caballos en tiempo que no llueve: venían nuestros her-
mosos caballos chapaleando el agua por la playa, cuando
se me ocurre decir á Gómez: — «qué dirían nuestros ene-
migos si observasen estos hermosos caballos, juzgarían
sin duda, que toda mi partida está tan bien montada», — y
diciendo esto, cerré las espuelas á mi caballo para probar
su rienda, cuando volviéndolo sobre las patas observo
mas de 50 hombres de caballería que bajaban ya á la
playa, de galope. «Los enemigos», grité á Gómez y en-
derezamos á escape al Ingenio, dando voces de «á ca-
ballo». Paro á la puerta, gritando «salga esa partida»,
cuando en esto salen dos hombres á escape, diciendomé: —
«sálvese mi Mayor, que la partida ha ganado á pié por
los cercos», — y no habiendo otro remedio que cori-er, pues
— so-
la partida estaba ya encima, apretamos la carrera, que-
dando yo y Gómez atrás.
La mayor parte de la fuerza enemiga había entrado
al potrero donde estaba la partida y como 12 hombres
seguían en mi alcance, cuando se me desprende la cin-
cha y viendo que ya la jergas iban á salirseme por las
ancas, las agarré con una mano juntamente con una
maleta en que llevaba una muda de ropa y lo eché lodo
por delante. Como el caballo era sillón me valió mucho
para que el recado quedase á fuerza de ajpretar las piernas.
El capitán enemigo que me observa en este estado y con
ambas manos ocupadas con las jergas, la maleta de ropas
y la espada, se precipita en mi alcance, cuando al volver
por una curva de un callejón paro de golpe con Gómez,
y precipitándose éste sobre el capitán que venía adelante
lo derriba de una estocada; grito en seguida: «á la car-
ga», á los dos hombres que iban conmigo, y los enemigos
que ven á su capitán tendido á la salida del callejón
echan á correr. Entonces desmontándome de prisa di
un apretón á la cincha y alcanzando á uno de mis sol-
dados las jergas y la maleta, continuamos nuestra reti-
rada de carrera, pues, que se acercaban ya los enemigos
que se habían detenido en la casa.
Llegaron estos al lugar en que quedó medio muerto
el capitán y solo pasaron en nuestra persecución como
16 hombres, los que habiéndonos seguido como una legua
repechando la cuesta, regresaron.
Desde la altura de mi retirada, observé la llegada
de la vanguardia enemiga á Suipacha como á las 12 del
día, con cuyo motivo me fué preciso continuar acelera-
damente hasta Moraya para prevenir á los Dragones.
Asi que avisté el lugar en que estaban acampados y con
la caballada suelta, mandé tirar tres tiros consecutivos
para que sirviesen de aviso anticipado, en efecto, asi que
fueron oídos y nos vieron galopar asi al campamento,
gritándoles: «á caballo,» corrió todo el Cuerpo á tomarlos
al toque de generala. Dejé á Gómez en observación con
ios dos hombres y pasé yo á dar parle al Coronel de lo
í
r
— 51 ^
ocurrido para que continuara su retirada, pues, la van-
guardia quedaba ya pasando á Nazareno y era probable
que continuara por la noche.
Picado yo del mal coniportamiento de mi partida
de dispersos y seguro de que no podían haber sido to-
mados por cuanto alcanzaron á descubrirme desde la
playa del río, cuando me corrían los enemigos, le dije
al Coronel que yo regresaba á reunirlos y que le daría
parte de lo ocurrido: que la sorpresa que había recibido
en Suipacha fué precisamente dimanada de un descuido
de mis descubiertas, pues, los dos habían caido prisione-
ros y me regresé á donde había dejado á Gómez. En
el momento en que hube llegado, que serian como las 5
de la tarde, fui informado por éste, así como por seis
de los soldados que se le habían reunido, de que los
enemigos quedaban acampados en Nazareno y tenían una
gran partida de caballería avanzada como á la mitad de
la cuesta; agregándome los dispersos, que ninguno de nues-
tros soldados había caído prisionero, pues habían salvado
los que faltaban hacia la parte de Sococha, por los ce-
rros y dejando los más de ellos sus caballos ensillados;
que el motivo de no haber salido á reunírseme fué el de
haberse dormido, por cuya razón solo se despertaron á los
tiros que dispararon sobre mí, al llegar á la casa en que
estaban acampados y que en estas circunstancias no les
quedó otro medio qne correr á sus caballos, montar los
que pudieron y tratar de salvarse saltando el cerco á la
parte del cerro.
Impuesto por esta relación de la dirección que habían
tomado los hombres que faltaban, mandé al cabo con dos
hombres á reunirlos, ordenándole se dirigiera con ellos
á esperarme á la posta de la Quiaca al siguiente día. Ha-
biéndose marchado el cabo con los dos hombres, perma-
necí yo hasta después de puesto el sol, á cuya hora
habiéndoseme reunido dos hombres á pié, continué mi
retirada, en razón de haber notado que la fuerza enemiga
que estaba avanzada, se había puesto ya en marcha, con
CU) o motivo hice adelantar un hombre al alcance deJ
— 52 —
Coronel, comunicándole lo ocurrido y avisándole que al
siguiente día le daría alcance con toda la partida.
Continué, pues, mi marcha la mayor parte de la noche
y fui á situarme al lugar de Cuartos, que está unas cua-
tro leguas más allá del pueblo de Mojos y en donde prin-
cipia ya ei territorio argentino. Allí permanecí en vigi-
lancia hasta que amaneció, á cuya hora mandé avanzar
al sargento Gómez con dos hombres en descubierta, y
habiendo éste regresado como una hora después con la
noticia de venir ya en marcha una gruesa descubierta de
caballería enemiga, continué mi retirada hasta la posta
de la Quiaca, en donde encontré va al cabo con cinco
hombres que había reunido, faltándome dos hombres so-
lamente y siendo informado de que el regimiento de
Dragones había partido para Cangrejos después de salido
el sol, continué hasta alcanzarlo en dicho punto, como á
las dos y media de la tarde, pues, había parado el Coro-
nel para que comiese la tropa.
Díle parte al Coronel, que había dejado aproximán-
dose á Cuartos la descubierta de la vanguardia enemiga,
como á las 6 ó 7 de la mañana, es decir, como á doce
leguas de su campo; le entregué 15 hombres, de los cua-
les 11 habían sido reunidos por mí, y después de haber
comido con él, me puse en marcha para Humahuaca á
reunirme con el señor General en jefe, acompañado solo
por el valiente sargento Mariano Gómez que me servia
de ordenanza, y dejando al Coronel disponiéndose para
continuar su retirada.
Al siguiente día, caída ya la tarde, llegué al pueblo
de Humahuaca en donde encontré solo un cuerpo de in-
fantería que había dejado el General, para que se esta-
bleciera allí la vanguardia con el cuerpo de Dragones
que venía por detrás, habiendo él continuado con el resto
del ejército hasta Jujuy. Allí pasé hasta el siguiente día
en que continué mi marcha hasta Jujuy, donde alcanzé
al General al segundo día.
Impuesto el General de la continuación de la marcha
del enemigo y del número de fuerzas que venían á van-
j
— 53 —
guardia, resolvió hacer regresar al valiente sargento de
Tambo Nuevo, Gómez, con un oficial para el jefe de nues-
tra vanguardia, previniéndole que formados los cuerpos
de que ésta se componía, le permitiese á dicho sargento
apartar los hombres que él elija, y que dándole en se-
guida los mejores caballos, le deje marchar al encuentro
del enemigo.
Marchó, pues, Gómez con este pliego en el mismo
caballo blanco que le había dado el General el día ante-
rior á la batalla de Ayohuma, ó llevándolo de tiro, pues,
lo habla cuidado con el mayor esmero y lo conservaba
en el mejor estado de servicio.
La orden que llevaba Gómez del General, era la de
venir siempre al frente de la vanguardia enemiga y darle
partes consecutivos de sus movimientos y de su número,
para cuyo efecto le ordenó que escogiera de entre los
cuerpos de la vanguardia, todos los hombres que gusta-
se, tal era la confianza que le merecia este valiente jo-
ven, que no pasaba en aquella fecha, de 19 á 20 años.
Creo de justicia hacer aquí una relación de los ante-
cedentes de este valiente tucumano y de la inmerecida
muerte que le dio después el coronel Castro en Huma-
huaca, con sentimiento de todos sus jefes y oficiales.
Este valiente, nacido en la capilla de los Lules, á in-
mediaciones de la ciudad de Tucumán, marchó de soldado
voluntario al pasar la primera expedición con el repre-
sentante Castelli; y habiendo sido prisionero, creo en el
Desaguadero, llegó á ser ordenanza del coronel Castro, que
era entonces ó después, solo Comandante; y este jefe le
había tomado cariño por la fidelidad con que lo sirvió,
hasta que se acercaron á Tucumán el año 1812, en que
se pasó é incorporarse á nuestro ejército, pero sin llevar-
le cosa alguna á dicho jefe.
Marchó, pues, Gómez á Humahuaca y el jefe de la
vanguardia asi que recibió la comunicación del General,
mandó tocar llamada, y formados todos los cuerpos déla
plaza, le dijo á Gómez que eligiese los hombres que gus-
tase. Dio éste un ligero paseo por el frente del regi-
— 54 ~
miento de Dragones y escogió solo 12 hombres, sacando
por de contado, délos primeros, á sus dos valientes cora-
pañeros, sargentos también de Tambo Nuevo, Albarracín
y Zalazar, cordobeses. Instado por el jefe á que sacara
algunos otros más, contestó que eran sobrados, que más
hombres no podría mandar.
Se les facilitaron los mejores caballos y mandó encon
trar la vanguardia enemiga que se habia detenido en....
El resultado fué que desde allí vino siempre al frente
de la vanguardia enemiga que les arrebató de noche por
una ó dos veces, algunos caballos del campo, matando é
hiriendo algunos enemigos, hasta que muy cerca ya de
Humahuaca, se le antojó de tirotear á la vanguardia ene-
miga y se adelantó al pueblo con toda su partida.
Asi que hubo entrado á las calles, se dirigió con su
partida á casa de una vivandera cochabambina que es-
taba allí establecida con una pulperia, ordenó á Zalazar
ó Albarracín que continuasen andando hasta Uquía, que
allí los alcanzaría, y la partida marchó, quedando él
montado en su blanco á la puerta de la pulperia. Uquía
es un Pueblito que está como á legua y media de Hu-
mahuaca.
Se aproximaban ya los enemigos y queriendo mar-
charse Gómez, aquella maldita mujer lo detiene instán-
dolo á que se bajara á tomar un poco más de vino, pues,
ya había logrado hacerle tomar dos morrudos vasos, poco
antes á fuerza de instancias, y resistiéndose el sargento,
sale la mujer con otro vaso en la mano y le insta de
nuevo A que lo tome á su nombre, tomándole la rienda
del caballo. Gómez que estaba almorzando un pedazo de
carne asada sobre el caballo y que observó que los ene-
migos se aproximaban ya demasiado, tomó el vaso de
vino y picando el caballo salió de galope en alcance de
su partida, pero muy cargado ya con el vino que le ha-
bía hecho tomar aquella maldita mujer.
Como á media legua ó poco más del pueblo, hay
sobre la izquierda del camino, ó había en aquella fecha,
r
— 55 —
un gran perchel de alfalfa seca y al acercarse Goraez á
él, sintiéndose perdido ya de la cabeza, llega á él, se
desmonta de su caballo y se tiende con la rienda de la
mano y quédase dormido.
Entran los. enemigos á Humahuaca poco rato de
haber salido Gómez y al pasar los 50 hombres de que
se componía la descubierta hacia la plaza por la puerta
de la Cochabambina, sale ésta y le dice al oficial:— tAca-
ba de salir el sargento Gómez en este instante, sólito y
muy cargadito de vino que lo he largado». — Apenas el
oficial oyó esto, mandó galopar á su partida y corrió
con ella á su alcance hasta las Tres Cruces; es decir,
como una legua, sin haber observado el caballo de Gó-
mez al pasar; tales eran las ganas que llevaban todos
de agarrarlo.
Llegados al punto de las Tres Cruces y descubrien-
do desde allí á la partida de Gómez entrando ya á
üquia, hizo alto el capitán y se volvió rabiando contra
la cochabambina que lo había engañado, cuando á po-
co andar observan el caballo blanco y conociéndolo,
(porque Gómez siempre se les presentaba con él), gritan-
«allí está!», y corren á él mandando circular el perchel
que está en medio de un rastrojo. Bájase el capitán á
la puerta con pistola en mano y sus soldados con las
armas preparadas y lo encuentran dormido como un
tronco; le amarran las manos, le quitan el sable y el
puñal que tenía á su cinto y lo recuerdan después.
Cuando este bravo se vio amarrado y en poder de
sus enemigos que lo burlaban, diciendole: «escápate aho-
ra»; dicen que bramaba como un toro rabioso.
Salazar y Albarracín no habían descuidado ni olvi-
dado de su compañero y jefe, pues, había quedado uno
de ellos con dos hombres á esperarle un poco mas allá
de las Tres Cruces y habiendo observado la operación
de los enemigos y su regreso sin que Gómez llegara,
volvieron sobre la marcha en su busca, sobresaltados ya
por su jefe y compañero; cuando los enemigos regresa-
ban del perchel con el prisionero amarrado, fueron des-
— 56 —
cubiertos aquellos y perseguidos y supieron por las vo-
ces que les daban, la caída de su caudillo, asi como por
el caballo que conocieron al instante, montado por el
capitán de la partida. Dejemos á estos otros valientes
regresar ya desconsolados por la pérdida de su mas ca-
ro compañero, los cuales continuaron sin abandonar la
comisión de que estaban encargados y volvamos á se-
guirlo a este héroe, tanto más noble cuanto más humil-
de por su condición.
Presentado Gómez al coronel Castro, jefe de la van-
guardia, fué recibido con afabilidad por éste, pues, le
había tomado cariño realmente y le propuso dejarle li-
bre y regalarlo si quería volver á servirle con la misma
fidelidad con que antes de habérsele fugado: Gómez que
se conservaba como una fiera, aunque no tan cargado
ya de la cabeza, asi por el corto sueño que había echa-
do como que se había descargado con los esfuerzos de
su rabia de cuanto había sido la causa de verse en
aquel estado, contestóle: — clmposible que yo traicionara
la confianza de mi General y á mi patria, ni por todo
el oro del mundo; no digo por mi vida, que la despre-
cio».— En vano fueron las repetidas instancias y prome-
sas del Coronel para conquistar á este corazón noble á
la par de valiente: — «Imposible, para qué se cansa, mi
Coronel». — Era su contestación. «Si quiere conocerme,
mi Coronel, mándeme desatar las manos y. hágame en-
tregar el sable ¿Qué puede hacerle éste muchacho á tan-
tos que están á su presencia? Hágalo, por su vida, y sa-
brá entonces quien soy», — dijo por última vez.
Todos los presentes y el mismo Coronel, quedaron
conrñovidos de ver tanta valentía, y mandó éste que le
llevasen á la guardia y lo pusieran en capilla para fu-
silarlo al siguiente día. Gómez escuchó tranquilo esta
sentencia, siguió á sus conductores hasta la capilla y
habiéndole leído su sentencia de muerte por desertar al
enemigo; pidió lo dejasen descansar y durmió tranquilo,
aunque amarrado, un par de horas largas.
Asi que hubo despertado, se le presentó el capellán
r
'71.
(!S<'^^^<r¿^i4^
r
— 57 —
y se dispuso para morir. El Coronel no descuidó en
hacerle repetir sus ofrecimientos, á fln de que se pres-
tase á servirá la causa del Rey y volviera á sus servicios
de asistente, pero todo fué en vano.
Al siguiente día, estando los cuerpos de la vanguar-
dia formados en la plaza, fué conducido el desgraciado
y valiente Gómez hasta el patíbulo con todas las forma-
lidades de estilo, y antes de sentarlo en el banquillo
fatal, mandó el coronel Castro ofrecerle por última vez
su libertad bajo la expresada condición. Todos los jefes
se interesaban por salvar la vida á este valiente joven,
así fué que todos le instaron á que aceptase la oferta,
pero en vano. Contestó muy tranquilo: — «Entréguenme
mis armas y lárguenme en medio de este cuadro ¿qué
temen de un hombre solo? Asi les hará conocer cuan
imposible es que Gómez les sirva contra su patria». El
jefe que naandaba el cuadro, á instancia de los demás,
mandó suspender por un instante la ejecución mientras
ocurrieron al Coronel á suplicarle por la vida de este
valiente; mas el Coronel se denegó y mandó ejecutarlo.
Todo lo expuesto á este respecto, lo supimos por dos
hombres pasados á nuestro ejército después de la eje-
cución.
El señor General en jefe cuando lo supo, no pudo
menos que conmoverse. Igual efecto produjo en mi esta
noticia cuando la supe en Tucumán. á cuyo punto había
sido mandado por el señor General al siguiente día de
haber salido Gómez para Humahuaca, con el objeto de
formar un escuadrón de jóvenes voluntarios para su es-
colta; y como al tiempo de mi marcha hubiese recibido
aviso el General de (jue venía el coronel San Martín á
relevarle, fui también el conductor de un oficio para di-
cho General.
Al tercer día de mi salida de Jujuy, llegué á Tucu-
mán y entregué el pliego al gobierno, quien lo hizo pa-
sar en alcance del señor coronel San Martín hasta San-
tiago del Estero. Al siguiente día pasé yo á la campa-
ña en solicitud de hombres voluntarios, entre los cuales
— 58 —
no había media docena que pasaran de los 24 años de
edad.
A mí regreso había ya llegado el coronel San Mar-
tín con sus Granaderos y de Jujuy el teniente coronel de
Dragones Diego Balcarce con parte de su Cuerpo y
no recuerdo que otros regimientos más, y dicho jefe es-
taba ya en posesión del mando de dichas fuerzas; asi
fué que al siguiente día se previno á los Cuerpos en la
orden general, que para las 4 de la tarde presentase
cada uno en la calle de la Merced un número determi-
nado de hombres para que el jeíe separase de entre ellos
los que fuesen de su agrado, para remontar el cuerpo de
Granaderos á caballo.
El teniente coronel Balcarce, que hacia de jefe del
Estado Mayor, me ordenó que presentase yo 25 hombres
á la hora designada, sin que me sirviera para eximirme
el haberle manifestado yo que aquellos hombres eran
voluntarios para servir bajo mis órdenes en la escolta
del General en jefe y cuya fuerza no formaba aun cuer-
po alguno reconocido en el ejército. No hubo excusa,
se me ordenó los presentara.
Los cuerpos de nuestro ejército por no desprenderse
de los mejores soldados, llenaron el número con Jos
hombres de menos importancia, asi fué que cuando se
presentó el coronel San Martín á revisarlos, fueron po-
cos los que separó, pero habiendo llegado á los 25 que
yo presenté, los miró de un extremo á otro y mandó
que saliesen todos al frente y fueron destinados á Gra-
naderos, ordenándome en seguida que los restantes fue-
ran incorporados á mi compañía.
Debe advertirse que asi que llegué de la campaña
con los voluntarios, fui echo reconocer en la orden ge-
neral por Ayudante de campo del señor General en jefe
José de San Martín.
Habían pasado dos días de esta separación, cuando
viene el teniente 1° de mi compañía Felipe Heredia
á decirme que habían dado orden para disolver los vo-
luntarios, destinando 15 hombres á la artillería, 25 á
w
^^^^^^^^
- 59 —
Granaderos y el resto distribuido entre las compañías
del Cuerpo. Pasé inmediatamente á ver al General en
jefe y hacerle presente que aquellos hombres los había yo
reunido voluntarios por orden de su antecesor el general
Manuel Belgrano, para servir en su escolta bajo mis ór-
denes; y que distribuyéndolos en otros cuerpos, no solo
quedaba desacreditada mi palabra para otra vez que se
ofreciera, sino que aquellos hombres se irían, por cuanto
se habían prestado á seguirme bajo la condición ya
dicha.
El señor General en jefe me repuso: «¿Se queja Vd. de
que se disuelva su fuerza? ¿Cree Vd. que estando á mi lado
le faltará mejor acomodo? Deje Vd. que se cumpla lo
mandado, si se van algunos no importa». — «No me que-
jo de ninguna manera, mi General, de su mandato, le
contesté, pero me es sensible el inesperado engaño con
que he arrancado á estos jóvenes del lado de sus padres
para dejarlos ahora abandonados».
El escuadrón quedó disuelto y solo 18 hombres pu-
de conseguir quedasen en mi compañía, y á fé que fue-
ron los únicos que se conservaron sin desertar, pues, á
los pocos dias no quedó igual número en los otros cuer-
pos y demás compañías de Dragones.
Llegó luego el señor general Belgrano con los restos
del ejército y los entregó al señor San Martín, quien
ordenó concurriesen á su casa por las noches, todos los
jefes de los cuerpos, para uniformar las voces de mando.
El brigadier general Manuel Belgrano, después de ha-
ber entregado el mando del ejército al coronel San
Martín, dio el ejemplo de quedar bajo las órdenes de
éste, á la cabeza de su regimiento N° 1^, y concurría
como los demás jefes á casa del General en jefe á uni-
formar las voces de mando. En una de esas noches
intentó burlarse del general Belgrano el comandante en-
tonces del cuerpo de Cazadores Manuel Dorrego, á conse-
cuencia de haber repetido aquél la voz de mando que
dio el general San Martín; pero éste asi que notó la ri-
sa del comandante Dorrego, empuñó uno de los cándele-
— Bo-
ros que había en la m«sa, y dando en ella con él, dijo
á Dorrego, en alta voz: — «Señor Comandante, hemos ve-
nido aquí á uniformar las voces de mando y no á reír»;
— con lo que le impuso silencio.
No se si al siguiente día, salió el comandante Dorre-
go destinado por el General en jefe á Santiago. Pasados
algunos días, el general Belgrano obtuvo pasaporte y
partió para Buenos Aires y así que llegó á Santiago,
mandó Dorrego á felicitarlo con un loco vestido de briga-
dier, rasgo desgraciado del carácter de ese valiente jefe.
El ejército español, bajo las órdenes del general
Pezuela, había ya ocupado á Salta y Jujuy y el gober-
nador de la primera, general Martín Güemes le hos-
tilizaba fuertemente con sus milicias ó gauchos como él
les llamaba, hasta el extremo de sacarles arrastrados de
noche por las calles á muchos de sus centinelas, valién-
dose sus milicianos para esta operación, de sus lazos.
Se me pasaba decir que el mayor general Eustaquio
Díaz Velez, se retiró para Buenos Aires antes que el ge-
neral Manuel Belgrano, y el coronel mayor Francisco
Fernandez de la Cruz, que creo era entonces gobernador
de Tucumán, había sido nombrado Jefe de estado mavor
del ejército por el general en jefe José de San Martín.
Con el coronel San Martín, habían venido á Tucu-
mán á mas del regimiento de Granaderos á caballo, el
batallón N^ 7° de morenos y no sé si el N^ 3°, ello es
que el ejército había recibido un aumento considerable
de las tres armas y se disciplinaban los cuerpos con ac-
tividad, pero al poco tiempo de haber llegado dicho
Jefe tuvimos la desgracia de que se enfermara de
vómito de sangre; y le fué preciso mudar de clima
y pasar á la provincia de Mendoza, dejando el ejér-
cito bajo las órdenes del general y jefe de estado mayor
don Francisco Fernandez de la Cruz. El día de su par-
tida para Mendoza, me regaló el señor general San Mar-
tín una hermosa espada de su uso, con guarnición y
vaina de acero.
— 61 —
El general Cruz mandó avanzar una vanguardia al
río de las Conchas, bajo las órdenes del general Mar-
tin Güemes que era quien hostilizaba eficazmente al
ejército español que ocupaba Salta y Jujuy desde que
se retiró nuestro ejército y me tocó ir en ella con mi
regimiento de Dragones, á la cabeza de mi compañía,
pues no quise quedarme de ayudante.
A los pocos días de estar establecido en dicho pun-
to, resolvió el general Güemes mandar en persecución
de la división enemiga que había penetrado hasta el
río del Valle, tocándome ir de descubierta con una par-
tida de 20 Dragones de mi compañía.
La fuerza de nuestra vanguardia era compuesta de
una parte de nuestros Dragones, un escuadrón de Gra-
naderos, el batallón N® 7"* y mas de 200 gauchos.
La división enemiga que constaba de mas de 500
hombres de caballería é infantería, había emprendido
su retirada hacia el Campo Santo, así que comprendió
nuestro movimiento, llevándose arreados como 150 caba-
llos.- El general Güemes que era práctico de aquellos
lugares y los conocía á palmo, destinó una división por
el flanco izquierdo del enemigo, con el objeto de ade-
lantársele y ocupar un desfiladero por donde debía pre-
cisamente pasar y en la cual ocupaba yo la vanguardia
con mis 20 Dragones y unos 10 gauchos prácticos.
Iba yo aproximándome al lugar destinado por entre
un bosque bien espeso de árboles, cuando somos descu-
biertos por los espías que el enemigo llevaba á su flan-
co, á causa de habérsele disparado la tercerola á uno
de nuestros gauchos. Así que apercibía unos pocos in-
fantes que el enemigo destinó á descubrir el bosque
mandé disparar unos 8 tiros sobre ellos, y en seguida,
como incomodado por esta descarga, digo en alta voz: —
«\o hay que tirar un tiro. Escuadrones, al trote á ga-
narles el desfiladero». — A estas voces, los enemigos que
n:> podían descubrir nuestras fuerzas y sintieron el ga-
lope de mi partida, precipítanse al desfiladero que em-
pezaban ya á pasar y abandonar la caballada y unas 4
- 02 -
cargas que arreaban con ella, al cuidado de ^\ rota-
guardia. Esta que sola se componía de 40 hombres y
se vio muy luego acometida por n)is 30 Dragones; echó
á un lado la caballada y las cargas y se precipitó tam-
bién al desfiladero, por cuyo medio vine yo á quedar
dueño de todos los caballos que llevaban y de dos car-
gas, que contenían 40 fusiles y tercerolas descompuestas;
y dos de pólvora y cartuchos estropeados. Los pei'seguí
en todo el desfiladero, logrando matarles tres hombres y
tomarles dos prisioneros y regresó con mi presa á in-
corporarme con el general Güemes, á quien encontré ya
muy inmediato.
Como este encuentro con el enemigo fué al ponerse
ya el sol, y nos hallásemos no muy distantes del Campo
Santo donde era de presumir tendrían fuerzas apostadas,
resolvió el General no perseguirlos hasta el siguiente
día y mandando unos milicianos en observación, acam-
pamos en una estancia inmediata.
Como los gauchos de Salta eran frenéticos por su
general Güemes y en extremo entusiastas, les habían
hostilizado de tal manera á los españoles que acampa-
ban dicna ciudad, que tuvieron que abandonarla reple-
gándose sobre Jiyuy, cuyo parte recibido esa noche por
el General, lo decidió á continuar la persecución al día
siguiente, pues se tenían ya antecedentes de que habían
empezado á retirarse de esta última ciudad algunos
cuerpos.
Amanecido el siguiente día recibió el General un
parte de sus hombres descubridores, de haber pasado la
división enemiga sin detenerse en el Campo Santo. Dio
parte el General de estos últimos movimientos del ene-
migo, asi como de su determinación de aproximarse á
Jujuy con la vanguardia y todas las milicias de Salta,
de haber evacuado aquella ciudad el ejército enemigo
en la mañana de ese día, y de haberle tomado tres hom-
bres prisioneros al Cuerpo que cubría su retaguardia,
en una carga repentina que ejecutó uno de sus escua-
drones momentos después de haber abandonado el pueblo.
— 03
■
Acamparaos esa tarde, al ponerse el sol, como á dos
leguas de la ciudad y en la mañana siguiente la ocupa-
mos. Los enemigos continuaron su marcha sin precipi-
tarse, asi por que nuestra vanguardia no era bastante
fuerte para perseguirlos, como por las ventajas que les
proporcionaba la quebrada, aun cuando tuviéramos ma-
yor fuerza de la que en realidad teníamos.
Se contentó pues, el General, con mandar seguir al-
gunos escuadrones de milicias, para que molestasen la
retaguardia del enemigo, mientras se proveía de heiTa-
jes á nuestra caballería y de todo lo preciso para con-
tinuar la marcha de una vanguardia.
A los tres días después de nuestra retirada á Jujuy,
me mandó el general Güemes adelantarme con 26 hom-
bres de mi compañía en alcance del enemigo, con orden
de seguirle observando hasta la Quiaca ó Yavi, dándole
todos los avisos que merecieran su conocimiento y pro-
metiéndome que al segundo día saldría una fuerza á es-
tablecerse en Iluraahuaca. Marché pues con mi partida,
y al concluir el segundo día alcancé al cuerpo de mili-
cias que había seguido la marcha del enemigo, en la
boca de la quebrada de Pulmamarca, cuyo jefe me im-
puso de hallarse la retaguardia enemiga en Tilcara ú
Hornillos, que está á pocas leguas mas adelante; y que
él se quedaba allí por orden del General, con el fin de
cubrir el camino que sale por dicha quebrada para Ca-
savindo y campos del Marqués de Yavi.
Pasé la noche en dicha quebrada, acompañado del
Comandante y habiendo marchado al siguiente día, fui
á alcanzar la retaguardia enemiga, pasando la posta de
Huacalera; tuve un pequeño tiroteo con la guardia de
prevención que cubría la retaguardia del Cuerpo, y los
seguí observando á distancia, hasta que acamparon en
üquía y me regresé á Huacalera que dista tres leguas.
Asi continué en este orden siguiendo la retirada del
ejército enemigo y llevando á la vista su retaguardia,
por siete ú ocho días, hasta la Quiaca y asi que pasó
el ejército en dirección á Suipacha, yo me fui á estable-
— 64 —
cer en Yavi, en cuyo punto recibí aviso el tercer día de
haberse establecido ya en Hunnahuaca nuestra van-
guardia.
El ejército enemigo hizo alto en Tupiza y Suipacha,
V había mandado una división como de 500 á 600 hom-
bres á Tarija, á las órdenes del coronel Vigil; cuando
al cuarto ó quinto día de estar yo en Javi se me apa-
rece una fuerza como de 40 hombres de caballería,
y de igual ó mayor número de infantería. Asi que los
descubrí á la distancia, monté á caballo y emprendí
mi retirada hasta salir al campo. Los enemigos que me
observaron apuraron su paso por las alturas, en mi al-
cance, y como sus soldados de á pié andaban más que
unos gamos porque eran naturales del Perú, muy pronto
rompieron sus fuegos sobre nosotros que continuábamos
retirándonos sin contestarlos y aparentando ya desorde-
narnos.
Como mi objeto era evadirme de aquel terreno on-
dulado en que está colocado el establecimiento de Yavi,
así para evitar el ser encerrado en ella por una nue-
va fuerza, como para sacar al llano á la que me per-
seguía, mandé á mis soldados correr en aparente disper-
sión hacia la llanura, pero muy atentos á mi voz para
contramarchar reunidos asi que la diera. En efecto, así
que los enemigos observaron que mis soldados empeza-
ban á perder su formación apuraban el paso á galope ten-
dido, cuando se precipita sobre nosotros el oficial que los
mandaba, á la cabeza de sus 40 caballos y corriendo al
mismo tiempo sus infantes por una altura de nuestra
derecha.
Se practicaba este movimiento calculado, precisamente
en el momento de salir á la llanura y como los infantes
que venían por las alturas descubrieron que no teníamos
en ella protección, no tuvieron embarazo en continuar su
persecución con casi triple fuerza; asi fué que cuando los
hube alejado un poco de las alturas, que les eran ven-
tajosas, mandé en alta voz volver caras á mis 30 Drago-
nes y me precipité sobre la caballería que nos seguía de
J
r
- 65 -
Cérea, la cual sorprendida por este ataque inesperado, dio
vuelta y se puso en fuga, lo que por este naedio pude
acuchillarlos hasta que ganaron las alturas protegidos
por los fuegos de su infantería, logrando acuchillarles
muchos hombres, matarles 2, y tomarles 5 prisioneros y
unas cuantas armas, y sin otra pérdida por mi parte
que la de dos hombres heridos de bala y uno de sable.
Los enemigos retrocedieron á Yavi y yo me reple-
gué á la posta de Cangrejos, distante 8 leguas, donde per-
manecí establecido por muchos días, variando de posi»
ción todas las noches para evitar una sorpresa.
Mientras tanto había llegado el general José Ron-
deau con el ejército á Jujuy en el mes de diciembre del
año 1814, pues se había recibido del mando en Tucumán,
cuando nuestra vanguardia se hallaba en Conchas, y
después de efectuada la revolución contra el general Al-
vear que venía á relevarlo, había mandado a¡ general
Martin Rodríguez á Humahuaca á tomar el mando de la
vanguardia.
A los muchos días de estar yo establecido en Can-
grejos, se presentó el capitán Alejandro Heredia que
era más antiguo que yo, á tomar el mando de las avan-
zadas, y trayendo á sus órdenes 100 hombres de Drago-
nes y Granaderos, y pasé con él á Yavi que fué abando-
nado á nuestra aparición por los enemigos que se habían
batido conmigo días antes.
Establecido en este punto, mandó *el capitán Heredia
una avanzada de diez Granaderos á establecerse en la
posta de. la Quiaca, bajo las órdenes de el entonces te-
niente Miguel Caxaraville, que después fué uno de los
valientes que salvaron á Chile, bajo las órdenes del
inmortal general San Martín. A los dos días de estar
establecida dicha avanzada en la Quiaca, recibe He-
redia á las 10 de la noche el parte de uno de nuestros
bomberos, de haberse movido al anochecer desde Suipa-
cha, una columna que mandaba en jefe .el coronel Mar-
quiegui, en dirección á la Quiaca, y me manda montar á
taballo con 20 Dragones é irme á poner á la cabeza de
5
-^ 66 —
la avanzada que mandaba Caxaraville, lo que ejecuté en
el acto y llegué á las 12 de la noche.
Caxaraville tenia un Cabo y dos Granaderos avanzados
en Cuartos, con 4 indios, lugar inmediato entre la Quiaca
y Mojos, que dista 8 leguas.
Los enemigos habiendo sorprendido dicha avanzada
y tomándole el camino por donde debía reunirsenos;
pero el cabo se salió de los enemigos aunque sin reunir-
senos y nos adelantó un parte que llegó á la madrugada,
yo mandé montar en el acto á mis 20 Dragones y sali á
i^econocer al enemigo ordenando á Caxaraville que man-
dase arrimar las cabalgaduras de sus 7 Granaderos y
montase á caballo. Cuando sali al alto que está al
frente de la posta ya alboreaba, y encontré la columna
enemiga sobre nosotros, retrocedí á activar el ensillo de
los caballos de Caxaraville y los enemigos que descen-
dieron en seguida de la altura disolvieron nuestra pe-
queña fuerza, se precipitaron por derecha é izquierda
circundándonos y tomándonos el camino.
En estas circunstancias mandé al Dragón mejor mon-
tado que atropellase por entre los enemigos, con el aviso
al capitán Heredia para que se pusiera en salvo, pues
no tenía más que setenta y tantos hombres. Los 200
hombres de caballería, nos formaron calle y los 400
cazadores nos confundieron con sus fuegos por la espal-
da. En este orden sostuve mi retirada hasta el lugar
de Básicos distante 4 leguas, rechazando cuantas cargas
me daba el coronel Marquiegui que me ofrecía á nom-
bre del Rey hacerme coronel si me pasaba. En estas
circunstancias iba yo solo á retaguardia de mi fuerza
burlándolos por la mala dirección de sus fuegos, pues
solo habían acertado á herirme dos soldados y tomarme
5 prisioneros de los que venían mal montados, en los
diferentes zanjones y barrancas que tuvieron que atrave-
sar, cuando recibió mi caballo un balazo y cayó muerto:
grito «alto» á mi tropa y mando dar frente al ene-
migo. El teniente de Dragones Mariano García que
iba con ella, deja la tropa al cargo de Caxaraville y
r
- 67 -
corre con dos Dragones á salvarme: mientras tanto descen-
sillando yo mi caballo bajo los fuegos del enemigo, salvé
mi apero de montar y subiendo en el caballo de uno
de los Dragones continué mi retirada.
Los enemigos se contentaron con llegar hasta mi
caballo, cortarle las 4 patas y llevarlas de trofeo. A las
ires ó cuatro horas me encontré con el ayudante de
Granaderos á caballo Luis Pereyra, que iba de par-
lamento al campo enemigo, mandado por el general
José Rondeau, el cual había oído el continuado fuego del
enemigo, desde 6 leguas antes de encontrarme y llegó
á la Quiaca con los ojos vendados, en el momento en
que acababan de llegar allí los enemigos. A su regreso
contó al General y á todo el ejército los elojios que le ha-
bía hecho el brigadier Alvarez de mi retirada; lo enseñó
la fuerza con que me había perseguido por tres horas,
sin haberles sido posible desordenarme, agregando á
presencia de su misma tropa, que ni el ejército del Rey,
ni el de la Patria tenían un oficial como yo. Este es
un hecho público, que lo supo todo el ejército y ni yo
conocía entonces al general Rondean, ni el á mi: pues yo
me hallaba á vanguardia cuando él se recibió del mando
del ejército.
Habiendo regresado hasta Humahuaca donde estaba
nuestra vanguardia bajo las órdenes del general Mar-
tin Rodríguez volví á salir para la Rinconada, con
el sargento mayor José María Pérez de Urdininea y
el entonces capitán Manuel Escalada (que fué también
después uno de los valientes jefes que dieron la liber-
tad á Chile, bajo las órdenes del general San Martin),
con una fuerza de 150 hombres compuesta de 30 ca-
zadores y el resto de Dragones, estos mandados por
mi y aquellos por Escalada. Nos hallábamos estable-
cidos en dicho punto cuando aparece, no recuerdo á los
cuantos días, una fuerza enemiga de 200 infantes y 50
hombres de caballería. El mayor Urdininea me manda
•etirarme con toda la fuerza por entre los cerros en que
está situado el pueblo de la Rinconada, hacia la parte
— 68 -
despoblada de Talina, quedándose él con una partida
como de 20 Dragones, con el objeto de reconocer el te-
rreno que descendía por nuestra izquierda hacia los cam-
pos del Marques de Yavi, pues la Rinconada está situada
bien al oeste del camino de postas y en los confines del
territorio de Salta con el de Bolivia.
Emprendí, pues, mi retirada como á las 8 de la ma-
ñana, cuando á eso de las 10 (esto fué creo en los últi-
mos días de enero del año 15 6 principios de febrero)
nos dá alcance la fuerza enemiga en los cerros de Yucas.
Detengo mi marcha en la cima de este cerro y es-
pero al enemigo aunque con mis caballos bastantes can-
sados, colocando al capitán Escalada con sus 30 caza-
dores en mi izquierda. Los enemigos no atreviéndose á
atacarme subiendo á la altura que yo ocupaba, desfilan
con la presteza de uno gamos y ocupan otro cerro colo-
cado á mi derecha y que dominaba mi posición, pero
separados ambos por una angosta quebrada, y empieza
el fuego por una y otra parte con encarnizamiento.
Varias veces los enemigos intentaron acometerme á la
altura que ocupaba, pero fueron rechazados.
Nos habíamos batido á escopetazos de cerro á cerro
como una hora, pues ambas alturas estaban á tiro de
fusil, cuando se nos concluyen las municiones á unos y
otros, y descienden los enemigos á la quebrada para ata-
carnos á la bayoneta, fiados en su mayor número. Así
que advertí este movimiento y empezaban á subir el
cerro que yo ocupaba, mando echar pié á tierra á mis
Dragones, formándolos en batalla, los proclamo para re-
cibir á los infantes enemigos que debían llegar cansados;
cuando en este momento recibo orden del mayor Urdi-
ninea para retirarme al otro lado de una aañada en cuya
opuesta altura me esperaba él para protegerme con su
partida y algunos indios. Asi que recibí esta orden me
fué preciso obedecer; mandé montar á caballo á mis Dra-
gones y descendí á la parte opuesta del morro, los ene-
migos que venían subiendo formados con dificultad, asi
que nos vieron montar á caballo y descender á la parte
— 69 -
opuesta dieron un grito de victoria; pero yo que conocía
que tardaríamos mucho mas en bajar aquel cerro en
nuestros caballos cansados, que los enemigos en bayone-
tarnos por la espalda, separé 25 Dragones de lo mejor
montados y volviendo con ellos por la derecha, en con-
torno del morro los acometí repentinamente por la de-
recha á tiempo que ellos asomaban cansados á la cima y
los puse en desorden acuchillándolos sin descanso. Al dar
yo esta vuelta me había observado el capitán Escalada,
que era un valiente y contramarchado con sus cazado-
res. Asi fué que al descubrir éste que los había yo en-
vuelto y hecho retroceder con mi repentina carga, se pre-
cipitó sobre ellos y los pusimos en completa fuga y los
perseguimos mas de una legua, hasta que mandé hacer
alto y toqué reunión. Por de contado que asi que yo
regresé sobre el enemigo con los 25 hombres, regresaron
todos los Dragones que no tenían sus caballos entera-
mente cansados.
Estaba el capitán Escalada tan entusiasmado que
quería los persiguiésemos hasta Lima si preciso fuese,
mas yo que sabía que por el camino de postas habían
fuerzas enemigas, ya á nuestra retaguardia, no quise y
regresamos conduciendo 30 prisioneros incluso dos ó tres
oficiales, mas de 40 fusiles y dejando en el cerro por
donde los perseguimos treinta y tantos muertos, incluso
un Capitán, y sin haber tenido mas desgracia por nuestra
parte que la de 4 ó 5 hombres heridos.
Como nuestras cabalgaduras estaban en extremo
estropeadas y mucho mas con la persecución que acabá-
bamos de hacer al enemigo, nos fué preciso asi que nos
reunimos al mayor Urdininea, continuar nuestra retirada
por toda la noche, pues temíamos que una mayor fuerza
enemiga que Iftibía llegado á Talina ese día, se hubiese
puesto en marcha sobre nosotros, así que llegaron á ella
los primeros dispersos de Yucas y en [todo el camino
fuimos dejando caballos cansados. En esa noche tuvimos
la noticia por unos indios de haber tomado prisionero
el general Olañeta el General jefe de nuestra vanguar-
— 70 —
día Martín Rodríguez en el Tejar, es decir como á
20 leguas á retaguardia de los cerros de Yuca con
cuyo motivo nos fué preciso recostarnos mas á la de-
recha y tomar por la travesía de salinas á Casavindo,
donde llegamos casi todos á pié al anochecer del si-
guiente día, sin haber tenido un momento de descanso.
Pasamos allí algunas horas mientras comió la tropa
y se curaron los heridos, asi los enemigos como los
nuestros, y luego continuamos nuestra retirada por la
quebrada de Pulmaraarca hasta Huacalera, donde encon-
tramos al señor general Rondeau y vine recien á cono-
cerle, creo á los 5 días después de nuestro triunfo y
prisión del general Rodríguez. Pasados algunos días
después de este acontecimiento, marchó el general Mar-
tin Güemes hasta Yavi al mando de nuestra vanguar-
dia, en la que iban los Granaderos á caballo, parte
del Regimiento de Dragones en que fui yo también y el
batallón N*' 7. Allí estuvimos establecidos algún tiempo,
cuando se aproximó la vanguardia enemiga y llegó re-
pentinamente hasta la Quiaca como á las 9 de la noche,
con 1500 hombres de las tres armas.
Asi que el general Güemes fué informado pocos
momentos después de dicha novedad por el oficial que
cubría aquel punto, tuvo que disponer precipitadamente
su retirada; para cuyo efecto me hizo salir en el acto
con 25 Dragones de mi compañía, en observación del
enemigo, con orden de dirigirle mis avisos momentáneos
por el camino de la costa de Cholacos que era preciso
tomara con la vanguardia para no exponerse á un en-
cuentro. Según recuerdo, tuvo lugar dicho movimiento
del enemigo días después de haber vuelto el general
Rodríguez á nuestro ejército con pasaporte del general
Pezuela. •
Marché, pues, en el acto á la Quiaca echando por
delante mis observadores de á pié, acompañados de un
cabo y do 4 soldados de confianza. Asi que me hube
aproximado y tuve aviso de que estaba acampada toda
la fuerza, mandé por derecha é izquierda dos partidas
— 71 —
de 6 hombres al cargo de ua ottcial y ua sarjenfo, y
yo seguí coa el resto por el frente. Era de noche como
he dicho. Las partidas llevaban orden de aproximarse
cuanto pudiesen al campo enemigo y á la señal de dos
tiros consecutivos que yo dispararía, romper el fuego
sobre el campo enemigo, dando voces de ataque, correr
después de alarmado éste á reunírseme en el campo
que les señalé á la parte del' camino de postas.
Asi que alcancé á percibir la voz de los centinelas
enemigos que pasaban la palabra, dispersé un poco mis
13 hombres y me avancé con precaución hasta recibir
el quien vive! de un centinela á quien contesté con dos
tiros indicados, y cargando á la voz de d degüello! sobre
el retén que tenía á mi frente, asi que mis dos partidas
rompieron sus fuegos con voces de ataque. Logré asi
alarmar el campo enemigo, el cual contestó con descar-
gas de sus guardias á los fuegos de mis dos partidas y
después de haber sableado algunos soldados del retén
enemigo que corrió hasta el puesto que ocupaba su prin-
cipal guardia (la cual me recibió con una descarga), corrí
al punto de reunión señalado, llevando dos hombres he-
ridos levemente. Al reunírseme las partidas, sentí toda-
vía algunas descargas de los enemigos, que solo logra-
ron dañarse asi mismo, según me dijo al siguiente día
uno de nuestros soldados prisioneros en Ayohuma, que
logró escapar esa noche.
A pocos instantes de haberse reunido las partidas,
sentí que se aproximaba alguna caballería, me retiré
hasta Cangrejillos, mandando parte al general Güemes
de todo lo ocurrido. Alli permanecí en vela el resto de
la noche: y notando después que amaneció, que el enemi-
go movía "su campo en mi dirección y que muchos de
mis soldados á lo mas estaban muy mal montados, los
despaché k todos con el teniente García (Mariano) y
me quedé yo con 4 soldados bien montados en obser-
vación.
Serian las 10 de la mañana cuando apareció una
fuerza de caballería enemiga como de 100 hombros, des-
- 72 —
«
cubriendo yo desde una altura, que la seguia la columna
r
á poca distancia, empecé á retirarme, tiroteando á la
partida que venia de descubierta, en circunstancias que
empezaba á llover con abundancia. El campo de Can-
grejillos está situado en una hondura que forman unos pe-
queños cerros; y asi que los enemigos ocupaban la altura
que yo dejaba para atravesarlo y no vieron en todo él
mas fuerza que me protegiera, cargando sobre mi, á pesar
de la abundante lluvia que caía. Yo corrí hasta la altura
opuesta en que hice alto y eché pié á tierra para hacer-
les creer que estaba alíi nuestra fuerza. La caballería
que me perseguía paró, y mandó unos pocos hombres á
un cerro que estaba á la derecha y que dominaba la
posición que yo ocupaba. Mientras estos hombres subían,
bajaba ya toda la columna al campo sin que el agua
dejase de caer á torrentes. Observando yo que acampa-
ban, así que descubrieron que no teníamos fuerzas en las
inmediaciones, continué mi retirada; habiendo parado el
agua á poco rato, eché pié á tierra en la pampa que
sigue hasta la posta de Cangrejos, que dista como legua
y media ó dos.
No bien habíamos acabado de desmontar cuando me
grita el cabo: — «Mi Mayor, los enemigos». — Vuelvo la vis-
ta y viendo que venían á escape sobre nosotros como 100
hombres, mandé montar precipitadamente y echamos á
correr hacia un cenegal que hay al frente de Cangrejos,
cuya parte está colocada en una rinconada, á la dere-
cha, que despunta dicho cenegal; muy persuadido yo de
que la partida mal montada, que había mandado ade-
lantarse esa mañana, estaría ya en salvo.
Como los enemigos no daban caza ya, no trepidé en
atravesar aquel ciénego que era muy pantanoso. Al en-
trar en él empantanóse uno de mis soldados y cae del
caballo, quedando éste tendido en el fango: me aproximo
al soldado y mándele montar en ancas del mío, sufrien-
do ya los tiros enemigos y empieza mi caballo á dar cor-
cobos en medio del ciénego al sentir las espuelas del
soldado.
r
— 73 —
En tales circunstancias observo á mí partida, á la
que creía ya en salvo, que salía recien de la posta, an-
eando sus caballos la mayor parte de los soldados. Al
íin apurando el mío, logró salir á saltos de aquel
fango y corriendo hacia la partida, le mandé abandonar
los caballos aneados y correr á pasar el río Colorado,
que se encuentra á poca distancia. Me quedé con mis
cuatro hombres y seis ó siete más, que iban montados
y con el teniente García, á tirotear á los pocos hombres
que me habían perseguido sin atreverse á pasar el cié-
nago para dar tiempo á que salvasen el río los hom-
bres de á pié. Pude practicar esta operación porque
la mayor parte de la caballería que me perseguía se
había dirigido á despuntar el cenegal por la posta, en
alcance de la partida que había visto salir de ella á pié.
Lo despuntaron y se nos acercaron haciendo fuego
sobre nosotros; yo seguía mi retirada tiroteándolos tam-
bién, pero al llegar al río veo á mis hombres de á pié
detenidos por estar el río muy crecido con la avenida
de los cerros ocasionada por la lluvia. Los enemigos
se precipitan sobre nosotros y tenernos que tirarnos al
río, tomando por la mano á los de á pié que pudieran
agarrar, hasta ponerlos en el otro lado.
La mayor parte de los enemigos quedaron en la otra
banda con los 9 hombres que me tomaron y solo pasa-
ron como 30 hombres, siguiendo desordenadamente nues-
tro alcance, cuando volví repentinamente con los 12 hom-
bres quo me acompañaban montados, incluso el Teniente,
y cargué sobre los que venían mas inmediatos y los
cuales volvieron caras: los demás que se habían detenido
á tomar los 5 hombres que habíamos hecho pasar el río,
siguieron su ejemplo y se tiraron al río, abandonando
aquellos prisioneros.
Contribuyó también á esta fuga de los enemigos y á
que no nos persiguieran más toda la caballería de su
vanguardia, el haber yo llegado, al toque de generala,
que se oyó mas acá de la posta de Colorado. La había
mandado tocar el jefe de uno de nuestros batallones.
— 74 —
que iba á incorporarse á niiestr^f vanguardia desde que
sintió las descargas que me hicieron y recibió también
el parte que yo había mandado, de ir perseguido por
toda la vanguardia enemiga y de retirarse la nuestra
por el camino de hacia la posta de la Cueva.
Continué, pues, mi retirada en circunstancias de
ponerse ya el soL Llegué á Colorados muy cerrada la
noche y encontré que el dicho batallón había retrocedi-
do, abandonando algunas tiendas de campaña y unas
cuantas ollas de rancho, porque las bestias que las de-
bían conducir, estaban cansadas. Mandé cargar todo en
dos cabalgaduras de mi partida y me retiré. Allí fué
donde se me incorporó el indicado soldado que escapó
del enemigo en la noche anterior. .
Al siguiente día me reuní en La Cueva, con nues-
tra vanguardia; y la enemiga permaneció en Cangrejos,
dos días creo y luego pasó al puesto del Marqués de
Yavi.
En estas circunstancias se movió el señor general
Rondeau con nuestro ejército desde Huacalera su cuar-
tel general, no recuerdo si marchando él por la quebra-
da de Pulmamarca y el Jefe del Estado mayor general
Francisco Fernandez de la Cruz, se puso á la cabeza de
la vanguardia y marchamos sobre el enemigo; á conse-
cuencia del regreso del general Martín Rodríguez. A
los pocos días de nuestra marcha atacamos la vanguar-
dia enemiga, con la nuestra, casi al anochecer y fué
aquella batida con bastante pérdida y perseguida hasta
muy cerrada ya la noche y en la cual se nos reunió
nuestro ejército.
El general Pezuela, que se había ya movido sobre
el nuestro, á consecuencia de no sé qué esperanza que
le hizo ver el general Rodríguez, cuando obtuvo su pa-
saporte, se hallaba creo en la Quiaca, cuando la derrota
de su vanguardia en el Puesto le obligó á retirarse con
precipitación, sabiendo que todo nuestro ejército le se-
guía. Dicha batalla fué el 17 de abril de 1815.
Al siguiente día muy temprano, continuó nuestro
— 75 —
ejército la persecución del enemigo concentrado ya y
sabiendo por la tarde la retirada del ejército enemigo,
nuestro General, continuó sin detenerse no recuerdo si
hasta el pueblo de Mojo. Lo cierto fué que destinó
al general Martín Rodriguez con el núm. 7, parte del
Regimiento de Dragones, el de Granaderos á caballo y
DO sé si dos piezas de artillería, á interponerse por el
camino de Mochará entre el ejército del general Pezuela
y la división del coronel Lavin, que se retiraba de Ta-
rija con el objeto de batirla.
Ya tarde de la noche, rae parece que del siguiente
día, acampamos bastante desordenados por la larga mar-
cha y por el tormento de la sed, precisamente á cuatro
ó seis cuadras antes de llegar á la punta del camino
que traía la división de Lavin, á la que íbamos empe-
ñados en tomar. Cansada la tropa se durmió á pierna
suelta y los enemigos pasaron de largo sin ser sentidos,
antes de amanecer, como lo confesaron después los pri-
sioneros de que hablaré más adelante.
Al aclarar el día, se avistaron hombres armados de
infantería á vanguardia y se alarma nuestro campo. El
general Rodriguez entonces me manda montar á caballo
con 8 Dragones, un cabo y un sargento, para reconocer-
los: voy y encuentro que eran soldados nuestros de los
muchos que se habían dispersado esa noche, los mando al
campo y siguiendo un poco más adelante me encuentro
con el camino por donde acababa de pasar la dicha
división; sigo sus huellas frescas hasta distancia como
de más de una legua, en donde descubrí almorzando en
una altura la retaguardia del enemigo, compuesta de
80 infantes montados.
En el acto de descubrir esta fuerza, mando un Dra-
gón con el parte al General, pidiéndole 35 Dragones
para atacarla. Asi que los enemigos vieron volver de
galope al Dragón, principiaron á montar á caballo para
retirax^se. Entonces dirigiéndome á mis nueve hombres
les digo: «Sería una vergüenza para unos valientes, el que
perásemos ayuda para acuchillar á estos cobardes» — y
\
— 76 —
habiéndome contestado— «Vamos sobre ellos mi Mayor,
cuando guste»— mandé carabina á la espalda y sable á
la mano y marché por delante repechando la loma y
dando en seguida las voces de trote, galope y á de-
güello.
Los enemigos al empezar nuestro trote se echaron
los fusiles á la cara esperándonos formados y á caballo
y cuando mandé a degüello hicieron su descarga y vol-
vieron caras al mismo tiempo, viendo que ella no nos
contenía. Los perseguí como media legua y regresé con
21 prisioneros incluso un oficial, 84 fusiles, dos cargas
de equipajes y algunos caballos ensillados, dejando 23 ó
24 hombres muertos.
Habiendo bajado la loma en que fué el ataque, abrí
las dos cargas de equipaje y distribuí la ropa entre los
soldados, con más de cien y taijtos ps. fuertes que encon-
tré en el equipaje, de los cuales di 10 á cada uno de
los soldados^ 12 al cabo y 14 al sargento, tomándome
yo 30.
Después de esta operación que fué muy breve, mar-
ché en retirada con los prisioneros y mi partida, carga-
dos de fusiles, pues se tomaron dos cargas con 40 fusiles
descompuestos y el resto era de los prisioneros y muer-
tos; sin haber tenido por mi parte más que un soldado
herido.
Habíamos andado diez cuadras cuando descubrí al
mayor graduado Manuel Escalada, que venia al galope
con 25 Granaderos en mi auxilio. Nos encontramos y
regresé con él.
El parte lo pasó el general Rodríguez al General en
jefe, pero desfigurando el hecho; pues decía que habiendo
mandado á los sargentos mayores La Madrid y Escalada,
con una división, á observar á la columna enemiga,
habíamos alcanzado su retaguardia y obtenido la venta-
ja que dejo detallada. Este parte que se dio en la orden
general del ejército en Tupiza, fué celebrado allí con
músicas y dianas, pero por el mismo conductor de él,
al cuartel general, varios individuos del ejército, reci-
r
~ 77 —
bieron cartas de oficiales y soldados de los cuerpos que
estaban con el general Rodríguez, en las que les comu-
nicaban la realidad del suceso; esto es, haber sido yo
solo quien había obtenido aquella ventaja y no con una
división, sino con 9 Dragones solamente. Sin embargo el
parte no fué remitido á Buenos Aires, como no sé había
remitido tampoco el triunfo de la Rinconada, ni el de
la Quiaca.
¡Oh valiente Mayor, como vá! — fué el único agasajo
con que el general Rondeau, me recibió, al presentár-
mele en Tupiza, después de dicho encuentro, pues habia
yo pedido licencia al general Martín Rodríguez para
ir al cuartel general en busca de un buen caballo que
me había llegado de Tucumán.
De allí continuamos la marcha hasta Potosí, habién-
donos reunido con la división del general Mart,ín Ro-
dríguez en el pueblo de Cotagaita.
De Potosí pasó el general Martín Rodríguez, no
recuerdo si con los Dragones, á establecerse en Chuqui-
saca, de Presidente de dicha Capital, nombrado por el
señor general Rondeau, cuya marcha fué inmediata á la
llegada del ejército.
Como habían emigrado con el ejército español del
general Pezuela, muchos comerciantes y vecinos pudien-
tes realistas y de un modo precipitado, asi como de
Chuquisaca, muy luego empezaron á descubrir varios
tapados ó entierro de dinero, que habían dejado ocultos,
así como alhajas y algunas otras especies de valores,
tanto en Potosí, como en Chuquisaca, de que resultó un
gran auxilio para el ejército y no poco para los comi-
sionados ó jefes principales.
Yo me había quedado en Potosí con el Mayor ge-
neral Francisco Fernandez de la Cruz, desempeñando el
puesto de su Ayudante, fui mandado á Chuquisaca, no
recuerdo con que orden ó comunicación para el general
Martin Rodríguez. Estando yo allí presencié el descubri-
miento de uno de los varios tapados ó depósitos que allí
habían encontrado, y aun fui comisionado por el se-
— 78 —
ñor Presidente Rodríguez para ir á sacarlo del Monas-
terio, de Santa Clara ó Santa Mónica por aviso que
habia tenido del Gobierno de haber allí un depósito
perteneciente á enemigcís de la causa, que habían enii-
grado con el ejército enemigo.
El resultado fué que habiéndome presentado al locu-
torio de dichas monjas, enseñado á la Madre Abadesa la
orden que llevaba del señor Presidente para registrar
el Monasterio, si no me presentaban los intereses que
habían ocultado allí algunos españoles que habían emi-
grado, me prometió dicha madre entregarme todo lo que
tenía y para el efecto de que no se diesen cuenta en el
Monasterio, hizo abrir la puerta y me introdujo con dos
ó tres acompañantes que yo llevaba á una pieza donde
me presentó no recuerdo si cinco ó seis baúles y petacas
y no sé si algunas piezas de géneros.
Mandé abrir á presencia de ella misma y de dos
monjas mas que le acompañaban, los baúles y petacas,
para que viesen lo que contenían y habiendo encontrado
que solo tenían todos ellos un poco de ropa y los mas
un cargamento surtido de diferentes piezasNlg cuerno
primorosamente trabajadas, como juegos de café, veleras,
copas de todas clases y de tornillos, platitos y cubieí
maravillosamente construidos para dulces y otras miT
piezas curiosas, mandé amarrar las petacas y baúles é
hice entrar unos soldados que tenía á la puerta para que
los sacaran, y conduje á la presidencia y habiendo echado
el ojo parapedírsela al Presidente, á una preciosa vasera
de 12 vasos.
Habiendo llegado á la presidencia le presenté al
señor General y Presidente Martin Rodríguez todo cuanto
habia encontrado en dicho Monasterio, diciéndole que
aunque no era de valor, habían multitud de piezas de
mucho gusto y que yo. habia elegido una vasera por si
tenía la bondad de cedérmela. El me contestó que con
mucho gusto me la daría, que entregase todo al jefe
encargado de recibir todo cuanto se secuestraba, y tomase
la vasera. Pasé á la habitación ó depósito que era una
— 79 —
hermosa pieza y entregué todo al jefe encargado, que
no recuerdo quien era, si Balcarce ó Zamudio.
Lo cierto es que habían varios presente y que ha-
biéndoles dicho que el Presidente nne había cedido una
vasera que estaba á la vista, me quedé sin ella porque
se le antojó á uno de los presentes jefes, y chocado yo
de una acción semejante, no quise escoger ninguna otra
cosa de las diferentes curiosidades que había del mismo
material, y me salí; pero para no quedar chasqueado del
todo, acepté un hermoso matecito de cuerno y un par
de vasos y copitas de lo mismo que me regaló después
uno de los oficiales de Dragones y fué con lo que regresé
á Potosí y con dos pagas que me mandó dar el Presi-
dente y llevando no recuerdo cuantos miles de pesos en
surronada, para el ejército.
No recuerdo tampoco, el tiempo que permanecimos
en Potosí, pero sí que el ejército fué pagado y bien pro-
visto de vestuario y que no faltaron diversiones.
En seguida marchó el ejército para Leñas, con direc-
ción á la provincia de Chayanta y habiéndose adelantado
de dicho lugar, el Mayor general Cruz conmigo y sus
demás ayudantes á un pueblito inmediato, cuyo nombre
no recuerdo, y creo que también el General en jefe, fué
allí que nos lomó esa noche una horrorosa nevada
mientras dormíamos, pues me acuerdo que al amanecer
habiéndose despertado el general Cruz y pedídome que
I llamara á su criado, para que le alcanzara un mate,
^ pues teníamos las camas en una misma pieza, me dijo al
ver el resplandor blanco que entraba por las rendijas de
la puerta:— ¿Qué demonio es eso que blanquea? Es nieve
mi General, le contesté, y abriendo la puerta vi que
estaba obstruido todo el patio con mas de una vara
de ella.
Había sido esta nevada tan abundante, que para pa-
--so-
sar yo al rancho donde estaban los ordenanzas, con bola
granadera bien alta, me internaba hasta mas arriba de
la bota y se me introducía la nieve por entre ella; y
para venir los soldados, tuvieron que abrir un ancho
camino con palas, y el día amaneció claro.
No se veía un solo arbusto ni una piedra en el cam-
po y esta nevada costó al ejército la pérdida de más de
200 hombres, pues tuvimos que continuar la marcha por
entre la nieve, creo que.dosótres días, con mil trabajos
y casi todos ciegos. Yo y algunos otros nos libramos de
esto poniéndonos un pañuelo de seda á la cara y asegu-
rado por el sombrero ó la gorra.
Marchamos asi trabajosamente hasta llegar á Cha-
yanta y el general Pezuela tenía el cuartel general en la
posta de Sorasora cerca de Orüro, y su vanguardia en
el pueblo de Venta y Media.
La deserción del enemigo á nosotros era crecida, pues
se nos pasaban diariamente porción de hombres arma-
dos. No sé á los cuantos días de haber llegado á Cha-
yanta fui destinado á pedimento mío, á ir á recorrer la
posición de Venta y Medía con 16 Dragones.
El general Rodríguez propuso al General en jefe que
iría á sorprender la vanguardia enemiga, la cual se ha-
llaba en Venta y Medía, á 10 ó 12 leguas de Chayanta,
teniendo este su cuartel general ocho leguas mas allá
en Sorasora y se lo propuso á consecuencia de los par-
tes que yo había pasado, por hallarse, hacía dos días,
al frente de la vanguardia enemiga con 16 hombres.
El general Rodríguez, salió llevando para esa em-
presa 400 cazadores y 200 Dragones, contando la van-
guardia enemiga de mayor número. Antes de llegar
aquella columna á inmediaciones de Venta y Media, se
adelantó el general Rodríguez con su escolta hasta el
punto en que yo me encontraba, con el objeto de que
le mostrara la posición del enemigo; y asi lo verifiqué,
haciéndole salir al cerro, en cuya falda del Oeste estaba
el pueblo de Venta y Medía. Estando allí el General, al
abrigo de unas piezas que le ocultaban, le pedí permiso
'
— 81 —
para ir con 10 hombres bien montados á sorprender una
guardia que el enemigo tenía hacia la parte de su cuar-
tel general; y obtenido velozmente al norte por una que-
brada. El mayor graduado Manuel Escalada, ayudante
del General, también obtuvo ese permiso después de ha-
berme yo separado y me alcanzó sólo, en circunstancias
que acababa yo de sorprender dos ordenanzas del
enemigo, que pasteaban en una quebrada 11 muías de
jefes y oficiales: me informé de ellos acerca del lugar
que ocupaban dos guardias enemigas de 12 hombres ca-
da una y ambas de infantería, y supe que estaba la 1*
al otro lado de un portezuelo inmediato y la otra á 8 ó
10 cuadras mas adelante, á la orilla del pueblo, y la
caballada en pastoreo, en la cañada inmediata.
Con este conocimiento dejé á los dos prisioneros de-
sarmados y encerrados en un rancho de piedra con un
centinela á la puerta y me lancé al portezuelo mandan-
do tocar á degüello, así que salí á él y descubrí la guar-
dia, la cual sin darle tiempo á huir fué hecha prisionera,
habiéndole muerto dos hombres. La otra guardia huyó
al pueblo haciéndonos algunos tiros.
Observada por mi la caballada, ordené al mayor
Escalada hiciera alzar en ancas á los prisioneros, mien-
tras yo con el corneta la juntaba y la echaba por de-
lante; lo que practicado inmediatamente y sin dificultad
por haber fugado los dos hombres que las pastaban, em-
prendimos la retirada, perseguidos ya por la columna
de infantería que salió del pueblo. Escalada con los
prisioneros por delante y yo con el corneta arriando co-
mo cien animales, entre caballos y muías, á eso de las
dos ó tres de la tarde y observado por el general Ro-
dríguez desde la altura, sin ser descubierto por el ene-
raigo.
Cuando ya hube dejado de ser perseguido, el Gene-
ral bajó, se me reunió llenándome de elogios, y retrocedió
á encontrar nuestra mencionada columna, que como he
dicho, había quedado atrás. Yo quedé allí en observa-
ción del enemigo, después de convenidos en que la co-
— 82 —
lumna debía llegar después de bien cerrada la noche y
llegada que fuese la columna, daríamos el asalto al pue-
blo por sobre el cerro.
Cerrada ya la noche llegó el General con la columna y
después de haber dado el debido descanso á la tropa,
mientras se tomaron todas las disposiciones necesarias,
me mandó á sorprender con 200 Dragones la guardia
reforzada que pusieron los enemigos mas adelante del
punto en que había yo tomado la del día anterior, con
el objeto de llamar allí la atención del enemigo; cuya
operación vine á ejecutar como á las 3 de la mañana por
haberme el General hecho practicar dos marchas y con-
tramarchas del norte al sur y del sur al norte, vaci-
lando sobre cual de los dos puntos debía yo atacar, has-
ta que habiéndonos sentido los enemigos (por un tiro
imprudente que disparó un ayudante del General, capitán
Eustaquio Moldes, sobre el teniente Felipe Heredía, que
iba mandado por mi á dar parte al General, de no haber
novedad en la. altura) y hecho seña á su cuertel general
con dos cjjhetes de luz, me precipité sobre el punto del
norte que me había indicado primero, desobedeciendo
una nueva orden de hacer otra contramarcha al sur;
pues ya los enemigos nos habían sentido como se lo
mandé prevenir.
El resultado fué que habiendo acuchillado un retén
que había avanzado la gran guardia enemiga, por ha-
berlo engañado á su centinela, contestando — español,— slI
quién vive, y nombrando patrulla, tuve que replegarme
á la descarga que me hicieron cien infantes desde la al-
tura, con el íln de esperar 20 hombres mas que había
mando pedir al General, para cargar á la gran guardia,
llegó entonces el capitán, en aquella fecha, Julián Paz
con ellos; y á penas se me incorporó, mandé echar ca-
rabina á la espalda y salüe á la mano y nos arrojamos
hacia la altura, cambiando de frente á la luz de la des-
carga con que fuimos recibidos. Los enemigos fueron
todos muertos á excepción de 35 prisioneros que pudo
salvar el capitán Paz y á excepción también del capitán
y
— 83 —
entonces, N. Valdes (á) el Barbarucho, que logró escapar.
Sin mas desgracia por nuestra parte que la de un cabo
muerto y dos ó tres heridos.
En esta circunstancia y empezando ya á aclarar el
día, salió del pueblo una columna como de 200 infantes
y al verme formó en batalla, dando la espalda al cerro,
en que debía estar el general Rodríguez. Mandé yo á
mis 40 Dragones dar frente á ellos y sintiendo al mismo
tiempo el paso de ataque con que venía la columna de
nuestros cazadores, por el mismo lugar que habíamos
bajado nosotros, corrí á dar aviso al entonces mayor
Rudesindo Alvarado, sin hacer caso de mi aviso siguió
adelante, diciendo que su orden era tomar el pueblo; se
interpuso entre la línea enemiga y mis 40 hombres é
hizo alto. Los enemigos que observaron nuestras fuer-
zas se dieron por perdidos, descansaron sobre las armas
y quedaron inmóviles, esperando sin duda la intimación
para rendirse. Yo varié entonces de dirección por re-
taguardia de mi derecha, sobre la izquierda en batalla
y quedé en orden inverso dando la espalda al pueblo y
mi frente al flanco iísquierdo del enemigo, al cual ame-
nacé en alta voz, al ejecutar mi cambio de frente, con
que serían pasados á cuchillo si disparaba un solo tiro.
Asi es que habiendo un Capitán con nueve ó diez hom-
bres de línea enemiga echado armas al hombro y pa-
sándose á nosotros, sus compañeros no le hicieron un
tiro, ni dieron una sola voz para detenerlos. Este es
un hecho que pasó á la vista de todos.
Alvarado, que á la vista de tan felices circunstan-
cias, debió formar batalla á la izquierda y marchar so-
bre el enemigo, dispersó su compañía de tiradores sobre
el flanco izquierdo, y por consiguiente inutilizó su co-^
lumna para hacer fuego por sobre ellos.
Serenados los enemigos de su primera sorpresa, se
dispersaron en tiradores, subiendo hacía el cerro que
tenían á su espalda, y haciendo fuego sobre nuestros
cazadores. En este momento se veían salir del pueblo
hombres y mujeres ganando los cerros opuestos, con
— 84 —
atados de ropa á la cabeza. Yo quedé esperando la
descarga de nuestra columna sobre nuestros enemigos
para caer sobre ellos; pero nuestra columna se dispersó
sin haber formado en batalla. Yo quedé interpuesto y
solo, entre los 200 infantes enemigos, y otras fuerzas
mas que salían del pueblo; pues los Dragones que reci-
bieron orden del general Rodríguez para cargar á la
fuerza que subía dispersa al dicho cerro, huyendo de
nuestros tiradores, fueron puestos en desorden por el
obstáculo de una zanja que encontraron y por una des-
carga que recibieron al mismo tiempo; de manera que
para incorporarme á nuestras fuerzas que huían, tuve
que romper por entre los enemigos, atropellando cerro
arriba á los que quisieron oponérseme y perdiendo al-
gunos hombres.
Este fué el fruto de la acción de Venta y media, en
la cual habiendo debido y podido apoderarnos de toda
la fuerza enemiga que alli había, después de la ventaja
que ya había conseguido, fuimos batidos y dispersados
y de toda la columna, apenas regresamos á incorporar-
nos al ejército en Chayanta, novent'a y cuatro hombrías
entre infantería y caballería, á los que tengo bien pre-
sentes. Entre ellos estaba el entonces sargento mayor
de Dragones José María Paz, el cual salió con un brazo
fracturado, de un balazo que recibió por hacer los ma-
yores esfuerzos á fin de contener á su cuerpo y volverlo
á la carga.
Desde aquel momento, paró la deserción del enemi-
go, pues antes de este acontecimiento, se nos estaban
pasando diariamente muchos hombres armados, hasta el
extremo de habérsenos presentado un día 40 soldados
con sus armas; y no fué esto solo, sino que se movió
inmediatamente el ejército enemigo sobre nuestro cuartel
general de Chayanta.
En la retirada, que se efectuó con precipitación, creo
que al siguiente día ó al otro, de nuestro regreso al
ejército, yo fui encargado por el señor general Rondeau
de ir á la cabeza de cincuenta Dragones de que contaba
— 85 —
mi compañía, á encontrar al ejército enemigo que se
movió rápidamente sobre nosotros, pero con el ascenso
á Sargento mayor en propiedad, conferido por una orden
general extraordinaria, y que fué precursora del llama-
miento que me hizo el General con su ayudante Miguel
Planes, para confiarme dicho encargo. Todos los jefes
de los cuerpos me franquearon sus caballos de marcha,
para que mis Dragones los llevasen de tiro y jamás sol-
dados algunos, nuestros, se vieron mejor montados, ni
mas honrosamente expuestos. Partí con ellos á encon-
trar al enemigo, al anochecer del siguiente día del con-
traste; y el ejército se movió en retirada, no recuerdo,
como acabo de decir, si en esa misma noche ó al ama-
necer del siguiente día, recibí orden del General después
de haber marchado para salvar á mi regreso y de paso
lo que pudiera de la parte del tren de artillería y mu-
niciones, que por falta de bestias, dejaba abandonada en
el cuartel general y de quemar lo que no pudiera salvar.
Dos días estuve tiroteándome con la vanguardia ene-
miga en retirada. En el último de ellos, remití para el
ejército al doctor López, santiagueño, capellán del gene-
ral Pezuela, que se me presentó pasado. Me puse enton-
ces en marcha hacia nuestro ejército, salvé al paso co-
mo se me había ordenado, dos cañones volantes, algunos
armones y cureñas y cuatro ó cinco cargas de municiones
y piedras de chispas, cargándolo todo en nuestros caballos
y muías de marcha. Solo pegué fuego á un cajón de
cartuchos sin balas; esto á la vista ya de una partida
enemiga, que se aparecía al dejar yo el Pueblo. Alcan-
cé dos días después, en el pueblo de Capinota, al coronel
de Granaderos á caballo Juan Ramón Rojas, que iba
cubriendo la retaguardia de nuestro ejército; entregúele
cuanto había salvado y pasé adelante á presentarme al
General, á quien alcancé en marcha á la cabeza de toda
la fuerza. — Esto se ha olvidado él en la Memoria. -
Entre tanto el enemigo, al cerciorarse bien de nues-
tra retirada, dejó de seguirnos y retrocedió tomando
)tra dirección á Sipe-Sipe.
— 86 —
El mismo día en que como he dicho, alcancé al se-
ñor General en jefe, le pedí licencia, (|ue me otorgó,
para pasar á Sipe-Sipe, con el objeto de conocer la
ciudad de Cochabamba que está tres leguas mas adelante.
Llegué allá, en efecto, y el cura y algunos que me
obsequiaron, iban á conducirme para hacerme conocer
la ciudad, así que acabásemos de comer, cuando recibí
un propio del General, ordenándome esperase en Sipe-
Sipe la llegada de la compañía que había dejado de
mandar y que pasara con ella á ponerme al frente de
la vanguardia enemiga en su nueva ruta, dándole avisos
instantáneos de sus movimientos. Así lo efectué dos ho-
ras después, luego que llegó la compañía, quedándome
con el deseo de conocer á Cochabamba.
Cuatro dias consecutivos vine tiroteándome de día y
de noche con la vanguardia enemiga y dando avisos al
General, hasta que en la noche del último, me incorporé
al ejército, dejando ya al enemigo dueño de la cumbre,
por donde se desciende al llano que ocupaba nuestro
ejército.
Al siguiente día salí con el General á enseñarle el
camino por donde debía descender el enemigo. Lo reco-
noció todo y destacó la mitad del ejército á unas altu-
ras que dominaban el desfiladero por donde debía bajar
el ejército enemigo: allí debía perecer todo él antes que
conseguirlo, si se hubieran conservado esas ventajosas
posiciones, que sin embargo se abandonaron después sin
saber por qué.
Este abandono fué el que ocasionó la pérdida de la
batalla, precisamente en el día mismo en que debíamos
quedar dueños de todo el Perú, por la destrucción total
de todo el ejército de Pezuela.
La retirada de nuestra ala derecha, abandonando
un parapeto que la cubría, para venir á ocupar la di-
rección de nuestra izquierda que estaba mas á retaguar-
dia, retirada que aún no se sabe quien la ordenó, pro-
dujo en seguida la dispersión simultánea de los demás
cuerpos del ejército, como paso á manifestarlo.
L.ffrr,c.(u> ^7<^'
- 87 —
' Yo, sin embargo de ser edecán del Mayor general,
había pedido permiso para mandar un escuadrón en la
batalla, para no encontrarme por segunda vez, de simple
conductor de órdenes. Se accedió á mi solicitud y se me
dio el mando del segundo escuadrón de Dragones en el
ala izquierda, la cual era mandada, por el coronel Ze-
laya.
Nuestra ala derecha que mandaba el mayor general
Cruz, habíase parapetado de unos cercos de piedras que
había sobre la barranca misma del río, en cuya playa
estaba formado el ejército enemigo, desde donde le causé
tal daño á éste, que Pezuela iba ya haciéndolo retirar
por el flanco derecho á ganar la quebrada, por donde
había descendido al llano, cuando un edecán lo alcanzó
é hizo parar, probablemente á consecuencia del abando-
no del parapeto, hecho por nuestra derecha. Yo había
insistido en esos momentos al coronel Balcarce, que man-
daba los Dragones, para que cargásemos al enemigo que
se retiraba, pero se excusó con que no tenía órdenes.
Hacer alto la línea enemiga, dar frente y moverse
sobre nosotros, fué una misma cosa. En seguida obser-
vamos la dispersión sucesiva de todos nuestros Cuerpos;
pero el Coronel, firme en su propósito de no moverse
sin orden del General, permaneció inmóvil, aun estando
ya próximo el enemigo.
Llegó por fin la orden, y el Coronel mandó: — «Escua-
drones por la derecha, marcha de flanco, conversión á
la derecha», y nos movimos en retirada de flanco. Otra
columna de caballería enemiga, como de 300 hombres,
se nos adelantaba ya por nuestro flanco derecho; cuando
corrí á la cabeza, á solicitar permiso del Coronel para
cargarla; lo encontré con su caballo bandeado por el
hocico, cortada la cabezada del freno y éste hecho pre-
tal, por el pescuezo del animal, que él castigaba con su
espada para hacerlo andar, me contestó: — «cargue Vd. si
quiere ó haga lo que le parezca, pues ya vé Vd. co-
mo voy».
Asi que me dio esta contestación, contramarché vo-
^
— 88 —
lando, y puesto al costado de mi escuadrón, le dije:
« Vergüenza eterna sería para nosotros que esta columna
se nos escapara; si hay 50 valientes entre vosotros, que
rae sigan ó moriré yo solo»— y di vuelta hacia él ene-
migo: como 50 bravos me siguieron y rompí por medio de
la columna enemiga, en circunstancias que ella estaba
pasando un zanjón. Los enemigos iban en extremo borra-
chos, por haberse apoderado de unas cargas de aguar-
diente poco antes, y no nos conocieron; pero apenas lo
advirtieron, con motivo de haberles volteado mas de 50
hombres á sable, cuando se puso la columna en precipi-
tada fuga.
Toda la infantería de la derecha enemiga, asi (jue
vio á su columna de caballería en fuga, siguió su ejem-
plo, y los perseguí acuchillándolos hasta la boca de la
quebrada por donde habían descendido de la altura;
antes de llegar á este punto, había yo mandado un alfé-
rez, llevando al General, al pueblo de Sipe-Sipe que era
el punto de reunión, el parte del triunfo que obtenía,
para que me remitiese mas fuerzas.
Los enemigos, así que llegaron á los cercos de pie-
dra de la boca de la quebrada, se pararon parapetados
en ellos y me recibieron con una descarga.
¡Pero cuál fué el asombro cuando observaron que
poco menos de 50 Dragones habían hecho correr á mas
de mil hombres!!
Yo regresé al pueblo de Sipe-Sipe, juzgando enton-
ces reunido allí á nuestro ejército á virtud del aviso
mandado; mas mi sorpresa fué igual á la del enemigo,
que acababa de perseguir, cuando fui recibido á bala-
zos por los enemigos del costado izquierdo que estaban
en posesión del pueblo.
Convergí entonces á la derecha y estábamos pasan-
do un zanjón, cuando se me presenta el teniente de
Dragones Rafael Olavarría á avisarme que el mayor
geimral Fernandez de la Cruz, acababa de caer de un
balazo é iba á ser prisionero por un escuadrón de
Talaberas. En el acto ordeno á los Dragones que habían
r
— 89 —
pasado el zanjón que corriesen á reunirse con el Coronel
y retrocedí con Olavarría al punto en que había caído
el Mayor General, con veinte y tantos honcibres quien me
llamaba y cargo sobre el escuadrón de Talaberas que iba
ya á tomarlo- Al oír mi nombre los enemigos se apar-
tan y el Mayor General es salvado y conducido en el
caballo de un ordenanza mío y montado éste á sus ancas
para sostenerlo y escoltado por mi fuerza. Le doy en
seguida seis hombres y un oficial que lo conduzcan; me
quedo con veinte ó mas Dragones á salvar á nuestros
infantes; los enemigos no se atreven á perseguirme y soy
el último que dejo el campo de batalla y sacando en an-
cas de mi caballo á un soldado español, infante nuestro
y al cual salvé últimamente, rechazando á unos Talabe-
ras que iban á tomarlo. (^)
De los hechos de esta mi relación, fué testigo pre-
sencial, la mayor parte de nuestra izquierda y aún exis-
ten hoy en Buenos Aires y aquí mismo soldados y ofi-
ciales que presenciaron todo.
Dejado el campo de batalla me retiré muy tranquilo
con cerca de treinta Dragones hasta Sacace, sin ser
perseguido por nadie, allí encontré al General en jefe
con alguna fuerza y con los mas de los jefes del ejército,
pues el cura de dicho punto que era bastante realista,
le había dispuesto una comida, no sé si para detenerlo.
El resultado fué que cuando se levantaron de la mesa
se había mandado mudar la mayor parte de la fuerza,
sin orden. El General, asi que supo esta dispersión, con-
tinuó su marcha como a eso de las cuatro y media de la
tarde, con los pocos jefes y ajoidantes que tenía á su
lado, siendo uno de ellos el capitán Julián Paz, hasta
una población de indígenas, cuyo nombre no recuerdo,
en la cual había alguna fuerza reunida.
[*] A. este soldado lo encontré en Tapiza de comerciante y con una lier-
mosa tienda el ailo 32, cuando me retiraba después de la acción de la Ciudadela
contra Quiroga y me regaló un par de pistolas y dos onzas de oro, ins-
tándome, liasta que las tomé. Yo no lo habla conocido, pero él se me maui-
festó asi que nos vimos.
— 90 —
Al marcharse el General, de Sacace, habia yo au-
mentado mi pequeña fuerza con algunos Dragones y
quedado á retaguardia, con el objeto de cubrir y pro-
tejer la retirada avisándoselo, por supuesto, al General.
Acampado éste después de puesto el sol, en la po-
blación indicada, con los restos del ejército, llegué yo
momentos después á verme con el General y avisarle
que como á un cuarto de legua de allí quedaba acam-
pada mi fuerza en número como de sesenta hombres,
bien montados, que podían pasar la noche tranquilos
hasta la madrugada, pues yo respondía de que no serían
sorprendidos, por que los enemigos quedaban borrachos
y no se habían movido de Sipe-Sipe cuando se ponía el
sol; que á las doce de la noche iba mandar tocar diana
con los cornetas de Dragones que tenía reunidos, para
imponer á las partidas que pudieran observarnos, que
por consiguiente no se alarmaran al oír dicho toque y
regresé donde habia dejado mi fuerza.
A las 12 de la noche, montado á caballo con toda
mi fuerza y tomadas las precauciones necesarias, mandé
tocar la diana y fué esta la señal, sin embargo, de mis
precauciones, para que se pusieran en movimiento á esas
mismas horas todos los restos del ejército sin orden
alguno; de manera que cuando regresaron mis partidas
descubridoras y mandé el parte sin novedad, antes de
amanecer no encontró el conductor á quien darlo y
regresó. Púseme entonces en retirada y alcancé al Ge-
neral como á las once de la mañana.
Así que hablé al General y di parte de no haber
novedad, le propuse adelantarme con la mitad de mi
fuerza para contener á todos los hombres que se habían
desbandado y quitarles á los infantes las cabalgaduras
de que se hubiesen provisto, pues no descuidaban en
semejantes casos, en quitar cuanto encontraban en el
tránsito, para montar con ellas nuestros hombres de
caballería. El General aprobó mi pensamiento y yo mar-
ché con presteza, distribuyendo dos partidas por derecha
é izquierda y designándoles el punto en que debían reu-
— 91 —
nirseme á la cinco de la tarde, con todos los hombres y
cabalgaduras que encontrasen, pero sin dañar al vecin-
dario.
A la hora señalada estuvieron las dos partidas reu-
nidas con algunos hombres y bestias y esperé al Gene-
ral, con mas de setenta hombres reunidos, y veinte y
seis buenas cabalgaduras, que destiné á la caballería asi
que llegaron; allí pasamos la noche con más tranquilidad
y como á diez y seis leguas del campo de batalla, y de
este punto se adelantó el General con sus ayudantes y
creo algunos jefes para Chuquisaca, dejando al coronel
Zelaya al cargo de la fuerzas que iban reunidas.
Como en la operación del día anterior hubiese au-
mentado yo muchos hombres y cabalgaduras al ejército,
se me destinó á practicar igual operación todos los días
y al anochecer lo esperaba con los hombres y cabal-
gaduras que había reunido en el día. Asi llegamos
á Chuquisaca á los pocos días y después de haberse pro-
porcionado un socorro á toda la fuerza del ejército que
llegó, fui despachado de orden del General en jefe por
el Presidente, general Martín Rodríguez, hacía el río
Grande que está á no muchas leguas de Sipe-Sipe, con el
objeto de observar al enemigo, con solo 10 Dragones y
en cuya comisión se me dejó abandonado, marchándose
el ejército sin darme aviso, á consecuencia de haber
marchado una división enemiga en dirección á Potosí,
con el general Olañeta.
Regresando de mi comisión al tercer día con el au-
mento de 12 hombres que reuní, vine á saber dos leguas
antes de Chuquisaca, que el ejército se habia retirado y
que los cholos sublevados después de la marcha del ejér-
cito, tenían encarcelados á varios soldados de nuestros
dispersos y uno ó dos oficiales que habían desarmado
para entregarlos al enemigo. Entré con esta noticia á
la plaza, confiado del respeto que ya me tenían los in-
dios y cholos y llamando al Alcaide le mandé abrir las
puertas de la cárcel y que me entregase todos los indivi-
duos del ejército que allí había.
— 92 —
El Alcaide quiso escusarse con que necesitaba orden
del Juez, pero habiendo amenazado fusilarlo, obedeció y
me entregó veinte y tantos hombres, con uno ó dos ofi-
ciales y marché inmediatamente con ellos, caída ya la
tarde, continuando la mayor parte de la noche.
Al acercarme á Bartolo en la noche del siguiente
día fui informado de estar allí la fuerza enemiga y me
fué preciso dirigirme por sobre los cerros de la izquier-
da á tomar el camino de Cinti, pues me era ya imposi-
ble alcanzar al ejército. Llegué á dicho pueblo de Cinti
á los pocos días, con cerca de cien hombres que había
logrado reunir, la mayor parte de ellos infantes y de-
sarmados. Las autoridades del pueblo y en particular
un coronel Camargo iudíjena, bastante acomodado y de
influencia, se empeñaron asi que me vieron, en que me
quedara para defender con ellos aquel Departamento.
Como no tenía yo facultad para aceptar el partido
que se me proponía, sin embargo de que me inclinaba
á ello asi para fomentar el patriotismo de los habitantes
que me eran ya afectos por mis hechos de armas ante-
riores, como por el deseo que ya tenia de adquirir una
reputación obrando solo sobre los enemigos de nuestra
independencia que ya respetaban mi nombre, les contesté
que aceptaba gustoso la proposición que me hacían, pero
que no podía quedarme sin obtener antes el permiso de
mi General, que al efecto era preciso que yo pasara en
su alcance.
El resultado fué que en ese mismo día mientras me
proporcionaron almuerzo, á mi y á los dos oficiales que
me acompañaban; la tropa se sublevó en el cuartel á
consecuencia del vino con que los obsequiaron y atro-
pellando la guardia se salió hacia la plaza dando voces
de saqueo. Corrí con espada en mano á su encuentro,
asi que fui informado y á fuerza de estocadas y sabla-
zos los hice retroceder al cuartel; castigué á dos que apa-
recían los principales promotores de aquel escándalo
y quedó todo en sosiego.
Al siguiente día al emprender la marcha se me pre-
— 93 —
sentaron de nuevo las autoridades, el Coronel y mucha
parte del vecindario, con la misma pretensión del día
anterior, pero con tantas súplicas que me fué preciso
condescender en dejar la fuerza como una prenda del
cumplimiento de mi palabra y partí solo con 16 Drago-
nes prometiéndoles volver á los 8 días y dejando la de-
más fuerza á las órdenes del coronel Camargo.
Al tercer ó cuarto dia alcancé al general Rondeau
en Moray a y le di cuenta del compromiso en que había
quedado con las autoridades y vecindario de Cinti y so-
licité su permiso para regresar. El General me lo otorgó
y quedó resuelto mi regreso para el siguiente día muy
temprano, pero dándome el General la orden de formar
un cuerpo de caballería de los hombres dispersos que yo
reuniese y de los voluntarios que se me presentasen y
del cual sería yo su jefe, formando un cuerpo sepa-
rado.
Asi que amaneció mandé que ensillaran los 16 Dra-
gones que había traído para marchar y se presenta un
Ayudante del general Martín Rodríguez, diciéndome
que en lugar de los 16 Dragones, debía marchar con 8
hombres que acababan do traer presos con grillos y enan-
cados, desde Tarija y á los cuales acababan de quitar-
les las prisiones para entregármelos. Me indigné co-
mo era natural de una acción semejante y sin querer
esperar á que se levantase el General en jefe, me marché
con ellos y mal armados, acompañado solo por el valien-
te teniente Mariano García que se lo habia pedido al
General la noche antes y contentándome solo con mandar
decir al general Rodríguez con su Ayudante: — «Diga Vd.
al General que mas he de hacer yo con estos ochos pre-
sos, que él con todos los Dragones que le quedan».
A los 4 días estuve de vuelta á Cinti y fui recibido
con entusiasmo, pero llegué yá con 14 hombres bien mon-
tados, pues se me reunieron 5 en la marcha. Al siguiente
día marché á Culpina, acompañado por el coronel Ca-
margo y la fuerza que le había dejado: me situé allí en
unos ingenios de propiedad de dicho Coronel. Despaché
— 94 —
proclamas A los pueblos del interior, del entonces Alto
Perú y quedó formado en ese mismo día el primer es-
cuadrón de Húsares de la Muerte, cuya denominación
quise ponerle, escogiendo para el efecto, los hombres
mejores de entre los infantes; nombré Capitán de la 1*
compañía al teniente Mariano üarcia y de la 2* á un
oficial Adanto Cinteño.
Di colocación en el escuadrón á uno de los oficiales
que salvé de la cárcel de Chuquisaca; promoví á Alférez
de una de las compañías á un Sargento mendocino lla-
mado Martín Ferreira, que era un valiente, y dejando
vacantes las demás plazas, para llenarlas con los que
mas se distinguieran en el primer encuentro con los ene-
migos, rae contraje á disciplinarlos tarde y mañana.
A los pocos dias, llegó la fuerza de este escuadrón
á 80 plazas, con algunos soldados que se me reunieron
de las republiquetas inmediatas, á virtud de mis procla-
mas y de seis jóvenes voluntarios que se me presentaron
de Cinti; cuando en esto se nos presenta el brigadier es-
pañol Alvarez, con una fuerza de 500 infantes y 150 ca-
ballos.
El armamento de mi nuevo escuadrón consistía solo
en 22 sables y 12 tercerolas; pero se hallaba todo él
perfectamente montado y mucho más dispuesto; para
darse una nombradía en el primer encuentro con el ene-
migo, por ser este mi primer empeño al formarlo. Tenía
además de esta fuerza, unos cuarenta morenos armados,
que pertenecían á los cuerpos del ejército y dos partidas
avanzadas sobre el río de San Juan, compuestas ambas
de 16 Dragones. No trepidé pues, en esperar al referido
jefe que conocía ya mi nombre, con mi fuerza formada
en el campo, á pesar de su excesiva superioridad, pro-
poniéndome pisotear su columna con mi puñado de va-
lientes.
Descendió el enemigo al llano de Culpina y se me
dirigió formado en columna, en masa. Yo le esperé con
mis 40 infantes dispersos en tiradores al frente de mi
derecha y con la orden éstos de aparentar una fuga así
r
— 95 —
que la columna rompiese sus fuegos. Llega este mo-
mento y mis 40 infantes, lejos de aparentarla, la em-
prenden en realidad, botando hasta sus fusiles. Instruyo
á mis Dragones del movimiento que voy á practicar y
mandóles volver caras en retirada, para provocar
al jefe enemigo á dejar su formación de columna
para perseguirme, mas éste es demasiado prudente y
solo me persigue con sus descargas sucesivas, que hie-
ren á algunos de mis hombres. Paróme entonces y doy
frente al enemigo, que para y rae espera con rodilla en
tierra, calando bayoneta su I"" fila y los fuegos de las
demás; y puesto yo á su frente, grito á mis soldados en
alta voz:— «Si queréis cubriros de gloria, seguid á vues-
tro jefe y le veréis pisotear esta columna de esclavos!!!»
— Soy contestado por un grito de: — «Viva nuestro co-
mandante La Madrid». — Y me lanzo sobre ellos, dando
las correspondientes voces de ataque, cuando al llegar
ya á la columna, advierto que solo ocho hombres seguían
á la cola de mi caballo, y con ellos la atravieso sin va-
cilar. Saliendo al otro lado, con mi caballo herido de
un balazo y de bayoneta y yo con un golpe terrible por
el riñon izquierdo, que me dejó grabada la boca der fu-
sil por dos ó tres días, pero sin perder á ninguno de los
8 valientes que salieron sanos.
En el acto enarbolé una bandera que llevaba ama-
rrada al cinto y que era la señal de reunión para mi
tropa y tuve el placer de verla reunida á mi lado antes
de 4 minutos, con solo la falta de 7 individuos que ha
bían caído heridos ó muertos.
El enemigo, que juzgó por mi reunión que iba yo á
ocupar un cerro que estaba á mi espalda, hacia el oes-
te, corrió á ocuparlo en columna; yo que tenia otro in-
tento, marché presuroso al cerro del frente por donde
había bajado el enemigo y dejado su guardia de pre-
vención con los equipajes y la música. El enemigo,
viéndose burlado, bajó y me siguió, pero con tanta pres-
teza, que siempre alcanzó á evitar que su guardia fuese
concluida, mas no que le hubiésemos acuchillado algunos
— 96 —
hombres y tomado una parte de sus equipajes y algunos
instrumentos de su música.
Observada por mi la columna, formo mi escuadrón
y marcho sobre ella proclamando á mi tropa y ordenan-
do al capitán García que saliese á la izquierda y lo
atacase por dicho costado.
[¿.j Verme la caballería enemiga, moverme sobre su co-
lumna, desmontarse, abandonar sus caballos y ganar la
columna, fué una misma cosa. Sus caballos ensillados,
dispararon por decentado, al estrépito de las balas y car-
ga de mi escuadrón; había ya yo dado la voz: — «á degüe-
llo»— é iba á penetrar á la columna, cuando vuelvo la
vista sobre mi tropa y me encuentro sólo, pero sin dete-
ner mi caballo, le cierro los espuelas y arremeto á ella;
cuando al asomar la cabeza de mi caballo sobre la pri-
mera fila, recibe cinco balazos y tres bayonetazos que
lo tienden muerto sobre ella, saliendo yo de carrera há-
cia mi izquierda con espada en mano.
En el acto mismo de caer mi caballo, oí la voz del
jefe enemigo, que gritó atronadamente: — ¡No lo maten!
El fuego paró y salieron corriendo varios hombres á to-
marme. Había corrido ya como dos "cuadras ó poco
menos, por entre el barro, pues llovía, ó iba ya á parar-
me muerto de cansado y con los enemigos encima, cuan-
do advierto que como á cuatro ó cinco cuadras, corrían
á mi encuentro tres valientes ordenanzas que debo nom-
brar— Gregorio Jaramillo, salteño; Santos Frías, puntano
y Juan Manzanares, correntino. — Verlos, cobrar aliento,
y salir como un viento de entre los enemigos que ya
alargaban las manos para tomarme, fué una misma co-
sa; me encuentran estos tres valientes ó mas bien héroes
y me dá el estribo Frías, tomólo con el pié izquierdo y
al subir á las ancas, se me escapa éste del estribo y
caigo parado, cuando cazándome el puntano con la ma-
no izquierda por entre el corbatín y el cuello de mi ca-
saca y el salteño por un faldón, me suspenden y sientan
á las ancas del primero, en circunstancias que iban ya
á tomarme y parten á escape conmigo.
— 97 —
Entonces los enemigos, perdida ya la esperanza de
tomarme vivo como tenían orden del Virrey, según lo su-
pe después, nos hicieron una descarga, pero sin fruto.
Separado ya del alcance de las balas, mandé parar á
los tres hombres y me dice el correntino: — «Mi Coman-
dante, Vd. está herido en el pecho». Miróme y me en-
cuentro con la casaca bañada en sangre, lo cual me sor-
prendió. Me bajo, desabrocho y veo que estaba sano.
¡Aseguro á mis lectores que me quedé el hombre
mas triste y pensativo del mundo! Pero observé que mis
oficiales reunían la tropa á la distancia, y recordé sobre
todo el mensaje que le había yo mandado al general
Martín Rodríguez, al partir de Moraya con mis 8 hom-
bres presos y me llené de orgullo; y deseando concluir
con aquella columna ó quedar en el campo, monté en el
caballo de Frías y mandóle á este montar en ancas de
uno de sus compañeros, eché á correr en alcance de los
que se retiraban y asi que me puse á distancia de ser
oído, di un estruendoso grito de «Alto» . Mi voz fué cono-
cida y él escuadrón paró. Llegué á él y lo llené de re-
convenciones por su debilidad. Ríceles ver que era pre-
ciso morir ó triunfar de aquellos cobardes, que no ha-
brían tenir'o poder para resistirme, si hubiesen habido
entre ellos 25 bravos que me hubieran seguido como los
8 primeros y retrocedí con la falta de diez hombres,
mitad muertos y mitad heridos.
Como á 8 ó 10 cuadras antes de llegar á la columna
que estaba descansando en el lugar en que dejé mi ca-
ballo muerto, había un rastrojo de cebada: entre á él
y mandé quitar los frenos desmontando el escuadrón,
con el objeto de que descansaran un poco mientras yo
e^ortaba á mis soldados.
Al poco instante toqué á caballo, formé á fuera y
marché sobre los enemigos con mi bandera Argentina
enarbolada, pero los enemigos aterrados por mi temerario
arrojo, tocan tropa, formaron y ganaron el cerro.
Llegué entonces al lugar en que estaba mi caballo
luerto, y le vimos con asombro, tendido sobre las pi-
'ia^a-s de la 1* ii:a, ^í'j«>^ -íri'.abítu» »r-:-as fr-"ari-pada:? en el
b<ir:o e:i toJo e¡ lugar ¿ue habia co Lpa»Io ia columna.
A..Í fj4 d'jri'le s-e? ie íiii'.aroa L»s c::.:o ba'azos y tres
bavorie'az'j^;: v urio á: a^uelios ^e bind^aba la tabla del
• a 1
p-r?cueso, del '¿ue fu4 <e^jraaien:e la saLgre •[•le me sal-
picó en el pecho al caer de él.
Un 50iO tiro no íio^ dispararon ios enemigos de la
altura y yo me retiré al cerro del freir.e á cuyo pié ha-
bía un alfalfar para mis bestias, con el objeto de dar de
comer á mi tropa y mandar se me reuniera las dos par-
tidas que tenia apo:i>iadas sobre el rio de San Juan.
Los enemigos bajaron entonces y se acamparon en
el Injenio donde yo había tenido mi cuartel, el cual dis-
taba de mi nuevo campo como una legua. Desde que
los naturales del país presenciaron estos dos choques y
que el enemigo á pesar de su superioridad numérica ha-
bía reusado el terreno, ya comenzaron á venirse en
grupos á mi campo, asi fué que en la tarde de ese mis-
mo día 31 de enero de 1816, puesto ya el sol, hice tocar
orden para llamar la atención del enemigo y mandé for-
mar el escuadrón montado y los indios con mis pocos
infantes en linea, cuando aun se distinguían los hombres
de uno y otro campo y al cerrar la oración, cuando
habíamos perdido ya la vista de los objetos en el cam-
po enemigo, dando las voces de mando en alta voz,
rompí en columna el frente y me dirigí al toque de
marcha sobre él. Este al momento de haber oscure-
cido tocó generala y como mi objeto no era otro que
el de que no pasaran la noche ellos bajo techo y nos-
otros al raso y en el barro, contramarché con la
columna á mi alfalfar y mandé que el capitán García
con 12 hombres continuase batiendo marcha con la úni-
ca corneta que tenía.
Asi lo verificó el Capitán hasta los cerros del mis-
mo Injenio de donde sacó con los indios que le acompa-
ñaban, unas seis muías que habían dejado los enemigos,
pues habían ganado ya el cerro y en él pasaron toda la
noche sobre las armas, llamándoles la atención Garcia
r
— eo —
por diferentes puntos, hasta las 12 de la noche, en que
se retiró.
Se me ocurrió esa noche la invención de una man-
teada á la columna enemiga para el siguiente día y
preparé dos hombres decididos con los cuatro mejores
lazos de! escuadrón, pues con ellos debían llevarse
por delante la columna marchando á escape, por derecha
é izquierda de ella á vanguardia de mi escuadrón, en el
momento de la carga. Pero desgraciadamente nuestros
prudentes enemigos no quisieron darme el gusto de pro-
bar este nuevo invento, pues se retiraron por la cima
del cerro en dirección á Cinti al amanecer.
El coronel Camargo, reunió en esa noche y en el día
siguiente 1® de febrero, como 300 ó mas indios con ondas.
Así que amaneció y observé la retirada, me moví en su
persecución, observándoles por el llano y dicidido á aco-
meterlos en la quebrada antes de llegar á la Palca, así
que cayese á ella, pues estaba impuesto por el Coronel
expresado, de qué no tenía el enemigo otro camino que
éste, porque en llegando á un punto que he olvidado, no
les era ya posible seguir por la cima y debían por pre-
cisión caer á la quebrada.
En el siguiente día 2, llegó este momento, y lo es-
peraba ya el coronel Camargo con todos sus indios y mis
pocos infantes que se los di en la cima del cerro de la
derecha de dicha quebrada, por cuya falda izquierda te-
nia que salir los enemigos al salir de ella hacia Cinti ó
la Palca, atravesando un largo desfiladero con un pro-
fundo despeñadero á la izquierda.
Caídos, pues, los enemigos á la quebrada empecé yo
á pei^eguirlos por el cerro de la izquierda, tendiendo
por sobre él, mi fuerza para que les arrojase algunas
piedras, toda vez que la configuración del camino lo
permitiera y yo con los 12 tiradores únicos que tenia el
escuadrón, mas los tres valientes que me habían salva-
do, crucé una pequeña quebrada para aproximarme á
observar el fondo de la quebrada, cuando advierto á poco
andar un morro montuoso por cuyo pié estaban pasando
— 100 —
precisamente los enemigos y mando á mis 12 tiradores
con un sargento á ocuparlo y molestar con sus fuegos
á los enemigos que estaban pasando por el pió ele él, y
quedándome yo con el baqueano y los tres valientes en
otra altura muy inmediata.
Pocos instantes hacía que mi partida habia empeza-
do sus fuegos, cuando observo que descendían huyendo
con el sargento á la cabeza, á un pequeño bajo ó que-
bradita que nos dividía. Fué tal la impresión que me
causó esta huida que me lancé al bajo con mis tres hom-
bres y desmontándome con ellos corrí á pié con espada
en mano al encuentro del sargento Delgadillo, que éste
era su apellido y lo paré de una estocada en una pier-
na. Los demás soldados que les seguían se pararon ate-
rrados é mi presencia y me dicen, «se nos han concluido
señor, las municiones»— á este mismo tiempo asomaban ya
descendiendo sobre ellos unos cuantos soldados enemigos.
Envaino mi espada y tomando dos piedras en las manos,
dígoles: — «no necesitamos municiones para acabar con
estos miserables», y subo al encuentro de los que ba-
jaban, seguido de mis tres valientes y de toda la parti-
da que imita nuestro ejemplo, descargando una lluvia de
gruesas piedras sobre los primeros diez hombres que
habían empezado á bajar el morro y los cuales hechan
á correr. Los que iban subiendo por el lado opuesto
con dificultad, por entre los garabatales (arbustos espi-
nosos como garfio) y ven correr á sus primeros compa-
ñeros, dan vuelta y huyen también.
Observólo yo asi que subí á la cima del morro con
mi partida y me precipito sobre ellos, tocando ataque y
dando voces de que avancen ios Húsares de la Muerte.
Los enemigos que iban npurando el paso por aquella
estrecha quebrada y ven bajar en precipitada fuga á
cien infantes que había mandado subir el jefe de la re-
taguardia, á las ordenes del mayor salteño, hechan á
correr abandonando hasta sus cargas.
Yo que todo lo observaba, descendiendo, apuro el paso
y dando voces supuestas á fuerzas que estaban aun distan-
— 101 —
tes y caigo con mi partida hasta el fondo de la quebra-
da y los persigo algunas cuadras, sin advertir el peligro
á que me exponía hasta que cansados ya, nos tiramos
al suelo sumamente fatigados. Pasado un instante y ha-
biendo observado que ya el capitán Garcia decendía con
el resto de la fuerza un poco más adelante, mandé por
los caballos y asi que vinieron continué la persecución,
pero apercibiendo ya el clamoreo de los indios de Ca-
margo, desde la altura que estaba ya inmediata y los
alaridos de las victimas enemigas al atronador torrente
de grandes pedrones que disparaban sobre ellos desde la
altura.
Cuando llegamos al desfiladero que habían acabado
de pasar ya los enemigos, nos horrorizamos al observar
el estrago ocasionado á los enemigos por las piedras
que habían disparado los indios en el fondo del despe-
ñadero, pues habían en él mas de ochenta cadáveres,
mutilados la mayor parte por las piedras y hasta los
fusiles estaban destrozados muchos de ellos. Fué perse-
guido el enemigo hasta las inmediaciones del río de la
Palca, hasta ponerse ya el sol, lomándoles mas de cua-
renta prisioneros, un gran número de fusiles y casi
todas sus cargas de equipaje.
Al siguiente día muy temprano continuamos la per-
secución y al llegar á la Palca fuimos informados por
algunos heridos que dejaron, asi como por los vecinos
de que el enemigo había empleado la mayor parte de la
noche en pasar el río que estaba crecido y perdiendo en
él, muchos hombres ahogados y llevando varios heridos.
Pasamos instantáneamente el río á bolapié y al llegar
al pueblo de Cinti, observamos que el enemigo salía en
desfilada, subiendo al cerro que está ala parte del oeste.
Un sargento Bracamonte, oriental, muy valiente que
iba de descubierta con una partida, atravesó el pueblo
persiguiendo á los que cubrían la retaguardia enemiga
y habiéndose empeñado en gritarles- «Dice, el comandan-^
te La Madrid que si no le dejan la montura los ha de
perseguir hasta Lima». Estaba acabando de pasar el
— 102 —
pueblo cuando se me presenta el expresado sargento con
mi montura liada por delante, pero sin los estribos de
plata con que la tomaron cuando me mataron él caba-
llo, diciendo: «tanto los he amenazado en su nombre' mi
Comandante, para que le dejasen su montura, que al fln
acaban de largarla como se la presento.» Me eché á reir
conociendo la debilidad que semejante paso mostraba
en el enemigo.
Suspendí la persecución para que lo creyeran y
regresé en dirección al rio de San Juan, pero fué en
razón de estar ya el ejército enemigo en Santiago de
Cotagaita, que está á pocas leguas de San Juan y divi-
dido por un cerro.
Hay un pueblo llamado Camataquí, como ocho le-
guas antes de llegar á San Juan. Llegado á él con mi
fuerza y los prisioneros, pedí al vecindario un emprés-
tito de trescientos pesos para dar un socorro á mi tropa
y mientras se realizaba mandé un alférez con una par-
tida de veinte húsares, conduciendo los prisioneros y
con orden de pasar con ellos el río de San Juan, en
dirección á Tarija y por delante de dicha partida al
capitán Adanto con doce hombres á San Juan para ob-
servar el camino de Cotagaita.
Asi que se hubo reunido el empréstito, me puse en
marcha con toda la fuerza para para dar el socorro en
San Juan. Hablamos andado como dos leguas, cuando
recibo aviso de Adanto de que acababan de llegar de
Cotagaita á San Juan, una columna como de seiscientos
infantes y cien hombres de caballería, á la cual queda-
ba observando con su partida desde un morro inmediato
al dicho pueblo.
En el acto de recibir esta noticia me adelanté al
punto en que estaba el Capitán con mis tres valientes
libertadores, dejando la fuerza á cargo del capitán Ma-
riano García. Subo al morro que ocupaba el Capitán,
observo y reconozco al teniente coronel Eustaquio Gon-
zález (jefe nuestro pasado al enemigo en Potosí) á la
cabeza de la caballería, que no se atrevió á subir al
— 103 -
morro que ocupaba Adanto y gritóle:— «arrímate infame
desertor, que aqui está La Madrid».
Asi que reconoció mi voz, volvió su caballo y comu-
nicó al parecer una orden, pues observó que subía al
instante una partida al cerro de mi derecha por cuyo
pié sigue el camino á Cinti y lo descubre hasta gran
distancia.
Informado al poco instante González de que no se
descubría mas fuerza que los diez y siete hombres que
estábamos en el morro, marcha al galope con toda su
fuerza repechando el morro: yo al observarlo ya inme-
diato me pongo en retirada. Cuando él hubo subido y
reconoció que por todo el cañón del camino no aparecia
mas fuerza que la partida con que me retiraba, se largó
á escape y golpeándose en la boca (como acostumbran
nuestros gauchos) en mi persecución. Yo como he teni-
do de costumbre ocupé la retaguardia. Nos habrían
corrido como seis ú ocho cuadras, cuando me encuentro
con un ordenanza mío, porteño, que venía tirando mi
carga de petacas y con un tambor de los prisioneros de
Culpina en ancas y me dice: ¿qué hago señor, de la car-
ga?— fSalva como puedas» — fué mi contestación, pues me
pisaban ya los enemigos; mas como el pobre ordenanza
llevaba la muía de carga atada á la cola de su ca-
ballo, fué prisionero al momento.
El jefe enemigo, que conoció ser mi ordenanza, pasó
á informarse de él, por el paradero de mi fuerza, con la
mayor parte de la suya y solo pasarían como treinta
hombres en mi persecución; cuando noté yo esto y que
no alcanzábamos á descubrir el escuadrón, grito «alto»
á la partida, y para.
Los enemigos retroceden á escape y yo mando un
hombre en busca del capitán García, con orden de
que se adelantara á mi encuentro con los hombres me-
jores montados que hubiera.
Despachado ya este chasque á García, dejo á Adan-
to con la partida y vuelvo con el sargento Aírala, por-
teño, en observación del enemigo por entre el bosque
1
— 104 —
que hay á la derecha del camino, cuando á poco andar
percibo las preguntas que hacía el teniente coronel Gon-
zález á mi ordenanza á la orilla del mismo bosque. Me
aproximé mas y oigo las preguntas y respuestas que
siguen: — ¿Qué fuerza trae el comandante La Madrid?
— Señor, quinientos hombres.
— El tambor— miente, señor, no son ni cien hombres.
—Comandante — ¿Cómo viene de municiones?
— Señor, á cuatro paquetes, fuera de dos cargas de
reserva.
— Tambor — miente, señor, no traen un cartucho y;
era cierto!
— ¿Cómo vienen de caballos?
— Señor, bien montados.
— Miente, señor, que vienen á pié.
Esto era también en cierto modo efectivo, pues las
cabalgaduras estaban muy fatigadas y estropeadas con el
largo trabajo de 13 días y la aspereza de los caminos,
pues era 12 de febrero.
El Comandante enemigo indignado por los embustes
de mi ordenanza, según los desmentidos del tambor, gri-
ta á sus soldados— «Amarren á este picaro á ese árbol
y denle cuatro tiros.»
Al oír esta orden, conmovido de perder un soldado
tan fiel, digo en alta voz — «¡Avancen los Húsares de la
muerte, no hay que dar cuartel á estos perversos!» y
golpeando los guardamontes que llevábamos, atropello.
Fué tal la sorpresa de los enemigos, que abandonan
al ordenanza huyen precipitadamente dejando algunos
caballos ensillados. Los perseguí como dos cuadras,
hasta que al salir á un campichuelo, descubren que solo
yo con un hombre los perseguía y par; u á vista ya de
su infantería y vuelven sobre mi, á escape. Me habrían
corrido ya como nueve ícuadras á balazos, cuandj en-
cuentro al capitán García, corriendo á escape, con el cor-
neta y veinte y cinco ó treinta hombres, en mi auxilio.
Verlo, gritar al corneta que toque á degüello y volver
sobre los enemigos, fué obra de un instante.
r
I
— 105 —
La infantería enemiga que percibió la huida de su
caballería y que no sabía á quién daría crédito sobre el
número de mi fuerza, si al tambor ó á mi ordenanza que
había ya escapado, retrocedió á ocupar el npiorro de
donde me habían corrido primero; asi fué que tuve tiem-
po para acuchillar y dejar tendidos en el campo treinta
y tres enemigos, incluso un oficial; proveerme de las
municiones de estos y esperar la llegada de mi fuerza
que se verificó muy luego.
•Mientras esto pasaba y consideraba yo salvo ya á
los prisioneros, por mi partida á la otra banda del rio;
se había el oficial detenido á orillas del rio (que es-
taba crecido) sin atreverse á pasarlo con los prisio-
neros, cuando apareciendo los enemigos á ese tiempo,
había tenido que tirarse al agua, salvando los prisio-
neros que pudo y perdiendo los demás, los unos por-
que fueron arrebatados por la corriente del rio y otros
rescatados por sus compañeros.
Reunida ya toda mi fuerza, no me era posible vaci-
lar, entre tirarme al río á nado fuera del paso que estaba
ocupado ya por los enemigos ó caer en sus manos con
toda mi fuerza. Se me pasó prevenir á su tiempo que al
retirarme de Cinti habia yo dejado al coronel Camargo
todo el armamento tomado á la fuerza del brigadier
Alvarez, á excepción solo de los fusiles que tomé para
armar á los 40 infantes que tenía yo, y de 12 tercerolas
y sables que di á mi escuadrón. Preferí, pues, tirarme
al río, ya que la vacilación de mis cobardes enemigos
rae habían dado tiempo á que se me reuniera el resto
del escuadrón. Yo que tengo mas miedo de un río cre-
cido que de tres baterias, pues no sé nadar, puse á mi
lado cuatro bravos correntinos que tenia en el escuadrón
y me arrojé con ellos á la vista de los enemigos que se
asombraron del hecho, por ser el rio muy fangoso por esa
parte y que nadie acostumbraba á pasar por alli; se
arrimaron, pues, á la playa y rompieron sus fuegos sobre
nosotros, pero fuimos bastante felices, por que no tuvimos
mas desgracia que la de dos soldados heridos y tres aho-
— 106 —
gados, habiendo recogido antes algunas tercerolas y los
sables de la caballería de González, que le matamos en
la carga.
Llegué á Tarija^sin novedad, y me presenté con mi
fuerza al Teniente gobernador, que lo era el entonces
sargento mayor del cuerpo de Dragones Domingo Aré-
valo, y recuerdo que era el último dia de carnaval.
Habían pasado como seis días cuando recibió parte
Arévalo de que estaba descendiendo el coronel Vigil, del
ejército enemigo, la cuesta, con una fuerza considera-
ble de las dos armas, y ordenó nuestra pronta retirada.
Yo tenía ya mis Húsares remontados al número de
mas de 150 hombres con algunos dispersos que se me
reunieron en la marcha y muchos voluntarios tarijeños
que se me habían presentado. Salimos pues, en dirección
al camino por donde bajaba el coronel Vigil, y recuerdo
en este momento que me acompañaba el Dr. Manuel Vi-
cente Mena, eclesiástico santiagueño, que habiéndose in-
corporado en Cinti, antes de los combates expresados, lo
nombré capellán del cuerpo que formé en Culpina. Nos
encontramos, pues, con la fuerza de Vigil y habiendo Aré-
valo reconocido la superioridad del enemigo, ordenó
nuestra retirada, siendo yo el encargado de cubrirla con
mis Húsares.
Tuve en la tarde de ese día un choque con la ca-
ballería de Vigil que se atrevió á perseguirme y le costó
caro, pues le tendí una emboscada mandada por el va-
liente capitán Mariano García, y volví repentinamente
sobre ellos al mismo tiempo que éste le acometió impe-
tuosamente por entre el bosque, del flanco derecho, y los
pusimos en completa fuga, matándoles algunos hombres
y tomándoles diez armas entre tercerolas y sables, hasta
que se refugiaron á su infantería.
Después de este encuentro no hubo ya choque algu-
no y nos retiramos hasta Jujuy, (habiendo pasado antes
Arévalo á incorporarse á su cuerpo que se hallaba á
retaguardia), adonde llegué yo con dos escuadrones, fuer-
tes de 196 plazas entre soldados veteranos del ejército
— 107 —
que había yo reunido y voluntarios que se me presen-
taron para servir expresamente bajo mis órdenes, de entre
los muchos tarijeños que se retiraron con nosotros. El
señor general Rondeau, en premio de los triunfos men-
cionados que había yo alcanzado con ese Cuerpo forma-
do por mi, á virtud de su orden y en fuerza solo de la
reputación de que yo gozaba, lo disolvió en la plaza de
Jqjuy, al siguiente día de haber él regresado de Salta,
con el Supremo Director del Estado, brigadier Juan Mar-
tín Puyrredon, que acababa de ser nombrado por el
Congreso General reunido en Tucumán. El general Ron-
deau procedió á dicha disolución á pesar de haberle yo
representado que se exponía asi á perder la mayor
parte de esa fuerza benemérita, como la perdió en efecto;
pues, habiéndola repartido en diferentes cuerpos, en esa
misma noche desertaron mas de las tres cuartas partes
de ella. Desde allí fui mandado al siguiente día por di-
cho General á Tucumán, á formar otro cuerpo de vo-
luntarios de caballería.
Habiendo, pues, llegado á Tucumán, salí inmediata-
mente á la campaña en busca de hombres voluntarios y
sin embargo del antecedente que ya tenían de la diso-
lución de otro cuerpo en la campaña anterior, regresé á
los pocos días con 170 jóvenes, desde la edad de 18 á la
de 25 años, que se me presentaron voluntariamente. Luego
que formé el primer escuadrón, el señor general Rondeau
que había ya llegado de Jujuy, quiso incorporarme al
regimiento de Dragones con el objeto de remontarlo,
yendo yo en calidad de comandante del segundo escuadrón.
Yo me opuse á esta medida y pasé á ver al señor Di-
rector, le hice presente el desaire que había recibido en
Jujuy del señor General en jefe, en la disolución de un
Cuerpo que yo había formado á costa de la exposición de
mi vida, por orden del mismo General yéndome á retaguar-
dia del ejército enemigo, con solo 8 hombres que se me
dieron y que eran unos presos, y con el cual había obte-
nido tres espléndidas victorias, contra centuplicados fuer-
zas enemigas y que si en el momento en que después de
— 108 —
eso, acababa de formar otro de voluntarios, se trataba
ponerme con él, bajo la dependencia de otro jefe yo
hacía dimisión de mi empleo y solicitaba mi separación
absoluta del ejército.
El señor Director entonces, palmeándome el hombro
me dijo: «Enhorabuena, valiente La Madrid, desde hoy
será Vd. Teniente coronel del ejército y jefe del cuerpo,
que se denominará Húsares del Tucumán», y en efecto fui
dado á reconocer como tal en la Orden general del
ejército.
Después- de formado el escuadrón de Húsares y re-
conocido yo por Teniente coronel y jefe de él, llegó el
señor brigadier general Manuel Belgrano, de Buenos
Aires, á recibirse del mando del ejército relevando al
general Rondeau que se hallaba ya en Tucumán con
parte de él, pues los demás Cuerpos estaban recién lle-
gados al pueblo de Trancas, que está situado al norte á
distancia de 20 leguas.
Para que pueda formarse una idea del carácter y de
la reputación que tenían ambos Generales en el ejército,
referiré lo ocurrido en Trancas, asi que se supo la lle-
gada y recepción del mando del primero El señor Ron-
deau que era por lo demás un excelente sujeto en todo
sentido, no era respetado en el ejército por su excesiva
tolerancia y bondad, por cuya razón había poca subor-
dinación hacia él, en la mayor parte de los jefes, asi
fué que casi todos habían llevado una conducta irregu-
lar mientras anduvieron en el Alto Perú.
En el momento de saberse en Trancas que el gene-
ral Belgrano se había recibido del mando del ejército y
que pasaba á revistar los Cuerpos allí existentes, hubo
un safarrancho general en el acto, pues no quedó una
sola mujer en el ejército, por que todas salieron por ca-
minos extraviados. Tal era la moral y disciplina que
había introducido en él cuando lo mandó por primera
vez y tal el respeto con que todos lo miraban.
Reunidos los restos del ejército en Tucumán á me-
diados del año 15, se dedicó el general Belgrano á
%^u^ y£
n
r
— 109 —
su disciplina y aumento con los reclutas que pidió á
los pueblos y mandó delinear y abrir los fosos de una
ciudadela á pocas cuadras al sur del pueblo y se tra-
bajaron en ella cuarteles para todos los Cuerpos cons-
truyendo cada uno los suyos, de tapia las paredes y
los techos de paja, la cual asi como las maderas fue-
ron inmediatamente acopiadas por las milicias á virtud
de órdenes del Gobernador de la Provincia, quien á mas
de esto, mandó que cada uno de los escuadrones y cuer-
pos de aquellas sembrase una cantidad de maíz, zapallos
y sandias para el ejército y distribuyó además una es-
pecie de contribución de ganado, mensual, á todos los
acusados según sus facultades y cuyos servióios fueron
prestados sin repugnancia por largo tiempo.
No recuerdo si fué á fines del año 15, cuando el
general José de San Martín á virtud de orden que
recibió del Gobierno para levantar en Mendoza el ejér-
cito que debía libertar á Chile y lo libertó después, pidió
al general Belgrano el cuerpo de Granaderos á caballo.
Ello es que marchó este cuerpo.
Instalado el Congreso en Tucumán el 24 de marzo
del año 1816 y declarada la independencia el 9 de 'julio,
nos propusimos todos los jefes del ejército, incluso el
señor General en jefe dar un gran baile en celebridad
de tan solemne declaratoria; el baile tuvo lugar con
esplendor en el patio de la misma casa del Congreso,
que era el mas espacioso. Asistieron á él todas las se-
ñoras de lo principal del pueblo y de las muchas fami-
lias emigradas que había de Salta y Jujuy, como de los
pueblos que hoy forman la república de Bolivia.
No recuerdo si fué antes ó después de esta función
cuando estalló una revolución en Santiago del Estero,
encabezada por un Borges, hijo de dicho pueblo, pues
solo era entonces Tenencia de Gobierno que pertenecía
á la capital de Tucumán. Aunque creo que antes, por
cuanto mi cuerpo estaba recien formado y tenía solo
como 130 hombres de que se componía el primer escua-
drón. Ello es que fui elegido por el señor general en
— lio —
jefe doctor Manuel Belgrano, para marchar con mi es-
cuadrón á sofocarlo, y marchó inmediatamente.
Se hallaba al mando de dicho pueblo como Teniente
gobernador el teniente coronel Gabino Ibañez, que per-
tenecía al ejército y tenía alli á sus órdenes al ca-
pitán de Dragones, Lorenzo Lugones, con una pequeña
partida, al efecto de disciplinar reclutas para el ejército
y el cual había sido seducido por su paisano Borges, y
se le había reunido en la campaña.
Llegado yo á Santiago y avisado por Ibañez, del
punto en que estaban reunidos los revoltosos en número
de 700 y mas hombres, pasé en el acto al rio y me di-
rigí sobre ellos, caminando la mayor parte de la noche;
y después de un pequeño descanso como de un par de
horas, continué mi marcha á la madrugada, llevando al
capitán de la 1* división Mariano García, á vanguardia
con 25 tiradores.
Aclarando ya el día en Pitambalá, que era el lu-
gar donde estaba acampado Borges con sus fuerzas,
siento una descarga que hace á mi descubierta, una
guardia de los revoltosos y oigo la voz de «á la carga»,
que dá el Capitán de aquélla
Entonces sin detenerme, grito en alta voz: — cEscua-
drones carabina á la espalda y sable en la mano, galope»,
— y me lanzo del bosque por donde iba, al lugar de su
campamento. Al desembocar á él, descubrí á García
que iba acuchillando la guardia enemiga hacía el cam-
pamento, y haciendo tocar á degüello con mis cornetas,
me precipitó sobre los enemigos que corrían desatinados
á formarse montados, los pongo en completo desorden
y son perseguidos en todas direcciones, al monte de los
piñales que fué donde se dirigieron los más, siguiendo á
su jefe y al capitán Lugones.
Fueron acuchillados por muy largo trecho en el
espacio como de hora y media, hasta que fueron presos
los cabezas principales Borges y Lugones. Les matamos
como 30 hombres y tomamos mas de 80 prisioneros, va-
rias armas de fuego entre fusiles, tercerolas y trabucos
.j
/^a^n- /P~a<»^. ¿^¿:^a<^
<é
' ' . f
;V
k -•
» A
r
— 111 —
y muchas lanzas ó cuchillos amarrados en cañas que les
servían de astas.
Después de haber dado un corto descanso á mi
tropa y tocado antes reunión, regresé al campo de Pi-
támbala con los prisioneros é hice recojer 16 ó 18 he-
ridos; pasé parte al General en jefe del resultado de
esta jornada y de haber dado libertad á varios de los
prisioneros, para que fuesen á decir á sus compañeros,
de mi parte que se retiraran tranquilos á sus casas, pues
nadie los perseguiría, porque no tenían ellos la culpa
sino el jefe que los habia engañado y sacrificado inú-
tilmente.
Di orden, en seguida, al Alcalde del lugar para que
hiciera reunir y sepultar los muertos, y después de ha-
ber comido ia tropa, marché á la capilla de los Piñales
que está á pocas leguas de Santigo, al naciente ó sud este,
á donde llegué al siguiente día.
En dicho punto recibí aviso del señor General en
jefe, de haber salido en precaución para Santiago el
coronel Juan Bautista Bustos, con su regimiento N^ 2 y
creo escuadrón de Dragones á las órdenes del comandan-
te entonces, José Maria Pazj y del teniente gobernador
Ibañez avisándome en respuesta al parte de mi triunfo,
que habían llegado dichas fuerzas.
En dicho punto me fué preciso detenerme hasta sa-
ber si los dispersos se habían vuelto á sus hogares ó si
se reunían en algún punto. Al anochecer de ese día,
recibí la contestación del señor General en jefe, felici-
tándome por el glorioso ensayo que habia dado á mi
Cuerpo, y ordenándome fusilara inmediatamente al te-
niente coronel Borges, pues había sido en España creo,
oficial de los guardias de Corps, y que el capit¿in Lu-
gones quedaba degradado y penado á servir como aspi-
rante en su mismo Cuerpo. Por de contado, que la ejecución
de Borges, me prevenía fuese después de proporcionarle
los auxilios necesarios.
Inmediatamente le hice notificar la sentencia al reo
y le mandé poner en capilla. Este al principio se resistió
— 112 —
á las insinuaciones que le hacia el teniente cura, para
que se preparara, pero luego mas tarde, mandó supli-
carme que le hiciera venir un sacerdote de Santiago, y
que le "proporcionara papel y tintero para sus últimas
disposiciones. Esto último se lo proporcioné al instante,
y mandé en el acto al pueblo con un oficio al Teniente
gobernador para que sin demora, mandase al sacerdote
que Borges pedia, y el cual llegó á la madrugada.
Dispuesto ya el reo, tuvo lugar la ejecución A las
12 del día ó dos de la tarde, y después de haber reci-
bido avisos al siguiente día de no observarse reunión al-
guna en ningún punto, y que muchos de los dispersos
se habían restituido á sus casas; marché al pueblo: per-
manecí allí no recuerdo si tres ó cuatro días, hasta que
el señor General mandó al coronel Bustos se replegase
con toda la fuerza y dejando solo un destacamento, no
recuerdo si de Dragones ó Infantes. Regresados á Tu-
cumán sin haber perdido un hombre y con el aumento
de los mas jóvenes y solteros, que incorporé de entre
los prisioneros. Decretó el señor General en jefe, un
escudo de paño azul claro á favor de los vencedores, el
cual debía usarse en el brazo izquiei*do con esta inscrip-
ción,— «Honor á los restauradores del orden». — Esta ins-
cripción debía ser bordada en hilo de oro para el jefe
y oficiales, y de plata para la tropa, el cual fué costea-
do por el General.
Mientras tanto el ejército enemigo á las ordenes del
general Laserna, había bajado ya á Jujuy. El general
Martín Güemes, gobernador de la provincia de Salta,
continuaba hostilizando activamente al enemigo, pero con
cierta independencia del General en jefe del ejército, la
cual tenía su orijen desde la retirada del señor general
Rondeau ó desde su arribo á la ciudad de Jujuy, después
de la batalla de Sipe-Sipe ó mas propiamente desde la
vuelta, días antes, del general Martín Rodríguez á Tu-
cumán con destino á Buenos Aires, pues al pasar dicho
jefe por el territorio de Salta, fué asaltado su equipaje
y tomado por una partida de Güemes, con el pretexto
'
— 113 —
de sorprenderle la correspondencia que este creía haber
tenido aquél con el general Pezuela; se quedó la partida
con mucha parte del equipaje ó al menos con lo que
contenía de valioso; de estas resultas circularon muchos
cuentos, y cuando el general Rondeau llegó á Jujuy, dio
Güemes asilo descaradamente á todos los desertores de
los cuerpos del ejército,* á los cuales incorporó á sus
cuerpos de gauchos.
Este es, en mi concepto, el único borrón que tiene
la memoria de ese valiente jefe, que tanto dañó á los
ejércitos españoles en la guerra de nuestra independen-
cia, hasta haber recibido la muerte combatiéndolos siempre.
Si se nota en estas Memorias alguna precipitación
ó demora en algunas de las operaciones inmediatas, tén-
gase presente que solo será debido á las dos pérdidas
que he tenido de estos apuntes, cuya circunstancias me
ha hecho adelantar ó atrasar tal vez algunas de las ope-
raciones, pues, por lo que 'respecta á la exactitud délos
hechos que refiero, tuo me asiste temor alguno de ser
desmentido.
Seguía, pues, el gobernador Güemes, hostilizando ac-
tivamente al ejército del general La Serna en- Jujuy y
manteniéndose concierta independencia, en buena relación
con el señor general en jefe Manuel Belgrano, cuando
al principiar el año 17, convencido éste del próximo ata-
que que le preparaba el general La Serna, con fuerzas
mucho mas superiores que las suyas, proyectó exponer
300 hombres, lanzándoles a retaguardia del ejército es-
pañol con la idea de sublevarle los pueblos de retaguar-
dia y libertarse por este medio de un ataque que le era
en extremo desventajoso, por cuanto carecía en aquellas
circunstancias de todos los auxilios que le eran pre-
cisos.
Llámame el General en los primeros días de marzo
á su casa y después de comunicarme dicho proyecto y
las razones que le habían obligado á formarlo, me dice:
— «¿Se animaría Vd. mi querido Gregorio á realizar esta
empresa atrevida, dirigiéndose secretamente sobre Oruro
8
— 114 —
por el despoblado, con cuya operación podemos salvar
el ejército y conseguir inmensas ventajas, si la fortuna
y su coraje le ayudan?» — «Mi General, le contesté, sepa
V. E. que en nada puede complacerme tanto como el
proporcionarme con frecuencia las ocasiones de sacrifi-
carme por la felicidad y gloria de mi patria y de V. E.
No tiene mas que señalarme el día de la marcha y los
hombres con que debo salir á mas de mi cuerpo». — «Co-
rriente, La Madrid, me contestó, véngase á las 10 de la
noche y lo arreglaremos todo»; y me despedí en seguida
muy contento.
: Llegada la hora señalada marché á casa del Gene-
ral y quedó todo arreglado para salir tan luego como
estuviesen prontos 300 buenos caballos herrados de pies
y manos y 600 muías que me ofreció para la empresa,
añadiendo que llevaba tres compañías de infantería de
50 hombres cada una, la P del regimiento núm. 2, la
2* del 3 y la 3* del 9, con mas dos piezas de artillería
ligera y del calibre de 4, que con 130 hombres fuera de
la artillería.
Trabajé cuanto pude para persuadir al General para
que no me cargara con el peso de esta última arraaf
que no me servía sino para retardar mis movimientos y
comprometerme por no abandonarlas, pero siendo inúti-
les todas las razones que le di para no encargarme de
ellas, tuve al fin que ceder para complacerlo; pero bien
me pesó después, lo mismo que á él, pero i^váe.
A mas de este armamento le pedí 50 milicianos de
Tucumán, que los saqué del cuerpo que llamaban de los
peladitos de Famaillá, que era uno de los cuerpos mas
decididos de dichas milicias y me ofreció que llevaría
200 pesos fuertes, único auxilio metálico que podía pro-
porcionarme, asi para entretener á la tropa con algún
socorro, como para atender á los gastos que natural-
mente debían ocurrir, como espías, conductores de comu-
nicaciones, etc.
Mi escuadrón antes de salir tenía muy cerca de 200
plazas con algunos reclutas que me había dado el Ge-
r-
— 115 —
neral y los prisioneros con que le había aumentado en
Santiago; pero deseando yo ser justo con los valientes
soldados que me hablan acompañado en las espléndidas
victorias de Culpina, cerros de Cinti y rio de San Juan;
y que el señor general Rondeau me los había quitado
tan bruscamente en Jujuy y perdiéndolos casi todos por
esta causa, quise volverlos á mi cuerpo para que me
acompañasen en esta nueva empresa. Al efecto propuse
á los jefes de los Cuerpos en que existían unos 12 hom-
bres de estos, cambiárselos dándoles por cada uno tres
de los reclutas que yo tenía, lo que conseguí á fuerza
de empeños.
Esta es la^ razón porque al tiempo de la marcha no
saqué mas que 150 Húsares, pero todos decididos y va-
lientes.
Llegó por fin el 18 de marzo de dicho año 1817, sin
que hubiesen podido proporcionarse ni los caballos ni
las muías ofrecidas y me fué preciso partir en las peores
de estas últimas que había traído el ejército en su
retirada del Perú y con la promesa de que me alean-
sarían en el camino con cuantos caballos y muías se
proporcionasen y llevando un negro herrador y los he-
rrajes necesarios en cargas.
La expedición partió llena de contento desde la pla-
za de Tucumán en dicho día 18, después de haber sido
proclamada por el señor General en jefe y por el que
escribe estas Memorias. Según las instrucciones por
escrito que llevaba del General, mi marcha debía diri-
girse á la ciudad de Oruro, que quedaba como á cerca
de 200 leguas á retaguardia de Salta.
Habiendo encontrado como á los 5 días de nuestra
marcha una parte de yeguada en la falda de uno de los
cerros que pasábamos, mandé algunos milicianos á reu-
niría y pudimos acorralarla* en una rinconada estrecha,
para ver si se tomaban algunos potros de los que en efec-
to, se encontraron unos pocos. Estaba yo parado á caballo
en un extremo de la boca de la quebrada, cuando al salir
estos de disparada tira su laso uno de los soldados que
— 116 —
se hallaban al otro extremo como para tomar el animal
á quien le cayere, y la armada de este en vez de caer
sobre las yeguas, cae sobre mi cabeza y se me ciñe por
los ojos.
En el acto de sentirlo, al mismo tiempo que se me
ceñía, logré meter el dedo índice de la mano derecha
entre el laso y la cara, y ya al arrancarme de mi caba-
llo, la furia con que los animales llevaron el laso por
delante, pude lograr safarlo, pero después de haber que-
dado aturdido y con el dedo, ojos y orejas desollados ó
quemados por el laso: siendo la causa el estar el otro
extremo de él prendido á la cincha del soldado.
Quedé por mucho rato viendo visiones y marché
unos cuantos días ciego, porque se me formó una costra
por sobre los dos ojos que apenas me permitian vislum-
brar un poco. Esta fué la primera desgracia de mi marcha.
Como á los 8 días llegamos al valle de San Carlos
sin otra novedad que la de dos desertores de una de las
compañías y por la tarde ya al ponerse el sol se me
presentó un oficial de milicias de Tucumán, conduciendo
74 caballos de buen servicio, como para reserva y un
oficio del señor General, en que me comunicaba con pe-
sar, ser esos los únicos .caballos buenos que le hablan
presentado sus comisionados, por estar en extremo estro-
peadas todas las caballadas, de resultas del servicio y
creo de la escasez de pasto que hubo en dicha fecha.
Contesté al General manifestándole mi pesar al ver-
me privado del principal elemento, en una marcha tan
dilatada y expuesta, pero consolándolo con la idea de
que yo sabría proporcionármelo pronto en Tarija. AI
siguiente día continué la marcha, pero resuelto ya á
variar de dirección separándome de las instrucciones del
General. Por consiguiente tomé la dirección hacia los
campos del Marqués de Yavi, por Casalindo, con el áni-
mo de atravesarlos y dirigirme á Tarija que estaba guar-
necida por el batallón «Gerona», en número de 400 y
mas hombres, incluso un escuadrón de caballería.
Al cruzar dichos campos de noche, fui informado
— 117 —
por mis hombres, de hallarse una partida enemiga en
número como de 30 hombres en uno de los puestos del
Marqués, y destiné en el acto al teniente Cortés, de Hú-
sares, con 40 hombres de su compañía y una mitad de
infantes del 2, á sorprenderla. A la madrugada estaba
logrado el objeto y toda la partida en nuestro poder,
excepción de tres hombres que escaparon y de cuatro ó
cinco muertos; sin mas desgracia que la de un soldado
herido y muerto el valiente oficial. Se les tomó á dicha
partida á mas de unas armas algunos caballos y muías,
pues eran los mas de infantería.
