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Full text of "Memorias del general Gregorio Aráoz de La Madrid"

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SA     SC?0.I3..JL. 


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HARVARD  COLLEGE  LIBRARY 

SOUTH  AMERICAN  COLLECTíON 


THE  CIFT  OF  ARCHIBALD  CABY  COOLIDGE,  '8; 
AND  CLARBNCE  LEONARD  HAY,  'o8 


t^ 


MEMORIAS 


GENERAL 


:gorio  araoz  de  la  madrid 


PUBUCACIÓN  OFICIAL 


BUENOS  AIRES 
la  ImpreaiODM  d«  üuiUenuo  Enfl,  calla  d«  Cujo  1131 

1695 


HARVAin  noiLEffi  UHAír 

aiFTor 

AiCNIMlD  CARY  OeOLIMI 
CURÍRGE  UORARD  HAT 


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CARTA-PRÓLOGO 


1 

Señor   Gobernador  de  la    Provincia   de  Tucumín, 
DOCTOR  Benjamín  Araoz. 

Al  terminar  la  corrección  de  pruebas  de  las  «Me- 
morias» de  su  deudo  el  señor  general  Gregorio  Araoz 
de  La  Madrid,  creo  de  mi  deber  dirigirle  estas  líneas, 
que  servirán  para  esplicar  los  motivos  que  han  re- 
tardado por  cerca  de  medio  siglo  la  publicación  de 
aquellas,  á  la  vez  que  manifestarán  el  interés  que  V. 
demostró  porqué  vieran  la  luz,  desde  el  primer  momento 
que    me  permití  indicárselo. 

Estas  «Memorias»  fueron  escritas  en  Montevideo  el 
año  de  1841,  y  ampliadas  en  1850.  El  general  La 
Madrid  llegó  á  aquella  ciudad  en  una  situación  des- 
graciada :  pobre,  cargado  de  familia,  y  acusado  tal  vez 
por  sus  mismos  correligionarios  de  causa,  desde  que  el 
éxito  no  coronara  sus  campañas  en  contra  de  la  dicta- 
dura. 

El  doctor  Andrés  Lamas, — aquel  espíritu  selecto 
que  tanto  bueno  ha  hecho  en  el  Rio  de  la  Plata,  sin 
merecer,  como  otros,  la  justicia  de  sus  contemporáneos, — 
foé  para  con  La  Madrid,  como  para  con  todos  los  ar- 
gentinos, un  amigo  leal,  pues  puso  sus  recursos,  su  in- 


IV 


fluencia  y  su  valer  á  disposición  de  los  eniigrados  y  de 
los  caídos.  Cuando  al  mismo  tiempo  que  vivía  en  me- 
dio de  las  emociones  de  lá  política,  comenzaba  la  pu- 
blicación de  la  «Colección  de  documentos  para  la  his- 
toria del  Rio  de  La  Plata»,  adquirió  del  general  La 
Madrid  sus  «Memorias»,  en  una  suma  que  era  en  aquel 
momento  una  fortuna  para  el  bizarro  soldado  que  había 
pasado  treinta  años  en  los  campos  de  batalla. 

Obtenidas  que  fueron  y  por  razones  que  no  cono- 
cemos, las  guardó  entre  su  preciosa  colección  de  manus- 
critos; y  solo  sé  que  las  facilitara,  para  ser  revisadas,  á 
los  generales  José  María  Paz  y  Bartolomé  Mitre  y  al 
doctor  Ángel  Justiniano  Carranza. 

Ninguna  oportunidad  mas  apropósito  que  la  del 
centenario  del  nacimiento  de  su  autor,  para  hacerlas 
conocer  de  los  que  ya  pueden  considerarse  su  posteridad; 
y  á  la  indicación  que  hice  á  los  herederos  del  doctor 
Lamas,  para  que  permitiesen  su  publicación,  me  com- 
place declarar  que  todos  contestaron  afirmativamente  y 
con  la  mejor  voluntad. 

Inconvenientes  que  no  son  del  caso  espresar,Vre- 
tardaron  por  algún  tiempo  la  impresión,  pero  puestíi  la 
obra  en  manos  de  la  casa  editora  de  G;  Kraft,  deseo 
también  que  V.  sepa  que  consagró  esta  sin  limitación 
todos  los  medios  que  posee  el  establecimiento,  para 
dar  fin  á  ella  en  el  plazo  que  se  le  señalara. 

Tres  mil  volúmenes  encuadernados,  de.  seiscientas 
páginas  cada  uno,  con  multitud  de  láminas  en  cromo, 
fototipia,  litografía  y  fotograbado,  se  han  ejecutado  en 
menos  de  sesenta  días. 

Es    fácil    que   existan    errores    tipográficos,  que  la 


premura  del  tiempo  no  ha  permitido  salvar  para  que  la 
obra  apareciera  con  la  mayor  corrección,  como  ha  sido 
materialmente  imposible  estudiar  nombres  de  parajes, 
distancias  mal  calculadas,  fechas  dudos«as,  etc.,  de  que 
adolece  todo  lo  escrito  ligeramente  (5  de  memoria. 

No  obstante  he  i)uesto  empeño  en  subsanar  ciertas 
deficiencias,  si  bien  he  creído  que  no  debía  modificar 
un  estilo  que  es  peculiar  del  autor,  mas  dado  á  la 
guerra  que  á  la  tareas  del  gabinete,  por  su  caráctei', 
hábitos,  educación  y  época  en  que  le  tocó  figurar. 

El  general  La  ^Madrid,  cuyo  centenario  celebrará 
Tucumán  con  alborozo,  es  uno  de  los  ser\'idores  que  ha 
tenido  la  república  en  la  lucha  por  su  inde|)en(lenc¡a, 
y  en  las  que  se  sucedieron  por  su  libertad  y  organiza- 
ción política  y  constitucional. 

Quizá  carecia  de  sentido  práctico,  como  se  ha  di- 
cho, ó  era  demasiado  ^ardoroso  y  hasta  ofuscado  en 
ocasiones;  pero  en  cambio,  su  patriotismo  y  buena  in- 
tención, sus  anhelos  por  el  bien  general,  sus  sacrificios 
y  penurias,  cuarenta  años  de  continuo  batallar,  regando 
con  sangre  generosa  todo  el  territorio  argentino,  le  dan 
títulos  suficientes  á  la  gratitud  postuma  y  á  que  su 
nombre  sea  recordado  con  simpatía  y  consideración  en 
las  páginas  de  la  historia  nacional. 

La  lectura  de  sus  « Memorias )>  hace  conocer  al  per- 
sonage  tal  como  era:  abnegado,  candoroso,  sin  odios  ni 
malicias,  bravo  como  el  que  más;  entusiasta  siempre 
por  servir  á  la  patria;  constante  en  sus  empresas,  aun- 
que desgraciado   en  ellas  la  mayor   parte  de   las  veces. 

Su  vida  no  será  un  ejemplo  de  virtudes  cívicas, 
como  la  de  Belgrano;  ni    de  la    gloria,  ó   acción    tras- 


VI 

cendental  de  la  de  8an  Martíu;  pero  es  la  de  un  sol- 
dado que  no  escusó  jamás  su  corazón  y  su  brazo,  en  las 
contiendas  de  los  días  brumosos  en  que  se  desarrolló 
su  ajitada  existencia. 

liH  Madrid  es  la  encarnación  de  una  época  de 
guerras,  de  desconcierto  en  las  ideas,  de  falta  de  fijeza 
en  los  principios,  de  triste  caos,  para  los  pueblos  y  sus 
instituciones,  en  la  que  todo  rueda:  hombres  y  aconte- 
cimientos; y  de  la  que  es  una  virtud  salir  sin  acusa- 
ciones que  manchen,  y  sin  merecer  el  anatema  de  la 
historia. 

Los  argentinos  podemos,  en  el  día  de  su  cente- 
nario, descubrirnos  con  respeto  y  con  amor  ante  la  urna 
que  guarda  sus  despojos,  y  repetir  en  su  homenage, 
aquel  viva  con  que  era  saludado,  cuando  se  presentaba 
al  frente  de  sus  valerosos  comprovincianos. 

Repitiéndole  mi  agradecimiento  por  haber  hecho 
un  servicio  á  los  anales  de  nuestro  país,  y  á  raí  por  la 
confianza  que  me  ha  dispensado,  lo  saluda  atentamente. 

Adolfo  P.  Carranza. 


VII 


Provincia  de  Tucumán 


MixisTKRio  DR  Gobierno 

Tiicimií'in,  agosto  19  de  1803. 

Habiendo  manifestado  el  señor  Director  del  Museo  Histórico 
Nacional,  don  Adolfo  P.  Carranza;  que  la  familia  del  doctor 
Andrés  Lamas,'  posee  las  «Memorias  inéditas  del  general  de  la 
Independencia  don  Gregorio  Araoz  de  la  Madrid,  y  considerando: 
1®.  que  el  señor  Carranza  ha  hecho  conocer  la  decisión  de  la 
familia  Lamas  de  facilitarlas  para  que  se  publiquen  por  cuenta 
de  esta  Provincia;  2^,  que  dada  la  participación  que  dicho  procer 
ha  tenido  en  la  guerra  por  nuestra  Independencia  y  organización 
nacional,  la  publicación  de  sus  obras  inéditas  constituirán  precio- 
sas fuentes  de  información  histórica  que  es  necesario  hacerlas 
conocer  y  3<^,  que  teniendo  en  vista  la  proximidad  del  día  en 
que  el  pueblo  Argentino  debe  celebrar  el  primer  centenario  del 
general  La  Madrid,  el  día  28  de  noviembre  del  corriente  año, 
como  un  acto  de  merecida  justicia  al  ilustre  guerrero  que  vinculó 
su  nombre  á  los  hechos  más  salientes  de  la  historia  patria. 

El  Ciohenmdor  de  la  provincia  en  cumerdo  de  Ministros 

DECRETA: 

Art.  1®.  Autorizase  al  señor  Director  del  Museo  Histórico 
Nacional,  don  Adolfo  P.  Carranza  para  que  proceda  á  la  impre- 
sión, por  cuenta  de  este  Gobierno,  de  mil  ejemplares  de  las  mo- 
morias  inéditas  del  general  Gregorio  Araoz  de  la  Madrid. 

Art.  *2^.  Manifiéstese  á"  la  familia  del  señor  doctor  Andrés 
Lamas,  al  aprecio  que  hace  este  Gobierno  de  su  generoso  des- 
prendimiento. 

Art.  3^  Los  gastos  que  demande  el  cumplimiento  del  pre- 
sente decreto,  se  imputarán  al  mismo. 

Art.  4^.  Sollcitese  de  la  H.  Legislatura  con  el  mensaje  co- 
rrespondiente, la  aprobación  del  presente  acuerdo. 

Art.  5^  Comuniqúese^  publíqiiese,  dése  al  R.  O.  y  archívese.. 

ARAOZ 
L.  A.    Córdoba. 

Alberto  de  Soldati. 
Es  copia — 

Julio  R.  Avila. 

Sícretarlo  de  (Jubleroo. 


VIH 


•  

Provincia  de  Tucumán 


MiNKSTKKIO  DE   GOUIUUNO 

41tt 

Tucuiuán,  agosto  23  de  1605 

» 

Al  señor    Diredor    del    Museo    Históriw    Xacmial,    don  Adolfo  P. 
Carranxa. 

Por  encargo  de  S.  E.  el  señor  Gobernador,  me  es  grato  di- 
rigirme á  Vd.  acompañándole  copia  debidamente  legalizada  del 
decreto  expedido  con  fecha  19  del  corriente,  en  acuerdo  de  Mi- 
nistros, autorizando  la  impresión  de  mil  ejemplares  de  las  ((Me- 
morias inéditas))  del  ilustre  general  Gregorio  Araoz  de  La  Ma- 
drid. 

Gomo  se  impondrá  por  el  contenido  de  dicho  Decreto,  queda 
Vd.  autorizado  desde  ya  para  proceder  &  la  impresión  de  esa 
obra  por  cuenta  de. este  Gobierno. 

Agradeciéndole  de  antemano  en  nombre  de  8.  E.,  y  en  el 
mió  propio  el  importante  servicio  que  en  esta  ocasión  va  á  pres- 
tar á  esta  Provincia,  me  complazco  en  saludarle  con  mi  distingui- 
da consideración. 

Lucas  A,  Córdo}>a, 


Bueno»  Aires,  Octuhre  3  de  \Kíb. 


Señor  Minisiro: 


Tengo  el  honor  de  acusar  recibo  de  la  nota  de  V.  E.  de 
fecha  23  de  agosto  pi^do.,  acompañándome .  copia  del  Decreto  ex- 
pedido el  19  del  mismo,  por  el  que  se  me  autoriza  para  que 
proceda  á  la  impresión  de  las  memorias  inéditas  del  general 
Gregorio  Araoz  de  La  Madrid,  por  cuenta  de  ese  Gobierno. 

Al  aceptar  dicha  comisión,  que  trataré  de  cumplir  con  la 
mejor  voluntad  y  el  más    sincero    patriotismo,  ruego  á  V.  E.,  se 


IX 

sirva  manifestar  al  señor    Gobernador    mi  agradcGimiento  por  la 
distinción  que  le  he  merecido  la  que  hago  extensiva  á  V.  E.  por 
los  benévolos  términos  en  que  me  la  comunica. 
Saludo  á  V.  E.  con  mi  mayor  consideración. 

Adolfo  I'.  Carrama. 


Párrafos  del  mensaje  leído  por  el  señor 
Gobernador  de  Tucumán  en  la  Asam- 
blea Legislativa  del  7  de  octubre  de 
1895. 

CE^TllNABIO  DEL    GENEBAL    La   MaDKII) 

El  28  de  Noviembre  del  corriente  ano  es  el  centenario  de 
este  guerrero  de  la  Independencia. 

Considera  el  P.  E.  que  es  un  deber  del  pueblo  y  autorida- 
des de  Tucumán,  cuna  de  tan  ilustre  soldado,  conmemorar  dig- 
namente su  centenario,  como  lo  acaba  de  hacer  San  Luis  con  el 
legendario  Pringles,  lo  hizo  Córdoba  con  su  gran  capitán  Paz  y 
lo  realizan  todos  los  pueblos  que  saben  honrar  la  memoria  de 
sus  hijos  beneméritos. 

El  P.  E.  os  pedirá  en  vuestras  primeras  sesiones  la  autori- 
zación competente  para  hacer  los  gastos  necesarios  en  la  celebra- 
•ción  de  esta  fiesta  patriótica. 

Al  mismo  tiempo  me  es  agradable  noticiaros  de  que  el  señor 
Adolfo  P.  Carranza,  Director  del  Museo  Histórico  Nacional,  co- 
municó al  Gobierno  de  esta  Provincia  que  la  familia  del  malo- 
grado publicista  Sr.  doctor  Andrés  Lamas,  poseedora  de  las  Memo- 
rias inéditas  del  general  La  Madrid,  estaba  dispuesta  á  ceder  ge- 
nerosamente tan  preciosos  manuscritos  para  que  Tucumán  pudie- 
se darlos  á  la  publicidad. 

Con  este  motivo  se  expidió,  en  acuerdo  de  Ministros,  el 
decreto  de  19  de  agosto,  por  el  cual  se  encarga  al  mismo  señor 
Carranza,  aprovechando  su  competencia  y  buena  voluntad,  para  que 
dirigiera  la  edicción    de  mil  ejemplares  de  dichas  Memorias,  de- 


X 


biendo  imputarse  los  gastos  al  mismo  decreto,    cou  cargo  de  dar 
cuenta  á  V.  H. 

Las  Memorias  estaráu  impresas  en  los  primeros  días  de  no- 
viembre, pudiendo  ser  repartidas,  por  lo  tanto,  el  día  del  cente- 
nario, objeto  que  se  tuvo  en  cuenta  al  apresurar  la  impresión  de 
esas  páginas  inéditas  que  contendrán,  &  no  dudarlo,  noticias  muy 
interesantes  y  fidedignas  sobre  la  guerra  de  la  Independencia 
nacional  y  las  cruentas  peripecias  que  soportó  más  tarde  la  Re- 
pública para  cimentar  su  libertad  interior  y  sus  instituciones 
políticas. 


TinMinuín,  a}(0'«to  20  dt*  199."). 

A  la  Hononihlr  L^f/¿slatfira  de  la  Prov'nu'iu. 

'  J  El  P.  E.  tiene  el  honor  de  adjuntar  en  copia  debidamente 
legalizada  el  decreto  expedido  en  acuerdos  de  Ministros  con  fecha 
de  ayer,  disponiendo  se  publiquen  por  cuenta  del  Gobierno  de  la 
Provincia  las  memorias  inéditas  del  guerrero  de  la  Independencia 
el  general  don  Gregorio  Araoz  de  La  Madrid. 

Los  fundamentos  de  esta  medida  se  expresan  en  los  conside- 
randos del  mismo  acuerdo  y  el  P.  E.  espera  que  V.  H.,  honrando 
la  memoria  del  denodado  hijo  de  esta  Provincia,  cuyo  primer 
centenario  cumple  el  28  de  noviembre  de  este  año,  tendrá  á  bien 
aprobar  el  acuerdo  de  referencia  sancionando  el  adjunto  proyecto 
de  Ley. 

Dios  guarde  á  V.  H. 

Benjamín  Araoz. 

L.  A.  Cf'*'(lobfi 


El  Snuulo  y  Cámara    dr    Diputndf^i   de     hi    Prorincia  de  Tucnmdn 
sancionan  con  fnerxa  de  — 

LEY: 

Art.  I®.  Apruébase  el  decreto  del  P.  E.  de    fecha  19  del  co- 
rriente por  el  que  se  manda  publicar    las    memorias  inéditas  del 


XT 

general  don  Gregorio  Araoz  de  La  Madrid,  suscribiéndose  k  mil 
ejemplares  de  dicha  obra. 

Art.  2^.  El  gasto  que  demande  el  cumplimiento  de  la  presen- 
ta ley  se  imputará  á  la  misma. 

Art.  3®.  Comuniqúese  al  P.  E. 

L.  A.  Córdoba, 


El  Senado  y  Cámara  de  Diputados  de  la  Provincia  de  Tnntmthi,  .vaw- 
cionati  con  fuerza  de — 

LEY: 

Art.  1®.  Apruébase  el  decreto  del  P.  Ejecutivo  de  fecha  19 
de  agosto  del  corriente  año,  por  el  que  se  manda  publicar  las 
memorias  inéditas  del  general  don  Gregorio  Araoz  de  La  Madrid, 
suscribiéndose  á  mil  ejemplares  de  dicha  obra. 

Art.  2®  El  gasto  que  demande  el  cumplimiento  de  la  presente 
ley,  se  imputará  á  la  misma. 

Art.  3®.  Comuniqúese  al  P.  £. 

DaJa  en  la  Sala  tle  Soslones  de  la    lí.  Lfgi-latim»  «le  TnciituAn,  A  vcíhIMom  de  octubre  de 
mil  ochocipnt08  noventa  y  cinfo. 

A.  S.  Sal.  E.  Vázquez, 

Jt  MendioroZj  P.  J,  Airaren  (hijo), 

Seci-etario  del  II.  .Senado.  Secretario  de  la  C.  de  D.  D. 


Tncumán,  ooiultre  24  de  1^95. 


Téngase  por  ley  de  la  Provincia,  cúmplase,  comuniqúese,  pu- 
blíquese,  dése  al  R.  Oficial  y  archívese. 

ARAOZ. 

L.    A.    C6RP0BA. 


D 


rías  autúgráfas 


DBL 


GENERAL  ARGENTINO 


GREGORIO  ARAOZ  DE  LA  MADRID 


Relación  eireunstaneiada  de  todos  los  combates  y  acciones  parciales 
en  donde  'se  ha  encontrado  el  General  espresado  en  la  guerra 
de  nuestra  Independencia,  desde  el  año  1811  en  que  principió 
su  carrera  militar  en  clase  de  teniente  de  caballería,  la  cual 
fué  escrita  por  mandato  del  benemérito  finado,  brigadier  ge- 
neral Manuel  Belgrano,  el  año  1812,  y  continuada  después 
hasta  la  fecha. 


r" 


Nací  en  la  ciudad  de  San  Miguel  do  Tucumán  el 
28  de  noviembre  de  1795  y  íuí  educado  desde  mi 
mas  tierna  infancia  por  don  Manuel  de  La  Madrid  y  su 
esposa  doña  Bonifacia  Díaz  de  la  Peña;  (|ue  eran  mis 
tíos,  y  pertenecían  á  las  primeras  familias  de  dicha 
provincia,  asi  por  su  clase  como  por  su  mas  que  regular 
fortuna;  consistiendo  ésta  en  una  hermosa  hacienda  de 
viñas  en  el  fuerte  de  Andalgalá  y  algunas  fincas  en  la 
ciudad. 

Al  cumplir  los  5  años  fui  conducido  por  mis  refe- 
ridos padres  á  dicha  hacienda,  que  está  situada  al  otro 
lado  del  majestuoso  y  rico  cerro  de  Aconquija;  allí  per- 
manecí hasta  el  año  de  1803  en  que  regresamos  á  Tu- 
cumán,  después  de  haber  yo  aprendido  á  leer  perfecta- 
mente, enseñado  por  mis  tíos. 

Era  éste  de  costumbres  muy  religiosas  en  extremo 
apacible  y  estimado  por  todos  y  poseía  una  colección 
bastante  numerosa  de  libros,  entre  ellos  toda  la  historia 
del  Nuevo  y  Viejo  Testamento  y  fué  en  ésta,  precisa- 
mente, en  la  que  me  enseñó  á  leer. 

Fué  tal  mi  constancia  á  dicha  lectura  que  en  los 
tres  años  de  permanencia  en  dicha  hacienda  la  aprendí 
de  memoria,  asi  fué,  que  habiendo  regresado  á  Tucumán, 
mi  memoria  llamó  la  atención  de  todos,  pues  cuantas 
personas  iban  á  visitar  á  mis  padres  se  complacían  en 
tomar  uno  de  dichos  libros,  indicarme  el  principio  de 
cualquiera  de  sus  capítulos,  y  oírme  relatarlos  de  me- 
moria con  la  velocidad  del  viento,  hasta  que  buscaban 
otro,  que  repetía  lo  mismo.  Desde  a(|uella  fecha  ó  pocos 
años  después,  no  he  vuelto  á  leer  semejantes  libros  y 
aun  conservo  párrafos  enteros  en  mi  memoria. 

Al  poco  tiempo  de  haber  llegado  á  Tucumán  me 
pusieron  en  la    escuela  de   San    Francisco,  y  luego  que 


—  4  — 

hube  perfeccionado  mi  escritura  y  cuentas,  pasé  á  estudiar 
gramática  en  el  mismo  convento;  pero  como  el  maestro 
que  teníamos  no  era  muy  contraído  no  alcancé  á  com- 
pletar este  estudio  y  lo  dejé  á  consecuencia  de  una  enfer- 
medad que  tuvo  mi  madre,  de  la  cual  murió. 

Mi  padre  se  hallaba  entonces  eii  su  hacienda,  donde 
le  tomó  la  muerte  poco  tiempo  después  á  consecuencia 
de  un  golpe  de  caballo.  Asi,  pues,  me  quedé  sin  conti- 
nuar los  estudios  á  pesar  de  mi  feliz  disposición  para 
ello,  lo  que  me  fué  después  muy  sensible;  de  modo  que 
cuando  se  proclamó  la  revolución  del  año  diez  y  se  nom- 
bró la  P  Junta  de  Gobierno  en  Buenos  Aires,  me  encon- 
traba acomodado  en  una  casa  de  comercio,  y  con  una 
inclinación  bien  decidida  para  la  milicia,  de  resultas  de 
la  lectura  de  los  periódicos  que  llegaban  á  Tucumán, 
sobre  la  revolución  de  Francia  y  los  progresos  asombrosos 
del  emperador  Napoleón  1. 

Cuando  llegó  á  Tucumán  la  primera  expedición 
mandada  por  el  representante  Dr.  Castelli,  fué  recibida 
con  entusiasmo  por  mi  provincia,  y  con  la  cual  marchó 
un  escuadrón  de  hombres  voluntarios;  tuve  yo  grandes 
deseos  de  ser  uno  de  ellos,  pero  mis  parientes  me  hi- 
cieron desistir  de  mi  empeño  en  atención  á  mi  poca 
edad. 

En  el  siguiente  año  de  1811,  no  sé  si  á  principios 
ó  á  mediados  de  él  (pues  he  olvidado  la  fecha  por  haber 
perdido  estos  apuntes  dos  ó  tres  veces),  cuando  llegó  á 
Tucumán  la  noticia  del  contraste  que  experimentó  nues- 
tro ejército  en  el  Desaguadero,  fui  el  primero  que  me 
presenté  al  señor  Gobernador  doctor  don  Domingo  Gar- 
cía, para  marchar  en  auxilio  de  nuestros  desgraciados 
compatriotas  en  la  clase  que  se  me  destinara,  contra  los 
opositores  de  nuestra  patria.  El  señor  Gobeiiiador  aceptó 
mi  ofrecimiento  como  el  de  otros  muchos  y  haciéndome 
reconocer  en  la  clase  de  teniente  de  caballería,  mar- 
chamos á  los  pocos  días  con  un  escuadrón  bajo  las  ór- 
denes del  capitán  Oorvacio  Robles  también  tucumano 
y  habiendo  sido  costeado  el  unilorme  de  dicho  escuadrón 


r 


—  5  — 

por  las  señoras  del  pueblo.  A  los  doce  días  de  nuestra 
marcha  nos  presentamos  en  Jujuy  en  momentos  que 
estaban  llegando  las  primeras  tropas  que  habían  esca- 
pado de  la  derrota,  y  el  escuadrón  fué  destinado  á 
remontar  el  regimiento  de  Dragones  que  mandaba  el 
coronel  Esteban  Hernández,  siendo  yo  reconocido  en  mi 
clase  como  oficial  agregado. 

Llegados  los  últimos  restos  del  ejército  y  habiendo 
quedado  una  vanguardia  en  Humahuaca,  fué  mandado 
el  mayor  general  Eustaquio  Díaz  Velez  á  tomar  el 
mando  de  ella  por  el  señor  general  .luán  Martin  de 
Pueyrredon,  saliendo  á  consecuencia  de  esta  orden  con 
dicho  Mayor  general  su  regimiento  y  un  batallón  de 
infantería  que  mandaba  el  coronel  Dominguez. 

Este  cuerpo  se  sublevó  en  la  tarde  de  nuestra  sa- 
lida, pero  fué  sofocado  dicho  movimiento  por  la  firmeza 
con  que  acometió  el  Mayor  general  á  los  primeros  mo- 
tores y  fuimos  á  acampar  en  la  hacienda  de  Yuta  á  3 
leguas  de  la  ciudad  de  Jujuy,  donde  el  mayor  general 
fusiló  en  la  noche  siete  ó  nueve  individuos  de  los  que 
habían  encabezado  el  motin. 

Llegados  á  Humahuaca  y  hallándose  la  vanguardia 
enemiga  en  Yavi  pasó  el  mayor  general  Díaz  Velez  con 
la  nuestra  á  sorprenderla,  pero  habiéndonos  sentido,  se 
retiró  aquella  con  una  pequeña  pérdida  al  pueblo  de 
Suipacha  y  la  nuestra  en  su  persecución  fué  á  estable- 
cerse á  Nazareno,  pueblito  situado  al  frente  de  Suipacha 
y  dividido  de  éste  por  solo  un  espacioso  río,  crecido  en 
aquellas  circunstancias  por  efecto  de  las  lluvias. 

Allí  permanecimos  establecidos  por  algunos  días 
sosteniendo  frecuentes  guerrillas  en  los  mas  de  ellos; 
hasta  que  en  la  madrugada  de  uno  de  ellos,  me  parece 
que  en  el  mes  de  enero  del  año  1812,  dispuso  el  señor 
mayor  general  Díaz  Velez  acometer  á  la  vanguardia 
enemiga  lanzándose  con  la  nuestra  precipitadamente  al 
río.  Me  hallaba  yo  en  estas  circunstancias  avanzado 
con  16  dragones  en  el  estrecho  de  la  quebrada  sobre 
nuestra   izquierda,   como   á  distancia  de    un    cuarto   de 


—  6  — 

legua  y  sin  haber  recibido  orden  alguna,  cuando  sentí 
el  ataque  y  vi  á  nuestros  enemigos  en  fuga  por  entre 
los  maizales  de  la  banda  opuesta  del  río. 

Advertido  por  mí  este  movimiento  y  después  de 
haber  esperado  pocos  instantes  con  impaciencia  alguna 
orden,  la  cual  no  apareció,  me  precipité  como  oficial 
inesperto  y  deseoso  como  joven  de  practicar  un  ensayo 
sobre  una  guardia  de  caballería  que  estaba  colocada  á 
mi  frente,  hasta  ponerla  en  fuga,  habiéndole  acuchillado 
dos  hombres  cuando  advertí  que  la  nuestra  retrocedía 
por  el  río,  tuve  por  precisión  (lue  volver  á  mi  puesto, 
pero  pasando  ya  el  río  en  partes  á  nado  por  el  mismo 
lugar  que  acaba  de  pasarlo  con  el  agua  á  la  falda  de 
las  monturas. 

El  retroceso  de  nuestra  vanguardia  fué  ocasionada 
por  una  creciente  repentina,  demasiada  fuerte  á  causa 
del  deshielo  de  la  nieve  que  no  dio  paso  al  resto  de 
nuestras  tropas,  y  cuya  circunstancia  nos  arrebató  una 
victoria  ya  pronunciada  y  ocasionó  la  pérdida  de  bas- 
tantes hombres,  entre  ellos  el  capitán  Lucas  Balcarce,  y 
una  herida  mortal  que  recibió  el  entonces  sargento  mayor 
Manuel  Dorrego,  y  de  cuyas  resultas  se  nos  dispersa- 
ron algunos  hombres. 

En  ese  día  fui  mandado  por  el  Mayor  general  con 
una  partida  de  12  dragones  en  persecución  de  los  dis- 
persos por  la  quebrada  de  Talina,  de  donde  regresé  al 
cerrar  la  noche  con  varios  hombres  vencidos,  después  de 
haber  rechazado  una  partida  enemiga  que  había  sido 
destinada  probablemente  al  mismo  efecto  que  yo;  pues 
los  dispersos  del  enemigo  llegaron  hasta  Tupiza. 

En  esa  noche  nos  retiramos  para  Humahuaca  con- 
duciendo todos  nuestros  heridos;  allí  permanecimos  algún 
tiempo  hasta  que  el  ejército  enemigo  avanzó,  con  cuyo 
motivo  el  general  Puyrredon  emprendió  su  retirada  hasta 
Yatasto,  dejando  un  escuadrón  de  Dragones  en  Salta  y 
con  el  cual  me  tocó,  quedar. 

Estando  nuestro  ejército  en  Yatasto  llegó  el  señor 
general  Manuel  Belgrano,  se  recibió  del  mando  y  regresó 


r 


■^.  /í* 


• 


á  situarse  al  Campo  Santo  en  cuyo  punto  se  reunió  el 
escuadrón  que  había  quedado  en  Salta.  Allí  permane- 
cimos algún  tiempo  hasta  que  habiendo  el  ejército  ene- 
migo puéstose  en  movimiento  desde  Ju^juy  sobre  nosotros, 
bajo  las  órdenes  del  general  Pío  Tristan,  emprendi- 
mos nuestra  retirada  seguidos  de  una  numerosa  emigra- 
ción de  Salta  y  Jujuy;  de  la  cual  formó  el  señor  General 
un  cuerpo  que  denominó  ^Decididos  de  Salta*. 

El  mayor  general  Díaz  Velez  cubría  la  retaguardia 
de  nuestro  ejército,  venía  tiroteándose  con  la  vanguardia 
enemiga.  Nuestro  ejército  había  llegado  al  río  de  las 
Piedras  y  el  General  tomó  las  posesiones  mas  ventajosas 
porque  el  enemigo  venía  picando  de  cerca  nuestra  reta- 
guardia; se  presenta  ésta  á  escape  y  casi  envuelta  con 
los  enemigos.  Nuestro  ejército  que  estaba  ya  sobre  las 
armas  recibió  á  estos  con  una  descarga  de  artillería,  y 
mandándome  reunir  al  mayor  general  Díaz  Velez  con  un 
escuadrón  de  Dragones  que  se  hallaba  accidentalmente 
bajo  mis  órdenes,  acometimos  al  enemigo  al  mismo 
tiempo  que  nuestros  cazadores  que  había  colocado  el 
General  emboscados  en  el  monte  y  al  frente  de  nuestra 
izquierda,  rompieron  de  improviso  sus  fuegos. 

Los  enemigos  á  este  ataque  se  pusieron  en  fuga  y 
los  acuchillamos  mas  de  dos  leguas,  hasta  cerrar  ya  la 
noche.  Se  les  tomaron  bastantes  prisioneros  y  mataron 
mas  de  30  hombres;  á  favor  de  esta  ventaja  nos  dieron 
tiempo  para  retirarnos  sin  precipitación  á  pesar  del  corto 
número  de  nuestras  tropas,  pues  no  pasaban  de  900 
infantes  y  como  200  hombres  de  caballería. 

Llegamos  á  Tucumán  á  mediado  de  setiembre  y 
seguidos  de  cerca  por  el  ejército  de  los  españoles  que 
constaba  de  cerca  de  cinco  mil  hombres,  por  cuya  razón 
nuestro  General  en  jefe  estuvo  decidido  á  continuar  su 
retirada  hasta  Córdoba.  Esta  determinación  alarmó  tanto 
a  los  tucumanos  que  ,se  presentó  su  gobernador  Ber- 
nabé Araoz  acompañado  de  mi  tío  el  Dr.  Pedro  Mi- 
guel Araoz  que  era  él  cura  y  vicario,  así  como  muchas 
familias  conocidas,  á  pedir  al  señor  General  que  no  los 


—  8  — 

abandonasen  y  ofrecerle  que  alarmarían  toda  la  Pro- 
vincia y  correrían  la  suerte  que  les  deparase  una  ba- 
talla cuya  demanda  fué  apoyada  muy  eficazmente  por 
mí  primo  el  mayor  general  Díaz  Velez,  por  el  tenien- 
te coronel  Juan  Ramón  Balcarce,  que  se  hallaba  en 
aquella  ciudad,  encargado  de  la  instrucción  de  las  mili- 
cias por  el  Superior  Gobierno,  y  en  fin  por  varios  jefes 
y  entre  ellos  por  el  teniente  coronel  Manuel  Dorrego 
que  había  sanado  ya  de  sus  heridas. 

El  señor  General  accedió  á  esta  petición  tan  deter- 
minada y  dictó  las  órdenes  mas  necesarias  para  esperar 
al  enemigo.  El  gobernador  Araoz  acompañado  del  cura 
y  vicario  y  de  otros  varios  ciudadanos,  fueron  á  la 
campaña  y  al  tercer  día  se  presentaron  al  señor  General 
con  cerca  de  2000  hombres  decididos;  los  que  fueron 
armados  inmediatamente  de  lanzas  y  aun  de  cuchillos 
que  colocaban  amarrados  en  lugar  de  moharras,  los  que 
no  las  tenían.  Empezó  desde  aquel  momento  el  señor 
Balcarce  á  ejercitarlos  mañana  y  tarde  en  las  principa- 
les maniobra  de  la  caballería,  á  cuyo  efecto  destinó 
varios  oficiales  siendo  uno  de  ellos  su  ayudante  Julián 
Paz  que  era  teniente  de  Dragones. 

La  vanguardia  enemiga  mandada  por  el  coronel 
español  Huici  habiendo  llegado  entre  tanto  al  pueblo  de 
Trancas  distante  20  leguas  de  Tucumán  y  en  el  cual 
habiéndose  adelantado  su  jefe  con  una  partida,  fué  hecho 
prisionero  por  una  fuerza  de  nuestra  milicias  que  estaba 
en  acecho^  y  conducido  á  nuestro  ejército. 

El  ejército  enemigo  continuó  sus  marchas  y  se  pre- 
sentó en  la  cañada  de  los  Nogales  en  la  tarde  del  23  y 
fijó  allí  su  campo,  saliendo  el  nuestro  á  situarse  al  norte 
y  dejando  el  pueblo  á  su  espalda.  Allí  pasamos  la  no- 
che en  vela  y  llenos  de  entusiasmo;  y  al  amanecer  del 
24  salió  el  General  en  jefe  acompañado  del  señor  Gober- 
nador, del  cura  y  otros  varios  ciudadanos,  con  sus  ayu- 
dantes y  una  escolta  de  dragones  á  practicar  un 'reco- 
nocimiento. Avisado  muy  luego  de  nuestras  partidas  de 
observación  que  el  ejército  enemigo  se  había  puesto  en 


r 


—  9  — 

marcha  por  el  camino  de  los  Pocítos  y  dejando  el  ca- 
rril principal  á  su  izquierda,  fui  detenido  por  el  señor 
General  á  observarlo  en  aquella  dirección,  con  una  par- 
tida de  12  dragones  y  darle  parte. 

A  la  media  hora  de  haberme  separado  en  aquella 
dirección,  encontré  la  vanguardia  enemiga  que  marcha- 
ba á  pocas  cuadras  adelante  del  ejército  y  con  un  cuer- 
po de  caballería  á  la  cabeza,  por  entre  los  pajonales  de 
que  abunda  aquel  campo.  Así  que  descubrí  dicha  fuerza, 
me  presenté  á  su  vista,  provisto  ya  de  unos  tizones  de 
fuego  qne  mandé  sacar  de  un  rancho,  y  mandé  á  mis 
soldados  prender  fuego  á  las  pajas  por  tres  puntos  pa- 
ralelos á  mi  frente  é  hice  volar  el  parte  al  General,  in- 
dicándole que  el  enemigo  tomaba  su  dirección  al  ponien- 
te del  pueblo  y  que  yo  había  empezado  á  quemar  el 
campo  para  obligarlo  á  recostarse  á  la  falda  del  cerro. 

Los  enemigos  destacaron  una  fuerte  partida  á  per- 
seguirme, pero  yo  tiroteándola  en  retirada,  me  bur- 
laba de  ella  mandando  quemar  el  campo  por  todo 
el  frente  que  iba  avanzando;  y  con  lo  cual  á  favor  de 
un  ligero  viento  que  soplaba,  les  obligaba  á  recostarse 
mas  á  la  costa.  Así  me  conduje  á  su  frente  hasta  ha- 
ber obligado  á  todo  el  ejército  por  medio  del  incendio  á 
despuntar  el  manantial  y  dejando  esta  vertiente  á  su 
izquierda,  la  cual  no  dá  paso  sino  por  el  puente  que 
queda  al  sud  sudoeste  de  Tucumán,  y  como  á  una  le- 
gua del  pueblo.  Yo  me  replegué  entonces  con  mi  par- 
tida trayendo  un  soldado  herido  y  habiendo  yo  mismo 
recibido  una  herida  de  bala  en  el  pecho. 

El  General  enemigo,  al  llegar  á  las  vertientes  del 
manantial,  se  encontró  con  un  aguatero  que  había  ido 
con  su  carreta  en  busca  de  agua  para  el  pueblo,  en  una 
gran  pipa  construida  del  gajo  de  un  árbol,  y  el  cual 
había  sido  tomado  para  los  primeros  hombres  de  su 
vanguardia.  Averiguado  por  su  General  que  aquel  era 
su  ejercicio  para  llevarla  á  vender  al  pueblo,  sacó  una 
onza  de  oro  y  se  la  dio,  diciendo  á  los  que  lo  habían 
detenido    lo  dejasen  en   libertad,   y  al  aguatero  le  dijo 


—  10  — 

que  le  llevase  la  pipa  de  agua  á  las  12,  á  casa  de  don 
Pedro  Garmendía  que  vivía  en  la  plaza  de  Tucumán. 
Este  aguatero  vino  á  servirle  después  para  apagar  su 
rabia;  no  en  la  plaza  sino  á  las  orillas  del  pueblo  des- 
pués de  haber  perdido  toda  la  caballería  y  la  mayor 
parte  de  sus  milicias. 

Nuestro  ejército  había  variado  ya  de  posición  colo- 
cándose al  sud  este  del  pueblo,  donde  esperó  al  ene- 
migo formado.  Se  presentó  el  ejército  español  desple- 
gando su  línea  á  nuestro  frente,  formando  un  martillo 
por  nuestra  izquierda.  Nuestros  Dragones  con  la  mayor, 
parte  de  las  milicias  de  Tucumán  formaban  nuestra  ala 
derecha  en  batalla,  bajo  las  órdenes  del  teniente  coro- 
nel don  Juan  Ramón  Balcarce,  el  cual  habiendo  recibido 
orden  del  señor  general  para  atacar,  mandó  marchar  de 
frente  nuestra  caballería  sobre  la  línea  de  infantería 
enemiga,  que  nos  esperó  rodilla  en  tierra,  calando  bayo- 
neta y  con  los  fuegos  de  su  segunda  fila. 

Nuestras  milicias  así  que  se  tocó  á  degüello,  lanza- 
ron un  grito  y  se  precipitaron  sobre  la  línea  enemiga 
que  no  pudo  resistirlos,  pues  fué  envuelta  y  despe- 
dazada por  este  costado  y  cuando  dio  con  los  hom- 
bres y  bagajes  que  estaban  á  retaguardia  del  enemigo, 
se  desbandaron  en  persecución  de  los  dispersos  y  costó 
bastante -reunirías.  El  señor  General  en  jefe  que  obser- 
vó este  triunfo  y  el  desorden  inmediato  de  nuestra  ca- 
ballería siguió  su  movimiento  á  efecto  de  reuniría  y  pudo 
verificarlo  á  la  tarde  sobre  el  paso  del  Rincón,  como  á 
legua  y  media  del  pueblo. 

Nuestro  costado  izquierdo  entretanto,  hubo  de  ser 
envuelto  por  el  enemigo  pero  el  mayor  general  Eusta- 
quio Díaz  Velez,  reunió  los  cuerpos  de  infantería  y  ganó 
el  pueblo,  llevándose  nuestra  artillería  juntamente  con  al- 
gunas piezas  y  cargas  que  habían  abandonado  los  enemigos; 
también  llevó  bastantes  prisioneros,  atrincherándose  en 
la  plaza. 

El  General  enemigo  que  había  reunido  el  resto  de 
sus   fuerzas  á   las  orillas  del  pueblo  y  que  á  pesar  de 


—  Il- 
la gran  pérdida  que  acababa  de  experimentar,  todavía 
tenia  mas  tropas  que  nosotros;  es  por  esto  que  intentó 
rendición  á  la  plaza  en  término  de  cinco  minutos  por 
medio  de  un  parlamentario,  pero  nuestro  Mayor  general 
después  de  hacerle  enseñar  al  parlamentario,  por  medio 
del  sargento  mayor  Borrego  la  porción  de  jefes,  oficiales 
y  tropa  que  tenía  prisioneros  en  la  plaza,  así  como  mu- 
cha parte  de  sus  bagajes,  lo  despachó  con  estas  pala- 
bras: «Diga  Vd.  á  su  General  que  mal  puede  imponer 
rendición  á  su  vencedor,  y  que  el  General  enjefe  que  se 
halla  ausente  con  toda  la  caballería,  muy  pronto  le  ha- 
rá conocer  su  imprudencia». 

En  esa  misma  tarde  nos  avistamos  al  pueblo  con 
el  señor  general  Manuel  Belgrano,  con  mas  de  900 
hombres  de  la  caballería.  Los  enemigos  nos  dispararon 
algunos  cañonazos  y  después  de  permanecer  á  su  vista 
hasta  haberse  puesto  el  sol,  se  retiró  el  General  á  los 
Aguilares  que  distan  una  legua,  dejándome  con  una 
partida  de  Dragones  para  encender  muchos  fuegos  y 
mandar  un  aviso  al  pueblo  por  la  parte  de  las  quintas, 
lo  que  verificado    marché  á  reunirme  al  señor  General. 

Al  siguiente  día  25  se  avistó  nuevamente  nuestro 
General  con  una  mayor  fuerza,  pues  estaban  llegando 
continuamente  partidas  de  milicianos,  con  prisioneros 
que  tomaban  en  los  montes.  El  enemigo  nos  disparó 
muchos  tiros  de  cañón,  entre  una  y  dos  de  la  tarde,  se 
cruzaron  algunas  guerrillas  y  nos  alejamos  al  ponerse 
el  sol.  En  esa  noche  emprendió  el  enemigo  su  retirada, 
y  el  26  entramos  al  pueblo  y  dispuso  el  señor  General 
que  marchase  el  mayor  general  Díaz  Velez  con  los  Dra- 
gones, el  cuerpo  de  Cazadores  mandado  por  el  coman- 
dante Dorrego  y  el  escuadrón  de  «Decididos  de  Salta», 
con  otro  mas  de  milicias  de  Tucumán,  en  persecución 
del  enemigo. 

No  recuerdo  si  en  esa  misma  noche  del  26  ó  al  si- 
guiente día,  marchamos  con  la  fuerza  designada  y  dimos 
alcance  al  enemigo  cu  el  Arenal  á  la  3*  noche  de  nues- 
tra marcha.    Hubo  un  fuerte   tiroteo  en   la  madrugada 


—  12  — 

de  ese  día  y  los  enemigos  empezaron  á  precipitar  su  re- 
tirada con  pérdida  de  algunos  hombres  y  continuamente 
tiroteada  su  retaguardia  por  nuestras  partidas  de  van- 
guardia. 

En  el  punto  del  Rosario  di  alcance  á  la  retaguar- 
dia enemiga  con  una  partida  de  20  Dragones,  y  la  car- 
gué en  una  estrechura  del  monte  dando  voces  supuestas 
á  un  escuadrón  que  no  existia,  de  adelantarse  por  mi 
izquierda.  Los  enemigos  se  pusieron  en  fuga  y  los  acu- 
chillé como  ocho  cuadras,  matándoles  tres  hombres  y  to- 
mando cinco  prisioneros. 

En  los  diferentes  encuentros  que  hubieron  en  el  ca- 
mino hasta  Salta,  perdieron  los  enemigos  muchos  hom- 
bres'  y  el  dia  en  que  entraron  á  dicna  ciudad  hubo  un 
fuerte  tiroteo  en  que  hubieron  algunos  heridos  de  una 
y  otra  parte;  después  nos  retiramos  por  el  camino  de 
las  cuestas,  perseguidos  por  el  coronel  Castro,  hasta  el 
Bañado  (Hacienda  de  Figueroa);  en  este  lugar  empeñé 
una  fuerte  guerrilla  con  16  dragones  para  protejer  una 
partida  de  nuestros  cazadores  que  venían  á  retaguardia, 
y  hubo  de  ser  tomada  por  la  caballería  enemiga,  los  que 
con  dichos  hombres  y  rechazando  á  la  caballería  enemi- 
ga, salvé  á  nuestros  cazadores,  alzando  yo  en  ancas  de 
mi  caballo  á  uno  de  ellos  en  circunstancias  que  iban  á 
tomarlo. 

Allí  dejaron  de  perseguirnos,  continuando  la  marcha 
hasta  Tucumán. 

En  la  batalla  de  Tucumán  perdió  el  enemigo  mas 
de  700  prisioneros  y  como  500  muertos,  éntrelos  prime- 
ros un  crecido  número  de  jefes  y  oficiales  y  la  mayor 
parte  de  sus  bagajes,  cargas  de  dinero,  onzas  de  oro  y 
unas  alhajas,  cuya  mayor  parte  la  aprovecharon  nues- 
tros milicianos. 

No  recuerdo  si  fué  el  General  ó  el  Gobierno  Supre- 
mo quien  acordó  un  escudo  de  oro  á  los  jefes  y  oficia- 
les por  esta  victoria,  y  de  paño  á  la  tropa  pero  borda- 
do con  letras  de  oro,  con  esta  inscripción:  «La  Patria  a 
su  defensor  en  Tucumán» . 


L 


2»  CAMPAÑA  EN  EL  AÑO  13 


Virtoria  di»  Salta  y  rendición  del  eX-rcito  español. — Es  juramentado  ónte  y  se  le  permite 
represar  al  Perú.  —  Continrta  el  ejército  Pátiio  su  campaña  sobre  el  Perfi. 
—  Batalla»  desgraciadas  de  Vllcapiijio  y  Ayohuma.  —  Retíiada  del  ejércilo  á 
Tueunu^n .  —  El  general  Josó  de  San  Afartfn  viene  á  tomar  el  mando  del 
eX'Tcito. — Enfermedad  de  éste  (ieneral  y  su  retirada  á  Mendoxa. 


El  señor  General  en  jefe  se  contrajo  después  de  la 
victoria  del  24  de  setiembre,  á  remontar  los  cuerpos  del 
ejército  con  reclutas  que  pidió  á  las  Provincias  y  disci- 
plinarlos con  empeño.  Mañana  y  tarde  había  ejercicios 
doctrinales  para  cuerpos  y  los  domingos  ejercicio  gene- 
ral. Estableció  también  un  cuerpo  cívico,  compuesto  de 
todos  los  jóvenes  artesanos  y  hasta  los  comerciantes  y 
demás  vecinos  asistían  á  ellos,  especialmente  á  los  ejer- 
cicios generales  en  los  días  festivos,  siendo  el  mismo  Ge- 
neral, jefe  del  cuerpo. 

Estableció  también  una  maestranza  completa,  en  la 
cual  trabajaban  todos  á  mas  de  los  principales  maestros 
de  carpintería  y  herrería.  Se  remontaron  en  ella  todos 
los  cañones,  se  construyeron  lanzas,  se  compuso  todo  el 
armamento  y  hasta  se  trabajaron  algunas  espadas. 

Fué  tal  la  constancia  del  General  y  de  los  jefes  y 
oficiales  del  ejército,  que  se  encontró  éste  en  estado  de 
abrir  su  2^  campaña  así  que  principió  el  año  13,  contan- 
do con  tres  mil  hombros  á  fines  de  enero.  El  paso  del 
rio  Pasage  nos  costó  bastante,  por  estar  en  extremo  cre- 
cido, por  cuya  razón  nos  demoró  dos  ó  tres  días,  en  los 
cuales  se  construyeron  balsas,  dos  botes  ó  grandes  ca- 
noas y  se  colocó  una  gran  cuerda  por  una  y  otra  banda 
del  río,  asegurada  por    grandes  maderas    que  se  fijaron 


—  14  — 

al  efecto.  Habiendo  pasado  todo  el  ejército  merced  á  estos 
trabajos,  continuamos  la  marcha  hasta  Lagunillas,  que  es 
una  quebrada  bastante  espaciosa,  situada  á  tres  leguas 
de  la  ciudad  de  Salta. 

El  ejército  enemigo  se  disponía  á  defender  el  paso 
del  Portezuelo,  que  es  por  donde  se  desciende  al  valle 
de  Salta,  el  cual  está  situado  como  á  una  legua  de  la 
ciudad,  pero  quedó  burlado  porque  el  general  Belgrano 
marchó  en  la  noche  del  18  de  febrero  con  iodo  el  ejér- 
cito por  la  quebrada  de  Gallinaso  y  fué  á  salir  en  la 
madrugada  del  19  sobre  el  campo  de  Castañares,  que 
está  como  á  tres  cuartos  de  legua  de  la  ciudad  al 
nord  oeste,  y  es  una  llanura  que  domina  la  población. 
El  enemigo  apesar  de  nuestra  precaución,  conoció  tarde 
la  dirección  que  había  tomado  nuestro  ejército  y  se 
contentó  con  mandar  una  fuerza  sobre  Lagunillas  para 
incomodar  nuestra  retaguardia;  y  aunque  por  este  medio 
logró  tomar  algunos  de  nuestros  soldados  enfermos  que 
habían  quedado  atrás,  fué  luego  rechazada. 

Se  pasó  el  19  en  tomar  conocimiento  del  campo  á 
favor  de  algunas  guerrillas  que  se  lanzaron  sobre  el 
ejército  enemigo,  el  cual  se  estableció  en  línea  en  las 
orillas  del  pueblo  y  dejando  por  delante  de  ella  los  ta- 
garetes. Desígnanse  con  este  nombre  unas  vertientes 
pantanosas  de  que  está  circuido  el  pueblo  por  aquella 
parte  y  por  las  cuales  se  pasan  por  algunos  puentes. 

El  cuerpo  de  Dragones  fué  colocado  ese  día  en  la 
boca  de  San  Bernardo,  este  es  un  cerro  en  cuyo  pié  es- 
tá situada  la  ciudad,  á  vanguardia  de  nuestra  ala  iz- 
quierda, encontrándome  al  lado  del  Mayor  general,  des- 
tinado por  el  Cuerpo  como  ayudante,  para  comunicar- 
le todas  las  órdenes  que  fuesen  necesarias  trasmitir- 
le para  la  batalla  al  coronel  de  dicho  cuerpo,  que  lo 
era  Cornelio  Zelaya.  Como  este  Cuerpo  había  esta- 
do la  mayor  parte  del  día  muy  inmediato  á  la  derecha 
del  enemigo,  me  mandó  el  Mayor  general  al  anochecer, 
con  la  orden  al  Coronel  para  que  se  replegase  mas  á 
retaguardia.    Marché   solo,    habiendo    oscurecido    y  no 


r 


—  15  — 

pude  por  este  motivo  dar  con  el  Cuerpo,  sin  embargo  de 
haberme  aproximado  demasiado  á  la  línea  enemiga,  que 
se  conocía  por  la  iluminación  que  habían  puesto  en  toda 
la  extensión  del  pueblo.  Llamé  dos  veces  al  Coronel 
por  su  nombre  y  levantando  la  voz,  cuando  en  esto  me 
dá  uno  la  voz  de:  «quién  vive!»,  á  mi  espalda,  yo  me  pre- 
cipité sobre  él  con  pistola  en  mano  y  amenazándolo  con 
ella  le  obligué  á  decirme  quién  era. 

Sorprendido  el  hombre,  me  dijo  ser  sargento  de  la 
guerrilla  del  comandante  Somocurcio.  Conociendo  por 
ésto  que  era  enemigo,  le  pregunté  donde  estaba  su  fren- 
te.—  «No  tengo  frente,  señor,  me  contestó,  porque  mi 
comandante  me  ha  mandado  solo  al  pueblo  á  traerle  es- 
tos fiambres,  su  poncho  y  espuelas»  — enseñándome  unas 
alforjas  provistas.  Yo  para  hacerle  creer  que  era  ofi- 
cial de  los  suyos,  le  dije:  Vd.  es  porteño  y  quiere  enga- 
ñarme.—  «¡Porteño!  Ni  Dios  lo  permita» — me  replicó  el 
sargento,  á  cuyo  tiempo  se  sintió  un  fuerte  tiroteo  al 
frente  de  nuestra  derecha  y  agregó: — «Allí  está  mi  gue- 
rrilla que  es  la  que  está  peleando,  lléveme  Vd.  allá  y 
verá  que  soy  cristiano  y  no  porteño».  Ande  Vd.  le  dije, 
que  estaba  medio  alegre  (el  sargento)  y  lo  eché  por  de- 
lante apurando  el  paso,  pero  en  dirección  á  nuestra  re- 
serva y  así  que  me  cercioré  de  estar  ya  en  nuestro  cam- 
po, le  dije:  «Es  Vd.  prisionero,  soy  oficial  porteño»,  y  le 
pedí  los  fiambres  de  su  comandante  por  hallarme  con  bas- 
tante apetito,  pues  ninguno  de  nosotros  había  comido  en 
todo  el  día.  El  sargento  me  alargó  las  alforjas  que  con- 
tenían un  par  de  gallinas  asadas,  algunos  panes  y  un 
buen  queso,  con  lo  que  convidé  á  mi  General,  al  presen- 
tarle mi  prisionero. 

Al  siguiente  día,  así  que  hubo  aclarado,  se  vino  un 
hombre  montado  del  campo  enemigo,  á  escape  sobre  nues- 
tra línea;  varios  ayudantes  quisieron  cortarle  el  paso,  pero 
el  Mayor  general  no  quiso,  diciendo  que  era  uno  pasado. 
Como  á  distancia  de  una  cuadra  de  nuestra  línea  para 
el  oficial  su  caballo,  y  dirigiéndose  á  nuestra  derecha, 
puso  el  caballo  al  galope  gritándouo¿i:  «Porteño  ladrón, 


-  16  - 

cobardes»,  y  otros  mil  insultos,  y  vuelve  su  caballo.  Yo 
salté  sobre  mi  caballo  en  el  acto  y  rae  precipité  sobre  el 
oficial,  sin  embargo  de  los  gritos  que  me  daba  el  General 
para  que  volviese,  pero  no  hice  caso  y  lo  perseguí 
hasta  muy  cerca  de  su  linea,  invitándolo  á  que  me  es- 
perase, pues  estábamos  solos  y  podíamos  batirnos,  mas 
no  pude  conseguirlo,  porque  su  objeto  era  entretenerme 
mientras  por  un  flanco  me  cortaba  una  partida  que  ha- 
bían destinado  desde  que  me  vieron  perseguirlo,  y  segu- 
ramente hubiera  sido  hecho  prisionero  si  el  Mayor  ge- 
neral que  la  observaba  no  manda  otra  á  su  encuentro. 

El  General  me  reprendió  por  este  paso  y  poco  des- 
pués, dada  la  orden  para  el  ataque,  se  movió  nuestra  lí- 
nea sobre  el  enemigo  con  armas  al  brazo  y  con  orden  de 
no  hacer  fuego  sin  que  lo  ordenase  el  general. 

Al  poco  instante  de  haberse  avanzado  nuestra  línea, 
empezó  el  enemigo  á  disparar  su  artillería  sobre  nosotros, 
constando  ella  de  8  á  10  piezas;  y  en  seguida,  así  que 
nos  pusimos  á  tiro,  rompieron  sus  fuegos  todos  los  Cuer- 
pos enemigos  sin  interrupción.  Mientras  nuestra  línea 
avanzaba  sin  contestar,  el  Mayor  general  seguido  de  to« 
dos  sus  ayudantes  y  de  un  oficial  para  cada  cuerpo,  re- 
corría por  vanguardia  de  nuestra  línea  proclamando  los 
cuerpos.  Así  íbamos  de  la  derecha  á  la  izquierda,  cuan- 
do el  número  1  que  ocupaba  este  costado,  rompe  el  fuego 
sin  orden,  observando  '^ue  íbamos  ya  perdiendo  algunos 
hombres;  los  demás  Cuerpos  creyendo  que  se  hubiese  ya 
comunicado  la  orden  por  la  izquierda,  van  á  seguir  los 
fuegos  sobre  la  marcha,  cuando  el  Mayor  general  que  lo 
advierte,  les  dá  un  grito  para  que  no  disparen  sobre  él, 
y  se  precipita  á  la  espalda  de  nuestra  línea  por  el  claro 
que  formaban  los  dos  batallones  del  número  6. 

A  este  grito  los  soldados  que  se  habían  puesto  ya 
los  fusiles  á  la  cara,  suspenden  el  fuego  hasta  que  pa- 
sara el  General  y  su  comitiva;  cuando  al  pasar  yo,  que  era 
de  los  últimos,  casi  roseando  las  bayonetas  de  los  últi- 
mos soldados  de  la  izquierda  del  primer  batallón,  rom- 
pen el  fuego  y  soy  bandeado  por  el  muslo  izquierdo  por 


-  - 


—  17  — 

una  de  nuestras  balas.  Por  solo  el  extremecimiento  que 
sentí  en  la  pierna  y  por  la  sangre  que  salió  al  momento, 
conocí  que  estaba  herido,  pero  seguí  galopando  atrás  del 
General,  hasta  que  principiándoseme  á  desvanecer  la  ca- 
beza, encargué  á  uno  de  los  compañeros  que  le  dijese 
al  General  que  me  retiraba  herido,  dirigiéndome  á  ga- 
lope tendido  al  costado  derecho,  para  avisar  á  mi  Coronel, 
con  el  fin  de  que  mandase  otro  oficial  en  mi  lugar. 

Cuando  alcancé  al  coronel  Zelaya  y  le  avisé  que  estaba 
herido,  fué  en  los  momentos  en  que  acababa  de  recibir 
la  orden  de  tocar  á  degüello  sobre  el  enemigo.  El  Co- 
ronel me  contestó;  «si  está  herido  retírese  á  la  reserva, 
¿á  que  viene  á  avisármelo?»  Me  encaminé  á  la  reserva  y 
llegué  (íon  bastante  trabajo,  cuando  al  poco  tiempo  de 
haberme  bajado  del  caballo  se  presenta  el  Mayor  general 
conducido  por  dos  ayudantes  y  herido  también  en  el 
muslo  izquierdo,  pero  por  bala  enemiga. 

El  fuego  seguía  entre  tanto,  sin  la  menor  interrup- 
ción, y  así  que  se  repararon  nuestros  heridos  por  los 
facultativos,  el  Mayor  general  estaba  enfurecido  con  sus 
ayudantes  para  que  le  arrimasen  el  caballo  para  volver 
á  la  batalla,  pero  éstos  por  orden  de  los  médicos,  no  le 
obedecieron. 

Hacía  mas  de  una  hora  que  fluctuábamos  en  la 
incertidumbre  sobre  el  éxito  de  la  batalla,  cuando  vino  el 
aviso  de  la  victoria  mas  completa  á  eso  de  las  3  de  la 
tarde,  (i) 

Al  siguiente  día  salió  el  General  enemigo  con  todo 
su  ejército  rindió  sus  armas  á  presencia  del  nuestro  y 
prestó  juramento  de  no  volverlas  á  tomar  contra  noso- 
tros. Después  de  esta  operación  fuimos  conducidos  con 
el  Mayor  general  á  casa  de  nuestro  tío  Francisco 
Araoz,  á  la   plaza  y   acomodados   en   una  misma   pieza. 


O  El  enemigo  después  de  arrollado  al  pueblo,  se  resistió  fuertemente 
en  las  calles  pero  fué  obligado  por  el  ardor  de  nuestras  tropas  á  rendirse. 
Xo  puedo  dar  otra  razón  de  esta  batalla,  para  no  exponerme  á  inesactitudes  rela- 
tando lo  que  no  he  vi.st(í. 


—  18  — 

A  las  pocas  horas  estuvo  el  general  Trístan  á  visiiar  al 
Mayor  general. 

No  recuerdo  si  al  segundo  6  tercer  dia  de  nuestra  en- 
trada á  Salta,  tuvo  el  benemérito  general  Manuel  Bel- 
grano  la  imprudente  generosidad  de  permitir  al  general 
Tristan  j  á  todo  su  ejército  volverse  al  Perú,  bajo  la  pro- 
mesa ya  dicha  de  no  tomar  mas  las  armas  contra  nosotros 
ó  mas  bien  dicho  contra  los  ejércitos  de  la  patria,  lo  cual 
nos  costó  tan  caro  en  Vilcapujio,  por  haber  tomado  todos 
los  juramentados  las  armas,  á  excepción  de  algunos  pocos. 

Nuestro  General  en  jefe  se  contrajo  inmediatamente 
después  de  esta  victoria  á  remontar  el  ejército,  á  disci- 
plinarlo y  atender  con  esmero  á  la  curación  de  sus  he- 
ridos. Asi  fué  que  á  los  pocos  meses  movió  su  ejército 
sobre  Potosí.  El  mayor  general  Eustaquio  Díaz  Velez, 
marchó  á  la  cabeza  de  la  vanguardia,  llevándome  en 
calidad  de  su  ayudante,  y  ambos  con  las  heridas  sin 
acabar  de  cerrar.  En  Potosí  fuimos  recibidos  con  gran 
entusiasmo,  y  asi  que  llegó  el  General  en  jefe  con  el 
resto  del  ejército,  mandó  avanzar  á  vanguardia  al  regi- 
miento de  Dragones  y  fué  á  establecerse  al  pueblo  de 
Pequereque  que  está  mas  allá  de  Vilcapujio.  Al  salir 
mi  regimiento  pedí  al  Mayor  general  me  permitiera 
marchar  con  él,  pues,  me  encontraba  curado  de  mi  he- 
rida, y  marché. 

El  ejército  enemigo  mandado  por  el  general  Pezuela 
se  hallaba  entonces  en  Oruro.  A  los  pocos  días  de  nues- 
tra permanencia  en  Pequereque,  tuvo  parte  el  coronel 
Zelaya,  de  nuestras  avanzadas,  de  la  aproximación  de 
una  columna  enemiga  de  infantería,  compuesta  como  de 
400  hombres,  incluso  un  escuadrón  de  caballería  y  cuya 
fuerza  estaba  ya  muy  inmediata. 

Este  parte  lo  recibió  el  Coronel,  ya  caída  la  tarde; 
nuestra  caballada  estaba  en  pastoreo  en  una  quebrada 
algo  distante  y  sintiéndose  los  tiros  de  nuestra  avanzada 
que  se  retiraba  perseguida  por  el  enemigo,  formó  el  Co- 
ronel el  regimiento  y  salimos  á  pié,  al  encuentro  del 
enemigo,  en  columna,  y  llevando  solo  una  partida  mon- 


—  19  — 

tada  en  los  caballos  de  los  oficiales.  El  enemigo  asi 
que  vio  nuestra  columna  se  puso  en  retirada  perseguido 
por  nosotros  hasta  que  cerró  la  noche.  Yo  fui  destinado 
ron  la  poca  caballería  que  teníamos  á  su  persecución  y 
logré  acuchillarles  algunos  hombres  y  tomarles  tres  pri- 
sioneros. Esa  noche  lo  pasó  el  regimiento  en  un  gran 
perchel  de  velada,  en  una  pequeña  población  de  indios, 
cuyo  nombre  no  recuerdo,  todo  mojado  y  pasado  de  frió; 
pues,  persiguiendo  al  enemigo  habíamos  tenido  que  pasar 
cinco  ó  seis  veces  un  mismo  río,  después  de  puesto  ya 
el  sol,  teniendo  que  botar  inmediatamente  los  botines 
todo  el  regimiento  á  causa  de  haberse  escarchado  todos 
ellos  al  poco  rato  por  el  excesivo  frió,  pues  era  en  el 
mes  de  junio  ó  julio. 

Como  todas  las  monturas  habían  quedado  en  Feque- 
reque,  se  dio  orden  al  oficial  de  la  caballería  de  espe- 
rar allí  al  regimiento,  y  al  siguiente  día  después  de  ha- 
bernos cerciorado  de  la  retirada  de  la  fuerza  enemiga, 
regresamos  á  dicho  campo.  A  los  pocos  días  mandó  el 
Coronel  al  capitán  ó  mayor  don  Domingo  Arévalo  al 
pueblo  de  Macha  con  una  fuerza  de  cien  hombres  en 
observación  de  una  fuerza  enemiga,  que  había  marchado 
en  aquella  dirección  á  las  órdenes  del  general  Otañeta 
y  siendo  yo  uno  de  los  oficiales  que  le  acompañaron. 

Establecidos  en  el  pueblo  de  Macha,  fui  destinado  por 
el  mayor  Arévalo  al  Ingenio  de  Ayohuma  con  una  par- 
tida de  diez  hombres,  en  observación  del  enemigo  y  ha- 
biendo tenido  noticias  por  mis  hombres  de  que  una  par- 
tida enemiga  compuesta  de  12  infantes  venía  á  sorpren- 
derme y  quedaba  arriba  de  la  cuesta  al  ponerse  el  sol, 
entonces  mandé  montar  á  mis  hombres  y  me  anticipé  á 
sorprenderla,  lo  que  conseguí  á  las  12  de  la  noche  ó  2 
de  la  mañana,  sin  que  escapara  un  solo  hombre. 

Después  de  haber  remitido  los  prisioneros  al  mayor 
Arévalo  y  regresado  sus  conductores,  me  diriji  al  pue- 
blo de  Oampaya,  situado  al  nord-este  de  Vilcapujio,  á 
consecuencia  del  aviso  que  recibí  de  haber  llegado  allí 
una  partida   de  caballería  de   igual    número   de   la  que 


—  20  — 

acababa  de  sorprender;  caminamos  toda  la  noche  y  al 
amanecer  del  siguiente  día  me  precipite  tocando  ataque 
con  un  clarín,  sobre  la  pequeña  población.  Los  enemi- 
gos, ajenos  de  hallarme  yo  por  aquellas  inmediaciones 
se  asustaron,  encerrándose  en  la  iglesia,  de  donde  los 
saquea  todos,  enancándolos  en  sus  propios  caballos  que 
mandé  ensillar,  los  eché  por  delante  llevándome  también 
al  teniente  cura,  que  era  enemigo;  por  los  prisioneros 
supe  que  el  general  Otañeta  estaba  inmediato  con  2(j0 
hombres  de  infantería  y  50  caballos. 

Así  que  Otañeta  supo  esta  segunda  sorpresa,  destacó 
una  partida  de  25  hombres  en  mi  persecución,  continuan- 
do él  mismo  su  marcha  en  dirección  á  Macha.  Como 
al  salir  yo  del  pueblito  con  mi  presa,  observé  desde  las 
alturas  la  partida  que  venía  en  mi  alcance,  apresuré  mi 
marcha  y  me  puse  á  salvo.  Al  siguiente  día  entregué 
los  12  prisioneros  al  mayor  Arévalo,  y  come»  al  anoche- 
cer llegaron  mis  bomberos  con  la  noticia  de  que  al  po- 
nerse el  sol  acababa  de  acampar  el  general  Otañeta  co- 
mo á  tres  leguas  distante  de  nuestra  posición  y  Arévalo 
dispuso  la  retirada;  me  empeñé  yo  fuertemente  en  que 
fuésemos  esa  misma  noche  á  sorprenderlo,  ofreciéndome 
á  conducirlo  por  donde  no  podíamos  ser  sentidos,  por 
cuanto  yo  conocía  el  lugar  en  que  estaban  acampando 
y  tenía  sobre  ellos  dos  indios  espiando  sus  movimientos; 
hasta  que  decidido  el  Mayor  por  las  seguridades  que  le 
di,  nos  pusimos  en  movimiento  sobre  el  enemigo  como 
á  las  10  de  la  noche. 

No  debe  extrañarse  que  no  siendo  yo  natural  de 
aquel  país  tuviese  confianza  en  los  naturales  que  me 
servían  de  espías  y  baqueanos,  pues,  supe  desde  que  salí 
de  mi  país  en  el  año  1811,  granjearme  la  estimación  de 
los  habitantes  de  todo  el  país  que  recoriía;  así  por  mi 
trato  y  suaves  maneras  para  con  ellos,  como  porque 
cuidé  siempre  y  con  el  mas  prudente  interés  de  que  mis 
soldados  no  dañasen  ni  en  lo  mas  leve  al  vecindario,  y 
á  fé  que  nunca  fui  traicionado  por  ellos,  y  sí,  muchas 
veces    salvado    por  los  naturales  de  caer   en  manos  de 


r 


—  21  - 

mis  enemigos,  lo  cual  me  ha  sucedido  no  pocas  veces, 
tanto  en  ésta  como  en  mis  posteriores  campañas  ó  par- 
ciales correrías. 

Sería  ya  como  la  una  de.  la  mañana,  cuando  encon- 
trándonos muy  inmediatos  ya  al  campo  que  ocupaba 
Otañeta,  se  desanima  nuestro  Mayor,  á  la  idea  de  la 
responsabilidad  por  esta  atrevida  empresa  y  me  manda 
retroceder.  Fueron  en  vano  todas  las  instancias  que  le 
hice  para  que  continuásemos  la  marcha,  ofreciéndome 
responsable  delante  de  la  tropa,  de  la  seguridad  del  éxito, 
ó  pagar  con  mi  vida  mi  atrevimiento;  nada  fué  bastante, 
contramarchamos  á  la  vista  de  los  fuegos  de  las  guar- 
dias enemigas. 

Así  que  aclaró  el  día  y  la  descubierta  enemiga  ob- 
servó por  los  rastros  nuestra  aproximación  y  contramar- 
cha, movió  su  campo  el  general  Otañeta  en  nuestro  al- 
cance; de  esto  fué  avisado  Arévalo  por  mis  bomberos  y 
se  puso  inmediatamente  en  retirada  para  el  mineral  de 
Aullagas,  dejándome  con  25  dragones  en  una  estrecha  y 
precisa  quebrada  que  encontramos  á  poco  andar,  á  efec- 
to de  que  contuviese  allí  al  enemigo  cuanto  me  fuese 
posible  y  él  continuó  con  el  resto  de  la  fuerza  que  no 
estaba  bien  montada,  hasta  ganar  las  alturas. 

Así  que  la  caballería  enemiga  llegó  al  estrecho  que 
yo  ocupaba,  le  acometí  é  hice  retroceder  mas  de  cinco  ó 
seis  cuadras,  hasta  que  divisando  su  infantería  pasó,  ha- 
biendo dejado  muerto  ya  al  capitán  que  la  mandaba  y 
llevado  cuatro  ó  cinco  heridos.  Asi  que  descubrí  yo  la 
infantería  regresé  á  mi  puesto  y  me  establecí  en  él : 
llegaron  en  esto  los  infantes  y  como  no  podían  desplegar 
mas  frente  que  el  que  yo  tenía,  me  fué  fácil  contenerlos 
por  algún  tiempo,  hasta  que  llegó  el  capitán  Alejan- 
dro Heredia  y  me  mandó  retirar  por  orden  del  Mayor, 
que  estaba  ya  á  salvo  de  la  fuerza. 

Los  enemigos  no  pasaron  adelante  y  regresaron  muy 
pronto  á  su  cuartel  general,  que  poco  después  pasó  á 
establecerse  á  Condo,  con  cuyo  motivo  el  coronel  Zela- 
ya  se  replegó  con  su  regimiento  de  Dragones  á  la  posta 


—  22  — 

de  trenas  y  volvimos  nosotros  á  ocupar  el  punto  de  Ma- 
cha. Al  poco  tiempo  de  haber  regresado  nosotros  á 
Macha,  recibió  orden  el  mayor  Arévalo  de  replegarse  á 
Leñas  para  incorporarnos  al  ejército  que  se  habla  movi- 
do ya  de  Potosí,  en  busca  del  enemigo.  A  los  pocos  días 
de  nuestra  marcha  alcanzamos  al  ejército  al  llegar  al 
campo  de  Vilcapujio,  y  no  recuerdo  si  en  esa  misma  no- 
che ó  en  la  siguiente  fué  destinado  el  teniente  coronel 
Bernal  que  era  el  segundo  jefe  del  cuerpo  de  Dragones 
á  cubrir  con  todo  él,  el  camino  por  donde  se  suponía 
bajaría  el  ejército  enemigo,  el  cual  estaba  situado  como 
á  una  legua  de  nuestro  campo  y  poco  avanzado  hacia 
nuestra  izquierda.  El  General  en  jefe  ordenó  que  fuese 
yo  á  situarme  con  25  hombres  á  la  boca  misma  de  la 
quebrada,  por  donde  debía  bajar  el  ejército  contrario. 

Al  amanecer  el  14  de  octubre,  descubrió  el  coman- 
dante Bernal  á  todo  al  ejército  enemigo  formado  ya  á 
su  derecha,  pues,  había  descendido  en  aquella  noche  di- 
rectamente al  fi'ente  de  nuestro  ejército,  á  consecuencia 
de  esto  emprendió  su  retirada  por  el  frente  del  ejército 
español  y  dejándome  con  el  encargo  de  cubrir  y  prote- 
ger su  retirada,  y  dirigiéndose  él  á  la  derecha  de  nues- 
tro ejército  que  era  el  lugar  que  le  estaba  designado 
para  la  batalla.  Los  enemigos  destacaron  alguna  caba- 
llería sobre  nuestros  Dragones,  pero  estos  sin  hacer  caso 
de  ella  continuaron  su  marcha  hasta  ocupar  la  derecha 
de  nuestro  ejército  que  iba  ya  en  marcha  sobre  el  ene- 
migo. Yo  me  escopeteaba  á  retaguardia  de  mi  cuerpo  con 
las  guerrillas  enemigas  y  al  pasar  por  el  frente  que  lle- 
vaba nuestro  General,  me  mandó  éste  llamar  con  un 
ayudante  y  entregándome  una  de  sus  pistolas,  me  dijo: 
«Espero  que  será  ésta  bien  empleada  por  Vd.,  apresure 
su  marcha  hasta  incorporarse  á  su  cuerpo  y  dígale  á  su 
jefe,  de  mi  orden  que  cargue  ya  sobre  la  caballería  (jue 
viene  á  su  frente. 

Apresuré  mi  marcha  hasta  incorporarme  y  asi  quo 
le  comuniqué  á  mi  jefe  la  orden  que  por  mi  conducto 
le  mandaba  el  General,  dio  al  regimiento  que  iba  en  li- 


—  sa- 
nea, la  voz  de  al  trote,  y    dando  en  seguida  las  demás, 
nos  precipitamos  sobre  la   caballería  enemiga  que  man- 
daba el  coronel  Castro,  la   cual  volvió  la  espalda  antes 
de  encontrarnos. 

Al  mezclarnos  con  los  enemigos,  cayó  )iuestro  co- 
mandante y  en  seguida  el  sargento  mayor  Francisco  Zamu- 
dio  y  algunos  oficiales  más,  pues,  el  fuego  era  ya  general 
y  la  infantería  enemiga  nos  causó  bastante  daño.  El  resul- 
tado fué  que  al  poco  tiempo  de  haber  emprendido  el  ata- 
que, vine  á  quedar  mandando  el  cuerpo,  como  el  oficial 
mas  antiguo  de  los  que  permanecía  á  su  frente.  Me 
precipité  sobre  el  coronel  Castro  que  hacía  esfuerzos 
extraordinarios  para  contener  su  tropa;  después  de  haber 
empleado  la  pistola  que  me  había  dado  el  General  en  un 
capitán  que  dejé  muerto,  íbalo  casi  dejando  con  mi  es- 
pada, cuando  me  gritan  mis  soldados: — «Capitán,  están 
tocando  reunión,  se  retira  nuestra  gente,»  Vuelvo  á  estas 
voces  la  vista  y  descubro  á  retaguardia  de  mi  izquierda, 
una  línea  formada  y  á  muchos  de  mis  soldados  corrien- 
do hacia  ella. 

El  ejército  enemigo  había  sido  deshecho,  perdiendo 
cuerpos  casi  enteros  y  la  mayor  parte  de  su  artillería 
estaba  ya  en  nuestro  poder,  cuando  sonó  la  funesta  re- 
tirada que  hasta  hoy  se  ignora  quien  fué  el  que  la  man- 
dó tocar.  Los  cuerpos  vencedores  paran  á  este  toque 
(jue  sonaba  á  retaguardia,  vuelven  la  vista  y  descubren 
el  cerro  que  dejamos  á  espalda,  de  nuestro  campo,  coro- 
nado de  gente.  Figúranse  nuestras  tropas  que  fuerza 
enemigas,  nos  habían  tomado  las  alturas  de  la  espalda 
y  suena  entre  los  nuestro  la  voz; — Al  cerro,  al  cerro.  Es 
secundada  esta  voz  por  todas  partes  y  se  precipitan  to- 
dos en  retirada  al  cerro.  Mientras  tanto  la  multitud  de 
hombres  que  ocupaban  dicha  altura  eran  indios,  amigos 
nuestros  que  observaban  desde  allí  nuestro  triunfos. 

El  resultado  fué  que  no  hubo  poder  humano  que 
contuviese  á  nuestros  soldados  para  que  no  subiesen  al 
cerro,  y  que  una  vez  subidos  á  él  y  ya  ciertos  de  que 
no  había  allí  tales  enemigos,  fué   absolutamente  imposi- 


—  24  - 

ble  volverlos  á  bajar,  por  mas  esfuerzos  que  hacían  los 
Generales  y  demás  jefes  de  los  cuerpos. 

En  tales  circunstancias,  lleno  yo  de  indignación  al 
observar  una  transformación  tan  vergonzosa  en  unos 
hombres  que  momentos  antes  acababan  de  arrollar  y 
despedazar  al  ejército  enemigo,  y  del  cual  apenas  exis- 
tia á  nuestra  vista  en  el  campo,  los  restos  del  batallón 
de  Picoaga,  en  número  como  de  400  hombres  y  como 
100  caballos  escasos  á  las  órdenes  del  coroael  Castro, 
grito  á  mis  Dragones:  «Vergüenza  eterna  sería  para  los 
vencedores  de  Tucumán  y  Salta,  que  ese  puñado  de  ven- 
cidos que  tenéis  á  la  vista,  quedase  en  posesión  del  cam- 
po que  acabamos  de  conquistar,  y  abandonar  al  mismo 
tiempo  sin  saber  porqué!  Los  que  tengan  sangre  en  la 
cara  sigan  mi  ejemplo» — y  me  precipité  cerro  abajo. 
Anímanse  los  dragones  y  me  siguen,  mil  voces  repiten  á 
mi  espalda,  á  ellos!  y  observo  al  volver  la  vista,  que  prin- 
cipian á  descender  nuestros  infantes  por  detrás  de  los 
Dragones. 

Bajo  hasta  los  fogones  de  nuestro  campo,  seguido  de 
más  de  70  Dragones  y  observando  que  iban  llegando  ya 
algunos  de  nuestros  infantes  y  para  mejor  animar  á  los 
demás  que  iban  descendiendo,  formo  en  batalla  á  los 
Dragones  y  cargo  sobre  el  coronel  Castro  que  estaba 
formado  á  mi  frente,  el  cual  huye  con  sus  cien  hombres 
hasta  descender  al  barranco  de  un  riachuelo,  que  corre 
de  norte  á  sud,  en  donde  hizo  alto  y  echó  pié  á  tierra 
parapetado  de  los  barrancos  y  mandó  romper  el  fuego 
sobre  mi  caballería,  puesta  ya  casi  al  abrigo  de  su  in- 
fantería que  estaba  cerca. 

Como  los  pocos  infantes  nuestros  que  bajaban,  no 
siguieron  mi  movimiento,  retrocedí; — Castro  monta,  enton- 
ces con  su  tropa  y  me  sigue,  pero  asi  que  lo  hube  ale- 
jado del  río,  volví  sobre  él  á  escape  y  le  hice  correr 
segunda  vez,  teniendo  que  retroceder  del  barranco  como 
en  la  primera  carga.  Las  tropas  que  habían  empezado 
á  bajar  del  cerro,  retrocedieron  y  no  me  fué  ya  posible 
animar  á  los  pocos  infantes  que  habían  bajado  á  que  me 


—  25   — 

siguieran,  sin  embargo,  de  que  por  tercera  vez  volví  á 
rechazar  á  Castro  y  hasta  le  disparé  un  cañonazo  con 
una  de  nuestras  piezas  que  habían  dejado  cargada  al 
pié  del  cerro,  nuestros  soldados.  Tuve  que  subir  en  vis- 
ta de  que  ya  nuestros  soldados  seguían  desbandándose 
del  cerro,  sin  que  nadie  pudiera  contenerlos. 

El  señor  General  en  jefe  que  me  esperó  arriba,  con- 
tinuó su  retirada  en  dirección  á  Macha  y  me  mandó 
adelante  con  mi  ordenanza  en  alcance  del  Mayor  gene- 
ral, que  se  había  adelantado  para  reunir  á  los  primeros 
dispersos,  previniéndole  que  hiciera  alto  en  Macha  y  le 
esperase  alli  con  toda  la  fuerza  que  hubiese  reunido. 

Me  separé  del  señor  General  en  jefe  para  llenar  di- 
cha comisión,  como  de  4  á  5  de  la  tarde,  hasta  que  ha- 
biendo llegado  á  los  ingenios  de  Ayohuma  con  cinco 
hombres  que  había  reunido  á  los  dos  ó  tres  días  de 
marcha  y  sabiendo  allí  por  los  naturales  que  estaban 
pasando  muchos  dispersos  y  tomando  otra  dirección  que 
la  de  Macha  resolví  quedarme  allí  á  reunir  cuantos  dis- 
persos llegasen  y  recogerles  los  caballos,  y  di  parte  al 
Mayor  general  en  Macha  de  quedarme  con  este  objeto  y 
comunicándole  la  orden  que  llevaba  del  General. 

Al  poco  rato  de  haber  despachado  al  chasque  obser- 
vé dispersos  bajando  el  cerro  y  pasé  á  establecerme  al 
pió  de  él.  Asi  que  llegaban  les  iba  tomando  los  caballos 
ó  muías  que  se  habían  proporcionado  y  los  entregaba  al 
cacique  ó  alcalde  del  lugar  para  que  los  mandara  al  pas- 
toreo con  indios.  Todo  el  día  permanecí  allí  y  logré 
reunir  más  de  70  hombres  de  todos  los  cuerpos,  pero 
ningún  tambor  ni  corneta  y  al  ponerse  el  sol  marché  á 
la  población  con  todos  ellos  y  me  acuartelé  en  un  inge- 
nio, estableciendo  una  guardia  de  prevención  á  la  puerta. 
Les  proporcioné  cuanto  necesitaban  por  medio  del  caci- 
que y  no  permití  salir  á  nadie. 

El  chasque  que  llevó  mi  comunicación  al  Mayor  ge- 
neral á  Macha,  regresó  al  anochecer  con  la  noticia  de 
no  haberla  entregado,  en  razón  de  que  ya  había  pasado 
para  Potosí.     Amanecido   el    siguiente  día  se  reunieron 


—  26  — 

como  20  hombres  ó  más,  los  alisté  á  todos  y  di  puerta 
franca  para  que  salieran  á  pasear,  dejando  sus  armas 
en  el  cuartel  y  con  orden  de  correr  á  él  al  toque  conti- 
nuado de  campana. 

Habiendo  observado  á  eso  de  las  12  del  día,  que 
muchos  de  los  soldados  andaban  bastante  alegres  con  la 
chicha,  me  propuse  observar  todas  sus  reuniones  sin  ser 
visto  y  escuchar  su  conversación  á  favor  de  los  cercos  de 
piedras  con  que  están  rodeadas  todas  las  casas  ó  ranchos, 
cuando  en  una  de  éstas  percibo  á  un  soldado  que  decía 
á  los  demás — ¡Qué  A. ...  el  Capitán  y  el  General  están .... 
quien  sabe  cómo  de  miedo  y  nos  están  aquí  queriendo 
reunir  y  quitándonos  los  caballos! — No  había  concluido 
de  proferir  las  últimas  palabras,  cuando  de  un  salto  me 
puse  en  medio  de  ellos  con'  espada  en  mano  y  dando  de 
cintarazos  al  que  acababa  de  vertir  estas  voces  sudver- 
sivas,  grité  á  los  demás:  «Al  cuartel  corriendo*.  Todos 
corrieron,  al  cuartel  y  yo  por  detrás,  apaleando  tan  solo 
al  insolente  que  de  tal  manera  se  había  producido.  Mandé 
tocar  la  campana  y  asi  que  se  hubieron  reunidos  todos, 
pasé  lista,  estando  todos  presentes,  mandé  atar  de  las  ma- 
nos al  referido  soldado  y  colgado  del  marco  de  una  puerta, 
le  mandé  dar  dos  azotes  con  unas  riendas,  por  cada  uno 
délos  80  hombres  que  estaban  formados. 

Pasado  el  castigo  mandé  romper  fila,  dejando  al  sol- 
dado medio  colgado  y  ordené  á  la  guardia  que  no  dejase 
salir  á  nadie.  Al  poco. rato  comenzó  el  soldado  á  cla- 
mar para  que  lo  soltara  confesando  su  falta  y  pidiéndome 
lo  perdonara.  Entonces  mandé  desatarlo  y  después  de 
afearle  su  conducta  á  presencia  de  todos,  lo  mandé  á  la 
prevención  y  pasé  la  noche  en  guardia.  Al  siguiente 
día  llegó  el  Genei'al  en  jefe  con  bastante  fuerza  reunida 
y  le  presenté  96  hombres  y  más  de  treinta  cabalgaduras, 
manifestándole  que  al  efecto  de  reunir  esta  fuerza  me 
habla  detenido  allí,  dando  aviso  al  Mayor  general,  asi  de 
esta  mi  determinación,  como  la  orden  que  por  mi  con- 
ducto le  mandó  á  S.  E.j  pero  que  este  aviso  no  se  le  ha- 
bía dado  por  haber  ya  dirijídose  á  Potosí  con  todos  los 


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hombres  que  había  reunido.  El  General  aprobó  raí  con- 
ducta y  me  mandó  en  seguida  pasar  hasta  Potosí,  con 
una  comunicación  para  el  Mayor  genei'al. 

Así  que  me  entregó  dicha  comunicación  me  puse  en 
marcha  para  Tinguipaya,  con  solo  mi  ordenanza  y  al 
llegar  al  siguiente  día  á  dicho  pueblo,  encontré  en  él  á 
muchos  soldados  de  los  diferentes  cuerpos  del  ejército 
que  andaban  bebiendo  por  las  pulperías. 

El  Curaca  del  pueblo,  asi  que  supo  mi  llegada,  fué 
á  suplicarme  libertara  la  población  de  un  saqueo  que 
temían  por  los  soldados  dispersos.  Yo  le  aseguré  que  nada 
temía  que  temer  el  pueblo  si  se  me  proporcionaba  una 
casa  cómoda  para  acuartelar  la  tropa  y  los  alimentos 
necesarios  para  darle.  El  .  Curaca  partió  contento  con 
algunos  vecinos,  asegurándome  que  muy  pronto  tendría 
preparado  cuanto  deseaba.  En  efecto,  no  había  pasado 
media  hora  cuando  vino  á  decirme  que  estaba  todo  pre- 
parado en  una  hermosa  casa,  y  pasó  á  enseñármela  en 
la  misma  plaza.  Habia  en  ella  un  acopio  de  corderos, 
papas,  ollas,  cántaros  de  chicha  y  cuanto  podía  necesi- 
tarse para  comer  bien,  cien  ó  más  hombres. 

Monté  á  caballo  con  mi  ordenanza  y  recorrí  todas 
las  pulperías  acompañado  del  Curaca,  reuniendo  á  todos 
los  hombres  que  encontraba  en  ellas  y  los  conduje  al 
cuartel;  nombré  una  guardia  de  ellos  mismos  y  estable- 
ciéndome en  la  misma  casa;  se  les  distribuyó  cuanto  ha- 
bía preparado  y  pasaron  allí  el  resto  del  día  y  toda  esa 
noche  muy  contentos,  sin  que  nada  les  faltase,  así  como 
á  los  demás  que  fueron   llegando. 

Al  siguiente  día  muy  temprano,  salí  del  pueblo  para 
Potosí,  conduciendo  más  de  cien  hombreSj  los  que  entre- 
gué al  Mayor  general  al  2''  día,  justamente  con  la  co- 
municación del  señor  General  en  jefe.  Impuesto  de  ella 
mi  primo  me  dijo:  «Muy  bien,  descansarás  esta  noche  y 
regresarás  por  la  mañana  por  Ghuquisaca,  llevando  de 
paso  una  comunicación  para  el  Presidente  Ocampo.» 

En  efecto,  al  amanecer  del  siguiente  día  me  entregó 
la  comunicación,  me  mandó  dar  una  paga  y  partí  por  la 


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posta.  Entregué  la  comunicación  al  Presidente  en  Char- 
cas al  siguiente  día  y  pasé  esa  misma  noche  para  Macha 
á  cuyo  punto  llegué  creo  al  4®  día  de  haber  salido  de 
Potosí. 

Impuesto  el  General  por  la  comunicación,  de  cuanto 
había  practicado  en  Tinguípaya,  me  dijo :  «Vale  V.,  un 
Perú,  señor  La  Madrid,  pero  lo  que  yo  exijo  de  V.  aho- 
ra es  que  vaya  á  su  cuartel,  tome  cuatro  hombres  de  su 
confianza,  bien  montados  y  rae  vaya  á  hacer  prisioneros 
por  Yocalla» — este  es  un  pueblito  á  diez  leguas  de  Potosí 
al  Ñor- oeste. 

Inmediatamente  pasé  al  cuartel  y  escojí  á  los  solda- 
dos Mariano  Gómez,  Santiago  Albarracin,  Juan  Bautista 
Zalazar,  y  José el  1^  tucumano,  el  2<»  y  3^  cor- 
dobés, y  el  4^  de  Suipachá;  les  hice  tomar  los  mejores 
caballos  y  pasé  con  ellos  y  mi  ordenanza  Santiago  Iba- 
ñez.  tucumano,  á  casa  del  General  á  decirle  que  estaba 
ya  pronto. 

«Muy  puntual  es  Vd.,  señor  La  Madrid»,  me  dijo  el 
General  al  presentarme  con  los  5  hombres,  «¡Para  servir 
á  la  patria,  mi  General,  siempre  seré  lo  mismo!»  fué  mi 
contestación. 

El  General  mandó  entonces,  que  se  presentase  el  in- 
dio baqueano  José  Félix  Reynaga,  montado,  y  así  que 
estuvo  á  su  presencia,  me  dijo:  «Aquí  tiene  Vd.  un  exce- 
lente baqueano;  marche  Vd.  con  él  á  Yocalla,  donde  ha 
llegado  ya  la  vanguardia  enemiga  y  tráigame  una  noti- 
cia cierta  de  su  fuerza,  qué  jefes  la  mandan,  y  cuántas 
piezas  de  artillería  tiene». 

«Muy  bien  mi  General,  será  Vd.  servido,  le  dije,  pe- 
ro necesitaría  para  llenar  debidamente  este  encargo, 
que  V.  E.  me  diera  un  pasaporte  para  presentarme  al 
campo  enemigo  y  averiguarlo».  El  General  se  echó  á 
reír  y  me  dijo:  «Marche  Vd.»,  y  me  despedí  encaminán- 
dome á  mi  destino  sin  detenerme. 

Al  siguiente  día  por  la  noche  y  favorecido  por  una 
copiosa  nevada  que  cayó  sin  cesar  en  la  mayor  parte 
de  ella,  pude,  aprovechándome    de  esta  circunstancia  y 


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sin  descanso,  aparecer  al  rayar  el  día,  sobre  el  pueblo 
de  Yocalla  á  favor  del  excelente  baqueano. 

Era  tal  la  abundancia  de  la  nieve,  que  no  se  descu- 
bría una  piedra,  ni  un  solo  arbusto,  ni  se  descubría  en 
la  población  mas  que  montañas  de  nieve  sobre  los  ran- 
chos. 

En  estas  circunstancias  y  hallándonos  ya  á  distan- 
cia como  de  8  cuadras  á  lo  más  de  la  población,  me 
indica  el  baqueano  con  su  mano  tendida  á  la  izquierda, 
una  partida  de  5  hombres  montados,  que  marchaban  ha- 
cia mi  retaguardia  sin  habernos  descubierto.  Era  ésta 
una  descubierta  que  había  salido  del  pueblo  en  obser- 
vación. Me  precipito  al  instante  sobre  ella  con  mi  par- 
tida y  así  que  nos  siente  ésta,  dispara  sus  armas  contra 
nosotros,  pero  sin  acierto  y  son  al  instante  prisioneros 
y  echados  por  delante  en  retirada,  después  de  haberme 
asegurado  que  estaba  allí  el  coronel  Castro  con  800 
hombres  y  4  piezas  de  artillería.  Así  que  se  sintieron 
los  tiros  en  el  pueblo,  salieron  diez  hombres  montados 
á  reconocernos,  pero  habíamos  ya  ganado  terreno  y 
cuando  nos  descubrieron  no  se  atrevieron  á  perse- 
guirnos. 

Por  este  medio  logré  dar  á  mi  General,  una  noticia 
tal  cual  él  la  deseaba,  pues,  el  bobo  y  los  4  soldados  de 
que  se  componía  dicha  partida,  me  impusieron  de  todo. 
— Me  dirijí  con  ellos  por  el  pueblo  de  Tinguipaya,  pues, 
tenía  orden  del  General  de  llevarle  preso  al  sacristán  y 
un  indio  alcalde,  por  haber  desarmado  entre  ambos  al- 
gunos soldados  de  nuestros  dispersos  y.mandádolos  al 
enemigo  después  de  mi  paso  á  Potosí. 

Al  llegar  á  dicho  pueblo  mandé  al  baqueano  con  un 
soldado  á  casa  del  indio  alcalde,  con  orden  de  traérmelo 
preso  á  la  plaza,  á  cuyo  punto  me  dirijí  con  mis  4  hom- 
bres y  los  5  prisioneros  que  los  llevaba  enancados  y  ase- 
gurados con  un  lazo  por  las  piernas,  uno  con  otro.  Así 
que  entré  á  la  plaza,  ya  bien  tarde,  y  pregunté  por  el 
sacristán  en  la  puerta  misma  de  su  casa,  me  lo  negaron 
diciéndome  que  no  estabaj  cuando  oigo  voces  de  tumul- 


—  so- 
lo á  mi  espalda  y  observo  una  porción  de  rhoJos  vou- 
niéndose  al  otro  extremo  de  la  plaza  y  armándose  de 
piedras.  Corro  á  ellos  sable  en  mano  con  mi  partida 
y  los  presos  por  delante;  los  indios  entonces  panaron 
las  casas  y  las  boca  calles  en  fuga,  disparándome  pe- 
dradas y  dando  voces  en  quichua,  que  era  su  idioma. 
Procuré  salir  entonces  á  la  plaza  en  busca  del  baqueano, 
pues,  ya  sentía  iguales  voces  por  aquella  parte. 

En  efecto,  asi  que  salí  del  pueblo  ya  descubrí  á 
Reynaga  y  el  soldado  que  venían  acosados  por  mas  de 
16  indios  y  cholos;  rae  reúno  á  ellos  y  continúo  mi  re- 
tirada, mientras  tanto  se  aumentaban  en  tropel  por  de- 
trás, porción  de  cholos  disparándonos  piedras  y  armarios 
algunos  de  fusil  y  fornituras,  que  probablemente  estaban 
descompuestos  los  más,  pues,  solo  nos  habían  disparado 
dos  ó  tres  tiros. 

Así  que  los  hube  alejado  un  poco  del  pueblo,  di 
vuelta  precipitadamente  sobre  ellos  y  acuchillé  unos 
cuantas  hasta  que  ganaron  las  calles,  pero  observando 
que  por  los  cerros  de  uno  y  otro  lado  de  la  quebrada, 
iban  apareciendo  otros  muchos,  continué  mi  retirada, 
pues  se  acercaba  la  noche.  Me  siguieron  hasta  que  os- 
cureció, por  sobre  los  cerros  y  se  regresaron.  Yo  con- 
tinué toda  la  noche  hasta  llegar  á  la  posta  de  Aclasa, 
distante  como  7  leguas  y  ahí  hice  alto  para  dar  un  cor- 
to descanso  á  la  tropa  y  las  bestias  y  así  que  amaneció 
despaché  dos  hombres  al  cuartel  general  de  Macha  con 
los  5  prisioneros  y  el  parte;  pidiéndole  al  General  me 
mandase  inmediatamente  una  partida  de  8  Dragones  pa- 
ra castigar  á  los  cholos  deTinguipaya,  y  me  quedé  con 
los  tres  naturales  y  el  baqueano  Reinaga  en  observación. 

Adviértase  que  de  los  5  prisioneros  el  cabo  y  un 
soldado  eran  de  los  juramentados  en  Salla. 

Al  siguiente  día  como  á  las  dos  de  la  tarde  volvie- 
ron mis  dos  soldados  con  la  partida  de  8  hombres  que 
había  pedido  á  mi  General,  incluso  un  cabo  y  un  sar- 
gento; y  conduciendo  las  cabezas  de  los  dos  juramenta- 
dos,    lijadas   en    una   tabla    con    esta  inscripción  —  por 


% 


—  31  — 

perjuros  —  los  cuales  debía  hacerlos  fijar  por  dos  indios 
patriotas  que  las  conducían,  en  lugar  que  pudiesen  ser 
vistos  por  los  enemigos,  como  lo  ordené  al  momento, 
mandando  al  mismo  tiempo  que  las  cabezas,  dos  bom- 
beros hasta  los  altos  de  Tambo  Nuevo,  en  observación  do 
los  enemigos  de  Yocalla  y  con  orden  éstos  de  estar  de 
regreso  á  las  8  de  la  noche,  en  cuya  hora  debía  mover- 
me sobre  Tinguipaya  para  dar  el  asalto  á  la  madrugada 
siguiente. 

Mientras  estos  regresaban,  nosotros  descansábamos 
y  pastaban  nuestros  caballos  y  al  cerrar  la  noche  man- 
dé ensillar  para  estar  listos  á  emprender  la  marcha  asi 
que  llegasen  aquellos:  llega  la  hora  señalada  y  se  me 
presentan  los  bomberos  con  la  noticia  de  haber  dejado 
en  Tambo  Nuevo  una  compañía  como  de  40  á  50  infan- 
tes, que  ellos  habían  visto  llegar,  desde  Yocalla,  y  los 
cuales  quedaron  acampados  al  ponerse  el  sol. 

En  el  acto  de  recibir  esta  noticia  mandé  montar  á 
caballo  á  mis  14  hombres  incluso  el  baqueano  Reinaga, 
y  en  vez  de  dirijirme  al  pueblo  de  Tinguipaya  sobre  los 
cholos  é  indios  sublevados,  me  dirijí  á  sorprender  la  com- 
pañía, pues  venía  seguramente  (como  lo  afirmaron  des- 
pués los  prisioneros)  á  tomarme  la  espalda  por  la  que- 
brada, luego  que  me  hubiera  internado  sobre  aquel  punto, 
á  consecuencia  del  aviso  que  los  cholos  habían  mandado 
al  jefe  enemigo  de  mi  ataque  anterior. 

Emprendí  mi  marcha  en  efecto,  en  esta  dirección, 
mandando  por  delante  á  Gómez,  Albarracin  y  Salazar, 
con  los  dos  indios  que  acababan  de  llegar  con  la  noti- 
cia, en  clase  de  descubridores. 

Seguía  mi  marcha  en  este  orden  con  mí  baqueano 
Reynaga  á  mi  lado  y  habían  pasado  ya  algunas  horas, 
cuando  se  me  presenta  Albarracin  avisándome  de  parte 
del  soldado  Mariano  Gómez  que  encabezaba  la  descu- 
bierta, que  venia  en  marcha  conduciendo  prisionera  á 
la  guardia  abanzada  por  la  compañía  que  iba  á  sor- 
prender, en  número  de  10  hombres.  Gustosamente  sor- 
prendido con  esta  noticia,  pregunté  al  que  mandaba  este 


—  32  — 

parte  «¿Cómo  hnn  obrado  Vds.  ese  prodigio?»  Continuan- 
do mi  marcha  me  refiere  Albarracin  que  al  asomar  los 
tres  hombres  al  portezuelo  de  Tambo  Nuevo,  habiendo 
señalado  el  baqueano  el  rancho  en  que  estaba  colocada 
la  guadia  y  que  aproximándose  Gómez  con  dicho  indio, 
habia  observado  que  dicha  guardia  dormia,  al  favor  de 
una  lámpara  que  ardia  dentro  del  rancho,  y  que  en  un 
corral  inmediato  estaba  encerrada  la  caballada;  que 
regresando  Gómez  al  momento,  les  propuso  á  sus  dos 
compañeros  si  se  animaban  á  echarse  con  él,  sobre 
aquella  guardia  que  dormia  y  cuyos  fusiles  se  descubrían 
arrimados  á  la  pared,  con  la  luz  de  la  lámpara;  que 
habiéndole  contestado  ellos  que  sí,  se  precipitan  los  tres 
con  los  dos  indios  que  los  guiaban,  sobre  la  puerta  del 
rancho  y  que  desmontado  Gómez  en  la  puerta  con  sable 
en  mano,  dio  el  grito  de — «ninguno  se  mueva» — á  cuyo 
tiempo  abrazándose  de  los  11  fusiles  que  estaban  arri- 
mados, se  los  alcanzó  á  los  dos  indios:  que  en  seguida 
hizo  salir  y  formar  afuera  á  los  11  hombres  y  los  echó 
por  delante,  habiéndose  colocado  el  exponente  á  la  cabe- 
za, á  Salazar  el  centro  y  él  (Gómez)  ocupó  Ja  retaguar- 
dia, suponiéndose  oficial  y  haciendo  marchar  á  los  dos 
indios  con  los  fusiles  por  delante. 

Mientras  Albarracin  me  informaba  de  todo  esto, 
presénteseme  Gómez  con  sus  diez  prisioneros,  8  soldados 
y  2  cabos,  diciéndome  que  el  sargento  que  mandaba  esta 
guardia,  se  le  habia  escapado  tirándose  cerro  abajo  al 
descender  por  un  desfiladero  y  que  no  habia  querido 
perseguirlo  por  temor  de  exponerse  á  que  pudiesen  fugar 
los  demás,  mientras  él  se  ausentaba.  Esta  relación  la  oi 
habiendo  mandado  hacer  alto  y  después  de  hacer  de  los 
tres  valientes  el  elojio  que  merecían  á  presencia  de  los 
demás,  me  dirijí  á  los  prisioneros  y  les  dije:  «si  Vds. 
responden  á  mis  preguntas  con  entera  verdad,  nada  tie- 
nen que  temer  y  serán  felices,  pero  si  me  engañan  pa- 
garán todos  con  la  vida,  su  embuste». 

Me  juraron  contestar  la  verdad  á  cuanto  les  pregun- 
tase y  empezó  este  interrogatorio.  «¿Qué  gente  queda  en 


—  33  — 

Tambo  Nuevo?»  «Señor,  40  hombres  responden  los 
cabos,  incluso  el  sargento  que  ha  fugado  y  tres  oficiales 
con  el  capitán,  pues  eramos  50  entre  todos».  «¿Con  qué 
objeto  venían?»  «Señor,  con  el  de  sorprenderle  á  la  ma- 
drugada por  la  quebrada  asi  que  avanzara  Vd.  sobre  el 
pueblo  de  Tinguipaya,  pues  el  alcalde  y  el  sacristán  ha- 
bian  mandado  aviso  al  señor  coronel  Castro  de  que  Vd. 
los  atacarla  seguramente  esta  noche  y  pidiéndole  que 
mandara  una"  fuerza  por  este  punto  para  que  no  se  les 
escapara  >. 

«¿No  hay  otra  fuerza  á  retaguardia  de  Vds.,  con  el 
objeto  de  protegerlos?»  «¡Señor,  ninguna,  se  lo  asegura- 
mos con  la  vida!»  respondieron  todos. 

«Bien,  les  contesté,  si  es  cierto  cuanto  me  han  dicho 
i\ada  tienen  que  temer.  Marchen  Vds.    ahora  al  cuartel 
general,  que  muy  luego  los  alcanzaré  yo  con  el  resto  de 
su  compañia^^,  y  dirijiéndome  al  cabo   de    mi  partida  le 
mandé  que  apartara   dos    soldados  y  cargasen    los    tres 
sus  armas.  Listos  ya  añadí    al    cabo,  á  presencia  de  los 
diez  prisioneros:  «Marche  Vd.  con  estos   hombres  y  esos 
dos  indios    que   conducen   las    armas,    hasta   el    cuartel 
general,  y  preséntelos   al    señor    General  en   jefe  de  mi 
parte,  diciéndole  que  marcho  con  el    resto  de  la  compa- 
ñía y  cuidado,  que  responde  Vd.  con  su  vida  de  la  segu- 
ridad de  los  presos,  ellos   pagarán  á  Vd.  con  la  suya  al 
menor  intento  de  escaparse» .  Los  presos  al  oir  esta  orden, 
repitieron  con  juramento  que  irian  gustosos  á  donde  los 
destinaba,  á  cuya  nueva  promesa    recomendé  al  cabo  la 
consideración  con  ellos,  si  se  conduelan  bien  y  continué 
mi  marcha  habiéndolos    despachado.    A  poco  andar  em- 
pezamos á  repechar  una  cuesta  de  poca  altura  pero  que 
tenía  más  de  tres  cuartos  de  legua,  hasta  llegar  al  por- 
tezuelo donde  se  habia  tomado  la  guardia  y  en  circuns- 
tancias en  que   se   acercaba    la    madrugada.     Habíamos 
andado  la  mitad  ó  poco  más  del    camino,  cuando  descu- 
brí un  centinela  que  nos   dio    el    «quién    vive»  desde  la 
altura  de  mi  derecha  y  en    momentos  de  ir  pasando  un 
desfiladero.  Mando  á  Gómez  que  coíitcste  con  un  tiro  al 


—    34  — 

centinela  y  gritando  en    seguida  como    impacientado  — 
«no  hay  que  tirar  un  tiro,  carabina  á  la  espalda  y  sable 
á  la  mano»,  con  toda  la  fuerza  de  mi  voz,  doy  en  seguida 
la  voz  de  á  degüello  y  me  precipito  á  escape    sobre  los 
bultos  que  ya  se  descubrian.  A  esta  voz  se  sobrecojen  de 
terror  los  enemigos  y  echan  á    disparar,   disparándonos 
&us  armas  sobre   nosotros,   juzgando    sin   duda    de    que 
eramos  un  crecido  número  los  que  lo  atacábamos.  Cuan- 
do les  di  cara  al  subir  al  portezuelo  en  que  había  toma- 
do  Gómez  la  guardia,  empezaba  ya  la  claridad  del  día  y 
al  descender  los  enemigos  á  un    callejón  de  piedras  que 
estaba   del    otro    lado   gritando    «ya    estamos    rendidos^ 
misericordia»,  descubren  con  la  claridad  del  dia  que  no 
eramos  más  que  12  hombres    los   que  los  perseguíamos: 
hacen  alto  parapetados  de  los  cercos  y  rompen  el  fuego 
sobre  nosotros  y  me  veo  precisado  á  replegar  mis  hom- 
bres al  portezuelo  de  donde  dando  voces  de  mando  á  la 
infantería,  que  no  tenía,  de  tomarles  la  retaguardia  por 
un    bajo    de    mi    derecha,   que   no  podían  descubrir  los 
enemigos  repito  la  carga  sobre  ellos  y  abandonan  enton- 
ces los  cercos  y  se  desbandan  por  el  cerro  de  mi  izquier- 
da. Cuando  ellos  conocieron  desde   lo    alto  su  engaño  y 
descubrieron  nuestra  verdadera  fuerza,  era  ya  tarde,  pues 
teníamos    en    nuestro    poder   5    prisioneros,  11  fusiles  y 
quedaban  tendidos  en  el  campo  cuatro  hombres  muertos 
y  eramos  á  más  dueños  de  la  mayor  parte  de  sus  cabal- 
gaduras. Así  fué  que  continuaron  su  retirada. 

En  el  momento  y  para  poderlos  perseguir  sin  dilación, 
procuré  buscar  un  par  de  indios  conocidos  para  remitir 
los  5  prisioneros,  las  armas  y  cabalgaduras  que  se  ha- 
bían tomado,  al  cuartel  general,  y  asi  que  se  encontra- 
ron, despaché  á  los  soldados  Albarracin  y  Salazar  jun- 
tamente con  ellos  á  cargo  de  todo  y  conduciendo  el  par- 
te respectivo. 

Asi  que  me  hube  desembarazado  de  esta  carga  y 
me  encontré  con  los  10  hombres  que  me  ([uedaban,  bien 
montados;  marchc'í  en  persecución  del  resto  de  los  enemi- 
gos que  habían  tugado,  como  á  las  9  de  la  mañana,  después 


r 


-  36  - 

de  haber  instruido  á  los  dos  soldados  conductores  por 
donde  debían  conducirme  en  su  pronto  regreso  con  el 
cabo  y  los  dos  soldados  que  habían  conducido  los  diez 
prisioneros,  á  fin  de  reunírseme  con  la  posible  prontitud. 
Entre  tanto,  los  enemigos  que  fugaban  me  habían  ade- 
lantado ya  como  tres  horas  de  camino,  no  me  fué  posi- 
ble darles  caza,  sin  embargo,  de  no  haber  parado  en  to- 
do el  día  sino  una  hora  para  que  comiese  toda  la  tropa 
y  los  cabaljos.  Al  ponerse  el  sol  hice  alto  en  un  lugar 
dominante  como  á  2  ^2  leguas  de  Yocalla,  y  después  de 
haber  hecho  reconocer  todas  las  cercanías  y  de  estar  se- 
guro de  que  no  habíamos  sido  sentidos,  resolví  pasar 
allí  en  vela  el  resto  de  la  noche  y  con  la  mayor  pre- 
caución. 

Cuando  aclaró  el  siguiente  día,  hacía  ya  rato  que 
estábamos  todos  montados  y  descubriendo  desde  la  altu- 
ra que  ocupábamos  que  no  había  el  menor  indicio  de  ene- 
migos en  toda  la  circunferencia,  mandé  al  valiente  sol- 
dado Mariano  Gómez,  acompañado  del  baqueano  Reina- 
ga,  que  se  avanzase  sobre  Yocalla  hasta  descubrir  algún 
punto  avanzado  de  la  vanguardia  enemiga  y  con  la  or- 
den de  traerme  todos  los  conocimientos  que'  les  fuere 
posible  adquirir  sobre  la  situación  de  los  puestos  enemi- 
gos y  su  número,  hasta  las  8  de  la  mañana,  que  los  es- 
peraría en  aquel  punto  y  designándole  el  otro  en  que 
me  hallaría  cuando  alguna  circunstancia  le  obligase  á 
demorar  más  tiempo  del  designado. 

No  se  habían  pasado  dos  horas  de  haber  marchado 
Gómez,  cuando  descubrí  regresando  al  galope  el  baquea- 
no que  lo  había  acompañado,  pero  solo.  Alarmado  por 
la  ausencia  del  soldado,  marché  al  encuentro  de  Reina- 
ga  con  mi  partida,  el  cual  asi  que  me  vio  se  precipitó 
á  mi  encuentro  dando  vivas  á  la  pát7na  y  comunicándo- 
me le  precipitada  retirada  de  la  vanguardia  enemiga, 
en  la  madrugada  de  ese  día;  y  que  Gómez  quedaba  es- 
perándome en  Yocalla  acompañado  del  tambor  de  órde- 
nes de  mi  cuerpo  Manuel  Ropesa  y  de  dos  soldados 
mas  de  nuestro  ejército,  (iuehabien<lo  sida  prisioneros  y 


-  36  - 

heridos  al  salir  del  campo  de  Vilcapujio  después  de  la 
batalla  y  conducidos  hasta  aquel  punto  por  dicho  jefe, 
los  hablan  abandonado  por  la  precipitación  de  la  reti- 
rada. 

Marché  aceleradamente  á  Yocalla  con  el  baqueano 
y  me  impuse  por  el  tambor  de  órdenes  de  que  el  motivo 
de  la  precipitada  retirada  del  coronel  Castro  con  la  van- 
guardia enemiga  fué  á  consecuencia  del  parte  que  había 
pasado  el  capitán  destinado  á  sorprenderme,  desde  Tam- 
bo Nuevo,  en  el  cual  decía  al  coronel  (probablemente 
para  cohonestar  su  descuido  y  cobardía)  que  le  había 
yo  atacado  con  un  cuorpo  bastante  numeroso  de  caballe- 
ría y  que  á  mas  llevaba  también  infantería,  que  habien- 
do agregado  á  este  abultado  parte,  la  inmediata  llegada 
del  capitán;  luego  que  cerró  la  noche  ya  no  se  trató 
mas  que  de  los  aprestos  para  la  precipitada  retirada,  la 
cual  la  habían  efectuado  á  las  dos  de  la  mañana,  á  cu- 
ya hora  les  había  sido  fácil  escaparse  á  los  tres,  apro- 
vechándose de  la  confusión  que  reinó  entre  ellos  en  los 
últimos  momentos,  al  salir  el  cuerpo  de  guardia  que 
custodiaba  á  varios  otros  prisioneros. 

En  el  momento  despaché  dos  propios:  el  uno  á  Po- 
tosí dándole  aviso  al  mayor  general  Díaz  Velez,  de  todo 
lo  ocurrido  y  pidiéndole  encarecidamente  me  mandara 
alcanzar  sin  dilación  con  una  partida  de  infantes  escoji- 
dos  y  bien  montados,  mandada  por  un  oficial,  á  la  cual 
iba  á  esperarla  á  la  posta  de  Leñas  ;  siendo  el  segundo 
al  señor  General  en  jefe,  con  el  agregado  de  que  me 
proponía  seguir  los  pasos  de  la  vanguardia  enemiga  y 
causarle  todo  el  mal  que  le  fuera  posible. 

Despaché  en  seguida  al  valiente  soldado  Mariano 
Gómez,  que  acaba  de  ser  ascendido  á  sargento  de  «Tambo 
Nuevo,»  igualmente  que  Albarracin  y  Zalazar  por  una 
orden  general  del  ejército,  con  dos  hombres  y  el  baquea- 
no en  observación  de  la  vanguardia  enemiga  hacia  la 
parte  de  Leñas. 

En  los  momentos  antes  de  salir  Gómez  á  dicha  des- 
cubierta recibí  un  propio  del  General  en  jefe  en  que  fe- 


Cf.   >¿vví5«^  'Zí'a^it 


—  37  - 

licitándome  por  el  suceso  del  Tambo  Nuevo,  me  comuni- 
caba el  premio  que  había  acordado  á  los  tres  valientes 
que  sorprendieron  la  1**  guardia  agregándome  que  'en 
cuanto  á  mí  persona  se  reserva  para  cuando  me  le  reu- 
niese. 

Habiendo  recibido  á  las  tres  de  esa  misma  tarde 
desde  Leñas,  un  parte  del  sargento  de  Tambo  Nuevo,  de 
que  los  enemigos  seguían  en  dirección  á  Vilcapujio,  me 
puse  en  marcha  para  aquel  punto;  dejando  dispuesto  que 
siguieran  á  reunírseme  allí,  así  la  partida  que  esperaba 
de  Potosí,  como  los  5  hombres  que  habían  conducido  las 
dos  partidas  de  prisioneros  al  ejército;  y  poco  después  de 
haber  salido  el. sol  se  me  incorporó  también  una  partida 
de  16  granaderos  del  N°  6  al  cargo  de  un  oficial  subal- 
terno que  me  mandaba  el  general  Díaz  Velez  desde  Po- 
tosí. Mandó  racionar  de  carne  á  toda  esta  tropa  y  no 
me  faltó  cebada  bastante  para  todas  las  cabalgaduras, 
porque  me  lo  proporcionaron  muy  en  breve  los  indios. 

En  comer  y  dormir  un  poco,  habían  pasado  ya  co- 
mo cuatro  horas,  cuando  mandé  tocar  á  caballo  con  un 
corneta  que  me  había  mandado  el  General  en  jefe  y  me 
puse  en  marcha  para  Vilcapujio  como  á  las  11  del  día, 
con  33  hombres  de  las  dos  armas,  caballería  é  infan- 
tería. 

Haremos  una  pequeña  interrupción  para  hacer  co- 
nocer á  los  lectores  la  posición  que  había  tomado  el 
ejército  enemigo,  después  de  la  malhadada  batalla  de  Vil- 
capujio. 

Cuando  dejamos  los  cerros  de  A^ilcapujio  después  de 
la  batalla,  retirándonos  para  Macha,  he  dicho  que  no 
quedaron  en  posición  de  dicho  campo  otras  fuerzas  que 
los  restos  del  batallón  «Picoaga»,  y  el  coronel  Castro 
con  menos  de  cien  caballos  y  esto  dicho  lo  exacto. 

El  ejército  enemigo  sufrió  una  gran  mortandad  y 
mucha  mayor  dispersión  y  aún  el  mismo  general  Pezue- 
la  no  volvió  al  campo,  sino  mucho  después  de  haber  si- 
do este  abandonado  por  nosotros  y  hasta  perdido  de 
vista.    Prueba  de  ello    fué  la    revolución  que  estalló  en 


-  38  — 

Arequipa  creo  á  consecuencia  de  que  se  creyó  perdida 
la  batalla  por  los  españoles,  como  lo  acreditaban  muchos 
dispersos  que  llegaron  hasta  aquella  capital  y  aún  más 
adelante.  Tan  estaban  persuadidos  de  la  pérdida  que 
cuando  después  llegó  la  noticia  de  su  victoria  no  la 
creían,  porque  era  desmentida  dicha  noticia  por  los  mis- 
mos dispersos  que  habían  presenciado  su  pérdida. 

Resultó  pues,  de  esta  dispersión  que  el  ejército  ene- 
migo fué  á  reunirse  y  quedó  establecido  en  Condo,  y 
que  hasta  el  segundo  ó  tercer  dia  no  recogieron  sus 
muertos,  ni  los  sepultaron. 

Seguiremos  ahora  mi  persecución  á  la  vanguardia 
enemiga. 

Castro  había  atravesado  el  campo  de  batalla  sin  de- 
tenerse y  pasado  á  reunirse  con  su  ejército  en  Condo, 
cuando  me  presenté  yo  con  mi  pequeña  fuerza  en  él  á 
eso  de  las  tres  de  la  tarde,  sin  que  hubiesen  pasado  18 
días  de  aquella  batalla,  y  lo  recorrí  todo  él,  alcanzando 
á  contar  74  cadáveres  de  los  muertos  que  habían  dejado 
insepultos  y  conocer  entre  ellos  al  mayor  Beldon,  que 
murió  atravesado  la  sien  de  parte  á  parte  por  una  ba- 
la de  fusil;  estando  el  mayor  número  de  dichos  cadáve- 
res comidos  por  los  perros. 

Permanecí  practicando  dicho  reconocimiento  en  aquel 
campo,  casi  hasta  ponerse  el  sol,  sin  que  los  enemigos 
que  sin  duda  me  observaban  desde  la  altura,  se  hubie- 
sen atrevido  á  interrumpirme.  Abandoné  pues  el  campo 
á  dicha  hora  y  pasé  á  tomar  posesión  á  las  alturas,  en 
dirección  á  Macha  ó  Ayohuma,  en  donde  pasé  la  noche. 

Habiendo  amanecido  el  siguiente  día,  observé  desde 
la  altura,  bastante  fuerza  enemiga  al  pié  del  cerro  de 
Condo  y  sobre  el  llano  de  Vilcapujio;  y  después  de  ha- 
ber mandado  un  parte  al  señor  General  en  jefe  á  Macha 
de  todo  lo  ocurrido  hasta  aquel  punto,  pasé  á  situarme 
en  dirección  á  Macha  como  á  6  leguas  del  campo  de 
Vilcapujio,  en  un  lugar  aparente  para  observar  cualquier 
movimiento  que  efectuase  el  enemigo. 

No  recuerdo  si  fué  al  siguiente  día  ó  al  segundo  de 


—  39  — 

haber  estado  yo  en  el  campo  d^í  batalla,  cuando  el  í^e- 
neral  Pezuela  movió  su  campo  desde  Coiido  en  busca  de 
nuestro  ejército.  Lo  cierto  es  que  yo  di  aviso  en  el  acto 
á  mi  General  y  me  propuse  no  abandonar  la  vista  del 
ejército  enemigo  'hav^ta  que  estuviese  muy  próximo  al 
nuestro.  Asi  continué  diariamente  á  la  vista  de  la'van- 
fruardia  enemiga  y  tiroteándome  con  sus  partidas  por 
espacio,  no  recuerdo  si  de  seis  ú  ocho  días,  hasta 
que  habiendo  llegado  á  la  cumbre  de  Ayohuma,  bajo 
cuyo  llano  estaba  ya  colocado  nuestro  ejército,  me  incor- 
poré á  él. 

Serian  como  las  12  del  día,  en  la  víspera  de  la  ba- 
talla de  Ayohuma,  cuando  me  incorporé  al  General  sin 
haber  perdido  un  solo  hombre. 

En  este  mismo  día  y  poco  después  de  mi  llegada, 
fui  hecho  reconocer  en  la  orden  general  por  sargento 
mayor  graduado  y  ayudante  de  campo  del  señor  General 
en  jefe,  siendo  capitán  efectivo  ya  en  dicha  fecha. 

El  ejército  enemigo  se  acampó  sobre  la  cuesta  cu- 
yo campo  alcanzábamos  á  descubrir  en  partes,  desde  el 
nuestro.  Es  una  cuesta  bien  elevada  la  que  el  enemigo 
tenía  que  descender,  y  descendió  al  siguiente  día  á  nues- 
tra vista. 

Los  tres  valientes  sargentos  de  Tambo  Nuevo,  Gómez, 
Albarracin  y  Zalazar,  fueron  destinados  al  ponerse  el  sol, 
para  salir  á  la  cumbre  y  observar  al  enemigo  en  esa 
noche;  después  de  haberles  regalado  el  General  los  me- 
jores caballos  y  muy  particularmente  á  Gómez  á  quien 
le  dio  un  hermoso  caballo  blanco  de  su  propiedad.  Par- 
tieron estos  tres  valientes  acompañados  de  Reinaga  al 
cerrar  la  oración  y  habiéndole  ofrecido  Gómez  al  Gene- 
ral traerle  los  mejores  caballos  ó  muías  del  ejército 
enemigo-  La  noche  los  favoreció  porque  se  puso  muy 
nebulosa,  pues  al  rayar  el  siguiente  día  se  presentó  Gó- 
mez al  General  con  sus  dos  compañeros  y  le  entregó  1 1 
hermosas  muías  de  jefes  y  oficiales  que  logró  sacar  del 
campamento  enemigo,  cortando  con  sus  cuchillos  los  la- 
zos en  que  estaban  amarradas  á  las  estacas  de  las  tien- 


—  40  — 

das,  mientras  sus  compañeros  velaban  montados  j^  tenién- 
dole sus  caballos;  para  comprobante  de  esta  verdad  traían 
atados  todas  ellas  al  pescuezo,  pedazos  de  lazos.  Al  salir 
con  ellas  fueron  sentidos  por  un  centinela  y  perseguidos, 
sufriendo  una  descarga  al  pasar  descendiendo  la  cuesta 
por  cerca  de  la  guardia,  y  cuyos  tiros  se  sintieron  en 
nuestro  campo  pero  ellos  salvaron  con  su  presa  y  el 
General  les  regaló  once  onzas  de  oro  por  ellas.  No  he 
creído  justo  dejar  en  silencio  un  hecho  semejante,  como 
no  dejaré  otros  aún  más  marcados  del  valiente  tucumano 
Gómez,  quien  por  su  extraordinario  valor  y  la  más  in- 
cansable actividad,  con  que  llevó  desde  entonces  las  más 
arriesgadas  comisiones  que  se  le  encomendaron,  mereció 
toda  la  confianza  y  estimación  del  distinguido  general 
Manuel  Belgrano. 

Al  muy  poco  tiempo  de  haber  regresado  dichos  va 
lientes,  empezó  á  descender  la  cuesta  el  ejército  enemigo 
en  circunstancias  que  el  nuestro  se  preparaba  para  oír 
la  misa  que  mandaba  celebrar  el  General  por  el  cape- 
llán del  ejército  en  medio  de  nuestro  campo:  así  fué  que 
mientras  nosotros  la  estábamos  oyendo  el  enemigo  con- 
tinuaba descendiendo  á  nuestra  vista  y  como  á  media 
legua  de  nosotros. 

Concluido  el  sacrificio  de  la  misa  y  vueltos  los  cuer- 
pos á  sus  puestos,  marchó  el  General  con  todos  sus  ayu- 
dantes en  dirección  al  punto  á  que  estaban  descendiendo 
ya  el  ejército  enemigo,  hicimos  alto  como  á  un  cuarto 
de  legua  distante  de  él,  y  estuvimos  observando  un  buen 
rato  desde  una  pequeña  altura  que  nos  servía  de  mira- 
dor. Me  acuerdo  que  habían  ya  formados  como  mil 
hombres  en  la  llanura  del  pié  del  cerro  por  donde  con- 
tinuaba descendiendo  el  resto  de  su  ejército,  cuando  me 
atreví  á  proponer  á  mi  General  que  nos  precipitásemos 
sobre  dicha  fuerza  y  la  anonadáramos  antes  que  pudie- 
se ser  socorrida  por  aquél.  El  General  me  contestó: — «No 
haríamos  otra  cosa  que  espantar  al  mayor  número,  deje 
Vd.,  que  bajen  todos  que  así  no  se  nos  escapará  ningu- 
no» .     Tal  fué  su  imprudente    confianza    del  espíritu  de 


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—  41  — 

que  veía  animado  á  nuestro  ejército,  que  perdió  la  oca- 
sión más  bella  de  hacerle  pagar  á  Pezuola  muy  cara  su 
imprudencia  batiéndolo  en  Ayohtwia. 

La  llanura  en  que  está  situado  dicho  campo  de  Ayo- 
huma,  podía  extenderse  á  poco  más  de  legua  y  cuarto 
de  Norte  á  Sur,  la  cual  está  situada  entre  la  cuesta  por 
donde  bajó  el  ejército  enemigo  y  otra  que  teníamos  nos- 
otros á  nuestra  espalda,  es  decir  al  naciente  y  sería  su 
ancho  como  de  media  legua  ó  poco  más,  pero  con  bas- 
tante declive  hacia  al  poniente  y  atravesada  por  una 
zaiya  formada  por  la  corriente  de  las  aguas  en  tiempo 
de  lluvias. 

Nuestro  General  esperaba  que  el  enemigo  lo  atacarla 
de  frente  según  iba  este  ordenando  su  línea  desde  que 
empezaron  á  bajar.  Por  consiguiente  él  lo  esperó  con  el 
frente  al  oeste  y  quedando  el  zanjón  poco  distante  de 
nuestra  derecha,  pero  se  engañó  por  que  el  General  ene- 
migo así  que  hubo  concluido  de  formar  su  ejército  en 
el  llano,  marchó  en  columna  á  su  izquierda  y  cambian- 
do después  á  la  derecha  hizo  apoyar  este  costado  al 
cerro  de  nuestra  espalda,  dejando  flanquear  de  un  modo 
incomprensible  por  una  altura  que  nos  dominaba  nues- 
tra derecha,  por  el  cuerpo  de  partidarios  del  enemigo  en 
número  como  de  500  plazas  y  teniendo  por  delante  de 
nuestra  línea  el  zanjón  ya  dicho.  Los  dos  ejércitos  vi- 
nieron á  quedar  establecidos  en  el  orden  que  he  desig- 
nado, poco  antes  de  cerrar  la  noche  y  teniendo  ambos 
que  pasarla  sobre  las  armas  y  creo  peleándose  por  ins- 
tantes. 

En  este  nuevo  orden  de  batalla  nos  había  sido  pre- 
ciso colocar  toda  nuestra  caballería  á  la  izquierda,  la 
cual  se  hallaba  mejor  montada  que  nunca  por  que  el 
Presidente  de  Charcas  general  Ocampo  nos  habia  man- 
dado todos  los  caballos  pesebreros  del  pueblo  y  tuvimos 
también  que  trabajar  la  mayor  parte  de  la  noche  á  fin 
de  allanar  el  zanjón  en  la  parte  que  nos  fué  posible. 

Así  que  amaneció,  el  general  Pezuela  aproximó 
su  línea  cuando  hubo  practicado   el  correspondiente  re- 


~  42  — 

conocímienfo  del  campo,  mientras  nosolros  seguíamos 
allanando  el  zanjón  por  donde  nos  era  posible.  Estable- 
cido el  ejército  contrario  en  el  punto  que  había  elegido  su 
General,  empezó  este  á  disparar  sobre  nuestra  linea  18 
piezas  de  artillería;  cuyos  disparos  simultáneos  y  sin 
interrupción,  sufrió  nuestra  línea  por  más  de  una  hora, 
permaneciendo  nuestros  soldados  más  firmes  que  unas 
.  estatuas,  sin  embargo,  de  los  frecuentes  claros  que  hacían 
en  ella  las  balas  enemigas  y  los  cuales  eran. llenados  en 
el  acto. 

Es  digno  de  trasmitirse  á  la  historia  una  acción  su- 
blime que  practicaba  una  morena,  hija  de  Buenos  Aires 
llamada  tia  María  y  conocida  por  madre  de  la  Patria, 
mientras  duraba  este  horroroso  cañoneo  como  á  las  12 
del  día  14  de  noviembre  y  con  un  sol  que  abrasaba.  Es- 
ta morena  tenia  dos  hijas  mozas  y  se  ocupaba  con  ellas 
en  lavar  la  ropa  de  la  mayor  parte  de  los  jefes  y  oficia- 
les, pero  acompañada  de  ambas  se  le  vio  constantemen- 
te conduciendo  agua  en  tres  cántaros  que  llevaban  á  la 
cabeza,  desde  un  lago  ó  vertiente  situado  entre  ambas 
líneas  y  distribuyéndola  entre  los  diferentes  cuerpos  de 
la  nuestra  v  sin  la  menor  alteración. 

Cansado  el  Genera!  enemigo  de  cañonearnos,  movió 
su  línea  sobre  la  nuestra  y  cuando  se  hubo  aproximado 
un  poco,  mandó  nuestro  General  avanzar  la  nuestra  con 
paso  de  ataque  á  su  encuentro  y  sin  contestar  á  los  fue- 
gos de  aquella,  pero  al  poco  instante  se  encontró  con  el 
zanjón  y  se  precipitó  á  él  en  circunstancias  que  ya  los  ene- 
migos estaban  encima  ó  muy  inmediatos,  así  fué  que 
cuando  mucha  parte  de  nuestros  soldados  bajaban  por 
adentro  de  él,  buscando  salida,  ya  los  enemigos  empeza- 
ron  á  quemarlos  con  sus  fuegos  desde  la  cima  opuesta. 
Esta  fué  la  causa  por  que  se  perdió  aquel  ejército  tan 
entusiasta.  Adviértase  además,  que  así  que  empezó  á 
moverse  nuestra  linea  al  encuentro  de  la  enemiga,  se 
precipitaron  los  partidarios  sobre  nuestra  derecha  y  la 
envolvieron,  después  de  habernos  quitado  ya  muchos 
hombres  con  sus  fuegos  mientras  permanecíamos  formados. 


—  43  — 

Nuestra  caballería  al  recibir  la  orden  para  cargar 
así  que  se  movió  nuestra  línea,  había  arrollado  comple- 
tamente á  la  enemiga  que  tenía  á  su  frente,  pero  así 
que  observó  el  desorden  de  nuestra  línea,  tuvo  que  re- 
troceder y  ponerse  en  salvo. 

Siendo  esta  la  única  batalla  en  que  me  he  encontra- 
do en  mi  vida  sin  poder  operar  á  causa  de  mi  nombra- 
miento de  ayudante  de  campo,  en  el  día  anterior,  porque 
no  juzgué  propio  separarme  del  General  precisamente  en 
el  momento  en  que  me  acababa  de  elegir  para  acompa- 
ñarle y  dándome  un  ascenso,  á  pesar  de  que  lo  deseaba; 
tuve  que  retirarme  con  el  General  sin  servir  de  otra  co- 
sa que  de  cubrir  su  retirada  hasta  la  noche,  reuniendo 
y  salvando  algunos  dispersos  con  una  parte  de  su  es- 
colta. 

El  mayor  general  Díaz  Velez,  hubo  de  ser  tomado 
este  día,  pues,  ocupado  en  reunir  la  derecha  de  nuestra 
línea  en  los  momentos  de  la  derrota,  fué  arrinconado 
por  los  «Partidarios»  sobre  un  barranco  elevado  y  cuan- 
do iba  ya  inevitablemente  á  ser  prisionero,  cerró  las  es- 
puelas á  su  caballo  y  se  precipitó  desde  la  altura,  sin 
recibir  mas  daño  que  un  morrudo  golpe.  Como  nuestra 
caballería  ocupó  en  seguida  la  retaguardia  y  venía  muy 
bien  montada,  no.  se  atrevió  la  enemiga  á  molestarnos 
mucho  tiempo  y  pudimos  continuar  retirándonos  con  mas 
tranquilidad  la  mayor  parte  de  la  noche. 

A  los  tres  ó  cuatro  días  llegamos  á  Potosí,  en  donde 
no  nos  fué  posible  permanecer  sino  un  día  porque  los 
enemigos  estaban  ya  muy  próximos  y  tanto  que  cuando 
acabamos  de  dejar  el  pueblo  fué  al  poco  tiempo  ocupado 
por  ellos.  Continuando,  pues,  nuestra  retirada,  pasamos 
por  Caiza  como  á  las  11  del  siguiente  día  y  ya  entrados 
á  la  quebrada  del  Agua  Caliente  al  ponerse  el  sol,  iba 
el  General  á  retaguardia  de  la  columna,  acompañado 
del  teniente  coronel  Gregorio  Perdriel  v  otros  varios 
jefes,  y  observando  las  escarpadas  alturas  de  los  cerros, 
por  derecha  é  izquierda,  dice,  dirigiéndose  á  ellos  y  en- 
señándoselos: —  «Que  hermosos  lugares  estos  para  que  un 


—  44  — 

oficial  con  50  hombres  pudiese  contener  al  enemifro  por 
uno  ó  dos  dias,  mientras  salvaba  el  ejército». — Seguíamos 
andando  y  el  General  había  repetido  por  dos  ó  tres  ve- 
ces lo  mismo  sin  que  ninguno,  de  los  jefes  le  contestase. 

Observado  por  mí  con  vergüenza,  semejante  silencio, 
dijele  en  alta  voz: — «Mi  General,  cuando  V.  E.  guste  yo 
estoy  pronto  á  quedarme!» — Paró  entonces  su  caballo  y 
dirigiéndose  á  mí,  contestó: — «Bravo,  señor  mayor  La  Ma- 
drid, acepto  gustoso  su  ofrecimiento:  examine  bien  todos 
estos  lugares  y  elija  el  que  le  parezca,  que  esta  noche 
en  la  parada  se  le  darán  los  hombres  que  Vd.  desee». — Yo 
le  contesté  que  los  había  examinado  desde  que  hizo  su 
primera  indicación  y  nos  retiramos. 

Al  cerrar  la  oración  mandó  hacer  alto  á  la  columna 
y  dio  orden  para  que  se  acompañasen  los  cuerpos  hasta 
las  12  de  la  noche,  en  que  se  continuaría  la  marcha;  y 
después  de  establecido  el  servicio  para  la  seguridad  del 
campo,  me  retiré  al  alojamiento  destinado  al  Mayor  ge- 
neral con  quien  acostumbraba  acampar.  Mientras  quedó 
éste  hablando  con  el  General  en  jefe,  pasé  á  mi  cuerpo 
á  elegir  los  50  hombres  con  quienes  debía  quedar  y  re- 
gresando á  descansar  me  encontré  con  el  Mayor  general 
y  le  avisé  que  iba  á  dejarme  allí  el  General  con  50  hom- 
bres que  acababa  yo  de  elejir.  Sorprendido  él  con  este 
aviso,  me  dijo:  — «Pues  te  he  privado  de  ser  coronel  y  lo 
siento,  porque  al  fin  tu  eresjóven  y  podrías  tal  vez,  ha- 
ber conseguido  alguna  ventaja:  acaba  de  decirme  Belgra- 
no— Voy  á  dejar  á  retaguardia  á  Gregorio  con  50  hom- 
bres, con  el  objeto  de  contener  al  enemigo  en  estos  es- 
trechos y  hacerlo  coronel,  y  juzgando  yo  que  el  Grego- 
rio de  quien  me  hablaba  era  el  teniente  coronel  Pedriel, 
se  lo  he  quitado  de  la  cabeza». — Mucho  mas  lo  senti  yo, 
no  tanto  por  el  grado  que  me  hacia  perder  este  consejo, 
sino  porque  me  hallaba  ya  impresionado  por  un  ardid 
que  se  me  ocurrió  asi  que  oi  hablar  al  General  esa  tarde 
y  me  le  ofrecí,  mediante  el  cual  concebí  hacer  un  ser- 
vicio distinguido  al  ejército  y  aterrar  á  la  vanguardia 
enemiga. 


—  45  — 

Llegada  la  hora  designada  para  la  marcha,  me  lla- 
mó el  General,  y  me  dijo  : — «He  desistido  }^a  del  pensa- 
miento de  dejar  a  Vd.  con  50  hombres  para  contener  al 
enemigo,  pero  quedará  Vd.  con  4  soldados  bien  monta- 
dos y  un  cabo,  en  observación,  al  efecto  de  darme  los 
avisos  necesarios  y  sin  perder  al  enemigo  de  su  vista». 
-  «Ejecutaré  puntualmente  cuanto  V.  E.  me  ordena,  le 
contesté,  como  habría  ejecutado  con  mayor  gusto  su  an- 
terior pensamiento». — «De  ello  estoy  bien  seguro^,  me  re- 
puso el  General,  y  es  por  eso  que  deposito  en  Vd.  toda 
mi  confiíínza»,— V  dándome  la  mano  se  marchó  con  los 
restos  del  ejército  que  había  experimentado  una  gran 
pérdida  en  la  batalla. 

Permanecí  en  dicho  punto  en  vela  todo  el  resto  de 
la  noche  con  los  5  hombres  y  mi  ordenanza  el  valiente 
Gomez^  «sargento  de  Tambo  Nuevo»,  y  así  que  amaneció 
practiqué  un  reconocimiento  avanzándome  más  de  una 
legua  en  que  reuní  tres  hombres  de  tropa  de  nuestros 
dispersos  los  cuales  venían  bien  montados  y  me  dijeron 
que  no  lejos  de  allí  habían  descubierto  como  200  hom- 
bres de  caballería  enemiga  al  descender  ellos  á  la  que- 
brada, más  acá  de  Caisa.  Me  regresé  con  este  conoci- 
miento al  lugar  en  que  había  descansado  el  ejército 
colocando  un  centinela  en  la  altura  de  la  quebrada. 

Habían  pasado  como  tres  horas  cuando  avisó  el 
centinela  que  se  avistaban  ya  los  enemigos;  subí  á  la 
altura  y  así  que  hube  reconocido  toda  la  fuerza  que  no 
pasaba  de  200  hombres,  me  retiré  hasta  la  posta  de 
Saropalca  de  la  cual  estaban  encargados  dos  hermanos 
apellidados  Villegas  y  muy  realistas,  por  cuyo  motivo 
habiendo  llegado  á  puestas  del  sol  no  quise  permanecer 
sino  hasta  que  cerró  la  noche,  mientras  pastaban  un 
poco  mis  cabalgaduras  y  despreciando  las  instancias  que 
ambos  hermanos  me  hicieron  para  que  pasara  allí  la 
noche  me  despedí  de  ellos  como  para  no  volverlos  á  ver 
y  llevando  cada  soldado  un  atado  de  alfalfa  por  delante 
y  un  pedazo  de  carne. 

Habría  caminado  poco  más    de   una    legua    cuando 


—  46  — 

hice  alto  en  un  pequeño  bosque  de  algarrobos,  que  se 
estendia  sobre  la  izquierda  del  camino,  y  resolví  pasar 
en  él  un  poco  retirado  del  camino.  Numeré  á  mis  9 
hombres  incluso  el  cabo  y  mi  ordenanza  y  tomando  yo 
el  décimo  número,  establecí  un  centinela  un  poco  sepa- 
rado del  camino  con  orden  de  velar  media  hora  cada 
uno  mientras  descansaban  los  demás,  pues  estábamos  en 
extremo  cansados. 

Serían  cerca  de  las  4  de  la  mañana  cuando  me  tocó 
el  turno  y  ocupé  mi  puesto  para  velar  hasta  el  día, 
cuando  al  poco  rato  de  estar  en  él,  percibo  tropel  por 
una  senda  que  se  abría  á  mi  derecha  y  algunas  voces 
que  conversaban:  marché  presuroso  á  donde  estaba  aii 
partida  y  mandándole  montar  volví  con  el  sargento 
Gómez  á  mi  puesto  y  así  que  se  aproximó  el  tropel 
mandé  á  Gómez  dar  el  «quien  vive».  A  esta  voz  pasa  el 
tropel  y  notando  yo  por  el  murmullo  que  no  se  atrevían 
á  contestar  les  grité  con  toda  la  fuerza  de  mi  voz — «O 
contestan  quienes  son  ó  les  mando  hacer  una  descarga-  . 
Mi  voz  fué  conocida  y  contestaron  -  -  somos  emigrados. 
«Adelántese  el  que  hace  cabeza  para  ser  reconocido», 
repuse,  y  se  me  presentó  al  instante  un  comandante 
Salinas  cochabambino  á  quien  yo  conocía  el  cual  me 
impuso  de  que  eran  varias  familias  comprometidas,  entre 
ellas  la  suya,  y  que  les  acompañaban  7  soldados  de  los 
dispersos  á  más  de  sus  peones,  añadiendo  que  no  muy 
distante  de  la  posta  de  Caisa  había  acampado  una  par- 
tida enemiga  pasadas  las  12  de  la  noche  y  que  con  este 
conocimiento  les  permitiera  alejarse  cuanto  antes. 

Mandé  llegar  la  comitiva  y  después  de  incorporar  á 
mi  partida  los  7  soldados  que  les  acompañaban  bien 
montados,  y  de  haberme  provisto  los  emigrados  de  algu- 
nos fiambres  y  demás  provisiones  de  las  que  llevaban, 
continuaron  su  marcha  regresando  yo  á  la  posta  con  mi 
partida  duplicada,  ordené  á  los  Villegas,  dueños  de  ella 
y  que  eran  hombres  acomodados,  que  preparasen  carne 
y  forraje  para  200  hombres  de  caballería,  que  llegarían 
den  tío  de  pocas  horas  y  pasé  con  mi    partida  en  obser- 


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—  47  — 

vación  de  la  fuerza  enemiga   que  el  comandante  Salinas 
acababa  de  noticiarme. 

El  maestro  de  posta  y  su  hermano  que  creyeron  en 
la  llegada  de  la  fuerza  que  les  indiqué  y  eran  como  llevo 
dicho  muy  realistas,  mandaron  apenas  me  separé  de  ellos, 
un  aviso  á  la  partida  enemiga  y  se  apresuraron  á  reu- 
nir las  provisiones  que  les  habia  yo  pedido. 

Habría  andado  como  dos  horas  cuando  al  subir  una 
pequeña  altura  observo  montando  precipitadamente  a 
caballo  y  formando  una  partida  como  de  25  á  30  hom- 
bres, como  á  distancia  de  cuatro  cuadras.  Así  que 
observé  este  movimiento  gritó  en  alta  voz  —  «Escuadrón 
galope» ,  precipitándome  en  seguida  á  dicho  aire  sobre 
ella. 

Oir  los  enemigos  mi  voz,  observar  mi  movimiento  y 
echar  á  correr  fué  una  misma  cosa.  Los  acuchillé  como 
media  legua,  en  cuyo  espacio  dejaron  5  soldados  muer- 
tos y  llevaron  varios  soldados  heridos,  hasta  que  á 
consecuencia  de  la  declaración  de  tres  prisioneros  que 
se  tomaron  dejé  de  perseguirlos,  pues  me  aseguraron 
estos  que  la  vanguardia  enemiga  estaba  muy  inmediata  y 
que  solo  por  el  aviso  que  acababan  de  recibir  sus  oílcia- 
les  de  los  Villegas  desde  Saropalca  habían  huido  los 
treinta  hombres  de  que  se  componía  aquella  descubierta, 
pues  les  habían  mandado  decir  que  200  hombres  los 
seguían- 

Preguntados  qué  fuerza  venia  á  vanguardia  y  qué 
jefe  la  mandaba,  me  dijieron  que  el  coronel  Castro  la 
mandaba,  siendo  su  número  de  300  hombres  do  ca- 
ballería y  500  infantes  con  4  piezas  de  artillería.  Con 
este  aviso  seguí  apurando  mi  marcha,  pues,  ya  se  descu- 
brían á  la  distancia  los  polvos  de  la  columna. 

Cuando  llegué  á  la  posta  no  encontré  ya  á  los  Vi- 
llegas y  preguntando  á  los  indios  postillones  por  ellos, 
me  contestaron  que  habían  ido  en  busca  de  corderos  y 
del  forraje  que  les  había  yo  pedido,  lo  cual  estaría  muy 
pronto  reunido,  pues,  ya  habían  algo  acoj)iado  y  me  lo 
enseñaron.    Digan  Udes.  á  sus  patrones  que   voy   á  en- 


—  48  — 

centrar  al  Coronel  con  estos  prisioneros  y  que  á  nuestra 
vuelta  que  será  dentro  de  una  hora,  es  preciso  que  esté 
todo  pronto  y  me  marché  dejándolos  asi  engañados,  hasta 
Santiago  de  Cotagaita.  Sabiendo  en  este  punto  que  el 
ejército  había  pasado  á  Tupiza,  mandé  el  parte  al  General 
de  todo  lo  ocurrido  juntamente  con  los  3  prisioneros, 
pero,  habiendo  dejado  al  sargento  Gómez  á  retaguardia 
con  dos  hombres  bien  montados  en  observación  del  ene- 
migo. Permanecí  en  dicho  punto  hasta  después  de  puesto 
el  sol,  en  que  llegó  Gómez  tiroteándose  con  los  descubri- 
dores enemigos.  Pasé  entonces  el  río  y  habiendo  obser- 
vado que  ya  se  acercaba  la  vanguardia  al  cerrar  la  ora- 
ción, continué  mi  marcha  por  el  camino  de  Mochará 
hasta  Suipacha  y  dejando  el  de  la  posta,  que  viene  por 
Tupiza  á  mi  derecha,  pues,  era  ya  preciso  apurar  el  paso 
pues,  que  podía  ser  cortada  mi  partida  por  este  otro. 

Al  siguiente  día  como  á  las  12,  llegué  al  pueblo  de 
Suipacha  en  donde  encontré  á  los  conductores  del  parte 
y  de  los  tres  prisioneros  con  la  contestación  del  General 
avisándome  que  el  regimiento  de  Dragones  quedaría  de 
retaguardia  en  el  pueblito  de  Moraya  y  que  él  conti- 
nuaba hasta  Humahuaca  con  el  ejército  á  donde  me  di- 
rigiría en  su  alcance,  asi  que  el  enemigo  llegase  á  dicho 
punto  de  Suipacha. 

Impuesto  de  esta  comunicación  pasé  á  establecerme 
á  la  otra  banda  del  río,  en  Nazareno,  mandando  recono- 
cer por  ambos  caminos  hasta  alguna  distancia,  por  si 
los  enemigos  se  hubiesen  aproximado  y  habiendo  regre- 
sado ambas  descubiertas  sin  mas  novedad  que  el  aumento 
de  5  hombres  de  los  dispersos,  descansamos  allí  toda  la 
noche. 

Amanecido  el  siguiente  día,  mandé  dos  descubiertas 
compuestas  de  un  cabo  y  dos  soldados  cada  una  por 
ambos  caminos  y  con  orden  de  avanzarse  alguna  distan- 
cia con  la  mayor  precaución  y  estar  de  regreso  á  las 
10  del  día  con  el  parte,  y  después  de  ocupar  un  ingenio 
colocado  á  orillas  de  la  población  y  mandar  desenfrenar 
los  caballos  de  la  partida  en  un  cerco  que  tenía  éste,  con 


—  49  — 

alguna  alfalfa,  procuré  averiguar  de  los  indios  de  la 
casa,  donde  podría  comprar  un  poco  de  cebada  en  grano 
para  mis  caballos  y  habiéndome  asegurado  que  solo  en 
el  pueblo  de  Suipacha  podría  conseguirlo  del  alcalde, 
que  era  el  único  que  había  reservado  un  poco,  porque 
el  ejército  había  concluido  lo  que  había,  me  resolví  ir 
en  persona  á  buscarla  porque  de  lo  contrario  se  excusa- 
ría el  alcalde. 

Mandé  al  valiente  Gómez,  me  ensillara  un  hermoso 
caballo  tordillo  que  se  me  había  proporcionado  el  día 
anterior  por  bueno,  aunque  tenía  el  defecto  de  ser  un 
poco  sillón;  previniéndole  que  el  superior  caballo  de  re- 
serva que  me  había  dejado  mi  primo  el  mayor  general 
Díaz  Velez  al  quedarme  en  la  quebrada  del  Agua  Ca- 
liente, lo  ensillara  él.  Asi  que  hubo  ensillado  dichos 
caballos  monté  con  él  y  pasamos  á  casa  del  dicho  alcalde 
que  está  en  la  otra  banda  del  río,  mientras  regresaban 
mis  descubiertas  en  busca  de  la  cebada;  y  no  me  costó 
poco  el  conseguir  apenas  una  arroba. 

Como  en  esto  se  acercaba  la  hora  en  que  debían 
de  regresar  las  descubiertas,  nos  volvimos  á  esperar- 
las con  la  partida  pronta,  conduciendo  Gómez  la  cebada 
por  delante.  El  río  de  Suipacha  es  bastante  ancho  y 
muy  explayado  y  no  alcanza  á  cubrir  el  vaso  de  los 
caballos  en  tiempo  que  no  llueve:  venían  nuestros  her- 
mosos caballos  chapaleando  el  agua  por  la  playa,  cuando 
se  me  ocurre  decir  á  Gómez: — «qué  dirían  nuestros  ene- 
migos si  observasen  estos  hermosos  caballos,  juzgarían 
sin  duda,  que  toda  mi  partida  está  tan  bien  montada», — y 
diciendo  esto,  cerré  las  espuelas  á  mi  caballo  para  probar 
su  rienda,  cuando  volviéndolo  sobre  las  patas  observo 
mas  de  50  hombres  de  caballería  que  bajaban  ya  á  la 
playa,  de  galope.  «Los  enemigos»,  grité  á  Gómez  y  en- 
derezamos á  escape  al  Ingenio,  dando  voces  de  «á  ca- 
ballo». Paro  á  la  puerta,  gritando  «salga  esa  partida», 
cuando  en  esto  salen  dos  hombres  á  escape,  diciendomé: — 
«sálvese  mi  Mayor,  que  la  partida  ha  ganado  á  pié  por 
los  cercos», — y  no  habiendo  otro  remedio  que  cori-er,  pues 


—  so- 
la partida  estaba  ya  encima,  apretamos  la  carrera,  que- 
dando yo  y  Gómez  atrás. 

La  mayor  parte  de  la  fuerza  enemiga  había  entrado 
al  potrero  donde  estaba  la  partida  y  como  12  hombres 
seguían  en  mi  alcance,  cuando  se  me  desprende  la  cin- 
cha y  viendo  que  ya  la  jergas  iban  á  salirseme  por  las 
ancas,  las  agarré  con  una  mano  juntamente  con  una 
maleta  en  que  llevaba  una  muda  de  ropa  y  lo  eché  lodo 
por  delante.  Como  el  caballo  era  sillón  me  valió  mucho 
para  que  el  recado  quedase  á  fuerza  de  ajpretar  las  piernas. 
El  capitán  enemigo  que  me  observa  en  este  estado  y  con 
ambas  manos  ocupadas  con  las  jergas,  la  maleta  de  ropas 
y  la  espada,  se  precipita  en  mi  alcance,  cuando  al  volver 
por  una  curva  de  un  callejón  paro  de  golpe  con  Gómez, 
y  precipitándose  éste  sobre  el  capitán  que  venía  adelante 
lo  derriba  de  una  estocada;  grito  en  seguida:  «á  la  car- 
ga», á  los  dos  hombres  que  iban  conmigo,  y  los  enemigos 
que  ven  á  su  capitán  tendido  á  la  salida  del  callejón 
echan  á  correr.  Entonces  desmontándome  de  prisa  di 
un  apretón  á  la  cincha  y  alcanzando  á  uno  de  mis  sol- 
dados las  jergas  y  la  maleta,  continuamos  nuestra  reti- 
rada de  carrera,  pues,  que  se  acercaban  ya  los  enemigos 
que  se  habían  detenido  en  la  casa. 

Llegaron  estos  al  lugar  en  que  quedó  medio  muerto 
el  capitán  y  solo  pasaron  en  nuestra  persecución  como 
16  hombres,  los  que  habiéndonos  seguido  como  una  legua 
repechando  la  cuesta,  regresaron. 

Desde  la  altura  de  mi  retirada,  observé  la  llegada 
de  la  vanguardia  enemiga  á  Suipacha  como  á  las  12  del 
día,  con  cuyo  motivo  me  fué  preciso  continuar  acelera- 
damente hasta  Moraya  para  prevenir  á  los  Dragones. 
Asi  que  avisté  el  lugar  en  que  estaban  acampados  y  con 
la  caballada  suelta,  mandé  tirar  tres  tiros  consecutivos 
para  que  sirviesen  de  aviso  anticipado,  en  efecto,  asi  que 
fueron  oídos  y  nos  vieron  galopar  asi  al  campamento, 
gritándoles:  «á  caballo,»  corrió  todo  el  Cuerpo  á  tomarlos 
al  toque  de  generala.  Dejé  á  Gómez  en  observación  con 
ios  dos  hombres  y  pasé  yo  á  dar  parle  al  Coronel  de  lo 


í 


r 


—  51  ^ 

ocurrido  para  que  continuara  su  retirada,  pues,  la  van- 
guardia quedaba  ya  pasando  á  Nazareno  y  era  probable 
que  continuara  por  la  noche. 

Picado  yo  del  mal  coniportamiento  de  mi  partida 
de  dispersos  y  seguro  de  que  no  podían  haber  sido  to- 
mados por  cuanto  alcanzaron  á  descubrirme  desde  la 
playa  del  río,  cuando  me  corrían  los  enemigos,  le  dije 
al  Coronel  que  yo  regresaba  á  reunirlos  y  que  le  daría 
parte  de  lo  ocurrido:  que  la  sorpresa  que  había  recibido 
en  Suipacha  fué  precisamente  dimanada  de  un  descuido 
de  mis  descubiertas,  pues,  los  dos  habían  caido  prisione- 
ros y  me  regresé  á  donde  había  dejado  á  Gómez.  En 
el  momento  en  que  hube  llegado,  que  serian  como  las  5 
de  la  tarde,  fui  informado  por  éste,  así  como  por  seis 
de  los  soldados  que  se  le  habían  reunido,  de  que  los 
enemigos  quedaban  acampados  en  Nazareno  y  tenían  una 
gran  partida  de  caballería  avanzada  como  á  la  mitad  de 
la  cuesta;  agregándome  los  dispersos,  que  ninguno  de  nues- 
tros soldados  había  caído  prisionero,  pues  habían  salvado 
los  que  faltaban  hacia  la  parte  de  Sococha,  por  los  ce- 
rros y  dejando  los  más  de  ellos  sus  caballos  ensillados; 
que  el  motivo  de  no  haber  salido  á  reunírseme  fué  el  de 
haberse  dormido,  por  cuya  razón  solo  se  despertaron  á  los 
tiros  que  dispararon  sobre  mí,  al  llegar  á  la  casa  en  que 
estaban  acampados  y  que  en  estas  circunstancias  no  les 
quedó  otro  medio  qne  correr  á  sus  caballos,  montar  los 
que  pudieron  y  tratar  de  salvarse  saltando  el  cerco  á  la 
parte  del  cerro. 

Impuesto  por  esta  relación  de  la  dirección  que  habían 
tomado  los  hombres  que  faltaban,  mandé  al  cabo  con  dos 
hombres  á  reunirlos,  ordenándole  se  dirigiera  con  ellos 
á  esperarme  á  la  posta  de  la  Quiaca  al  siguiente  día.  Ha- 
biéndose marchado  el  cabo  con  los  dos  hombres,  perma- 
necí yo  hasta  después  de  puesto  el  sol,  á  cuya  hora 
habiéndoseme  reunido  dos  hombres  á  pié,  continué  mi 
retirada,  en  razón  de  haber  notado  que  la  fuerza  enemiga 
que  estaba  avanzada,  se  había  puesto  ya  en  marcha,  con 
CU) o   motivo   hice  adelantar  un   hombre   al  alcance  deJ 


—  52  — 

Coronel,  comunicándole  lo  ocurrido  y  avisándole  que  al 
siguiente  día  le  daría  alcance  con  toda  la  partida. 

Continué,  pues,  mi  marcha  la  mayor  parte  de  la  noche 
y  fui  á  situarme  al  lugar  de  Cuartos,  que  está  unas  cua- 
tro leguas  más  allá  del  pueblo  de  Mojos  y  en  donde  prin- 
cipia ya  ei  territorio  argentino.  Allí  permanecí  en  vigi- 
lancia hasta  que  amaneció,  á  cuya  hora  mandé  avanzar 
al  sargento  Gómez  con  dos  hombres  en  descubierta,  y 
habiendo  éste  regresado  como  una  hora  después  con  la 
noticia  de  venir  ya  en  marcha  una  gruesa  descubierta  de 
caballería  enemiga,  continué  mi  retirada  hasta  la  posta 
de  la  Quiaca,  en  donde  encontré  va  al  cabo  con  cinco 
hombres  que  había  reunido,  faltándome  dos  hombres  so- 
lamente y  siendo  informado  de  que  el  regimiento  de 
Dragones  había  partido  para  Cangrejos  después  de  salido 
el  sol,  continué  hasta  alcanzarlo  en  dicho  punto,  como  á 
las  dos  y  media  de  la  tarde,  pues,  había  parado  el  Coro- 
nel para  que  comiese  la  tropa. 

Díle  parte  al  Coronel,  que  había  dejado  aproximán- 
dose á  Cuartos  la  descubierta  de  la  vanguardia  enemiga, 
como  á  las  6  ó  7  de  la  mañana,  es  decir,  como  á  doce 
leguas  de  su  campo;  le  entregué  15  hombres,  de  los  cua- 
les 11  habían  sido  reunidos  por  mí,  y  después  de  haber 
comido  con  él,  me  puse  en  marcha  para  Humahuaca  á 
reunirme  con  el  señor  General  en  jefe,  acompañado  solo 
por  el  valiente  sargento  Mariano  Gómez  que  me  servia 
de  ordenanza,  y  dejando  al  Coronel  disponiéndose  para 
continuar  su  retirada. 

Al  siguiente  día,  caída  ya  la  tarde,  llegué  al  pueblo 
de  Humahuaca  en  donde  encontré  solo  un  cuerpo  de  in- 
fantería que  había  dejado  el  General,  para  que  se  esta- 
bleciera allí  la  vanguardia  con  el  cuerpo  de  Dragones 
que  venía  por  detrás,  habiendo  él  continuado  con  el  resto 
del  ejército  hasta  Jujuy.  Allí  pasé  hasta  el  siguiente  día 
en  que  continué  mi  marcha  hasta  Jujuy,  donde  alcanzé 
al  General  al  segundo  día. 

Impuesto  el  General  de  la  continuación  de  la  marcha 
del  enemigo  y  del  número  de  fuerzas  que  venían  á  van- 


j 


—  53  — 

guardia,  resolvió  hacer  regresar  al  valiente  sargento  de 
Tambo  Nuevo,  Gómez,  con  un  oficial  para  el  jefe  de  nues- 
tra vanguardia,  previniéndole  que  formados  los  cuerpos 
de  que  ésta  se  componía,  le  permitiese  á  dicho  sargento 
apartar  los  hombres  que  él  elija,  y  que  dándole  en  se- 
guida los  mejores  caballos,  le  deje  marchar  al  encuentro 
del  enemigo. 

Marchó,  pues,  Gómez  con  este  pliego  en  el  mismo 
caballo  blanco  que  le  había  dado  el  General  el  día  ante- 
rior á  la  batalla  de  Ayohuma,  ó  llevándolo  de  tiro,  pues, 
lo  habla  cuidado  con  el  mayor  esmero  y  lo  conservaba 
en  el  mejor  estado  de  servicio. 

La  orden  que  llevaba  Gómez  del  General,  era  la  de 
venir  siempre  al  frente  de  la  vanguardia  enemiga  y  darle 
partes  consecutivos  de  sus  movimientos  y  de  su  número, 
para  cuyo  efecto  le  ordenó  que  escogiera  de  entre  los 
cuerpos  de  la  vanguardia,  todos  los  hombres  que  gusta- 
se, tal  era  la  confianza  que  le  merecia  este  valiente  jo- 
ven, que  no  pasaba  en  aquella  fecha,  de  19  á  20  años. 

Creo  de  justicia  hacer  aquí  una  relación  de  los  ante- 
cedentes de  este  valiente  tucumano  y  de  la  inmerecida 
muerte  que  le  dio  después  el  coronel  Castro  en  Huma- 
huaca,  con  sentimiento  de  todos  sus  jefes  y  oficiales. 

Este  valiente,  nacido  en  la  capilla  de  los  Lules,  á  in- 
mediaciones de  la  ciudad  de  Tucumán,  marchó  de  soldado 
voluntario  al  pasar  la  primera  expedición  con  el  repre- 
sentante Castelli;  y  habiendo  sido  prisionero,  creo  en  el 
Desaguadero,  llegó  á  ser  ordenanza  del  coronel  Castro,  que 
era  entonces  ó  después,  solo  Comandante;  y  este  jefe  le 
había  tomado  cariño  por  la  fidelidad  con  que  lo  sirvió, 
hasta  que  se  acercaron  á  Tucumán  el  año  1812,  en  que 
se  pasó  é  incorporarse  á  nuestro  ejército,  pero  sin  llevar- 
le cosa  alguna  á  dicho  jefe. 

Marchó,  pues,  Gómez  á  Humahuaca  y  el  jefe  de  la 
vanguardia  asi  que  recibió  la  comunicación  del  General, 
mandó  tocar  llamada,  y  formados  todos  los  cuerpos  déla 
plaza,  le  dijo  á  Gómez  que  eligiese  los  hombres  que  gus- 
tase.   Dio  éste   un  ligero  paseo  por    el   frente  del  regi- 


—  54  ~ 

miento  de  Dragones  y  escogió  solo  12  hombres,  sacando 
por  de  contado,  délos  primeros,  á  sus  dos  valientes  cora- 
pañeros,  sargentos  también  de  Tambo  Nuevo,  Albarracín 
y  Zalazar,  cordobeses.  Instado  por  el  jefe  á  que  sacara 
algunos  otros  más,  contestó  que  eran  sobrados,  que  más 
hombres  no  podría  mandar. 

Se  les  facilitaron  los  mejores  caballos  y  mandó  encon 
trar  la  vanguardia  enemiga  que  se  habia  detenido  en.... 

El  resultado  fué  que  desde  allí  vino  siempre  al  frente 
de  la  vanguardia  enemiga  que  les  arrebató  de  noche  por 
una  ó  dos  veces,  algunos  caballos  del  campo,  matando  é 
hiriendo  algunos  enemigos,  hasta  que  muy  cerca  ya  de 
Humahuaca,  se  le  antojó  de  tirotear  á  la  vanguardia  ene- 
miga y  se  adelantó  al  pueblo  con  toda  su  partida. 

Asi  que  hubo  entrado  á  las  calles,  se  dirigió  con  su 
partida  á  casa  de  una  vivandera  cochabambina  que  es- 
taba allí  establecida  con  una  pulperia,  ordenó  á  Zalazar 
ó  Albarracín  que  continuasen  andando  hasta  Uquía,  que 
allí  los  alcanzaría,  y  la  partida  marchó,  quedando  él 
montado  en  su  blanco  á  la  puerta  de  la  pulperia.  Uquía 
es  un  Pueblito  que  está  como  á  legua  y  media  de  Hu- 
mahuaca. 

Se  aproximaban  ya  los  enemigos  y  queriendo  mar- 
charse Gómez,  aquella  maldita  mujer  lo  detiene  instán- 
dolo á  que  se  bajara  á  tomar  un  poco  más  de  vino,  pues, 
ya  había  logrado  hacerle  tomar  dos  morrudos  vasos,  poco 
antes  á  fuerza  de  instancias,  y  resistiéndose  el  sargento, 
sale  la  mujer  con  otro  vaso  en  la  mano  y  le  insta  de 
nuevo  A  que  lo  tome  á  su  nombre,  tomándole  la  rienda 
del  caballo.  Gómez  que  estaba  almorzando  un  pedazo  de 
carne  asada  sobre  el  caballo  y  que  observó  que  los  ene- 
migos se  aproximaban  ya  demasiado,  tomó  el  vaso  de 
vino  y  picando  el  caballo  salió  de  galope  en  alcance  de 
su  partida,  pero  muy  cargado  ya  con  el  vino  que  le  ha- 
bía hecho  tomar  aquella  maldita  mujer. 

Como  á  media  legua  ó  poco  más  del  pueblo,  hay 
sobre  la  izquierda  del  camino,  ó  había  en  aquella  fecha, 


r 


—  55  — 

un  gran  perchel  de  alfalfa  seca  y  al  acercarse  Goraez  á 
él,  sintiéndose  perdido  ya  de  la  cabeza,  llega  á  él,  se 
desmonta  de  su  caballo  y  se  tiende  con  la  rienda  de  la 
mano  y  quédase  dormido. 

Entran  los.  enemigos  á  Humahuaca  poco  rato  de 
haber  salido  Gómez  y  al  pasar  los  50  hombres  de  que 
se  componía  la  descubierta  hacia  la  plaza  por  la  puerta 
de  la  Cochabambina,  sale  ésta  y  le  dice  al  oficial:— tAca- 
ba  de  salir  el  sargento  Gómez  en  este  instante,  sólito  y 
muy  cargadito  de  vino  que  lo  he  largado». — Apenas  el 
oficial  oyó  esto,  mandó  galopar  á  su  partida  y  corrió 
con  ella  á  su  alcance  hasta  las  Tres  Cruces;  es  decir, 
como  una  legua,  sin  haber  observado  el  caballo  de  Gó- 
mez al  pasar;  tales  eran  las  ganas  que  llevaban  todos 
de  agarrarlo. 

Llegados  al  punto  de  las  Tres  Cruces  y  descubrien- 
do desde  allí  á  la  partida  de  Gómez  entrando  ya  á 
üquia,  hizo  alto  el  capitán  y  se  volvió  rabiando  contra 
la  cochabambina  que  lo  había  engañado,  cuando  á  po- 
co andar  observan  el  caballo  blanco  y  conociéndolo, 
(porque  Gómez  siempre  se  les  presentaba  con  él),  gritan- 
«allí  está!»,  y  corren  á  él  mandando  circular  el  perchel 
que  está  en  medio  de  un  rastrojo.  Bájase  el  capitán  á 
la  puerta  con  pistola  en  mano  y  sus  soldados  con  las 
armas  preparadas  y  lo  encuentran  dormido  como  un 
tronco;  le  amarran  las  manos,  le  quitan  el  sable  y  el 
puñal  que  tenía  á  su  cinto  y  lo  recuerdan  después. 

Cuando  este  bravo  se  vio  amarrado  y  en  poder  de 
sus  enemigos  que  lo  burlaban,  diciendole:  «escápate  aho- 
ra»; dicen  que  bramaba  como  un  toro  rabioso. 

Salazar  y  Albarracín  no  habían  descuidado  ni  olvi- 
dado de  su  compañero  y  jefe,  pues,  había  quedado  uno 
de  ellos  con  dos  hombres  á  esperarle  un  poco  mas  allá 
de  las  Tres  Cruces  y  habiendo  observado  la  operación 
de  los  enemigos  y  su  regreso  sin  que  Gómez  llegara, 
volvieron  sobre  la  marcha  en  su  busca,  sobresaltados  ya 
por  su  jefe  y  compañero;  cuando  los  enemigos  regresa- 
ban del  perchel  con  el  prisionero  amarrado,  fueron  des- 


—  56  — 

cubiertos  aquellos  y  perseguidos  y  supieron  por  las  vo- 
ces que  les  daban,  la  caída  de  su  caudillo,  asi  como  por 
el  caballo  que  conocieron  al  instante,  montado  por  el 
capitán  de  la  partida.  Dejemos  á  estos  otros  valientes 
regresar  ya  desconsolados  por  la  pérdida  de  su  mas  ca- 
ro compañero,  los  cuales  continuaron  sin  abandonar  la 
comisión  de  que  estaban  encargados  y  volvamos  á  se- 
guirlo a  este  héroe,  tanto  más  noble  cuanto  más  humil- 
de por  su  condición. 

Presentado  Gómez  al  coronel  Castro,  jefe  de  la  van- 
guardia, fué  recibido  con  afabilidad  por  éste,  pues,  le 
había  tomado  cariño  realmente  y  le  propuso  dejarle  li- 
bre y  regalarlo  si  quería  volver  á  servirle  con  la  misma 
fidelidad  con  que  antes  de  habérsele  fugado:  Gómez  que 
se  conservaba  como  una  fiera,  aunque  no  tan  cargado 
ya  de  la  cabeza,  asi  por  el  corto  sueño  que  había  echa- 
do como  que  se  había  descargado  con  los  esfuerzos  de 
su  rabia  de  cuanto  había  sido  la  causa  de  verse  en 
aquel  estado,  contestóle: — clmposible  que  yo  traicionara 
la  confianza  de  mi  General  y  á  mi  patria,  ni  por  todo 
el  oro  del  mundo;  no  digo  por  mi  vida,  que  la  despre- 
cio».— En  vano  fueron  las  repetidas  instancias  y  prome- 
sas del  Coronel  para  conquistar  á  este  corazón  noble  á 
la  par  de  valiente: — «Imposible,  para  qué  se  cansa,  mi 
Coronel». — Era  su  contestación.  «Si  quiere  conocerme, 
mi  Coronel,  mándeme  desatar  las  manos  y. hágame  en- 
tregar el  sable  ¿Qué  puede  hacerle  éste  muchacho  á  tan- 
tos que  están  á  su  presencia?  Hágalo,  por  su  vida,  y  sa- 
brá entonces  quien  soy», — dijo  por  última  vez. 

Todos  los  presentes  y  el  mismo  Coronel,  quedaron 
conrñovidos  de  ver  tanta  valentía,  y  mandó  éste  que  le 
llevasen  á  la  guardia  y  lo  pusieran  en  capilla  para  fu- 
silarlo al  siguiente  día.  Gómez  escuchó  tranquilo  esta 
sentencia,  siguió  á  sus  conductores  hasta  la  capilla  y 
habiéndole  leído  su  sentencia  de  muerte  por  desertar  al 
enemigo;  pidió  lo  dejasen  descansar  y  durmió  tranquilo, 
aunque  amarrado,  un  par  de  horas  largas. 

Asi  que  hubo  despertado,  se  le  presentó  el  capellán 


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—  57  — 

y  se  dispuso  para  morir.  El  Coronel  no  descuidó  en 
hacerle  repetir  sus  ofrecimientos,  á  fln  de  que  se  pres- 
tase á  servirá  la  causa  del  Rey  y  volviera á  sus  servicios 
de  asistente,  pero  todo  fué  en  vano. 

Al  siguiente  día,  estando  los  cuerpos  de  la  vanguar- 
dia formados  en  la  plaza,  fué  conducido  el  desgraciado 
y  valiente  Gómez  hasta  el  patíbulo  con  todas  las  forma- 
lidades de  estilo,  y  antes  de  sentarlo  en  el  banquillo 
fatal,  mandó  el  coronel  Castro  ofrecerle  por  última  vez 
su  libertad  bajo  la  expresada  condición.  Todos  los  jefes 
se  interesaban  por  salvar  la  vida  á  este  valiente  joven, 
así  fué  que  todos  le  instaron  á  que  aceptase  la  oferta, 
pero  en  vano.  Contestó  muy  tranquilo: — «Entréguenme 
mis  armas  y  lárguenme  en  medio  de  este  cuadro  ¿qué 
temen  de  un  hombre  solo?  Asi  les  hará  conocer  cuan 
imposible  es  que  Gómez  les  sirva  contra  su  patria».  El 
jefe  que  naandaba  el  cuadro,  á  instancia  de  los  demás, 
mandó  suspender  por  un  instante  la  ejecución  mientras 
ocurrieron  al  Coronel  á  suplicarle  por  la  vida  de  este 
valiente;  mas  el  Coronel  se  denegó  y  mandó  ejecutarlo. 
Todo  lo  expuesto  á  este  respecto,  lo  supimos  por  dos 
hombres  pasados  á  nuestro  ejército  después  de  la  eje- 
cución. 

El  señor  General  en  jefe  cuando  lo  supo,  no  pudo 
menos  que  conmoverse.  Igual  efecto  produjo  en  mi  esta 
noticia  cuando  la  supe  en  Tucumán.  á  cuyo  punto  había 
sido  mandado  por  el  señor  General  al  siguiente  día  de 
haber  salido  Gómez  para  Humahuaca,  con  el  objeto  de 
formar  un  escuadrón  de  jóvenes  voluntarios  para  su  es- 
colta; y  como  al  tiempo  de  mi  marcha  hubiese  recibido 
aviso  el  General  de  (jue  venía  el  coronel  San  Martín  á 
relevarle,  fui  también  el  conductor  de  un  oficio  para  di- 
cho General. 

Al  tercer  día  de  mi  salida  de  Jujuy,  llegué  á  Tucu- 
mán y  entregué  el  pliego  al  gobierno,  quien  lo  hizo  pa- 
sar en  alcance  del  señor  coronel  San  Martín  hasta  San- 
tiago del  Estero.  Al  siguiente  día  pasé  yo  á  la  campa- 
ña en  solicitud  de  hombres  voluntarios,  entre  los  cuales 


—  58  — 

no  había  media  docena  que   pasaran   de  los  24  años  de 
edad. 

A  mí  regreso  había  ya  llegado  el  coronel  San  Mar- 
tín con  sus  Granaderos  y  de  Jujuy  el  teniente  coronel  de 
Dragones  Diego  Balcarce  con  parte  de  su  Cuerpo  y 
no  recuerdo  que  otros  regimientos  más,  y  dicho  jefe  es- 
taba ya  en  posesión  del  mando  de  dichas  fuerzas;  asi 
fué  que  al  siguiente  día  se  previno  á  los  Cuerpos  en  la 
orden  general,  que  para  las  4  de  la  tarde  presentase 
cada  uno  en  la  calle  de  la  Merced  un  número  determi- 
nado de  hombres  para  que  el  jeíe  separase  de  entre  ellos 
los  que  fuesen  de  su  agrado,  para  remontar  el  cuerpo  de 
Granaderos  á  caballo. 

El  teniente  coronel  Balcarce,  que  hacia  de  jefe  del 
Estado  Mayor,  me  ordenó  que  presentase  yo  25  hombres 
á  la  hora  designada,  sin  que  me  sirviera  para  eximirme 
el  haberle  manifestado  yo  que  aquellos  hombres  eran 
voluntarios  para  servir  bajo  mis  órdenes  en  la  escolta 
del  General  en  jefe  y  cuya  fuerza  no  formaba  aun  cuer- 
po alguno  reconocido  en  el  ejército.  No  hubo  excusa, 
se  me  ordenó  los  presentara. 

Los  cuerpos  de  nuestro  ejército  por  no  desprenderse 
de  los  mejores  soldados,  llenaron  el  número  con  Jos 
hombres  de  menos  importancia,  asi  fué  que  cuando  se 
presentó  el  coronel  San  Martín  á  revisarlos,  fueron  po- 
cos los  que  separó,  pero  habiendo  llegado  á  los  25  que 
yo  presenté,  los  miró  de  un  extremo  á  otro  y  mandó 
que  saliesen  todos  al  frente  y  fueron  destinados  á  Gra- 
naderos, ordenándome  en  seguida  que  los  restantes  fue- 
ran incorporados  á  mi  compañía. 

Debe  advertirse  que  asi  que  llegué  de  la  campaña 
con  los  voluntarios,  fui  echo  reconocer  en  la  orden  ge- 
neral por  Ayudante  de  campo  del  señor  General  en  jefe 
José  de  San  Martín. 

Habían  pasado  dos  días  de  esta  separación,  cuando 
viene  el  teniente  1°  de  mi  compañía  Felipe  Heredia 
á  decirme  que  habían  dado  orden  para  disolver  los  vo- 
luntarios, destinando   15  hombres    á   la   artillería,  25  á 


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-  59  — 

Granaderos  y  el  resto  distribuido  entre  las  compañías 
del  Cuerpo.  Pasé  inmediatamente  á  ver  al  General  en 
jefe  y  hacerle  presente  que  aquellos  hombres  los  había  yo 
reunido  voluntarios  por  orden  de  su  antecesor  el  general 
Manuel  Belgrano,  para  servir  en  su  escolta  bajo  mis  ór- 
denes; y  que  distribuyéndolos  en  otros  cuerpos,  no  solo 
quedaba  desacreditada  mi  palabra  para  otra  vez  que  se 
ofreciera,  sino  que  aquellos  hombres  se  irían,  por  cuanto 
se  habían  prestado  á  seguirme  bajo  la  condición  ya 
dicha. 

El  señor  General  en  jefe  me  repuso:  «¿Se  queja  Vd.  de 
que  se  disuelva  su  fuerza?  ¿Cree  Vd.  que  estando  á  mi  lado 
le  faltará  mejor  acomodo?  Deje  Vd.  que  se  cumpla  lo 
mandado,  si  se  van  algunos  no  importa». —  «No  me  que- 
jo de  ninguna  manera,  mi  General,  de  su  mandato,  le 
contesté,  pero  me  es  sensible  el  inesperado  engaño  con 
que  he  arrancado  á  estos  jóvenes  del  lado  de  sus  padres 
para  dejarlos  ahora  abandonados». 

El  escuadrón  quedó  disuelto  y  solo  18  hombres  pu- 
de conseguir  quedasen  en  mi  compañía,  y  á  fé  que  fue- 
ron los  únicos  que  se  conservaron  sin  desertar,  pues,  á 
los  pocos  dias  no  quedó  igual  número  en  los  otros  cuer- 
pos y  demás  compañías  de  Dragones. 

Llegó  luego  el  señor  general  Belgrano  con  los  restos 
del  ejército  y  los  entregó  al  señor  San  Martín,  quien 
ordenó  concurriesen  á  su  casa  por  las  noches,  todos  los 
jefes  de  los  cuerpos,  para  uniformar  las  voces  de  mando. 
El  brigadier  general  Manuel  Belgrano,  después  de  ha- 
ber entregado  el  mando  del  ejército  al  coronel  San 
Martín,  dio  el  ejemplo  de  quedar  bajo  las  órdenes  de 
éste,  á  la  cabeza  de  su  regimiento  N°  1^,  y  concurría 
como  los  demás  jefes  á  casa  del  General  en  jefe  á  uni- 
formar las  voces  de  mando.  En  una  de  esas  noches 
intentó  burlarse  del  general  Belgrano  el  comandante  en- 
tonces del  cuerpo  de  Cazadores  Manuel  Dorrego,  á  conse- 
cuencia de  haber  repetido  aquél  la  voz  de  mando  que 
dio  el  general  San  Martín;  pero  éste  asi  que  notó  la  ri- 
sa del  comandante  Dorrego,  empuñó  uno  de  los  cándele- 


—  Bo- 
ros que  había  en  la  m«sa,  y  dando  en  ella  con  él,  dijo 
á  Dorrego,  en  alta  voz: — «Señor  Comandante,  hemos  ve- 
nido aquí  á  uniformar  las  voces  de  mando  y  no  á  reír»; 
— con  lo  que  le  impuso  silencio. 

No  se  si  al  siguiente  día,  salió  el  comandante  Dorre- 
go destinado  por  el  General  en  jefe  á  Santiago.  Pasados 
algunos  días,  el  general  Belgrano  obtuvo  pasaporte  y 
partió  para  Buenos  Aires  y  así  que  llegó  á  Santiago, 
mandó  Dorrego  á  felicitarlo  con  un  loco  vestido  de  briga- 
dier, rasgo  desgraciado  del  carácter  de  ese  valiente  jefe. 


El  ejército  español,  bajo  las  órdenes  del  general 
Pezuela,  había  ya  ocupado  á  Salta  y  Jujuy  y  el  gober- 
nador de  la  primera,  general  Martín  Güemes  le  hos- 
tilizaba fuertemente  con  sus  milicias  ó  gauchos  como  él 
les  llamaba,  hasta  el  extremo  de  sacarles  arrastrados  de 
noche  por  las  calles  á  muchos  de  sus  centinelas,  valién- 
dose sus   milicianos  para  esta  operación,  de  sus  lazos. 

Se  me  pasaba  decir  que  el  mayor  general  Eustaquio 
Díaz  Velez,  se  retiró  para  Buenos  Aires  antes  que  el  ge- 
neral Manuel  Belgrano,  y  el  coronel  mayor  Francisco 
Fernandez  de  la  Cruz,  que  creo  era  entonces  gobernador 
de  Tucumán,  había  sido  nombrado  Jefe  de  estado  mavor 
del    ejército  por  el  general  en  jefe  José  de  San  Martín. 

Con  el  coronel  San  Martín,  habían  venido  á  Tucu- 
mán á  mas  del  regimiento  de  Granaderos  á  caballo,  el 
batallón  N^  7°  de  morenos  y  no  sé  si  el  N^  3°,  ello  es 
que  el  ejército  había  recibido  un  aumento  considerable 
de  las  tres  armas  y  se  disciplinaban  los  cuerpos  con  ac- 
tividad, pero  al  poco  tiempo  de  haber  llegado  dicho 
Jefe  tuvimos  la  desgracia  de  que  se  enfermara  de 
vómito  de  sangre;  y  le  fué  preciso  mudar  de  clima 
y  pasar  á  la  provincia  de  Mendoza,  dejando  el  ejér- 
cito bajo  las  órdenes  del  general  y  jefe  de  estado  mayor 
don  Francisco  Fernandez  de  la  Cruz.  El  día  de  su  par- 
tida para  Mendoza,  me  regaló  el  señor  general  San  Mar- 
tín una  hermosa  espada  de  su  uso,  con  guarnición  y 
vaina  de  acero. 


—  61  — 

El  general  Cruz  mandó  avanzar  una  vanguardia  al 
río  de  las  Conchas,  bajo  las  órdenes  del  general  Mar- 
tin Güemes  que  era  quien  hostilizaba  eficazmente  al 
ejército  español  que  ocupaba  Salta  y  Jujuy  desde  que 
se  retiró  nuestro  ejército  y  me  tocó  ir  en  ella  con  mi 
regimiento  de  Dragones,  á  la  cabeza  de  mi  compañía, 
pues  no  quise  quedarme  de  ayudante. 

A  los  pocos  días  de  estar  establecido  en  dicho  pun- 
to, resolvió  el  general  Güemes  mandar  en  persecución 
de  la  división  enemiga  que  había  penetrado  hasta  el 
río  del  Valle,  tocándome  ir  de  descubierta  con  una  par- 
tida de  20  Dragones  de  mi  compañía. 

La  fuerza  de  nuestra  vanguardia  era  compuesta  de 
una  parte  de  nuestros  Dragones,  un  escuadrón  de  Gra- 
naderos, el  batallón  N®  7"*  y  mas  de  200  gauchos. 

La  división  enemiga  que  constaba  de  mas  de  500 
hombres  de  caballería  é  infantería,  había  emprendido 
su  retirada  hacia  el  Campo  Santo,  así  que  comprendió 
nuestro  movimiento,  llevándose  arreados  como  150  caba- 
llos.- El  general  Güemes  que  era  práctico  de  aquellos 
lugares  y  los  conocía  á  palmo,  destinó  una  división  por 
el  flanco  izquierdo  del  enemigo,  con  el  objeto  de  ade- 
lantársele y  ocupar  un  desfiladero  por  donde  debía  pre- 
cisamente pasar  y  en  la  cual  ocupaba  yo  la  vanguardia 
con  mis  20  Dragones  y  unos  10  gauchos  prácticos. 

Iba  yo  aproximándome  al  lugar  destinado  por  entre 
un  bosque  bien  espeso  de  árboles,  cuando  somos  descu- 
biertos por  los  espías  que  el  enemigo  llevaba  á  su  flan- 
co, á  causa  de  habérsele  disparado  la  tercerola  á  uno 
de  nuestros  gauchos.  Así  que  apercibía  unos  pocos  in- 
fantes que  el  enemigo  destinó  á  descubrir  el  bosque 
mandé  disparar  unos  8  tiros  sobre  ellos,  y  en  seguida, 
como  incomodado  por  esta  descarga,  digo  en  alta  voz: — 
«\o  hay  que  tirar  un  tiro.  Escuadrones,  al  trote  á  ga- 
narles el  desfiladero». — A  estas  voces,  los  enemigos  que 
n:>  podían  descubrir  nuestras  fuerzas  y  sintieron  el  ga- 
lope de  mi  partida,  precipítanse  al  desfiladero  que  em- 
pezaban ya  á  pasar  y  abandonar  la  caballada  y  unas  4 


-  02   - 

cargas  que  arreaban  con  ella,  al  cuidado  de  ^\  rota- 
guardia.  Esta  que  sola  se  componía  de  40  hombres  y 
se  vio  muy  luego  acometida  por  n)is  30  Dragones;  echó 
á  un  lado  la  caballada  y  las  cargas  y  se  precipitó  tam- 
bién al  desfiladero,  por  cuyo  medio  vine  yo  á  quedar 
dueño  de  todos  los  caballos  que  llevaban  y  de  dos  car- 
gas, que  contenían  40  fusiles  y  tercerolas  descompuestas; 
y  dos  de  pólvora  y  cartuchos  estropeados.  Los  pei'seguí 
en  todo  el  desfiladero,  logrando  matarles  tres  hombres  y 
tomarles  dos  prisioneros  y  regresó  con  mi  presa  á  in- 
corporarme con  el  general  Güemes,  á  quien  encontré  ya 
muy  inmediato. 

Como  este  encuentro  con  el  enemigo  fué  al  ponerse 
ya  el  sol,  y  nos  hallásemos  no  muy  distantes  del  Campo 
Santo  donde  era  de  presumir  tendrían  fuerzas  apostadas, 
resolvió  el  General  no  perseguirlos  hasta  el  siguiente 
día  y  mandando  unos  milicianos  en  observación,  acam- 
pamos en  una  estancia  inmediata. 

Como  los  gauchos  de  Salta  eran  frenéticos  por  su 
general  Güemes  y  en  extremo  entusiastas,  les  habían 
hostilizado  de  tal  manera  á  los  españoles  que  acampa- 
ban dicna  ciudad,  que  tuvieron  que  abandonarla  reple- 
gándose sobre  Jiyuy,  cuyo  parte  recibido  esa  noche  por 
el  General,  lo  decidió  á  continuar  la  persecución  al  día 
siguiente,  pues  se  tenían  ya  antecedentes  de  que  habían 
empezado  á  retirarse  de  esta  última  ciudad  algunos 
cuerpos. 

Amanecido  el  siguiente  día  recibió  el  General  un 
parte  de  sus  hombres  descubridores,  de  haber  pasado  la 
división  enemiga  sin  detenerse  en  el  Campo  Santo.  Dio 
parte  el  General  de  estos  últimos  movimientos  del  ene- 
migo, asi  como  de  su  determinación  de  aproximarse  á 
Jujuy  con  la  vanguardia  y  todas  las  milicias  de  Salta, 
de  haber  evacuado  aquella  ciudad  el  ejército  enemigo 
en  la  mañana  de  ese  día,  y  de  haberle  tomado  tres  hom- 
bres prisioneros  al  Cuerpo  que  cubría  su  retaguardia, 
en  una  carga  repentina  que  ejecutó  uno  de  sus  escua- 
drones momentos  después  de  haber  abandonado  el  pueblo. 


—  03 

■ 

Acamparaos  esa  tarde,  al  ponerse  el  sol,  como  á  dos 
leguas  de  la  ciudad  y  en  la  mañana  siguiente  la  ocupa- 
mos. Los  enemigos  continuaron  su  marcha  sin  precipi- 
tarse, asi  por  que  nuestra  vanguardia  no  era  bastante 
fuerte  para  perseguirlos,  como  por  las  ventajas  que  les 
proporcionaba  la  quebrada,  aun  cuando  tuviéramos  ma- 
yor fuerza  de  la  que  en  realidad  teníamos. 

Se  contentó  pues,  el  General,  con  mandar  seguir  al- 
gunos escuadrones  de  milicias,  para  que  molestasen  la 
retaguardia  del  enemigo,  mientras  se  proveía  de  heiTa- 
jes  á  nuestra  caballería  y  de  todo  lo  preciso  para  con- 
tinuar la  marcha  de  una  vanguardia. 

A  los  tres  días  después  de  nuestra  retirada  á  Jujuy, 
me  mandó  el  general  Güemes  adelantarme  con  26  hom- 
bres de  mi  compañía  en  alcance  del  enemigo,  con  orden 
de  seguirle  observando  hasta  la  Quiaca  ó  Yavi,  dándole 
todos  los  avisos  que  merecieran  su  conocimiento  y  pro- 
metiéndome que  al  segundo  día  saldría  una  fuerza  á  es- 
tablecerse en  Iluraahuaca.  Marché  pues  con  mi  partida, 
y  al  concluir  el  segundo  día  alcancé  al  cuerpo  de  mili- 
cias que  había  seguido  la  marcha  del  enemigo,  en  la 
boca  de  la  quebrada  de  Pulmamarca,  cuyo  jefe  me  im- 
puso de  hallarse  la  retaguardia  enemiga  en  Tilcara  ú 
Hornillos,  que  está  á  pocas  leguas  mas  adelante;  y  que 
él  se  quedaba  allí  por  orden  del  General,  con  el  fin  de 
cubrir  el  camino  que  sale  por  dicha  quebrada  para  Ca- 
savindo  y  campos  del  Marqués  de  Yavi. 

Pasé  la  noche  en  dicha  quebrada,  acompañado  del 
Comandante  y  habiendo  marchado  al  siguiente  día,  fui 
á  alcanzar  la  retaguardia  enemiga,  pasando  la  posta  de 
Huacalera;  tuve  un  pequeño  tiroteo  con  la  guardia  de 
prevención  que  cubría  la  retaguardia  del  Cuerpo,  y  los 
seguí  observando  á  distancia,  hasta  que  acamparon  en 
üquía  y  me  regresé  á  Huacalera  que  dista  tres  leguas. 
Asi  continué  en  este  orden  siguiendo  la  retirada  del 
ejército  enemigo  y  llevando  á  la  vista  su  retaguardia, 
por  siete  ú  ocho  días,  hasta  la  Quiaca  y  asi  que  pasó 
el  ejército  en  dirección  á  Suipacha,  yo  me  fui  á  estable- 


—  64  — 

cer  en  Yavi,  en  cuyo  punto  recibí  aviso  el  tercer  día  de 
haberse  establecido  ya  en  Hunnahuaca  nuestra  van- 
guardia. 

El  ejército  enemigo  hizo  alto  en  Tupiza  y  Suipacha, 
V  había  mandado  una  división  como  de  500  á  600  hom- 
bres  á  Tarija,  á  las  órdenes  del  coronel  Vigil;  cuando 
al  cuarto  ó  quinto  día  de  estar  yo  en  Javi  se  me  apa- 
rece una  fuerza  como  de  40  hombres  de  caballería, 
y  de  igual  ó  mayor  número  de  infantería.  Asi  que  los 
descubrí  á  la  distancia,  monté  á  caballo  y  emprendí 
mi  retirada  hasta  salir  al  campo.  Los  enemigos  que  me 
observaron  apuraron  su  paso  por  las  alturas,  en  mi  al- 
cance, y  como  sus  soldados  de  á  pié  andaban  más  que 
unos  gamos  porque  eran  naturales  del  Perú,  muy  pronto 
rompieron  sus  fuegos  sobre  nosotros  que  continuábamos 
retirándonos  sin  contestarlos  y  aparentando  ya  desorde- 
narnos. 

Como  mi  objeto  era  evadirme  de  aquel  terreno  on- 
dulado en  que  está  colocado  el  establecimiento  de  Yavi, 
así  para  evitar  el  ser  encerrado  en  ella  por  una  nue- 
va fuerza,  como  para  sacar  al  llano  á  la  que  me  per- 
seguía, mandé  á  mis  soldados  correr  en  aparente  disper- 
sión hacia  la  llanura,  pero  muy  atentos  á  mi  voz  para 
contramarchar  reunidos  asi  que  la  diera.  En  efecto,  así 
que  los  enemigos  observaron  que  mis  soldados  empeza- 
ban á  perder  su  formación  apuraban  el  paso  á  galope  ten- 
dido, cuando  se  precipita  sobre  nosotros  el  oficial  que  los 
mandaba,  á  la  cabeza  de  sus  40  caballos  y  corriendo  al 
mismo  tiempo  sus  infantes  por  una  altura  de  nuestra 
derecha. 

Se  practicaba  este  movimiento  calculado,  precisamente 
en  el  momento  de  salir  á  la  llanura  y  como  los  infantes 
que  venían  por  las  alturas  descubrieron  que  no  teníamos 
en  ella  protección,  no  tuvieron  embarazo  en  continuar  su 
persecución  con  casi  triple  fuerza;  asi  fué  que  cuando  los 
hube  alejado  un  poco  de  las  alturas,  que  les  eran  ven- 
tajosas, mandé  en  alta  voz  volver  caras  á  mis  30  Drago- 
nes y  me  precipité  sobre  la  caballería  que  nos  seguía  de 


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Cérea,  la  cual  sorprendida  por  este  ataque  inesperado,  dio 
vuelta  y  se  puso  en  fuga,  lo  que  por  este  naedio  pude 
acuchillarlos  hasta  que  ganaron  las  alturas  protegidos 
por  los  fuegos  de  su  infantería,  logrando  acuchillarles 
muchos  hombres,  matarles  2,  y  tomarles  5  prisioneros  y 
unas  cuantas  armas,  y  sin  otra  pérdida  por  mi  parte 
que  la  de  dos  hombres  heridos  de  bala  y  uno  de  sable. 
Los  enemigos  retrocedieron  á  Yavi  y  yo  me  reple- 
gué á  la  posta  de  Cangrejos,  distante  8  leguas,  donde  per- 
manecí establecido  por  muchos  días,  variando  de  posi» 
ción  todas  las  noches  para  evitar  una  sorpresa. 

Mientras  tanto  había  llegado  el  general  José  Ron- 
deau  con  el  ejército  á  Jujuy  en  el  mes  de  diciembre  del 
año  1814,  pues  se  había  recibido  del  mando  en  Tucumán, 
cuando  nuestra  vanguardia  se  hallaba  en  Conchas,  y 
después  de  efectuada  la  revolución  contra  el  general  Al- 
vear  que  venía  á  relevarlo,  había  mandado  a¡  general 
Martin  Rodríguez  á  Humahuaca  á  tomar  el  mando  de  la 
vanguardia. 

A  los  muchos  días  de  estar  yo  establecido  en  Can- 
grejos, se  presentó  el  capitán  Alejandro  Heredia  que 
era  más  antiguo  que  yo,  á  tomar  el  mando  de  las  avan- 
zadas, y  trayendo  á  sus  órdenes  100  hombres  de  Drago- 
nes y  Granaderos,  y  pasé  con  él  á  Yavi  que  fué  abando- 
nado á  nuestra  aparición  por  los  enemigos  que  se  habían 
batido  conmigo  días  antes. 

Establecido  en  este  punto,  mandó  *el  capitán  Heredia 
una  avanzada  de  diez  Granaderos  á  establecerse  en  la 
posta  de.  la  Quiaca,  bajo  las  órdenes  de  el  entonces  te- 
niente Miguel  Caxaraville,  que  después  fué  uno  de  los 
valientes  que  salvaron  á  Chile,  bajo  las  órdenes  del 
inmortal  general  San  Martín.  A  los  dos  días  de  estar 
establecida  dicha  avanzada  en  la  Quiaca,  recibe  He- 
redia á  las  10  de  la  noche  el  parte  de  uno  de  nuestros 
bomberos,  de  haberse  movido  al  anochecer  desde  Suipa- 
cha,  una  columna  que  mandaba  en  jefe  .el  coronel  Mar- 
quiegui,  en  dirección  á  la  Quiaca,  y  me  manda  montar  á 
taballo  con  20  Dragones  é  irme  á  poner  á  la  cabeza  de 

5 


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la  avanzada  que  mandaba  Caxaraville,  lo  que  ejecuté  en 
el  acto  y  llegué  á  las  12  de  la  noche. 

Caxaraville  tenia  un  Cabo  y  dos  Granaderos  avanzados 
en  Cuartos,  con  4  indios,  lugar  inmediato  entre  la  Quiaca 
y  Mojos,  que  dista  8  leguas. 

Los  enemigos  habiendo  sorprendido  dicha  avanzada 
y  tomándole  el  camino  por  donde  debía  reunirsenos; 
pero  el  cabo  se  salió  de  los  enemigos  aunque  sin  reunir- 
senos  y  nos  adelantó  un  parte  que  llegó  á  la  madrugada, 
yo  mandé  montar  en  el  acto  á  mis  20  Dragones  y  sali  á 
i^econocer  al  enemigo  ordenando  á  Caxaraville  que  man- 
dase arrimar  las  cabalgaduras  de  sus  7  Granaderos  y 
montase  á  caballo.  Cuando  sali  al  alto  que  está  al 
frente  de  la  posta  ya  alboreaba,  y  encontré  la  columna 
enemiga  sobre  nosotros,  retrocedí  á  activar  el  ensillo  de 
los  caballos  de  Caxaraville  y  los  enemigos  que  descen- 
dieron en  seguida  de  la  altura  disolvieron  nuestra  pe- 
queña fuerza,  se  precipitaron  por  derecha  é  izquierda 
circundándonos  y  tomándonos  el  camino. 

En  estas  circunstancias  mandé  al  Dragón  mejor  mon- 
tado que  atropellase  por  entre  los  enemigos,  con  el  aviso 
al  capitán  Heredia  para  que  se  pusiera  en  salvo,  pues 
no  tenía  más  que  setenta  y  tantos  hombres.  Los  200 
hombres  de  caballería,  nos  formaron  calle  y  los  400 
cazadores  nos  confundieron  con  sus  fuegos  por  la  espal- 
da. En  este  orden  sostuve  mi  retirada  hasta  el  lugar 
de  Básicos  distante  4  leguas,  rechazando  cuantas  cargas 
me  daba  el  coronel  Marquiegui  que  me  ofrecía  á  nom- 
bre del  Rey  hacerme  coronel  si  me  pasaba.  En  estas 
circunstancias  iba  yo  solo  á  retaguardia  de  mi  fuerza 
burlándolos  por  la  mala  dirección  de  sus  fuegos,  pues 
solo  habían  acertado  á  herirme  dos  soldados  y  tomarme 
5  prisioneros  de  los  que  venían  mal  montados,  en  los 
diferentes  zanjones  y  barrancas  que  tuvieron  que  atrave- 
sar, cuando  recibió  mi  caballo  un  balazo  y  cayó  muerto: 
grito  «alto»  á  mi  tropa  y  mando  dar  frente  al  ene- 
migo. El  teniente  de  Dragones  Mariano  García  que 
iba  con   ella,  deja    la  tropa   al   cargo  de  Caxaraville  y 


r 


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corre  con  dos  Dragones  á  salvarme:  mientras  tanto  descen- 
sillando  yo  mi  caballo  bajo  los  fuegos  del  enemigo,  salvé 
mi  apero  de  montar  y  subiendo  en  el  caballo  de  uno 
de  los  Dragones  continué  mi  retirada. 

Los  enemigos  se  contentaron  con  llegar  hasta  mi 
caballo,  cortarle  las  4  patas  y  llevarlas  de  trofeo.  A  las 
ires  ó  cuatro  horas  me  encontré  con  el  ayudante  de 
Granaderos  á  caballo  Luis  Pereyra,  que  iba  de  par- 
lamento al  campo  enemigo,  mandado  por  el  general 
José  Rondeau,  el  cual  había  oído  el  continuado  fuego  del 
enemigo,  desde  6  leguas  antes  de  encontrarme  y  llegó 
á  la  Quiaca  con  los  ojos  vendados,  en  el  momento  en 
que  acababan  de  llegar  allí  los  enemigos.  A  su  regreso 
contó  al  General  y  á  todo  el  ejército  los  elojios  que  le  ha- 
bía hecho  el  brigadier  Alvarez  de  mi  retirada;  lo  enseñó 
la  fuerza  con  que  me  había  perseguido  por  tres  horas, 
sin  haberles  sido  posible  desordenarme,  agregando  á 
presencia  de  su  misma  tropa,  que  ni  el  ejército  del  Rey, 
ni  el  de  la  Patria  tenían  un  oficial  como  yo.  Este  es 
un  hecho  público,  que  lo  supo  todo  el  ejército  y  ni  yo 
conocía  entonces  al  general  Rondean,  ni  el  á  mi:  pues  yo 
me  hallaba  á  vanguardia  cuando  él  se  recibió  del  mando 
del  ejército. 

Habiendo  regresado  hasta  Humahuaca  donde  estaba 
nuestra  vanguardia  bajo  las  órdenes  del  general  Mar- 
tin Rodríguez  volví  á  salir  para  la  Rinconada,  con 
el  sargento  mayor  José  María  Pérez  de  Urdininea  y 
el  entonces  capitán  Manuel  Escalada  (que  fué  también 
después  uno  de  los  valientes  jefes  que  dieron  la  liber- 
tad á  Chile,  bajo  las  órdenes  del  general  San  Martin), 
con  una  fuerza  de  150  hombres  compuesta  de  30  ca- 
zadores y  el  resto  de  Dragones,  estos  mandados  por 
mi  y  aquellos  por  Escalada.  Nos  hallábamos  estable- 
cidos en  dicho  punto  cuando  aparece,  no  recuerdo  á  los 
cuantos  días,  una  fuerza  enemiga  de  200  infantes  y  50 
hombres  de  caballería.  El  mayor  Urdininea  me  manda 
•etirarme  con  toda  la  fuerza  por  entre  los  cerros  en  que 
está  situado  el  pueblo  de  la   Rinconada,  hacia  la  parte 


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despoblada  de  Talina,  quedándose  él  con  una  partida 
como  de  20  Dragones,  con  el  objeto  de  reconocer  el  te- 
rreno que  descendía  por  nuestra  izquierda  hacia  los  cam- 
pos del  Marques  de  Yavi,  pues  la  Rinconada  está  situada 
bien  al  oeste  del  camino  de  postas  y  en  los  confines  del 
territorio  de  Salta  con  el  de  Bolivia. 

Emprendí,  pues,  mi  retirada  como  á  las  8  de  la  ma- 
ñana, cuando  á  eso  de  las  10  (esto  fué  creo  en  los  últi- 
mos días  de  enero  del  año  15  6  principios  de  febrero) 
nos  dá  alcance  la  fuerza  enemiga  en  los  cerros  de  Yucas. 

Detengo  mi  marcha  en  la  cima  de  este  cerro  y  es- 
pero al  enemigo  aunque  con  mis  caballos  bastantes  can- 
sados, colocando  al  capitán  Escalada  con  sus  30  caza- 
dores en  mi  izquierda.  Los  enemigos  no  atreviéndose  á 
atacarme  subiendo  á  la  altura  que  yo  ocupaba,  desfilan 
con  la  presteza  de  uno  gamos  y  ocupan  otro  cerro  colo- 
cado á  mi  derecha  y  que  dominaba  mi  posición,  pero 
separados  ambos  por  una  angosta  quebrada,  y  empieza 
el  fuego  por  una  y  otra  parte  con  encarnizamiento. 
Varias  veces  los  enemigos  intentaron  acometerme  á  la 
altura  que  ocupaba,  pero  fueron  rechazados. 

Nos  habíamos  batido  á  escopetazos  de  cerro  á  cerro 
como  una  hora,  pues  ambas  alturas  estaban  á  tiro  de 
fusil,  cuando  se  nos  concluyen  las  municiones  á  unos  y 
otros,  y  descienden  los  enemigos  á  la  quebrada  para  ata- 
carnos á  la  bayoneta,  fiados  en  su  mayor  número.  Así 
que  advertí  este  movimiento  y  empezaban  á  subir  el 
cerro  que  yo  ocupaba,  mando  echar  pié  á  tierra  á  mis 
Dragones,  formándolos  en  batalla,  los  proclamo  para  re- 
cibir á  los  infantes  enemigos  que  debían  llegar  cansados; 
cuando  en  este  momento  recibo  orden  del  mayor  Urdi- 
ninea  para  retirarme  al  otro  lado  de  una  aañada  en  cuya 
opuesta  altura  me  esperaba  él  para  protegerme  con  su 
partida  y  algunos  indios.  Asi  que  recibí  esta  orden  me 
fué  preciso  obedecer;  mandé  montar  á  caballo  á  mis  Dra- 
gones y  descendí  á  la  parte  opuesta  del  morro,  los  ene- 
migos que  venían  subiendo  formados  con  dificultad,  asi 
que  nos  vieron  montar  á  caballo  y  descender  á  la  parte 


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opuesta  dieron  un  grito  de  victoria;  pero  yo  que  conocía 
que  tardaríamos  mucho  mas  en  bajar  aquel  cerro  en 
nuestros  caballos  cansados,  que  los  enemigos  en  bayone- 
tarnos  por  la  espalda,  separé  25  Dragones  de  lo  mejor 
montados  y  volviendo  con  ellos  por  la  derecha,  en  con- 
torno del  morro  los  acometí  repentinamente  por  la  de- 
recha á  tiempo  que  ellos  asomaban  cansados  á  la  cima  y 
los  puse  en  desorden  acuchillándolos  sin  descanso.  Al  dar 
yo  esta  vuelta  me  había  observado  el  capitán  Escalada, 
que  era  un  valiente  y  contramarchado  con  sus  cazado- 
res. Asi  fué  que  al  descubrir  éste  que  los  había  yo  en- 
vuelto y  hecho  retroceder  con  mi  repentina  carga,  se  pre- 
cipitó sobre  ellos  y  los  pusimos  en  completa  fuga  y  los 
perseguimos  mas  de  una  legua,  hasta  que  mandé  hacer 
alto  y  toqué  reunión.  Por  de  contado  que  asi  que  yo 
regresé  sobre  el  enemigo  con  los  25  hombres,  regresaron 
todos  los  Dragones  que  no  tenían  sus  caballos  entera- 
mente cansados. 

Estaba  el  capitán  Escalada  tan  entusiasmado  que 
quería  los  persiguiésemos  hasta  Lima  si  preciso  fuese, 
mas  yo  que  sabía  que  por  el  camino  de  postas  habían 
fuerzas  enemigas,  ya  á  nuestra  retaguardia,  no  quise  y 
regresamos  conduciendo  30  prisioneros  incluso  dos  ó  tres 
oficiales,  mas  de  40  fusiles  y  dejando  en  el  cerro  por 
donde  los  perseguimos  treinta  y  tantos  muertos,  incluso 
un  Capitán,  y  sin  haber  tenido  mas  desgracia  por  nuestra 
parte  que  la  de  4  ó  5  hombres  heridos. 

Como  nuestras  cabalgaduras  estaban  en  extremo 
estropeadas  y  mucho  mas  con  la  persecución  que  acabá- 
bamos de  hacer  al  enemigo,  nos  fué  preciso  asi  que  nos 
reunimos  al  mayor  Urdininea,  continuar  nuestra  retirada 
por  toda  la  noche,  pues  temíamos  que  una  mayor  fuerza 
enemiga  que  Iftibía  llegado  á  Talina  ese  día,  se  hubiese 
puesto  en  marcha  sobre  nosotros,  así  que  llegaron  á  ella 
los  primeros  dispersos  de  Yucas  y  en  [todo  el  camino 
fuimos  dejando  caballos  cansados.  En  esa  noche  tuvimos 
la  noticia  por  unos  indios  de  haber  tomado  prisionero 
el  general  Olañeta  el  General  jefe   de   nuestra  vanguar- 


—  70  — 

día  Martín  Rodríguez  en  el  Tejar,  es  decir  como  á 
20  leguas  á  retaguardia  de  los  cerros  de  Yuca  con 
cuyo  motivo  nos  fué  preciso  recostarnos  mas  á  la  de- 
recha y  tomar  por  la  travesía  de  salinas  á  Casavindo, 
donde  llegamos  casi  todos  á  pié  al  anochecer  del  si- 
guiente día,  sin  haber  tenido  un  momento  de  descanso. 
Pasamos  allí  algunas  horas  mientras  comió  la  tropa 
y  se  curaron  los  heridos,  asi  los  enemigos  como  los 
nuestros,  y  luego  continuamos  nuestra  retirada  por  la 
quebrada  de  Pulmaraarca  hasta  Huacalera,  donde  encon- 
tramos al  señor  general  Rondeau  y  vine  recien  á  cono- 
cerle, creo  á  los  5  días  después  de  nuestro  triunfo  y 
prisión  del  general  Rodríguez.  Pasados  algunos  días 
después  de  este  acontecimiento,  marchó  el  general  Mar- 
tin Güemes  hasta  Yavi  al  mando  de  nuestra  vanguar- 
dia, en  la  que  iban  los  Granaderos  á  caballo,  parte 
del  Regimiento  de  Dragones  en  que  fui  yo  también  y  el 
batallón  N*'  7.  Allí  estuvimos  establecidos  algún  tiempo, 
cuando  se  aproximó  la  vanguardia  enemiga  y  llegó  re- 
pentinamente hasta  la  Quiaca  como  á  las  9  de  la  noche, 
con  1500  hombres  de  las  tres  armas. 

Asi  que  el  general  Güemes  fué  informado  pocos 
momentos  después  de  dicha  novedad  por  el  oficial  que 
cubría  aquel  punto,  tuvo  que  disponer  precipitadamente 
su  retirada;  para  cuyo  efecto  me  hizo  salir  en  el  acto 
con  25  Dragones  de  mi  compañía,  en  observación  del 
enemigo,  con  orden  de  dirigirle  mis  avisos  momentáneos 
por  el  camino  de  la  costa  de  Cholacos  que  era  preciso 
tomara  con  la  vanguardia  para  no  exponerse  á  un  en- 
cuentro. Según  recuerdo,  tuvo  lugar  dicho  movimiento 
del  enemigo  días  después  de  haber  vuelto  el  general 
Rodríguez  á  nuestro  ejército  con  pasaporte  del  general 
Pezuela.  • 

Marché,  pues,  en  el  acto  á  la  Quiaca  echando  por 
delante  mis  observadores  de  á  pié,  acompañados  de  un 
cabo  y  do  4  soldados  de  confianza.  Asi  que  me  hube 
aproximado  y  tuve  aviso  de  que  estaba  acampada  toda 
la  fuerza,  mandé  por    derecha  é  izquierda    dos  partidas 


—  71  — 

de  6  hombres  al  cargo  de  ua  ottcial  y  ua  sarjenfo,  y 
yo  seguí  coa  el  resto  por  el  frente.  Era  de  noche  como 
he  dicho.  Las  partidas  llevaban  orden  de  aproximarse 
cuanto  pudiesen  al  campo  enemigo  y  á  la  señal  de  dos 
tiros  consecutivos  que  yo  dispararía,  romper  el  fuego 
sobre  el  campo  enemigo,  dando  voces  de  ataque,  correr 
después  de  alarmado  éste  á  reunírseme  en  el  campo 
que  les  señalé  á  la  parte  del'  camino  de  postas. 

Asi  que  alcancé  á  percibir  la  voz  de  los  centinelas 
enemigos  que  pasaban  la  palabra,  dispersé  un  poco  mis 
13  hombres  y  me  avancé  con  precaución  hasta  recibir 
el  quien  vive!  de  un  centinela  á  quien  contesté  con  dos 
tiros  indicados,  y  cargando  á  la  voz  de  d  degüello!  sobre 
el  retén  que  tenía  á  mi  frente,  asi  que  mis  dos  partidas 
rompieron  sus  fuegos  con  voces  de  ataque.  Logré  asi 
alarmar  el  campo  enemigo,  el  cual  contestó  con  descar- 
gas de  sus  guardias  á  los  fuegos  de  mis  dos  partidas  y 
después  de  haber  sableado  algunos  soldados  del  retén 
enemigo  que  corrió  hasta  el  puesto  que  ocupaba  su  prin- 
cipal guardia  (la  cual  me  recibió  con  una  descarga),  corrí 
al  punto  de  reunión  señalado,  llevando  dos  hombres  he- 
ridos levemente.  Al  reunírseme  las  partidas,  sentí  toda- 
vía algunas  descargas  de  los  enemigos,  que  solo  logra- 
ron dañarse  asi  mismo,  según  me  dijo  al  siguiente  día 
uno  de  nuestros  soldados  prisioneros  en  Ayohuma,  que 
logró  escapar  esa  noche. 

A  pocos  instantes  de  haberse  reunido  las  partidas, 
sentí  que  se  aproximaba  alguna  caballería,  me  retiré 
hasta  Cangrejillos,  mandando  parte  al  general  Güemes 
de  todo  lo  ocurrido.  Alli  permanecí  en  vela  el  resto  de 
la  noche:  y  notando  después  que  amaneció,  que  el  enemi- 
go movía  "su  campo  en  mi  dirección  y  que  muchos  de 
mis  soldados  á  lo  mas  estaban  muy  mal  montados,  los 
despaché  k  todos  con  el  teniente  García  (Mariano)  y 
me  quedé  yo  con  4  soldados  bien  montados  en  obser- 
vación. 

Serian  las  10  de  la  mañana  cuando  apareció  una 
fuerza  de  caballería  enemiga  como  de  100  hombros,  des- 


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« 

cubriendo  yo  desde  una  altura,  que  la  seguia  la  columna 

r 

á  poca  distancia,  empecé  á  retirarme,  tiroteando  á  la 
partida  que  venia  de  descubierta,  en  circunstancias  que 
empezaba  á  llover  con  abundancia.  El  campo  de  Can- 
grejillos  está  situado  en  una  hondura  que  forman  unos  pe- 
queños cerros;  y  asi  que  los  enemigos  ocupaban  la  altura 
que  yo  dejaba  para  atravesarlo  y  no  vieron  en  todo  él 
mas  fuerza  que  me  protegiera,  cargando  sobre  mi,  á  pesar 
de  la  abundante  lluvia  que  caía.  Yo  corrí  hasta  la  altura 
opuesta  en  que  hice  alto  y  eché  pié  á  tierra  para  hacer- 
les creer  que  estaba  alíi  nuestra  fuerza.  La  caballería 
que  me  perseguía  paró,  y  mandó  unos  pocos  hombres  á 
un  cerro  que  estaba  á  la  derecha  y  que  dominaba  la 
posición  que  yo  ocupaba.  Mientras  estos  hombres  subían, 
bajaba  ya  toda  la  columna  al  campo  sin  que  el  agua 
dejase  de  caer  á  torrentes.  Observando  yo  que  acampa- 
ban, así  que  descubrieron  que  no  teníamos  fuerzas  en  las 
inmediaciones,  continué  mi  retirada;  habiendo  parado  el 
agua  á  poco  rato,  eché  pié  á  tierra  en  la  pampa  que 
sigue  hasta  la  posta  de  Cangrejos,  que  dista  como  legua 
y  media  ó  dos. 

No  bien  habíamos  acabado  de  desmontar  cuando  me 
grita  el  cabo: — «Mi  Mayor,  los  enemigos». — Vuelvo  la  vis- 
ta y  viendo  que  venían  á  escape  sobre  nosotros  como  100 
hombres,  mandé  montar  precipitadamente  y  echamos  á 
correr  hacia  un  cenegal  que  hay  al  frente  de  Cangrejos, 
cuya  parte  está  colocada  en  una  rinconada,  á  la  dere- 
cha, que  despunta  dicho  cenegal;  muy  persuadido  yo  de 
que  la  partida  mal  montada,  que  había  mandado  ade- 
lantarse esa  mañana,  estaría  ya  en  salvo. 

Como  los  enemigos  no  daban  caza  ya,  no  trepidé  en 
atravesar  aquel  ciénego  que  era  muy  pantanoso.  Al  en- 
trar en  él  empantanóse  uno  de  mis  soldados  y  cae  del 
caballo,  quedando  éste  tendido  en  el  fango:  me  aproximo 
al  soldado  y  mándele  montar  en  ancas  del  mío,  sufrien- 
do ya  los  tiros  enemigos  y  empieza  mi  caballo  á  dar  cor- 
cobos  en  medio  del  ciénego  al  sentir  las  espuelas  del 
soldado. 


r 


—  73  — 

En  tales  circunstancias  observo  á  mí  partida,  á  la 
que  creía  ya  en  salvo,  que  salía  recien  de  la  posta,  an- 
eando sus  caballos  la  mayor  parte  de  los  soldados.  Al 
íin  apurando  el  mío,  logró  salir  á  saltos  de  aquel 
fango  y  corriendo  hacia  la  partida,  le  mandé  abandonar 
los  caballos  aneados  y  correr  á  pasar  el  río  Colorado, 
que  se  encuentra  á  poca  distancia.  Me  quedé  con  mis 
cuatro  hombres  y  seis  ó  siete  más,  que  iban  montados 
y  con  el  teniente  García,  á  tirotear  á  los  pocos  hombres 
que  me  habían  perseguido  sin  atreverse  á  pasar  el  cié- 
nago para  dar  tiempo  á  que  salvasen  el  río  los  hom- 
bres de  á  pié.  Pude  practicar  esta  operación  porque 
la  mayor  parte  de  la  caballería  que  me  perseguía  se 
había  dirigido  á  despuntar  el  cenegal  por  la  posta,  en 
alcance  de  la  partida  que  había  visto  salir  de  ella  á  pié. 
Lo  despuntaron  y  se  nos  acercaron  haciendo  fuego 
sobre  nosotros;  yo  seguía  mi  retirada  tiroteándolos  tam- 
bién, pero  al  llegar  al  río  veo  á  mis  hombres  de  á  pié 
detenidos  por  estar  el  río  muy  crecido  con  la  avenida 
de  los  cerros  ocasionada  por  la  lluvia.  Los  enemigos 
se  precipitan  sobre  nosotros  y  tenernos  que  tirarnos  al 
río,  tomando  por  la  mano  á  los  de  á  pié  que  pudieran 
agarrar,  hasta  ponerlos  en  el  otro  lado. 

La  mayor  parte  de  los  enemigos  quedaron  en  la  otra 
banda  con  los  9  hombres  que  me  tomaron  y  solo  pasa- 
ron como  30  hombres,  siguiendo  desordenadamente  nues- 
tro alcance,  cuando  volví  repentinamente  con  los  12  hom- 
bres quo  me  acompañaban  montados,  incluso  el  Teniente, 
y  cargué  sobre  los  que  venían  mas  inmediatos  y  los 
cuales  volvieron  caras:  los  demás  que  se  habían  detenido 
á  tomar  los  5  hombres  que  habíamos  hecho  pasar  el  río, 
siguieron  su  ejemplo  y  se  tiraron  al  río,  abandonando 
aquellos  prisioneros. 

Contribuyó  también  á  esta  fuga  de  los  enemigos  y  á 
que  no  nos  persiguieran  más  toda  la  caballería  de  su 
vanguardia,  el  haber  yo  llegado,  al  toque  de  generala, 
que  se  oyó  mas  acá  de  la  posta  de  Colorado.  La  había 
mandado  tocar  el  jefe  de   uno    de    nuestros    batallones. 


—  74  — 

que  iba  á  incorporarse  á  niiestr^f  vanguardia  desde  que 
sintió  las  descargas  que  me  hicieron  y  recibió  también 
el  parte  que  yo  había  mandado,  de  ir  perseguido  por 
toda  la  vanguardia  enemiga  y  de  retirarse  la  nuestra 
por  el  camino  de hacia  la  posta  de  la  Cueva. 

Continué,  pues,  mi  retirada  en  circunstancias  de 
ponerse  ya  el  soL  Llegué  á  Colorados  muy  cerrada  la 
noche  y  encontré  que  el  dicho  batallón  había  retrocedi- 
do, abandonando  algunas  tiendas  de  campaña  y  unas 
cuantas  ollas  de  rancho,  porque  las  bestias  que  las  de- 
bían conducir,  estaban  cansadas.  Mandé  cargar  todo  en 
dos  cabalgaduras  de  mi  partida  y  me  retiré.  Allí  fué 
donde  se  me  incorporó  el  indicado  soldado  que  escapó 
del  enemigo  en  la  noche  anterior.  . 

Al  siguiente  día  me  reuní  en  La  Cueva,  con  nues- 
tra vanguardia;  y  la  enemiga  permaneció  en  Cangrejos, 
dos  días  creo  y  luego  pasó  al  puesto  del  Marqués  de 
Yavi. 

En  estas  circunstancias  se  movió  el  señor  general 
Rondeau  con  nuestro  ejército  desde  Huacalera  su  cuar- 
tel general,  no  recuerdo  si  marchando  él  por  la  quebra- 
da de  Pulmamarca  y  el  Jefe  del  Estado  mayor  general 
Francisco  Fernandez  de  la  Cruz,  se  puso  á  la  cabeza  de 
la  vanguardia  y  marchamos  sobre  el  enemigo;  á  conse- 
cuencia del  regreso  del  general  Martín  Rodríguez.  A 
los  pocos  días  de  nuestra  marcha  atacamos  la  vanguar- 
dia enemiga,  con  la  nuestra,  casi  al  anochecer  y  fué 
aquella  batida  con  bastante  pérdida  y  perseguida  hasta 
muy  cerrada  ya  la  noche  y  en  la  cual  se  nos  reunió 
nuestro  ejército. 

El  general  Pezuela,  que  se  había  ya  movido  sobre 
el  nuestro,  á  consecuencia  de  no  sé  qué  esperanza  que 
le  hizo  ver  el  general  Rodríguez,  cuando  obtuvo  su  pa- 
saporte, se  hallaba  creo  en  la  Quiaca,  cuando  la  derrota 
de  su  vanguardia  en  el  Puesto  le  obligó  á  retirarse  con 
precipitación,  sabiendo  que  todo  nuestro  ejército  le  se- 
guía.   Dicha  batalla  fué  el  17  de  abril  de  1815. 

Al  siguiente    día    muy   temprano,    continuó  nuestro 


—  75  — 

ejército  la  persecución  del  enemigo  concentrado  ya  y 
sabiendo  por  la  tarde  la  retirada  del  ejército  enemigo, 
nuestro  General,  continuó  sin  detenerse  no  recuerdo  si 
hasta  el  pueblo  de  Mojo.  Lo  cierto  fué  que  destinó 
al  general  Martín  Rodriguez  con  el  núm.  7,  parte  del 
Regimiento  de  Dragones,  el  de  Granaderos  á  caballo  y 
DO  sé  si  dos  piezas  de  artillería,  á  interponerse  por  el 
camino  de  Mochará  entre  el  ejército  del  general  Pezuela 
y  la  división  del  coronel  Lavin,  que  se  retiraba  de  Ta- 
rija  con  el  objeto  de  batirla. 

Ya  tarde  de  la  noche,  rae  parece  que  del  siguiente 
día,  acampamos  bastante  desordenados  por  la  larga  mar- 
cha y  por  el  tormento  de  la  sed,  precisamente  á  cuatro 
ó  seis  cuadras  antes  de  llegar  á  la  punta  del  camino 
que  traía  la  división  de  Lavin,  á  la  que  íbamos  empe- 
ñados en  tomar.  Cansada  la  tropa  se  durmió  á  pierna 
suelta  y  los  enemigos  pasaron  de  largo  sin  ser  sentidos, 
antes  de  amanecer,  como  lo  confesaron  después  los  pri- 
sioneros de  que  hablaré  más  adelante. 

Al  aclarar  el  día,  se  avistaron  hombres  armados  de 
infantería  á  vanguardia  y  se  alarma  nuestro  campo.  El 
general  Rodriguez  entonces  me  manda  montar  á  caballo 
con  8  Dragones,  un  cabo  y  un  sargento,  para  reconocer- 
los: voy  y  encuentro  que  eran  soldados  nuestros  de  los 
muchos  que  se  habían  dispersado  esa  noche,  los  mando  al 
campo  y  siguiendo  un  poco  más  adelante  me  encuentro 
con  el  camino  por  donde  acababa  de  pasar  la  dicha 
división;  sigo  sus  huellas  frescas  hasta  distancia  como 
de  más  de  una  legua,  en  donde  descubrí  almorzando  en 
una  altura  la  retaguardia  del  enemigo,  compuesta  de 
80  infantes  montados. 

En  el  acto  de  descubrir  esta  fuerza,  mando  un  Dra- 
gón con  el  parte  al  General,  pidiéndole  35  Dragones 
para  atacarla.  Asi  que  los  enemigos  vieron  volver  de 
galope  al  Dragón,  principiaron  á  montar  á  caballo  para 
retirax^se.  Entonces  dirigiéndome  á  mis  nueve  hombres 
les  digo:  «Sería  una  vergüenza  para  unos  valientes,  el  que 
perásemos  ayuda  para  acuchillar  á  estos  cobardes» — y 


\ 


—  76  — 

habiéndome  contestado— «Vamos  sobre  ellos  mi  Mayor, 
cuando  guste»— mandé  carabina  á  la  espalda  y  sable  á 
la  mano  y  marché  por  delante  repechando  la  loma  y 
dando  en  seguida  las  voces  de  trote,  galope  y  á  de- 
güello. 

Los  enemigos  al  empezar  nuestro  trote  se  echaron 
los  fusiles  á  la  cara  esperándonos  formados  y  á  caballo 
y  cuando  mandé  a  degüello  hicieron  su  descarga  y  vol- 
vieron caras  al  mismo  tiempo,  viendo  que  ella  no  nos 
contenía.  Los  perseguí  como  media  legua  y  regresé  con 
21  prisioneros  incluso  un  oficial,  84  fusiles,  dos  cargas 
de  equipajes  y  algunos  caballos  ensillados,  dejando  23  ó 
24  hombres  muertos. 

Habiendo  bajado  la  loma  en  que  fué  el  ataque,  abrí 
las  dos  cargas  de  equipaje  y  distribuí  la  ropa  entre  los 
soldados,  con  más  de  cien  y  taijtos  ps.  fuertes  que  encon- 
tré en  el  equipaje,  de  los  cuales  di  10  á  cada  uno  de 
los  soldados^  12  al  cabo  y  14  al  sargento,  tomándome 
yo  30. 

Después  de  esta  operación  que  fué  muy  breve,  mar- 
ché en  retirada  con  los  prisioneros  y  mi  partida,  carga- 
dos de  fusiles,  pues  se  tomaron  dos  cargas  con  40  fusiles 
descompuestos  y  el  resto  era  de  los  prisioneros  y  muer- 
tos; sin  haber  tenido  por  mi  parte  más  que  un  soldado 
herido. 

Habíamos  andado  diez  cuadras  cuando  descubrí  al 
mayor  graduado  Manuel  Escalada,  que  venia  al  galope 
con  25  Granaderos  en  mi  auxilio.  Nos  encontramos  y 
regresé  con  él. 

El  parte  lo  pasó  el  general  Rodríguez  al  General  en 
jefe,  pero  desfigurando  el  hecho;  pues  decía  que  habiendo 
mandado  á  los  sargentos  mayores  La  Madrid  y  Escalada, 
con  una  división,  á  observar  á  la  columna  enemiga, 
habíamos  alcanzado  su  retaguardia  y  obtenido  la  venta- 
ja que  dejo  detallada.  Este  parte  que  se  dio  en  la  orden 
general  del  ejército  en  Tupiza,  fué  celebrado  allí  con 
músicas  y  dianas,  pero  por  el  mismo  conductor  de  él, 
al  cuartel  general,  varios   individuos  del    ejército,    reci- 


r 


~  77  — 

bieron  cartas  de  oficiales  y  soldados  de  los  cuerpos  que 
estaban  con  el  general  Rodríguez,  en  las  que  les  comu- 
nicaban la  realidad  del  suceso;  esto  es,  haber  sido  yo 
solo  quien  había  obtenido  aquella  ventaja  y  no  con  una 
división,  sino  con  9  Dragones  solamente.  Sin  embargo  el 
parte  no  fué  remitido  á  Buenos  Aires,  como  no  sé  había 
remitido  tampoco  el  triunfo  de  la  Rinconada,  ni  el  de 
la  Quiaca. 

¡Oh  valiente  Mayor,  como  vá! — fué  el  único  agasajo 
con  que  el  general  Rondeau,  me  recibió,  al  presentár- 
mele en  Tupiza,  después  de  dicho  encuentro,  pues  habia 
yo  pedido  licencia  al  general  Martín  Rodríguez  para 
ir  al  cuartel  general  en  busca  de  un  buen  caballo  que 
me  había  llegado  de  Tucumán. 

De  allí  continuamos  la  marcha  hasta  Potosí,  habién- 
donos reunido  con  la  división  del  general  Mart,ín  Ro- 
dríguez en  el  pueblo  de  Cotagaita. 

De  Potosí  pasó  el  general  Martín  Rodríguez,  no 
recuerdo  si  con  los  Dragones,  á  establecerse  en  Chuqui- 
saca,  de  Presidente  de  dicha  Capital,  nombrado  por  el 
señor  general  Rondeau,  cuya  marcha  fué  inmediata  á  la 
llegada  del  ejército. 

Como  habían  emigrado  con  el  ejército  español  del 
general  Pezuela,  muchos  comerciantes  y  vecinos  pudien- 
tes realistas  y  de  un  modo  precipitado,  asi  como  de 
Chuquisaca,  muy  luego  empezaron  á  descubrir  varios 
tapados  ó  entierro  de  dinero,  que  habían  dejado  ocultos, 
así  como  alhajas  y  algunas  otras  especies  de  valores, 
tanto  en  Potosí,  como  en  Chuquisaca,  de  que  resultó  un 
gran  auxilio  para  el  ejército  y  no  poco  para  los  comi- 
sionados ó  jefes  principales. 

Yo  me  había  quedado  en  Potosí  con  el  Mayor  ge- 
neral Francisco  Fernandez  de  la  Cruz,  desempeñando  el 
puesto  de  su  Ayudante,  fui  mandado  á  Chuquisaca,  no 
recuerdo  con  que  orden  ó  comunicación  para  el  general 
Martin  Rodríguez.  Estando  yo  allí  presencié  el  descubri- 
miento de  uno  de  los  varios  tapados  ó  depósitos  que  allí 
habían  encontrado,  y  aun  fui  comisionado  por  el  se- 


—  78  — 

ñor  Presidente  Rodríguez  para  ir  á  sacarlo  del  Monas- 
terio, de  Santa  Clara  ó  Santa  Mónica  por  aviso  que 
habia  tenido  del  Gobierno  de  haber  allí  un  depósito 
perteneciente  á  enemigcís  de  la  causa,  que  habían  enii- 
grado  con  el  ejército  enemigo. 

El  resultado  fué  que  habiéndome  presentado  al  locu- 
torio de  dichas  monjas,  enseñado  á  la  Madre  Abadesa  la 
orden  que  llevaba  del  señor  Presidente  para  registrar 
el  Monasterio,  si  no  me  presentaban  los  intereses  que 
habían  ocultado  allí  algunos  españoles  que  habían  emi- 
grado, me  prometió  dicha  madre  entregarme  todo  lo  que 
tenía  y  para  el  efecto  de  que  no  se  diesen  cuenta  en  el 
Monasterio,  hizo  abrir  la  puerta  y  me  introdujo  con  dos 
ó  tres  acompañantes  que  yo  llevaba  á  una  pieza  donde 
me  presentó  no  recuerdo  si  cinco  ó  seis  baúles  y  petacas 
y  no  sé  si  algunas  piezas  de  géneros. 

Mandé  abrir  á  presencia  de  ella  misma  y  de  dos 
monjas  mas  que  le  acompañaban,  los  baúles  y  petacas, 
para  que  viesen  lo  que  contenían  y  habiendo  encontrado 
que  solo  tenían  todos  ellos  un  poco  de  ropa  y  los  mas 
un  cargamento  surtido  de  diferentes  piezasNlg  cuerno 
primorosamente  trabajadas,  como  juegos  de  café,  veleras, 
copas  de  todas  clases  y  de  tornillos,  platitos  y  cubieí 
maravillosamente  construidos  para  dulces  y  otras  miT 
piezas  curiosas,  mandé  amarrar  las  petacas  y  baúles  é 
hice  entrar  unos  soldados  que  tenía  á  la  puerta  para  que 
los  sacaran,  y  conduje  á  la  presidencia  y  habiendo  echado 
el  ojo  parapedírsela  al  Presidente,  á  una  preciosa  vasera 
de  12  vasos. 

Habiendo  llegado  á  la  presidencia  le  presenté  al 
señor  General  y  Presidente  Martin  Rodríguez  todo  cuanto 
habia  encontrado  en  dicho  Monasterio,  diciéndole  que 
aunque  no  era  de  valor,  habían  multitud  de  piezas  de 
mucho  gusto  y  que  yo. habia  elegido  una  vasera  por  si 
tenía  la  bondad  de  cedérmela.  El  me  contestó  que  con 
mucho  gusto  me  la  daría,  que  entregase  todo  al  jefe 
encargado  de  recibir  todo  cuanto  se  secuestraba,  y  tomase 
la  vasera.    Pasé  á  la  habitación  ó  depósito  que  era  una 


—  79  — 

hermosa  pieza  y  entregué  todo  al  jefe  encargado,  que 
no  recuerdo  quien  era,  si  Balcarce  ó  Zamudio. 

Lo  cierto  es  que  habían  varios  presente  y  que  ha- 
biéndoles dicho  que  el  Presidente  nne  había  cedido  una 
vasera  que  estaba  á  la  vista,  me  quedé  sin  ella  porque 
se  le  antojó  á  uno  de  los  presentes  jefes,  y  chocado  yo 
de  una  acción  semejante,  no  quise  escoger  ninguna  otra 
cosa  de  las  diferentes  curiosidades  que  había  del  mismo 
material,  y  me  salí;  pero  para  no  quedar  chasqueado  del 
todo,  acepté  un  hermoso  matecito  de  cuerno  y  un  par 
de  vasos  y  copitas  de  lo  mismo  que  me  regaló  después 
uno  de  los  oficiales  de  Dragones  y  fué  con  lo  que  regresé 
á  Potosí  y  con  dos  pagas  que  me  mandó  dar  el  Presi- 
dente y  llevando  no  recuerdo  cuantos  miles  de  pesos  en 
surronada,  para  el  ejército. 

No  recuerdo  tampoco,  el  tiempo  que  permanecimos 
en  Potosí,  pero  sí  que  el  ejército  fué  pagado  y  bien  pro- 
visto de  vestuario  y  que  no  faltaron  diversiones. 


En  seguida  marchó  el  ejército  para  Leñas,  con  direc- 
ción á  la  provincia  de  Chayanta  y  habiéndose  adelantado 
de  dicho  lugar,  el  Mayor  general  Cruz  conmigo  y  sus 
demás  ayudantes  á  un  pueblito  inmediato,  cuyo  nombre 
no  recuerdo,  y  creo  que  también  el  General  en  jefe,  fué 
allí  que  nos  lomó  esa  noche  una  horrorosa  nevada 
mientras  dormíamos,  pues  me  acuerdo  que  al  amanecer 
habiéndose  despertado  el  general  Cruz  y  pedídome  que 
I  llamara  á  su  criado,  para  que  le  alcanzara  un  mate, 
^  pues  teníamos  las  camas  en  una  misma  pieza,  me  dijo  al 
ver  el  resplandor  blanco  que  entraba  por  las  rendijas  de 
la  puerta:— ¿Qué  demonio  es  eso  que  blanquea?  Es  nieve 
mi  General,  le  contesté,  y  abriendo  la  puerta  vi  que 
estaba  obstruido  todo  el  patio  con  mas  de  una  vara 
de  ella. 

Había  sido  esta  nevada  tan  abundante,  que  para  pa- 


--so- 
sar yo  al  rancho  donde  estaban  los  ordenanzas,  con  bola 
granadera  bien  alta,  me  internaba  hasta  mas  arriba  de 
la  bota  y  se  me  introducía  la  nieve  por  entre  ella;  y 
para  venir  los  soldados,  tuvieron  que  abrir  un  ancho 
camino  con  palas,  y  el  día  amaneció  claro. 

No  se  veía  un  solo  arbusto  ni  una  piedra  en  el  cam- 
po y  esta  nevada  costó  al  ejército  la  pérdida  de  más  de 
200  hombres,  pues  tuvimos  que  continuar  la  marcha  por 
entre  la  nieve,  creo  que.dosótres  días,  con  mil  trabajos 
y  casi  todos  ciegos.  Yo  y  algunos  otros  nos  libramos  de 
esto  poniéndonos  un  pañuelo  de  seda  á  la  cara  y  asegu- 
rado por  el  sombrero  ó  la  gorra. 

Marchamos  asi  trabajosamente  hasta  llegar  á  Cha- 
yanta  y  el  general  Pezuela  tenía  el  cuartel  general  en  la 
posta  de  Sorasora  cerca  de  Orüro,  y  su  vanguardia  en 
el  pueblo  de  Venta  y  Media. 

La  deserción  del  enemigo  á  nosotros  era  crecida,  pues 
se  nos  pasaban  diariamente  porción  de  hombres  arma- 
dos. No  sé  á  los  cuantos  días  de  haber  llegado  á  Cha- 
yanta  fui  destinado  á  pedimento  mío,  á  ir  á  recorrer  la 
posición  de  Venta  y  Medía  con  16  Dragones. 

El  general  Rodríguez  propuso  al  General  en  jefe  que 
iría  á  sorprender  la  vanguardia  enemiga,  la  cual  se  ha- 
llaba en  Venta  y  Medía,  á  10  ó  12  leguas  de  Chayanta, 
teniendo  este  su  cuartel  general  ocho  leguas  mas  allá 
en  Sorasora  y  se  lo  propuso  á  consecuencia  de  los  par- 
tes que  yo  había  pasado,  por  hallarse,  hacía  dos  días, 
al  frente  de  la  vanguardia  enemiga  con  16  hombres. 

El  general  Rodríguez,  salió  llevando  para  esa  em- 
presa 400  cazadores  y  200  Dragones,  contando  la  van- 
guardia enemiga  de  mayor  número.  Antes  de  llegar 
aquella  columna  á  inmediaciones  de  Venta  y  Media,  se 
adelantó  el  general  Rodríguez  con  su  escolta  hasta  el 
punto  en  que  yo  me  encontraba,  con  el  objeto  de  que 
le  mostrara  la  posición  del  enemigo;  y  asi  lo  verifiqué, 
haciéndole  salir  al  cerro,  en  cuya  falda  del  Oeste  estaba 
el  pueblo  de  Venta  y  Medía.  Estando  allí  el  General,  al 
abrigo  de  unas  piezas  que  le  ocultaban,  le  pedí  permiso 


' 


—  81  — 

para  ir  con  10  hombres  bien  montados  á  sorprender  una 
guardia  que  el  enemigo  tenía  hacia  la  parte  de  su  cuar- 
tel general;  y  obtenido  velozmente  al  norte  por  una  que- 
brada. El  mayor  graduado  Manuel  Escalada,  ayudante 
del  General,  también  obtuvo  ese  permiso  después  de  ha- 
berme yo  separado  y  me  alcanzó  sólo,  en  circunstancias 
que  acababa  yo  de  sorprender  dos  ordenanzas  del 
enemigo,  que  pasteaban  en  una  quebrada  11  muías  de 
jefes  y  oficiales:  me  informé  de  ellos  acerca  del  lugar 
que  ocupaban  dos  guardias  enemigas  de  12  hombres  ca- 
da una  y  ambas  de  infantería,  y  supe  que  estaba  la  1* 
al  otro  lado  de  un  portezuelo  inmediato  y  la  otra  á  8  ó 
10  cuadras  mas  adelante,  á  la  orilla  del  pueblo,  y  la 
caballada  en  pastoreo,  en  la  cañada  inmediata. 

Con  este  conocimiento  dejé  á  los  dos  prisioneros  de- 
sarmados y  encerrados  en  un  rancho  de  piedra  con  un 
centinela  á  la  puerta  y  me  lancé  al  portezuelo  mandan- 
do tocar  á  degüello,  así  que  salí  á  él  y  descubrí  la  guar- 
dia, la  cual  sin  darle  tiempo  á  huir  fué  hecha  prisionera, 
habiéndole  muerto  dos  hombres.  La  otra  guardia  huyó 
al  pueblo  haciéndonos  algunos  tiros. 

Observada  por  mi  la  caballada,  ordené  al  mayor 
Escalada  hiciera  alzar  en  ancas  á  los  prisioneros,  mien- 
tras yo  con  el  corneta  la  juntaba  y  la  echaba  por  de- 
lante; lo  que  practicado  inmediatamente  y  sin  dificultad 
por  haber  fugado  los  dos  hombres  que  las  pastaban,  em- 
prendimos la  retirada,  perseguidos  ya  por  la  columna 
de  infantería  que  salió  del  pueblo.  Escalada  con  los 
prisioneros  por  delante  y  yo  con  el  corneta  arriando  co- 
mo cien  animales,  entre  caballos  y  muías,  á  eso  de  las 
dos  ó  tres  de  la  tarde  y  observado  por  el  general  Ro- 
dríguez desde  la  altura,  sin  ser  descubierto  por  el  ene- 
raigo. 

Cuando  ya  hube  dejado  de  ser  perseguido,  el  Gene- 
ral bajó,  se  me  reunió  llenándome  de  elogios,  y  retrocedió 
á  encontrar  nuestra  mencionada  columna,  que  como  he 
dicho,  había  quedado  atrás.  Yo  quedé  allí  en  observa- 
ción del  enemigo,  después  de  convenidos  en  que    la   co- 


—  82  — 

lumna  debía  llegar  después  de  bien  cerrada  la  noche  y 
llegada  que  fuese  la  columna,  daríamos  el  asalto  al  pue- 
blo por  sobre  el  cerro. 

Cerrada  ya  la  noche  llegó  el  General  con  la  columna  y 
después  de  haber  dado  el  debido  descanso  á  la  tropa, 
mientras  se  tomaron  todas  las  disposiciones  necesarias, 
me  mandó  á  sorprender  con  200  Dragones  la  guardia 
reforzada  que  pusieron  los  enemigos  mas  adelante  del 
punto  en  que  había  yo  tomado  la  del  día  anterior,  con 
el  objeto  de  llamar  allí  la  atención  del  enemigo;  cuya 
operación  vine  á  ejecutar  como  á  las  3  de  la  mañana  por 
haberme  el  General  hecho  practicar  dos  marchas  y  con- 
tramarchas del  norte  al  sur  y  del  sur  al  norte,  vaci- 
lando sobre  cual  de  los  dos  puntos  debía  yo  atacar,  has- 
ta que  habiéndonos  sentido  los  enemigos  (por  un  tiro 
imprudente  que  disparó  un  ayudante  del  General,  capitán 
Eustaquio  Moldes,  sobre  el  teniente  Felipe  Heredía,  que 
iba  mandado  por  mi  á  dar  parte  al  General,  de  no  haber 
novedad  en  la. altura)  y  hecho  seña  á  su  cuertel  general 
con  dos  cjjhetes  de  luz,  me  precipité  sobre  el  punto  del 
norte  que  me  había  indicado  primero,  desobedeciendo 
una  nueva  orden  de  hacer  otra  contramarcha  al  sur; 
pues  ya  los  enemigos  nos  habían  sentido  como  se  lo 
mandé  prevenir. 

El  resultado  fué  que  habiendo  acuchillado  un  retén 
que  había  avanzado  la  gran  guardia  enemiga,  por  ha- 
berlo engañado  á  su  centinela,  contestando — español,— slI 
quién  vive,  y  nombrando  patrulla,  tuve  que  replegarme 
á  la  descarga  que  me  hicieron  cien  infantes  desde  la  al- 
tura, con  el  íln  de  esperar  20  hombres  mas  que  había 
mando  pedir  al  General,  para  cargar  á  la  gran  guardia, 
llegó  entonces  el  capitán,  en  aquella  fecha,  Julián  Paz 
con  ellos;  y  á  penas  se  me  incorporó,  mandé  echar  ca- 
rabina á  la  espalda  y  salüe  á  la  mano  y  nos  arrojamos 
hacia  la  altura,  cambiando  de  frente  á  la  luz  de  la  des- 
carga con  que  fuimos  recibidos.  Los  enemigos  fueron 
todos  muertos  á  excepción  de  35  prisioneros  que  pudo 
salvar  el  capitán  Paz  y  á  excepción  también  del  capitán 


y 


—  83  — 

entonces,  N.  Valdes  (á)  el  Barbarucho,  que  logró  escapar. 
Sin  mas  desgracia  por  nuestra  parte  que  la  de  un  cabo 
muerto  y  dos  ó  tres  heridos. 

En  esta  circunstancia  y  empezando  ya  á  aclarar  el 
día,  salió  del  pueblo  una  columna  como  de  200  infantes 
y  al  verme  formó  en  batalla,  dando  la  espalda  al  cerro, 
en  que  debía  estar  el  general  Rodríguez.  Mandé  yo  á 
mis  40  Dragones  dar  frente  á  ellos  y  sintiendo  al  mismo 
tiempo  el  paso  de  ataque  con  que  venía  la  columna  de 
nuestros  cazadores,  por  el  mismo  lugar  que  habíamos 
bajado  nosotros,  corrí  á  dar  aviso  al  entonces  mayor 
Rudesindo  Alvarado,  sin  hacer  caso  de  mi  aviso  siguió 
adelante,  diciendo  que  su  orden  era  tomar  el  pueblo;  se 
interpuso  entre  la  línea  enemiga  y  mis  40  hombres  é 
hizo  alto.  Los  enemigos  que  observaron  nuestras  fuer- 
zas se  dieron  por  perdidos,  descansaron  sobre  las  armas 
y  quedaron  inmóviles,  esperando  sin  duda  la  intimación 
para  rendirse.  Yo  varié  entonces  de  dirección  por  re- 
taguardia de  mi  derecha,  sobre  la  izquierda  en  batalla 
y  quedé  en  orden  inverso  dando  la  espalda  al  pueblo  y 
mi  frente  al  flanco  iísquierdo  del  enemigo,  al  cual  ame- 
nacé en  alta  voz,  al  ejecutar  mi  cambio  de  frente,  con 
que  serían  pasados  á  cuchillo  si  disparaba  un  solo  tiro. 
Asi  es  que  habiendo  un  Capitán  con  nueve  ó  diez  hom- 
bres de  línea  enemiga  echado  armas  al  hombro  y  pa- 
sándose á  nosotros,  sus  compañeros  no  le  hicieron  un 
tiro,  ni  dieron  una  sola  voz  para  detenerlos.  Este  es 
un  hecho  que  pasó  á  la  vista  de  todos. 

Alvarado,  que  á  la  vista  de  tan  felices  circunstan- 
cias, debió  formar  batalla  á  la  izquierda  y  marchar  so- 
bre el  enemigo,  dispersó  su  compañía  de  tiradores  sobre 
el  flanco  izquierdo,  y  por  consiguiente  inutilizó  su  co-^ 
lumna  para  hacer  fuego  por  sobre  ellos. 

Serenados  los  enemigos  de  su  primera  sorpresa,  se 
dispersaron  en  tiradores,  subiendo  hacía  el  cerro  que 
tenían  á  su  espalda,  y  haciendo  fuego  sobre  nuestros 
cazadores.  En  este  momento  se  veían  salir  del  pueblo 
hombres   y    mujeres   ganando  los  cerros   opuestos,   con 


—  84  — 

atados  de  ropa  á  la  cabeza.  Yo  quedé  esperando  la 
descarga  de  nuestra  columna  sobre  nuestros  enemigos 
para  caer  sobre  ellos;  pero  nuestra  columna  se  dispersó 
sin  haber  formado  en  batalla.  Yo  quedé  interpuesto  y 
solo,  entre  los  200  infantes  enemigos,  y  otras  fuerzas 
mas  que  salían  del  pueblo;  pues  los  Dragones  que  reci- 
bieron orden  del  general  Rodríguez  para  cargar  á  la 
fuerza  que  subía  dispersa  al  dicho  cerro,  huyendo  de 
nuestros  tiradores,  fueron  puestos  en  desorden  por  el 
obstáculo  de  una  zanja  que  encontraron  y  por  una  des- 
carga que  recibieron  al  mismo  tiempo;  de  manera  que 
para  incorporarme  á  nuestras  fuerzas  que  huían,  tuve 
que  romper  por  entre  los  enemigos,  atropellando  cerro 
arriba  á  los  que  quisieron  oponérseme  y  perdiendo  al- 
gunos hombres. 

Este  fué  el  fruto  de  la  acción  de  Venta  y  media,  en 
la  cual  habiendo  debido  y  podido  apoderarnos  de  toda 
la  fuerza  enemiga  que  alli  había,  después  de  la  ventaja 
que  ya  había  conseguido,  fuimos  batidos  y  dispersados 
y  de  toda  la  columna,  apenas  regresamos  á  incorporar- 
nos al  ejército  en  Chayanta,  novent'a  y  cuatro  hombrías 
entre  infantería  y  caballería,  á  los  que  tengo  bien  pre- 
sentes. Entre  ellos  estaba  el  entonces  sargento  mayor 
de  Dragones  José  María  Paz,  el  cual  salió  con  un  brazo 
fracturado,  de  un  balazo  que  recibió  por  hacer  los  ma- 
yores esfuerzos  á  fin  de  contener  á  su  cuerpo  y  volverlo 
á  la  carga. 

Desde  aquel  momento,  paró  la  deserción  del  enemi- 
go, pues  antes  de  este  acontecimiento,  se  nos  estaban 
pasando  diariamente  muchos  hombres  armados,  hasta  el 
extremo  de  habérsenos  presentado  un  día  40  soldados 
con  sus  armas;  y  no  fué  esto  solo,  sino  que  se  movió 
inmediatamente  el  ejército  enemigo  sobre  nuestro  cuartel 
general  de  Chayanta. 

En  la  retirada,  que  se  efectuó  con  precipitación,  creo 
que  al  siguiente  día  ó  al  otro,  de  nuestro  regreso  al 
ejército,  yo  fui  encargado  por  el  señor  general  Rondeau 
de  ir  á  la  cabeza  de  cincuenta  Dragones  de  que  contaba 


—  85  — 

mi  compañía,  á  encontrar  al  ejército  enemigo  que  se 
movió  rápidamente  sobre  nosotros,  pero  con  el  ascenso 
á  Sargento  mayor  en  propiedad,  conferido  por  una  orden 
general  extraordinaria,  y  que  fué  precursora  del  llama- 
miento que  me  hizo  el  General  con  su  ayudante  Miguel 
Planes,  para  confiarme  dicho  encargo.  Todos  los  jefes 
de  los  cuerpos  me  franquearon  sus  caballos  de  marcha, 
para  que  mis  Dragones  los  llevasen  de  tiro  y  jamás  sol- 
dados algunos,  nuestros,  se  vieron  mejor  montados,  ni 
mas  honrosamente  expuestos.  Partí  con  ellos  á  encon- 
trar al  enemigo,  al  anochecer  del  siguiente  día  del  con- 
traste; y  el  ejército  se  movió  en  retirada,  no  recuerdo, 
como  acabo  de  decir,  si  en  esa  misma  noche  ó  al  ama- 
necer del  siguiente  día,  recibí  orden  del  General  después 
de  haber  marchado  para  salvar  á  mi  regreso  y  de  paso 
lo  que  pudiera  de  la  parte  del  tren  de  artillería  y  mu- 
niciones, que  por  falta  de  bestias,  dejaba  abandonada  en 
el  cuartel  general  y  de  quemar  lo  que  no  pudiera  salvar. 

Dos  días  estuve  tiroteándome  con  la  vanguardia  ene- 
miga en  retirada.  En  el  último  de  ellos,  remití  para  el 
ejército  al  doctor  López,  santiagueño,  capellán  del  gene- 
ral Pezuela,  que  se  me  presentó  pasado.  Me  puse  enton- 
ces en  marcha  hacia  nuestro  ejército,  salvé  al  paso  co- 
mo se  me  había  ordenado,  dos  cañones  volantes,  algunos 
armones  y  cureñas  y  cuatro  ó  cinco  cargas  de  municiones 
y  piedras  de  chispas,  cargándolo  todo  en  nuestros  caballos 
y  muías  de  marcha.  Solo  pegué  fuego  á  un  cajón  de 
cartuchos  sin  balas;  esto  á  la  vista  ya  de  una  partida 
enemiga,  que  se  aparecía  al  dejar  yo  el  Pueblo.  Alcan- 
cé dos  días  después,  en  el  pueblo  de  Capinota,  al  coronel 
de  Granaderos  á  caballo  Juan  Ramón  Rojas,  que  iba 
cubriendo  la  retaguardia  de  nuestro  ejército;  entregúele 
cuanto  había  salvado  y  pasé  adelante  á  presentarme  al 
General,  á  quien  alcancé  en  marcha  á  la  cabeza  de  toda 
la  fuerza. — Esto  se  ha  olvidado  él  en  la  Memoria.  - 

Entre  tanto  el  enemigo,  al  cerciorarse  bien  de  nues- 
tra retirada,  dejó  de  seguirnos  y  retrocedió  tomando 
)tra  dirección  á  Sipe-Sipe. 


—  86  — 

El  mismo  día  en  que  como  he  dicho,  alcancé  al  se- 
ñor General  en  jefe,  le  pedí  licencia,  (|ue  me  otorgó, 
para  pasar  á  Sipe-Sipe,  con  el  objeto  de  conocer  la 
ciudad  de  Cochabamba  que  está  tres  leguas  mas  adelante. 

Llegué  allá,  en  efecto,  y  el  cura  y  algunos  que  me 
obsequiaron,  iban  á  conducirme  para  hacerme  conocer 
la  ciudad,  así  que  acabásemos  de  comer,  cuando  recibí 
un  propio  del  General,  ordenándome  esperase  en  Sipe- 
Sipe  la  llegada  de  la  compañía  que  había  dejado  de 
mandar  y  que  pasara  con  ella  á  ponerme  al  frente  de 
la  vanguardia  enemiga  en  su  nueva  ruta,  dándole  avisos 
instantáneos  de  sus  movimientos.  Así  lo  efectué  dos  ho- 
ras después,  luego  que  llegó  la  compañía,  quedándome 
con  el  deseo  de  conocer  á  Cochabamba. 

Cuatro  dias  consecutivos  vine  tiroteándome  de  día  y 
de  noche  con  la  vanguardia  enemiga  y  dando  avisos  al 
General,  hasta  que  en  la  noche  del  último,  me  incorporé 
al  ejército,  dejando  ya  al  enemigo  dueño  de  la  cumbre, 
por  donde  se  desciende  al  llano  que  ocupaba  nuestro 
ejército. 

Al  siguiente  día  salí  con  el  General  á  enseñarle  el 
camino  por  donde  debía  descender  el  enemigo.  Lo  reco- 
noció todo  y  destacó  la  mitad  del  ejército  á  unas  altu- 
ras que  dominaban  el  desfiladero  por  donde  debía  bajar 
el  ejército  enemigo:  allí  debía  perecer  todo  él  antes  que 
conseguirlo,  si  se  hubieran  conservado  esas  ventajosas 
posiciones,  que  sin  embargo  se  abandonaron  después  sin 
saber  por  qué. 

Este  abandono  fué  el  que  ocasionó  la  pérdida  de  la 
batalla,  precisamente  en  el  día  mismo  en  que  debíamos 
quedar  dueños  de  todo  el  Perú,  por  la  destrucción  total 
de  todo  el  ejército  de  Pezuela. 

La  retirada  de  nuestra  ala  derecha,  abandonando 
un  parapeto  que  la  cubría,  para  venir  á  ocupar  la  di- 
rección de  nuestra  izquierda  que  estaba  mas  á  retaguar- 
dia, retirada  que  aún  no  se  sabe  quien  la  ordenó,  pro- 
dujo en  seguida  la  dispersión  simultánea  de  los  demás 
cuerpos  del  ejército,  como  paso  á  manifestarlo. 


L.ffrr,c.(u>  ^7<^' 


-    87  — 

'  Yo,  sin  embargo  de  ser  edecán  del  Mayor  general, 
había  pedido  permiso  para  mandar  un  escuadrón  en  la 
batalla,  para  no  encontrarme  por  segunda  vez,  de  simple 
conductor  de  órdenes.  Se  accedió  á  mi  solicitud  y  se  me 
dio  el  mando  del  segundo  escuadrón  de  Dragones  en  el 
ala  izquierda,  la  cual  era  mandada,  por  el  coronel  Ze- 
laya. 

Nuestra  ala  derecha  que  mandaba  el  mayor  general 
Cruz,  habíase  parapetado  de  unos  cercos  de  piedras  que 
había  sobre  la  barranca  misma  del  río,  en  cuya  playa 
estaba  formado  el  ejército  enemigo,  desde  donde  le  causé 
tal  daño  á  éste,  que  Pezuela  iba  ya  haciéndolo  retirar 
por  el  flanco  derecho  á  ganar  la  quebrada,  por  donde 
había  descendido  al  llano,  cuando  un  edecán  lo  alcanzó 
é  hizo  parar,  probablemente  á  consecuencia  del  abando- 
no del  parapeto,  hecho  por  nuestra  derecha.  Yo  había 
insistido  en  esos  momentos  al  coronel  Balcarce,  que  man- 
daba los  Dragones,  para  que  cargásemos  al  enemigo  que 
se  retiraba,  pero  se  excusó  con  que  no  tenía  órdenes. 

Hacer  alto  la  línea  enemiga,  dar  frente  y  moverse 
sobre  nosotros,  fué  una  misma  cosa.  En  seguida  obser- 
vamos la  dispersión  sucesiva  de  todos  nuestros  Cuerpos; 
pero  el  Coronel,  firme  en  su  propósito  de  no  moverse 
sin  orden  del  General,  permaneció  inmóvil,  aun  estando 
ya  próximo  el  enemigo. 

Llegó  por  fin  la  orden,  y  el  Coronel  mandó: — «Escua- 
drones por  la  derecha,  marcha  de  flanco,  conversión  á 
la  derecha»,  y  nos  movimos  en  retirada  de  flanco.  Otra 
columna  de  caballería  enemiga,  como  de  300  hombres, 
se  nos  adelantaba  ya  por  nuestro  flanco  derecho;  cuando 
corrí  á  la  cabeza,  á  solicitar  permiso  del  Coronel  para 
cargarla;  lo  encontré  con  su  caballo  bandeado  por  el 
hocico,  cortada  la  cabezada  del  freno  y  éste  hecho  pre- 
tal, por  el  pescuezo  del  animal,  que  él  castigaba  con  su 
espada  para  hacerlo  andar,  me  contestó: — «cargue  Vd.  si 
quiere  ó  haga  lo  que  le  parezca,  pues  ya  vé  Vd.  co- 
mo voy». 

Asi  que  me  dio  esta  contestación,  contramarché  vo- 


^ 


—  88  — 

lando,  y  puesto  al  costado  de  mi  escuadrón,  le  dije: 
« Vergüenza  eterna  sería  para  nosotros  que  esta  columna 
se  nos  escapara;  si  hay  50  valientes  entre  vosotros,  que 
rae  sigan  ó  moriré  yo  solo»— y  di  vuelta  hacia  él  ene- 
migo: como  50  bravos  me  siguieron  y  rompí  por  medio  de 
la  columna  enemiga,  en  circunstancias  que  ella  estaba 
pasando  un  zanjón.  Los  enemigos  iban  en  extremo  borra- 
chos, por  haberse  apoderado  de  unas  cargas  de  aguar- 
diente poco  antes,  y  no  nos  conocieron;  pero  apenas  lo 
advirtieron,  con  motivo  de  haberles  volteado  mas  de  50 
hombres  á  sable,  cuando  se  puso  la  columna  en  precipi- 
tada fuga. 

Toda  la  infantería  de  la  derecha  enemiga,  asi  (jue 
vio  á  su  columna  de  caballería  en  fuga,  siguió  su  ejem- 
plo, y  los  perseguí  acuchillándolos  hasta  la  boca  de  la 
quebrada  por  donde  habían  descendido  de  la  altura; 
antes  de  llegar  á  este  punto,  había  yo  mandado  un  alfé- 
rez, llevando  al  General,  al  pueblo  de  Sipe-Sipe  que  era 
el  punto  de  reunión,  el  parte  del  triunfo  que  obtenía, 
para  que  me  remitiese  mas  fuerzas. 

Los  enemigos,  así  que  llegaron  á  los  cercos  de  pie- 
dra de  la  boca  de  la  quebrada,  se  pararon  parapetados 
en  ellos  y  me  recibieron  con  una  descarga. 

¡Pero  cuál  fué  el  asombro  cuando  observaron  que 
poco  menos  de  50  Dragones  habían  hecho  correr  á  mas 
de  mil  hombres!! 

Yo  regresé  al  pueblo  de  Sipe-Sipe,  juzgando  enton- 
ces reunido  allí  á  nuestro  ejército  á  virtud  del  aviso 
mandado;  mas  mi  sorpresa  fué  igual  á  la  del  enemigo, 
que  acababa  de  perseguir,  cuando  fui  recibido  á  bala- 
zos por  los  enemigos  del  costado  izquierdo  que  estaban 
en  posesión  del  pueblo. 

Convergí  entonces  á  la  derecha  y  estábamos  pasan- 
do un  zanjón,  cuando  se  me  presenta  el  teniente  de 
Dragones  Rafael  Olavarría  á  avisarme  que  el  mayor 
geimral  Fernandez  de  la  Cruz,  acababa  de  caer  de  un 
balazo  é  iba  á  ser  prisionero  por  un  escuadrón  de 
Talaberas.  En  el  acto  ordeno  á  los  Dragones  que  habían 


r 


—  89  — 

pasado  el  zanjón  que  corriesen  á  reunirse  con  el  Coronel 
y  retrocedí  con  Olavarría  al  punto  en  que  había  caído 
el  Mayor  General,  con  veinte  y  tantos  honcibres  quien  me 
llamaba  y  cargo  sobre  el  escuadrón  de  Talaberas  que  iba 
ya  á  tomarlo-  Al  oír  mi  nombre  los  enemigos  se  apar- 
tan y  el  Mayor  General  es  salvado  y  conducido  en  el 
caballo  de  un  ordenanza  mío  y  montado  éste  á  sus  ancas 
para  sostenerlo  y  escoltado  por  mi  fuerza.  Le  doy  en 
seguida  seis  hombres  y  un  oficial  que  lo  conduzcan;  me 
quedo  con  veinte  ó  mas  Dragones  á  salvar  á  nuestros 
infantes;  los  enemigos  no  se  atreven  á  perseguirme  y  soy 
el  último  que  dejo  el  campo  de  batalla  y  sacando  en  an- 
cas de  mi  caballo  á  un  soldado  español,  infante  nuestro 
y  al  cual  salvé  últimamente,  rechazando  á  unos  Talabe- 
ras que  iban  á  tomarlo.  (^) 

De  los  hechos  de  esta  mi  relación,  fué  testigo  pre- 
sencial, la  mayor  parte  de  nuestra  izquierda  y  aún  exis- 
ten hoy  en  Buenos  Aires  y  aquí  mismo  soldados  y  ofi- 
ciales que  presenciaron  todo. 

Dejado  el  campo  de  batalla  me  retiré  muy  tranquilo 
con  cerca  de  treinta  Dragones  hasta  Sacace,  sin  ser 
perseguido  por  nadie,  allí  encontré  al  General  en  jefe 
con  alguna  fuerza  y  con  los  mas  de  los  jefes  del  ejército, 
pues  el  cura  de  dicho  punto  que  era  bastante  realista, 
le  había  dispuesto  una  comida,  no  sé  si  para  detenerlo. 
El  resultado  fué  que  cuando  se  levantaron  de  la  mesa 
se  había  mandado  mudar  la  mayor  parte  de  la  fuerza, 
sin  orden.  El  General,  asi  que  supo  esta  dispersión,  con- 
tinuó su  marcha  como  a  eso  de  las  cuatro  y  media  de  la 
tarde,  con  los  pocos  jefes  y  ajoidantes  que  tenía  á  su 
lado,  siendo  uno  de  ellos  el  capitán  Julián  Paz,  hasta 
una  población  de  indígenas,  cuyo  nombre  no  recuerdo, 
en  la  cual  había  alguna  fuerza  reunida. 


[*]  A.  este  soldado  lo  encontré  en  Tapiza  de  comerciante  y  con  una  lier- 
mosa  tienda  el  ailo  32,  cuando  me  retiraba  después  de  la  acción  de  la  Ciudadela 
contra  Quiroga  y  me  regaló  un  par  de  pistolas  y  dos  onzas  de  oro,  ins- 
tándome, liasta  que  las  tomé.  Yo  no  lo  habla  conocido,  pero  él  se  me  maui- 
festó  asi  que  nos  vimos. 


—  90  — 

Al  marcharse  el  General,  de  Sacace,  habia  yo  au- 
mentado mi  pequeña  fuerza  con  algunos  Dragones  y 
quedado  á  retaguardia,  con  el  objeto  de  cubrir  y  pro- 
tejer  la  retirada  avisándoselo,   por  supuesto,  al  General. 

Acampado  éste  después  de  puesto  el  sol,  en  la  po- 
blación indicada,  con  los  restos  del  ejército,  llegué  yo 
momentos  después  á  verme  con  el  General  y  avisarle 
que  como  á  un  cuarto  de  legua  de  allí  quedaba  acam- 
pada mi  fuerza  en  número  como  de  sesenta  hombres, 
bien  montados,  que  podían  pasar  la  noche  tranquilos 
hasta  la  madrugada,  pues  yo  respondía  de  que  no  serían 
sorprendidos,  por  que  los  enemigos  quedaban  borrachos 
y  no  se  habían  movido  de  Sipe-Sipe  cuando  se  ponía  el 
sol;  que  á  las  doce  de  la  noche  iba  mandar  tocar  diana 
con  los  cornetas  de  Dragones  que  tenía  reunidos,  para 
imponer  á  las  partidas  que  pudieran  observarnos,  que 
por  consiguiente  no  se  alarmaran  al  oír  dicho  toque  y 
regresé  donde  habia  dejado  mi  fuerza. 

A  las  12  de  la  noche,  montado  á  caballo  con  toda 
mi  fuerza  y  tomadas  las  precauciones  necesarias,  mandé 
tocar  la  diana  y  fué  esta  la  señal,  sin  embargo,  de  mis 
precauciones,  para  que  se  pusieran  en  movimiento  á  esas 
mismas  horas  todos  los  restos  del  ejército  sin  orden 
alguno;  de  manera  que  cuando  regresaron  mis  partidas 
descubridoras  y  mandé  el  parte  sin  novedad,  antes  de 
amanecer  no  encontró  el  conductor  á  quien  darlo  y 
regresó.  Púseme  entonces  en  retirada  y  alcancé  al  Ge- 
neral como  á  las  once  de  la  mañana. 

Así  que  hablé  al  General  y  di  parte  de  no  haber 
novedad,  le  propuse  adelantarme  con  la  mitad  de  mi 
fuerza  para  contener  á  todos  los  hombres  que  se  habían 
desbandado  y  quitarles  á  los  infantes  las  cabalgaduras 
de  que  se  hubiesen  provisto,  pues  no  descuidaban  en 
semejantes  casos,  en  quitar  cuanto  encontraban  en  el 
tránsito,  para  montar  con  ellas  nuestros  hombres  de 
caballería.  El  General  aprobó  mi  pensamiento  y  yo  mar- 
ché con  presteza,  distribuyendo  dos  partidas  por  derecha 
é  izquierda  y  designándoles  el  punto  en  que  debían  reu- 


—  91  — 

nirseme  á  la  cinco  de  la  tarde,  con  todos  los  hombres  y 
cabalgaduras  que  encontrasen,  pero  sin  dañar  al  vecin- 
dario. 

A  la  hora  señalada  estuvieron  las  dos  partidas  reu- 
nidas con  algunos  hombres  y  bestias  y  esperé  al  Gene- 
ral, con  mas  de  setenta  hombres  reunidos,  y  veinte  y 
seis  buenas  cabalgaduras,  que  destiné  á  la  caballería  asi 
que  llegaron;  allí  pasamos  la  noche  con  más  tranquilidad 
y  como  á  diez  y  seis  leguas  del  campo  de  batalla,  y  de 
este  punto  se  adelantó  el  General  con  sus  ayudantes  y 
creo  algunos  jefes  para  Chuquisaca,  dejando  al  coronel 
Zelaya  al  cargo  de  la  fuerzas  que  iban  reunidas. 

Como  en  la  operación  del  día  anterior  hubiese  au- 
mentado yo  muchos  hombres  y  cabalgaduras  al  ejército, 
se  me  destinó  á  practicar  igual  operación  todos  los  días 
y  al  anochecer  lo  esperaba  con  los  hombres  y  cabal- 
gaduras que  había  reunido  en  el  día.  Asi  llegamos 
á  Chuquisaca  á  los  pocos  días  y  después  de  haberse  pro- 
porcionado un  socorro  á  toda  la  fuerza  del  ejército  que 
llegó,  fui  despachado  de  orden  del  General  en  jefe  por 
el  Presidente,  general  Martín  Rodríguez,  hacía  el  río 
Grande  que  está  á  no  muchas  leguas  de  Sipe-Sipe,  con  el 
objeto  de  observar  al  enemigo,  con  solo  10  Dragones  y 
en  cuya  comisión  se  me  dejó  abandonado,  marchándose 
el  ejército  sin  darme  aviso,  á  consecuencia  de  haber 
marchado  una  división  enemiga  en  dirección  á  Potosí, 
con  el  general  Olañeta. 

Regresando  de  mi  comisión  al  tercer  día  con  el  au- 
mento de  12  hombres  que  reuní,  vine  á  saber  dos  leguas 
antes  de  Chuquisaca,  que  el  ejército  se  habia  retirado  y 
que  los  cholos  sublevados  después  de  la  marcha  del  ejér- 
cito, tenían  encarcelados  á  varios  soldados  de  nuestros 
dispersos  y  uno  ó  dos  oficiales  que  habían  desarmado 
para  entregarlos  al  enemigo.  Entré  con  esta  noticia  á 
la  plaza,  confiado  del  respeto  que  ya  me  tenían  los  in- 
dios y  cholos  y  llamando  al  Alcaide  le  mandé  abrir  las 
puertas  de  la  cárcel  y  que  me  entregase  todos  los  indivi- 
duos del  ejército  que  allí  había. 


—  92  — 

El  Alcaide  quiso  escusarse  con  que  necesitaba  orden 
del  Juez,  pero  habiendo  amenazado  fusilarlo,  obedeció  y 
me  entregó  veinte  y  tantos  hombres,  con  uno  ó  dos  ofi- 
ciales y  marché  inmediatamente  con  ellos,  caída  ya  la 
tarde,  continuando  la  mayor  parte  de  la  noche. 

Al  acercarme  á  Bartolo  en  la  noche  del  siguiente 
día  fui  informado  de  estar  allí  la  fuerza  enemiga  y  me 
fué  preciso  dirigirme  por  sobre  los  cerros  de  la  izquier- 
da á  tomar  el  camino  de  Cinti,  pues  me  era  ya  imposi- 
ble alcanzar  al  ejército.  Llegué  á  dicho  pueblo  de  Cinti 
á  los  pocos  días,  con  cerca  de  cien  hombres  que  había 
logrado  reunir,  la  mayor  parte  de  ellos  infantes  y  de- 
sarmados. Las  autoridades  del  pueblo  y  en  particular 
un  coronel  Camargo  iudíjena,  bastante  acomodado  y  de 
influencia,  se  empeñaron  asi  que  me  vieron,  en  que  me 
quedara  para  defender  con  ellos  aquel  Departamento. 

Como  no  tenía  yo  facultad  para  aceptar  el  partido 
que  se  me  proponía,  sin  embargo  de  que  me  inclinaba 
á  ello  asi  para  fomentar  el  patriotismo  de  los  habitantes 
que  me  eran  ya  afectos  por  mis  hechos  de  armas  ante- 
riores, como  por  el  deseo  que  ya  tenia  de  adquirir  una 
reputación  obrando  solo  sobre  los  enemigos  de  nuestra 
independencia  que  ya  respetaban  mi  nombre,  les  contesté 
que  aceptaba  gustoso  la  proposición  que  me  hacían,  pero 
que  no  podía  quedarme  sin  obtener  antes  el  permiso  de 
mi  General,  que  al  efecto  era  preciso  que  yo  pasara  en 
su  alcance. 

El  resultado  fué  que  en  ese  mismo  día  mientras  me 
proporcionaron  almuerzo,  á  mi  y  á  los  dos  oficiales  que 
me  acompañaban;  la  tropa  se  sublevó  en  el  cuartel  á 
consecuencia  del  vino  con  que  los  obsequiaron  y  atro- 
pellando  la  guardia  se  salió  hacia  la  plaza  dando  voces 
de  saqueo.  Corrí  con  espada  en  mano  á  su  encuentro, 
asi  que  fui  informado  y  á  fuerza  de  estocadas  y  sabla- 
zos los  hice  retroceder  al  cuartel;  castigué  á  dos  que  apa- 
recían los  principales  promotores  de  aquel  escándalo 
y  quedó  todo  en  sosiego. 

Al  siguiente  día  al  emprender  la  marcha  se  me  pre- 


—  93  — 

sentaron  de  nuevo  las  autoridades,  el  Coronel  y  mucha 
parte  del  vecindario,  con  la  misma  pretensión  del  día 
anterior,  pero  con  tantas  súplicas  que  me  fué  preciso 
condescender  en  dejar  la  fuerza  como  una  prenda  del 
cumplimiento  de  mi  palabra  y  partí  solo  con  16  Drago- 
nes prometiéndoles  volver  á  los  8  días  y  dejando  la  de- 
más fuerza  á  las  órdenes  del  coronel  Camargo. 

Al  tercer  ó  cuarto  dia  alcancé  al  general  Rondeau 
en  Moray  a  y  le  di  cuenta  del  compromiso  en  que  había 
quedado  con  las  autoridades  y  vecindario  de  Cinti  y  so- 
licité su  permiso  para  regresar.  El  General  me  lo  otorgó 
y  quedó  resuelto  mi  regreso  para  el  siguiente  día  muy 
temprano,  pero  dándome  el  General  la  orden  de  formar 
un  cuerpo  de  caballería  de  los  hombres  dispersos  que  yo 
reuniese  y  de  los  voluntarios  que  se  me  presentasen  y 
del  cual  sería  yo  su  jefe,  formando  un  cuerpo  sepa- 
rado. 

Asi  que  amaneció  mandé  que  ensillaran  los  16  Dra- 
gones que  había  traído  para  marchar  y  se  presenta  un 
Ayudante  del  general  Martín  Rodríguez,  diciéndome 
que  en  lugar  de  los  16  Dragones,  debía  marchar  con  8 
hombres  que  acababan  do  traer  presos  con  grillos  y  enan- 
cados, desde  Tarija  y  á  los  cuales  acababan  de  quitar- 
les las  prisiones  para  entregármelos.  Me  indigné  co- 
mo era  natural  de  una  acción  semejante  y  sin  querer 
esperar  á  que  se  levantase  el  General  en  jefe,  me  marché 
con  ellos  y  mal  armados,  acompañado  solo  por  el  valien- 
te teniente  Mariano  García  que  se  lo  habia  pedido  al 
General  la  noche  antes  y  contentándome  solo  con  mandar 
decir  al  general  Rodríguez  con  su  Ayudante: — «Diga  Vd. 
al  General  que  mas  he  de  hacer  yo  con  estos  ochos  pre- 
sos, que  él  con  todos  los  Dragones  que  le  quedan». 

A  los  4  días  estuve  de  vuelta  á  Cinti  y  fui  recibido 
con  entusiasmo,  pero  llegué  yá  con  14  hombres  bien  mon- 
tados, pues  se  me  reunieron  5  en  la  marcha.  Al  siguiente 
día  marché  á  Culpina,  acompañado  por  el  coronel  Ca- 
margo y  la  fuerza  que  le  había  dejado:  me  situé  allí  en 
unos  ingenios  de  propiedad  de  dicho  Coronel.    Despaché 


—  94  — 

proclamas  A  los  pueblos  del  interior,  del  entonces  Alto 
Perú  y  quedó  formado  en  ese  mismo  día  el  primer  es- 
cuadrón de  Húsares  de  la  Muerte,  cuya  denominación 
quise  ponerle,  escogiendo  para  el  efecto,  los  hombres 
mejores  de  entre  los  infantes;  nombré  Capitán  de  la  1* 
compañía  al  teniente  Mariano  üarcia  y  de  la  2*  á  un 
oficial  Adanto  Cinteño. 

Di  colocación  en  el  escuadrón  á  uno  de  los  oficiales 
que  salvé  de  la  cárcel  de  Chuquisaca;  promoví  á  Alférez 
de  una  de  las  compañías  á  un  Sargento  mendocino  lla- 
mado Martín  Ferreira,  que  era  un  valiente,  y  dejando 
vacantes  las  demás  plazas,  para  llenarlas  con  los  que 
mas  se  distinguieran  en  el  primer  encuentro  con  los  ene- 
migos, rae  contraje  á  disciplinarlos  tarde  y  mañana. 

A  los  pocos  dias,  llegó  la  fuerza  de  este  escuadrón 
á  80  plazas,  con  algunos  soldados  que  se  me  reunieron 
de  las  republiquetas  inmediatas,  á  virtud  de  mis  procla- 
mas y  de  seis  jóvenes  voluntarios  que  se  me  presentaron 
de  Cinti;  cuando  en  esto  se  nos  presenta  el  brigadier  es- 
pañol Alvarez,  con  una  fuerza  de  500  infantes  y  150  ca- 
ballos. 

El  armamento  de  mi  nuevo  escuadrón  consistía  solo 
en  22  sables  y  12  tercerolas;  pero  se  hallaba  todo  él 
perfectamente  montado  y  mucho  más  dispuesto;  para 
darse  una  nombradía  en  el  primer  encuentro  con  el  ene- 
migo, por  ser  este  mi  primer  empeño  al  formarlo.  Tenía 
además  de  esta  fuerza,  unos  cuarenta  morenos  armados, 
que  pertenecían  á  los  cuerpos  del  ejército  y  dos  partidas 
avanzadas  sobre  el  río  de  San  Juan,  compuestas  ambas 
de  16  Dragones.  No  trepidé  pues,  en  esperar  al  referido 
jefe  que  conocía  ya  mi  nombre,  con  mi  fuerza  formada 
en  el  campo,  á  pesar  de  su  excesiva  superioridad,  pro- 
poniéndome pisotear  su  columna  con  mi  puñado  de  va- 
lientes. 

Descendió  el  enemigo  al  llano  de  Culpina  y  se  me 
dirigió  formado  en  columna,  en  masa.  Yo  le  esperé  con 
mis  40  infantes  dispersos  en  tiradores  al  frente  de  mi 
derecha  y  con  la  orden  éstos  de  aparentar  una  fuga  así 


r 


—  95  — 

que  la  columna  rompiese  sus  fuegos.  Llega  este  mo- 
mento y  mis  40  infantes,  lejos  de  aparentarla,  la  em- 
prenden en  realidad,  botando  hasta  sus  fusiles.  Instruyo 
á  mis  Dragones  del  movimiento  que  voy  á  practicar  y 
mandóles  volver  caras  en  retirada,  para  provocar 
al  jefe  enemigo  á  dejar  su  formación  de  columna 
para  perseguirme,  mas  éste  es  demasiado  prudente  y 
solo  me  persigue  con  sus  descargas  sucesivas,  que  hie- 
ren á  algunos  de  mis  hombres.  Paróme  entonces  y  doy 
frente  al  enemigo,  que  para  y  rae  espera  con  rodilla  en 
tierra,  calando  bayoneta  su  I""  fila  y  los  fuegos  de  las 
demás;  y  puesto  yo  á  su  frente,  grito  á  mis  soldados  en 
alta  voz:— «Si  queréis  cubriros  de  gloria,  seguid  á  vues- 
tro jefe  y  le  veréis  pisotear  esta  columna  de  esclavos!!!» 
— Soy  contestado  por  un  grito  de: — «Viva  nuestro  co- 
mandante La  Madrid». — Y  me  lanzo  sobre  ellos,  dando 
las  correspondientes  voces  de  ataque,  cuando  al  llegar 
ya  á  la  columna,  advierto  que  solo  ocho  hombres  seguían 
á  la  cola  de  mi  caballo,  y  con  ellos  la  atravieso  sin  va- 
cilar. Saliendo  al  otro  lado,  con  mi  caballo  herido  de 
un  balazo  y  de  bayoneta  y  yo  con  un  golpe  terrible  por 
el  riñon  izquierdo,  que  me  dejó  grabada  la  boca  der  fu- 
sil por  dos  ó  tres  días,  pero  sin  perder  á  ninguno  de  los 
8  valientes  que  salieron  sanos. 

En  el  acto  enarbolé  una  bandera  que  llevaba  ama- 
rrada al  cinto  y  que  era  la  señal    de   reunión   para  mi 
tropa  y  tuve  el  placer  de  verla  reunida  á  mi  lado  antes 
de  4  minutos,  con  solo  la  falta  de  7  individuos  que  ha 
bían  caído  heridos  ó  muertos. 

El  enemigo,  que  juzgó  por  mi  reunión  que  iba  yo  á 
ocupar  un  cerro  que  estaba  á  mi  espalda,  hacia  el  oes- 
te, corrió  á  ocuparlo  en  columna;  yo  que  tenia  otro  in- 
tento, marché  presuroso  al  cerro  del  frente  por  donde 
había  bajado  el  enemigo  y  dejado  su  guardia  de  pre- 
vención con  los  equipajes  y  la  música.  El  enemigo, 
viéndose  burlado,  bajó  y  me  siguió,  pero  con  tanta  pres- 
teza, que  siempre  alcanzó  á  evitar  que  su  guardia  fuese 
concluida,  mas  no  que  le  hubiésemos  acuchillado  algunos 


—  96  — 

hombres  y  tomado  una  parte  de  sus  equipajes  y  algunos 
instrumentos  de  su  música. 

Observada  por  mi  la  columna,  formo  mi  escuadrón 
y  marcho  sobre  ella  proclamando  á  mi  tropa  y  ordenan- 
do al  capitán  García  que  saliese  á  la  izquierda  y  lo 
atacase  por  dicho  costado. 

[¿.j  Verme  la  caballería  enemiga,  moverme  sobre  su  co- 
lumna, desmontarse,  abandonar  sus  caballos  y  ganar  la 
columna,  fué  una  misma  cosa.  Sus  caballos  ensillados, 
dispararon  por  decentado,  al  estrépito  de  las  balas  y  car- 
ga de  mi  escuadrón;  había  ya  yo  dado  la  voz: — «á  degüe- 
llo»— é  iba  á  penetrar  á  la  columna,  cuando  vuelvo  la 
vista  sobre  mi  tropa  y  me  encuentro  sólo,  pero  sin  dete- 
ner mi  caballo,  le  cierro  los  espuelas  y  arremeto  á  ella; 
cuando  al  asomar  la  cabeza  de  mi  caballo  sobre  la  pri- 
mera fila,  recibe  cinco  balazos  y  tres  bayonetazos  que 
lo  tienden  muerto  sobre  ella,  saliendo  yo  de  carrera  há- 
cia  mi  izquierda  con  espada  en  mano. 

En  el  acto  mismo  de  caer  mi  caballo,  oí  la  voz  del 
jefe  enemigo,  que  gritó  atronadamente: — ¡No  lo  maten! 
El  fuego  paró  y  salieron  corriendo  varios  hombres  á  to- 
marme. Había  corrido  ya  como  dos  "cuadras  ó  poco 
menos,  por  entre  el  barro,  pues  llovía,  ó  iba  ya  á  parar- 
me muerto  de  cansado  y  con  los  enemigos  encima,  cuan- 
do advierto  que  como  á  cuatro  ó  cinco  cuadras,  corrían 
á  mi  encuentro  tres  valientes  ordenanzas  que  debo  nom- 
brar— Gregorio  Jaramillo,  salteño;  Santos  Frías,  puntano 
y  Juan  Manzanares,  correntino. — Verlos,  cobrar  aliento, 
y  salir  como  un  viento  de  entre  los  enemigos  que  ya 
alargaban  las  manos  para  tomarme,  fué  una  misma  co- 
sa; me  encuentran  estos  tres  valientes  ó  mas  bien  héroes 
y  me  dá  el  estribo  Frías,  tomólo  con  el  pié  izquierdo  y 
al  subir  á  las  ancas,  se  me  escapa  éste  del  estribo  y 
caigo  parado,  cuando  cazándome  el  puntano  con  la  ma- 
no izquierda  por  entre  el  corbatín  y  el  cuello  de  mi  ca- 
saca y  el  salteño  por  un  faldón,  me  suspenden  y  sientan 
á  las  ancas  del  primero,  en  circunstancias  que  iban  ya 
á  tomarme  y  parten  á  escape  conmigo. 


—  97  — 

Entonces  los  enemigos,  perdida  ya  la  esperanza  de 
tomarme  vivo  como  tenían  orden  del  Virrey,  según  lo  su- 
pe después,  nos  hicieron  una  descarga,  pero  sin  fruto. 
Separado  ya  del  alcance  de  las  balas,  mandé  parar  á 
los  tres  hombres  y  me  dice  el  correntino: — «Mi  Coman- 
dante, Vd.  está  herido  en  el  pecho».  Miróme  y  me  en- 
cuentro con  la  casaca  bañada  en  sangre,  lo  cual  me  sor- 
prendió.  Me  bajo,  desabrocho  y  veo  que  estaba   sano. 

¡Aseguro  á  mis  lectores  que  me  quedé  el  hombre 
mas  triste  y  pensativo  del  mundo!  Pero  observé  que  mis 
oficiales  reunían  la  tropa  á  la  distancia,  y  recordé  sobre 
todo  el  mensaje  que  le  había  yo  mandado  al  general 
Martín  Rodríguez,  al  partir  de  Moraya  con  mis  8  hom- 
bres presos  y  me  llené  de  orgullo;  y  deseando  concluir 
con  aquella  columna  ó  quedar  en  el  campo,  monté  en  el 
caballo  de  Frías  y  mandóle  á  este  montar  en  ancas  de 
uno  de  sus  compañeros,  eché  á  correr  en  alcance  de  los 
que  se  retiraban  y  asi  que  me  puse  á  distancia  de  ser 
oído,  di  un  estruendoso  grito  de  «Alto» .  Mi  voz  fué  cono- 
cida y  él  escuadrón  paró.  Llegué  á  él  y  lo  llené  de  re- 
convenciones por  su  debilidad.  Ríceles  ver  que  era  pre- 
ciso morir  ó  triunfar  de  aquellos  cobardes,  que  no  ha- 
brían tenir'o  poder  para  resistirme,  si  hubiesen  habido 
entre  ellos  25  bravos  que  me  hubieran  seguido  como  los 
8  primeros  y  retrocedí  con  la  falta  de  diez  hombres, 
mitad  muertos  y  mitad  heridos. 

Como  á  8  ó  10  cuadras  antes  de  llegar  á  la  columna 
que  estaba  descansando  en  el  lugar  en  que  dejé  mi  ca- 
ballo muerto,  había  un  rastrojo  de  cebada:  entre  á  él 
y  mandé  quitar  los  frenos  desmontando  el  escuadrón, 
con  el  objeto  de  que  descansaran  un  poco  mientras  yo 
e^ortaba  á  mis  soldados. 

Al  poco  instante  toqué  á  caballo,  formé  á  fuera  y 
marché  sobre  los  enemigos  con  mi  bandera  Argentina 
enarbolada,  pero  los  enemigos  aterrados  por  mi  temerario 
arrojo,  tocan  tropa,  formaron  y  ganaron  el  cerro. 

Llegué  entonces  al  lugar  en  que  estaba  mi    caballo 
luerto,  y  le  vimos  con  asombro,  tendido  sobre    las    pi- 


'ia^a-s  de  la  1*  ii:a,  ^í'j«>^  -íri'.abítu»  »r-:-as  fr-"ari-pada:?  en  el 
b<ir:o  e:i  toJo  e¡  lugar  ¿ue  habia  co  Lpa»Io  ia  columna. 
A..Í  fj4  d'jri'le  s-e?  ie  íiii'.aroa  L»s  c::.:o  ba'azos  y  tres 
bavorie'az'j^;:  v  urio  á:  a^uelios  ^e  bind^aba  la  tabla  del 

•  a  1 

p-r?cueso,  del  '¿ue  fu4  <e^jraaien:e  la  saLgre  •[•le  me  sal- 
picó en  el  pecho  al  caer  de  él. 

Un  50iO  tiro  no  íio^  dispararon  ios  enemigos  de  la 
altura  y  yo  me  retiré  al  cerro  del  freir.e  á  cuyo  pié  ha- 
bía un  alfalfar  para  mis  bestias,  con  el  objeto  de  dar  de 
comer  á  mi  tropa  y  mandar  se  me  reuniera  las  dos  par- 
tidas que  tenia  apo:i>iadas  sobre  el  rio  de  San  Juan. 

Los  enemigos  bajaron  entonces  y  se  acamparon  en 
el  Injenio  donde  yo  había  tenido  mi  cuartel,  el  cual  dis- 
taba de  mi  nuevo  campo  como  una  legua.  Desde  que 
los  naturales  del  país  presenciaron  estos  dos  choques  y 
que  el  enemigo  á  pesar  de  su  superioridad  numérica  ha- 
bía reusado  el  terreno,  ya  comenzaron  á  venirse  en 
grupos  á  mi  campo,  asi  fué  que  en  la  tarde  de  ese  mis- 
mo día  31  de  enero  de  1816,  puesto  ya  el  sol,  hice  tocar 
orden  para  llamar  la  atención  del  enemigo  y  mandé  for- 
mar el  escuadrón  montado  y  los  indios  con  mis  pocos 
infantes  en  linea,  cuando  aun  se  distinguían  los  hombres 
de  uno  y  otro  campo  y  al  cerrar  la  oración,  cuando 
habíamos  perdido  ya  la  vista  de  los  objetos  en  el  cam- 
po enemigo,  dando  las  voces  de  mando  en  alta  voz, 
rompí  en  columna  el  frente  y  me  dirigí  al  toque  de 
marcha  sobre  él.  Este  al  momento  de  haber  oscure- 
cido tocó  generala  y  como  mi  objeto  no  era  otro  que 
el  de  que  no  pasaran  la  noche  ellos  bajo  techo  y  nos- 
otros al  raso  y  en  el  barro,  contramarché  con  la 
columna  á  mi  alfalfar  y  mandé  que  el  capitán  García 
con  12  hombres  continuase  batiendo  marcha  con  la  úni- 
ca corneta  que  tenía. 

Asi  lo  verificó  el  Capitán  hasta  los  cerros  del  mis- 
mo Injenio  de  donde  sacó  con  los  indios  que  le  acompa- 
ñaban, unas  seis  muías  que  habían  dejado  los  enemigos, 
pues  habían  ganado  ya  el  cerro  y  en  él  pasaron  toda  la 
noche  sobre  las  armas,   llamándoles  la   atención  Garcia 


r 


—  eo  — 

por  diferentes  puntos,  hasta  las  12  de  la  noche,  en  que 
se  retiró. 

Se  me  ocurrió  esa  noche  la  invención  de  una  man- 
teada á  la  columna  enemiga  para  el  siguiente  día  y 
preparé  dos  hombres  decididos  con  los  cuatro  mejores 
lazos  de!  escuadrón,  pues  con  ellos  debían  llevarse 
por  delante  la  columna  marchando  á  escape,  por  derecha 
é  izquierda  de  ella  á  vanguardia  de  mi  escuadrón,  en  el 
momento  de  la  carga.  Pero  desgraciadamente  nuestros 
prudentes  enemigos  no  quisieron  darme  el  gusto  de  pro- 
bar este  nuevo  invento,  pues  se  retiraron  por  la  cima 
del  cerro  en  dirección  á  Cinti  al  amanecer. 

El  coronel  Camargo,  reunió  en  esa  noche  y  en  el  día 
siguiente  1®  de  febrero,  como  300  ó  mas  indios  con  ondas. 
Así  que  amaneció  y  observé  la  retirada,  me  moví  en  su 
persecución,  observándoles  por  el  llano  y  dicidido  á  aco- 
meterlos en  la  quebrada  antes  de  llegar  á  la  Palca,  así 
que  cayese  á  ella,  pues  estaba  impuesto  por  el  Coronel 
expresado,  de  qué  no  tenía  el  enemigo  otro  camino  que 
éste,  porque  en  llegando  á  un  punto  que  he  olvidado,  no 
les  era  ya  posible  seguir  por  la  cima  y  debían  por  pre- 
cisión caer  á  la  quebrada. 

En  el  siguiente  día  2,  llegó  este  momento,  y  lo  es- 
peraba ya  el  coronel  Camargo  con  todos  sus  indios  y  mis 
pocos  infantes  que  se  los  di  en  la  cima  del  cerro  de  la 
derecha  de  dicha  quebrada,  por  cuya  falda  izquierda  te- 
nia que  salir  los  enemigos  al  salir  de  ella  hacia  Cinti  ó 
la  Palca,  atravesando  un  largo  desfiladero  con  un  pro- 
fundo despeñadero  á  la  izquierda. 

Caídos,  pues,  los  enemigos  á  la  quebrada  empecé  yo 
á  pei^eguirlos  por  el  cerro  de  la  izquierda,  tendiendo 
por  sobre  él,  mi  fuerza  para  que  les  arrojase  algunas 
piedras,  toda  vez  que  la  configuración  del  camino  lo 
permitiera  y  yo  con  los  12  tiradores  únicos  que  tenia  el 
escuadrón,  mas  los  tres  valientes  que  me  habían  salva- 
do, crucé  una  pequeña  quebrada  para  aproximarme  á 
observar  el  fondo  de  la  quebrada,  cuando  advierto  á  poco 
andar  un  morro  montuoso  por  cuyo  pié  estaban  pasando 


—  100  — 

precisamente  los  enemigos  y  mando  á  mis  12  tiradores 
con  un  sargento  á  ocuparlo  y  molestar  con  sus  fuegos 
á  los  enemigos  que  estaban  pasando  por  el  pió  ele  él,  y 
quedándome  yo  con  el  baqueano  y  los  tres  valientes  en 
otra  altura  muy  inmediata. 

Pocos  instantes  hacía  que  mi  partida  habia  empeza- 
do sus  fuegos,  cuando  observo  que  descendían  huyendo 
con  el  sargento  á  la  cabeza,  á  un  pequeño  bajo  ó  que- 
bradita  que  nos  dividía.  Fué  tal  la  impresión  que  me 
causó  esta  huida  que  me  lancé  al  bajo  con  mis  tres  hom- 
bres y  desmontándome  con  ellos  corrí  á  pié  con  espada 
en  mano  al  encuentro  del  sargento  Delgadillo,  que  éste 
era  su  apellido  y  lo  paré  de  una  estocada  en  una  pier- 
na. Los  demás  soldados  que  les  seguían  se  pararon  ate- 
rrados é  mi  presencia  y  me  dicen,  «se  nos  han  concluido 
señor,  las  municiones»— á  este  mismo  tiempo  asomaban  ya 
descendiendo  sobre  ellos  unos  cuantos  soldados  enemigos. 
Envaino  mi  espada  y  tomando  dos  piedras  en  las  manos, 
dígoles: — «no  necesitamos  municiones  para  acabar  con 
estos  miserables»,  y  subo  al  encuentro  de  los  que  ba- 
jaban, seguido  de  mis  tres  valientes  y  de  toda  la  parti- 
da que  imita  nuestro  ejemplo,  descargando  una  lluvia  de 
gruesas  piedras  sobre  los  primeros  diez  hombres  que 
habían  empezado  á  bajar  el  morro  y  los  cuales  hechan 
á  correr.  Los  que  iban  subiendo  por  el  lado  opuesto 
con  dificultad,  por  entre  los  garabatales  (arbustos  espi- 
nosos como  garfio)  y  ven  correr  á  sus  primeros  compa- 
ñeros, dan  vuelta  y  huyen  también. 

Observólo  yo  asi  que  subí  á  la  cima  del  morro  con 
mi  partida  y  me  precipito  sobre  ellos,  tocando  ataque  y 
dando  voces  de  que  avancen  ios  Húsares  de  la  Muerte. 
Los  enemigos  que  iban  npurando  el  paso  por  aquella 
estrecha  quebrada  y  ven  bajar  en  precipitada  fuga  á 
cien  infantes  que  había  mandado  subir  el  jefe  de  la  re- 
taguardia, á  las  ordenes  del  mayor  salteño,  hechan  á 
correr  abandonando  hasta  sus  cargas. 

Yo  que  todo  lo  observaba,  descendiendo,  apuro  el  paso 
y  dando  voces  supuestas  á  fuerzas  que  estaban  aun  distan- 


—  101  — 

tes  y  caigo  con  mi  partida  hasta  el  fondo  de  la  quebra- 
da y  los  persigo  algunas  cuadras,  sin  advertir  el  peligro 
á  que  me  exponía  hasta  que  cansados  ya,  nos  tiramos 
al  suelo  sumamente  fatigados.  Pasado  un  instante  y  ha- 
biendo observado  que  ya  el  capitán  Garcia  decendía  con 
el  resto  de  la  fuerza  un  poco  más  adelante,  mandé  por 
los  caballos  y  asi  que  vinieron  continué  la  persecución, 
pero  apercibiendo  ya  el  clamoreo  de  los  indios  de  Ca- 
margo,  desde  la  altura  que  estaba  ya  inmediata  y  los 
alaridos  de  las  victimas  enemigas  al  atronador  torrente 
de  grandes  pedrones  que  disparaban  sobre  ellos  desde  la 
altura. 

Cuando  llegamos  al  desfiladero  que  habían  acabado 
de  pasar  ya  los  enemigos,  nos  horrorizamos  al  observar 
el  estrago  ocasionado  á  los  enemigos  por  las  piedras 
que  habían  disparado  los  indios  en  el  fondo  del  despe- 
ñadero, pues  habían  en  él  mas  de  ochenta  cadáveres, 
mutilados  la  mayor  parte  por  las  piedras  y  hasta  los 
fusiles  estaban  destrozados  muchos  de  ellos.  Fué  perse- 
guido el  enemigo  hasta  las  inmediaciones  del  río  de  la 
Palca,  hasta  ponerse  ya  el  sol,  lomándoles  mas  de  cua- 
renta prisioneros,  un  gran  número  de  fusiles  y  casi 
todas  sus  cargas  de  equipaje. 

Al  siguiente  día  muy  temprano  continuamos  la  per- 
secución y  al  llegar  á  la  Palca  fuimos  informados  por 
algunos  heridos  que  dejaron,  asi  como  por  los  vecinos 
de  que  el  enemigo  había  empleado  la  mayor  parte  de  la 
noche  en  pasar  el  río  que  estaba  crecido  y  perdiendo  en 
él,  muchos  hombres  ahogados  y  llevando  varios  heridos. 
Pasamos  instantáneamente  el  río  á  bolapié  y  al  llegar 
al  pueblo  de  Cinti,  observamos  que  el  enemigo  salía  en 
desfilada,  subiendo  al  cerro  que  está  ala  parte  del  oeste. 

Un  sargento  Bracamonte,  oriental,  muy  valiente  que 
iba  de  descubierta  con  una  partida,  atravesó  el  pueblo 
persiguiendo  á  los  que  cubrían  la  retaguardia  enemiga 
y  habiéndose  empeñado  en  gritarles-  «Dice,  el  comandan-^ 
te  La  Madrid  que  si  no  le  dejan  la  montura  los  ha  de 
perseguir    hasta    Lima».    Estaba    acabando   de  pasar  el 


—  102  — 

pueblo  cuando  se  me  presenta  el  expresado  sargento  con 
mi  montura  liada  por  delante,  pero  sin  los  estribos  de 
plata  con  que  la  tomaron  cuando  me  mataron  él  caba- 
llo, diciendo:  «tanto  los  he  amenazado  en  su  nombre' mi 
Comandante,  para  que  le  dejasen  su  montura,  que  al  fln 
acaban  de  largarla  como  se  la  presento.»  Me  eché  á  reir 
conociendo  la  debilidad  que  semejante  paso  mostraba 
en  el  enemigo. 

Suspendí  la  persecución  para  que  lo  creyeran  y 
regresé  en  dirección  al  rio  de  San  Juan,  pero  fué  en 
razón  de  estar  ya  el  ejército  enemigo  en  Santiago  de 
Cotagaita,  que  está  á  pocas  leguas  de  San  Juan  y  divi- 
dido por  un  cerro. 

Hay  un  pueblo  llamado  Camataquí,  como  ocho  le- 
guas antes  de  llegar  á  San  Juan.  Llegado  á  él  con  mi 
fuerza  y  los  prisioneros,  pedí  al  vecindario  un  emprés- 
tito de  trescientos  pesos  para  dar  un  socorro  á  mi  tropa 
y  mientras  se  realizaba  mandé  un  alférez  con  una  par- 
tida de  veinte  húsares,  conduciendo  los  prisioneros  y 
con  orden  de  pasar  con  ellos  el  río  de  San  Juan,  en 
dirección  á  Tarija  y  por  delante  de  dicha  partida  al 
capitán  Adanto  con  doce  hombres  á  San  Juan  para  ob- 
servar el  camino  de  Cotagaita. 

Asi  que  se  hubo  reunido  el  empréstito,  me  puse  en 
marcha  con  toda  la  fuerza  para  para  dar  el  socorro  en 
San  Juan.  Hablamos  andado  como  dos  leguas,  cuando 
recibo  aviso  de  Adanto  de  que  acababan  de  llegar  de 
Cotagaita  á  San  Juan,  una  columna  como  de  seiscientos 
infantes  y  cien  hombres  de  caballería,  á  la  cual  queda- 
ba observando  con  su  partida  desde  un  morro  inmediato 
al  dicho  pueblo. 

En  el  acto  de  recibir  esta  noticia  me  adelanté  al 
punto  en  que  estaba  el  Capitán  con  mis  tres  valientes 
libertadores,  dejando  la  fuerza  á  cargo  del  capitán  Ma- 
riano García.  Subo  al  morro  que  ocupaba  el  Capitán, 
observo  y  reconozco  al  teniente  coronel  Eustaquio  Gon- 
zález (jefe  nuestro  pasado  al  enemigo  en  Potosí)  á  la 
cabeza    de    la   caballería,    que    no  se  atrevió  á  subir  al 


—  103  - 

morro  que  ocupaba  Adanto  y  gritóle:— «arrímate  infame 
desertor,  que  aqui  está  La  Madrid». 

Asi  que  reconoció  mi  voz,  volvió  su  caballo  y  comu- 
nicó al  parecer  una  orden,  pues  observó  que  subía  al 
instante  una  partida  al  cerro  de  mi  derecha  por  cuyo 
pié  sigue  el  camino  á  Cinti  y  lo  descubre  hasta  gran 
distancia. 

Informado  al  poco  instante  González  de  que  no  se 
descubría  mas  fuerza  que  los  diez  y  siete  hombres  que 
estábamos  en  el  morro,  marcha  al  galope  con  toda  su 
fuerza  repechando  el  morro:  yo  al  observarlo  ya  inme- 
diato me  pongo  en  retirada.  Cuando  él  hubo  subido  y 
reconoció  que  por  todo  el  cañón  del  camino  no  aparecia 
mas  fuerza  que  la  partida  con  que  me  retiraba,  se  largó 
á  escape  y  golpeándose  en  la  boca  (como  acostumbran 
nuestros  gauchos)  en  mi  persecución.  Yo  como  he  teni- 
do de  costumbre  ocupé  la  retaguardia.  Nos  habrían 
corrido  como  seis  ú  ocho  cuadras,  cuando  me  encuentro 
con  un  ordenanza  mío,  porteño,  que  venía  tirando  mi 
carga  de  petacas  y  con  un  tambor  de  los  prisioneros  de 
Culpina  en  ancas  y  me  dice:  ¿qué  hago  señor,  de  la  car- 
ga?— fSalva  como  puedas» — fué  mi  contestación,  pues  me 
pisaban  ya  los  enemigos;  mas  como  el  pobre  ordenanza 
llevaba  la  muía  de  carga  atada  á  la  cola  de  su  ca- 
ballo, fué  prisionero  al  momento. 

El  jefe  enemigo,  que  conoció  ser  mi  ordenanza,  pasó 
á  informarse  de  él,  por  el  paradero  de  mi  fuerza,  con  la 
mayor  parte  de  la  suya  y  solo  pasarían  como  treinta 
hombres  en  mi  persecución;  cuando  noté  yo  esto  y  que 
no  alcanzábamos  á  descubrir  el  escuadrón,  grito  «alto» 
á  la  partida,  y  para. 

Los  enemigos  retroceden  á  escape  y  yo  mando  un 
hombre  en  busca  del  capitán  García,  con  orden  de 
que  se  adelantara  á  mi  encuentro  con  los  hombres  me- 
jores montados  que  hubiera. 

Despachado  ya  este  chasque  á  García,  dejo  á  Adan- 
to con  la  partida  y  vuelvo  con  el  sargento  Aírala,  por- 
teño, en  observación  del    enemigo    por    entre   el  bosque 


1 


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que  hay  á  la  derecha  del  camino,  cuando  á  poco  andar 
percibo  las  preguntas  que  hacía  el  teniente  coronel  Gon- 
zález á  mi  ordenanza  á  la  orilla  del  mismo  bosque.  Me 
aproximé  mas  y  oigo  las  preguntas  y  respuestas  que 
siguen: — ¿Qué  fuerza  trae  el  comandante  La  Madrid? 

— Señor,  quinientos  hombres. 

— El  tambor— miente,  señor,  no  son  ni  cien  hombres. 

—Comandante — ¿Cómo  viene  de  municiones? 

— Señor,  á  cuatro  paquetes,  fuera  de  dos  cargas  de 
reserva. 

—  Tambor — miente,  señor,  no  traen  un  cartucho  y; 
era  cierto! 

— ¿Cómo  vienen  de  caballos? 

— Señor,  bien  montados. 

— Miente,  señor,  que  vienen  á  pié. 

Esto  era  también  en  cierto  modo  efectivo,  pues  las 
cabalgaduras  estaban  muy  fatigadas  y  estropeadas  con  el 
largo  trabajo  de  13  días  y  la  aspereza  de  los  caminos, 
pues  era  12  de  febrero. 

El  Comandante  enemigo  indignado  por  los  embustes 
de  mi  ordenanza,  según  los  desmentidos  del  tambor,  gri- 
ta á  sus  soldados— «Amarren  á  este  picaro  á  ese  árbol 
y  denle  cuatro  tiros.» 

Al  oír  esta  orden,  conmovido  de  perder  un  soldado 
tan  fiel,  digo  en  alta  voz  —  «¡Avancen  los  Húsares  de  la 
muerte,  no  hay  que  dar  cuartel  á  estos  perversos!»  y 
golpeando  los  guardamontes  que   llevábamos,    atropello. 

Fué  tal  la  sorpresa  de  los  enemigos,  que  abandonan 
al  ordenanza  huyen  precipitadamente  dejando  algunos 
caballos  ensillados.  Los  perseguí  como  dos  cuadras, 
hasta  que  al  salir  á  un  campichuelo,  descubren  que  solo 
yo  con  un  hombre  los  perseguía  y  par;  u  á  vista  ya  de 
su  infantería  y  vuelven  sobre  mi,  á  escape.  Me  habrían 
corrido  ya  como  nueve  ícuadras  á  balazos,  cuandj  en- 
cuentro al  capitán  García,  corriendo  á  escape,  con  el  cor- 
neta y  veinte  y  cinco  ó  treinta  hombres,  en  mi  auxilio. 
Verlo,  gritar  al  corneta  que  toque  á  degüello  y  volver 
sobre  los  enemigos,  fué  obra  de  un  instante. 


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La  infantería  enemiga  que  percibió  la  huida  de  su 
caballería  y  que  no  sabía  á  quién  daría  crédito  sobre  el 
número  de  mi  fuerza,  si  al  tambor  ó  á  mi  ordenanza  que 
había  ya  escapado,  retrocedió  á  ocupar  el  npiorro  de 
donde  me  habían  corrido  primero;  asi  fué  que  tuve  tiem- 
po para  acuchillar  y  dejar  tendidos  en  el  campo  treinta 
y  tres  enemigos,  incluso  un  oficial;  proveerme  de  las 
municiones  de  estos  y  esperar  la  llegada  de  mi  fuerza 
que  se  verificó  muy  luego. 

•Mientras  esto  pasaba  y  consideraba  yo  salvo  ya  á 
los  prisioneros,  por  mi  partida  á  la  otra  banda  del  rio; 
se  había  el  oficial  detenido  á  orillas  del  rio  (que  es- 
taba crecido)  sin  atreverse  á  pasarlo  con  los  prisio- 
neros, cuando  apareciendo  los  enemigos  á  ese  tiempo, 
había  tenido  que  tirarse  al  agua,  salvando  los  prisio- 
neros que  pudo  y  perdiendo  los  demás,  los  unos  por- 
que fueron  arrebatados  por  la  corriente  del  rio  y  otros 
rescatados  por  sus  compañeros. 

Reunida  ya  toda  mi  fuerza,  no  me  era  posible  vaci- 
lar, entre  tirarme  al  río  á  nado  fuera  del  paso  que  estaba 
ocupado  ya  por  los  enemigos  ó  caer  en  sus  manos  con 
toda  mi  fuerza.  Se  me  pasó  prevenir  á  su  tiempo  que  al 
retirarme  de  Cinti  habia  yo  dejado  al  coronel  Camargo 
todo  el  armamento  tomado  á  la  fuerza  del  brigadier 
Alvarez,  á  excepción  solo  de  los  fusiles  que  tomé  para 
armar  á  los  40  infantes  que  tenía  yo,  y  de  12  tercerolas 
y  sables  que  di  á  mi  escuadrón.  Preferí,  pues,  tirarme 
al  río,  ya  que  la  vacilación  de  mis  cobardes  enemigos 
rae  habían  dado  tiempo  á  que  se  me  reuniera  el  resto 
del  escuadrón.  Yo  que  tengo  mas  miedo  de  un  río  cre- 
cido que  de  tres  baterias,  pues  no  sé  nadar,  puse  á  mi 
lado  cuatro  bravos  correntinos  que  tenia  en  el  escuadrón 
y  me  arrojé  con  ellos  á  la  vista  de  los  enemigos  que  se 
asombraron  del  hecho,  por  ser  el  rio  muy  fangoso  por  esa 
parte  y  que  nadie  acostumbraba  á  pasar  por  alli;  se 
arrimaron,  pues,  á  la  playa  y  rompieron  sus  fuegos  sobre 
nosotros,  pero  fuimos  bastante  felices,  por  que  no  tuvimos 
mas  desgracia  que  la  de  dos  soldados  heridos  y  tres  aho- 


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gados,  habiendo  recogido  antes  algunas  tercerolas  y  los 
sables  de  la  caballería  de  González,  que  le  matamos  en 
la  carga. 

Llegué  á  Tarija^sin  novedad,  y  me  presenté  con  mi 
fuerza  al  Teniente  gobernador,  que  lo  era  el  entonces 
sargento  mayor  del  cuerpo  de  Dragones  Domingo  Aré- 
valo,  y  recuerdo  que  era  el  último  dia  de  carnaval. 

Habían  pasado  como  seis  días  cuando  recibió  parte 
Arévalo  de  que  estaba  descendiendo  el  coronel  Vigil,  del 
ejército  enemigo,  la  cuesta,  con  una  fuerza  considera- 
ble de  las  dos  armas,  y  ordenó  nuestra  pronta  retirada. 

Yo  tenía  ya  mis  Húsares  remontados  al  número  de 
mas  de  150  hombres  con  algunos  dispersos  que  se  me 
reunieron  en  la  marcha  y  muchos  voluntarios  tarijeños 
que  se  me  habían  presentado.  Salimos  pues,  en  dirección 
al  camino  por  donde  bajaba  el  coronel  Vigil,  y  recuerdo 
en  este  momento  que  me  acompañaba  el  Dr.  Manuel  Vi- 
cente Mena,  eclesiástico  santiagueño,  que  habiéndose  in- 
corporado en  Cinti,  antes  de  los  combates  expresados,  lo 
nombré  capellán  del  cuerpo  que  formé  en  Culpina.  Nos 
encontramos,  pues,  con  la  fuerza  de  Vigil  y  habiendo  Aré- 
valo reconocido  la  superioridad  del  enemigo,  ordenó 
nuestra  retirada,  siendo  yo  el  encargado  de  cubrirla  con 
mis  Húsares. 

Tuve  en  la  tarde  de  ese  día  un  choque  con  la  ca- 
ballería de  Vigil  que  se  atrevió  á  perseguirme  y  le  costó 
caro,  pues  le  tendí  una  emboscada  mandada  por  el  va- 
liente capitán  Mariano  García,  y  volví  repentinamente 
sobre  ellos  al  mismo  tiempo  que  éste  le  acometió  impe- 
tuosamente por  entre  el  bosque,  del  flanco  derecho,  y  los 
pusimos  en  completa  fuga,  matándoles  algunos  hombres 
y  tomándoles  diez  armas  entre  tercerolas  y  sables,  hasta 
que  se  refugiaron  á  su  infantería. 

Después  de  este  encuentro  no  hubo  ya  choque  algu- 
no y  nos  retiramos  hasta  Jujuy,  (habiendo  pasado  antes 
Arévalo  á  incorporarse  á  su  cuerpo  que  se  hallaba  á 
retaguardia),  adonde  llegué  yo  con  dos  escuadrones,  fuer- 
tes de  196  plazas   entre  soldados  veteranos   del  ejército 


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que  había  yo  reunido  y  voluntarios  que  se  me  presen- 
taron para  servir  expresamente  bajo  mis  órdenes,  de  entre 
los  muchos  tarijeños  que  se  retiraron  con  nosotros.  El 
señor  general  Rondeau,  en  premio  de  los  triunfos  men- 
cionados que  había  yo  alcanzado  con  ese  Cuerpo  forma- 
do por  mi,  á  virtud  de  su  orden  y  en  fuerza  solo  de  la 
reputación  de  que  yo  gozaba,  lo  disolvió  en  la  plaza  de 
Jqjuy,  al  siguiente  día  de  haber  él  regresado  de  Salta, 
con  el  Supremo  Director  del  Estado,  brigadier  Juan  Mar- 
tín Puyrredon,  que  acababa  de  ser  nombrado  por  el 
Congreso  General  reunido  en  Tucumán.  El  general  Ron- 
deau procedió  á  dicha  disolución  á  pesar  de  haberle  yo 
representado  que  se  exponía  asi  á  perder  la  mayor 
parte  de  esa  fuerza  benemérita,  como  la  perdió  en  efecto; 
pues,  habiéndola  repartido  en  diferentes  cuerpos,  en  esa 
misma  noche  desertaron  mas  de  las  tres  cuartas  partes 
de  ella.  Desde  allí  fui  mandado  al  siguiente  día  por  di- 
cho General  á  Tucumán,  á  formar  otro  cuerpo  de  vo- 
luntarios de  caballería. 

Habiendo,  pues,  llegado  á  Tucumán,  salí  inmediata- 
mente á  la  campaña  en  busca  de  hombres  voluntarios  y 
sin  embargo  del  antecedente  que  ya  tenían  de  la  diso- 
lución de  otro  cuerpo  en  la  campaña  anterior,  regresé  á 
los  pocos  días  con  170  jóvenes,  desde  la  edad  de  18  á  la 
de  25  años,  que  se  me  presentaron  voluntariamente.  Luego 
que  formé  el  primer  escuadrón,  el  señor  general  Rondeau 
que  había  ya  llegado  de  Jujuy,  quiso  incorporarme  al 
regimiento  de  Dragones  con  el  objeto  de  remontarlo, 
yendo  yo  en  calidad  de  comandante  del  segundo  escuadrón. 
Yo  me  opuse  á  esta  medida  y  pasé  á  ver  al  señor  Di- 
rector, le  hice  presente  el  desaire  que  había  recibido  en 
Jujuy  del  señor  General  en  jefe,  en  la  disolución  de  un 
Cuerpo  que  yo  había  formado  á  costa  de  la  exposición  de 
mi  vida,  por  orden  del  mismo  General  yéndome  á  retaguar- 
dia del  ejército  enemigo,  con  solo  8  hombres  que  se  me 
dieron  y  que  eran  unos  presos,  y  con  el  cual  había  obte- 
nido tres  espléndidas  victorias,  contra  centuplicados  fuer- 
zas enemigas  y  que  si  en  el  momento  en  que  después  de 


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eso,  acababa  de  formar  otro  de  voluntarios,  se  trataba 
ponerme  con  él,  bajo  la  dependencia  de  otro  jefe  yo 
hacía  dimisión  de  mi  empleo  y  solicitaba  mi  separación 
absoluta  del  ejército. 

El  señor  Director  entonces,  palmeándome  el  hombro 
me  dijo:  «Enhorabuena,  valiente  La  Madrid,  desde  hoy 
será  Vd.  Teniente  coronel  del  ejército  y  jefe  del  cuerpo, 
que  se  denominará  Húsares  del  Tucumán»,  y  en  efecto  fui 
dado  á  reconocer  como  tal  en  la  Orden  general  del 
ejército. 

Después-  de  formado  el  escuadrón  de  Húsares  y  re- 
conocido yo  por  Teniente  coronel  y  jefe  de  él,  llegó  el 
señor  brigadier  general  Manuel  Belgrano,  de  Buenos 
Aires,  á  recibirse  del  mando  del  ejército  relevando  al 
general  Rondeau  que  se  hallaba  ya  en  Tucumán  con 
parte  de  él,  pues  los  demás  Cuerpos  estaban  recién  lle- 
gados al  pueblo  de  Trancas,  que  está  situado  al  norte  á 
distancia  de  20  leguas. 

Para  que  pueda  formarse  una  idea  del  carácter  y  de 
la  reputación  que  tenían  ambos  Generales  en  el  ejército, 
referiré  lo  ocurrido  en  Trancas,  asi  que  se  supo  la  lle- 
gada y  recepción  del  mando  del  primero  El  señor  Ron- 
deau que  era  por  lo  demás  un  excelente  sujeto  en  todo 
sentido,  no  era  respetado  en  el  ejército  por  su  excesiva 
tolerancia  y  bondad,  por  cuya  razón  había  poca  subor- 
dinación hacia  él,  en  la  mayor  parte  de  los  jefes,  asi 
fué  que  casi  todos  habían  llevado  una  conducta  irregu- 
lar mientras  anduvieron  en  el  Alto  Perú. 

En  el  momento  de  saberse  en  Trancas  que  el  gene- 
ral Belgrano  se  había  recibido  del  mando  del  ejército  y 
que  pasaba  á  revistar  los  Cuerpos  allí  existentes,  hubo 
un  safarrancho  general  en  el  acto,  pues  no  quedó  una 
sola  mujer  en  el  ejército,  por  que  todas  salieron  por  ca- 
minos extraviados.  Tal  era  la  moral  y  disciplina  que 
había  introducido  en  él  cuando  lo  mandó  por  primera 
vez  y  tal  el  respeto  con  que  todos  lo  miraban. 

Reunidos  los  restos  del  ejército  en  Tucumán  á  me- 
diados  del    año   15,    se   dedicó    el    general  Belgrano  á 


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su  disciplina  y  aumento  con  los  reclutas  que  pidió  á 
los  pueblos  y  mandó  delinear  y  abrir  los  fosos  de  una 
ciudadela  á  pocas  cuadras  al  sur  del  pueblo  y  se  tra- 
bajaron en  ella  cuarteles  para  todos  los  Cuerpos  cons- 
truyendo cada  uno  los  suyos,  de  tapia  las  paredes  y 
los  techos  de  paja,  la  cual  asi  como  las  maderas  fue- 
ron inmediatamente  acopiadas  por  las  milicias  á  virtud 
de  órdenes  del  Gobernador  de  la  Provincia,  quien  á  mas 
de  esto,  mandó  que  cada  uno  de  los  escuadrones  y  cuer- 
pos de  aquellas  sembrase  una  cantidad  de  maíz,  zapallos 
y  sandias  para  el  ejército  y  distribuyó  además  una  es- 
pecie de  contribución  de  ganado,  mensual,  á  todos  los 
acusados  según  sus  facultades  y  cuyos  servióios  fueron 
prestados  sin  repugnancia  por  largo  tiempo. 

No  recuerdo  si  fué  á  fines  del  año  15,  cuando  el 
general  José  de  San  Martín  á  virtud  de  orden  que 
recibió  del  Gobierno  para  levantar  en  Mendoza  el  ejér- 
cito que  debía  libertar  á  Chile  y  lo  libertó  después,  pidió 
al  general  Belgrano  el  cuerpo  de  Granaderos  á  caballo. 
Ello  es  que  marchó  este  cuerpo. 

Instalado  el  Congreso  en  Tucumán  el  24  de  marzo 
del  año  1816  y  declarada  la  independencia  el  9  de 'julio, 
nos  propusimos  todos  los  jefes  del  ejército,  incluso  el 
señor  General  en  jefe  dar  un  gran  baile  en  celebridad 
de  tan  solemne  declaratoria;  el  baile  tuvo  lugar  con 
esplendor  en  el  patio  de  la  misma  casa  del  Congreso, 
que  era  el  mas  espacioso.  Asistieron  á  él  todas  las  se- 
ñoras de  lo  principal  del  pueblo  y  de  las  muchas  fami- 
lias emigradas  que  había  de  Salta  y  Jujuy,  como  de  los 
pueblos  que  hoy  forman  la  república  de  Bolivia. 

No  recuerdo  si  fué  antes  ó  después  de  esta  función 
cuando  estalló  una  revolución  en  Santiago  del  Estero, 
encabezada  por  un  Borges,  hijo  de  dicho  pueblo,  pues 
solo  era  entonces  Tenencia  de  Gobierno  que  pertenecía 
á  la  capital  de  Tucumán.  Aunque  creo  que  antes,  por 
cuanto  mi  cuerpo  estaba  recien  formado  y  tenía  solo 
como  130  hombres  de  que  se  componía  el  primer  escua- 
drón.   Ello  es  que  fui  elegido  por  el  señor    general  en 


—  lio  — 

jefe  doctor  Manuel  Belgrano,  para  marchar  con  mi  es- 
cuadrón á  sofocarlo,  y  marchó  inmediatamente. 

Se  hallaba  al  mando  de  dicho  pueblo  como  Teniente 
gobernador  el  teniente  coronel  Gabino  Ibañez,  que  per- 
tenecía al  ejército  y  tenía  alli  á  sus  órdenes  al  ca- 
pitán de  Dragones,  Lorenzo  Lugones,  con  una  pequeña 
partida,  al  efecto  de  disciplinar  reclutas  para  el  ejército 
y  el  cual  había  sido  seducido  por  su  paisano  Borges,  y 
se  le  había  reunido  en  la  campaña. 

Llegado  yo  á  Santiago  y  avisado  por  Ibañez,  del 
punto  en  que  estaban  reunidos  los  revoltosos  en  número 
de  700  y  mas  hombres,  pasé  en  el  acto  al  rio  y  me  di- 
rigí sobre  ellos,  caminando  la  mayor  parte  de  la  noche; 
y  después  de  un  pequeño  descanso  como  de  un  par  de 
horas,  continué  mi  marcha  á  la  madrugada,  llevando  al 
capitán  de  la  1*  división  Mariano  García,  á  vanguardia 
con   25   tiradores. 

Aclarando  ya  el  día  en  Pitambalá,  que  era  el  lu- 
gar donde  estaba  acampado  Borges  con  sus  fuerzas, 
siento  una  descarga  que  hace  á  mi  descubierta,  una 
guardia  de  los  revoltosos  y  oigo  la  voz  de  «á  la  carga», 
que  dá  el  Capitán  de  aquélla 

Entonces  sin  detenerme,  grito  en  alta  voz:  — cEscua- 
drones  carabina  á  la  espalda  y  sable  en  la  mano,  galope», 
— y  me  lanzo  del  bosque  por  donde  iba,  al  lugar  de  su 
campamento.  Al  desembocar  á  él,  descubrí  á  García 
que  iba  acuchillando  la  guardia  enemiga  hacía  el  cam- 
pamento, y  haciendo  tocar  á  degüello  con  mis  cornetas, 
me  precipitó  sobre  los  enemigos  que  corrían  desatinados 
á  formarse  montados,  los  pongo  en  completo  desorden 
y  son  perseguidos  en  todas  direcciones,  al  monte  de  los 
piñales  que  fué  donde  se  dirigieron  los  más,  siguiendo  á 
su  jefe  y  al  capitán  Lugones. 

Fueron  acuchillados  por  muy  largo  trecho  en  el 
espacio  como  de  hora  y  media,  hasta  que  fueron  presos 
los  cabezas  principales  Borges  y  Lugones.  Les  matamos 
como  30  hombres  y  tomamos  mas  de  80  prisioneros,  va- 
rias armas  de  fuego  entre  fusiles,  tercerolas  y   trabucos 


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—  111  — 

y  muchas  lanzas  ó  cuchillos  amarrados  en  cañas  que  les 
servían  de  astas. 

Después  de  haber  dado  un  corto  descanso  á  mi 
tropa  y  tocado  antes  reunión,  regresé  al  campo  de  Pi- 
támbala  con  los  prisioneros  é  hice  recojer  16  ó  18  he- 
ridos; pasé  parte  al  General  en  jefe  del  resultado  de 
esta  jornada  y  de  haber  dado  libertad  á  varios  de  los 
prisioneros,  para  que  fuesen  á  decir  á  sus  compañeros, 
de  mi  parte  que  se  retiraran  tranquilos  á  sus  casas,  pues 
nadie  los  perseguiría,  porque  no  tenían  ellos  la  culpa 
sino  el  jefe  que  los  habia  engañado  y  sacrificado  inú- 
tilmente. 

Di  orden,  en  seguida,  al  Alcalde  del  lugar  para  que 
hiciera  reunir  y  sepultar  los  muertos,  y  después  de  ha- 
ber comido  ia  tropa,  marché  á  la  capilla  de  los  Piñales 
que  está  á  pocas  leguas  de  Santigo,  al  naciente  ó  sud  este, 
á  donde  llegué  al  siguiente  día. 

En  dicho  punto  recibí  aviso  del  señor  General  en 
jefe,  de  haber  salido  en  precaución  para  Santiago  el 
coronel  Juan  Bautista  Bustos,  con  su  regimiento  N^  2  y 
creo  escuadrón  de  Dragones  á  las  órdenes  del  comandan- 
te entonces,  José  Maria  Pazj  y  del  teniente  gobernador 
Ibañez  avisándome  en  respuesta  al  parte  de  mi  triunfo, 
que  habían  llegado  dichas  fuerzas. 

En  dicho  punto  me  fué  preciso  detenerme  hasta  sa- 
ber si  los  dispersos  se  habían  vuelto  á  sus  hogares  ó  si 
se  reunían  en  algún  punto.  Al  anochecer  de  ese  día, 
recibí  la  contestación  del  señor  General  en  jefe,  felici- 
tándome por  el  glorioso  ensayo  que  habia  dado  á  mi 
Cuerpo,  y  ordenándome  fusilara  inmediatamente  al  te- 
niente coronel  Borges,  pues  había  sido  en  España  creo, 
oficial  de  los  guardias  de  Corps,  y  que  el  capit¿in  Lu- 
gones  quedaba  degradado  y  penado  á  servir  como  aspi- 
rante en  su  mismo  Cuerpo.  Por  de  contado,  que  la  ejecución 
de  Borges,  me  prevenía  fuese  después  de  proporcionarle 
los  auxilios  necesarios. 

Inmediatamente  le  hice  notificar  la  sentencia  al  reo 
y  le  mandé  poner  en  capilla.  Este  al  principio  se  resistió 


—  112  — 

á  las  insinuaciones  que  le  hacia  el  teniente  cura,  para 
que  se  preparara,  pero  luego  mas  tarde,  mandó  supli- 
carme que  le  hiciera  venir  un  sacerdote  de  Santiago,  y 
que  le  "proporcionara  papel  y  tintero  para  sus  últimas 
disposiciones.  Esto  último  se  lo  proporcioné  al  instante, 
y  mandé  en  el  acto  al  pueblo  con  un  oficio  al  Teniente 
gobernador  para  que  sin  demora,  mandase  al  sacerdote 
que  Borges  pedia,  y  el  cual  llegó  á  la  madrugada. 

Dispuesto  ya  el  reo,  tuvo  lugar  la  ejecución  A  las 
12  del  día  ó  dos  de  la  tarde,  y  después  de  haber  reci- 
bido avisos  al  siguiente  día  de  no  observarse  reunión  al- 
guna en  ningún  punto,  y  que  muchos  de  los  dispersos 
se  habían  restituido  á  sus  casas;  marché  al  pueblo:  per- 
manecí allí  no  recuerdo  si  tres  ó  cuatro  días,  hasta  que 
el  señor  General  mandó  al  coronel  Bustos  se  replegase 
con  toda  la  fuerza  y  dejando  solo  un  destacamento,  no 
recuerdo  si  de  Dragones  ó  Infantes.  Regresados  á  Tu- 
cumán  sin  haber  perdido  un  hombre  y  con  el  aumento 
de  los  mas  jóvenes  y  solteros,  que  incorporé  de  entre 
los  prisioneros.  Decretó  el  señor  General  en  jefe,  un 
escudo  de  paño  azul  claro  á  favor  de  los  vencedores,  el 
cual  debía  usarse  en  el  brazo  izquiei*do  con  esta  inscrip- 
ción,—  «Honor  á  los  restauradores  del  orden». — Esta  ins- 
cripción debía  ser  bordada  en  hilo  de  oro  para  el  jefe 
y  oficiales,  y  de  plata  para  la  tropa,  el  cual  fué  costea- 
do por  el  General. 

Mientras  tanto  el  ejército  enemigo  á  las  ordenes  del 
general  Laserna,  había  bajado  ya  á  Jujuy.  El  general 
Martín  Güemes,  gobernador  de  la  provincia  de  Salta, 
continuaba  hostilizando  activamente  al  enemigo,  pero  con 
cierta  independencia  del  General  en  jefe  del  ejército,  la 
cual  tenía  su  orijen  desde  la  retirada  del  señor  general 
Rondeau  ó  desde  su  arribo  á  la  ciudad  de  Jujuy,  después 
de  la  batalla  de  Sipe-Sipe  ó  mas  propiamente  desde  la 
vuelta,  días  antes,  del  general  Martín  Rodríguez  á  Tu- 
cumán  con  destino  á  Buenos  Aires,  pues  al  pasar  dicho 
jefe  por  el  territorio  de  Salta,  fué  asaltado  su  equipaje 
y  tomado  por  una  partida  de   Güemes,  con   el    pretexto 


' 


—  113  — 

de  sorprenderle  la  correspondencia  que  este  creía  haber 
tenido  aquél  con  el  general  Pezuela;  se  quedó  la  partida 
con  mucha  parte  del  equipaje  ó  al  menos  con  lo  que 
contenía  de  valioso;  de  estas  resultas  circularon  muchos 
cuentos,  y  cuando  el  general  Rondeau  llegó  á  Jujuy,  dio 
Güemes  asilo  descaradamente  á  todos  los  desertores  de 
los  cuerpos  del  ejército,*  á  los  cuales  incorporó  á  sus 
cuerpos  de  gauchos. 

Este  es,  en  mi  concepto,  el  único  borrón  que  tiene 
la  memoria  de  ese  valiente  jefe,  que  tanto  dañó  á  los 
ejércitos  españoles  en  la  guerra  de  nuestra  independen- 
cia, hasta  haber  recibido  la  muerte  combatiéndolos  siempre. 

Si  se  nota  en  estas  Memorias  alguna  precipitación 
ó  demora  en  algunas  de  las  operaciones  inmediatas,  tén- 
gase presente  que  solo  será  debido  á  las  dos  pérdidas 
que  he  tenido  de  estos  apuntes,  cuya  circunstancias  me 
ha  hecho  adelantar  ó  atrasar  tal  vez  algunas  de  las  ope- 
raciones, pues,  por  lo  que 'respecta  á  la  exactitud  délos 
hechos  que  refiero,  tuo  me  asiste  temor  alguno  de  ser 
desmentido. 

Seguía,  pues,  el  gobernador  Güemes,  hostilizando  ac- 
tivamente al  ejército  del  general  La  Serna  en-  Jujuy  y 
manteniéndose  concierta  independencia,  en  buena  relación 
con  el  señor  general  en  jefe  Manuel  Belgrano,  cuando 
al  principiar  el  año  17,  convencido  éste  del  próximo  ata- 
que que  le  preparaba  el  general  La  Serna,  con  fuerzas 
mucho  mas  superiores  que  las  suyas,  proyectó  exponer 
300  hombres,  lanzándoles  a  retaguardia  del  ejército  es- 
pañol con  la  idea  de  sublevarle  los  pueblos  de  retaguar- 
dia y  libertarse  por  este  medio  de  un  ataque  que  le  era 
en  extremo  desventajoso,  por  cuanto  carecía  en  aquellas 
circunstancias  de  todos  los  auxilios  que  le  eran  pre- 
cisos. 

Llámame  el  General  en  los  primeros  días  de  marzo 
á  su  casa  y  después  de  comunicarme  dicho  proyecto  y 
las  razones  que  le  habían  obligado  á  formarlo,  me  dice: 
— «¿Se  animaría  Vd.  mi  querido  Gregorio  á  realizar  esta 
empresa  atrevida,  dirigiéndose  secretamente  sobre  Oruro 

8 


—  114  — 

por  el  despoblado,  con  cuya  operación  podemos  salvar 
el  ejército  y  conseguir  inmensas  ventajas,  si  la  fortuna 
y  su  coraje  le  ayudan?» —  «Mi  General,  le  contesté,  sepa 
V.  E.  que  en  nada  puede  complacerme  tanto  como  el 
proporcionarme  con  frecuencia  las  ocasiones  de  sacrifi- 
carme por  la  felicidad  y  gloria  de  mi  patria  y  de  V.  E. 
No  tiene  mas  que  señalarme  el  día  de  la  marcha  y  los 
hombres  con  que  debo  salir  á  mas  de  mi  cuerpo». —  «Co- 
rriente, La  Madrid,  me  contestó,  véngase  á  las  10  de  la 
noche  y  lo  arreglaremos  todo»;  y  me  despedí  en  seguida 
muy  contento. 

:  Llegada  la  hora  señalada  marché  á  casa  del  Gene- 
ral y  quedó  todo  arreglado  para  salir  tan  luego  como 
estuviesen  prontos  300  buenos  caballos  herrados  de  pies 
y  manos  y  600  muías  que  me  ofreció  para  la  empresa, 
añadiendo  que  llevaba  tres  compañías  de  infantería  de 
50  hombres  cada  una,  la  P  del  regimiento  núm.  2,  la 
2*  del  3  y  la  3*  del  9,  con  mas  dos  piezas  de  artillería 
ligera  y  del  calibre  de  4,  que  con  130  hombres  fuera  de 
la  artillería. 

Trabajé  cuanto  pude  para  persuadir  al  General  para 
que  no  me  cargara  con  el  peso  de  esta  última  arraaf 
que  no  me  servía  sino  para  retardar  mis  movimientos  y 
comprometerme  por  no  abandonarlas,  pero  siendo  inúti- 
les todas  las  razones  que  le  di  para  no  encargarme  de 
ellas,  tuve  al  fin  que  ceder  para  complacerlo;  pero  bien 
me  pesó  después,  lo  mismo  que  á  él,  pero  i^váe. 

A  mas  de  este  armamento  le  pedí  50  milicianos  de 
Tucumán,  que  los  saqué  del  cuerpo  que  llamaban  de  los 
peladitos  de  Famaillá,  que  era  uno  de  los  cuerpos  mas 
decididos  de  dichas  milicias  y  me  ofreció  que  llevaría 
200  pesos  fuertes,  único  auxilio  metálico  que  podía  pro- 
porcionarme, asi  para  entretener  á  la  tropa  con  algún 
socorro,  como  para  atender  á  los  gastos  que  natural- 
mente debían  ocurrir,  como  espías,  conductores  de  comu- 
nicaciones, etc. 

Mi  escuadrón  antes  de  salir  tenía  muy  cerca  de  200 
plazas  con  algunos  reclutas  que    me    había  dado  el  Ge- 


r- 


—  115  — 

neral  y  los  prisioneros  con  que  le  había  aumentado  en 
Santiago;  pero  deseando  yo  ser  justo  con  los  valientes 
soldados  que  me  hablan  acompañado  en  las  espléndidas 
victorias  de  Culpina,  cerros  de  Cinti  y  rio  de  San  Juan; 
y  que  el  señor  general  Rondeau  me  los  había  quitado 
tan  bruscamente  en  Jujuy  y  perdiéndolos  casi  todos  por 
esta  causa,  quise  volverlos  á  mi  cuerpo  para  que  me 
acompañasen  en  esta  nueva  empresa.  Al  efecto  propuse 
á  los  jefes  de  los  Cuerpos  en  que  existían  unos  12  hom- 
bres de  estos,  cambiárselos  dándoles  por  cada  uno  tres 
de  los  reclutas  que  yo  tenía,  lo  que  conseguí  á  fuerza 
de  empeños. 

Esta  es  la^  razón  porque  al  tiempo  de  la  marcha  no 
saqué  mas  que  150  Húsares,  pero  todos  decididos  y  va- 
lientes. 

Llegó  por  fin  el  18  de  marzo  de  dicho  año  1817,  sin 
que  hubiesen  podido  proporcionarse  ni  los  caballos  ni 
las  muías  ofrecidas  y  me  fué  preciso  partir  en  las  peores 
de  estas  últimas  que  había  traído  el  ejército  en  su 
retirada  del  Perú  y  con  la  promesa  de  que  me  alean- 
sarían  en  el  camino  con  cuantos  caballos  y  muías  se 
proporcionasen  y  llevando  un  negro  herrador  y  los  he- 
rrajes necesarios  en  cargas. 

La  expedición  partió  llena  de  contento  desde  la  pla- 
za de  Tucumán  en  dicho  día  18,  después  de  haber  sido 
proclamada  por  el  señor  General  en  jefe  y  por  el  que 
escribe  estas  Memorias.  Según  las  instrucciones  por 
escrito  que  llevaba  del  General,  mi  marcha  debía  diri- 
girse á  la  ciudad  de  Oruro,  que  quedaba  como  á  cerca 
de  200  leguas  á  retaguardia  de  Salta. 

Habiendo  encontrado  como  á  los  5  días  de  nuestra 
marcha  una  parte  de  yeguada  en  la  falda  de  uno  de  los 
cerros  que  pasábamos,  mandé  algunos  milicianos  á  reu- 
niría y  pudimos  acorralarla*  en  una  rinconada  estrecha, 
para  ver  si  se  tomaban  algunos  potros  de  los  que  en  efec- 
to, se  encontraron  unos  pocos.  Estaba  yo  parado  á  caballo 
en  un  extremo  de  la  boca  de  la  quebrada,  cuando  al  salir 
estos  de  disparada  tira  su  laso  uno  de  los  soldados  que 


—  116  — 

se  hallaban  al  otro  extremo  como  para  tomar  el  animal 
á  quien  le  cayere,  y  la  armada  de  este  en  vez  de  caer 
sobre  las  yeguas,  cae  sobre  mi  cabeza  y  se  me  ciñe  por 
los  ojos. 

En  el  acto  de  sentirlo,  al  mismo  tiempo  que  se  me 
ceñía,  logré  meter  el  dedo  índice  de  la  mano  derecha 
entre  el  laso  y  la  cara,  y  ya  al  arrancarme  de  mi  caba- 
llo, la  furia  con  que  los  animales  llevaron  el  laso  por 
delante,  pude  lograr  safarlo,  pero  después  de  haber  que- 
dado aturdido  y  con  el  dedo,  ojos  y  orejas  desollados  ó 
quemados  por  el  laso:  siendo  la  causa  el  estar  el  otro 
extremo  de  él  prendido  á  la  cincha  del  soldado. 

Quedé  por  mucho  rato  viendo  visiones  y  marché 
unos  cuantos  días  ciego,  porque  se  me  formó  una  costra 
por  sobre  los  dos  ojos  que  apenas  me  permitian  vislum- 
brar un  poco.  Esta  fué  la  primera  desgracia  de  mi  marcha. 

Como  á  los  8  días  llegamos  al  valle  de  San  Carlos 
sin  otra  novedad  que  la  de  dos  desertores  de  una  de  las 
compañías  y  por  la  tarde  ya  al  ponerse  el  sol  se  me 
presentó  un  oficial  de  milicias  de  Tucumán,  conduciendo 
74  caballos  de  buen  servicio,  como  para  reserva  y  un 
oficio  del  señor  General,  en  que  me  comunicaba  con  pe- 
sar, ser  esos  los  únicos  .caballos  buenos  que  le  hablan 
presentado  sus  comisionados,  por  estar  en  extremo  estro- 
peadas todas  las  caballadas,  de  resultas  del  servicio  y 
creo  de  la  escasez  de  pasto  que  hubo  en  dicha  fecha. 

Contesté  al  General  manifestándole  mi  pesar  al  ver- 
me privado  del  principal  elemento,  en  una  marcha  tan 
dilatada  y  expuesta,  pero  consolándolo  con  la  idea  de 
que  yo  sabría  proporcionármelo  pronto  en  Tarija.  AI 
siguiente  día  continué  la  marcha,  pero  resuelto  ya  á 
variar  de  dirección  separándome  de  las  instrucciones  del 
General.  Por  consiguiente  tomé  la  dirección  hacia  los 
campos  del  Marqués  de  Yavi,  por  Casalindo,  con  el  áni- 
mo de  atravesarlos  y  dirigirme  á  Tarija  que  estaba  guar- 
necida por  el  batallón  «Gerona»,  en  número  de  400  y 
mas  hombres,  incluso  un  escuadrón  de  caballería. 

Al  cruzar  dichos    campos   de    noche,  fui   informado 


—  117  — 

por  mis  hombres,  de  hallarse  una  partida  enemiga  en 
número  como  de  30  hombres  en  uno  de  los  puestos  del 
Marqués,  y  destiné  en  el  acto  al  teniente  Cortés,  de  Hú- 
sares, con  40  hombres  de  su  compañía  y  una  mitad  de 
infantes  del  2,  á  sorprenderla.  A  la  madrugada  estaba 
logrado  el  objeto  y  toda  la  partida  en  nuestro  poder, 
excepción  de  tres  hombres  que  escaparon  y  de  cuatro  ó 
cinco  muertos;  sin  mas  desgracia  que  la  de  un  soldado 
herido  y  muerto  el  valiente  oficial.  Se  les  tomó  á  dicha 
partida  á  mas  de  unas  armas  algunos  caballos  y  muías, 
pues  eran  los  mas  de  infantería. 

Logré  atravesar  dichos  campos  sin  haber  sido  des- 
cubierto por  nadie  mas  que  por  dos  ó  tres  indios  que 
encontramos  en  dos  ranchos,  á  los  cuales  llevé  presos 
hasta  Tarija,  pues  los  tres  enemigos  que  escaparon  no 
distinguieron  mas  que  una  partida  que  ganó  la  puerta 
á  sus  compañeros.  Asi  que  tomé  la  partida  pasé  el 
parte  al  General,  avisándole  por  medio  de  la  clave  que 
llevaba  al  efecto,  las  razones  que  me  habían  obligado  á 
tomar  la  dirección  á  Tarija  separándome  de  sus  ins- 
trucciones. En  toda  mi  marcha  tuve  la  precaución  de 
llevar  presos  en  la  prevención  á  cuantas  personas  veían 
nuestra  fuerza;  ya  fuese  de  algún  rancho  que  encontrá- 
semos en  el  paso,  ó  ya  á  las  postas  de  algún  rebaño  de 
ovejas  ó  llamas  que  descubrían  mis  observadores  de  los 
flancos.  Mi  objeto  al  tomar  una  medida  tan  cruel,  era 
el  de  librarme  por  este  medio,  que  las  personas  que  nos 
veían  de  cualquier  sexo  y  edad,  trasmitiesen  la  noticia. 

Un  día  antes  de  llegar  á  Tarija,  me  alcanzó  una 
comunicación  del  señor  General  en  jefe  en  que  contes- 
tándome á  la  que  le  dirigí  de  San  Carlos,  indicándole 
que  yo  me  proporcionaría  los  caballos  en  Tarija,  se 
quejaba  amargamente  por  haberme  separado  de  sus 
instrucciones,  pero  con  tanta  fuerza,  que  me  ofendí  de 
reproche  tan  injusto,  en  mi  concepto;  porque  siendo  los 
caballos  el  primer  elemento  para  la  empresa,  no  parecía 
propio  que  me  lo  hiciera,  quien  no  me  los  había  propor- 
cionado  y  mucho  menos    cuando  de  seguir  sin  ellos  la 


—  118  — 

rula  que  se  me  indicaba,  marchaba  de  seguro  al  preci- 
picio, sin  conseguir  el  objeto  que  el  General  se  habla 
propuesto. 

Contesté  pues,  esa  noche,  que  mal  podía  reñir  á  un 
jefe  á  no  apartarse  en  presencia  de  los  obstáculos,  de 
las  instrucciones  que  se  le  habían  dado,  desde  una  in- 
mensa distancia  y  sin  conocimiento  de  ellos;  que  al  me- 
nos siendo  yo  General,  jamás  quitaría  á  un  oficial  que 
comisionara,  la  libertad  de  obrar  en  sentido  contrario  si 
la  fuerza  de  las  circunstancias  y  su  inteligencia  se  lo 
aconsejaban;  pero  que  en  cambio  le  haría  pagar  con  la 
vida,  si  preciso  fuese,  las  faltas  que  cometiera  por  su 
imprudencia  ó  falta  de  tino. 

Despachado  el  chasque,  continué  á  esas  mismas  ho- 
ras descendiendo  la  cuesta  á  los  valles,  al  sur  de  Tarija 
y  resuelto  á  sacrificarme  para  hacerle  conocer  á  mi 
General  el  acierto  de  mi  deliberación.  Al  descender  ya 
el  llano,  fui  informado  por  mis  hombres  de  hallarse  un 
escuadrón  de  caballería  enemiga  con  algunos  infantes 
en  el  valle  de  la  Concepción;  y  variando  inmediata- 
mente mi  marcha  casi  á  la  izquierda  por  una  quebrada, 
me  dirigí  á  Tarija,  dejando  esta  fuerza  á  mi  derecha. 
Logré  proveerme  en  dicha  quebrada  de  algunos  caballos 
y  aceleré  mis  marchas  hasta  que  fui  descubierto  por  las 
fuerzas  de  la  plaza,  cuando  me  hallaba  como  á  14. cua- 
dras, á  las  3  V2  d®  la  tarde  del  20  de  abril. 

El  coronel  Ramírez  jefe  del  batallón  Gerona,  que 
había  quedado  con  el  mando  de  la  Provincia  por  haber- 
se marchado  á  Potosí  días  antes,  el  brigadier  Alvarez 
que  lo  mandaba,  mandó  tocar  generala  en  el  momento 
de  descubrirnos  y  notando  que  mi  columna  apuró  al 
galope  al  sentir  dicho  toque,  creyó  que  éramos  los  gau- 
chos tarijeños  del  comandante  Uriondo,  que  existían  en 
la  Provincia  hostilizándolos.  En  este  supuesto,  observando 
que  ya  descendíamos  de  los  altos  de  la  Tablada,  al  río 
que  está  á  orillas  del  pueblo  hacia  el  poniente,  salió 
precipitadamente  con  su  cuerpo,  diciéndoles:  «Vamos  á  co- 
rrer á  estos  gauchos» . 


—  119  — 

Yo  que  iba  con  mis  dos  piezas  montadas,  mandé 
desplegar  en  batalla  á  mi  caballería  con  el  frente  á  la 
columna  enemiga,  que  empezaba  ya  á  pasar  el  primer 
brazo  del  rio  y  desplegué  en  guerrilla  dos  compañías  de 
infantería.  Ramírez  que  advirtió  que  no  eran  gauchos 
los  que  desplegaban  con  tanta  precisión  bajo  los  fuegos 
ya  de  su  columna,  pasó  en  el  acto,  y  contramarchó  de 
carrera  así  que  vio  disparar  mis  dos  piezas  sobre  su  co- 
lumna, pero  perseguido  ya  por  las  dos  compañías  de 
cazadores  y  los  Húsares  que  mandé  los  cargaran. 

Fué  ejecutada  con  tanta  precisión  esta  carga  que 
apenas  tuvieron  tiempo  de  ganar  la  plaza,  que  tenían 
atrincherada  desde  una  cuadra  en  circunsferencia.  Ocupé 
en  él  acto  con  mis  tres  compañías  de  infantería  y  las 
dos  piezas,  el  alto  de  San  Roque  que  domina  la  plaza  á 
tiro  de  cañón,  al  Cabildo  que  ganaron  sus  tropas;  sus- 
pendí el  fuego  y  mandé  un  parlamento  intimando  la  ren- 
dición en  el  término  de  media  hora. 

El  parlamento  fué  recibido  y  regresó  luego  con  una 
contestación  altanera  del  jefe  enemigo,  mandé  continuar 
el  fuego  de  cañón  sobre  la  plaza  é  hice  que  penetrara 
mi  caballería  á  los  puntos  mas  principales  del  pueblo; 
dejando  completamente  encerrado  al  enemigo.  Por  la 
noche  hizo  repetidos    esfuerzos   por   salirse,    el   teniente 

coronel  graduado  Andrés  Santa  Cruz,    que   era  entonces  j 

el  que  mandaba  el  escuadrón  que  yo  había  dejado  á  mi 
retaguardia  en  el  valle  de  la  Concepción,  por  no  hacerme 
sentir  por  los  de  la  plaza;  pero  todos  sus  esfuerzos  fue- 
ron vanos:  igualmente  que  los  que  repitieron  durante  to- 
da la  noche,  los  diferentes  chasques  que  despachó  el  jefe 
sitiado,  ya,  á  la  fuerza  de  Santa  Cruz  que  estaba  en 
dicho  valle,  como  al  general  Vivero,  que  se  hallaba  en 
Cínti  con  otra  división. 

Era  tal  la  vigilancia  con  que  estaban  cerradas  todas 
las  avenidas,  que  los  chasques  que  no  fueron  tomados, 
se  me  presentaron  pasados. 

Aclarando  ya  el  día,  me  dá  parte  la  guardia  que 
había  dejado  en  la  banda  opuesta  del  rio,  de   que    apa- 


i 


—  120  — 

recia  una  fuerza  por  el  camino  que  habíamos  traído  y 
en  seguida  descubrimos  los  polvos  que  hacia  la  columna; 
marcho  inmediatamente  en  persona  con  un  escolta  de 
12  hombres  á  reconocer  dicha  fuei'za,  haciendo  que  me 
siga  de  paso  la  guardia  avanzada  de  20  Húsares,  que 
me  había  dado  el  parte,  cuando  al  subir  á  la  Tablada 
que  está  á  poco  mas  de  un  cuarto  de  legua  del  pueblo, 
me  da  noticia  la  descubierta  de  que  los  enemigos  estaban 
ya  encima. 

En  el  acto  de  recibirla  y  cierto  ya  que  era  el 
escuadrón  que  había  dejado  á  mi  espalda  en  el  valle 
de  la  Concepción,  mando  corriendo  á  mi  ayudante  Vic- 
torio  Llórente,  á  pedir  á  mi    2°,   el    sargento    mayor  de 

• 

artillería  Antonio  Giles,  que  mandara  al  instante  al  ca- 
pitan  de  la  P  de  Húsares  Mariano  García,  con  su  com- 
pañía; y  subiendo  yo  precipitadamente  á  la  tablada, 
descubro  ya  sobre  nosotros,  al  escuadrón  enemigo  mar- 
chando en  batalla  y  con  40  infantes  dispersos  en  tirado- 
res á  su  frente. 

El  lance  era  critico  y  peligroso.  Llórente  no  había 
todavía  hablado  al  mayor  Giles;  los  enemigos  habían  su- 
bido á  las  torres  y  tejados  y  me  observaban.  Era,  pues 
preciso  ó  volver  á  escape  acuchillado  por  el  escuadrón 
dando  á  mi  tropa  al  disgusto  de  ver  huir  por  primera  vez 
á  su  Jefe,  ó  aterrar  al  enemigo  con  mi  audacia,  preci- 
pitándome sobre  él.  Elegí  sin  vacilar  este  último  partido 
y  mandando  en  el  acto  salir  por  mi  derecha  al  ayudante 
de  Húsares  Manuel  Cainzo  con  10  hombres  y  con  8  al 
aspirante  Lorenzo  Lugones  por  mi  izquierda,  doy  atro- 
nadamente la  voz  de  «carabina  á  la  espalda  y  sable  á  la 
mano»,  á  ellos  que  son  unos  cobardes,  y  mandando  tocar 
á  degüello  con  el  trompa  de  órdenes  que  iba  á  mi  lado 
me  precipito  al  centro  con  los  14  hombres  y  el  oficial 
de  la  partida  que  me  quedaba  y  seguido  con  igual  ardor 
por  las  dos  pequeñas  partidas  de  mis  flancos. 

Los  enemigos  tiradores  que  habían  roto  ya  sus  fue- 
gos, al  ver  separar  los  dos  partidas  á  los  flancos,  vuel- 
ven la  espalda  asi  que  sienten  mi  voz,  y  son  acuchilldos 


r^ 


—  121  — 

en  el  acto.  El  escuadrón  que  presenciaba  este  espectácu- 
lo que  venía  mandado  por  el  capitán  Vaca,  cinteño  y  que 
me  conocía:  se  aterró  y  se  puso  en  fuga,  pues  era  com- 
puesto en  partes  de  milicianos.  Fué  tan  rápido  este  su- 
ceso que,  cuando  el  capitán  García  salió  á  escape  al  campo 
de  la  Tablada,  me  encontró  acabando  de  reunir  40  prisio- 
neros que  había  ya  tomado,  acuchillando  los  más  de  ellos. 

Recorrimos  de  vuelta  el  campo  por  donde  los  ha- 
bía perseguido  y  se  encontraron  63  hombres  muertos, 
sin  haber  tenido  mas  desgracia  que  el  negro  herrador 
que  marchaba  á  mi  lado,  muerto,  y  tres  ó  cinco  heridos 
levemente,  Regresé  pues,  envanecido  de  tan  prodigioso 
triunfo  y  entré  al  pueblo  proclamando  á  mis  tropas;  y 
asi  que  me  incorporé  á  mi  2**,  que  ocupaba  el  alto  de 
San  Roque  con  las  tres  compañías  de  infantería  y  las 
piezas,  entre  atronadores  victores,  escogí  dos  de  los  prisio- 
neros que  estaban  mas  heridos,  y  dándoles  dos  pesos  á 
cada  uno  los  mandé  á  reunirse  á  sus  compañeros  de  la 
plaza,  diciéndoles:  cVayan  Vds.  á  contar  á  sus  compa- 
ñeros como  pelean  los  soldados  de  la  patria;  díganles  que 
33  hombres  de  los  mas  inferiores  de  mis  Húsares  me  han 
bastado  para  anonadar  á  140  de  los  suyos;  díganles  que 
Vds.  son  testigos  oculares,  de  quedar  muertos  en  el 
campo,  63  de  sus  compañeros,  y  que  si  no  se  me  entre- 
gan á  discreción  nados  de  mi  clemencia,  serán  muy 
prontos  pasados  á  cuchillo «.  Estos  pobres  se  resistieron 
á  marchar,  diciéndome  que  no  querían  volver  á  exponerse 
incorporándose  á  unos  enemigos  á  que  solo  podían  ser- 
vir forzados;  mas  los  obligué  é  hice  marchar  acompa- 
ñados hasta  cerca  de  la  trinchera  mas  inmediata. 

Mientras  tanto  había  ya  hecho  avanzar  una  fuerza 
por  entre  las  casas  y  ocupar  los  tejados  que  dominaban 
el  cuartel  enemigo.  Asi  que  los  dos  heridos  se  aproxima- 
ron á  la  trinchera,  subieron  áella  sus  compañeros  y  dán- 
doles las  manos,  los  avudaron  á  hacer  lo  mismo.  Yo 
había  mandado  cesar  el  fuego  para  observar  el  efecto 
que  producía  en  la  plaza  el  envío  de  dichos  hombres, 
quienes  asi  que  entraron  fueron  conducidos  á  ella. 


—  122  — 

Luego  que  hube  dado  tiempo  á  que  el  Jefe  enemigo 
se  impusiera  de  cuanto  había  yo  encargado  á  dichos 
prisioneros  y  observé  las  carreras  de  los  ayudantes  por  la 
plaza,  llamando  según  las  apariencias  á  los  Jefes  á  junta, 
mandé  al  ayudante  de  mi  cuerpo  Manuel  Cainzo,  en  ca- 
lidad de  parlamentario  á  la  plaza,  con  la  siguiente  inU- 
macion  de  oficio.  —  «Si  el  Jefe  que  guarnece  esta  plaza 
no  se  rinde  á  discreción  en  el  término  de  5  minutos, 
será  pasado  á  cuchillo  igualmente  que  su  tropa». 

Asi  que  el  parlamento  se  anunció  á  la  trinchera 
más  inmediata  salieron  dos  oficiales  á  recibirle  la  comu- 
nicación, pero  habiendo  aquél  manifestado  que  llevaba 
orden  de  entregarla  solo  al  Jefe  enemigo  en  persona, 
siguió  corriendo  uno  de  ellos  á  la  plaza  y  volvió  al  ins- 
tante con  la  orden  para  introducirlo  vendado. 

Al  poco  instante  de  haber  sido  introducido  el  par- 
lamento, pues  todo  lo  descubrí  yo  desde  la  altura  que 
ocupaba,  regresó  éste  acompañado  por  el  Jefe  enemigo 
hasta  mi  campo  y  me  entregó  una  capitulación  es- 
crita que  venia  á  solicitar.  Impuesto  yo  de  ella  y  ob- 
servando que  el  hecho  mismo  de  venir  el  Jefe  de  la 
plaza  á  solicitarla  por  sí,  manifestaba  su  debilidad, 
quise  ser  generoso.  Le  contesté  dándole  la  mano: — «El  ve- 
nir Vd.  mismo  á  solicitar  esta  capitulación,  me  hace 
conocer  su  estado,  pero  me  manifiesta  también  que  Vd. 
ha  venido  confiado  en  que  no  abusaría  yo  de  mi  posi- 
ción: está  concedida». 

La  capitulación  estaba  reducida  á  que  se  les  permi- 
tiera á  los  Jefes  y  oficiales  el  uso  de  su  espada  y  uni- 
forme y  que  se  respetaran  sus  equipajes,  quedando  todos 
prisioneros  después  de  entregar  las  armas.  Le  ordené 
saliese  inmediatamente  con  toda  su  tropa,  al  campo  de 
las  carreras,  que  está  al  sur-este  del  pueblo,  donde  iría 
yo  con  mis  fuerzas  á  recibir  las  armas:  él  me  pidió  un 
Jefe  para  que  lo  acompañara  y  quedase  al  cargo  del 
pueblo,  mientras  él  salía,  á  fin  de  evitar  todo  desorden 
El  sargento  mayor  de  artillería  Antonio  Giles,  marchó  con 
él  y  yó  pase  al  punto  señalado. 


—  123  — 

No  tardó  el  Jefe  enemigo  diez  minutos  sin  presen- 
tarse al  frente  de  su  linea  con  300  hombres  formados 
en  columna.  Le  ordené  que  desplegara  al  frente  en 
batalla  y  mandando  hechar  armas  á  tierra  al  frejite, 
desfilara  por  su  derecha.  Esta  orden  fué  ejecutada 
al  instante  y  después  de  hacer  levantar  los  fusiles  por 
mi  tropa,  mandé  á  dicho  Jefe  que  formara  en  columna 
y  entré  con  él  á  su  cabeza  hasta  el  pueblo,  siguiendo 
á  retaguardia  mi  tropa. 

Le  mandé  destinar  una  casa  con  los  muebles  nece- 
sarios para  los  Jefes  y  Oficiales  prisioneros  y  pasaron 
á  ella  con  una  guardia  de  Oficial  y  con  la  orden  de 
poder  salir  á  pasear  cuando  gustasen,  acompañados  de 
uno  de  mis  oficiales,  toda  vez  que  quisieran  hacerlo  y 
del  modo  que  gustasen,  ya  fuese  individualmente  ó  ya 
reunidos. 

Habían  pasado  como  dos  horas  cuando  se  presentó 
un  correo  de  Tupiza  que  venia  con  la  balija  y  acompaña- 
do ya  por  un  patriota  desde  la  posta,  á  virtud  de  órde- 
nes que  había  yo  librado  al  efecto  á  todas  las  postas 
desde  el  día  anterior;  y  el  condutor  de  la  corresponden- 
cia no  supo  que  había  ocurrido  semejante  cambio  en  la 
plaza  hasta  que  hubo  entregado  la  balija  al  nuevo  ad- 
ministrador. 

Toda  la  correspondencia  de  los  Jefes  y  Oficiales 
fueme  presentada  por  el  administrador  y  habiéndome  im- 
puesto de  la  que  solo  merecía  mi  conocimiento,  la  pasé 
toda  al  coronel  Ramírez  con  mi  ayudante  Llórente.  Me 
acuerdo  que  entre  ella  venía  un  oficio  ó  del  general 
Canterac,  ó  del  de  la  misma  clase  Valdés  desde  Tupiza. 
en  el  cual  avisaba  al  coronel  Ramírez  «que  por  un  aca- 
so había  escapado  de  caer  en  manos  de  una  fuerza  que 
se  había  aparecido  por  Yaví  ó  sus  inmediaciones  junta- 
mente con  el  caudal  que  conducía  para  el  ejército  á 
^^J^Yf  que  este  escape  lo  debía  al  aviso  que  le  hizo  re- 
troceder no  recuerdo  si  de  Mojo.  Que  en  dicho  aviso  se 
le  decía  va  Belgrano  con  tropas  de  su  ejército,  lo  cual 
lo  creía  imposible,  que  lo  más  probable  era   que    serían 


—  124  — 

algunos  gauchos,  pero  sin  embargo,  bueno  seria  se  man- 
tuviese con  toda  la  precaución  posible». 

Asi  que  Ramirez  se   impuso  de   esta  comunicación, 

le  dijo  á  mi  Ayudante: — «Mire   Vd.   que   b á    buena 

hora  viene  con  sus  prevenciones,  cuando  estoy  mas  se- 
guro que  un  pájaro  en  la  jaula».  Se  me  olvidaba  pre- 
venir que  en  las  24  horas  que  duró  el  ataque,  hasta  la 
toma  de  la  plaza,  no  tuve  más  pérdida  que  la  de  5  ó  7 
heridos  y  dos  hombres  muertos. 

Pasado  dos  días  remití  á  todos  los  prisioneros  á 
Tucumán  por  Oruro,  escoltados  por  el  capitán  Carrasco 
con  sus .  50  milicianos  de  Tucumán,  después  de  haber 
proporcionado  un  socorro  de  12  pesos  á  toda  mi  tropa 
y  en  proporción  á  los  oficiales,  mediante  un  auxilio  que 
me  proporcionó  el  pueblo;  y  de  haber  separado  unos  80 
ó  más  de  entre  los  prisioneros  indígenas  del  Perú,  que 
quisieron  tomar  partido  y  los  cuales  fueron  distribuidos 
en  las  tres  compañías  á  excepción  solo  de  los  muy  pocos 
que  desertaron. 

Los  14  días  que  me  fué  preciso  permanecer  en  Ta- 
rija  para  proporcionarme  todas  las  cabalgaduras  nece- 
sarias, fueron  empleados  en  aumentar  mi  cuerpo  de  Hú- 
sares con  más  de  60  jóvenes  tarijeños,  y  en  ejercicios 
continuos  hasta  que  emprendí  mi  marcha  sobre  Potosí, 
el  5  de  mayo,  con  más  de  400  hombres,  para  llamar 
allí  la  atención  del  enemigo  y  alejarle  del  verdadero 
punto  á  que  me  dirijía,  habiéndome  puesto  también  en 
comunicación  con  los  varios  comandantes  de  republique- 
tas  ó  fuerzas  que  hostilizaban  á  los  enemigos,  compues- 
tas de  indígenas  y  de  algunos  dispersos  de  nuestros  ejér- 
citos. 

Habiéndome  acercado  el  16  de  mayo  hasta  9  ó  10 
leguas  de  Potosí,  levanté  mi  campo  por  la  noche  y  me 
dirigí  rápidamente  por  el  camino  de  esta  ciudad  á  la  de 
Chuquisaca,  y  como  llevaba  en  mi  compañía  un  número 
crecido  de  indígenas  patriotas  y  conocidos,  tenía  inter- 
ceptada la  comunicación  quo  pudieran  tener  las  guarni- 
ciones de  ambos  pueblos;  asi  fué  que  cuando  tomé  esta 


Oíit'Jt:,^!,'!,^  zZ¿*Ji 


-^125  — 

determinación,  ya  existían  en  mi  poder  varias  de  las 
comunicaciones  que  se  habían  cambiado  entre  el  Gober- 
nador de  Potosí  y  el  Presidente  de  Charcas  ó  Chuquisa- 
ca,  que  es  una  misma  cosa;  por  ellas  estaba  instruido 
de  que  ambos  tenían  una  misma  pretensión,  la  de  ser 
auxiliado.  Ambos  sabían  que  había  salido  de  Tarija, 
pero  ninguno  cual  era  mi  dirección,  ni  el  punto  en  que 
me  encontraba. 

Precisamente  momentos  después  de  tomada  esta  úl- 
tima dirección,  vino  á  mis  manos  una  comunicación  por 
duplicado,  del  Presidente  Vivero  de  Charcas  al  gober- 
nador de  Potosí,  por  la  cual  conocí  de  un  modo  induda- 
ble que  estaba  ya  convenido  este  último  á  mandar  un 
auxilio  de  800  hombres  á  Charcas. 

El  20  por  ía  tarde,  íbamos  ya  á  subir  la  cuesta  de 
Cachimayo  que  está  á  pocas  leguas  de  Chuquisaca,  cuan- 
do me  avisa  el  capitán  Lorenzo  Lugones,  {^)  que  iba  de 
descubierta,  que  aparecía  descendiendo  por  el  mismo  ca- 
mino que  llevábamos  una  fuerza  enemiga  de  caballería. 
Mando  detener  la  columna  en  la  quebrada  y  marcho 
mas  allá  de  la  descubierta  á  observar  por  mi  mismo,  la 
fuerza  que  bajaba.  Paróse  ésta  al  ver  desde  la  altura 
que  mi  columna  se  detenia,  y  adelantándome  algunos 
pasos,  saco  un  pañuelo  blanco  y  les  hago  señas,  gritando 
en  alta  voz: — «Bajen  Vds.  que  es  el  auxilio    de  Potosí». 

Asi  que  oyen  esta  voz  y  ven  que  les  llamaba  con  el 
pañuelo,  se  adelanta  descendiendo  al  trote  largo,  el  co- 
mandante de  la  fuerza  teniente  coronel  López  y  5  ó  6 
oficiales  más;  bajan  y  pasando  por  delante  de  mí,  cre- 
yéndome un  cualquiera,  me  pregunta  sin  detenerse: — 
«¿Quién  es  el  Comandante?» — A  este  mismo  tiempo,  el 
último  de  ellos  que  venía  un  poco  atrás,  dirígese  á  mí 
con  los  brazos  abiertos,  en  ademán  de  abrazarme,  dicien- 
do: -  «Ostria,  ¿cómo  estás?»  — y  habiéndole  contestado  yo : 
no  soy  Ostria,  paisano,  me  contesta: — Dispénseme  paisano, 
que  lo  he  equivocado.  ¿Quién  es  el  Comandante?, — y  di- 


(^)     Le  había  devuelto  su  empleo,  pasada  la  toma  de  Tarija. 


—  128  — 

continuado  clamoreo  de  los  perros,  pues  eran  los  únicos 
sabedores  de  nuestra  entrada,  según  se  supo  después. 
Daba  el  reloj  las  12  Va?  cuando  era  ya  dueño  de  la  ex- 
presada altura  de  San  Roque,  que  dominaba  la  plaza  y 
la  mayor  parte  de  la  población,  y  estaban  al  mismo  tiem- 
po ocupadas  las  8  calles  que  entran  á  ésta,  á  distancia 
de  dos  cuadras  de  las  trincheras;  mas  había  yo  disenti- 
do de  la  primera  idea  de  penetrar  á  la  plaza  en  persona 
á  la  cabeza  de  50  hombres  vestidos  con  la  ropa  de  los 
prisioneros  y  prevalido  de  la  voz  del  mismo  jefe  de  ellos 
(esto  me  privó  de  tomar  la  plaza  y  con  ella  90,000  pesos 
fuertes  que  había  en  cajas),  por  pura  delicadeza,  y  por- 
que no  se  me  escapara  ninguno  do  los  jefes  que  habían 
en  ella. 

Sin  embargo  del  silencio  sepulcral  en  que  encontré  al 
pueblo  á  mi  entrada  y  de  haberme  asegurado  del  tenien- 
te coronel  López,  que  ningún  indio  baqueano  tenía  cuan- 
do lo  tomé  prisionero,  que  pudiere  haber  llevado  esta 
noticia  al  Presidente,  asi  como  de  que  este  no  tenía  en 
la  plaza  otra  guarnición  que  un  piquete  de  90  hombres; 
no  pude  yo  resolverme  á  creer  lo  primero  en  razón  del 
conocimiento  práctico  que  tenía  de  la  costumbre  de  to- 
dos los  ejércitos  en  aquel  país,  de  llevar  siempre  toda 
fuerza  que  sale  en  comisión,  algunos  indios,  ya  para  ba- 
queanos ó  ya  para  cualquier  servicio  que  se  le  ocurra 
al  jefe,  aunque  no  sea  para  otra  cosa  que  para  tenerle 
el  caballo,  tal  era  la  servidumbre  en  que  se  les  tenía  á 
los  indígenas  en  aquellos  tiempos;  y  temían  por  lo  mis- 
mo recibir  un  chasco  exponiéndose  sin  necesidad,  á  per- 
der conmigo  la  división  y  el  objeto  á  que  había  sido 
enviado  por  el  General,  mucho  mas.  cuando  el  número 
reducido  de  la  guarnición  no  podía  resistirme  estando  el 
pueblo  completamente  cercado.  A  esto  se  agregaba  para 
hacerme  variar  aquel  acertado  pensamiento,  el  temor  de 
que  podrían  muy  bien  mis  soldados,  á  pesar  de  su  disci- 
plina, cometer  algunos  robos,  prevalidos  de  la  oportuni- 
dad y  cuyo  hecho  echaría  un  borrón  á  la  bien  merecida 
reputación  que  había  adquirido  alli  toda  la  división,  por 


r 


b 


í. 


\ 


—  129  — 

su  hoQrado  proceder,  que  era  uno  de  mis  primeros  cui- 
dados y  lo  será  siempre. 

Resuelto,  pues,  por  las  razones  dichas  á  esperar  el 
día  para  intimar  la  rendición  de  la  plaza,  al  general 
presidente  Vivero;  ordené  á  todos  los  oficiales,  coman- 
dantes de  los  destacamentos,  que  al  tiro  de  dos  cañona- 
zos que  yo  dispararía  desde  el  alto  que  ocupaba,  respon- 
diesen todos  con  un  alto— «viva  la  patria», —  y  avanzando 
hasta  una  cuadra  de  las  trincheras  hicieran  alto,  repi- 
tiéndolo y  esperasen  órdenes. 

El  alto  de  San  Roque,  está  precisamente  al  frente 
mismo  de  la  calle  de  la  Presidencia,  está  situado  á  me- 
dia cuadra  de  la  plaza.  Coloqué  las  dos  piezas  al  fren- 
te de  la  iglesia  de  este  nombre  y  después  de  haber 
dirigido  yo  mismo  las  punterías  al  fogón  que  la 
guardia  de  la  presidencia  tenía  al  frente  de  la  puerta, 
esperé  á  que  los  enemigos  tocaran  la  diana  para  dispa- 
rarlas; mientras  tanto  los  4  centinelas-  que  los  enemigos 
tenían  en  las  cuatro  esquinas  de  la  plaza,  pasaban  la  pa- 
labra muy  tranquilos  de  rato  en  rato. 

Acercábase  ya  el  día,  cuando  el  tambor  de  guardia 
de  la  presidencia  empieza  á  templar  la  caja;  espero  y 
al  empezar  este  redoble  para  la  diana,  mando  disparar 
las  dos  piezas  consecutivamente  sobre  el  fogón,  y  fuer- 
tes vivas  de  mis  tropas  resuenan  por  dos  veces  en  toda 
la  circunsferencia  de  la  plaza.  El  tambor  enmudeció 
por  mas  de  un  minuto  al  ver  rebotar  las  balas  casi  so- 
bre el  fogón  y  tocó  luego  generala,  por  un  instante  y 
calló,  pero  no  habiendo  concurrido  nadie  probablemente 
á  dicho  toque,  fué  luego  repetido  por  tres  ó  cuatro  tam- 
bores, fué  entonces  que  el  pueblo  concurrió  á  la  plaza 
á  tomar  armas  muy  ageno  de  que  yo  hubiese  sido  el  que 
mandé  disparar  los  dos  cañonazos,  ni  mi  tropa  la  de 
los  vivas. 

Había  un  indio  Venancio,  muy  patriota  y  que  capi- 
taneaba una  republiqueta  ó  reunión  de  indígenas,  el  cual 
hostilizaba  al  ejército  español,  y  se  hallaba  en  Yampa- 
raez,  á  pocas  leguas  de  Chuquisaca  al    sud   oeste,    y    el 

9 


I 


—  130  - 

Presidente  Vivero  tenia  dada  la  orden  de  acudir  todo  el 
mundo  á  la  plaza  al  tiro  de  dos  cañonazos,  pues  se  te- 
mia  un  asalto  ó  saqueo  por  parte  de  aquel  capitán;  pero 
ignorando  yo  dicha  orden,  vine  sin  imaginarlo  á  llamar 
al  pueblo  contra  mí,  por  dicho  medio;  por  consiguiente 
no  debe  estrañarse  que  la  parte  de  aquel  pueblo  que  se 
hallaba  de  trincheras  adentro,  hubiese  concurrido  á  la 
plaza,  á  pesar  de  haber  sido  siempre  tan  patriota,  pues 
solo  concurrieron  en  la  inteligencia  de  ser  la  gente  de 
Venancio  la  de  los  vivas,  y  no  la  mía,  como  lo  mani- 
festaban los  semblantes  de  todos  los  vecinos,  asi  que 
aclaró   y   vieron   mis  fuerzas    y   la  bandera  Argentina. 

Asi  que  hubo  aclarado,  mandé  un  parlamento  inti- 
mando la  rendición  al  Presidente  Vivero,  y  avisándole 
que  su  escuadrón  de  descubierta  para  recibir  el  auxilio 
de  Potosí,  estaba  todo  en  mi  poder  con  su  jefe  y  oficia- 
les, pero  dicho  parlamento,  tuvo .  que  regresar  por  el 
fuego  que  le  hicieron  desde  las  trincheras,  á  pesar  de 
haberse  anunciado  por  el  toque  de  corneta  y  la  bandera. 
El  teniente  coronel  López  que  estaba  prisionero,  me  hizo 
las  mayores  instancias  para  que  lo  mandara  con  el  plie- 
go, asegurándome  por  su  honor  que  asi  que  el  Presiden- 
te supiese  por  él  que  yo  era,  se  entregaría,  pues  era 
imposible  que  pudiera  resistirme,  y  que  si  tal  no  sucedía 
me  juraba  por  lo  mas  sagrado  que  volvería;  pero  yo  no 
quise  admitir  su  propuesta  y  mandé  un  oficial  con  un 
cadete  que  había  entre  Ips  prisioneros  del  escuadrón  de 
éste.  A  poco  rato  estaba  de  vuelta  la  contestación,  pero 
no  con  el  que  llevó  la  intimación,  sino  con  un  cholo. 
Decía  en  él,  el  Presidente,  que  las  tropas  del  Rey  no  se 
rendían  por  las  bravatas  de  sus  enemigos,  mientras  tu- 
viesen pólvora  y  balas. 

En  fin,  el  cholo  fué  despachado,  avisándole,  que  so- 
bre la  amenaza  marchaba  á  la  ejecución.  Encargué  á  mi 
2^  el  mayor  Giles,  atacar  por  la  calle  de  mi  derecha, 
llevando  una  pieza  de  artillería  al  frente  del  la  compañía 
N®  2,  que  estaba  colocada  á  una  cuadra  de  aquella  trin- 
chera, la  otra  pieza  se'  la  despaché  al  capitán  Francisco 


—  131  — 

Pombo  de  Otero,  que  estaba  colocado  por  la  entrada  al 
sur  de  la  plaza,  con  su  compañía  del  N®  3.  El  capitán 
del  9,  Manuel  Segovia  por  la  izquierda  de  Otero,  y  el 
sargento  mayor  M.  Toro,  de  Húsares,  con  el  resto  del 
cuerpo  por  el  otro  frente  del  poniente.  Yo  que  me  ha- 
llaba en  el  alto  de  San  Roque  con  el  2®  escuadrón  de 
Húsares,  cuya  segunda  compañía  la  componían  los  re- 
clutas tarijeños  y  con  los  prisioneros,  dispuse  quedara 
con  estos  en  dicho  punto,  la  primera  que  mandaba  el 
valiente  capitán  Mariano  García,  y  que  bajara  aquella  á 
la  calle  para  ataca»*  yo  por  el  frente,  la  casa  de  la  presi- 
dencia. Ordené  en  seguida  al  capitán  García,  que  de- 
jando su  compañía  á  cargo  de  su  primer  teniente  y  de- 
más oficiales,  viniese  con  8  hombres  escogidos,  para 
que  sirvieran  -de  guías  á  la  compañía  de  tarijeños,  que 
mandé  dividir  por  mitad;  30  hombres  al  mando  de  su 
capitán  Mendieta,  por  la  vereda  de  la  derecha  y  los  otros 
30,  al  del  capitán  García  por  la  izquierda. 

Distribuidas  asi  las  fuerzas  y  comunicadas  las  órde- 
nes á  todos  los  que  las  mandaban,  para  que  al  sonar  el 
toque  de  á  degüello  de  mi  trompa  de  órdenes,  diesen 
un  viva  á  la  patria,  y  se  lanzaran  á  las  trincheras,  sin 
tirar  un  tiro  y  repitiendo  dicho  toque;  me  coloqué  yo 
en  el  medio  de  la  calle  con  12  Húsares  de  escolta  mon- 
tados y  dando  la  señal  de  ataque  con  el  corneta,  mar- 
ché á  paso  de  carrera  sobre  la  trinchera  de  la  presi- 
dencia, seguido  por  las  dos  filas  de  los  tarijeños,  sin 
que  nos  detuvieran  los  disparos  á  bala  raza  y  después 
á  metralla  que  nos  dirigieron  los  enemigos  desde  ella, 
hasta  que  habiendo  llegado  casi  á  la  mitad  de  la  cua- 
dra de  dicha  trinchera,  cayeron  los  primeros  veteranos 
que  guiaban  ambas  filas  con  el  último  tiro  á  metralla 
que  nos  dispararon  los  enemigos,  abandonando  al  mismo 
tiempo  la  trinchera  y  las  dos  piezas;  pero  este  tiro  fatal 
había  aterrado  á  mis  reclutas  y  hécholos  esconderse  en 
todas  las  puertas  de  una  y  otra  vereda,  asi  que  vieron 
tendidos  sus  guías. 

Observado  por  mí  este  movimiento,  rae  precipité  so- 


—  132  — 

bre  ellos  presentándoles  la  punta  de  mi  espada  al  pecho 
para  hacerlos  volver,  pero  en  vano  fueron  todos  mis  es- 
fuerzos porque  me  doblaban  el  sable  y  ganaban  las  puer- 
tas, teniendo  que  sufrir  mientras  tanto  los  fuegos  que 
se  nos  hacían  desde  los  balcones  y  las  torres  de  la  plaza 
y  sufrir  las  piedras,  tejas  y  tachos  de  agua  hirviendo 
que  nos  arrojajban  desde  las  ventanas,  cuando  en  esto 
veo  asomar  atravesando  las  boca-calles  de  atrás,  á  toda 
la  compañía  del  2  y  al  mayor  Giles. 

Mientras  volví  yo  en  el  acto,  sobre  aquella  compañía, 
para  hacerles  penetrar  á  la  calle,  pues  había  abandona- 
do la  que  debía  atacar  prestamente  con  el  cañón  por 
habérsele  vencido  el  eje  al  hacer  el  primer  disparo,  ha- 
bían regresado  ó  acudido  la  mayor  parte  de  los  enemigos 
que  guardaban  las  otras  avenidas  á  la  plaza,  á  la  trinchera 
que  yo  atacaba,  en  virtud  de  que  mis  otros  oficiales  ha- 
bían abandonado  las  calles  á  los  primeros  disparos  de 
las  trincheras  y  por  consiguiente  nos  abrasaban  con  sus 
fuegos. 

Conocido  por  mi  todo  esto,  asi  como  el  abandono  de 
la  pieza  que  había  dejado  el  mayor  Giles,  en  la  calle  de 
mi  derecha,  me  lancé  á  escape  con  diez  Húsares  que  me 
quedaron  de  mi  escolta,  que  me  habían  muerto  uno  y 
herido  otro  casi  ya  sobre  la  trinchera,  en  busca  del  ca- 
ñón. Cuando  yo  desemboqué  á  la  calle,  lo  llevaban  ya 
tirando  unos  cuantos  vecinos  hacia  la  trinchera,  los 
cuales  al  verme  cargar  sobre  ellos,  lo  abandonaron; 
mandé  á  mis  hombres  de  la  escolta  que  atasen  el  cañón 
con  sus  maneadores  y  lo  volví  á  la  boca-calle  en  que 
había  dejado  el  mayor  Giles  con  su  compañía  del  2  y 
la  con  que  yo  ataqué  de  Húsares  y  me  fué  ya  pre- 
ciso retroceder  á  la  Recoleta,  porque  fueron  en  vano  los 
esfuerzos  que  hice  para  hacerles  entrar  nuevamente  al 
ataque  á  la  calle,  ni  aún  á  los  infantes  del  N^  2,  en  razón 
como  he  dicho,  de  haber  cargado  allí  toda  la  fuerza 
enemiga. 

Toqué,  pues,  la  retirada  y  antes  de  pasado  un  cuarto 
de  hora,  tuve  toda  mi  fuerza  reunida  en  el  alto  de  la  Reco- 


J 


—  133  — 

leta,  á  excepción  solamente  de  11  hombres  que  quedaron 
muertos  casi  todos  en  la  calle  que  ataqué  y  21  heridos 
que  se  sacaron,  Resultó  de  las  averiguaciones,  que  el 
capitán  Otero  á  los  primeros  tiros  de  la  trinchera  que 
debió  atacar,  había  abandonado  la  calle  y  la  pieza  que 
llevaba  y  que  el  capitán  Segovia  con  unos  50  infantes 
del  9,  juzgando  mejor  reunirse  á  Otero  y  faltando  á 
mis  instrucciones,  había  abandonado  también  su  calle 
para  venirle  á  buscar  y  atacar  juntos  por  ese  lado;  pero 
felizmente  había  llegado  á  tiempo  que  los  enemigos  car- 
gaban con  el  cañón  abandonado  y  este  capitán  mucho 
más  valiente  que  el  otro,  se  fué  sobre  los  enemigos  y 
matando  algunos  de  ellos,  quitó  el  cañón  y  lo  salvó.  El 
Mayor  de  Húsares  no  se  portó  bien,  pues  no  atacó  la 
calle  que  se  le  había  designado,  so  pretesto  de  que  las 
dos  compañías  de  infantería  habían  retrocedido. 

Permanecí,  pues,  todo  el  día  en  el  deferido  alto  y 
circulando  todas  las  salidas  de  la  plaza  con  partidas;  y 
con  los  indios,  los  extramuros  del  pueblo. 

Observaba  yo  desde  la  torre  con  mi  buen  anteojo, 
los  semblantes  mustios  y  desencajados  de  todo  el  vecin- 
dario que  estaba  en  armas  en  las  trincheras  y  conocía 
bien  que  permaneciendo  toda  esa  noche  estrechado  el 
pueblo  y  amenazándole  con  algunos  ataques  falsos,  se 
pondrían  todos  á  lo  más  en  salvo,  y  me  sería  fácil  to- 
mar la  plaza  al  siguiente  día;  pero  pesaba  sobre  mí  otra 
razón  mas  poderosa  para  apartarme  de  esta  idea  y  era 
la  de  que  en  el  pueblo  de  Tarabuco,  á  12  leguas  de  la 
Capital,  se  hallaba  el  coronel  Lahera  con  500  infantes  de- 
fendiendo un  hermoso  reducto  con  que  guardaba  aquel 
punto,  y  que  dicho  jefe,  si  yo  le  daba  tiempo  podría, 
reunido  con  los  300  hombres  que  venían  de  Potosí,  aplas- 
tarme con  toda  mi  fuerza,  que  había  ya  acabado  sus 
municiones,  ó  la  mayor  parte  de  ellas,  en  el  ataque  que 
se  sostuvo  en  la  mayor  parte  de  aquel  día.  Asi  fué  que 
al  cerrar  la  noche  me  había  ya  decidido  á  marchar  so- 
bre el  reducto  asi  que  oscureciera  y  atacarlo  en  la  ma- 
drugada del  segundo  día. 


—  134  — 

Dadas  ya  las  órdenes  para  la  marcha  y  momentos 
antes  de  efectuarla,  recibí  un  propio  de  Tucumán,  con 
la  contestación  del  General  en  jefe,  á  la  nota  que  le 
pasé  la  noche  del  19  del  anterior,  al  descender  de  la 
cuesta  á  Tarija,  y  al  parte  de  haberlo  tomado  el  21  y 
adjuntándome  con  ellos  el  despacho  de  Coronel  graduado. 
— Con  relación  á  la  primera,  en  que  le  hacía  yo  presen- 
te la  impropiedad  de  sus  quejas,  por  haberme  apartado 
de  sus  instrucciones,  cuando  se  me  había  faltado  á  mí 
con  el  primer  elemento  para  la  marcha  y  operaciones, 
me  recuerdo  que  me  decía,  entre  otras  cosas:  —  «tiene 
Vd.  sobrada  razón,  para  decirme  que  no  puede  un  Ge- 
neral reñir  á  un  jefe  que  comisione  á  gran  distancia,  á 
no  separarse  de  las  instrucciones  que  le  diese,  pues  no 
puede  propiamente  el  General,  preveer  desde  la  distan- 
cia, los  obstáculos  ó  embarazos  que  puedan  presentarse 
por  mil  accidentes,  y  que  debe  dejarse  al  jefe  comisio- 
nado la  libertad  de  salvarlos  según  su  buen  sentido.  Por 
consiguiente  queda  Vd.  desde  esta  fecha  autorizado  con 
todo  mi  poder  para  obrar  á  su  criterio,  pues  tan  buenas 
muestras  acaba  de  darme,  asi  de  su  buen  juicio,  como 
de  su  valor». 

Mucho  siento  el  haber  perdido  toda  mi  correspon- 
dencia y  borradores,  asi  con  este  General  como  con  los 
demás  bajo  cuyas  órdenes  he  servido,  en  el  campo  del 
Tala  y  últimamente  en  Tucumán;  y  mucho  más  la  de 
Belgrano  que  ha  sido  el  mas  justo  y  el  mas  patriota  de 
nuestros  Generales,  sin  agravios  á  ninguno.  Si  él  hubiese 
sobrevivido  algún  tiempo  más,  muchos  mayores  servicios 
habría  yo  prestado  á  mi  patria,  porque  habría  sido  em- 
pleado por  él,  en  mayor  escala,  pues  nunca  fué  ému- 
lo de  mis  acciones  como  no  sé  que  lo  fuese  de  ninguno. 
Bien  convencido  estaba  de  esta  verdad  el  finado  general 
Quiroga,  como  lo  está  también  su  rival  el  general  Ro- 
sas, por  varias  predicciones  mías  que  deben  obrar  en  el 
poder  de  ambos. 

Cerrada  ya  la  noche,  emprendí  mi  marcha  sobre 
Tarabuco,  con  toda  mi  fuerza  y  cargando  con  todos  mis 


--  135  — 

heridos,  caminé  la  mayor  parte  de  ella  y  al  siguiente 
día  llegué  al  pueblo  de  Yamparaez  antes  de  medio  día; 
comió  allí  la  división  y  despaché  antes  de  ponerse  el 
sol  al  teniente  de  Húsares  Carlos  González,  que  era  un 
valiente  español,  con  una  partida  de  10  hombres  del 
cuerpo  y  otros  tantos  indios  prácticos,  á  ocupar  con  la 
noche  y  bien  temprano,  la  abra  de  carretas  que  está  co- 
locada á  la  cima  de  una  larga  cuesta  que  debía  yo  su- 
bir con  la  división  asi  que  anocheciera,  para  poder  ata- 
car el  reducto,  sorprendiéndole  á  la  madrugada. 

El  objeto  que  llevaba  este  Oficial,  era  el  de  cubrir 
con  su  partida  asi  el  dicho  camino,  como  dos  sendas 
que  se  desprendían  de  aquella  abra,  para  Yamparaez,  á 
fin  de  evitar  de  que  pudiera  pasar  por  cualquiera  de 
ellas  ningún  chasque  del  enemigo,  ó  la  misma  fuerza 
del  reducto,  mientras  yo  la  buscaba  por  el  carril  prin- 
cipal, sin  ser  sentida. 

Llegó,  pues,  la  oración  y  emprendí  la  marcha  muy 
confiado  en  que  tenía  ya  cubiertos  los  caminos,  por  la 
expresada  partida,  pero  sin  embargo  con  todas  las  pre- 
cauciones necesarias;  y  llevando  á  mi  vanguardia  al  ca- 
pitán Venancio  que  se  me  reunió  ese  día  con  su  partida, 
compuesta  de  algunos  soldados  de  los  dispersos  de  nues- 
tro ejército  y  bastante  número  de  indios,  y  puesto  á  la 
cabeza  de  400  indios  que  llevaba,  siguiéndole  el  mayor 
de  Húsares  Manuel  Toro,  con  una  compañía  de  su  cuer- 
po y  enseguida  yo,  con  la  artillería  á  lomo  de  muía  y 
dos  compañías  de  infantería,  á  la  cabeza  de  la  columna. 

La  cuesta  que  teníamos  que  subir  hasta  llegar  al 
abra  de  Cortaderas,  empieza  desde  muy  cerca  de  Yam- 
paraez, llegados  á  ella  empezamos  á  repecharla  por  su 
falda,  dejando  la  mayor  altura  del  cerro  á  nuestra  de- 
recha y  la  cual  es  casi  intransitable.  Nuestras  cabalga- 
duras estaban  ya  muy  estropeadas  por  la  larga  marcha 
y  aspereza  de  los  caminos  y  era  preciso  hacer  alto  con 
frecuencia  para  llevar  la  fuerza  reunida,  hasta  que  el 
capitán  que  cubría  la  retaguardia  con  su  compañía  de 
infantería,  pasaba  muy  despacio  la  voz  de  marcha  para 


—  136  — 

continuar  ésta;  asi  que  llegaba  la  voz  expresada,  nos  era 
preciso  hacer  desmontar  dos  ó  tres  hombres  y  dar  sus 
cabalgaduras,  para  cargar  los  cañones  ó  sus  montajes, 
porque  las  muías  que  los  llevaban  no  podían  levantarse 
de  donde  se  recostaban  en  cada  alto  que  hacían. 

En  una  de  dichas  paradas  á  eso  de  las  12  de  la  noche, 
habia  sido  dada  ya  la  orden  de  marchar  á  mi  vanguardia, 
cuando  se  dispara  sobre  esta  una  descarga  de  infantería 
enemiga  que  es  acompañada  del  paso  de  ataque  tocado 
por  dos  tambores  y  un  corneta  al  mismo  tiempo.  Oír 
la  descarga  y  partir  yo  volando  con  mi  escolta  de  12 
Húsares  sobre  el  punto  de  donde  había  sido  disparada, 
fué  una  misma  cosa,  ordenando  antes  á  mi  Segundo  pre- 
parar la  división  para  ejecutar  mis  órdenes.  Llego  á  la 
compañía  de  Húsares  que  iba  á  las  órdenes  del  mayor 
Toro  y  lo  encuentro  á  este  formando  algunos  hombres 
de  dicha  compañía,  pues  acababa  de  ser  desordenada  por 
mi  indiada  de  vanguardia  que  fué  la  que  recibió  la  des 
carga.  Al  momento  en  que  yo  llegaba,  seguían  los  to- 
ques de  ataque  del  enemigo  ya  muy  próximos,  cuando 
los  fogonazos  de  una  segunda  descarga  casi  á  quema  ro- 
pa, me  muestra  el  frente  de  donde  partía;  precipitóme  á 
él  con  mi  escolta  y  los  pocos  hombres  que  estaba  for- 
mando Toro,  mandado  hechar  sable  á  la  mano,  peí  o 
antes  que  me  hubiese  entreverado  con  los  enemigos,  re- 
cibo por  la  espalda  una  segunda  descarga  de  mis  dos 
compañías  de  infantería  que  dejaba  á  la  cabeza  de  rai 
columna,  mandada  disparar  por  orden  de  mi  Segundo 
el  mayor  Giles;  mando,  sin  detenerme,  orden  á  Giles  pa- 
ra que  no  repita  sus  fuegos  por  estar  yo  de  por  medio 
y  nos  entreveramos  acuchillando  á  los  infantes  enemigos. 
Paran  éstos  el  fuego  y  gritan:— son  nuestros. — Mis  soldados 
suspenden  sus  cuchillos  é  inclinándose  sobre  los  enemi- 
gos, me  repiten:— cSon,  señor,  nuestros  cazadores». 

cNo  soh  nuestros  cazadores,  sino  los  enemigos», — dí- 
goles  yo,  descargando  al  mismo  tiempo  una  cuchillada 
sobre  los  que  estaban  mas  inmediatos,  pero  estos  que 
la  reciben  advertidos  por  el  engaño  de  los  míos,  gritan: — 


—  137  — 

«No  nos  peguen,  señor,  que  somos  los  cazadores  ¿qué  no  nos 
conocen?» — Demasiado  los  conocí  yo  por  enemigos,  pero 
visto  que  los  míos,  los  confundían  por  los  vestuarios  y 
las  fornituras;  retrocedí  mandando  á  mis  Húsares  que 
me  siguieran  para  hacerles  conocer  su  engaño. 

Apenas  nos  habíamos  separados  de  ellos,  cuando 
disparan  sobre  nosotros  una  tercera  descarga  que  es 
contestada  por  sobre  mí,  por  mis  compañías  de  infante- 
ría. Volví  á  la  carga  sobre  Jos  fogonazos  de  aquellos 
gritando  á  degüello  é  incorporado  segunda  vez,  repar- 
tiendo cuchilladas,  cesa  el  fuego  y  se  repite  la  primera 
escena. 

«Son  enemigos,  grito  yo,  acuchillarlos.»  -  Mis  soldados 
replican:  «Señor  son  nuestros  cazadores  prisioneros  ¿que 
no  les  vé  la  fornitura  y  el  uniforme?»  —  «Si,  señor,  somos 
los  prisioneros»  repetían  los  enemigos,  y  los  estaba  yo  to- 
cando con  los.  estribos,  pero  muy  persuadido  de  lo  con- 
trario, cuando  en  medio  de  este  alegato  y  bajo  muchos 
tiros  que  disparaban  mis  infantes  por  sobre  mí,  sin  em- 
bargo de  haber  yo  repetido  la  orden  para  que  no  nos 
fusilaran,  desconocíanse  unos  cuantos  de  mis  soldados  y 
tiranse  algunas  cuchilladas  y  una  de  las  cuales  da  en 
mi  espada  y  hacénmela  saltar  de  la  mano,  sobre  las  ca- 
bezas mismas  de  los  enemigos  con  que  estábamos  in- 
terpolados. 

Sorprendido  yo  de  este  incidente  que  me  privaba  de 
nn  recuerdo  de  un  General  que  estimaba  en  extremo, 
hube  de  bajarme  del  caballo  para  recojerlo,  pero  temien- 
do ser  tomado  prisionero,  pues  estaba  cierto  de  que  eran 
enemigos  y  no  nuestros,  di  vuelta  á  mi  caballo  y  mandé  á 
mis  soldados  que  me  siguieran.  No  bien  habíamos  aca- 
bado de  separarnos  de  entre  aquellos  cuando  nos  dispa- 
ran otra  descarga  y  repiten  el  paso  de  ataque.  Toman- 
do entonces  el  sable  de  uno  de  mis  soldados,  me  dirijo 
hacia  el  lugar  donde  creí  haber  dejado  á  mi  Segundo 
con  la  columna  y  llamándole  por  su  nombre,  pues  la 
noche  estaba  tan  oscura  que  no  se  veía  uno  las  manos; 
cuando  me  contesta   una  voz: — «No  está  mi  Coronel,  el 


—  138  — 

Mayor  se  ha  retirado  con  la  columna? — Enfurecido  yo,  con 
semejante  anuncio,  grito  aterradamente: — «¿Adonde  están 
mis  tucumanos?» — El  capitán  de  ellos  José  ^Carrasco,  que 
había  regresado  ya  de  conducir  los  prisioneros  de  Tarija 
y  había  quedado  firme  en  su  puesto  esperándome,  con- 
testa en  alta  voz:  -  «Aquí  estamos  mi  Coronel » . 