Logré atravesar dichos campos sin haber sido des-
cubierto por nadie mas que por dos ó tres indios que
encontramos en dos ranchos, á los cuales llevé presos
hasta Tarija, pues los tres enemigos que escaparon no
distinguieron mas que una partida que ganó la puerta
á sus compañeros. Asi que tomé la partida pasé el
parte al General, avisándole por medio de la clave que
llevaba al efecto, las razones que me habían obligado á
tomar la dirección á Tarija separándome de sus ins-
trucciones. En toda mi marcha tuve la precaución de
llevar presos en la prevención á cuantas personas veían
nuestra fuerza; ya fuese de algún rancho que encontrá-
semos en el paso, ó ya á las postas de algún rebaño de
ovejas ó llamas que descubrían mis observadores de los
flancos. Mi objeto al tomar una medida tan cruel, era
el de librarme por este medio, que las personas que nos
veían de cualquier sexo y edad, trasmitiesen la noticia.
Un día antes de llegar á Tarija, me alcanzó una
comunicación del señor General en jefe en que contes-
tándome á la que le dirigí de San Carlos, indicándole
que yo me proporcionaría los caballos en Tarija, se
quejaba amargamente por haberme separado de sus
instrucciones, pero con tanta fuerza, que me ofendí de
reproche tan injusto, en mi concepto; porque siendo los
caballos el primer elemento para la empresa, no parecía
propio que me lo hiciera, quien no me los había propor-
cionado y mucho menos cuando de seguir sin ellos la
— 118 —
rula que se me indicaba, marchaba de seguro al preci-
picio, sin conseguir el objeto que el General se habla
propuesto.
Contesté pues, esa noche, que mal podía reñir á un
jefe á no apartarse en presencia de los obstáculos, de
las instrucciones que se le habían dado, desde una in-
mensa distancia y sin conocimiento de ellos; que al me-
nos siendo yo General, jamás quitaría á un oficial que
comisionara, la libertad de obrar en sentido contrario si
la fuerza de las circunstancias y su inteligencia se lo
aconsejaban; pero que en cambio le haría pagar con la
vida, si preciso fuese, las faltas que cometiera por su
imprudencia ó falta de tino.
Despachado el chasque, continué á esas mismas ho-
ras descendiendo la cuesta á los valles, al sur de Tarija
y resuelto á sacrificarme para hacerle conocer á mi
General el acierto de mi deliberación. Al descender ya
el llano, fui informado por mis hombres de hallarse un
escuadrón de caballería enemiga con algunos infantes
en el valle de la Concepción; y variando inmediata-
mente mi marcha casi á la izquierda por una quebrada,
me dirigí á Tarija, dejando esta fuerza á mi derecha.
Logré proveerme en dicha quebrada de algunos caballos
y aceleré mis marchas hasta que fui descubierto por las
fuerzas de la plaza, cuando me hallaba como á 14. cua-
dras, á las 3 V2 d® la tarde del 20 de abril.
El coronel Ramírez jefe del batallón Gerona, que
había quedado con el mando de la Provincia por haber-
se marchado á Potosí días antes, el brigadier Alvarez
que lo mandaba, mandó tocar generala en el momento
de descubrirnos y notando que mi columna apuró al
galope al sentir dicho toque, creyó que éramos los gau-
chos tarijeños del comandante Uriondo, que existían en
la Provincia hostilizándolos. En este supuesto, observando
que ya descendíamos de los altos de la Tablada, al río
que está á orillas del pueblo hacia el poniente, salió
precipitadamente con su cuerpo, diciéndoles: «Vamos á co-
rrer á estos gauchos» .
— 119 —
Yo que iba con mis dos piezas montadas, mandé
desplegar en batalla á mi caballería con el frente á la
columna enemiga, que empezaba ya á pasar el primer
brazo del rio y desplegué en guerrilla dos compañías de
infantería. Ramírez que advirtió que no eran gauchos
los que desplegaban con tanta precisión bajo los fuegos
ya de su columna, pasó en el acto, y contramarchó de
carrera así que vio disparar mis dos piezas sobre su co-
lumna, pero perseguido ya por las dos compañías de
cazadores y los Húsares que mandé los cargaran.
Fué ejecutada con tanta precisión esta carga que
apenas tuvieron tiempo de ganar la plaza, que tenían
atrincherada desde una cuadra en circunsferencia. Ocupé
en él acto con mis tres compañías de infantería y las
dos piezas, el alto de San Roque que domina la plaza á
tiro de cañón, al Cabildo que ganaron sus tropas; sus-
pendí el fuego y mandé un parlamento intimando la ren-
dición en el término de media hora.
El parlamento fué recibido y regresó luego con una
contestación altanera del jefe enemigo, mandé continuar
el fuego de cañón sobre la plaza é hice que penetrara
mi caballería á los puntos mas principales del pueblo;
dejando completamente encerrado al enemigo. Por la
noche hizo repetidos esfuerzos por salirse, el teniente
coronel graduado Andrés Santa Cruz, que era entonces j
el que mandaba el escuadrón que yo había dejado á mi
retaguardia en el valle de la Concepción, por no hacerme
sentir por los de la plaza; pero todos sus esfuerzos fue-
ron vanos: igualmente que los que repitieron durante to-
da la noche, los diferentes chasques que despachó el jefe
sitiado, ya, á la fuerza de Santa Cruz que estaba en
dicho valle, como al general Vivero, que se hallaba en
Cínti con otra división.
Era tal la vigilancia con que estaban cerradas todas
las avenidas, que los chasques que no fueron tomados,
se me presentaron pasados.
Aclarando ya el día, me dá parte la guardia que
había dejado en la banda opuesta del rio, de que apa-
i
— 120 —
recia una fuerza por el camino que habíamos traído y
en seguida descubrimos los polvos que hacia la columna;
marcho inmediatamente en persona con un escolta de
12 hombres á reconocer dicha fuei'za, haciendo que me
siga de paso la guardia avanzada de 20 Húsares, que
me había dado el parte, cuando al subir á la Tablada
que está á poco mas de un cuarto de legua del pueblo,
me da noticia la descubierta de que los enemigos estaban
ya encima.
En el acto de recibirla y cierto ya que era el
escuadrón que había dejado á mi espalda en el valle
de la Concepción, mando corriendo á mi ayudante Vic-
torio Llórente, á pedir á mi 2°, el sargento mayor de
•
artillería Antonio Giles, que mandara al instante al ca-
pitan de la P de Húsares Mariano García, con su com-
pañía; y subiendo yo precipitadamente á la tablada,
descubro ya sobre nosotros, al escuadrón enemigo mar-
chando en batalla y con 40 infantes dispersos en tirado-
res á su frente.
El lance era critico y peligroso. Llórente no había
todavía hablado al mayor Giles; los enemigos habían su-
bido á las torres y tejados y me observaban. Era, pues
preciso ó volver á escape acuchillado por el escuadrón
dando á mi tropa al disgusto de ver huir por primera vez
á su Jefe, ó aterrar al enemigo con mi audacia, preci-
pitándome sobre él. Elegí sin vacilar este último partido
y mandando en el acto salir por mi derecha al ayudante
de Húsares Manuel Cainzo con 10 hombres y con 8 al
aspirante Lorenzo Lugones por mi izquierda, doy atro-
nadamente la voz de «carabina á la espalda y sable á la
mano», á ellos que son unos cobardes, y mandando tocar
á degüello con el trompa de órdenes que iba á mi lado
me precipito al centro con los 14 hombres y el oficial
de la partida que me quedaba y seguido con igual ardor
por las dos pequeñas partidas de mis flancos.
Los enemigos tiradores que habían roto ya sus fue-
gos, al ver separar los dos partidas á los flancos, vuel-
ven la espalda asi que sienten mi voz, y son acuchilldos
r^
— 121 —
en el acto. El escuadrón que presenciaba este espectácu-
lo que venía mandado por el capitán Vaca, cinteño y que
me conocía: se aterró y se puso en fuga, pues era com-
puesto en partes de milicianos. Fué tan rápido este su-
ceso que, cuando el capitán García salió á escape al campo
de la Tablada, me encontró acabando de reunir 40 prisio-
neros que había ya tomado, acuchillando los más de ellos.
Recorrimos de vuelta el campo por donde los ha-
bía perseguido y se encontraron 63 hombres muertos,
sin haber tenido mas desgracia que el negro herrador
que marchaba á mi lado, muerto, y tres ó cinco heridos
levemente, Regresé pues, envanecido de tan prodigioso
triunfo y entré al pueblo proclamando á mis tropas; y
asi que me incorporé á mi 2**, que ocupaba el alto de
San Roque con las tres compañías de infantería y las
piezas, entre atronadores victores, escogí dos de los prisio-
neros que estaban mas heridos, y dándoles dos pesos á
cada uno los mandé á reunirse á sus compañeros de la
plaza, diciéndoles: cVayan Vds. á contar á sus compa-
ñeros como pelean los soldados de la patria; díganles que
33 hombres de los mas inferiores de mis Húsares me han
bastado para anonadar á 140 de los suyos; díganles que
Vds. son testigos oculares, de quedar muertos en el
campo, 63 de sus compañeros, y que si no se me entre-
gan á discreción nados de mi clemencia, serán muy
prontos pasados á cuchillo «. Estos pobres se resistieron
á marchar, diciéndome que no querían volver á exponerse
incorporándose á unos enemigos á que solo podían ser-
vir forzados; mas los obligué é hice marchar acompa-
ñados hasta cerca de la trinchera mas inmediata.
Mientras tanto había ya hecho avanzar una fuerza
por entre las casas y ocupar los tejados que dominaban
el cuartel enemigo. Asi que los dos heridos se aproxima-
ron á la trinchera, subieron áella sus compañeros y dán-
doles las manos, los avudaron á hacer lo mismo. Yo
había mandado cesar el fuego para observar el efecto
que producía en la plaza el envío de dichos hombres,
quienes asi que entraron fueron conducidos á ella.
— 122 —
Luego que hube dado tiempo á que el Jefe enemigo
se impusiera de cuanto había yo encargado á dichos
prisioneros y observé las carreras de los ayudantes por la
plaza, llamando según las apariencias á los Jefes á junta,
mandé al ayudante de mi cuerpo Manuel Cainzo, en ca-
lidad de parlamentario á la plaza, con la siguiente inU-
macion de oficio. — «Si el Jefe que guarnece esta plaza
no se rinde á discreción en el término de 5 minutos,
será pasado á cuchillo igualmente que su tropa».
Asi que el parlamento se anunció á la trinchera
más inmediata salieron dos oficiales á recibirle la comu-
nicación, pero habiendo aquél manifestado que llevaba
orden de entregarla solo al Jefe enemigo en persona,
siguió corriendo uno de ellos á la plaza y volvió al ins-
tante con la orden para introducirlo vendado.
Al poco instante de haber sido introducido el par-
lamento, pues todo lo descubrí yo desde la altura que
ocupaba, regresó éste acompañado por el Jefe enemigo
hasta mi campo y me entregó una capitulación es-
crita que venia á solicitar. Impuesto yo de ella y ob-
servando que el hecho mismo de venir el Jefe de la
plaza á solicitarla por sí, manifestaba su debilidad,
quise ser generoso. Le contesté dándole la mano: — «El ve-
nir Vd. mismo á solicitar esta capitulación, me hace
conocer su estado, pero me manifiesta también que Vd.
ha venido confiado en que no abusaría yo de mi posi-
ción: está concedida».
La capitulación estaba reducida á que se les permi-
tiera á los Jefes y oficiales el uso de su espada y uni-
forme y que se respetaran sus equipajes, quedando todos
prisioneros después de entregar las armas. Le ordené
saliese inmediatamente con toda su tropa, al campo de
las carreras, que está al sur-este del pueblo, donde iría
yo con mis fuerzas á recibir las armas: él me pidió un
Jefe para que lo acompañara y quedase al cargo del
pueblo, mientras él salía, á fin de evitar todo desorden
El sargento mayor de artillería Antonio Giles, marchó con
él y yó pase al punto señalado.
— 123 —
No tardó el Jefe enemigo diez minutos sin presen-
tarse al frente de su linea con 300 hombres formados
en columna. Le ordené que desplegara al frente en
batalla y mandando hechar armas á tierra al frejite,
desfilara por su derecha. Esta orden fué ejecutada
al instante y después de hacer levantar los fusiles por
mi tropa, mandé á dicho Jefe que formara en columna
y entré con él á su cabeza hasta el pueblo, siguiendo
á retaguardia mi tropa.
Le mandé destinar una casa con los muebles nece-
sarios para los Jefes y Oficiales prisioneros y pasaron
á ella con una guardia de Oficial y con la orden de
poder salir á pasear cuando gustasen, acompañados de
uno de mis oficiales, toda vez que quisieran hacerlo y
del modo que gustasen, ya fuese individualmente ó ya
reunidos.
Habían pasado como dos horas cuando se presentó
un correo de Tupiza que venia con la balija y acompaña-
do ya por un patriota desde la posta, á virtud de órde-
nes que había yo librado al efecto á todas las postas
desde el día anterior; y el condutor de la corresponden-
cia no supo que había ocurrido semejante cambio en la
plaza hasta que hubo entregado la balija al nuevo ad-
ministrador.
Toda la correspondencia de los Jefes y Oficiales
fueme presentada por el administrador y habiéndome im-
puesto de la que solo merecía mi conocimiento, la pasé
toda al coronel Ramírez con mi ayudante Llórente. Me
acuerdo que entre ella venía un oficio ó del general
Canterac, ó del de la misma clase Valdés desde Tupiza.
en el cual avisaba al coronel Ramírez «que por un aca-
so había escapado de caer en manos de una fuerza que
se había aparecido por Yaví ó sus inmediaciones junta-
mente con el caudal que conducía para el ejército á
^^J^Yf que este escape lo debía al aviso que le hizo re-
troceder no recuerdo si de Mojo. Que en dicho aviso se
le decía va Belgrano con tropas de su ejército, lo cual
lo creía imposible, que lo más probable era que serían
— 124 —
algunos gauchos, pero sin embargo, bueno seria se man-
tuviese con toda la precaución posible».
Asi que Ramirez se impuso de esta comunicación,
le dijo á mi Ayudante: — «Mire Vd. que b á buena
hora viene con sus prevenciones, cuando estoy mas se-
guro que un pájaro en la jaula». Se me olvidaba pre-
venir que en las 24 horas que duró el ataque, hasta la
toma de la plaza, no tuve más pérdida que la de 5 ó 7
heridos y dos hombres muertos.
Pasado dos días remití á todos los prisioneros á
Tucumán por Oruro, escoltados por el capitán Carrasco
con sus . 50 milicianos de Tucumán, después de haber
proporcionado un socorro de 12 pesos á toda mi tropa
y en proporción á los oficiales, mediante un auxilio que
me proporcionó el pueblo; y de haber separado unos 80
ó más de entre los prisioneros indígenas del Perú, que
quisieron tomar partido y los cuales fueron distribuidos
en las tres compañías á excepción solo de los muy pocos
que desertaron.
Los 14 días que me fué preciso permanecer en Ta-
rija para proporcionarme todas las cabalgaduras nece-
sarias, fueron empleados en aumentar mi cuerpo de Hú-
sares con más de 60 jóvenes tarijeños, y en ejercicios
continuos hasta que emprendí mi marcha sobre Potosí,
el 5 de mayo, con más de 400 hombres, para llamar
allí la atención del enemigo y alejarle del verdadero
punto á que me dirijía, habiéndome puesto también en
comunicación con los varios comandantes de republique-
tas ó fuerzas que hostilizaban á los enemigos, compues-
tas de indígenas y de algunos dispersos de nuestros ejér-
citos.
Habiéndome acercado el 16 de mayo hasta 9 ó 10
leguas de Potosí, levanté mi campo por la noche y me
dirigí rápidamente por el camino de esta ciudad á la de
Chuquisaca, y como llevaba en mi compañía un número
crecido de indígenas patriotas y conocidos, tenía inter-
ceptada la comunicación quo pudieran tener las guarni-
ciones de ambos pueblos; asi fué que cuando tomé esta
Oíit'Jt:,^!,'!,^ zZ¿*Ji
-^125 —
determinación, ya existían en mi poder varias de las
comunicaciones que se habían cambiado entre el Gober-
nador de Potosí y el Presidente de Charcas ó Chuquisa-
ca, que es una misma cosa; por ellas estaba instruido
de que ambos tenían una misma pretensión, la de ser
auxiliado. Ambos sabían que había salido de Tarija,
pero ninguno cual era mi dirección, ni el punto en que
me encontraba.
Precisamente momentos después de tomada esta úl-
tima dirección, vino á mis manos una comunicación por
duplicado, del Presidente Vivero de Charcas al gober-
nador de Potosí, por la cual conocí de un modo induda-
ble que estaba ya convenido este último á mandar un
auxilio de 800 hombres á Charcas.
El 20 por ía tarde, íbamos ya á subir la cuesta de
Cachimayo que está á pocas leguas de Chuquisaca, cuan-
do me avisa el capitán Lorenzo Lugones, {^) que iba de
descubierta, que aparecía descendiendo por el mismo ca-
mino que llevábamos una fuerza enemiga de caballería.
Mando detener la columna en la quebrada y marcho
mas allá de la descubierta á observar por mi mismo, la
fuerza que bajaba. Paróse ésta al ver desde la altura
que mi columna se detenia, y adelantándome algunos
pasos, saco un pañuelo blanco y les hago señas, gritando
en alta voz: — «Bajen Vds. que es el auxilio de Potosí».
Asi que oyen esta voz y ven que les llamaba con el
pañuelo, se adelanta descendiendo al trote largo, el co-
mandante de la fuerza teniente coronel López y 5 ó 6
oficiales más; bajan y pasando por delante de mí, cre-
yéndome un cualquiera, me pregunta sin detenerse: —
«¿Quién es el Comandante?» — A este mismo tiempo, el
último de ellos que venía un poco atrás, dirígese á mí
con los brazos abiertos, en ademán de abrazarme, dicien-
do: - «Ostria, ¿cómo estás?» — y habiéndole contestado yo :
no soy Ostria, paisano, me contesta: — Dispénseme paisano,
que lo he equivocado. ¿Quién es el Comandante?, — y di-
(^) Le había devuelto su empleo, pasada la toma de Tarija.
— 128 —
continuado clamoreo de los perros, pues eran los únicos
sabedores de nuestra entrada, según se supo después.
Daba el reloj las 12 Va? cuando era ya dueño de la ex-
presada altura de San Roque, que dominaba la plaza y
la mayor parte de la población, y estaban al mismo tiem-
po ocupadas las 8 calles que entran á ésta, á distancia
de dos cuadras de las trincheras; mas había yo disenti-
do de la primera idea de penetrar á la plaza en persona
á la cabeza de 50 hombres vestidos con la ropa de los
prisioneros y prevalido de la voz del mismo jefe de ellos
(esto me privó de tomar la plaza y con ella 90,000 pesos
fuertes que había en cajas), por pura delicadeza, y por-
que no se me escapara ninguno do los jefes que habían
en ella.
Sin embargo del silencio sepulcral en que encontré al
pueblo á mi entrada y de haberme asegurado del tenien-
te coronel López, que ningún indio baqueano tenía cuan-
do lo tomé prisionero, que pudiere haber llevado esta
noticia al Presidente, asi como de que este no tenía en
la plaza otra guarnición que un piquete de 90 hombres;
no pude yo resolverme á creer lo primero en razón del
conocimiento práctico que tenía de la costumbre de to-
dos los ejércitos en aquel país, de llevar siempre toda
fuerza que sale en comisión, algunos indios, ya para ba-
queanos ó ya para cualquier servicio que se le ocurra
al jefe, aunque no sea para otra cosa que para tenerle
el caballo, tal era la servidumbre en que se les tenía á
los indígenas en aquellos tiempos; y temían por lo mis-
mo recibir un chasco exponiéndose sin necesidad, á per-
der conmigo la división y el objeto á que había sido
enviado por el General, mucho mas. cuando el número
reducido de la guarnición no podía resistirme estando el
pueblo completamente cercado. A esto se agregaba para
hacerme variar aquel acertado pensamiento, el temor de
que podrían muy bien mis soldados, á pesar de su disci-
plina, cometer algunos robos, prevalidos de la oportuni-
dad y cuyo hecho echaría un borrón á la bien merecida
reputación que había adquirido alli toda la división, por
r
b
í.
\
— 129 —
su hoQrado proceder, que era uno de mis primeros cui-
dados y lo será siempre.
Resuelto, pues, por las razones dichas á esperar el
día para intimar la rendición de la plaza, al general
presidente Vivero; ordené á todos los oficiales, coman-
dantes de los destacamentos, que al tiro de dos cañona-
zos que yo dispararía desde el alto que ocupaba, respon-
diesen todos con un alto— «viva la patria», — y avanzando
hasta una cuadra de las trincheras hicieran alto, repi-
tiéndolo y esperasen órdenes.
El alto de San Roque, está precisamente al frente
mismo de la calle de la Presidencia, está situado á me-
dia cuadra de la plaza. Coloqué las dos piezas al fren-
te de la iglesia de este nombre y después de haber
dirigido yo mismo las punterías al fogón que la
guardia de la presidencia tenía al frente de la puerta,
esperé á que los enemigos tocaran la diana para dispa-
rarlas; mientras tanto los 4 centinelas- que los enemigos
tenían en las cuatro esquinas de la plaza, pasaban la pa-
labra muy tranquilos de rato en rato.
Acercábase ya el día, cuando el tambor de guardia
de la presidencia empieza á templar la caja; espero y
al empezar este redoble para la diana, mando disparar
las dos piezas consecutivamente sobre el fogón, y fuer-
tes vivas de mis tropas resuenan por dos veces en toda
la circunsferencia de la plaza. El tambor enmudeció
por mas de un minuto al ver rebotar las balas casi so-
bre el fogón y tocó luego generala, por un instante y
calló, pero no habiendo concurrido nadie probablemente
á dicho toque, fué luego repetido por tres ó cuatro tam-
bores, fué entonces que el pueblo concurrió á la plaza
á tomar armas muy ageno de que yo hubiese sido el que
mandé disparar los dos cañonazos, ni mi tropa la de
los vivas.
Había un indio Venancio, muy patriota y que capi-
taneaba una republiqueta ó reunión de indígenas, el cual
hostilizaba al ejército español, y se hallaba en Yampa-
raez, á pocas leguas de Chuquisaca al sud oeste, y el
9
I
— 130 -
Presidente Vivero tenia dada la orden de acudir todo el
mundo á la plaza al tiro de dos cañonazos, pues se te-
mia un asalto ó saqueo por parte de aquel capitán; pero
ignorando yo dicha orden, vine sin imaginarlo á llamar
al pueblo contra mí, por dicho medio; por consiguiente
no debe estrañarse que la parte de aquel pueblo que se
hallaba de trincheras adentro, hubiese concurrido á la
plaza, á pesar de haber sido siempre tan patriota, pues
solo concurrieron en la inteligencia de ser la gente de
Venancio la de los vivas, y no la mía, como lo mani-
festaban los semblantes de todos los vecinos, asi que
aclaró y vieron mis fuerzas y la bandera Argentina.
Asi que hubo aclarado, mandé un parlamento inti-
mando la rendición al Presidente Vivero, y avisándole
que su escuadrón de descubierta para recibir el auxilio
de Potosí, estaba todo en mi poder con su jefe y oficia-
les, pero dicho parlamento, tuvo . que regresar por el
fuego que le hicieron desde las trincheras, á pesar de
haberse anunciado por el toque de corneta y la bandera.
El teniente coronel López que estaba prisionero, me hizo
las mayores instancias para que lo mandara con el plie-
go, asegurándome por su honor que asi que el Presiden-
te supiese por él que yo era, se entregaría, pues era
imposible que pudiera resistirme, y que si tal no sucedía
me juraba por lo mas sagrado que volvería; pero yo no
quise admitir su propuesta y mandé un oficial con un
cadete que había entre Ips prisioneros del escuadrón de
éste. A poco rato estaba de vuelta la contestación, pero
no con el que llevó la intimación, sino con un cholo.
Decía en él, el Presidente, que las tropas del Rey no se
rendían por las bravatas de sus enemigos, mientras tu-
viesen pólvora y balas.
En fin, el cholo fué despachado, avisándole, que so-
bre la amenaza marchaba á la ejecución. Encargué á mi
2^ el mayor Giles, atacar por la calle de mi derecha,
llevando una pieza de artillería al frente del la compañía
N® 2, que estaba colocada á una cuadra de aquella trin-
chera, la otra pieza se' la despaché al capitán Francisco
— 131 —
Pombo de Otero, que estaba colocado por la entrada al
sur de la plaza, con su compañía del N® 3. El capitán
del 9, Manuel Segovia por la izquierda de Otero, y el
sargento mayor M. Toro, de Húsares, con el resto del
cuerpo por el otro frente del poniente. Yo que me ha-
llaba en el alto de San Roque con el 2® escuadrón de
Húsares, cuya segunda compañía la componían los re-
clutas tarijeños y con los prisioneros, dispuse quedara
con estos en dicho punto, la primera que mandaba el
valiente capitán Mariano García, y que bajara aquella á
la calle para ataca»* yo por el frente, la casa de la presi-
dencia. Ordené en seguida al capitán García, que de-
jando su compañía á cargo de su primer teniente y de-
más oficiales, viniese con 8 hombres escogidos, para
que sirvieran -de guías á la compañía de tarijeños, que
mandé dividir por mitad; 30 hombres al mando de su
capitán Mendieta, por la vereda de la derecha y los otros
30, al del capitán García por la izquierda.
Distribuidas asi las fuerzas y comunicadas las órde-
nes á todos los que las mandaban, para que al sonar el
toque de á degüello de mi trompa de órdenes, diesen
un viva á la patria, y se lanzaran á las trincheras, sin
tirar un tiro y repitiendo dicho toque; me coloqué yo
en el medio de la calle con 12 Húsares de escolta mon-
tados y dando la señal de ataque con el corneta, mar-
ché á paso de carrera sobre la trinchera de la presi-
dencia, seguido por las dos filas de los tarijeños, sin
que nos detuvieran los disparos á bala raza y después
á metralla que nos dirigieron los enemigos desde ella,
hasta que habiendo llegado casi á la mitad de la cua-
dra de dicha trinchera, cayeron los primeros veteranos
que guiaban ambas filas con el último tiro á metralla
que nos dispararon los enemigos, abandonando al mismo
tiempo la trinchera y las dos piezas; pero este tiro fatal
había aterrado á mis reclutas y hécholos esconderse en
todas las puertas de una y otra vereda, asi que vieron
tendidos sus guías.
Observado por mí este movimiento, rae precipité so-
— 132 —
bre ellos presentándoles la punta de mi espada al pecho
para hacerlos volver, pero en vano fueron todos mis es-
fuerzos porque me doblaban el sable y ganaban las puer-
tas, teniendo que sufrir mientras tanto los fuegos que
se nos hacían desde los balcones y las torres de la plaza
y sufrir las piedras, tejas y tachos de agua hirviendo
que nos arrojajban desde las ventanas, cuando en esto
veo asomar atravesando las boca-calles de atrás, á toda
la compañía del 2 y al mayor Giles.
Mientras volví yo en el acto, sobre aquella compañía,
para hacerles penetrar á la calle, pues había abandona-
do la que debía atacar prestamente con el cañón por
habérsele vencido el eje al hacer el primer disparo, ha-
bían regresado ó acudido la mayor parte de los enemigos
que guardaban las otras avenidas á la plaza, á la trinchera
que yo atacaba, en virtud de que mis otros oficiales ha-
bían abandonado las calles á los primeros disparos de
las trincheras y por consiguiente nos abrasaban con sus
fuegos.
Conocido por mi todo esto, asi como el abandono de
la pieza que había dejado el mayor Giles, en la calle de
mi derecha, me lancé á escape con diez Húsares que me
quedaron de mi escolta, que me habían muerto uno y
herido otro casi ya sobre la trinchera, en busca del ca-
ñón. Cuando yo desemboqué á la calle, lo llevaban ya
tirando unos cuantos vecinos hacia la trinchera, los
cuales al verme cargar sobre ellos, lo abandonaron;
mandé á mis hombres de la escolta que atasen el cañón
con sus maneadores y lo volví á la boca-calle en que
había dejado el mayor Giles con su compañía del 2 y
la con que yo ataqué de Húsares y me fué ya pre-
ciso retroceder á la Recoleta, porque fueron en vano los
esfuerzos que hice para hacerles entrar nuevamente al
ataque á la calle, ni aún á los infantes del N^ 2, en razón
como he dicho, de haber cargado allí toda la fuerza
enemiga.
Toqué, pues, la retirada y antes de pasado un cuarto
de hora, tuve toda mi fuerza reunida en el alto de la Reco-
J
— 133 —
leta, á excepción solamente de 11 hombres que quedaron
muertos casi todos en la calle que ataqué y 21 heridos
que se sacaron, Resultó de las averiguaciones, que el
capitán Otero á los primeros tiros de la trinchera que
debió atacar, había abandonado la calle y la pieza que
llevaba y que el capitán Segovia con unos 50 infantes
del 9, juzgando mejor reunirse á Otero y faltando á
mis instrucciones, había abandonado también su calle
para venirle á buscar y atacar juntos por ese lado; pero
felizmente había llegado á tiempo que los enemigos car-
gaban con el cañón abandonado y este capitán mucho
más valiente que el otro, se fué sobre los enemigos y
matando algunos de ellos, quitó el cañón y lo salvó. El
Mayor de Húsares no se portó bien, pues no atacó la
calle que se le había designado, so pretesto de que las
dos compañías de infantería habían retrocedido.
Permanecí, pues, todo el día en el deferido alto y
circulando todas las salidas de la plaza con partidas; y
con los indios, los extramuros del pueblo.
Observaba yo desde la torre con mi buen anteojo,
los semblantes mustios y desencajados de todo el vecin-
dario que estaba en armas en las trincheras y conocía
bien que permaneciendo toda esa noche estrechado el
pueblo y amenazándole con algunos ataques falsos, se
pondrían todos á lo más en salvo, y me sería fácil to-
mar la plaza al siguiente día; pero pesaba sobre mí otra
razón mas poderosa para apartarme de esta idea y era
la de que en el pueblo de Tarabuco, á 12 leguas de la
Capital, se hallaba el coronel Lahera con 500 infantes de-
fendiendo un hermoso reducto con que guardaba aquel
punto, y que dicho jefe, si yo le daba tiempo podría,
reunido con los 300 hombres que venían de Potosí, aplas-
tarme con toda mi fuerza, que había ya acabado sus
municiones, ó la mayor parte de ellas, en el ataque que
se sostuvo en la mayor parte de aquel día. Asi fué que
al cerrar la noche me había ya decidido á marchar so-
bre el reducto asi que oscureciera y atacarlo en la ma-
drugada del segundo día.
— 134 —
Dadas ya las órdenes para la marcha y momentos
antes de efectuarla, recibí un propio de Tucumán, con
la contestación del General en jefe, á la nota que le
pasé la noche del 19 del anterior, al descender de la
cuesta á Tarija, y al parte de haberlo tomado el 21 y
adjuntándome con ellos el despacho de Coronel graduado.
— Con relación á la primera, en que le hacía yo presen-
te la impropiedad de sus quejas, por haberme apartado
de sus instrucciones, cuando se me había faltado á mí
con el primer elemento para la marcha y operaciones,
me recuerdo que me decía, entre otras cosas: — «tiene
Vd. sobrada razón, para decirme que no puede un Ge-
neral reñir á un jefe que comisione á gran distancia, á
no separarse de las instrucciones que le diese, pues no
puede propiamente el General, preveer desde la distan-
cia, los obstáculos ó embarazos que puedan presentarse
por mil accidentes, y que debe dejarse al jefe comisio-
nado la libertad de salvarlos según su buen sentido. Por
consiguiente queda Vd. desde esta fecha autorizado con
todo mi poder para obrar á su criterio, pues tan buenas
muestras acaba de darme, asi de su buen juicio, como
de su valor».
Mucho siento el haber perdido toda mi correspon-
dencia y borradores, asi con este General como con los
demás bajo cuyas órdenes he servido, en el campo del
Tala y últimamente en Tucumán; y mucho más la de
Belgrano que ha sido el mas justo y el mas patriota de
nuestros Generales, sin agravios á ninguno. Si él hubiese
sobrevivido algún tiempo más, muchos mayores servicios
habría yo prestado á mi patria, porque habría sido em-
pleado por él, en mayor escala, pues nunca fué ému-
lo de mis acciones como no sé que lo fuese de ninguno.
Bien convencido estaba de esta verdad el finado general
Quiroga, como lo está también su rival el general Ro-
sas, por varias predicciones mías que deben obrar en el
poder de ambos.
Cerrada ya la noche, emprendí mi marcha sobre
Tarabuco, con toda mi fuerza y cargando con todos mis
-- 135 —
heridos, caminé la mayor parte de ella y al siguiente
día llegué al pueblo de Yamparaez antes de medio día;
comió allí la división y despaché antes de ponerse el
sol al teniente de Húsares Carlos González, que era un
valiente español, con una partida de 10 hombres del
cuerpo y otros tantos indios prácticos, á ocupar con la
noche y bien temprano, la abra de carretas que está co-
locada á la cima de una larga cuesta que debía yo su-
bir con la división asi que anocheciera, para poder ata-
car el reducto, sorprendiéndole á la madrugada.
El objeto que llevaba este Oficial, era el de cubrir
con su partida asi el dicho camino, como dos sendas
que se desprendían de aquella abra, para Yamparaez, á
fin de evitar de que pudiera pasar por cualquiera de
ellas ningún chasque del enemigo, ó la misma fuerza
del reducto, mientras yo la buscaba por el carril prin-
cipal, sin ser sentida.
Llegó, pues, la oración y emprendí la marcha muy
confiado en que tenía ya cubiertos los caminos, por la
expresada partida, pero sin embargo con todas las pre-
cauciones necesarias; y llevando á mi vanguardia al ca-
pitán Venancio que se me reunió ese día con su partida,
compuesta de algunos soldados de los dispersos de nues-
tro ejército y bastante número de indios, y puesto á la
cabeza de 400 indios que llevaba, siguiéndole el mayor
de Húsares Manuel Toro, con una compañía de su cuer-
po y enseguida yo, con la artillería á lomo de muía y
dos compañías de infantería, á la cabeza de la columna.
La cuesta que teníamos que subir hasta llegar al
abra de Cortaderas, empieza desde muy cerca de Yam-
paraez, llegados á ella empezamos á repecharla por su
falda, dejando la mayor altura del cerro á nuestra de-
recha y la cual es casi intransitable. Nuestras cabalga-
duras estaban ya muy estropeadas por la larga marcha
y aspereza de los caminos y era preciso hacer alto con
frecuencia para llevar la fuerza reunida, hasta que el
capitán que cubría la retaguardia con su compañía de
infantería, pasaba muy despacio la voz de marcha para
— 136 —
continuar ésta; asi que llegaba la voz expresada, nos era
preciso hacer desmontar dos ó tres hombres y dar sus
cabalgaduras, para cargar los cañones ó sus montajes,
porque las muías que los llevaban no podían levantarse
de donde se recostaban en cada alto que hacían.
En una de dichas paradas á eso de las 12 de la noche,
habia sido dada ya la orden de marchar á mi vanguardia,
cuando se dispara sobre esta una descarga de infantería
enemiga que es acompañada del paso de ataque tocado
por dos tambores y un corneta al mismo tiempo. Oír
la descarga y partir yo volando con mi escolta de 12
Húsares sobre el punto de donde había sido disparada,
fué una misma cosa, ordenando antes á mi Segundo pre-
parar la división para ejecutar mis órdenes. Llego á la
compañía de Húsares que iba á las órdenes del mayor
Toro y lo encuentro á este formando algunos hombres
de dicha compañía, pues acababa de ser desordenada por
mi indiada de vanguardia que fué la que recibió la des
carga. Al momento en que yo llegaba, seguían los to-
ques de ataque del enemigo ya muy próximos, cuando
los fogonazos de una segunda descarga casi á quema ro-
pa, me muestra el frente de donde partía; precipitóme á
él con mi escolta y los pocos hombres que estaba for-
mando Toro, mandado hechar sable á la mano, peí o
antes que me hubiese entreverado con los enemigos, re-
cibo por la espalda una segunda descarga de mis dos
compañías de infantería que dejaba á la cabeza de rai
columna, mandada disparar por orden de mi Segundo
el mayor Giles; mando, sin detenerme, orden á Giles pa-
ra que no repita sus fuegos por estar yo de por medio
y nos entreveramos acuchillando á los infantes enemigos.
Paran éstos el fuego y gritan:— son nuestros. — Mis soldados
suspenden sus cuchillos é inclinándose sobre los enemi-
gos, me repiten:— cSon, señor, nuestros cazadores».
cNo soh nuestros cazadores, sino los enemigos», — dí-
goles yo, descargando al mismo tiempo una cuchillada
sobre los que estaban mas inmediatos, pero estos que
la reciben advertidos por el engaño de los míos, gritan: —
— 137 —
«No nos peguen, señor, que somos los cazadores ¿qué no nos
conocen?» — Demasiado los conocí yo por enemigos, pero
visto que los míos, los confundían por los vestuarios y
las fornituras; retrocedí mandando á mis Húsares que
me siguieran para hacerles conocer su engaño.
Apenas nos habíamos separados de ellos, cuando
disparan sobre nosotros una tercera descarga que es
contestada por sobre mí, por mis compañías de infante-
ría. Volví á la carga sobre Jos fogonazos de aquellos
gritando á degüello é incorporado segunda vez, repar-
tiendo cuchilladas, cesa el fuego y se repite la primera
escena.
«Son enemigos, grito yo, acuchillarlos.» - Mis soldados
replican: «Señor son nuestros cazadores prisioneros ¿que
no les vé la fornitura y el uniforme?» — «Si, señor, somos
los prisioneros» repetían los enemigos, y los estaba yo to-
cando con los. estribos, pero muy persuadido de lo con-
trario, cuando en medio de este alegato y bajo muchos
tiros que disparaban mis infantes por sobre mí, sin em-
bargo de haber yo repetido la orden para que no nos
fusilaran, desconocíanse unos cuantos de mis soldados y
tiranse algunas cuchilladas y una de las cuales da en
mi espada y hacénmela saltar de la mano, sobre las ca-
bezas mismas de los enemigos con que estábamos in-
terpolados.
Sorprendido yo de este incidente que me privaba de
nn recuerdo de un General que estimaba en extremo,
hube de bajarme del caballo para recojerlo, pero temien-
do ser tomado prisionero, pues estaba cierto de que eran
enemigos y no nuestros, di vuelta á mi caballo y mandé á
mis soldados que me siguieran. No bien habíamos aca-
bado de separarnos de entre aquellos cuando nos dispa-
ran otra descarga y repiten el paso de ataque. Toman-
do entonces el sable de uno de mis soldados, me dirijo
hacia el lugar donde creí haber dejado á mi Segundo
con la columna y llamándole por su nombre, pues la
noche estaba tan oscura que no se veía uno las manos;
cuando me contesta una voz: — «No está mi Coronel, el
— 138 —
Mayor se ha retirado con la columna? — Enfurecido yo, con
semejante anuncio, grito aterradamente: — «¿Adonde están
mis tucumanos?» — El capitán de ellos José ^Carrasco, que
había regresado ya de conducir los prisioneros de Tarija
y había quedado firme en su puesto esperándome, con-
testa en alta voz: - «Aquí estamos mi Coronel » .
Contesté á esta repuesta consoladora:— «¡Que vivan
mis valientes tucumanos, ellos solos me bastan para
concluir con estos miserables! Seguidme!» — y volví al en-
cuentro. El paso de ataque y los fuegos del enemigo
cesaron al oír mi contestación al expresado capitán, pues
advirtieron que no era el capitán Venancio el que sé les
presentaba sino la división victoriosa de Tarija.
Suspenderé por un momento la continuación del re-
lato de este encuentro, para explicar asi el objeto que
había conducido á los enemigos, que solo eran 150 hom-
bres de infantería, como el porqué no fui avisado por
el bravo teniente González, que había sido detenido en
tiempo á cubrir los caminos. Habiendo sido avisado el
coronel Lahera en ese día, por su descubierta desde la abra
de carretas, de observarse mucha gente en el pueblo de
Yamparaez, la cual era la mía que acababa de llegar,
juzgó dicho jefe que venía la indiada del capitán Venan-
cio y mandó aquella fuerza al cerrar la noche, con el
objeto de sorprenderla, y como su primera descarga la
hizo ésta precisamente sobre los indios que iban á las
órdenes de Venancio, que dispararon al recibirla, juzgó
el oficial que la mandaba que los que habían presenta-
dose á la carga serían los pocos soldados dispersos que
aquel tenía, y conoció su error al oírme preguntar por
los tucumanos, y recibida la contestación del capitán que
los mandaba, verme marchar á su encuentro. El tenien-
te de mi descubierta abrumado por el frío, había come-
tido la imprudente falta de hacerse .á un lado del ca-
mino, mucho mas arriba, y encender un fuego para
calentarse un momento, dejando un centinela al camino.
Los enemigos que venían descendiendo ya, lo observaron
desde la distancia y separándose del camino por un ro-
— 139 —
deo, se habían interpuesto entre la descubierta y fuerza,
cuando talvez empezaba recien á subir. El resultado
fué que aproximándose los enemigos á la descubierta
por la parte que este había subido y contestando:— la pa-
tria,— al quien vive de su centinela, no le dejaron dar
lugar para dar aviso, pues aunque los conocieron por
enemigos no pudieron salvarse sino desbarrancándose
por una quebrada y perdiendo sus caballos ensillados,
según me informó González al reunirseme al siguiente
día con la partida. Sigamos.
Los enemigos asi que conocieron su engaño por mis
voces, retrocedieron y los seguía yo como á tres ó cuatro
cuadras mas allá, de donde nos habían hecho la prime-
ra descarga, cuando un oficial que iba á mi lado, el cual
hacia poco que me había entregado una comunicación
de un coronel Fernandez, patriota, me dice: — «Mi Coronel,
mire Vd. que nos cortan por arriba de la cuesta», ense-
ñándome la cima que llevábamos á la izquierda,— Paro
y observando á la cima que me enseñaba, veo los bultos
que corrían hacia mi retaguardia.
Hecha esta observación, no juzgué ya prudente con-
tinuar la persecución, mucho mas cuando el resto de mi
fuerza había retrocedido, pues me persuadí que toda la
fuerza del reducto podía ser la que marchaba por la
cumbre, con el conocimiento que había adquirido por
mi partida que yo juzgaba prisionera. Retrocedí pues y
habíamos bajado como unas ocho cuadras la cuesta,
cuando sientjo el paso de ataque por muchas cajas con
que subían á mi encuentro.
Esto me confirmó en la idea que había formado al
retroceder de que era fuerza enemiga la que había visto
correr hacia mi retaguardia por la cumbre.
Paré y mandé apretar las cinchas de los caballos
para abrirnos paso y continuábamos ya descendiendo con
precaución, cuando me dan el quién vive. «¿Y quiénes son
los qué lo dan?» Repuse en voz alta, sin contestarlo, y fui
conocido. Era mi Segundo que volvía en mi busca con
la fuerza, pero en poco número.
— 140 —
Pregunto por los cañones y me contestan que no
saben. Mando volver un ayudante por si las cargas iban
descendiendo la cuesta y mando en seguida al mayor
Giles, que ordene á los capitanes pasen lista por números.
Cumplida esta orden, vienen los capitanes á decirme
que faltaba mas de la tercera parte de la fuerza. ¡Cómo
quedaría yo á esta noticia después que venia cierto de
la retirada de los enemigos que nos habían atacado y al
considerar perdidos mis cañones; podrán calcular los
lectores ! ! !
Continué descendiendo con toda la fuerza, pero con
mi alma mas negra que un carbón ! ! !
Era, pues, preciso bajar cuanto antes, aquella cues-
ta fatal, que amenazaba (por lo expuesto anteriormente)
ser el sepulcro del vencedor y de todos sus compañeros!
Mas de un cuarto de hora llevábamos ya de marcha
retrazada; perdida la espada que había ceñido á su cinto
el muy recomendable general San Martin, también mi
vanguardia (aunque de naturales del país) y tal vez mis
cañones, cuando regresa mi ayudante después de haber-
se cerciorado por los últimos hombres que iban retro-
cediendo por delante, de que no había pasado una sola
carga ! ! !
Apresuré la marcha y bajando al llano, mandé
acampar después de practicado el reconocimiento del
campo y que armasen mi tienda para escribir. Eran las
dos de la mañana.
Proclamé á mi íuerza que estaba formada con los
caballos de la brida, afeándoles á todos la cobardía que
habían mostrado y pronosticándoles el fin que nos aguar-
daba si sobre la marcha no lavábamos aquel tizne que
ennegrecería nuestro nombre hasta la posteridad, y exigí
en seguida que si aun quedaban cincuenta valientes á
mi lado para ir en busca de los cañones, que reputaba
quedados sobre las bestias que los conducían en el lugar
mismo donde se sintió la primera descarga, pues que
había yo pasado persiguiendo al enemigo algunas cua-
dras mas allá, que saliesen al frente.
— 141 —
Salieron en efecto y en mayor número, cuantos te-
nían buenos caballos, porque como dije antes, estaba con
toda la caballada malísima.
Llamé al valiente capitán de Húsares, Mariano Gar-
cía, y le encomendé el pronto desempeño de subir y
traerme los cañones, con aquellos valientes. Partieron
al instante y yo despaché sin demora comisionados en
todas direQciones para contener y reunir el tercio de mi
fuerza que me faltaban y prender un soldado distinguido
de los cincuenta prisioneros tomados en Cachimayo, que
se había fugado de la guardia que lo custodiaba, junta-
mente con otro soldado.
Esperábamos vigilantes y con ansia la llegada del
día. Apareció por fin y nos mostró sin peligro el cam-
po, descubriéndose en seguida al capitán García que venia
descendiendo la cuesta con los cañones y dos cargas mas
que habían quedado. Un grito de alegría fué manifes-
tados por todos, y mucho mas cuando al poco instante
de callar las dianas con que mandé celebrar su vista, ya
descubrimos los diferentes grupos de dispersos que se
dirigieron á nuestro campo y los cuales empezaron á
incorporársenos momentos después de haber llegado los
cañones y también el oficial de la descubierta que había
sido el causante de aquel suceso.
El capitán García me dio parte de haber encontra-
do muertos, poco mas allá de donde estaban las muías
echadas con los cañones, nueve hombres de los nuestros
y veintidós ó veintitrés de los enemigos, presentándome
al mismo tiempo herido mortalmente al valiente capitán
de la compañía del número 2, José Calé.
A las 7 de la mañana estábamos ya en marcha para
Tarabuco, con toda mi fuerza á excepción solo del sar-
gento de Húsares, Martín Bustos, con 8 ó 10 soldados
que nos faltaban, y después de haber mandado ejecutar
al distinguido y soldados prisioneros, que fueron tomados
muy cerca ya de Chuquisaca, por una partida de núes,
tros fieles indios y dado una gratificación á los hombres
que habían conducido nuestros cañones.
— 142 —
Serian las 8 cuando descubrimos ya la división del
coronel Lahera, que venía huyendo del reducto de Tara-
buco, por sobre la cima de la misma cuesta por donde
marchábamos. Despaché en el acto al valiente Santiago
Albarracin (sargento de Tambo Nuevo) y qué era ya
alférez de Húsares, con 25 hombres de su compañía, en
persecución de aquella fuerza, mientras que por otro
lado destiné otras fuerzas al mismo objeto. E] resultado
fué que los enemigos salvaron para Chuquisaca por so-
bre las asperezas de la sierra, pero dejando en poder
de mi valiente Albarracin, dos cargas de municiones de
calibre de mis cañones, dos de fusil, dos cornetas de
platas, una carga de equipajes que cedí para su partida,
diez y ocho prisioneros y diez mujeres, con varias ca-
balgaduras.
Continué, pues, á Tarabuco, muy complacido, parti-
cularmente por las municiones, pues se nos habían con-
cluido las nuestras y llegamos cerca de las doce de ese
mismo dia al reducto y encontramos en él, ciento ochen-
ta cabezas de ganado vacuno, mayor número de ovejas,
mas de veinte arrobas de chalonas ó charque de ovejas
gordas y gran acopio de cebada, leña, etc., que habían
abandonado nuestros enemigos. Mi primer cuidado fué
hacer reparar el eje del cañón que se había vencido en
el ataque á la plaza de Chuquisaca, pasar el parte al
General en jefe y despachar proclamas incendiarias á
todos los departamentos y avisarles mi marcha sobro
la capital de Charcas.
Al siguiente día, bien temprano me fué presentado
preso el sargento Martín Bustos y sus diez soldados,
por uno de mis comisionados naturales del país y escol-
tado por mas de setenta indios. Formé en el acto toda
mi división en cuadro en la plaza y puestos los presos
dentro de él., llamé al curaca ó alcalde del pueblo y le
ordené me presentara al instante once polleras de las
mas andrajosas de jas indias é igual número de suecos
y monteras de cuero de las que ellas usan. Listo todo
al momento, mandé desnudar á los presos y vestidos por
— 143 —
fuerza con aquel traje y el aro en la mano, aunque me
clamaban todos que los fusilara primero; mandé abrir
filas é hice que los pasearan por entre ellas, ordenando
á la tropa que escupiera á esos cobardes, que no mere-
cían ser sus compañeros, pues eran los únicos que que-
rían regresar á su país manchados. Fué un rato de
comedia para la división y el pueblo, y del mas amargo
llanto para los que sufrieron aquel castigo; perdió el
sargento la gineta.
En esa misma tarde regresé con toda la fuerza sobre
la Capital y al tercer día amanecimos circunvalándola,
y no recuerdo si fué en ese mismo día, amenacé un ata-
que por la tarde, por todas las calles, en circunstancias
que la procesión del Corpus, empezaba á pasear por la
plaza. El resultado fué que a.si las tropas como el pue-
blo la abandonaron y el sacerdote ó no se si el obispo
con los demás eclesiásticos, tuvieron que ganar la cate-
dral con el palio.
Mientras fui á Tarabuco y volví, después del ataque
á la Capital, se habían reunido ya en ella unos mil no-
vecientos hombres de las dos armas, infantería mil cua-
trocientos y quinientos caballos; pero á pesar de dicha
fuerza no se atrevieron á salir á batirme, cuando no
tenía yo mas fuerza que la de cuatrocientos y pico de
hombres de las tres armas. Permanecí sitiando la plaza
no recuerdo cuantos días, pero en ellos hubieron dos ó
tres juntas de guerra, sobre si deberían salir á batirse
6 nó, y en ninguna de ellas, se resolvieron á lo primero.
El jefe que anduvo mas atrevido en su dictamen fué el
coronel Baile ó Lavalle, pues fué el único que á pesar
de la resistencia de todos los demás, fué de parecer que
debían salir con todas las fuerzas y situarse en el cerro,
no recuerdo si de San Fernando ó de San Roque y man-
tenerse allí en observación de mi fuerza, hasta que se
les reuniera una división creo de 400 hombres que espe-
raban de Potosí. Esto lo supe por las comunicaciones que,
les intercepté, ó impuesto asi mismo de que dicha fuer-
za debía estar ya próxima, me moví por la noche con
— 144 —
toda mi división sobre Potosí, por las alturas á la izquier-
da del camino y dejando solo las ligeras partidas que
juzgué precisas para los movimientos del enemigo.
Habíamos andado hasta las 12 de la noche y mandé
parar una hora con el objeto de darle descanso á mi
tropa, cuando se me da parte por uno de los capitanes
de infantería, de que habían desertado dos hombres de
los prisioneros de Toro, que habían tomado servicio en
su compañía, siendo uno de ellos, sargento y que según
los informes que acababa de tomar al echarlos de menos
en la lista, resultaba que hacía mas de una hora que
no eran vistos por nadie en la compañía.
Convencido por este parte, de que el sargento y
soldado desertores se habían dirigido precisamente á
Chuquisaca, con el objeto de dar parte al Presidente
Vivero, de mi marcha sobre Potosí; y de que éste al
recibir dicho aviso se había movido precipitadamente
en mi alcance con todas sus fuerzas, con el fin de echar-
me al medio, asi que entrara yo á la quebrada de Pil-
comayo; contramarché en el acto por el mismo camino
y serian las dos de la mañana, cuando me encontré con
el parte que me mandaba el alférez Albarracin, de la
salida de toda la tropa enemiga desde Chuquisaca, como
á las doce de las noche y de haberse acampado en el
Tejar, es decir, una legua fuera del pueblo. Continué
mi camino hasta aproximarme á dicho punto, cubierto
por la cima del cerro que está de por medio y mandé
orden al alférez para que observara á los enemigos desde
la altura sin hacerse ver y que si estos continuaban su
marcha hacia á Potosí, no se hiciera sentir por ellos y
me diese parte.
Acampados en la falda este del cerro que nos di-
vidía del enemigo, esperamos el día y junto con él
recibí el aviso del oficial Albarracin de que se movía la
fuerza enemiga para Potosí. Subí con cuidado á la cima
del cerro y observaba yo sin ser visto, el movimiento de
la columna enemiga, cuando siento hacer dos tiros sobre
la retaguardia de ésta y á ellos salir un hombre á esca-
r
— 145 —
pe en su caballo para la cabeza de la columna. Cuan-
do esto sucedía me fastidiaba grandemente, pues temí
desde que se dispararon los dichos tiros lo que era na-
tural que sucediera, precisamente en el momento mis-
mo en que toda la fuerza enemiga iba á sucumbir irre-
misiblemente á nuestras manos, pues iba ya la cabeza
de dicha columna empezando á penetrar á la quebrada
en que iba yo á sepultarla; y para que no se dude de
la exactitud de mi cálculo, distraeré al lector con la
explicación siguiente.
Tomé yo entre los indios que me seguían y los- mu-
chos que se habían apartado ya sobre las alturas de la
quebrada del Pilcomayo, por mis órdenes, mas de mil
quinientos hombres armados de onda y con la poderosa
metralla que les suministra aquellos cerros; esperando
solo el primer cañonazo que yo disparara para aparecer
sobre uno y otro lado de la cima, arrojando el diluvio
de pedrones que manejan tan hábilmente; pues fué este
precisamente el objeto con que retrocedí, asi que recibí
el parte de la deserción del sargento y el soldado pri-
sioneros y solo esperaba yo la introducción de toda la
columna á dicha quebrada, para precipitarme por su
espalda dando la señal convenida.
El jefe enemigo, en el momento de haber sido al-
canzado por el hombre que partió de retaguardia con el
aviso de los tiros, contramarchó por su izquierda y le
vi yo mismo dirijirse con toda la columna á la altura
que yo ocupaba y dirijiendo por diferentes partes varias
partidas de infantes á ocupar la cima y reconocerla.
«¡Perdidos somos por esta imprudencia,» había dicho
yo á mis ayudantes Victorio Llórente y Manuel Cainzo,
que estaban á mi lado, asi que se dispararon aquellos
fatales tiros!!! La distancia que tenían que repechar los
enemigos para llegar á observarnos, era bien larga y
rae dio tiempo para emprender la retirada, pues no me
era de ningún modo posible el esperarlos; asi por el
malísimo estado en que se encontraban ya mis cabalga-
duras, como por la falta de municiones, que no teníamos
10
í
- 146 -
más que las tomadas en la cuesta de Carretas pocos días
antes, como por hallarse la indiada que se me había reu-
nido, algo distante de aquel punto, y dividida por uno
y otro lado de la quebrada.
Mandé á uno de mis dichos Ayudantes con orden al
mayor Antonio Giles, para que emprendiera en el acto
la retirada tomando el camino á Pomabamba y mandan-
do por delante los cañones y demás cargas, pero deján-
dome al capitán Mariano García con cincuenta Húsares
de los montados que hubiesen en el cuerpo y los Oficia-
les (^ue dicho Capitán eligiera.
Mi división, que no estaba distante, emprendió lue-
go la retirada como lo había ordenado y quedó el Capi-
tán desmontado, después de haber apartado los hombres
que se le ordenaron, aguardándome á que yo bajara
con la escolta y guias que me acompañaban. Despaché
también dos hombres de estos últimos, el uno mandando
desplegárseme al alférez Albarracín con las partidas de
observación, y el otro con orden al capitán Venancio
que lo había hecho reconocer como Comandante en jefe
de la indicada, previniéndole á este por escrito cuanto
debía ejecutar. Cuando la -columna enemiga corrió á
la cumbre y nos descubrió, estaba yo á la cabeza de
los 50 Húsares de García y mi división descendiendo
ya á una llanura distante de la cima mucho más de
una legua, como las nueve de la mañana. Avistada
la columna y descubierta por el jefe enemigo toda nues-
tra fuerza, no tuvo ya embarazo en seguirnos ; con su
caballería por delante. Fui perseguido sin cesar en to-
do el día, hasta que cerró la noche y vi retroceder al
enemigo y acamparse sobre la costa de un río ó arroyo
que habían pasado persiguiéndome, y creo fué el de
Yamparaez; pero con toda esta larga persecución logré
detenerlos cuantas veces quise, para dar tiempo á que
adelantara camino la artiliería y mi columna, pues cuan
tas veces me detenia con los 70 hombres que lleva
ba, hacian lo mismo los 500 caballos enemigos, hasta
que llegaba toda su masa de infantería y no continua-
— 147 —
ban su persecución sino después de reconocidas todas
las alturas en que me había yo detenido. Tal era el
respeto que les había yo infundido con mi arrojo á los
jefes españoles.
Habiéndose acampado los enemigos, continué yo
marchando toda la noche, y como al amanecer se notó
la falta de 10 ó 12 hombres de los soldados enemigos
que habíamos incorporado á nuestra infantería en Tari-
ja, puse todo mi empeño en llegar á Sopachuy caminan-
do día y noche; y sin más descanso que el preciso para
que respirasen un poco los hombres y las bestias, pues
temían y con razón, que los enemigos impuestos ya del
verdadero número de mi fuerza y su estado, por los pa-
sados, les sería fácil adelantarme por un camino de mi
derecha que iba á salir poco antes de llegar á dicho
punto. Tardé cuatro días en llegar á él y sin haber to-
mado más alimento que de unas 80 ovejas que se encon-
traron y distribuyeron ¡en la división. Era tal el sueño
y cansancio que experimentábamos todos, que se vieron
caer á muchos hombres desnudos en la marcha, y yo
mismo hube de despeñarme á una profundidad, al des-
cender una cuesta en la tercera noche. Era el camino
en extremo peligroso, la noche m,uy oscura y bajábamos
todos á pié, tirando sus caballos los que los tenían, cuan-
do dormido, pierdo el pié, hacia el precipicio, salvando
milagrosamente por la precaución que había tomado al
empezar á bajar, de darme dos vueltas en la mano dere-
cha con fuertes riendas y llevar las cañas de ellas bien
apretadas en la mano, pues al despeñarme se sentó mi
muía sobre las patas y el tirón que sentí me recordó é
hizo sostenerme con uñas y dientes de las riendas, á
favor también de un arbusto ó raigón de tala que encon-
tró el pié y sirvió para afirmarme; y el Ayudante y
ordenanza que estaban inmediatos pudieron ayudarme
tomándome por las manos.
Pero no fué este el último susto ocasionado por el
sueño: así que descendimos á la quebrada, paramos has-
ta que acabasen de bajar todos; había dado la orden para
^
— 148 —
que no se hiciera fuego, ni se fumase de noche, pero
los oficiales abrumados por el frío, la falta de alimento
y de dormir, había encendido uno con huano de caballo,
seco, en un hoyo, y el cual estaba cubierto por una gran
piedra y por los capotes de los oficiales que tomaban
mate acechándome para no ser descubiertos. Quien sabe
qué tiempo hacía que estábamos parados, cuando se
me presenta el ayudante de Húsares Rafael Riesco ( esta-
ba yo hablando con algunos capitanes) y me dice: — ¿Mi
Coronel, marchamos ó echa pié á tierra la tropa ?- ¿Y
quién la ha mandado montar? — pregunto al ayudante in-
dignado. Éste largando la risa, responde: — Señor, hace
como un cuarto de hora que Vd. me mandó que hiciera
montar los escuadrones, y están á caballo esperando la
orden. — Repliqué indignado que yo no había dado se-
mejante orden, pero tuve al fin que creerlo porque uno
de los capitanes me aseguró que á su presencia había
yo dádole la orden al ayudante. — Dé Vd. la orden á
todos los capitanes que lleven sus compañías bien reuni-
das en la marcha y que guarden el mayor silencio,—
dígele.
El ayudante partió á dar la orden y yo monté á ca-
ballo para continuar la. marcha, cuando vuelve Risco con
la novedad de que no encuentran al capitán Cainzo ni
su compañía, para darle la orden, pero que todos los de-
má sestaban ya prevenidos.— «¿Y qué es del Capitán y su
compañía, no ha bajado aún? pregunté» . — Sí, señor, aquí
ha bajado, y cuando Vd. me dio la orden para que mon-
tara el cuerpo, fué el último á quien se lo comuniqué,—
me dice el ayudante. En fin, y para no cansar más con
esta relación, marchamos á las tres de la mañana lle-
nos de recelos y desconfianza, sin saber qué creer de
esta desaparición, pero todos alarmados y muy vigi-
lantes. Alboraba ya, cuando recibo parte de mi des-
cubierta que en la crucijada del camino que nos intere-
saba superar, estaba situada una fuerza de caballería. Al
instante mandé que se prepararan todas las compañías
como para un encuentro, y me adelanté con mi escolta
p^r^.
— 149 —
á recorrer yo mismo la fuerza, cuando al cerciorarme á
favor de la claridad, reconozco ser el capitán Cainzo, y
voy á él enfurecido á reconvenirle por haberse adelan-
tado sin orden. -Sorprendido el Capitán, me contesta que
yo mismo, asi que estuvo reunida toda la fuerza al des-
censo de la cuesta, le había ordenado ir á fijarse en aquel
punto con su compañía y mandar reconocer el camino
que podría traer el enemigo; que dicho reconocimiento
estaba ya practicado y no habia novedad.
Á esta relación no hubo más remedio que conocer
que dormido habría yo dado aquella orden que aspiraba
realizar despierto. He escrito esta relación para mostrar
cuan inmenso es el cuidado y la responsabilidad que
pesa sobre el que manda.
Continué, pues, desde allí, libre ya de cuidado, y
mandé adelantar una partida al pueblito de Sopachuy para
que nos esperase con ganado vacuno para que la división
pudiera comer bien á la noche en que llegaríamos, pues
nos faltarían como 8 leguas de camino y las cuales no
pudimos vencer sino después de las 11 de la noche, á
cuya hora llegamos.
Sopachuy está situado en una altura ó morro, al
salir de una quebrada; y al descenso para esta parte
del sur; mandé acampar la división y que se montasen
y cargasen los dos cañones en precaución; y yo en per-
sona coloqué las avanzadas, á nuestra retaguardia en la
quebrada, una, y la otra á la derecha del camino que
traíamos; y así q^ue dejé todo arreglado me tendí sobre
un catre después de haber mandado que desensillara la
tropa y asegurarse cada uno su caballo, á fin de que
pudieran revolcarse y descansar las bestias, pues hacían
ya cinco días que no se les quitaba el apero y estaban
los más maltratados; al tenderme ordené á mis asisten-
tes que solo quitasen el freno á mi caballo y los suyos,
y les pusieran de comer, y poniéndome un cuarto de la
primera res que se desollara, pues estaban carneando,
me despertasen así que estuviera pronto.
Esa tarde había recibido aviso de mis bomberos, al
— 150 -
ponerse el sol, de quedar los enemigos á la madrugada
de ese mismo día, á 25 leguas de Sopachuy, es decir,
muy poco menos de las que yo había tenido que andar
en 4 días con sus noches; por consiguiente, estaba muy
lejos de creer que pudieran ellos andarlas en todo el día
y la noche. Tenderme y quedarme dormido fué una mis-
ma cosa, y no me recordé sino al querer empezar á ra-
yar el día. Me levanté al instante reconveniendo á los
ordenanzas por no haberme recordado con el asado, y me
contestan: — qué asado, señor, cuando nadie ha comido,
asómese y verá las reses desolladas y los soldados dor-
midos al lado de ellas, — y observé que era verdad.
Llamé al teniente y dándole mi caballo mejor y
mi anteojo, lo mandé con dos hombres á reconocer el
camino á retaguardia como á distancia de dos leguas: di
orden á la división que ensillaran los caballos y que pa-
sando una prolija revista se me diera un estado general
ó matriz, pues quería pasárselo al señor General en jefe
y me puse á escribir el parte.
Habían. pasado como veinte minutos de la salida del
Teniente y tendría yo escritas como doce líneas, cuando
oigo disparar dos tiros á la parte del camino; y grito á
mi ordenanza el sargento de Culpina, Frías, que enfrene
mí caballo y el suyo, y cerrando aceleradamente mi pa-
pelera, monto á caballo y salgo con el Sargento (á cuyo
tiempo disparaba mi avanzada una descarga) y dando al
ayudante Llórente la orden de avisar á mi segundo que
estaba pasando revista y ordenarle saliese volando con
las dos piezas y las tres compañías de infantería, á la
altura que solo distaría una cuadra á lo sumo del cam-
po; corro unos pocos pasos y descubro á mi avanzada
defendiéndose á bayonetazos en retirada y revuelta ya
entre la cabeza de una columna como de doscientos ca-
zadores enemigos que la traían á bayonetazos y sin dispa-
rar un solo tiro; á cuyo tiempo gritando á mis Húsares, «á
la carga y que la infantería descienda por mi izquierda»,
lanzóme con el sargento hacia los enemigos que dan vuel-
ta al oírme, y pueden salvarse cinco hombres de la avan-
r
— 151 —
zada que habían llegado defendiéndose, al empezar á su-
bir el morro. Los enemigos, que solo por la sorpresa
que les causó mi voz, habían retrocedido como una cua-
dra, al verme descender sobre ellos con solo un hombre
y que no aparecía tal infantería sino mis Húsares, dan
vuelta y me dirigen varios tiros á un tiempo.
Vuelvo sobre la marcha mi caballo, y al salir á la
altura perseguido por los infantes enemigos, encuéntreme
con mi corneta de órdenes montado y al ayudante Ries-
co; doy vuelta y gritando al ayudante: — «corra Vd. y diga
al mayor Giles que salga con las dos piezas y la infan-
tería y mande tocar á degüello» — y cargo seguido del cor-
neta y sargento. Vuelven segunda vez la espalda los
cazadores enemigos y sucede lo que en la primera vez,
cuando me advirtieron solo.
Corriendo entonces hacia mi campo, y encontrándome
con varios oficiales de Húsares y como treinta hombres
del mismo cuerpo al salir á la altura, ordéneles que
echando pie á tierra y parapetados de unas paredes de
piedra que había, sostengan el punto á todo trance mien-
tras yo volvía con la infantería y los cañones, y me di-
rijo en su busca. Todo este tiempo había dado á mi se-
gundo, para arrastrar una cuadra á lo menos, las piezas
y la infantería á la altura, y haber anonadado aquellos
doscientos cazadores que solo eran la vanguardia de la
columna enemiga como se observó en seguida. Toda esta
relación ha sido leída á presencia de un consejo de gue-
rra en Buenos Aires, formado á dicho mayor Giles, y diez
ó más oficiales que huyeron con él, y por esta razón la'
repito hasta su conclusión.
Fui, pues, en busca de dicho Mayor. ¡Pero cuál fué
mi indignación y sorpresa al descubrirlo, retirándose
con la columna y las dos piezas arrastradas!!! — < Vuel-
va Vd. so cobarde con la artillería y las piezas al
punto que se le ha ordenado»,— le grité á presencia de
todos, — y volví con algunos hombres en auxilio de los
que había dejado defendiendo la subida: pero ya era tar-
de! pues asomaban á la altura los infantes enemigos for-
n
— 152 —
mados, y mis oficiales y tropa montaban á caballo bajo
los fuegos enemigos -para retirarse.
Vuelvo corriendo á encontrar á Giles y á apurar la
marcha, pero recibo un nuevo chasco. Él iba ya en fuga
con la tropa, subiendo á una segunda altura, y había de-
jado abandonadas las piezas, corro á tomarlas y mando á
los Húsares de mi escolta amarrarlas á la cincha de sus
caballos y sigo con ellas; ¡pero á este tiempo desplegaba
ya el enemigo con fuego sobre nosotros, por compañías,
toda su columna, y aparecía al mismo tiempo su caba-
llería por la derecha!
Mandé á los soldados que las tiraban, cortar los lazos
con sus cuchillos, y descendiendo la loma pasé un arro-
yuelo y subí á la altura del camino á Pomabamba, que
había tomado Giles en su fuga, y formé en él noventa y
tres hombres, que fieles y valientes no habían querido
abandonarme, así como la mayor parte de los oficiales
del cuerpo de Húsares.
¡Estaba yo tan enardecido por tan inesperado como
ignominioso comportamiento, que formé' dicha fuerza re
suelto á perecer con toda ella resistiendo al enemigo si
se atrevía á pasar el arroyo á buscarme! Pero mis ene-
migos más prudentes que nunca, conocieron, creo, mi
intención y no se atrevieron á pasar; se contentaron con
llegar á donde ^quedaron mis cañones y volver con ellos
á la cima de Sopachuy, habiéndome tomado prisionero
al Dr. Serra, Capellán de la división, por un retardo suyo
en querer salvar su carga; al valiente oriental sargento
Bracamente, diez ó doce hombres más con los del retén
que habían sorprendido, y mi equipaje.
En vano mis Húsares los insultaron provocándolos á
que pasaran el arroyo con su caballería, no quiso acep-
tar el combate y se acamparon á nuestra vista, ponién-
dome yo á la de ellos, á tomar por mí mismo una lista
de todos los valientes que pie acompañaban para darles
por siempre la preferencia que merecían ante sus indig-
nos compañeros; y tuve la satisfacción de notar que en-
tre dichos valientes, se encontraron de los primeros los
— 153 ~
once que había vestido en Tarabuco con las polleras y
zuecos de las indias, y que fueron durante toda la cam-
paña los que mejor se desempeñaron en el Cuerpo; y para
naostrarles que asi como castigaba á los cobardes sabia
también recompensar á los valientes, le devolvi la gineta
á presencia de todos, al sargento Bustos.
Después de esta operación, continué mi marcha muy
despacio, y habiendo encontrado dos vacas con tres ter-
neros desde uno hasta dos años, á la inmediación de un
oratorio ó capilla vieja, mandé encerrarlas en el pretil
cerrando sus puertas con la tropa, y carnearlas todas con
cuero, hallándonos como á dos leguas y media de Sopa-
Chuy, pues no habiamos tomado ni bocado. No permití
detenernos á comer y continué la marcha hasta una pe-
queña quebrada con agua y muy leñosa, y siendo el
combustible muy escaso por aquellos lugares, no quise
pasar adelante, sin embargo de no habernos separado del
enemigo sino cinco leguas. Dije á mis soldados:
— ¡Aquí pasaremos la noche comiendo, y si los ene-
migos se atreviesen á buscarnos, moriremos como valien-
tes ó triunfaremos como en Culpina y Tarija, porque los
valientes no se aterran jamás á la vista de los realistas.
— Si, señor; ¡qué viva nuestro Coronel! — gritan todos.
Coloqué yo mismo los puestos avanzados, y pasamos
allí la noche comiendo perfectamente, después de haber
despachado órdenes en alcance del mayor Giles para que
parara donde lo encontrasen.
Al amanecer emprendimos la retirada al toque de
marcha y habiendo antes echado la diana con todas las
cornetas del cuerpo, y repitiendo de trecho en trecho el
toque de reunión, á cuyo favor iba reuniendo hombres
por todo el camino hasta que llegamos al pueblo de Po-
mabamba á las doce de la noche del cuarto día, con dos-
cientos y tantos hombres. Allí fuimos informados de ha-
ber pasado el mayor Giles con diez ú once oficiales que
le acompañaban, y algunos soldados, después de las doce
de la noche del mismo día de la sorpresa.
Se me pasaba una noticia singular y que ocasionó la
— 154 —
sorpresa. Un teniente encargado del reconocimiento esa
madrugada, montado en mi mejor caballo y con mi an-
teojo, emprendió desde aquel momento su fuga por el
camino que su miedo le indicó como el más seguro; así
fué que pudiendo con su aviso haber esperado preveni-
dos al enemigo y quitándole infaliblemente sus doscien-
tos cazadores de vanguardia, pues se habían adelantado;
fué al contrario sorprendida su primera guardia ó retén
y muerta ó prisionera más de la mitad de la avanzada,
y por cuyo accidente tuvo el mayor Giles la oportunidad
de conducirse como se condujo.
Desde Pomabamba comisioné á un Capitán de Húsa-
res con una partida para pasar en alcance del mayor
Giles y los oficiales que le acompañaban, y prenderlos.
Dicha partida marchó por delante de mí al siguiente
día; y en un lugar llamado la Loma, á las cercanías ya de
Tarija, vino recién á darles caza, porque allí recién habían
parado á respirar, como á setenta leguas de Sopachuy.
Al acercarme á Culpina llevaba ya reunidos trescien-
tos hombres ó más; pero desmontados los mas, sin mu-
niciones, muchos desarmados, y todos enteramente des-
nudos. En estas circunstancias recibo aviso de haber
llegado á Cinti el General en jefe del ejército enemigo
La Serna, con una fuerte división de su ejército. Para
salvar yo en el estado en que iba mi tropa, no encontra-
ba sino dos caminos á cuales más peligrosos. El uno era
tomar por el desierto del Chaco, expuesto á perecer se-
guramente, ya por el hambre y la sed, ó ya por los in-
dios que nos recibirían á pié, estenuados y careciendo de
los medios necesarios para defendernos. El otro era di-
rigirme osadamente sobre el General en jefe enemigo y
ver si lograba engañarle con un falso ataque, y deján-
dolo burlado, tomar el camino de Tarija.
Preferí este último por parece rme mas glorioso aun-
que pereciera; marché á Culpina y avancé una gran guar-
dia sobre Cinti, mientras buscaba por todas partes como
proveerme de algunas cabalgaduras: permanecí en dicho
punto no recuerdo si uno ó dos días.
— 155 —
ieneral enemigo que iba en mi busca y me vio
á 8u encuentro, juzgó prudente esperarme y era
ente lo que yo buscaba.
wrcionadas las cabalgaduras que se pudieron
r, y habiendo descansado y comido bien las mu-
llevábamos, ea los alfalfares; me retiré acelera-
por el camino á Tarija, al cerrar la noche;
de haber ordenado á mi fuerza avanzada sobre
e bien cerrada la noche se dirigiera en mi al-
rzaiido cuanto pudiera sus marchas,
rrumpiremos un momento para hacer conocer al
parte que recibí antes de salir de Culpina.
instruido por uno de los agentes que tenía en
e hallarse el general Canterac marchando hacia
i del Obispo con una división de mil hombres,
íste conocimiento que aceleré mi marcha de Cul-
re dicho General, pues también tenia sobre mí
iza del general en jefe La Serna,
oy general Tomás Iriarte, que estaba en aquella
servicio de los españoles, se hallaba, con el
La Serna en aquellas circunstancias, pues ha-
pasado á nuestro ejército, creo, después de mi
tirada, instruyó al señor general Manuel Belgra-
orden que pasó La Serna á Canterac, á conse-
de haberlo yo dejado burlado en Cinti. El re-
ué que yo me dirigí sobre el general Canlerac
raba por la cuesta del Obispo, pero ya algo me-
ado y con algunos hombres más que se me ha-
.j.a.i .munido de los dispersos. Así que Canterac me vio
marchar resueltamente sobre él, ocupó las mejores posi-
ciones y me esperó en disposición de batirse; yo continué
de frente en columna casi hasta tiro de cañón, y así que
me hube franqueado un estrechó descenso, varió á
mi izquierda y descendí con presteza á los llanos de
Tarya.
Canterac, avergonzado sin duda de haber sido bur-
lado como su General, se movió inmediatamente en mi
persecución, pero no llevaba arriba de trescientos caba-
— 156 —
líos escasos, y éstos no se atrevieron nunca á marchar
sobre mí en las repetidas veces que los esperé yo en
persona á la cabeza de cincuenta Húsares escogidos, pues
eran los únicos que podían montar bien, y con ellos cu-
bría la retirada de mi fuerza.
Cuando llegué á Tarija tenía reunida ya toda mi fuer-
za á excepción solo de los pocos hombres que había per-
dido entre muertos y prisioneros. — Pasé sin detenerme en
dicha ciudad, y me establecí en el valle de la Con-
cepción, pero dejando á Canterac en ella rodeado por
mis partidas y por algunas fuerzas del país que reu-
ní para hostilizarlo, y habiendo mandado á Giles y ade-
más oficiales presos á Tucümán con un parte al General
en jefe.
Llegué á estrecharlos tanto que no se atrevieron á
salir del pueblo ni en busca de leña, y estuvieron algu-
nos días echando mano de los tirantes y puertas de al-
gunas casas que desarmaron, para dar ración de leña á
su fuerza. Les había hecho entender también por medio
de proclamas que introducía á la plaza, de que había re-
cibido de refuerzo al Regimiento núm. 2, á las órdenes
del teniente coronel Morón, y aunque era verdad que
dicho cuerpo fué mandado al efecto por el señor general
Belgrano, el Gobernador de Salta, general Martin Güe-
mes, no le dejó pasar y tuvo que regresarse á Tucumán
por las hostilidades que recibía.
Del valle de la Concepción mudé m*i campo á Toldos,
donde establecí una plaza cerrada por sus cuatro fren-
tes con hermosos galpones que trabajé para mis tropas,
cortando las maderas á sable las mas de ellas, y cons-
truyendo dichos cuarteles con los mismos soldados; pues
cada capitán se encargó de trabajar el suyo con su com-
pañía. Se construyeron cuartos espaciosos á retaguardia
de cada frente, para los oficiales; un buen galpón para
la maestranza, otro cómodo y espacioso para el hospital,
pues había traído veinte y un heridos desde Chuquisaca,
y de los cuales por un olvido no he referido en su lugar
el modo como salvé á siete de ellos que estaban en es-
— 157 —
tado de no poder ser conducidos y quiero ahora expre-
sarlo.
No queriendo dejar un solo hombre abandonado de
cuantos me habían acompañado, mandé trabajar siete
pariguelas ó angarillas, y formando el asiento de cuero
para tender á los heridos. Los oficales al verme dirigir
dichos preparativos, me decian: — «¿Y cómo vamos á llevar
estos heridos, mi Coronel?» — «Luego lo verán ustedes»,
les contestaba.— Listos ya y en el momento de la marcha,
mandé acomodar en ellas á los heridos. Llamé á los
oficiales de Húsares, y tomando yo uno de los cuatro
brazos de una de ellas mandé que me imitaran los de-
más, y cargando con todos tomé la cabeza de la colum-
na con nuestros heridos al hombro.
A las dos ó tres cuadras de marcha, bajamos é hice
que nos relevasen los que quedaban, y después los de
las otras compañías de infantería y artillería: acabados
los oficiales siguió el turno por compañías, y concluida
la última, volví á turnar con los oficíales. En este orden
los llevamos hasta Yamparaez, ayudados también por los
naturales del país que á porfla se disputaban la prefe-
rencia viendo que yo mismo los cargaba.
En Yamparaez fueron dejados bajo la custodia de
un cacique y de varios indios y familias patriotas, y
habiendo tomado el reducto de Tarabuco fueron condu-
cidos allí por los indios y dejados recomendados cuando
volvimos sobre Chuquisaca, hasta que á nuestra retira-
da y estando ya mejores pudimos conducirlos con mas
comodidad.
Establecidos, pues, en Toldos, llegó el facultativo Dr.
Juan Hougham n^andado por el señor general Belgrano,
y fué tan eficaz la asistencia, contracción y acierto de
este recomendable facultativo, que á los quince días de
su llegada estuvieron sanos así los heridos como varios
otros enfermos. Pocos días después de la llegada de
dicho doctor, vino el oficial que había conducido á
Giles y demás, conduciendo ocho cargas de municiones,
dos mil pesos en plata, y no recuei'do que otros auxilios
I
— 158 —
que me mandaba el general Belgrauo. La tropa y todos
los oficiales estábamos completamente desnudos, á tal
extremo que en los descansos de las marchas, nos sacá-
bamos los oficiales los pedazos de camisa que traíamos
puesta, por que toda la ropa blanca que teníamos y que
no era mucha por cierto, la habíamos concluido en hilas
y vendas para los heridos.
El tiempo que permanecí en Toldos ó Villa de Ma-
drid, que fué el nombre que dimos á nuestra población
á insinuación del Dr. Hougham, lo emplié en ejercicios
doctrinales, limpiando para el efecto con la misma tropa,
un hermoso campo muy pedregoso, que lo allanamos en
tres dias, formando en ala toda la división y ordenando
que al toque de ataque cada soldado marchase dispa-
rando á su frente cuantas piedras encontrase.
De este modo, á título de fuego, pues parecía una
guerrilla, quedó un gran espacio de mas de dos cuadras
de largo, limpio, y un gran montón de piedras al otro
extremo. Esta operación se practicaba mañana y tarde
por espacio de media hora después del ejercicio. Así fué
que cuando regresamos á Tucumán, mis Húsares mar-
chaban y maniobraban coma el mejor cuerpo de ejército,
como se los dijo el mismo General en los ejercicios.
Canterac seguía estrechado en Tarija por mis parti-
das y habiendo tenido noticias por mis espías de que se
dirigía el general Olañeta, de la parte de Yaví, con mil
quinientos hombres hacia los cerros de Tarija, con el
objeto de cortarme por el Baritú, marché con cuarenta
hombres hasta el valle de la Concepción al efecto de
reunir todas las partidas que circunvalaban él pueblo,
para retirarme.
A la oración llegué á dicho punto y me acampé: no
faltó quien diese aviso al enemigo, y al siguiente día
por la tarde ya al ponerse el sol, había mandado Can-
terac una columna de doscientos cincuenta infantes, con
el objeto de sorprenderme á la madrugada, pero yo en
ese día dejando mi fuerza en aquel punto, me había
marchado para Tarija, con solo una escolta de doce
j
— 159 —
hombres bien montados, á efecto de andar mas ligero y
poder con la noche por medió de un engaño reunir mis
partidas que estaban hacia el norte y oeste del pueblo.
Con el objeto de llegar al anocher á Tarija, había
salido tarde del valle y llevando tres cornetas. Asi
fué que al cerrar la oración iba ya á descender á un
río seco que hay á las orillas de Tarija y como á ocho
ó diez cuadras, poco mas ó menos de distancia.
El rio es ancho y barrancoso y tiene monte por una
y otra banda; y precisamente á esa misma hora descen-
día también por el mismo camino y por la opuesta
barranca la columna que iba á sorprenderme; pero
ignorando unos y otros de nuestra aproximación.
Al empezar yo á bajar el barranco ya cerrada casi
la noche, descubro bajando por el otro lado la cabeza
de la columna; paro un instante y después de prevenir
á mis soldados, doy las voces de mando á mis escuadro-
nes en alta voz y me lanzo tocando al galope con los
tres cornetas.
Los enemigos asi que percibieron mi voz, dieron
vuelta de carrera, y apretaron á correr con mas empe-
ño asi que sintieron el toque de las cornetas y el galo-
pe de mis caballos, pues oscurecía á ese mismo tiempo
y no podían ya distinguirnos.
Dos ó tres hombres les acuchillamos y tomamos dos
prisioneros, pues no quise yo empeñarme en alcanzarlos
temeroso de un igual chasco, por alguna emboscada y
mucho mas cuando mi objeto no era otro que el de
alarmar al enemigo, engasándole y replegar mis parti-
das para ponerme en salvo.
Llegaron, pues, los enemigos al pueblo muy can-
sados, escopeteados por la espalda y juzgando que te-
nían encima toda mi fuerza. La generala sonó en el
acto y fué iluminado todo el pueblo; mientras tanto
había yo mandado que se replegasen mis partidas, y
distribuido por derecha é izquierda del pueblo, dos cor-
netas batiendo marcha. Toqué en seguida alto desde
el punto en que estaba, que fué repelido por ambos
— 160 —
lados; y habiendo pasado media hora ó poco mas, toqué
orden general que repetida por los dos cornetas, — era la
señal para que se me replegaran, asi estos como las
partidas.
Serían las 9 de la noche, cuando estuvieron reuni-
das estas, y emprendí mi retirada hasta el valle de la
Concepción y marché con toda la fuerza que allí dejé,
sin detenerme. Esto era eii el mes de noviembre, y asi
que llegué á mi campamento al siguiente día, empren-
dimos Ja retirada por la noche, pegando fuego á nues-
tros cuarteles y cuantas casas se habían trabajado, para
que no les sirvieran á nuestro enemigo.
El general Canterac, alarmado esa noche con el falso
ataque, y juzgando que iba yo á atacarlo con todas mis
fuerzas, había mandado propios por duplicado, llamando
al general Olañeta, qtie se dirigía á mi retaguardia, por
el Baritú, en su auxilio.
Regresó, pues, Olañeta, por sobre la cumbre, esa
misma noche, y habiendo descendido al . llano frente á
Tarija, al siguiente día ó antes de acabar de bígar,
recibió aviso de haber desaparecido mis fuerzas y tuvo
que contramarchar, enojado con Canterac, en procura
de su primer objeto, pero cuando el cayó al había
yo pasado ya esa noche antes y quedó burlado.
Con el auxilio que recibí de Tucumán, del señor Ge-
neral en jefe, había yo comprado cordillate blanco de
lana, que tejen los naturales del país, y mandado hacer
con los sastres que había en la división, pantalones y
ponchos para todos, de mí abajo, y había proporcionado
también una miserable cuota de un peso á la tropa,
diez y doce reales á cabos y sargentos y dos pesos á
los oficiales; pero duplicada dicha cantidad á todos los
que me habían acompañado en Sopachuy, los cuales eran
desde entonces preferidos piara todo hasta para las ca-
balgaduras.
Asi era que los otros venían corridos á cada paso,
ya cuando se ofrecía distribuir algo á la tropa y oficia-
les, ya en fin, cuando había una buena cuenta ó que se
- 161 —
repartía caballos, porque al momento sacaba yo mi lista
y los separaba para que eligieran lo mejor á presencia
de todos.
Sin mas que esto, logré emular tanto á toda mi
división, que se disputaban las ocasiones en que poder
lavar aquella mancha para hacerse dignos de mi apre-
cio, como los otros.
En esa retirada pasamos innumerables trabajos de
toda especie, pues tuvimos que caminar á pié y descal-
zos, abriendo camino por entre los bosques con nuestros
sables, hambrientos, y atravesando cadillares en que nos
espinábamos hasta las cejas y cabeza, pues el cadillo
es una planta á« especie del trigo. , pero de caña mucho
mas sólida, y sus espigas se componen en vez del trigo,
de una especie de granos qua cada una contiene cente-
nares de una espina muy sutil y que se pega en la ropa,
en el pelo y en cuanto se roza con ellos.
En uno de esos días de marcha, en que habíamos
andado todo el día sin comer, ni beber, y sufriendo un
sol abrasador, se levantó repentinamente una gran tor-
menta á eso de las cuatro y media ó cinco de la tarde,
en circunstancias que bajábamos por la falda de unas
alturas cubiertas de palmares, pero llanas y limpias;
pero apenas habían algunas matas de pastos y nos fué
preciso acampar asi que empezó á llover, pero destinan-
do un lugar separado para las cargas de municiones.
Llovería copiosamente como una hora, y caerían mas
de cincuenta rayos y centellas que nos tenían en zo-
zobra, ya por el temor de que cayese en la pólvora ó
ya sobre cada uno de nosotros.
Pero lo que mas nos asombró, fué el ver á cada
trueno arder una palma de entre medio de nosotros y
por la circunsferencia de nuestro campo; pero pasó le-
lizmente sin daño alguno y tuvimos abundancia de agua
con que satisfacer la sed, hombres y animales, por toda
la noche, y un aire mas fresco para el siguiente día.
Llegamos por fin á la ciudad de Oran á los no
sé cuantos días, sin haber comido nada en los dos
11
— 162 —
últimos; pero fuimos encontrados á la o(ra banda del
Bermejo que dista del pueblo como una legua ó po-
co menos, con algunas cargas de naranjas y pan, con
que nos obsequió el mayor ó teniente coronel N. Sevilla,
salteño, que estaba allí de gobernador ó comandante del
punto por el señor Güemes; el cual había sido nuestro
compañero de armas y oficial de mi mismo cuerpo cuan-
do serví en Dragones en las campañas anteriores.
Referiré aquí el paradero que vino á tener la espa-
da que me regaló el general San Martin al marcharse
para Mendoza de Tucumán, y que me fué volteada de
la mano en el encuentro nocturno de la cuesta de Ca-
rretas.
El valiente oriental, sargento Bracamonte, que había
sido tomado en.Sopachuy y conducido á la cárcel de
Chuquisaca, con los pocos prisioneros que me tomó alli
el enemigo, había logrado escaparse poco tiempo des-
pués, reuniéndoseme en esta retirada de Tarija y dándo-
me la siguiente relación:
Que después de haber permanecido en la cárcel por
algunos días, fué un oficial de parte del Presidente, á
ofrecerles la libertad á todos los que quisieran tomar
servicio á favor del Rey, y que habiendo todos contesta-
do que sí, en la lesolución de poderse así escapar, los
sacaron á todos; y observando al pasar por debajo de
los portales del Cabildo, que un soldado de varios que
estaban parados, estaba afirmado sobre el puño de una
espada con la punta en tierra, conoció ser la mía y
volviéndose á uno de sus compañeros, le dijo:— «Mira la
espada de nuestro Coronel».
Oído este dicho por el oficiai que los conducía, le
preguntó: ¿Cómo conoce Vd. esa espada? — «Porque es la
de mi coronel La Madrid, que en la noche del ataque de
la cuesta de Carretas se la voltearon de la mano unos
soldados nuestros que se desconocieron y dieron algunos
sablazos estando él parado entre los enemigos». — Que el
oficial entonces, dirijiéndose al soldado que la- tenia, le
preguntó como la hubo, pidiéndosela al mismo tiempo;
— 163 ^
y que habiéndole contestado el soldado al dársela, que
había caído sobre él y la había recojido sin saber más
sino que era de uno de los enemigos que les habían car-
gado— que á este dicho la miró bien el Oílcial y sacan-
do dos onzas de oro se las ofreció ai soldado, el cual
se la cedió y guardó muy contento sus dos onzas; pero
que al siguiente día oyó él decir á los soldados de la
compañía á que lo destinaron con los dos soldado.^ con
que se había fugado pocos días después, que un Coronel
le había dado seis onzas al Oficial por la espada.
Cuando el general Sucre entró después á Chuquisa-
ca y fueron enviados por nuestro Gobierno cerca del
general Bolívar, el general Alvear y el doctor Díaz Ve-
lez, mi padre político, la espada estaba en poder de un
jefe colombiano. El doctor Díaz Velez hizo varios empe-
ños para conseguirla á cualquier precio y no le fué posi-
ble. Esa espada habría sido para mí el mayor presente
que se rae podía haber hecho.
Permanecí unos pocos días en Oran habiendo lle-
gado con algunos enfermos de fiebre y otras causas pro-
cedentes de los soles y mojaduras del camino, y ha-
biendo tenido noticia de la aproximación del general
Olañeta al mismo tiempo que una división del general
Güemes se me acercaba con el objeto de hostilizarme,
resolví mi retirada.
Habíamos llegado á Oran casi todos á pié, y las
cabalgaduras que estaban en estado de poder conti-
nuar la marcha apenas alcanzaban para conducir á los
enfermos, á tres ó cuatro heridos que tuvimos al reti-
rarnos de Tarija, y nuestras cargas de municiones; pues
el jefe de Oran apesar de ser mi amigo y antiguo com-
pañero, no pudo facilitarme ninguna cabalgadura por no
contrariar las órdenes de su Gobernador el general Güe-
mes, quien también me hostilizaba pero no por falta de
patriotismo ni por prevención conmigo, sino puramente
por recelos infundados de que á mi paso tuviese órdenes
del señor general Manuel Belgrano para darle algún
golpe de mano, que no las tuve.
I
— 164 —
Mi división se hallaba toda en extremo entusiasma-
da, y tomé sobre ella tal ascediente con la tropa y ofi-
ciales, asi por la familiaridad que usaba para con todos,
fuera de los actos de servicio, como por el esmerado empeño
que tenia en participar á la par del último soldado de
todas las privaciones y fatigas que eran consiguientes,
hasta el extremo de exponer muchas veces mi vida por
salvar al último de ellos, que estaba cierto de que nin-
guno me abandonaría.
Dos noches antes de retirarnos de dicho punto y con
conocimiento ya de la aproximación del general Olañeta,
quise probar el estado de la división por medio de una
falsa sorpresa que preparé ya tarde de la noche. — En
efecto, pasadas las 12 de la noche salí de mi cuarto sin
ser sentido y recordando, muy despacio á un cabo y seis
Húsares de mi escolta, los mandé que enfrenasen sus
caballos y que saliendo armados de sus tercerolas por
el fondo de la cerca, se dirigieran por la parte que es-
perábamos al enemigo é hicieran un tiro á orillas del
pueblo; y que disparando sucesivamente los demás por
elevación, corriendo y dando voces de ataque como á
espaldas del pueblo, disparasen nuevamente todos juntos
sus tercerolas, de modo que las balas silvaran por enci-
ma del cuartel que estaba en la plaza.
Despachados dichos hombres gané mi cama, sin
ser sentido por mis ayudantes, pero dejando prevenido
al centinela que tenía á la puerta, que al sentir un tiro
entrase dando voces hasta recordarme, pues me propo- j
nía hacerme el dormido para que los ayudantes desper-
taran primero.
Llegó el momento y entra el soldado gritando: — «Mi
Coronel, los enemigos». — Mi Coronel, etc. A la segunda
voz se sienta uno de mis ayudantes, gritando también
«los enencigos». Yo corrí entonces, como sorprendido, á
tomar mi espada, y gritando á las armas, mandé tocar
al corneta de órdenes el punto agudo, que era la señal de
alarma, y me dirijí de carrera al cuartel en mangas de
camisa y con espada en mano, seguido por mis ayudantes.
kȖ^
r
— 165 —
hombres de la escolta y ordenanzas; y al llegar á la
plaza observé que por todas partes corrían los oficiales
y sus ordenanzas, repitiendo el mismo grito y dirigién-
dose al cuartel y silvando las balas por sobre nuestras
cabezas.
Todo el mundo salió á formar al frente del cuartel
con sus armas; destaqué una compañía de infantería á
cubrir la entrada á la plaza hacia donde acababa de sen-
tirse la descarga última, y mandé pasar lista. No faltó
un solo hombre, todos concurrieron volando, algunos ofi-
ciales á medio vestir, y hasta hubo uno que se había
metido el pantalón al revés y vino recién á notarlo des-
pués de la lista.
Observada por mí la exactitud con que habían con-
currido todos, proclamé á la división manifestándole mi
complacencia por su decisión, y mostrándole cuan segu-
ro estaba de no ser nunca abandonado por ellos; les man-
dé distribuir yerba y un poco de aguardiente, con lo cual
pasaron el resto de la noche contentos y burlándose mu-
tuamente por el chasco sufrido y por el traje y estado
en que todos habían concurrido sin advertirlo hasta des-
pués de formados.
Al segundo día muy temprano, estaba ya formada
toda la división en la plaza y cada uno con su montura
liada á su frente, según se había prevenido en la orden
la tarde anterior. Cuando me presenté montado, en la
plaza, estaban ya todos los enfermos á caballo, las cargas
listas para emprender la marcha, y un crecido número
del vecindario observándonos. Me desmonté al frente de
mi tropa, tiré yo mismo mi montura, y llamando un he-
rido de mi escolta que se hallaba con su montura á los
pies, le entregué mi caballo ordenándole que lo ensillara
con su apero y montura. Dirigiéndome en seguida a mi
división, le dije:
« Soldados.
¡Hoy hacen mas de nueve meses á que nuestro digno
General, distinguiéndonos con su confianza, nos mandó na-
da menos que doscientas leguas á retaguardia del pode-
— 166 —
roso ejército español! El objeto de nuestro General era
fiar á nuestro arrojo la importante comisión de llamar
sobre nosotros al ^jérciío enemigo, por nuestros hechos
audaces á su espalda; para así salvar el nuestro que ca-
recia de los elementos y fuerza necesaria para resistirlo.
Hemos, pues, llenado, camaradas, dignamente nues-
tra misión; aunque no todavía con todo el esplendor que
yo deseaba y que tuve derecho á esperar.
Hemos obtenido brillantes triunfos; hemos i'endido
una plaza guardada por mayores fuerzas que las nues-
tras; y lo que es más, hemos hecho retroceder al orgu-
lloso ejército español desde Salta, y atravesando osada-
mente por entre sus divisiones, con un puñado de valien-
tes, le hemos dejado burlado á su General, y cuando de-
bíamos esperar ser obsequiados por los habitantes de esta
provincia hermana, somos hostilizados por orden de su
gobierno.
¿Quién lo creyera, camaradas?
Soldados: no importa. Seguid el ejemplo de vuestro
Jefe y marchemos, diciendo: — ¡Viva la patria, y vivan
sus valientes defensores!» — Y echando mi montura al
hombro, rompí la marcha entre los vivas de toda mi fuer-
za y el llanto del pueblo espectador. Preciso es confe-
sarlo en obsequio de la verdad; todo el pueblo de
y su jefe, sintieron sobre manera este comportamiento
inesperado del Gobernador Güemes.
El soldado que había montado en mi caballo de pe-
lea, así que me vio mandar: — «aperos al hombro», A la di-
visión, después de cargado yo con el mío, se arrimó por
mi espalda, y tomándome el apero con ambas manos,
procuró en vano echarlo por delante de su caballo, pero
se lo resistí tenazmente á pesar de las súplicas con que
me lo pedía sin lograrlo, hasta que me vi precisado á
mandarle resueltamente que se retirase.
Yo, que por primera vez en mi vida me veía carga-
do con semejante peso, me rendí muy pronto; pero era
preciso animar á todos con mi ejemplo, y lo hice, pa-
rando solo á largas distancias para descansar un mo-
-- 107 -
mentó coa toda la columna. Anduvimos ese día ocho
leguas por el despoblado, camino al río del Valle; y
acampamos á eso de las cuatro de la tarde, en un puesto
abandonado de un hacendado de Oran, que fué conmigo,
á efecto de ver si podía reunir el mayor número que
pudiera del ganado alzado que allí tenía, para dármelo
en venta mediante un libramiento al señor General en
jefe.
En el resto de esa tarde y la mañana del siguiente
día, se reunieron jiiás de ciento cincuenta cabezas de
buen ganado, pero en extremo bravo y alzado, y nos
costó mucho trabajo para acollararlo; pues era el único
medio de poderlo llevar y con dificultad, por la espesura
de los montes y falta de camino. Así fué que en pre-
caución mandé inmediatamente, de reunido el primer
ganado, carnear algunas reses por compañía, y que las
charquearan, como se hizo, pero no pudiendo detenernos
á esperar que se secara y no teniendo la sal necesaria
para salarlo, poco nos duró, pues nos tomó un agua-
cero que contribuyó á corromperlo muy pronto. Yo
y mis oficiales habíamos llegado en extremo estropeados
con la carga y la caminata: muy particularmente yo,
porque mi apero pesaba más que el de todos, por estar
mejor provisto de jergas y pellones, pues era la única
cama que usábamos. Así fué que al continuar la mar-
cha, al siguiente día, me costó un gran trabajo porque
amanecí tan dolorido como si me hubiesen apaleado por
todo el cuerpo y las piernas.
Todos los oficiales se empeñaban en que marchara
á caballo ó que al menos hiciera poner mi montura en
una carga, pero no quise yo acceder á ninguna de las
dos cosas, y continué con ella, pero tan cansado al
empezar la marcha, que me parecía imposible el po-
der continuar. Sin embargo, conforme fui andando me
fué desapareciendo aquel entumecimiento, y en fuerza
de mi constante empeño por alentar á todos con mi
ejemplo, logré llegar á la jornada no ya tan fatigado
como en la anterior: mas en cambio de este triunfo so-
— 168 —
bre mí cuerpo, perdimos en esa marcha cerca de la
mitad del ganado que habíamos reunido á causa de la
espesura del bosque y de las pocas y malas cabalgadu-
ras para contenerlo, pues á cada instante atropellaba el
ganado al menor ruido y ganaba esos impenetrables
montes, sin que nos fuera posible dar caza á muchas de
las parejas.
Nuestro recomendable cirujano y médico Dr. Ohu-
ghan, seguía en la mayor parte del camino nuestro
ejemplo, marchando á pié y tirando de su caballo, sin
embargo de haberle yo exonerado de ello; y frecuente-
mente se lo pasaba al soldado que observaba mas cansado
obligándolo á que lo montara, y aun pasaba á pié los
ríos como yo lo había hecho muchas veces, aun antes
de llegar á Oran.
Últimamente" y para no ser molesto con digresiones,
á la segunda jornada no nos quedaron mas que diez ó
doce parejas de ganado, y estas en extremo cansadas,
me fué preciso mandar que se carnearan todas y que se
distribuyese la carne á las compañías. Era tal la espe-
sura del bosque, en los primeros días, que teníamos que
venir abriéndonos camino con los sables, y guardándonos
mucho de las abundantes culebras y vívoras que hay
en ellos, y que son tan venenosas muchas de ellas.
Como las muías y caballos que conducían nuestras
municiones empezaron á faltarnos desde el tercer día de
nuestra marcha, y era preciso que nuestros infantes se
encargaran de conducir los paquetes, mandé que dejaran
las monturas y muy pronto me creí precisado á libertar
á todos de su peso, por la incomodidad que nos ocasio-
naban los montes, no menos que los excesivos calores.
Apesar de mi orden prometí á los soldados llevar
las jergas que quisieran ó pudieran cargar y algunos
alimentos, pues no teníamos ya que comer.
íbamos ya tan acostumbrados, que hacíamos marchas
de, diez y once leguas, algunas de ellas sin agua, y aún
sin tener mas descanso que el corto rato de parada que
hacíamos al pié de algunos algarrobos cargados de fru-
r
— 169 —
<
ta verde, pues estábamos á mediados de diciembre y
no eran ya los bosques como los de Oran; pero estos ra-
tos de parada los devengaba yo en la carrera que em-
prendía con toda la división, cada vez que se descubría
la fruta expresada desde la distancia; pues señalando á
cada compañía los árboles á que debía dirigirse, les man-
daba tocar el paso de ataque, y partíamos todos dispu-
tándonos la preferencia en el comer, pues aquellos que
llegaban primero tenían á su disposición la mejor alga-
rroba, y aunque esta aumentaba la sed, nos consolaba
por lo pronto su dulzura, sirviéndonos al mismo tiempo
de alimento, pues no había otro.
Nos encontramos algunas veces con partidas de in-
dios mansos del Chaco, y teníamos un rato de júbilo asi
que los divisábamos, pues generalmente nos cambalacha-
ban ó vendían algunos poronguitos de rica miel, char-
que, algún poco de maíz tostado y otros bastimentos.
Descubrimos al flu el fuerte del río del Valle, que
está al Este de Salta ó de su frontera del Sud, y fué
para todos un gran consuelo, pues hacían tres días que
se nos había concluido la poca carne y charque que al-
gunos habían conservado, y en ellos no habíamos toma-
do mas alimento que alguna algarroba, donde la encon-
trábamos, y los muy limitados cambalaches con los
indios.
Llegados que fuimos á dicho fuerte con no poca sor-
presa de los que lo guardaban, se nos proporcionó por
su Comandante la muy precisa carne para la división,
pues él no quiso alargarse, y aún negaba lo que se le
pedía, escusándose con que no tenia orden de su Gobier-
no y con que era bien poco el ganado que alli había
por el temor de los indios; mas habiéndole asegurado
yo que era amigo del coronel Antonio Cornejo que era
comandante general de frontera, muy patriota y en ex-
tremo recomendable; no trepidó en proporcionarnos lo
necesario y obsequiarnos, y mucho mas desde que vio
al Dr. Ohughan y supo que era médico, pues nunca fal-
tan enfermos en el campo, y el doctor los curó.
— 170 -
Tomé conocimiento por este Comandante de las jor-
nadas que debería hacer hasta el río del Tala que divi-
de la jurisdicción de Salta con la de Tucumán, mar-
chando en derechura por la frontera y sin aproximarse
al camino de postas; obtenido éste, pasé al Capitán ó
Comandante del Departamento, el correspondiente aviso
de las jornadas que debería hacer con mi división, para
que se me esperara con las reses necesarias, y mas las
cabalgaduras que pudieran proporcionarse, asi para las
cargas como para los enfermos ó heridos, pero con la
prevención exprosa de que serían estas religiosamente
devueltas asi que llegáramos á la siguiente jornada.
Despachado dicho oficio el mismo día de mi llegada
al Fuerte y también el parte al señor general Belgrano,
continué mi marcha al siguiente día por un camino ya
poblado y cubierto de ganado y cabalgaduras; pero con
tal orden, que ningún individuo se separaba del camino
ni se tomaba animal alguno.
Llegados á la parada, encontramos una partida de
gauchos con las reses mas precisas en el corral, pero
tan flacas que casi no se podían comer, y sin ninguna
cabalgadura. Preguntado el Oficial de la partida — Por-
qué no había cabalgaduras encontrándohis nosotros en
toda la marcha, contestó secamente que él cumplía con
la orden que tenía de su Comandante.
Según eso, le dije: — ¿Tendría Vd. la oi'den de propi>r-
cionarnos las reses más flacas é inservibles, pues en todo
el trayecto las hemos encontrado bien gordas'í — No me
contestó y se retiró con su partida bajo de unos ár-
boles un poco apartados de mi campo, y reconocimos
entre dicha partida, algunos desertores de nuestro ejér-
cito.
Mientras se carneaba y proporcionaban leña los sol-
dados de mi división, no dejaron de insinuarse los de-
sertores con algunos de nuestros soldados, invitándolos á
que so quedaran con ellos á pasar mejor vida, mas la
contestación que tuvieron los avergonzó, y no osaron re-
petir sus instancias. Esto lo supe luego por los mismos
-- 171 —
soldados que habían sido invitados y los aplaudí su fide-
lidad y patriotismo regalándolos.
Este mismo recibimiento tuvimos en todo el camino,
hasta que al fin avistamos el río del Tala que nos sepa-
raría dentro de pocos instí>ntes del territorio de Salta.
Verlo la división, dar un «viva á la patria» y precipi-
tarse á pasarlo, fué todo uno; y apenas se hubieron co-
locado en la opuesta banda del territorio tucumano, die-
ron vuelta todos como animados de un mismo impulso,
y empezaron á dirigir cruces y maldiciones con ambas
manos á la opuesta banda. Nos tendimos á descansar, y
al poco instante ya descubrimos una numerosa caballada
que arriaban los milicianos hacia nosotros.
Entre vivas y felicitaciones mandé rodear la caballa-
da con mi tropa, y muy pronto se tomaban caballos para
todos, los mismos milicianos. Desde allí ya nuestra mar-
cha fué feliz y triunfal, pues nada faltó á la división, y
aunque nuestros soldados iban cabalgados sin montura,
en todo el camino les fueron proporcionados ya aperos
viejos, ya cueros de carnero para que no se magullaran
tanto sobre el lomo limpio del animal.
Como del rio del Tala á Tucumán no hay sino vein-
te y una leguas, á los tres días estuvimos á una legua
de la capital en la banda del río, en cuyo punto había
recibido orden del señor General en jefe, de esperarlo,
pues quería presentarnos al pueblo y al ejército, coloca-
do á la la cabeza de nuestra columna.
A las dos horas de espera, lavada ya toda la divi-
sión y formada á pié con nuestro uniforme de poncho y
calzón de picote blanco, apareció nuestro querido Cíone-
ral, seguido de todo su Estado Mayor, del Gobernador de
la Provincia con mucha parte de lo principal del vecin-
dario, y su escolta por detrás, y precedía dicho cortejo
la banda del ejército y los músicos de los Cuerpos.
Al enfrentarse el General á nuestra línea, compuesta
de 386 hombres de tropa, fué saludado con tres estrepito-
sos vivas. El primero á la Patria, el segundo al Exce-
lentísimo Superior Gobierno y el tercero á S. E. el señor
^
— 172 -
General en jefe del ejército, y marchó en seguida á pre-
sentar las armas y batir marcha.
Nuestro digno General, ahogada su voz por lágrimas
de complacencia, felicitó á toda la división, á su jefe y
oficiales. Yo le mandé victorear nuevamente, agregando
que no habíamos hecho otra cosa que llenar en la parte
que nos habla sido posible, la honrosa misión que nos
había confiado; y que constantemente encontraría á la
división toda, dispuesta á sacrificarse por la patria y por
su General. Mandé enseguida echar armas al hombro y
romper en columna al frente por mitades, como se me
había ya ordenado así que acabó de hablar el General.
Yo quería entrar á pié á la cabeza de mi columna,
pero el General no lo consintió, y me mandó montar en
el caballo que se traía preparado, y colocarme á su lado
izquierdo, pues el Gobernador y Capitán General de la
Provincia, ocupaba el derecho. En este orden continua-
mos la marcha, ocupando la cabeza de la columna y la
banda de música, y con toda la comitiva á vanguardia.
Atravesamos la plaza y nos dirigimos á la Cindadela,
donde nos esperaba todo el ejército formado.
Establecida la división en el punto que se le designó
en el cuadro, y colocado yo á su frente, dirigió el Gene-
ral al ejército una proclama entusiasta, encomiando á la
división exajeradamente. Concluida la cual y después
de los correspondientes Víctores, pasaron las tres compa-
ñías de infantería y el piquete de artillería á incorpo-
rarse á sus cuerpos y yo con el mío á mi cuartel. Mi
regreso fué en los últimos días de diciembre, y con trein-
ta y seis hombres más que los que había sacado de Tu-
cumán, es decir, después de diez meses largos de cam-
paña.
No sé si al segundo ó tercer día de mi llegada á
Tucumán, rae adjudicó el Cabildo una manzana de
terreno, al frente de la Cindadela y contigua á la ca-
sa que había construido y habitaba el Excelentísimo
señor general Manuel Belgrano. Tomé posesión de ella
y me puse inmediatamente á hacer trabajar el material
— 173 —
yo mismo con mis soldados, y pagándoles como á unos
peones, y con él trabajé en seguida una de azotea con
tres habitaciones al frente de la calle, mirando al norte.
Cerqué de tapia los cuatro costados; construí yo mismo
un jardín en el frente del este que miraba a la alame-
da y mandé trabajar cuatro piezas más en el interior,
haciendo sembrar el resto del terreno, pues todos los
jefes de los cuerpos tenían sus quintas destinadas para
cultivar legumbres y hacer sembrar granos y algunas
frutas para sus tropas sin que por estos trabajos pasasen
un solo día los ejercicios doctrinales, por compañías por
las mañanas, por cuerpos todas las tardes, y de linea to-
dos los domingos y días festivos.
A mediados del año 1818, fui mandado por la posta,
por el señor General en jefe, con 300 hombres de caba-
lleria, á salvar al coronel mayor Juan Bautista Bustos,
que se hallaba con su Regimiento núm. 2, sitiado en el
Fraile Muerto, jurisdicción de Córdoba, por el Goberna-
dor de Santa Fé, Estanislao López. Los 300 hombres de
dicha fuerza lo componían mis dos escuadrones de Hú-
sares, y uno de cien Dragones que lo mandaba el entonces
comandante José María Paz. Partí inmediatamente por
la posta con esta fuerza, con tanta celeridad que á los
siete íi ocho días estuvimos en la capital de Córdoba que
dista 170 y tantas leguas; pero habiendo llegado yo en
extremo mortificado por una indisposición que tuve en
los últimos dias, me fué necesario detenerme, no recuer-
do si tres ó cuatro días, hasta que restablecido en ellos
mediante la extremada bondad y esmerada asistencia de
la amable señora madre de mi segundo, el comandante
Paz. Continuamos la marcha hasta el Paso de la Herra-
dura en el río 3^ Alli hicimos alto acampándonos á la
misma costa del río, ó más propiamente, ocupando la
boca de la Herradura que forma aquel barrancoso rio,
pues el gobernador López se había replegado á mi apro-
ximación hacia su territorio, abandonando el sitio.
— 174 —
Como al resp.'egarse López sobre la frontera de su
territorio, se habla establecido en un punto que no esta-
ba muy distante de mi referido campo, y su modo favo-
rito de hacer la guerra á las tropas de Buenos Aires
era el de sorpresa, y arrebatándoles los caballos, me pre-
vine al instante contra esta táctica por medio de una línea
curva de postes asegurados de tres en tros varas, y de
unas dobles varas amarradas horizontalmente á ellos; la
primera á la altura del pecho de un hombre y Ja se-
gunda á una tercia de la tierra.
Acampado en este orden, hacía pastar de día mi
caballada en el campo de mi frente, y por la tarde
montaba á caballo con toda la fuerza é íbamos á cortar
alfalfa á una hermosa propiedad que tenía
Casas como á unas 16 ó 20 cuadras de nuestro campo
y nos regresábamos al ponerse el sol, cada uno con su
atado de pasto por delante. Asi dormíamos con la caba-
llada asegurada y bien comida dentro de nuestro campo.
Por temor de las fuerzas de los santafecinos, habían
resplegádose hacia Córdoba todas las familias de la cos-
ta del rio 3^ por consiguiente estaban todas las casas
abandonadas con cuanto en ellas tenían, pero era tal
el respeto que nuestra tropa guardaba á la propiedad
del vecindario por donde transitamos, que á pesar de
este abandono no hubo ejemplo de que un soldado nues-
tro hubiese jamás tocado nada de cuanto había en ellas.
El retiro de López desde el Fraile Muerto, á mi
aproximación, había sido con el obieto de esperar mas
fuerza, asi fué que al momento de haberse replegado
á mi campo, ol coronel mayor Bustos movió él el suyo,
pero reforzado por 500 indios tapes á quienes mandaba
un ingles Campbell y fuerte de mas de 1500 hombres,
como se sabrá mas adelante.
Avisado yo de su aproximación asi como del re-
fuerzo que había recibido, pero ignorante del número
de fuerzas con que me buscaba, se me ocurrió un medio,
en mi concepto fácil, pero demasiado severo para en-
gañar á López y obtener el conocimiento que deseaba-
-j
r
— 175 —
Era orden establecida en mi cuerpo desde que lo for-
mó, de que el soldado que causara la menor extorsión
al vecindario por donde transitara y tomase el mas in-
significante utensilio de cualquiera de estos, sería casti-
gado por primera vez con cincuenta palos y por la se-
gunda con doble número y despedido del cuerpo se le
destinaría á la infantería, y ei'a tal el interés que había
yo inspirado á todos por conservar la estimación y el
honor del Regimiento, que unos á los otros se fiscaliza-
ban por el mas pequeño desliz.
Se me ocurrió, pues, el pensamiento de hacer que se
pasara al gobernador López un ordenanza mío, saltefio.
y apellidado Robles, y que me trajera el conocimiento
que deseaba, pero para esto debía él sufrir un cruel
castigo que lo infamara á presencia de su cuerpo.
Convencido yo de la valentía de este soldado., asi
como de su patriotismo y del afecto que me profesaba,
lo llamé á solas dos noches antes de que se apareciera
el enemigo y le dije: — «Necesito precisamente saber cual
es la fuerza de los santafecinos que se atreven á atacarnos
y cual su armamento y demás, para que podamos dar
un día de gloria A la patria y aumentar la de nuestro
cuerpo. Te he elegido á tí para hacernos este importaiíte
servicio pasando al enemigo mañana por la noche, pues
eres el soldado que mas merece mi confianza y estima-
ción. Pero escucha atentamente.
Mañana te toca salir con los demás ordenanzas A
pastorear la caballada; las casas del frente á cuya som-
bra suelen descansar los que las pastorean, están vacías
ó sin gente: abrirás una puerta con cualquier pretexto
como ocultándote, y tomarás alguna pequenez de las
que en ella se encuentran. Tus compañeros te lo han de
reprobar y probablemente te acusarán como es natural.
Asi que esto suceda, te mando poner preso y en presen-
cia del regimiento vas á ser castigado con cincuenta
palos bien dados, y te voy á mandar rapar hasta las
cejas por el barbero. Esto es duro en realidad, pero
necesario para engañar á López.
— 176 —
Asi que sufras dicho castigo, pasarás preso á la
prevención de donde te costará poco trabajo escapar con
cualquier pretexto asi que cierre la noche, y dirigirte al
punto tal donde encontrarás un caballo atado. Tu sabes
nadar y nada te cuesta tirarte al rio sin que ninguno
te sienta. Presentándote de dicha manera al gobernador
López no puedes dejar de engañarlo, pues llevas en el
cuerpo y cabeza el comprobante inacusable de la verdad
de cuanto le digas.
Principiarás por quitar su defectos al Diablo para
ponérmelos á mi, manifestándole la friolera porque te
he puesto en el estado en que te vé; que no tengo mas
fuerza que doscientos Húsares, cien Dragones y poco
mas de treinta infantes que tendrá el n^ 2, que mis sol-
dados son nuevos y que soy mas presumido que valiente
pues públicamente digo á mí tropa que los he de correr
á él y a sus santafecinos con veinte Húsares, lo cual es
solo para animarlos. Tu vez que cuanto te encargo decir-
le es la verdad, por consiguiente no tengas temor de ser
desmentido; á esto podrás agregar todos los defectos que
quieras ponerme, añadiéndole que por vengarte del bár-
baro castigo que acabas de sufrir has resuelto pasarte
para hacerme conocer del enemigo el día del ataque.
Con esta relación que es verídica vas á ser creído
indudablemente, y aun concibo que te ponga en su
escolia ó quiera dejarte á su servicio Si esto sucede
tendrás un medio muy fácil de proporcionarte el mejor
caballo y tirarte en él al río que está á nado, en la
noche que se nos haya aproximado; pero esto deberás
practicar después que te hayas impuesto de su fuerza y
armamento asi como del estado de su caballada. Yo en
premio de este importante servicio que vas á prestar á
la patria y á tu Coronel, te haré sargento con el sueldo
de tal, pero sin separarte por esto de mi lado: serás
recomendado en la orden general á la consideración y
aprecio de todos tus compañeros, asi como á la de todo
el ejército por tan extraordinaria muestra de patriotis-
mo: y yo particularmente te daré una abundante grati-
— 177 —
ficación y depositaré en ti toda mi confianza y mi es-
timación.
La contestación del valiente y patriota ordenanza
Juan de la Rosa Robles, cuyo nombre acabo de recordar,
fué esta: — ¡Mi coronel! Vd. sabe cuanto amo á mi pa-
tria, y sobre todo á Vd. y aunque la prueba que me
pide es tan amarga voy á sufrirla mi Coronel, no por
los premios que me ofrece, sino por la patria y por
Vd. para que acabe de conocer cuanto lo quiero. — Mil
gracias mi querido y valiente Rosa, le dije abrazándolo
fuertemente, prepárate á sufrir mañana uti amargo rato
de dolor y vergüenza y retirémonos, pero no olvides que
yo también lo sufriré á !a par tuya.
Llegó el siguiente día y le tocó á mi valiente Rosa
ir con otros ordenanzas á pastorear la caballada, y llenó
su misión, cortando con un cuchillo una lonja de cuero
fresco con que al abandonar la casa, había su dueño
asegurado el candado de una puerta por faltarle una de
las dos argollas, y solo sacó de la pieza un par de
maneadores (este nombre dan nuestros paisanos á una
lonja de cuero fresco que soban muy bien á mano para
atar sus caballos y aun para enlazarlos) con el pretexto
de que los suyos no eran tan buenos. Dos compañeros
lo vieron entrar y salir con ellos, se lo reprobaron es-
presamente amenazándole hasta con darme parte — ¿Qué
me va hacer mi Coronel por esta porquería cuando me
quiere tanto y estamos esperando al enemigo?— Contestó-
les y sin hacerles caso los ató á su caballo y cerró otra
vez la puerta.
No se había retirado todavía con la caballada, cuan-
do fui instruido de este hecho por uno de los espresados
compañeros. En fin se le mandó preso por el oficial
que estaba á cargo de la caballada, y le mandé aplicar
por la orden del día el castigo que le había ya desig-
nado, á presencia del cuerpo por haber violado una
casa cerrada y manchando la buena reputación del
cuerpo y de toda la división, por un hecho semejante.
Yo quise presenciar el castigo, no sin conmoverme, hice
12
- 178 —
conocer á la tropa toda la fealdad de aquel hecho, al
parecer insignificante: pues que el soldado habia respe-
tado otros objetos de mas valer, y mandé que se le
aplicaran con fuerza los cincuenta palos después de bien
afeitada su cabeza y pestañas.
Concluido el castigo pasó el soldado á la prevención
y yo marché con la división de caballería al corte de
pasto, y en esa noche no le fué difícil al preso evadirse
por entre el mismo campo, pues que teníamos la espalda
cubierta por el rio á nado; y sin embargo de lo cual
no dejó el oficial de la guardia de sufrir también su
correspondiente arresto, asi que fui instruido de la fuga.
Como los enemigos venían ya decididos á sorpren-
dernos, supe al siguiente día por la tarde, por con-
ducto de mis espías, de hallarse aquellos inmediatos
.por nuestro frente, cuando en la mañana del inmediato
se nos presentó dentro de nuestro campo mi valiente
ordenanza la Rosa en uno de los caballos del goberna-
dor López con los conocimientos que deseaba. ¡ Grande
fué el asombro de todos al presenciar las afectuosas con-
sideraciones que le dispensé á este valiente azotado y
afeitado dos días antes! Todos ¡x porfía lo congratularon
asi que me hubo instruido de su misión, por la valentía
con que habla sufrido tan duro castigo por hacernos un
servicio tan importante.
Excusado es relatar el modo con que cumpliendo
diestramente mis instrucciones, engañó al gobernador
López y las consideraciones que este le dispensó. Este
valiente todo hinchado por las espaldas, se nos presentó
en uno de los buenos caballos de aquel Jefe, y cuando
aclaró el día estábamos ya cercados por mas de 1,500
hombres desde el uno al otro extremo de la línea curva
que formaba aquel barrancoso río, y nuestro campo
mismo, pero á gran distancia y con solo algunas parti-
das avanzadas.
El coronel mayor Juan Bautista Bustos, tuvo la
bondad de ordenarme que dirigiera yoá mi albedrio, el
ataque ó la defensa. Yo había mandado en el día ante-
r
— 179 —
rior cubrir todo el frente del palenque que circulaba
nuestro campo con los cueros frescos de las reses que
habla consumido la división desde el día anterior, colo-
cándolos sumamente estirados por las bases transversales
asi con el objeto de cubrir á nuestros soldados á la vista
del enemigo, como con el de presentarles un fantasma
de parapeto. Ordené, pues; ala infantería que estaba co-
locada al centro de dicho parapeto que no disparara un
solo tiro aunque se aproximara el enemigo, sin mi
orden.
Tres grandes puertas había yo dejado al palenque
para que pudieran salir nuestros soldados formados en
columna. El comandante José María Paz, con sus cien
Dragones ocupaba la izquierda, el primer escuadrón de
Húsares compuesto en aquel momento de ochenta plazas
bajo las órdenes del capitán Mariano García, ocupaba
la derecha y el 2°, bajo las órdenes del mayor Toro,
formaba la reserva á espalda de la infantería que estaba
al centro, v de una carretilla de municiones.
Dispuestas nuestras fuerzas en el orden expresado,
salí en persona con 25 Húsares á dar el primer ensayo
sobre una doble fuerza de caballería enemiga que esta-
ba colocada al frente del centro, la que así que me víó
dirigirme resueltamente á ella, empezó á retirarse al
mismo tiempo que una igual fuerza de su línea marchaba
á galope á reforzarla. Así que observé este refuerzo que
se movía, mandé pedir doce hombres mas de Húsares, y
así que se reunieron continué sobre los enemigos, que
no me esperaron.
En estas pruebas infructuosas, con el deseo de mos-
trar á mis soldados la poca importancia de nuestros ene-
migos, se nos fué la mañana sin conseguir que me es-
peraran una vez, hasta que aburrido de hacer trabajar
inútilmente á mis caballos, me replegué al campo man-
dando la tropa á sus puestos y ordenando se conservasen
los escuadrones formados, á pié y con sus caballos de la
brida. Pasado mucho tiempo empezó el enemigo á mover
su línea sobre la nuestra, pero mí resolución estaba to-
— 180 --
mada y nos mantuvimos Armes en nuestros puestos á
pesar de ser provocados por sus guerrillas; hasta que
cansado López de mi espera, se aproximó á tiro de fusil
y ocupando los quinientos tapes de Campbell su izquierda
sin que mis soldados les contestaran á sus fuegos, echa-
ron pié á tierra estos últimos y maneando sus caballos
salieron al frente haciéndonos fuego, muy caída ya la
tarde. Como mi tropa estaba ya prevenida de lo que de-
bía ejecutar, asi que diera yo la voz de «á caballo», hizo
la infantería una descarga; así que la di, salieron al
mismo tiempo Paz y García con sus escuadrones sobre
el enemigo. El primero formó su escuadrón en batalla,
así que salió y cargó con el mayor orden á la derecha
del enemigo; pero no hizo lo mismo el segundo, porque
impacientes los soldados tucumanos por acuchillar á los
500 tapes que estaban desmontados, se fueron á la car-
ga conforme fueron saliendo las mitades.
Yo que observé este desorden en el primer escua-
drón á tiempo que salía con el 2"" por el portón del
centro, dejé á este formado afuera y corrí á contener y
ordenar el de García, pero no logré alcanzarle sino al
tiempo en que se mezclaban ya con los tapes, quienes no
creyendo que aquellos 80 hombres desordenados llegasen
hasta ello§, no habían pensado en sus caballos; pero asi
que conocieron su engaño corrieron á ellos olvidándose
muchos de desprender las maneas, asi fué que sufrieron
una larga y terrible acuchillada; mientras que el coman-
dante Paz acuchillaba en orden y bizarramente á todo el
costado derecho que huyó igualmente que el centro, ai
cual seguía mi 2^ escuadrón á gran galope formado en
columna.
Los perseguí poco menos de una legua hasta poner-
se el sol, retrocedí juntamente que el níim. 2 que había
salido en nuestra protección.
Los enemigos tocaron reunión así que me vieron re-
troceder, y regresaron en seguida hasta las inmediacio-
nes de mi campo, permanecieron circulándolo hasta des*
pues de cerrada la noche en que se retiraron, después
- 181 —
de haber arrastrado al río todos sus muertos á excepción
de los que habían caído más inmediatos á nuestro cam-
po que no se atrevieron á quitarlos.
Amanecido el siguiente día, salimos á reconocer mu-
cha parte del campo por donde los habíamos acuchillado
y solo encontramos veintisiete muertos del enemigo y. dos
de los nuestros del escuadrón de García, pero estaban
patentes las rastrilladas en el pasto por donde habían
arrastrado á la cincha de sus caballos, hasta botar al río
por uno y otro costado, sobre sesenta muertos. Nues-
tra pérdida consistió solo en tres Dragones heridos, los
dos. Húsares muertos y más cuatro ó seis heridos, no
siendo de estrañar la mayor pérdida de estos últimos, aten-
diendo la manera como se entreveraron entre los tapes.
El enemigo tuvo más de 60 muertos y mayor núme-
ro de heridos, y muchos de ellos mortalmente según los
notamos en la persecución al tercer día. Como yo había
mandado afilar todos los sables de la caballeria al salir
de Córdoba, la mayor parte de los cortes fueron morta-
les; me acuerdo que á uno de los cuerpos que encontra-
mos á la inmediación de nuestro campo, le habian volado
todo el cráneo á más de dos varas del cuerpo. Pri-
sioneros se tomaron no sé sí diez ó doce hombres, los
más de ellos tapes, pero si tengo muy presente que los
hice curar en extremo y que conquistados por mi des-
pués para que sirvieran en el cuerpo, fueron unos exce-
lentes soldados-
Dos ó tres horas después de salido el sol, se avista-
ron los enemigos con toda su fuerza reunida, aproximán-
dosenos al campo, pero parando á la distancia dejaron
pasar la mayor parte del día, y solo se acercaron mu-
cho muy caida ya la tarde, pero con grande aparato,
habiendo reunido hasta la tropa que estaba á cargo de
sus caballadas. Como hubo cerrado la noche con este
movimiento, mandé yo salir tres patrullas, una de
infantería colocada á mi derecha, sobre la cosía del
río con toda la banda de tambores del número 2, y las
otras dos de caballería, colocada la una á la izquierda,
- 182 --
con un corneta de Dragones, y la otra al centro con to-
dos los trompas de Húsares.
Los oficiales que mandaban las dos primeras, tenían
¡a orden de dar las respectivas voces de mando y rom-
per á su frente batiendo marcha cuando yo, que estaba
al centro, lo anunciara.
Llegado el momento, como á las 9 de la noche, man-
dé en voz alta: — Escuadrones por compañías, romper por
la derecha para marchar en columna al frente* — El ofi-
cial de Infantería repitió la voz de mando á su cuerpo,
y el de Dragones al supuesto escuadrón, y rompieron al
mismo tiempo las tres patrullas nuestra marcha al fren-
te, al toque de cajas y cornetas. Sentir los enemigos este
movimiento y hacer retumbar la tierra con su precipita-
da carrera en fuga, fué todo uno, yo continué marchando
con precaución y precedido de algunos hombres, unas
pocas cuadras, y callando las cornetas, regresamos á poco
rato á nuestro campo y pasamos la noche tranquilos y
en completa oscuridad; pero habiendo amanecido forma-
dos los enemigos al siguiente día con el mismo aparato
que el anterior, á cierta distancia, y aproximándose en
seguida, me dispuse á salir con todas las fuerzas sobre
ellos y ordené al efecto que se distribuyeran las muni-
ciones á la tropa, habiendo yo salido á situarme al frente
con una partida de observación, cuando al concluirse ya
el reparto de las municiones, sucede por un descuido una
explosión de dos ó tres cajones que quedaban en la ca-
rretilla.
Este inesperado accidente sorprendió á los enemigos
que se tendieron sobre los pescuezos de los caballos cre-
yendo fuese un cañonazo; pero no menos me sorprendió
á mi que adivinando la causa corrí al lugar de la ex-
plosión y me encontré con unos cuantos hombres abra-
sados por el fuego, dos de ellos de peligro.
Por la humareda que se elevó, conoció el enemi-
go el motivo de aquel gran estruendo, y se aproximó
poco después. Grité entonces á mis escuadrones; — «A
caballo», y saliendo al mismo tiempo por las tres puer-
— 183 —
tas, me dirijo en tres columnas sobre ellos, y con la
infantería por detrás, pero los valientes santafecinos no
quisieron esperarnos y se pusieron en fuga. Los per-
seguí alguna distancia y regresé á mi campo á disponer
de los heridos y quemarlos para continuar la poi'secu-
ción hacia el fuerte del Tío que era la dirección que to-
maron.
Después de despachados los heridos y demás enfer-
mos á Córdoba y de libradas las órdenes para que nos
salieran al encuentro con caballos, marchamos por la
mañana siguiente en persecución de los enemigos y en
todo el camino fuimos encontrando cadáveres á medio
sepultar y la noticia de que llevaban 14 carretas de he-
ridos y que caminaban de día y de noche. Se nos pre-
sentaron en dicha persecución que fué hasta el fuerte
del Tío, cuatro ó cinco pasados los cuales nos confirma-
ron la noticia del crecido número de heridos que lleva-
ban en carretas, agregando que mandaba el Jefe matar
á todo herido que no podía ya sufrir la marcha, ' pues
para resistir á las súplicas que dichos heridos le hacían,
el Jefe inglés Campbell se disculpaba con que yo era un
hereje, pues que había mandado contra la ordenanza,
afilar los sables de mis soldados.
No rae fué posible darles caza y concluirlos, por
culpa del coronel mayor Bustos que no me permitía se-
guirlos solo con la caballería; y cuando á poco rato de
haber llegado á la Villa de los Ranchos, vinieron mis
bomberos á decirme que estaba López acampado á dis-
tancia de legua y media de nosotros, y le insté para
que marcháramos inmediatamente sobre él; me repuso
—Ya se habrán ido al oir nuestras cajas; mejor sería
que mande otra vez á ver si aún permanecen para no
molestarnos de valde. — Iré yo solo, con los tres 'escua-
drones de caballería que es bastante, le dije — No hay
necesidad de exponernos, — me replicó, mejor es que man-
de Vd. otra vez á ver si están.
Me retiré fastidiado v mandé nuevamente un Oficial
y ocho soldados acompañados de los bomberos, el que
— 184 —
regresó antes de una hora el parte de dicho oficial, instru-
yéndome de que estaban tomando caballos á prisa para
marcharse, habiendo salido ya las carretas por delante,
conduciendo los heridos. Corrí al general Bustos con
este parte á solicitar su permiso para ir yo solo con la
caballería si no quería él molestar á sus infantes.
«Es ya tarde, me contestó, mientras nos ponemos en
marcha irán ya lejos y nuestra tropa no ha comido, se-
rá mejor que mande Vd. carnear y lo que salga la lu-
na marcharemos*.
«¡General, le repuse, mis soldados no quieren comer,
sino alcanzar á sus enemigos y acuchillarlos!!!» Su con-
testación con sonrisa, fué la siguiente:— «Refresqúese cora-
pañero y vaya y mande carnear». Me retiré incomodado
juntamente con el comandante Paz, que se empeñaba
también en que los persiguiéramos. El resultado fué
que no marchamos hasta el amanecer del siguiente día.
Cuando llegamos al Tío, caída ya la tarde, los enemigos
estaban en salvo, pues habían pasado por allí muy de
mañana. Permanecimos en el Tío, no recuerdo si dos
días y regresamos á Córdoba, el general Bustos con su
cuerpo y yo á la Herradura con toda la caballería.
El gobernador López en su fuga, tropezó con el co-
ronel Hortiguera que marchaba desde Buenos Aires con
una división sobre Santa Fé, en circunstancias de estar
éste tomando caballos y lo derrotó completamente.
No recuerdo la fecha en que esto sucedió y menos
el ataque de la Herradura, por haber perdido mis pri-
meros apuntes en el campo del Tala, y aunque después
los volví á renovar en Bolivia y volví á perderlos en mi
última campaña sobre Cuyo, el año 41.
Por esta misma razón no recuerdo la fecha en que
el señor' general Manuel Belgrano bajó á Córdoba con el
ejército desde Tucumán, por orden del Directorio, con el
objeto de marchar sobre el gobernador López de Santa
Fé; pero sí que yo vine á recibirlo á la Villa de los
Ranchos ó del Rosario con mi caballería. Allí perma-
necimos algún tiempo mientras se proporcionaron caba-
— 185 —
liadas para el ejército y el General premió particular-
mente á mi ordenanza el sargento La Rosa, por la va-
lentía con que había sufrido un cruel castigo por pres-
tar el servicio que le exijí y celebró mucho mi ocu-
rrencia.
Acercados los momentos de nuestra marcha sobre
Santa Fé sucedió una ocurrencia desagradable en el ejér-
cito. El general Juan Bautista Bustos que conservaba
el mando del Regimiento N® 2, lo municionó tarde de la
noche y manteniéndolo formado mandó llamar al Gene-
ral en jefe á su habitación por medio de un ayudante.
El General, alarmado por esta inesperada ocurrencia,
mandó llamar inmediatamente á su habitación á todos
los Jefes principales de los cuerpos, pero ordenándoles
los dejasen sobre las armas á cargo de sus segundos.
Reunidos todos los Coroneles en su habitación, nos
hizo presente el General el paso escandaloso que acaba-
ba de dar el general Bustos y pidió que por antigüedad
diéramos todos nuestro parecer sobre el partido que de-
bería tomarse para enfrenar aquel paso anárquico.
Me acuerdo que todos los coroneles, Zelaya, Ramí-
rez, Pico y Domínguez, incluso también el mayor ge-
neral Francisco Fernandez de la Cruz, fueron de un
parecer paliativo, pues aunque todos conocían la grave-
dad de la falta, temían todos las consecuencias, si se
procedía con la firmeza que era necesaria. Llegado el
turno á mi que era el menos antiguo de ellos, le dije:—
«Mi General, lo que en mi concepto debe hacerse con el
General que acaba de dar un escándalo semejante, es
agarrarlo ahora mismo y pegarle cuatro tiros á presen-
cia de su Regimiento, y si no hay quien á esto se atre-
va, aquí estoy yo para ej(ícutar la orden de V. E.» — El
General, entonces, volviéndose á los demás, les dijo:—
«Contra el parecer de todos ustedes estoy por ejecutar el
que dio el coronel La Madrid, que me parece el mas
acertado». Pero desgraciadamente para la patria y para
el ejército, esta convicción de nuestro General no quedó
mas que en un parecer. Se resolvió que mandara el Gene-
— 186 —
ral intimar á Bustos que desarmara el cuerpo, ó le re-
cogiera las municiones, y que lo mandasen retirar á su
cuartel.
Mandó el General entonces dicha orden con uno de
sus ayudantes; el general Bustos se aterró, la obedeció
y mandó al General una carta suplicatoria, disculpándose
con su enfermedad y con que el llamado solo había sido
para suplicarle le permitiese retirarse á Córdoba hasta re-
parar su salud.
Nos mandó el General que nos retirásemos y per-
maneciéramos á la cabeza de nuestros cuerpos hasta que
amaneciera. Así lo ejecutamos y al siguiente día obtuvo
el general Bustos su pasaporte para Córdoba por enfermo,
y el ejército rompió la marcha hacia la Cruz Alta, que-
dando el teniente coronel del 2** Bruno Morón á la cabe-
za del Regimiento.
A la 1* jornada ya empezó á notarse la deserción
en el 2, y continuó después con escándalo; pero todos
los desertores iban á presentarse á Córdoba á su coronel
mayor Bustos. El Gobernador de dicha Provincia, que
lo era el doctor Castro, que fué después Camarista en
Buenos Aires, dio parte al General de que todos los de-
sertores del 2, estaban en casa del general Bustos sin
que pudiera tomar él sobre ellos ninguna providencia
para hacerles volver al ejército, porque dicho General los
apadrinaba.
Llegados al Fraile Muerto con el ejército, nos fué
preciso parar algunos días para esperar las caballadas,
y era tal la escasez de recursos con que el Directorio
tenia al General, y tal la resignación y subordinación
de nuestro distinguido Jefe, que estuvo mantenido el
ejército en los días de su parada con solo mazamorra
de trigo que le ocasionó una gran disenteria. Allí fué
donde una noche me ordenó el General que le presen-
tara una relación de todas las acciones y encuentros par-
ciales en que me había encontrado desde que tomé la
carrera de las armas, v allí mismo en los días de núes-
tra parada, se la presenté escrita lijeramente.
— 187 —
Antes de marchar adelante con el ejército, después
de llegadas las caballadas, me mandó el General escoger
de los cuerpos de infantería 200 hombres para aumentar
mi cuerpo. Los escogí, en efecto, einpezando por todos
los que me habían acompañado á la expedición á Chu-
quisaca, y como el cuerpo de Húsares había experimen-
tado algunas bajas, formé de los dos escuadrones el 1^ é
hice el 2^ de los 200 infantes, y después de bien monta-
dos todos, emprendimos la marcha hasta la Cruz Alta.
Llegados á este punto con una considerable baja en el
regimiento N° 2 y bien arrepentido el General de no ha-
ber seguido mi parecer en la Villa de los Ranchos, me
preguntó una tarde que se paseaba conmigo, como haría
para volver al ejército mas de ciento cincuenta de-
sertores que tenía Bustos á su lado, en Córdoba. —
«Mi General, le dije, mande V. E. una circular por
la posta, para que dispongan los gobiernos que se me
espere en todas ellas con 400 caballos con el pretexto
de que marcho á Tucumán, á efecto de hacer la guerra
al ejército español, voy con mi cuerpo, y en el mismo
día de mi llegada á Córdoba, fusilo al general Bustos,
y regreso con todos los desertores; pues la circular le
quitará todo motivo de recelo puesto que los españoles
han vuelto á ocupar Salta 6 Jujuy».
El general, aplaudió mi pensamiento, despachó en el
mismo día la circular y me mandó salir al siguiente día
con mi cuerpo; pero habiendo llegado al Saladillo de
Ruiz Díaz que estacóme á 18 legus al norte de la Cruz
Alta, recibí orden de detenerme y me mandó regresar al
segundo ó tercer día. Probablemente habría confiado
mi secreto á algunos de los jefes y le aconsejaron no
llevar adelante dicha medida.
Bien le pesó después.
Continuamos la marcha, y habiendo llegado á la
posta de las Cortaderas, territorio de Santa Fé, no dis-
tante del pueblo del Rosario, recibió el General, un
parte del general Juan José Viamonte, en que le co*|lultaba
desde allí sobre si admitía ó nó la capitulación á que
- 188 —
se prestaba el gobernador de Santa Fé, Estanislao López.
Nuestro General, dejando el ejército en dicho punto, pasó
con solo su escolta y sus ayudantes al pueblo del Rosa-
rio, á verse con el general Viamonte, que estaba allí con
otro ejército de Buenos Aires; y después de aprobar
dicha capitulación regresó al segundo día.
Todos los jefes pasamos á su alojamiento en el mo-
mento de su llegada, y después que nos hubo instruido
de todo lo que se había ya acordado, se dirigió á mí,
diciendo:
— ¿Y qué le parece á Vd., señor don Gregorio, esta
capitulación?
— Malísima mi General — fué mi contestación.
—¿Y por qué? — me replicó.
— ¡Se ha prestado López, á ella le dije, por temor
de V. E. y de su ejército bien montado, pues sabe bien
que no á de fugarse con él, como con los otros que está
acostumbrado á correr!!! — Mañana nos dejará á pié y,
nos hará otra vez la guerra! — El General sonriendo
me dijo:
— Descanse Vd. Coronel, y déjese de aprehensiones,
que no sucederá tal.
—Lo veremos! fué mi contestación á presencia de
todos, y poco después nos despedimos, puesto ya el sol.
Llámase aquel lugar la posta de Cortaderas, porque
hay en efecto un gran cortaderal en todo el campo. Toda
la caballada de mi cuerpo dormía á soga y cada solda-
do después de abiertas las filas, dormía sobre el hoyo en
que aseguraba la soga que sugetaba su caballo, sin te-
mor de que la arrancara.
Serían las 8 de la noche y me sentaba yo á tomar
asado sentado á la rueda de una carretilla que llevaba
mi cuerpo, cuando aparece como una exhalación un ca-
ballo con un cuero á la cola, oyéndose al mismo tiempo
el chasquido de las sogas que reventaban todos los caba
líos y su disparada. Sentirlo y levantarme gritando: — cá
tomar todos sus caballos» y con un látigo en la mano,
fué todo uno. Un soldado no quedó en mi campo, pues
- 189 -
todos corrieron hacia la parte que había disparado la
caballada, pero advie: tiendo yo que no era prudente que
todo el regimiento se alejase desarmado en busca de sus
caballos, pues podríamos' muy bien ser cargados en se-
guida por los que nos habían dejado á pié; mandé
corriendo un ayudante á prevenir al General que no
estrañara el toque de llamada que iba á echar para reu-
nir mi cuerpo, pues todo él, se había dispersado siguien-
do sus caballos por aquel cortaderal.
Mandé tocar en seguida la llamada con toda la
banda, y al regresar el ayudante, me impuso de haber-
se disparado igualmente toda la caballada del ejército.
Reunióse el cuerpo al instante, unos con sus caballos y
otros sin ellos; y aunque muchos no reventaron los lazos
de que estaban atados, faltábame sin embargo alguna
parte de los caballos. Hice salir dos partidas en su
alcance, y esto mismo hicieron los demás cuerpos y
tuvieron que seguir hasta cerca de la Cruz Alta para
alcanzarlos, pero no atados, por que muchos se fueron á
las querencias, y los que se volvieron estaban inutiliza-
dos los más; particularmente los míos que dormían con
manea á pesar de estar atados, pues con la larga carre-
ra se lonjearon todas las manos.
Luego que se reunió el Regimiento, pasé á darle
parte al General de la falta que había y de las partidas
que había mandado en su alcance, y asi que le vi, le
dije; — ¿Qué le parece mi General la capitulí^ción? ¡No
esperaba yo que tan pronto mis enemigos le confirmaran
mi anuncio!— ¿Y cómo han podido introducirse al campo
con caballos y cuero á la cola sin ser sentidos? me re-
puso el General. — Nada es más fácil para ellos, le dije;
pues que los tenemos entre nosotros, y tal vez con V. E.
mismo hayan venido quizás los que nos han hecho este
servicio.
Al siguiente dia recibió aviso el General de venir de
Mendoza para Buenos Aires, la señora del sefíor general
San Martín, y me mandó encontrarla y acompañarla es-
coltada con mi cuerpo desde la Cruz Alta, y le dije al
— 190 —
partir: — Si mi General quisiera permitírmelo, yo tomaria
de paso una justa venganza en la Esquina, con el co-
mandante Acevedo fusilándolo al entregarle este aviso que
V. E. le manda de la capitulación, pues no es otro el que
nos ha hecho disparar la caballada: (era un bribón el
tal Comandante, que nos descamisaba á todos nuestros
pasajeros continúamete) el General se echó á reír, y me
dijo: — apresúrese y conduzca cuanto antes á la señora de
nuestro amigo, el señor San Martín.
— ¡Cuando se trata con caballeros, mi General, ninguno
es más caballero que yo! — le dije; pero con los malvados
como estos forajidos, es preciso ser más pillo que ellos!
— y me despedí dejando al General riéndose.
En la posta de la Esquina entregué al comandante
Acevedo la comunicación de mi General, y él así que fué
impuesto de ella, me contestó que ya lo sabía por su Go-
bernador; y en la siguiente posta encontré á la señora
de Escalada, esposa del señor San Martín, que acababa
de llegar, cerrada ya la noche; le hice presente el objeto
que me conducía, y después de darme las gracias, pasé
á acampar el regimiento, y al siguiente día muy tempra-
no, la conduje escoltada y haciendo tirar su coche por
mis soldados hasta llegar donde estaba el ejército.
El señor General salió á recibirla, y después de ha-
berla obsequiado, le dio una escolta para que pasara á
la jurisdicción de Buenos Aires.
Después de esto, regresamos con el ejército hasta la
Cruz Alta, en cuyo punto nos fijamos.
Se me pasaba decir que á la ida íbamos encontran-
do todas las casas del territorio santafecino, abandona-
das y los pozos de agua llenos de caballos muertos y
corrompidos; y para probar el orden que nuestro Ge-
neral hacia guardar al ejército aún en territorio enemigo
como este, quiero referirlo que pasó en la posta de Are-
quitx). ¡Lugar, poco tiempo después, de tan amargos re-
cuerdos!!! Habíamos acampado á la costa del Rio 3^ 6
Carcarañá, la leña es por allí muy escasa, y algunos sol-
dados de diversos cuerpos, menos de Húsares, estaban
- 191 —
desbaratando unos inservibles ranchos ó ramadas para
lefia en el lugar de la posta, en circunstancias que es-
taba el General conversando conmigo. Adviértolo al mo-
mento y grita á uno de sus ayudantes: — ¡Corra Vd.
ahora mismo á botar aquellos soldados y avíseme á qué
cuerpos pertenecen! — Partió el ayudante A escape hacia
ellos, y apenas le vieron se tiran todos de los ranchos
y echan á correr, dejando los pocos palos ó ramas que
habían empezado á sacar.
Vuelve el ayudante y le pregunta el General: — ¿Ha
visto Vd. bien á que cuerpos pertenecen? — Si, señor, le
contesta; son de todos los cuerpos.
Vaya Vd. ahora mismo y llámeme á todos los jefes
de los cuerpos, dícele el General. — Como yo tenía la cer-
tidumbre de que no había un solo Húsar, porque no salía
uno de mi campo sin mi permiso, aun para visitar á los
compañeros del cuerpo más inmediato, fuera de que eran
bien conocidos entre todos por el uniforme, — díjele al
ayudante: —¿Se ha fijado Vd. bien señor ayudante, y ha
visto por ventura algún Húsar? El Ayudante reflexionó
un instante y dijo:— No, señor, no había^ninguno, — y
partió á cumplir su orden, retirándome en seguida. Reu-
nidos al instante todos los demás jefes, menos yo, les he-
cho el General una fuerte reconvención preguntándoles
cómo permitían semejante desorden.
Fijados con el ejército en la Cruz Alta, jurisdicción
de Córdoba, nuestros soldados tenían que pasar el río
medio á nado para ir en busca de leña á la banda opuesta;
cuando una tarde en que el General, ya medio enfermo
del pulmón, se paseaba conmigo muy despacio por la cos-
ta, aparece una partida de santafecinos por la banda,
repentinamente, y se echa sobre nuestros soldados que re-
cogían leña, desarmados y muy ágenos de semejante ries-
go, y alzando en ancas á cuatro ó cinco de ellos que no
alcanzaron á tirarse al río, se los llevan á nuestra vista.
El pobre de nuestro General dando un suspiro, me
dijo:
— ¡Cuánto me pesa La Madrid querido, el no haber
I
— 192 -
seguido su consejo en Cortaderas, lo mismo que su dic-
tamen en la Villa de los Ranchos!!!» — No pude menos que
conmoverme al ver cuanto le afectó dicho recuerdo.
Desde aquel día no pasaban sino en partidas arma-
das, de todos los cuerpos y con un oficial á la cabeza, y
nuestras caballadas iban desapareciendo. Se agravó la
enfermedad del General y marchó para Tucumán con una
escolta y algunos ayudantes, llorado por todo el ejército
al tiempo de su partida.
Cuando el general Belgrano se movió de Tucumán
para esta campaña, había dejado allí al teniente coronel
de Dragones ó comandante Domingo Arévalo, á cargo de
los piquetes que dejaron los cuerpos encargados de la
instrucción de reclutas; y antes que yo marchara á Cór-
doba por la posta, habíase presentado al General, el te-
niente ó ayudante entonces Juan Felipe Ibarra, que venía
escapado de Casas Matas desde Lima, pues había sido
prisionero en la batalla de Ayohuma; y el General, as-
cendiéndolo á Sargento Mayor, le había mandado de
Comandante al Fuerte de Abipones, su patria, en la pro-
vincia de Santiago del Estero.
Pocos días después del retiro de nuestro General á
Tucumán, retrocedió el Jefe del Estado Mayor del Ejército,
general Francisco Fernandez de la Cruz, con todo él, has-
ta situarse en la Villa de los Ranchos. Allí empezaron
á notarse síntomas de revolución entre algunos oficiales,
y el coronel mayor Juan Bautista Bustos que había veni-
do á incorporarse al ejército con sus desertores, fué
nombrado Jefe del Estado Mayor por el general Cruz.
Asi que se notaron los primeros síntomas entre al-
gunos oficiales de los cuerpos y teniendo el general Cruz
algunos comprobantes, empezó por separar del ejército
no al cabeza de la revolución que era Bustos, sino sola-
mente á unos cuantos oficiales subalternos como al en-
tonces ayudante Eugenio Garzón, Ventura Alegre, y no
recuerdo que otros, los cuales fueron despachados no re-
cuerdosi á Mendoza. Pero esta medida no era por cierto
la que debía el General tomar, pues no deben con justicia
r
!
I )
I
I
— 193 —
castigarse las manos auxiliares cuando se dejan impu-
nes á las cabezas que las dirigen; por consiguiente se-
guía el Jefe del Estado Mayor, Bustos, ganando terreno
entre algunos oficiales é infundiendo recelos al General
del ejército y á muchos de los jefes principales de los
cuerpos.
Lleno el general Cruz de antecedentes, nos había
reunido dos ó tres veces en su casa, y secretamente á
lodos los Coroneles, incluso el teniente coronel y jefe del
2®, Bruno Morón, que merecía nuestra confianza, para con-
sultar el partido que debería tomarse con el coronel
mayor Bustos que era el cabeza principal. Todos los
compañeros se encogían de hombros, conocían que sin
separar á dicho jefe no se cortaría el mal, pero no se
atrevían á aconsejar al General que diera este paso re-
sueltamente, en razón de justos temores que tenían de
complicidad en algunos de sus oficiales y tal vez de la
misma tropa.
Me acuerdo que resueltamente dije yo al General á
presencia de todos ellos, no una, sino todas las veces que
nos reuníamos al efecto:— ¡Si el señor General quiere au-
torizarme, ahora mismo voy y fusilo al general Bustos
á presencia de su Regimiento! No tengo yo temor algu-
no de que ningún individuo de mi cuerpo me sea in-
fiel, al menos en la tropa! — pero el General nunca se
atrevió.
Llegó entre tanto el tiempo de abrir nuevamente la
campaña sobre Santa Fé, por orden del nuevo Director
del Estado señor general Rondeau, y marchamos; no sé
si al llegar al Fraile Muerto ó mas allá, nos encontró
un convoy de 60 carretas que nos mandaba el Gobierno,
cargadas de paños y demás géneros para vestir al ejér-
cito, y dichas carretas tuvieron que volver, y seguir el
convoy la marcha de éste.
El jefe del Estado Mayor, general Juan Bautista Bus-
tos, que había esperado torpemente á dar el escandaloso
paso de la revolución cuando estuviésemos mas inmedia-
tos al enemigo, y por consiguiente al Director Supremo
13
— 194 —
que había salido de Buenos Aires también á campaña,
contra el gobernador López; había dispuesto que los
cuerpos de caballería dieran el servicio de avanzadas
por compañías, y en la marcha, por expresa orden del
general en jefe Francisco Fernández de la Cruz, ocupaba
yo la vanguardia con mi regimiento de Húsares y desde
que llegamos al Saladillo, habían principiado ya las fuer-
zas santafecinas á molestarnos en la marcha, pero sin
otro suceso que el de correr estas cuantas veces se nos
aproximaban, y me iba yo sobre ellos.
Llegamos en este orden, con el ejército, á la posta
de Arequito, caída la tarde, el 7 de Enero del año 20
con porción de fuerzas santafecinas en circunferencia
del ejército y dispai^ándonos algunos tiros á la columna,
las cortas partidas que se aproximaban, fiadas cu sus
buenos caballos; cuando acampado el ejército sobre la
costa del río 3"" ó Carcarauál, ordena el general Bustos
que el servicio de caballería se hiciese desde aquella
noche por escuadrones, designándome el lugar en que
debía yo colocar el 1^ que lo componían todos mis Hú-
sares, y lo mandaba el capitán José ó Mariano Men dieta,
tarijeño; por la razón ya expresada de haber reducido á
uno la tropa de que se componían los dos y formar el
2® con los 200 infantes que me había dado el general
Manuel Belgrano.
Aprestado ya todo el escuadrón marché yo mismo á
colocarlo en [el punto designado y sacando de él al te-
niente José Segundo Roca con una partida de 20 hombres
les hice pasar el río, y que se situara en el frente que ocu-
paba yopor esta banda con el 2^ escuadrón, y me retiréá mi
campo después de encargarles mucho la vigilancia. El sar-
gento mayor de mi cuerpo era entonces un N. López,
paraguayo, que había sido Capitán de uno de los cuer-
pos de infantería, al cual, llamándole, le previne todo el
cuidado con que era preciso que marcháramos desde
aquella noche, agregándole que velaríamos en ella los
dos, él hasta las 12 y yo hasta el día, para cuyo efecto
le ordené que al retirarse de mis visitas al escuadrón,
i ..,^hi^-
9
i
r^
— 195 —
me recordara, pues estaba yo mal dormido y me iba á
recoger temprano.
El motivo que tuvo el jefe de estado mayor Bustos,
para nombrar el servicio por escuadrones, había sido
como lo supe al siguiente día, en razón de que todos
mis oficiales de Húsares estaban metidos en la revolu-
ción y no habiendo podido conseguir de ninguno de ellos
que se resolvieran á prenderme en esa noche, como lo
debían hacer con los coroneles Zelaya, Pinto y Domínguez,
sus mismos oficiales, prendiéndolos, y saliendo con sus
cuerpos, pues mis oficiales le habían asegurado que no
podrían hacerlo por el gran ascendiente que tenía yo en
la tropa, la cual no lo consentiría.
Con motivo de dicha resistencia había dispuesto Bus-
tos mandarme llamar á su tienda como jefe de estado
mayor, y prenderme asi que estuviera dentro; para cuyo
efecto tenía ya nombrada la guardia de su cuerpo que
debía hacerlo; pero habiéndole manifestado el coronel
graduado Alejandro Heredia que era el Teniente Coronel
de Dragones, y el comandante de escuadrón del mismo
cuerpo José María Paz, que era expuesto este paso en
razón de que yo no me entregaría impunemente preso,
pues era mas que probable que atropellaría la guar-
dia y daría voces que fustrarían la revolución ó podrían
fustrarla; habían acordado por fin el robarme la tropa
de toda mi confianza por aquel medio y sustraerme dor-
mido, juzgando, sin duda, que dueños ya de ella y mani-
festada la revolución les sería fácil engañarla. ¡Cuánto
se engañaban!
Durmiendo estaba yo en mi carretilla, cuando me
despierta el centinela que tenía á la puerta por haberse
sentido un tiro, en cumplimiento de la orden que tenía;
me levanté al instante y mandando enfrenar mi caballo
monto y mando que me sigan cuatro Húsares de los
diez que conservaba á mi lado, para tener un centi-
nela que me despertara por la noche, en los ratos que
dormía; pues eran los de mi mayor confianza. Corro
con olios hacia el escuadrón avanzado, después de habe
— 196 —
reconvenido al Mayor, por no haberme recordado, pues
era cerca de la una, y era la parte á donde se habia
sentido el tiro, y al alcansarme en esto el teniente coro-
nel Emilio Salvigni, edecán del General en jefe, que
venía á llamarme con mi cuerpo de parte de dicho Ge-
neral, y á avisarme la resolución hecha por el jefe del
estado mayor, Bustos, añadiéndome haberse llevado dicho
jefe los regimientos nueve y diez de Dragones y que á
sus coroneles los tenia presos.
Diga Vd. al General, que voy ahora mismo, digele
al edecán, y corrí á donde estaban de avanzada mis
Húsares. ¡Grande fué mi sorpresa al no encontrar ni al
capitán Mendieta, ni á individuo alguno del primer escua-
drón! Corro hacia la posta que estaba distante de nues-
tro campo como un cuarto de legua, ó poco mas, lla-
mando á voces al capitán Mendieta, y nadie me respondía,
vuélveme de carrera al lugar donde había colocado al
sargento Ayrala, con la caballada y no lo encuentro;
corro en seguida al río por el frente donde había man-
dado colocar al teniente Segundo Roca y doy las voces
para que venga y tampoco me responde. No me quedó
ya duda de que los oficiales se habían llevado al Cuerpo,
y corrí al segundo escuadrón y mandándolo montar á
caballo, marché con todo él, bramando de coraje, al
cuartel general, y di cuenta al General en jefe de la
desaparición de mis Húsares, que habían sido avanzados
por orden del jefe del estado mayor, y llevándose toda
la caballada.
El General que se hallaba reunido con los coroneles
Ramírez, de artillería, Aparicio del núm. 3 y el teniente
coronel Morón del segundo, se quedó pasmado al oír mi
relación, no menos que los demás, pero los tranquilicé
diciendo que adivinaba el motivo de haberme pedido
Bustos, nombrase á mis Húsares de servicio, pero que no
obstante no los consideraba perdidos á mis soldados.
Preguntó el General á todos los jefes presentes, su opi-
nión respecto al partido que deberíamos tomar para
salvar el resto del ejército: todos menos yo, se encentra-
— 197 —
ban indecisos, entre sí deberían marchar adelante á
reunirse al supremo Director, el brigadier general Ron-
deau, que estaba en el Rosario, y posta de la Orqueta,
ó si regresaría para Mendoza ó Tucumán. Yo fui el úni-
co que opiné resueltamente que debíamos irnos sobre los
revoltosos en el acto y batirlos.
El general Cruz y los demás jefes se opusieron por
temor de perder el ejército, aun cuando lográramos ba-
tirlos y temían además que parte de sus soldados es-
tuviesen contaminados. Aclaraba en esto el día y esta-
ban los revoltosos formados en el frente de la posta de
Arequito, y les insté nuevamente á que marcháramos
sobre ellos, ofreciéndome ir por delante con mi escua-
drón segundo y prometiéndoles que á mi vista se me
reuniría el primero de Húsares, pero fué en vano. Dije
entonces al General, (pues había prevalecido la opinión
de abandonar el convoy y pasar á reunirse al Director):
«Puesto que no se atreven á atacar á unos infames com-
pañeros, soy de opinión que sería indigno el premiarlos
con el convoy. Este premio pertenece de justicia á los
valientes y fieles soldados que se han mantenido firmes
al lado de su General y sus jefes; que se distribuya ahora
mismo entre los Cuerpos que nos acompañan cuanto
quieran y puedan llevar, y que quemándose todo lo demás
marchemos en el acto á reunimos al supremo Director,
cuya operación podremos hacerla antes de 48 horas». —
«¿Y qué comerá nuestra tropa cercados por los montone-
ros y tal vez perseguidos por los mismos nuestros? Dijo
no sé cual de los jefes». — «Llevaremos los bueyes de nues-
tras carretas, le dije y por lo que respecto á los mon-
toneros de López, yo les respondo que no se acercará
ninguno á la redonda del ejército, dénseme todos los ca-
ballos de los jefes y oficiales de infantería y esto me basta».
Se combino entonces en que marcháramos llevando
las carretas con el convoy, pero después que hubiese
comido la tropa, mis instancias fueron inútiles para que
marcháramos en el acto sin comer, y dejando las ca-
rretas vacías.
— 198 -
Se mandó carnear, pero antes de esta operación se
salieron de disparada de la formación sublevada, ocho
ó diez húsares y se rae reunieron á mí que estaba á su
frente. Estos me impusieron haber llevado los oficiales
el escuadrón con el siguiente engaño — Que mandó el
capitán montar á caballo, y replegada la partida de
Roca, marchó con todo el escuadrón y la caballada
hacia la posta diciendo que iba el regimiento á sorpren-
der al enemigo, el primer escuadrón por un lado y yo
con el 2^ por otro.
Todos los Húsares, me dijeron dichos hombres, em-
pezaron á manifestar desconfianza, diciendo públicamente,
si fuéramos á batir á los montoneros, el Coronel no ha-
bía de ir con los infantes sino con nosotros; cuando en
esto se avista un hombre de poncho blanco por la parte
de atrás y grita uno de los oficiales «el Coronel» á cuya
voz corrieron todos los oficiales hacia la cabeza: que la
tropa toda, al observar dicha corrida de los oficiales así
que oyeron mi nombre, paró de golpe, pero que á este
mismo tiempo se presentó el teniente coronel de Drago-
nes Alejandro Heredia con todo su cuerpo y colocando
una fuerza á retaguardia de los Húsares los proclamó
como que iba con ellos á batir á los montoneros y man-
dó continuar la marcha hasta la posta; que mi tropa no
supo de tal revolución hasta que estuvo incorporada á
los demás cuerpos, y supo que los jefes de estos estaban
presos, que si no se habían reunido todos, era porque
los tenían al medio, y que ellos fiados en sus buenos
caballos habían partido á todo trance, á escape desde
la formación.
Quizás parecerá á muchos cansada é innecesaria
esta relación que acabo de hacer, pero no asi á los mi-
litares de juicio y que conocen cuanto importa en el
que manda, ser justo con el soldado y obtener de él,
respeto y estimación por sus hechos, pues estos son
los que me han hecho merecer la estimación del solda-
do en todas partes y encontrar como pocos, tantos hom-
bres voluntarios que me han seguido al peligro cuantas
— 199 —
veces se ha ofrecido en diferentes pueblos, y aunque
estos es notorio no está demás expresarlo.
Habiendo acabado de comer la tropa, emprendimos
la marcha tomando yo la vanguardia y quedando los
revolucionarios algo distante de nosotros, esto es, el n^
9, el 10 y Dragones como he dicho; pero asi que acabó
de moverse nuestra fuerza, esto es, la artillería, el n*^2,
el 3 y mis Húsares, se hablan movido también aquellos
amenazando nuestra retaguardia. Marchaba yo en per-
secusión de gruesas partidas de santafecinos que se ha-
bían aproximado por vanguardia, cuando recibo orden
del General en jefe para volver sobre los revolucionarios
que amenazaban ya nuestra retaguardia. Aseguro á mis
lectores que al recibir esta orden y observar á nuestros
compañeros del día anterior, hostilizarnos á la par que
nuestros enemigos, contramarché como una fiera y re-
suelto cual nunca, á estrellarme contra todos ellos; pero
con un feroz placer ahogado con lágrimas de indigna-
ción!!!!
Llegado que fui á la retaguardia con mi escuadrón,
marchaba presuroso al encuentro de tan pérfidos compa-
ñeros, cuando aparece el coronel graduado Alejandro
Heredía solicitando al General en jefe para tener con el
una entrevista. El general Cruz consiente en ello, me
manda detener y parte sólo al sitio en que Heredia
lo esperaba, también sólo, en medio de ambos cuerpos
de caballería. Conferencian un rato v vuelve nuestro
General, y llamando á todos sus jefes á junta nos dice
haber acordado entregar el mando de todo el ejército
al coronel mayor Bustos, para que rev«?pondiese dicho jefe
á la nación por él, pues decía Bustos que el objeto de
la revolución era solo el de atender á guardar las pro-
vincias contra el ejército español, y dejar de hacernos
la guerra unos contra otros; que respecto á los jefes y
oficiales de nuestra fuerza, habían acordado que conti-
nuarían en sus puestos todos los que gustasen, y los que
no, obtendrían sus pasaportes para donde los pidieran,
y se les proporcionarían los medios de conducirse.
— 200 —
Todos los jefes quedaron conformes, y tuve por fuer-
za que resignarme á dicho acuerdo. El general le man-
dó comunicar á Bustos y se puso éste en marcha para
la Cruz Alta, siguiendo nosotros sus huellas en retroceso,
á poco rato y habiendo dejado de hostilizarnos los santa-
fecinos. Al emprender nosotros esta marcha, acercábase
el sol á su ocaso, y al poco rato de haberse ocultado,
mandó el General que se hicieran á la derecha los cuer-
pos de vanguardia para dejar franco el camino al con-
voy para que pasara en alcance de los rebeldes. Yo me
quedé lleno de indignación al verle desfilar, y continua-
mos después hasta la Esquina y acampamos sobre la
costa del río, ya cerrada la noche, presenciando que por
detrás del convoy empezaron á desfilar la mayor parte
de los soldados del 2, y cuyo ejemplo siguieron esa no-
che varios soldados de los otros Cuerpos.
Al siguiente día ordenó el general que se descarga-
se con su saca-trapo las armas y que se limpiaran para
entregar esa tarde los Cuerpos. Limpiando estábamos
las armas cuando se nos aparecieron porción de fuerzas
santafecinas tiroteándonos, sobre nuestro campo. Mandé
á mis soldados tomar sus sables al instante, y hacién-
dolos montar á caballo marchaba sobre ellos, cuando
recibo aviso del teniente coronel Heredia, que nos obser-
vaba desde su campo, de detenerme, pues iba mandar
retirar á los santafecinos: €¡Diga Vd. á su teniente Coro-
nel, contéstele al ayudante, que no necesito de su ayuda
para castigar á estos bandidos, pues me bastan mis sol-
dados!» Seguía al galope sobre dichos enemigos que se
habían ya detenido al verme, pues Heredia que apuró
su marcha, hablaba á este tiempo con los santafecinos y
empezaban á retirarse, y retrocedí.
Concluida la limpieza de las armas, emprendiniíosla
marcha precedidos á la distancia por los jefes y fuerzas
rebeldes; cuando se presentó un oficial enviado de Bus-
tos á nuestro General, y mandando éste parar la colum-
na, nos llamó á todos los jefes de los cuerpos á una dis-
tancia, á izquierda del camino; y mandó que pasaran
— 201 —
todas las fuerzas nuestras con el coronel Domínguez á
su cabeza hasta reunirse á los héroes de tan gloriosa
j&rnada, y los cuales los recibieron con vivas; ¡mientras
que nosotros éramos unos fríos espectadores de tan me-
recido desenlace, desde una altura!, y con el Ayudante
de Bustos á nuestro lado....,
Al mandar entregar nuestras fuerzas al héroe de
Arequito, se había prevenido que nos quedáramos los
jefes con solo nuestros ordenanzas. Esta orden la ha-
bían cumplido todos, menos yo, pues al despedirme
de mis soldados apartándome con el valiente ordenanza
La Rosa hacia donde estaba el General con los demás
jefes, haciendo quedar solo la carretilla, me siguieron
los diez y ocho ó veinte Húsares que me acompañaban,
incluso en este número los que se habían disparado de
las filas rebeldes en la mañana anterior; — diciendo que
ninguno de ellos quería separarse de mi lado; lo cual
hecho presente al General, dispuso que quedaran conmi-
go hasta que el nuevo Jefe del ejército dispusiera lo que
gustase.
En seguida de esta incorporación continuó la mar-
cha el ejército hasta las inmediaciones de la Cruz Alta,
donde acampó; y nosotros con nuestro General y orde-
nanzas, que habíamos seguídole á distancia por reta-
guardia sobre el flanco izquierdo, fuimos conducidos á
unos ranchos abandonados que se encontraban á varias
cuadras á retaguardia del campamento, para que nos
alojáramos en ellos. Mas yo, que llevaba una comitiva
y quería parar con ella donde hubiese pasto para nues-
tros caballos, díjeles á los compañeros asi como al ayu-
dante de Bustos: — Yo me voy á parar al campo donde
tengan que comer mis caballos, y sin esperar respuesta
marché como una cuadra, á un bajío pastoso y me des-
monté mandando que desensillaran, que atasen los caba-
llos y pusieran después la tienda por sobre la carreta y
me formasen una sombra, asegurándola con sus lanzas.
Se estaba practicando dicha operación, cuando se me co-
municó la orden del general Bustos de que pasáramos
— 202 —
todos los jefes una relación de todos los hombres y ar-
mas que conservábamos cada uno á nuestro lado. Mandé
al teiiiente de Húsares (Pazeño) Luis Leiva, que se ha-
bía conservado á mi lado sin saber palabra de la revo-
lución, que formase la relación que se pedia y la entre-
gara; puesta ya la tienda me tendí sobre un poncho á
la sombra de una carreta, muy ajeno de haberse puesto
una guardia del N^ 2 á inmediación de la casa en que
estaba el General con los demás jefes, pues los habían
reunido ya á los Coroneles que tuvieron presos. Querien-
do yo salir al campo, grita un centinela que me habían
puesto sin que yo lo notara: — c Atrás mi Coronel», — vuelvo
á él la vista con indignación sin detenerme, y repitién-
dome la misma voz, le contesté echándole á pasear y
sigo mi camino. El soldado calló y me dejó pasar sin
llamar á su cabo.
Al rato regresé y volví á tenderme bajo mi sombra,
ardiendo de cólera, .y al tiempo de entrar bajo la carre-
ta observé á la distancia á varios Húsares dirigiéndose
á mi con solo sus miradas tristes: les eché una mirada
de desprecio y me tendí. Como de las casas hubiesen
notado los compañeros lo que me pasó con el centinela,
habían pedido permiso el coronel Aparicio y su mayor
Ibarra, á la guardia, y se vinieron á la sombra de mi
carreta: conversando estábamos, tendidos bajo la carreta
cuando desmontándose mi paisano y amigo el coronel
graduado Heredia, me saluda y se tiende á nuestro lado
saludando al mismo tiempo á los otros y dice en tono
quejoso pero festivo: — <^|No nos ha sido creíble que hayan
habido compañeros nuestros que opinaran en la junta
de ayer por la madrugada, que debían atacarnos!»
No bien acabó de decirlo cuando le contesté seca-
mente:—«Nadie con mejor propiedad que yo puede impo-
ner á Vd. y sus compañeros de lo que se trató hoy en
la junta. El único exclusivamente que fué de la opi-
nión de atacarlos he sido yo, y deben ustedes dar gra-
cias á Dios (Ibarra y el Coronel me tiraban á este
tiempo de la casaca por detrás para que no le dijera)
— 203 —
por no haberse aceptado mi parecer, de lo contrario, no
sé donde estarían Vdes. hoy!»
«¡Lo hubiéramos visto!» me repuso Heredía — «¿Y que
eran capaces Vdes. de resistirnos, cuando de puro miedo
a los santafecinos se han echado un eterno borrón con
esta revolución infame?»— le dije enfurecido, é Ibarra que
estaba con su mano tendida á mi espalda me apretaba
para que callara!
Heredia un tanto desconcertado por esta respuesta
me alargó la mano y me la apretó diciéndome: — «¡Vaya
Gregorio, (pues rae tuteíiba) estás muy acalorado, es
preciso refrescarse! Luego vendrán Paz y Bustos á verte» —
y se despidió.
Los dos jefes que estaban á mi lado, me dijeron un
tanto sobresaltados:— «¿Como ha tenido Vd. valor para de-
cirle semejantes cosas á presencia del centinela que
tiene y en vista de la guardia que nos han puesto á
todos?» — «Déjenme Vdes., les d^e, que estoy deseando que
me toquen para pelearme con todos ellos juntos! ¡Oh,
qué bien, creo, sería para la patria el que esa canalla lo in-
tentara!» les dije. — Fuéronse en seguida para dejarme sólo,
pues calculaban como yo, que las visitas anunciadas eran
con el fin de hacerme alguna propuesta.
Estaba ya el sol bajo y mandé sacar mis petacas y
un par de banquitos para esperar las visitas anunciadas.
Al poco rato llegó mi amigó el comandante José
Maria Paz, y aunque era un compañero el cual por sim-
patía le quiso desde que le conocí el año 11 á su llega-
da á Jujuy, y mucho más después que le hube tratado
y expedicionado con él poco antes á la Herradura, no pude
i-ecibirle sino con seriedad: y mucho más desde que por
lo dicho por Heredía, esperaba yo que fuese él conduc-
tor de alguna propuesta.
Le convidé asiento después de habernos saludado y
esperé callado que empezara la misión de que lo juzgaba
encargado; y viendo que nada me decía tomé la palabra
hablando de cosas indiferentes: conversamos asi un ins-
tante y se retiró ofreciéndoseme pero sin tocarme pala-
— 204 —
bra sobre el asunto que yo pensaba. Al poco rato apa-
reció el general Bustos, á quien hice igual recibimiento
y después de un otro rato roas largo de silencio le hablé
yo como al anterior y se despidió igualmente que Paz.
Al día siguiente temprano, se nos hizo marchar á
todos los jefes por delante del ejército pero escoltados
por un escuadrón de Dragones y bajo las órdenes del
sargento mayor Juan José Giménez, chileno, y amigo
mío. En esa noche se habían valido los oficiales de Hú-
sares de todos los medios posibles para atraerse á los
18 hombres que me acompañaban, hasta el extremo de
decirles, vista su resistencia, que nos iban á mandar á
todos al Hervidero á disposición de Artigas, con cuyo
conocimiento no debían ellos aventurarse á sufrir tal
vez la muerte por seguirme; mas nada pudieron sacar de
ninguno de ellos, pues todos les contestaron á una que
fuese cual fuese la suerte que me esperaba, ellos la
correrían igualmente á mi lado.
Acampamos con nuestro escuadrón de escolta en la
posta de la Cabeza de la Tigre que es la que sigue hacia
Córdoba, de la Cruz Alta, antes de cerrar la noche y
habíamos ya comido y acostádome yo dentro de mi
carretilla cuando observé desde mi cama que cruzaba
una partida de infantes armados por entre nuestro campo
de prisión y juzgué fuesen soldados que habían perdido el
camino, pues sentía estar pasando el ejército por nuestra
izquierda.
Yo conservaba por las noches un centinela á la puer-
ta de mi carretilla y nuestros caballos dormían todos
ensillados pero sin freno, pues temía que estando dormi-
dos amaneciéramos un día bajo una distinta custodia
que la de nuestros Dragones, porque todo era de temer,
según las amenazas que dirigían algunos oficiales y aún
algunos soldados que estaban ya desmoralizados á varios
de los jefes que iban presos; con el objeto de no ser sa-
crificados impunemente había yo prevenido á mis solda-
dos la mayor vigilancia para arremeter con ellos, en un
caso preciso, y aún nos habíamos numerado todos los
— 205 —
jefes á indicación raía para que hubiese uno en vela
durante toda la noche y nos despertábamos mutuamente
cuando nos tocaba el turno. Nos amaneció sin novedad
por mi parte, pues acampaba yo un poco separado de
los demás, en precaución de mis caballos, no asi por la
del general Cruz y de mis compañeros, pues la partida
que vi cruzar por la noche había sido mandada por el
general Bustos bajo el comando de un oficial á desar-
mar á todos los ordenanzas de los jefes y lo habían eje-
cutado recogiendo las armas de todos menos de los míos,
á quienes no llegó la partida; ya fuese por recelo ó ya
porque tal vez asi se lo prevendrían á dicho oficial. El
resultado fué que al amanecer me grita uno de los coníi-
pañeros, de la puerta: — «Que descansado duerme Vd. sin
saber lo que nos ha pasado con estos picaros!» — «Que es
lo que Vd. me dice» , — contesté, saltando al mismo tiem-
po fuera de mi carreta, y dirigiéndome hacia el círculo
en que estaban mis demás compañeros que acababan de
llegar. «Que los han desarmado anoche á todos los orde-
nanzas por orden de Bustos, mandando una partida con
un oficial al efecto, como si fuéramos unos foragidos». —
«Pues si el oficial llega á mi con esa comisión, lo corro
á balazos, les contesté; y voy ahora mismo á ver al Ge-
neral y reclamar contra un hecho tan infame con unos
compañeros».
El mayor Giménez que llegaba á ese tiempo de su
fogón y supo por mi lo ocurrido y que iba á ver á Bus-
tos, díceme, seguramente para que no fuera solo, «pues
voy en tu compañía, porque justamente iba yo á una
diligencia».— «Muy bien», le dije, montando á caballo al
mismo tiempo, y partimos, dando él la orden para que
se pusiera en marcha el escuadrón y con él los jefes,
hasla la posta de Rui Díaz. Galopamos un trecho hasta
los Chañarcillos donde encontramos formadas las colum-
nas de los cuerpos, esperando solo la orden de marcha.
Preguntó el Mayor por el General y habiéndonos indi-
cado el lugar donde estaba, nos dirigimos á él, y en-
contrándolo con Heredia tendidos sobre la barranca del
— 206 —
rio, los saludé, desmontándome. — «Qué busca, compañero,
díceme el general Bustos con semblante risueño» . — «Vengo
á ver á Vd. por una acción infame que ha mandado co-
meter anoche con nosotros, le dije, enviando una partida
armada á desarmar á nuestros ordenanzas como si fué-
ramos salteadores. ¿Porqué si tuvieron Vds. miedo que
le hiciéramos con ellos una contra revolución, no se nos
pidieron las armas cuando dimos cuenta del número de
cuantas tenían los hombres que acompañan? ¡Agradezcan
Vds. que el oficial no se atrevió á llegar donde yo esta-
ba dormido, que si lo hace lo echo á balazos del cam-
po!»-(Tan ciego iba de rabia que le fleté toda esta rela-
ción sin darle tiempo á que me interrumpiera.) -'^Habría
hecho Vd. muy mal, compañero, me replicó. — «Oh, no,
le repuse, porque á eso y mucho más se expone el que
procede de un modo infame».— «Sé que con Vd. se ha te-
nido consideración, sin embargo de que sabemos que no
fallan entre los compañeros quien nos vengan despelle-
jando, me dijo.
«¡El único que habla de Vds. soy yo, porque lo me-
recen!, le dije, montando á caballo. Queden Vds. con
Dios» — y me marché donde me esperaba el mayor Gimé-
nez, oyendo sorprendido todo nuestro altercado, lo mis-
mo que la tropa que estaba inmediata y era la del N°
2, pues de intento hablaba yo fuerte. Marchamos ense-
guida á delante por el costado derecho de la columna;
los soldados del 2 me saludaron al pasar y los Dragones
que estaban montados hicieron lo mismo, enterneciéndo-
se algunos de ellos al verme con semblante airado, y
Giménez que lo notó, me dice: — «¡Quédate La Madrid con
nosotros, que estos pobres son los que mas se interesan
para que mandes toda la caballería! — ¡Eso quisieran esos
cobardes montoneros, le dije, que de puro miedo á los
santafecinos de López, han perdido el ejército! No seré
yo el que sirva con semejantes jefes! — Mientras esto con-
versábamos, enfrentamos á mis Húsares que iban á van-
guardia- Verme y ponerse á llorar los soldados, fué una
misma cosa.
— 207 —
Este lance me traspasó y volviendo mi semblante
para ocultarles las gruesas lágrimas que asomaron á mis
ojos, desapareciendo mi rabia y sin poderlo remediar,
cerré las espuelas á mi caballo y partí á escape.* El
pobre de mi amigo Giménez no pudo menos que conmo-
verse y volverme á instar para que tomara servicio con
ellos, pero fué inútil.
Llegado á la posta de Rui Díaz ya reunido con los
demás Gefes y el escuadrón que nos escoltaba pasamos
á situarnos un poco mas distante al norte sobre el rio
para dejar lugar al ejército que debía llegar pronto, y
llegó en efecto al cerrar ya la noche; cuando á eso de
las ocho de ella me llama á parte el teniente Leiva y
me dice á nombre de cinco ó seis sargentos de Húsares
que esperaban la respuesta, que el escuadrón estaba
decidido á venir en esa noche y sacarme con todos los
jefes que estábamos en arresto, atacando si preciso fuese
al escuadrón que nos custodiaba y dirigirse conmigo
al punto que le ordenara, que ellos venían mandados
por la tropa á tomar mi consentimiento y saber la hora
á que estarían listos para no faltar á ella, que de ver-
güenza no se atrevían ellos á llegarse á mí, pero que
estuviese yo seguro de que ningún individuo de la tropa
me había traicionado ni lo haría nunca.
Mandé á Leiva que volviera á los sargentos y les
dijese de mi parte que se retirasen en el momento al
escuadrón y les dijeran que cuando mas necesitaba yo
de la presencia, me habían éstos abandonado, que no
necesitaba yo ahora de ellos para nada. Le encargué
al oficial que les previniera de su parte que se fuesen
al instante á su campo para que no fuesen tomados,
pues iba yo á dar parte, no porque dudase del dicho de
las sargentos, sino por precaución, pues podía ser muy
bien que hubiese entre estos algún Judas.
Después que di tiempo á que los sargentos se hu-
bieran restituido á su campo pasé á ver yo solo al ma-
yor Giménez y prevenirle que diera parte á Bustos que
estuviesen vigilantes sobre el escuadrón de Húsares,
— 208 —
y preguntando á unos Dragones por él fué uno de ellos
á enseñarme donde estaba dormido. Como lo encon-
trase en aquel estado y tendido boca arriba, se me
ocirrrió darle un chasco á presencia de sus soldados,
me senté sobre él, tomándole por ambos puños, cruzele
las manos y le dije: — «Date preso picaro, yo te enseñaré á
hacer revolución». — Fué tal su sorpresa que no supo lo que
le pasaba y solo daba quejidos turbados y hacia fuerza
inútilmente para levantarse, pues le tenia yo bien ase-
gurado, y sus soldados que no sabían si esta mi acción
era broma se reian á carcajadas desde su fogón al ver
la sorpresa de su jefe.
Después que le hice forcejear un rato sin saber lo
que le pasaba, le dije en broma; «levántate y manda
avisar al General que no se descuide con los Húsares,
porque ha de quedarse sin ellos, pues tengo antecedentes
para creerlo». Montó á caballo el mismo, le llevó este
parte. No se si esa noche ó al siguiente día desarmó
Bustos el escuadrón y lo llevó en vigilancia después
hasta Córdoba.
De allí nos pasaron á situar el paso de la Herradura
en cuyo punto estuvimos me parece que dos días, y el
ejército se detuvo no sé si en el Saladillo ó el Fraile
Muerto. En el día en que llegamos á este punto salía yo
de darme un baño en el río cuando encontré á un sargento
de milicias del tercero, cuyo nombre no recuerdo, espe-
rándome en el galpón donde estaban los demás jefes,
y así que me vio me dijo todo conmovido: — «¿Cuando es-
peraba yo ver á mi coronel en semejante estado? Acabo
de saber como viene Vd. y aunque soy un pobre, no
quiero verle pasar trabajos, doscientos pesos tengo y
vengó á ofrecérselos, hágame el gusto de recibirlos». — No
pude menos que conmoverme, al ver una tan noble
acción en un pobre miliciano, y dándole la mano le dije
que se lo agradecía en el alma como si los recibiera,
pero que no tenía necesidad, que le daba un millón de
gracias por tan generoso ofrecimiento. Mil instancias
me hizo el pobre sargento para que aceptara su ofreci-
— 209 —
miento, hasta que viendo mi resistencia me dijo:— «Pues
ya que no quiere recibirme el dinero que le ofresco,
siquiera algunos caballos me ha de hacer el favor de
recibirme que voy á traérselos». — No creí prudente rehu-
sar este nuevo ofrecimiento tan ingenuo, ya porque se
creria ofendido, ya también porque mis caballos ó los
de los soldados que tiraban la carretilla estaban ya
malos. Le acepté esta oferta dándole las gracias y
se marchó diciéndome que muy de madrugada estaría
con los caballos de vuelta. Como á la hora de haberse
marchado nos llegaron los pasaportes de Bustos para
todos los jefes, y doce pesos y medio para cada uno
á íin de que nos condujéramos, unos á Tucuraán y otros
á Chile y Mendoza.
Asi que recibí el pasaporte les dije á mis compañe-
ros: «me voy en el momento sin esperar el obsequio de
los caballos, cuando los traiga el sargento podrán reci-
birlos Vdes.», y me marché al instante resistiendo á las
instancias que me hicieron para que marcháramos jun-
tos al siguiente día, ya porque sabía que lo pasaría me-
jor solo, ya también para alejarme de los efectos de la
desmoralización en que venía la tropa.
Al llegar á la posta del paso de Ferreira, me en-
contré con un paisano que arreaba una punta de caba-
llos bastante crecida y habiendo éste sabido por uno de
los soldados que venían atrás, quien era yo, volvió en
mi alcance, mandando detener su caballada y me rogó
que le aceptase algunos para mi tropa ó la carretilla-
Yo le di las gracias escusándome con que iba por la
posta y tendría que abandonarlos pronto privándose él
inútilmente de los caballos que me -diera, pero no fué
posible dejar de admitirle medía docena porque fué él
mismo y me los trajo tirados por sus peones. Me des-
pedí en seguida dándole mil gracias y era la primera
vez que lo veía en mi vida.
Al dia siguiente de haber marchado del paso de
Ferreira, fui encontrado con caballada que mandaba el
maestro de posta de Tío Pujío en mi alcance, y He-
la
1
- 210 —
gados á esta posta mandó carnear una tambera para
mis soldados y después que hubimos almorzado me hi-
zo conducir hasta el corral del maestro, me obsequió
con algunos caballos y no me llevó interés ninguno.
Esto mismo me sucedió en todas las demás postas has-
ta Córdoba, á cuya capital llegué por la posta y con
mas de treinta caballos sobrantes de los que me habían
regalado por el camino, fuera de varios que dejé en el
tránsito para que se entregasen á los demás compañeros
que venian detrás, y sia haber gastado un solo medio
porque no se admitió por los maestros de posta pago
alguno.
El general Bustos que fué informado á su paso,
después, del recibimiento que me habían hecho en todo
el camino, se quejó á los maestros de posta, de la pre-
ferencia con que todos me habían servido.
Se me pasó expresar en el lugar correspondiente,
un empleo que me ofreció el señor general Manuel Bel-
grano al marchar para Santa Fé el 25 de mayo del año
anterior 1819. Se acostumbraba en aquel entonces dar
algunos grados ó empleos por clases en celebridad del
aniversario del 25 á los individuos que el General juz-
gase mas meritorios: con este motivo al llegar al Fraile
Muerto, creo quizo el General darme la propiedad del
empleo de Coronel de Húsares y yo lo resistí, diciendo: —
«Permítame V. E. no aceptar el empleo con que me fa-
vorece, pues no quiero deber ninguno de mis grados sino
á los esfuerzos que hiciese en el campo de batalla».
A mi llegada á Córdoba me fué preciso hacer una
pequeña reparación á mi carretilla, y el señor Goberna-
dor me mandó auxiliar con 50 pesos. Continué mi mar-
cha hasta Tucumán, después de dos días de estar en
Córdoba y llegué á mi pueblo como había llegado á Cór-
doba, sin haber gastado un solo peso en el camino y
con mas de 60 caballos buenos, regalados en el camino;
pero habiendo tenido antes el placer y disgusto al mismo
tiempo, de encontrarme con mi benemérito general Ma-
nuel Helgrano, al llegar al rio de Santiago en el paso
— 211 —
de Giménez, gravemente enfermo; y además fui instruido
con pesar de los disgustos y molestias que le habían
proporcionado en mi pueblo al hacerse la revolución de
Bernabé Araoz por los piquetes del ejército encabezados
por el capitán Abrahán González del N^ 9. Un rato cor-
to me detuve al estribo del coche de mi General, que no
quise alargar porque conocí cuanto le habia impresiona-
do mi vista por los amargos recuerdos de nuestra ma
lograda campaña, y nos despedimos ambos con los ojos
humedecidos y un apretón de manos.
Entré á Tucumán con treinta y tantos Húsares in-
cluso varios que me alcanzaron en el camino desertados
de Córdoba.
El exclarecido Dr. Pedro Ignacio de Castro Barros
que se hallaba en Tucumán en esa fecha, dio ejercicios
espirituales á los pocos días después de mi llegada y
entré á ellos con todos mis Húsares, y como á los dos
meses después, me puse en camino para Buenos Aires,
que ansiaba conocer, en la tropa de carretas de Ana-
cleto Gramajo á efecto de pasar incógnito en ella para
no ser conocido en el territorio de Santa Fé. Salimos
á fines de abril; pero habiendo notado que en toda la
jurisdicción de Córdoba salían los paisanos al encuen-
tro de la tropa preguntando por mi para verme y obse-
quiarme, juzgué que me era ya inútil el ir encarre-
tado, porque se sabría también en la jurisdicción de
Santa Fé.
Con este motivo al acercarme á Córdoba en la vís-
pera del 25 de mayo, quise entrar á dicha ciudad con
Gramajo, ver la función del ejército en aquel día y tomar
la posta el 26.
Al ponerse el sol pasábamos el rio con Gramajo
y dos ordenanzas, al frente mismo de aquella capital,
en circunstancias que un soldado negro del 10, llegaba á
dar agua al caballo de un oficial, el cual así que me
conoció al salir del río, dio vuelta su caballo y co-
rrió al pueblo, probablemente á dar aviso á sus compa-
ñeros, pues que apenas nos apeamos del caballo en la
~ 212 -
casa de posta del pueblo, cuando comenzaron á llenarse
á la puerta los soldados de todos los Cuerpos A verme,
y llorando los mas de ellos en la calle á la puerta de
la posta; y fué tal el tropel que se iba aumentando por
instantes que gané al interior de la casa suplicándoles que
se retirasen, y todos conmovidos al considerar perdido
aquel ejército, que poco ames era por su disciplina, valor y
constancia, toda la esperanza de nuestra patria!
Pasamos en seguida á presentarnos al General y Go-
bernador Juan Bautista Bustos que me recibió muy bien,
y así que regresamos ¿i la posta, fui visitado por lodos
los jefes y algunos oficiales.
El comandante Juan María Paz, que había entrado en
la revolución, engañado por Bustos con que pasaría in-
mediatamente con el ejército á Salta ó Jujuy, al efecto
de hacer la guerra al ejército español, se había marcha-
do ya para ^Santiago del Estero desde que vio colocarse
á aquél en el gobierno y fijarse en Córdoba con el ejér-
cito sin pensar más en la guerra.
Al siguiente día, 25 de mayo, nos levantamos muy
temprano y pasamos á la calle «Ancha» á ver la formación
del ejército, el cual estaba vistosamente uniformado. Asi
que me presenté en la vereda opuesta, paseando por el
frente de él, se manifestó en el semblante de todos los
soldados, el contento que les inspiró mi vista, pues me
saludaban todos con una inclinación de cabeza y se ha-
blaban al oído á mi paso.
No quise detenerme y me retiré, porque observé que
semejante demostración no podía menos que mortificar á
los jefes que estaban á su frente. Puedo asegurar sin
temor de equivocarme, (jue si yo hubiese tenido un poco
de ambición al mando v no hubiese sido inn extremada-
mente moderado, pude allí hacerme ducfio del ejército con
solo hablarle! ¡Y cuánto ha sufrido después mi patria
por aquella fal(a mía, y este mi exceso! ¡Yo mismo no
me lo perdono porque he conocido mejor que nadie esta
verdad!
En todo el día 25 que permanecí en Córdoba, me visi-
— 213 —
taron todos los oficiales del ejército incluso los de Húsares,
los cuales procuraron disculparse con que habían sido
engañados con la promesa de volver con el ejército á con-
tinuar la guerra contra los españoles marchando á las
Provincias del norte, esta misma disculpa me dieron va-
rios otros oficiales de los diferentes cuerpos, agregando
unos y otros que estaban aburridos.
Dijeles el mal que hablan hecho con prestarse á la
revolución á todos cuantos me dieron estas disculpas;
quejáronseme también de no habérseles dado sueldo, ni gra-
tíficación alguna, pero ni aún distribuldoseles los efec-
tos correspondientes del convoy: ante estas manifestacio-
nes, les hice presente que era preciso sufrir con pacien-
cia todas aquellas privaciones, pues eran propias de las
circunstancias; que todo debieron haberlo previsto á tiem-
po, recomendándoseles la constancia, la disciplina y la
conservación de la tropa, pues podían ser todavía muy
útiles á la patria.
Al siguiente día 26, marché por la posta acompaña-
do de Gramajo y del oficial Rico (Clemente). Al concluir
la carrera de la jurisdicción de Córdoba, en la cual fui
perfectamente tratado en todas las postas, le previne al
oficial Rico que no fuera á descubrirme en el territorio
de Santa-Fé, pues temía que no me dejasen pasar á Bue-
nos Aires, ó cuando menos que me obligasen á presen-
tarme á los generales Alvear y Carrera, que se halla-
ban en el Rosario, los cuales podían comprometerme,
cuando iba vo decidido á ofrecer mi servicio al Gobier-
1/,
no de Buenos Aires. Habíamos andado ya la mayor parte
del territorio de Santa-Fé sin ser conocidos, y esperába-
mos solo que alistasen el animal para la carga en la
posta de las Cortaderas, cuando llegan de Buenos Aires
dos comerciantes que me conocían, y sabiendo el maes-
tro de posta por ellos, quién era yo, se arrima al despre-
ciable caballo que me había tocado y echando la rienda
arriba. en ademán de montar, me dice:
— ¿Paisano, tiene algo que perder su caballo?
—No, paisano, le dije; monte Vd.
— 214 —
Cuando yo le dije esto, eataba ya á caballo y mar-
chando para el corral.
No dejé yo de sorprenderme por semejante acción, y
mucho más cuando el comerciante me dijo en seguida: —
Acabo de preguntarle quien era Vd., y se lo he dicho;
cuando al poco instante vuelve en un hermoso caballo y
me dice: — «ahora si que puede decir, paisano, que va bien
montado; me alegro de conocerlo; y me alárgala mano».
Le di las gracias, y después de ofrecerle mi amistad,
marché ya caída la tarde á todo correr; llegué á la posta
siguiente al cerrar la noche, y á fuerza de empeños y
de gratificar á los postillones, conseguí que nos despa-
charan después de oraciones, y no paré hasta que llegué
al Arroyo del | Medio ó sea la primera posta del terri-
torio de Buenos Aires, tarde ya de la noche; y debí á esta
diligencia el haber salvado el compromiso que tenía, pues
habían mandado un oficial del Rosario á llamarme, de
parte del general Carrera, una hora después de haber
partido yo de la última posta.
En la Villa de Lujan me encontré con el general
Miguel Estanislao Soler que estaba allí con un ejército,
pasé á su casa á saludarlo y presentarle mi pasaporte
y continué á eso de las tres de la tarde hasta llegar
á Buenos Aires como á las 9 de la noche, en los pri-
meros días de junio, y me alojé en casa dtí Rico,
pues conocía yo al hermano Manuel que había sido ofi-
cial de Húsares y marchado conmigo á Chuquisaca el
año 1817.
-y^:
íí* -^fCic-jíle,
1
GUERRA CIVIL EN LAS PROVINCIAS UNIDAS
AÑO 18 20
Llegado á Buoqos Aires el autor de estos apuutes, visita antes que todo á su general
Manuel Belgrano. — Presiéntase al gobierno del señor Banios Mojia en los pri-
meros días de junio del año 1820.— El general Miguel E. Soler se hace procla-
mar gobernador de Buenos Aires; sale en seguida A campaña y ea derrotado
en la cañada do Cepeda por el Gol^ernador I^pez, de Santa V6 y los generales
AWear y Carrera, — Aproximante estos & Buonos Aires, y el pue')lo so
agolpa en la plaza y pide al Cabildo Gobernador, que encargue al autor la
defensa del pueblo. — Encargase de ella. — Acontecimientos que siguieron.
Llegado á Buenos Aires el 8 de junio en la noche,
pasé al siguiente día bien temprano i casa de mi primo
el doctor José Miguel Díaz Velez, que vino á buscarme para
que me alojara en ella, y después que me hubo presen-
tado á su familia y mandado buscar mi equipaje á casa
de Rico, pasé á saludar á mi general Manuel Belgrano,
acompañado por el referido Dr. Díaz Velez.
Encontré al General sentado en su poltrona y bas-
tante agobiado por su enfermedad. Mi vista le impre-
sionó en extremo, no menos que á mi la suya, y apenas
se tranquilizó tiró con su mano de la gabeta de un es-
critorio que tenía á espaldas de su silla, y sacando los
apuntes de mis campañas que había yo escrito en el
Fraile Muerto el año 1818, por orden suya, me los al-
canzó diciendo: — «Estos apuntes los hizo Vd. muy á la
ligera, es menester que Vd. los recorra y detalle más
prolijamente y me los traiga-. «Con mucho gusto compla-
ceré á mi General», le dije y los guardé.
Hízome algunas preguntas de Tucumán y del ejército
y me manifestó después su pesar por haber anticipado
— 216 -~
mi llegada, pues que se había él empeñado cou el sefior
gobernador Ramos Mejia, para que salieran á encontrar-
me al Puente de Márquez en ese mismo día, á virtud de
aviso que le había dado el correo de las Provincias que
llegó la tarde anterior, de haberme dejado por el Arroyo
del Medio. ¡Tal era el afecto que el distinguido General
rae profesaba !
Habiéndome despedido de mi General después de un
largo rato de conversación, pasé á presentarme al Go-
bierno, y me retiré después á mi casa, sin haberle hecho
mas ofrecimiento que el de etiqueta; pues me había
dicho el Dr. Díaz Velez que no me comprometiera por-
que no tenía estabilidad el Gobierno, que acaso no du-
raría muchos días. Asi sucedió en efecto, pues á los
dos ó tres días vino el general en jefe del ejército,
Miguel E. Soler y se hizo pregonar Gobernador y capitán
general de la Provincia, por medio de una partida y á
son de trompeta por las calles.
Todo lo principal de aquel gran pueblo me visitó y
dispensó las mayores consideraciones. Me avergonzaba
bastante en mis primeras salidas á la calle, por la curio-
sidad con que todos corrían á las puertas para conocer-
me, asi que pasaba y había algún conocido que me in-
dicara. En el mismo día en que se hizo nombrar por si
mismo Gobernador, el general Soler, mandó por bando
que todos los militares marchasen al siguiente día á
presentarse al ejército en Lujan, fui yo averio en virtud
de este mandato y preguntar si me comprendía también.
Me contestó, fríamente, que hiciera yo lo que gustase.
«Quede Vd. con Dios», le dije, y me marché á mi casa
resuelto á no ir, j)or que rae chocó su modo.
Partió enseguida dicho Gobernador y General para
Lujan y á los pocos días le vimos entrar de vuelta, solo
y derrotado hasta la playa del río, pasar del caballo á
un bote y marcharse para la Colonia, pues acababa de
ser batido en la cañada de Cepeda, por el Gobernador
López y los generales Carlos Alvear y José Miguel Ca-
rrera, los cuales habían tomado por capitulación al
— 217 —
coronel Celestino Vidal coa todo su cuerpo de cazadores,
negros.
El coronel Pagóla que pertenecía á dicho ejército,
se presentó al siguiente día en el Fuerte y tomado de
su autoridad el mando de las armas, mandó echar ge-
nerala por las calles, llamando á todo el mundo á las
armas.
La desmoralización en que se hallaba la milicia en
aquella época era incomprensible, y comenzó el terror
del pueblo á las tropas de López. Las generalas servia
de aviso á los militares, ó para ocultarse de todo com-
promiso ó Jbien para salir á reunirse al general Alvear:
nadie concurría á su toque.
Acércanse los enemigos entre tanto; el pueblo se
alarma y corre á la plaza. La única autoridad legal y
en la que recaía el Gobierno en semejantes casos era
el Excelentísimo Cabildo. A él se dirige el pueblo, pi-
diéndome por su Jefe para correr todo él á defenderse
bajo mis órdenes.
Mandóme llamar el Cabildo por uno de sus edecanes
y le contesté que iba al momento. Llamo á mi primo
el doctor Díaz Velez y le digo: — «¡Qué gran compromiso
el que se me presenta!, pero es necesario vencerlo! A
nadie conozco; el pueblo está dividido: puedo ser trai-
cionado. Mas el Cabildo me llama á pedido del pueblo
para defenderle, según me ha dicho el edecán; y preciso
es corresponder con nai vida á una honra semejante, voy
ahora mismo».— «Bendiga el cielo sus nobles sentimien-
tos», díjorae mi primo. Vistiéndome estaba á gran prisa,
cuando se me presenta por segunda vez, no recuerdo si
el mismo ú otro edecán, exigiendo mi pronta presencia
en el Cabildo. — «Diga Vd. á S. E. que rae vé disponien-
do á partir, que dentro de un instante me tendrá á sus
órdenes» .
El edecán regresó con mi contestación y salí yo en
seguida. Cuadra y media me faltaba para llegar á la
plaza, cuando rae encuentro con el señor Dolz, alcalde
de primer voto, acompañado por el de segundo, que iban
— 218 -^
á buscarme, frente á la casa de Ambrosio Lezica; los
cuales me honran colocándome á su centro y regresan
conmigo al Cabildo.
La plaza estaba tan poblada de gente de todas cla-
ses, que era preciso abrirse paso en medio de los atro-
nadores Víctores con que me recibía aquel entusiasta pue-
blo. Entrados con dificultad á la sala del Cabildo, por
el inmenso gentío que había en él, fui recibido de pié
por todo el Ayuntamiento y después de haberme dado
asiento al lado del Presidente, dijome éste á presencia
de un inmenso concurso:
— El pueblo pide á V. S. por su jefe para defenderse
contra el ejército invasor que se encuentra ya á sus in-
mediaciones y el Cabildo espera que V. S. aceptará el
puesto de su General con que se le honra. — «Muy gustoso me
sacrificaré por defender este heroico pueblo y á V. E., le
dije; pero advierto que hay en él jefes de mayor gra-
duación y de mejores conocimientos que yo, los cuales
se resentirán con justicia, de que se me confíe este des-
tino siendo un forastero*.
No bien había concluido yo la última expresión,
cuando el entonces coronel Borrego, que se hallaba en
la barra, dijo en voz alta: — «Yo seré el primero que ten-
dré mucha honra en servir bajo las órdenes del general
La Madrid!» — Si señor, que viva nuestro General contestó
todo el concurso, y que viva el coronel .Borrego. El pre-
sidente del Cabildo ó todo él junto, me dijo entonces en
alta voz:— El pueblo tiene su confianza en V. S. y no
en ninguno de los otros, y esta expresión del Cabildo fué
confirmada por mil Víctores por todos los concurrentes.
— ¡Acepto Excelentísimo Señor, el destino con que
V. S. y el pueblo me honran; será él libre, ó dejaré de
existir! Esta fué mi contestación y salí á tomar disposi-
ciones entre los mas entusiastas vivas de todo aquel in-
menso concurso,
El pueblo que momentos antes se mostraba sordo al
llamamiento á las armas, á que le convocaba uno de los
jefes de su ejército, corrió presuroso y entusiasmado á
/
~ 219 —
tomarlas, asi que me vio colocado á su frente. Mi pri-
mer paso fué pasar de allí mismo al bajo del río á in-
vitar á los peones carreteros de las Provincias, para la
defensa del pueblo, todos responden á mi voz, y dejando
sus carretas me siguen al Fuerte en busca de armas, y
obtenidas, los mandé con ellas al Hospicio, donde se
encontraban dos piquetes del ejérto; de Blandengues el
uno y de Colorados de las Conchas el otro.
El Comandante de armas, coronel Manuel Vicente
Pagóla que me había recibido afablemente, y dado las
pocas armas que habían en el Fuerte, y monturas para
los voluntarios de las Provincias, me dice: -Pida Vd.,
compañero, cuanto quiera y necesite, en la inteligencia
de que cuanto Vd. desee lo obtendrá.
A este tiempo entra un edecán del Excelentísimo
Cabildo á llamar á Pagóla, y dice me este cediéndome
su asiento y presente entre otros muchos ¡Juan Manuel
Rozas!!! — ¡Compañero, siéntese y ponga aquí mismo el
oficio pidiendo cuanto quiera y necesite para la defensa,
que ahora mismo lo obtendrá. Voy á ver que quieren
estos hombres y salió con su edecán y sus ayudantes.
Me senté y puse un oficio, pidiendo tabaco, papel,
yerba y dos mil pesos plata para socorrer ó gratificar
como 160 ó 170 hombres que se me habían presentado
de las carretas, y los demás que concurriesen, pues que
á los otros sería un insulto el ofrecerles gratificación
alguna. Concluido este oficio, se lo entregué al señor
Marcos Balcarce, secretario del Gobierno y dejé el asien-
to, cuando en esto entra el coronel Pagóla, acalorado,
diciendo: — €¡ He ido al Cabildo donde he encontrado
una porción de gente reunida que dicen es pueblo! Me
ha preguntado el Cabildo si sostendré sus deliberaciones
y le he contestado que no!» — y dirigiéndose á mi en se-
guida me dice: — «Compañero; ya Vd. no puede salir aho-
ra, pues es preciso hacer junta de jefes, saldrá mañana.
Llamó en seguida á sus ayudantes, y mandó citar
A los jefes para las tres, de la tarde. Mientras esto
L'denaba Pagóla, estiraba yo la mano por sobre la me-
— 220 —
sa y alzando por delante del secretario Balcarco el
oficio que momentos antes le había entregado, lo guardó
diciendo:— «Puesto que no he de salir ahora, lo presentaré
mañana»,— y me despedi.
Asi que salí del fuerte, marché derecho al Cabildo
y encontrando á sus individuos bastante acalorados por
lo que acababa de contestarles Pagóla, les dije, pregun-
tado que fué por el objeco que me llevaba: — «Acabo de
oír al Comandante de armas, en el Fuerte, relatar cuanto
ha pasado con V. E. y su negativa á sostener sus deli-
beraciones: me ha dicho que no podría yo salir hasta
mañana, &*. Vengo solo á decir á V. E. que me re-
tiro á mi casa, renunciando el destino que se me había
confiado, porque si lo admití, fué tan solo para sacrifi-
carme en favor de este heroico pueblo, y de ninguna
manera para coartar sus derechos, ni ajar á sus autori-
dades!— No bien concluí de hablar, cuando se levanta
todo el Cabildo, y me dice:
— ¡No nos abandone Vd. en estas circunstancias, Ge-
neral, á las tropelías que cometerá contra el Cabildo y
al pueblo, ese Coronel! Salga Vd. por amor de Dios con
toda la gente que pueda á Barracas, ó á la quinta de los
Borbon, donde se le reunirán también el general Mar-
tín Rodríguez y el coronel Dorrego!
—Cumpliré con la orden y deseos de V. E., les dije,
y bajando las escaleras monté á caballo, que me espera-
ba al frente de los portales, y corrí al Hospicio, procla-
mando al pueblo á seguirme en busca del enemigo, y
sin darme por entendido de lo que habia pasado.
Todo el mundo corrió á las armas v montando á
caballo, tenderos, pulperos, quinteros y artesanos, fueran
al Hospicio en mi busca. Llegado que hube á dicho
punto, mandé montar á caballo los dos piquetes de Blan-
dengues y Colorados, y tomar sus aperos al hombro á
todos los provincianos que se me habían presentado, y
regresé por la calle de las Torres (hoy Rivadavia) con
íiuinientos y más hombres.
Mi objeto al tomar dicha dirección, era el de mos-
— 221 —
trarme por el centro de la Capital y tomar por la calle
de San Miguel el camino recto A Barracas, pues era tam-
bién el único que yo conocía. Por toda esa larga calle
se iba engrosando mi columna con hombres de todas cla-
ses; así fué que al llegar á la bocacalle de San Miguel,
llevaba ya más de mil doscientos hombres; cuando al do-
l)lar á mi derecha gritan « á las armas » los centinelas
que habían en las azoteas, y corren á ellas los cívicos del
1^ y 2° tercio que habían estado ocupándolas bajo las
órdenes del coronel Zapiola y, al llegar á la plaza Mueva
figurándose que fuéramos de los invasores. Ibanse ya A
echar los fusiles á la cara para disparar sobre mi co-
lumna, cuando mandola parar, y corro adelante nombrán-
dome. Mandó entonces el coronel Zapiola retirar las
armas, y saludándome con su sombrero se ofreció á mis
órdenes con todo el batallón. Le di las gracias y mandé
continuar la columna en medio de los más entusiastas
vivas.
Cuando llegué á la quinta de los Borbon llevaba
ya como dos mil hombres y me salieron al encuentro el
general Rodríguez y coronel Dorrego con algunos mas,
y diciéndome este último que el Cabildo me ordenaba
que volviera con la columna á la plaza, le dije:
—Yo no puedo marchar á la plaza sin prevenir antes
á los jefes que vienen en la columna que lo dispone el
Cabildo, é instruirles de lo que ha pasado; voy á reunir-
los al efecto.
— No haga tal, compañero, mande Vd. contramarchar
la columna, me repuso, para hacer respetar el Cabildo.
— Sería exponerse á un bochinche en la plaza si yo
marchara á ella sin imponer antes á los jefes, le dije; y
mandé á mis ayudantes que llamaran á los coroneles
llorona, de Blandengues; Vilela, de Colorados, y Vega de
unas milicias de San Isidro, y pasé á esperarlos al cos-
tado de una columna, un poco apartado de ella.
Habiéndoseme presentado, les impuse de todo lo ocu-
rrido antes de mi salida, y de la orden que acababa de
recibir para que marchara á la plaza. Los dos primeros
— 222 —
que habían sido amigos del coronel Pagóla, se impresio-
naron al oír mi relación, pero me dijeron los tres en se-
guida:
— «Aunque nosotros no tenemos el honor de conocer
al señor General, conocemos su patriotismo, y no le con-
sideramos capaz de mezclarse en ninguna cosa injusta.
Lo que el señor General mande será obedecido por nos-
otros».— Dándoles entonces las gracias por el honroso con-
cepto que me manifest^,ban, los mandé ocupar sus pues-
tos y contramarchar con la columna hacia la plaza, y
colocándome en su centro con el general Rodríguez y co-
ronel Dorrego.
Al desembocar por la calle de Juan Manuel Rozas á
la del Colegio, para dirigirme á la plaza, hubo en ésta
su alarma juzgándonos enemigos, pero se tranquilizaron
luego que me conocieron. El Cabildo y todas sus gale-
rías estaban llenas de un gentio principal, y al entrar yo
á la plaza acompañado también por el doctor Houghan,
fui saludado con mil Víctores dirigidos exclusivamente á
mi persona, á tal extremo que el general Rodríguez in-
comodado, dijo:
— ¿Qué pueblo este de tantos que parece que no hu-
biera más oficial aquí que La Madrid? — Esto no lo aper-
cibí yo, pero me lo dijo el doctor Houghan al retirarme.
Entrado á la plaza, y después de contestar ó corres-
ponder con mi espada á los saludos del Excelentísimo
Cabildo y demás concurrentes, volví la espalda para man-
dar conversión de á 4 de frente, por la vereda ancha que
está á la derecha, habiendo observado al volver, que
caían de las galerías varios impresos que se arrojaban á
la multitud que ocupaba el centro. Así que la cabeza
de la columna hubo circulado la plaza hasta haber ocu-
pado todo el frente del Cabildo, mandé alto é hice dar
frente á la izquierda. Seguía entretanto entrando la co-
lumna, y viendo que aán faltaba muchísima fuerza, man-
dé cuadruplicar las filas, ocupando la última hasta las
veredas y aún quedó prolongada la cola de la columna
hasta la plaza de Monserrat ó poco menos.
j
--- 223 —
Luego que hube dado frente, acercóseme el coronel
Manuel Dorrego y alargándome uno de los innpresos que
vi yo arrojar desde las galerías, me dice:
— «Acabo de ser nombrado en este instante, Goberna-
dor provisorio de la Provincia, por el Excelentísimo Ca-
bildo, como lo verá Vd. por este impreso: es preciso que
Vd. me dé á reconocer por tal y que proclame á la tro-
pa y al pueblo invitándolos á la obediencia y al orden».
Poco me faltó para largar la risa al conocer el papel
que se me había hecho representar desde que se creye-
ron salvos por mi nombre, en virtud del entusiasmo del
pueblo en mi favor, pero me contuve; y después de im-
puesto del decreto del Cabildo, que no era tirado por
cierto, ni impreso en aquel momento tuve que cum-
plir lo que me ordenaba mi nuevo jefe.
Le hice reconocer por tal Gobernador por mandato
del Cabildo y proclamé al pueblo y las tropas recomen-
dando el nuevo gobernante,
Pasada esta ceremonia me ordenó el señor Dorrego
que volviese al Hospicio con toda la columna, y que pues-
to allí entregase todos los quinteros y gente del pueblo
que se me habían reunido, al coronel Domingo Saenz,
que se me presentaría á tomar el mando de ellas; que
los piquetes de Blandengues, Colorados de las Conchas y
milicias de San Isidro, dispusiera que pasasen á ocupar
con sus Comandantes los puestos que antes tenían y que
yo me quedara á la cabeza de mis voluntarios ocupando
el Hospicio. Fué tan singular el descenso que me pro-
porcionó este Gobernador formado á mi sombra, que de
General y Jefe de armas del pueblo, nombrado por el
Cabildo á pedimento do aquél, vine á quedar de simple
comandante de trescientos y pico de carreteros voluntarios
de las provincias.
Marché pues á mi destino, riéndome por la calle,
sin poderme contener, con mi amigo el doctor Houghan,
al ver el ridiculo desenlace de esta farsa, pues apare-
ciendo yo como el autor principal de la calda de Pagóla,
)r cuanto iodo el mundo conocía que sin mi presencia
— 224 -^
no habría reunido el nuevo Gobernador uu solo hombre,
vino éste á quedar colocado y me rebajó á mi, de Gene-
ral á Comandante de los hombres ya mencionados.
De intento hago esta descripción verídica y que pa-
recerá cansada á todos los que quisieran dejar en olvido
estos hechos, pero me he propuesto poner en conoci-
miento de todos mis compatriotas cuantos servicios he
prestado á mi patria, y no creo justo privar al publico
de esta relación ni del modo con que he sido recompen-
sado, como no lo defraudaré de manifestarle mi falta.
Al siguiente día me llamó el nuevo gobernador I)o-
rrego, con el objeto de hacerme salir á campaña con
solo mis voluntarios, y no i^ecuerdo si también los tres
piquetes, pues las tropas invasoras habían llegado á Mo-
rón. Como el pueblo todo se había desagradado por la
conducta de Dorrego conmigo ó mejor dicho del Cabil-
do, que fué quien lo fraguó ó dispuso todo; no quería ni
podía contrariar la voluntad bien pronunciada de todo
aquél, que estaba porque saliese yo al encuentro de los
enemigos; y fué por esto que el gobernador Dorrego se
empeñó en hacerme salir; pero de un modo tal, queme
obligó ó á perecer en manos de las fuerzas invasoras, ó
retirarme cansado de sus asechanzas, para facilitar la
entrada al general Alvear.
Habiéndome presentado esa mañana en el Fuerte á
su llamado, díceme el gobernador Dorrego: — «El pueblo
está empeñado en que salga Vd. á campaña contra el
ejército santafecino, y es preciso que marche Vd. ahora
mismo. Como el general Manuel Rodríguez es amigo deVd.
y tiene él gran séquito y conocimiento en la campaña
del Sur, que Vd. no conoce, lo he nombrado General en
jefe del ejército, y ha marchado anoche al efecto de
convocar todas las milicias y aprestar las caballadas
necesarias, de modo que asi que pase Vd. el puente de
Márquez ya encontrará Vd. las caballadas que necesite,
reunidas: y encontrará al General, su amigo, en San Vi-
cente, con todas las milicias del Sur reunidas. Marche
Vd , pues, y vaya cuanto antes á reunírsele».
/
y
— 225 —
Presente estaba Juan Manuel Rozas, á una distancia,
en el. mismo salón del Fuerte, con varios otros, y en el
cual hablábamos. Como conociese yo el objeto que el
gobernador Dorrego se proponía, ya por lo ocurrido el
día anterior, y ya en fin, por la relación que acababa
de hacerme, le contesté: — «Muy bien, señor Gobernador,
saldré ahora mismo, peio se me han de dar caballos,
pues los que tengo, son tomados del foso del Fuerte, de
la caballada cansada que han traído los derrotados del
ejército, y voy á parar á una legua ó poco mcás del ejér-
cito enemigo*.
— «Ya he dicho á Vd. que va encontrar las caballa-
das en el patio de las casas en cuanto pase Vd. el puen-
te, pues están dadas ya las órdenes», díjome el Goberna-
dor— «¡Señor Gobernador, las órdenes se dan, pero rara
es la vez que se cumplen, en circunstancias como la pre-
sente!»—Esta fué mi contestación.
Nadie sabia mejor que Dorrego, con cuanta razón
pedía yo los caballos para salir. Los concurrentes en
el salón habíanse aproximado á oir nuestro altercado, y
deseando él picar mi amor propio ante dicha concurren-
cia, (el general Ignacio Alvarez Thomás estaba también
en ella), para que marchara al precipicio, á pié, me dice:
— «¿Dónde quiere Vd. recibirse de la fuerza? ¡Yo se la sa-
caré áVd,!»
— «¡Señor Gobernador, díjele exaltado, yo no necesito
que V. E. ni nadie me saque la fuerza! Basto yo para
salir á la cabeza d(i ella pero ha de ser montado; de
lo contrario puede salir V. E. con ella, ó mandar á quien
guste, que yo me retiro!»
Viendo malogrado su objeto, pero sin desistir de él,
me dice:— «¿So contenta Vd. con 150 caballos?»— Por no
parecer terco, sin embargo de que conocía su intento, le
dije:— «Está muy bien, señor Gobernador, que vengan los
caballos».
Llamó á sus ayudantes y designándoles los núme-
ros de seis cuarteles, les ordenó pública y líjeramente
que previniesen á sus Alcaldes que á las tres de la tar-
is
— 226 —
de presontariaQ 25 caballos cada uno, en la quinta de
Santa Lucía sin falta alguna, y apenas hubo conMuído
de dar estas órdenes, agregó: — «Ya tiene Vd. prontos los
caballos, marche Vd.» — Me despedí y dirigiéndome al ba-
jo del río por si encontraba algunos otros provincianos
que quisieran seguirme, volví al instante con varios otros
que se me presentaron, al Fuerte. Pedí monturas y sa-
bles ó lanzas, que se me dio, y marché con ellos a pié
hasta Santa Lucía, seguido ó acompañado por Juan Ma-
nuel Rozas.
Otra inmensa concurrencia del pueblo llenaba toda
la calle de Barracas. Pregunto por los caballos y solo
encuentro no recuerdo si 25 poco más ó menos. Co-
nozco, á no dudarlo, que lo que se proponía el Gober-
nador con aquello, era desesperarme para que me reti-
rara y dejara franca la entrada al enemigo, que estaba
ya en el Paso Chico y era muy caída la tarde. ¡Me
acuerdo del entusiasmo con que había sido pedido por
el pueblo para que me pusiera á su cabeza para defen-
derlo, de la prontitud con que denodadamente me había
seguido el día anterior, y del modo inicuo con que éste
había sido burlado, y me resuelvo á sacrificarme antes
que abandonarle a una intriga semejante! Pregunto por
el práctico ó prácticos que me había prometido el Go-
bernador que encontraría allí; y se me contesta que no
habia ninguno preparado! Pero dice me en el acto Juan
Manuel Rozas: — «No necesita de baqueano. General, yo
basto para conducirle y soy mejor que cuantos puedan
darle». — Habíale yo tomado afición á este joven al verle
tan diligente y resuelto, varias veces á mi lado, desde
el día en que fui nombrado».
En efecto, amigo mío, le dije, mucha mas confianza
me inspira Vd. que el mismo Gobernador, pero es ya tarde
y debemos apurarnos: no quiero dejar á estos mis va-
lientes paisanos que me siguen a pié desde el bajo,
abandonando sus carretas. «Y es preciso alcanzarles», me
dijo él, anticipándoseme á tomar uno en sus ancas, y
dio un grito á los suyos. Había alzado yo ya, otro, y
~ 227 —
habiéndose presentado al instante varios peones suyos,
igualmente que varios vecinos, se levantaron en ancas á
todos los soldados de á pié. Partí al instante ardiendo
en cólera y proclamando á mis 500 bravos que me se-
guían por entre aquel numeroso concurso.
Una agrupación de pueblo llenaba la calle de Ba-
rracas; todo él me victoreaba igualmente que al puñado
de valientes que me acompañaban. ¡Cuantos de entre vo-
sotros, dicía yo en mi mente, servirá de espía y habrá
ya anunciado al enemigo el estado y fuerza con que voy!
Me propuse desde aquel instante, burlar á los espías,
igualmente que al ejército enemigo. — ¡En esta noche mis-
ma habrá desaparecido ese numeroso fantasma de des-
preciables montoneros!— Iba yo diciendo á voces á los
que me acompañaban.
Habíase puesto ya el sol cuando acabamos de pasar
el puente; y mientras que al patriota y activo Juan
Manuel Rozas, le había encargado de proporcionarme
caballos al instante, para los hombres de á pié, á quie-
nes sus compañeros les cargaban por delante sus mon-
turas. ¡Espiaba yo al momento en que á la vista de todos
debia moverme sobre el ejército enemigo que estaba tan
inmediato, y disponiéndome tal vez la manera con que
debia tomarme con todos los mios!
Preséntame el dilijente Rozas los caballos que ne-
cesitaba, se ensillan y casi ya al oscurecer mando que
me guíe al campo enemigo, y marcho con mi columna
dejando á todos en expectación.
Con el ejército enemigo y al lado del general Car-
los Alvear, habían varios oficiales de los del ejército
auxiliar del Perú, que me conocían, y aun muchos je-
fes también de los que habían servido bajo mis órde-
nes en la expedición del año 1817. Uno de estos era
aquel valiente oficial español Carlos Gunzales, que me
ocasionó la sorpresa en el cerro ó cuesta de las Carre-
tas, donde perdí el sable que me había dado el va-
liente libertador de Chile y Perú, San Martín. Todos
cstüs debían contribuir poderosamente y sin pensarlo á
^ 99ft _
favorecer mi pensamiento, como sucedió en electo. Ha-
biéndoles dicho lodos ellos á los Generales (y muy par-
ticularmente González y Alvear) que era preciso estar
en la mayor vigilancia, y no dormirse fiados en mi poca
tuerza, pues que era yo tan arrojado que me habían
visto atropellar con 50 hombres á todo el ejército es-
pañol.
A poco andar cerró la noche y dijele al joven Ro-
zas que tomara la dirección á San Vicente ó Cañuelas,
pues no recuerdo á cual de los dos puntos; variamos al
instante á la izquierda y caminamos silenciosamente por
esos bañados sin permitir que nadie fumara, pero de-
jando hombres en observación del enemigo, de los mis-
mos que me proporcionó el comandante Rozas.
Llegamos por fin á una estancia ó casa de campo
donde me dijo el practico y diligente Rozas, que podía-
mos parar ya sin riesgo, y serian ya como las dos de la
mañana; despacho al instante algunos hombres á la cam-
paña y mientras dispuse que se aprestara la carne ne-
cesaria nos pasamos tomando mate. Al aclarar el día
me condujo á casa de un Capitán de milicias Castro,
que pertenecía á su cuerpo, y en la cual encontramos
á mi General en jefe Martín Rodriguez con algunos po-
cos hombres, que no pasaban por cierto de 25. Dispuso
el General, inmediatamente que se carneara para que
comiese la tropa, y mientras esta diligencia se practica-
ba empezaron á llegar partidas de milicianos, y vecinos
sueltos de la campaña por todas partes: los cuales con-
forme iban llegando preguntaban por el general La
Madrid y se me presentaban. Yo los recibía muy afable-
mente y les indicaba al señor general Rodriguez dicien-
doles: — «El señor es el General, y es á él que deben
ustedes presentarse». — Lo cierto es que asi sucedió con
la mayor parte de las milicias que se nos presentaron,
bien fuese porque hubiese llegado á su noticia el primer
nombramiento de General hecho por el Cabildo á pedi-
m lento del pueblo, en mi persona, ó bien porque el
jnisDio comandante Rozas lo hubiese asi prevenido, pues
que le había chocado tanto así el nombramiento y el
modo con que se recibió Dorrego, como la conducta que
había observado éste para conmigo, desde el momento
en que se recibió del mando.
Habiendo comido la tropa, pasamos al monte Chin-
gólo, después de haber sido yo impuesto por los hombres
que había dejado el comandante Rozas, en observación
del enemigo, de haberse movido del campo al amanecer,
una gruesa columna de caballería hacia el puente de
Barracas, y que al poco tiempo de haber regresado se
movió todo el ejército en nuestra dirección.
Caída ya la tarde, se nos habían reunido muy cer-
ca de mil hombres; v habíamos recibido también va-
rios partes de diferentes partidas de vecinos y milicianos
que hostilizaban al ejército enemigo, en todas direcciones
habían dejado los enemigos al coronel Vidal con todo
su cuerpo de negros en el pueblo de Morón. Con es-
te conocimiento concebí el proyecto de dejar burlados
por segunda vez á los Generales enemigos, y quitarles
nuestro cuerpo de ^morenos que mandaba el coronel Vi-
dal; dueño yo del cual, me consideraba seguro de acabar
con todo su ejército y salvar al pueblo que me había
encomendado su defensa sin conocerme, pues siendo yo
visto por dicho cuerpo no dudaba que lo conseguiría.
Propuse este pensamiento al general Rodríguez y él me
dejó la libertad de obrar como me pareciera.
Mandé hacer algún acopio de leña sacando postes
de algunos corrales y que se distribuyesen de modo que
pudieran ser aumentados los fogones de nuestro Cuerpo,
asi que anocheciera, pues los enemigos se habían apro-
ximado esa tarde. Cerrada va la noche, mandé encender
todos los fogones, y de^jando unas partidas de milicianos
á cargo de unos oficiales ó vecinos que me propor-
cionó el comandante Juan Manuel Rozas, para que cui-
daran de avivar los fuegos al mismo tiempo que obser-
vasen al enemigo, me puse en marcha con toda la fuerza
para el puente de Barracas, tomando el camino de la
costa.
-^ 230 —
Habiendo acabado de pasar dicho puente sin ser
apercibido por el ejército enemigo á las 11 de la noche,
dicemeel general Rodriguez: — «Bien conoce Vd. anaigo La
Madrid, que'Dorrego es un loco, y que podría embro-
marnos si salimos mal de la empresa que Vd. se propo-
ne sin haberle consultado; y para evitarlo será mejor
que yo mismo pase 'á imponerlo del propósito de Vd. y
obtener su consentimiento. Mande, pues, desmontar la
tropa mientras paso corriendo al pueblo; si él aprueba
el pensamiento de Vd. vuelvo al momento para que
marchemos, y si no lo aprueba, estaré con Vd. al ama-
necer»— «¡Pues no es Vd. el General! le dije ¿Qué necesi-
dad tiene de consultarlo?» — «No, es mejor ponernos á
cubierto de los cargos que podría hacernos», me dijo y se
marchó!
Mandé echar pié á tierra á la tropa, bastante impa-
cientado al verme asi coartado por un jefe sin resolución,
y quedé cierto de que Dorrego no consentiría que llevase
á cabo mi empresa.
Había pasado ya mas de una hora larga, cuando se
me presenta un ordenanza del general Rodriguez, con
una esquela en que me decía: — «He demorado, este aviso»
porque me encontré con que Dorrego había marchado
temprano con una columna de los cuerpos cívicos, en
busca de los cazadores, á Morón. Felizmente acababa de
regresar desde el monte de Castro: le he manifestado
su pensam-ento y se ha incomodado; previniéndome últi-
mamente que diga á Vd. que no se mueva de Barracas;
que mande Vd. al comandante Vilela, con sus Colorados
á las inmediaciones de Morón, para solo proteger la
deserción de los cazadores, pues están todos con él, y
que Vd. permanezca en Barracas con su fuerza. — Se lo
prevengo á Vd. para que asi lo disponga,— mañana nos
veremos».
Lleno de indignación al leer semejante mandato de
Dorrego, mandé montar á caballo toda la fuerza y me
puse en marcha (resuello á responder con mi vida si no
lograba mi intento) para Morón, por entre las quintas.
~ 231 --•
Al salir al camino muy cerca ya de San José de Flores,
me encontré con dos enviados negros de los soldados
pertenecientes al batallón que había quedado en el pue-
blo; los cuales regresaban de las orillas del pueblo de
Morón, sin haber podido entregar las comunicaciones con
que los había mandado el mismo gobernador Dorrego, pa-
ra algunos oficiales y sargentos del Cuerpo, invitándolos
para que se sublevasen con el Cuerpo y se pasaran á él;
de cuya relación fui instruido por los mismos conducto-
res, pues habían sido impuestos por el mismo Dorrego,
del contenido de dichas cartas. Los mandé que pasaran
á dar cuenta de su misión al Gobernador, con las cartas
y seguí adelante.
En la cruzada por entre las quintas, se me había
quedado mucha parte de la fuerza de milicias que se me
había reunido, pues fui á amanecer á la vista de Morón,
en las orillas del pueblo, con poco más de quinientos
hombres.
Inmediatamente que avistaron mi fuerza, salió el
mayor del cuerpo llamón Rodríguez con bandera de
parlamento, mandado por su coronel Vidal á saber qué
fuerza era la que se presentaba.
— «Regrese Vd. ahora raisnjo, — díjele á Rodríguez, — y
diga á su coronel que salga en el momento con su Cuer-
po, pues vengo al solo objeto de libertarlos». Vuelto el
Mayor, sale el coronel Vidal sólo á verme, con su lente
en la mano, y me dice:
— .>¿Cómo te has atrevido muchacho á venir con tan
poca fuerza?»
-No perdamos tiempo Coronel. Salga en el acto con
toda su fuerza, — le dije, pues dejo al coronel Saenz apos-
tado con 500 caballos sobre el Paso Chico en observación
del ejército enemigo, que lo dejo burlado en el Monte
Chingólo; y todos los Cuerpos cívicos los dejo escalona-
dos desde el Molino á San José de Flores (^). Se volvió
corriendo á Morón en busca del Cuerpo, pero regresa so-
bre la marcha, y me dice:
['J Todo esto era cuento para animarlo.
- 232 —
— «Queda ya dada la orden al raayor Rodríguez para
que salga con el batallón, — dame un hombre que me acom-
pañe al pueblo que quiero irme por delante».
— «Tome Vd. dos», le dije, y marchó con ellos á Bue-
nos Aires.
El Mayor demora y mandóle apurar con uno de mis
ayudantes para que saliese al instante. — Que está alis-
tando unas carretas para traer todos los útiles del ran-
cho y lo que pertenece al cuerpo,— me manda decir.
—Corra Vd. y diga á ese Mayor que todo hay de
sobra en Buenos Aires, que abandone todos los útiles y
salga cuanto antes con la tropa, — digole al ayudante
Juan Antonio Llórente. Vuelve éste de comunicar di
cha orden, y siento el toque de llamada con toda la
banda de cornetas, que manda echar el Mayor, aso-
mando ya el sol. Fué tal lo impaciencia que esto me
causó, que grité á la división: — A caballo, y dye al
teniente coronel Gerónimo Helguera, que iba también de
ayudante mió:
— «Corra Vd. y diga al mayor Rodríguez, en presen-
cia de su tropa, que calle en el acto su banda, y que si
no sale al instante con su Cuerpo, voy yo á quitárselo á
cuchilladas,» —y me puse en marcha. Helguera cumplió
la orden dándosela á voces en la plaza, en presencia del
Cuerpo que estaba formado, y en circunstancias llegó á
darla, que el Mayor hablaba precisamente á la tropa,
pues le alcanzó á percibir estas palabras (al tiempo que
llegaba):— Vamos, qué dicen, contesten ustedes.
Intimada asi mi orden v viendo á mi división en
marcha sobre el pueblo, no hubo mas remedio que cum-
plirla. Salió con todo el batallón, y puesto yo al frente
de él, proclamé á los soldados recordándoles cuánto me
habia expuesto por ellos en Sipe-Sipe, y cuan dispuesto
estaba á sacrificarme para vengar la injuria con que ha-
bían sido aprisionados. Con mil vivas fui saludado por
todo el batallón, y le mandé romper en columna por mi-
tades de compañía, para Buenos Aires, á paso redoblado
y toque de música, pues no me cuidada de que se me
apareciera el ejército montonero, puesto yo á la cabeza
de aquel Cuerpo.
Al instante que me vi dueño del cuerpo, mandé co-
rriendo á mi ayudante Pedro Rico, á decir al Goberna-
dor que iba en marcha con todo el batallón de Cazadores;
que juzgaba prudente hiciera salir los Cuerpos cívicos
más allá del Molino de viento, y rae mandara encontrar
con el cuerpo de Quinteros del coronel Saenz, pues podía
muy bien ser atacado en el camino Rico entró publi-
cando á voces por todas las calles y dándome vivas, —
que había sacado yo el batallón de Cazadores é iba en
marcha con él; asi entró, hasta el Fuerte, donde al pre-
sentarse, el Gobernador Dorrego le dijo, incomodado:
— Miente Vd., so botarate, calle la boca! — Rico afir-
mó que era cierto, y Dorrego lo despidió indignado. A
presencia de todos me repitió Rico cuanto he relaciona-
do, asi que se me incorporó.
El Gobernador salió con su Estado Mayor y el secre-
tario Marcos Balcarce; mandó apostar los Cuerpos cívicos
desde la plaza hasta el Molino de viento y despachó al
coronel Domingo Saenz á mi encuentro con solo 50 hom-
bres, pero presumo que esto último lo hizo desde San José
de Flores, porque Saenz me encontró cuando estaba yo á
seis cuadras de la calle principal de dicho pueblo. En-
trado ya á la calle principal y muy cerca de la Iglesia,
me indicó al Gobernador en un grupo que estaba parado
media cuadra adelante.
Mandé hacer alto á la columna, que descansara las
armas y pasé á saludarás. E. Este sin contestar siquiera
á mi saludo, tendió su brazo á la izquierda y me dijo:
«¡Todo el sur se está batiendo; los paisanos solos están
haciendo la guerra al enemigo! ¿Tiene Vd. el parte Bal-
caree?» dijo á su secretario. — «Sí, señor», contestó éste y
sacando un parte de viejas lo leyó en voz alta y no pu-
de menos que sonreírme al oírlo. El parte era de Pedro,
el cual decía al Gobierno que según el parte de Juan,
.\ntonio, se estaba batiendo con los enemigos.
Dijome enseguida. «Vaya Vd. y prevenga á su colum-
— 234 -
na el orden cu que hemos de hacer la entrada. Entrará
Vd. á la cabeza de los Cazadores á mi lado, tras de los
Cazadores han de seguir los Cuerpos cívicos que están
tendidos desde el molino de viento y tras de los cívicos
seguirá la caballería de Vd.
Un crecido número de comerciantes y vecinos de la
Capital me esperaban con impaciencia y apenas me se-
paré del Gobernador para ir á comunicar á mi columna
lo que me ordenaba el Gobierno, cuando corrieron á mi
dándome mil vivas y abrazarme. El Gobernador se des-
agradó de este incidente, pues, aunque me desprendí al
instante de los antedichos y pasé á mi división, no había
acabado de comunicarle el orden de la marcha cuando
fui llamado por Dorrego á renovarme la orden. - «Los Ca-
cazadores, me dijo, entrarán á la cabeza de la columna
y yo con el estado mayor á su frente, seguirán los cuer-
pos cívicos y detrás de todos los cívicos entrará Vd. á
la cabeza de sus voluntarios v demás fuerzas».
¡Lástima me inspiró este hombre por otras partes
recomendable — ¡«Será cumplida la orden de S. E.», — le dije
y me retiré, mandé que siguieran los Cazadores y quedé
yo á retaguardia con mi caballería, pero acompañado de
varios vecinos y señores del comercio.
Las calles estaban cubiertas de un inmenso gentío,
el cual era tanto que nos costaba trabajo para andar
por la marcha de flanco por el medio de la calle. Todi)s
preguntaban cual era el general La Madrid, asi que aso-
maba la cabeza de la columna de Cazadores para cono-
cerme y el Gobernador sufría mortificado estas pregun-
tas, y pasaba en silencio; pero para mayor mortificación
suya no dejaba de apercibir los prolongados vítores
con (}ue yo era saludado á la cola de la columna.
He juzgado necesaria esta minuciosa, pero verídica
relación para que el público conozca las ridiculas faltas
(¡ue han cometido algunos de nuestros mandatarios, y
con cuanta injusticia un hombre que ha hecho infinita-
mente mas que los mas de ellos, he sido y olvidado, na-
da mas que por emulación.
— 235 —
Llegados al pueblo pasé á acamparme con mi ca-
ballería á la quinta de los Borbon, sin que el Gober-
nador me hubiese pedido conocimiento alguno del modo
como había traído los Cazadores, pero al día siguiente
muy temprano nos mandó una porción de ejemplares
del boletín que había publicado, en el cual decía que
los coroneles La Madrid y Saenz habían protegido la
fuga del batallón. Todos los jefes y oficiales que se ha-
llaban conmigo se indignaban al leerlo, despedazando los
boletines. El capitán Juan Antonio Llórente que hacía
de mi ayudante, había ido al pueblo y leyendo el bole-
tín en uno de los cafés dijo públicamente que era raen-
tira cuanto decía el boletín y refirió el hecho como real-
mente fué; pero le costó una prisión el haberse expre-
sado asi.
Después de recibido el boletín y desagradado de su
conducta pasé al pueblo y al salvar una zanja que esta-
ba llena de agua pisó mal mi caballo y cayó apre-
tándome un pié: quedé bastante dolorido, y al llegar á
mi casa me metí á la cama por habérseme hinchado el pié.
Los generales López, Alvear y Carrera, habían aban-
donado en la madrugada del día anterior mi campamento
en el monte Chingólo, haciendo descargas con su infan-
tería mientras yo les quitaba los Cazadores de Morón;
pero asi que se encontraron burlados, habían retrocedi-
do sobre Morón y encontrándose sin los Cazadores, em-
prendieron su retirada.
El gobernador Dorrego, á virtud de la retirada del
enemigo, había ordenado al general Martín Rodríguez
salir con toda la fuerza en su persecución, mientras tanto
yo era visitado estando en cama por muchos comerciantes y
vecinos del pueblo, siendo uno de tantos Ambrosio Le-
zica, uno de los primeros- capitalistas de Buenos Aires,
los cuales indignados por el hecho de Dorrego, juzgando
que mi estadía en cama era un pretexto, me aconsejaban
todos me hiciera el enfermo y no saliera á campaña.
— «Hágase Vd. de rogar y no salga, que por fuerza
lo han de hacer á Vd. lo que Vd. quiera, pues lo nece-
f.
p
— 236 -
sitan y sin Vd. nadie hace nada.^Adviertase que cuando
esto me decían, era ya á consecuencia de haber venido
uno de mis ayudantes á decirme que habiendo mandado
orden el general Rodríguez para que se pusiera en mar-
cha la división que ya la alcanzaría él, habían contesta-
do todos que no marchaba ninguno si no salia yo con
ellos.
Sabiendo esto el General, como sabía también que
yo estaba con el pié medio dislocado, había repetido la
orden para que marchara en el acto la división ó ido
él mismo; el resultado fué que la división se mantuvo
fuerte en no salir si yo no me ponía á su cabeza, y la
tropa ya alborotada se disponía á marcharse para sus
casas, cuando corre á mi casa un cabo Ortuño, oriental,
ordenanza que había yo llevado de Tucumán, á decirme
el estado de la división, agregándome: — Si no vá, mi
Coronel, en el momento toda la división se vá, pues
quedan ya ensillados seis caballos; esta es, señor, la ra-
zón porque he corrido á avisarle.
En el acto mandé ensillar mi caballo y sin embargo
de las instancias que se me hacían por los concurrentes
para que no fuera, marché al momento, se apaciguó la
tropa y me puse en marcha con la fuerza. El general
Rodríguez salió también y tomó el mando. El coman-
dan feTtmfl-.^Ianuel Rozas se me incorporó con su cuer-
po de Coíora(íos^7ítiei^canzaba á 400 hombres y marchó
desde entonces siempre reunido con mis voluntarios de
las provincias, que les llamaban los Celestes porque sus
camisetas y chiripas eran de dicho color.
Se nos reunieron varios otros cuerpos de milicias y
llevábamos ya mas de 2.500 hombi-es en persecución del
gobernador López, pero conservando el mayor orden así
en las marchas como en el campamento, sin permitir
que hombre alguno se nos separase, ni causara la me-
nor molestia al vecindario, pues esto era mi principal
cuidado. Para (^ue comiera la tropa, mandaba pedir á
los hacendados solo las resos absolutamente necesarias,
pues era yo el 2^ Jefe del ejército.
é
í
/
— 237 —
Haljiamos llegado al monte del Durazno, me pare-
ce, ó estaban alli los enemigos y nosotros á su inmedia-
ción, cuando se nos aparece el gobernador Dorrego á
la cabeza de ung de los batallones cívicos, me parece
también que los Cazadores y unas piezas de artillería, y
toma el mando del ejército como Gobernador.
Llegar el Gobernador y desaparecer del ejército has-
ta la mas pequeña sombra de orden, fué una misma co-
sa. Los Cuerpos nuestros que hasta allí habían consu-
mido seis ú ocho reses, fué preciso tolerar después que
carneasen mucho mas que el duplo á excepción de mi
división, contándose en ella la del comandante Rozas
que no tomaba sino la carne precisa y con solo la dife-
rencia de haberles aumentado un par de reses ó tres pa-
ra ambas divisiones, y esto solo en fuerza del escanda-
loso número de reses que carneaban los demás Cuerpos.
Agregúese á esto que desde el día en que el Gober-
nador tomó el mando, no contábamos en las marchas con
la tercera parte del ejército; pero incluyéndose en este
número mi división de Colorados y Celestes intacta, pues
era la única de donde no se separaba un solo hombre
en la marcha, ni en los campamentos.
Lo había yo dicho al comandante Rozas, asi que lle-
gó Dorrego y estableció el desorden: — «Mi amigo, es pre-
ciso que nos esmeremos ambos en conservar siempre el
mejor orden, y no permitir que se nos separe hombre
alguno de la columna, ni del campo, pues si al enemigo
se le ocurre dar vuelta sobre nosotros, no debemos con-
tar con otra fuerza que la nuestra para resistirlo, pues
ya Vd. ve como se desgranan y desbandan los soldados
asi que Ven un avestruz, llevándose por delante al Go-
bernador y sin que les diga una palabra».
Pero no era esto solo. El día de su incorporación,
dividió el ejército en tres divisiones. La derecha, á las
órdenes del coronel Manuel Escalada y compuesta como
de 700 hombres de caballería. La izquierda, que la com-
ponían como 450 colorados, del comandante Juan Manuel
Rozas y como 340 de mis voluntarios; la mandaba yo; el
— 238 —
centro lo mandaba el general Martín Rodríguez y tendría
igual fuerza que la derecha. La reserva no recuerdo
quien la mandaba. Así que se designaron las divisiones,
pedí permiso para marchar, ya al anochecer sobre el
enemigo, que estaba, creo, en el Monte del Durazno, y
sorprenderle; no se me permitió, diciendo que marcharía-
mos con todo el ejército asi que descansara la infantería,
y no marchamos hasta el siguiente día al amanecer, y
cuando el enemigo no había marchado ya. Así que se
movió la columna y hubo aclarado, principiaron á des-
granarse los soldados de la derecha que iba á la cabeza,
y del centro, por derecha é izquierda y á escape como
si fuesen corriendo el pato (diversión que acostumbraban
nuestros paisanos del campo corriendo á toda furia) y
sin que el Gobernador que los observaba hiciera otra co-
sa que festejarlo.
Así fué que á la hora ó poco más de marcha, no iba
en la columna la tercera parte de la fuerza. Llegamos
así á la parada sin que se nos hubiesen reunido, pero
habiendo antes pedido á las divisiones un oficial con una
partida para que se adelantara con un ayudante del Go-
bernador á esperar con ias reses carneadas; de modo
que cuando llegamos encontramos reses muertas como
para triple número de fuerzas.
Al poco rato de estar ya acampados, empezaron á
caer las caravanas que se habían desprendido temprano
de la columna, pero cada soldado cargado de patos, pa-
vos, gallinas; el uno con una lengua de buey ó de vaca
á los tientos, el otro con un sobrecostillar con cuero,
aquél con una picana, etc., etc., etc. Así siguieron lle-
gando hasta las ocho de la noche.
Al siguiente día levantamos el campo y nos pusimos
en marcha quedando en el campamento carne como pa-
ra otro ejército como el nuestro, y conforme abanzá-
bamos, íbamos descubriendo por derecha é izquierda,
aquí una vaca que solóle faltaba la lengua, allí un buey
que la picana, más allá una ternera que le faltaba solo
la entrepierna, al otro lado un novillo que después de
— 239 -
muerto, le habían dado solo un tajo en el pecho, y no
estando bien gordo le abandonaron. Y no se crea que
esto es exageración, es la pura verdad; todo el mundo lo
vio, y muchos como yo se escandalizaron! Baste decir
que la campaña de Buenos Aires no había presenciado
nunca un destrozo semejante ni por los mismos santafe-
cinos que eran abonados pai'a eso de destruir al pueblo
que invadían. Si estos hechos son chocantes á todo hom-
bre sensato practicados aún contra sus propios enemigos,
con cuanta más razón me chocaría á mí viéndolos prac-
ticar entre los mismos nuestros, y atropellando hasta lo
que los mismos enemigos á quienes perseguíamos habían
respetado!!!
Llegamos á la Villa de Lujan y nos acampamos des-
pués de pasado el pueblo y el puente, seria la una de
la tarde ó poco menos; los enemigos estaban detenidos
por el rio de Areco que estaba en extremo crecido por
la abundante lluvia del día y la noche anteriores, sin
que hubiese yo podido conseguir del gobernador Borre-
go, ni que continuásemos á batirlos antes con mucho de
que se pusiera el sol, pues era corta la distancia, no
menos que me permitiera ir yo solo con mi división,
pues creía poderlo hacer.
Estábamos tendidos sobre el pasto y con los caba-
llos de la rienda, á la sombra de unos álamos, á inme-
diaciones del camino, y á retaguardia del campo, los je-
fes siguientes:
El señor gobernador Borrego, el general Rodríguez,
coronel Escalada, creo también que el coronel Pacheco,
el comandante Juan Manuel Rozas y yo; cuando pasan
por delante de nosotros, como á dos ó tres varas de
distancia, dos ó tres soldados de la escolta del señor
gobernador Dorrego, tan cargados de pavos, patos y ga-
llinas á las ancas de sus caballos, que venían cubiertos
dichos hombres hasta mas arriba de la cintura. Díceles
Dorrego al pasar (haciendo con su mano la indicación
de que eran robadas las aves) — «las habrán comprado.
^Cuánto les han costado á Vds?*
— 240 —
— «Sí, mi General, nos han costado cinco>^; — le contes-
taron, repitiendo la misma acción del Gobernador y en
el mismo tono festivo en que él les hizo la pregunta, y
pasaron.
Fué tal la impaciencia que este hecho escandaloso
me causó, que sin poder contenerme, le dije: — «Señor Go-
bernador, este es un escándalo que debería contenerse,
pues estoy cierto de que los montoneros á que vamos
persiguiendo, no hacen otro tanto!* - Lo cortó con seme-
jante dicho, y poniéndose serio, me dice: — «¡Eso está cor-
tado en el momento, todo está en que los Jefes se aten
los 'calzones!» — «¡Habrá querido decir el señor Gobernador
que nos atemos!, — le repuse. — Yo estoy cierto de ese nú-
mero, porque los tengo bien puestos, y también el co-
mandante Rozas, porque en nuestra división no se comen
aves, cuando nos son compradas ó regaladas por sus
dueños». Lo dejé frío á presencia de todos.— «Es realmente
una vergüenza», dijo el general Rodríguez y no recuerdo
que otro, y mucho más desde que van botando la carne
como lo vemos, pero no pasó de aquí sino á mayo-
res progresos el mal que yo deseaba evitar, y que lo
había evitado sin violencia desde que salí por primera
vez, y sin otro trabajo que el del consejo y la persua-
sión.
— «¡Señor Gobernador, díjele por último, aquí veni-
mos, según parece, no solo justificando á los santafeci-
nos y su jefe, sino escoltándolos para que marchen con
toda la comodidad y calma que quieran; pues el río los
ataja y nosotros nos paramos á comer pavos! Yo no he
prestado mis servicios al pueblo para descamisar á sus
hijos, sino para defenderlos, libertándolos de sus inva-
sores; si no hemos de atacarlos, yo me retiro, porque
para desacreditarme, el tiempo es largo».
— «No señor, no ha de marcharse el señor Coronel,
es preciso que nos acompañe; en cuanto se reúna el ejér-
cito marchamos» — me dijo, y montó á caballo, marchán-
dose poco satisfecho. El comandante Juan Manuel Ro-
zas, díjome entonces:
y
— 241 —
—«¡Bien haya! La carga que le ha dado, mi Gene-
ral, es la mejor que ha dado en su vida».
Adviértase que Rozas me llamaba General (') y Bo-
rrego, Coronel; ese mismo que el día de mi nombramiento,
en vista solo del entusiasmo popular á mi favor, dijo en
la barra que se^^ia el primero que tendría mucho honor
en mandar una guerrilla bajo las órdenes del general
La Madrid, Pensaba tal vez desde ese mismo instante,
y á la sombra de ese mismo entusiasmo sobreponerse
al siguiente día y anularme cuando no me sacrificara.
Marchamos al anochecer cuando ya los enemigos se
habían puesto en salvo, y continuamos en el mismo or-
den hasta el rio de Arrecifes. En este punto tuvimos
noticias de haber quedado la división de chilenos del
general Carrera, con su jefe á la cabeza, en San Pedro,
distante pocas leguas de nuestro ejército.
Como hubiese yo notado ya, que el Gobernador no
habla salido á ponerse á la cabeza del ejército con otro
objeto que evitar que batiéramos al general Alvear y
Carrera, quise comprometerle á presencia de los demás
Jefes en esa misma tarde y le propuse á presencia de to-
dos que iria con mi división á sorprender en esa noche
á dicha fuerza pues era suficiente la mía para el efecto.
El gobernador Dorrego se denegó so pretesto de que no
había necesidad de exponernos, pudiendo marchar con
todo el ejército. Dio, en efecto, la orden para que se
tomasen los caballos de reserva para marchar en esa
noche asi que. oscureciera; pero la pasamos toda ella con
\y\. No se crea que cito aqui este dicho de Rosas por alusión á lo que
él podía valer con el tiempo. Nó. Lo cito solamente y lo expreso ahora de
intento, porque pertenecía él al mal pueblo que me habla proclamado y me hubo
nombrado per su General en Jefe, por su única y legítima autoridad; y la cual
no había ordenado mi cese; pues fué este el sentido de Rosas, entonces. Y lo
cito últimamente para hacer notar que son muchos los que hoy conservan tí-
tulos que se dieron á sí mismo, ó hicieron dar por unos pocos de sus parcia-
les; y yo con mej(jr y mas legal título que todos ellos — ¡permanezco olvidado
por los hijos de ese mismo Pueblo! Y por el mismo que asi se expre-
saba!
16
— 242 —
los caballos ensillados y no nos movimos hasta el si-
guiente día y Carrera se habia marchado ya.
Llegamos por fin á San Nicolás y encontramos alli
de sorpresa á la división de Chilotes del general Carrera,
pues López con Alvear y el mismo Carrera habían pa-
sado á Pavón con el resto de la fuerza. Nos avistamos
á San Nicolás en tres columnas paralelas. El goberna-
dor Dorrego nos mandó hacer alto y tomando su escolta
y una ó dos partidas de guerrillas de la división del
coronel Escalada, adelántase á jugar guerrillando á los
enemigos que hablan salido al frente.
Mientras esto sucedía observé yo que se iban salien-
do de disparada algunos hombres del pueblo por la par-
te del norte, y para evitarlo corrí allá cqu mi columna
y desplegando al frente por la izquierda sobre el pueblo,
les cerré la salida y cargué en divisiones sobre la plaza.
Habia llegado ya á media cuadra de ésta, quitándoles un
cañón que tenían á la entrada en la plaza y puesto á
cubierto de los fuegos que me hacían desde una azotea
que estaba en la misma esquina, cuando se me presenta
á escape un edecán ó ayudante del Gobernador, inti-
mándome que no diese un paso adelante y parase donde
recibiese aquella orden hasta esperar otra nueva; que
me hacía responsable en caso que siguiese.
Tuve por precisión que obedecer; díjele al ayudan-
te:—«Ya vé Vd. la posición que ocupo, les he quitado el
cañón que tenían á mi frente á media cuadra de la
plaza, las tropas que tienen en esta azotea no pueden ya
dañarme porque estoy á los pies de ella; la plaza está
ya en mi poder, pues no tengo mas que dar un salto á
la puerta y está rendida la fuerza de esta azotea, que
es la que la defiende, así dígaselo Vd. al señor Gober-
nador» .
Regresó el ayudante corriendo á donde estaban las
dos columnas nuestras, paradas; y asi que le impuso al Go-
bernador de la posición que yo ocupaba, le vi marchar ha-
cia la plaza por el sur de ésta, con la columna de la dere-
cha y en el momento que yo conocí el objeto de mi deten-
-~ 243 -
ción, para ser él el primero que entrara cuando yo lo
tenía ya todo allanado, me precipité á la plaza y rendí
la fuerza toda que ocupaba la azotea. A ese tiempo las
fuerzas de la columna de Dorrego, desde un balcón de la
opuesta esquina, al sur de la plaza, hacían fuego á los
enemigos que se me habían ya rendido. Atravesé la pla-
za de carrera y mandé que cesaran el fuego, pues esta-
ban ya rendida la fuerza, y gritándome Dorrego:-- «¡Aquí
estoy yo, retírese Vd.» — Obedecí y regresé á bajarlos pri-
sioneros que habían ya tirado las armas.
Bajar los prisioneros y empezar el resto de nuestro
ejército á descerrajar balazos á todas las puertas y em-
pezar el mas horroroso saqueo, fué todo uno. En el
momento que lo advertí, dijele al comandante Juan Ma-
nuel Rozas: — «Vamonos fuera con toda la división v los
prisioneros, que esto no se puede sufrir. ¡El Gobernador
está presente y autoriza este acto bárbaro que no lo cotí-
sentiría yo en un pueblo enemigo! López con toda su
fuerza está inmediato y puede muy bien caer sobre el
pueblo y despedazarnos. ¡Seríamos nosotros solos los que
lo resistiríamos y quedaremos libres con nuestra división,
de esta horrible mancha!» -Y salimos con toda la fuerza
y nos mantuvimos formados en el campo á muchas cua-
dras fuera del pueblo.
Los balazos á las puertas y el mas espantoso saqueo
siguieron hasta media tarde que sería cuando entramos,
sin embargo de haberle mandado yo decir al Goberna-
dor que me mantenía formado afuera con toda mi fuer-
za, que si él me permitía entraría con toda ella á conte-
ner el desorden y hechar fuera á nuestras tropas, que
advirtiera que el enemigo podía cargarnos y despeda-
zarnos en aquel desorden.
Caída ya la tarde salió el Gobernador con los
hombres que quisieron seguirle y con todos los jefes, y
me mandó orden de retirarme al monte del Tala, que
está como poco más de media legua al sur del pueblo,
que era el lugar á que él se dirigía
Llegamos allí el comandante Rozas y yo, con toda
— 244 —
nuestra fuerza y los prisioneros, sin que uno de nuestros
soldados hubiese tomado un solo pañuelo, y era el cam-
po una tienda revuelta de efectos y bebidas de todas
clases. Hasta cerrar la noche estuvieron llegando gru-
pos de hombres cargados cada uno de inmensa cantidad
de efectos; llena la clin y colas de sus caballos, de ri-
cos encajes y cintas de todas clases, y con cuarterolas
y barriles de bebidas á la cincha de sus caballos.
Le dije al Gobernador, que era aquel el mayor es-
cándalo que habia visto en mi vida y que era preciso
recojer cuantos efectos había en el campo para devol-
verlos:— «¿Y como va Vd. á quitar á todo el ejército lo
que ha robado cuando no hay uno que haya dejado de
hacerlo?» me contestó. - «Se equivoca señor Gobernador, le
dije: — Ni en mis voluntarios ni en toda la fuerza del
comandante Rozas encontrará un hombre que haya to-
mado un pañuelo. Autorizeme el señor Gobernador y
verá si recojo cuanto han robado». — «Eso es imposible», —
fué su contestación.
Los prisioneros que yo tomé, asi como los demás
que tomaron otros, y entre todos los cuales habia un
crecido número de jefes y oficiales de Buenos Aires, de
los que estaban con el general Alvear ó se le habían
pasado; los había mandado el Gobernador al anochecer,
con el comandante Irasosqui del cuerpo del comandante
Rozas, para Buenos Aires. Al siguiente día asi que
amaneció, le dije al Gobernador: — «Yo me retiro ya del
ejército, pues no puedo por mas tiempo presenciar este
desorden. Yo no pertenesco al ejército; me presenté
solo al reclamo del pueblo y del Cabildo, para defender-
le; y no para saquear á los mismos nuestros». — «No puede
Vd. retirarse, me dijo: es preciso que nos acompañe para
marchar contra los santafecinos». — Me resistí tenazmente,
y negándose él á permitírmelo, le dije que estaba en-
fermo y que no daría un paso adelante. Conociendo él
entonces mi resolución mandó estenderme el pasaporte
y me ordenó que me encargara de la conducción de los
prisioneros que llevaba Irasosqui.
~ 245 —
"Marché al momento dejando la división de volunta-
rios y habiendo alcanzado en San Pedro á los prisione-
ros, acampados en el convento y mezclados los jefes y los
oficiales con la tropa, en un inmundo calabozo ó sótano;
mandé inmediatamente asear el refectorio, que era la
mejor pieza del convento y dispuse que pasaran á ella
al instante todos los jefes y oficiales. Se hallaban entre
los primeros el general Nicolás de Tedia, el coronel Gre-
gorio Perdriel y no recuerdo que otros.
Habían llegado hasta dicho punto, mallsimamente
tratados por el comandante Irasosqui, asi fué que al ex-
perimentar aquel instantáneo cambio de alojamiento en
el momento de mi llegada y las consideraciones que
se les dispensaron, tuvieron todos ellos un bueu rato,
pues se habían figurado que iba yo con el encargo de
hacerlos fusilar á todos, pero asi que yo lo supe pasé á
visitarlos y los tranquilicé á todos. La acción de So,n
Nicolás fué el 2 de Agosto.
Al siguiente día marché con todos ellos y con la
misma escolta, pero separados los jefes y oficiales y dis-
pensándoles toda libertad, pues les había dicho, que
seguro de que no procuraría ninguno de ellos compro-
meterme ni obligarme por dicho medio á tomar contra
todos medidas que consideraba impropias del carácter
que ellos imvestían, tenían desde aquel momento toda
la libertad para marchar como unos compañeros de ar-
mas. Me lo prometieron afirmándolo bajo su palabra y
lo cumplieron. Hicimos, pues, un viaje divertido y los
entregué en el Fuerte A disposición del Gobernador subs-
tituto el señor secretario Marcos Balcarce, quien los man-
dó presos al cuartel del Retiro.
El general Martín Rodríguez y el comandante Juan
Manuel Rozas parece que se retiraron al segundo ó ter-
cer día, por la misma causa que yo. Como era grande
el entusiasmo del gran pueblo de Buenos Aires en mi
favor, todo' el mundo empezó á pronosticar la derrota
del gobernador Dorrego, sin mas razón que la de faltar
yo del ejército. Asi fué que desde el siguiente día de
— 246 —
mí llegada ya se empezó á rugir en el pueblo que yo
volvía á campaña para reuní rme al ejército, y en este
concepto había la mejor disposición en todas las gentes
de armas llevar para acompañarme.
Suspenderemos un instante la continuación para ins-
truir á mis lectores del mas ¡interesante objeto para nii,
en toda mi vida.
Asi que llegué á Buenos Aires desde Tucumán y fui
conducido de casa de Rico por mí primo el doctor José
Miguel Díaz Velez á la suya, y presentado á su amable
familia, me había enamorado de la mayor de sus dos
hijas, Luisa Díaz Velez, y poco después, el P de sep-
tiembre, contraje matrimonio con ella.
Á los muy pocos días de mi llegada á Buenos Ai-
res con los prisioneros de San Nicolás, y de estar el
general Martín Rodríguez, llega la noticia de la derrota
del Gamonal, sufrida por el ejército del gobernador
Dorrego; y desde este momento empieza el pueblo á
decir:
— ¡He ahí confirmado nuestro pronóstico! ¡Faltó el ge-
neral La Madrid, perdimos el ejército!— todos los de armas
llevar, corren á mi casa á presentarse voluntarios para
salir á campaña al encuentro del enemigo, reforzando
nuestro ejército que venía en retirada. El delegado de
Dorrego, el señor Balcarce, á quien aquel le pedía soco-
rro, pero que no fuera yo con él, sabía este ofrecimiento
del pueblo para marchar conmigo, pero excusaba llamar-
me por las órdenes que tenía.
Yo que sabía esta prevención, y no quería comuni*
caria al pueblo ó á los hombres que se me presentaban,
les contestaba, dándoles las gracias, que nada me había
dicho el gobierno de salir á campaña, pero asi que se
me llamara yo cuidaría de avisarles; que se mantuviesen
prontos.
— 247 —
Mientras que todas las mañanas al abrirse la puer-
ta de mí casa en la calle de las Torres (hoy Rivadavia)
encontraba muchos voluntarios de á caballo y á pié que
se me venian á ofrecer, el Delegado ponía bandera de
enganche en la plaza mayor para juntar hombres ofre-
ciendo una onza de oro á los que se presentaban. Iban
muchos á la mesa, se enganchaban algunos y recibían
la onza; pero muchos preguntaban: — ¿Va el general La
Madrid con nosotros? — y contestándoles que no — No que-
remos la onza — y se retiraban. Asi pasamos unos cuantos
días no recuerdo si dos ó tres, hasta que al fin salieron
como 300 hombres, pero valiéndose del engaño de que
saldría yo con ellos y los alcanzaría en el puente de
Márquez.
Llegaron allí en efecto pero no habiendo yo apare-
cido, se volvían todos y perdió el Gobierno las 300 onzas;
mientras tanto seguían llegando á la puerta de mi casa
hombres á ofrecérseme para marchar conmigo, y los
despedía como á los anteriores.
Vuelve el Gobierno á mandar fijar nueva bandera
de enganche y logran juntar bajo el mismo engaño mas
de 400 hombres. Van á marchar creo del Hospicio ó de
sus inmediaciones que era el cuartel, de depósito. Pre-
guntan por mí los enganchados y se les proclama dicien-
do, que ya los alcanzaría. Marchan y no habiendo yo
aparecido vúelvense casi todos, y apenas llegan al pue-
blo de Areco, donde se había detenido el gobernador
Dorrego con 50 ó 60 hombres.
Entre tanto el comandante Juan Manuel Rozas, esta-
ba ya me parece, que .en Santa Catalina á pocas leguas
de Buenos Aires, con su regimiento de Colorados en
número de mas de 400 hombres; y el señor Balcarce le
había ordenado que pasara á San Antonio de Areco á
presentarse con su fuerza al señor gobernador Dorrego;
pero aquél jefe contestaba al Gobierno: que él no era
militar, que se me mandara á mi á ponerme á la cabe-
za de su fuerza y que entonces iría gustoso. Balcarce se
cansó en repetirle órdenes para que marchara y el co-
— 248 —
mandante Rozas contestaba lo mismo: «Que venga el
general La Madrid».
Desengañado al fin, de que no conseguiría volunta-
rios, ni que el comandante Rozas marcharía sin que yo
fuese, me mandó llamar el Gobierno para que marchara
á ponerme á la cabeza de los Colorados del comandante
Juan Manuel Rozas, que me pedía.
Díjele que estaba pronto á salir, pero que me pro-
metiera fijar una proclama invitando á los muchos hom-
bres voluntarios que estaban prontos á seguirme. El señor
Balcarce se excusó con que el Gobierno no tenía armas
para darles á los hombres que se presentaran, lo cual
era verdad, pues no tenía ninguna, y con que el coman-
dante Rozas que me pedi,a, tenía solo 500 hombres.
Agregué yo que era preciso no despreciar á los hombres
que voluntariamente querían seguirme, pues eran por
este hecho los que mas confianza me inspiraban; que con
respecto á las armas, yo armaría á todos los que se me
presentasen si el Gobierno me autorizaba para ofrecer
un corto premio en mi proclama por cada sable ó ter-
cerola que se me presentara. Accedió al fin el señor
Delegado, fijé mi proclama de invitación sin premio al-
guno de enganche, y ofreciendo solo una pequeña gra-
tificación por las armas que me presentaran, en varias
esquinas en los lugares mas públicos y pasé al cuartel
de la Ranchería á establecerme con el teniente Luis Leí-
va y una mesa, para anotar los hombres que se me pre-
sentaran.
En todo ese día y el siguiente, tuve como 500 hom-
bres alistados y acuartelados, y las armas necesarias
presentadas por ese heroico pueblo, y sin que le costase
al Gobierno sino muy poquísimos reales, porque fueron
muy contados los pocos infelices que me admitieron la
gratificación.
Fué en esas circunstancias, que sabiendo que el go-
bernador Dorrego se movía sobre el pueblo, se trató de
nombrar otro gobernador y se fijaron en el general
Martín Rodríguez, el cual me llamó á su casa y salien-
— 249 —
do con él á caballo por el puente de Barracas, y habiendo
caminado alguna distancia, nos encontramos con el coman-
dante Juan Manuel Rozas, que nos esperaba tendido en
el suelo y con su caballo de la rienda; nos bajamos
también y nos tendimos igualmente á su lado, y fué
entonces que supe el objeto de aquella salida. Iba el
señor Rodríguez conmigo porque así lo habla exigido el
comandante Rozas, para obtener de éste, la promesa de
que trabajaría para que la campaña diese su voto al
general Rodríguez, para Gobernador, ó para que lo die-
ran los diputados de ella en la Junta, pero bajo la con-
dición de que sería yo nombrado por Rodríguez, Coman-
dante General de campaña. Rodríguez se lo prometió á
Rozas y nos despedimos, volviendo al pueblo.
El general Rodríguez se encargó del Gobierno para
poner el pueblo en defensa, pues Borrego marchaba so-
bre él con miras siniestras según se creía y cuantos hom-
bres desertaban de su ejército se me venían á presentar
á mí. Querían quitar á dicho Jefe el mando del ejército,
por que lo temían, y no encontrando otro Jefe que pu-
diese ir á , relevarlo sino yo, por razón del prestigio que
tenía en el ejército, fui nombrado General en jefe de él,
por el señor Rodríguez, en la noche; y se me entregó el
despacho de tal para que marchara al siguiente día.
¿Pero, se le había comunicado á Dorrego por algunos
de sus adictos (tal vez de la misma oficina) el despacho
que yo había obtenido? Conocía él, que iba hacer re-
cibido con júbilo por el ejército; y este valiente Jefe
manda inmediatamente su dimisión y se marcha para la
Colonia !
La dimisión llega antes que yo hubiese salido y
dejándome con el despacho, nombra el señor Rodriguez,
rae parece que al coronel Pico, para se recibiera del
ejército.
Se me hace salir en seguida con mis 400 y mas
voluntarios á reunirme á la división del comandante Ro-
zas, y solo se me dá un peso fuerte para cada uno de
estos hombres! Recibenlo y marchan todos contentos
— 250 —
hasta los extramuros en que fué preciso pasar por ser
ya tarde (i).
Habiéndome reunido al siguiente día con el coman-
dante Rozas y sus fuerzas, permanecimos allí algunos
días en ejercicios doctrinales, y habiendo salido después
á campaña el gobernador Martin Rodriguez nos reuni-
mos al ejército y marchamos hasta San Nicolás de los
Arroyos. El comandante Juan Manuel Rozas se desagradó
bastante con el señor gobernador Rodriguez asi que supo
que me había dejado con el nombramiento de General
y ordenado que otro se recibiera del mando del ejército
luego que Borrego hizo su dimisión; y mucho más cuan-
do no realizó nunca la promesa que le habia hecho, de
nombrarme Comandante general de campaña.
En seguida se hizo la paz con los santafecinos, en la
que Rozas tuvo una principal parte, pero á costa de im-
poner á la Provincia ó á su Gobierno, una carga, pues
le ofreció á López, gobernador de Santa Fé, que le pa-
saría el Gobierno de Buenos Aires no se cuantos mil
pesos todos los meses para que gratificara á las familias
de sus soldados á trueque de que cesaran sus continuas
escursiones á la Provincia y además un crecido número
de cabezas de ganado para que las distribuyera á las
gentes pobres de aquella Provincia ó á sus soldados. —
En esta oferta apareció el comandante Rozas atribuyén-
dose el mérito de ser él, quien se comprometía á dar di-
cho ganado; pero quien lo dio en realidad, fueron los ha-
cendados de la Provincia; pues Rozas mismo, ó se encargó
de pedirles personalmente á todos ellos que lo ayuda-
ran á llenar aquel sacrificio que habia hecho en obsequio
( ^) Una onza de oro se habia dado pocos dias antes á cada lionibre, para
tjue marchara y contados fueron los que llegaron ! Amanece el siguiente día
y me encuentro que habia en el campo casi tantas mujeres como voluntarios.
Proclamé á la tropa diciendo: — ¡Soldados y no mujeres necesito para batir al
enemigo! El (pie no (juicra seguirme sin ellas, dé un paso al frente y será
despachado á su casa. La mujer que siga la columna sufrirá la vergüenza de
ir emplumada á la cárcel. Las mujeres desaparecieron y todos marcharon con-
tentos sin que me abandonara ninguno!
r
— 251 —
de la paz y de todos ellos, pues los libertaba por ese
medio de las continuas arreadas que les hadan los san-
tafecinos, ó se los pidió de oficio.
El resultado fué, que desde aquel instante ya dio él
á conocer sus pretensiones ambiciosas, pues recolectó un
crecido número de cabezas de ganado, lo condujo con los
mismos milicianos ó peones de los hacendados, y en los
caballos de estos mismos; pero se hizo pagar después
por el señor gobernador Rodríguez, presentándole una
crecida cuenta de los gastos para la conducción de di-
cho ganado. Al gobernador López le vendió la lisonja
de ser él quien habia hecho aquello en favor de su Pro-
vincia y quedó ya asegurado de la amistad de dicho
Gobernador, no descuidó de cultivarla para cuando llega-
ra el tiempo de necesitar su ayuda.
Después de celebrada la paz se hizo la expedición á
la sierra de la Ventana contra los indios paiftpas. El
gobernador Rodríguez marchó con una división por
Chascomús y el coronel Hortiguera por la laguna de la
Polvaredas con otra, en la cual fui yo con el. cuerpo de
Húsares del Orden, que había formado por orden del
señor gobernador Martín Rodríguez, y también el co-
mandante Rozas, pero ya de Coronel del cuerpo de Co-
lorados, cuyo ascenso había obtenido á consecuencia de
la revolución del 5 de octubre del año 1820 anterior,
que he dejado de relatarla inadvertidamente, y la pon-
dré en seguida de esta campaña, pues dicho ascenso fué
antes de hacerse la paz.
La fuerza que llevaba el coronel Rozas en su regi-
miento de Colorados, ascendía me parece que á 500 hom-
bres. Ambas divisiones debían reunirse en la sierra de
la Ventana, pero no lo hicieron porque el coronel Rozas
hizo que su regimiento mostrara síntomas de desconten-
to hasta el extremo de decirle al coronel Hortiguera
cuando estuvimos ya cerca de dicho punto, que no mar-
chaban adelante. Rozas aparentó el papel de arrojar su
uniforme ó chaqueta colorada, á sus soldados; diciendo
que renunciaba su mando si no obedecían á su jefe y
— 252 —
seguíaQ adelaute, pero los soldados recogiéndola, se vol-
vieron con todos sus oficiales, y tuvimos todos que re-
troceder, sin que se diese aviso al Gobernador. Fué este
el tercero de los avances de Rozas.
Estaba yo para formar el regimiento de «Húsares
del Orden», por disposición del señor gobernador Martín
Rodríguez y al efecto había puesto una bandera de en-
ganche en el cuartel de la Ranchería, para alistar á to-
dos los que voluntariamente quisieran tomar servicio en
dicho cuerpo, y precisamente empecé esta operación el
día antes de la revolución; cuando al siguiente día á eso
de la una de la tarde, mándame llamar al Fuerte el se-
ñor Gobernador, y me comunica que en esa noche debía
haber una revolución apoyada por el P y 2° tercio cí-
vico; y que el punto de reunión de dicho cuerpo y los
demás que la encabezaban, sería en el cuartel del «Fijo»
que estaba en el Retiro; dyome que era preciso me man-
tuviera con los 90 hombres provincianos que se me ha-
bían presentado voluntarios hasta aquella hora, reunidos
en mi cuartel y me , mandó entregar tercerolas y sables
para todos ellos y también una carga de municiones.
En el acto de habérmelo comunicado el Gobernador,
le propuse un medio muy sencillo de evitar dicha revo-
lución, si él me lo permitía; pero no habiendo querido
aceptarlo, tuve que marcharme á mi cuartel con las ar-
mas y las municiones. Mi plan era ir yo en aquel mis-
mo momento al cuartel del «Fijo», llevando una orden
suya para que el jefe del Cuerpo me presentase todo 61
formado, y entregase á mi disposición todos los hombres
que quisieran seguirme para pasar al Cuerpo que iba á
formar, y como yo contaba con que todos, ó á los más,
se me pasarían gustosos, pensaba mandar venir mis 90
voluntarios y quedar establecido allí mismo; donde man-
daría el Gobernador sin demora algunas piezas de arti-
llería y como aquel era el punto designado para la reu-
nión, y el jefe de dicho cuerpo era uno de los comprome-
tidos en ella, no me quedaba duda de evitarla quitando
dicho cuerpo y reforzando aquel punto.
♦i
— 253 —
Marché á mi cuartel y armé á todos mis volunta-
rios; y al cerrar la noche, pasé con ellos al cuartel de
la Merced por orden del señor Gobernador; el batallón
de «Morenos» del coronel Vidal, estaba en dicho cuartel
y también el gobernador Rodríguez, cuando yo llegué;
y sabiendo que estaban principiando á reunirse en el
cuartel ya designado, del Retiro, los cívicos de la revo-
lución, le propuse al señor Gobernador marchar yo en
el acto con dicho batallón y mis voluntarios por el bajo
y atacarlos; pero el señor Gobernador no se atrevió á
consentírmelo y me dio orden de que pasara con mis
voluntarios á la Fortaleza á tomar el mando de ella,
pues que estaba guardada por un Capitán del primer
tercio cívico, ó del que estaba en la revolución; pues te-
mía que dicho oficial pusiera en libertad á los presos
políticos que tenía; el doctor Pedro José Agrelo y el co-
ronel Manuel Pagóla.
Marché, en efecto, al Fuerte, tomé el mando é hice
que el capitán de guardia me enseñara la habitación de
los referidos presos que estaban incomunicados en dos
piezas distintas de las de arriba y cuya, subida se en-
cuentra á inmediación del cuerpo de guardia.
A pocos instantes de haberme yo posesionado del
Fuerte, y teniendo á mis 90 voluntarios formados con
sus armas en el corredor de la izquierda, siéntese el
ruido de los cañones con que entraba á la plaza, en re-
tirada, el señor Gobernador con todo el batallón de
Vidal.
Puesto en ella y acompañado además de varios ami-
gos suyos con que había quedado en el cuartel de la
Merced, hizo colocar todas las piezas en las boca calles
que entran á la plaza, según se rae informó; cuando á
poco rato entran en la Fortaleza los coroneles Irigoyen,
Arévalo y no recuerdo que otros jefes de los que acom-
pañaban al Gobernador, y me dicen:
— ¡El señor Gobernador ha abandonado la plaza y se
ha salido con el batallón y el comandante Rozas, por
los barrios del Alto!
— 254 —
¡Los cívicos acaban de tomar la plaza y nosotros
venimos á ponernos en seguridad aqui! Todo se ha per-
dido por falta de energía!
— ¡Muy lindo, caballeros!,— díjeles — ¡Le quedo muy
agradecido al señor Gobernador por haberse ido ^n si-
lencio y dejándome aquí encerrado!!!