Contesté  á  esta  repuesta  consoladora:—  «¡Que  vivan 
mis  valientes  tucumanos,  ellos  solos  me  bastan  para 
concluir  con  estos  miserables!  Seguidme!» — y  volví  al  en- 
cuentro. El  paso  de  ataque  y  los  fuegos  del  enemigo 
cesaron  al  oír  mi  contestación  al  expresado  capitán,  pues 
advirtieron  que  no  era  el  capitán  Venancio  el  que  sé  les 
presentaba  sino  la  división  victoriosa  de  Tarija. 

Suspenderé  por  un  momento  la  continuación  del  re- 
lato de  este  encuentro,  para  explicar  asi  el  objeto  que 
había  conducido  á  los  enemigos,  que  solo  eran  150  hom- 
bres de  infantería,  como  el  porqué  no  fui  avisado  por 
el  bravo  teniente  González,  que  había  sido  detenido  en 
tiempo  á  cubrir  los  caminos.  Habiendo  sido  avisado  el 
coronel  Lahera  en  ese  día,  por  su  descubierta  desde  la  abra 
de  carretas,  de  observarse  mucha  gente  en  el  pueblo  de 
Yamparaez,  la  cual  era  la  mía  que  acababa  de  llegar, 
juzgó  dicho  jefe  que  venía  la  indiada  del  capitán  Venan- 
cio y  mandó  aquella  fuerza  al  cerrar  la  noche,  con  el 
objeto  de  sorprenderla,  y  como  su  primera  descarga  la 
hizo  ésta  precisamente  sobre  los  indios  que  iban  á  las 
órdenes  de  Venancio,  que  dispararon  al  recibirla,  juzgó 
el  oficial  que  la  mandaba  que  los  que  habían  presenta- 
dose  á  la  carga  serían  los  pocos  soldados  dispersos  que 
aquel  tenía,  y  conoció  su  error  al  oírme  preguntar  por 
los  tucumanos,  y  recibida  la  contestación  del  capitán  que 
los  mandaba,  verme  marchar  á  su  encuentro.  El  tenien- 
te de  mi  descubierta  abrumado  por  el  frío,  había  come- 
tido la  imprudente  falta  de  hacerse  .á  un  lado  del  ca- 
mino, mucho  mas  arriba,  y  encender  un  fuego  para 
calentarse  un  momento,  dejando  un  centinela  al  camino. 
Los  enemigos  que  venían  descendiendo  ya,  lo  observaron 
desde  la  distancia  y  separándose  del  camino  por  un  ro- 


—  139  — 

deo,  se  habían  interpuesto  entre  la  descubierta  y  fuerza, 
cuando  talvez  empezaba  recien  á  subir.  El  resultado 
fué  que  aproximándose  los  enemigos  á  la  descubierta 
por  la  parte  que  este  había  subido  y  contestando:— la  pa- 
tria,— al  quien  vive  de  su  centinela,  no  le  dejaron  dar 
lugar  para  dar  aviso,  pues  aunque  los  conocieron  por 
enemigos  no  pudieron  salvarse  sino  desbarrancándose 
por  una  quebrada  y  perdiendo  sus  caballos  ensillados, 
según  me  informó  González  al  reunirseme  al  siguiente 
día  con  la  partida.  Sigamos. 

Los  enemigos  asi  que  conocieron  su  engaño  por  mis 
voces,  retrocedieron  y  los  seguía  yo  como  á  tres  ó  cuatro 
cuadras  mas  allá,  de  donde  nos  habían  hecho  la  prime- 
ra descarga,  cuando  un  oficial  que  iba  á  mi  lado,  el  cual 
hacia  poco  que  me  había  entregado  una  comunicación 
de  un  coronel  Fernandez,  patriota,  me  dice: — «Mi  Coronel, 
mire  Vd.  que  nos  cortan  por  arriba  de  la  cuesta»,  ense- 
ñándome la  cima  que  llevábamos  á  la  izquierda,— Paro 
y  observando  á  la  cima  que  me  enseñaba,  veo  los  bultos 
que  corrían  hacia  mi  retaguardia. 

Hecha  esta  observación,  no  juzgué  ya  prudente  con- 
tinuar la  persecución,  mucho  mas  cuando  el  resto  de  mi 
fuerza  había  retrocedido,  pues  me  persuadí  que  toda  la 
fuerza  del  reducto  podía  ser  la  que  marchaba  por  la 
cumbre,  con  el  conocimiento  que  había  adquirido  por 
mi  partida  que  yo  juzgaba  prisionera.  Retrocedí  pues  y 
habíamos  bajado  como  unas  ocho  cuadras  la  cuesta, 
cuando  sientjo  el  paso  de  ataque  por  muchas  cajas  con 
que  subían  á  mi  encuentro. 

Esto  me  confirmó  en  la  idea  que  había  formado  al 
retroceder  de  que  era  fuerza  enemiga  la  que  había  visto 
correr  hacia  mi  retaguardia  por  la  cumbre. 

Paré  y  mandé  apretar  las  cinchas  de  los  caballos 
para  abrirnos  paso  y  continuábamos  ya  descendiendo  con 
precaución,  cuando  me  dan  el  quién  vive.  «¿Y  quiénes  son 
los  qué  lo  dan?»  Repuse  en  voz  alta,  sin  contestarlo,  y  fui 
conocido.  Era  mi  Segundo  que  volvía  en  mi  busca  con 
la  fuerza,  pero  en  poco  número. 


—  140  — 

Pregunto  por  los  cañones  y  me  contestan  que  no 
saben.  Mando  volver  un  ayudante  por  si  las  cargas  iban 
descendiendo  la  cuesta  y  mando  en  seguida  al  mayor 
Giles,  que  ordene  á  los  capitanes  pasen  lista  por  números. 

Cumplida  esta  orden,  vienen  los  capitanes  á  decirme 
que  faltaba  mas  de  la  tercera  parte  de  la  fuerza.  ¡Cómo 
quedaría  yo  á  esta  noticia  después  que  venia  cierto  de 
la  retirada  de  los  enemigos  que  nos  habían  atacado  y  al 
considerar  perdidos  mis  cañones;  podrán  calcular  los 
lectores ! ! ! 

Continué  descendiendo  con  toda  la  fuerza,  pero  con 
mi  alma  mas  negra  que  un  carbón  ! ! ! 

Era,  pues,  preciso  bajar  cuanto  antes,  aquella  cues- 
ta fatal,  que  amenazaba  (por  lo  expuesto  anteriormente) 
ser  el  sepulcro  del  vencedor  y  de  todos  sus  compañeros! 
Mas  de  un  cuarto  de  hora  llevábamos  ya  de  marcha 
retrazada;  perdida  la  espada  que  había  ceñido  á  su  cinto 
el  muy  recomendable  general  San  Martin,  también  mi 
vanguardia  (aunque  de  naturales  del  país)  y  tal  vez  mis 
cañones,  cuando  regresa  mi  ayudante  después  de  haber- 
se cerciorado  por  los  últimos  hombres  que  iban  retro- 
cediendo por  delante,  de  que  no  había  pasado  una  sola 
carga ! ! ! 

Apresuré  la  marcha  y  bajando  al  llano,  mandé 
acampar  después  de  practicado  el  reconocimiento  del 
campo  y  que  armasen  mi  tienda  para  escribir.  Eran  las 
dos  de  la  mañana. 

Proclamé  á  mi  íuerza  que  estaba  formada  con  los 
caballos  de  la  brida,  afeándoles  á  todos  la  cobardía  que 
habían  mostrado  y  pronosticándoles  el  fin  que  nos  aguar- 
daba si  sobre  la  marcha  no  lavábamos  aquel  tizne  que 
ennegrecería  nuestro  nombre  hasta  la  posteridad,  y  exigí 
en  seguida  que  si  aun  quedaban  cincuenta  valientes  á 
mi  lado  para  ir  en  busca  de  los  cañones,  que  reputaba 
quedados  sobre  las  bestias  que  los  conducían  en  el  lugar 
mismo  donde  se  sintió  la  primera  descarga,  pues  que 
había  yo  pasado  persiguiendo  al  enemigo  algunas  cua- 
dras mas  allá,  que  saliesen  al  frente. 


—   141  — 

Salieron  en  efecto  y  en  mayor  número,  cuantos  te- 
nían buenos  caballos,  porque  como  dije  antes,  estaba  con 
toda  la  caballada  malísima. 

Llamé  al  valiente  capitán  de  Húsares,  Mariano  Gar- 
cía, y  le  encomendé  el  pronto  desempeño  de  subir  y 
traerme  los  cañones,  con  aquellos  valientes.  Partieron 
al  instante  y  yo  despaché  sin  demora  comisionados  en 
todas  direQciones  para  contener  y  reunir  el  tercio  de  mi 
fuerza  que  me  faltaban  y  prender  un  soldado  distinguido 
de  los  cincuenta  prisioneros  tomados  en  Cachimayo,  que 
se  había  fugado  de  la  guardia  que  lo  custodiaba,  junta- 
mente con  otro  soldado. 

Esperábamos  vigilantes  y  con  ansia  la  llegada  del 
día.  Apareció  por  fin  y  nos  mostró  sin  peligro  el  cam- 
po, descubriéndose  en  seguida  al  capitán  García  que  venia 
descendiendo  la  cuesta  con  los  cañones  y  dos  cargas  mas 
que  habían  quedado.  Un  grito  de  alegría  fué  manifes- 
tados por  todos,  y  mucho  mas  cuando  al  poco  instante 
de  callar  las  dianas  con  que  mandé  celebrar  su  vista,  ya 
descubrimos  los  diferentes  grupos  de  dispersos  que  se 
dirigieron  á  nuestro  campo  y  los  cuales  empezaron  á 
incorporársenos  momentos  después  de  haber  llegado  los 
cañones  y  también  el  oficial  de  la  descubierta  que  había 
sido  el  causante  de  aquel  suceso. 

El  capitán  García  me  dio  parte  de  haber  encontra- 
do muertos,  poco  mas  allá  de  donde  estaban  las  muías 
echadas  con  los  cañones,  nueve  hombres  de  los  nuestros 
y  veintidós  ó  veintitrés  de  los  enemigos,  presentándome 
al  mismo  tiempo  herido  mortalmente  al  valiente  capitán 
de  la  compañía  del  número  2,  José  Calé. 

A  las  7  de  la  mañana  estábamos  ya  en  marcha  para 
Tarabuco,  con  toda  mi  fuerza  á  excepción  solo  del  sar- 
gento de  Húsares,  Martín  Bustos,  con  8  ó  10  soldados 
que  nos  faltaban,  y  después  de  haber  mandado  ejecutar 
al  distinguido  y  soldados  prisioneros,  que  fueron  tomados 
muy  cerca  ya  de  Chuquisaca,  por  una  partida  de  núes, 
tros  fieles  indios  y  dado  una  gratificación  á  los  hombres 
que  habían  conducido  nuestros  cañones. 


—  142  — 

Serian  las  8  cuando  descubrimos  ya  la  división  del 
coronel  Lahera,  que  venía  huyendo  del  reducto  de  Tara- 
buco, por  sobre  la  cima  de  la  misma  cuesta  por  donde 
marchábamos.  Despaché  en  el  acto  al  valiente  Santiago 
Albarracin  (sargento  de  Tambo  Nuevo)  y  qué  era  ya 
alférez  de  Húsares,  con  25  hombres  de  su  compañía,  en 
persecución  de  aquella  fuerza,  mientras  que  por  otro 
lado  destiné  otras  fuerzas  al  mismo  objeto.  E]  resultado 
fué  que  los  enemigos  salvaron  para  Chuquisaca  por  so- 
bre las  asperezas  de  la  sierra,  pero  dejando  en  poder 
de  mi  valiente  Albarracin,  dos  cargas  de  municiones  de 
calibre  de  mis  cañones,  dos  de  fusil,  dos  cornetas  de 
platas,  una  carga  de  equipajes  que  cedí  para  su  partida, 
diez  y  ocho  prisioneros  y  diez  mujeres,  con  varias  ca- 
balgaduras. 

Continué,  pues,  á  Tarabuco,  muy  complacido,  parti- 
cularmente por  las  municiones,  pues  se  nos  habían  con- 
cluido las  nuestras  y  llegamos  cerca  de  las  doce  de  ese 
mismo  dia  al  reducto  y  encontramos  en  él,  ciento  ochen- 
ta cabezas  de  ganado  vacuno,  mayor  número  de  ovejas, 
mas  de  veinte  arrobas  de  chalonas  ó  charque  de  ovejas 
gordas  y  gran  acopio  de  cebada,  leña,  etc.,  que  habían 
abandonado  nuestros  enemigos.  Mi  primer  cuidado  fué 
hacer  reparar  el  eje  del  cañón  que  se  había  vencido  en 
el  ataque  á  la  plaza  de  Chuquisaca,  pasar  el  parte  al 
General  en  jefe  y  despachar  proclamas  incendiarias  á 
todos  los  departamentos  y  avisarles  mi  marcha  sobro 
la  capital  de  Charcas. 

Al  siguiente  día,  bien  temprano  me  fué  presentado 
preso  el  sargento  Martín  Bustos  y  sus  diez  soldados, 
por  uno  de  mis  comisionados  naturales  del  país  y  escol- 
tado por  mas  de  setenta  indios.  Formé  en  el  acto  toda 
mi  división  en  cuadro  en  la  plaza  y  puestos  los  presos 
dentro  de  él.,  llamé  al  curaca  ó  alcalde  del  pueblo  y  le 
ordené  me  presentara  al  instante  once  polleras  de  las 
mas  andrajosas  de  jas  indias  é  igual  número  de  suecos 
y  monteras  de  cuero  de  las  que  ellas  usan.  Listo  todo 
al  momento,  mandé  desnudar  á  los  presos  y  vestidos  por 


—  143  — 

fuerza  con  aquel  traje  y  el  aro  en  la  mano,  aunque  me 
clamaban  todos  que  los  fusilara  primero;  mandé  abrir 
filas  é  hice  que  los  pasearan  por  entre  ellas,  ordenando 
á  la  tropa  que  escupiera  á  esos  cobardes,  que  no  mere- 
cían ser  sus  compañeros,  pues  eran  los  únicos  que  que- 
rían regresar  á  su  país  manchados.  Fué  un  rato  de 
comedia  para  la  división  y  el  pueblo,  y  del  mas  amargo 
llanto  para  los  que  sufrieron  aquel  castigo;  perdió  el 
sargento  la  gineta. 

En  esa  misma  tarde  regresé  con  toda  la  fuerza  sobre 
la  Capital  y  al  tercer  día  amanecimos  circunvalándola, 
y  no  recuerdo  si  fué  en  ese  mismo  día,  amenacé  un  ata- 
que por  la  tarde,  por  todas  las  calles,  en  circunstancias 
que  la  procesión  del  Corpus,  empezaba  á  pasear  por  la 
plaza.  El  resultado  fué  que  a.si  las  tropas  como  el  pue- 
blo la  abandonaron  y  el  sacerdote  ó  no  se  si  el  obispo 
con  los  demás  eclesiásticos,  tuvieron  que  ganar  la  cate- 
dral con  el  palio. 

Mientras  fui  á  Tarabuco  y  volví,  después  del  ataque 
á  la  Capital,  se  habían  reunido  ya  en  ella  unos  mil  no- 
vecientos hombres  de  las  dos  armas,  infantería  mil  cua- 
trocientos y  quinientos  caballos;  pero  á  pesar  de  dicha 
fuerza  no  se  atrevieron  á  salir  á  batirme,  cuando  no 
tenía  yo  mas  fuerza  que  la  de  cuatrocientos  y  pico  de 
hombres  de  las  tres  armas.  Permanecí  sitiando  la  plaza 
no  recuerdo  cuantos  días,  pero  en  ellos  hubieron  dos  ó 
tres  juntas  de  guerra,  sobre  si  deberían  salir  á  batirse 
6  nó,  y  en  ninguna  de  ellas,  se  resolvieron  á  lo  primero. 
El  jefe  que  anduvo  mas  atrevido  en  su  dictamen  fué  el 
coronel  Baile  ó  Lavalle,  pues  fué  el  único  que  á  pesar 
de  la  resistencia  de  todos  los  demás,  fué  de  parecer  que 
debían  salir  con  todas  las  fuerzas  y  situarse  en  el  cerro, 
no  recuerdo  si  de  San  Fernando  ó  de  San  Roque  y  man- 
tenerse allí  en  observación  de  mi  fuerza,  hasta  que  se 
les  reuniera  una  división  creo  de  400  hombres  que  espe- 
raban de  Potosí.  Esto  lo  supe  por  las  comunicaciones  que, 
les  intercepté,  ó  impuesto  asi  mismo  de  que  dicha  fuer- 
za debía  estar  ya  próxima,    me   moví    por  la  noche  con 


—  144  — 

toda  mi  división  sobre  Potosí,  por  las  alturas  á  la  izquier- 
da del  camino  y  dejando  solo  las  ligeras  partidas  que 
juzgué  precisas  para  los  movimientos  del  enemigo. 

Habíamos  andado  hasta  las  12  de  la  noche  y  mandé 
parar  una  hora  con  el  objeto  de  darle  descanso  á  mi 
tropa,  cuando  se  me  da  parte  por  uno  de  los  capitanes 
de  infantería,  de  que  habían  desertado  dos  hombres  de 
los  prisioneros  de  Toro,  que  habían  tomado  servicio  en 
su  compañía,  siendo  uno  de  ellos,  sargento  y  que  según 
los  informes  que  acababa  de  tomar  al  echarlos  de  menos 
en  la  lista,  resultaba  que  hacía  mas  de  una  hora  que 
no  eran  vistos  por  nadie  en  la  compañía. 

Convencido  por  este  parte,  de  que  el  sargento  y 
soldado  desertores  se  habían  dirigido  precisamente  á 
Chuquisaca,  con  el  objeto  de  dar  parte  al  Presidente 
Vivero,  de  mi  marcha  sobre  Potosí;  y  de  que  éste  al 
recibir  dicho  aviso  se  había  movido  precipitadamente 
en  mi  alcance  con  todas  sus  fuerzas,  con  el  fin  de  echar- 
me al  medio,  asi  que  entrara  yo  á  la  quebrada  de  Pil- 
comayo;  contramarché  en  el  acto  por  el  mismo  camino 
y  serian  las  dos  de  la  mañana,  cuando  me  encontré  con 
el  parte  que  me  mandaba  el  alférez  Albarracin,  de  la 
salida  de  toda  la  tropa  enemiga  desde  Chuquisaca,  como 
á  las  doce  de  las  noche  y  de  haberse  acampado  en  el 
Tejar,  es  decir,  una  legua  fuera  del  pueblo.  Continué 
mi  camino  hasta  aproximarme  á  dicho  punto,  cubierto 
por  la  cima  del  cerro  que  está  de  por  medio  y  mandé 
orden  al  alférez  para  que  observara  á  los  enemigos  desde 
la  altura  sin  hacerse  ver  y  que  si  estos  continuaban  su 
marcha  hacia  á  Potosí,  no  se  hiciera  sentir  por  ellos  y 
me  diese  parte. 

Acampados  en  la  falda  este  del  cerro  que  nos  di- 
vidía del  enemigo,  esperamos  el  día  y  junto  con  él 
recibí  el  aviso  del  oficial  Albarracin  de  que  se  movía  la 
fuerza  enemiga  para  Potosí.  Subí  con  cuidado  á  la  cima 
del  cerro  y  observaba  yo  sin  ser  visto,  el  movimiento  de 
la  columna  enemiga,  cuando  siento  hacer  dos  tiros  sobre 
la  retaguardia  de  ésta  y  á  ellos  salir  un  hombre  á  esca- 


r 


—  145    — 

pe  en  su  caballo  para  la  cabeza  de  la  columna.  Cuan- 
do esto  sucedía  me  fastidiaba  grandemente,  pues  temí 
desde  que  se  dispararon  los  dichos  tiros  lo  que  era  na- 
tural que  sucediera,  precisamente  en  el  momento  mis- 
mo en  que  toda  la  fuerza  enemiga  iba  á  sucumbir  irre- 
misiblemente á  nuestras  manos,  pues  iba  ya  la  cabeza 
de  dicha  columna  empezando  á  penetrar  á  la  quebrada 
en  que  iba  yo  á  sepultarla;  y  para  que  no  se  dude  de 
la  exactitud  de  mi  cálculo,  distraeré  al  lector  con  la 
explicación  siguiente. 

Tomé  yo  entre  los  indios  que  me  seguían  y  los-  mu- 
chos que  se  habían  apartado  ya  sobre  las  alturas  de  la 
quebrada  del  Pilcomayo,  por  mis  órdenes,  mas  de  mil 
quinientos  hombres  armados  de  onda  y  con  la  poderosa 
metralla  que  les  suministra  aquellos  cerros;  esperando 
solo  el  primer  cañonazo  que  yo  disparara  para  aparecer 
sobre  uno  y  otro  lado  de  la  cima,  arrojando  el  diluvio 
de  pedrones  que  manejan  tan  hábilmente;  pues  fué  este 
precisamente  el  objeto  con  que  retrocedí,  asi  que  recibí 
el  parte  de  la  deserción  del  sargento  y  el  soldado  pri- 
sioneros y  solo  esperaba  yo  la  introducción  de  toda  la 
columna  á  dicha  quebrada,  para  precipitarme  por  su 
espalda  dando  la  señal  convenida. 

El  jefe  enemigo,  en  el  momento  de  haber  sido  al- 
canzado por  el  hombre  que  partió  de  retaguardia  con  el 
aviso  de  los  tiros,  contramarchó  por  su  izquierda  y  le 
vi  yo  mismo  dirijirse  con  toda  la  columna  á  la  altura 
que  yo  ocupaba  y  dirijiendo  por  diferentes  partes  varias 
partidas  de  infantes  á  ocupar  la  cima  y  reconocerla. 

«¡Perdidos  somos  por  esta  imprudencia,»  había  dicho 
yo  á  mis  ayudantes  Victorio  Llórente  y  Manuel  Cainzo, 
que  estaban  á  mi  lado,  asi  que  se  dispararon  aquellos 
fatales  tiros!!!  La  distancia  que  tenían  que  repechar  los 
enemigos  para  llegar  á  observarnos,  era  bien  larga  y 
rae  dio  tiempo  para  emprender  la  retirada,  pues  no  me 
era  de  ningún  modo  posible  el  esperarlos;  asi  por  el 
malísimo  estado  en  que  se  encontraban  ya  mis  cabalga- 
duras, como  por  la  falta  de  municiones,  que  no  teníamos 

10 


í 


-  146  - 

más  que  las  tomadas  en  la  cuesta  de  Carretas  pocos  días 
antes,  como  por  hallarse  la  indiada  que  se  me  había  reu- 
nido, algo  distante  de  aquel  punto,  y  dividida  por  uno 
y  otro  lado  de  la  quebrada. 

Mandé  á  uno  de  mis  dichos  Ayudantes  con  orden  al 
mayor  Antonio  Giles,  para  que  emprendiera  en  el  acto 
la  retirada  tomando  el  camino  á  Pomabamba  y  mandan- 
do por  delante  los  cañones  y  demás  cargas,  pero  deján- 
dome al  capitán  Mariano  García  con  cincuenta  Húsares 
de  los  montados  que  hubiesen  en  el  cuerpo  y  los  Oficia- 
les (^ue  dicho  Capitán  eligiera. 

Mi  división,  que  no    estaba  distante,  emprendió  lue- 
go la  retirada  como  lo  había  ordenado  y  quedó  el  Capi- 
tán desmontado,  después  de  haber  apartado  los  hombres 
que  se  le   ordenaron,   aguardándome   á  que   yo   bajara 
con  la  escolta  y  guias  que  me  acompañaban.     Despaché 
también  dos  hombres  de  estos  últimos,  el  uno  mandando 
desplegárseme  al  alférez  Albarracín  con  las  partidas  de 
observación,  y  el    otro  con    orden  al    capitán   Venancio 
que  lo  había  hecho  reconocer  como  Comandante  en  jefe 
de  la  indicada,    previniéndole  á  este  por  escrito  cuanto 
debía  ejecutar.     Cuando    la  -columna   enemiga  corrió  á 
la    cumbre  y  nos  descubrió,   estaba  yo  á  la   cabeza   de 
los    50  Húsares   de  García   y  mi    división  descendiendo 
ya  á  una    llanura    distante  de  la  cima  mucho  más   de 
una  legua,   como   las   nueve    de    la   mañana.    Avistada 
la  columna  y  descubierta  por  el  jefe  enemigo  toda  nues- 
tra fuerza,  no  tuvo  ya  embarazo  en    seguirnos ;    con  su 
caballería  por  delante.     Fui  perseguido  sin  cesar  en  to- 
do el  día,  hasta  que  cerró  la   noche  y  vi    retroceder  al 
enemigo  y  acamparse  sobre  la  costa  de  un  río  ó  arroyo 
que    habían  pasado    persiguiéndome,  y    creo   fué  el  de 
Yamparaez;  pero  con  toda  esta  larga   persecución   logré 
detenerlos  cuantas  veces  quise,   para  dar   tiempo  á  que 
adelantara  camino  la  artiliería  y  mi  columna,  pues  cuan 
tas   veces    me    detenia    con   los  70    hombres    que  lleva 
ba,  hacian  lo  mismo    los    500  caballos    enemigos,  hasta 
que  llegaba  toda  su  masa  de  infantería   y  no   continua- 


—  147  — 

ban  su  persecución  sino  después  de  reconocidas  todas 
las  alturas  en  que  me  había  yo  detenido.  Tal  era  el 
respeto  que  les  había  yo  infundido  con  mi  arrojo  á  los 
jefes  españoles. 

Habiéndose  acampado  los  enemigos,  continué  yo 
marchando  toda  la  noche,  y  como  al  amanecer  se  notó 
la  falta  de  10  ó  12  hombres  de  los  soldados  enemigos 
que  habíamos  incorporado  á  nuestra  infantería  en  Tari- 
ja,  puse  todo  mi  empeño  en  llegar  á  Sopachuy  caminan- 
do día  y  noche;  y  sin  más  descanso  que  el  preciso  para 
que  respirasen  un  poco  los  hombres  y  las  bestias,  pues 
temían  y  con  razón,  que  los  enemigos  impuestos  ya  del 
verdadero  número  de  mi  fuerza  y  su  estado,  por  los  pa- 
sados, les  sería  fácil  adelantarme  por  un  camino  de  mi 
derecha  que  iba  á  salir  poco  antes  de  llegar  á  dicho 
punto.  Tardé  cuatro  días  en  llegar  á  él  y  sin  haber  to- 
mado más  alimento  que  de  unas  80  ovejas  que  se  encon- 
traron y  distribuyeron  ¡en  la  división.  Era  tal  el  sueño 
y  cansancio  que  experimentábamos  todos,  que  se  vieron 
caer  á  muchos  hombres  desnudos  en  la  marcha,  y  yo 
mismo  hube  de  despeñarme  á  una  profundidad,  al  des- 
cender una  cuesta  en  la  tercera  noche.  Era  el  camino 
en  extremo  peligroso,  la  noche  m,uy  oscura  y  bajábamos 
todos  á  pié,  tirando  sus  caballos  los  que  los  tenían,  cuan- 
do dormido,  pierdo  el  pié,  hacia  el  precipicio,  salvando 
milagrosamente  por  la  precaución  que  había  tomado  al 
empezar  á  bajar,  de  darme  dos  vueltas  en  la  mano  dere- 
cha con  fuertes  riendas  y  llevar  las  cañas  de  ellas  bien 
apretadas  en  la  mano,  pues  al  despeñarme  se  sentó  mi 
muía  sobre  las  patas  y  el  tirón  que  sentí  me  recordó  é 
hizo  sostenerme  con  uñas  y  dientes  de  las  riendas,  á 
favor  también  de  un  arbusto  ó  raigón  de  tala  que  encon- 
tró el  pié  y  sirvió  para  afirmarme;  y  el  Ayudante  y 
ordenanza  que  estaban  inmediatos  pudieron  ayudarme 
tomándome  por  las  manos. 

Pero  no  fué  este  el  último  susto  ocasionado  por  el 
sueño:  así  que  descendimos  á  la  quebrada,  paramos  has- 
ta que  acabasen  de  bajar  todos;  había  dado  la  orden  para 


^ 


—  148  — 

que  no  se  hiciera    fuego,  ni    se    fumase  de   noche,  pero 
los  oficiales  abrumados  por  el  frío,  la   falta  de  alimento 
y  de  dormir,  había  encendido  uno  con  huano  de  caballo, 
seco,  en  un  hoyo,  y  el  cual  estaba  cubierto  por  una  gran 
piedra   y    por   los  capotes   de  los   oficiales  que  tomaban 
mate  acechándome  para  no  ser  descubiertos.    Quien  sabe 
qué    tiempo    hacía    que   estábamos  parados,  cuando   se 
me  presenta  el  ayudante  de  Húsares  Rafael  Riesco  ( esta- 
ba yo  hablando  con  algunos  capitanes)  y  me  dice: — ¿Mi 
Coronel,  marchamos  ó  echa  pié  á  tierra    la  tropa ?-  ¿Y 
quién  la  ha  mandado  montar? — pregunto  al  ayudante  in- 
dignado.   Éste  largando  la  risa,    responde: — Señor,  hace 
como  un  cuarto  de  hora  que  Vd.  me  mandó  que  hiciera 
montar  los  escuadrones,  y  están  á  caballo  esperando  la 
orden. — Repliqué  indignado    que  yo  no  había  dado   se- 
mejante orden,    pero  tuve  al  fin  que  creerlo  porque  uno 
de  los  capitanes  me   aseguró  que   á   su  presencia  había 
yo   dádole  la  orden    al    ayudante.  —  Dé    Vd.   la  orden  á 
todos  los  capitanes  que  lleven  sus  compañías  bien  reuni- 
das   en  la  marcha  y  que  guarden   el    mayor  silencio,— 
dígele. 

El  ayudante  partió  á  dar  la  orden  y  yo  monté  á  ca- 
ballo para  continuar  la.  marcha,  cuando  vuelve  Risco  con 
la  novedad  de  que  no  encuentran  al  capitán  Cainzo  ni 
su  compañía,  para  darle  la  orden,  pero  que  todos  los  de- 
má  sestaban  ya  prevenidos.— «¿Y  qué  es  del  Capitán  y  su 
compañía,  no  ha  bajado  aún?  pregunté» . — Sí,  señor,  aquí 
ha  bajado,  y  cuando  Vd.  me  dio  la  orden  para  que  mon- 
tara el  cuerpo,  fué  el  último  á  quien  se  lo  comuniqué,— 
me  dice  el  ayudante.  En  fin,  y  para  no  cansar  más  con 
esta  relación,  marchamos  á  las  tres  de  la  mañana  lle- 
nos de  recelos  y  desconfianza,  sin  saber  qué  creer  de 
esta  desaparición,  pero  todos  alarmados  y  muy  vigi- 
lantes. Alboraba  ya,  cuando  recibo  parte  de  mi  des- 
cubierta que  en  la  crucijada  del  camino  que  nos  intere- 
saba superar,  estaba  situada  una  fuerza  de  caballería.  Al 
instante  mandé  que  se  prepararan  todas  las  compañías 
como  para  un  encuentro,  y  me  adelanté  con  mi  escolta 


p^r^. 


—    149    — 

á  recorrer  yo  mismo  la  fuerza,  cuando  al  cerciorarme  á 
favor  de  la  claridad,  reconozco  ser  el  capitán  Cainzo,  y 
voy  á  él  enfurecido  á  reconvenirle  por  haberse  adelan- 
tado sin  orden.  -Sorprendido  el  Capitán,  me  contesta  que 
yo  mismo,  asi  que  estuvo  reunida  toda  la  fuerza  al  des- 
censo de  la  cuesta,  le  había  ordenado  ir  á  fijarse  en  aquel 
punto  con  su  compañía  y  mandar  reconocer  el  camino 
que  podría  traer  el  enemigo;  que  dicho  reconocimiento 
estaba  ya  practicado  y  no  habia  novedad. 

Á  esta  relación  no  hubo  más  remedio  que  conocer 
que  dormido  habría  yo  dado  aquella  orden  que  aspiraba 
realizar  despierto.  He  escrito  esta  relación  para  mostrar 
cuan  inmenso  es  el  cuidado  y  la  responsabilidad  que 
pesa  sobre  el  que  manda. 

Continué,  pues,  desde  allí,  libre  ya  de  cuidado,  y 
mandé  adelantar  una  partida  al  pueblito  de  Sopachuy  para 
que  nos  esperase  con  ganado  vacuno  para  que  la  división 
pudiera  comer  bien  á  la  noche  en  que  llegaríamos,  pues 
nos  faltarían  como  8  leguas  de  camino  y  las  cuales  no 
pudimos  vencer  sino  después  de  las  11  de  la  noche,  á 
cuya  hora  llegamos. 

Sopachuy  está  situado  en  una  altura  ó  morro,  al 
salir  de  una  quebrada;  y  al  descenso  para  esta  parte 
del  sur;  mandé  acampar  la  división  y  que  se  montasen 
y  cargasen  los  dos  cañones  en  precaución;  y  yo  en  per- 
sona coloqué  las  avanzadas,  á  nuestra  retaguardia  en  la 
quebrada,  una,  y  la  otra  á  la  derecha  del  camino  que 
traíamos;  y  así  q^ue  dejé  todo  arreglado  me  tendí  sobre 
un  catre  después  de  haber  mandado  que  desensillara  la 
tropa  y  asegurarse  cada  uno  su  caballo,  á  fin  de  que 
pudieran  revolcarse  y  descansar  las  bestias,  pues  hacían 
ya  cinco  días  que  no  se  les  quitaba  el  apero  y  estaban 
los  más  maltratados;  al  tenderme  ordené  á  mis  asisten- 
tes que  solo  quitasen  el  freno  á  mi  caballo  y  los  suyos, 
y  les  pusieran  de  comer,  y  poniéndome  un  cuarto  de  la 
primera  res  que  se  desollara,  pues  estaban  carneando, 
me  despertasen  así  que  estuviera  pronto. 

Esa  tarde  había  recibido  aviso  de  mis  bomberos,  al 


—  150  - 

ponerse  el  sol,  de  quedar  los  enemigos  á  la  madrugada 
de  ese  mismo  día,  á  25  leguas  de  Sopachuy,  es  decir, 
muy  poco  menos  de  las  que  yo  había  tenido  que  andar 
en  4  días  con  sus  noches;  por  consiguiente,  estaba  muy 
lejos  de  creer  que  pudieran  ellos  andarlas  en  todo  el  día 
y  la  noche.  Tenderme  y  quedarme  dormido  fué  una  mis- 
ma cosa,  y  no  me  recordé  sino  al  querer  empezar  á  ra- 
yar el  día.  Me  levanté  al  instante  reconveniendo  á  los 
ordenanzas  por  no  haberme  recordado  con  el  asado,  y  me 
contestan: — qué  asado,  señor,  cuando  nadie  ha  comido, 
asómese  y  verá  las  reses  desolladas  y  los  soldados  dor- 
midos al  lado  de  ellas, — y  observé  que  era  verdad. 

Llamé  al  teniente y  dándole  mi  caballo  mejor  y 

mi  anteojo,  lo  mandé  con  dos  hombres  á  reconocer  el 
camino  á  retaguardia  como  á  distancia  de  dos  leguas:  di 
orden  á  la  división  que  ensillaran  los  caballos  y  que  pa- 
sando una  prolija  revista  se  me  diera  un  estado  general 
ó  matriz,  pues  quería  pasárselo  al  señor  General  en  jefe 
y  me  puse  á  escribir  el  parte. 

Habían. pasado  como  veinte  minutos  de  la  salida  del 
Teniente  y  tendría  yo  escritas  como  doce  líneas,  cuando 
oigo  disparar  dos  tiros  á  la  parte  del  camino;  y  grito  á 
mi  ordenanza  el  sargento  de  Culpina,  Frías,  que  enfrene 
mí  caballo  y  el  suyo,  y  cerrando  aceleradamente  mi  pa- 
pelera, monto  á  caballo  y  salgo  con  el  Sargento  (á  cuyo 
tiempo  disparaba  mi  avanzada  una  descarga)  y  dando  al 
ayudante  Llórente  la  orden  de  avisar  á  mi  segundo  que 
estaba  pasando  revista  y  ordenarle  saliese  volando  con 
las  dos  piezas  y  las  tres  compañías  de  infantería,  á  la 
altura  que  solo  distaría  una  cuadra  á  lo  sumo  del  cam- 
po; corro  unos  pocos  pasos  y  descubro  á  mi  avanzada 
defendiéndose  á  bayonetazos  en  retirada  y  revuelta  ya 
entre  la  cabeza  de  una  columna  como  de  doscientos  ca- 
zadores enemigos  que  la  traían  á  bayonetazos  y  sin  dispa- 
rar un  solo  tiro;  á  cuyo  tiempo  gritando  á  mis  Húsares,  «á 
la  carga  y  que  la  infantería  descienda  por  mi  izquierda», 
lanzóme  con  el  sargento  hacia  los  enemigos  que  dan  vuel- 
ta al  oírme,  y  pueden  salvarse  cinco  hombres  de  la  avan- 


r 


—  151  — 

zada  que  habían  llegado  defendiéndose,  al  empezar  á  su- 
bir el  morro.  Los  enemigos,  que  solo  por  la  sorpresa 
que  les  causó  mi  voz,  habían  retrocedido  como  una  cua- 
dra, al  verme  descender  sobre  ellos  con  solo  un  hombre 
y  que  no  aparecía  tal  infantería  sino  mis  Húsares,  dan 
vuelta  y  me  dirigen  varios  tiros  á  un  tiempo. 

Vuelvo  sobre  la  marcha  mi  caballo,  y  al  salir  á  la 
altura  perseguido  por  los  infantes  enemigos,  encuéntreme 
con  mi  corneta  de  órdenes  montado  y  al  ayudante  Ries- 
co;  doy  vuelta  y  gritando  al  ayudante: — «corra  Vd.  y  diga 
al  mayor  Giles  que  salga  con  las  dos  piezas  y  la  infan- 
tería y  mande  tocar  á  degüello» — y  cargo  seguido  del  cor- 
neta y  sargento.  Vuelven  segunda  vez  la  espalda  los 
cazadores  enemigos  y  sucede  lo  que  en  la  primera  vez, 
cuando  me  advirtieron  solo. 

Corriendo  entonces  hacia  mi  campo,  y  encontrándome 
con  varios  oficiales  de  Húsares  y  como  treinta  hombres 
del  mismo  cuerpo  al  salir  á  la  altura,  ordéneles  que 
echando  pie  á  tierra  y  parapetados  de  unas  paredes  de 
piedra  que  había,  sostengan  el  punto  á  todo  trance  mien- 
tras yo  volvía  con  la  infantería  y  los  cañones,  y  me  di- 
rijo en  su  busca.  Todo  este  tiempo  había  dado  á  mi  se- 
gundo, para  arrastrar  una  cuadra  á  lo  menos,  las  piezas 
y  la  infantería  á  la  altura,  y  haber  anonadado  aquellos 
doscientos  cazadores  que  solo  eran  la  vanguardia  de  la 
columna  enemiga  como  se  observó  en  seguida.  Toda  esta 
relación  ha  sido  leída  á  presencia  de  un  consejo  de  gue- 
rra en  Buenos  Aires,  formado  á  dicho  mayor  Giles,  y  diez 
ó  más  oficiales  que  huyeron  con  él,  y  por  esta  razón  la' 
repito  hasta  su  conclusión. 

Fui,  pues,  en  busca  de  dicho  Mayor.  ¡Pero  cuál  fué 
mi  indignación  y  sorpresa  al  descubrirlo,  retirándose 
con  la  columna  y  las  dos  piezas  arrastradas!!!  —  <  Vuel- 
va Vd.  so  cobarde  con  la  artillería  y  las  piezas  al 
punto  que  se  le  ha  ordenado»,— le  grité  á  presencia  de 
todos, — y  volví  con  algunos  hombres  en  auxilio  de  los 
que  había  dejado  defendiendo  la  subida:  pero  ya  era  tar- 
de! pues  asomaban  á  la  altura  los  infantes  enemigos  for- 


n 


—  152  — 

mados,  y  mis  oficiales  y  tropa  montaban  á  caballo  bajo 
los  fuegos  enemigos  -para  retirarse. 

Vuelvo  corriendo  á  encontrar  á  Giles  y  á  apurar  la 
marcha,  pero  recibo  un  nuevo  chasco.  Él  iba  ya  en  fuga 
con  la  tropa,  subiendo  á  una  segunda  altura,  y  había  de- 
jado abandonadas  las  piezas,  corro  á  tomarlas  y  mando  á 
los  Húsares  de  mi  escolta  amarrarlas  á  la  cincha  de  sus 
caballos  y  sigo  con  ellas;  ¡pero  á  este  tiempo  desplegaba 
ya  el  enemigo  con  fuego  sobre  nosotros,  por  compañías, 
toda  su  columna,  y  aparecía  al  mismo  tiempo  su  caba- 
llería por  la  derecha! 

Mandé  á  los  soldados  que  las  tiraban,  cortar  los  lazos 
con  sus  cuchillos,  y  descendiendo  la  loma  pasé  un  arro- 
yuelo  y  subí  á  la  altura  del  camino  á  Pomabamba,  que 
había  tomado  Giles  en  su  fuga,  y  formé  en  él  noventa  y 
tres  hombres,  que  fieles  y  valientes  no  habían  querido 
abandonarme,  así  como  la  mayor  parte  de  los  oficiales 
del  cuerpo  de  Húsares. 

¡Estaba  yo  tan  enardecido  por  tan  inesperado  como 
ignominioso  comportamiento,  que  formé' dicha  fuerza  re 
suelto  á  perecer  con  toda  ella  resistiendo  al  enemigo  si 
se  atrevía  á  pasar  el  arroyo  á  buscarme!  Pero  mis  ene- 
migos más  prudentes  que  nunca,  conocieron,  creo,  mi 
intención  y  no  se  atrevieron  á  pasar;  se  contentaron  con 
llegar  á  donde  ^quedaron  mis  cañones  y  volver  con  ellos 
á  la  cima  de  Sopachuy,  habiéndome  tomado  prisionero 
al  Dr.  Serra,  Capellán  de  la  división,  por  un  retardo  suyo 
en  querer  salvar  su  carga;  al  valiente  oriental  sargento 
Bracamente,  diez  ó  doce  hombres  más  con  los  del  retén 
que  habían  sorprendido,  y  mi  equipaje. 

En  vano  mis  Húsares  los  insultaron  provocándolos  á 
que  pasaran  el  arroyo  con  su  caballería,  no  quiso  acep- 
tar el  combate  y  se  acamparon  á  nuestra  vista,  ponién- 
dome yo  á  la  de  ellos,  á  tomar  por  mí  mismo  una  lista 
de  todos  los  valientes  que  pie  acompañaban  para  darles 
por  siempre  la  preferencia  que  merecían  ante  sus  indig- 
nos compañeros;  y  tuve  la  satisfacción  de  notar  que  en- 
tre dichos  valientes,  se  encontraron  de  los  primeros  los 


—  153  ~ 

once  que  había  vestido  en  Tarabuco  con  las  polleras  y 
zuecos  de  las  indias,  y  que  fueron  durante  toda  la  cam- 
paña los  que  mejor  se  desempeñaron  en  el  Cuerpo;  y  para 
naostrarles  que  asi  como  castigaba  á  los  cobardes  sabia 
también  recompensar  á  los  valientes,  le  devolvi  la  gineta 
á  presencia  de  todos,  al  sargento  Bustos. 

Después  de  esta  operación,  continué  mi  marcha  muy 
despacio,  y  habiendo  encontrado  dos  vacas  con  tres  ter- 
neros desde  uno  hasta  dos  años,  á  la  inmediación  de  un 
oratorio  ó  capilla  vieja,  mandé  encerrarlas  en  el  pretil 
cerrando  sus  puertas  con  la  tropa,  y  carnearlas  todas  con 
cuero,  hallándonos  como  á  dos  leguas  y  media  de  Sopa- 
Chuy,  pues  no  habiamos  tomado  ni  bocado.  No  permití 
detenernos  á  comer  y  continué  la  marcha  hasta  una  pe- 
queña quebrada  con  agua  y  muy  leñosa,  y  siendo  el 
combustible  muy  escaso  por  aquellos  lugares,  no  quise 
pasar  adelante,  sin  embargo  de  no  habernos  separado  del 
enemigo  sino  cinco  leguas.     Dije  á  mis  soldados: 

— ¡Aquí  pasaremos  la  noche  comiendo,  y  si  los  ene- 
migos se  atreviesen  á  buscarnos,  moriremos  como  valien- 
tes ó  triunfaremos  como  en  Culpina  y  Tarija,  porque  los 
valientes  no  se  aterran  jamás  á  la  vista  de  los  realistas. 

— Si,  señor;  ¡qué  viva  nuestro  Coronel! — gritan  todos. 

Coloqué  yo  mismo  los  puestos  avanzados,  y  pasamos 
allí  la  noche  comiendo  perfectamente,  después  de  haber 
despachado  órdenes  en  alcance  del  mayor  Giles  para  que 
parara  donde  lo  encontrasen. 

Al  amanecer  emprendimos  la  retirada  al  toque  de 
marcha  y  habiendo  antes  echado  la  diana  con  todas  las 
cornetas  del  cuerpo,  y  repitiendo  de  trecho  en  trecho  el 
toque  de  reunión,  á  cuyo  favor  iba  reuniendo  hombres 
por  todo  el  camino  hasta  que  llegamos  al  pueblo  de  Po- 
mabamba  á  las  doce  de  la  noche  del  cuarto  día,  con  dos- 
cientos y  tantos  hombres.  Allí  fuimos  informados  de  ha- 
ber pasado  el  mayor  Giles  con  diez  ú  once  oficiales  que 
le  acompañaban,  y  algunos  soldados,  después  de  las  doce 
de  la  noche  del  mismo  día  de  la  sorpresa. 

Se  me  pasaba  una  noticia  singular  y  que  ocasionó  la 


—  154  — 

sorpresa.  Un  teniente  encargado  del  reconocimiento  esa 
madrugada,  montado  en  mi  mejor  caballo  y  con  mi  an- 
teojo, emprendió  desde  aquel  momento  su  fuga  por  el 
camino  que  su  miedo  le  indicó  como  el  más  seguro;  así 
fué  que  pudiendo  con  su  aviso  haber  esperado  preveni- 
dos al  enemigo  y  quitándole  infaliblemente  sus  doscien- 
tos cazadores  de  vanguardia,  pues  se  habían  adelantado; 
fué  al  contrario  sorprendida  su  primera  guardia  ó  retén 
y  muerta  ó  prisionera  más  de  la  mitad  de  la  avanzada, 
y  por  cuyo  accidente  tuvo  el  mayor  Giles  la  oportunidad 
de  conducirse  como  se  condujo. 

Desde  Pomabamba  comisioné  á  un  Capitán  de  Húsa- 
res con  una  partida  para  pasar  en  alcance  del  mayor 
Giles  y  los  oficiales  que  le  acompañaban,   y   prenderlos. 

Dicha  partida  marchó  por  delante  de  mí  al  siguiente 
día;  y  en  un  lugar  llamado  la  Loma,  á  las  cercanías  ya  de 
Tarija,  vino  recién  á  darles  caza,  porque  allí  recién  habían 
parado  á  respirar,  como  á  setenta  leguas  de    Sopachuy. 

Al  acercarme  á  Culpina  llevaba  ya  reunidos  trescien- 
tos hombres  ó  más;  pero  desmontados  los  mas,  sin  mu- 
niciones, muchos  desarmados,  y  todos  enteramente  des- 
nudos. En  estas  circunstancias  recibo  aviso  de  haber 
llegado  á  Cinti  el  General  en  jefe  del  ejército  enemigo 
La  Serna,  con  una  fuerte  división  de  su  ejército.  Para 
salvar  yo  en  el  estado  en  que  iba  mi  tropa,  no  encontra- 
ba sino  dos  caminos  á  cuales  más  peligrosos.  El  uno  era 
tomar  por  el  desierto  del  Chaco,  expuesto  á  perecer  se- 
guramente, ya  por  el  hambre  y  la  sed,  ó  ya  por  los  in- 
dios que  nos  recibirían  á  pié,  estenuados  y  careciendo  de 
los  medios  necesarios  para  defendernos.  El  otro  era  di- 
rigirme osadamente  sobre  el  General  en  jefe  enemigo  y 
ver  si  lograba  engañarle  con  un  falso  ataque,  y  deján- 
dolo burlado,  tomar  el  camino  de  Tarija. 

Preferí  este  último  por  parece  rme  mas  glorioso  aun- 
que pereciera;  marché  á  Culpina  y  avancé  una  gran  guar- 
dia sobre  Cinti,  mientras  buscaba  por  todas  partes  como 
proveerme  de  algunas  cabalgaduras:  permanecí  en  dicho 
punto  no  recuerdo  si  uno  ó  dos  días. 


—  155  — 

ieneral  enemigo  que  iba  en  mi  busca  y  me  vio 
á  8u  encuentro,  juzgó  prudente  esperarme  y  era 
ente  lo  que  yo  buscaba. 

wrcionadas  las    cabalgaduras    que   se    pudieron 
r,  y  habiendo  descansado  y  comido  bien  las  mu- 
llevábamos,  ea  los  alfalfares;  me  retiré  acelera- 
por   el  camino    á    Tarija,    al    cerrar    la  noche; 
de  haber  ordenado  á  mi  fuerza  avanzada  sobre 
e  bien  cerrada  la  noche  se   dirigiera  en  mi  al- 
rzaiido  cuanto  pudiera  sus  marchas, 
rrumpiremos  un  momento  para  hacer  conocer  al 
parte  que  recibí  antes  de  salir  de  Culpina. 
instruido  por  uno    de    los  agentes    que  tenía  en 
e  hallarse  el  general  Canterac  marchando  hacia 
i  del  Obispo  con  una  división   de  mil   hombres, 
íste  conocimiento  que  aceleré  mi  marcha  de  Cul- 
re  dicho  General,  pues  también  tenia  sobre    mí 
iza  del  general  en  jefe  La  Serna, 
oy  general  Tomás  Iriarte,  que  estaba  en  aquella 
servicio    de    los    españoles,  se  hallaba,  con  el 
La  Serna  en    aquellas    circunstancias,  pues    ha- 
pasado  á  nuestro  ejército,  creo,  después  de  mi 
tirada,  instruyó  al  señor  general  Manuel  Belgra- 
orden  que  pasó  La  Serna  á  Canterac,  á  conse- 
de haberlo  yo    dejado  burlado  en  Cinti.     El  re- 
ué  que  yo  me  dirigí  sobre  el  general  Canlerac 
raba  por  la  cuesta  del  Obispo,  pero  ya  algo  me- 
ado y  con  algunos  hombres  más  que  se  me  ha- 
.j.a.i  .munido  de  los  dispersos.    Así  que  Canterac  me  vio 
marchar  resueltamente  sobre  él,  ocupó  las  mejores  posi- 
ciones y  me  esperó  en  disposición  de  batirse;  yo  continué 
de  frente  en  columna  casi  hasta  tiro  de  cañón,  y  así  que 
me    hube    franqueado    un    estrechó   descenso,    varió    á 
mi    izquierda   y  descendí  con  presteza  á  los  llanos  de 
Tarya. 

Canterac,  avergonzado  sin  duda  de  haber  sido  bur- 
lado como  su  General,  se  movió  inmediatamente  en  mi 
persecución,  pero  no  llevaba  arriba  de  trescientos  caba- 


—  156  — 

líos  escasos,  y  éstos  no  se  atrevieron  nunca  á  marchar 
sobre  mí  en  las  repetidas  veces  que  los  esperé  yo  en 
persona  á  la  cabeza  de  cincuenta  Húsares  escogidos,  pues 
eran  los  únicos  que  podían  montar  bien,  y  con  ellos  cu- 
bría la  retirada  de  mi  fuerza. 

Cuando  llegué  á  Tarija  tenía  reunida  ya  toda  mi  fuer- 
za á  excepción  solo  de  los  pocos  hombres  que  había  per- 
dido entre  muertos  y  prisioneros. — Pasé  sin  detenerme  en 
dicha  ciudad,  y  me  establecí  en  el  valle  de  la  Con- 
cepción, pero  dejando  á  Canterac  en  ella  rodeado  por 
mis  partidas  y  por  algunas  fuerzas  del  país  que  reu- 
ní para  hostilizarlo,  y  habiendo  mandado  á  Giles  y  ade- 
más oficiales  presos  á  Tucümán  con  un  parte  al  General 
en  jefe. 

Llegué  á  estrecharlos  tanto  que  no  se  atrevieron  á 
salir  del  pueblo  ni  en  busca  de  leña,  y  estuvieron  algu- 
nos días  echando  mano  de  los  tirantes  y  puertas  de  al- 
gunas casas  que  desarmaron,  para  dar  ración  de  leña  á 
su  fuerza.  Les  había  hecho  entender  también  por  medio 
de  proclamas  que  introducía  á  la  plaza,  de  que  había  re- 
cibido de  refuerzo  al  Regimiento  núm.  2,  á  las  órdenes 
del  teniente  coronel  Morón,  y  aunque  era  verdad  que 
dicho  cuerpo  fué  mandado  al  efecto  por  el  señor  general 
Belgrano,  el  Gobernador  de  Salta,  general  Martin  Güe- 
mes,  no  le  dejó  pasar  y  tuvo  que  regresarse  á  Tucumán 
por  las  hostilidades  que  recibía. 

Del  valle  de  la  Concepción  mudé  m*i  campo  á  Toldos, 
donde  establecí  una  plaza  cerrada  por  sus  cuatro  fren- 
tes con  hermosos  galpones  que  trabajé  para  mis  tropas, 
cortando  las  maderas  á  sable  las  mas  de  ellas,  y  cons- 
truyendo dichos  cuarteles  con  los  mismos  soldados;  pues 
cada  capitán  se  encargó  de  trabajar  el  suyo  con  su  com- 
pañía. Se  construyeron  cuartos  espaciosos  á  retaguardia 
de  cada  frente,  para  los  oficiales;  un  buen  galpón  para 
la  maestranza,  otro  cómodo  y  espacioso  para  el  hospital, 
pues  había  traído  veinte  y  un  heridos  desde  Chuquisaca, 
y  de  los  cuales  por  un  olvido  no  he  referido  en  su  lugar 
el  modo  como  salvé  á  siete  de  ellos  que  estaban  en  es- 


—  157  — 

tado  de  no  poder  ser  conducidos  y  quiero  ahora  expre- 
sarlo. 

No  queriendo  dejar  un  solo  hombre  abandonado  de 
cuantos  me  habían  acompañado,  mandé  trabajar  siete 
pariguelas  ó  angarillas,  y  formando  el  asiento  de  cuero 
para  tender  á  los  heridos.  Los  oficales  al  verme  dirigir 
dichos  preparativos,  me  decian:  — «¿Y  cómo  vamos  á  llevar 
estos  heridos,  mi  Coronel?»  — «Luego  lo  verán  ustedes», 
les  contestaba.— Listos  ya  y  en  el  momento  de  la  marcha, 
mandé  acomodar  en  ellas  á  los  heridos.  Llamé  á  los 
oficiales  de  Húsares,  y  tomando  yo  uno  de  los  cuatro 
brazos  de  una  de  ellas  mandé  que  me  imitaran  los  de- 
más, y  cargando  con  todos  tomé  la  cabeza  de  la  colum- 
na con  nuestros  heridos  al  hombro. 

A  las  dos  ó  tres  cuadras  de  marcha,  bajamos  é  hice 
que  nos  relevasen  los  que  quedaban,  y  después  los  de 
las  otras  compañías  de  infantería  y  artillería:  acabados 
los  oficiales  siguió  el  turno  por  compañías,  y  concluida 
la  última,  volví  á  turnar  con  los  oficíales.  En  este  orden 
los  llevamos  hasta  Yamparaez,  ayudados  también  por  los 
naturales  del  país  que  á  porfla  se  disputaban  la  prefe- 
rencia viendo  que  yo  mismo  los  cargaba. 

En  Yamparaez  fueron  dejados  bajo  la  custodia  de 
un  cacique  y  de  varios  indios  y  familias  patriotas,  y 
habiendo  tomado  el  reducto  de  Tarabuco  fueron  condu- 
cidos allí  por  los  indios  y  dejados  recomendados  cuando 
volvimos  sobre  Chuquisaca,  hasta  que  á  nuestra  retira- 
da y  estando  ya  mejores  pudimos  conducirlos  con  mas 
comodidad. 

Establecidos,  pues,  en  Toldos,  llegó  el  facultativo  Dr. 
Juan  Hougham  n^andado  por  el  señor  general  Belgrano, 
y  fué  tan  eficaz  la  asistencia,  contracción  y  acierto  de 
este  recomendable  facultativo,  que  á  los  quince  días  de 
su  llegada  estuvieron  sanos  así  los  heridos  como  varios 
otros  enfermos.  Pocos  días  después  de  la  llegada  de 
dicho  doctor,  vino  el  oficial  que  había  conducido  á 
Giles  y  demás,  conduciendo  ocho  cargas  de  municiones, 
dos  mil  pesos  en  plata,  y  no  recuei'do  que  otros  auxilios 


I 


—  158  — 

que  me  mandaba  el  general  Belgrauo.  La  tropa  y  todos 
los  oficiales  estábamos  completamente  desnudos,  á  tal 
extremo  que  en  los  descansos  de  las  marchas,  nos  sacá- 
bamos los  oficiales  los  pedazos  de  camisa  que  traíamos 
puesta,  por  que  toda  la  ropa  blanca  que  teníamos  y  que 
no  era  mucha  por  cierto,  la  habíamos  concluido  en  hilas 
y  vendas  para  los  heridos. 

El  tiempo  que  permanecí  en  Toldos  ó  Villa  de  Ma- 
drid, que  fué  el  nombre  que  dimos  á  nuestra  población 
á  insinuación  del  Dr.  Hougham,  lo  emplié  en  ejercicios 
doctrinales,  limpiando  para  el  efecto  con  la  misma  tropa, 
un  hermoso  campo  muy  pedregoso,  que  lo  allanamos  en 
tres  dias,  formando  en  ala  toda  la  división  y  ordenando 
que  al  toque  de  ataque  cada  soldado  marchase  dispa- 
rando á  su  frente  cuantas  piedras  encontrase. 

De  este  modo,  á  título  de  fuego,  pues  parecía  una 
guerrilla,  quedó  un  gran  espacio  de  mas  de  dos  cuadras 
de  largo,  limpio,  y  un  gran  montón  de  piedras  al  otro 
extremo.  Esta  operación  se  practicaba  mañana  y  tarde 
por  espacio  de  media  hora  después  del  ejercicio.  Así  fué 
que  cuando  regresamos  á  Tucumán,  mis  Húsares  mar- 
chaban y  maniobraban  coma  el  mejor  cuerpo  de  ejército, 
como  se  los  dijo  el  mismo  General  en  los  ejercicios. 

Canterac  seguía  estrechado  en  Tarija  por  mis  parti- 
das y  habiendo  tenido  noticias  por  mis  espías  de  que  se 
dirigía  el  general  Olañeta,  de  la  parte  de  Yaví,  con  mil 
quinientos  hombres  hacia  los  cerros  de  Tarija,  con  el 
objeto  de  cortarme  por  el  Baritú,  marché  con  cuarenta 
hombres  hasta  el  valle  de  la  Concepción  al  efecto  de 
reunir  todas  las  partidas  que  circunvalaban  él  pueblo, 
para  retirarme. 

A  la  oración  llegué  á  dicho  punto  y  me  acampé:  no 
faltó  quien  diese  aviso  al  enemigo,  y  al  siguiente  día 
por  la  tarde  ya  al  ponerse  el  sol,  había  mandado  Can- 
terac una  columna  de  doscientos  cincuenta  infantes,  con 
el  objeto  de  sorprenderme  á  la  madrugada,  pero  yo  en 
ese  día  dejando  mi  fuerza  en  aquel  punto,  me  había 
marchado    para    Tarija,    con    solo    una  escolta  de  doce 


j 


—  159  — 

hombres  bien  montados,  á  efecto  de  andar  mas  ligero  y 
poder  con  la  noche  por  medió  de  un  engaño  reunir  mis 
partidas  que  estaban  hacia  el   norte  y  oeste  del  pueblo. 

Con  el  objeto  de  llegar  al  anocher  á  Tarija,  había 
salido  tarde  del  valle  y  llevando  tres  cornetas.  Asi 
fué  que  al  cerrar  la  oración  iba  ya  á  descender  á  un 
río  seco  que  hay  á  las  orillas  de  Tarija  y  como  á  ocho 
ó  diez  cuadras,  poco  mas  ó  menos  de  distancia. 

El  rio  es  ancho  y  barrancoso  y  tiene  monte  por  una 
y  otra  banda;  y  precisamente  á  esa  misma  hora  descen- 
día también  por  el  mismo  camino  y  por  la  opuesta 
barranca  la  columna  que  iba  á  sorprenderme;  pero 
ignorando  unos  y  otros  de  nuestra  aproximación. 

Al  empezar  yo  á  bajar  el  barranco  ya  cerrada  casi 
la  noche,  descubro  bajando  por  el  otro  lado  la  cabeza 
de  la  columna;  paro  un  instante  y  después  de  prevenir 
á  mis  soldados,  doy  las  voces  de  mando  á  mis  escuadro- 
nes en  alta  voz  y  me  lanzo  tocando  al  galope  con  los 
tres  cornetas. 

Los  enemigos  asi  que  percibieron  mi  voz,  dieron 
vuelta  de  carrera,  y  apretaron  á  correr  con  mas  empe- 
ño asi  que  sintieron  el  toque  de  las  cornetas  y  el  galo- 
pe de  mis  caballos,  pues  oscurecía  á  ese  mismo  tiempo 
y  no  podían  ya  distinguirnos. 

Dos  ó  tres  hombres  les  acuchillamos  y  tomamos  dos 
prisioneros,  pues  no  quise  yo  empeñarme  en  alcanzarlos 
temeroso  de  un  igual  chasco,  por  alguna  emboscada  y 
mucho  mas  cuando  mi  objeto  no  era  otro  que  el  de 
alarmar  al  enemigo,  engasándole  y  replegar  mis  parti- 
das para  ponerme  en  salvo. 

Llegaron,  pues,  los  enemigos  al  pueblo  muy  can- 
sados, escopeteados  por  la  espalda  y  juzgando  que  te- 
nían encima  toda  mi  fuerza.  La  generala  sonó  en  el 
acto  y  fué  iluminado  todo  el  pueblo;  mientras  tanto 
había  yo  mandado  que  se  replegasen  mis  partidas,  y 
distribuido  por  derecha  é  izquierda  del  pueblo,  dos  cor- 
netas batiendo  marcha.  Toqué  en  seguida  alto  desde 
el  punto    en  que   estaba,  que    fué   repelido    por   ambos 


—  160  — 

lados;  y  habiendo  pasado  media  hora  ó  poco  mas,  toqué 
orden  general  que  repetida  por  los  dos  cornetas, — era  la 
señal  para  que  se  me  replegaran,  asi  estos  como  las 
partidas. 

Serían  las  9  de  la  noche,  cuando  estuvieron  reuni- 
das estas,  y  emprendí  mi  retirada  hasta  el  valle  de  la 
Concepción  y  marché  con  toda  la  fuerza  que  allí  dejé, 
sin  detenerme.  Esto  era  eii  el  mes  de  noviembre,  y  asi 
que  llegué  á  mi  campamento  al  siguiente  día,  empren- 
dimos Ja  retirada  por  la  noche,  pegando  fuego  á  nues- 
tros cuarteles  y  cuantas  casas  se  habían  trabajado,  para 
que  no  les  sirvieran  á  nuestro  enemigo. 

El  general  Canterac,  alarmado  esa  noche  con  el  falso 
ataque,  y  juzgando  que  iba  yo  á  atacarlo  con  todas  mis 
fuerzas,  había  mandado  propios  por  duplicado,  llamando 
al  general  Olañeta,  qtie  se  dirigía  á  mi  retaguardia,  por 
el  Baritú,  en  su  auxilio. 

Regresó,  pues,  Olañeta,  por  sobre  la  cumbre,  esa 
misma  noche,  y  habiendo  descendido  al  .  llano  frente  á 
Tarija,  al  siguiente  día  ó  antes  de  acabar  de  bígar, 
recibió  aviso  de  haber  desaparecido  mis  fuerzas  y  tuvo 
que    contramarchar,    enojado  con  Canterac,   en   procura 

de  su  primer  objeto,  pero  cuando  el  cayó  al había 

yo  pasado  ya  esa  noche  antes  y  quedó  burlado. 

Con  el  auxilio  que  recibí  de  Tucumán,  del  señor  Ge- 
neral en  jefe,  había  yo  comprado  cordillate  blanco  de 
lana,  que  tejen  los  naturales  del  país,  y  mandado  hacer 
con  los  sastres  que  había  en  la  división,  pantalones  y 
ponchos  para  todos,  de  mí  abajo,  y  había  proporcionado 
también  una  miserable  cuota  de  un  peso  á  la  tropa, 
diez  y  doce  reales  á  cabos  y  sargentos  y  dos  pesos  á 
los  oficiales;  pero  duplicada  dicha  cantidad  á  todos  los 
que  me  habían  acompañado  en  Sopachuy,  los  cuales  eran 
desde  entonces  preferidos  piara  todo  hasta  para  las  ca- 
balgaduras. 

Asi  era  que  los  otros  venían  corridos  á  cada  paso, 
ya  cuando  se  ofrecía  distribuir  algo  á  la  tropa  y  oficia- 
les, ya  en  fin,  cuando  había  una  buena  cuenta  ó  que  se 


-  161  — 

repartía  caballos,  porque  al  momento  sacaba  yo  mi  lista 
y  los  separaba  para  que  eligieran  lo  mejor  á  presencia 
de  todos. 

Sin  mas  que  esto,  logré  emular  tanto  á  toda  mi 
división,  que  se  disputaban  las  ocasiones  en  que  poder 
lavar  aquella  mancha  para  hacerse  dignos  de  mi  apre- 
cio, como  los  otros. 

En  esa  retirada  pasamos  innumerables  trabajos  de 
toda  especie,  pues  tuvimos  que  caminar  á  pié  y  descal- 
zos, abriendo  camino  por  entre  los  bosques  con  nuestros 
sables,  hambrientos,  y  atravesando  cadillares  en  que  nos 
espinábamos  hasta  las  cejas  y  cabeza,  pues  el  cadillo 
es  una  planta  á«  especie  del  trigo.  , pero  de  caña  mucho 
mas  sólida,  y  sus  espigas  se  componen  en  vez  del  trigo, 
de  una  especie  de  granos  qua  cada  una  contiene  cente- 
nares de  una  espina  muy  sutil  y  que  se  pega  en  la  ropa, 
en  el  pelo  y  en  cuanto  se  roza  con  ellos. 

En  uno  de  esos  días  de  marcha,  en  que  habíamos 
andado  todo  el  día  sin  comer,  ni  beber,  y  sufriendo  un 
sol  abrasador,  se  levantó  repentinamente  una  gran  tor- 
menta á  eso  de  las  cuatro  y  media  ó  cinco  de  la  tarde, 
en  circunstancias  que  bajábamos  por  la  falda  de  unas 
alturas  cubiertas  de  palmares,  pero  llanas  y  limpias; 
pero  apenas  habían  algunas  matas  de  pastos  y  nos  fué 
preciso  acampar  asi  que  empezó  á  llover,  pero  destinan- 
do un  lugar   separado  para  las  cargas  de  municiones. 

Llovería  copiosamente  como  una  hora,  y  caerían  mas 
de  cincuenta  rayos  y  centellas  que  nos  tenían  en  zo- 
zobra, ya  por  el  temor  de  que  cayese  en  la  pólvora  ó 
ya  sobre  cada  uno  de  nosotros. 

Pero  lo  que  mas  nos  asombró,  fué  el  ver  á  cada 
trueno  arder  una  palma  de  entre  medio  de  nosotros  y 
por  la  circunsferencia  de  nuestro  campo;  pero  pasó  le- 
lizmente  sin  daño  alguno  y  tuvimos  abundancia  de  agua 
con  que  satisfacer  la  sed,  hombres  y  animales,  por  toda 
la  noche,  y  un  aire  mas  fresco  para  el  siguiente  día. 

Llegamos  por    fin    á    la  ciudad  de  Oran    á    los    no 

sé    cuantos    días,   sin    haber   comido   nada    en    los   dos 

11 


—  162  — 

últimos;  pero  fuimos  encontrados  á  la  o(ra  banda  del 
Bermejo  que  dista  del  pueblo  como  una  legua  ó  po- 
co menos,  con  algunas  cargas  de  naranjas  y  pan,  con 
que  nos  obsequió  el  mayor  ó  teniente  coronel  N.  Sevilla, 
salteño,  que  estaba  allí  de  gobernador  ó  comandante  del 
punto  por  el  señor  Güemes;  el  cual  había  sido  nuestro 
compañero  de  armas  y  oficial  de  mi  mismo  cuerpo  cuan- 
do serví  en  Dragones  en  las  campañas  anteriores. 

Referiré  aquí  el  paradero  que  vino  á  tener  la  espa- 
da que  me  regaló  el  general  San  Martin  al  marcharse 
para  Mendoza  de  Tucumán,  y  que  me  fué  volteada  de 
la  mano  en  el  encuentro  nocturno  de  la  cuesta  de  Ca- 
rretas. 

El  valiente  oriental,  sargento  Bracamonte,  que  había 
sido  tomado  en.Sopachuy  y  conducido  á  la  cárcel  de 
Chuquisaca,  con  los  pocos  prisioneros  que  me  tomó  alli 
el  enemigo,  había  logrado  escaparse  poco  tiempo  des- 
pués, reuniéndoseme  en  esta  retirada  de  Tarija  y  dándo- 
me la  siguiente  relación: 

Que  después  de  haber  permanecido  en  la  cárcel  por 
algunos  días,  fué  un  oficial  de  parte  del  Presidente,  á 
ofrecerles  la  libertad  á  todos  los  que  quisieran  tomar 
servicio  á  favor  del  Rey,  y  que  habiendo  todos  contesta- 
do que  sí,  en  la  lesolución  de  poderse  así  escapar,  los 
sacaron  á  todos;  y  observando  al  pasar  por  debajo  de 
los  portales  del  Cabildo,  que  un  soldado  de  varios  que 
estaban  parados,  estaba  afirmado  sobre  el  puño  de  una 
espada  con  la  punta  en  tierra,  conoció  ser  la  mía  y 
volviéndose  á  uno  de  sus  compañeros,  le  dijo:— «Mira  la 
espada  de  nuestro  Coronel». 

Oído  este  dicho  por  el  oficiai  que  los  conducía,  le 
preguntó:  ¿Cómo  conoce  Vd.  esa  espada? — «Porque  es  la 
de  mi  coronel  La  Madrid,  que  en  la  noche  del  ataque  de 
la  cuesta  de  Carretas  se  la  voltearon  de  la  mano  unos 
soldados  nuestros  que  se  desconocieron  y  dieron  algunos 
sablazos  estando  él  parado  entre  los  enemigos». — Que  el 
oficial  entonces,  dirijiéndose  al  soldado  que  la- tenia,  le 
preguntó  como   la  hubo,   pidiéndosela  al  mismo  tiempo; 


—  163  ^ 

y  que  habiéndole  contestado  el  soldado  al  dársela,  que 
había  caído  sobre  él  y  la  había  recojido  sin  saber  más 
sino  que  era  de  uno  de  los  enemigos  que  les  habían  car- 
gado— que  á  este  dicho  la  miró  bien  el  Oílcial  y  sacan- 
do dos  onzas  de  oro  se  las  ofreció  ai  soldado,  el  cual 
se  la  cedió  y  guardó  muy  contento  sus  dos  onzas;  pero 
que  al  siguiente  día  oyó  él  decir  á  los  soldados  de  la 
compañía  á  que  lo  destinaron  con  los  dos  soldado.^  con 
que  se  había  fugado  pocos  días  después,  que  un  Coronel 
le  había  dado  seis  onzas  al  Oficial  por  la  espada. 

Cuando  el  general  Sucre  entró  después  á  Chuquisa- 
ca  y  fueron  enviados  por  nuestro  Gobierno  cerca  del 
general  Bolívar,  el  general  Alvear  y  el  doctor  Díaz  Ve- 
lez,  mi  padre  político,  la  espada  estaba  en  poder  de  un 
jefe  colombiano.  El  doctor  Díaz  Velez  hizo  varios  empe- 
ños para  conseguirla  á  cualquier  precio  y  no  le  fué  posi- 
ble. Esa  espada  habría  sido  para  mí  el  mayor  presente 
que  se  rae  podía  haber  hecho. 

Permanecí  unos  pocos  días  en  Oran  habiendo  lle- 
gado con  algunos  enfermos  de  fiebre  y  otras  causas  pro- 
cedentes de  los  soles  y  mojaduras  del  camino,  y  ha- 
biendo tenido  noticia  de  la  aproximación  del  general 
Olañeta  al  mismo  tiempo  que  una  división  del  general 
Güemes  se  me  acercaba  con  el  objeto  de  hostilizarme, 
resolví  mi  retirada. 

Habíamos  llegado  á  Oran  casi  todos  á  pié,  y  las 
cabalgaduras  que  estaban  en  estado  de  poder  conti- 
nuar la  marcha  apenas  alcanzaban  para  conducir  á  los 
enfermos,  á  tres  ó  cuatro  heridos  que  tuvimos  al  reti- 
rarnos de  Tarija,  y  nuestras  cargas  de  municiones;  pues 
el  jefe  de  Oran  apesar  de  ser  mi  amigo  y  antiguo  com- 
pañero, no  pudo  facilitarme  ninguna  cabalgadura  por  no 
contrariar  las  órdenes  de  su  Gobernador  el  general  Güe- 
mes, quien  también  me  hostilizaba  pero  no  por  falta  de 
patriotismo  ni  por  prevención  conmigo,  sino  puramente 
por  recelos  infundados  de  que  á  mi  paso  tuviese  órdenes 
del  señor  general  Manuel  Belgrano  para  darle  algún 
golpe  de  mano,  que  no  las  tuve. 


I 


—  164  — 

Mi  división  se  hallaba  toda  en  extremo  entusiasma- 
da, y  tomé  sobre  ella  tal  ascediente  con  la  tropa  y  ofi- 
ciales, asi  por  la  familiaridad  que  usaba  para  con  todos, 
fuera  de  los  actos  de  servicio,  como  por  el  esmerado  empeño 
que  tenia  en  participar  á  la  par  del  último  soldado  de 
todas  las  privaciones  y  fatigas  que  eran  consiguientes, 
hasta  el  extremo  de  exponer  muchas  veces  mi  vida  por 
salvar  al  último  de  ellos,  que  estaba  cierto  de  que  nin- 
guno me  abandonaría. 

Dos  noches  antes  de  retirarnos  de  dicho  punto  y  con 
conocimiento  ya  de  la  aproximación  del  general  Olañeta, 
quise  probar  el  estado  de  la  división  por  medio  de  una 
falsa  sorpresa  que  preparé  ya  tarde  de  la  noche. — En 
efecto,  pasadas  las  12  de  la  noche  salí  de  mi  cuarto  sin 
ser  sentido  y  recordando,  muy  despacio  á  un  cabo  y  seis 
Húsares  de  mi  escolta,  los  mandé  que  enfrenasen  sus 
caballos  y  que  saliendo  armados  de  sus  tercerolas  por 
el  fondo  de  la  cerca,  se  dirigieran  por  la  parte  que  es- 
perábamos al  enemigo  é  hicieran  un  tiro  á  orillas  del 
pueblo;  y  que  disparando  sucesivamente  los  demás  por 
elevación,  corriendo  y  dando  voces  de  ataque  como  á 
espaldas  del  pueblo,  disparasen  nuevamente  todos  juntos 
sus  tercerolas,  de  modo  que  las  balas  silvaran  por  enci- 
ma del  cuartel  que  estaba  en  la  plaza. 

Despachados  dichos  hombres  gané  mi  cama,  sin 
ser  sentido  por  mis  ayudantes,  pero  dejando  prevenido 
al  centinela  que  tenía  á  la  puerta,  que  al  sentir  un  tiro 
entrase  dando  voces  hasta    recordarme,   pues  me  propo-  j 

nía  hacerme  el  dormido  para  que  los  ayudantes  desper- 
taran primero. 

Llegó  el  momento  y  entra  el  soldado  gritando: — «Mi 
Coronel,  los  enemigos». — Mi  Coronel,  etc.  A  la  segunda 
voz  se  sienta  uno  de  mis  ayudantes,  gritando  también 
«los  enencigos».  Yo  corrí  entonces,  como  sorprendido,  á 
tomar  mi  espada,  y  gritando  á  las  armas,  mandé  tocar 
al  corneta  de  órdenes  el  punto  agudo,  que  era  la  señal  de 
alarma,  y  me  dirijí  de  carrera  al  cuartel  en  mangas  de 
camisa  y  con  espada  en  mano,  seguido  por  mis  ayudantes. 


kȖ^ 


r 


—  165  — 

hombres  de  la  escolta  y  ordenanzas;  y  al  llegar  á  la 
plaza  observé  que  por  todas  partes  corrían  los  oficiales 
y  sus  ordenanzas,  repitiendo  el  mismo  grito  y  dirigién- 
dose al  cuartel  y  silvando  las  balas  por  sobre  nuestras 
cabezas. 

Todo  el  mundo  salió  á  formar  al  frente  del  cuartel 
con  sus  armas;  destaqué  una  compañía  de  infantería  á 
cubrir  la  entrada  á  la  plaza  hacia  donde  acababa  de  sen- 
tirse la  descarga  última,  y  mandé  pasar  lista.  No  faltó 
un  solo  hombre,  todos  concurrieron  volando,  algunos  ofi- 
ciales á  medio  vestir,  y  hasta  hubo  uno  que  se  había 
metido  el  pantalón  al  revés  y  vino  recién  á  notarlo  des- 
pués de  la  lista. 

Observada  por  mí  la  exactitud  con  que  habían  con- 
currido todos,  proclamé  á  la  división  manifestándole  mi 
complacencia  por  su  decisión,  y  mostrándole  cuan  segu- 
ro estaba  de  no  ser  nunca  abandonado  por  ellos;  les  man- 
dé distribuir  yerba  y  un  poco  de  aguardiente,  con  lo  cual 
pasaron  el  resto  de  la  noche  contentos  y  burlándose  mu- 
tuamente por  el  chasco  sufrido  y  por  el  traje  y  estado 
en  que  todos  habían  concurrido  sin  advertirlo  hasta  des- 
pués de  formados. 

Al  segundo  día  muy  temprano,  estaba  ya  formada 
toda  la  división  en  la  plaza  y  cada  uno  con  su  montura 
liada  á  su  frente,  según  se  había  prevenido  en  la  orden 
la  tarde  anterior.  Cuando  me  presenté  montado,  en  la 
plaza,  estaban  ya  todos  los  enfermos  á  caballo,  las  cargas 
listas  para  emprender  la  marcha,  y  un  crecido  número 
del  vecindario  observándonos.  Me  desmonté  al  frente  de 
mi  tropa,  tiré  yo  mismo  mi  montura,  y  llamando  un  he- 
rido de  mi  escolta  que  se  hallaba  con  su  montura  á  los 
pies,  le  entregué  mi  caballo  ordenándole  que  lo  ensillara 
con  su  apero  y  montura.  Dirigiéndome  en  seguida  a  mi 
división,  le  dije: 

« Soldados. 

¡Hoy  hacen  mas  de  nueve  meses  á  que  nuestro  digno 
General,  distinguiéndonos  con  su  confianza,  nos  mandó  na- 
da menos  que  doscientas  leguas  á  retaguardia  del  pode- 


—  166  — 

roso  ejército  español!  El  objeto  de  nuestro  General  era 
fiar  á  nuestro  arrojo  la  importante  comisión  de  llamar 
sobre  nosotros  al  ^jérciío  enemigo,  por  nuestros  hechos 
audaces  á  su  espalda;  para  así  salvar  el  nuestro  que  ca- 
recia  de  los  elementos  y  fuerza  necesaria  para  resistirlo. 

Hemos,  pues,  llenado,  camaradas,  dignamente  nues- 
tra misión;  aunque  no  todavía  con  todo  el  esplendor  que 
yo  deseaba  y  que  tuve  derecho  á  esperar. 

Hemos  obtenido  brillantes  triunfos;  hemos  i'endido 
una  plaza  guardada  por  mayores  fuerzas  que  las  nues- 
tras; y  lo  que  es  más,  hemos  hecho  retroceder  al  orgu- 
lloso ejército  español  desde  Salta,  y  atravesando  osada- 
mente por  entre  sus  divisiones,  con  un  puñado  de  valien- 
tes, le  hemos  dejado  burlado  á  su  General,  y  cuando  de- 
bíamos esperar  ser  obsequiados  por  los  habitantes  de  esta 
provincia  hermana,  somos  hostilizados  por  orden  de  su 
gobierno. 

¿Quién  lo  creyera,  camaradas? 

Soldados:  no  importa.  Seguid  el  ejemplo  de  vuestro 
Jefe  y  marchemos,  diciendo: — ¡Viva  la  patria,  y  vivan 
sus  valientes  defensores!» — Y  echando  mi  montura  al 
hombro,  rompí  la  marcha  entre  los  vivas  de  toda  mi  fuer- 
za y  el  llanto  del  pueblo  espectador.  Preciso  es  confe- 
sarlo en  obsequio  de  la  verdad;  todo  el  pueblo  de 

y  su  jefe,  sintieron  sobre  manera  este  comportamiento 
inesperado  del  Gobernador  Güemes. 

El  soldado  que  había  montado  en  mi  caballo  de  pe- 
lea, así  que  me  vio  mandar: — «aperos  al  hombro»,  A  la  di- 
visión, después  de  cargado  yo  con  el  mío,  se  arrimó  por 
mi  espalda,  y  tomándome  el  apero  con  ambas  manos, 
procuró  en  vano  echarlo  por  delante  de  su  caballo,  pero 
se  lo  resistí  tenazmente  á  pesar  de  las  súplicas  con  que 
me  lo  pedía  sin  lograrlo,  hasta  que  me  vi  precisado  á 
mandarle  resueltamente  que  se  retirase. 

Yo,  que  por  primera  vez  en  mi  vida  me  veía  carga- 
do con  semejante  peso,  me  rendí  muy  pronto;  pero  era 
preciso  animar  á  todos  con  mi  ejemplo,  y  lo  hice,  pa- 
rando solo  á  largas  distancias    para    descansar    un  mo- 


--   107  - 

mentó  coa  toda  la  columna.  Anduvimos  ese  día  ocho 
leguas  por  el  despoblado,  camino  al  río  del  Valle;  y 
acampamos  á  eso  de  las  cuatro  de  la  tarde,  en  un  puesto 
abandonado  de  un  hacendado  de  Oran,  que  fué  conmigo, 
á  efecto  de  ver  si  podía  reunir  el  mayor  número  que 
pudiera  del  ganado  alzado  que  allí  tenía,  para  dármelo 
en  venta  mediante  un  libramiento  al  señor  General  en 
jefe. 

En  el  resto  de  esa  tarde  y  la  mañana  del  siguiente 
día,  se  reunieron  jiiás  de  ciento  cincuenta  cabezas  de 
buen  ganado,  pero  en  extremo  bravo  y  alzado,  y  nos 
costó  mucho  trabajo  para  acollararlo;  pues  era  el  único 
medio  de  poderlo  llevar  y  con  dificultad,  por  la  espesura 
de  los  montes  y  falta  de  camino.  Así  fué  que  en  pre- 
caución mandé  inmediatamente,  de  reunido  el  primer 
ganado,  carnear  algunas  reses  por  compañía,  y  que  las 
charquearan,  como  se  hizo,  pero  no  pudiendo  detenernos 
á  esperar  que  se  secara  y  no  teniendo  la  sal  necesaria 
para  salarlo,  poco  nos  duró,  pues  nos  tomó  un  agua- 
cero que  contribuyó  á  corromperlo  muy  pronto.  Yo 
y  mis  oficiales  habíamos  llegado  en  extremo  estropeados 
con  la  carga  y  la  caminata:  muy  particularmente  yo, 
porque  mi  apero  pesaba  más  que  el  de  todos,  por  estar 
mejor  provisto  de  jergas  y  pellones,  pues  era  la  única 
cama  que  usábamos.  Así  fué  que  al  continuar  la  mar- 
cha, al  siguiente  día,  me  costó  un  gran  trabajo  porque 
amanecí  tan  dolorido  como  si  me  hubiesen  apaleado  por 
todo  el  cuerpo  y  las  piernas. 

Todos  los  oficiales  se  empeñaban  en  que  marchara 
á  caballo  ó  que  al  menos  hiciera  poner  mi  montura  en 
una  carga,  pero  no  quise  yo  acceder  á  ninguna  de  las 
dos  cosas,  y  continué  con  ella,  pero  tan  cansado  al 
empezar  la  marcha,  que  me  parecía  imposible  el  po- 
der continuar.  Sin  embargo,  conforme  fui  andando  me 
fué  desapareciendo  aquel  entumecimiento,  y  en  fuerza 
de  mi  constante  empeño  por  alentar  á  todos  con  mi 
ejemplo,  logré  llegar  á  la  jornada  no  ya  tan  fatigado 
como  en  la  anterior:  mas  en  cambio  de  este  triunfo  so- 


—  168  — 

bre  mí  cuerpo,  perdimos  en  esa  marcha  cerca  de  la 
mitad  del  ganado  que  habíamos  reunido  á  causa  de  la 
espesura  del  bosque  y  de  las  pocas  y  malas  cabalgadu- 
ras para  contenerlo,  pues  á  cada  instante  atropellaba  el 
ganado  al  menor  ruido  y  ganaba  esos  impenetrables 
montes,  sin  que  nos  fuera  posible  dar  caza  á  muchas  de 
las  parejas. 

Nuestro  recomendable  cirujano  y  médico  Dr.  Ohu- 
ghan,  seguía  en  la  mayor  parte  del  camino  nuestro 
ejemplo,  marchando  á  pié  y  tirando  de  su  caballo,  sin 
embargo  de  haberle  yo  exonerado  de  ello;  y  frecuente- 
mente se  lo  pasaba  al  soldado  que  observaba  mas  cansado 
obligándolo  á  que  lo  montara,  y  aun  pasaba  á  pié  los 
ríos  como  yo  lo  había  hecho  muchas  veces,  aun  antes 
de  llegar  á  Oran. 

Últimamente"  y  para  no  ser  molesto  con  digresiones, 
á  la  segunda  jornada  no  nos  quedaron  mas  que  diez  ó 
doce  parejas  de  ganado,  y  estas  en  extremo  cansadas, 
me  fué  preciso  mandar  que  se  carnearan  todas  y  que  se 
distribuyese  la  carne  á  las  compañías.  Era  tal  la  espe- 
sura del  bosque,  en  los  primeros  días,  que  teníamos  que 
venir  abriéndonos  camino  con  los  sables,  y  guardándonos 
mucho  de  las  abundantes  culebras  y  vívoras  que  hay 
en  ellos,  y  que  son  tan  venenosas  muchas  de  ellas. 

Como  las  muías  y  caballos  que  conducían  nuestras 
municiones  empezaron  á  faltarnos  desde  el  tercer  día  de 
nuestra  marcha,  y  era  preciso  que  nuestros  infantes  se 
encargaran  de  conducir  los  paquetes,  mandé  que  dejaran 
las  monturas  y  muy  pronto  me  creí  precisado  á  libertar 
á  todos  de  su  peso,  por  la  incomodidad  que  nos  ocasio- 
naban los  montes,  no  menos  que  los  excesivos  calores. 

Apesar  de  mi  orden  prometí  á  los  soldados  llevar 
las  jergas  que  quisieran  ó  pudieran  cargar  y  algunos 
alimentos,  pues  no  teníamos  ya  que  comer. 

íbamos  ya  tan  acostumbrados,  que  hacíamos  marchas 
de,  diez  y  once  leguas,  algunas  de  ellas  sin  agua,  y  aún 
sin  tener  mas  descanso  que  el  corto  rato  de  parada  que 
hacíamos  al  pié  de  algunos  algarrobos  cargados  de  fru- 


r 


—  169  — 

< 

ta  verde,  pues  estábamos  á  mediados  de  diciembre  y 
no  eran  ya  los  bosques  como  los  de  Oran;  pero  estos  ra- 
tos de  parada  los  devengaba  yo  en  la  carrera  que  em- 
prendía con  toda  la  división,  cada  vez  que  se  descubría 
la  fruta  expresada  desde  la  distancia;  pues  señalando  á 
cada  compañía  los  árboles  á  que  debía  dirigirse,  les  man- 
daba tocar  el  paso  de  ataque,  y  partíamos  todos  dispu- 
tándonos la  preferencia  en  el  comer,  pues  aquellos  que 
llegaban  primero  tenían  á  su  disposición  la  mejor  alga- 
rroba, y  aunque  esta  aumentaba  la  sed,  nos  consolaba 
por  lo  pronto  su  dulzura,  sirviéndonos  al  mismo  tiempo 
de  alimento,  pues  no  había  otro. 

Nos  encontramos  algunas  veces  con  partidas  de  in- 
dios mansos  del  Chaco,  y  teníamos  un  rato  de  júbilo  asi 
que  los  divisábamos,  pues  generalmente  nos  cambalacha- 
ban ó  vendían  algunos  poronguitos  de  rica  miel,  char- 
que, algún  poco  de  maíz  tostado  y  otros  bastimentos. 

Descubrimos  al  flu  el  fuerte  del  río  del  Valle,  que 
está  al  Este  de  Salta  ó  de  su  frontera  del  Sud,  y  fué 
para  todos  un  gran  consuelo,  pues  hacían  tres  días  que 
se  nos  había  concluido  la  poca  carne  y  charque  que  al- 
gunos habían  conservado,  y  en  ellos  no  habíamos  toma- 
do mas  alimento  que  alguna  algarroba,  donde  la  encon- 
trábamos, y  los  muy  limitados  cambalaches  con  los 
indios. 

Llegados  que  fuimos  á  dicho  fuerte  con  no  poca  sor- 
presa de  los  que  lo  guardaban,  se  nos  proporcionó  por 
su  Comandante  la  muy  precisa  carne  para  la  división, 
pues  él  no  quiso  alargarse,  y  aún  negaba  lo  que  se  le 
pedía,  escusándose  con  que  no  tenia  orden  de  su  Gobier- 
no y  con  que  era  bien  poco  el  ganado  que  alli  había 
por  el  temor  de  los  indios;  mas  habiéndole  asegurado 
yo  que  era  amigo  del  coronel  Antonio  Cornejo  que  era 
comandante  general  de  frontera,  muy  patriota  y  en  ex- 
tremo recomendable;  no  trepidó  en  proporcionarnos  lo 
necesario  y  obsequiarnos,  y  mucho  mas  desde  que  vio 
al  Dr.  Ohughan  y  supo  que  era  médico,  pues  nunca  fal- 
tan enfermos  en  el  campo,  y  el  doctor  los  curó. 


—  170  - 

Tomé  conocimiento  por  este  Comandante  de  las  jor- 
nadas que  debería  hacer  hasta  el  río  del  Tala  que  divi- 
de la  jurisdicción  de  Salta  con  la  de  Tucumán,  mar- 
chando en  derechura  por  la  frontera  y  sin  aproximarse 
al  camino  de  postas;  obtenido  éste,  pasé  al  Capitán  ó 
Comandante  del  Departamento,  el  correspondiente  aviso 
de  las  jornadas  que  debería  hacer  con  mi  división,  para 
que  se  me  esperara  con  las  reses  necesarias,  y  mas  las 
cabalgaduras  que  pudieran  proporcionarse,  asi  para  las 
cargas  como  para  los  enfermos  ó  heridos,  pero  con  la 
prevención  exprosa  de  que  serían  estas  religiosamente 
devueltas  asi  que  llegáramos  á  la  siguiente  jornada. 

Despachado  dicho  oficio  el  mismo  día  de  mi  llegada 
al  Fuerte  y  también  el  parte  al  señor  general  Belgrano, 
continué  mi  marcha  al  siguiente  día  por  un  camino  ya 
poblado  y  cubierto  de  ganado  y  cabalgaduras;  pero  con 
tal  orden,  que  ningún  individuo  se  separaba  del  camino 
ni  se  tomaba  animal  alguno. 

Llegados  á  la  parada,  encontramos  una  partida  de 
gauchos  con  las  reses  mas  precisas  en  el  corral,  pero 
tan  flacas  que  casi  no  se  podían  comer,  y  sin  ninguna 
cabalgadura.  Preguntado  el  Oficial  de  la  partida — Por- 
qué no  había  cabalgaduras  encontrándohis  nosotros  en 
toda  la  marcha,  contestó  secamente  que  él  cumplía  con 
la  orden  que  tenía  de  su  Comandante. 

Según  eso,  le  dije: — ¿Tendría  Vd.  la  oi'den  de  propi>r- 
cionarnos  las  reses  más  flacas  é  inservibles,  pues  en  todo 
el  trayecto  las  hemos  encontrado  bien  gordas'í — No  me 
contestó  y  se  retiró  con  su  partida  bajo  de  unos  ár- 
boles un  poco  apartados  de  mi  campo,  y  reconocimos 
entre  dicha  partida,  algunos  desertores  de  nuestro  ejér- 
cito. 

Mientras  se  carneaba  y  proporcionaban  leña  los  sol- 
dados de  mi  división,  no  dejaron  de  insinuarse  los  de- 
sertores con  algunos  de  nuestros  soldados,  invitándolos  á 
que  so  quedaran  con  ellos  á  pasar  mejor  vida,  mas  la 
contestación  que  tuvieron  los  avergonzó,  y  no  osaron  re- 
petir sus  instancias.    Esto  lo  supe  luego  por  los  mismos 


--  171  — 

soldados  que  habían  sido  invitados  y  los  aplaudí  su  fide- 
lidad y  patriotismo  regalándolos. 

Este  mismo  recibimiento  tuvimos  en  todo  el  camino, 
hasta  que  al  fin  avistamos  el  río  del  Tala  que  nos  sepa- 
raría dentro  de  pocos  instí>ntes  del  territorio  de  Salta. 
Verlo  la  división,  dar  un  «viva  á  la  patria»  y  precipi- 
tarse á  pasarlo,  fué  todo  uno;  y  apenas  se  hubieron  co- 
locado en  la  opuesta  banda  del  territorio  tucumano,  die- 
ron vuelta  todos  como  animados  de  un  mismo  impulso, 
y  empezaron  á  dirigir  cruces  y  maldiciones  con  ambas 
manos  á  la  opuesta  banda.  Nos  tendimos  á  descansar,  y 
al  poco  instante  ya  descubrimos  una  numerosa  caballada 
que  arriaban  los  milicianos  hacia  nosotros. 

Entre  vivas  y  felicitaciones  mandé  rodear  la  caballa- 
da con  mi  tropa,  y  muy  pronto  se  tomaban  caballos  para 
todos,  los  mismos  milicianos.  Desde  allí  ya  nuestra  mar- 
cha fué  feliz  y  triunfal,  pues  nada  faltó  á  la  división,  y 
aunque  nuestros  soldados  iban  cabalgados  sin  montura, 
en  todo  el  camino  les  fueron  proporcionados  ya  aperos 
viejos,  ya  cueros  de  carnero  para  que  no  se  magullaran 
tanto  sobre  el  lomo  limpio  del  animal. 

Como  del  rio  del  Tala  á  Tucumán  no  hay  sino  vein- 
te y  una  leguas,  á  los  tres  días  estuvimos  á  una  legua 
de  la  capital  en  la  banda  del  río,  en  cuyo  punto  había 
recibido  orden  del  señor  General  en  jefe,  de  esperarlo, 
pues  quería  presentarnos  al  pueblo  y  al  ejército,  coloca- 
do á  la  la  cabeza  de  nuestra  columna. 

A  las  dos  horas  de  espera,  lavada  ya  toda  la  divi- 
sión y  formada  á  pié  con  nuestro  uniforme  de  poncho  y 
calzón  de  picote  blanco,  apareció  nuestro  querido  Cíone- 
ral,  seguido  de  todo  su  Estado  Mayor,  del  Gobernador  de 
la  Provincia  con  mucha  parte  de  lo  principal  del  vecin- 
dario, y  su  escolta  por  detrás,  y  precedía  dicho  cortejo 
la  banda  del  ejército  y  los  músicos  de  los  Cuerpos. 

Al  enfrentarse  el  General  á  nuestra  línea,  compuesta 
de  386  hombres  de  tropa,  fué  saludado  con  tres  estrepito- 
sos vivas.  El  primero  á  la  Patria,  el  segundo  al  Exce- 
lentísimo Superior  Gobierno  y  el  tercero  á  S.  E.  el  señor 


^ 


—  172  - 

General  en  jefe  del  ejército,  y  marchó  en  seguida  á  pre- 
sentar las  armas  y  batir  marcha. 

Nuestro  digno  General,  ahogada  su  voz  por  lágrimas 
de  complacencia,  felicitó  á  toda  la  división,  á  su  jefe  y 
oficiales.  Yo  le  mandé  victorear  nuevamente,  agregando 
que  no  habíamos  hecho  otra  cosa  que  llenar  en  la  parte 
que  nos  habla  sido  posible,  la  honrosa  misión  que  nos 
había  confiado;  y  que  constantemente  encontraría  á  la 
división  toda,  dispuesta  á  sacrificarse  por  la  patria  y  por 
su  General.  Mandé  enseguida  echar  armas  al  hombro  y 
romper  en  columna  al  frente  por  mitades,  como  se  me 
había  ya  ordenado  así  que  acabó  de   hablar  el  General. 

Yo  quería  entrar  á  pié  á  la  cabeza  de  mi  columna, 
pero  el  General  no  lo  consintió,  y  me  mandó  montar  en 
el  caballo  que  se  traía  preparado,  y  colocarme  á  su  lado 
izquierdo,  pues  el  Gobernador  y  Capitán  General  de  la 
Provincia,  ocupaba  el  derecho.  En  este  orden  continua- 
mos la  marcha,  ocupando  la  cabeza  de  la  columna  y  la 
banda  de  música,  y  con  toda  la  comitiva  á  vanguardia. 

Atravesamos  la  plaza  y  nos  dirigimos  á  la  Cindadela, 
donde  nos  esperaba  todo  el  ejército  formado. 

Establecida  la  división  en  el  punto  que  se  le  designó 
en  el  cuadro,  y  colocado  yo  á  su  frente,  dirigió  el  Gene- 
ral al  ejército  una  proclama  entusiasta,  encomiando  á  la 
división  exajeradamente.  Concluida  la  cual  y  después 
de  los  correspondientes  Víctores,  pasaron  las  tres  compa- 
ñías de  infantería  y  el  piquete  de  artillería  á  incorpo- 
rarse á  sus  cuerpos  y  yo  con  el  mío  á  mi  cuartel.  Mi 
regreso  fué  en  los  últimos  días  de  diciembre,  y  con  trein- 
ta y  seis  hombres  más  que  los  que  había  sacado  de  Tu- 
cumán,  es  decir,  después  de  diez  meses  largos  de  cam- 
paña. 

No  sé  si  al  segundo  ó  tercer  día  de  mi  llegada  á 
Tucumán,  rae  adjudicó  el  Cabildo  una  manzana  de 
terreno,  al  frente  de  la  Cindadela  y  contigua  á  la  ca- 
sa que  había  construido  y  habitaba  el  Excelentísimo 
señor  general  Manuel  Belgrano.  Tomé  posesión  de  ella 
y  me  puse  inmediatamente  á  hacer  trabajar  el  material 


—  173  — 

yo  mismo  con  mis  soldados,  y  pagándoles  como  á  unos 
peones,  y  con  él  trabajé  en  seguida  una  de  azotea  con 
tres  habitaciones  al  frente  de  la  calle,  mirando  al  norte. 
Cerqué  de  tapia  los  cuatro  costados;  construí  yo  mismo 
un  jardín  en  el  frente  del  este  que  miraba  a  la  alame- 
da y  mandé  trabajar  cuatro  piezas  más  en  el  interior, 
haciendo  sembrar  el  resto  del  terreno,  pues  todos  los 
jefes  de  los  cuerpos  tenían  sus  quintas  destinadas  para 
cultivar  legumbres  y  hacer  sembrar  granos  y  algunas 
frutas  para  sus  tropas  sin  que  por  estos  trabajos  pasasen 
un  solo  día  los  ejercicios  doctrinales,  por  compañías  por 
las  mañanas,  por  cuerpos  todas  las  tardes,  y  de  linea  to- 
dos los  domingos  y  días  festivos. 


A  mediados  del  año  1818,  fui  mandado  por  la  posta, 
por  el  señor  General  en  jefe,  con  300  hombres  de  caba- 
lleria,  á  salvar  al  coronel  mayor  Juan  Bautista  Bustos, 
que  se  hallaba  con  su  Regimiento  núm.  2,  sitiado  en  el 
Fraile  Muerto,  jurisdicción  de  Córdoba,  por  el  Goberna- 
dor de  Santa  Fé,  Estanislao  López.  Los  300  hombres  de 
dicha  fuerza  lo  componían  mis  dos  escuadrones  de  Hú- 
sares, y  uno  de  cien  Dragones  que  lo  mandaba  el  entonces 
comandante  José  María  Paz.  Partí  inmediatamente  por 
la  posta  con  esta  fuerza,  con  tanta  celeridad  que  á  los 
siete  íi  ocho  días  estuvimos  en  la  capital  de  Córdoba  que 
dista  170  y  tantas  leguas;  pero  habiendo  llegado  yo  en 
extremo  mortificado  por  una  indisposición  que  tuve  en 
los  últimos  dias,  me  fué  necesario  detenerme,  no  recuer- 
do si  tres  ó  cuatro  días,  hasta  que  restablecido  en  ellos 
mediante  la  extremada  bondad  y  esmerada  asistencia  de 
la  amable  señora  madre  de  mi  segundo,  el  comandante 
Paz.  Continuamos  la  marcha  hasta  el  Paso  de  la  Herra- 
dura en  el  río  3^  Alli  hicimos  alto  acampándonos  á  la 
misma  costa  del  río,  ó  más  propiamente,  ocupando  la 
boca  de  la  Herradura  que  forma  aquel  barrancoso  rio, 
pues  el  gobernador  López  se  había  replegado  á  mi  apro- 
ximación hacia  su  territorio,  abandonando  el  sitio. 


—  174  — 

Como  al  resp.'egarse  López  sobre  la  frontera  de  su 
territorio,  se  habla  establecido  en  un  punto  que  no  esta- 
ba muy  distante  de  mi  referido  campo,  y  su  modo  favo- 
rito de  hacer  la  guerra  á  las  tropas  de  Buenos  Aires 
era  el  de  sorpresa,  y  arrebatándoles  los  caballos,  me  pre- 
vine al  instante  contra  esta  táctica  por  medio  de  una  línea 
curva  de  postes  asegurados  de  tres  en  tros  varas,  y  de 
unas  dobles  varas  amarradas  horizontalmente  á  ellos;  la 
primera  á  la  altura  del  pecho  de  un  hombre  y  Ja  se- 
gunda á  una  tercia  de  la  tierra. 

Acampado  en  este  orden,  hacía  pastar  de  día  mi 
caballada  en  el  campo  de  mi  frente,  y  por  la  tarde 
montaba  á  caballo  con  toda  la  fuerza  é  íbamos  á  cortar 

alfalfa  á  una   hermosa    propiedad    que    tenía 

Casas  como  á  unas  16  ó  20  cuadras  de  nuestro  campo 
y  nos  regresábamos  al  ponerse  el  sol,  cada  uno  con  su 
atado  de  pasto  por  delante.  Asi  dormíamos  con  la  caba- 
llada asegurada  y  bien  comida  dentro  de  nuestro  campo. 

Por  temor  de  las  fuerzas  de  los  santafecinos,  habían 
resplegádose  hacia  Córdoba  todas  las  familias  de  la  cos- 
ta del  rio  3^  por  consiguiente  estaban  todas  las  casas 
abandonadas  con  cuanto  en  ellas  tenían,  pero  era  tal 
el  respeto  que  nuestra  tropa  guardaba  á  la  propiedad 
del  vecindario  por  donde  transitamos,  que  á  pesar  de 
este  abandono  no  hubo  ejemplo  de  que  un  soldado  nues- 
tro hubiese  jamás  tocado  nada  de  cuanto  había  en  ellas. 

El  retiro  de  López  desde  el  Fraile  Muerto,  á  mi 
aproximación,  había  sido  con  el  obieto  de  esperar  mas 
fuerza,  asi  fué  que  al  momento  de  haberse  replegado 
á  mi  campo,  ol  coronel  mayor  Bustos  movió  él  el  suyo, 
pero  reforzado  por  500  indios  tapes  á  quienes  mandaba 
un  ingles  Campbell  y  fuerte  de  mas  de  1500  hombres, 
como  se  sabrá  mas  adelante. 

Avisado  yo  de  su  aproximación  asi  como  del  re- 
fuerzo que  había  recibido,  pero  ignorante  del  número 
de  fuerzas  con  que  me  buscaba,  se  me  ocurrió  un  medio, 
en  mi  concepto  fácil,  pero  demasiado  severo  para  en- 
gañar á  López  y  obtener   el   conocimiento  que  deseaba- 


-j 


r 


—  175  — 

Era  orden  establecida  en  mi  cuerpo  desde  que  lo  for- 
mó, de  que  el  soldado  que  causara  la  menor  extorsión 
al  vecindario  por  donde  transitara  y  tomase  el  mas  in- 
significante utensilio  de  cualquiera  de  estos,  sería  casti- 
gado por  primera  vez  con  cincuenta  palos  y  por  la  se- 
gunda con  doble  número  y  despedido  del  cuerpo  se  le 
destinaría  á  la  infantería,  y  ei'a  tal  el  interés  que  había 
yo  inspirado  á  todos  por  conservar  la  estimación  y  el 
honor  del  Regimiento,  que  unos  á  los  otros  se  fiscaliza- 
ban por  el  mas  pequeño  desliz. 

Se  me  ocurrió,  pues,  el  pensamiento  de  hacer  que  se 
pasara  al  gobernador  López  un  ordenanza  mío,  saltefio. 
y  apellidado  Robles,  y  que  me  trajera  el  conocimiento 
que  deseaba,  pero  para  esto  debía  él  sufrir  un  cruel 
castigo  que  lo  infamara  á  presencia  de  su  cuerpo. 

Convencido  yo  de  la  valentía  de  este  soldado.,  asi 
como  de  su  patriotismo  y  del  afecto  que  me  profesaba, 
lo  llamé  á  solas  dos  noches  antes  de  que  se  apareciera 
el  enemigo  y  le  dije: — «Necesito  precisamente  saber  cual 
es  la  fuerza  de  los  santafecinos  que  se  atreven  á  atacarnos 
y  cual  su  armamento  y  demás,  para  que  podamos  dar 
un  día  de  gloria  A  la  patria  y  aumentar  la  de  nuestro 
cuerpo.  Te  he  elegido  á  tí  para  hacernos  este  importaiíte 
servicio  pasando  al  enemigo  mañana  por  la  noche,  pues 
eres  el  soldado  que  mas  merece  mi  confianza  y  estima- 
ción. Pero  escucha  atentamente. 

Mañana  te  toca  salir  con  los  demás  ordenanzas  A 
pastorear  la  caballada;  las  casas  del  frente  á  cuya  som- 
bra suelen  descansar  los  que  las  pastorean,  están  vacías 
ó  sin  gente:  abrirás  una  puerta  con  cualquier  pretexto 
como  ocultándote,  y  tomarás  alguna  pequenez  de  las 
que  en  ella  se  encuentran.  Tus  compañeros  te  lo  han  de 
reprobar  y  probablemente  te  acusarán  como  es  natural. 
Asi  que  esto  suceda,  te  mando  poner  preso  y  en  presen- 
cia del  regimiento  vas  á  ser  castigado  con  cincuenta 
palos  bien  dados,  y  te  voy  á  mandar  rapar  hasta  las 
cejas  por  el  barbero.  Esto  es  duro  en  realidad,  pero 
necesario  para  engañar  á  López. 


—  176  — 

Asi  que  sufras  dicho  castigo,  pasarás  preso  á  la 
prevención  de  donde  te  costará  poco  trabajo  escapar  con 
cualquier  pretexto  asi  que  cierre  la  noche,  y  dirigirte  al 
punto  tal  donde  encontrarás  un  caballo  atado.  Tu  sabes 
nadar  y  nada  te  cuesta  tirarte  al  rio  sin  que  ninguno 
te  sienta.  Presentándote  de  dicha  manera  al  gobernador 
López  no  puedes  dejar  de  engañarlo,  pues  llevas  en  el 
cuerpo  y  cabeza  el  comprobante  inacusable  de  la  verdad 
de  cuanto  le  digas. 

Principiarás  por  quitar  su  defectos  al  Diablo  para 
ponérmelos  á  mi,  manifestándole  la  friolera  porque  te 
he  puesto  en  el  estado  en  que  te  vé;  que  no  tengo  mas 
fuerza  que  doscientos  Húsares,  cien  Dragones  y  poco 
mas  de  treinta  infantes  que  tendrá  el  n^  2,  que  mis  sol- 
dados son  nuevos  y  que  soy  mas  presumido  que  valiente 
pues  públicamente  digo  á  mí  tropa  que  los  he  de  correr 
á  él  y  a  sus  santafecinos  con  veinte  Húsares,  lo  cual  es 
solo  para  animarlos.  Tu  vez  que  cuanto  te  encargo  decir- 
le es  la  verdad,  por  consiguiente  no  tengas  temor  de  ser 
desmentido;  á  esto  podrás  agregar  todos  los  defectos  que 
quieras  ponerme,  añadiéndole  que  por  vengarte  del  bár- 
baro castigo  que  acabas  de  sufrir  has  resuelto  pasarte 
para  hacerme  conocer  del  enemigo  el  día  del   ataque. 

Con  esta  relación  que  es  verídica  vas  á  ser  creído 
indudablemente,  y  aun  concibo  que  te  ponga  en  su 
escolia  ó  quiera  dejarte  á  su  servicio  Si  esto  sucede 
tendrás  un  medio  muy  fácil  de  proporcionarte  el  mejor 
caballo  y  tirarte  en  él  al  río  que  está  á  nado,  en  la 
noche  que  se  nos  haya  aproximado;  pero  esto  deberás 
practicar  después  que  te  hayas  impuesto  de  su  fuerza  y 
armamento  asi  como  del  estado  de  su  caballada.  Yo  en 
premio  de  este  importante  servicio  que  vas  á  prestar  á 
la  patria  y  á  tu  Coronel,  te  haré  sargento  con  el  sueldo 
de  tal,  pero  sin  separarte  por  esto  de  mi  lado:  serás 
recomendado  en  la  orden  general  á  la  consideración  y 
aprecio  de  todos  tus  compañeros,  asi  como  á  la  de  todo 
el  ejército  por  tan  extraordinaria  muestra  de  patriotis- 
mo: y  yo  particularmente  te  daré  una  abundante   grati- 


—  177  — 

ficación  y  depositaré  en  ti  toda  mi  confianza  y  mi  es- 
timación. 

La  contestación  del  valiente  y  patriota  ordenanza 
Juan  de  la  Rosa  Robles,  cuyo  nombre  acabo  de  recordar, 
fué  esta: — ¡Mi  coronel!  Vd.  sabe  cuanto  amo  á  mi  pa- 
tria, y  sobre  todo  á  Vd.  y  aunque  la  prueba  que  me 
pide  es  tan  amarga  voy  á  sufrirla  mi  Coronel,  no  por 
los  premios  que  me  ofrece,  sino  por  la  patria  y  por 
Vd.  para  que  acabe  de  conocer  cuanto  lo  quiero.  —  Mil 
gracias  mi  querido  y  valiente  Rosa,  le  dije  abrazándolo 
fuertemente,  prepárate  á  sufrir  mañana  uti  amargo  rato 
de  dolor  y  vergüenza  y  retirémonos,  pero  no  olvides  que 
yo  también  lo  sufriré  á  !a  par  tuya. 

Llegó  el  siguiente  día  y  le  tocó  á  mi  valiente  Rosa 
ir  con  otros  ordenanzas  á  pastorear  la  caballada,  y  llenó 
su  misión,  cortando  con  un  cuchillo  una  lonja  de  cuero 
fresco  con  que  al  abandonar  la  casa,  había  su  dueño 
asegurado  el  candado  de  una  puerta  por  faltarle  una  de 
las  dos  argollas,  y  solo  sacó  de  la  pieza  un  par  de 
maneadores  (este  nombre  dan  nuestros  paisanos  á  una 
lonja  de  cuero  fresco  que  soban  muy  bien  á  mano  para 
atar  sus  caballos  y  aun  para  enlazarlos)  con  el  pretexto 
de  que  los  suyos  no  eran  tan  buenos.  Dos  compañeros 
lo  vieron  entrar  y  salir  con  ellos,  se  lo  reprobaron  es- 
presamente  amenazándole  hasta  con  darme  parte  —  ¿Qué 
me  va  hacer  mi  Coronel  por  esta  porquería  cuando  me 
quiere  tanto  y  estamos  esperando  al  enemigo?— Contestó- 
les y  sin  hacerles  caso  los  ató  á  su  caballo  y  cerró  otra 
vez  la  puerta. 

No  se  había  retirado  todavía  con  la  caballada,  cuan- 
do fui  instruido  de  este  hecho  por  uno  de  los  espresados 
compañeros.  En  fin  se  le  mandó  preso  por  el  oficial 
que  estaba  á  cargo  de  la  caballada,  y  le  mandé  aplicar 
por  la  orden  del  día  el  castigo  que  le  había  ya  desig- 
nado, á  presencia  del  cuerpo  por  haber  violado  una 
casa  cerrada  y  manchando  la  buena  reputación  del 
cuerpo  y  de  toda  la  división,  por  un  hecho  semejante. 
Yo  quise  presenciar  el  castigo,  no  sin  conmoverme,  hice 

12 


-   178  — 

conocer  á  la  tropa  toda  la  fealdad  de  aquel  hecho,  al 
parecer  insignificante:  pues  que  el  soldado  habia  respe- 
tado otros  objetos  de  mas  valer,  y  mandé  que  se  le 
aplicaran  con  fuerza  los  cincuenta  palos  después  de  bien 
afeitada  su  cabeza  y   pestañas. 

Concluido  el  castigo  pasó  el  soldado  á  la  prevención 
y  yo  marché  con  la  división  de  caballería  al  corte  de 
pasto,  y  en  esa  noche  no  le  fué  difícil  al  preso  evadirse 
por  entre  el  mismo  campo,  pues  que  teníamos  la  espalda 
cubierta  por  el  rio  á  nado;  y  sin  embargo  de  lo  cual 
no  dejó  el  oficial  de  la  guardia  de  sufrir  también  su 
correspondiente  arresto,  asi  que  fui  instruido  de  la  fuga. 

Como  los  enemigos  venían  ya  decididos  á  sorpren- 
dernos, supe  al  siguiente  día  por  la  tarde,  por  con- 
ducto de  mis  espías,  de  hallarse  aquellos  inmediatos 
.por  nuestro  frente,  cuando  en  la  mañana  del  inmediato 
se  nos  presentó  dentro  de  nuestro  campo  mi  valiente 
ordenanza  la  Rosa  en  uno  de  los  caballos  del  goberna- 
dor López  con  los  conocimientos  que  deseaba.  ¡  Grande 
fué  el  asombro  de  todos  al  presenciar  las  afectuosas  con- 
sideraciones que  le  dispensé  á  este  valiente  azotado  y 
afeitado  dos  días  antes!  Todos  ¡x  porfía  lo  congratularon 
asi  que  me  hubo  instruido  de  su  misión,  por  la  valentía 
con  que  habla  sufrido  tan  duro  castigo  por  hacernos  un 
servicio  tan  importante. 

Excusado  es  relatar  el  modo  con  que  cumpliendo 
diestramente  mis  instrucciones,  engañó  al  gobernador 
López  y  las  consideraciones  que  este  le  dispensó.  Este 
valiente  todo  hinchado  por  las  espaldas,  se  nos  presentó 
en  uno  de  los  buenos  caballos  de  aquel  Jefe,  y  cuando 
aclaró  el  día  estábamos  ya  cercados  por  mas  de  1,500 
hombres  desde  el  uno  al  otro  extremo  de  la  línea  curva 
que  formaba  aquel  barrancoso  río,  y  nuestro  campo 
mismo,  pero  á  gran  distancia  y  con  solo  algunas  parti- 
das avanzadas. 

El  coronel  mayor  Juan  Bautista  Bustos,  tuvo  la 
bondad  de  ordenarme  que  dirigiera  yoá  mi  albedrio,  el 
ataque  ó  la  defensa.  Yo  había  mandado  en  el  día  ante- 


r 


—  179  — 

rior  cubrir  todo  el  frente  del  palenque  que  circulaba 
nuestro  campo  con  los  cueros  frescos  de  las  reses  que 
habla  consumido  la  división  desde  el  día  anterior,  colo- 
cándolos sumamente  estirados  por  las  bases  transversales 
asi  con  el  objeto  de  cubrir  á  nuestros  soldados  á  la  vista 
del  enemigo,  como  con  el  de  presentarles  un  fantasma 
de  parapeto.  Ordené,  pues;  ala  infantería  que  estaba  co- 
locada al  centro  de  dicho  parapeto  que  no  disparara  un 
solo  tiro  aunque  se  aproximara  el  enemigo,  sin  mi 
orden. 

Tres  grandes  puertas  había  yo  dejado  al  palenque 
para  que  pudieran  salir  nuestros  soldados  formados  en 
columna.  El  comandante  José  María  Paz,  con  sus  cien 
Dragones  ocupaba  la  izquierda,  el  primer  escuadrón  de 
Húsares  compuesto  en  aquel  momento  de  ochenta  plazas 
bajo  las  órdenes  del  capitán  Mariano  García,  ocupaba 
la  derecha  y  el  2°,  bajo  las  órdenes  del  mayor  Toro, 
formaba  la  reserva  á  espalda  de  la  infantería  que  estaba 
al  centro,  v  de  una  carretilla  de  municiones. 

Dispuestas  nuestras  fuerzas  en  el  orden  expresado, 
salí  en  persona  con  25  Húsares  á  dar  el  primer  ensayo 
sobre  una  doble  fuerza  de  caballería  enemiga  que  esta- 
ba colocada  al  frente  del  centro,  la  que  así  que  me  víó 
dirigirme  resueltamente  á  ella,  empezó  á  retirarse  al 
mismo  tiempo  que  una  igual  fuerza  de  su  línea  marchaba 
á  galope  á  reforzarla.  Así  que  observé  este  refuerzo  que 
se  movía,  mandé  pedir  doce  hombres  mas  de  Húsares,  y 
así  que  se  reunieron  continué  sobre  los  enemigos,  que 
no  me  esperaron. 

En  estas  pruebas  infructuosas,  con  el  deseo  de  mos- 
trar á  mis  soldados  la  poca  importancia  de  nuestros  ene- 
migos, se  nos  fué  la  mañana  sin  conseguir  que  me  es- 
peraran una  vez,  hasta  que  aburrido  de  hacer  trabajar 
inútilmente  á  mis  caballos,  me  replegué  al  campo  man- 
dando la  tropa  á  sus  puestos  y  ordenando  se  conservasen 
los  escuadrones  formados,  á  pié  y  con  sus  caballos  de  la 
brida.  Pasado  mucho  tiempo  empezó  el  enemigo  á  mover 
su  línea  sobre  la  nuestra,  pero  mí  resolución  estaba  to- 


—  180  -- 

mada  y  nos  mantuvimos  Armes  en  nuestros  puestos  á 
pesar  de  ser  provocados  por  sus  guerrillas;  hasta  que 
cansado  López  de  mi  espera,  se  aproximó  á  tiro  de  fusil 
y  ocupando  los  quinientos  tapes  de  Campbell  su  izquierda 
sin  que  mis  soldados  les  contestaran  á  sus  fuegos,  echa- 
ron pié  á  tierra  estos  últimos  y  maneando  sus  caballos 
salieron  al  frente  haciéndonos  fuego,  muy  caída  ya  la 
tarde.  Como  mi  tropa  estaba  ya  prevenida  de  lo  que  de- 
bía ejecutar,  asi  que  diera  yo  la  voz  de  «á  caballo»,  hizo 
la  infantería  una  descarga;  así  que  la  di,  salieron  al 
mismo  tiempo  Paz  y  García  con  sus  escuadrones  sobre 
el  enemigo.  El  primero  formó  su  escuadrón  en  batalla, 
así  que  salió  y  cargó  con  el  mayor  orden  á  la  derecha 
del  enemigo;  pero  no  hizo  lo  mismo  el  segundo,  porque 
impacientes  los  soldados  tucumanos  por  acuchillar  á  los 
500  tapes  que  estaban  desmontados,  se  fueron  á  la  car- 
ga conforme  fueron  saliendo  las  mitades. 

Yo  que  observé  este  desorden  en  el  primer  escua- 
drón á  tiempo  que  salía  con  el  2""  por  el  portón  del 
centro,  dejé  á  este  formado  afuera  y  corrí  á  contener  y 
ordenar  el  de  García,  pero  no  logré  alcanzarle  sino  al 
tiempo  en  que  se  mezclaban  ya  con  los  tapes,  quienes  no 
creyendo  que  aquellos  80  hombres  desordenados  llegasen 
hasta  ello§,  no  habían  pensado  en  sus  caballos;  pero  asi 
que  conocieron  su  engaño  corrieron  á  ellos  olvidándose 
muchos  de  desprender  las  maneas,  asi  fué  que  sufrieron 
una  larga  y  terrible  acuchillada;  mientras  que  el  coman- 
dante Paz  acuchillaba  en  orden  y  bizarramente  á  todo  el 
costado  derecho  que  huyó  igualmente  que  el  centro,  ai 
cual  seguía  mi  2^  escuadrón  á  gran  galope  formado  en 
columna. 

Los  perseguí  poco  menos  de  una  legua  hasta  poner- 
se el  sol,  retrocedí  juntamente  que  el  níim.  2  que  había 
salido  en  nuestra  protección. 

Los  enemigos  tocaron  reunión  así  que  me  vieron  re- 
troceder, y  regresaron  en  seguida  hasta  las  inmediacio- 
nes de  mi  campo,  permanecieron  circulándolo  hasta  des* 
pues  de  cerrada  la  noche  en  que  se   retiraron,  después 


-  181  — 

de  haber  arrastrado  al  río  todos  sus  muertos  á  excepción 
de  los  que  habían  caído  más  inmediatos  á  nuestro  cam- 
po que  no  se  atrevieron  á  quitarlos. 

Amanecido  el  siguiente  día,  salimos  á  reconocer  mu- 
cha parte  del  campo  por  donde  los  habíamos  acuchillado 
y  solo  encontramos  veintisiete  muertos  del  enemigo  y.  dos 
de  los  nuestros  del  escuadrón  de  García,  pero  estaban 
patentes  las  rastrilladas  en  el  pasto  por  donde  habían 
arrastrado  á  la  cincha  de  sus  caballos,  hasta  botar  al  río 
por  uno  y  otro  costado,  sobre  sesenta  muertos.  Nues- 
tra pérdida  consistió  solo  en  tres  Dragones  heridos,  los 
dos.  Húsares  muertos  y  más  cuatro  ó  seis  heridos,  no 
siendo  de  estrañar  la  mayor  pérdida  de  estos  últimos,  aten- 
diendo la  manera  como  se  entreveraron  entre  los  tapes. 
El  enemigo  tuvo  más  de  60  muertos  y  mayor  núme- 
ro de  heridos,  y  muchos  de  ellos  mortalmente  según  los 
notamos  en  la  persecución  al  tercer  día.  Como  yo  había 
mandado  afilar  todos  los  sables  de  la  caballeria  al  salir 
de  Córdoba,  la  mayor  parte  de  los  cortes  fueron  morta- 
les; me  acuerdo  que  á  uno  de  los  cuerpos  que  encontra- 
mos á  la  inmediación  de  nuestro  campo,  le  habian  volado 
todo  el  cráneo  á  más  de  dos  varas  del  cuerpo.  Pri- 
sioneros se  tomaron  no  sé  sí  diez  ó  doce  hombres,  los 
más  de  ellos  tapes,  pero  si  tengo  muy  presente  que  los 
hice  curar  en  extremo  y  que  conquistados  por  mi  des- 
pués para  que  sirvieran  en  el  cuerpo,  fueron  unos  exce- 
lentes soldados- 
Dos  ó  tres  horas  después  de  salido  el  sol,  se  avista- 
ron los  enemigos  con  toda  su  fuerza  reunida,  aproximán- 
dosenos al  campo,  pero  parando  á  la  distancia  dejaron 
pasar  la  mayor  parte  del  día,  y  solo  se  acercaron  mu- 
cho muy  caida  ya  la  tarde,  pero  con  grande  aparato, 
habiendo  reunido  hasta  la  tropa  que  estaba  á  cargo  de 
sus  caballadas.  Como  hubo  cerrado  la  noche  con  este 
movimiento,  mandé  yo  salir  tres  patrullas,  una  de 
infantería  colocada  á  mi  derecha,  sobre  la  cosía  del 
río  con  toda  la  banda  de  tambores  del  número  2,  y  las 
otras  dos  de  caballería,  colocada   la  una  á  la   izquierda, 


-  182  -- 

con  un  corneta  de  Dragones,  y  la  otra  al  centro  con  to- 
dos los  trompas  de  Húsares. 

Los  oficiales  que  mandaban  las  dos  primeras,  tenían 
¡a  orden  de  dar  las  respectivas  voces  de  mando  y  rom- 
per á  su  frente  batiendo  marcha  cuando  yo,  que  estaba 
al  centro,  lo  anunciara. 

Llegado  el  momento,  como  á  las  9  de  la  noche,  man- 
dé en  voz  alta: — Escuadrones  por  compañías,  romper  por 
la  derecha  para  marchar  en  columna  al  frente* — El  ofi- 
cial de  Infantería  repitió  la  voz  de  mando  á  su  cuerpo, 
y  el  de  Dragones  al  supuesto  escuadrón,  y  rompieron  al 
mismo  tiempo  las  tres  patrullas  nuestra  marcha  al  fren- 
te, al  toque  de  cajas  y  cornetas.  Sentir  los  enemigos  este 
movimiento  y  hacer  retumbar  la  tierra  con  su  precipita- 
da carrera  en  fuga,  fué  todo  uno,  yo  continué  marchando 
con  precaución  y  precedido  de  algunos  hombres,  unas 
pocas  cuadras,  y  callando  las  cornetas,  regresamos  á  poco 
rato  á  nuestro  campo  y  pasamos  la  noche  tranquilos  y 
en  completa  oscuridad;  pero  habiendo  amanecido  forma- 
dos los  enemigos  al  siguiente  día  con  el  mismo  aparato 
que  el  anterior,  á  cierta  distancia,  y  aproximándose  en 
seguida,  me  dispuse  á  salir  con  todas  las  fuerzas  sobre 
ellos  y  ordené  al  efecto  que  se  distribuyeran  las  muni- 
ciones á  la  tropa,  habiendo  yo  salido  á  situarme  al  frente 
con  una  partida  de  observación,  cuando  al  concluirse  ya 
el  reparto  de  las  municiones,  sucede  por  un  descuido  una 
explosión  de  dos  ó  tres  cajones  que  quedaban  en  la  ca- 
rretilla. 

Este  inesperado  accidente  sorprendió  á  los  enemigos 
que  se  tendieron  sobre  los  pescuezos  de  los  caballos  cre- 
yendo fuese  un  cañonazo;  pero  no  menos  me  sorprendió 
á  mi  que  adivinando  la  causa  corrí  al  lugar  de  la  ex- 
plosión y  me  encontré  con  unos  cuantos  hombres  abra- 
sados por  el  fuego,  dos  de  ellos  de  peligro. 

Por  la  humareda  que  se  elevó,  conoció  el  enemi- 
go el  motivo  de  aquel  gran  estruendo,  y  se  aproximó 
poco  después.  Grité  entonces  á  mis  escuadrones;  — «A 
caballo»,  y  saliendo  al  mismo  tiempo  por  las  tres  puer- 


—  183  — 

tas,  me  dirijo  en  tres  columnas  sobre  ellos,  y  con  la 
infantería  por  detrás,  pero  los  valientes  santafecinos  no 
quisieron  esperarnos  y  se  pusieron  en  fuga.  Los  per- 
seguí alguna  distancia  y  regresé  á  mi  campo  á  disponer 
de  los  heridos  y  quemarlos  para  continuar  la  poi'secu- 
ción  hacia  el  fuerte  del  Tío  que  era  la  dirección  que  to- 
maron. 

Después  de  despachados  los  heridos  y  demás  enfer- 
mos á  Córdoba  y  de  libradas  las  órdenes  para  que  nos 
salieran  al  encuentro  con  caballos,  marchamos  por  la 
mañana  siguiente  en  persecución  de  los  enemigos  y  en 
todo  el  camino  fuimos  encontrando  cadáveres  á  medio 
sepultar  y  la  noticia  de  que  llevaban  14  carretas  de  he- 
ridos y  que  caminaban  de  día  y  de  noche.  Se  nos  pre- 
sentaron en  dicha  persecución  que  fué  hasta  el  fuerte 
del  Tío,  cuatro  ó  cinco  pasados  los  cuales  nos  confirma- 
ron la  noticia  del  crecido  número  de  heridos  que  lleva- 
ban en  carretas,  agregando  que  mandaba  el  Jefe  matar 
á  todo  herido  que  no  podía  ya  sufrir  la  marcha, '  pues 
para  resistir  á  las  súplicas  que  dichos  heridos  le  hacían, 
el  Jefe  inglés  Campbell  se  disculpaba  con  que  yo  era  un 
hereje,  pues  que  había  mandado  contra  la  ordenanza, 
afilar  los  sables  de  mis  soldados. 

No  rae  fué  posible  darles  caza  y  concluirlos,  por 
culpa  del  coronel  mayor  Bustos  que  no  me  permitía  se- 
guirlos solo  con  la  caballería;  y  cuando  á  poco  rato  de 
haber  llegado  á  la  Villa  de  los  Ranchos,  vinieron  mis 
bomberos  á  decirme  que  estaba  López  acampado  á  dis- 
tancia de  legua  y  media  de  nosotros,  y  le  insté  para 
que  marcháramos  inmediatamente  sobre  él;  me  repuso 
—Ya  se  habrán  ido  al  oir  nuestras  cajas;  mejor  sería 
que  mande  otra  vez  á  ver  si  aún  permanecen  para  no 
molestarnos  de  valde. — Iré  yo  solo,  con  los  tres  'escua- 
drones de  caballería  que  es  bastante,  le  dije — No  hay 
necesidad  de  exponernos, — me  replicó,  mejor  es  que  man- 
de Vd.  otra  vez  á  ver  si  están. 

Me  retiré  fastidiado  v  mandé  nuevamente  un  Oficial 
y  ocho  soldados  acompañados  de   los  bomberos,    el    que 


—  184  — 

regresó  antes  de  una  hora  el  parte  de  dicho  oficial,  instru- 
yéndome de  que  estaban  tomando  caballos  á  prisa  para 
marcharse,  habiendo  salido  ya  las  carretas  por  delante, 
conduciendo  los  heridos.  Corrí  al  general  Bustos  con 
este  parte  á  solicitar  su  permiso  para  ir  yo  solo  con  la 
caballería  si  no  quería  él  molestar  á  sus  infantes. 

«Es  ya  tarde,  me  contestó,  mientras  nos  ponemos  en 
marcha  irán  ya  lejos  y  nuestra  tropa  no  ha  comido,  se- 
rá mejor  que  mande  Vd.  carnear  y  lo  que  salga  la  lu- 
na marcharemos*. 

«¡General,  le  repuse,  mis  soldados  no  quieren  comer, 
sino  alcanzar  á  sus  enemigos  y  acuchillarlos!!!»  Su  con- 
testación con  sonrisa,  fué  la  siguiente:— «Refresqúese  cora- 
pañero  y  vaya  y  mande  carnear».  Me  retiré  incomodado 
juntamente  con  el  comandante  Paz,  que  se  empeñaba 
también  en  que  los  persiguiéramos.  El  resultado  fué 
que  no  marchamos  hasta  el  amanecer  del  siguiente  día. 
Cuando  llegamos  al  Tío,  caída  ya  la  tarde,  los  enemigos 
estaban  en  salvo,  pues  habían  pasado  por  allí  muy  de 
mañana.  Permanecimos  en  el  Tío,  no  recuerdo  si  dos 
días  y  regresamos  á  Córdoba,  el  general  Bustos  con  su 
cuerpo  y  yo  á  la  Herradura  con  toda  la  caballería. 

El  gobernador  López  en  su  fuga,  tropezó  con  el  co- 
ronel Hortiguera  que  marchaba  desde  Buenos  Aires  con 
una  división  sobre  Santa  Fé,  en  circunstancias  de  estar 
éste  tomando  caballos  y  lo  derrotó  completamente. 

No  recuerdo  la  fecha  en  que  esto  sucedió  y  menos 
el  ataque  de  la  Herradura,  por  haber  perdido  mis  pri- 
meros apuntes  en  el  campo  del  Tala,  y  aunque  después 
los  volví  á  renovar  en  Bolivia  y  volví  á  perderlos  en  mi 
última  campaña  sobre  Cuyo,  el  año  41. 

Por  esta  misma  razón  no  recuerdo  la  fecha  en  que 
el  señor'  general  Manuel  Belgrano  bajó  á  Córdoba  con  el 
ejército  desde  Tucumán,  por  orden  del  Directorio,  con  el 
objeto  de  marchar  sobre  el  gobernador  López  de  Santa 
Fé;  pero  sí  que  yo  vine  á  recibirlo  á  la  Villa  de  los 
Ranchos  ó  del  Rosario  con  mi  caballería.  Allí  perma- 
necimos algún  tiempo  mientras  se  proporcionaron  caba- 


—  185  — 

liadas  para  el  ejército  y  el  General  premió  particular- 
mente á  mi  ordenanza  el  sargento  La  Rosa,  por  la  va- 
lentía con  que  había  sufrido  un  cruel  castigo  por  pres- 
tar el  servicio  que  le  exijí  y  celebró  mucho  mi  ocu- 
rrencia. 

Acercados  los  momentos  de  nuestra  marcha  sobre 
Santa  Fé  sucedió  una  ocurrencia  desagradable  en  el  ejér- 
cito. El  general  Juan  Bautista  Bustos  que  conservaba 
el  mando  del  Regimiento  N®  2,  lo  municionó  tarde  de  la 
noche  y  manteniéndolo  formado  mandó  llamar  al  Gene- 
ral en  jefe  á  su  habitación  por  medio  de  un  ayudante. 
El  General,  alarmado  por  esta  inesperada  ocurrencia, 
mandó  llamar  inmediatamente  á  su  habitación  á  todos 
los  Jefes  principales  de  los  cuerpos,  pero  ordenándoles 
los  dejasen  sobre  las  armas  á  cargo  de  sus  segundos. 

Reunidos  todos  los  Coroneles  en  su  habitación,  nos 
hizo  presente  el  General  el  paso  escandaloso  que  acaba- 
ba de  dar  el  general  Bustos  y  pidió  que  por  antigüedad 
diéramos  todos  nuestro  parecer  sobre  el  partido  que  de- 
bería tomarse  para  enfrenar  aquel  paso  anárquico. 

Me  acuerdo  que  todos  los  coroneles,  Zelaya,  Ramí- 
rez, Pico  y  Domínguez,  incluso  también  el  mayor  ge- 
neral Francisco  Fernandez  de  la  Cruz,  fueron  de  un 
parecer  paliativo,  pues  aunque  todos  conocían  la  grave- 
dad de  la  falta,  temían  todos  las  consecuencias,  si  se 
procedía  con  la  firmeza  que  era  necesaria.  Llegado  el 
turno  á  mi  que  era  el  menos  antiguo  de  ellos,  le  dije:— 
«Mi  General,  lo  que  en  mi  concepto  debe  hacerse  con  el 
General  que  acaba  de  dar  un  escándalo  semejante,  es 
agarrarlo  ahora  mismo  y  pegarle  cuatro  tiros  á  presen- 
cia de  su  Regimiento,  y  si  no  hay  quien  á  esto  se  atre- 
va, aquí  estoy  yo  para  ej(ícutar  la  orden  de  V.  E.» — El 
General,  entonces,  volviéndose  á  los  demás,  les  dijo:— 
«Contra  el  parecer  de  todos  ustedes  estoy  por  ejecutar  el 
que  dio  el  coronel  La  Madrid,  que  me  parece  el  mas 
acertado».  Pero  desgraciadamente  para  la  patria  y  para 
el  ejército,  esta  convicción  de  nuestro  General  no  quedó 
mas  que  en  un  parecer.    Se  resolvió  que  mandara  el  Gene- 


—  186  — 

ral  intimar  á  Bustos  que  desarmara  el  cuerpo,  ó  le  re- 
cogiera las  municiones,  y  que  lo  mandasen  retirar  á  su 
cuartel. 

Mandó  el  General  entonces  dicha  orden  con  uno  de 
sus  ayudantes;  el  general  Bustos  se  aterró,  la  obedeció 
y  mandó  al  General  una  carta  suplicatoria,  disculpándose 
con  su  enfermedad  y  con  que  el  llamado  solo  había  sido 
para  suplicarle  le  permitiese  retirarse  á  Córdoba  hasta  re- 
parar su  salud. 

Nos  mandó  el  General  que  nos  retirásemos  y  per- 
maneciéramos á  la  cabeza  de  nuestros  cuerpos  hasta  que 
amaneciera.  Así  lo  ejecutamos  y  al  siguiente  día  obtuvo 
el  general  Bustos  su  pasaporte  para  Córdoba  por  enfermo, 
y  el  ejército  rompió  la  marcha  hacia  la  Cruz  Alta,  que- 
dando el  teniente  coronel  del  2**  Bruno  Morón  á  la  cabe- 
za del  Regimiento. 

A  la  1*  jornada  ya  empezó  á  notarse  la  deserción 
en  el  2,  y  continuó  después  con  escándalo;  pero  todos 
los  desertores  iban  á  presentarse  á  Córdoba  á  su  coronel 
mayor  Bustos.  El  Gobernador  de  dicha  Provincia,  que 
lo  era  el  doctor  Castro,  que  fué  después  Camarista  en 
Buenos  Aires,  dio  parte  al  General  de  que  todos  los  de- 
sertores del  2,  estaban  en  casa  del  general  Bustos  sin 
que  pudiera  tomar  él  sobre  ellos  ninguna  providencia 
para  hacerles  volver  al  ejército,  porque  dicho  General  los 
apadrinaba. 

Llegados  al  Fraile  Muerto  con  el  ejército,  nos  fué 
preciso  parar  algunos  días  para  esperar  las  caballadas, 
y  era  tal  la  escasez  de  recursos  con  que  el  Directorio 
tenia  al  General,  y  tal  la  resignación  y  subordinación 
de  nuestro  distinguido  Jefe,  que  estuvo  mantenido  el 
ejército  en  los  días  de  su  parada  con  solo  mazamorra 
de  trigo  que  le  ocasionó  una  gran  disenteria.  Allí  fué 
donde  una  noche  me  ordenó  el  General  que  le  presen- 
tara una  relación  de  todas  las  acciones  y  encuentros  par- 
ciales en  que  me  había  encontrado  desde  que  tomé  la 
carrera  de  las  armas,  v  allí  mismo  en  los  días  de  núes- 
tra  parada,  se  la  presenté  escrita  lijeramente. 


—  187  — 

Antes  de  marchar  adelante  con  el  ejército,  después 
de  llegadas  las  caballadas,  me  mandó  el  General  escoger 
de  los  cuerpos  de  infantería  200  hombres  para  aumentar 
mi  cuerpo.  Los  escogí,  en  efecto,  einpezando  por  todos 
los  que  me  habían  acompañado  á  la  expedición  á  Chu- 
quisaca,  y  como  el  cuerpo  de  Húsares  había  experimen- 
tado algunas  bajas,  formé  de  los  dos  escuadrones  el  1^  é 
hice  el  2^  de  los  200  infantes,  y  después  de  bien  monta- 
dos todos,  emprendimos  la  marcha  hasta  la  Cruz  Alta. 
Llegados  á  este  punto  con  una  considerable  baja  en  el 
regimiento  N°  2  y  bien  arrepentido  el  General  de  no  ha- 
ber seguido  mi  parecer  en  la  Villa  de  los  Ranchos,  me 
preguntó  una  tarde  que  se  paseaba  conmigo,  como  haría 
para  volver  al  ejército  mas  de  ciento  cincuenta  de- 
sertores que  tenía  Bustos  á  su  lado,  en  Córdoba. — 
«Mi  General,  le  dije,  mande  V.  E.  una  circular  por 
la  posta,  para  que  dispongan  los  gobiernos  que  se  me 
espere  en  todas  ellas  con  400  caballos  con  el  pretexto 
de  que  marcho  á  Tucumán,  á  efecto  de  hacer  la  guerra 
al  ejército  español,  voy  con  mi  cuerpo,  y  en  el  mismo 
día  de  mi  llegada  á  Córdoba,  fusilo  al  general  Bustos, 
y  regreso  con  todos  los  desertores;  pues  la  circular  le 
quitará  todo  motivo  de  recelo  puesto  que  los  españoles 
han  vuelto  á  ocupar  Salta  6  Jujuy». 

El  general,  aplaudió  mi  pensamiento,  despachó  en  el 
mismo  día  la  circular  y  me  mandó  salir  al  siguiente  día 
con  mi  cuerpo;  pero  habiendo  llegado  al  Saladillo  de 
Ruiz  Díaz  que  estacóme  á  18  legus  al  norte  de  la  Cruz 
Alta,  recibí  orden  de  detenerme  y  me  mandó  regresar  al 
segundo  ó  tercer  día.  Probablemente  habría  confiado 
mi  secreto  á  algunos  de  los  jefes  y  le  aconsejaron  no 
llevar  adelante  dicha  medida. 

Bien  le  pesó  después. 

Continuamos  la  marcha,  y  habiendo  llegado  á  la 
posta  de  las  Cortaderas,  territorio  de  Santa  Fé,  no  dis- 
tante del  pueblo  del  Rosario,  recibió  el  General,  un 
parte  del  general  Juan  José  Viamonte,  en  que  le  co*|lultaba 
desde  allí  sobre  si    admitía  ó  nó    la    capitulación  á  que 


-  188  — 

se  prestaba  el  gobernador  de  Santa  Fé,  Estanislao  López. 
Nuestro  General,  dejando  el  ejército  en  dicho  punto,  pasó 
con  solo  su  escolta  y  sus  ayudantes  al  pueblo  del  Rosa- 
rio, á  verse  con  el  general  Viamonte,  que  estaba  allí  con 
otro  ejército  de  Buenos  Aires;  y  después  de  aprobar 
dicha  capitulación  regresó  al  segundo  día. 

Todos  los  jefes  pasamos  á  su  alojamiento  en  el  mo- 
mento de  su  llegada,  y  después  que  nos  hubo  instruido 
de  todo  lo  que  se  había  ya  acordado,  se  dirigió  á  mí, 
diciendo: 

— ¿Y  qué  le  parece  á  Vd.,  señor  don  Gregorio,  esta 
capitulación? 

— Malísima  mi  General — fué  mi  contestación. 

—¿Y  por  qué? — me  replicó. 

— ¡Se  ha  prestado  López,  á  ella  le  dije,  por  temor 
de  V.  E.  y  de  su  ejército  bien  montado,  pues  sabe  bien 
que  no  á  de  fugarse  con  él,  como  con  los  otros  que  está 
acostumbrado  á  correr!!! — Mañana  nos  dejará  á  pié  y, 
nos  hará  otra  vez  la  guerra! — El  General  sonriendo 
me  dijo: 

— Descanse  Vd.  Coronel,  y  déjese  de  aprehensiones, 
que  no  sucederá  tal. 

—Lo  veremos!  fué  mi  contestación  á  presencia  de 
todos,  y  poco  después  nos    despedimos,  puesto  ya  el  sol. 

Llámase  aquel  lugar  la  posta  de  Cortaderas,  porque 
hay  en  efecto  un  gran  cortaderal  en  todo  el  campo.  Toda 
la  caballada  de  mi  cuerpo  dormía  á  soga  y  cada  solda- 
do después  de  abiertas  las  filas,  dormía  sobre  el  hoyo  en 
que  aseguraba  la  soga  que  sugetaba  su  caballo,  sin  te- 
mor de  que  la  arrancara. 

Serían  las  8  de  la  noche  y  me  sentaba  yo  á  tomar 
asado  sentado  á  la  rueda  de  una  carretilla  que  llevaba 
mi  cuerpo,  cuando  aparece  como  una  exhalación  un  ca- 
ballo con  un  cuero  á  la  cola,  oyéndose  al  mismo  tiempo 
el  chasquido  de  las  sogas  que  reventaban  todos  los  caba 
líos  y  su  disparada.  Sentirlo  y  levantarme  gritando: — cá 
tomar  todos  sus  caballos»  y  con  un  látigo  en  la  mano, 
fué  todo  uno.    Un  soldado  no  quedó  en  mi  campo,  pues 


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todos  corrieron  hacia  la  parte  que  había  disparado  la 
caballada,  pero  advie: tiendo  yo  que  no  era  prudente  que 
todo  el  regimiento  se  alejase  desarmado  en  busca  de  sus 
caballos,  pues  podríamos' muy  bien  ser  cargados  en  se- 
guida por  los  que  nos  habían  dejado  á  pié;  mandé 
corriendo  un  ayudante  á  prevenir  al  General  que  no 
estrañara  el  toque  de  llamada  que  iba  á  echar  para  reu- 
nir mi  cuerpo,  pues  todo  él,  se  había  dispersado  siguien- 
do sus  caballos  por  aquel  cortaderal. 

Mandé  tocar  en  seguida  la  llamada  con  toda  la 
banda,  y  al  regresar  el  ayudante,  me  impuso  de  haber- 
se disparado  igualmente  toda  la  caballada  del  ejército. 
Reunióse  el  cuerpo  al  instante,  unos  con  sus  caballos  y 
otros  sin  ellos;  y  aunque  muchos  no  reventaron  los  lazos 
de  que  estaban  atados,  faltábame  sin  embargo  alguna 
parte  de  los  caballos.  Hice  salir  dos  partidas  en  su 
alcance,  y  esto  mismo  hicieron  los  demás  cuerpos  y 
tuvieron  que  seguir  hasta  cerca  de  la  Cruz  Alta  para 
alcanzarlos,  pero  no  atados,  por  que  muchos  se  fueron  á 
las  querencias,  y  los  que  se  volvieron  estaban  inutiliza- 
dos los  más;  particularmente  los  míos  que  dormían  con 
manea  á  pesar  de  estar  atados,  pues  con  la  larga  carre- 
ra se  lonjearon  todas  las  manos. 

Luego  que  se  reunió  el  Regimiento,  pasé  á  darle 
parte  al  General  de  la  falta  que  había  y  de  las  partidas 
que  había  mandado  en  su  alcance,  y  asi  que  le  vi,  le 
dije; — ¿Qué  le  parece  mi  General  la  capitulí^ción?  ¡No 
esperaba  yo  que  tan  pronto  mis  enemigos  le  confirmaran 
mi  anuncio!— ¿Y  cómo  han  podido  introducirse  al  campo 
con  caballos  y  cuero  á  la  cola  sin  ser  sentidos?  me  re- 
puso el  General. — Nada  es  más  fácil  para  ellos,  le  dije; 
pues  que  los  tenemos  entre  nosotros,  y  tal  vez  con  V.  E. 
mismo  hayan  venido  quizás  los  que  nos  han  hecho  este 
servicio. 

Al  siguiente  dia  recibió  aviso  el  General  de  venir  de 
Mendoza  para  Buenos  Aires,  la  señora  del  sefíor  general 
San  Martín,  y  me  mandó  encontrarla  y  acompañarla  es- 
coltada con  mi  cuerpo  desde  la  Cruz  Alta,   y  le  dije  al 


—  190  — 

partir: — Si  mi  General  quisiera  permitírmelo,  yo  tomaria 
de  paso  una  justa  venganza  en  la  Esquina,  con  el  co- 
mandante Acevedo  fusilándolo  al  entregarle  este  aviso  que 
V.  E.  le  manda  de  la  capitulación,  pues  no  es  otro  el  que 
nos  ha  hecho  disparar  la  caballada:  (era  un  bribón  el 
tal  Comandante,  que  nos  descamisaba  á  todos  nuestros 
pasajeros  continúamete)  el  General  se  echó  á  reír,  y  me 
dijo: — apresúrese  y  conduzca  cuanto  antes  á  la  señora  de 
nuestro  amigo,  el  señor  San  Martín. 

— ¡Cuando  se  trata  con  caballeros,  mi  General,  ninguno 
es  más  caballero  que  yo! — le  dije;  pero  con  los  malvados 
como  estos  forajidos,  es  preciso  ser  más  pillo  que  ellos! 
— y  me  despedí  dejando  al  General  riéndose. 

En  la  posta  de  la  Esquina  entregué  al  comandante 
Acevedo  la  comunicación  de  mi  General,  y  él  así  que  fué 
impuesto  de  ella,  me  contestó  que  ya  lo  sabía  por  su  Go- 
bernador; y  en  la  siguiente  posta  encontré  á  la  señora 
de  Escalada,  esposa  del  señor  San  Martín,  que  acababa 
de  llegar,  cerrada  ya  la  noche;  le  hice  presente  el  objeto 
que  me  conducía,  y  después  de  darme  las  gracias,  pasé 
á  acampar  el  regimiento,  y  al  siguiente  día  muy  tempra- 
no, la  conduje  escoltada  y  haciendo  tirar  su  coche  por 
mis  soldados  hasta  llegar  donde  estaba  el  ejército. 

El  señor  General  salió  á  recibirla,  y  después  de  ha- 
berla obsequiado,  le  dio  una  escolta  para  que  pasara  á 
la  jurisdicción  de  Buenos  Aires. 

Después  de  esto,  regresamos  con  el  ejército  hasta  la 
Cruz  Alta,  en  cuyo  punto  nos  fijamos. 

Se  me  pasaba  decir  que  á  la  ida  íbamos  encontran- 
do todas  las  casas  del  territorio  santafecino,  abandona- 
das y  los  pozos  de  agua  llenos  de  caballos  muertos  y 
corrompidos;  y  para  probar  el  orden  que  nuestro  Ge- 
neral hacia  guardar  al  ejército  aún  en  territorio  enemigo 
como  este,  quiero  referirlo  que  pasó  en  la  posta  de  Are- 
quitx).  ¡Lugar,  poco  tiempo  después,  de  tan  amargos  re- 
cuerdos!!! Habíamos  acampado  á  la  costa  del  Rio  3^  6 
Carcarañá,  la  leña  es  por  allí  muy  escasa,  y  algunos  sol- 
dados de  diversos  cuerpos,  menos  de  Húsares,    estaban 


-  191  — 

desbaratando  unos  inservibles  ranchos  ó  ramadas  para 
lefia  en  el  lugar  de  la  posta,  en  circunstancias  que  es- 
taba el  General  conversando  conmigo.  Adviértolo  al  mo- 
mento y  grita  á  uno  de  sus  ayudantes:  —  ¡Corra  Vd. 
ahora  mismo  á  botar  aquellos  soldados  y  avíseme  á  qué 
cuerpos  pertenecen! — Partió  el  ayudante  A  escape  hacia 
ellos,  y  apenas  le  vieron  se  tiran  todos  de  los  ranchos 
y  echan  á  correr,  dejando  los  pocos  palos  ó  ramas  que 
habían  empezado  á  sacar. 

Vuelve  el  ayudante  y  le  pregunta  el  General: — ¿Ha 
visto  Vd.  bien  á  que  cuerpos  pertenecen? — Si,  señor,  le 
contesta;  son  de  todos  los  cuerpos. 

Vaya  Vd.  ahora  mismo  y  llámeme  á  todos  los  jefes 
de  los  cuerpos,  dícele  el  General. — Como  yo  tenía  la  cer- 
tidumbre de  que  no  había  un  solo  Húsar,  porque  no  salía 
uno  de  mi  campo  sin  mi  permiso,  aun  para  visitar  á  los 
compañeros  del  cuerpo  más  inmediato,  fuera  de  que  eran 
bien  conocidos  entre  todos  por  el  uniforme, — díjele  al 
ayudante:  —¿Se  ha  fijado  Vd.  bien  señor  ayudante,  y  ha 
visto  por  ventura  algún  Húsar?  El  Ayudante  reflexionó 
un  instante  y  dijo:— No,  señor,  no  había^ninguno, — y 
partió  á  cumplir  su  orden,  retirándome  en  seguida.  Reu- 
nidos al  instante  todos  los  demás  jefes,  menos  yo,  les  he- 
cho el  General  una  fuerte  reconvención  preguntándoles 
cómo  permitían  semejante  desorden. 

Fijados  con  el  ejército  en  la  Cruz  Alta,  jurisdicción 
de  Córdoba,  nuestros  soldados  tenían  que  pasar  el  río 
medio  á  nado  para  ir  en  busca  de  leña  á  la  banda  opuesta; 
cuando  una  tarde  en  que  el  General,  ya  medio  enfermo 
del  pulmón,  se  paseaba  conmigo  muy  despacio  por  la  cos- 
ta, aparece  una  partida  de  santafecinos  por  la  banda, 
repentinamente,  y  se  echa  sobre  nuestros  soldados  que  re- 
cogían leña,  desarmados  y  muy  ágenos  de  semejante  ries- 
go, y  alzando  en  ancas  á  cuatro  ó  cinco  de  ellos  que  no 
alcanzaron  á  tirarse  al  río,  se  los  llevan  á  nuestra  vista. 

El  pobre  de  nuestro  General  dando  un  suspiro,  me 
dijo: 

—  ¡Cuánto  me  pesa  La  Madrid  querido,  el  no  haber 


I 


—  192  - 

seguido  su  consejo  en  Cortaderas,  lo  mismo  que  su  dic- 
tamen en  la  Villa  de  los  Ranchos!!!» — No  pude  menos  que 
conmoverme  al  ver  cuanto  le  afectó  dicho  recuerdo. 

Desde  aquel  día  no  pasaban  sino  en  partidas  arma- 
das, de  todos  los  cuerpos  y  con  un  oficial  á  la  cabeza,  y 
nuestras  caballadas  iban  desapareciendo.  Se  agravó  la 
enfermedad  del  General  y  marchó  para  Tucumán  con  una 
escolta  y  algunos  ayudantes,  llorado  por  todo  el  ejército 
al  tiempo  de  su  partida. 

Cuando  el  general  Belgrano  se  movió  de  Tucumán 
para  esta  campaña,  había  dejado  allí  al  teniente  coronel 
de  Dragones  ó  comandante  Domingo  Arévalo,  á  cargo  de 
los  piquetes  que  dejaron  los  cuerpos  encargados  de  la 
instrucción  de  reclutas;  y  antes  que  yo  marchara  á  Cór- 
doba por  la  posta,  habíase  presentado  al  General,  el  te- 
niente ó  ayudante  entonces  Juan  Felipe  Ibarra,  que  venía 
escapado  de  Casas  Matas  desde  Lima,  pues  había  sido 
prisionero  en  la  batalla  de  Ayohuma;  y  el  General,  as- 
cendiéndolo á  Sargento  Mayor,  le  había  mandado  de 
Comandante  al  Fuerte  de  Abipones,  su  patria,  en  la  pro- 
vincia  de  Santiago  del  Estero. 

Pocos  días  después  del  retiro  de  nuestro  General  á 
Tucumán,  retrocedió  el  Jefe  del  Estado  Mayor  del  Ejército, 
general  Francisco  Fernandez  de  la  Cruz,  con  todo  él,  has- 
ta situarse  en  la  Villa  de  los  Ranchos.  Allí  empezaron 
á  notarse  síntomas  de  revolución  entre  algunos  oficiales, 
y  el  coronel  mayor  Juan  Bautista  Bustos  que  había  veni- 
do á  incorporarse  al  ejército  con  sus  desertores,  fué 
nombrado  Jefe  del  Estado  Mayor  por  el  general  Cruz. 

Asi  que  se  notaron  los  primeros  síntomas  entre  al- 
gunos oficiales  de  los  cuerpos  y  teniendo  el  general  Cruz 
algunos  comprobantes,  empezó  por  separar  del  ejército 
no  al  cabeza  de  la  revolución  que  era  Bustos,  sino  sola- 
mente á  unos  cuantos  oficiales  subalternos  como  al  en- 
tonces ayudante  Eugenio  Garzón,  Ventura  Alegre,  y  no 
recuerdo  que  otros,  los  cuales  fueron  despachados  no  re- 
cuerdosi  á  Mendoza.  Pero  esta  medida  no  era  por  cierto 
la  que  debía  el  General  tomar,  pues  no  deben  con  justicia 


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—  193  — 

castigarse  las  manos  auxiliares  cuando  se  dejan  impu- 
nes á  las  cabezas  que  las  dirigen;  por  consiguiente  se- 
guía el  Jefe  del  Estado  Mayor,  Bustos,  ganando  terreno 
entre  algunos  oficiales  é  infundiendo  recelos  al  General 
del  ejército  y  á  muchos  de  los  jefes  principales  de  los 
cuerpos. 

Lleno  el  general  Cruz  de  antecedentes,  nos  había 
reunido  dos  ó  tres  veces  en  su  casa,  y  secretamente  á 
lodos  los  Coroneles,  incluso  el  teniente  coronel  y  jefe  del 
2®,  Bruno  Morón,  que  merecía  nuestra  confianza,  para  con- 
sultar el  partido  que  debería  tomarse  con  el  coronel 
mayor  Bustos  que  era  el  cabeza  principal.  Todos  los 
compañeros  se  encogían  de  hombros,  conocían  que  sin 
separar  á  dicho  jefe  no  se  cortaría  el  mal,  pero  no  se 
atrevían  á  aconsejar  al  General  que  diera  este  paso  re- 
sueltamente, en  razón  de  justos  temores  que  tenían  de 
complicidad  en  algunos  de  sus  oficiales  y  tal  vez  de  la 
misma  tropa. 

Me  acuerdo  que  resueltamente  dije  yo  al  General  á 
presencia  de  todos  ellos,  no  una,  sino  todas  las  veces  que 
nos  reuníamos  al  efecto:— ¡Si  el  señor  General  quiere  au- 
torizarme, ahora  mismo  voy  y  fusilo  al  general  Bustos 
á  presencia  de  su  Regimiento!  No  tengo  yo  temor  algu- 
no de  que  ningún  individuo  de  mi  cuerpo  me  sea  in- 
fiel, al  menos  en  la  tropa! — pero  el  General  nunca  se 
atrevió. 

Llegó  entre  tanto  el  tiempo  de  abrir  nuevamente  la 
campaña  sobre  Santa  Fé,  por  orden  del  nuevo  Director 
del  Estado  señor  general  Rondeau,  y  marchamos;  no  sé 
si  al  llegar  al  Fraile  Muerto  ó  mas  allá,  nos  encontró 
un  convoy  de  60  carretas  que  nos  mandaba  el  Gobierno, 
cargadas  de  paños  y  demás  géneros  para  vestir  al  ejér- 
cito, y  dichas  carretas  tuvieron  que  volver,  y  seguir  el 
convoy  la  marcha  de  éste. 

El  jefe  del  Estado  Mayor,  general  Juan  Bautista  Bus- 
tos, que  había  esperado  torpemente  á  dar  el  escandaloso 
paso  de  la  revolución  cuando  estuviésemos  mas  inmedia- 
tos al  enemigo,  y  por  consiguiente  al  Director  Supremo 

13 


—  194  — 

que  había  salido  de  Buenos  Aires  también  á  campaña, 
contra  el  gobernador  López;  había  dispuesto  que  los 
cuerpos  de  caballería  dieran  el  servicio  de  avanzadas 
por  compañías,  y  en  la  marcha,  por  expresa  orden  del 
general  en  jefe  Francisco  Fernández  de  la  Cruz,  ocupaba 
yo  la  vanguardia  con  mi  regimiento  de  Húsares  y  desde 
que  llegamos  al  Saladillo,  habían  principiado  ya  las  fuer- 
zas santafecinas  á  molestarnos  en  la  marcha,  pero  sin 
otro  suceso  que  el  de  correr  estas  cuantas  veces  se  nos 
aproximaban,  y  me  iba  yo  sobre  ellos. 

Llegamos  en  este  orden,  con  el  ejército,  á  la  posta 
de  Arequito,  caída  la  tarde,  el  7  de  Enero  del  año  20 
con  porción  de  fuerzas  santafecinas  en  circunferencia 
del  ejército  y  dispai^ándonos  algunos  tiros  á  la  columna, 
las  cortas  partidas  que  se  aproximaban,  fiadas  cu  sus 
buenos  caballos;  cuando  acampado  el  ejército  sobre  la 
costa  del  río  3""  ó  Carcarauál,  ordena  el  general  Bustos 
que  el  servicio  de  caballería  se  hiciese  desde  aquella 
noche  por  escuadrones,  designándome  el  lugar  en  que 
debía  yo  colocar  el  1^  que  lo  componían  todos  mis  Hú- 
sares, y  lo  mandaba  el  capitán  José  ó  Mariano  Men dieta, 
tarijeño;  por  la  razón  ya  expresada  de  haber  reducido  á 
uno  la  tropa  de  que  se  componían  los  dos  y  formar  el 
2®  con  los  200  infantes  que  me  había  dado  el  general 
Manuel  Belgrano. 

Aprestado  ya  todo  el  escuadrón  marché  yo  mismo  á 
colocarlo  en  [el  punto  designado  y  sacando  de  él  al  te- 
niente José  Segundo  Roca  con  una  partida  de  20  hombres 
les  hice  pasar  el  río,  y  que  se  situara  en  el  frente  que  ocu- 
paba yopor  esta  banda  con  el  2^  escuadrón,  y  me  retiréá  mi 
campo  después  de  encargarles  mucho  la  vigilancia.  El  sar- 
gento mayor  de  mi  cuerpo  era  entonces  un  N.  López, 
paraguayo,  que  había  sido  Capitán  de  uno  de  los  cuer- 
pos de  infantería,  al  cual,  llamándole,  le  previne  todo  el 
cuidado  con  que  era  preciso  que  marcháramos  desde 
aquella  noche,  agregándole  que  velaríamos  en  ella  los 
dos,  él  hasta  las  12  y  yo  hasta  el  día,  para  cuyo  efecto 
le  ordené  que  al  retirarse    de   mis  visitas  al  escuadrón, 


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—  195  — 

me  recordara,  pues  estaba  yo  mal  dormido  y  me  iba  á 
recoger  temprano. 

El  motivo  que  tuvo  el  jefe  de  estado  mayor  Bustos, 
para  nombrar  el  servicio  por  escuadrones,  había  sido 
como  lo  supe  al  siguiente  día,  en  razón  de  que  todos 
mis  oficiales  de  Húsares  estaban  metidos  en  la  revolu- 
ción y  no  habiendo  podido  conseguir  de  ninguno  de  ellos 
que  se  resolvieran  á  prenderme  en  esa  noche,  como  lo 
debían  hacer  con  los  coroneles  Zelaya,  Pinto  y  Domínguez, 
sus  mismos  oficiales,  prendiéndolos,  y  saliendo  con  sus 
cuerpos,  pues  mis  oficiales  le  habían  asegurado  que  no 
podrían  hacerlo  por  el  gran  ascendiente  que  tenía  yo  en 
la  tropa,  la  cual  no  lo  consentiría. 

Con  motivo  de  dicha  resistencia  había  dispuesto  Bus- 
tos mandarme  llamar  á  su  tienda  como  jefe  de  estado 
mayor,  y  prenderme  asi  que  estuviera  dentro;  para  cuyo 
efecto  tenía  ya  nombrada  la  guardia  de  su  cuerpo  que 
debía  hacerlo;  pero  habiéndole  manifestado  el  coronel 
graduado  Alejandro  Heredia  que  era  el  Teniente  Coronel 
de  Dragones,  y  el  comandante  de  escuadrón  del  mismo 
cuerpo  José  María  Paz,  que  era  expuesto  este  paso  en 
razón  de  que  yo  no  me  entregaría  impunemente  preso, 
pues  era  mas  que  probable  que  atropellaría  la  guar- 
dia y  daría  voces  que  fustrarían  la  revolución  ó  podrían 
fustrarla;  habían  acordado  por  fin  el  robarme  la  tropa 
de  toda  mi  confianza  por  aquel  medio  y  sustraerme  dor- 
mido, juzgando,  sin  duda,  que  dueños  ya  de  ella  y  mani- 
festada la  revolución  les  sería  fácil  engañarla.  ¡Cuánto 
se  engañaban! 

Durmiendo  estaba  yo  en  mi  carretilla,  cuando  me 
despierta  el  centinela  que  tenía  á  la  puerta  por  haberse 
sentido  un  tiro,  en  cumplimiento  de  la  orden  que  tenía; 
me  levanté  al  instante  y  mandando  enfrenar  mi  caballo 
monto  y  mando  que  me  sigan  cuatro  Húsares  de  los 
diez  que  conservaba  á  mi  lado,  para  tener  un  centi- 
nela que  me  despertara  por  la  noche,  en  los  ratos  que 
dormía;  pues  eran  los  de  mi  mayor  confianza.  Corro 
con  olios  hacia  el  escuadrón  avanzado,  después  de  habe 


—  196  — 

reconvenido  al  Mayor,  por  no  haberme  recordado,  pues 
era  cerca  de  la  una,  y  era  la  parte  á  donde  se  habia 
sentido  el  tiro,  y  al  alcansarme  en  esto  el  teniente  coro- 
nel Emilio  Salvigni,  edecán  del  General  en  jefe,  que 
venía  á  llamarme  con  mi  cuerpo  de  parte  de  dicho  Ge- 
neral, y  á  avisarme  la  resolución  hecha  por  el  jefe  del 
estado  mayor,  Bustos,  añadiéndome  haberse  llevado  dicho 
jefe  los  regimientos  nueve  y  diez  de  Dragones  y  que  á 
sus  coroneles  los  tenia  presos. 

Diga  Vd.  al  General,  que  voy  ahora  mismo,  digele 
al  edecán,  y  corrí  á  donde  estaban  de  avanzada  mis 
Húsares.  ¡Grande  fué  mi  sorpresa  al  no  encontrar  ni  al 
capitán  Mendieta,  ni  á  individuo  alguno  del  primer  escua- 
drón! Corro  hacia  la  posta  que  estaba  distante  de  nues- 
tro campo  como  un  cuarto  de  legua,  ó  poco  mas,  lla- 
mando á  voces  al  capitán  Mendieta, y  nadie  me  respondía, 
vuélveme  de  carrera  al  lugar  donde  había  colocado  al 
sargento  Ayrala,  con  la  caballada  y  no  lo  encuentro; 
corro  en  seguida  al  río  por  el  frente  donde  había  man- 
dado colocar  al  teniente  Segundo  Roca  y  doy  las  voces 
para  que  venga  y  tampoco  me  responde.  No  me  quedó 
ya  duda  de  que  los  oficiales  se  habían  llevado  al  Cuerpo, 
y  corrí  al  segundo  escuadrón  y  mandándolo  montar  á 
caballo,  marché  con  todo  él,  bramando  de  coraje,  al 
cuartel  general,  y  di  cuenta  al  General  en  jefe  de  la 
desaparición  de  mis  Húsares,  que  habían  sido  avanzados 
por  orden  del  jefe  del  estado  mayor,  y  llevándose  toda 
la  caballada. 

El  General  que  se  hallaba  reunido  con  los  coroneles 
Ramírez,  de  artillería,  Aparicio  del  núm.  3  y  el  teniente 
coronel  Morón  del  segundo,  se  quedó  pasmado  al  oír  mi 
relación,  no  menos  que  los  demás,  pero  los  tranquilicé 
diciendo  que  adivinaba  el  motivo  de  haberme  pedido 
Bustos,  nombrase  á  mis  Húsares  de  servicio,  pero  que  no 
obstante  no  los  consideraba  perdidos  á  mis  soldados. 
Preguntó  el  General  á  todos  los  jefes  presentes,  su  opi- 
nión respecto  al  partido  que  deberíamos  tomar  para 
salvar  el  resto  del  ejército:  todos  menos  yo,  se  encentra- 


—  197  — 

ban  indecisos,  entre  sí  deberían  marchar  adelante  á 
reunirse  al  supremo  Director,  el  brigadier  general  Ron- 
deau,  que  estaba  en  el  Rosario,  y  posta  de  la  Orqueta, 
ó  si  regresaría  para  Mendoza  ó  Tucumán.  Yo  fui  el  úni- 
co que  opiné  resueltamente  que  debíamos  irnos  sobre  los 
revoltosos  en  el  acto  y  batirlos. 

El   general  Cruz  y  los  demás  jefes  se  opusieron  por 
temor  de  perder  el  ejército,  aun  cuando  lográramos  ba- 
tirlos y  temían  además    que   parte  de   sus   soldados  es- 
tuviesen contaminados.    Aclaraba  en  esto  el  día  y  esta- 
ban los  revoltosos  formados  en  el  frente    de  la  posta  de 
Arequito,  y  les  insté   nuevamente   á    que    marcháramos 
sobre  ellos,  ofreciéndome   ir    por    delante  con  mi  escua- 
drón segundo  y   prometiéndoles   que    á   mi    vista  se  me 
reuniría  el  primero  de  Húsares,  pero  fué  en  vano.    Dije 
entonces  al  General,  (pues   había  prevalecido  la  opinión 
de  abandonar  el  convoy  y  pasar  á  reunirse  al  Director): 
«Puesto  que  no  se  atreven  á  atacar  á  unos  infames  com- 
pañeros, soy  de  opinión  que  sería  indigno  el  premiarlos 
con  el    convoy.  Este  premio  pertenece  de   justicia  á  los 
valientes  y  fieles  soldados  que  se  han  mantenido   firmes 
al  lado  de  su  General  y  sus  jefes;  que  se  distribuya  ahora 
mismo  entre    los   Cuerpos    que   nos    acompañan   cuanto 
quieran  y  puedan  llevar,  y  que  quemándose  todo  lo  demás 
marchemos  en  el  acto  á  reunimos  al    supremo  Director, 
cuya  operación  podremos  hacerla  antes  de  48  horas». — 
«¿Y  qué  comerá  nuestra  tropa  cercados  por  los  montone- 
ros y  tal  vez  perseguidos  por  los  mismos  nuestros?  Dijo 
no  sé  cual  de  los  jefes». —  «Llevaremos  los  bueyes  de  nues- 
tras carretas,  le  dije  y  por   lo    que  respecto  á  los  mon- 
toneros de  López,   yo   les    respondo  que    no  se  acercará 
ninguno  á  la  redonda  del  ejército,  dénseme  todos  los  ca- 
ballos de  los  jefes  y  oficiales  de  infantería  y  esto  me  basta». 
Se  combino  entonces  en   que  marcháramos  llevando 
las  carretas   con    el    convoy,    pero  después  que   hubiese 
comido  la  tropa,  mis  instancias  fueron  inútiles  para  que 
marcháramos  en  el    acto   sin  comer,  y   dejando  las   ca- 
rretas vacías. 


—  198  - 

Se  mandó  carnear,  pero  antes  de  esta  operación  se 
salieron  de  disparada  de  la  formación  sublevada,  ocho 
ó  diez  húsares  y  se  rae  reunieron  á  mí  que  estaba  á  su 
frente.  Estos  me  impusieron  haber  llevado  los  oficiales 
el  escuadrón  con  el  siguiente  engaño  —  Que  mandó  el 
capitán  montar  á  caballo,  y  replegada  la  partida  de 
Roca,  marchó  con  todo  el  escuadrón  y  la  caballada 
hacia  la  posta  diciendo  que  iba  el  regimiento  á  sorpren- 
der al  enemigo,  el  primer  escuadrón  por  un  lado  y  yo 
con  el  2^  por  otro. 

Todos  los  Húsares,  me  dijeron  dichos  hombres,  em- 
pezaron á  manifestar  desconfianza,  diciendo  públicamente, 
si  fuéramos  á  batir  á  los  montoneros,  el  Coronel  no  ha- 
bía de  ir  con  los  infantes  sino  con  nosotros;  cuando  en 
esto  se  avista  un  hombre  de  poncho  blanco  por  la  parte 
de  atrás  y  grita  uno  de  los  oficiales  «el  Coronel»  á  cuya 
voz  corrieron  todos  los  oficiales  hacia  la  cabeza:  que  la 
tropa  toda,  al  observar  dicha  corrida  de  los  oficiales  así 
que  oyeron  mi  nombre,  paró  de  golpe,  pero  que  á  este 
mismo  tiempo  se  presentó  el  teniente  coronel  de  Drago- 
nes Alejandro  Heredia  con  todo  su  cuerpo  y  colocando 
una  fuerza  á  retaguardia  de  los  Húsares  los  proclamó 
como  que  iba  con  ellos  á  batir  á  los  montoneros  y  man- 
dó continuar  la  marcha  hasta  la  posta;  que  mi  tropa  no 
supo  de  tal  revolución  hasta  que  estuvo  incorporada  á 
los  demás  cuerpos,  y  supo  que  los  jefes  de  estos  estaban 
presos,  que  si  no  se  habían  reunido  todos,  era  porque 
los  tenían  al  medio,  y  que  ellos  fiados  en  sus  buenos 
caballos  habían  partido  á  todo  trance,  á  escape  desde 
la  formación. 

Quizás  parecerá  á  muchos  cansada  é  innecesaria 
esta  relación  que  acabo  de  hacer,  pero  no  asi  á  los  mi- 
litares de  juicio  y  que  conocen  cuanto  importa  en  el 
que  manda,  ser  justo  con  el  soldado  y  obtener  de  él, 
respeto  y  estimación  por  sus  hechos,  pues  estos  son 
los  que  me  han  hecho  merecer  la  estimación  del  solda- 
do en  todas  partes  y  encontrar  como  pocos,  tantos  hom- 
bres voluntarios  que  me  han  seguido  al  peligro  cuantas 


—  199  — 

veces   se    ha   ofrecido   en    diferentes  pueblos,  y  aunque 
estos  es  notorio  no  está  demás  expresarlo. 

Habiendo  acabado  de  comer  la  tropa,  emprendimos 
la  marcha  tomando  yo  la  vanguardia  y  quedando  los 
revolucionarios  algo  distante  de  nosotros,  esto  es,  el  n^ 
9,  el  10  y  Dragones  como  he  dicho;  pero  asi  que  acabó 
de  moverse  nuestra  fuerza,  esto  es,  la  artillería,  el  n*^2, 
el  3  y  mis  Húsares,  se  hablan  movido  también  aquellos 
amenazando  nuestra  retaguardia.  Marchaba  yo  en  per- 
secusión  de  gruesas  partidas  de  santafecinos  que  se  ha- 
bían aproximado  por  vanguardia,  cuando  recibo  orden 
del  General  en  jefe  para  volver  sobre  los  revolucionarios 
que  amenazaban  ya  nuestra  retaguardia.  Aseguro  á  mis 
lectores  que  al  recibir  esta  orden  y  observar  á  nuestros 
compañeros  del  día  anterior,  hostilizarnos  á  la  par  que 
nuestros  enemigos,  contramarché  como  una  fiera  y  re- 
suelto cual  nunca,  á  estrellarme  contra  todos  ellos;  pero 
con  un  feroz  placer  ahogado  con  lágrimas  de  indigna- 
ción!!!! 

Llegado  que  fui  á  la  retaguardia  con  mi  escuadrón, 
marchaba  presuroso  al  encuentro  de  tan  pérfidos  compa- 
ñeros, cuando  aparece  el  coronel  graduado  Alejandro 
Heredía  solicitando  al  General  en  jefe  para  tener  con  el 
una  entrevista.  El  general  Cruz  consiente  en  ello,  me 
manda  detener  y  parte  sólo  al  sitio  en  que  Heredia 
lo  esperaba,  también  sólo,  en  medio  de  ambos  cuerpos 
de  caballería.  Conferencian  un  rato  v  vuelve  nuestro 
General,  y  llamando  á  todos  sus  jefes  á  junta  nos  dice 
haber  acordado  entregar  el  mando  de  todo  el  ejército 
al  coronel  mayor  Bustos,  para  que  rev«?pondiese  dicho  jefe 
á  la  nación  por  él,  pues  decía  Bustos  que  el  objeto  de 
la  revolución  era  solo  el  de  atender  á  guardar  las  pro- 
vincias contra  el  ejército  español,  y  dejar  de  hacernos 
la  guerra  unos  contra  otros;  que  respecto  á  los  jefes  y 
oficiales  de  nuestra  fuerza,  habían  acordado  que  conti- 
nuarían en  sus  puestos  todos  los  que  gustasen,  y  los  que 
no,  obtendrían  sus  pasaportes  para  donde  los  pidieran, 
y  se  les  proporcionarían  los  medios  de  conducirse. 


—  200  — 

Todos  los  jefes  quedaron  conformes,  y  tuve  por  fuer- 
za que  resignarme  á  dicho  acuerdo.  El  general  le  man- 
dó comunicar  á  Bustos  y  se  puso  éste  en  marcha  para 
la  Cruz  Alta,  siguiendo  nosotros  sus  huellas  en  retroceso, 
á  poco  rato  y  habiendo  dejado  de  hostilizarnos  los  santa- 
fecinos.  Al  emprender  nosotros  esta  marcha,  acercábase 
el  sol  á  su  ocaso,  y  al  poco  rato  de  haberse  ocultado, 
mandó  el  General  que  se  hicieran  á  la  derecha  los  cuer- 
pos de  vanguardia  para  dejar  franco  el  camino  al  con- 
voy para  que  pasara  en  alcance  de  los  rebeldes.  Yo  me 
quedé  lleno  de  indignación  al  verle  desfilar,  y  continua- 
mos después  hasta  la  Esquina  y  acampamos  sobre  la 
costa  del  río,  ya  cerrada  la  noche,  presenciando  que  por 
detrás  del  convoy  empezaron  á  desfilar  la  mayor  parte 
de  los  soldados  del  2,  y  cuyo  ejemplo  siguieron  esa  no- 
che varios  soldados  de  los  otros  Cuerpos. 

Al  siguiente  día  ordenó  el  general  que  se  descarga- 
se con  su  saca-trapo  las  armas  y  que  se  limpiaran  para 
entregar  esa  tarde  los  Cuerpos.  Limpiando  estábamos 
las  armas  cuando  se  nos  aparecieron  porción  de  fuerzas 
santafecinas  tiroteándonos,  sobre  nuestro  campo.  Mandé 
á  mis  soldados  tomar  sus  sables  al  instante,  y  hacién- 
dolos montar  á  caballo  marchaba  sobre  ellos,  cuando 
recibo  aviso  del  teniente  coronel  Heredia,  que  nos  obser- 
vaba desde  su  campo,  de  detenerme,  pues  iba  mandar 
retirar  á  los  santafecinos:  €¡Diga  Vd.  á  su  teniente  Coro- 
nel, contéstele  al  ayudante,  que  no  necesito  de  su  ayuda 
para  castigar  á  estos  bandidos,  pues  me  bastan  mis  sol- 
dados!» Seguía  al  galope  sobre  dichos  enemigos  que  se 
habían  ya  detenido  al  verme,  pues  Heredia  que  apuró 
su  marcha,  hablaba  á  este  tiempo  con  los  santafecinos  y 
empezaban  á  retirarse,  y  retrocedí. 

Concluida  la  limpieza  de  las  armas,  emprendiniíosla 
marcha  precedidos  á  la  distancia  por  los  jefes  y  fuerzas 
rebeldes;  cuando  se  presentó  un  oficial  enviado  de  Bus- 
tos á  nuestro  General,  y  mandando  éste  parar  la  colum- 
na, nos  llamó  á  todos  los  jefes  de  los  cuerpos  á  una  dis- 
tancia, á  izquierda  del   camino;  y   mandó    que    pasaran 


—  201  — 

todas  las  fuerzas  nuestras  con  el  coronel  Domínguez  á 
su  cabeza  hasta  reunirse  á  los  héroes  de  tan  gloriosa 
j&rnada,  y  los  cuales  los  recibieron  con  vivas;  ¡mientras 
que  nosotros  éramos  unos  fríos  espectadores  de  tan  me- 
recido desenlace,  desde  una  altura!,  y  con  el  Ayudante 
de  Bustos  á  nuestro  lado...., 

Al  mandar  entregar  nuestras  fuerzas  al  héroe  de 
Arequito,  se  había  prevenido  que  nos  quedáramos  los 
jefes  con  solo  nuestros  ordenanzas.  Esta  orden  la  ha- 
bían cumplido  todos,  menos  yo,  pues  al  despedirme 
de  mis  soldados  apartándome  con  el  valiente  ordenanza 
La  Rosa  hacia  donde  estaba  el  General  con  los  demás 
jefes,  haciendo  quedar  solo  la  carretilla,  me  siguieron 
los  diez  y  ocho  ó  veinte  Húsares  que  me  acompañaban, 
incluso  en  este  número  los  que  se  habían  disparado  de 
las  filas  rebeldes  en  la  mañana  anterior; — diciendo  que 
ninguno  de  ellos  quería  separarse  de  mi  lado;  lo  cual 
hecho  presente  al  General,  dispuso  que  quedaran  conmi- 
go hasta  que  el  nuevo  Jefe  del  ejército  dispusiera  lo  que 
gustase. 

En  seguida  de  esta  incorporación  continuó  la  mar- 
cha el  ejército  hasta  las  inmediaciones  de  la  Cruz  Alta, 
donde  acampó;  y  nosotros  con  nuestro  General  y  orde- 
nanzas, que  habíamos  seguídole  á  distancia  por  reta- 
guardia sobre  el  flanco  izquierdo,  fuimos  conducidos  á 
unos  ranchos  abandonados  que  se  encontraban  á  varias 
cuadras  á  retaguardia  del  campamento,  para  que  nos 
alojáramos  en  ellos.  Mas  yo,  que  llevaba  una  comitiva 
y  quería  parar  con  ella  donde  hubiese  pasto  para  nues- 
tros caballos,  díjeles  á  los  compañeros  asi  como  al  ayu- 
dante de  Bustos: — Yo  me  voy  á  parar  al  campo  donde 
tengan  que  comer  mis  caballos,  y  sin  esperar  respuesta 
marché  como  una  cuadra,  á  un  bajío  pastoso  y  me  des- 
monté mandando  que  desensillaran,  que  atasen  los  caba- 
llos y  pusieran  después  la  tienda  por  sobre  la  carreta  y 
me  formasen  una  sombra,  asegurándola  con  sus  lanzas. 
Se  estaba  practicando  dicha  operación,  cuando  se  me  co- 
municó la  orden  del   general   Bustos  de  que  pasáramos 


—  202  — 

todos  los  jefes  una  relación  de  todos  los  hombres  y  ar- 
mas que  conservábamos  cada  uno  á  nuestro  lado.  Mandé 
al  teiiiente  de  Húsares  (Pazeño)  Luis  Leiva,  que  se  ha- 
bía conservado  á  mi  lado  sin  saber  palabra  de  la  revo- 
lución, que  formase  la  relación  que  se  pedia  y  la  entre- 
gara; puesta  ya  la  tienda  me  tendí  sobre  un  poncho  á 
la  sombra  de  una  carreta,  muy  ajeno  de  haberse  puesto 
una  guardia  del  N^  2  á  inmediación  de  la  casa  en  que 
estaba  el  General  con  los  demás  jefes,  pues  los  habían 
reunido  ya  á  los  Coroneles  que  tuvieron  presos.  Querien- 
do yo  salir  al  campo,  grita  un  centinela  que  me  habían 
puesto  sin  que  yo  lo  notara:  — c Atrás  mi  Coronel», — vuelvo 
á  él  la  vista  con  indignación  sin  detenerme,  y  repitién- 
dome la  misma  voz,  le  contesté  echándole  á  pasear  y 
sigo  mi  camino.  El  soldado  calló  y  me  dejó  pasar  sin 
llamar  á  su  cabo. 

Al  rato  regresé  y  volví  á  tenderme  bajo  mi  sombra, 
ardiendo  de  cólera, .y  al  tiempo  de  entrar  bajo  la  carre- 
ta observé  á  la  distancia  á  varios  Húsares  dirigiéndose 
á  mi  con  solo  sus  miradas  tristes:  les  eché  una  mirada 
de  desprecio  y  me  tendí.  Como  de  las  casas  hubiesen 
notado  los  compañeros  lo  que  me  pasó  con  el  centinela, 
habían  pedido  permiso  el  coronel  Aparicio  y  su  mayor 
Ibarra,  á  la  guardia,  y  se  vinieron  á  la  sombra  de  mi 
carreta:  conversando  estábamos,  tendidos  bajo  la  carreta 
cuando  desmontándose  mi  paisano  y  amigo  el  coronel 
graduado  Heredia,  me  saluda  y  se  tiende  á  nuestro  lado 
saludando  al  mismo  tiempo  á  los  otros  y  dice  en  tono 
quejoso  pero  festivo: — <^|No  nos  ha  sido  creíble  que  hayan 
habido  compañeros  nuestros  que  opinaran  en  la  junta 
de  ayer  por  la  madrugada,  que  debían  atacarnos!» 

No  bien  acabó  de  decirlo  cuando  le  contesté  seca- 
mente:—«Nadie  con  mejor  propiedad  que  yo  puede  impo- 
ner á  Vd.  y  sus  compañeros  de  lo  que  se  trató  hoy  en 
la  junta.  El  único  exclusivamente  que  fué  de  la  opi- 
nión de  atacarlos  he  sido  yo,  y  deben  ustedes  dar  gra- 
cias á  Dios  (Ibarra  y  el  Coronel  me  tiraban  á  este 
tiempo  de  la  casaca  por  detrás   para  que   no   le   dijera) 


—  203  — 

por  no  haberse  aceptado  mi  parecer,  de  lo  contrario,  no 
sé  donde  estarían  Vdes.  hoy!» 

«¡Lo  hubiéramos  visto!»  me  repuso  Heredía — «¿Y  que 
eran  capaces  Vdes.  de  resistirnos,  cuando  de  puro  miedo 
a  los  santafecinos  se  han  echado  un  eterno  borrón  con 
esta  revolución  infame?»— le  dije  enfurecido,  é  Ibarra  que 
estaba  con  su  mano  tendida  á  mi  espalda  me  apretaba 
para  que  callara! 

Heredia  un  tanto  desconcertado  por  esta  respuesta 
me  alargó  la  mano  y  me  la  apretó  diciéndome: — «¡Vaya 
Gregorio,  (pues  rae  tuteíiba)  estás  muy  acalorado,  es 
preciso  refrescarse!  Luego  vendrán  Paz  y  Bustos  á  verte» — 
y  se  despidió. 

Los  dos  jefes  que  estaban  á  mi  lado,  me  dijeron  un 
tanto  sobresaltados:— «¿Como  ha  tenido  Vd.  valor  para  de- 
cirle semejantes  cosas  á  presencia  del  centinela  que 
tiene  y  en  vista  de  la  guardia  que  nos  han  puesto  á 
todos?» — «Déjenme  Vdes.,  les  d^e,  que  estoy  deseando  que 
me  toquen  para  pelearme  con  todos  ellos  juntos!  ¡Oh, 
qué  bien,  creo,  sería  para  la  patria  el  que  esa  canalla  lo  in- 
tentara!» les  dije. — Fuéronse  en  seguida  para  dejarme  sólo, 
pues  calculaban  como  yo,  que  las  visitas  anunciadas  eran 
con  el  fin  de  hacerme  alguna  propuesta. 

Estaba  ya  el  sol  bajo  y  mandé  sacar  mis  petacas  y 
un  par  de  banquitos  para  esperar  las  visitas  anunciadas. 

Al  poco  rato  llegó  mi  amigó  el  comandante  José 
Maria  Paz,  y  aunque  era  un  compañero  el  cual  por  sim- 
patía le  quiso  desde  que  le  conocí  el  año  11  á  su  llega- 
da á  Jujuy,  y  mucho  más  después  que  le  hube  tratado 
y  expedicionado  con  él  poco  antes  á  la  Herradura,  no  pude 
i-ecibirle  sino  con  seriedad:  y  mucho  más  desde  que  por 
lo  dicho  por  Heredía,  esperaba  yo  que  fuese  él  conduc- 
tor de  alguna  propuesta. 

Le  convidé  asiento  después  de  habernos  saludado  y 
esperé  callado  que  empezara  la  misión  de  que  lo  juzgaba 
encargado;  y  viendo  que  nada  me  decía  tomé  la  palabra 
hablando  de  cosas  indiferentes:  conversamos  asi  un  ins- 
tante y  se  retiró  ofreciéndoseme  pero  sin  tocarme  pala- 


—  204  — 

bra  sobre  el  asunto  que  yo  pensaba.  Al  poco  rato  apa- 
reció el  general  Bustos,  á  quien  hice  igual  recibimiento 
y  después  de  un  otro  rato  roas  largo  de  silencio  le  hablé 
yo  como  al  anterior  y  se  despidió  igualmente  que    Paz. 

Al  día  siguiente  temprano,  se  nos  hizo  marchar  á 
todos  los  jefes  por  delante  del  ejército  pero  escoltados 
por  un  escuadrón  de  Dragones  y  bajo  las  órdenes  del 
sargento  mayor  Juan  José  Giménez,  chileno,  y  amigo 
mío.  En  esa  noche  se  habían  valido  los  oficiales  de  Hú- 
sares de  todos  los  medios  posibles  para  atraerse  á  los 
18  hombres  que  me  acompañaban,  hasta  el  extremo  de 
decirles,  vista  su  resistencia,  que  nos  iban  á  mandar  á 
todos  al  Hervidero  á  disposición  de  Artigas,  con  cuyo 
conocimiento  no  debían  ellos  aventurarse  á  sufrir  tal 
vez  la  muerte  por  seguirme;  mas  nada  pudieron  sacar  de 
ninguno  de  ellos,  pues  todos  les  contestaron  á  una  que 
fuese  cual  fuese  la  suerte  que  me  esperaba,  ellos  la 
correrían  igualmente  á  mi  lado. 

Acampamos  con  nuestro  escuadrón  de  escolta  en  la 
posta  de  la  Cabeza  de  la  Tigre  que  es  la  que  sigue  hacia 
Córdoba,  de  la  Cruz  Alta,  antes  de  cerrar  la  noche  y 
habíamos  ya  comido  y  acostádome  yo  dentro  de  mi 
carretilla  cuando  observé  desde  mi  cama  que  cruzaba 
una  partida  de  infantes  armados  por  entre  nuestro  campo 
de  prisión  y  juzgué  fuesen  soldados  que  habían  perdido  el 
camino,  pues  sentía  estar  pasando  el  ejército  por  nuestra 
izquierda. 

Yo  conservaba  por  las  noches  un  centinela  á  la  puer- 
ta de  mi  carretilla  y  nuestros  caballos  dormían  todos 
ensillados  pero  sin  freno,  pues  temía  que  estando  dormi- 
dos amaneciéramos  un  día  bajo  una  distinta  custodia 
que  la  de  nuestros  Dragones,  porque  todo  era  de  temer, 
según  las  amenazas  que  dirigían  algunos  oficiales  y  aún 
algunos  soldados  que  estaban  ya  desmoralizados  á  varios 
de  los  jefes  que  iban  presos;  con  el  objeto  de  no  ser  sa- 
crificados impunemente  había  yo  prevenido  á  mis  solda- 
dos la  mayor  vigilancia  para  arremeter  con  ellos,  en  un 
caso  preciso,  y  aún  nos    habíamos   numerado    todos   los 


—  205  — 

jefes  á  indicación  raía  para  que  hubiese  uno  en  vela 
durante  toda  la  noche  y  nos  despertábamos  mutuamente 
cuando  nos  tocaba  el  turno.  Nos  amaneció  sin  novedad 
por  mi  parte,  pues  acampaba  yo  un  poco  separado  de 
los  demás,  en  precaución  de  mis  caballos,  no  asi  por  la 
del  general  Cruz  y  de  mis  compañeros,  pues  la  partida 
que  vi  cruzar  por  la  noche  había  sido  mandada  por  el 
general  Bustos  bajo  el  comando  de  un  oficial  á  desar- 
mar á  todos  los  ordenanzas  de  los  jefes  y  lo  habían  eje- 
cutado recogiendo  las  armas  de  todos  menos  de  los  míos, 
á  quienes  no  llegó  la  partida;  ya  fuese  por  recelo  ó  ya 
porque  tal  vez  asi  se  lo  prevendrían  á  dicho  oficial.  El 
resultado  fué  que  al  amanecer  me  grita  uno  de  los  coníi- 
pañeros,  de  la  puerta: — «Que  descansado  duerme  Vd.  sin 
saber  lo  que  nos  ha  pasado  con  estos  picaros!»  —  «Que  es 
lo  que  Vd.  me  dice» , — contesté,  saltando  al  mismo  tiem- 
po fuera  de  mi  carreta,  y  dirigiéndome  hacia  el  círculo 
en  que  estaban  mis  demás  compañeros  que  acababan  de 
llegar.  «Que  los  han  desarmado  anoche  á  todos  los  orde- 
nanzas por  orden  de  Bustos,  mandando  una  partida  con 
un  oficial  al  efecto,  como  si  fuéramos  unos  foragidos». — 
«Pues  si  el  oficial  llega  á  mi  con  esa  comisión,  lo  corro 
á  balazos,  les  contesté;  y  voy  ahora  mismo  á  ver  al  Ge- 
neral y  reclamar  contra  un  hecho  tan  infame  con  unos 
compañeros». 

El  mayor  Giménez  que  llegaba  á  ese  tiempo  de  su 
fogón  y  supo  por  mi  lo  ocurrido  y  que  iba  á  ver  á  Bus- 
tos, díceme,  seguramente  para  que  no  fuera  solo,  «pues 
voy  en  tu  compañía,  porque  justamente  iba  yo  á  una 
diligencia».— «Muy  bien»,  le  dije,  montando  á  caballo  al 
mismo  tiempo,  y  partimos,  dando  él  la  orden  para  que 
se  pusiera  en  marcha  el  escuadrón  y  con  él  los  jefes, 
hasla  la  posta  de  Rui  Díaz.  Galopamos  un  trecho  hasta 
los  Chañarcillos  donde  encontramos  formadas  las  colum- 
nas de  los  cuerpos,  esperando  solo  la  orden  de  marcha. 
Preguntó  el  Mayor  por  el  General  y  habiéndonos  indi- 
cado el  lugar  donde  estaba,  nos  dirigimos  á  él,  y  en- 
contrándolo con  Heredia  tendidos  sobre  la  barranca  del 


—  206  — 

rio,  los  saludé,  desmontándome.  —  «Qué  busca,  compañero, 
díceme  el  general  Bustos  con  semblante  risueño» . —  «Vengo 
á  ver  á  Vd.  por  una  acción  infame  que  ha  mandado  co- 
meter anoche  con  nosotros,  le  dije,  enviando  una  partida 
armada  á  desarmar  á  nuestros  ordenanzas  como  si  fué- 
ramos salteadores.  ¿Porqué  si  tuvieron  Vds.  miedo  que 
le  hiciéramos  con  ellos  una  contra  revolución,  no  se  nos 
pidieron  las  armas  cuando  dimos  cuenta  del  número  de 
cuantas  tenían  los  hombres  que  acompañan?  ¡Agradezcan 
Vds.  que  el  oficial  no  se  atrevió  á  llegar  donde  yo  esta- 
ba dormido,  que  si  lo  hace  lo  echo  á  balazos  del  cam- 
po!»-(Tan  ciego  iba  de  rabia  que  le  fleté  toda  esta  rela- 
ción sin  darle  tiempo  á  que  me  interrumpiera.)  -'^Habría 
hecho  Vd.  muy  mal,  compañero,  me  replicó. —  «Oh,  no, 
le  repuse,  porque  á  eso  y  mucho  más  se  expone  el  que 
procede  de  un  modo  infame».— «Sé  que  con  Vd.  se  ha  te- 
nido consideración,  sin  embargo  de  que  sabemos  que  no 
fallan  entre  los  compañeros  quien  nos  vengan  despelle- 
jando, me  dijo. 

«¡El  único  que  habla  de  Vds.  soy  yo,  porque  lo  me- 
recen!, le  dije,  montando  á  caballo.  Queden  Vds.  con 
Dios» — y  me  marché  donde  me  esperaba  el  mayor  Gimé- 
nez, oyendo  sorprendido  todo  nuestro  altercado,  lo  mis- 
mo que  la  tropa  que  estaba  inmediata  y  era  la  del  N° 
2,  pues  de  intento  hablaba  yo  fuerte.  Marchamos  ense- 
guida á  delante  por  el  costado  derecho  de  la  columna; 
los  soldados  del  2  me  saludaron  al  pasar  y  los  Dragones 
que  estaban  montados  hicieron  lo  mismo,  enterneciéndo- 
se algunos  de  ellos  al  verme  con  semblante  airado,  y 
Giménez  que  lo  notó,  me  dice: — «¡Quédate  La  Madrid  con 
nosotros,  que  estos  pobres  son  los  que  mas  se  interesan 
para  que  mandes  toda  la  caballería! — ¡Eso  quisieran  esos 
cobardes  montoneros,  le  dije,  que  de  puro  miedo  á  los 
santafecinos  de  López,  han  perdido  el  ejército!  No  seré 
yo  el  que  sirva  con  semejantes  jefes! — Mientras  esto  con- 
versábamos, enfrentamos  á  mis  Húsares  que  iban  á  van- 
guardia- Verme  y  ponerse  á  llorar  los  soldados,  fué  una 
misma  cosa. 


—  207  — 

Este  lance  me  traspasó  y  volviendo  mi  semblante 
para  ocultarles  las  gruesas  lágrimas  que  asomaron  á  mis 
ojos,  desapareciendo  mi  rabia  y  sin  poderlo  remediar, 
cerré  las  espuelas  á  mi  caballo  y  partí  á  escape.*  El 
pobre  de  mi  amigo  Giménez  no  pudo  menos  que  conmo- 
verse y  volverme  á  instar  para  que  tomara  servicio  con 
ellos,  pero  fué  inútil. 

Llegado  á  la  posta  de  Rui  Díaz  ya  reunido  con  los 
demás  Gefes  y  el  escuadrón  que  nos  escoltaba  pasamos 
á  situarnos  un  poco  mas  distante  al  norte  sobre  el  rio 
para  dejar  lugar  al  ejército  que  debía  llegar  pronto,  y 
llegó  en  efecto  al  cerrar  ya  la  noche;  cuando  á  eso  de 
las  ocho  de  ella  me  llama  á  parte  el  teniente  Leiva  y 
me  dice  á  nombre  de  cinco  ó  seis  sargentos  de  Húsares 
que  esperaban  la  respuesta,  que  el  escuadrón  estaba 
decidido  á  venir  en  esa  noche  y  sacarme  con  todos  los 
jefes  que  estábamos  en  arresto,  atacando  si  preciso  fuese 
al  escuadrón  que  nos  custodiaba  y  dirigirse  conmigo 
al  punto  que  le  ordenara,  que  ellos  venían  mandados 
por  la  tropa  á  tomar  mi  consentimiento  y  saber  la  hora 
á  que  estarían  listos  para  no  faltar  á  ella,  que  de  ver- 
güenza no  se  atrevían  ellos  á  llegarse  á  mí,  pero  que 
estuviese  yo  seguro  de  que  ningún  individuo  de  la  tropa 
me  había  traicionado  ni  lo  haría  nunca. 

Mandé  á  Leiva  que  volviera  á  los  sargentos  y  les 
dijese  de  mi  parte  que  se  retirasen  en  el  momento  al 
escuadrón  y  les  dijeran  que  cuando  mas  necesitaba  yo 
de  la  presencia,  me  habían  éstos  abandonado,  que  no 
necesitaba  yo  ahora  de  ellos  para  nada.  Le  encargué 
al  oficial  que  les  previniera  de  su  parte  que  se  fuesen 
al  instante  á  su  campo  para  que  no  fuesen  tomados, 
pues  iba  yo  á  dar  parte,  no  porque  dudase  del  dicho  de 
las  sargentos,  sino  por  precaución,  pues  podía  ser  muy 
bien  que  hubiese  entre  estos  algún  Judas. 

Después  que  di  tiempo  á  que  los  sargentos  se  hu- 
bieran restituido  á  su  campo  pasé  á  ver  yo  solo  al  ma- 
yor Giménez  y  prevenirle  que  diera  parte  á  Bustos  que 
estuviesen    vigilantes    sobre    el    escuadrón   de    Húsares, 


—  208  — 

y  preguntando  á  unos  Dragones  por  él  fué  uno  de  ellos 
á  enseñarme  donde  estaba  dormido.  Como  lo  encon- 
trase en  aquel  estado  y  tendido  boca  arriba,  se  me 
ocirrrió  darle  un  chasco  á  presencia  de  sus  soldados, 
me  senté  sobre  él,  tomándole  por  ambos  puños,  cruzele 
las  manos  y  le  dije: — «Date  preso  picaro,  yo  te  enseñaré  á 
hacer  revolución». — Fué  tal  su  sorpresa  que  no  supo  lo  que 
le  pasaba  y  solo  daba  quejidos  turbados  y  hacia  fuerza 
inútilmente  para  levantarse,  pues  le  tenia  yo  bien  ase- 
gurado, y  sus  soldados  que  no  sabían  si  esta  mi  acción 
era  broma  se  reian  á  carcajadas  desde  su  fogón  al  ver 
la  sorpresa  de  su  jefe. 

Después  que  le  hice  forcejear  un  rato  sin  saber  lo 
que  le  pasaba,  le  dije  en  broma;  «levántate  y  manda 
avisar  al  General  que  no  se  descuide  con  los  Húsares, 
porque  ha  de  quedarse  sin  ellos,  pues  tengo  antecedentes 
para  creerlo».  Montó  á  caballo  el  mismo,  le  llevó  este 
parte.  No  se  si  esa  noche  ó  al  siguiente  día  desarmó 
Bustos  el  escuadrón  y  lo  llevó  en  vigilancia  después 
hasta  Córdoba. 

De  allí  nos  pasaron  á  situar  el  paso  de  la  Herradura 
en  cuyo  punto  estuvimos  me  parece  que  dos  días,  y  el 
ejército  se  detuvo  no  sé  si  en  el  Saladillo  ó  el  Fraile 
Muerto.  En  el  día  en  que  llegamos  á  este  punto  salía  yo 
de  darme  un  baño  en  el  río  cuando  encontré  á  un  sargento 
de  milicias  del  tercero,  cuyo  nombre  no  recuerdo,  espe- 
rándome en  el  galpón  donde  estaban  los  demás  jefes, 
y  así  que  me  vio  me  dijo  todo  conmovido: — «¿Cuando  es- 
peraba yo  ver  á  mi  coronel  en  semejante  estado?  Acabo 
de  saber  como  viene  Vd.  y  aunque  soy  un  pobre,  no 
quiero  verle  pasar  trabajos,  doscientos  pesos  tengo  y 
vengó  á ofrecérselos,  hágame  el  gusto  de  recibirlos». — No 
pude  menos  que  conmoverme,  al  ver  una  tan  noble 
acción  en  un  pobre  miliciano,  y  dándole  la  mano  le  dije 
que  se  lo  agradecía  en  el  alma  como  si  los  recibiera, 
pero  que  no  tenía  necesidad,  que  le  daba  un  millón  de 
gracias  por  tan  generoso  ofrecimiento.  Mil  instancias 
me  hizo  el  pobre  sargento  para  que  aceptara  su    ofreci- 


—  209  — 

miento,  hasta  que  viendo  mi  resistencia  me  dijo:— «Pues 
ya  que  no  quiere  recibirme  el  dinero  que  le  ofresco, 
siquiera  algunos  caballos  me  ha  de  hacer  el  favor  de 
recibirme  que  voy  á  traérselos». — No  creí  prudente  rehu- 
sar este  nuevo  ofrecimiento  tan  ingenuo,  ya  porque  se 
creria  ofendido,  ya  también  porque  mis  caballos  ó  los 
de  los  soldados  que  tiraban  la  carretilla  estaban  ya 
malos.  Le  acepté  esta  oferta  dándole  las  gracias  y 
se  marchó  diciéndome  que  muy  de  madrugada  estaría 
con  los  caballos  de  vuelta.  Como  á  la  hora  de  haberse 
marchado  nos  llegaron  los  pasaportes  de  Bustos  para 
todos  los  jefes,  y  doce  pesos  y  medio  para  cada  uno 
á  íin  de  que  nos  condujéramos,  unos  á  Tucuraán  y  otros 
á  Chile  y  Mendoza. 

Asi  que  recibí  el  pasaporte  les  dije  á  mis  compañe- 
ros: «me  voy  en  el  momento  sin  esperar  el  obsequio  de 
los  caballos,  cuando  los  traiga  el  sargento  podrán  reci- 
birlos Vdes.»,  y  me  marché  al  instante  resistiendo  á  las 
instancias  que  me  hicieron  para  que  marcháramos  jun- 
tos al  siguiente  día,  ya  porque  sabía  que  lo  pasaría  me- 
jor solo,  ya  también  para  alejarme  de  los  efectos  de  la 
desmoralización  en  que  venía  la  tropa. 

Al  llegar  á  la  posta  del  paso  de  Ferreira,  me  en- 
contré con  un  paisano  que  arreaba  una  punta  de  caba- 
llos bastante  crecida  y  habiendo  éste  sabido  por  uno  de 
los  soldados  que  venían  atrás,  quien  era  yo,  volvió  en 
mi  alcance,  mandando  detener  su  caballada  y  me  rogó 
que  le  aceptase  algunos  para  mi  tropa  ó  la  carretilla- 
Yo  le  di  las  gracias  escusándome  con  que  iba  por  la 
posta  y  tendría  que  abandonarlos  pronto  privándose  él 
inútilmente  de  los  caballos  que  me  -diera,  pero  no  fué 
posible  dejar  de  admitirle  medía  docena  porque  fué  él 
mismo  y  me  los  trajo  tirados  por  sus  peones.  Me  des- 
pedí en  seguida  dándole  mil  gracias  y  era  la  primera 
vez  que  lo  veía  en  mi  vida. 

Al    dia   siguiente    de    haber    marchado  del  paso   de 

Ferreira,  fui  encontrado   con   caballada  que  mandaba  el 

maestro    de   posta  de  Tío  Pujío  en    mi  alcance,  y  He- 
la 


1 


-  210  — 

gados  á  esta  posta  mandó  carnear  una  tambera  para 
mis  soldados  y  después  que  hubimos  almorzado  me  hi- 
zo conducir  hasta  el  corral  del  maestro,  me  obsequió 
con  algunos  caballos  y  no  me  llevó  interés  ninguno. 
Esto  mismo  me  sucedió  en  todas  las  demás  postas  has- 
ta Córdoba,  á  cuya  capital  llegué  por  la  posta  y  con 
mas  de  treinta  caballos  sobrantes  de  los  que  me  habían 
regalado  por  el  camino,  fuera  de  varios  que  dejé  en  el 
tránsito  para  que  se  entregasen  á  los  demás  compañeros 
que  venian  detrás,  y  sia  haber  gastado  un  solo  medio 
porque  no  se  admitió  por  los  maestros  de  posta  pago 
alguno. 

El  general  Bustos  que  fué  informado  á  su  paso, 
después,  del  recibimiento  que  me  habían  hecho  en  todo 
el  camino,  se  quejó  á  los  maestros  de  posta,  de  la  pre- 
ferencia con  que  todos  me  habían  servido. 

Se  me  pasó  expresar  en  el  lugar  correspondiente, 
un  empleo  que  me  ofreció  el  señor  general  Manuel  Bel- 
grano  al  marchar  para  Santa  Fé  el  25  de  mayo  del  año 
anterior  1819.  Se  acostumbraba  en  aquel  entonces  dar 
algunos  grados  ó  empleos  por  clases  en  celebridad  del 
aniversario  del  25  á  los  individuos  que  el  General  juz- 
gase mas  meritorios:  con  este  motivo  al  llegar  al  Fraile 
Muerto,  creo  quizo  el  General  darme  la  propiedad  del 
empleo  de  Coronel  de  Húsares  y  yo  lo  resistí,  diciendo: — 
«Permítame  V.  E.  no  aceptar  el  empleo  con  que  me  fa- 
vorece, pues  no  quiero  deber  ninguno  de  mis  grados  sino 
á  los  esfuerzos  que  hiciese  en  el  campo  de  batalla». 

A  mi  llegada  á  Córdoba  me  fué  preciso  hacer  una 
pequeña  reparación  á  mi  carretilla,  y  el  señor  Goberna- 
dor me  mandó  auxiliar  con  50  pesos.  Continué  mi  mar- 
cha hasta  Tucumán,  después  de  dos  días  de  estar  en 
Córdoba  y  llegué  á  mi  pueblo  como  había  llegado  á  Cór- 
doba, sin  haber  gastado  un  solo  peso  en  el  camino  y 
con  mas  de  60  caballos  buenos,  regalados  en  el  camino; 
pero  habiendo  tenido  antes  el  placer  y  disgusto  al  mismo 
tiempo,  de  encontrarme  con  mi  benemérito  general  Ma- 
nuel  Helgrano,  al   llegar  al    rio  de  Santiago  en  el  paso 


—  211  — 

de  Giménez,  gravemente  enfermo;  y  además  fui  instruido 
con  pesar  de  los  disgustos  y  molestias  que  le  habían 
proporcionado  en  mi  pueblo  al  hacerse  la  revolución  de 
Bernabé  Araoz  por  los  piquetes  del  ejército  encabezados 
por  el  capitán  Abrahán  González  del  N^  9.  Un  rato  cor- 
to me  detuve  al  estribo  del  coche  de  mi  General,  que  no 
quise  alargar  porque  conocí  cuanto  le  habia  impresiona- 
do  mi  vista  por  los  amargos  recuerdos  de  nuestra  ma 
lograda  campaña,  y  nos  despedimos  ambos  con  los  ojos 
humedecidos  y  un  apretón  de  manos. 

Entré  á  Tucumán  con  treinta  y  tantos  Húsares  in- 
cluso varios  que  me  alcanzaron  en  el  camino  desertados 
de  Córdoba. 

El  exclarecido  Dr.  Pedro  Ignacio  de  Castro  Barros 
que  se  hallaba  en  Tucumán  en  esa  fecha,  dio  ejercicios 
espirituales  á  los  pocos  días  después  de  mi  llegada  y 
entré  á  ellos  con  todos  mis  Húsares,  y  como  á  los  dos 
meses  después,  me  puse  en  camino  para  Buenos  Aires, 
que  ansiaba  conocer,  en  la  tropa  de  carretas  de  Ana- 
cleto  Gramajo  á  efecto  de  pasar  incógnito  en  ella  para 
no  ser  conocido  en  el  territorio  de  Santa  Fé.  Salimos 
á  fines  de  abril;  pero  habiendo  notado  que  en  toda  la 
jurisdicción  de  Córdoba  salían  los  paisanos  al  encuen- 
tro de  la  tropa  preguntando  por  mi  para  verme  y  obse- 
quiarme, juzgué  que  me  era  ya  inútil  el  ir  encarre- 
tado,  porque  se  sabría  también  en  la  jurisdicción  de 
Santa  Fé. 

Con  este  motivo  al  acercarme  á  Córdoba  en  la  vís- 
pera del  25  de  mayo,  quise  entrar  á  dicha  ciudad  con 
Gramajo,  ver  la  función  del  ejército  en  aquel  día  y  tomar 
la  posta  el  26. 

Al  ponerse  el  sol  pasábamos  el  rio  con  Gramajo 
y  dos  ordenanzas,  al  frente  mismo  de  aquella  capital, 
en  circunstancias  que  un  soldado  negro  del  10,  llegaba  á 
dar  agua  al  caballo  de  un  oficial,  el  cual  así  que  me 
conoció  al  salir  del  río,  dio  vuelta  su  caballo  y  co- 
rrió al  pueblo,  probablemente  á  dar  aviso  á  sus  compa- 
ñeros, pues  que  apenas  nos  apeamos  del  caballo    en   la 


~  212  - 

casa  de  posta  del  pueblo,  cuando  comenzaron  á  llenarse 
á  la  puerta  los  soldados  de  todos  los  Cuerpos  A  verme, 
y  llorando  los  mas  de  ellos  en  la  calle  á  la  puerta  de 
la  posta;  y  fué  tal  el  tropel  que  se  iba  aumentando  por 
instantes  que  gané  al  interior  de  la  casa  suplicándoles  que 
se  retirasen,  y  todos  conmovidos  al  considerar  perdido 
aquel  ejército,  que  poco  ames  era  por  su  disciplina,  valor  y 
constancia,  toda  la  esperanza  de  nuestra  patria! 

Pasamos  en  seguida  á  presentarnos  al  General  y  Go- 
bernador Juan  Bautista  Bustos  que  me  recibió  muy  bien, 
y  así  que  regresamos  ¿i  la  posta,  fui  visitado  por  lodos 
los  jefes  y  algunos  oficiales. 

El  comandante  Juan  María  Paz,  que  había  entrado  en 
la  revolución,  engañado  por  Bustos  con  que  pasaría  in- 
mediatamente con  el  ejército  á  Salta  ó  Jujuy,  al  efecto 
de  hacer  la  guerra  al  ejército  español,  se  había  marcha- 
do ya  para  ^Santiago  del  Estero  desde  que  vio  colocarse 
á  aquél  en  el  gobierno  y  fijarse  en  Córdoba  con  el  ejér- 
cito sin  pensar  más  en  la  guerra. 

Al  siguiente  día,  25  de  mayo,  nos  levantamos  muy 
temprano  y  pasamos  á  la  calle  «Ancha»  á  ver  la  formación 
del  ejército,  el  cual  estaba  vistosamente  uniformado.  Asi 
que  me  presenté  en  la  vereda  opuesta,  paseando  por  el 
frente  de  él,  se  manifestó  en  el  semblante  de  todos  los 
soldados,  el  contento  que  les  inspiró  mi  vista,  pues  me 
saludaban  todos  con  una  inclinación  de  cabeza  y  se  ha- 
blaban al  oído  á  mi  paso. 

No  quise  detenerme  y  me  retiré,  porque  observé  que 
semejante  demostración  no  podía  menos  que  mortificar  á 
los  jefes  que  estaban  á  su  frente.  Puedo  asegurar  sin 
temor  de  equivocarme,  (jue  si  yo  hubiese  tenido  un  poco 
de  ambición  al  mando  v  no  hubiese  sido  inn  extremada- 
mente  moderado,  pude  allí  hacerme  ducfio  del  ejército  con 
solo  hablarle!  ¡Y  cuánto  ha  sufrido  después  mi  patria 
por  aquella  fal(a  mía,  y  este  mi  exceso!  ¡Yo  mismo  no 
me  lo  perdono  porque  he  conocido  mejor  que  nadie  esta 
verdad! 

En  todo  el  día  25  que  permanecí  en  Córdoba,  me  visi- 


—  213    — 

taron  todos  los  oficiales  del  ejército  incluso  los  de  Húsares, 
los  cuales  procuraron  disculparse  con  que  habían  sido 
engañados  con  la  promesa  de  volver  con  el  ejército  á  con- 
tinuar la  guerra  contra  los  españoles  marchando  á  las 
Provincias  del  norte,  esta  misma  disculpa  me  dieron  va- 
rios otros  oficiales  de  los  diferentes  cuerpos,  agregando 
unos  y  otros  que  estaban  aburridos. 

Dijeles  el  mal  que  hablan  hecho  con  prestarse  á  la 
revolución  á  todos  cuantos  me  dieron  estas  disculpas; 
quejáronseme  también  de  no  habérseles  dado  sueldo,  ni  gra- 
tíficación  alguna,  pero  ni  aún  distribuldoseles  los  efec- 
tos correspondientes  del  convoy:  ante  estas  manifestacio- 
nes, les  hice  presente  que  era  preciso  sufrir  con  pacien- 
cia todas  aquellas  privaciones,  pues  eran  propias  de  las 
circunstancias;  que  todo  debieron  haberlo  previsto  á  tiem- 
po, recomendándoseles  la  constancia,  la  disciplina  y  la 
conservación  de  la  tropa,  pues  podían  ser  todavía  muy 
útiles  á  la  patria. 

Al  siguiente  día  26,  marché  por  la  posta  acompaña- 
do de  Gramajo  y  del  oficial  Rico  (Clemente).  Al  concluir 
la  carrera  de  la  jurisdicción  de  Córdoba,  en  la  cual  fui 
perfectamente  tratado  en  todas  las  postas,  le  previne  al 
oficial  Rico  que  no  fuera  á  descubrirme  en  el  territorio 
de  Santa-Fé,  pues  temía  que  no  me  dejasen  pasar  á  Bue- 
nos Aires,  ó  cuando  menos  que  me  obligasen  á  presen- 
tarme á  los  generales  Alvear  y  Carrera,  que  se  halla- 
ban en  el    Rosario,   los    cuales  podían   comprometerme, 

cuando  iba  vo  decidido  á  ofrecer  mi  servicio  al  Gobier- 

1/, 

no  de  Buenos  Aires.  Habíamos  andado  ya  la  mayor  parte 
del  territorio  de  Santa-Fé  sin  ser  conocidos,  y  esperába- 
mos solo  que  alistasen  el  animal  para  la  carga  en  la 
posta  de  las  Cortaderas,  cuando  llegan  de  Buenos  Aires 
dos  comerciantes  que  me  conocían,  y  sabiendo  el  maes- 
tro de  posta  por  ellos,  quién  era  yo,  se  arrima  al  despre- 
ciable caballo  que  me  había  tocado  y  echando  la  rienda 
arriba. en  ademán  de  montar,  me  dice: 

— ¿Paisano,  tiene  algo  que  perder  su  caballo? 

—No,  paisano,  le  dije;  monte  Vd. 


—  214  — 

Cuando  yo  le  dije  esto,  eataba  ya  á  caballo  y  mar- 
chando para  el  corral. 

No  dejé  yo  de  sorprenderme  por  semejante  acción,  y 
mucho  más  cuando  el  comerciante  me  dijo  en  seguida: — 
Acabo  de  preguntarle  quien  era  Vd.,  y  se  lo  he  dicho; 
cuando  al  poco  instante  vuelve  en  un  hermoso  caballo  y 
me  dice:  —  «ahora  si  que  puede  decir,  paisano,  que  va  bien 
montado;  me  alegro  de  conocerlo;  y  me  alárgala  mano». 

Le  di  las  gracias,  y  después  de  ofrecerle  mi  amistad, 
marché  ya  caída  la  tarde  á  todo  correr;  llegué  á  la  posta 
siguiente  al  cerrar  la  noche,  y  á  fuerza  de  empeños  y 
de  gratificar  á  los  postillones,  conseguí  que  nos  despa- 
charan después  de  oraciones,  y  no  paré  hasta  que  llegué 
al  Arroyo  del  |  Medio  ó  sea  la  primera  posta  del  terri- 
torio de  Buenos  Aires,  tarde  ya  de  la  noche;  y  debí  á  esta 
diligencia  el  haber  salvado  el  compromiso  que  tenía,  pues 
habían  mandado  un  oficial  del  Rosario  á  llamarme,  de 
parte  del  general  Carrera,  una  hora  después  de  haber 
partido  yo  de  la  última  posta. 

En  la  Villa  de  Lujan  me  encontré  con  el  general 
Miguel  Estanislao  Soler  que  estaba  allí  con  un  ejército, 
pasé  á  su  casa  á  saludarlo  y  presentarle  mi  pasaporte 
y  continué  á  eso  de  las  tres  de  la  tarde  hasta  llegar 
á  Buenos  Aires  como  á  las  9  de  la  noche,  en  los  pri- 
meros días  de  junio,  y  me  alojé  en  casa  dtí  Rico, 
pues  conocía  yo  al  hermano  Manuel  que  había  sido  ofi- 
cial de  Húsares  y  marchado  conmigo  á  Chuquisaca  el 
año  1817. 


-y^: 


íí*  -^fCic-jíle, 


1 


GUERRA  CIVIL  EN  LAS  PROVINCIAS  UNIDAS 


AÑO    18  20 


Llegado  á  Buoqos  Aires  el  autor  de  estos  apuutes,  visita  antes  que  todo  á  su  general 
Manuel  Belgrano. — Presiéntase  al  gobierno  del  señor  Banios  Mojia  en  los  pri- 
meros días  de  junio  del  año  1820.— El  general  Miguel  E.  Soler  se  hace  procla- 
mar gobernador  de  Buenos  Aires;  sale  en  seguida  A  campaña  y  ea  derrotado 
en  la  cañada  do  Cepeda  por  el  Gol^ernador  I^pez,  de  Santa  V6  y  los  generales 
AWear  y  Carrera,  —  Aproximante  estos  &  Buonos  Aires,  y  el  pue')lo  so 
agolpa  en  la  plaza  y  pide  al  Cabildo  Gobernador,  que  encargue  al  autor  la 
defensa  del  pueblo. — Encargase  de  ella. — Acontecimientos  que  siguieron. 


Llegado  á  Buenos  Aires  el  8  de  junio  en  la  noche, 
pasé  al  siguiente  día  bien  temprano  i  casa  de  mi  primo 
el  doctor  José  Miguel  Díaz  Velez,  que  vino  á  buscarme  para 
que  me  alojara  en  ella,  y  después  que  me  hubo  presen- 
tado á  su  familia  y  mandado  buscar  mi  equipaje  á  casa 
de  Rico,  pasé  á  saludar  á  mi  general  Manuel  Belgrano, 
acompañado  por  el  referido  Dr.  Díaz  Velez. 

Encontré  al  General  sentado  en  su  poltrona  y  bas- 
tante agobiado  por  su  enfermedad.  Mi  vista  le  impre- 
sionó en  extremo,  no  menos  que  á  mi  la  suya,  y  apenas 
se  tranquilizó  tiró  con  su  mano  de  la  gabeta  de  un  es- 
critorio que  tenía  á  espaldas  de  su  silla,  y  sacando  los 
apuntes  de  mis  campañas  que  había  yo  escrito  en  el 
Fraile  Muerto  el  año  1818,  por  orden  suya,  me  los  al- 
canzó diciendo:  —  «Estos  apuntes  los  hizo  Vd.  muy  á  la 
ligera,  es  menester  que  Vd.  los  recorra  y  detalle  más 
prolijamente  y  me  los  traiga-.  «Con  mucho  gusto  compla- 
ceré á  mi  General»,  le  dije  y  los  guardé. 

Hízome  algunas  preguntas  de  Tucumán  y  del  ejército 
y  me  manifestó  después  su  pesar   por    haber  anticipado 


—  216  -~ 

mi  llegada,  pues  que  se  había  él  empeñado  cou  el  sefior 
gobernador  Ramos  Mejia,  para  que  salieran  á  encontrar- 
me al  Puente  de  Márquez  en  ese  mismo  día,  á  virtud  de 
aviso  que  le  había  dado  el  correo  de  las  Provincias  que 
llegó  la  tarde  anterior,  de  haberme  dejado  por  el  Arroyo 
del  Medio.  ¡Tal  era  el  afecto  que  el  distinguido  General 
rae  profesaba ! 

Habiéndome  despedido  de  mi  General  después  de  un 
largo  rato  de  conversación,  pasé  á  presentarme  al  Go- 
bierno, y  me  retiré  después  á  mi  casa,  sin  haberle  hecho 
mas  ofrecimiento  que  el  de  etiqueta;  pues  me  había 
dicho  el  Dr.  Díaz  Velez  que  no  me  comprometiera  por- 
que no  tenía  estabilidad  el  Gobierno,  que  acaso  no  du- 
raría muchos  días.  Asi  sucedió  en  efecto,  pues  á  los 
dos  ó  tres  días  vino  el  general  en  jefe  del  ejército, 
Miguel  E.  Soler  y  se  hizo  pregonar  Gobernador  y  capitán 
general  de  la  Provincia,  por  medio  de  una  partida  y  á 
son  de  trompeta  por  las  calles. 

Todo  lo  principal  de  aquel  gran  pueblo  me  visitó  y 
dispensó  las  mayores  consideraciones.  Me  avergonzaba 
bastante  en  mis  primeras  salidas  á  la  calle,  por  la  curio- 
sidad con  que  todos  corrían  á  las  puertas  para  conocer- 
me, asi  que  pasaba  y  había  algún  conocido  que  me  in- 
dicara. En  el  mismo  día  en  que  se  hizo  nombrar  por  si 
mismo  Gobernador,  el  general  Soler,  mandó  por  bando 
que  todos  los  militares  marchasen  al  siguiente  día  á 
presentarse  al  ejército  en  Lujan,  fui  yo  averio  en  virtud 
de  este  mandato  y  preguntar  si  me  comprendía  también. 
Me  contestó,  fríamente,  que  hiciera  yo  lo  que  gustase. 
«Quede  Vd.  con  Dios»,  le  dije,  y  me  marché  á  mi  casa 
resuelto  á  no  ir,  j)or  que  rae  chocó  su  modo. 

Partió  enseguida  dicho  Gobernador  y  General  para 
Lujan  y  á  los  pocos  días  le  vimos  entrar  de  vuelta,  solo 
y  derrotado  hasta  la  playa  del  río,  pasar  del  caballo  á 
un  bote  y  marcharse  para  la  Colonia,  pues  acababa  de 
ser  batido  en  la  cañada  de  Cepeda,  por  el  Gobernador 
López  y  los  generales  Carlos  Alvear  y  José  Miguel  Ca- 
rrera,   los    cuales    habían    tomado  por    capitulación    al 


—  217  — 

coronel  Celestino  Vidal  coa  todo  su  cuerpo  de  cazadores, 
negros. 

El  coronel  Pagóla  que  pertenecía  á  dicho  ejército, 
se  presentó  al  siguiente  día  en  el  Fuerte  y  tomado  de 
su  autoridad  el  mando  de  las  armas,  mandó  echar  ge- 
nerala por  las  calles,  llamando  á  todo  el  mundo  á  las 
armas. 

La  desmoralización  en  que  se  hallaba  la  milicia  en 
aquella  época  era  incomprensible,  y  comenzó  el  terror 
del  pueblo  á  las  tropas  de  López.  Las  generalas  servia 
de  aviso  á  los  militares,  ó  para  ocultarse  de  todo  com- 
promiso ó  Jbien  para  salir  á  reunirse  al  general  Alvear: 
nadie  concurría  á  su  toque. 

Acércanse  los  enemigos  entre  tanto;  el  pueblo  se 
alarma  y  corre  á  la  plaza.  La  única  autoridad  legal  y 
en  la  que  recaía  el  Gobierno  en  semejantes  casos  era 
el  Excelentísimo  Cabildo.  A  él  se  dirige  el  pueblo,  pi- 
diéndome por  su  Jefe  para  correr  todo  él  á  defenderse 
bajo  mis  órdenes. 

Mandóme  llamar  el  Cabildo  por  uno  de  sus  edecanes 
y  le  contesté  que  iba  al  momento.  Llamo  á  mi  primo 
el  doctor  Díaz  Velez  y  le  digo:  — «¡Qué  gran  compromiso 
el  que  se  me  presenta!,  pero  es  necesario  vencerlo!  A 
nadie  conozco;  el  pueblo  está  dividido:  puedo  ser  trai- 
cionado. Mas  el  Cabildo  me  llama  á  pedido  del  pueblo 
para  defenderle,  según  me  ha  dicho  el  edecán;  y  preciso 
es  corresponder  con  nai  vida  á  una  honra  semejante,  voy 
ahora  mismo».— «Bendiga  el  cielo  sus  nobles  sentimien- 
tos», díjorae  mi  primo.  Vistiéndome  estaba  á  gran  prisa, 
cuando  se  me  presenta  por  segunda  vez,  no  recuerdo  si 
el  mismo  ú  otro  edecán,  exigiendo  mi  pronta  presencia 
en  el  Cabildo. —  «Diga  Vd.  á  S.  E.  que  rae  vé  disponien- 
do á  partir,  que  dentro  de  un  instante  me  tendrá  á  sus 
órdenes» . 

El  edecán  regresó  con  mi  contestación  y  salí  yo  en 
seguida.  Cuadra  y  media  me  faltaba  para  llegar  á  la 
plaza,  cuando  rae  encuentro  con  el  señor  Dolz,  alcalde 
de  primer  voto,  acompañado  por  el  de  segundo,  que  iban 


—  218  -^ 

á  buscarme,  frente  á  la  casa  de  Ambrosio  Lezica;  los 
cuales  me  honran  colocándome  á  su  centro  y  regresan 
conmigo  al  Cabildo. 

La  plaza  estaba  tan  poblada  de  gente  de  todas  cla- 
ses, que  era  preciso  abrirse  paso  en  medio  de  los  atro- 
nadores Víctores  con  que  me  recibía  aquel  entusiasta  pue- 
blo. Entrados  con  dificultad  á  la  sala  del  Cabildo,  por 
el  inmenso  gentío  que  había  en  él,  fui  recibido  de  pié 
por  todo  el  Ayuntamiento  y  después  de  haberme  dado 
asiento  al  lado  del  Presidente,  dijome  éste  á  presencia 
de  un  inmenso  concurso: 

— El  pueblo  pide  á  V.  S.  por  su  jefe  para  defenderse 
contra  el  ejército  invasor  que  se  encuentra  ya  á  sus  in- 
mediaciones y  el  Cabildo  espera  que  V.  S.  aceptará  el 
puesto  de  su  General  con  que  se  le  honra.  —  «Muy  gustoso  me 
sacrificaré  por  defender  este  heroico  pueblo  y  á  V.  E.,  le 
dije;  pero  advierto  que  hay  en  él  jefes  de  mayor  gra- 
duación y  de  mejores  conocimientos  que  yo,  los  cuales 
se  resentirán  con  justicia,  de  que  se  me  confíe  este  des- 
tino siendo  un  forastero*. 

No  bien  había  concluido  yo  la  última  expresión, 
cuando  el  entonces  coronel  Borrego,  que  se  hallaba  en 
la  barra,  dijo  en  voz  alta: — «Yo  seré  el  primero  que  ten- 
dré mucha  honra  en  servir  bajo  las  órdenes  del  general 
La  Madrid!» — Si  señor,  que  viva  nuestro  General  contestó 
todo  el  concurso,  y  que  viva  el  coronel  .Borrego.  El  pre- 
sidente del  Cabildo  ó  todo  él  junto,  me  dijo  entonces  en 
alta  voz:— El  pueblo  tiene  su  confianza  en  V.  S.  y  no 
en  ninguno  de  los  otros,  y  esta  expresión  del  Cabildo  fué 
confirmada  por  mil  Víctores  por  todos  los  concurrentes. 

— ¡Acepto  Excelentísimo  Señor,  el  destino  con  que 
V.  S.  y  el  pueblo  me  honran;  será  él  libre,  ó  dejaré  de 
existir!  Esta  fué  mi  contestación  y  salí  á  tomar  disposi- 
ciones entre  los  mas  entusiastas  vivas  de  todo  aquel  in- 
menso concurso, 

El  pueblo  que  momentos  antes  se  mostraba  sordo  al 
llamamiento  á  las  armas,  á  que  le  convocaba  uno  de  los 
jefes  de  su  ejército,  corrió  presuroso  y   entusiasmado  á 


/ 


~  219  — 

tomarlas,  asi  que  me  vio  colocado  á  su  frente.  Mi  pri- 
mer paso  fué  pasar  de  allí  mismo  al  bajo  del  río  á  in- 
vitar á  los  peones  carreteros  de  las  Provincias,  para  la 
defensa  del  pueblo,  todos  responden  á  mi  voz,  y  dejando 
sus  carretas  me  siguen  al  Fuerte  en  busca  de  armas,  y 
obtenidas,  los  mandé  con  ellas  al  Hospicio,  donde  se 
encontraban  dos  piquetes  del  ejérto;  de  Blandengues  el 
uno  y  de  Colorados  de  las  Conchas  el  otro. 

El  Comandante  de  armas,  coronel  Manuel  Vicente 
Pagóla  que  me  había  recibido  afablemente,  y  dado  las 
pocas  armas  que  habían  en  el  Fuerte,  y  monturas  para 
los  voluntarios  de  las  Provincias,  me  dice: -Pida  Vd., 
compañero,  cuanto  quiera  y  necesite,  en  la  inteligencia 
de  que  cuanto  Vd.  desee  lo  obtendrá. 

A  este  tiempo  entra  un  edecán  del  Excelentísimo 
Cabildo  á  llamar  á  Pagóla,  y  dice  me  este  cediéndome 
su  asiento  y  presente  entre  otros  muchos  ¡Juan  Manuel 
Rozas!!! — ¡Compañero,  siéntese  y  ponga  aquí  mismo  el 
oficio  pidiendo  cuanto  quiera  y  necesite  para  la  defensa, 
que  ahora  mismo  lo  obtendrá.  Voy  á  ver  que  quieren 
estos  hombres  y  salió  con   su  edecán    y  sus    ayudantes. 

Me  senté  y  puse  un  oficio,  pidiendo  tabaco,  papel, 
yerba  y  dos  mil  pesos  plata  para  socorrer  ó  gratificar 
como  160  ó  170  hombres  que  se  me  habían  presentado 
de  las  carretas,  y  los  demás  que  concurriesen,  pues  que 
á  los  otros  sería  un  insulto  el  ofrecerles  gratificación 
alguna.  Concluido  este  oficio,  se  lo  entregué  al  señor 
Marcos  Balcarce,  secretario  del  Gobierno  y  dejé  el  asien- 
to, cuando  en  esto  entra  el  coronel  Pagóla,  acalorado, 
diciendo:  —  €¡  He  ido  al  Cabildo  donde  he  encontrado 
una  porción  de  gente  reunida  que  dicen  es  pueblo!  Me 
ha  preguntado  el  Cabildo  si  sostendré  sus  deliberaciones 
y  le  he  contestado  que  no!» — y  dirigiéndose  á  mi  en  se- 
guida me  dice: — «Compañero;  ya  Vd.  no  puede  salir  aho- 
ra, pues  es  preciso  hacer  junta  de  jefes,  saldrá  mañana. 

Llamó  en  seguida  á  sus  ayudantes,    y  mandó    citar 

A  los  jefes  para   las   tres,    de   la    tarde.     Mientras    esto 

L'denaba  Pagóla,  estiraba  yo  la  mano  por  sobre  la  me- 


—  220  — 

sa  y  alzando  por  delante  del  secretario  Balcarco  el 
oficio  que  momentos  antes  le  había  entregado,  lo  guardó 
diciendo:— «Puesto  que  no  he  de  salir  ahora,  lo  presentaré 
mañana»,— y  me  despedi. 

Asi  que  salí  del  fuerte,  marché  derecho  al  Cabildo 
y  encontrando  á  sus  individuos  bastante  acalorados  por 
lo  que  acababa  de  contestarles  Pagóla,  les  dije,  pregun- 
tado que  fué  por  el  objeco  que  me  llevaba: — «Acabo  de 
oír  al  Comandante  de  armas,  en  el  Fuerte,  relatar  cuanto 
ha  pasado  con  V.  E.  y  su  negativa  á  sostener  sus  deli- 
beraciones: me  ha  dicho  que  no  podría  yo  salir  hasta 
mañana,  &*.  Vengo  solo  á  decir  á  V.  E.  que  me  re- 
tiro á  mi  casa,  renunciando  el  destino  que  se  me  había 
confiado,  porque  si  lo  admití,  fué  tan  solo  para  sacrifi- 
carme en  favor  de  este  heroico  pueblo,  y  de  ninguna 
manera  para  coartar  sus  derechos,  ni  ajar  á  sus  autori- 
dades!— No  bien  concluí  de  hablar,  cuando  se  levanta 
todo  el  Cabildo,  y  me  dice: 

— ¡No  nos  abandone  Vd.  en  estas  circunstancias,  Ge- 
neral, á  las  tropelías  que  cometerá  contra  el  Cabildo  y 
al  pueblo,  ese  Coronel!  Salga  Vd.  por  amor  de  Dios  con 
toda  la  gente  que  pueda  á  Barracas,  ó  á  la  quinta  de  los 
Borbon,  donde  se  le  reunirán  también  el  general  Mar- 
tín Rodríguez  y  el  coronel  Dorrego! 

—Cumpliré  con  la  orden  y  deseos  de  V.  E.,  les  dije, 
y  bajando  las  escaleras  monté  á  caballo,  que  me  espera- 
ba al  frente  de  los  portales,  y  corrí  al  Hospicio,  procla- 
mando al  pueblo  á  seguirme  en  busca  del  enemigo,  y 
sin  darme  por  entendido  de  lo  que  habia  pasado. 

Todo  el  mundo  corrió  á  las  armas  v  montando  á 
caballo,  tenderos,  pulperos,  quinteros  y  artesanos,  fueran 
al  Hospicio  en  mi  busca.  Llegado  que  hube  á  dicho 
punto,  mandé  montar  á  caballo  los  dos  piquetes  de  Blan- 
dengues y  Colorados,  y  tomar  sus  aperos  al  hombro  á 
todos  los  provincianos  que  se  me  habían  presentado,  y 
regresé  por  la  calle  de  las  Torres  (hoy  Rivadavia)  con 
íiuinientos  y  más  hombres. 

Mi  objeto  al  tomar  dicha  dirección,   era  el   de  mos- 


—  221  — 

trarme  por  el  centro  de  la  Capital  y  tomar  por  la  calle 
de  San  Miguel  el  camino  recto  A  Barracas,  pues  era  tam- 
bién el  único  que  yo  conocía.  Por  toda  esa  larga  calle 
se  iba  engrosando  mi  columna  con  hombres  de  todas  cla- 
ses; así  fué  que  al  llegar  á  la  bocacalle  de  San  Miguel, 
llevaba  ya  más  de  mil  doscientos  hombres;  cuando  al  do- 
l)lar  á  mi  derecha  gritan  «  á  las  armas  »  los  centinelas 
que  habían  en  las  azoteas,  y  corren  á  ellas  los  cívicos  del 
1^  y  2°  tercio  que  habían  estado  ocupándolas  bajo  las 
órdenes  del  coronel  Zapiola  y,  al  llegar  á  la  plaza  Mueva 
figurándose  que  fuéramos  de  los  invasores.  Ibanse  ya  A 
echar  los  fusiles  á  la  cara  para  disparar  sobre  mi  co- 
lumna, cuando  mandola  parar,  y  corro  adelante  nombrán- 
dome. Mandó  entonces  el  coronel  Zapiola  retirar  las 
armas,  y  saludándome  con  su  sombrero  se  ofreció  á  mis 
órdenes  con  todo  el  batallón.  Le  di  las  gracias  y  mandé 
continuar  la  columna  en  medio  de  los  más  entusiastas 
vivas. 

Cuando  llegué  á  la  quinta  de  los  Borbon  llevaba 
ya  como  dos  mil  hombres  y  me  salieron  al  encuentro  el 
general  Rodríguez  y  coronel  Dorrego  con  algunos  mas, 
y  diciéndome  este  último  que  el  Cabildo  me  ordenaba 
que  volviera  con  la  columna  á  la  plaza,  le  dije: 

—Yo  no  puedo  marchar  á  la  plaza  sin  prevenir  antes 
á  los  jefes  que  vienen  en  la  columna  que  lo  dispone  el 
Cabildo,  é  instruirles  de  lo  que  ha  pasado;  voy  á  reunir- 
los  al  efecto. 

— No  haga  tal,  compañero,  mande  Vd.  contramarchar 
la  columna,  me  repuso,  para  hacer  respetar  el  Cabildo. 

— Sería  exponerse  á  un  bochinche  en  la  plaza  si  yo 
marchara  á  ella  sin  imponer  antes  á  los  jefes,  le  dije;  y 
mandé  á  mis  ayudantes  que  llamaran  á  los  coroneles 
llorona,  de  Blandengues;  Vilela,  de  Colorados,  y  Vega  de 
unas  milicias  de  San  Isidro,  y  pasé  á  esperarlos  al  cos- 
tado de  una  columna,  un  poco  apartado  de  ella. 

Habiéndoseme  presentado,  les  impuse  de  todo  lo  ocu- 
rrido antes  de  mi  salida,  y  de  la  orden  que  acababa  de 
recibir  para  que  marchara  á  la  plaza.  Los  dos  primeros 


—  222  — 

que  habían  sido  amigos  del  coronel  Pagóla,  se  impresio- 
naron al  oír  mi  relación,  pero  me  dijeron  los  tres  en  se- 
guida: 

—  «Aunque  nosotros  no  tenemos  el  honor  de  conocer 
al  señor  General,  conocemos  su  patriotismo,  y  no  le  con- 
sideramos capaz  de  mezclarse  en  ninguna  cosa  injusta. 
Lo  que  el  señor  General  mande  será  obedecido  por  nos- 
otros».— Dándoles  entonces  las  gracias  por  el  honroso  con- 
cepto que  me  manifest^,ban,  los  mandé  ocupar  sus  pues- 
tos y  contramarchar  con  la  columna  hacia  la  plaza,  y 
colocándome  en  su  centro  con  el  general  Rodríguez  y  co- 
ronel Dorrego. 

Al  desembocar  por  la  calle  de  Juan  Manuel  Rozas  á 
la  del  Colegio,  para  dirigirme  á  la  plaza,  hubo  en  ésta 
su  alarma  juzgándonos  enemigos,  pero  se  tranquilizaron 
luego  que  me  conocieron.  El  Cabildo  y  todas  sus  gale- 
rías estaban  llenas  de  un  gentio  principal,  y  al  entrar  yo 
á  la  plaza  acompañado  también  por  el  doctor  Houghan, 
fui  saludado  con  mil  Víctores  dirigidos  exclusivamente  á 
mi  persona,  á  tal  extremo  que  el  general  Rodríguez  in- 
comodado, dijo: 

— ¿Qué  pueblo  este  de  tantos  que  parece  que  no  hu- 
biera más  oficial  aquí  que  La  Madrid? — Esto  no  lo  aper- 
cibí yo,  pero  me  lo  dijo  el  doctor  Houghan  al  retirarme. 

Entrado  á  la  plaza,  y  después  de  contestar  ó  corres- 
ponder con  mi  espada  á  los  saludos  del  Excelentísimo 
Cabildo  y  demás  concurrentes,  volví  la  espalda  para  man- 
dar conversión  de  á  4  de  frente,  por  la  vereda  ancha  que 
está  á  la  derecha,  habiendo  observado  al  volver,  que 
caían  de  las  galerías  varios  impresos  que  se  arrojaban  á 
la  multitud  que  ocupaba  el  centro.  Así  que  la  cabeza 
de  la  columna  hubo  circulado  la  plaza  hasta  haber  ocu- 
pado todo  el  frente  del  Cabildo,  mandé  alto  é  hice  dar 
frente  á  la  izquierda.  Seguía  entretanto  entrando  la  co- 
lumna, y  viendo  que  aán  faltaba  muchísima  fuerza,  man- 
dé cuadruplicar  las  filas,  ocupando  la  última  hasta  las 
veredas  y  aún  quedó  prolongada  la  cola  de  la  columna 
hasta  la  plaza  de  Monserrat  ó  poco  menos. 


j 


---  223  — 

Luego  que  hube  dado  frente,  acercóseme  el  coronel 
Manuel  Dorrego  y  alargándome  uno  de  los  innpresos  que 
vi  yo  arrojar  desde  las  galerías,  me  dice: 

—  «Acabo  de  ser  nombrado  en  este  instante,  Goberna- 
dor provisorio  de  la  Provincia,  por  el  Excelentísimo  Ca- 
bildo, como  lo  verá  Vd.  por  este  impreso:  es  preciso  que 
Vd.  me  dé  á  reconocer  por  tal  y  que  proclame  á  la  tro- 
pa y  al  pueblo  invitándolos  á  la  obediencia  y  al  orden». 

Poco  me  faltó  para  largar  la  risa  al  conocer  el  papel 
que  se  me  había  hecho  representar  desde  que  se  creye- 
ron salvos  por  mi  nombre,  en  virtud  del  entusiasmo  del 
pueblo  en  mi  favor,  pero  me  contuve;  y  después  de  im- 
puesto del  decreto  del  Cabildo,  que  no  era  tirado  por 
cierto,  ni  impreso  en  aquel  momento tuve  que  cum- 
plir lo  que  me  ordenaba  mi  nuevo  jefe. 

Le  hice  reconocer  por  tal  Gobernador  por  mandato 
del  Cabildo  y  proclamé  al  pueblo  y  las  tropas  recomen- 
dando el  nuevo  gobernante, 

Pasada  esta  ceremonia  me  ordenó  el  señor  Dorrego 
que  volviese  al  Hospicio  con  toda  la  columna,  y  que  pues- 
to allí  entregase  todos  los  quinteros  y  gente  del  pueblo 
que  se  me  habían  reunido,  al  coronel  Domingo  Saenz, 
que  se  me  presentaría  á  tomar  el  mando  de  ellas;  que 
los  piquetes  de  Blandengues,  Colorados  de  las  Conchas  y 
milicias  de  San  Isidro,  dispusiera  que  pasasen  á  ocupar 
con  sus  Comandantes  los  puestos  que  antes  tenían  y  que 
yo  me  quedara  á  la  cabeza  de  mis  voluntarios  ocupando 
el  Hospicio.  Fué  tan  singular  el  descenso  que  me  pro- 
porcionó este  Gobernador  formado  á  mi  sombra,  que  de 
General  y  Jefe  de  armas  del  pueblo,    nombrado    por   el 

Cabildo  á  pedimento  do  aquél,  vine  á  quedar  de  simple 
comandante  de  trescientos  y  pico  de  carreteros  voluntarios 
de  las  provincias. 

Marché  pues  á   mi  destino,   riéndome   por   la  calle, 
sin  poderme  contener,  con  mi   amigo  el  doctor  Houghan, 
al  ver  el  ridiculo  desenlace   de   esta   farsa,   pues  apare- 
ciendo yo  como  el  autor  principal  de  la  calda  de  Pagóla, 
)r  cuanto  iodo  el   mundo  conocía  que  sin  mi  presencia 


—  224  -^ 

no  habría  reunido  el  nuevo  Gobernador  uu  solo  hombre, 
vino  éste  á  quedar  colocado  y  me  rebajó  á  mi,  de  Gene- 
ral á    Comandante  de  los  hombres  ya  mencionados. 

De  intento  hago  esta  descripción  verídica  y  que  pa- 
recerá cansada  á  todos  los  que  quisieran  dejar  en  olvido 
estos  hechos,  pero  me  he  propuesto  poner  en  conoci- 
miento de  todos  mis  compatriotas  cuantos  servicios  he 
prestado  á  mi  patria,  y  no  creo  justo  privar  al  publico 
de  esta  relación  ni  del  modo  con  que  he  sido  recompen- 
sado, como    no   lo   defraudaré  de  manifestarle  mi  falta. 

Al  siguiente  día  me  llamó  el  nuevo  gobernador  I)o- 
rrego,  con  el  objeto  de  hacerme  salir  á  campaña  con 
solo  mis  voluntarios,  y  no  i^ecuerdo  si  también  los  tres 
piquetes,  pues  las  tropas  invasoras  habían  llegado  á  Mo- 
rón. Como  el  pueblo  todo  se  había  desagradado  por  la 
conducta  de  Dorrego  conmigo  ó  mejor  dicho  del  Cabil- 
do, que  fué  quien  lo  fraguó  ó  dispuso  todo;  no  quería  ni 
podía  contrariar  la  voluntad  bien  pronunciada  de  todo 
aquél,  que  estaba  porque  saliese  yo  al  encuentro  de  los 
enemigos;  y  fué  por  esto  que  el  gobernador  Dorrego  se 
empeñó  en  hacerme  salir;  pero  de  un  modo  tal,  queme 
obligó  ó  á  perecer  en  manos  de  las  fuerzas  invasoras,  ó 
retirarme  cansado  de  sus  asechanzas,  para  facilitar  la 
entrada  al  general  Alvear. 

Habiéndome  presentado  esa  mañana  en  el  Fuerte  á 
su  llamado,  díceme  el  gobernador  Dorrego: — «El  pueblo 
está  empeñado  en  que  salga  Vd.  á  campaña  contra  el 
ejército  santafecino,  y  es  preciso  que  marche  Vd.  ahora 
mismo.  Como  el  general  Manuel  Rodríguez  es  amigo  deVd. 
y  tiene  él  gran  séquito  y  conocimiento  en  la  campaña 
del  Sur,  que  Vd.  no  conoce,  lo  he  nombrado  General  en 
jefe  del  ejército,  y  ha  marchado  anoche  al  efecto  de 
convocar  todas  las  milicias  y  aprestar  las  caballadas 
necesarias,  de  modo  que  asi  que  pase  Vd.  el  puente  de 
Márquez  ya  encontrará  Vd.  las  caballadas  que  necesite, 
reunidas:  y  encontrará  al  General,  su  amigo,  en  San  Vi- 
cente, con  todas  las  milicias  del  Sur  reunidas.  Marche 
Vd  ,  pues,  y  vaya  cuanto  antes  á  reunírsele». 


/ 


y 


—  225  — 

Presente  estaba  Juan  Manuel  Rozas,  á  una  distancia, 
en  el.  mismo  salón  del  Fuerte,  con  varios  otros,  y  en  el 
cual  hablábamos.  Como  conociese  yo  el  objeto  que  el 
gobernador  Dorrego  se  proponía,  ya  por  lo  ocurrido  el 
día  anterior,  y  ya  en  fin,  por  la  relación  que  acababa 
de  hacerme,  le  contesté: — «Muy  bien,  señor  Gobernador, 
saldré  ahora  mismo,  peio  se  me  han  de  dar  caballos, 
pues  los  que  tengo,  son  tomados  del  foso  del  Fuerte,  de 
la  caballada  cansada  que  han  traído  los  derrotados  del 
ejército,  y  voy  á  parar  á  una  legua  ó  poco  mcás  del  ejér- 
cito enemigo*. 

—  «Ya  he  dicho  á  Vd.  que  va  encontrar  las  caballa- 
das en  el  patio  de  las  casas  en  cuanto  pase  Vd.  el  puen- 
te, pues  están  dadas  ya  las  órdenes»,  díjome  el  Goberna- 
dor— «¡Señor  Gobernador,  las  órdenes  se  dan,  pero  rara 
es  la  vez  que  se  cumplen,  en  circunstancias  como  la  pre- 
sente!»—Esta  fué  mi  contestación. 

Nadie  sabia  mejor  que  Dorrego,  con  cuanta  razón 
pedía  yo  los  caballos  para  salir.  Los  concurrentes  en 
el  salón  habíanse  aproximado  á  oir  nuestro  altercado,  y 
deseando  él  picar  mi  amor  propio  ante  dicha  concurren- 
cia, (el  general  Ignacio  Alvarez  Thomás  estaba  también 
en  ella),  para  que  marchara  al  precipicio,  á  pié,  me  dice: 
— «¿Dónde  quiere  Vd.  recibirse  de  la  fuerza?  ¡Yo  se  la  sa- 
caré áVd,!» 

—  «¡Señor  Gobernador,  díjele  exaltado,  yo  no  necesito 
que  V.  E.  ni  nadie  me  saque  la  fuerza!  Basto  yo  para 
salir  á  la  cabeza  d(i  ella  pero  ha  de  ser  montado;  de 
lo  contrario  puede  salir  V.  E.  con  ella,  ó  mandar  á  quien 
guste,  que  yo  me  retiro!» 

Viendo  malogrado  su  objeto,  pero  sin  desistir  de  él, 
me  dice:— «¿So  contenta  Vd.  con  150  caballos?»— Por  no 
parecer  terco,  sin  embargo  de  que  conocía  su  intento,  le 
dije:— «Está  muy  bien,  señor  Gobernador,  que  vengan  los 
caballos». 

Llamó  á  sus  ayudantes  y  designándoles  los  núme- 
ros de  seis  cuarteles,    les  ordenó  pública   y   líjeramente 

que  previniesen  á  sus  Alcaldes  que  á  las  tres  de  la  tar- 
is 


—  226  — 

de  presontariaQ  25  caballos  cada  uno,  en  la  quinta  de 
Santa  Lucía  sin  falta  alguna,  y  apenas  hubo  conMuído 
de  dar  estas  órdenes,  agregó: — «Ya  tiene  Vd.  prontos  los 
caballos,  marche  Vd.» — Me  despedí  y  dirigiéndome  al  ba- 
jo del  río  por  si  encontraba  algunos  otros  provincianos 
que  quisieran  seguirme,  volví  al  instante  con  varios  otros 
que  se  me  presentaron,  al  Fuerte.  Pedí  monturas  y  sa- 
bles ó  lanzas,  que  se  me  dio,  y  marché  con  ellos  a  pié 
hasta  Santa  Lucía,  seguido  ó  acompañado  por  Juan  Ma- 
nuel Rozas. 

Otra  inmensa  concurrencia  del  pueblo  llenaba  toda 
la  calle  de  Barracas.  Pregunto  por  los  caballos  y  solo 
encuentro  no  recuerdo  si  25  poco  más  ó  menos.  Co- 
nozco, á  no  dudarlo,  que  lo  que  se  proponía  el  Gober- 
nador con  aquello,  era  desesperarme  para  que  me  reti- 
rara y  dejara  franca  la  entrada  al  enemigo,  que  estaba 
ya  en  el  Paso  Chico  y  era  muy  caída  la  tarde.  ¡Me 
acuerdo  del  entusiasmo  con  que  había  sido  pedido  por 
el  pueblo  para  que  me  pusiera  á  su  cabeza  para  defen- 
derlo, de  la  prontitud  con  que  denodadamente  me  había 
seguido  el  día  anterior,  y  del  modo  inicuo  con  que  éste 
había  sido  burlado,  y  me  resuelvo  á  sacrificarme  antes 
que  abandonarle  a  una  intriga  semejante!  Pregunto  por 
el  práctico  ó  prácticos  que  me  había  prometido  el  Go- 
bernador que  encontraría  allí;  y  se  me  contesta  que  no 
habia  ninguno  preparado!  Pero  dice  me  en  el  acto  Juan 
Manuel  Rozas: — «No  necesita  de  baqueano.  General,  yo 
basto  para  conducirle  y  soy  mejor  que  cuantos  puedan 
darle». — Habíale  yo  tomado  afición  á  este  joven  al  verle 
tan  diligente  y  resuelto,  varias  veces  á  mi  lado,  desde 
el  día  en  que  fui  nombrado». 

En  efecto,  amigo  mío,  le  dije,  mucha  mas  confianza 
me  inspira  Vd.  que  el  mismo  Gobernador,  pero  es  ya  tarde 
y  debemos  apurarnos:  no  quiero  dejar  á  estos  mis  va- 
lientes paisanos  que  me  siguen  a  pié  desde  el  bajo, 
abandonando  sus  carretas.  «Y  es  preciso  alcanzarles»,  me 
dijo  él,  anticipándoseme  á  tomar  uno  en  sus  ancas,  y 
dio    un  grito    á    los  suyos.   Había  alzado  yo  ya,  otro,  y 


~  227  — 

habiéndose  presentado  al  instante  varios  peones  suyos, 
igualmente  que  varios  vecinos,  se  levantaron  en  ancas  á 
todos  los  soldados  de  á  pié.  Partí  al  instante  ardiendo 
en  cólera  y  proclamando  á  mis  500  bravos  que  me  se- 
guían por  entre  aquel  numeroso  concurso. 

Una  agrupación  de  pueblo  llenaba  la  calle  de  Ba- 
rracas; todo  él  me  victoreaba  igualmente  que  al  puñado 
de  valientes  que  me  acompañaban.  ¡Cuantos  de  entre  vo- 
sotros, dicía  yo  en  mi  mente,  servirá  de  espía  y  habrá 
ya  anunciado  al  enemigo  el  estado  y  fuerza  con  que  voy! 
Me  propuse  desde  aquel  instante,  burlar  á  los  espías, 
igualmente  que  al  ejército  enemigo. — ¡En  esta  noche  mis- 
ma habrá  desaparecido  ese  numeroso  fantasma  de  des- 
preciables montoneros!— Iba  yo  diciendo  á  voces  á  los 
que  me  acompañaban. 

Habíase  puesto  ya  el  sol  cuando  acabamos  de  pasar 
el  puente;  y  mientras  que  al  patriota  y  activo  Juan 
Manuel  Rozas,  le  había  encargado  de  proporcionarme 
caballos  al  instante,  para  los  hombres  de  á  pié,  á  quie- 
nes sus  compañeros  les  cargaban  por  delante  sus  mon- 
turas. ¡Espiaba  yo  al  momento  en  que  á  la  vista  de  todos 
debia  moverme  sobre  el  ejército  enemigo  que  estaba  tan 
inmediato,  y  disponiéndome  tal  vez  la  manera  con  que 
debia  tomarme  con  todos  los  mios! 

Preséntame  el  dilijente  Rozas  los  caballos  que  ne- 
cesitaba, se  ensillan  y  casi  ya  al  oscurecer  mando  que 
me  guíe  al  campo  enemigo,  y  marcho  con  mi  columna 
dejando  á  todos  en  expectación. 

Con  el  ejército  enemigo  y  al  lado  del  general  Car- 
los Alvear,  habían  varios  oficiales  de  los  del  ejército 
auxiliar  del  Perú,  que  me  conocían,  y  aun  muchos  je- 
fes también  de  los  que  habían  servido  bajo  mis  órde- 
nes en  la  expedición  del  año  1817.  Uno  de  estos  era 
aquel  valiente  oficial  español  Carlos  Gunzales,  que  me 
ocasionó  la  sorpresa  en  el  cerro  ó  cuesta  de  las  Carre- 
tas, donde  perdí  el  sable  que  me  había  dado  el  va- 
liente libertador  de  Chile  y  Perú,  San  Martín.  Todos 
cstüs  debían  contribuir  poderosamente   y  sin  pensarlo  á 


^    99ft   _ 


favorecer  mi  pensamiento,  como  sucedió  en  electo.  Ha- 
biéndoles dicho  lodos  ellos  á  los  Generales  (y  muy  par- 
ticularmente González  y  Alvear)  que  era  preciso  estar 
en  la  mayor  vigilancia,  y  no  dormirse  fiados  en  mi  poca 
tuerza,  pues  que  era  yo  tan  arrojado  que  me  habían 
visto  atropellar  con  50  hombres  á  todo  el  ejército  es- 
pañol. 

A  poco  andar  cerró  la  noche  y  dijele  al  joven  Ro- 
zas que  tomara  la  dirección  á  San  Vicente  ó  Cañuelas, 
pues  no  recuerdo  á  cual  de  los  dos  puntos;  variamos  al 
instante  á  la  izquierda  y  caminamos  silenciosamente  por 
esos  bañados  sin  permitir  que  nadie  fumara,  pero  de- 
jando hombres  en  observación  del  enemigo,  de  los  mis- 
mos que  me  proporcionó  el  comandante  Rozas. 

Llegamos  por  fin  á  una  estancia  ó  casa  de  campo 
donde  me  dijo  el  practico  y  diligente  Rozas,  que  podía- 
mos parar  ya  sin  riesgo,  y  serian  ya  como  las  dos  de  la 
mañana;  despacho  al  instante  algunos  hombres  á  la  cam- 
paña y  mientras  dispuse  que  se  aprestara  la  carne  ne- 
cesaria nos  pasamos  tomando  mate.  Al  aclarar  el  día 
me  condujo  á  casa  de  un  Capitán  de  milicias  Castro, 
que  pertenecía  á  su  cuerpo,  y  en  la  cual  encontramos 
á  mi  General  en  jefe  Martín  Rodriguez  con  algunos  po- 
cos hombres,  que  no  pasaban  por  cierto  de  25.  Dispuso 
el  General,  inmediatamente  que  se  carneara  para  que 
comiese  la  tropa,  y  mientras  esta  diligencia  se  practica- 
ba empezaron  á  llegar  partidas  de  milicianos,  y  vecinos 
sueltos  de  la  campaña  por  todas  partes:  los  cuales  con- 
forme iban  llegando  preguntaban  por  el  general  La 
Madrid  y  se  me  presentaban.  Yo  los  recibía  muy  afable- 
mente y  les  indicaba  al  señor  general  Rodriguez  dicien- 
doles: — «El  señor  es  el  General,  y  es  á  él  que  deben 
ustedes  presentarse». — Lo  cierto  es  que  asi  sucedió  con 
la  mayor  parte  de  las  milicias  que  se  nos  presentaron, 
bien  fuese  porque  hubiese  llegado  á  su  noticia  el  primer 
nombramiento  de  General  hecho  por  el  Cabildo  á  pedi- 
m lento  del  pueblo,  en  mi  persona,  ó  bien  porque  el 
jnisDio  comandante  Rozas  lo  hubiese  asi  prevenido,  pues 


que  le  había  chocado  tanto  así  el  nombramiento  y  el 
modo  con  que  se  recibió  Dorrego,  como  la  conducta  que 
había  observado  éste  para  conmigo,  desde  el  momento 
en  que  se  recibió  del  mando. 

Habiendo  comido  la  tropa,  pasamos  al  monte  Chin- 
gólo, después  de  haber  sido  yo  impuesto  por  los  hombres 
que  había  dejado  el  comandante  Rozas,  en  observación 
del  enemigo,  de  haberse  movido  del  campo  al  amanecer, 
una  gruesa  columna  de  caballería  hacia  el  puente  de 
Barracas,  y  que  al  poco  tiempo  de  haber  regresado  se 
movió  todo  el  ejército  en  nuestra  dirección. 

Caída  ya  la  tarde,  se  nos  habían  reunido  muy  cer- 
ca de  mil  hombres;  v  habíamos  recibido  también  va- 
rios  partes  de  diferentes  partidas  de  vecinos  y  milicianos 
que  hostilizaban  al  ejército  enemigo,  en  todas  direcciones 
habían  dejado  los  enemigos  al  coronel  Vidal  con  todo 
su  cuerpo  de  negros  en  el  pueblo  de  Morón.  Con  es- 
te conocimiento  concebí  el  proyecto  de  dejar  burlados 
por  segunda  vez  á  los  Generales  enemigos,  y  quitarles 
nuestro  cuerpo  de  ^morenos  que  mandaba  el  coronel  Vi- 
dal; dueño  yo  del  cual,  me  consideraba  seguro  de  acabar 
con  todo  su  ejército  y  salvar  al  pueblo  que  me  había 
encomendado  su  defensa  sin  conocerme,  pues  siendo  yo 
visto  por  dicho  cuerpo  no  dudaba  que  lo  conseguiría. 
Propuse  este  pensamiento  al  general  Rodríguez  y  él  me 
dejó  la  libertad  de  obrar  como  me  pareciera. 

Mandé  hacer  algún  acopio  de  leña  sacando  postes 
de  algunos  corrales  y  que  se  distribuyesen  de  modo  que 
pudieran  ser  aumentados  los  fogones  de  nuestro  Cuerpo, 
asi  que  anocheciera,  pues  los  enemigos  se  habían  apro- 
ximado esa  tarde.  Cerrada  va  la  noche,  mandé  encender 
todos  los  fogones,  y  de^jando  unas  partidas  de  milicianos 
á  cargo  de  unos  oficiales  ó  vecinos  que  me  propor- 
cionó el  comandante  Juan  Manuel  Rozas,  para  que  cui- 
daran de  avivar  los  fuegos  al  mismo  tiempo  que  obser- 
vasen al  enemigo,  me  puse  en  marcha  con  toda  la  fuerza 
para  el  puente  de  Barracas,  tomando  el  camino  de  la 
costa. 


-^  230  — 

Habiendo  acabado  de  pasar  dicho  puente  sin  ser 
apercibido  por  el  ejército  enemigo  á  las  11  de  la  noche, 
dicemeel  general  Rodriguez: — «Bien  conoce  Vd.  anaigo  La 
Madrid,  que'Dorrego  es  un  loco,  y  que  podría  embro- 
marnos si  salimos  mal  de  la  empresa  que  Vd.  se  propo- 
ne sin  haberle  consultado;  y  para  evitarlo  será  mejor 
que  yo  mismo  pase  'á  imponerlo  del  propósito  de  Vd.  y 
obtener  su  consentimiento.  Mande,  pues,  desmontar  la 
tropa  mientras  paso  corriendo  al  pueblo;  si  él  aprueba 
el  pensamiento  de  Vd.  vuelvo  al  momento  para  que 
marchemos,  y  si  no  lo  aprueba,  estaré  con  Vd.  al  ama- 
necer»—  «¡Pues  no  es  Vd.  el  General!  le  dije  ¿Qué  necesi- 
dad tiene  de  consultarlo?»  —  «No,  es  mejor  ponernos  á 
cubierto  de  los  cargos  que  podría  hacernos»,  me  dijo  y  se 
marchó! 

Mandé  echar  pié  á  tierra  á  la  tropa,  bastante  impa- 
cientado al  verme  asi  coartado  por  un  jefe  sin  resolución, 
y  quedé  cierto  de  que  Dorrego  no  consentiría  que  llevase 
á  cabo  mi  empresa. 

Había  pasado  ya  mas  de  una  hora  larga,  cuando  se 
me  presenta  un  ordenanza  del  general  Rodriguez,  con 
una  esquela  en  que  me  decía:  —  «He  demorado,  este  aviso» 
porque  me  encontré  con  que  Dorrego  había  marchado 
temprano  con  una  columna  de  los  cuerpos  cívicos,  en 
busca  de  los  cazadores,  á  Morón.  Felizmente  acababa  de 
regresar  desde  el  monte  de  Castro:  le  he  manifestado 
su  pensam-ento  y  se  ha  incomodado;  previniéndome  últi- 
mamente que  diga  á  Vd.  que  no  se  mueva  de  Barracas; 
que  mande  Vd.  al  comandante  Vilela,  con  sus  Colorados 
á  las  inmediaciones  de  Morón,  para  solo  proteger  la 
deserción  de  los  cazadores,  pues  están  todos  con  él,  y 
que  Vd.  permanezca  en  Barracas  con  su  fuerza.  —  Se  lo 
prevengo  á  Vd.  para  que  asi  lo  disponga,— mañana  nos 
veremos». 

Lleno  de  indignación  al  leer  semejante  mandato  de 
Dorrego,  mandé  montar  á  caballo  toda  la  fuerza  y  me 
puse  en  marcha  (resuello  á  responder  con  mi  vida  si  no 
lograba  mi  intento)  para  Morón,   por  entre  las  quintas. 


~  231  --• 

Al  salir  al  camino  muy  cerca  ya  de  San  José  de  Flores, 
me  encontré  con  dos  enviados  negros  de  los  soldados 
pertenecientes  al  batallón  que  había  quedado  en  el  pue- 
blo; los  cuales  regresaban  de  las  orillas  del  pueblo  de 
Morón,  sin  haber  podido  entregar  las  comunicaciones  con 
que  los  había  mandado  el  mismo  gobernador  Dorrego,  pa- 
ra algunos  oficiales  y  sargentos  del  Cuerpo,  invitándolos 
para  que  se  sublevasen  con  el  Cuerpo  y  se  pasaran  á  él; 
de  cuya  relación  fui  instruido  por  los  mismos  conducto- 
res, pues  habían  sido  impuestos  por  el  mismo  Dorrego, 
del  contenido  de  dichas  cartas.  Los  mandé  que  pasaran 
á  dar  cuenta  de  su  misión  al  Gobernador,  con  las  cartas 
y  seguí  adelante. 

En  la  cruzada  por  entre  las  quintas,  se  me  había 
quedado  mucha  parte  de  la  fuerza  de  milicias  que  se  me 
había  reunido,  pues  fui  á  amanecer  á  la  vista  de  Morón, 
en  las  orillas  del  pueblo,  con  poco  más  de  quinientos 
hombres. 

Inmediatamente  que  avistaron  mi  fuerza,  salió  el 
mayor  del  cuerpo  llamón  Rodríguez  con  bandera  de 
parlamento,  mandado  por  su  coronel  Vidal  á  saber  qué 
fuerza  era  la  que  se  presentaba. 

—  «Regrese  Vd.  ahora  raisnjo, — díjele  á  Rodríguez, — y 
diga  á  su  coronel  que  salga  en  el  momento  con  su  Cuer- 
po, pues  vengo  al  solo  objeto  de  libertarlos».  Vuelto  el 
Mayor,  sale  el  coronel  Vidal  sólo  á  verme,  con  su  lente 
en  la  mano,  y  me  dice: 

— .>¿Cómo  te  has  atrevido  muchacho  á  venir  con  tan 
poca  fuerza?» 

-No  perdamos  tiempo  Coronel.  Salga  en  el  acto  con 
toda  su  fuerza, — le  dije,  pues  dejo  al  coronel  Saenz  apos- 
tado con  500  caballos  sobre  el  Paso  Chico  en  observación 
del  ejército  enemigo,  que  lo  dejo  burlado  en  el  Monte 
Chingólo;  y  todos  los  Cuerpos  cívicos  los  dejo  escalona- 
dos desde  el  Molino  á  San  José  de  Flores  (^).  Se  volvió 
corriendo  á  Morón  en  busca  del  Cuerpo,  pero  regresa  so- 
bre la  marcha,  y  me  dice: 


['J  Todo  esto  era  cuento  para  animarlo. 


-  232  — 

—  «Queda  ya  dada  la  orden  al  raayor  Rodríguez  para 
que  salga  con  el  batallón, — dame  un  hombre  que  me  acom- 
pañe al  pueblo  que  quiero  irme  por  delante». 

—  «Tome  Vd.  dos»,  le  dije,  y  marchó  con  ellos  á  Bue- 
nos Aires. 

El  Mayor  demora  y  mandóle  apurar  con  uno  de  mis 
ayudantes  para  que  saliese  al  instante. — Que  está  alis- 
tando unas  carretas  para  traer  todos  los  útiles  del  ran- 
cho y  lo  que  pertenece  al  cuerpo,— me  manda  decir. 

—Corra  Vd.  y  diga  á  ese  Mayor  que  todo  hay  de 
sobra  en  Buenos  Aires,  que  abandone  todos  los  útiles  y 
salga  cuanto  antes  con  la  tropa, — digole  al  ayudante 
Juan  Antonio  Llórente.  Vuelve  éste  de  comunicar  di 
cha  orden,  y  siento  el  toque  de  llamada  con  toda  la 
banda  de  cornetas,  que  manda  echar  el  Mayor,  aso- 
mando ya  el  sol.  Fué  tal  lo  impaciencia  que  esto  me 
causó,  que  grité  á  la  división: — A  caballo,  y  dye  al 
teniente  coronel  Gerónimo  Helguera,  que  iba  también  de 
ayudante  mió: 

—  «Corra  Vd.  y  diga  al  mayor  Rodríguez,  en  presen- 
cia de  su  tropa,  que  calle  en  el  acto  su  banda,  y  que  si 
no  sale  al  instante  con  su  Cuerpo,  voy  yo  á  quitárselo  á 
cuchilladas,»  —y  me  puse  en  marcha.  Helguera  cumplió 
la  orden  dándosela  á  voces  en  la  plaza,  en  presencia  del 
Cuerpo  que  estaba  formado,  y  en  circunstancias  llegó  á 
darla,  que  el  Mayor  hablaba  precisamente  á  la  tropa, 
pues  le  alcanzó  á  percibir  estas  palabras  (al  tiempo  que 
llegaba):— Vamos,  qué  dicen,  contesten  ustedes. 

Intimada  asi  mi  orden  v  viendo  á  mi  división  en 
marcha  sobre  el  pueblo,  no  hubo  mas  remedio  que  cum- 
plirla. Salió  con  todo  el  batallón,  y  puesto  yo  al  frente 
de  él,  proclamé  á  los  soldados  recordándoles  cuánto  me 
habia  expuesto  por  ellos  en  Sipe-Sipe,  y  cuan  dispuesto 
estaba  á  sacrificarme  para  vengar  la  injuria  con  que  ha- 
bían sido  aprisionados.  Con  mil  vivas  fui  saludado  por 
todo  el  batallón,  y  le  mandé  romper  en  columna  por  mi- 
tades de  compañía,  para  Buenos  Aires,  á  paso  redoblado 
y  toque  de    música,   pues  no  me    cuidada  de  que  se  me 


apareciera  el  ejército  montonero,  puesto  yo  á  la  cabeza 
de  aquel  Cuerpo. 

Al  instante  que  me  vi  dueño  del  cuerpo,  mandé  co- 
rriendo á  mi  ayudante  Pedro  Rico,  á  decir  al  Goberna- 
dor que  iba  en  marcha  con  todo  el  batallón  de  Cazadores; 
que  juzgaba  prudente  hiciera  salir  los  Cuerpos  cívicos 
más  allá  del  Molino  de  viento,  y  rae  mandara  encontrar 
con  el  cuerpo  de  Quinteros  del  coronel  Saenz,  pues  podía 
muy  bien  ser  atacado  en  el  camino  Rico  entró  publi- 
cando á  voces  por  todas  las  calles  y  dándome  vivas, — 
que  había  sacado  yo  el  batallón  de  Cazadores  é  iba  en 
marcha  con  él;  asi  entró,  hasta  el  Fuerte,  donde  al  pre- 
sentarse, el  Gobernador  Dorrego  le  dijo,  incomodado: 

— Miente  Vd.,  so  botarate,  calle  la  boca! — Rico  afir- 
mó que  era  cierto,  y  Dorrego  lo  despidió  indignado.  A 
presencia  de  todos  me  repitió  Rico  cuanto  he  relaciona- 
do, asi  que  se  me  incorporó. 

El  Gobernador  salió  con  su  Estado  Mayor  y  el  secre- 
tario Marcos  Balcarce;  mandó  apostar  los  Cuerpos  cívicos 
desde  la  plaza  hasta  el  Molino  de  viento  y  despachó  al 
coronel  Domingo  Saenz  á  mi  encuentro  con  solo  50  hom- 
bres, pero  presumo  que  esto  último  lo  hizo  desde  San  José 
de  Flores,  porque  Saenz  me  encontró  cuando  estaba  yo  á 
seis  cuadras  de  la  calle  principal  de  dicho  pueblo.  En- 
trado ya  á  la  calle  principal  y  muy  cerca  de  la  Iglesia, 
me  indicó  al  Gobernador  en  un  grupo  que  estaba  parado 
media  cuadra  adelante. 

Mandé  hacer  alto  á  la  columna,  que  descansara  las 
armas  y  pasé  á  saludarás.  E.  Este  sin  contestar  siquiera 
á  mi  saludo,  tendió  su  brazo  á  la  izquierda  y  me  dijo: 
«¡Todo  el  sur  se  está  batiendo;  los  paisanos  solos  están 
haciendo  la  guerra  al  enemigo!  ¿Tiene  Vd.  el  parte  Bal- 
caree?»  dijo  á  su  secretario. — «Sí,  señor»,  contestó  éste  y 
sacando  un  parte  de  viejas  lo  leyó  en  voz  alta  y  no  pu- 
de menos  que  sonreírme  al  oírlo.  El  parte  era  de  Pedro, 
el  cual  decía  al  Gobierno  que  según  el  parte  de  Juan, 
.\ntonio,  se  estaba  batiendo  con  los  enemigos. 

Dijome  enseguida.  «Vaya  Vd.  y  prevenga  á  su  colum- 


—  234  - 

na  el  orden  cu  que  hemos  de  hacer  la  entrada.  Entrará 
Vd.  á  la  cabeza  de  los  Cazadores  á  mi  lado,  tras  de  los 
Cazadores  han  de  seguir  los  Cuerpos  cívicos  que  están 
tendidos  desde  el  molino  de  viento  y  tras  de  los  cívicos 
seguirá  la  caballería  de  Vd. 

Un  crecido  número  de  comerciantes  y  vecinos  de  la 
Capital  me  esperaban  con  impaciencia  y  apenas  me  se- 
paré del  Gobernador  para  ir  á  comunicar  á  mi  columna 
lo  que  me  ordenaba  el  Gobierno,  cuando  corrieron  á  mi 
dándome  mil  vivas  y  abrazarme.  El  Gobernador  se  des- 
agradó de  este  incidente,  pues,  aunque  me  desprendí  al 
instante  de  los  antedichos  y  pasé  á  mi  división,  no  había 
acabado  de  comunicarle  el  orden  de  la  marcha  cuando 
fui  llamado  por  Dorrego  á  renovarme  la  orden.  -  «Los  Ca- 
cazadores,  me  dijo,  entrarán  á  la  cabeza  de  la  columna 
y  yo  con  el  estado  mayor  á  su  frente,  seguirán  los  cuer- 
pos cívicos  y  detrás  de  todos  los  cívicos  entrará  Vd.  á 
la  cabeza  de  sus  voluntarios  v  demás  fuerzas». 

¡Lástima  me  inspiró  este  hombre  por  otras  partes 
recomendable — ¡«Será cumplida  la  orden  de  S.  E.», — le  dije 
y  me  retiré,  mandé  que  siguieran  los  Cazadores  y  quedé 
yo  á  retaguardia  con  mi  caballería,  pero  acompañado  de 
varios  vecinos  y  señores  del  comercio. 

Las  calles  estaban  cubiertas  de  un  inmenso  gentío, 
el  cual  era  tanto  que  nos  costaba  trabajo  para  andar 
por  la  marcha  de  flanco  por  el  medio  de  la  calle.  Todi)s 
preguntaban  cual  era  el  general  La  Madrid,  asi  que  aso- 
maba la  cabeza  de  la  columna  de  Cazadores  para  cono- 
cerme y  el  Gobernador  sufría  mortificado  estas  pregun- 
tas, y  pasaba  en  silencio;  pero  para  mayor  mortificación 
suya  no  dejaba  de  apercibir  los  prolongados  vítores 
con  (}ue  yo  era  saludado  á  la  cola  de  la  columna. 

He  juzgado  necesaria  esta  minuciosa,  pero  verídica 
relación  para  que  el  público  conozca  las  ridiculas  faltas 
(¡ue  han  cometido  algunos  de  nuestros  mandatarios,  y 
con  cuanta  injusticia  un  hombre  que  ha  hecho  infinita- 
mente mas  que  los  mas  de  ellos,  he  sido  y  olvidado,  na- 
da  mas  que  por  emulación. 


—  235  — 

Llegados  al  pueblo  pasé  á  acamparme  con  mi  ca- 
ballería á  la  quinta  de  los  Borbon,  sin  que  el  Gober- 
nador me  hubiese  pedido  conocimiento  alguno  del  modo 
como  había  traído  los  Cazadores,  pero  al  día  siguiente 
muy  temprano  nos  mandó  una  porción  de  ejemplares 
del  boletín  que  había  publicado,  en  el  cual  decía  que 
los  coroneles  La  Madrid  y  Saenz  habían  protegido  la 
fuga  del  batallón.  Todos  los  jefes  y  oficiales  que  se  ha- 
llaban conmigo  se  indignaban  al  leerlo,  despedazando  los 
boletines.  El  capitán  Juan  Antonio  Llórente  que  hacía 
de  mi  ayudante,  había  ido  al  pueblo  y  leyendo  el  bole- 
tín en  uno  de  los  cafés  dijo  públicamente  que  era  raen- 
tira  cuanto  decía  el  boletín  y  refirió  el  hecho  como  real- 
mente fué;  pero  le  costó  una  prisión  el  haberse  expre- 
sado asi. 

Después  de  recibido  el  boletín  y  desagradado  de  su 
conducta  pasé  al  pueblo  y  al  salvar  una  zanja  que  esta- 
ba llena  de  agua  pisó  mal  mi  caballo  y  cayó  apre- 
tándome un  pié:  quedé  bastante  dolorido,  y  al  llegar  á 
mi  casa  me  metí  á  la  cama  por  habérseme  hinchado  el  pié. 

Los  generales  López,  Alvear  y  Carrera,  habían  aban- 
donado en  la  madrugada  del  día  anterior  mi  campamento 
en  el  monte  Chingólo,  haciendo  descargas  con  su  infan- 
tería mientras  yo  les  quitaba  los  Cazadores  de  Morón; 
pero  asi  que  se  encontraron  burlados,  habían  retrocedi- 
do sobre  Morón  y  encontrándose  sin  los  Cazadores,  em- 
prendieron su  retirada. 

El  gobernador  Dorrego,  á  virtud  de  la  retirada  del 
enemigo,  había  ordenado  al  general  Martín  Rodríguez 
salir  con  toda  la  fuerza  en  su  persecución,  mientras  tanto 
yo  era  visitado  estando  en  cama  por  muchos  comerciantes  y 
vecinos  del  pueblo,  siendo  uno  de  tantos  Ambrosio  Le- 
zica,  uno  de  los  primeros-  capitalistas  de  Buenos  Aires, 
los  cuales  indignados  por  el  hecho  de  Dorrego,  juzgando 
que  mi  estadía  en  cama  era  un  pretexto,  me  aconsejaban 
todos  me  hiciera  el  enfermo  y  no  saliera  á  campaña. 

—  «Hágase  Vd.  de  rogar  y  no  salga,  que  por  fuerza 
lo  han  de  hacer  á  Vd.  lo  que  Vd.  quiera,  pues  lo  nece- 


f. 


p 


—  236  - 

sitan  y  sin  Vd.  nadie  hace  nada.^Adviertase  que  cuando 
esto  me  decían,  era  ya  á  consecuencia  de  haber  venido 
uno  de  mis  ayudantes  á  decirme  que  habiendo  mandado 
orden  el  general  Rodríguez  para  que  se  pusiera  en  mar- 
cha la  división  que  ya  la  alcanzaría  él,  habían  contesta- 
do todos  que  no  marchaba  ninguno  si  no  salia  yo  con 
ellos. 

Sabiendo  esto  el  General,  como  sabía  también  que 
yo  estaba  con  el  pié  medio  dislocado,  había  repetido  la 
orden  para  que  marchara  en  el  acto  la  división  ó  ido 
él  mismo;  el  resultado  fué  que  la  división  se  mantuvo 
fuerte  en  no  salir  si  yo  no  me  ponía  á  su  cabeza,  y  la 
tropa  ya  alborotada  se  disponía  á  marcharse  para  sus 
casas,  cuando  corre  á  mi  casa  un  cabo  Ortuño,  oriental, 
ordenanza  que  había  yo  llevado  de  Tucumán,  á  decirme 
el  estado  de  la  división,  agregándome: — Si  no  vá,  mi 
Coronel,  en  el  momento  toda  la  división  se  vá,  pues 
quedan  ya  ensillados  seis  caballos;  esta  es,  señor,  la  ra- 
zón porque   he  corrido  á   avisarle. 

En  el  acto  mandé  ensillar  mi  caballo  y  sin  embargo 
de  las  instancias  que  se  me  hacían  por  los  concurrentes 
para  que  no  fuera,  marché  al  momento,  se  apaciguó  la 
tropa  y  me  puse  en  marcha  con  la  fuerza.  El  general 
Rodríguez  salió  también  y  tomó  el  mando.  El  coman- 
dan feTtmfl-.^Ianuel  Rozas  se  me  incorporó  con  su  cuer- 
po de  Coíora(íos^7ítiei^canzaba  á  400  hombres  y  marchó 
desde  entonces  siempre  reunido  con  mis  voluntarios  de 
las  provincias,  que  les  llamaban  los  Celestes  porque  sus 
camisetas  y  chiripas  eran  de  dicho  color. 

Se  nos  reunieron  varios  otros  cuerpos  de  milicias  y 
llevábamos  ya  mas  de  2.500  hombi-es  en  persecución  del 
gobernador  López,  pero  conservando  el  mayor  orden  así 
en  las  marchas  como  en  el  campamento,  sin  permitir 
que  hombre  alguno  se  nos  separase,  ni  causara  la  me- 
nor molestia  al  vecindario,  pues  esto  era  mi  principal 
cuidado.  Para  (^ue  comiera  la  tropa,  mandaba  pedir  á 
los  hacendados  solo  las  resos  absolutamente  necesarias, 
pues  era  yo  el  2^  Jefe  del  ejército. 


é 

í 


/ 


—  237  — 

Haljiamos  llegado  al  monte  del  Durazno,  me  pare- 
ce, ó  estaban  alli  los  enemigos  y  nosotros  á  su  inmedia- 
ción, cuando  se  nos  aparece  el  gobernador  Dorrego  á 
la  cabeza  de  ung  de  los  batallones  cívicos,  me  parece 
también  que  los  Cazadores  y  unas  piezas  de  artillería,  y 
toma  el  mando  del  ejército  como  Gobernador. 

Llegar  el  Gobernador  y  desaparecer  del  ejército  has- 
ta la  mas  pequeña  sombra  de  orden,  fué  una  misma  co- 
sa. Los  Cuerpos  nuestros  que  hasta  allí  habían  consu- 
mido seis  ú  ocho  reses,  fué  preciso  tolerar  después  que 
carneasen  mucho  mas  que  el  duplo  á  excepción  de  mi 
división,  contándose  en  ella  la  del  comandante  Rozas 
que  no  tomaba  sino  la  carne  precisa  y  con  solo  la  dife- 
rencia de  haberles  aumentado  un  par  de  reses  ó  tres  pa- 
ra ambas  divisiones,  y  esto  solo  en  fuerza  del  escanda- 
loso número  de  reses  que  carneaban  los  demás  Cuerpos. 

Agregúese  á  esto  que  desde  el  día  en  que  el  Gober- 
nador tomó  el  mando,  no  contábamos  en  las  marchas  con 
la  tercera  parte  del  ejército;  pero  incluyéndose  en  este 
número  mi  división  de  Colorados  y  Celestes  intacta,  pues 
era  la  única  de  donde  no  se  separaba  un  solo  hombre 
en  la  marcha,  ni  en  los  campamentos. 

Lo  había  yo  dicho  al  comandante  Rozas,  asi  que  lle- 
gó Dorrego  y  estableció  el  desorden: — «Mi  amigo,  es  pre- 
ciso que  nos  esmeremos  ambos  en  conservar  siempre  el 
mejor  orden,  y  no  permitir  que  se  nos  separe  hombre 
alguno  de  la  columna,  ni  del  campo,  pues  si  al  enemigo 
se  le  ocurre  dar  vuelta  sobre  nosotros,  no  debemos  con- 
tar con  otra  fuerza  que  la  nuestra  para  resistirlo,  pues 
ya  Vd.  ve  como  se  desgranan  y  desbandan  los  soldados 
asi  que  Ven  un  avestruz,  llevándose  por  delante  al  Go- 
bernador y  sin  que  les  diga  una  palabra». 

Pero  no  era  esto  solo.  El  día  de  su  incorporación, 
dividió  el  ejército  en  tres  divisiones.  La  derecha,  á  las 
órdenes  del  coronel  Manuel  Escalada  y  compuesta  como 
de  700  hombres  de  caballería.  La  izquierda,  que  la  com- 
ponían como  450  colorados,  del  comandante  Juan  Manuel 
Rozas  y  como  340  de  mis  voluntarios;  la  mandaba  yo;  el 


—  238  — 

centro  lo  mandaba  el  general  Martín  Rodríguez  y  tendría 
igual  fuerza  que  la  derecha.  La  reserva  no  recuerdo 
quien  la  mandaba.  Así  que  se  designaron  las  divisiones, 
pedí  permiso  para  marchar,  ya  al  anochecer  sobre  el 
enemigo,  que  estaba,  creo,  en  el  Monte  del  Durazno,  y 
sorprenderle;  no  se  me  permitió,  diciendo  que  marcharía- 
mos con  todo  el  ejército  asi  que  descansara  la  infantería, 
y  no  marchamos  hasta  el  siguiente  día  al  amanecer,  y 
cuando  el  enemigo  no  había  marchado  ya.  Así  que  se 
movió  la  columna  y  hubo  aclarado,  principiaron  á  des- 
granarse los  soldados  de  la  derecha  que  iba  á  la  cabeza, 
y  del  centro,  por  derecha  é  izquierda  y  á  escape  como 
si  fuesen  corriendo  el  pato  (diversión  que  acostumbraban 
nuestros  paisanos  del  campo  corriendo  á  toda  furia)  y 
sin  que  el  Gobernador  que  los  observaba  hiciera  otra  co- 
sa que  festejarlo. 

Así  fué  que  á  la  hora  ó  poco  más  de  marcha,  no  iba 
en  la  columna  la  tercera  parte  de  la  fuerza.  Llegamos 
así  á  la  parada  sin  que  se  nos  hubiesen  reunido,  pero 
habiendo  antes  pedido  á  las  divisiones  un  oficial  con  una 
partida  para  que  se  adelantara  con  un  ayudante  del  Go- 
bernador á  esperar  con  ias  reses  carneadas;  de  modo 
que  cuando  llegamos  encontramos  reses  muertas  como 
para  triple  número  de  fuerzas. 

Al  poco  rato  de  estar  ya  acampados,  empezaron  á 
caer  las  caravanas  que  se  habían  desprendido  temprano 
de  la  columna,  pero  cada  soldado  cargado  de  patos,  pa- 
vos, gallinas;  el  uno  con  una  lengua  de  buey  ó  de  vaca 
á  los  tientos,  el  otro  con  un  sobrecostillar  con  cuero, 
aquél  con  una  picana,  etc.,  etc.,  etc.  Así  siguieron  lle- 
gando  hasta  las  ocho  de  la  noche. 

Al  siguiente  día  levantamos  el  campo  y  nos  pusimos 
en  marcha  quedando  en  el  campamento  carne  como  pa- 
ra otro  ejército  como  el  nuestro,  y  conforme  abanzá- 
bamos,  íbamos  descubriendo  por  derecha  é  izquierda, 
aquí  una  vaca  que  solóle  faltaba  la  lengua,  allí  un  buey 
que  la  picana,  más  allá  una  ternera  que  le  faltaba  solo 
la  entrepierna,  al   otro  lado    un  novillo  que  después  de 


—  239  - 

muerto,  le  habían  dado  solo  un  tajo  en  el  pecho,  y  no 
estando  bien  gordo  le  abandonaron.  Y  no  se  crea  que 
esto  es  exageración,  es  la  pura  verdad;  todo  el  mundo  lo 
vio,  y  muchos  como  yo  se  escandalizaron!  Baste  decir 
que  la  campaña  de  Buenos  Aires  no  había  presenciado 
nunca  un  destrozo  semejante  ni  por  los  mismos  santafe- 
cinos  que  eran  abonados  pai'a  eso  de  destruir  al  pueblo 
que  invadían.  Si  estos  hechos  son  chocantes  á  todo  hom- 
bre sensato  practicados  aún  contra  sus  propios  enemigos, 
con  cuanta  más  razón  me  chocaría  á  mí  viéndolos  prac- 
ticar entre  los  mismos  nuestros,  y  atropellando  hasta  lo 
que  los  mismos  enemigos  á  quienes  perseguíamos  habían 
respetado!!! 

Llegamos  á  la  Villa  de  Lujan  y  nos  acampamos  des- 
pués de  pasado  el  pueblo  y  el  puente,  seria  la  una  de 
la  tarde  ó  poco  menos;  los  enemigos  estaban  detenidos 
por  el  rio  de  Areco  que  estaba  en  extremo  crecido  por 
la  abundante  lluvia  del  día  y  la  noche  anteriores,  sin 
que  hubiese  yo  podido  conseguir  del  gobernador  Borre- 
go, ni  que  continuásemos  á  batirlos  antes  con  mucho  de 
que  se  pusiera  el  sol,  pues  era  corta  la  distancia,  no 
menos  que  me  permitiera  ir  yo  solo  con  mi  división, 
pues  creía  poderlo  hacer. 

Estábamos  tendidos  sobre  el  pasto  y  con  los  caba- 
llos de  la  rienda,  á  la  sombra  de  unos  álamos,  á  inme- 
diaciones del  camino,  y  á  retaguardia  del  campo,  los  je- 
fes siguientes: 

El  señor  gobernador  Borrego,  el  general  Rodríguez, 
coronel  Escalada,  creo  también  que  el  coronel  Pacheco, 
el  comandante  Juan  Manuel  Rozas  y  yo;  cuando  pasan 
por  delante  de  nosotros,  como  á  dos  ó  tres  varas  de 
distancia,  dos  ó  tres  soldados  de  la  escolta  del  señor 
gobernador  Dorrego,  tan  cargados  de  pavos,  patos  y  ga- 
llinas á  las  ancas  de  sus  caballos,  que  venían  cubiertos 
dichos  hombres  hasta  mas  arriba  de  la  cintura.  Díceles 
Dorrego  al  pasar  (haciendo  con  su  mano  la  indicación 
de  que  eran  robadas  las  aves) — «las  habrán  comprado. 
^Cuánto  les  han  costado  á  Vds?* 


—  240  — 

—  «Sí,  mi  General,  nos  han  costado  cinco>^; — le  contes- 
taron, repitiendo  la  misma  acción  del  Gobernador  y  en 
el  mismo  tono  festivo  en  que  él  les  hizo  la  pregunta,  y 
pasaron. 

Fué  tal  la  impaciencia  que  este  hecho  escandaloso 
me  causó,  que  sin  poder  contenerme,  le  dije: — «Señor  Go- 
bernador, este  es  un  escándalo  que  debería  contenerse, 
pues  estoy  cierto  de  que  los  montoneros  á  que  vamos 
persiguiendo,  no  hacen  otro  tanto!*  -  Lo  cortó  con  seme- 
jante  dicho,  y  poniéndose  serio,  me  dice: — «¡Eso  está  cor- 
tado en  el  momento,  todo  está  en  que  los  Jefes  se  aten 
los 'calzones!»  —  «¡Habrá  querido  decir  el  señor  Gobernador 
que  nos  atemos!, — le  repuse. — Yo  estoy  cierto  de  ese  nú- 
mero, porque  los  tengo  bien  puestos,  y  también  el  co- 
mandante Rozas,  porque  en  nuestra  división  no  se  comen 
aves,  cuando  nos  son  compradas  ó  regaladas  por  sus 
dueños».  Lo  dejé  frío  á  presencia  de  todos.—  «Es  realmente 
una  vergüenza»,  dijo  el  general  Rodríguez  y  no  recuerdo 
que  otro,  y  mucho  más  desde  que  van  botando  la  carne 
como  lo  vemos,  pero  no  pasó  de  aquí  sino  á  mayo- 
res progresos  el  mal  que  yo  deseaba  evitar,  y  que  lo 
había  evitado  sin  violencia  desde  que  salí  por  primera 
vez,  y  sin  otro  trabajo  que  el  del  consejo  y  la  persua- 
sión. 

—  «¡Señor  Gobernador,  díjele  por  último,  aquí  veni- 
mos, según  parece,  no  solo  justificando  á  los  santafeci- 
nos  y  su  jefe,  sino  escoltándolos  para  que  marchen  con 
toda  la  comodidad  y  calma  que  quieran;  pues  el  río  los 
ataja  y  nosotros  nos  paramos  á  comer  pavos!  Yo  no  he 
prestado  mis  servicios  al  pueblo  para  descamisar  á  sus 
hijos,  sino  para  defenderlos,  libertándolos  de  sus  inva- 
sores; si  no  hemos  de  atacarlos,  yo  me  retiro,  porque 
para  desacreditarme,  el  tiempo  es  largo». 

—  «No  señor,  no  ha  de  marcharse  el  señor  Coronel, 
es  preciso  que  nos  acompañe;  en  cuanto  se  reúna  el  ejér- 
cito marchamos» — me  dijo,  y  montó  á  caballo,  marchán- 
dose poco  satisfecho.  El  comandante  Juan  Manuel  Ro- 
zas, díjome  entonces: 


y 


—  241  — 

—«¡Bien  haya!  La  carga  que  le  ha  dado,  mi  Gene- 
ral, es  la  mejor  que  ha  dado  en  su  vida». 

Adviértase  que  Rozas  me  llamaba  General  (')  y  Bo- 
rrego, Coronel;  ese  mismo  que  el  día  de  mi  nombramiento, 
en  vista  solo  del  entusiasmo  popular  á  mi  favor,  dijo  en 
la  barra  que  se^^ia  el  primero  que  tendría  mucho  honor 
en  mandar  una  guerrilla  bajo  las  órdenes  del  general 
La  Madrid,  Pensaba  tal  vez  desde  ese  mismo  instante, 
y  á  la  sombra  de  ese  mismo  entusiasmo  sobreponerse 
al  siguiente  día  y  anularme    cuando  no  me    sacrificara. 

Marchamos  al  anochecer  cuando  ya  los  enemigos  se 
habían  puesto  en  salvo,  y  continuamos  en  el  mismo  or- 
den hasta  el  rio  de  Arrecifes.  En  este  punto  tuvimos 
noticias  de  haber  quedado  la  división  de  chilenos  del 
general  Carrera,  con  su  jefe  á  la  cabeza,  en  San  Pedro, 
distante  pocas  leguas  de  nuestro  ejército. 

Como  hubiese  yo  notado  ya,  que  el  Gobernador  no 
habla  salido  á  ponerse  á  la  cabeza  del  ejército  con  otro 
objeto  que  evitar  que  batiéramos  al  general  Alvear  y 
Carrera,  quise  comprometerle  á  presencia  de  los  demás 
Jefes  en  esa  misma  tarde  y  le  propuse  á  presencia  de  to- 
dos que  iria  con  mi  división  á  sorprender  en  esa  noche 
á  dicha  fuerza  pues  era  suficiente  la  mía  para  el  efecto. 
El  gobernador  Dorrego  se  denegó  so  pretesto  de  que  no 
había  necesidad  de  exponernos,  pudiendo  marchar  con 
todo  el  ejército.  Dio,  en  efecto,  la  orden  para  que  se 
tomasen  los  caballos  de  reserva  para  marchar  en  esa 
noche  asi  que.  oscureciera;  pero  la  pasamos  toda  ella  con 


\y\.  No  se  crea  que  cito  aqui  este  dicho  de  Rosas  por  alusión  á  lo  que 
él  podía  valer  con  el  tiempo.  Nó.  Lo  cito  solamente  y  lo  expreso  ahora  de 
intento,  porque  pertenecía  él  al  mal  pueblo  que  me  habla  proclamado  y  me  hubo 
nombrado  per  su  General  en  Jefe,  por  su  única  y  legítima  autoridad;  y  la  cual 
no  había  ordenado  mi  cese;  pues  fué  este  el  sentido  de  Rosas,  entonces.  Y  lo 
cito  últimamente  para  hacer  notar  que  son  muchos  los  que  hoy  conservan  tí- 
tulos que  se  dieron  á  sí  mismo,  ó  hicieron  dar  por  unos  pocos  de  sus  parcia- 
les; y  yo  con  mej(jr  y  mas  legal  título  que  todos  ellos — ¡permanezco  olvidado 
por  los  hijos  de  ese  mismo  Pueblo!  Y  por  el  mismo  que  asi  se  expre- 
saba! 

16 


—  242  — 

los  caballos  ensillados  y  no    nos    movimos   hasta   el  si- 
guiente día  y  Carrera  se  habia  marchado  ya. 

Llegamos  por  fin  á  San  Nicolás  y  encontramos  alli 
de  sorpresa  á  la  división  de  Chilotes  del  general  Carrera, 
pues  López  con  Alvear  y  el  mismo  Carrera  habían  pa- 
sado á  Pavón  con  el  resto  de  la  fuerza.  Nos  avistamos 
á  San  Nicolás  en  tres  columnas  paralelas.  El  goberna- 
dor Dorrego  nos  mandó  hacer  alto  y  tomando  su  escolta 
y  una  ó  dos  partidas  de  guerrillas  de  la  división  del 
coronel  Escalada,  adelántase  á  jugar  guerrillando  á  los 
enemigos  que  hablan  salido  al  frente. 

Mientras  esto  sucedía  observé  yo  que  se  iban  salien- 
do de  disparada  algunos  hombres  del  pueblo  por  la  par- 
te del  norte,  y  para  evitarlo  corrí  allá  cqu  mi  columna 
y  desplegando  al  frente  por  la  izquierda  sobre  el  pueblo, 
les  cerré  la  salida  y  cargué  en  divisiones  sobre  la  plaza. 
Habia  llegado  ya  á  media  cuadra  de  ésta,  quitándoles  un 
cañón  que  tenían  á  la  entrada  en  la  plaza  y  puesto  á 
cubierto  de  los  fuegos  que  me  hacían  desde  una  azotea 
que  estaba  en  la  misma  esquina,  cuando  se  me  presenta 
á  escape  un  edecán  ó  ayudante  del  Gobernador,  inti- 
mándome que  no  diese  un  paso  adelante  y  parase  donde 
recibiese  aquella  orden  hasta  esperar  otra  nueva;  que 
me  hacía  responsable  en  caso  que  siguiese. 

Tuve  por  precisión  que  obedecer;  díjele  al  ayudan- 
te:—«Ya  vé  Vd.  la  posición  que  ocupo,  les  he  quitado  el 
cañón  que  tenían  á  mi  frente  á  media  cuadra  de  la 
plaza,  las  tropas  que  tienen  en  esta  azotea  no  pueden  ya 
dañarme  porque  estoy  á  los  pies  de  ella;  la  plaza  está 
ya  en  mi  poder,  pues  no  tengo  mas  que  dar  un  salto  á 
la  puerta  y  está  rendida  la  fuerza  de  esta  azotea,  que 
es  la  que  la  defiende,  así  dígaselo  Vd.  al  señor  Gober- 
nador» . 

Regresó  el  ayudante  corriendo  á  donde  estaban  las 
dos  columnas  nuestras,  paradas;  y  asi  que  le  impuso  al  Go- 
bernador de  la  posición  que  yo  ocupaba,  le  vi  marchar  ha- 
cia la  plaza  por  el  sur  de  ésta,  con  la  columna  de  la  dere- 
cha y  en  el  momento  que  yo  conocí  el  objeto  de  mi  deten- 


-~  243  - 

ción,  para  ser  él  el  primero  que  entrara  cuando  yo  lo 
tenía  ya  todo  allanado,  me  precipité  á  la  plaza  y  rendí 
la  fuerza  toda  que  ocupaba  la  azotea.  A  ese  tiempo  las 
fuerzas  de  la  columna  de  Dorrego,  desde  un  balcón  de  la 
opuesta  esquina,  al  sur  de  la  plaza,  hacían  fuego  á  los 
enemigos  que  se  me  habían  ya  rendido.  Atravesé  la  pla- 
za de  carrera  y  mandé  que  cesaran  el  fuego,  pues  esta- 
ban ya  rendida  la  fuerza,  y  gritándome  Dorrego:--  «¡Aquí 
estoy  yo,  retírese  Vd.» — Obedecí  y  regresé  á  bajarlos  pri- 
sioneros que  habían  ya  tirado  las  armas. 

Bajar  los  prisioneros  y  empezar  el  resto  de  nuestro 
ejército  á  descerrajar  balazos  á  todas  las  puertas  y  em- 
pezar el  mas  horroroso  saqueo,  fué  todo  uno.  En  el 
momento  que  lo  advertí,  dijele  al  comandante  Juan  Ma- 
nuel Rozas: — «Vamonos  fuera  con  toda  la  división  v  los 
prisioneros,  que  esto  no  se  puede  sufrir.  ¡El  Gobernador 
está  presente  y  autoriza  este  acto  bárbaro  que  no  lo  cotí- 
sentiría  yo  en  un  pueblo  enemigo!  López  con  toda  su 
fuerza  está  inmediato  y  puede  muy  bien  caer  sobre  el 
pueblo  y  despedazarnos.  ¡Seríamos  nosotros  solos  los  que 
lo  resistiríamos  y  quedaremos  libres  con  nuestra  división, 
de  esta  horrible  mancha!» -Y  salimos  con  toda  la  fuerza 
y  nos  mantuvimos  formados  en  el  campo  á  muchas  cua- 
dras fuera  del  pueblo. 

Los  balazos  á  las  puertas  y  el  mas  espantoso  saqueo 
siguieron  hasta  media  tarde  que  sería  cuando  entramos, 
sin  embargo  de  haberle  mandado  yo  decir  al  Goberna- 
dor que  me  mantenía  formado  afuera  con  toda  mi  fuer- 
za, que  si  él  me  permitía  entraría  con  toda  ella  á  conte- 
ner el  desorden  y  hechar  fuera  á  nuestras  tropas,  que 
advirtiera  que  el  enemigo  podía  cargarnos  y  despeda- 
zarnos en  aquel  desorden. 

Caída  ya  la  tarde  salió  el  Gobernador  con  los 
hombres  que  quisieron  seguirle  y  con  todos  los  jefes,  y 
me  mandó  orden  de  retirarme  al  monte  del  Tala,  que 
está  como  poco  más  de  media  legua  al  sur  del  pueblo, 
que  era  el  lugar  á  que  él  se  dirigía 

Llegamos  allí  el  comandante  Rozas  y  yo,    con   toda 


—  244  — 

nuestra  fuerza  y  los  prisioneros,  sin  que  uno  de  nuestros 
soldados  hubiese  tomado  un  solo  pañuelo,  y  era  el  cam- 
po una  tienda  revuelta  de  efectos  y  bebidas  de  todas 
clases.  Hasta  cerrar  la  noche  estuvieron  llegando  gru- 
pos de  hombres  cargados  cada  uno  de  inmensa  cantidad 
de  efectos;  llena  la  clin  y  colas  de  sus  caballos,  de  ri- 
cos encajes  y  cintas  de  todas  clases,  y  con  cuarterolas 
y  barriles  de  bebidas  á  la  cincha  de  sus  caballos. 

Le  dije  al  Gobernador,  que  era  aquel  el  mayor  es- 
cándalo que  habia  visto  en  mi  vida  y  que  era  preciso 
recojer  cuantos  efectos  había  en  el  campo  para  devol- 
verlos:— «¿Y  como  va  Vd.  á  quitar  á  todo  el  ejército  lo 
que  ha  robado  cuando  no  hay  uno  que  haya  dejado  de 
hacerlo?»  me  contestó.  -  «Se  equivoca  señor  Gobernador,  le 
dije: — Ni  en  mis  voluntarios  ni  en  toda  la  fuerza  del 
comandante  Rozas  encontrará  un  hombre  que  haya  to- 
mado un  pañuelo.  Autorizeme  el  señor  Gobernador  y 
verá  si  recojo  cuanto  han  robado». —  «Eso  es  imposible», — 
fué  su  contestación. 

Los  prisioneros  que  yo  tomé,  asi  como  los  demás 
que  tomaron  otros,  y  entre  todos  los  cuales  habia  un 
crecido  número  de  jefes  y  oficiales  de  Buenos  Aires,  de 
los  que  estaban  con  el  general  Alvear  ó  se  le  habían 
pasado;  los  había  mandado  el  Gobernador  al  anochecer, 
con  el  comandante  Irasosqui  del  cuerpo  del  comandante 
Rozas,  para  Buenos  Aires.  Al  siguiente  día  asi  que 
amaneció,  le  dije  al  Gobernador: — «Yo  me  retiro  ya  del 
ejército,  pues  no  puedo  por  mas  tiempo  presenciar  este 
desorden.  Yo  no  pertenesco  al  ejército;  me  presenté 
solo  al  reclamo  del  pueblo  y  del  Cabildo,  para  defender- 
le; y  no  para  saquear  á  los  mismos  nuestros». — «No  puede 
Vd.  retirarse,  me  dijo:  es  preciso  que  nos  acompañe  para 
marchar  contra  los  santafecinos». — Me  resistí  tenazmente, 
y  negándose  él  á  permitírmelo,  le  dije  que  estaba  en- 
fermo y  que  no  daría  un  paso  adelante.  Conociendo  él 
entonces  mi  resolución  mandó  estenderme  el  pasaporte 
y  me  ordenó  que  me  encargara  de  la  conducción  de  los 
prisioneros  que  llevaba  Irasosqui. 


~  245  — 

"Marché  al  momento  dejando  la  división  de  volunta- 
rios y  habiendo  alcanzado  en  San  Pedro  á  los  prisione- 
ros, acampados  en  el  convento  y  mezclados  los  jefes  y  los 
oficiales  con  la  tropa,  en  un  inmundo  calabozo  ó  sótano; 
mandé  inmediatamente  asear  el  refectorio,  que  era  la 
mejor  pieza  del  convento  y  dispuse  que  pasaran  á  ella 
al  instante  todos  los  jefes  y  oficiales.  Se  hallaban  entre 
los  primeros  el  general  Nicolás  de  Tedia,  el  coronel  Gre- 
gorio Perdriel  y  no  recuerdo  que  otros. 

Habían  llegado  hasta  dicho  punto,  mallsimamente 
tratados  por  el  comandante  Irasosqui,  asi  fué  que  al  ex- 
perimentar aquel  instantáneo  cambio  de  alojamiento  en 
el  momento  de  mi  llegada  y  las  consideraciones  que 
se  les  dispensaron,  tuvieron  todos  ellos  un  bueu  rato, 
pues  se  habían  figurado  que  iba  yo  con  el  encargo  de 
hacerlos  fusilar  á  todos,  pero  asi  que  yo  lo  supe  pasé  á 
visitarlos  y  los  tranquilicé  á  todos.  La  acción  de  So,n 
Nicolás  fué  el  2  de  Agosto. 

Al  siguiente  día  marché  con  todos  ellos  y  con  la 
misma  escolta,  pero  separados  los  jefes  y  oficiales  y  dis- 
pensándoles toda  libertad,  pues  les  había  dicho,  que 
seguro  de  que  no  procuraría  ninguno  de  ellos  compro- 
meterme ni  obligarme  por  dicho  medio  á  tomar  contra 
todos  medidas  que  consideraba  impropias  del  carácter 
que  ellos  imvestían,  tenían  desde  aquel  momento  toda 
la  libertad  para  marchar  como  unos  compañeros  de  ar- 
mas. Me  lo  prometieron  afirmándolo  bajo  su  palabra  y 
lo  cumplieron.  Hicimos,  pues,  un  viaje  divertido  y  los 
entregué  en  el  Fuerte  A  disposición  del  Gobernador  subs- 
tituto el  señor  secretario  Marcos  Balcarce,  quien  los  man- 
dó presos  al  cuartel  del  Retiro. 

El  general  Martín  Rodríguez  y  el  comandante  Juan 
Manuel  Rozas  parece  que  se  retiraron  al  segundo  ó  ter- 
cer día,  por  la  misma  causa  que  yo.  Como  era  grande 
el  entusiasmo  del  gran  pueblo  de  Buenos  Aires  en  mi 
favor,  todo'  el  mundo  empezó  á  pronosticar  la  derrota 
del  gobernador  Dorrego,  sin  mas  razón  que  la  de  faltar 
yo  del  ejército.    Asi  fué  que   desde  el  siguiente   día  de 


—  246  — 

mí  llegada  ya  se  empezó  á  rugir  en  el  pueblo  que  yo 
volvía  á  campaña  para  reuní rme  al  ejército,  y  en  este 
concepto  había  la  mejor  disposición  en  todas  las  gentes 
de  armas  llevar  para  acompañarme. 

Suspenderemos  un  instante  la  continuación  para  ins- 
truir á  mis  lectores  del  mas  ¡interesante  objeto  para  nii, 
en  toda  mi  vida. 

Asi  que  llegué  á  Buenos  Aires  desde  Tucumán  y  fui 
conducido  de  casa  de  Rico  por  mí  primo  el  doctor  José 
Miguel  Díaz  Velez  á  la  suya,  y  presentado  á  su  amable 
familia,  me  había  enamorado  de  la  mayor  de  sus  dos 
hijas,  Luisa  Díaz  Velez,  y  poco  después,  el  P  de  sep- 
tiembre, contraje  matrimonio  con  ella. 


Á  los  muy  pocos  días  de  mi  llegada  á  Buenos  Ai- 
res con  los  prisioneros  de  San  Nicolás,  y  de  estar  el 
general  Martín  Rodríguez,  llega  la  noticia  de  la  derrota 
del  Gamonal,  sufrida  por  el  ejército  del  gobernador 
Dorrego;  y  desde  este  momento  empieza  el  pueblo  á 
decir: 

— ¡He  ahí  confirmado  nuestro  pronóstico!  ¡Faltó  el  ge- 
neral La  Madrid,  perdimos  el  ejército!— todos  los  de  armas 
llevar,  corren  á  mi  casa  á  presentarse  voluntarios  para 
salir  á  campaña  al  encuentro  del  enemigo,  reforzando 
nuestro  ejército  que  venía  en  retirada.  El  delegado  de 
Dorrego,  el  señor  Balcarce,  á  quien  aquel  le  pedía  soco- 
rro, pero  que  no  fuera  yo  con  él,  sabía  este  ofrecimiento 
del  pueblo  para  marchar  conmigo,  pero  excusaba  llamar- 
me por  las  órdenes  que  tenía. 

Yo  que  sabía  esta  prevención,  y  no  quería  comuni* 
caria  al  pueblo  ó  á  los  hombres  que  se  me  presentaban, 
les  contestaba,  dándoles  las  gracias,  que  nada  me  había 
dicho  el  gobierno  de  salir  á  campaña,  pero  asi  que  se 
me  llamara  yo  cuidaría  de  avisarles;  que  se  mantuviesen 
prontos. 


—  247  — 

Mientras  que  todas  las  mañanas  al  abrirse  la  puer- 
ta de  mí  casa  en  la  calle  de  las  Torres  (hoy  Rivadavia) 
encontraba  muchos  voluntarios  de  á  caballo  y  á  pié  que 
se  me  venian  á  ofrecer,  el  Delegado  ponía  bandera  de 
enganche  en  la  plaza  mayor  para  juntar  hombres  ofre- 
ciendo una  onza  de  oro  á  los  que  se  presentaban.  Iban 
muchos  á  la  mesa,  se  enganchaban  algunos  y  recibían 
la  onza;  pero  muchos  preguntaban:  —  ¿Va  el  general  La 
Madrid  con  nosotros? — y  contestándoles  que  no  —  No  que- 
remos la  onza — y  se  retiraban.  Asi  pasamos  unos  cuantos 
días  no  recuerdo  si  dos  ó  tres,  hasta  que  al  fin  salieron 
como  300  hombres,  pero  valiéndose  del  engaño  de  que 
saldría  yo  con  ellos  y  los  alcanzaría  en  el  puente  de 
Márquez. 

Llegaron  allí  en  efecto  pero  no  habiendo  yo  apare- 
cido, se  volvían  todos  y  perdió  el  Gobierno  las  300  onzas; 
mientras  tanto  seguían  llegando  á  la  puerta  de  mi  casa 
hombres  á  ofrecérseme  para  marchar  conmigo,  y  los 
despedía  como  á  los  anteriores. 

Vuelve  el  Gobierno  á  mandar  fijar  nueva  bandera 
de  enganche  y  logran  juntar  bajo  el  mismo  engaño  mas 
de  400  hombres.  Van  á  marchar  creo  del  Hospicio  ó  de 
sus  inmediaciones  que  era  el  cuartel,  de  depósito.  Pre- 
guntan por  mí  los  enganchados  y  se  les  proclama  dicien- 
do, que  ya  los  alcanzaría.  Marchan  y  no  habiendo  yo 
aparecido  vúelvense  casi  todos,  y  apenas  llegan  al  pue- 
blo  de  Areco,  donde  se  había  detenido  el  gobernador 
Dorrego  con  50  ó  60  hombres. 

Entre  tanto  el  comandante  Juan  Manuel  Rozas,  esta- 
ba ya  me  parece,  que  .en  Santa  Catalina  á  pocas  leguas 
de  Buenos  Aires,  con  su  regimiento  de  Colorados  en 
número  de  mas  de  400  hombres;  y  el  señor  Balcarce  le 
había  ordenado  que  pasara  á  San  Antonio  de  Areco  á 
presentarse  con  su  fuerza  al  señor  gobernador  Dorrego; 
pero  aquél  jefe  contestaba  al  Gobierno:  que  él  no  era 
militar,  que  se  me  mandara  á  mi  á  ponerme  á  la  cabe- 
za de  su  fuerza  y  que  entonces  iría  gustoso.  Balcarce  se 
cansó  en  repetirle  órdenes  para  que    marchara  y  el  co- 


—  248  — 

mandante  Rozas  contestaba  lo  mismo:  «Que  venga  el 
general  La  Madrid». 

Desengañado  al  fin,  de  que  no  conseguiría  volunta- 
rios, ni  que  el  comandante  Rozas  marcharía  sin  que  yo 
fuese,  me  mandó  llamar  el  Gobierno  para  que  marchara 
á  ponerme  á  la  cabeza  de  los  Colorados  del  comandante 
Juan  Manuel  Rozas,  que  me  pedía. 

Díjele  que  estaba  pronto  á  salir,  pero  que  me  pro- 
metiera fijar  una  proclama  invitando  á  los  muchos  hom- 
bres voluntarios  que  estaban  prontos  á  seguirme.  El  señor 
Balcarce  se  excusó  con  que  el  Gobierno  no  tenía  armas 
para  darles  á  los  hombres  que  se  presentaran,  lo  cual 
era  verdad,  pues  no  tenía  ninguna,  y  con  que  el  coman- 
dante Rozas  que  me  pedi,a,  tenía  solo  500  hombres. 
Agregué  yo  que  era  preciso  no  despreciar  á  los  hombres 
que  voluntariamente  querían  seguirme,  pues  eran  por 
este  hecho  los  que  mas  confianza  me  inspiraban;  que  con 
respecto  á  las  armas,  yo  armaría  á  todos  los  que  se  me 
presentasen  si  el  Gobierno  me  autorizaba  para  ofrecer 
un  corto  premio  en  mi  proclama  por  cada  sable  ó  ter- 
cerola que  se  me  presentara.  Accedió  al  fin  el  señor 
Delegado,  fijé  mi  proclama  de  invitación  sin  premio  al- 
guno de  enganche,  y  ofreciendo  solo  una  pequeña  gra- 
tificación por  las  armas  que  me  presentaran,  en  varias 
esquinas  en  los  lugares  mas  públicos  y  pasé  al  cuartel 
de  la  Ranchería  á  establecerme  con  el  teniente  Luis  Leí- 
va  y  una  mesa,  para  anotar  los  hombres  que  se  me  pre- 
sentaran. 

En  todo  ese  día  y  el  siguiente,  tuve  como  500  hom- 
bres alistados  y  acuartelados,  y  las  armas  necesarias 
presentadas  por  ese  heroico  pueblo,  y  sin  que  le  costase 
al  Gobierno  sino  muy  poquísimos  reales,  porque  fueron 
muy  contados  los  pocos  infelices  que  me  admitieron  la 
gratificación. 

Fué  en  esas  circunstancias,  que  sabiendo  que  el  go- 
bernador Dorrego  se  movía  sobre  el  pueblo,  se  trató  de 
nombrar  otro  gobernador  y  se  fijaron  en  el  general 
Martín  Rodríguez,  el  cual  me  llamó  á  su  casa  y  salien- 


—  249  — 

do  con  él  á  caballo  por  el  puente  de  Barracas,  y  habiendo 
caminado  alguna  distancia,  nos  encontramos  con  el  coman- 
dante Juan  Manuel  Rozas,  que  nos  esperaba  tendido  en 
el  suelo  y  con  su  caballo  de  la  rienda;  nos  bajamos 
también  y  nos  tendimos  igualmente  á  su  lado,  y  fué 
entonces  que  supe  el  objeto  de  aquella  salida.  Iba  el 
señor  Rodríguez  conmigo  porque  así  lo  habla  exigido  el 
comandante  Rozas,  para  obtener  de  éste,  la  promesa  de 
que  trabajaría  para  que  la  campaña  diese  su  voto  al 
general  Rodríguez,  para  Gobernador,  ó  para  que  lo  die- 
ran los  diputados  de  ella  en  la  Junta,  pero  bajo  la  con- 
dición de  que  sería  yo  nombrado  por  Rodríguez,  Coman- 
dante General  de  campaña.  Rodríguez  se  lo  prometió  á 
Rozas  y  nos  despedimos,  volviendo  al  pueblo. 

El  general  Rodríguez  se  encargó  del  Gobierno  para 
poner  el  pueblo  en  defensa,  pues  Borrego  marchaba  so- 
bre él  con  miras  siniestras  según  se  creía  y  cuantos  hom- 
bres desertaban  de  su  ejército  se  me  venían  á  presentar 
á  mí.  Querían  quitar  á  dicho  Jefe  el  mando  del  ejército, 
por  que  lo  temían,  y  no  encontrando  otro  Jefe  que  pu- 
diese ir  á  , relevarlo  sino  yo,  por  razón  del  prestigio  que 
tenía  en  el  ejército,  fui  nombrado  General  en  jefe  de  él, 
por  el  señor  Rodríguez,  en  la  noche;  y  se  me  entregó  el 
despacho  de  tal  para  que  marchara  al  siguiente  día. 
¿Pero,  se  le  había  comunicado  á  Dorrego  por  algunos 
de  sus  adictos  (tal  vez  de  la  misma  oficina)  el  despacho 
que  yo  había  obtenido?  Conocía  él,  que  iba  hacer  re- 
cibido con  júbilo  por  el  ejército;  y  este  valiente  Jefe 
manda  inmediatamente  su  dimisión  y  se  marcha  para  la 
Colonia ! 

La  dimisión  llega  antes  que  yo  hubiese  salido  y 
dejándome  con  el  despacho,  nombra  el  señor  Rodriguez, 
rae  parece  que  al  coronel  Pico,  para  se  recibiera  del 
ejército. 

Se  me  hace  salir  en  seguida  con  mis  400  y  mas 
voluntarios  á  reunirme  á  la  división  del  comandante  Ro- 
zas,  y  solo  se  me  dá  un  peso  fuerte  para  cada  uno  de 
estos  hombres!    Recibenlo    y    marchan   todos   contentos 


—  250  — 

hasta  los   extramuros  en  que  fué  preciso  pasar  por  ser 
ya  tarde  (i). 

Habiéndome  reunido  al  siguiente  día  con  el  coman- 
dante Rozas  y  sus  fuerzas,  permanecimos  allí  algunos 
días  en  ejercicios  doctrinales,  y  habiendo  salido  después 
á  campaña  el  gobernador  Martin  Rodriguez  nos  reuni- 
mos al  ejército  y  marchamos  hasta  San  Nicolás  de  los 
Arroyos.  El  comandante  Juan  Manuel  Rozas  se  desagradó 
bastante  con  el  señor  gobernador  Rodriguez  asi  que  supo 
que  me  había  dejado  con  el  nombramiento  de  General 
y  ordenado  que  otro  se  recibiera  del  mando  del  ejército 
luego  que  Borrego  hizo  su  dimisión;  y  mucho  más  cuan- 
do no  realizó  nunca  la  promesa  que  le  habia  hecho,  de 
nombrarme  Comandante  general  de  campaña. 

En  seguida  se  hizo  la  paz  con  los  santafecinos,  en  la 
que  Rozas  tuvo  una  principal  parte,  pero  á  costa  de  im- 
poner á  la  Provincia  ó  á  su  Gobierno,  una  carga,  pues 
le  ofreció  á  López,  gobernador  de  Santa  Fé,  que  le  pa- 
saría el  Gobierno  de  Buenos  Aires  no  se  cuantos  mil 
pesos  todos  los  meses  para  que  gratificara  á  las  familias 
de  sus  soldados  á  trueque  de  que  cesaran  sus  continuas 
escursiones  á  la  Provincia  y  además  un  crecido  número 
de  cabezas  de  ganado  para  que  las  distribuyera  á  las 
gentes  pobres  de  aquella  Provincia  ó  á  sus  soldados. — 
En  esta  oferta  apareció  el  comandante  Rozas  atribuyén- 
dose el  mérito  de  ser  él,  quien  se  comprometía  á  dar  di- 
cho ganado;  pero  quien  lo  dio  en  realidad,  fueron  los  ha- 
cendados de  la  Provincia;  pues  Rozas  mismo,  ó  se  encargó 
de  pedirles  personalmente  á  todos  ellos  que  lo  ayuda- 
ran á  llenar  aquel  sacrificio  que  habia  hecho  en  obsequio 


(  ^)  Una  onza  de  oro  se  habia  dado  pocos  dias  antes  á  cada  lionibre,  para 
tjue  marchara  y  contados  fueron  los  que  llegaron !  Amanece  el  siguiente  día 
y  me  encuentro  que  habia  en  el  campo  casi  tantas  mujeres  como  voluntarios. 
Proclamé  á  la  tropa  diciendo: — ¡Soldados  y  no  mujeres  necesito  para  batir  al 
enemigo!  El  (pie  no  (juicra  seguirme  sin  ellas,  dé  un  paso  al  frente  y  será 
despachado  á  su  casa.  La  mujer  que  siga  la  columna  sufrirá  la  vergüenza  de 
ir  emplumada  á  la  cárcel.  Las  mujeres  desaparecieron  y  todos  marcharon  con- 
tentos sin  que  me  abandonara  ninguno! 


r 


—  251  — 

de  la  paz  y  de  todos  ellos,  pues  los  libertaba  por  ese 
medio  de  las  continuas  arreadas  que  les  hadan  los  san- 
tafecinos,  ó  se  los  pidió  de  oficio. 

El  resultado  fué,  que  desde  aquel  instante  ya  dio  él 
á  conocer  sus  pretensiones  ambiciosas,  pues  recolectó  un 
crecido  número  de  cabezas  de  ganado,  lo  condujo  con  los 
mismos  milicianos  ó  peones  de  los  hacendados,  y  en  los 
caballos  de  estos  mismos;  pero  se  hizo  pagar  después 
por  el  señor  gobernador  Rodríguez,  presentándole  una 
crecida  cuenta  de  los  gastos  para  la  conducción  de  di- 
cho ganado.  Al  gobernador  López  le  vendió  la  lisonja 
de  ser  él  quien  habia  hecho  aquello  en  favor  de  su  Pro- 
vincia y  quedó  ya  asegurado  de  la  amistad  de  dicho 
Gobernador,  no  descuidó  de  cultivarla  para  cuando  llega- 
ra el  tiempo  de  necesitar  su  ayuda. 

Después  de  celebrada  la  paz  se  hizo  la  expedición  á 
la  sierra  de  la  Ventana  contra  los  indios  paiftpas.  El 
gobernador  Rodríguez  marchó  con  una  división  por 
Chascomús  y  el  coronel  Hortiguera  por  la  laguna  de  la 
Polvaredas  con  otra,  en  la  cual  fui  yo  con  el. cuerpo  de 
Húsares  del  Orden,  que  había  formado  por  orden  del 
señor  gobernador  Martín  Rodríguez,  y  también  el  co- 
mandante Rozas,  pero  ya  de  Coronel  del  cuerpo  de  Co- 
lorados, cuyo  ascenso  había  obtenido  á  consecuencia  de 
la  revolución  del  5  de  octubre  del  año  1820  anterior, 
que  he  dejado  de  relatarla  inadvertidamente,  y  la  pon- 
dré en  seguida  de  esta  campaña,  pues  dicho  ascenso  fué 
antes  de  hacerse  la  paz. 

La  fuerza  que  llevaba  el  coronel  Rozas  en  su  regi- 
miento de  Colorados,  ascendía  me  parece  que  á  500  hom- 
bres. Ambas  divisiones  debían  reunirse  en  la  sierra  de 
la  Ventana,  pero  no  lo  hicieron  porque  el  coronel  Rozas 
hizo  que  su  regimiento  mostrara  síntomas  de  desconten- 
to hasta  el  extremo  de  decirle  al  coronel  Hortiguera 
cuando  estuvimos  ya  cerca  de  dicho  punto,  que  no  mar- 
chaban adelante.  Rozas  aparentó  el  papel  de  arrojar  su 
uniforme  ó  chaqueta  colorada,  á  sus  soldados;  diciendo 
que  renunciaba  su  mando  si    no  obedecían    á  su  jefe  y 


—  252  — 

seguíaQ  adelaute,  pero  los  soldados  recogiéndola,  se  vol- 
vieron con  todos  sus  oficiales,  y  tuvimos  todos  que  re- 
troceder, sin  que  se  diese  aviso  al  Gobernador.  Fué  este 
el  tercero  de  los  avances  de  Rozas. 

Estaba  yo  para  formar  el  regimiento  de  «Húsares 
del  Orden»,  por  disposición  del  señor  gobernador  Martín 
Rodríguez  y  al  efecto  había  puesto  una  bandera  de  en- 
ganche en  el  cuartel  de  la  Ranchería,  para  alistar  á  to- 
dos los  que  voluntariamente  quisieran  tomar  servicio  en 
dicho  cuerpo,  y  precisamente  empecé  esta  operación  el 
día  antes  de  la  revolución;  cuando  al  siguiente  día  á  eso 
de  la  una  de  la  tarde,  mándame  llamar  al  Fuerte  el  se- 
ñor Gobernador,  y  me  comunica  que  en  esa  noche  debía 
haber  una  revolución  apoyada  por  el  P  y  2°  tercio  cí- 
vico; y  que  el  punto  de  reunión  de  dicho  cuerpo  y  los 
demás  que  la  encabezaban,  sería  en  el  cuartel  del  «Fijo» 
que  estaba  en  el  Retiro;  dyome  que  era  preciso  me  man- 
tuviera con  los  90  hombres  provincianos  que  se  me  ha- 
bían presentado  voluntarios  hasta  aquella  hora,  reunidos 
en  mi  cuartel  y  me , mandó  entregar  tercerolas  y  sables 
para  todos  ellos  y  también  una  carga  de  municiones. 

En  el  acto  de  habérmelo  comunicado  el  Gobernador, 
le  propuse  un  medio  muy  sencillo  de  evitar  dicha  revo- 
lución, si  él  me  lo  permitía;  pero  no  habiendo  querido 
aceptarlo,  tuve  que  marcharme  á  mi  cuartel  con  las  ar- 
mas y  las  municiones.  Mi  plan  era  ir  yo  en  aquel  mis- 
mo momento  al  cuartel  del  «Fijo»,  llevando  una  orden 
suya  para  que  el  jefe  del  Cuerpo  me  presentase  todo  61 
formado,  y  entregase  á  mi  disposición  todos  los  hombres 
que  quisieran  seguirme  para  pasar  al  Cuerpo  que  iba  á 
formar,  y  como  yo  contaba  con  que  todos,  ó  á  los  más, 
se  me  pasarían  gustosos,  pensaba  mandar  venir  mis  90 
voluntarios  y  quedar  establecido  allí  mismo;  donde  man- 
daría el  Gobernador  sin  demora  algunas  piezas  de  arti- 
llería y  como  aquel  era  el  punto  designado  para  la  reu- 
nión, y  el  jefe  de  dicho  cuerpo  era  uno  de  los  comprome- 
tidos en  ella,  no  me  quedaba  duda  de  evitarla  quitando 
dicho  cuerpo  y  reforzando  aquel  punto. 


♦i 


—  253  — 

Marché  á  mi  cuartel  y  armé  á  todos  mis  volunta- 
rios; y  al  cerrar  la  noche,  pasé  con  ellos  al  cuartel  de 
la  Merced  por  orden  del  señor  Gobernador;  el  batallón 
de  «Morenos»  del  coronel  Vidal,  estaba  en  dicho  cuartel 
y  también  el  gobernador  Rodríguez,  cuando  yo  llegué; 
y  sabiendo  que  estaban  principiando  á  reunirse  en  el 
cuartel  ya  designado,  del  Retiro,  los  cívicos  de  la  revo- 
lución, le  propuse  al  señor  Gobernador  marchar  yo  en 
el  acto  con  dicho  batallón  y  mis  voluntarios  por  el  bajo 
y  atacarlos;  pero  el  señor  Gobernador  no  se  atrevió  á 
consentírmelo  y  me  dio  orden  de  que  pasara  con  mis 
voluntarios  á  la  Fortaleza  á  tomar  el  mando  de  ella, 
pues  que  estaba  guardada  por  un  Capitán  del  primer 
tercio  cívico,  ó  del  que  estaba  en  la  revolución;  pues  te- 
mía que  dicho  oficial  pusiera  en  libertad  á  los  presos 
políticos  que  tenía;  el  doctor  Pedro  José  Agrelo  y  el  co- 
ronel Manuel  Pagóla. 

Marché,  en  efecto,  al  Fuerte,  tomé  el  mando  é  hice 
que  el  capitán  de  guardia  me  enseñara  la  habitación  de 
los  referidos  presos  que  estaban  incomunicados  en  dos 
piezas  distintas  de  las  de  arriba  y  cuya,  subida  se  en- 
cuentra á  inmediación  del  cuerpo  de  guardia. 

A  pocos  instantes  de  haberme  yo  posesionado  del 
Fuerte,  y  teniendo  á  mis  90  voluntarios  formados  con 
sus  armas  en  el  corredor  de  la  izquierda,  siéntese  el 
ruido  de  los  cañones  con  que  entraba  á  la  plaza,  en  re- 
tirada, el  señor  Gobernador  con  todo  el  batallón  de 
Vidal. 

Puesto  en  ella  y  acompañado  además  de  varios  ami- 
gos suyos  con  que  había  quedado  en  el  cuartel  de  la 
Merced,  hizo  colocar  todas  las  piezas  en  las  boca  calles 
que  entran  á  la  plaza,  según  se  rae  informó;  cuando  á 
poco  rato  entran  en  la  Fortaleza  los  coroneles  Irigoyen, 
Arévalo  y  no  recuerdo  que  otros  jefes  de  los  que  acom- 
pañaban al  Gobernador,  y  me  dicen: 

— ¡El  señor  Gobernador  ha  abandonado  la  plaza  y  se 
ha  salido  con  el  batallón  y  el  comandante  Rozas,  por 
los  barrios  del  Alto! 


—  254  — 

¡Los  cívicos  acaban  de  tomar  la  plaza  y  nosotros 
venimos  á  ponernos  en  seguridad  aqui!  Todo  se  ha  per- 
dido por  falta  de  energía! 

— ¡Muy  lindo,  caballeros!,— díjeles — ¡Le  quedo  muy 
agradecido  al  señor  Gobernador  por  haberse  ido  ^n  si- 
lencio y  dejándome  aquí  encerrado!!! 

Mandé  que  levantaran  el  rastrillo  que  sirve  de  puen- 
te, y  que  cerraran  la  puerta,  y  seguí  paseándome  por 
frente  del  cuerpo  de  guardia;  los  jefes  referidos  subieron 
donde  habían  varios  otros  empleados.  Preséntaseme  en  ese 
momento  y  sin  saber  por  donde  había  entrado,  un  enviado 
por  el  señor  Gobernador,  con  un  papelito  en  que  me  decía: 
—  Compañero  y  amigo:  Siga  Vd.  al  conductor  de  este 
papel,  sólo  ó  con  un  ordenanza  y  lo  conducirá  con  se- 
guridad á  donde  yo  me  encuentro  con  todos  los  amigos. 

— ¡DigaVd.  al  señor  Gobernador  que  le  doy  las  gracias 
por  el  interés  que  se  ha  tomado  por  mí,  pero  que  es  ya 
tarde! — y  le  di  Ja  espalda. 

Era  ya  tarde  de  la  noche  y  se  acerca  el  capitán  de 
guardia  y  me  dice: — «Señor  Coronel:  de  parte  de  los  se- 
ñores jefes  y  del  doctor  Agrelo,  que  suba  Vd.  á  tomar 
un  mate  con  ellos» — «¿Y  quién  ha  levantado  la  incomu* 
nicación  al  doctor  Agrelo,  dijele». — Señor,  los  mismos 
jefes  se  han  entrado  á  su  cuarto  y  están  allí  reunidos  to- 
mando mate  todos,  y  me  mandan  decirle  á  Vd.  que  lo 
esperan,  sin  que  yo  haya  tenido  parte  ni  haya  podido 
evitarlo»,  fué  su  contestación.  Este  convite  se  lo  debo  á 
mi  mejor  amigo  el  ser  Gobernador,  pensé  para  mí;  -avise 
Vd.  á  esos  señores,  que  ya  subo,  le  dije  al  capitán;  y 
habiéndose  marchado,  subí  detrás  de  é!  diciendo  en  mí 
interior: — Desde  que  el  Gobernador  ha  tenido  la  atención 
de  abandonarme  ¿qué  obligación  tengo   yo  para   con  él? 

Habiendo  subido  al  cuarto  de  mi  preso,  el  doctor 
Agrelo,  fui  muy  bien  recibido  por  éste  y  todos  los  demás 
jefes  que  se  hallaban  en  su  compañía,  incluso  el  mismo 
coronel  Pagóla:  y  me  presentaron  un  hermoso  mate.  Es 
taba  tomándolo  cuando  entró  el  Capitán  de  guardia  y  lla- 
ma, no  recuerdo  si  al  coronel  ó  general  Irigoyen  ó  coro- 


—  255  — 

nel  Arévalo,  el  llamado  se  salió  con  el  Capitán.  Vuelve 
éste  poco  después  y  llama  también  al  otro,  que  sale  igual- 
mente. Volviéndome  entonces  al  doctor  Agrelo,  le  dije, 
en  tono  de  risa:  — «Señor  doctor,  el  resultado  de  estas  lla- 
madas lo  adivino  ya.» 

—  «¿Cuál  le  parece  que  será?»  díjome  Agrelo. 

—  «¡El  que  voy  yo  á  ocupar  el  lugar  de  Vds!» — con- 
téstele riendo.  Se  echaron  á  reir  todos  y  me  dijeron: — «no 
lo  espere  Vd.» 

En  efecto,  no  bien  acababa  de  pasar  esto,  cuando  se 
me  presenta  el  Capitán  de  guardia,  diciendo: — «Señor  Co- 
ronel: de  parte  del  Exmo.  Cabildo,  le  busca  á  Vd.  un 
edecán.» 

— Ya  tienen  Vds.  cumplido  mi  pronóstico,  dijeles  y 
me  salí  siguiendo  al  Capitán. 

Al  bajar  la  escalera,  encuéntrome  con  cien  cívicos 
formados  con  el  arma  al  hombro  á  mas  de  la  compa- 
ñía de  guardia,  y  delante  de  dichas  fuerzas  al  edecán, 
qué  me  dice: 

—¡De  parte  del  Exmo.  Cabildo,  que  se  mantenga  Vd. 
arrestado  en  el  alojamiento  ó  cuartel  del  oficial  de  guardia! 

— ¡Diga  Vd.  al  Exmo.  Cabildo,  que  le  doy  las  gracias; 
que  esta  es  la  recompensa  que  yo  esperaba  por  los  ser- 
vicios que  le  he  prestado!!!  Y  agregando  en  seguida: — 
Para  obedecer  al  Cabildo  será  preciso  entregar  las  armas 
de  mi  tropa. 

— Si  señor,  es  la  orden  que  traigo,  me  repuso  el 
edecán. 

Llamé  á  un  ayudante  y  le  mandé  que  formara  los 
voluntarios  con  sus  armas  y  los  condujera  á  mi  presen- 
cia. Estaba  yo  parado  frente  al  cuarto  del  oficial  de 
guardia;  vino  mi  ayudante  de  «Húsares  del  Orden»  Luis 
Leiva,  con  los  voluntarios,  les  fui  tomando  las  armas  uno 
por  uno  y  acomodándolas  en  el  cuarto  y  cuando  hube 
desarmado  al  último,  les  dije: — «¡Quedan  Vds.  presos  jun- 
to conmigo!» — Los  pobres  carreteros  de  las  provincias, 
tucumanos  muchos  de  ellos,  se  tiraban  los  cabellos  de 
ira,  y  me  dijeron:  —  ¡Nos  lo  hubiera  avisado    antes  de 


—  256  — 

desarmarnos,  mi  Coronel,  y  nos  hubiéramos  visto  las 
caras! 

Quedando  asi  obedecida  la  orden  del  Cabildo,  el 
edecán  se  marchó,  la  tropa  cívica  dencansó  las  armas 
y  yo  entré  al  cuarto  de  bandera.  En  seguida  y  sien- 
do ya  la  madrugada,  entró  el  coronel  mayor  Hilarión 
de  la  Quintana,  con  algunas  fuerzas  más  y  tomando  po- 
sesión del  Fuerte  y  del  gobierno,  me  mandó  subir,  me 
recibió  muy  bien  y  me  destinó  á  una  pieza  inmediata 
á  la  del  despacho  de  gobierno,  pero  sin  guardia. 

Allí  permanecía  metido,  cuando  apenas  hubo  asoma- 
do el  sol,  enpezó  á  llenarse  mi  cuarto  de  visitas  de  todo 
lo  principal  de  Buenos  Aires,  se  me  hicieron  por  todos, 
los  mayores  ofrecimientos  y  me  insinuaron  muchos  la 
determinación  en  que  estaba  el  pueblo  de  sacarme  en 
esa  noche,  atacando  si  era  preciso  á  la  fortaleza,  caso  que 
no  se  me  diera  la  libertad  en  el  día:  que  el  interés  de 
la  mayoría  del  pueblo  era,  para  que  yo  saliera  á  reu- 
nirme  al  señor  Gobernador  que  estaba  afuera  con  el 
comandante  Juan  Manuel  Rozas,  y  todos  los  amigos  que 
se  le  estaban  reuniendo  por  instantes.  Yo  me  opuse  á 
que  dieran  este  paso  de  ataque,  porque  no  conseguirían 
otra  cosa  que  comprometerse;  pues  que  habiéndome  de- 
jado el  señor  Gobernador  encerrado  en  el  Fuerte  y 
abandonado  cobardemente  la  Plaza  sin  avisármelo,  vo 
no  saldría  á  reunírmele,  que  en  esta  virtud  diesen  las 
gracias  á  mi  nombre  á  todos  los  señores  del  pueblo, 
por  el  interés  que  les  merecía,  como  yo  se  los  daba 
á  ellos  también  y  me  dejaran  correr  la  suerte  que  se  me 
deparara;  ¡ese  Cabildo  que  tres  meses  antes,  me  había  pe- 
dido poco  menos  que  por  Dios  lo  salvara!!! 

Las  visitas  no  me  abandonaron  hasta  muy  avanzado 
el  día;  y  fueron  muchos  los  que  manifestaron  el  deseo 
que  había  en  sacarme,  por  supuesto  que,  con  el  interés 
ya  expresado,  aun  á  pesar  de  mi  resistencia.  Asi  fué 
que  apenas  quedé  solo  y  tuve  la  proporción  de  hablar 
al  coronel  mayor  Hilarión  de  la  Quintana,  le  manifesté 
que  entre  los  muchos   señores  que  me  habían  visitado 


—  257  — 

no  habían  faltado  quienes  me  hicieron  las  proposiciones 
ya  expresadas;  y  que  aunque  yo  me  había  opuesto  á 
ellas  abierta  y  decididamente,  temía  sin  embargo  que  lo 
intentaran;  y  para  no  verme  talvez  sacrificado  impune 
é  injustamente,  por  alguno  de  los  soldados  de  la  revolu- 
ción, le  agradecería  me  mandara  poner  una  guardia  á 
la  puerta,  pues  no  teniendo  yo  porque  recelar  de  nin- 
guno de  los  partidos,  no  quería  verme .  espuesto  á  ser 
atropellado. 

El  señor  Quintana  me  dijo:— «No  tenga  Vd.  cuidado 
compañero,  se  le  pondrá  la  guardia  solo  por  el  objeto 
que  Vd.  la  pide,  yo  pasaré  luego  á  verme  con  el  Cabildo 
y  los  representantes  del  pueblo,  para  que  lo  pongan  -en 
libertad».  — Dicho  esto  se  marchó,  vino  luego  la  guardia 
y  salió  él  del  Fuerte  como  á  las  tres  de  la  tarde,  y  ha- 
biendo regresado  pasadas  las  9  de  la  noche,  me  dijo: — 
«Compañero,  he  podido  recién  verme  con  el  Cabildo  y 
los  representantes  del  pueblo;  les  he  hecho  presente  cuan- 
to Vd.  me  dijo  esta  mañana  y  mé  ha  ordenado  que  lo 
mande  á  Vd.  á  su  casa  en  libertad,  seguros  de  que  no 
tomará  Vd.  compromiso  ninguno,  por  consiguiente  puede 
retirarse  ahora  mismo».  -  «No  compañero,  le  dije,  la 
plaza  está  llena  de  cívicos  de  los  comprometidos  y  los  más 
de  ellos  están  en  agitación;  no  quiero  exponerme  á  reci- 
bir un  insulto  que  ilo  lo  sufriría,  será  mejor  quedarme 
esta  noche  y  por  la  mañana  saldré'>.  «Me  parece  bien 
compañero,  piensa  Vd.  con  juicio,  me  dijo,  pero  queda 
ya  en  libertad  desde  ahora  y  puede  salir  cuando  gus- 
te».—  «Gracias  compañero,  me  iré  por  la  mañana,  le 
repuse  y  se  despidió». 

Al  siguiente  día  ya  avisada  mi  familia,  por  conducto 
de  mi  hermano  Mariano^  que  había  venido  de  Tucumán 
conmigo  y  se  hallaba  á  mi  lado  cuando  me  comunicó 
dicha  orden  Quintana,  salí  del  Fuerte  para  mi  casa  como 
á  las  7  de  la  mañana  y  al  cruzar  por  el  arco  de  la  Re- 
coba me  echaron  mil  vítores  los  cívicos  del  primer 
tercio,  no  como  á  Coronel  sino  titulándome  General. 
Correspondí  á  dichos  saludos  con   mi   sombrero  y  pasé. 

17 


—  258  — 

Apenas  hube  llegado,  cuando  empezó  á  llenarse  mi  casa 
de  visitas  de  lo  principal  del  pueblo  y  hasta  de  las  mas 
bajas  de  las  clases. 

Se  me  reiteraron  las  proposiciones  para  que  saliera 
á  reunirme  al  señor  gobernador  Rodriguez  y  al  coman- 
dante Juan  Manuel  Rozas,  asegurándome  que  este  último 
estaba  ya  haciendo  reunir  todo  su  regimiento  de  Colo- 
rados y  hasta  sus  peones,  á  las  orillas  ó  inmediaciones 
del  pueblo.  El  señor  Ambrosio  Lezica  uno  de  los  prime- 
ros comerciantes  y  capitalistas  de  Buenos  Aires,  era  el 
mas  interesado  y  con  quien  mas  relación  había  yo  to- 
mado desde  mi  llegada.  (^)  Con  todos  me  escusé  mani- 
feátándoles  las  razones  que  tenia  para  ello. 

Fué  tal  la  concurrencia,  que  eran  ya  las  dos  y  media 
de  la  tarde  y  no  nos  habíamos  desayunado  todavía,  hasta 
que  mi  primo  y  padre  político  les  dijo  á  los  pocos  ami- 
gos que  aun  quedaban  que  si  querían  acompañarnos  á 
la  mesa,  por  que  el  preso  no  se  había  desayunado  aún. 
Despidiéronse  con  esto  tres  ó  cuatro  amigos  qué  habían 
quedado  sin  admitir  el  convite  y  pasamos  á  la  mesa. 

Habíamos  empezado  á  comer  cuando  entra  un  edecán 
del  señor  comandante  de  armas  Hilarión  de  La  Quintana, 
á  llamarme  de  su  parte,  al  Fuerte — «¿Si  será  para  vol- 
verme á  la  prisión?» — díjele  con  sonrisa — «Diga  Vd.  al 
señor  Jefe  de  armas  que  así  que  acabe  de  comer  me 
tendrá  á  su  presencia». — Marchóse  el  edecán  y  yo  pro- 
curé de  tranquilizar  á  mi  joven  y  querida  esposa  que  se 
había  sobresaltado  en  estremo,  diciéndole: — «nada  tienes 
que  temer  ni  hay  porque,  esto  no  es  mas  que  una  alarma 
ocasionada  por  las  numerosas  visitas  que  he  tenido  y 
probablemente  tendremos  otra  noche  mas  de  separación, 
pero  creo  que  no  pasará  á  más;  lo  que  así  fué  en 
efecto> . 


(*)      Después  de  haberse  retirado,\niandó  á  su  capellán  el 

ofrecerme  300  onzas  de  oro  para  que  saliera  á  reunirme  con  el  señor  Gober- 
nador. Le  contesté  que  cuando  no  había  salido  por  su  amistad,  no  esj>crase 
que  lo  hiciera  por  todo  el  oro  del  mundo, 

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I 

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—  259  — 

Me  marché  en  el  instante  que  acabamos  de  comer, 
y  así  que  llegué  ¡al  P'uerte  me  dijo  el  señor  Quintana 
— «Compañero,  el  pueblo  se  ha  alarmado  por  la  mucha 
gente  que  ha  visto  concurrir  á  su  casa  y  ha  pedido  que 
vuelva  Vd.  á  estar  detenido  aquí  en  el  Fuerte,  por 
que  teme  que  Vd.  vaya  á  reunirse  con  Rodríguez:  tenga 
pues  un  poco  de  paciencia». —  cCorriente,  le  dije,  felizmente 
por  las  visitas  no  habíamos  tenido  tiempo  de  mandar 
por  la  cama  y  no  tendré  que  mandarla  pedir  á  mi  casa» — 
y  después  de  un  rato  de  conversación  pasé  á  mi  antiguo 
cuarto,  mandando  avisar  á  mi  señora  que  no  tuviera 
cuidado,  pues  no  era  mas  que  lo  que  habia  yo  calculado. 

Para  esto  el  señor  gobernador  Rodríguez  y  el  co- 
mandante Juan  Manuel  Rozas  se  habían  ya  aproximado 
á  la  iglesia  de  la  Concepción  y  con  motivo  de  mi  nueva 
prisión  se  indignó  más,  ose  mismo  pueblo,  cuyo  nombre 
había  invocado  Quintana  diciendo  que  pedía  mi  pri- 
sión, y  salieron  con  este  motivo  muchos  mas  á  reunirse 
al  señor  Gobernador. 

Amanecido  que  fué  el  funesto  y  fatal  cinco  de  Octu- 
bre con  partidas  de  los  Colorados  de  Rosas  cruzando 
las  bocacalles  haciendo  tiros  á  los  de  la  plaza  y  dando  vo- 
ces amenazadoras,  mandóme  llamar  el  Exmo.  Cabildo  para 
convertirme  de  preso,  en  custodia  del  Alcalde  de  I*'''  voto 
don  Norberto  Dolz  y  comisionado  y  mediador  al  mismo 
tiempo. 

Salí,  pues,  con  mi  uniforme  de  Húsar  en  compañía 
del  referido  señor  Dolz,  con  proposiciones,  á  vernos  con 
el  señor  Gobernador,  á  pié  ambos.  Las  partidas  de  Co- 
lorados, así  que  yo  me  les  nombraba  y  mandaba  reti- 
rarse y  suspender  sus  fuegos  sobre  la  plaza,  se  prestaban 
fácilmente  á  ello. 

Llegados  á  la  iglesia  de  la  Concepción  fuimos  reci- 
bidos por  el  Sr.  Gobernador  y  como  mi  comisión  no  era 
otra  que  la  de  acompañar  al  Sr.  Dolz  y  servirle  de  sal- 
vaguardia, al  mismo  tiempo  que  de  mediador  para  con 
el  Sr.  Gobernador  á  fin  de  que  se  prestara  á  conceder  á 
los  revoltosos  las  condiciones  que  pedían  para  someterse 


—  260  — 

poca  ó  ninguna  parte  tomé  en  la  discusión  que  tuvieron 
y  la  cual  no  fué  larga;  pues  el  Sr.  Gobernador  creo  que 
le  exijió  al  referido  alcalde  de  primer  voto  el  que  se 
entregaran  á  discreción. 

Llegado  el  momento  de  marcharnos  para  la  plaza  y 
al  salir  de  la  portería  para  el  pretil  de  la  Iglesia  que 
estaba  lleno  de  Colorados  de  los  de  Rozas,  gritan  todos 
éstos: — «Nosotros  no  permitimos  que  el  general  La  Ma- 
drid se  marche,  queremos  que  se  quede  con  nosotros 
porque  si  se  vuelve  lo  van  á  volver  á  poner  otra  vez  preso! 
Si  señor,  que  se  quede,  no  queremos  que  vuelva,  repi- 
tieron todos  á  voces». 

Viendo  yo  este  desorden  y  que  todos  se  agolpaban 
sobre  nosotros, díjeles:— «Mis  amigos; yo  agradescoel  inte- 
rés que  Vdes.  manifiestan  por  mí  pero  mi  deber  me 
impone  el  volver  al  Cabildo  con  el  Sr.  Alcalde  á  dar 
cuenta  de  la  misión  que  se  nos  ha  encargado  y  no  me 
quedaré  de  ninguna  manera». 

«A  la  fuerza  no  lo  detendremos»^gritan  todos  cuan- 
tos estaban  mas  inmediatos  á  nosotros  y  agarrando  al 
mismo  tiempo  por  las  espaldas  al  señor  Alcalde  de  pri- 
mer voto  se  lo  metieron  cargado  á  la  portería  (él  todo 
asustado)  y  diciendo  á  voces: — dejemos  que  el  Sr.  General 
vuelva  con  el  aviso,  pero  nos  tomamos  en  rehenes  con 
el  Alcalde — no  hubo  otro  remedio  que  volverme  solo  entre 
los  vivas  y  algazara  de  la  multitud  de  tropa  que  llenaba 
el  pretil. 

Regresado  yo  á  la  plaza  y  habiendo  impuesto  al 
Cabildo  de  lo  ocurrido  con  el  Alcalde  de  P'  voto,  se  so- 
brecojieron  todos  y  me  pidieron  por  segunda  vez  que 
los  salvara,  encargándome  que  yo  me  arreglara  con  el 
señor  Gobernador  y  le  '  propusiera  el  modo  de  someter- 
se las  fuerzas  rebeldes,  evitándole  todo  el  mal  que  pu- 
diera hacerles  el  Gobierno.  El  jefe  del  Fuerte  ó  Gober- 
nador provisorio  ó  qué  se  yo  lo  que  era  Hilarión  de  la 
Quintana,  asi  como  el  coronel  Pagóla  que  estaba  al 
mando  de  las  fuerzas  que  estaban  en  la  plaza  se  con- 
vinieron también  en  que  yo  formara  el  arreglo  del  modo 


261  -• 

que  mejor  rae  pareciera,  consultando  la  seguridad  de 
todos  los  comprometidos. 

Vine  pues  á  quedar  convertido  en  plenipotenciario 
por  parte  de  los  que  me  habian  tenido  preso  y  ya  el  Sr. 
Gobernador  se  habia  avanzado  hasta  San  Francisco  asi 
que  yo  regresé  de  la  Concepción.  En  consecuencia,  ar- 
reglé las  proposiciones  que  me  parecieron  mas  racionales 
y  propias  de  una  guerra  entre  hermanos  y  que  debía 
terminar  obrando  generosamente  el  Gobierno,  á  fln  de 
ahorrar  una  sola  gota  que  fuera  de  sangre  y  fueron  las 
siguientes— 1^  Las  fuerzas  del  Gobierno  se  retirarán  ala 
quinta  de  los  padres  Betlermos  y  las  de  la  plaza,  al  Re- 
tiro.— 2®  El  Gobierno  dará  un  indulto  ó  amnistía  para 
todos  los  comprometidos  en  el  movimiento  del  2  contra 
su  autoridad,  sin  que  pueda  causárseles  el  menor  per- 
juicio.— 3"  y  último— Bajo  estas  condiciones,  las  fuerzas 
del  movimiento  así  como  sus  Jefes  y  oficiales  depondrán 
las  armas  en  manos  del  coronel  de  Húsares  Gregorio 
Araoz  de  La  Madrid  y  se  retirarán  á  sus  casas. 

Todos  los  comprometidos  en  el  movimiento  quedaron 
contentos  de  estas  condiciones  y  yo  marché  á  presentár- 
selas al  señor  gobernador  Rodríguez,  que  lo  encontré  en 
el  pretil  de  San  Francisco,  dejando  persuadidos  á  todos 
los  de  la  plaza,  de  que  serían  aceptadas  dichas  proposi- 
ciones, mas  asi  que  el  señor  Gobernador  se  impuso  de 
ellas  y  vio  la  facilidad  con  que  se  prestaban  los  del  mo- 
vimiento, se  avanzó  temeraria  y  torpemente  á  exigir  la 
condición  que  no  debió  jamás  sin  echar  sobre  sí  ía  san- 
gre que  se  vertiera  y  se  vertió  en  efecto. 

La  de  que  se  entregaran  á  discreción  en  el  acto,  ó 
serían  atacados  y  sujetados  por  la  fuerza  y  aún  quiso 
más:  lanzarse  al  ataque  sin  que  yo  volviera  con  el  aviso. 

Me  opuse  yo  á  un  proceder  tan  ilegal  y  bárbaro.  Dí- 
jele  que  no  sería  yo  el  que  cargara  con  la  abominable 
nota  de  traidor,  para  con  los  que  de  corazón  me  ha- 
bían confiado  su  destino;  que  me  permitiera  al  menos 
poner  en  su  conocimiento  su  demanda  cruel. — Vaya  Vd., 
me  dijo,  y  que  contesten  en  el  acto. 


—  262  — 

Partí  al  momento  y  asi  que  asomé  á  la  plaza,  dije 
en  voz  alta  al  Jefe  y  oficíales  que  estaban  en  la  calle 
de  la  Defensa,  y  á  cuantos  hablan  bajado  ya  de  la 
Recoba  felicitándose  por  el  arreglo  —  «El  señor  Gober- 
nador se  niega  á  admitir  la  razonable  propuesta  que 
le  he  presentado  y  exige  la  entrega  á  discreción,  mo- 
mentánea, tomen  Vdes.  la  resolución  que  les  conven- 
ga mientras  paso  á  prevenírselo  á  los  demás  puntos;  y 
corrí  por  media  plaza  al  café  de  Bares  que  era  donde 
estaba  colocado  un  fuerte  destacamento;  antes  de  entrar 
á  la  calle  de  la  Catedral,  me  alcanzó  el  señor  Félix 
Alzaga  también  á  caballo  y  de  carrera —  Apenas  empe- 
zaba á  instruirles  á  los  que  ocupaban  dicha  azotea  de 
Bares,  de  la  intimación  del  Gobernador,  cuando  ya  se 
sintió  el  fuego  no  interrumpido  de  una  y  otra  parte. 

El  señor  Rodríguez  había  mandado  avanzar  á  paso 
de  carrera,  asi  que  yo  entré  á  la  plaza  y  casi  no  tuvie- 
ron tiempo  de  ocupar  los  altos  ó  azoteas  de  la  Recoba, 
los  que  habían  bajado  de  ella.  Yo  y  el  señor  Alzaga, 
hubimos  de  ser  sacrificados  por  los  cívicos  que  ocupaban 
la  azotea  de  Bares,  quienes  asi  que  sintieron  el  fuego 
vivísimo  de  la  plaza,  se  echaron  los  fusiles  á  la  cara 
para  disparar  sobre  ambos,  pero  el  jefe  y  algunos  oficia- 
les les  levantaron  con  la  mano  los  fusiles  y  nosotros  dos 
corrimos  á  escape  hacia  San  Juan  y  en  la  primera  ó 
segunda  cuadra  doblé  á  la  izquierda  y  llamando  algunas 
partidas  de  Colorados  que  habían  en  algunas  délas  boca- 
calles, corrí  con  ellas  hasta  la  plaza  por  la  calle  del 
Cabildo  (hoy  de  la  Victoria),  y  mandé  desmontar  á  los 
soldados  milicianos  bajo  los  corredores  del  Cabildo;  pues 
los  cívicos  que  habían  ocupado  la  Recova  se  sostenían; 
pero  se  entregaron  muy  luego,  asi  que  me  vieron  man- 
dar desmontar  la  caballería,  y  que  les  hacían  fuego  los 
míos  parapetados  de  los  arcos  del  Cabildo. 

Mandé  al  momento  cesar  el  fuego  y  corrí  á  caballo 
á  evitar  que  ofendieran  á  los  rendidos.  ¡Bastantes  des- 
gracias hubieron  en  ese  día!  ¡fatalísimo  por  cierto!  Pues 
no  solo  se  vertió    inmediatamente    la  'sangre    de  tantos 


-  263  ~ 

ciudadanos.  .  .  sino  que,  el  carnicero  gaucho  Rozas,  que 
fué  quien  aconsejó  esa  matanza  indebida,  para  mirarla 
de  lejos,  gustó  desde  aquel  momento,  el  placer  de  opri- 
mir á  las  clases  ilustradas  del  pueblo;  con  los  hombres 
de  la  campaña;  y  tuvo  el  atrevimiento  de  atribuirse  el 
triunfo  y  apellidarse  el  «mejor  defensor  de  las  leyes»; 
cuando  en  el  hecho  mismo  de  desechar  las  humanas  y 
conciliadoras  proposiciones  que  hube  yo  presentado  por 
parte  del  pueblo,  las  hollaba  todas. 

Muchos  ciudadanos  de  lo  principal  de  ese  gran  pue- 
blo y  que  fueron  los  primeros  en  exponerse  en  aquel  día, 
por  sostener  la  autoridad,  contribuyeron  no  poco  á  evi-  , 
tar  en  cuanto  pudieron,  la  efusión  de  sangre.  Lo  que  si 
es  preciso  decir  es,  que  el  orden  que  guardaron  nues- 
tras milicias  en  ese  día,  fué  admirable!  Pero  bien  cal- 
culado también!!  por  que  en  el  dio  ó  quizo  dar  el  primer 
paso  para  su  elevación.  El  señor  Gobernador  lo  conde- 
coró con  el  empleo  de  Coronel  del  regimiento  de  Coló- 
rddoSj  que  fué  conocido  desde  entonces  por  el  de  Los 
Colorados  de  Rozas, 

Desde  sus  primeros  años,  ya  Rozas  empezó  á  desple- 
gar su  carácter  dominador  y  perseverante;  en  sus  mismos 
establecimientos  de  campo;  pero  cubierto  de  la  hipócrita 
capa  del  respeto  á  la  propiedad  y  elevándolo  al  mas  alto 
extremo,  y  era  tan  rígido  en  el  cumplimiento  de  sus 
mandatos,  que  tenía  arreglado  por  punto  general  en 
todos  sus  establecimientos  de  campo,  que  sus  órdenes 
debían  ser  irrevocablemente  cumplidas,  aun  contra  él 
mismo,  si  las  quebrantaba. 

Todas  sus  órdenes  eran  bárbaras  y  crueles  y  para 
que  sus  domésticos  ó  dependientes  supieran  hasta  que 
punto  quería  que  fuesen  obligatorios,  empezó  por  hacer- 
las ejecutar  en  sí  mismo  de  un  modo  singular. 

Había  establecido  por  punto  general  que  nadie  salie- 
ra al  campo  sin  su  laso  á  los  tientos  y  las  boleadoras 
á  la  cintura;  que  todos  los  sábados,  al  retirarse  del  tra- 
bajo, todos  sus  sirvientes  ó  peones,  depositaran  sus  cuchi- 
llos en  poder  del  capataz  de  cada  uno  de  sus  establecí- 


-  264    - 

mientos,  para  evitar  las  desgracias  que  son  cousiguieates 
en  los  días  festivos  entre  nuestros  paisanos  del  campo 
(ojalá  el  sistema  de  Rozas,  se  observara  en  todas  nues- 
tras ciudades,  en  esta  parte);  que  nadie  pudiera  apartar 
ganado  suyo  ó  caballos;  cuando  se  hubiesen  interpo- 
lado en  las  haciendas  de  los  vecinos,  sin  obtener  antes 
su  venia,  ó  pedir  al  propietario  que  pasara  su  rodeo 
para  apartar  los  animales  que  del  suyo  se  habían  en- 
treverado, que  nadie  corriera  avestruces  en  campo  ajeno, 
ni  cazar  nutrias  y  por  consiguiente  en  el  suyo,  sin  su 
permiso. 

Todos  estos  mandatos  eran  por  de  contado  muy  lau- 
dables y  merecieron  la  aprobación  de  todos  los  hacen- 
dados, y  mucho  mas  desde  que  vieron  la  rigidez  con  que 
estas  sus  órdenes  eran  observadas  aun  contra  él  mismo 
si  no  las  cumplía. 

Las  penas  por  las  infracciones  eran  —  dos  hora$  de 
cepo  del  pescuezo,  á  todo  el  que  se  le  encontrara  con 
cuchillo  el  día  festivo  (*)  y  50  azotes  á  pantalón  quitado 
al  que  saliera  sin  su  lazo  al  campo  ó  corriera  avestru- 
ces, etc.  Pues  él  sufrió  ambas  penas,  lo  primero  para 
enseñar  á  todos  los  suyos  hasta  donde  llevaba  el  cum- 
plimiento de  sus  mandatos.  En  su  primera  falta  por  el 
lazo,  no  quizo  el  capataz  que  era  esclavo  suyo,  aplicar 
á  su  amo  los  50  azotes,  sin  embargo  de  haberse  él  mis- 
mo desnudado,  bajándose  los  pantalones  y  tendiéndose 
en  el  campo  y  en  presencia  de  todos  sus  peones  para 
que  cumpliera  con  su  deber.  El  criado  tuvo  reparo  en 
azotar  á  su  amo  y  se  resistió  á  cumplir  en  él  la  orden. 
¡Pues  le  costó  cien  azotes  bien  pegados! 

No  contento  Rozas  con  esto,  hizo  muy  luego  que  se 
olvidaba  y  se  salió  una  mañana  al  campo  con  los  peo- 
nes sin  poner  su  lazo  á  los    tientos.    El  capataz  que  ya 


{})  El  cepo  en  estos  países,  es  compuesto  de  dos  larpos  tablones  como 
de  una  cuarta  de  ancho  y  un  palmo  de  espesor,  unidos  de  un  extremo  por 
una  visagra  y  con  concavidades  en  ambos,  para  asegurar  del  pié  ó  del  pescue- 
zo á   un  hombre;  y  con  un  candado  por  el  otro  extremo. 


—  265  — 

había  probado  cuanto  gustaba  su  amo  de  ser  obedecido, 
le  advirtió  al  instante  y  mandándolo  apear  del  caballo, 
quitarse  los  pantalones  y  tenderse,  se  los  aplicó  con  toda* 
fuerza  los  50  azotes.  Rozas  los  sufrió  sin  hacer  un  gesto 
y  regaló  después  á  su  capataz  y  criado  por  haber  llena- 
do su  deber.  Igual  esperimento  sufrió  en  el  cepo  del 
pescuezo  por  haber  salido  con  cuchillo  bien  oculto.  No 
se  crea  que  esto  es  supuesto;  me  lo  aseguraron  sus  mis- 
mos dependientes,  ponderándome  el  orden  que  se  obser- 
vaba en  todos  sus  establecimientos  de  campo. 

Pues  á  pesar  de  todo  este  rigor  con  que  se  hacia 
obedecer,  era  él,  el  hacendado  que  mas  peones  tenia, 
porque  les  pagaba  bien  y  tenía  con  ellos  en  los  ratos  de 
ocio,  su  jugarretas  torpes  y  groseras  con  que  los  diver- 
tía, y  apadrinaba  además  á  todos  los  facinerosos  ó  deser- 
tores que  ganaban  sus  estancias  y  nadie  los  sacaba  de 
ellas. 

Este  fué  el  modo  con  que  Rozas  empezó  á  formarse 
una  reputación,  y  después  del  suceso  del  5  de  octubre, 
era  ya  en  toda  la  campaña  del  Sur,  muy  particularmen- 
te, mas  obedecida  una  orden  suya  que  la  del  mismo 
Gobierno. 

Era  tan  torpe  en  sus  juegos,  que  en  la  campaña  que 
hicimos  juntos  á  la  sierra  de  la  Ventana,  yo  le  he  visto 
practicar  con  un  capitán  de  mi  cuerpo,  casado  con  una 
prima  suya  y  de  apellido  Soler,  lo  siguiente  y  por  dos 
veces:  íbamos  en  marcha  y  por  lo  regular  se  venía 
Rozas  casi  siempre  á  mi  lado;  lo  he  visto  sacar  repenti- 
namente su  lazo,  echárselo  al  cuello  al  referido  capitán 
su  primo  y  correr,  bajándolo  por  supuesto  del  caballo, 
y  arrastrándolo  como  media  cuadra  y  riéndose  á  car- 
cajadas. 

¡  Yo  confieso  que  andaba  receloso  de  él;  por  estos 
sus  juegos  torpes,  todas  las  veces  que  iba  á  sus  estable- 
cimientos, ó  que  andábamos  juntos;  pero  por  fortuna  me 
respetó  siempre  y  jamás  me  dio  broma  alguna! 


266  — 


CAMPAÑA    CONTRA    RAMÍREZ 

í  PRINCIPIOS  DEL  AÑO  1821 


General  en  jefe  el  autor  de  estas  Memorias. —Batalla  <le  Coreada. — Derrota  de  KatDÍrez  y 
Carrera. --Marcha  de  estos  ala  Cruz  Alta  á  sitiar  al  gobernador  Bust05,  de 
C<5rdoba. — Marcha  del  autor  en  su  auxilio.— Retirada  de  a(|uellos— Persecu- 
ción de  Raitiirez  v  su  muerte  por  las  fuerzas  del  gobernador  López  que 
inarohó  de  acuerdo  conmigo  en  auxilio  de  Bustos. 


Después  de  los  primeros  contrastes  que  experimen- 
tamos en  la  guerra  de  nuestra  independencia,  empezaron 
á  asomar  síntomas  de  descontento  ó  de  celos,  en  algu- 
nas de  las  Provincias  contra  el  gobierno  de  Buenos  Ai- 
res; ó  mas  propiamente,  habían  dejádose  sentir  muy  lue- 
go, después  que  se  nombró  el  Gobierno  ó  su  primera 
Junta  general.  Siendo  los  primeros  que  lo  manifestaron  el 
gobierno  de  Montevideo,  el  de  Entre  Rios  y  el  de  Santa 
Fé,  siendo  derivados  dichos  celos,  ó  desavenencias,  con 
los  gobernantes  de  Buenos  Aires.  Así  fué  que  desde  los 
principios,  siempre  estuvieron  en  más  ó  menos  pugna 
los  expresados  gobiernos  y  sus  provincias. 

Al  principiar  pues,  el  año  1821  y  después  de  bien 
sentado  el  gobierno  del  general  Martín  Rodríguez  en  Bue- 
nos Aires  y  de  hecha  la  paz  con  el  gobernador  Esta- 
nislao López  de  Santa  Fé,  pasó  el  general  Francisco  Ra- 
mírez, que  gobernaba  en  Entre  Rios,  con  una  fuerte 
división  ó  ejercito  destinado  á  obrar  contra  del  gobier- 
no de  Buenos  Aires;  y  en  su  compañía  vino  también 
el  general  José  Miguel  Carrera,  chileno,  que  se  había 
refugiado  allí  con  sus  chilotes  después  del  contraste 
sufrido  en  San  Nicolás  de  los  Arroyos  á  mediados  de! 
año  anterior. 

El  gobernador  Martín  Rodríguez  me  nombró  General 
de  la  expedición  que  destinó  contra  el  dicho  Ramírez,  y 
marché  en  consecuencia  con  mis  escuadrones    de  Hiisa- 


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—  267  — 

res,  el  regimiento  también  de  «Húsares  de  Buenos  Ai- 
res», que  mandaba  el  coronel  Domingo  Saenz,  ambos  de 
línea  y  los  de  milicias  que  mandaban  los  coroneles  Do- 
mingo Arévalo,  Fleytas,  y  el  entonces  teniente  coronel 
José  María  Vilela  de  «colorados  de  las  Conchas»,  y  lle- 
vando además  como  200  voluntarios  de  las  Provincias, 
que  se  me  presentaron  á  la  primera  invitación  que  Íes 
hice  por  medio  de  una  proclama,  al  tiempo  de  mi  mar- 
cha, en  Buenos  Aires. 

Mientras  se  me  reunieron  los  tres  expresados  cuer- 
pos de  milicias,  permanecí  yo  en  San  Nicolás  de  los 
Arroyos  unos  cuantos  días,  disciplinando  é  instruyendo  á 
mis  voluntarios  en  los  primeros  y  mas  necesarios  movi- 
mientos para  un  ataque,  pues  había  salido  yo  antes  de 
que  Ramírez  hubiese  pasado,  á  virtud  de  avisos  que 
tuvo  el  gobierno. 

Reunidas  todas  mis  fuerzas  que  ascenderían  á  1500 
hombres,  me' moví  sobre  Coronda,  por  el  Rosario,  así 
que  pasó  Ramirez,  pero  de  acuerdo  ya  con  el  goberna- 
dor de  Santa  Fé  (^)  Estanislao  López,  con  el  cual  en 
combinación,  debíamos  atacarle,  según  lo  había  acordado 
el  señor  gobernador  Martín  Rodríguez. 

Habiéndome  acercado  á  las  inmediaciones  de  San  Lo- 
renzo asi  que  desembarcó  el  general  Ramirez,  el  coronel 
Anacleto  Medina,  oriental,  salió  á  recibir  caballadas  con 
un  escuadrón  de  las  fuerzas  de  dicho  General.  En  el 
momento  de  recibir  este  aviso  le  salí  yo  mismo  al  en- 
cuentro con  una  compañía  de  mis  Húsares  y  un  escua- 
drón de  mis  voluntarios,  en  circunstancias  que  regresaba 
el  ya  dicho  coronel  Medina,  arreando  un  crecido  número 
de  caballos  y  yeguada;  mas  éste,  así  que  me  vio,  aban- 
donó la  caballada  y  se  vino  á  mi  encuentro:  yo  lo  reci- 
bí   al    gran    galope    y  lo  arrollé,  al  mismo  tiempo  que 


(})  Este  López  había  sido  sargento  al  servido  del  gobierno  de  Buenos 
Aires  cuando  la  expedición  del  señor  general  Manuel  Belgrano  al  Paraguay  en 
el  año  1810,  y  por  medio  de  una  revolución  contra  el  Gobernador  de  su  pro- 
vincia, había  ocupado  dicho  gobierno  años  después. 


—  268  — 

había  desprendido  una  fuerza  á  cerrarle  su  retirada,  esta 
operación  no  pudo  realizarse,  por  razón  de  haberlo  ad- 
vertido en  tiempo  el  coronel  Medina  y  haber  apretado 
su  carrera  con  el  escuadrón  á  sus  órdenes;  pero  le  to- 
mamos algunos  prisioneros  y  libertamos  las  caballadas 
que  se  llevaban  arreando. 

Noticioso  yo  por  los  prisioneros,  del  punto  en  que 
estaba  acampado  el  general  Rodriguez  y  ya  al  cerrar  la 
noche,  de  que  se  había  avanzado  al  frente,  dirigí  una 
comunicación  al  gobernador  Estanislao  López,  avisándole 
el  punto  que  había  ocupado  Ramírez  y  la  ventaja  conse- 
guida sobre. el  escuadrón  del  coronel  Medina;  previnién- 
dole al  mismo  tiempo,  que  en  esa  noche  á  favor  de  una 
inmensa  neblina,  iba  yo  á  tomar  la  retaguardia  del  ge- 
neral Ramírez  por  entre  los  bosques  de  la  costa  del  Pa- 
raná, interponiéndome  entre  este  río  y  el  ejército  ene- 
migo: que  la  señal  de  haber  yo  ocupado  el  punto  que 
deseaba  y  estar  listo  para  cargar  al  ejército  de  Ramí- 
rez por  la  espalda,  se  la  daría  yo  con  dos  cañonazos, 
para  cuyo  solo  efecto  habíalos  sacado  yo  de  San  Nicolás 
ó  mandados  traer,  un  cañoncito  de  á  dos,  montado  so- 
bre dos  pequeñas  ruedas  macizas;  que  asi  que  yo  le  die- 
ra dicho  aviso  por  medio  de  los  tiros  indicados,  debería 
él  acometer  á  Ramírez  por  su  flanco  izquierdo,  á  cuya 
inmediación  él  se  encontraba. 

Marché,  pues,  la  mayor  parte  de  la  noche,  luego  de 
recibir  la  contestación  del  gobernador  López,  dejando 
encendidos  mis  fogones  y  aclarado  el  día,  había  conse- 
guido ya  el  objeto  que  me  proponía.  La  niebla  era  muy 
cargada;  los  enemigos  me  esperaban  por  el  frente  del 
Oeste  y  yo  pude  acercarme  hasta  el  tiro  de  cañón  por 
su  espalda,  después  de  aclarado  el  día,  con  el  aumento 
de  cerca  de  300  santafecinos  de  los  del  Rosario  y  desmo- 
chados que  se  me  habían  reunido  con  el  Comandante  de 
dicho  Departamento .y  dejando  al  co- 
ronel Fleytas  con  sus  400  hombres  de  milicias  de  San 
Nicolás,  colocado  al  frente  del  flanco  que  debió  ser  y 
fué  derecho  del  enemigo,  para  que  al  cargarlo   yo  des- 


—  269  — 

plegara  él  su  columna  al  frente  y  lo  envolviera  por  la 
derecha. 

Colocado  en  dicha  posición  y  con  la  certidumbre  de 
estar  el  gobernador  Estanislao  López  próximo  por  mi 
flanco  derecho,  según  lo  acordado  en  la  noche  anterior 
y  lo  cual  era  cierto  en  realidad;  mandé  disparar  los  ca- 
ñonazos sobre  la  espalda  de  la  linea  enemiga,  seguidos 
de  un  fuerte  «viva  á  la  patria»  y  marchando  enseguida 
con  mi  línea  sobré  ellos. 

Fué  tal  la  sorpresa  del  ejército  enemigo  al  verme 
interpuesto  entre  él  y  sus  buques  de  transporte,  y  pfir  el 
punto  que  menos  lo  esperaba,  que  hubieron  de  confun- 
dirse al  cambiar  su  frente  á  retaguardia.  Describiré  el 
orden  de  mi  línea  para  que  mejor  se  comprenda  la  in- 
justicia con  que  perdí  dicha  batalla  después  de  ganada, 
y  en  la  cual  debió  quedar  prisionero  todo  el  ejército  ene- 
migo y  sus  jefes. 

Mi  derecha  la  mandaba  el  coronel  Arévalo,  y  era 
compuesta  de  su  cuerpo  de  milicias  y  un  escuadrón  de 
mis  Húsares. 

La  izquierda  que  mandaba  eí  coronel  Saenz,  la 
componían  sus  dos  escuadrones  de  Húsares  de  Buenos 
Aires  y  los  Colorados  de  las  Conchas  que  mandaba  el 
comandante  Vilela.  El  centro,  que  lo  formaba  la  divi- 
sión santafecina    del    comandante y  mis 

voluntarios  los  mandaba  yo;  mi  reserva  compuesta  del 
2^  escuadrón  de  mis  Húsares  y  un  escuadrón  de  mili- 
cias que  mandaba  el  comandante  ó  mayor  Francisco  Sa- 
yos, estaba  á  las  órdenes  de  este  Jefe. 

Al  cargar  al  enemigo  en  el  orden  designado,  se  me 
atrasó  un  tanto  la  división  santafecina  al  extremo  de  for- 
mar una  curva  y  queriendo  ya  sujetar  sus  caballos.  En 
el  momento  que  lo  advertí  me  precipité  á  su  frente  pro- 
clamándolos y  mandándoles  que  me  siguieran,  y  fui  tan 
puntualmente  obedecido  por  mi  ejemplo,  que  acometieron 
con  denuedo  y  rompieron  la  línea  enemiga  y  se  puso  to- 
da en  fuga  sin  que  el  gobernador  López  apareciera.  Ha- 
bía ya  dejado   á  mi  espalda    las  carretas  y  bagajes  del 


—  270  — 

cuartel  general  enemigo  que  estaban  á  su  retaguardia  é 
iba  yo  pasando  por  sobre  los  cadáveres  de  los  enemigos, 
cuando  observo  que  mi  linea  vuelve  cara  y  corre  en  for- 
mación hacia  los  bosques  del  Paraná. 

Dicho  retroceso  habíalo  producido  la  fuga  de  la  co- 
lumna del  coronel  Fleytas,  quien  en  vez  de  desplegar  sus 
400  hombres  á  su  frente  y  acuchillar  por  su  izquierda 
á  los  enemigos  que  yo  perseguía,  retrocedió  hacia  mi  es- 
palda por  la  costa  del  monte,  precisamente  en  el  momento 
en  que  los  enemigos  que  huían  de  mí,  pararon  sus  caba- 
llos al  considerarse  cerrados  por  dicha  fuerza;  así  fue 
como  mi  línea  huyó  de  Fleytas,  esto  de  los  enemigos 
que  yo  perseguía  después  de  derrotarlos,  y  estos  últimos 
temiendo  á  la  columna  de  Fleytas  pararon  sus  caballos 
tal  vez  para  entregarse;  más  viendo  que  toda  mí  fuerza 
ó  su  mayor  parte  había  vuelto  caras  y  corría  á  escape 
por  retaguardia,  volvieron  siguiéndola  los  dispersos  ene- 
migos, pero  indecisamente  y  sin  saber  lo  que  aquello 
significaba. 

Yo  que  en  él  calor  del  combate,  ya  ganado,  me  había 
adelantado  con  unos  pocos  hombres  en  persecución  del 
caudillo  Ramírez  que  me  lo  había  indicado  uno  de  los 
santatecinos,  y  lo  vi  parar  repentinamente  con  sus  hom- 
bres dispersos  y  volver  sobre  mí;  echo  vista  á  mi  línea 
y  la  encuentro  toda  en  fuga.  Apreté  la  carrera  á  mi  ca- 
ballo, y  mandando  tocar  alto  con  el  trompa  de  órdenes 
que  llevaba  á  mi  lado,  y  gritando  al  mismo  tiempo  á 
mis  soldados  para  que  volvieran;  pero  todo  fué  inútil. 
Corro  entonces  á  mi  reserva  y  mandando  yo  mismo  al 
comandante  Sayos  que  me  siga  sobre  el  enemigo;  doy 
vuelta  mi  caballo  y  cargo  con  los  pocos  hombres  y  dos 
ayudantes  que  me  seguían,  y  al  llegar  á  los  enemigos 
que  venían  por  delante  conteniendo  sus  caballos,  advierto 
que  mi  reserva  se  había  evaporado  también. 

No  quedándome  ya  otro  recurso,  corrí  hacia  los  míos 
que  huían,  gritándolos  para  que  volvieran  y  tratándolos 
de  cobardes.  ¡Qué  no  hay  un  jefe  que  contenga  esa  tro- 
pa y  la  vuelva  al  enemigo!— decía  yo  en  voz  alta, — y  se 


—  271  — 

me  responde: — ¡Se  conoce  que  el  señor  General  no  se  ha 
encontrado  aquí  jamás  en  derrota,  pues  pretende  reunir 
la  gente  que  ha  vuelto  caras!  me  contestaron  algunos  de 
los  jefes  y  oficiales  que  huían  á  la  par  de  los  soldados, 
dirigiéndose  á  unos  esteros  que  hay  por  la  costa  del  rio 
Paraná.— Sigamos  mi  General  que  por  aquí  no  hay  ries- 
go, me  gritaban  algunos  y  se  tiraban  á  dichos  esteros 
zambulléndose  igualmente  que  sus  caballos. 

—¡Los  cobardes  mueren  ahogados!-- -les  grité;  y  dan- 
do vuelta  mi  caballo  con  una  docena  de  hombres  que  me 
seguían,  les  grité: — ¡Los  que  sean  valientes  que  me  sigan! 
Y  cerrando  las  espuelas  á  mi  caballo  embestí  por  el  me- 
dio de  los  enemigos,  y  éstos  me  abrieron  paso  mas  que 
de  prisa  y  salvaron  conmigo  algunos  hombres  más  que 
me  siguieron  de  los  voluntarios  y  mis  Húsares,  siendo 
por  todos  como  unos  25  hombres. 

Mucha  parte  de  mi  fuerza  había  corrido  con  el  coro- 
nel Domingo  Arévalo  hacia  el  lado  que  debía  encontrar- 
se el  gobernador  Estanislao  López  y  se  reunieron  en  efecto 
como  700  hombres.  Los  más  hablan  marchado  río  abajo 
hacia  la  campaña  de  San  Nicolás;  por  consiguiente,  yo, 
que  habiendo  cruzado  por  entre  los  enemigos  sin  ser  per- 
seguido, observé  desde  su  retaguardia  que  los  míos  to- 
maban á  carrera  dicha  última  dirección,  y  que  los  ene- 
migos se  rehacían  sobre  el  punto  de  donde  yo  había  atro- 
pellado; partí  de  carrera  á  contenerlos,  y  habiendo  al- 
canzado á  salirles  por  delante  en  fuerza  de  un  buen  ca- 
ballo que  me  proporcionó  un  sargento,  pues  el  mío  ha- 
bía sido  herido,  logré  sujetarlos  como  á  una  legua  ó  poco 
más  del  campo  de  batalla,  y  mandé  echar  pié  á  tierra 
para  que  descansaran  los  caballos  y  se  serenaran  un 
poco  los  hombres;  y  para  inspirarles  mayor  confianza 
mandé  voltear  unas  cuantas  reses  para  que  tomaran  unos 
asados,  pues  no  habíamos  carneado  en  el  día  anterior  y 
caminado  la  mayor  parte  de  la  noche. 

Mientras  desollaban  las  reses  y  preparaban  los  fo- 
gones, había  mandado  algunos  hombres  á  reconocer  el 
campo  y  avisar  á  los  dispersos  que  encontraran,  cuál  era 


—  272  — 

el  punto  en  que  rae  encontraba,  y  apeándome  á  tomar  un 
mate  en  el  rancho  de  un  paisano  que  estaba  colocado  á 
retaguardia  de  mis  fuerzas,  cuando  se  sienten  dos  tiros 
que  habían  disparado  unos  pocos  hombres  de  los  disper- 
sos que  venían  á  reunirse.  Adviértase  que  cuando  man- 
dé desmontar  toda  esta  fuerza  que  había  sujetado,  que 
pasaba  de  400  hombres,  había  ordenado  que  desenfrena- 
ran los  caballos  y  los  dejasen  pastear  maneados  y  con 
hombres  que  los  vigilasen,  y  que  nadie  montara  á  caba- 
llo sin  que  yo  lo  ordenara,  é  imponiendo  la  pena  de  50 
palos  al  soldado  que  montara  ó  se  separara  del  cuerpo, 
pues  á  pesar  de  esta  orden,  lo  mismo  fué  oír  los  dos 
tiros  y  descubrirse  el  polvo  que  levantaban  los  dispersos 
que  los  habían  disparado  y  venían  de  galope  á  reunirse, 
cuando  corrieron  todos  á  sus  caballos,  montaron  y  echa- 
ron á  correr,  y  algunos  hasta  dejando  sus  caballos  ensi- 
llados. 

Monté  en  el  acto  á  caballo  con  los  hombres  que  te- 
nía á  mi  lado  y  partí  de  carrera  en  su  alcance,  .orde- 
nando antes  al  mayor  Miller,  de  mi  cuerpo,  que  tocara  a 
caballo,  formara  toda  la  tropa  y  me  esperara,  mandando 
reconocer  el  polvo  que  se  descubría;  alcancé  á  los  solda- 
dos y  los  volví  á  palos  al  campo,  á  excepción  de  unos 
pocos  que  por  estar  bien  montados  lograron  evadirse, 
pues  á  pesar  de  haber  llegado  ya  los  dispersos  y  confe- 
i?ado  estos  mismos  ser  ellos  los  que  habían  disparado  los 
dichos  tiros  y  levantado  el  polvo  que  se  había  observado, 
no  me  fué  ya  posible  detenerme  á  que  comieran  un  asa- 
do los  soldados,  y  tuve  que  marchar  en  retirada,  pues  á 
cada  instante  corrían  los  hombres  á  sus  caballos,  v  aún 
se  fugaban  algunos.  Marché  pues  llevando  á  pié  á  la 
cabeza  de  la  columna  á  todos  los  que  se  habían  dispa- 
rado, pero  sin  tener  la  menor  noticia  del  gobernador 
López,  ni  aviso  alguno  de  los  jefes  que  se  le  habían 
reunido,  ó  que  me  faltaban.  Pretendía  en  vano  acam- 
parme en  esa  noche  á  cuatro  leguas  del  campo  de  ba- 
talla para  esperar  la  mayor  reunión  de  mis  dispersos 
ó  avisos  del  gobernador  Lopoz,  y  tuve  al  fin  que   conti- 


—  273  — 

nuar  caminando  la  mayor  parte  de  ella  por  habérseme 
ido  más  de  60  hombres,  mientras  me  detenia  y  al  caer 
ya  la  noche;  al  amanecer  me  encontré  con  que  no  tenia 
más  que  doscientos  y  pico  de  hombres  de  mis  Húsares 
y  Voluntarios,  y  sin  el  conocimiento  que  deseaba. 

Pasé  parte  al  Gobierno  del  modo  ignominioso  con 
que  se  había  perdido  la  batalla  después  de  ganada,  por 
causa  del  coronel  Fleytas  y  por  haber  faltado  el  gober- 
nador López  á  lo  convenido  en  la  noche  anterior,  y  des- 
paché partidas  con  oficiales  á  reunir  los  hombres  que  en- 
contrasen dispersos. 

El  gobernador  López  con  sus  fuerzas  quiso  mante- 
nerse á  la  distancia,  en  observación,  hasta  ver  el  resul- 
tado de  mi  encuentro  con  el  ejército  de  Ramirez:  si  yo  le 
vencía,  caer  él  sobre  los  dispersos  y  agarrarlos/  y  si  era 
yo  vencido,  caer  él  de  refresco  sobre  el  vencedor,  que 
quedarla  indudablemente  debilitado,  como  quedó  en  efecto, 
pues  tuvo  más  de  doscientos  hombres  muertos  y  muchos 
heridos  y  dispersos,  y  ser  él  el  dueño  de  la  victoria.  Los 
jefes  que  me  acompañaban  en  mi  ejército,  creo  más  que 
probable  que  solo  huyeron  por  aquella  maldita  emula- 
ción á  la  nombradla  de  un  provinciano,  que  por  primera 
vez  les  mostraba  cuan  poco  valían  las  fuerzas  y  los  jefes 
que  los  habían  tenido  sometidos.  Emulaciones  innobles  y 
poco  propias  en  hombres  decentes  y  que  se  llaman  im- 
propiamente patriotas.  Mi  patria  ha  sido  y  será  siempre, 
toda  la  República;  mi  patriotismo  es  puro  y  general 
y  no  conozco  el  egoísmo.  Jamás  trabajé  ni  trabajaré 
en  la  guerra,  sino  por  mi  patria!  ¡Cuántos  males  hemos 
sufrido  y  seguimos  sufriendo  por  solo  aquella  causa! 

El  gobernador  López,  cayó  al  siguiente  día  ó  en  esa 
misma  tarde  sobre  el  debilitado  ejército  de  Ramirez  y 
con  el  poderoso  auxilio  de  una  gran  parte  del  mío  y  lo 
batió. 

Ramirez  y  Carrera  se  dirigieron  con  la  fuerza  que 
salvaron,  á  la  Cruz  Alta,  perteneciente  á  la  provincia  de 
Córdoba,  en  circunstancias  de  hallarse  allí  el  Gobernador 
de  dicha  provincia,  coronel  mayor  Juan  Bautista  Bustos, 


—  274  — 

con  una  división  del  ejórcito  auxiliar  del  Perú  que  ha- 
bla sublevado  en  Arequito,  y  los  sitiaron  y  los  habrían 
tomado,  si  no  marcho  yo  en  su  auxilio  sin  orden  del 
Gobierno. 

Me  hallaba  con  las  fuerzas  que  había  reunido  de 
Húsares  y  voluntarios,  me  parece  que  en  la  cosía  del 
Carcarañá,  cuando  recibí  aviso  del  coronel  mayor  Bus- 
tos, desde  la  Cruz  Alta,  de  hallarse  sitiado  por  las  fuer- 
zas de  los  caudillos  Ramírez  y  Carrera,  solicitando  mi 
protección,  so  pretexto  de  que  si  dichos  jefes  lograban 
apoderarse  de  su  fuerza  y  por  consiguiente  de  la  pro- 
vincia de  Córdoba,  ya  tendría  mi  Gobierno  que  habérse- 
las con  unos  enemigos  poderosos. 

No    tenia  órdenes   del   señor   gobernador  Rodriguez 
para  semejante  operación;    consultarle   y  pedírselas,  era 
entregar  dichas  fuerzas  de  Bustos    y  la    provincia    toda 
de  Córdoba  y  con  ella  las    demás,  á  la    influencia  y   el 
dominio  de  aquellos   caudillos.    Me  decidí,  pues,  á  mar- 
char, dando  cuenta  á  mi  Gobierno  de  las    poderosas  ra- 
zones que  me  obligaban  á  dar  aquel  paso;  me  dirigí  en 
el  acto  al  gobernador  López    solicitando  su   cooperación 
para  salvar    al  gobernador    de    Córdoba    y  con  él    á  su 
Provincia,  remitiéndole  el  aviso  que  acababa  de  recibir 
de  Bustos- 
La  contestación  del  gobernador  López,  fué: —  «Mis  ca- 
ballos están  en  malísimo  estado;  si  el  Gobierno  de  Bue- 
nos Aires  me  manda   caballos,  ó  con  que    proporcioi^ar- 
los,  marcharé  al  momento  en  combinación  con  Vd.» 

Asi  que  recibí  dicha  contestación,  en  el  mismo  día 
en  que  le  hice  la  invitación,  me  puse  en  marcha  con 
solo  mi  fuerza,  compuesta  como  de  500  hombres  escasos, 
previniéndoselo  al  gobernador  López,  diciendo  -Que  si 
yo  esperaba  la  contestación  de  mi  Gobierno,  perdería- 
mos la  fuerza  del  gobernador  Bustos  y  toda  su  Pro- 
vincia, que  para  evitarlo,  marchaba  yo  solo  en  aquel 
momento;  y  que  la  responsabilidad  de  los  resultados,  ca- 
so de  ser  funestos,  que  no  lo  esperaba,  no  sería  mía. 
Di  cuenía  de  todo  al  señor  gobernador  Rodriguez,  y 


-  275  — 

marché  en  el  acto,  ya  cerrada  la  noche.  Al  siguiente 
día,  asi  que  los  enemigos  tuvieron  noticias  de  mi  apro- 
ximación, levantaron  el  sitio  y  se  marcharon  divididos; 
el  caudillo  Ramirez  para  la  Villa  de  los  Ranchos,  hacia 
el  norte,  y  el  general  José  Miguel  Carrera  para  Mendoza, 
con  sus  chilotes. 

Yo  llegué  á  la  Cruz  Alta  cerrada  ya  la  noche;  me 
acampé  á  la  costa  del  Rio  3°,  á  orillas  del  pueblo,  y  pa- 
sé á  éste  á  verme  con  el  señor  gobernador  Bustos  y 
ofrecerle  mi  cooperación  para  perseguir  á  las  fuerzas  de 
los  referidos  Ramirez  y  Carrera.  Fui  muy  bien  reci- 
bido por  el  general  y  gobernador  Bustos  y  me  retiré  á 
mi  campo.  Todos  los  jefes  y  oficiales  que  estaban  con 
él  y  que  habían  pertenecido  al  ejército,  me  visitaron  in- 
mediatamente. 

Asi  que  amaneció,  pasé  por  segunda  vez  á  visitar  al 
señor  Bustos  y  repetidas  mis  ofertas,  él  las  agradeció, 
pero  no  fué  una  sola  vez  á  mi  campo  á  pagarme  las  va- 
rias visitas  que  le  hice.  Sus  oficiales  me  decian  que  te- 
mia  él  que  yo  lo  aprehendiera  y  quitara  la  fuerza,  en 
cuyo  conocimiento  no  esperase  yo  que  él  fuese  á  visi- 
tarme á  mi  campo.  Todos  deseaban  y  me  lo  pedian,  asi 
oficiales  como  tropa,  que  los  llevara  conmigo  á  Buenos 
Aires,  pero  yo  me  negué  abiertamente,  y  procuré  ccn  mi 
confianza,  desengañar  al  general    Bustos  de  sus   recelos. 

Al  siguiente  día  llegó  el  gobernador  Estanislao  López 
con  sus  fuerzas,  por  la  otra  banda  del  rio,  pero  habien- 
do despachado  al  coronel  Arévalo  para  la  campaña  de 
Buenos  Aires,  ó  habiéndose  este  marchado  sin  venir  á 
reunírseme-  Reunidos  los  tres:  Bustos,  López  y  yo,  pro- 
puso el  segundo  que  él  iria  en  persecución  del  caudillo 
Ramirez  con  toda  su  fuerza,  y  que  dándome  el  goberna- 
dor Bustos  cien  infantes,  marchase  yo  en  persecución  del 
general  Carrera.  Dicha  proposición  nació  de  haberles 
yo  dicho  cuanto  importaba  la  pronta  persecución  de  am- 
bos Generales,  pues  que  al  general  Bustos  le  habia  yo 
instado  en  vano  desde  mi  llegada,  para  que  marchara 
él  sobre  Ramirez  y  yo  sobre  Carrera. 


1 


—  276  — 

Dicha  proposición  del  gobernador  López  fué  admitida 
por  Bustos  y  habiendo  éste  quedado  comprometido  entre 
ambos  en  darme  los  cien  infantes  para  que  marchara 
esa  misma  noche  en  alcance  del  general  Carrera,  el  go- 
bernador López  se  marchó  inmediatamente  en  alcance  de 
Ramírez.  Mas  asi  que  López  se  separó,  el  gobernador 
Bustos  se  negó  á  darme  los  cien  infantes  montados,  y 
aún  á  que  yo  marchara  sin  ellos,  como  se  lo  propuse, 
diciendo  que  era  mejor  que  fuésemos  con  toda  la  fuerza. 

Yo  tuve  que  ceder  y  marchamos  juntos,  pero  muy 
lentamente  No  quería  Bustos  alcanzar  á  Carrera.  En 
esta  marcha  iba  Bustos  lleno  siempre  de  desconfianza,  y 
jamás  pasó  á  visitarme  una  sola  vez  á  mi  campo,  sin 
embargo  de  que  todos  sus  oficiales  siempre  estaban  en 
el  mío  y  casi  siempre  yo  en  el  suyo. 

En  fin,  marchamos  tres  ó  cuatro  dias  juntos  hasta 
que  al  fin  de  ellos,  rae  despidió,  diciendo:— «Puede  Vd. 
retirarse  con  sus  fuerzas,  porque  no  necesito  ya  de 
ellas.» 

Me  puse  en  marcha  al  momento  para  Buenos  Aires. 
Pero  asi  que  supo  el  general  Carrera  mi  regreso,  volvió 
sobre  Bustos  y  este  se  encontraba  ya  perdido.  Se  me  dio 
aviso  del  apuro  y  riesgo  en  que  el  general  Bustos  se 
hallaba,  por  los  individuos  mismos  de  sus  fuerzas,  y  ha- 
biéndolo yo  recibido  á  los  dos  dias  después  de  mi  sepa- 
ración, ya  cerrada  la  noche,  contramarché  dirigiendo  un 
oficio  á  Bustos  en  que  le  decía: 

«Apesar  de  las  desconfianzas  infundadas  por  las  que 
V.  S.  rae  ha  despedido  con  mi  fuerza,  no  puedo  ser  indife- 
rente al  peligro  en  que  lo  veo:  acabo  de  ser  informado 
del  regreso  del  general  Carrera  sobre  las  fuerzas  de  V. 
S.  y  marcho  en  el  acto  en  su  auxilio,— y  marché  en 
efecto. 