Mandé que levantaran el rastrillo que sirve de puen-
te, y que cerraran la puerta, y seguí paseándome por
frente del cuerpo de guardia; los jefes referidos subieron
donde habían varios otros empleados. Preséntaseme en ese
momento y sin saber por donde había entrado, un enviado
por el señor Gobernador, con un papelito en que me decía:
— Compañero y amigo: Siga Vd. al conductor de este
papel, sólo ó con un ordenanza y lo conducirá con se-
guridad á donde yo me encuentro con todos los amigos.
— ¡DigaVd. al señor Gobernador que le doy las gracias
por el interés que se ha tomado por mí, pero que es ya
tarde! — y le di Ja espalda.
Era ya tarde de la noche y se acerca el capitán de
guardia y me dice: — «Señor Coronel: de parte de los se-
ñores jefes y del doctor Agrelo, que suba Vd. á tomar
un mate con ellos» — «¿Y quién ha levantado la incomu*
nicación al doctor Agrelo, dijele». — Señor, los mismos
jefes se han entrado á su cuarto y están allí reunidos to-
mando mate todos, y me mandan decirle á Vd. que lo
esperan, sin que yo haya tenido parte ni haya podido
evitarlo», fué su contestación. Este convite se lo debo á
mi mejor amigo el ser Gobernador, pensé para mí; -avise
Vd. á esos señores, que ya subo, le dije al capitán; y
habiéndose marchado, subí detrás de é! diciendo en mí
interior: — Desde que el Gobernador ha tenido la atención
de abandonarme ¿qué obligación tengo yo para con él?
Habiendo subido al cuarto de mi preso, el doctor
Agrelo, fui muy bien recibido por éste y todos los demás
jefes que se hallaban en su compañía, incluso el mismo
coronel Pagóla: y me presentaron un hermoso mate. Es
taba tomándolo cuando entró el Capitán de guardia y lla-
ma, no recuerdo si al coronel ó general Irigoyen ó coro-
— 255 —
nel Arévalo, el llamado se salió con el Capitán. Vuelve
éste poco después y llama también al otro, que sale igual-
mente. Volviéndome entonces al doctor Agrelo, le dije,
en tono de risa: — «Señor doctor, el resultado de estas lla-
madas lo adivino ya.»
— «¿Cuál le parece que será?» díjome Agrelo.
— «¡El que voy yo á ocupar el lugar de Vds!» — con-
téstele riendo. Se echaron á reir todos y me dijeron: — «no
lo espere Vd.»
En efecto, no bien acababa de pasar esto, cuando se
me presenta el Capitán de guardia, diciendo: — «Señor Co-
ronel: de parte del Exmo. Cabildo, le busca á Vd. un
edecán.»
— Ya tienen Vds. cumplido mi pronóstico, dijeles y
me salí siguiendo al Capitán.
Al bajar la escalera, encuéntrome con cien cívicos
formados con el arma al hombro á mas de la compa-
ñía de guardia, y delante de dichas fuerzas al edecán,
qué me dice:
—¡De parte del Exmo. Cabildo, que se mantenga Vd.
arrestado en el alojamiento ó cuartel del oficial de guardia!
— ¡Diga Vd. al Exmo. Cabildo, que le doy las gracias;
que esta es la recompensa que yo esperaba por los ser-
vicios que le he prestado!!! Y agregando en seguida: —
Para obedecer al Cabildo será preciso entregar las armas
de mi tropa.
— Si señor, es la orden que traigo, me repuso el
edecán.
Llamé á un ayudante y le mandé que formara los
voluntarios con sus armas y los condujera á mi presen-
cia. Estaba yo parado frente al cuarto del oficial de
guardia; vino mi ayudante de «Húsares del Orden» Luis
Leiva, con los voluntarios, les fui tomando las armas uno
por uno y acomodándolas en el cuarto y cuando hube
desarmado al último, les dije: — «¡Quedan Vds. presos jun-
to conmigo!» — Los pobres carreteros de las provincias,
tucumanos muchos de ellos, se tiraban los cabellos de
ira, y me dijeron: — ¡Nos lo hubiera avisado antes de
— 256 —
desarmarnos, mi Coronel, y nos hubiéramos visto las
caras!
Quedando asi obedecida la orden del Cabildo, el
edecán se marchó, la tropa cívica dencansó las armas
y yo entré al cuarto de bandera. En seguida y sien-
do ya la madrugada, entró el coronel mayor Hilarión
de la Quintana, con algunas fuerzas más y tomando po-
sesión del Fuerte y del gobierno, me mandó subir, me
recibió muy bien y me destinó á una pieza inmediata
á la del despacho de gobierno, pero sin guardia.
Allí permanecía metido, cuando apenas hubo asoma-
do el sol, enpezó á llenarse mi cuarto de visitas de todo
lo principal de Buenos Aires, se me hicieron por todos,
los mayores ofrecimientos y me insinuaron muchos la
determinación en que estaba el pueblo de sacarme en
esa noche, atacando si era preciso á la fortaleza, caso que
no se me diera la libertad en el día: que el interés de
la mayoría del pueblo era, para que yo saliera á reu-
nirme al señor Gobernador que estaba afuera con el
comandante Juan Manuel Rozas, y todos los amigos que
se le estaban reuniendo por instantes. Yo me opuse á
que dieran este paso de ataque, porque no conseguirían
otra cosa que comprometerse; pues que habiéndome de-
jado el señor Gobernador encerrado en el Fuerte y
abandonado cobardemente la Plaza sin avisármelo, vo
no saldría á reunírmele, que en esta virtud diesen las
gracias á mi nombre á todos los señores del pueblo,
por el interés que les merecía, como yo se los daba
á ellos también y me dejaran correr la suerte que se me
deparara; ¡ese Cabildo que tres meses antes, me había pe-
dido poco menos que por Dios lo salvara!!!
Las visitas no me abandonaron hasta muy avanzado
el día; y fueron muchos los que manifestaron el deseo
que había en sacarme, por supuesto que, con el interés
ya expresado, aun á pesar de mi resistencia. Asi fué
que apenas quedé solo y tuve la proporción de hablar
al coronel mayor Hilarión de la Quintana, le manifesté
que entre los muchos señores que me habían visitado
— 257 —
no habían faltado quienes me hicieron las proposiciones
ya expresadas; y que aunque yo me había opuesto á
ellas abierta y decididamente, temía sin embargo que lo
intentaran; y para no verme talvez sacrificado impune
é injustamente, por alguno de los soldados de la revolu-
ción, le agradecería me mandara poner una guardia á
la puerta, pues no teniendo yo porque recelar de nin-
guno de los partidos, no quería verme . espuesto á ser
atropellado.
El señor Quintana me dijo:— «No tenga Vd. cuidado
compañero, se le pondrá la guardia solo por el objeto
que Vd. la pide, yo pasaré luego á verme con el Cabildo
y los representantes del pueblo, para que lo pongan -en
libertad». — Dicho esto se marchó, vino luego la guardia
y salió él del Fuerte como á las tres de la tarde, y ha-
biendo regresado pasadas las 9 de la noche, me dijo: —
«Compañero, he podido recién verme con el Cabildo y
los representantes del pueblo; les he hecho presente cuan-
to Vd. me dijo esta mañana y mé ha ordenado que lo
mande á Vd. á su casa en libertad, seguros de que no
tomará Vd. compromiso ninguno, por consiguiente puede
retirarse ahora mismo». - «No compañero, le dije, la
plaza está llena de cívicos de los comprometidos y los más
de ellos están en agitación; no quiero exponerme á reci-
bir un insulto que ilo lo sufriría, será mejor quedarme
esta noche y por la mañana saldré'>. «Me parece bien
compañero, piensa Vd. con juicio, me dijo, pero queda
ya en libertad desde ahora y puede salir cuando gus-
te».— «Gracias compañero, me iré por la mañana, le
repuse y se despidió».
Al siguiente día ya avisada mi familia, por conducto
de mi hermano Mariano^ que había venido de Tucumán
conmigo y se hallaba á mi lado cuando me comunicó
dicha orden Quintana, salí del Fuerte para mi casa como
á las 7 de la mañana y al cruzar por el arco de la Re-
coba me echaron mil vítores los cívicos del primer
tercio, no como á Coronel sino titulándome General.
Correspondí á dichos saludos con mi sombrero y pasé.
17
— 258 —
Apenas hube llegado, cuando empezó á llenarse mi casa
de visitas de lo principal del pueblo y hasta de las mas
bajas de las clases.
Se me reiteraron las proposiciones para que saliera
á reunirme al señor gobernador Rodriguez y al coman-
dante Juan Manuel Rozas, asegurándome que este último
estaba ya haciendo reunir todo su regimiento de Colo-
rados y hasta sus peones, á las orillas ó inmediaciones
del pueblo. El señor Ambrosio Lezica uno de los prime-
ros comerciantes y capitalistas de Buenos Aires, era el
mas interesado y con quien mas relación había yo to-
mado desde mi llegada. (^) Con todos me escusé mani-
feátándoles las razones que tenia para ello.
Fué tal la concurrencia, que eran ya las dos y media
de la tarde y no nos habíamos desayunado todavía, hasta
que mi primo y padre político les dijo á los pocos ami-
gos que aun quedaban que si querían acompañarnos á
la mesa, por que el preso no se había desayunado aún.
Despidiéronse con esto tres ó cuatro amigos qué habían
quedado sin admitir el convite y pasamos á la mesa.
Habíamos empezado á comer cuando entra un edecán
del señor comandante de armas Hilarión de La Quintana,
á llamarme de su parte, al Fuerte — «¿Si será para vol-
verme á la prisión?» — díjele con sonrisa — «Diga Vd. al
señor Jefe de armas que así que acabe de comer me
tendrá á su presencia». — Marchóse el edecán y yo pro-
curé de tranquilizar á mi joven y querida esposa que se
había sobresaltado en estremo, diciéndole: — «nada tienes
que temer ni hay porque, esto no es mas que una alarma
ocasionada por las numerosas visitas que he tenido y
probablemente tendremos otra noche mas de separación,
pero creo que no pasará á más; lo que así fué en
efecto> .
(*) Después de haberse retirado,\niandó á su capellán el
ofrecerme 300 onzas de oro para que saliera á reunirme con el señor Gober-
nador. Le contesté que cuando no había salido por su amistad, no esj>crase
que lo hiciera por todo el oro del mundo,
\
\
I
\
— 259 —
Me marché en el instante que acabamos de comer,
y así que llegué ¡al P'uerte me dijo el señor Quintana
— «Compañero, el pueblo se ha alarmado por la mucha
gente que ha visto concurrir á su casa y ha pedido que
vuelva Vd. á estar detenido aquí en el Fuerte, por
que teme que Vd. vaya á reunirse con Rodríguez: tenga
pues un poco de paciencia». — cCorriente, le dije, felizmente
por las visitas no habíamos tenido tiempo de mandar
por la cama y no tendré que mandarla pedir á mi casa» —
y después de un rato de conversación pasé á mi antiguo
cuarto, mandando avisar á mi señora que no tuviera
cuidado, pues no era mas que lo que habia yo calculado.
Para esto el señor gobernador Rodríguez y el co-
mandante Juan Manuel Rozas se habían ya aproximado
á la iglesia de la Concepción y con motivo de mi nueva
prisión se indignó más, ose mismo pueblo, cuyo nombre
había invocado Quintana diciendo que pedía mi pri-
sión, y salieron con este motivo muchos mas á reunirse
al señor Gobernador.
Amanecido que fué el funesto y fatal cinco de Octu-
bre con partidas de los Colorados de Rosas cruzando
las bocacalles haciendo tiros á los de la plaza y dando vo-
ces amenazadoras, mandóme llamar el Exmo. Cabildo para
convertirme de preso, en custodia del Alcalde de I*''' voto
don Norberto Dolz y comisionado y mediador al mismo
tiempo.
Salí, pues, con mi uniforme de Húsar en compañía
del referido señor Dolz, con proposiciones, á vernos con
el señor Gobernador, á pié ambos. Las partidas de Co-
lorados, así que yo me les nombraba y mandaba reti-
rarse y suspender sus fuegos sobre la plaza, se prestaban
fácilmente á ello.
Llegados á la iglesia de la Concepción fuimos reci-
bidos por el Sr. Gobernador y como mi comisión no era
otra que la de acompañar al Sr. Dolz y servirle de sal-
vaguardia, al mismo tiempo que de mediador para con
el Sr. Gobernador á fin de que se prestara á conceder á
los revoltosos las condiciones que pedían para someterse
— 260 —
poca ó ninguna parte tomé en la discusión que tuvieron
y la cual no fué larga; pues el Sr. Gobernador creo que
le exijió al referido alcalde de primer voto el que se
entregaran á discreción.
Llegado el momento de marcharnos para la plaza y
al salir de la portería para el pretil de la Iglesia que
estaba lleno de Colorados de los de Rozas, gritan todos
éstos: — «Nosotros no permitimos que el general La Ma-
drid se marche, queremos que se quede con nosotros
porque si se vuelve lo van á volver á poner otra vez preso!
Si señor, que se quede, no queremos que vuelva, repi-
tieron todos á voces».
Viendo yo este desorden y que todos se agolpaban
sobre nosotros, díjeles:— «Mis amigos; yo agradescoel inte-
rés que Vdes. manifiestan por mí pero mi deber me
impone el volver al Cabildo con el Sr. Alcalde á dar
cuenta de la misión que se nos ha encargado y no me
quedaré de ninguna manera».
«A la fuerza no lo detendremos»^gritan todos cuan-
tos estaban mas inmediatos á nosotros y agarrando al
mismo tiempo por las espaldas al señor Alcalde de pri-
mer voto se lo metieron cargado á la portería (él todo
asustado) y diciendo á voces: — dejemos que el Sr. General
vuelva con el aviso, pero nos tomamos en rehenes con
el Alcalde — no hubo otro remedio que volverme solo entre
los vivas y algazara de la multitud de tropa que llenaba
el pretil.
Regresado yo á la plaza y habiendo impuesto al
Cabildo de lo ocurrido con el Alcalde de P' voto, se so-
brecojieron todos y me pidieron por segunda vez que
los salvara, encargándome que yo me arreglara con el
señor Gobernador y le ' propusiera el modo de someter-
se las fuerzas rebeldes, evitándole todo el mal que pu-
diera hacerles el Gobierno. El jefe del Fuerte ó Gober-
nador provisorio ó qué se yo lo que era Hilarión de la
Quintana, asi como el coronel Pagóla que estaba al
mando de las fuerzas que estaban en la plaza se con-
vinieron también en que yo formara el arreglo del modo
261 -•
que mejor rae pareciera, consultando la seguridad de
todos los comprometidos.
Vine pues á quedar convertido en plenipotenciario
por parte de los que me habian tenido preso y ya el Sr.
Gobernador se habia avanzado hasta San Francisco asi
que yo regresé de la Concepción. En consecuencia, ar-
reglé las proposiciones que me parecieron mas racionales
y propias de una guerra entre hermanos y que debía
terminar obrando generosamente el Gobierno, á fln de
ahorrar una sola gota que fuera de sangre y fueron las
siguientes— 1^ Las fuerzas del Gobierno se retirarán ala
quinta de los padres Betlermos y las de la plaza, al Re-
tiro.— 2® El Gobierno dará un indulto ó amnistía para
todos los comprometidos en el movimiento del 2 contra
su autoridad, sin que pueda causárseles el menor per-
juicio.— 3" y último— Bajo estas condiciones, las fuerzas
del movimiento así como sus Jefes y oficiales depondrán
las armas en manos del coronel de Húsares Gregorio
Araoz de La Madrid y se retirarán á sus casas.
Todos los comprometidos en el movimiento quedaron
contentos de estas condiciones y yo marché á presentár-
selas al señor gobernador Rodríguez, que lo encontré en
el pretil de San Francisco, dejando persuadidos á todos
los de la plaza, de que serían aceptadas dichas proposi-
ciones, mas asi que el señor Gobernador se impuso de
ellas y vio la facilidad con que se prestaban los del mo-
vimiento, se avanzó temeraria y torpemente á exigir la
condición que no debió jamás sin echar sobre sí ía san-
gre que se vertiera y se vertió en efecto.
La de que se entregaran á discreción en el acto, ó
serían atacados y sujetados por la fuerza y aún quiso
más: lanzarse al ataque sin que yo volviera con el aviso.
Me opuse yo á un proceder tan ilegal y bárbaro. Dí-
jele que no sería yo el que cargara con la abominable
nota de traidor, para con los que de corazón me ha-
bían confiado su destino; que me permitiera al menos
poner en su conocimiento su demanda cruel. — Vaya Vd.,
me dijo, y que contesten en el acto.
— 262 —
Partí al momento y asi que asomé á la plaza, dije
en voz alta al Jefe y oficíales que estaban en la calle
de la Defensa, y á cuantos hablan bajado ya de la
Recoba felicitándose por el arreglo — «El señor Gober-
nador se niega á admitir la razonable propuesta que
le he presentado y exige la entrega á discreción, mo-
mentánea, tomen Vdes. la resolución que les conven-
ga mientras paso á prevenírselo á los demás puntos; y
corrí por media plaza al café de Bares que era donde
estaba colocado un fuerte destacamento; antes de entrar
á la calle de la Catedral, me alcanzó el señor Félix
Alzaga también á caballo y de carrera — Apenas empe-
zaba á instruirles á los que ocupaban dicha azotea de
Bares, de la intimación del Gobernador, cuando ya se
sintió el fuego no interrumpido de una y otra parte.
El señor Rodríguez había mandado avanzar á paso
de carrera, asi que yo entré á la plaza y casi no tuvie-
ron tiempo de ocupar los altos ó azoteas de la Recoba,
los que habían bajado de ella. Yo y el señor Alzaga,
hubimos de ser sacrificados por los cívicos que ocupaban
la azotea de Bares, quienes asi que sintieron el fuego
vivísimo de la plaza, se echaron los fusiles á la cara
para disparar sobre ambos, pero el jefe y algunos oficia-
les les levantaron con la mano los fusiles y nosotros dos
corrimos á escape hacia San Juan y en la primera ó
segunda cuadra doblé á la izquierda y llamando algunas
partidas de Colorados que habían en algunas délas boca-
calles, corrí con ellas hasta la plaza por la calle del
Cabildo (hoy de la Victoria), y mandé desmontar á los
soldados milicianos bajo los corredores del Cabildo; pues
los cívicos que habían ocupado la Recova se sostenían;
pero se entregaron muy luego, asi que me vieron man-
dar desmontar la caballería, y que les hacían fuego los
míos parapetados de los arcos del Cabildo.
Mandé al momento cesar el fuego y corrí á caballo
á evitar que ofendieran á los rendidos. ¡Bastantes des-
gracias hubieron en ese día! ¡fatalísimo por cierto! Pues
no solo se vertió inmediatamente la 'sangre de tantos
- 263 ~
ciudadanos. . . sino que, el carnicero gaucho Rozas, que
fué quien aconsejó esa matanza indebida, para mirarla
de lejos, gustó desde aquel momento, el placer de opri-
mir á las clases ilustradas del pueblo; con los hombres
de la campaña; y tuvo el atrevimiento de atribuirse el
triunfo y apellidarse el «mejor defensor de las leyes»;
cuando en el hecho mismo de desechar las humanas y
conciliadoras proposiciones que hube yo presentado por
parte del pueblo, las hollaba todas.
Muchos ciudadanos de lo principal de ese gran pue-
blo y que fueron los primeros en exponerse en aquel día,
por sostener la autoridad, contribuyeron no poco á evi- ,
tar en cuanto pudieron, la efusión de sangre. Lo que si
es preciso decir es, que el orden que guardaron nues-
tras milicias en ese día, fué admirable! Pero bien cal-
culado también!! por que en el dio ó quizo dar el primer
paso para su elevación. El señor Gobernador lo conde-
coró con el empleo de Coronel del regimiento de Coló-
rddoSj que fué conocido desde entonces por el de Los
Colorados de Rozas,
Desde sus primeros años, ya Rozas empezó á desple-
gar su carácter dominador y perseverante; en sus mismos
establecimientos de campo; pero cubierto de la hipócrita
capa del respeto á la propiedad y elevándolo al mas alto
extremo, y era tan rígido en el cumplimiento de sus
mandatos, que tenía arreglado por punto general en
todos sus establecimientos de campo, que sus órdenes
debían ser irrevocablemente cumplidas, aun contra él
mismo, si las quebrantaba.
Todas sus órdenes eran bárbaras y crueles y para
que sus domésticos ó dependientes supieran hasta que
punto quería que fuesen obligatorios, empezó por hacer-
las ejecutar en sí mismo de un modo singular.
Había establecido por punto general que nadie salie-
ra al campo sin su laso á los tientos y las boleadoras
á la cintura; que todos los sábados, al retirarse del tra-
bajo, todos sus sirvientes ó peones, depositaran sus cuchi-
llos en poder del capataz de cada uno de sus establecí-
- 264 -
mientos, para evitar las desgracias que son cousiguieates
en los días festivos entre nuestros paisanos del campo
(ojalá el sistema de Rozas, se observara en todas nues-
tras ciudades, en esta parte); que nadie pudiera apartar
ganado suyo ó caballos; cuando se hubiesen interpo-
lado en las haciendas de los vecinos, sin obtener antes
su venia, ó pedir al propietario que pasara su rodeo
para apartar los animales que del suyo se habían en-
treverado, que nadie corriera avestruces en campo ajeno,
ni cazar nutrias y por consiguiente en el suyo, sin su
permiso.
Todos estos mandatos eran por de contado muy lau-
dables y merecieron la aprobación de todos los hacen-
dados, y mucho mas desde que vieron la rigidez con que
estas sus órdenes eran observadas aun contra él mismo
si no las cumplía.
Las penas por las infracciones eran — dos hora$ de
cepo del pescuezo, á todo el que se le encontrara con
cuchillo el día festivo (*) y 50 azotes á pantalón quitado
al que saliera sin su lazo al campo ó corriera avestru-
ces, etc. Pues él sufrió ambas penas, lo primero para
enseñar á todos los suyos hasta donde llevaba el cum-
plimiento de sus mandatos. En su primera falta por el
lazo, no quizo el capataz que era esclavo suyo, aplicar
á su amo los 50 azotes, sin embargo de haberse él mis-
mo desnudado, bajándose los pantalones y tendiéndose
en el campo y en presencia de todos sus peones para
que cumpliera con su deber. El criado tuvo reparo en
azotar á su amo y se resistió á cumplir en él la orden.
¡Pues le costó cien azotes bien pegados!
No contento Rozas con esto, hizo muy luego que se
olvidaba y se salió una mañana al campo con los peo-
nes sin poner su lazo á los tientos. El capataz que ya
{}) El cepo en estos países, es compuesto de dos larpos tablones como
de una cuarta de ancho y un palmo de espesor, unidos de un extremo por
una visagra y con concavidades en ambos, para asegurar del pié ó del pescue-
zo á un hombre; y con un candado por el otro extremo.
— 265 —
había probado cuanto gustaba su amo de ser obedecido,
le advirtió al instante y mandándolo apear del caballo,
quitarse los pantalones y tenderse, se los aplicó con toda*
fuerza los 50 azotes. Rozas los sufrió sin hacer un gesto
y regaló después á su capataz y criado por haber llena-
do su deber. Igual esperimento sufrió en el cepo del
pescuezo por haber salido con cuchillo bien oculto. No
se crea que esto es supuesto; me lo aseguraron sus mis-
mos dependientes, ponderándome el orden que se obser-
vaba en todos sus establecimientos de campo.
Pues á pesar de todo este rigor con que se hacia
obedecer, era él, el hacendado que mas peones tenia,
porque les pagaba bien y tenía con ellos en los ratos de
ocio, su jugarretas torpes y groseras con que los diver-
tía, y apadrinaba además á todos los facinerosos ó deser-
tores que ganaban sus estancias y nadie los sacaba de
ellas.
Este fué el modo con que Rozas empezó á formarse
una reputación, y después del suceso del 5 de octubre,
era ya en toda la campaña del Sur, muy particularmen-
te, mas obedecida una orden suya que la del mismo
Gobierno.
Era tan torpe en sus juegos, que en la campaña que
hicimos juntos á la sierra de la Ventana, yo le he visto
practicar con un capitán de mi cuerpo, casado con una
prima suya y de apellido Soler, lo siguiente y por dos
veces: íbamos en marcha y por lo regular se venía
Rozas casi siempre á mi lado; lo he visto sacar repenti-
namente su lazo, echárselo al cuello al referido capitán
su primo y correr, bajándolo por supuesto del caballo,
y arrastrándolo como media cuadra y riéndose á car-
cajadas.
¡ Yo confieso que andaba receloso de él; por estos
sus juegos torpes, todas las veces que iba á sus estable-
cimientos, ó que andábamos juntos; pero por fortuna me
respetó siempre y jamás me dio broma alguna!
266 —
CAMPAÑA CONTRA RAMÍREZ
í PRINCIPIOS DEL AÑO 1821
General en jefe el autor de estas Memorias. —Batalla <le Coreada. — Derrota de KatDÍrez y
Carrera. --Marcha de estos ala Cruz Alta á sitiar al gobernador Bust05, de
C<5rdoba. — Marcha del autor en su auxilio.— Retirada de a(|uellos— Persecu-
ción de Raitiirez v su muerte por las fuerzas del gobernador López que
inarohó de acuerdo conmigo en auxilio de Bustos.
Después de los primeros contrastes que experimen-
tamos en la guerra de nuestra independencia, empezaron
á asomar síntomas de descontento ó de celos, en algu-
nas de las Provincias contra el gobierno de Buenos Ai-
res; ó mas propiamente, habían dejádose sentir muy lue-
go, después que se nombró el Gobierno ó su primera
Junta general. Siendo los primeros que lo manifestaron el
gobierno de Montevideo, el de Entre Rios y el de Santa
Fé, siendo derivados dichos celos, ó desavenencias, con
los gobernantes de Buenos Aires. Así fué que desde los
principios, siempre estuvieron en más ó menos pugna
los expresados gobiernos y sus provincias.
Al principiar pues, el año 1821 y después de bien
sentado el gobierno del general Martín Rodríguez en Bue-
nos Aires y de hecha la paz con el gobernador Esta-
nislao López de Santa Fé, pasó el general Francisco Ra-
mírez, que gobernaba en Entre Rios, con una fuerte
división ó ejercito destinado á obrar contra del gobier-
no de Buenos Aires; y en su compañía vino también
el general José Miguel Carrera, chileno, que se había
refugiado allí con sus chilotes después del contraste
sufrido en San Nicolás de los Arroyos á mediados de!
año anterior.
El gobernador Martín Rodríguez me nombró General
de la expedición que destinó contra el dicho Ramírez, y
marché en consecuencia con mis escuadrones de Hiisa-
I
/
i
¿^/u^Áo -^«5
/
— 267 —
res, el regimiento también de «Húsares de Buenos Ai-
res», que mandaba el coronel Domingo Saenz, ambos de
línea y los de milicias que mandaban los coroneles Do-
mingo Arévalo, Fleytas, y el entonces teniente coronel
José María Vilela de «colorados de las Conchas», y lle-
vando además como 200 voluntarios de las Provincias,
que se me presentaron á la primera invitación que Íes
hice por medio de una proclama, al tiempo de mi mar-
cha, en Buenos Aires.
Mientras se me reunieron los tres expresados cuer-
pos de milicias, permanecí yo en San Nicolás de los
Arroyos unos cuantos días, disciplinando é instruyendo á
mis voluntarios en los primeros y mas necesarios movi-
mientos para un ataque, pues había salido yo antes de
que Ramírez hubiese pasado, á virtud de avisos que
tuvo el gobierno.
Reunidas todas mis fuerzas que ascenderían á 1500
hombres, me' moví sobre Coronda, por el Rosario, así
que pasó Ramirez, pero de acuerdo ya con el goberna-
dor de Santa Fé (^) Estanislao López, con el cual en
combinación, debíamos atacarle, según lo había acordado
el señor gobernador Martín Rodríguez.
Habiéndome acercado á las inmediaciones de San Lo-
renzo asi que desembarcó el general Ramirez, el coronel
Anacleto Medina, oriental, salió á recibir caballadas con
un escuadrón de las fuerzas de dicho General. En el
momento de recibir este aviso le salí yo mismo al en-
cuentro con una compañía de mis Húsares y un escua-
drón de mis voluntarios, en circunstancias que regresaba
el ya dicho coronel Medina, arreando un crecido número
de caballos y yeguada; mas éste, así que me vio, aban-
donó la caballada y se vino á mi encuentro: yo lo reci-
bí al gran galope y lo arrollé, al mismo tiempo que
(}) Este López había sido sargento al servido del gobierno de Buenos
Aires cuando la expedición del señor general Manuel Belgrano al Paraguay en
el año 1810, y por medio de una revolución contra el Gobernador de su pro-
vincia, había ocupado dicho gobierno años después.
— 268 —
había desprendido una fuerza á cerrarle su retirada, esta
operación no pudo realizarse, por razón de haberlo ad-
vertido en tiempo el coronel Medina y haber apretado
su carrera con el escuadrón á sus órdenes; pero le to-
mamos algunos prisioneros y libertamos las caballadas
que se llevaban arreando.
Noticioso yo por los prisioneros, del punto en que
estaba acampado el general Rodriguez y ya al cerrar la
noche, de que se había avanzado al frente, dirigí una
comunicación al gobernador Estanislao López, avisándole
el punto que había ocupado Ramírez y la ventaja conse-
guida sobre. el escuadrón del coronel Medina; previnién-
dole al mismo tiempo, que en esa noche á favor de una
inmensa neblina, iba yo á tomar la retaguardia del ge-
neral Ramírez por entre los bosques de la costa del Pa-
raná, interponiéndome entre este río y el ejército ene-
migo: que la señal de haber yo ocupado el punto que
deseaba y estar listo para cargar al ejército de Ramí-
rez por la espalda, se la daría yo con dos cañonazos,
para cuyo solo efecto habíalos sacado yo de San Nicolás
ó mandados traer, un cañoncito de á dos, montado so-
bre dos pequeñas ruedas macizas; que asi que yo le die-
ra dicho aviso por medio de los tiros indicados, debería
él acometer á Ramírez por su flanco izquierdo, á cuya
inmediación él se encontraba.
Marché, pues, la mayor parte de la noche, luego de
recibir la contestación del gobernador López, dejando
encendidos mis fogones y aclarado el día, había conse-
guido ya el objeto que me proponía. La niebla era muy
cargada; los enemigos me esperaban por el frente del
Oeste y yo pude acercarme hasta el tiro de cañón por
su espalda, después de aclarado el día, con el aumento
de cerca de 300 santafecinos de los del Rosario y desmo-
chados que se me habían reunido con el Comandante de
dicho Departamento .y dejando al co-
ronel Fleytas con sus 400 hombres de milicias de San
Nicolás, colocado al frente del flanco que debió ser y
fué derecho del enemigo, para que al cargarlo yo des-
— 269 —
plegara él su columna al frente y lo envolviera por la
derecha.
Colocado en dicha posición y con la certidumbre de
estar el gobernador Estanislao López próximo por mi
flanco derecho, según lo acordado en la noche anterior
y lo cual era cierto en realidad; mandé disparar los ca-
ñonazos sobre la espalda de la linea enemiga, seguidos
de un fuerte «viva á la patria» y marchando enseguida
con mi línea sobré ellos.
Fué tal la sorpresa del ejército enemigo al verme
interpuesto entre él y sus buques de transporte, y pfir el
punto que menos lo esperaba, que hubieron de confun-
dirse al cambiar su frente á retaguardia. Describiré el
orden de mi línea para que mejor se comprenda la in-
justicia con que perdí dicha batalla después de ganada,
y en la cual debió quedar prisionero todo el ejército ene-
migo y sus jefes.
Mi derecha la mandaba el coronel Arévalo, y era
compuesta de su cuerpo de milicias y un escuadrón de
mis Húsares.
La izquierda que mandaba eí coronel Saenz, la
componían sus dos escuadrones de Húsares de Buenos
Aires y los Colorados de las Conchas que mandaba el
comandante Vilela. El centro, que lo formaba la divi-
sión santafecina del comandante y mis
voluntarios los mandaba yo; mi reserva compuesta del
2^ escuadrón de mis Húsares y un escuadrón de mili-
cias que mandaba el comandante ó mayor Francisco Sa-
yos, estaba á las órdenes de este Jefe.
Al cargar al enemigo en el orden designado, se me
atrasó un tanto la división santafecina al extremo de for-
mar una curva y queriendo ya sujetar sus caballos. En
el momento que lo advertí me precipité á su frente pro-
clamándolos y mandándoles que me siguieran, y fui tan
puntualmente obedecido por mi ejemplo, que acometieron
con denuedo y rompieron la línea enemiga y se puso to-
da en fuga sin que el gobernador López apareciera. Ha-
bía ya dejado á mi espalda las carretas y bagajes del
— 270 —
cuartel general enemigo que estaban á su retaguardia é
iba yo pasando por sobre los cadáveres de los enemigos,
cuando observo que mi linea vuelve cara y corre en for-
mación hacia los bosques del Paraná.
Dicho retroceso habíalo producido la fuga de la co-
lumna del coronel Fleytas, quien en vez de desplegar sus
400 hombres á su frente y acuchillar por su izquierda
á los enemigos que yo perseguía, retrocedió hacia mi es-
palda por la costa del monte, precisamente en el momento
en que los enemigos que huían de mí, pararon sus caba-
llos al considerarse cerrados por dicha fuerza; así fue
como mi línea huyó de Fleytas, esto de los enemigos
que yo perseguía después de derrotarlos, y estos últimos
temiendo á la columna de Fleytas pararon sus caballos
tal vez para entregarse; más viendo que toda mí fuerza
ó su mayor parte había vuelto caras y corría á escape
por retaguardia, volvieron siguiéndola los dispersos ene-
migos, pero indecisamente y sin saber lo que aquello
significaba.
Yo que en él calor del combate, ya ganado, me había
adelantado con unos pocos hombres en persecución del
caudillo Ramírez que me lo había indicado uno de los
santatecinos, y lo vi parar repentinamente con sus hom-
bres dispersos y volver sobre mí; echo vista á mi línea
y la encuentro toda en fuga. Apreté la carrera á mi ca-
ballo, y mandando tocar alto con el trompa de órdenes
que llevaba á mi lado, y gritando al mismo tiempo á
mis soldados para que volvieran; pero todo fué inútil.
Corro entonces á mi reserva y mandando yo mismo al
comandante Sayos que me siga sobre el enemigo; doy
vuelta mi caballo y cargo con los pocos hombres y dos
ayudantes que me seguían, y al llegar á los enemigos
que venían por delante conteniendo sus caballos, advierto
que mi reserva se había evaporado también.
No quedándome ya otro recurso, corrí hacia los míos
que huían, gritándolos para que volvieran y tratándolos
de cobardes. ¡Qué no hay un jefe que contenga esa tro-
pa y la vuelva al enemigo!— decía yo en voz alta, — y se
— 271 —
me responde: — ¡Se conoce que el señor General no se ha
encontrado aquí jamás en derrota, pues pretende reunir
la gente que ha vuelto caras! me contestaron algunos de
los jefes y oficiales que huían á la par de los soldados,
dirigiéndose á unos esteros que hay por la costa del rio
Paraná.— Sigamos mi General que por aquí no hay ries-
go, me gritaban algunos y se tiraban á dichos esteros
zambulléndose igualmente que sus caballos.
—¡Los cobardes mueren ahogados!-- -les grité; y dan-
do vuelta mi caballo con una docena de hombres que me
seguían, les grité: — ¡Los que sean valientes que me sigan!
Y cerrando las espuelas á mi caballo embestí por el me-
dio de los enemigos, y éstos me abrieron paso mas que
de prisa y salvaron conmigo algunos hombres más que
me siguieron de los voluntarios y mis Húsares, siendo
por todos como unos 25 hombres.
Mucha parte de mi fuerza había corrido con el coro-
nel Domingo Arévalo hacia el lado que debía encontrar-
se el gobernador Estanislao López y se reunieron en efecto
como 700 hombres. Los más hablan marchado río abajo
hacia la campaña de San Nicolás; por consiguiente, yo,
que habiendo cruzado por entre los enemigos sin ser per-
seguido, observé desde su retaguardia que los míos to-
maban á carrera dicha última dirección, y que los ene-
migos se rehacían sobre el punto de donde yo había atro-
pellado; partí de carrera á contenerlos, y habiendo al-
canzado á salirles por delante en fuerza de un buen ca-
ballo que me proporcionó un sargento, pues el mío ha-
bía sido herido, logré sujetarlos como á una legua ó poco
más del campo de batalla, y mandé echar pié á tierra
para que descansaran los caballos y se serenaran un
poco los hombres; y para inspirarles mayor confianza
mandé voltear unas cuantas reses para que tomaran unos
asados, pues no habíamos carneado en el día anterior y
caminado la mayor parte de la noche.
Mientras desollaban las reses y preparaban los fo-
gones, había mandado algunos hombres á reconocer el
campo y avisar á los dispersos que encontraran, cuál era
— 272 —
el punto en que rae encontraba, y apeándome á tomar un
mate en el rancho de un paisano que estaba colocado á
retaguardia de mis fuerzas, cuando se sienten dos tiros
que habían disparado unos pocos hombres de los disper-
sos que venían á reunirse. Adviértase que cuando man-
dé desmontar toda esta fuerza que había sujetado, que
pasaba de 400 hombres, había ordenado que desenfrena-
ran los caballos y los dejasen pastear maneados y con
hombres que los vigilasen, y que nadie montara á caba-
llo sin que yo lo ordenara, é imponiendo la pena de 50
palos al soldado que montara ó se separara del cuerpo,
pues á pesar de esta orden, lo mismo fué oír los dos
tiros y descubrirse el polvo que levantaban los dispersos
que los habían disparado y venían de galope á reunirse,
cuando corrieron todos á sus caballos, montaron y echa-
ron á correr, y algunos hasta dejando sus caballos ensi-
llados.
Monté en el acto á caballo con los hombres que te-
nía á mi lado y partí de carrera en su alcance, .orde-
nando antes al mayor Miller, de mi cuerpo, que tocara a
caballo, formara toda la tropa y me esperara, mandando
reconocer el polvo que se descubría; alcancé á los solda-
dos y los volví á palos al campo, á excepción de unos
pocos que por estar bien montados lograron evadirse,
pues á pesar de haber llegado ya los dispersos y confe-
i?ado estos mismos ser ellos los que habían disparado los
dichos tiros y levantado el polvo que se había observado,
no me fué ya posible detenerme á que comieran un asa-
do los soldados, y tuve que marchar en retirada, pues á
cada instante corrían los hombres á sus caballos, v aún
se fugaban algunos. Marché pues llevando á pié á la
cabeza de la columna á todos los que se habían dispa-
rado, pero sin tener la menor noticia del gobernador
López, ni aviso alguno de los jefes que se le habían
reunido, ó que me faltaban. Pretendía en vano acam-
parme en esa noche á cuatro leguas del campo de ba-
talla para esperar la mayor reunión de mis dispersos
ó avisos del gobernador Lopoz, y tuve al fin que conti-
— 273 —
nuar caminando la mayor parte de ella por habérseme
ido más de 60 hombres, mientras me detenia y al caer
ya la noche; al amanecer me encontré con que no tenia
más que doscientos y pico de hombres de mis Húsares
y Voluntarios, y sin el conocimiento que deseaba.
Pasé parte al Gobierno del modo ignominioso con
que se había perdido la batalla después de ganada, por
causa del coronel Fleytas y por haber faltado el gober-
nador López á lo convenido en la noche anterior, y des-
paché partidas con oficiales á reunir los hombres que en-
contrasen dispersos.
El gobernador López con sus fuerzas quiso mante-
nerse á la distancia, en observación, hasta ver el resul-
tado de mi encuentro con el ejército de Ramirez: si yo le
vencía, caer él sobre los dispersos y agarrarlos/ y si era
yo vencido, caer él de refresco sobre el vencedor, que
quedarla indudablemente debilitado, como quedó en efecto,
pues tuvo más de doscientos hombres muertos y muchos
heridos y dispersos, y ser él el dueño de la victoria. Los
jefes que me acompañaban en mi ejército, creo más que
probable que solo huyeron por aquella maldita emula-
ción á la nombradla de un provinciano, que por primera
vez les mostraba cuan poco valían las fuerzas y los jefes
que los habían tenido sometidos. Emulaciones innobles y
poco propias en hombres decentes y que se llaman im-
propiamente patriotas. Mi patria ha sido y será siempre,
toda la República; mi patriotismo es puro y general
y no conozco el egoísmo. Jamás trabajé ni trabajaré
en la guerra, sino por mi patria! ¡Cuántos males hemos
sufrido y seguimos sufriendo por solo aquella causa!
El gobernador López, cayó al siguiente día ó en esa
misma tarde sobre el debilitado ejército de Ramirez y
con el poderoso auxilio de una gran parte del mío y lo
batió.
Ramirez y Carrera se dirigieron con la fuerza que
salvaron, á la Cruz Alta, perteneciente á la provincia de
Córdoba, en circunstancias de hallarse allí el Gobernador
de dicha provincia, coronel mayor Juan Bautista Bustos,
— 274 —
con una división del ejórcito auxiliar del Perú que ha-
bla sublevado en Arequito, y los sitiaron y los habrían
tomado, si no marcho yo en su auxilio sin orden del
Gobierno.
Me hallaba con las fuerzas que había reunido de
Húsares y voluntarios, me parece que en la cosía del
Carcarañá, cuando recibí aviso del coronel mayor Bus-
tos, desde la Cruz Alta, de hallarse sitiado por las fuer-
zas de los caudillos Ramírez y Carrera, solicitando mi
protección, so pretexto de que si dichos jefes lograban
apoderarse de su fuerza y por consiguiente de la pro-
vincia de Córdoba, ya tendría mi Gobierno que habérse-
las con unos enemigos poderosos.
No tenia órdenes del señor gobernador Rodriguez
para semejante operación; consultarle y pedírselas, era
entregar dichas fuerzas de Bustos y la provincia toda
de Córdoba y con ella las demás, á la influencia y el
dominio de aquellos caudillos. Me decidí, pues, á mar-
char, dando cuenta á mi Gobierno de las poderosas ra-
zones que me obligaban á dar aquel paso; me dirigí en
el acto al gobernador López solicitando su cooperación
para salvar al gobernador de Córdoba y con él á su
Provincia, remitiéndole el aviso que acababa de recibir
de Bustos-
La contestación del gobernador López, fué: — «Mis ca-
ballos están en malísimo estado; si el Gobierno de Bue-
nos Aires me manda caballos, ó con que proporcioi^ar-
los, marcharé al momento en combinación con Vd.»
Asi que recibí dicha contestación, en el mismo día
en que le hice la invitación, me puse en marcha con
solo mi fuerza, compuesta como de 500 hombres escasos,
previniéndoselo al gobernador López, diciendo -Que si
yo esperaba la contestación de mi Gobierno, perdería-
mos la fuerza del gobernador Bustos y toda su Pro-
vincia, que para evitarlo, marchaba yo solo en aquel
momento; y que la responsabilidad de los resultados, ca-
so de ser funestos, que no lo esperaba, no sería mía.
Di cuenía de todo al señor gobernador Rodriguez, y
- 275 —
marché en el acto, ya cerrada la noche. Al siguiente
día, asi que los enemigos tuvieron noticias de mi apro-
ximación, levantaron el sitio y se marcharon divididos;
el caudillo Ramirez para la Villa de los Ranchos, hacia
el norte, y el general José Miguel Carrera para Mendoza,
con sus chilotes.
Yo llegué á la Cruz Alta cerrada ya la noche; me
acampé á la costa del Rio 3°, á orillas del pueblo, y pa-
sé á éste á verme con el señor gobernador Bustos y
ofrecerle mi cooperación para perseguir á las fuerzas de
los referidos Ramirez y Carrera. Fui muy bien reci-
bido por el general y gobernador Bustos y me retiré á
mi campo. Todos los jefes y oficiales que estaban con
él y que habían pertenecido al ejército, me visitaron in-
mediatamente.
Asi que amaneció, pasé por segunda vez á visitar al
señor Bustos y repetidas mis ofertas, él las agradeció,
pero no fué una sola vez á mi campo á pagarme las va-
rias visitas que le hice. Sus oficiales me decian que te-
mia él que yo lo aprehendiera y quitara la fuerza, en
cuyo conocimiento no esperase yo que él fuese á visi-
tarme á mi campo. Todos deseaban y me lo pedian, asi
oficiales como tropa, que los llevara conmigo á Buenos
Aires, pero yo me negué abiertamente, y procuré ccn mi
confianza, desengañar al general Bustos de sus recelos.
Al siguiente día llegó el gobernador Estanislao López
con sus fuerzas, por la otra banda del rio, pero habien-
do despachado al coronel Arévalo para la campaña de
Buenos Aires, ó habiéndose este marchado sin venir á
reunírseme- Reunidos los tres: Bustos, López y yo, pro-
puso el segundo que él iria en persecución del caudillo
Ramirez con toda su fuerza, y que dándome el goberna-
dor Bustos cien infantes, marchase yo en persecución del
general Carrera. Dicha proposición nació de haberles
yo dicho cuanto importaba la pronta persecución de am-
bos Generales, pues que al general Bustos le habia yo
instado en vano desde mi llegada, para que marchara
él sobre Ramirez y yo sobre Carrera.
1
— 276 —
Dicha proposición del gobernador López fué admitida
por Bustos y habiendo éste quedado comprometido entre
ambos en darme los cien infantes para que marchara
esa misma noche en alcance del general Carrera, el go-
bernador López se marchó inmediatamente en alcance de
Ramírez. Mas asi que López se separó, el gobernador
Bustos se negó á darme los cien infantes montados, y
aún á que yo marchara sin ellos, como se lo propuse,
diciendo que era mejor que fuésemos con toda la fuerza.
Yo tuve que ceder y marchamos juntos, pero muy
lentamente No quería Bustos alcanzar á Carrera. En
esta marcha iba Bustos lleno siempre de desconfianza, y
jamás pasó á visitarme una sola vez á mi campo, sin
embargo de que todos sus oficiales siempre estaban en
el mío y casi siempre yo en el suyo.
En fin, marchamos tres ó cuatro dias juntos hasta
que al fin de ellos, rae despidió, diciendo:— «Puede Vd.
retirarse con sus fuerzas, porque no necesito ya de
ellas.»
Me puse en marcha al momento para Buenos Aires.
Pero asi que supo el general Carrera mi regreso, volvió
sobre Bustos y este se encontraba ya perdido. Se me dio
aviso del apuro y riesgo en que el general Bustos se
hallaba, por los individuos mismos de sus fuerzas, y ha-
biéndolo yo recibido á los dos dias después de mi sepa-
ración, ya cerrada la noche, contramarché dirigiendo un
oficio á Bustos en que le decía:
«Apesar de las desconfianzas infundadas por las que
V. S. rae ha despedido con mi fuerza, no puedo ser indife-
rente al peligro en que lo veo: acabo de ser informado
del regreso del general Carrera sobre las fuerzas de V.
S. y marcho en el acto en su auxilio,— y marché en
efecto.
Al siguiente día me encontró un oficial del goberna-
dor Bustos con una contestación satisfactoria v avisan-
dome el punto á que salía él á recibirme. En efecto,
asi lo hizo adelantándose con solo sus ayudantes y una
pequeña escolta.
^ 277 —
El general Carrera, retrocedió al momento que supo
mi contramarcha, y apuró sus marchas sobre Mendoza.
Yo insté al general Bustos para que aceleráramos
nuestras marchas en su alcance, pero él con pretexto de
hacer buscar caballada para su infantería del N'^ 2^ no
lo hizo asi. Yo dirigí aviso al teniente coronel Bruno
Morón á Mendoza para que saliese con fuerzas al encuen-
tro de Carrera. Salió éste, en efecto, con fuerzas suficien-
tes, pero habiendo Bustos retardado demasiado nuestras
marchas, Morón se batió solo con Carrera y fué vencido,
habiendo sido éste tomado y fusilado después de un en-
cuentro con el general Alvino Gutiérrez en la Punta del
Medaño, Con este motivo regresé yo para Buenos Aires,
de las cercanías de la Villa del Río 4^.
Yo había escrito al señor gobernador Rodríguez des-
de la Cruz Alta, avisándole el estado en que estaba toda
la tropa del gobernador Bustos y cuan grandes eran los
deseos de toda ella asi como el de sus oficiales, de pa-
sar conmigo a Buenos Aires. El señor gobernador Ro-
dríguez me hizo contestaf privadamente por 2* mano
que apresase á Bustos y lo llevase preso, quitándole toda
la fuerza, y como dicha carta la recibí antes de sepa-
rarme de Bustos, pues yo no cargaría con semejante res-
ponsabilidad por un simple encargo verbal, pues ahora
recuerdo que esta orden me la mandó verbal con el
oficial ó ayudante con quién le había dado dicha noticia.
El gobernador López había dado alcance al caudillo
Ramírez antes de llegar al fuerte del Tío, batiéndolo, en
cuyo choque murió Ramirez, por defender ó salvar á
una muger que llevaba y que había caldo en manos de
los soldados de López que le perseguían; sin este inci-
dente habríase salvado.
Me había conducido tan bien con los santafecinos en
el tiempo que estuve con ellos mientras la corta cam-
paña de Coronda y lo mismo toda mi tropa, que al pi-
sar el territorio de Santa Fé á mi regreso de la provin-
cia de Córdoba, salían los milicianos á encontrarme y
pedirme cada uno dos ó tres de mis Húsares y volunta-
-- 278 —
ríos para llevarlos á obsequiar á sus casas, pues no se
me separaba un hombre de la marcha. Yo se los con-
cedía con la condición de alcanzarme en el día, señalán-
doles en el punto de la parada; pues todos estuvieron
prontos en ella sin faltarme uno solo, en los días que
tardamos en atravesar aquel territorio. Los presentaban
los mismos soldados que los habían pedido, y bien obse-
quiados ya, y no fueron pocos, pues hubo día que lleva-
ron con licencia mas de 40 hombres. Desde entonces se
estrechó la amistad con los santafecinos.
Cuando llegué á Buenos Aires en el mes de julio,
conocí á mi primer hijo Gregorio, que me lo presentó su
madre por la ventana de la sala, al pasar, y le di un
beso, de á caballo. Había nacido el 19 de junio ante-
rior, y mi padre político, el doctor José Miguel Díaz
Velez, quiso que se le pusiera mi nombre.
Habiendo formado la división en la plaza, mandó el
gobierno que pasáramos al cuartel designado, llegué con
unos cuantos hombres de aumento que se le habían de-
sertado á Bustos y alcanzádome en el camino.
Los voluntarios fueron socorridos al siguiente día v
licenciados y algunos se quedaron á servir en el Cuerpo.
Al coronel Fleytas que lo había yo mandado preso
por la disparada con su columna flanqueadora en Co-
ronda, que nos ocasionó la pérdida después de estar
vencedores, se le formó un consejo de guerra de gente
conciliadora y fué absuelto.
Me parece que en el año 1822, fué que se dio la ley
de Reforma por el gobierno y deseando retirarme á la
vida privada, y poco satisfecho también por los celos
que había notado asi por parte del gobierno, como de
algunos de los compañeros de armas, insinué por que se
me reformara y no pude conseguirlo.
A la vuelta de la campaña á los indios, me habia
dicho el señor gobernador Martin Rodríguez que echara
el ojo á algunos de los terrenos baldíos que había yo
— 279 —
visto y se lo pidiera así que llegásemos á Buenos Aires.
Yo le había dado las gracias y protnetídole no descui-
darme asi que llegáramos, pues me habla prendado de
la Laguna de las Polvaderas al pasar por ella, pues es
una laguna bien grande, de mucha profnndidad, excelen-
te agua y abundante de pescado.
Llegados á Buenos Aires se la pedí por escrito. El
decreto fué muy gracioso. — «Si yo le doy á Vd. ese terre-
no será un motivo de celos para los demás jefes, que se
figurarán que es Vd. preferido á ellos por el Gobierno,
y para evitarlo es mejor que retire la solicitud». — Se la
dio después al coronel Arévalo.
No recuerdo al cuanto tiempo después de mi regreso
de la campaña de Córdoba, pasé á establecerme con mi
regimiento, en la Guardia del Monte. Compré alli media
cuadra de frente y una de fondo, en el centro de la
Guardia ó de su población y trabajé una casa cercando
el terreno con tapias construidas de tierra al uso de las
Provincias, y fueron las primeras que allí se vieron.
Compré también un terreno para chacra á la orilla
de la población, trabajó en él una ó dos piezas de tapial,
lo mandé zanjear, cercar de pita y sembrar. Puse al
contorno algunos miles de plantas de álamos y hasta al-
macigos de semilla de árboles que había pedido á Tucu-
mán y de los cuales alcancé á dejar varias plantas ya
crecidas cuando marché á las Provincias el año 1825.
No recuerdo el año en que repentinamente y sin yo
solicitarlo, pues cuando lo pedí se me había negado, so
me presenta á dicha guardia el aviso de la Inspección, de
haber sido reformado, y la orden para que entregara el
mando del cuerpo al coronel Domingo Arévalo. Di cum-
plimiento al momento á dicha orden y pasé después á
Buenos Aires, quedando en el cuerpo, de capitán, mi ayu-
dante de Húsares de Tucumán, Luis Leiva, que había
venido conmigo á Buenos Aires, y creo de Alférez, mi
hermano mayor Severo, que habia venido con mi madre
Andrea Araoz y dos hermanas, que las había mandado
traer de Tucumán después de mi casamiento.
— 280 —
Llegado á Buenos Aires recibí mi reforma, y aún en
ésta, lejos de favorecerme como se hizo con algunos, se
me perjudicó y solo me tocaron 17 mil y pico de pesos
en papel, creo del 6 %. Hipotequé la mitad de ellos á
José María Esteves por 2 mil pesos para poner una casa
de negocio en el Monte., á cargo de mi hermano Mariano,
por tres meses, pagándole el 2 Va % mensual. Al tiem-
po de hacer la hipoteca, quiso comprarme Jos billetes al
40 % y no quise, porque al acercarse el trimestre de los
réditos, subían de precio los fondos, pues calculaba que
cuando el vencimiento del plazo, no hubiese podido reu-
nir el dinero para pagarle, podría venderle á mejor
precio .
El resultado fué que al llegar el plazo no se pudo
reunir los dos mil pesos por haber sido muy escasas las
rentas y que los fondos en vez de subir bajaron. Asi fué
que para pagarle tuve que vendérselos á él mismo á 37 V2
% en vez de los 40 á que me los quiso pagar al dejarle
en hipoteca, no recuerdo si 9 ó 10 mil pesos.
Como yo no tenía fortuna ni podía mantener mi cre-
cida familia con solo los réditos, muy pronto tuve que
quedarme sin un peso de la reforma porque fué preciso
irla enagenando por partes. Pero otros que no estaban
en mi caso y que no necesitaban de la reforma para vi-
vir y que á más, habían sido favorecidos por localidades,
hicieron negocio. Uno de ellos fué el coronel Arévalo á
quien le tocaron noventa y tantos mil pesos de reforma:
no se hallaba en mi estado; el rédito de una tan crecida
suma, le producía lo bastante para no verse precisado á
tocarla; así fué que al muy poco tiempo habiendo subido
los fondos vendió su reforma al noventa y cuatro por
ciento y salió algo mejor que si hubiera vendido á la
par al principio, por los réditos que percibió .
Yo me hallaba en la Guardia del Monte sólo, y el
coronel Arévalo permanecía también allí con el Cuerpo
que le habían mudado de nombre llamándole de Blanden-
gues, no recuerdo si en el 1823 ó 1824, y había dispuesto
mi marcha á Buenos Aires para el siguiente día, no sé
— 281 —
de qué mes; cuando en la madrugada de él, se iutroduce
un número crecido de indios 'pampas y arrebatan las
caballadas del Cuerpo que pastaban en la parte del Sala-
do, y hacían una reunión además de haciendas vacunas
y de familias cautivas que habían sorprendido.
Estaba ya ensillando mi caballo para marcharme,
cuando se me agolpa el vecindario de la Guardia á pe-
dirme que no los desampare y que me quede á defender-
los, pues todo el vecindario se comprometía á ponerse
bajo mis órdenes y salir á defender sus haciendas y sus
familias.
Fueron tantas las instancias que se me hicieron y la
compasión que me causó al ver aquellas gentes tan afli-
gidas, y á los que habían sido mis soldados á pié y sin
saber que hacer, que monté á caballo y puesto á la ca-
beza de unos veinte y tantos vecinos que estaban presen-
tes, corrí al campo á juntar las caballadas que había
por las cercanías, y con los indios ya á la vista y jun-
tando los ganados (^).
En pocos minutos regresé á la Guardia arreando toda
cuanta caballada pude juntar y que bastaba para que
sirviese al cuerpo del coronel Arévalo. Se las metí al
corral de la misma Guardia, bajo de fosos, y salí con
cerca de 80 vecinos en alcance de los indios, mientras los
Blandengues ensillaban. A poco que nos separamos de
la Guardia hacia el nord-oeste que era la dirección que
recorrían los indios, vimos ya salir á los Blandengues
con su coronel Arévalo á la cabeza, en dirección á la
Guardia de Lobos, algo desviados de nosotros hacia el
norte. Cargué en seguida sobre la indiada que empezó
á huir arriando las haciendas.
Apuré el paso y abandonaron las haciendas (jue arria-
ban y hasta algunas cautivas, entre ellas la familia del
(') Ksta, mi aparición, salvó al ayudante entonces N. Lope/ de ser
tomado por los indios, pues habia salidc) en comisión por Arévalo para
descubrirlos, no sé si con dos ó cuatro hombres, y lo cercaron en un rancho,
I>ero se defendió bi-íarramcnte, y los indios huyeron al ver mi fuerza.
teuieute coronel Saraza, que se la llevaban de su h^^cieiida.
Nos acercábamos ya al río Salado, muy inmediatos á los
indios, con mi hermano Mariano á la cabeza, cuando
vuelven los indios sobre mí, estando ya pasando el río
algunos de ellos. Causándome estrañeza dicha vuelta,
vuelvo la vista á mi gente para mandar á acometerlos y
me encuentro que habían vuelto caras y que iban en
fuga, y era esta precisamente la causa porque los indios
habían vuelto sobre nosotros viéndonos solos.
Volvimos nuestros caballos á escape, y dando voces
de «alto» á los vecinos, pero imposible de contenerlos ó
que se detuvieran; mientras tanto ya los indios nos tira-
ban sus boleadoras y amenazaban con sus grandes chu-
zas, y á'mi hermano que me cubría la espalda, le habían
atado ya por la cintura un par de boleadoras.
Los Blandengues con Arévalo nos divisaban de lejos
y seguían al galope, no hacia nosotros para favorecernos
sino dirigiéndose al norte. Cerré espuelas entonces á mi
caballo, y alcanzando á varios de los vecinos, les dije
mil desvergüenzas, echándoles en cara que si me habían
comprometido solo para abandonarme, y pude contener-
los. Los indios así que me vieron volver con algunos
hombres, echaron á correr,
Los perseguí hasta que se echaron todos á la otra
banda del Salado, que estaba crecido, pero abandonando
las haciendas. Se me reunieron todos los milicianos, pero
Arévalo había pasado con sus Blandengues como á diez
cuadras del Salado, hacia Buenos Aires. Corrí á él y ya
se movió á mi encuentro. Dígole que pasemos en el mo-
mento en persecución de los bárbaros, y se me niega,
pretestando estar mal montado y no saber el número de
los indios que habían al otro lado. Pídele que me dé un
escuadrón para pasar con él y los vecinos, me lo niega
también, diciendo que ora mejor esperar al siguiente dia
que se habrían reunido ya más fuerzas.
- ¡Quede Vd. con Dios! — le dije, y me marché impa-
cientado para Buenos Aires, con mi hermano y un orde-
nanza que tenia.
_ • »
I
— 283 —
Se lue había olvidado decir que el día que entregué
al coronel Arévalo el cuerpo y me marché para Buenos
Aires, tuvo más de 60 desertores.
El 17 de setiembre del año 1822, nació mi segun-
do hijo á quien puse por nombre Francisco Ciríaco,
y del cual fueron sus padrinos el coronel Juan Ma-
nuel Rozas y su señora, pues habíamos cultivado una
amistad sincera desde que le conocí á mi llegada el año
1820, con motivo de los sucesos ocurridos cuando me pi-
dió el pueblo por su General, y el 4 de diciembre del
siguiente año 1823, otra hija mujer, á quien puse el nom-
bre de Bárbara, por ser el santo ó santa del día, y de
la cual fueron sus padrinos, mí antiguo compañero y
amigo, el coronel Manuel Dorrego y su señora.
A fines del año 1824, habiendo cumplido el señor
gobernador Martin Rodríguez el término de su mando y
dejando la Provincia en el mejor estado de tranquilidad
y adelanto, gracias al señor Bernardino Rivadavia que
se había encargado del Ministerio de Gobierno y Rela-
ciones Exteriores, á fines del año 1821; le sucedió en el
gobierno el general Juan Gregorio de Las Heras.
El 16 de diciembre se instaló en Buenos Aires el
Congreso General Constituyente, pero antes de haberse
instalado, había promovido el coronel Juan Manuel Ro-
zas entre los hacendados de la campaña, el elevar una
solicitud al Congreso ó sala de Representantes, pidiéndo-
me á mí por Comandante General de la campaña, sin que
yo tuviese conocimiento de semejante proyecto, y el^ en-
cargado de hacer la presentación fué el canónigo Fi-
gueredo. No faltó quien hubiese comunicado al Gobier-
no que se andaban ya recogiendo las firmas entre los
hacendados de la campaña para dicho objeto, y se le in-
timó por la policía, de orden del Gobierno, al encargado
de recogerlas, que serían soberanamente reprendidos si
tal solicitud presentaban; con este motivo desistieron de
dicho proyecto.
Como á esa fecha ya se tenía en Buenos Aires la
noticia de la victoria de Ayacucho por el general Sucre,
- 284 -
8obre el ejército español, y el Gobierno habla nombrado
á consecuencia de esta noticia, al general y gobernador
de Salta, Juan A. de Arenales, para que expedicionara con
las fuerzas de su provincia al Alto Perú, contra el gene-
ral Olañeta, que se mantenía separado del virey Laserua,
en Chuquisaca, quizo el gobierno del señor Las Heras,
que yo acompañase al general Arenales, para dicha ex-
pedición, y fui nombrado para marchar á Salta á pesar
do estar reformado, llevando en mi compañía al enton-
ces sargento mayor Ramón Rodríguez y no recuerdo si
dos oficiales mas.
El 23 de marzo me puse en marcha por la posta,
vendiendo antes la casa y chacra que tenía en la Guar-
dia del Monte, á P. Arnold, para dejar algún recurso á mi
familia y pagar una pequeña deuda.
Habiendo llegado á Salta en el mes siguiente y
encontrándome con la noticia de haberse marchado ya
hacía algunos días el Gobernador, con una división de
las tres armas, y llevando de su segundo al entonces
teniente coronel José María Paz, al mando de un bata-
llón de infantería, continué inmediatamente mi marcha
hasta Nazareno, en donde alcanzó acampada con la divi-
sión al teniente coronel José María Paz, he dicho mal,
había sido yo promovido á Coronel del batallón que
mandaba, pues el general Arenales habíase adelantado á
Potosí á verse con el general Sucre que se le había ade-
lantado y batido ya al general Olañeta.
Llegaría como á las tres de la tarde y encontré
comiendo á mi antiguo compañero y amigo Paz, que me
recibió con el mayor cariño; pero esa misma noche ata-
cóme un tabardillo furioso. Los facultativos que hablan
allí fueron de opinión que se me sangrara en el acto,
porque de lo contrario moriría.
Yo he sido y soy hasta el día, contrario á sangrar-
me y hasta ver la sangre de otro, porque me descompon-
go, por consiguiente me opuse fuertemente. Mi amigo el
coronel Paz, á quien los médicos le habían dicho (|ue si
no me sangraba moriría; viendo mi resistencia quizo
— 285 —
hacerse picar una vena en el brazo para animarme, pero
ino opuse resueltamente diciendo, que era inútil que lo
hiciera, porque no conseguiria que yo rae resolviera, y
nae empeñé en que se me diera un vomitivo que casual-
mente lo tenían en la división, pues se había ofrecido
hablar de dicha medicina, poco después de mi llegada,
con cuyo motivo lo supe.
Tuvieron al fin que ceder y continué tomando el
n[)¡smo remedio durante cuatro ó cinco días que perma-
necimos en dicho punto, pero muy malo, y en este es-
lado tuve que marchar en retirada con la división por-
que recibió el coronel Paz la orden de retroceder, del
general Arenales. Cuando llegamos al pueblo de Mojo,
empezó á ceder un poco la fiebre, pero recibí allí una
noticia que casi me costó la vida.
Desde que salí de Buenos Aires no había tenido
noticia alguna y recibí una carta de mi padre político
por medio de un comerciante que pasaba para el Perú,
en que me avisaba la muerte de mi Barbarita, que la
había dejado de 15 meses sana, y era todo mi que-
rer. Abrir la carta, no ver letra de mi señora v encon-
trarrae con aquella noticia, fué para mi una puñalada
mortal.
Me hizo sufrir mucho y en el estado sumo de debi-
lidad en que me encontraba, se afligía en extremo el
médico para serenarme; salí de Mojo á fuerza de las
instancias del facultativo, pues la división había mar-
chado demorándome yo por recibir la carta. Llegamos á
la quebrada de Sococha con mucho trabajo, cerrada ya
la noche, pero un poco aliviado: allí descansamos dos ó
tres días y continuamos después hasta Salta á cuya ca-
pital llegué ya fuera de peligro, pero muy debilitado,
creo que á principios de julio.
Mientras convalecía en Salta, recibí orden del go-
bernador de la provincia de Buenos Aires, general Las
Heras, encargado por el Congreso Nacional de los asun-
tos de guerra, para conducir el contingente que el go-
bierno pedía á la Provincia, para la guerra con el impe-
— 286 -
rio del Brasil, y marché á Tucumáti para activar el
apresto del contingente de aquella Provincia y el de
la de Catamarca, después de d<'jar prevenido al gober-
nador de Salta para que aprestara el suyo, para cuando
lo pidiera yo desde Tucumán, cá fin de llevarlos todos
reunidos.
Gobernaba en esa época en la provincia de Tucunaán,
el comandante de milicias Javier López, que se había
hecho gobernador él mismo, sublevándose contra su Go-
bernador, patrón y protector, el coronel mayor Bernabé
Araoz, primo hermano mío y fusilándolo también, así á
él, como á su hermano Pedro y varios otros jefes y
oficiales que le servían; no recuerdo si en el año ante-
rior; y el gobernador de Catamarca era el coronel
Gutiérrez.
Habiendo llegado á Tucumán y manifestándole al
gobernador López, el encargo que tenía del Presidente
de la República para conducir los contingentes de tropas
que había pedido dicho gobierno á las Provincias y que
me hallaba facultado para proveer á los gastos de su
conducción, se excusó López de darlo con mil pretextos.
Yo, que deseaba vivamente llevar de mi país natal un
brillante cuerpo de caballería con que poder lucir en
aquella guerra nacional, hice todos los esfuerzos que pu-
de para que el gobernador López se prestara á facilitar-
lo; y tanto mayor era mi interés, cuando sabia que mu-
chos jóvenes deseaban acompañarme; mas todos mis em-
peños fueron^ inútiles, pues hasta se negó á permitirme
publicar una proclama para llevar solo á los hombres
que voluntariamente quisieran seguirme, pues quería por
dicho medio libertarlo á él del compromiso de obligar
á los milicianos á marchar, designándolos él.
La Provincia estaba entre tanto muy desagradada
de él, y aun había por los montes partidas de hombres
insurreccionadas y acaudilladas por oficiales ó vecinos
de los partidarios del gobernador Araoz, su victinia, y
además de esto se conservaban en las provincias de
Santiago del Estero y de Catamarca (que de teuen-
— 287 —
cias del gobierno de Tuciimán, habianse declarado pro-
vincias independientes, para voltear al Presidente Araoz,
en unión con López) varios jefes y oficiales del partido
de Araoz que habían emigrado después de su caída,
y los cuales estaban protejidos por los gobiernos de ani
bas Provincias, por haberles López faltado á las pro-
mesas que les hizo para que los ayudara á voltear á su
bienhechor.
Para que todo el mundo conozca la clase de sen-
timientos de López y su conducta, haré una verídica
relación de cuanto le debía al gabernador Araoz.
Javier López .era un pobre joven, hijo de un pobre
vecino de Monteros, compadre creo de Bernabé Araoz, y
su ejercicio era el de hacer correr los caballos pareje-
ros, y que se acostumbran por allá dar un medio por
peso de lo que se juega en la carrera, al corredor que
gana. Este era su ejercicio, pero era un muchacho jui-
cioso.
Bernabé Araoz, que antes de ser Gobernador fué
comerciante, se lo pidió á su padre y lo trajo á su lado
á su tienda, y le enseñó á leer y á escribir.
El joven se comportó bien y Araoz lo mandó á
Buenos Aires con cartas de recomendación para su apo-
derado y amigos, y lo puso en giro.
Condújose bien el joven y siguió lomentándolo Araoz;
hasta que á consecuencia de la revoluciíni del ejército
en Arequito, siendo ya gobernador Araoz, se proclamó
Presidente de la República de Tucumán y lo nombró Co-
ronel de milicias, á su ahijado López, para que lo ayu-
dara. De este modo fué como López vino á figurar por
solo su bienhechor Araoz, y el modo con que le pagó
tantos sacrificios.
Me marché á principios de noviembre de dicho año
1825, para Catamarca, á fin de activar el apresto del
contingente de dicha Provincia, y de facilitarle á su Go-
bernador Gutiérrez los fondos que necesitara para remi^
tírmelo á Tucumán, en donde había dejado encargado á
mi tío el doctor Pedro Miguel Araoz, cura y vicario, de
— 288 —
hacer todo empeño para que López me permitiera llevar
los hombres que querían seguirme. — Puesto en Cata-
m
marca y después de haber allanado con el gobernador
Gutiérrez el mas pronto envío de su contingente, resolví
regresar al siguiente día para Tucumán; cuando por
la tarde me comunica mi primo el doctor Agustín Co-
lombres que era cura de Piedra Blanca y se hallaba allí,
que iban á marchar al siguiente día sobre López todos
los jefes del partido del finado Araoz, que se hallaban
allí auxiliados por el gobernador Gutiérrez y que igual
movimiento debían practicar los que se hallaban en la
provincia de Santiago, encabezados por mi primo her-
mano el comandante José Manuel Helguera.
Asi que me hubo informado de ésto, sacándome co-
mo de paseo para comunicármelo á mi sólo, me opuse
abiertamente, manifestándole los males y desgracias que
habrían indudablemente en nuestra provincia, ocasiona-
dos irremisiblemente por todos aquellos hombres resen-
tidos, contra cuantos pertenecían al partido de López, de
que dimanarán, le dije, las mas fatales consecuencias, por
los resentimientos y odios que van á engendrarse por
las venganzas que estos hombres van á ejecutar.
Habiéndome él replicado que no había otro remedio
que era preciso quitar aquel malvado que había enluta-
do tantas familias v llevaba la muestra de ser un tirano
feroz; le dije: — «Pues diga Vd , primo, al gobernador
Gutiérrez que suspenda la salida de esos hombres y escriba
también á Ibarra para que haga lo mismo, que yo voy
á encargarme de quitar á López, sin efusión de sangre,
y sin que se cometa ninguna tropelía, ni venganza».
— «¡Cuánto me alegro, me dijo, de que seas tú el que
nos libertes de ese malvado; Asi podrás llevar los hom-
bres que quieras y dejarnos en paz».
Regresamos en el acto á casa del gobernador Gutié-
rrez y le comunicó al instante mi pensamiento á virtud
de haberme él manifestado la marcha que iban á em-
prender los jefes emigrados.
El gobernador Gutiérrez se alegró mucho y se ofre-
/
— 289 -
ció para acompañarme con la fuerza que yo quisiera. Le
contesté que no necesitaba ninguna, que solo quería que
me proporcianara un oficial de su confianza con ocho
hombres buenos, pero que éstos habian de presentárseme
como voluntarios; que en aquella misma hora colocaría
unas proclamas en los lugares mas públicos, invitando
á los que quisieran seguirme voluntariamente para mar-
char á la guerra contra el Brasil, y que al siguiente día
temprano dispusiera fuera á ofrecérseme al lugar desig-
nado para que todo el mundo los tuviera por presenta-
dos, pues que con aquellos me eran bastantes.
Gutiérrez convino al instante: fijé ó el hizo fijar las
proclamas que hice en el acto, y al siguiente día se me
presentaron individualmente el oficial y los 8 hombres,
con cuatro ó cinco hombres mas que se ofrecieron á se-
guirme muy ajenos de mi pensamiento.
En la tarde de ese mismo día marché, creo que á
mediados de noviembre, con 13 ó 14 hombres incluso el
ordenanza que habia llevado.
Llegué al pueblo de Monteros donde estaban los
hermanos del gobernador López, que eran nativos de di-
cho pueblo, y su hermano mayor, Luis, que era el juez,
me proporcionó á pedimento mío, 14 caballos para pasar
muy de mañana el 26, y los cuales debía devolverlos de
Tucumán. Parecía que el juez como adivinando mis in-
tenciones, hubiese mandado escoger los peores animales,
sin embargo que no habia dejado traslucir nada, pues
tuve que mudar varios en el camino. Me acercaba ya
á la ciudad de Tucumán. cuando descubro al gobernador
López, que venia del pueblo á galope con una escolta de
seis hombres por detrás, y el cual asi que me vio se
hizo á la derecha del camino y siguió al trote. Yo me hice
el que no lo advertía y continué por ver si se dirigía á
mi, mas viendo que iba ya á pasarse por mi izquierda
sin hablarme, mandé parar mi partida y galopé á salu-
darlo, y encontrándolo le di la mano y saludé.
Era tal el sobresalto con que me recibió, que al to-
marle la mano lo noté temblando. No quise apresar-
lo
— 290 —
lo y me despedí, habiéndome él dicho que iba á dar
un paseo á Monteros, pues que si hubiera querido to-
marlo me bastaban los hombres de su escolta para
amarrarlo, pues eran soldados de nuestro ejército, mas
pensé, si tomo á este hombre, por sobre mi lo matan
los civícos del pueblo ó me comprometen incluso la ma-
yor parte de los vecinos agraviados por él; mejor será
que se escape.
Entré al pueblo como á la una p. m. y devolví en el
acto todos los caballos, quedándome á pié con mis 14
hombres. En el acto mandó llamar al sargento Corbe-
ra, un pardo pastero, para que viniera trayéndome mi
caballo que se lo habia dejado á cuidar en su quin-
ta, á mi tio cura, Araoz, que era muy aficionado á las
carreras y no le faltaban nunca cinco ó seis caballos
buenos, mandé pedirle que me hiciera el gusto de man-
darme todos sus caballos para escoger el que mas me
agradara, para dar un paseo esa tarde y que al instan-
te se devolvería los otros.
La casa del cura estaba á una cuadra de la mía
y yo á una y media de la plaza, pues me alojé en casa
de mi hermana Catalina, madre del valiente joven Cri-
sóstomo Alvarez, en la casa contigua á la en que se de-
claró la Independencia por el soberano Congreso.
Habia llegado ya el sargento Corbera montado y
con mi caballo de tiro, y seis más que me mandó el
Cura, con sus criados.
Hice apretar la puerta de calle y mandé ensillar
en el momento al oficial y cinco soldados, y que al-
zaran en ancas cada uno de ellos incluso Corbera á los
demás.
Listos ya todos y montados, mandé abrir la puerta
y salí á escape para la plaza, habiendo dirigido al
oficial cpn dos ginetes y los de sus ancas á casa del
secretario de Gobierno, Paz, sita en la misma plaza, y al
sargento con otros tantos á casa de mi tio el coronel
Diego Araoz, suegro del gobernador López y encargado
del gobierno por éste, para que lo prendiera sin demo-
- 291 —
ra. De modo que yo, solo con un ginete y un soldado á
sus ancas corrí á la guardia de Cabildo que era de cí-
vicos. Esta así que que me vio entrar á escape á la plaza,
grita el centinela: — «á las armas», y sin saberlo que era.
Cuando llegué á los portales del Cabildo, la guar-
dia que era de 18 á 20 hombres estaban acabando de
formar de tropel y parando mi caballo delante de ella les
dije: — «¡Mis valientes cívicos, estad conmigo!» «¡Sí mi
Coronel, que viva la patria!» — gritaron todos incluso el
centinela.— «Pues mantenerse firmes y esperar mis órde-
nes»— les dije, y corrí con solo el soldado que me acom-
pañaba con otro enancado al cuartel de morenos del 10,
que era la escolta del gobernador López, y estaba á una
cuadra de la plaza donde era la maestranza, y estaban
los cañones.
Encontré comiendo á la guardia en el zaguán del
edificio y los demás en el patio, y entrando sin detener-
me les dije, con ¡espada en mano:— ¡Cazadores venirse
conmigo á la plaza! ¡Si mi coronel! que viva nuestro
Coronel! fué el grito de todos y corriendo á sus armas
salieron todos conmigo, y sin quedar allí mas que el
cabo de guardia, el centinela y dos hombres mas que
mandé dejar, y corrí con ellos á la plaza, y mandé tocar
la campana del Cabildo con los 40 morenos armados de
la escolta de López llegaba también el teniente Bildoza,
que este era el apellido del oficial catamarqueño, y el
sargento Corbera, trayendo presos al gobernador delega-
do Diego Araoz y al secretario de López, Javier Paz, que
venían mas muertos que vivos.
«No hay que sorprenderse mi querido tío y mi pai-
sano Paz, les dije, solo siento la sorpresa noticia que
les he causado; pero no es mía la culpa, sino del gober-
nador López que ha provocado este paso». - «Ya nos ha-
cemos cargo; cuanto baque debía López dejar el Gobierno
que no le trae sino incomodidades», me contestó mi tio;
y el Secretario añadió, mas vuelto ya en sí — «¡Pero el señor
Gobernador vendrá muy pronto con fuerzas y V. S. no
debe descuidarse mucho ni considerarse tan seguro!»
— 292 —
«¡Ojalá se crean Vds. tan seguros como yo!»— le repuse
un poco airado y le vi perder el color que había empe-
zado á volverle.
Les mandé subir al Cabildo y poner incomunicados,
pero avisando á sus casas que no tuvieran por ellos el
menor recelo, pues les respondía de ellos yo mismo.
De esta manera fué ejecutado un movimiento, sin
fuerza, sin disparar un solo tiro, ni ocasionar el mas
leve insulto; y lo que es más, sin consultarlo con nadie,
ni aun con la tropa. Tal es la confianza del que pro-
cede bien y obra solo por el interés de su patria y el
de sus compatriotas. Pero faltaba 'aun para tranqui-
lizarme completamente escuchar el parecer de los Repre-
sentantes del pueblo que eran amigos, ó partidarios de
López los más, como es consiguiente.
Este movimiento fué practicado la víspera de mi
cumple-años, el 27 de noviembre del año 1825, y esta-
ban reuniéndose á gran prisa en el Cabildo al continuado
llamar de la campana, los Representantes y vecinos,
mientras yo rae mantenía formado, y á caballo ya todos
mis 14 hombres en la plaza, engrosándose los cívicos
con las armas que tenían, que eran bien pocas por cierto,
pues López había enterrado las sobrantes y también las
municiones.
Asi que recibí aviso de estar ya reunida toda la
Representación del pueblo y porción de su vecindario
principal, me desmonté y subí espada en mano hasta la
sala y haciendo en ella un profundo y respetuoso saludo
á todos les dije:
«¡Los señores Representantes de mi pueblo saben
mejor que yo cual es el estado de agitación en que se
encuentra la Provincia, por las demasías del Gobierno!
¡ Que nos hallamos empeñados en una guerra nacional y
justa! Y que habiendo este Gobierno negádose á poner
á mi disposición el contingente de tropas que le deman-
da el señor Presidente de la República, se ha negado
hasta el extremo de no permitirme siquiera llevar tan
jsolo á los hombres que voluntariamente quisieran y
— 293 —
quieren seguirme; que á mas de esto se encuentran en
las Provincias vecinas, muchos jefes expatríados y per-
seguidos por el gobernador López, los cuales contan-
do con el apoyo de dichos gobiernos iban ya á caer
sobre la Provincia y ejecutar como era de esperarse, los
males que yo dejo al alcance de los Representantes y
del mismo pueblo en calcularlos!!!
Sabedor de esta noticia señores, en los momentos de
mi salida de Catamarca, me he decidido á dar sólo
el paso que acabo de dar, por solo salvar á mi cuenta
y á ese mismo Gobernador contra quien todos se dirigían!
Porque me he creído obligado á llenar por mi mismo
%este deber que lo creo sagrado, aun exponiendo mi re-
putación y mi vida. Mi interés no es otro que este, se-
ñores y el de marcharme enseguida á cumplir las órdenes
que tengo del Gobierno Supremo para defender los dere-
chos y el honor de nuestra patria. — Los señores Repre-
sentantes y el pueblo que está reunido á su lado, deli-
berarán francamente lo que consideren de justicia, muy
ciertos de que seré el primero en obedecer su mandato,
aunque sea contra mi mismo, y para lo cual bajo á es-
perarlo á la plaza»..
Dicho esto, hice un respetuoso saludo con la cabeza y
con mi espada, y me salí, dirigiéndome á esperar la reso-
lución á caballo. Permanecí montado y en silencio lar-
go rato á presencia de un inmenso concurso del pueblo.
Los Representantes, según fui informado después, pesa-
ron las razones que yo les había expuesto, y encontrán-
dolas justas, pues todo el pueblo las conocía, acordaron
el cese de López y nombrar un gobernante provisorio,
y eligieron al doctor Manuel Berdia, cirujano del ejérci-
to auxiliar del Perú, que estaba casado y avecindado en
Tucumán. Habiéndose este negado á encargarse del Go-
bierno, fué nombrado el ciudadano José Manuel Silva,
que se negó también. Viendo entonces que todos rehu-
saban y que las circunstancias eran urgentes, resolvieron
todos de acuerdo que me encargara yo del gobierno pro-
visorio mientras se pacificaba la Provincia, y me man-
— 294 —
daron comunicar el nombramiento por medio de una co-
misión y que me presentara á prestar el correspondiente
juramento. Bajé de mi caballo envainando mi espada,
subí con los comisionados y presté el juramento por so-
lo el tiempo que se necesitara para alojar las alarmas,
pues mi objeto no era otro que el de volver con los con-
tingentes á la guerra contra el Imperio del Brasil.
Prestado el juramento, exiji de la Sala que se inti-
mara el cese á López, mandándole abstenerse de contra-
riar su resolución, y avisándole mi nombramiento pro-
visorio. La Sala lo acordó en el acto y mandó un co-
misionado al instante para que entregara á López su
acuerdo por escrito, y yo bajé entre los mas placenteros
vítores de todo el pueblo á tomar mis medidas de se-
guridad.
Mandé en el acto á mi primo hermano el coronel
de milicias José Ignacio Helguero á su hacienda de la
Ramada, distante seis leguas, con orden de traer en esa
misma noche todos los milicianos de ese punto que pu-
pudiese reunir y trasmitiendo á Burruyaco al norte ó ñor
oeste el acuerdo de la Sala. Mandé también al coman-
dante N. Villafañe á la Yerba Buena que dista una le-
gua y media, para que trajera al instante los hombres
que encontrara en sus casas, montados, y procurara ar-
mar los cívicos y salí á situarme al campo, á la parte
de la capilla del Señor de la Paciencia, hacia el oeste y
á pocas cuadras del pueblo.
Villafañe estuvo muy pronto de regreso con mas de
50 milicianos antes de cerrar la oración, y el coronel
Helguero se me reunió pasadas las 10 de la noche, con
cerca de cien hombres.
Al amanecer el 28, tuve yo aviso de que López ve-
nía sobre el pueblo con mas de 700 hombres. Salí á es-
perarle al frente de la Cindadela, con cien cívicos, des-
armados los mas de ellos, los 40 morenos de la escolta de
López y como 160 milicianos, que ordené del modo si-
guiente:
Los 14 hombres que había traído de Catamarca con
— 295 —
el oficial Bildoza, los aumenté á 25 con algunos soldados
que escogi de entre los milicianos y que habían perte-
necido á mi regimiento de Húsares de Tucumán, y los
coloqué á la derecha para obrar yo con ellos. Desarmé
á los 40 morenos y pasé sus fusiles á los cívicos, que
coloqué al centro, bajo la dirección de sus oficiales, man-
dados por el comandante José Ignacio Bringas, y á mi
izquierda coloqué al coronel Helguero con todos los res-
tantes que eran de caballería y que no pasaban de 140.
Colocados en dicha posición, aparece López por el
camino del Rincón, con su gran línea formada y avan-
zando sobre raí. En el acto salió el doctor Agustín Mo-
lina, que era representante de la Junta, con una nota
de ésta para López, intimándole su retiro, y cuyo pase
lo firmé yo de á caballo en circunstancias que habían
disparado ya unos cuantos tiros algunos de los hombres
de López que venían adelantados por el frente. El señor
Molina partió de galope y con un pañuelo blanco en la
mano haciendo señas, y yo me dirigí al frente de mis
cívicos, y les dije:
— «¡Ninguno dispare un solo tiro contra mis pai-
sanos, que no quiero ofenderles. Solamente después de
provocados por ellos, que no lo espero, sabré defender-
me! ¡Coronel Helguero, le grité, manténgase Vd. al frente
de toda esta fuerza sin permitir que dispare un solo ti-
ro, pues voy solo con estos 25 hombres á recibir á Ló-
pez! Si Vd. ve que él me acomete, que no se atreverá,
defiéndame Vd. entonces!»
Dicho esto y habiendo observado que López asi que
recibió la comunicación del representante doctor Molina,
lo mandó á su espalda y se dirigió hacia mi derecha, á
la cabeza de mas de 300 hombres, á galope y continuan-
do el resto de su fuerza al mismo aire sobre la mía,
le salí al encuentro de galope con mis 25 hombres en
circunstancias que me volteaban á mi lado á un orde-
nanza, de un balazo. Mis pocos hombres empiezan á
oblicuar sus caballos, á la derecha; adviértelo yo y pre-
cipitóme sobre López que venia al frente de los suyos,
— 296 —
díciéndole: — «Ah! ¡grandísimo tunante que tienes la osadía
de venir sobre mí! ¡Yo te haré conocer ahora quien es La
Madrid!» Y cerrando las espuelas á mi soberbio caba-
llo, me dirigí á él.
Oir ese miserable mi voz, conocerme y dar vuelta,
todo fué uno.
Sus soldados asi que rae notaron dirigiéndome á
López, dieron vuelta todos y echaron á correr. Partien-
do entonces por entre medio de todos ellos, en perse-
cución de López, sin ayudarme de ninguna manera de
sus soldados que dejaba atrás, porque no los juzgaba ca-
paces de hacer armas contra mí, llevaba á López ra-
yándolo con mi espada por las espaldas; pero el tunante
que era mejor ginete que yo, me ganaba un gran terre-
no en cada vizcachera que encontrábamos, pues las sal-
vaba tendido sobre el pescuezo de su caballo, cuando
yo tenía que abrir el mío para salvarla.
Advierto en esto que el coronel Helguero se había
lanzado acuchillando á los que huían par mi izquierda,
y mando tocar «alto» y reunirse, con el corneta que lleva-
ba á mi lado. Reunido en el campo de los Aguirres con
mi fuerza, escribo el parte al gobierno de Buenos Aires
instruyéndole de todo lo ocurrido, y de las razones que
me habían impulsado á dar aquel paso; asegurándole al
mismo tiempo que no dudase el Gobierno por un mo-
mento de que yo marcharía en el acto con un lucido
contingente de mi Provincia, á sacrificarme por defender
los derechos y la gloria de mi país. Era el doctor Ma-
nuel José García el Ministro del gobierno de Buenos
Aires.
Despachado el propio con dicha comunicación, hablé
á mi tropa previniéndole el orden y el mas completo ol-
vido de todos sus agravios para con los vencidos ó par-
tidarios de López; entré á la plaza guardando un silen-
cio sepulcral, y todo conmovido, por algunas víctimas
que había visto sacrificadas. ¡Créanmelo si quieren! Mu-
chos de los ciudadanos que nos vieron entrar de aque-
lla manera, juzgaron que estábamos vencidos.
— 297 —
Puesto en la plaza, manifesté á todo el pueblo y mí
tropa, cuan grande era mi pesar por las. víctimas sa-
crificadas. Ríceles ver cual era la marcha que deseaba
establecer, para acabar con las prevenciones y bandidos,
y marchar solo al objeto del adelanto, unión y progreso
de nuestro país; pero á pesar de que Tucumán había si-
do siempre el pueblo mas afecto al gobierno de Buenos
Aires y á la unidad, no faltaban ya sus desconfianzas
entre los pocos partidarios de López; porque tanto este
como los demás caciques, los tenían ya y muy fuertes,
contra el gobierno de aquella Provincia y los porteños en
general, pues decían que aspiraban á dominar á los pue-
blos por medio del gobierno de Unidad. En una palabra,
aspiraban ya todos esos caciques á la federación á su mo-
do; esto es, á ser cada uno absoluto en su Provincia, y
armarse todos contra la de Buenos Aires y su Gobierno.
Esta pretensión ha sido común en los más de los
pueblos, desde mucho antes del año 1820, en razón decían,
de la preferencia que se daba á los hijos de Buenos Ai-
res, sobre las Provincias, por los Gobiernos y los Ge-
nerales.
Estando, pues, en la plaza, recibí aviso de un oficial
de la banda del río, que acababa de llegar López con
solo seis hombres y con los caballos cansados, á la es-
tancia de Simón García, distante una legua ó poco más
del pueblo y preguntándome si reunía gente para ir
tomarlo; de los mismos que estaban formando en la pla-
za se ofrecieron varios para hacerlo y no quise.
Dirigióse por fin á Salta, y poco después á Buenos
Aires, atravesando de incógnito por el territorio de San-
tiago por la parte del Salado, y yo me contrage á orga-
nizar la Provincia y todos los cuerpos de milicias; no
menos que á reunir hombres para el contingente, pues
había dado cuenta 'á los demás Gobernadores de las pro-
vincias, de mi nombramiento provisorio, y de las causas
que me habían obligado á aceptarlo; pero previniéndoles
que así que estuvieran prontos los contingentes marcha-
ría con ellos.
^ 298 -
Los gobernadores Ibarra y Bustos, y aun el coman-
dante general de los Llanos, Quiroga, (O no habían de-
jado de alarmarse por mi colocación en el gobierno,
pues calcularon al principio que podria ser ordenado por
el gobierno de Buenos Aires, pero se desengañaron muy
pronto cuando recibieron la circular, de dicho Gobierno
para atacarme. Pero apenas tuvieron dicha circular
desaparecieron sus recelos y se dirigieron á mi invitán-
dome á que debíamos estar prevenidos todos los gober-
nantes de las Provincias para resistir los avances del
gobierno de Buenos Aires, pues quería comprometer á
las Provincias en una guerra exterior, y arrancarles con
este pretexto á muchos de sus hijos, para embarcarlos
para la Banda Oriental.
Es preciso advertir que había una formal diposición
á mandar los contingentes, en las provincias de Santiago
Córdoba y la Rioja, como lo habia habido en Tucumán
por parte de López.
Yo me habia ofendido altamente por esta circular
que expidió el gobierno del señor Las He ras, contra mí,
después de la franca exposición que le habia hecho el
mismo día del encuentro con López, de las poderosas
razones que me habían impulsado á dar el paso de se-
pararlo del gobierno, solo por salvar á mi pueblo de los
inmensos males que iba á esperimentar por causa solo
de López; y para llenar mis deseos, como los del go-
bierno, de llevar un lucido contigente de mis paisanos
y sacrificarme con él combatiendo por la libertad y los
derechos de mi patria.
Mas sin embargo de todo esto, no podia yo nunca
prestarme á las anárquicas miras de Quiroga, Bustos é
Ibarra; pero como había perdido la confianza del gobier-
no de Buenos Aires, no podia abiertamente rechazar-
los, porque en tal caso prevalidos de la orden que tenían
me harían pedazos, por no estar mi pueblo preparado, ni
(*» Este era su tilulo ó el que él se habia dado, pues el de General lo
tomó después de su casual triunfo en el Tala,
r
— 299 —
uniformada en su opinión. Virae, pues, precisado A estre-
charlos con falsas promesas, mientras uniformaba la opi-
nión, preparaba á mi pueblo, y obtenía la confianza del
gobierno del señor Las Horas.
Volví á escribir al gobierno de Buenos Aires, con
este motivo y según recuerdo fué ya al señor Ministro
de la Presidencia el Dr. Julián Segundo de Agüero,
pues había sido ya nombrado Presidente de la Repúbli-
ca el señor Bernardino Rivadavia; mi objeto al dirigir
esta nueva comunicación, no era otro que el de desim-
presionar al Gobierno Nacional, de los infundados rece-
los que había concebido contra mí el gobierno del señor
Las Heras.
Decíale al señor Ministro en dicha comunicación,
que el único medio de enfrenar á los gobiernos de San-
tiago del Estero, Córdoba y La Rioja, era el de levantar
una fuerza en Tucumán, para contenerlos y sujetarlos á
la obediencia, pues se negaban ya abiertamente á pres-
tar su reconocimiento y aceptación al Presidente que
había nombrado el Congreso, pero como yo veía que el
Gobierno desconfiaba de mi, sin merecerlo, me abstenía
de pedirle autorización para ello.
El señor Ministro, me contestó que el levantar una
fuerza en Tucumán, seria ocasionar la alarma de dichas
Provincias y de sus caudillos; que dicha fuerza era mas
propio levantarla en Salta, por ser una Provincia limítrofe
á una república extraña, (^) por cuya razón no ocasio-
naría los recelos de las demás; que en esa virtud había
dispuesto el Gobierno que el general Juan A. de Arenales
gobernador de Salta, lavantase un ejército, para cuyo ob-
jeto le remitía dos mil fusiles y mil quinientos sables,
y que esperaba que yo cuidaría de que no se pusiera
ningún embarazo á la tropa que conducía dicho arma-
mento; pero el verdadero objeto de dicho levantamiento
de tropas, era el de contenerme, en el equivocado con-
(') Bolivia que había sido declarada República por el libertador Bolívar.
L
— 300 —
cepto de considerarme enemigo del Gobierno, cuando era
su mejor apoyo, como lo había sido siempre.
Se me olvidaba decir que antes de haber yo regre-
sado de Salta á Tucumán, había pasado de Ministro
Plenipotenciario cerca del general Bolivar y eíiviado por
el gobierno de Buenos Aires el general Carlos Alvear y
mi padre político el Dr. José Miguel Diaz Velez, como
secretario, y que el coronel Manuel Dorrego había pasado
después para Solivia con pretexto de un negocio de minas.
Que á los pocos días después de estar yo encargado del
gobierno de Tucumán había el general Arenales, mandado
su contigente creo de 400 hombres, bajo las órdenes del
coronel José Maria Paz, sin embargo de tener yo la or-
den para conducirlos todos juntos.
Al poco tiempo después de haber pasado el coronel
José María Paz, había yo mandado, á mi primo el coro-
nel José Ignacio Helguero para Buenos Aires conducien-
do, me parece, que 300 hombres para el ejército y entre
los cuales fué también de soldado aquel famoso Arbolito,
que fué poco tiempo después, uno de los brazos fuertes
de Juan Manuel Rozas.
Al muy corto tiempo de estar encargado del gobier-
no de Tucumán, pasó del Perú para Buenos Aires el ge-
neral peruano Miller á quien obsequié en mi casa y lo ins-
truí de las razones que me habían obligado á dar el
paso de separar al gobernador López, y cuan disgustado
estaba de las injustas desconfianzas del Gobierno, pues
me privaba de los deseos de ir á tomar parte en la
guerra contra el Imperio del Brasil.
Al poco tiempo logré arreglar la Provincia y unir
todos los ánimos, hasta el extremo de convertir en ami-
gos á todos los partidarios del ex -gobernador López.
Para consolidar dicha unión, que no la había de
mucho tiempo atrás, procuré establecer (y la establecí),
una junta ó sociedad de todas las personas mas notables
del pueblo y de su campaña, y de la cual me constituí su
presidente. El deber que impuse á todos los individuos
de ella, fué el de denunciarme en las reuniones, que eran
j
— 301 -^
en todos los dias festivos por la noche, todos mis actos
que merecieran su reprobación ó la del pueblo, en vez
de ir á criticarlos á los cafés, como tenían de costum-
bre. Dijeles que semejantes críticas en los cafés solo
servían para estraviar la opinión retirando la confianza
al Gobierno, muchas veces ó las mas de un modo injus-
to; pues sin saber los motivos porque el Gobierno había
dictado esta ó aquella medida tal vez justa y necesaria,
iban á desacreditarlo. Que siendo solo mis deseos los de
hacer la felicidad del país promoviendo sus mejoras y
adelantos, deseaba que todos los ciudadanos acusaran
mis actos ante la sociedad con toda libertad; que si es-
tas acusaciones eran infundadas, tendría yo la satisfac-
ción de hacerles conocer su injusticia, y era para mí
mas honrosa la de enmendar los defectos que hubiera
cometido, pues de ello no me avergonzaría jamás, pues-
to que mis intenciones y deseos no eran otros, que los
de obrar bien y de ninguna manera mal. Estaban asi
mismo autorizados para proponer todas las mejoras que
considerasen útiles y necesarias.
Me costó bastante trabajo para decidir á muchos de
los ciudadanos á prestarse á dicha reunión, pues temían
el expresar francamente su sentir á mi presencia; y esto
nacía de que estaban acostumbrados á los actos despóti-
cos de los anteriores gobernantes. Pero al fin conseguí mi
objeto y logré unir todos los ánimos, inspirando á todos
la mas completa confianza.
Mandé hacer también un reconocimiento del rico ce-
rro del Aconquija, por un peruano inteligente en el ra-
mo de minas, y se descubrieron siete ricas vetas, y me
acuerdo que una ó dos de ellas, me dijo el enviado que
no las había visto mas ricas en Potosí.
Establecí escuelas y designé una plaza para merca-
do, en las bóvedas del corralón de San Francisco que no
se comunicaba con ese convento.
Con motivo del descubrimiento de minas en Acon-
quija, se apresuraron muchos comerciantes y vecinos
pudientes á pedir estacas en propiedad para trabajarlas
— 302 —
y concedí varias, pero quedó todo paralizado con la in-
vasión de Quiroga.
Antes de ésta, había regresado de Bolivia para Bue-
nos Aires mi compadre el coronel Manuel Dorrego, muy
empeñado en derribar el gobierno de Rivadavia, y al
efecto me había hecho mil instancias y ofrecimientos
para que fuese yo el que diese el primer paso de desco-
nocer su gobierno.
Me excusé fuertemente, manifestándole los males que
semejante paso produciría al país; y últimamente para
cohonestar mi negativa, le dije que no quería de ningu-
na manera exponer ó comprometer mi familia, pues si
tal paso daba, no me permitiría tal vez hacerla venir.
Pero él que todo lo allanaba, me aseguró que él mismo
sería el conductor de mi familia, y que para el efecto
le diera yo una carta para su comadre; que dado el
paso de deponer al gobierno del señor Rivadavia, yo
sería el de la mavor influencia en las demás Provincias
del norte, porque se establecería el gobierno federativo
y arreglaríamos el país de otro modo.
Para libertarme de estas molestas pretensiones, le
prometí tomar inmediatamente mis precauciones secre-
tas, y que luego que tuviese todo arreglado le mandaría
un propio con la orden para que mi esposa se viniera
con él. Solo así pude libertarme de él y se marchó muy
contento ó esperanzado, pero era en lo que yo menos
pensaba.
Viendo los gobernadores Quiroga y Bustos como
también Ibarra, que yo retardaba demasiado el paso de
desconocer al gobierno de la Presidencia para la cual
había sido instado repetidas veces, se dirigieron al go-
bernador Gutiérrez de Catamarca para que desconociera
dicho gobierno, del señor Rivadavia. pero este me con-
sultó inmediatamente sobre la pretensión de aquellos go-
biernos, diciéndome que él no haría sino lo que le or-
denara^ Recibi precisamente dicha comunicación cuando
acababa por el contrario de reconocer al referido gobier-
no que había sido nombrado por el Congreso.
— 303 —
Inmediatamente díjele en respuesta al gobernador
Gutiérrez, que siguiera mi ejemplo y prestase su reco-
nocimiento al Presidente de la República, como yo lo
había hecho; que participase dicho reconocimiento por
toda respuesta á los Gobiernos que lo habían invitado
para todo lo contrario; y despachado el propio de Cata-
marca con esta mi contestación, despaché otro al instan-
te al señor Ministro, el doctor Agüero, dándole cuenta
del reconocimiento que había prestado con mi Provincia
al Gobierno Nacional y adjuntándole original, la nota
del gobernador Gutiérrez y la copia de mi contestación.
Cuando el Presidente de la República y su Ministro
recibieron mis comunicaciones, advirtieron recien su
error, de haber puesto en duda la lealtad y buena fé
del mejor amigo del Gobierno, y de su mas fuerte y de-
cidido apoyo. Me nombraron entonces Coronel del Re-
gimiento íN^ 15 de Caballería. y me dieron orden para
su formación.
¡Pero por su desgracia, por la de la Patria y mía,
era ya tarde!
Pues recibí estas comunicaciones cuando se había
empeñado precisamente, la carga de mi caballería con-
tra la de Quiroga, en el campo fatal del Tala, el 27 de
octubre del año 18261 ¡Cuatro días antes, esta orden,
habría salvado la Patria! Los funestos caudillos Quiroga,
Bustos é Ibarra, habrían desaparecido sin remedio! Nues-
tro mejor y mas ilustrado Gobierno, se habría cimentado
de un modo firme; y no habríamos tenido federación
ilusoria, sin mazorca ni héroe del desiefHo! Ved la prue-
ba de esta verdad, en la verídica relación que sigue.
En el momento que Quiroga y Bustos recibieron del
gobernador de Catamarca, Gutiérrez, el aviso de haber
reconocido al señor Rivadavia por Presidente de la Re-
pública y prestádolo su obediencia, dispusieron una fuerza
en unión con el gobernador ¡barra de Santiago del Es-
tero; y espedicionaron sobre Catamarca;'Sorprendieron al
gobernador Gutiérrez, y se apoderaron de la Provincia.
El gobernador Gutiérrez, que logró salvar, me dio
— 304 —
cuenta al instante desde Ta frontera del sur de Tucumán.
Recibido que hube dicho aviso, mandé salir al siguiente
día á mi primo el coronel José Ignacio Helguero (que
ya habla vuelto de su comisión) con 300 hombres de
caballería en auxilio del gobernador Gutiérrez, y con la
orden de que se lanzaran sin demora sobre las fuerzas
que habían ocupado á Catamarca. Esta mi orden fué
ejecutada sin demora y las fuerzas invasoras fueron
arrolladas y dispersas.
Quiroga que era audaz y atrevido, mas para hacer
sacrificar á sus hombres que para esponerse él; y que
se vio burlado, por mi, que había esperado encabezaría
la oposición contra el Gobierno Nacional, reúne inme-
diatamente sus fuerzas en los Llanos, y marcha á los
pocos días, con 300 infantes y 800 ó mas hombres de ca-
ballería sobre Tucumán pasando por la provincia de
Catamarca, con rapidez. El gobernador Gutiérrez, poco
menos que sorprendido por segunda vez abandona su
Provincia y se dirige hacia la de Tucumán con bien po-
cos hombres.
Fué tan rápido el movimiento de Quiroga, que cuan-
do me llegó la noticia á Tucumán el 20 de octubre,
se aproximaba ya á pisar su territorio. Hicele un pro-
pio á Ibarra en el acto, proponiéndole una entrevista sin
mas compañía que un par de hombres y dos ayudantes
en Vinará, avisándole la invasión de Quiroga y mandé
convocar para el día siguiente todos los escuadrones de
milicias al campo de la Cindadela. Ibarra se negó y ¡os
escuadrones estuvieron prontos, caída ya la tarde del 21 .
En estas circunstancias pasaba para Salta por la plaza
de Tucumán como á las dos de la tarde, la tropa de
carretas que conducía los 200 fusiles y 1500 sables para
el general Arenales, que le mandaba el Presidente de la
República.
Yo no tenía armas para la campaña que iba á em-
prender contra Quiroga. El señor ministro Agüero, me
había comunicado el objeto con que dichas armas eran
• remitidas á Salta excusándose á la indicación que le
r
— 305 ^
babia yo hecho. ¡Echar mano de ellas para mi empresa
(que ¡ojalá lo hubiera hecho!), era alarmar al gobierno
de Salta á mas de la autorización que Quiroga tenía pa-
ra atacarme!
Me contenté, pues, con pedir al tropero un cajón ó
dos con 40 fusiles, y otro con igual número de sables,
y di cuenta por medio de un expreso al gobernador Are-
nales, del motivo porque me había tomado la libertad
de usar de dichas armas, pero que serían devueltas asi
que regresara.
Como apenas tenia como armar 400 hombres de lan-
za y de tercerola, no todos; traté solo de sacar 25 hom-
bres para escuadrón, de entre los 16 que había convo-
cado; con los cuales y 90 cívicos que tenia ya reunidos
asi suficientemente para combatir á Quiroga pues debía
incorporarlos á mi paso para Monteros y río Chico y un
escuadrón más y también la fuerza que pudiera tener el
gobernador de Catamarca.
Asi fué que llegados los escuadrones, salí á procla-
marlos, anunciándoles que el insolente Quiroga había pi-
sado nuestro territorio, y marchaba á castigarlo; les
dije:
— fPara esto solo necesito 25 hombres decididos de
cada escuadrón, y quiero que sean de los menos ocupa-
dos y solteros. Con este conocimiento marchen ai frente
los que quieran seguirme». — Apenas hube dado la voz
de marchar, cuando todos los escuadrones marcharon al
frente, sin quedar un solo rezagado.
Di les las gracias por su decisión, y les aseguré que
jamás había dudado de ellos; pero volviendo á repetir-
les que con solo 25 hombres de cada escuadrón me bas-
taban, y de la clase que les había dicho, sucedió lo
mismo á la voz de marchen. Entonces, mandé que sa-
lieran al frente todos los que fueran solteros, sin llevar
uno solo que fuese hijo único, á parte de los 25 hombres
que había pedido, de cada escuadrón.
Nombré los oficiales y jefes que debían mandarlos y
me puse en marcha ya cerrada la oración, pues los 90
20
— 306 —
ó 100 cívicos, estaban ya esperándome formados, con dos
piezas de artillería y una carretilla con los cajones de
los 40 fusiles y otros tantos sables.
Mi hermano político Ciríaco Díaz Velez, que había
pasado en compañía de los diplomáticos Alvear y el
doctor Díaz Velez, y que se hallaba ya de regreso, mar-
chó también conmigo, al mando de uno de los escuadro-
nes.
Al pasar por Monteros llevé al coronel Almonte,
boliviano, casado en dicho punto, con un escuadrón que
estaba á sus órdenes.
En San Ignacio, ya cerca del campo del Tala, se
me incorporó el gobernador Gutiérrez con cerca de 80
hombres; de los cuales armé 40 infantes más y los in-
corporé á mis cívicos. En este día hubo un encuentro
con una fuerza de Quiroga, al llegar á San Ignacio, y
fué rechazada, tomándosele unos cuantos prisioneros que
me fueron presentados, ya al anochecer.
Después de haberme informado por dichos prisione-
ros, del número de fuerzas que tenía Quiroga; por pro-
bar un arreglo amigable, á fin de evitar la efusión de
sangre, escribí una carta á Quiroga, preguntándole
cual era el objeto de haber pisado ya el territorio de
la Provincia, sin darme el menor aviso, ni recibido por
mi parte agravio alguno; que si tenia él alguna queja
particular contra mi, era mejor que tuviéramos al si-
guiente día una entrevista los dos solos, á presencia de
nuestras fuerzas, para satisfacernos; y caso que esto no
se lograse, podríamos allí mismo decidir nuestra quere-
lla solos, sin exponer para nada la vida de nuestros
compatriotas; que siendo esto lo más racional y justo
se lo mandaba proponer con sus mismos soldados que
había tomado prisioneros y se los despachaba en li-
bertad.
Puesta asi dicha carta llamé á los prisioneros, les
hice devolver la ropa que les habían quitado, y los
mandé con la carta, despidiéndose estos muy agrade-
cidos, y prometiéndome además, que si su General
i<%4#'*«-9-«^9
— 307 —
no aceptaba mi justa pretensión, no serían ellos los
que pelearían contra mí. Me avancé después de des-
pachados dichos hombres, hasta un rancho que había
inmediato, y solo distante del campo del Tala, cua-
tro leguas, pues las fuerzas de Quiroga habían retroce-
dido á dicho campo desde San Ignacio en la mañana de
ese mismo día.
Muy de madrugada rompí la marcha y esperé en
vano la contestación de Quiroga, al frente ya de sus
fuerzas. Dispuso él su línea y yo la mía en el- orden si-
guiente:
Al gobernador Gutiérrez le di el mando de mi dere -
cha, y mi izquierda al coronel Helguero mi primo, que-
dando yo encargado del centro, que lo componían mis
90 cívicos tucumanos con los 40 más que había armado
de la gente de Gutiérrez, y 80 milicianos de reserva á
las órdenes del entonces sargento mayor Gregorio Paz,
primo mío también.
Los 300 infantes de Quiroga estaban colocados á su
centro en columna, y tenía 200 de caballería de reserva.
El resto de su fuerza estaba en ambos flancos; y no pa-
saba el total de la mía de 650 hombres.
Se habían cruzado ya algunos tiros y escaramuzas
provocadas por la gente de Quiroga que se movió á mi
encuentro, cuando mandó disparar sobre su infantería
dos tiros de cañón á cuya señal debía cargar mis dos
alas sobre la caballería enemiga, como lo hicieron en
efecto, llevándose por delante á los de Quiroga: ¡pero al
disparar los dos cañonazos acababa de recibir el pliego
del señor ministro Agüero, y con él la confianza del Go-
bierno Nacional! Véase, pues, con cuanta razón dije: ¡Esta
orden cuatro días antes, habría salvado la patria! Pues
deteniendo entonces la tropa que llevaba el armamento
para Salta, habría, con la demora de uno ó dos días más
marchado con dos mil hombres, cuando menos ¿Y qué
habría sido entonces de Quiroga, de Bustos y de Ibarra?
¡Calculen los lectores! ¡Una imprudente y temeraria des-
confianza por parte del gobierno que nos perdió, y acá-
— 308 —
bó de consumar nuestra desgracia, su más imprudente
liberalidad!!!
Puesta en fuga la caballería de Quiroga, y habién-
dose lanzado en su persecución toda la mía; muévese él
á la cabeza de sus 200 caballos de reserva y hace al mis-
mo-tiempo mover sobre mí su columna de infantería.
Salgóle yo al encuentro con mis 80 caballos, y mando á
mis cívicos romper el fuego de cañón sobre la columna
y que la carguen en seguida.
Los 200 caballos de Quiroga, y él con ellos, no es-
peraron á cruzar sus lanzas con mis 80 milicianos y se
pusieron en fuga; procuré inmediatamente contener una
parte de mi caballería para ir en protección de mis po-
cos cívicos, y pudiendo apenas detener más de 30 hom-
bres, regresé con ellos; pero mis cívicos llevaban ya en
retirada á la columna de Quiroga y le había arrebatado
su bandera negra con dos canillas y una calavera blanca
(sobre ellas) y la siguiente inscripción: Rn, O. M.
Me lancé al instante en alcance de ella con mis po-
cos hombres de á caballo, pero así que me vio cerca,
paró la columna y me hizo una descarga con la que me
volteó mi caballo y unos pocos hombres é hirió al mayor
Gregorio Paz en una mano. Mis hombres dispararon así
que me vieron caer, pero habiéndose enderezado mi ca-
ballo al instante, salté á él y crucé por entre la columna
nombrándome y ofreciéndoles indulto para que se rindie-
ran. Muchos tiros me dispararon pero ninguno me tocó.
Habiendo cruzado la columna sólo, regresé á escape
por su flanco izquierdo en alcance de los míos de caba-
llería, pues los cívicos venían apurando su marcha y ti-
rando los dos cañones; los contuve á palos y regresé por
segu'nda vez sobre la columna que había seguido su retira-
da. Animo á mis pocos hombres y lanzóme otra vez so-
bre ella, pero hácenme otra descarga y huyen por segun-
da vez mis soldados, pero la atravieso yo solo como al
principio y vuelvo más enfurecido en alcance de los co-
bardes que me habían abandonado por segunda vez y los
;:etrocedo nuevamente á palos.
~ 309 - .
Á esta tercera y temeraria carga se siguió una igual
escena á la primera. Mi caballo cayó por segunda vez
como á 50 pasos de la columna, y mis hombres dispara-
ron, habiendo quedado tres ó cuatro tendidos. Habién-
dose parado por segunda vez mi caballo, lo monté al ins-
tante pero no pude ya hacerlo mover; unas cuantas balas
le habían atravesado el pecho. En el acto fui rodeado
por un grupo como de 14 ó 18 hombres de caballería que
se habían refugiado entre la columna, y me acuerdo que
estuve defendiéndome de ellos con mi espada, por unos
instantes, pero sin haber sido herido. ¡Lo que pasó des-
pués, no lo sé!
Mis civicos que iban inmediatos cuando me voltea-
ron mi caballo, y que me vieron montar, quedarse mi
caballo parado y rodearme en seguida los pocos hombres
de á caballo: dicen que se vieron perplejos, que corrían,
ya unos en mi auxilio, y no siendo seguidos por los
otros, regresaban. El resultado fué que cuando me vie-
ron caer por muerto se echaron á llorar y regresaron
todos. Mientras tanto los enemigos me dejaron desnudo
y por muerto en el campo, con 15 heridas de sable. En
la cabeza 11, dos en la oreja derecha, una en la nariz
que me la volteó sobre el labio, y un corte en el lagarto
del brazo izquierdo, y más un bayonetazo en la paletilla
y junto con el cual me habían disparado el tiro para
despenarme, tendido ya en el suelo.
Me pisotearon después de esto con los caballos, me
dieron de culatazos y siguieron su retirada. Mi hermano
político el mayor Ciríaco Díaz Velez, que regresaba ven-
cedor con algunos de sus hombres en busca mía encuén-
trase con la columna que se retiraba, y la divisa y se
dirige á ella, juzgándola ya prisionera, pues no llevaba
la bandera; y es recibido con una descarga. Conociendo
por esto su error da vuelta á escape hacia la izquierda,
se encuentra con un árbol y cae y es hecho prisionero
después haberle dado seis ó siete heridas entre lanzadas
y sablazos.
La columna sigue con él prisionero enancado hasta
_ 310 —
que alcanza á su general Quiroga, que había pasado el
aviso de mi muerte y retroceso de mi caballería. Presén-
tale el coronel Bargas jefe de su infantería mis armas, mi
sombrero y toda mi ropa y también á mi hermano Diaz
Velez. Quiroga le enseña á este mi ropa y mis armas
y Je pregunta si en realidad es mió todo aquello. Díaz
Velez se sorprende al ver dichas prendas y dice al Gene-
ral que efectivamente era aquella la ropa y las armas
con que estaba yo vestido.
Como Bargas ( ^ ) le había asegurado que la poca
tropa que estaba conmigo se había retirado así que me
vieron caer; y que el campo en que quedaba y muerto
había quedado abandonado, resolvió regresar, mandó reu-
nir cuantos hombres pudo, pues su dispersión fué tan
grande, que muchos de sus soldados fué preciso traerlos
de los llanos de La Rioja. Así que hubo reunido alguna
caballería contramarchó al campo de batalla, y habien-
do llegado á él, bien caída ya la tarde y haciendo condu-
cir á mi hermano Diaz Velez en ancas; mandó reunir
todos los cadáveres que se encontraban en el campo, y
que no eran pocos é hizo que Diaz Velez pasase vista
por todos ellos para que le indicara cual era el mió.
Como los cadáveres estaban ya hinchados, y desnudos
los más de ellos, pues había pasado ya algunas horas
desde las 10 bajo un sol abrasador, temía mi hermano
(según me comunicó después de su fuga), equivocarse no
conociéndome, y para no sufrir tal vez su muerte por
dicha causa, los registró á todos con cuidado buscando
en ellos las dos únicas señas por donde podría conocer-
me, y eran— Un balazo único que tenía desde la guerra
de nuestra independencia, en el muslo izquierdo que ha-
bía sido recibido en la acción de Salta y por un bala-
zo que tenía y un diente que me faltaba en la mandí-
bula inferior. Luego que hubo practido dicho reconoci-
miento dijóle á Quiroga que no estaba mi cadáver entre
(*) Este Bargas era de Santa Crux de la Sierra y había sido sargento
de Dragones en el ejército auxiliar del Perú y por consiguiente me conocía.
— 311 —
ninguno de cuantos tenía á la vista y para que no dudase
el General, le hizo la explicación de dichas señales. Qui-
roga entonces mandó acampar su gente después de bien
cerciorado de la retirada de la mía, y libró sus órdenes
para la reunión de todos sus dispersos y escribió también
á Ibarra, gobernador de Santiago del Estero, llamándolo
con sus fuerzas para que pasaran juntos á Tucumán.
Mientras Quiroga reunía sus fuerzas para volver al
campo del Tala cuando le alcanzó Bargas, mi caballería
vencedora y sus jefes se retiraban desconsolados por la
noticia de mi muerte, que recibieron conforme fueron
regresando; pero antes de esto había sucedido con mi
supuesto cadáver algo singular.
El campo del Tala tendrá como medía legua ó tres
cuartos de ancho, de este á oeste. Los cívicos se reti-
raban después que me vieron caer, y me consideraron
muerto; y al llegar á la ceja del monte á la parte del
norte dice uno de ellos á los demás— ¿Como es posible
que derjemos á nuestro Gobernador, tirado en el campo?
¡Si hay dos hombres que me acompañen para ir á bus-
car su cadáver y llevarlo á Tucumán, yo me vuelvo! Sa-
lieron al instante dos y regresaron los tres; registraron
el campo y me encontraron completamente desnudo, to-
do ensangrentado, privado de mis sentidos, y sin otra
prenda que un escapulario de Mercedes que me había
mandado mi señora de Buenos Aires, y un pedazo del
cordón con que tenía colgado el reloj al cuello regados
con la sangre.
Estos tres buenos soldados, dicen que me levantaron por
delante en el caballo de uno de ellos y echaron á andar,
y que avistándose una partida de caballería por detrás,
echaron á correr conmigo, creyéndola enemiga, me les
tiré yo del caballo, diciéndoles (de modo que apenas se
rae entendía) sálvense Vdes. que yo voy á morir. Como
dichos tres hombres vieron que la partida corrió hacia
ellos asi que habían empezado á huir conmigo, apretaron
su carrera, pues no había tiempo ya para levantarme.
La partida que corría por detrás y vio caer un hombre.
— 312 —
dírijese á él y queda sorprendida al reconocerme. Era
de nuestros soldados que regresaban vencedores de la
caballería de Quiroga! Alzannie y siguen su camino, juz-
gando que la infantería enemiga y su reserva, me habían
batido. Avistan otra por detrás, la juzgan igualmente
que la primera partida, enemiga, apuran sus caballos y
vuelvo á tirarme al suelo repitiéndoles lo que había dicho
á los cívicos; — que se salvaran.
La partida nuestra huyó, y yo quedé abandonado.
No pudo descubrirse después, si esta segunda partida
fué nuestra ó enemiga; el resultado fué que quedé allí
tirado, que habiendo referido más adelante dicho pa-
saje, se volvió un cabo de las milicias de Catamarca
llamado Francisco ó Miguel Nuñez, en mi busca, y que
encontrándome por las señas que tomó, me sacó del cam-
po como á las tres de la tarde y dejó á un lado del
camino así que hubo entrado al monte, para ir en alcance
de algunos para que volviesen en su ayuda y buscarme
un poco de agua, pues dice que iba yo desesperado por
la sed.
Habiendo galopado el cabo como una legua sin en-
contrar á nadie, se regresó con un chifle de agua, y
quedó sorprendido al no encontrarme en el lugar que
me había dejado; pero habiendo advertido por los rastros
de la sangre en la huella que había dejado en las pajas
á la derecha del camino, me descubrió debajo de un
árbol, á pocos pasos distantes, corrió á mí y me dio el
agua, después de haberme alarmado al sentirlo y díchole
que no me rendía.
En seguida de esto decía el cabo, que observando ya
que los enemigos estaban regresando al campo de bata
Ha como á las cinco de la tarde, me dijo: — ¿Quiere señor
que nos varaos, pues los enemigos están ya volviendo?
que á este dicho no le contesté sino con una inclinación
de cabeza y que sentándome por delante de su caballo
y montando en seguida, continuó su camino con mucho
trabajo, porque á cada instante me le quería dejar caer
del caballo, hasta que atándome con la punta de un
— 313 —
pañuelo por la pierna izquierda ó derecha, me aseguró
con la otra punía en la argolla de la cincha de su caba-
llo y por cuyo medio logró llegar como á las 8 de la
noche al rancho en donde había yo dejado en la noche
anterior, la carretilla y los cajones en que había llevado
los fusiles y los sables.
Fué asi que la mujer única que había en el rancho
le ayudó á bajarme del caballo y meterme adentro, des-
cargándose un fuerte aguacero, la mujer le pidió en
seguida su caballo para dirigirse al montea llamar á su
marido, la cual habiendo vuelto al poco instante con él
y unos cuantos hombres más, y entre ellos un santiague-
ño curandero; hizo que este me curara las heridas, cor-
tase un pedazo de la oreja que venía pendiente de un
hilo, y cosiese la punta de la nariz que la tenía caída
sobre la boca, y que colocando en seguida dos varas
aseguradas por debajo del cajón en que habían ido los
fusiles que estaban allí tirados, me acostaron en él y
marcharon llevándome al hombro por el monte. Que de
este modo me condujeron hasta el río Chico. De 14 á
15 leguas de Tucumán, ayudados ya por varios milicia-
nos que se habían juntado; pero conduciéndome siempre
por entre los bosques de la falda del cerro.
Como la noticia de mi muerte y pérdida, después de
haber vencido á Quiroga, había llegado á Tucumán al
siguiente día 28 de octubre en circunstancias de hallarse
todo lo principal del pueblo en la iglesia de la Merced,
mientras se predicaba el sermón de los apóstoles San
Simón y San Judas, que son los patrones; y trasmitién-
dose allí djicha noticia, teniendo que bajarse el predica-
dor del pulpito sin concluirlo, por que toda la gente se
salió, sin que pudieran contenerla, llorando y pidiendo
al cielo por que me salvara aunque perecieran sus espo-
sos ó sus hijos (^) me tenían ya todos por muertos. Y
(') El padre Roto, religioso nicrccdario, y tenitlo en TiicuniAn por un
santo, me hizo dicha relí\ci«')n ciiondo hube recobrado mis sentidos y regresado
;'i Tucumán, después fjue se retiró Ouiroga; asegurándome que solo entonces
había conocido cuánto era yo querido en mi pueblo.
— 314 —
aunque al siguiente día 29 llegó un tambor cordobés de
los que habían ido conmigo, pidiendo albricias por que
había salvado, pues era él, uno de los que me habían
ayudado á cargarme en el cajón; y cuya noticia le había
producido el llenar su gorra de dinero que le daban
todos por. ella, mucha parte del pueblo creyó que fuese
una invención de mi secretario y delegado el Dr. Berdía
para calmar la agitación pública.
Para cerciorarse, pues de esto, partió á escape para
la campaña mi primo hermano, Luis Antonio Helguero,
y se me presentó en esa misma tarde del 29, en el río
Chico, dicen que me trajo ¡un papel y una pluma pi-
diéndome que pusiera mi firma para satisfacer con ella
al pueblo, y que habiendo puesto yo mi último apellido,
se regresó volando. El resultado fué que el 30 me en-
contró ya un coche, con la madre de dicho Helguero,
tia mía, José Araoz, el cura Pasellon, el boticario y el
médico Rodríguez.
Fui conducido por ellos con mas comodidad ya, pero
sin conocimiento, hasta Tucumán, á donde entré acom-
pañado por la mitad de la población que salió á recibir-
me á pié, en coches y á caballo, á mas de una legua
fuera del pueblo, el 2 de noviembre como á las 10 del
día, con repiques generales en todas las iglesias, y en
mis cinco sentidos, desde el Manantial que dista legua
y medía; parece que la providencia quizo hacerme gustar
de aquella satisfacción mezclada de la mas amarga sen-
sación, al conocer el público sentimiento que ocasionaba
mi desgracia, pues pasado el puente del Manantial, volví
como de un letargo á mis sentidos, alcancé á oír los
dobles en todas las iglesias que acostumbran tocarse
desde las 12 del día de ánimas hasta igual hora del día
siguiente, y descubriendo en seguida la gran masa de
población que salía á mi encuentro, percibí también el
cese de los dobles y la sustitución de los repiques en
todas las iglesias.
Me acuerdo que el presbítero ür. Agustín Molina,
que fué el primero á saludarme, me dijo desmontado
— 315 —
al estribo de mí coche y coa los ojos anegados en lá-
grimas:
La Madrid, debes hacer gala
En lugar de entristecerte !
Pues nunca fuiste mas fuerte.
Que en el campo del Tala!
\ La fama alli te señala
Por las hazañas que hiciste;
Y aunque un accidente triste
Te arrebató la victoria,
¡Cuánto de heridas, de gloria
La Madrid, allí te cubriste! (*)
Así que me entraron á Tucumán y paró el coche en
la puerta de la casa de mí prima Ceferina Araoz, volví
á perder el sentido y no lo recobré hasta un mes des-
pués. Ocho ó nueve días me tuvieron allí, asistido por
todos los mozos del pueblo que me hacían la guardia,
relevándose de dos en dos horas, dos hombres á un
tiempo; el uno abierto de piernas sobre mi cama y
sosteniéndome por las espaldas sobre almohadas arri-
madas á su pecho, y el otro sentado al Jado cuidando
de mis manos, para que no me volteara la nariz, pues
lo había hecho ya en un descuido, y tuvieron que coser-
la nuevamente.
Mi cuerpo estaba todo abotagado, y dicen que tenía
estampadas en el pecho y las costillas, las pisadas de los
caballos y las culatas de los fusiles.
A los ocho ó nueve días entró recién Quiroga, y co-
metió toda clase de excesos. Algunas horas antes de su
entrada, me condujeron al pueblo de Trancas, 21 leguas
al norte de Tucumán.
(') He querido expresar estas verídicas pequeneces, aunque se me tenga
por necio, pues los testimonios de estimación de mis compatriotas son la única
gloria á que yo he aspirado, y aspiraré, porque estoy persuadido que solo se
prestan al que obra bien, y es la única herencia que quiero dejar á mis pobres
hijos. ¡La estimación y amparo de mib compatriotas!
— 316 —
Mi primo el coronel José Ignacio Helguero, se había
retirado á la posta de Tapia, 8 leguas también al Norte,
con más de 800 hombres de caballería y cívicos. Casi
todo el pueblo emigró, y mi secretario el doctor Berdía
y varios comerciantes del pueblo, marcharon á Trancas
conmigo y permanecieron á mi lado hasta mi regreso.
Asi que entró Quiroga en compañía del gobernador
Ibarra á Tucumán y fué impuesto por los pocos vecinos
que habían quedado de haberme sacado para Trancas,
no quiso creerlo, pues me tenía por muerto, ó pretendía
al menos hacerlo así entender á los suyos, para cuyo ob-
jeto publicó por bando, imponiendo la pena de muerte al
que digera que yo vivía; y para convencer á los mismos
que me habían visto vivo, les enseñaba mi sombrero echo
pedazos, pues lo había conservado con un barbijo, mi
poncho con varios balazos, mi chaqueta con el bayone-
tazo y balazo en la espalda; en fin, mi espada toledana
con 14 ó 16 cortes que había parado. Mandó que le pre-
sentaran cuanto había oculto, impuso una fuerte contri-
bución é hizo todo el mal que pudo.
En Salta se había recibido orden del Gobierno Na-
cional para levantar el Regimiento núm. 14, y lo había
empezado á formar el comandante Magan. El general Are-
nales había dispuesto enviar una división de 600 ó 700
hombres en auxilio de Tucumán contra Quiroga é Iba-
rra, bajo las órdenes del coronel Francisco Bedoya y en
la cual fué el comandante Magan con su cuerpo.
Cuando dicha fuerza estaba pasando por Trancas,
hacía ya más de un mes que Quiroga estaba en Tucu-
mán, yo había visto una mañana desde mi cama, por la
puerta de mi casa, pasar alguna gente armada por el
camino en dirección á Tucumán, pero no sabía, qué
gente era ni por qué me encontraba en Trancas, ni que
Quiroga é Ibarra existieran en Tucumán. Esto era en
el mes de diciembre ó á mediados de él; cuando por la
tarde habiéndome dejado solo en casa, por haberse ido
á cazar al monte mi secretario y demás comerciantes que
paraban en la misma casa, oí una conversación á los
— 317 —
asistentes que se hallaban en el comedor, de las fecho-
rías y daños cometidos por Quiroga é Ibarra en Tucumán.
Al oír esto, despierto como de un letargo y sentándome
enardecido me aproximo agarrado de las sillas hasta la
última que estaba cerca de la puerta, escucho y com-
prendo todo el misterio de las tropas que había visto pa-
sar y del motivo de permanecer yo allí, así como de las
penas impuestas por Quiroga al que dijera que yo vivía.
Llamé á uno de los soldados y le recombine ásperamen-
te por haberme ocultado la entrada de Quiroga. En vano
quiso el soldado negarlo, pues le hice conocer quehabía
escuchado toda su conversación, por consiguiente me con-
fesó todo y satisfizo á cuantas preguntas le hice: así de
las fuerzas que habia visto pasar, como del lugar que
ocupaban las nuestras y los jefes que las mandaban. Le
mandé que me presentara papel y tintero y llamase un
paisano de confianza, sin avisarlo á nadie, y le impuse
penas si comunicaba lo que yo hacia.
Asi que me presentó el papel, puse á Quiroga é Iba-
rra la siguiente carta:
«El muerto del TaZa, desafía á los caciques Quiroga
é Ibarra, para que lo esperen mañana á darle cuenta de
las atrocidades que han cometido en su pueblo: pues la
Providencia le ha vuelto á la vida para que tenga la sa-
tisfacción de castigarlos como merecen». — Como el mozo
estaba ya pronto, lo llamé aparte y le dije:
— Toma esta carta y marcha ahora mismo á Tucu-
mán á entregarle tú mismo á Quiroga en esta noche. Si
desempeñas con prontitud esta comisión, serás bien rega-
lado por mí á tu vuelta; nada tienes que temer porqué
han de mandarte con la contestación, pero ¡cuidado con
que nadie te vea ni sepa el objeto á que vas!
Marchó el soldado miliciano al instante, y me sentía
ya lleno de vigor á pesar de mi extrema debilidad. Lle-
gados al poco rato mi secretario, el doctor Berdía y los
comerciantes Piedra Buena y Rodríguez que le habían
acompañado á la caza, díjeles enardecido: — ¡En este mo-
mento manden Yds. preparar el coche para marchar á
- 318 —
Tapia, donde está nuestra fuerza y correr á castigar á
los bandidos que ocupan mi pueblo!
Se quedaron sorprendidos al verme expresar con tan-
ta viveza, y dyome Berdia:
— Es imposible señor Gobernador, porque el estado
de debilidad en que se encuentra no le permite moverse
sin un riesgo evidente de su vida.
— Diga Vd. cuanto quiera y se le antoje, — le dije.
He prevenido ya á esos dos caciques que voy mañana á
castigarlos, y no he de faltar á mi palabra, porque me
siento con vigor para ello; qué venga el coche ó me hago
montar en un caballo! Viendo mi decisión y temiendo
que ejecutara lo que decía, dijo Piedrabuena que man-
dase preparar el coche, pero á pretexto de que necesita-
ba una pequeña refacción y de que no podía estar pron-
to antes de cuatro horas y de que no me convendría el
fresco de la noche, me propusieron que marcharíamos
por la mañana, y tuve que ceder porque los vi ya deci-
didos á no contrariar mi voluntad.
Apesar de mis apuros desde que amaneció, siempre
retardaron mi salida con varios pretextos, hasta cerca
de las 10 y al emprender la marcha se me presentó el
miliciano que había ido á Tucumán, con una contesta-
ción solo de Ibarra, en que me decía:
«Me alegro mucho que estés ya mejorado para ser-
vir a tus amos los porteños; pero respecto al castigo con
que nos amenazas, lo veremos!!!» — Pero se fueron á es-
perarme, á Santiago, él y Quiroga á la Rioja, en esa
misma noche, á .pesar de estar nevando.
El conductor de mi carta había llegado á las 11 de
la noche, entregándosela á Quiroga, quien asi que cono-
ció mi firma le pasó la carta á Ibarra y mandó prepa-
rarse para marchar, á sus tropas, á pesar de estar nevan-
do. A las 2 de la mañana, estaban ya en marcha ambos.
Cuando llegué á la posta de Tapia, me encontré
con la noticia de haberse retirado los enemigos después
de haber arreado cuanto ganado y caballos había en la
Provincia.
— 319 —
Llegados á Tucumán fué preciso que se reunieran
los médicos para atenderme, porque estaba yo en extre-
mo debilitado, con una ó dos costillas rotas, y una tos
de mal agüero para todos; se opinaba además que debía
de tener la bala en la espalda y que era preciso ope-
rarme.
Yo instaba por marchar inmediatamente sobre San-
tiago del Estero para libertarnos de Ibarra, que era el
enemigo que nos perjudicaba mas que ninguno en la Pro-
vincia; asi por la inmediación á que lo teníamos como
por mil pechos que impuso á las carretas que transi-
taban para Buenos Aires como al mismo pueblo de San-
tiago y en campaña, que se abastecen de todo en Tu-
cumán; pero todo el mundo se opuso porque me con-
sideraban con peligro de una muerte muy próxima, por
cuya razón habían dispuesto ya que se preparara una
fuerza de 200 cívicos de entre los artesanos del pueblo,
y 800 hombres de las milicias que agregados á los COO
que había traído de Salta el coronel Bedoya, componían
una fuerza de 1900 hombres, la cual debía marchar so-
bre Ibarra, bajo las órdenes del referido jefe de Salta.
Berdía que era el encargado del Gobierno, facilitó
el apresto de dicha expedición con no poco trabajo, por
la falta de caballos, y aun por la del ganado, que era
preciso llevara la expedición, pues que en la provincia
de Santiago no encontrarían absolutamente que comer.
En fin, mientras yo me resistía á la operación, de un
modo abierto y decidido, alegando que la herida de la
espalda no podía ser de bala, (pues que de serlo me ha-
bría bandeado) por cuanto recordaba haber estado sano
y bueno cuando me rodeaba la caballería sobre la co-
lumna de Quiroga; despacharon al fin la expedición y
últimamente me convencieron y me operaron inútilmente,
pues no encontraron la bala y solo me sacaron un pe-
dacito del filete de la paletilla y parte de una costilla, en
la cual estaba la señal de la bayoneta.
Tuvieron que sacarme á los pocos días al campo del
Manantial, [legua y media de la ciudad] con el objeto
1
— 320 —
de tomar los aires, pero no me probaron bien, porque
son húmedos y algo fríos por la proximidad del Acon-
quíja y me volvieron al pueblo al acercarse los dias de
Carnaval.
El coronel Bedoya había retrocedido ya de Santiago,
sin conseguir ventaja alguna, habiendo, por el contrario,
perdido la mayor parte del ganado que llevo; pues había
cometido la imprudencia de meterse al pueblo y dejarse
sitiar en él; y faltándole los alimentos, tuvo que regre-
sar escopeteado por ¡barra, en la jurisdicción de aquella
Provincia.
Con este motivo los cívicos habían compuesto una
nueva letra para la vidalita alusión á la desgracia del
Tala; á esta malograda expedición, y el estribillo de ca-
da verso, era el siguiente:
€Espo?'que La Madrid se halla heridoh
Por cierto que con esta canción me mortificaron en
extremo en la noche que me trajeron al pueblo, pues á
mas de haber recien llegado de Bolivia mi padre político,
el doctor Díaz Velez, con el general Alvear, se agrupa-
ron á cantar tantos versos sentimentales con aquél estri-
billo, respirando cada uno de ellos tal entusiasmo y de-
seos de vengarme, que me traspasaban el alma y au-
mentaban mi deseo de corresponder al interés que todo
el pueblo demostraba por mí; tanto que mi padre polí-
tico quiso salir al patio y decir á los que estaban, que
no me mortificaran con sus canciones.
No recuerdo la fecha en que se recibió en Tucumán
la noticia de la llegada del coronel colombiano Matute,
que había venido á Salta, pasado del ejército del gene-
ral Sucre, que estaba en Bolivia, con un cuerpo dé gra-
naderos colombianos de á caballo, con el cual levanta-
ron la campaña contra el gobernador Arenales, el doctor
Gorriti y los Puch. El resultado fué que llegada la no-
ticia y al mismo tiempo la orden al coionel Bedoya para
— 321 —
que marchara por el camino de las Cuestas sobre los
insurrectos; no conseguí que dicho Coronel demorase si-
quiera un día, para darle 200 de mis cívicos y dos pie-
zas de artillería ligera que habían salvado de las manos
de Quiroga é Ibarra. Salió el mismo día con 50 cívicos
que se encontraban en el pueblo, pues los demás andaban
con licencia por la campaña ó entretenidos en el carna-
val; llevó también las dos piezas.
Advertiremos aquí que el día que regresó á Tucu-
mán, Bedoya, con la expedición de Santiago, había yo
salido á proclamar á los cuerpos de milicianos, invitán-
dolos á servir en el regimiento N^ 15, que tenía orden
de formar para llevarlo á la campaña del Brasil. Conse-
guí reunir como 170 jóvenes que formaron el primer
escuadrón y que poco después subió á 190 plazas.
Nombré comandante de dicho escuadrón á mi primo
el mayor Gregorio Paz y lo encargué de su instrucción
después de haber nombrado sus oficiales.
Como mi salud continuase mal, pasé con una escol-
ta de dicho Cuerpo^ llevando á mi padre político á la
estancia de los Porcel, en la Banda.
Poco pude permanecer allí, pues como estaba cerca
de la jurisdicción de Santiago, Ibarra trató de sorpren-
derme una noche, pero arrollamos su fuerza, después de
lo cual regresé á la ciudad ya muy mejorado.
Llegó en estas circunstancias de Buenos Aires, en-
viado por el Presidente Rivadavia, mi primo Miguel Diaz
de la Peña, mayorazgo de Guazan y diputado al Congre-
so por Tucumán. La misión era manifestarme que me
moviera con una fuerte división sobre Santiago y Cór-
doba para derrocar á sus gobernantes Ibarra y Bustos,
á cuyo efecto el Gobierno Nacional había mandado se
colocase en el Pergamino el valiente coronel de Húsares,
Federico Rauch, para que obrase de acuerdo conmigo y
á mis órdenes.