Al  siguiente  día  me  encontró  un  oficial  del  goberna- 
dor Bustos  con  una  contestación  satisfactoria  v  avisan- 
dome  el  punto  á  que  salía  él  á  recibirme.  En  efecto, 
asi  lo  hizo  adelantándose  con  solo  sus  ayudantes  y  una 
pequeña  escolta. 


^  277  — 

El  general  Carrera,  retrocedió  al  momento  que  supo 
mi  contramarcha,  y  apuró  sus  marchas  sobre   Mendoza. 

Yo  insté  al  general  Bustos  para  que  aceleráramos 
nuestras  marchas  en  su  alcance,  pero  él  con  pretexto  de 
hacer  buscar  caballada  para  su  infantería  del  N'^  2^  no 
lo  hizo  asi.  Yo  dirigí  aviso  al  teniente  coronel  Bruno 
Morón  á  Mendoza  para  que  saliese  con  fuerzas  al  encuen- 
tro de  Carrera.  Salió  éste,  en  efecto,  con  fuerzas  suficien- 
tes, pero  habiendo  Bustos  retardado  demasiado  nuestras 
marchas,  Morón  se  batió  solo  con  Carrera  y  fué  vencido, 
habiendo  sido  éste  tomado  y  fusilado  después  de  un  en- 
cuentro con  el  general  Alvino  Gutiérrez  en  la  Punta  del 
Medaño,  Con  este  motivo  regresé  yo  para  Buenos  Aires, 
de  las  cercanías  de  la  Villa  del  Río  4^. 

Yo  había  escrito  al  señor  gobernador  Rodríguez  des- 
de la  Cruz  Alta,  avisándole  el  estado  en  que  estaba  toda 
la  tropa  del  gobernador  Bustos  y  cuan  grandes  eran  los 
deseos  de  toda  ella  asi  como  el  de  sus  oficiales,  de  pa- 
sar conmigo  a  Buenos  Aires.  El  señor  gobernador  Ro- 
dríguez me  hizo  contestaf  privadamente  por  2*  mano 
que  apresase  á  Bustos  y  lo  llevase  preso,  quitándole  toda 
la  fuerza,  y  como  dicha  carta  la  recibí  antes  de  sepa- 
rarme de  Bustos,  pues  yo  no  cargaría  con  semejante  res- 
ponsabilidad por  un  simple  encargo  verbal,  pues  ahora 
recuerdo  que  esta  orden  me  la  mandó  verbal  con  el 
oficial  ó  ayudante  con  quién  le  había  dado  dicha  noticia. 

El  gobernador  López  había  dado  alcance  al  caudillo 
Ramírez  antes  de  llegar  al  fuerte  del  Tío,  batiéndolo,  en 
cuyo  choque  murió  Ramirez,  por  defender  ó  salvar  á 
una  muger  que  llevaba  y  que  había  caldo  en  manos  de 
los  soldados  de  López  que  le  perseguían;  sin  este  inci- 
dente habríase  salvado. 

Me  había  conducido  tan  bien  con  los  santafecinos  en 
el  tiempo  que  estuve  con  ellos  mientras  la  corta  cam- 
paña de  Coronda  y  lo  mismo  toda  mi  tropa,  que  al  pi- 
sar el  territorio  de  Santa  Fé  á  mi  regreso  de  la  provin- 
cia de  Córdoba,  salían  los  milicianos  á  encontrarme  y 
pedirme  cada  uno  dos  ó  tres  de  mis  Húsares  y  volunta- 


--  278  — 

ríos  para  llevarlos  á  obsequiar  á  sus  casas,  pues  no  se 
me  separaba  un  hombre  de  la  marcha.  Yo  se  los  con- 
cedía con  la  condición  de  alcanzarme  en  el  día,  señalán- 
doles en  el  punto  de  la  parada;  pues  todos  estuvieron 
prontos  en  ella  sin  faltarme  uno  solo,  en  los  días  que 
tardamos  en  atravesar  aquel  territorio.  Los  presentaban 
los  mismos  soldados  que  los  habían  pedido,  y  bien  obse- 
quiados ya,  y  no  fueron  pocos,  pues  hubo  día  que  lleva- 
ron con  licencia  mas  de  40  hombres.  Desde  entonces  se 
estrechó  la  amistad  con  los  santafecinos. 


Cuando  llegué  á  Buenos  Aires  en  el  mes  de  julio, 
conocí  á  mi  primer  hijo  Gregorio,  que  me  lo  presentó  su 
madre  por  la  ventana  de  la  sala,  al  pasar,  y  le  di  un 
beso,  de  á  caballo.  Había  nacido  el  19  de  junio  ante- 
rior, y  mi  padre  político,  el  doctor  José  Miguel  Díaz 
Velez,  quiso  que    se   le  pusiera  mi   nombre. 


Habiendo  formado  la  división  en  la  plaza,  mandó  el 
gobierno  que  pasáramos  al  cuartel  designado,  llegué  con 
unos  cuantos  hombres  de  aumento  que  se  le  habían  de- 
sertado á  Bustos  y  alcanzádome  en  el  camino. 

Los  voluntarios  fueron  socorridos  al  siguiente  día  v 
licenciados  y  algunos  se  quedaron  á  servir  en  el  Cuerpo. 

Al  coronel  Fleytas  que  lo  había  yo  mandado  preso 
por  la  disparada  con  su  columna  flanqueadora  en  Co- 
ronda,  que  nos  ocasionó  la  pérdida  después  de  estar 
vencedores,  se  le  formó  un  consejo  de  guerra  de  gente 
conciliadora  y  fué  absuelto. 

Me  parece  que  en  el  año  1822,  fué  que  se  dio  la  ley 
de  Reforma  por  el  gobierno  y  deseando  retirarme  á  la 
vida  privada,  y  poco  satisfecho  también  por  los  celos 
que  había  notado  asi  por  parte  del  gobierno,  como  de 
algunos  de  los  compañeros  de  armas,  insinué  por  que  se 
me  reformara  y  no  pude  conseguirlo. 

A  la  vuelta  de  la  campaña  á  los  indios,  me  habia 
dicho  el  señor  gobernador  Martin  Rodríguez  que  echara 
el  ojo  á  algunos  de  los   terrenos  baldíos  que   había    yo 


—  279  — 

visto  y  se  lo  pidiera  así  que  llegásemos  á  Buenos  Aires. 
Yo  le  había  dado  las  gracias  y  protnetídole  no  descui- 
darme asi  que  llegáramos,  pues  me  habla  prendado  de 
la  Laguna  de  las  Polvaderas  al  pasar  por  ella,  pues  es 
una  laguna  bien  grande,  de  mucha  profnndidad,  excelen- 
te agua  y  abundante  de  pescado. 

Llegados  á  Buenos  Aires  se  la  pedí  por  escrito.  El 
decreto  fué  muy  gracioso. —  «Si  yo  le  doy  á  Vd.  ese  terre- 
no será  un  motivo  de  celos  para  los  demás  jefes,  que  se 
figurarán  que  es  Vd.  preferido  á  ellos  por  el  Gobierno, 
y  para  evitarlo  es  mejor  que  retire  la  solicitud». — Se  la 
dio  después  al  coronel  Arévalo. 

No  recuerdo  al  cuanto  tiempo  después  de  mi  regreso 
de  la  campaña  de  Córdoba,  pasé  á  establecerme  con  mi 
regimiento,  en  la  Guardia  del  Monte.  Compré  alli  media 
cuadra  de  frente  y  una  de  fondo,  en  el  centro  de  la 
Guardia  ó  de  su  población  y  trabajé  una  casa  cercando 
el  terreno  con  tapias  construidas  de  tierra  al  uso  de  las 
Provincias,  y  fueron  las  primeras  que  allí  se  vieron. 

Compré  también  un  terreno  para  chacra  á  la  orilla 
de  la  población,  trabajó  en  él  una  ó  dos  piezas  de  tapial, 
lo  mandé  zanjear,  cercar  de  pita  y  sembrar.  Puse  al 
contorno  algunos  miles  de  plantas  de  álamos  y  hasta  al- 
macigos de  semilla  de  árboles  que  había  pedido  á  Tucu- 
mán  y  de  los  cuales  alcancé  á  dejar  varias  plantas  ya 
crecidas  cuando  marché  á  las  Provincias  el  año  1825. 

No  recuerdo  el  año  en  que  repentinamente  y  sin  yo 
solicitarlo,  pues  cuando  lo  pedí  se  me  había  negado,  so 
me  presenta  á  dicha  guardia  el  aviso  de  la  Inspección,  de 
haber  sido  reformado,  y  la  orden  para  que  entregara  el 
mando  del  cuerpo  al  coronel  Domingo  Arévalo.  Di  cum- 
plimiento al  momento  á  dicha  orden  y  pasé  después  á 
Buenos  Aires,  quedando  en  el  cuerpo,  de  capitán,  mi  ayu- 
dante de  Húsares  de  Tucumán,  Luis  Leiva,  que  había 
venido  conmigo  á  Buenos  Aires,  y  creo  de  Alférez,  mi 
hermano  mayor  Severo,  que  habia  venido  con  mi  madre 
Andrea  Araoz  y  dos  hermanas,  que  las  había  mandado 
traer  de  Tucumán  después  de  mi  casamiento. 


—  280  — 

Llegado  á  Buenos  Aires  recibí  mi  reforma,  y  aún  en 
ésta,  lejos  de  favorecerme  como  se  hizo  con  algunos,  se 
me  perjudicó  y  solo  me  tocaron  17  mil  y  pico  de  pesos 
en  papel,  creo  del  6  %.  Hipotequé  la  mitad  de  ellos  á 
José  María  Esteves  por  2  mil  pesos  para  poner  una  casa 
de  negocio  en  el  Monte.,  á  cargo  de  mi  hermano  Mariano, 
por  tres  meses,  pagándole  el  2  Va  %  mensual.  Al  tiem- 
po de  hacer  la  hipoteca,  quiso  comprarme  Jos  billetes  al 
40  %  y  no  quise,  porque  al  acercarse  el  trimestre  de  los 
réditos,  subían  de  precio  los  fondos,  pues  calculaba  que 
cuando  el  vencimiento  del  plazo,  no  hubiese  podido  reu- 
nir el  dinero  para  pagarle,  podría  venderle  á  mejor 
precio . 

El  resultado  fué  que  al  llegar  el  plazo  no  se  pudo 
reunir  los  dos  mil  pesos  por  haber  sido  muy  escasas  las 
rentas  y  que  los  fondos  en  vez  de  subir  bajaron.  Asi  fué 
que  para  pagarle  tuve  que  vendérselos  á  él  mismo  á  37  V2 
%  en  vez  de  los  40  á  que  me  los  quiso  pagar  al  dejarle 
en  hipoteca,  no  recuerdo  si  9  ó  10  mil  pesos. 

Como  yo  no  tenía  fortuna  ni  podía  mantener  mi  cre- 
cida familia  con  solo  los  réditos,  muy  pronto  tuve  que 
quedarme  sin  un  peso  de  la  reforma  porque  fué  preciso 
irla  enagenando  por  partes.  Pero  otros  que  no  estaban 
en  mi  caso  y  que  no  necesitaban  de  la  reforma  para  vi- 
vir y  que  á  más,  habían  sido  favorecidos  por  localidades, 
hicieron  negocio.  Uno  de  ellos  fué  el  coronel  Arévalo  á 
quien  le  tocaron  noventa  y  tantos  mil  pesos  de  reforma: 
no  se  hallaba  en  mi  estado;  el  rédito  de  una  tan  crecida 
suma,  le  producía  lo  bastante  para  no  verse  precisado  á 
tocarla;  así  fué  que  al  muy  poco  tiempo  habiendo  subido 
los  fondos  vendió  su  reforma  al  noventa  y  cuatro  por 
ciento  y  salió  algo  mejor  que  si  hubiera  vendido  á  la 
par  al  principio,  por  los  réditos  que  percibió  . 

Yo  me  hallaba  en  la  Guardia  del  Monte  sólo,  y  el 
coronel  Arévalo  permanecía  también  allí  con  el  Cuerpo 
que  le  habían  mudado  de  nombre  llamándole  de  Blanden- 
gues, no  recuerdo  si  en  el  1823  ó  1824,  y  había  dispuesto 
mi  marcha  á  Buenos  Aires  para  el  siguiente  día,  no  sé 


—  281  — 

de  qué  mes;  cuando  en  la  madrugada  de  él,  se  iutroduce 
un  número  crecido  de  indios  'pampas  y  arrebatan  las 
caballadas  del  Cuerpo  que  pastaban  en  la  parte  del  Sala- 
do, y  hacían  una  reunión  además  de  haciendas  vacunas 
y  de  familias  cautivas  que  habían  sorprendido. 

Estaba  ya  ensillando  mi  caballo  para  marcharme, 
cuando  se  me  agolpa  el  vecindario  de  la  Guardia  á  pe- 
dirme que  no  los  desampare  y  que  me  quede  á  defender- 
los, pues  todo  el  vecindario  se  comprometía  á  ponerse 
bajo  mis  órdenes  y  salir  á  defender  sus  haciendas  y  sus 
familias. 

Fueron  tantas  las  instancias  que  se  me  hicieron  y  la 
compasión  que  me  causó  al  ver  aquellas  gentes  tan  afli- 
gidas, y  á  los  que  habían  sido  mis  soldados  á  pié  y  sin 
saber  que  hacer,  que  monté  á  caballo  y  puesto  á  la  ca- 
beza de  unos  veinte  y  tantos  vecinos  que  estaban  presen- 
tes, corrí  al  campo  á  juntar  las  caballadas  que  había 
por  las  cercanías,  y  con  los  indios  ya  á  la  vista  y  jun- 
tando los  ganados  (^). 

En  pocos  minutos  regresé  á  la  Guardia  arreando  toda 
cuanta  caballada  pude  juntar  y  que  bastaba  para  que 
sirviese  al  cuerpo  del  coronel  Arévalo.  Se  las  metí  al 
corral  de  la  misma  Guardia,  bajo  de  fosos,  y  salí  con 
cerca  de  80  vecinos  en  alcance  de  los  indios,  mientras  los 
Blandengues  ensillaban.  A  poco  que  nos  separamos  de 
la  Guardia  hacia  el  nord-oeste  que  era  la  dirección  que 
recorrían  los  indios,  vimos  ya  salir  á  los  Blandengues 
con  su  coronel  Arévalo  á  la  cabeza,  en  dirección  á  la 
Guardia  de  Lobos,  algo  desviados  de  nosotros  hacia  el 
norte.  Cargué  en  seguida  sobre  la  indiada  que  empezó 
á  huir  arriando  las  haciendas. 

Apuré  el  paso  y  abandonaron  las  haciendas  (jue  arria- 
ban y  hasta  algunas  cautivas,  entre  ellas  la  familia  del 


(')  Ksta,  mi  aparición,  salvó  al  ayudante  entonces  N.  Lope/  de  ser 
tomado  por  los  indios,  pues  habia  salidc)  en  comisión  por  Arévalo  para 
descubrirlos,  no  sé  si  con  dos  ó  cuatro  hombres,  y  lo  cercaron  en  un  rancho, 
I>ero  se  defendió  bi-íarramcnte,  y  los  indios  huyeron  al  ver  mi  fuerza. 


teuieute  coronel  Saraza,  que  se  la  llevaban  de  su  h^^cieiida. 
Nos  acercábamos  ya  al  río  Salado,  muy  inmediatos  á  los 
indios,  con  mi  hermano  Mariano  á  la  cabeza,  cuando 
vuelven  los  indios  sobre  mí,  estando  ya  pasando  el  río 
algunos  de  ellos.  Causándome  estrañeza  dicha  vuelta, 
vuelvo  la  vista  á  mi  gente  para  mandar  á  acometerlos  y 
me  encuentro  que  habían  vuelto  caras  y  que  iban  en 
fuga,  y  era  esta  precisamente  la  causa  porque  los  indios 
habían  vuelto  sobre  nosotros  viéndonos  solos. 

Volvimos  nuestros  caballos  á  escape,  y  dando  voces 
de  «alto»  á  los  vecinos,  pero  imposible  de  contenerlos  ó 
que  se  detuvieran;  mientras  tanto  ya  los  indios  nos  tira- 
ban sus  boleadoras  y  amenazaban  con  sus  grandes  chu- 
zas, y  á'mi  hermano  que  me  cubría  la  espalda,  le  habían 
atado  ya  por  la  cintura  un  par  de  boleadoras. 

Los  Blandengues  con  Arévalo  nos  divisaban  de  lejos 
y  seguían  al  galope,  no  hacia  nosotros  para  favorecernos 
sino  dirigiéndose  al  norte.  Cerré  espuelas  entonces  á  mi 
caballo,  y  alcanzando  á  varios  de  los  vecinos,  les  dije 
mil  desvergüenzas,  echándoles  en  cara  que  si  me  habían 
comprometido  solo  para  abandonarme,  y  pude  contener- 
los. Los  indios  así  que  me  vieron  volver  con  algunos 
hombres,  echaron  á  correr, 

Los  perseguí  hasta  que  se  echaron  todos  á  la  otra 
banda  del  Salado,  que  estaba  crecido,  pero  abandonando 
las  haciendas.  Se  me  reunieron  todos  los  milicianos,  pero 
Arévalo  había  pasado  con  sus  Blandengues  como  á  diez 
cuadras  del  Salado,  hacia  Buenos  Aires.  Corrí  á  él  y  ya 
se  movió  á  mi  encuentro.  Dígole  que  pasemos  en  el  mo- 
mento en  persecución  de  los  bárbaros,  y  se  me  niega, 
pretestando  estar  mal  montado  y  no  saber  el  número  de 
los  indios  que  habían  al  otro  lado.  Pídele  que  me  dé  un 
escuadrón  para  pasar  con  él  y  los  vecinos,  me  lo  niega 
también,  diciendo  que  ora  mejor  esperar  al  siguiente  dia 
que  se  habrían  reunido  ya  más  fuerzas. 

-  ¡Quede  Vd.  con  Dios! — le  dije,  y  me  marché  impa- 
cientado para  Buenos  Aires,  con  mi  hermano  y  un  orde- 
nanza que  tenia. 


_  •  » 

I 


—  283  — 

Se  lue  había  olvidado  decir  que  el  día  que  entregué 
al  coronel  Arévalo  el  cuerpo  y  me  marché  para  Buenos 
Aires,  tuvo  más  de  60  desertores. 

El  17  de  setiembre  del  año  1822,  nació  mi  segun- 
do hijo  á  quien  puse  por  nombre  Francisco  Ciríaco, 
y  del  cual  fueron  sus  padrinos  el  coronel  Juan  Ma- 
nuel Rozas  y  su  señora,  pues  habíamos  cultivado  una 
amistad  sincera  desde  que  le  conocí  á  mi  llegada  el  año 
1820,  con  motivo  de  los  sucesos  ocurridos  cuando  me  pi- 
dió el  pueblo  por  su  General,  y  el  4  de  diciembre  del 
siguiente  año  1823,  otra  hija  mujer,  á  quien  puse  el  nom- 
bre de  Bárbara,  por  ser  el  santo  ó  santa  del  día,  y  de 
la  cual  fueron  sus  padrinos,  mí  antiguo  compañero  y 
amigo,  el  coronel  Manuel  Dorrego  y  su  señora. 

A  fines  del  año  1824,  habiendo  cumplido  el  señor 
gobernador  Martin  Rodríguez  el  término  de  su  mando  y 
dejando  la  Provincia  en  el  mejor  estado  de  tranquilidad 
y  adelanto,  gracias  al  señor  Bernardino  Rivadavia  que 
se  había  encargado  del  Ministerio  de  Gobierno  y  Rela- 
ciones Exteriores,  á  fines  del  año  1821;  le  sucedió  en  el 
gobierno  el  general  Juan  Gregorio  de  Las  Heras. 

El  16  de  diciembre  se  instaló  en  Buenos  Aires  el 
Congreso  General  Constituyente,  pero  antes  de  haberse 
instalado,  había  promovido  el  coronel  Juan  Manuel  Ro- 
zas entre  los  hacendados  de  la  campaña,  el  elevar  una 
solicitud  al  Congreso  ó  sala  de  Representantes,  pidiéndo- 
me á  mí  por  Comandante  General  de  la  campaña,  sin  que 
yo  tuviese  conocimiento  de  semejante  proyecto,  y  el^  en- 
cargado de  hacer  la  presentación  fué  el  canónigo  Fi- 
gueredo.  No  faltó  quien  hubiese  comunicado  al  Gobier- 
no que  se  andaban  ya  recogiendo  las  firmas  entre  los 
hacendados  de  la  campaña  para  dicho  objeto,  y  se  le  in- 
timó por  la  policía,  de  orden  del  Gobierno,  al  encargado 
de  recogerlas,  que  serían  soberanamente  reprendidos  si 
tal  solicitud  presentaban;  con  este  motivo  desistieron  de 
dicho  proyecto. 

Como  á  esa  fecha  ya  se  tenía  en  Buenos  Aires  la 
noticia  de  la  victoria  de  Ayacucho  por  el  general  Sucre, 


-  284  - 

8obre  el  ejército  español,  y  el  Gobierno  habla  nombrado 
á  consecuencia  de  esta  noticia,  al  general  y  gobernador 
de  Salta,  Juan  A.  de  Arenales,  para  que  expedicionara  con 
las  fuerzas  de  su  provincia  al  Alto  Perú,  contra  el  gene- 
ral Olañeta,  que  se  mantenía  separado  del  virey  Laserua, 
en  Chuquisaca,  quizo  el  gobierno  del  señor  Las  Heras, 
que  yo  acompañase  al  general  Arenales,  para  dicha  ex- 
pedición, y  fui  nombrado  para  marchar  á  Salta  á  pesar 
do  estar  reformado,  llevando  en  mi  compañía  al  enton- 
ces sargento  mayor  Ramón  Rodríguez  y  no  recuerdo  si 
dos  oficiales  mas. 

El  23  de  marzo  me  puse  en  marcha  por  la  posta, 
vendiendo  antes  la  casa  y  chacra  que  tenía  en  la  Guar- 
dia del  Monte,  á  P.  Arnold,  para  dejar  algún  recurso  á  mi 
familia  y  pagar  una  pequeña  deuda. 

Habiendo  llegado  á  Salta  en  el  mes  siguiente  y 
encontrándome  con  la  noticia  de  haberse  marchado  ya 
hacía  algunos  días  el  Gobernador,  con  una  división  de 
las  tres  armas,  y  llevando  de  su  segundo  al  entonces 
teniente  coronel  José  María  Paz,  al  mando  de  un  bata- 
llón de  infantería,  continué  inmediatamente  mi  marcha 
hasta  Nazareno,  en  donde  alcanzó  acampada  con  la  divi- 
sión al  teniente  coronel  José  María  Paz,  he  dicho  mal, 
había  sido  yo  promovido  á  Coronel  del  batallón  que 
mandaba,  pues  el  general  Arenales  habíase  adelantado  á 
Potosí  á  verse  con  el  general  Sucre  que  se  le  había  ade- 
lantado y  batido  ya  al  general  Olañeta. 

Llegaría  como  á  las  tres  de  la  tarde  y  encontré 
comiendo  á  mi  antiguo  compañero  y  amigo  Paz,  que  me 
recibió  con  el  mayor  cariño;  pero  esa  misma  noche  ata- 
cóme un  tabardillo  furioso.  Los  facultativos  que  hablan 
allí  fueron  de  opinión  que  se  me  sangrara  en  el  acto, 
porque  de  lo  contrario  moriría. 

Yo  he  sido  y  soy  hasta  el  día,  contrario  á  sangrar- 
me y  hasta  ver  la  sangre  de  otro,  porque  me  descompon- 
go, por  consiguiente  me  opuse  fuertemente.  Mi  amigo  el 
coronel  Paz,  á  quien  los  médicos  le  habían  dicho  (|ue  si 
no    me    sangraba    moriría;    viendo    mi  resistencia  quizo 


—  285  — 

hacerse  picar  una  vena  en  el  brazo  para  animarme,  pero 
ino  opuse  resueltamente  diciendo,  que  era  inútil  que  lo 
hiciera,  porque  no  conseguiria  que  yo  rae  resolviera,  y 
nae  empeñé  en  que  se  me  diera  un  vomitivo  que  casual- 
mente lo  tenían  en  la  división,  pues  se  había  ofrecido 
hablar  de  dicha  medicina,  poco  después  de  mi  llegada, 
con  cuyo  motivo  lo  supe. 

Tuvieron  al  fin  que  ceder  y  continué  tomando  el 
n[)¡smo  remedio  durante  cuatro  ó  cinco  días  que  perma- 
necimos en  dicho  punto,  pero  muy  malo,  y  en  este  es- 
lado  tuve  que  marchar  en  retirada  con  la  división  por- 
que recibió  el  coronel  Paz  la  orden  de  retroceder,  del 
general  Arenales.  Cuando  llegamos  al  pueblo  de  Mojo, 
empezó  á  ceder  un  poco  la  fiebre,  pero  recibí  allí  una 
noticia  que  casi  me  costó  la  vida. 

Desde  que  salí  de  Buenos  Aires  no  había  tenido 
noticia  alguna  y  recibí  una  carta  de  mi  padre  político 
por  medio  de  un  comerciante  que  pasaba  para  el  Perú, 
en  que  me  avisaba  la  muerte  de  mi  Barbarita,  que  la 
había  dejado  de  15  meses  sana,  y  era  todo  mi  que- 
rer. Abrir  la  carta,  no  ver  letra  de  mi  señora  v  encon- 
trarrae  con  aquella  noticia,  fué  para  mi  una  puñalada 
mortal. 

Me  hizo  sufrir  mucho  y  en  el  estado  sumo  de  debi- 
lidad  en  que  me  encontraba,  se  afligía  en  extremo  el 
médico  para  serenarme;  salí  de  Mojo  á  fuerza  de  las 
instancias  del  facultativo,  pues  la  división  había  mar- 
chado demorándome  yo  por  recibir  la  carta.  Llegamos  á 
la  quebrada  de  Sococha  con  mucho  trabajo,  cerrada  ya 
la  noche,  pero  un  poco  aliviado:  allí  descansamos  dos  ó 
tres  días  y  continuamos  después  hasta  Salta  á  cuya  ca- 
pital llegué  ya  fuera  de  peligro,  pero  muy  debilitado, 
creo  que  á  principios  de  julio. 

Mientras  convalecía  en  Salta,  recibí  orden  del  go- 
bernador de  la  provincia  de  Buenos  Aires,  general  Las 
Heras,  encargado  por  el  Congreso  Nacional  de  los  asun- 
tos de  guerra,  para  conducir  el  contingente  que  el  go- 
bierno pedía  á  la  Provincia,  para  la  guerra  con  el  impe- 


—  286  - 

rio  del  Brasil,  y  marché  á  Tucumáti  para  activar  el 
apresto  del  contingente  de  aquella  Provincia  y  el  de 
la  de  Catamarca,  después  de  d<'jar  prevenido  al  gober- 
nador de  Salta  para  que  aprestara  el  suyo,  para  cuando 
lo  pidiera  yo  desde  Tucumán,  cá  fin  de  llevarlos  todos 
reunidos. 

Gobernaba  en  esa  época  en  la  provincia  de  Tucunaán, 
el  comandante  de  milicias  Javier  López,  que  se  había 
hecho  gobernador  él  mismo,  sublevándose  contra  su  Go- 
bernador, patrón  y  protector,  el  coronel  mayor  Bernabé 
Araoz,  primo  hermano  mío  y  fusilándolo  también,  así  á 
él,  como  á  su  hermano  Pedro  y  varios  otros  jefes  y 
oficiales  que  le  servían;  no  recuerdo  si  en  el  año  ante- 
rior; y  el  gobernador  de  Catamarca  era  el  coronel 
Gutiérrez. 

Habiendo  llegado  á  Tucumán  y  manifestándole  al 
gobernador  López,  el  encargo  que  tenía  del  Presidente 
de  la  República  para  conducir  los  contingentes  de  tropas 
que  había  pedido  dicho  gobierno  á  las  Provincias  y  que 
me  hallaba  facultado  para  proveer  á  los  gastos  de  su 
conducción,  se  excusó  López  de  darlo  con  mil  pretextos. 
Yo,  que  deseaba  vivamente  llevar  de  mi  país  natal  un 
brillante  cuerpo  de  caballería  con  que  poder  lucir  en 
aquella  guerra  nacional,  hice  todos  los  esfuerzos  que  pu- 
de para  que  el  gobernador  López  se  prestara  á  facilitar- 
lo; y  tanto  mayor  era  mi  interés,  cuando  sabia  que  mu- 
chos jóvenes  deseaban  acompañarme;  mas  todos  mis  em- 
peños fueron^  inútiles,  pues  hasta  se  negó  á  permitirme 
publicar  una  proclama  para  llevar  solo  á  los  hombres 
que  voluntariamente  quisieran  seguirme,  pues  quería  por 
dicho  medio  libertarlo  á  él  del  compromiso  de  obligar 
á  los  milicianos  á  marchar,  designándolos  él. 

La  Provincia  estaba  entre  tanto  muy  desagradada 
de  él,  y  aun  había  por  los  montes  partidas  de  hombres 
insurreccionadas  y  acaudilladas  por  oficiales  ó  vecinos 
de  los  partidarios  del  gobernador  Araoz,  su  victinia,  y 
además  de  esto  se  conservaban  en  las  provincias  de 
Santiago    del    Estero   y   de    Catamarca    (que   de   teuen- 


—  287  — 

cias  del  gobierno  de  Tuciimán,  habianse  declarado  pro- 
vincias independientes,  para  voltear  al  Presidente  Araoz, 
en  unión  con  López)  varios  jefes  y  oficiales  del  partido 
de  Araoz  que  habían  emigrado  después  de  su  caída, 
y  los  cuales  estaban  protejidos  por  los  gobiernos  de  ani 
bas  Provincias,  por  haberles  López  faltado  á  las  pro- 
mesas que  les  hizo  para  que  los  ayudara  á  voltear  á  su 
bienhechor. 

Para  que  todo  el  mundo  conozca  la  clase  de  sen- 
timientos de  López  y  su  conducta,  haré  una  verídica 
relación  de  cuanto  le  debía  al  gabernador  Araoz. 

Javier  López  .era  un  pobre  joven,  hijo  de  un  pobre 
vecino  de  Monteros,  compadre  creo  de  Bernabé  Araoz,  y 
su  ejercicio  era  el  de  hacer  correr  los  caballos  pareje- 
ros, y  que  se  acostumbran  por  allá  dar  un  medio  por 
peso  de  lo  que  se  juega  en  la  carrera,  al  corredor  que 
gana.  Este  era  su  ejercicio,  pero  era  un  muchacho  jui- 
cioso. 

Bernabé  Araoz,  que  antes  de  ser  Gobernador  fué 
comerciante,  se  lo  pidió  á  su  padre  y  lo  trajo  á  su  lado 
á  su  tienda,  y  le  enseñó    á  leer  y  á  escribir. 

El  joven  se  comportó  bien  y  Araoz  lo  mandó  á 
Buenos  Aires  con  cartas  de  recomendación  para  su  apo- 
derado y  amigos,  y  lo  puso  en  giro. 

Condújose  bien  el  joven  y  siguió  lomentándolo  Araoz; 
hasta  que  á  consecuencia  de  la  revoluciíni  del  ejército 
en  Arequito,  siendo  ya  gobernador  Araoz,  se  proclamó 
Presidente  de  la  República  de  Tucumán  y  lo  nombró  Co- 
ronel de  milicias,  á  su  ahijado  López,  para  que  lo  ayu- 
dara. De  este  modo  fué  como  López  vino  á  figurar  por 
solo  su  bienhechor  Araoz,  y  el  modo  con  que  le  pagó 
tantos  sacrificios. 

Me  marché  á  principios  de  noviembre  de  dicho  año 
1825,  para  Catamarca,  á  fin  de  activar  el  apresto  del 
contingente  de  dicha  Provincia,  y  de  facilitarle  á  su  Go- 
bernador Gutiérrez  los  fondos  que  necesitara  para  remi^ 
tírmelo  á  Tucumán,  en  donde  había  dejado  encargado  á 
mi  tío  el  doctor  Pedro  Miguel  Araoz,  cura  y  vicario,  de 


—  288  — 

hacer  todo  empeño  para  que  López  me  permitiera  llevar 
los    hombres  que  querían  seguirme.  —  Puesto    en   Cata- 

m 

marca  y  después  de  haber  allanado  con  el  gobernador 
Gutiérrez  el  mas  pronto  envío  de  su  contingente,  resolví 
regresar  al  siguiente  día  para  Tucumán;  cuando  por 
la  tarde  me  comunica  mi  primo  el  doctor  Agustín  Co- 
lombres  que  era  cura  de  Piedra  Blanca  y  se  hallaba  allí, 
que  iban  á  marchar  al  siguiente  día  sobre  López  todos 
los  jefes  del  partido  del  finado  Araoz,  que  se  hallaban 
allí  auxiliados  por  el  gobernador  Gutiérrez  y  que  igual 
movimiento  debían  practicar  los  que  se  hallaban  en  la 
provincia  de  Santiago,  encabezados  por  mi  primo  her- 
mano el  comandante  José  Manuel  Helguera. 

Asi  que  me  hubo  informado  de  ésto,  sacándome  co- 
mo de  paseo  para  comunicármelo  á  mi  sólo,  me  opuse 
abiertamente,  manifestándole  los  males  y  desgracias  que 
habrían  indudablemente  en  nuestra  provincia,  ocasiona- 
dos irremisiblemente  por  todos  aquellos  hombres  resen- 
tidos, contra  cuantos  pertenecían  al  partido  de  López,  de 
que  dimanarán,  le  dije,  las  mas  fatales  consecuencias,  por 
los  resentimientos  y  odios  que  van  á  engendrarse  por 
las  venganzas  que  estos  hombres  van  á  ejecutar. 

Habiéndome  él  replicado  que  no  había  otro  remedio 
que  era  preciso  quitar  aquel  malvado  que  había  enluta- 
do tantas  familias  v  llevaba  la  muestra  de  ser  un  tirano 
feroz;  le  dije: — «Pues  diga  Vd  ,  primo,  al  gobernador 
Gutiérrez  que  suspenda  la  salida  de  esos  hombres  y  escriba 
también  á  Ibarra  para  que  haga  lo  mismo,  que  yo  voy 
á  encargarme  de  quitar  á  López,  sin  efusión  de  sangre, 
y  sin  que  se  cometa  ninguna  tropelía,  ni  venganza». 

—  «¡Cuánto  me  alegro,  me  dijo,  de  que  seas  tú  el  que 
nos  libertes  de  ese  malvado;  Asi  podrás  llevar  los  hom- 
bres que  quieras  y  dejarnos  en  paz». 

Regresamos  en  el  acto  á  casa  del  gobernador  Gutié- 
rrez y  le  comunicó  al  instante  mi  pensamiento  á  virtud 
de  haberme  él  manifestado  la  marcha  que  iban  á  em- 
prender los  jefes  emigrados. 

El  gobernador  Gutiérrez  se  alegró  mucho  y  se  ofre- 


/ 


—  289  - 

ció  para  acompañarme  con  la  fuerza  que  yo  quisiera.  Le 
contesté  que  no  necesitaba  ninguna,  que  solo  quería  que 
me  proporcianara  un  oficial  de  su  confianza  con  ocho 
hombres  buenos,  pero  que  éstos  habian  de  presentárseme 
como  voluntarios;  que  en  aquella  misma  hora  colocaría 
unas  proclamas  en  los  lugares  mas  públicos,  invitando 
á  los  que  quisieran  seguirme  voluntariamente  para  mar- 
char á  la  guerra  contra  el  Brasil,  y  que  al  siguiente  día 
temprano  dispusiera  fuera  á  ofrecérseme  al  lugar  desig- 
nado para  que  todo  el  mundo  los  tuviera  por  presenta- 
dos, pues  que  con  aquellos  me  eran  bastantes. 

Gutiérrez  convino  al  instante:  fijé  ó  el  hizo  fijar  las 
proclamas  que  hice  en  el  acto,  y  al  siguiente  día  se  me 
presentaron  individualmente  el  oficial  y  los  8  hombres, 
con  cuatro  ó  cinco  hombres  mas  que  se  ofrecieron  á  se- 
guirme muy  ajenos  de  mi  pensamiento. 

En  la  tarde  de  ese  mismo  día  marché,  creo  que  á 
mediados  de  noviembre,  con  13  ó  14  hombres  incluso  el 
ordenanza  que  habia  llevado. 

Llegué  al  pueblo  de  Monteros  donde  estaban  los 
hermanos  del  gobernador  López,  que  eran  nativos  de  di- 
cho pueblo,  y  su  hermano  mayor,  Luis,  que  era  el  juez, 
me  proporcionó  á  pedimento  mío,  14  caballos  para  pasar 
muy  de  mañana  el  26,  y  los  cuales  debía  devolverlos  de 
Tucumán.  Parecía  que  el  juez  como  adivinando  mis  in- 
tenciones, hubiese  mandado  escoger  los  peores  animales, 
sin  embargo  que  no  habia  dejado  traslucir  nada,  pues 
tuve  que  mudar  varios  en  el  camino.  Me  acercaba  ya 
á  la  ciudad  de  Tucumán.  cuando  descubro  al  gobernador 
López,  que  venia  del  pueblo  á  galope  con  una  escolta  de 
seis  hombres  por  detrás,  y  el  cual  asi  que  me  vio  se 
hizo  á  la  derecha  del  camino  y  siguió  al  trote.  Yo  me  hice 
el  que  no  lo  advertía  y  continué  por  ver  si  se  dirigía  á 
mi,  mas  viendo  que  iba  ya  á  pasarse  por  mi  izquierda 
sin  hablarme,  mandé  parar  mi  partida  y  galopé  á  salu- 
darlo, y  encontrándolo  le  di  la  mano  y  saludé. 

Era  tal  el  sobresalto  con  que  me  recibió,  que  al  to- 
marle la  mano  lo  noté  temblando.  No  quise  apresar- 
lo 


—  290  — 

lo  y  me  despedí,  habiéndome  él  dicho  que  iba  á  dar 
un  paseo  á  Monteros,  pues  que  si  hubiera  querido  to- 
marlo me  bastaban  los  hombres  de  su  escolta  para 
amarrarlo,  pues  eran  soldados  de  nuestro  ejército,  mas 
pensé,  si  tomo  á  este  hombre,  por  sobre  mi  lo  matan 
los  civícos  del  pueblo  ó  me  comprometen  incluso  la  ma- 
yor parte  de  los  vecinos  agraviados  por  él;  mejor  será 
que  se  escape. 

Entré  al  pueblo  como  á  la  una  p.  m.  y  devolví  en  el 
acto  todos  los  caballos,  quedándome  á  pié  con  mis  14 
hombres.  En  el  acto  mandó  llamar  al  sargento  Corbe- 
ra,  un  pardo  pastero,  para  que  viniera  trayéndome  mi 
caballo  que  se  lo  habia  dejado  á  cuidar  en  su  quin- 
ta, á  mi  tio  cura,  Araoz,  que  era  muy  aficionado  á  las 
carreras  y  no  le  faltaban  nunca  cinco  ó  seis  caballos 
buenos,  mandé  pedirle  que  me  hiciera  el  gusto  de  man- 
darme todos  sus  caballos  para  escoger  el  que  mas  me 
agradara,  para  dar  un  paseo  esa  tarde  y  que  al  instan- 
te se  devolvería  los  otros. 

La  casa  del  cura  estaba  á  una  cuadra  de  la  mía 
y  yo  á  una  y  media  de  la  plaza,  pues  me  alojé  en  casa 
de  mi  hermana  Catalina,  madre  del  valiente  joven  Cri- 
sóstomo  Alvarez,  en  la  casa  contigua  á  la  en  que  se  de- 
claró la  Independencia  por  el  soberano  Congreso. 

Habia  llegado  ya  el  sargento  Corbera  montado  y 
con  mi  caballo  de  tiro,  y  seis  más  que  me  mandó  el 
Cura,  con  sus  criados. 

Hice  apretar  la  puerta  de  calle  y  mandé  ensillar 
en  el  momento  al  oficial  y  cinco  soldados,  y  que  al- 
zaran en  ancas  cada  uno  de  ellos  incluso  Corbera  á  los 
demás. 

Listos  ya  todos  y  montados,  mandé  abrir  la  puerta 
y  salí  á  escape  para  la  plaza,  habiendo  dirigido  al 
oficial  cpn  dos  ginetes  y  los  de  sus  ancas  á  casa  del 
secretario  de  Gobierno,  Paz,  sita  en  la  misma  plaza,  y  al 
sargento  con  otros  tantos  á  casa  de  mi  tio  el  coronel 
Diego  Araoz,  suegro  del  gobernador  López  y  encargado 
del  gobierno  por  éste,  para  que  lo  prendiera   sin  demo- 


-  291  — 

ra.  De  modo  que  yo,  solo  con  un  ginete  y  un  soldado  á 
sus  ancas  corrí  á  la  guardia  de  Cabildo  que  era  de  cí- 
vicos. Esta  así  que  que  me  vio  entrar  á  escape  á  la  plaza, 
grita  el  centinela: — «á  las  armas»,  y  sin  saberlo  que  era. 

Cuando  llegué  á  los  portales  del  Cabildo,  la  guar- 
dia que  era  de  18  á  20  hombres  estaban  acabando  de 
formar  de  tropel  y  parando  mi  caballo  delante  de  ella  les 
dije: — «¡Mis  valientes  cívicos,  estad  conmigo!»  «¡Sí  mi 
Coronel,  que  viva  la  patria!» — gritaron  todos  incluso  el 
centinela.— «Pues  mantenerse  firmes  y  esperar  mis  órde- 
nes»— les  dije,  y  corrí  con  solo  el  soldado  que  me  acom- 
pañaba con  otro  enancado  al  cuartel  de  morenos  del  10, 
que  era  la  escolta  del  gobernador  López,  y  estaba  á  una 
cuadra  de  la  plaza  donde  era  la  maestranza,  y  estaban 
los  cañones. 

Encontré  comiendo  á  la  guardia  en  el  zaguán  del 
edificio  y  los  demás  en  el  patio,  y  entrando  sin  detener- 
me les  dije,  con  ¡espada  en  mano:— ¡Cazadores  venirse 
conmigo  á  la  plaza!  ¡Si  mi  coronel!  que  viva  nuestro 
Coronel!  fué  el  grito  de  todos  y  corriendo  á  sus  armas 
salieron  todos  conmigo,  y  sin  quedar  allí  mas  que  el 
cabo  de  guardia,  el  centinela  y  dos  hombres  mas  que 
mandé  dejar,  y  corrí  con  ellos  á  la  plaza,  y  mandé  tocar 
la  campana  del  Cabildo  con  los  40  morenos  armados  de 
la  escolta  de  López  llegaba  también  el  teniente  Bildoza, 
que  este  era  el  apellido  del  oficial  catamarqueño,  y  el 
sargento  Corbera,  trayendo  presos  al  gobernador  delega- 
do Diego  Araoz  y  al  secretario  de  López,  Javier  Paz,  que 
venían  mas  muertos  que  vivos. 

«No  hay  que  sorprenderse  mi  querido  tío  y  mi  pai- 
sano Paz,  les  dije,  solo  siento  la  sorpresa  noticia  que 
les  he  causado;  pero  no  es  mía  la  culpa,  sino  del  gober- 
nador López  que  ha  provocado  este  paso».  -  «Ya  nos  ha- 
cemos cargo;  cuanto  baque  debía  López  dejar  el  Gobierno 
que  no  le  trae  sino  incomodidades»,  me  contestó  mi  tio; 
y  el  Secretario  añadió,  mas  vuelto  ya  en  sí — «¡Pero  el  señor 
Gobernador  vendrá  muy  pronto  con  fuerzas  y  V.  S.  no 
debe    descuidarse    mucho    ni    considerarse  tan  seguro!» 


—  292  — 

«¡Ojalá  se  crean  Vds.  tan  seguros  como  yo!»— le  repuse 
un  poco  airado  y  le  vi  perder  el  color  que  había  empe- 
zado á  volverle. 

Les  mandé  subir  al  Cabildo  y  poner  incomunicados, 
pero  avisando  á  sus  casas  que  no  tuvieran  por  ellos  el 
menor  recelo,  pues  les  respondía  de  ellos  yo  mismo. 

De  esta  manera  fué  ejecutado  un  movimiento,  sin 
fuerza,  sin  disparar  un  solo  tiro,  ni  ocasionar  el  mas 
leve  insulto;  y  lo  que  es  más,  sin  consultarlo  con  nadie, 
ni  aun  con  la  tropa.  Tal  es  la  confianza  del  que  pro- 
cede bien  y  obra  solo  por  el  interés  de  su  patria  y  el 
de  sus  compatriotas.  Pero  faltaba  'aun  para  tranqui- 
lizarme completamente  escuchar  el  parecer  de  los  Repre- 
sentantes del  pueblo  que  eran  amigos,  ó  partidarios  de 
López  los  más,  como  es  consiguiente. 

Este  movimiento  fué  practicado  la  víspera  de  mi 
cumple-años,  el  27  de  noviembre  del  año  1825,  y  esta- 
ban reuniéndose  á  gran  prisa  en  el  Cabildo  al  continuado 
llamar  de  la  campana,  los  Representantes  y  vecinos, 
mientras  yo  rae  mantenía  formado,  y  á  caballo  ya  todos 
mis  14  hombres  en  la  plaza,  engrosándose  los  cívicos 
con  las  armas  que  tenían,  que  eran  bien  pocas  por  cierto, 
pues  López  había  enterrado  las  sobrantes  y  también  las 
municiones. 

Asi  que  recibí  aviso  de  estar  ya  reunida  toda  la 
Representación  del  pueblo  y  porción  de  su  vecindario 
principal,  me  desmonté  y  subí  espada  en  mano  hasta  la 
sala  y  haciendo  en  ella  un  profundo  y  respetuoso  saludo 
á  todos  les  dije: 

«¡Los  señores  Representantes  de  mi  pueblo  saben 
mejor  que  yo  cual  es  el  estado  de  agitación  en  que  se 
encuentra  la  Provincia,  por  las  demasías  del  Gobierno! 
¡  Que  nos  hallamos  empeñados  en  una  guerra  nacional  y 
justa!  Y  que  habiendo  este  Gobierno  negádose  á  poner 
á  mi  disposición  el  contingente  de  tropas  que  le  deman- 
da el  señor  Presidente  de  la  República,  se  ha  negado 
hasta  el  extremo  de  no  permitirme  siquiera  llevar  tan 
jsolo   á   los    hombres   que    voluntariamente    quisieran    y 


—  293  — 

quieren  seguirme;  que  á  mas  de  esto  se  encuentran  en 
las  Provincias  vecinas,  muchos  jefes  expatríados  y  per- 
seguidos por  el  gobernador  López,  los  cuales  contan- 
do con  el  apoyo  de  dichos  gobiernos  iban  ya  á  caer 
sobre  la  Provincia  y  ejecutar  como  era  de  esperarse,  los 
males  que  yo  dejo  al  alcance  de  los  Representantes  y 
del  mismo  pueblo  en  calcularlos!!! 

Sabedor  de  esta  noticia  señores,  en  los  momentos  de 
mi  salida  de  Catamarca,  me  he  decidido  á  dar  sólo 
el  paso  que  acabo  de  dar,  por  solo  salvar  á  mi  cuenta 
y  á  ese  mismo  Gobernador  contra  quien  todos  se  dirigían! 
Porque  me  he  creído  obligado  á  llenar  por  mi  mismo 
%este  deber  que  lo  creo  sagrado,  aun  exponiendo  mi  re- 
putación y  mi  vida.  Mi  interés  no  es  otro  que  este,  se- 
ñores y  el  de  marcharme  enseguida  á  cumplir  las  órdenes 
que  tengo  del  Gobierno  Supremo  para  defender  los  dere- 
chos y  el  honor  de  nuestra  patria. — Los  señores  Repre- 
sentantes y  el  pueblo  que  está  reunido  á  su  lado,  deli- 
berarán francamente  lo  que  consideren  de  justicia,  muy 
ciertos  de  que  seré  el  primero  en  obedecer  su  mandato, 
aunque  sea  contra  mi  mismo,  y  para  lo  cual  bajo  á  es- 
perarlo á  la  plaza».. 

Dicho  esto,  hice  un  respetuoso  saludo  con  la  cabeza  y 
con  mi  espada,  y  me  salí,  dirigiéndome  á  esperar  la  reso- 
lución á  caballo.  Permanecí  montado  y  en  silencio  lar- 
go rato  á  presencia  de  un  inmenso  concurso  del  pueblo. 
Los  Representantes,  según  fui  informado  después,  pesa- 
ron las  razones  que  yo  les  había  expuesto,  y  encontrán- 
dolas justas,  pues  todo  el  pueblo  las  conocía,  acordaron 
el  cese  de  López  y  nombrar  un  gobernante  provisorio, 
y  eligieron  al  doctor  Manuel  Berdia,  cirujano  del  ejérci- 
to auxiliar  del  Perú,  que  estaba  casado  y  avecindado  en 
Tucumán.  Habiéndose  este  negado  á  encargarse  del  Go- 
bierno, fué  nombrado  el  ciudadano  José  Manuel  Silva, 
que  se  negó  también.  Viendo  entonces  que  todos  rehu- 
saban y  que  las  circunstancias  eran  urgentes,  resolvieron 
todos  de  acuerdo  que  me  encargara  yo  del  gobierno  pro- 
visorio mientras  se  pacificaba  la   Provincia,  y  me  man- 


—  294  — 

daron  comunicar  el  nombramiento  por  medio  de  una  co- 
misión y  que  me  presentara  á  prestar  el  correspondiente 
juramento.  Bajé  de  mi  caballo  envainando  mi  espada, 
subí  con  los  comisionados  y  presté  el  juramento  por  so- 
lo el  tiempo  que  se  necesitara  para  alojar  las  alarmas, 
pues  mi  objeto  no  era  otro  que  el  de  volver  con  los  con- 
tingentes á  la  guerra  contra  el  Imperio  del  Brasil. 

Prestado  el  juramento,  exiji  de  la  Sala  que  se  inti- 
mara el  cese  á  López,  mandándole  abstenerse  de  contra- 
riar su  resolución,  y  avisándole  mi  nombramiento  pro- 
visorio. La  Sala  lo  acordó  en  el  acto  y  mandó  un  co- 
misionado al  instante  para  que  entregara  á  López  su 
acuerdo  por  escrito,  y  yo  bajé  entre  los  mas  placenteros 
vítores  de  todo  el  pueblo  á  tomar  mis  medidas  de  se- 
guridad. 

Mandé  en  el  acto  á  mi  primo  hermano  el  coronel 
de  milicias  José  Ignacio  Helguero  á  su  hacienda  de  la 
Ramada,  distante  seis  leguas,  con  orden  de  traer  en  esa 
misma  noche  todos  los  milicianos  de  ese  punto  que  pu- 
pudiese  reunir  y  trasmitiendo  á  Burruyaco  al  norte  ó  ñor 
oeste  el  acuerdo  de  la  Sala.  Mandé  también  al  coman- 
dante N.  Villafañe  á  la  Yerba  Buena  que  dista  una  le- 
gua y  media,  para  que  trajera  al  instante  los  hombres 
que  encontrara  en  sus  casas,  montados,  y  procurara  ar- 
mar los  cívicos  y  salí  á  situarme  al  campo,  á  la  parte 
de  la  capilla  del  Señor  de  la  Paciencia,  hacia  el  oeste  y 
á  pocas  cuadras  del  pueblo. 

Villafañe  estuvo  muy  pronto  de  regreso  con  mas  de 
50  milicianos  antes  de  cerrar  la  oración,  y  el  coronel 
Helguero  se  me  reunió  pasadas  las  10  de  la  noche,  con 
cerca  de  cien  hombres. 

Al  amanecer  el  28,  tuve  yo  aviso  de  que  López  ve- 
nía sobre  el  pueblo  con  mas  de  700  hombres.  Salí  á  es- 
perarle al  frente  de  la  Cindadela,  con  cien  cívicos,  des- 
armados los  mas  de  ellos,  los  40  morenos  de  la  escolta  de 
López  y  como  160  milicianos,  que  ordené  del  modo  si- 
guiente: 

Los  14  hombres  que  había  traído  de  Catamarca  con 


—  295  — 

el  oficial  Bildoza,  los  aumenté  á  25  con  algunos  soldados 
que  escogi  de  entre  los  milicianos  y  que  habían  perte- 
necido á  mi  regimiento  de  Húsares  de  Tucumán,  y  los 
coloqué  á  la  derecha  para  obrar  yo  con  ellos.  Desarmé 
á  los  40  morenos  y  pasé  sus  fusiles  á  los  cívicos,  que 
coloqué  al  centro,  bajo  la  dirección  de  sus  oficiales,  man- 
dados por  el  comandante  José  Ignacio  Bringas,  y  á  mi 
izquierda  coloqué  al  coronel  Helguero  con  todos  los  res- 
tantes que  eran  de  caballería  y  que  no  pasaban  de  140. 

Colocados  en  dicha  posición,  aparece  López  por  el 
camino  del  Rincón,  con  su  gran  línea  formada  y  avan- 
zando sobre  raí.  En  el  acto  salió  el  doctor  Agustín  Mo- 
lina, que  era  representante  de  la  Junta,  con  una  nota 
de  ésta  para  López,  intimándole  su  retiro,  y  cuyo  pase 
lo  firmé  yo  de  á  caballo  en  circunstancias  que  habían 
disparado  ya  unos  cuantos  tiros  algunos  de  los  hombres 
de  López  que  venían  adelantados  por  el  frente.  El  señor 
Molina  partió  de  galope  y  con  un  pañuelo  blanco  en  la 
mano  haciendo  señas,  y  yo  me  dirigí  al  frente  de  mis 
cívicos,  y  les  dije: 

—  «¡Ninguno  dispare  un  solo  tiro  contra  mis  pai- 
sanos, que  no  quiero  ofenderles.  Solamente  después  de 
provocados  por  ellos,  que  no  lo  espero,  sabré  defender- 
me! ¡Coronel  Helguero,  le  grité,  manténgase  Vd.  al  frente 
de  toda  esta  fuerza  sin  permitir  que  dispare  un  solo  ti- 
ro, pues  voy  solo  con  estos  25  hombres  á  recibir  á  Ló- 
pez! Si  Vd.  ve  que  él  me  acomete,  que  no  se  atreverá, 
defiéndame  Vd.  entonces!» 

Dicho  esto  y  habiendo  observado  que  López  asi  que 
recibió  la  comunicación  del  representante  doctor  Molina, 
lo  mandó  á  su  espalda  y  se  dirigió  hacia  mi  derecha,  á 
la  cabeza  de  mas  de  300  hombres,  á  galope  y  continuan- 
do el  resto  de  su  fuerza  al  mismo  aire  sobre  la  mía, 
le  salí  al  encuentro  de  galope  con  mis  25  hombres  en 
circunstancias  que  me  volteaban  á  mi  lado  á  un  orde- 
nanza, de  un  balazo.  Mis  pocos  hombres  empiezan  á 
oblicuar  sus  caballos,  á  la  derecha;  adviértelo  yo  y  pre- 
cipitóme sobre  López  que   venia  al  frente   de  los  suyos, 


—  296  — 

díciéndole: — «Ah!  ¡grandísimo  tunante  que  tienes  la  osadía 
de  venir  sobre  mí!  ¡Yo  te  haré  conocer  ahora  quien  es  La 
Madrid!»  Y  cerrando  las  espuelas  á  mi  soberbio  caba- 
llo, me  dirigí  á  él. 

Oir  ese  miserable  mi  voz,  conocerme  y  dar  vuelta, 
todo  fué  uno. 

Sus  soldados  asi  que  rae  notaron  dirigiéndome  á 
López,  dieron  vuelta  todos  y  echaron  á  correr.  Partien- 
do entonces  por  entre  medio  de  todos  ellos,  en  perse- 
cución de  López,  sin  ayudarme  de  ninguna  manera  de 
sus  soldados  que  dejaba  atrás,  porque  no  los  juzgaba  ca- 
paces de  hacer  armas  contra  mí,  llevaba  á  López  ra- 
yándolo con  mi  espada  por  las  espaldas;  pero  el  tunante 
que  era  mejor  ginete  que  yo,  me  ganaba  un  gran  terre- 
no en  cada  vizcachera  que  encontrábamos,  pues  las  sal- 
vaba tendido  sobre  el  pescuezo  de  su  caballo,  cuando 
yo  tenía  que  abrir  el  mío  para  salvarla. 

Advierto  en  esto  que  el  coronel  Helguero  se  había 
lanzado  acuchillando  á  los  que  huían  par  mi  izquierda, 
y  mando  tocar  «alto»  y  reunirse,  con  el  corneta  que  lleva- 
ba á  mi  lado.  Reunido  en  el  campo  de  los  Aguirres  con 
mi  fuerza,  escribo  el  parte  al  gobierno  de  Buenos  Aires 
instruyéndole  de  todo  lo  ocurrido,  y  de  las  razones  que 
me  habían  impulsado  á  dar  aquel  paso;  asegurándole  al 
mismo  tiempo  que  no  dudase  el  Gobierno  por  un  mo- 
mento de  que  yo  marcharía  en  el  acto  con  un  lucido 
contingente  de  mi  Provincia,  á  sacrificarme  por  defender 
los  derechos  y  la  gloria  de  mi  país.  Era  el  doctor  Ma- 
nuel José  García  el  Ministro  del  gobierno  de  Buenos 
Aires. 

Despachado  el  propio  con  dicha  comunicación,  hablé 
á  mi  tropa  previniéndole  el  orden  y  el  mas  completo  ol- 
vido de  todos  sus  agravios  para  con  los  vencidos  ó  par- 
tidarios de  López;  entré  á  la  plaza  guardando  un  silen- 
cio sepulcral,  y  todo  conmovido,  por  algunas  víctimas 
que  había  visto  sacrificadas.  ¡Créanmelo  si  quieren!  Mu- 
chos de  los  ciudadanos  que  nos  vieron  entrar  de  aque- 
lla manera,  juzgaron  que  estábamos  vencidos. 


—  297  — 

Puesto  en  la  plaza,  manifesté  á  todo  el  pueblo  y  mí 
tropa,  cuan  grande  era  mi  pesar  por  las.  víctimas  sa- 
crificadas. Ríceles  ver  cual  era  la  marcha  que  deseaba 
establecer,  para  acabar  con  las  prevenciones  y  bandidos, 
y  marchar  solo  al  objeto  del  adelanto,  unión  y  progreso 
de  nuestro  país;  pero  á  pesar  de  que  Tucumán  había  si- 
do siempre  el  pueblo  mas  afecto  al  gobierno  de  Buenos 
Aires  y  á  la  unidad,  no  faltaban  ya  sus  desconfianzas 
entre  los  pocos  partidarios  de  López;  porque  tanto  este 
como  los  demás  caciques,  los  tenían  ya  y  muy  fuertes, 
contra  el  gobierno  de  aquella  Provincia  y  los  porteños  en 
general,  pues  decían  que  aspiraban  á  dominar  á  los  pue- 
blos por  medio  del  gobierno  de  Unidad.  En  una  palabra, 
aspiraban  ya  todos  esos  caciques  á  la  federación  á  su  mo- 
do; esto  es,  á  ser  cada  uno  absoluto  en  su  Provincia,  y 
armarse  todos  contra  la  de  Buenos  Aires  y  su  Gobierno. 

Esta  pretensión  ha  sido  común  en  los  más  de  los 
pueblos,  desde  mucho  antes  del  año  1820,  en  razón  decían, 
de  la  preferencia  que  se  daba  á  los  hijos  de  Buenos  Ai- 
res, sobre  las  Provincias,  por  los  Gobiernos  y  los  Ge- 
nerales. 

Estando,  pues,  en  la  plaza,  recibí  aviso  de  un  oficial 
de  la  banda  del  río,  que  acababa  de  llegar  López  con 
solo  seis  hombres  y  con  los  caballos  cansados,  á  la  es- 
tancia de  Simón  García,  distante  una  legua  ó  poco  más 
del  pueblo  y  preguntándome  si  reunía  gente  para  ir 
tomarlo;  de  los  mismos  que  estaban  formando  en  la  pla- 
za se  ofrecieron  varios  para  hacerlo  y  no  quise. 

Dirigióse  por  fin  á  Salta,  y  poco  después  á  Buenos 
Aires,  atravesando  de  incógnito  por  el  territorio  de  San- 
tiago por  la  parte  del  Salado,  y  yo  me  contrage  á  orga- 
nizar la  Provincia  y  todos  los  cuerpos  de  milicias;  no 
menos  que  á  reunir  hombres  para  el  contingente,  pues 
había  dado  cuenta  'á  los  demás  Gobernadores  de  las  pro- 
vincias, de  mi  nombramiento  provisorio,  y  de  las  causas 
que  me  habían  obligado  á  aceptarlo;  pero  previniéndoles 
que  así  que  estuvieran  prontos  los  contingentes  marcha- 
ría con  ellos. 


^  298  - 

Los  gobernadores  Ibarra  y  Bustos,  y  aun  el  coman- 
dante general  de  los  Llanos,  Quiroga,  (O  no  habían  de- 
jado de  alarmarse  por  mi  colocación  en  el  gobierno, 
pues  calcularon  al  principio  que  podria  ser  ordenado  por 
el  gobierno  de  Buenos  Aires,  pero  se  desengañaron  muy 
pronto  cuando  recibieron  la  circular,  de  dicho  Gobierno 
para  atacarme.  Pero  apenas  tuvieron  dicha  circular 
desaparecieron  sus  recelos  y  se  dirigieron  á  mi  invitán- 
dome á  que  debíamos  estar  prevenidos  todos  los  gober- 
nantes de  las  Provincias  para  resistir  los  avances  del 
gobierno  de  Buenos  Aires,  pues  quería  comprometer  á 
las  Provincias  en  una  guerra  exterior,  y  arrancarles  con 
este  pretexto  á  muchos  de  sus  hijos,  para  embarcarlos 
para  la  Banda  Oriental. 

Es  preciso  advertir  que  había  una  formal  diposición 
á  mandar  los  contingentes,  en  las  provincias  de  Santiago 
Córdoba  y  la  Rioja,  como  lo  habia  habido  en  Tucumán 
por  parte  de  López. 

Yo  me  habia  ofendido  altamente  por  esta  circular 
que  expidió  el  gobierno  del  señor  Las  He  ras,  contra  mí, 
después  de  la  franca  exposición  que  le  habia  hecho  el 
mismo  día  del  encuentro  con  López,  de  las  poderosas 
razones  que  me  habían  impulsado  á  dar  el  paso  de  se- 
pararlo del  gobierno,  solo  por  salvar  á  mi  pueblo  de  los 
inmensos  males  que  iba  á  esperimentar  por  causa  solo 
de  López;  y  para  llenar  mis  deseos,  como  los  del  go- 
bierno, de  llevar  un  lucido  contigente  de  mis  paisanos 
y  sacrificarme  con  él  combatiendo  por  la  libertad  y  los 
derechos  de  mi  patria. 

Mas  sin  embargo  de  todo  esto,  no  podia  yo  nunca 
prestarme  á  las  anárquicas  miras  de  Quiroga,  Bustos  é 
Ibarra;  pero  como  había  perdido  la  confianza  del  gobier- 
no de  Buenos  Aires,  no  podia  abiertamente  rechazar- 
los, porque  en  tal  caso  prevalidos  de  la  orden  que  tenían 
me  harían  pedazos,  por  no  estar  mi  pueblo  preparado,  ni 


(*»     Este  era  su  tilulo  ó  el  que  él  se  habia  dado,    pues  el  de  General  lo 
tomó  después  de  su  casual  triunfo  en  el  Tala, 


r 


—  299  — 

uniformada  en  su  opinión.  Virae,  pues,  precisado  A  estre- 
charlos con  falsas  promesas,  mientras  uniformaba  la  opi- 
nión, preparaba  á  mi  pueblo,  y  obtenía  la  confianza  del 
gobierno  del  señor  Las  Horas. 

Volví  á  escribir  al  gobierno  de  Buenos  Aires,  con 
este  motivo  y  según  recuerdo  fué  ya  al  señor  Ministro 
de  la  Presidencia  el  Dr.  Julián  Segundo  de  Agüero, 
pues  había  sido  ya  nombrado  Presidente  de  la  Repúbli- 
ca el  señor  Bernardino  Rivadavia;  mi  objeto  al  dirigir 
esta  nueva  comunicación,  no  era  otro  que  el  de  desim- 
presionar al  Gobierno  Nacional,  de  los  infundados  rece- 
los que  había  concebido  contra  mí  el  gobierno  del  señor 
Las  Heras. 

Decíale  al  señor  Ministro  en  dicha  comunicación, 
que  el  único  medio  de  enfrenar  á  los  gobiernos  de  San- 
tiago del  Estero,  Córdoba  y  La  Rioja,  era  el  de  levantar 
una  fuerza  en  Tucumán,  para  contenerlos  y  sujetarlos  á 
la  obediencia,  pues  se  negaban  ya  abiertamente  á  pres- 
tar su  reconocimiento  y  aceptación  al  Presidente  que 
había  nombrado  el  Congreso,  pero  como  yo  veía  que  el 
Gobierno  desconfiaba  de  mi,  sin  merecerlo,  me  abstenía 
de  pedirle  autorización  para  ello. 

El  señor  Ministro,  me  contestó  que  el  levantar  una 
fuerza  en  Tucumán,  seria  ocasionar  la  alarma  de  dichas 
Provincias  y  de  sus  caudillos;  que  dicha  fuerza  era  mas 
propio  levantarla  en  Salta,  por  ser  una  Provincia  limítrofe 
á  una  república  extraña,  (^)  por  cuya  razón  no  ocasio- 
naría los  recelos  de  las  demás;  que  en  esa  virtud  había 
dispuesto  el  Gobierno  que  el  general  Juan  A.  de  Arenales 
gobernador  de  Salta,  lavantase  un  ejército,  para  cuyo  ob- 
jeto le  remitía  dos  mil  fusiles  y  mil  quinientos  sables, 
y  que  esperaba  que  yo  cuidaría  de  que  no  se  pusiera 
ningún  embarazo  á  la  tropa  que  conducía  dicho  arma- 
mento; pero  el  verdadero  objeto  de  dicho  levantamiento 
de  tropas,  era  el  de  contenerme,  en  el   equivocado    con- 


(')  Bolivia  que  había  sido  declarada  República  por  el  libertador    Bolívar. 


L 


—  300  — 

cepto  de  considerarme  enemigo  del  Gobierno,  cuando  era 
su  mejor  apoyo,  como  lo  había  sido  siempre. 

Se  me  olvidaba  decir  que  antes  de  haber  yo  regre- 
sado de  Salta  á  Tucumán,  había  pasado  de  Ministro 
Plenipotenciario  cerca  del  general  Bolivar  y  eíiviado  por 
el  gobierno  de  Buenos  Aires  el  general  Carlos  Alvear  y 
mi  padre  político  el  Dr.  José  Miguel  Diaz  Velez,  como 
secretario,  y  que  el  coronel  Manuel  Dorrego  había  pasado 
después  para  Solivia  con  pretexto  de  un  negocio  de  minas. 
Que  á  los  pocos  días  después  de  estar  yo  encargado  del 
gobierno  de  Tucumán  había  el  general  Arenales,  mandado 
su  contigente  creo  de  400  hombres,  bajo  las  órdenes  del 
coronel  José  Maria  Paz,  sin  embargo  de  tener  yo  la  or- 
den para  conducirlos  todos  juntos. 

Al  poco  tiempo  después  de  haber  pasado  el  coronel 
José  María  Paz,  había  yo  mandado,  á  mi  primo  el  coro- 
nel José  Ignacio  Helguero  para  Buenos  Aires  conducien- 
do, me  parece,  que  300  hombres  para  el  ejército  y  entre 
los  cuales  fué  también  de  soldado  aquel  famoso  Arbolito, 
que  fué  poco  tiempo  después,  uno  de  los  brazos  fuertes 
de  Juan  Manuel  Rozas. 

Al  muy  corto  tiempo  de  estar  encargado  del  gobier- 
no de  Tucumán,  pasó  del  Perú  para  Buenos  Aires  el  ge- 
neral peruano  Miller  á  quien  obsequié  en  mi  casa  y  lo  ins- 
truí de  las  razones  que  me  habían  obligado  á  dar  el 
paso  de  separar  al  gobernador  López,  y  cuan  disgustado 
estaba  de  las  injustas  desconfianzas  del  Gobierno,  pues 
me  privaba  de  los  deseos  de  ir  á  tomar  parte  en  la 
guerra  contra  el  Imperio  del  Brasil. 

Al  poco  tiempo  logré  arreglar  la  Provincia  y  unir 
todos  los  ánimos,  hasta  el  extremo  de  convertir  en  ami- 
gos á  todos  los  partidarios  del  ex -gobernador  López. 

Para  consolidar  dicha  unión,  que  no  la  había  de 
mucho  tiempo  atrás,  procuré  establecer  (y  la  establecí), 
una  junta  ó  sociedad  de  todas  las  personas  mas  notables 
del  pueblo  y  de  su  campaña,  y  de  la  cual  me  constituí  su 
presidente.  El  deber  que  impuse  á  todos  los  individuos 
de  ella,  fué  el  de  denunciarme  en  las  reuniones,  que  eran 


j 


—  301  -^ 

en  todos  los  dias  festivos  por  la  noche,  todos  mis  actos 
que  merecieran  su  reprobación  ó  la  del  pueblo,  en  vez 
de  ir  á  criticarlos  á  los  cafés,  como  tenían  de  costum- 
bre. Dijeles  que  semejantes  críticas  en  los  cafés  solo 
servían  para  estraviar  la  opinión  retirando  la  confianza 
al  Gobierno,  muchas  veces  ó  las  mas  de  un  modo  injus- 
to; pues  sin  saber  los  motivos  porque  el  Gobierno  había 
dictado  esta  ó  aquella  medida  tal  vez  justa  y  necesaria, 
iban  á  desacreditarlo.  Que  siendo  solo  mis  deseos  los  de 
hacer  la  felicidad  del  país  promoviendo  sus  mejoras  y 
adelantos,  deseaba  que  todos  los  ciudadanos  acusaran 
mis  actos  ante  la  sociedad  con  toda  libertad;  que  si  es- 
tas acusaciones  eran  infundadas,  tendría  yo  la  satisfac- 
ción de  hacerles  conocer  su  injusticia,  y  era  para  mí 
mas  honrosa  la  de  enmendar  los  defectos  que  hubiera 
cometido,  pues  de  ello  no  me  avergonzaría  jamás,  pues- 
to que  mis  intenciones  y  deseos  no  eran  otros,  que  los 
de  obrar  bien  y  de  ninguna  manera  mal.  Estaban  asi 
mismo  autorizados  para  proponer  todas  las  mejoras  que 
considerasen  útiles  y  necesarias. 

Me  costó  bastante  trabajo  para  decidir  á  muchos  de 
los  ciudadanos  á  prestarse  á  dicha  reunión,  pues  temían 
el  expresar  francamente  su  sentir  á  mi  presencia;  y  esto 
nacía  de  que  estaban  acostumbrados  á  los  actos  despóti- 
cos de  los  anteriores  gobernantes.  Pero  al  fin  conseguí  mi 
objeto  y  logré  unir  todos  los  ánimos,  inspirando  á  todos 
la  mas  completa  confianza. 

Mandé  hacer  también  un  reconocimiento  del  rico  ce- 
rro del  Aconquija,  por  un  peruano  inteligente  en  el  ra- 
mo de  minas,  y  se  descubrieron  siete  ricas  vetas,  y  me 
acuerdo  que  una  ó  dos  de  ellas,  me  dijo  el  enviado  que 
no  las  había  visto  mas  ricas  en  Potosí. 

Establecí  escuelas  y  designé  una  plaza  para  merca- 
do, en  las  bóvedas  del  corralón  de  San  Francisco  que  no 
se  comunicaba  con  ese  convento. 

Con  motivo  del  descubrimiento  de  minas  en  Acon- 
quija, se  apresuraron  muchos  comerciantes  y  vecinos 
pudientes  á  pedir  estacas  en  propiedad  para  trabajarlas 


—  302  — 

y  concedí  varias,  pero  quedó  todo  paralizado  con  la  in- 
vasión de  Quiroga. 

Antes  de  ésta,  había  regresado  de  Bolivia  para  Bue- 
nos Aires  mi  compadre  el  coronel  Manuel  Dorrego,  muy 
empeñado  en  derribar  el  gobierno  de  Rivadavia,  y  al 
efecto  me  había  hecho  mil  instancias  y  ofrecimientos 
para  que  fuese  yo  el  que  diese  el  primer  paso  de  desco- 
nocer su  gobierno. 

Me  excusé  fuertemente,  manifestándole  los  males  que 
semejante  paso  produciría  al  país;  y  últimamente  para 
cohonestar  mi  negativa,  le  dije  que  no  quería  de  ningu- 
na manera  exponer  ó  comprometer  mi  familia,  pues  si 
tal  paso  daba,  no  me  permitiría  tal  vez  hacerla  venir. 
Pero  él  que  todo  lo  allanaba,  me  aseguró  que  él  mismo 
sería  el  conductor  de  mi  familia,  y  que  para  el  efecto 
le  diera  yo  una  carta  para  su  comadre;  que  dado  el 
paso  de  deponer  al  gobierno  del  señor  Rivadavia,  yo 
sería  el  de  la  mavor  influencia  en  las  demás  Provincias 
del  norte,  porque  se  establecería  el  gobierno  federativo 
y  arreglaríamos  el  país  de  otro  modo. 

Para  libertarme  de  estas  molestas  pretensiones,  le 
prometí  tomar  inmediatamente  mis  precauciones  secre- 
tas, y  que  luego  que  tuviese  todo  arreglado  le  mandaría 
un  propio  con  la  orden  para  que  mi  esposa  se  viniera 
con  él.  Solo  así  pude  libertarme  de  él  y  se  marchó  muy 
contento  ó  esperanzado,  pero  era  en  lo  que  yo  menos 
pensaba. 

Viendo  los  gobernadores  Quiroga  y  Bustos  como 
también  Ibarra,  que  yo  retardaba  demasiado  el  paso  de 
desconocer  al  gobierno  de  la  Presidencia  para  la  cual 
había  sido  instado  repetidas  veces,  se  dirigieron  al  go- 
bernador Gutiérrez  de  Catamarca  para  que  desconociera 
dicho  gobierno,  del  señor  Rivadavia.  pero  este  me  con- 
sultó inmediatamente  sobre  la  pretensión  de  aquellos  go- 
biernos, diciéndome  que  él  no  haría  sino  lo  que  le  or- 
denara^ Recibi  precisamente  dicha  comunicación  cuando 
acababa  por  el  contrario  de  reconocer  al  referido  gobier- 
no que  había  sido  nombrado  por  el  Congreso. 


—  303  — 

Inmediatamente  díjele  en  respuesta  al  gobernador 
Gutiérrez,  que  siguiera  mi  ejemplo  y  prestase  su  reco- 
nocimiento al  Presidente  de  la  República,  como  yo  lo 
había  hecho;  que  participase  dicho  reconocimiento  por 
toda  respuesta  á  los  Gobiernos  que  lo  habían  invitado 
para  todo  lo  contrario;  y  despachado  el  propio  de  Cata- 
marca  con  esta  mi  contestación,  despaché  otro  al  instan- 
te al  señor  Ministro,  el  doctor  Agüero,  dándole  cuenta 
del  reconocimiento  que  había  prestado  con  mi  Provincia 
al  Gobierno  Nacional  y  adjuntándole  original,  la  nota 
del  gobernador  Gutiérrez  y  la  copia  de  mi  contestación. 

Cuando  el  Presidente  de  la  República  y  su  Ministro 
recibieron  mis  comunicaciones,  advirtieron  recien  su 
error,  de  haber  puesto  en  duda  la  lealtad  y  buena  fé 
del  mejor  amigo  del  Gobierno,  y  de  su  mas  fuerte  y  de- 
cidido apoyo.  Me  nombraron  entonces  Coronel  del  Re- 
gimiento íN^  15  de  Caballería. y  me  dieron  orden  para 
su  formación. 

¡Pero  por  su  desgracia,  por  la  de  la  Patria  y  mía, 
era  ya  tarde! 

Pues  recibí  estas  comunicaciones  cuando  se  había 
empeñado  precisamente,  la  carga  de  mi  caballería  con- 
tra la  de  Quiroga,  en  el  campo  fatal  del  Tala,  el  27  de 
octubre  del  año  18261  ¡Cuatro  días  antes,  esta  orden, 
habría  salvado  la  Patria!  Los  funestos  caudillos  Quiroga, 
Bustos  é  Ibarra,  habrían  desaparecido  sin  remedio!  Nues- 
tro mejor  y  mas  ilustrado  Gobierno,  se  habría  cimentado 
de  un  modo  firme;  y  no  habríamos  tenido  federación 
ilusoria,  sin  mazorca  ni  héroe  del  desiefHo!  Ved  la  prue- 
ba de  esta  verdad,  en  la  verídica  relación  que  sigue. 

En  el  momento  que  Quiroga  y  Bustos  recibieron  del 
gobernador  de  Catamarca,  Gutiérrez,  el  aviso  de  haber 
reconocido  al  señor  Rivadavia  por  Presidente  de  la  Re- 
pública y  prestádolo  su  obediencia,  dispusieron  una  fuerza 
en  unión  con  el  gobernador  ¡barra  de  Santiago  del  Es- 
tero; y  espedicionaron  sobre  Catamarca;'Sorprendieron  al 
gobernador  Gutiérrez,  y  se  apoderaron  de  la  Provincia. 

El  gobernador  Gutiérrez,   que  logró  salvar,  me  dio 


—  304  — 

cuenta  al  instante  desde  Ta  frontera  del  sur  de  Tucumán. 
Recibido  que  hube  dicho  aviso,  mandé  salir  al  siguiente 
día  á  mi  primo  el  coronel  José  Ignacio  Helguero  (que 
ya  habla  vuelto  de  su  comisión)  con  300  hombres  de 
caballería  en  auxilio  del  gobernador  Gutiérrez,  y  con  la 
orden  de  que  se  lanzaran  sin  demora  sobre  las  fuerzas 
que  habían  ocupado  á  Catamarca.  Esta  mi  orden  fué 
ejecutada  sin  demora  y  las  fuerzas  invasoras  fueron 
arrolladas  y  dispersas. 

Quiroga  que  era  audaz  y  atrevido,  mas  para  hacer 
sacrificar  á  sus  hombres  que  para  esponerse  él;  y  que 
se  vio  burlado,  por  mi,  que  había  esperado  encabezaría 
la  oposición  contra  el  Gobierno  Nacional,  reúne  inme- 
diatamente sus  fuerzas  en  los  Llanos,  y  marcha  á  los 
pocos  días,  con  300  infantes  y  800  ó  mas  hombres  de  ca- 
ballería sobre  Tucumán  pasando  por  la  provincia  de 
Catamarca,  con  rapidez.  El  gobernador  Gutiérrez,  poco 
menos  que  sorprendido  por  segunda  vez  abandona  su 
Provincia  y  se  dirige  hacia  la  de  Tucumán  con  bien  po- 
cos hombres. 

Fué  tan  rápido  el  movimiento  de  Quiroga,  que  cuan- 
do me  llegó  la  noticia  á  Tucumán  el  20  de  octubre, 
se  aproximaba  ya  á  pisar  su  territorio.  Hicele  un  pro- 
pio á  Ibarra  en  el  acto,  proponiéndole  una  entrevista  sin 
mas  compañía  que  un  par  de  hombres  y  dos  ayudantes 
en  Vinará,  avisándole  la  invasión  de  Quiroga  y  mandé 
convocar  para  el  día  siguiente  todos  los  escuadrones  de 
milicias  al  campo  de  la  Cindadela.  Ibarra  se  negó  y  ¡os 
escuadrones  estuvieron  prontos,  caída  ya  la  tarde  del  21 . 
En  estas  circunstancias  pasaba  para  Salta  por  la  plaza 
de  Tucumán  como  á  las  dos  de  la  tarde,  la  tropa  de 
carretas  que  conducía  los  200  fusiles  y  1500  sables  para 
el  general  Arenales,  que  le  mandaba  el  Presidente  de  la 
República. 

Yo  no  tenía  armas  para  la  campaña  que  iba  á  em- 
prender contra  Quiroga.    El  señor  ministro  Agüero,  me 
había  comunicado  el  objeto  con  que  dichas  armas  eran 
•  remitidas  á   Salta  excusándose    á  la   indicación    que  le 


r 


—  305  ^ 

babia  yo  hecho.  ¡Echar  mano  de  ellas  para  mi  empresa 
(que  ¡ojalá  lo  hubiera  hecho!),  era  alarmar  al  gobierno 
de  Salta  á  mas  de  la  autorización  que  Quiroga  tenía  pa- 
ra atacarme! 

Me  contenté,  pues,  con  pedir  al  tropero  un  cajón  ó 
dos  con  40  fusiles,  y  otro  con  igual  número  de  sables, 
y  di  cuenta  por  medio  de  un  expreso  al  gobernador  Are- 
nales, del  motivo  porque  me  había  tomado  la  libertad 
de  usar  de  dichas  armas,  pero  que  serían  devueltas  asi 
que  regresara. 

Como  apenas  tenia  como  armar  400  hombres  de  lan- 
za y  de  tercerola,  no  todos;  traté  solo  de  sacar  25  hom- 
bres para  escuadrón,  de  entre  los  16  que  había  convo- 
cado; con  los  cuales  y  90  cívicos  que  tenia  ya  reunidos 
asi  suficientemente  para  combatir  á  Quiroga  pues  debía 
incorporarlos  á  mi  paso  para  Monteros  y  río  Chico  y  un 
escuadrón  más  y  también  la  fuerza  que  pudiera  tener  el 
gobernador  de  Catamarca. 

Asi  fué  que  llegados  los  escuadrones,  salí  á  procla- 
marlos, anunciándoles  que  el  insolente  Quiroga  había  pi- 
sado nuestro  territorio,  y  marchaba  á  castigarlo;  les 
dije: 

—  fPara  esto  solo  necesito  25  hombres  decididos  de 
cada  escuadrón,  y  quiero  que  sean  de  los  menos  ocupa- 
dos y  solteros.  Con  este  conocimiento  marchen  ai  frente 
los  que  quieran  seguirme». — Apenas  hube  dado  la  voz 
de  marchar,  cuando  todos  los  escuadrones  marcharon  al 
frente,  sin  quedar  un  solo  rezagado. 

Di  les  las  gracias  por  su  decisión,  y  les  aseguré  que 
jamás  había  dudado  de  ellos;  pero  volviendo  á  repetir- 
les que  con  solo  25  hombres  de  cada  escuadrón  me  bas- 
taban, y  de  la  clase  que  les  había  dicho,  sucedió  lo 
mismo  á  la  voz  de  marchen.  Entonces,  mandé  que  sa- 
lieran al  frente  todos  los  que  fueran  solteros,  sin  llevar 
uno  solo  que  fuese  hijo  único,  á  parte  de  los  25  hombres 
que  había  pedido,  de  cada  escuadrón. 

Nombré  los  oficiales  y  jefes  que  debían  mandarlos  y 
me  puse  en  marcha  ya  cerrada  la   oración,  pues   los  90 

20 


—  306  — 

ó  100  cívicos,  estaban  ya  esperándome  formados,  con  dos 
piezas  de  artillería  y  una  carretilla  con  los  cajones  de 
los  40  fusiles  y  otros  tantos  sables. 

Mi  hermano  político  Ciríaco  Díaz  Velez,  que  había 
pasado  en  compañía  de  los  diplomáticos  Alvear  y  el 
doctor  Díaz  Velez,  y  que  se  hallaba  ya  de  regreso,  mar- 
chó también  conmigo,  al  mando  de  uno  de  los  escuadro- 
nes. 

Al  pasar  por  Monteros  llevé  al  coronel  Almonte, 
boliviano,  casado  en  dicho  punto,  con  un  escuadrón  que 
estaba  á  sus  órdenes. 

En  San  Ignacio,  ya  cerca  del  campo  del  Tala,  se 
me  incorporó  el  gobernador  Gutiérrez  con  cerca  de  80 
hombres;  de  los  cuales  armé  40  infantes  más  y  los  in- 
corporé á  mis  cívicos.  En  este  día  hubo  un  encuentro 
con  una  fuerza  de  Quiroga,  al  llegar  á  San  Ignacio,  y 
fué  rechazada,  tomándosele  unos  cuantos  prisioneros  que 
me  fueron  presentados,  ya  al  anochecer. 

Después  de  haberme  informado  por  dichos  prisione- 
ros, del  número  de  fuerzas  que  tenía  Quiroga;  por  pro- 
bar un  arreglo  amigable,  á  fin  de  evitar  la  efusión  de 
sangre,  escribí  una  carta  á  Quiroga,  preguntándole 
cual  era  el  objeto  de  haber  pisado  ya  el  territorio  de 
la  Provincia,  sin  darme  el  menor  aviso,  ni  recibido  por 
mi  parte  agravio  alguno;  que  si  tenia  él  alguna  queja 
particular  contra  mi,  era  mejor  que  tuviéramos  al  si- 
guiente día  una  entrevista  los  dos  solos,  á  presencia  de 
nuestras  fuerzas,  para  satisfacernos;  y  caso  que  esto  no 
se  lograse,  podríamos  allí  mismo  decidir  nuestra  quere- 
lla solos,  sin  exponer  para  nada  la  vida  de  nuestros 
compatriotas;  que  siendo  esto  lo  más  racional  y  justo 
se  lo  mandaba  proponer  con  sus  mismos  soldados  que 
había  tomado  prisioneros  y  se  los  despachaba  en  li- 
bertad. 

Puesta  asi  dicha  carta  llamé  á  los  prisioneros,  les 
hice  devolver  la  ropa  que  les  habían  quitado,  y  los 
mandé  con  la  carta,  despidiéndose  estos  muy  agrade- 
cidos,   y    prometiéndome    además,    que    si    su    General 


i<%4#'*«-9-«^9 


—  307  — 

no  aceptaba  mi  justa  pretensión,  no  serían  ellos  los 
que  pelearían  contra  mí.  Me  avancé  después  de  des- 
pachados dichos  hombres,  hasta  un  rancho  que  había 
inmediato,  y  solo  distante  del  campo  del  Tala,  cua- 
tro leguas,  pues  las  fuerzas  de  Quiroga  habían  retroce- 
dido á  dicho  campo  desde  San  Ignacio  en  la  mañana  de 
ese  mismo  día. 

Muy  de  madrugada  rompí  la  marcha  y  esperé  en 
vano  la  contestación  de  Quiroga,  al  frente  ya  de  sus 
fuerzas.  Dispuso  él  su  línea  y  yo  la  mía  en  el- orden  si- 
guiente: 

Al  gobernador  Gutiérrez  le  di  el  mando  de  mi  dere  - 
cha,  y  mi  izquierda  al  coronel  Helguero  mi  primo,  que- 
dando yo  encargado  del  centro,  que  lo  componían  mis 
90  cívicos  tucumanos  con  los  40  más  que  había  armado 
de  la  gente  de  Gutiérrez,  y  80  milicianos  de  reserva  á 
las  órdenes  del  entonces  sargento  mayor  Gregorio  Paz, 
primo  mío  también. 

Los  300  infantes  de  Quiroga  estaban  colocados  á  su 
centro  en  columna,  y  tenía  200  de  caballería  de  reserva. 
El  resto  de  su  fuerza  estaba  en  ambos  flancos;  y  no  pa- 
saba el  total  de  la  mía  de  650  hombres. 

Se  habían  cruzado  ya  algunos  tiros  y  escaramuzas 
provocadas  por  la  gente  de  Quiroga  que  se  movió  á  mi 
encuentro,  cuando  mandó  disparar  sobre  su  infantería 
dos  tiros  de  cañón  á  cuya  señal  debía  cargar  mis  dos 
alas  sobre  la  caballería  enemiga,  como  lo  hicieron  en 
efecto,  llevándose  por  delante  á  los  de  Quiroga:  ¡pero  al 
disparar  los  dos  cañonazos  acababa  de  recibir  el  pliego 
del  señor  ministro  Agüero,  y  con  él  la  confianza  del  Go- 
bierno Nacional!  Véase,  pues,  con  cuanta  razón  dije:  ¡Esta 
orden  cuatro  días  antes,  habría  salvado  la  patria!  Pues 
deteniendo  entonces  la  tropa  que  llevaba  el  armamento 
para  Salta,  habría,  con  la  demora  de  uno  ó  dos  días  más 
marchado  con  dos  mil  hombres,  cuando  menos  ¿Y  qué 
habría  sido  entonces  de  Quiroga,  de  Bustos  y  de  Ibarra? 
¡Calculen  los  lectores!  ¡Una  imprudente  y  temeraria  des- 
confianza por  parte  del  gobierno  que  nos  perdió,  y  acá- 


—  308  — 

bó  de  consumar  nuestra  desgracia,  su  más  imprudente 
liberalidad!!! 

Puesta  en  fuga  la  caballería  de  Quiroga,  y  habién- 
dose lanzado  en  su  persecución  toda  la  mía;  muévese  él 
á  la  cabeza  de  sus  200  caballos  de  reserva  y  hace  al  mis- 
mo-tiempo  mover  sobre  mí  su  columna  de  infantería. 
Salgóle  yo  al  encuentro  con  mis  80  caballos,  y  mando  á 
mis  cívicos  romper  el  fuego  de  cañón  sobre  la  columna 
y  que  la  carguen  en  seguida. 

Los  200  caballos  de  Quiroga,  y  él  con  ellos,  no  es- 
peraron á  cruzar  sus  lanzas  con  mis  80  milicianos  y  se 
pusieron  en  fuga;  procuré  inmediatamente  contener  una 
parte  de  mi  caballería  para  ir  en  protección  de  mis  po- 
cos cívicos,  y  pudiendo  apenas  detener  más  de  30  hom- 
bres, regresé  con  ellos;  pero  mis  cívicos  llevaban  ya  en 
retirada  á  la  columna  de  Quiroga  y  le  había  arrebatado 
su  bandera  negra  con  dos  canillas  y  una  calavera  blanca 
(sobre  ellas)  y  la  siguiente  inscripción:  Rn,    O.  M. 

Me  lancé  al  instante  en  alcance  de  ella  con  mis  po- 
cos hombres  de  á  caballo,  pero  así  que  me  vio  cerca, 
paró  la  columna  y  me  hizo  una  descarga  con  la  que  me 
volteó  mi  caballo  y  unos  pocos  hombres  é  hirió  al  mayor 
Gregorio  Paz  en  una  mano.  Mis  hombres  dispararon  así 
que  me  vieron  caer,  pero  habiéndose  enderezado  mi  ca- 
ballo al  instante,  salté  á  él  y  crucé  por  entre  la  columna 
nombrándome  y  ofreciéndoles  indulto  para  que  se  rindie- 
ran. Muchos  tiros  me  dispararon  pero  ninguno  me  tocó. 

Habiendo  cruzado  la  columna  sólo,  regresé  á  escape 
por  su  flanco  izquierdo  en  alcance  de  los  míos  de  caba- 
llería, pues  los  cívicos  venían  apurando  su  marcha  y  ti- 
rando los  dos  cañones;  los  contuve  á  palos  y  regresé  por 
segu'nda  vez  sobre  la  columna  que  había  seguido  su  retira- 
da. Animo  á  mis  pocos  hombres  y  lanzóme  otra  vez  so- 
bre ella,  pero  hácenme  otra  descarga  y  huyen  por  segun- 
da vez  mis  soldados,  pero  la  atravieso  yo  solo  como  al 
principio  y  vuelvo  más  enfurecido  en  alcance  de  los  co- 
bardes que  me  habían  abandonado  por  segunda  vez  y  los 
;:etrocedo  nuevamente  á  palos. 


~  309  -        . 

Á  esta  tercera  y  temeraria  carga  se  siguió  una  igual 
escena  á  la  primera.  Mi  caballo  cayó  por  segunda  vez 
como  á  50  pasos  de  la  columna,  y  mis  hombres  dispara- 
ron, habiendo  quedado  tres  ó  cuatro  tendidos.  Habién- 
dose parado  por  segunda  vez  mi  caballo,  lo  monté  al  ins- 
tante pero  no  pude  ya  hacerlo  mover;  unas  cuantas  balas 
le  habían  atravesado  el  pecho.  En  el  acto  fui  rodeado 
por  un  grupo  como  de  14  ó  18  hombres  de  caballería  que 
se  habían  refugiado  entre  la  columna,  y  me  acuerdo  que 
estuve  defendiéndome  de  ellos  con  mi  espada,  por  unos 
instantes,  pero  sin  haber  sido  herido.  ¡Lo  que  pasó  des- 
pués, no  lo  sé! 

Mis  civicos  que  iban  inmediatos  cuando  me  voltea- 
ron mi  caballo,  y  que  me  vieron  montar,  quedarse  mi 
caballo  parado  y  rodearme  en  seguida  los  pocos  hombres 
de  á  caballo:  dicen  que  se  vieron  perplejos,  que  corrían, 
ya  unos  en  mi  auxilio,  y  no  siendo  seguidos  por  los 
otros,  regresaban.  El  resultado  fué  que  cuando  me  vie- 
ron caer  por  muerto  se  echaron  á  llorar  y  regresaron 
todos.  Mientras  tanto  los  enemigos  me  dejaron  desnudo 
y  por  muerto  en  el  campo,  con  15  heridas  de  sable.  En 
la  cabeza  11,  dos  en  la  oreja  derecha,  una  en  la  nariz 
que  me  la  volteó  sobre  el  labio,  y  un  corte  en  el  lagarto 
del  brazo  izquierdo,  y  más  un  bayonetazo  en  la  paletilla 
y  junto  con  el  cual  me  habían  disparado  el  tiro  para 
despenarme,  tendido  ya  en  el  suelo. 

Me  pisotearon  después  de  esto  con  los  caballos,  me 
dieron  de  culatazos  y  siguieron  su  retirada.  Mi  hermano 
político  el  mayor  Ciríaco  Díaz  Velez,  que  regresaba  ven- 
cedor con  algunos  de  sus  hombres  en  busca  mía  encuén- 
trase con  la  columna  que  se  retiraba,  y  la  divisa  y  se 
dirige  á  ella,  juzgándola  ya  prisionera,  pues  no  llevaba 
la  bandera;  y  es  recibido  con  una  descarga.  Conociendo 
por  esto  su  error  da  vuelta  á  escape  hacia  la  izquierda, 
se  encuentra  con  un  árbol  y  cae  y  es  hecho  prisionero 
después  haberle  dado  seis  ó  siete  heridas  entre  lanzadas 
y  sablazos. 

La  columna  sigue  con  él  prisionero  enancado  hasta 


_  310  — 

que  alcanza  á  su  general  Quiroga,  que  había  pasado  el 
aviso  de  mi  muerte  y  retroceso  de  mi  caballería.  Presén- 
tale el  coronel  Bargas  jefe  de  su  infantería  mis  armas,  mi 
sombrero  y  toda  mi  ropa  y  también  á  mi  hermano  Diaz 
Velez.  Quiroga  le  enseña  á  este  mi  ropa  y  mis  armas 
y  Je  pregunta  si  en  realidad  es  mió  todo  aquello.  Díaz 
Velez  se  sorprende  al  ver  dichas  prendas  y  dice  al  Gene- 
ral que  efectivamente  era  aquella  la  ropa  y  las  armas 
con  que  estaba  yo  vestido. 

Como  Bargas  ( ^ )  le  había  asegurado  que  la  poca 
tropa  que  estaba  conmigo  se  había  retirado  así  que  me 
vieron  caer;  y  que  el  campo  en  que  quedaba  y  muerto 
había  quedado  abandonado,  resolvió  regresar,  mandó  reu- 
nir cuantos  hombres  pudo,  pues  su  dispersión  fué  tan 
grande,  que  muchos  de  sus  soldados  fué  preciso  traerlos 
de  los  llanos  de  La  Rioja.  Así  que  hubo  reunido  alguna 
caballería  contramarchó  al  campo  de  batalla,  y  habien- 
do llegado  á  él,  bien  caída  ya  la  tarde  y  haciendo  condu- 
cir á  mi  hermano  Diaz  Velez  en  ancas;  mandó  reunir 
todos  los  cadáveres  que  se  encontraban  en  el  campo,  y 
que  no  eran  pocos  é  hizo  que  Diaz  Velez  pasase  vista 
por  todos  ellos  para  que  le  indicara  cual  era  el  mió. 

Como  los  cadáveres  estaban  ya  hinchados,  y  desnudos 
los  más  de  ellos,  pues  había  pasado  ya  algunas  horas 
desde  las  10  bajo  un  sol  abrasador,  temía  mi  hermano 
(según  me  comunicó  después  de  su  fuga),  equivocarse  no 
conociéndome,  y  para  no  sufrir  tal  vez  su  muerte  por 
dicha  causa,  los  registró  á  todos  con  cuidado  buscando 
en  ellos  las  dos  únicas  señas  por  donde  podría  conocer- 
me, y  eran— Un  balazo  único  que  tenía  desde  la  guerra 
de  nuestra  independencia,  en  el  muslo  izquierdo  que  ha- 
bía sido  recibido  en  la  acción  de  Salta  y  por  un  bala- 
zo que  tenía  y  un  diente  que  me  faltaba  en  la  mandí- 
bula inferior.  Luego  que  hubo  practido  dicho  reconoci- 
miento dijóle  á  Quiroga  que  no  estaba  mi  cadáver  entre 


(*)     Este  Bargas  era  de  Santa  Crux  de  la    Sierra  y  había  sido  sargento 
de  Dragones  en  el  ejército  auxiliar  del  Perú  y  por  consiguiente  me  conocía. 


—  311  — 

ninguno  de  cuantos  tenía  á  la  vista  y  para  que  no  dudase 
el  General,  le  hizo  la  explicación  de  dichas  señales.  Qui- 
roga  entonces  mandó  acampar  su  gente  después  de  bien 
cerciorado  de  la  retirada  de  la  mía,  y  libró  sus  órdenes 
para  la  reunión  de  todos  sus  dispersos  y  escribió  también 
á  Ibarra,  gobernador  de  Santiago  del  Estero,  llamándolo 
con  sus  fuerzas  para  que  pasaran  juntos  á  Tucumán. 

Mientras  Quiroga  reunía  sus  fuerzas  para  volver  al 
campo  del  Tala  cuando  le  alcanzó  Bargas,  mi  caballería 
vencedora  y  sus  jefes  se  retiraban  desconsolados  por  la 
noticia  de  mi  muerte,  que  recibieron  conforme  fueron 
regresando;  pero  antes  de  esto  había  sucedido  con  mi 
supuesto  cadáver  algo  singular. 

El  campo  del  Tala  tendrá  como  medía  legua  ó  tres 
cuartos  de  ancho,  de  este  á  oeste.  Los  cívicos  se  reti- 
raban después  que  me  vieron  caer,  y  me  consideraron 
muerto;  y  al  llegar  á  la  ceja  del  monte  á  la  parte  del 
norte  dice  uno  de  ellos  á  los  demás— ¿Como  es  posible 
que  derjemos  á  nuestro  Gobernador,  tirado  en  el  campo? 
¡Si  hay  dos  hombres  que  me  acompañen  para  ir  á  bus- 
car su  cadáver  y  llevarlo  á  Tucumán,  yo  me  vuelvo!  Sa- 
lieron al  instante  dos  y  regresaron  los  tres;  registraron 
el  campo  y  me  encontraron  completamente  desnudo,  to- 
do ensangrentado,  privado  de  mis  sentidos,  y  sin  otra 
prenda  que  un  escapulario  de  Mercedes  que  me  había 
mandado  mi  señora  de  Buenos  Aires,  y  un  pedazo  del 
cordón  con  que  tenía  colgado  el  reloj  al  cuello  regados 
con  la  sangre. 

Estos  tres  buenos  soldados,  dicen  que  me  levantaron  por 
delante  en  el  caballo  de  uno  de  ellos  y  echaron  á  andar, 
y  que  avistándose  una  partida  de  caballería  por  detrás, 
echaron  á  correr  conmigo,  creyéndola  enemiga,  me  les 
tiré  yo  del  caballo,  diciéndoles  (de  modo  que  apenas  se 
rae  entendía)  sálvense  Vdes.  que  yo  voy  á  morir.  Como 
dichos  tres  hombres  vieron  que  la  partida  corrió  hacia 
ellos  asi  que  habían  empezado  á  huir  conmigo,  apretaron 
su  carrera,  pues  no  había  tiempo  ya  para  levantarme. 
La  partida  que  corría  por  detrás  y  vio  caer  un  hombre. 


—  312  — 

dírijese  á  él  y  queda  sorprendida  al  reconocerme.  Era 
de  nuestros  soldados  que  regresaban  vencedores  de  la 
caballería  de  Quiroga!  Alzannie  y  siguen  su  camino,  juz- 
gando que  la  infantería  enemiga  y  su  reserva,  me  habían 
batido.  Avistan  otra  por  detrás,  la  juzgan  igualmente 
que  la  primera  partida,  enemiga,  apuran  sus  caballos  y 
vuelvo  á  tirarme  al  suelo  repitiéndoles  lo  que  había  dicho 
á  los  cívicos; — que  se  salvaran. 

La  partida  nuestra  huyó,  y  yo  quedé  abandonado. 
No  pudo  descubrirse  después,  si  esta  segunda  partida 
fué  nuestra  ó  enemiga;  el  resultado  fué  que  quedé  allí 
tirado,  que  habiendo  referido  más  adelante  dicho  pa- 
saje, se  volvió  un  cabo  de  las  milicias  de  Catamarca 
llamado  Francisco  ó  Miguel  Nuñez,  en  mi  busca,  y  que 
encontrándome  por  las  señas  que  tomó,  me  sacó  del  cam- 
po como  á  las  tres  de  la  tarde  y  dejó  á  un  lado  del 
camino  así  que  hubo  entrado  al  monte,  para  ir  en  alcance 
de  algunos  para  que  volviesen  en  su  ayuda  y  buscarme 
un  poco  de  agua,  pues  dice  que  iba  yo  desesperado  por 
la  sed. 

Habiendo  galopado  el  cabo  como  una  legua  sin  en- 
contrar á  nadie,  se  regresó  con  un  chifle  de  agua,  y 
quedó  sorprendido  al  no  encontrarme  en  el  lugar  que 
me  había  dejado;  pero  habiendo  advertido  por  los  rastros 
de  la  sangre  en  la  huella  que  había  dejado  en  las  pajas 
á  la  derecha  del  camino,  me  descubrió  debajo  de  un 
árbol,  á  pocos  pasos  distantes,  corrió  á  mí  y  me  dio  el 
agua,  después  de  haberme  alarmado  al  sentirlo  y  díchole 
que  no  me  rendía. 

En  seguida  de  esto  decía  el  cabo,  que  observando  ya 
que  los  enemigos  estaban  regresando  al  campo  de  bata 
Ha  como  á  las  cinco  de  la  tarde,  me  dijo: — ¿Quiere  señor 
que  nos  varaos,  pues  los  enemigos  están  ya  volviendo? 
que  á  este  dicho  no  le  contesté  sino  con  una  inclinación 
de  cabeza  y  que  sentándome  por  delante  de  su  caballo 
y  montando  en  seguida,  continuó  su  camino  con  mucho 
trabajo,  porque  á  cada  instante  me  le  quería  dejar  caer 
del  caballo,  hasta    que    atándome   con    la   punta  de  un 


—  313  — 

pañuelo  por  la  pierna  izquierda  ó  derecha,  me  aseguró 
con  la  otra  punía  en  la  argolla  de  la  cincha  de  su  caba- 
llo y  por  cuyo  medio  logró  llegar  como  á  las  8  de  la 
noche  al  rancho  en  donde  había  yo  dejado  en  la  noche 
anterior,  la  carretilla  y  los  cajones  en  que  había  llevado 
los  fusiles  y  los  sables. 

Fué  asi  que  la  mujer  única  que  había  en  el  rancho 
le  ayudó  á  bajarme  del  caballo  y  meterme  adentro,  des- 
cargándose un  fuerte  aguacero,  la  mujer  le  pidió  en 
seguida  su  caballo  para  dirigirse  al  montea  llamar  á  su 
marido,  la  cual  habiendo  vuelto  al  poco  instante  con  él 
y  unos  cuantos  hombres  más,  y  entre  ellos  un  santiague- 
ño  curandero;  hizo  que  este  me  curara  las  heridas,  cor- 
tase un  pedazo  de  la  oreja  que  venía  pendiente  de  un 
hilo,  y  cosiese  la  punta  de  la  nariz  que  la  tenía  caída 
sobre  la  boca,  y  que  colocando  en  seguida  dos  varas 
aseguradas  por  debajo  del  cajón  en  que  habían  ido  los 
fusiles  que  estaban  allí  tirados,  me  acostaron  en  él  y 
marcharon  llevándome  al  hombro  por  el  monte.  Que  de 
este  modo  me  condujeron  hasta  el  río  Chico.  De  14  á 
15  leguas  de  Tucumán,  ayudados  ya  por  varios  milicia- 
nos que  se  habían  juntado;  pero  conduciéndome  siempre 
por  entre  los  bosques  de  la  falda  del  cerro. 

Como  la  noticia  de  mi  muerte  y  pérdida,  después  de 
haber  vencido  á  Quiroga,  había  llegado  á  Tucumán  al 
siguiente  día  28  de  octubre  en  circunstancias  de  hallarse 
todo  lo  principal  del  pueblo  en  la  iglesia  de  la  Merced, 
mientras  se  predicaba  el  sermón  de  los  apóstoles  San 
Simón  y  San  Judas,  que  son  los  patrones;  y  trasmitién- 
dose allí  djicha  noticia,  teniendo  que  bajarse  el  predica- 
dor del  pulpito  sin  concluirlo,  por  que  toda  la  gente  se 
salió,  sin  que  pudieran  contenerla,  llorando  y  pidiendo 
al  cielo  por  que  me  salvara  aunque  perecieran  sus  espo- 
sos ó  sus  hijos  (^)  me  tenían  ya  todos   por    muertos.    Y 


(')  El  padre  Roto,  religioso  nicrccdario,  y  tenitlo  en  TiicuniAn  por  un 
santo,  me  hizo  dicha  relí\ci«')n  ciiondo  hube  recobrado  mis  sentidos  y  regresado 
;'i  Tucumán,  después  fjue  se  retiró  Ouiroga;  asegurándome  que  solo  entonces 
había  conocido  cuánto  era  yo  querido  en  mi  pueblo. 


—  314  — 

aunque  al  siguiente  día  29  llegó  un  tambor  cordobés  de 
los  que  habían  ido  conmigo,  pidiendo  albricias  por  que 
había  salvado,  pues  era  él,  uno  de  los  que  me  habían 
ayudado  á  cargarme  en  el  cajón;  y  cuya  noticia  le  había 
producido  el  llenar  su  gorra  de  dinero  que  le  daban 
todos  por.  ella,  mucha  parte  del  pueblo  creyó  que  fuese 
una  invención  de  mi  secretario  y  delegado  el  Dr.  Berdía 
para  calmar  la  agitación  pública. 

Para  cerciorarse,  pues  de  esto,  partió  á  escape  para 
la  campaña  mi  primo  hermano,  Luis  Antonio  Helguero, 
y  se  me  presentó  en  esa  misma  tarde  del  29,  en  el  río 
Chico,  dicen  que  me  trajo  ¡un  papel  y  una  pluma  pi- 
diéndome que  pusiera  mi  firma  para  satisfacer  con  ella 
al  pueblo,  y  que  habiendo  puesto  yo  mi  último  apellido, 
se  regresó  volando.  El  resultado  fué  que  el  30  me  en- 
contró ya  un  coche,  con  la  madre  de  dicho  Helguero, 
tia  mía,  José  Araoz,  el  cura  Pasellon,  el  boticario  y  el 
médico  Rodríguez. 

Fui  conducido  por  ellos  con  mas  comodidad  ya,  pero 
sin  conocimiento,  hasta  Tucumán,  á  donde  entré  acom- 
pañado por  la  mitad  de  la  población  que  salió  á  recibir- 
me á  pié,  en  coches  y  á  caballo,  á  mas  de  una  legua 
fuera  del  pueblo,  el  2  de  noviembre  como  á  las  10  del 
día,  con  repiques  generales  en  todas  las  iglesias,  y  en 
mis  cinco  sentidos,  desde  el  Manantial  que  dista  legua 
y  medía;  parece  que  la  providencia  quizo  hacerme  gustar 
de  aquella  satisfacción  mezclada  de  la  mas  amarga  sen- 
sación, al  conocer  el  público  sentimiento  que  ocasionaba 
mi  desgracia,  pues  pasado  el  puente  del  Manantial,  volví 
como  de  un  letargo  á  mis  sentidos,  alcancé  á  oír  los 
dobles  en  todas  las  iglesias  que  acostumbran  tocarse 
desde  las  12  del  día  de  ánimas  hasta  igual  hora  del  día 
siguiente,  y  descubriendo  en  seguida  la  gran  masa  de 
población  que  salía  á  mi  encuentro,  percibí  también  el 
cese  de  los  dobles  y  la  sustitución  de  los  repiques  en 
todas  las  iglesias. 

Me  acuerdo  que  el  presbítero  ür.  Agustín  Molina, 
que   fué    el  primero    á   saludarme,  me  dijo  desmontado 


—  315  — 

al  estribo  de  mí  coche  y  coa  los  ojos  anegados  en  lá- 
grimas: 

La  Madrid,  debes  hacer  gala 
En  lugar  de  entristecerte ! 
Pues  nunca  fuiste  mas  fuerte. 
Que  en  el  campo  del  Tala! 
\  La  fama  alli  te  señala 
Por  las  hazañas  que  hiciste; 
Y  aunque  un  accidente  triste 
Te  arrebató  la  victoria, 
¡Cuánto  de  heridas,  de  gloria 
La  Madrid,  allí  te  cubriste!  (*) 


Así  que  me  entraron  á  Tucumán  y  paró  el  coche  en 
la  puerta  de  la  casa  de  mí  prima  Ceferina  Araoz,  volví 
á  perder  el  sentido  y  no  lo  recobré  hasta  un  mes  des- 
pués. Ocho  ó  nueve  días  me  tuvieron  allí,  asistido  por 
todos  los  mozos  del  pueblo  que  me  hacían  la  guardia, 
relevándose  de  dos  en  dos  horas,  dos  hombres  á  un 
tiempo;  el  uno  abierto  de  piernas  sobre  mi  cama  y 
sosteniéndome  por  las  espaldas  sobre  almohadas  arri- 
madas á  su  pecho,  y  el  otro  sentado  al  Jado  cuidando 
de  mis  manos,  para  que  no  me  volteara  la  nariz,  pues 
lo  había  hecho  ya  en  un  descuido,  y  tuvieron  que  coser- 
la nuevamente. 

Mi  cuerpo  estaba  todo  abotagado,  y  dicen  que  tenía 
estampadas  en  el  pecho  y  las  costillas,  las  pisadas  de  los 
caballos  y  las  culatas  de  los  fusiles. 

A  los  ocho  ó  nueve  días  entró  recién  Quiroga,  y  co- 
metió toda  clase  de  excesos.  Algunas  horas  antes  de  su 
entrada,  me  condujeron  al  pueblo  de  Trancas,  21  leguas 
al  norte  de  Tucumán. 


(')  He  querido  expresar  estas  verídicas  pequeneces,  aunque  se  me  tenga 
por  necio,  pues  los  testimonios  de  estimación  de  mis  compatriotas  son  la  única 
gloria  á  que  yo  he  aspirado,  y  aspiraré,  porque  estoy  persuadido  que  solo  se 
prestan  al  que  obra  bien,  y  es  la  única  herencia  que  quiero  dejar  á  mis  pobres 
hijos.      ¡La  estimación  y  amparo  de  mib  compatriotas! 


—  316  — 

Mi  primo  el  coronel  José  Ignacio  Helguero,  se  había 
retirado  á  la  posta  de  Tapia,  8  leguas  también  al  Norte, 
con  más  de  800  hombres  de  caballería  y  cívicos.  Casi 
todo  el  pueblo  emigró,  y  mi  secretario  el  doctor  Berdía 
y  varios  comerciantes  del  pueblo,  marcharon  á  Trancas 
conmigo  y  permanecieron  á  mi  lado  hasta  mi  regreso. 

Asi  que  entró  Quiroga  en  compañía  del  gobernador 
Ibarra  á  Tucumán  y  fué  impuesto  por  los  pocos  vecinos 
que  habían  quedado  de  haberme  sacado  para  Trancas, 
no  quiso  creerlo,  pues  me  tenía  por  muerto,  ó  pretendía 
al  menos  hacerlo  así  entender  á  los  suyos,  para  cuyo  ob- 
jeto publicó  por  bando,  imponiendo  la  pena  de  muerte  al 
que  digera  que  yo  vivía;  y  para  convencer  á  los  mismos 
que  me  habían  visto  vivo,  les  enseñaba  mi  sombrero  echo 
pedazos,  pues  lo  había  conservado  con  un  barbijo,  mi 
poncho  con  varios  balazos,  mi  chaqueta  con  el  bayone- 
tazo y  balazo  en  la  espalda;  en  fin,  mi  espada  toledana 
con  14  ó  16  cortes  que  había  parado.  Mandó  que  le  pre- 
sentaran cuanto  había  oculto,  impuso  una  fuerte  contri- 
bución é  hizo  todo  el  mal  que  pudo. 

En  Salta  se  había  recibido  orden  del  Gobierno  Na- 
cional para  levantar  el  Regimiento  núm.  14,  y  lo  había 
empezado  á  formar  el  comandante  Magan.  El  general  Are- 
nales había  dispuesto  enviar  una  división  de  600  ó  700 
hombres  en  auxilio  de  Tucumán  contra  Quiroga  é  Iba- 
rra, bajo  las  órdenes  del  coronel  Francisco  Bedoya  y  en 
la  cual  fué  el  comandante  Magan  con  su  cuerpo. 

Cuando  dicha  fuerza  estaba  pasando  por  Trancas, 
hacía  ya  más  de  un  mes  que  Quiroga  estaba  en  Tucu- 
mán, yo  había  visto  una  mañana  desde  mi  cama,  por  la 
puerta  de  mi  casa,  pasar  alguna  gente  armada  por  el 
camino  en  dirección  á  Tucumán,  pero  no  sabía,  qué 
gente  era  ni  por  qué  me  encontraba  en  Trancas,  ni  que 
Quiroga  é  Ibarra  existieran  en  Tucumán.  Esto  era  en 
el  mes  de  diciembre  ó  á  mediados  de  él;  cuando  por  la 
tarde  habiéndome  dejado  solo  en  casa,  por  haberse  ido 
á  cazar  al  monte  mi  secretario  y  demás  comerciantes  que 
paraban  en    la  misma  casa,   oí   una  conversación  á  los 


—  317  — 

asistentes  que  se  hallaban  en  el  comedor,  de  las  fecho- 
rías y  daños  cometidos  por  Quiroga  é  Ibarra  en  Tucumán. 
Al  oír  esto,  despierto  como  de  un  letargo  y  sentándome 
enardecido  me  aproximo  agarrado  de  las  sillas  hasta  la 
última  que  estaba  cerca  de  la  puerta,  escucho  y  com- 
prendo todo  el  misterio  de  las  tropas  que  había  visto  pa- 
sar y  del  motivo  de  permanecer  yo  allí,  así  como  de  las 
penas  impuestas  por  Quiroga  al  que  dijera  que  yo  vivía. 
Llamé  á  uno  de  los  soldados  y  le  recombine  ásperamen- 
te por  haberme  ocultado  la  entrada  de  Quiroga.  En  vano 
quiso  el  soldado  negarlo,  pues  le  hice  conocer  quehabía 
escuchado  toda  su  conversación,  por  consiguiente  me  con- 
fesó todo  y  satisfizo  á  cuantas  preguntas  le  hice:  así  de 
las  fuerzas  que  habia  visto  pasar,  como  del  lugar  que 
ocupaban  las  nuestras  y  los  jefes  que  las  mandaban.  Le 
mandé  que  me  presentara  papel  y  tintero  y  llamase  un 
paisano  de  confianza,  sin  avisarlo  á  nadie,  y  le  impuse 
penas  si  comunicaba  lo  que  yo  hacia. 

Asi  que  me  presentó  el  papel,  puse  á  Quiroga  é  Iba- 
rra la  siguiente  carta: 

«El  muerto  del  TaZa,  desafía  á  los  caciques  Quiroga 
é  Ibarra,  para  que  lo  esperen  mañana  á  darle  cuenta  de 
las  atrocidades  que  han  cometido  en  su  pueblo:  pues  la 
Providencia  le  ha  vuelto  á  la  vida  para  que  tenga  la  sa- 
tisfacción de  castigarlos  como  merecen». — Como  el  mozo 
estaba  ya  pronto,  lo  llamé  aparte  y  le  dije: 

—  Toma  esta  carta  y  marcha  ahora  mismo  á  Tucu- 
mán á  entregarle  tú  mismo  á  Quiroga  en  esta  noche.  Si 
desempeñas  con  prontitud  esta  comisión,  serás  bien  rega- 
lado por  mí  á  tu  vuelta;  nada  tienes  que  temer  porqué 
han  de  mandarte  con  la  contestación,  pero  ¡cuidado  con 
que  nadie  te  vea  ni  sepa  el  objeto  á  que  vas! 

Marchó  el  soldado  miliciano  al  instante,  y  me  sentía 
ya  lleno  de  vigor  á  pesar  de  mi  extrema  debilidad.  Lle- 
gados al  poco  rato  mi  secretario,  el  doctor  Berdía  y  los 
comerciantes  Piedra  Buena  y  Rodríguez  que  le  habían 
acompañado  á  la  caza,  díjeles  enardecido: — ¡En  este  mo- 
mento manden  Yds.  preparar  el   coche  para   marchar  á 


-  318  — 

Tapia,  donde  está  nuestra  fuerza  y    correr  á   castigar  á 
los  bandidos  que  ocupan  mi  pueblo! 

Se  quedaron  sorprendidos  al  verme  expresar  con  tan- 
ta viveza,  y  dyome  Berdia: 

— Es  imposible  señor  Gobernador,  porque  el  estado 
de  debilidad  en  que  se  encuentra  no  le  permite  moverse 
sin  un  riesgo  evidente  de  su  vida. 

— Diga  Vd.  cuanto  quiera  y  se  le  antoje, — le  dije. 
He  prevenido  ya  á  esos  dos  caciques  que  voy  mañana  á 
castigarlos,  y  no  he  de  faltar  á  mi  palabra,  porque  me 
siento  con  vigor  para  ello;  qué  venga  el  coche  ó  me  hago 
montar  en  un  caballo!  Viendo  mi  decisión  y  temiendo 
que  ejecutara  lo  que  decía,  dijo  Piedrabuena  que  man- 
dase preparar  el  coche,  pero  á  pretexto  de  que  necesita- 
ba una  pequeña  refacción  y  de  que  no  podía  estar  pron- 
to antes  de  cuatro  horas  y  de  que  no  me  convendría  el 
fresco  de  la  noche,  me  propusieron  que  marcharíamos 
por  la  mañana,  y  tuve  que  ceder  porque  los  vi  ya  deci- 
didos á  no  contrariar  mi  voluntad. 

Apesar  de  mis  apuros  desde  que  amaneció,  siempre 
retardaron  mi  salida  con  varios  pretextos,  hasta  cerca 
de  las  10  y  al  emprender  la  marcha  se  me  presentó  el 
miliciano  que  había  ido  á  Tucumán,  con  una  contesta- 
ción solo  de  Ibarra,  en  que  me  decía: 

«Me  alegro  mucho  que  estés  ya  mejorado  para  ser- 
vir a  tus  amos  los  porteños;  pero  respecto  al  castigo  con 
que  nos  amenazas,  lo  veremos!!!» — Pero  se  fueron  á  es- 
perarme, á  Santiago,  él  y  Quiroga  á  la  Rioja,  en  esa 
misma  noche,  á  .pesar  de  estar  nevando. 

El  conductor  de  mi  carta  había  llegado  á  las  11  de 
la  noche,  entregándosela  á  Quiroga,  quien  asi  que  cono- 
ció mi  firma  le  pasó  la  carta  á  Ibarra  y  mandó  prepa- 
rarse para  marchar,  á  sus  tropas,  á  pesar  de  estar  nevan- 
do. A  las  2  de  la  mañana,  estaban  ya  en  marcha  ambos. 

Cuando  llegué  á  la  posta  de  Tapia,  me  encontré 
con  la  noticia  de  haberse  retirado  los  enemigos  después 
de  haber  arreado  cuanto  ganado  y  caballos  había  en  la 
Provincia. 


—  319  — 

Llegados  á  Tucumán  fué  preciso  que  se  reunieran 
los  médicos  para  atenderme,  porque  estaba  yo  en  extre- 
mo debilitado,  con  una  ó  dos  costillas  rotas,  y  una  tos 
de  mal  agüero  para  todos;  se  opinaba  además  que  debía 
de  tener  la  bala  en  la  espalda  y  que  era  preciso  ope- 
rarme. 

Yo  instaba  por  marchar  inmediatamente  sobre  San- 
tiago del  Estero  para  libertarnos  de  Ibarra,  que  era  el 
enemigo  que  nos  perjudicaba  mas  que  ninguno  en  la  Pro- 
vincia; asi  por  la  inmediación  á  que  lo  teníamos  como 
por  mil  pechos  que  impuso  á  las  carretas  que  transi- 
taban para  Buenos  Aires  como  al  mismo  pueblo  de  San- 
tiago y  en  campaña,  que  se  abastecen  de  todo  en  Tu- 
cumán; pero  todo  el  mundo  se  opuso  porque  me  con- 
sideraban con  peligro  de  una  muerte  muy  próxima,  por 
cuya  razón  habían  dispuesto  ya  que  se  preparara  una 
fuerza  de  200  cívicos  de  entre  los  artesanos  del  pueblo, 
y  800  hombres  de  las  milicias  que  agregados  á  los  COO 
que  había  traído  de  Salta  el  coronel  Bedoya,  componían 
una  fuerza  de  1900  hombres,  la  cual  debía  marchar  so- 
bre Ibarra,  bajo  las  órdenes   del  referido   jefe  de  Salta. 

Berdía  que  era  el  encargado  del  Gobierno,  facilitó 
el  apresto  de  dicha  expedición  con  no  poco  trabajo,  por 
la  falta  de  caballos,  y  aun  por  la  del  ganado,  que  era 
preciso  llevara  la  expedición,  pues  que  en  la  provincia 
de  Santiago  no  encontrarían  absolutamente  que  comer. 
En  fin,  mientras  yo  me  resistía  á  la  operación,  de  un 
modo  abierto  y  decidido,  alegando  que  la  herida  de  la 
espalda  no  podía  ser  de  bala,  (pues  que  de  serlo  me  ha- 
bría bandeado)  por  cuanto  recordaba  haber  estado  sano 
y  bueno  cuando  me  rodeaba  la  caballería  sobre  la  co- 
lumna de  Quiroga;  despacharon  al  fin  la  expedición  y 
últimamente  me  convencieron  y  me  operaron  inútilmente, 
pues  no  encontraron  la  bala  y  solo  me  sacaron  un  pe- 
dacito  del  filete  de  la  paletilla  y  parte  de  una  costilla,  en 
la  cual  estaba  la  señal  de  la  bayoneta. 

Tuvieron  que  sacarme  á  los  pocos  días  al  campo  del 
Manantial,  [legua  y  media  de  la  ciudad]   con  el   objeto 


1 


—  320  — 

de  tomar  los  aires,  pero  no  me  probaron  bien,  porque 
son  húmedos  y  algo  fríos  por  la  proximidad  del  Acon- 
quíja  y  me  volvieron  al  pueblo  al  acercarse  los  dias  de 
Carnaval. 

El  coronel  Bedoya  había  retrocedido  ya  de  Santiago, 
sin  conseguir  ventaja  alguna,  habiendo,  por  el  contrario, 
perdido  la  mayor  parte  del  ganado  que  llevo;  pues  había 
cometido  la  imprudencia  de  meterse  al  pueblo  y  dejarse 
sitiar  en  él;  y  faltándole  los  alimentos,  tuvo  que  regre- 
sar escopeteado  por  ¡barra,  en  la  jurisdicción  de  aquella 
Provincia. 

Con  este  motivo  los  cívicos  habían  compuesto  una 
nueva  letra  para  la  vidalita  alusión  á  la  desgracia  del 
Tala;  á  esta  malograda  expedición,  y  el  estribillo  de  ca- 
da verso,  era  el  siguiente: 

€Espo?'que  La  Madrid  se  halla  heridoh 

Por  cierto  que  con  esta  canción  me  mortificaron  en 
extremo  en  la  noche  que  me  trajeron  al  pueblo,  pues  á 
mas  de  haber  recien  llegado  de  Bolivia  mi  padre  político, 
el  doctor  Díaz  Velez,  con  el  general  Alvear,  se  agrupa- 
ron á  cantar  tantos  versos  sentimentales  con  aquél  estri- 
billo, respirando  cada  uno  de  ellos  tal  entusiasmo  y  de- 
seos de  vengarme,  que  me  traspasaban  el  alma  y  au- 
mentaban mi  deseo  de  corresponder  al  interés  que  todo 
el  pueblo  demostraba  por  mí;  tanto  que  mi  padre  polí- 
tico quiso  salir  al  patio  y  decir  á  los  que  estaban,  que 
no  me  mortificaran  con  sus  canciones. 


No  recuerdo  la  fecha  en  que  se  recibió  en  Tucumán 
la  noticia  de  la  llegada  del  coronel  colombiano  Matute, 
que  había  venido  á  Salta,  pasado  del  ejército  del  gene- 
ral Sucre,  que  estaba  en  Bolivia,  con  un  cuerpo  dé  gra- 
naderos colombianos  de  á  caballo,  con  el  cual  levanta- 
ron la  campaña  contra  el  gobernador  Arenales,  el  doctor 
Gorriti  y  los  Puch.  El  resultado  fué  que  llegada  la  no- 
ticia y  al  mismo  tiempo  la  orden  al  coionel  Bedoya  para 


—  321  — 

que  marchara  por  el  camino  de  las  Cuestas  sobre  los 
insurrectos;  no  conseguí  que  dicho  Coronel  demorase  si- 
quiera un  día,  para  darle  200  de  mis  cívicos  y  dos  pie- 
zas de  artillería  ligera  que  habían  salvado  de  las  manos 
de  Quiroga  é  Ibarra.  Salió  el  mismo  día  con  50  cívicos 
que  se  encontraban  en  el  pueblo,  pues  los  demás  andaban 
con  licencia  por  la  campaña  ó  entretenidos  en  el  carna- 
val; llevó  también  las  dos  piezas. 

Advertiremos  aquí  que  el  día  que  regresó  á  Tucu- 
mán,  Bedoya,  con  la  expedición  de  Santiago,  había  yo 
salido  á  proclamar  á  los  cuerpos  de  milicianos,  invitán- 
dolos á  servir  en  el  regimiento  N^  15,  que  tenía  orden 
de  formar  para  llevarlo  á  la  campaña  del  Brasil.  Conse- 
guí reunir  como  170  jóvenes  que  formaron  el  primer 
escuadrón  y  que  poco  después  subió  á  190  plazas. 

Nombré  comandante  de  dicho  escuadrón  á  mi  primo 
el  mayor  Gregorio  Paz  y  lo  encargué  de  su  instrucción 
después  de  haber  nombrado  sus  oficiales. 

Como  mi  salud  continuase  mal,  pasé  con  una  escol- 
ta de  dicho  Cuerpo^  llevando  á  mi  padre  político  á  la 
estancia  de  los  Porcel,  en  la  Banda. 

Poco  pude  permanecer  allí,  pues  como  estaba  cerca 
de  la  jurisdicción  de  Santiago,  Ibarra  trató  de  sorpren- 
derme una  noche,  pero  arrollamos  su  fuerza,  después  de 
lo  cual  regresé  á  la  ciudad  ya  muy  mejorado. 

Llegó  en  estas  circunstancias  de  Buenos  Aires,  en- 
viado por  el  Presidente  Rivadavia,  mi  primo  Miguel  Diaz 
de  la  Peña,  mayorazgo  de  Guazan  y  diputado  al  Congre- 
so por  Tucumán.  La  misión  era  manifestarme  que  me 
moviera  con  una  fuerte  división  sobre  Santiago  y  Cór- 
doba para  derrocar  á  sus  gobernantes  Ibarra  y  Bustos, 
á  cuyo  efecto  el  Gobierno  Nacional  había  mandado  se 
colocase  en  el  Pergamino  el  valiente  coronel  de  Húsares, 
Federico  Rauch,  para  que  obrase  de  acuerdo  conmigo  y 
á  mis  órdenes. 

Me  llenó  de  satisfacción  esta  noticia,  pero  no  dejé 
de  estrañar  que  el  Presidente  no  me  enviara  una  orden 
por  escrito.  Pero  conocía  por  esperiencia  la  debilidad  de 


—  322  — 

nuestros  Gobiernos  y  que  aquella  medida  coincidía  con 
la  indicación  que  yo  le  había  hecho  al  ministro  doctor  Ju- 
lián Segundo  de  Agüero,  y  era  preciso  ejecutarla  para  que 
la  Constitución  que  se  había  sancionado  fuese  aceptada 
por  las  Provincias,  y  no  trepidé  en  cumplirla  confiado 
en  la  palabra  del  comisionado. 

Dicho  comisionado  venía  autorizado  para  proporcio- 
nar por  si  ó  por  otros,  los  fondos  que  se  remitieran,  gi- 
rando las  letras  contra  el  Gobierno  Nacional.  Hablamos 
con  Pedro  Frias,  comerciante  de  Santiago  del  Estero,  que 
estaba  en  Tucumán,  y  con  sus  hermanos  Javier  y  José, 
proporcionando  el  primero  los  fondos  de  que  pudo  dispo- 
ner;  y  como  no  fueran  bastante,  el  mismo  Diaz  de  la  Peña 
enajenó  una  de  sus  fincas  para  facilitar    lo  que  faltaba. 

Mientras  tanto,  había  tenido  ya  lugar,  ó  lo  tuvo 
después  (lo  cual  no  recuerdo)  la  derrota  del  coronel  Be- 
doya en  Ohicoana  á  ocho  ó  diez  leguas  de  Salta,  por  el 
coronel  Matute  y  los  Puch;  por  solo  la  inadvertencia 
del  gobernador  Arenales,  pues  debiendo  mandar  al  en- 
cuentro de  dichas  fuerzas  todo  el  batallón  de  Cívicos  de 
Salta  que  le  era  decidido,  y  cuyo  jefe  el  doctor  Zuviria,  se 
le  había  ofrecido  al  efecto;  no  lo  hizo  por  indecisión,  y 
dejó  perecer  la  mayor  parte  de  la  división,  después  de 
haberse  sostenido  todo  el  día  rechazando  con  solo  50 
cívicos  tucumanos  y  sus  dos  piezas  de  artillería,  cuantas 
impetuosas  cargas  dio  Matute  con  sus  valientes  granade- 
ros, hasia  que  cerrada  ya  la  noche,  los  asaltaron  por  la 
espalda  por  entre  unas  chacras,  y  salvando  paredes? 
en  el  pretil  de  la  Iglesia,  en  la  que  se  habían  hecho 
fuertes. 

Perecieron  en  esta  bizarra  defensa  innumerables 
hombres,  y  casi  todos  los  cívicos  que  se  sostuvieron  has- 
ta no  haber  quedado  sino  16  ó  20  hombros  y  heridos  los 
mas.  Solo  asi  pudo  Matute  triunfar  de  esos  decididos 
soldados-ciudadanos. 

Todo  el  pueblo  de  Salta,  sin  exOeptuar  ni  los  espa- 
ñoles, de  los  prisioneros  que  estaban  alli  trabajando,  se 
pusieron  de  parte  del  señor  gobernador   Arenales.    Los 


1 


—  323  - 

revoltosos  se  habían  aproximado  al  pueblo,  mas  les  fué 
absolutamente  imposible  penetrar  á  él. 

En  estas  circunstancias,  y  cuando  no  había  un  ha- 
bitante en  Salta  que  no  estuviese  con  el  Gobierno,  tuvo 
la  debilidad  el  general  Arenales,  que  era  un  valiente,  de 
abandonar  furtivamente  el  pueblo  en  una  noche,  so  pre- 
texto de  no  querer  que  por  su  causa  se  vertiese  sangre. 
¡Cuando  un  pueblo  entero  quiere  ser  libre,  debe  el  que 
lo  manda,  perecer  diez  mil  veces  antes  que  abandonarlo! 
Yo  al  menos  asi  lo  habría  hecho  y  lo  haré  aunque  tenga 
ochenta  años! 

Cuando  á  la  madrugada  se  supo  en  las  trincheras  y 
demás  puestos  avanzados  que  el  Gobernador  había  des- 
aparecido, los  vecinos  batieron  las  armas  haciéndolas 
pedazos  y  se  retiraron  á  sus  casas. 

Entrados  los  de  la  revolución,  se  colocó  en  el  Go- 
bierno el  doctor  Gorriti,  y  comunicó  su  nombramiento  á 
los  demás  Gobiernos.  Yo  me  apresuré  á  reconocerlo, 
(pues  me  hallaba  ya  encargado  del  Gobierno)  porque  te- 
nía interés  en  que  me  facilitara  el  cuerpo  de  granaderos 
Colombianos  para  mi  expedición,  y  también  porque  sin 
embargo  del  cambio,  Gorriti  seguía  prestando  su  obe- 
diencia al  Presidente  de  la  República;  y  como  le  intere- 
saba tanto  ó  poco  menos  que  á  Tucumán,  el  librarse  de 
Ibarra,  por  los  perjuicios  que  ocasionaba  al  comercio 
de  Salta,  no  dudé  de  que  se  prestaría  á  dicha  mi  de- 
manda. 

Se  la  hice,  pues,  pidiendo  al  coronel  Domingo  López 
Matute  con  su  Cuerpo,  y  me  dirigí  á  éste,  manifestándole 
el  placer  que  tendría  de  verlo  á  mi  lado. 

En  efecto.  Matute  vino  muy  pronto,  pero  antes  me 
había  yo  dirijido  al  gobernador  de  Catamarca,  el  señor 
Gutiérrez,  manifestándole  la  orden  que  tenía  del  Gobier- 
no de  obrar  sobre  Ibarra;  previniéndole  que  saliera  él 
con  una  división  de  500  hombres  por  la  parte  de  Choya  (^) 


[^]  Es  una  población  dé  la  provincia  de  Santiago,  al  sud  oeste  de  la  Ca- 
pital y  que  limita  con  la  provincia  de  Catamarca. 


—  324  — 

sobre  Santiago  á  efecto  de  sorprender  á  Ibarra,  pues 
tenía  él  para  dicha  empresa,  al  valiente  teniente  coronel 
Pantaleón  Corvalán,  santiagueño,  mientras  yo  le  llamaba 
la  atención  por  el  norte,  pero  señalándole  el  día  del 
asalto  y  el  punto  en  que  debíamos  reunimos. 

Acordado  todo  esto,  con  conocimiento  ya  de  la  pronta 
llegada  del  coronel  Matute,  lo  esperé  con  todo  listo  y 
mis  tropas  pagadas  como  nunca:  á  10  pesos  al  soldado, 
12  al  cabo  y  16  al  sargento  y  un  sueldo  á  los  oficiales; 
y  vestida  además;  consistiendo  esta  en  500  hombres  de 
caballería  y  200  cívicos. 

Llegó  Matute  con  sus  colombianos  en  número  de  190 
hombres,  á  mediados  de  mayo  del  año  1826,  poco  antes 
de  mediodía,  y  se  me  reunió  en  el  campo  de  los  Aqui- 
rres,  donde  le  esperaba  yo  con  mis  700  hombres  listos  y 
dos  piezas  de  artillería.  Asi  que  llegaron,  les  mandé 
dar  la  paga  que  había  dado  á  mis  tropas  y  me  puse  en 
marcha  ya  al  venir  la  oración  ó  al  ponerse  el  sol,  me- 
tido yo  en  un  birlocho,  pues  no  podía  montar  á  caballo 
porque  me  lo  embarazaba  la  herida  que  tenía  en  el  bra- 
zo izquierdo  y  tenía  abierta  además  la  herida  de  bayo- 
neta en  la  paletilla. 

.  Matute,  asi  que  recibieron  la  paga,  había  licenciado 
algunos  soldados  para  que  fueran  al  pueblo  sin  mi  co- 
nocimiento, á  comprar  lo  que  necesitasen  dichos  solda- 
dos, que  eran  bastantes  y  en  extremo  audaces  y  provo- 
cativos, se  habían  puesto  á  beber  y  no  volvieron  á  su 
Cuerpo  cuando  hubimos  marchado.  Nos  hallábamos  ya 
á  cerca  de  tres  leguas  del  pueblo  y  en  marcha  á  las  8 
de  la  noche,  cuando  me  alcanza  un  propio  de  mi  dele- 
gado el  doctor  Berdia,  avisándome  la  consternación  en 
que  habían  puesto  al  pueblo  una  porción  de  colombianos 
que  se  habían  vuelto  á  mas  de  los  licenciados;  pues  ha- 
bían atropellado  á  muchos  ciudadanos,  herido  algunos,  y 
aun  muerto  á  uno. 

Me  prevenía  también  que  los  cívicos  y  vecinos  del 
pueblo  habían  corrido  á  mi  casa  y  echando  abajo  la  puer- 
ta de  la  pieza  en  que  estaban  las  pocas   armas  que  ha- 


—  325  — 

bían  quedado,  acababan  de  salir  armados,  en  busca  de 
los  colombianos  y  que  se  temía  un  fatal  resultado  si  yo 
no  mandaba  una  fuerza  á  sacar  dichos  soldados  colom- 
bianos. 

Llamé  al  instante  al  coronel  Matute  y  le  reconvine 
por  haber  permitido  separarse  á  semejantes  hombres  de 
su  Cuerpo.    Le  enseñé  el  parte  del  Gobernador  delegado 

y  le  dije: 

-T  «Semejante  conducta  no  la  esperaba  yo  de  los  va- 
lientes veteranos  de  Colombia,  pues  con  ella  no  hacían 
mas  que  prevenir  contra  su  Cuerpo  la  opinión  de  todos 
los  ciudadanos  y  obligarme  á  tomar  medidas  que  me  se- 
rían muy  sensibles  pero  necesarias.» 

Matute  se  inmutó  avergonzado  y  me  pidió  le  permi- 
tiera volverse  con  20  hombres  á  traer  amarrados  á  los 
granaderos  que  tal  falta  habían  cometido. 

Mandé  acampar  la  división  y  di  al  Coronel  el  per- 
miso que  solicitaba,  pero  previniéndole  se  condujera  con 
prudencia,  porque  los  cívicos  del  pueblo  no  habían  de 
dejarse  atropellar  impunemente. 

—  «Pierda  V.  E.  cuidado»,  me  dijo,  y  se  marchó. 

Mandé  colocar  guardias  avanzadas  al  rededor  del 
campo  y  ordené  que  nadie  se  moviese  de  su  puesto. 
No  había  andado  el  coronel  Matute  una  legua,  cuando 
se  encontró  con  todos  sus  soldados  amarrados  y  condu- 
cidos por  una  partida  de  cívicos  montados  que  traían 
enancados  á  mas  de  20  de  sus  granaderos,  heridos  algu- 
nos de  ellos;  y  con  la  noticia  de  haber  muerto  dos  y 
quedado  tres  gravemente  heridos.  Sorprendido  Matute 
de  un  hecho  semejante,  con  unos  soldados  que  los  consi- 
deraba invencibles,  y  no  sin  razón,  pues  eran  en  extremo 
valientes;  no  pudo  menos  que  darle  las  gracias  á  los 
conductores  y  regresarse  con  todos  ellos  ó  mandarlos 
con  un  oficial,  pasando  él  solo  con  4  hombres,  llevándo- 
se dos  de  los  cívicos  para  que  lo  guiaran  á  ver  á  sus 
heridos. 

Llegados  los  presos  fueron  entregados  á  la  preven- 
ción de  su  Cuerpo  por  mi  orden,  y    me  fué  preciso    no 


i 


—  326  — 

continuar  la  marcha  hasta  el  día  siguiente,  y  esta  demo- 
ra nos  costó  bien  cara,  como  se  verá  mas  adelante. 

El  coronel  Matute  regresó  á  la  madrugada,  después 
de  haber  presenciado  la  asistencia  que  se  habia  prestado 
á  sus  heridos,  por  orden  del  Gobierno,  y  asi  que  amane- 
ció me  pidió  permiso  para  fusilar  á  uno  de  los  presos 
que  debia  él  ser  el  causante  de  aquel  hecho  que  le  era 
en  extremo  sensible.  Yo  me  opuse,  pues  quería  solo  ha- 
blar al  Regimiento,  afear  aquel  hecho  á  los  que  lo  ha- 
bían cometido,  y  manifestarles  cuan  amargo  era  mí  pe- 
sar al  ver  que  indiscretamente  aquellos  pocos  hombres, 
habían  manchado  la  estimación  de  un  cuerpo  tan  valien- 
te, y  para  mí  tan  estimado;  pero  tuve  que  ceder  á  sus 
instancias,  porque  consideré  necesario  un  ejemplar  para 
moralizarlos  y  después  de  haber  sido  efectuado,  hablé  á 
los  granaderos  como  deseaba  y  los  dejé  satisfechos,  po- 
niendo en  libertad  á  sus  compañeros,  manifestándoles 
cuanto  confiaba  en  ellos,  y  en  que  no  me  proporcionasen 
en  adelante  un  disgusto  semejante. 

Continué  enseguida  la  marcha,  y  en  todas  las  para- 
das acostumbraba  á  visitar  el  campamento  de  los  grana- 
deros muy  particularmente.  Acostumbraban  estos,  cuan- 
do carneaban,  sacar  unos  asados  desde  el  cogote  al  ja- 
món de  la  pierna  de  la  res;  y  ensartado  en  el  asta  de 
sus  lanzas,  la  clavaban  parada  á  la  inmediación  de  un 
gran  fogón  y  con  algunas  varillas  colocadas  al  tra- 
vés, quedaba  estirada  la  hermosa  manta  de  carne,  reci- 
biendo el  calor  del  fuego,  que  muy  pronto  la  asaba. 
El  nombre  que  ellos  le  daban  á  esta  carne,  era  Lla- 
mado, 

No  habían,  pues  acabado  de  desollar  las  reses,  cuan- 
do ya  estaban  clavados  á  la  orilla  de  los  fogones  varios 
llamos;  cuando  yo  pasaba  á  visitar  su  campo,  salían  los 
granaderos  á  instarme  á  que  tomase  un  bocado  de  asado 
presentándome  sus  cuchillos  para  que  cortase  de  donde 
mejor  me  pareciera,  y  como  las  reses  eran  generalmente 
gordas,  incitaban  realmente  á  dar  un  tajo  en  aquellos  her- 
mosos asados;  y  como  todos  ellos  se  esmeraban  para  que 


—  327  - 

me  llegase  á  ellos,  me  acostumbré,  por  complacerlos,  y 
también  porque  me  agradaba  á  salir  con  un  pan  en  el 
bolsillo  y  dar  un  tajo  en  cada  uno  de  sus  llamados,  y 
era  esta  por  lo  regular  la  comida  que  yo  hacía  en  dicha 
campaña,  con  satisfacción  de  todos  ellos  y  también  con 
la  mia. 

Antes  de  llegar  á  Santiago,  y  creo  á  los  tres  días 
de  mi  salida,  se  me  había  formado  un  tumor  bastante 
grande  en  el  lado  izquierdo  sobre  las  costillas,  y  el  doc- 
tor Luis  Lewis,  cirujano  inglés  y  casado  en  Santiago  con 
la  hermana  de  la  señora  de  don  Pedro  Frías,  que  iban 
ambos  conmigo,  me  lo  abrió  esa  tarde  en  la  parada,  y 
sacó  un  pedazo  de  hueso  pequeño. 

En  esa  noche  hubo  una  alarma,  pues  se  avistó  una 
fuerza  de  santiagueños  estando  acampados  en  la  posta 
de  las  Palmitas,  y  Matute  que  lo  había  nombrado  yo  je- 
fe de  Estado  Mayor  el  día  mismo  de  su  llegada,  manda 
montar  á  50  de  sus  granaderos  y  llegándose  con  ellos 
al  cuerpo  de  mis  cívicos  que  estaba  ya  formado,  dice: 

—  «Haber  25  cazadores  y  un  oficial,  pronto,  que  con 
estos  y  50  de  mis  granaderos,  me  sobran  para  comer  á 
toda  la  santiagueñada.  No  había  acabado  de  hablar, 
cuando  ya.  los  tuvo  á  su  lado  y  marchó,  pero  no  le  es- 
peraron, pues  apenas  lo  vieron  aproximarse,  se  pusieron 
en  fuga  por  el  monte.  Les  había  tomado  afición  Matute 
á  mis  cívicos  desde  el  encuentro  de  Chicoana  en  que 
tanto  trabajo  le  dieron  los  50  que  tenía  Bedoya  y  que 
murieron  con  dicho  jefe  los  más;  que  en  cuantas  veces 
se  ofrecía  salir  él  en  esa  corta  campaña,  siempre  lleva- 
ba cívicos  á  su  lado. 

Al  siguiente  día  habiendo  acampado  sobre  el  río 
de  Santiago  mas  adelante  del  paso  de  los  Giménez,  come- 
tieron los  colombianos  una  falta  en  los  ranchos  y  maizal, 
pues  habían  atropellado  á  las  mujeres  que  estaban  reco- 
giendo choclos  y  maíz,  quitándoselo  todo  y algo  más, 

porque  eran  abonados,  (á  la  par  que  valientes)  para  ello, 
á  presencia  de  su  jefe  que  no  les  privaba  esas  cosas  con 
sus  enemigos.    Mas  yo  que  no  acostumbraba   á  dañar  á 


—  328  — 

nadie  y  que  quería  muy  particularmente  atraer  á  los 
santiagueños,  no  podía  dejar  sin  reparar  dichas  faltas,  al 
paso  que  era  preciso  en  cierto  modo,  no  tirarles  dema- 
siado la  cuerda  á  los  granaderos  que  estaban  acostum- 
brados á  lo  contrario,  y  que  sobre  todo  los  necesitaba  y 
quería  ganarlos  poco  á  poco,  por  medio  de  la  persuasión 
y  del  ejemplo,  como  al  fin  lo  conseguí  muy  luego. 

Al  momento  vinieron  las  mujeres  llorando  á  que- 
járseme de  haber  perdido  cuanto  tenían,  que  todo  se  lo 
habían  quitado  aquellos  demonios,  como  ellas  los  llama- 
ban, y  que  hasta  les  habían  muerto  dos  vaquitas  leche- 
ras y  seis  crías;  que  ellas  eran  unas  pobres  y  que  que- 
daban ya  á  perecer,  &  &.  Me  compadeció  la  suerte  de 
estas  infelices,  y  las  consolé  previniéndoles  que  les  paga- 
ría el  perjuicio  que  habían  sufrido,  y  disculpando  á  los 
colombianos  para  con  ellas,  con  que  eran  unos  hombres 
valientes  que  estaban  acostumbrados  á  hacer  la  guerra 
de  aquel  modo  á  los  españoles  y  á  los  pueblos  que  no  les 
obedecían. 

Mandé  justipreciar  el  daño  por  don  Pedro  Frías  y 
el  comisario  del  ejército,  Alberdi,  y  las  despaché  muy 
contentas,  dándole  cuatro  onzas  de  oro,  que  en  su.  vida 
tal  vez  las  habían  visto  en  sus  manos;  y  pasando  ense- 
guida al  campo  de  los  colombianos,  les  hice  ver  con 
palabras  persuasivas  la  fealdad  de  aquel  hecho  en  una 
Provincia  que  íbamos  á  auxiliar,  libertándola  de  un 
bárbaro  gobernante,  y  sobre  todo  el  mal  que  ellos  mis- 
mos se  causaban,  obligándome  á  indemnizar  aquel  daño 
con  el  dinero  que  debía  servir  para  socorrerlos  á  ellos 
mismos. 

En  ese  mismo  día  recibí  la  noticia  de  haberse  anti- 
cipado el  golpe  á  Ibaira,  por  disposición  del  gobernador 
Gutiérrez;  pues  el  teniente  coronel  Corvalán  con  50  in- 
fantes y  150  hombres  de  caballería,  lo  había  sorprendido 
en  el  pueblo,  pero  escapándose  dicho  Ibarra  desnudo  y 
en  pelos,  tirándose  al  río,  perseguido  por  el  teniente  Hi- 
lario Ascasubi,  quién  le  tomó  el  sombrero  y  hasta  su 
bastón.    Apuramos   la  marcha,  en  consecuencia   de  esta 


r^ 


—  329  — 

noticia,  y  llegando  á  los  dos  días  á  Tipiro,  á  cinco  leguas 
de  Santiago,  encuéntrome  al  amanecer  del  30,  con  el 
doctor  Francisco  de  la  Mota,  secretario  del  gobernador 
Gutiérrez,  que  venia  escapado  con  dos  hombres,  de  la 
sorpresa  que  habían  sufrido  esa  noche  por  Ibarra,  en  la 
cual  habían  perdido  muchos  hombres,  y  entre  ellos  al 
valiente  teniente  coronel  Corvalán;  y  lo  peor  de  todo, 
la  noticia  de  haberse  dirigido  Gutiérrez  con  sus  hombres 
dispersos  para  Anjulí,  sierra  de  Catamarca,  en  vez  de 
haberse  dirigido  á  mi  encuentro. 

Mandé  disparar  dos  cañonazos  en  el  acto,  para  que 
sirviesen  de  aviso  á  los  dispersos  y  mandando  un  propio 
bien  montado  en  alcance  del  gobernador  Gutiérrez,  apu- 
ré la  marcha  sobre  Santiago. 

A  las  12  del  día  estaba  ya  entrando  al  pueblo,  pero 
Ibarra  se  había  ido  ya  á  la  otra  banda  del  río;  esperan- 
do sin  duda  que  yo  me  acamparía  en  el  pueblo,  pues 
estaba  acostumbrado  á  que  cuantas  expediciones  se  ha- 
bían hecho  sobre  él,  por  los  tucumanos,  no  habían  pasa- 
do jamás  á  la  otra  banda  del  río,  mas  yo  que  quería 
cumplirle  la  promesa  que  le  había  dirigido  asi  á  él, 
como  á  Quiroga,  al  moverme  desde  Trancas,  pasé  sin 
detenerme,  y  sin  embargo  de  estar  el  río  crecido,  y 
mandando  adelantar  al  coronel  Matute  con  cien  grana- 
deros y  cincuenta  cívicos,  fué  y  sorprendió  en  los  Robles, 
con  solo  esta  fuerza,  el  campamento  de  Ibarra,  y  se 
lanzó  sobre  él  sin  esperarme  y  los  acuchilló  completa- 
mente haciéndoles  abandonar  las  reses  que  estaban  co- 
miendo. 

Cuando  yo  llegué  al  poco  instante  y  á  caballo  ya,  á 
la  cabeza  de  la  infantería,  pues  había  apurado  la  mar- 
cha asi  que  sentí  las  descargas  de  los  50  cívicos,  no  des- 
cubrí sino  los  polvos.  Mandé  tocar  llamada  al  instante 
para  que  se  me  reuniera  el  coronel  Matute,  y  registrado 
el  campo  se  encontraron  24  ó  28  cadáveres  y  varios 
heridos  gravemente;  asi  como  una  porción  de  caballos 
ensillados,  aperos,  alforjas  y  otras  varias  cosas  que  ha- 
bían abandonado. 


--  330  — 

Regresado  el  coronel  Matute  con  varios  prisioneros, 
continué  la  marcha  hasta  que  cerró  la  noche.  Ibarra 
disp?iró  hasta  la  provincia  de  Córdoba,  sin  que  nadie 
hubiese  vuelto  á  presentar  resistencia  (^). 

Desde  que  llegamos  á  Santiago,  ya  Matute  había 
manifestado  alguna  repugnancia  para  continuar  mas  ade- 
lante, por  consiguiente  vencido  Ibarra,  con  mucha  mas 
razón  continuó  manifestando  su  disgusto  hasta  Loreto, 
20  leguas  mas  allá  de  Santiago,  en  cuyo  punto  co- 
metieron los  granaderos  un  atentado,  con  motivo  de 
haber  una  partida  de  santiagueños  disparado  de  entre 
el  monte  al  llegar  al  pueblito,  algunos  tiros  á  una  des- 
cubierta de  su  cuerpo.  Violaron  una  niña  ó  dos  y  saquea- 
ron la  casa  que  tenia  varios  efectos.  Este  hecho  me 
desagradó  en  extremo,  costó  mas  de  400  pesos  y  lo 
peor  de  todo  fué  que  públicamente  manifestó  Matute  en 
esa  noche  su  resolución  de  no  querer  pasar  adelante, 
que  él  se  regresaba  á  Salta  á  donde  estaba  su  Luisa, 
con  sus  granaderos. 

Matute  se  había  casado  violentamente  en  Salta,  con 
una  señorita  de  una  de  las  primeras  familias;  con  doña 
Luisa  Ybazeta.  El  padre  de  esta  señorita,  era  español,  de 
los  comerciantes  ricos  de  Salta,  casado  además  en  la 
familia  de  los  Figueroa,  con  una  hermana  del  Provisor. 
Dicha  señorita,  pasaba  ya  de  los  25  años  y  probablemen- 
te se  enamoró  de  él  repentinamente  en  un  baile.  El  re- 
sultado fué  que  la  pidió.  Matute,  que  era  un  pardo  de  pa- 
sas, á  sus  padres  y  se  la  negaron  como  era  natural:  pues 
sin  mas  formalidad  que  sacarse  á  la  señorita  del  baile  y 
obligar  á  un  sacerdote  á  que  lo  casara,  quedó  celebrado 
su  matrimonio  antes  de  haberse  venido  para  Tucumán. 
Esta  era  la  razón  principal  que  tenía  para  no  querer 
continuar  la  campaña  á  Córdoba. 

Al  siguiente  día  y  muy  temprano,    avísame  secreta- 


(')  Esta  noticia  fué  coiminicada  al  (lobicrno  desde  Córdoba,  y  cl  Prcsi- 
ilcnte  (lió  conlra  orden  al  coronel  Raiich,  para  no  aparecer  él,  autor  de  mi 
moviniiento.     Estas  debilidades  nos  han  perdido. 


—  331   - 

mente  un  capitán  negro,  muy  querido  del  general  Boli- 
var,  que  venía  en  los  granaderos,  cuyo  nombre  no  recuer- 
do y  era  el  negro  mas  lindo  que  he  visto,  que  su  coronel 
había  mandado  un  propio  al  gobernador  Ibarra  en  esa 
noche,  agregándome,  que  era  la  segunda  vez  que  le  ha- 
bía escrito,  pues  que  al  pasar  para  Santiago  le  había 
dirigido  su  primera  carta,  que  esto  lo  sabía  por  el  mismo 
oficial  escribiente  de  Matute,  á  quien  podía  yo  pregun- 
társelo, pues  estaba  pronto  á  descubrirlo;  que  semejante 
CvOnducta  de  su  Coronel  merecía  el  desagrado  de  algunos 
de  sus  oficiales  y  era  por  esto  que  me  lo  comunicaba, 
para  que  yo  tomara  las  precauciones  que  juzgara  con- 
venientes. 

Con  semejante  noticia  que  fué  confirmada  por  el 
oficial  escribiente  de  Matute  y  la  ^cencía  que  él  permi- 
tía á  sus  soldados,  no  juzgué  prudente  continuar  mi 
marcha,  sobre  Córdoba;  mucho  menos  desde  que  el  go- 
bernador Gutiérrez  me  había  contestado  que  le  sería  ya 
difícil  volver  á  reunir  las  fuerzas,  después  del  contraste 
que  había  sufrido  en  Santiago,  con  la  presteza  que  yo 
quería  y  era  necesario,  como  asi  mismo  por  no  haber 
recibido  aviso  ninguno  de  haberse  movido  el  coronel 
Rauch  sobre  Córdoba,  por  orden  del  Presidente  de  la 
República,  como  se  me  había  asegurado,  por  el  diputado 
Díaz  de  la  Peña. 

No  dejaba  yo  de  conocer  que  había  ganado  bastan- 
te la  voluntad  de  los  granaderos;  pues  cuando  Matute 
llegó  á  faltar  de  la  cabeza  del  Cuerpo,  en  virtud  de  al- 
gunas cortas  separaciones  por  comisión,  nunca  se  me 
había  separado  un  soldado  de  la  marcha,  ni  del  campa- 
mento, ni  dado  el  menor  motivo  de  queja;  mas  esto  no 
era  lo  bastante  para  que  al  frente  del  enemigo  me  ex- 
pusiera á  separarlo,  pues  consideraba  que  era  muy  na- 
tural que  sus  soldados  y  oficiales,  estuvieran  mas  deci- 
didos por  su  jefe  que  por  mí  que  era  un  extraño  para 
ellos;  y  sobre  todo,  que  no  les  permitía  la  licencia  á 
que  estaban  acostumbrados  y  que  él  mismo  se  las  fo- 
mentaba. Seguir  adelante   con   semejante    conocimiento. 


^  332  — 

era  exponerme  á  que  llegado  el  momento  de  estar  al 
frente  del  enemigo,  me  encontrara  abandonado  por  dicho 
jefe  y  su  Cuerpo,  y  hacer  mucho  mas  embarazosa  la 
situación  del  Gobierno  Nacional. 

Me  resolví  á  regresar  á  Tucumán  con  el  objeto  de 
movilizar  dicho  Cuerpo  de  granaderos  y  ver  de  liber- 
tarme de  su  jefe;  me  moví  en  retirada  para  Santiago 
con  el  objeto  ya  dicho,  y  el  de  llevar  de  paso  dos  cule- 
brinas de  bronce  de  á  6  y  de  8,  que  había  traído  Ibarra 
de  Tucumán,  y  estaban  tiradas  y  clavadas  en  el  campo, 
sin  sus  montajes. 

Así  que  batí  á  Ibarra  en  los  Robles,  yo  había  dis- 
puesto que  se  convocara  al  pueblo  y  nombrara  su  Go- 
bierno; en  virtud  de  esta  orden  había  sido  nombrado  el 
Sr.  Palacios.  Me  dirigí  á  él,  pidiéndole  dispusiera  el 
apresto  necesario  para  la  conducción  de  las  dos  piezas 
de  artillería.  Llegado  á  Santiago,  di  cuenta  al  Presi- 
dente de  la  República  de  todo  lo  ocurrido,  y  permanecí 
allí  unos  pocos  dias  mientras  se  trajeron  los  cañones,  y 
pasé  en  seguida  á  Tucumán,  á  cuyo  punto  llegué  el  25 
de  junio,  con  la  noticia  de  que  volvía  Ibarra  contra  San- 
tiago. 

En  el  momento  de  llegar  á  Tucumán,  mandé  que 
todos  los  carpinteros  y  herreros  pasaran  á  la  Maestran- 
za á  trabajar  las  cureñas  y  montages  de  dichas  dos 
piezas  de  artillería  con  toda  la  brevedad  posible  y  dis- 
puse que  se  les  abriese  el  oído.  Di  asimismo  la  orden 
para  que  hubieran  ejercicios  en  los  Cuerpos,  encargando 
á  un  oficial  de  los  colombianos  para  enseñar  el  manejo 
de  la  lanza,  al  escuadrón  del  15  y  sus  oficiales. 

El  28  llegó  el  teniente  Hilario  Ascasubi,  de  la  sierra 
de  Anjulí  ó  de  Aneaste,  mandado  por  el  gobernador  Gu- 
tiérrez con  una  comunicación  muy  urgente,  participándo- 
me la  venida  del  general  Quiroga  con  fuerzas  de  La  Rioja 
y  de  Córdoba,  por  el  territorio  de  esta  Provincia,  con  la 
mayor  rapidez,  para  invadirme  en  unión  con  el  gober- 
nador Ibarra,  y  como  al  llegar  dicho  oficial  ya  se  me 
había  confirmado  dicha  noticia,    desde  Santiago,  avisan- 


—  333  — 

dome  que  ya  habia  entrado  el  freneral  Quiroga  al  terri- 
torio de  dicha  Provincia,  mandé  activar  con  mas  empeño 
la  construcción  y  herrage  de  los  cañones,  y  dispuse  que 
el  oficial  Ascasubi  no  volviera  hasta  después  de  la  pró- 
xima batalla  que  esperaba,  y  lo  detuve,  porque  había 
ya  riesgo  en  la  frontera  por  haberse  levantado  una 
montonera  á  la  parte  de  la  sierra,  y  haber  muerto  al 
Dr.  Mota  que  regresaba  para  Catamarca. 

Mandé  colocar  en  la  posta  de  Palmitas  una  van- 
guardia de  300  hombres  de  milicias  á  las  órdenes  del 
coronel  José  Ignacio  Helguero,  Yo  entretanto  seguía  con 
dos  heridas  abiertas:  la  de  la  espalda  que  profundizaba 
hacia  el  pulmón  izquierdo  y  la  nueva  de  las  costillas, 
sin  poderme  libertar  todavía  de  una  larga  mecha  con 
que  conservaba  abierta  para  mantener  la  supuración  de 
la  estocada  que  tenia  detrás  de  la  oreja  derecha,  ni  po- 
der todavía  hacer  uso  de  mi  brazo  izquierdo. 

Se  me  mantenía  á  una  dieta  rigurosa  y  estaba  en 
extremo  aniquilado;  aun  las  costras  en  algunas  de  las 
heridas  de  la  cabeza  no  habían  acabado  de  caer,  y 
conservaba  cerrado  uno  de  los  conductos  de  la  nariz. 

Así  que  llegué  de  Santiago,  sabiendo  un  viejo  de  la 
campaña  que  conservaba  todavía  abierta  la  herida  de 
la  bayoneta,  habia  dicho  que  no  sanaría  mientras  no  se 
me  chupara  la  herida,  y  que  solo  él  podía  hacerlo  si  yo 
quería.  Se  me  avisó  al  instante  por  el  comandante  y  co- 
ronel Zerrezuela  y  me  mandó  en  seguida  á  dicho  viejo. 
Así  que  llegó  este  y  me  vio  la  herida,  díjome: — «ya  esta- 
ría esta  herida  sana  si  yo  la  hubiera  visto  desde  el 
principio  y  chupádola:  la  bayoneta  ha  entrado  ó  res- 
baládose  para  la  parte  de  abajo  y  el  humor  no  puede 
salir  sino  sacándolo  con  la  boca  á  fuerza  de  chuparlo. 

—  «¿No  vé  señor,  como  lo  sacan? — me  dijo,  viendo 
que  exprimían  con  la  mano,  de  abajo  para  arriba,  para 
extraer  el  humor — va  á  ver  ahora  la  diferencia», — y  po- 
niendo no  se  qué  en  la  boca  la  aplica  á  la  herida,  y 
me  dio  un  chupón  tan  fuerte  y  continuado  que  sentí  su 
impresión  desde  el  fondo  de  la  herida,  como  si   me  ex- 


n 


—  334  — 

« 

trageran  algo  con  un  fuelle;  en  seguida  escupió  una 
porción  de  humor,  se  enjuagó  la  boca  con  vino  aguado 
y  repitió  otra  con  el  mismo  éxito.  En  efecto,  sentí  un 
consuelo,  pues  conocía  visiblemente  que  se  me  había 
descargado  de  un  peso. 

Acarició  mucho  al  viejo  y  quedó  establecido  en  mi 
casa;  mandé  ponerle  cama  en  mi  mismo  dormitorio  y 
siguió  siendo  mi  médico  de  cabecera,  pues  el  Dr.  Berdía 
me  dijo  que  era  verdaderamente  el  mejor  medio  para 
poder  extraer  todo  el  humor. 

Los  trabajos  de  las  dos  piezas  de  artillería  y  los 
ejercicios,  seguían  entre  tanto  con  mayor  empeño,  asi 
como  la  construcción  de  lanzas,  y  para  abreviar  mas  este 
último  me  pidieron  los  herreros  que  les  permitiera  lia- 
cerlo  en  sus  casas  donde  con  mas  comodidad  y  presteza 
lo  harían,  pues  cada  uno  tenía  su  fuelle  y  herramientas. 
Así  lo  acordé  y  le  señalé  á  cada  uno  el  número  de  lan- 
zas y  regatones  que  debía  presentar  por  día.  Yo  me 
hacía  conducir  á  caballo  á  la  Maestranza  y  las  herrerías 
para  más  estimularlos.  El  resultado  fué,  que  cuando  Qui- 
roga  con  sus  fuerzas  de  las  tres  Provincias  y  en  compa- 
ñía del  gobernador  ¡barra,  sorprendió  á  Helguero  en 
Vinará  ó  las  Palmitas  por  medio  del  comandante  Fron- 
tanel  que  mandaba  su  vanguardia;  en  la  madrugada  del 
4  de  julio  ya  estaban  las  dos  piezas  montadas  y  aca- 
bándose de  enllantar  las  cuñas  de  los  carros  y  construi- 
das mas  de  500  lanzas  completas. 

Todas  las  milicias  estaban  preparadas  para  marchar 
á  la  primera  orden,  la  recibieron  en  seguida  de  haber 
recibido  el  aviso  de  la  sorpresa  para  venir  á  Tucumán, 
excepto  una  fuerte  división  que  destiné  para  ocupar  la 
retaguardia  de  los  enemigos. 

La  sorpresa  de  las  Palmitas  fué  de  poco  resultado, 
pues  no  se  perdieron  sino  muy  pocos  hombres,  pero  me 
indignó  en  extremo  el  haberse  dejado  sorprender  el  co- 
ronel Helguero. 

El  5  por  la  noche  ó  el  6  á  la  madrugada,  se  avistó 
Quiroga  por  Santa  Bárbara  con  mas  de  200  hombres,  y 


1 


—  335  -* 

salí  á  esperarlo  al  campo  de  la  Cindadela  con  mas  de 
200  cívicos  infantes,  mis  4  piezas  de  artillería  y  como 
1,500  hombres  de  caballería,  habiéndome  hecho  subir  á 
caballo,  pues  no  lo  podia  hacer  yo  solo. 

Todos  los  individuos  del  comercio,  Representantes  y 
vecinos  de  Tucumán,  salieron  á  presenciar  nuestro  triun- 
fo que  yo  lo  consideraba  seguro;  se  colocaron  á  reta- 
guardia de  mi  línea  de  espectadores,  y  Quiroga  habia 
llegado  ya  al  campo  del  Rincón  ó  del  Manantial,  y  pre- 
paraba sus  fuerzas  para  el  combate.  Yo  me  había  avan- 
zado hasta  el  pajonal  ó  campo  de  los  Aquirres,  como  a 
media  legua  del  pueblo,  y  todos  los  espectadores  estaban 
colocados  á  espalda  de  mi  línea  y  preparando  sus  al- 
muerzos. 

Mi  derecha  la  componía  el  Cuerpo  de  colombianos 
de  Matute  y  un  fuerte  ^escuadrón  de  milicias  bajo  las 
órdenes  de  dicho  Jefe;  el  centro  mis  220  cívicos  con  la 
artillería,  bajo  mis  inmediatas  órdenes,  y  la  izquierda  la 
componía  el  escuadrón  N®  15  y  el  resto  de  las  milicias, 
bajo  las  órdenes  de  mi  piimo  el  coronel  Helguero;  tenía 
además  una  reserva  de  20  hombres  de  las  milicias  y 
de  las  mejores. 

Yo  que  estaba  aburrido  de  la  rigurosa  dieta  á  que 
me  tenían,  y  vi  los  hermosos  asados  adobados  y  chorizos 
de  chancho  que  preparaban  los,  comerciantes,  les  insté 
para  que  me  dejaran  tomar  unos  bocados;  pero  como 
todos  se  interesaban  por  mi  salud  y  conocían  que  aque- 
llo debía  serme  dañoso,  no  me  lo  permitieron;  mas  como 
la  privación  es  causa  del  mayor  apetito,  se  aumentó  el 
mió,  y  mandé  á  uno  de  mis  ordenanzas  que  les  robase 
un  ítsador  de  chorizos  y  lo  llevase  oculto  al  punto  que 
le  indiqué.  Así  lo  ejecutó  al  instante,  y  me  comí  tres 
ó  cuatro  de  ellos  y  un  buen  trago  de  Burdeos  encima. 

Al  poco  instante,  estando  ya  todo  preparado  y  mis 
dos  alas  colocadas  en  escalones,  ordénele  á  Matute,  des- 
pués de  haber  disparado  sobre  la  línea  enemiga  muchos 
tiros  de  cañón  con  acierto,  que  cargue  sobre  el  gober- 
nador ¡barra  que  estaba  á  su   frente   con  mas  de  700 


—  336  — 

santiagueños;  pero  previniéndole  de  antemano  que  cuando 
él  se  moviese  á  la  carga,  habian  de  disparar  los  santia- 
guefios,  y  para  perseguirlos,  pues  no  volverían  á  reu- 
nirse, bastaban  50  de  sus  granaderos;  que  no  se  empe- 
ñara él  en  perseguirlos  con  toda  su  fuerza,  sino  que  la 
formara  y  esperara  mis  órdenes.  Ascasubi  fué  agregado 
á  los  colombianos. 

Helguero  tenia  la  orden  de  cargar,  así  que  Matute 
hubiese  arrollado  el  costado  izquierdo  enemigo.  Cuando 
cargó  Matute,  dispararon  al  momento  los  de  Ibarra  y 
él  á  su  cabeza;  Matute  olvidándose  de  mi  encargo,  lan- 
zóse en  su  persecución  con  toda  su  fuerza  y  los  siguió 
hasta  mas  de  tres  leguas,  haciendo  una  gran  carnicería. 
El  escuadrón  15  que  estaba  entusiasmado  y  veía  que 
los  colombianos  iban  lanceando  á  toda  la  izquierda  ene- 
miga, quería  irse  á  la  carga,  como  era  natural  y  debió 
ser;  pero  su  Jefe  el  comandante  Gregorio  Paz  (que  mos- 
tró alli  ser  un  cobarde)  no  se  lo  permitía,  pretestando 
que  no  tenía  orden  del  coronel  Helguero,  y  este  que 
esperaba  que  Paz  se  lloviera  á  la  carga,  pues  era  el 
primer  escalón  de  la  columna  para  cargar  con  los  otros, 
quédase  parado. 

Quiroga  que  se  vio  ya  perdido,  acosado  por  los  fue- 
gos de  mi  infantería  y  artillería,  y  que  se  corría  con 
sus  riojanos  al  monte  de  la  derecha,  pues  una  parte 
de  los  cordobeses  habían  huido  con  Ibarra,  manda  mo- 
ver una  fuerza  sobre  mi  izquierda  que  la  observó  in- 
decisa. 

Paz  que  vé  correrse  por  entre  el  monte  á  su  iz- 
quierda la  caballería  de  Quiroga,  vuelve  cara;  sigúele 
Helguero  con  todas  sus  milicias  y  llévanme  por  delante 
mi  reserva  y  me  dejan  con  solo  los  infantes  y  mi  arti- 
llería. 

Yo  en  estas  circunstancias,  con  los  vítores  que  di 
á  los  mirones  y  mis  tropas,  por  la  victoria  de  Matute, 
había  sentido  una  gran  descomposición  de  estómago, 
efecto  del  desarreglo  que  había  hecho  y  me  sostenía 
agarrado  del  pescuezo  de  mi  caballo.    Asi  que  observé 


—  337  — 

« 

en  tal  estado  la  fuga  de  toda  lá  caballería  de  la  izquier- 
da y  mi  reserva,  tirando  hacia  la  falda  del  cerro,  quise 
tirarme  del    caballo  y  puesto  con  mis   12   hombres  de 
escolta    á  la  cabeza  de   los    cívicos,  perecer  con    ellos 
mientras  regresaba  Matute,  pero  reflexionando  que  sería 
mejor  ir  á  buscar  al  Cuerpo  vencedor  de  Matute,  orde- 
né á  mis  cívicos,   que   los   mandaba  el  valiente  coman- 
,  dante  Yoici   que  se  sostuviera  á  todo  trance  mientras  yo 
volvía  con  los  Granaderos,  y  acometí  con  mis   12  hom- 
bres   á  los  enemigos  de    mi   frente  para  buscar  la  di- 
rección de  Matute,    por  el  paso  del  Rincón,  que  estaba 
á  retaguardia  de  Quiroga. 

Los  enemigos  me  abrieron  campo  y  yo  salvé  por 
entre  ellos  rodeada  por  mis  fieles  soldados  de  escolta,  y 
echando  hasta  sangre  por  los  esfuerzos  de  la  rabia. 

Cuando  pasé  el  manantial  por  el  paso  del  Rincón, 
el  sol  se  aproximaba  ya  á  perderse  tras  el  nevado  An- 
conquija,  pues  la  acción  había  empezado  como  á  las  tres 
de  la  tarde. 

Me  dirigí  á  la  Hacienda  de  San  Pablo  distante  como 
dos  leguas  al  sur  de  Tucumán,  ya  cerrada  la  noche,  y 
aun  se  sentían  los  cañonazos  de  mis  cívicos.  Habia  man- 
dado en  alcance  de  Matute  para  que  regresara  y  órde- 
nes para  que  se  me  reunieran  las  fuerzas  que  habían 
huido  por  mi  izquierda. 

Cerrada  ya  la  oración  había  regresado  Matute  al 
campo  de  batalla,  dando  vivas  á  la  patria  y  á  mí,  juz- 
gándome dueño  del  campo,  y  lo  reciben  los  infantes  de 
Quiroga  con  una  descarga,  pues  los  cívicos  habían  aca- 
bado las  municiones  de  las  dos  piezas  y  perdido  mas  de 
las  ires  cuartas  partes  de  su  fuerza,  y  solo  asi  se  habían 
entregado  poco  antes  de  que  llegara  Matute.  Tuvo,  pues, 
que  repasar  el  Manantial  y  dirigirse  al  punto  de  reu- 
nión de  San  Pablo,  con  algunas  pérdidas. 

Estaba  yo  en  extremo  molestado  por  mis  heridas, 
y  fatigado  por  los  esfuerzos  que  había  hecho  para  con- 
tener nuestras  milicias,  y  sobre  todo  por  mi  larga  per- 
manencia sobre  el  caballo^  tan  debilitado,  después  de  8 

;í2 


—  338  - 

meses  de  quietud,  que  solo  mi  resolución  pudo  darme 
ánimo  para  continuar  con  toda  la  fuerza,  la  marcha 
hasta  la  Yerba  Buena  que  está  al  frente  de  Tucumán, 
poco  mas  de  una  legua  al  oeste. 

Desde  allí  mandé  al  pueblo  y  supe  que  los  ene- 
migos se  habían  replegado  al  norte  del  Rincón,  y  que 
habían  tenido  mucha  pérdida. 

Asi  que  amaneció,  me  puse  en  marcha  para  el  cam- 
po de  batalla,  pasando  el  Manantial  por  el  Puente  y  con 
una  fu(5rza  como  de  700  hombres  escasos. 

Quíroga  asi  que  me  vio  aproximar  al  mismo  campo 
de  batalla,  formó  todas  sus  fuerzas  en  la  ceja  del  mon- 
te. El  había  traído  sobre  600  infantes,  pero  había  per- 
dido muchos  el  día  anterior.  Formada  su  línea,  mando 
formar  los  cincuenta  cívicos  que  solo  se  le  habian  entre- 
gado cuando  quedaron  reducidos  á  dicho  número,  y  habían 
agotado  sus  municiones,  al  frente  de  su  infantería,  y  á 
pocos  pasos  de  ellos,  los  mando  hincar  desnudos  como 
los  habían  dejado,  y  juntamente  á  los  pocos  oficiales 
que  habían  quedado  con  vida,  é  hice  que  toda  su  infan- 
tería les  dirigiera  la  puntería  con  sus  fusiles.  Colocados 
asi  en  este  estado  mandé  levantar  á  un  ayudante  de  los 
cívicos  que  era  criado  de  la  casa  del  canónigo  Agustin 
Molina,  y  le  dijo:-- «Marche  Vd.  y  diga  á  su  Gobernador, 
que  si  da  un  solo  paso  adelante  ó  me  dispara  un  solo 
tiro  fusilo  á  todos  sus  prisioneros;  que  Vd.  ve  como 
quedan» . 

Estábamos  formados  nosotros  en  el  mismo  campo  de 
batalla  y  reconociendo  los  muchos  cadáveres  que  ha- 
bía en  él,  cuando  vemos  venir  al  Ayudante,  desnudo, 
sin  sombrero,  y  con  solo  un  pedazo  de  trapo  con  que 
apenas  se  cubría,  y  el  cual  se  dirige  á  mí  llorando;  me 
repite  el  mensaje  de  Quiroga,  y  agrega:—  «Por  Dios,  mi. 
Gobernador  no  de  un  paso  adelante,  pues  50  cívicos  que 
son  los  únicos  que  han  quedado  vivos,  y  solo  así  se  han 
entregado  cuando  no  tenian  ya  un  cartucho  y  muchos 
de  ellos  estaban  heridos». 

Esta  relación  me  conmovió.    Mi  fuerza  no  era   suli- 


r 


—  339  — 

cíente  para  cargarlo  con  esperanza  de  buen  éxito  sobre 
la  ceja  del  monte,  teniendo  él  mas  de  400  infantes  ó 
cerca  de  ellos,  y  como  500  hombres  de  caballería.  Fuera 
de  esto  tenia  yo  la  certidumbre,  de  que  asi  que  me  mo- 
viera sobre  él,  aquellos  beneméritos  prisioneros  eran  sa- 
crificados sin  remedio,  pues  conocía  las  entrañas  de 
aquel  bárbaro. 

Me  hice  bajar  del  caballo  y  puse  á  Quiroga  un  ofi- 
cio diciéndole: — Que  si  él  atentaba  contra  la  vida  de  uno 
soio  de  mis  prisioneros,  no  daría  yo  cuartel  á  más  de 
ciento  de  los  suyos  entre  oficiales  y  tropa,  que  tenía  en 
mi  poder.— Yo  no  tenía  en  realidad  sino  unos  pocos  que 
había  traído  el  coronel  Matute,  pero  como  le  faltaban 
á  él  mas  de  mil  hombres,  no  podía  saber  sí  realmente 
era  cierto  lo  que  yo  decía. 

Puesto  dicho  oficio,  despaché  al  mismo  ayudante 
con  él,  pues  le  había  dicho  Quiroga,  que  si  no  regresa- 
ba con  la  contestación  lo  fusilaría  también. 

Despachado  el  ayudante,  permanecí  allí  mas  de  me- 
dia hora  haciendo  reconocer  el  campo,  y  se  contaron 
mas  de  200  cadáveres  y  recogieron  dos  ó  tres  heridos 
mortalmente  que  los  mandé  colocar  en  los  primeros 
ranchos  del  Manantial,  asi  que  me  retiré  en  seguida 
para  Yerbabuena,  con  el  objeto  de  ver  si  se  reunía  al- 
guna fuerza  más,  y  dejando  á  Quiroga  en  su  misma  po- 
sición sin  que  tampoco  él  me  hubiese  molestado.  Pero 
iba  yo  en  estremo  incómodo,  débil  y  sin  haberme  cura- 
do hacía  ya  cerca  de  dos  días;  y  cuando  dejamos  el 
campo  eran  mas  de  las  11  p.  m. 

Llegados  á  la  Yerbabuena,  mandé  carnear  para  que 
comiese  la  tropa  y  me  hice  limpiar  las  heridas  con  un 
poco  de  agua  templada.  A  puestas  del  sol  descubrimos 
pojvos  por  el  camino  de  Santiago,  que  se  aproximaban 
al  campo  de  Quiroga,  en  seguida  le  vimos  á  este  mo- 
verse sobre  el  pueblo,  y  como  no  se  me  habían  reunido 
sino  muy  pocos  hombres  y  Matute  me  inspiraba  ya  se- 
rías desconfianzas,  traté  de  retirarme  al  cerro  de  San 
Javier,  y  me  puse    en    marcha    ya    al    oscurecer  por  la 


—  340  — 

cuesta  que  está  casi  al  frente  del  pueblo,  y  un  poco  in- 
clinada al  sud-oeste. 

Caminamos  toda  la  noche,  tirándome  un  soldado  el 
caballo  y  con  otro  sentado  á  las  ancas  para  que  me  sos- 
tuviera V  libertase  de  las  armas.  Desde  la  altura  se  des- 
cubrían  los  fogones  del  campamento  de  Quiroga  á  las 
orillas  del  pueblo  hacia  la  parte  del  nor-oeste. 

A  la  madrugada  y  ya  viniendo  el  día,  estábamos 
arriba  de  la  cumbre  desde  donde  se  descubre  el  puoblo 
y  toda  su  campaña.  Le  eché  un  adiós  tierno  á  mi  pa- 
tria desde  aquella  altura  y  creí  no  volverla  á  ver  más, 
pues  en  esa  noche  me  comunicó  el  capitán  Pereda,  aquel 
lindo  negro  colombiano,  que  Matute  llevaba  muy  malas  in- 
tenciones y  me  encargó  no  me  descuidara. 

Ya  desde  aquel  momento  formé  la  intención  de  di- 
rigirme á  Salta,  y  di  la  orden  asi  que  amaneció,  que 
luego  que  descansara  un  poco  la  tropa  en  la  hacienda 
de  San  Javier  marcharíamos  para  Tapia  por  las  Tipas.  Nos 
dirigimos  en  efecto  á  dicho  punto  y  estando  en  él  acam- 
pados, por  la  tarde  me  avisó  el  mismo  capitán  Pereda, 
que  su  coronel  Matute  había  propuesto  al  cuerpo  aga- 
rrarme y  entregarme  á  Quiroga,  pero  que  todos  le  habían 
mostrado  abiertamente  su  desagrado  por  una  acción  se- 
mejantg. 

Dispuse  continuar  la  marcha,  y  al  siguiente  día 
desde  la  posta  de  Ticucho  le  dije  al  coronel  Matute  que 
siguiera  á  la  cabecera  de  la  columna,  que  yo  me  ade- 
lantaba á  Trancas  para  esperarlo  con  caballos  y  carne 
y  ver  si  proporcionaba  dinero  para  dar  una  buena  cuen- 
ta, y  me  marché  con  una  buena  escolta  de  20  hombres 
que  había  escojido  del  15,  pero  decidido  ya  á  lib<írtar- 
me  de  él. 

Asi  que  me  hube  separado  alguna  distancia,  mandé 
cambiar  de  rumbo  y  me  dirigí  acelerando  la  marcha  para 
el  valle  de  San  Carlos,  proveyéndome  de  buenos  caballos 
y  haciendo  llevar  por  delante  unos  500  que  me  propor- 
cionó, no  recuerdo  que  vecino. 

Cuando  Matute  llegó  tarde  ya  á  Trancas    y    no  rae 


—  341  — 

encontró,  mandó  poner  presos  á  todos  los  oficíales  del 
15,  y  arrestó  también  á  la  tropa.  Yo  apuré  la  marcha 
en  esa  noche  y  quedé  libre  de  él.  En  San  Carlos  ó 
antes  de  llegar  á  este  punto,  me  encontré  con  el  va- 
liente y  buen  patriota  el  coronel  José  Ignacio  Murga, 
que  se  empeñó  en  acompañarme  hasta  ponerme  en  salvo 
ó  ir  conmigo  hasta  Bolivia,  pero  no  se  lo  permití  por  no 
ocasionarle  perjuicio,  y  le  mandé  que  se  volviera  á  Tu- 
cumán. 

Quiroga  había  publicado  en  esta  vez  un  bando  en 
Tucumán  llamando  á  todos  los  vecinos  que  habían  emi- 
grado, y  amenazándolos  con  la  pérdida  de  sus  intereses 
á  los  que  no  volvieran;  y  quiso  también  mostrarse  mas 
justo.    Nombró  gobernador  al  Dr.  Nicolás  Laguna. 

Habiéndose  presentado  todos,  y  entre  ellos  el  refe- 
rido coronel  Murga  y  mi  tío  el  Dr.  Araoz,  cura  y  vicario 
de  Tucumán,  preguntóle  á  ellos  que  por  que  venían  recien 
y  no  se  habían  presentado  antes.  Este  valiente  y  honra- 
do tucumano  le  contestó,  (presentándole  al  mismo  tiem- 
po su  sable):  —Porque  fui  á  cumplir  con  el  primero  de  mis 
deberes,  acompañar  á  mi  jefe,  y  ponerlo  en  salvo;  he 
cumplido  ya  con  él,  y  vengo  ahora  á  ponerme  á  las  ór- 
denes de  Vd. 

Quiroga  al  oírlo,  le  dio  un  abrazo  y  le  dijo: — «Cí- 
ñase su  sable  que  ahora  es  mi  amigo,  ¡asi  deben  ser  los 
hombres!». 

Ahora  recuerdo  que  Murga  me  condujo  hasta  San 
Carlos  y  de  allí  le  hice  regresar.  Mandaba  él,  el  cuerpo 
de  la  Yerbabuena  y  el  de  los  carniceros.  Quiroga  le 
dijo  en  seguida:— «Vaya  V.  y  póngase  á  la  cabeza  de  su 
Cuerpo,  y  á  todo  soldado  que  vaya  á  robar  mátelo  V. 
por  que  estos  santiagueños  son  muy  ladrones». — Ibarra 
había  vuelto  ya  con  su  gente  y  estaba  allí 

Murga  se  despidió  del  general  Quiroga  y  cumplió 
al  pié  de  la  letra  la  orden  que  le  había  dado,  pues  se 
fusiló  más  de  ocho  ó  diez  santiagueños  y  nadie  le  dijo 
nada. 

Cuando  se  presentó  el  cura  Araoz  le  preguntó  Qui- 


—  342  — 

roga  quien  era  y  habiéndose  nombrado,  dijole;— «¿hombre 
y  todavia  vive  Vd?»  -—El  cura  que  era  en  estremo  miedo- 
so, y  deseando  congratularse  con  el  General,  le  dijo; — 
«No  soy  tan  viejo,  señor,  y  siempre  he  sido  afecto  á  V. 
E.  y  opuesto  á  las  ¡deas  de  mi  sobrino;  y  sino  que  lo 
diga  el  padre  Bernabé  (^)  pues  por  su  conducto  le  co- 
municaba á  Ibarra  la  debilidad  de  las  fuerzas  de  mi 
sobrino».  Asi  que  hubo  concluido  le  repuso  Quiroga; — 
«¡Pues,  por  eso  precisamente  creí  yo  que  Vd.  no  viviera 
ya!  Por  que  su  sobrino  debió  haberlo  fusilado!»  Lo  dejó 
pues  al  pobre  de  mi  tío. 

Al  salir  de  San  Garlos  me  proporcioné  dos  muías 
buenas,  pagándolas  á  buen  precio,  y  volví  á  cometer  otra 
locura  que  casi  me  costó  la  vida.  Al  salir  vi  en  una 
casa  colgados  algunos  alimentos  y  mandé  un  ordenanza 
á  que  me  comprara,  y  en  la  posada  por  la  noche  los 
comí  asados;  cuando  á  las  tres  horas  me  produjeron  un 
gran  malestar.  Unos  indios  dueños  del  rancho  me  sal- 
varon, dándome  té  de  coca. 

El  camino  ese,  es  de  cuestas  y  hay  nieve  en  ellas, 
pues  encima  de  dichas  cuestas  y  sobre  la  nieve  me  le- 
vanté varias  veces  la  ropa  para  que  me  curaran  las 
heridas,  exprimiéndome  el  humor  de  abajo  para  arriba 
con  la  mano;  y  seguí  mejorándome. 

Así  que  llegué  al  territorio  de  Bolivia  despaché  17 
soldados  de  los  que  me  habían  acompañado,  dándoles 
una  onza  á  cada  uno,  y  un  caballo  y  una  muía  para 
que  regresaran  á  sus  casas,  y  continué  hasta  Potosí, 
pero  antes  de  llegar  á  dicho  punto  se  me  habían  cerrado 
las  dos  heridas  de  la  paletilla  y  costillas  por  dos  veces 
y  vuéltose  á  abrir;  después  de  seis  ú  ocho  días  aun  se- 
guían descompuestas. 

Cuando  llegué  á  Potosí  iba  muy  molestado  con  las 
dos  heridas  abiertas,  y  le  había  dirigido  aviso  al  general 
y  Presidente  Sucre  solicitando  asilo.    Así  fué  que  en  el 


£1  capellán  de  Ibarra  que  estaba  presente* 


r 


^  343  — 

acto  de  haber  llegado  tenfa  ya  casa  preparada  y  fué 
al  instante  un  facultativo  mandado  por  el  prefecto  Ga- 
lindo,  cuya  graduación  no  recuerdo,  á  reconocerme  las 
heridas.  Luego  que  las  hubo  visto  y  registrado  me  echó 
un  jeringatorio  en  la  herida  de  bayoneta,  una  espe- 
cie de  bálsamo  ó  agua  blanca,  pero  al  mismo  tiempo  de 
echármelo  le  dio  tan  mal  resultado  que  no  quizo  repe- 
tirlo. 

Luego  que  hube  descansado,  pasé  á  presentarme  al 
Prefecto  con  bastante  trabajo  por  el  soroche,  un  can- 
sancio estremado  que  se  siente  allí  al  caminar  por  efecto 
de  la  rareza  del  aire. 

El  prefecto  sintió  mucho  que  me  hubiese  tomado 
aquella  molestia  en  mi  estado  y  me  dijo  que  tenía  orden 
del  Presidente  de  darme  500  pesos  y  que  mandara  por 
ellos.  Le  di  las  gracias  y  me  retiré  mandando  después 
el  recibo  que  se  me  había  pedido  y  me  entregaron  los 
500  pesos. 

Era  tal  fatiga  que  sentía  desde  que  llegué  á  dicho 
pueblo  que  no  podía  respirar  fácilmente  ni  estando  sen- 
tado, dentro  de  mi  casa,  asi  fué  que  me  resolví  pasar 
al  siguiente  día  á  Chuquisaca  y  marché  en  efecto  por 
ser  el  temperamento  de  allí  mucho  más  benigno. 

Llegado  á  la  Posta  y  Baños  de  Bartolo  se  me  ocu- 
rrió el  bañarme,  pues  son  aguas  Termales,  y  así  que 
entré  sentí  un  gran  consuelo,  con  cuyo  motivo  pasé  un 
día  mas  y  me  di  tres  baños  que  me  sentaron  bien. 
Como  cuidadoso  por  haber  ya  comunicado  la  herida  á 
la  caja  del  cuerpo,  no  quise  demorarme  y  pasé,  pero 
reunido  ya  á  mi  primo  don  Miguel  Diaz  de  la  Peña  que 
se  me  había  reunido  en  Potosí. 

Llegado  á  Chuquisaca  sentí  alguna  mejoría  y  fui 
muy  bien  recibido  por  el  señor  Sucre  y  su  ministro  el 
Dr.  Infante,  igualmente  que  mi  primo  don  Miguel  Diaz  de 
la  Peña,  quien  representó  un  papel  bastante  lucido,  así 
por  que  era  un  joven  de  fortuna  como  por  su  educación 
y  trato  afable. 

Fui  visitado  por  todo  el  mundo,  hasta,  por  los  cura- 


l 


~  344  — 

cas  indígenas  de  las  inmediaciones,  lo  cual  causó  alguna 
alarma  al  Gobierno  del  señor  Sucre,  pues  habian  ya  sus 
rivalidades  entre  los  hijos  del  país  y  los  colombianos,  y 
no  estaban  contentos  las  jentes  de  ser  mandados  por  un 
extraño  sin  embargo  de  que  era  el  señor  Sucre  un  gene- 
ral estimable  y  de  una  franqueza  y  modales  que  lo  hacían 
querer  de  todos. 

Su  mesa  era  espléndida  y  siempre  concurrida  para 
muchos  de  los  primeros  sujetos  del  país.  Fuimos  convi- 
dados á  ella  con  mi  primo  el  ex-diputado  Díaz,  varias 
veces,  pues  vivíamos  juntos. 

El  coronel  don  Manuel  Dorrego  mi  compadre,  que  tan- 
to había  trabajado  conmigo  para  que  me  pronunciara 
contra  el  gobierno  del  Presidente  Rivadavia,  se  había 
desagradado  bastante  por  no  haberle  dado  gusto,  y  al 
fin  había  conseguido  él  y  sus  partidarios  derribarlo,  y 
colocarse  en  su  lugar. 

No  recuerdo  el  tiempo  que  permanecí  en  Chuquisaca, 
pero  si  que  allí  sentí  una  gran  mejoría,  pues  contan- 
do el  modo  de  curarme  la  herida  de  la  espalda  por 
aquel  viejo  gaucho  tucumano,  encargué  al  coronel  don 
José  Ignacio  Bringas  que  también  me  acompañaba,  que 
me  buscara  algún  indio  que  quisiera  chuparme  la  heri- 
da, ofreciendo  pagar  bien.  Muy  luego  encontró,  uno  este 
buen  amigo,  dándole  un  peso  fuerte  por  cada  vez  que 
lo  hiciera.  Asi  fué  que  al  poco  tiempo  con  la  conti- 
nuación de  chuparme  la  herida  dos  y  tres  veces  en  el 
día,  logré  que  se  limpiara  bien  y  que  sanara,  no  así 
la  de  la  costilla  que  seguía  siempre  abierta  y  supu- 
rando. 

Yo  había  recibido  cartas  de  mi  familia  desde  Bue- 
nos Aires  y  sabia  por  ellas  que  mi  señora  había  estado 
gravemente  enferma  de  resultas  de  mi  desgracia  del  Tala, 
pues  no  faltó  una  mujer  imprudente  que  viéndola  pasar 
un  día  por  la  calle,  viniendo  de  misa,  dijera  para  que 
la  oyese; — «Que  agena  va  esta  de  que  su  marido  á  muer- 
to, toda  su  ropa  ensangrentada  y  hasta  sus  armas  están 
en  poder  deQuiroga>. 


^ 
.* 


—  345  — 

Al  oír  estas  expresiones  casi  cae  muerta.  «Qué  mu- 
jer tan  imprudente»,  dijole,  desfallecida,  y  pudo  apenas 
llegar  á  su  casa  casi  sin  sentido,  y  sostenida  por  su  her- 
mana  que  le  acompañaba  y  una  criada.  Le  ocasionó  esta 
noticia  un  tan  fuerte  arrebato,  que  quedó  sorda  como 
una  tapia,  y  estuvo  en  extremo  mala.  Era  y  es  la  mujer 
mas  extremosa,  pues  desde  que  salí  de  Buenos  Aires  no 
pudieron  sus  padres  jamás  conseguir  el  llevarla  al  teatro 
ni  otras  diversiones.— Este  su  estremado  cariño  la  ha 
hecho  víctima  de  tantas  desgracias,  trabajos  y  priva- 
ciones como  á  sufrido,  y  sigue  sufriendo,  con  Ta  mayor 
resignación,  á  la  par  mía  y  de  sus  hijos!  ¡Esta  es  para 
mí  la    mayor  mortificación  que  he   sufrido  en  mi  vida! 

En  la  acción  de  Ayohuma  había  caido  prisionero  mi 
otro  hermano  mayor  don  Francisco  Araoz,  que  servía  en 
la  infantería  en  la  clase  de  capitán  y  se  conservó  preso 
en  Casa  Matas  con  los  demás  prisioneros  hasta  la  toma 
del  Castillo  por  las  fuerzas  Libertadoras.  En  Lima  había 
casado  poco  después  con  una  sobrina  del  Márquez  de  Torre 
Tagle,  y  se  hallaba  de  Oobernador  del. Callao  habien- 
do ascendido  á  teniente  coronel,  y  había  escrito  á  nues- 
tra madre  Da.  Andrea  Araoz,  llamándola  á  su  lado  con 
nuestras  dos  hermanas  que  se  hallaban  en  Buenos  Aires, 
y  no  había  querido  ir  por  no  separarse  de  mi  familia. 
Mas  así  que  se  recibió  en  Buenos  Aires  la  noticia  de  que 
había  yo  muerto  en  el  Tala  y  que  todo  el  mundo  la  tuvo 
por  cierta  por  algún  tiempo,  se  había  resuelto  con  dicho 
motivo  á  pasar  á  Lima  en  virtud  de  las  instancias  de 
su  otro  hijo  y  marchándose  con  su  nuevo  yerno  D.  An- 
drés Risso  Patrón  que  había  casado  con  mi  hermana 
menor  Pepita. 

Esplicado  esto,  continuaremos  la  relación  de  mi  per- 
manencia en  la  capital  de  Chuquisaca. 

Me  hallaba  yo  un  poco  mejorado,  cuando  recibimos 
una  falsa  noticia  de  haber  jurado  la  última  Constitución 
que  dio  el  soberano  Congreso,  algunas  de  las  Provincias 
del  Norte  y  nos  resolvimos  á  marchar  con  mi  primo 
Diaz  por  Potosí,  á  Salta. 


~  346  - 

El  general  Sucre  así  que  llegué  á  Chuqulsaca,  me 
había  mandado  dar  otro  socorro  no  recuerdo  si  de  800 
pesos.  Asi  que  supieron  nuestros  preparativos  de  mar- 
cha no  faltaron  sujetos  de  los  principales  del  país,  que 
se  empeñaron  fuertemente  para  que  no  me  marchara  en 
razón  de  que  trataban  ya  de  rebelarse  contra  el  señor 
Sucre  y  libertarse  de  la  dependencia  en  que  se  conside- 
raban del  general  Bolívar,  pero  yo  me  resistí,  y  mar- 
chamos. 

Llegados  á  Potosí,  nos  encontramos  allí  con  nuestro 
compatriota  don  Joaquín  Achaval  que  venía  de  Cobija, 
para  Chuquisaca,  á  no  se  que  asunto;  y  que  debía  vol- 
verse dentro  de  10  ó  12  días,  para  dicho  puerto  de  Co- 
bija, y  nos  convencimos  al  mismo  tiempo  de  la  falsedad 
de  la  noticia. 

Cómo  mi  objeto  era  pasar  cuanto  antes  para  Buenos 
Aires,  á  reunirme  con  mi  familia,  pues  á  pesar  de  que 
me  sentía  un  poco  mejorado  tenía  muy  pocas  esperanzas 
de  mi  vida  según  la  opinión  de  todos  los  médicos,  me 
propuso  Achaval  que  á  su  vuelta  él  me  llevaría  hasta 
Cobija  sin  que  me  costara  un  medio  el  pasaje.  Acepté 
su  oferta,  y  para  no  esperar  en  Potosí  á  que  él  volviera 
pues  no  me  sentaba  aquel  temperamento,  resolví  volver 
con  él  á  Chuquisaca,  y  regresar  juntos  concluida  su  di- 
ligencia. 

Marchamos,  pues,  al  siguiente  día  con  Achaval,  que- 
dándose mi  primo  don  Miguel  Díaz  en  Potosí.  Mi  regre- 
so á  Chuquisaca  alarmó  un  tanto  al  general  Sucre,  y 
encargó  á  algunos  de  sus  ayudantes  que  me  observaran 
secretamente,  é  indagaran  el  objeto  de  mi  vuelta  averi- 
guándolo al  mismo  Achaval,  según  este  mismo  me  lo 
aseguró.  Esta  alarma  había  nacido,  según  el  mismo 
Achabal  me  lo  dijo,  de  haber  venido  á  visitarme  desde 
la  provincia  de  Yamparaez  y  otros  puntos,  varios  curacas 
cuando  llegué  por  primera  vez,  y  también  de  los  ante- 
cedentes que  él  tenia  de  las  miras  de  los  bolivianos. 
Mas  se  desvanecieron  pronto  dichas  sorpresas,  así  por  la 
visita  y  manifestaciones  que  le  hice  al  General,  del  mo- 


—  347  - 

tivo  de  mi  vuelta,  como  por  mi  firme  resolución  de  no 
detenerme  si  no  el  tiempo  que  Achaval  tardase  en  des- 
pachar el  negocio  que  lo  había  conducido. 