Me llenó de satisfacción esta noticia, pero no dejé
de estrañar que el Presidente no me enviara una orden
por escrito. Pero conocía por esperiencia la debilidad de
— 322 —
nuestros Gobiernos y que aquella medida coincidía con
la indicación que yo le había hecho al ministro doctor Ju-
lián Segundo de Agüero, y era preciso ejecutarla para que
la Constitución que se había sancionado fuese aceptada
por las Provincias, y no trepidé en cumplirla confiado
en la palabra del comisionado.
Dicho comisionado venía autorizado para proporcio-
nar por si ó por otros, los fondos que se remitieran, gi-
rando las letras contra el Gobierno Nacional. Hablamos
con Pedro Frias, comerciante de Santiago del Estero, que
estaba en Tucumán, y con sus hermanos Javier y José,
proporcionando el primero los fondos de que pudo dispo-
ner; y como no fueran bastante, el mismo Diaz de la Peña
enajenó una de sus fincas para facilitar lo que faltaba.
Mientras tanto, había tenido ya lugar, ó lo tuvo
después (lo cual no recuerdo) la derrota del coronel Be-
doya en Ohicoana á ocho ó diez leguas de Salta, por el
coronel Matute y los Puch; por solo la inadvertencia
del gobernador Arenales, pues debiendo mandar al en-
cuentro de dichas fuerzas todo el batallón de Cívicos de
Salta que le era decidido, y cuyo jefe el doctor Zuviria, se
le había ofrecido al efecto; no lo hizo por indecisión, y
dejó perecer la mayor parte de la división, después de
haberse sostenido todo el día rechazando con solo 50
cívicos tucumanos y sus dos piezas de artillería, cuantas
impetuosas cargas dio Matute con sus valientes granade-
ros, hasia que cerrada ya la noche, los asaltaron por la
espalda por entre unas chacras, y salvando paredes?
en el pretil de la Iglesia, en la que se habían hecho
fuertes.
Perecieron en esta bizarra defensa innumerables
hombres, y casi todos los cívicos que se sostuvieron has-
ta no haber quedado sino 16 ó 20 hombros y heridos los
mas. Solo asi pudo Matute triunfar de esos decididos
soldados-ciudadanos.
Todo el pueblo de Salta, sin exOeptuar ni los espa-
ñoles, de los prisioneros que estaban alli trabajando, se
pusieron de parte del señor gobernador Arenales. Los
1
— 323 -
revoltosos se habían aproximado al pueblo, mas les fué
absolutamente imposible penetrar á él.
En estas circunstancias, y cuando no había un ha-
bitante en Salta que no estuviese con el Gobierno, tuvo
la debilidad el general Arenales, que era un valiente, de
abandonar furtivamente el pueblo en una noche, so pre-
texto de no querer que por su causa se vertiese sangre.
¡Cuando un pueblo entero quiere ser libre, debe el que
lo manda, perecer diez mil veces antes que abandonarlo!
Yo al menos asi lo habría hecho y lo haré aunque tenga
ochenta años!
Cuando á la madrugada se supo en las trincheras y
demás puestos avanzados que el Gobernador había des-
aparecido, los vecinos batieron las armas haciéndolas
pedazos y se retiraron á sus casas.
Entrados los de la revolución, se colocó en el Go-
bierno el doctor Gorriti, y comunicó su nombramiento á
los demás Gobiernos. Yo me apresuré á reconocerlo,
(pues me hallaba ya encargado del Gobierno) porque te-
nía interés en que me facilitara el cuerpo de granaderos
Colombianos para mi expedición, y también porque sin
embargo del cambio, Gorriti seguía prestando su obe-
diencia al Presidente de la República; y como le intere-
saba tanto ó poco menos que á Tucumán, el librarse de
Ibarra, por los perjuicios que ocasionaba al comercio
de Salta, no dudé de que se prestaría á dicha mi de-
manda.
Se la hice, pues, pidiendo al coronel Domingo López
Matute con su Cuerpo, y me dirigí á éste, manifestándole
el placer que tendría de verlo á mi lado.
En efecto. Matute vino muy pronto, pero antes me
había yo dirijido al gobernador de Catamarca, el señor
Gutiérrez, manifestándole la orden que tenía del Gobier-
no de obrar sobre Ibarra; previniéndole que saliera él
con una división de 500 hombres por la parte de Choya (^)
[^] Es una población dé la provincia de Santiago, al sud oeste de la Ca-
pital y que limita con la provincia de Catamarca.
— 324 —
sobre Santiago á efecto de sorprender á Ibarra, pues
tenía él para dicha empresa, al valiente teniente coronel
Pantaleón Corvalán, santiagueño, mientras yo le llamaba
la atención por el norte, pero señalándole el día del
asalto y el punto en que debíamos reunimos.
Acordado todo esto, con conocimiento ya de la pronta
llegada del coronel Matute, lo esperé con todo listo y
mis tropas pagadas como nunca: á 10 pesos al soldado,
12 al cabo y 16 al sargento y un sueldo á los oficiales;
y vestida además; consistiendo esta en 500 hombres de
caballería y 200 cívicos.
Llegó Matute con sus colombianos en número de 190
hombres, á mediados de mayo del año 1826, poco antes
de mediodía, y se me reunió en el campo de los Aqui-
rres, donde le esperaba yo con mis 700 hombres listos y
dos piezas de artillería. Asi que llegaron, les mandé
dar la paga que había dado á mis tropas y me puse en
marcha ya al venir la oración ó al ponerse el sol, me-
tido yo en un birlocho, pues no podía montar á caballo
porque me lo embarazaba la herida que tenía en el bra-
zo izquierdo y tenía abierta además la herida de bayo-
neta en la paletilla.
. Matute, asi que recibieron la paga, había licenciado
algunos soldados para que fueran al pueblo sin mi co-
nocimiento, á comprar lo que necesitasen dichos solda-
dos, que eran bastantes y en extremo audaces y provo-
cativos, se habían puesto á beber y no volvieron á su
Cuerpo cuando hubimos marchado. Nos hallábamos ya
á cerca de tres leguas del pueblo y en marcha á las 8
de la noche, cuando me alcanza un propio de mi dele-
gado el doctor Berdia, avisándome la consternación en
que habían puesto al pueblo una porción de colombianos
que se habían vuelto á mas de los licenciados; pues ha-
bían atropellado á muchos ciudadanos, herido algunos, y
aun muerto á uno.
Me prevenía también que los cívicos y vecinos del
pueblo habían corrido á mi casa y echando abajo la puer-
ta de la pieza en que estaban las pocas armas que ha-
— 325 —
bían quedado, acababan de salir armados, en busca de
los colombianos y que se temía un fatal resultado si yo
no mandaba una fuerza á sacar dichos soldados colom-
bianos.
Llamé al instante al coronel Matute y le reconvine
por haber permitido separarse á semejantes hombres de
su Cuerpo. Le enseñé el parte del Gobernador delegado
y le dije:
-T «Semejante conducta no la esperaba yo de los va-
lientes veteranos de Colombia, pues con ella no hacían
mas que prevenir contra su Cuerpo la opinión de todos
los ciudadanos y obligarme á tomar medidas que me se-
rían muy sensibles pero necesarias.»
Matute se inmutó avergonzado y me pidió le permi-
tiera volverse con 20 hombres á traer amarrados á los
granaderos que tal falta habían cometido.
Mandé acampar la división y di al Coronel el per-
miso que solicitaba, pero previniéndole se condujera con
prudencia, porque los cívicos del pueblo no habían de
dejarse atropellar impunemente.
— «Pierda V. E. cuidado», me dijo, y se marchó.
Mandé colocar guardias avanzadas al rededor del
campo y ordené que nadie se moviese de su puesto.
No había andado el coronel Matute una legua, cuando
se encontró con todos sus soldados amarrados y condu-
cidos por una partida de cívicos montados que traían
enancados á mas de 20 de sus granaderos, heridos algu-
nos de ellos; y con la noticia de haber muerto dos y
quedado tres gravemente heridos. Sorprendido Matute
de un hecho semejante, con unos soldados que los consi-
deraba invencibles, y no sin razón, pues eran en extremo
valientes; no pudo menos que darle las gracias á los
conductores y regresarse con todos ellos ó mandarlos
con un oficial, pasando él solo con 4 hombres, llevándo-
se dos de los cívicos para que lo guiaran á ver á sus
heridos.
Llegados los presos fueron entregados á la preven-
ción de su Cuerpo por mi orden, y me fué preciso no
i
— 326 —
continuar la marcha hasta el día siguiente, y esta demo-
ra nos costó bien cara, como se verá mas adelante.
El coronel Matute regresó á la madrugada, después
de haber presenciado la asistencia que se habia prestado
á sus heridos, por orden del Gobierno, y asi que amane-
ció me pidió permiso para fusilar á uno de los presos
que debia él ser el causante de aquel hecho que le era
en extremo sensible. Yo me opuse, pues quería solo ha-
blar al Regimiento, afear aquel hecho á los que lo ha-
bían cometido, y manifestarles cuan amargo era mí pe-
sar al ver que indiscretamente aquellos pocos hombres,
habían manchado la estimación de un cuerpo tan valien-
te, y para mí tan estimado; pero tuve que ceder á sus
instancias, porque consideré necesario un ejemplar para
moralizarlos y después de haber sido efectuado, hablé á
los granaderos como deseaba y los dejé satisfechos, po-
niendo en libertad á sus compañeros, manifestándoles
cuanto confiaba en ellos, y en que no me proporcionasen
en adelante un disgusto semejante.
Continué enseguida la marcha, y en todas las para-
das acostumbraba á visitar el campamento de los grana-
deros muy particularmente. Acostumbraban estos, cuan-
do carneaban, sacar unos asados desde el cogote al ja-
món de la pierna de la res; y ensartado en el asta de
sus lanzas, la clavaban parada á la inmediación de un
gran fogón y con algunas varillas colocadas al tra-
vés, quedaba estirada la hermosa manta de carne, reci-
biendo el calor del fuego, que muy pronto la asaba.
El nombre que ellos le daban á esta carne, era Lla-
mado,
No habían, pues acabado de desollar las reses, cuan-
do ya estaban clavados á la orilla de los fogones varios
llamos; cuando yo pasaba á visitar su campo, salían los
granaderos á instarme á que tomase un bocado de asado
presentándome sus cuchillos para que cortase de donde
mejor me pareciera, y como las reses eran generalmente
gordas, incitaban realmente á dar un tajo en aquellos her-
mosos asados; y como todos ellos se esmeraban para que
— 327 -
me llegase á ellos, me acostumbré, por complacerlos, y
también porque me agradaba á salir con un pan en el
bolsillo y dar un tajo en cada uno de sus llamados, y
era esta por lo regular la comida que yo hacía en dicha
campaña, con satisfacción de todos ellos y también con
la mia.
Antes de llegar á Santiago, y creo á los tres días
de mi salida, se me había formado un tumor bastante
grande en el lado izquierdo sobre las costillas, y el doc-
tor Luis Lewis, cirujano inglés y casado en Santiago con
la hermana de la señora de don Pedro Frías, que iban
ambos conmigo, me lo abrió esa tarde en la parada, y
sacó un pedazo de hueso pequeño.
En esa noche hubo una alarma, pues se avistó una
fuerza de santiagueños estando acampados en la posta
de las Palmitas, y Matute que lo había nombrado yo je-
fe de Estado Mayor el día mismo de su llegada, manda
montar á 50 de sus granaderos y llegándose con ellos
al cuerpo de mis cívicos que estaba ya formado, dice:
— «Haber 25 cazadores y un oficial, pronto, que con
estos y 50 de mis granaderos, me sobran para comer á
toda la santiagueñada. No había acabado de hablar,
cuando ya. los tuvo á su lado y marchó, pero no le es-
peraron, pues apenas lo vieron aproximarse, se pusieron
en fuga por el monte. Les había tomado afición Matute
á mis cívicos desde el encuentro de Chicoana en que
tanto trabajo le dieron los 50 que tenía Bedoya y que
murieron con dicho jefe los más; que en cuantas veces
se ofrecía salir él en esa corta campaña, siempre lleva-
ba cívicos á su lado.
Al siguiente día habiendo acampado sobre el río
de Santiago mas adelante del paso de los Giménez, come-
tieron los colombianos una falta en los ranchos y maizal,
pues habían atropellado á las mujeres que estaban reco-
giendo choclos y maíz, quitándoselo todo y algo más,
porque eran abonados, (á la par que valientes) para ello,
á presencia de su jefe que no les privaba esas cosas con
sus enemigos. Mas yo que no acostumbraba á dañar á
— 328 —
nadie y que quería muy particularmente atraer á los
santiagueños, no podía dejar sin reparar dichas faltas, al
paso que era preciso en cierto modo, no tirarles dema-
siado la cuerda á los granaderos que estaban acostum-
brados á lo contrario, y que sobre todo los necesitaba y
quería ganarlos poco á poco, por medio de la persuasión
y del ejemplo, como al fin lo conseguí muy luego.
Al momento vinieron las mujeres llorando á que-
járseme de haber perdido cuanto tenían, que todo se lo
habían quitado aquellos demonios, como ellas los llama-
ban, y que hasta les habían muerto dos vaquitas leche-
ras y seis crías; que ellas eran unas pobres y que que-
daban ya á perecer, & &. Me compadeció la suerte de
estas infelices, y las consolé previniéndoles que les paga-
ría el perjuicio que habían sufrido, y disculpando á los
colombianos para con ellas, con que eran unos hombres
valientes que estaban acostumbrados á hacer la guerra
de aquel modo á los españoles y á los pueblos que no les
obedecían.
Mandé justipreciar el daño por don Pedro Frías y
el comisario del ejército, Alberdi, y las despaché muy
contentas, dándole cuatro onzas de oro, que en su. vida
tal vez las habían visto en sus manos; y pasando ense-
guida al campo de los colombianos, les hice ver con
palabras persuasivas la fealdad de aquel hecho en una
Provincia que íbamos á auxiliar, libertándola de un
bárbaro gobernante, y sobre todo el mal que ellos mis-
mos se causaban, obligándome á indemnizar aquel daño
con el dinero que debía servir para socorrerlos á ellos
mismos.
En ese mismo día recibí la noticia de haberse anti-
cipado el golpe á Ibaira, por disposición del gobernador
Gutiérrez; pues el teniente coronel Corvalán con 50 in-
fantes y 150 hombres de caballería, lo había sorprendido
en el pueblo, pero escapándose dicho Ibarra desnudo y
en pelos, tirándose al río, perseguido por el teniente Hi-
lario Ascasubi, quién le tomó el sombrero y hasta su
bastón. Apuramos la marcha, en consecuencia de esta
r^
— 329 —
noticia, y llegando á los dos días á Tipiro, á cinco leguas
de Santiago, encuéntrome al amanecer del 30, con el
doctor Francisco de la Mota, secretario del gobernador
Gutiérrez, que venia escapado con dos hombres, de la
sorpresa que habían sufrido esa noche por Ibarra, en la
cual habían perdido muchos hombres, y entre ellos al
valiente teniente coronel Corvalán; y lo peor de todo,
la noticia de haberse dirigido Gutiérrez con sus hombres
dispersos para Anjulí, sierra de Catamarca, en vez de
haberse dirigido á mi encuentro.
Mandé disparar dos cañonazos en el acto, para que
sirviesen de aviso á los dispersos y mandando un propio
bien montado en alcance del gobernador Gutiérrez, apu-
ré la marcha sobre Santiago.
A las 12 del día estaba ya entrando al pueblo, pero
Ibarra se había ido ya á la otra banda del río; esperan-
do sin duda que yo me acamparía en el pueblo, pues
estaba acostumbrado á que cuantas expediciones se ha-
bían hecho sobre él, por los tucumanos, no habían pasa-
do jamás á la otra banda del río, mas yo que quería
cumplirle la promesa que le había dirigido asi á él,
como á Quiroga, al moverme desde Trancas, pasé sin
detenerme, y sin embargo de estar el río crecido, y
mandando adelantar al coronel Matute con cien grana-
deros y cincuenta cívicos, fué y sorprendió en los Robles,
con solo esta fuerza, el campamento de Ibarra, y se
lanzó sobre él sin esperarme y los acuchilló completa-
mente haciéndoles abandonar las reses que estaban co-
miendo.
Cuando yo llegué al poco instante y á caballo ya, á
la cabeza de la infantería, pues había apurado la mar-
cha asi que sentí las descargas de los 50 cívicos, no des-
cubrí sino los polvos. Mandé tocar llamada al instante
para que se me reuniera el coronel Matute, y registrado
el campo se encontraron 24 ó 28 cadáveres y varios
heridos gravemente; asi como una porción de caballos
ensillados, aperos, alforjas y otras varias cosas que ha-
bían abandonado.
-- 330 —
Regresado el coronel Matute con varios prisioneros,
continué la marcha hasta que cerró la noche. Ibarra
disp?iró hasta la provincia de Córdoba, sin que nadie
hubiese vuelto á presentar resistencia (^).
Desde que llegamos á Santiago, ya Matute había
manifestado alguna repugnancia para continuar mas ade-
lante, por consiguiente vencido Ibarra, con mucha mas
razón continuó manifestando su disgusto hasta Loreto,
20 leguas mas allá de Santiago, en cuyo punto co-
metieron los granaderos un atentado, con motivo de
haber una partida de santiagueños disparado de entre
el monte al llegar al pueblito, algunos tiros á una des-
cubierta de su cuerpo. Violaron una niña ó dos y saquea-
ron la casa que tenia varios efectos. Este hecho me
desagradó en extremo, costó mas de 400 pesos y lo
peor de todo fué que públicamente manifestó Matute en
esa noche su resolución de no querer pasar adelante,
que él se regresaba á Salta á donde estaba su Luisa,
con sus granaderos.
Matute se había casado violentamente en Salta, con
una señorita de una de las primeras familias; con doña
Luisa Ybazeta. El padre de esta señorita, era español, de
los comerciantes ricos de Salta, casado además en la
familia de los Figueroa, con una hermana del Provisor.
Dicha señorita, pasaba ya de los 25 años y probablemen-
te se enamoró de él repentinamente en un baile. El re-
sultado fué que la pidió. Matute, que era un pardo de pa-
sas, á sus padres y se la negaron como era natural: pues
sin mas formalidad que sacarse á la señorita del baile y
obligar á un sacerdote á que lo casara, quedó celebrado
su matrimonio antes de haberse venido para Tucumán.
Esta era la razón principal que tenía para no querer
continuar la campaña á Córdoba.
Al siguiente día y muy temprano, avísame secreta-
(') Esta noticia fué coiminicada al (lobicrno desde Córdoba, y cl Prcsi-
ilcnte (lió conlra orden al coronel Raiich, para no aparecer él, autor de mi
moviniiento. Estas debilidades nos han perdido.
— 331 -
mente un capitán negro, muy querido del general Boli-
var, que venía en los granaderos, cuyo nombre no recuer-
do y era el negro mas lindo que he visto, que su coronel
había mandado un propio al gobernador Ibarra en esa
noche, agregándome, que era la segunda vez que le ha-
bía escrito, pues que al pasar para Santiago le había
dirigido su primera carta, que esto lo sabía por el mismo
oficial escribiente de Matute, á quien podía yo pregun-
társelo, pues estaba pronto á descubrirlo; que semejante
CvOnducta de su Coronel merecía el desagrado de algunos
de sus oficiales y era por esto que me lo comunicaba,
para que yo tomara las precauciones que juzgara con-
venientes.
Con semejante noticia que fué confirmada por el
oficial escribiente de Matute y la ^cencía que él permi-
tía á sus soldados, no juzgué prudente continuar mi
marcha, sobre Córdoba; mucho menos desde que el go-
bernador Gutiérrez me había contestado que le sería ya
difícil volver á reunir las fuerzas, después del contraste
que había sufrido en Santiago, con la presteza que yo
quería y era necesario, como asi mismo por no haber
recibido aviso ninguno de haberse movido el coronel
Rauch sobre Córdoba, por orden del Presidente de la
República, como se me había asegurado, por el diputado
Díaz de la Peña.
No dejaba yo de conocer que había ganado bastan-
te la voluntad de los granaderos; pues cuando Matute
llegó á faltar de la cabeza del Cuerpo, en virtud de al-
gunas cortas separaciones por comisión, nunca se me
había separado un soldado de la marcha, ni del campa-
mento, ni dado el menor motivo de queja; mas esto no
era lo bastante para que al frente del enemigo me ex-
pusiera á separarlo, pues consideraba que era muy na-
tural que sus soldados y oficiales, estuvieran mas deci-
didos por su jefe que por mí que era un extraño para
ellos; y sobre todo, que no les permitía la licencia á
que estaban acostumbrados y que él mismo se las fo-
mentaba. Seguir adelante con semejante conocimiento.
^ 332 —
era exponerme á que llegado el momento de estar al
frente del enemigo, me encontrara abandonado por dicho
jefe y su Cuerpo, y hacer mucho mas embarazosa la
situación del Gobierno Nacional.
Me resolví á regresar á Tucumán con el objeto de
movilizar dicho Cuerpo de granaderos y ver de liber-
tarme de su jefe; me moví en retirada para Santiago
con el objeto ya dicho, y el de llevar de paso dos cule-
brinas de bronce de á 6 y de 8, que había traído Ibarra
de Tucumán, y estaban tiradas y clavadas en el campo,
sin sus montajes.
Así que batí á Ibarra en los Robles, yo había dis-
puesto que se convocara al pueblo y nombrara su Go-
bierno; en virtud de esta orden había sido nombrado el
Sr. Palacios. Me dirigí á él, pidiéndole dispusiera el
apresto necesario para la conducción de las dos piezas
de artillería. Llegado á Santiago, di cuenta al Presi-
dente de la República de todo lo ocurrido, y permanecí
allí unos pocos dias mientras se trajeron los cañones, y
pasé en seguida á Tucumán, á cuyo punto llegué el 25
de junio, con la noticia de que volvía Ibarra contra San-
tiago.
En el momento de llegar á Tucumán, mandé que
todos los carpinteros y herreros pasaran á la Maestran-
za á trabajar las cureñas y montages de dichas dos
piezas de artillería con toda la brevedad posible y dis-
puse que se les abriese el oído. Di asimismo la orden
para que hubieran ejercicios en los Cuerpos, encargando
á un oficial de los colombianos para enseñar el manejo
de la lanza, al escuadrón del 15 y sus oficiales.
El 28 llegó el teniente Hilario Ascasubi, de la sierra
de Anjulí ó de Aneaste, mandado por el gobernador Gu-
tiérrez con una comunicación muy urgente, participándo-
me la venida del general Quiroga con fuerzas de La Rioja
y de Córdoba, por el territorio de esta Provincia, con la
mayor rapidez, para invadirme en unión con el gober-
nador Ibarra, y como al llegar dicho oficial ya se me
había confirmado dicha noticia, desde Santiago, avisan-
— 333 —
dome que ya habia entrado el freneral Quiroga al terri-
torio de dicha Provincia, mandé activar con mas empeño
la construcción y herrage de los cañones, y dispuse que
el oficial Ascasubi no volviera hasta después de la pró-
xima batalla que esperaba, y lo detuve, porque había
ya riesgo en la frontera por haberse levantado una
montonera á la parte de la sierra, y haber muerto al
Dr. Mota que regresaba para Catamarca.
Mandé colocar en la posta de Palmitas una van-
guardia de 300 hombres de milicias á las órdenes del
coronel José Ignacio Helguero, Yo entretanto seguía con
dos heridas abiertas: la de la espalda que profundizaba
hacia el pulmón izquierdo y la nueva de las costillas,
sin poderme libertar todavía de una larga mecha con
que conservaba abierta para mantener la supuración de
la estocada que tenia detrás de la oreja derecha, ni po-
der todavía hacer uso de mi brazo izquierdo.
Se me mantenía á una dieta rigurosa y estaba en
extremo aniquilado; aun las costras en algunas de las
heridas de la cabeza no habían acabado de caer, y
conservaba cerrado uno de los conductos de la nariz.
Así que llegué de Santiago, sabiendo un viejo de la
campaña que conservaba todavía abierta la herida de
la bayoneta, habia dicho que no sanaría mientras no se
me chupara la herida, y que solo él podía hacerlo si yo
quería. Se me avisó al instante por el comandante y co-
ronel Zerrezuela y me mandó en seguida á dicho viejo.
Así que llegó este y me vio la herida, díjome: — «ya esta-
ría esta herida sana si yo la hubiera visto desde el
principio y chupádola: la bayoneta ha entrado ó res-
baládose para la parte de abajo y el humor no puede
salir sino sacándolo con la boca á fuerza de chuparlo.
— «¿No vé señor, como lo sacan? — me dijo, viendo
que exprimían con la mano, de abajo para arriba, para
extraer el humor — va á ver ahora la diferencia», — y po-
niendo no se qué en la boca la aplica á la herida, y
me dio un chupón tan fuerte y continuado que sentí su
impresión desde el fondo de la herida, como si me ex-
n
— 334 —
«
trageran algo con un fuelle; en seguida escupió una
porción de humor, se enjuagó la boca con vino aguado
y repitió otra con el mismo éxito. En efecto, sentí un
consuelo, pues conocía visiblemente que se me había
descargado de un peso.
Acarició mucho al viejo y quedó establecido en mi
casa; mandé ponerle cama en mi mismo dormitorio y
siguió siendo mi médico de cabecera, pues el Dr. Berdía
me dijo que era verdaderamente el mejor medio para
poder extraer todo el humor.
Los trabajos de las dos piezas de artillería y los
ejercicios, seguían entre tanto con mayor empeño, asi
como la construcción de lanzas, y para abreviar mas este
último me pidieron los herreros que les permitiera lia-
cerlo en sus casas donde con mas comodidad y presteza
lo harían, pues cada uno tenía su fuelle y herramientas.
Así lo acordé y le señalé á cada uno el número de lan-
zas y regatones que debía presentar por día. Yo me
hacía conducir á caballo á la Maestranza y las herrerías
para más estimularlos. El resultado fué, que cuando Qui-
roga con sus fuerzas de las tres Provincias y en compa-
ñía del gobernador ¡barra, sorprendió á Helguero en
Vinará ó las Palmitas por medio del comandante Fron-
tanel que mandaba su vanguardia; en la madrugada del
4 de julio ya estaban las dos piezas montadas y aca-
bándose de enllantar las cuñas de los carros y construi-
das mas de 500 lanzas completas.
Todas las milicias estaban preparadas para marchar
á la primera orden, la recibieron en seguida de haber
recibido el aviso de la sorpresa para venir á Tucumán,
excepto una fuerte división que destiné para ocupar la
retaguardia de los enemigos.
La sorpresa de las Palmitas fué de poco resultado,
pues no se perdieron sino muy pocos hombres, pero me
indignó en extremo el haberse dejado sorprender el co-
ronel Helguero.
El 5 por la noche ó el 6 á la madrugada, se avistó
Quiroga por Santa Bárbara con mas de 200 hombres, y
1
— 335 -*
salí á esperarlo al campo de la Cindadela con mas de
200 cívicos infantes, mis 4 piezas de artillería y como
1,500 hombres de caballería, habiéndome hecho subir á
caballo, pues no lo podia hacer yo solo.
Todos los individuos del comercio, Representantes y
vecinos de Tucumán, salieron á presenciar nuestro triun-
fo que yo lo consideraba seguro; se colocaron á reta-
guardia de mi línea de espectadores, y Quiroga habia
llegado ya al campo del Rincón ó del Manantial, y pre-
paraba sus fuerzas para el combate. Yo me había avan-
zado hasta el pajonal ó campo de los Aquirres, como a
media legua del pueblo, y todos los espectadores estaban
colocados á espalda de mi línea y preparando sus al-
muerzos.
Mi derecha la componía el Cuerpo de colombianos
de Matute y un fuerte ^escuadrón de milicias bajo las
órdenes de dicho Jefe; el centro mis 220 cívicos con la
artillería, bajo mis inmediatas órdenes, y la izquierda la
componía el escuadrón N® 15 y el resto de las milicias,
bajo las órdenes de mi piimo el coronel Helguero; tenía
además una reserva de 20 hombres de las milicias y
de las mejores.
Yo que estaba aburrido de la rigurosa dieta á que
me tenían, y vi los hermosos asados adobados y chorizos
de chancho que preparaban los, comerciantes, les insté
para que me dejaran tomar unos bocados; pero como
todos se interesaban por mi salud y conocían que aque-
llo debía serme dañoso, no me lo permitieron; mas como
la privación es causa del mayor apetito, se aumentó el
mió, y mandé á uno de mis ordenanzas que les robase
un ítsador de chorizos y lo llevase oculto al punto que
le indiqué. Así lo ejecutó al instante, y me comí tres
ó cuatro de ellos y un buen trago de Burdeos encima.
Al poco instante, estando ya todo preparado y mis
dos alas colocadas en escalones, ordénele á Matute, des-
pués de haber disparado sobre la línea enemiga muchos
tiros de cañón con acierto, que cargue sobre el gober-
nador ¡barra que estaba á su frente con mas de 700
— 336 —
santiagueños; pero previniéndole de antemano que cuando
él se moviese á la carga, habian de disparar los santia-
guefios, y para perseguirlos, pues no volverían á reu-
nirse, bastaban 50 de sus granaderos; que no se empe-
ñara él en perseguirlos con toda su fuerza, sino que la
formara y esperara mis órdenes. Ascasubi fué agregado
á los colombianos.
Helguero tenia la orden de cargar, así que Matute
hubiese arrollado el costado izquierdo enemigo. Cuando
cargó Matute, dispararon al momento los de Ibarra y
él á su cabeza; Matute olvidándose de mi encargo, lan-
zóse en su persecución con toda su fuerza y los siguió
hasta mas de tres leguas, haciendo una gran carnicería.
El escuadrón 15 que estaba entusiasmado y veía que
los colombianos iban lanceando á toda la izquierda ene-
miga, quería irse á la carga, como era natural y debió
ser; pero su Jefe el comandante Gregorio Paz (que mos-
tró alli ser un cobarde) no se lo permitía, pretestando
que no tenía orden del coronel Helguero, y este que
esperaba que Paz se lloviera á la carga, pues era el
primer escalón de la columna para cargar con los otros,
quédase parado.
Quiroga que se vio ya perdido, acosado por los fue-
gos de mi infantería y artillería, y que se corría con
sus riojanos al monte de la derecha, pues una parte
de los cordobeses habían huido con Ibarra, manda mo-
ver una fuerza sobre mi izquierda que la observó in-
decisa.
Paz que vé correrse por entre el monte á su iz-
quierda la caballería de Quiroga, vuelve cara; sigúele
Helguero con todas sus milicias y llévanme por delante
mi reserva y me dejan con solo los infantes y mi arti-
llería.
Yo en estas circunstancias, con los vítores que di
á los mirones y mis tropas, por la victoria de Matute,
había sentido una gran descomposición de estómago,
efecto del desarreglo que había hecho y me sostenía
agarrado del pescuezo de mi caballo. Asi que observé
— 337 —
«
en tal estado la fuga de toda lá caballería de la izquier-
da y mi reserva, tirando hacia la falda del cerro, quise
tirarme del caballo y puesto con mis 12 hombres de
escolta á la cabeza de los cívicos, perecer con ellos
mientras regresaba Matute, pero reflexionando que sería
mejor ir á buscar al Cuerpo vencedor de Matute, orde-
né á mis cívicos, que los mandaba el valiente coman-
, dante Yoici que se sostuviera á todo trance mientras yo
volvía con los Granaderos, y acometí con mis 12 hom-
bres á los enemigos de mi frente para buscar la di-
rección de Matute, por el paso del Rincón, que estaba
á retaguardia de Quiroga.
Los enemigos me abrieron campo y yo salvé por
entre ellos rodeada por mis fieles soldados de escolta, y
echando hasta sangre por los esfuerzos de la rabia.
Cuando pasé el manantial por el paso del Rincón,
el sol se aproximaba ya á perderse tras el nevado An-
conquija, pues la acción había empezado como á las tres
de la tarde.
Me dirigí á la Hacienda de San Pablo distante como
dos leguas al sur de Tucumán, ya cerrada la noche, y
aun se sentían los cañonazos de mis cívicos. Habia man-
dado en alcance de Matute para que regresara y órde-
nes para que se me reunieran las fuerzas que habían
huido por mi izquierda.
Cerrada ya la oración había regresado Matute al
campo de batalla, dando vivas á la patria y á mí, juz-
gándome dueño del campo, y lo reciben los infantes de
Quiroga con una descarga, pues los cívicos habían aca-
bado las municiones de las dos piezas y perdido mas de
las ires cuartas partes de su fuerza, y solo asi se habían
entregado poco antes de que llegara Matute. Tuvo, pues,
que repasar el Manantial y dirigirse al punto de reu-
nión de San Pablo, con algunas pérdidas.
Estaba yo en extremo molestado por mis heridas,
y fatigado por los esfuerzos que había hecho para con-
tener nuestras milicias, y sobre todo por mi larga per-
manencia sobre el caballo^ tan debilitado, después de 8
;í2
— 338 -
meses de quietud, que solo mi resolución pudo darme
ánimo para continuar con toda la fuerza, la marcha
hasta la Yerba Buena que está al frente de Tucumán,
poco mas de una legua al oeste.
Desde allí mandé al pueblo y supe que los ene-
migos se habían replegado al norte del Rincón, y que
habían tenido mucha pérdida.
Asi que amaneció, me puse en marcha para el cam-
po de batalla, pasando el Manantial por el Puente y con
una fu(5rza como de 700 hombres escasos.
Quíroga asi que me vio aproximar al mismo campo
de batalla, formó todas sus fuerzas en la ceja del mon-
te. El había traído sobre 600 infantes, pero había per-
dido muchos el día anterior. Formada su línea, mando
formar los cincuenta cívicos que solo se le habian entre-
gado cuando quedaron reducidos á dicho número, y habían
agotado sus municiones, al frente de su infantería, y á
pocos pasos de ellos, los mando hincar desnudos como
los habían dejado, y juntamente á los pocos oficiales
que habían quedado con vida, é hice que toda su infan-
tería les dirigiera la puntería con sus fusiles. Colocados
asi en este estado mandé levantar á un ayudante de los
cívicos que era criado de la casa del canónigo Agustin
Molina, y le dijo:-- «Marche Vd. y diga á su Gobernador,
que si da un solo paso adelante ó me dispara un solo
tiro fusilo á todos sus prisioneros; que Vd. ve como
quedan» .
Estábamos formados nosotros en el mismo campo de
batalla y reconociendo los muchos cadáveres que ha-
bía en él, cuando vemos venir al Ayudante, desnudo,
sin sombrero, y con solo un pedazo de trapo con que
apenas se cubría, y el cual se dirige á mí llorando; me
repite el mensaje de Quiroga, y agrega:— «Por Dios, mi.
Gobernador no de un paso adelante, pues 50 cívicos que
son los únicos que han quedado vivos, y solo así se han
entregado cuando no tenian ya un cartucho y muchos
de ellos estaban heridos».
Esta relación me conmovió. Mi fuerza no era suli-
r
— 339 —
cíente para cargarlo con esperanza de buen éxito sobre
la ceja del monte, teniendo él mas de 400 infantes ó
cerca de ellos, y como 500 hombres de caballería. Fuera
de esto tenia yo la certidumbre, de que asi que me mo-
viera sobre él, aquellos beneméritos prisioneros eran sa-
crificados sin remedio, pues conocía las entrañas de
aquel bárbaro.
Me hice bajar del caballo y puse á Quiroga un ofi-
cio diciéndole: — Que si él atentaba contra la vida de uno
soio de mis prisioneros, no daría yo cuartel á más de
ciento de los suyos entre oficiales y tropa, que tenía en
mi poder.— Yo no tenía en realidad sino unos pocos que
había traído el coronel Matute, pero como le faltaban
á él mas de mil hombres, no podía saber sí realmente
era cierto lo que yo decía.
Puesto dicho oficio, despaché al mismo ayudante
con él, pues le había dicho Quiroga, que si no regresa-
ba con la contestación lo fusilaría también.
Despachado el ayudante, permanecí allí mas de me-
dia hora haciendo reconocer el campo, y se contaron
mas de 200 cadáveres y recogieron dos ó tres heridos
mortalmente que los mandé colocar en los primeros
ranchos del Manantial, asi que me retiré en seguida
para Yerbabuena, con el objeto de ver si se reunía al-
guna fuerza más, y dejando á Quiroga en su misma po-
sición sin que tampoco él me hubiese molestado. Pero
iba yo en estremo incómodo, débil y sin haberme cura-
do hacía ya cerca de dos días; y cuando dejamos el
campo eran mas de las 11 p. m.
Llegados á la Yerbabuena, mandé carnear para que
comiese la tropa y me hice limpiar las heridas con un
poco de agua templada. A puestas del sol descubrimos
pojvos por el camino de Santiago, que se aproximaban
al campo de Quiroga, en seguida le vimos á este mo-
verse sobre el pueblo, y como no se me habían reunido
sino muy pocos hombres y Matute me inspiraba ya se-
rías desconfianzas, traté de retirarme al cerro de San
Javier, y me puse en marcha ya al oscurecer por la
— 340 —
cuesta que está casi al frente del pueblo, y un poco in-
clinada al sud-oeste.
Caminamos toda la noche, tirándome un soldado el
caballo y con otro sentado á las ancas para que me sos-
tuviera V libertase de las armas. Desde la altura se des-
cubrían los fogones del campamento de Quiroga á las
orillas del pueblo hacia la parte del nor-oeste.
A la madrugada y ya viniendo el día, estábamos
arriba de la cumbre desde donde se descubre el puoblo
y toda su campaña. Le eché un adiós tierno á mi pa-
tria desde aquella altura y creí no volverla á ver más,
pues en esa noche me comunicó el capitán Pereda, aquel
lindo negro colombiano, que Matute llevaba muy malas in-
tenciones y me encargó no me descuidara.
Ya desde aquel momento formé la intención de di-
rigirme á Salta, y di la orden asi que amaneció, que
luego que descansara un poco la tropa en la hacienda
de San Javier marcharíamos para Tapia por las Tipas. Nos
dirigimos en efecto á dicho punto y estando en él acam-
pados, por la tarde me avisó el mismo capitán Pereda,
que su coronel Matute había propuesto al cuerpo aga-
rrarme y entregarme á Quiroga, pero que todos le habían
mostrado abiertamente su desagrado por una acción se-
mejantg.
Dispuse continuar la marcha, y al siguiente día
desde la posta de Ticucho le dije al coronel Matute que
siguiera á la cabecera de la columna, que yo me ade-
lantaba á Trancas para esperarlo con caballos y carne
y ver si proporcionaba dinero para dar una buena cuen-
ta, y me marché con una buena escolta de 20 hombres
que había escojido del 15, pero decidido ya á lib<írtar-
me de él.
Asi que me hube separado alguna distancia, mandé
cambiar de rumbo y me dirigí acelerando la marcha para
el valle de San Carlos, proveyéndome de buenos caballos
y haciendo llevar por delante unos 500 que me propor-
cionó, no recuerdo que vecino.
Cuando Matute llegó tarde ya á Trancas y no rae
— 341 —
encontró, mandó poner presos á todos los oficíales del
15, y arrestó también á la tropa. Yo apuré la marcha
en esa noche y quedé libre de él. En San Carlos ó
antes de llegar á este punto, me encontré con el va-
liente y buen patriota el coronel José Ignacio Murga,
que se empeñó en acompañarme hasta ponerme en salvo
ó ir conmigo hasta Bolivia, pero no se lo permití por no
ocasionarle perjuicio, y le mandé que se volviera á Tu-
cumán.
Quiroga había publicado en esta vez un bando en
Tucumán llamando á todos los vecinos que habían emi-
grado, y amenazándolos con la pérdida de sus intereses
á los que no volvieran; y quiso también mostrarse mas
justo. Nombró gobernador al Dr. Nicolás Laguna.
Habiéndose presentado todos, y entre ellos el refe-
rido coronel Murga y mi tío el Dr. Araoz, cura y vicario
de Tucumán, preguntóle á ellos que por que venían recien
y no se habían presentado antes. Este valiente y honra-
do tucumano le contestó, (presentándole al mismo tiem-
po su sable): —Porque fui á cumplir con el primero de mis
deberes, acompañar á mi jefe, y ponerlo en salvo; he
cumplido ya con él, y vengo ahora á ponerme á las ór-
denes de Vd.
Quiroga al oírlo, le dio un abrazo y le dijo: — «Cí-
ñase su sable que ahora es mi amigo, ¡asi deben ser los
hombres!».
Ahora recuerdo que Murga me condujo hasta San
Carlos y de allí le hice regresar. Mandaba él, el cuerpo
de la Yerbabuena y el de los carniceros. Quiroga le
dijo en seguida:— «Vaya V. y póngase á la cabeza de su
Cuerpo, y á todo soldado que vaya á robar mátelo V.
por que estos santiagueños son muy ladrones». — Ibarra
había vuelto ya con su gente y estaba allí
Murga se despidió del general Quiroga y cumplió
al pié de la letra la orden que le había dado, pues se
fusiló más de ocho ó diez santiagueños y nadie le dijo
nada.
Cuando se presentó el cura Araoz le preguntó Qui-
— 342 —
roga quien era y habiéndose nombrado, dijole;— «¿hombre
y todavia vive Vd?» -—El cura que era en estremo miedo-
so, y deseando congratularse con el General, le dijo; —
«No soy tan viejo, señor, y siempre he sido afecto á V.
E. y opuesto á las ¡deas de mi sobrino; y sino que lo
diga el padre Bernabé (^) pues por su conducto le co-
municaba á Ibarra la debilidad de las fuerzas de mi
sobrino». Asi que hubo concluido le repuso Quiroga; —
«¡Pues, por eso precisamente creí yo que Vd. no viviera
ya! Por que su sobrino debió haberlo fusilado!» Lo dejó
pues al pobre de mi tío.
Al salir de San Garlos me proporcioné dos muías
buenas, pagándolas á buen precio, y volví á cometer otra
locura que casi me costó la vida. Al salir vi en una
casa colgados algunos alimentos y mandé un ordenanza
á que me comprara, y en la posada por la noche los
comí asados; cuando á las tres horas me produjeron un
gran malestar. Unos indios dueños del rancho me sal-
varon, dándome té de coca.
El camino ese, es de cuestas y hay nieve en ellas,
pues encima de dichas cuestas y sobre la nieve me le-
vanté varias veces la ropa para que me curaran las
heridas, exprimiéndome el humor de abajo para arriba
con la mano; y seguí mejorándome.
Así que llegué al territorio de Bolivia despaché 17
soldados de los que me habían acompañado, dándoles
una onza á cada uno, y un caballo y una muía para
que regresaran á sus casas, y continué hasta Potosí,
pero antes de llegar á dicho punto se me habían cerrado
las dos heridas de la paletilla y costillas por dos veces
y vuéltose á abrir; después de seis ú ocho días aun se-
guían descompuestas.
Cuando llegué á Potosí iba muy molestado con las
dos heridas abiertas, y le había dirigido aviso al general
y Presidente Sucre solicitando asilo. Así fué que en el
£1 capellán de Ibarra que estaba presente*
r
^ 343 —
acto de haber llegado tenfa ya casa preparada y fué
al instante un facultativo mandado por el prefecto Ga-
lindo, cuya graduación no recuerdo, á reconocerme las
heridas. Luego que las hubo visto y registrado me echó
un jeringatorio en la herida de bayoneta, una espe-
cie de bálsamo ó agua blanca, pero al mismo tiempo de
echármelo le dio tan mal resultado que no quizo repe-
tirlo.
Luego que hube descansado, pasé á presentarme al
Prefecto con bastante trabajo por el soroche, un can-
sancio estremado que se siente allí al caminar por efecto
de la rareza del aire.
El prefecto sintió mucho que me hubiese tomado
aquella molestia en mi estado y me dijo que tenía orden
del Presidente de darme 500 pesos y que mandara por
ellos. Le di las gracias y me retiré mandando después
el recibo que se me había pedido y me entregaron los
500 pesos.
Era tal fatiga que sentía desde que llegué á dicho
pueblo que no podía respirar fácilmente ni estando sen-
tado, dentro de mi casa, asi fué que me resolví pasar
al siguiente día á Chuquisaca y marché en efecto por
ser el temperamento de allí mucho más benigno.
Llegado á la Posta y Baños de Bartolo se me ocu-
rrió el bañarme, pues son aguas Termales, y así que
entré sentí un gran consuelo, con cuyo motivo pasé un
día mas y me di tres baños que me sentaron bien.
Como cuidadoso por haber ya comunicado la herida á
la caja del cuerpo, no quise demorarme y pasé, pero
reunido ya á mi primo don Miguel Diaz de la Peña que
se me había reunido en Potosí.
Llegado á Chuquisaca sentí alguna mejoría y fui
muy bien recibido por el señor Sucre y su ministro el
Dr. Infante, igualmente que mi primo don Miguel Diaz de
la Peña, quien representó un papel bastante lucido, así
por que era un joven de fortuna como por su educación
y trato afable.
Fui visitado por todo el mundo, hasta, por los cura-
l
~ 344 —
cas indígenas de las inmediaciones, lo cual causó alguna
alarma al Gobierno del señor Sucre, pues habian ya sus
rivalidades entre los hijos del país y los colombianos, y
no estaban contentos las jentes de ser mandados por un
extraño sin embargo de que era el señor Sucre un gene-
ral estimable y de una franqueza y modales que lo hacían
querer de todos.
Su mesa era espléndida y siempre concurrida para
muchos de los primeros sujetos del país. Fuimos convi-
dados á ella con mi primo el ex-diputado Díaz, varias
veces, pues vivíamos juntos.
El coronel don Manuel Dorrego mi compadre, que tan-
to había trabajado conmigo para que me pronunciara
contra el gobierno del Presidente Rivadavia, se había
desagradado bastante por no haberle dado gusto, y al
fin había conseguido él y sus partidarios derribarlo, y
colocarse en su lugar.
No recuerdo el tiempo que permanecí en Chuquisaca,
pero si que allí sentí una gran mejoría, pues contan-
do el modo de curarme la herida de la espalda por
aquel viejo gaucho tucumano, encargué al coronel don
José Ignacio Bringas que también me acompañaba, que
me buscara algún indio que quisiera chuparme la heri-
da, ofreciendo pagar bien. Muy luego encontró, uno este
buen amigo, dándole un peso fuerte por cada vez que
lo hiciera. Asi fué que al poco tiempo con la conti-
nuación de chuparme la herida dos y tres veces en el
día, logré que se limpiara bien y que sanara, no así
la de la costilla que seguía siempre abierta y supu-
rando.
Yo había recibido cartas de mi familia desde Bue-
nos Aires y sabia por ellas que mi señora había estado
gravemente enferma de resultas de mi desgracia del Tala,
pues no faltó una mujer imprudente que viéndola pasar
un día por la calle, viniendo de misa, dijera para que
la oyese; — «Que agena va esta de que su marido á muer-
to, toda su ropa ensangrentada y hasta sus armas están
en poder deQuiroga>.
^
.*
— 345 —
Al oír estas expresiones casi cae muerta. «Qué mu-
jer tan imprudente», dijole, desfallecida, y pudo apenas
llegar á su casa casi sin sentido, y sostenida por su her-
mana que le acompañaba y una criada. Le ocasionó esta
noticia un tan fuerte arrebato, que quedó sorda como
una tapia, y estuvo en extremo mala. Era y es la mujer
mas extremosa, pues desde que salí de Buenos Aires no
pudieron sus padres jamás conseguir el llevarla al teatro
ni otras diversiones.— Este su estremado cariño la ha
hecho víctima de tantas desgracias, trabajos y priva-
ciones como á sufrido, y sigue sufriendo, con Ta mayor
resignación, á la par mía y de sus hijos! ¡Esta es para
mí la mayor mortificación que he sufrido en mi vida!
En la acción de Ayohuma había caido prisionero mi
otro hermano mayor don Francisco Araoz, que servía en
la infantería en la clase de capitán y se conservó preso
en Casa Matas con los demás prisioneros hasta la toma
del Castillo por las fuerzas Libertadoras. En Lima había
casado poco después con una sobrina del Márquez de Torre
Tagle, y se hallaba de Oobernador del. Callao habien-
do ascendido á teniente coronel, y había escrito á nues-
tra madre Da. Andrea Araoz, llamándola á su lado con
nuestras dos hermanas que se hallaban en Buenos Aires,
y no había querido ir por no separarse de mi familia.
Mas así que se recibió en Buenos Aires la noticia de que
había yo muerto en el Tala y que todo el mundo la tuvo
por cierta por algún tiempo, se había resuelto con dicho
motivo á pasar á Lima en virtud de las instancias de
su otro hijo y marchándose con su nuevo yerno D. An-
drés Risso Patrón que había casado con mi hermana
menor Pepita.
Esplicado esto, continuaremos la relación de mi per-
manencia en la capital de Chuquisaca.
Me hallaba yo un poco mejorado, cuando recibimos
una falsa noticia de haber jurado la última Constitución
que dio el soberano Congreso, algunas de las Provincias
del Norte y nos resolvimos á marchar con mi primo
Diaz por Potosí, á Salta.
~ 346 -
El general Sucre así que llegué á Chuqulsaca, me
había mandado dar otro socorro no recuerdo si de 800
pesos. Asi que supieron nuestros preparativos de mar-
cha no faltaron sujetos de los principales del país, que
se empeñaron fuertemente para que no me marchara en
razón de que trataban ya de rebelarse contra el señor
Sucre y libertarse de la dependencia en que se conside-
raban del general Bolívar, pero yo me resistí, y mar-
chamos.
Llegados á Potosí, nos encontramos allí con nuestro
compatriota don Joaquín Achaval que venía de Cobija,
para Chuquisaca, á no se que asunto; y que debía vol-
verse dentro de 10 ó 12 días, para dicho puerto de Co-
bija, y nos convencimos al mismo tiempo de la falsedad
de la noticia.
Cómo mi objeto era pasar cuanto antes para Buenos
Aires, á reunirme con mi familia, pues á pesar de que
me sentía un poco mejorado tenía muy pocas esperanzas
de mi vida según la opinión de todos los médicos, me
propuso Achaval que á su vuelta él me llevaría hasta
Cobija sin que me costara un medio el pasaje. Acepté
su oferta, y para no esperar en Potosí á que él volviera
pues no me sentaba aquel temperamento, resolví volver
con él á Chuquisaca, y regresar juntos concluida su di-
ligencia.
Marchamos, pues, al siguiente día con Achaval, que-
dándose mi primo don Miguel Díaz en Potosí. Mi regre-
so á Chuquisaca alarmó un tanto al general Sucre, y
encargó á algunos de sus ayudantes que me observaran
secretamente, é indagaran el objeto de mi vuelta averi-
guándolo al mismo Achaval, según este mismo me lo
aseguró. Esta alarma había nacido, según el mismo
Achabal me lo dijo, de haber venido á visitarme desde
la provincia de Yamparaez y otros puntos, varios curacas
cuando llegué por primera vez, y también de los ante-
cedentes que él tenia de las miras de los bolivianos.
Mas se desvanecieron pronto dichas sorpresas, así por la
visita y manifestaciones que le hice al General, del mo-
— 347 -
tivo de mi vuelta, como por mi firme resolución de no
detenerme si no el tiempo que Achaval tardase en des-
pachar el negocio que lo había conducido.
A los 8 ó 10 días concluyó Achaval las diligencias
y nos regresamos á Potosí. Llegados allí, no recuerdo
á consecuencia de que noticia con respecto á la guerra
con el Brasil, resolvimos con Díaz, marcharnos para
Salta, pues me sería mas cómodo y fácil dirigirme á
Buenos Aires por la posta en un carruaje.
Pusímonos en marcha á los dos días, y llegamos á
Salta me parece que en el raes de Diciembre ó á fines
de Noviembre, pero con la herida de la espalda un poco
hinchada, y abierta la de la costilla. El coronel Matute
había ya sido fusilado por el gobernador Gorriti, á con-
secuencia de un movimiento que trató de hacer, y los
más de los colombianos se habían regresado para Tucu-
mán y otros estaban trabajando por haberse disuelto el
cuerpo.
Se hizo junta de médicos y todos opinaron que debía
operarme para extraer la bala que debía estar adentro,
pues eran de la misma opinión que de los de Tucumán,
que la herida era de bala y bayoneta. No bastaron las
reflexiones que les hice para persuadirlos de lo contra-
rio, y me aseguraron que si no me resolvía á dejarme
operar, moriría. No quise consentir en ello sin embar-
go de esta declaración, y mandé un propio á Tucumán
solicitando del Gobernador de dicha provincia Dr. don
Nicolás Laguna el permiso para pasar á Buenos Aires
por la posta, y para quitarle todo motivo de temor, le
hacia presente mi estado y Ja opinión de los médicos y
mi resolución de ir á morir al lado de mi familia, y
para que se persuadiera de la verdad de cuanto le de-
cía y no retardara el permiso que solicitaba, le pedía
que mandara una persona de su confianza acompañada
de una escolta que también se la mereciera para que
rae condugese, en la inteligencia de que no pasaría en
Tucumán sino el tiempo necesario para tomar un ca-
rruaje, el cual bien podía esperarme pronto y hacérseme
— 348 --
pasar coa la misma escolta hasta la provincia de San-
tiago.
La contestación de dicho Gobernador fué negativa,
pues según decía, que de ninguna manera se rae permitía
pisar el territorio de la Provincia, pues no seria bastan-
te ninguna escolta para evitar los males que mi aproxi-
mación podía ocacionar á la provincia.
Me produjo un gravísimo mal con esta bárbara
negativa, pues yo había traído de Chuquisaca mil qui-
nientos pesos, que había tenido la fortuna de ganar en
una tertulia en que nos convidaron con mi primo don
Miguel Díaz, alguno de los principales empleados de Chu-
quisaca días antes de nuestra salida, fuera de quinientos
pesos que entregué á don Joaquín Achaval en Potosí,
para que los entregase á mi señora. Vivíamos juntos con
mi primo Díaz, y nos habían convidado á una tertulia
que tenían los primeros cormerciantes de Salta.
Díaz que era bastante aficionado á divertirse, y
que tenía dinero, me invitó y asistimos á ella; gané
en la primera y segunda noche, mas de mil docientos
pesos.
Se había establecido en dicha tertulia no dar ni pe-
dir dinero, y la caja era de 100 pesos. A instancias de
mi primo asistí la tercera noche, pero sin llevar mas que
mi referida caja, la fortuna no estuvo buena y los perdí
muy pronto y me levanté y como en la mesa podían
ganarse á los de la partida, tres ú cuatro mil pesos por
que los tenían en oro en los bolsillos, pasé á mi c^sn,
tomé 6 onzas y volví resuelto á no volver más, perdiera
ó ganase.
La fortuna cambió y gané mil pesos y me retiré á
pesar de las instancias, so pretesto de mi enfermedad.
Al siguiente día no quise ir y me resolví á escribir al
general Quiroga solicitando su permiso para pasar á
Buenos Aires, ó más propiamente avisándole mi ida
para La Rioja, pues le dirigí, poco mas ó menos la si-
guiente carta: — «General, según la opinión de los facul-
tativos asi de Solivia como de esta ciudad, me veo ex-
— 349 —
puesto á una muerte próxima por el mal estado de mis
heridas; y demando como es natural, que ella no me to-
me lejos de mi esposa é hijos. Solicité del gobernador
de Tucumán el correspondiente permiso pafa pasar por
la posta á Buenos Aires con toda las seguridades que él
quisiera. Este permiso me ha sido negado expresamente
por dicho Gobernador, como verá Vd. por el contexto
que le adjunto. En esta virtud, y no permitiéndome
el estado de mi salud ninguna dilación, he resuelto po-
nerme en las manos de Vd. marchándome mañana para
ese punto, antes que exponerme á pasar por Santiago y
Córdoba, porque estoy seguro de que un valiente como
lo es Vd. no será capaz de oponerse á tan justa deman-
da, ni dañarme por detrás; cuya confianza no tengo en
los otros. Por mi ayudante el teniente coronel don José
Ignacio Bringas conductor de esta mi comunicación, es-
pero recibir el permiso de Vd. muy próximo ya á esa
ciudad para tener el gusto de conocerle de paso, y ofre-
cerle la inutilidad de su atento compatriota y SS. — G. A.
DE LA Madrid.
Habiéndome denegado á ir á la tertulia de ese día,
invítalos don Miguel Díaz á concurrir á nuestra casa
esa noche á don Máximo Arias, el coronel don Pablo
Alemán y don J. Cobo que eran los comerciantes de la
tertulia, sin yo saberlo, cuando asi que cerró la noche
entranse todos y manda Díaz á sus criados disponer una
mesa para terier el dado. Yo me escusé cuanto pude
pero tanto me incitaron á jugar solo una caja de doce
onzas que me fué preciso condescender.
La fortuna que no siempre es buena me hizo perder
la caja al poco rato y saqué otra que corrió la misma
suerte, ello es que perdí más de mil pesos y me levan-
té maldiciendo de la invención de mi primo á quién no
le fué menos mal que á mí.
Bringas había marchado ya, y me dispuse á salir
al siguiente día con mis tres ordenanzas. ínstame Díaz
en la mañana siguiente á que probásemos otro ensayo
después del almuerzo, pues que los había convidado á
~ 350 —
almorzar á los tertulianos al tiempo de retirarse; alagán-
dome con las esperanzas que son consiguientes. El re-
sultado fué gue vinieron y perdí más de mil quinientos
pesos y me levanté disgustadísimo y mandé pedir los
caballos.
Por la tarde me puse en marcha, maldiciendo de
mi condescendencia y contra el gobernador Laguna que
me había ocasionado tal demora.
Llegado al valle de San Carlos, á los pocos días,
ó en las inmediaciones de Santa María, encuéntrame el
comandante Bringas con la siguiente contestación de
Quiroga: — «General: No me es posible allanarle su trán-
sito por esta Provincia, temeroso de un contraste que no
está en mis manos el evitarlo, pues que deseando servir-
lo con la mayor eficacia, tal vez quedaría mal. Esta es
la única razón por que he preferido recomendarlo por
el oficio adjunto, á los Exmos. Gobiernos de Tucumán,
Santiago del Estero, Córdoba y Santa Fé, para que le
presten todas las consideraciones y asistencia que le son
debidas, como á un antiguo defensor de la patria,
etc., eic—Juan Facundo Quirogay>,
El oficio á los cuatro gobiernos que venía abierto,
y debía servirme de pasaporte, me recomendaba alta-
mente por el General de los libres, que asi se titulaba,
pues en él les decía que habiendo yo solicitado su per-
miso para pasar á Buenos Aires por la Rioja, había él
preferido concedérmelo por la posta, para que fuera con
mayor comodidad, y que esperaba se me prestaran todas
las atenciones y servicios que merecía por mis antiguos
servicios á la patria.
El temor que dicho General me manifestaba le im-
pedía, el permitirme el paso por la Rioja, lo atribuí mas
bien á recelo suyo por sus paisanos, pues que yo nótenla
enemigos que pudieran dañarme, cuando de él lo eran
todos y le obedecían solo por el temor, pero de todos
modos yo se lo agradecí infinito, pues á mas de propor-
cionarme un camino mas corto y cómodo, me conside-
raba seguro y perfectamente asistido por solo su rece-
— 351 ~
mendación que no podía ser mas expresiva. Pero me
engañé con respecto al Gobierno de la Provincia que
menos debía temerlo, la raia.
Marché, pues, á Tucumán, después de haberle con-
testado dándole las gracias, pero con el aumento de tres
oficiales ó comandantes patriotas de Catamarca -y de los
soldados de confianza que estos tenían y se hallaban
expatriados y sin poder volver á sus casas por su Go-
bierno. Estos nueve ó diez hombres que habían servido
antes conmigo y eran por consiguiente conocidos, se
hallaban precisamente en el punto donde me encontró
Bringas, pues habían venido á visitarme asi que lle-
gué y supieron por la comunicación que recibí á su
presencia, que yo me dirijia para Tucumán á Buenos
Aires, me rogaron tan encarecidamente que los llevara
en mi compañía á esta última Provincia, donde podrían
encontrar algún trabajo de que ocuparse, que no me fué
posible resistirme á pesar de que no llevaba yo ni lo
preciso para mi conducción, pues había tenido que com-
prar muías y caballos de repuesto para cinco individuos
que éramos nosotros, fuera de los animales para la
carga.
Marché, pues, con todos ellos para la hacienda de
Tafí, que está como á 12 leguas de Tucumán y en cuyo
punto tenía precisamente su hacienda el gobernador
Laguna. Asi que llegué á dicho punto y me alojé en la
hacienda del Gobernador, le puse á este una carta, avi-
sándole la resolución del general Quiroga que me había
obligado á dirigirme por allí y remitiéndole el oficio del
General para todos los Gobiernos con mi ayudante Brin-
gas, y dándole cuenta al mismo tiempo de los hombres
que me habían suplicado les permitiera ir en mi compa-
ñía hasta Buenos Aires, y de las armas que llevaba, que
consistían en tres sables de los comandantes y seis malas
lanzas de los soldados.
Le prevenía además, que pasaba á esperar al río de
Lules su contestación, para según ella entrar á Tucumán,
que iba muy incomodado de mis heridas, pues había
I
— 352 —
abiértoseme nuevamente la de la espalda, para que no
le quedara duda "de 'la' verdad^de cuanto le decía, le
pedia taníibíán que mandara un comisionado á los Lüles
(cuatro leguas de'^^Tucumán) ;"para que se informara de
todo^y recojer'] las armas de los' que me acompañaban
si lo juzgare necesario.
Despachado Bringas al anochecer, dormí yo allí y
marché de madrugada para los Lules esperanzado en
que pronto descansaría, pues había escrito también á mi
primo José Manuel Silva, para que me preparasen un
carruaje. Llegado á los Lules al caer la tarde, devolví
los caballos que me había prestado el capataz del Go-
bernador para que descansaran los míos, cuando al poco
rato se me prensenta Bringas con la contestación del
gobernador Laguna, mandándome salir inmediatamente
de la Provincia sin pasar adelante, y me avisan del
pueblo que no me descuide, pues aprestaban tropa para
sorprenderme, y habían colocado guardias en las afue-
ras del pueblo para prohibir á todos los vecinos el venir
á verme; permiso que había sido negado á cuantos ami-
gos lo habían solicitado.
Una noticia tan inesperada me llenó de indignación
y contesté al Gobierno: — «Que no había yo esperado un
reproche semejante al pasaporte que le había remitido
el general Quiroga, y mucho menos á mi persona en
el estado en que me encontraba, precisamente por de-
fender la dignidad y los derechos de mi pueblo: que nú
estado era peligroso y carecía de los recursos necesarios
para conducirme, que ya que el Gobierno me negaba el
pase para mi pueblo me proporcionase al menos los
recursos necesarios para mi viaje, á cuenta de dos mil
pesos que se me debían de mis sueldos, por el tiempo
que^había gobernado la Provincia, y que cuando aún
esto se me negara, que permitiese al menos á mis amigos
el venir á verme para pedírselos á ellos, y que se me
mandase un facultativo para que curase mis heridas». —
Despachada esta comunicación, tuve que ganar el monte
al anochecer dejando la carga en casa de don Miguel
— 353 —
Pérez Padilla, para precaverme de una sorpresa has-
ta que amaneciera y recibiera la contestación del Go-
bierno.
Todo el mundo se indignó de una acción semejante
por parte del Gobierno y tuve yo que pasar una malísi-
rna noche en el monte y como si estuviese al frente de
mis enemigos.
Asi que amaneció y se me mandó avisar por el
dueño de la casa que no había temor alguno que me
impidiera el pasar á ella, volví, y pasado un rato de
haber salida el sol, se me presentó un facultativo man-
dado por el Gobierno y la orden para que regresara
inmediatamente, y saliese de la Provincia, pero sin man-
darme auxilio alguno, ni permitir á los amigos el que
me viniesen á ver.
Lleno de indignación por semejante conducta le dije
al facultativo, que no había esperado jamás un proceder
tan infame como el del Gobernante de mi pueblo y lla-
mando á uno de mis ordenanzas que era hijo de allí le
ordené que aparejara la muía y marchara sin demorar
con mi carga de petacas hasta la plaza de Tucumán, y
que llegado á ella las bajase en su centro, las abriera
y pusiese toda mi ropa sobre las tapas; y que á cuantos
se arrimaran á ver y preguntar el objeto de aquella
demostración, les digera: — «Vengo por orden de mi Co-
ronel á vender toda su ropa por lo que quieran darme
por ella, sea cual fuese la oferta que se me haga» .
El ordenanza cargó las petacas y se marchó, y yo
anees de hacerme ver con el facultativo me desnudé y
me tiré á bañarme á la acequia que pasaba por el patio
de la casa, sin embargo de la opinión contraria de todos.
Esto era el sábado víspera de carnaval, después que me
hube dado un corto baño que me consoló bastante, salí
y me hice ver enseguida por el facultativo que curó mi
dos heridas después de reconocerlas.
Pasada esta operación y después de haber almorza-
do me puse en marcha para Monteros, al Sur, con la mira
de dirigirme á la Rioja. No recuerdo si al moverme de
L
— 354 —
los Lules ó en el camino me alcanzó el ordenanza con
mi carga un poco desbalijada, pues solo le faltaban al-
gunas prendas que tomaron algunas personas de las pri-
meras que concurrieron al verle poner de manifiesto mi
ropa, y me entregó me parece que cien pesos que le
habían dado, pues luego recibió orden de mandarse mu-
dar al instante con la carga.
Nos tomó la noche como á dos y media leguas antes
de llegar á Monteros, pasamos allí con varios milicianos,
algunos oficiales y vecinos que habían salido á recibir-
me, al camino
Al siguiente día, domingo de Carnaval, quise mar-
charmet emprano para alcanzar la misa en Monteros, pero
tuvimos que demorarnos por que amaneció lloviendo,
mas asi que escampó un poco, me puse en marcha con
bastante presteza, pero llegamos cuando era ya tarde
y lloviendo; nos desmontamos en el corredor que daba
á la plaza, en casa de una parienta mia, á media cua-
dra de la iglesia.
En el momento que hube entrado á la plaza, se
trasmitió la noticia de mi llegada á las gentes que es-
taban en la iglesia, y asi que hubo concluido la misa, se
dirigieron en tropel al corredor de la casa en que esta-
ba yo sentado, provistos ya con algunas guitarras los
cívicos, varios vecinos y milicianos del pueblo.
Asi que llegaron dándome mil vivas, canta uno de
los diferentes corrillos que rodeaban el corredor de la
casa, el siguiente verso de vidalita, acompañado por dos
guitarras:
La Madrid, se va para abajo (')
no le dejemos pasar,
reúnamoDOs paisanitos
qtic d la fuerza se hai quedar.
Contéstale otro en seguida:
(^) Llaman asi los paisanos á los que van para Buenos Aires y para
arriba, cuando marchan hacia Salta ó al Perú.
— 355 —
Ni preso quieren que entre
á su pueblo desgraciado.
¡ En premio de sus servidos,
bonito pago le han dado!
No. había acabado bieü de cantar el segundo grupo
esta cuarteta, cuando contesta otra con la siguiente:
Año y cuatro meses hace,
muerto le vimos pasar!
; Quién pensaba paisanitos
que asi le hablan de pagar?
. El estribillo con que estas se improvisaron, fué tam-
bién improvisado por el primer grupo, y era este:
i Siga la guerra, no quiero paz;
Yo quiero cielos, vengarme más !
Fué tal la impresión que este ultimó verso causó en
todos, muy particularmente en mi, que largaron el llanto
muchos; yo anegados mis ojos, me levanté precipitada-
mente y me metí á la casa, haciéndoles señas para que
se retiraran, tuvieron que callar las guitarras, pero ya
con la resolución formada de seguir el consejo de la
primera cuarteta, como lo ejecutaron en seguida.
Al poco rato después que pasó ya el agua, me hi-
cieron de comer, continué mi marcha, pues los grupos
de milicianos, oficiales y cívicos se habían retirado, salí
acompañado de muchos vecinos hasta el río del pueblo
viejo, una legua al sud de Monteros, cuando empezaron
á salir en grupos mas de cuatrocientos hombres con sus
oficiales y comandantes, me rodearon, manifestándome
su resolución de no dejarme pasar ni salir de la Pro-
vincia en el estado en que iba, que me había de quedar
por fuerza y no abandonarlos.
En fin, fueron inútiles cuantas reflexiones les hice
para que no me comprometieran, ni se comprometieran
ellos tampoco, me fué preciso acompañarme con todos
ellos en una casa y rasti'ojo, de sobre dicho río.
— 356 —
Inmediatamente dirigí una carta al gobernador La-
guna, participándole el compromiso en que me habia
puesto su imprudencia, por no dejarme entrar él, y que
iba á entrar toda la campaña, pues estaban llegando
grupos de todas partes con la misma pretensión de no
dejarme pasar.
Le decía en dicha carta, que el único medio que yo
encontraba para apaciguar aquel desorden, que solo él
había provocado, era el siguiente:
«Mande Vd. al canónigo Dr. don Agustín Molina, con
uno ó dos vecinos de su confianza, con un decreto de
anmistía para todos los que se han comprometido en esta
reunión, puestos ellos aquí, y haciendo público d'icho
decreto, yo me comprometo á recojer todas las armas á
mas de 500 hombres que hay ya reunidos, llevarlos con
ellos y (con los comisionados) entregarlos á Vd. después
de haber despachado á todos á sus casas. Solo así que-
dará esto concluido y podré yo pasar cuanto antes, de-
jando á Vd. satisfecho de mi honesto proceder, y á mí
pueblo en paz, pero deseo que sea esto cuanto antes».
Despaché á un vecino con está mi carta, encargán-
dole la mayor presteza, y quedamos allí á esperar la
contestación del Gobierno.
La mayor parte de la noche la pasaron jugando
Carnaval, en el nuevo campamento y cantando vidalitas,
pero con un nuevo estribillo que yo les di en lugar
del que habían improvisado esa mañana, y era el si-
guiente:
¡ Cese la giierra, yo quiero la paz
pues no permito, venganzas más !
Al otro día temprano, estubo de regreso el conduc-
tor de mi carta, con una contestación muy satisfactoria
del Gobierno, pues convencido de su imprudencia y de
mi buena fé, me ordenaba que pasara yo mismo á la
cabeza de toda la fuerza hasta el Manantial, en cuyo
punto estarían los diputados que había yo pedido, asi
que llegasen para pasar conmigo al pueblo, después que
y
— 357 —
hubiese descansado la fuerza y despachado la gente á
sus casas.
Con esta contestación, me puse en marcha al instan-
te, pero ya con mas de 600 ó 700 hombres y llegamos
al Manantial como á las tres de la tarde; — al instante se
presentó el canónigo Molina, el Dr. Mur, presbítero y
no recuerdo que otro en un coche, para llevarme al pueblo.
Asi que llegaron dichos comisionados, mandé formar
toda la fuerza para que la hablara el señoi* Molina, ha-
ciéndole presente el indulto del Gobierno, y recogerles
yo en seguida las armas.
Asi que el doctor habló, haciéndoles saber el indul-
to; que el Gobierno me admitía ya gustoso, pues venían
ellos á conducirme, gritan todos: «No permitimos nosotros
que nuestro jefe se vaya, por que en el monte de los
Aquirres, hay una fuerza destinada á prenderle, y si él
nos falta, nos perseguirán á nosotros».
Apenas hubieron dicho esto, cuando indignado yo
digeles en alta voz; ¿Qué signiflca este desorden? Han
creído Vds. que yo he de someterme á sus caprichos y
permitirlo! A la fuerza señor, no lo detendremos puesto
que V. S. quiere ir para que lo sacrifiquen, dijeron
todos los comandantes y oficiales; pero nosotros no en-
tregaremos las armas en ese caso, y sabremos vengarlo.
¡Si V. S. nos deja, nos meteremos á salteadores en los
montes! Mas enfurecido yo con esto, díjeles á los co-
misionados: «Señores, esto está concluido, vamonos al
pueblo que yo volveré mañana á contener este desor-
den», y roe dirigí á subir al coche.
Los Dres. Molina y Mur, que me vieron subieron
ya al coche y que todos los hombres montaban en sus
caballos, se dirigieron á mi y deteniéndome por la ropa
me instaron á que bajara y me quedara á contener
aquel desorden. «¡Por Dios, no se baya Vd. paisano! me
dijo el canónigo Molina, porque esto se vuelve una leo-
nera. ¡Déjenos Vd. ir solos á imponer al Gobierno de
cuanto hemos presenciado, ocasionado todo por su impru-
dencia! Veremos de remediarlo de otro modo».
L
— 358 —
Fueron tantas las instancias que tuve que ceder:
bajó del estribo del coche y les dye: «Muy bien, por Vd.
señor doctor, voy á esperar á los Lules la última reso-
lución del Gobierno, y tratar de persuadir á estos hom-
bres, y monté á caballo, subiendo ellos á su coche, y
nos separamos, marchando ellos para Tucumán, y re-
gresando yo para aquel punto.
Al siguiente dia, último de carnaval, se me apare-
cen muchos cívicos y mozos del pueblo, como á las 9
do la mañana dando vivas y dicióndome que podía ya
pasar al pueblo, pues que el gobernador Laguna había
convocado á la Sala y al pueblo, y renunciado el gobier-
no en virtud de un chasco, que hablan recibido en el
campamento el comandante general don Vicente Villa-
fañe y su tropa, — (dicho Villafañe había sido nom-
brado por Quiroga), y que quedaba en aquel momento
reuniéndose el vecindario en el Cabildo para nombrar
Gobernador.
Díjeles que no pasaría adelante hasta que el pueblo
ó la Junta no nombrara su Gobernador, y tuviera per-
miso de éste para entrar.
— ¡Pero valiente señor! que se quiere hacer el foraste-
ro! ¿que no conoce á su pueblo? A quién han de nombrar
sino á usted?— fué la respuesta que me dieron.
Me hecho á reír sin poderlo remediar al ver la for-
malidad, y la tonada tucumana en que me lo dijeron, y
les repuse: «Eso querían ustedes, y tal vez yo mismo, en
otras circunstancias. Hoy no podría darles gusto aunque
lo quisiera todo el pueblo, porque si tal cosa admitiera
nos traerían al momento la guerra Quiroga ó Ibarra y
el doctor Molina y demás de la comisión que vinieron
ayer á verme, saben que debo yo pasar al momento. . .
«Eso será si lo dejan», contestáronme, riéndose.
«Bájense ustedes y cuéntenme qué es lo que ha
sucedido, y por qué ha renunciado el señor Laguna», les
dije: — Se bajaron, y me dijeron lo siguiente: — La
derrota de los Colorados del señor Villafañe, á sido muy
graciosa, estaba él acampado en el bajo con su gente,
GENERAL JOSÉ B. VILLAFAÑE
J
— 359 —
por la quinta de Carranza, y pasaba de galope para el
campamento un negrito del señor Posse para su quinta.
Como los soldados estaban azorados lo que supieron por
los diputados, la gente que tenía usted y lo que había
pasado al quererse venir con ellos; viendo los polvos que
levantábamos corriendo el carnaval por la Cindadela, le
preguntaron al negrito que polvos son aquellos, y lo ro-
dearon; el pillo del muchacho para que lo dejaran pasar
les dijo: — «es el general La Madrid que viene entrando» —
No bien oyeron esto, cuando gritaron los soldados, los
colombianos primero: — «que viva nuestro General», — y
corrieron á sus caballos que estaban ensillados.
El Comandante general viendo aquello, y que todos
corrían á cual más á encontrar á usted, disparó para la
Banda con unos cuantos que lo siguieron, y los demás
que venían á buscarlo á usted se hallaron con que éra-
mos nosotros los de los polvos. Ahí tiene usted 'ítodo el
fandango. El señor Laguna que vio esto, y le avisaron
los vivas, fué al instante al Cabildo mandó tocar las
campanas y renunció. Alli los dejamos á los comercian-
tes y los de la junta, para nombrar Gobernador; pero
nadie quiere admitir, por que el señor Silva que es el
que se empeñan todos en nombrar, no quiere prestar el
juramento sino por una hora. — Dicho esto, se hecha-
ron á reir todos, festejando la ocurrencia del negrito,
y haciendo burla de los que habían pensado oponerse
á que yo entrara y reunido gente para atacarme.
Enseguida vino un propio del gobernador Silva,
avisándome su nombramiento y previniéndome que pa-
sara con toda la fuerza hasta la plaza. Marché al mo-
mento después de haber hecho saber á todos la orden
del nuevo Gobernador y mandado retroceder á mas do-
cientos hombres que venían ya cerca, del Río Chico y
Graneros.
Antes de llegar al Manantial me encontraron ya
varios co*merciantes y vecinos que entraron conmigo
hasta la plaza — Puesto en ella proclamé á todas las
milicias haciendo reconocer al nuevo Gobernador, é in-
' 1
— 360 -
vitando á la unión y el orden: les recojí todas las armas
que entregué a] Gobierno, y despaché á todos para que
regresaran á sus casas, lo que practicaron contentos, y
contando probablemente con que yo rae quedarla.
El entusiasmo de la mayor parte del pueblo; y muy
particularmente el de los cívicos y soldados colombianos,
que se hablan venido de Salta después que el goberna-
dor Gorriti fusiló á su coronel Matute, fué grande y
decidido para que me quedara y encargara del Gobierno;
mas ni yo lo pensaba ni lo podía hacer, sin comprome-
ter á la Provincia en una nueva guerra.
Había también dado yo cuenta al general Quiroga
asi del rechazo de su recomendación por el Gobernador
Laguna, como del compromiso en que me habían puesto
las milicias al ver que me retiraba rechazado por el
Gobierno, pero asegurándole mi Arme resolución de pa-
sar á Buenos Aires.
Traté, pues, de llevar adelante mi pensamiento y mar-
charme al siguiente día, pero habiendo esta noticia oca-
sionado un grande alboroto asi en lá tropa cívica y mu-
cha parte del pueblo, como de los soldados colombianos
que me habían tomado cariño y solo se consideraban se-
guros conmigo, me fué preciso formar un nuevo proyecto.
Plíseme antes de acuerdo con Silva, y le propuse en
seguida al Gobierno, que quería tener una entrevista
con el gobernador ¡barra, para que puesto de acuerdo
con él pudiera yo quedarme á encargo del Gobierno; pi-
diendo para que me acompañaran al desempeño de esta
comisión, al ex gobernador Dr. don Nicolás Laguna, y á
don Francisco ¡tugarte representante de la ¡1. J., con los
cuales debía yo marcharen un carruaje y con una escol-
ta de diez hombres.
Dispuesto ya este engaño de acuerdo con el gober-
nador Silva .alborótase la tropa y se opone temiendo
quedar engañada, pues sospechaba mi intento. Entonces
para desimpresionarlos de sus fundadas sospechas tuve
que dejar mi equipaje y mi cama en el cuartel como
una prueba de mi vuelta. Aquietados por esta muestra
r
— 361 —
y por las promesas que les hice de volver pudimos mar
charnos al siguiente día ya tarde, pero habiéndole anti-
cipado yo el aviso al gobernador Ibarra, &.
En el Rio Hondo paso délos Giménez, nos encontramos
con el comandante don Lorenzo Diazque me esperaba preve-
nido ya por Ibarra, y puesto en guardia, recelándose una
sorpresa.— Con el pretexto de no estar los caballos pron-
tos, nos demoró dicho comandante como un par de horas,
y nos hizo salir para Santiago después de puesto el sol,
para poder aparentar un gran campamento, sobre el
camino que íbamos á pasar, cerrada ya la noche; pero
este pobre hombre lo hizo con tanta torpeza que fué
fácil conocer su objeto.
Había mandado hacer tal acopio de fogones en dife-
rentes líneas paralelas, por uno y otro lado del camino,
que un ejército de cuatro mil hombres no necesitaría
tantos.
Una legua antes de llegar á Santiago, al tercer día
de nuestra salida se nos hizo destacar hasta que viniera
á recibirnos un oficial primo del Gobernador, y el cual
nos condujo á la casa que se nos había destinado en la
Plaza. Medio pueblo concurrió asi que nos bajó del
coche, á ver por sus ojos al muerto del Tala, pues por
tal me tuvieron por mucho tiempo, y fué tal su curiosi-
dad que se llenó el gran patio de la casa y casi hasta
el medio de la sala en que nos alojamos, fuera de los
innumerables hombres y muchachos que estaban apiña-
dos en dos grandes rejas de las ventanas que daban á
la plaza.
El Dr. Laguna é Itugarte estaban admirados de ver
el interés con que todos se pedían permiso para verme,,
cuando observando el primo de Ibarra el empeño con
que se agolpaban casi hasta media sala, saliendo unos
y entrando otros, arráncale el sable á uno de mis orde-
nanzas y empieza á echar á palos á toda la gente
para fuera.
Me desagradó bastante dicha acción y le dije con
buen modo — «Deje señor oficial que satisfagan su curio-
L
— 362 —
sidad, pues en nada nos incomodan, querrán ver al muer-
to resucitado»— -lo cual no obstante, siguió él repartiendo
palos hasta que los echó fuera, pero ganaron las venta-
nas y estuvieron por largo tiempo relevándose en ellas
hasta que se fueron raleando.
Luego vino el Gobernador y nos abrazamos y fué
impuesto del empeño de que había sido preciso valerme
para que rae dejaran salir mis paisanos. «Si este les ha
echado gualicho (*) á sus paisanos, por eso no lo querian
largar», dijo Ibarra riéndose.
Después de haber conversado un rato nos llevó á
comer á su casa, y al salir dijo al oficial su primo, «que
lleven el equipaje de Gregorio á mi casa», y contestán-
dole yo, que mi equipaje había quedado en prenda en
el cuartel se echó á reir y me dijo: — «no importa yo te
prestaré cama y lo que necesites».
Al siguiente día se regresaron para Tucuman mis
dos compañeros y la escolta, quedándome yo con solo
dos ordenanzas y habiendo recibido mi carga y la cama
que me remitió el Gobernador, habiéndola sacado del
cuartel con el pretexto de hacerme lavar la ropa. ¡Al-
gunas vidas costó á esos leales y decididos soldados esta
mi separación, pues Laguna volvió á ocupar el Gobierno
y Villafañe la Comandancia! Les tomaron gran pre-
vención, empezando á perseguirlos y tuvieron que morir
algunos, defendiéndose y expatriarse otros !
Después de tres ó cuatro días de permanencia en
Santiago en casa de mi antiguo amigo Ibarra, marché
para Buenos Aires en un carruaje y acompañado por
el oficial, primo de Ibarra hasta el Saladillo, línea divi-
soria de Santiago y Córdoba, só pretexto de precaverme
de algunos insultos en las postas de su territorio, según
me lo dijo el Gobernador al destinármelo para que me
acompañara, pero su verdadero objeto era el de obser-
var mis acciones, pues aun con solo mis dos ordenanzas
le inspiraba todavía temores: más en cambio de esto
(^) Brujería ó cosa del diablo, llaman nuestros paisanos, para atraer.
~ 363 —
tuvo el primo que sufrir por d03 ó tres días la me
ción de presenciar en todas las postas desde que í
de Santiago, los obsequios y consideraciones q
prestaron todas las gentes asi de todas las posta:
de muchos ranchos inmediatos que se costeaban á
llevándome algunos pequeños obsequios.
Antes de llegar al Saladillo se me cerró la
de bayoneta en las espaldas, con no se que remei
me dieron en Santiago, y no volvió más á abi
hasta hoy, pero seguí con la de las costillas ;
Era tal el terror que habían inspirado los sóida
lombianos de Matute, entre las gentes del caí
aquellas Provincias, que voy á referir un pasaje
80 que ocurrió al llegar al Pozo del Tigre, 2' pi
la jurisdicción de Córdoba, y que no dejó di
marme.
Iba yo muy apurado por llegar cuanto a
Buenos Aires, asi por el mal estado do mi salud
por el deseo de ver á mi señora y mis tres hijc
al último de ellos no conocía; que mandé adela
uno de mis ordenanzas luego que salimos de la 1'
á la espresada del Tigre, para que me esperar;
los caballos prontos- Tanto el que quedó conmig
el que se adelantó llevaban su lanza con bandt
su sable.
El que se habla adelantado que no era prácl
camino, descubre porción de gentes que estaban
trilla al lado del camino, y corre allá á pregun
la posta. Ver al soldado y dirigirse á ellos de
y echar á correr cuantas gentes habían, unos á
y otros á pié ganando los maizales todo fué u
soldado sorprendido por semejante fuga apretó á
en alcance de unas mujeres que disparaban deso
votando sus mantas, para tranquilizarlas hasta i
contuvo gritándolas que no tuvieran miedo.
Yo, que asomaba ya en mi birlocho y alcanc
la disparada en todas direcciones, no d^é de alai
sin adivinar el motivo. Llegué por fin á la posti
— 364 —
impuso el soldado del motivo de la disparada y el cual
había hecho huir también á los postillones; dijome que
las mujeres que el contuvo le confesaron que habian
huido todos creyéndolo colombiano, pues los Santiague-
ños les habían dicho que volvía yo otra vez con unos
soldados colombianos que eran el demonio en figura de
hombres, que nada respetaban y á nadie temían que
esta sola era la causa por que habían corrido todos.
No pude menos que reirme al oír esta relación, y
mucho más cuando comenzaron á salir contentos los
paisanos luego que supieron que estaba yo allí y me
repitieron la misma relación que les habian hecho los
santiagueños.
Al pasar por Córdoba fui bien recibido por el go-
bernador Bustos y mucho más por las gentes del pueblo,
quienes me contaron que al correista Carnerito que ha-
bía pasado para Buenos Aires cuando yo llegaba á
Tucumán, de Trancas, asi que se retiró Quiroga des-
pués de la acción del Tala, lo había tenido preso Bus-
tos con una barra de grillos, por que contó que es-
taba yo vivo, y que la firma que llevaba en su pasa-
porte era raia, lo cual era verdad; por que estando
ya despachado dicho correo por la administración de
Tucumán en el día en que debía llegar de Trancas, se
había esperado para verme y dar noticia á cuantos le
preguntasen; y para mejor comprobante me había pe-
dido que le pusiera mi firma como se la puse en dicho
pasaporte.
Pues por sola dicha causa estuvo el correo preso
muchos dias. Tal era el empeño (¿ue tenían en hacer
creer á todos de que yo había muerto, pues se persua-
dían esos pobres hombres, por que asi debe llamárseles,
que con solo esto quitarían á sus gentes el respeto íi
temor, que solo ellos me tenían ( ^ ).
(') I.os caudillos, pues sería un eml^ustcrrí, á más de injusto, en tiecir
(juc las j^entcs me temían, ó tenían contra mí, prevención alj^una, por i]uc
han mostrado lo contrario en todas partes.
¡^1 An-^/L^^íf-ny^.^s^^a
J
~ 365 —
En la Villa de Lujan tuve la satisfactoria compla-
cencia de ver que mi padre político el Ür. don José Mi-
guel Díaz Velez, que había salido con toda mi familia y
la suya á recibirme. ¡Grande fué ciertamente mi placer;
pero mezclado del sentimiento que inspiró la vista de
mi virtuosa y amable compañera! Y por el cariño de
mis tres inocentes hijos!!! El semblante de aquella
estaba todavía demudado por los padecimientos ocasio-
nados por mi ausencia y por la noticia de mi desgra-
cia, y al verme poco menos que cadavérico, no pudo
menos que echarse á mis brazos toda anegada en llanto
y exclamando: ¡Gracias á Dios que te veo! Pero en que
estado! Todos se conmovieron, y en especial sus reco-
mendables padres que no les costó poco trabajo el se-
pararnos, para que pasáramos al templo á dar gracias
al Todopoderoso por aquel beneficio!
Llegados después á Buenos Aires y así que pasaron
las primeras felicitaciones, fui al Fuerte á presentar-
me al señor Gobernador y mi compadre don Manuel
Dorrego, á quien habiéndole encontrado ocupado en el
ministerio de la guerra, me paseaba esperándole en el
salón del frente de la capilla. Salió de allí acompaña-
do de su ministro de la guerra el general Balcarce,
pero al saludo que les hize solo me contestó el ministro
afectuosamente, pues el gobernador Dorrego, no hizo más
que decirme secamente. — ¡ Siga V.! — y pasar.
Seguía yo por detrás. El ministro entró á su des-
pacho haciéndome una inclinación de cabeza al pasar,
y yo continué tras del gobernante, enfurecido. Él iba
con la llave de su bufete en la mano pero sin ha-
blarme, y al llegar abrió la puerta y dando inmediata-
mente vuelta y parándose en el umbral, díjome seca-
mente: - ¡Cuando vino V. ! — ¡ Anoche ! le respondí con
tono. — Retírese V.— díjome con la vista fija en mi; pero
no dándole tiempo á que concluyera le volví la espalda
sin hablarle y me retiré, entrándose él á su despacho y
cerrando con fuerza la puerta.
Bajé las escaleras, ciego de cólera, y me dirigí á la
— 366 —
Policía á presentarme por cortesía, á mi antiguo amigo
y tocayo don Gregorio Perdriel,que era entonces el jefe,
pero diciendo entre mí :
— ¿Y con trompetas como éste á la cabeza del Go-
bierno, pensaremos tener patria? ¿Podrán jamás unirse
los pueblos para constituir un Gobierno fuerte y respe-
tado?
Preguntándome Perdriel al saludarnos y fijándose en
mi semblante, que era lo que tenía, le instruí del reci-
bimiento que me había hecho mi compadre y nuestro
común amigo Dorrego, y agregué:
— «¡Cómo se conoce, tocayo, que los hombres que se
sientan en este maldito Fuerte, solo se llenan de viento,
olvidando lo que han sido y lo que deberían ser en su
nuevo puesto!»
— «¡No esperaba yo en Dorrego, tocayo, me dijo, un
proceder semejante y mucho menos con Vd.!»
--«No nos ocupemos mas de semejante Quijote», le
dije y nos despedimos afectuosamente, manifestándome
él, el disgusto que le había producido semejante conoci-
miento, pues era Perdriel un excelente sujeto, y teníamos
la mejor amistad desde que nos habíamos conocido en
el ejército del Perú.
Llegado á mi casa, me encontré con mi amigo el
doctor Houghan, y otros varios de visita, y después de ha-
bernos saludado, me llamó el doctor aparte para reco-
nocerme las heridas; se asombró por cierto, de que hu-
biese salvado de tantas, y manifestó su sentimiento, que
era igual al mío, de que hubiesen sido ocasionadas por
nuestra maldita guerra civil, cuando en la do nuestra
independencia me habían respetado las balas y el acero
en mas de 70 combates y encuentros parciales. La de
la espalda y 15 mas de la cabeza y el brazo, estaban
completamente curadas, pero se mantenía abierta la in-
cisión que se me había hecho en la costilla rota cuando
mi expedición á Santiago; la reconoció bien, encontrando
una astilla fracturada sobre la costilla, la cual la sentía
yo al moverla, él con la tienta, me dijo :
r
— 367 —
— «Esta es la razón porque esta herida ha cerrado y
vuelto á abrirse tantas veces, mientras no salga este
cuerpo extraño, moviéndome el hueso, no sanará de fir-
me, pero esto es nada, lo curaremos, mi amigo».
Yo rae consolé con este anuncio y salimos á la sala,
quitando el doctor todo motivo de aprensión á la fami-
lia, y los amigos; pero como entre los muchos que con-
tinuaron viniendo habia también diferentes facultativos,
mi padre político y mi señora, quisieron que todos me
reconociesen y tuve que darles gusto, pero causando en
todos igual asombro que en el primero: el haber salvado
de tari feroces heridas como algunas que estaban de ma-
nifiesto en la cabeza y en la espalda; mucho más des-
pués de haber estado abandonado en el campo desde las
diez de la mañana hasta las tres ó cuatro de la tarde,
sin lavarme, ni vendarme las heridas hasta la noche.
En fin, dieron motivo para varias digresiones estos
reconocimientos, y todos hicieron por tranquilizar á mi
familia y quitarle todo motivo de temor, pero apenas sa-
lieron de allí, manifestaron su temor de que no duraría
yo con vida arriba de tres ó cuatro meses, los que mas
se alargaban.
El doctor Houghan, que era el amigo de mi mayor
confianza, se encargó de mí, y á él, después de Dios, le
debo mi vida.
Yo había llegado á Buenos Aires, no recuerdo si el
22 ó el 23 de marzo, con una tos que á todos daba cui-
dado, y muy particularmente por el pus que arrojaba
por el esputo y mi extremada debilidad. Pasaron algu-
nos días y amaneció la herida cerrada, y como el doctor
venía todos los días á curarme, y me estaba administran-
do una bebida de un cocimiento de zarza, orosú y no
sé que otros ingredientes compuestos por él; dijome asi
que la vio que aquello era como en las veces anteriores,
que volvería á abrirse, y que no sanaría hasta que hu-
biese salido el hueso. Asi lo hice, y al siguiente día
amaneció abierta.
Yo seguía tomando á pasto el cocimiento pi*eparado
— 368 —
por el doctor, y pasaron asi los días experimentando al-
guna mejora que se veia visible, por la mayor facilidad
al esputar y por la mas claridad y ligereza de él; hasta
que un día amaneció la herida cerrada, pero de un modo,
que no la había visto en todas las veces anteriores, for-
mando una hendidura como si se hubiese contraído la
carne para unirse al hueso. Xo pareció el doctor hasta
tarde y me fui á su casa á visitarle, y lo encontré ocu-
pado en una operación.
Concluida que fué, dígole al doctor: Vengo muy
contento á decirle á Vd. que mi herida está ya curada
con sus remedios. ¡No puede ser! — repúsome Hohúghan,
no sanaría de Arme mientras no salga el hueso solo,
pues está ya casi desprendido, enteramente como Vd.
mismo lo á sentido al moverlo con la tienta. «Asi estaba
realmente le dije, pero en mi concepto no volverá á
abrirse, porque veo en ella una señal que no he visto
en las veces anteriores que he sanado» , y desprendiéndome
los suspensores se la enseñé.
Sorprendióse el doctor al verla y me dijo. ¡En efec-
to ! A obrado en Vd. la naturaleza, un prodigio, qxie no
lo he visto en los años que cuento de médico! A soldado
el hueso y no volverá abrirse!
Me retiré muy contento á mi casa y seguí tomando
el cocimiento. Hohúghan me había aconsejado que salie-
ra al campo á restablecerme, pero careciendo de los
recursos precisos para ello, no había querido decírselo
■
á mi padre político, por no obligarlo á contraer algún
empeño, pues su fortuna aunque no pequeña, estaba en
decadencia por que no podía disponer de las grandes
propiedades de campo que tenía en Entre Rios y Banda
Oriental, por otra parte, desde que me vi libre de mis
haciendas aunque todavía muy debilitado, no creí propio
dejar de ofrecer mis servicios al Gobierno, estando el
país en guerra con el Brasil, sin embargo del mal reci-
bimiento que me había hecho el presidente Dorrego, pues
no era á él, sino á mi patria, á quien iba á servir.
Dirigí una presentación al Gobierno, manifestándole
— 369 —
apenas restablecido de mis heridas, no podía confor-
marme con ser un frió espectador de los peligros que
amenazaban á mi patria por la guerra exterior en que
se hallaba empeñada, que me consideraba ya capaz de
manejar mi espada y ofrecía mis servicios en el destino
que el Gobierno quiera aceptarlos.
Entregada dicha presentación al Gobierno, esperé en
vano su resolución por diez días, ('onocí á no dudarlo,
que no se me ocuparía aun cuando dependiera de mí,
que estaba muy distante, la salvación de la patria.
Tal ha sido y es el proceder de nuestros gobernantes por
lo general, y solo á él debe la patria sus desgracias.
Todo el que sea imparcial" y haya tenido conocimiento
de nuestros mandatarios, conocerá que hablo la verdad,
aunque no agrade á todos.
Mi hermanó Mariano, que estaba trabajando en En-
tre Ríos, había venido á Buenos Aires y debía regresarse
muy luego. Resolví, pues irme con él á Entre Ríos, solo
por tomar otros aires, sin tener que hacer gastó alguno
y pasé á pedir mi pasaporte á la Policía, como un sim-
ple particular, pues aunque no estaba dado de baja por
orden alguna, tampoco estaba destinado á ningún servi-
cio, ni aun agregado al Estado Mayor, por consiguiente
estaba de hecho, retirado.
Perdriel mandó al oficial l^, Victorica, que me esten-
diera el pasaporte y estábalo ya extendiendo cuando me
dice: — «Tocayo, será mejor que pase Vd. á pedirlo á la
Inspección ó Comandancia de Armas, pues aunque no
está Vd. en servicio, al fin es un jefe, podrían estrañar-
lo ó atribuir á un desaire por parte de Vd., el que pida
pasaporte á la Policía».
«Tocayo le dije, si Vd. no me dá pasaporte ó me voy
sin él ó dejo mi viaje, pues no tiene otro objeto que el
de tomar campo. Con el recibimiento que me hizo Borre-
go y el carpetaso que se ha dado á mi ofrecimiento, yo
no vuelvo á pisar el Fuerte para nada». Tomó entonces su
sombrero y tomándome de la mano, me dijo: — «Venga
tocayo que yo mismo voy á hablar al Comandante de
24
•^Ti^C''^^??^'
^^^^^^^^PB^^H
ir ;■
— 370 —
Armas, no quiero que tomen un pretexto para ocasio-
narle algún mal é instándome, salimos juntos para el
Fuerte» .
Entró conmigo á ver al general don Marcos Balcarce
que estaba encargado de la Inspección y le dijo él mismo,
el objeto á que iba por tener yo que salir al campo
por mandato de los médicos; y que habiendo ido á
pedir mi pasaporte á la policía, había creido él mejor
que lo sacara de la Inspección. El inspector se negó
diciendo, que no podía darme pasaporte para fuera de
la Provincia, que era preciso lo solicitara del ministro
de la guerra que lo era en aquel entonces el general don
José Rondeau.
Pasamos con Perdriel á ver á dicho General y al
cual habló el mismo Perdriel; pero habiéndose escusado
también como el Inspector y exijidome que fuera á ver
al Gobernador ó Presidente, le dí las gracias y me salí
para retirarme á mi casa. Perdriel me instó en vano
para que subiéramos á ver á Dorrego. — Dijele — «si mi vida
dependiera de verle preferiría la muerte», y me di vuelta.
Entonces me llama Perdriel y me dice: — «Vaya Vd. tocayo
á esperarme á la Policía que yo subo á ver al Presidente
y sacarle su pasaporte». Marché á la Policía y subió él
á verse con el señor Dorrego.
A poco rato de haberme yo sentado á esperarle en
la Policía, entra Perdriel muy contento y me dice:- «Me
á ido perfectamente. Dice su compadre que lo dispense
que á estado muy ocupado con Lord Posomby con el asun-
to de los tratados de paz que se han propuesto por cuya
razón no había contestado á su carta ó solicitud, pero
que haga Vd. una presentación y se la mande y que será
despachado en el momento».
No bien acabó de hacerme esta relación cuando en-
tró corriendo un ordenanza del ministerio de la guerra
á llamarme de parte del señor Rondeau. Pasé á verlo
al instante y me dijo: — «Suba Vd. á verse con S. E. que
quiere hablarle».
Dirljome en seguida al despacho del Gobierno y sale
jO.
— 371 —
el señor mi compadre á recibirme con un abrazo á la puer-
ta, apenas rae vio, y conduciéndome de la mano y pidién-
dome mil perdones afectuosos por el recibimiento que
me había hecho al siguiente día de mi llegada, discul-
pándose con que salía de muy mal humor de hablar con
el ministro un asunto desagradable, con lo que me desar-
mó y me dijo. — ^Vaya Vd. y ponga una solicitud en los
mismos términos, más ó menos, que la anterior y mán-
demela; en la intelijencia de que si ahora mismo la pre-
senta, en el acto la tendrá Vd. en su casa despachada
para que pueda Vd. ir á tomar unos días de campo».
Nos despedimos ya con esto muy de amigos y regre-
sé á participárselo áPerdriel, pues me lo había encargado,
el cual celebró muchísimo esta conciliación. Pasé á mi
casa y puesta la solicitud la despaché al ministerio de
la guerra con mi hermano, pues debíamos embarcarnos
al siguiente día.
Dejó mi hermano la solicitud al Sr. Ministro y se
regresó, pero no había todavía llegado á casa cuando
se me presentó un ordenanza del ministerio á caballo
trayéndome decretada la solicitud, pero no para marchar
á Entre Rios, sino mandándome agregar al Estado Mayor
y que se me socorriera por tesorería con 500 | papel
y tomada ya razón en la Inspección.
Al instante conocí el objeto de la llamada, abrazos, &*.
Se figuró sin duda, pero muy equivocadamente, que yo
me marchaba, resentido á Entre Ríos, para tomar parte
contra su Gobierno, con los generales Urquiza y Echagüe,
que me parece no estaban muy de acuerdo con él en
aquel entonces; y quiso por este medio evitarlo.
Yo quedé desde aquella fecha agregado al Estado
Mayor y no se volvieron á acordar de mi para nada, ni
volví yo á pisar el Fuerte hasta días después de la revo-
lución del P de diciembre hecha por el general don Juan
Lavalle, como se verá mas adelante.
Seguí asi por seis ó siete meses; mientras tanto se
haOía celebrado la paz con el Imperio del Brasil, y ha-
bi^ yo escrito una carta á mi compadre el coronel don
i.
— 372 —
Juan Manuel Rosas, pidiéndole que viese si entre sus
amigos hacendados, habia alguno que quisiera ocuparme
aun que fuera de mayordomo ó capataz en alguna de
sus estancias; pues quería retirarme á trabajar al cam-
po, cansado ya de hacer tantos sacrificios para mi Patria,
y tan mal correspondidos por nuestros gobernantes. Que
la vida del campo era para mi la mas agradable y aná-
loga á mi carácter y esperaba que sabría trabajar á sa-
tisfacción del que me ocupara.
Dicho mi compadre se hallaba, cuando le mandé mi
carta, no recuerdo en cual de sus establecimientos del
sud y era ya el comandante general de la campaña,
hecho creo, por Dorrego. Precisamente en esas circuns-
tancias había salido á establecer una nueva linea de
fronteras, avanzando algunos fuertes ó guardias mas
á fuera de las que antes eran las últimas hacia las pam-
pas, por consiguiente llegó mi carta tarde á sus manos
y no pude contestarla como deseaba, sucedió en esto la
vuelta del general Lavalle de la campaña del Brasil y
en seguida la revolución.
Causales de este suceso, habían sido en Buenos Aires
unas elecciones no recuerdo si para representantes del
pueblo ó para diputados á una convención del tratado
de paz con el Brasil. El resultado fué que ellas fueron
muy ruidosas, por que los agentes del Gobierno por or-
den de Dorrego, cuartando completamente la libertad á
los ciudadanos, al tiempo de la votación, por cuanto
concurrieron armados á las mesas, quitaron listas, repar-
tieron las del Gobierno, y hasta hubieron algunas des-
gracias ocasionadas por sus dependientes.
Después de esto llegó el P. de diciembre, habién-
dose dejado ya traslucir secretamente, ideas de una
revolución próxima, pero sin tener yo otro antecedente
que el de haberlo oído en conversación á unos amigos,
que ni me preguntaron mi opinión, ni quise hablar una
palabra, pues aunque estaba yo ofendido por el gober-
nador Dorrego, no me parecía bien el que se rebelaran
contra el Gobierno, precisamente el ejército mejor orgaT
— 373 —
nizado que había y el que acababa por sus victorias de
alcanzar la paz.
Pero amaneció el P. de diciembre con la revo-
lución efectuada y formados los Cuerpos que había traído
el general Lavalle, en la plaza mayor sin que yo hubie-
ra tenido otro antecedente que el ya mencionado, y
estando aun en cama, entró mi madre política, Tránsito
Iriarte diciéndome: «Primo, porque asi me llamaba.
¡Qué descansado está Vdi en la cama cuando todo el
pueblo está en revolución! Levántese Vd. que el ejército
del general Lavalle está formado en la plaza y todo el
pueblo corre á reunírsele, contra el Gobierno!
Aseguro á mis lectores que me desagradé en extre-
mo de semejante noticia, por que temí las consecuencias
de un escándalo semejante. Me vestí muy despacio y no
quise ni asomarme á la puerta de la calle en todo el
día, por consiguiente nada puedo decir de cuanto ocurrió
entonces, porque no quiero ser el repetidor de cuentos,
sino el relator verídico de lo que he presenciado.
Nombrado ya gobernador por el pueblo, don Juan
Lavalle, y llamado por éste, mi padre político, el Dr.
Díaz Velez, á encargarse del ministerio general, me con-
servé siempre recluso en mi casa, esperando recibir
alguna orden del Gobierno para obedecerla, fuere cual
fuere, pues creía ser ese mi deber. Dicha orden no pa-
reció, sin embargo de haberse el Gobernador evadido del
pueblo para la campaña, cuando en la víspera de salir
el general Lavalle contra el gobernador Dorrego, viene
mi padre político y ministro general del nuevo Gober-
nador, á llamarme de parte de éste al Fuerte, diciéndome
que me necesitaba para que lo acompañara á la campa-
ña, agregándome por su parte, que era ya de necesidad
que fuera, puesto que todo el pueblo ó lo principal de
él había dado la cara y nombrándolo á dicho General,
por Gobernador.
Me quedé por algún rato pensativo y sin saber que
contestarle.
CAMPAÑA BAJO LAS ÓRDENES DEL G^Al JUAN LAVALLE
«Es preciso primo que se decida Vd. y que vamos,
me dijo mi padre político, porque esto es ya hecho y no
podría Vd. excusarse sin resolverse á quedar ya anula-
do». «Tiene Vd. razón, le dije, pues es precisamente en lo
que estaba pensando. El ejército todo á dado la cara
contra el gobierno de Borrego, que estaba ya mal, y todo
el pueblo se le ha unido, nombrando Gobernador á su
General, es pues, seguro que triunfará este joven orgu-
lloso, quedaré marcado por su enemigo si me excuso;
arruinado por consiguiente, no habrá, pues, mas remedio
que ir», le dije y marchamos.
Asi que nos presentamos al gobernador Lávalle, di-
jome éste: — «Es preciso coronel que Vd. me acompañe,
pues le necesito para mandarle á las Provincias con el
general Paz, por que allá nos será Vd. muy útil».
«Se hará lo que Vd. ordene, señor Gobernador, le dije,
pues siempre estoy pronto para servir á mi patria, en
cuanto me considere útil». — «Asi lo entiendo» , me contes-
tó.— «Prepárese, pues, y marcharemos mañana». — Me des-
pedí y pasé al bajo del río por si encontraba alguna
tropa de carretas de Tucumán para ver si me seguían
algunos peones. Felizmente encontré una ó dos y me
siguieron unos 20 ó 22 de sus peones, que marcharon
conmigo al corralón de mí casa, avisé al ministro para
que los proveyera de armas, caballos, etc., lo cual se
proporcionó al instante; pasé á casa del sastre don Feli-
ciano Malmierca, para mandarme hacer una casaca de
uniforme y una gorra, pues no tenía prenda ninguna
r
— 375 —
militar, encargándole que estuviera todo pronto para el
siguiente día temprano, y asi lo hizo.
Marchamos, pues, el 5 ó 6 de diciembre con todos los
cuerpos de caballería que había traído del ejercito, los
cuales compondrían una fuerza como de 900 hombres,
sin que se me hubiera dado destino alguno, pues solo
iba como un acompañante al lado del General, con mi
partida de valuntarios, sin representar mas papel que el
de un simple comandante ó lo que quiera llamárseme,
de una partida de carreteros, lo que por cierto, que no
me agradó mucho.
Yo estaba recien empezando á convalecer de mis
heridas y sumamente delgado, por cuya razón me man-
dé hacer la casaca bien holgada, pero como vi que no
sé me había dado destino ninguno, la guardé en la ba-
lija, asi quo llegamos á las inmediaciones de Santa Ca-
talina, como 4 leguas de Buenos Aires, cerrando ya la
noche y amenazando lluvia, pero apenas hubimos acam-
pado, cuando empezó á llover, con tanta abundancia, sin
cesar, en la mayor parte de la noche, que no me bas-
taron los acopios de pasto que me pusieron mis volun-
tarios debajo de una manta, para que me recostara con
el caballo de la brida, pues amanecí con medio cuerpo
metido entre el agua, y por. consiguiente, sin dormir.
Pero este nuevo ensayo de mi nueva campaña, fué
el mejor remedio para mi completo restablecimiento,
pues amanecí mas entonado y continué asi en progreso.
Continuamos la marcha, habiendo quedado encargado
del Gobierno provisorio, el almirante don Guillermo
Brown, de ministro general, mi padre político. En la
tarde del 8, hallándonos á la altura del intermedio de
la guardia de Navarro y la de Lobos, en cuyo punto
estaban acampadas las fuerzas del gobernador Dorrego,
ó mas propiamente, las que habían reunido el coman-
dante general, Juan Manuel Rozas, asi de las milicias
como de los indios pampas, también alguna infantería y
cívicos que habían salido del pueblo á reunirse con el
gobernador aquél, propúsele al general Lavalle ir de
— 376 —
parlamento al campamento de Lobos, á verme con mis
dos compadres, Dorrego y Rozas, con el fin de evitar la
efusión de sangre, pues tenía motivos para creer que
escucharían mis reflexiones, arribándose á una pacifica
terminación, que para esto podría él dirigirles la comu-
nicación que gustase.
El general Lavalle, se prestó á esta mi indicación y
me dijo que me preparara para marchar con 4* coraceros,
mientras él ponía la comunicación. Estando ya listo
para marchar, habiéndome entregado un oficio para el
gobernador Dorrego, cerrado, díj ele:— «Creo preciso, Ge-
neral, ponerse en guardia, si Vd. me lo permite». —
«Diga Vd.» me dijo.
«Digo, pues, que es preciso que mientras marcho á
Lobos, donde tienen su campamento, que Vd. se dirigie-
ra con la noche que no está lejos, á la guardia de Na-
varro, para interponerse entre las fuerzas del gobernador
Dorrego y los Húsares que están al norte; que podían
venir á reunírseles, bien sea con fuerzas de Santa Fé ó
con las milicias del norte. Por otra parte, como no sa-
bemos si se prestarán de buena fé á la proposición que
voy á hacerles, es probable que hayan llamado en su
auxilio al gobernador López, de Santa Fé, que han de
contar también con Bustos^ y Quiroga; no será estraño
que intenten ganar al norte para burlar dicha reunión.
Puesto, pues, Vd. con sus fuerzas en Navarro, queda in-
terpuesto entre ambas fuerzas y podría batirlas en detalle;
para lograr mejor el engañarlos, convendría que siguie-
se Vd. mis huellas hacia Lobos, hasta que cerrase la
noche, y llegada esta, dirigirse á Navarro».
— «Me parece bien su pensamiento, me dijo, pero
cuide Vd., si proponen algún arreglo por medio de co-
misionados, que el plazo sea lo mas breve posible.»
— «Pierda Vd. cuidado, le dije, que espero conseguir
el objeto que me propongo, y marché á galope.»
El sol se ponía cuando entré á la plaza de Lobos,
sin haber sido advertido por nadie, á pesar de la ban-
dera ó pañuelo blanco que llevaba en la punta de su
y
— 377 -^
lanza uno de los coraceros, parando mí caballo en la
esquina del nord este, á cuyo palenque ó postes estaban
arrimados porción de caballos ensillados, de milicianos
que estaban allí bebiendo sobre el mostrador de dicha
esquina. Pregunté al dueño de casa, quién era el co-
mandante de aquel punto y donde se hallaba, habiéndo-
me contestado que el comandante Bauness, (un Oficial
inglés) que estaba en el alto de la misma esquina, le
dije:
—«Hágame Vd. el gusto de decirle de parte del co-
ronel La Madrid, que necesito hablar con él; apenas ha-
bía proferido estas palabras, cuando corrió él á la esca-
lera del altillo á prevenir al Comandanie, pero los mili-
cianos mas ligeros que viento, habían dejado los vasos
sobre el mostrador, saltado á sus caballos y desapareci-
do corriendo á escape para el campamento que estaba
en la laguna de Cascallares, hacienda de un propietario
de este nombre, situada como á poco mas de legua y
cuarto de dicha guardia, al sud oeste.
Quédeme á caballo riendo de la eléctrica rapidez
con que habían desaparecido mas de 12 hombres, mien-
tras esperaba que bajase el comandante Bauness, lo cual
ponía también en duda, por la carrera que se sintió en
el alto al subir el dueño de la esquina. En efecto, viendo
que el ruido del tablado del alto había quedado en si-
lencio, y que el dueño de la casa no volvía con respuesta
alguna, me dirigí, atravesando la plaza, á casa del coro-
nel Domingo Arévalo, casado con una paisana mía, al
cual le había tomado allí la revolución, pues calculé
que el tal comandante Bauness había seguido el ejemplo
de los soldados.
En efecto, no me había equivocado, pues asi que
volví mi caballo y hube caminado algunos pasos, lo des-
cubrimos por sóbrela cerca de pitas, corriendo muy aga-
zapado, á pié, por entre el monte de duraznos de la casa,
hacia eJ sud.
Pídole al coronel Arévalo, asi que llegué, me propor-
cionara algunos caballos, si los tenía, para pasar al ins-
— 378 --
tante, pues había llegado con el mío y dos más, cansados.
Arévalo mandó al instante que desatasen tres ó cuatro
caballos qué habían amarrados á su palenque, y mien-
tras los ensillaban mis soldados, tomaba yo un mate que
me habían servido, nos reíamos refiriendo la carrera del
tal Comandante y de sus soldados. Apenas se hubieron
ensillado los nuevos caballos, subí al mío y me despedí
de Arévalo, pues el toque de Generala por cajas y cla-
rines, sonaba ya.
Luego que salí de la guardia, y observó el alboroto
del campamento, el arrimo de las caballadas, y el relu-
cir de las lanzas á la espalda de 'los que corrían á to-
mar sus caballos, contuve el galope de los nuestros, para
dar tiempo á los compadres á que se refrescasen, y pa-
sado el estupor de su sorpresa, me mandaron á recono-
cer; y seguí andando al tranco de nuestros caballos. En
efecto, sucediólo que yo esperaba: cuando me hallaba ya
sobre el campamento, marchando muy despacio, salió el
cabo Riquelme, que había sido mi ordenanza en Húsares
de Buenos Aires y era chileno, de los prisioneros de San
Nicolás en el año 20, con cuatro hombres de Blandengues
á escape en mi encuentro, y apenas se hubo aproximado
lo bastante á distancia que pudiera yo oirle su voz, me
grita:
— «Haga alto, mi Coronel, media vuelta á la de
recha». — Conocíle al instante, hice alto, y mandé volver
la espalda á mis coraceros.
Llegado que hube, el cabo saludándome me dijo: -
«mande echar pié» á tierra mi coronel, mientras sale el
comandante general á recibirlo»: así lo hize y me estuve
riendo con el cabo, pues había sido un soldado que
apreciaba por su honradez, de la disparada del coman-
dante Bauness que me la refería, cuando aparece mi com-
padre el comandante general don Juan Manuel Rozas
manchando á escape y sólo hacia mi, y apena hubo lle-
gado cuando sentando su caballo sobre las patas se tiró
de él y vino á mi con los brazos abiertos.
Yo le salí al encuentro en el mismo ademán, y abra-
— 379 —
zándonos me dijo: — «¡Compadre querido, cuanto siento el
verlo á Vd. en este lance entre mis enemigos!!! Vd. me
conoce, y sabe que no se lavar los cascos á nadie. El
único hombre á quien respeto, es Vd. ! ¡ Si yo le tuviera
á mi lado! me reiría de todos esos trompetas !!!» —recal-
cando esta última espresión.
«¡Compadre, le dije, desde que Vd. me conoce y sabe
mi proceder, juzgo que debió evitar semejantes espresio-
nes ! ! ! Soy mandado á instancias mías y llenaré mi deber!
No perdamos tiempo, que mi objeto es solo evitar la
efusión de sangre!*— y le alcancé el oficio que tenia en la
mano. Quiso abrirlo y al introducir su dedo pulgar para
romper el sobre, volvió el pliego á verlo, y suspendiendo
su acción me dijo:— «¡Este oficio no es para mi!» — «Abra
Vd. le dije, que mi comisión es cerca de arabos, y creo
que el oficio debe también de serlo!»
Abrió entonces el oficio, y que empezó á leerlo; todo
inmutado y poniéndose mas colorado que un carmin.
se dirijió á mi y me dijo: — «¡Garantías Cuando es
él el que debe pedirlas, pues se ha sublevado contra la
legítima autoridad presentando un escándalo sin ejemplo! ! !
Ya he dicho á Vd. compadre, que si yo le tuviera á mi
lado, me reiría de todos esos botarates; y esto habría
sucedido sin remedio si no hubiese recibido yo su carta
de Vd. en la frontera, pues antes que Vd. la escribiera
ya lo tenia yo todo preparado ! »
Todo esto me lo ensartó tan velozmente que no me
dio tiempo á interrumpirlo, y apenas 'calló le dije seca-
mente:— «¡Compadre perdemos el tiempo y el general La-
valle se aproxima; mi objeto es salvar á Vdes. de ser
lanceados, y al país de un escándalo que podría tener
funestas consecuencias: quiero que Vd. se persuada de
esta verdad y que pasemos á ver al Sr. Gobernador Borre-
go!»— «Imposible me dijo, no quiere dejarse ver de parte de
unos militares que han cometido la peor de las faltas.»
— «De esa falta compadre nadie talvez sino el mismo Go-
bernador ha tenido la culpa, pues él á privado al pueblo
de su mas preciosa garantía, la libertad de elegir sus re-
^ 380 —
presentantes, pues Vd. á visto las tropelías que se han
cometido en las elecciones por los agentes del Gobierno
y esta es la razón por la que todo el pueblo á estado
por la revolución».
«Yo se muy bien, dijome Rozas al oirme, que Borrego
es un loco. ¿Y porqué no se me vio á mi para hacerla?
— «Perdemos el tiempo compadre, le dije, y esta pérdida
de tiempo puede costar muchas vidas y es precisamente
lo que he querido yo evitar, y á cuyo solo objeto me he
interesado por venir á verme con Vd.» — «¡Y cual es el me-
dio que Vd. encuentra me dijo, para que esos hombres
vuelvan á su deber». — «No hablemos de deberes compadre
le dije, porque ellos son recíprocos y sería preciso que ca-
da uno llenara los suyos sin sobrepasarlos. Nómbrese di-
putados por ambas partes y discútase entre ellos los que
mas convengan al sosiego y felicidad del país y eso se
haría» .
«Me parece bien su pensamiento compadre, dijome
Rozas, pero para esto retírese Lavalle con sus fuerzas á
los extramuros de la ciudad y procederé en hora buena
al nombramiento de cinco diputados por el pueblo que
nosotros los nombraremos mañana mismo por la cam-
paña, y reúnanse los diez en el punto de la campaña
que se elija por ellos mismos».
«No se equivoque compadre: el General no retrocede-
rá un palmo del lugar en que yo le encuentre, poniue
sería dejarlos á ustedes en posesión de toda la campaña,
cuando una parte de ella está por la revolución, los que
deben retroceder á la otra parte del Salado son ustedes.
El general Lavalle pasará donde yo le encuentre, y pue-
de ser que á la hora esta no esté muy distante, con que
asi compadre vea usted de decidirse, le dije, cuanto
antes» .
«Bien compadre, queda acordado me dijo, el nombra-
miento de los diez diputados para el día de mañana,
mitad por el pueblo y mitad por la campaña, el Ge-
neral no pasará del punto en que usted lo encuentre,
y nosotros vamos á esperar al otro lado del Salado,
— 381 —
pues ya cierra la noche», y se dispuso á montar á su
caballo.
-rCompaclre, le dije, vuelvo confiado en su palabra».
«Indudablemente, me repuso, y en prueba de ello voy á
instruir el Gobernador de lo acordado, y vuelvo con su
confirmación, y trayéndole á usted un baqueano para
que lo ponga en el camino, pues la noche se va descom-
poniendo».- «Muy bien, se lo agradeceré», y se marchó
al gran galope, cerrando ya la oración.
Después de un rato de demora regresó con un ba-
queano perfectamente instruido por cierto, como se verá
y confirmación á nombre del gobernador Borrego, de
todo lo que habíamos acordado y nos despedimos, cerra-
da ya la noche por cierto muy oscura.
Caminamos cerca de una hora guiados por el ba-
queano y sin esperanzas de encontrar camino, ni descu-
brir un solo rancho, pero ni ya un fogón. Disgustado
yo de esto y adivinando el motivo, dijele al baqueano.
— «¿Qué significa esta demora? Trae usted orden de po-
nerme en el camino ó de extraviarme de él ?» — «Dispén-
seme, señor, que con la oscuridad de la noche y los re-
lámpagos parece que me he perdido, déjeme reconocer
el lugar y espérese un instante, me dijo», y picó su ca-
caballo á la izquierda.
Quédeme parado, y rabiando con los cuatro corace-
ros, y escuchando el galope del caballo del baqueano,
lan presto para un lado como para otro, y adivinando
que mi tales compadres irían ya en marcha; pero no
para el Salado sino rumbiando al norte; pues estaba clara
su mala fé por la conducta del baqueano. Vuelve al
poco rato pidiéndome mil perdones y protestando por
todos los santos, que estaba perdido sin saber cómo.
«No es mala pérdida, le dije, pero más perdido está
el que lo ha mandado á usted perderse! Pero protesto
que le pesará!» — «No se engañe mi Coronel haciendo malos
juicios, pues le juro que estoy perdido. ¡Bendito, sea
Dios!» — agregó tirándose los cabellos.
«Deje usted de protestas, y juramentos, y súqueme
i
— 382 —
cuanto antes á una casa cualquiera, le dije, pues dema-
siado me ha embromado ya con esta noche tan frla>,
«Bendito sea mi Dios que no me cree», dijo el paisano,
y picó el caballo con todos los ademanes de un gaucho
pillo, y yo tuve la paciencia de reírme y seguirle calcu
lando el chasco que podía llevarse Rozas, con toda su
pillería.
El paisano siguió haciendo que paraba á escuchar
de rato en rato y variando ya para un lado ya para
otro, hasta que descubrimos una luz á nuestra izquierda
«En el momento, dijele, marche usted donde aquella luz»,
pues iba ya pasado de frío y algo humedecido porque
nos había caído una pequeña garúa, pero iban ya ce-
sando los relámpagos. Llegamos por fin á la casa donde
se había visto el fuego, y así que la conocí acabé por
confirmarme de la pillería de rni compadre Rozas, pues
solo estábamos como diez cuadras ó poco más de la
Guardia de Lobos, y era más de la una de mañana. —
«Vaya con Dios, paisano, le dije, á recibir el premio de
su jefe donde lo alcance, que yo no necesito de su guia».
El paisano regresó, y yo me puse al lado del fue-
go con los cuatro coraceros y el dueño de la casa, á to-
mar mate y á esperar que se aproximara el día para
poder cruzar al norte buscando nuestra columna que yo
había dejado para alcanzar al General cuanto antes,
pues que debía él haber cruzado de los confines del par-
tido de las Cañuelas á Navarro.
Apenas se aproximaba el -día cuando me puse en
marcha como para Cañuelas, para que el dueño de
la casa no conociera mi verdadera dirección, y asi que
nos habiamos alejado de la casa crucé á la izquierda y
empezamos á galopar hasta que alcanzado ya el día
encontramos con la rastrillada de la columna y echa-
mos á correr por sobre ella, con una niebla bastante
cargada; hasta que descubrimos la fuerza poco después
de haber salido ya el sol, y bien cerca ya de Navarro,
cuya guardia estaba á nuestra izquierda.
Apuré la carrera preguntando por el General hasta
— 383 —
que habiéndolo alcanzado al costado de la columna, ya
la cabeza de esta casi á dicha guardia, nos paramos con
él. Estaba yo instruyéndolo de la sorpresa que les había
ocasionado, y del acuerdo tenido con Rozas y confirma-
do por Dorrego &, cuando le viene el aviso de estar el
ejército de Dorrego y Rozas acabando de acampar al
frente de Navarro y empezando á carnear y siéntese al
mismo tiempo los primeros tiros de nuestra columna y
los enemigos.
Cortándome la relación que le estaba haciendo, di-
ceme el General, «corra usted Coronel á ponerse A la ca-
beza del primer escalón esperar órdenes. Partí á esca-
pe á la cabeza de la columna que había sido formada
por escuadrón y sobre las dos mitades del centro, y de
lo cual no tenía conocimiento.
Apenas me hube separado del General como unas
tres cuadras, cuando descubrí á la indiada y gauchos
de Rozas, corriendo á escape por el flanco izquierdo de
nuestra columna y formados por escuadrones, á tomar-
nos la retaguardia por sobre una pequeña altura. Cuan-
do yo alcancé al primer escalón de la columna que iba
prolongada descendiendo un bajo, me encontré ya á tiro
de cañón de la línea de infantería del gobernador Dorre-
go: por consiguiente el lance era crítico, y debía no li-
brarse á la deliberación del General que no lo había
previsto, sino á la dirección del jefe que este había des-
tinado para ponerse á la cabeza de la columna.
Las fuerzas enemigas que eran muchísimo mas nu-
merosas que las nuestras, debían envolvernos ya por la
izquierda y retaguardia y se sentían sus fuegos. Esperar
yo en estas circunstancias á atenerme con la orden del
General era para mí un acto indigno y mucho más á la
presencia de un General orgulloso y de sus jefes que no
lo eran menos. Por otra parte si pasaba era de esperar
que nuestra columna fuera muy pronto desordenada ó
rota por la artillería.
Colocado al frente del escuadrón en tales circuns-
tancias y sobre la marcha me decidí é precipitarme so-
L
— 384 —
bre la línea enemiga y sus cañones.— ¡Valientes coraceros
les dije, enristren lanza, al galope! — sufriendo ya los fue-
gos de la artillería é infantería enemiga, y al acercarnos
á ella di la voz á degüello, pero siempre á su frente.
La infantería enemiga fué rota y echa pedazos, y
los artilleros quedaron lanceados al lado de sus cañones
pero mi caballo que era excelente, desbócaseme al llegar
á los cañones y saltando por sobre uno de ellos parte á
correr sin poderle yo contener, á retaguardia de la línea
enemiga. Un coracero que lo había observado corre por
mi izquierda y tomando inmediatamente con su derecha
la brida de mi caballo forcejea pronto conmigo hasta
parar mi caballo, como á unas tres ó cuatro cuadras
bien largas, al lugar que había ocupado la linea enemiga.
Cuando hubimos logrado parar mi caballo, me encon-
tré yo solo con el coracero, y solo se descubrían los
polvos á nuestra retaguardia y por ambos flancos; díce-
me entonces el soldado, que era provinciano, «mi coronel
parece que hemos perdido la acción» . «¿Como perder cuan-
do hemos hecho pedazos la infantería enemiga y sus
cañones los tenemos á la espalda abandonados?» díjele
al soldado. Avístanse en seguida dos oficiales subalternos
con tres soldados, un poco á nuestra izquierda para el
Este y marcho á su encuentro, dudando el soldado si serian
enemigos, pues la niebla que había no permitía cono-
cerlos, y encontramos que eran de nuestros coraceros.
Pregúnteles por nuestra fuerza y me contestan que
no saben, pues que se habían ellos separado persiguiendo
á un oficial con unos cinco ó seis hombres, y habiéndolos
alcanzado á tres de ellos y dádoles muerte, no sabían
la dirección que habían tomado sus demás compañeros;
pero que por los polvos y el tropel que se escuchaba
hacia el norte jugaban que nuestro ejército iba en derro-
ta.— «Ni sueñen Vdes. en semejante cosa les dije; pues
los que huyen al norte son nuestros enemigos que van
á bucar la reunión con las aantafecinos y con los Hú-
sares».
En esto aparece una fuerza que regresaba en direc
— 385 —
cióii á nosotros, como de 20 á 25 hombres: mandé formar
á los dos oficiales y los cuatro coraceros j^ marché al
encuentro de los que venían que luego conocimos ser del
escalón con uno ó dos oficiales. Mandé en seguida á
reconocer otro grupo y me dirijí yo á otros hombres que
se avistaban por el otro lado.
El resultado de esta indagación fué reunir como 40
hombres de mi escalón y mas de 30 prisioneros y porción
de fusiles que habían quedado abandonados en el campo,
y sintiéndose ya el toque de reunión al Nord Este regresé
con toda esta fuerza y prisioneros habiendo mandado
traer los cañones que habíamos tomado.
Encontré al general Lavalle tendido en el campo con
el general don Martin Rodríguez, el coronel Olavarría, el
de igual clase don Aniceto Vega y no se que otros, y con
sus caballos de las riendas. Dirijome á él muy satisfe-
cho y me contesta á mi saludo con estas palabras.— <¡Vd.
Coronel parece que no piensa mas que en acometer á los
enemigos, pero sin acordarse que tiene soldados que
mandar!»
Sorprendido yo por un recibimiento tan inesperado,
y en presencia de tantos; dijele:— «Y cuál es la razón del
General para dirijirme semejante reproche?» — «¡Porque
Vd. no á desplegado su escalón! me dijo, y á cargado en
dos mitades!» — «¿Si el Sr. General me hubiese advertido
el orden en que iba formada la columna, ó hubiese yo es-
tado presente cuando se formó, tendría entonces razón para
semejante reconvención? le dije, pues yo pensaba que el
escalón que iba á la cabeza de la columna, era el esca-
lón P, y al alcanzarle descubrí ya sobre nosotros la línea
de infantería enemiga y sus cañones, y toda su caballe-
ría flanqueaba ya nuestra columna y amenazaba envol-
verla por su retaguardia! No juzgué prudente ni propio
de un militar que conoce sus deberes, y desconoce el
peligro, esperar en tales circunstancias sus órdenes».
«Vamos, bájese Vd., me dijo, asi él como el general
Rodríguez, y me bajé y tendí al lado de ellos despachan-
do la fuerza á que se reuniera á la demás, con el jefe
25
— 386 —
del escalón, que me parece era el comandante don Sixto
Quesada.
Hablaban en esas circunstancias de moverse ya para
la Villa de Lujan con el objeto creo de marchar ya so-
bre el gobernador López de Santa Fé. Esto es, el gene-
ral Lavalle había dicho que iba á marcharse de alli mismo
y los demás coroneles le apoyaron esta idea, lo cual
oido por mi no pude dejar de manifestarle mi contra-
ria opinión.
«Señor General, le dije; si tal cosa ejecuta seria pro-
porcionar á Rozas su más pronta reunión, con la ventaja
de que se le reunirían todos los .hombres de la 'campaña
aun los que no hayan estado en la acción porque hacía
entender á todo el mundo que su retirada era ocasiona-
da por la aproximación de las fuerzas de López, Bustos,
etc. Yo soy de opinión que ahora mismo debe V. E. pa-
sar á la estancia de los Cerrillos y fijar allí su cuartel
general, con esta operación se disuelven completamente las
fuerzas de Rozas y en pocos días tendría toda la campaña
tranquila, de lo contrario esa será su punto de reunión.
El general don Martin Rodríguez así que hube aca-
bado de hablar, dijo: «yo soy de la misma opinión de La
Madrid, pues es precisamente el punto de donde parten
todas sus órdenes y allí será el de su reunión». — «¡Qué
amigos de dar consejos habían sido estos hombres! ¡Yo
no necesito consejos de nadie! — ¡Que se reúnan cuantos
quieran, volveremos á lancearlos!»— Esta fué la contesta-
ción de Lavalle; pero no queriendo yo dejársela pasar sin
hacerle conocer su falta de consideración, le repuse: —
«Pero señor General, esos hombres que quiere V. E. vol-
ver á lancear ¿qué son? ¿moros ó paisanos de Vd.?»
«Yo convengo, le agregué, en que los lanceará cuan-
tas veces se reúnan y los hará pedazos, pero esto es pre-
cisamente lo que debe evitar V. E. por lástima siquiera
de sus paisanos». El General se formalizó sin contestar,
y yo me callé la boca diciendo entre mí: ¡es lástima que
un valiente como éste, sea tan orgulloso, pues se ofende
de un consejo tan racional como justo!
— 387 —
Por de contado no hizo ni lo uno ni lo otro, pero
regresó á la Hacienda de don Juan de Almeira, más al
Norte de la Guardia, con toda su fuerza y se estableció
allí hasta que llegó el gobernador Dorrego conducido
preso por una escolta de Húsares, el 13, desde la Guar-
dia ó fortin del Salto, donde hallábase el Regimiento
de Húsares que mandaba el coronel Rauch, en uno de
dichos puntos, cuando sucedió la revolución el 1°, y por
consiguiente dependía del gobierno, pero no había concu-
rrido á la batalla. El Coronel de dicho cuerpo hallábase, en
Buenos Aires, me parece que por enfermo, cuando estos
acontecimientos; y había quedado encargado del mando
el teniente coronel don Bernardino Escribano, siendo su
sargento mayor el valiente joven don Mariano Acha.
El coronel don Ángel Pacheco que se hallaba de co-
mandante de la frontera del norte, habíase puesto á la
cabeza de dicho Cuerpo por disposición del gobernador
Dorrego, provisoriamente, á consecuencia de la revolución
por temor de que fuese ganado por los afectos al movi-
miento que eran los más del pueblo.
Sufrido el contraste en Navarro el día 9^ y acuchi-
llada y lanceada toda la indiada y demás caballada de
Rozas por los cuerpos del general Lavalle, habíanse pues-
to en salvo para el norte, el Gobernador y el comandante
general Rozas, con el intento el primero de apoyarse en
dicho cuerpo de Húsares para formar su reunión y es-
perar el auxilio del gobernador López de Santa Fé, que
habia sido solicitado ya por Rozas y aun por el mismo
gobernador Dorrego. Al acercarse en su fuga al punto
en que se hallaba Pacheco con los Húsares, Rozas se ha-
bía opuesto á que se presentaran ante dicho Cuerpo por
que se recelaba de que estuviera contaminado, mas el
Gobernador no haciendo caso de los consejos de Rozas
se resolvió y fué al Cuerpo, separándose el último para
Santa-Fé.
Así que el gobernador Dorrego se vio con el teniente
coronel Escribano, fué arrestado por éste y el mayor
Acha, y lo fué también el coronel Pacheco, con la dife-
— 388 -
rencia de que el Gobernador fué conducido á Navarro
escoltado en un birlocho por una fuerte partida de Hú-
sares á presentarlo al general Lavalle, y Pacheco fué des-
pués dejado en libertad por marcharse á Buenos Aires ó
permanecer allí si quería, pues su detención había sido
para solo evitar que puesto á la cabeza del Cuerpo, se
pusiera con todo él, bajo las órdenes del Gobernador.
Antes de llegar preso á Navarro, dicho Gobernador,
habíame dirigido una esquela escrita con lápiz, me pa-
rece que por conducto de su hermano Luis, suplicándome
que asi que llegara al campamento le hiciera la gracia
de solicitar permiso para hablarle antes que nadie.
Yo sin embargo del desagradable recibimiento que
dicho Gobernador me había hecho á mi llegada de las
Provincias, no pude dejar de compadecerme por su suer-
te y el modo como había sido tomado; pues aunque tenía
sus rasgos de locura y era de un carácter atropellado y
anárquico, no podia olvidar que era un jefe valiente,
que había prestado servicios importantes en la guerra
de nuestra independencia; y en fin, que eratni compadre,
además.
En el momento de recibir dicha carta ó papel, fui
y se la presenté al general Juan Lavalle á solicitar
su permiso para hablar con el señor Dorrego asi que
llegara. Dicho General, impuesto de ella, me permitió
verle asi que llegara y lo hice en efecto, al momento
mismo de haber parado el birlocho en medio del cam-
pamento y puéstosele una guardia. Subido yo al birlocho
y habiéndome abrazado, dijome: — «¡Compadre, quiero que
Vd. me sirva de empeño en esta vez para con el general
Lavalle, á fin de que me permita un momento de entre-
vista con él!» — ¡Prometo á Vd. que "ipdo quedará arre-
glado pacíficamente y se evitará la efilsión de sangre,
de lo contrario, correrá alguna!— ¡No lo^iude Vd.!» —
«Compadre, con el mayor gusto voy á servirvá Vd. en
este momento», le dije, y me bajé asegurándole íjije no
dudaba, lo conseguiría.
Corrí á ver al General, hícele presente el emp2!
\
\
I
j
- 389 —
justo de Dorrego, y me interesé para que se lo conce-
diern; mas viendo yo que se negó abiertamente, le
dije:— «¿Que pierde el señor General con oirle un mo-
mento, cuando de ello depende quizá, el pronto sosiego
y' la paz de la Provincia con los demás pueblos?» — «!No
quiero verle, ni oírlo un «aomento!».
Aseguro á mis lectores, que sentí sobre mi corazón
en aquel momento, el no haberme encontrado fuera
cuando la revolución. Y mucho más, el verme en aquel
momento al servicio de un hombre tan vano y poco con-
siderado. Salí desagradado, y volví sin demora con esta
funesta noticia á mi sobresaltado compadre. Al dársela
se sobresaltó aún más, pero lleno de entereza me dijo: —
«¡Compadre no sabe Lavalle á lo que se expone con
no oírme!— Asegúrele Vd. que estoy pronto á salir del
país; á escribir á mis amigos de las Provincias que no
tomen parte alguna por mí, y dar por garantía de mi
conducta y de no volver al pais, al ministro Inglés y al
señor Forbes, Norte Americano: que no trepide en dar
este paso por el país mismo!»
Aseguro que me conmovieron tan justas reflexio-
nes, pero le repuse compadre, conozco la fuerza y la
sinceridad de las razones que usted dá, pero por lo que
he visto en este mismo momento, dificulto que el General
se preste, porque le acabo de considerar el hombre más
terco, sin embargo voy á repetirle sus instancias; pero
pido á usted que se tranquilice, pues no creo deba te-
mer por su vida!» — «¡Haga lo que quiera!»— fué su res-
puesta. Nada temo, sino las desgracias que sobrevendrían
al pais».
Bájeme conmovido, y pasé con repugnancia á ver al
General. Apenas me vio entrar, díjome: — «Ya se le ha
pasado la orden para que se disponga á morir, pues
dentro de dos horas será fusilado; no me venga usted
con muchas peticiones de su parte.» —¡Me quedé frió!—
General le dije: - «¿Porqué no le oye un momento, aun
que le fusile después?» — «¡No lo quiero!» díjome, y me salí
en estremo desagradado; y sin ánimo de volver á verme
— 390 —
con mí buen compadre, me .retiré á mi campo; pero en
el momento se me presenta un soldado á llamarme de
parte de Dorrego, pidiéndome que fuera en el momento.
No había remedio, era preciso complacerlo en sus
últimos momentos! Estaba yo conmovido, y marché *al
instante. Al momento de subir» al birlocho se paró con
entereza y me dijo: — «Compadre, se me acaba de dar la
orden de prepararme á morir dentro de dos horas! A un
desertor al frente del enemigo, á un bandido, se le dá
mas término y no se le condena sin oírle y sin permi-
tirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién á dado esa fa-
cultad á un General sublevado? Proporcióneme usted,
compadre, papel y tintero, y hágase de mí lo que se
quiera. Pero cuidado con las consecuencias!!!»