A  los  8  ó  10  días  concluyó  Achaval  las  diligencias 
y  nos  regresamos  á  Potosí.  Llegados  allí,  no  recuerdo 
á  consecuencia  de  que  noticia  con  respecto  á  la  guerra 
con  el  Brasil,  resolvimos  con  Díaz,  marcharnos  para 
Salta,  pues  me  sería  mas  cómodo  y  fácil  dirigirme  á 
Buenos  Aires  por  la  posta  en  un  carruaje. 

Pusímonos  en  marcha  á  los  dos  días,  y  llegamos  á 
Salta  me  parece  que  en  el  raes  de  Diciembre  ó  á  fines 
de  Noviembre,  pero  con  la  herida  de  la  espalda  un  poco 
hinchada,  y  abierta  la  de  la  costilla.  El  coronel  Matute 
había  ya  sido  fusilado  por  el  gobernador  Gorriti,  á  con- 
secuencia de  un  movimiento  que  trató  de  hacer,  y  los 
más  de  los  colombianos  se  habían  regresado  para  Tucu- 
mán  y  otros  estaban  trabajando  por  haberse  disuelto  el 
cuerpo. 

Se  hizo  junta  de  médicos  y  todos  opinaron  que  debía 
operarme  para  extraer  la  bala  que  debía  estar  adentro, 
pues  eran  de  la  misma  opinión  que  de  los  de  Tucumán, 
que  la  herida  era  de  bala  y  bayoneta.  No  bastaron  las 
reflexiones  que  les  hice  para  persuadirlos  de  lo  contra- 
rio, y  me  aseguraron  que  si  no  me  resolvía  á  dejarme 
operar,  moriría.  No  quise  consentir  en  ello  sin  embar- 
go de  esta  declaración,  y  mandé   un   propio  á  Tucumán 

solicitando  del  Gobernador  de  dicha  provincia  Dr.  don 
Nicolás  Laguna  el  permiso  para  pasar  á  Buenos  Aires 
por  la  posta,  y  para  quitarle  todo  motivo  de  temor,  le 
hacia  presente  mi  estado  y  Ja  opinión  de  los  médicos  y 
mi  resolución  de  ir  á  morir  al  lado  de  mi  familia,  y 
para  que  se  persuadiera  de  la  verdad  de  cuanto  le  de- 
cía y  no  retardara  el  permiso  que  solicitaba,  le  pedía 
que  mandara  una  persona  de  su  confianza  acompañada 
de  una  escolta  que  también  se  la  mereciera  para  que 
rae  condugese,  en  la  inteligencia  de  que  no  pasaría  en 
Tucumán  sino  el  tiempo  necesario  para  tomar  un  ca- 
rruaje, el  cual  bien  podía  esperarme  pronto  y  hacérseme 


—  348  -- 

pasar  coa  la  misma  escolta  hasta  la  provincia  de  San- 
tiago. 

La  contestación  de  dicho  Gobernador  fué  negativa, 
pues  según  decía,  que  de  ninguna  manera  se  rae  permitía 
pisar  el  territorio  de  la  Provincia,  pues  no  seria  bastan- 
te ninguna  escolta  para  evitar  los  males  que  mi  aproxi- 
mación podía  ocacionar  á  la  provincia. 

Me  produjo  un  gravísimo  mal  con  esta  bárbara 
negativa,  pues  yo  había  traído  de  Chuquisaca  mil  qui- 
nientos pesos,  que  había  tenido  la  fortuna  de  ganar  en 
una  tertulia  en  que  nos  convidaron  con  mi  primo  don 
Miguel  Díaz,  alguno  de  los  principales  empleados  de  Chu- 
quisaca días  antes  de  nuestra  salida,  fuera  de  quinientos 
pesos  que  entregué  á  don  Joaquín  Achaval  en  Potosí, 
para  que  los  entregase  á  mi  señora.  Vivíamos  juntos  con 
mi  primo  Díaz,  y  nos  habían  convidado  á  una  tertulia 
que  tenían  los  primeros  cormerciantes  de  Salta. 

Díaz  que  era  bastante  aficionado  á  divertirse,  y 
que  tenía  dinero,  me  invitó  y  asistimos  á  ella;  gané 
en  la  primera  y  segunda  noche,  mas  de  mil  docientos 
pesos. 

Se  había  establecido  en  dicha  tertulia  no  dar  ni  pe- 
dir dinero,  y  la  caja  era  de  100  pesos.  A  instancias  de 
mi  primo  asistí  la  tercera  noche,  pero  sin  llevar  mas  que 
mi  referida  caja,  la  fortuna  no  estuvo  buena  y  los  perdí 
muy  pronto  y  me  levanté  y  como  en  la  mesa  podían 
ganarse  á  los  de  la  partida,  tres  ú  cuatro  mil  pesos  por 
que  los  tenían  en  oro  en  los  bolsillos,  pasé  á  mi  c^sn, 
tomé  6  onzas  y  volví  resuelto  á  no  volver  más,  perdiera 
ó  ganase. 

La  fortuna  cambió  y  gané  mil  pesos  y  me  retiré  á 
pesar  de  las  instancias,  so  pretesto  de  mi  enfermedad. 
Al  siguiente  día  no  quise  ir  y  me  resolví  á  escribir  al 
general  Quiroga  solicitando  su  permiso  para  pasar  á 
Buenos  Aires,  ó  más  propiamente  avisándole  mi  ida 
para  La  Rioja,  pues  le  dirigí,  poco  mas  ó  menos  la  si- 
guiente carta:  —  «General,  según  la  opinión  de  los  facul- 
tativos asi  de  Solivia  como  de  esta  ciudad,   me    veo  ex- 


—  349  — 

puesto  á  una  muerte  próxima  por  el  mal  estado  de  mis 
heridas;  y  demando  como  es  natural,  que  ella  no  me  to- 
me lejos  de  mi  esposa  é  hijos.  Solicité  del  gobernador 
de  Tucumán  el  correspondiente  permiso  pafa  pasar  por 
la  posta  á  Buenos  Aires  con  toda  las  seguridades  que  él 
quisiera.  Este  permiso  me  ha  sido  negado  expresamente 
por  dicho  Gobernador,  como  verá  Vd.  por  el  contexto 
que  le  adjunto.  En  esta  virtud,  y  no  permitiéndome 
el  estado  de  mi  salud  ninguna  dilación,  he  resuelto  po- 
nerme en  las  manos  de  Vd.  marchándome  mañana  para 
ese  punto,  antes  que  exponerme  á  pasar  por  Santiago  y 
Córdoba,  porque  estoy  seguro  de  que  un  valiente  como 
lo  es  Vd.  no  será  capaz  de  oponerse  á  tan  justa  deman- 
da, ni  dañarme  por  detrás;  cuya  confianza  no  tengo  en 
los  otros.  Por  mi  ayudante  el  teniente  coronel  don  José 
Ignacio  Bringas  conductor  de  esta  mi  comunicación,  es- 
pero recibir  el  permiso  de  Vd.  muy  próximo  ya  á  esa 
ciudad  para  tener  el  gusto  de  conocerle  de  paso,  y  ofre- 
cerle la  inutilidad  de  su  atento  compatriota  y  SS. — G.  A. 
DE  LA  Madrid. 

Habiéndome  denegado  á  ir  á  la  tertulia  de  ese  día, 
invítalos  don  Miguel  Díaz  á  concurrir  á  nuestra  casa 
esa  noche  á  don  Máximo  Arias,  el  coronel  don  Pablo 
Alemán  y  don  J.  Cobo  que  eran  los  comerciantes  de  la 
tertulia,  sin  yo  saberlo,  cuando  asi  que  cerró  la  noche 
entranse  todos  y  manda  Díaz  á  sus  criados  disponer  una 
mesa  para  terier  el  dado.  Yo  me  escusé  cuanto  pude 
pero  tanto  me  incitaron  á  jugar  solo  una  caja  de  doce 
onzas  que  me  fué  preciso  condescender. 

La  fortuna  que  no  siempre  es  buena  me  hizo  perder 
la  caja  al  poco  rato  y  saqué  otra  que  corrió  la  misma 
suerte,  ello  es  que  perdí  más  de  mil  pesos  y  me  levan- 
té maldiciendo  de  la  invención  de  mi  primo  á  quién  no 
le  fué   menos  mal  que  á  mí. 

Bringas  había  marchado  ya,  y  me  dispuse  á  salir 
al  siguiente  día  con  mis  tres  ordenanzas.  ínstame  Díaz 
en  la  mañana  siguiente  á  que  probásemos  otro  ensayo 
después  del  almuerzo,  pues  que   los   había   convidado  á 


~  350  — 

almorzar  á  los  tertulianos  al  tiempo  de  retirarse;  alagán- 
dome con  las  esperanzas  que  son  consiguientes.  El  re- 
sultado fué  gue  vinieron  y  perdí  más  de  mil  quinientos 
pesos  y  me  levanté  disgustadísimo  y  mandé  pedir  los 
caballos. 

Por  la  tarde  me  puse  en  marcha,  maldiciendo  de 
mi  condescendencia  y  contra  el  gobernador  Laguna  que 
me  había  ocasionado  tal  demora. 

Llegado  al  valle  de  San  Carlos,  á  los  pocos  días, 
ó  en  las  inmediaciones  de  Santa  María,  encuéntrame  el 
comandante  Bringas  con  la  siguiente  contestación  de 
Quiroga:  —  «General:  No  me  es  posible  allanarle  su  trán- 
sito por  esta  Provincia,  temeroso  de  un  contraste  que  no 
está  en  mis  manos  el  evitarlo,  pues  que  deseando  servir- 
lo con  la  mayor  eficacia,  tal  vez  quedaría  mal.  Esta  es 
la  única  razón  por  que  he  preferido  recomendarlo  por 
el  oficio  adjunto,  á  los  Exmos.  Gobiernos  de  Tucumán, 
Santiago  del  Estero,  Córdoba  y  Santa  Fé,  para  que  le 
presten  todas  las  consideraciones  y  asistencia  que  le  son 
debidas,  como  á  un  antiguo  defensor  de  la  patria, 
etc.,  eic—Juan  Facundo  Quirogay>, 

El  oficio  á  los  cuatro  gobiernos  que  venía  abierto, 
y  debía  servirme  de  pasaporte,  me  recomendaba  alta- 
mente por  el  General  de  los  libres,  que  asi  se  titulaba, 
pues  en  él  les  decía  que  habiendo  yo  solicitado  su  per- 
miso para  pasar  á  Buenos  Aires  por  la  Rioja,  había  él 
preferido  concedérmelo  por  la  posta,  para  que  fuera  con 
mayor  comodidad,  y  que  esperaba  se  me  prestaran  todas 
las  atenciones  y  servicios  que  merecía  por  mis  antiguos 
servicios  á  la  patria. 

El  temor  que  dicho  General  me  manifestaba  le  im- 
pedía, el  permitirme  el  paso  por  la  Rioja,  lo  atribuí  mas 
bien  á  recelo  suyo  por  sus  paisanos,  pues  que  yo  nótenla 
enemigos  que  pudieran  dañarme,  cuando  de  él  lo  eran 
todos  y  le  obedecían  solo  por  el  temor,  pero  de  todos 
modos  yo  se  lo  agradecí  infinito,  pues  á  mas  de  propor- 
cionarme un  camino  mas  corto  y  cómodo,  me  conside- 
raba seguro  y  perfectamente  asistido    por    solo  su  rece- 


—  351  ~ 

mendación  que  no  podía  ser  mas  expresiva.  Pero  me 
engañé  con  respecto  al  Gobierno  de  la  Provincia  que 
menos  debía  temerlo,  la  raia. 

Marché,  pues,  á  Tucumán,  después  de  haberle  con- 
testado dándole  las  gracias,  pero  con  el  aumento  de  tres 
oficiales  ó  comandantes  patriotas  de  Catamarca  -y  de  los 
soldados  de  confianza  que  estos  tenían  y  se  hallaban 
expatriados  y  sin  poder  volver  á  sus  casas  por  su  Go- 
bierno. Estos  nueve  ó  diez  hombres  que  habían  servido 
antes  conmigo  y  eran  por  consiguiente  conocidos,  se 
hallaban  precisamente  en  el  punto  donde  me  encontró 
Bringas,  pues  habían  venido  á  visitarme  asi  que  lle- 
gué y  supieron  por  la  comunicación  que  recibí  á  su 
presencia,  que  yo  me  dirijia  para  Tucumán  á  Buenos 
Aires,  me  rogaron  tan  encarecidamente  que  los  llevara 
en  mi  compañía  á  esta  última  Provincia,  donde  podrían 
encontrar  algún  trabajo  de  que  ocuparse,  que  no  me  fué 
posible  resistirme  á  pesar  de  que  no  llevaba  yo  ni  lo 
preciso  para  mi  conducción,  pues  había  tenido  que  com- 
prar muías  y  caballos  de  repuesto  para  cinco  individuos 
que  éramos  nosotros,  fuera  de  los  animales  para  la 
carga. 

Marché,  pues,  con  todos  ellos  para  la  hacienda  de 
Tafí,  que  está  como  á  12  leguas  de  Tucumán  y  en  cuyo 
punto  tenía  precisamente  su  hacienda  el  gobernador 
Laguna.  Asi  que  llegué  á  dicho  punto  y  me  alojé  en  la 
hacienda  del  Gobernador,  le  puse  á  este  una  carta,  avi- 
sándole la  resolución  del  general  Quiroga  que  me  había 
obligado  á  dirigirme  por  allí  y  remitiéndole  el  oficio  del 
General  para  todos  los  Gobiernos  con  mi  ayudante  Brin- 
gas, y  dándole  cuenta  al  mismo  tiempo  de  los  hombres 
que  me  habían  suplicado  les  permitiera  ir  en  mi  compa- 
ñía hasta  Buenos  Aires,  y  de  las  armas  que  llevaba,  que 
consistían  en  tres  sables  de  los  comandantes  y  seis  malas 
lanzas  de  los  soldados. 

Le  prevenía  además,  que  pasaba  á  esperar  al  río  de 
Lules  su  contestación,  para  según  ella  entrar  á  Tucumán, 
que  iba  muy  incomodado  de    mis    heridas,   pues    había 


I 


—  352  — 

abiértoseme  nuevamente  la  de  la  espalda,  para  que  no 
le  quedara  duda  "de  'la' verdad^de  cuanto  le  decía,  le 
pedia  taníibíán  que  mandara  un  comisionado  á  los  Lüles 
(cuatro  leguas  de'^^Tucumán)  ;"para  que  se  informara  de 
todo^y  recojer']  las  armas  de  los' que  me  acompañaban 
si  lo  juzgare  necesario. 

Despachado  Bringas  al  anochecer,  dormí  yo  allí  y 
marché  de  madrugada  para  los  Lules  esperanzado  en 
que  pronto  descansaría,  pues  había  escrito  también  á  mi 
primo  José  Manuel  Silva,  para  que  me  preparasen  un 
carruaje.  Llegado  á  los  Lules  al  caer  la  tarde,  devolví 
los  caballos  que  me  había  prestado  el  capataz  del  Go- 
bernador para  que  descansaran  los  míos,  cuando  al  poco 
rato  se  me  prensenta  Bringas  con  la  contestación  del 
gobernador  Laguna,  mandándome  salir  inmediatamente 
de  la  Provincia  sin  pasar  adelante,  y  me  avisan  del 
pueblo  que  no  me  descuide,  pues  aprestaban  tropa  para 
sorprenderme,  y  habían  colocado  guardias  en  las  afue- 
ras del  pueblo  para  prohibir  á  todos  los  vecinos  el  venir 
á  verme;  permiso  que  había  sido  negado  á  cuantos  ami- 
gos lo  habían  solicitado. 

Una  noticia  tan  inesperada  me  llenó  de  indignación 
y  contesté  al  Gobierno: — «Que  no  había  yo  esperado  un 
reproche  semejante  al  pasaporte  que  le  había  remitido 
el  general  Quiroga,  y  mucho  menos  á  mi  persona  en 
el  estado  en  que  me  encontraba,  precisamente  por  de- 
fender la  dignidad  y  los  derechos  de  mi  pueblo:  que  nú 
estado  era  peligroso  y  carecía  de  los  recursos  necesarios 
para  conducirme,  que  ya  que  el  Gobierno  me  negaba  el 
pase  para  mi  pueblo  me  proporcionase  al  menos  los 
recursos  necesarios  para  mi  viaje,  á  cuenta  de  dos  mil 
pesos  que  se  me  debían  de  mis  sueldos,  por  el  tiempo 
que^había  gobernado  la  Provincia,  y  que  cuando  aún 
esto  se  me  negara,  que  permitiese  al  menos  á  mis  amigos 
el  venir  á  verme  para  pedírselos  á  ellos,  y  que  se  me 
mandase  un  facultativo  para  que  curase  mis  heridas». — 
Despachada  esta  comunicación,  tuve  que  ganar  el  monte 
al  anochecer  dejando  la    carga    en    casa  de  don  Miguel 


—  353  — 

Pérez  Padilla,  para  precaverme  de  una  sorpresa  has- 
ta que  amaneciera  y  recibiera  la  contestación  del  Go- 
bierno. 

Todo  el  mundo  se  indignó  de  una  acción  semejante 
por  parte  del  Gobierno  y  tuve  yo  que  pasar  una  malísi- 
rna  noche  en  el  monte  y  como  si  estuviese  al  frente  de 
mis  enemigos. 

Asi  que  amaneció  y  se  me  mandó  avisar  por  el 
dueño  de  la  casa  que  no  había  temor  alguno  que  me 
impidiera  el  pasar  á  ella,  volví,  y  pasado  un  rato  de 
haber  salida  el  sol,  se  me  presentó  un  facultativo  man- 
dado por  el  Gobierno  y  la  orden  para  que  regresara 
inmediatamente,  y  saliese  de  la  Provincia,  pero  sin  man- 
darme auxilio  alguno,  ni  permitir  á  los  amigos  el  que 
me  viniesen  á  ver. 

Lleno  de  indignación  por  semejante  conducta  le  dije 
al  facultativo,  que  no  había  esperado  jamás  un  proceder 
tan  infame  como  el  del  Gobernante  de  mi  pueblo  y  lla- 
mando á  uno  de  mis  ordenanzas  que  era  hijo  de  allí  le 
ordené  que  aparejara  la  muía  y  marchara  sin  demorar 
con  mi  carga  de  petacas  hasta  la  plaza  de  Tucumán,  y 
que  llegado  á  ella  las  bajase  en  su  centro,  las  abriera 
y  pusiese  toda  mi  ropa  sobre  las  tapas;  y  que  á  cuantos 
se  arrimaran  á  ver  y  preguntar  el  objeto  de  aquella 
demostración,  les  digera:  —  «Vengo  por  orden  de  mi  Co- 
ronel á  vender  toda  su  ropa  por  lo  que  quieran  darme 
por  ella,  sea  cual  fuese  la  oferta  que  se  me  haga» . 

El  ordenanza  cargó  las  petacas  y  se  marchó,  y  yo 
anees  de  hacerme  ver  con  el  facultativo  me  desnudé  y 
me  tiré  á  bañarme  á  la  acequia  que  pasaba  por  el  patio 
de  la  casa,  sin  embargo  de  la  opinión  contraria  de  todos. 
Esto  era  el  sábado  víspera  de  carnaval,  después  que  me 
hube  dado  un  corto  baño  que  me  consoló  bastante,  salí 
y  me  hice  ver  enseguida  por  el  facultativo  que  curó  mi 
dos  heridas  después  de  reconocerlas. 

Pasada  esta  operación  y  después  de  haber  almorza- 
do me  puse  en  marcha  para  Monteros,  al  Sur,  con  la  mira 
de  dirigirme  á  la  Rioja.  No  recuerdo  si  al    moverme  de 


L 


—  354  — 

los  Lules  ó  en  el  camino  me  alcanzó  el  ordenanza  con 
mi  carga  un  poco  desbalijada,  pues  solo  le  faltaban  al- 
gunas prendas  que  tomaron  algunas  personas  de  las  pri- 
meras que  concurrieron  al  verle  poner  de  manifiesto  mi 
ropa,  y  me  entregó  me  parece  que  cien  pesos  que  le 
habían  dado,  pues  luego  recibió  orden  de  mandarse  mu- 
dar al  instante  con  la  carga. 

Nos  tomó  la  noche  como  á  dos  y  media  leguas  antes 
de  llegar  á  Monteros,  pasamos  allí  con  varios  milicianos, 
algunos  oficiales  y  vecinos  que  habían  salido  á  recibir- 
me, al  camino 

Al  siguiente  día,  domingo  de  Carnaval,  quise  mar- 
charmet  emprano  para  alcanzar  la  misa  en  Monteros,  pero 
tuvimos  que  demorarnos  por  que  amaneció  lloviendo, 
mas  asi  que  escampó  un  poco,  me  puse  en  marcha  con 
bastante  presteza,  pero  llegamos  cuando  era  ya  tarde 
y  lloviendo;  nos  desmontamos  en  el  corredor  que  daba 
á  la  plaza,  en  casa  de  una  parienta  mia,  á  media  cua- 
dra de  la  iglesia. 

En  el  momento  que  hube  entrado  á  la  plaza,  se 
trasmitió  la  noticia  de  mi  llegada  á  las  gentes  que  es- 
taban en  la  iglesia,  y  asi  que  hubo  concluido  la  misa,  se 
dirigieron  en  tropel  al  corredor  de  la  casa  en  que  esta- 
ba yo  sentado,  provistos  ya  con  algunas  guitarras  los 
cívicos,  varios  vecinos  y  milicianos  del  pueblo. 

Asi  que  llegaron  dándome  mil  vivas,  canta  uno  de 
los  diferentes  corrillos  que  rodeaban  el  corredor  de  la 
casa,  el  siguiente  verso  de  vidalita,  acompañado  por  dos 
guitarras: 

La  Madrid,  se  va  para  abajo  (') 
no  le  dejemos  pasar, 
reúnamoDOs  paisanitos 
qtic  d  la  fuerza  se  hai  quedar. 

Contéstale  otro  en  seguida: 


(^)  Llaman  asi    los     paisanos    á    los    que  van    para  Buenos  Aires  y  para 
arriba,   cuando  marchan  hacia  Salta  ó  al  Perú. 


—  355  — 

Ni  preso  quieren  que  entre 
á  su  pueblo  desgraciado. 
¡  En  premio  de  sus  servidos, 
bonito  pago  le  han  dado! 

No.  había  acabado  bieü  de  cantar  el  segundo  grupo 
esta  cuarteta,  cuando  contesta  otra  con  la  siguiente: 

Año  y  cuatro  meses  hace, 
muerto  le  vimos  pasar! 
;  Quién  pensaba  paisanitos 
que  asi  le  hablan  de  pagar? 

.  El  estribillo  con  que  estas  se  improvisaron,  fué  tam- 
bién improvisado  por  el  primer  grupo,  y  era  este: 

i  Siga  la  guerra,  no  quiero  paz; 
Yo  quiero  cielos,  vengarme  más  ! 

Fué  tal  la  impresión  que  este  ultimó  verso  causó  en 
todos,  muy  particularmente  en  mi,  que  largaron  el  llanto 
muchos;  yo  anegados  mis  ojos,  me  levanté  precipitada- 
mente y  me  metí  á  la  casa,  haciéndoles  señas  para  que 
se  retiraran,  tuvieron  que  callar  las  guitarras,  pero  ya 
con  la  resolución  formada  de  seguir  el  consejo  de  la 
primera  cuarteta,  como  lo  ejecutaron  en  seguida. 

Al  poco  rato  después  que  pasó  ya  el  agua,  me  hi- 
cieron de  comer,  continué  mi  marcha,  pues  los  grupos 
de  milicianos,  oficiales  y  cívicos  se  habían  retirado,  salí 
acompañado  de  muchos  vecinos  hasta  el  río  del  pueblo 
viejo,  una  legua  al  sud  de  Monteros,  cuando  empezaron 
á  salir  en  grupos  mas  de  cuatrocientos  hombres  con  sus 
oficiales  y  comandantes,  me  rodearon,  manifestándome 
su  resolución  de  no  dejarme  pasar  ni  salir  de  la  Pro- 
vincia en  el  estado  en  que  iba,  que  me  había  de  quedar 
por  fuerza  y  no  abandonarlos. 

En  fin,  fueron  inútiles  cuantas  reflexiones  les  hice 
para  que  no  me  comprometieran,  ni  se  comprometieran 
ellos  tampoco,  me  fué  preciso  acompañarme  con  todos 
ellos  en  una  casa  y    rasti'ojo,    de  sobre  dicho  río. 


—  356  — 

Inmediatamente  dirigí  una  carta  al  gobernador  La- 
guna, participándole  el  compromiso  en  que  me  habia 
puesto  su  imprudencia,  por  no  dejarme  entrar  él,  y  que 
iba  á  entrar  toda  la  campaña,  pues  estaban  llegando 
grupos  de  todas  partes  con  la  misma  pretensión  de  no 
dejarme  pasar. 

Le  decía  en  dicha  carta,  que  el  único  medio  que  yo 
encontraba  para  apaciguar  aquel  desorden,  que  solo  él 
había  provocado,  era  el  siguiente: 

«Mande  Vd.  al  canónigo  Dr.  don  Agustín  Molina,  con 
uno  ó  dos  vecinos  de  su  confianza,  con  un  decreto  de 
anmistía  para  todos  los  que  se  han  comprometido  en  esta 
reunión,  puestos  ellos  aquí,  y  haciendo  público  d'icho 
decreto,  yo  me  comprometo  á  recojer  todas  las  armas  á 
mas  de  500  hombres  que  hay  ya  reunidos,  llevarlos  con 
ellos  y  (con  los  comisionados)  entregarlos  á  Vd.  después 
de  haber  despachado  á  todos  á  sus  casas.  Solo  así  que- 
dará esto  concluido  y  podré  yo  pasar  cuanto  antes,  de- 
jando á  Vd.  satisfecho  de  mi  honesto  proceder,  y  á  mí 
pueblo  en  paz,  pero  deseo  que  sea  esto  cuanto  antes». 

Despaché  á  un  vecino  con  está  mi  carta,  encargán- 
dole la  mayor  presteza,  y  quedamos  allí  á  esperar  la 
contestación  del  Gobierno. 

La  mayor  parte  de  la  noche  la  pasaron  jugando 
Carnaval,  en  el  nuevo  campamento  y  cantando  vidalitas, 
pero  con  un  nuevo  estribillo  que  yo  les  di  en  lugar 
del  que  habían  improvisado  esa  mañana,  y  era  el  si- 
guiente: 

¡  Cese  la  giierra,  yo  quiero  la  paz 
pues  no  permito,   venganzas  más  ! 

Al  otro  día  temprano,  estubo  de  regreso  el  conduc- 
tor de  mi  carta,  con  una  contestación  muy  satisfactoria 
del  Gobierno,  pues  convencido  de  su  imprudencia  y  de 
mi  buena  fé,  me  ordenaba  que  pasara  yo  mismo  á  la 
cabeza  de  toda  la  fuerza  hasta  el  Manantial,  en  cuyo 
punto  estarían  los  diputados  que  había  yo  pedido,  asi 
que  llegasen  para  pasar  conmigo  al  pueblo,  después  que 


y 


—  357  — 

hubiese  descansado   la   fuerza  y  despachado    la  gente  á 
sus  casas. 

Con  esta  contestación,  me  puse  en  marcha  al  instan- 
te, pero  ya  con  mas  de  600  ó  700  hombres  y  llegamos 
al  Manantial  como  á  las  tres  de  la  tarde; — al  instante  se 
presentó  el  canónigo  Molina,  el  Dr.  Mur,  presbítero  y 
no  recuerdo  que  otro  en  un  coche,  para  llevarme  al  pueblo. 

Asi  que  llegaron  dichos  comisionados,  mandé  formar 
toda  la  fuerza  para  que  la  hablara  el  señoi*  Molina,  ha- 
ciéndole presente  el  indulto  del  Gobierno,  y  recogerles 
yo  en  seguida  las  armas. 

Asi  que  el  doctor  habló,  haciéndoles  saber  el  indul- 
to; que  el  Gobierno  me  admitía  ya  gustoso,  pues  venían 
ellos  á  conducirme,  gritan  todos:  «No  permitimos  nosotros 
que  nuestro  jefe  se  vaya,  por  que  en  el  monte  de  los 
Aquirres,  hay  una  fuerza  destinada  á  prenderle,  y  si  él 
nos  falta,  nos  perseguirán  á  nosotros». 

Apenas  hubieron  dicho  esto,  cuando  indignado  yo 
digeles  en  alta  voz;  ¿Qué  signiflca  este  desorden?  Han 
creído  Vds.  que  yo  he  de  someterme  á  sus  caprichos  y 
permitirlo!  A  la  fuerza  señor,  no  lo  detendremos  puesto 
que  V.  S.  quiere  ir  para  que  lo  sacrifiquen,  dijeron 
todos  los  comandantes  y  oficiales;  pero  nosotros  no  en- 
tregaremos las  armas  en  ese  caso,  y  sabremos  vengarlo. 
¡Si  V.  S.  nos  deja,  nos  meteremos  á  salteadores  en  los 
montes!  Mas  enfurecido  yo  con  esto,  díjeles  á  los  co- 
misionados:  «Señores,  esto  está  concluido,  vamonos  al 
pueblo  que  yo  volveré  mañana  á  contener  este  desor- 
den», y  roe  dirigí  á  subir  al  coche. 

Los  Dres.  Molina  y  Mur,  que  me  vieron  subieron 
ya  al  coche  y  que  todos  los  hombres  montaban  en  sus 
caballos,  se  dirigieron  á  mi  y  deteniéndome  por  la  ropa 
me  instaron  á  que  bajara  y  me  quedara  á  contener 
aquel  desorden.  «¡Por  Dios,  no  se  baya  Vd.  paisano!  me 
dijo  el  canónigo  Molina,  porque  esto  se  vuelve  una  leo- 
nera. ¡Déjenos  Vd.  ir  solos  á  imponer  al  Gobierno  de 
cuanto  hemos  presenciado,  ocasionado  todo  por  su  impru- 
dencia!   Veremos  de  remediarlo  de  otro  modo». 


L 


—  358  — 

Fueron  tantas  las  instancias  que  tuve  que  ceder: 
bajó  del  estribo  del  coche  y  les  dye:  «Muy  bien,  por  Vd. 
señor  doctor,  voy  á  esperar  á  los  Lules  la  última  reso- 
lución del  Gobierno,  y  tratar  de  persuadir  á  estos  hom- 
bres, y  monté  á  caballo,  subiendo  ellos  á  su  coche,  y 
nos  separamos,  marchando  ellos  para  Tucumán,  y  re- 
gresando yo  para  aquel  punto. 

Al  siguiente  dia,  último  de  carnaval,  se  me  apare- 
cen muchos  cívicos  y  mozos  del  pueblo,  como  á  las  9 
do  la  mañana  dando  vivas  y  dicióndome  que  podía  ya 
pasar  al  pueblo,  pues  que  el  gobernador  Laguna  había 
convocado  á  la  Sala  y  al  pueblo,  y  renunciado  el  gobier- 
no en  virtud  de  un  chasco,  que  hablan  recibido  en  el 
campamento  el  comandante  general  don  Vicente  Villa- 
fañe  y  su  tropa,  —  (dicho  Villafañe  había  sido  nom- 
brado por  Quiroga),  y  que  quedaba  en  aquel  momento 
reuniéndose  el  vecindario  en  el  Cabildo  para  nombrar 
Gobernador. 

Díjeles  que  no  pasaría  adelante  hasta  que  el  pueblo 
ó  la  Junta  no  nombrara  su  Gobernador,  y  tuviera  per- 
miso de  éste  para  entrar. 

— ¡Pero  valiente  señor!  que  se  quiere  hacer  el  foraste- 
ro! ¿que  no  conoce  á  su  pueblo?  A  quién  han  de  nombrar 
sino  á  usted?— fué  la  respuesta  que  me  dieron. 

Me  hecho  á  reír  sin  poderlo  remediar  al  ver  la  for- 
malidad, y  la  tonada  tucumana  en  que  me  lo  dijeron,  y 
les  repuse:  «Eso  querían  ustedes,  y  tal  vez  yo  mismo,  en 
otras  circunstancias.  Hoy  no  podría  darles  gusto  aunque 
lo  quisiera  todo  el  pueblo,  porque  si  tal  cosa  admitiera 
nos  traerían  al  momento  la  guerra  Quiroga  ó  Ibarra  y 
el  doctor  Molina  y  demás  de  la  comisión  que  vinieron 
ayer  á  verme,  saben  que  debo  yo  pasar  al  momento. . . 
«Eso  será  si  lo  dejan»,  contestáronme,  riéndose. 

«Bájense  ustedes  y  cuéntenme  qué  es  lo  que  ha 
sucedido,  y  por  qué  ha  renunciado  el  señor  Laguna»,  les 
dije:  —  Se  bajaron,  y  me  dijeron  lo  siguiente:  —  La 
derrota  de  los  Colorados  del  señor  Villafañe,  á  sido  muy 
graciosa,  estaba  él    acampado  en   el    bajo  con  su  gente, 


GENERAL  JOSÉ  B.  VILLAFAÑE 


J 


—  359  — 

por  la  quinta  de  Carranza,  y  pasaba  de  galope  para  el 
campamento  un  negrito  del  señor  Posse  para  su  quinta. 
Como  los  soldados  estaban  azorados  lo  que  supieron  por 
los  diputados,  la  gente  que  tenía  usted  y  lo  que  había 
pasado  al  quererse  venir  con  ellos;  viendo  los  polvos  que 
levantábamos  corriendo  el  carnaval  por  la  Cindadela,  le 
preguntaron  al  negrito  que  polvos  son  aquellos,  y  lo  ro- 
dearon; el  pillo  del  muchacho  para  que  lo  dejaran  pasar 
les  dijo: — «es  el  general  La  Madrid  que  viene  entrando»  — 
No  bien  oyeron  esto,  cuando  gritaron  los  soldados,  los 
colombianos  primero: — «que  viva  nuestro  General»,  —  y 
corrieron  á  sus  caballos  que  estaban  ensillados. 

El  Comandante  general  viendo  aquello,  y  que  todos 
corrían  á  cual  más  á  encontrar  á  usted,  disparó  para  la 
Banda  con  unos  cuantos  que  lo  siguieron,  y  los  demás 
que  venían  á  buscarlo  á  usted  se  hallaron  con  que  éra- 
mos nosotros  los  de  los  polvos.  Ahí  tiene  usted 'ítodo  el 
fandango.  El  señor  Laguna  que  vio  esto,  y  le  avisaron 
los  vivas,  fué  al  instante  al  Cabildo  mandó  tocar  las 
campanas  y  renunció.  Alli  los  dejamos  á  los  comercian- 
tes y  los  de  la  junta,  para  nombrar  Gobernador;  pero 
nadie  quiere  admitir,  por  que  el  señor  Silva  que  es  el 
que  se  empeñan  todos  en  nombrar,  no  quiere  prestar  el 
juramento  sino  por  una  hora.  —  Dicho  esto,  se  hecha- 
ron  á  reir  todos,  festejando  la  ocurrencia  del  negrito, 
y  haciendo  burla  de  los  que  habían  pensado  oponerse 
á  que  yo  entrara  y  reunido  gente  para  atacarme. 

Enseguida  vino  un  propio  del  gobernador  Silva, 
avisándome  su  nombramiento  y  previniéndome  que  pa- 
sara con  toda  la  fuerza  hasta  la  plaza.  Marché  al  mo- 
mento después  de  haber  hecho  saber  á  todos  la  orden 
del  nuevo  Gobernador  y  mandado  retroceder  á  mas  do- 
cientos  hombres  que  venían  ya  cerca,  del  Río  Chico  y 
Graneros. 

Antes  de  llegar  al  Manantial  me  encontraron  ya 
varios  co*merciantes  y  vecinos  que  entraron  conmigo 
hasta  la  plaza  —  Puesto  en  ella  proclamé  á  todas  las 
milicias  haciendo  reconocer  al  nuevo    Gobernador,  é  in- 


'  1 


—  360  - 

vitando  á  la  unión  y  el  orden:  les  recojí  todas  las  armas 
que  entregué  a]  Gobierno,  y  despaché  á  todos  para  que 
regresaran  á  sus  casas,  lo  que  practicaron  contentos,  y 
contando  probablemente  con  que  yo  rae  quedarla. 

El  entusiasmo  de  la  mayor  parte  del  pueblo;  y  muy 
particularmente  el  de  los  cívicos  y  soldados  colombianos, 
que  se  hablan  venido  de  Salta  después  que  el  goberna- 
dor Gorriti  fusiló  á  su  coronel  Matute,  fué  grande  y 
decidido  para  que  me  quedara  y  encargara  del  Gobierno; 
mas  ni  yo  lo  pensaba  ni  lo  podía  hacer,  sin  comprome- 
ter á  la  Provincia  en  una  nueva  guerra. 

Había  también  dado  yo  cuenta  al  general  Quiroga 
asi  del  rechazo  de  su  recomendación  por  el  Gobernador 
Laguna,  como  del  compromiso  en  que  me  habían  puesto 
las  milicias  al  ver  que  me  retiraba  rechazado  por  el 
Gobierno,  pero  asegurándole  mi  Arme  resolución  de  pa- 
sar á  Buenos  Aires. 

Traté,  pues,  de  llevar  adelante  mi  pensamiento  y  mar- 
charme al  siguiente  día,  pero  habiendo  esta  noticia  oca- 
sionado un  grande  alboroto  asi  en  lá  tropa  cívica  y  mu- 
cha parte  del  pueblo,  como  de  los  soldados  colombianos 
que  me  habían  tomado  cariño  y  solo  se  consideraban  se- 
guros conmigo,  me  fué  preciso  formar  un  nuevo  proyecto. 

Plíseme  antes  de  acuerdo  con  Silva,  y  le  propuse  en 
seguida  al  Gobierno,  que  quería  tener  una  entrevista 
con  el  gobernador  ¡barra,  para  que  puesto  de  acuerdo 
con  él  pudiera  yo  quedarme  á  encargo  del  Gobierno;  pi- 
diendo para  que  me  acompañaran  al  desempeño  de  esta 
comisión,  al  ex  gobernador  Dr.  don  Nicolás  Laguna,  y  á 
don  Francisco  ¡tugarte  representante  de  la  ¡1.  J.,  con  los 
cuales  debía  yo  marcharen  un  carruaje  y  con  una  escol- 
ta de  diez  hombres. 

Dispuesto  ya  este  engaño  de  acuerdo  con  el  gober- 
nador Silva  .alborótase  la  tropa  y  se  opone  temiendo 
quedar  engañada,  pues  sospechaba  mi  intento.  Entonces 
para  desimpresionarlos  de  sus  fundadas  sospechas  tuve 
que  dejar  mi  equipaje  y  mi  cama  en  el  cuartel  como 
una  prueba  de  mi  vuelta.    Aquietados  por  esta  muestra 


r 


—  361  — 

y  por  las  promesas  que  les  hice  de  volver  pudimos  mar 
charnos  al  siguiente  día  ya  tarde,  pero  habiéndole  anti- 
cipado yo  el  aviso  al  gobernador  Ibarra,  &. 

En  el  Rio  Hondo  paso  délos  Giménez,  nos  encontramos 
con  el  comandante  don  Lorenzo  Diazque  me  esperaba  preve- 
nido ya  por  Ibarra,  y  puesto  en  guardia,  recelándose  una 
sorpresa.— Con  el  pretexto  de  no  estar  los  caballos  pron- 
tos, nos  demoró  dicho  comandante  como  un  par  de  horas, 
y  nos  hizo  salir  para  Santiago  después  de  puesto  el  sol, 
para  poder  aparentar  un  gran  campamento,  sobre  el 
camino  que  íbamos  á  pasar,  cerrada  ya  la  noche;  pero 
este  pobre  hombre  lo  hizo  con  tanta  torpeza  que  fué 
fácil  conocer  su  objeto. 

Había  mandado  hacer  tal  acopio  de  fogones  en  dife- 
rentes líneas  paralelas,  por  uno  y  otro  lado  del  camino, 
que  un  ejército  de  cuatro  mil  hombres  no  necesitaría 
tantos. 

Una  legua  antes  de  llegar  á  Santiago,  al  tercer  día 
de  nuestra  salida  se  nos  hizo  destacar  hasta  que  viniera 
á  recibirnos  un  oficial  primo  del  Gobernador,  y  el  cual 
nos  condujo  á  la  casa  que  se  nos  había  destinado  en  la 
Plaza.  Medio  pueblo  concurrió  asi  que  nos  bajó  del 
coche,  á  ver  por  sus  ojos  al  muerto  del  Tala,  pues  por 
tal  me  tuvieron  por  mucho  tiempo,  y  fué  tal  su  curiosi- 
dad que  se  llenó  el  gran  patio  de  la  casa  y  casi  hasta 
el  medio  de  la  sala  en  que  nos  alojamos,  fuera  de  los 
innumerables  hombres  y  muchachos  que  estaban  apiña- 
dos en  dos  grandes  rejas  de  las  ventanas  que  daban  á 
la  plaza. 

El  Dr.  Laguna  é  Itugarte  estaban  admirados  de  ver 
el  interés  con  que  todos  se  pedían  permiso  para  verme,, 
cuando  observando  el  primo  de  Ibarra  el  empeño  con 
que  se  agolpaban  casi  hasta  media  sala,  saliendo  unos 
y  entrando  otros,  arráncale  el  sable  á  uno  de  mis  orde- 
nanzas y  empieza  á  echar  á  palos  á  toda  la  gente 
para  fuera. 

Me  desagradó  bastante  dicha  acción  y  le  dije  con 
buen  modo — «Deje  señor  oficial  que  satisfagan  su  curio- 


L 


—  362  — 

sidad,  pues  en  nada  nos  incomodan,  querrán  ver  al  muer- 
to resucitado»— -lo  cual  no  obstante,  siguió  él  repartiendo 
palos  hasta  que  los  echó  fuera,  pero  ganaron  las  venta- 
nas y  estuvieron  por  largo  tiempo  relevándose  en  ellas 
hasta  que  se  fueron  raleando. 

Luego  vino  el  Gobernador  y  nos  abrazamos  y  fué 
impuesto  del  empeño  de  que  había  sido  preciso  valerme 
para  que  rae  dejaran  salir  mis  paisanos.  «Si  este  les  ha 
echado  gualicho  (*)  á  sus  paisanos,  por  eso  no  lo  querian 
largar»,  dijo  Ibarra  riéndose. 

Después  de  haber  conversado  un  rato  nos  llevó  á 
comer  á  su  casa,  y  al  salir  dijo  al  oficial  su  primo,  «que 
lleven  el  equipaje  de  Gregorio  á  mi  casa»,  y  contestán- 
dole yo,  que  mi  equipaje  había  quedado  en  prenda  en 
el  cuartel  se  echó  á  reir  y  me  dijo: — «no  importa  yo  te 
prestaré  cama  y  lo  que  necesites». 

Al  siguiente  día  se  regresaron  para  Tucuman  mis 
dos  compañeros  y  la  escolta,  quedándome  yo  con  solo 
dos  ordenanzas  y  habiendo  recibido  mi  carga  y  la  cama 
que  me  remitió  el  Gobernador,  habiéndola  sacado  del 
cuartel  con  el  pretexto  de  hacerme  lavar  la  ropa.  ¡Al- 
gunas vidas  costó  á  esos  leales  y  decididos  soldados  esta 
mi  separación,  pues  Laguna  volvió  á  ocupar  el  Gobierno 
y  Villafañe  la  Comandancia!  Les  tomaron  gran  pre- 
vención, empezando  á  perseguirlos  y  tuvieron  que  morir 
algunos,  defendiéndose  y  expatriarse  otros ! 

Después  de  tres  ó  cuatro  días  de  permanencia  en 
Santiago  en  casa  de  mi  antiguo  amigo  Ibarra,  marché 
para  Buenos  Aires  en  un  carruaje  y  acompañado  por 
el  oficial,  primo  de  Ibarra  hasta  el  Saladillo,  línea  divi- 
soria de  Santiago  y  Córdoba,  só  pretexto  de  precaverme 
de  algunos  insultos  en  las  postas  de  su  territorio,  según 
me  lo  dijo  el  Gobernador  al  destinármelo  para  que  me 
acompañara,  pero  su  verdadero  objeto  era  el  de  obser- 
var mis  acciones,  pues  aun  con  solo  mis  dos  ordenanzas 
le  inspiraba  todavía  temores:    más   en   cambio   de    esto 


(^)     Brujería  ó  cosa  del  diablo,  llaman  nuestros  paisanos,  para  atraer. 


~  363  — 

tuvo  el  primo  que  sufrir  por  d03  ó  tres  días  la  me 
ción  de  presenciar  en  todas  las  postas  desde  que  í 
de  Santiago,  los  obsequios  y  consideraciones  q 
prestaron  todas  las  gentes  asi  de  todas  las  posta: 
de  muchos  ranchos  inmediatos  que  se  costeaban  á 
llevándome  algunos  pequeños  obsequios. 

Antes  de  llegar  al  Saladillo  se  me  cerró  la 
de  bayoneta  en  las  espaldas,  con  no  se  que  remei 
me  dieron  en  Santiago,  y  no  volvió  más  á  abi 
hasta  hoy,  pero  seguí  con  la  de  las  costillas  ; 
Era  tal  el  terror  que  habían  inspirado  los  sóida 
lombianos  de  Matute,  entre  las  gentes  del  caí 
aquellas  Provincias,  que  voy  á  referir  un  pasaje 
80  que  ocurrió  al  llegar  al  Pozo  del  Tigre,  2'  pi 
la  jurisdicción  de  Córdoba,  y  que  no  dejó  di 
marme. 

Iba  yo  muy  apurado  por  llegar  cuanto  a 
Buenos  Aires,  asi  por  el  mal  estado  do  mi  salud 
por  el  deseo  de  ver  á  mi  señora  y  mis  tres  hijc 
al  último  de  ellos  no  conocía;  que  mandé  adela 
uno  de  mis  ordenanzas  luego  que  salimos  de  la  1' 
á  la  espresada  del  Tigre,  para  que  me  esperar; 
los  caballos  prontos-  Tanto  el  que  quedó  conmig 
el  que  se  adelantó  llevaban  su  lanza  con  bandt 
su  sable. 

El  que  se  habla  adelantado  que  no  era  prácl 
camino,  descubre  porción  de  gentes  que  estaban 
trilla  al  lado  del  camino,  y  corre  allá  á  pregun 
la  posta.  Ver  al  soldado  y  dirigirse  á  ellos  de 
y  echar  á  correr  cuantas  gentes  habían,  unos  á 
y  otros  á  pié  ganando  los  maizales  todo  fué  u 
soldado  sorprendido  por  semejante  fuga  apretó  á 
en  alcance  de  unas  mujeres  que  disparaban  deso 
votando  sus  mantas,  para  tranquilizarlas  hasta  i 
contuvo  gritándolas  que  no  tuvieran  miedo. 

Yo,  que  asomaba  ya  en  mi  birlocho  y  alcanc 
la  disparada  en  todas  direcciones,  no  d^é  de  alai 
sin  adivinar  el  motivo.     Llegué  por  fin  á  la  posti 


—  364  — 

impuso  el  soldado  del  motivo  de  la  disparada  y  el  cual 
había  hecho  huir  también  á  los  postillones;  dijome  que 
las  mujeres  que  el  contuvo  le  confesaron  que  habian 
huido  todos  creyéndolo  colombiano,  pues  los  Santiague- 
ños  les  habían  dicho  que  volvía  yo  otra  vez  con  unos 
soldados  colombianos  que  eran  el  demonio  en  figura  de 
hombres,  que  nada  respetaban  y  á  nadie  temían  que 
esta  sola  era  la  causa  por  que  habían  corrido  todos. 

No  pude  menos  que  reirme  al  oír  esta  relación,  y 
mucho  más  cuando  comenzaron  á  salir  contentos  los 
paisanos  luego  que  supieron  que  estaba  yo  allí  y  me 
repitieron  la  misma  relación  que  les  habian  hecho  los 
santiagueños. 

Al  pasar  por  Córdoba  fui  bien  recibido  por  el  go- 
bernador Bustos  y  mucho  más  por  las  gentes  del  pueblo, 
quienes  me  contaron  que  al  correista  Carnerito  que  ha- 
bía pasado  para  Buenos  Aires  cuando  yo  llegaba  á 
Tucumán,  de  Trancas,  asi  que  se  retiró  Quiroga  des- 
pués de  la  acción  del  Tala,  lo  había  tenido  preso  Bus- 
tos con  una  barra  de  grillos,  por  que  contó  que  es- 
taba yo  vivo,  y  que  la  firma  que  llevaba  en  su  pasa- 
porte era  raia,  lo  cual  era  verdad;  por  que  estando 
ya  despachado  dicho  correo  por  la  administración  de 
Tucumán  en  el  día  en  que  debía  llegar  de  Trancas,  se 
había  esperado  para  verme  y  dar  noticia  á  cuantos  le 
preguntasen;  y  para  mejor  comprobante  me  había  pe- 
dido que  le  pusiera  mi  firma  como  se  la  puse  en  dicho 
pasaporte. 

Pues  por  sola  dicha  causa  estuvo  el  correo  preso 
muchos  dias.  Tal  era  el  empeño  (¿ue  tenían  en  hacer 
creer  á  todos  de  que  yo  había  muerto,  pues  se  persua- 
dían esos  pobres  hombres,  por  que  asi  debe  llamárseles, 
que  con  solo  esto  quitarían  á  sus  gentes  el  respeto  íi 
temor,  que  solo  ellos  me  tenían  ( ^ ). 


(')  I.os  caudillos,  pues  sería  un  eml^ustcrrí,  á  más  de  injusto,  en  tiecir 
(juc  las  j^entcs  me  temían,  ó  tenían  contra  mí,  prevención  alj^una,  por  i]uc 
han  mostrado  lo  contrario  en  todas  partes. 


¡^1  An-^/L^^íf-ny^.^s^^a 


J 


~  365  — 

En  la  Villa  de  Lujan  tuve  la  satisfactoria  compla- 
cencia de  ver  que  mi  padre  político  el  Ür.  don  José  Mi- 
guel Díaz  Velez,  que  había  salido  con  toda  mi  familia  y 
la  suya  á  recibirme.  ¡Grande  fué  ciertamente  mi  placer; 
pero  mezclado  del  sentimiento  que  inspiró  la  vista  de 
mi  virtuosa  y  amable  compañera!  Y  por  el  cariño  de 
mis  tres  inocentes  hijos!!!  El  semblante  de  aquella 
estaba  todavía  demudado  por  los  padecimientos  ocasio- 
nados por  mi  ausencia  y  por  la  noticia  de  mi  desgra- 
cia, y  al  verme  poco  menos  que  cadavérico,  no  pudo 
menos  que  echarse  á  mis  brazos  toda  anegada  en  llanto 
y  exclamando:  ¡Gracias  á  Dios  que  te  veo!  Pero  en  que 
estado!  Todos  se  conmovieron,  y  en  especial  sus  reco- 
mendables padres  que  no  les  costó  poco  trabajo  el  se- 
pararnos, para  que  pasáramos  al  templo  á  dar  gracias 
al  Todopoderoso  por  aquel  beneficio! 

Llegados  después  á  Buenos  Aires  y  así  que  pasaron 
las  primeras  felicitaciones,  fui  al  Fuerte  á  presentar- 
me al  señor  Gobernador  y  mi  compadre  don  Manuel 
Dorrego,  á  quien  habiéndole  encontrado  ocupado  en  el 
ministerio  de  la  guerra,  me  paseaba  esperándole  en  el 
salón  del  frente  de  la  capilla.  Salió  de  allí  acompaña- 
do de  su  ministro  de  la  guerra  el  general  Balcarce, 
pero  al  saludo  que  les  hize  solo  me  contestó  el  ministro 
afectuosamente,  pues  el  gobernador  Dorrego,  no  hizo  más 
que  decirme  secamente.  —  ¡  Siga  V.! —  y  pasar. 

Seguía  yo  por  detrás.  El  ministro  entró  á  su  des- 
pacho haciéndome  una  inclinación  de  cabeza  al  pasar, 
y  yo  continué  tras  del  gobernante,  enfurecido.  Él  iba 
con  la  llave  de  su  bufete  en  la  mano  pero  sin  ha- 
blarme, y  al  llegar  abrió  la  puerta  y  dando  inmediata- 
mente vuelta  y  parándose  en  el  umbral,  díjome  seca- 
mente: -  ¡Cuando  vino  V. !  —  ¡  Anoche !  le  respondí  con 
tono. — Retírese  V.— díjome  con  la  vista  fija  en  mi;  pero 
no  dándole  tiempo  á  que  concluyera  le  volví  la  espalda 
sin  hablarle  y  me  retiré,  entrándose  él  á  su  despacho  y 
cerrando  con  fuerza  la  puerta. 

Bajé  las  escaleras,  ciego  de  cólera,  y  me  dirigí  á  la 


—  366  — 

Policía  á  presentarme  por  cortesía,  á  mi  antiguo  amigo 
y  tocayo  don  Gregorio  Perdriel,que  era  entonces  el  jefe, 
pero  diciendo  entre  mí : 

— ¿Y  con  trompetas  como  éste  á  la  cabeza  del  Go- 
bierno, pensaremos  tener  patria?  ¿Podrán  jamás  unirse 
los  pueblos  para  constituir  un  Gobierno  fuerte  y  respe- 
tado? 

Preguntándome  Perdriel  al  saludarnos  y  fijándose  en 
mi  semblante,  que  era  lo  que  tenía,  le  instruí  del  reci- 
bimiento que  me  había  hecho  mi  compadre  y  nuestro 
común  amigo  Dorrego,  y  agregué: 

—  «¡Cómo  se  conoce,  tocayo,  que  los  hombres  que  se 
sientan  en  este  maldito  Fuerte,  solo  se  llenan  de  viento, 
olvidando  lo  que  han  sido  y  lo  que  deberían  ser  en  su 
nuevo  puesto!» 

—  «¡No  esperaba  yo  en  Dorrego,  tocayo,  me  dijo,  un 
proceder  semejante  y  mucho  menos  con  Vd.!» 

--«No  nos  ocupemos  mas  de  semejante  Quijote»,  le 
dije  y  nos  despedimos  afectuosamente,  manifestándome 
él,  el  disgusto  que  le  había  producido  semejante  conoci- 
miento, pues  era  Perdriel  un  excelente  sujeto,  y  teníamos 
la  mejor  amistad  desde  que  nos  habíamos  conocido  en 
el  ejército  del  Perú. 

Llegado  á  mi  casa,  me  encontré  con  mi  amigo  el 
doctor  Houghan,  y  otros  varios  de  visita,  y  después  de  ha- 
bernos saludado,  me  llamó  el  doctor  aparte  para  reco- 
nocerme las  heridas;  se  asombró  por  cierto,  de  que  hu- 
biese salvado  de  tantas,  y  manifestó  su  sentimiento,  que 
era  igual  al  mío,  de  que  hubiesen  sido  ocasionadas  por 
nuestra  maldita  guerra  civil,  cuando  en  la  do  nuestra 
independencia  me  habían  respetado  las  balas  y  el  acero 
en  mas  de  70  combates  y  encuentros  parciales.  La  de 
la  espalda  y  15  mas  de  la  cabeza  y  el  brazo,  estaban 
completamente  curadas,  pero  se  mantenía  abierta  la  in- 
cisión que  se  me  había  hecho  en  la  costilla  rota  cuando 
mi  expedición  á  Santiago;  la  reconoció  bien,  encontrando 
una  astilla  fracturada  sobre  la  costilla,  la  cual  la  sentía 
yo  al  moverla,  él  con  la  tienta,  me  dijo : 


r 


—  367  — 

—  «Esta  es  la  razón  porque  esta  herida  ha  cerrado  y 
vuelto  á  abrirse  tantas  veces,  mientras  no  salga  este 
cuerpo  extraño,  moviéndome  el  hueso,  no  sanará  de  fir- 
me, pero  esto  es  nada,  lo  curaremos,  mi  amigo». 

Yo  rae  consolé  con  este  anuncio  y  salimos  á  la  sala, 
quitando  el  doctor  todo  motivo  de  aprensión  á  la  fami- 
lia, y  los  amigos;  pero  como  entre  los  muchos  que  con- 
tinuaron viniendo  habia  también  diferentes  facultativos, 
mi  padre  político  y  mi  señora,  quisieron  que  todos  me 
reconociesen  y  tuve  que  darles  gusto,  pero  causando  en 
todos  igual  asombro  que  en  el  primero:  el  haber  salvado 
de  tari  feroces  heridas  como  algunas  que  estaban  de  ma- 
nifiesto en  la  cabeza  y  en  la  espalda;  mucho  más  des- 
pués de  haber  estado  abandonado  en  el  campo  desde  las 
diez  de  la  mañana  hasta  las  tres  ó  cuatro  de  la  tarde, 
sin  lavarme,  ni  vendarme  las  heridas  hasta  la  noche. 

En  fin,  dieron  motivo  para  varias  digresiones  estos 
reconocimientos,  y  todos  hicieron  por  tranquilizar  á  mi 
familia  y  quitarle  todo  motivo  de  temor,  pero  apenas  sa- 
lieron de  allí,  manifestaron  su  temor  de  que  no  duraría 
yo  con  vida  arriba  de  tres  ó  cuatro  meses,  los  que  mas 
se  alargaban. 

El  doctor  Houghan,  que  era  el  amigo  de  mi  mayor 
confianza,  se  encargó  de  mí,  y  á  él,  después  de  Dios,  le 
debo  mi  vida. 

Yo  había  llegado  á  Buenos  Aires,  no  recuerdo  si  el 
22  ó  el  23  de  marzo,  con  una  tos  que  á  todos  daba  cui- 
dado, y  muy  particularmente  por  el  pus  que  arrojaba 
por  el  esputo  y  mi  extremada  debilidad.  Pasaron  algu- 
nos días  y  amaneció  la  herida  cerrada,  y  como  el  doctor 
venía  todos  los  días  á  curarme,  y  me  estaba  administran- 
do una  bebida  de  un  cocimiento  de  zarza,  orosú  y  no 
sé  que  otros  ingredientes  compuestos  por  él;  dijome  asi 
que  la  vio  que  aquello  era  como  en  las  veces  anteriores, 
que  volvería  á  abrirse,  y  que  no  sanaría  hasta  que  hu- 
biese salido  el  hueso.  Asi  lo  hice,  y  al  siguiente  día 
amaneció  abierta. 

Yo  seguía  tomando  á  pasto  el  cocimiento  pi*eparado 


—  368  — 

por  el  doctor,  y  pasaron  asi  los  días  experimentando  al- 
guna mejora  que  se  veia  visible,  por  la  mayor  facilidad 
al  esputar  y  por  la  mas  claridad  y  ligereza  de  él;  hasta 
que  un  día  amaneció  la  herida  cerrada,  pero  de  un  modo, 
que  no  la  había  visto  en  todas  las  veces  anteriores,  for- 
mando una  hendidura  como  si  se  hubiese  contraído  la 
carne  para  unirse  al  hueso.  Xo  pareció  el  doctor  hasta 
tarde  y  me  fui  á  su  casa  á  visitarle,  y  lo  encontré  ocu- 
pado en  una  operación. 

Concluida  que  fué,  dígole  al  doctor:  Vengo  muy 
contento  á  decirle  á  Vd.  que  mi  herida  está  ya  curada 
con  sus  remedios.  ¡No  puede  ser! — repúsome  Hohúghan, 
no  sanaría  de  Arme  mientras  no  salga  el  hueso  solo, 
pues  está  ya  casi  desprendido,  enteramente  como  Vd. 
mismo  lo  á  sentido  al  moverlo  con  la  tienta.  «Asi  estaba 
realmente  le  dije,  pero  en  mi  concepto  no  volverá  á 
abrirse,  porque  veo  en  ella  una  señal  que  no  he  visto 
en  las  veces  anteriores  que  he  sanado» ,  y  desprendiéndome 
los  suspensores  se  la  enseñé. 

Sorprendióse  el  doctor  al  verla  y  me  dijo.  ¡En  efec- 
to !  A  obrado  en  Vd.  la  naturaleza,  un  prodigio,  qxie  no 
lo  he  visto  en  los  años  que  cuento  de  médico!  A  soldado 
el  hueso  y  no  volverá  abrirse! 

Me  retiré  muy  contento  á  mi  casa  y  seguí  tomando 
el  cocimiento.  Hohúghan  me  había  aconsejado  que  salie- 
ra al  campo  á  restablecerme,  pero  careciendo  de  los 
recursos  precisos  para  ello,    no  había  querido    decírselo 

■ 

á  mi  padre  político,  por  no  obligarlo  á  contraer  algún 
empeño,  pues  su  fortuna  aunque  no  pequeña,  estaba  en 
decadencia  por  que  no  podía  disponer  de  las  grandes 
propiedades  de  campo  que  tenía  en  Entre  Rios  y  Banda 
Oriental,  por  otra  parte,  desde  que  me  vi  libre  de  mis 
haciendas  aunque  todavía  muy  debilitado,  no  creí  propio 
dejar  de  ofrecer  mis  servicios  al  Gobierno,  estando  el 
país  en  guerra  con  el  Brasil,  sin  embargo  del  mal  reci- 
bimiento que  me  había  hecho  el  presidente  Dorrego,  pues 
no  era  á  él,  sino  á  mi  patria,  á  quien  iba  á  servir. 
Dirigí  una  presentación  al  Gobierno,  manifestándole 


—  369  — 

apenas  restablecido  de  mis  heridas,  no  podía  confor- 
marme con  ser  un  frió  espectador  de  los  peligros  que 
amenazaban  á  mi  patria  por  la  guerra  exterior  en  que 
se  hallaba  empeñada,  que  me  consideraba  ya  capaz  de 
manejar  mi  espada  y  ofrecía  mis  servicios  en  el  destino 
que  el  Gobierno  quiera  aceptarlos. 

Entregada  dicha  presentación  al  Gobierno,  esperé  en 
vano  su  resolución  por  diez  días,  ('onocí  á  no  dudarlo, 
que  no  se  me  ocuparía  aun  cuando  dependiera  de  mí, 
que  estaba  muy  distante,  la  salvación  de  la  patria. 
Tal  ha  sido  y  es  el  proceder  de  nuestros  gobernantes  por 
lo  general,  y  solo  á  él  debe  la  patria  sus  desgracias. 
Todo  el  que  sea  imparcial"  y  haya  tenido  conocimiento 
de  nuestros  mandatarios,  conocerá  que  hablo  la  verdad, 
aunque  no  agrade  á  todos. 

Mi  hermanó  Mariano,  que  estaba  trabajando  en  En- 
tre Ríos,  había  venido  á  Buenos  Aires  y  debía  regresarse 
muy  luego.  Resolví,  pues  irme  con  él  á  Entre  Ríos,  solo 
por  tomar  otros  aires,  sin  tener  que  hacer  gastó  alguno 
y  pasé  á  pedir  mi  pasaporte  á  la  Policía,  como  un  sim- 
ple particular,  pues  aunque  no  estaba  dado  de  baja  por 
orden  alguna,  tampoco  estaba  destinado  á  ningún  servi- 
cio, ni  aun  agregado  al  Estado  Mayor,  por  consiguiente 
estaba  de  hecho,  retirado. 

Perdriel  mandó  al  oficial  l^,  Victorica,  que  me  esten- 
diera el  pasaporte  y  estábalo  ya  extendiendo  cuando  me 
dice: — «Tocayo,  será  mejor  que  pase  Vd.  á  pedirlo  á  la 
Inspección  ó  Comandancia  de  Armas,  pues  aunque  no 
está  Vd.  en  servicio,  al  fin  es  un  jefe,  podrían  estrañar- 
lo  ó  atribuir  á  un  desaire  por  parte  de  Vd.,  el  que  pida 
pasaporte  á  la  Policía». 

«Tocayo  le  dije,  si  Vd.  no  me  dá  pasaporte  ó  me  voy 
sin  él  ó  dejo  mi  viaje,  pues  no  tiene  otro  objeto  que  el 
de  tomar  campo.  Con  el  recibimiento  que  me  hizo  Borre- 
go y  el  carpetaso  que  se  ha  dado  á  mi  ofrecimiento,  yo 
no  vuelvo  á  pisar  el  Fuerte  para  nada».  Tomó  entonces  su 
sombrero  y  tomándome  de  la  mano,  me  dijo:  —  «Venga 
tocayo  que  yo  mismo  voy  á    hablar  al    Comandante  de 

24 


•^Ti^C''^^??^' 


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ir  ;■ 


—  370  — 

Armas,  no  quiero  que  tomen  un  pretexto  para  ocasio- 
narle algún  mal  é  instándome,  salimos  juntos  para  el 
Fuerte» . 

Entró  conmigo  á  ver  al  general  don  Marcos  Balcarce 
que  estaba  encargado  de  la  Inspección  y  le  dijo  él  mismo, 
el  objeto  á  que  iba  por  tener  yo  que  salir  al  campo 
por  mandato  de  los  médicos;  y  que  habiendo  ido  á 
pedir  mi  pasaporte  á  la  policía,  había  creido  él  mejor 
que  lo  sacara  de  la  Inspección.  El  inspector  se  negó 
diciendo,  que  no  podía  darme  pasaporte  para  fuera  de 
la  Provincia,  que  era  preciso  lo  solicitara  del  ministro 
de  la  guerra  que  lo  era  en  aquel  entonces  el  general  don 
José  Rondeau. 

Pasamos  con  Perdriel  á  ver  á  dicho  General  y  al 
cual  habló  el  mismo  Perdriel;  pero  habiéndose  escusado 
también  como  el  Inspector  y  exijidome  que  fuera  á  ver 
al  Gobernador  ó  Presidente,  le  dí  las  gracias  y  me  salí 
para  retirarme  á  mi  casa.  Perdriel  me  instó  en  vano 
para  que  subiéramos  á  ver  á  Dorrego. — Dijele —  «si  mi  vida 
dependiera  de  verle  preferiría  la  muerte»,  y  me  di  vuelta. 
Entonces  me  llama  Perdriel  y  me  dice: — «Vaya  Vd.  tocayo 
á  esperarme  á  la  Policía  que  yo  subo  á  ver  al  Presidente 
y  sacarle  su  pasaporte».  Marché  á  la  Policía  y  subió  él 
á  verse  con  el  señor  Dorrego. 

A  poco  rato  de  haberme  yo  sentado  á  esperarle  en 
la  Policía,  entra  Perdriel  muy  contento  y  me  dice:-  «Me 
á  ido  perfectamente.  Dice  su  compadre  que  lo  dispense 
que  á  estado  muy  ocupado  con  Lord  Posomby  con  el  asun- 
to de  los  tratados  de  paz  que  se  han  propuesto  por  cuya 
razón  no  había  contestado  á  su  carta  ó  solicitud,  pero 
que  haga  Vd.  una  presentación  y  se  la  mande  y  que  será 
despachado  en  el  momento». 

No  bien  acabó  de  hacerme  esta  relación  cuando  en- 
tró corriendo  un  ordenanza  del  ministerio  de  la  guerra 
á  llamarme  de  parte  del  señor  Rondeau.  Pasé  á  verlo 
al  instante  y  me  dijo: — «Suba  Vd.  á  verse  con  S.  E.  que 
quiere  hablarle». 

Dirljome  en  seguida  al  despacho  del  Gobierno  y  sale 


jO. 


—  371  — 

el  señor  mi  compadre  á  recibirme  con  un  abrazo  á  la  puer- 
ta, apenas  rae  vio,  y  conduciéndome  de  la  mano  y  pidién- 
dome mil  perdones  afectuosos  por  el  recibimiento  que 
me  había  hecho  al  siguiente  día  de  mi  llegada,  discul- 
pándose con  que  salía  de  muy  mal  humor  de  hablar  con 
el  ministro  un  asunto  desagradable,  con  lo  que  me  desar- 
mó y  me  dijo. —  ^Vaya  Vd.  y  ponga  una  solicitud  en  los 
mismos  términos,  más  ó  menos,  que  la  anterior  y  mán- 
demela; en  la  intelijencia  de  que  si  ahora  mismo  la  pre- 
senta, en  el  acto  la  tendrá  Vd.  en  su  casa  despachada 
para  que  pueda  Vd.  ir  á  tomar  unos  días  de  campo». 

Nos  despedimos  ya  con  esto  muy  de  amigos  y  regre- 
sé á  participárselo  áPerdriel,  pues  me  lo  había  encargado, 
el  cual  celebró  muchísimo  esta  conciliación.  Pasé  á  mi 
casa  y  puesta  la  solicitud  la  despaché  al  ministerio  de 
la  guerra  con  mi  hermano,  pues  debíamos  embarcarnos 
al  siguiente  día. 

Dejó  mi  hermano  la  solicitud  al  Sr.  Ministro  y  se 
regresó,  pero  no  había  todavía  llegado  á  casa  cuando 
se  me  presentó  un  ordenanza  del  ministerio  á  caballo 
trayéndome  decretada  la  solicitud,  pero  no  para  marchar 
á  Entre  Rios,  sino  mandándome  agregar  al  Estado  Mayor 
y  que  se  me  socorriera  por  tesorería  con  500  |  papel 
y  tomada  ya  razón  en  la  Inspección. 

Al  instante  conocí  el  objeto  de  la  llamada,  abrazos,  &*. 
Se  figuró  sin  duda,  pero  muy  equivocadamente,  que  yo 
me  marchaba,  resentido  á  Entre  Ríos,  para  tomar  parte 
contra  su  Gobierno,  con  los  generales  Urquiza  y  Echagüe, 
que  me  parece  no  estaban  muy  de  acuerdo  con  él  en 
aquel  entonces;  y  quiso  por  este  medio  evitarlo. 

Yo  quedé  desde  aquella  fecha  agregado  al  Estado 
Mayor  y  no  se  volvieron  á  acordar  de  mi  para  nada,  ni 
volví  yo  á  pisar  el  Fuerte  hasta  días  después  de  la  revo- 
lución del  P  de  diciembre  hecha  por  el  general  don  Juan 
Lavalle,  como  se  verá  mas  adelante. 

Seguí  asi  por  seis  ó  siete  meses;  mientras  tanto  se 
haOía  celebrado  la  paz  con  el  Imperio  del  Brasil,  y  ha- 
bi^  yo  escrito  una  carta  á  mi    compadre  el  coronel  don 


i. 


—  372  — 

Juan  Manuel  Rosas,  pidiéndole  que  viese  si  entre  sus 
amigos  hacendados,  habia  alguno  que  quisiera  ocuparme 
aun  que  fuera  de  mayordomo  ó  capataz  en  alguna  de 
sus  estancias;  pues  quería  retirarme  á  trabajar  al  cam- 
po, cansado  ya  de  hacer  tantos  sacrificios  para  mi  Patria, 
y  tan  mal  correspondidos  por  nuestros  gobernantes.  Que 
la  vida  del  campo  era  para  mi  la  mas  agradable  y  aná- 
loga á  mi  carácter  y  esperaba  que  sabría  trabajar  á  sa- 
tisfacción del  que  me  ocupara. 

Dicho  mi  compadre  se  hallaba,  cuando  le  mandé  mi 
carta,  no  recuerdo  en  cual  de  sus  establecimientos  del 
sud  y  era  ya  el  comandante  general  de  la  campaña, 
hecho  creo,  por  Dorrego.  Precisamente  en  esas  circuns- 
tancias había  salido  á  establecer  una  nueva  linea  de 
fronteras,  avanzando  algunos  fuertes  ó  guardias  mas 
á  fuera  de  las  que  antes  eran  las  últimas  hacia  las  pam- 
pas, por  consiguiente  llegó  mi  carta  tarde  á  sus  manos 
y  no  pude  contestarla  como  deseaba,  sucedió  en  esto  la 
vuelta  del  general  Lavalle  de  la  campaña  del  Brasil  y 
en  seguida  la  revolución. 

Causales  de  este  suceso,  habían  sido  en  Buenos  Aires 
unas  elecciones  no  recuerdo  si  para  representantes  del 
pueblo  ó  para  diputados  á  una  convención  del  tratado 
de  paz  con  el  Brasil.  El  resultado  fué  que  ellas  fueron 
muy  ruidosas,  por  que  los  agentes  del  Gobierno  por  or- 
den de  Dorrego,  cuartando  completamente  la  libertad  á 
los  ciudadanos,  al  tiempo  de  la  votación,  por  cuanto 
concurrieron  armados  á  las  mesas,  quitaron  listas,  repar- 
tieron las  del  Gobierno,  y  hasta  hubieron  algunas  des- 
gracias ocasionadas  por  sus  dependientes. 

Después  de  esto  llegó  el  P.  de  diciembre,  habién- 
dose dejado  ya  traslucir  secretamente,  ideas  de  una 
revolución  próxima,  pero  sin  tener  yo  otro  antecedente 
que  el  de  haberlo  oído  en  conversación  á  unos  amigos, 
que  ni  me  preguntaron  mi  opinión,  ni  quise  hablar  una 
palabra,  pues  aunque  estaba  yo  ofendido  por  el  gober- 
nador Dorrego,  no  me  parecía  bien  el  que  se  rebelaran 
contra  el  Gobierno,  precisamente  el  ejército  mejor  orgaT 


—  373  — 

nizado  que  había  y  el  que  acababa  por  sus  victorias  de 
alcanzar  la  paz. 

Pero  amaneció  el  P.  de  diciembre  con  la  revo- 
lución efectuada  y  formados  los  Cuerpos  que  había  traído 
el  general  Lavalle,  en  la  plaza  mayor  sin  que  yo  hubie- 
ra  tenido  otro  antecedente  que  el  ya  mencionado,  y 
estando  aun  en  cama,  entró  mi  madre  política,  Tránsito 
Iriarte  diciéndome:  «Primo,  porque  asi  me  llamaba. 
¡Qué  descansado  está  Vdi  en  la  cama  cuando  todo  el 
pueblo  está  en  revolución!  Levántese  Vd. que  el  ejército 
del  general  Lavalle  está  formado  en  la  plaza  y  todo  el 
pueblo  corre  á  reunírsele,  contra  el  Gobierno! 

Aseguro  á  mis  lectores  que  me  desagradé  en  extre- 
mo de  semejante  noticia,  por  que  temí  las  consecuencias 
de  un  escándalo  semejante.  Me  vestí  muy  despacio  y  no 
quise  ni  asomarme  á  la  puerta  de  la  calle  en  todo  el 
día,  por  consiguiente  nada  puedo  decir  de  cuanto  ocurrió 
entonces,  porque  no  quiero  ser  el  repetidor  de  cuentos, 
sino  el  relator  verídico  de  lo  que  he  presenciado. 

Nombrado  ya  gobernador  por  el  pueblo,  don  Juan 
Lavalle,  y  llamado  por  éste,  mi  padre  político,  el  Dr. 
Díaz  Velez,  á  encargarse  del  ministerio  general,  me  con- 
servé siempre  recluso  en  mi  casa,  esperando  recibir 
alguna  orden  del  Gobierno  para  obedecerla,  fuere  cual 
fuere,  pues  creía  ser  ese  mi  deber.  Dicha  orden  no  pa- 
reció, sin  embargo  de  haberse  el  Gobernador  evadido  del 
pueblo  para  la  campaña,  cuando  en  la  víspera  de  salir 
el  general  Lavalle  contra  el  gobernador  Dorrego,  viene 
mi  padre  político  y  ministro  general  del  nuevo  Gober- 
nador, á  llamarme  de  parte  de  éste  al  Fuerte,  diciéndome 
que  me  necesitaba  para  que  lo  acompañara  á  la  campa- 
ña, agregándome  por  su  parte,  que  era  ya  de  necesidad 
que  fuera,  puesto  que  todo  el  pueblo  ó  lo  principal  de 
él  había  dado  la  cara  y  nombrándolo  á  dicho  General, 
por  Gobernador. 

Me  quedé  por  algún  rato  pensativo  y  sin  saber  que 
contestarle. 


CAMPAÑA  BAJO  LAS  ÓRDENES  DEL  G^Al  JUAN   LAVALLE 


«Es  preciso  primo  que  se  decida  Vd.  y  que  vamos, 
me  dijo  mi  padre  político,  porque  esto  es  ya  hecho  y  no 
podría  Vd.  excusarse  sin  resolverse  á  quedar  ya  anula- 
do». «Tiene  Vd.  razón,  le  dije,  pues  es  precisamente  en  lo 
que  estaba  pensando.  El  ejército  todo  á  dado  la  cara 
contra  el  gobierno  de  Borrego,  que  estaba  ya  mal,  y  todo 
el  pueblo  se  le  ha  unido,  nombrando  Gobernador  á  su 
General,  es  pues,  seguro  que  triunfará  este  joven  orgu- 
lloso, quedaré  marcado  por  su  enemigo  si  me  excuso; 
arruinado  por  consiguiente,  no  habrá,  pues,  mas  remedio 
que  ir»,  le  dije  y  marchamos. 

Asi  que  nos  presentamos  al  gobernador  Lávalle,  di- 
jome  éste:  —  «Es  preciso  coronel  que  Vd.  me  acompañe, 
pues  le  necesito  para  mandarle  á  las  Provincias  con  el 
general  Paz,  por  que  allá  nos  será  Vd.   muy  útil». 

«Se  hará  lo  que  Vd.  ordene,  señor  Gobernador,  le  dije, 
pues  siempre  estoy  pronto  para  servir  á  mi  patria,  en 
cuanto  me  considere  útil». — «Asi  lo  entiendo» ,  me  contes- 
tó.— «Prepárese,  pues,  y  marcharemos  mañana». — Me  des- 
pedí y  pasé  al  bajo  del  río  por  si  encontraba  alguna 
tropa  de  carretas  de  Tucumán  para  ver  si  me  seguían 
algunos  peones.  Felizmente  encontré  una  ó  dos  y  me 
siguieron  unos  20  ó  22  de  sus  peones,  que  marcharon 
conmigo  al  corralón  de  mí  casa,  avisé  al  ministro  para 
que  los  proveyera  de  armas,  caballos,  etc.,  lo  cual  se 
proporcionó  al  instante;  pasé  á  casa  del  sastre  don  Feli- 
ciano Malmierca,  para  mandarme  hacer  una  casaca  de 
uniforme  y  una  gorra,    pues   no    tenía    prenda  ninguna 


r 


—  375  — 

militar,  encargándole  que  estuviera  todo  pronto  para  el 
siguiente  día  temprano,  y  asi  lo  hizo. 

Marchamos,  pues,  el  5  ó  6  de  diciembre  con  todos  los 
cuerpos  de  caballería  que  había  traído  del  ejercito,  los 
cuales  compondrían  una  fuerza  como  de  900  hombres, 
sin  que  se  me  hubiera  dado  destino  alguno,  pues  solo 
iba  como  un  acompañante  al  lado  del  General,  con  mi 
partida  de  valuntarios,  sin  representar  mas  papel  que  el 
de  un  simple  comandante  ó  lo  que  quiera  llamárseme, 
de  una  partida  de  carreteros,  lo  que  por  cierto,  que  no 
me  agradó  mucho. 

Yo  estaba  recien  empezando  á  convalecer  de  mis 
heridas  y  sumamente  delgado,  por  cuya  razón  me  man- 
dé hacer  la  casaca  bien  holgada,  pero  como  vi  que  no 
sé  me  había  dado  destino  ninguno,  la  guardé  en  la  ba- 
lija,  asi  quo  llegamos  á  las  inmediaciones  de  Santa  Ca- 
talina, como  4  leguas  de  Buenos  Aires,  cerrando  ya  la 
noche  y  amenazando  lluvia,  pero  apenas  hubimos  acam- 
pado, cuando  empezó  á  llover,  con  tanta  abundancia,  sin 
cesar,  en  la  mayor  parte  de  la  noche,  que  no  me  bas- 
taron los  acopios  de  pasto  que  me  pusieron  mis  volun- 
tarios debajo  de  una  manta,  para  que  me  recostara  con 
el  caballo  de  la  brida,  pues  amanecí  con  medio  cuerpo 
metido   entre  el  agua,  y  por.  consiguiente,  sin  dormir. 

Pero  este  nuevo  ensayo  de  mi  nueva  campaña,  fué 
el  mejor  remedio  para  mi  completo  restablecimiento, 
pues  amanecí  mas  entonado  y  continué  asi  en  progreso. 
Continuamos  la  marcha,  habiendo  quedado  encargado 
del  Gobierno  provisorio,  el  almirante  don  Guillermo 
Brown,  de  ministro  general,  mi  padre  político.  En  la 
tarde  del  8,  hallándonos  á  la  altura  del  intermedio  de 
la  guardia  de  Navarro  y  la  de  Lobos,  en  cuyo  punto 
estaban  acampadas  las  fuerzas  del  gobernador  Dorrego, 
ó  mas  propiamente,  las  que  habían  reunido  el  coman- 
dante general,  Juan  Manuel  Rozas,  asi  de  las  milicias 
como  de  los  indios  pampas,  también  alguna  infantería  y 
cívicos  que  habían  salido  del  pueblo  á  reunirse  con  el 
gobernador   aquél,  propúsele  al    general   Lavalle  ir  de 


—  376  — 

parlamento  al  campamento  de  Lobos,  á  verme  con  mis 
dos  compadres,  Dorrego  y  Rozas,  con  el  fin  de  evitar  la 
efusión  de  sangre,  pues  tenía  motivos  para  creer  que 
escucharían  mis  reflexiones,  arribándose  á  una  pacifica 
terminación,  que  para  esto  podría  él  dirigirles  la  comu- 
nicación que  gustase. 

El  general  Lavalle,  se  prestó  á  esta  mi  indicación  y 
me  dijo  que  me  preparara  para  marchar  con  4*  coraceros, 
mientras  él  ponía  la  comunicación.  Estando  ya  listo 
para  marchar,  habiéndome  entregado  un  oficio  para  el 
gobernador  Dorrego,  cerrado,  díj ele:— «Creo  preciso,  Ge- 
neral, ponerse  en  guardia,  si  Vd.  me  lo  permite». — 
«Diga  Vd.»  me  dijo. 

«Digo,  pues,  que  es  preciso  que  mientras  marcho  á 
Lobos,  donde  tienen  su  campamento,  que  Vd.  se  dirigie- 
ra con  la  noche  que  no  está  lejos,  á  la  guardia  de  Na- 
varro, para  interponerse  entre  las  fuerzas  del  gobernador 
Dorrego  y  los  Húsares  que  están  al  norte;  que  podían 
venir  á  reunírseles,  bien  sea  con  fuerzas  de  Santa  Fé  ó 
con  las  milicias  del  norte.  Por  otra  parte,  como  no  sa- 
bemos si  se  prestarán  de  buena  fé  á  la  proposición  que 
voy  á  hacerles,  es  probable  que  hayan  llamado  en  su 
auxilio  al  gobernador  López,  de  Santa  Fé,  que  han  de 
contar  también  con  Bustos^  y  Quiroga;  no  será  estraño 
que  intenten  ganar  al  norte  para  burlar  dicha  reunión. 
Puesto,  pues,  Vd.  con  sus  fuerzas  en  Navarro,  queda  in- 
terpuesto entre  ambas  fuerzas  y  podría  batirlas  en  detalle; 
para  lograr  mejor  el  engañarlos,  convendría  que  siguie- 
se Vd.  mis  huellas  hacia  Lobos,  hasta  que  cerrase  la 
noche,  y  llegada  esta,  dirigirse  á  Navarro». 

—  «Me  parece  bien  su  pensamiento,  me  dijo,  pero 
cuide  Vd.,  si  proponen  algún  arreglo  por  medio  de  co- 
misionados, que  el  plazo  sea  lo  mas  breve  posible.» 

—  «Pierda  Vd.  cuidado,  le  dije,  que  espero  conseguir 
el  objeto  que  me  propongo,  y  marché  á  galope.» 

El  sol  se  ponía  cuando  entré  á  la  plaza  de  Lobos, 
sin  haber  sido  advertido  por  nadie,  á  pesar  de  la  ban- 
dera ó  pañuelo  blanco  que  llevaba  en   la  punta    de   su 


y 


—  377  -^ 

lanza  uno  de  los  coraceros,  parando  mí  caballo  en  la 
esquina  del  nord  este,  á  cuyo  palenque  ó  postes  estaban 
arrimados  porción  de  caballos  ensillados,  de  milicianos 
que  estaban  allí  bebiendo  sobre  el  mostrador  de  dicha 
esquina.  Pregunté  al  dueño  de  casa,  quién  era  el  co- 
mandante de  aquel  punto  y  donde  se  hallaba,  habiéndo- 
me contestado  que  el  comandante  Bauness,  (un  Oficial 
inglés)  que  estaba  en  el  alto  de  la  misma  esquina,  le 
dije: 

—«Hágame  Vd.  el  gusto  de  decirle  de  parte  del  co- 
ronel La  Madrid,  que  necesito  hablar  con  él;  apenas  ha- 
bía proferido  estas  palabras,  cuando  corrió  él  á  la  esca- 
lera del  altillo  á  prevenir  al  Comandanie,  pero  los  mili- 
cianos mas  ligeros  que  viento,  habían  dejado  los  vasos 
sobre  el  mostrador,  saltado  á  sus  caballos  y  desapareci- 
do corriendo  á  escape  para  el  campamento  que  estaba 
en  la  laguna  de  Cascallares,  hacienda  de  un  propietario 
de  este  nombre,  situada  como  á  poco  mas  de  legua  y 
cuarto  de  dicha  guardia,  al  sud  oeste. 

Quédeme  á  caballo  riendo  de  la  eléctrica  rapidez 
con  que  habían  desaparecido  mas  de  12  hombres,  mien- 
tras esperaba  que  bajase  el  comandante  Bauness,  lo  cual 
ponía  también  en  duda,  por  la  carrera  que  se  sintió  en 
el  alto  al  subir  el  dueño  de  la  esquina.  En  efecto,  viendo 
que  el  ruido  del  tablado  del  alto  había  quedado  en  si- 
lencio, y  que  el  dueño  de  la  casa  no  volvía  con  respuesta 
alguna,  me  dirigí,  atravesando  la  plaza,  á  casa  del  coro- 
nel Domingo  Arévalo,  casado  con  una  paisana  mía,  al 
cual  le  había  tomado  allí  la  revolución,  pues  calculé 
que  el  tal  comandante  Bauness  había  seguido  el  ejemplo 
de  los  soldados. 

En  efecto,  no  me  había  equivocado,  pues  asi  que 
volví  mi  caballo  y  hube  caminado  algunos  pasos,  lo  des- 
cubrimos por  sóbrela  cerca  de  pitas,  corriendo  muy  aga- 
zapado, á  pié,  por  entre  el  monte  de  duraznos  de  la  casa, 
hacia  eJ  sud. 

Pídole  al  coronel  Arévalo,  asi  que  llegué,  me  propor- 
cionara algunos  caballos,  si  los  tenía,  para  pasar  al  ins- 


—  378    -- 

tante,  pues  había  llegado  con  el  mío  y  dos  más,  cansados. 
Arévalo  mandó  al  instante  que  desatasen  tres  ó  cuatro 
caballos  qué  habían  amarrados  á  su  palenque,  y  mien- 
tras los  ensillaban  mis  soldados,  tomaba  yo  un  mate  que 
me  habían  servido,  nos  reíamos  refiriendo  la  carrera  del 
tal  Comandante  y  de  sus  soldados.  Apenas  se  hubieron 
ensillado  los  nuevos  caballos,  subí  al  mío  y  me  despedí 
de  Arévalo,  pues  el  toque  de  Generala  por  cajas  y  cla- 
rines, sonaba  ya. 

Luego  que  salí  de  la  guardia,  y  observó  el  alboroto 
del  campamento,  el  arrimo  de  las  caballadas,  y  el  relu- 
cir de  las  lanzas  á  la  espalda  de 'los  que  corrían  á  to- 
mar sus  caballos,  contuve  el  galope  de  los  nuestros,  para 
dar  tiempo  á  los  compadres  á  que  se  refrescasen,  y  pa- 
sado el  estupor  de  su  sorpresa,  me  mandaron  á  recono- 
cer; y  seguí  andando  al  tranco  de  nuestros  caballos.  En 
efecto,  sucediólo  que  yo  esperaba:  cuando  me  hallaba  ya 
sobre  el  campamento,  marchando  muy  despacio,  salió  el 
cabo  Riquelme,  que  había  sido  mi  ordenanza  en  Húsares 
de  Buenos  Aires  y  era  chileno,  de  los  prisioneros  de  San 
Nicolás  en  el  año  20,  con  cuatro  hombres  de  Blandengues 
á  escape  en  mi  encuentro,  y  apenas  se  hubo  aproximado 
lo  bastante  á  distancia  que  pudiera  yo  oirle  su  voz,  me 
grita: 

—  «Haga  alto,  mi  Coronel,  media  vuelta  á  la  de 
recha». — Conocíle  al  instante,  hice  alto,  y  mandé  volver 
la  espalda  á  mis  coraceros. 

Llegado  que  hube,  el  cabo  saludándome  me  dijo:  - 
«mande  echar  pié»  á  tierra  mi  coronel,  mientras  sale  el 
comandante  general  á  recibirlo»:  así  lo  hize  y  me  estuve 
riendo  con  el  cabo,  pues  había  sido  un  soldado  que 
apreciaba  por  su  honradez,  de  la  disparada  del  coman- 
dante Bauness  que  me  la  refería,  cuando  aparece  mi  com- 
padre el  comandante  general  don  Juan  Manuel  Rozas 
manchando  á  escape  y  sólo  hacia  mi,  y  apena  hubo  lle- 
gado cuando  sentando  su  caballo  sobre  las  patas  se  tiró 
de  él  y  vino  á  mi  con  los  brazos  abiertos. 

Yo  le  salí  al  encuentro  en  el  mismo  ademán,  y  abra- 


—  379  — 

zándonos  me  dijo: —  «¡Compadre  querido,  cuanto  siento  el 
verlo  á  Vd.  en  este  lance  entre  mis  enemigos!!!  Vd.  me 
conoce,  y  sabe  que  no  se  lavar  los  cascos  á  nadie.  El 
único  hombre  á  quien  respeto,  es  Vd. !  ¡  Si  yo  le  tuviera 
á  mi  lado!  me  reiría  de  todos  esos  trompetas !!!» —recal- 
cando esta  última  espresión. 

«¡Compadre,  le  dije,  desde  que  Vd.  me  conoce  y  sabe 
mi  proceder,  juzgo  que  debió  evitar  semejantes  espresio- 
nes ! ! !  Soy  mandado  á  instancias  mías  y  llenaré  mi  deber! 
No  perdamos  tiempo,  que  mi  objeto  es  solo  evitar  la 
efusión  de  sangre!*— y  le  alcancé  el  oficio  que  tenia  en  la 
mano.  Quiso  abrirlo  y  al  introducir  su  dedo  pulgar  para 
romper  el  sobre,  volvió  el  pliego  á  verlo,  y  suspendiendo 
su  acción  me  dijo:— «¡Este  oficio  no  es  para  mi!»  —  «Abra 
Vd.  le  dije,  que  mi  comisión  es  cerca  de  arabos,  y  creo 
que  el  oficio  debe  también  de  serlo!» 

Abrió  entonces  el  oficio,  y  que  empezó  á  leerlo;  todo 
inmutado    y    poniéndose  mas  colorado   que  un    carmin. 

se  dirijió  á  mi  y  me  dijo: — «¡Garantías Cuando  es 

él  el  que  debe  pedirlas,  pues  se  ha  sublevado  contra  la 
legítima  autoridad  presentando  un  escándalo  sin  ejemplo! ! ! 
Ya  he  dicho  á  Vd.  compadre,  que  si  yo  le  tuviera  á  mi 
lado,  me  reiría  de  todos  esos  botarates;  y  esto  habría 
sucedido  sin  remedio  si  no  hubiese  recibido  yo  su  carta 
de  Vd.  en  la  frontera,  pues  antes  que  Vd.  la  escribiera 
ya  lo  tenia  yo  todo  preparado ! » 

Todo  esto  me  lo  ensartó  tan  velozmente  que  no  me 
dio  tiempo  á  interrumpirlo,  y  apenas  'calló  le  dije  seca- 
mente:— «¡Compadre  perdemos  el  tiempo  y  el  general  La- 
valle  se  aproxima;  mi  objeto  es  salvar  á  Vdes.  de  ser 
lanceados,  y  al  país  de  un  escándalo  que  podría  tener 
funestas  consecuencias:  quiero  que  Vd.  se  persuada  de 
esta  verdad  y  que  pasemos  á  ver  al  Sr.  Gobernador  Borre- 
go!»—  «Imposible  me  dijo,  no  quiere  dejarse  ver  de  parte  de 
unos  militares  que  han  cometido  la  peor  de  las  faltas.» 
—  «De  esa  falta  compadre  nadie  talvez  sino  el  mismo  Go- 
bernador ha  tenido  la  culpa,  pues  él  á  privado  al  pueblo 
de  su  mas  preciosa  garantía,  la  libertad  de  elegir  sus  re- 


^  380  — 

presentantes,  pues  Vd.  á  visto  las  tropelías  que  se  han 
cometido  en  las  elecciones  por  los  agentes  del  Gobierno 
y  esta  es  la  razón  por  la  que  todo  el  pueblo  á  estado 
por  la  revolución». 

«Yo  se  muy  bien,  dijome  Rozas  al  oirme,  que  Borrego 
es  un  loco.  ¿Y  porqué  no  se  me  vio  á  mi  para  hacerla? 
—  «Perdemos  el  tiempo  compadre,  le  dije,  y  esta  pérdida 
de  tiempo  puede  costar  muchas  vidas  y  es  precisamente 
lo  que  he  querido  yo  evitar,  y  á  cuyo  solo  objeto  me  he 
interesado  por  venir  á  verme  con  Vd.»  —  «¡Y  cual  es  el  me- 
dio que  Vd.  encuentra  me  dijo,  para  que  esos  hombres 
vuelvan  á  su  deber». —  «No  hablemos  de  deberes  compadre 
le  dije,  porque  ellos  son  recíprocos  y  sería  preciso  que  ca- 
da uno  llenara  los  suyos  sin  sobrepasarlos.  Nómbrese  di- 
putados por  ambas  partes  y  discútase  entre  ellos  los  que 
mas  convengan  al  sosiego  y  felicidad  del  país  y  eso  se 
haría» . 

«Me  parece  bien  su  pensamiento  compadre,  dijome 
Rozas,  pero  para  esto  retírese  Lavalle  con  sus  fuerzas  á 
los  extramuros  de  la  ciudad  y  procederé  en  hora  buena 
al  nombramiento  de  cinco  diputados  por  el  pueblo  que 
nosotros  los  nombraremos  mañana  mismo  por  la  cam- 
paña, y  reúnanse  los  diez  en  el  punto  de  la  campaña 
que  se  elija  por  ellos  mismos». 

«No  se  equivoque  compadre:  el  General  no  retrocede- 
rá un  palmo  del  lugar  en  que  yo  le  encuentre,  poniue 
sería  dejarlos  á  ustedes  en  posesión  de  toda  la  campaña, 
cuando  una  parte  de  ella  está  por  la  revolución,  los  que 
deben  retroceder  á  la  otra  parte  del  Salado  son  ustedes. 
El  general  Lavalle  pasará  donde  yo  le  encuentre,  y  pue- 
de ser  que  á  la  hora  esta  no  esté  muy  distante,  con  que 
asi  compadre  vea  usted  de  decidirse,  le  dije,  cuanto 
antes» . 

«Bien  compadre,  queda  acordado  me  dijo,  el  nombra- 
miento de  los  diez  diputados  para  el  día  de  mañana, 
mitad  por  el  pueblo  y  mitad  por  la  campaña,  el  Ge- 
neral no  pasará  del  punto  en  que  usted  lo  encuentre, 
y  nosotros  vamos   á   esperar   al    otro    lado  del    Salado, 


—  381  — 

pues  ya  cierra  la  noche»,    y  se   dispuso  á  montar  á  su 
caballo. 

-rCompaclre,  le  dije,  vuelvo  confiado  en  su  palabra». 
«Indudablemente,  me  repuso,  y  en  prueba  de  ello  voy  á 
instruir  el  Gobernador  de  lo  acordado,  y  vuelvo  con  su 
confirmación,  y  trayéndole  á  usted  un  baqueano  para 
que  lo  ponga  en  el  camino,  pues  la  noche  se  va  descom- 
poniendo».- «Muy  bien,  se  lo  agradeceré»,  y  se  marchó 
al  gran  galope,  cerrando  ya  la  oración. 

Después  de  un  rato  de  demora  regresó  con  un  ba- 
queano perfectamente  instruido  por  cierto,  como  se  verá 
y  confirmación  á  nombre  del  gobernador  Borrego,  de 
todo  lo  que  habíamos  acordado  y  nos  despedimos,  cerra- 
da ya  la  noche  por  cierto  muy  oscura. 

Caminamos  cerca  de  una  hora  guiados  por  el  ba- 
queano y  sin  esperanzas  de  encontrar  camino,  ni  descu- 
brir un  solo  rancho,  pero  ni  ya  un  fogón.  Disgustado 
yo  de  esto  y  adivinando  el  motivo,  dijele  al  baqueano. 
—  «¿Qué  significa  esta  demora?  Trae  usted  orden  de  po- 
nerme en  el  camino  ó  de  extraviarme  de  él  ?» —  «Dispén- 
seme, señor,  que  con  la  oscuridad  de  la  noche  y  los  re- 
lámpagos parece  que  me  he  perdido,  déjeme  reconocer 
el  lugar  y  espérese  un  instante,  me  dijo»,  y  picó  su  ca- 
caballo  á  la  izquierda. 

Quédeme  parado,  y  rabiando  con  los  cuatro  corace- 
ros, y  escuchando  el  galope  del  caballo  del  baqueano, 
lan  presto  para  un  lado  como  para  otro,  y  adivinando 
que  mi  tales  compadres  irían  ya  en  marcha;  pero  no 
para  el  Salado  sino  rumbiando  al  norte;  pues  estaba  clara 
su  mala  fé  por  la  conducta  del  baqueano.  Vuelve  al 
poco  rato  pidiéndome  mil  perdones  y  protestando  por 
todos  los  santos,  que  estaba  perdido  sin  saber  cómo. 

«No  es  mala  pérdida,  le  dije,  pero  más  perdido  está 
el  que  lo  ha  mandado  á  usted  perderse!  Pero  protesto 
que  le  pesará!» — «No  se  engañe  mi  Coronel  haciendo  malos 
juicios,  pues  le  juro  que  estoy  perdido.  ¡Bendito,  sea 
Dios!» — agregó  tirándose  los  cabellos. 

«Deje  usted    de  protestas,  y  juramentos,  y  súqueme 


i 


—  382  — 

cuanto  antes  á  una  casa  cualquiera,  le  dije,  pues  dema- 
siado me  ha  embromado  ya  con  esta  noche  tan  frla>, 
«Bendito  sea  mi  Dios  que  no  me  cree»,  dijo  el  paisano, 
y  picó  el  caballo  con  todos  los  ademanes  de  un  gaucho 
pillo,  y  yo  tuve  la  paciencia  de  reírme  y  seguirle  calcu 
lando  el  chasco  que  podía  llevarse  Rozas,  con  toda  su 
pillería. 

El  paisano  siguió  haciendo  que  paraba  á  escuchar 
de  rato  en  rato  y  variando  ya  para  un  lado  ya  para 
otro,  hasta  que  descubrimos  una  luz  á  nuestra  izquierda 
«En  el  momento,  dijele,  marche  usted  donde  aquella  luz», 
pues  iba  ya  pasado  de  frío  y  algo  humedecido  porque 
nos  había  caído  una  pequeña  garúa,  pero  iban  ya  ce- 
sando los  relámpagos.  Llegamos  por  fin  á  la  casa  donde 
se  había  visto  el  fuego,  y  así  que  la  conocí  acabé  por 
confirmarme  de  la  pillería  de  rni  compadre  Rozas,  pues 
solo  estábamos  como  diez  cuadras  ó  poco  más  de  la 
Guardia  de  Lobos,  y  era  más  de  la  una  de  mañana. — 
«Vaya  con  Dios,  paisano,  le  dije,  á  recibir  el  premio  de 
su  jefe  donde  lo  alcance,  que  yo  no  necesito  de  su  guia». 

El  paisano  regresó,  y  yo  me  puse  al  lado  del  fue- 
go con  los  cuatro  coraceros  y  el  dueño  de  la  casa,  á  to- 
mar mate  y  á  esperar  que  se  aproximara  el  día  para 
poder  cruzar  al  norte  buscando  nuestra  columna  que  yo 
había  dejado  para  alcanzar  al  General  cuanto  antes, 
pues  que  debía  él  haber  cruzado  de  los  confines  del  par- 
tido de  las  Cañuelas  á  Navarro. 

Apenas  se  aproximaba  el  -día  cuando  me  puse  en 
marcha  como  para  Cañuelas,  para  que  el  dueño  de 
la  casa  no  conociera  mi  verdadera  dirección,  y  asi  que 
nos  habiamos  alejado  de  la  casa  crucé  á  la  izquierda  y 
empezamos  á  galopar  hasta  que  alcanzado  ya  el  día 
encontramos  con  la  rastrillada  de  la  columna  y  echa- 
mos á  correr  por  sobre  ella,  con  una  niebla  bastante 
cargada;  hasta  que  descubrimos  la  fuerza  poco  después 
de  haber  salido  ya  el  sol,  y  bien  cerca  ya  de  Navarro, 
cuya  guardia  estaba  á  nuestra  izquierda. 

Apuré  la  carrera  preguntando  por   el  General  hasta 


—  383  — 

que  habiéndolo  alcanzado  al  costado  de  la  columna,  ya 
la  cabeza  de  esta  casi  á  dicha  guardia,  nos  paramos  con 
él.  Estaba  yo  instruyéndolo  de  la  sorpresa  que  les  había 
ocasionado,  y  del  acuerdo  tenido  con  Rozas  y  confirma- 
do por  Dorrego  &,  cuando  le  viene  el  aviso  de  estar  el 
ejército  de  Dorrego  y  Rozas  acabando  de  acampar  al 
frente  de  Navarro  y  empezando  á  carnear  y  siéntese  al 
mismo  tiempo  los  primeros  tiros  de  nuestra  columna  y 
los  enemigos. 

Cortándome  la  relación  que  le  estaba  haciendo,  di- 
ceme  el  General,  «corra  usted  Coronel  á  ponerse  A  la  ca- 
beza del  primer  escalón  esperar  órdenes.  Partí  á  esca- 
pe á  la  cabeza  de  la  columna  que  había  sido  formada 
por  escuadrón  y  sobre  las  dos  mitades  del  centro,  y  de 
lo  cual    no  tenía  conocimiento. 

Apenas  me  hube  separado  del  General  como  unas 
tres  cuadras,  cuando  descubrí  á  la  indiada  y  gauchos 
de  Rozas,  corriendo  á  escape  por  el  flanco  izquierdo  de 
nuestra  columna  y  formados  por  escuadrones,  á  tomar- 
nos la  retaguardia  por  sobre  una  pequeña  altura.  Cuan- 
do yo  alcancé  al  primer  escalón  de  la  columna  que  iba 
prolongada  descendiendo  un  bajo,  me  encontré  ya  á  tiro 
de  cañón  de  la  línea  de  infantería  del  gobernador  Dorre- 
go: por  consiguiente  el  lance  era  crítico,  y  debía  no  li- 
brarse á  la  deliberación  del  General  que  no  lo  había 
previsto,  sino  á  la  dirección  del  jefe  que  este  había  des- 
tinado para  ponerse  á  la  cabeza  de  la  columna. 

Las  fuerzas  enemigas  que  eran  muchísimo  mas  nu- 
merosas que  las  nuestras,  debían  envolvernos  ya  por  la 
izquierda  y  retaguardia  y  se  sentían  sus  fuegos.  Esperar 
yo  en  estas  circunstancias  á  atenerme  con  la  orden  del 
General  era  para  mí  un  acto  indigno  y  mucho  más  á  la 
presencia  de  un  General  orgulloso  y  de  sus  jefes  que  no 
lo  eran  menos.  Por  otra  parte  si  pasaba  era  de  esperar 
que  nuestra  columna  fuera  muy  pronto  desordenada  ó 
rota  por  la  artillería. 

Colocado  al  frente  del  escuadrón  en  tales  circuns- 
tancias y  sobre  la  marcha  me  decidí  é  precipitarme  so- 


L 


—  384  — 

bre  la  línea  enemiga  y  sus  cañones.—  ¡Valientes  coraceros 
les  dije,  enristren  lanza,  al  galope! — sufriendo  ya  los  fue- 
gos de  la  artillería  é  infantería  enemiga,  y  al  acercarnos 
á  ella  di  la  voz  á  degüello,  pero  siempre  á  su  frente. 

La  infantería  enemiga  fué  rota  y  echa  pedazos,  y 
los  artilleros  quedaron  lanceados  al  lado  de  sus  cañones 
pero  mi  caballo  que  era  excelente,  desbócaseme  al  llegar 
á  los  cañones  y  saltando  por  sobre  uno  de  ellos  parte  á 
correr  sin  poderle  yo  contener,  á  retaguardia  de  la  línea 
enemiga.  Un  coracero  que  lo  había  observado  corre  por 
mi  izquierda  y  tomando  inmediatamente  con  su  derecha 
la  brida  de  mi  caballo  forcejea  pronto  conmigo  hasta 
parar  mi  caballo,  como  á  unas  tres  ó  cuatro  cuadras 
bien  largas,  al  lugar  que  había  ocupado  la  linea  enemiga. 

Cuando  hubimos  logrado  parar  mi  caballo,  me  encon- 
tré yo  solo  con  el  coracero,  y  solo  se  descubrían  los 
polvos  á  nuestra  retaguardia  y  por  ambos  flancos;  díce- 
me  entonces  el  soldado,  que  era  provinciano,  «mi  coronel 
parece  que  hemos  perdido  la  acción» .  «¿Como  perder  cuan- 
do hemos  hecho  pedazos  la  infantería  enemiga  y  sus 
cañones  los  tenemos  á  la  espalda  abandonados?»  díjele 
al  soldado.  Avístanse  en  seguida  dos  oficiales  subalternos 
con  tres  soldados,  un  poco  á  nuestra  izquierda  para  el 
Este  y  marcho  á  su  encuentro,  dudando  el  soldado  si  serian 
enemigos,  pues  la  niebla  que  había  no  permitía  cono- 
cerlos, y  encontramos  que  eran  de  nuestros  coraceros. 

Pregúnteles  por  nuestra  fuerza  y  me  contestan  que 
no  saben,  pues  que  se  habían  ellos  separado  persiguiendo 
á  un  oficial  con  unos  cinco  ó  seis  hombres,  y  habiéndolos 
alcanzado  á  tres  de  ellos  y  dádoles  muerte,  no  sabían 
la  dirección  que  habían  tomado  sus  demás  compañeros; 
pero  que  por  los  polvos  y  el  tropel  que  se  escuchaba 
hacia  el  norte  jugaban  que  nuestro  ejército  iba  en  derro- 
ta.—  «Ni  sueñen  Vdes.  en  semejante  cosa  les  dije;  pues 
los  que  huyen  al  norte  son  nuestros  enemigos  que  van 
á  bucar  la  reunión  con  las  aantafecinos  y  con  los  Hú- 
sares». 

En  esto  aparece  una  fuerza  que  regresaba  en  direc 


—  385  — 

cióii  á  nosotros,  como  de  20  á  25  hombres:  mandé  formar 
á  los  dos  oficiales  y  los  cuatro  coraceros  j^  marché  al 
encuentro  de  los  que  venían  que  luego  conocimos  ser  del 
escalón  con  uno  ó  dos  oficiales.  Mandé  en  seguida  á 
reconocer  otro  grupo  y  me  dirijí  yo  á  otros  hombres  que 
se  avistaban  por  el  otro  lado. 

El  resultado  de  esta  indagación  fué  reunir  como  40 
hombres  de  mi  escalón  y  mas  de  30  prisioneros  y  porción 
de  fusiles  que  habían  quedado  abandonados  en  el  campo, 
y  sintiéndose  ya  el  toque  de  reunión  al  Nord  Este  regresé 
con  toda  esta  fuerza  y  prisioneros  habiendo  mandado 
traer  los  cañones  que  habíamos  tomado. 

Encontré  al  general  Lavalle  tendido  en  el  campo  con 
el  general  don  Martin  Rodríguez,  el  coronel  Olavarría,  el 
de  igual  clase  don  Aniceto  Vega  y  no  se  que  otros,  y  con 
sus  caballos  de  las  riendas.  Dirijome  á  él  muy  satisfe- 
cho y  me  contesta  á  mi  saludo  con  estas  palabras.—  <¡Vd. 
Coronel  parece  que  no  piensa  mas  que  en  acometer  á  los 
enemigos,  pero  sin  acordarse  que  tiene  soldados  que 
mandar!» 

Sorprendido  yo  por  un  recibimiento  tan  inesperado, 
y  en  presencia  de  tantos;  dijele:— «Y  cuál  es  la  razón  del 
General  para  dirijirme  semejante  reproche?»  —  «¡Porque 
Vd.  no  á  desplegado  su  escalón!  me  dijo,  y  á  cargado  en 
dos  mitades!»  —  «¿Si  el  Sr.  General  me  hubiese  advertido 
el  orden  en  que  iba  formada  la  columna,  ó  hubiese  yo  es- 
tado presente  cuando  se  formó,  tendría  entonces  razón  para 
semejante  reconvención?  le  dije,  pues  yo  pensaba  que  el 
escalón  que  iba  á  la  cabeza  de  la  columna,  era  el  esca- 
lón P,  y  al  alcanzarle  descubrí  ya  sobre  nosotros  la  línea 
de  infantería  enemiga  y  sus  cañones,  y  toda  su  caballe- 
ría flanqueaba  ya  nuestra  columna  y  amenazaba  envol- 
verla por  su  retaguardia!  No  juzgué  prudente  ni  propio 
de  un  militar  que  conoce  sus  deberes,  y  desconoce  el 
peligro,  esperar  en  tales  circunstancias  sus  órdenes». 

«Vamos,  bájese  Vd.,  me  dijo,  asi  él  como  el  general 
Rodríguez,  y  me  bajé  y  tendí  al  lado  de  ellos  despachan- 
do la  fuerza  á  que  se  reuniera   á   la  demás,  con  el  jefe 


25 


—  386  — 

del  escalón,  que  me  parece  era  el  comandante  don  Sixto 
Quesada. 

Hablaban  en  esas  circunstancias  de  moverse  ya  para 
la  Villa  de  Lujan  con  el  objeto  creo  de  marchar  ya  so- 
bre el  gobernador  López  de  Santa  Fé.  Esto  es,  el  gene- 
ral Lavalle  había  dicho  que  iba  á  marcharse  de  alli  mismo 
y  los  demás  coroneles  le  apoyaron  esta  idea,  lo  cual 
oido  por  mi  no  pude  dejar  de  manifestarle  mi  contra- 
ria opinión. 

«Señor  General,  le  dije;  si  tal  cosa  ejecuta  seria  pro- 
porcionar á  Rozas  su  más  pronta  reunión,  con  la  ventaja 
de  que  se  le  reunirían  todos  los  .hombres  de  la 'campaña 
aun  los  que  no  hayan  estado  en  la  acción  porque  hacía 
entender  á  todo  el  mundo  que  su  retirada  era  ocasiona- 
da por  la  aproximación  de  las  fuerzas  de  López,  Bustos, 
etc.  Yo  soy  de  opinión  que  ahora  mismo  debe  V.  E.  pa- 
sar á  la  estancia  de  los  Cerrillos  y  fijar  allí  su  cuartel 
general,  con  esta  operación  se  disuelven  completamente  las 
fuerzas  de  Rozas  y  en  pocos  días  tendría  toda  la  campaña 
tranquila,  de  lo  contrario  esa  será  su  punto  de  reunión. 

El  general  don  Martin  Rodríguez  así  que  hube  aca- 
bado de  hablar,  dijo:  «yo  soy  de  la  misma  opinión  de  La 
Madrid,  pues  es  precisamente  el  punto  de  donde  parten 
todas  sus  órdenes  y  allí  será  el  de  su  reunión». —  «¡Qué 
amigos  de  dar  consejos  habían  sido  estos  hombres!  ¡Yo 
no  necesito  consejos  de  nadie! — ¡Que  se  reúnan  cuantos 
quieran,  volveremos  á  lancearlos!»— Esta  fué  la  contesta- 
ción de  Lavalle;  pero  no  queriendo  yo  dejársela  pasar  sin 
hacerle  conocer  su  falta  de  consideración,  le  repuse: — 
«Pero  señor  General,  esos  hombres  que  quiere  V.  E.  vol- 
ver á  lancear  ¿qué  son?  ¿moros  ó  paisanos  de  Vd.?» 

«Yo  convengo,  le  agregué,  en  que  los  lanceará  cuan- 
tas veces  se  reúnan  y  los  hará  pedazos,  pero  esto  es  pre- 
cisamente lo  que  debe  evitar  V.  E.  por  lástima  siquiera 
de  sus  paisanos».  El  General  se  formalizó  sin  contestar, 
y  yo  me  callé  la  boca  diciendo  entre  mí:  ¡es  lástima  que 
un  valiente  como  éste,  sea  tan  orgulloso,  pues  se  ofende 
de  un  consejo  tan  racional  como  justo! 


—  387  — 

Por  de  contado  no  hizo  ni  lo  uno  ni  lo  otro,  pero 
regresó  á  la  Hacienda  de  don  Juan  de  Almeira,  más  al 
Norte  de  la  Guardia,  con  toda  su  fuerza  y  se  estableció 
allí  hasta  que  llegó  el  gobernador  Dorrego  conducido 
preso  por  una  escolta  de  Húsares,  el  13,  desde  la  Guar- 
dia ó  fortin  del  Salto,  donde  hallábase  el  Regimiento 
de  Húsares  que  mandaba  el  coronel  Rauch,  en  uno  de 
dichos  puntos,  cuando  sucedió  la  revolución  el  1°,  y  por 
consiguiente  dependía  del  gobierno,  pero  no  había  concu- 
rrido á  la  batalla.  El  Coronel  de  dicho  cuerpo  hallábase, en 
Buenos  Aires,  me  parece  que  por  enfermo,  cuando  estos 
acontecimientos;  y  había  quedado  encargado  del  mando 
el  teniente  coronel  don  Bernardino  Escribano,  siendo  su 
sargento  mayor  el  valiente  joven  don  Mariano  Acha. 

El  coronel  don  Ángel  Pacheco  que  se  hallaba  de  co- 
mandante de  la  frontera  del  norte,  habíase  puesto  á  la 
cabeza  de  dicho  Cuerpo  por  disposición  del  gobernador 
Dorrego,  provisoriamente,  á  consecuencia  de  la  revolución 
por  temor  de  que  fuese  ganado  por  los  afectos  al  movi- 
miento que  eran  los  más  del  pueblo. 

Sufrido  el  contraste  en  Navarro  el  día  9^  y  acuchi- 
llada y  lanceada  toda  la  indiada  y  demás  caballada  de 
Rozas  por  los  cuerpos  del  general  Lavalle,  habíanse  pues- 
to en  salvo  para  el  norte,  el  Gobernador  y  el  comandante 
general  Rozas,  con  el  intento  el  primero  de  apoyarse  en 
dicho  cuerpo  de  Húsares  para  formar  su  reunión  y  es- 
perar el  auxilio  del  gobernador  López  de  Santa  Fé,  que 
habia  sido  solicitado  ya  por  Rozas  y  aun  por  el  mismo 
gobernador  Dorrego.  Al  acercarse  en  su  fuga  al  punto 
en  que  se  hallaba  Pacheco  con  los  Húsares,  Rozas  se  ha- 
bía opuesto  á  que  se  presentaran  ante  dicho  Cuerpo  por 
que  se  recelaba  de  que  estuviera  contaminado,  mas  el 
Gobernador  no  haciendo  caso  de  los  consejos  de  Rozas 
se  resolvió  y  fué  al  Cuerpo,  separándose  el  último  para 
Santa-Fé. 

Así  que  el  gobernador  Dorrego  se  vio  con  el  teniente 
coronel  Escribano,  fué  arrestado  por  éste  y  el  mayor 
Acha,  y  lo  fué  también  el  coronel  Pacheco,  con  la  dife- 


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rencia  de  que  el  Gobernador  fué  conducido  á  Navarro 
escoltado  en  un  birlocho  por  una  fuerte  partida  de  Hú- 
sares á  presentarlo  al  general  Lavalle,  y  Pacheco  fué  des- 
pués dejado  en  libertad  por  marcharse  á  Buenos  Aires  ó 
permanecer  allí  si  quería,  pues  su  detención  había  sido 
para  solo  evitar  que  puesto  á  la  cabeza  del  Cuerpo,  se 
pusiera  con  todo  él,  bajo  las  órdenes  del  Gobernador. 

Antes  de  llegar  preso  á  Navarro,  dicho  Gobernador, 
habíame  dirigido  una  esquela  escrita  con  lápiz,  me  pa- 
rece que  por  conducto  de  su  hermano  Luis,  suplicándome 
que  asi  que  llegara  al  campamento  le  hiciera  la  gracia 
de  solicitar  permiso  para  hablarle  antes  que  nadie. 

Yo  sin  embargo  del  desagradable  recibimiento  que 
dicho  Gobernador  me  había  hecho  á  mi  llegada  de  las 
Provincias,  no  pude  dejar  de  compadecerme  por  su  suer- 
te y  el  modo  como  había  sido  tomado;  pues  aunque  tenía 
sus  rasgos  de  locura  y  era  de  un  carácter  atropellado  y 
anárquico,  no  podia  olvidar  que  era  un  jefe  valiente, 
que  había  prestado  servicios  importantes  en  la  guerra 
de  nuestra  independencia;  y  en  fin,  que  eratni  compadre, 
además. 

En  el  momento  de  recibir  dicha  carta  ó  papel,  fui 
y  se  la  presenté  al  general  Juan  Lavalle  á  solicitar 
su  permiso  para  hablar  con  el  señor  Dorrego  asi  que 
llegara.  Dicho  General,  impuesto  de  ella,  me  permitió 
verle  asi  que  llegara  y  lo  hice  en  efecto,  al  momento 
mismo  de  haber  parado  el  birlocho  en  medio  del  cam- 
pamento y  puéstosele  una  guardia.  Subido  yo  al  birlocho 
y  habiéndome  abrazado,  dijome:  — «¡Compadre,  quiero  que 
Vd.  me  sirva  de  empeño  en  esta  vez  para  con  el  general 
Lavalle,  á  fin  de  que  me  permita  un  momento  de  entre- 
vista con  él!»  —  ¡Prometo  á  Vd.  que  "ipdo  quedará  arre- 
glado pacíficamente  y  se  evitará  la  efilsión  de  sangre, 
de  lo  contrario,  correrá  alguna!—  ¡No  lo^iude  Vd.!»  — 
«Compadre,  con  el  mayor  gusto  voy  á  servirvá  Vd.  en 
este  momento»,  le  dije,  y  me  bajé  asegurándole  íjije  no 
dudaba,  lo  conseguiría. 

Corrí  á  ver  al  General,  hícele   presente   el    emp2! 


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I 


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-  389  — 

justo  de  Dorrego,  y  me  interesé  para  que  se  lo  conce- 
diern;  mas  viendo  yo  que  se  negó  abiertamente,  le 
dije:— «¿Que  pierde  el  señor  General  con  oirle  un  mo- 
mento, cuando  de  ello  depende  quizá,  el  pronto  sosiego 
y'  la  paz  de  la  Provincia  con  los  demás  pueblos?»  —  «!No 
quiero  verle,  ni  oírlo  un  «aomento!». 

Aseguro  á  mis  lectores,  que  sentí  sobre  mi  corazón 
en  aquel  momento,  el  no  haberme  encontrado  fuera 
cuando  la  revolución.  Y  mucho  más,  el  verme  en  aquel 
momento  al  servicio  de  un  hombre  tan  vano  y  poco  con- 
siderado. Salí  desagradado,  y  volví  sin  demora  con  esta 
funesta  noticia  á  mi  sobresaltado  compadre.  Al  dársela 
se  sobresaltó  aún  más,  pero  lleno  de  entereza  me  dijo:  — 
«¡Compadre  no  sabe  Lavalle  á  lo  que  se  expone  con 
no  oírme!— Asegúrele  Vd.  que  estoy  pronto  á  salir  del 
país;  á  escribir  á  mis  amigos  de  las  Provincias  que  no 
tomen  parte  alguna  por  mí,  y  dar  por  garantía  de  mi 
conducta  y  de  no  volver  al  pais,  al  ministro  Inglés  y  al 
señor  Forbes,  Norte  Americano:  que  no  trepide  en  dar 
este  paso  por  el  país  mismo!» 

Aseguro  que  me  conmovieron  tan  justas  reflexio- 
nes, pero  le  repuse  compadre,  conozco  la  fuerza  y  la 
sinceridad  de  las  razones  que  usted  dá,  pero  por  lo  que 
he  visto  en  este  mismo  momento,  dificulto  que  el  General 
se  preste,  porque  le  acabo  de  considerar  el  hombre  más 
terco,  sin  embargo  voy  á  repetirle  sus  instancias;  pero 
pido  á  usted  que  se  tranquilice,  pues  no  creo  deba  te- 
mer por  su  vida!» — «¡Haga  lo  que  quiera!»— fué  su  res- 
puesta. Nada  temo,  sino  las  desgracias  que  sobrevendrían 
al  pais». 

Bájeme  conmovido,  y  pasé  con  repugnancia  á  ver  al 
General.  Apenas  me  vio  entrar,  díjome:  —  «Ya  se  le  ha 
pasado  la  orden  para  que  se  disponga  á  morir,  pues 
dentro  de  dos  horas  será  fusilado;  no  me  venga  usted 
con  muchas  peticiones  de  su  parte.»  —¡Me  quedé  frió!— 
General  le  dije:  -  «¿Porqué  no  le  oye  un  momento,  aun 
que  le  fusile  después?»  —  «¡No  lo  quiero!»  díjome,  y  me  salí 
en  estremo  desagradado;  y  sin  ánimo  de  volver  á  verme 


—  390  — 

con  mí  buen  compadre,  me  .retiré  á  mi  campo;  pero  en 
el  momento  se  me  presenta  un  soldado  á  llamarme  de 
parte  de  Dorrego,  pidiéndome  que  fuera  en  el  momento. 

No  había  remedio,  era  preciso  complacerlo  en  sus 
últimos  momentos!  Estaba  yo  conmovido,  y  marché  *al 
instante.  Al  momento  de  subir»  al  birlocho  se  paró  con 
entereza  y  me  dijo: — «Compadre,  se  me  acaba  de  dar  la 
orden  de  prepararme  á  morir  dentro  de  dos  horas!  A  un 
desertor  al  frente  del  enemigo,  á  un  bandido,  se  le  dá 
mas  término  y  no  se  le  condena  sin  oírle  y  sin  permi- 
tirle su  defensa.  ¿Dónde  estamos?  ¿Quién  á  dado  esa  fa- 
cultad á  un  General  sublevado?  Proporcióneme  usted, 
compadre,  papel  y  tintero,  y  hágase  de  mí  lo  que  se 
quiera.  Pero  cuidado  con  las  consecuencias!!!» 

Salí  corriendo  y  volví  al  instante  con  lo  preciso  pa- 
ra que  escribiera.  Tomólo  y  puso  á  su  señora  la  carta 
que  ha  ido  ya  litografiada  y  es  del  conocimiento  del  pue- 
blo; y  al  entregármela  se  quitó  una  chaqueta  bordada 
con  trencilla  y  muletillas  de  seda  y  me  la  entregó  dicien- 
do: —  «[Esta  chaqueta  se  la  presentará  con  la  carta  á 
mi  Angela,  de  mi  parte,  para  que  la  conserve  en  memo- 
ria de  su  desgraciado  esposo!»— desprendiendo  enseguida 
unos  suspensores  bordados  de  seda,  y  sacándose  un  anillo 
de  oro  de  la  mano,  me  los  entregó  con  la  misma  reco- 
mendación previniéndome  que  los  suspensores  se  los  diera 
á  su  hija  mayor  pues  eran  bordados  por  ella,  y  el  anillo 
á  la  menor,  pero  no  recuerdo  sus  nombres. 

Habiéndome  entregado  todo  esto  agregó: — «¿Tiene  Vd. 
compadre,  una  chaqueta  para  morir  con  ella? « — Traspa- 
sado yo  de  oírle  expresar  con  la  mayor  entereza  cuanto 
he  relatado,  le  dije: — «Compadre  no  tengo  otra  chaqueta 
que  la  puesta,  pero  voy  á  traerla  corriendo»,  y  me  bajé 
llevando  la  carta  y  las  referidas  prendas. 

Llegado  á  mi  alojamiento  me  quité  la  chaqueta,  plí- 
seme la  casaca  que  tenía  guardada,  acomódelos  presen- 
tes de  mi  compadre  y  su  carta  en  mi  balija,  y  volví  al 
carro.  Estaba  ya  con  el  cura  ó  no  recuerdo  que  eclesiás- 
tico, y  al   entregarle    mi    chaqueta  dentro  del  carro  me 


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—  391  — 

reconvino  porque  no  me  había  puesto  la  suya,  y  ha- 
biéndole yo  respondido  que  tenía  esa  casaca  guardada, 
me  hizo  las  mas  fuertes  instancias  para  que  fuese  á  po- 
nerme su  chaqueta  y  regresara  con  ella,  me  fué  preciso 
obedecer  y  regresé  al  instante  vestido  con  ella  y  después 
de  haberle  dado  un  rato  de  tiempo  para  que  se  reconci- 
liara subí  al  carro  á  su  llamado. 

Fué  entonces  que  me  pidió  le  hiciera  el  gusto  de 
acompañarle  cuando  lo  sacaran  al  patíbulo.  Me  quedé 
cortado  á  esta  insinuación,  y  hube  de  vacilar,  contéstele 
todo  conmovido  denegándome  pues  no  tenía  corazón  para 
acompañarle  en  ese  lance. —  «¿Porqué  compadre? — me  di- 
jo con  entereza,  —  ¿Tiene  usted  á  menos  el  salir  con- 
migo? ¡Hágame  este  favor,  que  quiero  darle  un  abrazo  al 
morir!» 

«No  compadre,  le  dije,  con  voz  ahogada  por  el  senti- 
miento; de  ninguna  manera  tendría  yo  á  menos  el  salir 
con  usted.  Pero  el  valor  me  falta  y  no  tengo  corazón 
para  verle  en  ese  trance  ¡Abrazémosnos  aquí  y  Dios  le 
dé  resignación!»  Nos  abrazamos,  y  bajé  corriendo  con  los 
ojos  anegados  por  las  lágrimas. 

Marché  derecho  á  mi  alojamiento,  dejando  ya  el  cua- 
dro formado.  Nada  vi  de  lo  que  pasó  después,  ni  podía 
aun  creer  lo  que  había  visto.  ¡La  descarga  me  estreme- 
ció, y  maldije  la  hora  en  que  me  había  prestado  á  salir 
de  Buenos  Aires. 

Retirados  los  Cuerpos  del  lugar  de  la  ejecución,  se 
me  avisó,  ó  que  el  General  había  llamado  á  todos  los 
jefes,  ó  que  todos  iban  á  verle  sin  ser  llamados.  No 
puedo  afirmar  con  verdad  cual  de  las  dos  cosas  fué,  pero 
sí  que  juzgué  de  mi  deber  ir. 

Puestos  todos  en  presencia  del  general  Lavalle  dijo, 
poco  más  ó  menos  lo  que  sigue:  «¡Estoy  cierto  de  que 
si  yo  hubiera  llamado  á  todos  los  jefes  á  concejo  para 
juzgar  á  Dorrego,  todos  habrían  sido  de  la  opinión  que 
yo!  Pero  soy  enemigo,  de  comprometer  á  nadie,  y  lo  he 
fusilado  de  mi  orden!  ¡La  posteridad  me  juzgará!!!» — Me 
parece  que  nadie  contestó,  y  si  lo  hizo  aíguno  no  lo  ad- 


1 


~  392  - 

vertí  porque  estaba  enagenado.  ¿Qué  razón  había  para 
fusilar  á  dicho  majistrado,  y  mucho  menos  de  aquella 
manera? 

Diránme  que  fué  siempre  de  un  genio  anárquico,  que 
fué  el  que  más  trabajó  en  los  pueblos  y  en  el  mismo 
Buenos  Aires  para  derrocar  al  mejor  Gobierno  que  ha- 
bíamos tenido  durante  nuestra  revolución;  y  que  antes 
varias  veces  había  merecido  la  muerte!  Yo  confesaré  que 
es  verdad!  Pero  fusilarle  á  consecuencia  de  una  revolu- 
ción, y  de  haber  sido  tomado  del  modo  que  él  lo  fué, 
sin  oírlo,  y  dejando  á  la  Provincia  y  los  pueblos  todos 
en  el  estado  en  que  se  encontraban!!!  Diré  siempre  que 
fué  el  acto  mas  arbitrario  y  anti-politico,  y  quizá  el  que 
enardeció  todos  los  ánimos  y  el  que  nos  ha  conducido  á 
todos  los  argentinos,  al  mísero  y  degradante  estado  de 
ser  pisoteados,  por  el  más  bárbaro  é  inmoral  de  todos 
los  tiranos! 

Fusilado  Dorrego,  resolvió  el  general  Lavalle  marchar 
para  el  norte,  y  marchó  en  efecto,  no  recuerdo  si  en  el 
mismo  día  de  la  ejecución  ó  al  siguiente.  Lo  que  si  re- 
cuerdo es  que  con  el  propio  que  condiyo  el  parte  á 
Buenos  Aires,  escribí  á  mi  comadre  la  viuda  del  desgra- 
ciado gobernador  Dorrego,  adjuntándole  las  tres  memo- 
rias que  me.  había  entregado,  y  no  recuerdo  si  una  carta 
para  su  cuñado  Baudriz  á  mas  de  la  de  su  señora;  y 
también,  que  yo  me  le  ofrecí  al  General  en  fuerza  solo 
de  mi  patriotismo,  del  deseo  que  tenía  de  calmar  los  áni- 
mos y  apaciguar  á  los  habitantes  de  aquella  campaña, 
para  quedarme  en  el  departamento  de  Chascomús  ó  el 
Monte  con  una  partida;  fiado  tan  solo  de  la  aceptación 
que  había  tenido  entre  aquellas  jentes  en  años,  anterio- 
res, y  mas  que  todo  en  mis  puras  y  patrióticas  intencio- 
nes, y  por  solo  un  limitado  tiempo. 

El  General  no  admitió  mi  ofrecimiento,  diciendo  que 
tenía  ya  destinado  al  coronel  Estomba  para  dicho  objeto. 

No  hay  duda  ninguna  de  que  Estomba  era  un  va- 
liente, y  acaso  de  mejores  conocimientos  que  yo,  pero 
sin  temor  de  que  pueda  atribuírseme  á  vanidad,  debo  de- 


r 


—  393  — 

cirio;  no  tenía  el  prestigio  de  que  yo  gozaba,  porque  no 
era  conocido. 

Marchamos,  pues,  hasta  la  Villa  de  Lujan  ó  Merce- 
des, y  apenas  hubimos  llegado  alli  cuando  ya  recibió  aviso 
el  General  de  la  gran  reunión  de  las  milicias  y  de  los 
Indios  Pampas,  en  la  hacienda  de  Rozas.  Tuvo,  pues,  que 
retroceder  con  el  ejército  hasta  la  Guardia  del  Monte. 
Alli  pasamos  no  recuerdo  si  tres  ó  cuatro  días,  para 
proporcionarnos  caballada  y  ganado.  Yo  como  soldado 
viejo  hice  charquear  carne  con  mis  carreteros  provincia- 
nos, y  secarla;  me  proporcioné  un  par  de  botas  de  cabra 
curtidas,  mandé  asar  y  pisar  el  charque,  y  me  proveí  de 
un  carguero  y  todo  lo  preciso  para  que  no  nos  faltara 
la  comida,  pudiéndola  preparar  en  un  Credo. 

Movímonos  de  allí  al  sur,  en  persecución  de  las 
fuerzas  de  Rozas,  que  su  capataz  Molina  (*)  se  había  en- 
cargado de  reunir,  asi  como  Arbolito,  Zelarayan  (2)  Pan- 
cho el  ñato,  &a.| 

El  general  Lavalle  en  esta  vez  quizo  enmendar  la 
falta  que  había  cometido  el  9,  en  Navarro,  de  retroceder 
sin  perseguir  y  de  volver  todas  las  fuerzas;  pero  Molina 
siendo  un  triste  gaucho,  lo  engañó  como  á  un  niño,  ha- 
ciendo que  siguiera  los  polvos  con  que  lo  llevó  al  de- 
sierto, mientras  él  con  las  verdaderas  fuerzas,  se  mar- 
chaba para  el  norte  á  buscar  la  reunión  con  su  patrón 
Rozas,  quitándole  de  paso  el  regimiento  de  Blandengues 
que  mandaba  en  la  Laguna  Blanca  el  coronel  D.  Mariano 
García,  aquel  valiente  Teniente  que  me  había  acompa- 
ñado en  La  Quiaca,  Cangrejos,  Culpina,  Tarija  &a.  &a. 
Esta  es  la  verdad,  digan  lo  que  quieran  los  partidarios 
de  aquel  desgraciado,  como  patriota  y  valiente  General. 


(^)  Este  Molina  fué  un  pardo  desertor,  (|ue  había  j^anado  los  indios  y  vi- 
vido mucho  tiempo  con  ellos;  que  se  habla  relacionado  con  la  hija  de  un 
caciqíie  y  gozaba  de  jjrande  influencia  entre  ellos,  y  que  indultado  unos  aflos 
antes  había  ganado  al  lado  de  Ro/as  y  merecido  su  conlian/.a  por  su  audacia. 

(-')  Soldado  que  yo  mandé  en  el  continjente  de  Tucumán  el  año  2ü,  y 
que  fué  después  uno  de  los  campeones  de  Rozas. 


—  394  — 

Pero  no  engañó  Molina  por  cierto,  al  entremetido  (á 
dar  consejos)  coronel  La  Madrid;  porque  desde  que  nos 
hubimos  dirijido  al  Sur  después  de  salidos  del  Monte,  ya 
le  advertí  al  general  Lavalle,  (sin  embargo  de  la  poca 
experiencia  de  Navarro)  que  el  objeto  de  Molina  era  lla- 
marlo á  las  pampas  por  medio  de  los  polvos  que  hacia 
levantar  con  indios,  destinados  para  solo  alejarlo  al  sur; 
mientras  él,  cómodamente,  se  marchaba  al  norte.— Díjele 
mas;— el  Regimiento  de  Blandengues  que  se  halla  esta- 
cionado én  el  Fuerte  de  Laguna  Blanca,  va  á  ser  la  pri- 
mera presa  de  Molina,  pues  vamos  á  perder  sin  remedio 
este  excelente  cuerpo  por  razón  de  estar  malquisto  por 
todo  él,  el  coronel  que  lo  manda  y  de  hallarse  en  dicho 
Cuerpo,  un  hijo  del  Cacique  Molina.-^Esto  General  lo  sé 
á  no  dudarlo,  habíale  yo  dicho,  enseñándole  cartas  que 
me  habían,  escrito  varios  oficiales  de  dicho  cuerpo;  entre 
ellos  aquel  patriota  y  leal  paceño,  el  teniente  Luis  Leyba 
que  era  ya  capitán  del  cuerpo. 

Me  manifestaban  en  dichas  cartas,  lo  mal  que  se  con- 
ducía su  Coronel  con  todos  ellos,  porque  había  celebrado 
juntamente  con  la  tropa  la  noticia  de  mi  llegada  á  Buenos 
Aires  ya  restablecido  de  mis  heridas,  y  mucho  más  la  de 
mi  salida  á  campaña  con  el  General,  así  como  los  temo- 
res que  les  inspiraba  el  hijo  de  Molina  que  estaba  en  co- 
municación con  su  padre  y  á  quien  temían  siguiese  la 
tropa  por  haberse  hecho  mal  querer  por  ella  el  Coro- 
nel, á  causa  de  las  papeletas  que  daba  á  los  soldados 
para  que  se  proveyeran  de  sus  vicios  en  la  pulpería  de 
un  dependiente  de  dicho  Coronel,  quien  así  que  llegaba 
de  Buenos  Aires  el  habilitado  con  el  sueldo  del  Cuerpo, 
pasaba  al  Coronel  las  listas  de  todo  lo  que  le  debían; 
que  el  Coronel  en  vista  de  ellas,  le  entregaba  el  dinero 
á  su  dependiente,  y  al  hacer  el  pago  á  los  Capitanes  de 
compañía,  les  entregaba  las  más  de  las  ocasiones  solo  las 
listas  de  dichas  deudas,  del  que  resultaba  que  los  más  de 
los  soldados  no  percibían  un  medio  el  dia  del  pago. 

Todo  esto  le  había  hecho  yo  presente  al  General  in- 
dicándole que  perdía  tiempo  en  alejarse  al   Sur,  cuando 


—  395  — 

en  la  actualidad  solo  debía  concentrar  toda  su  atenció  n 
al  Norte  y  á  los  Blandengues  (  O- 

Espero  que  no  creerán  los  que  lean  estas  mis  me- 
morias, que  yo  espreso  estas  pequeneces  si  se  quiere,  por 
un  efecto  de  prevención  ó  de  emulación  á  la  nombradla 
de  aquel  valiente  como  desgraciado  General.  ¡No,  y  mil 
veces  no!  Yo  no  he  tenido  ni  tendré  en  mi  vida  emula- 
ción  de  nadie  porque  soy  tan  orgulloso  en  esta  única  lí- 
nea, que  vivo  persuadido  de  que  ninguno  me  aventaja  ni 
en  patriotismo,  ni  en  coraje  para  sacrificarse  por  solóla 
patria  y  el  bien  estar  de  sus  compatriotas.  Pero  al  mismo 
tiempo  que  hago  esta  ingenua  manifestación,  debo  tam- 
bién hacer  otra  no  menos  ingenua.  He  tenido  y  tengo 
poderosos  celos  de  los  más  de  mis  compatriotas,  quienes 
han  pretendido  cruzar  un  espeso  velo  ante  sus  ojos  para 
no  descubrir  toda  la  magnitud  de  mis  esfuerzos,  de  mi 
patriotismo  y  de  mi  no  común  constancia  y  acierto  en 
todas  mis  operaciones  y  cálculos,  sin  embargo  de  mis  es- 
casos conocimientos  teóricos.  Y  tanto  más  sensible  me 
ha  sido  esto,  cuanto  una  larga  experiencia  me  ha  hecho 
ver  que  han  buscado  siempre  el  mejor  anteojo  para  au- 
mentar el  mérito  de  unas  peregrinas  acciones,  ejecutadas 
por  ciertas  y  determinadas  personas  y  de  tal  ó  cual  na- 
cionalidad. 

Por  lo  dicho  pues,  conocerán  mis  lectores  que  no  es 
por  prevención  nada  de  cuanto  relato,  sino  en  uso  del 
más  noble  y  justo  derecho,  cual  es  el  de  hacer  conocer 
á  todo  el  mundo  y  muy  particularmente  á  mis  compa- 
triotas que  soy  el  más  digno  de  su  aprecio,  precisa- 
mente porque  nadie  hay  más  dispuesto  que  yo  á  sacrifi- 
carse por  la  felicidad  de  todos,  aun  contrariando  el  inte- 
rés particular.  A  los  que  no  crean  esta  verdad,  les  pido 
que  me  presenten  la  oportunidad  de  hacérselas  conocer, 
bien  ciertos  de  que  no  retrocederé  ante  el  mayor  de  los 
peligros,  sea  cual  fuese  mi  edad. 


(^)  Pero  estas  observaciones  y  avisos  fueron  inútiles  como  lo  fueron  todas 
las  proposiciones  y  ofertas  que  Dorrego  le  hizo  por  mi  conducta. 


~  306  ~- 

Cuando  así  me  expreso  á  la  faz  del  mundo,  y  estoy 
practicando  las  diligencias  posibles  para  publicar  estas 
Memorias  en  vida,  es  porque  me  veo  bastante  fuerte  para 
comprobar  lo  que  digo  si  se  me  presenta  la  ocasión  pa- 
ra ello. 

Seguimos,  pues,  marchando  al  Sur  por  esas  pampas 
y  con  buenos  baqueanos,  y  me  acuerdo  que  yo  mismo  le 
había  proporcionado  al  General,  en  la  Guardia  del  Monte 
uno  de  los  mejores,  pero  observé  que  el  General  poco  se 
guiaba  por  ellos,  pues  presencié  en  varias  noches  decirle 
los  baqueanos:  —Para  ir  al  punto  que  V.  E.  quiere,  de- 
bemos marchar,  en  esta  dirección,  indicándola  al  Sudoes- 
te, por  ejemplo. — El  General,  sacando  una  aguja  del  bol- 
sillo que  por  lo  general  llevaba  en  la  mano,  (lo  he  visto 
varias  veces  alumbrándola  con  el  cigarro);  decía  á  los 
baqueanos,  «no  señor,  tomen  Vds.  aquí»,  y  señalarles  el 
Sud  Este. 

La  marcha  por  esas  pampas  la  hicimos  en  columnas 
de  á  cuatro  de  frente.  El  General,  por  lo  regular,  con 
sus  ayudantes,  y  yo  de  mirón  con  mi  partida  de  carre- 
teros voluntarios,  era  toda  nuestra  descubierta;  pero  sin 
llevar  una  triste  partida  á  los  flancos,  como  debe  ha- 
cerlo todo  militar  cuando  marcha  por  un  campo  enemi- 
go. Todo  esto,  juzgo  que  lo  hacía  el  General  de  puro 
orgullo,  pues  le  parecía  que  á  la  cabeza  de  sus  corace- 
ros, se  llevaría  por  delante  un  mundo. 

En  cierto  modo,  confieso  que  no  le  faltaba  razón, 
porque  aquellos  soldados  eran  los  mejores  que  habíamos 
tenido  aun  en  toda  la  guerra  de  nuestra  independencia, 
y  los  enemigos  que  buscábamos  eran  harto  desprecia- 
bles; pero  no  estábamos  libres,  sin  embargo,  de  una  sor- 
presa, y  muy  particularmente  de  que  una  partida  cualquie- 
ra de  indios  ó  gauchos  un  poco  atrevidos,  nos  enlazaran, 
juntamente  con  el  General,  á  todos  los  de  la  descubierta  y 
nos  mataran  arrastrados  como  perros,  por  esos  pajonales. 

¡Cuántas  veces,  viendo  aquel  reprensible  descuido 
con  que  marchábamos,  me  acordé  del  dicho  de  mi 
compadre  Rozas  al  tiempo  de  la  entrevista!; 


—  397  — 

—«Si  yo  lo  tuviera  á  Vd.  á  mi  lado,  S¿c.* — ¡Con  ra- 
zón, decía  para  nni  aquello  mi  compadre! 

Un  cabo  atrevido,  que  hubiera  entre  estos  hombres, 
no  digo  un  jefe,  podría  el  rato  menos  pensado  enlazar 
al  General  y  sus  ayudantes,  haciéndolos  pedazos,  pues 
cuando  esto  se  supiera  en  la  columna  que  seguia  una 
cuadra  atrás,  cuando  menos,  ni  noticias  hallarían  de  su 
General,  ni  de  sus  enemigos. 

Yo  iba,  por  decentado,  disgustadísimo  y  en  extremo 
arrepentido  de  haberme  resuelto  á  seguirlos;  mucho  más 
desde  que  no  se  me  ocupaba  para  nada,  é  iba  represen- 
tando un  papel  tan  desairado;  pero  sin  embargo  de  todo 
esto,  me  tomé  el  trabajo  de  ser  el  centinela  perpetuo  del 
campo,  aun  cuando  no  fuese  más  que  por  mi  propio  in- 
terés, pues  temía  á  cada  paso  que  fuésemos  sorprendi- 
dos ó  pisoteados  por  las  caballadas. 

Este  trabajo  no  fué  inútil,  pues  una  de  las  noches 
que  dormíamos  con  los  caballos  de  la  rienda,  hubo  una 
feroz  disparada  de  las  caballadas,  que  venían  sobre  no- 
sotros y  nos  habrían  hecho  pedazos,  si  yo  que  estaba 
en  vela,  no  mando  montar  mis  voluntarios  y  grito  «á  ca- 
ballo» á  todos  los  escuadrones. 

En  fuerza  solo  de  esta  circunstancia,  nos  libramos  de 
ser  pisoteados,  porque  estaban  ya  encima;  sin  embargo 
nos  costó  mucho  trabajo  el  contenerla,  perdiendo  muchos 
caballos. 

En  la  laguna  de  los  Patos,  fuimos  recién  á  dar  caza 
á  un  grupo  de  indios  de  no  mayor  consideración,  pues 
en  mi  concepto,  no  pasaban  de  300  almas,  incluso  toda 
su  chusma  de  mujeres  y  niños,  los  que  sin  embargo  se 
resistieron  cuanto  pudieron,  á  pesar  de  haber  sido  sor- 
prendidos. Murieron  muchos  de  ellos,  escaparon  algunos 
y  toda  la  chusma  ó  mucha  parte  de  ella,  fué  prisionera. 
Nosotros  perdimos  muy  pocos  hombres,  pero  seguimos 
sin  embargo  á  delante,  pues  el  General  llevaba  la  mira 
de  marchar  hasta  el  río  Colorado,  que  está  muy  al  sur, 
y  ya  se  nos  había  concluido  el  ganado,  empezando  á  co- 
mer caballos  nuestra  tropa. 


—  398  — 

Dos  ó  tres  días  hacia  que  no  probábamos  carne  y 
se  habían  consumido  todas  las  provisiones,  menos  A  mí, 
que  pruardaba  la  provisión  que  había  hecho  en  la  Guar- 
dia del  Monte,  de  la  cual  participaba  en  las  paradas  v] 
general  Lavalle,  el  de  igual  clase  don  Martín  Rodríguez 
y  algunos  otros. 

Ya  cerca  del  Tandil,  ó  en  este  mismo  punto,  había 
salido  una  partida  de  coraceros  á  descubrir  un  humo 
que  se  observó  en  circunstancias  que  acampábamos. 
Llegada  la  partida  al  lugar  donde  se  había  descubierto 
el  humo,  encontró  ser  una  pequeña  colonia  de  indios 
que  acababa  de  ser  abandonada,  habiendo  encontrado 
unas  matas  de  zapallos,  y  algunos  pedazos  de  carne  de 
vaca  que  habían  dejado  colgada  los  indios;  un  tucumano 
que  había  entre  dicha  partida,  había  encontrado  dos  za- 
pallitos  tiernos  bastante  regulares,  guardándolos  con  un 
buen  pedazo  de  carne,  y  apenas  regresaron  al  campa- 
mento, me  buscó  el  soldado  y  me  obsequió  con  aquel 
presente  extraordinario  en  tales  circunstancias. 

Yo  se  lo  agradecí,  como  era  de  esperar,  pues  hacían 
tres  días  que  no  veíamos  carne,  y  como  tenía  mi  provi- 
sión de  grasa  dispuesta  y  condimentada,  me  propuse  en 
el  momento  sorprender  á  los  dos  Generales  con  un  buen 
plato  de  carbonada  que  se  usa  mucho  en  nuestros  pue- 
blos. Lo  preparé  al  instante,  pues  era  afecto  á  dichas 
cosas  en  campaña. 

Cuando  estubo  ya  pronto,  pasé  á  ver  á  los  genera- 
les, Lavalle  y  Rodríguez,  que  estaban  juntos  con  dos  de 
los  coroneles: — «¿Gustarían  los  señores  Generales,  tomar 
un  buen  plato  de  carbonada  con  zapallitos  tiernos?* — Co- 
meríamos un  cáncamo»,  dijeron  me. —  «¿Pero  de  dónde  dia- 
blos vá  Vd.  á  sacar  en  estas  alturas  lo  que  nos  ofrece?» 
— «Lo  verán  Vds.»,  díjeles,  llamé  al  soldado  que  estaba 
ya  dispuesto  con  una  hermosa  fuente  de  madera. 

Cuando  vieron  el  plato,  se  levantaron  saltando  de 
contentos^  preguntándome  de  dónde  me  había  proporcio- 
nado aquello. — Yo  les  referí,  diciéndoles  en  seguida:  si 
gustarían  comer  con  pan  dicho    plato.  -  Eso  si  le  cree- 


■i  ■ 


-  399  -- 

mos,  me  dijeron  y  se  preparaban  ya  A  comer  cuando 
mandé  al  soldado  que  me  trajera  dos  panes  de  tres  que 
conservaba  aún. — ¡Será  Vd.  el  demonio,,  díjome  rien- 
do el  general  Lavalle,  cuando  vio  los  panes!— Por  mí 
vida,  que  de  hoy  en  adelante,  toda  vez  que  salgamos  á 
campaña  yo  no  me  arrancho  sino  con  Vd.,  pues  nos  ha 
proporcionado  un  convite  tan  magnífico  que  no  lo  espe- 
rábamos en  estas  alturas. 

Nos  devoramos  el  plato  muy  contentos,  tubieron  que 
festejar  toda  la  provisión  con  que  me  había  provisto, 
pues  en  seguida  de  la  carbonada,  les  di  otra  sorpresa 
agradable,  mandando  traer  una  caldera  de  agua  hirvien- 
do, un  poco  de  charqui  asado  y  picado,  una  vejiga  en 
que  tenia  la  grasa  preparada  desde  la  Guardia  del  Mon- 
te, con  cebolla,  ají,  etc.,  puestas  ambas  cosas  en  la  fuen- 
te, vacié  el  agua  hirviendo,  revolviéndola  con  una  cucha- 
ra que  fué  igualmente  celebrada  y  mejor  engullida  por 
todos. 

No  recuerdo  si  á  los  dos  días  de  este  convite,  tuvi- 
mos que  regresarnos  de  mas  allá  del  Tandil,  á  conse- 
cuencia de  haberle  alcanzado  un  propio  al  General,  con 
la  noticia  de  haber  pasado  Molina  para  el  norte  con  sus 
fuerzas,  por  la  Laguna  Blanca,  llevándose  el  cuerpo  de 
Blandengues  y  preso  al  coronel  García.  Asi  fué,  que 
después  de  haber  hecho  una  dilatada  é  infructosa  mar- 
cha al  desierto,  vino  á  realizarse  cuanto  vo  le  había 
anunciado  al  General,  respecto  á  dicho  cuerpo  de  Blan- 
dengues. 

El  general  Lavalle,  había  ofrecido  á  sus  soldados  al 
salir  de  Buenos  Aires,  licenciarlos  dentro  de  un  mes  á 
los  que  contaban  tal  fecha  de  servicio,  no  recuerdo  den- 
tro de  que  tiempo  á  los  demás.  El  general  José  María 
Paz,  había  llegado  ya  á  Buenos  Aires,  con  los  cuerpos 
de  infantería,  creo  el  regimiento  número  2  de  coraceros 
que  él  había  mandado.  El  general  Lavalle  iba  resuelto  á 
mandarme  con  Paz  para  Córdoba,  asi  que  llegásemos, 
con  el  fin  de  batir  á  Bustos  y  á  Quiroga. 

Llegamos  á  Dolores  que  está  como  á  50  leguas  al  sud 


—  400  - 

de  Buenos  Aires,  y  como  se  había  cumplido  el  plazo  en 
que  el  General  habla  ofrecido  licenciar  una  parte  de  los 
cuerpos  de  coraceros,  quiso  no  faltar  á  su  promesa.  En 
vano  se  le  hicieron  reflexiones  para  que  suspendiera  al 
menos  hasta  llegar  á  Buenos  Aires,  pues  ninguno  recla- 
maba, ni  reclamaría  en  aquella  altura,  la  palabra  que  el 
general  les  había  dado. 

Propásele,  que  antes  de  dar  la  orden  á  los  Cuerpos, 
ó  al  menos  antes  que  se  despacharan  á  los  soldados  que 
iban  á  ser  dados  de  baja,  me  permitiera  estar  presente 
para  proponerles  un  enganche  para  el  cuerpo  de' volun- 
tarios que  iba  á  formar,  para  marchar  con  él  á  las  pro- 
vincias, pues  estaba  cierto  de  que  sería  contado  el  sol- 
dado que  no  me  seguiría,  que  de  ese  modo  ¡él  habría 
cumplido  su  palabra,  dándolos  de  baja,  llenado  el  objeto 
que  á  todos  nos  interesaba,  pues  ni  los  mismos  soldados 
preferirían  volverse  solos,  á  su  costa,  á  sus  provincias, 
pudiendo  hacerlo  conmigo,  costeados  por  el  Gobierno  y 
ademas,  libres  del  riesgo  de  ser  obligados  á  servir  por 
los  Gobernadores  del  tránsito. 

No  pude  conseguir  un  pedido  que  tanto  le  intere- 
saba al  mismo  General,  y  que  de  ninguna  manera  podía 
comprometerlo.  Peidimos  por  esta  causa  una  porción 
'  de  los  más  excelentes  soldados,  y  de  los  cuales  muchos 
fueron  obligados  por  los  gobiernos  de  las  Provincias  á 
servir  contra  nosotros. 

Después  que  fueron  despachados  en  el  mismo  día  y 
se  hubieron  puesto  en  marcha,  díjome  el  General;  ahora 
puede  Vd.,  si  quiere  hacerlos  alcanzar  ó  ir  Vd.  mismo  y 
hablarlos,  pero  era  ya  tarde,  pues  aunque  me  puse  en 
marcha  al  momento  que  esto  me  dijo,  cuando  los  alcan- 
cé al  siguiente  día  fué  solo  á  unos  pocos,  en  razón  de 
haberse  ya  separado  casi  todos,  los  unos  para  Chascomús 
y  los  otros  para  la  Guardia  del  Monte  y  Lobos,  y  de 
estos  pocos  que  se  dirigían  para  Buenos  Aires  se  queda- 
ron conmigo  los  más  de  ellos  en  núm.  de  14. 

Tengo  presente  con  este  motivo,  que  hubieron  de  ha- 
ber algunas  desgracias  al  llegar  no  recuerdo  á  que  punto 


n 


~  401  — 

con  mis  14  coraceros,  y  los  22  voluntarios  troperos,  pues 
rne  encontré  con  un  escuadrón  que  acababa  de  acamparse 
y  marchaba  al  encuentro  del  General  bajo  las  órdenes  del 
coronel  Estomba  me  parece,  los  cuales  asi  que  nos  vie- 
ron asomar  de  galope  porque  iba  yo  empeñado  en  al- 
canzar á  los  que  se  habían  marchado  para  Chascomús 
corrieron  á  sus  caballos  que  acababan  de  largar,  y  asi 
que  los  hubieron  enfrenado  echaron  á  huir  algunos,  pero 
el  jefe  precipitándose  sobre  los  demás  los  contuvo  y 
marchó  á  mi  encuentro  al  galope  y  todos  en  pelos  y 
con  sus  lanzas  en  mano  y  disparando  algunos  tiros. 

Al  principio  me  alarmé  yo  también  juzgando  que 
fueran  indios,  pues  no  tenía  conocimiento  de  dicha  fuer- 
za, mas  viendo  que  el  jefe  venía  por  delante  animando 
á  los  suyos  en  mangas  de  camisa  y  sin  sombrero,  me 
adelanté  á  su  encuentro  y  le  pegué  un  grito  diciendo: — 
«Dígame  Vd.  que  fuerza  es  esa,  pues  no  quisiera  batirme 
equivocado» .  Conocióme  entonces  Estomba;  gritó  alto  á  su 
tropa  y  corrió  á  mí  diciendo:  —  «Si  no  tienes  la  buena 
ocurrencia  de  adelantarte  y  dirigirme  tan  oportuna  pre- 
gunta, habríamos  tenido  algunas  desgracias  pues  juzga- 
ba que  tu  fuerza  no  fuese  nuestra,  según  la  noticia  que 
me  dieron  ayer  tarde  los  soldados  que  marchan  licen- 
ciados, sobre  el  punto  en  que  habían  dejado  al  ejército; 
y  viendo  que  estos  malditos  milicianos,  se  me  iban  á 
disparar  asi  que  enfrenan  sus  caballos,  tuve  que  correr 
á  mi  caballo  con  el  freno  en  la  mano  saltar  á  él  sin 
sombrero  y  lanzarme  á  contenerlos  y  conducirlo  á  tu 
encuentro. 

Nos  reímos  un  poco  del  chasco  y  marchamos  á  su 
campo.  Mandé  al  momento  en  alcance  de  los  pocos  que 
habían  fugado  y  los  volvieron  pronto,  pues  se  habían 
parado  á  observar,  y  viendo  que  nos  regresábamos  todos 
juntos  volvían  ya  al  campamento. 

No  recuerdo  si  esperé  allí  la  llegada  del  General  ó 
si  me  ordenó  que  me  adelantara  á  Buenos  Aires.  El 
resultado  fué  que  llegados  á  Buenos  Aires  se  dispuso  la 
marcha  del  general  Paz  á  San    Nicolás  de    los  Arroyos, 

20 


—  402  — 

embarcado  por  el  Paraná  con  los  batallones  2  y  5  y  el 
núm.  2  ele  coraceros.  El  1,  de  negros,  mandado  por  el 
coronel  Videla  Castillo,  el  5,  de  soldados  de  la  quebrada 
de  Jujuy  mandado  por  el  coronel  Lasalla,  oriental,  y  los 
coraceros  por  el  coronel  Pedernera,  puntano. 

Yo  fijé  una  proclama  invitando  á  los  que  quisieran 
seguirme  voluntariamente  y  á  los  pocos  días  salí  con  80 
hombres  voluntarios,  conduciendo  la  artillería,  carros  y 
demás  bagajes  para  el  ejército  expedicionario  á  las  Pro- 
vincias, 

Pero  antes  de  nuestra  llegada  á  Buenos  Aires  había 
sido  ya  batido  Molina  por  el  valiente  coronel  Suarez  que 
estaba  por  San  Nicolás,  casi  al  pisar  aquel  con  su  fuerza 
el  territorio  de  Santa-Fé.  Acuerdóme  con  este  motivo, 
que  de  entre  los  prisioneros  que  se  habían  tomado  á  Mo- 
lina, había  sacado  á  unos  cuantos  que  se  me  ofrecieron 
voluntarios  para  mi  escuadrón  que  subió  á  90  hombres. 

El  general  Lavalle  paréceme  que  salía  un  día  antes 
que  yo,  ó  dos,  con  toda  su  caballería  de  coraceros,  y 
llevando  además  al  coronel  don  Federico  Rauch,.  con  su 
regimiento  de  Húsares  de  cerca  400  plazas,  y  al  coronel 
Vilela  con  sus  Colorados  de  las  Conchas. 

Antes  de  haber  llegado  dicho  General  á  Buenos  Ai- 
res había  dejado  al  coronel  Estomba  en  Dolores  con  al- 
guna fuerza  y  nombrado  Jefe  de  campaña,  y  en  la  Guardia 
del  Monte  á  un  capitán  de  artillería  Malabia,  (hermano 
de  aquel  doctor  que  fué  diputado  por  Chuquisaca  en  el 
primer  Congreso  de  Tucumán),  creo  con  un  destacamen- 
to de  artillería.  Hecha  esta  advertencia  pasaremos  á 
relatar  la  marcha  de  nuestras  fuerzas. 

Así  que  hube  reunido  mis  voluntarios,  dirigí  mis 
propuestas  para  oficiales  de- mi  escuadrón  de  acuerdó 
con  el  General,  y  pedí  para  Capitanes  á  los  ayudantes 
de  coraceros  don  José  Antuña,  oriental,  y  don  Ramón 
Ferrer,  porteño,  y  para  mayor  del  Cuerpo  al  Capitán  don 
Luis  Leyba,  aquel  oficial  paceño  que  había  traido  yo  de 
Tucumán  el  año  20,  y  en  fin  se  proveyeron  las  demás 
plazas. 


CAMPAÑA  A  LAS  PROVINCIAS  EN  EL  AÑO  1829 


(íenenil  ^n  jefe  el  coronel  mayor  don  Jobí'' María  Paz.— El  autor  marcha  en  ella  á  la  cabexa 
de  un  escuadrón  de  ^}  volunlivríos,  conduciendo  los  cañones,  carros  &a. 
del  ejercito,  hasta  San  Nicolás  de  los  Arroyos,  donde  deliia  incorporarse  el 
general  Paz.-  El  gobernador  de  Buenos  Aires  general  don  Juan  Lavalle, 
iijarcha  con  toda  su  cahalleiía  compuesta  como  de  13lH>  hombres  sobre  el 
gobernador  don  Estanislao  López  de  Santa-iY*  (\).— Sucesos  prósperos  y  adver- 
sos de  dicha  Campaña. 

La  víspera  de  salir  el  general  Lavalle  para  Santa 
Fé  no  recuerdo  si  el  10  de  Marzo,  dijome  mi  padre  po- 
lítico el  Ministro  Diaz  Velez  al  retirarse  del  Fuerte  por 
la  tarde. 

— ¿Sabe  Vd.  que  tenemos  ya  sitiado  en  la  Guardia 
del  Monte,  al  capitán  Malabia,  por  los  indios  y  gauchos 
de  Molina  por  orden  de  su  compadre  Rozas? 

— ¿Y  sabiendo  esto,  (le  dije  interrumpiéndole)  toda- 
vía está  el  general  Lavalle  en  marcharse  mañana  á  in- 
vadir á  López,  dejando  su  Provincia  ardiendo? 

—Ese  es  su  empeño  me  dijo,  pero  no  se  lo  apruebo. 

—  ¡Sería  la  mayor  de  las  quijoterías!  le  dije,  y  podía 
costarle  muy  caro,  asi  á  él  como  á  la  Provincia.  ¡Y 
quién  sabe  si  al  país!  Voy  corriendo  á  verlo,  le  agre- 
gué, y  me  salí  de  casa,  para  la  del  General. 

Dudando  iba  sobre  el  modo  con  que  tocaría  seme- 
jante negocio,  para  que  dicho  General  me  prestara  aten- 
ción. Todos  los  Cuerpos  que  debían  marchar  con  él,  al 
siguiente  dia  estaban  acampados  en  San  José  de  Flores. 
Ocurrióseme  al  llegar   á   su    casa,  entrar  preguntándo- 


(^)    Dejo  encargado  del  Gobierno  al  general  don  Guillermo  Brown,  y  en- 
cargado siempre  del  ministerio  general  al  Dr.  don  José  Miguel   Diaz  Velez. 


—  404  — 

le,  si  era  verdad  lo  que  acababa  de  oir  en  la  calle,  para 
llamarle  mejor  su  atención.  (El  ministro  me  había  di- 
cho. ¡  Cuidado  Gregorio  con  nombrarme  para  nada,  pues 
que  no  quiere  el  General  que  esto  se  sepa ! )  Y  hecho 
así. — ¿Y  qué  es  lo  que  Vd.,  á  oído? — preguntóme. 

«Me  retiraba  para  casa  de  estas  inmediaciones,  y  al 
dar  vuelta  por  esta  esquina  para  dirigirme  á  la  mia, 
he  alcanzado  á  oír  á  dos  hombres  que  no  conozco  y 
que  conversaban  despacio :  —  ¡Ya  tenemos  sitiados  á  los 
del  Monte,  la  cosa  va  bienl  Semejante  noticia  no  ha  po- 
dido menos  que  llamarme  la  atención  y  juzgado  necesa- 
rio ponerlo  inmediatamente  en  su  conocimiento  para  que 
lo  indague». 

«¡No  creí  Coronel,  me  dijo,  riendo  con  sorna,  que 
tan  pequeña  cosa  lo  alarmase!  Es  verdad  agregó,  pero 
eso  nada  importa  para  que  pueda  yo  alarmarme  por  un 
grupo  de  indios  y  unos  pocos  gauchos. — «¡Pero  General, 
le  dije  con  el  mejor  modo  posible!  ¿Porque  no  manda 
V.  E.  al  coronel  Olavarría  ó  Vega,  con  su  cuerpo  inme- 
diatamente, para  que  acuchillen  y  disuelvan  esa  fuerza, 
y  suspende  su  salida  por  tres  ó  cuatro  días^ 

«¡Eso  sería  una  locura,  me  dijo,  pues  hay  queda  Es- 
tomba  en  Dolores  que  pronto  dará  cuenta  de  ellos!» 

«¡General,  le  dije;  ruego,  Vd.  por  Dios  que  reflexione 
y  advierta,  que  no  es  solo  el  grupo  que  sitia  el  Monte 
el  que  se  ha  reunido!  Esté  cierto  V.  E.  que  Rozas  á 
movido  toda  la  indiada,  y  ha  de  mover  la  campaña  toda! 
Al  frente  de  Estomba  había  mayor  grupo!  sobre  todo 
General  ¿que  pierde  V.  E.  con  aceptar  una  indicación  que 
solo  tiene  por  objeto  el  bien  de  V.  E.  mismo,  su  crédito 
y  seguridad  de  la  Provincia?  Marchando  Olavarría  ó 
Vega,  que  yo  mandaría  á  ambos,  tomarán  con  Estomba 
á  los  indios  en  medio,  y  los  acabarán.  Escúcheme  Gene- 
ral y  advierta,  que  si  V.  E.  sé  marcha  sobre  López  de- 
jando su  Provincia  en  el  estado  que  la  deja,  ¡mañana, 
estando  V.  E.  al  frente  de  él,  ha  de  tener  que  dividir 
su  fuerza  y  volver  una  parte  de  ella  á  sus  espaldas,  y 
&erá  quizás  ya  tarde!» 


~  405  — 

«Fájese  V.  E.  en  el  efecto  que  tal  movimiento  causaría 
en  el  camino  de  los  suyos,  y  en  el  de  sus  enemigos!  Por 
Dios  General,  le  repito  y  pido,  que  no  se  precipite». — ¡Todo 
esto  tuve  la  franqueza  de  decírselo,  y  él  la  paciencia  de 
oirme!    Pero  fué  en  vano. 

«¡No  hay  motivo  para  alarmarse  Coronel,  me  dijo, 
con  calma.  Yo  sé  lo  que  hago,  vaya  Vd.  tranquilo!» 

Me  despedí  de  él,  pero  mas  desagradado  que  nunca 
por  la  presunción  de  este  valiente.  Llegado  á  casa  dí- 
jele  á  mi  padre  político.  ¡Que  locos  han  sido  los  que 
nombraron  Gobernador  á  este  joven  tan  bueno!  No  han 
bastado  mis  mas  juiciosas  reflexiones:  mañana  se  mar- 
cha con  la  pretención  de   apagar   la   cs^sa  del  vecino,  y 

deja  la  suya  ardiendo!  ¡Cada  día  siento  mas  el  haber- 
me encontrado  en  Buenos  Aires  semejante  movimiento, 
y  mucho  mas  el  haberme  presentado  á  servir  á  un  fatuo 
tan  presuntuoso! 

Lo  peor  de  todo  para  mí,  era  el  lance  en  que  debía 
partir.  Mi  señora  que  al  poco  tiempo  después  de  mi  lle- 
gada se  había  enfermado,  estaba  mal  y  había  nacido 
una  niña  que  puse  por  nombre  Mercedes.  Este  nom- 
bre le  había  destinado  yo  desde  mucho  antes,  en  caso 
fuese  mujer;  en  razón  de  mi  devoción  á  nuestra  Señora 
de  las  Mercedes,  porque  á  ella  sola  atribuía  yo  mi 
salvación  del  Tala,  y  mi  ya  completo  restablecimiento; 
pues  cuando  regresé  de  esta  mi  última  campaña,  me 
encontraba  tan  fuerte,  que  el  uniforme  que  me  habia 
hecho  para  salir  á  ella  no  alcanzaba  á  abrocharlo. 

Marchó  pues  el  General  precipitadamente  y  yo  salí 
el  12  ó  el  13,  con  orden  de  tomar  caballos  por  la  posta 
para  mi  mas  pronta  llegada  á  San  Nicolás,  con  todo  el 
bagaje  que  conducía;  y  llegué  á  dicho  punto  sin  haber 
alcanzado  al  general  Lavalle,  pues  había  tomado  otro 
camino,  no  recuerdo  si  á  los  cinco  ó  seis  días,  y  con  la 
falta  de  algunos  hombres  que  se  me  desertaron,  de  los  pri- 
sioneros de  Molina. 

El  general  Paz  había  ya  llegado  con  los  referidos 
cuerpos.    Advertiré  aquí  por  habérseme  pasado  por  alto 


—  406  — 

en  el  lugar  que  correspondía,  que  dicho  General  asi  que 
llegó  del  Estado  Oriental  con  el  resto  de  las  tropas  per- 
tenecientes á  Buenos  Aires  se  había  encargado  de  minis- 
terio de  la  guerra,  el  cual  desempeñó  hasta  el  momento 
de  su  partida  para  San  Nicolás. 

No  recuerdo  si  en  el  mismo  día  de  mi  llegada  á  San 
Nicolás,  ó  en  el  siguiente,  llegó  el  general  Lavalle  y  se 
acampó  en  el  Tala  un  lugar  al  sur  de  dicho  pueblo  y 
distante  como  una  legua. 

Ello  es  que  estando  dicho  General  para  marcharse 
ya  para  Santa  Fé,  no  sé  si  en  ese  mismo  día  ó  el  siguiente, 
llegó  la  noticia  por  la  tarde,  de  haber  tomado  los  in- 
dios la  guardia  del  Monte,  y  sacrificado  á  Malabía  y  creo 
á  los  mas  de  los  oficiales  que  guardaban  con  él  dicho 
punto,  y  que  asi  los  indios  como  las  milicias  que  se  reu- 
nían á  gran  prisa,  se  habían  aproximado  hacia  Buenos 
Aires. 

Asi  empezaron  á  realizarse  los  nuevos  pronósticos 
que  le  había  yo  hecho  al  General  al  salir  á  esta  nueva 
campaña,  que  él  había  despreciado  como  en  la  anterior! 
Tuvo,  pues,  que  mandar  al  valiente  teniente  coronel 
Rauch,  con  todo  su  regimiento  de  Húsares,  y  al  coman- 
dante ó  coronel  Vilela,  con  sus  Colorados  de  las  Conchas, 
no  recuerdo  en  que  número;  pero  sí,  que  desmembró  su 
fuerza  de  ataque  sobre  el  gobernador  López,  com  o  en  500 
hombres;  se  privó  de  un  jefe  que  se  'hacía  respetar  ya, 
asi  de  los  indios  como  de  los  santafecinos.  Mas  no  por 
esto  desistió  este  orgulloso  General  de  su  temerario  em- 
peño, pues  se  lanzó  inmediatamente  con  la  fuerza  que 
quedaba,  sobre  Santa  Fé. 

Cuando  digo  que  fué  temerario  su  empeño,  no  se 
juzgue  por  un  momento  que  aludo  á  la  desmembración 
de  lá  fuerza.  No,  por  cierto,  pues  le  era  sobrada  la  que 
llevaba,  para  haber  deshecho  diez  veces  á  López.  Nadie 
mejor  podía  conocerlo  que  yo,  pues  que  en  el  paso  de 
la  Herradura  en  el  año  18  ó  19,  lo  había  batido  con  solo 
300  hombres  de  caballería,  sin  que  operaran  todos  ellos, 
teniendo  él  mas  de  mil. 


,^^^-^^^_ 


1 

Á 


—  407  — 

Lo  juzgaba  temerario  por  dejar  su  Provincia  en  el 
estado  en  que  la  dejaba,  y  querer  arreglar  la  ajena.  Solo 
un  hombre  que  hubiese  perdido  el  buen  sentido,  podía 
proceder  así. 

Lo  cierto,  que  todo  el  mundo  ha  visto,  fué  que  no 
consiguió  batir  á  López,  por  dejarse  llevar  de  su  fantás- 
tica presunción  de  saber  conocer  los  rumbos  y  los  lu- 
gares por  la  aguja  de  marear^  mejor  que  los  buenos  ba- 
queanos que  llevaba:  (^)  que  tuvo  que  regresarse  poco 
menos  que  á  pié,  sin  ver  la  cara  á  López,  y  por  fin  que 
volver  á  su  casa,  cuando  la  mitad  de  su  familia  ó  una 
parte  de  ella,  había  desaparecido  y  el  resto  estaba  con- 
sumiéndose! 

Habiéndose  marchado  el  general  Lavalle  para  Santa 
Fé,  ó  en  busca  de  su  gobernador  López,  quedamos  no- 
sotros con  el  general  José  María  Paz,  esperando  en  San 
Nicolás  de  los  Arroyos  la  llegada  de  las  caballadas,  pa- 
ra emprender  nuestra  marcha  sobre  Córdoba.  Llegadas 
éstas,  no  recuerdo  á  los  cuantos  días  de  haber  mar- 
chado el  general  Lavalle,  rompimos  la  marcha,  habiendo 
sido  antes  nombrado  jefe  de  Estado  Mayor  del  Ejército 
por  el  general  Paz,  el  coronel  Román  Deheza. 

Se  me  había  pasado  prevenir  que  así  que  salí  de 
Buenos  Aires,  había  aprovechado  de  los  caballos  de  pos- 
tas en  las  marchas,  para  ir  instruyendo  á  mis  volunta- 
rios de  los  principales  movimientos  de  la  caballeria,  eñ 
todo  el  camino  hasta  San  Nicolás;  muy  particularmente 
en  la  ejecución  alineada  de  las  lanzas,  en  la  variación 
de  frente;  en  las  paradas,  en   el   manejo    de    las  armas. 


(')  Un  hijo  del  hacendado  del  norte,  don  N.  Padrón,  era  uno  de  los  me- 
jores baqueanos  que  llevaba.  Cuando  estuve  en  Tucumán  con  el  ejército,  des- 
pués de  la  boleada  del  general  Paz,  se  me  prescntíS  aqnól  y  me  dijo  que  por 
no  hacer  caso  el  general  Lavalle  de  los  conocimientos  suyos,  y  de  los  dem<ís 
baqueanos,  no  aca])ó  con  López,  pues  cuando  le  decíamos: — Por  acá  conviene 
ir  para  agarrarlo», — sacaba  su  as^uja  y  decia: — cNo  es  por  aquí,  sino  por 
allá», — hasta  que  se  quedó  á  pié,  por  solo  esta  causa,  muriéndoscle  las  caba- 
lladas por  el  nío:  una  yerba  venenosa  que  no  hay  en  Buenos  Aires . 


—  408  ~ 

Adviértase  también,  que  no  llevaba  el    completo  del  ar- 
mamento, porque  no  lo  hubo  al  salir. 


Llegados  á  las  inmediaciones  de  la  Cruz  Alta,  que 
es  donde  principia  la  jurisdicción  de  Córdoba,  ya  prin- 
cipiaron avenirnos  al  encuentro  varios  paisanos  á  dar- 
nos noticias  del  estado  de  las  fuerzas  del  gobernador 
Bustos  y  de  su  situación,  pero  dichos  hombres  asi  que 
encontraban  la  columna,  preguntaban  por  el  general  La 
Madrid  para  hablar  con  él.  Muchas,  ó  las  mas  de  las 
veces,  iba  yo  por  lo  regular  á  la  cabeza  de  la  columna, 
al  lado  del  general  Paz,  esto  lo  hacía  por  el  conoci- 
miento y  antigua  amistad  que  teníamos,  pues  como  he 
dicho  antes,  había  simpatizado  con  él,  desde  que  lo  co- 
nocí  en  el  año  IL  Cuando  esto  sucedía,  les  decía  yo, 
indicándoles  al  General: 

—  «El  señor  es  el  General  en  jefe  y  su  paisano.  Co- 
muniquenle  Vds.  las  noticias  que  traen. 

Los  pobres  paisanos  se  encogían  y  me  decían  acor- 
tados: 

—  «¡Con  Vd.,  señor,  queremos  hablar,  porque  tene- 
mos mas  confianza!» 

Tenía,  pues,  que  separarme  con  ellos  á  un  lado,  oir 
su  relación  y  comunicársela  al  General.  Muchas  veces 
llegué  á  conocer  que  no  dejaba  el  General  de  disgustar- 
se cuando  llegaban  estos  casos,  ofendiéndose  quizá  su 
amor  propio,  de  una  preferencia  que  era  solo  debida  á 
la  franqueza  de  mi  carácter  para  con  todos,  á  la  con- 
fianza que  por  dicha  razón  les  había  yo  inspirado  en  las 
diferentes  veces  que  había  estado  en  aquella  Provincia 
y  en  su  campaña. 


Distraído  había  anticipado  los  dos  párrafos  anterio- 
res, pues  debo  decir  que  llegados  en  los  últimos  días  de 
marzo,  no  recuerdo  si  á  las  puntas  del  arroyo  de  Pavón 
ó  más  allá,  de  noche  y  bastante  avanzada  ésta,  mandó 
el  General  que  se  acamparan  los  cuerpos  formando  cada 


—  409  — 

uno  en  batalla  á  su  frente,  teniendo  los  caballos  desen* 
frenados  y  asegurados  de  la  rienda. 

En  este  orden  estábamos  descansando,  cuando  se 
presenta  un  hombre  que  venia  de  Buenos  Aires,  pregun- 
tando por  mí.  Condúcenlo  á  mi  presencia,  y  llamándo- 
me, me  dice: 

—  «Vengo  mandado  por  el  Gobierno  con  este  pliego 
para  el  general  Paz  ó  al  general  Lavalle,  pues  se  me 
ha  ordenado  que  lo  entregue  al  primero  de  los  dos  que 
encuentre.  El  coronel  Rauch  ha  sido  batido  y  muerto 
por  los  indios  y  gauchos  que  mandan  Molina,  Pancho  el 
ñato  y  otros;  la  mayor  parte  de  nuestra  jente  la  hemos 
perdido;  los  enemigos  están  ya  sobre  Buenos  Aires.» 

Me  quedé  maldiciendo  de  mi  destino  actual  y  de 
mis  predicciones  al  general  Lavalle,  y  le  dije: 

— €¡Cuidado  con   que  Vd.  comunique  esta  noticia  á 
nadie!» 

—  «Vd.  es  el  único,  mi  Coronel,  á  quien  he  querido 
darla», — dijome. 

—  «Pues  bien,  yo  se  lo  agradezco  á  Vd.  en  el  alma, 
venga  conmigo  y  le  enseñaré  la  tienda  del  General», — le 
dije,  y  lo  conduci  hasta  mostrársela: 

—  «No  le  diga  Vd.  que  ha  hablado  conmigo»,  y  me 
volví  á  mi  puesto,  después  de  haber  observado  que  ha- 
bía entrado  al  toldo  del  General,  el  cual  era  compuesto 
por  dos  pequeños  postecitos  ó  estacas  enterradas;  una 
lanza  atravesada  por  sobre  ellos  y  una  frazada  que  ha- 
cia tender  por  encima  para  escribir  y  libertarse  del 
viento. 

Dicho  toldo  no  estaba  distante,  y  por  consiguiente 
espiaba  el  proceder  del  conductor  de  la  comunicación 
cuando  saliese  de  la  tienda,  pero  al  corto  instante  tuve 
que  tenderme  y  hacerme  el  dormido,  porque  el  General 
gritó  á  sus  ayudantes  y  les  mandó  ordenaran  á  todos 
los  cuerpos  enfrenasen    sus  caballos,  y  disponerse   para 

marchar  sin  que  el  propio  se  hubiese  separado  del  Ge- 
neral. 

Recibida  dicha  orden  y  estando  listos  los   animales 


—  410  — 

de  tiro,  de  los  cañones  y  carros,  veo  continuar  la  mar- 
cha por  el  mismo  camino. 

—  «¡Esperemos,  dije  entre  mí,  á  que  amanezca;  pue- 
da ser  que  el  General  tenga  noticias  de  Lavalle  y  que 
marche  á  reunirse  con  él  para  deliberar;  mientras  tanto 
veremos  si  me  confia  el  parte  que  ha  recibido!» 

Continuamos  acelerando  la  marcha,  encargados  de 
no  atrasar  los  Cuerpos,  cuando  aclarando  el  día  hace 
alto  la  columna  y  recibimos  orden  de  prepararnos  como 
para  batirnos. 

Había  recibido  aviso  el  General,  del  Comandante  de 
la  descubierta,  de  haberse  avistado  gente  armada  al 
norte.  El  sol  se  había  levantado  un  poco,  mientras  nos 
preparábamos  y  se  practicaba  el  reconocimiento;  resul- 
tando de  este  ser  las  descubiertas  del  general  Lavalle 
que  venían  en  retirada,  las  que  habían  ocasionado  nues- 
tra alarma.;  continuamos  hasta  llegar  al  arroyo  de  los 
Desmochados,  donde  estaba  acampado  el  general  Lavalle 
en  este  lado  de  dicho  arroyo,  como  de  9  á  10  de  la  mañana. 

El  jefe  de  Estado  Mayor  condujo  la  columna  á  la 
banda  opuesta  del  arroyo  y  la  acampó;  el  general  Paz 
marchó  al  campo  ó  alojamiento  del  general  Lavalle.  Esta 
es  la  razón  porque  dije  que  no  recordaba  si  era  en  el 
arroyo  de  Pavón  ó  más  adelante  donde  llegó  el  propio,  pues 
he  olvidado  el  nombre  dol  lugar  (si  es  otro)  mas  próxi- 
mo á  dichos  Desmochados. 

Asi  que  se  hubo  acampado,  se  mandó  carnear  por 
ambas  divisiones,  mientras  tantos  los  generales  seguían 
conferenciando  solos,  pues  los  coroneles  Olavarría,  Vega 
y  no  recuerdo  que  otro,  habían  pasado  á  nuestro  campo 
á  saludar  á  los  jefes  conocidos  y  venido  á  mi  alojamiento, 
apenas  se  hubieron  bajado,  cuando  me  dirigieron  la  re- 
convención siguiente: 

—  «¿Cómo  á  tenido  Vd.  paciencia  para  sufrir  que 
Deheza,  coronel  de  ayer,  haya  sido  nombrado  jefe  del 
Estado  Mayor,  cuando  todos  creemos  que  lo  sería  Vd., 
no  solo  por  ser  el  coronel  mas  antiguo  del  ejército,  sino 
también   por   sus  servicios?» 


—  411  — 

— «¡En  el  acto  mismo  de  haberse  dado  dicha  orden 
debía  Vd.  haber  pedido  su  baja  y  volverse,  como  lo  ha- 
bría hecho  cualquiera  de  nosotros  h 

—  iMis  amigos,  díjele;  eso  está  en  er  diferente  modo 
de  pensar  de  los  hombres». 

—  «¡Cuando  el  general  Lavalle  me  mandó  llamar  en 
Buenos  Aires,  la  víspera  de  salir  para  Navarro,  me  dijo, 
que  me  necesitaba  para  mandarme  á  las  Provincias,  con 
el  general  Paz,  también  juzgué  que  sería  ese  cuando 
,menos  el  destino  con  que  vendría,  cuando  no  fuera  se- 
parado !» 

— «Pero  como  de  todos  modos,  no  sirvo  para  emplea- 
do, sino  para  mi  patria,  estoy  persuadido  de  que  pocos 
podrán  servirla  en  esta  campaña,  como  yo,  que  voy 
muy  contento  mandando  mis  80  voluntarios. 

Si  hubiera  hecho  lo  que  ustedes  me  aconsejan,  ha- 
brían juzgado  que  solo  me  había  prestado  á  salir  á  cam- 
paña por  tan  despreciable  interés  b 

¡Y  quién  sabe  sino  habrían  tenido  que  reírse! 

No,  mis  amigos,  les  dije:  mis  sentimientos  son  mas 
nobles,  con  ellos  me  río  con  razón,  de  los  que  sin  ellos, 
intentan  reírse  de  mi!» 

—  cAlabamos  compañero  su  paciencia,  me  dijeron. 
Mientras  esto  conversábamos  estaba  ya  preparado  el  al- 
muerzo que  les  dispuse,  que  siempre  fué  mejor  que  el 
que  había  convidado  en  el  desierto,  á  los  generales  La- 
valle  y  Rodríguez,  pues  las  provisiones  las  llevaba  á  la 
mano. 

Contáronme  el  tiempo  y  la  caballada  que  habían 
perdido  en  su  inútil  campaña,  que  sentían  por  cierto  ha- 
berla emprendido. 

—  «¡Qué  dirían,  decía  entonces^  si  supieran  cuánto 
mas  han  perdido  con  esta  loca  campaña!!!» 

Preguntándome  que  sabíamos  de  Rauch»,  nada  com- 
pañeros les  dije,  á  no  ser  que  el  General  tenga  alguna 
noticia.» 

Larga  fué  la  conversación  que  tuvimos,  pero  sin 
dármeles  por  entendido  de   lo  que   se  sabía. 


~  412  — 

Preguntándome  si  no  iba  á  saludar  al  general  La- 
valle,  díjeles,  que  no,  pues  no  quería  mortificarle  con 
mi  presencia  después  de  tan  lucida  campaña  como  la  que 
acababa  de  hacer,  habiendo  dejado  desatendida  su  Pro- 
vincia, mucho  mas,  cuando  en  el  Monte  y  en  la  sepa- 
ración del  coronel  Rauch  al  salir  de  San  Nicolás,  había 
visto  él,  realizado  cuanto  le  anuncié  en  la  tarde  de  su 
salida  de  Buenos  Aires.» 

—«¿Y  qué  le  anunció  Vd.?»  me  preguntaron. 

—  «¡  Que  suspendiera  su  marcha  á  Santa  Fé,  mandara  ^ 
á  cualquiera  de  Vds.  ó  á  los  dos  juntos,  con  su  cuerpo, 
á  disolver  á  los  indios  y  gauchos  que  sitiaban  al  Monte», 
les  dije. 

—  «Que  no  se  moviera  áesta  campaña  inútil,  sin  dejar 
la  provincia  tranquila  y  arreglada,  pues  si  tal  lo  hacia, 
tuviera  entendido  que  al  acercarse  á  López,  tendría  que 
desmembrar  sus  fuerzas  y  sería  tal  vez  ya  tarde». 

— «¡Cuánto  mejor  habría  sido  eso  compañero,  me 
dijeron,  que  venir  á  perder  nuestras  caballadas  y  nuestro 

tiempo,  que  es  lo  mas  precioso,  podíamos  haberlo  em- 
pleado mejor  sin  perder  á  los  pobres  compañeros  del 
Monte!» 

— «¿Y  un  hombre  que  le  ha  hecho  estas  prevenciones, 
que  tuvo  la  paciencia  de  verle  reírse  de  ellas,  quieren 
Vds.  que  vaya  á  saludarle?» 

—  «¿Con  qué  gusto  me  recibiría  al  recordarlas?» 

— «Tiene  Vd.  razón,  me  dijeron,  pero  no  podemos 
menos  que  repertirle,  que  alabamos  su  prudencia,  ó  mas 
bien  su  calma». 

En  esto  vinieron  ya  los  ayudantes  á  prevenirles  que 
se  había  dado  orden  de  prepararse  para  marchar,  vinien- 
do en  seguida  un  ayudante  del  coronel  Deheza  á  comu- 
nicarme la  misma  orden  y  nos  despedimos. 

A  poco  rato  y  catando  ya  listos,  vimos  marcharse 
al  general  Lavalle  para  Buenos  Aires,  venir  el  general 
Paz  y  mandar  mover  nuestras  fuerzas  para  Córdoba, 
como  de  1  á  2  de  la  tarde. 

Aseguro  á  mis  lectores,  que  me  quedé  abismado  del 


—  413  — 

pran  talento  y  genio  militar  de  ambos  Generales,  ó  mas 
propiamente,  del  general  Lavalle  que  era  el  jefe  prin- 
cipal ! 

Pero,  juzgando  que  seria  en  mí  un  crimen  el  no 
advertirles,  pasé  á  la  cabeza  de  la  columna  nuestra  y 
llamándole  un  poco  aparte  al  general  Paz,  díjele:  «Com- 
pañero y  amigo. 

—  «¿Qué  significa  esta  separación  de  fuerzas  después 
de  lo  que  nos  ha  pasado?» 

—  «¿Y  por  qué  me  pregunta  Vd.  esto?» 

—  «¿Qué  es  lo  que  nos  á  pasado?  díjome  el  General.» 

—  tjQue  no  existe  Rauch  ni  su  división,  que  los  in- 
dios y  todos  los  gauchos  de  Rozas  están  ya  sobre  Bue- 
nos Aires,  dijele!» 

—  «¿Y  cómo  lo  sabe  Vd.?» 

—  tPor  que  el  propio  que  trajo  á  Vd.  la  noticia,  me 
buscó  anoche  para  comunicármela,  antes  de  dársela  á 
Vd.  y  le  encargué  que  anadie  lo  comunicara»,  le  repuse. 

—  «¿Y  cuál  es  la  opinión  de  Vd.?»  rae  dijo. 

—  «Que  debemos  volvernos  y  marchar  todos  sobre 
Buenos  Aires,  acabar  con  esa  horda  de  salvajes,  que  es 
lo  que  yo  haría,  ó  marcharnos  todos  á  las  Provincias  y 
dejar  á  Rozas  en  pacífica  posesión  de  Buenos  Aires. 

—  «Yo  estaría  por  lo  primero,  pues  marchando  todos 
juntos  es  indudable  que  pronto  pacificaríamos  la  Provin- 
cia, observando  con  actividad,  sin  prevenciones,  pero  si 
esto  no  se  juzgase  conveniente,  vamos  todos  mas  bien  á 
las  Provincias,  que  así  seremos  mas  pronto  dueños  de 
todas  ellas  y  entonces  con  un  poder  mucho  mas  fuerte, 
volveremos  á  salvar  á  Buenos  Aires.» 

—  «¡Reflexione  General,  le  agregué,  sobre  el  efecto 
que  producirá  en  el  ánimo  de  los  soldados  del  general 
Lavalle,  al  llegar  al  Arroyo  del  Medio  y  encontrarse  con 
toda  la  campaña  sublevada,  sitiada  Buenos  Aires,  y  sepa- 
rados además  de  todos  nosotros!» 

—  «Es  probable  que  decairía  su  animo,  asi  que  esto 
lo  vean,  esto  mismo  á  de  suceder  mañana  entre  nosotros 
cuando  se  sepa.» 


—  414  — 

—  «¡Medítenlo  Vds.  bien  y  no  se  espongan  por  Dios, 
á  perder  divididos  los  mejores  soldados  que  hemos  te- 
nido!» 

Estas  prudentes  y  juiciosas  reflexiones,  hiciéronle 
fuera,  al  general  Paz,  Mandó  detener  la  columna  y  re- 
gresó de  galope  en  alcance  del  general  Lavalle;  habien- 
do llegado  á  él,  se  pararon  y  tuvieron  una  larga  confe- 
rencia. ¡Desmiéntame  el  que  se  atreva,  si  no  es  cierto 
lo  que  digo!  Toda  nuestra  columna  me  vio  llegar  al 
general  Paz,  hablarle,  mandarla  este  parar  y  correr  como 
he  dicho  hacia  el  general  Lavalle.  La  de  este,  lo  vio 
también  parar  á  ambos  Generales  y  tener  una  larga  con- 
ferencia! 

Pasada  dicha  conferencia,  volvió  el  general  Paz  y 
continuó  el  general  Lavalle  para  Buenos  Aires.  Díjome 
aquél  al  llegar  (mandando  seguir  el  camino  para  Cór- 
doba). 

—  «¡Nada  he  podido  conseguir  del  General!» 

—  «¡Ni  lo  uno  ni  lo  otro!» 

— «¡Me  ha  dicho  que  siga  mi  camino,  que  el  se  con- 
sidera bastante  fuerte  por  sí  solo  para  no  abandonar  su 
Provincia!» 

—  «¡Ya  se  la  harán  abandonar  por  la  fuerza  y  le 
pesará  entonces  el  no  haberse  dirigido  con  toda  ó  mar- 
chándonos  juntos  á  las  Provincias,  para  libertar  pronto 
la  suya!» 

Llegamos  á  la  ciudad  de  Córdoba,  me  parece  que  el 
13  de  abril,  el  gobernador  Bustos  se  había  retirado  á 
San  Roque,  unas  10  leguas  al  oeste  de  Córdoba,  que  está 
situada  al  pié  de  la  sierra,  con  todas  sus  fuerzas,  toda 
la  artillería  del  ejército  auxiliar  del  Perú.  Asi  que  pi- 
samos el  territorio  de  Córdoba,  empezó  á  dar  de  alta  en 
el  escuadrón  de  voluntarios,  á  varios  paisanos  de  la 
misma  Provincia  que  se  me  fueron  presentando  habién- 
dose aumentado  estos  en  el  pueblo,  alcanzó  el  escuadrón 
á  unas  120  plazas. 

El  general  Paz  fué  muy  bien  recibido  por  la  mayor 
parte  de  la  población  y  en  pocos  días    se   reunieron  al- 


--  415  — 

gunos  hombres  por  los  afectos  al  General  y  le  acompaña- 
ron en  la  pronta  salida  que  hicimos  en  busca  de  las 
fuerzas  de  Bustos. 

Llegados  á  la  otra  posta  de  la  cuesta  de  Cpsquin, 
á  inmediaciones  de  San  Roque,  hubo  un  parlamento  ó 
comunicación  entre  los  generales  Paz  y  Bustos,  pero  no 
habiendo  arribado  á  ningún  acuerdo,  marchamos  sobre 
la  fuerte  posición  de  San  Roque  que  ocupaba  Bustos, 
con  mucha  mas  fuerza  que  nosotros,  con  una  numerosa 
artillería,  compuesta  de  dos  obuses,  de  diez  piezas,  me 
parece  que  de  los  calibres  de  á  4  y  de  6. 

San  Roque  está  situado  en  una  espaciosa  quebrada 
el  pié  mismo  de  la  sierra  que  le  sirve  de  espaldón  al 
Oeste.  La  quebrada  corre  de  norte  á  sur,  hay  en  ella 
un  rio  de  bastante  caudal,  que  teniendo  sus  vertientes 
en  la  sierra,  como  hacia  el  sur-este,  pasa  por  la  orilla 
misma  de  la  población  que  está  compuesta  de  rastrojos 
ó  quintas  de  sembrados.  —  Bustos  había  colocado  los 
dos  obuses  y  seis  piezas  más  en  su  derecha,  al  frente 
del  puente  por  que  se  pasa  dicho  río,  y  tenia  á  la  dere- 
cha de  esta  batería  unos  escuadrones  de  caballería. 

Seguía  para  la  izquierda  su  línea  de  infantería,  otra 
batería  de  cuatro  piezas  y  el  resto  de  su  caballería.  Esta 
última  batería  estaba  colocada  en  una  altura  que  domi- 
naba todo  nuestro  centro  y  derecha  de  nuestra  línea. 

Nuestra  fuerza  que  solo  constaba  de  poco  más  de 
mil  hombres,  fué  distribuida  del  modo  siguiente:  ~  La 
izquierda  que  componía  mi  escuadrón  de  voluntarios  y 
las  pocas  milicias  que  se  nos  había  reunido,  estaba  bajo 
mis  órdenes;  y  el  jefe  del  estado  mayor  coronel  don  Ro- 
mán Deheza  me  mandó  colocar  con  dicha  fuerza  y  en 
columna  por  mitades,  al  frente  del  puente  y  á  tiro  de 
cañón  de  la  batería  enemiga. 

Nuestra  línea  de  infantería  compuesta  délos  batallones 
dos  y  quinto,  y  con  los  coraceros  del  coronel  Pedernera 
á  la  derecha,  que  había  quedado  formada  á  mi  espalda 
cuando  yo  me  avancé  movióse  para  el  flanco  derecho 
pasando  el  río  mas  arriba  de  la  izquierda  enemiga,  bajo 


L 


—  416  — 

las  inmediatas  órdenes  del  General  en  jefe,  ocupó  la  al- 
tura que  dominaba  la  izquierda  enemiga,  pero  fuera  aun 
del  alcance  de  los  fuegos  de  ésta. 

En  esta  posición  estábamos,  cuando  observando  yo 
el  intento  del  general  Paz  de  envolver  la  izquierda  ene- 
miga, pido  permiso  al  Jefe  del  estado  mayor  para  lan- 
zarme sobre  la  bateria  de  la  derecha  y  tomarla,  pues 
que  esta  desde  que  descubrió  el  intento  de  nuestro  Ge- 
neral había  roto  ya  sus  fuegos  sobre  mi  pequeña  co- 
lumna. 

Negóse  Deheza  á  permitirme  cargar  hasta  que  el  Ge- 
neral hubiese  acabado  de  ocupar  ó  dominar  toda  la  iz- 
quierda enemiga  desde  la  referida  altura  con  sus  dos 
batallones  y  solo  me  mandó  avanzar  un  poco  y  hacer  alto 
hasta  que  el  General  hubiera  logrado  su  intento.  —  Asi 
lo  hize,  por  solo  un  instante,  pero  asi  que  conocí  la  im- 
prudencia con  que  se  me  colocaba  por  solo  servir  de 
blanco  á  la  batería  enemiga  mientras  pretendían  que  el 
General  lo  hiciera  todo,  pues  ya  dos  granadas  me  habían 
hecho  volar  tres  hombres  ó  cuatro  con  sus  caballos,  me 
precipité  por  el  puente  á  la  cabeza  de  50  voluntarios 
sobre  la  bateria. 

Fué  tan  feliz  ésta  mi  carga,  que  á  pesar  de  la  me- 
tralla con  que  fuimos  recibidos,  cuyos  cascos  caídos  en 
el  rio  cuando  atravesábamos  el  puente  de  carrera,  nos 
salpicaron  con  el  agua,  logré  apoderarme  de  la  batería 
al  mismo  tiempo  que  el  General  se  apoderaba  también 
de  la  otra,  y  envolvía  la  infantería  de  Bustos. 

Al  precipitarme  sobre  la  batería  con  los  cincuenta 
voluntarios,  había  mandado  al  sargento  mayor  Leiba  co- 
rrerse á  la  izquierda  para  cerrar  el  estrecho  del  río  á 
la  caballería  enemiga  que  intentaba  ya  salvar  por  aquella 
parte,  para  la  hacienda  de  Arredondo;  por  consiguiente, 
fueron  los  enemigos  estrechados  por  ambos  flancos  y  se 
tomaron  muchos  prisioneros,  pero  no  sin  bastante  pérdi- 
da por  parte  del  enemigo  y  alguna  nuestra,  aun  que  muy 
inferior  á  la  de  los  muertos  de  aquél. 

El  general  Bustos  escapó  para  la  Rioja,  por  la  sierra 


—  417  — 

con  alguna  gente,  sin  embargo  de  haber  sido  perseguido 
por  algunas  leguas.  Yo  tuve  entre  muertos  y  heridos 
más  de  veinte  hombres,  no  recuerdo  la  pérdida  de  los 
demás  Cuerpos;  pero  si  que  en  proporción  fué  mucho 
menos  que  la  mía  por  la  posición  que  tomaron.  Con  la 
fuerza  que  cargué  hasta  apoderarme  de  la  batería,  fué 
el  entonces  teniente  primero  de  la  primera  compañía  del 
escuadrón  de  voluntarios  don  Juan  Navarro.  El  jefe  de 
la  artillería  que  se  hallaba  en  dicha  batería,  cuyo  nom- 
bre no  recuerdo,  quedó  muerto  al  lado  de  ella  con  mu- 
chos de  sus  artilleros,  por  mis  voluntarios,  y  fué  el  pri- 
mer ensayo  que  le  proporcioné  á  dicho  Cuerpo. 

Después  de  este  combate  marchamos  á  Caroya  y 
Sinsacate.  El  objeto  del  General  en  esta  marcha,  fué 
el  de  arreglar  aquella  parte  de  la  campaña  del  norte, 
alejar  á  los  individuos  de  la  familia  del  gobernador 
Bustos  y  que  nos  eran  contrarios,  y  perseguir  al  coman- 
dante Guevara  del  departamento  del  Tío,  pues  que  había 
ganado  para  aquella  parte  con  alguna  fuerza. 

A  perseguir  á  dicho  comandante,  me  destinó  el  Ge- 
neral con  mi  escuadrón  llevando  un  piquete  de  infantería 
del  quinto  bajo  las  órdenes,  creo,  del  entonces  teniente 
don  Cesar  Díaz.  —  Guevara  fué  perseguido  hasta  Mar 
Chiquita  que  está  al  este  del  Tío  y  tocando  con  los  con- 
fines de  la  provincia  de  Santa  Fé  por  dicha  parte,  en  la 
cual  fué  acuchillado  y  dispersa  la  mayor  parte  de  su 
fuerza;  se  le  tomaron  bastantes  prisioneros. 

Después  de  este  último  choque  permanecí  pocos  días 
en  el  fuerte  del  Tío  hasta  que  fué  nombrado  comandante 
de  dicho  punto  y  frontera,  el  capitán  don  Hilario  Basa- 
bilbaso . 

Habiendo  regresado  á  Córdoba,  fui  destinado  por  el 
señor  General  á  la  sierra  de  San  Javier  y  Pocho  á  con- 
secuencia de  que  se  habían  levantado  allí  algunos  mon- 
toneros, y  de  que  se  tenían  noticias  de  los  aprestos  del 
general  Quiroga  en  los  Llanos,  para  venir  á  atacarnos 
con  el  gobernador  Bustos  que  se  le  había  reunido. 

El  General,  después  del  triunfo  de  San  Roque  se  ha- 


27 


—  418  - 

bia  dirigido  á  don  Javier  López  gobernador  de  Tucumán, 
solicitando  su  cooperación  con  algunas  fuerzas  para  es- 
perar á  Quiroga  ó  invadirlo. 

López  que  temía  que  el  general  Paz  pudiese  man- 
darme á  Tucumán  si  él  se  denegaba,  porque  en  tal  caso 
no  podía  resistirme  por  la  gran  influencia  de  que  yo 
gozaba  en  dicho,  mi  país;  que  conocía  al  mismo  tiempo 
Ja  decisión  de  mis  paisanos  para  marchar  en  nuestra 
ayuda,  se  resolvió  ponerse  en  marcha  para  Córdoba  con 
quinientos  hombres,  alejando  de  paso  á  ¡barra  de  San- 
tiago del  Estero. 

Mientras  López  se  movía  de  Tucumán  había  yo  pa- 
sado á  la  sierra  de  Córdoba  con  mi  escuadrón  de  volun- 
tarios y  dispersado  las  montoneras  ayudado  por  el  va- 
liente cordobés,  hijo  de  San  Javier,  don  Ciríaco  Gómez, 
á  quien  por  su  decisión  y  patriotismo  no  menos  que  su 
arrojo,  habíalo  nombrado  el  General,  Comandante  de  uno 
de  los  escuadrones  de  dichos  departamentos. 

Alejados  dichos  montoneros  al  territorio  de  la  Rioja 
y  habiéndose  ya  movido  Quiroga  y  Bustos  en  nuestra 
busca  desde  los  Llanos,  salió  el  general  Paz  hasta  la 
sierra  con  su  ejército,  habiendo  ya  organizado  el  cuerpo 
de  cívicos  de  Córdoba  bajo  las  órdenes  del  coronel  Bar- 
cala  (1). 

Yo  me  había  avanzado  hasta  Santa  Rosa,  territorio 
perteneciente  á  la  Rioja  ó  fronterizo  al  menos,  batido 
allí  una  vanguardia  de  Quiroga  y  perseguídolo  hasta 
Ulapez  creo  y  regresándome  de  allí  porque  se  aproxima- 
ban las  fuerzas  de  Mendoza  y  San  Juan,  mandadas 
por  el  fraile  Aldao,  dando  aviso  al  General,  con  cuyo 
motivo  regresó  éste  al  otro  lado  de  la  sierra,  asi  para 
esperar  la  reunión  del  gobernador  de  Tucumán  don  Ja- 
vier López,  como  para  fatigar  más  al  enemigo  llamán- 
dolo al  interior  de  la  Provincia. 


[']  ün  negro  mendocino,  muy  valiente,  y  de  unos  modales  y  porte  muy 
caballeresco;  y  el  cual  se  había  ya  distinguido  en  varios  encuentros  anteriores 
en  Mendoza  en  defensa  de  su  pueblo  contra  los  bárbaros  ataques  del  fraile 
Apóstata  don  José  Félix  Aldao^ 


—  419  - 

Habiendo  sido  yo  el  encargado  de  cubrir  la  retirada 
del  ejército,  tuve  que  naarchar  al  frente  del  enemigo  hasta 
haber  traspasado  la  Sierra  por  las  cabeceras  del  Rio  3**, 
que  era  el  camino  que  traia  Quiroga,  hasta  llegar  á  las 
inmediaciones  de  Altagracia,  hacienda  situada  á  10  le- 
guas al  sud  sudoeste  de  Córdoba.  En  la  tarde  que  acampé 
á  las  inmediaciones  de  dicha  hacienda  en  la  cual  estaba 
el  ejército,  habia  llegado  el  gobernador  López  con  los  tu- 
cumanos,  y  estaba  precisamente  acampado  á  vanguardia 
de  los  demás  cuerpos  del  ejército. 

Luego  que  hube  acampado  mi  cuerpo,  ya  cerrada  la 
oración,  y  después  de  haber  pasado  el  toque  de  retreta, 
pasé  al  ejército  á  verme  con  el  General,  darle  cuenta  del 
lugar  en  que  quedaba  el  enemigo  y  pedirle  me  permitie- 
ra ir  á  hacerle  una  visita  al  gobernador  López,  cuando 
al  llegar  al  campo  en  que  estaba  el  ejército,  encontróme 
precisamente  con  la  división  de  los  tucumanos  que  esta- 
ba acampada  sobre  el  camino;  así  que  atravesé  por  en- 
tre los  primeros  fogones,  conocí  á  mis  paisanos  que  los 
circulaban. 

Sin  detener  mi  caballo,  pues  iba  al  troto  largo,  di- 
goles  de  paso  en  voz  alta:— «¿Cómo  están  mis  valientes 
tucumanos?» — Conocer  mi  voz,  levantarse  todos  corrien- 
do hacia  mí  y  dándome  mil  fuertes  vivas  que  se  repitie- 
ron por  todo  su  campo  hasta  avanzarse  los  cornetas  á 
tocar  dianas,  que  ocasionaron  alguna  alarma  en  el  ejérci- 
to, todo  fué  uno. 

Por  de  contado  que  no  me  agradó  semejante  demos- 
tración á  dichas  horas,  por  el  efecto  que  naturalmente 
debía  producir  en  el  ánimo  de  su  Gobernador,  como  lo 
produjo  en  efecto.  Llegué  sin  detenerme  á  la  tienda  del 
General  y  después  de  haber  presenciado  que  iban  los 
ayudantes  del  Estado  Mayor  á  contener  aquella  gritería 
y  hacer  callar  á  los  cornetas. 

Introducido  yo  á  la  tienda  del  General,  me  encontré 
con  el  gobernador  López  á  su  lado  y  le  di  un  abrazo, 
después  de  saludar  al  General,  que  lo  correspondió  no 
de  buena  gana,  y  se   salió  al    poco   instante.     Déjele  al 


—  420  — 

General  así  que  le  hube  dado  cuenta  del  lugar  que  ocu- 
paba el  enemigo,  que  iba  á  visitar  á  López  y  ofrecérme- 
le á  ponerme  bajo  sus  órdenes  con  mi  escuadrón,  si  él 
me  lo  permitía,  para  formar  parte  de  su  división,  y  con 
este  motivo  estimular  á  mis  paisanos  á  distinguií^se  en 
el  próximo  combate. 

El  General  aprobó  y  aplaudió  mi  idea,  y  yo  pasé  á 
la  tienda  de  mi  paisano,  y  habiéndole  encontrado  con 
uno  ó  dos  de  sus  oficiales  ó  comandantes  y  pasadas  las 
felicitaciones,  etc.,  etc.,  hicele  presente  la  amistosa  y  no- 
ble idea  que  llevaba;  y  como*  Observé  que  él  se  denegó 
á  admitirme  tan  loables  proposiciones,  le  agregué  á  pre- 
sencia de  todos,  siendo  dos  de  los  que  estaban  con  él,  el 
coronel  de  milicias  y  cuñado  suyo  don  José  Alvarez  y 
el  teniente  coronel  de  ejército  don  José  Segundo  Roca, 
compañero  y  amigo.  «¡El  objeto  que  yo  me  propongo  al 
dar  este  paso,  es  á  más  de  amistoso  y  noble,  político  y 
de  gran  interés,  así  para  la  patria  como  para  Vd.  mis- 
mo y  para  el  crédito  de  nuestro  pueblo!  —  Mis  paisanos 
verán  en  esto  que  yo  sé  respetar  y  estimar  al  jefe  que 
ellos  se  han  dado  por  el  órgano  de  sus  Representantes 
y  que  no  conservo  contra  él  prevención  alguna  á  pesar 
de  los  sucesos  anteriores!  ¡Agregue  Vd.  á  esto  el  noble 
estímulo  que  tendrán  todos  ellos  al  verse  guiados  contra 
aquel  que  tanto  los  ha  ofendido  por  la  dirección  y  el 
ejemplo  de  entre  ambos!» 

Cuando  yo  vi  que  estas  mis  tocantes  reflexiones  no 
produjeron  en  él,  el  efecto  que  yo  esperaba,  mucho  más 
cuando  su  tienda  estaba  rodeada  por  todos  sus  soldados 
y  oficiales,  que  solo  esperaban  que  yo  saliera  para  ver- 
me y  hablarme,  confieso  á  mis  lectores  que  me  quedé 
muy  desagradado,  pero  sin  desistir  por  eso  de  este  mi 
noble  empeño. 

Me  retiré  á  poco  instante,  escusándome  con  que  es- 
tando el  enemigo  tan  próximo  mi  presencia  en  mi  Cuer- 
po era  necesaria,  pero  dándole  la  mano  y  repitiéndome 
mis  generosos  ofrecimientos. 

Apenas  salí  de  su  tienda,   que  ni    á    la   puerta  me 


i 


—  421  — 

acompaño  (^)  cuando  fui  rodeado  por  todos  y  saluda- 
dos con  el  entusiasmo  de  todos  los  corazones  de  aquellos 
mis  nobles  paisanos.  Diles  á  todos  las  más  especiales 
gracias  asegurándoles  que  al  siguiente  día  tendría  el 
gusto  de  verlos  y  me  retiré. 

Al  poco  instante  de  haber  llegado  ámi  campamento 
que  no  estaba  lejos  vinieron  á  él  varios  oficiales  á 
saludarme,  por  no  haber  tenido  el  gusto  de  verme,  ni 
poder  hablar;  díles  las  gracias  mas  especiales  por  el 
aprecio  que  me  manifestaban;  y  les  dije  cuanto  me  com- 
placerían distinguiéndose  en  la  próxima  batalla  contra  el 
implacable  enemigo  de  nuestro  pueblo,  (Quiroga)  y  les 
supliqué  se  retirasen  á  sus  puestos  para  no  disgustar  á 
su  Jefe,  y  estar  prontos  para  lo  que  pudiera  ocurrir. 
Así  lo  hicieron  llenos  de  contento. 

Al  siguiente  día  marchamos  al  encuentro  de  Quiro- 
ga en  dirección  al  Salto,  y  habiéndonos  acampado  ya  de 
noche  á  inmediaciones  del  rio,  no  pude  verme  con  mis 
paisanos  por  que  estaba  yo  á  vanguardia,  pero  habien- 
do de  parar  allí  el  ejército  hasta  medio  día,  pude  venir 
esa  mañana  que  fué  la  del  19  de  junio  á  visitar  al  go- 
bernador López  y  demás  Jefes  y  Oficiales,  y  también  por 
el  deseo  natural  de  ver  á  todos  los  milicianos  que  tan 
antiguas  pruebas  de  estimación  me  tenían  dadas. 

El  gobernador  López  que  se  daba  en  su  campo  más 
tono  que  nuestro  General,  estaba  sentado  en  uno  de  los 
varios  asientos  que  había  traído  preparados  desde  Tucu- 
mán,  y  que  siempre  estaban  prontos  asi  que  acampaba, 
no  menos  que  una  mesa  de  tijera  á  su  lado. 

Asi  que  desmonté  y  me  senté  á  su  lado  concurrieron 
todos  sus  jefes  y  oficiales  á  saludarme,  y  como  la  tropa 
no  había  podido  verme  aún,  se  agolpó  toda  á  espaldas 
del  círculo  que  habían  formado  los  Jefes  y  Oficiales;  pe- 
ro su  amable    Gobernador    {^)   no  les  permitió    satisfa- 


[1]  No  quería  presenciar  lo  que  tanto  le  estaba  mortificando,  pues  ya  sentía 

desde  su  asiento  el  murmullo  que  hacían  los  hombres  que  rodeaban  su  tienda! 

(-)  ¡Este  era  el  mismo  á   quien  en    el    año  26    habla    yo    depuesto  del 


—  422  — 

cer  los  deseos  que  manifestaban  de  verme  siquiera  de 
lejos;  pues  así  que  observó  que  se  iba  aumentando  la 
concurrencia,  levantó  la  voz  y  les  dijo; 

—  « ¿Qué  buscan  aquí,  no  han  visto  nunca  gente? »  A 
tan  urbana  amonestación  tuvieron  todos  los  soldados  que 
largarse  mas  que  de  prisa,  tal  era  la  cortesía  del  pobre 
de  mi  paisano  á  cuyas  órdenes  pretendí  en  vano  po- 
nerme. 

Me  despedí  á  poco  rato  sin  haber  podido  conseguir 
que  se  prestara  á  las  indicaciones  que  le  hicieron  para 
que  fuese  yo  á  su  lado,  algunos  de  sus  Comandantes; 
y  muy  luego  nos  movimos  adelante  con  todo  el  ejército 
y  nos  acampamos  ya  tarde  á  corta  distancia  del  campo 
del  general  Quiroga. 

Bueno  sería  advertir  aqui  que  nuestro  ejército  había 
ya  mas  que  duplicado  su  número  esto  es  de  el  que  había 
llevado  de  Buenos  Aires,  pues  á  mas  de  los  500  tucu- 
manos  habían  como  400  ó  mas  milicianos  de  Córdoba  que 
el  general  Paz  había  puesto  bajo  mis  órdenes,  y  como 
200  cívicos  que  había  organizado  el  coronel  Barcala  y 
los  cuales  estaban  muy  entusiasmados. 

Como  los  dos  ejércitos  estaban  ya  inmediatos  y  se 
creía  que  la  batalla  tendría  lugar  al  siguiente  día  no 
juzgó  el  General  prudente  que  se  alejara  nuestra  van- 
guardia, por  no  esponerla  á  una  sorpresa.  Quiroga  apro- 
vechándose de  esta  circunstancia,  de  las  buenas  caballa- 
das que  llevaba,  y  mas  que  todo  de  los  conocimientos 
que  tenían  de  los  caminos  y  sendas,  asi  el  Gobernador 
Bustos  como  todos  los  cordobeses  que  acompañaban  á 
dicho  Gobernador,  dejó  bien  preparados  los  fogones  de 
su  campamento  y  partidas  de  vanguardia  al  cargo  este 
cuidado  de  algunos  hombres,  y  se  marchó  velozmente 
sobre  Córdoba,  asi  que  cerró  la  noche,  por  su  flanco  iz- 
quierdo; anduvo  toda  esa  noche  del  19  con  diligencia,  y 


mando  por  que  no  había  querido  darme  el  contingente  que  le  había  ordenado 
el  Gobierno,  ni  permitirme  llevar  para  la  guerra  con  el  Brasil,  á  los  hombre.-» 
que  querían  seguirme  voluntariamente. 


^ 


—  423  — 

fué  á  presentarse  sobre  la  ciudad  dominándola  por  las 
alturas,  me  parece  que  á  eso  de  las  5  de  la  tarde  del 
20  de  junio  y  le  intimó  rendición  á  la  plaza. 

Prevendremos  aquí  lo  que  había  descuidado  de  ex- 
presar antes:  esto  es  que  después  de  pasada  la  batalla 
de  San  Roque,  el  pueblo  de  Córdoba  había  nombrado 
Gobernador  y  Capitán  general  de  la  Provincia  al  Gene- 
ral de  nuestro  ejército  don  José  María  Paz. 

El  Jefe  político  don  Pedro  Juan  Gonzalos,  había  que- 
dado encargado  del  Gobierno  de  Córdoba,  cuando  salió 
el  General  y  gobernador  Paz,  al  encuentro  de  Quiroga; 
por  consiguiente  fué  aquél  el  que  recibió  la  intimación  de 
este  último,  y  la  rechazó  con  denuedo;  contando  con  la 
decisión  del  pueblo  para  defenderse  mientras  llegaba  el 
general  Paz. 

Quiroga  atacó  el  pueblo  con  empeño,  asi  que  vio 
rechazada  su  intimación;  pero  fué  resistido  con  energía 
en  toda  la  noche,  y  mucha  parte  del  siguiente  día  21. 
Quiroga  que  no  se  paraba  en  medios,  y  que  tuvo  noticia 
de  nuestra  aproximación  acometió  nuevamente  al  pue- 
blo y  le  amenazó  incendiarlo  todo  sino  se  entregaban;  y 
no  recuerdo  si  dio  principio  por  quemar   algunas  casas. 

A  una  amenaza  semejante,  y  hecha  por  un  Quiroga, 
no  creyó  prudente  el  Delegado  resistirse,  y  mucho  más 
cuando  habían  perdido  ya  algunos  hombres  y  estaban 
casi  agotadas  sus  municiones.  Capituló  y  lomó  posesión 
Quiroga  de  la  plaza,  ya  caida  la  tarde:  dejó  en  ella  900 
infantes  que  tenía,  y  pasó  con  cerca  de  3000  caballos  á 
situarse  al  campo  de  la  Tablada  en  la  otra  banda  del 
rio  al  nor-oeste  del  pueblo  como  tres    cuartos  de  legua. 

Mientras  todo  esto  practicaba  Quiroga,  nosotros  íba- 
mos ya  en  su  alcance;  pues  que  al  amanecer  el  30,  habían 
ya  descubierto  nuestras  bomberos  la  marcha  del  enemigo 
sobre  Córdoba,  y  el  General  había  contramarchado  sin 
deternerse  y  esforzando  cuanto  le  fué  posible  la  marcha 
de  nuestro  ejército;  pero  como  no  teníamos  la  movilidad 
de  aquél,  pues  á  mas  de  traer  mejores  caballadas,  lleva- 
ba sus  infantes  montados;  no  nos  fué  posible  á  pesar  de 


—  424  — 

nuestra  diligencia,  llegar  á  tiempo  de  haber  evitado  di- 
cho contraste. 

Serían  las  11  de  la  noche  cuando  llegamos  á  los 
altos  de  Córdoba  (O  sin  ser  sentidos  por  los  enemigos, 
y  si  lo  fuimos  no  nos  demostraron.  Principiamos  á 
descender  á  los  corrales  de  matadero  que  están  á  la 
orilla  este  del  pueblo,  cuando  el  General  hizo  alto  des- 
pués de  haber  bajado  algunas  cuadras,  y  contramar- 
chó  por  el  estrecho  y  barrancoso  camino,  no  se  porque 
motivo.— Confieso  que  no  me  agradó  semejante  retroceso, 
pues  aunque  nuestra  infantería  iba  por  delante,  y  le  se- 
guía la  artillería,  me  temía  mucho  que  los  enemigos 
pudieran  habernos  colocado  sobre  las  barrancas  del  ca- 
mino, doscientos  infantes,  y  héchonos  pedazos  sin  po- 
dernos defender  en  semejante  estrechura;  y  mucho  menos 
con  la  contramarcha,  que  nos  dejaba  apiñados. 

Había  contramarchado  la  cabeza  de  la  columna  co- 
mo dos  ó  tres  cuadras  ó  poco  mas;  cuando  hace  y  vuelve 
á  contramarchar  hasta  casi  llegar '  á  los  corrales  que 
están  al  pié  de  la  barranca,  y  á  orillas  del  mismo  pueblo. 
Pasa  por  segunda  vez,  y  retrocede  nuevamente.  ' 

Confieso  que  semejantes  vacilaciones  me  tenían  loco 
de  desperación,  y  de  rabia;  pues  espera  por  momentos, 
que  50  hombres  del  enemigo  nos  fusilaran  impune- 
mente en  aquel  enredo  que  habíamos  formado,  con 
marchar  y  contramarchar;  mas  por  fortuna  habiendo  pa- 
sado por  2*  ó  3'  vez,  se  resolvió  al  fin;  bajó,  y  paró  en- 
seguida todo  el  ejército  á  la  banda  opuesta  del  río, 
alejándose  un  tanto  del  pueblo,  para  que  no  fuéramos 
sentidos. 

Asi  que  hubo  acabado  de  pasar  todo  nuestro  ejército, 
aproximándose  ya  el  día;  marchamos  por  la  otra  parte 
de  las  quintas  y  saliendo  al  alto  del  norte,  hasta  intro- 


(1)  Dicho  pueblo  está  situado  en  una  hondonada  y  sobre  un  rio  que 
corre  del  poniente  al  esic,  y  en  la  margen  del  sur;  y  por  una  ú  otra  banda 
de  rio,  tiene  uno  que  descender  para  llegar  al  pueblo,  y  no  se  ve  éste  sino 
al  llegar  al  descenso. 


1^ 


^  425  — 

ducírnos  al  potrero  del  jefe  político  don  Pedro  Juan  Gon- 
zález; cuyo  costado  oeste,  viene  á  estar  sobre  la  Tablada, 
ya  aclarado  el  día;  y  dejando  el  pueblo  á  nuestra  reta- 
guardia por  la  izquierda.. 

Yo  ignoro  hasta  hoy,  porque  Quiroga  quiso  conservar 
su  infantería  en  el  pueblo,  y  no  la  reunión  á  su  ejército 
para  darnos  la  batalla. 

Colocado  nuestro  ejército  en  el  referido  potrero  de 
don  Pedro  Juan  González,  y  toda  la  numerosa  caballería 
de  Quiroga  al  extremo  del  oeste  del  expresado  potrero,  en 
el  campo  de  la  Tablada;  lo  distribuyó  el  General  en  tres 
columnas  paralelas.  La  de  la  derecha  bajo  mis  órdenes, 
la  componían  mi  escuadrón  de  90  voluntarios  y  cerca  de 
600  milicianos  de  Córdoba.  La  del  centro,  toda  la  infan- 
tería y  artillería,  bajo  las  inmediatas  órdenes  del  jefe  del 
Estado  Mayor  coronel  don  Román  Deheza;  la  de  la  iz- 
quierda, la  componían  los  500  tucumanos  mandada  por  su 
gobernador  don  Javier  López,  y  la  reserva  con  el  cuerpo 
de  coraceros  bajo  los  órdenes  del  coronel  don  Juan  Pe- 
dernera. 

Apenas  se  hizo  estfi  distribución,  hicele  presente  al 
General  que  me  comprometía  dándome  todas  las  milicias, 
pues  no  las  juzgaba  sino  á  propósito  para  envolver  mi 
escuadrón  y  desalentarlo,  no  por  otra  razón  que  por  el 
cortísimo  tiempo  que  hacía  que  habían  sido  reunidas,  y 
por  la  poca  confianza  que  debían  inspirarme,  por  haber 
sido  una  parte  de  ellas  reunida  casi  á  la  fuerza.  Le  pedí 
pues  que  distribuyera  la  mitad  de  ellas  á  los  coraceros,  ó 
que  me  diera  al  valiente  teniente  coronel  Pringles  con  50 
de  éstos  para  que  echáramos  con  él  al  medio,  á  los  mi- 
licianos; de  cuyo  único  modo  podríamos  conducirlos  bien 
á  la  pelea. 

El  General  se  denegó  primero,  diciéndome  que  yo 
para  mi  genio  sabría  conducirlos  mejor,  y  que  irían  mas 
gustosos  conmigo.  Instándole  entonces  para  que  me  diera 
al  bravo  Pringles,  me  lo  prometió  mas  no  tuvo  efecto 
dicha  promesa. 

A  mis  pocos  voluntarios  los  tenía  yo   muy  entusias- 


_  426  — 

mados,  y  les  habla  hecho  entender  para  mejor  animarlos, 
que  con  ellos  solos  me  bastaba  para  sacar  á  Quiroga  de 
en  medio  de  todo  su  ejército.  Esto  mismo  les  proclamé 
á  todos  los  Cuerpos  en  aquellos  momentos,  agregándoles 
que  no  sufrirían  los  soldados  de  Quiroga  una  sola  des- 
carga de  nuestra  infantería,  pues  nadie  los  conocía  mejor 
que  yo,  por  haber  ya  de  antemano,  peleado  varias  veces 
con  él. 

Todo  esto  les  decía  yo,  para  que  no  vacilaran  por 
un  momento  á  la  vista  de  su  mas  que  duplicada  fuerza, 
porque  les  veía  fijarse  bastante  en  la  superioridad  numé- 
rica de  la  caballería  enemiga;  y  era  tal  mi  entusiasmo, 
y  el  interés  que  tenía  para  trasmitírselo  á  todo  el  ejér- 
cito, qué  me  avancé  á  decirles  en  voz  alta,  á  los  Cuerpos 
de  infantería,  á  presencia  del  ejército;— ¡que  los  facultaba 
á  todos  para  que  me  lancearan  si  esos  miserables  de  Qui- 
roga y  el  Fraile,  les  aguantaban  una  2'  descarga!  To- 
dos aplaudían  mi  confianza,  y  no  dejaron  de  participar 
en  cierto  modo  de  ella. 

Dióme  en  estas  circunstancias  orden  el  General,  de 
mandar  abrir  con  mis  soldados  una  puerta  en  el  potrero, 
que  solo  nos  separaba  del  ejército  de  Quiroga,  como 
para  que  pudieran  salir  las  columnas  formadas  por  es- 
cuadrones. Lo  hice  al  momento,  y  serían  ya  mas  de  las 
12  del  dia. 

Luego  que  el  General  vio  abierta  una  espaciosa  puerta, 
me  ordenó  que  saliera  con  mi  columna,  y  corriéndome 
oblicuamente  á  la  derecha  hiciera  alto  formando  en  esca- 
lones al  frente  del  costado  izquierdo  enemigo,  que  lo 
mandaba  el  fraile  general  Aldao. 

Lo  hice  asi  al  instante,  dando  un  viva  á  la  patria  al 
salir  por  el  portón;  y  apenas  hube  formado  los  escalones, 
cuando  recibí  orden  del  General  de  cargar;  las  demás 
columnas  no  habían  salido  aíin. 

Había  yo  formado  cuatro  escalones,  los  tres  primeros 
que  eran  los  más  fuertes,  los  componían  las  milicias,  y 
el  último  mis  voluntarios.  Los  había  colocado  yo  en 
este  orden,  para  obseryar   á  los   primeros,   y  obligarlos 


—  427  — 

con  el  de  mi  mayor  confianza.  Así  que  recibí  la  orden 
en  circunstancias  que  ya  la  línea  enemiga  me  venía  al 
encuentro,  mandé  echar  carabinas  á  la  espalda,  que  no 
eran  muchas  por  cierto,  y  sable  á  la  mano;  y  di  enseguida 
la  voz  de  «trote  y  galope». — Ambas  cosas  se  ejecutaron 
bien  por  mis  tres  primeros  escalones;  y  los  enemigos  nos 
venían  ya  al  encuentro;  pero  cuando  mandé  á  degüello, 
ejecutaron  con  tanta  prontitud  dicho  movimiento,  pero 
á  retaguardia,  que  me  quedé  frío. 

Puesto  entonces  al  frente  de  mis  voluntarios  y  sin  de- 
tenerme, dyeles  en  alta  voz:— «¡No  necesito  de  ellos,  co- 
bardes, seguidme  que  vosotros  solos  me  bastáis  para  estos 
miserables!»  -Me  lancé  á  escape  sobre  la  triple  línea  que 
venía  á  mi  frente  y  le  hice  volver  la  espalda. 

Fué  este  un  espectáculo  curioso.  Mientras  yo  con  mis 
pocos  voluntarios  atrepellaba  lanceando  á  cuantos  venían 
á  mi  frente  por  mi  derecha,  la  parte  izquierda  de  la  lí- 
nea enemiga,  acuchillaba  á  mis  espaldas  á  mis  milicianos 
que  habían  huido  y  saltado  la  cerca,  sin  necesidad  de 
puerta. 

Los  soldados  de  Aldao  entraron  al  potrero  persiguien- 
do á  nuestros  milicianos,  v  hasta  enlazaron  nuestros  ca- 
ñones  que  iban  recien  sacando  y  empezaban  á  dispararse 
con  ellos,  cuando  el  jefe  del  Estado  Mayor  coronel  Deheza 
los  mandó  hacer  una  descarga  con  la  infantería  y  tu- 
vieron que  cortar  sus  lazos  y  huir  á  reunirse  con  los  su- 
yos, corriéndose  más  allá  del  camino  por  que  habían 
cargado;  pero  mientras  esto  pasaba,  yo  con  solo  mis  vo- 
luntarios y  con  unos  pocos  valientes  de  la  misma  milicia 
que  había  logrado  contener  ó  que  se  rae  unieron  así  que 
vieron  fugarse  á  los  otros,  sostenía  todo  el  ataque  de  la 
izquierda  enemiga. — Persiguiendo  iba  yo  á  los  enemigos 
y  entreverado  en  ellos  con  mis  soldados,  cuando  presen- 
tándoseme un  nuevo  Cuerpo  que  venía  á  contener  á  los 
que  fugaban,  había  tenido  que  retroceder  un  poco  y  reu- 
nir mis  soldados  mandándole  pedir  auxilio  al  General. 

El  Cuerpo  enemigo  que  se  había  presentado  á  conte- 
ner á  sus  dispersos,  y  que  me  vio  retroceder  á  su  vista. 


—  428  ~ 

mandólos  á  reunirse  á  su  retaguardia  y  se  lanzó  sobre 
mi  que  estaba  acabando  de  formar  mis  soldados,  alen- 
tándolo con  la  promesa  que  les  había  hecho,  de  serme 
ellos  bastantes  para  batir  á  los  miserables  enemigos  que 
teníamos  á  nuestro  frente,  como  acababan  de  verlo. — No 
bien  observé  al  nuevo  cuerpo  que  venía  sobre  nosotros, 
cuando  grité  á  los  míos: — f¡De  frente,  mis  valientes  vo- 
luntarios; al  galope  que  ya  huyen  estos  cobardes!»  —  y 
puesto  yo  á  su  frente  me  lancé  á  dicha  voz  sobre  ellos, 
dando  en  seguida  la  de  ¡«A  degüello!» 

Cumplióse  por  segunda  vez  mi  pronóstico,  y  fueron  lan- 
ceados en  su  fuga,  pero  por  un  corto  instante. — El  Frayle 
General  había  organizado  ya  á  todos  los  que  huyeron  á 
mi  primera  carga  y  también  á  los  que  habían  pasado 
para  enlazar  á  nuestros  cañones  y  ya  venían  á  nues- 
tro encuentro,  pero  sintiéndose  ya  por  mi  izquierda  las 
atronadoras  descargas  de  nuestra  infantería,  y  las  deto- 
naciones de  nuestra  artillería  (i).  Me  fué,  pues,  preciso 
repetir  la  maniobra  primera,  para  rehacer  mi  Cuerpo  bas- 
tante debilitado  ya,  y  mandar  un  nuevo  pedido  al  Gene- 
ral para  que  me  auxiliara,  mas,  no  siéndome  posible  es- 
perarlo, me  precipité  por  tercera  vez  y  con  el  mismo 
feliz  resultado;  pues  el  Fraile  no  osó  recibirme  y  volvió 
la  espalda. 

Pero  ya  el  combate  se  había  hecho  general  hacía 
rato,  y  Quiroga  seguía  ya  replegándose  á  su  izquierda  por 
consiguiente  no  pude  perseguirle  sino  por  un  corto  ins- 
tante, y  llamando  á  voces  á  Quiroga  de  mi  parte.  Tuve 
que  hacer  alto  y  tocar  reunión  á  la  vista  de  un  Cuerpo 
como  de  seis  hombres  que  se  movía  á  mi  frente, 
mas,  observando  que  el  teniente  coronel  Pringles  venía 
ya  en  mi  auxilio  con  un  pequeño  escuadrón  de  Corace- 
ros, que  no  llegaba  á  cien  hombres,  me  apresuré  á  for- 
mar mis  voluntarios  que  eran  ya  apenas  unos  cincuenta 


(  ' )  El  combate  se  había  ya  empeñado  y  tuvieron  los  Coraceros  que 
trabajar  bastante  en  protección  de  López  que  me  parece  fué  rechazado  en  la 
primera  carga. 


—  429  - 

y  tantos  hombres,  pues  los  demás  habían  sido  heridos  ó 
muertos. 

Así  que  llegó  el  valiente  Pringles,  le  ordené  desple- 
gara su  escuadrón  y  formara  con  él  mi  segundo  escalón, 
pues  yo  con  mis  voluntarios  y  los  pocos  hombres  mili- 
cianos del  pueblo  de  Córdoba  que  con  algunos  de  sus 
oficiales  y  unos  cuantos  ciudadanos  jóvenes,  se  man- 
tenían firmes  y  denodados;  formé  el  primer  escalón  y 
nos  movimos  sobre  el  enemigo,  á  un  trote  contenido.  El 
enemigo  aunque  en  casi  triplicado  número  al  de  nuestros 
dos  pequeños  escalones,  venia  también  con  un  andar  muy 
contenido. 

Así  que  hube  descubierto  á  nuestra  infantería  que 
venía  á  paso  de  trote  y  con  el  General  á  su  frente,  di 
la  voz  de  galope.  Los  enemigos  desfilaron  por  su  izquier- 
da y  emprendieron  su  retirada  al  gran  galope  en  cir- 
cunstancias que  ya  se  ponía  el  sol  y  dirigiéndose  al  nor- 
te, pero  como  ya  seguían  á  éstos  el  resto  de  la  caballería 
de  Quiroga  que  huía  en  grandes  grupos,  me  fué  pre- 
ciso variar  nuestra  dirección  mandando  romper  en  co- 
lumna por  la  derecha,  sobre  la  marcha,  pues  el  General 
les  apuraba  ya  con  los  fuegos  del  batallón,  á  los  que 
seguían  un  poco  á  retaguardia  por  nuestro  flanco  iz- 
quierdo. 

Seguimos  en  este  orden  acuchillando  á  muchos  has- 
ta que  cerró  la  noche,  y  nos.  mandó  hacer  alto  el  Gene- 
ral. Reunidos  todos  nuestros  cuerpos  nos  fuimos  un  po- 
co á  la  derecha  y  mandó  el  General  acampar  el  ejército, 
como  á  tres  cuartos  de  legua  ó  poco  más,  al  nord-este 
del  <jampo  de  batalla,  el  cual  estaba  iluminado  después 
que  cerró  la  noche,  de  resultas  de  haberse  incendiado 
los  pastos  secos,  ya  por  los  tacos  de  los  cañones  ó  ya  en 
fin  por  efecto  de  los  fogones  que  dejó  el  enemigo  en  su 
campo.  El  resultado  fué  que  todo  él  quedó  sembrado  de 
cadáveres  hasta  más  de  cinco  leguas  al  Norte,  por  cuyo 
espacio  les  perseguimos. 

Nuestro  ejército  no  había  parado  en  el  día  anterior 
ni  á  carnear,  tal  fué  el  empeño  de  nuestro  General  y  de 


—  430  — 

todo  él  en  alcanzar  al  enemigo  y  salvar  al  pueblo,  pnes 
aunque  en  un  corto  momento  de  descanso  no  descuidó  el 
General  que  era  preciso  que  el  soldado  tomara  algún  ali- 
mento para  estar  más  fuerte,  y  dispuso  que  se  voltearan 
algunas  reses  para  el  efecto  de  que  churrasquearan  ¿il- 
gunos  asados;  tirar  los  pedazos  de  carne  medio  charquea- 
dos sobre  una  gran  fogata,  contestamos  todos  que  no  te- 
niamos  hambre,  y  fui  el  primero  en  decir  á  mis  soldados 
que  en  los  fogones  del  enemigo  iríamos  á  comer  en  abun- 
dancia después  de  haberlos  vencido. 

Nadie  por  consiguiente  quiso  ir  á  lomar  las  reses  que 
estaban  ya  reunidas,  tuvieron  que  largarlas  y  continua- 
mos la  marcha.  Por  consiguiente,  la  noche  de  la  victo- 
ría  la  pasamos  casi  en  vela,  tomando  mate  al  lado  de  los 
fogones,  y  divertidos  en  oír  relatar  á  nuestros  hombres 
los  diferentes  lances  que  cada  uno  había  presenciado  ó 
experimentado  en  sí  mismo.  Pero  el  General,  notando 
que  esta  distracción  podría  sernos  perjudicial,  mandó 
orden  para  que  se  apagaran  todos  los  fogones,  cerca  ya 
de  las  11  ó  más  de  la  noche,  y  que  descansara  la  tropa, 
cuidando  cada  jefe  de  la  seguridad  de  su  Cuerpo. 

Así  se  hizo,  y  nombré  yo  á  más  de  la  imaginaria 
para  que  cuidara  mi  Cuerpo,  dos  oficiales  con  diez  hom- 
bres cada  uno  para  que  así  que  aclarara  el  día 
ó  antes,  fuesen  á  registrar  todo  el  campo  de  batalla,  y 
recojer  las  armas  que  encontrasen  tiradas,  pues  me  fal- 
taban algunos  sables  y  tercerolas  y  quería  ver  si  me  las 
proporcionaba  de  los  enemigos,  sin  tener  necesidad  de 
pedirlas  al  General. 

Serían  como  las  tres  ó  las  cuatro  de  la  mañana, 
cuando  recibimos  orden  de  disponernos  para  marchar  so- 
bre la  infantería  enemiga  que  había  quedado  en  el  pue- 
blo, y  que  el  gobernador  don  Javier  López  cubriría  la 
retaguardia  con  sus  tucumanos. 

Dispusímonos  en  efecto  para  marchar,  pero  yo  con- 
fieso que  lo  hice  de  muy  mala  gana,  ya  porque  me 
quedaba  sin  recoger  las  armas  por  medio  de  mis  parti- 
das que  estaban  nombradas  ya,  en  fin,  porque  me  parecía 


—  431  ^ 

poco  prudente  el  movernos  sin  haber  antes  descubierto 
el  campo  y  tener  conocimiento  del  paradero  de  Quiroga, 
y  su  caballeria.— La  infantería  debía  ocupar  la  vanguar- 
dia; seguía  á  ésta  la  artillería,  coraceros,  yo  en  seguida 
con  mis  pocos  voluntarios  y  serían  los  tucumanos,  la  re- 
taguardia. 

Asi  que  estuvieron  listos  los  Cuerpos,  esperando  solo 
la  orden  para  moverse,  pasé  á  verme  con  el  jefe  de  Es- 
tado Mayor,  coronel  Deheza,  cuando  se  dio  la  orden  de 
marchar.  Hablando  estaba  con  dicho  jefe,  del  disgusto 
con  que  me  movía  del  campo,  sin  que  antes  le  hubiéra- 
mos reconocido  bien,  manifestándole  también  el  chasco 
que  me  llevaba  respecto  al  armamento,  cuando  veo  mar- 
char al  gobernador  López,  en  seguida  á  los  coraceros,  sin 
esperar  á  que  me  hubiese  movido  con  mis  voluntarios; 
seguramente  porque  me  vio  conversando  con  el  jefe  de 
Estado  Mayor. 

Yo  que  advertí  aquella  falta  de  consideración  en 
López,  que  por  otra  parte  no  dejaba  de  tener  cuidado 
por  nuestra  retaguardia,  me  incomodé  y  lo  dejé  marchar, 
diciendo  entre  mí: — ¡Anda  fantasmón,  que  yo  cubriré  la 
retaguardia  mejor  que  tú! 

El  coronel  Deheza,  díjome: —  «Ya  marchan,  compa- 
ñero»,—-y  se  fué. 

Dejé  pasar  todas  las  divisiones  de  los  tucumanos 
y  marché  á  su  retaguardia  como  con  70  hombres,  in- 
cluso los  pocos  ciudadanos  y  milicianos  que  me  habían 
quedado,  y  aun  no  serían  tantos,  en  razón  de  haber 
perdido  de  mis  voluntarios  11  muertos  y  21  ó  23  he- 
ridos. 

—  «¡Quién  pensaría,  tuve  la  fortuna  de  decir  muy 
poco  después  de  haber  amanecido,  que  la  imprudencia 
de  López  de  marcharse  antes  que  yo,  por  cuyo  motivo 
quedé  á  retaguardia,  nos  había  de  haber  salvado  á  to- 
dos!» 

Expliquémonos  y  juzgarán  los  lectores  si  hay  algo 
de  exagerado  en  este  mi  dicho. 

A  poco  andar,  encontramos  al  sur    la  cerca  del  po- 


—  432  — 

trero  de  don  Pedro  Juan  González,  es  decir  el  lado 
mismo  que  mira  al  campo  de  batalla,  en  el  cual  había 
yo  abierto  la  puerta  para  que  saliera  nuestro  ejército  en 
el  día  anterior;  por  consiguiente  lo  dejábamos  á  nuestra 
izquierda,  pero  marchábamos  arrimados  á  él,  en  circuns- 
tancias que  iba  aclarando  el  día.  Algunos  de  los  oficia- 
les tucumanos  que  iban  al  flanco  derecho  de  nuestra  co- 
lumna de  camino,  pues  íbamos  á  cuatro  de  frente,  se 
habían  alejado  un  poco  sobre  dicho  costado,  para  reco- 
nocer los  muchos  cadáveres  que  se  descubrían  en  el  cam- 
po de  batalla,  cuando  uno  de  los  oficiales  descubre  á  los 
900  infantes  que  Quiroga  había  dejado  en  el  pueblo,  for- 
mados en  batalla,  un  poco  mas  adelante,  á  vanguardia 
del  naneo  derecho  de  los  tucumanos. 

Dicho  oficial,  en  vez  de  dar  aviso  al  Gobernador,  del 
descubrimiento  que  acababa  de  hacer,  corre  á  mí  y  me 
dice: 

— «¡Mi  Coronel,  vea  Vd.  la  línea  de  la  infantería  de 
Quiroga!»,— y  me  la  indica  con  su  mano;  fijóme  bien, 
pues  no  estaba  todavía  bien  aclarado  el  día,  y  reconoz- 
co en  realidad  la  línea  enemiga. 

—  «Corra  Vd.,  dije  al  momento  á  uno  de  mis  ayu- 
dantes, F.  Lemus,  mendocino,  en  alcance  del  General  y 
dígale  de  mí  parte  que  Quiroga  ha  sacado  su  infantería 
y  está  formada  sobre  nuestro  flanco  derecho,  que  man- 
de en  el  momento  contramarchar  nuestra  infantería  por 
sobre  la  altura.» 

Adviértase  que  cuando  esto  sucedía,  la  mitad  de 
nuestro  ejército  ó  algo  más,  había  descendido  al  bajo 
del  río,  por  el  noroeste  del  pueblo.  Mi  ayudante  que 
parte  á  escape  en  alcance  del  General  con  mi  dicho  aviso, 
cuando  dispáranos  Quiroga  dos  cañonazos  á  bala  y  hace 
dar  un  fuerte  viva  á  sí  mismo  por  toda  su  línea.  Fué 
tal  la  sorpresa  que  los  cañonazos  y  los  vivas  á  Quiroga 
produjo  en  los  tucumanos,  que  se  precipitaron  todos  so- 
bre la  cerca  que  llevábamos  á  la  izquierda  y  se  pusie- 
ron en  fuga. 

Yo,  por  el   contrario,    mandé    con  la   velocidad   del 


—  433  — 

rayo  dar  frente  á  la  derecha  á  mis  voluntarios,  man- 
dando al  mayor  del  cuerpo,  Luis  Leiva,  mantenerse  fir- 
me mientras  yo  contenia  á  mis  paisanos.  Me  lancé  so- 
bre ellos,  proclamándoles; 

—  «¿Es  posible,  mis  valientes  tucumanos,  les  dije, 
que  asi  manchéis  vuestro  nombre,  después  de  haberlo 
ilustrado  ayer,  destruyendo  al  ejército  de  ese  hombre  que 
tanto  ha  ofendido  á  nuestro  pueblo?    ¿Así  abandonaréis 

^  á  vuestro  mejor  amigo?  ¿Le  dejaréis  lanzarse  solo,  con 
ese  puñado  de  valientes  que  veis  formado,  y  despedazar 
con  solo  él  á  todos  vuestros  bárbaros  enemigos?  ¿Qué 
se  diria  de  vosotros  si  tan  cobardemente  abandonaseis 
el  campo?» 

«¡Huid  ahora,  si  queréis,  pero  llevad  entendido  que 
vuestras  esposas  queridas,  y  vuestros  padres  mismos, 
os  han  de  escupir  á  la  cara,  arrojándoos  de  su  pre- 
sencia!» 

No  faltaron  entre  mis  compatriotas,  algunos  jefes, 
oficiales,  y  hasta  soldados,  que,  tocados  de  estas  mis  re- 
flexiones, gritasen: 

—  «¡No  le  abandonaremos,  mi  Coronel!  Alto,  alto!»,— 
y  corrieron  á  contener  á  los  demás,  mientras  ordenaba 
á  los  que  habían  parado 

Fórmelos  á  todús,  excepto  unos  70  ú  80  hombres  que 
no  volvieron,  y  pasaron  sembrando  la  noticia  de  nuestra 
derrota  y  les  hice  volver  inmediatamente,  siguiendo  el 
camino  que  había  llevado  el  resto  de  nuestro  ejército, 
mandándolos  galopar  en  su  alcance,  descendiendo  por  el 
barranco  al  bajo  del  rio. 

Mientras  esta  operación  se  practicaba,  mi  puñado  de 
voluntarios  se  mantuvo  firme,  con  sus  oficiales  al  frente, 
y  el  enemigo  no  osó  sino  dirigirle  algunos  cañonazos 
y  tiros  de  fusil.  Mandé  enseguida  formar  en  columna  á 
'  la  izquierda,  y  seguí  al  trote  por  retaguardia  de  los  tu- 
cumanos.   Su  gobernador,  López,  (^)  continuó  á  la  cabe- 


[*]     ¡Aquel  sujeto,  (juí*  iio  había  querido  aceptar  el  honor  de  tenerme    á 
jstts  órdenes,  se  mantuvo  asombrado  mientras  yo  proclamaba  y  contenía  á  sus 

28 


—  434  — 

za  de  éstos,  pues  la  infantería  de  Quiroga,  se  nos  venia 
sobre  nosotros  haciéndonos  fuego. 

Cuando  empecé  á  descender  por  el  barranco,  ya  los 
soldados  de  Quiroga  nos  fusilaban  desde  la  altura.  En 
estas  circunstancias,  me  encontré  con  el  camino  casi  obs- 
truido por  nuestros  cañones  que  habían  quedado  aban- 
donados, pues  los  que  tiraban  á  caballo,  habían  cortado 
los  lazos  y  corrido  adelante;  rae  dice  el  coronel  Aren- 
grein,  que  estaba  á  mi  lado: 

— «¡Coronel,  déme  Vd.  unos  hombres  para  salvar  los 
cañones,  pues  jos  que  nos  hostilizaban,  se  han  mandado 
mudar!» 

—  «¿Dónde  está  el  ejército?*,— pregunté  al  jefe  de  ar- 
tillería. 

—  «No  lo  sé»,— fué  su  contestación. 

—  «Pues  clave  Vd.  los  cañones,  le  dije,  y  sálvese  por 
que  nos  fusilan.» 

Efectivamente,  se  iban  agolpando  todos  los  infantes 
de  Quiroga  sobre  el  barranco  y  nos  quemaban  con  sus 
fuegos.  Paré  un  momento  á  dejar  pasar  el  polvo  que 
habían  levantado  los  tucumanos,  asi  que  salí  del  barran- 
co, para  ver  si  encontraba  al  ejército  formado.  ¡Cuánto 
fué  mi  desagrado,  cuando  alejado  el  polvo,  me  encontré 
solo!  Pero  descubriendo  á  los  coraceros  y  tucumanos, 
correr  salvando  zanjas  y  cercos  por  los  rastrojos  de  la 
izquierda  para  salir  por  los  altos  al  potrero  de  Gonzá- 
lez, á  cuyo  frente,  ál  oeste,  había  sido  la  batalla  del  día 
anterior,  grité  á  mis  voluntarios: 

—  «¡  Seguidme  á  escape!»,  —  y  me  lancé  por  la  iz- 
quierda (^)  disputando  el  paso  á  los  que  iban  adelante, 
acortando  el  camino  cuanto  me  era  posible  por  la  iz- 
quierda y  por  sobre  los    cercos,  tanto   más    cuanto  que 


soldados!     Y  una  vez  formados  todos  los  que  logré  reunir  á  mí  voz,  marchó 
á  la  cabeza  de  ellos  al  galope,  representando  el  papel  de  su  jefe! 

(*)  En  este  preciso  momento  sintióse  ya  la  primera  descarga  de  nuestra 
infantería  y  un  continuado  fuego  en  seguida,  sobre  el  barranco  que  ocupaban 
los  enemigos;  con  mi  aviso  habla  coñtramarchado  ya  el  General  por  el  alto. 


-  435  — 

conocí  por  Jos  fuegos  que  nuestra  infantería  estaba  sobre 
el  enemigo. 

En  fuerza  de  mi  empeño,  logré  salir  al  alto  primero 
que  todos,  y  casi  á  mi  par  el  valiente  teniente  coronel 
de  coraceros,  don  Pascual  Pringles,  con  poco  mas  de  60 
hombres  de  su  cuerpo.  Cuando  salí  del  potrero,  al  alto  de 
donde  me  fusilaban  los  enemigos  momentos  antes,  ya  el 
jefe  de  Estado  Mayor,  coronel  Deheza,  los  llevaba  en  re- 
tirada, persiguiendo  á  la  bayoneta  á  los  infantes  de  Qui- 
roga;  grité  á  mis  voluntarios,  al  galope;  empezábamos  á 
marchar  en  este  aire  sobre  el  enemigo,  y  Pringles  un 
poquito  atrasado  por  mi  derecha,  cuando  diviso  al  Ge- 
neral, que  me  grita: 

— «Coronel,  mande  hacer  alto.» 

No  había  acabado  todavía  el  General  de  expresar  la 
voz  de  alto,  cuando  di  la  voz  de:  «A  degüello»,  y  me 
lancé  sobre  los  infantes  enemigos. 

El  teniente  coronel  Pringles,  que  había  parado  á  la 
voz  de  alto  del  General,  le  vi  cargar  enseguida,  proba 
blemente  mandado  por  el  General,  puesto  que  yo  iba 
lanceando  con  mis  voluntarios  á  la  infantería  enemiga, 
que  no  le  di  tiempo  á  reunirse.  El  resultado  fué  que  la 
perseguimos  entre  ambos  hasta  concluirla;  si  escaparon 
algunos,  fueron  muy  pocos.     Muchos  fueron  prisioneros. 

Yo  fui  el  último  en  regresar  á  reunirme  al  ejército 
por  que  perseguí  á  Quiroga  hasta  la  siena  inmediata  á 
San  Roque,  á  cuyo  pié  dejó  fatigado  un  excelente  ca- 
ballo parejero,  al  cual  le  debió  su  escape.  Era  un  her- 
moso bayo  overo  que  corría  dos  leguas,  y  no  había  quien 
lo  ganara,  le  tomé  también  otro  hermoso  caballo  oscuro 
que  le  llamaba  él,  el  piojo^  el  cual  era  en  extremo  lije- 
ro  en  dos  cuadras. 

Nuestra  pérdida  en  esta  acción  fué  en  extremo  cor- 
ta y  la  del  enemigo  mayor  que  en  el  día  anterior;  sin 
que  la  nuestra  hubiese  llegado  entre  muertos  y  heridos 
en  los  dos  días  de  combate,  al  núm.  de  80  hombres, 
cuando  la  del  enemigo  en  solo  muertos  pasó  de  100  hom- 
bres.   Se  le  tomaron  al  enemigo  cerca   de  400  prisione- 


V 


—  436  — 

ros  y  Bustos  el  Gobernador  que  fué  de  Córdoba  fugó  por 
la  parte  del  rio  para  la  provincia  de  Santa-Fé. 

El  general  Paz,  dio  en  el  campo  de  batalla  un  pre- 
mio bien  merecido  al  teniente  coronel  Pringles  hacién- 
dolo Coronel  en  propiedad,  cosa  que  nadie  con  justicia 
pudo  reprobar  pues  por  el  contrario  fué  celebrado  por 
todos;  pero  yo  no  dejé  de  estrañar,  no  el  premio  dado, 
sino  el  que  no  se  hubiese  hecho  acuerdo  de  mi,  cuan- 
do á  los  ojos  de  todo  el  ejército  estaba  patente  la  dis- 
tinta diferencia  del  servicio  que  habíamos  prestado  uno 
y  otro;  y  mucho  mas  cuando  ni  en  el  parte  que  hizo 
publicar  el  General,  se  hacían  la  menor  distinción  ó  re- 
cuerdo de  cuanto  yo  había  practicado  en  las  dos  ba- 
tallas. 

Tan  remarcable  fué  este  silencio  respeto  á  mí,  que 
lo  notó  con  estrañeza  todo  el  pueblo,  y  quizo  él  mismo, 
darme  después  un  testimonio  bien  patente  de  su  recono- 
cimiento, y  el  cual  me  abochornó  en  extremo,  como  se 
verá  mas  adelante. 

Me  acuerdo  que  justamente  ofendido  yo  del  poco 
caso  que  me  hacía  el  General  en  dicho  su  parte,  mandé 
un  remitido  á  un  periódico  que  publicaba  el  canónigo 
Bedoya  ó  Cossio,  no  recuerdo  cual  de  los  dos,  reducido 
solo  á  explicar  cuanto  había  hecho  á  presencia  de  todo 
el  ejército,  y  callaba  el  parte. 

Dicho  mi  remitido  llegó  á  noticias  del  General  antes 
de  darse,  y  se  interesaron  algunas  personas  conmigo 
para  que  lo  retirara  por  no  parecer  propio  que  un  Jefe 
cómo  yo,  apareciera  desmintiendo  en  cierto  modo  el  par- 
te de  su  General.  Me  denegó  á  esta  solicitud  diciéndo- 
les  que  nadie  lo  sentía  tanto  como  yo;  pero  que  lo  con- 
sideraba necesario  á  la  buena  reputación  que  había 
sabido  adquirirme,  puesto  que  el  General  había  querido 
obligarme,  silenciando  lo  que  yo  había  hecho  y  el  remi* 
tido  se  dio  sin  contradicción. 

Alguna  fuerza  pensé  que  había  dejado  Quiroga  en 
el  pueblo,  la  noche  del  22,  cuando  volvió  á  sacar  las 
infantería  y  buscarnos  en  esa   misma   noche   en  que  lo 


—  437  - 

perdieron  los  baqueanos;  por  cuya  razón    no    nos  atacó 
en  nuestro  campo. 

Asi  fué  que  pasada  la  batalla  del  23,  cuando  mandó 
el  General  á  intimar  rendición  á  la  fuerza  que  estaba 
en  la  plaza,  tuvimos  la  desgracia  de  perder  á  dos  exce- 
lentes oficiales  que  fueron  de  parlamento  con  la  intima- 
ción: el  oficial  Tejedor  de  Buenos  Aires  que  era  ayudante 
de  campo  del  General,  y  un  oficial  Torres  cordobés,  y 
pariente  creo  del  mismo. 

No  recuerdo  si  al  entregar  la  comunicación  que  lle- 
vaban, ó  si  estando-  conversando  con  los  de  una  trinche- 
ra les  hicieron  fuego  de  una  azotea,  ello  fué  que  los  dos 
murieron,  ó  alli  mismo  ó  poco  después. 

Regresado  yo  de  perseguir  á  Quiroga,  fui  mandado 
por  el  general  Paz  en  persecución  de  Bustos,  hacia  el 
Tío;  y  fué  ahora  recien,  cuando  seguí  á  Guevara  y  lo 
dispersé  en  la  Mar  Chiquita,  y  no  después  de  la  batalla 
de  San  Roque,  pues  ahora  recuerdo  que  después  de  esa 
batalla  fui  mandado  por  el  General,  á  la  Sierra  y  no 
al  Tío. 

Estando  ya  impuestos  mis  lectores  de  lo  ocurrido 
con  el  comandante  Guevara,  como  queda  dicho,  me  resta 
solo  referir  lo  que  pasó  después.  Regresado  de  la  Mar  Chi- 
quita permanecí  en  el  Tío  un  mes,  y  lo  invertí  en  hacer 
cortar  adobes  con  mi  Cuerpo  para  que  trabajaran  allí 
una  Iglesia,  porque  estaba  caída  casi  toda  la  que  había, 
y  en  cultivar  una  cuadra  de  terreno  que  había  en  mi 
casa-habitación. 

Para  realizar  este  trabajo  pedí  bueyes  á  los  vecinos 
y  marché  con  mi  Cuerpo  al  monte,  hice  cortar  las  ra- 
mas suficientes  para  cercar  el  terreno,  y  conducidas  á  la 
rastra,  formé  la  cerca  y  mandé  arar  el  terreno.  En  di- 
cha población  no  se  conocía  la  alfalfa,  ni  tampoco  las 
verduras,  por  no  haber  tenido  la  curiosidad  de  ponerlas 
por  solo  la  razón  de  no  haber  riego. 

Yo  había  pedido  á  Córdoba  para  mi  sembrado,  se- 
milla de  alfalfa  y  de  toda  clase  de  verduras,  así  fué  que 
sembré  la    alfalfa   acompañada    de  cebada  y  destiné  un 


—  438  — 

retazo  de  tierra  para  el  almacigo  y  trasplante  de  las 
verduras,  y  los  puse,  y  trasplanté  también,  pues  estuve 
más  de  un  mes  destacado  allí.  Los  vecinos  se  reían  de 
verme  hacer  dichos  sembrados,  y  trasplante  de  verduras, 
preguntándome  para  que  me  tomaba  aquel  trabajo  sino 
había  yo  de  lograrlo  — <(Para  que  se  acuerden  de  mí  los 
que  lo  logren,  y  aprendan  Vds.  á  tener  todo, lo  que 
quieran»,  les  respondía  yó;  «pues  es  una  vergüenza  que 
no  coman  cebollas  ni  otra  clase  de  verduras,  sino  se  las 
traen  del  pueblo». 

Hasta  un  pozo  de  balde,  hice  trabajar,  para  regar 
con  él  los  almacigos  formando  una  pileta  para  el  efecto. 
Todo  esto  lo  practicaba  sin  dejar  por  ello  de  atender  á 
la  instrucción  de  mi  Cuerpo,  pues  lo  había  ya  aumenta- 
do con  unos  40  ó  50  hombres  que  tenía  de  los  prisione- 
ros. Así  fué  que  cuando  me  vino  el  relevo  ya  se  en- 
contró el  comandante  Albarracín  con  todo  mi  sembrado 
fresco,  y  los  almacigos  trasplantados. 

Pero  mientras  en  esto  me  ocupaba,  el  ejército  habia 
hecho  su  entrada  á  Córdoba,  no  sé  á  los  cuantos  días,  y 
sido  recibido  en  triunfo  con  una  gran  función  que  le 
destinó  el  pueblo,  y  en  la  cual  tantas  niñas  perfecta- 
mente vestidas,  cuantos  eran  los  jefes  que  se  habían  ha- 
llado en  las  dos  batallas,  habían  coronado  á  cada  uno  de 
ellos  dirigiéndole  antes  una  oda;  pero  como  yo  me  halla- 
ba ausente  solo  había  dirigido  al  público  la  oda  que  me 
correspondía,  la  que  estaba  destinada  á  coronarme. 

Varias  funciones  y  bailes  había  dado  el  pueblo  al 
ejército,  y  faltaba  un  gran  baile  dado  por  el  comercio. 
En  estas  circunstancias  fui  relevado  y  me  tocó  entrar  al 
pueblo  precisamente  en  la  noche  del  baile,  sin  yo  saber- 
lo, y  fué  del  modo  siguiente: — Mi  caballada  estaba  mala 
en  extremo,  y  como  había  tenido  que  dejar  muchos  ani- 
males cansados  en  el  camino,  y  no  me  proporcionaron 
otros  en  el  tránsito  porque  no  estaban  muy  decididas 
todas  las  milicias  por  nosotros,  y  muy  particularmente 
las  de  aquella  parte  de  la  frontera,  tuve  por  precisión 
que  entrar  á  pié  y  con  los  recados  al  hombro. 


—  439  — 

Pero  antes  de  verificar  mi  entrada,  y  calculando  que 
llegaría  la  noche,  había  yo  mandado  un  ayudante  á  preve- 
nir al  General,  y  saber  el  cuartel  adonde  me  dirigiría,  desig- 
nándole el  punto  en  que  debía  esperarle.  Llegué,  pues,  á 
él  ya  cerrada  la  noche,  y  el  ayudante  no  apareció  hasta 
después  de  las  diez  y  medía;  dándome  por  escusa  que  ha- 
cía  poco  tiempo  que  había  podido  hablar  al  General,  por 
hallarse  éste  en  el  gran  baile  que  daba  el  comercio,  y 
que  ordenaba  me  dirigiera  con  mi  Cuerpo  al  cuartel  de  San 
Francisco  en  la  calle  Ancha,  íi  otra  que  no  recuerdo. 

Marché,  pues,  allí  y  llegué  pasadas  las  11  y  media; 
cuando  á  poco  instante  de  estarnos  acomodando  en  dicho 
cuartel,  se  me  presentan  cuatro  ó  más  vecinos  de  los 
principales,  vestidos  de  baile,  á  buscarme  para  concu- 
rrir á  él  de  parte  del  comercio.  Yo  me  escusé  como  era 
natural,  pues  no  tenía  miras  de  ir  y  estaba  además  desa- 
liñado, y  no  tenía  traje  para  presentarme  ante  una  con- 
currencia semejante. 

No  hay  remedio,  me  dijeron;  «venimos  mandados  para 
conducir  á  Vd.,  y  el  pueblo  lo  espera;  vístase  Vd.  y  va- 
mos asi  como  está,  eso  no  importa,  lo  que  quierea  es  que 
Vd.  asista».  No  hubo  remedio,  tuve  que  componerme  y 
marchar  con  ellos,  pues  me  habían  dicho  que  no  volvían 
sin  mí. 

Asi  que  llegamos  á  la  puerta  de  la  casa  del  baile 
donde  había  una  gran  guardia,  se  adelantó  uno  de  los 
que  me  conducían  con  el  pretexto  de  facilitar  la  entrada 
pues  estaba  la  calle  llena  de  gente  y  me  vitorearon  al 
llegar  á  la  puerta, 

Cuando  entramos  al  gran  patio  en  que  era  el  baile, 
y  donde  habían  500  personas  lo  menos,  y  estaban  todas 
de  pié,  caballeros  y  señoras:  me  recibieron  con  un  fuerte 
viva,  y  condujeron  á  un  asiento  en  la  primera  línea  de 
los  de  las  señoras;  y  apenas  nos  sentamos  todos,  cuando 
se  me  pone  por  delante,  la  ninfa  que  me  había  sido  des- 
tinada para  coronarme  cuando  la  recepción  del  ejército; 
y  me  dirige  la  Oda  que  solo  había  dicho  á  la  presen- 
cia del  ejército. 


—  440  — 

[Quedé  tan  corrido  asi  que  la  vi  delante  de  mi,  que 
me  pesó  en  el  alma  haber  condescendido  á  venir,  igno- 
rante de  semejante  ocurrencia!  Apenas  acabó  de  hablar 
y  ponerme  la  corona,  repitió  todo  el  concurso  otro  fuer- 
te viva  y  palmoteo  pidiendo  en  seguida  una  contradanza. 
Asi  fué  que  no  me  dieron  tiempo  á  contestar  por  que 
salieron  todos  los  hombres  con  sus  parejas. 

Pregunté  por  el  señor  General  y  Gobernador  para 
presentármele,  y  contestándome  que  acababa  de  estar 
presente  á  tiempo  que  yo  entraba,  y  que  había  pasado 
á  una  pieza  que  me  indicaron,  fui  á  ella  á  buscarle, 
pero  en  vano.  ¡El  General  se  había  salido  por  una 
puerta  secreta!  ¡No  volvió  más  al  baile,  y  me  retiré 
muy  pronto,  en  estremo  desagradado,  por  semejante  ocur- 
rencia! Asi  mostró  el  pueblo  de  Córdoba  su  creencia; 
respecto  al  parte  de  las  dos  batallas  de  la  Tablada  y 
San  Roque. 

Llegó  luego  el  momento  de  marcharse  los  tucumanos 
con  su  Gobernador  para  su  país  y  salió  el  General  con 
todos  los  jefes  presentes  acompañándolo  hasta  cierta  dis- 
tancia; y  después  de  proclamar  a  los  tucumanos  y  despe- 
dirse de  su  Gobernador  López,  se  regresó.  Le  pedí  yo 
permiso  para  acompañar  algo  mas  á  mis  paisanos,  y 
habiéndolo  obtenido  continué  algo  mas  en  compañía 
del  Gobernador  López  y  le  pedí  me  permitiera  hablar 
á  mis  paisanos. 

Hizo  altoe!  Gobernador  á  mi  pedido  y  formando  la  co- 
lumna por  compañías  y  estrechándolas,  les  hablé  reco- 
mendándoles altamente  á  su  Gobernador  por  el  servicio 
que  acababa  de  prestar  á  la  patria  con  esta  su  campana, 
y  manifestándoles  cuan  contento  quedaba  de  su  corapor- 
tación,  no  asi  les  dije,  de  los  pocos  cobardes  que  habían 
manchado  el  nombre  de  nuestro  pueblo. — La  mejor  prue- 
ba, les  dije,  que  podían  mis  paisanos  darme  de  su  aprecio, 
será  el  respeto  y  obediencia  á  su  digno  Gobernador  y  mi 
amigo. 

r 

El  va  encargado,  les  agregué  por  el  señor  General, 
de  marchar  muy  pronto  sobre  la  Rioja  para  hacer  desapa- 


-  441  — 

recer  cuanto  antes  al  implacable  enemigo  de  nuestro 
pueblo.  Yo  espero  que  no  quedará  uno  de  nuestros  pai- 
sanos que  no  lo  siga,  y  que  tendré  alli  el  gusto  de  ver- 
los otra  vez.    Asi  me  lo  prometieron. 

Concluí  esta  mi  despedida,  dando  un  viva  á  su  Go- 
bernador López  y  otros  á  mis  bravos  paisanos;  y  abra- 
zándonos amigablemente  con  su  Jefe  me  regresé  vito- 
reado por  todos  mis  paisanos  y  por  el  mismo  Gober- 
nador. 

El  general  Paz,  obsequió  á  los  tucumanos  antes  de 
despedirlos  con  alguna  caballada  de  la  tomada  á  los 
enemigos  y  con  otras  varías  cosas,  y  había  prevenido  á 
su  Gobernador  que  se  dispusiera  asi  que  llegase  á  Tu- 
cumán  para  invadir  á  la  Rioja  en  unión  con  las  fuerzas 
de  Catamarca;  pero  antes  de  despacharlos  y  aun  de  ha- 
cer la  entrada  triunfal  á  Córdoba  había  seguido  con  el 
ejército  hacia  el  Este  en  persecución  de  alguna  fuerza 
con  que  el  coronel  mayor  Bustos,  había  salvado  para  la 
parte  del  Tío;  y  no  recuerdo  si  antes  ó  después  de  ha- 
ber llegado  á  la  Villa  del  Rosario  ó  Ranchos,  vino  en- 
viado por  el  gobernador  López  de  Santa  Fé,  y  por  el 
comandante  general  de  la  campaña  de  Buenos  Aires  don 
Juan  Manuel  Rozas,  el  señor  don  Domingo  Oro,  y  no 
recuerdo  que  otro. 

El  objeto  de  dicho  enviado  creo  que  fué  el  de  co- 
nocer las  miras  del  General  y  gobernador  de  Córdoba, 
y  en  consecuencia  de  la  llegada  de  dichos  comisionados 
mandó  el  general  Paz,  al  canónigo  Bedoya  y  señor  don 
Martin  García  Zúñiga  para  Santa  Fé,  con  el  objeto  de 
mediar  por  el  cese  de  la  guerra  entre  el  general  Lava- 
lle  y  el  comandante  de  la  campaña  don  Juan  Manuel 
Rozas  en  unión  con  dicho  gobernador  López,  pues  ya  ha- 
bía tenido  lugar  la  acción  del  Puente  de  Márquez  en 
que  el  general  Lavalle  con  700  soldados  había  corrido  y 
dispersado  á  más  de  7  ú  8  mil  gauchos  ó  indios  pam- 
pas que  tenían  arabos  caudillos;  pero  perdiendo  sus  ca- 
balladas el  General  de  puro  delicado. 

Después  que  el   general    Lavalle    se  separó   de  nos- 


—  442  — 

otros  en  el  Desmochado  y  volvió  sobre  Buenos  Aires, 
había  alejado  y  dispersado  á  las  fuerzas  de  Rozas  que 
se  hallaban  á  sus  inmediaciones;  pero  como  este  último 
había  sublevado  ya  toda  la  campaña  contra  el  general 
Lavalle,  y  pasado  á  ella  el  gobernador  López  con  sus 
santafecinos  en  auxilio  de  Rozas,  fuéle  preciso  al  Gene- 
ral salir  á  buscarlos. 

Entiendo  que  con  este  motivo  se  formó  el  Cuerpo 
del  Orden  en  Buenos  Aires,  compuesto  de  extranjeros,  y 
muy  particularmente  de  franceses  y  españoles. 

Habiendo  salido  el  general  Lavalle  al  Puente  de 
Mái'quez,  donde  se  hallaban  las  fuerzas  de  López  y  de 
Rozas  reunidas,  y  pudiendo  haberlos  lanceados  y  disper- 
sado dormidos,  pues  les  había  sosprendido;  quiso  el  Ge- 
neral usar  de  la  caballerosidad  de  mandar  prevenir  á 
López  que  se  levantara  y  dispusiera  para  batirse,  pues 
no  quería  hacerlo  de  sorpresa.  Esto  lo  digo  por  que  nos 
lo  aseguraron  en  Córdoba,  los  jefes  y  oficiales  que  fueron 
después  á  reunírsenos:  entre  ellos  el  desgraciado  Acha, 
me  parece  también  que  el  valiente  Melian,  Irigoyen  y 
otros. 

López  y  Rozas,  se  prepararon  de  prisa,  y  sin  em- 
bargo fueron  corridos  y  lanceados  en  todas  direcciones 
por  el  valiente  general  Lavalle  y  sus  bizarros  cuerpos;  pe- 
ro mientras  por  un  lado  huyeron  Rozas  y  López,  por  el 
otro  le  hicieron  arrebatar  toda  la  caballada,  y  lo  deja- 
ron con  lo  montado.  Asi  fué  que  se  vio  reducido  á  volver- 
se de  lejos,  por  los  que  había  dispersado;  de  puro  caba- 
llero. Esta  fué  la  causa  que  lo  indujo  después  á  obrar 
tan  desacordadamente,  metiéndose  solo  al  campo  de  Ro- 
zas á  tratar  con  él  dejando  comprometido  á  todo  el 
pueblo  que  se  había  asociado  al  movimiento  del  IP  de 
diciembre  y  aun  á  sus  mismos  compañeros  de  armas. 
Rozas,  faltó  á  todo  lo  que  había  pactado  con  el  General 
el  cual  se  ausentó  para  la  Colonia,  después  de  renunciar 
el  mando  del  ejército  que  conservaba,  y  de  admitírsele 
la  renuncia  por  el  Gobernador  provisorio  general  Via- 
monte,  establecido  por  la  convención  hecha  con  Rozas  y 


_  443  — 

cuando  llegaron  los  comisionados  del  general  Paz  á  Bue- 
nos Aires,  ya  había  sucedido  todo  esto. 

No  me  es  posible  dar  un  conocimiento  cierto  del  ver- 
dadero objeto  de  la  misión  del  señor  Oro,  por  no  ha- 
berle tenido  yo  tampoco;  pero  sí  que  dicho  comisionado 
volvió  persuadido  de  las  nobles  miras  del  general  Paz, 
que  no  eran  otras  que  las  de  que  todas  las  Provincias, 
suspendiendo  la  guerra,  nombrasen  libremente  sus  dipu- 
tados para  la  formación  de  un  Congreso  general  en  el 
punto  que  ellas  acordasen,  al  efecto  de  constituir  el  país 
bajo  cualesquiera  forma  de  gobierno  que  ellas  quisieran, 
y  hasta  puedo  asegurar  que  protestaba  el  general  Paz 
que  no  aspiraba  á  la  presidencia. 

Con  motivo  de  estar  nuestros  diputados  en  Buenos 
Aires,  escribí  á  mi  familia  para  que  pasara  á  Córdoba 
en  compañía  de  dichos  diputados,  cuando  ellos  regresa- 
ran; pero  noticioso  después,  asi  de  los  muchos  prepara- 
tivos de  Quiroga  en  las  provincias  de  Cuyo,  como  de  las 
dobles  miras  del  gobernador  López  de  Santa-Fé,  di  con- 
traorden para  que  no  se  moviera  mi  familia,  por  el  justo 
temor  de  que  la  detuviera  este  último. 

Mientras  permanecían  nuestros  diputados  ó  los  del 
general  Paz  en  Buenos  Aires,  muchos  preparativos  hacía 
Quiroga  en  las  provincias  de  Cuyo  y  con  grande  activi- 
dad después  de  haber  fusilado  á  su  regreso  de  la  Tabla- 
da, en  la  Rioja,  á  varios  vecinos  de  los  principales  por 
solo  aterrar  é  imponer  al  pueblo. 

Había  también  tenido  lugar  un  invasión  que  hicieron 
á  la  Rioja  los  gobernadores  Gorriti  de  Salta  y  López  de 
Tucumán,  pero  sin  ningún  resultado  provechoso,  porque 
faltó  el  acuerdo  y  tuvieron  que  retirarse  muy  luego.  El  go- 
bernador Gorriti,  creo  que  al  retirarse  mandó  un  contin- 
gente de  tropa  al  general  Paz,  bajo  las  órdenes  del  co- 
ronel de  milicias  don  Manuel  Puch,  en  número  no  recuer- 
do si  de  trescientos  hombres,  el  cual  se  reunió  conmi- 
go en  la  Sierra  de  Córdoba,  habiendo  salido  á  sofocar 
algunas  montoneras,  en  cuya  época  fusilé  en  dicha  Sierra 
á  un  negro  sargento,  colombiano,  muy  valiente,  que  ha- 


—  444  —        . 

bía  servido  con  el  general  Lavalle  en  la  campaña  de 
Buenos  Aires  y  venídose  á  Córdoba  después  del  acuerdo 
con  Rozas. 

El  motivo  de  haber  fusilado  á  dicho  sargento,  fué  el 
de  haber  violado  á  una  joven  hija  de  un  vecino  hon- 
rado, y  ejecutado  un  saqueo  con  pretexto  de  no  sernos 
afectos  los  dueños  de  casa,  falta  que  nunca  he  tolerado. 

En  seguida  de  esta  campaña  que  hice  por  la  Sierra, 
recibí  orden  del  General  para  regresarme  á  Córdoba  por 
que  habían  ya  sus  cuidados  por  la  parte  de  Santa-Fé, 
hacia  la  frontera  del  Tío,  y  me  mandó  pasar  á  dicho 
punto  con  mi  Cuerpo  y  un  piquete  de  infantería. 

Hallábame  ya  en  dicho  punto  y  libre  ya  de  cuidados 
por  aquella  parte,  aunque  no  completamente  por  la  per- 
manencia de  Bustos  en  Santa-Fé.,  con  varios  de  los  Co- 
mandantes y  oficiales  que  habían  mandado  á  aquella 
frontera  cuando  vino  á  Córdoba  una  diputación  manda- 
da por  la  Sala  de  Representantes  de  Catamarca  á  felici- 
tar al  General  por  la  batalla  de  la  TaUada^  y  con  ella 
el  cabo  Nuñez  que  me  había  libertado  sacándome  del 
campo  del  Tala,  cuando  quedé  por  muerto  el  año  26,  y 
al  cual  no  le  conocía  sino  por  su  apellido. 

Asi  que  llegó  este  hombre  desconocido,  solicitándo- 
me, le  pregunté  quién  era  y  que  se  le  ofrecía;  habiéndo- 
me contestado  ser  el  cabo  Núñez  que  me  había  salvado 
del  campo  del  Tala,  que  habiendo  venido  solo  por  verme, 
desde  Catamarca,  en  compañía  de  la  diputación,  había 
solicitado  permiso  para  pasar  hasta  aquel  punto,  por  solo 
satisfacer  su  deseo.  ¡Pueden  calcular  mis  lectores  cual 
sería  mi  satisfacción  al  ver  á  mi  lado  al  que  le  debía  la 
vida! 

Le  abrazó  tiernamente,  haciéndolo  sentar  á  mi  lado, 
delante  de  todos  mis  oficiales,  que  se  hallaban  pre- 
sentes, le  pedí  me  refiriera  el  modo  como  me  había  sal- 
vado: refirió  entonces  con  admiración  de  todos  los  que 
le  escuchaban,  cuanto  queda  dicho  anteriormente,  al 
relatar  la  acción  del  Tala\  pero  al  llegar  al  punto 
en  que  dijo  al  entrar  al  monte  inmediato  á  dicho  cam- 


r 


I 


I 


—  445  — 

po  para  ir  en  busca  de  agua,  y  del  cual  había  yo  mu- 
dado de  posición,  hizo  alto  sonriéndose  y  sin  querer 
proseguir. 

Yo  lo  sabia,  por  que  me  lo  habían  relatado  en  Tucu- 
mán,  cuando  estuve  mejorado,  lo  que  el  cabo  no  quería 
decir;  sin  embargo  quize  oírlo  de  su  boca,  lo  mismo  que 
todos  los  concurrentes  y  le  instamos  todos  á  que  se  ex- 
plicara, pero  nadie  podía  sacarle  otra  respuesta,  que 
esta: 

—  «¡Si  me  dijo  muy  fiero,  señor!» 

—  «Diga  Vd.,» — le  decían  todos  con  ansiedad  y  el 
no  salia  de  su  primera  respuesta: 

—  «¡Si  me  lo  dijo  muy  fiero,  señor!» 

Fué  tanto  lo  que  todos  le  estrecharon ,  que  dyo  al  fin : 
—  «¡ no  me  rindo!» 

Todos  se  echaron  á  reír  al  ver  el  empacho  del  cabo, 
celebrando  el  tono  serrano  de  su  país,  haciéndole  relatar 
toda  la  historia  de  mi  conducción  en  el  cajón  de  fusiles 
y  cargado  á  hombros  por  los  bosques  de  la  falda,  por 
dos  ó  tres  días  hasta  que  me  pudieron  sacar  á  una  ca- 
sa y  conducirme  en  carreta,  hasta  que  vinieron  á  bus- 
carme en  coche,  &c. 

Fué  aplaudido  este  valiente  paisano  por  todos  y  en 
extremo  por  mí;  pues  le  pedí  desde  aquel  momento  que 
jamás  se  separase  de  mi  lado.  El  me  contestó  que  ten- 
dría el  mayor  gusto  en  complacerme,  pero  que  tenia  su 
mujercita  y  sus  hijos  que  quedarían  solos;  que  si  no  fue- 
ran dichas  obligaciones,  no  necesitaría  yo  el  pedírselo 
para  que  no  se  separara  él  jamás  de  mi  lado.  Dijele 
que  iría  á  ver  á  su  familia  con  los  Diputados  y  llevarle 
un  regalo  de  mi  parte,  pero  que  regresaría  después  pa- 
ra acompañarme  mientras  durase  la  campaña;  asi  meló 
prometió,  estuvo  conmigo  unos  pocos  días  y  se  regresó 
regalado  del  mejor  modo  que  me  fué  posible.  Cumplió 
su  palabra  regresando  antes  de  la  batalla  de  Oncativo. 

A  su  regreso  lo  hice  sargento  y  no  lo  separé  de  mi 
lado,  hasta  que  estuve  de  gobernador  en  la  Rioja,  des- 
cachándolo, bien  obsequiado,  á  cuidar  su  familia* 


—  446  — 

Cuando  regresé  del  Tío  á  Córdoba,  estaba  la  diputa- 
ción que  había  mandado  el  gobernador  de  Buenos  Aires, 
general  Viamonte,  al  general  Paz,  compuesta  de  los  se- 
ñores doctor  don  Juan  José  Cernadas  y  don  Pedro  Feli- 
ciano Cavia.  Ignoro  el  verdadero  objeto  de  dichos  co- 
misionados, pero  por  lo  que  vi,  su  principal  objeto  fué 
alentar  al  general  Quiroga  y  entretener  ó  descuidar  al 
general  Paz.  El  coronel  Pedernera  con  su  regimiento 
de  Coraceros  y  un  batallón  de  infantería,  se  hallaba  es- 
tacionado en  la  sierra,  en  observación  de  las  fuerzas  del 
general  Quiroga,  y  cuidando  de  la  tranquilidad  en  toda 
.  la  línea  en  que  no  faltaban  síntomas  de  montoneras. 
El  general  Paz  se  hallaba  por  consiguiente,  lleno 
de  necesidades  para  el  sostén  y  equipo  de  su  ejército,  y 
sin  poder  conseguir  que  se  le  proporcionaran  fondos,  ni 
prestados  para  el  servicio;  y  esto  le  sucedía  precisamen- 
te cuando  Quiroga  había  exigido  á  los  pueblos  de  Cuyo 
una  gran  contribución  de  cerca  de  doscientos  mil  pesos 
y  la  había  hecho  efectiva  en  muy  pocos  días  para  mover 
su  ejército  sobre  Córdoba. 

Yo  era  entre  los  jefes  del  ejército  el  que  más  con- 
fianza tenia  con  el  general  Paz;  ó  más  propiamente  el 
que  más  se  la  tomaba  por  la  antigua  relación  de  amis- 
tad que  habíamos  tenido;  y  si  he  de  decir  verdad  nin- 
guno le  apreciaba  tanto  como  yo,  sin  embargo  del  tono 
circunspecto  con  que  trataba  á  todos. 

Las  ocupaciones  del  General  en  esa  ocasión  eran  in- 
finitas, ya  por  su  contracción  á  los  Diputados  de  Buenos 
Aires,  como  por  la  atención  que  le  demandaba  la  divi- 
sión de  la  Sierra,  no  menos  que  las  montoneras  que  se 
dejaban  sentir  por  varios  puntos  de  la  Campaña  fomen- 
tadas por  el  general  Bustos  y  el  gobernador  López  desde 
Santa  Fé,  y  á  lo  cual  se  agregábanla  escasez  de  recur- 
sos para  su  ejército. 

Habiéndole  encontrado  yo  en  este  apuro  á  mi  vuelta 
del  Tío,  traté  de  acercarme  á  él  y  darle  francamente  mi 
opinión,  como  un  verdadero  amigo  y  antiguo  compañero; 
ñero  reflexionando   que    sus  muchas  atenciones  por  una 


—  447  — 

parte,  y  su  genio  impetuoso  y  poco  acostumbrado  á  su- 
frir que  se  le  hicieran  indicaciones,  no  me  permitirían 
expresar  cuanto  había  concebido  y  deseaba  poner  en  su 
conocimiento,  en  razón  de  las  interrupciones  que  serian 
consiguientes  y  las  cuales  necesariamente  me  hacían  dis- 
traer y  olvidar  cuanto  deseaba  decirle  (^)  resolví  escri- 
birle una  carta. 

De  este  modo  díjeme  á  mi  mismo;  podré  expresar 
francamente  cuanto  siento  y  creo  convenirnos  y  él  ten- 
drá también  tiempo  de  meditarlo,  y  de  resolver  lo  que 
mejor  Je  parezca.  Asi  fué  que  me  puse  á  escribir  la 
carta  ya  cerrada  la  noche,  en  casa  de  un  comerciante 
francés  Marul,  en  cuya  casa  paraba.  La  carta  decía  en 
sustancia  poco  más  ó  menos  lo  que  sigue:  —  «Señor  ge- 
«  neral  don  José  Maria  Paz— Mi  apreciado  compañero  y 
«  amigo:  Que  la  situación  es  apurada  y  difícil  lo  conoz- 
«  co!  ¡Qué  sus  recursos  son  ningunos,  no  porque  no  se 
«  encuentren  en  el  país,  sino  porque  no  se  buscan  como 
«  se  debe;  y  que  el  enemigo  contra  quien  vamos  á  com- 
«  batir  á  más  de  bárbaro,  es  atrevido  y  activo,  y  ven- 
«  ciendo  todas  las  dificultades  sabe  proporcionarse  cuan- 
«  to  necesita  sin  respetar  lo  más  sagrado,  lo  sé  General! 
«  Y  esta  consideración  es  preciso  no  perderla  de  vista 
«  mi  amigo,  y  mucho  más  en  el  estado  en  que  se  halla 
«  la  Provincia.  —  Yo  había  pensado  acercarme  á  Vd.  y 
«  manifestarle  francamente  mi  opinión  como  su  mejor 
«  amigo,  al  efecto  de  sacarlo  de  los  apuros  en  que  se 
«  encuentra,  ó  en  que  nos  encontramos  todos;  pero  como 
«  sus  ocupaciones  son  tantas,  que  no  le  permitirían  oir- 
«  rae  expresar  cuanto  siento  y  creo  convenirnos,  sin  inte- 
«  rrumpirme,  y  como  mi  cabeza  de  resultas  de  las  heri- 
«  das  del  Tala,  ha  quedado  tan  distraída  que  á  la  menor 


(*)  Es  el  único  defecto  que  tne  ha  quedado  de  resultaf;  de  las  heridas 
del  Tala^  la  distracción  ó  falta  de  memoria,  cuando  soy  interrumpido  en  cual- 
quier discurso  que  esté  haciendo.  Se  me  van  las  ideas  cuando  se  me  inter- 
rumpe, y  aunque  después  pregunte  de  lo  que  trataba  y  se  me  diga,  quedo  en- 
teramente enajenado  por  mucho  tiempo. 


—  448  — 

«  interrupción,  pierdo   el    hilo  de  lo  que    estoy  conver- 
«  sando,  he  considerado  mejor  expresarle  mi  opinión  por 
«  medio  de  esta  mi  cariñosa  carta,  sin  otro  interés  que 
«  el  de  la  amistad,  y  el  que  como  patriota  debo  tener  en 
«  el  triunfo  de  la  justa  causa;  en  que  todos  estamos  em- 
«  peñados,  y  el  cual  le  está  encomendado  á  Vd.  —  Con 
«  este  conocimiento,  pues,  espero,  queVd.se  dignará  im- 
«  ponerse  de    cuanto    le   digo  y  obrar  después  según  le 
«  parezca.    Así    quedaré    satisfecho  de  haber  llenado  el 
«  deber  que  me  impone    la  amistad  y  mi  patriotismo. — 
«  La  campaña,  General,  está    llena  de  descontentos  por 
«  todas  partes,  y  los  enemigos  que  nos  hacen  la  guerra 
«  permiten  el  pillaje  y  toda  clase  de  licencia,  á  sus  sol- 
€  dados  y  á  cuantos  se  le  unen  de  la  Provincia  que  Vd. 
«  manda,  y  permítame  que  le  diga  mi  General  y  amigo, 
«  que  yo  conozco  megor  que  Vd.  el  carácter  de  sus  pai- 
«  sanos. — En    semejante   estado   no    puede  Vd.  hacer  la 
«  guerra  á    sus  enemigos    sin  una  gran  desventaja,  sin 
«  embargo  de  la  disciplina  de  nuestros  soldados,  en  ra- 
€  zón  de  no  poderles  proporcionar  ni  aun  los  vicios  del 
«  cigarro    y    del    mate,  y  esto  General  no    parece  justo 
€  cuando  no  laltan    medios   para  poder  atender  á  todas 
«  las  necesidades  del   ejército.    Los    enemigos  que  teñe- 
se mos  adentro,  tienen  recursos  sobrados  para  llenar  las 
€  necesidades  de  su  ejército  y  salvar  la  Patria  del  ban- 
«  dalaje,    y   tienen  su  bolsa    abierta    para   hacernos  la 
«  guerra  y  hacernos  desertar  los  hombres.    ¿Por  qué  no 
c  exijirles  una  fuerte  contribución?    Ya  Vd.  á  visto  que 
€  voluntariamente  nadie  le  dá  un  peso  por  más  que  les 
«  haya  V.  hecho  presente  las  necesidades  de  su  ejército. 
€  Para  esto  no  tiene    Vd.    necesidad  de  comprometerse- 
«  sálgase  Vd.  á  la  campaña  con  el  pretexto  de  recorrerla 
«  y    delegue    el    gobierno,  en  mí  por  24  horas,  y    si   en 
<  ellas  no  le  proporciono  cien  mil  pesos  si  V"d.  los  juzga 
€  necesarios    fusíleme   en   media    plaza,   desde  ahora  lo 
«   autorizo.     Deje  Vd,  que  caiga  la  odiosidad  sobre  mi  y 
«  salve  Vd.  la  patria,  esta  es  mi  única  aspiración,  y  en- 
f  tonces  le  sobrará  á  Vd.  con  que  pagarles  esta  contri- 


^  449  — 

«  bución  que  les  impone  por  una  necesidad  imperiosa. — 
«  Déjese  por  Dios,  General,  de  considerar  á  nuestros  ene- 
«  migos  y  de  apurar  solo  á  los  amigos.  A  estos  no  deben 
«c  tocarse  porque  serán  en  todo  caso  nuestra  reserva.  Ma- 
«  nana  vendrán    nuestros    enemigos,    y  los  que  tenemos 

<  aqui  adentro  que  Vd.  respeta  las  harán  presentar  sus 
«  fortunas  para  que  nos  saquen  los  ojos,  pues  quíteles 
«  V,  los  recursos,  y  no  como  lo  hacen  nuestros  enemi- 
«  gos,  sino  documentándolos  para  pagarles  mañana.  Te- 
'<  niendo.su  ejército  pago,  está  el  soldado  contento  y  no 

<  tendrá  por  que  quejarse  de  que  se  le  apliquen  las  le- 
«  yes  de  la  milicia.  No  se  fle  Vd.  de  las  promesas  de 
«  López,  porque  mañana  nos  invade  él  el  primero,  como 
«  lo  ha  de  hacer  Rozas.  » 

Concluí  de  escribir  esta  carta  ya  tarde  de  la  noche, 
por  haber  llegado  de  Tucumán  mi  primo  don  Bernabé 
Piedra  Buena  que  iba  por  negocios  á  Buenos  Aires,  pues 
era  comerciante.  Así  que  acabé  de  ponerla  se  la  leí  y 
aprobó  cuanto  ella  contenia,  menos  mi  ofrecimiento,  Yo 
le  repliqué:  cPara  salvar  la  patria  siempre  seré  el  pri- 
mero en  ofrecerme  para  todo  lo  que  se  considere  de  más 
expuesto. 

Al  siguiente  día,  que  fué  á  mediados  de  enero,  ó  á 
principios  de  febrero  del  año  30,  le  mandé  la.  carta  al 
General  por  mi  ayudante  don  Juan  Brandsen,  un  joven 
oficial  francés,  muy  valiente,  sobrino  del  coronel  Brand- 
sen y  el  cual  jugaba  perfectamente  la  lanza,  el  sable  y 
sobre  todo  el  garrote,  con  cuya  última  arma  en  la  ma- 
no, no  había  quién  le  resistiera  con  lanza  ni  sable  sin 
que  les  hiciese  saltar  á  pedazos  dichas  armas. 

Pasé  el  día  sin  recibir  contestación  y  ya  cerrada  la 
oración,  mándame  llamar  el  General.  Fui  al  instante  y 
lo  encontré  con  su  Ministro»  de  Gobierno  el  doctor  don 
Mariano  Fra^ueyro,  y  á  mi  saludo  párase  dando  la  es- 
palda á  una  mesa  que  había  en  el  centro  de  la  sala,  y 
me  dice: 

—  «¡Vd,  señor  Coronel,  es  muy  exaltado  en  su  patrio 
tismo  y  es  preciso  contenerlo!>^ 


—  450  - 

—  «¿Y  por  qué,  señor  General?», — dijele  airado  por 
el  tono  con  que  me  contestaba  á  mi  saludo. 

—  «¡Por  esa  carta  que  me  ha  escrito  Vd.!» , — y  la  ti- 
ró sobre  la  mesa,  añadiendo  enseguida: 

— «¿Cree  Vd.  que  si  yo  considerase  necesario  nada 
de  cuanto  Vd.  me  dice  en  la  carta,  necesitaría  de  comi- 
sionar á  Vd.  ni  á  nadie  para  hacerlo?  ¡Yo  mismo  lo 
haría,  pues  tengo  sobrada  resolución  para  ello,  sin  ne- 
cesitar de  sus  consejos!» 

— «¡Se  equivoca  el  señor  General  en  creer  que  por 
juzgarlo  yo  falto  de  resolución,  rae  le  ofrezco  para  un 
servicio  semejante!  ¡Son  mas  nobles  mis  miras,  señor 
General,  le  dije,  Vd.,  es  hijo  del  país  y  tiene,  por  consi- 
guiente mil  relaciones  de  amistad  y  parentesco  con  mu- 
chos de  los  capitalistas,  que  han  de  ponerle  mil  dificul- 
tades al  pedirles  Vd.  la  bolsa,  y  será  su  ministro  el  pri- 
mero, indicándoselo,  pues  es  uno  de  los  primeros  capi- 
talistas, y  tendrá  Vd.  que  ceder  ó  chocar  con  todos  ellos! 
De  este  conflicto  he  querido  libertarlo,  por  ser  yo  un 
hombre  extraño,  que  no  miraré  sino  á  la  necesidad  de 
la  patria!  ¡Sobre  todo.  General,  le  agregué  tomando  la 
carta  de  sobre  la  mesa,  si  Vd.  juzga  que  nada  de  lo  que 
digo  en  esta  carta  es  necesario,  haga  Vd.  de  cuenta  que 
nada  he  dicho,  y  la  hice  mil  pedazos,  tirándola  á  sus 
pies.  ¡El  tiempo  lo  dirá.  General!,» —  y  le  di  la  espalda, 
saliendo  lleno  de  indignación. 

¿Y  cómo  no  había  de  indignarme  de  un  reproche 
semejante,  á  presencia  de  un  Ministro  que  nunca  debía 
ver  semejante  carta?  ¿Ni  qué  se  encuentra  de  reprensi- 
ble en  dicha  carta  para  recibir  de  aquella  manera  á  un 
amigo  que  de  la  mejor  buena  fé  tenía  la  franqueza  de 
hacerle  conocer  su  opinión  en  obsequio  suyo? 

Al  siguiente  día  estaban  convidados  á  comer  á  casa 
de  Marul  varios  jefes;  nos  habíamos  sentado  á  la  mesa 
y  servido  la  sopa,  cuando  entra  corriendo  el  coronel  Ro- 
dríguez, edecán  del  General,  á  llamarme  de  su  parte  al 
instante.  Me  levanto  y  íuí  corriendo,  pues  me  había  dicho 
el  edecán  que  había  novedad  por  el  Tío. 


-  451  - 

Apenas  entré  al  gabinete  del  General,  diceme: 

—  «¡Compañero,  hemos  perdido  el  Tío;  el  coronel 
Castillo  que  estaba  con  Bustos  en  Santa  Fé,  ha  sorpren- 
dido al  comandante  Basavilvaso  y  lo  tiene  preso;  el  co- 
mandante de  las  Vívoras  se  les  ha  reunido  con  el  des- 
tacamento de  50  milicianos  que  tenía  á  su  cargo  y  junto 
con  el  cual  han  sorprendido  á  Basavilbaso;  vea  Vd.  el 
parte:  quiero  que  ahora  mismo  salga  Vd.  con  su  Cuerpo 
sobre  ellos. 

—  «¡General,  Vd,  sabe  que  siempre  me  encontrará 
pronto  para  ayudarlo  en  cuanto  me  considere  útil,  antes 
de  una  hora  me  tendrá  listo  con  mi  cuerpo!  ¿Y  qué  dice 
Vd.  ahora  de  mis  consejos  de  ayer?  ¿Dirá  Vd.  que  soy 
adivino?    ¡Todo  esto  lo  esperaba  yo!»,— le  dije. 

—  «Dejemos  eso,  compañero,  y  marche  Vd.  á  prepa- 
rarse, me  dijo,  pues  el  tiempo  nos  apura.» 

— «Voy  corriendo,  le  repuse,  pero  mientras  reúno 
mi  cuerpo,  que  será  al  instante,  (sería  la  una  y  media  ó 
dos  de  la  tarde)  mknde  Vd.  reunir  todos  los  caballos 
pesebreros  para  ir  con  ellos;  de  este  modo,  yo  le  respon- 
do á  Vd.  con  mi  cabeza  que  antes  de  las  24  horas  no 
tendrá  un  montonero  en  la  frontera.  Vd.  sabe,  le  agre- 
gué, que  hoy  no  se  encuentra  un  caballo  bueno  en  el 
campo  y  que  los  mismos  santafecinos  no  los  tienen  por 
el  mal  estado  de  los  pastos.» 

—  «Corriente,  díjome,  voy  á  declarar  artículo  de  gue- 
rra los  caballos,  y  que  se  reúnan  ahora  mismo.» 

Puso  el  decreto  en  el  acto  y  se  lo  mandó  al  jefe 
político  don  Pedro  Juan  González,  para  que  sin  pérdida 
de  un  momento  se  reunieran  todos. 

Yo  marché  contento  y  de  carrera  á  mi  cuartel,  y 
entrando  á  él  vitoreando  á  la  patria  y  mandando  al 
trompa  ó  corneta  de  guardia  llamar  corriendo  toda  la 
banda.  Todo  el  cuartel  se  puso  en  movimiento  y  saltan- 
do de  contento,  me  decían: 

—  «¿Cuál  es,  mi  Coronel,  la  noticia  que  tanto  le  ale- 
gra y  nos  alegra  á  todos?» 

—  «jLos  míseros  santafecinos  me  ahorran  el  trabajo 


-~  452  — 

de  ir  á  buscarlos,  pues  los  tenemos    en  el  Tio;  podremos 
apetecer  más!» 

—  «¡Que  viva  la  patria!», — gritaron  todos  con  entu- 
siasmo y  ya  la  banda  salía  tocando  una  precipitada  lla- 
mada por  las  calles^ 

—  «Que  nadie  salga  del  cuartel», — dije  al  oficial  de 
guardia;  y  prevenga  Vd.  á  las  compañías  que  me  es- 
peren formadas,  con  sus  aperos  de  montar  prontos,  pues 
muy  luego  tendremos  aquí  buenos  caballos  pesebreros. 
Otro  fuerte  viva  á  la  patria  resonó  en  el  cuartel  al  oír 
esta  noticia  y -ya  mis  soldados  empezaban  á  entrar  de 
carrera. 

Marché  á  mi  casa  y  encontré  á  mis  ayudantes  mon- 
tados y  con  mi  caballo  pronto,  pues  lo  había  asi  orde- 
nado al  pasar  para  el  cuartel. 

Monté  inmediatamente  y  pasando  por  la  policía  en- 
contré ya  el  corralón  lleno  de  hermosos  caballos  pese- 
breros, los  cuales  aumentaban  por  instantes.  Pasé  de  allí 
á  mi  cuartel,  y  todo  el  escuadrón  que  constaba  de  más  de 
150  hombres,  estaba  pronto  y  cada  soldado  con  su  apero 
al  pié.  No  eran  las  tres  de  la  tarde  y  ningún  soldado 
me  faltaba. 

Mandé  un  ayudante  á  dar  parte  al  General  que  es- 
taba con  el  Cuerpo  pronto,  y  solo  esperaba  los  caballos 
para  marchar. 

Principiaban  á  Moverme  al  cuartel  empeños  de  los 
amigos  del  comercio,  para  que  les  dejara  sus  caballos, 
pues  se  había  ordenado  á  la  policía  que  asi  que  estuvie- 
ran todos  reunidos  los  pusieran  á  mi  disposición. 

—  «Primero  es  la  patria  que  los  amigos,  decíales  á 
estos;  antes  de  48  horas  los  tendrán  Vds.  de  vuelta,  y 
se  verán  libres  del  bandalaje.» 

Ningún  ruego  fué  bastante  para  que  yo  les  permi- 
tiese separar  un  caballo:  salían  desconsolados  y  se  diri- 
gían al  General,  hasta  que  por  fin  lo  ablandaron.  Como 
500  caballos  habían  reunidos,  antes  de  las  tres  y  media 
en  los  corralones  de  la  policía.  Esperé  en  vano  con  mi 
Cuerpo  formado  hasta  las  nueve  y  media   ó  diez  de   la 


r^ 


-  453  ~ 

noche,  á  que  me  trajeran  los  caballos.  Andaban  buscan- 
do por  el  pueblo  mancarrones  y  muías  flacas,  para  sal- 
var sus  pesebrerosü!  Consiguiéronlos,  por  fin,  á  las  diez 
de  la  noche,  y  devolviendo  los  pesebreros,  me  llevaron 
esqueletos  al  cuartel!  Mandé  ensillarlos  y  pasé  disgusta- 
do á  casa  del  General. 

«¡  Escusado  era  mi  General,  le  dije,  que  se  hubiera 
tomado  la  molestia  de  poner  ese  decreto,  y  alropellar  la 
casa  de  los  vecinos  por  quitarles  sus  caballos!  El  re- 
sentimiento que  semejante  orden  ha  producido,  ya  no  lo 
quita  Vd.  y  entre  tanto  hemos  perdido  el  tiempo  y  nada 
podía  conseguir  á  pié». 

«Llevaba  Vd.  800  pesos  ó  no  recuerdo  si  1000  para 
comprarlos,  dijome  el  General,  y  aquí  están  prontos;  y 
voy  á  poner  un  aviso  por  un  propio  en  manos  del  Co- 
mandante de  la  Villa  de  Ranchos,  previniéndole  que  Vd. 
lleva  dinero  para  comprar  los  caballos  que  necesita  para 
su  Cuerpo,  para  que  los  tengan  prontos  á  su  llegada». 

«¡General  no  haga  tal  por  Dio^s  le  dije,  por  que  el 
remedio  es  peor  que  el  mal!  Eso  yXavisarle  al  enemigo 
que  yo  voy  será  una  misma  cosa,  y  hái)ría  caminado  en 
valde!  Es  mejor  marcharme  sin  dirigir  .aviso  ninguno, 
pues  con  el  dinero  en  la  mano  me  los  han  de  proporcio- 
nar los  paisanos,  y  no  son  tan  generosos  park  exponerse 
á  que  los  enemigos  se  los  quiten.  \ 

«No  sea  Vd.  temerario  compañero,  dijome  el  General. 
El  Comandante  es  amigo  nuestro  y  no  es  capaz  de  lo 
que  Vd.  piensa!  El  tiempo  se  lo  mostrará  á  Vd.  muy 
pronto!  Haga  Vd.  lo  que  le  paresca  y  no  lo  perdamos 
mas.»  Mandé  tomar  el  dinero  con  un  ayudante,  y  me 
marché. 

Serían  las  11  de  la  noche  cuando  salí  de  mi  cuartel 
con  250  hombres,  pues  se  me  habían  dado  cien  infantes 
al  mando  del  mayor  don  José  Mercado,  cordobés.  iNo  ha- 
bíamos acabado  de  salir  á  los  altos  del  pueblo,  cuando 
comenzamos  á  dejar  animales  cansados  y  cargar  los  ape- 
ros por  delante. 

La  Villa  de  los  Ranchos  dista  diez  ó  doce  leguas  de 


\ 
\ 


—  454  ~ 

Córdoba  al  sud-este,  y  eran  tan  buenas  las  cabalgadu- 
ras que  llevaba,  que  caminando  la  mayor  parte  de  esa 
noche,  todo  el  siguiente  día,  excepto  el  tiempo  que  tar- 
damos en  carnear  y  que  comiera  la  tropa,  y  la  mayor 
parte  de  la  noche  siguiente,  pudimos  llegar  á  dicha  Vi- 
lla al  amanecer  el  segundo  día.  Pero  antes  de  llegar 
á  eso  de  la  una  de  la  mañana,  había  venido  desde  la 
Villa  un  negro  esclavo  del  Comandante,  cuyo  nombre  no 
recuerdo,  á  darme  aviso  de  que  sií  amo  había  mandado 
esconder  80  caballos  buenos  y  gordos,  suyos  y  de  sus 
hermanos,  á  un  monte  que  está  más  allá  de  las  Vívoras 
hacia  la  parte  de  Santa  Fé,  si  es  Vívora  ó  Garabato  no 
recuerdo  bien  el  nombre,  así  que  recibió  el  propio  del 
General  en  que  le  avisaba  mi  marcha  y  prevenía  que  me 
esperase  con  caballos  y  que  llevaba  yo  dinero  para  com- 
prarlos. 

«Si  la  noticia  que  me  das  es  cierta  díjele,  te  voy  á 
hacer  dar  tu  libertad  con  el  señor  General  y  Goberna- 
dor.» «Mande  su  mec<íed  una  partida  y  los  encontrarán 
en  tal  parte,  y  si  np^'son  todos  buenos  como  he  dicho  y 
de  la  marca  sola  de  mis  araos  haga  Vd.  lo  que  quiera 
de  mi»,  me  repujo  el  negro;  agregando  que  de  puro  pa- 
triota se  había  salido  de  su  rancho  cuando  todos  dor- 
mían para  ye  á  darme  dicho  aviso,  pues  á  más  de  los 
caballos,  Jafabía  llegado  el  coronel  Castillo  con  los  santa- 
fecinos  y'  la  demás  gente  que  se  le  había  reunido  á  la 
banda  del  Tío  2^;  y  que  su  amo  le  había  mandado  avi- 
sar que  se  fuera  al  instante  por  que  estaba  por  llegar 
ya  con  trecientos  hombres,  y  con  cuyo  aviso  se  había 
puesto  en  retirada. 

En  el  acto  de    recibir    dichos    avisos   despaché  una 

partida  de  25  hombres    de    los    mejor    montados    y  con 

buenos  baqueanos  é  hice    que   el   negro    regresara  á  su 

/     casa  y  pasé  yo  á    camparme    á   la    costa    del   Tío  unas 

cuadras  más  allá  de  la  Villa. 

Mandé  llamar  inmediatamente  al  Comandante,  y  le  dije 
que  me  proporcionara  cuantos  caballos  buenos  tuviera  asi 
él  como  los  vecinos  y  rae  dijeran  su  valor,  pues  serían  pa- 


—  455  — 

gados  en  el  acto.  Contestóme  que  no  los  había  y  que 
todos  se  hallaban  á  pié  por  el  mal  tiempo.  «Me  han  ase- 
gurado, le  dije,  que  solo  Vd.  y  sus  hermanos  tienen  bas- 
tantes caballos  gordos,  con  que  asi  es  preciso  que  Vdes. 
me  los  faciliten  y  les  pongan  el  precio,  aqui  tiene  Vd. 
el  dinero  para  pagárselos  al  momento,  y  le  enseñé  la 
bolsa». 

«Esos  son  cuentos  mi  Coronel  de  algunas  personas  que 
nos  quieren  mal.»— «¡No  son  cuentos  sino  la  verdad,  díjele, 
pues  me  Ip  han  asegurado;  y  si  yo  llego  á  descubrir  que 
es  verdad  puede  á  Vdes.  pesarle!!»  «Puede  hacer  lo  que 
guste  mi  Coronel  dijóme,  pues  no  sería  yo  capaz  de  en- 
gañarlo» . 

«¡Muy  bien!  díjele.  ¿Y  donde  están  los  enemigos?»  «Se 
han  retirado  señor»,  me  repuso.  «Y  podía  Vd.  proporcio- 
narme un  hombre  para  hacer  alcanzar  al  coronel  Castillo 
con  una  carta,  á  ver  si  puedo  persuadirlo  á  que  se  nos 
una  y  deje  de  comprometerse  contra  su  patria?»  «Sí,  señor, 
díjome  se  lo  proporcionaré  al  momento.»  —  «<Pues  vaya  Vd. 
á  traerlo  mientras  yo  escribo  la  carta»,  díjele  y  se 
marchó. 

Escribí  la  carta  haciéndole  juiciosas  reflexiones,  y 
afeándole  el  hecho  de  hacer  la  guerra  á  su  pais,  y  pre- 
cisamente con  los  hombres  que  más  dañaban  á  sus  paisa- 
nos; y  por  fin  le  ofrecía  acomodarlo  en  su  empleo  si  se 
venía.  Llegó  luego  el  Comandante  á  decirme  que  estaba 
ya  pronto  el  hombre.  «Tome  Vd.  esta  carta  y  dígale  al 
que  la  lleva,  que  lo  he  de  regalar  bien  si  alcanza  al 
Coronel  y  rae  trae  su  repuesta». 

Fuese  el  Comandante  con  la  carta  y  más  tarde  volvió 
con  todos  sus  oficiales  y  algunos  vecinos  de  la  Villa  á 
presentármelos,  y  al  poco  rato  vinieron  unos  criados  con 
un  almuerzo  que  habían  preparado. 

Habíamos  acabado  de  almorzar  y  estábamos  en  con- 
versación, cuando  se  aparece  un  propio  del  Oficial  que 
había  mandado  por  los  caballos,  avisándome  que  venía 
en  marcha  con  80  caballos  buenos  y  según  los  había  ca- 
lificado el  criado.    Volví  á  mi  asiento  después  de  impuesto 


-  456  — 

de  dicho  parte  y  aparece  otro  á  todo  correr  de  su  caballo, 
y  parándolo  casi  sobre  nosotros  y  todo  él  empapado  en 
sudor  y  chorreando  sangre  de  las  espuelas,  preséntame 
el  conductor  un  pliego  urgentísimo  del  Gobierno. 

Abro  el  pliego  y  me  encuentro  la  siguiente  carta  del 
General: — «Compañero  y  amigo: — ¡Es  imposible  que  Vd. 
«  pueda  figurarse  lo  que  acaba  de  suceder!  La  división 
«  de  la  sierra  se  nos  ha  sublevado  encabezada  por  los 
«  oficiales! 

«El  coronel  Pedernera  está  preso,  y  tenemos  la  mi- 
«  tad  de  nuestro  ejército  de  enemigo  y  marchando  á  en- 
«  centrarse  con  Quiroga. 

«Es  preciso  que  Vd.  abrevie    cuanto  pueda  su  ope- 

«  ración  y  se  regrese  cuanto  antes  dejando  esa  frontera 

«  asegurada  en  cuanto  le  sea  posible. — Su  affmo.  amigo 

«  y  compañero. 

José  María  Paz.  » 

Apenas  acabé  de  leer  lo  que  queda  dicho,  di  un 
fuerte  viva  á  la  patria  y  continué  con  cara  de  risa  y 
un  corazón  de  demonio. 

Al  dar  yo  el  viva,  saltaron  todos  de  contentos,  pre- 
guntándome lo  que  habia.  Grandes  é  interesantes  noti- 
cias,— dyeles  y  continué.  Habia  acabado  de  leer  la  carta 
y  decía  entre  mí:— ¿Si  antes  de  saber  esto,  este  picaro 
Comandante  está  traicionándonos,  qué  sería  capaz  de  ha- 
cer á  la  vuelta  de  dos  ó  tres  horas  en  que  se  sabría  ya 
este  suceso? — Me  levanté  callado,  llamé  aparte  al  con- 
ductor y  le  pregunté  qué  novedad  había  en  el  pueblo,— 
dijome  que  ninguna;  que  lo  único  que  le  había  dicho  el 
General  al  despacharlo,  era: — «Véale  Vd.  aunque  sea 
matando  caballos,  hasta  "alcanzar  al  coronel  La  Madrid. 

—«Espere  Vd.  que  pronto  lo  despacharé»  -dije  al 
propio;  y  llamando  á  uno  de  mis  ayudantes,  le  ordené 
llamara  al  comandante  de  la  Villa,  y  lo  pusiera  incomu- 
nicado en  la  guardia  de  prevención. 

Eran  más  de  las  U  del  día  y  escribía  al  General 
recordándole  que  era  aquel  suceso  una  de  las  consecuen- 
cias que  había  yo  querido  evitar  con  mi  amistosa  carta 


—  457  — 

que  él  había  interpretado  injustarneate  y  no  hecho  caso 
de  cuanto  le  decía,  pero  que  aun  nos  sobraban  elemen- 
tos y  mas  que  todo,  resolución  para  salvarnos,  escarmen- 
tando á  nuestros  enemigos;  que  su  aviso  al  comandante 
de  la  Villa  solo  había  servido  para  lo  que  yo  le  indiqué, 
porque  al  momento  se  lo  participó  á  Castillo  y  le  pro- 
porcionó su  fuga;  íe  avisaba  también  la  ocultación  de  los 
caballos  y  cómo  estaban  ya  en  mi  poder,  pues  llegaron 
antes  de  cerrar  mi  carta.  Le  decía  por  último  que  aca- 
baba de  poner  incomunicado  al  comandante  de  la  Villa, 
y  que  al  recibo  de  ésta  mi  carta  ya  estaríamos  libres  de 
que  nos  volviese  á  traicionar,  pues  le  iba  á  juzgar  por 
un  consejo  de  guerra  verbal,  y  juzgaba  como  infalible 
que  se  le  aplicaría  la  pena  de  muerte  que  con  ese  ejem- 
plar y  otro  que  haría  más  adelante,  quedaría  asegurada 
aquella  frontera  y  me  tendría  de  vuelta  en  muy  pocos 
días. 

Despachado  el  propio,  mandé  reunir  un  Concejo  de 
Capitanes  para  juzgar  al  Comandante,  y  cuando  se  esta- 
ba reuniendo  el  Concejo  á  las  dos  de  la  tarde,  llegó. el 
propio  que  había  mandado  el  Comandante  en  alcance  del 
coronel  Castillo;  y  encontrándose  con  la  noticia  de  estar 
incomunicado  su  jefe,  vino  á  mi  lado  sorprendido  y  me 
entregó  las  dos  cartas  que  le  había  dado  el  Comandante. 
La  mía  y  otra  que  él  le  dirigía  á  Castillo,  disculpándo- 
se de  no  haber  podido  ir  la  tarde  antes  á  su  llamado 
porque  me  hallaba  yo  cerca  y  no  quería  hacerme  sos- 
pechar, ni  que  yo  llegase  á  saberlo,  como  ya  se  lo  había 
dicho  en  la  esquela  que  le  mandó  en  dicha  tarde;  pero 
que  en  todo  caso  contase  con  él  como  uno  de  sus  mejo- 
res amigos. 

El  miliciano  volvió  con  las  cartas  después  de  haber 
galopado  en  vano  como  diez  ó  doce  leguas  de  ida,  y  con 
la  noticia  de  haber  Castillo  caminado  toda  esa  noche 
anterior  á  trote  y  galope,  según  se  lo  habían  asegurado 
en  la  última  población  á  que  había  llegado,  y  que  á  la 
hora  en  que  él  se  regresó,  debía  ya  hallarse  en  el  terri- 
torio de  Santa- Fé. 


~  458  — 

Así  que  me  impuse  de  dicha  carta,  dije  entre  mí,  , 
este  es  el  más  poderoso  comprobante  sobre  el  asunto  de 
los  caballos  y  la  mandé  al  Presidente  del  Consejo.  A  las 
tres  de  la  tarde  fué  sentenciado  á  muerte  y  hasta  sus  mis- 
mos oficiales  declararon  que  en  la  tarde  anterior  cuan- 
do llegó  Castillo  al  río  y  le  mandó  llamar,  le  contestó 
por  una  carta  que  no  podía  ir  á  su  llamado  por  estarme 
esperando  por  momentos  con  una  fuerza  de  300  hombres. 

Decían  los  Oficiales  que  al  mostrarles  él  la  carta  le 
decían  todos  que  podía  y  debía  escusarse  de  ir  al  lla- 
mado de  Castillo,  pero  de  ninguna  manera  comunicarlo 
nada,  pues  eso  era  prevenirlo  para  que  se  fuera. 

Fué  puesto  en  capilla  al  instante,  y  después  de  reci- 
bir los  auxilios  espirituales  fué  ejecutado  al  cerrar  ya 
la  noche,  y  en  seguida  marché  para  el  Tío  á  cuyo  punto 
llegué  al  amanecer.  El  Comandante  del  fuerte  del  Ga- 
rabato ólasVivoras,  que  le  había  proporcionado  á  Casti- 
llo su  gente  para  sorprender  al  Comandante  Basabilvaso, 
se  había  quedado  allí  creyendo  disculparse  con  que  ha- 
bía, sido  obligado  por  Castillo. 

Adviértase  que  Castillo  había  traído  de  Santa  Fé  á 
veinte  y  tantos  hombres  j  quizá  menos  y  que  aquél  tenía 
más  del  doble  de  dicha  fuerza.  Le  mandé  poner  preso  al 
momento  y  por  la  tarde  fué  ejecutado  del  mismo  modo 
que  el  de  la  Villa. 

Mandé  en  el  acto  un  oficio  al  Comandante  ó  Coronel 
Isleño  del  departamento  de  Santa  Rosa,  que  era  muy  del 
partido  de  Bustos,  y  de  quien  nunca  se  había  podido 
conseguir  que  concurriera  con  su  gente  cuando  se  le 
llamaba,  ordenándole  que  al  siguiente  día  por  la  tarde 
debía  bajar  al  Tío  con  150  hombres  de  su  Cuerpo  para 
hallarse  en  la  revista  que  iba  á  pasar  de  las  milicias  de 
la  frontera. 

Igual  orden  se  pasó  á  los  Capitanes  de  las  milicias 
de  Tío,  pero  así  que  fué  ejecutado  el  2®  Comandante  ha- 
bía recibido  yo  un  propio  del  General  mucho  más  plau- 
sible que  el  I^  comunicándome  la  contra  revolución  que 
hicieron  los  Sargentos,   al    capitán    Velazco,    que  había 


459  — 


encabezado   la   revolución   de   la   Sierra,   y  que  habían 
vuelto  ya    ambos  Cuerpos    á   la  posición  que  antes  te 
nian. 

Yo  que  no  había  comunicado  á  nadie  la  noticia  pri- 
mera de  la  revolución,  oculté  también  la  segunda  y  des- 
paché un  propio  á  Santa  Fé  en  el  acto,  con  un  oficio  al. 
gobernador  López  dándole  cuenta  del  atentado  practica- 
do por  el  coronel  Castillo  con  una  partida  de  cordobe- 
ses y  soldados  santafecinos,  y  exigiéndole  una  corrección 
ciial  merecía,  un  hecho  que  podría  muy  bien  comprome- 
terle con  nuestro  General,  y  alterar  la  buena  armonía 
que  había  entre  ambos  Gobiernos,  lo  cual  me  sería  muy 
sensible;  porque  en  caso  intentasen  repetir  un  hecho  se- 
mejante, los  hombres  que  tenía  á  mi  lado,  me  vería  pre- 
cisado á  internarme  á  su  territorio  en  su  persecución, 
como  lo  haría  él  en  igual  caso,  si  nosotros  consintiéra- 
mos un  hecho  de  la  misma  naturaleza. 

Le  comuniqué  también  la  causa  por  que  habia  li- 
brado Castillo  de  caer  en  mis  manos  con  todos  sus 
acompañantes,  y  el  castigo  que  les  habia  dado  tanto  al 
jeíe  que  le  proporcionó  su  escape,  como  al  que  primero 
le  facilitó  su  fuerza  par'a  que  sorprendiera  con  ella  al 
comandante  Basavilbaso.  Así  es,  agregaba,  que  no  ha 
servido  la  invasión  de  Castillo  para  otra  cosa  que  para 
comprometer  á  dos  de  sus  amigos  facilitándonos  el  medio 
legal  de  libertarnos  de  dos  traidores. 

Al  dia  siguiente  muy  temprano,  ya  estaba  presente 
en  mi  campo  el  comandante  Isleño,  no  solo  con  los  150 
hombres  que  le  había  yo  pedido,  sino  con  más  de  200. 
Así  fué  que  llegada  la  hora  de  las  12  que  era  la  desig- 
nada, tuve  reunidos  como  500  milicianos. 

Para  mostrarles  á  estos  milicianos  mi  complacencia 
por  su  puntualidad,  al  mismo  tiempo  que  les  había  im- 
puesto con  los  dos  castigos  ejecutados  en  los  Comandan- 
tes que  nos  habían  traicionado,  quise  proporcionarles  un 
buen  día.  Les  mandé  carnear  unas  diez  reses  gordas 
con  cuero,  y  proporcioné  unas  tres  cargas  de  vino  del 
país,  después  de  la  revista;  y  por  la  tarde  así  que  tiubie- 


—  460  — 

ron  ya  comido  les  invité  á  que  corrieran  sus  carreras, 
pues  acostumbran  nuestros  milicianos  asistir  á  dichas 
reuniones  ..n  sus  mejores  caballos,  y  son  todos  ellos  afi- 
cionados á  dichos  juegos  de  carreras. 

No  habia  yo  acabado  de  hacerles  la  indicación  cuan- 
do ya  hubieron  algunas  carreras  pactadas.  Asi  fué  que 
pasamos  una  tarde  divertida,  porque  hubieron  muchas 
carreras  y  perdieron  ya  todos  el  recelo  con  que  habían 
venido. 

Al  ponerse  el  sol  mandé  tocar  tropa  y  formé  toda  la 
división  en  cuadro  y  les  hablé,  manifestándoles  mi  com- 
placencia por  haber  estado  prontos  á  mi  llamado.  Les 
hice  ver  la  necesidad  que  habia  de  que  concurrieran  en 
adelante  con  igual  puntualidad  cuantas  veces  fueran  lla- 
mados á  defender  la  patria;  pues  era  una  vergüenza  que 
una  provincia  tan  poblada  como  la  de  Córdoba,  se  dejara 
robar  impunemente  por  cuatro  miserables  santafecinos, 
cuantas  veces  ó  estos  se  les  antojaba. 

«Los  cordobeses  dijeles,  son  robustos,  bizarros  y  va- 
lientes, pues  así  me  lo  han  mostrado  cuantos  he  conoci- 
do en  el  ejército  del  Perú,  en  la  guerra  de  nuestra  in- 
dependencia. Preguntadlo  sino,  á  estos  dos  valientes,  y 
mandé  salir  al  centro  del  cuadro,  á  los  dos  valientes 
Sargentos  de  Tambo  Nuevo:  ¡Albarracín  y  Salazar!  que 
estaban  presentes,  y  eran  ya.  Comandante  de  milicias  el 
uno,  y  Teniente  el  otro.  —  ¡Preguntad  á  estos  valientes 
paisanos  vuestros,  cuantas  veces  he  arremetido  con  solo 
ellos  y  diez  ó  doce  de  sus  compañeros,  á  cientos  de  sol- 
dados españoles!  y  no  traposos  miserables  como  esos  san- 
tafecinos que  os  hacen  correr  como  avestruces». 

€¡Robustos  milicianos  de  Córdoba,  explicadme  este 
enigma!  Cincuenta  hombres  de  vosotros  bastan  frecifen- 
temente,  para  desbaratar  y  correr  á  lanzadas,  á  150  in- 
dios salvajes,  cuantas  veces  vienen  á  robarlos.  Esto  no 
me  lo  podéis  negar.  ¿No  es  verdad?» — Si,  señor,  dijeron 
todos. 

«¿Eso  yo  lo  sabía,  y  es  precisamente  por  eso,  que  ex- 
traño lo  que  voy  á  preguntaros,  y  quiero  que  me  lo  es- 


—  461  — 

pliqueis?  ¡Esos  cien  indios  que  acabáis  de  correr  50  de 
vosotros,  se  encuentran  en  su  fuga  con  200  santafecinos 
y  los  corren  á  los  200!  ¿Tampoco  esto  me  lo  negareis 
porque  asi  ha  sucedido?»  —  Si,  señor.  —  «Y  bien,  de  estos 
200  santafecinos  que  van  huyendo  de  los  100  indios  que 
habéis  corrido  50  de  vosotros,  se  han  extraviado  20;  y  cre- 
yendo correr  para  Santa  Fé,  han  corrido  para  el  rio,  y 
se  han  encontrado  con  los  50  vencedores!  ¿Que  ha  suce- 
dido mis  amigos?  No  habéis  corrido  como  gamos  los 
50,  abandonando  á  merced  de  los  20  santafecinos,  no  so- 
lo vuestras  haciendas,  sino  también  vuestras  mujeres  y 
vuestros  hijos». 

«¡Explicadme  camaradas,  este  fenómeno  tan  raro,  pe- 
ro tan  frecuente  entre  vosotros!  Pues  aunque  no  sean 
precisamente  los  20  santafecinos,  de  los  200  que  van  hu- 
yendo de  los  100  indios,  que  habéis  corrido,  es  cierto 
que  echáis  á  correr  los  50,  y  aun  quizás   más». 

«Esto  es,  mis  amigos,  lo  que  quisiera  yo  que  me  es- 
plíqueis;  mas  veo  que  no  podréis  hacerlo  sin  confesar 
una  verdad  muy  amarga  para  vosotros,  habéis  hoy  de 
decir,  desde  el  año  18,  que  los  santafecinos  á  pesar  de 
ser  un  puñado  de  hombres,  se  llevaban  por  delante  á  los 
ejércitos  porteños,  y  hasta  que  llegaron  á  imponerles  un 
tributo  en  el  año  20,  para  comprarles  la  paz.  Y  esto 
mis  amigos,  que  es  lo  más  vergonzoso,  os  á  hecho  co- 
brarles un  terror  pánico;  asi  es  que,  cuando  dicen,  vie- 
nen los  santafecinos,  ya  no  atináis  ni  á  poneros  en  guar- 
dia, ni  á  preguntar  su  número,  sino  á  huir  como  de  unos 
fantasmas,  abandonando  cuanto  leneis». 

«¡Este  terror,  mis  amigos,  es  el  que  me  propongo  qui- 
taros,  haciéndoos  ver  que  sois  más  hombres  que  ellos!» 

«Ya  me  habéis  confesado  que  50  de  vosotros,  espe- 
ran con  intrepidez  á  100  indios  salvajes  y  se  los  llevan 
por  delante.  Sabéis  también  que  esos  100  indios  espan- 
tan á  los  santafecinos  todos;  es  decir  á  vuestros  imaji- 
rios  fantasmas,    y  de    los  porteños,  en  cierto  tiempo  (^) 


(*)     Desde  el  año  18  al  20,  en  que  principió  la  guerra  de  algunas  Pro- 
vincias contra  el  gobierno  de  Buenos  Aires   á  causa  de  algunas  demasías  por 


—  462  — 

«¿Queréis  ahora  saber  porque  fueron  entonces  los  fantas 
mas  de  los  porteños,  hasta  imponerles  un  tributo?  Por- 
que no  había  unión  en  los  porteños,  y  por  que  Rozas 
trabajaba  ya  secretamente  para  fomentar  ese  terror  hacia 
los  santafecinos,  entre  sus  paisanos  del  campo;  y  el  fué 
el  que  contribuyó  más  poderosamente  para  acordar  á 
López  su  tributo,  con  el  fin  de  ganarlo,  para  que  le  sir- 
viera después,  como  ya  lo  habéis  visto». 

«Ya  veis  ahora  que  el  estanciero  Hozas  está  forman- 
do soldados  de  esos  mismos  milicianos  á  quienes  es- 
pantaban los  santafecinos;  que  con  ellos  ha  embromado  á 
los  militares  porque  han  sido  unos  zonzos,  y  ha  de  em- 
bromar mañana  al  mismo  López  si  se  descuida.  ¿Por- 
qué no  podréis  vosotros  espantar  á  esos  dos  caciques  y 
sus  miserables  hordas?  ¡Resolveos,  mis  amigos,  y  haced 
respetar  el  nombre  cordobés!  No  abandonéis  vuestras 
haciendas  y  vuestras  familias  á  discreción  de  ningún 
insolente  que  se  atreva  á  invadiros,  que  yo  os  ayudaré 
con  gusto!» 

Todo  esto  tuve  la  paciencia  de  decirles  para  picar- 
les su  amor  propio,  y  á  f é  que  produjo  un  buen  efecto 
entre  las  milicias,  unido  esto  á  la  verdadera  organiza- 
ción que  dio  á  los  escuadrones  que  formó  de  los  extra- 
muros del  pueblo  el  coronel  don  Julián  Paz,  hermano 
del  General,  que  se  había  encargado  de  la  inspección 
general.  El  fué  quien  estimuló  al  cuerpo  cívico  que  tan 
bizarramente  ha  sabido  conducirse  después. 

Al  siguiente  día  despaché  á  los  milicianos  á  sus  ca- 
sas, después  de  hacerles  ejecutar  yo  mismo  algunas  ma- 
niobras, y  de  hacerles  ver  que  los  engañaban  cuando 
les  decían  que  yo  les  había  citado  para  sacar  hombres 
para  aumentar  mi  cuerpo. — «¡Jamás  el  coronel  La  Madrid, 


parte  de  algunos  gobernantes,  siendo  la  Banda  Oriental,  Hntrc  Rios  y  Santa 
Fé  las  primeras,  y  como  no  habla  uniformidad  en  las  ideas  en  Buenos  Aires, 
exceptuando  la  de  centralizar  al  mando  en  los  unos,  ya  por  el  diferente  modo 
de  pensar  político  en  los  otros,  resultaban  de  aquí  las  defecciones  en  las  tro- 
pas de  Buenos  Aires,  esta  era  la  razón  porque  los  santafecinos  teuian  en 
jaque  á  lus  |)ortcñoh. 


-^  463  —  - 

dijeles,  á  necesitado  de  hombres  forzados  para  defender 
Ja  patria  ni  los  pueblos!  ¡Nunca  me  han  faltado  valien- 
tes voluntarios;  como  ese  puñado  de  hombres  que  veis! 
Si  entre  vosotros  hay  algunos  jóvenes  intrépidos  y  deci- 
didos que  espontáneamente  quieran  acompañarme  á  de- 
fender y  salvar  su  patria,  á  esos  solos  admitiré  con  gusto, 
porque  no  quiero,  ni  necesito  de  hombres  sin  corazón». 

No  faltaron  21  jóvenes  robustos  decididos  que  salie- 
ran al  frente,  y  me  dijeron:  cNosotros  queremos  seguir- 
le, mi  coronel.»  «Que  vivan  estos  valientes,  dijeles.  ¡Hom- 
bres como  vosotros  son  los  que  yo  quiero  y  me  bastan 
para  llevarme  por  delante  á  todos  los  montoneros!» 

Marcháronse  los  demás,  y  yo  regalé  á  estos  nuevos 
voluntarios  á  presencia  de  todos  sus  compañeros,  des- 
pués de  haber  hecho  saber  á  todos,  el  acto  infame  que 
hablan  cometido  algunos  oficiales,  que  no  merecían  este 
nombre  en  la  Sierra,  y  el  muy  loable  de  los  vsargentos, 
cabos  y  soldados,  rebelándose  contra  tan  indignos  ofi- 
ciales y  poniendo  en  libertad  á  sus  jefes! 

A  los  dos  dias  estuvo  de  regreso  el  conductor  de  mi 
oficio  al  gobernador  de  Santa  Fé,  con  una  contestación 
satisfactoria.  Escusándose  por  de  contado  con  que  ha- 
bía sido  sin  su  conocimiento  la  invasión  de  Castillo  y 
asegurándome  que  él  ayudaría  de  que  no  se  repitiera. 

No  recuerdo  si  al  2^  ó  3"  día  después  del  recibo  de 
esta  comunicación  regresé  á  Córdoba  dejando  aquella 
parte  de  la  frontera,  tranquila.  Quiroga  se  dejó  ver  ense- 
guida á  los  muy  pocos  dias  y  salimos  á  recibirle  con  e' 
ejército. 

Los  comisionados  del  Gobierno  de  Buenos  Aires,  que 
habían  sido  mandados  por  el  general  Viamonte,  á  inter- 
poner su  mediación  para  el  cese  de  la  guerra,  entre  los 
generales  Paz  y  Quiroga;  habían  solicitado  pasar  á  verse 
con  el  último,  y  no  permitiéndolo  el  General,  creo  que 
por  temor  de  que  le  impusiera  á  Quiroga  del  estado  de 
sus  fuerzas;  habían  pedido  sus  pasaportes  y  obtenido,  mar- 
chádose  para  Buenos  Aires  creo  que  dos  ó  tres  días  antes 
de  la  batalla  de  Oncalivo. 


—  464  — 

Tengo  entendido  que  antes  de  marcharse  los  comi- 
sionados, habían  allanádose  á  ir  solos  al  campo  del  ge- 
neral Quíroga  cambiando  de  ayudante  y  hasta  los  peones 
de  su  coche,  con  otros  que  merecieran  la  confianza  del 
general  Paz,  á  lin  de  quitar  á  éste  todo  recelo  y  poder 
llenar  el  objeto  de  su  misión,  pQro  no  lo  habían  conse- 
guido no  sé  porque  causa.  Ello  es  que  en  el  día  de  la 
salida  de  Córdoba  de  dichos  comisionados,  mandó  el  ge- 
neral Paz  á  su  ayudante  de  campo  el  mayor  ó  coman- 
dante Paunero,  en  su  alcance  hasta  la  primera  ó  segunda 
posta  proponiéndoles  que  pasaran  á  verse  con  el  general 
Quiroga. 

Los  comisionados  se  denegaron  ó  hubo  entre  ellos 
un  altercado,  sobre  si  deberían  ó  no  prestarse  á  esta 
indicación,  después  de  habérseles  denegado  el  General 
y  quedado  terminada  su  misión.  Por  fin  parece  que 
se  convinieron  á  pasar  al  campo  de  Quiroga  que  estaba 
ya  inmediato,  y  quedaron  en  esperar  en  el  Segundo,  los 
baqueanos  que  les  mandaría  el  general  Paz. 

El  resultado  fué  que  no  aparecieron  los  baqueanos 
en  el  punto  señalado  por  el  enemigo  que  se  aproximaba 
y  fué  preciso  irle  al  encuentro,  y  los  comisionados  y  se 
encontraron  con  el  general  Quiroga  en  Oncativo  ó  Inspira. 

El  día  antes  de  la  batalla  que  fué  el  25  de  Febrero, 
había  mandado  el  general  Paz  al  doctor  Buhies  y  el 
mayor  Paunero,  de  parlamento  al  campo  enemigo,  no 
se  con  que  misión. 

El  doctor  don  Elias  Bedoya  que  iba  en  compañía  del 
general  Paz,  junto  con  su  hermano  el  Canónigo  que  me 
parece  hacía  de  su  secretario,  había  comunicado  en  di- 
cho día  no  se  si  al  coronel  Videla  Castillo  ó  Pedernera, 
que  el  General  había  dirijido  á  Quiroga  proposición  de 
paz  porque  le  asistían  algunas  desconfianzas  por  parte  de 
algunos  de  los  jefes  de  ejército,  y  que  lo  consideraba  dis- 
puesto á  capitular.  Con  motivo  pues  de  este  aviso  nos 
citaron  á  todos  los  jefes  de  los  Cuerpos  en  una  parada 
que  tuvimos  por  la  carta  del  segundo,  para  comunicar- 
nos dicho  aviso;  y  alarmados  como  era  natural  por  seme- 


—  465  — 

jante  desconfianza  por  parte  de  nuestro  General,  pasamos 
á  verle  á  su  tienda  todos  juntos,  y  me  parece  que  fui  el 
comisionado  por  mi  antigüedad,  para  manifestarles  á 
nombre  de  todos  nuestra  más  decidida  adhesión  á  su  per- 
sona y  á  la  causa  que  sosteníamos,  y  exijirle  que  se 
decidiera  á  dar  la  batalla  seguro  de   que  triunfariamos. 

Asi  lo  practicamos  y  el  General  nos  aseguró  que  ja- 
más había  dudado  de  nuestra  desición,  y  que  por  consi- 
guiente nuestros  temores  eran  infundados.  Nos  retiramos 
tranquilos  por  las  seguridades  que  nos  dio  el  general 
Paz,  y  regresando  por  la  noche  del  campo  enemigo  los 
parlamentarios,  díjome  el  mayor  Paunero,  que  al  despe- 
dirse del  general  Quiroga  les  había  éste  encargado  me 
dijeran  de  su  parte  que  me  hiciera  conocer  al  siguiente 
día  en  la  batalla,  pues  me  buscaría  aunque  fuera  en  los 
infiernos  para  cobrarme  la  bandera  que  le  había  quitado 
en  el  campo  del  Tala  el  año  26. 

Al  hacerme  Paunero  esta  relación  delante  de  todos 
los  jefes  que  estaban  presente  y  de  nuestro  General,  dí- 
jome.—«Yo  le  contesté  que  cumpliría  su'encargo,  y  para 
que  no  se  equivocara  le  previne  que  donde  viera  la  ban 
derola  negra  y  colorada  allí  le  buscara,  pues  era  la  de 
la  división  que  Vd.  mandaba».  Yo  le  aplaudí  mucho  esta 
advertencia,  y  dije: — «no  es  él  el  que  ha  de  buscarme, 
sino  yo  á  él». 

El  general  Paz  asi  que  nos  retiramos  de  su  tienda  los 
jefes  en  esa  tarde,  calculó  que  el  doctor  don  Elias  Bedoya 
debió  ser  el  que  nos  había  dado  el  aviso  y  lo  destinó 
no  sé  si  á  Córdoba  ó  mas  adelante,  mandándolo  preso 
me  parece,  y  poco  después  que  regresaron  los  parlamen- 
tarios nos  pusimos  en  marcha  con  todo  el  ejército,  for- 
mado en  tres  columnas  paralelas.  La  de  la  derecha 
compuesta  de  mi  escuadrón  de  voluntarios  y  tres  de  mili- 
cias de  los  extramuros  de  Córdoba  y  la  de  los  carniceros 
la  mandaba  yo. 

La  izquierda  compuesta  del  regimiento  número  2  de 
coraceros  y  no  recuerdo  si  algún  escuadrón  más  de  mi- 
licias la  mandaba  el  coronel  Pedernera,  el  centro   com- 

3() 


—  466  - 

puesto  de  los  batallones  número  2,  5,  y  como  200  cívicos 
de  Córdoba  mandados  por  el  coronel,  negro  Barcala,  la 
mandaba  el  coronel  Videla  Castillo  juntamente  con  la 
artillería,  ó  no  recuerdo  si  el  del  Estado  Mayor,  coronel 
don  Ramón  Deheza.  La  reserva  me  parece  que  la  man- 
daba el  coronel  don  Manuel  Puch  y  era  compuesta  de 
sus  300  sáltenos. 

Caminamos  en  este  orden  mucha  parte  de  la  noche 
y  fuimos  á  amanecer  muy  cerca  de  Oncativo  en  cuyo 
punto  tenia  el  general  Quiroga  establecido  su  campo. 

En  estas  circunstancias  parece  que  Quiroga  estaba 
hablando  recien  con  los  comisionados  de  Buenos  Aires 
que  acababan  de  llegar  ó  habían  llegado  poco  antes,  con- 
ducidos por  una  fuerza  suya  de  vanguardia  que  los  había 
encontrado. 

Cuando  nosotros  nos  avistamos  al  campo  de  Quiroga 
por  el  norte,  tenía  éste  apoyado  su  costado  derecho  en 
un  cerco  y  las  cañetas  que  había  traído  de  Mendoza, 
que  eran  bastantes  y  su  izquierda  en  la  Laguna  de  On- 
cativo; y  su  fuerza  pasaba  de  tres  mil  hombres  de  las 
tres  armas.  La  nuestra  sería  como  de  dos  mil  y  pico 
de  hombres. 

Así  que  el  General  reconoció  la  posición  del  enemigo 
hizo  un  cambio  de  frente  por  la  derecha  sobre  el  flanco 
izquierdo  del  enemigo  y  le  obligó  á  variar  de  posición, 
con  cuyo  motivo  quedó  colocada  toda  la  caballería  de 
Quiroga  á  su  flanco  izquierdo. 

Colocados  en  esta  nueva  posición  con  nuestras  tres 
columnas  dando  frente  al  Este  recibí  orden  del  General 
de  cargar  por  escalones  sobre  toda  ia  caballería  de  Qui- 
roga con  cerca  de  500  hombres,  deque  contaba  mi  colum- 
na. Practiqué  en  el  momento  la  carga  con  tan  buen 
éxito  que  me  llevé  por  delante  toda  la  primera  línea  de 
la  caballería  enemiga  escuchando  los  vítores  que  daban 
á  retaguardia  las  dos  columnas  nuestras  que  desapare- 
cieron luego  por  el  polvo  de  nuestra  carga  y  la  fuga  de 
los  enemigos;  pero  habiéndoseme  desordenado  en  la  per- 
secución uno  de  los  escalones  de  las  milicias,  y  presen- 


—  467  — 

tádoseme  una  nueva  caballería  enemiga,  me  fué  preciso 
retroceder  sobre  el  último  escalón  para  rehacer  el  que 
se  habia  desordenado. 

Los  enemigos  venían  ya  cargando  cuando  organiza- 
dos ya  mis  escalones  rae  precipité  segunda  vez  sobre  la 
nueva  caballería  y  la  arrollé  como  en  la  primera  carga 
por  dos  ó  tres  cuadras. 

Nuevos  vítores  sentimos  á  nuestra  espalda,  pero 
nuestras  dos  columnas  se  mantenían  firmes  batiendo  solo 
á  la  linea  enemiga  con  nuestra  artillería.  Por  segunda 
vez  fué  desordenado  el  escuadrón  de  carniceros  del  pue- 
blo á  consecuencia  de  haber  encontrado  en  la  persecu- 
ción un  nuevo  cuerpo  de  caballería,  y  tuve  segunda  vez 
que  retroceder  á  rehacerlo  perdiendo  á  su  bravo  Coman- 
dante el  ciudadano  don  Juan  Bautista  Ocampo,  hermano 
de  la  señora  del  Inspector  de  armas,  don  Julián  Paz. 

Cuando  estaba  yo  acabando  de  formar  mis  escalones 
y  de  ordenar  el  escuadrón  que  había  sido  arrollado,  y 
se  movía  ya  sobre  nosotros  la  caballería  de  Quiroga 
que  se  había  ordenado,  vi  pasar  por  mi  izquierda  al  bra- 
vo coronel  Pringles,  con  50  de  sus  coraceros  cargando 
al  galope  en  batalla.  Encuéntrase  este  jefe  con  la  línea 
de  caballería  enemiga,  que  era  cuatro  ó  seis  veces  ma- 
yor que  la  suya  y  quédanse  ambas  líneas  paradas  y  casi 
tocándose  con  las  lanzas. 

Yo  que  observé  esta  situación,  apuré  la  reunión 
y  marché  de  frente  al  trote,  mientras  que  marchaba 
disparan  los  carabineros  de  Quiroga  sus  tercerolas  so- 
bre los  50  coraceros  de  Pringles  y  les  hacen  volver 
caras. 

Mando  al  galope  mis  escalones,  y  observando  Prin- 
gles que  yo  cargaba  ya  por  su  izquierda,  mandó  á  sus 
coraceros  sobre  la  marcha  dar  media  vuelta  á  la  dere- 
cha por  mitades  y  entró  en  seguida  en  línea  conmigo 
acuchillando  y  lanceando  ya  á  nuestros  enemigos  que 
volvían  la  espalda  y  no  pararon  ya  más,  hasta  que  me 
alcanzó  el  general  Paz,  mandándome  cesar  de  perseguir 
al  enemigo. 


—  468  — 

Inmediatamente  que  paramos,  Quiroga  hizo  alto  y 
empezó  á  reunir  su  caballería  al  otro  lado  de  la  laguna, 
pero  ya  su  infantería,  artillería  y  carretas  quedaba  cer- 
cada por  nuestra  infantería  y  reserva. 

Mientras  yo  sostuve  con  solo  mi  división  todo  el 
ataque  contra  la  mayor  parte  de  la  caballería  enemiga 
habían  tenido  lugar  algunas  cargas  por  nuestra  izquier- 
da con  la  poca  caballería  que  Quiroga  había  dejado  á 
derecha,  y  en  las  cuales  parece  que  fueron  rechazados 
los  sáltenos  del  coronel  Puch  y  tuvieron  que  obrar  los 
coraceros  de  Pedernera  sobre  la  caballería  que  tenía 
Quiroga  á  su  derecha. 

El  resultado  fué  que  parado  yo  con  mi  fuerza  al 
frente  del  lugar  en  que  Quiroga  reunía  la  suya,  por  or- 
den del  General,  aquel  fusiló  á  nuestra  vista  á  un  sar- 
gento y  no  sé  si  á  uno  ó  dos  soldados;  y  habiendo  el 
general  Paz  mandado  salir  al  teniente  coronel  de  mili- 
cias Martínez,  con  una  guerrilla,  sobre  la  fuerza  de  Qui- 
roga, y  sido  dicha  guerrilla  rechazada;  le  insté  yo  al 
General  para  que  me  permitiera  salir  en  persona,  con  25 
voluntarios  buenos  y  bien  montados,  que  había  destina- 
do para  perseguir  y  buscar  á  Quiroga  y  el  General  no 
me  lo  permitía. 

Ya  aparecía  en  estas  circunstancias,  una  fuerza  de 
coraceros  del  coronel  Pedernera,  ó  había  llegado  cuan- 
do instándole  nuevamente,  le  dije :  —  « Déjeme  V.,  Ge- 
neral, ir  con  estos  25  hombres  y  correr  á  todas  esas 
guerrillas  de  Quiroga» — mi  objeto  era  buscarle  á  él  mis- 
mo, y  apenas  me  dijo  el  General,  «vaya  Vd.  pero  no  se 
comprometa»,  cuando  dije  á  mi  partida  de  Voluntarios 
que  la  tenía  separada  ya: 

—  «Mitad  de  frente,  guía  á  la  derecha,  al  trote»; — 
Quiroga  se  movía  en  estas  circunstancias  en  retirada 
con  más  de  trescientos  hombres  formados  en  batalla  ha- 
cia al  Sud- 

Yo  que  iba  al  frente  de  mis  25  voluntarios,  díjeles 
«al  galope»,  y  marchando  á  este  aire  grité  á  los  enemigos 
con  voz  atronadora:— ¡Digan  á  ese  Quiroga  que  aquí  está 


^ 


y 


—  469  — 

La  Madrid  á  buscarle,  que  se  pare  si  es  gente! — Me  lan- 
cé sobre  su  línea  que  apretaba  el  galope  cada  vez  más. 

Del  resto  de  mis  voluntarios  que  habían  quedado 
formados  y  aún  del  cuerpo  de  coraceros,  se  escaparon 
algunos  hombres  bien  montados  y  corrieron  á  incorpo- 
rárseme así  que  emprendí  el  galope.  Cuando  yo  lo  ad- 
vertí habíanse  agregado  á  mis  25  voluntarios  que  los 
mandaba  el  teniente  don  Juan  Navarro,  como  igual  nú- 
mero de  hombres  entre  voluntarios  y  coraceros,  y  venía 
con  los  pocos  soldados  coraceros  un  Teniente  ó  Ayudan- 
te salteño  de  dicho  cuerpo   cuyo  nombre  no  recuerdo. 

Apuraba  yo  cada  vez  más,  la  carrera  á  mis  50  hom- 
bres, sin  cesar  de  gritar  á  Quiroga  que  se  parara,  y 
haciéndole  lancear  á  cuantos  hombres  alcanzábamos; 
pero  el  valiente  Quiroga  sordo  á  mi  voz,  y  olvidándose 
del  encargo  que  me  había  mandado  hacer  con  el  mayor 
Paunero,  apretaba  cada  vez  más  su  fuga. 

Le  habría  perseguido  ya  dos  leguas  y  medía  largas 
y  lanceándole  sin  parar  más  de  25  hombres  que  había- 
mos alcanzado,  cuando  llegando  ya  á  la  linea  enemiga 
como  á  dos  tercios  de  cuadra,  pásanse  á  mi  izquierda 
dos  soldados  de  la  escolta  de  Quiroga  vestidos  de  colo- 
rado, con  sus  caballos  cansados;  dos  valientes  sargentos 
de  mis  voluntarios,  Magallanes  entrerriano  y  Ludueña 
salteño  (^)  dirijense  á  lancearlos. 

Advertido  por  mi  esto,  diríjome  á  ellos  gritando,  «no 
maten  esos  hombres,  pues  quiero  me  digan  cual  es  Qui- 
roga», Pregúnteseles  á  ellos  mismos  y  me  señalan  al 
Este  una  partida  como  de  12  hombres  que  corrían  á  es- 
cape como  á  cuatro  cuadras  de  distancia.  «En  que  ca- 
ballo vá»,  dígoles  y  contestándome  que  en  un  castaño 
overo. — «Lanceen  á  esos  hombres»,  dije  á  mis  Sargentos 
bárbaramente,  y  lo  sentí  después,  y  gritando  á  mis  sol- 


[']  Este  último  es  hoy  Capitán  de  Rozas,  y  era  de  Chascomús,  y  Ma- 
gallanes entiendo  que  ha  muerto  en  Mendoza  de  comerciante,  pues  cuando 
mi  campaña  á  Cuyo,  después,  en  el  año  40,  hice  en  su  lugar  lo  que  hizo 
conmigo. 


—  470  — 

dados: — «El  que  tenga  buen  caballo  que  me  siga»,  cerré 
las  espuelas  al  mío  que  era  superior,  en  alcance  de 
Quiroga. 

Cuando  yo  volví  la  vista  á  ver  quienes  me  seguían 
divisé  que  á  más  de  los  dos  Sargentos,  venía  el  Teniente 
de  coraceros  saltefio  con  dos  hombres  de  su  Cuerpo.  A 
las  seis  ú  ocho  cuadras  de  persecución  con  dichos  cinco 
hombres,  parase  un  soldado  de  la  partida  enemiga  con 
el  caballo  cansado,  y  conteniendo  mi  caballo  sin  pararlo 
pregúntele  cual  de  aquellos  os  Quiroga,-  no  viene  aquí 
me  contestó.  Lancéenlo,  dije  á  los  que  venían  atrás  y 
pasé  á  escape. 

A  poco  instante  paróse  otro  igualmente  con  el  caba- 
llo cansado,  y  siendo  igual  su  repuesta  de  ir  alli  Quiro- 
ga, repeti  la  misma  orden  y  seguí  sin  detenerme.  Aparece 
á  pocas  cuadras  más,  un  tercer  hombre  y  dirijiéndole  15 
misma  pregunta  respóndeme,  «no  viene  aquí  señor». 

¡Indignado  entonces  por  el  chasco  que  me  habían 
dado  los  dos  soldados  de  la  escolta,  paré  mi  caballo  y 
dije  no  maten  á  ese  hombre!  bien  lanceados  fueron  los 
hombres  que  asi  me  engañaron!  Solo  sentía  yo  por  los 
dos  pobres  que  habían  mandado  lancear  de  esta  parti- 
da y  mandé  echar  pié  á  tierra  para  que  resollaran  los 
caballos,  pues  estaban  temblando  y  chorreándoles  el  su- 
dor porque  como  una  legua  había  perseguido  á  todo 
correr  á  estos  últimos. 

Hice  aflojar  las  cinchas  y  desenfrenar  los  caballos 
por  un  momento,  y  asi  que  hubieron  descansado  como 
cinco  minutos,  mandé  enfrenar  y  bochamos  á  correr  di- 
rigiéndonos al  sud-oeste,  en  alcance  de  mi  fuerza  que 
pasó  persiguiendo  á  la  caballería  enemiga  y  con  el  pri- 
sionero en  ancas  de  uno  de  los  soldados.  El  sol  se  po- 
nía ya  ó  se  aproximaba  al  ocaso. 

Cuando  alcancé  mi  fuerza  ya  regresaba  de  perseguir 
al  enemigo  por  que  tocaban  ya  reunión  los  cornetas  ó 
el  clarín  de  órdenes  del  General,  habíase  ya  puesto  el 
sol  hacía  rato,  y  me  encontré  con  el  comandante  don 
Juan  Gualberto  Chavarría  que    regresaba   con   toda  ella 


—   171   — 

reunida,  y  con  la  noticia  de  haber  conseguido  al  fraile 
Aldao  y  tomadolo  prisionero  un  joven  cordobés  de  mi  es- 
colta, dos  ó  tres  cuadras  más  allá  del  punto  donde  rae 
separé  en  persecución  de  Quiroga;  y  que  según  lo  que 
averiguaron  de  dicho  Jefe  después  de  haberle  desnu- 
dado y  pasádose  un  rato,  Quiroga  iba  junto  con  él,  y 
con  su  caballo  cansado,  cuando  le  tomaron. 

Para  un  más  exacto  conocimiento,  quiero  referir  el 
como  fué  tomado  el  Fraile  General.  Cuando  yo  me  diri- 
gí á  los  dos  hombres  de  la  escolta  de  Quiroga  que  man- 
dé lancear,  mi  fuerza  pasó  en  la  persecución  de  la  ca- 
ballería enemiga,  y  á  las  dos  ó  tres  cuadras  de  haberme 
yo  separado,  conoce  mi  ya  referido  soldado  al  general 
Aldao  (había  sido  prisionero  suyo  poco  tiempo  antes)  y 
embístelo  con  su  lanza  gritando:  caqui  está  el  fraile  Al- 
dao», y  le  tira  una  lanceada. 

El  Fraile  que  iba  borracho,  y  probablemente  con  la 
cincha  floja,  tiéndese  sobre  un  costado  del  caballo  para 
huir  de  la  lanceada,  y  el  recado  se  le  da  vuelta    y  cae. 

Al  dicho  del  soldado  de  ser  aquel  el  general  Aldao, 
paran  todos  sus  caballos  y  se  dirigen  sobre  él  á  registrar- 
lo para  quitarle  cuanto  tenia. 

Cuando  el  teniente  Navarro  acudió  al  punto  de  la 
reunión  ya  el  Fraile  General  estaba  desplumado,  y  cuan- 
do le  preguntaron  por  Quiroga,  les  dijo: — «Ese  que  iba 
á  mí  lado  con  el  caballo  cansado,  ese  era  Quiroga.»  — 
¡Era  ya  larde!  Había  tomádole  el  caballo  á  un  soldado 
ó  sargento  de  los  suyos  y  dádole  tres  onzas  de  oro. 
Cuando  siguieron  en  su  alcance  tomaron  y  mataron  al 
que  había  recibido  las  tres  onzas,  pero  el  General  se  ha- 
bía puesto  en  salvo. 

Mi  deseo  de  que  me  lo  hicieran  conocer  á  aquellos 
dos  hombres  de  su  escolta  que  por  librar  á  su  General 
me  engañaron;  fué  lo  que  salvó  á  Quiroga  de  caer  en 
mis  manos  y  al  Fraile  de  ser  alli  mismo  lanceado. 

Sería  yo  un  infame  si  disfrazara  la  verdad.  Si  yo  es- 
toy presente,  hago  lancear  al  Fraile  General,  pero  des- 
pués que  rae  hubiese  enseñado  á  Quiroga;  á  este  le  habría 


—  472  — 

conservado  la  vida,  porque  ese  era  mi  intento,  pues  ha- 
bía ofrecido  en  todos  los  cuerpos  un  premio  al  soldado 
que  me  lo  entregara  vivo,  con  la  mira  de  obtener  una 
gracia  de  mi  General. 

La  gracia  que  yo  quería  obtener  respecto  á  Quiro- 
ga  era  la  de  cuidarlo  en  una  jaula  para  hacerlo  conocer 
de  los  pueblos  que  tanto  había  ultrajado,  y  hacer  que 
cada  uno  de  los  individuos  que  él  había  azotado  ó  abo- 
feteado lo  azotara  y  abofeara  también.  A  un  soldado  ó 
vecino  de  los  Llanos  y  paisano  suyo,  le  habia  cortado 
Quiroga  una  oreja,  por  que  dicho  soldado  ó  vecino  le 
había  reyunado  un  caballo  de  su  marca  por  que  se  le 
cansó  en  una  travesía  y  tuvo  que  hacer  el  resto  del 
camino  con  el  apero  al  hombro:  habría  hecho  también 
que  dicho  individuo  le  cortase  una  oreja. 

¡Todo  esto  lo  consideraba  justo  para  mostrar  á  ese 
bárbaro  y  en  el  á  los  que  imitaran  después  que  no  era 
ese  el  modo  de  tratar  á  los  hombres! 

Me  incorporé  á  la  fuerza  con  que  había  perseguido 
á  Quiroga  cuando  regresaba  con  ella  el  comandante 
Chavar  ría  y  creo  el  mayor  Campero,  pues  el  General  ha- 
bía mandado  á  estos  Jefes  con  algunas  fuerzas  en  mi 
protección  y  llegaron  después  que  me  había  yo  separado. 

Supe  por  ellos  que  habían  perseguido  á  la  fuerza  de 
Quiroga  como  una  legua  más  alia  del  punto  en  que  me 
separé  y  fué  tomado  el  Frayle,  al  cual  no  lo  vi  hasta  la 
noche  pues  lo  habían  mandado  inmediatamente  á  dispo- 
sición del  General.  A  poco  que  andábamos  después  de 
mi  reunión  nos  encontramos  con  el  General  en  jefe  que 
venía  marchando  con  los  coraceros  ya  al  cerrar  la  ora- 
ción . 

Luego  que  nos  reunimos  con  el  General  y  fué  in- 
formado por  el  comandante  Chavarría  de  que  Quiroga  y 
su  fuerza  estaban  ya  en  salvo,  regresamos  al  campo  de 
Oncativo,  pues  ya  la  infantería  de  Quiroga  y  toda  su 
artillería  y  bagajes  habían  capitulado  y  entregádose  pri- 
sioneros. 

La  pérdida  que  sufrió    la  caballería  enemiga  entre 


—  473  — 

muertos  y  heridos  y  prisioneros  no  fué  pequeña;  la  nues- 
tra muy  inferior  respectivamente  pues  en  mi  división 
que  fué  la  que  más  sufrió  y  fué  la  que  sostuvo  todo  el 
combate  de  la  caballería  por  más  de  hora  y  media,  no 
pasó  la  perdida  entre  muertos  y  heridos  de  45  hom- 
bres. 

En  esta  noche  del  25  de  febrero  pasaron  los  comi- 
sionados de  Buenos  Aires  algunos  sustos  en  la  Posta  de 
Irapira  que  está  muy  inmediata  al  campo  de  batalla,  por 
razón  de  haberles  tomado  allí  el  combate  en  circunstan- 
cias que  habían  sido  detenidos  por  el  general  Quiroga, 
pero  el  General  y  el  Jefe  de  Estado  Mayor  les  propor- 
cionaron algunos  hombres  para  que  los  acompañaran. 

El  general  Aldao  fué  mandado  á  la  plaza  de  Córdo- 
ba y  el  coronel  don  Hilarión  Plaza  mendocino,  que  lo 
conducía,  parece  que  lo  hizo  entrar  montado  en  un  bu- 
rro y  fué  bastantemente  burlado  por  la  chusma.  Algo 
más  necesitaba  un  apóstata  que  tantas  carnicerías  había 
practicado  en  Mendoza. 

Yo  le  insté  mucho  al  general  Paz  en  esa  noche  del 
combate,  porque  me  permitiera  seguir  á  Quiroga  hasta 
la  Cruz  Alta,  pero  el  se  excusó  diciendo  que  había  ya 
destinado  al  coronel  Pedernera  para  dicho  efecto  y  que 
á  mi  me  necesitaba  para  otro  destino.  ¡Quizás  no  ha- 
bríamos sido  después  tan  desgraciados,  si  el  General 
hubiese  accedido  á  esta  mi  solicitud,  pues  estoy  seguro 
al  menos,  de  que  no  habría  sido  sorprendido  como  lo 
fué  Pedernera  en  Fraile  Muerto,  y  quien  sabe  si  Quiro- 
ga habría  llegado  á  Buenos  Aires! 

Puede  ser  que  á  muchos  parezca  jactancia  lo  que 
digo  en  el  párrafo  anterior,  pero  no  á  mí  que  conozco 
y  que  conocía  mejor  que  ninguno  á  nuestros  enemigos. 
El  destino  que  se  rae  tenía  preparado,  era  el  gobierno 
de  una  de  las  Provincias  mas  pobres  de  la  República 
Argentina;  la  Rioja. 

El  26  ó  no  sé  si  el  27,  marchamos  al  norte,  hacia 
Ischilín,  á  la  parte  de  la  sierra,  pues  había  aparecido 
por  dicho  punto  el  general  Villafañe,  con  fuerzas  rioja- 


—  474  — 

ñas,  por  disposición  de  Quiroga.    Poco   trabajo  nos    dio 
éste,  pues  fué  corrido  antes  que  llegásemos  con  el  ejército. 

Tengo  entendido  que  vino  otra  diputación  de  Cata- 
marca,  según  se  me  aseguró  después  de  estar  de  Gober- 
nador en  la  Rioja,  con  el  objeto  de  pedirme  al  General 
para  Gobernador  de  aquella  Provincia,  y  que  igual  pe- 
tición hubo  por  la  de  Tucumán,  sin  yo  saber  ninguna 
de  ellas;  que  el  General  se  denegó  á  arabas,  porque  me 
había  ya  destinado  en  su  mente  para  la  Rioja,  como  el 
más  á  propósito  para  conformarse  con  lo  que  se  le  man- 
dara. 

Confieso  que  cuando  advertí  después  la  distribución 
de  jefes  á  los  pueblos  para  gobernarlos,  me  desagradó 
mucho;  no  por  el  destino  que  me  tocó,  sino  porque  cho- 
caba este  proceder,  con  mis  principios  liberales  y  desin- 
teresados; pues  yo  no  apetecía  otro  puesto  que  el  de 
perseguir  á  los  ambiciosos  que  pretendían  dominar  y 
ajar  á  los  pueblos,  por  cuya  defensa  me  sacrificaré  gus- 
toso. 

Yo  General,  habríales  prestado  toda  protección  alas 
Provincias,  y  propendido  de  un  modo  terminante  á  la 
elección  de  sus  gobernantes;  pues  cuando  hay  libertad 
cual  yo  quisiera  verla,  y  propendería  siempre  á  que  la 
hubiese,  los  pueblos  no  se  equivocan!  Con  los  gobiernos 
nombrados  bajo  estos  principios,  me  habría  puesto  de 
acuerdo;  entonces  no  habríamos  tenido  caciques,  restau- 
radores, ni  héroes  del  desierto!!! 

Puede  ser  que  sea  este  un  error  nacido  de  mi  ig- 
norancia, pero  renegaré  siempre  de  la  libertad  que  no 
esté  basada  en  dichos  principios. 

Desde  Ischilín,  ó  sus  inmediaciones,  fui  destinado  por 
el  General  á  la  Rioja,  con  mi  cuerpo  de  Voluntarios, 
dándoseme  además,  no  recuerdo  si  cien  cívicos  de  Córdoba 
y  un  escuadrón  de  milicias.  De  los  infantes  prisioneros, 
que  fueron  mas  de  600,  se  me  dieron  algunos  para  mi 
cuerpo,  los  cuales  se  condujeron  bien.  Fué  también  en 
mi  compañía  el  coronel  Hilarión  Plaza  y  el  valiente  te- 
niente coronel  Pedro  Melian. 


—  475  — 

El  coronel  Videla  Castillo  fué  destinado  á  Mendoza 
con  su  batallón  N^  2;  á  San  Juan  el  teniente  coronel 
Santiago  Albarracín,  de  coraceros,  con  un  escuadrón  de 
su  Cuerpo  ó  con  el  de  la  escolta  del  General. 

A  la  provincia  de  Santiago  marchó  el  jefe  de  Estado 
Mayor,  coronel  Román  Deheza,  con  una  fuerza  compuesta 
de  piquetes  de  varios  cuerpos  del  ejército  y  todos,  menos 
Albarracín,    fueron    Gobernadores  de    dichas  provincias. 

Marché,  pues,  con  dicha  fuerza  por  los  Llanos  hasta 
la  Rioja,  habiéndome  visto  precisado  á  fusilar  en  los 
Llanos  á  un  comandante.  Moreno  de  apellido,  de  los  ser- 
vidores de  Quiroga,  el  cual  había  cometido  atrocidades, 
traicionándome  después  de  habérseme  presentado. 

¡El  madrino  (^)  de  Quiroga,  comandante  Brizuela,  que 
llegó  después  hasta  ser  General,  y  últimamente  director 
de  la  guerra  cuando  la  coalición  de  las  provincias  del 
norte!  Hombre  sin  modales  y  desairado,  que  de  sol  á  sol 
se  lo  pasaba  en  mal  estado,  merecía  realmente  dicho  nom- 
bre para  con  Quiroga,  porque  era  de  un  carácter  bondado- 
so con  los  gauchos  y  se  habia  hecho  querer  por  todos  los 
de  los  Llanos  y  demás  departamentos  de  la  Rioja,  y  en 
realidad  este  á  quien  seguían  todos  los  soldados  rioja- 
nos.  Esta  es  la  razón  porqué  el  general  Quiroga  le  lla- 
maba su  madrino,  pues  solía  decir  que  en  llevando  él  á 
áu  madrino  Brizuela,  en  cualquier  parte  reuniría  á  sus 
soldados. 

Dicho  madrino,  pues,  ó  comandante  de  los  Llanos, 
que  era  el  título  que  Quiroga  le  habia  dado,  andaba  al- 
zado por  la  costa  baja  de  dichos  Llanos,  cuando  entré  á 
ellos  con  mis  fuerzas  proclamando  y  llamando  á  todos 
los  riojanos  para  que  nombraran  libremente  su  Gobierno, 
ofreciéndoles  para  ello  toda  la  protección  que  necesitasen 
•  f      ^ 

[1]  Llámase  asi  entre  nosotros  al  caballo  ó  yegua  tjue  lleva  el  cencerro 
en  una  tropa  de  arría  ó  tropilla  de  caballos  y  al  cual  se  acostumbran  á  seguir 
los  demás;  tanto  que  en  una  disparada  ó  dispersión  de  la  tropa  ó  tropilla,  basta 

sacar  el  madrino,  hacerles  sonar  el  cencerro,  que  dé  algunos  relinchos;  para  que 

» 

toda  la  tropa  lo  busque  al  momento  y  se  le  reúna. 


—  476  — 

de  mi  parte,  hasta  verse  libres  del  terror  que  les  había 
inspirado  el  Tigre  de  Atiles,  (es  el  lugar  en  que  está  la 
casa  de  Quiroga  en  los  Llanos). 

Muchos  individuos  de   los  Llanos,   entre  ellos  el  fa- 
moso Peñaloza  ó  Chacho,  se  me  habían  presentado,  ob 
teniendo  de  mí  toda  clase  de   consideraciones,    hasta  la 
de  reunir  á  mi  lado  una  escolta  de  varios  de  ellos  mis- 
mos, que  quisieron  prestarse  voluntariamente. 

Mandé,  pues,  en  persecución  de  Brizuela,  al  valiente 
y  distinguido  patriota  teniente  coronel  Melian  con  una 
división,  y  pasé  yo  adelante,  oficiando  al  encargado 
del  gobierno  de  la  Rioja  que  el  objeto  de  mi  ida  no  era 
otro  que  el  de  garantir  la  libertad  de  aquella  Provincia 
y  protejerla  contra  los  bárbaros  atentados  del  caudillo 
Quiroga  y  sus  tenientes.  Que  bajo  este  concepto,  podría 
mandar  reunirá  los  Representantes  de  la  Provincia  para 
que  eligieran  libremente  el  sujeto  que  mereciera  su  con- 
fianza para  que  la  gobernase.  Que  el  general  Paz  no 
había  traído  otro  objeto  á  Córdoba,  que  el  de  protejer 
con  su  ejército  á  todas  las  Provincias  del  interior,  para 
que  pudieran  libertarse  de  los  pocos  caudillos  que  contra 
su  voluntad  las  tenían  oprimidas,  y  pudieran  asi  nom- 
brar gobernantes  de  su  confianza,  para  contribuir  por 
dicho  ntedio^á  la  reunión  de  un  Congreso  que  constitu- 
yese el  país;  jpíligs..-gra  este  el  exclusivo  objeto  por  que 
todas  las  Provinciass8-sli¿bian  declarado  independientes 
en  el  año  16,  y  que  solo  la  vil  amotój^"  ^®  algunos 
mandatarios  las  tenían  privadas  de  este  pí^l^^^  S^^^' 
único  objeto   de  sus  constantes  y  grandiosos  saí?^^^^^^* 

Me  acuerdo  que  esta  mi  comunicación  fué  cont^s^^ 
satisfactoriamente  y  que  vino  una  diputación,  no  recueirfS, 
si  de  la  Sala  ó.  del  Gobierno,  á  pedirme  que  pasara  con 
mi  fuerza  á  la  capital.  Paréceme  que  exigí,  dando  antes 
las  gracias  por  la  franqueza  con  que  se  me  llamaba,  que 
nombraran  primero  su  Gobierno  para  alejar  toda  idea 
que  pudiera  tender  á  coartar  la  libertad  de  aquel 
acto. 

Me  acuerdo  también  que  se  me  hicieron  indicaciones 


por  los  comisionados  y  por  cuantos  vecinos  allí  había, 
(era  en  un  lugar  de  los  Llanos  que  no  recuerdo)  para 
que  me  prestara  á  admitir  el  Gobierno.  Le  contesté  ter- 
minantemente que  nó. 

—  «¡No  crean  Vds.  por  un  momento,  les  dije,  que  esta 
mi  resistencia  nazca  de  tener  yó  á  menos  el  ser  Gober- 
nador de  la  Rioja!  Nada  menos  que  eso!  Mientras  más 
pobres  y  miserables,  permítaseme  esta  expresión,  sean 
los  individuos  ó  el  pueblo  que  me  honraron  con  su  con- 
fianza, tanto  mayor  es  su  mérito  para  mí  y  tendré  la 
honra  de  sacrificarme  en  su  obsequio,  pero  de  un  simple 
auxiliar  suyo,  y  no  de  su  mandatario!» 

«Aunque  vuestras  intenciones  sean  sinceras,  señores, 
como  las  creo,  les  agregué,  no  lo  son  las  de  nuestros 
enemigos,  y  podrían  creer  que  este  nombramiento  era 
el  pasto  de  mi  ambición.  ¡Sin  duda  alguna  debéis  creer 
que  también  tengo  la  mía,  como  todos  los  hombres!  Pero 
esta  es  más  eíevada  y  gloriosa  ¡Ambiciono  sí,  y  mucho! 
A  la  prosperidad  y  engrandecimiento  de  los  pueblos  de 
mi  patria,  vertiendo  por  cada  uno  de  ellos  una  parte  de 
mi  sangre,  si  posible  me  es,  hasta  consumirla  toda  por 
conseguirlo!  Esta  es,  mis  nobles  amigos,  mi  única  y  ex- 
clusiva ambición;  ojalá  tuviera  muchos  imitadores.» 

El  resultado  fué  que  no  bastó  ninguna  resistencia, 
fui  electo  por  unanimidad  de  sufragios,  y  sin  embargo 
de  haberme  resistido  en  presencia  de  la  misma  Sala  de 
Representantes,  cuando  fui  llamado  por  ella,  tuve  al  fin 
que  aceptar,  pero  con  la  precisa  condición  de  que  solo 
sería  por  el  limitado  tiempo  que  se  necesitara  para  arre- 
glar la  Provincia,  y  que  desaparecieran  los  temores  que 
les  inspiraba  el  nombre  solo  de  Quiroga,  lo  cual  exigí 
que  se  expresara  en   la   acta  del   juramento  que  presté. 

Muy  luego  fué  batido  y  tomado  Brizuela  por  el  in- 
trépido comandante  Melian.  Habían  sobrados  motivos  pa- 
ra fusilarlo  á  ese  hombre  peligroso,  por  su  conducta  y 
por  el  ascendiente  que  tenía  entre  la  gente  de  armas  lle- 
var de  los  Llanos;  y  le  habría  fusilado  si  no  hubiesen 
mediado  los  empeños  y  ruegos  de  mi  estimado  y  valiente 


i- 


—  478  — 

Melian,  ¡solo  él  pudo  salvarle,  pero  fué  para  su  desgracia 
y  la  de  los  pueblos,  como  se  verá  más  adelante! 

Luego  que  me  recibí  del  gobierno,  nombré  de  mi 
ministro  al  doctor  don  N.  Cardoso,  Cura  de  la  Piedra 
Blanca  en  la  Provincia  de  Catamarca,  pues  era  un  su- 
jeto de  capacidad  y  muy  bien  quisto. 

Quiroga  había  inutilizado  la  Casa  de  Moneda  que 
había  en  la  Rioja,  mandando  sacar  el  cuño  y  las  más 
principales  piezas  de  ella  y  enterrarlas  en  diferentes 
puntos  de  los  Llanos.  Yo  salí  luego  á  visitar  los  depar- 
tamentos, y  contraje  todo  mi  empeño  á  descubrir  di- 
chas piezas  para  restablecer  la  Casa  de  Moneda  y  atraer 
á  todos  los  hombres,  y  lo  conseguí  al  fin,  aunque  con 
bastante  trabajo,  no  por  otra  cosa  que  por  el  temor  de 
Quiroga,  porque  en  realidad  no  era  dicho  jefe  querido  de 
sus  paisanos  sino  temido  solamente  y  en  extremo. 

Todo  el  mundo  decía  en  la  Rioja  que  Quiroga  tenía 
grandes  tapados  ó  entierros  de  dinero,  asi  de  las  contri- 
buciones que  habia  sacado  á  los  pueblos,  con  el  pretex- 
to de  costear  á  sus  tropas  que  nunca  pagó,  como  del 
producto  de  los  diezmos,  y  del  comercio  exclusivo  que 
solo  el  tenía  de  vender  carne  en  toda  la  Provincia.  El 
gobierno  tomó  algunas  disposiciones  á  fin  de  descubrir- 
los, pero  fueron  inútiles. 

Ya  que  hemos  hablado  de  diezmos  y  del  abasto 
de  carne  en  la  provincia  de  la  Rioja,  daremos  una  idea 
exacta  del  modo  como  se  manejaba  Quiroga  en  dichos 
negocios,  puesto  que  he  sido  informado  por  los  mismos 
vecinos  y  habitantes  de  aquel  pago. 

El  ramo  de  diezmos  en  toda  la  provincia  de  la  Rio- 
ja no  bajaba  creo  de  veinte  y  tantos,  ó  treinta  y  tantos 
mil  pesos  anuales,  pues  se  pagaban  con  relijiosidad  en 
todas  las  Provincias,  y  allí  mejor  que  en  ninguna- 

Quiroga  era  el  rematador  exclusivo  de  dicho  ramo, 
desde  que  se  alzó  con  el  cuerpo  con  que  se  defeccionó 
Corro  del  ejército  del  general  San  Martin,  en  San  Juan 
el  año  1820,  pues  aunque  se  usaba  la  ceremonia  del 
publico  remate,  los    vecinos    solo  concurrían  á  el   para 


J 


—  479  — 

aparentar  la  legalidad  del  acto.  ¡Presenlábase  Quiroga, 
ó  en  su  defecto  el  que  hacía  sus  veces,  y  ofrecía  por 
ejemplo,  tres  ó  cuatro  mil  pesos,  ó  solo  500,  si  le  daba 
la  gana,  por  toda  la  gruesa  de  diezmos!  ¡Seguro  estaba 
de  que  nadie  ofrecería  un  cuartillo  más!  Se  vencía  el 
tiempo  designado  para  los  pregones,  y  se  remataban  por 
lo  que  él  quería!  Algunas  veces  cuando  estaba  de  hu- 
mor, me  dijeron  que  hacía  una  postura  razonable,  pero 
que  esto  era  muy  rara  vez. 

Pasaremos  en  el  modo  de  recoger  el  diezmo  del  gana- 
do, y  demás  animales  cuadrúpedos.  Los  mismos  propie- 
tarios que  se  los  pagaban,  eran  sus  guardianes,  le  pa- 
saban una  relación  del  número  de  cabezas  que  les  co- 
rrespondía dar,  y  cuidado  que  era  exacta,  y  les  ponían 
la  señal  de  Quiroga,  y  después  la  marca;  y  seguían  así 
encargados  de  su  cuidado,  pero  con  mucha  más  vigilan- 
cia y  esmero  que  con  el  suyo  propio:  de  modo  que  lle- 
gaba á  suceder  que  muchos  de  los  estancieros,  tenfan  á 
su  cuidado  más  ganado  de  Quiroga,  de  solo  los  diezmos, 
que  suyo.  Réstame  ahora  dar  á  conocer  á  mi  lectores 
el  método  que  guardaba  para  abastecer  al  pueblo  de 
carne. 

Quiroga  acostumbraba  á  mandar  sus  tropas  de  ga- 
nado todos  los  años  á  San  Juan  y  aún  á  Mendoza  á  in- 
vernarías en  los  alfalfares  para  de  allí  hacer  sus  reme- 
sas á  Chile,  á  Copiapó  ó  Coquimbo:  y  traer  también  el 
ganado  gordo  para  venderlo  con  más  estimación  en  la 
Rioja  y  demás  pueblos  de  la  Provincia. 

He  dicho  que  ningún  otro  que  él,  podía  «abastecer  de 
carne  al  pueblo,  y  es  la  verdad;  pero  faltábame  agregar 
que  ningún  hacendado  podía  traer  un  animal  vacuno 
para  el  abasto  de  su  familia,  sin  su  expresa  licencia;  y 
que  cuando  se  le  antojaba  negar  dicho  permiso  lo  ne- 
gaba también.  ¡Pero  cuidado  con  que  el  que  lo  obtenía 
obsequiase  con  un  cuarto  de  carne  ó  un  asado  á  sus 
hermanos,  parientes  ó  amigos!  La  multa  que  el  quisie- 
ra imponer  no  había  más  remedio  que  pagarla! 

Este  era    Quiroga,  y  así  manejaba  á  sus  paisanos; 


—  480  — 

■ 

pero  en  medio  de  estos  actos  de  crueldad  y  barbarie, 
tenia  cuando  estaba  de  humor,  algunos  rasgos  buenos  y 
de  generosidad;  pues  muchas  veces  iba  algún  pobre  pai- 
sano, ó  arriero,  á  comprarle  unas  pocas  cabezas  ó  una 
ó  dos  yuntas  de  bueyes  ó  de  reses  y  le  preguntaba  por 
el  precio  con  anticipación;  [Quiroga  mandaba  parar  ro- 
deo y  hacia  que  el  comprador  entrara  y  apartara  á  su 
gusto  los  animales  que  necesitaba. 

Apartadas  las  cabezas  que  necesitaba  pedíanle  el 
precio  para  pagarlo,  y  muchas  veces  se  le  antojaba  de- 
cirles:—«Me  ha  de  pagar  V.  uno  ó  dos  y  por  cabeza,  y 
ha  de  ser  en  medios  ó  reales,  cordonsülos  ó  cortados»,  y 
asi  se  lo  pagaban.  También  algunos  no  eran  tan  feli- 
ces, pues  les  pedía  mucho  más  de  su  valor,  y  tenían 
también  que  pagarlo,  ¡Y  Dios  libre  al  que  le  dijera  no 
los  llevo  porque  son  caros! 

Se  pasaron  cuatro  meses  y  estaba  ya  la  Provincia 
tranquila,  pero  sin  perder  todavía  el  terror  al  nombre 
de  Quiroga  que  permanecía  en  Buenos  Aires,  y  había 
mandado  á  un  oficial  pariente  suyo  en  busca  de  los  en- 
tierros de  dinero  que  había  dejado  en  los  Llanos,  y  es- 
crito una  ó  dos  cartas  á  uno  ó  dos  de  sus  servidores. 
Ello  es  que  yo  tuve  aviso  y  fué  preso  el  oficial  comi- 
sionado, pero  no  habiendo  podido  descubrir  nada  de  él, 
lo  puse  en  libertad  y  le  di  su  pasaporte  para  que  re- 
gresara. Paréceme,  si  mal  no  me  acuerdo,  que  no  quizo 
regresar  y  se  quedó. 

Yo  había  aumentado  el  Cuerpo  que  constaba  ya 
de  dos  escuadrones,  desde  que  marché  de  Córdoba  para 
la  Rioja:  el  mayor  don  Luis  Leiva  había  ascendido  á 
teniente  coronel,  y  el  capitán  don  José  Antufia  á  sar- 
gento mayor,  pero  este  se  había  marchado  para  Buenos 
Aires  con  licencia  del  general  Paz,  después  de  la  bata- 
lla de  Oncativo. 

Recibí  en  estas  circunstancias,  me  parece  que  en  el 
mes  de  septiembre,  un  oficio  y  carta  del  coronel  Videla 
Castillo,  gobernador  de  Mendoza,  avisándome  que  espe- 
raba una  invasión   de  indios   promovida  creo  ó  encabe- 


I 


—  481  — 

zada  por  los  Aldao,  hermanos  del  Fraile,  y  pidiéndo- 
me le  auxiliara  con  algunas  fuerzas:  en  cuya  virtud  dis- 
puse marchar  en  persona  con  600  hombres,  para  cuyo 
efecto  hice  reunir  dos  escuadrones  de  los  Llanos,  v  llevé 
además,  no  recuerdo  si  cien  infantes ^e  la  Rioja,  estoes 
de  riojanos,  pardos  del  pueblo;  pues  me  fué  preciso  de- 
jar alguna  fuerza  de  la  que  había  traido  de  Córdoba, 
á  mi  delegado  el  coronel  Plaza,  que  era  el  intendente  6 
vista  principal  de  la  Casa  de  Moneda,  que  dejaba  ya  es- 
tablecida, asi  de  mis  voluntarios  como  de  los  civícos  do 
Córdoba  y  soldados  del  5**  que  me  habían  acompañado  á 
la  Rioja. 

Advertiré  con  este  motivo  lo  que   se  me  pasaba  ya. 

Don  Julián  Paz,  hermano  del  General,  no  había 
querido  esperarle  en  Córdoba,  el  año  29  y  se  había 
marchado  á  Mendoza,  ya  fuera  por  evitar  compromisos 
y  la  persecución  de  Bustos,  ó  ya  á  objeto  de  neutrali- 
zar al  Gobierno  de  dicha  Provincia.  Asi  fué  que  él  se 
halló  en  Mendoza  cuando  la  batalla  de  San  Roque. 

Como  el  gobernador  Bustos,  ganó  la  Rioja  después 
de  su  derrota  en  San  Roque  y  Quiroga  tomó  á  su  cargo 
el  vengarlo,  marchando  con  un  ejército  sobre  el  general 
Paz,  pidió  aquél  su  contingente  á  los  demás  gobiernos 
de  las  provincias  de  Cuyo.  Don  Julián  Paz  que  estaba 
en  Mendoza,  no  descuidó  como  era  natural,  en  trabajar 
cuanto  pudo  de  un  modo  privado,  para  que  el  Goberna- 
dor de  Mendoza  no  se  comprometiera  en  hacer  la  gue- 
rra á  su  hermano,  que  no  iba  contra  las  Provincias,  sino 
á  libertar  la  suya,  por  llamado  de  ella  misma. 

Dichos  trabajos  del  hermano  del  General  tuvieron 
su  efecto,  sin  embargo  de  que  los  Aldao  estaban  por 
que  el  Gobierno  auxiliara  al  general  Quiroga.  Resistió- 
se el  Gobierno  á  mandar  las  tropas  que  se  le  pedían, 
las  cuales  había  ordenado  Quiroga  que  vinieran  á  San 
Luis,  pero  como  después  de  haberse  movido  Quiroga  de 
los  Llanos  en  compañía  de  Bustos,  supo  que  el  goberna- 
dor Corbalán,  de  Mendoza,  no  había  mandado  el  contin- 
gente que  le  había  pedido,  se  dirigió  por   la  otra  parte 

Sí 


—  482  — 

de  la  sierra  á  San  Luis  y  reclamó  de  allí  enérgicamen- 
te que  lo  mandara. 

Los  Aldao  intimidaron  al  Gobierno  é  hicieron  que 
éste  mandase  al  Fraile  General,  con  300  hombres  que  fué 
con  los  que  se  halló  en  la  batalla  de  la  Tablada.  Per- 
dida dicha  batalla  por  Quiroga  y  el  Fraile,  habiendo 
salido  éste  herido,  se  dirigió  el  primero  á  la  Rioja  y  el 
último  á  San  Luis. 

Al  momento  se  había  comunicado  la  victoria  del 
general  Paz  á  Mendoza,  y  como  dicho  pueblo  fué  siem- 
pre decidido  por  la  libertad  se  revolucionó  encabezado 
por  un  señor  Moyano,  hermano  creo  del  Teniente  Coronel 
del  batallón  número  2  que  eístaba  con  nosotros  en  Cór- 
doba, pero  antes  de  esta  revolución,  habían  ya  los 
Aldao,  hermanos  del  Fraile,  intimidado  al  gobernador 
Corbalán,  exigiéndole  que  fusilara  al  hermano  del  gene- 
ral Paz,  en  represalia  de  los  oficiales  de  Quiroga,  que 
hizo  fusilar  el  coronel  Deheza,  el  segundo  día  de  la  bata- 
lla de  la  Tablada-,  pero  á  tal  extremo,  que  el  Goberna- 
dor se  vio  obligado  á  comunicarle  privadamente  á  don 
Julián  Paz,  el  riesgo  que  corría,  para  que  se  pusiera  en 
salvo  y  aún  creo  que  le  facilitó  los  medios  necesarios 
para  evadirse. 

El  general  don  Rudecindo  Alvarado  que  se  hallaba 
también  en  Mendoza,  había  salido  con  don  Julián  Paz 
para  Córdoba,  por  el  Desaguadero,  fueron  presos  por  una 
partida  del  Fraile,  que  había  llegado  derrotada  á  San 
Luis.  Ello  es  que  ambos  corrieron  mil  riesgos,  pero 
fueron  salvados  por  una  partida  que  mandó  Moyano  en 
el  acto  de  hacer  la  revolución,  y  conducidos  á  Mendoza. 
De  lo  que  resultó  que  el  general  Alvarado  fué  nombrado 
gobernador  de  dicha  Provincia. 

Los  hermanos  de  Aldao  parece  que  ganaron  para  los 
indios,  dieron  cuenta  á  su  hermano  y  también  á  Quiroga, 
el  cual  con  admirable  rapidez  marchó  sobre  San  Juan. 

La  provincia  de  Mendoza  estaba  toda  decidida  y  se 
puso  en  armas,  pero  la  debilidad  que  mostró  el  general 
Alvarado  en  esa  vez,  fué  la  causa  porque  se  sacrificaron 


—  483  — 

innumerables  hombres  distinguidos,  por  el  Fraile  y  sus 
hermanos  según  lo  dijeron  todos,  y  me  lo  repitieron  en 
Mendoza  el  año  41  cuantos  individuos  traté.  Allí  come- 
tió el  Fraile  General  los  más  horribles  asesinatos,  pero 
don  Julián  Paz,  que  ya  conoció  que  la  condescendencia 
y  debilidad  del  Gobernador  Alvarado,  conducían  á  la 
Provincia  al  desastroso  fin  que  tuvo,  no  quiso  esperarlo 
y  se  marchó  para  Córdoba,  corriendo  algunos  riesgos, 
así  de  los  indios  como  de  los  montoneros. 

Después  de  la  carnicería  horrenda  que  hizo  Aldao 
en  el  Pilar,  fué  que  llegó  Quiroga  y  levantó  el  nuevo 
ejército  que  fué  á  perder  en  Oncativo.  Explicado  ya  esto, 
que  se  me  había  pasado,  pasaremos  á  continuar  la  rela- 
ción de  mi  marcha  á  Mendoza. 

Debo  prevenir  también  los  reclamos  repetidos  que 
hizo  la  Representación  Provincial  de  Mendoza  al  general 
Paz,  porque  lo  mandase  á  su  disposición  al  fraile  Aldao, 
para  juzgarlo  ella  misma  porque  se  consideraba  con  me- 
jor derecho  que  nadie,  ya  por  que  era  hijo  de  la  Provin- 
cia, como  por  los  inauditos  atentados  que  había  cometido 
en  ella;  pero  el  General  por  una  caridad  mal  entendida, 
en  mi  concepto,  se  denegó  á  todas  ellas  alegando,  creo, 
que  lo  guardaba  para  que  lo  juzgara  el  Congreso  de  la 
Nación,  que  no  había. 

Al  tiempo  de  mi  marcha  de  la  Rioja  para  Mendoza, 
hube  de  fusilar  á  Brizuela  por  una  conspiración  que  in- 
tentó desde  su  prisión,  pero  los  muchos  empeños  y  rue- 
gos del  valiente  y  desgraciado  teniente  coronel  Melián, 
lo  salvaron  otra  vez;  y  fué  tal  la  ceguedad  de  este  jefe 
que  se  empeñó  fuertemente  conmigo  para  que  no  lo  de- 
jara preso  en  la  Rioja,  encargándose  él  de  conducirlo  á 
su  lado  en  la  nueva  campaña  que  íbamos  á  hacer;  y 
como  yo  le  dispensaba  una  particular  estimación,  tuve 
la  debilidad  de  condescender  con  él. 

Llegados  al  Valle  Fértil,  que  está  á  los  confines  de 
la  Provincia,  con  la  de  San  Juan,  tuve  noticia  de  unos 
pocos  partidarios  de  Quiroga  que  andaban  á  monte,  ha- 
cia el  Sud  de  la  Provincia,  en  sus  lindes  con  la  de  San 


—  484  — 

Luis,  y  estando  ya  á  caballo  para  marchar,  viene  Melián 
acompañado  de  Brizuela  á  proponerme  que  iria  él  solo 
con  una  pequeña  partida  y  acompañado  del  coronel  Bri- 
zuela al  lugar  de  la  reunión,  asegurándome  que  respon- 
día con  su  pezcueso  de  atraer  á  todos  aquellos  hombres 
y  dejar  para  siempre  pacificados  los  Llanos. 

Le  llamé  á  parte  y  le  hice  mil  reflexiones  para  di- 
suadirlo de  su  imprudente  empeño,  pero  nada  bastó  por- 
que el  hombre  estaba  ciego;  fueron  por  fin  tantas  las 
seguridades  que  me  dio  á  presencia  del  mismo  Brizuela, 
de  su  completa  confianza  en  él,  y  de  cuan  seguro  estaba 
en  que  cumpliría  lo  que  me  prometía,  que  no  hubo  más 
remedio  que  condescender  con  él  y  dejarlo  ir,  pero  en 
precaución  le  obligué  á  que  llevara  doce  Voluntarios  con 
un  oficial  Taboada,  santiagueño. 

Marchóse  Melián  con  Brizuela  para  el  extremo  de 
los  Llanos,  y  yo  para  San  Juan.  Pero  mientras  yo  mar- 
chaba sucedió  en  dicho  pueblo  ó  Provincia  una  revolu- 
ción, y  habían  depuesto  al  gobernador  Aguilar,  apoya- 
dos los  de  la  revolución  por  el  comandante  Albarracín 
jefe  del  escuadrón  de  coraceros,  ó  escolta  del  general 
Paz,  que  se  hallaba  allí. 

Tres  ó  cuatro  días  tardé  en  llegar  á  San  Juan  desde 
el  Valle  Fértil,  y  en  ellos  fué  el  cambio.  Así  fué  que 
antes  de  llegar  al  río,  que  está  como  una  legua  antes 
del  pueblo,  vino  una  lucida  y  numerosa  comitiva  á  en- 
contrarnos, no  recuerdo  si  fué  el  nuevo  Gobernador  y 
sus  partidarios  y  con  ellos  Albarracín,  ó  si  fué  esta  co- 
mitiva de  la  parte  del  pueblo  que  estaba  contra  el  mo- 
vimiento. Ello  es  que  me  detuvieron  y  guiaron  á  la  pri- 
mera hacienda  que  allí  se  encuentra,  obligándome  á  que 
parara  un  rato  para  tomar  un  desayuno  con  mis  oficia- 
les y  también  la  tropa,   pues  todo  lo  tenían  preparado. 

No  hubo  más  remedio  que  condescender;  pero  al 
mismo  tiempo  no  faltaron  dos  ó  tres  Diputados  por  la 
parte  contraria  del  pueblo,  pues  estaba  completamente 
dividido  en  dos  bandos,  á  prevenirme  que  el  resto  del 
pueblo  me  tenia  preparada  una   comida  más  adelante  y 


-  485  ~ 

al  otro  lado  del  río,  y  que  esperaban  que  no  los  desai- 
raría. Aquí  me  encontré  precisado  á  complacer  á  am- 
bos partidos,  y  sin  poderme  decidir  por  ninguno  hasta 
no  oírlos. 

Confesaré  sin  embargo  la  verdad:  desde  que  ful  avi- 
sado por  los  primeros,  del  movimiento,  mi  opinión  pri- 
vada estuvo  contra  éste,  pues  había  disuelto  hasta  la 
Sala  de  Representantes.  Fuimos  muy  obsequiados  pero 
fué  necesario  despacharnos  pronto,  ya  porque  estábamos 
precisados  á  concurrir  al  segundo  convite,  como  porque 
era  necesario  no  entrar  tarde  al  pueblo  para  que  hubie- 
ra tiempo  de  acomodar  la  tropa  y  la  caballada. 

Todo  el  mundo  había  mostrándonos  allí  el  interés 
más  vivo  en  complacernos,  y  muy  particularmente  á  mí 
que  tenían  interés  en  conocerme,  pues  era  la  prime- 
ra vez  que  iba  á  aquella  Provincia.  Yo  tuve  la  feli- 
cidad de  dejar  satisfechos  á  todos  los  concurrentes  por 
la  agradable  franqueza  que  dispensé  á  todos,  así  á  los 
caballeros  como  á  las  señoras,  y  mucho  más  por  el  cor- 
to como  tocante  discurso  que  pronuncié  á  mis  soldados 
riojanos,  recomendándoles  el  esmero  con  que  debían  mos- 
trar al  valiente  y  distinguido  pueblo  de  San  Juan,  que 
sus  costumbres  habían  variado  enteramente  desde  el 
momento  en  que  se  vieron  libres  del  terrible  caudillo 
que  á  todos  aterraba,  que  si  algunos  males  habían  expe- 
rimentado antes,  no  eran  debido  á  su  voluntad,  sino  á 
la  del  feroz  tigre  que  los  oprimía.  Mostradles,  les  dije, 
que  el  pueblo  riojano,  no  aspira  á  otra  cosa  que  á  vivir 
en  paz  y  unión  con  todos  los  pueblos,  pues  sabrá  hacer- 
les ver  que  es  el  mejor  amigo  de  todos  ellos,  sacrificán- 
dose para  ayudarlos  toda  vez  que  necesiten  de  su  au- 
xilio. (^). 

Pasamos  luego  donde  nos  esperaba  el  segundo  y 
numeroso  concurso  algo  más    inmediato  al  pueblo,  y  el 


(*)  «Pierda  cuidado  mi  Goberníidor  que  asi  lo  haremos»,  gritaron  todos 
los  riojanos,  y  fueron  muy  aplaudidos.  ¡Supieron  cumplirlo,  pues  guardaron 
una  conducta  ejemplar! 


—  486  - 

cual  nos  recibió  con  estrepitosos  vivas  como  el  anterior, 
pero  con  mas  esmerado  servicio.  No  pudieron  menos 
que  expresar  su  agradable  sorpresa  todos  los  Jefes  y 
oficiales  Riojanos,  igualmente  que  la  tropa,  al  ver  el  en- 
tusiasmo y  contento  con  que  el  pueblo  todo  salia  á  reci- 
birme, y  la  franqueza  y  afabilidad  de  mi  trato  para  con 
él.     No  habian  visto  otro  tanto  con  Quiroga. 

No  nos  fué  absolutamente  posible  dejar  de  emplear 
una  hora  lo  menos,  en  admitir  los  esmerados  obsequios 
del  pueblo;  pero  siendo  ya  cerca  de  las  tres  de  la  tarde 
6  las  dos  y  media  nos  marchamos.  ¡No  he  visto  en  mí 
vida  un  recibimiento  como  el  que  me  hizo  el  pueblo  de 
San  Juan,  dividido  como  estaba  en  dos  fuertes  bandos: 
todos  á  porfía  se  habian  esmerado  en  el  adorno  de  to- 
das las  calles,  y  en  especial  de  la  que  destinaron  para 
la  entrada  hasta   la  plaza! 

Arcos  triunfales  ricamente  vestidos;  magnificas  ban- 
deras y  colgaduras  tendidas;  repiques  generales,  víto- 
res inmensos  y  abundantes  flores  que  el  pueblo  esparcía, 
todo,  todo  fué  prodigado  con  abundancia.  Además  una 
lucida  escolta  de  la  juventud  y  de  lo  principal  del  pue- 
blo, había  relevado  la  mía  y  rodeaba  mi  persona.  Con- 
fieso que  entré  avengonzado  y  en  cierto  modo  conmo- 
vido, al  ver  tan  extremado  entusiasmo,  y  las  considera- 
ciones que  se  me  dispensaban! 

Llegado  á  la  plaza  me  encaminaron  á  la  c^sa  del 
Gobierno  que  era  la  de  don  Gerónimo  de  la  Rosa,  di- 
ciéndome  que  descuidara  por  el  alojamiento  de  mis 
tropas,  que  eran  más  de  600  hombres,  pues  había  llevado 
á  más  de  un  escuadrón  de  mis  voluntarios,  cuatro  de 
los  Llanos,  fuera  de  la  infantería. 

Cuando  me  desmonté  del  caballo  en  el  patio  de  la 
casa  del  Gobierno  que  serían  las  tres  de  la  tarde,  estaba 
to(ío  él  y  la  plaza,  llenos  de  un  inmenso  gentío  de  to- 
das clases  y  sexos.  Así  que  fui  introducido  á  la  sala, 
que  estaba  igualmente  llena  de  señoras  y  caballeros  de 
lo  principal  del  pueblo,  me  vi  circundado  de  todos,  pues 
se  disputaban  la  preferencia  para  abrazarme. 


I 

i  -  487  — 


Apenas  hubieron  concluido  estos,  cuando  pedían  á 
voces  los  innumerables  que  estaban  agolpados  en  la 
puerta  y  el  patío,  que  se  les  diera  lugar  para  tener  el 
gusto  de  conocerme  y  abrazarme.  Tuvieron,  pues,  que 
cederles  el  lugar,  los  que  estaban  adentro,  y  fueron  su- 
cesivamente satisfaciendo  todos  sus  deseos,  de  verme  y 
manifestarme  su  aprecio,  y  saliéndose  para  dar  lugar  á 
que  otros  entraran. 

Básteme  decir;  que  invertí  dos  horas  largas,  en  re- 
cibir y  dar  abrazos  á  toda  clase  de  gentes,  de  pié;  pues 
todos  pedían  á  voces  que  se  les  concediera  igual  permi- 
so, y  tuve  que  acordarlo  apesar  de  las  repetidas  instan- 
cias de  muchos  de  los  principales,  para  que  se  retiraran 
y  me  dejaran  descansar.  «¡No  señores,  dijeles,  dejen  Vdes. 
que  todos  satisfagan  su  deseo,  que  yo  lengo  igual  honra 
en  abrazar  al  rico  como  al  pobre,  al  negro  como  al  ca- 
ballero!* Estrepitosos  vivas  resonaron  en  todo  el  salón  y 
patio  á  estas  mis  espresiones,  y  tuve  que  continuar  sa- 
ludando á  todos! 