Salí corriendo y volví al instante con lo preciso pa-
ra que escribiera. Tomólo y puso á su señora la carta
que ha ido ya litografiada y es del conocimiento del pue-
blo; y al entregármela se quitó una chaqueta bordada
con trencilla y muletillas de seda y me la entregó dicien-
do: — «[Esta chaqueta se la presentará con la carta á
mi Angela, de mi parte, para que la conserve en memo-
ria de su desgraciado esposo!»— desprendiendo enseguida
unos suspensores bordados de seda, y sacándose un anillo
de oro de la mano, me los entregó con la misma reco-
mendación previniéndome que los suspensores se los diera
á su hija mayor pues eran bordados por ella, y el anillo
á la menor, pero no recuerdo sus nombres.
Habiéndome entregado todo esto agregó: — «¿Tiene Vd.
compadre, una chaqueta para morir con ella? « — Traspa-
sado yo de oírle expresar con la mayor entereza cuanto
he relatado, le dije: — «Compadre no tengo otra chaqueta
que la puesta, pero voy á traerla corriendo», y me bajé
llevando la carta y las referidas prendas.
Llegado á mi alojamiento me quité la chaqueta, plí-
seme la casaca que tenía guardada, acomódelos presen-
tes de mi compadre y su carta en mi balija, y volví al
carro. Estaba ya con el cura ó no recuerdo que eclesiás-
tico, y al entregarle mi chaqueta dentro del carro me
:■;;«
m
n
— 391 —
reconvino porque no me había puesto la suya, y ha-
biéndole yo respondido que tenía esa casaca guardada,
me hizo las mas fuertes instancias para que fuese á po-
nerme su chaqueta y regresara con ella, me fué preciso
obedecer y regresé al instante vestido con ella y después
de haberle dado un rato de tiempo para que se reconci-
liara subí al carro á su llamado.
Fué entonces que me pidió le hiciera el gusto de
acompañarle cuando lo sacaran al patíbulo. Me quedé
cortado á esta insinuación, y hube de vacilar, contéstele
todo conmovido denegándome pues no tenía corazón para
acompañarle en ese lance. — «¿Porqué compadre? — me di-
jo con entereza, — ¿Tiene usted á menos el salir con-
migo? ¡Hágame este favor, que quiero darle un abrazo al
morir!»
«No compadre, le dije, con voz ahogada por el senti-
miento; de ninguna manera tendría yo á menos el salir
con usted. Pero el valor me falta y no tengo corazón
para verle en ese trance ¡Abrazémosnos aquí y Dios le
dé resignación!» Nos abrazamos, y bajé corriendo con los
ojos anegados por las lágrimas.
Marché derecho á mi alojamiento, dejando ya el cua-
dro formado. Nada vi de lo que pasó después, ni podía
aun creer lo que había visto. ¡La descarga me estreme-
ció, y maldije la hora en que me había prestado á salir
de Buenos Aires.
Retirados los Cuerpos del lugar de la ejecución, se
me avisó, ó que el General había llamado á todos los
jefes, ó que todos iban á verle sin ser llamados. No
puedo afirmar con verdad cual de las dos cosas fué, pero
sí que juzgué de mi deber ir.
Puestos todos en presencia del general Lavalle dijo,
poco más ó menos lo que sigue: «¡Estoy cierto de que
si yo hubiera llamado á todos los jefes á concejo para
juzgar á Dorrego, todos habrían sido de la opinión que
yo! Pero soy enemigo, de comprometer á nadie, y lo he
fusilado de mi orden! ¡La posteridad me juzgará!!!» — Me
parece que nadie contestó, y si lo hizo aíguno no lo ad-
1
~ 392 -
vertí porque estaba enagenado. ¿Qué razón había para
fusilar á dicho majistrado, y mucho menos de aquella
manera?
Diránme que fué siempre de un genio anárquico, que
fué el que más trabajó en los pueblos y en el mismo
Buenos Aires para derrocar al mejor Gobierno que ha-
bíamos tenido durante nuestra revolución; y que antes
varias veces había merecido la muerte! Yo confesaré que
es verdad! Pero fusilarle á consecuencia de una revolu-
ción, y de haber sido tomado del modo que él lo fué,
sin oírlo, y dejando á la Provincia y los pueblos todos
en el estado en que se encontraban!!! Diré siempre que
fué el acto mas arbitrario y anti-politico, y quizá el que
enardeció todos los ánimos y el que nos ha conducido á
todos los argentinos, al mísero y degradante estado de
ser pisoteados, por el más bárbaro é inmoral de todos
los tiranos!
Fusilado Dorrego, resolvió el general Lavalle marchar
para el norte, y marchó en efecto, no recuerdo si en el
mismo día de la ejecución ó al siguiente. Lo que si re-
cuerdo es que con el propio que condiyo el parte á
Buenos Aires, escribí á mi comadre la viuda del desgra-
ciado gobernador Dorrego, adjuntándole las tres memo-
rias que me. había entregado, y no recuerdo si una carta
para su cuñado Baudriz á mas de la de su señora; y
también, que yo me le ofrecí al General en fuerza solo
de mi patriotismo, del deseo que tenía de calmar los áni-
mos y apaciguar á los habitantes de aquella campaña,
para quedarme en el departamento de Chascomús ó el
Monte con una partida; fiado tan solo de la aceptación
que había tenido entre aquellas jentes en años, anterio-
res, y mas que todo en mis puras y patrióticas intencio-
nes, y por solo un limitado tiempo.
El General no admitió mi ofrecimiento, diciendo que
tenía ya destinado al coronel Estomba para dicho objeto.
No hay duda ninguna de que Estomba era un va-
liente, y acaso de mejores conocimientos que yo, pero
sin temor de que pueda atribuírseme á vanidad, debo de-
r
— 393 —
cirio; no tenía el prestigio de que yo gozaba, porque no
era conocido.
Marchamos, pues, hasta la Villa de Lujan ó Merce-
des, y apenas hubimos llegado alli cuando ya recibió aviso
el General de la gran reunión de las milicias y de los
Indios Pampas, en la hacienda de Rozas. Tuvo, pues, que
retroceder con el ejército hasta la Guardia del Monte.
Alli pasamos no recuerdo si tres ó cuatro días, para
proporcionarnos caballada y ganado. Yo como soldado
viejo hice charquear carne con mis carreteros provincia-
nos, y secarla; me proporcioné un par de botas de cabra
curtidas, mandé asar y pisar el charque, y me proveí de
un carguero y todo lo preciso para que no nos faltara
la comida, pudiéndola preparar en un Credo.
Movímonos de allí al sur, en persecución de las
fuerzas de Rozas, que su capataz Molina (*) se había en-
cargado de reunir, asi como Arbolito, Zelarayan (2) Pan-
cho el ñato, &a.|
El general Lavalle en esta vez quizo enmendar la
falta que había cometido el 9, en Navarro, de retroceder
sin perseguir y de volver todas las fuerzas; pero Molina
siendo un triste gaucho, lo engañó como á un niño, ha-
ciendo que siguiera los polvos con que lo llevó al de-
sierto, mientras él con las verdaderas fuerzas, se mar-
chaba para el norte á buscar la reunión con su patrón
Rozas, quitándole de paso el regimiento de Blandengues
que mandaba en la Laguna Blanca el coronel D. Mariano
García, aquel valiente Teniente que me había acompa-
ñado en La Quiaca, Cangrejos, Culpina, Tarija &a. &a.
Esta es la verdad, digan lo que quieran los partidarios
de aquel desgraciado, como patriota y valiente General.
(^) Este Molina fué un pardo desertor, (|ue había j^anado los indios y vi-
vido mucho tiempo con ellos; que se habla relacionado con la hija de un
caciqíie y gozaba de jjrande influencia entre ellos, y que indultado unos aflos
antes había ganado al lado de Ro/as y merecido su conlian/.a por su audacia.
(-') Soldado que yo mandé en el continjente de Tucumán el año 2ü, y
que fué después uno de los campeones de Rozas.
— 394 —
Pero no engañó Molina por cierto, al entremetido (á
dar consejos) coronel La Madrid; porque desde que nos
hubimos dirijido al Sur después de salidos del Monte, ya
le advertí al general Lavalle, (sin embargo de la poca
experiencia de Navarro) que el objeto de Molina era lla-
marlo á las pampas por medio de los polvos que hacia
levantar con indios, destinados para solo alejarlo al sur;
mientras él, cómodamente, se marchaba al norte.— Díjele
mas;— el Regimiento de Blandengues que se halla esta-
cionado én el Fuerte de Laguna Blanca, va á ser la pri-
mera presa de Molina, pues vamos á perder sin remedio
este excelente cuerpo por razón de estar malquisto por
todo él, el coronel que lo manda y de hallarse en dicho
Cuerpo, un hijo del Cacique Molina.-^Esto General lo sé
á no dudarlo, habíale yo dicho, enseñándole cartas que
me habían, escrito varios oficiales de dicho cuerpo; entre
ellos aquel patriota y leal paceño, el teniente Luis Leyba
que era ya capitán del cuerpo.
Me manifestaban en dichas cartas, lo mal que se con-
ducía su Coronel con todos ellos, porque había celebrado
juntamente con la tropa la noticia de mi llegada á Buenos
Aires ya restablecido de mis heridas, y mucho más la de
mi salida á campaña con el General, así como los temo-
res que les inspiraba el hijo de Molina que estaba en co-
municación con su padre y á quien temían siguiese la
tropa por haberse hecho mal querer por ella el Coro-
nel, á causa de las papeletas que daba á los soldados
para que se proveyeran de sus vicios en la pulpería de
un dependiente de dicho Coronel, quien así que llegaba
de Buenos Aires el habilitado con el sueldo del Cuerpo,
pasaba al Coronel las listas de todo lo que le debían;
que el Coronel en vista de ellas, le entregaba el dinero
á su dependiente, y al hacer el pago á los Capitanes de
compañía, les entregaba las más de las ocasiones solo las
listas de dichas deudas, del que resultaba que los más de
los soldados no percibían un medio el dia del pago.
Todo esto le había hecho yo presente al General in-
dicándole que perdía tiempo en alejarse al Sur, cuando
— 395 —
en la actualidad solo debía concentrar toda su atenció n
al Norte y á los Blandengues ( O-
Espero que no creerán los que lean estas mis me-
morias, que yo espreso estas pequeneces si se quiere, por
un efecto de prevención ó de emulación á la nombradla
de aquel valiente como desgraciado General. ¡No, y mil
veces no! Yo no he tenido ni tendré en mi vida emula-
ción de nadie porque soy tan orgulloso en esta única lí-
nea, que vivo persuadido de que ninguno me aventaja ni
en patriotismo, ni en coraje para sacrificarse por solóla
patria y el bien estar de sus compatriotas. Pero al mismo
tiempo que hago esta ingenua manifestación, debo tam-
bién hacer otra no menos ingenua. He tenido y tengo
poderosos celos de los más de mis compatriotas, quienes
han pretendido cruzar un espeso velo ante sus ojos para
no descubrir toda la magnitud de mis esfuerzos, de mi
patriotismo y de mi no común constancia y acierto en
todas mis operaciones y cálculos, sin embargo de mis es-
casos conocimientos teóricos. Y tanto más sensible me
ha sido esto, cuanto una larga experiencia me ha hecho
ver que han buscado siempre el mejor anteojo para au-
mentar el mérito de unas peregrinas acciones, ejecutadas
por ciertas y determinadas personas y de tal ó cual na-
cionalidad.
Por lo dicho pues, conocerán mis lectores que no es
por prevención nada de cuanto relato, sino en uso del
más noble y justo derecho, cual es el de hacer conocer
á todo el mundo y muy particularmente á mis compa-
triotas que soy el más digno de su aprecio, precisa-
mente porque nadie hay más dispuesto que yo á sacrifi-
carse por la felicidad de todos, aun contrariando el inte-
rés particular. A los que no crean esta verdad, les pido
que me presenten la oportunidad de hacérselas conocer,
bien ciertos de que no retrocederé ante el mayor de los
peligros, sea cual fuese mi edad.
(^) Pero estas observaciones y avisos fueron inútiles como lo fueron todas
las proposiciones y ofertas que Dorrego le hizo por mi conducta.
~ 306 ~-
Cuando así me expreso á la faz del mundo, y estoy
practicando las diligencias posibles para publicar estas
Memorias en vida, es porque me veo bastante fuerte para
comprobar lo que digo si se me presenta la ocasión pa-
ra ello.
Seguimos, pues, marchando al Sur por esas pampas
y con buenos baqueanos, y me acuerdo que yo mismo le
había proporcionado al General, en la Guardia del Monte
uno de los mejores, pero observé que el General poco se
guiaba por ellos, pues presencié en varias noches decirle
los baqueanos: —Para ir al punto que V. E. quiere, de-
bemos marchar, en esta dirección, indicándola al Sudoes-
te, por ejemplo. — El General, sacando una aguja del bol-
sillo que por lo general llevaba en la mano, (lo he visto
varias veces alumbrándola con el cigarro); decía á los
baqueanos, «no señor, tomen Vds. aquí», y señalarles el
Sud Este.
La marcha por esas pampas la hicimos en columnas
de á cuatro de frente. El General, por lo regular, con
sus ayudantes, y yo de mirón con mi partida de carre-
teros voluntarios, era toda nuestra descubierta; pero sin
llevar una triste partida á los flancos, como debe ha-
cerlo todo militar cuando marcha por un campo enemi-
go. Todo esto, juzgo que lo hacía el General de puro
orgullo, pues le parecía que á la cabeza de sus corace-
ros, se llevaría por delante un mundo.
En cierto modo, confieso que no le faltaba razón,
porque aquellos soldados eran los mejores que habíamos
tenido aun en toda la guerra de nuestra independencia,
y los enemigos que buscábamos eran harto desprecia-
bles; pero no estábamos libres, sin embargo, de una sor-
presa, y muy particularmente de que una partida cualquie-
ra de indios ó gauchos un poco atrevidos, nos enlazaran,
juntamente con el General, á todos los de la descubierta y
nos mataran arrastrados como perros, por esos pajonales.
¡Cuántas veces, viendo aquel reprensible descuido
con que marchábamos, me acordé del dicho de mi
compadre Rozas al tiempo de la entrevista!;
— 397 —
—«Si yo lo tuviera á Vd. á mi lado, S¿c.* — ¡Con ra-
zón, decía para nni aquello mi compadre!
Un cabo atrevido, que hubiera entre estos hombres,
no digo un jefe, podría el rato menos pensado enlazar
al General y sus ayudantes, haciéndolos pedazos, pues
cuando esto se supiera en la columna que seguia una
cuadra atrás, cuando menos, ni noticias hallarían de su
General, ni de sus enemigos.
Yo iba, por decentado, disgustadísimo y en extremo
arrepentido de haberme resuelto á seguirlos; mucho más
desde que no se me ocupaba para nada, é iba represen-
tando un papel tan desairado; pero sin embargo de todo
esto, me tomé el trabajo de ser el centinela perpetuo del
campo, aun cuando no fuese más que por mi propio in-
terés, pues temía á cada paso que fuésemos sorprendi-
dos ó pisoteados por las caballadas.
Este trabajo no fué inútil, pues una de las noches
que dormíamos con los caballos de la rienda, hubo una
feroz disparada de las caballadas, que venían sobre no-
sotros y nos habrían hecho pedazos, si yo que estaba
en vela, no mando montar mis voluntarios y grito «á ca-
ballo» á todos los escuadrones.
En fuerza solo de esta circunstancia, nos libramos de
ser pisoteados, porque estaban ya encima; sin embargo
nos costó mucho trabajo el contenerla, perdiendo muchos
caballos.
En la laguna de los Patos, fuimos recién á dar caza
á un grupo de indios de no mayor consideración, pues
en mi concepto, no pasaban de 300 almas, incluso toda
su chusma de mujeres y niños, los que sin embargo se
resistieron cuanto pudieron, á pesar de haber sido sor-
prendidos. Murieron muchos de ellos, escaparon algunos
y toda la chusma ó mucha parte de ella, fué prisionera.
Nosotros perdimos muy pocos hombres, pero seguimos
sin embargo á delante, pues el General llevaba la mira
de marchar hasta el río Colorado, que está muy al sur,
y ya se nos había concluido el ganado, empezando á co-
mer caballos nuestra tropa.
— 398 —
Dos ó tres días hacia que no probábamos carne y
se habían consumido todas las provisiones, menos A mí,
que pruardaba la provisión que había hecho en la Guar-
dia del Monte, de la cual participaba en las paradas v]
general Lavalle, el de igual clase don Martín Rodríguez
y algunos otros.
Ya cerca del Tandil, ó en este mismo punto, había
salido una partida de coraceros á descubrir un humo
que se observó en circunstancias que acampábamos.
Llegada la partida al lugar donde se había descubierto
el humo, encontró ser una pequeña colonia de indios
que acababa de ser abandonada, habiendo encontrado
unas matas de zapallos, y algunos pedazos de carne de
vaca que habían dejado colgada los indios; un tucumano
que había entre dicha partida, había encontrado dos za-
pallitos tiernos bastante regulares, guardándolos con un
buen pedazo de carne, y apenas regresaron al campa-
mento, me buscó el soldado y me obsequió con aquel
presente extraordinario en tales circunstancias.
Yo se lo agradecí, como era de esperar, pues hacían
tres días que no veíamos carne, y como tenía mi provi-
sión de grasa dispuesta y condimentada, me propuse en
el momento sorprender á los dos Generales con un buen
plato de carbonada que se usa mucho en nuestros pue-
blos. Lo preparé al instante, pues era afecto á dichas
cosas en campaña.
Cuando estubo ya pronto, pasé á ver á los genera-
les, Lavalle y Rodríguez, que estaban juntos con dos de
los coroneles: — «¿Gustarían los señores Generales, tomar
un buen plato de carbonada con zapallitos tiernos?* — Co-
meríamos un cáncamo», dijeron me. — «¿Pero de dónde dia-
blos vá Vd. á sacar en estas alturas lo que nos ofrece?»
— «Lo verán Vds.», díjeles, llamé al soldado que estaba
ya dispuesto con una hermosa fuente de madera.
Cuando vieron el plato, se levantaron saltando de
contentos^ preguntándome de dónde me había proporcio-
nado aquello. — Yo les referí, diciéndoles en seguida: si
gustarían comer con pan dicho plato. - Eso si le cree-
■i ■
- 399 --
mos, me dijeron y se preparaban ya A comer cuando
mandé al soldado que me trajera dos panes de tres que
conservaba aún. — ¡Será Vd. el demonio,, díjome rien-
do el general Lavalle, cuando vio los panes!— Por mí
vida, que de hoy en adelante, toda vez que salgamos á
campaña yo no me arrancho sino con Vd., pues nos ha
proporcionado un convite tan magnífico que no lo espe-
rábamos en estas alturas.
Nos devoramos el plato muy contentos, tubieron que
festejar toda la provisión con que me había provisto,
pues en seguida de la carbonada, les di otra sorpresa
agradable, mandando traer una caldera de agua hirvien-
do, un poco de charqui asado y picado, una vejiga en
que tenia la grasa preparada desde la Guardia del Mon-
te, con cebolla, ají, etc., puestas ambas cosas en la fuen-
te, vacié el agua hirviendo, revolviéndola con una cucha-
ra que fué igualmente celebrada y mejor engullida por
todos.
No recuerdo si á los dos días de este convite, tuvi-
mos que regresarnos de mas allá del Tandil, á conse-
cuencia de haberle alcanzado un propio al General, con
la noticia de haber pasado Molina para el norte con sus
fuerzas, por la Laguna Blanca, llevándose el cuerpo de
Blandengues y preso al coronel García. Asi fué, que
después de haber hecho una dilatada é infructosa mar-
cha al desierto, vino á realizarse cuanto vo le había
anunciado al General, respecto á dicho cuerpo de Blan-
dengues.
El general Lavalle, había ofrecido á sus soldados al
salir de Buenos Aires, licenciarlos dentro de un mes á
los que contaban tal fecha de servicio, no recuerdo den-
tro de que tiempo á los demás. El general José María
Paz, había llegado ya á Buenos Aires, con los cuerpos
de infantería, creo el regimiento número 2 de coraceros
que él había mandado. El general Lavalle iba resuelto á
mandarme con Paz para Córdoba, asi que llegásemos,
con el fin de batir á Bustos y á Quiroga.
Llegamos á Dolores que está como á 50 leguas al sud
— 400 -
de Buenos Aires, y como se había cumplido el plazo en
que el General habla ofrecido licenciar una parte de los
cuerpos de coraceros, quiso no faltar á su promesa. En
vano se le hicieron reflexiones para que suspendiera al
menos hasta llegar á Buenos Aires, pues ninguno recla-
maba, ni reclamaría en aquella altura, la palabra que el
general les había dado.
Propásele, que antes de dar la orden á los Cuerpos,
ó al menos antes que se despacharan á los soldados que
iban á ser dados de baja, me permitiera estar presente
para proponerles un enganche para el cuerpo de' volun-
tarios que iba á formar, para marchar con él á las pro-
vincias, pues estaba cierto de que sería contado el sol-
dado que no me seguiría, que de ese modo ¡él habría
cumplido su palabra, dándolos de baja, llenado el objeto
que á todos nos interesaba, pues ni los mismos soldados
preferirían volverse solos, á su costa, á sus provincias,
pudiendo hacerlo conmigo, costeados por el Gobierno y
ademas, libres del riesgo de ser obligados á servir por
los Gobernadores del tránsito.
No pude conseguir un pedido que tanto le intere-
saba al mismo General, y que de ninguna manera podía
comprometerlo. Peidimos por esta causa una porción
' de los más excelentes soldados, y de los cuales muchos
fueron obligados por los gobiernos de las Provincias á
servir contra nosotros.
Después que fueron despachados en el mismo día y
se hubieron puesto en marcha, díjome el General; ahora
puede Vd., si quiere hacerlos alcanzar ó ir Vd. mismo y
hablarlos, pero era ya tarde, pues aunque me puse en
marcha al momento que esto me dijo, cuando los alcan-
cé al siguiente día fué solo á unos pocos, en razón de
haberse ya separado casi todos, los unos para Chascomús
y los otros para la Guardia del Monte y Lobos, y de
estos pocos que se dirigían para Buenos Aires se queda-
ron conmigo los más de ellos en núm. de 14.
Tengo presente con este motivo, que hubieron de ha-
ber algunas desgracias al llegar no recuerdo á que punto
n
~ 401 —
con mis 14 coraceros, y los 22 voluntarios troperos, pues
rne encontré con un escuadrón que acababa de acamparse
y marchaba al encuentro del General bajo las órdenes del
coronel Estomba me parece, los cuales asi que nos vie-
ron asomar de galope porque iba yo empeñado en al-
canzar á los que se habían marchado para Chascomús
corrieron á sus caballos que acababan de largar, y asi
que los hubieron enfrenado echaron á huir algunos, pero
el jefe precipitándose sobre los demás los contuvo y
marchó á mi encuentro al galope y todos en pelos y
con sus lanzas en mano y disparando algunos tiros.
Al principio me alarmé yo también juzgando que
fueran indios, pues no tenía conocimiento de dicha fuer-
za, mas viendo que el jefe venía por delante animando
á los suyos en mangas de camisa y sin sombrero, me
adelanté á su encuentro y le pegué un grito diciendo: —
«Dígame Vd. que fuerza es esa, pues no quisiera batirme
equivocado» . Conocióme entonces Estomba; gritó alto á su
tropa y corrió á mí diciendo: — «Si no tienes la buena
ocurrencia de adelantarte y dirigirme tan oportuna pre-
gunta, habríamos tenido algunas desgracias pues juzga-
ba que tu fuerza no fuese nuestra, según la noticia que
me dieron ayer tarde los soldados que marchan licen-
ciados, sobre el punto en que habían dejado al ejército;
y viendo que estos malditos milicianos, se me iban á
disparar asi que enfrenan sus caballos, tuve que correr
á mi caballo con el freno en la mano saltar á él sin
sombrero y lanzarme á contenerlos y conducirlo á tu
encuentro.
Nos reímos un poco del chasco y marchamos á su
campo. Mandé al momento en alcance de los pocos que
habían fugado y los volvieron pronto, pues se habían
parado á observar, y viendo que nos regresábamos todos
juntos volvían ya al campamento.
No recuerdo si esperé allí la llegada del General ó
si me ordenó que me adelantara á Buenos Aires. El
resultado fué que llegados á Buenos Aires se dispuso la
marcha del general Paz á San Nicolás de los Arroyos,
20
— 402 —
embarcado por el Paraná con los batallones 2 y 5 y el
núm. 2 ele coraceros. El 1, de negros, mandado por el
coronel Videla Castillo, el 5, de soldados de la quebrada
de Jujuy mandado por el coronel Lasalla, oriental, y los
coraceros por el coronel Pedernera, puntano.
Yo fijé una proclama invitando á los que quisieran
seguirme voluntariamente y á los pocos días salí con 80
hombres voluntarios, conduciendo la artillería, carros y
demás bagajes para el ejército expedicionario á las Pro-
vincias,
Pero antes de nuestra llegada á Buenos Aires había
sido ya batido Molina por el valiente coronel Suarez que
estaba por San Nicolás, casi al pisar aquel con su fuerza
el territorio de Santa-Fé. Acuerdóme con este motivo,
que de entre los prisioneros que se habían tomado á Mo-
lina, había sacado á unos cuantos que se me ofrecieron
voluntarios para mi escuadrón que subió á 90 hombres.
El general Lavalle paréceme que salía un día antes
que yo, ó dos, con toda su caballería de coraceros, y
llevando además al coronel don Federico Rauch,. con su
regimiento de Húsares de cerca 400 plazas, y al coronel
Vilela con sus Colorados de las Conchas.
Antes de haber llegado dicho General á Buenos Ai-
res había dejado al coronel Estomba en Dolores con al-
guna fuerza y nombrado Jefe de campaña, y en la Guardia
del Monte á un capitán de artillería Malabia, (hermano
de aquel doctor que fué diputado por Chuquisaca en el
primer Congreso de Tucumán), creo con un destacamen-
to de artillería. Hecha esta advertencia pasaremos á
relatar la marcha de nuestras fuerzas.
Así que hube reunido mis voluntarios, dirigí mis
propuestas para oficiales de- mi escuadrón de acuerdó
con el General, y pedí para Capitanes á los ayudantes
de coraceros don José Antuña, oriental, y don Ramón
Ferrer, porteño, y para mayor del Cuerpo al Capitán don
Luis Leyba, aquel oficial paceño que había traido yo de
Tucumán el año 20, y en fin se proveyeron las demás
plazas.
CAMPAÑA A LAS PROVINCIAS EN EL AÑO 1829
(íenenil ^n jefe el coronel mayor don Jobí'' María Paz.— El autor marcha en ella á la cabexa
de un escuadrón de ^} volunlivríos, conduciendo los cañones, carros &a.
del ejercito, hasta San Nicolás de los Arroyos, donde deliia incorporarse el
general Paz.- El gobernador de Buenos Aires general don Juan Lavalle,
iijarcha con toda su cahalleiía compuesta como de 13lH> hombres sobre el
gobernador don Estanislao López de Santa-iY* (\).— Sucesos prósperos y adver-
sos de dicha Campaña.
La víspera de salir el general Lavalle para Santa
Fé no recuerdo si el 10 de Marzo, dijome mi padre po-
lítico el Ministro Diaz Velez al retirarse del Fuerte por
la tarde.
— ¿Sabe Vd. que tenemos ya sitiado en la Guardia
del Monte, al capitán Malabia, por los indios y gauchos
de Molina por orden de su compadre Rozas?
— ¿Y sabiendo esto, (le dije interrumpiéndole) toda-
vía está el general Lavalle en marcharse mañana á in-
vadir á López, dejando su Provincia ardiendo?
—Ese es su empeño me dijo, pero no se lo apruebo.
— ¡Sería la mayor de las quijoterías! le dije, y podía
costarle muy caro, asi á él como á la Provincia. ¡Y
quién sabe si al país! Voy corriendo á verlo, le agre-
gué, y me salí de casa, para la del General.
Dudando iba sobre el modo con que tocaría seme-
jante negocio, para que dicho General me prestara aten-
ción. Todos los Cuerpos que debían marchar con él, al
siguiente dia estaban acampados en San José de Flores.
Ocurrióseme al llegar á su casa, entrar preguntándo-
(^) Dejo encargado del Gobierno al general don Guillermo Brown, y en-
cargado siempre del ministerio general al Dr. don José Miguel Diaz Velez.
— 404 —
le, si era verdad lo que acababa de oir en la calle, para
llamarle mejor su atención. (El ministro me había di-
cho. ¡ Cuidado Gregorio con nombrarme para nada, pues
que no quiere el General que esto se sepa ! ) Y hecho
así. — ¿Y qué es lo que Vd., á oído? — preguntóme.
«Me retiraba para casa de estas inmediaciones, y al
dar vuelta por esta esquina para dirigirme á la mia,
he alcanzado á oír á dos hombres que no conozco y
que conversaban despacio : — ¡Ya tenemos sitiados á los
del Monte, la cosa va bienl Semejante noticia no ha po-
dido menos que llamarme la atención y juzgado necesa-
rio ponerlo inmediatamente en su conocimiento para que
lo indague».
«¡No creí Coronel, me dijo, riendo con sorna, que
tan pequeña cosa lo alarmase! Es verdad agregó, pero
eso nada importa para que pueda yo alarmarme por un
grupo de indios y unos pocos gauchos. — «¡Pero General,
le dije con el mejor modo posible! ¿Porque no manda
V. E. al coronel Olavarría ó Vega, con su cuerpo inme-
diatamente, para que acuchillen y disuelvan esa fuerza,
y suspende su salida por tres ó cuatro días^
«¡Eso sería una locura, me dijo, pues hay queda Es-
tomba en Dolores que pronto dará cuenta de ellos!»
«¡General, le dije; ruego, Vd. por Dios que reflexione
y advierta, que no es solo el grupo que sitia el Monte
el que se ha reunido! Esté cierto V. E. que Rozas á
movido toda la indiada, y ha de mover la campaña toda!
Al frente de Estomba había mayor grupo! sobre todo
General ¿que pierde V. E. con aceptar una indicación que
solo tiene por objeto el bien de V. E. mismo, su crédito
y seguridad de la Provincia? Marchando Olavarría ó
Vega, que yo mandaría á ambos, tomarán con Estomba
á los indios en medio, y los acabarán. Escúcheme Gene-
ral y advierta, que si V. E. sé marcha sobre López de-
jando su Provincia en el estado que la deja, ¡mañana,
estando V. E. al frente de él, ha de tener que dividir
su fuerza y volver una parte de ella á sus espaldas, y
&erá quizás ya tarde!»
~ 405 —
«Fájese V. E. en el efecto que tal movimiento causaría
en el camino de los suyos, y en el de sus enemigos! Por
Dios General, le repito y pido, que no se precipite». — ¡Todo
esto tuve la franqueza de decírselo, y él la paciencia de
oirme! Pero fué en vano.
«¡No hay motivo para alarmarse Coronel, me dijo,
con calma. Yo sé lo que hago, vaya Vd. tranquilo!»
Me despedí de él, pero mas desagradado que nunca
por la presunción de este valiente. Llegado á casa dí-
jele á mi padre político. ¡Que locos han sido los que
nombraron Gobernador á este joven tan bueno! No han
bastado mis mas juiciosas reflexiones: mañana se mar-
cha con la pretención de apagar la cs^sa del vecino, y
deja la suya ardiendo! ¡Cada día siento mas el haber-
me encontrado en Buenos Aires semejante movimiento,
y mucho mas el haberme presentado á servir á un fatuo
tan presuntuoso!
Lo peor de todo para mí, era el lance en que debía
partir. Mi señora que al poco tiempo después de mi lle-
gada se había enfermado, estaba mal y había nacido
una niña que puse por nombre Mercedes. Este nom-
bre le había destinado yo desde mucho antes, en caso
fuese mujer; en razón de mi devoción á nuestra Señora
de las Mercedes, porque á ella sola atribuía yo mi
salvación del Tala, y mi ya completo restablecimiento;
pues cuando regresé de esta mi última campaña, me
encontraba tan fuerte, que el uniforme que me habia
hecho para salir á ella no alcanzaba á abrocharlo.
Marchó pues el General precipitadamente y yo salí
el 12 ó el 13, con orden de tomar caballos por la posta
para mi mas pronta llegada á San Nicolás, con todo el
bagaje que conducía; y llegué á dicho punto sin haber
alcanzado al general Lavalle, pues había tomado otro
camino, no recuerdo si á los cinco ó seis días, y con la
falta de algunos hombres que se me desertaron, de los pri-
sioneros de Molina.
El general Paz había ya llegado con los referidos
cuerpos. Advertiré aquí por habérseme pasado por alto
— 406 —
en el lugar que correspondía, que dicho General asi que
llegó del Estado Oriental con el resto de las tropas per-
tenecientes á Buenos Aires se había encargado de minis-
terio de la guerra, el cual desempeñó hasta el momento
de su partida para San Nicolás.
No recuerdo si en el mismo día de mi llegada á San
Nicolás, ó en el siguiente, llegó el general Lavalle y se
acampó en el Tala un lugar al sur de dicho pueblo y
distante como una legua.
Ello es que estando dicho General para marcharse
ya para Santa Fé, no sé si en ese mismo día ó el siguiente,
llegó la noticia por la tarde, de haber tomado los in-
dios la guardia del Monte, y sacrificado á Malabía y creo
á los mas de los oficiales que guardaban con él dicho
punto, y que asi los indios como las milicias que se reu-
nían á gran prisa, se habían aproximado hacia Buenos
Aires.
Asi empezaron á realizarse los nuevos pronósticos
que le había yo hecho al General al salir á esta nueva
campaña, que él había despreciado como en la anterior!
Tuvo, pues, que mandar al valiente teniente coronel
Rauch, con todo su regimiento de Húsares, y al coman-
dante ó coronel Vilela, con sus Colorados de las Conchas,
no recuerdo en que número; pero sí, que desmembró su
fuerza de ataque sobre el gobernador López, com o en 500
hombres; se privó de un jefe que se 'hacía respetar ya,
asi de los indios como de los santafecinos. Mas no por
esto desistió este orgulloso General de su temerario em-
peño, pues se lanzó inmediatamente con la fuerza que
quedaba, sobre Santa Fé.
Cuando digo que fué temerario su empeño, no se
juzgue por un momento que aludo á la desmembración
de lá fuerza. No, por cierto, pues le era sobrada la que
llevaba, para haber deshecho diez veces á López. Nadie
mejor podía conocerlo que yo, pues que en el paso de
la Herradura en el año 18 ó 19, lo había batido con solo
300 hombres de caballería, sin que operaran todos ellos,
teniendo él mas de mil.
,^^^-^^^_
1
Á
— 407 —
Lo juzgaba temerario por dejar su Provincia en el
estado en que la dejaba, y querer arreglar la ajena. Solo
un hombre que hubiese perdido el buen sentido, podía
proceder así.
Lo cierto, que todo el mundo ha visto, fué que no
consiguió batir á López, por dejarse llevar de su fantás-
tica presunción de saber conocer los rumbos y los lu-
gares por la aguja de marear^ mejor que los buenos ba-
queanos que llevaba: (^) que tuvo que regresarse poco
menos que á pié, sin ver la cara á López, y por fin que
volver á su casa, cuando la mitad de su familia ó una
parte de ella, había desaparecido y el resto estaba con-
sumiéndose!
Habiéndose marchado el general Lavalle para Santa
Fé, ó en busca de su gobernador López, quedamos no-
sotros con el general José María Paz, esperando en San
Nicolás de los Arroyos la llegada de las caballadas, pa-
ra emprender nuestra marcha sobre Córdoba. Llegadas
éstas, no recuerdo á los cuantos días de haber mar-
chado el general Lavalle, rompimos la marcha, habiendo
sido antes nombrado jefe de Estado Mayor del Ejército
por el general Paz, el coronel Román Deheza.
Se me había pasado prevenir que así que salí de
Buenos Aires, había aprovechado de los caballos de pos-
tas en las marchas, para ir instruyendo á mis volunta-
rios de los principales movimientos de la caballeria, eñ
todo el camino hasta San Nicolás; muy particularmente
en la ejecución alineada de las lanzas, en la variación
de frente; en las paradas, en el manejo de las armas.
(') Un hijo del hacendado del norte, don N. Padrón, era uno de los me-
jores baqueanos que llevaba. Cuando estuve en Tucumán con el ejército, des-
pués de la boleada del general Paz, se me prescntíS aqnól y me dijo que por
no hacer caso el general Lavalle de los conocimientos suyos, y de los dem<ís
baqueanos, no aca])ó con López, pues cuando le decíamos: — Por acá conviene
ir para agarrarlo», — sacaba su as^uja y decia: — cNo es por aquí, sino por
allá», — hasta que se quedó á pié, por solo esta causa, muriéndoscle las caba-
lladas por el nío: una yerba venenosa que no hay en Buenos Aires .
— 408 ~
Adviértase también, que no llevaba el completo del ar-
mamento, porque no lo hubo al salir.
Llegados á las inmediaciones de la Cruz Alta, que
es donde principia la jurisdicción de Córdoba, ya prin-
cipiaron avenirnos al encuentro varios paisanos á dar-
nos noticias del estado de las fuerzas del gobernador
Bustos y de su situación, pero dichos hombres asi que
encontraban la columna, preguntaban por el general La
Madrid para hablar con él. Muchas, ó las mas de las
veces, iba yo por lo regular á la cabeza de la columna,
al lado del general Paz, esto lo hacía por el conoci-
miento y antigua amistad que teníamos, pues como he
dicho antes, había simpatizado con él, desde que lo co-
nocí en el año IL Cuando esto sucedía, les decía yo,
indicándoles al General:
— «El señor es el General en jefe y su paisano. Co-
muniquenle Vds. las noticias que traen.
Los pobres paisanos se encogían y me decían acor-
tados:
— «¡Con Vd., señor, queremos hablar, porque tene-
mos mas confianza!»
Tenía, pues, que separarme con ellos á un lado, oir
su relación y comunicársela al General. Muchas veces
llegué á conocer que no dejaba el General de disgustar-
se cuando llegaban estos casos, ofendiéndose quizá su
amor propio, de una preferencia que era solo debida á
la franqueza de mi carácter para con todos, á la con-
fianza que por dicha razón les había yo inspirado en las
diferentes veces que había estado en aquella Provincia
y en su campaña.
Distraído había anticipado los dos párrafos anterio-
res, pues debo decir que llegados en los últimos días de
marzo, no recuerdo si á las puntas del arroyo de Pavón
ó más allá, de noche y bastante avanzada ésta, mandó
el General que se acamparan los cuerpos formando cada
— 409 —
uno en batalla á su frente, teniendo los caballos desen*
frenados y asegurados de la rienda.
En este orden estábamos descansando, cuando se
presenta un hombre que venia de Buenos Aires, pregun-
tando por mí. Condúcenlo á mi presencia, y llamándo-
me, me dice:
— «Vengo mandado por el Gobierno con este pliego
para el general Paz ó al general Lavalle, pues se me
ha ordenado que lo entregue al primero de los dos que
encuentre. El coronel Rauch ha sido batido y muerto
por los indios y gauchos que mandan Molina, Pancho el
ñato y otros; la mayor parte de nuestra jente la hemos
perdido; los enemigos están ya sobre Buenos Aires.»
Me quedé maldiciendo de mi destino actual y de
mis predicciones al general Lavalle, y le dije:
— €¡Cuidado con que Vd. comunique esta noticia á
nadie!»
— «Vd. es el único, mi Coronel, á quien he querido
darla», — dijome.
— «Pues bien, yo se lo agradezco á Vd. en el alma,
venga conmigo y le enseñaré la tienda del General», — le
dije, y lo conduci hasta mostrársela:
— «No le diga Vd. que ha hablado conmigo», y me
volví á mi puesto, después de haber observado que ha-
bía entrado al toldo del General, el cual era compuesto
por dos pequeños postecitos ó estacas enterradas; una
lanza atravesada por sobre ellos y una frazada que ha-
cia tender por encima para escribir y libertarse del
viento.
Dicho toldo no estaba distante, y por consiguiente
espiaba el proceder del conductor de la comunicación
cuando saliese de la tienda, pero al corto instante tuve
que tenderme y hacerme el dormido, porque el General
gritó á sus ayudantes y les mandó ordenaran á todos
los cuerpos enfrenasen sus caballos, y disponerse para
marchar sin que el propio se hubiese separado del Ge-
neral.
Recibida dicha orden y estando listos los animales
— 410 —
de tiro, de los cañones y carros, veo continuar la mar-
cha por el mismo camino.
— «¡Esperemos, dije entre mí, á que amanezca; pue-
da ser que el General tenga noticias de Lavalle y que
marche á reunirse con él para deliberar; mientras tanto
veremos si me confia el parte que ha recibido!»
Continuamos acelerando la marcha, encargados de
no atrasar los Cuerpos, cuando aclarando el día hace
alto la columna y recibimos orden de prepararnos como
para batirnos.
Había recibido aviso el General, del Comandante de
la descubierta, de haberse avistado gente armada al
norte. El sol se había levantado un poco, mientras nos
preparábamos y se practicaba el reconocimiento; resul-
tando de este ser las descubiertas del general Lavalle
que venían en retirada, las que habían ocasionado nues-
tra alarma.; continuamos hasta llegar al arroyo de los
Desmochados, donde estaba acampado el general Lavalle
en este lado de dicho arroyo, como de 9 á 10 de la mañana.
El jefe de Estado Mayor condujo la columna á la
banda opuesta del arroyo y la acampó; el general Paz
marchó al campo ó alojamiento del general Lavalle. Esta
es la razón porque dije que no recordaba si era en el
arroyo de Pavón ó más adelante donde llegó el propio, pues
he olvidado el nombre dol lugar (si es otro) mas próxi-
mo á dichos Desmochados.
Asi que se hubo acampado, se mandó carnear por
ambas divisiones, mientras tantos los generales seguían
conferenciando solos, pues los coroneles Olavarría, Vega
y no recuerdo que otro, habían pasado á nuestro campo
á saludar á los jefes conocidos y venido á mi alojamiento,
apenas se hubieron bajado, cuando me dirigieron la re-
convención siguiente:
— «¿Cómo á tenido Vd. paciencia para sufrir que
Deheza, coronel de ayer, haya sido nombrado jefe del
Estado Mayor, cuando todos creemos que lo sería Vd.,
no solo por ser el coronel mas antiguo del ejército, sino
también por sus servicios?»
— 411 —
— «¡En el acto mismo de haberse dado dicha orden
debía Vd. haber pedido su baja y volverse, como lo ha-
bría hecho cualquiera de nosotros h
— iMis amigos, díjele; eso está en er diferente modo
de pensar de los hombres».
— «¡Cuando el general Lavalle me mandó llamar en
Buenos Aires, la víspera de salir para Navarro, me dijo,
que me necesitaba para mandarme á las Provincias, con
el general Paz, también juzgué que sería ese cuando
,menos el destino con que vendría, cuando no fuera se-
parado !»
— «Pero como de todos modos, no sirvo para emplea-
do, sino para mi patria, estoy persuadido de que pocos
podrán servirla en esta campaña, como yo, que voy
muy contento mandando mis 80 voluntarios.
Si hubiera hecho lo que ustedes me aconsejan, ha-
brían juzgado que solo me había prestado á salir á cam-
paña por tan despreciable interés b
¡Y quién sabe sino habrían tenido que reírse!
No, mis amigos, les dije: mis sentimientos son mas
nobles, con ellos me río con razón, de los que sin ellos,
intentan reírse de mi!»
— cAlabamos compañero su paciencia, me dijeron.
Mientras esto conversábamos estaba ya preparado el al-
muerzo que les dispuse, que siempre fué mejor que el
que había convidado en el desierto, á los generales La-
valle y Rodríguez, pues las provisiones las llevaba á la
mano.
Contáronme el tiempo y la caballada que habían
perdido en su inútil campaña, que sentían por cierto ha-
berla emprendido.
— «¡Qué dirían, decía entonces^ si supieran cuánto
mas han perdido con esta loca campaña!!!»
Preguntándome que sabíamos de Rauch», nada com-
pañeros les dije, á no ser que el General tenga alguna
noticia.»
Larga fué la conversación que tuvimos, pero sin
dármeles por entendido de lo que se sabía.
~ 412 —
Preguntándome si no iba á saludar al general La-
valle, díjeles, que no, pues no quería mortificarle con
mi presencia después de tan lucida campaña como la que
acababa de hacer, habiendo dejado desatendida su Pro-
vincia, mucho mas, cuando en el Monte y en la sepa-
ración del coronel Rauch al salir de San Nicolás, había
visto él, realizado cuanto le anuncié en la tarde de su
salida de Buenos Aires.»
—«¿Y qué le anunció Vd.?» me preguntaron.
— «¡ Que suspendiera su marcha á Santa Fé, mandara ^
á cualquiera de Vds. ó á los dos juntos, con su cuerpo,
á disolver á los indios y gauchos que sitiaban al Monte»,
les dije.
— «Que no se moviera áesta campaña inútil, sin dejar
la provincia tranquila y arreglada, pues si tal lo hacia,
tuviera entendido que al acercarse á López, tendría que
desmembrar sus fuerzas y sería tal vez ya tarde».
— «¡Cuánto mejor habría sido eso compañero, me
dijeron, que venir á perder nuestras caballadas y nuestro
tiempo, que es lo mas precioso, podíamos haberlo em-
pleado mejor sin perder á los pobres compañeros del
Monte!»
— «¿Y un hombre que le ha hecho estas prevenciones,
que tuvo la paciencia de verle reírse de ellas, quieren
Vds. que vaya á saludarle?»
— «¿Con qué gusto me recibiría al recordarlas?»
— «Tiene Vd. razón, me dijeron, pero no podemos
menos que repertirle, que alabamos su prudencia, ó mas
bien su calma».
En esto vinieron ya los ayudantes á prevenirles que
se había dado orden de prepararse para marchar, vinien-
do en seguida un ayudante del coronel Deheza á comu-
nicarme la misma orden y nos despedimos.
A poco rato y catando ya listos, vimos marcharse
al general Lavalle para Buenos Aires, venir el general
Paz y mandar mover nuestras fuerzas para Córdoba,
como de 1 á 2 de la tarde.
Aseguro á mis lectores, que me quedé abismado del
— 413 —
pran talento y genio militar de ambos Generales, ó mas
propiamente, del general Lavalle que era el jefe prin-
cipal !
Pero, juzgando que seria en mí un crimen el no
advertirles, pasé á la cabeza de la columna nuestra y
llamándole un poco aparte al general Paz, díjele: «Com-
pañero y amigo.
— «¿Qué significa esta separación de fuerzas después
de lo que nos ha pasado?»
— «¿Y por qué me pregunta Vd. esto?»
— «¿Qué es lo que nos á pasado? díjome el General.»
— tjQue no existe Rauch ni su división, que los in-
dios y todos los gauchos de Rozas están ya sobre Bue-
nos Aires, dijele!»
— «¿Y cómo lo sabe Vd.?»
— tPor que el propio que trajo á Vd. la noticia, me
buscó anoche para comunicármela, antes de dársela á
Vd. y le encargué que anadie lo comunicara», le repuse.
— «¿Y cuál es la opinión de Vd.?» rae dijo.
— «Que debemos volvernos y marchar todos sobre
Buenos Aires, acabar con esa horda de salvajes, que es
lo que yo haría, ó marcharnos todos á las Provincias y
dejar á Rozas en pacífica posesión de Buenos Aires.
— «Yo estaría por lo primero, pues marchando todos
juntos es indudable que pronto pacificaríamos la Provin-
cia, observando con actividad, sin prevenciones, pero si
esto no se juzgase conveniente, vamos todos mas bien á
las Provincias, que así seremos mas pronto dueños de
todas ellas y entonces con un poder mucho mas fuerte,
volveremos á salvar á Buenos Aires.»
— «¡Reflexione General, le agregué, sobre el efecto
que producirá en el ánimo de los soldados del general
Lavalle, al llegar al Arroyo del Medio y encontrarse con
toda la campaña sublevada, sitiada Buenos Aires, y sepa-
rados además de todos nosotros!»
— «Es probable que decairía su animo, asi que esto
lo vean, esto mismo á de suceder mañana entre nosotros
cuando se sepa.»
— 414 —
— «¡Medítenlo Vds. bien y no se espongan por Dios,
á perder divididos los mejores soldados que hemos te-
nido!»
Estas prudentes y juiciosas reflexiones, hiciéronle
fuera, al general Paz, Mandó detener la columna y re-
gresó de galope en alcance del general Lavalle; habien-
do llegado á él, se pararon y tuvieron una larga confe-
rencia. ¡Desmiéntame el que se atreva, si no es cierto
lo que digo! Toda nuestra columna me vio llegar al
general Paz, hablarle, mandarla este parar y correr como
he dicho hacia el general Lavalle. La de este, lo vio
también parar á ambos Generales y tener una larga con-
ferencia!
Pasada dicha conferencia, volvió el general Paz y
continuó el general Lavalle para Buenos Aires. Díjome
aquél al llegar (mandando seguir el camino para Cór-
doba).
— «¡Nada he podido conseguir del General!»
— «¡Ni lo uno ni lo otro!»
— «¡Me ha dicho que siga mi camino, que el se con-
sidera bastante fuerte por sí solo para no abandonar su
Provincia!»
— «¡Ya se la harán abandonar por la fuerza y le
pesará entonces el no haberse dirigido con toda ó mar-
chándonos juntos á las Provincias, para libertar pronto
la suya!»
Llegamos á la ciudad de Córdoba, me parece que el
13 de abril, el gobernador Bustos se había retirado á
San Roque, unas 10 leguas al oeste de Córdoba, que está
situada al pié de la sierra, con todas sus fuerzas, toda
la artillería del ejército auxiliar del Perú. Asi que pi-
samos el territorio de Córdoba, empezó á dar de alta en
el escuadrón de voluntarios, á varios paisanos de la
misma Provincia que se me fueron presentando habién-
dose aumentado estos en el pueblo, alcanzó el escuadrón
á unas 120 plazas.
El general Paz fué muy bien recibido por la mayor
parte de la población y en pocos días se reunieron al-
-- 415 —
gunos hombres por los afectos al General y le acompaña-
ron en la pronta salida que hicimos en busca de las
fuerzas de Bustos.
Llegados á la otra posta de la cuesta de Cpsquin,
á inmediaciones de San Roque, hubo un parlamento ó
comunicación entre los generales Paz y Bustos, pero no
habiendo arribado á ningún acuerdo, marchamos sobre
la fuerte posición de San Roque que ocupaba Bustos,
con mucha mas fuerza que nosotros, con una numerosa
artillería, compuesta de dos obuses, de diez piezas, me
parece que de los calibres de á 4 y de 6.
San Roque está situado en una espaciosa quebrada
el pié mismo de la sierra que le sirve de espaldón al
Oeste. La quebrada corre de norte á sur, hay en ella
un rio de bastante caudal, que teniendo sus vertientes
en la sierra, como hacia el sur-este, pasa por la orilla
misma de la población que está compuesta de rastrojos
ó quintas de sembrados. — Bustos había colocado los
dos obuses y seis piezas más en su derecha, al frente
del puente por que se pasa dicho río, y tenia á la dere-
cha de esta batería unos escuadrones de caballería.
Seguía para la izquierda su línea de infantería, otra
batería de cuatro piezas y el resto de su caballería. Esta
última batería estaba colocada en una altura que domi-
naba todo nuestro centro y derecha de nuestra línea.
Nuestra fuerza que solo constaba de poco más de
mil hombres, fué distribuida del modo siguiente: ~ La
izquierda que componía mi escuadrón de voluntarios y
las pocas milicias que se nos había reunido, estaba bajo
mis órdenes; y el jefe del estado mayor coronel don Ro-
mán Deheza me mandó colocar con dicha fuerza y en
columna por mitades, al frente del puente y á tiro de
cañón de la batería enemiga.
Nuestra línea de infantería compuesta délos batallones
dos y quinto, y con los coraceros del coronel Pedernera
á la derecha, que había quedado formada á mi espalda
cuando yo me avancé movióse para el flanco derecho
pasando el río mas arriba de la izquierda enemiga, bajo
L
— 416 —
las inmediatas órdenes del General en jefe, ocupó la al-
tura que dominaba la izquierda enemiga, pero fuera aun
del alcance de los fuegos de ésta.
En esta posición estábamos, cuando observando yo
el intento del general Paz de envolver la izquierda ene-
miga, pido permiso al Jefe del estado mayor para lan-
zarme sobre la bateria de la derecha y tomarla, pues
que esta desde que descubrió el intento de nuestro Ge-
neral había roto ya sus fuegos sobre mi pequeña co-
lumna.
Negóse Deheza á permitirme cargar hasta que el Ge-
neral hubiese acabado de ocupar ó dominar toda la iz-
quierda enemiga desde la referida altura con sus dos
batallones y solo me mandó avanzar un poco y hacer alto
hasta que el General hubiera logrado su intento. — Asi
lo hize, por solo un instante, pero asi que conocí la im-
prudencia con que se me colocaba por solo servir de
blanco á la batería enemiga mientras pretendían que el
General lo hiciera todo, pues ya dos granadas me habían
hecho volar tres hombres ó cuatro con sus caballos, me
precipité por el puente á la cabeza de 50 voluntarios
sobre la bateria.
Fué tan feliz ésta mi carga, que á pesar de la me-
tralla con que fuimos recibidos, cuyos cascos caídos en
el rio cuando atravesábamos el puente de carrera, nos
salpicaron con el agua, logré apoderarme de la batería
al mismo tiempo que el General se apoderaba también
de la otra, y envolvía la infantería de Bustos.
Al precipitarme sobre la batería con los cincuenta
voluntarios, había mandado al sargento mayor Leiba co-
rrerse á la izquierda para cerrar el estrecho del río á
la caballería enemiga que intentaba ya salvar por aquella
parte, para la hacienda de Arredondo; por consiguiente,
fueron los enemigos estrechados por ambos flancos y se
tomaron muchos prisioneros, pero no sin bastante pérdi-
da por parte del enemigo y alguna nuestra, aun que muy
inferior á la de los muertos de aquél.
El general Bustos escapó para la Rioja, por la sierra
— 417 —
con alguna gente, sin embargo de haber sido perseguido
por algunas leguas. Yo tuve entre muertos y heridos
más de veinte hombres, no recuerdo la pérdida de los
demás Cuerpos; pero si que en proporción fué mucho
menos que la mía por la posición que tomaron. Con la
fuerza que cargué hasta apoderarme de la batería, fué
el entonces teniente primero de la primera compañía del
escuadrón de voluntarios don Juan Navarro. El jefe de
la artillería que se hallaba en dicha batería, cuyo nom-
bre no recuerdo, quedó muerto al lado de ella con mu-
chos de sus artilleros, por mis voluntarios, y fué el pri-
mer ensayo que le proporcioné á dicho Cuerpo.
Después de este combate marchamos á Caroya y
Sinsacate. El objeto del General en esta marcha, fué
el de arreglar aquella parte de la campaña del norte,
alejar á los individuos de la familia del gobernador
Bustos y que nos eran contrarios, y perseguir al coman-
dante Guevara del departamento del Tío, pues que había
ganado para aquella parte con alguna fuerza.
A perseguir á dicho comandante, me destinó el Ge-
neral con mi escuadrón llevando un piquete de infantería
del quinto bajo las órdenes, creo, del entonces teniente
don Cesar Díaz. — Guevara fué perseguido hasta Mar
Chiquita que está al este del Tío y tocando con los con-
fines de la provincia de Santa Fé por dicha parte, en la
cual fué acuchillado y dispersa la mayor parte de su
fuerza; se le tomaron bastantes prisioneros.
Después de este último choque permanecí pocos días
en el fuerte del Tío hasta que fué nombrado comandante
de dicho punto y frontera, el capitán don Hilario Basa-
bilbaso .
Habiendo regresado á Córdoba, fui destinado por el
señor General á la sierra de San Javier y Pocho á con-
secuencia de que se habían levantado allí algunos mon-
toneros, y de que se tenían noticias de los aprestos del
general Quiroga en los Llanos, para venir á atacarnos
con el gobernador Bustos que se le había reunido.
El General, después del triunfo de San Roque se ha-
27
— 418 -
bia dirigido á don Javier López gobernador de Tucumán,
solicitando su cooperación con algunas fuerzas para es-
perar á Quiroga ó invadirlo.
López que temía que el general Paz pudiese man-
darme á Tucumán si él se denegaba, porque en tal caso
no podía resistirme por la gran influencia de que yo
gozaba en dicho, mi país; que conocía al mismo tiempo
Ja decisión de mis paisanos para marchar en nuestra
ayuda, se resolvió ponerse en marcha para Córdoba con
quinientos hombres, alejando de paso á ¡barra de San-
tiago del Estero.
Mientras López se movía de Tucumán había yo pa-
sado á la sierra de Córdoba con mi escuadrón de volun-
tarios y dispersado las montoneras ayudado por el va-
liente cordobés, hijo de San Javier, don Ciríaco Gómez,
á quien por su decisión y patriotismo no menos que su
arrojo, habíalo nombrado el General, Comandante de uno
de los escuadrones de dichos departamentos.
Alejados dichos montoneros al territorio de la Rioja
y habiéndose ya movido Quiroga y Bustos en nuestra
busca desde los Llanos, salió el general Paz hasta la
sierra con su ejército, habiendo ya organizado el cuerpo
de cívicos de Córdoba bajo las órdenes del coronel Bar-
cala (1).
Yo me había avanzado hasta Santa Rosa, territorio
perteneciente á la Rioja ó fronterizo al menos, batido
allí una vanguardia de Quiroga y perseguídolo hasta
Ulapez creo y regresándome de allí porque se aproxima-
ban las fuerzas de Mendoza y San Juan, mandadas
por el fraile Aldao, dando aviso al General, con cuyo
motivo regresó éste al otro lado de la sierra, asi para
esperar la reunión del gobernador de Tucumán don Ja-
vier López, como para fatigar más al enemigo llamán-
dolo al interior de la Provincia.
['] ün negro mendocino, muy valiente, y de unos modales y porte muy
caballeresco; y el cual se había ya distinguido en varios encuentros anteriores
en Mendoza en defensa de su pueblo contra los bárbaros ataques del fraile
Apóstata don José Félix Aldao^
— 419 -
Habiendo sido yo el encargado de cubrir la retirada
del ejército, tuve que naarchar al frente del enemigo hasta
haber traspasado la Sierra por las cabeceras del Rio 3**,
que era el camino que traia Quiroga, hasta llegar á las
inmediaciones de Altagracia, hacienda situada á 10 le-
guas al sud sudoeste de Córdoba. En la tarde que acampé
á las inmediaciones de dicha hacienda en la cual estaba
el ejército, habia llegado el gobernador López con los tu-
cumanos, y estaba precisamente acampado á vanguardia
de los demás cuerpos del ejército.
Luego que hube acampado mi cuerpo, ya cerrada la
oración, y después de haber pasado el toque de retreta,
pasé al ejército á verme con el General, darle cuenta del
lugar en que quedaba el enemigo y pedirle me permitie-
ra ir á hacerle una visita al gobernador López, cuando
al llegar al campo en que estaba el ejército, encontróme
precisamente con la división de los tucumanos que esta-
ba acampada sobre el camino; así que atravesé por en-
tre los primeros fogones, conocí á mis paisanos que los
circulaban.
Sin detener mi caballo, pues iba al troto largo, di-
goles de paso en voz alta:— «¿Cómo están mis valientes
tucumanos?» — Conocer mi voz, levantarse todos corrien-
do hacia mí y dándome mil fuertes vivas que se repitie-
ron por todo su campo hasta avanzarse los cornetas á
tocar dianas, que ocasionaron alguna alarma en el ejérci-
to, todo fué uno.
Por de contado que no me agradó semejante demos-
tración á dichas horas, por el efecto que naturalmente
debía producir en el ánimo de su Gobernador, como lo
produjo en efecto. Llegué sin detenerme á la tienda del
General y después de haber presenciado que iban los
ayudantes del Estado Mayor á contener aquella gritería
y hacer callar á los cornetas.
Introducido yo á la tienda del General, me encontré
con el gobernador López á su lado y le di un abrazo,
después de saludar al General, que lo correspondió no
de buena gana, y se salió al poco instante. Déjele al
— 420 —
General así que le hube dado cuenta del lugar que ocu-
paba el enemigo, que iba á visitar á López y ofrecérme-
le á ponerme bajo sus órdenes con mi escuadrón, si él
me lo permitía, para formar parte de su división, y con
este motivo estimular á mis paisanos á distinguií^se en
el próximo combate.
El General aprobó y aplaudió mi idea, y yo pasé á
la tienda de mi paisano, y habiéndole encontrado con
uno ó dos de sus oficiales ó comandantes y pasadas las
felicitaciones, etc., etc., hicele presente la amistosa y no-
ble idea que llevaba; y como* Observé que él se denegó
á admitirme tan loables proposiciones, le agregué á pre-
sencia de todos, siendo dos de los que estaban con él, el
coronel de milicias y cuñado suyo don José Alvarez y
el teniente coronel de ejército don José Segundo Roca,
compañero y amigo. «¡El objeto que yo me propongo al
dar este paso, es á más de amistoso y noble, político y
de gran interés, así para la patria como para Vd. mis-
mo y para el crédito de nuestro pueblo! — Mis paisanos
verán en esto que yo sé respetar y estimar al jefe que
ellos se han dado por el órgano de sus Representantes
y que no conservo contra él prevención alguna á pesar
de los sucesos anteriores! ¡Agregue Vd. á esto el noble
estímulo que tendrán todos ellos al verse guiados contra
aquel que tanto los ha ofendido por la dirección y el
ejemplo de entre ambos!»
Cuando yo vi que estas mis tocantes reflexiones no
produjeron en él, el efecto que yo esperaba, mucho más
cuando su tienda estaba rodeada por todos sus soldados
y oficiales, que solo esperaban que yo saliera para ver-
me y hablarme, confieso á mis lectores que me quedé
muy desagradado, pero sin desistir por eso de este mi
noble empeño.
Me retiré á poco instante, escusándome con que es-
tando el enemigo tan próximo mi presencia en mi Cuer-
po era necesaria, pero dándole la mano y repitiéndome
mis generosos ofrecimientos.
Apenas salí de su tienda, que ni á la puerta me
i
— 421 —
acompaño (^) cuando fui rodeado por todos y saluda-
dos con el entusiasmo de todos los corazones de aquellos
mis nobles paisanos. Diles á todos las más especiales
gracias asegurándoles que al siguiente día tendría el
gusto de verlos y me retiré.
Al poco instante de haber llegado ámi campamento
que no estaba lejos vinieron á él varios oficiales á
saludarme, por no haber tenido el gusto de verme, ni
poder hablar; díles las gracias mas especiales por el
aprecio que me manifestaban; y les dije cuanto me com-
placerían distinguiéndose en la próxima batalla contra el
implacable enemigo de nuestro pueblo, (Quiroga) y les
supliqué se retirasen á sus puestos para no disgustar á
su Jefe, y estar prontos para lo que pudiera ocurrir.
Así lo hicieron llenos de contento.
Al siguiente día marchamos al encuentro de Quiro-
ga en dirección al Salto, y habiéndonos acampado ya de
noche á inmediaciones del rio, no pude verme con mis
paisanos por que estaba yo á vanguardia, pero habien-
do de parar allí el ejército hasta medio día, pude venir
esa mañana que fué la del 19 de junio á visitar al go-
bernador López y demás Jefes y Oficiales, y también por
el deseo natural de ver á todos los milicianos que tan
antiguas pruebas de estimación me tenían dadas.
El gobernador López que se daba en su campo más
tono que nuestro General, estaba sentado en uno de los
varios asientos que había traído preparados desde Tucu-
mán, y que siempre estaban prontos asi que acampaba,
no menos que una mesa de tijera á su lado.
Asi que desmonté y me senté á su lado concurrieron
todos sus jefes y oficiales á saludarme, y como la tropa
no había podido verme aún, se agolpó toda á espaldas
del círculo que habían formado los Jefes y Oficiales; pe-
ro su amable Gobernador {^) no les permitió satisfa-
[1] No quería presenciar lo que tanto le estaba mortificando, pues ya sentía
desde su asiento el murmullo que hacían los hombres que rodeaban su tienda!
(-) ¡Este era el mismo á quien en el año 26 habla yo depuesto del
— 422 —
cer los deseos que manifestaban de verme siquiera de
lejos; pues así que observó que se iba aumentando la
concurrencia, levantó la voz y les dijo;
— « ¿Qué buscan aquí, no han visto nunca gente? » A
tan urbana amonestación tuvieron todos los soldados que
largarse mas que de prisa, tal era la cortesía del pobre
de mi paisano á cuyas órdenes pretendí en vano po-
nerme.
Me despedí á poco rato sin haber podido conseguir
que se prestara á las indicaciones que le hicieron para
que fuese yo á su lado, algunos de sus Comandantes;
y muy luego nos movimos adelante con todo el ejército
y nos acampamos ya tarde á corta distancia del campo
del general Quiroga.
Bueno sería advertir aqui que nuestro ejército había
ya mas que duplicado su número esto es de el que había
llevado de Buenos Aires, pues á mas de los 500 tucu-
manos habían como 400 ó mas milicianos de Córdoba que
el general Paz había puesto bajo mis órdenes, y como
200 cívicos que había organizado el coronel Barcala y
los cuales estaban muy entusiasmados.
Como los dos ejércitos estaban ya inmediatos y se
creía que la batalla tendría lugar al siguiente día no
juzgó el General prudente que se alejara nuestra van-
guardia, por no esponerla á una sorpresa. Quiroga apro-
vechándose de esta circunstancia, de las buenas caballa-
das que llevaba, y mas que todo de los conocimientos
que tenían de los caminos y sendas, asi el Gobernador
Bustos como todos los cordobeses que acompañaban á
dicho Gobernador, dejó bien preparados los fogones de
su campamento y partidas de vanguardia al cargo este
cuidado de algunos hombres, y se marchó velozmente
sobre Córdoba, asi que cerró la noche, por su flanco iz-
quierdo; anduvo toda esa noche del 19 con diligencia, y
mando por que no había querido darme el contingente que le había ordenado
el Gobierno, ni permitirme llevar para la guerra con el Brasil, á los hombre.-»
que querían seguirme voluntariamente.
^
— 423 —
fué á presentarse sobre la ciudad dominándola por las
alturas, me parece que á eso de las 5 de la tarde del
20 de junio y le intimó rendición á la plaza.
Prevendremos aquí lo que había descuidado de ex-
presar antes: esto es que después de pasada la batalla
de San Roque, el pueblo de Córdoba había nombrado
Gobernador y Capitán general de la Provincia al Gene-
ral de nuestro ejército don José María Paz.
El Jefe político don Pedro Juan Gonzalos, había que-
dado encargado del Gobierno de Córdoba, cuando salió
el General y gobernador Paz, al encuentro de Quiroga;
por consiguiente fué aquél el que recibió la intimación de
este último, y la rechazó con denuedo; contando con la
decisión del pueblo para defenderse mientras llegaba el
general Paz.
Quiroga atacó el pueblo con empeño, asi que vio
rechazada su intimación; pero fué resistido con energía
en toda la noche, y mucha parte del siguiente día 21.
Quiroga que no se paraba en medios, y que tuvo noticia
de nuestra aproximación acometió nuevamente al pue-
blo y le amenazó incendiarlo todo sino se entregaban; y
no recuerdo si dio principio por quemar algunas casas.
A una amenaza semejante, y hecha por un Quiroga,
no creyó prudente el Delegado resistirse, y mucho más
cuando habían perdido ya algunos hombres y estaban
casi agotadas sus municiones. Capituló y lomó posesión
Quiroga de la plaza, ya caida la tarde: dejó en ella 900
infantes que tenía, y pasó con cerca de 3000 caballos á
situarse al campo de la Tablada en la otra banda del
rio al nor-oeste del pueblo como tres cuartos de legua.
Mientras todo esto practicaba Quiroga, nosotros íba-
mos ya en su alcance; pues que al amanecer el 30, habían
ya descubierto nuestras bomberos la marcha del enemigo
sobre Córdoba, y el General había contramarchado sin
deternerse y esforzando cuanto le fué posible la marcha
de nuestro ejército; pero como no teníamos la movilidad
de aquél, pues á mas de traer mejores caballadas, lleva-
ba sus infantes montados; no nos fué posible á pesar de
— 424 —
nuestra diligencia, llegar á tiempo de haber evitado di-
cho contraste.
Serían las 11 de la noche cuando llegamos á los
altos de Córdoba (O sin ser sentidos por los enemigos,
y si lo fuimos no nos demostraron. Principiamos á
descender á los corrales de matadero que están á la
orilla este del pueblo, cuando el General hizo alto des-
pués de haber bajado algunas cuadras, y contramar-
chó por el estrecho y barrancoso camino, no se porque
motivo.— Confieso que no me agradó semejante retroceso,
pues aunque nuestra infantería iba por delante, y le se-
guía la artillería, me temía mucho que los enemigos
pudieran habernos colocado sobre las barrancas del ca-
mino, doscientos infantes, y héchonos pedazos sin po-
dernos defender en semejante estrechura; y mucho menos
con la contramarcha, que nos dejaba apiñados.
Había contramarchado la cabeza de la columna co-
mo dos ó tres cuadras ó poco mas; cuando hace y vuelve
á contramarchar hasta casi llegar ' á los corrales que
están al pié de la barranca, y á orillas del mismo pueblo.
Pasa por segunda vez, y retrocede nuevamente. '
Confieso que semejantes vacilaciones me tenían loco
de desperación, y de rabia; pues espera por momentos,
que 50 hombres del enemigo nos fusilaran impune-
mente en aquel enredo que habíamos formado, con
marchar y contramarchar; mas por fortuna habiendo pa-
sado por 2* ó 3' vez, se resolvió al fin; bajó, y paró en-
seguida todo el ejército á la banda opuesta del río,
alejándose un tanto del pueblo, para que no fuéramos
sentidos.
Asi que hubo acabado de pasar todo nuestro ejército,
aproximándose ya el día; marchamos por la otra parte
de las quintas y saliendo al alto del norte, hasta intro-
(1) Dicho pueblo está situado en una hondonada y sobre un rio que
corre del poniente al esic, y en la margen del sur; y por una ú otra banda
de rio, tiene uno que descender para llegar al pueblo, y no se ve éste sino
al llegar al descenso.
1^
^ 425 —
ducírnos al potrero del jefe político don Pedro Juan Gon-
zález; cuyo costado oeste, viene á estar sobre la Tablada,
ya aclarado el día; y dejando el pueblo á nuestra reta-
guardia por la izquierda..
Yo ignoro hasta hoy, porque Quiroga quiso conservar
su infantería en el pueblo, y no la reunión á su ejército
para darnos la batalla.
Colocado nuestro ejército en el referido potrero de
don Pedro Juan González, y toda la numerosa caballería
de Quiroga al extremo del oeste del expresado potrero, en
el campo de la Tablada; lo distribuyó el General en tres
columnas paralelas. La de la derecha bajo mis órdenes,
la componían mi escuadrón de 90 voluntarios y cerca de
600 milicianos de Córdoba. La del centro, toda la infan-
tería y artillería, bajo las inmediatas órdenes del jefe del
Estado Mayor coronel don Román Deheza; la de la iz-
quierda, la componían los 500 tucumanos mandada por su
gobernador don Javier López, y la reserva con el cuerpo
de coraceros bajo los órdenes del coronel don Juan Pe-
dernera.
Apenas se hizo estfi distribución, hicele presente al
General que me comprometía dándome todas las milicias,
pues no las juzgaba sino á propósito para envolver mi
escuadrón y desalentarlo, no por otra razón que por el
cortísimo tiempo que hacía que habían sido reunidas, y
por la poca confianza que debían inspirarme, por haber
sido una parte de ellas reunida casi á la fuerza. Le pedí
pues que distribuyera la mitad de ellas á los coraceros, ó
que me diera al valiente teniente coronel Pringles con 50
de éstos para que echáramos con él al medio, á los mi-
licianos; de cuyo único modo podríamos conducirlos bien
á la pelea.
El General se denegó primero, diciéndome que yo
para mi genio sabría conducirlos mejor, y que irían mas
gustosos conmigo. Instándole entonces para que me diera
al bravo Pringles, me lo prometió mas no tuvo efecto
dicha promesa.
A mis pocos voluntarios los tenía yo muy entusias-
_ 426 —
mados, y les habla hecho entender para mejor animarlos,
que con ellos solos me bastaba para sacar á Quiroga de
en medio de todo su ejército. Esto mismo les proclamé
á todos los Cuerpos en aquellos momentos, agregándoles
que no sufrirían los soldados de Quiroga una sola des-
carga de nuestra infantería, pues nadie los conocía mejor
que yo, por haber ya de antemano, peleado varias veces
con él.
Todo esto les decía yo, para que no vacilaran por
un momento á la vista de su mas que duplicada fuerza,
porque les veía fijarse bastante en la superioridad numé-
rica de la caballería enemiga; y era tal mi entusiasmo,
y el interés que tenía para trasmitírselo á todo el ejér-
cito, qué me avancé á decirles en voz alta, á los Cuerpos
de infantería, á presencia del ejército;— ¡que los facultaba
á todos para que me lancearan si esos miserables de Qui-
roga y el Fraile, les aguantaban una 2' descarga! To-
dos aplaudían mi confianza, y no dejaron de participar
en cierto modo de ella.
Dióme en estas circunstancias orden el General, de
mandar abrir con mis soldados una puerta en el potrero,
que solo nos separaba del ejército de Quiroga, como
para que pudieran salir las columnas formadas por es-
cuadrones. Lo hice al momento, y serían ya mas de las
12 del dia.
Luego que el General vio abierta una espaciosa puerta,
me ordenó que saliera con mi columna, y corriéndome
oblicuamente á la derecha hiciera alto formando en esca-
lones al frente del costado izquierdo enemigo, que lo
mandaba el fraile general Aldao.
Lo hice asi al instante, dando un viva á la patria al
salir por el portón; y apenas hube formado los escalones,
cuando recibí orden del General de cargar; las demás
columnas no habían salido aíin.
Había yo formado cuatro escalones, los tres primeros
que eran los más fuertes, los componían las milicias, y
el último mis voluntarios. Los había colocado yo en
este orden, para obseryar á los primeros, y obligarlos
— 427 —
con el de mi mayor confianza. Así que recibí la orden
en circunstancias que ya la línea enemiga me venía al
encuentro, mandé echar carabinas á la espalda, que no
eran muchas por cierto, y sable á la mano; y di enseguida
la voz de «trote y galope». — Ambas cosas se ejecutaron
bien por mis tres primeros escalones; y los enemigos nos
venían ya al encuentro; pero cuando mandé á degüello,
ejecutaron con tanta prontitud dicho movimiento, pero
á retaguardia, que me quedé frío.
Puesto entonces al frente de mis voluntarios y sin de-
tenerme, dyeles en alta voz:— «¡No necesito de ellos, co-
bardes, seguidme que vosotros solos me bastáis para estos
miserables!» -Me lancé á escape sobre la triple línea que
venía á mi frente y le hice volver la espalda.
Fué este un espectáculo curioso. Mientras yo con mis
pocos voluntarios atrepellaba lanceando á cuantos venían
á mi frente por mi derecha, la parte izquierda de la lí-
nea enemiga, acuchillaba á mis espaldas á mis milicianos
que habían huido y saltado la cerca, sin necesidad de
puerta.
Los soldados de Aldao entraron al potrero persiguien-
do á nuestros milicianos, v hasta enlazaron nuestros ca-
ñones que iban recien sacando y empezaban á dispararse
con ellos, cuando el jefe del Estado Mayor coronel Deheza
los mandó hacer una descarga con la infantería y tu-
vieron que cortar sus lazos y huir á reunirse con los su-
yos, corriéndose más allá del camino por que habían
cargado; pero mientras esto pasaba, yo con solo mis vo-
luntarios y con unos pocos valientes de la misma milicia
que había logrado contener ó que se rae unieron así que
vieron fugarse á los otros, sostenía todo el ataque de la
izquierda enemiga. — Persiguiendo iba yo á los enemigos
y entreverado en ellos con mis soldados, cuando presen-
tándoseme un nuevo Cuerpo que venía á contener á los
que fugaban, había tenido que retroceder un poco y reu-
nir mis soldados mandándole pedir auxilio al General.
El Cuerpo enemigo que se había presentado á conte-
ner á sus dispersos, y que me vio retroceder á su vista.
— 428 ~
mandólos á reunirse á su retaguardia y se lanzó sobre
mi que estaba acabando de formar mis soldados, alen-
tándolo con la promesa que les había hecho, de serme
ellos bastantes para batir á los miserables enemigos que
teníamos á nuestro frente, como acababan de verlo. — No
bien observé al nuevo cuerpo que venía sobre nosotros,
cuando grité á los míos: — f¡De frente, mis valientes vo-
luntarios; al galope que ya huyen estos cobardes!» — y
puesto yo á su frente me lancé á dicha voz sobre ellos,
dando en seguida la de ¡«A degüello!»
Cumplióse por segunda vez mi pronóstico, y fueron lan-
ceados en su fuga, pero por un corto instante. — El Frayle
General había organizado ya á todos los que huyeron á
mi primera carga y también á los que habían pasado
para enlazar á nuestros cañones y ya venían á nues-
tro encuentro, pero sintiéndose ya por mi izquierda las
atronadoras descargas de nuestra infantería, y las deto-
naciones de nuestra artillería (i). Me fué, pues, preciso
repetir la maniobra primera, para rehacer mi Cuerpo bas-
tante debilitado ya, y mandar un nuevo pedido al Gene-
ral para que me auxiliara, mas, no siéndome posible es-
perarlo, me precipité por tercera vez y con el mismo
feliz resultado; pues el Fraile no osó recibirme y volvió
la espalda.
Pero ya el combate se había hecho general hacía
rato, y Quiroga seguía ya replegándose á su izquierda por
consiguiente no pude perseguirle sino por un corto ins-
tante, y llamando á voces á Quiroga de mi parte. Tuve
que hacer alto y tocar reunión á la vista de un Cuerpo
como de seis hombres que se movía á mi frente,
mas, observando que el teniente coronel Pringles venía
ya en mi auxilio con un pequeño escuadrón de Corace-
ros, que no llegaba á cien hombres, me apresuré á for-
mar mis voluntarios que eran ya apenas unos cincuenta
( ' ) El combate se había ya empeñado y tuvieron los Coraceros que
trabajar bastante en protección de López que me parece fué rechazado en la
primera carga.
— 429 -
y tantos hombres, pues los demás habían sido heridos ó
muertos.
Así que llegó el valiente Pringles, le ordené desple-
gara su escuadrón y formara con él mi segundo escalón,
pues yo con mis voluntarios y los pocos hombres mili-
cianos del pueblo de Córdoba que con algunos de sus
oficiales y unos cuantos ciudadanos jóvenes, se man-
tenían firmes y denodados; formé el primer escalón y
nos movimos sobre el enemigo, á un trote contenido. El
enemigo aunque en casi triplicado número al de nuestros
dos pequeños escalones, venia también con un andar muy
contenido.
Así que hube descubierto á nuestra infantería que
venía á paso de trote y con el General á su frente, di
la voz de galope. Los enemigos desfilaron por su izquier-
da y emprendieron su retirada al gran galope en cir-
cunstancias que ya se ponía el sol y dirigiéndose al nor-
te, pero como ya seguían á éstos el resto de la caballería
de Quiroga que huía en grandes grupos, me fué pre-
ciso variar nuestra dirección mandando romper en co-
lumna por la derecha, sobre la marcha, pues el General
les apuraba ya con los fuegos del batallón, á los que
seguían un poco á retaguardia por nuestro flanco iz-
quierdo.
Seguimos en este orden acuchillando á muchos has-
ta que cerró la noche, y nos. mandó hacer alto el Gene-
ral. Reunidos todos nuestros cuerpos nos fuimos un po-
co á la derecha y mandó el General acampar el ejército,
como á tres cuartos de legua ó poco más, al nord-este
del <jampo de batalla, el cual estaba iluminado después
que cerró la noche, de resultas de haberse incendiado
los pastos secos, ya por los tacos de los cañones ó ya en
fin por efecto de los fogones que dejó el enemigo en su
campo. El resultado fué que todo él quedó sembrado de
cadáveres hasta más de cinco leguas al Norte, por cuyo
espacio les perseguimos.
Nuestro ejército no había parado en el día anterior
ni á carnear, tal fué el empeño de nuestro General y de
— 430 —
todo él en alcanzar al enemigo y salvar al pueblo, pnes
aunque en un corto momento de descanso no descuidó el
General que era preciso que el soldado tomara algún ali-
mento para estar más fuerte, y dispuso que se voltearan
algunas reses para el efecto de que churrasquearan ¿il-
gunos asados; tirar los pedazos de carne medio charquea-
dos sobre una gran fogata, contestamos todos que no te-
niamos hambre, y fui el primero en decir á mis soldados
que en los fogones del enemigo iríamos á comer en abun-
dancia después de haberlos vencido.
Nadie por consiguiente quiso ir á lomar las reses que
estaban ya reunidas, tuvieron que largarlas y continua-
mos la marcha. Por consiguiente, la noche de la victo-
ría la pasamos casi en vela, tomando mate al lado de los
fogones, y divertidos en oír relatar á nuestros hombres
los diferentes lances que cada uno había presenciado ó
experimentado en sí mismo. Pero el General, notando
que esta distracción podría sernos perjudicial, mandó
orden para que se apagaran todos los fogones, cerca ya
de las 11 ó más de la noche, y que descansara la tropa,
cuidando cada jefe de la seguridad de su Cuerpo.
Así se hizo, y nombré yo á más de la imaginaria
para que cuidara mi Cuerpo, dos oficiales con diez hom-
bres cada uno para que así que aclarara el día
ó antes, fuesen á registrar todo el campo de batalla, y
recojer las armas que encontrasen tiradas, pues me fal-
taban algunos sables y tercerolas y quería ver si me las
proporcionaba de los enemigos, sin tener necesidad de
pedirlas al General.
Serían como las tres ó las cuatro de la mañana,
cuando recibimos orden de disponernos para marchar so-
bre la infantería enemiga que había quedado en el pue-
blo, y que el gobernador don Javier López cubriría la
retaguardia con sus tucumanos.
Dispusímonos en efecto para marchar, pero yo con-
fieso que lo hice de muy mala gana, ya porque me
quedaba sin recoger las armas por medio de mis parti-
das que estaban nombradas ya, en fin, porque me parecía
— 431 ^
poco prudente el movernos sin haber antes descubierto
el campo y tener conocimiento del paradero de Quiroga,
y su caballeria.— La infantería debía ocupar la vanguar-
dia; seguía á ésta la artillería, coraceros, yo en seguida
con mis pocos voluntarios y serían los tucumanos, la re-
taguardia.
Asi que estuvieron listos los Cuerpos, esperando solo
la orden para moverse, pasé á verme con el jefe de Es-
tado Mayor, coronel Deheza, cuando se dio la orden de
marchar. Hablando estaba con dicho jefe, del disgusto
con que me movía del campo, sin que antes le hubiéra-
mos reconocido bien, manifestándole también el chasco
que me llevaba respecto al armamento, cuando veo mar-
char al gobernador López, en seguida á los coraceros, sin
esperar á que me hubiese movido con mis voluntarios;
seguramente porque me vio conversando con el jefe de
Estado Mayor.
Yo que advertí aquella falta de consideración en
López, que por otra parte no dejaba de tener cuidado
por nuestra retaguardia, me incomodé y lo dejé marchar,
diciendo entre mí: — ¡Anda fantasmón, que yo cubriré la
retaguardia mejor que tú!
El coronel Deheza, díjome: — «Ya marchan, compa-
ñero»,—-y se fué.
Dejé pasar todas las divisiones de los tucumanos
y marché á su retaguardia como con 70 hombres, in-
cluso los pocos ciudadanos y milicianos que me habían
quedado, y aun no serían tantos, en razón de haber
perdido de mis voluntarios 11 muertos y 21 ó 23 he-
ridos.
— «¡Quién pensaría, tuve la fortuna de decir muy
poco después de haber amanecido, que la imprudencia
de López de marcharse antes que yo, por cuyo motivo
quedé á retaguardia, nos había de haber salvado á to-
dos!»
Expliquémonos y juzgarán los lectores si hay algo
de exagerado en este mi dicho.
A poco andar, encontramos al sur la cerca del po-
— 432 —
trero de don Pedro Juan González, es decir el lado
mismo que mira al campo de batalla, en el cual había
yo abierto la puerta para que saliera nuestro ejército en
el día anterior; por consiguiente lo dejábamos á nuestra
izquierda, pero marchábamos arrimados á él, en circuns-
tancias que iba aclarando el día. Algunos de los oficia-
les tucumanos que iban al flanco derecho de nuestra co-
lumna de camino, pues íbamos á cuatro de frente, se
habían alejado un poco sobre dicho costado, para reco-
nocer los muchos cadáveres que se descubrían en el cam-
po de batalla, cuando uno de los oficiales descubre á los
900 infantes que Quiroga había dejado en el pueblo, for-
mados en batalla, un poco mas adelante, á vanguardia
del naneo derecho de los tucumanos.
Dicho oficial, en vez de dar aviso al Gobernador, del
descubrimiento que acababa de hacer, corre á mí y me
dice:
— «¡Mi Coronel, vea Vd. la línea de la infantería de
Quiroga!»,— y me la indica con su mano; fijóme bien,
pues no estaba todavía bien aclarado el día, y reconoz-
co en realidad la línea enemiga.
— «Corra Vd., dije al momento á uno de mis ayu-
dantes, F. Lemus, mendocino, en alcance del General y
dígale de mí parte que Quiroga ha sacado su infantería
y está formada sobre nuestro flanco derecho, que man-
de en el momento contramarchar nuestra infantería por
sobre la altura.»
Adviértase que cuando esto sucedía, la mitad de
nuestro ejército ó algo más, había descendido al bajo
del río, por el noroeste del pueblo. Mi ayudante que
parte á escape en alcance del General con mi dicho aviso,
cuando dispáranos Quiroga dos cañonazos á bala y hace
dar un fuerte viva á sí mismo por toda su línea. Fué
tal la sorpresa que los cañonazos y los vivas á Quiroga
produjo en los tucumanos, que se precipitaron todos so-
bre la cerca que llevábamos á la izquierda y se pusie-
ron en fuga.
Yo, por el contrario, mandé con la velocidad del
— 433 —
rayo dar frente á la derecha á mis voluntarios, man-
dando al mayor del cuerpo, Luis Leiva, mantenerse fir-
me mientras yo contenia á mis paisanos. Me lancé so-
bre ellos, proclamándoles;
— «¿Es posible, mis valientes tucumanos, les dije,
que asi manchéis vuestro nombre, después de haberlo
ilustrado ayer, destruyendo al ejército de ese hombre que
tanto ha ofendido á nuestro pueblo? ¿Así abandonaréis
^ á vuestro mejor amigo? ¿Le dejaréis lanzarse solo, con
ese puñado de valientes que veis formado, y despedazar
con solo él á todos vuestros bárbaros enemigos? ¿Qué
se diria de vosotros si tan cobardemente abandonaseis
el campo?»
«¡Huid ahora, si queréis, pero llevad entendido que
vuestras esposas queridas, y vuestros padres mismos,
os han de escupir á la cara, arrojándoos de su pre-
sencia!»
No faltaron entre mis compatriotas, algunos jefes,
oficiales, y hasta soldados, que, tocados de estas mis re-
flexiones, gritasen:
— «¡No le abandonaremos, mi Coronel! Alto, alto!»,—
y corrieron á contener á los demás, mientras ordenaba
á los que habían parado
Fórmelos á todús, excepto unos 70 ú 80 hombres que
no volvieron, y pasaron sembrando la noticia de nuestra
derrota y les hice volver inmediatamente, siguiendo el
camino que había llevado el resto de nuestro ejército,
mandándolos galopar en su alcance, descendiendo por el
barranco al bajo del rio.
Mientras esta operación se practicaba, mi puñado de
voluntarios se mantuvo firme, con sus oficiales al frente,
y el enemigo no osó sino dirigirle algunos cañonazos
y tiros de fusil. Mandé enseguida formar en columna á
' la izquierda, y seguí al trote por retaguardia de los tu-
cumanos. Su gobernador, López, (^) continuó á la cabe-
[*] ¡Aquel sujeto, (juí* iio había querido aceptar el honor de tenerme á
jstts órdenes, se mantuvo asombrado mientras yo proclamaba y contenía á sus
28
— 434 —
za de éstos, pues la infantería de Quiroga, se nos venia
sobre nosotros haciéndonos fuego.
Cuando empecé á descender por el barranco, ya los
soldados de Quiroga nos fusilaban desde la altura. En
estas circunstancias, me encontré con el camino casi obs-
truido por nuestros cañones que habían quedado aban-
donados, pues los que tiraban á caballo, habían cortado
los lazos y corrido adelante; rae dice el coronel Aren-
grein, que estaba á mi lado:
— «¡Coronel, déme Vd. unos hombres para salvar los
cañones, pues jos que nos hostilizaban, se han mandado
mudar!»
— «¿Dónde está el ejército?*,— pregunté al jefe de ar-
tillería.
— «No lo sé»,— fué su contestación.
— «Pues clave Vd. los cañones, le dije, y sálvese por
que nos fusilan.»
Efectivamente, se iban agolpando todos los infantes
de Quiroga sobre el barranco y nos quemaban con sus
fuegos. Paré un momento á dejar pasar el polvo que
habían levantado los tucumanos, asi que salí del barran-
co, para ver si encontraba al ejército formado. ¡Cuánto
fué mi desagrado, cuando alejado el polvo, me encontré
solo! Pero descubriendo á los coraceros y tucumanos,
correr salvando zanjas y cercos por los rastrojos de la
izquierda para salir por los altos al potrero de Gonzá-
lez, á cuyo frente, ál oeste, había sido la batalla del día
anterior, grité á mis voluntarios:
— «¡ Seguidme á escape!», — y me lancé por la iz-
quierda (^) disputando el paso á los que iban adelante,
acortando el camino cuanto me era posible por la iz-
quierda y por sobre los cercos, tanto más cuanto que
soldados! Y una vez formados todos los que logré reunir á mí voz, marchó
á la cabeza de ellos al galope, representando el papel de su jefe!
(*) En este preciso momento sintióse ya la primera descarga de nuestra
infantería y un continuado fuego en seguida, sobre el barranco que ocupaban
los enemigos; con mi aviso habla coñtramarchado ya el General por el alto.
- 435 —
conocí por Jos fuegos que nuestra infantería estaba sobre
el enemigo.
En fuerza de mi empeño, logré salir al alto primero
que todos, y casi á mi par el valiente teniente coronel
de coraceros, don Pascual Pringles, con poco mas de 60
hombres de su cuerpo. Cuando salí del potrero, al alto de
donde me fusilaban los enemigos momentos antes, ya el
jefe de Estado Mayor, coronel Deheza, los llevaba en re-
tirada, persiguiendo á la bayoneta á los infantes de Qui-
roga; grité á mis voluntarios, al galope; empezábamos á
marchar en este aire sobre el enemigo, y Pringles un
poquito atrasado por mi derecha, cuando diviso al Ge-
neral, que me grita:
— «Coronel, mande hacer alto.»
No había acabado todavía el General de expresar la
voz de alto, cuando di la voz de: «A degüello», y me
lancé sobre los infantes enemigos.
El teniente coronel Pringles, que había parado á la
voz de alto del General, le vi cargar enseguida, proba
blemente mandado por el General, puesto que yo iba
lanceando con mis voluntarios á la infantería enemiga,
que no le di tiempo á reunirse. El resultado fué que la
perseguimos entre ambos hasta concluirla; si escaparon
algunos, fueron muy pocos. Muchos fueron prisioneros.
Yo fui el último en regresar á reunirme al ejército
por que perseguí á Quiroga hasta la siena inmediata á
San Roque, á cuyo pié dejó fatigado un excelente ca-
ballo parejero, al cual le debió su escape. Era un her-
moso bayo overo que corría dos leguas, y no había quien
lo ganara, le tomé también otro hermoso caballo oscuro
que le llamaba él, el piojo^ el cual era en extremo lije-
ro en dos cuadras.
Nuestra pérdida en esta acción fué en extremo cor-
ta y la del enemigo mayor que en el día anterior; sin
que la nuestra hubiese llegado entre muertos y heridos
en los dos días de combate, al núm. de 80 hombres,
cuando la del enemigo en solo muertos pasó de 100 hom-
bres. Se le tomaron al enemigo cerca de 400 prisione-
V
— 436 —
ros y Bustos el Gobernador que fué de Córdoba fugó por
la parte del rio para la provincia de Santa-Fé.
El general Paz, dio en el campo de batalla un pre-
mio bien merecido al teniente coronel Pringles hacién-
dolo Coronel en propiedad, cosa que nadie con justicia
pudo reprobar pues por el contrario fué celebrado por
todos; pero yo no dejé de estrañar, no el premio dado,
sino el que no se hubiese hecho acuerdo de mi, cuan-
do á los ojos de todo el ejército estaba patente la dis-
tinta diferencia del servicio que habíamos prestado uno
y otro; y mucho mas cuando ni en el parte que hizo
publicar el General, se hacían la menor distinción ó re-
cuerdo de cuanto yo había practicado en las dos ba-
tallas.
Tan remarcable fué este silencio respeto á mí, que
lo notó con estrañeza todo el pueblo, y quizo él mismo,
darme después un testimonio bien patente de su recono-
cimiento, y el cual me abochornó en extremo, como se
verá mas adelante.
Me acuerdo que justamente ofendido yo del poco
caso que me hacía el General en dicho su parte, mandé
un remitido á un periódico que publicaba el canónigo
Bedoya ó Cossio, no recuerdo cual de los dos, reducido
solo á explicar cuanto había hecho á presencia de todo
el ejército, y callaba el parte.
Dicho mi remitido llegó á noticias del General antes
de darse, y se interesaron algunas personas conmigo
para que lo retirara por no parecer propio que un Jefe
cómo yo, apareciera desmintiendo en cierto modo el par-
te de su General. Me denegó á esta solicitud diciéndo-
les que nadie lo sentía tanto como yo; pero que lo con-
sideraba necesario á la buena reputación que había
sabido adquirirme, puesto que el General había querido
obligarme, silenciando lo que yo había hecho y el remi*
tido se dio sin contradicción.
Alguna fuerza pensé que había dejado Quiroga en
el pueblo, la noche del 22, cuando volvió á sacar las
infantería y buscarnos en esa misma noche en que lo
— 437 -
perdieron los baqueanos; por cuya razón no nos atacó
en nuestro campo.
Asi fué que pasada la batalla del 23, cuando mandó
el General á intimar rendición á la fuerza que estaba
en la plaza, tuvimos la desgracia de perder á dos exce-
lentes oficiales que fueron de parlamento con la intima-
ción: el oficial Tejedor de Buenos Aires que era ayudante
de campo del General, y un oficial Torres cordobés, y
pariente creo del mismo.
No recuerdo si al entregar la comunicación que lle-
vaban, ó si estando- conversando con los de una trinche-
ra les hicieron fuego de una azotea, ello fué que los dos
murieron, ó alli mismo ó poco después.
Regresado yo de perseguir á Quiroga, fui mandado
por el general Paz en persecución de Bustos, hacia el
Tío; y fué ahora recien, cuando seguí á Guevara y lo
dispersé en la Mar Chiquita, y no después de la batalla
de San Roque, pues ahora recuerdo que después de esa
batalla fui mandado por el General, á la Sierra y no
al Tío.
Estando ya impuestos mis lectores de lo ocurrido
con el comandante Guevara, como queda dicho, me resta
solo referir lo que pasó después. Regresado de la Mar Chi-
quita permanecí en el Tío un mes, y lo invertí en hacer
cortar adobes con mi Cuerpo para que trabajaran allí
una Iglesia, porque estaba caída casi toda la que había,
y en cultivar una cuadra de terreno que había en mi
casa-habitación.
Para realizar este trabajo pedí bueyes á los vecinos
y marché con mi Cuerpo al monte, hice cortar las ra-
mas suficientes para cercar el terreno, y conducidas á la
rastra, formé la cerca y mandé arar el terreno. En di-
cha población no se conocía la alfalfa, ni tampoco las
verduras, por no haber tenido la curiosidad de ponerlas
por solo la razón de no haber riego.
Yo había pedido á Córdoba para mi sembrado, se-
milla de alfalfa y de toda clase de verduras, así fué que
sembré la alfalfa acompañada de cebada y destiné un
— 438 —
retazo de tierra para el almacigo y trasplante de las
verduras, y los puse, y trasplanté también, pues estuve
más de un mes destacado allí. Los vecinos se reían de
verme hacer dichos sembrados, y trasplante de verduras,
preguntándome para que me tomaba aquel trabajo sino
había yo de lograrlo — <(Para que se acuerden de mí los
que lo logren, y aprendan Vds. á tener todo, lo que
quieran», les respondía yó; «pues es una vergüenza que
no coman cebollas ni otra clase de verduras, sino se las
traen del pueblo».
Hasta un pozo de balde, hice trabajar, para regar
con él los almacigos formando una pileta para el efecto.
Todo esto lo practicaba sin dejar por ello de atender á
la instrucción de mi Cuerpo, pues lo había ya aumenta-
do con unos 40 ó 50 hombres que tenía de los prisione-
ros. Así fué que cuando me vino el relevo ya se en-
contró el comandante Albarracín con todo mi sembrado
fresco, y los almacigos trasplantados.
Pero mientras en esto me ocupaba, el ejército habia
hecho su entrada á Córdoba, no sé á los cuantos días, y
sido recibido en triunfo con una gran función que le
destinó el pueblo, y en la cual tantas niñas perfecta-
mente vestidas, cuantos eran los jefes que se habían ha-
llado en las dos batallas, habían coronado á cada uno de
ellos dirigiéndole antes una oda; pero como yo me halla-
ba ausente solo había dirigido al público la oda que me
correspondía, la que estaba destinada á coronarme.
Varias funciones y bailes había dado el pueblo al
ejército, y faltaba un gran baile dado por el comercio.
En estas circunstancias fui relevado y me tocó entrar al
pueblo precisamente en la noche del baile, sin yo saber-
lo, y fué del modo siguiente: — Mi caballada estaba mala
en extremo, y como había tenido que dejar muchos ani-
males cansados en el camino, y no me proporcionaron
otros en el tránsito porque no estaban muy decididas
todas las milicias por nosotros, y muy particularmente
las de aquella parte de la frontera, tuve por precisión
que entrar á pié y con los recados al hombro.
— 439 —
Pero antes de verificar mi entrada, y calculando que
llegaría la noche, había yo mandado un ayudante á preve-
nir al General, y saber el cuartel adonde me dirigiría, desig-
nándole el punto en que debía esperarle. Llegué, pues, á
él ya cerrada la noche, y el ayudante no apareció hasta
después de las diez y medía; dándome por escusa que ha-
cía poco tiempo que había podido hablar al General, por
hallarse éste en el gran baile que daba el comercio, y
que ordenaba me dirigiera con mi Cuerpo al cuartel de San
Francisco en la calle Ancha, íi otra que no recuerdo.
Marché, pues, allí y llegué pasadas las 11 y media;
cuando á poco instante de estarnos acomodando en dicho
cuartel, se me presentan cuatro ó más vecinos de los
principales, vestidos de baile, á buscarme para concu-
rrir á él de parte del comercio. Yo me escusé como era
natural, pues no tenía miras de ir y estaba además desa-
liñado, y no tenía traje para presentarme ante una con-
currencia semejante.
No hay remedio, me dijeron; «venimos mandados para
conducir á Vd., y el pueblo lo espera; vístase Vd. y va-
mos asi como está, eso no importa, lo que quierea es que
Vd. asista». No hubo remedio, tuve que componerme y
marchar con ellos, pues me habían dicho que no volvían
sin mí.
Asi que llegamos á la puerta de la casa del baile
donde había una gran guardia, se adelantó uno de los
que me conducían con el pretexto de facilitar la entrada
pues estaba la calle llena de gente y me vitorearon al
llegar á la puerta,
Cuando entramos al gran patio en que era el baile,
y donde habían 500 personas lo menos, y estaban todas
de pié, caballeros y señoras: me recibieron con un fuerte
viva, y condujeron á un asiento en la primera línea de
los de las señoras; y apenas nos sentamos todos, cuando
se me pone por delante, la ninfa que me había sido des-
tinada para coronarme cuando la recepción del ejército;
y me dirige la Oda que solo había dicho á la presen-
cia del ejército.
— 440 —
[Quedé tan corrido asi que la vi delante de mi, que
me pesó en el alma haber condescendido á venir, igno-
rante de semejante ocurrencia! Apenas acabó de hablar
y ponerme la corona, repitió todo el concurso otro fuer-
te viva y palmoteo pidiendo en seguida una contradanza.
Asi fué que no me dieron tiempo á contestar por que
salieron todos los hombres con sus parejas.
Pregunté por el señor General y Gobernador para
presentármele, y contestándome que acababa de estar
presente á tiempo que yo entraba, y que había pasado
á una pieza que me indicaron, fui á ella á buscarle,
pero en vano. ¡El General se había salido por una
puerta secreta! ¡No volvió más al baile, y me retiré
muy pronto, en estremo desagradado, por semejante ocur-
rencia! Asi mostró el pueblo de Córdoba su creencia;
respecto al parte de las dos batallas de la Tablada y
San Roque.
Llegó luego el momento de marcharse los tucumanos
con su Gobernador para su país y salió el General con
todos los jefes presentes acompañándolo hasta cierta dis-
tancia; y después de proclamar a los tucumanos y despe-
dirse de su Gobernador López, se regresó. Le pedí yo
permiso para acompañar algo mas á mis paisanos, y
habiéndolo obtenido continué algo mas en compañía
del Gobernador López y le pedí me permitiera hablar
á mis paisanos.
Hizo altoe! Gobernador á mi pedido y formando la co-
lumna por compañías y estrechándolas, les hablé reco-
mendándoles altamente á su Gobernador por el servicio
que acababa de prestar á la patria con esta su campana,
y manifestándoles cuan contento quedaba de su corapor-
tación, no asi les dije, de los pocos cobardes que habían
manchado el nombre de nuestro pueblo. — La mejor prue-
ba, les dije, que podían mis paisanos darme de su aprecio,
será el respeto y obediencia á su digno Gobernador y mi
amigo.
r
El va encargado, les agregué por el señor General,
de marchar muy pronto sobre la Rioja para hacer desapa-
- 441 —
recer cuanto antes al implacable enemigo de nuestro
pueblo. Yo espero que no quedará uno de nuestros pai-
sanos que no lo siga, y que tendré alli el gusto de ver-
los otra vez. Asi me lo prometieron.
Concluí esta mi despedida, dando un viva á su Go-
bernador López y otros á mis bravos paisanos; y abra-
zándonos amigablemente con su Jefe me regresé vito-
reado por todos mis paisanos y por el mismo Gober-
nador.
El general Paz, obsequió á los tucumanos antes de
despedirlos con alguna caballada de la tomada á los
enemigos y con otras varías cosas, y había prevenido á
su Gobernador que se dispusiera asi que llegase á Tu-
cumán para invadir á la Rioja en unión con las fuerzas
de Catamarca; pero antes de despacharlos y aun de ha-
cer la entrada triunfal á Córdoba había seguido con el
ejército hacia el Este en persecución de alguna fuerza
con que el coronel mayor Bustos, había salvado para la
parte del Tío; y no recuerdo si antes ó después de ha-
ber llegado á la Villa del Rosario ó Ranchos, vino en-
viado por el gobernador López de Santa Fé, y por el
comandante general de la campaña de Buenos Aires don
Juan Manuel Rozas, el señor don Domingo Oro, y no
recuerdo que otro.
El objeto de dicho enviado creo que fué el de co-
nocer las miras del General y gobernador de Córdoba,
y en consecuencia de la llegada de dichos comisionados
mandó el general Paz, al canónigo Bedoya y señor don
Martin García Zúñiga para Santa Fé, con el objeto de
mediar por el cese de la guerra entre el general Lava-
lle y el comandante de la campaña don Juan Manuel
Rozas en unión con dicho gobernador López, pues ya ha-
bía tenido lugar la acción del Puente de Márquez en
que el general Lavalle con 700 soldados había corrido y
dispersado á más de 7 ú 8 mil gauchos ó indios pam-
pas que tenían arabos caudillos; pero perdiendo sus ca-
balladas el General de puro delicado.
Después que el general Lavalle se separó de nos-
— 442 —
otros en el Desmochado y volvió sobre Buenos Aires,
había alejado y dispersado á las fuerzas de Rozas que
se hallaban á sus inmediaciones; pero como este último
había sublevado ya toda la campaña contra el general
Lavalle, y pasado á ella el gobernador López con sus
santafecinos en auxilio de Rozas, fuéle preciso al Gene-
ral salir á buscarlos.
Entiendo que con este motivo se formó el Cuerpo
del Orden en Buenos Aires, compuesto de extranjeros, y
muy particularmente de franceses y españoles.
Habiendo salido el general Lavalle al Puente de
Mái'quez, donde se hallaban las fuerzas de López y de
Rozas reunidas, y pudiendo haberlos lanceados y disper-
sado dormidos, pues les había sosprendido; quiso el Ge-
neral usar de la caballerosidad de mandar prevenir á
López que se levantara y dispusiera para batirse, pues
no quería hacerlo de sorpresa. Esto lo digo por que nos
lo aseguraron en Córdoba, los jefes y oficiales que fueron
después á reunírsenos: entre ellos el desgraciado Acha,
me parece también que el valiente Melian, Irigoyen y
otros.
López y Rozas, se prepararon de prisa, y sin em-
bargo fueron corridos y lanceados en todas direcciones
por el valiente general Lavalle y sus bizarros cuerpos; pe-
ro mientras por un lado huyeron Rozas y López, por el
otro le hicieron arrebatar toda la caballada, y lo deja-
ron con lo montado. Asi fué que se vio reducido á volver-
se de lejos, por los que había dispersado; de puro caba-
llero. Esta fué la causa que lo indujo después á obrar
tan desacordadamente, metiéndose solo al campo de Ro-
zas á tratar con él dejando comprometido á todo el
pueblo que se había asociado al movimiento del IP de
diciembre y aun á sus mismos compañeros de armas.
Rozas, faltó á todo lo que había pactado con el General
el cual se ausentó para la Colonia, después de renunciar
el mando del ejército que conservaba, y de admitírsele
la renuncia por el Gobernador provisorio general Via-
monte, establecido por la convención hecha con Rozas y
_ 443 —
cuando llegaron los comisionados del general Paz á Bue-
nos Aires, ya había sucedido todo esto.
No me es posible dar un conocimiento cierto del ver-
dadero objeto de la misión del señor Oro, por no ha-
berle tenido yo tampoco; pero sí que dicho comisionado
volvió persuadido de las nobles miras del general Paz,
que no eran otras que las de que todas las Provincias,
suspendiendo la guerra, nombrasen libremente sus dipu-
tados para la formación de un Congreso general en el
punto que ellas acordasen, al efecto de constituir el país
bajo cualesquiera forma de gobierno que ellas quisieran,
y hasta puedo asegurar que protestaba el general Paz
que no aspiraba á la presidencia.
Con motivo de estar nuestros diputados en Buenos
Aires, escribí á mi familia para que pasara á Córdoba
en compañía de dichos diputados, cuando ellos regresa-
ran; pero noticioso después, asi de los muchos prepara-
tivos de Quiroga en las provincias de Cuyo, como de las
dobles miras del gobernador López de Santa-Fé, di con-
traorden para que no se moviera mi familia, por el justo
temor de que la detuviera este último.
Mientras permanecían nuestros diputados ó los del
general Paz en Buenos Aires, muchos preparativos hacía
Quiroga en las provincias de Cuyo y con grande activi-
dad después de haber fusilado á su regreso de la Tabla-
da, en la Rioja, á varios vecinos de los principales por
solo aterrar é imponer al pueblo.
Había también tenido lugar un invasión que hicieron
á la Rioja los gobernadores Gorriti de Salta y López de
Tucumán, pero sin ningún resultado provechoso, porque
faltó el acuerdo y tuvieron que retirarse muy luego. El go-
bernador Gorriti, creo que al retirarse mandó un contin-
gente de tropa al general Paz, bajo las órdenes del co-
ronel de milicias don Manuel Puch, en número no recuer-
do si de trescientos hombres, el cual se reunió conmi-
go en la Sierra de Córdoba, habiendo salido á sofocar
algunas montoneras, en cuya época fusilé en dicha Sierra
á un negro sargento, colombiano, muy valiente, que ha-
— 444 — .
bía servido con el general Lavalle en la campaña de
Buenos Aires y venídose á Córdoba después del acuerdo
con Rozas.
El motivo de haber fusilado á dicho sargento, fué el
de haber violado á una joven hija de un vecino hon-
rado, y ejecutado un saqueo con pretexto de no sernos
afectos los dueños de casa, falta que nunca he tolerado.
En seguida de esta campaña que hice por la Sierra,
recibí orden del General para regresarme á Córdoba por
que habían ya sus cuidados por la parte de Santa-Fé,
hacia la frontera del Tío, y me mandó pasar á dicho
punto con mi Cuerpo y un piquete de infantería.
Hallábame ya en dicho punto y libre ya de cuidados
por aquella parte, aunque no completamente por la per-
manencia de Bustos en Santa-Fé., con varios de los Co-
mandantes y oficiales que habían mandado á aquella
frontera cuando vino á Córdoba una diputación manda-
da por la Sala de Representantes de Catamarca á felici-
tar al General por la batalla de la TaUada^ y con ella
el cabo Nuñez que me había libertado sacándome del
campo del Tala, cuando quedé por muerto el año 26, y
al cual no le conocía sino por su apellido.
Asi que llegó este hombre desconocido, solicitándo-
me, le pregunté quién era y que se le ofrecía; habiéndo-
me contestado ser el cabo Núñez que me había salvado
del campo del Tala, que habiendo venido solo por verme,
desde Catamarca, en compañía de la diputación, había
solicitado permiso para pasar hasta aquel punto, por solo
satisfacer su deseo. ¡Pueden calcular mis lectores cual
sería mi satisfacción al ver á mi lado al que le debía la
vida!
Le abrazó tiernamente, haciéndolo sentar á mi lado,
delante de todos mis oficiales, que se hallaban pre-
sentes, le pedí me refiriera el modo como me había sal-
vado: refirió entonces con admiración de todos los que
le escuchaban, cuanto queda dicho anteriormente, al
relatar la acción del Tala\ pero al llegar al punto
en que dijo al entrar al monte inmediato á dicho cam-
r
I
I
— 445 —
po para ir en busca de agua, y del cual había yo mu-
dado de posición, hizo alto sonriéndose y sin querer
proseguir.
Yo lo sabia, por que me lo habían relatado en Tucu-
mán, cuando estuve mejorado, lo que el cabo no quería
decir; sin embargo quize oírlo de su boca, lo mismo que
todos los concurrentes y le instamos todos á que se ex-
plicara, pero nadie podía sacarle otra respuesta, que
esta:
— «¡Si me dijo muy fiero, señor!»
— «Diga Vd.,» — le decían todos con ansiedad y el
no salia de su primera respuesta:
— «¡Si me lo dijo muy fiero, señor!»
Fué tanto lo que todos le estrecharon , que dyo al fin :
— «¡ no me rindo!»
Todos se echaron á reír al ver el empacho del cabo,
celebrando el tono serrano de su país, haciéndole relatar
toda la historia de mi conducción en el cajón de fusiles
y cargado á hombros por los bosques de la falda, por
dos ó tres días hasta que me pudieron sacar á una ca-
sa y conducirme en carreta, hasta que vinieron á bus-
carme en coche, &c.
Fué aplaudido este valiente paisano por todos y en
extremo por mí; pues le pedí desde aquel momento que
jamás se separase de mi lado. El me contestó que ten-
dría el mayor gusto en complacerme, pero que tenia su
mujercita y sus hijos que quedarían solos; que si no fue-
ran dichas obligaciones, no necesitaría yo el pedírselo
para que no se separara él jamás de mi lado. Dijele
que iría á ver á su familia con los Diputados y llevarle
un regalo de mi parte, pero que regresaría después pa-
ra acompañarme mientras durase la campaña; asi meló
prometió, estuvo conmigo unos pocos días y se regresó
regalado del mejor modo que me fué posible. Cumplió
su palabra regresando antes de la batalla de Oncativo.
A su regreso lo hice sargento y no lo separé de mi
lado, hasta que estuve de gobernador en la Rioja, des-
cachándolo, bien obsequiado, á cuidar su familia*
— 446 —
Cuando regresé del Tío á Córdoba, estaba la diputa-
ción que había mandado el gobernador de Buenos Aires,
general Viamonte, al general Paz, compuesta de los se-
ñores doctor don Juan José Cernadas y don Pedro Feli-
ciano Cavia. Ignoro el verdadero objeto de dichos co-
misionados, pero por lo que vi, su principal objeto fué
alentar al general Quiroga y entretener ó descuidar al
general Paz. El coronel Pedernera con su regimiento
de Coraceros y un batallón de infantería, se hallaba es-
tacionado en la sierra, en observación de las fuerzas del
general Quiroga, y cuidando de la tranquilidad en toda
. la línea en que no faltaban síntomas de montoneras.
El general Paz se hallaba por consiguiente, lleno
de necesidades para el sostén y equipo de su ejército, y
sin poder conseguir que se le proporcionaran fondos, ni
prestados para el servicio; y esto le sucedía precisamen-
te cuando Quiroga había exigido á los pueblos de Cuyo
una gran contribución de cerca de doscientos mil pesos
y la había hecho efectiva en muy pocos días para mover
su ejército sobre Córdoba.
Yo era entre los jefes del ejército el que más con-
fianza tenia con el general Paz; ó más propiamente el
que más se la tomaba por la antigua relación de amis-
tad que habíamos tenido; y si he de decir verdad nin-
guno le apreciaba tanto como yo, sin embargo del tono
circunspecto con que trataba á todos.
Las ocupaciones del General en esa ocasión eran in-
finitas, ya por su contracción á los Diputados de Buenos
Aires, como por la atención que le demandaba la divi-
sión de la Sierra, no menos que las montoneras que se
dejaban sentir por varios puntos de la Campaña fomen-
tadas por el general Bustos y el gobernador López desde
Santa Fé, y á lo cual se agregábanla escasez de recur-
sos para su ejército.
Habiéndole encontrado yo en este apuro á mi vuelta
del Tío, traté de acercarme á él y darle francamente mi
opinión, como un verdadero amigo y antiguo compañero;
ñero reflexionando que sus muchas atenciones por una
— 447 —
parte, y su genio impetuoso y poco acostumbrado á su-
frir que se le hicieran indicaciones, no me permitirían
expresar cuanto había concebido y deseaba poner en su
conocimiento, en razón de las interrupciones que serian
consiguientes y las cuales necesariamente me hacían dis-
traer y olvidar cuanto deseaba decirle (^) resolví escri-
birle una carta.
De este modo díjeme á mi mismo; podré expresar
francamente cuanto siento y creo convenirnos y él ten-
drá también tiempo de meditarlo, y de resolver lo que
mejor Je parezca. Asi fué que me puse á escribir la
carta ya cerrada la noche, en casa de un comerciante
francés Marul, en cuya casa paraba. La carta decía en
sustancia poco más ó menos lo que sigue: — «Señor ge-
« neral don José Maria Paz— Mi apreciado compañero y
« amigo: Que la situación es apurada y difícil lo conoz-
« co! ¡Qué sus recursos son ningunos, no porque no se
« encuentren en el país, sino porque no se buscan como
« se debe; y que el enemigo contra quien vamos á com-
« batir á más de bárbaro, es atrevido y activo, y ven-
« ciendo todas las dificultades sabe proporcionarse cuan-
« to necesita sin respetar lo más sagrado, lo sé General!
« Y esta consideración es preciso no perderla de vista
« mi amigo, y mucho más en el estado en que se halla
« la Provincia. — Yo había pensado acercarme á Vd. y
« manifestarle francamente mi opinión como su mejor
« amigo, al efecto de sacarlo de los apuros en que se
« encuentra, ó en que nos encontramos todos; pero como
« sus ocupaciones son tantas, que no le permitirían oir-
« rae expresar cuanto siento y creo convenirnos, sin inte-
« rrumpirme, y como mi cabeza de resultas de las heri-
« das del Tala, ha quedado tan distraída que á la menor
(*) Es el único defecto que tne ha quedado de resultaf; de las heridas
del Tala^ la distracción ó falta de memoria, cuando soy interrumpido en cual-
quier discurso que esté haciendo. Se me van las ideas cuando se me inter-
rumpe, y aunque después pregunte de lo que trataba y se me diga, quedo en-
teramente enajenado por mucho tiempo.
— 448 —
« interrupción, pierdo el hilo de lo que estoy conver-
« sando, he considerado mejor expresarle mi opinión por
« medio de esta mi cariñosa carta, sin otro interés que
« el de la amistad, y el que como patriota debo tener en
« el triunfo de la justa causa; en que todos estamos em-
« peñados, y el cual le está encomendado á Vd. — Con
« este conocimiento, pues, espero, queVd.se dignará im-
« ponerse de cuanto le digo y obrar después según le
« parezca. Así quedaré satisfecho de haber llenado el
« deber que me impone la amistad y mi patriotismo. —
« La campaña, General, está llena de descontentos por
« todas partes, y los enemigos que nos hacen la guerra
« permiten el pillaje y toda clase de licencia, á sus sol-
€ dados y á cuantos se le unen de la Provincia que Vd.
« manda, y permítame que le diga mi General y amigo,
« que yo conozco megor que Vd. el carácter de sus pai-
« sanos. — En semejante estado no puede Vd. hacer la
« guerra á sus enemigos sin una gran desventaja, sin
« embargo de la disciplina de nuestros soldados, en ra-
€ zón de no poderles proporcionar ni aun los vicios del
« cigarro y del mate, y esto General no parece justo
€ cuando no laltan medios para poder atender á todas
« las necesidades del ejército. Los enemigos que teñe-
se mos adentro, tienen recursos sobrados para llenar las
€ necesidades de su ejército y salvar la Patria del ban-
« dalaje, y tienen su bolsa abierta para hacernos la
« guerra y hacernos desertar los hombres. ¿Por qué no
c exijirles una fuerte contribución? Ya Vd. á visto que
€ voluntariamente nadie le dá un peso por más que les
« haya V. hecho presente las necesidades de su ejército.
€ Para esto no tiene Vd. necesidad de comprometerse-
« sálgase Vd. á la campaña con el pretexto de recorrerla
« y delegue el gobierno, en mí por 24 horas, y si en
< ellas no le proporciono cien mil pesos si V"d. los juzga
€ necesarios fusíleme en media plaza, desde ahora lo
« autorizo. Deje Vd, que caiga la odiosidad sobre mi y
« salve Vd. la patria, esta es mi única aspiración, y en-
f tonces le sobrará á Vd. con que pagarles esta contri-
^ 449 —
« bución que les impone por una necesidad imperiosa. —
« Déjese por Dios, General, de considerar á nuestros ene-
« migos y de apurar solo á los amigos. A estos no deben
«c tocarse porque serán en todo caso nuestra reserva. Ma-
« nana vendrán nuestros enemigos, y los que tenemos
< aqui adentro que Vd. respeta las harán presentar sus
« fortunas para que nos saquen los ojos, pues quíteles
« V, los recursos, y no como lo hacen nuestros enemi-
« gos, sino documentándolos para pagarles mañana. Te-
'< niendo.su ejército pago, está el soldado contento y no
< tendrá por que quejarse de que se le apliquen las le-
« yes de la milicia. No se fle Vd. de las promesas de
« López, porque mañana nos invade él el primero, como
« lo ha de hacer Rozas. »
Concluí de escribir esta carta ya tarde de la noche,
por haber llegado de Tucumán mi primo don Bernabé
Piedra Buena que iba por negocios á Buenos Aires, pues
era comerciante. Así que acabé de ponerla se la leí y
aprobó cuanto ella contenia, menos mi ofrecimiento, Yo
le repliqué: cPara salvar la patria siempre seré el pri-
mero en ofrecerme para todo lo que se considere de más
expuesto.
Al siguiente día, que fué á mediados de enero, ó á
principios de febrero del año 30, le mandé la. carta al
General por mi ayudante don Juan Brandsen, un joven
oficial francés, muy valiente, sobrino del coronel Brand-
sen y el cual jugaba perfectamente la lanza, el sable y
sobre todo el garrote, con cuya última arma en la ma-
no, no había quién le resistiera con lanza ni sable sin
que les hiciese saltar á pedazos dichas armas.
Pasé el día sin recibir contestación y ya cerrada la
oración, mándame llamar el General. Fui al instante y
lo encontré con su Ministro» de Gobierno el doctor don
Mariano Fra^ueyro, y á mi saludo párase dando la es-
palda á una mesa que había en el centro de la sala, y
me dice:
— «¡Vd, señor Coronel, es muy exaltado en su patrio
tismo y es preciso contenerlo!>^
— 450 -
— «¿Y por qué, señor General?», — dijele airado por
el tono con que me contestaba á mi saludo.
— «¡Por esa carta que me ha escrito Vd.!» , — y la ti-
ró sobre la mesa, añadiendo enseguida:
— «¿Cree Vd. que si yo considerase necesario nada
de cuanto Vd. me dice en la carta, necesitaría de comi-
sionar á Vd. ni á nadie para hacerlo? ¡Yo mismo lo
haría, pues tengo sobrada resolución para ello, sin ne-
cesitar de sus consejos!»
— «¡Se equivoca el señor General en creer que por
juzgarlo yo falto de resolución, rae le ofrezco para un
servicio semejante! ¡Son mas nobles mis miras, señor
General, le dije, Vd., es hijo del país y tiene, por consi-
guiente mil relaciones de amistad y parentesco con mu-
chos de los capitalistas, que han de ponerle mil dificul-
tades al pedirles Vd. la bolsa, y será su ministro el pri-
mero, indicándoselo, pues es uno de los primeros capi-
talistas, y tendrá Vd. que ceder ó chocar con todos ellos!
De este conflicto he querido libertarlo, por ser yo un
hombre extraño, que no miraré sino á la necesidad de
la patria! ¡Sobre todo. General, le agregué tomando la
carta de sobre la mesa, si Vd. juzga que nada de lo que
digo en esta carta es necesario, haga Vd. de cuenta que
nada he dicho, y la hice mil pedazos, tirándola á sus
pies. ¡El tiempo lo dirá. General!,» — y le di la espalda,
saliendo lleno de indignación.
¿Y cómo no había de indignarme de un reproche
semejante, á presencia de un Ministro que nunca debía
ver semejante carta? ¿Ni qué se encuentra de reprensi-
ble en dicha carta para recibir de aquella manera á un
amigo que de la mejor buena fé tenía la franqueza de
hacerle conocer su opinión en obsequio suyo?
Al siguiente día estaban convidados á comer á casa
de Marul varios jefes; nos habíamos sentado á la mesa
y servido la sopa, cuando entra corriendo el coronel Ro-
dríguez, edecán del General, á llamarme de su parte al
instante. Me levanto y íuí corriendo, pues me había dicho
el edecán que había novedad por el Tío.
- 451 -
Apenas entré al gabinete del General, diceme:
— «¡Compañero, hemos perdido el Tío; el coronel
Castillo que estaba con Bustos en Santa Fé, ha sorpren-
dido al comandante Basavilvaso y lo tiene preso; el co-
mandante de las Vívoras se les ha reunido con el des-
tacamento de 50 milicianos que tenía á su cargo y junto
con el cual han sorprendido á Basavilbaso; vea Vd. el
parte: quiero que ahora mismo salga Vd. con su Cuerpo
sobre ellos.
— «¡General, Vd, sabe que siempre me encontrará
pronto para ayudarlo en cuanto me considere útil, antes
de una hora me tendrá listo con mi cuerpo! ¿Y qué dice
Vd. ahora de mis consejos de ayer? ¿Dirá Vd. que soy
adivino? ¡Todo esto lo esperaba yo!»,— le dije.
— «Dejemos eso, compañero, y marche Vd. á prepa-
rarse, me dijo, pues el tiempo nos apura.»
— «Voy corriendo, le repuse, pero mientras reúno
mi cuerpo, que será al instante, (sería la una y media ó
dos de la tarde) mknde Vd. reunir todos los caballos
pesebreros para ir con ellos; de este modo, yo le respon-
do á Vd. con mi cabeza que antes de las 24 horas no
tendrá un montonero en la frontera. Vd. sabe, le agre-
gué, que hoy no se encuentra un caballo bueno en el
campo y que los mismos santafecinos no los tienen por
el mal estado de los pastos.»
— «Corriente, díjome, voy á declarar artículo de gue-
rra los caballos, y que se reúnan ahora mismo.»
Puso el decreto en el acto y se lo mandó al jefe
político don Pedro Juan González, para que sin pérdida
de un momento se reunieran todos.
Yo marché contento y de carrera á mi cuartel, y
entrando á él vitoreando á la patria y mandando al
trompa ó corneta de guardia llamar corriendo toda la
banda. Todo el cuartel se puso en movimiento y saltan-
do de contento, me decían:
— «¿Cuál es, mi Coronel, la noticia que tanto le ale-
gra y nos alegra á todos?»
— «jLos míseros santafecinos me ahorran el trabajo
-~ 452 —
de ir á buscarlos, pues los tenemos en el Tio; podremos
apetecer más!»
— «¡Que viva la patria!», — gritaron todos con entu-
siasmo y ya la banda salía tocando una precipitada lla-
mada por las calles^
— «Que nadie salga del cuartel», — dije al oficial de
guardia; y prevenga Vd. á las compañías que me es-
peren formadas, con sus aperos de montar prontos, pues
muy luego tendremos aquí buenos caballos pesebreros.
Otro fuerte viva á la patria resonó en el cuartel al oír
esta noticia y -ya mis soldados empezaban á entrar de
carrera.
Marché á mi casa y encontré á mis ayudantes mon-
tados y con mi caballo pronto, pues lo había asi orde-
nado al pasar para el cuartel.
Monté inmediatamente y pasando por la policía en-
contré ya el corralón lleno de hermosos caballos pese-
breros, los cuales aumentaban por instantes. Pasé de allí
á mi cuartel, y todo el escuadrón que constaba de más de
150 hombres, estaba pronto y cada soldado con su apero
al pié. No eran las tres de la tarde y ningún soldado
me faltaba.
Mandé un ayudante á dar parte al General que es-
taba con el Cuerpo pronto, y solo esperaba los caballos
para marchar.
Principiaban á Moverme al cuartel empeños de los
amigos del comercio, para que les dejara sus caballos,
pues se había ordenado á la policía que asi que estuvie-
ran todos reunidos los pusieran á mi disposición.
— «Primero es la patria que los amigos, decíales á
estos; antes de 48 horas los tendrán Vds. de vuelta, y
se verán libres del bandalaje.»
Ningún ruego fué bastante para que yo les permi-
tiese separar un caballo: salían desconsolados y se diri-
gían al General, hasta que por fin lo ablandaron. Como
500 caballos habían reunidos, antes de las tres y media
en los corralones de la policía. Esperé en vano con mi
Cuerpo formado hasta las nueve y media ó diez de la
r^
- 453 ~
noche, á que me trajeran los caballos. Andaban buscan-
do por el pueblo mancarrones y muías flacas, para sal-
var sus pesebrerosü! Consiguiéronlos, por fin, á las diez
de la noche, y devolviendo los pesebreros, me llevaron
esqueletos al cuartel! Mandé ensillarlos y pasé disgusta-
do á casa del General.
«¡ Escusado era mi General, le dije, que se hubiera
tomado la molestia de poner ese decreto, y alropellar la
casa de los vecinos por quitarles sus caballos! El re-
sentimiento que semejante orden ha producido, ya no lo
quita Vd. y entre tanto hemos perdido el tiempo y nada
podía conseguir á pié».
«Llevaba Vd. 800 pesos ó no recuerdo si 1000 para
comprarlos, dijome el General, y aquí están prontos; y
voy á poner un aviso por un propio en manos del Co-
mandante de la Villa de Ranchos, previniéndole que Vd.
lleva dinero para comprar los caballos que necesita para
su Cuerpo, para que los tengan prontos á su llegada».
«¡General no haga tal por Dio^s le dije, por que el
remedio es peor que el mal! Eso yXavisarle al enemigo
que yo voy será una misma cosa, y hái)ría caminado en
valde! Es mejor marcharme sin dirigir .aviso ninguno,
pues con el dinero en la mano me los han de proporcio-
nar los paisanos, y no son tan generosos park exponerse
á que los enemigos se los quiten. \
«No sea Vd. temerario compañero, dijome el General.
El Comandante es amigo nuestro y no es capaz de lo
que Vd. piensa! El tiempo se lo mostrará á Vd. muy
pronto! Haga Vd. lo que le paresca y no lo perdamos
mas.» Mandé tomar el dinero con un ayudante, y me
marché.
Serían las 11 de la noche cuando salí de mi cuartel
con 250 hombres, pues se me habían dado cien infantes
al mando del mayor don José Mercado, cordobés. iNo ha-
bíamos acabado de salir á los altos del pueblo, cuando
comenzamos á dejar animales cansados y cargar los ape-
ros por delante.
La Villa de los Ranchos dista diez ó doce leguas de
\
\
— 454 ~
Córdoba al sud-este, y eran tan buenas las cabalgadu-
ras que llevaba, que caminando la mayor parte de esa
noche, todo el siguiente día, excepto el tiempo que tar-
damos en carnear y que comiera la tropa, y la mayor
parte de la noche siguiente, pudimos llegar á dicha Vi-
lla al amanecer el segundo día. Pero antes de llegar
á eso de la una de la mañana, había venido desde la
Villa un negro esclavo del Comandante, cuyo nombre no
recuerdo, á darme aviso de que sií amo había mandado
esconder 80 caballos buenos y gordos, suyos y de sus
hermanos, á un monte que está más allá de las Vívoras
hacia la parte de Santa Fé, si es Vívora ó Garabato no
recuerdo bien el nombre, así que recibió el propio del
General en que le avisaba mi marcha y prevenía que me
esperase con caballos y que llevaba yo dinero para com-
prarlos.
«Si la noticia que me das es cierta díjele, te voy á
hacer dar tu libertad con el señor General y Goberna-
dor.» «Mande su mec<íed una partida y los encontrarán
en tal parte, y si np^'son todos buenos como he dicho y
de la marca sola de mis araos haga Vd. lo que quiera
de mi», me repujo el negro; agregando que de puro pa-
triota se había salido de su rancho cuando todos dor-
mían para ye á darme dicho aviso, pues á más de los
caballos, Jafabía llegado el coronel Castillo con los santa-
fecinos y' la demás gente que se le había reunido á la
banda del Tío 2^; y que su amo le había mandado avi-
sar que se fuera al instante por que estaba por llegar
ya con trecientos hombres, y con cuyo aviso se había
puesto en retirada.
En el acto de recibir dichos avisos despaché una
partida de 25 hombres de los mejor montados y con
buenos baqueanos é hice que el negro regresara á su
/ casa y pasé yo á camparme á la costa del Tío unas
cuadras más allá de la Villa.
Mandé llamar inmediatamente al Comandante, y le dije
que me proporcionara cuantos caballos buenos tuviera asi
él como los vecinos y rae dijeran su valor, pues serían pa-
— 455 —
gados en el acto. Contestóme que no los había y que
todos se hallaban á pié por el mal tiempo. «Me han ase-
gurado, le dije, que solo Vd. y sus hermanos tienen bas-
tantes caballos gordos, con que asi es preciso que Vdes.
me los faciliten y les pongan el precio, aqui tiene Vd.
el dinero para pagárselos al momento, y le enseñé la
bolsa».
«Esos son cuentos mi Coronel de algunas personas que
nos quieren mal.»— «¡No son cuentos sino la verdad, díjele,
pues me Ip han asegurado; y si yo llego á descubrir que
es verdad puede á Vdes. pesarle!!» «Puede hacer lo que
guste mi Coronel dijóme, pues no sería yo capaz de en-
gañarlo» .
«¡Muy bien! díjele. ¿Y donde están los enemigos?» «Se
han retirado señor», me repuso. «Y podía Vd. proporcio-
narme un hombre para hacer alcanzar al coronel Castillo
con una carta, á ver si puedo persuadirlo á que se nos
una y deje de comprometerse contra su patria?» «Sí, señor,
díjome se lo proporcionaré al momento.» — «<Pues vaya Vd.
á traerlo mientras yo escribo la carta», díjele y se
marchó.
Escribí la carta haciéndole juiciosas reflexiones, y
afeándole el hecho de hacer la guerra á su pais, y pre-
cisamente con los hombres que más dañaban á sus paisa-
nos; y por fin le ofrecía acomodarlo en su empleo si se
venía. Llegó luego el Comandante á decirme que estaba
ya pronto el hombre. «Tome Vd. esta carta y dígale al
que la lleva, que lo he de regalar bien si alcanza al
Coronel y rae trae su repuesta».
Fuese el Comandante con la carta y más tarde volvió
con todos sus oficiales y algunos vecinos de la Villa á
presentármelos, y al poco rato vinieron unos criados con
un almuerzo que habían preparado.
Habíamos acabado de almorzar y estábamos en con-
versación, cuando se aparece un propio del Oficial que
había mandado por los caballos, avisándome que venía
en marcha con 80 caballos buenos y según los había ca-
lificado el criado. Volví á mi asiento después de impuesto
- 456 —
de dicho parte y aparece otro á todo correr de su caballo,
y parándolo casi sobre nosotros y todo él empapado en
sudor y chorreando sangre de las espuelas, preséntame
el conductor un pliego urgentísimo del Gobierno.
Abro el pliego y me encuentro la siguiente carta del
General: — «Compañero y amigo: — ¡Es imposible que Vd.
« pueda figurarse lo que acaba de suceder! La división
« de la sierra se nos ha sublevado encabezada por los
« oficiales!
«El coronel Pedernera está preso, y tenemos la mi-
« tad de nuestro ejército de enemigo y marchando á en-
« centrarse con Quiroga.
«Es preciso que Vd. abrevie cuanto pueda su ope-
« ración y se regrese cuanto antes dejando esa frontera
« asegurada en cuanto le sea posible. — Su affmo. amigo
« y compañero.
José María Paz. »
Apenas acabé de leer lo que queda dicho, di un
fuerte viva á la patria y continué con cara de risa y
un corazón de demonio.
Al dar yo el viva, saltaron todos de contentos, pre-
guntándome lo que habia. Grandes é interesantes noti-
cias,— dyeles y continué. Habia acabado de leer la carta
y decía entre mí:— ¿Si antes de saber esto, este picaro
Comandante está traicionándonos, qué sería capaz de ha-
cer á la vuelta de dos ó tres horas en que se sabría ya
este suceso? — Me levanté callado, llamé aparte al con-
ductor y le pregunté qué novedad había en el pueblo,—
dijome que ninguna; que lo único que le había dicho el
General al despacharlo, era: — «Véale Vd. aunque sea
matando caballos, hasta "alcanzar al coronel La Madrid.
—«Espere Vd. que pronto lo despacharé» -dije al
propio; y llamando á uno de mis ayudantes, le ordené
llamara al comandante de la Villa, y lo pusiera incomu-
nicado en la guardia de prevención.
Eran más de las U del día y escribía al General
recordándole que era aquel suceso una de las consecuen-
cias que había yo querido evitar con mi amistosa carta
— 457 —
que él había interpretado injustarneate y no hecho caso
de cuanto le decía, pero que aun nos sobraban elemen-
tos y mas que todo, resolución para salvarnos, escarmen-
tando á nuestros enemigos; que su aviso al comandante
de la Villa solo había servido para lo que yo le indiqué,
porque al momento se lo participó á Castillo y le pro-
porcionó su fuga; íe avisaba también la ocultación de los
caballos y cómo estaban ya en mi poder, pues llegaron
antes de cerrar mi carta. Le decía por último que aca-
baba de poner incomunicado al comandante de la Villa,
y que al recibo de ésta mi carta ya estaríamos libres de
que nos volviese á traicionar, pues le iba á juzgar por
un consejo de guerra verbal, y juzgaba como infalible
que se le aplicaría la pena de muerte que con ese ejem-
plar y otro que haría más adelante, quedaría asegurada
aquella frontera y me tendría de vuelta en muy pocos
días.
Despachado el propio, mandé reunir un Concejo de
Capitanes para juzgar al Comandante, y cuando se esta-
ba reuniendo el Concejo á las dos de la tarde, llegó. el
propio que había mandado el Comandante en alcance del
coronel Castillo; y encontrándose con la noticia de estar
incomunicado su jefe, vino á mi lado sorprendido y me
entregó las dos cartas que le había dado el Comandante.
La mía y otra que él le dirigía á Castillo, disculpándo-
se de no haber podido ir la tarde antes á su llamado
porque me hallaba yo cerca y no quería hacerme sos-
pechar, ni que yo llegase á saberlo, como ya se lo había
dicho en la esquela que le mandó en dicha tarde; pero
que en todo caso contase con él como uno de sus mejo-
res amigos.
El miliciano volvió con las cartas después de haber
galopado en vano como diez ó doce leguas de ida, y con
la noticia de haber Castillo caminado toda esa noche
anterior á trote y galope, según se lo habían asegurado
en la última población á que había llegado, y que á la
hora en que él se regresó, debía ya hallarse en el terri-
torio de Santa- Fé.
~ 458 —
Así que me impuse de dicha carta, dije entre mí, ,
este es el más poderoso comprobante sobre el asunto de
los caballos y la mandé al Presidente del Consejo. A las
tres de la tarde fué sentenciado á muerte y hasta sus mis-
mos oficiales declararon que en la tarde anterior cuan-
do llegó Castillo al río y le mandó llamar, le contestó
por una carta que no podía ir á su llamado por estarme
esperando por momentos con una fuerza de 300 hombres.
Decían los Oficiales que al mostrarles él la carta le
decían todos que podía y debía escusarse de ir al lla-
mado de Castillo, pero de ninguna manera comunicarlo
nada, pues eso era prevenirlo para que se fuera.
Fué puesto en capilla al instante, y después de reci-
bir los auxilios espirituales fué ejecutado al cerrar ya
la noche, y en seguida marché para el Tío á cuyo punto
llegué al amanecer. El Comandante del fuerte del Ga-
rabato ólasVivoras, que le había proporcionado á Casti-
llo su gente para sorprender al Comandante Basabilvaso,
se había quedado allí creyendo disculparse con que ha-
bía, sido obligado por Castillo.
Adviértase que Castillo había traído de Santa Fé á
veinte y tantos hombres j quizá menos y que aquél tenía
más del doble de dicha fuerza. Le mandé poner preso al
momento y por la tarde fué ejecutado del mismo modo
que el de la Villa.
Mandé en el acto un oficio al Comandante ó Coronel
Isleño del departamento de Santa Rosa, que era muy del
partido de Bustos, y de quien nunca se había podido
conseguir que concurriera con su gente cuando se le
llamaba, ordenándole que al siguiente día por la tarde
debía bajar al Tío con 150 hombres de su Cuerpo para
hallarse en la revista que iba á pasar de las milicias de
la frontera.
Igual orden se pasó á los Capitanes de las milicias
de Tío, pero así que fué ejecutado el 2® Comandante ha-
bía recibido yo un propio del General mucho más plau-
sible que el I^ comunicándome la contra revolución que
hicieron los Sargentos, al capitán Velazco, que había
459 —
encabezado la revolución de la Sierra, y que habían
vuelto ya ambos Cuerpos á la posición que antes te
nian.
Yo que no había comunicado á nadie la noticia pri-
mera de la revolución, oculté también la segunda y des-
paché un propio á Santa Fé en el acto, con un oficio al.
gobernador López dándole cuenta del atentado practica-
do por el coronel Castillo con una partida de cordobe-
ses y soldados santafecinos, y exigiéndole una corrección
ciial merecía, un hecho que podría muy bien comprome-
terle con nuestro General, y alterar la buena armonía
que había entre ambos Gobiernos, lo cual me sería muy
sensible; porque en caso intentasen repetir un hecho se-
mejante, los hombres que tenía á mi lado, me vería pre-
cisado á internarme á su territorio en su persecución,
como lo haría él en igual caso, si nosotros consintiéra-
mos un hecho de la misma naturaleza.
Le comuniqué también la causa por que habia li-
brado Castillo de caer en mis manos con todos sus
acompañantes, y el castigo que les habia dado tanto al
jeíe que le proporcionó su escape, como al que primero
le facilitó su fuerza par'a que sorprendiera con ella al
comandante Basavilbaso. Así es, agregaba, que no ha
servido la invasión de Castillo para otra cosa que para
comprometer á dos de sus amigos facilitándonos el medio
legal de libertarnos de dos traidores.
Al dia siguiente muy temprano, ya estaba presente
en mi campo el comandante Isleño, no solo con los 150
hombres que le había yo pedido, sino con más de 200.
Así fué que llegada la hora de las 12 que era la desig-
nada, tuve reunidos como 500 milicianos.
Para mostrarles á estos milicianos mi complacencia
por su puntualidad, al mismo tiempo que les había im-
puesto con los dos castigos ejecutados en los Comandan-
tes que nos habían traicionado, quise proporcionarles un
buen día. Les mandé carnear unas diez reses gordas
con cuero, y proporcioné unas tres cargas de vino del
país, después de la revista; y por la tarde así que tiubie-
— 460 —
ron ya comido les invité á que corrieran sus carreras,
pues acostumbran nuestros milicianos asistir á dichas
reuniones ..n sus mejores caballos, y son todos ellos afi-
cionados á dichos juegos de carreras.
No habia yo acabado de hacerles la indicación cuan-
do ya hubieron algunas carreras pactadas. Asi fué que
pasamos una tarde divertida, porque hubieron muchas
carreras y perdieron ya todos el recelo con que habían
venido.
Al ponerse el sol mandé tocar tropa y formé toda la
división en cuadro y les hablé, manifestándoles mi com-
placencia por haber estado prontos á mi llamado. Les
hice ver la necesidad que habia de que concurrieran en
adelante con igual puntualidad cuantas veces fueran lla-
mados á defender la patria; pues era una vergüenza que
una provincia tan poblada como la de Córdoba, se dejara
robar impunemente por cuatro miserables santafecinos,
cuantas veces ó estos se les antojaba.
«Los cordobeses dijeles, son robustos, bizarros y va-
lientes, pues así me lo han mostrado cuantos he conoci-
do en el ejército del Perú, en la guerra de nuestra in-
dependencia. Preguntadlo sino, á estos dos valientes, y
mandé salir al centro del cuadro, á los dos valientes
Sargentos de Tambo Nuevo: ¡Albarracín y Salazar! que
estaban presentes, y eran ya. Comandante de milicias el
uno, y Teniente el otro. — ¡Preguntad á estos valientes
paisanos vuestros, cuantas veces he arremetido con solo
ellos y diez ó doce de sus compañeros, á cientos de sol-
dados españoles! y no traposos miserables como esos san-
tafecinos que os hacen correr como avestruces».
€¡Robustos milicianos de Córdoba, explicadme este
enigma! Cincuenta hombres de vosotros bastan frecifen-
temente, para desbaratar y correr á lanzadas, á 150 in-
dios salvajes, cuantas veces vienen á robarlos. Esto no
me lo podéis negar. ¿No es verdad?» — Si, señor, dijeron
todos.
«¿Eso yo lo sabía, y es precisamente por eso, que ex-
traño lo que voy á preguntaros, y quiero que me lo es-
— 461 —
pliqueis? ¡Esos cien indios que acabáis de correr 50 de
vosotros, se encuentran en su fuga con 200 santafecinos
y los corren á los 200! ¿Tampoco esto me lo negareis
porque asi ha sucedido?» — Si, señor. — «Y bien, de estos
200 santafecinos que van huyendo de los 100 indios que
habéis corrido 50 de vosotros, se han extraviado 20; y cre-
yendo correr para Santa Fé, han corrido para el rio, y
se han encontrado con los 50 vencedores! ¿Que ha suce-
dido mis amigos? No habéis corrido como gamos los
50, abandonando á merced de los 20 santafecinos, no so-
lo vuestras haciendas, sino también vuestras mujeres y
vuestros hijos».
«¡Explicadme camaradas, este fenómeno tan raro, pe-
ro tan frecuente entre vosotros! Pues aunque no sean
precisamente los 20 santafecinos, de los 200 que van hu-
yendo de los 100 indios, que habéis corrido, es cierto
que echáis á correr los 50, y aun quizás más».
«Esto es, mis amigos, lo que quisiera yo que me es-
plíqueis; mas veo que no podréis hacerlo sin confesar
una verdad muy amarga para vosotros, habéis hoy de
decir, desde el año 18, que los santafecinos á pesar de
ser un puñado de hombres, se llevaban por delante á los
ejércitos porteños, y hasta que llegaron á imponerles un
tributo en el año 20, para comprarles la paz. Y esto
mis amigos, que es lo más vergonzoso, os á hecho co-
brarles un terror pánico; asi es que, cuando dicen, vie-
nen los santafecinos, ya no atináis ni á poneros en guar-
dia, ni á preguntar su número, sino á huir como de unos
fantasmas, abandonando cuanto leneis».
«¡Este terror, mis amigos, es el que me propongo qui-
taros, haciéndoos ver que sois más hombres que ellos!»
«Ya me habéis confesado que 50 de vosotros, espe-
ran con intrepidez á 100 indios salvajes y se los llevan
por delante. Sabéis también que esos 100 indios espan-
tan á los santafecinos todos; es decir á vuestros imaji-
rios fantasmas, y de los porteños, en cierto tiempo (^)
(*) Desde el año 18 al 20, en que principió la guerra de algunas Pro-
vincias contra el gobierno de Buenos Aires á causa de algunas demasías por
— 462 —
«¿Queréis ahora saber porque fueron entonces los fantas
mas de los porteños, hasta imponerles un tributo? Por-
que no había unión en los porteños, y por que Rozas
trabajaba ya secretamente para fomentar ese terror hacia
los santafecinos, entre sus paisanos del campo; y el fué
el que contribuyó más poderosamente para acordar á
López su tributo, con el fin de ganarlo, para que le sir-
viera después, como ya lo habéis visto».
«Ya veis ahora que el estanciero Hozas está forman-
do soldados de esos mismos milicianos á quienes es-
pantaban los santafecinos; que con ellos ha embromado á
los militares porque han sido unos zonzos, y ha de em-
bromar mañana al mismo López si se descuida. ¿Por-
qué no podréis vosotros espantar á esos dos caciques y
sus miserables hordas? ¡Resolveos, mis amigos, y haced
respetar el nombre cordobés! No abandonéis vuestras
haciendas y vuestras familias á discreción de ningún
insolente que se atreva á invadiros, que yo os ayudaré
con gusto!»
Todo esto tuve la paciencia de decirles para picar-
les su amor propio, y á f é que produjo un buen efecto
entre las milicias, unido esto á la verdadera organiza-
ción que dio á los escuadrones que formó de los extra-
muros del pueblo el coronel don Julián Paz, hermano
del General, que se había encargado de la inspección
general. El fué quien estimuló al cuerpo cívico que tan
bizarramente ha sabido conducirse después.
Al siguiente día despaché á los milicianos á sus ca-
sas, después de hacerles ejecutar yo mismo algunas ma-
niobras, y de hacerles ver que los engañaban cuando
les decían que yo les había citado para sacar hombres
para aumentar mi cuerpo. — «¡Jamás el coronel La Madrid,
parte de algunos gobernantes, siendo la Banda Oriental, Hntrc Rios y Santa
Fé las primeras, y como no habla uniformidad en las ideas en Buenos Aires,
exceptuando la de centralizar al mando en los unos, ya por el diferente modo
de pensar político en los otros, resultaban de aquí las defecciones en las tro-
pas de Buenos Aires, esta era la razón porque los santafecinos teuian en
jaque á lus |)ortcñoh.
-^ 463 — -
dijeles, á necesitado de hombres forzados para defender
Ja patria ni los pueblos! ¡Nunca me han faltado valien-
tes voluntarios; como ese puñado de hombres que veis!
Si entre vosotros hay algunos jóvenes intrépidos y deci-
didos que espontáneamente quieran acompañarme á de-
fender y salvar su patria, á esos solos admitiré con gusto,
porque no quiero, ni necesito de hombres sin corazón».
No faltaron 21 jóvenes robustos decididos que salie-
ran al frente, y me dijeron: cNosotros queremos seguir-
le, mi coronel.» «Que vivan estos valientes, dijeles. ¡Hom-
bres como vosotros son los que yo quiero y me bastan
para llevarme por delante á todos los montoneros!»
Marcháronse los demás, y yo regalé á estos nuevos
voluntarios á presencia de todos sus compañeros, des-
pués de haber hecho saber á todos, el acto infame que
hablan cometido algunos oficiales, que no merecían este
nombre en la Sierra, y el muy loable de los vsargentos,
cabos y soldados, rebelándose contra tan indignos ofi-
ciales y poniendo en libertad á sus jefes!
A los dos dias estuvo de regreso el conductor de mi
oficio al gobernador de Santa Fé, con una contestación
satisfactoria. Escusándose por de contado con que ha-
bía sido sin su conocimiento la invasión de Castillo y
asegurándome que él ayudaría de que no se repitiera.
No recuerdo si al 2^ ó 3" día después del recibo de
esta comunicación regresé á Córdoba dejando aquella
parte de la frontera, tranquila. Quiroga se dejó ver ense-
guida á los muy pocos dias y salimos á recibirle con e'
ejército.
Los comisionados del Gobierno de Buenos Aires, que
habían sido mandados por el general Viamonte, á inter-
poner su mediación para el cese de la guerra, entre los
generales Paz y Quiroga; habían solicitado pasar á verse
con el último, y no permitiéndolo el General, creo que
por temor de que le impusiera á Quiroga del estado de
sus fuerzas; habían pedido sus pasaportes y obtenido, mar-
chádose para Buenos Aires creo que dos ó tres días antes
de la batalla de Oncalivo.
— 464 —
Tengo entendido que antes de marcharse los comi-
sionados, habían allanádose á ir solos al campo del ge-
neral Quíroga cambiando de ayudante y hasta los peones
de su coche, con otros que merecieran la confianza del
general Paz, á lin de quitar á éste todo recelo y poder
llenar el objeto de su misión, pQro no lo habían conse-
guido no sé porque causa. Ello es que en el día de la
salida de Córdoba de dichos comisionados, mandó el ge-
neral Paz á su ayudante de campo el mayor ó coman-
dante Paunero, en su alcance hasta la primera ó segunda
posta proponiéndoles que pasaran á verse con el general
Quiroga.
Los comisionados se denegaron ó hubo entre ellos
un altercado, sobre si deberían ó no prestarse á esta
indicación, después de habérseles denegado el General
y quedado terminada su misión. Por fin parece que
se convinieron á pasar al campo de Quiroga que estaba
ya inmediato, y quedaron en esperar en el Segundo, los
baqueanos que les mandaría el general Paz.
El resultado fué que no aparecieron los baqueanos
en el punto señalado por el enemigo que se aproximaba
y fué preciso irle al encuentro, y los comisionados y se
encontraron con el general Quiroga en Oncativo ó Inspira.
El día antes de la batalla que fué el 25 de Febrero,
había mandado el general Paz al doctor Buhies y el
mayor Paunero, de parlamento al campo enemigo, no
se con que misión.
El doctor don Elias Bedoya que iba en compañía del
general Paz, junto con su hermano el Canónigo que me
parece hacía de su secretario, había comunicado en di-
cho día no se si al coronel Videla Castillo ó Pedernera,
que el General había dirijido á Quiroga proposición de
paz porque le asistían algunas desconfianzas por parte de
algunos de los jefes de ejército, y que lo consideraba dis-
puesto á capitular. Con motivo pues de este aviso nos
citaron á todos los jefes de los Cuerpos en una parada
que tuvimos por la carta del segundo, para comunicar-
nos dicho aviso; y alarmados como era natural por seme-
— 465 —
jante desconfianza por parte de nuestro General, pasamos
á verle á su tienda todos juntos, y me parece que fui el
comisionado por mi antigüedad, para manifestarles á
nombre de todos nuestra más decidida adhesión á su per-
sona y á la causa que sosteníamos, y exijirle que se
decidiera á dar la batalla seguro de que triunfariamos.
Asi lo practicamos y el General nos aseguró que ja-
más había dudado de nuestra desición, y que por consi-
guiente nuestros temores eran infundados. Nos retiramos
tranquilos por las seguridades que nos dio el general
Paz, y regresando por la noche del campo enemigo los
parlamentarios, díjome el mayor Paunero, que al despe-
dirse del general Quiroga les había éste encargado me
dijeran de su parte que me hiciera conocer al siguiente
día en la batalla, pues me buscaría aunque fuera en los
infiernos para cobrarme la bandera que le había quitado
en el campo del Tala el año 26.
Al hacerme Paunero esta relación delante de todos
los jefes que estaban presente y de nuestro General, dí-
jome.—«Yo le contesté que cumpliría su'encargo, y para
que no se equivocara le previne que donde viera la ban
derola negra y colorada allí le buscara, pues era la de
la división que Vd. mandaba». Yo le aplaudí mucho esta
advertencia, y dije: — «no es él el que ha de buscarme,
sino yo á él».
El general Paz asi que nos retiramos de su tienda los
jefes en esa tarde, calculó que el doctor don Elias Bedoya
debió ser el que nos había dado el aviso y lo destinó
no sé si á Córdoba ó mas adelante, mandándolo preso
me parece, y poco después que regresaron los parlamen-
tarios nos pusimos en marcha con todo el ejército, for-
mado en tres columnas paralelas. La de la derecha
compuesta de mi escuadrón de voluntarios y tres de mili-
cias de los extramuros de Córdoba y la de los carniceros
la mandaba yo.
La izquierda compuesta del regimiento número 2 de
coraceros y no recuerdo si algún escuadrón más de mi-
licias la mandaba el coronel Pedernera, el centro com-
3()
— 466 -
puesto de los batallones número 2, 5, y como 200 cívicos
de Córdoba mandados por el coronel, negro Barcala, la
mandaba el coronel Videla Castillo juntamente con la
artillería, ó no recuerdo si el del Estado Mayor, coronel
don Ramón Deheza. La reserva me parece que la man-
daba el coronel don Manuel Puch y era compuesta de
sus 300 sáltenos.
Caminamos en este orden mucha parte de la noche
y fuimos á amanecer muy cerca de Oncativo en cuyo
punto tenia el general Quiroga establecido su campo.
En estas circunstancias parece que Quiroga estaba
hablando recien con los comisionados de Buenos Aires
que acababan de llegar ó habían llegado poco antes, con-
ducidos por una fuerza suya de vanguardia que los había
encontrado.
Cuando nosotros nos avistamos al campo de Quiroga
por el norte, tenía éste apoyado su costado derecho en
un cerco y las cañetas que había traído de Mendoza,
que eran bastantes y su izquierda en la Laguna de On-
cativo; y su fuerza pasaba de tres mil hombres de las
tres armas. La nuestra sería como de dos mil y pico
de hombres.
Así que el General reconoció la posición del enemigo
hizo un cambio de frente por la derecha sobre el flanco
izquierdo del enemigo y le obligó á variar de posición,
con cuyo motivo quedó colocada toda la caballería de
Quiroga á su flanco izquierdo.
Colocados en esta nueva posición con nuestras tres
columnas dando frente al Este recibí orden del General
de cargar por escalones sobre toda ia caballería de Qui-
roga con cerca de 500 hombres, deque contaba mi colum-
na. Practiqué en el momento la carga con tan buen
éxito que me llevé por delante toda la primera línea de
la caballería enemiga escuchando los vítores que daban
á retaguardia las dos columnas nuestras que desapare-
cieron luego por el polvo de nuestra carga y la fuga de
los enemigos; pero habiéndoseme desordenado en la per-
secución uno de los escalones de las milicias, y presen-
— 467 —
tádoseme una nueva caballería enemiga, me fué preciso
retroceder sobre el último escalón para rehacer el que
se habia desordenado.
Los enemigos venían ya cargando cuando organiza-
dos ya mis escalones rae precipité segunda vez sobre la
nueva caballería y la arrollé como en la primera carga
por dos ó tres cuadras.
Nuevos vítores sentimos á nuestra espalda, pero
nuestras dos columnas se mantenían firmes batiendo solo
á la linea enemiga con nuestra artillería. Por segunda
vez fué desordenado el escuadrón de carniceros del pue-
blo á consecuencia de haber encontrado en la persecu-
ción un nuevo cuerpo de caballería, y tuve segunda vez
que retroceder á rehacerlo perdiendo á su bravo Coman-
dante el ciudadano don Juan Bautista Ocampo, hermano
de la señora del Inspector de armas, don Julián Paz.
Cuando estaba yo acabando de formar mis escalones
y de ordenar el escuadrón que había sido arrollado, y
se movía ya sobre nosotros la caballería de Quiroga
que se había ordenado, vi pasar por mi izquierda al bra-
vo coronel Pringles, con 50 de sus coraceros cargando
al galope en batalla. Encuéntrase este jefe con la línea
de caballería enemiga, que era cuatro ó seis veces ma-
yor que la suya y quédanse ambas líneas paradas y casi
tocándose con las lanzas.
Yo que observé esta situación, apuré la reunión
y marché de frente al trote, mientras que marchaba
disparan los carabineros de Quiroga sus tercerolas so-
bre los 50 coraceros de Pringles y les hacen volver
caras.
Mando al galope mis escalones, y observando Prin-
gles que yo cargaba ya por su izquierda, mandó á sus
coraceros sobre la marcha dar media vuelta á la dere-
cha por mitades y entró en seguida en línea conmigo
acuchillando y lanceando ya á nuestros enemigos que
volvían la espalda y no pararon ya más, hasta que me
alcanzó el general Paz, mandándome cesar de perseguir
al enemigo.
— 468 —
Inmediatamente que paramos, Quiroga hizo alto y
empezó á reunir su caballería al otro lado de la laguna,
pero ya su infantería, artillería y carretas quedaba cer-
cada por nuestra infantería y reserva.
Mientras yo sostuve con solo mi división todo el
ataque contra la mayor parte de la caballería enemiga
habían tenido lugar algunas cargas por nuestra izquier-
da con la poca caballería que Quiroga había dejado á
derecha, y en las cuales parece que fueron rechazados
los sáltenos del coronel Puch y tuvieron que obrar los
coraceros de Pedernera sobre la caballería que tenía
Quiroga á su derecha.
El resultado fué que parado yo con mi fuerza al
frente del lugar en que Quiroga reunía la suya, por or-
den del General, aquel fusiló á nuestra vista á un sar-
gento y no sé si á uno ó dos soldados; y habiendo el
general Paz mandado salir al teniente coronel de mili-
cias Martínez, con una guerrilla, sobre la fuerza de Qui-
roga, y sido dicha guerrilla rechazada; le insté yo al
General para que me permitiera salir en persona, con 25
voluntarios buenos y bien montados, que había destina-
do para perseguir y buscar á Quiroga y el General no
me lo permitía.
Ya aparecía en estas circunstancias, una fuerza de
coraceros del coronel Pedernera, ó había llegado cuan-
do instándole nuevamente, le dije : — « Déjeme V., Ge-
neral, ir con estos 25 hombres y correr á todas esas
guerrillas de Quiroga» — mi objeto era buscarle á él mis-
mo, y apenas me dijo el General, «vaya Vd. pero no se
comprometa», cuando dije á mi partida de Voluntarios
que la tenía separada ya:
— «Mitad de frente, guía á la derecha, al trote»; —
Quiroga se movía en estas circunstancias en retirada
con más de trescientos hombres formados en batalla ha-
cia al Sud-
Yo que iba al frente de mis 25 voluntarios, díjeles
«al galope», y marchando á este aire grité á los enemigos
con voz atronadora:— ¡Digan á ese Quiroga que aquí está
^
y
— 469 —
La Madrid á buscarle, que se pare si es gente! — Me lan-
cé sobre su línea que apretaba el galope cada vez más.
Del resto de mis voluntarios que habían quedado
formados y aún del cuerpo de coraceros, se escaparon
algunos hombres bien montados y corrieron á incorpo-
rárseme así que emprendí el galope. Cuando yo lo ad-
vertí habíanse agregado á mis 25 voluntarios que los
mandaba el teniente don Juan Navarro, como igual nú-
mero de hombres entre voluntarios y coraceros, y venía
con los pocos soldados coraceros un Teniente ó Ayudan-
te salteño de dicho cuerpo cuyo nombre no recuerdo.
Apuraba yo cada vez más, la carrera á mis 50 hom-
bres, sin cesar de gritar á Quiroga que se parara, y
haciéndole lancear á cuantos hombres alcanzábamos;
pero el valiente Quiroga sordo á mi voz, y olvidándose
del encargo que me había mandado hacer con el mayor
Paunero, apretaba cada vez más su fuga.
Le habría perseguido ya dos leguas y medía largas
y lanceándole sin parar más de 25 hombres que había-
mos alcanzado, cuando llegando ya á la linea enemiga
como á dos tercios de cuadra, pásanse á mi izquierda
dos soldados de la escolta de Quiroga vestidos de colo-
rado, con sus caballos cansados; dos valientes sargentos
de mis voluntarios, Magallanes entrerriano y Ludueña
salteño (^) dirijense á lancearlos.
Advertido por mi esto, diríjome á ellos gritando, «no
maten esos hombres, pues quiero me digan cual es Qui-
roga», Pregúnteseles á ellos mismos y me señalan al
Este una partida como de 12 hombres que corrían á es-
cape como á cuatro cuadras de distancia. «En que ca-
ballo vá», dígoles y contestándome que en un castaño
overo. — «Lanceen á esos hombres», dije á mis Sargentos
bárbaramente, y lo sentí después, y gritando á mis sol-
['] Este último es hoy Capitán de Rozas, y era de Chascomús, y Ma-
gallanes entiendo que ha muerto en Mendoza de comerciante, pues cuando
mi campaña á Cuyo, después, en el año 40, hice en su lugar lo que hizo
conmigo.
— 470 —
dados: — «El que tenga buen caballo que me siga», cerré
las espuelas al mío que era superior, en alcance de
Quiroga.
Cuando yo volví la vista á ver quienes me seguían
divisé que á más de los dos Sargentos, venía el Teniente
de coraceros saltefio con dos hombres de su Cuerpo. A
las seis ú ocho cuadras de persecución con dichos cinco
hombres, parase un soldado de la partida enemiga con
el caballo cansado, y conteniendo mi caballo sin pararlo
pregúntele cual de aquellos os Quiroga,- no viene aquí
me contestó. Lancéenlo, dije á los que venían atrás y
pasé á escape.
A poco instante paróse otro igualmente con el caba-
llo cansado, y siendo igual su repuesta de ir alli Quiro-
ga, repeti la misma orden y seguí sin detenerme. Aparece
á pocas cuadras más, un tercer hombre y dirijiéndole 15
misma pregunta respóndeme, «no viene aquí señor».
¡Indignado entonces por el chasco que me habían
dado los dos soldados de la escolta, paré mi caballo y
dije no maten á ese hombre! bien lanceados fueron los
hombres que asi me engañaron! Solo sentía yo por los
dos pobres que habían mandado lancear de esta parti-
da y mandé echar pié á tierra para que resollaran los
caballos, pues estaban temblando y chorreándoles el su-
dor porque como una legua había perseguido á todo
correr á estos últimos.
Hice aflojar las cinchas y desenfrenar los caballos
por un momento, y asi que hubieron descansado como
cinco minutos, mandé enfrenar y bochamos á correr di-
rigiéndonos al sud-oeste, en alcance de mi fuerza que
pasó persiguiendo á la caballería enemiga y con el pri-
sionero en ancas de uno de los soldados. El sol se po-
nía ya ó se aproximaba al ocaso.
Cuando alcancé mi fuerza ya regresaba de perseguir
al enemigo por que tocaban ya reunión los cornetas ó
el clarín de órdenes del General, habíase ya puesto el
sol hacía rato, y me encontré con el comandante don
Juan Gualberto Chavarría que regresaba con toda ella
— 171 —
reunida, y con la noticia de haber conseguido al fraile
Aldao y tomadolo prisionero un joven cordobés de mi es-
colta, dos ó tres cuadras más allá del punto donde rae
separé en persecución de Quiroga; y que según lo que
averiguaron de dicho Jefe después de haberle desnu-
dado y pasádose un rato, Quiroga iba junto con él, y
con su caballo cansado, cuando le tomaron.
Para un más exacto conocimiento, quiero referir el
como fué tomado el Fraile General. Cuando yo me diri-
gí á los dos hombres de la escolta de Quiroga que man-
dé lancear, mi fuerza pasó en la persecución de la ca-
ballería enemiga, y á las dos ó tres cuadras de haberme
yo separado, conoce mi ya referido soldado al general
Aldao (había sido prisionero suyo poco tiempo antes) y
embístelo con su lanza gritando: caqui está el fraile Al-
dao», y le tira una lanceada.
El Fraile que iba borracho, y probablemente con la
cincha floja, tiéndese sobre un costado del caballo para
huir de la lanceada, y el recado se le da vuelta y cae.
Al dicho del soldado de ser aquel el general Aldao,
paran todos sus caballos y se dirigen sobre él á registrar-
lo para quitarle cuanto tenia.
Cuando el teniente Navarro acudió al punto de la
reunión ya el Fraile General estaba desplumado, y cuan-
do le preguntaron por Quiroga, les dijo: — «Ese que iba
á mí lado con el caballo cansado, ese era Quiroga.» —
¡Era ya larde! Había tomádole el caballo á un soldado
ó sargento de los suyos y dádole tres onzas de oro.
Cuando siguieron en su alcance tomaron y mataron al
que había recibido las tres onzas, pero el General se ha-
bía puesto en salvo.
Mi deseo de que me lo hicieran conocer á aquellos
dos hombres de su escolta que por librar á su General
me engañaron; fué lo que salvó á Quiroga de caer en
mis manos y al Fraile de ser alli mismo lanceado.
Sería yo un infame si disfrazara la verdad. Si yo es-
toy presente, hago lancear al Fraile General, pero des-
pués que rae hubiese enseñado á Quiroga; á este le habría
— 472 —
conservado la vida, porque ese era mi intento, pues ha-
bía ofrecido en todos los cuerpos un premio al soldado
que me lo entregara vivo, con la mira de obtener una
gracia de mi General.
La gracia que yo quería obtener respecto á Quiro-
ga era la de cuidarlo en una jaula para hacerlo conocer
de los pueblos que tanto había ultrajado, y hacer que
cada uno de los individuos que él había azotado ó abo-
feteado lo azotara y abofeara también. A un soldado ó
vecino de los Llanos y paisano suyo, le habia cortado
Quiroga una oreja, por que dicho soldado ó vecino le
había reyunado un caballo de su marca por que se le
cansó en una travesía y tuvo que hacer el resto del
camino con el apero al hombro: habría hecho también
que dicho individuo le cortase una oreja.
¡Todo esto lo consideraba justo para mostrar á ese
bárbaro y en el á los que imitaran después que no era
ese el modo de tratar á los hombres!
Me incorporé á la fuerza con que había perseguido
á Quiroga cuando regresaba con ella el comandante
Chavar ría y creo el mayor Campero, pues el General ha-
bía mandado á estos Jefes con algunas fuerzas en mi
protección y llegaron después que me había yo separado.
Supe por ellos que habían perseguido á la fuerza de
Quiroga como una legua más alia del punto en que me
separé y fué tomado el Frayle, al cual no lo vi hasta la
noche pues lo habían mandado inmediatamente á dispo-
sición del General. A poco que andábamos después de
mi reunión nos encontramos con el General en jefe que
venía marchando con los coraceros ya al cerrar la ora-
ción .
Luego que nos reunimos con el General y fué in-
formado por el comandante Chavarría de que Quiroga y
su fuerza estaban ya en salvo, regresamos al campo de
Oncativo, pues ya la infantería de Quiroga y toda su
artillería y bagajes habían capitulado y entregádose pri-
sioneros.
La pérdida que sufrió la caballería enemiga entre
— 473 —
muertos y heridos y prisioneros no fué pequeña; la nues-
tra muy inferior respectivamente pues en mi división
que fué la que más sufrió y fué la que sostuvo todo el
combate de la caballería por más de hora y media, no
pasó la perdida entre muertos y heridos de 45 hom-
bres.
En esta noche del 25 de febrero pasaron los comi-
sionados de Buenos Aires algunos sustos en la Posta de
Irapira que está muy inmediata al campo de batalla, por
razón de haberles tomado allí el combate en circunstan-
cias que habían sido detenidos por el general Quiroga,
pero el General y el Jefe de Estado Mayor les propor-
cionaron algunos hombres para que los acompañaran.
El general Aldao fué mandado á la plaza de Córdo-
ba y el coronel don Hilarión Plaza mendocino, que lo
conducía, parece que lo hizo entrar montado en un bu-
rro y fué bastantemente burlado por la chusma. Algo
más necesitaba un apóstata que tantas carnicerías había
practicado en Mendoza.
Yo le insté mucho al general Paz en esa noche del
combate, porque me permitiera seguir á Quiroga hasta
la Cruz Alta, pero el se excusó diciendo que había ya
destinado al coronel Pedernera para dicho efecto y que
á mi me necesitaba para otro destino. ¡Quizás no ha-
bríamos sido después tan desgraciados, si el General
hubiese accedido á esta mi solicitud, pues estoy seguro
al menos, de que no habría sido sorprendido como lo
fué Pedernera en Fraile Muerto, y quien sabe si Quiro-
ga habría llegado á Buenos Aires!
Puede ser que á muchos parezca jactancia lo que
digo en el párrafo anterior, pero no á mí que conozco
y que conocía mejor que ninguno á nuestros enemigos.
El destino que se rae tenía preparado, era el gobierno
de una de las Provincias mas pobres de la República
Argentina; la Rioja.
El 26 ó no sé si el 27, marchamos al norte, hacia
Ischilín, á la parte de la sierra, pues había aparecido
por dicho punto el general Villafañe, con fuerzas rioja-
— 474 —
ñas, por disposición de Quiroga. Poco trabajo nos dio
éste, pues fué corrido antes que llegásemos con el ejército.
Tengo entendido que vino otra diputación de Cata-
marca, según se me aseguró después de estar de Gober-
nador en la Rioja, con el objeto de pedirme al General
para Gobernador de aquella Provincia, y que igual pe-
tición hubo por la de Tucumán, sin yo saber ninguna
de ellas; que el General se denegó á arabas, porque me
había ya destinado en su mente para la Rioja, como el
más á propósito para conformarse con lo que se le man-
dara.
Confieso que cuando advertí después la distribución
de jefes á los pueblos para gobernarlos, me desagradó
mucho; no por el destino que me tocó, sino porque cho-
caba este proceder, con mis principios liberales y desin-
teresados; pues yo no apetecía otro puesto que el de
perseguir á los ambiciosos que pretendían dominar y
ajar á los pueblos, por cuya defensa me sacrificaré gus-
toso.
Yo General, habríales prestado toda protección alas
Provincias, y propendido de un modo terminante á la
elección de sus gobernantes; pues cuando hay libertad
cual yo quisiera verla, y propendería siempre á que la
hubiese, los pueblos no se equivocan! Con los gobiernos
nombrados bajo estos principios, me habría puesto de
acuerdo; entonces no habríamos tenido caciques, restau-
radores, ni héroes del desierto!!!
Puede ser que sea este un error nacido de mi ig-
norancia, pero renegaré siempre de la libertad que no
esté basada en dichos principios.
Desde Ischilín, ó sus inmediaciones, fui destinado por
el General á la Rioja, con mi cuerpo de Voluntarios,
dándoseme además, no recuerdo si cien cívicos de Córdoba
y un escuadrón de milicias. De los infantes prisioneros,
que fueron mas de 600, se me dieron algunos para mi
cuerpo, los cuales se condujeron bien. Fué también en
mi compañía el coronel Hilarión Plaza y el valiente te-
niente coronel Pedro Melian.
— 475 —
El coronel Videla Castillo fué destinado á Mendoza
con su batallón N^ 2; á San Juan el teniente coronel
Santiago Albarracín, de coraceros, con un escuadrón de
su Cuerpo ó con el de la escolta del General.
A la provincia de Santiago marchó el jefe de Estado
Mayor, coronel Román Deheza, con una fuerza compuesta
de piquetes de varios cuerpos del ejército y todos, menos
Albarracín, fueron Gobernadores de dichas provincias.
Marché, pues, con dicha fuerza por los Llanos hasta
la Rioja, habiéndome visto precisado á fusilar en los
Llanos á un comandante. Moreno de apellido, de los ser-
vidores de Quiroga, el cual había cometido atrocidades,
traicionándome después de habérseme presentado.
¡El madrino (^) de Quiroga, comandante Brizuela, que
llegó después hasta ser General, y últimamente director
de la guerra cuando la coalición de las provincias del
norte! Hombre sin modales y desairado, que de sol á sol
se lo pasaba en mal estado, merecía realmente dicho nom-
bre para con Quiroga, porque era de un carácter bondado-
so con los gauchos y se habia hecho querer por todos los
de los Llanos y demás departamentos de la Rioja, y en
realidad este á quien seguían todos los soldados rioja-
nos. Esta es la razón porqué el general Quiroga le lla-
maba su madrino, pues solía decir que en llevando él á
áu madrino Brizuela, en cualquier parte reuniría á sus
soldados.
Dicho madrino, pues, ó comandante de los Llanos,
que era el título que Quiroga le habia dado, andaba al-
zado por la costa baja de dichos Llanos, cuando entré á
ellos con mis fuerzas proclamando y llamando á todos
los riojanos para que nombraran libremente su Gobierno,
ofreciéndoles para ello toda la protección que necesitasen
• f ^
[1] Llámase asi entre nosotros al caballo ó yegua tjue lleva el cencerro
en una tropa de arría ó tropilla de caballos y al cual se acostumbran á seguir
los demás; tanto que en una disparada ó dispersión de la tropa ó tropilla, basta
sacar el madrino, hacerles sonar el cencerro, que dé algunos relinchos; para que
»
toda la tropa lo busque al momento y se le reúna.
— 476 —
de mi parte, hasta verse libres del terror que les había
inspirado el Tigre de Atiles, (es el lugar en que está la
casa de Quiroga en los Llanos).
Muchos individuos de los Llanos, entre ellos el fa-
moso Peñaloza ó Chacho, se me habían presentado, ob
teniendo de mí toda clase de consideraciones, hasta la
de reunir á mi lado una escolta de varios de ellos mis-
mos, que quisieron prestarse voluntariamente.
Mandé, pues, en persecución de Brizuela, al valiente
y distinguido patriota teniente coronel Melian con una
división, y pasé yo adelante, oficiando al encargado
del gobierno de la Rioja que el objeto de mi ida no era
otro que el de garantir la libertad de aquella Provincia
y protejerla contra los bárbaros atentados del caudillo
Quiroga y sus tenientes. Que bajo este concepto, podría
mandar reunirá los Representantes de la Provincia para
que eligieran libremente el sujeto que mereciera su con-
fianza para que la gobernase. Que el general Paz no
había traído otro objeto á Córdoba, que el de protejer
con su ejército á todas las Provincias del interior, para
que pudieran libertarse de los pocos caudillos que contra
su voluntad las tenían oprimidas, y pudieran asi nom-
brar gobernantes de su confianza, para contribuir por
dicho ntedio^á la reunión de un Congreso que constitu-
yese el país; jpíligs..-gra este el exclusivo objeto por que
todas las Provinciass8-sli¿bian declarado independientes
en el año 16, y que solo la vil amotój^" ^® algunos
mandatarios las tenían privadas de este pí^l^^^ S^^^'
único objeto de sus constantes y grandiosos saí?^^^^^^*
Me acuerdo que esta mi comunicación fué cont^s^^
satisfactoriamente y que vino una diputación, no recueirfS,
si de la Sala ó. del Gobierno, á pedirme que pasara con
mi fuerza á la capital. Paréceme que exigí, dando antes
las gracias por la franqueza con que se me llamaba, que
nombraran primero su Gobierno para alejar toda idea
que pudiera tender á coartar la libertad de aquel
acto.
Me acuerdo también que se me hicieron indicaciones
por los comisionados y por cuantos vecinos allí había,
(era en un lugar de los Llanos que no recuerdo) para
que me prestara á admitir el Gobierno. Le contesté ter-
minantemente que nó.
— «¡No crean Vds. por un momento, les dije, que esta
mi resistencia nazca de tener yó á menos el ser Gober-
nador de la Rioja! Nada menos que eso! Mientras más
pobres y miserables, permítaseme esta expresión, sean
los individuos ó el pueblo que me honraron con su con-
fianza, tanto mayor es su mérito para mí y tendré la
honra de sacrificarme en su obsequio, pero de un simple
auxiliar suyo, y no de su mandatario!»
«Aunque vuestras intenciones sean sinceras, señores,
como las creo, les agregué, no lo son las de nuestros
enemigos, y podrían creer que este nombramiento era
el pasto de mi ambición. ¡Sin duda alguna debéis creer
que también tengo la mía, como todos los hombres! Pero
esta es más eíevada y gloriosa ¡Ambiciono sí, y mucho!
A la prosperidad y engrandecimiento de los pueblos de
mi patria, vertiendo por cada uno de ellos una parte de
mi sangre, si posible me es, hasta consumirla toda por
conseguirlo! Esta es, mis nobles amigos, mi única y ex-
clusiva ambición; ojalá tuviera muchos imitadores.»
El resultado fué que no bastó ninguna resistencia,
fui electo por unanimidad de sufragios, y sin embargo
de haberme resistido en presencia de la misma Sala de
Representantes, cuando fui llamado por ella, tuve al fin
que aceptar, pero con la precisa condición de que solo
sería por el limitado tiempo que se necesitara para arre-
glar la Provincia, y que desaparecieran los temores que
les inspiraba el nombre solo de Quiroga, lo cual exigí
que se expresara en la acta del juramento que presté.
Muy luego fué batido y tomado Brizuela por el in-
trépido comandante Melian. Habían sobrados motivos pa-
ra fusilarlo á ese hombre peligroso, por su conducta y
por el ascendiente que tenía entre la gente de armas lle-
var de los Llanos; y le habría fusilado si no hubiesen
mediado los empeños y ruegos de mi estimado y valiente
i-
— 478 —
Melian, ¡solo él pudo salvarle, pero fué para su desgracia
y la de los pueblos, como se verá más adelante!
Luego que me recibí del gobierno, nombré de mi
ministro al doctor don N. Cardoso, Cura de la Piedra
Blanca en la Provincia de Catamarca, pues era un su-
jeto de capacidad y muy bien quisto.
Quiroga había inutilizado la Casa de Moneda que
había en la Rioja, mandando sacar el cuño y las más
principales piezas de ella y enterrarlas en diferentes
puntos de los Llanos. Yo salí luego á visitar los depar-
tamentos, y contraje todo mi empeño á descubrir di-
chas piezas para restablecer la Casa de Moneda y atraer
á todos los hombres, y lo conseguí al fin, aunque con
bastante trabajo, no por otra cosa que por el temor de
Quiroga, porque en realidad no era dicho jefe querido de
sus paisanos sino temido solamente y en extremo.
Todo el mundo decía en la Rioja que Quiroga tenía
grandes tapados ó entierros de dinero, asi de las contri-
buciones que habia sacado á los pueblos, con el pretex-
to de costear á sus tropas que nunca pagó, como del
producto de los diezmos, y del comercio exclusivo que
solo el tenía de vender carne en toda la Provincia. El
gobierno tomó algunas disposiciones á fin de descubrir-
los, pero fueron inútiles.
Ya que hemos hablado de diezmos y del abasto
de carne en la provincia de la Rioja, daremos una idea
exacta del modo como se manejaba Quiroga en dichos
negocios, puesto que he sido informado por los mismos
vecinos y habitantes de aquel pago.
El ramo de diezmos en toda la provincia de la Rio-
ja no bajaba creo de veinte y tantos, ó treinta y tantos
mil pesos anuales, pues se pagaban con relijiosidad en
todas las Provincias, y allí mejor que en ninguna-
Quiroga era el rematador exclusivo de dicho ramo,
desde que se alzó con el cuerpo con que se defeccionó
Corro del ejército del general San Martin, en San Juan
el año 1820, pues aunque se usaba la ceremonia del
publico remate, los vecinos solo concurrían á el para
J
— 479 —
aparentar la legalidad del acto. ¡Presenlábase Quiroga,
ó en su defecto el que hacía sus veces, y ofrecía por
ejemplo, tres ó cuatro mil pesos, ó solo 500, si le daba
la gana, por toda la gruesa de diezmos! ¡Seguro estaba
de que nadie ofrecería un cuartillo más! Se vencía el
tiempo designado para los pregones, y se remataban por
lo que él quería! Algunas veces cuando estaba de hu-
mor, me dijeron que hacía una postura razonable, pero
que esto era muy rara vez.
Pasaremos en el modo de recoger el diezmo del gana-
do, y demás animales cuadrúpedos. Los mismos propie-
tarios que se los pagaban, eran sus guardianes, le pa-
saban una relación del número de cabezas que les co-
rrespondía dar, y cuidado que era exacta, y les ponían
la señal de Quiroga, y después la marca; y seguían así
encargados de su cuidado, pero con mucha más vigilan-
cia y esmero que con el suyo propio: de modo que lle-
gaba á suceder que muchos de los estancieros, tenfan á
su cuidado más ganado de Quiroga, de solo los diezmos,
que suyo. Réstame ahora dar á conocer á mi lectores
el método que guardaba para abastecer al pueblo de
carne.
Quiroga acostumbraba á mandar sus tropas de ga-
nado todos los años á San Juan y aún á Mendoza á in-
vernarías en los alfalfares para de allí hacer sus reme-
sas á Chile, á Copiapó ó Coquimbo: y traer también el
ganado gordo para venderlo con más estimación en la
Rioja y demás pueblos de la Provincia.
He dicho que ningún otro que él, podía «abastecer de
carne al pueblo, y es la verdad; pero faltábame agregar
que ningún hacendado podía traer un animal vacuno
para el abasto de su familia, sin su expresa licencia; y
que cuando se le antojaba negar dicho permiso lo ne-
gaba también. ¡Pero cuidado con que el que lo obtenía
obsequiase con un cuarto de carne ó un asado á sus
hermanos, parientes ó amigos! La multa que el quisie-
ra imponer no había más remedio que pagarla!
Este era Quiroga, y así manejaba á sus paisanos;
— 480 —
■
pero en medio de estos actos de crueldad y barbarie,
tenia cuando estaba de humor, algunos rasgos buenos y
de generosidad; pues muchas veces iba algún pobre pai-
sano, ó arriero, á comprarle unas pocas cabezas ó una
ó dos yuntas de bueyes ó de reses y le preguntaba por
el precio con anticipación; [Quiroga mandaba parar ro-
deo y hacia que el comprador entrara y apartara á su
gusto los animales que necesitaba.
Apartadas las cabezas que necesitaba pedíanle el
precio para pagarlo, y muchas veces se le antojaba de-
cirles:—«Me ha de pagar V. uno ó dos y por cabeza, y
ha de ser en medios ó reales, cordonsülos ó cortados», y
asi se lo pagaban. También algunos no eran tan feli-
ces, pues les pedía mucho más de su valor, y tenían
también que pagarlo, ¡Y Dios libre al que le dijera no
los llevo porque son caros!
Se pasaron cuatro meses y estaba ya la Provincia
tranquila, pero sin perder todavía el terror al nombre
de Quiroga que permanecía en Buenos Aires, y había
mandado á un oficial pariente suyo en busca de los en-
tierros de dinero que había dejado en los Llanos, y es-
crito una ó dos cartas á uno ó dos de sus servidores.
Ello es que yo tuve aviso y fué preso el oficial comi-
sionado, pero no habiendo podido descubrir nada de él,
lo puse en libertad y le di su pasaporte para que re-
gresara. Paréceme, si mal no me acuerdo, que no quizo
regresar y se quedó.
Yo había aumentado el Cuerpo que constaba ya
de dos escuadrones, desde que marché de Córdoba para
la Rioja: el mayor don Luis Leiva había ascendido á
teniente coronel, y el capitán don José Antufia á sar-
gento mayor, pero este se había marchado para Buenos
Aires con licencia del general Paz, después de la bata-
lla de Oncativo.
Recibí en estas circunstancias, me parece que en el
mes de septiembre, un oficio y carta del coronel Videla
Castillo, gobernador de Mendoza, avisándome que espe-
raba una invasión de indios promovida creo ó encabe-
I
— 481 —
zada por los Aldao, hermanos del Fraile, y pidiéndo-
me le auxiliara con algunas fuerzas: en cuya virtud dis-
puse marchar en persona con 600 hombres, para cuyo
efecto hice reunir dos escuadrones de los Llanos, v llevé
además, no recuerdo si cien infantes ^e la Rioja, estoes
de riojanos, pardos del pueblo; pues me fué preciso de-
jar alguna fuerza de la que había traido de Córdoba,
á mi delegado el coronel Plaza, que era el intendente 6
vista principal de la Casa de Moneda, que dejaba ya es-
tablecida, asi de mis voluntarios como de los civícos do
Córdoba y soldados del 5** que me habían acompañado á
la Rioja.
Advertiré con este motivo lo que se me pasaba ya.
Don Julián Paz, hermano del General, no había
querido esperarle en Córdoba, el año 29 y se había
marchado á Mendoza, ya fuera por evitar compromisos
y la persecución de Bustos, ó ya á objeto de neutrali-
zar al Gobierno de dicha Provincia. Asi fué que él se
halló en Mendoza cuando la batalla de San Roque.
Como el gobernador Bustos, ganó la Rioja después
de su derrota en San Roque y Quiroga tomó á su cargo
el vengarlo, marchando con un ejército sobre el general
Paz, pidió aquél su contingente á los demás gobiernos
de las provincias de Cuyo. Don Julián Paz que estaba
en Mendoza, no descuidó como era natural, en trabajar
cuanto pudo de un modo privado, para que el Goberna-
dor de Mendoza no se comprometiera en hacer la gue-
rra á su hermano, que no iba contra las Provincias, sino
á libertar la suya, por llamado de ella misma.
Dichos trabajos del hermano del General tuvieron
su efecto, sin embargo de que los Aldao estaban por
que el Gobierno auxiliara al general Quiroga. Resistió-
se el Gobierno á mandar las tropas que se le pedían,
las cuales había ordenado Quiroga que vinieran á San
Luis, pero como después de haberse movido Quiroga de
los Llanos en compañía de Bustos, supo que el goberna-
dor Corbalán, de Mendoza, no había mandado el contin-
gente que le había pedido, se dirigió por la otra parte
Sí
— 482 —
de la sierra á San Luis y reclamó de allí enérgicamen-
te que lo mandara.
Los Aldao intimidaron al Gobierno é hicieron que
éste mandase al Fraile General, con 300 hombres que fué
con los que se halló en la batalla de la Tablada. Per-
dida dicha batalla por Quiroga y el Fraile, habiendo
salido éste herido, se dirigió el primero á la Rioja y el
último á San Luis.
Al momento se había comunicado la victoria del
general Paz á Mendoza, y como dicho pueblo fué siem-
pre decidido por la libertad se revolucionó encabezado
por un señor Moyano, hermano creo del Teniente Coronel
del batallón número 2 que eístaba con nosotros en Cór-
doba, pero antes de esta revolución, habían ya los
Aldao, hermanos del Fraile, intimidado al gobernador
Corbalán, exigiéndole que fusilara al hermano del gene-
ral Paz, en represalia de los oficiales de Quiroga, que
hizo fusilar el coronel Deheza, el segundo día de la bata-
lla de la Tablada-, pero á tal extremo, que el Goberna-
dor se vio obligado á comunicarle privadamente á don
Julián Paz, el riesgo que corría, para que se pusiera en
salvo y aún creo que le facilitó los medios necesarios
para evadirse.
El general don Rudecindo Alvarado que se hallaba
también en Mendoza, había salido con don Julián Paz
para Córdoba, por el Desaguadero, fueron presos por una
partida del Fraile, que había llegado derrotada á San
Luis. Ello es que ambos corrieron mil riesgos, pero
fueron salvados por una partida que mandó Moyano en
el acto de hacer la revolución, y conducidos á Mendoza.
De lo que resultó que el general Alvarado fué nombrado
gobernador de dicha Provincia.
Los hermanos de Aldao parece que ganaron para los
indios, dieron cuenta á su hermano y también á Quiroga,
el cual con admirable rapidez marchó sobre San Juan.
La provincia de Mendoza estaba toda decidida y se
puso en armas, pero la debilidad que mostró el general
Alvarado en esa vez, fué la causa porque se sacrificaron
— 483 —
innumerables hombres distinguidos, por el Fraile y sus
hermanos según lo dijeron todos, y me lo repitieron en
Mendoza el año 41 cuantos individuos traté. Allí come-
tió el Fraile General los más horribles asesinatos, pero
don Julián Paz, que ya conoció que la condescendencia
y debilidad del Gobernador Alvarado, conducían á la
Provincia al desastroso fin que tuvo, no quiso esperarlo
y se marchó para Córdoba, corriendo algunos riesgos,
así de los indios como de los montoneros.
Después de la carnicería horrenda que hizo Aldao
en el Pilar, fué que llegó Quiroga y levantó el nuevo
ejército que fué á perder en Oncativo. Explicado ya esto,
que se me había pasado, pasaremos á continuar la rela-
ción de mi marcha á Mendoza.
Debo prevenir también los reclamos repetidos que
hizo la Representación Provincial de Mendoza al general
Paz, porque lo mandase á su disposición al fraile Aldao,
para juzgarlo ella misma porque se consideraba con me-
jor derecho que nadie, ya por que era hijo de la Provin-
cia, como por los inauditos atentados que había cometido
en ella; pero el General por una caridad mal entendida,
en mi concepto, se denegó á todas ellas alegando, creo,
que lo guardaba para que lo juzgara el Congreso de la
Nación, que no había.
Al tiempo de mi marcha de la Rioja para Mendoza,
hube de fusilar á Brizuela por una conspiración que in-
tentó desde su prisión, pero los muchos empeños y rue-
gos del valiente y desgraciado teniente coronel Melián,
lo salvaron otra vez; y fué tal la ceguedad de este jefe
que se empeñó fuertemente conmigo para que no lo de-
jara preso en la Rioja, encargándose él de conducirlo á
su lado en la nueva campaña que íbamos á hacer; y
como yo le dispensaba una particular estimación, tuve
la debilidad de condescender con él.
Llegados al Valle Fértil, que está á los confines de
la Provincia, con la de San Juan, tuve noticia de unos
pocos partidarios de Quiroga que andaban á monte, ha-
cia el Sud de la Provincia, en sus lindes con la de San
— 484 —
Luis, y estando ya á caballo para marchar, viene Melián
acompañado de Brizuela á proponerme que iria él solo
con una pequeña partida y acompañado del coronel Bri-
zuela al lugar de la reunión, asegurándome que respon-
día con su pezcueso de atraer á todos aquellos hombres
y dejar para siempre pacificados los Llanos.
Le llamé á parte y le hice mil reflexiones para di-
suadirlo de su imprudente empeño, pero nada bastó por-
que el hombre estaba ciego; fueron por fin tantas las
seguridades que me dio á presencia del mismo Brizuela,
de su completa confianza en él, y de cuan seguro estaba
en que cumpliría lo que me prometía, que no hubo más
remedio que condescender con él y dejarlo ir, pero en
precaución le obligué á que llevara doce Voluntarios con
un oficial Taboada, santiagueño.
Marchóse Melián con Brizuela para el extremo de
los Llanos, y yo para San Juan. Pero mientras yo mar-
chaba sucedió en dicho pueblo ó Provincia una revolu-
ción, y habían depuesto al gobernador Aguilar, apoya-
dos los de la revolución por el comandante Albarracín
jefe del escuadrón de coraceros, ó escolta del general
Paz, que se hallaba allí.
Tres ó cuatro días tardé en llegar á San Juan desde
el Valle Fértil, y en ellos fué el cambio. Así fué que
antes de llegar al río, que está como una legua antes
del pueblo, vino una lucida y numerosa comitiva á en-
contrarnos, no recuerdo si fué el nuevo Gobernador y
sus partidarios y con ellos Albarracín, ó si fué esta co-
mitiva de la parte del pueblo que estaba contra el mo-
vimiento. Ello es que me detuvieron y guiaron á la pri-
mera hacienda que allí se encuentra, obligándome á que
parara un rato para tomar un desayuno con mis oficia-
les y también la tropa, pues todo lo tenían preparado.
No hubo más remedio que condescender; pero al
mismo tiempo no faltaron dos ó tres Diputados por la
parte contraria del pueblo, pues estaba completamente
dividido en dos bandos, á prevenirme que el resto del
pueblo me tenia preparada una comida más adelante y
- 485 ~
al otro lado del río, y que esperaban que no los desai-
raría. Aquí me encontré precisado á complacer á am-
bos partidos, y sin poderme decidir por ninguno hasta
no oírlos.
Confesaré sin embargo la verdad: desde que ful avi-
sado por los primeros, del movimiento, mi opinión pri-
vada estuvo contra éste, pues había disuelto hasta la
Sala de Representantes. Fuimos muy obsequiados pero
fué necesario despacharnos pronto, ya porque estábamos
precisados á concurrir al segundo convite, como porque
era necesario no entrar tarde al pueblo para que hubie-
ra tiempo de acomodar la tropa y la caballada.
Todo el mundo había mostrándonos allí el interés
más vivo en complacernos, y muy particularmente á mí
que tenían interés en conocerme, pues era la prime-
ra vez que iba á aquella Provincia. Yo tuve la feli-
cidad de dejar satisfechos á todos los concurrentes por
la agradable franqueza que dispensé á todos, así á los
caballeros como á las señoras, y mucho más por el cor-
to como tocante discurso que pronuncié á mis soldados
riojanos, recomendándoles el esmero con que debían mos-
trar al valiente y distinguido pueblo de San Juan, que
sus costumbres habían variado enteramente desde el
momento en que se vieron libres del terrible caudillo
que á todos aterraba, que si algunos males habían expe-
rimentado antes, no eran debido á su voluntad, sino á
la del feroz tigre que los oprimía. Mostradles, les dije,
que el pueblo riojano, no aspira á otra cosa que á vivir
en paz y unión con todos los pueblos, pues sabrá hacer-
les ver que es el mejor amigo de todos ellos, sacrificán-
dose para ayudarlos toda vez que necesiten de su au-
xilio. (^).
Pasamos luego donde nos esperaba el segundo y
numeroso concurso algo más inmediato al pueblo, y el
(*) «Pierda cuidado mi Goberníidor que asi lo haremos», gritaron todos
los riojanos, y fueron muy aplaudidos. ¡Supieron cumplirlo, pues guardaron
una conducta ejemplar!
— 486 -
cual nos recibió con estrepitosos vivas como el anterior,
pero con mas esmerado servicio. No pudieron menos
que expresar su agradable sorpresa todos los Jefes y
oficiales Riojanos, igualmente que la tropa, al ver el en-
tusiasmo y contento con que el pueblo todo salia á reci-
birme, y la franqueza y afabilidad de mi trato para con
él. No habian visto otro tanto con Quiroga.
No nos fué absolutamente posible dejar de emplear
una hora lo menos, en admitir los esmerados obsequios
del pueblo; pero siendo ya cerca de las tres de la tarde
6 las dos y media nos marchamos. ¡No he visto en mí
vida un recibimiento como el que me hizo el pueblo de
San Juan, dividido como estaba en dos fuertes bandos:
todos á porfía se habian esmerado en el adorno de to-
das las calles, y en especial de la que destinaron para
la entrada hasta la plaza!
Arcos triunfales ricamente vestidos; magnificas ban-
deras y colgaduras tendidas; repiques generales, víto-
res inmensos y abundantes flores que el pueblo esparcía,
todo, todo fué prodigado con abundancia. Además una
lucida escolta de la juventud y de lo principal del pue-
blo, había relevado la mía y rodeaba mi persona. Con-
fieso que entré avengonzado y en cierto modo conmo-
vido, al ver tan extremado entusiasmo, y las considera-
ciones que se me dispensaban!
Llegado á la plaza me encaminaron á la c^sa del
Gobierno que era la de don Gerónimo de la Rosa, di-
ciéndome que descuidara por el alojamiento de mis
tropas, que eran más de 600 hombres, pues había llevado
á más de un escuadrón de mis voluntarios, cuatro de
los Llanos, fuera de la infantería.
Cuando me desmonté del caballo en el patio de la
casa del Gobierno que serían las tres de la tarde, estaba
to(ío él y la plaza, llenos de un inmenso gentío de to-
das clases y sexos. Así que fui introducido á la sala,
que estaba igualmente llena de señoras y caballeros de
lo principal del pueblo, me vi circundado de todos, pues
se disputaban la preferencia para abrazarme.
I
i - 487 —
Apenas hubieron concluido estos, cuando pedían á
voces los innumerables que estaban agolpados en la
puerta y el patío, que se les diera lugar para tener el
gusto de conocerme y abrazarme. Tuvieron, pues, que
cederles el lugar, los que estaban adentro, y fueron su-
cesivamente satisfaciendo todos sus deseos, de verme y
manifestarme su aprecio, y saliéndose para dar lugar á
que otros entraran.
Básteme decir; que invertí dos horas largas, en re-
cibir y dar abrazos á toda clase de gentes, de pié; pues
todos pedían á voces que se les concediera igual permi-
so, y tuve que acordarlo apesar de las repetidas instan-
cias de muchos de los principales, para que se retiraran
y me dejaran descansar. «¡No señores, dijeles, dejen Vdes.
que todos satisfagan su deseo, que yo lengo igual honra
en abrazar al rico como al pobre, al negro como al ca-
ballero!* Estrepitosos vivas resonaron en todo el salón y
patio á estas mis espresiones, y tuve que continuar sa-
ludando á todos!
Apenas medio se despejó un poco la sala, cuando
traté de aprovechar el momento para salirme, con el
pretexto de que quería ir á ver el alojamiento que se
había destinado á mi tropa y dar las disposiciones ne-
cesarias. Varios de los señores que estaban presentes y
que me consideraban cansado de tan larga permanen-
cia de pié, y de tantos abrazos, aprobaron mi pensa-
miento y salieron conmigo al patio para acompañarme
á montar, é ir al cuartel; pero aquí fué preciso hacer
otra nueva pausa, y continuar en el mismo ejercicio que
adentro; pues habían muchos á quienes no les había sí-
do posible todavía entrar.
Despejado en fln, un poco el patío, monté á caballo
con algunos señores y mis ayudantes, y nos dirigimos á
los cuarteles que solo revisé de á caballo, pues el sol
iba ya á ponerse, di las disposiciones necesarias para
que nadie saliera del cuartel, después de saber que na-
da les faltaba, y fui conducido á la casa que se habla
preparado. Cuando llegué á ella, habíase puesto el sol.
— 488 —
y estaba el patío lleno de gente del pueblo que aún no
me había visto, y deseaba disfrutar del mismo beneficio
que había concedido á los demás.
¡Fuéme preciso acordarlo con afabilidad, y tuve que
estar abrazando á todos, hasta que cerró la noche, en
que pude recien sentarme á descanzar en un sofá!
Un cuarto de hora acaso habría gozado de descan-
so, tomando algunos mates con los pocos señores que
me acompañaban, cuando se presenta una diputación de
caballeros de parte de uno de los dos bandos en que
estaba el pueblo dividido, á pedirme á nombre de todos
el que aceptara el Gobierno de la Provincia, renunciando
el de la Rioja.
cSeuores, díjeles, nada me sería tan honroso como
el aceptar el puesto que se me ofrece, por un pueblo
que acaba de darme las más relevantes pruebas de su
estimación y aprecio, sin conocerme, ni haberme hecho
digno de él! Pero advertid señores que su mismo inte-
rés me lo manifestó, antes que vosotros, el pueblo rio-
jano, y solo en fuerza de él, me vi precisado á aceptar-
lo! Conocéis, pues, que no me es posible complacer á
este pueblo sin cometer la más negra ofensa contra
aquél!»
Pero señor Gobernador, me replicaron. — Será posible
que tan poco, valga en el concepto de V. E. el pueblo
de San Juan, que tan de corazón le aclama por su Jefe,
que se resista á complacerlo por solo el infortunado go-
bierno de la Rioja? No le proporcionarla este pueblo»
mejores comodidades y goces que el de la Rioja, para
que pueda trepidar en su elección? — «¡Grande es quizá,
señores, como decís, la diferencia que hay de un pueblo
á otro! Y es por lo mismo que no cometeré el crimen de
abandonar á los riojanos, por solo mejorar mi posición,
aceptando la honra que me proponéis! ¿Que diríais vosotros
si después de haber yo aceptado vuestro nombramiento
os dejara mañana, por ejemplo, por ir á mandar al pue-
blo de Buenos Aires?
Nunca, señores, podré yo olvidar, les dije, la honrosa
/
— 489 —
recepción que me ha hecho el pueblo sanjuanino, y que
acaba de conflrmarla con esta su demanda! Pero per-
mitidme por las razones expuestas, que me excuse de
aceptarla, pues me consideraría indigno de vuestra esti-
mación si me prestara á complaceros, por solo mejorar
mi posición!»
En este debate estábamos cuando se presentó otra
2* petición por la otra mitad del pueblo, concebida en
los mismos términos, y solicitada por otra diputación
compuesta de personas respetables. No bastaron todas
las instancias que me hizo la 1* y tuvo que retirarse pa-
ra dar lugar á la 2^.
Excusado es referir, las muchas razones con que fui
instado por esta 2* diputación, para que aceptara el
mando, como también mil alegatos para acusarme.
Ríceles conocer que el interés único que me habia
obligado á emprender aquella campaña, era el de favo-
recer á la provincia de Mendoza, que estaba amenazada
por los bárbaros encabezados por los Aldao: que con
esta mi cooperación, creía también favorecer á la de
San Juan, pues no dejaría de ser partícipe de las des-
gracias que sobrevendrían á Mendoza, si yo me mostra-
se indiferente.
Propusiéronme entonces que harían inmediatamente
un propio al coronel Videla Castillo, gobernador de
Mendoza, avisándole mi llegada y el objeto de mi marcha
asi como la posición en que se encontraba San Juan, y la
demanda del pueblo para detenerme. — Si la marcha del •
gobernador á Mendoza, agregaron, no fuese tan urgente
como creemos que no lo sea ya; podrá tener lugar su
demora, y ella sola contribuirá á que nos arreglemos,
encargándose mientras tanto el señor Gobernador, del
cuidado de este pueblo, puesto que todo él le proclama
por tal.
Apurado era el conflicto en que me ponían, y
en el que se encontraba aquella Provincia. Habían
varios presos políticos de alguna importancia, entre ellos
el coronel sanjuanino, don Ventura Quiroga y el doctor
— 490 —
don Ignacio Bustos, cordobés, enemigo acérrimo de nues-
tra causa, que había sido causante de grandes desgra-
cias en el pueblo, ya como ministro del gobierno anterior
á la pérdida de Quiroga, ya también como encargado
provisoriamente del Gobierno.
Contra estos dos, precisamente, había una grande
prevención en la mayoría de todo el pueblo, pero no
faltaban tampoco, quienes se interesaran por el pri-
mero.
Me fué, pues, preciso determinar y dar cuenta por
un propio inmediatamente al gobierno de Mendoza, avi-
sándole las poderosas razones que me detenían para
complacer al pueblo, contribuyendo á su tranquilidad y
exigiéndole al mismo tiempo, me comunicara sin demo-
ra en caso que considerase necesaria mi pronta marcha,
para volver, si era posible en su auxilio.
El propio partió, creo en la misma noche, sin acor-
darme la fecha del día, pero si recuerdo que á la ter-
cera noche, estaba ya conmigo en San Juan, el gober-
nador Videla Castillo, acompañado del general Rudecindo
Alvarado, habiéndome asegurado que habían desapare-
cido los temores de la invasión, con mi aproximación,
que podía sin dificultad alguna encargarme del Gobierno,
para tranquilizar aquella provincia y unir los ánimos de
todos; tuve al fin que aceptar provisoriamente el mando
de la Provincia.
Antes de la llegada del gobernador de Mendoza, me
había dado el pueblo un gran baile: se repitió otro á la
llegada de dicho Gobernador. No recuerdo si fué en este
ó en otro, que se repitió después, cuando se interesaron
todas las señoras por la libertad del coronel Quiroga y la
concedí. Ello es, que en el corto tiempo que permanecí
allí á la cabeza del Gobierno, logré unir los dos parti-
dos y tranquilizar el pueblo.
Mientras tanto, hubieron muchas personas del pue-
blo que se interesaban por que yo mandara sorprender
la casa en que estaba la señora del general Quiroga
fuera del pueblo y le embargara ocho ó diez cargas que
— 491 —
me aseguraban tenía en su poder de plata labrada,
alhajas y dinero. Yo me negué, diciéndoles que no era
propio que el Gobierno cometiera semejante atropello
con una señora, pues harta era su desgracia en tener por
esposo á un hombre como Quiroga, para que fuera á
aumentársela, despojándola de lo que tenia.
El doctor Bustos que seguía preso, trabajaba eficaz-
mente por seducir á la tropa que lo custodiaba para
fugarse con la guardia, coincidía esto con el habérsele sor-
prendido algunas comunicaciones y descubierto sus miras
sediciosas, — le hice poner una guardia de voluntarios.
En una de estas noches, en que hacía el servicio en
el principal, una guardia de voluntarios, había recibido
dos partes del teniente Coria, que la comandaba, de que
había riesgo de que se fugara el doctor Bustos, pues le
había observado por repetidas veces estar seduciendo á
los centinelas que tenía á la puerta de su cuarto, y aún
al cabo ó sargento de la guardia por lo cual le era pre-
ciso estar con la mayor vigilancia.
El primer parte me había mandado por escrito á la
casa de Gobierno, que estaba inmediata á la guardia
del principal en la misma plaza, pero el segundo parte
vino á dármelo el mismo oficial, tarde ya de la noche,
estando dormido, previniéndome que había visto pasar
por la esquina opuesta de la plaza, algunos hombres á
caballo después de haberse detenido por un momento,
y que el preso había repartido algunos pesos á dos ó
tres centinelas, que esto me lo avisaba para que tomara
las medidas que juzgara conveniente.
El expresado Bustos, era un malvado que había sa-
crificado á muchos del pueblo, contribuyendo á que se
sacrificaran varios otros sujetos en Mendoza, á fuerza de
sus instancias, por consiguiente no debía trepidar en
mandarle levantar un sumario y fusilarle. Por otra parte,
paréceme que el general Paz me lo había pedido desde
Córdoba; temía que por su condescendencia lo salvara,
á este joven tan travieso y sanguinario. ¡ Esta conside-
ración sobre todo, fué la que me resolvió á cometer un
— 492 --
acto que en fuerza de mi buena fé no puedo menos que
llamarlo bárbaro^ declararlo sobre todo, pues me he pro-
puesto relatar la verdad y no quedaría tranquilo, si la
disfrazara !
Le ordené al oficial Coria, que previniera al centi-
nela que lo relevara al de la puerta del preso, que se
prestara á la seducción que le hiciera, aún se bajara
coa él, si le invitaba á fugarse, que si tal sucedía, estu-
biera muy vigilado, para que al tiempo de ganar la calle
le disparase cuatro tiros, gritando á la guardia, pero que
cuidara de que no se trasluciera semejante intriga, pues
debería indagarse al siguiente día por un sumario.
Dada esta orden, se marchó el oficial á su guardia,
y quedé esperando el resultado en mi cama. ¡Principia-
ba ya á tomarme el sueño, pues había pasado como una
hora ó poco más, después que se marchó el teniente
Coria, cuando sentí los tiros y los gritos á la guardia,
que me estremecieron y me horroricé yo mismo de ha-
ber dado semejante ordenlü ¡Al publicar este único
hecho bárbaro en toda mi vida, no puedo menos de es-
perimentar un cierto desahogo !
Vínome el parte al momento, de haber sido sorpren-
dido Bustos en su fuga, al tiempo de montar á caba-
llo y de haberle muerto con unos tiros que le dispararon,
fuera ya de los portales del cabildo. Mandé inmediata-
mente relevar al oficial de guardia, ponerle preso mien-
tras se esclarecía el hecho, y que se reconociera el
cadáver para proporcionarle los auxilios necesarios si
estuviera vivo y como resultó estar ya muerto, ordené que
pidieran asi que amaneciese una tumba á la Caridad ó
convento de San Francisco, para conducirlo á la iglesia
para que lo sepultaran.
Había sido el desgraciado, un libertino de marca
mayor y cometido algunas tropelías, me parece con los
Padres, — contestaron que no había tumba; que lo condu-
jeran en una carreta. ¡Nadie facilitó tumba; tal era la
prevención que había contra ese desgraciado! Por la ma-
ñana ya con el sol alto, lo habían conducido en una carre-
i
/
— 493 —
ta y sepultado! Se mandó luego levantar un sumario
para esclarecer el hecho, resultando justificada la fuga
del reo, la seducción del centinela, fué puesto en liber-
tad el oficial, declarado culpable el soldado, pero para
salvar á este le hice proporcionar su fuga y quedó con
ella libre del servicio.
No permaneci en San Juan arriba de 12 ó 13 dias,
pues había recibido aviso del coronel Plaza, mi delegado
en la Rioja, del asesinato del teniente coronel Melian por
los pocos llanistas sublevados, y de haberse Brizuela ido
con ellos á los montes. Dicho aviso me lo daba el co-
ronel Plaza desde Olapes, creo un lugar de los Llanos;
y me decía también, que un Carballo, cordobés, avecinda-
do cerca de la casa del general Quiroga en los Llanos,
había apresado á un tío del General, que era el sabedor
de los tapados ó entierros de dinero; y que no quería
mandar á descubrirlo hasta que yo llegara.
Con motivo, pues, de la desgracia del comandante Me-
lian, traté inmediatamente de regresarme á los Llanos,
para no dar tiempo á Brizuela á fortalecer su reunión.
Convoqué á la Sala que había sido disuelta por la
revolución; y asi que estuvo reunida, como asi mismo
toda la parte principal del pueblo que hice convocar,
me presenté ante ella y la declaré instalada; hiceles ver
las funestas consecuencias que pudo haber traído á la
Provincia, y quizás á las demás, el paso poco meditado
que habían dado, de deponer al Gobernador y disolver
la Sala: díle las gracias más expresivas, y en ella á to-
do el pueblo, por la inmerecida estimación y confianza
que me habían dispensado, sin conocerme: les recomen-
dé la más estrecha unión entre todos, y exhorté al pue-
blo á que respetara la obra de sus manos, por el tiempo
designado por la ley, — á sus Representantes! tEn ellos
deposito les agregué, el mando que la voluntad unáni-
me de este pueblo, me habían confiado interinamente,
y si me es permitido aconsejaros, confiado en que habéis
ya olvidado vuestras pasadas discensiones; os diría que
debéis llamar al señor Gobernado)* depuesto, y devolverle
— 494 —
el mando de que fué despojado sin las formalidades de
la ley ó hacer lo que fuere del agrado de vuestra hono-
rabilidad».
«Yo me retiro señores á llenar los deberes que rae im-
pone el puesto que acepté en la provincia de la Rioja;
pues el bárbaro caudillo á quien salvé la vida por solo
las instancias del intrépido y distinguido teniente coronel
don Pedro Melian, que se había declarado su protector
y amigo; acaba de asesinarle del modo más brutal, y
unirse á los pocos malvados que iban á contener! El
castigo de un hecho tan feroz y bárbaro, interesa tanto á
la Rioja como á esta Provincia; y yo marcho confiado
en que tomareis las más prontas medidas para que sea
perseguido también por esta parte, pues si él lograse for-
talecerse, no estaríais vosotros seguros».
Fué aceptada con entusiasmo, por todos, esta mi
determinación; y la Sala llamó inmediatamente al Gober-
nador depuesto, y lo puso en posesión del mando de la
Provincia. Libró dicho Gobernador en el momento, las
órdenes necesarias para el apresto de los auxilios preci-
sos para la marcha, y me parece que mandó dar un
socorro á la división al siguiente día. También dispuso
la salida de una fuerza de caballería, para perseguir á
Brizuela por aquella parte, en combinación con las fuer-
zas que yo destacara de los Llanos.
El gobernador Videla Castillo, habíase regresado des-
pués de uno ó dos dias de permanencia en San Juan, y que-
dándose el general Alvarado que debía pasar para Salta.
Yo marché al siguiente día de haberse recibido el
Gobernador propietario, acompañado por éste; y por una
lucida reunión de lo principal del pueblo, hasta alguna
distancia; de allí me despedí de todos asegurándoles que
en todo tiempo sería el mejor amigo del pueblo San Jua-
nino, y llevando aumentado mi Cuerpo con algunos vo-
luntarios del pueblo.
Á mi salida de San Juan que fué á principios de
Octubre, creo, recibí un propio de Córdoba en que me
avisaba el General la llegada de mi familia, y rae adjun-
— 495 —
taba una carta de mi señora. ' Había salido de Buenos
Aires sin mi conocimiento, y sin embargo de la repug-
nancia que le mostraron sus padres, guiada solo por su
estremado cariño. Grandes eran los deseos que yo tenia
de verla tanto á ella como á mis tiernos hijos, pero no
ciertamente en aquellas circunstancias en que nada te-
níamos seguro. ¡Cuántas desgracias á experimentado mi
pobre familia, por este viaje inconsiderado, y cuantos
males á sufrido mi Patria!
¡Solo yo puedo calcularlo, pues nadie como yo podrá
saber cuanto debilitó mi acción en los lances de mayor
peligro, el verme rodeado de unas prendas tan queridas!
Solo los que de buena fé me conocen, que son pocos,
podrán valorar cuanto pude haber hecho en Córdoba des-
pués de la caída del general Paz; y cuanto más antes y
después de la batalla de la Ciudadela, sino me hubiera
visto embarazado por ella! (^).
Esa guerra de montonera ó de recursos, que tanto
se ha usado en nuestro país, nadie á podido hacerla con
mejor suceso que yo; porque ninguno á contado con más
simpatías y afecto en las masas de los pueblos, que yo.
¡Toda mi carrera lo está mostrando! Pero no he tenido
en mi vida otra proporción de hacerla, que aquella en
que me vi estorbado por la familia!
¡Que había sido de Quiroga, después de la batalla de
la Cindadela, si el desgraciado general don Javier López
y el gobernador de Tucuman don José Frias, hubiesen
sacado mi familia del pueblo, como pudieron y debieron
hacerlo por su propio interés, no digo por el mió! Solo
el que no haya tenido ojos, ó carecido de sentido podía
desconocer esta verdad!
Pido á mis lectores su indiferencia por estas mis refle-
xiones, que son hijas solo de mi positivo convencimien-
to, y de mi más ardiente patriotismo. ¡Ojalá que ahora
(}) ¡López y el gobernador Frías, habían sacado sus familias y dejado
la mía ! Cuando sali del cerco, y fui á buscarla; estaba ya bajo de trincheras,
no pude salvarla!
— 496 —
en mi vejez'^sefme proporcionara la oportunidad de mos-
trar con mis hechos, que puedo hacer más obrando que
hablando, por mi Patria! Sigamos.
Llegado con la división á la punta de Ambil, me
encontré allí con mi delegado el coronel Plaza, con Car-
bailo y el tío del general Quiroga que lo tenían preso,
y esperando, solo mi llegada, para que fueran á descu-
brir el tapado. Di las disposiciones necesarias para que
fueran á perseguir al coronel Brizuela; mandé al capitán
de voluntarios French con 25 hombres en compañía de
Carballo y el tío de Quiroga, para que condujeran las
cargas de dinero á la Rioja, y me marché con Plaza á
la capital.
No recuerdo si á los dos ó tres dias de haber llegado
á la Rioja, recibí un aviso del descubridor Carballo, pre-
viniéndome, que en esa tarde entraría con las dos cargas
de dinero que conducían, pues eran las únicas que ha-
bían encontrado, é ignoraban el caudal que ellas conte-
nían. Llamé al Ministro de Gobierno, y no sé si dos 6
tres vecinos, y entre ellos el tesorero don N. Rincón para
que estuvieran presentes al recibo de las cargas.
A poco rato de haber llegado el aviso se presenta-
ron el Capitán y el Comisionado descubridor, con una
carga de surrones de dinero, retobados en cuero fresco,
negro, y otra de cajones; el uno de ellos también reto-
bado con cuero fresco del mismo color, y el otro perfec-
tamente seco, como lo guardó su dueño.
Preguntada porque venían los dos surrones y el ca-
jón con retobos frescos, dij érenme que al desenterrarlos
y quererlos sacar, encontraron los retobos deshaciéndose
de podridos por la humedad, y que el cajón hubo de
desfondarse al quererlo alzar; razón porque habian toma-
do la precaución de retobarlos allí mismo, con el cuero
de una vaquillona que habían carneado para la tropa.
Confieso que esta respuesta mef satisfizo (*). Abrié-
['] ¿Cómo ofender á este hombre y al Oficial con indagación? dije en-
tre mí.
I
— 497 —
ronse primero los surrones, y se encontró un talego de
lienzo grueso en cada uno de ellos, muy bien amarrado
y con un papelito dentro de cada uno, con esta inscrip-
ción: «1.500 pesos», pero todos ellos en pesetas y cuar-
tos de moneda cortada.
Se abrió en seguida el cajón del nuevo retobo, y se
encontró en él, no recuerdo si doscientas onzas de oro
colocadas encima en dos rollos, y todo el resto, de pe-
sos fuertes. El coronel Plaza que era el que contaba el
dinero, no recuerdo si con el tesorero ó con uno de los
vecinos, agarraron todas las onzas y las metieron deba-
jo de mis almohadas, pues la pieza en que se contaba
el dinero era mi dormitorio, diciendo: — «Mi Gobernador
esto le corresponde á Vd. de justicia» «¡No señores, di-
jeles, la patria tiene más necesidad que yo», y sacando
todas las onzas de debajo de las almohadas las puse en
la mesa!
— «¡No sea Vd. majadero, señor Gobernador, contes-
taron todos, Vd. tiene familia, y ha servido á la patria
como pocos, y no ha cobrado por cierto sus sueldos ni
con esta miserable cantidad», v levantando nuevamente
las onzas las colocaron como antes!
— «Es en vano que Vds. se empeñen, dyeles; necesi-
tamos de dinero para marchar con el ejército á libertar
la Capital. ¡Salvémosla primero y entonces yo quedaré
contento con lo que la patria quiera d^rme!« En vano
me instaron todos nada quise tomar.
Abrióse el otro cajón que todos juzgábamos fueran de
onzas, por lo bien cuidado que se había conservado, y
solo tenia no recuerdo si dos mil doscientos pesos fuer-
tes. Ello es que por todo, hacía la cantidad de doce mil
y pico de pesos, me parece, pues no recuerdo con cer-
teza.
Al descubridor Carvallo que había sido el que obse-
quió al tío de Quiróga, que era el depositario de los
entierros y andaba oculto por los montes, le di no re-
cuerdo si 30 onzas de oro ó más, y al viejo ocultador
del dinero no recuerdo lo que le di, estimulándolo con
32
— 498 —
que le daría algunos miles de pesos si me descubría la
gran suma que decían todos tener oculta Quiroga.
Yo debía pasar inmediatamente á la costa do Arauco
y al mineral de Chilecito, á recorrer y visitar aquellos
Departamentos; y como se acercaba ya el tiempo en que
debían las Provincias mandar al ejército el contingente
de tropas que cada una había ofrecido al General para
ir á salvar Buenos Aires del poder de Rozas, y de los
indios bárbaros sus aliados, que los tenia acampados en
la campaña y aún de guarnición en el pueblo, escribí á
don Joaquín Castro comerciante de San Juan, encargán-
dole no recuerdo si 200 ó más tercerolas y otros tantos
sables, para armar el cuerjpo de voluntarios y mi escol-
ta de riojanos, como así mismo uniformes para todo
el Cuerpo, lo cual debía traerlo de Chile á la mayor
brevedad.
Di una buena cuenta á la tropa, y marché para la
Costa con mi escolta, dejando al coronel Plaza encarga-
do del Gobierno; y habiendo mandado á Córdoba á mi
ayudante y hermano político don Domingo Diaz Velez,
para que condujera mi familia y llevándole á mi esposa
doce onzas de oro, que fué lo que tomé por mi sueldo
de Gobernador.
El resiQ del dinero del tapado, lo llevaba conmigo
con el fln de habilitar á los mineros de Chilecito para
que pudieran con más facilidad adelantar sus trabajos
en las ricas minas de aquel lugar.
Había vuelto yo de Arauco y me hallaba en Chile-
cito en casa del doctor Gordillo cura y vicario de aquel
lugar, cuando se me presentó un propio de la Rioja á
escape y dando vivas á la patria, por haberse descubier-
to otro más grande tapado de dinero perteneciente á
Quiroga. Abro la comunicación y me encuentro con el
siguiente aviso de mi delegado.
«Mi Gobernador y amigo: Ha descubierto nuestro
activo y recomendable Carvallo, un gran entierro de mil
onzas de oro y no recuerdo cuantos mil pesos en plata,
ni sé si me decía el número, pero si el de las onzas. No *•
k
^
/
-- 499 —
he querido que se toque ni traiga al pueblo, hasta que
Vd. venga, y lo espero cuanto antes. Celebramos con
todos los concurrentes tan plausible nueva, y les indi-
qué allí mismo él pensamiento de establecer un banco
de rescate en Chilecito, compuesto de accionistas, para
el rescate de pastas y fomento de las minas, ofreciendo
que el Gobierno pondria 12 acciones de mil pesos cada
una, cuyo pensamiento fué muy aplaudido, y fueron va-
rios los que se ofrecieron á tomar parte en dicho esta-
blecimiento. Paréceme que dejé allí algún fondo á un
vecino comisionado, para el rescate de algunas pastas, y
qué llevé también algunas libras de oro que cambié pa-
ra la Casa de Moneda.
Me marché al siguiente día muy temprano para la
Rioja, avisando á Plaza que al día siguiente me tendría
por allá. Pasé creo la primera noche, en la hacienda
de don Nicolás Dávila, ó en la de don Domingo García,
y llegué al siguiente día á la Rioja. *
El coronel Plaza que sabía la hora en que debia
yo llegar, desde el día anterior, había dado ya las órde-
nes á Carballo para que viniera con las cargas de dine-
ro, y á las pocas horas de haber yo llegado, vino el
aviso de estar las cargas cerca.
Mandé inmediatamente llamar al Tesorero, al Minis-
tro de Gobierno doctor Cardoso y varios otros vecinos
del pueblo para que presenciaran el recuento del di-
nero.
Cuando llegaron las cargas estaban ya todos reuni-
dos, y en presencia de todos ellos se fueron abriendo los
cajones, vaciándolos en una gran mesa, contando el
Tesorero y acomodándose en una punta de ella; primero
las onzas que eran 994, y todo el resto en pesos fuertes,
pero sin recordar fijamente la cantidad; solo si recuerdo
que no pasaría la suma de este tapado, de 28.000 pesos.
Así que se hubo contado todo el dinero en presencia
de los que habían sido llamados al efecto, mandé que el
Tesorero lo acomodase todo en bolsa, hice nombrar en
seguida una guardia de Oficial, y mandé que el Tesore-
— 500 —
ro cargase con todo el dinero y lo condujera á las cajas
de la Tesorería, seguido de la guardia. Este fué el pa-
radero que tuvo todo el dinero descubierto del general
Quiroga; y del primero que había yo llevado á Famati-
na ó Chilecito, le pasé una cuenta circunstanciada de su
inversión, pues había dado 200 pesos á cada una' de las
familias, no sé si de seis ú ocho vecinos principales á
quienes Quiroga había fusilado á su vuelta derrotado de
la Tablada, y también el recibo del dinero que había
mandado á San Juan para la compra del armamento y
vestuario.
Yo sabía ya desde mi regreso de San Juan por car-
tas del general Paz, que Quiroga se disponía á salir de
Buenos Aires con una fuerza de 300 hombres de los que
había llevado de Oncativo, y algunos facinerosos que se
le dieron por orden de Rozas para completar dicho nú-
mero con destino á Mendoza; y dicho aviso lo tuvo el
General desde Buenos Aires, mucho tiempo antes de ha-
ber salido Quiroga. El Congreso de agentes de las Pro-
vincias se hallaba ya reunido en Córdoba, y había
nombrado al general Paz, Protector Supremo de dichas
Provincias, y estaba designado el contingente de tropas
que cada una mandaría al Protector para el aumento del
ejército al objeto de salvar á Buenos Aires, y que se nom-
brara un Congreso para que revisara la Constitución que
había dado el anterior, ó la mandara á las Provincias
para que la adoptaran. Esta era la opinión mas pro-
nunciada en todas, con tal que no fuera Buenos Aires la
capital.
Convencido pues yo, de que esto era el deseo délas
Provincias y que todos querían mandar cuanto antes sus
contingentes para libertar á Buenos Aires, y que se rea-
vivara dicho pensamiento, propuse al general Paz, asi
qué recibí su carta en que me comunicaba el pensamien-
to de Rozas, de mandar á Quiroga á Mendoza, que me
dejara salir á esperar á Quiroga al Rio 4®, con solo los
riojanos y mis voluntarios; y me acuerdo que empleaba
en dicha mi carta un antiguo y común adajio. La cur
J
- 501 -
ña para que sea buena o, de ser del misino palo Gene-
ral le decía : déjeme Vd. salir con los riojanos á es-
perarlo, que yo le aseguro con mi cabeza que él no
pasará.
El General ofendido de esta mí indicación, me con-
testó me apuerdo una carta bastante seca, diciendo:— ¡No
es dado á los Jefes subalternos, el indicar los movimien-
tos que deben hacer los Generales! No tenemos los re-
cursos bastantes para pedií^ todavía los contingentes, y
se yo lo que tengo entre manos! ^
Ofendido yo de semejante hinchada contestación, á
un compañero que deseaba y podía ayudarlo, mejor que
ningún otro, díjele en respuesta por otra carta: — c¡Gene-
ral, si lo dice Vd. por temor de que vaya yo á consu-
mirle las vacas de su Provincia con mis riojanos; no se
aflija Vd. por ello! Yo llevaré cuantas necesito por dos
meses, pues lo que yo quiero es castigar á ese bárbaro
con sus propias armas, y^que no perdamos el tiempo!
No se fíe General de las jJromesas del nuevo gobierno de
Buenos Aires! Mire Vd. que lo engañan con promesas,
asi él como el de Santa Fé, y que así que lo consideren
á Vd. en peligro, han de ser los primeros en declararle la
guerra! Ño desprecie Vd. General por Dios, los conse-
jos y las indicaciones de su mejor amigo!^ — Sobre todo,
me acuerdo que le dije en dicha carta — «Si Vd. me hace
la injusticia de creer insuficiente el contingente de la
Rioja para batir á ese miserable, haga Vd. mover el go-
bernador Videla Castillo con el de Mendoza, pues siendo
dicha Provincia de mayores recursos que la mía, mayor
debe ser su contingente, y tiene además un batallón de
infantería» .
Nada de esto bastó para que este presumido y hábil
General, por que así es- preciso decirlo, sin que sea mi
intento ofenderle por que nadie lo aprecia como yo, acep-
tara ninguna de mi dos indicaciones. ¡Más adelante ve-
rán mis lectores las funestas consecuencias del desprecio
de estas mis previsoras indicaciones!
Mandé al general Paz, no recuerdo si doce mil pe-
— 502 — *
sos, más 6 menos, para auxilio del ejército, del pro-
ducto de ios entierros descubiertos de Quiroga! Al
banco que establecí de rescate en Chilecito ó Famatina,
12 mil pesos para el fomento de las minas: al goberna-
dor de Cataraarca don Miguel Diaz de la Peña, no re-
cuerdo cuantos miles de pesos para que despachara
prontamente su contingente á Córdoba; pero si creo, que
no baja de tres mil ó más pesos.
En estas circunstancias eátaba yo contestando á las
comunicaciones que había recibido del Protector desde
Córdoba, por el correo; y al aviso que había recibido de
mi señora, que venía ya en marcha para la Rioja. Ad-
viértase que el conductor de la balija había traidome
unas cuantas botellas de una medicina que le había yo
pedido al general Paz; y que en el camino había tenido
que abrir para administrar una dosis á un enfermo de
peligro.
Estaba yo escribiendo cujíndo entró, unos de mis
ayudantes con las referidas botellas que le había entre-
gado el correo, y me preguntó donde las ponía. Sin le-
vantar yo la vista, díjele al ayudante, póngala Vd. en
esa mesa, (había una gran mesa al frente arrimada á la
pared.) El ayudante conforme había de poner la bo-
tella abierta, separada en el suelo, pénela sobre la mesa
y las cerradas abajo; pero sin yo notarlo, ni él adver-
tirme.
En la mesa grande en que paró la botella abierta,
había casualmente una botella de vino empezada que
había quedado la noche anterior después de la cena.
Eran ya más de las dos de la tarde, y seguía yo
escribiendo para despachar al propio que iba á encontrar
á mi familia; cuando entró un criado mió á decirme que
estaba ya la comida. Yo me hallaba solo en aquella
circunstancia pues mis ayudantes habían ido á comer á
otra parte. «Pon aquí mismo el mantel y alcánzame' la
comida», díjele al negro: puso en efecto el mantel y cu-
bierto, y yo segui escribiendo.
Habíanme mandado de Tucumán un hermoso queso
'•!;>.
— 503 —
de Tafí, y el criado habíame hecho de comer unos hue-
vos estrellados con tomates &*. y un buen plato de cha-
tasca ó charqui creo preciso hacer esta prolija ex-
plicación para que se comprenda el peligro que corrí.
Póneme el criado por delante, en primer lugar el
plato de huevos, y mando traer el queso para probarlo,
comí con apetencia, y pedí al negro que me alcanza-
ra la media botella de vino que había sobre la otra
mesa.
Conforme había de tomar el negro la botella de vi-
no, tomó la del remedio y me la alcanza sin yo adver-
tirlo, ni acordarme de semejante cosa. Sírveme media
copa de un regular tamaño, y tomo; pero al servirme
advertí que no era la media botella que había quedado
la noche antes, y se me ocurrió que Plaza ó algún otro
amigo hubieran mandado aquella botella, más no se me
ocurrió el preguntar al criado.
Tomado el vino, lo encontré muy bueno, y juzgué
ser de los vinos que se hacen en Tinogasta, hacienda
de don Nicolás Dávila, que son muy ricos: corto un pe-
dazo de queso en extremo mantecoso y rico, lo tomo con
agrado y me sirvo otra media copa de vino, que me
había agradado por ser dulce.
Ello fué que yo tomé más queso, la chatasca y no
se que otro plato; gustando tras de cada uno, un buen
trago del rico vino que juzgaba haberme sido mandado
por algún amigo. Acabé de comer, y habíame tomado
dos terceras partes de la botella, lo menos y continúe es-
cribiendo.
Aparece á poco instante Carballo, el descubridor de
entierros de dinero, con no recuerdo que solicitud para
que se le decretara. Le había mandado sentarse mien-
tras decretaba su pedido, cuando al tiempo de entregár-
selo despachado, y al retirarse siento una gran descom-
postura de estómago y le digo: «Pida Vd. á uno de mis
ordenanzas que me alcance un poco de agua tibia, que
lue he descompuesto». El que salía á la puerta para lla-
mar al ordenanza, viéneme una gran descompostura de
:M
— ^ I
ft*
. .1!
,:¿>
'5^
— 504 —
estómago: lo grito y por señas viene en mí ayuda para
sacarme del conflicto.
En el acto de haber provocado, conocí él remedio
que había tomado en lugar de vino. Siento toda mi
máquina descompuesta y salgo afuera, apenas había lle-
gado á un jardín que había yo preparado para mi se-
ñora, cuando me atacan calambres y dolores mortales
por todo el vientre y el cuerpo; quedóme abrazado de un
poste. Corren los ordenanzas al verme en este estado
y me conducen cargado á mi cama.
Empezó la excesiva dosis del remedio que había to-
mado, á descomponerme sin conseguir que por un ins-
tante cesaran los calambres mortales por las piernas,
brazos y cuerpo. Toda la casa se alborota, corren al
cuartel los soldados; se les ocurría que me habían enve-
nenado. Toda la tropa acude á mi casa, al mismo tiem-
po que /el pueblo; la primera grita y vocifera por las
calles:
— €¡Si nuestro Gobernador muere, vamos á pasar á
cuchillo al pueblo, que lo. ha envenenado! >
¡Figúrense los lectores la consternación que mi es-
tado y las voces de la tropa produciría en todo el pue-
blo v en ella misma!
Mi casa, y aun ini habitación, estaban atestadas de
gente, y yo esperaba por instantes la muerte, pues la
veía á cada paso.
Pedí al momento un confesor, pero los excesivos ca-
lambres y continuados efectos de la medicina no me per-
mitían un solo instante de reposo. ¡Nada me era tan mor-
tificante como la idea de que iba á morir sin tener el
consuelo de ver á mi señora y á mis tiernos hijos, que
se hallaban á pocas leguas de distancia en aquellas cir-
cunstancias!
Había ordenado al principio que sacaran de mis pe-
tacas una obra científica, para que vieran lo que debía
tomar para calmar los efectos de la excesiva dosis que
había tomado, pero todo fué en vano, porque no cesaban
los dolores, y los calambres inortales iban en aumento.
\
i
I
J
— 505 —
¡Eran mas dé las diez de la noche, todo el muado estaba
en una grahde agitación; yo muriendo y clamando al
cielo que solo me permitiera estrechar en mis brazos á
mi amada esposa y mis tiernos hijos!
Ocurriósele en estas circunstancias al padre Cerna-
das, guardián de San Francisco, mandarme bañar y fro-
tar todo el cuerpo con una especie de sangria de afrecho
de trigo un poco correoso. Lo mismo fué principiarme
á frotar y empapar todo el cuerpo con esta preparación
que no recuerdo si tenia algún otro agregado, cuando
comencé á respirar, pues empezaron á retirarse los ca-
lambres.
Vine, por fin, á quedar libre de ellos y tomar el
sueño, después de la una ó mas de la mañana. Toda la
concurrencia se pasó en vela toda la noche, pues á mas
de que merecía el aprecio de todo el pueblo, que sentía
en extremo el verme en aquel estado; el temor por las
amenazas de toda mi tropa, no les permitía retirarse.
Después de haber dormido tranquilamente hasta mas
de las seis de la mañana, recordé muy despejado y sin
ningún dolor y me levanté contra la oposición de todos;
como me sintiese bueno, aunque un poco debilitado, pú-
some á concluir mi correspondencia para el general Paz
y la despaché.
Al siguiente día bien temprano, púsome en marcha
al encuentro de mi familia, y tuve el gusto de reunirme
á ella como á las 11 de la noche, poco mas allá de la
Hedionda, en donde la encontré durmiendo. A la madru-
gada siguiente nos pusimos en marcha y llegamos á la
Rioja al anochecer, pues había más de 30 leguas y fué
grande la aflicción de mi señora cuando supo el riesgo
que había corrido dos días antes.
Mi familia fué muy bien obsequiada por todo el
pueblo, después de haber salido varias familias de lo
principal á recibirla.
No pasaron muchos días después de su llegada, sin
que recibiese de San Juan el armamento y vestuario que
había pedido, y con él varios obsequios de dulces y ri-
— 506 ^
eos alfajores que se trabajaban en dicha Provincia, man-
dados para mi familia por el señor Castro y otros amigos.
Importó todo el armamento y vestuario, no recuerdo
si de cinco á seis mil pesos. Luego que regresé de San
Juan había recibido un gran pliego de Buenos Aires, ro-
tulado, para mí, como gobernador de la Provincia, el
cual solo conteníala biografía del general don Juan Ma-
nuel Rozas, en la que muy expresamente se recomienda
cuanto había hecho en el año 20 y con particularidad
en el 5 de Octubre, hasta el extremo de atribuírsele
cuanto había yo hecho en aquellos días, y en particular
en el de la toma de la plaza.
Incomodado yo por la desvergüenza con que se me
remitían aquellos ejemplares de elogios inmerecidos y sin
ninguna comunicación, hice una corta refutación á dicha
biografía, presentando los hechos tal cual habían sido,
pero con modificaciones, y la había mandado imprimirá
San Juan. Creo que junto con el armamento me vinie-
ron los ejemplares que había mandado imprimir, y los
devolví en respuesta, rotulados, al gobernador de Buenos
Aires, según habían venido los que el me mandó, pero
no obtuve contestación de ninguna clase, porque no podía
desmentirme, pues citaba al pueblo que lo había presen-
ciado todo, por testigo.
A mis dos hijos Gregorio y Ciríaco que estaban en
edad de ponerlos en la escuela, los hice pasar muy luego
á Tucumán, con el objeto de que fueran educados por el
ingeniero francés que había servido en el ejército del ge-
neral don Manuel Belgrano, don Felipe Bertrés, que había
casado en Tucumán, y merecía mi aprecio, asi por su saber .
como por su moralidad y excelente comportamiento.
Di en seguida un paseo por Famatina y Chilecito con
mi señora, á instancias de los amigos Dávilas y del re-
comendable riojano don Domingo García, principiado ya
el año 31, llevando á mi primera hija Merceditas que no
había cumplido aun dos años y mi señora enferma
desde pocos días después de su llegada á la Rioja! Dis-
frutamos allí por algunos días, de excelentes diversiones
~ 507 —
y de las buenas frutas que producen aquellos lugares,
en especial de las ricas uvas, naranjas y melones.
Regresados á la Rioja y aproximándose el tiempo de
disponer del envío de los contingentes, acordó la Sala
de Representantes que contribuyera la Provincia con un
empréstito forzoso, para equiparlo y costearlo, y designó
una comisión dé su seno para que señalara la cuota á
las personas que debían contribuir, designando el día en
que debían entregar la cantidad que se les exijía, y au-
torizando al comisionado que nombraran, para recogerla,
para ([ue condujera presos al pueblo á los que se dene-
garan á darlas. Entre las personas designadas para la
contribución, estaba la señora madre del general Quiro-
ga, no recuerdo si en cuatrocientos pesos. Ello fué que
vencido el plazo acordado por la Sala, su comisionado
condujo presa ó en arresto á la Rioja, á la madre del
general Quiroga, por haberse denegado.
La orden que tenían los comisionadas por la Sala,
era la de traer á la Cárcel á todas las personas que se
denegaran, pero así que llegó la expresada señora, no
permití que pasara á la Cárcel y dispuse que se alojara
en una casa del pueblo, teniendo ésta por Cárcel hasta
que satisfaciera la contribución.
Dicha señora pasó á mi casa, ó mandó ofrecerme en
pago, unos documentos de cantidad de pesos que le de-
bía, no recuerdo si el cura Gordillo ó que otro patriota.
Ello fué que yo se los admití y mandé ponerla en li-
bertad, para que se restituyera á su casa, y fuera de
esto la había ya visitado en los Llanos así que llegué
de Córdoba, y héchole no recuerdo que obsequio y almor-
zado con ella, dispensándole todas las consideraciones
debidas á su sexo y á sus años, y sobre todo á la com-
pasión que me inspira la madre de tal hijo, pues fui
impuesto allí mismo del atentado cometido por éste en
años anteriores, de haber pegado fuego á la casa estan-
do sus padres adentro, y que era tal el temor que ese
mal hijo les inspiraba, que no se atrevían á abrir la
puerta viendo arder la casa porque el hijo tosía al fren-
— 508 —
te de ella, y solo montó á caballo y abandonó á su país,
cuando vio ardiendo toda la casa.
Dijéronme las personas que de esto me instruyeron,
que si no acuden los vecinos á contener el incendio, pe-
recen los padres adentro- porque no atinaban ya con la
puerta y solo daban gritos de desesperación.
En estos aprestos estábamos cuando recibí una carta
del Protector Supremo y General del ejército don José
María Paz, conducida por un expreso urgentísimo, en
que me decía: — «Vuele Vd. compañero si le es posible
« con la gente que tenga reunida, en la inteligencia de
€ que si demora una hora tal vez llegará tarde. El co-
« ronel Pedernera con toda su fuerza ha sido sorprendi-
« do en el Fraile Muerto por las fuerzas de Buenos
« Aires y Santa Fé, y nos vemos en grandes aprietos.»
¡Viva la patria y el que sabe que tiene manos! dije al
leer su carta, y dispuse en el acto mi marcha, me pare-
ce que en los primeros días de abril, ó no sé si en
los últimos de marzo; no recuerdo ciertamente. Lo que
si puedo asegurar es que yo había estado antes en el
pueblo de Polco en los Llanos y conducido de una can-
tera inmediata con mi Cuerpo diariamente dos ó tres
viajes de piedra cargada por delante por cada uno de
nosotros para levantar la Iglesia que estaba casi toda
demolida; y que con parte de ella mandé trabajar un
hermoso estanque para un baño público, hecho de piedra
y cal en el centro de una pequeñísima vertiente que
atraviesa la población, agua que es sumamente escasa en
aquellos lugares, deteniendo las avenidas de la- sierra en
tiempo de lluvias.
Con este motivo, era la gente que tenía mejor dis-
puesta, y mandé en el acto una orden al comandante
Bazan para que me esperara con doscientos hombres reu-
nidos, y me puse en marcha al siguiente día con mi
Cuerpo de Voluntarios y mi escolta de 50 riojanos, dele-
gando el Gobierno en el ciudadano don Domingo García.
Así que llegué á Polco pasé mi dimisión á la Sala
de Representantes de la Provincia y pedí al Delegado me
— 509 —
I
raandara un certificado del Tesorero que acreditara el
caudal descubierto en las dos tapadas de Quiroga, y su
inversión. Mandé á Carvallo el descubridor de los en-
tierros para que me reuniera las caballadas necesarias
en la Costa baja dé los Llanos y me alcanzara con ella,
pues se había interesado el ir conmigo por los temores
que le asistían si se quedaba.
Se me pasaba otro tercer entierro que se creyó ha-
ber descubierto Carvallo antes de esta marcha.
Todo el mundo, como he dicho, estaba persuadido en
la Rioja, de que Quiroga tenía un gran tapado no re-
cuerdo si de diez ó doce mil onzas de oro, fuera de lo
que se había encontrado. Descubre Carvallo por nuevas
amenazas que le hizo al tío de Quiroga, que habían no
recuerdo si tres cargas ó cuatro de petacas ocultas en
un lugar de la sierra cerca de la casa de Quiroga y me
manda el parte.
Al momento que este parte se recibió, dícenme todos
los vecinos, este es precisamente el gran tapado, y empé-
ñanse todos en que ordenase á Carvallo que me separara
una buena cantidad de onzas para mí antes de darme
parte del contenido ó monto del caudal que todos calcu-
laban. Fueron tantas las instancias que me hicieron al
tiempo de despachar la orden para que fuera á sacar y
conducir dichas cargas, que al fin consentí y le puse á
Carballo una esquela previniéndole que no me diera
cuenta del total del caucjal que se encontrase sin antes
separarme unas doscientas ó trescientas onzas puesto que
de las anteriores tapadas nada había tomado por pura
delicadeza, pues al fin aquella cantidad que le mandaba
apartar serviría para socorrer á los necesitados en caso
preciso puesto que yo nada tenía reservado para seme-
jantes casos, lo cual era verdad.
Puesta esta esquela, díjeles á los que se habían em-
peñado; «por solo complacer á Vds. hago esto, de que
por el hecho solo de haber formado semejante intención
no ha de haber tal caudal que Vds. se figuran», y así fué.
Vino después Carvallo con las cargas que se abrie-
LJ.--.-1 . - _
— 510 —
ron á presencia de todos, y solo contenían ropa del uso
de las hermanas y madre de Quiroga; cuatro ó cinco
flaluchos ó elásticos del tiempo de Carlos IV, unos cinco
recados tucumanos que tomé para los Voluntarios, algu-
nas bolsas de jabón y de cochinilla, y me parece que
catorce pesos en pesetas cortadas de las que selló el
gobernador García en Salta, que más eran de cobre que
de plata. Conviene esta explicación por el cargo que
apareció después.
Marché, pues, de los Llanos, llevando doscientos y
más hombres de Polco y el Simbolar, á cargo del co-
mandante Bazán; y precisamente en la madrugada del
siguiente día estalló la revolación en dichos Llanos en-
cabezada por Brizuela, cuya noticia vine á recibirla pa-
sando la travesía ó después de haberla pasado. No podía,
pues, volver á sofocarla, dejando expuesto al General y
Protector Supremo; y aún habría sido aventurado dicho
paso, puesto que había sido tomado Carvallo con las ca-
balladas que me traía para reserva.
Continué mi marcha fiado también en la fuerza que
había dejado al gobernador García y en su capacidad,
pues era un sugeto de resolución y de empresa, y podría
de acuerdo con los gobernadores de San Juan y Cata-
marca sofocar aquel movimiento. Sobre todo, había más
necesidad de atender á Córdoba que á la Rioja, pues
estando allí nuestra mejor fuerza y el poder de los ene-
migos, dependía de allí la felici.dad ó la ruina de todas
las Provincias.
Habiendo llegado á Ischilin del otro lado de la Sie-
rra de Córdoba, mandé de allí á mi familia á Córdoba
recomendada al coronel don Julián Paz que estaba ya
encargado del Ministerio de la Guerra y pasé yo á reu-
nirme al ejército que se hallaba en el Pilar á cuatro ó
cinco leguas dé Córdoba al Este ó al sudeste. El oficial
Cosío de Voluntarios, que fué el que hizo matar al doc-
tor Bustos, fué asesinado al ir en comisión á Córdoba, en
dicha ocasión, por una partida de montoneros pertene-
cientes á la familia de dicho Bustos.
- 511 -
Llegué al ejército y me presenté al Protector que se
hallaba á su cabeza, caída la tarde. En esa misma
noche marchamos al encuentro de los generales López,
gobernador de Santa Fé y Pacheco, jefe de las fuerzas
de Buenos Aires, que eran los que habían sorprendido
al coronel Pedernera, pues se hallaban algo inmediatos.
En la sorpresa del coronel Pedernera, se había per-
dido poca fuerza y alguna caballada, pero una pequeña
fuerza de cívicos de Córdoba, ó del valiente batallón 5^
salvó resistiéndose heroicamente contra toda la caballe-
ría enemiga, por la costa del monte del rio 3^.
Con el general Paz, se hallaba desde antes de mi
llegada, un sargento de voluntarios, apellidado Tula é
hijo de la guardia de Lobos, que había sido mandado
por mí en comisión con unos cuantos soldados desde la
Rioja. Dicho sargento sorprendió creo en esa noche ó
por la madrugada á una partida de santafecinos é indios
de López, y la lomó prisionera. El Protector lo hizo
alférez por este hecho de armas, por que en realidad,
era un valiente y había sido mi ordenanza.
Cuando se tomaron estos prisioneros y vinieron al
ejército, estábamos nosotros parados descansando en un
monte sobre el río segundo, supimos por ellos que la
fuerza de López estaba solo á pocas cuadras de nosotros,
con los caballos descensillados, ignorando que nos hu-
biéramos movido del Pilar. Yo le pedí al General que
me permitiera. ir en el acto con mi división por la de-
recha y que mandara él avanzar sobre el campo enemi-
go al número 5, para que le hiciera una sola descarga,
tras la cual cargaría acuchillándolos, pues los prisione-
nos me habían asegurado que la división del general
Pacheco estaba por los Calchines ó mas allá, es decir
como ocho ó diez leguas al sud.
El General, no quizo consentírmelo, ignoro por que
razón, mandó que se preparasen todos los Cuerpos, to-
mando sus caballos de reserva ó ensillándolos, pues los
llevábamos de tiro. Ello fué, que mientras se ensillaron
^os caballos moviendo á los Cuerpos, fuimos sentidos
— 512 —
por el enemigo' no se si por un caballo que se escapó
de ellos ó de nosotros, ya aclarando el día, montaron
precipitadamente y se pusieron presurosamente en reti-
rada á nuestra vista. En vano me empeñé para que me
dejara perseguirlos con mi fuerza, pues era sobrada, no
quizo el General perseguirlos, sino con toda la fuerza
y tres columnas paralelas, sufriendo los retardos que
eran consiguientes, cuando encontrábamos con algunos
montes.
Perseguímoles en este orden, escopetándolos hasta
las diez del día ó poco mas, con tres mil hombres lo
menos, hasta que á esas horas se encontraron recien con
las fuerzas de Pacheco en el campo de las Sorras, cerca
ya de las 12 del día.
Paráronse asi que se encontraron, sin embJirgo de
que no alcanzaba toda su fuerza reunida, á dos mil hom-
bres. Mandó el General hacer alto nuestras columnas,
llebávamos la artllleria á la cabeza, la cual principió sus
fuegos sobre el enemigo que nos circularon, formados
en ala y distantes unos de los otros.
La columna de la derecha que ya mandaba llevaba
á su cabeza las milicias de Ischilin mandadas por el
coronel Allende, tio del General, mis voluntarios y rio-
janos, cubrían la retaguardia.
El General mandó al comandante de guerrillas,
teniente coronel Martínez, que saliera al frente contra
las guerrillas enemigas que se habían avanzado sobre
nuestras columnas y nos escopeteaban: fueron rechazadas
por mayores fuerzas. Estaba yo á la cabeza de mi co-
lumna y tenía á los 50 riojanos de mi escolta al costado,
pedí permiso al General para hacer acuchillar con estos
á los que venían persiguiendo á nuestras guerrillas y
habiéndolo conseguido mandé á mi escolta que los car-
gara sin perder su formación.
Cumplieron bizarramente su comisión, mis 50 rioja-
nos y los llevaban acuchillando á los santafecinos, cuan-
do observando que venía una doble fuerza enemiga á su
encuentro, mando al escuadrón de milicias que estaba á
FAUSTINO ALLENDE
— 513 —
la cabeza de la columna. «Escuadrón de frente, guia á
la derecha» y marcho con él.
Cuando yo marchaba, ya mi escolta había mandado
volver caras por mitades, se retiraba con orden y conte-
niendo á una doble fuerza que le perseguia.
En el momento que el enemigo me vieron moverme
con el escuadrón de milicias, reforzaron á los que per-
seguian á mi escolta con dobles fuerzas, pero como dicho
escuadrón no podía ni debía comprometerse, pues solo
me había movido para contener al enemigo, prevéngole
que iba á mandar volver caras por mitades sobre la
marcha y por la derecha, para dejar libre el frente á
nuestras piezas para que obraran sobre el enemigo.
Cuidado, dyeles, con las voces de mando, para no
romper el movimiento, sino á la voz de marchen con
toda esta prevención y puesto á su frente en el paso de
trote que llevábamos, dije en alta voz: — «Escuadrón por
mitades, á la derecha, medía vuelta». ¡No acabé todavía
de espresar la media vuelta, cuando sin esperar la voz
de marchen, la habían dado ya á escape y puestose en
fuga! Pero no finjida como era mi intento, al trote, si
no de carrera y hasta sus casas, muchos de ellos pa-
sando por el costado derecho de mi columna.
La artillería que había ordenado disparara al des-
pejarles el frente, sobre el enemigo, hízolo en efecto y
retrocedieron, pero varios soldados enemigos pasaron
persiguiendo á los que huían. El escuadrón ó los 50
hombres de mi escolta pasaron formados y mandé parar
el resto de mí fuerza á ocupar la cabeza de la columna
y pedí al General permiso para cargar, pero no quizo
concederlo, pues se habia atufado con la fuga de la
milicia.
Los enemigos que ya reconocieron perfectamente todas
nuestras fuerzas, pues se habían corrido para ambos
flancos con este objeto, emprendieron su retirada; segui-
mosles nosotros al trote largo por algunas horas, hasta
los Calchines, en donde mandó hacer alto el General, á
puestas ya del sol.
33
I
~ 514 —
El General llamó á los jefes y manifestó su desa-
grado por la imperdonable disparada del escuadrón de
milicias de Ischilin, y dio orden para la retirada asi que
comiera la tropa.
— General, díjele. ¡Retirarse en circunstancias en que
el enemigo huye aterrado á presencia de nuestra supe-
rioridad! ¿Qué efecto producirá la retirada en este
caso?
Quiroga está ya sitiando á Echavarria en Rio 4**.
y retroceder, dejando de perseguir á López, que huye,
después de haber reconocido nuestra inmensa superiori-
dad, es mostrarles una de tres cosas, ó que V. E. no
cuenta con sus tropas ó que hay algún movimiento en
las provincias del interior ó en fin, que está V. E. á pié
y no tiene caballos para perseguirles. Esto es, por parte
del enemigo.
«Reflexione ahora V. E. por el otro lado. ¿Qué efec-
to juzg'a que producirá en ese ejército esta retirada?
¡Hablo muy particularmente por los Cuerpos de milicias
que tenemos en él ! Han visto huir cobardemente á un
escuadrón, al solo amago de una carga enemiga; y en
presencia de nuestras fuerzas veteranas ! Han visto á
aquel retroceder apartado, al reconocimiento de nuestra
superioridad; y por fln, que le hemos perseguido por
más de cuatro leguas, y que nos volvemos dejándolos
huir! ¿Qué piensa V. E. que deducirán de un proceder
semejante, no digo las milicias, sino hasta nuestros mis-
mos veteranos? Juzgarán que alguna de nuestras Pro-
vincias se nos ha sublevado y marcha ya contra nosotros;
que los montoneros nos acosan ya por todas partes; y
que no nos atrevemos á seguirlos!»
«Pido pues á V. E. que me permita perseguir á López
con solo mi fuerza, y el batallón 5**. llevando dos piezas
lijeras de nuestra artillería; yo le respondo con mi ca-
beza, de que esos trompetas no serán capaces de espe-
rarme, y que los hecharé fuera de la Provincia, cuando
no logre acuchillarlos y disolverlos».
No quiso el General prestar su consentimiento á es-
~ 515 —
ta mi solicitud; pero mis reflexiones le hicieron fuerza,
y no retrocedimos, pues permanecimos alli unos dos días
que se emplearon en hacer ejercicios de línea. Le insté
para que me permitiera marchar sobre Quiroga al Río
4^ ó que mandara al menos al coronel Pedernera, tam-
poco quiso hacerlo, y nos retiramos todos, por que bas-
taba Echavarría para defenderse según me lo dijo.
No debe de extrañarse que después del transcurso de
19 años no recuerde fijamente las fechas, ó llegue á
cambiar la época de algunos acontecimientos, como me
ha sucedido ya con algunos, que han sido colocados fue-
ra de su lugar, como el que voy á referir.
El valiente coronel Pringles, había sido mandado por
el general Paz á la ciudad de la punta de San Luis su
patria, después de la batalla de Oncativo, con el objeto
de organizar aquella Provincia, y creo el de levantar un
Cuerpo. Por consiguiente en la época en que describo
se hallaba allí; ó por que no se le dio aviso ni de la
invasión de Quiroga, ni de la de Pacheco y López, ó
por que no tuvo tiempo de venir. Pido á todos los defen-
sores apasionados de ciertas y determinadas personas,
se fijen cuidadosamente en los acontecimientos que re-
fiero en esta mi larga relación, por que ellos son verí-
dicos, y podrán servirles para formar un juicio exacto é
imparcial.
íbamos á llegar con el Protector y el ejército, a la
Villa de los Ranchos, creo en los primeros días de abril,
é iba yo á su lado; cuando saliendo á recibirle no recuer-
do si el Comandante del punto y algunos vecinos, le dan
la noticia de haber pasado el comandante Guevara con
las fuerzas del Tío, sobre Córdoba, de tener sitiada ó
amenazada la Capital, y de haber muerto varios oficia-
les de los jóvenes del comercio, que habían salido á re-
sistir á dichos montoneros de Guevara en la tarde ó
noche anterior. El General se desagradó de semejante
noticia, y trató de mandar inmediatamente una fuerza
en auxilio de la Capital, á perseguir al referido Gueva-
ra y sus fuerzas, y me destinó á mi con mi división y
- 516 —
dándome al comandante Mojano con una parte del ba-
tallón 2" de negros.
Salí por la tarde con el intento de caminar toda la
nocbe y caer sobre los enemigos al amanecer. Asi lo
hice en efecto en cuanto á la marcha, tomando por la
nocbe la dirección que Guevara debia llevar en su reti-
rada; pues era natural que tuviera ya conocimiento del
retroceso de nuestro ejército pues López asi que nos vio
pasar en los Calchines, ó quizás antes, le había mandado
á dicho efecto, para llamarnos la atención por la es-
palda.
Conforme lo pensé asi sucedió, pues Guevara venia
ya retirándose á la madrugada; habla yo hecho un pe-
queño alto para que descansase un tanto mi tropa, cuan-
do ya al aclarar el dia tropiezan sus descubridores con
mi fuerza avanzada, y son perseguidos por estos. Asi
que sentí los primeros tiros que les dispararon, mandé
montar á caballo toda mi fuer/a; y recibiendo aviso en
seguida por mis partidas de descubierta, que las fuerzas
de Guevara que venían en retirada, habían tomado por
la ceja del monte que teníamos al frente, hacia su dere-
chí^ mandé inmediatamente al teniente coronel don Luis
Leiva con el Cuerpo de voluntarios, por entre el monte
que teníamos á nuestra derecha, á salirles al encuentro
en uua abra cuyo nombre no recuerdo, y adonde debían
salir precisamente los enemigos, y para que pudiera con
más facilidad descubrir á los enemigos por entre ■ el
monte á su izquierda, le di al teniente Uefojos del bata-
llón núm. 2 con 12 hombres de su cuerpo, para que
abrieran su flanco y le sirvieron de descubierta.
Marché yo inmediatamente con el resto de mi fuerza
sobre los enemigos, y empecé su persecución para ha-
cerles abandonar el ganado que llevaban arreado y las
vacas lecheras que retiraban de las orillas de la Capital.
En estas circunstancias mandaba yo el ayudante agre-
gado á mi cuerpo don Domingo Saens con una orden á
Leiva, ó venia dicho ayudante mandado por el General
que había salido creo con el 5" después que yo, lo cual
— 517 —
no recuerdo exactamente, pero sí que encontrándose
dicho ayudante con el teniente Refojos fuera del monte;
y viéndolo que se iba con sus doce infantes sobre más
de 300 y tantos montoneros que pasaban por la ceja del
monte al frente, se acercó á él y le dijo:
— ¿A dónde vá Vd. Teniente con su partida? No vé
que los enemigos son muchos y lo harán á Vd. pe-
dazos ?
El Teniente que era atrevido, y que había descubier-
to á los enemigos y se iba sobre ellos desviándose de su
objeto principal, contestó el ayudante coa tono. — ¡ Vd.
manda la fuerza ó yo? y siguió sobre los enemigos pa-
sando el ayudante á cumplir su comisión. Los enemi-
gos que observaron á 13 infantes que iban sobre ellos
en un campo ó cañada y que no tenían más protección
que la del teniente Navarro con 12 voluntarios dirijense
á ellos á escape; el Teniente reunió su partida y les hizo
una descarga casi á quema ropa, pero fué lanceado y
muerto con todos sus soldados en un mismo sitio, y per-
siguieron á Navarro sin que protejiera Leiva.
Cuando se sintieron los tiros, y el ayudante llegó á
mi y me dio noticia de lo ocurrido con Refojos y me dirigí
al punto en que se sintió la descarga, solo encontraron
á los 12 cadáveres de los soldados con su Oficial á la
cabeza, y cuatro ó cinco muertos del enemigo á poca
distancia de ellos, y alcanzándose á descubrir los polvos
del enemigo que iba en fuga. Apuré á Leiva por una
orden para que les saliera al encuentro y le mandé re-
convenir por la pérdida del teniente Refojos y su partida
pero cuando volvió el ayudante de comunicarla ya fué
instruido de haberles salido Leiva por el punto á que
fué destinado y hécholes abandonar la caballada que lle-
vaban arreada por delante; y respecto al teniente Refo-
jos mandó contestarme que no había tenido conocimiento
de semejante suceso hasta después que se sintieron los
tiros, pues dicho Teniente faltando á su instrucción, se
había separado del lugar que se le había designado por
solo cubrir el flanco de la columna por dentro del monte.
— 518 —
El resultado de esta persecución fué el ya designado
por nuestra parte con más cuatro hombres que le mata-
ron á Navarro, y 22 ó 23 muertos por parte del enemigo.
Se le tomaron además de las caballadas y del ganado
que llevaban, varios caballos ensillados y algunos car-
güeros con despojos de lo que habían robado, que aban-
donaron con más algunas lanzas y cuatro ó cinco terce-
rolas. También se rescató no recuerdo si uno ó dos de
los oficiales del pueblo que llevaban prisioneros, pues se
habían defendido bizarramente con solo unos pocos cívicos
y una partida de «colorados» de los carniceros del pueblo
contra toda la fuerza de Guevara.
Regresados á la Villa de los Ranchos ó al Pilar, á
donde había pasado el ejército, mandó el General poner
preso al teniente coronel Leiva y juzgarlo en consejo de
guerra, por la pérdida del oficial Refojos y su partida,
pues se figuró el General, no sin fundamento, qué
dicho Oficial y su partida habían perecido, por cobardía
del Comandante que no supo auxiliarles.
Reunido el consejo de guerra al siguiente día de su
regreso, fui llamado á él para que diera conocimien-
to de las órdenes que llevaba dicho jefe, y de cuanto
supiera respecto á la muerte del oficial Refojos y su
partida.
Salía yo de instruir al consejo de lo que deseaba,
y llamarme el General que se paseaba por delante de su
tienda que estaba inmediata á la del consejo; todo él
ajitado, y con un papel en la mano. Voy hacia él, y
alcanzándome el papel que tenía en sus manos, díceme:
— ¿Sabe Vd. compañero, que hemos perdido el Río 4^?
Impóngase de ese parte!
Tomó el parte que era del valiente teniente coronel
don Juan Gualberto Echevarría, jefe de aquel punto, y
leo más ó menos lo que sigue: — « Dos ó tres días había-
« mos resistido con denuedo al general Quiroga, y se
« retiraba ya éste por la noche, desengañado de que no
« conseguiría su intento, y con alguna perdida; ¡cuando
« el pérfido comandante don Prudencio Torres se nos va
- 519 —
« á él y le da parte de habérsenos concluido las muní-
€ ciones! Quiroga vaciló en creerle, pero él le aseguró
« con su cabeza de que tomaría el punto si le atacaba. Con
« esta seguridad volvió Quiroga y nos dio un asalto de-
« cidido, y en el cual Torres que conocía el punto más
« débil, daba el ejemplo y servía de guía! Yo he logra-
« do escapar milagrosamente con algunos hombres ha-
« briéndome paso».
Asi que acabé de leer el parte, díceme el General: —
¿Y que haría Vd. compañero en estas circuntancias? — Ge-
neral no me pregunte Vd. lo que yo haría, por que ya
sabe Vd. mi respuesta! ¡Montaría á caballo al instante
y marcharía á libertar á Buenos Aires! Fué lo que le
contesté.
Agarrándose el General de los cabellos con las dos
manos, dio (vuelta pateando y dijo:— ¡Oh señor! Vd. no
piensa más que en marchar de frente! — Marchando de
frente se vence General! Dejándonos estar tendidos de
barriga y retrocediendo, somos perdidos. Hoy hemos per-
dido indebidamente el Río 4^; déjese Vd. estar que ma-
ñana perderemos á Mendoza! — díjele y le volví la espalda
retirándome á mi campo sabiendo la inacción y las vaci-
laciones de este hábil General!
No le volví á ver en todo el día, pero tampoco se hizo
movimiento alguno en el campo. Quiroga había tomado
la Villa, creo que fusilado á algunos y sacado una con-
tribución, y marchádose para Mendoza.
El valiente coronel Pringles que pudo haber sido
destinado en tiempo, á esperar á Quiroga en el Río 4^,
ya que no se quiso que yo viniera, ni tampoco Videla
Castillo; salió de San Luis á su encuentro, ó del Río 5^;
no sé ciertamente de cual de estos puntos; pero si que
en este último, pereció como un valiente, no debiendo
nosotros de ninguna manera haber perdido á tan distin-
guido jefe! ¡Estas son las consecuencias que esperimen-
tará siempre todo General indeciso y vacilante! No fué
esta la primera, pero tampoco sería la última.
¿Como pasa Quiroga del Río 4^ y mucho menos
— 520 —
muere Príngles, si á este valiente jefe se le hubiese he-
cho venir en tiempo á esperarle allí, pues hubo mas que
sobrado tiempo desde la sorpresa del Fraile Muerto?
¿Porqué ya que retrocedimos desde los Calchines dejando
de perseguir á López y Pacheco, no se mandó una fuer-
za sobre Quiroga y en protección del Río 4®? Por qué
pregunto á los que me acusan de temerario por que he
cargado el primero sobre enemigo en los lances de ma-
yor peligro, para alentar á mis soldados, y conducirlos
á la victoria, cuando solo en los casos desesperados se
han acordado de mi para mandarme al sacrificio puede
decirse; no solo no acusan esta prudencia que nos á per
dido siempre, sino que la encomian?
No se crea que entra en mi ánimo el acusar ni acri-
minar á nadie. ¡No! ¡Quiero solo hacer conocerla verdad,
sin aumentar nadaj y omitiendo mucho! Seguro estoy
de que hay algunos todavía, aun entre mis enemigos po-
líticos que conocen esta verdad!
En la noche que cesamos de perseguir á López y Pa-
checo en los Calchines, camináronla ellos toda entera,
abandonando hasta la caballada; y fueron á amanecer cer-
ca del Fraile Muerto que dista muchas leguas, é hicieron
retirar del Tercero al comandante don Manuel López mon-
tonero como ellos, y hoy gobernador de Córdoba; pero
sabiendo luego por sus bomberos y por los mismos mon-
toneros de la Provincia que no habíamos pasado adelan-
te, recojieron despacio cuanto habían abandonado é hi-
cieron retroceder á don Manuel López á ocupar el Tercero
con sus partidarios.
Pasaron unos cuantos días sin que nos moviéramos
con el ejército del Pilar, y solo mudando el campo dia-
riamente del agua al pasto y del pasto al agua, y levan-
tándose montoneras diariamente por toda la campaña.
El ministro de la guerra don Julián Paz, que había
ocupado el ministerio poco tiempo há, contribuyó mucho
á sofocar las de la Sierra y el Norte, por sus acertadas
disposiciones, y el oportuno empleo que hizo de los va-
lientes cívicos, dando una partida de ellos á todos los
_i
— 521 —
comandantes de los distintos puntos de la ^Sierra y del
Norte; y estoy seguro de que si esta su elección la hubiese
hecho el General mucho antes, se habría tranquilizado
quizás toda la campaña.
El que antes había, era solo un abogado, y no tenía
noción niguna militar, pero si el flaco de muchos docto-
res que piensan, que con la misma facilidad que defien-
den un pleito pueden mandar un ejército.
Habían pasados unos días en este estado y tenía
ya aviso de mi señora, de hallarse enferma de alguna
gravedad, en Córdoba> y el General se había recos-
tado hacia la parte del Tío ó del Garabato; cuando
aparece el mayor ó comandante Espejo de Mendoza en-
viado por el Gobernador Videla Castillo al General, con
la noticia de la toma de Mendoza por el general Quiroga
después de haberse batido en Chacón, algunas leguas
fuera del pueblo. Nadie en el ejército traslució cosa algu-
na de semejante noticia, ni el General quiso comunicarla
á nadie, pero Espejo que se aftijía porque algo se hicie-
ra, nos comunicó á los coroneles con la mavor reserva
á pesar de los encargos del General para que nada di-
jera.
Videla Castillo, había salido de Mendoza á Chacón
á esperar á Quiroga, con dos mil ó más hombres, llevan-
do entre ellos más de 700 cazadores cívicos, fuera de la
fuerza que tenía de su batallón, que ignoro cuantos
eran, y no recuerdo cuantas piezas de artillería.
Pues á toda esta fuerza la abandonó miserablemente
y se largó para Córdoba, después de un choque que
tuvieron con la caballería de Quiroga, cuya fuerza no
llegaba á 600 hombres, incluso los que había aumentado
en el Río 4^^ y Punta de San Luís.
No sé si el costado izquierdo ó derecho de Quiroga
fué completamente arrollado por la caballería do Men-
doza, que la mandaba el comandante N. Bisto, salteño;
pero el otro costado de Videla, fué deshecho por los de
Quiroga; sin embargo de que tenían al Comandante aquel
victorioso, toda su infantería y artillería intacta; Videla
— 522 —
la abandonó cobardemente, y sin que nadie lo supiera»
por la noche,
Sabedor de esto el comandante Bisto, ganó el Pue-
blo con su fuerza. Quiroga dejando la infantería que
estaba al mando del coronel Barcala, en el campo, se
dirigió por la noche al pueblo que le hizo resistencia,
pero tuvo al fin que capitular, pues la infantería no pa-
recía, porque al saber la fuga del gobernador Videla
Castillo; comenzaron los cívicos á largarse para el pue-
blo y el coronel Barcala se marchó con los que le si-
guieron, para Córdoba.
El valiente Bisto, mientras tanto obtuvo una capitu-
lación honrosa y salió con una fuerza de caballería para
la provincia de San Juan, y salvó con ella.
No sé si al siguiente día de haber llegado el coman-
dante Espejo, ó si á los dos ó tres, llegó el coronel Ma-
riano Acha, de Catamarca, conduciendo 200 hombres del
contingente de dicha Provincia, y 100 tucumanos, que
los mandaba el teniente coronel José Segundo Roca, y
habíamos salido con el General, varios jefes á recibirle.
Así que se acamparon dichas fuerzas, convidé á co-
mer á mi campo á dichos dos jefes y demás Comandan-
tes que venían con ellos, asi catamarquefios como tucu-
manos. Conviene hacer una advertencia.
No he podido atinar hasta hoy, quién fué el que lo
metió en desconfianza conmigo al General, pero es indu-
dable que la tuvo; lo único que puedo creer, es que ella
nacía tal vez de ser yo el que mas le instaba para que
saliéramos de aquella inacción en que estábamos y que
todos criticábamos, por ser yo el que más motivo de
confianza debía tener con él, que otro alguno; ya porque
habíamos sido compañeros y amigos desde subalternos,
ya también porque había hecho la campaña contra Lo
pez el año 18, bajo mis órdenes, siendo él comandante y
yo coronel, y habiendo guardado siempre la mejor ar-
monía.
Ello es que yo había tenido motivos para creer que
él se recelaba de mí. Seguiremos ahora la relación.
— 523 —
Cuando la llegada de Acha, ya hablamos hablado
con el General sobre el contraste de Vídela Castillo. Ex-
plicado ésto, seguiremos lo ocurrido después de) con-
vite.
Al estar concluyendo de comer, ya caida la tarde,
ocürreseme el pensamiento dar un golpe de atrevimiento
sobre la campaña del norte de Buenos Aires; facilitar el
paso del general Lavalle, que se hallaba en Entre Ríos,
sublevar toda aquella parte de la campaña contra Rosas,
si me era posible, y de no, arrear todas sus caballadas;
en fln, desmentir con el hecho de mi aparición, tanto
los partes de Quiroga como los de López, al menos en
la opinión del pueblo y campaña de Buenos Aires.
Para realizar este pensamiento, era preciso por de
contado el permiso y consentimiento del General; se me
ocurrió, pues, pedirle la división de Acha y 200 hombres
del 5^ con dos piezas ligeras de campaña, cuya fuerza,
agregada á mi división, pasaba de 800 hombres.
El modo de realizar mi pensamiento, era el siguien-
te: mandar hacer 800 pares de alforjas de lona ó brin,
charquear un número de reses suficiente para que cada
soldado llevara 4 libras de charqui asado y pisado en
una alforja, y otras tantas de galleta en la otra; lo cual
podría muy bien alistarse en cuatro ó cinco días, secre-
tamente.
Preparado esto, salir con caballo de tiro por el ca-
mino á Mendoza, haciendo entender que iba sobre Qui-
roga; y asi que estuviese á la altura del Río 4<^, volver
rápidamente sobre la campaña de San Nicolás y caminar
solo por las noches. El preparativo del charqui y la
galleta debía servirme para que no pudiera ser descu-
bierto mi campo de día por el humo, pues no había para
que hacer fuego.
Apenas acabamos de comer y se retiraron Acha, Ro-
ca y demás convidados, para asistir á la lista de la
tarde, cuando mando pasar lista y que me ensillaran
mi caballo. Al retirarse el coronel Acha, habíale yo
dicho:
1
— 524 —
— fSe me acaba de venir un pensamiento atrevido,
en que creo de hacer algo de provecho en compañía de
Vd.»,— y contestádorae él:— «¡Ojalá, Coronel, fuera ahora
mismo.»
En cuanto se pasó la lista, monté á caballo y pasé
á ver al General, casi al oscurecer. Andábase paseando
con el coronel Larraya, que estaba encargado del Esta-
do Mayor, cuando me desmonté. No dejó de causarle
extrañeza mi visita á tales horas, y me preguntó:
— «Que novedad tenemos, Coronel.»
- «Se me acaba de ocurrir un pensamiento algo atre-
vido, pero que puede cambiar con provecho el aspecto
de nuestra actual posición, y vengo á consultarlo»;— dl-
jele.
Se alejó al instante del coronel Larraya, en mi com-
pañía, y díceme:
— «¿Cuál es. Coronel, su pensamiento?»
Se lo manifesté tal cual acabo de describirlo, y le
agregué:
— «Muy natural es que Rozas habrá ya publicado
por toda la campaña, asi los triunfos de Quiroga como
los partes que le había pasado López, suponiendo á Vd.
sitiado en su mismo campo; asi por sus fuerzas como
por las montoneras que no habia dejado de agregar que
se levantan en toda la Provincia; que lo habia supuesto
á Vd. en dicha publicación, próximo á caer en sus ma-
nos de un momento á otro.»
«Esto, General, es muy natural creerlo, porque está
en sus intereses el publica.do asi. Pues esto es precisa-
mente lo que trato yo de desmentir muy fácilmente, y
hacer entender lo contrario, en toda aquella campaña
del norte que nos es tan afecta; con esta mi marcha, si
Vd. me lo permite.
«¿Cómo siendo cierto, dirán, lo que Rozas publica,
puede el general Paz desprenderse de uno de sus pri-
meros jefes con una fuerza semejante? ¡Esto es muy na-
tural que lo digan al verme aparecer sobre el Perga-
mino ó San Nicolás, y que juzgando ser solo un embuste
— 525 —
de Rozas aquella publicación, lo crean al contrario y se
decidan por nosotros!»
El General que ajiidaba caviloso y en extremo desa-
gradado, por las repetidas desgracias que acabábamos
de experimentar, en el río 4°, el 5^ y Mendoza, y por
el estado de la campaña, púsose en extremo contento y
frotándose las manos muy animadamente, me dijo: — ¡Me
parece muy bien su pensamiento. Coronel! Déjeme V.
pensarlo despacio en esta noche, y véame por la mañana
temprano.
Le había yo dicho, que mientras se preparaba el
charqui y la galleta, debía también preparar él, el mo-
vimiento de todo su ejército sobre López; el cual era
natural que intentaría marchar sobre mí, así que me
sintiera á su espalda. «Me ha alegrado V. con su pen-
samiento», dijome el General. — «Y más contento estoy
yo díjele, pues me parece que lo veo realizado.»
üespedímosnos muy contentos ambos y regresé á mi
campo lleno de júbilo. No dormí en toda la noche for-
mando atrevidos proyectos en mi imajinación, y pa-
reciéndome verlos ya realizados. ¡Pero todo fué ilu-
sorio!
Apenas habia amanecido, cuando pasé á ver al Ge-
neral, pensando encontrarlo ya decidido; pero me enga-
ñé! ¡Otro era ya su parecer, había reflexionado me di-
jo, y no se resolvía á desprenderse de un jefe como yo
en aquellas circunstancias! «Su pensamiento es bueno,
me agregó, pero me hace V. notable falta! Mandaremos
más bien á Acha con Echevarría^^.
Me quedé en extremo frío con esta noticia, y le di-
je:— «Sea General como V. lo quiera, pues algo es preci-
so hacer para salir de esta diabólica situación en que
nos encontramos! Acha no hay duda que es un valiente
y que también Echevarría lo es, pero no tiene el pres-
tigio que yo, él no conoce á la gente que manda, ni es
conocido por esta; lo cual no desconocería V. que vale
mucho». Pero insistiendo el General en que no se podía
desprender de mí, porque le hacía falta en el ejército y
- 526 —
lo cual era cierto; le aprobé el pensamiento, pues cono-
cía las ventajas que podríamos reportar de solo mover-
nos y salir de aquella inacción en que estábamos.
Llamó el General al coronel Acha y le dio la orden
de prepararse para marchar, y para el efecto le mandó
proporcionar los mejores caballos para que llevasen de
tiro saliendo inmediatamente, aunque sin los preparati-
vos que yo habia indicado. Recibió Acha la caballada
mandó ensillar su división y repartió los caballos y se
quedó esperando hasta hoy, las órdenes para marchar.
A la tarde había el general desistido de su pensa-
miento!
No recuerdo si á los dos ó tres dias, ó á los cuantos
después de esto, muévese el General con todo el ejército
en dirección á donde estaba López por la parte del Ga-
rabato. Habíamos avanzado no recuerdo si dos dias ó
tres de marcha, y tenido creo una guerrilla nuestras
partidas avanzadas, con las de López, y pasádose un
soldado santafecino de la escolta de este á las fuerzas
en nuestra vanguardia y mandadole el Jefe á presentar-
se al General.
Cuando llegó el soldado pasado; me acuerdo que es-
tábamos parados en un monte algo descampado, cuyo
nombre no recuerdo. El General lo examinó un rato á
solas y mandó que lo agregaran á su escolta, en cali-
dad de arrestado. Ello fué que en esa tarde retrocedi-
mos y el pasado se desapareció de la escolta y se le
dio por fugado. Llegados al siguiente dia á nuestra an-
tigua posición, se reunieron los Jefes privadamente, des-
pués de la lista de la tarde y me mandaron llamar.
El objeto de esta llamada había sido para encargar-
me que le hablara al General para ver si podía sacarlo
de aquella inacción en que estaba; aburriendo al solda-
do con marchas y contramarchas, sin resolverse á mar-
char sobre el enemigo, y aumentándose cada dia las
montoneras por aquella parte. Sí seguimos en esta
inacción, me dijeron, pronto nos vamos á ver cercados
en nuestro mismo campo, pues no podemos ya mandar
> •»•
'♦l1
^ ei
» -?
yi
~ 527 —
un hombre á buscar un pollo ó un poco de leche sin
correr el riesgo de perderlo!
Advierta V. que hemos perdido ya algunos, y que
al pueblo ya no podemos mandar un hombre, sin hacer-
lo aconapañar de una partida. Ya nuesíros soldados se
avergüenzan de ir al pueblo, pues así que lo ven llegar
á cada uno de ellos, salen todos á preguntarle: — ¿Adon-
de dejas al ejército y al General? ¿En el agua, ó en el
pasto? Esta es ya una burla general, que se hace á to-
do hombre que va del ejército. Ya acaba V. de ver,
agregaron, que una vez que se habia resuelto á mover-
se, apenas hemos hecho dos jornadas cuando ya hemos
retrocedido de las barbas del enemigo. El soldado que
se presentó como pasado de la escolta de López, á desa-
parecido de la de nuestro General, apenas nos hemos 1
movido en retirada, ó mas propiamente, apenas se pre-
sentó este pasado, cuando' á poco rato nos retiramos! V.'
vé que hemos perdido el Rio 4^ San Luis y la provin-
cia de Mendoza, hacen ya muchos dias. ¿Y que hemos
hecho para recuperar estas pérdidas, ni por perseguir á
López? ¡Nada absolutamente! V. que tiene más con-
fianza con el General que ninguno de nosotros, creemos
preciso que hable, y para eso lo hemos llamado!
Todo esto me dijeron los demás Jefes de los Cuer-
pos; pero como les veia conversar todos los dias con el
General, ya porque iban á visitarle, ó ya en fin porque él
los llamaba, díjeles: — Y porque Vds. que son sus ami-
gos y han hecho con él juntos la campaña del Brasil, no
se lo dicen? ¿Porque le aprueban en su presencia cuan-
to dice y piensa, y no le manifiestan francamente que
se pierde y nos pierde á todos con su irresolución? Es-
to es lo que deben hacer francamente los verdaderos
amigos, reprobar al amigo lo malo que hace, y aprobar-
le solo lo bueno! Yo me he cansado de repetírselo des-
de la Rioja, pues me le ofrecí á venir á esperar á Qui-
rogaal Rio 4^ y no lo quiso, pues desde la Rioja sabia
yo, por sus mismas comunicaciones, como y cuando salía
Quiroga de Buenos Aires. Cuando retrocedimos indebi-
;^
^
•i]
.1
fj
— 528 —
(lamente desde Calchines, dejando de perseguir á López
y Pacheco, ya saben Vds. cuanto le dije!
Cuando recibió el parte del comandante Echevarría
de haber Quiroga tomado el Rio 4® en el dia del Consejo
al teniente coronel Leiva, fui llamado por el General
al salir yo de instruir al Consejo, y me enseñó dicho parte
preguntándome en seguida lo que haria yo en sus circuns-
cías. Les instruí de mi contestación y del ningún resulta-
do, y últimamente del proyecto de marcharme á la cam-
paña de Buenos Aires luego que llegó el coronel Acha.
Instáronme nuevamente á que yo le hablara, pues
tenía motivos para tener más confianza con él y el Ge-
neral para escucharme. Condescendí y pasé á verle in-
mediatamente.
Rícele presente amigable y francamente mi sentir,
sobre nuestra posición, y cuanto creía convenirnos el
obrar activamente sobre nuestros enemigos. Dljele que
era preciso salir de la inacción en que estábamos, exi-
giendo á los pueblos los recursos necesarios para salvar-
los por la fuerza, Que si no se convencía de esta verdad
era mejor que abandonáramos el puesto, y no compro-
metiéramos más á los pueblos con nuestra inacción y
consideraciones mal entendidas, pues no hacemos otra
cosa con esto, que aumentar sin fruto alguno nuestros
compromisos y perdernos! «Por último General, le dije,
sepa Vd. que sus jefes y compañeros le critican la inac-
ción!»
El General se exaltó, y me dijo: — «¡Qe es eso! No me
hable Vd. de compañeros por que eso huele á motín!
¿Sabe Vd. como se quita ó remedia esto? ¡Marchando
sobre el enemigo!» Llamó á sus ayudantes, uno de ellos
don Carmen García, y mandó orden á los cuerpos para
que se dispusieran á marchar. «¡Crea Vd. lo que quiera
General, yo solo le hablo como un verdadero amigo!» le
dije, y me salí á mandar montar mi Cuerpo, pues está-
bamos todos con los caballos ensillados.
En la marcha que habíamos hecho antes, yo ocupaba
la vanguardia^ se me dio la orden en esta vez de que-
J
— 529 -
darme á retaguardia con mi Cuerpo y la parte del ba-
tallón número 2^ que mandaba el comandante Moyano.
Al poco rato estábamos marchando, caminamos por
el monte mucha parte de la noche al encuentro del ge-
neral López, hacia la parte del Garabato; y habiendo yo
llegado á un pequeño rastrojo bastante pastoso, que se
encontraba en una pequeña abra dentro del monte, en-
contré un ayudante del General que estaba esperándome
con la orden para acamparme dentro del cerco, y la de
desensillar y largar todos los caballos. Le pregunté al
ayudante que donde estaba el ejército, y me contestó
que como á diez cuadras de allí, había parado en un
hermoso potrero muy pastoso.
«Dígale Vd. al General que está bien», dijele al ayu-
dante, pero muy resuelto á no desensillar ni largar los
caballos; como se me había ordenado. ¡Qué novedad es
esta! dije entre mi. ¡Hace un porción de días que estamos
durmiendo con los caballos ensillados y asegurados á lo
mano, y se me deja á retaguardia ahora, dentro de un
monte, á muchas cuadras del ejército y manda largar
los caballos! Por lo que acaba de sucederme con el Ge-
neral antes de esta marcha, por la desaparición del pa-
sado de la escolta, y por esta orden, yo debo ponerme
en guardia. Dijele» al comandante Moyano: «Ordene Vd.
que solo se desenfrenen los caballos por mitad, en la
caballería, es decir, que una mitad se quede con los ca-
ballos enfrenados y en vigilancia, mientras que la otra
desenfrena y descansa; pero encargue Vd. el mayor cui-
dado, y que alternen cada hora en este orden.»
Me acuerdo que el comandante Moyano, me contestó:
«Pierda Vd. cuidado que no nos descuidaremos, pues no
nos ha de valer á nosotros el cáustico que guarda el
General para aplicárselo á las espaldas.* — «Y que cáus-
tico es ese?» díjele á Moyano, porque me metió en cu-
riosidad con su ocurrencia. — «El Fraile, me contestó,
pues para eso lo guarda y no ha querido darlo á los
mendocinos para que lo quemasen vivo, y con presentar-
lo á él en un caso desgraciado, hará valer el mérito de
r
— 530 —
no haber permitido que lo sacrificara su pueblo.» No
pude menos que echarme á reir de la ocurrencia de este
Jefe mendocino.
Pasamos la noche en vela y haciendo recorrer el
monte con rondines, pues entré formalmente en descon-
fianza, y le hice la injusticia al General de suponer que
esta variación inesperada de sus órdenes, y método de
acampar, de que tratase tal vez de hacerme sorprender
por el enemigo y sacrificarme por solo la injusta des-
confianza en que había entrado conmigo, sin haberle da-
do motivo para ello.
Habiendo amanecido sin novedad, recibí orden del
General para ensillar y ponerme en marcha, asi que sin-
tiera el toque del clarín del Cuartel general. Así lo hice,
y habiendo llegado al punto en que había dormido el
ejército, ó poco más adelante á unas lomadas encrespa-
das y pastosas, me esperó allí un ayudante con la orden
para que rae acampara; y preguntándole por el ejército
que no se alcanzaba á ver, d^ome que estaba como me-
dia legua más adelante,
El ayudante se marchó y yo acampé; hice colo-
car mis partidas de descubierta á los flancos y retaguar-
dia, y mandé desensillar y atar los caballos al pasto.
Estábamos en esta operación cuando viene un ayu-
dante del General con la orden de que deje mi Cuerpo
ó división acampada, y pase á verme con él al Cuartel
general.
— «Diga Vd. al General que ya voy, contesté al ayu-
dante, y se marchó».
Confieso que si me alarmé en la noche anterior por
haberme dejado atrás y mandado que largase los caba-
llos, mucho más me alarmó esta llamada habiéndome
hecho acampar á mayor distancia del ejército.
De una tropelía por un jefe desconfiado nadie está
libre, dije para mí. Está visto, que ni el General ni
yo podemos estar ya tranquilos, lo mejor será sepa-
rarme.
Tomé, pues, la pluma y puse al General la siguiente
-^ 531 —
carta: — «Mi General y amigo: Pensé anoche hacer á Vd.
« un servicio, Jo mismo que á mi patria, hablándole con
* la franqueza que lo hice sobre nuestra situación, y lo
« que me parecía convenirle hacer para no perdernos;
« pero he visto que desgraciadamente y sin razón, á to-
« mado Vd. el empeño de atribuirme miras que no he
« tenido, ni puedo tener nunca. En una palabra, la con-
« ducta que Vd. ha observado conmigo desde anoche y
< que sigue hasta este momento, no me inspira conflan-
« za. Muy sensible me es el decirselo, pero, es preciso; no
« soy ya para Vd., aunque sin merecerlo, sino un hom-
« bre sospechoso y en quien nunca podrá fiar: demasia-
« do me lo muestran sus precauciones y mandatos desde
« anoche.^Desde que estoy convencido de que mi pre-
« sencia en el ejército, no p0drá ya servir á Vd. sino
« de un continuado embarazo y sombra, puesto que he
« perdido su confianza, he resuelto alejarme del ejército
« desde aquí mismo, llevando solo mi escolta para con-
« ducir mi familia á Tucumán.— Mi señora se halla gra-
« vemente enferma y no puedo conducirla sino en carrua-
« 8^9 y como me es preciso atravesar el territorio de
« Santiago que es hoy nuestro enemigo, espero> merecer
« de Vd. me permita llevar para la seguridad de mi fa-
< milia y la mía propia, 25 hombres de los infantes que
« están á mi cargo, al mando de un oficial. Tanto es-
€ tos 25 hombres como los de mi escolta, prometo á Vd.
« ponerlos á disposición del señor General y Gobernador
« don Rudecindo Alvarado, así que llegue á Tucumán, y
« si Vd. me considera que puedo allí serle útil, desde
« ahora me ofrezco ponerme á las órdenes de dicho Go-
« bernador para ayudarlo en la formación del ejército
« de reserva que le ha mandado Vd. levantar — Crea Vd.,
« Genet-al, que nunca dejaré de ayudarlo para salvar su
« patria, su antiguo compañero y amigo. — Gregorio Araox
« de La Madrid.*.
Puesta esta carta, púseme á sacar una copia para
quedarme con ella, y estaba acabándola, cuando veo ve-
nir al General con un ayudante á caballo. Concluida la
— 532 —
copia, recogí los papeles y los guardé, cuando llega el
General y me dice:
— «¿No he mandado llamar á Vd., Coronel?»
— «Si, señor, dijele, pero estaba acabando de escri-
bir una carta precisa para ir después.»
— «Monte á caballo. Coronel, y vamos á dar una
vuelta», — dijome con semblante agradable.
Yo, que solo me había visto forzado á escribir aque-
lla carta por el desvío del General y los recelos que me
había manifestado, confieso que me arrepentí de haber
formado tal juicio y escrito semejante carta. Monté á
caballo y seguí con él, recorriendo aquella parte del
campo, reprendiéndome á mí mismo en mi interior por
el mal juicio que había formado. ¡Tan sensible es mi ca-
rácter y tan incapaz de conservar el menor resentimiento,
aun contra mi mayor enemigo, no digo con un compa-
ñero!
El General había ya llamado al coronel Deheza, go-
bernador de la provincia de Santiago del Estero, muy de
antemano, como me llamó á mí desde la Rioja; pero pa-
rece que dicho Gobernador habíase resistido ó dado sus
razones, «para no cumplir la orden del Jefe supremo, y
este pedídole terminantemente, ó que viniera, ó que man-
dara la fuerza que había llevado del ejército, para expe-
dicionar sobre el gobernador López, proporcionando tam-
bién el contingente de dinero que se había pedido á to-
das las Provincias, asi como de hombres. Ello es que
el General no estaba nada contento de la conducta que
había guardado dicho Gobernador para con él; no era
esta la primera vez que había tenido motivos de desagra-
do .con dicho jefe, pues pasada la acción de San Roque
hubo de haber una revolución hecha por Deheza á con*
secuencia del nombramiento de Gobernador, pues que as-
piraba este jefe al gobierno de su patria.
Marchamos de allí á los Tres Arboles, donde estaba
acampado, no recuerdo sí el mismo López ó una fuerza
suya; ello fué que se pusieron en salvo, y no habiéndo-
les dado caza retrocedimos segunda vez al Pilar, pues
— 533 —
el General parece que esperaba al gobernador Deheza
para moverse.
Nuestra situación se hacia alH cada dia mas critica;
las montoneras por aquella parte se aumentaban. En la
sierra, sin embargo de haber sido escarmentadas las que
había en ella, por las fuerzas que habia destinado el
Ministro de la Guerra, don Julián Paz, tenia el General
ocupado alli al mayor Campero, su ayudante de campo,
con alguna fuerza del ejército; en el norte había tam-
bién otra fuerza á cargo del coronel Hilarión Plaza, pues
no faltaban por aquella parte de la campaña algunos
partidarios de Bustos y de los Reynafé, que se hallaban
con López.
Los recelos del General para conmigo, no habían
desaparecido, mientras tanto yo estaba violento por aque-
lla inacción; nuestros soldados, ni aun los mismos ofi-
ciales, no tenían ni para los vicios; Quiroga aumentaba
su poder, las montoneras nos incomodaban cada dia, te-
níamos ya noticias de los aprestos de Rozas para refor-
zar á López, y nada podía esperar de mis instancias
para que nos moviéramos.
En estas circunstancias recibo un aviso de Córdoba
de hallarse mi señora de mucho cuidado y que la tenía
consumida. Pedi, pues, licencia al General para marchar
á verla, en el mismo día ó tarde en que recibí dicho
aviso.
Llegué á Córdoba á las doce de la noche, con un
sargento, un ayudante y seis ú ocho hombres, pues no
podía nadie ir solo al pueblo, sin correr el riesgo de
ser muerto ó tomado prisionero por las pequeñas parti-
das de montoneros que había en los montes del tránsito.
¡Me quedé frío al encontrar á mi señora despierta y to-
davía en pié ó sentada en una poltrona, pero en extre-
mo debilitada, pues no tuvo aliento ni para pararse!
Preguntóme al instante si había encontrado un propio que
me habían dirigido al anochecer algunos señores del Con-
greso de agentes Representantes del Pueblo. Dyele que no.
No recuerdo si me dijo: — «Desde ayer ó esta maña-
- 534 —
na, me han estado batallando por que te escribiera para
que te prestaras á sus deseos, pues tratan de quitar el
mando del ejército al general Paz y nombrarte á tí de
General. Yo me he denegado decididamente, asegurándo-
les que tú no lo consentirías por ningún motivo, ni yo
sería capaz de aconsejártelo; espero, me agregó, que por
ningún motivo te presentarás.»
— «¡Si yo estuviera loco, dudo aún que lo consenti-
ría; no tengas cuidado!», — le dije, y en estas circunstan-
cias entraron á la sala donde estábamos, el doctor Elias
Bedoya, que creo era uno de los Representantes y el doc-
tor Olmedo que hacía de secretario privado del General
en campaña, y se hallaba allí no sé con que motivo.
El objeto de estos dos doctores era el de instruirme
del intento de la Representación y de los motivos que
para ello tenía, siendo el principal la inacción del gene-
ral Paz y su falta de resolución, pues .que por ello, de-
cían, habíamos perdido el Rio 4^, al coronel Pringles y
últimamente á Mendoza; que además había dejado esca-
par á López y Pacheco, y últimamente venidose á fijar
cerca del pueblo, llamando sobre él la guerra y dejándo-
se rodear de montoneras. Que por estas poderosas razo-
nes estaba el Congreso, ó no recuerdo si la Sala de Re-
presentantes, decidido á quitarle el mando del ejército
y nombrarme á mí su General en jefe.
Déjeles después de haberles escuchado, que de nin-
guna manera lo consentiría yo, porque con semejante
paso, no hacíamos otra cosa que abreviar nuestra diso-
lución y desacuerdo y facilitar á nuestros enemigos su
más pronto y completo triunfo.
— «¿Quién les asegura á Vds. que semejante cambio
merecería la aprobación de todos los pueblos, y que no
la juzgarán mas bien como un paso de mi ambición al
mando, cuando no la tengo? Facilítenle los recursos
que necesita y ordénele el Congreso que se mueva.»
Mil razones poderosas me alegaron á nombre de la
Represenlación y del Pueblo, para que me prestara, las
cuales nadie mejor qne yo las conocía de antemano, pero
— 535 --
no quise prestarme por delicadeza, sin embargo de no
haber tenido el menor antecedente de semejante pensa-
miento. Me resistí abiertamente y les aconsejé que no
lo hicieran, y solo siguieran el camino que les habia
indicado, ofreciéndoles que sería el primero en aconsejar
al General para que saliera de aquella inacción.
¡En vano fueron cuantas reflexiones me hicieron! ¡Re-
tiráronse desengañados! ¡Cuántas veces no me pesó des-
pués aquella mi excesiva moderación! Teníamos un pié
de ejército cual nunca lo hablamos tenido^ y no eran por
cierto López, Pacheco, ni Balcarce, los que me hubiesen
hecho retroceder un palmo! Habríales batido en detall
como pudo y debió hacerlo el General mucho antes aún
con el mismo Quiroga.
¡No es preciso ser militar; basta solo leer esta exac-
ta relación de toda la campaña, para que un ciego co-
nozca que es verdad lo que digo!— Al siguiente día muy
temprano le escribí al ministro de la guerra don Julián
Paz, noticiándole del desagrado que había notado en el
pueblo contra el General, y cuanto había hecho por calmar-
lo resistiendo á las indicaciones que se me habían insinua-
do, pero sin nombrar personas, para que aconsejara á su
hermano y mi amigo. En esa misma tarde marché al
ejército resuelto á pedirle al General me permitiera reti-
rarme con mi familia á Tucumán para salvarla, pero ins-
truyéndole antes del intento que había en el pueblo.
Recuerdo que le dije:— «General y amigo: Su pue-
blo de Vd. está resuelto á separarlo del mando del ejér-
cito, por solo la inacción en que le vé; no crea Vd. por
un momento que es por falta de patriotismo como me lo
ha dicho Vd. varias veces. No! Su pueblo está dispuesto
á todos los sacrificios, pero quiere á Vd. verlo por la es-
palda llevando la guerra fuera de la Provincia. Mientras
Vd. no se mueva, no le facilitará un peso: todos criti-
can su inacción, y me han ofrecido el mando del ejército
y le dije lo que les había contestado; y preguntándome
quienes eran los que así pensaban. — «Eso no se lo diré á
Vd.», fué mi contestación! — Pero persuádase Vd. por Dios
— S36 —
de que es solo por la inacción en que á Vd. le vé, y no
por falta de patriotismo, ni afecto. Yo no puedo ya serle
á Vd. útil por sus desconfianzas y mucho menos des-
pués de este instante; todos mis consejos ó indicaciones de
amigo han sido por Vd. desatendidas y además mi se-
ñora se halla gravemente enferma y es probable que la
pierda si no la hago mudar de temperamento, según me
lo han dicho los médicos.
Después de esta relación me empeñé con él decidida-
mente en que me diera su pasaporte para retirarme con
la familia á Tucumán como lo solicitaba en la anterior
carta que nunca le pasé, y le pedí me mandara propor-
cionar una de las galeras que habia yo traído de Bue-
nos Aires á San Nicolás, para conducir á mi señora.
El General tuvo la bondad de concederme lo que le pedia
y me regresé al pueblo al siguiente día.
Mi marcha estaba ya preparada para cuando ama-
neciera, cuando por la noche, pasadas ya las 9, llega un
ayudante del General á mi casa á llamarme de parte de
él á la Chacarita, (algunas cuadras fuera del pueblo al
Este). Marché inmediatamente á caballo con su ayudan-
te, y díceme el General:— «Compañero: Vd. no puede mar-
charse ya, pues necesito que me ayude.» — «Compañero y
amigo, dijele, — Vd. sabe que para ayudarlo siempre me
tendrá pronto. — ¿Qué ordena Vd?.» — «Quiero delegar en
Vd. el Gobierno, me dijo; mientras marcho sobre López,
para cuyo efecto me proporcionará Vd. los recursos, pues
ya el gobernador Deheza se acerca con una división.»
— «Compañero, dijele. — ¡Acepto su encargo con el
mayor gusto, pero será solo con el objeto de proporcio-
nar á Vd. los recursos que necesite para salvar la patria,
y marchar después en su compañía! — No crea Vd. que
ha de ir solo á participar de los peligros como de los
glorias, y que yo me he de quedar teniendo la caña del
Gobierno! — Para esto nombrará Vd. á otro.» — «Corriente,
dijome el General, pero voy á hacerle á Vd. reconocer
por General, lo mismo'que á Deheza y el gobernador Ló-
pez de Tucumán.
— 537 -
«Eso no se lo consentiré yo General» , (Hjele. El tiem-
po de los premios pasó ya. Si esto lo hubiere Vd. hecho
en el campo de alguna de nuestras batallas, ó después
de pasadas las tres, podia muy bien tener lugar, aunque
no asi el ascenso del Gobernador López. ¿Por qué méri-
to va Vd. á ascender á General á López y no á cuales-
quiera de sus coroneles como Videla Castillo ó Peder-
nera? No vé Vd. que estos se resentirían con justicia?
Y qué dirán nuestros enemigos? Que Vd. obligado por
las circunstancias está prodigando ahora los grados ó
empleos sin merecerlos. ¡No, General, no haga Vd. tal !
Yo para servirlo y servir á mi patria, he de hacerlo lo
mismo de soldado que de General, y lo repito que no lo
consentiré porque se lo criticarían!»
El General pareció convencerse de estas mis refle-
xiones y se despidió muy contento, y yo me regresé á
mi casa á prevenir á mi señora que no marchábamos
ya, y que me asistía la esperanza del triunfo. Quedó ella
conforme y díjome:— «Dios lo quiera, y que no sea esta
demora para nuestra desgracia».
¡Cuantas veces me he acordado después de este su
dicho!
¡Marchándome entonces, no habría tal vez hecho, tan
inútiles y esforzados sacrificios por mi patria, y que han
sido tan vilmente correspondidos!
Al menos no habría mi inocente y recomendable fa-
milia sufrido lo que á sufrido, ni se vería quizás en el
estado en que se vé. ¡Esto es precisamente lo único que
yo siento, y no cuanto hize entonces, y estoy siempre
dispuesto á hacer por mi patria!
Lo que en toda mi vida he mostrado, y ha sido mi
solo y exclusivo interés: — El de ver á mi patria libre é
independiente, y felices á todos mis compatriotas!
¡Verdad es que muchos de ellos, y quizás los que
más deberían apreciar la nobleza de estos mis sentimien-
tos, se ríen de ellos, y me tienen por necio; cuando es á
ellos precisamente á los que talvez más les interesa que
hubieran muchos necios como yo!
— 538 -
— Mientras tanto, el bárbaro, el verdadero salvaje
Rozas; es casi divinizado por todos !
— A él le inciensan y entregan á su disposición, sus
vidas, sus haberes y su fama !
— Pero ven con frialdad pereciendo á toda una fa-
milia del hombre que más ha trabajado y está dispuesto
á trabajar por todos ellos, y por su patria ; y no son
para mandarle tirar á la puerta de su casa una pieza
de tela para cubrir sus carnes, ó un poco siquiera del
alimento que ellos gastan con profusión !
Pido que se me dispense este justo desahogo, que se
tendría quizá por exagerado, pero que no lo es. Seria
preciso entrar en mi casa y ver lo que mi familia sufre
para conocerlo!
— ¡Esto no lo creen mis compatriotas, y mal que les
pese, preciso rae es el decirlo; para que algún día se
haga justicia á mi memoria, ó pueda hacerse á mis hijos !
—Mientras tanto cuando muchas veces se encuentran
con un extra ngero que conoce mi nombre y mis servi-
cios, y viéndome pasar con el traje de un pordiosero
les reconvienen (como á sucedido muchas veces en Chile
y aqui mismo,J como permiten que un hombre de mis
servicios se presente en público como yo me presento.
— ¿Qué contestan para disculparse?
— Sí, es un hombre abandonado, un gastador, de
cuanto tiene y se le da todo le es poco para darlo; ha
llegado el caso de encontrarse con un paisano y pedirle
le socorriera con algo por que no tenían para comer sus
hijos, y ha recibido cuatro reales, pero más allá se á en-
contrado con un pordiosero y se los á dado. (^)
(^) En Chile díjome un día el señor don N. Cifuentes, que me socorre-
ría con media onza mensual, en circunstancias que ful á verle por hat er
parado el trabajo de masas y pan de leche á que por necesidad me había
destinado, para mantener mi familia, á consecuencia de una oferta que se me
habla hecho por el Presidente de aquella República don Manuel Bulnes, de
facilitarme como fomentar mi trabajo por conducto de dim Pedro Garmendia,
tío de su señora; y al cual faltó por solo la prevención de algunos de mis
paisanos. Fui digo á verlo para que me facilitara unos reales para continuar
— 539 —
¡Así han pretendido disculpar su criminal indolencia
precisamente los que se encuentran con mejores propor-
ciones para socorrer á los desgraciados! No han tenido
defectos que ponerme y me. han acusado de pródigo ó
de tonto; porque asi llaman muchos al que no puede ver
un desgraciado sin socorrerle, quitándose talvez el pan de
la boca ó quitándolo á »us hijos. ¡Podría ser que tengan
razón, pero lo que está en la masa de la sangre no pue-
de jamás desaparecer !
Al siguiente dia muy temprano mándame el Minis-
tro de la Guerra el despacho de Coronel mayor y
el nombramiento de su Delegado en el Gobierno, que le
había dejado esa noche el Jefe supremo y gobernador
su hermano; quien había regresado y héchome reconocer
por tal, á Deheza; y llamándome á recibirme y prestar el
juramento para el efecto.
Pasé á la Casa de Gobierno á la hora designada, y
recibido que fui pasé al General la siguiente carta:
— «Mi estimado compañero y amigo: Muchas veces he
« oído á Vd. que con cien mil pesos podría salvar el
« país, destruyendo el ominoso poder de los caciques;
« Si Vd. los considera necesarios para dicho efecto pí-
« dámelos, en la intelijencia de que á las 24 horas de
« este pedido, los tendrá Vd. en donde se encuentren
El General me contestó sobre la marcha:
— «Compañero, está tomada la palabra, y admito los
dicho trabajo, que había invertido los que tenía en agrandar el horno, con-
tando con la oferta del Presidente. — «¡Sus paisanos me han dicho que es
Vd., un hombre á quien no se le puede dar un peso, pues á llegado el caso
de dárselo y encontrarse más allá con un pobre y entregárselo de limosna, é
ir á pedir á otro para dar de comer á su familia!
¡Permítame señor Cifuentes, díjele, que no pueden ser sino canallas los que
han dicho semejante cosa! ;Le han dicho á Vd. que juego, que bebo, ó que
enamoro? — ¡No señor, dijome faltaría á la verdad si lo dijera! — ¡Así cohones-
tan señor de Cifuentes los malvados su indolencia, díjele! — El residtado fué
que el no me sirvió y que al mes siguiente me retiró la media onza, poco
después fué asesinado como se sabe. Estos son los servicios que debo á al-
gunos de mis compatriotas. ¡Verdad es que no á todos!
~ 540 —
« cien mil pesos; mas no estrañará Vd. que yo sea cu-
« rioso y averigüe el modo como los ha habido, por que
« sería en mi una indolencia el no averiguarlo!»
Figurábase el General que los mismos que hablan
pretendido quitarle el mando del ejército y dármelo á
mí, eran los que me ofrecían los cien mil pesos; para
sacarlo de este error, hice regresar al propio sobre la
marcha con la siguiente carta:
— «No crea Vd. compañero, que los cien mil pesos
« los he de haber del modo que Vd. se figura; recuerde
« Vd. el modo como le tengo indicado por repetidas ve-
€ ees que es fácil proporcionarlos^ y así los tendría Vd.
« sin otro trabajo que pedirlos.»
Muy fácil le fué al General el recordar el modo co-
mo se lo había indicado antes, y que me parece esplique
cuando venía Quiroga para Oncativo. Me devolvió el
propio por la noche, ó creo que al siguiente día, tantos
de mayo, diciéndome en su carta, que no quería los cien
mil pesos á ese precio; y adjuntándome un presupuesto
de cinco mil pesos para socorrer á todo el ejército, dan-
do solo un peso á cada hombre de General abajo. Ad-
viértase que hasta los Jefes estaban casi desnudos y no
tenían para los vicios, á excepción de mi división que
era socorrida por mi, con 4 reales semanales por plaza,
hasta que se concluyó lo que había traído para el efecto
desde la Rioja.
Nombré inmediatamente una comisión compuesta de
varios ciudadanos principales, asi unitarios como fede-
rales, y por su Presidente al señor Provisor doctor don
Pedro Ignacio de Castro Barros, para que procediera á
designar las personas que debían dar un empréstito for-
zoso de 15 mil pesos, mitad en dinero y la otra en efec-
tos, para el socorro y equipo del ejército, en lugar de
solo los cinco mil que pedía el General.
Reunida la comisión designó el reparto á casi todo
el pueblo y sin que quedara corralero ni placero que no
tuviera que contribuir con algo; y lo que era peor, esta-
ban aún más grabados los amigos que los enemigos.
— 541 —
Me indigné asi que recibí los cinco ó seis pliegos de
papel en que estaban inscriptos los nombres de todos los
contribuyentes pues se pretendía disgustar á la mayor
parte de la población con aquella subscripción por que
habían personas comprendidas en las listas á quienes le
seria en extremo gravoso la pequeña parte que se les
pedia.
Yo tenía desde muy atrás, una lista exacta de todos
los verdaderamente pudientes, asi enemigos, como ami-
gos. Hice pedazos las listas que me había mandado la
Comisión, saqué la mía, señalé á cada uno de acuerdo
con el Ministro de la Guerra, la cantidad que debía en-
tregar en Cajas á las 12 del día, mitad en dinero y la
otra mitad en lienzos, paños, ponchos y bayetas. Los
contribuyentes creo no pasaban de 30; pero debían dar
en vez de quince, treinta mil pesos y obtener un pagaré
del Escribano para cuando cesaran los apuros en que se
encontraba.
Hecha esta distribución la mandé publicar por ban-
do y que se pasara á cada contribuyente el correspon-
diente boleto.
El primero que vino á verme asi que se hizo la no-
tificación fué uno de los primeros capitalistas y socio del
Ministro de Gobierno, que había sido, el doctor Fraguei-
ro; hizome presente la notificación que se le había hecho
para proporcionar no recuerdo si tres mil pesos, más
ó menos. «Yo conozco, dijome, las necesidades del Go-
bierno, y por lo tanto vengo á poner á su disposición
mis almacenes y mis barracas, para que el Gobierno ha-
ga poner en remate cuanto hay, hasta enterar la cuota
que se me pide, pues no la tengo, asi conocerá el Go-
bierno que no me excuso.»
— «¡Señor Fragueiro, díjele. Cuando el Gobierno ha
pedido á Vd. esa cantidad, es porque está persuadido
que Vd, puede llenarla en el acto, y sin pedir á nadie
un peso! Vaya Vd. y cumpla con el deber que esa or-
den le impone en beneficio del país, para su salvación;
de lo contrario, el Gobierno cumplirá con el suyo»! Le
— 542 —
di la espalda y me retiré, para darle á entender que no
estaba dispuesto á sufrir la burla que con semejante ofer-
ta pretendía hacer al Gobierno. El resultado fué, ser el
primero que entregó en Cajas la parte que le tocaba de
los efectos que se habían pedido; y que no solo no vino
ninguno á reclamar, sino antes que llegaran las 12 del
día estuvieron en cajas doce mil pesos fuertes y el resto
en efectos á disposición del comisionado que habia nom-
brado el Gobierno para que se encargara de la cons-
trucción de seis mil camisas, igual número de calzonci-
llos, no recuerdo si tres mil ponchos y un número com-
petente de chaponas y pantalones para jefes y oficiales,
pues los tres mil pesos que faltaban era solo en razón
de estar los contribuyentes en la campaña.
El Jefe de Policía paréceme que fué el encargado de
distribuir las costuras las cuales se repartieron en el mis-
mo dia en toda la población; pero fué tan recomendable
el interés que mostró todo el pueblo, que al siguiente dia
ya marchó al ejército un número considerable de ropa,
y la mayor parte de ella fué trabajada gratis. El general
Paz, entre tanto, no había podido obtener ni mil pesos
en dos ó tres reuniones del comercio que hizo antes.
Junto con el vestuario que se había trabajado en 24
horas ó poco antes, mandé al General no recuerdo si
ocho ó nueve mil pesos, para que diera un socorro do-
ble del que él pensaba, á solo, la tropa que marchaba
con él á campaña, previniéndole que para los demás pi-
quetes del ejército que había en la Sierra, en el monte
y el pueblo, el Gobierno tenia con que socorrerlos, y que
muy pronto tendría en su poder todo el vestuario que
necesitara para el ejército.
El 10 de mayo llegó el coronel ó teniente coronel
Martínez, con el dinero al ejército; pero no recuerdo si
horas antes ó después de que el General había sido ya
boleado por una partida de montoneros de la misma
Provincia, marchando él á la cabeza del ejército.
Este suceso que vamos á narrar y que tuvo lugar el
10 de mayo de 1831, es el mas raro que se verá en la
Historia y de grandes consecuencias para su país.
APÉNDICE
MARCELINO DE LA ROSA
1
Buenos Aires, Metiembre 10 de 1886.
Señor D, Marcelino de la Fiosa.
TUCUMÁN
Estimado compatriota y amigo :
Oportunamente recibí por conducto de nuestro amigo el se-
ñor don Belisario Saravia, el precioso croquis que Vd. tuvo la
bondad de confeccionar, valiéndose de sus recuerdos y de sus
conocimientos personales y científicos del terreno de los alrede-
dores de Tucumán, con el generoso y patriótico objeto de sumi-
nistrarme datos á fin de ilustrar gráficamente la memorable
batalla alcanzada por el general Belgrano en 1812. Es un tra-
bajo notable, que hace honor á Vd. y por el cual le anticipé
mis agradecimientos, que ahora reitero.
Como acto de justicia y en prueba de mi agradecimiento,
en el plano topográfico de la batalla de Tucumán que he man-
dado gi'abar en París para la 4*^ y definitiva edición de la
« Historia de Belgrano »,* le he puesto la siguiente inscripción :
<c Plano coordinado por Bartolomé Mitre, según datos del inge-
niero geógrafo don Marcelino de la Rosa combinados con la
tradición ».
He leído después la carta esplicativa de fecha 1® del corriente
que con respecto al croquis dirijió Vd. al señor Saravia para
que me la comunicase, la cual conservaré como un valioso
documento.
Posteriormente he recibido su muy interesante carta espla-
natoria del 11 del corriente, que he estimado mucho como una
muestra de su buena voluntad, á la par que de su inteligencia
profesional y de su patriotismo, en que se combinan todos estos
elementos, y que igualmente conservaré como un recuerdo suyo
á la vez que como un documento histórico.
Habiendo marchado ya mi manuscrito & París, no tendré
tiempo de utilizar las observaciones y correcciones que Vd. me
36
n
— 546 —
hace, pero las tendré muy presente para aprovecharlas en algu-
na oportunidad; á £n de que su trabajo sea utilizado como
corresponde.
Me admira la fidelidad de su memoria y la firmeza de su
pulso en la edad á, que felizmente ha alcanzado, y sobre todo la
lozanía de sentimientos juveniles que revelan sus escritos, y le
deseo largos años de vida y prosperidad, ofreciéndome á Vd.^ en
cuanto pueda serle útil ó agradable.
Me considero muy feliz en haber tenido ocasión de estre-
char con Vd. relaciones, no solo por la utilidad que de ello
puedo haber reportado para bien de la historia patria, sino por
la favorable idea que de su persona y cualidades tenia, y que
hoy me ha sido confirmada.
Quiera contarme en el número de sus amigos y disponer
como guste de su affmo., compatriota y »^, 8.
Bartolomé Mitre,
TRÁDICIOIÍES HISTÓRiaAS
.DE LA
GUERRA DE LA INDEPENDENCIA ARGENTINA
Al compaginar tíStos recuerdos, recogidos de la
-tradición oral, no tenemos otro propósito que hacer
conocer ciertos acontecimientos glorioso? para el pueblo
Tucumano, que tuvieron lugar en la inmortal epopeya
de la guerra de nuestra independencia.
La memorable batalla del 24 de septiembre de 1812,
librada en los extramuros de esta ciudad, que es una
de las más gloriosas de las armas argentinas, le valió
á Tucumán el renombre de Sepulcro de la tiranía,
como mas tarde, el 9 de julio de 1816, le valió tam-
bién el de Cuna de la independencia con motivo de
haberse instalado en esta ciudad el Congreso Argentino,
que, con heroica valentía, proclamó ante la faz de las
Naciones nuestra emancipación política de la Metrópoli.
Pero aquel primer timbre de honor que se le dis-
cernió á Tucuman, no fué solamente por la participación
que tuvo en aquella inmortal jornada, sino que fué más
aún por el hecho de haberse levantado espontáneamente
jen masa á tomar las armas en defensa de la patria, al
tener noticia de que el ejército patriota que operaba
sobre Jujuy, se retiraba para Córdoba por el camino
que de Salta iba directamente á Santiago del Estero^
— 548 —
sin llegar á esta ciudad, en cumplimiento de órdenes-
del ' Directorio de Buenos Aires.
Este hecho heroico del pueblo tucumano, y algu-
nos otros incidentes de gran importancia, que tuvieron
lugar el día de la batalla; se han escapado al ojo es-
cudriñador y penetrante del autor de la " historia de
Belgrano," sin duda por falta de buenos datos, los que
se han conservado por la narración oral que nos hace-
mos eco para referirla tal como la recogimos de boca
de nuestros antepasados.
Pero, como el recuerdo de esos hechos gloriosos
para Tucumán, fatalmente se va perdiendo, á medida
que las generaciones que figuraron en esa inmortal lu-
cha van cayendo en la tumba, y como á cada instante
perdemos algunos de esos preciosos hilos que nos ligaban
á aquellos tiempos homéricos, borrándose así poco á
poco muchos recuerdos gloriosos y hasta los nombres
de los preclaros ciudadanos que se distinguieron en
primera línea, consideramos que es un deber de patrio-
tismo salvarlos del ohddo.
Este deber nos impone la obligación de contar á
nuestros hijos lo que vimos en nuestra infancia, y de
referirles lo que oímos á nuestros padres sobre todo lo
referente á lo que hicieron para legarnos una Patria
libre é independiente.
Los sucesos de que vamos á ocuparnos, no serían
bien comprendidos sin el conocimiento de algunos de
sus antecedentes, y del teatro en que se desenvolvieron,
por lo que creemos indispensable que antes de narrarlos
demos algunas esplicaciones al respecto para su mejor
inteligencia, haciendo al mismo tiempo una ligera digre-
sión para dar mayor autoridad á nuestras palabras.
/
0
549 —
Xo podemos decir con propiedad que hemos sido
contemporáneos á los sucesos que ocurrieron en el año
de 1812, no obstante de que hemos nacido á fines de
abril de 1810, porque en 1819 recien pudidos darnos
cuenta de lo que pasaba á nuestra vista. Sin embargo^
hemos estado después en contacto con los que fueron
actores ó espectadores, hemos vivido entre la generación
que presenció ese drama sangriento desarrollado en los
sudburbios de esta ciudad.
El conocimiento de los más ínfimos detalles é in-
cidentes, que ocurrieron en la batalla eran notoriamente
vulgares á todas las clases sociales. Sin embargo los
datos de que nos hemos servido, no los hemos tomado
de la masa común del pueblo, sino de las personas más
conspicuas y espectables de nuestra sociedad de enton-
ces (^).
La tradición disiente completamente de la "Historia
dí^ Belgrano" en los detalles de algunos sucesos. Además
en la parte descriptiva de las provincias de Salta y
Tucumán, y en lo relativo al curso de los ríos se ha
incurrido en gi'avísimos errores que si bien estos en
nada afectan al fondo de la historia, es necesario rec-
tificarlos para la buena inteligencia de los sucesos.
Para corroborar este acertó vamos á copiar en
seguida un párrafo de la Historia que dice así: "El
[*] Entre las muchas personas de quienes bemos tomado estos datos,
citaremos solamente algunas, que son: el Dr. Lucas Alejandro Córdoba,
Cura y Vicario de Monteros, sacerdote ilustrado y respetable; D. Hermenejildo
Rodríguez, Boticarío y Cirujano del ejército de la independencia, persona
honorable y de vastos conocimientos; D. Felipe Alberdi, hermano del juris-
consulto de este apeUido, persona de mucha instrucción; la Sra. Doña Teresa
Velardez de Araoz, distinguida matrona, viuda del ilustre pr<!)cer, Coronel Ma-
yor don Bernabé Araoz. El general Alejandro Heredia, que aunque no se en-
contró en la batalla perteneció al ejército.
— 550 -
'' rio Juramento ó Pasaje divide á Tucumán de Salta
" y en el punto en donde abandona el nombre de
" Guachipas y toma el de Pasaje, forma un notable
" ángulo saliente, que avanza hacia el Norte y conti-
" núa con la denominación de rio Salado (cubriendo
" ambas fronteras por la parte del Gran Chaco/' (^)
Todo este pán-afo es completamente erróneo. Los
que conocen esas locaUdades, saben que el rio Pasaje
no divide á Tucumán de Saltíi sino el rio Tala^ dis-
tante de aquél como 30 leguas, más ó menos, al Sud;
y saben también que al desprenderse el Pasaje de la
Sierra que ciñe por el Naciente el Valle de Lerma, de
donde sale, se dirige, en rumbo general al Este, Sud-
Éste, y que con esta dirección, más ó menos, penetra
en la provincia de Santiago del Pistero, en donde to-
mando la denominación de Salado^ pasa como 18 ó 20
leguas al Naciente de esta ciudad, formando así, en
cierta manera, la frontera Oeste y Sud del Gran Chaco
Austral y va á derramar sus aguas en el caudaloso
Paraná al Norte de Santa Fé.
Deseripeión de los eaminos entre Jujuy,
Tueumán y Santiago del Estero
El antiguo camino carretero que venia de Jujuy
y de Salta para las provincias del Sud y que es el
mismo que hoy existe, se bifurcaba entonces, como su-
cede hoy mismo, en el lugar denominado Yatasto al
Sud de Metan. El que se apartaba á la izquierda, se
dirijia hacia el Naciente, é iba á despuntar un cordón
de sierras que se ven á esa parte, distantes cinco ó
['] Tomo 2% 4* ed., pág. 96.
— 551 —
seis leguass, que corre de Sud á Norte y que tiene su
origen á poca, distancia al Norte de la ciudad de Tu-
cumán, y asi que doblaba dichas sierras y sus adya-
centes, se dirijia al Sud, en cuyo rumbo cortaba esta
provincia en su ángulo Nord-Este, en el departamento
de Burruyacú, é inclinándose en seguida al Sud-Este,
se internaba en la de Santiago del Estero. Este camino
solo era transitado en aquella época por las tropas de
muías que se llevaban del Litoral á las tabladas de
Jujuy ó al Alto Perú.
El otro que quedaba á la derecha, era el carretero,
ó como se llamaba entonces, camino real. Se dirijia al
Sud y conducía directamente á Tucumán, atravesando
por el Rosario de la Frontera y demás poblaciones que
se conocen actualmente sobre la via férrea, y pasando
el rio Tala entraba en esta Provincia. La primera po-
blación que tocaba era la de Trancas, pueblo muy pe-
queño y de muy pocos habitantes; en seguida pasaba por
las demás poblaciones, que es inútil nombrarlas, hasta
llegar á Tapias, que era la Posta, cuya habitación esta-
ba media legua más al naciente de la que hoy existe.
De alli, pasando el rio de este nombre y el Saladillo,
que estaba en seguida, se internaba en el monte de El
Alfatal que venia á salir al lugar de la Aguadita, en
la Cañada de Los Nogales, distante dos leguas y media
al Norte de esta ciudad.
La eafiada de los Nogales
Era esta en aquellos tiempos, un campo despejado,
cubierto de grandes pajonales, y con pequeñas promi-
nencias en el terreno, cercados con pequeños grupos
— oo2 —
de árboles. Tenia la figura de una elipse prolongada
é irregular, circunvalada de montes altos y espesos. En
su parte Sud habia una especie de gran portada, que
la formaban dos hileras de montes, que se dirijian á
encontrarse en sentido contrario, dejando un espacio lim-
pio y despejado como de dos á tres cuadras, por lo que
se llamaba á este lugar La Paerta Chande. Pasada
ésta se encontraba otro campo mas pequeño, pero mas
despejado.
Al enlnir el camino á esta Cañada, se dividia en
dos ramales: — el de la derecha que era el carretero, ó
camino principal, se dirijia al Sud por el centro de ella,
que luego la abandonaba á la izquierda para tomar la
dirección á la Puerta Grande, en donde cambiaba de
rumbo al 8ud-Este, y se dirijia al punto en que hoy
está situado el Pueblo Nuevo; siguiendo adelante, pasa-
ba, con dirección al Sud, rosando los ejidos del po-
niente de esta ciudad, v volvia á tomar su dirección
anterior para dirijirse al lugar de Santa Bárbara, si-
tuando sobre el rio Salí.
E^l otro también era para vehículos, se apartaba
á la izquierda, con el nombre de camino del Alto, el
cual subiendo la suave pendiente de la Cañada, pene-
traba á un monte alto que se llamaba de Los Sosa,
pasado el cual, atravesaba por un terreno despejado,
poblado solamente en algunas partes de polcares y ma-
torrales, y entraba á esta ciudad por la calle del Cabil-
do, hoy €25 de Mayo)u
Si nos hemos detenido demasiadamente en la des-
cripción de estos caminos, es porque de su conocimien-
to depende la buena intehgencia de los sucesos que se
van á desenvolver.
r
— 553 —
Según lo asevera la historia, (^) el general Belgra-
no traia la idea desde Jujiiy de hacer pié en Tucumán
y esperar al enemigo para batirlo; pero los hechos, y
las medidas que tomó, contradicen esa aserción, porque
si tal pensamiento hubiera traído, habría con anticipa-
ción prevenido á las autoridades de Tucumán y Cata-
marca que reúnan sus milicias y las sujeten á disci-
plina; que reúnan caballadas y todos los elementos de
guerra de que pudieran disponer hasta su llegada. Ade-
mas, habría venido directamente á Tucumán, y nó
por el camino de Santiago del Estero, que lo distan-
ciaba mas de veinte leguas de esta ciudad. — Todo esto
prueba que el general Belgrano no se habia resuelto á
venir á Tucumán. Sin embargo es forzoso convenir en
justa reparación al honor del ilustre General, que el
plan de campaña que habia concebido y premeditado,
de antemano, era aquel, como lo manifiesta en sus re-
petida correspondencia al Director de Buenos Aires;
pero este se lo cruzaba, ordenándole terminantemente
y con apremio que se retirase á todo trance á Córdo-
ba, llevando todo su tren de maestranza, destruyendo y
quemando (^ todo aquello que no pudiera llevar, con-
minándole su cumplimiento con la mas estricta respon-
sabilidad.
Es histórico que después del combate del rio de
Las Piedras, el enemigo se hizo mas cauto, y ya no
hostilizó ni persiguió á los patriotas, dejándolos marchar
libremente. Asi, pues, sin inconveniente alguno nuestro
pequeBo ejército llegó á Yatasto, en donde tomó el ca-
[^] Historia de Belgrano -Tomo 2', 4% ed. pag. 100 y 103.
[*] Historia de Belgrano - Tomo 2% 4* ed. pí»g. 108 y 109.
36 Va
— oo4 —
luino (le la izquierda, que conducia directamente á San-
tiago del Estero. Mientras tanto en Tucumán ni en las
demás provincias del Sud, nada se sabia de esta deter-
minación del ejército patriota, por lo que habia en el
pueblo una ansiosa espectativa y alarmante inquietud..
En esas angustiosas circunstancias llegó el Teniente
coronel don Juan Ramón Balcarce con un corto pi-
quete de soldados, mandado por el general Belgrano
desde Burruyacú con el objeto de recoger todas las ar-
mas que hubieren en la Provincia, ya sean las del ser-
vicio público ó ya sean de los particulares. — Inmedia-»
tamente de llegar este Jefe, mandó publicar un bando
ordenando - que en un término muy perentorio y bajo
penas severas, todo el mundo presentase sus armas, sean
de la clase que fuesen, y sin distinción de personas;
como es de suponerse, esta orden, y las fatales noticias
que en esos momentos circularon de que el ejército pa-
triota se retiraba para Córdoba, sin llegar á esta, ciudad,
y de que el enemigo estaba en marcha sobre Tacumán,
produjeron un gran estupor y una espantosa confusión
y aturdimiento, que era como decirle al pueblo: sálvese
el que pueda.
Era tan apremiante y tan obligatoria la orden de
entregar las armas, que el Oficial del ejército don Ru-
decindo Alvanido que accidentalmente se encontraba en
esta ciudad, tuvo que enviar también su espada, pero
luego se la devolvieron (^).
La presencia del peligro parece que hubiera sido
[^] Este hecho lo refiere el mismo general Al varado en una carta fecha-
da en 18G9 dirigida á la familia del coronel D. Bernabé Araoz, con motivo
de certificar los servicios de este ilustre y benemérito Jefe, cuya carta original
existe en poder de dicha familia.
/
— 555 -
uu poderoso incentivo para enardecer el patriotismo y
retemplar el corage del pueblo tucumano. Jamás á
existido uno en aquella época, más vigorosamente arrai-
gado en el corazón del tucumano, ese noble y elevado
sentimiento de amor á la patria. A su invocación todo
se sacrificaba: vida, hacienda, honores y fama.
Asi fué, que todos los ciudadanos corrieron es-
pontáneamente á la plaza para organizarse militarmente.
Tocaron las campanas del Cabildo llamando al pueblo,
y á los cabildantes. Reunida esta corporación y en se-
sión pública, dispuso destacar una diputación ante el
general Belgrano en solicitud de que no abandonase á
Tucumán sin hacer antes algún esfuerzo para probar
fortuna en ' un combate, ó por lo menos detenerlo, re-
tirándole todo los recursos de movilidad y abastecimien-
to, hostilizándolo de todas maneras, á fin de debilitarlo
reduciéndolo á la impotencia para lo que la estación
les era muy favorable.
Fueron nombrados para desempeñar esa Comisión
el coronel don Bernabé Araoz que á la sazón era la
autoridad principal del país, y el alma de ese movi-
miento patriótico del pueblo, patriota exaltado y deci-
dido, muy prestigioso en toda Provincia, y de una
posición expectable en nuestra sociedad de entonces; el
Cura y Vicario de esta ciudad Dr. don Pedro Miguel
Araoz, hombre de talento natural é inteligencia clara,
de fácil y vehemente palabra, y como coadjutor el Ofi-
cial de ejército don Rudecindo Alvarado (^).
La Comisión se dirigió primeramente al alojamiento
del coronel Balcarce á quien le hizo saber el objeto
[^] Este hecho lo reiíere también el general Alvarado en su citada carta.
— 556 —
de su misión ante el general Belgrauo, que la aprobó
con decisión y acordando con dicho Jefe el enrola-
miento de los cívicos v ciudadanos que concurriesen á
alistarse, se trasladó al Cuartel General que estaba en
Burruyacú. Allí, el general Belgrano la recibió con
demostraciones de una cordial estimación, y habiéndole
hecho presente su moción poniendo al mismo tiempo
á su disposición todos los elementos y recursos que la
Provincia pudiera disponer. El General contestó, que
su solicitud estaba en perfecta armonía con sus vistas
á ese respecto y con el plan de campaña que se había
trazado de antemano; pero que estaba contrariado con
las órdenes severas del Directorio, que le ordenaba re-
tirarse á todo trance á Córdoba, las que tenia forzosa-
mente que cumplir contra su voluntad. Entonces la
Comisión insistiendo en su propósito, redobló sus ar-
gumentos, y hasta se permitió exponerle que abandonar
al pueblo, quitándole sus armas, era dejarlo maniatado
á disposición del enemigo ; — y que dada la exaltación
de los ánimos, no sería extraño que se sublevase, y lo
hostilizase en su marcha. El general Belgrano que bus-
caba un pretexto para desobedecer las órdenes desca-
belladas del Gobierno de Buenos Aires, ninguno más
á propósito, ni más oportuno que el que se le presen-
taba, se decidió á venir a Tucumán; pero pidió á la
Comisión que se le facilitara veinte mil pesos plata
para socorrer la tropa, y mil quinientos hombres de
caballería. La Comisión le ofreció el doble de ambas
cosas.
luraediatamente dio orden al ejército de ponerse
en marcha con dirección á esta ciudad, y él acompa-
ñado de la Comisión, se adelantó, y cuando llegó á
— 557 —
esta, fué directamente al cuartel á saludar á sus nuevos
soldados que, en número de cuatrocientos á quinientos
hombres estaban en ejercicios.
El tiempo era muy apremiante, no debía perderse
un instante, porque de un momento á otro el enemigo
debía aparecer. — Inmediatamente se pusieron en acción
y movimiento las pocas herrerías y carpinterías que
había en la ciudad. — El general Belgrano, desplegando
una asombrosa actividad, se multiplicaba en todas par-
tes. Tan pronto estaba en los talleres donde se hacían
lanzas, ó se componía el armamento del ejército, como
en los cuarteles ó en el campo de instrucción: todo lo
inspeccionaba, no tenía descanso, por que se trabajaba
de día y de noche. Pidió contingentes de hombres á
Santiago y á Cata marca.
Por otra parte el coronel don Bernabé Araoz y
su hemano el Cura don Pedro Miguel y otros ciudada-
nos de distinción, tampoco descansaban un momento en
reunir las milicias de la Provincia, caballadas para mon-
tar estas y el ejército, ganado vacuno para su mante-
nimiento; y tantas otras cosas que se necesitan, en tales
casos, en un ejército. Felizmente el enemigo demoró
en presentarse diez días, tiempo precioso, que lo apro-
vechó ventaiosamente el general Belgrano en medio
prepararse.
El ejército español, después del combate del rio
de Las Piedra?, avanzó hasta Metan, en donde se es-
tacionó doce días, más ó menos, con el objeto de dar
descanso á su tropa y esperar la incorporación de al-
gunas divisiones que quedaron rezagadas. Conseguido
esto emprendió su marcha, y llegando á Yatasto, tomó
el camino real que venía directamente á Tucumán. Allí
— 558 —
vio la dirección del camino que llevaban los patriotas
y el macizo de sierras que se interponían entre ambos
caminos, y supuso que estas no se comunicaban mas
adelante y que por consiguiente el general Belgrano ya
estaría, cuando menos, en Santiago del Estero 6 muy
distante de Tucumán. — La falta de conocimiento de la
topografía de estas tres Provincias lo indujo en un
error gravísimo, que le fué tan fatal. En la s^uridad
de que en Tucumán • no había ninguna fuerza que le
hiciera resistencia, continuó su marcha con plena con-
fianza. Pero, desde allí, principió á notar el vacío que se
hacía en su alrededor por que, todos los habitantes de
las inmediaciones del camino huyeron á los montes con
sus familias y con todo lo que poseían; y dejándolas en
seguridad, volvían con sus amos ó con sus chuzas á
hostilizar al enemigo. Cada uno era un Jefe que obraba
de su propia cuenta, ya sea aislada ó colectivamente;
de manera que en los rumbos inmediatos al camino en
<sida matorral, en cada pajonal, y en cada árbol se
puede decir, habían gauclios armados que caían de im-
proviso sobre todo individuo que se separaba del ejército
de suerte que el enemigo no dominaba mas que el
terreno que pisaba: todo le era hostil y hasta los mis-
mos elementos de la naturaleza estaban en su contra.
Así fué que al pisar la provincia de Tucumán, el coro-
nel Huici, Jefe de la vanguardia, acompañado de un
Ayudante y de un asistente, se adelantó unas pocas
cuadras, de sus fuerzas para entrar á la población de
Trancas, cuando repentinamente cayó sobre él una par-
tida de gauchos, que le tomó preso juntamente con sus
acompañantes, y despojándolos de sus mejores prendas,
y dinero, los hicieron volver á esta ciudad, y esa
misma noche estuvo en presencia del general Belgrano.
"•y
Esas partidas de gauchos voluntarios seguian al
enemigo como moscas, batiendo el campo en su alrede-
dor, y al mas pequeño amago del enemigo se metían
á los montes para volver aparecer de nuevo mas te-
naces, dando cuenta, hora por hora al general Belgrano,
de sus movimientos. El 22 de setiembre llegó á Ta-
pias, en donde pernoctó esa noche, de lo que inmedia-
tamente tuvo aviso el General patriota. Mientras tanto
el general Tristan venía completamente á ciegas, porque
no encontró en toda su marcha una sola persona que
le diera noticias del estado de las cosas, y las que en-
contraba en los ranchos, eran viejos y viejas que no
podían moverse, por consiguiente que nada sabían.
No se imaginaba ni remotamente de que el ge-
neral Belgrano estuviera en Tucumán, y creía que las
partidas de gauchos que lo molestaban, eran puramente
movidas por el interés de robar y saquear á todos los
que se desprendiesen de su ejército.
El 23, el general Belgrano á la noticia de la pro-
ximidad del enemigo, salió de la ciudad y fué á tender
su línea al Ñor Oeste, dando el frente al norte, sobre
la pendiente de un bajo que era la continuación de la
cañada de los Nogales, cuyas señales se encuentran hoy
a pocas cuadras al Norte del Aserradero mecánico que
fué de don Emilio Palacios. Allí esperó formado toda
ese día y por la tarde recien apareció el enemigo en
la cañada, en donde acampó. Con ese motivo el Ge-
neral patriota replegó su infantería á la plaza, cuyas
calles principales estaban foseadas y artilladas conve-
nientemente, á una cuadra de la misma, dejando afuera
su caballería.
Ese día se incorporó al ejército el contingente de
— 560
Santiago del Estero, que más valiera que no hubiera
venido por el resultado que dio.
El campo de las Carreras
La parte Oeste y Sud de esta ciudad era en aque-
lla época una planicie limpia y despejada, en la que
ni se veía ningún arbusto, ni matorral que interceptara
la vista, cubierta su superficie de una yerba, que se
llama gi'ama. Su amplitud en su parte mas angostíi,
que era al Poniente de la ciudad, tenía como tres cuar-
tos de legua, y un poco mas al Sud, tenía mas de una
legua de ancho, de Naciente á Poniente, y como tres
leguas de largo de Norte á Sud. Corría en sentido de
su longitud, pasando muy próximo á la ciudad, una
suave ondulación en el terreno que aun hoy puede no-
tarse en las quintas de don. N. Lillo, de don. Augusto
Abadie, de don Augusto Araoz y del Dr. Próspero Gar-
cía.— La Cancha de las Carreras estaba como á una
cuadra mas ó menos, al Naciente de esa hondonada; y
que es precisamente el mismo sitio que hoy ocupan la
quinta que fué de don Manuel Anabia y la de don
Vicente Grallo, y es también allí mismo en donde dos
años mas tarde se construyó el reducto de la Ciuda-
dela ( 1 ).
[*] Con motivo de que nuestros padres vivieron accidentalmente, en
1825, en la casa que fué del general don Gregorio Araoz de la Madrid, si-
tuada sobre el mismo campo de batalla, que es la misma que boy ocupa la
Capilla y Conveizto de las beatas de Jesús, bemos tenido ocasión en nuestras
correrias de niños de conocer ese campo histórico que se llamó también después
Campo de Honor. Por ese conocimiento y los datos que recibimos de
nuestros antepasados, podemos describirlos, con rigurosa precisión, por que has-
ta aquella fecha no habia cambiado de ñsonomia. Pero ese Campo, la Cindadela,
y la casa del inmortal Bel¿rano, que han debido conser\'arse como reliqííais
^ 561 -
El 24 á la tres de la mañana, el general Belgra-
no salió nuevamente de la ciudad y fué á ocupar el
mismo punto del día anterior, situación extratégica que
le facilitaba ventajosamente rechazar el ataque que le
tragera el enemigo por cualquiera de los dos caminos
teniendo sus espaldas resguardadas por el pueblo. El
General español que venía con la firme persuación de
que el . ejército patriota, no se encontraba en Tucumán,
creyó entrar ese mismo dia á estíi ciudad, levantó su
campo al toque de diana y emprendió su marcha por
el camino que se apartaba á la derecha, dejando reza-
gado, para que más tarde siga sus huellas, el convoy
en que traía su parque, pertrechos de guerra, equipajes,
y los caudales de la caja del ejército.
Aqui es ocasión de referir un incidente, que no lo
menciona la historia de Belgrauo, y al que la tradición
le atribuye una influencia poderosa para el triunfo de
ese día.
El oficial tucumano don Gregorio Araoz de la
Madrid, que ese día estuvo de guardia de avanzada, en
observación del enemigo, cuando vio que éste venía por
la mitad de la Cañada, prendió fuego al campo ante-
rior á ésta. El voraz elemento luego se presentó ate-
rrante en la Puerta Grande, obstruyando el qamino, y
á medida que avanzaba, tomaba proporciones formida-
bles, por los altos y espesos pajonales, que dada la es-
tación, estaban muy secos. Este imprevisto accidente
obligó al ejército á correr tumultuosamente, y en dis-
sagradas, y como momimeDtos vivos de una de las glorias nacionales, para
])erpetuarias á través de las generaciones venideras, desgraciadamente han desa-
parecido completamente, hasta el extremo de que no quedan ni señales de sus
vestigios.
S6
- 562 —
persion á salvarse en los montes de la derecha, que eran
los mas inmediatos, en donde encontraron, á la orilla
del monte, el antiguo carril del Perú que hacía muchos
años que estaba en desuso, y que solo lo transitaban
los vecinos de los lugares para comunicarse entre si [^J
Por supuesto, que con esa corrida km brusca y preci-
pitada, todos los cuerpos del ejército perdieron su or-
den de marcha, continuando como su dispersión en
una hilera confusa y desordenada, que abarcaba como
una legua de extensión.
Esta fué, según la tradición oral, la verdadera causa
del desvío que hizo el ejército español, y no un movi-
miento extratégico, como lo asevera la historia de Bel-
grano, por que no se concibe que el general Tristan
hubiese intentado tal evolución en un terreno que no
conocía, ni tenía la mas pequeña idea de su configura-
ción. Por otra parte, venía tan desprevenido y con tal
negligencia que la mayor parte de su tropa no estaba
suficientemente amunicionada, y su artillería cargada á
lomo de muía; y además, el orden de marcha que traía
su ejército lo imposibilitaba para desplegar en batalla
en un momento dado.
Bajo todo punto de vista, ese movimiento, ó ma-
niobra, habría sido completamente inútil, y sin objeto:
inútil, porque ninguna ventaja le habría reportado hacer
un pequeño desvío para llegar á un punto, que lo mis-
mo habría llegado viniendo por el camino mas corto,
que era el que traía: sin objeto, por que dada la con-
['] Asi se llamaba el primitivo camino que venía de las provincias de
Cuyo á la primera fundación de Tucumán situada á una legua al Sud-Oeste
de Monteros; y saliendo de allí para el Perú y recorriendo todas las poblacio-
nes del Sud, costeaba el Manantial por el Poniente é iba por Cebil Redon-
do, ele. etc.
— 563 —
vicción que traía de que el ejército patriota no estaba
en Tucuraán, no tenía razón de ser ese movimiento.
De todo esto se desprende que el desvío que hizo, fué
forzado por el incendio.
Siguiendo por el antiguo carril del Perú, lleg(5 al
Ojo de Agua del Manantial de Marlopa, situado á una
y inedia legua al Oeste de esta ciudad, en donde le
presentaron un aguatero que levantaba agua para traer
al pueblo (^). El general Tristan le pagó á éste una
onza de oro para que le llevase una pipa de. agua á casa
del Padre Jesuíta don Pedro León Villafañe para ba-
ñarse ese día á las doce (^). Este hecho es una prueba
más, de que el General español traía la plena seguridad de
que el general Belgrano no se encontraba en Tucumán.
Mientras tanto el General patriota, desde la posi-
ción que ocupaba, pudo ver á la simple vista, por entre
la valada de los árboles, y por ser más elevado el ter-
reno por donde iba el enemigo, la dirección que éste
llevaba, calculó en el momento el punto en donde debía
salir, é inmediatamente replegó su línea y se trasladó
al campo de las Carreras, que como se ha dicho antes
estaba como á 9 ó 10 cuadras al Sud-Sudoeste de
nuestra plaza.
Allí tendió nuevamente su línea de batalla dando
(^) Según la tradición, en aquella época no habla mas que un aguatero
que se llamaba José Vaquero, y es á este á c[nien el general español le pagó
la onza de oro.
De paso vamos á referir un hecho curioso. Como en aqueUos tiempos
no habían pipas en Tucunián, ni quien las haga, este individuo se hizo una
de una sola pieza, cortando un gajo de un Pacará monstruosamente grueso y
ahucecándolo por dentro. Este árbol gigantesco y de una enorme grosura, que
tenía tres varas de diámetro, ha existido caido hasta el aflo 1835, en los mon-
tes de la Yerba-buena.
(') La casa del Jesuita Villafañe estaba en la plaza y era de altos sobre la
calle situada en el mismo sitio en que hoy está el Bazar y Joyería del Progreso.
- 564 —
el frente al Poniente sobre la suave ondulación de que
hemos hablado antes, y que es precisamente la misma
línea por donde hoy corre la vía férrea Nacional.
No nos detendremos en describir de la manera
como estuvieron formados los varios cuerpos del ejército
patriota, porque ya lo ha hecho la Historia de Belgrano;
sin embargo agregaremos solamente, que la mayor part^
de las caballerías tucumanas, con unít base de un cuerpo
del ejército formaban el ala derecha, la que pasaba un
poco al Norte de los fondos de la Capilla de Jesús.
La otra parte, con el contingente de Santiago del Es-
tero, y también con otra base de un cuerpo de línea
formaban el ala izquierda, que alcanzaba hasta donde
está hoy situada el Ingenio de don Ja\der Usandivaras.
De la infantería tucumana, una parte concurrió á la ba-
talla y la otra parte quedó de guarnición en la plaza,
que estaba atrincherada y convenientemente artillada.
El trayecto que ocupaba la línea de batalla del ejército
patriota, según referencias de la tradición, abarcaba la
distancia de seis cuadras, más ó menos.
A todo esto, el ejército éspafiol, continuando su
marcha desde el Ojo de Agua para el 8nd, por el mis-
mo camino que había traído, costeaba la margen dere-
cha del Manantial de Marlopa, en un trayecto de media
legua, hasta la altura del puente de dicho Manantial,
en donde dejando el camino á la derecha, dobló al Na-
ciente para pasar el puente, desde donde se dirigió á la
ciudad con rumbo Est^-Nord-Este (^).
(*) La tradición oral dice que la marcha del ejército español desde el Ojo
de Agiia fué por la margen izquierda del Manantial. Esta divergencia con el
texto no tiene importancia alguna por que las dos proyecciones convergen á
un mismo punto. Sin embargo nosotros somos de sentir que la marcha fué
por la margen derecha, por que apareció pc3r el camino del Puente.
- 565 —
El terreno que mediaba entre el puente y los ejidos
de la ciudad, era llano y parejo y estaba su superficie
salpicada de tuscas, arbusto bajo, y espinoso que pro-
duce el aroma, que sin ser un monte, interceptaba la
vista por lo que solo podía distinguirse las cúpulas de
las torres de las iglesias del pueblo. El camino atra-
vezaba esos tuscales.
La Batalla
Serían las nueve ó diez de la mañana del día 24:
el cielo estaba limpio y despejado, y el sol irradiaba
con toda la intensidad de su fulgor, lo que anunciaba
un día caluroso, sin embargo, allá, en el horizonte del
Sud, se distinguía una mancha parda, que presagiaba
una tempestad, ó por lo menos, un huracán. A esa
hora apareció al Poniente por el camino que venía del
• puente, la c^ibeza de la columna del ejercito enemigo,
que entraba en el campo que antes hemos descripto,
por el punto que hoy es la Quinta Normal. T^a sor-
presa y la estupefacción que produjo en el enemigo al
encontrarse en presencia del ejército patriota, formado
en batalla, es indescriptible, y es más fácil concebirla
que explicarla.
Por el momento quedaron petrificados, sobrecoji-
dos de asombro y espanto, sin acabar de persuadirse
de lo que veían. Sobre el primer grupo se iban aglo-
merando los que venían llegando formándose así una
masa informe y confusa. Parece que el general Tris-
tón venía á la cabeza de la columna, porque luego se
vio á varios oficiales partir de allí á todo es(*apo para
atrás, sin duda á apurar la marcha de todo el ejército.
— 566 —
En medio de ese aturdimiento y confusión, que
por lo general se produce en todas las sorpresas, todo
se hacía precipitada y desordenadamente. Los unos
procuraban formar la tropa en batalla; otros se ocupa-
ban en descargar de las muías los cajones de munición
y la artillería, otros en abrir los cajones, y en repartir
á la línea las municiones; algunos en montar la arti-
llería y todo su tren, — los soldados que venían de mar-
cha y llegfiban corriendo á entrar en línea, los gritos
de los jefes y oficiales; las muías y caballos que se
dispersaban asustados: — era todo aquello un maremag-
num de hombres y de cosas que aumentaba la confu-
sión y el aturdimiento. Si el general Belgrano en
esos momentos les hubiese llevado el ataque, habría to-
mado prisionero á todo el ejército enemigo.
Sin embargo, á pesar de todos los inconvenientes
el General español alcanzó á formar en línea dos ba-
tallones de infantería, que servían al mismo tiempo de
núcleo para la incorporación de los rezagados. La ca-
ballería cubría sus flancos. No tuvieron tiempo pai-a
montar sus artillerías, y las dos piezas que alcanzaron
á armarlas no entraron en acción.
Cuando estuvieron así, medio preparados, el ejér-
cito argentino los saludó con una granada, lo que pro-
dujo en las filas enemigas un espantoso estmgo, tanto
en lo material como en lo moral. La artillería pa-
triota que se cubrió de gloria ese día, empezó á jugar
su rol con tanto acierto, que á cada disparo de cañón
se veía oscilar la línea con síntomas de dasbande. El
jefe de la infantería enemiga, desesperado por las tre-
mendas bajas que hacía nuestra artillería, avanzó, sin
tener orden de su General, su línea sobre la nuestra y
-- 567 --
rompió un fuego muy nutrido que era apagado por
nuestra metralla.
El general Belgrano que estaba á retaguardia ocu-
pando el centro de la línea, ordenó al teniente coronel
don Juan Ramón Balcai'ce, que mandaba la caballería
de la ala derecha, que atacase de frente, y al mismo
tiempo ordenó, que nuestra infantería, protegida de una
fracción de la reserva, cargase á la bayoneta. Como
era natural, el movimiento de la caballería fué más
rápido, y su empuje fué fcín terrible que no solamente
arrolló al enemigo de su posición, sino que este en su
precipitada fuga echó por delante al mismo general
Tristán y á la columna de los que aún venian en mar-
cha. La infantería enemiga al ver la derrota de su
costado izquierdo, no resistió al empuje de la de los
patriotas: también huyó precipitadamente.
En momentos tan azarosos pai*a los españoles vi-
no á empeorar su angustiosa situación un terrible hu-
racán. El ruido horrísono que hacía el viento en los
bosques de la sierra y en los montes y árboles inme-
diatos, la densa nube de polvo y una inmensa manga
de langosta que arrastraba, cubriendo él cielo y oscu-
reciendo el día, daban á la escena un aspecto terrí-
fico.
El general Belgrano, después de haber ordenado
esos dos ataques, se diríjió á todo galope á su costado
izquierdo á dirijir personalmente la carga y á animar
con su presencia á la tropa; pero el enemigo se le an-
ticipó á este movimiento trayéndosela él, y á la sola
amenaza del ataque, la división santiagueña se desban-
dó cobardemente en dirección al Sud, envolviendo en
su fuga, no solamente á toda la línea de ese costado
- 568 —
sino que también arrebató al misino General, que en
esos momentos llegaba, llevando en confuso torbellino,
por más esfuerzos que hacía para separarse de ese olea-
je de gente que lo hacía correr contra su voluntad, no
pudo desembarazarse hasta una y media ó dos leguas.
El enemigo no persiguió á los patriotas, ya sea por-
que imestra artillería con sus metrallas y balas razas
le desorganizaba sus columnas ó ya sea porque viendo
que toda la línea española astaba desecha en completa
derrota y dispersión, volvió sobre sus pasos, y siguió
el movimiento de los suyos; ya sea para contener la
dispersión ó buscar á su General.
La caballería patriota de la derecha, que en su
empuje había ido hasta la retaguardia del enemigo lan-
ceando, no solamente á los fugitivos sino también á
una masa de gente (|ue no había entrado en batalla,
persiguiéndola hasta la distancia de media legua hacia
el Poniente. En esta, persecución nuestros gauchos se
entusiasmaron, inducidos por el sebo del saqueo de los
ricos equipajes de los jefes y oficiales.
Al regresar el Coronel Balcarce al campo de ba-
talla después de haber triunfado del enemigo que tuvo
al frente y dispersado también el que estuvo á reta-
guardia, vio que el ala izquierda de los patriotas había
sido derrotada y que la derecha del enemigo que la ha-
bía vencido se dirigia al Poniente, hacia donde él esta-
ba, no creyó prudente atacarla, pues aunque iba un po-
co desoi'ganizada, era superior á la fuerza de línea que
mandaba, por que nuestra caballería gaucha estaba espar-
cida en el campo, entretenida en el saqueo. Mandó
tocar á reunión y medio en dispersión emprendió su
retirada al Sud buscando la incorporación de la izquier-
— 569 —
cIh, y como á una y media ó dos legua;^, vióse un gru-
po de gente, se dirigió al él, en donde encontró al ge-
neral Belgrano á quien saludó vivando á la patria y
felicitándolo por el triunfo obtenido. Asi es como vi-
nieron á reunirse en un mismo punto, distante como
dos leguas, del campo de batalla, los dos extremos de
la línea de los patriotas, el uno vencedor y el otro ven-
cido; y así es también como se explica la presencia del
general Belgrano en ese lugar, en circunstancias que
aun no se había terminado la batalla. Sin creer en el
triunfo, que se le anunciaba, puesto que su presencia
allí era consecuencia de su denota, se ocupó en hacer
reunir los dispersos, que cubrían en todas direcciones
el campo del Rincón.
Por su parte, el general Tristan hacía los mismos
esfuerzos, para reorganizar su ejército sobre el Manan-
tial de Marlopa, que por suerte le había servido de
barrera para contener el desbande de su ejército, que?
de otra manera hubiera sido muy desastroso, y bajo la
base de la columna que se salvó intacta en la batalla,
hizo su reorganización.
A todo esto la infantma patriota quedó dueña del
campo de batalla; pero sin caballería y sin su General
por lo que se encargó del mando el coronel Eus-
taquio Diaz Velez, y formando luego un consejo de
guerra verbal, se dispuso replegarse á la plaza para no
comprometer las ventajas obtenidas en ese dy<\; y teniendo
también en vista de que el enemigo reaccionaba á una
legua al Poniente, sobre el manantial de Marlopa, se
apresuraron á ejecutar esta operación. Al efecto recogie-
ron todos su heridos; todo al armamento, de que estaba
cubierto el campo de batalla, con seis ó siete piezas de
— 570 --
artillería, de las cuales solo dos estaban montadas, y
las demás, á medio armarlas; y colocando á vanguardia
mas de 400 prisioneros, con las banderas, estandarte y
cajas de guen'a tomadas al enemigo, emprendieron la
marcha en buen orden, sin que nadie los molestase.
Tres horas mas tarde, el ejército español, aunque
disminuido en mas de una tercera parte, siempre era
superior al de los patriotas, volvió sobre el campo de
batalla, en donde no encontró más que los cadáveres
de sus soldados, y continuando su marcha sobre la ciu-
dad, vino á situarse en las goteras de esta; en el punto
que hoy ocupa la 4'' manzana y parte de la S"" del Po-
niente de la calle de «Chacabuco», que en aquellos
tiempos era campo.
Veamos ahora lo que sucedió en el convoy y ba-
gaje del ejército español. Lo dejamos en la cañada de
los Nogales en disposición de continuar su marcha en
pos de este; pero luego los conductores se apercibieron
del incendio, el que, con el viento de ese dia, había to-
mado proporciones at<errantes, lo que los obligó a to-
mar á toda prisa el camino del Alto, para salvarse en
el monte. Continuando después lentamente por ese ca-
mino, y haciendo paradas á cada instante con el objeto
de esperar que pasara alguna persona que les diera no-
ticias del ejército, lo - que no consiguieron en todo el
día. Como yá declinaba el día y creyendo que el ge-
neral Tristan estuviera en posición de la ciudad, entra-
ban por la tarde por la calle del Cabildo fhoy 25 de
Mayoj. Pero á poco andar fueron vistos por la guar-
nición del cantón que estaba en esta calle, á una cuadra
de la plaza; y llamándoles la atención esta tropa de
muías cargadas y carretas que entraban confiadamente
— 571 —
en circunstancias tan anormales, salió un piquete de 25
ó 30 hombre^ á reconocerlas. A todo esto, ni los con-
ductores, ni la escolta del convoy ne apercibían de su
error hasta que el oficial que mandaba el piquete, en
actitud amenazante, mandó echar pié á tierra á todo el
mundo, y á los remisos los bajaba á culatazos, enton-
ces recien se dieron cuenta que estaban en poder de
los patriotas. En el barullo y la algazara y aturdimien-
to que les produjo esta sorpresa, no atendieron á las
cargas, por lo que algunas muías cargadas de plata se
dispararon por las calles, las que fueron aprovechadas
por algunos vecinos [^].
De esa manera inesperada, vino á caer en poder
de los patriotas todo el parque, pertrechos de guerra,
equipajes y dinero del ejército español.
Esta importantísima presa para los patriotas, que
equivalía á desarmar al enemigo, produjo, como era
natural, tanto en el pueblo como en el ejército, una
inmensa alegría, con cuyo motivo se echaron á vuelo
todas las campanas de los cuatro templos de la ciudad
El general Tristán que estaba posesionado en el punto
que antes hemos indicado, oyendo los repiques se per-
día en congeturas, sin atinar con la causa de tanta
alegría de los de la plaza, y en su confusión, no en-
contraba otro motivo que el descalabro que él había
sufrido ese día, lo que lastimaba mucho su orgullo y
amor propio, por lo que, en seguida intimó rendición
á los patriotas, quienes le contestaron con la arrogancia
y provocación que refiere la Historia de Belgrano.
O La tradición designaba con sus nombres propios á los ciudadanos
que tuvieron esa suerte inesperada; pero nosotros escusanios de repetirlos aqui,
por no herir las suceptibilidades de las familias descendientes de aquellos.
;
^
— 572 -
Mientras tantos, los jefes de la plaza íngnoraban
coüipletíimeute de lo que le habría sucedido á su Ge-
neral, ni este sabía nada de la suerte que los aconte-
cimientos del día le habían separado á su infantería.
Sin embargo, el general Belgrano había reunido como
500 hombres de sus dispersos y acampó para pernoc-
tar, según la tradición, en Santa Bárbara, sabré el paso
del rio Salí del camino real que iba á Santiago del
Estero; y según la Historia de Belgrano, en el Rincón,
sobre el paso del Manantial en el camino que iba á
los Departamentos del Sud de la Provincia [^].
Ksa noche, como á las nueve, se presentó en la
trinchera de la calle dé la Matriz (hoy Congreso) el
capitán don José M*. Paz enviado por el general
Belgrano á averiguar si la guarnición de la plaza se
sostenía aún y á tomar noticias de lo que había suce-
dido á la infantería. Después de ser reconocido, se le
puso al foso de la trinchera unos tablones de puente
para que pasara su caballo, y habiendo conferenciado
con los jefes de la plaza, de quienes recibió todos los
datos ocurridos ese día, y de la decisión y entusiasmo
de que estaba animado el pueblo y la tropa, regresó
inmediatamente. Mientras tanto, el general Belgrano
que estaba sumamente abatido, se paseaba de un punto
á otro con agitación febril, esperando con ansiedad la
vuelta del oficial Paz, que á su juicio ya tiu-daba mu-
cho y temía que hubiera sido tomado por el enemigo,
[^] Estas dos versiones contradictorias, tampoco tienen importancia alguna
puesto que los dos puntos están muy inmediatos entre si, el primero queda
al Naciente del segundo á distancia como de ''/^ de legua; pero, á juzgar por
las circunstancias, se debe creer que fué en el primero, porque ese era el ca-
mino que debía tomar en caso de un desastre.
— 573 —
lio obstante de haber venido acompañado de un buen
baqueano y por caminos excusados.
Como á las 4 horas despu(^s, regreso este lleván-
dole las importantes noticias que ya conocemos. I^a
transición que se operó instantáneamente en el ánimo
del General, fué muy marcada. De la postración y aba-
timiento en que se encontraba, pasó rápidamente á la
alegiía y al contento; y según lo asevera la tradición,
el general Belgrano, que, aunque hacían varifts noches
que dormía poco, . por el cúmulo de atenciones que te-
nia, esa noche tampoco pudo dormir, debido á una
fiebre nerviosa que le producía insomnio, ocasionada
por los acontecimientos de ese día, y más que todo
por la fuerte sensación que acababa de recibir con las
noticias importantes trasmitidas por el capitán Paz. A
su juicio la patria se había salvado, y el ejército ar-
gentino iba á cubrirse de una inmensa gloria por el
triunfo completo, que no debía tardar. El ejército ene-
migo quedó reducido á la impotencia hasta el extremo
de no poder proporcionarse los recursos necesarios para
su subsistencia, por lo mal monta,da que estaba su ca-
ballería dada la flacura de sus caballos. Con estos
antecedentes, que se los dieron los prisioneros, y las
noticias que llevó el capitán Paz, el enemigo estaba
vencido, y por consiguiente no podía permanecer mu-
chas horas delante de la ciudad.
Esa misma noche, los jefes de la plaza usaron de
un ardid que les dio un maravilloso resultado. Fin-
gieron una correspondencia dirijida al general Belgrano
desde Santiago del Estero, suscrita por un jefe de
Buenos Aires (cuyo nombre no recordamos) en la que
le decía más ó menos lo siguiente: Que de manera
— 574 —
alguna se comprometiera en una batalla, ha^ta que
él se le reuniera^ que, á más tardar, sería dentro de
dos días; que traía dos batallones de infantería y
dos reffimieiitos de caballearía (los nombraba) y qve
le aprontase algún caballada para remontar su ca-
balleHa, porque con las marchas forzadas que venía
haciendo se le había inutilizado mucha parte (*).
Hecha esta nota tomaron un paisano muy avisado, y
valiente, JL quien enseñaron lo que tenía que hacer, y
el papel que debía representíir ante el General español
Al siguiente día muy temprano' salía nuestro hombre
la ciudad con dirección á la otra banda del rio Salí,
en donde haciendo correr su caballo largas distancias
liasta fatigarlo y hacerlo sudar mucho, se dirigió al
campo del ejército enemigo y penetró en él pr^untan-
do por el general Belgrano. El oficial que lo recibió
le ordenó que se bajase para llevarlo ante la persona
que buscaba, lo que le hizo inniediatameíite; pero lue-
go se detuvo muy sorprendido y asustado, y quiso
volver á tomar su caballo para huir, entonces lo toma-
ron preso y lo llevaron ante el general Tristán, quien
no dándole importancia á la equivocación del gaucho,
le interrogó sin embargo, de donde venía y con que
objeto buscaba al general Belgrano. Este contestó con
toda la timidez y encogimiento de un culpable, que ve-
nía de Santiago del Estero, mandado por el general
tal, trayendo una carta para el general Belgrano.
Al oir esto el General español tomó mayor inte-
rés en el asunto y le hizo otras preguntas, á las cua-
{}) De los batalloDes que se nombraban en la nota, solo recordamos uno
que era número 11, y creemos también que nombraba el 2" ó 3er. terrio de
Patricios.
— 575 —
les contestaba según sus instrucciones; y á pesar de
sus protestas de que lo habían obligado á venir, se
lo registró en su cuerpo, en su ropa y montura; y no
encontrándole más que la correspondencia, que 61 mis-
mo había denunciado se le puso preso Q).
Esta comunicación que la casualidad había puesto
en sus manos, vino á empeorar la ya angustiosa si-
tuación en que se encontraba el General español. Efec-
tivamente, su posición era sumamente difícil é insoste-
nible: su ejército estaba disminuido en más de una
tercera parte, entre muertos, heridos, prisioneros y dis-
persos, y el resto que le quedaba estaba desmoralizado
por el suceso del día anterior: su caballería, también
reducida á la mitad, estaba muy mal montada por la
flacura de sus caballos, y por consiguiente imposibili-
tada de prestarle servicio alguno; mucho más, cuando
ya se había hecho sentir el general Belgrano con ima
división de caballería de más de 600 hombres, la que
por momentos debia engrosarse con menos resfuerzos
de la campaña. Bu parque y pertrechos de guerra con
la baja militar del ejército, había caído en poder de
los patriotas: — y á todo esto se agregaba la infausta
noticia que acababa de recibir de que al dia siguiente
tendría encima otro ejércitx), que unido á los de la plaza
y á las caballerías, que ya principiaban á actuar sobre
{}) Este hecho se lo oímos refeiir en 1834 á un coronel Fernandez, bo-
liviano, que había sido muy prestigioso entre les indígenas del Alto Perú, que
se sublevaron contra las autoridades del Rey, y á favor del ejército argentino,
y bajo la denominación de repuhliqíietas hostilizaron tenazmente al ejército
español, hasta que en los desgraciados combates de Irupana y Condorchinoca
sucumbieron todas esas insurrecciones, para retoñar más tarde con mayor \i'
gor. Este prestigioso jefe se acogió en el ejército argentino, y allí contrajo
intima amistad con el coronel Manuel Borrego, á quien acompañó en todas las
visicitudes de su agitada vida, hasta su trágico lin en Navarro.
■-576 —
él, le traerían la ruina y perdida total de su ejá'cko
de una uianera inevitable. No íe quedaba más recur-
sos que una retirada sin p(?rdida de tiempo. Así fué
que á las 12 de esa misma noche emprendió su mar-
cha ó más bien dicho, su fuga.
Ese mismo día el general Tristan le dirigió una
carta amistosa al general Belgrano, cuya introdución
era la siguiente: a Mi querido Manuel: ¿ Quien nos ha-
bría dicho, cuando estudiábamos en Salamanca, que co-
rridos los tiempos, habíamos de ser militares, mandar
ejércitos, ser enemigos, y batirnos? — ¡Vicisitudes de la
vida!!)) No recordamos si le pedíí^ ó le mandaba un
cajón de cigarros habanos [^].
Asi terminó esta memorable jornada, cuyo resul-
tado fué debido,* en su mayor parte á un cumulo de
hechos providenciales, y no á combhiaciones militares,
por lo que el pueblo lo atribuyó á milagro de la Vir-
gen de Mercedes por que tuvo lugar en el dia de su
festividad.
Esta batalla, aunque como un hecho de armas no
tiene gran importancia, fué sin embargo la mas tra^scren-
dental para la causa de la independencia, por su in-
fluencia, no solamente en los destinos de la Repúbh'ca
Argentina, á los que fijó sus rumbos, sino también en
los de medio continente Sud-Americano. Es indudable
que ella salvó la revolución de Mayo que en esos mo-
mentos pasaba por circunstancias muy críticas y azaro-
sas, por que según se sabe, se trataba secretamente en-
tre el Príncipe Rejente del Brasil y el directorio de
Buenos Aires, de traer de Reina de la Argentina á la
['] Este hecho nos lo refirió clon Ilermeiiejildo Rodrigue/.
— 577 —
Princesa Carlota, hermana de aquel, cuyo inicuo plan
fué desbaratado por el triunfo de Tucumán.
Se aseguraba también que para salvar de su com-
promiso contraído con el Rojente del Brasil, se hizo en
Buenos Aires un simulacro de revolución, para derro-
car al Directorio que lo había contraído, lo que tuvo
lugar el 8 de octubre, tres días después de haberse te-
nido la noticia del triunfo del campo de las Carreras.
De manera que se puede decir con verdad, que
la batalla de Tucumán y la del campo de Castañares
en Salta, que fué el complementó de aquella, son la
base de todas nuestras grandes glorias nacionales, por-
que sin ellas no habrían tenido lugar la expediciones
sobre Montevideo, Chile, Alto y Bajo Perú y Quito, en
las cuales el cañón argentino ha tronado en cien bata-
llas para dar libertad é independencia á pueblos esclavi-
zados durante tres siglos.
En presencia de estos hechos, es forzoso convenir
con el general Mitre en que la batalla del 24 septiem-
bre de 1812 en Tucumán salvó la revolución argentina,
y con ella si no salvó también los destinos de la Amé-
rica del Sud, por lo menos preparó y contribuyó po-
derosamente al triunfo definitivo de su independencia.
Pero por una aberración inconcebible, estas dos ba-
tallas que por la magnitud de sus consecuencias y por
la grandiosidad de sus resultados, deberían ocupar el
primer término en el calendario de nuestras glorias na-
cionales y celebrarse á la par del 25 de Mayo en to-
da la República, desgraciadamente no sucede así, sino
que solo en Tucumán y Salta se festejan los aniversa-
rios de esos inmortales acontecimientos.
Marcelino de la Rosa
TiicuiuáD, octubre de 1890.
37
578 —
Carta del general Alvarado á que se
refiere la nota de la página 354
Salta, febrero 6 de 1869.
Señora Teresa V, de Araoz.
Señora de mi particular estimación.
En posesión de la apreciable carta de V. fechada en Tuca-
mán á i¿6 de enero anterior, en que se sirve V. solicitar mi tes-
timonio respecto al patriotismo y servicios prestados en la Inde-
pendencia por su respetable padre el señor Bernabé Araoz, como
á uno de los pocos que sobreviven de aquella época de sacrificios
heroicos y que circunstancias especiales me pusieron al alcance
de conocer los que en el año doce se pusieron en práctica en la
defensa de esa ciudad, me congratulo de que haya llegado esa
oportunidad, para expresar lo siguiente:
Me encontraba eu Tocuraán á fines de agosto del referido
año doce, cuando se recibió la noticia de la retirada del ejército
que mandaba el general Belgrano, perseguido y molestado de
cerca por el de los realistas 4 las órdenes del general Pío Tris-
tan. El abandono que habían hecho de Jujul y Salta envolvía la
convicción de la superioridad de las fuerzas realistas, de la debi-
lidad de los Independientes, y lo que .era más afligente, se desco-
nocía el punto hasta donde podría ausentarse nuestro pequeño
ejército, que bien podía tenerse fuera hasta las márgenes del
Plata.
En tan melancólica espectativa, llegó del ejército el teniente
coronel de Húsares^ Juan Ramón Balcarce, desprendido del ejér-
cito en comisión, de la fuerza del general Belgrano
La primera y única disposición que dictó el comisionado, fué
la de que todos presentaran las armas que tuviesen, como se veri-
ficó, con las escopetas, sables, pistolas y hasta espadines de loa^
cabildantes, de lo que se apoderó el .señor Balcarce, sin más es-
cepción que mi sable y pistolas, que como oficial me fueron de-
vueltas.
— 579 —
Semejante medida exalta los ¿nimos de los patriotas tiicu-
manos y muy noblemente el del señor Bernabé, padre de Vd. en
cuya casa se practicó una reunión de vecinos y se acordó por
unanimidad nombrar una comisión cerca del comandante Balcarce,
para manifestarle el disgusto que sentía el pueblo, por la medida
que tomaba, de desarmarle ó inutilizarle así los esfuerzos genero-
sos que ofrecieran, si el ejército se resolvía ayudarlos én su
defensa.
Confusamente recuerdo que la comisión nombrada en la reu-
nión de vecinos, fué compuesta por el infortunado padre de Vd., por
el doctor Pedro Miguel Araoz y por mi que vivamente secundaba
el movimiento de defendernos.
Pidió el señor Balcarce mil hombres montados y una suma
de dinero y el señor don Bernabé, contestó que en lugar de mil
hombres, serían dos mil lo que ofrecía y en cuanto á la suma de
dinero dijo, que sería llenada inmediatamente.
El patriotismo tan puro como heroico del padre de Vd., su
bien merecida influencia en su Provincia y los medios que nunca
economizó en defensa de la patria, le dieron títulos de honor que
ojalá hubieran sabido apreciarse, ¡mas la revolución todo lo pertur-
ba y confunde!.
Rudecindo Alrarado,
580 —
Batalla de Tucumán
PRIMER PART£
Excmo. Señor :
La patria puede gloriarse de la completa victoria que ha»
obtenido sus ai'inas el 24 del corriente, día de Nuestra Senor&
de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos : 7 cañones^
8 banderas, y un estandarte : 50 oficiales, 4 capellanes, 2 curas,
600 prisioneros, 40O muertos, las municiones de cañón y de ftisil^
todos los bagages, y aun la mayor parte de sus equipages, son
el resultado de ella. Desde el liltimo individuo del ejército, has-
ta el de mayor graduación se han comportado con el mayor
honor y valor. Al enemigo le hé mandado perseguir, pues con
sus restos vá en precipitada ñiga ; daré á V. E. un parte por
menor, luego que las circunstancias me lo permitan.
Dios guarde á V. E. muchos años. Tucumán, setiembre 26
de 1812.
Manuel Belgraíio
Excmo. Superior Gobierno de las Provincias Unidas del Rio
de la Plata.
Parte detallado de la misma
Exmo. señor.
Escribir la historia de la gloriosa acción del 24 del presente
para que V. E. tuviese un conocimiento de sus pormenores, exige
un tiempo que las muchas atenciones urjentes y de la mayor im-
portancia no me permiten emplear; pero deseoso de no defraudarle
el placer que debe llenar de sensibilidad su corazón, al observar
por mi sincera relación la energía, el celo, el valor á prueba de
los individuos del ejército, y de todo el heroico paisanaje de las-
— 581 —
Provincias que nos ha acompañado, muy particularmente el de
Jujui, Salta, esta ciudad y Santiago del Estero, me contraigo en
lo posible á referir á V. E. cuanto se ha ejecutado, asi en gene-
ral, como en particular, por salvar la patria y poner en respeto
sus armas, bien que previendo que se me escaparán muchos he-
chos, machas singularidades todas dignas de la atención de V. E.
pero que ya mi memoria no puede abarcar.
Por mi parte anterior sabe V. E, que el enemigo me perse-
guía, su número no lo había podido fijar, porque las relaciones
variaban, según el modo de ver de mis espías; pero observada la
resolución de todos los individuos del ejército, y de cuantos pa-
triotas se unieron á sus banderas, de morir ó vencer, me decidí
á sostener las armas, sin tener consideración k las fuerzas que
dirijia la tiranía contra nosotros, y ya el número de ellas no fija-
ba mi atención, sino la dirección que traían.
Varió esta por los diferentes caminos que presenta un cam-
po, que, aunque cubierto de bosques, tiene sin embargo diversos
rumbos que se dirijen á esta ciudad, por donde puede viajarse
fácilmente con un ejército, venciéndose los obstáculos que hay
que no son de gran entidad.
Había preparado el campo de batalla al norte de esta ciu-
dad, y el 23 por los partes que se me dieron, tuve allí la tropa
dispuesta para i-ecibir al enemigo, que habiendo acercado sus
avanzadas hasta un poco más de un cuarto de legua de mi posi-
ción, retrogradaron, y fueron á reunirse á Tapi- viejo con el grueso
del ejército.
Al día siguiente, esperando que el enemigo volviese á tomar
el camino real, me situé en el expresado campo á las dos de la
mañana; pero á las siete de ella, se me avisó venía por el cami-
no de la costa del bosque, y en efecto bajó hasta el Manantial
al sud oeste de esta ciudad, y se dirigió por ese rumbo al campo
de las carreras.
Ya me había situado en él, y conocida la marcha del enemi-
go puse el ejército á su frente, y observando sus maniobras, y
disposiciones para formarse, antes que pudiera verificarlo^ mandé
desplegar en batalla mis divisiones y que atacase la infantería á
la bayoneta, y avanzase la caballería que cubría mis alas, refor-
zando con parte de la división de reserva los del ala ierecha.
Se ejecutó con el mayor denuedo después de unos seis ú
ocho tiros de cañón, que abrieron claro en la linea enemiga, en
tanto grado, que en diez y seis minutos del fuego más vivo, se
— 582 -
logró destrozar al enemigo y consecutivamente apoderarse de su
artillería, municiones, bagajes, equipajes, poner en vergonzosa
ííiga la mayor parte, que se persiguió por la caballería con el
mayor encarnizamiento, el cual no dio lugar á rehacerla con la
prontitud que se requería para concluir con todo el ejército ene-
migo.
Con este motivo las divisiones de infantería y el cuerpo de
reserva con una parte de la ala izquierda de la caballería, se re-
plegaron á la ciudad, llevándose prisioneros, municiones del ene-
migo, cañones, doce carretas y otros muchos objetos, mientras yo
trataba de reunir la caballería que había mandado avanzar.
El enemigo replegó parte de sus restos y se acercó á las
orillas de la ciudad, con el intento de no manifestar su debilidad
y se atrevió á intimar la rendición en los términos de la copia
núm. 1, á que contestó mi segundo el mayor general Diaz Velez,
según la copia núm. 2.
En entos momentos me acerqué con la caballería á ponerme
á su vista, y resolví no continuar la acción, asi por ponerme de
acuerdo con las fuerzas de la Plaza para los ulteriores movimien-
tos, como por evitar que continuase la horrorosa efusión de san-
gre, que ya presentaba el campo cubierto de cadáveres que afli-
gía el corazón más duro, mucho más al observar que todos aquellos
desgraciados eran nuestros hermanos alucinados.
Así fué que me retiré para dar algún descanso á la tropa y
caballos, y el enemigo quedó en su posición hasta el dia 25, en
cuya mañana habiendo vuelto en sus inmediaciones teniendo mi
correspondencia libre con la Plaza y siguiendo mi idea de que
no se derramase más sangre americana, dispuse mandar al coro-
nel don José Moldes, segundo teniente de «patriotas decididos» con
«1 oñcio núm. 3, para el mayor general del ejército de Abascal
don Pió Tris tan, quién me contestó con el núm. 4: é intervinien-
do alguna idea de que podía acercarse á tener ima conferencia
conmigo, suspendí todo movimiento hostil, y di orden al Mayor
General para que no se atacase á menos de que el enemigo no
lo hiciera; porque confieso á Y. E. que mi espíritu estaba afligido
con tanto americano como había sacrificado la tiranía por soste-
ner las cadenas de la esclavitud.
Mi esperanza salió vana, y después de anochecido fui con la
caballería al Manantial para lograr algún descanso; pero ya con
la determinación de esperar alguna insinuación del Jefe enemigo
hasta las diez de la mañana siguiente, ó en caso contrarío, finali-
— 583 —
sar la acción por los medios de la guerra y libramos de los tra-
bajos y fatigas que sufríamos.
Pero el jefe enemigo prefirió á toda amigable proposición, á
todo medio de conciliación, que acaso habría concluido la guerra
civil en que la tiranía nos tiene envueltos, el huir vergonzosa-
mente, llevándose los tristes restos de su ejército que vá perse-
guido por una división que he puesto al mando del Mayor Gene-
ral, y que diariamente hace prisioneros, sin traer á consideración
lo mucho que han pillado algunos de la tropa y el paisanage en
cuanto, durante la persecución del enemigo, cayó bajo sus manos;,
y asi mismo los muertos, heridos y dispersos que ha tenido el
ejército de mi mando.
La fuerza del enemigo era de tres mil hombres de toda arma,
con tres piezas de artillería de cuatro, dos y uno, mientras la
del ejército que le oponía no llegaba d mil seiscientos Jiombres
con cuatro piezas de ú sei.s^ entre los cuales apenas se encuentran
trescientos viejos soldados; pero animados hasta el más nuevo
recluta, y el paisano que había venido de su hogar á la camorra,
como ellos dicen, de un espíritu patriótico, y de un fuego tan
vivo para vencer, que no es dable á mi pluma poderlo pintar
para que se conozca en todo su lleno; solo puedo compararlos á
los defensores de Buenos Aires, y reconquistadores de Montevi-
deo, Maldonado y la Colonia de 1807.
Por esta comparación vendría V. E. en conocimiento de las
heroicidades que se habían ejecutado hasta por nuestros tambores
y por los paisanos que nuncH se habían hallado en acciones de
guerra, y ni aún tenían idea del silbido de las balas; son muchos
los hechos particulares; pero lo que debe admirar el orden, la su-
bordinación y el entusiasmo de los reclutas de infantería, de la
Quebrada del Volcan, de Jujuí, de la Quebrada del Toro y de
Salta, que pisaban los efectos, y dineros de los enemigos sin aten-
derlos por perseguirlos, y concluirlos: jóvenes todos que por pri-
mera vez experimentaban los horrores ie la guerra; pero que su
deseo de la libertad de la patria se los hacía mirar con fría indi-
ferencia.
Quisiera estampar sus nombres para que la posteridad los
recordase con la veneración que es debida; más esto no es dable
y me contentaré con que en la lista de revista que han de pasar,
queden con la nota honrosa que merecen para que obtengan en
su tiempo las atenciones de la patria.
Los hijos de Jujuí y Salta que nos han acompañado, los de
^^ 584 —
Sautiago del Estero y los TuciimaDos que desde mi llegada á esta
ciudad me dieron las demostraciones más positivas de sus esfuer-
zos y empeño de libertar la patria, comprometiéndose á que Tu-
cumán fuese- el sepulcro de la tiranía, han merecido mucho, y no
hallo como elogiarlos; á todos parecía que la mano de Dios los
dirigia para llenar sus justos deseos.
El orden del ejército fué el siguiente: la artillería volante al
mando del Barón de HoUmberg, y las cuatro piezas de que se
componía, al del capitán don Francisco Villanuova, teniente don
Juan Santa María, teniente don Juan Pedro Luna y teniente don
Antonio Giles; las municiones en dos carretillas al cargo del sub
teniente don José Velazquez: todos cumplieron con su deber, y
los tiros que hicieron fueron acertados: sirvió de ayudante don
José María Paz.
La infantería formaba tres columnas: la primera al mando
del ayudante don Carlos Forest, capitán del número 1, ss^rgento
mayor interino del número G y comandante de cazadores del nú-
mero ], mi ayudante don Gerónimo Helguera y don Blas Rozas,
ayudante mayor del número 6, la segunda al mando de don Igna-
cio Warnes, primer comandante del número 6, y sus secciones al
de los capitanes, don Manuel Rafael Ruiz, don José María Sem-
pol y don Melchor Tellería, la tercera al mando de don José
Superi, comandante de pardos y sus secciones al de los tenientes
don Ramón Mauriño, don Bartolomé Rivadera, capitán don An-
tonio Viscarra, en esta columna estaba de comandante de guerri-
llas el subteniente graduado de teniente, don Tadeo Lerdo.
La división de caballeríji que formaba el ala derecha, al
mando del teniente coronel, don Juan Ramón Balcarce y sus
secciones al del capitán de Húsares, don Cornelio Zelaya, del
sargento mayor de Tarija, don Pedro Antonio Flores y teniente
de voluntarios, don Rudecindo Alvarado: la división del ala
izquierda, al mando del teniente coronel graduado comandante
interino de Húsares, don José Bernaldos y sus secciones, al del
capitán, don Francisco de Paula Castellanos, y al de los capitanes
•de milicias, don Fermín y don Nicolás Baca.
El cuerpo de reserva al mando del teniente coronel, don
Manuel Borrego, y sus secciones, al del capitá)i, don Estevan
Figueroa, teniente don Miguel Sargárnaga, y el capitán don Ma-
nuel Inocencio Pesoa: la división de caballería al mando de don
Diego González Balcarce, sargento mayor y comandante interino
■de dragones, y sus secciones al de los capitanes^ don Antonio
— 585 —
Kodrigaez, don Domingo Arévalo y el teniente, Rufino Valle.
La plaza la dejé al mando del comandante de artillería, don
Benito Martínez, con el subteniente de artillería, don Juan Ze-
bailoH, seis piezas, un piquete de infantería y parte de mi com-
pañía de patriotas decididos, compuesta de los de Cochabamba y
^Chayanta que formaban mi escolta, á las órdenes del teniente
-coronel, don Manuel Muñoz y Terraza: dicha compañía la tuve
dividida en los cuerpos de Húsares y Dragones, destinando los
hijos de Tuoumán á los primeros, y los de Salta y Jajuy, á los
últimos: on comportamiento y esfuerzos por el mejor servicio
correspondieron á todas mis esperanzas y la patria se complace-
rá siempre con hijos tan beneméritos que todo lo abandonaron,
sujetándose á la vida más extrícta del soldado, por salvarla.
Ya diJA á V. E. en mi parte del 26, que desde el último
individuo del ejército hasta el de mayor graduación se han com-
portado con el mayor honor y valor; pero debo recomendar muy
particularmente al coronel, don José Moldes, que me ha acompa-
ñado en todo, me ha ayudado y manifestado un ánimo heroico y
«1 deseo de salvar la patria: á mi edecán el teniente coronel, don
Francisco Pico, y ayudantes, el capitán, don Dámaso Bilbao,
y tenientes, don Manuel de la Vaquera; á los ayudantes del
mayor general, capitán, don Eustaquio Moldes y teniente, don
Alejandro Heredia.
Son también de un mérito distinguido, don Carlos Forest con
toda su división de cazadores, que tomó tres cañones, don Ma-
nuel Dorrego, con su división de reserva que tomó el resto y las
municiones y entre ambas, la mayor parte de los bagajes: asi
mismo lo es el comandante segundo del número. 6, don Miguel
Araoz, que sin embargo de hallarse todavía herido de la acción de
las Piedras^ á trabajado con empeño y su valor acostumbrado.
Me sería preciso nombrar á todos los jefes y oficiales y de-
más individuos del ejército que han manifestado su honor y valor
si hubiese de complacerme á mi mismo por lo que he visto, y
por lo que se me ha informado; pero lo dejaré para hacerlo por
separado en las ocasiones que los interesados lo exijan, para
hacerlo para su satisfacción.
Dios guarde á V. E. muchos años.
Tucnmón, 29 de «cpticmWrc de 1812.
Exmo. Señor:
M. Belgrano.
JSxmo, Superior Gobierno de las Frovincias Unidas del Bio de la Plata.
37 Vs
586 —
Batalla de Salta
PRIMBB PABTE
Exmo. Señor.
El Todo Poderoso ha coronado con una completa vicioria
nuestros trabajos: arrollado, con las bayonetas y los sables, el
ejército, al mando de don Pió Tristán, se ha rendido del modo
que aparece de la adjunta capitulación: no puedo dar á V. E.
una noticia exacta de sus muertos y heridos, ni tampoco de lo»
nuestros; lo cual haré más despacio, diciendo únicamente por lo
pronto, que mi segundo el mayor general Diaz Velez, ha sido
atravesado en un muzlo de bala dé fusil, cuando ejercía sus fun-
ciones con el mayor denuedo, conduciéndola el ala derecha del
ejército á la victoria: su desempeño, el del coronel Rodríguez, jefe
de la izquierda, y el de todos los comandantes de división, asi
de infantería como de caballería, é igualmente de los oficiales de
artillería y demás cuerpos del ejército ha sido el más digno y
propio de americanos libres que han jurado sostener la sobera-
nía de las Provincias Unidas del Río de la Plata, debiendo re-
petir á V. E., lo que dije en mi parte de 24 de septiembre pa-
sado, que desde el último soldado hasta el jefe de mayor
graduación, é igualmente paisanaje se han hecho acreedores á la
atención de sus conciudadanos y á la distinción Con que no dudo
que V. E. sabrá premiarlos.
Dios gaarde á V. E. muchos años, á 20, á la noche de fe-
brero de 1813.
Exmo. Señor:
M. BBL&BA.NO.
Exnw, Supremo (rohier>w de las I*}'ovÍ7icias JliidfiH del R'io de la
Plata :
Parte detallado de la misma
Excmo. Señor.
El ejército se propuso en el río del Juramento, otro tiempo
el Pasaje, venir á celebrar el reconocimiento de la soberanía de
las Provincias del Rio de la Plata, arrojando á los tiranos de
» •
I
fj
,1- ^^ •
J
— 587 —
•esta capital; pues cabalmente esto es lo [que ha sucedido, ;de
un modo digno de los americanos libres; que mediante el decidi-
do favor del cielo, á proporción de los obstáculos que se les
presentan, redoblan su empeño para vencerlos.
Desde aquel punto escribí á V. E. el día 12, y á las seis
de la tarde, emprendí la marcha á la Ciénega con toda la fuer-
za reunida: seguí á la Cabeza del Buey, y en la mañana del 14,
con motivo del parte N® 1<>, continué á Cobos sin ser sentido
del enemigo.
El suceso de la avanzada á que se refiere el expresado par-
te, llegó desfigurado á su noticia, y entre si era una de las
partidas del ejército ó el todo, llegué á Castañares con aquél
en la noche del 17, sin encontrar más impedimento que las aguas,
que á torrentes cayeron sobre nosotros desde Cobos, y un retazo
de camino tan pésimo que el empeño y constancia de mis bravos
«amaradas supo vencer, cuando los baqueanos creían imposible
su tránsito: ello es que, las doce piezas de artillería que he
arrastrado, y cincuenta carretas pasaron felizmente, y en la ma-
iLana del 18 todo estaba reunido en el punto de Castañares^ y
aun el enemigo no lo creía.
Me había propuesto sorprenderlo totalmente hasta entrar por
las calles de la capital; las aguas no lo impidieron y ya fueron
indispensables otros movimientos, pues que habíamos sido des-
cubiertos, respecto á que fué preciso dar algún descanso á la
tropa, y proporcionarle que secase la ropa, limpiar sus armas,
recorrer sus municiones y demás.
Así se ejecutó, hasta que á las once de la mañana del 19
salí con el ejército de Castañares, y me dirigí á su pampa
aproximándome á esta, hasta situarme á las inmediaciones de
Gallinato, con cuyo movimiento logré descubrir la fuerza del
enemigo y las diferentes posiciones que tomó con sus guerrillas
y avanzadas: en los choques con estas y aquellas, las de este
ejército compuestas de los Dragones, se comportaron muy bien,
hasta desaloj* rías de los lugares que ocupaban por mi costado
derecho, desde donde descubrían mis movimientos.
Hasta que oscureció permanecí en aquella situación, y luego
reuní en masa sobre la columna del centro las cuatro restantes
de ambos costados, destinando á la custodia de las carretas los
cuerpos de reserva, tanto de infantería cuanto de caballería, y no
quise valerme de las granadas, por no perjudicar tal vez á las
.personas oprimidas por la tiranía, ni hacer destrozos en un pue-
— 588 —
yÁo que no tenía la culpa de que se abrigasen en él nuestros^
enemigos.
En esa noche el agua fué abundantísima, y gloria eterna á
los soldados de la patria, que guardaban sus armas y municiones
con un cuidado grandísimo prefiriéndolas á sí mismo, sufriendo
el mojarse y estar á toda intemperie, antes que permitir se les
inutilizasen los medios de ofender á los tiranos.
Así es que, amanecieron empapados el día 20 : mas benigna
el cielo, empezó á despejarse y nos dio lugar para que las ti'o-
pas se secasen, alistar las armas y comer : concluido esto, reuní
á mi segundo el Mayor General don Eustoquio Diaz Velez, Jefe
de la derecha, y al coronel don Martín Rodríguez, Jefe de la.
izquierda, y les di órdenes para ir al enemigo.
Cerca de las doce, formadas las columnas de ataque, llevando
cuatro de ellas á su retaguardia ocho piezas de artillería, empe-
zaron la marcha con toda exactitud en sus distancias las cinco
que formaban la línea, que cuando se les mandó desplegar, ha-
llándonos á medio tiro de cañón de á 6, hicieron la evolución
tan perfectamente y con tanta serenidad, como si estuviesen en.
un ejercicio doctrinal.
El enemigo nos esperaba formado en batalla al norte del
Tagarete que llaman de Tineo y apoyada su ala derecha al
cerro de San Bernardo, habiendo avanzado por la falda de esta
hasta las inmediaciones de Gallinato su guerrilla de más de 200
hombres, favorecida de la zanja ó tagarete que corre al pie, y
la izquierda la sostenía con su caballería.
Marchando el ejército á él, hice adelantar dos compañías de
cazadores del batallón que formaban la cabeza, y salieron al
mando de su comandante don Manuel Dorrego á las que mandó
sostener con la caballería de la ala derecha, y entre tanto
dispuse que una sección del Cuerpo de reserva que lo formaba el
Regimiento N^^ 1®, fuese á atacar la guerrilla que estaba en la
falda de San Bernardo, como lo verificó al mando de don Silves-
tre Alvarez, y por este medio el movimiento retrógrado que hizo
la caballería enemiga, avanzando toda la línea del ejército en
medio del fuego mas horroroso que hacía el enemigo, hizo un
cambio de frente á retaguardia, y arre lió cuanto se le presentó,
é hizo huir vergonzosamente á las líneas del enemigo á refujiarse
en la plaza, dejando el campo cubierto de cadáveres y heridos,
y muchos ahogados en el Tagarete
Solo se mantuvieron auxiliados del cerro, bosque y zanja de
— 589 —
su frente las guerrillas y el Real de Lima y Pancartambo, pero
al ñn, coa los faegos del cuerpo de reserva, de la ala izquierda
del ejército y las piezas de artillería mandadas por el capitán
Villauueva, que fué contuso, y el ayudante de dragones don José
María Paz, tuvieron que ceder el puesto, huir unos y rendirse
otros, y dejarnos el campo de batalla por nuestro, en término de
ser batidos por la parte norte de la plaza, de que distábamos
tres cuadras á lo más, sin otro obstáculo que el Tagarete que
corre por su frente.
Entre tanto la ala derecha y parte del centro con el coman-
dante don José Superi, dos piezas al mando del benemérito y
valiente teniente de artillería Luna en la persecución del enemi-
go, entró á la ciudad y se apoderó de la iglesia y convento de la
Merced, habiendo hechado pié á tierra los Dragones, se tomaron
varias calles y las alturas hasta cuadra y media de la plaza, asi
como los piquetes de cazadores al mando de su sargento mayor
Echevarría, pardos N^ 6 al mando de su comandante Pico, y es-
cuadrón de dragones que habla en ellas al mando de don Corne-
lio Zelaya, como el resto de cazadores al mando de don Manuel
Dorrego, y los que habla en la linea del N^ 6 al mando de don
Carlos Porest, y dos piezas más al mando del subteniente de
artillería Rávago, á quienes envié á reforzar la Merced y puntos
más adecuados.
Acosado el enemigo y temeroso de su total ruina, previno la
intimación qiie le iba á hacer, y me envió un parlamentario cuyo
resultado lo sabe V. E. por el tratado que le remití con fecha del
mismo 20 á la noche, á que me movió el que no se derramase más
sangre, y dar una prueba al mundo entero de los deseos de be-
neficencia que animan á V. E. y á cuanto dependemos de su sabio
gobierno, y no menos á nuestros hermanos alucinados de que
solo aspiramos á su bien, y de ningún modo á su ruina y exter-
minio.
La acción duró tres horas y media y ha sido muy sangrienta
tanto en el campo como en las calles de la ciudad: los enemigos
se han comportado con mucha energía y valor; pero tuvieron que
ceder al ardor, fuego y entusiasmo patriótico de las tropas del
ejército de mi mando, que sin desordenarse, llevaban la destruc-
ción y la muerte por doquiera que acometían. No hallo, Exmo.
Sr., espresiones bastantes para elogiar á los jefes, oficiales, solda-
dos, tambores, y milicia que nos acompañó de Tucumán al mando
de su coronel don Bernabé Araoz; como igualmente, los hijos de
— 590
Salta al mando del coronel de la milicia urbana, creada por mi,
don Apolinario Pigueroa, cuyo ardor lo condujo ¿ tanta inmedia-
ción del enemigo, que se encontró envuelto con él, recibió un
sablazo del general Tristan que solo rompió su casaca, y éste, á
merced del buen caballo que montaba, logró escapársele, según el
mismo Tristan me lo ha referido.
Formé el ejército del modo siguiente: dividí la infantería en
seis columnas, conservando la caballería en su formación de cua-
tro escuadrones: cinco columnas componían la línea á saber :— La
1^ consistía en el batallón de cazadores al mando de su coman-
dante el teniente coronel don Manuel Dorrego, y su segundo el
sargento mayor interino del mismo don Ramón Echavarría, y las
secciones al de los capitanes don Pedro Suaristi Equimo, don
Manuel Rojas, don Juan Anderson, don Francisco Bustos y don
Cirilo Correa.— La 2** era el batallón de pardos y morenos man-
dado de su comandante don José Superi y su segundo el sar-
gento mayor don Joaquín Lemoine, y sus secciones, al de los
capitanes don Inocencio Pesoa, don Ramón Mauriño y don Barto-
lomé Rivadera. — 3* al mando del comandante interino del N^ 6
teniente coronel don Francisco Pico, se componía del primer ba-
tallón del expresado regimiento, y sus secciones, al de los capi-
tanes don Manuel Rafael Ruiz, don Melchor Telleria, don Pedro
Domingo Isnardi y don Juan Pardo de Zela. -La 4* la formaba
el 2^ batallón del denominado regimiento, al mando de su sargento
mayor don Carlos Forest, y sus secciones, al de los capitanes
don Francisco Antonio Zempol, don José Antonio Pardo, don Ni-
colás Fernandez }- don José Manuel Gutiérrez Blanco.— La 5* era
el batallón N® 2 al mando de su comandante teniente coronel don
Benito Alvarez, y sus secciones, al de los capitanes don Marce-
lino Lezica, don Patricio Beldon, don Francisco Guillermo y don
José Laureano Villegas: el S^^ escuadrón de Dragones, al mando
de su comandante don Cornelio Zelaya comandante interino de
todo el Regimiento, y la secciones, la primera al del capitán Ru-
fino Valle, y la segunda y tercera al de los tenientes don Joaquín
Ochoa y don José Oliveras, cubrían la ala derecha del ejército:
el 1®' escuadrón del mismo, al mando del capitán don Antonino
Rodríguez, y sus secciones, la primera al del capitán don Ber-
nardo Delgado, la segunda al del teniente don Mariano Unzueta
y la tercera al del alférez don Gregorio Iramain cubrían la ala
izquierda.
La sexta columna que se componía del regimiento número 1,
— 591 —
al mando de su teniente coronel, don Gregorio Perdriel y su
segundo, el sargento mayor, don Francisco Tollo, dividido en
cuatro secciones al mando de los capitanes, don Silvestre Alva-
rez, don Mariano Díaz, don Vicente Silva y don Luciano Cuenca^
formaba el cuerpo de reserva de infantería; y el de caballería lo
componían dos escuadrones de Dragones, al mando el uno del
comandante y sargento mayor interino, don Diego González Bal-
caree y sus secciones, al de los capitanes, don Gabino Ibañez,
don Juan Manuel Mi lian y el alférez, don Lorenzo Lugones; el
otro, al mando del capitán, don Domingo Aróvalo y sus secciones,
la primera al mando del teniente, don Julián Paz, la segunda
del capitán, don Juan José Giménez; agregué para la acción, á
los escuadrones de milicias de Tucumán, al mando del coronel^
dan Bernabé Araoz y don Gerónimo Zelarrayán, con quienes es-
tuvo el capitán de Dragones, don José Valderrama.
Las piezas de artillería dol ala derecha, estuvieron al man-
do del teniente, don Antonio Giles; las del centro, al mando del
teniente, don Juan Pedro Luna y el subteniente, don Agustín
Rábago; las de el ala izquierda, al mando del capitán, don Fran-
cisco Villanueva y las cuarta de reserva, al mando del comandan-
te capitán, don Benito Martínez y José María Paz.
Los estados adjuntos números 1 y 7, manifiestan los muer-
tos, heridos y prisioneros del enemigo hechos en el campo de
batalla y los muertos, heridos y contusos del ejército; asi mismo
demuestran la artillería, armas de chispa y blancas, las municio-
nes de aquellas y las banderas entregadas por el enemigo en ol
acto de rendir las armas el día 21; advirtiendo que en el campo
de batalla se le quitaron cuatro piezas de artillería, dos bande-
ras de división y varias cargas de municiones, así de artillería
como de fusil.
No puedo asegurar á V. E. qué cuerpo, ni qué individuo,
haya sobresalido más que otro; solo diré, que á uno solo no he
visto volver la cara, y que á muchos aún heridos y contusos,
tanto jefes como oficiales y tropa, los he visto continuar en la
acción con un empeño increíble y una energía sin igual; el campo
limpio y despejado, con un suave declive desde mi posición hasta
la plaza, me ha proporcionado hallarme á la vista de todo, en
todos los instantes de la acción, de lo que ha pasado en las calles
de la ciudad, lo sé, por los partes que se me daban, por los
auxilios que remití y por el feliz resultado que me presentó el
denuedo de los que las ocuparon.
— 592 —
El celo, la vigilancia y actividad de mi segundo, el mayor
general, don Eustaquio Diaz Velez, en las marchas y buenas dis-
posiciones anticipadas para la sabsistencia de las tropas, desde
que lo mandé el mando de las divisiones que marchaban al rio
del Juramento, son muy dignas de la atención de V. E., no menos
que su valor en la acción, en la que aún después de herido, se
mantuvo con toda energia recorriendo la línea hasta que las fuer-
zas le faltaron, habiendo sabido ocultar su herida de la tropa,
hasta visto por mi, le obligué á retirarse; le recomiendo á V. E.
«ncaiecidamente, no menos que á la consideración de nuestros
conciudadanos.
También debo hac«ír presente á V. E. que el coronel, don
Martín Rodríguez, ha desempeñado los encargos que en la mar-
cha desde el rio Juramento, donde se me reunió, he puesto á bu
cuidado, y asi mismo el mando dei ala izquierda del ejército,
habiéndose comportado en la acción con valor y entrado á la
ciudad, dando sus disposiciones acertadas y avisándome lo opor-
tuno; es acreedor á las atenciones de V. E. por su buen servicio
y el celo y actividad con que ha continuado en las comisiones
que tiene k su cuidado.
Los comandantes de división á quienes nombro según el orden
que ha tenido la formación del ejército, don Manuel Borrego que
salió contuso, don José Superi, don Francisco Pico, don Carlos
Forest, don Benito Alvarado, don Gregorio Perdriel, también con-
tuso; los de Dragones, don Cornelio Zelaya, don Diego González
Balcarce, don Antonio Rodríguez, don Domingo Arévalo, con los
respectivos oficiales de todas las divisiones, son acreedores á las
consideraciones de V. E. por su valor y por su celo en conservar
la disciplina y la subordinación, después de una acción tan glo-
riosa eu que el soldado se cree autorizado para el desenfreno.
Mis ayudantes don Ignacio Warnes, don Francisco Castella-
nos, don Gerónimo Helguera, don Manuel Vaquera, don Manuel
Toro, don José María Labora, don José Manuel Vera; los oficiales
de los cuerpos que estaban á mis ordenes para comunicarlas, don
Francisco Escobar, de cazadores, que murió llevando una á la
guerrilla de mi costado derecho, don Manuel Morillo, de pardos,
don Pedro Torres, del número H, don Luis García, del número 2,
don Antonio Segovia, del número 1, don Gregorio de La Madrid,
de Dragones, que salió herido en un muslo y don Juan Sancho,
de artillería, se han desempeñado muy á mi satisfacción.
Los ayudantes del mayor general, capitanes, don Marcelino
— 593 —
Cornejo, que salió herido, don Hipólito Videla, don Rudecindo
Alvarado y el cadete del número i, don Domingo Diaz; los jefes
del ala izquierda, don Rafael Recabado y don Francisco Echau-
ri, han servido con toda actividad y eficacia y merecen los elo-
gios de sus jefes y atención mia.
No debo olvidar k los capellanes, del número 1, doctor don
Roque Illezca; del número 2, don Juan José Castellanos; del
número 6, don Romualdo Gemio, don José María Iturburu, de
pardos; don Celedonio Molina, de Dragones; don Gregorio Telle-
ria; al de Dragones de la milicia patriótica de Tucumán, doctor
don Miguel Araoz, que han ejercido su santo ministerio en lo
más vi^^o del fuego, con una serenidad propia y han sido infatiga-
bles en sus obh'gaciones.
También merece el cirujano del número 1, don Martín Rive-
ro, mi memoria y aprecio, las circunstancias hicieron que se halla-
se solo en la acción, y debo manifestar á V. E. que no perdió un
' instante en proporcionar á los heridos los auxilios de su facultad
y en cumplir exactamente con sus obligaciones.
No cosaria, Exmo. Señor, en hablar de una acción tan glorio-
sa para las armas de la patria y cuyeis consecuencias, es fácil pro-
veer, si no temiese molestar á V. E.; diré solamente, que el Dios
de los ejércitos nos ha echado su bendición, y que la causa justa
de nuestra libertad é independencia, se ha asegurado á esiiierzos
de mis bravos compañeros de armas.
Dios guarde á V. E. muchos años.
Cuartel Qeneral de Salta, 27 de febrero de 1813.
M. Belorano.
Exmo, Supremo Gobierno de las Provincias Unidas del Rio de la
Plata,
38
PROCLAMA
Aí-gciitinoa:
Según el decreto de boy del Gobierno Provisorio, la pátría
eatá en peligro; y todo habitante de este gran pueblo está auto-
rizado para armarse, con el objeto de sostener el orden público y
cuidar de que sus garantías individuales no sean atropelladas por
cuatro ambiciosos.
Todo el pneblo est& en alarma, y nuestros hermanos de la
campaíla son arrastrados contra su voluntad, abandonando sus
quehaceres para apoyar las miras ambiciosas de unos pocos.
En eatOB momentos soJemnes invita el General que suscribe
á todos loe verdaderos Argentinos, y k los amigos de la libertad
que quieran sostener su dignidad y el lustre de su nombre, á
que se le presenten voluntariamente en el Fuerte.
Aunque no estoy autorizado para ofrecer ningún premio &
los que se presentaren á sostener conmigo los derechos y la li-
bertad del pneblo y de la Provincia, puedo sin embargo asegura-
ros qne ni el gobierno ni la H. Sala de Representantes, dejarán
sin recompensa el servicio que vais á prestar.
Ootnpatrioím: — La pureza de mi patriotismo, de mi amor á la
libertad, y de que no tengo, ni tendré en mi vida, otra aspiración
que la de sacrificarme por la felicidad y ventura del último de nues-
tros pueblos, os son bien conocidas. Fiad, mis amigos, en la
promesa de un soldado que jamás faltó k su palabra, y que
perecerá mil veces antes que traicionar vuestra confianza, y
que es y será vuestro mejor amigo.
Gregorio Araoz de La Madrid
■A
*.
• 1 j
•V
•r '^
^A
1^
^x
'•v- .*. 1-
1
Departamento de Guara
Buenos Aires, febrero 4 de 1817
Considerando justo y necesario recomendar á la memoria y
gratitud de los amantes de la libertad, el distinguido mérito que
han rendido á la patria las fuerzas que en unión y bajo el mando
de su comandante Gregorio Araoz de La Madrid, contribuyeron
con heroica intrepidez y firmeza á la destrucción de los perturba-
dores del orden y tranquilidad pública en la jornada del 27 de di-
ciembre del año pasado, en las inmediaciones de Santiago del Este-
ro, y siendo confoi*me á la liberalidad del Gobierno señalar tan
relevante mérito con una demostración digna del reconocimiento de
los pueblos de la Unión, he venido en conceder á todos los oficiales
y tropas que concurrieron á la expresada pacificación, un escudo de
distinción en paño celeste, que deberá llevar sobre el brazo iz-
quierdo con letras do oro, la inscripción siguiente: Honor á hs
restauradores del orden: quedando encargado de disponer su cons-
trucción y reparto el Exmo. señor Capitán General del ejército del
Perú, á quien se comunicará esta resolución para su efectivo cum-
plimiento, imprimiéndose en la «Gaceta Ministerial».
PüBYBBKDON.
Por indisposición del señor Secretario.
Tomás Guido,
^ 596
Pirámide de la Ciudadela
El 24 de septiembre de 1812, derrotó el general
del ejército patriota doctor Manuel Belgrano, al general
Pío de Tristán, jefe del ejército español, en el campo
de las € Carreras,» alrededores de la ciudad de Tu-
cumán.
La importancia de aquella jornada, puede apreciar-
se: 1*" Porque era la primera victoria decisiva de los
ejéicitos independientes, desde el 25 de mayo de 1810.
— 2*" Porque desde entonces, el enemigo no volvió á
pisar el territorio de esa Provincia y ella pudo ostentar
con orgullo lejítimo, el renombre de « Sepulcro de la
tiranía», con que la baustizó el vencedor.
Aquel campo fué llamado desde entonces, del
« Honor ».
En 1814, el coronel José de San Martín á cargo
del mando en jefe del ejército auxiliar del Alto Perú,
hizo construir unos espaldones para que sirvieran de
defensa en caso de que los vencedores de Vilcapugio
y Ayohuma llegaran á invadir hasta ese punto, y en-
tonces se le designó — de la «Ciudadela».
Allí se encontraba el general Belgrano nuevamen-
te al frente del ejército en 1817, cuando se obtuvo la
victoria de Chacabuco por el ejército de los Andes y
el noble patricio levantó una modesta pirámide en el
teatro de su gloria, en honor de la batalla que diera
el libertador San Martín — ¡vínculo de compañerismo
que ha estrechado la posteridad y la historia, herma-
nándolos en la inmortalidad y en el amor de los ar-
gentinos!
No existe lámina que recuerde au estado primitivo,
ni documento en que conste la inscripción que se puso,
sino una nota del general Belgrano comunicando el acto
de justicia que había ejecutado.
Debió quedar abandonada y presenciar, sin mere-
cer atención patriótica, la acción librada en el mismo
parage el año 1831, entre La Madrid y Quiroga, pa-
reciendo, dice Alberdi en 1834, " un monumento de
soledad y muerte,» que vio en otro tiempo «circundada
de rosas y alegría-
En 1858, el teniente coronel de la Independenda,
francés de origen, Emilio Salvigni, que había presencia-
do la colocación de su piedra fundamental, viéndola
destruida se ofreció á restaurarla de su peculio, como
lo realizó, rodeándola de una reja de hierro, é inscri-
biendo en sus costados, laa leyendas que decáan así; al
norte, — • La Independencia de la República Argentina
se juró en este suelo que sirvió de tumba á los tira-
nos — al sud, á la jornada de Chacabuco la consagró
el general en jefe del ejército auxiliar del Perú, don
Manuel Belgrano — al oesle. En este campo el ilustre
general Belgrano venció al ejército español en la bata-
lla del 24 de setiembre de 1812. — al este la Repú-
blica Argentina fuerte y feliz por la Constitución de
Mayo, que debe al ¡lustre Presidente Urquiza, vé á su
nombre restaurado este monumento.
En la segunda escalinata al este decía: — "Res-
taurada por Emilio Salvigni, en julio de 1858."
Como se vé ya entonces fué desvirtuado el móvil
— 598 —
que impulsó al general Belgram^ cuando resolvió levan-
tarla.
El gobernador de esa época, doctor Marcos Paz,
al aceptar tan generosa oferta, decretó el 13 de junio
del mismo año, la delincación de una plaza con el
nombre de € General Belgrano», en cuyo centro queda-
ría la pirámide. — Dicha resolución no se cumplió y
nosotros lo hemos alcanzado, triste, sucia, sin nada que
indicase porque se erguía en medio de los matorrales
que crecían hasta cubrir su pedestal, sirviendo su cús-
pide de nido á un hornero [1].
En 1877, durante la administración del doctor Ti-
burcio Padilla, se arregló la columna en la forma que
hoy existe: pero modificando también, su oríjen y re-
presentación, y se gravó caprichosamente en sus costados
sobre mármoles que obsequió el señor Andrés Egaña,
lo siguiente:
1812
General Belgrano
1812
General Eustaquio Diax Velex
1840
Marco Avellaneda
«•
TUOUMAN
Bernardo Monteagudo
Como se vé á excepción de la primera, las demás
podrían destinarse á otros monumentos.
Cuando gobernaba el señor Federico Helguera,
siendo su ministro el doctor Luis R Araoz en 1878,
se encargó al doctor Ángel Padilla, que hiciera nivelar
el terreno y delinear la plaza, en cumplimiento del de-
CASA DEL CONGRESO
SALA DE SESIONES
I
1
509 —
creto de 1858 y con un celo recomendable y la ayuda
de varios ciudadanos que contribuyeron por medio de
una suscrición, este la dejó tal como ahora se encuentra.
Adolfo P. Carranza.
La casa del Congreso
En 1815, derrocado el general Alvear, le sustitu-
yó como Director Supremo interino el coronel Ignacio
Alvarez Thomás, quien cumpliendo lo determinado en
el estatuto provisional del 5 de mayo que establecía un
Congreso General de Diputados de las Provincias Uni-
das del Río de la Plata en Tucumán, pasó una circu-
lar para que se les eligiese, y este acto se efectuó en
noviembre del mismo año.
Los electos empezaron á llegar á aquella ciudad á
principios de 1816, y el 24 de marzo á las 9 de la
mañana se reunieron en la casa que pertenecía á la
familia de Zavalia, situada á cuadra y media de la pla-
za, al sud, hoy calle del Congreso, en cuyo salón, que
cruza el patio, tuvieron lugar las sesiones del famoso
Congreso que nombró Director Supremo al diputado por
San Luis don Juan Martin de Pueyrredon, y labró el
acta de independencia del 9 de julio 1816.
El 15 de enero de 1817, el Congreso resolvió
trasladarse á Buenos Aires, y el local que sirviera de
cuna al pueblo argentino, quedó olvidado por muchos
años, hasta que por decreto del Gobierno Nacional fué
adquirido en 25.000 pesos fuertes, el 28 de abril de
1874.
— 600 —
El salón se conserva mas ó menos como en los días
gloriosos, pero el frente de la casa fué modificado en 1875,
para destinarse esa parte del edificio á las oficinas de
correos y telégrafos de la Nación.
El cuidado de aquél está á cargo de un empleado
especial, pero aún se halla vacío, no obstante que há
tiempo se hicieron para colocarse en sus paredes, los
retratos que existen de los signatarios del acta inmortal.
«En uno de nuestros aniversarios de nuestra inde-
pendencia, dice Granillo, el obispo Molina improvisó la
siguiente octava delante de una numerosa concurrencia
reunida en esa casa á celebrar tan gloriosa fecha:
En aqueste sitio mismo
sonó esa voz imponente
que hizo al Sud independiente
y destronó el despotismo.
Aqui, en brazos del heroismo,
Nació el argentino Estado,
¡Salud oh local augusto!
¡Salud oh sitio sagrado!
Van tres años que estudiantes argentinos se tras-
ladan en peregrinación hasta la ciudad de Tucumán
para efectuar en aquel sitio y en la fecha délos gran-
des recuerdos, conferencias histórico-literarias.
La pirámide á Mayo y la Casa del Congreso son
los monumentos representativos del 25 de mayo y del
9 de julio, fechas que los argentinos celebrarán siempre
á despecho de los que osadamente pretenden poner
obstáculos á la tradición y al sentimiento nacional.
El gran título del Congreso de Tucumán, su mé-
rito especial entre las asambleas que se han reunido
en el país desde los albores de la libertad, fué realizar
Intimo y constante de los autores de la revo-
Mayo.
anancipación política, era la aspiración de los
18 de Moreno y su partido, de los directores
QÍento de Octubre de 1812 y aún de los que
1 la asamblea de 1813.
última no llevó á cabo la declaración, por
cias que no se han explicado de una manera
¡a, ó permanecen ignoradas afin, pero quizá
inanifei^tar que esa era su voUmtad y todavía.
sus miembros eran republicanos.
Totectorado de la Inglaterra, la solicitud de
europeos, parece que fueron medios de que se
ara detener la acción del Congreso de la Santa
a ayuda de la Inglaterra á España, el envío
.08 por parte de la Península á loe ejércitos
Aían sus dominios y un recurso para dar tiem-
se organizara la resistencia después de los
le liicieron zozobrar la Causa y abatían el en-
[le los pueblos,
pensaban los patricios que actuaron y resol-
aqncllos graves asuntos y como esas medidas
ron y ellos por razones poderosas considera -
guardar el secreto, cayeron y íí sus émulos,
va ajenos á la política de bastidores, les tocó
go de sublime audacia, la gloria de proclamar
idencia y la soberanía nacional,
declaración suscrita en su generalidad por
lue no habían figurado en el escenario princi-
te loa seis afíos anteriores, \mo íí afianzar la
1 de intereses, esfuerzos y votos del pueblo
1
— 602 —
Fué la voz de los pueblos mediterráneos que ha-
cían suyos los anhelos que hasta entonces se decían,
solo de la capital y por eso es que el lamentar de que
faltasen en su recinto los representantes del litoral, in-
voluntariamente se renueva el anatema de censura con-
tra los caudillos que cometieron el error funesto de im-
pedirlo.
Adolfo P, Carranza,
r)KI.KC4 A.DOS
DB LOS
GOBIERNOS DE PROVINCIA
EK KL
CFNTENARIO
\
De Buenos Aires Adolfo P. Carranza
Córdoba Zenon J. Santillan
Corrientes Lucas A. Córdoba
Catamarca Delfín Gigena
Jujuy Napoleón Paliza
Mendoza Federico Moreno
Rioja Agf.nor Quinteros
Salta Delfín Oliva
Santiago del Estero Nicolás Avellaneda
Santa Fé EuDORO VasqTJez
San Juan Adán Quiroga
San Luis Emilio Sal
El gob
ierno de Entre Ríos, quizá por un descuido, no cumplió con ese
acto de cortesía y de solidaridad nacional.
}
í- •.
i
•'.
\