Apenas  medio  se  despejó  un  poco  la  sala,  cuando 
traté  de  aprovechar  el  momento  para  salirme,  con  el 
pretexto  de  que  quería  ir  á  ver  el  alojamiento  que  se 
había  destinado  á  mi  tropa  y  dar  las  disposiciones  ne- 
cesarias. Varios  de  los  señores  que  estaban  presentes  y 
que  me  consideraban  cansado  de  tan  larga  permanen- 
cia de  pié,  y  de  tantos  abrazos,  aprobaron  mi  pensa- 
miento y  salieron  conmigo  al  patio  para  acompañarme 
á  montar,  é  ir  al  cuartel;  pero  aquí  fué  preciso  hacer 
otra  nueva  pausa,  y  continuar  en  el  mismo  ejercicio  que 
adentro;  pues  habían  muchos  á  quienes  no  les  había  sí- 
do  posible  todavía  entrar. 

Despejado  en  fln,  un  poco  el  patío,  monté  á  caballo 
con  algunos  señores  y  mis  ayudantes,  y  nos  dirigimos  á 
los  cuarteles  que  solo  revisé  de  á  caballo,  pues  el  sol 
iba  ya  á  ponerse,  di  las  disposiciones  necesarias  para 
que  nadie  saliera  del  cuartel,  después  de  saber  que  na- 
da les  faltaba,  y  fui  conducido  á  la  casa  que  se  habla 
preparado.    Cuando  llegué  á  ella,  habíase  puesto  el  sol. 


—  488  — 

y  estaba  el  patío  lleno  de  gente  del  pueblo  que  aún  no 
me  había  visto,  y  deseaba  disfrutar  del  mismo  beneficio 
que  había  concedido  á  los  demás. 

¡Fuéme  preciso  acordarlo  con  afabilidad,  y  tuve  que 
estar  abrazando  á  todos,  hasta  que  cerró  la  noche,  en 
que  pude  recien  sentarme  á  descanzar  en  un  sofá! 

Un  cuarto  de  hora  acaso  habría  gozado  de  descan- 
so, tomando  algunos  mates  con  los  pocos  señores  que 
me  acompañaban,  cuando  se  presenta  una  diputación  de 
caballeros  de  parte  de  uno  de  los  dos  bandos  en  que 
estaba  el  pueblo  dividido,  á  pedirme  á  nombre  de  todos 
el  que  aceptara  el  Gobierno  de  la  Provincia,  renunciando 
el  de  la  Rioja. 

cSeuores,  díjeles,  nada  me  sería  tan  honroso  como 
el  aceptar  el  puesto  que  se  me  ofrece,  por  un  pueblo 
que  acaba  de  darme  las  más  relevantes  pruebas  de  su 
estimación  y  aprecio,  sin  conocerme,  ni  haberme  hecho 
digno  de  él!  Pero  advertid  señores  que  su  mismo  inte- 
rés me  lo  manifestó,  antes  que  vosotros,  el  pueblo  rio- 
jano,  y  solo  en  fuerza  de  él,  me  vi  precisado  á  aceptar- 
lo! Conocéis,  pues,  que  no  me  es  posible  complacer  á 
este  pueblo  sin  cometer  la  más  negra  ofensa  contra 
aquél!» 

Pero  señor  Gobernador,  me  replicaron. — Será  posible 
que  tan  poco,  valga  en  el  concepto  de  V.  E.  el  pueblo 
de  San  Juan,  que  tan  de  corazón  le  aclama  por  su  Jefe, 
que  se  resista  á  complacerlo  por  solo  el  infortunado  go- 
bierno de  la  Rioja?  No  le  proporcionarla  este  pueblo» 
mejores  comodidades  y  goces  que  el  de  la  Rioja,  para 
que  pueda  trepidar  en  su  elección? — «¡Grande  es  quizá, 
señores,  como  decís,  la  diferencia  que  hay  de  un  pueblo 
á  otro!  Y  es  por  lo  mismo  que  no  cometeré  el  crimen  de 
abandonar  á  los  riojanos,  por  solo  mejorar  mi  posición, 
aceptando  la  honra  que  me  proponéis!  ¿Que  diríais  vosotros 
si  después  de  haber  yo  aceptado  vuestro  nombramiento 
os  dejara  mañana,  por  ejemplo,  por  ir  á  mandar  al  pue- 
blo de  Buenos  Aires? 

Nunca,  señores,  podré  yo  olvidar,  les  dije,  la  honrosa 


/ 


—  489  — 

recepción  que  me  ha  hecho  el  pueblo  sanjuanino,  y  que 
acaba  de  conflrmarla  con  esta  su  demanda!  Pero  per- 
mitidme por  las  razones  expuestas,  que  me  excuse  de 
aceptarla,  pues  me  consideraría  indigno  de  vuestra  esti- 
mación si  me  prestara  á  complaceros,  por  solo  mejorar 
mi  posición!» 

En  este  debate  estábamos  cuando  se  presentó  otra 
2*  petición  por  la  otra  mitad  del  pueblo,  concebida  en 
los  mismos  términos,  y  solicitada  por  otra  diputación 
compuesta  de  personas  respetables.  No  bastaron  todas 
las  instancias  que  me  hizo  la  1*  y  tuvo  que  retirarse  pa- 
ra dar  lugar  á  la  2^. 

Excusado  es  referir,  las  muchas  razones  con  que  fui 
instado  por  esta  2*  diputación,  para  que  aceptara  el 
mando,  como  también  mil  alegatos  para  acusarme. 

Ríceles  conocer  que  el  interés  único  que  me  habia 
obligado  á  emprender  aquella  campaña,  era  el  de  favo- 
recer á  la  provincia  de  Mendoza,  que  estaba  amenazada 
por  los  bárbaros  encabezados  por  los  Aldao:  que  con 
esta  mi  cooperación,  creía  también  favorecer  á  la  de 
San  Juan,  pues  no  dejaría  de  ser  partícipe  de  las  des- 
gracias que  sobrevendrían  á  Mendoza,  si  yo  me  mostra- 
se indiferente. 

Propusiéronme  entonces  que  harían  inmediatamente 
un  propio  al  coronel  Videla  Castillo,  gobernador  de 
Mendoza,  avisándole  mi  llegada  y  el  objeto  de  mi  marcha 
asi  como  la  posición  en  que  se  encontraba  San  Juan,  y  la 
demanda  del  pueblo  para  detenerme. — Si  la  marcha  del  • 
gobernador  á  Mendoza,  agregaron,  no  fuese  tan  urgente 
como  creemos  que  no  lo  sea  ya;  podrá  tener  lugar  su 
demora,  y  ella  sola  contribuirá  á  que  nos  arreglemos, 
encargándose  mientras  tanto  el  señor  Gobernador,  del 
cuidado  de  este  pueblo,  puesto  que  todo  él  le  proclama 
por  tal. 

Apurado  era  el  conflicto  en  que  me  ponían,  y 
en  el  que  se  encontraba  aquella  Provincia.  Habían 
varios  presos  políticos  de  alguna  importancia,  entre  ellos 
el  coronel  sanjuanino,  don  Ventura  Quiroga  y  el  doctor 


—  490  — 

don  Ignacio  Bustos,  cordobés,  enemigo  acérrimo  de  nues- 
tra causa,  que  había  sido  causante  de  grandes  desgra- 
cias en  el  pueblo,  ya  como  ministro  del  gobierno  anterior 
á  la  pérdida  de  Quiroga,  ya  también  como  encargado 
provisoriamente  del  Gobierno. 

Contra  estos  dos,  precisamente,  había  una  grande 
prevención  en  la  mayoría  de  todo  el  pueblo,  pero  no 
faltaban  tampoco,  quienes  se  interesaran  por  el  pri- 
mero. 

Me  fué,  pues,  preciso  determinar  y  dar  cuenta  por 
un  propio  inmediatamente  al  gobierno  de  Mendoza,  avi- 
sándole las  poderosas  razones  que  me  detenían  para 
complacer  al  pueblo,  contribuyendo  á  su  tranquilidad  y 
exigiéndole  al  mismo  tiempo,  me  comunicara  sin  demo- 
ra en  caso  que  considerase  necesaria  mi  pronta  marcha, 
para  volver,  si  era  posible  en  su  auxilio. 

El  propio  partió,  creo  en  la  misma  noche,  sin  acor- 
darme la  fecha  del  día,  pero  si  recuerdo  que  á  la  ter- 
cera noche,  estaba  ya  conmigo  en  San  Juan,  el  gober- 
nador Videla  Castillo,  acompañado  del  general  Rudecindo 
Alvarado,  habiéndome  asegurado  que  habían  desapare- 
cido los  temores  de  la  invasión,  con  mi  aproximación, 
que  podía  sin  dificultad  alguna  encargarme  del  Gobierno, 
para  tranquilizar  aquella  provincia  y  unir  los  ánimos  de 
todos;  tuve  al  fin  que  aceptar  provisoriamente  el  mando 
de  la  Provincia. 

Antes  de  la  llegada  del  gobernador  de  Mendoza,  me 
había  dado  el  pueblo  un  gran  baile:  se  repitió  otro  á  la 
llegada  de  dicho  Gobernador.  No  recuerdo  si  fué  en  este 
ó  en  otro,  que  se  repitió  después,  cuando  se  interesaron 
todas  las  señoras  por  la  libertad  del  coronel  Quiroga  y  la 
concedí.  Ello  es,  que  en  el  corto  tiempo  que  permanecí 
allí  á  la  cabeza  del  Gobierno,  logré  unir  los  dos  parti- 
dos y  tranquilizar  el  pueblo. 

Mientras  tanto,  hubieron  muchas  personas  del  pue- 
blo que  se  interesaban  por  que  yo  mandara  sorprender 
la  casa  en  que  estaba  la  señora  del  general  Quiroga 
fuera  del  pueblo  y  le  embargara  ocho  ó  diez  cargas  que 


—  491  — 

me  aseguraban  tenía  en  su  poder  de  plata  labrada, 
alhajas  y  dinero.  Yo  me  negué,  diciéndoles  que  no  era 
propio  que  el  Gobierno  cometiera  semejante  atropello 
con  una  señora,  pues  harta  era  su  desgracia  en  tener  por 
esposo  á  un  hombre  como  Quiroga,  para  que  fuera  á 
aumentársela,  despojándola  de  lo  que  tenia. 

El  doctor  Bustos  que  seguía  preso,  trabajaba  eficaz- 
mente por  seducir  á  la  tropa  que  lo  custodiaba  para 
fugarse  con  la  guardia,  coincidía  esto  con  el  habérsele  sor- 
prendido algunas  comunicaciones  y  descubierto  sus  miras 
sediciosas, — le  hice  poner  una  guardia  de  voluntarios. 

En  una  de  estas  noches,  en  que  hacía  el  servicio  en 
el  principal,  una  guardia  de  voluntarios,  había  recibido 
dos  partes  del  teniente  Coria,  que  la  comandaba,  de  que 
había  riesgo  de  que  se  fugara  el  doctor  Bustos,  pues  le 
había  observado  por  repetidas  veces  estar  seduciendo  á 
los  centinelas  que  tenía  á  la  puerta  de  su  cuarto,  y  aún 
al  cabo  ó  sargento  de  la  guardia  por  lo  cual  le  era  pre- 
ciso estar  con  la  mayor  vigilancia. 

El  primer  parte  me  había  mandado  por  escrito  á  la 
casa  de  Gobierno,  que  estaba  inmediata  á  la  guardia 
del  principal  en  la  misma  plaza,  pero  el  segundo  parte 
vino  á  dármelo  el  mismo  oficial,  tarde  ya  de  la  noche, 
estando  dormido,  previniéndome  que  había  visto  pasar 
por  la  esquina  opuesta  de  la  plaza,  algunos  hombres  á 
caballo  después  de  haberse  detenido  por  un  momento, 
y  que  el  preso  había  repartido  algunos  pesos  á  dos  ó 
tres  centinelas,  que  esto  me  lo  avisaba  para  que  tomara 
las  medidas  que  juzgara  conveniente. 

El  expresado  Bustos,  era  un  malvado  que  había  sa- 
crificado á  muchos  del  pueblo,  contribuyendo  á  que  se 
sacrificaran  varios  otros  sujetos  en  Mendoza,  á  fuerza  de 
sus  instancias,  por  consiguiente  no  debía  trepidar  en 
mandarle  levantar  un  sumario  y  fusilarle.  Por  otra  parte, 
paréceme  que  el  general  Paz  me  lo  había  pedido  desde 
Córdoba;  temía  que  por  su  condescendencia  lo  salvara, 
á  este  joven  tan  travieso  y  sanguinario.  ¡  Esta  conside- 
ración sobre  todo,  fué  la  que  me  resolvió  á  cometer  un 


—  492  -- 

acto  que  en  fuerza  de  mi  buena  fé  no  puedo  menos  que 
llamarlo  bárbaro^  declararlo  sobre  todo,  pues  me  he  pro- 
puesto relatar  la  verdad  y  no  quedaría  tranquilo,  si  la 
disfrazara ! 

Le  ordené  al  oficial  Coria,  que  previniera  al  centi- 
nela que  lo  relevara  al  de  la  puerta  del  preso,  que  se 
prestara  á  la  seducción  que  le  hiciera,  aún  se  bajara 
coa  él,  si  le  invitaba  á  fugarse,  que  si  tal  sucedía,  estu- 
biera  muy  vigilado,  para  que  al  tiempo  de  ganar  la  calle 
le  disparase  cuatro  tiros,  gritando  á  la  guardia,  pero  que 
cuidara  de  que  no  se  trasluciera  semejante  intriga,  pues 
debería  indagarse  al  siguiente  día  por  un  sumario. 

Dada  esta  orden,  se  marchó  el  oficial  á  su  guardia, 
y  quedé  esperando  el  resultado  en  mi  cama.  ¡Principia- 
ba ya  á  tomarme  el  sueño,  pues  había  pasado  como  una 
hora  ó  poco  más,  después  que  se  marchó  el  teniente 
Coria,  cuando  sentí  los  tiros  y  los  gritos  á  la  guardia, 
que  me  estremecieron  y  me  horroricé  yo  mismo  de  ha- 
ber dado  semejante  ordenlü  ¡Al  publicar  este  único 
hecho  bárbaro  en  toda  mi  vida,  no  puedo  menos  de  es- 
perimentar  un  cierto  desahogo ! 

Vínome  el  parte  al  momento,  de  haber  sido  sorpren- 
dido Bustos  en  su  fuga,  al  tiempo  de  montar  á  caba- 
llo y  de  haberle  muerto  con  unos  tiros  que  le  dispararon, 
fuera  ya  de  los  portales  del  cabildo.  Mandé  inmediata- 
mente relevar  al  oficial  de  guardia,  ponerle  preso  mien- 
tras se  esclarecía  el  hecho,  y  que  se  reconociera  el 
cadáver  para  proporcionarle  los  auxilios  necesarios  si 
estuviera  vivo  y  como  resultó  estar  ya  muerto,  ordené  que 
pidieran  asi  que  amaneciese  una  tumba  á  la  Caridad  ó 
convento  de  San  Francisco,  para  conducirlo  á  la  iglesia 
para  que  lo  sepultaran. 

Había  sido  el  desgraciado,  un  libertino  de  marca 
mayor  y  cometido  algunas  tropelías,  me  parece  con  los 
Padres, — contestaron  que  no  había  tumba;  que  lo  condu- 
jeran en  una  carreta.  ¡Nadie  facilitó  tumba;  tal  era  la 
prevención  que  había  contra  ese  desgraciado!  Por  la  ma- 
ñana ya  con  el  sol  alto,  lo  habían  conducido  en  una  carre- 


i 

/ 


—  493  — 

ta  y  sepultado!  Se  mandó  luego  levantar  un  sumario 
para  esclarecer  el  hecho,  resultando  justificada  la  fuga 
del  reo,  la  seducción  del  centinela,  fué  puesto  en  liber- 
tad el  oficial,  declarado  culpable  el  soldado,  pero  para 
salvar  á  este  le  hice  proporcionar  su  fuga  y  quedó  con 
ella  libre  del  servicio. 

No  permaneci  en  San  Juan  arriba  de  12  ó  13  dias, 
pues  había  recibido  aviso  del  coronel  Plaza,  mi  delegado 
en  la  Rioja,  del  asesinato  del  teniente  coronel  Melian  por 
los  pocos  llanistas  sublevados,  y  de  haberse  Brizuela  ido 
con  ellos  á  los  montes.  Dicho  aviso  me  lo  daba  el  co- 
ronel Plaza  desde  Olapes,  creo  un  lugar  de  los  Llanos; 
y  me  decía  también,  que  un  Carballo,  cordobés,  avecinda- 
do cerca  de  la  casa  del  general  Quiroga  en  los  Llanos, 
había  apresado  á  un  tío  del  General,  que  era  el  sabedor 
de  los  tapados  ó  entierros  de  dinero;  y  que  no  quería 
mandar  á  descubrirlo  hasta  que  yo  llegara. 

Con  motivo,  pues,  de  la  desgracia  del  comandante  Me- 
lian, traté  inmediatamente  de  regresarme  á  los  Llanos, 
para   no  dar  tiempo  á  Brizuela  á  fortalecer  su  reunión. 

Convoqué  á  la  Sala  que  había  sido  disuelta  por  la 
revolución;  y  asi  que  estuvo  reunida,  como  asi  mismo 
toda  la  parte  principal  del  pueblo  que  hice  convocar, 
me  presenté  ante  ella  y  la  declaré  instalada;  hiceles  ver 
las  funestas  consecuencias  que  pudo  haber  traído  á  la 
Provincia,  y  quizás  á  las  demás,  el  paso  poco  meditado 
que  habían  dado,  de  deponer  al  Gobernador  y  disolver 
la  Sala:  díle  las  gracias  más  expresivas,  y  en  ella  á  to- 
do el  pueblo,  por  la  inmerecida  estimación  y  confianza 
que  me  habían  dispensado,  sin  conocerme:  les  recomen- 
dé la  más  estrecha  unión  entre  todos,  y  exhorté  al  pue- 
blo á  que  respetara  la  obra  de  sus  manos,  por  el  tiempo 
designado  por  la  ley, — á  sus  Representantes!  tEn  ellos 
deposito  les  agregué,  el  mando  que  la  voluntad  unáni- 
me de  este  pueblo,  me  habían  confiado  interinamente, 
y  si  me  es  permitido  aconsejaros,  confiado  en  que  habéis 
ya  olvidado  vuestras  pasadas  discensiones;  os  diría  que 
debéis  llamar  al  señor  Gobernado)*  depuesto,  y  devolverle 


—  494  — 

el  mando  de  que  fué  despojado  sin  las  formalidades  de 
la  ley  ó  hacer  lo  que  fuere  del  agrado  de  vuestra  hono- 
rabilidad». 

«Yo  me  retiro  señores  á  llenar  los  deberes  que  rae  im- 
pone el  puesto  que  acepté  en  la  provincia  de  la  Rioja; 
pues  el  bárbaro  caudillo  á  quien  salvé  la  vida  por  solo 
las  instancias  del  intrépido  y  distinguido  teniente  coronel 
don  Pedro  Melian,  que  se  había  declarado  su  protector 
y  amigo;  acaba  de  asesinarle  del  modo  más  brutal,  y 
unirse  á  los  pocos  malvados  que  iban  á  contener!  El 
castigo  de  un  hecho  tan  feroz  y  bárbaro,  interesa  tanto  á 
la  Rioja  como  á  esta  Provincia;  y  yo  marcho  confiado 
en  que  tomareis  las  más  prontas  medidas  para  que  sea 
perseguido  también  por  esta  parte,  pues  si  él  lograse  for- 
talecerse, no  estaríais  vosotros  seguros». 

Fué  aceptada  con  entusiasmo,  por  todos,  esta  mi 
determinación;  y  la  Sala  llamó  inmediatamente  al  Gober- 
nador depuesto,  y  lo  puso  en  posesión  del  mando  de  la 
Provincia.  Libró  dicho  Gobernador  en  el  momento,  las 
órdenes  necesarias  para  el  apresto  de  los  auxilios  preci- 
sos para  la  marcha,  y  me  parece  que  mandó  dar  un 
socorro  á  la  división  al  siguiente  día.  También  dispuso 
la  salida  de  una  fuerza  de  caballería,  para  perseguir  á 
Brizuela  por  aquella  parte,  en  combinación  con  las  fuer- 
zas que  yo  destacara  de  los  Llanos. 

El  gobernador  Videla  Castillo,  habíase  regresado  des- 
pués de  uno  ó  dos  dias  de  permanencia  en  San  Juan,  y  que- 
dándose el  general  Alvarado  que  debía  pasar  para  Salta. 

Yo  marché  al  siguiente  día  de  haberse  recibido  el 
Gobernador  propietario,  acompañado  por  éste;  y  por  una 
lucida  reunión  de  lo  principal  del  pueblo,  hasta  alguna 
distancia;  de  allí  me  despedí  de  todos  asegurándoles  que 
en  todo  tiempo  sería  el  mejor  amigo  del  pueblo  San  Jua- 
nino,  y  llevando  aumentado  mi  Cuerpo  con  algunos  vo- 
luntarios del  pueblo. 

Á  mi  salida  de  San  Juan  que  fué  á  principios  de 
Octubre,  creo,  recibí  un  propio  de  Córdoba  en  que  me 
avisaba  el  General  la  llegada  de  mi  familia,  y  rae  adjun- 


—  495  — 

taba  una  carta  de  mi  señora.  '  Había  salido  de  Buenos 
Aires  sin  mi  conocimiento,  y  sin  embargo  de  la  repug- 
nancia que  le  mostraron  sus  padres,  guiada  solo  por  su 
estremado  cariño.  Grandes  eran  los  deseos  que  yo  tenia 
de  verla  tanto  á  ella  como  á  mis  tiernos  hijos,  pero  no 
ciertamente  en  aquellas  circunstancias  en  que  nada  te- 
níamos seguro.  ¡Cuántas  desgracias  á  experimentado  mi 
pobre  familia,  por  este  viaje  inconsiderado,  y  cuantos 
males  á  sufrido  mi  Patria! 

¡Solo  yo  puedo  calcularlo,  pues  nadie  como  yo  podrá 
saber  cuanto  debilitó  mi  acción  en  los  lances  de  mayor 
peligro,  el  verme  rodeado  de  unas  prendas  tan  queridas! 

Solo  los  que  de  buena  fé  me  conocen,  que  son  pocos, 
podrán  valorar  cuanto  pude  haber  hecho  en  Córdoba  des- 
pués de  la  caída  del  general  Paz;  y  cuanto  más  antes  y 
después  de  la  batalla  de  la  Ciudadela,  sino  me  hubiera 
visto  embarazado  por  ella!  (^). 

Esa  guerra  de  montonera  ó  de  recursos,  que  tanto 
se  ha  usado  en  nuestro  país,  nadie  á  podido  hacerla  con 
mejor  suceso  que  yo;  porque  ninguno  á  contado  con  más 
simpatías  y  afecto  en  las  masas  de  los  pueblos,  que  yo. 
¡Toda  mi  carrera  lo  está  mostrando!  Pero  no  he  tenido 
en  mi  vida  otra  proporción  de  hacerla,  que  aquella  en 
que  me  vi  estorbado  por  la  familia! 

¡Que  había  sido  de  Quiroga,  después  de  la  batalla  de 
la  Cindadela,  si  el  desgraciado  general  don  Javier  López 
y  el  gobernador  de  Tucuman  don  José  Frias,  hubiesen 
sacado  mi  familia  del  pueblo,  como  pudieron  y  debieron 
hacerlo  por  su  propio  interés,  no  digo  por  el  mió!  Solo 
el  que  no  haya  tenido  ojos,  ó  carecido  de  sentido  podía 
desconocer  esta  verdad! 

Pido  á  mis  lectores  su  indiferencia  por  estas  mis  refle- 
xiones, que  son  hijas  solo  de  mi  positivo  convencimien- 
to, y  de  mi  más  ardiente  patriotismo.    ¡Ojalá  que  ahora 


(})  ¡López  y  el  gobernador  Frías,  habían  sacado  sus  familias  y  dejado 
la  mía !  Cuando  sali  del  cerco,  y  fui  á  buscarla;  estaba  ya  bajo  de  trincheras, 
no  pude  salvarla! 


—  496  — 

en  mi  vejez'^sefme  proporcionara  la  oportunidad  de  mos- 
trar con  mis  hechos,  que  puedo  hacer  más  obrando  que 
hablando,  por  mi  Patria!    Sigamos. 

Llegado  con  la  división  á  la  punta  de  Ambil,  me 
encontré  allí  con  mi  delegado  el  coronel  Plaza,  con  Car- 
bailo  y  el  tío  del  general  Quiroga  que  lo  tenían  preso, 
y  esperando,  solo  mi  llegada,  para  que  fueran  á  descu- 
brir el  tapado.  Di  las  disposiciones  necesarias  para  que 
fueran  á  perseguir  al  coronel  Brizuela;  mandé  al  capitán 
de  voluntarios  French  con  25  hombres  en  compañía  de 
Carballo  y  el  tío  de  Quiroga,  para  que  condujeran  las 
cargas  de  dinero  á  la  Rioja,  y  me  marché  con  Plaza  á 
la  capital. 

No  recuerdo  si  á  los  dos  ó  tres  dias  de  haber  llegado 
á  la  Rioja,  recibí  un  aviso  del  descubridor  Carballo,  pre- 
viniéndome, que  en  esa  tarde  entraría  con  las  dos  cargas 
de  dinero  que  conducían,  pues  eran  las  únicas  que  ha- 
bían encontrado,  é  ignoraban  el  caudal  que  ellas  conte- 
nían. Llamé  al  Ministro  de  Gobierno,  y  no  sé  si  dos  6 
tres  vecinos,  y  entre  ellos  el  tesorero  don  N.  Rincón  para 
que  estuvieran  presentes  al  recibo  de  las  cargas. 

A  poco  rato  de  haber  llegado  el  aviso  se  presenta- 
ron el  Capitán  y  el  Comisionado  descubridor,  con  una 
carga  de  surrones  de  dinero,  retobados  en  cuero  fresco, 
negro,  y  otra  de  cajones;  el  uno  de  ellos  también  reto- 
bado con  cuero  fresco  del  mismo  color,  y  el  otro  perfec- 
tamente seco,  como  lo  guardó  su  dueño. 

Preguntada  porque  venían  los  dos  surrones  y  el  ca- 
jón con  retobos  frescos,  dij érenme  que  al  desenterrarlos 
y  quererlos  sacar,  encontraron  los  retobos  deshaciéndose 
de  podridos  por  la  humedad,  y  que  el  cajón  hubo  de 
desfondarse  al  quererlo  alzar;  razón  porque  habian  toma- 
do la  precaución  de  retobarlos  allí  mismo,  con  el  cuero 
de  una  vaquillona  que  habían  carneado  para  la  tropa. 

Confieso  que  esta  respuesta    mef  satisfizo  (*).    Abrié- 


[']     ¿Cómo  ofender  á  este  hombre  y  al  Oficial  con  indagación?  dije  en- 
tre mí. 


I 


—  497  — 

ronse  primero  los  surrones,  y  se  encontró  un  talego  de 
lienzo  grueso  en  cada  uno  de  ellos,  muy  bien  amarrado 
y  con  un  papelito  dentro  de  cada  uno,  con  esta  inscrip- 
ción: «1.500  pesos»,  pero  todos  ellos  en  pesetas  y  cuar- 
tos de  moneda  cortada. 

Se  abrió  en  seguida  el  cajón  del  nuevo  retobo,  y  se 
encontró  en  él,  no  recuerdo  si  doscientas  onzas  de  oro 
colocadas  encima  en  dos  rollos,  y  todo  el  resto,  de  pe- 
sos fuertes.  El  coronel  Plaza  que  era  el  que  contaba  el 
dinero,  no  recuerdo  si  con  el  tesorero  ó  con  uno  de  los 
vecinos,  agarraron  todas  las  onzas  y  las  metieron  deba- 
jo de  mis  almohadas,  pues  la  pieza  en  que  se  contaba 
el  dinero  era  mi  dormitorio,  diciendo: — «Mi  Gobernador 
esto  le  corresponde  á  Vd.  de  justicia»  «¡No  señores,  di- 
jeles,  la  patria  tiene  más  necesidad  que  yo»,  y  sacando 
todas  las  onzas  de  debajo  de  las  almohadas  las  puse  en 
la  mesa! 

—  «¡No  sea  Vd.  majadero,  señor  Gobernador,  contes- 
taron todos,  Vd.  tiene  familia,  y  ha  servido  á  la  patria 
como  pocos,  y  no  ha  cobrado  por  cierto  sus  sueldos  ni 
con  esta  miserable  cantidad»,  v  levantando  nuevamente 
las  onzas  las  colocaron  como  antes! 

— «Es  en  vano  que  Vds.  se  empeñen,  dyeles;  necesi- 
tamos de  dinero  para  marchar  con  el  ejército  á  libertar 
la  Capital.  ¡Salvémosla  primero  y  entonces  yo  quedaré 
contento  con  lo  que  la  patria  quiera  d^rme!«  En  vano 
me  instaron  todos  nada  quise  tomar. 

Abrióse  el  otro  cajón  que  todos  juzgábamos  fueran  de 
onzas,  por  lo  bien  cuidado  que  se  había  conservado,  y 
solo  tenia  no  recuerdo  si  dos  mil  doscientos  pesos  fuer- 
tes. Ello  es  que  por  todo,  hacía  la  cantidad  de  doce  mil 
y  pico  de  pesos,  me  parece,  pues  no  recuerdo  con  cer- 
teza. 

Al  descubridor  Carvallo  que  había  sido  el  que  obse- 
quió al  tío  de  Quiróga,  que  era  el  depositario  de  los 
entierros  y  andaba  oculto  por  los  montes,  le  di  no  re- 
cuerdo si  30  onzas  de  oro  ó  más,  y  al  viejo  ocultador 
del  dinero  no  recuerdo    lo   que  le  di,  estimulándolo  con 

32 


—  498  — 

que  le  daría  algunos  miles    de  pesos  si  me  descubría  la 
gran  suma  que  decían  todos  tener  oculta  Quiroga. 

Yo  debía  pasar  inmediatamente  á  la  costa  do  Arauco 
y  al  mineral  de  Chilecito,  á  recorrer  y  visitar  aquellos 
Departamentos;  y  como  se  acercaba  ya  el  tiempo  en  que 
debían  las  Provincias  mandar  al  ejército  el  contingente 
de  tropas  que  cada  una  había  ofrecido  al  General  para 
ir  á  salvar  Buenos  Aires  del  poder  de  Rozas,  y  de  los 
indios  bárbaros  sus  aliados,  que  los  tenia  acampados  en 
la  campaña  y  aún  de  guarnición  en  el  pueblo,  escribí  á 
don  Joaquín  Castro  comerciante  de  San  Juan,  encargán- 
dole no  recuerdo  si  200  ó  más  tercerolas  y  otros  tantos 
sables,  para  armar  el  cuerjpo  de  voluntarios  y  mi  escol- 
ta de  riojanos,  como  así  mismo  uniformes  para  todo 
el  Cuerpo,  lo  cual  debía  traerlo  de  Chile  á  la  mayor 
brevedad. 

Di  una  buena  cuenta  á  la  tropa,  y  marché  para  la 
Costa  con  mi  escolta,  dejando  al  coronel  Plaza  encarga- 
do del  Gobierno;  y  habiendo  mandado  á  Córdoba  á  mi 
ayudante  y  hermano  político  don  Domingo  Diaz  Velez, 
para  que  condujera  mi  familia  y  llevándole  á  mi  esposa 
doce  onzas  de  oro,  que  fué  lo  que  tomé  por  mi  sueldo 
de  Gobernador. 

El  resiQ  del  dinero  del  tapado,  lo  llevaba  conmigo 
con  el  fln  de  habilitar  á  los  mineros  de  Chilecito  para 
que  pudieran  con  más  facilidad  adelantar  sus  trabajos 
en  las  ricas  minas  de  aquel  lugar. 

Había  vuelto  yo  de  Arauco  y  me  hallaba  en  Chile- 
cito  en  casa  del  doctor  Gordillo  cura  y  vicario  de  aquel 
lugar,  cuando  se  me  presentó  un  propio  de  la  Rioja  á 
escape  y  dando  vivas  á  la  patria,  por  haberse  descubier- 
to otro  más  grande  tapado  de  dinero  perteneciente  á 
Quiroga.  Abro  la  comunicación  y  me  encuentro  con  el 
siguiente  aviso  de  mi  delegado. 

«Mi  Gobernador  y  amigo:  Ha  descubierto  nuestro 
activo  y  recomendable  Carvallo,  un  gran  entierro  de  mil 
onzas  de  oro  y  no  recuerdo  cuantos  mil  pesos  en  plata, 
ni  sé  si  me  decía  el  número,  pero  si  el  de  las  onzas.  No  *• 


k 
^ 


/ 


--  499  — 

he  querido  que  se  toque  ni  traiga  al  pueblo,  hasta  que 
Vd.  venga,  y  lo  espero  cuanto  antes.  Celebramos  con 
todos  los  concurrentes  tan  plausible  nueva,  y  les  indi- 
qué allí  mismo  él  pensamiento  de  establecer  un  banco 
de  rescate  en  Chilecito,  compuesto  de  accionistas,  para 
el  rescate  de  pastas  y  fomento  de  las  minas,  ofreciendo 
que  el  Gobierno  pondria  12  acciones  de  mil  pesos  cada 
una,  cuyo  pensamiento  fué  muy  aplaudido,  y  fueron  va- 
rios los  que  se  ofrecieron  á  tomar  parte  en  dicho  esta- 
blecimiento. Paréceme  que  dejé  allí  algún  fondo  á  un 
vecino  comisionado,  para  el  rescate  de  algunas  pastas,  y 
qué  llevé  también  algunas  libras  de  oro  que  cambié  pa- 
ra  la  Casa  de  Moneda. 

Me  marché  al  siguiente  día  muy  temprano  para  la 
Rioja,  avisando  á  Plaza  que  al  día  siguiente  me  tendría 
por  allá.  Pasé  creo  la  primera  noche,  en  la  hacienda 
de  don  Nicolás  Dávila,  ó  en  la  de  don  Domingo  García, 
y  llegué  al  siguiente  día  á  la  Rioja.  * 

El  coronel  Plaza  que  sabía  la  hora  en  que  debia 
yo  llegar,  desde  el  día  anterior,  había  dado  ya  las  órde- 
nes á  Carballo  para  que  viniera  con  las  cargas  de  dine- 
ro, y  á  las  pocas  horas  de  haber  yo  llegado,  vino  el 
aviso  de  estar  las  cargas  cerca. 

Mandé  inmediatamente  llamar  al  Tesorero,  al  Minis- 
tro de  Gobierno  doctor  Cardoso  y  varios  otros  vecinos 
del  pueblo  para  que  presenciaran  el  recuento  del  di- 
nero. 

Cuando  llegaron  las  cargas  estaban  ya  todos  reuni- 
dos, y  en  presencia  de  todos  ellos  se  fueron  abriendo  los 
cajones,  vaciándolos  en  una  gran  mesa,  contando  el 
Tesorero  y  acomodándose  en  una  punta  de  ella;  primero 
las  onzas  que  eran  994,  y  todo  el  resto  en  pesos  fuertes, 
pero  sin  recordar  fijamente  la  cantidad;  solo  si  recuerdo 
que  no  pasaría  la  suma  de  este  tapado,  de  28.000  pesos. 

Así  que  se  hubo  contado  todo  el  dinero  en  presencia 
de  los  que  habían  sido  llamados  al  efecto,  mandé  que  el 
Tesorero  lo  acomodase  todo  en  bolsa,  hice  nombrar  en 
seguida  una  guardia  de  Oficial,  y  mandé  que  el  Tesore- 


—  500  — 

ro  cargase  con  todo  el  dinero  y  lo  condujera  á  las  cajas 
de  la  Tesorería,  seguido  de  la  guardia.  Este  fué  el  pa- 
radero que  tuvo  todo  el  dinero  descubierto  del  general 
Quiroga;  y  del  primero  que  había  yo  llevado  á  Famati- 
na  ó  Chilecito,  le  pasé  una  cuenta  circunstanciada  de  su 
inversión,  pues  había  dado  200  pesos  á  cada  una'  de  las 
familias,  no  sé  si  de  seis  ú  ocho  vecinos  principales  á 
quienes  Quiroga  había  fusilado  á  su  vuelta  derrotado  de 
la  Tablada,  y  también  el  recibo  del  dinero  que  había 
mandado  á  San  Juan  para  la  compra  del  armamento  y 
vestuario. 

Yo  sabía  ya  desde  mi  regreso  de  San  Juan  por  car- 
tas del  general  Paz,  que  Quiroga  se  disponía  á  salir  de 
Buenos  Aires  con  una  fuerza  de  300  hombres  de  los  que 
había  llevado  de  Oncativo,  y  algunos  facinerosos  que  se 
le  dieron  por  orden  de  Rozas  para  completar  dicho  nú- 
mero con  destino  á  Mendoza;  y  dicho  aviso  lo  tuvo  el 
General  desde  Buenos  Aires,  mucho  tiempo  antes  de  ha- 
ber salido  Quiroga.  El  Congreso  de  agentes  de  las  Pro- 
vincias se  hallaba  ya  reunido  en  Córdoba,  y  había 
nombrado  al  general  Paz,  Protector  Supremo  de  dichas 
Provincias,  y  estaba  designado  el  contingente  de  tropas 
que  cada  una  mandaría  al  Protector  para  el  aumento  del 
ejército  al  objeto  de  salvar  á  Buenos  Aires,  y  que  se  nom- 
brara un  Congreso  para  que  revisara  la  Constitución  que 
había  dado  el  anterior,  ó  la  mandara  á  las  Provincias 
para  que  la  adoptaran.  Esta  era  la  opinión  mas  pro- 
nunciada en  todas,  con  tal  que  no  fuera  Buenos  Aires  la 
capital. 

Convencido  pues  yo,  de  que  esto  era  el  deseo  délas 
Provincias  y  que  todos  querían  mandar  cuanto  antes  sus 
contingentes  para  libertar  á  Buenos  Aires,  y  que  se  rea- 
vivara dicho  pensamiento,  propuse  al  general  Paz,  asi 
qué  recibí  su  carta  en  que  me  comunicaba  el  pensamien- 
to de  Rozas,  de  mandar  á  Quiroga  á  Mendoza,  que  me 
dejara  salir  á  esperar  á  Quiroga  al  Rio  4®,  con  solo  los 
riojanos  y  mis  voluntarios;  y  me  acuerdo  que  empleaba 
en  dicha  mi  carta  un  antiguo  y  común  adajio.    La  cur 


J 


-  501  - 

ña  para  que  sea  buena  o,  de  ser  del  misino  palo  Gene- 
ral le  decía  :  déjeme  Vd.  salir  con  los  riojanos  á  es- 
perarlo, que  yo  le  aseguro  con  mi  cabeza  que  él  no 
pasará. 

El  General  ofendido  de  esta  mí  indicación,  me  con- 
testó me  apuerdo  una  carta  bastante  seca,  diciendo:— ¡No 
es  dado  á  los  Jefes  subalternos,  el  indicar  los  movimien- 
tos que  deben  hacer  los  Generales!  No  tenemos  los  re- 
cursos bastantes  para  pedií^  todavía  los  contingentes,  y 
se  yo  lo  que  tengo  entre  manos!  ^ 

Ofendido  yo  de  semejante  hinchada  contestación,  á 
un  compañero  que  deseaba  y  podía  ayudarlo,  mejor  que 
ningún  otro,  díjele  en  respuesta  por  otra  carta: — c¡Gene- 
ral,  si  lo  dice  Vd.  por  temor  de  que  vaya  yo  á  consu- 
mirle las  vacas  de  su  Provincia  con  mis  riojanos;  no  se 
aflija  Vd.  por  ello!  Yo  llevaré  cuantas  necesito  por  dos 
meses,  pues  lo  que  yo  quiero  es  castigar  á  ese  bárbaro 
con  sus  propias  armas,  y^que  no  perdamos  el  tiempo! 
No  se  fíe  General  de  las  jJromesas  del  nuevo  gobierno  de 
Buenos  Aires!  Mire  Vd.  que  lo  engañan  con  promesas, 
asi  él  como  el  de  Santa  Fé,  y  que  así  que  lo  consideren 
á  Vd.  en  peligro,  han  de  ser  los  primeros  en  declararle  la 
guerra!  Ño  desprecie  Vd.  General  por  Dios,  los  conse- 
jos y  las  indicaciones  de  su  mejor  amigo!^ — Sobre  todo, 
me  acuerdo  que  le  dije  en  dicha  carta — «Si  Vd.  me  hace 
la  injusticia  de  creer  insuficiente  el  contingente  de  la 
Rioja  para  batir  á  ese  miserable,  haga  Vd.  mover  el  go- 
bernador Videla  Castillo  con  el  de  Mendoza,  pues  siendo 
dicha  Provincia  de  mayores  recursos  que  la  mía,  mayor 
debe  ser  su  contingente,  y  tiene  además  un  batallón  de 
infantería» . 

Nada  de  esto  bastó  para  que  este  presumido  y  hábil 
General,  por  que  así  es- preciso  decirlo,  sin  que  sea  mi 
intento  ofenderle  por  que  nadie  lo  aprecia  como  yo,  acep- 
tara ninguna  de  mi  dos  indicaciones.  ¡Más  adelante  ve- 
rán mis  lectores  las  funestas  consecuencias  del  desprecio 
de  estas  mis  previsoras  indicaciones! 

Mandé  al  general  Paz,   no  recuerdo  si  doce  mil  pe- 


—  502  —       * 

sos,  más  6  menos,  para  auxilio  del  ejército,  del  pro- 
ducto de  ios  entierros  descubiertos  de  Quiroga!  Al 
banco  que  establecí  de  rescate  en  Chilecito  ó  Famatina, 
12  mil  pesos  para  el  fomento  de  las  minas:  al  goberna- 
dor de  Cataraarca  don  Miguel  Diaz  de  la  Peña,  no  re- 
cuerdo cuantos  miles  de  pesos  para  que  despachara 
prontamente  su  contingente  á  Córdoba;  pero  si  creo,  que 
no  baja  de  tres  mil  ó  más  pesos. 

En  estas  circunstancias  eátaba  yo  contestando  á  las 
comunicaciones  que  había  recibido  del  Protector  desde 
Córdoba,  por  el  correo;  y  al  aviso  que  había  recibido  de 
mi  señora,  que  venía  ya  en  marcha  para  la  Rioja.  Ad- 
viértase que  el  conductor  de  la  balija  había  traidome 
unas  cuantas  botellas  de  una  medicina  que  le  había  yo 
pedido  al  general  Paz;  y  que  en  el  camino  había  tenido 
que  abrir  para  administrar  una  dosis  á  un  enfermo  de 
peligro. 

Estaba  yo  escribiendo  cujíndo  entró,  unos  de  mis 
ayudantes  con  las  referidas  botellas  que  le  había  entre- 
gado el  correo,  y  me  preguntó  donde  las  ponía.  Sin  le- 
vantar yo  la  vista,  díjele  al  ayudante,  póngala  Vd.  en 
esa  mesa,  (había  una  gran  mesa  al  frente  arrimada  á  la 
pared.)  El  ayudante  conforme  había  de  poner  la  bo- 
tella abierta,  separada  en  el  suelo,  pénela  sobre  la  mesa 
y  las  cerradas  abajo;  pero  sin  yo  notarlo,  ni  él  adver- 
tirme. 

En  la  mesa  grande  en  que  paró  la  botella  abierta, 
había  casualmente  una  botella  de  vino  empezada  que 
había  quedado  la  noche  anterior  después  de  la  cena. 

Eran  ya  más  de  las  dos  de  la  tarde,  y  seguía  yo 
escribiendo  para  despachar  al  propio  que  iba  á  encontrar 
á  mi  familia;  cuando  entró  un  criado  mió  á  decirme  que 
estaba  ya  la  comida.  Yo  me  hallaba  solo  en  aquella 
circunstancia  pues  mis  ayudantes  habían  ido  á  comer  á 
otra  parte.  «Pon  aquí  mismo  el  mantel  y  alcánzame'  la 
comida»,  díjele  al  negro:  puso  en  efecto  el  mantel  y  cu- 
bierto, y  yo  segui  escribiendo. 

Habíanme  mandado  de  Tucumán   un  hermoso  queso 


'•!;>. 


—  503  — 

de  Tafí,  y  el  criado  habíame  hecho  de  comer  unos  hue- 
vos estrellados  con  tomates  &*.  y  un  buen  plato  de  cha- 
tasca  ó  charqui  creo  preciso  hacer  esta  prolija  ex- 
plicación para  que  se  comprenda  el  peligro  que  corrí. 

Póneme  el  criado  por  delante,  en  primer  lugar  el 
plato  de  huevos,  y  mando  traer  el  queso  para  probarlo, 
comí  con  apetencia,  y  pedí  al  negro  que  me  alcanza- 
ra la  media  botella  de  vino  que  había  sobre  la  otra 
mesa. 

Conforme  había  de  tomar  el  negro  la  botella  de  vi- 
no, tomó  la  del  remedio  y  me  la  alcanza  sin  yo  adver- 
tirlo, ni  acordarme  de  semejante  cosa.  Sírveme  media 
copa  de  un  regular  tamaño,  y  tomo;  pero  al  servirme 
advertí  que  no  era  la  media  botella  que  había  quedado 
la  noche  antes,  y  se  me  ocurrió  que  Plaza  ó  algún  otro 
amigo  hubieran  mandado  aquella  botella,  más  no  se  me 
ocurrió  el  preguntar  al  criado. 

Tomado  el  vino,  lo  encontré  muy  bueno,  y  juzgué 
ser  de  los  vinos  que  se  hacen  en  Tinogasta,  hacienda 
de  don  Nicolás  Dávila,  que  son  muy  ricos:  corto  un  pe- 
dazo de  queso  en  extremo  mantecoso  y  rico,  lo  tomo  con 
agrado  y  me  sirvo  otra  media  copa  de  vino,  que  me 
había  agradado  por  ser  dulce. 

Ello  fué  que  yo  tomé  más  queso,  la  chatasca  y  no 
se  que  otro  plato;  gustando  tras  de  cada  uno,  un  buen 
trago  del  rico  vino  que  juzgaba  haberme  sido  mandado 
por  algún  amigo.  Acabé  de  comer,  y  habíame  tomado 
dos  terceras  partes  de  la  botella,  lo  menos  y  continúe  es- 
cribiendo. 

Aparece  á  poco  instante  Carballo,  el  descubridor  de 
entierros  de  dinero,  con  no  recuerdo  que  solicitud  para 
que  se  le  decretara.  Le  había  mandado  sentarse  mien- 
tras decretaba  su  pedido,  cuando  al  tiempo  de  entregár- 
selo despachado,  y  al  retirarse  siento  una  gran  descom- 
postura de  estómago  y  le  digo:  «Pida  Vd.  á  uno  de  mis 
ordenanzas  que  me  alcance  un  poco  de  agua  tibia,  que 
lue  he  descompuesto».  El  que  salía  á  la  puerta  para  lla- 
mar al  ordenanza,  viéneme  una    gran  descompostura  de 


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—  504  — 

estómago:  lo  grito  y  por  señas  viene  en  mí  ayuda  para 
sacarme  del  conflicto. 

En  el  acto  de  haber  provocado,  conocí  él  remedio 
que  había  tomado  en  lugar  de  vino.  Siento  toda  mi 
máquina  descompuesta  y  salgo  afuera,  apenas  había  lle- 
gado á  un  jardín  que  había  yo  preparado  para  mi  se- 
ñora, cuando  me  atacan  calambres  y  dolores  mortales 
por  todo  el  vientre  y  el  cuerpo;  quedóme  abrazado  de  un 
poste.  Corren  los  ordenanzas  al  verme  en  este  estado 
y  me  conducen  cargado  á  mi  cama. 

Empezó  la  excesiva  dosis  del  remedio  que  había  to- 
mado, á  descomponerme  sin  conseguir  que  por  un  ins- 
tante cesaran  los  calambres  mortales  por  las  piernas, 
brazos  y  cuerpo.  Toda  la  casa  se  alborota,  corren  al 
cuartel  los  soldados;  se  les  ocurría  que  me  habían  enve- 
nenado. Toda  la  tropa  acude  á  mi  casa,  al  mismo  tiem- 
po que  /el  pueblo;  la  primera  grita  y  vocifera  por  las 
calles: 

—  €¡Si  nuestro  Gobernador  muere,  vamos  á  pasar  á 
cuchillo  al  pueblo,  que  lo. ha  envenenado!  > 

¡Figúrense  los  lectores  la  consternación  que  mi  es- 
tado y  las  voces  de  la  tropa  produciría  en  todo  el  pue- 
blo v  en  ella  misma! 

Mi  casa,  y  aun  ini  habitación,  estaban  atestadas  de 
gente,  y  yo  esperaba  por  instantes  la  muerte,  pues  la 
veía  á  cada  paso. 

Pedí  al  momento  un  confesor,  pero  los  excesivos  ca- 
lambres y  continuados  efectos  de  la  medicina  no  me  per- 
mitían un  solo  instante  de  reposo.  ¡Nada  me  era  tan  mor- 
tificante como  la  idea  de  que  iba  á  morir  sin  tener  el 
consuelo  de  ver  á  mi  señora  y  á  mis  tiernos  hijos,  que 
se  hallaban  á  pocas  leguas  de  distancia  en  aquellas  cir- 
cunstancias! 

Había  ordenado  al  principio  que  sacaran  de  mis  pe- 
tacas una  obra  científica,  para  que  vieran  lo  que  debía 
tomar  para  calmar  los  efectos  de  la  excesiva  dosis  que 
había  tomado,  pero  todo  fué  en  vano,  porque  no  cesaban 
los  dolores,  y  los  calambres  inortales  iban  en    aumento. 


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J 


—  505  — 

¡Eran  mas  dé  las  diez  de  la  noche,  todo  el  muado  estaba 
en  una  grahde  agitación;  yo  muriendo  y  clamando  al 
cielo  que  solo  me  permitiera  estrechar  en  mis  brazos  á 
mi  amada  esposa  y  mis  tiernos  hijos! 

Ocurriósele  en  estas  circunstancias  al  padre  Cerna- 
das, guardián  de  San  Francisco,  mandarme  bañar  y  fro- 
tar todo  el  cuerpo  con  una  especie  de  sangria  de  afrecho 
de  trigo  un  poco  correoso.  Lo  mismo  fué  principiarme 
á  frotar  y  empapar  todo  el  cuerpo  con  esta  preparación 
que  no  recuerdo  si  tenia  algún  otro  agregado,  cuando 
comencé  á  respirar,  pues  empezaron  á  retirarse  los  ca- 
lambres. 

Vine,  por  fin,  á  quedar  libre  de  ellos  y  tomar  el 
sueño,  después  de  la  una  ó  mas  de  la  mañana.  Toda  la 
concurrencia  se  pasó  en  vela  toda  la  noche,  pues  á  mas 
de  que  merecía  el  aprecio  de  todo  el  pueblo,  que  sentía 
en  extremo  el  verme  en  aquel  estado;  el  temor  por  las 
amenazas  de  toda  mi  tropa,  no  les  permitía  retirarse. 

Después  de  haber  dormido  tranquilamente  hasta  mas 
de  las  seis  de  la  mañana,  recordé  muy  despejado  y  sin 
ningún  dolor  y  me  levanté  contra  la  oposición  de  todos; 
como  me  sintiese  bueno,  aunque  un  poco  debilitado,  pú- 
some á  concluir  mi  correspondencia  para  el  general  Paz 
y  la  despaché. 

Al  siguiente  día  bien  temprano,  púsome  en  marcha 
al  encuentro  de  mi  familia,  y  tuve  el  gusto  de  reunirme 
á  ella  como  á  las  11  de  la  noche,  poco  mas  allá  de  la 
Hedionda,  en  donde  la  encontré  durmiendo.  A  la  madru- 
gada siguiente  nos  pusimos  en  marcha  y  llegamos  á  la 
Rioja  al  anochecer,  pues  había  más  de  30  leguas  y  fué 
grande  la  aflicción  de  mi  señora  cuando  supo  el  riesgo 
que  había  corrido  dos  días  antes. 

Mi  familia  fué  muy  bien  obsequiada  por  todo  el 
pueblo,  después  de  haber  salido  varias  familias  de  lo 
principal  á  recibirla. 

No  pasaron  muchos  días  después  de  su  llegada,  sin 
que  recibiese  de  San  Juan  el  armamento  y  vestuario  que 
había  pedido,  y  con  él  varios  obsequios  de  dulces   y  ri- 


—  506  ^ 

eos  alfajores  que  se  trabajaban  en  dicha  Provincia,  man- 
dados para  mi  familia  por  el  señor  Castro  y  otros  amigos. 

Importó  todo  el  armamento  y  vestuario,  no  recuerdo 
si  de  cinco  á  seis  mil  pesos.  Luego  que  regresé  de  San 
Juan  había  recibido  un  gran  pliego  de  Buenos  Aires,  ro- 
tulado, para  mí,  como  gobernador  de  la  Provincia,  el 
cual  solo  conteníala  biografía  del  general  don  Juan  Ma- 
nuel Rozas,  en  la  que  muy  expresamente  se  recomienda 
cuanto  había  hecho  en  el  año  20  y  con  particularidad 
en  el  5  de  Octubre,  hasta  el  extremo  de  atribuírsele 
cuanto  había  yo  hecho  en  aquellos  días,  y  en  particular 
en  el  de  la  toma  de  la  plaza. 

Incomodado  yo  por  la  desvergüenza  con  que  se  me 
remitían  aquellos  ejemplares  de  elogios  inmerecidos  y  sin 
ninguna  comunicación,  hice  una  corta  refutación  á  dicha 
biografía,  presentando  los  hechos  tal  cual  habían  sido, 
pero  con  modificaciones,  y  la  había  mandado  imprimirá 
San  Juan.  Creo  que  junto  con  el  armamento  me  vinie- 
ron los  ejemplares  que  había  mandado  imprimir,  y  los 
devolví  en  respuesta,  rotulados,  al  gobernador  de  Buenos 
Aires,  según  habían  venido  los  que  el  me  mandó,  pero 
no  obtuve  contestación  de  ninguna  clase,  porque  no  podía 
desmentirme,  pues  citaba  al  pueblo  que  lo  había  presen- 
ciado todo,  por  testigo. 

A  mis  dos  hijos  Gregorio  y  Ciríaco  que  estaban  en 
edad  de  ponerlos  en  la  escuela,  los  hice  pasar  muy  luego 
á  Tucumán,  con  el  objeto  de  que  fueran  educados  por  el 
ingeniero  francés  que  había  servido  en  el  ejército  del  ge- 
neral don  Manuel  Belgrano,  don  Felipe  Bertrés,  que  había 
casado  en  Tucumán,  y  merecía  mi  aprecio,  asi  por  su  saber . 
como  por  su  moralidad  y  excelente  comportamiento. 

Di  en  seguida  un  paseo  por  Famatina  y  Chilecito  con 
mi  señora,  á  instancias  de  los  amigos  Dávilas  y  del  re- 
comendable riojano  don  Domingo  García,  principiado  ya 
el  año  31,  llevando  á  mi  primera  hija  Merceditas  que  no 
había  cumplido  aun  dos  años  y  mi  señora  enferma 
desde  pocos  días  después  de  su  llegada  á  la  Rioja!  Dis- 
frutamos allí  por  algunos  días,  de  excelentes  diversiones 


~  507  — 

y  de  las  buenas  frutas  que  producen   aquellos    lugares, 
en  especial  de  las  ricas  uvas,  naranjas  y  melones. 

Regresados  á  la  Rioja  y  aproximándose  el  tiempo  de 
disponer  del  envío  de  los  contingentes,  acordó  la  Sala 
de  Representantes  que  contribuyera  la  Provincia  con  un 
empréstito  forzoso,  para  equiparlo  y  costearlo,  y  designó 
una  comisión  dé  su  seno  para  que  señalara  la  cuota  á 
las  personas  que  debían  contribuir,  designando  el  día  en 
que  debían  entregar  la  cantidad  que  se  les  exijía,  y  au- 
torizando al  comisionado  que  nombraran,  para  recogerla, 
para  ([ue  condujera  presos  al  pueblo  á  los  que  se  dene- 
garan á  darlas.  Entre  las  personas  designadas  para  la 
contribución,  estaba  la  señora  madre  del  general  Quiro- 
ga,  no  recuerdo  si  en  cuatrocientos  pesos.  Ello  fué  que 
vencido  el  plazo  acordado  por  la  Sala,  su  comisionado 
condujo  presa  ó  en  arresto  á  la  Rioja,  á  la  madre  del 
general  Quiroga,  por  haberse  denegado. 

La  orden  que  tenían  los  comisionadas  por  la  Sala, 
era  la  de  traer  á  la  Cárcel  á  todas  las  personas  que  se 
denegaran,  pero  así  que  llegó  la  expresada  señora,  no 
permití  que  pasara  á  la  Cárcel  y  dispuse  que  se  alojara 
en  una  casa  del  pueblo,  teniendo  ésta  por  Cárcel  hasta 
que  satisfaciera  la  contribución. 

Dicha  señora  pasó  á  mi  casa,  ó  mandó  ofrecerme  en 
pago,  unos  documentos  de  cantidad  de  pesos  que  le  de- 
bía, no  recuerdo  si  el  cura  Gordillo  ó  que  otro  patriota. 
Ello  fué  que  yo  se  los  admití  y  mandé  ponerla  en  li- 
bertad, para  que  se  restituyera  á  su  casa,  y  fuera  de 
esto  la  había  ya  visitado  en  los  Llanos  así  que  llegué 
de  Córdoba,  y  héchole  no  recuerdo  que  obsequio  y  almor- 
zado con  ella,  dispensándole  todas  las  consideraciones 
debidas  á  su  sexo  y  á  sus  años,  y  sobre  todo  á  la  com- 
pasión que  me  inspira  la  madre  de  tal  hijo,  pues  fui 
impuesto  allí  mismo  del  atentado  cometido  por  éste  en 
años  anteriores,  de  haber  pegado  fuego  á  la  casa  estan- 
do sus  padres  adentro,  y  que  era  tal  el  temor  que  ese 
mal  hijo  les  inspiraba,  que  no  se  atrevían  á  abrir  la 
puerta  viendo  arder  la  casa  porque  el  hijo  tosía  al  fren- 


—  508  — 

te  de  ella,  y  solo  montó  á  caballo  y  abandonó  á  su  país, 
cuando  vio  ardiendo  toda  la  casa. 

Dijéronme  las  personas  que  de  esto  me  instruyeron, 
que  si  no  acuden  los  vecinos  á  contener  el  incendio,  pe- 
recen los  padres  adentro-  porque  no  atinaban  ya  con  la 
puerta  y  solo  daban  gritos  de  desesperación. 

En  estos  aprestos  estábamos  cuando  recibí  una  carta 
del  Protector  Supremo  y  General  del  ejército  don  José 
María  Paz,  conducida  por  un  expreso  urgentísimo,  en 
que  me  decía:  —  «Vuele  Vd.  compañero  si  le  es  posible 
«  con  la  gente  que  tenga  reunida,  en  la  inteligencia  de 
€  que  si  demora  una  hora  tal  vez  llegará  tarde.  El  co- 
«  ronel  Pedernera  con  toda  su  fuerza  ha  sido  sorprendi- 
«  do  en  el  Fraile  Muerto  por  las  fuerzas  de  Buenos 
«  Aires  y  Santa  Fé,  y  nos  vemos  en  grandes  aprietos.» 
¡Viva  la  patria  y  el  que  sabe  que  tiene  manos!  dije  al 
leer  su  carta,  y  dispuse  en  el  acto  mi  marcha,  me  pare- 
ce que  en  los  primeros  días  de  abril,  ó  no  sé  si  en 
los  últimos  de  marzo;  no  recuerdo  ciertamente.  Lo  que 
si  puedo  asegurar  es  que  yo  había  estado  antes  en  el 
pueblo  de  Polco  en  los  Llanos  y  conducido  de  una  can- 
tera inmediata  con  mi  Cuerpo  diariamente  dos  ó  tres 
viajes  de  piedra  cargada  por  delante  por  cada  uno  de 
nosotros  para  levantar  la  Iglesia  que  estaba  casi  toda 
demolida;  y  que  con  parte  de  ella  mandé  trabajar  un 
hermoso  estanque  para  un  baño  público,  hecho  de  piedra 
y  cal  en  el  centro  de  una  pequeñísima  vertiente  que 
atraviesa  la  población,  agua  que  es  sumamente  escasa  en 
aquellos  lugares,  deteniendo  las  avenidas  de  la-  sierra  en 
tiempo  de  lluvias. 

Con  este  motivo,  era  la  gente  que  tenía  mejor  dis- 
puesta, y  mandé  en  el  acto  una  orden  al  comandante 
Bazan  para  que  me  esperara  con  doscientos  hombres  reu- 
nidos, y  me  puse  en  marcha  al  siguiente  día  con  mi 
Cuerpo  de  Voluntarios  y  mi  escolta  de  50  riojanos,  dele- 
gando el  Gobierno  en  el  ciudadano   don  Domingo  García. 

Así  que  llegué  á  Polco  pasé  mi  dimisión  á  la  Sala 
de  Representantes  de  la  Provincia  y  pedí  al  Delegado  me 


—  509  — 

I 

raandara  un  certificado  del  Tesorero  que  acreditara  el 
caudal  descubierto  en  las  dos  tapadas  de  Quiroga,  y  su 
inversión.  Mandé  á  Carvallo  el  descubridor  de  los  en- 
tierros para  que  me  reuniera  las  caballadas  necesarias 
en  la  Costa  baja  dé  los  Llanos  y  me  alcanzara  con  ella, 
pues  se  había  interesado  el  ir  conmigo  por  los  temores 
que  le  asistían  si  se  quedaba. 

Se  me  pasaba  otro  tercer  entierro  que  se  creyó  ha- 
ber descubierto  Carvallo  antes  de  esta  marcha. 

Todo  el  mundo,  como  he  dicho,  estaba  persuadido  en 
la  Rioja,  de  que  Quiroga  tenía  un  gran  tapado  no  re- 
cuerdo si  de  diez  ó  doce  mil  onzas  de  oro,  fuera  de  lo 
que  se  había  encontrado.  Descubre  Carvallo  por  nuevas 
amenazas  que  le  hizo  al  tío  de  Quiroga,  que  habían  no 
recuerdo  si  tres  cargas  ó  cuatro  de  petacas  ocultas  en 
un  lugar  de  la  sierra  cerca  de  la  casa  de  Quiroga  y  me 
manda  el  parte. 

Al  momento  que  este  parte  se  recibió,  dícenme  todos 
los  vecinos,  este  es  precisamente  el  gran  tapado,  y  empé- 
ñanse  todos  en  que  ordenase  á  Carvallo  que  me  separara 
una  buena  cantidad  de  onzas  para  mí  antes  de  darme 
parte  del  contenido  ó  monto  del  caudal  que  todos  calcu- 
laban. Fueron  tantas  las  instancias  que  me  hicieron  al 
tiempo  de  despachar  la  orden  para  que  fuera  á  sacar  y 
conducir  dichas  cargas,  que  al  fin  consentí  y  le  puse  á 
Carballo  una  esquela  previniéndole  que  no  me  diera 
cuenta  del  total  del  caucjal  que  se  encontrase  sin  antes 
separarme  unas  doscientas  ó  trescientas  onzas  puesto  que 
de  las  anteriores  tapadas  nada  había  tomado  por  pura 
delicadeza,  pues  al  fin  aquella  cantidad  que  le  mandaba 
apartar  serviría  para  socorrer  á  los  necesitados  en  caso 
preciso  puesto  que  yo  nada  tenía  reservado  para  seme- 
jantes casos,  lo  cual  era  verdad. 

Puesta  esta  esquela,  díjeles  á  los  que  se  habían  em- 
peñado; «por  solo  complacer  á  Vds.  hago  esto,  de  que 
por  el  hecho  solo  de  haber  formado  semejante  intención 
no  ha  de  haber  tal  caudal  que  Vds.  se  figuran»,  y  así  fué. 

Vino  después  Carvallo  con  las  cargas  que  se  abrie- 


LJ.--.-1  .     -     _ 


—  510  — 

ron  á  presencia  de  todos,  y  solo  contenían  ropa  del  uso 
de  las  hermanas  y  madre  de  Quiroga;  cuatro  ó  cinco 
flaluchos  ó  elásticos  del  tiempo  de  Carlos  IV,  unos  cinco 
recados  tucumanos  que  tomé  para  los  Voluntarios,  algu- 
nas bolsas  de  jabón  y  de  cochinilla,  y  me  parece  que 
catorce  pesos  en  pesetas  cortadas  de  las  que  selló  el 
gobernador  García  en  Salta,  que  más  eran  de  cobre  que 
de  plata.  Conviene  esta  explicación  por  el  cargo  que 
apareció  después. 

Marché,  pues,  de  los  Llanos,  llevando  doscientos  y 
más  hombres  de  Polco  y  el  Simbolar,  á  cargo  del  co- 
mandante Bazán;  y  precisamente  en  la  madrugada  del 
siguiente  día  estalló  la  revolación  en  dichos  Llanos  en- 
cabezada por  Brizuela,  cuya  noticia  vine  á  recibirla  pa- 
sando la  travesía  ó  después  de  haberla  pasado.  No  podía, 
pues,  volver  á  sofocarla,  dejando  expuesto  al  General  y 
Protector  Supremo;  y  aún  habría  sido  aventurado  dicho 
paso,  puesto  que  había  sido  tomado  Carvallo  con  las  ca- 
balladas que  me  traía  para  reserva. 

Continué  mi  marcha  fiado  también  en  la  fuerza  que 
había  dejado  al  gobernador  García  y  en  su  capacidad, 
pues  era  un  sugeto  de  resolución  y  de  empresa,  y  podría 
de  acuerdo  con  los  gobernadores  de  San  Juan  y  Cata- 
marca  sofocar  aquel  movimiento.  Sobre  todo,  había  más 
necesidad  de  atender  á  Córdoba  que  á  la  Rioja,  pues 
estando  allí  nuestra  mejor  fuerza  y  el  poder  de  los  ene- 
migos, dependía  de  allí  la  felici.dad  ó  la  ruina  de  todas 
las  Provincias. 

Habiendo  llegado  á  Ischilin  del  otro  lado  de  la  Sie- 
rra de  Córdoba,  mandé  de  allí  á  mi  familia  á  Córdoba 
recomendada  al  coronel  don  Julián  Paz  que  estaba  ya 
encargado  del  Ministerio  de  la  Guerra  y  pasé  yo  á  reu- 
nirme  al  ejército  que  se  hallaba  en  el  Pilar  á  cuatro  ó 
cinco  leguas  dé  Córdoba  al  Este  ó  al  sudeste.  El  oficial 
Cosío  de  Voluntarios,  que  fué  el  que  hizo  matar  al  doc- 
tor Bustos,  fué  asesinado  al  ir  en  comisión  á  Córdoba,  en 
dicha  ocasión,  por  una  partida  de  montoneros  pertene- 
cientes á  la  familia  de  dicho  Bustos. 


-  511  - 

Llegué  al  ejército  y  me  presenté  al  Protector  que  se 
hallaba  á  su  cabeza,  caída  la  tarde.  En  esa  misma 
noche  marchamos  al  encuentro  de  los  generales  López, 
gobernador  de  Santa  Fé  y  Pacheco,  jefe  de  las  fuerzas 
de  Buenos  Aires,  que  eran  los  que  habían  sorprendido 
al  coronel  Pedernera,  pues  se  hallaban  algo  inmediatos. 

En  la  sorpresa  del  coronel  Pedernera,  se  había  per- 
dido poca  fuerza  y  alguna  caballada,  pero  una  pequeña 
fuerza  de  cívicos  de  Córdoba,  ó  del  valiente  batallón  5^ 
salvó  resistiéndose  heroicamente  contra  toda  la  caballe- 
ría enemiga,  por  la  costa  del  monte  del  rio  3^. 

Con  el  general  Paz,  se  hallaba  desde  antes  de  mi 
llegada,  un  sargento  de  voluntarios,  apellidado  Tula  é 
hijo  de  la  guardia  de  Lobos,  que  había  sido  mandado 
por  mí  en  comisión  con  unos  cuantos  soldados  desde  la 
Rioja.  Dicho  sargento  sorprendió  creo  en  esa  noche  ó 
por  la  madrugada  á  una  partida  de  santafecinos  é  indios 
de  López,  y  la  lomó  prisionera.  El  Protector  lo  hizo 
alférez  por  este  hecho  de  armas,  por  que  en  realidad, 
era  un  valiente  y  había  sido  mi  ordenanza. 

Cuando  se  tomaron  estos  prisioneros  y  vinieron  al 
ejército,  estábamos  nosotros  parados  descansando  en  un 
monte  sobre  el  río  segundo,  supimos  por  ellos  que  la 
fuerza  de  López  estaba  solo  á  pocas  cuadras  de  nosotros, 
con  los  caballos  descensillados,  ignorando  que  nos  hu- 
biéramos movido  del  Pilar.  Yo  le  pedí  al  General  que 
me  permitiera. ir  en  el  acto  con  mi  división  por  la  de- 
recha y  que  mandara  él  avanzar  sobre  el  campo  enemi- 
go al  número  5,  para  que  le  hiciera  una  sola  descarga, 
tras  la  cual  cargaría  acuchillándolos,  pues  los  prisione- 
nos  me  habían  asegurado  que  la  división  del  general 
Pacheco  estaba  por  los  Calchines  ó  mas  allá,  es  decir 
como  ocho  ó  diez  leguas  al  sud. 

El  General,  no  quizo  consentírmelo,  ignoro  por  que 
razón,  mandó  que  se  preparasen  todos  los  Cuerpos,  to- 
mando sus  caballos  de  reserva  ó  ensillándolos,  pues  los 
llevábamos  de  tiro.  Ello  fué,  que  mientras  se  ensillaron 
^os    caballos   moviendo  á  los   Cuerpos,  fuimos  sentidos 


—  512  — 

por  el  enemigo'  no  se  si  por  un  caballo  que  se  escapó 
de  ellos  ó  de  nosotros,  ya  aclarando  el  día,  montaron 
precipitadamente  y  se  pusieron  presurosamente  en  reti- 
rada á  nuestra  vista.  En  vano  me  empeñé  para  que  me 
dejara  perseguirlos  con  mi  fuerza,  pues  era  sobrada,  no 
quizo  el  General  perseguirlos,  sino  con  toda  la  fuerza 
y  tres  columnas  paralelas,  sufriendo  los  retardos  que 
eran  consiguientes,  cuando  encontrábamos  con  algunos 
montes. 

Perseguímoles  en  este  orden,  escopetándolos  hasta 
las  diez  del  día  ó  poco  mas,  con  tres  mil  hombres  lo 
menos,  hasta  que  á  esas  horas  se  encontraron  recien  con 
las  fuerzas  de  Pacheco  en  el  campo  de  las  Sorras,  cerca 
ya  de  las  12  del  día. 

Paráronse  asi  que  se  encontraron,  sin  embJirgo  de 
que  no  alcanzaba  toda  su  fuerza  reunida,  á  dos  mil  hom- 
bres. Mandó  el  General  hacer  alto  nuestras  columnas, 
llebávamos  la  artllleria  á  la  cabeza,  la  cual  principió  sus 
fuegos  sobre  el  enemigo  que  nos  circularon,  formados 
en  ala  y  distantes  unos  de  los  otros. 

La  columna  de  la  derecha  que  ya  mandaba  llevaba 
á  su  cabeza  las  milicias  de  Ischilin  mandadas  por  el 
coronel  Allende,  tio  del  General,  mis  voluntarios  y  rio- 
janos,  cubrían  la  retaguardia. 

El  General  mandó  al  comandante  de  guerrillas, 
teniente  coronel  Martínez,  que  saliera  al  frente  contra 
las  guerrillas  enemigas  que  se  habían  avanzado  sobre 
nuestras  columnas  y  nos  escopeteaban:  fueron  rechazadas 
por  mayores  fuerzas.  Estaba  yo  á  la  cabeza  de  mi  co- 
lumna y  tenía  á  los  50  riojanos  de  mi  escolta  al  costado, 
pedí  permiso  al  General  para  hacer  acuchillar  con  estos 
á  los  que  venían  persiguiendo  á  nuestras  guerrillas  y 
habiéndolo  conseguido  mandé  á  mi  escolta  que  los  car- 
gara sin  perder  su  formación. 

Cumplieron  bizarramente  su  comisión,  mis  50  rioja- 
nos y  los  llevaban  acuchillando  á  los  santafecinos,  cuan- 
do observando  que  venía  una  doble  fuerza  enemiga  á  su 
encuentro,  mando  al  escuadrón  de  milicias  que  estaba  á 


FAUSTINO  ALLENDE 


—  513  — 

la  cabeza  de  la  columna.  «Escuadrón  de  frente,  guia  á 
la  derecha»  y  marcho  con  él. 

Cuando  yo  marchaba,  ya  mi  escolta  había  mandado 
volver  caras  por  mitades,  se  retiraba  con  orden  y  conte- 
niendo á  una  doble  fuerza  que  le  perseguia. 

En  el  momento  que  el  enemigo  me  vieron  moverme 
con  el  escuadrón  de  milicias,  reforzaron  á  los  que  per- 
seguian  á  mi  escolta  con  dobles  fuerzas,  pero  como  dicho 
escuadrón  no  podía  ni  debía  comprometerse,  pues  solo 
me  había  movido  para  contener  al  enemigo,  prevéngole 
que  iba  á  mandar  volver  caras  por  mitades  sobre  la 
marcha  y  por  la  derecha,  para  dejar  libre  el  frente  á 
nuestras  piezas  para  que  obraran  sobre  el  enemigo. 

Cuidado,  dyeles,  con  las  voces  de  mando,  para  no 
romper  el  movimiento,  sino  á  la  voz  de  marchen  con 
toda  esta  prevención  y  puesto  á  su  frente  en  el  paso  de 
trote  que  llevábamos,  dije  en  alta  voz: — «Escuadrón  por 
mitades,  á  la  derecha,  medía  vuelta».  ¡No  acabé  todavía 
de  espresar  la  media  vuelta,  cuando  sin  esperar  la  voz 
de  marchen,  la  habían  dado  ya  á  escape  y  puestose  en 
fuga!  Pero  no  finjida  como  era  mi  intento,  al  trote,  si 
no  de  carrera  y  hasta  sus  casas,  muchos  de  ellos  pa- 
sando por  el  costado  derecho  de  mi  columna. 

La  artillería  que  había  ordenado  disparara  al  des- 
pejarles el  frente,  sobre  el  enemigo,  hízolo  en  efecto  y 
retrocedieron,  pero  varios  soldados  enemigos  pasaron 
persiguiendo  á  los  que  huían.  El  escuadrón  ó  los  50 
hombres  de  mi  escolta  pasaron  formados  y  mandé  parar 
el  resto  de  mí  fuerza  á  ocupar  la  cabeza  de  la  columna 
y  pedí  al  General  permiso  para  cargar,  pero  no  quizo 
concederlo,  pues  se  habia  atufado  con  la  fuga  de  la 
milicia. 

Los  enemigos  que  ya  reconocieron  perfectamente  todas 
nuestras  fuerzas,  pues  se  habían  corrido  para  ambos 
flancos  con  este  objeto,  emprendieron  su  retirada;  segui- 
mosles  nosotros  al  trote  largo  por  algunas  horas,  hasta 
los  Calchines,  en  donde  mandó  hacer  alto  el  General,  á 
puestas  ya  del  sol. 

33 


I 


~  514  — 

El  General  llamó  á  los  jefes  y  manifestó  su  desa- 
grado por  la  imperdonable  disparada  del  escuadrón  de 
milicias  de  Ischilin,  y  dio  orden  para  la  retirada  asi  que 
comiera  la  tropa. 

— General,  díjele.  ¡Retirarse  en  circunstancias  en  que 
el  enemigo  huye  aterrado  á  presencia  de  nuestra  supe- 
rioridad! ¿Qué  efecto  producirá  la  retirada  en  este 
caso? 

Quiroga  está  ya  sitiando  á  Echavarria  en  Rio  4**. 
y  retroceder,  dejando  de  perseguir  á  López,  que  huye, 
después  de  haber  reconocido  nuestra  inmensa  superiori- 
dad, es  mostrarles  una  de  tres  cosas,  ó  que  V.  E.  no 
cuenta  con  sus  tropas  ó  que  hay  algún  movimiento  en 
las  provincias  del  interior  ó  en  fin,  que  está  V.  E.  á  pié 
y  no  tiene  caballos  para  perseguirles.  Esto  es,  por  parte 
del  enemigo. 

«Reflexione  ahora  V.  E.  por  el  otro  lado.  ¿Qué  efec- 
to juzg'a  que  producirá  en  ese  ejército  esta  retirada? 
¡Hablo  muy  particularmente  por  los  Cuerpos  de  milicias 
que  tenemos  en  él  !  Han  visto  huir  cobardemente  á  un 
escuadrón,  al  solo  amago  de  una  carga  enemiga;  y  en 
presencia  de  nuestras  fuerzas  veteranas  !  Han  visto  á 
aquel  retroceder  apartado,  al  reconocimiento  de  nuestra 
superioridad;  y  por  fln,  que  le  hemos  perseguido  por 
más  de  cuatro  leguas,  y  que  nos  volvemos  dejándolos 
huir!  ¿Qué  piensa  V.  E.  que  deducirán  de  un  proceder 
semejante,  no  digo  las  milicias,  sino  hasta  nuestros  mis- 
mos veteranos?  Juzgarán  que  alguna  de  nuestras  Pro- 
vincias se  nos  ha  sublevado  y  marcha  ya  contra  nosotros; 
que  los  montoneros  nos  acosan  ya  por  todas  partes;  y 
que  no  nos  atrevemos  á  seguirlos!» 

«Pido  pues  á  V.  E.  que  me  permita  perseguir  á  López 
con  solo  mi  fuerza,  y  el  batallón  5**.  llevando  dos  piezas 
lijeras  de  nuestra  artillería;  yo  le  respondo  con  mi  ca- 
beza, de  que  esos  trompetas  no  serán  capaces  de  espe- 
rarme, y  que  los  hecharé  fuera  de  la  Provincia,  cuando 
no  logre  acuchillarlos  y  disolverlos». 

No  quiso  el  General  prestar  su  consentimiento  á  es- 


~  515  — 

ta  mi  solicitud;  pero  mis  reflexiones  le  hicieron  fuerza, 
y  no  retrocedimos,  pues  permanecimos  alli  unos  dos  días 
que  se  emplearon  en  hacer  ejercicios  de  línea.  Le  insté 
para  que  me  permitiera  marchar  sobre  Quiroga  al  Río 
4^  ó  que  mandara  al  menos  al  coronel  Pedernera,  tam- 
poco quiso  hacerlo,  y  nos  retiramos  todos,  por  que  bas- 
taba Echavarría  para  defenderse  según  me  lo  dijo. 

No  debe  de  extrañarse  que  después  del  transcurso  de 
19  años  no  recuerde  fijamente  las  fechas,  ó  llegue  á 
cambiar  la  época  de  algunos  acontecimientos,  como  me 
ha  sucedido  ya  con  algunos,  que  han  sido  colocados  fue- 
ra de  su  lugar,  como  el  que  voy  á  referir. 

El  valiente  coronel  Pringles,  había  sido  mandado  por 
el  general  Paz  á  la  ciudad  de  la  punta  de  San  Luis  su 
patria,  después  de  la  batalla  de  Oncativo,  con  el  objeto 
de  organizar  aquella  Provincia,  y  creo  el  de  levantar  un 
Cuerpo.  Por  consiguiente  en  la  época  en  que  describo 
se  hallaba  allí;  ó  por  que  no  se  le  dio  aviso  ni  de  la 
invasión  de  Quiroga,  ni  de  la  de  Pacheco  y  López,  ó 
por  que  no  tuvo  tiempo  de  venir.  Pido  á  todos  los  defen- 
sores apasionados  de  ciertas  y  determinadas  personas, 
se  fijen  cuidadosamente  en  los  acontecimientos  que  re- 
fiero en  esta  mi  larga  relación,  por  que  ellos  son  verí- 
dicos, y  podrán  servirles  para  formar  un  juicio  exacto  é 
imparcial. 

íbamos  á  llegar  con  el  Protector  y  el  ejército,  a  la 
Villa  de  los  Ranchos,  creo  en  los  primeros  días  de  abril, 
é  iba  yo  á  su  lado;  cuando  saliendo  á  recibirle  no  recuer- 
do si  el  Comandante  del  punto  y  algunos  vecinos,  le  dan 
la  noticia  de  haber  pasado  el  comandante  Guevara  con 
las  fuerzas  del  Tío,  sobre  Córdoba,  de  tener  sitiada  ó 
amenazada  la  Capital,  y  de  haber  muerto  varios  oficia- 
les de  los  jóvenes  del  comercio,  que  habían  salido  á  re- 
sistir á  dichos  montoneros  de  Guevara  en  la  tarde  ó 
noche  anterior.  El  General  se  desagradó  de  semejante 
noticia,  y  trató  de  mandar  inmediatamente  una  fuerza 
en  auxilio  de  la  Capital,  á  perseguir  al  referido  Gueva- 
ra y  sus  fuerzas,  y  me  destinó   á  mi  con    mi  división  y 


-  516  — 

dándome  al  comandante  Mojano  con  una  parte  del  ba- 
tallón 2"  de  negros. 

Salí  por  la  tarde  con  el  intento  de  caminar  toda  la 
nocbe  y  caer  sobre  los  enemigos  al  amanecer.  Asi  lo 
hice  en  efecto  en  cuanto  á  la  marcha,  tomando  por  la 
nocbe  la  dirección  que  Guevara  debia  llevar  en  su  reti- 
rada; pues  era  natural  que  tuviera  ya  conocimiento  del 
retroceso  de  nuestro  ejército  pues  López  asi  que  nos  vio 
pasar  en  los  Calchines,  ó  quizás  antes,  le  había  mandado 
á  dicho  efecto,  para  llamarnos  la  atención  por  la  es- 
palda. 

Conforme  lo  pensé  asi  sucedió,  pues  Guevara  venia 
ya  retirándose  á  la  madrugada;  habla  yo  hecho  un  pe- 
queño alto  para  que  descansase  un  tanto  mi  tropa,  cuan- 
do ya  al  aclarar  el  dia  tropiezan  sus  descubridores  con 
mi  fuerza  avanzada,  y  son  perseguidos  por  estos.  Asi 
que  sentí  los  primeros  tiros  que  les  dispararon,  mandé 
montar  á  caballo  toda  mi  fuer/a;  y  recibiendo  aviso  en 
seguida  por  mis  partidas  de  descubierta,  que  las  fuerzas 
de  Guevara  que  venían  en  retirada,  habían  tomado  por 
la  ceja  del  monte  que  teníamos  al  frente,  hacia  su  dere- 
chí^  mandé  inmediatamente  al  teniente  coronel  don  Luis 
Leiva  con  el  Cuerpo  de  voluntarios,  por  entre  el  monte 
que  teníamos  á  nuestra  derecha,  á  salirles  al  encuentro 
en  uua  abra  cuyo  nombre  no  recuerdo,  y  adonde  debían 
salir  precisamente  los  enemigos,  y  para  que  pudiera  con 
más  facilidad  descubrir  á  los  enemigos  por  entre  ■  el 
monte  á  su  izquierda,  le  di  al  teniente  Uefojos  del  bata- 
llón núm.  2  con  12  hombres  de  su  cuerpo,  para  que 
abrieran  su  flanco  y  le  sirvieron  de   descubierta. 

Marché  yo  inmediatamente  con  el  resto  de  mi  fuerza 
sobre  los  enemigos,  y  empecé  su  persecución  para  ha- 
cerles abandonar  el  ganado  que  llevaban  arreado  y  las 
vacas  lecheras  que  retiraban  de  las  orillas  de  la  Capital. 
En  estas  circunstancias  mandaba  yo  el  ayudante  agre- 
gado á  mi  cuerpo  don  Domingo  Saens  con  una  orden  á 
Leiva,  ó  venia  dicho  ayudante  mandado  por  el  General 
que  había  salido  creo  con  el  5"  después  que  yo,  lo  cual 


—  517  — 

no  recuerdo  exactamente,  pero  sí  que  encontrándose 
dicho  ayudante  con  el  teniente  Refojos  fuera  del  monte; 
y  viéndolo  que  se  iba  con  sus  doce  infantes  sobre  más 
de  300  y  tantos  montoneros  que  pasaban  por  la  ceja  del 
monte  al  frente,  se  acercó  á  él  y  le  dijo: 

— ¿A  dónde  vá  Vd.  Teniente  con  su  partida?  No  vé 
que  los  enemigos  son  muchos  y  lo  harán  á  Vd.  pe- 
dazos ? 

El  Teniente  que  era  atrevido,  y  que  había  descubier- 
to á  los  enemigos  y  se  iba  sobre  ellos  desviándose  de  su 
objeto  principal,  contestó  el  ayudante  coa  tono.  —  ¡  Vd. 
manda  la  fuerza  ó  yo?  y  siguió  sobre  los  enemigos  pa- 
sando el  ayudante  á  cumplir  su  comisión.  Los  enemi- 
gos que  observaron  á  13  infantes  que  iban  sobre  ellos 
en  un  campo  ó  cañada  y  que  no  tenían  más  protección 
que  la  del  teniente  Navarro  con  12  voluntarios  dirijense 
á  ellos  á  escape;  el  Teniente  reunió  su  partida  y  les  hizo 
una  descarga  casi  á  quema  ropa,  pero  fué  lanceado  y 
muerto  con  todos  sus  soldados  en  un  mismo  sitio,  y  per- 
siguieron á  Navarro  sin  que  protejiera  Leiva. 

Cuando  se  sintieron  los  tiros,  y  el  ayudante  llegó  á 
mi  y  me  dio  noticia  de  lo  ocurrido  con  Refojos  y  me  dirigí 
al  punto  en  que  se  sintió  la  descarga,  solo  encontraron 
á  los  12  cadáveres  de  los  soldados  con  su  Oficial  á  la 
cabeza,  y  cuatro  ó  cinco  muertos  del  enemigo  á  poca 
distancia  de  ellos,  y  alcanzándose  á  descubrir  los  polvos 
del  enemigo  que  iba  en  fuga.  Apuré  á  Leiva  por  una 
orden  para  que  les  saliera  al  encuentro  y  le  mandé  re- 
convenir por  la  pérdida  del  teniente  Refojos  y  su  partida 
pero  cuando  volvió  el  ayudante  de  comunicarla  ya  fué 
instruido  de  haberles  salido  Leiva  por  el  punto  á  que 
fué  destinado  y  hécholes  abandonar  la  caballada  que  lle- 
vaban arreada  por  delante;  y  respecto  al  teniente  Refo- 
jos mandó  contestarme  que  no  había  tenido  conocimiento 
de  semejante  suceso  hasta  después  que  se  sintieron  los 
tiros,  pues  dicho  Teniente  faltando  á  su  instrucción,  se 
había  separado  del  lugar  que  se  le  había  designado  por 
solo  cubrir  el  flanco  de  la  columna  por  dentro  del  monte. 


—  518  — 

El  resultado  de  esta  persecución  fué  el  ya  designado 
por  nuestra  parte  con  más  cuatro  hombres  que  le  mata- 
ron á  Navarro,  y  22  ó  23  muertos  por  parte  del  enemigo. 
Se  le  tomaron  además  de  las  caballadas  y  del  ganado 
que  llevaban,  varios  caballos  ensillados  y  algunos  car- 
güeros  con  despojos  de  lo  que  habían  robado,  que  aban- 
donaron con  más  algunas  lanzas  y  cuatro  ó  cinco  terce- 
rolas. También  se  rescató  no  recuerdo  si  uno  ó  dos  de 
los  oficiales  del  pueblo  que  llevaban  prisioneros,  pues  se 
habían  defendido  bizarramente  con  solo  unos  pocos  cívicos 
y  una  partida  de  «colorados»  de  los  carniceros  del  pueblo 
contra  toda  la  fuerza  de  Guevara. 

Regresados  á  la  Villa  de  los  Ranchos  ó  al  Pilar,  á 
donde  había  pasado  el  ejército,  mandó  el  General  poner 
preso  al  teniente  coronel  Leiva  y  juzgarlo  en  consejo  de 
guerra,  por  la  pérdida  del  oficial  Refojos  y  su  partida, 
pues  se  figuró  el  General,  no  sin  fundamento,  qué 
dicho  Oficial  y  su  partida  habían  perecido,  por  cobardía 
del  Comandante  que  no  supo  auxiliarles. 

Reunido  el  consejo  de  guerra  al  siguiente  día  de  su 
regreso,  fui  llamado  á  él  para  que  diera  conocimien- 
to de  las  órdenes  que  llevaba  dicho  jefe,  y  de  cuanto 
supiera  respecto  á  la  muerte  del  oficial  Refojos  y  su 
partida. 

Salía  yo  de  instruir  al  consejo  de  lo  que  deseaba, 
y  llamarme  el  General  que  se  paseaba  por  delante  de  su 
tienda  que  estaba  inmediata  á  la  del  consejo;  todo  él 
ajitado,  y  con  un  papel  en  la  mano.  Voy  hacia  él,  y 
alcanzándome  el  papel  que  tenía  en  sus  manos,  díceme: 
— ¿Sabe  Vd.  compañero,  que  hemos  perdido  el  Río  4^? 
Impóngase  de  ese  parte! 

Tomó  el  parte  que  era  del  valiente  teniente  coronel 
don  Juan  Gualberto  Echevarría,  jefe  de  aquel  punto,  y 
leo  más  ó  menos  lo  que  sigue: — «  Dos  ó  tres  días  había- 
«  mos  resistido  con  denuedo  al  general  Quiroga,  y  se 
«  retiraba  ya  éste  por  la  noche,  desengañado  de  que  no 
«  conseguiría  su  intento,  y  con  alguna  perdida;  ¡cuando 
«  el  pérfido  comandante  don  Prudencio  Torres  se  nos  va 


-  519  — 

«  á  él  y  le  da  parte  de  habérsenos  concluido  las  muní- 
€  ciones!  Quiroga  vaciló  en  creerle,  pero  él  le  aseguró 
«  con  su  cabeza  de  que  tomaría  el  punto  si  le  atacaba.  Con 
«  esta  seguridad  volvió  Quiroga  y  nos  dio  un  asalto  de- 
«  cidido,  y  en  el  cual  Torres  que  conocía  el  punto  más 
«  débil,  daba  el  ejemplo  y  servía  de  guía!  Yo  he  logra- 
«  do  escapar  milagrosamente  con  algunos  hombres  ha- 
«  briéndome  paso». 

Asi  que  acabé  de  leer  el  parte,  díceme  el  General: — 
¿Y  que  haría  Vd.  compañero  en  estas  circuntancias? — Ge- 
neral no  me  pregunte  Vd.  lo  que  yo  haría,  por  que  ya 
sabe  Vd.  mi  respuesta!  ¡Montaría  á  caballo  al  instante 
y  marcharía  á  libertar  á  Buenos  Aires!  Fué  lo  que  le 
contesté. 

Agarrándose  el  General  de  los  cabellos  con  las  dos 
manos,  dio  (vuelta  pateando  y  dijo:— ¡Oh  señor!  Vd.  no 
piensa  más  que  en  marchar  de  frente! — Marchando  de 
frente  se  vence  General!  Dejándonos  estar  tendidos  de 
barriga  y  retrocediendo,  somos  perdidos.  Hoy  hemos  per- 
dido indebidamente  el  Río  4^;  déjese  Vd.  estar  que  ma- 
ñana perderemos  á  Mendoza! — díjele  y  le  volví  la  espalda 
retirándome  á  mi  campo  sabiendo  la  inacción  y  las  vaci- 
laciones de  este  hábil  General! 

No  le  volví  á  ver  en  todo  el  día,  pero  tampoco  se  hizo 
movimiento  alguno  en  el  campo.  Quiroga  había  tomado 
la  Villa,  creo  que  fusilado  á  algunos  y  sacado  una  con- 
tribución, y  marchádose  para  Mendoza. 

El  valiente  coronel  Pringles  que  pudo  haber  sido 
destinado  en  tiempo,  á  esperar  á  Quiroga  en  el  Río  4^, 
ya  que  no  se  quiso  que  yo  viniera,  ni  tampoco  Videla 
Castillo;  salió  de  San  Luis  á  su  encuentro,  ó  del  Río  5^; 
no  sé  ciertamente  de  cual  de  estos  puntos;  pero  si  que 
en  este  último,  pereció  como  un  valiente,  no  debiendo 
nosotros  de  ninguna  manera  haber  perdido  á  tan  distin- 
guido jefe!  ¡Estas  son  las  consecuencias  que  esperimen- 
tará  siempre  todo  General  indeciso  y  vacilante!  No  fué 
esta  la  primera,  pero  tampoco  sería  la  última. 

¿Como  pasa   Quiroga   del    Río  4^    y  mucho  menos 


—  520  — 

muere  Príngles,  si  á  este  valiente  jefe  se  le  hubiese  he- 
cho venir  en  tiempo  á  esperarle  allí,  pues  hubo  mas  que 
sobrado  tiempo  desde  la  sorpresa  del  Fraile  Muerto? 
¿Porqué  ya  que  retrocedimos  desde  los  Calchines  dejando 
de  perseguir  á  López  y  Pacheco,  no  se  mandó  una  fuer- 
za sobre  Quiroga  y  en  protección  del  Río  4®?  Por  qué 
pregunto  á  los  que  me  acusan  de  temerario  por  que  he 
cargado  el  primero  sobre  enemigo  en  los  lances  de  ma- 
yor peligro,  para  alentar  á  mis  soldados,  y  conducirlos 
á  la  victoria,  cuando  solo  en  los  casos  desesperados  se 
han  acordado  de  mi  para  mandarme  al  sacrificio  puede 
decirse;  no  solo  no  acusan  esta  prudencia  que  nos  á  per 
dido  siempre,  sino  que  la  encomian? 

No  se  crea  que  entra  en  mi  ánimo  el  acusar  ni  acri- 
minar á  nadie.  ¡No!  ¡Quiero  solo  hacer  conocerla  verdad, 
sin  aumentar  nadaj  y  omitiendo  mucho!  Seguro  estoy 
de  que  hay  algunos  todavía,  aun  entre  mis  enemigos  po- 
líticos que  conocen  esta  verdad! 

En  la  noche  que  cesamos  de  perseguir  á  López  y  Pa- 
checo en  los  Calchines,  camináronla  ellos  toda  entera, 
abandonando  hasta  la  caballada;  y  fueron  á  amanecer  cer- 
ca del  Fraile  Muerto  que  dista  muchas  leguas,  é  hicieron 
retirar  del  Tercero  al  comandante  don  Manuel  López  mon- 
tonero como  ellos,  y  hoy  gobernador  de  Córdoba;  pero 
sabiendo  luego  por  sus  bomberos  y  por  los  mismos  mon- 
toneros de  la  Provincia  que  no  habíamos  pasado  adelan- 
te, recojieron  despacio  cuanto  habían  abandonado  é  hi- 
cieron retroceder  á  don  Manuel  López  á  ocupar  el  Tercero 
con  sus  partidarios. 

Pasaron  unos  cuantos  días  sin  que  nos  moviéramos 
con  el  ejército  del  Pilar,  y  solo  mudando  el  campo  dia- 
riamente del  agua  al  pasto  y  del  pasto  al  agua,  y  levan- 
tándose montoneras  diariamente  por  toda  la  campaña. 

El  ministro  de  la  guerra  don  Julián  Paz,  que  había 
ocupado  el  ministerio  poco  tiempo  há,  contribuyó  mucho 
á  sofocar  las  de  la  Sierra  y  el  Norte,  por  sus  acertadas 
disposiciones,  y  el  oportuno  empleo  que  hizo  de  los  va- 
lientes cívicos,  dando    una  partida    de   ellos  á  todos  los 


_i 


—  521  — 

comandantes  de  los  distintos  puntos  de  la  ^Sierra  y  del 
Norte;  y  estoy  seguro  de  que  si  esta  su  elección  la  hubiese 
hecho  el  General  mucho  antes,  se  habría  tranquilizado 
quizás  toda  la  campaña. 

El  que  antes  había,  era  solo  un  abogado,  y  no  tenía 
noción  niguna  militar,  pero  si  el  flaco  de  muchos  docto- 
res que  piensan,  que  con  la  misma  facilidad  que  defien- 
den un  pleito  pueden  mandar  un  ejército. 

Habían  pasados  unos  días  en  este  estado  y  tenía 
ya  aviso  de  mi  señora,  de  hallarse  enferma  de  alguna 
gravedad,  en  Córdoba>  y  el  General  se  había  recos- 
tado hacia  la  parte  del  Tío  ó  del  Garabato;  cuando 
aparece  el  mayor  ó  comandante  Espejo  de  Mendoza  en- 
viado por  el  Gobernador  Videla  Castillo  al  General,  con 
la  noticia  de  la  toma  de  Mendoza  por  el  general  Quiroga 
después  de  haberse  batido  en  Chacón,  algunas  leguas 
fuera  del  pueblo.  Nadie  en  el  ejército  traslució  cosa  algu- 
na de  semejante  noticia,  ni  el  General  quiso  comunicarla 
á  nadie,  pero  Espejo  que  se  aftijía  porque  algo  se  hicie- 
ra, nos  comunicó  á  los  coroneles  con  la  mavor  reserva 
á  pesar  de  los  encargos  del  General  para  que  nada  di- 
jera. 

Videla  Castillo,  había  salido  de  Mendoza  á  Chacón 
á  esperar  á  Quiroga,  con  dos  mil  ó  más  hombres,  llevan- 
do entre  ellos  más  de  700  cazadores  cívicos,  fuera  de  la 
fuerza  que  tenía  de  su  batallón,  que  ignoro  cuantos 
eran,  y  no  recuerdo  cuantas  piezas  de  artillería. 

Pues  á  toda  esta  fuerza  la  abandonó  miserablemente 
y  se  largó  para  Córdoba,  después  de  un  choque  que 
tuvieron  con  la  caballería  de  Quiroga,  cuya  fuerza  no 
llegaba  á  600  hombres,  incluso  los  que  había  aumentado 
en  el  Río  4^^  y  Punta  de  San  Luís. 

No  sé  si  el  costado  izquierdo  ó  derecho  de  Quiroga 
fué  completamente  arrollado  por  la  caballería  do  Men- 
doza, que  la  mandaba  el  comandante  N.  Bisto,  salteño; 
pero  el  otro  costado  de  Videla,  fué  deshecho  por  los  de 
Quiroga;  sin  embargo  de  que  tenían  al  Comandante  aquel 
victorioso,  toda  su  infantería  y  artillería  intacta;  Videla 


—  522  — 

la  abandonó  cobardemente,  y  sin  que  nadie  lo  supiera» 
por  la  noche, 

Sabedor  de  esto  el  comandante  Bisto,  ganó  el  Pue- 
blo con  su  fuerza.  Quiroga  dejando  la  infantería  que 
estaba  al  mando  del  coronel  Barcala,  en  el  campo,  se 
dirigió  por  la  noche  al  pueblo  que  le  hizo  resistencia, 
pero  tuvo  al  fin  que  capitular,  pues  la  infantería  no  pa- 
recía, porque  al  saber  la  fuga  del  gobernador  Videla 
Castillo;  comenzaron  los  cívicos  á  largarse  para  el  pue- 
blo y  el  coronel  Barcala  se  marchó  con  los  que  le  si- 
guieron, para  Córdoba. 

El  valiente  Bisto,  mientras  tanto  obtuvo  una  capitu- 
lación honrosa  y  salió  con  una  fuerza  de  caballería  para 
la  provincia  de  San  Juan,  y  salvó  con  ella. 

No  sé  si  al  siguiente  día  de  haber  llegado  el  coman- 
dante Espejo,  ó  si  á  los  dos  ó  tres,  llegó  el  coronel  Ma- 
riano Acha,  de  Catamarca,  conduciendo  200  hombres  del 
contingente  de  dicha  Provincia,  y  100  tucumanos,  que 
los  mandaba  el  teniente  coronel  José  Segundo  Roca,  y 
habíamos  salido  con  el  General,  varios  jefes  á  recibirle. 

Así  que  se  acamparon  dichas  fuerzas,  convidé  á  co- 
mer á  mi  campo  á  dichos  dos  jefes  y  demás  Comandan- 
tes que  venían  con  ellos,  asi  catamarquefios  como  tucu- 
manos. Conviene  hacer  una  advertencia. 

No  he  podido  atinar  hasta  hoy,  quién  fué  el  que  lo 
metió  en  desconfianza  conmigo  al  General,  pero  es  indu- 
dable que  la  tuvo;  lo  único  que  puedo  creer,  es  que  ella 
nacía  tal  vez  de  ser  yo  el  que  mas  le  instaba  para  que 
saliéramos  de  aquella  inacción  en  que  estábamos  y  que 
todos  criticábamos,  por  ser  yo  el  que  más  motivo  de 
confianza  debía  tener  con  él,  que  otro  alguno;  ya  porque 
habíamos  sido  compañeros  y  amigos  desde  subalternos, 
ya  también  porque  había  hecho  la  campaña  contra  Lo 
pez  el  año  18,  bajo  mis  órdenes,  siendo  él  comandante  y 
yo  coronel,  y  habiendo  guardado  siempre  la  mejor  ar- 
monía. 

Ello  es  que  yo  había  tenido  motivos  para  creer  que 
él  se  recelaba  de  mí.    Seguiremos  ahora  la  relación. 


—  523  — 

Cuando  la  llegada  de  Acha,  ya  hablamos  hablado 
con  el  General  sobre  el  contraste  de  Vídela  Castillo.  Ex- 
plicado ésto,  seguiremos  lo  ocurrido  después  de)  con- 
vite. 

Al  estar  concluyendo  de  comer,  ya  caida  la  tarde, 
ocürreseme  el  pensamiento  dar  un  golpe  de  atrevimiento 
sobre  la  campaña  del  norte  de  Buenos  Aires;  facilitar  el 
paso  del  general  Lavalle,  que  se  hallaba  en  Entre  Ríos, 
sublevar  toda  aquella  parte  de  la  campaña  contra  Rosas, 
si  me  era  posible,  y  de  no,  arrear  todas  sus  caballadas; 
en  fln,  desmentir  con  el  hecho  de  mi  aparición,  tanto 
los  partes  de  Quiroga  como  los  de  López,  al  menos  en 
la  opinión  del  pueblo  y  campaña  de  Buenos  Aires. 

Para  realizar  este  pensamiento,  era  preciso  por  de 
contado  el  permiso  y  consentimiento  del  General;  se  me 
ocurrió,  pues,  pedirle  la  división  de  Acha  y  200  hombres 
del  5^  con  dos  piezas  ligeras  de  campaña,  cuya  fuerza, 
agregada  á  mi  división,  pasaba  de  800  hombres. 

El  modo  de  realizar  mi  pensamiento,  era  el  siguien- 
te: mandar  hacer  800  pares  de  alforjas  de  lona  ó  brin, 
charquear  un  número  de  reses  suficiente  para  que  cada 
soldado  llevara  4  libras  de  charqui  asado  y  pisado  en 
una  alforja,  y  otras  tantas  de  galleta  en  la  otra;  lo  cual 
podría  muy  bien  alistarse  en  cuatro  ó  cinco  días,  secre- 
tamente. 

Preparado  esto,  salir  con  caballo  de  tiro  por  el  ca- 
mino á  Mendoza,  haciendo  entender  que  iba  sobre  Qui- 
roga; y  asi  que  estuviese  á  la  altura  del  Río  4<^,  volver 
rápidamente  sobre  la  campaña  de  San  Nicolás  y  caminar 
solo  por  las  noches.  El  preparativo  del  charqui  y  la 
galleta  debía  servirme  para  que  no  pudiera  ser  descu- 
bierto mi  campo  de  día  por  el  humo,  pues  no  había  para 
que  hacer  fuego. 

Apenas  acabamos  de  comer  y  se  retiraron  Acha,  Ro- 
ca y  demás  convidados,  para  asistir  á  la  lista  de  la 
tarde,  cuando  mando  pasar  lista  y  que  me  ensillaran 
mi  caballo.  Al  retirarse  el  coronel  Acha,  habíale  yo 
dicho: 


1 


—  524  — 

—  fSe  me  acaba  de  venir  un  pensamiento  atrevido, 
en  que  creo  de  hacer  algo  de  provecho  en  compañía  de 
Vd.»,— y  contestádorae  él:— «¡Ojalá,  Coronel,  fuera  ahora 
mismo.» 

En  cuanto  se  pasó  la  lista,  monté  á  caballo  y  pasé 
á  ver  al  General,  casi  al  oscurecer.  Andábase  paseando 
con  el  coronel  Larraya,  que  estaba  encargado  del  Esta- 
do Mayor,  cuando  me  desmonté.  No  dejó  de  causarle 
extrañeza  mi  visita  á  tales  horas,  y  me  preguntó: 

—  «Que  novedad  tenemos,  Coronel.» 

-  «Se  me  acaba  de  ocurrir  un  pensamiento  algo  atre- 
vido, pero  que  puede  cambiar  con  provecho  el  aspecto 
de  nuestra  actual  posición,  y  vengo  á  consultarlo»;— dl- 

jele. 

Se  alejó  al  instante  del  coronel  Larraya,  en  mi  com- 
pañía, y  díceme: 

—  «¿Cuál  es.  Coronel,  su  pensamiento?» 

Se  lo  manifesté  tal  cual  acabo  de  describirlo,  y  le 
agregué: 

—  «Muy  natural  es  que  Rozas  habrá  ya  publicado 
por  toda  la  campaña,  asi  los  triunfos  de  Quiroga  como 
los  partes  que  le  había  pasado  López,  suponiendo  á  Vd. 
sitiado  en  su  mismo  campo;  asi  por  sus  fuerzas  como 
por  las  montoneras  que  no  habia  dejado  de  agregar  que 
se  levantan  en  toda  la  Provincia;  que  lo  habia  supuesto 
á  Vd.  en  dicha  publicación,  próximo  á  caer  en  sus  ma- 
nos de  un  momento  á  otro.» 

«Esto,  General,  es  muy  natural  creerlo,  porque  está 
en  sus  intereses  el  publica.do  asi.  Pues  esto  es  precisa- 
mente lo  que  trato  yo  de  desmentir  muy  fácilmente,  y 
hacer  entender  lo  contrario,  en  toda  aquella  campaña 
del  norte  que  nos  es  tan  afecta;  con  esta  mi  marcha,  si 
Vd.  me  lo  permite. 

«¿Cómo  siendo  cierto,  dirán,  lo  que  Rozas  publica, 
puede  el  general  Paz  desprenderse  de  uno  de  sus  pri- 
meros jefes  con  una  fuerza  semejante?  ¡Esto  es  muy  na- 
tural que  lo  digan  al  verme  aparecer  sobre  el  Perga- 
mino ó  San  Nicolás,  y  que  juzgando  ser  solo  un  embuste 


—  525  — 

de  Rozas  aquella  publicación,  lo  crean  al  contrario  y  se 
decidan  por  nosotros!» 

El  General  que  ajiidaba  caviloso  y  en  extremo  desa- 
gradado, por  las  repetidas  desgracias  que  acabábamos 
de  experimentar,  en  el  río  4°,  el  5^  y  Mendoza,  y  por 
el  estado  de  la  campaña,  púsose  en  extremo  contento  y 
frotándose  las  manos  muy  animadamente,  me  dijo: — ¡Me 
parece  muy  bien  su  pensamiento.  Coronel!  Déjeme  V. 
pensarlo  despacio  en  esta  noche,  y  véame  por  la  mañana 
temprano. 

Le  había  yo  dicho,  que  mientras  se  preparaba  el 
charqui  y  la  galleta,  debía  también  preparar  él,  el  mo- 
vimiento de  todo  su  ejército  sobre  López;  el  cual  era 
natural  que  intentaría  marchar  sobre  mí,  así  que  me 
sintiera  á  su  espalda.  «Me  ha  alegrado  V.  con  su  pen- 
samiento», dijome  el  General. —  «Y  más  contento  estoy 
yo  díjele,  pues  me  parece  que   lo  veo  realizado.» 

üespedímosnos  muy  contentos  ambos  y  regresé  á  mi 
campo  lleno  de  júbilo.  No  dormí  en  toda  la  noche  for- 
mando atrevidos  proyectos  en  mi  imajinación,  y  pa- 
reciéndome  verlos  ya  realizados.  ¡Pero  todo  fué  ilu- 
sorio! 

Apenas  habia  amanecido,  cuando  pasé  á  ver  al  Ge- 
neral, pensando  encontrarlo  ya  decidido;  pero  me  enga- 
ñé! ¡Otro  era  ya  su  parecer,  había  reflexionado  me  di- 
jo, y  no  se  resolvía  á  desprenderse  de  un  jefe  como  yo 
en  aquellas  circunstancias!  «Su  pensamiento  es  bueno, 
me  agregó,  pero  me  hace  V.  notable  falta!  Mandaremos 
más  bien  á  Acha  con  Echevarría^^. 

Me  quedé  en  extremo  frío  con  esta  noticia,  y  le  di- 
je:— «Sea  General  como  V.  lo  quiera,  pues  algo  es  preci- 
so hacer  para  salir  de  esta  diabólica  situación  en  que 
nos  encontramos!  Acha  no  hay  duda  que  es  un  valiente 
y  que  también  Echevarría  lo  es,  pero  no  tiene  el  pres- 
tigio que  yo,  él  no  conoce  á  la  gente  que  manda,  ni  es 
conocido  por  esta;  lo  cual  no  desconocería  V.  que  vale 
mucho».  Pero  insistiendo  el  General  en  que  no  se  podía 
desprender  de  mí,  porque  le  hacía  falta  en  el  ejército  y 


-  526  — 

lo  cual  era  cierto;  le  aprobé  el  pensamiento,  pues  cono- 
cía las  ventajas  que  podríamos  reportar  de  solo  mover- 
nos y  salir  de  aquella  inacción  en  que  estábamos. 

Llamó  el  General  al  coronel  Acha  y  le  dio  la  orden 
de  prepararse  para  marchar,  y  para  el  efecto  le  mandó 
proporcionar  los  mejores  caballos  para  que  llevasen  de 
tiro  saliendo  inmediatamente,  aunque  sin  los  preparati- 
vos que  yo  habia  indicado.  Recibió  Acha  la  caballada 
mandó  ensillar  su  división  y  repartió  los  caballos  y  se 
quedó  esperando  hasta  hoy,  las  órdenes  para  marchar. 
A  la  tarde  había  el  general  desistido  de  su  pensa- 
miento! 

No  recuerdo  si  á  los  dos  ó  tres  dias,  ó  á  los  cuantos 
después  de  esto,  muévese  el  General  con  todo  el  ejército 
en  dirección  á  donde  estaba  López  por  la  parte  del  Ga- 
rabato. Habíamos  avanzado  no  recuerdo  si  dos  dias  ó 
tres  de  marcha,  y  tenido  creo  una  guerrilla  nuestras 
partidas  avanzadas,  con  las  de  López,  y  pasádose  un 
soldado  santafecino  de  la  escolta  de  este  á  las  fuerzas 
en  nuestra  vanguardia  y  mandadole  el  Jefe  á  presentar- 
se al  General. 

Cuando  llegó  el  soldado  pasado;  me  acuerdo  que  es- 
tábamos parados  en  un  monte  algo  descampado,  cuyo 
nombre  no  recuerdo.  El  General  lo  examinó  un  rato  á 
solas  y  mandó  que  lo  agregaran  á  su  escolta,  en  cali- 
dad de  arrestado.  Ello  fué  que  en  esa  tarde  retrocedi- 
mos y  el  pasado  se  desapareció  de  la  escolta  y  se  le 
dio  por  fugado.  Llegados  al  siguiente  dia  á  nuestra  an- 
tigua posición,  se  reunieron  los  Jefes  privadamente,  des- 
pués de  la  lista  de  la  tarde  y  me  mandaron  llamar. 

El  objeto  de  esta  llamada  había  sido  para  encargar- 
me que  le  hablara  al  General  para  ver  si  podía  sacarlo 
de  aquella  inacción  en  que  estaba;  aburriendo  al  solda- 
do con  marchas  y  contramarchas,  sin  resolverse  á  mar- 
char sobre  el  enemigo,  y  aumentándose  cada  dia  las 
montoneras  por  aquella  parte.  Sí  seguimos  en  esta 
inacción,  me  dijeron,  pronto  nos  vamos  á  ver  cercados 
en  nuestro  mismo  campo,    pues  no  podemos  ya    mandar 


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~  527  — 

un    hombre  á  buscar   un   pollo  ó  un    poco  de  leche  sin 
correr  el  riesgo  de  perderlo! 

Advierta  V.  que  hemos  perdido  ya  algunos,  y  que 
al  pueblo  ya  no  podemos  mandar  un  hombre,  sin  hacer- 
lo aconapañar  de  una  partida.  Ya  nuesíros  soldados  se 
avergüenzan  de  ir  al  pueblo,  pues  así  que  lo  ven  llegar 
á  cada  uno  de  ellos,  salen  todos  á  preguntarle: — ¿Adon- 
de dejas  al  ejército  y  al  General?  ¿En  el  agua,  ó  en  el 
pasto?  Esta  es  ya  una  burla  general,  que  se  hace  á  to- 
do hombre  que  va  del  ejército.  Ya  acaba  V.  de  ver, 
agregaron,  que  una  vez  que  se  habia  resuelto  á  mover- 
se, apenas  hemos  hecho  dos  jornadas  cuando  ya  hemos 
retrocedido  de  las  barbas  del  enemigo.  El  soldado  que 
se  presentó  como  pasado  de  la  escolta  de  López,  á  desa- 
parecido de  la  de  nuestro  General,  apenas  nos  hemos  1 
movido  en  retirada,  ó  mas  propiamente,  apenas  se  pre- 
sentó este  pasado,  cuando'  á  poco  rato  nos  retiramos!  V.' 
vé  que  hemos  perdido  el  Rio  4^  San  Luis  y  la  provin- 
cia de  Mendoza,  hacen  ya  muchos  dias.  ¿Y  que  hemos 
hecho  para  recuperar  estas  pérdidas,  ni  por  perseguir  á 
López?  ¡Nada  absolutamente!  V.  que  tiene  más  con- 
fianza con  el  General  que  ninguno  de  nosotros,  creemos 
preciso  que  hable,  y  para  eso  lo  hemos  llamado! 

Todo  esto  me  dijeron  los  demás  Jefes  de  los  Cuer- 
pos; pero  como  les  veia  conversar  todos  los  dias  con  el 
General,  ya  porque  iban  á  visitarle,  ó  ya  en  fin  porque  él 
los  llamaba,  díjeles: — Y  porque  Vds.  que  son  sus  ami- 
gos y  han  hecho  con  él  juntos  la  campaña  del  Brasil,  no 
se  lo  dicen?  ¿Porque  le  aprueban  en  su  presencia  cuan- 
to dice  y  piensa,  y  no  le  manifiestan  francamente  que 
se  pierde  y  nos  pierde  á  todos  con  su  irresolución?  Es- 
to es  lo  que  deben  hacer  francamente  los  verdaderos 
amigos,  reprobar  al  amigo  lo  malo  que  hace,  y  aprobar- 
le solo  lo  bueno!  Yo  me  he  cansado  de  repetírselo  des- 
de la  Rioja,  pues  me  le  ofrecí  á  venir  á  esperar  á  Qui- 
rogaal  Rio  4^  y  no  lo  quiso,  pues  desde  la  Rioja  sabia 
yo,  por  sus  mismas  comunicaciones,  como  y  cuando  salía 
Quiroga  de  Buenos  Aires.    Cuando    retrocedimos  indebi- 


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—  528  — 

(lamente  desde  Calchines,  dejando  de  perseguir  á  López 
y  Pacheco,  ya  saben  Vds.  cuanto  le  dije! 

Cuando  recibió  el  parte  del  comandante  Echevarría 
de  haber  Quiroga  tomado  el  Rio  4®  en  el  dia  del  Consejo 
al  teniente  coronel  Leiva,  fui  llamado  por  el  General 
al  salir  yo  de  instruir  al  Consejo,  y  me  enseñó  dicho  parte 
preguntándome  en  seguida  lo  que  haria  yo  en  sus  circuns- 
cías.  Les  instruí  de  mi  contestación  y  del  ningún  resulta- 
do, y  últimamente  del  proyecto  de  marcharme  á  la  cam- 
paña de  Buenos  Aires  luego  que  llegó  el  coronel  Acha. 

Instáronme  nuevamente  á  que  yo  le  hablara,  pues 
tenía  motivos  para  tener  más  confianza  con  él  y  el  Ge- 
neral para  escucharme.  Condescendí  y  pasé  á  verle  in- 
mediatamente. 

Rícele  presente  amigable  y  francamente  mi  sentir, 
sobre  nuestra  posición,  y  cuanto  creía  convenirnos  el 
obrar  activamente  sobre  nuestros  enemigos.  Dljele  que 
era  preciso  salir  de  la  inacción  en  que  estábamos,  exi- 
giendo á  los  pueblos  los  recursos  necesarios  para  salvar- 
los por  la  fuerza,  Que  si  no  se  convencía  de  esta  verdad 
era  mejor  que  abandonáramos  el  puesto,  y  no  compro- 
metiéramos más  á  los  pueblos  con  nuestra  inacción  y 
consideraciones  mal  entendidas,  pues  no  hacemos  otra 
cosa  con  esto,  que  aumentar  sin  fruto  alguno  nuestros 
compromisos  y  perdernos!  «Por  último  General,  le  dije, 
sepa  Vd.  que  sus  jefes  y  compañeros  le  critican  la  inac- 
ción!» 

El  General  se  exaltó,  y  me  dijo: — «¡Qe  es  eso!  No  me 
hable  Vd.  de  compañeros  por  que  eso  huele  á  motín! 
¿Sabe  Vd.  como  se  quita  ó  remedia  esto?  ¡Marchando 
sobre  el  enemigo!»  Llamó  á  sus  ayudantes,  uno  de  ellos 
don  Carmen  García,  y  mandó  orden  á  los  cuerpos  para 
que  se  dispusieran  á  marchar.  «¡Crea  Vd.  lo  que  quiera 
General,  yo  solo  le  hablo  como  un  verdadero  amigo!»  le 
dije,  y  me  salí  á  mandar  montar  mi  Cuerpo,  pues  está- 
bamos todos  con  los  caballos  ensillados. 

En  la  marcha  que  habíamos  hecho  antes,  yo  ocupaba 
la  vanguardia^  se  me    dio   la  orden  en  esta  vez  de  que- 


J 


—  529  - 

darme  á  retaguardia  con  mi  Cuerpo  y  la  parte  del  ba- 
tallón número  2^  que  mandaba  el   comandante   Moyano. 

Al  poco  rato  estábamos  marchando,  caminamos  por 
el  monte  mucha  parte  de  la  noche  al  encuentro  del  ge- 
neral López,  hacia  la  parte  del  Garabato;  y  habiendo  yo 
llegado  á  un  pequeño  rastrojo  bastante  pastoso,  que  se 
encontraba  en  una  pequeña  abra  dentro  del  monte,  en- 
contré un  ayudante  del  General  que  estaba  esperándome 
con  la  orden  para  acamparme  dentro  del  cerco,  y  la  de 
desensillar  y  largar  todos  los  caballos.  Le  pregunté  al 
ayudante  que  donde  estaba  el  ejército,  y  me  contestó 
que  como  á  diez  cuadras  de  allí,  había  parado  en  un 
hermoso  potrero  muy  pastoso. 

«Dígale  Vd.  al  General  que  está  bien»,  dijele  al  ayu- 
dante, pero  muy  resuelto  á  no  desensillar  ni  largar  los 
caballos;  como  se  me  había  ordenado.  ¡Qué  novedad  es 
esta!  dije  entre  mi.  ¡Hace  un  porción  de  días  que  estamos 
durmiendo  con  los  caballos  ensillados  y  asegurados  á  lo 
mano,  y  se  me  deja  á  retaguardia  ahora,  dentro  de  un 
monte,  á  muchas  cuadras  del  ejército  y  manda  largar 
los  caballos!  Por  lo  que  acaba  de  sucederme  con  el  Ge- 
neral antes  de  esta  marcha,  por  la  desaparición  del  pa- 
sado de  la  escolta,  y  por  esta  orden,  yo  debo  ponerme 
en  guardia.  Dijele»  al  comandante  Moyano:  «Ordene  Vd. 
que  solo  se  desenfrenen  los  caballos  por  mitad,  en  la 
caballería,  es  decir,  que  una  mitad  se  quede  con  los  ca- 
ballos enfrenados  y  en  vigilancia,  mientras  que  la  otra 
desenfrena  y  descansa;  pero  encargue  Vd.  el  mayor  cui- 
dado, y  que  alternen  cada  hora  en  este  orden.» 

Me  acuerdo  que  el  comandante  Moyano,  me  contestó: 
«Pierda  Vd.  cuidado  que  no  nos  descuidaremos,  pues  no 
nos  ha  de  valer  á  nosotros  el  cáustico  que  guarda  el 
General  para  aplicárselo  á  las  espaldas.*  —  «Y  que  cáus- 
tico es  ese?»  díjele  á  Moyano,  porque  me  metió  en  cu- 
riosidad con  su  ocurrencia.  —  «El  Fraile,  me  contestó, 
pues  para  eso  lo  guarda  y  no  ha  querido  darlo  á  los 
mendocinos  para  que  lo  quemasen  vivo,  y  con  presentar- 
lo á  él  en  un  caso  desgraciado,  hará  valer  el  mérito  de 


r 


—  530  — 

no  haber  permitido  que  lo  sacrificara  su  pueblo.»  No 
pude  menos  que  echarme  á  reir  de  la  ocurrencia  de  este 
Jefe  mendocino. 

Pasamos  la  noche  en  vela  y  haciendo  recorrer  el 
monte  con  rondines,  pues  entré  formalmente  en  descon- 
fianza, y  le  hice  la  injusticia  al  General  de  suponer  que 
esta  variación  inesperada  de  sus  órdenes,  y  método  de 
acampar,  de  que  tratase  tal  vez  de  hacerme  sorprender 
por  el  enemigo  y  sacrificarme  por  solo  la  injusta  des- 
confianza en  que  había  entrado  conmigo,  sin  haberle  da- 
do motivo  para  ello. 

Habiendo  amanecido  sin  novedad,  recibí  orden  del 
General  para  ensillar  y  ponerme  en  marcha,  asi  que  sin- 
tiera el  toque  del  clarín  del  Cuartel  general.  Así  lo  hice, 
y  habiendo  llegado  al  punto  en  que  había  dormido  el 
ejército,  ó  poco  más  adelante  á  unas  lomadas  encrespa- 
das y  pastosas,  me  esperó  allí  un  ayudante  con  la  orden 
para  que  rae  acampara;  y  preguntándole  por  el  ejército 
que  no  se  alcanzaba  á  ver,  d^ome  que  estaba  como  me- 
dia legua  más  adelante, 

El  ayudante  se  marchó  y  yo  acampé;  hice  colo- 
car mis  partidas  de  descubierta  á  los  flancos  y  retaguar- 
dia, y  mandé   desensillar    y    atar  los  caballos  al   pasto. 

Estábamos  en  esta  operación  cuando  viene  un  ayu- 
dante del  General  con  la  orden  de  que  deje  mi  Cuerpo 
ó  división  acampada,  y  pase  á  verme  con  él  al  Cuartel 
general. 

— «Diga  Vd.  al  General  que  ya  voy,  contesté  al  ayu- 
dante, y  se  marchó». 

Confieso  que  si  me  alarmé  en  la  noche  anterior  por 
haberme  dejado  atrás  y  mandado  que  largase  los  caba- 
llos, mucho  más  me  alarmó  esta  llamada  habiéndome 
hecho  acampar  á  mayor  distancia  del  ejército. 

De  una  tropelía  por  un  jefe  desconfiado  nadie  está 
libre,  dije  para  mí.  Está  visto,  que  ni  el  General  ni 
yo  podemos  estar  ya  tranquilos,  lo  mejor  será  sepa- 
rarme. 

Tomé,  pues,  la  pluma  y  puse  al  General  la  siguiente 


-^  531  — 

carta: — «Mi  General  y  amigo:  Pensé  anoche  hacer  á  Vd. 
«  un  servicio,  Jo  mismo  que  á  mi  patria,  hablándole  con 
*  la  franqueza  que  lo  hice  sobre  nuestra  situación,  y  lo 
«  que  me  parecía  convenirle  hacer  para  no  perdernos; 
«  pero  he  visto  que  desgraciadamente  y  sin  razón,  á  to- 
«  mado  Vd.  el  empeño  de  atribuirme  miras  que  no  he 
«  tenido,  ni  puedo  tener  nunca.  En  una  palabra, la  con- 
«  ducta  que  Vd.  ha    observado  conmigo  desde  anoche  y 

<  que  sigue  hasta  este  momento,  no  me  inspira  conflan- 
«  za.  Muy  sensible  me  es  el  decirselo,  pero,  es  preciso;  no 
«  soy  ya  para  Vd.,  aunque  sin  merecerlo,  sino  un  hom- 
«  bre  sospechoso  y  en  quien  nunca  podrá  fiar:  demasia- 
«  do  me  lo  muestran  sus  precauciones  y  mandatos  desde 
«  anoche.^Desde  que  estoy  convencido  de  que  mi  pre- 
«  sencia  en  el  ejército,  no  p0drá  ya  servir  á  Vd.  sino 
«  de  un  continuado  embarazo  y  sombra,  puesto  que  he 
«  perdido  su  confianza,  he  resuelto  alejarme  del  ejército 
«  desde  aquí  mismo,  llevando  solo  mi  escolta  para  con- 
«  ducir  mi  familia  á  Tucumán.— Mi  señora  se  halla  gra- 
«  vemente  enferma  y  no  puedo  conducirla  sino  en  carrua- 
«  8^9  y  como  me  es  preciso  atravesar  el  territorio  de 
«  Santiago  que  es  hoy  nuestro  enemigo,  espero>  merecer 
«  de  Vd.  me  permita  llevar  para  la  seguridad  de  mi  fa- 

<  milia  y  la  mía  propia,  25  hombres  de  los  infantes  que 
«  están  á  mi  cargo,  al  mando  de  un  oficial.  Tanto  es- 
€  tos  25  hombres  como  los  de  mi  escolta,  prometo  á  Vd. 
«  ponerlos  á  disposición  del  señor  General  y  Gobernador 
«  don  Rudecindo  Alvarado,  así  que  llegue  á  Tucumán,  y 
«  si  Vd.  me  considera  que  puedo  allí  serle  útil,  desde 
«  ahora  me  ofrezco  ponerme  á  las  órdenes  de  dicho  Go- 
«  bernador  para  ayudarlo  en  la  formación  del  ejército 
«  de  reserva  que  le  ha  mandado  Vd.  levantar — Crea  Vd., 
«  Genet-al,  que  nunca  dejaré  de  ayudarlo  para  salvar  su 
«  patria,  su  antiguo  compañero  y  amigo. — Gregorio  Araox 
«  de  La  Madrid.*. 

Puesta  esta  carta,  púseme  á  sacar  una  copia  para 
quedarme  con  ella,  y  estaba  acabándola,  cuando  veo  ve- 
nir al  General  con  un  ayudante  á  caballo.  Concluida  la 


—  532  — 

copia,  recogí  los  papeles  y  los  guardé,   cuando   llega  el 
General  y  me  dice: 

—  «¿No  he  mandado  llamar  á  Vd.,  Coronel?» 

—  «Si,  señor,  dijele,  pero  estaba  acabando  de  escri- 
bir una  carta  precisa  para  ir  después.» 

—  «Monte  á  caballo.  Coronel,  y  vamos  á  dar  una 
vuelta», — dijome  con  semblante  agradable. 

Yo,  que  solo  me  había  visto  forzado  á  escribir  aque- 
lla carta  por  el  desvío  del  General  y  los  recelos  que  me 
había  manifestado,  confieso  que  me  arrepentí  de  haber 
formado  tal  juicio  y  escrito  semejante  carta.  Monté  á 
caballo  y  seguí  con  él,  recorriendo  aquella  parte  del 
campo,  reprendiéndome  á  mí  mismo  en  mi  interior  por 
el  mal  juicio  que  había  formado.  ¡Tan  sensible  es  mi  ca- 
rácter y  tan  incapaz  de  conservar  el  menor  resentimiento, 
aun  contra  mi  mayor  enemigo,  no  digo  con  un  compa- 
ñero! 

El  General  había  ya  llamado  al  coronel  Deheza,  go- 
bernador de  la  provincia  de  Santiago  del  Estero,  muy  de 
antemano,  como  me  llamó  á  mí  desde  la  Rioja;  pero  pa- 
rece que  dicho  Gobernador  habíase  resistido  ó  dado  sus 
razones,  «para  no  cumplir  la  orden  del  Jefe  supremo,  y 
este  pedídole  terminantemente,  ó  que  viniera,  ó  que  man- 
dara la  fuerza  que  había  llevado  del  ejército,  para  expe- 
dicionar  sobre  el  gobernador  López,  proporcionando  tam- 
bién el  contingente  de  dinero  que  se  había  pedido  á  to- 
das las  Provincias,  asi  como  de  hombres.  Ello  es  que 
el  General  no  estaba  nada  contento  de  la  conducta  que 
había  guardado  dicho  Gobernador  para  con  él;  no  era 
esta  la  primera  vez  que  había  tenido  motivos  de  desagra- 
do .con  dicho  jefe,  pues  pasada  la  acción  de  San  Roque 
hubo  de  haber  una  revolución  hecha  por  Deheza  á  con* 
secuencia  del  nombramiento  de  Gobernador,  pues  que  as- 
piraba este  jefe  al  gobierno  de  su  patria. 

Marchamos  de  allí  á  los  Tres  Arboles,  donde  estaba 
acampado,  no  recuerdo  sí  el  mismo  López  ó  una  fuerza 
suya;  ello  fué  que  se  pusieron  en  salvo,  y  no  habiéndo- 
les dado  caza  retrocedimos    segunda    vez  al  Pilar,  pues 


—  533  — 

el  General  parece  que  esperaba  al  gobernador  Deheza 
para  moverse. 

Nuestra  situación  se  hacia  alH  cada  dia  mas  critica; 

las  montoneras  por  aquella  parte  se  aumentaban.  En  la 
sierra,  sin  embargo  de  haber  sido  escarmentadas  las  que 
había  en  ella,  por  las  fuerzas  que  habia  destinado  el 
Ministro  de  la  Guerra,  don  Julián  Paz,  tenia  el  General 
ocupado  alli  al  mayor  Campero,  su  ayudante  de  campo, 
con  alguna  fuerza  del  ejército;  en  el  norte  había  tam- 
bién otra  fuerza  á  cargo  del  coronel  Hilarión  Plaza,  pues 
no  faltaban  por  aquella  parte  de  la  campaña  algunos 
partidarios  de  Bustos  y  de  los  Reynafé,  que  se  hallaban 
con  López. 

Los  recelos  del  General  para  conmigo,  no  habían 
desaparecido,  mientras  tanto  yo  estaba  violento  por  aque- 
lla inacción;  nuestros  soldados,  ni  aun  los  mismos  ofi- 
ciales, no  tenían  ni  para  los  vicios;  Quiroga  aumentaba 
su  poder,  las  montoneras  nos  incomodaban  cada  dia,  te- 
níamos ya  noticias  de  los  aprestos  de  Rozas  para  refor- 
zar á  López,  y  nada  podía  esperar  de  mis  instancias 
para  que  nos  moviéramos. 

En  estas  circunstancias  recibo  un  aviso  de  Córdoba 
de  hallarse  mi  señora  de  mucho  cuidado  y  que  la  tenía 
consumida.  Pedi,  pues,  licencia  al  General  para  marchar 
á  verla,  en  el  mismo  día  ó  tarde  en  que  recibí  dicho 
aviso. 

Llegué  á  Córdoba  á  las  doce  de  la  noche,  con  un 
sargento,  un  ayudante  y  seis  ú  ocho  hombres,  pues  no 
podía  nadie  ir  solo  al  pueblo,  sin  correr  el  riesgo  de 
ser  muerto  ó  tomado  prisionero  por  las  pequeñas  parti- 
das de  montoneros  que  había  en  los  montes  del  tránsito. 
¡Me  quedé  frío  al  encontrar  á  mi  señora  despierta  y  to- 
davía en  pié  ó  sentada  en  una  poltrona,  pero  en  extre- 
mo debilitada,  pues  no  tuvo  aliento  ni  para  pararse! 
Preguntóme  al  instante  si  había  encontrado  un  propio  que 
me  habían  dirigido  al  anochecer  algunos  señores  del  Con- 
greso de  agentes  Representantes  del  Pueblo.  Dyele  que  no. 

No  recuerdo  si  me  dijo: — «Desde  ayer  ó  esta  maña- 


-  534  — 

na,  me  han  estado  batallando  por  que  te  escribiera  para 
que  te  prestaras  á  sus  deseos,  pues  tratan  de  quitar  el 
mando  del  ejército  al  general  Paz  y  nombrarte  á  tí  de 
General.  Yo  me  he  denegado  decididamente,  asegurándo- 
les que  tú  no  lo  consentirías  por  ningún  motivo,  ni  yo 
sería  capaz  de  aconsejártelo;  espero,  me  agregó,  que  por 
ningún  motivo  te  presentarás.» 

— «¡Si  yo  estuviera  loco,  dudo  aún  que  lo  consenti- 
ría; no  tengas  cuidado!», — le  dije,  y  en  estas  circunstan- 
cias entraron  á  la  sala  donde  estábamos,  el  doctor  Elias 
Bedoya,  que  creo  era  uno  de  los  Representantes  y  el  doc- 
tor Olmedo  que  hacía  de  secretario  privado  del  General 
en  campaña,  y  se  hallaba  allí  no  sé  con  que  motivo. 

El  objeto  de  estos  dos  doctores  era  el  de  instruirme 
del  intento  de  la  Representación  y  de  los  motivos  que 
para  ello  tenía,  siendo  el  principal  la  inacción  del  gene- 
ral Paz  y  su  falta  de  resolución,  pues  .que  por  ello,  de- 
cían, habíamos  perdido  el  Rio  4^,  al  coronel  Pringles  y 
últimamente  á  Mendoza;  que  además  había  dejado  esca- 
par á  López  y  Pacheco,  y  últimamente  venidose  á  fijar 
cerca  del  pueblo,  llamando  sobre  él  la  guerra  y  dejándo- 
se rodear  de  montoneras.  Que  por  estas  poderosas  razo- 
nes estaba  el  Congreso,  ó  no  recuerdo  si  la  Sala  de  Re- 
presentantes, decidido  á  quitarle  el  mando  del  ejército 
y  nombrarme  á  mí  su  General  en  jefe. 

Déjeles  después  de  haberles  escuchado,  que  de  nin- 
guna manera  lo  consentiría  yo,  porque  con  semejante 
paso,  no  hacíamos  otra  cosa  que  abreviar  nuestra  diso- 
lución y  desacuerdo  y  facilitar  á  nuestros  enemigos  su 
más  pronto  y  completo  triunfo. 

— «¿Quién  les  asegura  á  Vds.  que  semejante  cambio 
merecería  la  aprobación  de  todos  los  pueblos,  y  que  no 
la  juzgarán  mas  bien  como  un  paso  de  mi  ambición  al 
mando,  cuando  no  la  tengo?  Facilítenle  los  recursos 
que  necesita  y  ordénele  el  Congreso  que  se  mueva.» 

Mil  razones  poderosas  me  alegaron  á  nombre  de  la 
Represenlación  y  del  Pueblo,  para  que  me  prestara,  las 
cuales  nadie  mejor  qne  yo  las  conocía  de  antemano,  pero 


—  535  -- 

no  quise  prestarme  por  delicadeza,  sin  embargo  de  no 
haber  tenido  el  menor  antecedente  de  semejante  pensa- 
miento. Me  resistí  abiertamente  y  les  aconsejé  que  no 
lo  hicieran,  y  solo  siguieran  el  camino  que  les  habia 
indicado,  ofreciéndoles  que  sería  el  primero  en  aconsejar 
al  General  para  que  saliera  de  aquella   inacción. 

¡En  vano  fueron  cuantas  reflexiones  me  hicieron!  ¡Re- 
tiráronse desengañados!  ¡Cuántas  veces  no  me  pesó  des- 
pués aquella  mi  excesiva  moderación!  Teníamos  un  pié 
de  ejército  cual  nunca  lo  hablamos  tenido^  y  no  eran  por 
cierto  López,  Pacheco,  ni  Balcarce,  los  que  me  hubiesen 
hecho  retroceder  un  palmo!  Habríales  batido  en  detall 
como  pudo  y  debió  hacerlo  el  General  mucho  antes  aún 
con  el  mismo  Quiroga. 

¡No  es  preciso  ser  militar;  basta  solo  leer  esta  exac- 
ta relación  de  toda  la  campaña,  para  que  un  ciego  co- 
nozca que  es  verdad  lo  que  digo!— Al  siguiente  día  muy 
temprano  le  escribí  al  ministro  de  la  guerra  don  Julián 
Paz,  noticiándole  del  desagrado  que  había  notado  en  el 
pueblo  contra  el  General,  y  cuanto  había  hecho  por  calmar- 
lo resistiendo  á  las  indicaciones  que  se  me  habían  insinua- 
do, pero  sin  nombrar  personas,  para  que  aconsejara  á  su 
hermano  y  mi  amigo.  En  esa  misma  tarde  marché  al 
ejército  resuelto  á  pedirle  al  General  me  permitiera  reti- 
rarme con  mi  familia  á  Tucumán  para  salvarla,  pero  ins- 
truyéndole antes  del  intento  que  había  en  el   pueblo. 

Recuerdo  que  le  dije:— «General  y  amigo:  Su  pue- 
blo de  Vd.  está  resuelto  á  separarlo  del  mando  del  ejér- 
cito, por  solo  la  inacción  en  que  le  vé;  no  crea  Vd.  por 
un  momento  que  es  por  falta  de  patriotismo  como  me  lo 
ha  dicho  Vd.  varias  veces.  No!  Su  pueblo  está  dispuesto 
á  todos  los  sacrificios,  pero  quiere  á  Vd.  verlo  por  la  es- 
palda llevando  la  guerra  fuera  de  la  Provincia.  Mientras 
Vd.  no  se  mueva,  no  le  facilitará  un  peso:  todos  criti- 
can su  inacción,  y  me  han  ofrecido  el  mando  del  ejército 
y  le  dije  lo  que  les  había  contestado;  y  preguntándome 
quienes  eran  los  que  así  pensaban. —  «Eso  no  se  lo  diré  á 
Vd.»,  fué  mi  contestación! — Pero  persuádase  Vd.  por  Dios 


—  S36  — 

de  que  es  solo  por  la  inacción  en  que  á  Vd.  le  vé,  y  no 
por  falta  de  patriotismo,  ni  afecto.  Yo  no  puedo  ya  serle 
á  Vd.  útil  por  sus  desconfianzas  y  mucho  menos  des- 
pués de  este  instante;  todos  mis  consejos  ó  indicaciones  de 
amigo  han  sido  por  Vd.  desatendidas  y  además  mi  se- 
ñora se  halla  gravemente  enferma  y  es  probable  que  la 
pierda  si  no  la  hago  mudar  de  temperamento,  según  me 
lo  han  dicho  los  médicos. 

Después  de  esta  relación  me  empeñé  con  él  decidida- 
mente en  que  me  diera  su  pasaporte  para  retirarme  con 
la  familia  á  Tucumán  como  lo  solicitaba  en  la  anterior 
carta  que  nunca  le  pasé,  y  le  pedí  me  mandara  propor- 
cionar una  de  las  galeras  que  habia  yo  traído  de  Bue- 
nos Aires  á  San  Nicolás,  para  conducir  á  mi  señora. 
El  General  tuvo  la  bondad  de  concederme  lo  que  le  pedia 
y  me  regresé  al  pueblo  al  siguiente  día. 

Mi  marcha  estaba  ya  preparada  para  cuando  ama- 
neciera, cuando  por  la  noche,  pasadas  ya  las  9,  llega  un 
ayudante  del  General  á  mi  casa  á  llamarme  de  parte  de 
él  á  la  Chacarita,  (algunas  cuadras  fuera  del  pueblo  al 
Este).  Marché  inmediatamente  á  caballo  con  su  ayudan- 
te, y  díceme  el  General:— «Compañero:  Vd.  no  puede  mar- 
charse ya,  pues  necesito  que  me  ayude.»  —  «Compañero  y 
amigo,  dijele, — Vd.  sabe  que  para  ayudarlo  siempre  me 
tendrá  pronto. — ¿Qué  ordena  Vd?.»  —  «Quiero  delegar  en 
Vd.  el  Gobierno,  me  dijo;  mientras  marcho  sobre  López, 
para  cuyo  efecto  me  proporcionará  Vd.  los  recursos,  pues 
ya  el  gobernador  Deheza  se  acerca  con  una  división.» 

—  «Compañero,  dijele.  —  ¡Acepto  su  encargo  con  el 
mayor  gusto,  pero  será  solo  con  el  objeto  de  proporcio- 
nar á  Vd.  los  recursos  que  necesite  para  salvar  la  patria, 
y  marchar  después  en  su  compañía! — No  crea  Vd.  que 
ha  de  ir  solo  á  participar  de  los  peligros  como  de  los 
glorias,  y  que  yo  me  he  de  quedar  teniendo  la  caña  del 
Gobierno! — Para  esto  nombrará  Vd.  á  otro.»  —  «Corriente, 
dijome  el  General,  pero  voy  á  hacerle  á  Vd.  reconocer 
por  General,  lo  mismo'que  á  Deheza  y  el  gobernador  Ló- 
pez de  Tucumán. 


—  537  - 

«Eso  no  se  lo  consentiré  yo  General» ,  (Hjele.  El  tiem- 
po de  los  premios  pasó  ya.  Si  esto  lo  hubiere  Vd.  hecho 
en  el  campo  de  alguna  de  nuestras  batallas,  ó  después 
de  pasadas  las  tres,  podia  muy  bien  tener  lugar,  aunque 
no  asi  el  ascenso  del  Gobernador  López.  ¿Por  qué  méri- 
to va  Vd.  á  ascender  á  General  á  López  y  no  á  cuales- 
quiera de  sus  coroneles  como  Videla  Castillo  ó  Peder- 
nera?  No  vé  Vd.  que  estos  se  resentirían  con  justicia? 
Y  qué  dirán  nuestros  enemigos?  Que  Vd.  obligado  por 
las  circunstancias  está  prodigando  ahora  los  grados  ó 
empleos  sin  merecerlos.  ¡No,  General,  no  haga  Vd.  tal ! 
Yo  para  servirlo  y  servir  á  mi  patria,  he  de  hacerlo  lo 
mismo  de  soldado  que  de  General,  y  lo  repito  que  no  lo 
consentiré  porque  se  lo  criticarían!» 

El  General  pareció  convencerse  de  estas  mis  refle- 
xiones y  se  despidió  muy  contento,  y  yo  me  regresé  á 
mi  casa  á  prevenir  á  mi  señora  que  no  marchábamos 
ya,  y  que  me  asistía  la  esperanza  del  triunfo.  Quedó  ella 
conforme  y  díjome:— «Dios  lo  quiera,  y  que  no  sea  esta 
demora  para  nuestra  desgracia». 

¡Cuantas  veces  me  he  acordado  después  de  este  su 
dicho! 

¡Marchándome  entonces,  no  habría  tal  vez  hecho,  tan 
inútiles  y  esforzados  sacrificios  por  mi  patria,  y  que  han 
sido  tan  vilmente  correspondidos! 

Al  menos  no  habría  mi  inocente  y  recomendable  fa- 
milia sufrido  lo  que  á  sufrido,  ni  se  vería  quizás  en  el 
estado  en  que  se  vé.  ¡Esto  es  precisamente  lo  único  que 
yo  siento,  y  no  cuanto  hize  entonces,  y  estoy  siempre 
dispuesto  á  hacer  por  mi  patria! 

Lo  que  en  toda  mi  vida  he  mostrado,  y  ha  sido  mi 
solo  y  exclusivo  interés: — El  de  ver  á  mi  patria  libre  é 
independiente,  y  felices  á  todos  mis  compatriotas! 

¡Verdad  es  que  muchos  de  ellos,  y  quizás  los  que 
más  deberían  apreciar  la  nobleza  de  estos  mis  sentimien- 
tos, se  ríen  de  ellos,  y  me  tienen  por  necio;  cuando  es  á 
ellos  precisamente  á  los  que  talvez  más  les  interesa  que 
hubieran  muchos  necios  como  yo! 


—  538  - 

— Mientras  tanto,  el  bárbaro,  el  verdadero  salvaje 
Rozas;  es  casi  divinizado  por  todos  ! 

— A  él  le  inciensan  y  entregan  á  su  disposición,  sus 
vidas,  sus  haberes  y  su  fama ! 

— Pero  ven  con  frialdad  pereciendo  á  toda  una  fa- 
milia del  hombre  que  más  ha  trabajado  y  está  dispuesto 
á  trabajar  por  todos  ellos,  y  por  su  patria ;  y  no  son 
para  mandarle  tirar  á  la  puerta  de  su  casa  una  pieza 
de  tela  para  cubrir  sus  carnes,  ó  un  poco  siquiera  del 
alimento  que  ellos  gastan  con  profusión  ! 

Pido  que  se  me  dispense  este  justo  desahogo,  que  se 
tendría  quizá  por  exagerado,  pero  que  no  lo  es.  Seria 
preciso  entrar  en  mi  casa  y  ver  lo  que  mi  familia  sufre 
para  conocerlo! 

— ¡Esto  no  lo  creen  mis  compatriotas,  y  mal  que  les 
pese,  preciso  rae  es  el  decirlo;  para  que  algún  día  se 
haga  justicia  á  mi  memoria,  ó  pueda  hacerse  á  mis  hijos  ! 

—Mientras  tanto  cuando  muchas  veces  se  encuentran 
con  un  extra ngero  que  conoce  mi  nombre  y  mis  servi- 
cios, y  viéndome  pasar  con  el  traje  de  un  pordiosero 
les  reconvienen  (como  á  sucedido  muchas  veces  en  Chile 
y  aqui  mismo,J  como  permiten  que  un  hombre  de  mis 
servicios  se  presente  en    público    como  yo    me  presento. 

— ¿Qué  contestan  para  disculparse? 

— Sí,  es  un  hombre  abandonado,  un  gastador,  de 
cuanto  tiene  y  se  le  da  todo  le  es  poco  para  darlo;  ha 
llegado  el  caso  de  encontrarse  con  un  paisano  y  pedirle 
le  socorriera  con  algo  por  que  no  tenían  para  comer  sus 
hijos,  y  ha  recibido  cuatro  reales,  pero  más  allá  se  á  en- 
contrado con  un  pordiosero  y  se  los  á  dado.  (^) 


(^)  En  Chile  díjome  un  día  el  señor  don  N.  Cifuentes,  que  me  socorre- 
ría con  media  onza  mensual,  en  circunstancias  que  ful  á  verle  por  hat  er 
parado  el  trabajo  de  masas  y  pan  de  leche  á  que  por  necesidad  me  había 
destinado,  para  mantener  mi  familia,  á  consecuencia  de  una  oferta  que  se  me 
habla  hecho  por  el  Presidente  de  aquella  República  don  Manuel  Bulnes,  de 
facilitarme  como  fomentar  mi  trabajo  por  conducto  de  dim  Pedro  Garmendia, 
tío  de  su  señora;  y  al  cual  faltó  por  solo  la  prevención  de  algunos  de  mis 
paisanos.     Fui  digo  á  verlo  para  que  me  facilitara    unos    reales  para  continuar 


—  539  — 

¡Así  han  pretendido  disculpar  su  criminal  indolencia 
precisamente  los  que  se  encuentran  con  mejores  propor- 
ciones para  socorrer  á  los  desgraciados!  No  han  tenido 
defectos  que  ponerme  y  me.  han  acusado  de  pródigo  ó 
de  tonto;  porque  asi  llaman  muchos  al  que  no  puede  ver 
un  desgraciado  sin  socorrerle,  quitándose  talvez  el  pan  de 
la  boca  ó  quitándolo  á  »us  hijos.  ¡Podría  ser  que  tengan 
razón,  pero  lo  que  está  en  la  masa  de  la  sangre  no  pue- 
de jamás  desaparecer  ! 

Al  siguiente  dia  muy  temprano  mándame  el  Minis- 
tro de  la  Guerra  el  despacho  de  Coronel  mayor  y 
el  nombramiento  de  su  Delegado  en  el  Gobierno,  que  le 
había  dejado  esa  noche  el  Jefe  supremo  y  gobernador 
su  hermano;  quien  había  regresado  y  héchome  reconocer 
por  tal,  á  Deheza;  y  llamándome  á  recibirme  y  prestar  el 
juramento  para  el  efecto. 

Pasé  á  la  Casa  de  Gobierno  á  la  hora  designada,  y 
recibido  que  fui  pasé  al  General  la  siguiente  carta: 

—  «Mi  estimado  compañero  y  amigo:  Muchas  veces  he 
«  oído  á  Vd.  que  con  cien  mil  pesos  podría  salvar  el 
«  país,  destruyendo  el  ominoso  poder  de  los  caciques; 
«  Si  Vd.  los  considera  necesarios  para  dicho  efecto  pí- 
«  dámelos,  en  la  intelijencia  de  que  á  las  24  horas  de 
«  este  pedido,  los  tendrá  Vd.  en  donde  se  encuentren 

El  General  me  contestó  sobre  la  marcha: 

—  «Compañero,  está  tomada  la  palabra,  y  admito  los 


dicho  trabajo,  que  había  invertido  los  que  tenía  en  agrandar  el  horno,  con- 
tando con  la  oferta  del  Presidente.  —  «¡Sus  paisanos  me  han  dicho  que  es 
Vd.,  un  hombre  á  quien  no  se  le  puede  dar  un  peso,  pues  á  llegado  el  caso 
de  dárselo  y  encontrarse  más  allá  con  un  pobre  y  entregárselo  de  limosna,  é 
ir  á  pedir  á  otro  para  dar  de  comer  á  su  familia! 

¡Permítame  señor  Cifuentes,  díjele,  que  no  pueden  ser  sino  canallas  los  que 
han  dicho  semejante  cosa!  ;Le  han  dicho  á  Vd.  que  juego,  que  bebo,  ó  que 
enamoro? — ¡No  señor,  dijome  faltaría  á  la  verdad  si  lo  dijera! — ¡Así  cohones- 
tan señor  de  Cifuentes  los  malvados  su  indolencia,  díjele! — El  residtado  fué 
que  el  no  me  sirvió  y  que  al  mes  siguiente  me  retiró  la  media  onza,  poco 
después  fué  asesinado  como  se  sabe.  Estos  son  los  servicios  que  debo  á  al- 
gunos de  mis  compatriotas.      ¡Verdad  es  que  no  á  todos! 


~  540  — 

«  cien  mil  pesos;  mas  no  estrañará  Vd.  que  yo  sea  cu- 
«  rioso  y  averigüe  el  modo  como  los  ha  habido,  por  que 
«  sería  en  mi  una  indolencia  el   no  averiguarlo!» 

Figurábase  el  General  que  los  mismos  que  hablan 
pretendido  quitarle  el  mando  del  ejército  y  dármelo  á 
mí,  eran  los  que  me  ofrecían  los  cien  mil  pesos;  para 
sacarlo  de  este  error,  hice  regresar  al  propio  sobre  la 
marcha  con  la  siguiente  carta: 

—  «No  crea  Vd.  compañero,  que  los  cien  mil  pesos 
«  los  he  de  haber  del  modo  que  Vd.  se  figura;  recuerde 
«  Vd.  el  modo  como  le  tengo  indicado  por  repetidas  ve- 
€  ees  que  es  fácil  proporcionarlos^  y  así  los  tendría  Vd. 
«  sin  otro  trabajo  que  pedirlos.» 

Muy  fácil  le  fué  al  General  el  recordar  el  modo  co- 
mo se  lo  había  indicado  antes,  y  que  me  parece  esplique 
cuando  venía  Quiroga  para  Oncativo.  Me  devolvió  el 
propio  por  la  noche,  ó  creo  que  al  siguiente  día,  tantos 
de  mayo,  diciéndome  en  su  carta,  que  no  quería  los  cien 
mil  pesos  á  ese  precio;  y  adjuntándome  un  presupuesto 
de  cinco  mil  pesos  para  socorrer  á  todo  el  ejército,  dan- 
do solo  un  peso  á  cada  hombre  de  General  abajo.  Ad- 
viértase que  hasta  los  Jefes  estaban  casi  desnudos  y  no 
tenían  para  los  vicios,  á  excepción  de  mi  división  que 
era  socorrida  por  mi,  con  4  reales  semanales  por  plaza, 
hasta  que  se  concluyó  lo  que  había  traído  para  el  efecto 
desde  la  Rioja. 

Nombré  inmediatamente  una  comisión  compuesta  de 
varios  ciudadanos  principales,  asi  unitarios  como  fede- 
rales, y  por  su  Presidente  al  señor  Provisor  doctor  don 
Pedro  Ignacio  de  Castro  Barros,  para  que  procediera  á 
designar  las  personas  que  debían  dar  un  empréstito  for- 
zoso de  15  mil  pesos,  mitad  en  dinero  y  la  otra  en  efec- 
tos, para  el  socorro  y  equipo  del  ejército,  en  lugar  de 
solo  los  cinco  mil  que  pedía  el  General. 

Reunida  la  comisión  designó  el  reparto  á  casi  todo 
el  pueblo  y  sin  que  quedara  corralero  ni  placero  que  no 
tuviera  que  contribuir  con  algo;  y  lo  que  era  peor,  esta- 
ban aún  más  grabados    los    amigos   que    los    enemigos. 


—  541  — 

Me  indigné  asi  que  recibí  los  cinco  ó  seis  pliegos  de 
papel  en  que  estaban  inscriptos  los  nombres  de  todos  los 
contribuyentes  pues  se  pretendía  disgustar  á  la  mayor 
parte  de  la  población  con  aquella  subscripción  por  que 
habían  personas  comprendidas  en  las  listas  á  quienes  le 
seria  en  extremo  gravoso  la  pequeña  parte  que  se  les 
pedia. 

Yo  tenía  desde  muy  atrás,  una  lista  exacta  de  todos 
los  verdaderamente  pudientes,  asi  enemigos,  como  ami- 
gos. Hice  pedazos  las  listas  que  me  había  mandado  la 
Comisión,  saqué  la  mía,  señalé  á  cada  uno  de  acuerdo 
con  el  Ministro  de  la  Guerra,  la  cantidad  que  debía  en- 
tregar en  Cajas  á  las  12  del  día,  mitad  en  dinero  y  la 
otra  mitad  en  lienzos,  paños,  ponchos  y  bayetas.  Los 
contribuyentes  creo  no  pasaban  de  30;  pero  debían  dar 
en  vez  de  quince,  treinta  mil  pesos  y  obtener  un  pagaré 
del  Escribano  para  cuando  cesaran  los  apuros  en  que  se 
encontraba. 

Hecha  esta  distribución  la  mandé  publicar  por  ban- 
do y  que  se  pasara  á  cada  contribuyente  el  correspon- 
diente boleto. 

El  primero  que  vino  á  verme  asi  que  se  hizo  la  no- 
tificación fué  uno  de  los  primeros  capitalistas  y  socio  del 
Ministro  de  Gobierno,  que  había  sido,  el  doctor  Fraguei- 
ro;  hizome  presente  la  notificación  que  se  le  había  hecho 
para  proporcionar  no  recuerdo  si  tres  mil  pesos,  más 
ó  menos.  «Yo  conozco,  dijome,  las  necesidades  del  Go- 
bierno, y  por  lo  tanto  vengo  á  poner  á  su  disposición 
mis  almacenes  y  mis  barracas,  para  que  el  Gobierno  ha- 
ga poner  en  remate  cuanto  hay,  hasta  enterar  la  cuota 
que  se  me  pide,  pues  no  la  tengo,  asi  conocerá  el  Go- 
bierno que  no  me  excuso.» 

—  «¡Señor  Fragueiro,  díjele.  Cuando  el  Gobierno  ha 
pedido  á  Vd.  esa  cantidad,  es  porque  está  persuadido 
que  Vd,  puede  llenarla  en  el  acto,  y  sin  pedir  á  nadie 
un  peso!  Vaya  Vd.  y  cumpla  con  el  deber  que  esa  or- 
den le  impone  en  beneficio  del  país,  para  su  salvación; 
de  lo  contrario,  el  Gobierno  cumplirá  con  el  suyo»!     Le 


—  542  — 

di  la  espalda  y  me  retiré,  para  darle  á  entender  que  no 
estaba  dispuesto  á  sufrir  la  burla  que  con  semejante  ofer- 
ta pretendía  hacer  al  Gobierno.  El  resultado  fué,  ser  el 
primero  que  entregó  en  Cajas  la  parte  que  le  tocaba  de 
los  efectos  que  se  habían  pedido;  y  que  no  solo  no  vino 
ninguno  á  reclamar,  sino  antes  que  llegaran  las  12  del 
día  estuvieron  en  cajas  doce  mil  pesos  fuertes  y  el  resto 
en  efectos  á  disposición  del  comisionado  que  habia  nom- 
brado el  Gobierno  para  que  se  encargara  de  la  cons- 
trucción de  seis  mil  camisas,  igual  número  de  calzonci- 
llos, no  recuerdo  si  tres  mil  ponchos  y  un  número  com- 
petente de  chaponas  y  pantalones  para  jefes  y  oficiales, 
pues  los  tres  mil  pesos  que  faltaban  era  solo  en  razón 
de  estar  los  contribuyentes  en  la  campaña. 

El  Jefe  de  Policía  paréceme  que  fué  el  encargado  de 
distribuir  las  costuras  las  cuales  se  repartieron  en  el  mis- 
mo dia  en  toda  la  población;  pero  fué  tan  recomendable 
el  interés  que  mostró  todo  el  pueblo,  que  al  siguiente  dia 
ya  marchó  al  ejército  un  número  considerable  de  ropa, 
y  la  mayor  parte  de  ella  fué  trabajada  gratis.  El  general 
Paz,  entre  tanto,  no  había  podido  obtener  ni  mil  pesos 
en    dos  ó  tres    reuniones  del  comercio  que  hizo  antes. 

Junto  con  el  vestuario  que  se  había  trabajado  en  24 
horas  ó  poco  antes,  mandé  al  General  no  recuerdo  si 
ocho  ó  nueve  mil  pesos,  para  que  diera  un  socorro  do- 
ble del  que  él  pensaba,  á  solo,  la  tropa  que  marchaba 
con  él  á  campaña,  previniéndole  que  para  los  demás  pi- 
quetes del  ejército  que  había  en  la  Sierra,  en  el  monte 
y  el  pueblo,  el  Gobierno  tenia  con  que  socorrerlos,  y  que 
muy  pronto  tendría  en  su  poder  todo  el  vestuario  que 
necesitara  para  el  ejército. 

El  10  de  mayo  llegó  el  coronel  ó  teniente  coronel 
Martínez,  con  el  dinero  al  ejército;  pero  no  recuerdo  si 
horas  antes  ó  después  de  que  el  General  había  sido  ya 
boleado  por  una  partida  de  montoneros  de  la  misma 
Provincia,  marchando  él  á  la  cabeza  del  ejército. 

Este  suceso  que  vamos  á  narrar  y  que  tuvo  lugar  el 
10  de  mayo  de  1831,  es  el  mas  raro  que  se  verá  en  la 
Historia  y  de  grandes  consecuencias  para  su  país. 


APÉNDICE 


MARCELINO  DE  LA  ROSA 


1 


Buenos  Aires,  Metiembre  10  de  1886. 


Señor  D,  Marcelino  de  la  Fiosa. 


TUCUMÁN 


Estimado  compatriota  y  amigo  : 

Oportunamente  recibí  por  conducto  de  nuestro  amigo  el  se- 
ñor don  Belisario  Saravia,  el  precioso  croquis  que  Vd.  tuvo  la 
bondad  de  confeccionar,  valiéndose  de  sus  recuerdos  y  de  sus 
conocimientos  personales  y  científicos  del  terreno  de  los  alrede- 
dores de  Tucumán,  con  el  generoso  y  patriótico  objeto  de  sumi- 
nistrarme datos  á  fin  de  ilustrar  gráficamente  la  memorable 
batalla  alcanzada  por  el  general  Belgrano  en  1812.  Es  un  tra- 
bajo notable,  que  hace  honor  á  Vd.  y  por  el  cual  le  anticipé 
mis  agradecimientos,  que  ahora  reitero. 

Como  acto  de  justicia  y  en  prueba  de  mi  agradecimiento, 
en  el  plano  topográfico  de  la  batalla  de  Tucumán  que  he  man- 
dado gi'abar  en  París  para  la  4*^  y  definitiva  edición  de  la 
«  Historia  de  Belgrano  »,*  le  he  puesto  la  siguiente  inscripción  : 
<c  Plano  coordinado  por  Bartolomé  Mitre,  según  datos  del  inge- 
niero geógrafo  don  Marcelino  de  la  Rosa  combinados  con  la 
tradición  ». 

He  leído  después  la  carta  esplicativa  de  fecha  1®  del  corriente 
que  con  respecto  al  croquis  dirijió  Vd.  al  señor  Saravia  para 
que  me  la  comunicase,  la  cual  conservaré  como  un  valioso 
documento. 

Posteriormente  he  recibido  su  muy  interesante  carta  espla- 
natoria  del  11  del  corriente,  que  he  estimado  mucho  como  una 
muestra  de  su  buena  voluntad,  á  la  par  que  de  su  inteligencia 
profesional  y  de  su  patriotismo,  en  que  se  combinan  todos  estos 
elementos,  y  que  igualmente  conservaré  como  un  recuerdo  suyo 
á  la  vez  que  como  un  documento  histórico. 

Habiendo  marchado  ya  mi  manuscrito  &  París,  no  tendré 
tiempo  de  utilizar  las  observaciones  y    correcciones  que    Vd.  me 

36 


n 


—  546  — 

hace,  pero  las  tendré  muy  presente  para  aprovecharlas  en  algu- 
na oportunidad;  á  £n  de  que  su  trabajo  sea  utilizado  como 
corresponde. 

Me  admira  la  fidelidad  de  su  memoria  y  la  firmeza  de  su 
pulso  en  la  edad  á,  que  felizmente  ha  alcanzado,  y  sobre  todo  la 
lozanía  de  sentimientos  juveniles  que  revelan  sus  escritos,  y  le 
deseo  largos  años  de  vida  y  prosperidad,  ofreciéndome  á  Vd.^  en 
cuanto  pueda  serle  útil  ó  agradable. 

Me  considero  muy  feliz  en  haber  tenido  ocasión  de  estre- 
char con  Vd.  relaciones,  no  solo  por  la  utilidad  que  de  ello 
puedo  haber  reportado  para  bien  de  la  historia  patria,  sino  por 
la  favorable  idea  que  de  su  persona  y  cualidades  tenia,  y  que 
hoy  me  ha  sido  confirmada. 

Quiera  contarme  en  el  número  de  sus  amigos  y  disponer 
como  guste  de  su  affmo.,  compatriota  y  »^,   8. 

Bartolomé  Mitre, 


TRÁDICIOIÍES  HISTÓRiaAS 

.DE   LA 

GUERRA  DE  LA  INDEPENDENCIA  ARGENTINA 


Al  compaginar  tíStos  recuerdos,  recogidos  de  la 
-tradición  oral,  no  tenemos  otro  propósito  que  hacer 
conocer  ciertos  acontecimientos  glorioso?  para  el  pueblo 
Tucumano,  que  tuvieron  lugar  en  la  inmortal  epopeya 
de  la  guerra  de  nuestra  independencia. 

La  memorable  batalla  del  24  de  septiembre  de  1812, 
librada  en  los  extramuros  de  esta  ciudad,  que  es  una 
de  las  más  gloriosas  de  las  armas  argentinas,  le  valió 
á  Tucumán  el  renombre  de  Sepulcro  de  la  tiranía, 
como  mas  tarde,  el  9  de  julio  de  1816,  le  valió  tam- 
bién el  de  Cuna  de  la  independencia  con  motivo  de 
haberse  instalado  en  esta  ciudad  el  Congreso  Argentino, 
que,  con  heroica  valentía,  proclamó  ante  la  faz  de  las 
Naciones  nuestra  emancipación  política  de  la  Metrópoli. 

Pero  aquel  primer  timbre  de  honor  que  se  le  dis- 
cernió á  Tucuman,  no  fué  solamente  por  la  participación 
que  tuvo  en  aquella  inmortal  jornada,  sino  que  fué  más 
aún  por  el  hecho  de  haberse  levantado  espontáneamente 
jen  masa  á  tomar  las  armas  en  defensa  de  la  patria,  al 
tener  noticia  de  que  el  ejército  patriota  que  operaba 
sobre  Jujuy,  se  retiraba  para  Córdoba  por  el  camino 
que  de  Salta   iba    directamente  á  Santiago   del   Estero^ 


—  548  — 

sin  llegar  á  esta   ciudad,    en    cumplimiento   de   órdenes- 
del '  Directorio  de  Buenos  Aires. 

Este  hecho  heroico  del  pueblo  tucumano,  y  algu- 
nos otros  incidentes  de  gran  importancia,  que  tuvieron 
lugar  el  día  de  la  batalla;  se  han  escapado  al  ojo  es- 
cudriñador y  penetrante  del  autor  de  la  "  historia  de 
Belgrano,"  sin  duda  por  falta  de  buenos  datos,  los  que 
se  han  conservado  por  la  narración  oral  que  nos  hace- 
mos eco  para  referirla  tal  como  la  recogimos  de  boca 
de  nuestros  antepasados. 

Pero,  como  el  recuerdo  de  esos  hechos  gloriosos 
para  Tucumán,  fatalmente  se  va  perdiendo,  á  medida 
que  las  generaciones  que  figuraron  en  esa  inmortal  lu- 
cha van  cayendo  en  la  tumba,  y  como  á  cada  instante 
perdemos  algunos  de  esos  preciosos  hilos  que  nos  ligaban 
á  aquellos  tiempos  homéricos,  borrándose  así  poco  á 
poco  muchos  recuerdos  gloriosos  y  hasta  los  nombres 
de  los  preclaros  ciudadanos  que  se  distinguieron  en 
primera  línea,  consideramos  que  es  un  deber  de  patrio- 
tismo salvarlos  del  ohddo. 

Este  deber  nos  impone  la  obligación  de  contar  á 
nuestros  hijos  lo  que  vimos  en  nuestra  infancia,  y  de 
referirles  lo  que  oímos  á  nuestros  padres  sobre  todo  lo 
referente  á  lo  que  hicieron  para  legarnos  una  Patria 
libre  é  independiente. 

Los  sucesos  de  que  vamos  á  ocuparnos,  no  serían 
bien  comprendidos  sin  el  conocimiento  de  algunos  de 
sus  antecedentes,  y  del  teatro  en  que  se  desenvolvieron, 
por  lo  que  creemos  indispensable  que  antes  de  narrarlos 
demos  algunas  esplicaciones  al  respecto  para  su  mejor 
inteligencia,  haciendo  al  mismo  tiempo  una  ligera  digre- 
sión para  dar  mayor  autoridad  á  nuestras  palabras. 


/ 


0 


549  — 

Xo  podemos  decir  con  propiedad  que  hemos  sido 
contemporáneos  á  los  sucesos  que  ocurrieron  en  el  año 
de  1812,  no  obstante  de  que  hemos  nacido  á  fines  de 
abril  de  1810,  porque  en  1819  recien  pudidos  darnos 
cuenta  de  lo  que  pasaba  á  nuestra  vista.  Sin  embargo^ 
hemos  estado  después  en  contacto  con  los  que  fueron 
actores  ó  espectadores,  hemos  vivido  entre  la  generación 
que  presenció  ese  drama  sangriento  desarrollado  en  los 
sudburbios  de  esta  ciudad. 

El  conocimiento  de  los  más  ínfimos  detalles  é  in- 
cidentes, que  ocurrieron  en  la  batalla  eran  notoriamente 
vulgares  á  todas  las  clases  sociales.  Sin  embargo  los 
datos  de  que  nos  hemos  servido,  no  los  hemos  tomado 
de  la  masa  común  del  pueblo,  sino  de  las  personas  más 
conspicuas  y  espectables  de  nuestra  sociedad  de  enton- 
ces (^). 

La  tradición  disiente  completamente  de  la  "Historia 
dí^  Belgrano"  en  los  detalles  de  algunos  sucesos.  Además 
en  la  parte  descriptiva  de  las  provincias  de  Salta  y 
Tucumán,  y  en  lo  relativo  al  curso  de  los  ríos  se  ha 
incurrido  en  gi'avísimos  errores  que  si  bien  estos  en 
nada  afectan  al  fondo  de  la  historia,  es  necesario  rec- 
tificarlos para  la  buena  inteligencia  de  los  sucesos. 

Para  corroborar  este  acertó  vamos  á  copiar  en 
seguida    un    párrafo  de  la  Historia  que  dice  así:     "El 


[*]  Entre  las  muchas  personas  de  quienes  bemos  tomado  estos  datos, 
citaremos  solamente  algunas,  que  son:  el  Dr.  Lucas  Alejandro  Córdoba, 
Cura  y  Vicario  de  Monteros,  sacerdote  ilustrado  y  respetable;  D.  Hermenejildo 
Rodríguez,  Boticarío  y  Cirujano  del  ejército  de  la  independencia,  persona 
honorable  y  de  vastos  conocimientos;  D.  Felipe  Alberdi,  hermano  del  juris- 
consulto de  este  apeUido,  persona  de  mucha  instrucción;  la  Sra.  Doña  Teresa 
Velardez  de  Araoz,  distinguida  matrona,  viuda  del  ilustre  pr<!)cer,  Coronel  Ma- 
yor don  Bernabé  Araoz.  El  general  Alejandro  Heredia,  que  aunque  no  se  en- 
contró en  la  batalla  perteneció  al  ejército. 


—  550    - 

''  rio  Juramento  ó  Pasaje  divide  á  Tucumán  de  Salta 
"  y  en  el  punto  en  donde  abandona  el  nombre  de 
"  Guachipas  y  toma  el  de  Pasaje,  forma  un  notable 
"  ángulo  saliente,  que  avanza  hacia  el  Norte  y  conti- 
"  núa  con  la  denominación  de  rio  Salado  (cubriendo 
"  ambas  fronteras  por  la  parte  del  Gran  Chaco/'  (^) 

Todo  este  pán-afo  es  completamente  erróneo.  Los 
que  conocen  esas  locaUdades,  saben  que  el  rio  Pasaje 
no  divide  á  Tucumán  de  Saltíi  sino  el  rio  Tala^  dis- 
tante de  aquél  como  30  leguas,  más  ó  menos,  al  Sud; 
y  saben  también  que  al  desprenderse  el  Pasaje  de  la 
Sierra  que  ciñe  por  el  Naciente  el  Valle  de  Lerma,  de 
donde  sale,  se  dirige,  en  rumbo  general  al  Este,  Sud- 
Éste,  y  que  con  esta  dirección,  más  ó  menos,  penetra 
en  la  provincia  de  Santiago  del  Pistero,  en  donde  to- 
mando la  denominación  de  Salado^  pasa  como  18  ó  20 
leguas  al  Naciente  de  esta  ciudad,  formando  así,  en 
cierta  manera,  la  frontera  Oeste  y  Sud  del  Gran  Chaco 
Austral  y  va  á  derramar  sus  aguas  en  el  caudaloso 
Paraná  al  Norte  de  Santa  Fé. 

Deseripeión  de  los  eaminos  entre  Jujuy, 
Tueumán  y  Santiago  del  Estero 

El  antiguo  camino  carretero  que  venia  de  Jujuy 
y  de  Salta  para  las  provincias  del  Sud  y  que  es  el 
mismo  que  hoy  existe,  se  bifurcaba  entonces,  como  su- 
cede hoy  mismo,  en  el  lugar  denominado  Yatasto  al 
Sud  de  Metan.  El  que  se  apartaba  á  la  izquierda,  se 
dirijia  hacia  el  Naciente,  é  iba  á  despuntar  un  cordón 
de   sierras    que   se   ven  á  esa    parte,    distantes   cinco  ó 


[']  Tomo  2%  4*  ed.,  pág.  96. 


—  551  — 

seis  leguass,  que  corre  de  Sud  á  Norte  y  que  tiene  su 
origen  á  poca,  distancia  al  Norte  de  la  ciudad  de  Tu- 
cumán,  y  asi  que  doblaba  dichas  sierras  y  sus  adya- 
centes, se  dirijia  al  Sud,  en  cuyo  rumbo  cortaba  esta 
provincia  en  su  ángulo  Nord-Este,  en  el  departamento 
de  Burruyacú,  é  inclinándose  en  seguida  al  Sud-Este, 
se  internaba  en  la  de  Santiago  del  Estero.  Este  camino 
solo  era  transitado  en  aquella  época  por  las  tropas  de 
muías  que  se  llevaban  del  Litoral  á  las  tabladas  de 
Jujuy  ó  al  Alto  Perú. 

El  otro  que  quedaba  á  la  derecha,  era  el  carretero, 
ó  como  se  llamaba  entonces,  camino  real.  Se  dirijia  al 
Sud  y  conducía  directamente  á  Tucumán,  atravesando 
por  el  Rosario  de  la  Frontera  y  demás  poblaciones  que 
se  conocen  actualmente  sobre  la  via  férrea,  y  pasando 
el  rio  Tala  entraba  en  esta  Provincia.  La  primera  po- 
blación que  tocaba  era  la  de  Trancas,  pueblo  muy  pe- 
queño y  de  muy  pocos  habitantes;  en  seguida  pasaba  por 
las  demás  poblaciones,  que  es  inútil  nombrarlas,  hasta 
llegar  á  Tapias,  que  era  la  Posta,  cuya  habitación  esta- 
ba media  legua  más  al  naciente  de  la  que  hoy  existe. 
De  alli,  pasando  el  rio  de  este  nombre  y  el  Saladillo, 
que  estaba  en  seguida,  se  internaba  en  el  monte  de  El 
Alfatal  que  venia  á  salir  al  lugar  de  la  Aguadita,  en 
la  Cañada  de  Los  Nogales,  distante  dos  leguas  y  media 
al  Norte  de  esta  ciudad. 


La  eafiada  de  los  Nogales 

Era  esta  en  aquellos  tiempos,  un  campo  despejado, 
cubierto  de  grandes  pajonales,  y  con  pequeñas  promi- 
nencias   en  el   terreno,    cercados    con    pequeños   grupos 


—  oo2  — 

de  árboles.  Tenia  la  figura  de  una  elipse  prolongada 
é  irregular,  circunvalada  de  montes  altos  y  espesos.  En 
su  parte  Sud  habia  una  especie  de  gran  portada,  que 
la  formaban  dos  hileras  de  montes,  que  se  dirijian  á 
encontrarse  en  sentido  contrario,  dejando  un  espacio  lim- 
pio y  despejado  como  de  dos  á  tres  cuadras,  por  lo  que 
se  llamaba  á  este  lugar  La  Paerta  Chande.  Pasada 
ésta  se  encontraba  otro  campo  mas  pequeño,  pero  mas 
despejado. 

Al  enlnir  el  camino  á  esta  Cañada,  se  dividia  en 
dos  ramales: — el  de  la  derecha  que  era  el  carretero,  ó 
camino  principal,  se  dirijia  al  Sud  por  el  centro  de  ella, 
que  luego  la  abandonaba  á  la  izquierda  para  tomar  la 
dirección  á  la  Puerta  Grande,  en  donde  cambiaba  de 
rumbo  al  8ud-Este,  y  se  dirijia  al  punto  en  que  hoy 
está  situado  el  Pueblo  Nuevo;  siguiendo  adelante,  pasa- 
ba, con  dirección  al  Sud,  rosando  los  ejidos  del  po- 
niente de  esta  ciudad,  v  volvia  á  tomar  su  dirección 
anterior  para  dirijirse  al  lugar  de  Santa  Bárbara,  si- 
tuando sobre  el   rio  Salí. 

E^l  otro  también  era  para  vehículos,  se  apartaba 
á  la  izquierda,  con  el  nombre  de  camino  del  Alto,  el 
cual  subiendo  la  suave  pendiente  de  la  Cañada,  pene- 
traba á  un  monte  alto  que  se  llamaba  de  Los  Sosa, 
pasado  el  cual,  atravesaba  por  un  terreno  despejado, 
poblado  solamente  en  algunas  partes  de  polcares  y  ma- 
torrales, y  entraba  á  esta  ciudad  por  la  calle  del  Cabil- 
do, hoy   €25  de  Mayo)u 

Si  nos  hemos  detenido  demasiadamente  en  la  des- 
cripción de  estos  caminos,  es  porque  de  su  conocimien- 
to depende  la  buena  intehgencia  de  los  sucesos  que  se 
van  á  desenvolver. 


r 


—  553  — 

Según  lo  asevera  la  historia,  (^)  el  general  Belgra- 
no  traia  la  idea  desde  Jujiiy  de  hacer  pié  en  Tucumán 
y  esperar  al  enemigo  para  batirlo;  pero  los  hechos,  y 
las  medidas  que  tomó,  contradicen  esa  aserción,  porque 
si  tal  pensamiento  hubiera  traído,  habría  con  anticipa- 
ción prevenido  á  las  autoridades  de  Tucumán  y  Cata- 
marca  que  reúnan  sus  milicias  y  las  sujeten  á  disci- 
plina; que  reúnan  caballadas  y  todos  los  elementos  de 
guerra  de  que  pudieran  disponer  hasta  su  llegada.  Ade- 
mas, habría  venido  directamente  á  Tucumán,  y  nó 
por  el  camino  de  Santiago  del  Estero,  que  lo  distan- 
ciaba mas  de  veinte  leguas  de  esta  ciudad. — Todo  esto 
prueba  que  el  general  Belgrano  no  se  habia  resuelto  á 
venir  á  Tucumán.  Sin  embargo  es  forzoso  convenir  en 
justa  reparación  al  honor  del  ilustre  General,  que  el 
plan  de  campaña  que  habia  concebido  y  premeditado, 
de  antemano,  era  aquel,  como  lo  manifiesta  en  sus  re- 
petida correspondencia  al  Director  de  Buenos  Aires; 
pero  este  se  lo  cruzaba,  ordenándole  terminantemente 
y  con  apremio  que  se  retirase  á  todo  trance  á  Córdo- 
ba, llevando  todo  su  tren  de  maestranza,  destruyendo  y 
quemando  (^  todo  aquello  que  no  pudiera  llevar,  con- 
minándole su  cumplimiento  con  la  mas  estricta  respon- 
sabilidad. 

Es  histórico  que  después  del  combate  del  rio  de 
Las  Piedras,  el  enemigo  se  hizo  mas  cauto,  y  ya  no 
hostilizó  ni  persiguió  á  los  patriotas,  dejándolos  marchar 
libremente.  Asi,  pues,  sin  inconveniente  alguno  nuestro 
pequeBo  ejército  llegó  á  Yatasto,  en  donde  tomó  el  ca- 


[^]  Historia  de  Belgrano -Tomo  2',  4%  ed.  pag.   100  y  103. 
[*]  Historia  de  Belgrano  -  Tomo  2%  4*  ed.  pí»g.  108  y  109. 


36  Va 


—  oo4   — 

luino  (le  la  izquierda,  que  conducia  directamente  á  San- 
tiago del  Estero.  Mientras  tanto  en  Tucumán  ni  en  las 
demás  provincias  del  Sud,  nada  se  sabia  de  esta  deter- 
minación del  ejército  patriota,  por  lo  que  habia  en  el 
pueblo  una  ansiosa  espectativa  y  alarmante  inquietud.. 
En  esas  angustiosas  circunstancias  llegó  el  Teniente 
coronel  don  Juan  Ramón  Balcarce  con  un  corto  pi- 
quete de  soldados,  mandado  por  el  general  Belgrano 
desde  Burruyacú  con  el  objeto  de  recoger  todas  las  ar- 
mas que  hubieren  en  la  Provincia,  ya  sean  las  del  ser- 
vicio público  ó  ya  sean  de  los  particulares.  —  Inmedia-» 
tamente  de  llegar  este  Jefe,  mandó  publicar  un  bando 
ordenando  -  que  en  un  término  muy  perentorio  y  bajo 
penas  severas,  todo  el  mundo  presentase  sus  armas,  sean 
de  la  clase  que  fuesen,  y  sin  distinción  de  personas; 
como  es  de  suponerse,  esta  orden,  y  las  fatales  noticias 
que  en  esos  momentos  circularon  de  que  el  ejército  pa- 
triota se  retiraba  para  Córdoba,  sin  llegar  á  esta,  ciudad, 
y  de  que  el  enemigo  estaba  en  marcha  sobre  Tacumán, 
produjeron  un  gran  estupor  y  una  espantosa  confusión 
y  aturdimiento,  que  era  como  decirle  al  pueblo:  sálvese 
el  que  pueda. 

Era  tan  apremiante  y  tan  obligatoria  la  orden  de 
entregar  las  armas,  que  el  Oficial  del  ejército  don  Ru- 
decindo  Alvanido  que  accidentalmente  se  encontraba  en 
esta  ciudad,  tuvo  que  enviar  también  su  espada,  pero 
luego  se  la  devolvieron  (^). 

La  presencia  del  peligro  parece  que   hubiera    sido 


[^]  Este  hecho  lo  refiere  el  mismo  general  Al  varado  en  una  carta  fecha- 
da en  18G9  dirigida  á  la  familia  del  coronel  D.  Bernabé  Araoz,  con  motivo 
de  certificar  los  servicios  de  este  ilustre  y  benemérito  Jefe,  cuya  carta  original 
existe  en  poder  de  dicha  familia. 


/ 


—  555   - 

uu  poderoso  incentivo  para  enardecer  el  patriotismo  y 
retemplar  el  corage  del  pueblo  tucumano.  Jamás  á 
existido  uno  en  aquella  época,  más  vigorosamente  arrai- 
gado en  el  corazón  del  tucumano,  ese  noble  y  elevado 
sentimiento  de  amor  á  la  patria.  A  su  invocación  todo 
se  sacrificaba:  vida,  hacienda,  honores  y  fama. 

Asi  fué,  que  todos  los  ciudadanos  corrieron  es- 
pontáneamente á  la  plaza  para  organizarse  militarmente. 
Tocaron  las  campanas  del  Cabildo  llamando  al  pueblo, 
y  á  los  cabildantes.  Reunida  esta  corporación  y  en  se- 
sión pública,  dispuso  destacar  una  diputación  ante  el 
general  Belgrano  en  solicitud  de  que  no  abandonase  á 
Tucumán  sin  hacer  antes  algún  esfuerzo  para  probar 
fortuna  en '  un  combate,  ó  por  lo  menos  detenerlo,  re- 
tirándole todo  los  recursos  de  movilidad  y  abastecimien- 
to, hostilizándolo  de  todas  maneras,  á  fin  de  debilitarlo 
reduciéndolo  á  la  impotencia  para  lo  que  la  estación 
les  era  muy  favorable. 

Fueron  nombrados  para  desempeñar  esa  Comisión 
el  coronel  don  Bernabé  Araoz  que  á  la  sazón  era  la 
autoridad  principal  del  país,  y  el  alma  de  ese  movi- 
miento patriótico  del  pueblo,  patriota  exaltado  y  deci- 
dido, muy  prestigioso  en  toda  Provincia,  y  de  una 
posición  expectable  en  nuestra  sociedad  de  entonces;  el 
Cura  y  Vicario  de  esta  ciudad  Dr.  don  Pedro  Miguel 
Araoz,  hombre  de  talento  natural  é  inteligencia  clara, 
de  fácil  y  vehemente  palabra,  y  como  coadjutor  el  Ofi- 
cial de  ejército  don  Rudecindo  Alvarado  (^). 

La  Comisión  se  dirigió  primeramente  al  alojamiento 
del  coronel  Balcarce  á  quien    le    hizo    saber   el    objeto 


[^]     Este  hecho  lo  reiíere  también  el  general  Alvarado  en  su  citada  carta. 


—  556  — 

de  su  misión  ante  el  general  Belgrauo,  que  la  aprobó 
con  decisión  y  acordando  con  dicho  Jefe  el  enrola- 
miento de  los  cívicos  v  ciudadanos  que  concurriesen  á 
alistarse,  se  trasladó  al  Cuartel  General  que  estaba  en 
Burruyacú.  Allí,  el  general  Belgrano  la  recibió  con 
demostraciones  de  una  cordial  estimación,  y  habiéndole 
hecho  presente  su  moción  poniendo  al  mismo  tiempo 
á  su  disposición  todos  los  elementos  y  recursos  que  la 
Provincia  pudiera  disponer.  El  General  contestó,  que 
su  solicitud  estaba  en  perfecta  armonía  con  sus  vistas 
á  ese  respecto  y  con  el  plan  de  campaña  que  se  había 
trazado  de  antemano;  pero  que  estaba  contrariado  con 
las  órdenes  severas  del  Directorio,  que  le  ordenaba  re- 
tirarse á  todo  trance  á  Córdoba,  las  que  tenia  forzosa- 
mente que  cumplir  contra  su  voluntad.  Entonces  la 
Comisión  insistiendo  en  su  propósito,  redobló  sus  ar- 
gumentos, y  hasta  se  permitió  exponerle  que  abandonar 
al  pueblo,  quitándole  sus  armas,  era  dejarlo  maniatado 
á  disposición  del  enemigo ;  —  y  que  dada  la  exaltación 
de  los  ánimos,  no  sería  extraño  que  se  sublevase,  y  lo 
hostilizase  en  su  marcha.  El  general  Belgrano  que  bus- 
caba un  pretexto  para  desobedecer  las  órdenes  desca- 
belladas del  Gobierno  de  Buenos  Aires,  ninguno  más 
á  propósito,  ni  más  oportuno  que  el  que  se  le  presen- 
taba, se  decidió  á  venir  a  Tucumán;  pero  pidió  á  la 
Comisión  que  se  le  facilitara  veinte  mil  pesos  plata 
para  socorrer  la  tropa,  y  mil  quinientos  hombres  de 
caballería.  La  Comisión  le  ofreció  el  doble  de  ambas 
cosas. 

luraediatamente  dio  orden  al  ejército  de  ponerse 
en  marcha  con  dirección  á  esta  ciudad,  y  él  acompa- 
ñado de   la  Comisión,    se    adelantó,  y  cuando    llegó  á 


—  557  — 

esta,  fué  directamente  al  cuartel  á  saludar  á  sus  nuevos 
soldados  que,  en  número  de  cuatrocientos  á  quinientos 
hombres  estaban  en  ejercicios. 

El  tiempo  era  muy  apremiante,  no  debía  perderse 
un  instante,  porque  de  un  momento  á  otro  el  enemigo 
debía  aparecer. — Inmediatamente  se  pusieron  en  acción 
y  movimiento  las  pocas  herrerías  y  carpinterías  que 
había  en  la  ciudad. —  El  general  Belgrano,  desplegando 
una  asombrosa  actividad,  se  multiplicaba  en  todas  par- 
tes. Tan  pronto  estaba  en  los  talleres  donde  se  hacían 
lanzas,  ó  se  componía  el  armamento  del  ejército,  como 
en  los  cuarteles  ó  en  el  campo  de  instrucción:  todo  lo 
inspeccionaba,  no  tenía  descanso,  por  que  se  trabajaba 
de  día  y  de  noche.  Pidió  contingentes  de  hombres  á 
Santiago  y  á  Cata  marca. 

Por  otra  parte  el  coronel  don  Bernabé  Araoz  y 
su  hemano  el  Cura  don  Pedro  Miguel  y  otros  ciudada- 
nos de  distinción,  tampoco  descansaban  un  momento  en 
reunir  las  milicias  de  la  Provincia,  caballadas  para  mon- 
tar estas  y  el  ejército,  ganado  vacuno  para  su  mante- 
nimiento; y  tantas  otras  cosas  que  se  necesitan,  en  tales 
casos,  en  un  ejército.  Felizmente  el  enemigo  demoró 
en  presentarse  diez  días,  tiempo  precioso,  que  lo  apro- 
vechó ventaiosamente  el  general  Belgrano  en  medio 
prepararse. 

El  ejército  español,  después  del  combate  del  rio 
de  Las  Piedra?,  avanzó  hasta  Metan,  en  donde  se  es- 
tacionó doce  días,  más  ó  menos,  con  el  objeto  de  dar 
descanso  á  su  tropa  y  esperar  la  incorporación  de  al- 
gunas divisiones  que  quedaron  rezagadas.  Conseguido 
esto  emprendió  su  marcha,  y  llegando  á  Yatasto,  tomó 
el  camino  real  que  venía  directamente  á  Tucumán.  Allí 


—  558  — 

vio  la  dirección  del  camino  que  llevaban  los  patriotas 
y  el  macizo  de  sierras  que  se  interponían  entre  ambos 
caminos,  y  supuso  que  estas  no  se  comunicaban  mas 
adelante  y  que  por  consiguiente  el  general  Belgrano  ya 
estaría,  cuando  menos,  en  Santiago  del  Estero  6  muy 
distante  de  Tucumán. — La  falta  de  conocimiento  de  la 
topografía  de  estas  tres  Provincias  lo  indujo  en  un 
error  gravísimo,  que  le  fué  tan  fatal.  En  la  s^uridad 
de  que  en  Tucumán  •  no  había  ninguna  fuerza  que  le 
hiciera  resistencia,  continuó  su  marcha  con  plena  con- 
fianza. Pero,  desde  allí,  principió  á  notar  el  vacío  que  se 
hacía  en  su  alrededor  por  que,  todos  los  habitantes  de 
las  inmediaciones  del  camino  huyeron  á  los  montes  con 
sus  familias  y  con  todo  lo  que  poseían;  y  dejándolas  en 
seguridad,  volvían  con  sus  amos  ó  con  sus  chuzas  á 
hostilizar  al  enemigo.  Cada  uno  era  un  Jefe  que  obraba 
de  su  propia  cuenta,  ya  sea  aislada  ó  colectivamente; 
de  manera  que  en  los  rumbos  inmediatos  al  camino  en 
<sida  matorral,  en  cada  pajonal,  y  en  cada  árbol  se 
puede  decir,  habían  gauclios  armados  que  caían  de  im- 
proviso sobre  todo  individuo  que  se  separaba  del  ejército 
de  suerte  que  el  enemigo  no  dominaba  mas  que  el 
terreno  que  pisaba:  todo  le  era  hostil  y  hasta  los  mis- 
mos elementos  de  la  naturaleza  estaban  en  su  contra. 
Así  fué  que  al  pisar  la  provincia  de  Tucumán,  el  coro- 
nel Huici,  Jefe  de  la  vanguardia,  acompañado  de  un 
Ayudante  y  de  un  asistente,  se  adelantó  unas  pocas 
cuadras,  de  sus  fuerzas  para  entrar  á  la  población  de 
Trancas,  cuando  repentinamente  cayó  sobre  él  una  par- 
tida de  gauchos,  que  le  tomó  preso  juntamente  con  sus 
acompañantes,  y  despojándolos  de  sus  mejores  prendas, 
y  dinero,  los  hicieron  volver  á  esta  ciudad,  y  esa 
misma  noche  estuvo  en  presencia  del  general  Belgrano. 


"•y 


Esas  partidas  de  gauchos  voluntarios  seguian  al 
enemigo  como  moscas,  batiendo  el  campo  en  su  alrede- 
dor, y  al  mas  pequeño  amago  del  enemigo  se  metían 
á  los  montes  para  volver  aparecer  de  nuevo  mas  te- 
naces, dando  cuenta,  hora  por  hora  al  general  Belgrano, 
de  sus  movimientos.  El  22  de  setiembre  llegó  á  Ta- 
pias, en  donde  pernoctó  esa  noche,  de  lo  que  inmedia- 
tamente tuvo  aviso  el  General  patriota.  Mientras  tanto 
el  general  Tristan  venía  completamente  á  ciegas,  porque 
no  encontró  en  toda  su  marcha  una  sola  persona  que 
le  diera  noticias  del  estado  de  las  cosas,  y  las  que  en- 
contraba en  los  ranchos,  eran  viejos  y  viejas  que  no 
podían  moverse,  por  consiguiente  que  nada  sabían. 

No  se  imaginaba  ni  remotamente  de  que  el  ge- 
neral Belgrano  estuviera  en  Tucumán,  y  creía  que  las 
partidas  de  gauchos  que  lo  molestaban,  eran  puramente 
movidas  por  el  interés  de  robar  y  saquear  á  todos  los 
que  se  desprendiesen  de  su  ejército. 

El  23,  el  general  Belgrano  á  la  noticia  de  la  pro- 
ximidad del  enemigo,  salió  de  la  ciudad  y  fué  á  tender 
su  línea  al  Ñor  Oeste,  dando  el  frente  al  norte,  sobre 
la  pendiente  de  un  bajo  que  era  la  continuación  de  la 
cañada  de  los  Nogales,  cuyas  señales  se  encuentran  hoy 
a  pocas  cuadras  al  Norte  del  Aserradero  mecánico  que 
fué  de  don  Emilio  Palacios.  Allí  esperó  formado  toda 
ese  día  y  por  la  tarde  recien  apareció  el  enemigo  en 
la  cañada,  en  donde  acampó.  Con  ese  motivo  el  Ge- 
neral patriota  replegó  su  infantería  á  la  plaza,  cuyas 
calles  principales  estaban  foseadas  y  artilladas  conve- 
nientemente, á  una  cuadra  de  la  misma,  dejando  afuera 
su  caballería. 

Ese  día  se  incorporó  al  ejército  el  contingente  de 


—  560 


Santiago  del  Estero,  que  más    valiera   que    no   hubiera 
venido  por  el  resultado  que  dio. 


El  campo  de  las  Carreras 

La  parte  Oeste  y  Sud  de  esta  ciudad  era  en  aque- 
lla época  una  planicie  limpia  y  despejada,  en  la  que 
ni  se  veía  ningún  arbusto,  ni  matorral  que  interceptara 
la  vista,  cubierta  su  superficie  de  una  yerba,  que  se 
llama  gi'ama.  Su  amplitud  en  su  parte  mas  angostíi, 
que  era  al  Poniente  de  la  ciudad,  tenía  como  tres  cuar- 
tos de  legua,  y  un  poco  mas  al  Sud,  tenía  mas  de  una 
legua  de  ancho,  de  Naciente  á  Poniente,  y  como  tres 
leguas  de  largo  de  Norte  á  Sud.  Corría  en  sentido  de 
su  longitud,  pasando  muy  próximo  á  la  ciudad,  una 
suave  ondulación  en  el  terreno  que  aun  hoy  puede  no- 
tarse en  las  quintas  de  don.  N.  Lillo,  de  don.  Augusto 
Abadie,  de  don  Augusto  Araoz  y  del  Dr.  Próspero  Gar- 
cía.— La  Cancha  de  las  Carreras  estaba  como  á  una 
cuadra  mas  ó  menos,  al  Naciente  de  esa  hondonada;  y 
que  es  precisamente  el  mismo  sitio  que  hoy  ocupan  la 
quinta  que  fué  de  don  Manuel  Anabia  y  la  de  don 
Vicente  Grallo,  y  es  también  allí  mismo  en  donde  dos 
años  mas  tarde  se  construyó  el  reducto  de  la  Ciuda- 
dela  ( 1 ). 


[*]  Con  motivo  de  que  nuestros  padres  vivieron  accidentalmente,  en 
1825,  en  la  casa  que  fué  del  general  don  Gregorio  Araoz  de  la  Madrid,  si- 
tuada sobre  el  mismo  campo  de  batalla,  que  es  la  misma  que  boy  ocupa  la 
Capilla  y  Conveizto  de  las  beatas  de  Jesús,  bemos  tenido  ocasión  en  nuestras 
correrias  de  niños  de  conocer  ese  campo  histórico  que  se  llamó  también  después 
Campo  de  Honor.  Por  ese  conocimiento  y  los  datos  que  recibimos  de 
nuestros  antepasados,  podemos  describirlos,  con  rigurosa  precisión,  por  que  has- 
ta aquella  fecha  no  habia  cambiado  de  ñsonomia.  Pero  ese  Campo,  la  Cindadela, 
y  la  casa  del  inmortal  Bel¿rano,  que  han    debido    conser\'arse    como   reliqííais 


^  561  - 

El  24  á  la  tres  de  la  mañana,  el  general  Belgra- 
no  salió  nuevamente  de  la  ciudad  y  fué  á  ocupar  el 
mismo  punto  del  día  anterior,  situación  extratégica  que 
le  facilitaba  ventajosamente  rechazar  el  ataque  que  le 
tragera  el  enemigo  por  cualquiera  de  los  dos  caminos 
teniendo  sus  espaldas  resguardadas  por  el  pueblo.  El 
General  español  que  venía  con  la  firme  persuación  de 
que  el .  ejército  patriota,  no  se  encontraba  en  Tucumán, 
creyó  entrar  ese  mismo  dia  á  estíi  ciudad,  levantó  su 
campo  al  toque  de  diana  y  emprendió  su  marcha  por 
el  camino  que  se  apartaba  á  la  derecha,  dejando  reza- 
gado, para  que  más  tarde  siga  sus  huellas,  el  convoy 
en  que  traía  su  parque,  pertrechos  de  guerra,  equipajes, 
y  los  caudales  de  la  caja  del  ejército. 

Aqui  es  ocasión  de  referir  un  incidente,  que  no  lo 

menciona  la  historia  de  Belgrauo,  y  al  que  la  tradición 

le  atribuye  una   influencia    poderosa   para  el  triunfo  de 
ese  día. 

El  oficial  tucumano  don  Gregorio  Araoz  de  la 
Madrid,  que  ese  día  estuvo  de  guardia  de  avanzada,  en 
observación  del  enemigo,  cuando  vio  que  éste  venía  por 
la  mitad  de  la  Cañada,  prendió  fuego  al  campo  ante- 
rior á  ésta.  El  voraz  elemento  luego  se  presentó  ate- 
rrante en  la  Puerta  Grande,  obstruyando  el  qamino,  y 
á  medida  que  avanzaba,  tomaba  proporciones  formida- 
bles, por  los  altos  y  espesos  pajonales,  que  dada  la  es- 
tación, estaban  muy  secos.  Este  imprevisto  accidente 
obligó  al    ejército  á  correr    tumultuosamente,  y  en  dis- 


sagradas, y  como    momimeDtos    vivos  de   una  de  las  glorias    nacionales,  para 
])erpetuarias  á  través  de  las  generaciones  venideras,  desgraciadamente  han  desa- 
parecido completamente,  hasta  el  extremo  de  que  no  quedan  ni  señales  de  sus 
vestigios. 


S6 


-     562  — 

persion  á  salvarse  en  los  montes  de  la  derecha,  que  eran 
los  mas  inmediatos,  en  donde  encontraron,  á  la  orilla 
del  monte,  el  antiguo  carril  del  Perú  que  hacía  muchos 
años  que  estaba  en  desuso,  y  que  solo  lo  transitaban 
los  vecinos  de  los  lugares  para  comunicarse  entre  si  [^J 
Por  supuesto,  que  con  esa  corrida  km  brusca  y  preci- 
pitada, todos  los  cuerpos  del  ejército  perdieron  su  or- 
den de  marcha,  continuando  como  su  dispersión  en 
una  hilera  confusa  y  desordenada,  que  abarcaba  como 
una  legua  de  extensión. 

Esta  fué,  según  la  tradición  oral,  la  verdadera  causa 
del  desvío  que  hizo  el  ejército  español,  y  no  un  movi- 
miento extratégico,  como  lo  asevera  la  historia  de  Bel- 
grano,  por  que  no  se  concibe  que  el  general  Tristan 
hubiese  intentado  tal  evolución  en  un  terreno  que  no 
conocía,  ni  tenía  la  mas  pequeña  idea  de  su  configura- 
ción. Por  otra  parte,  venía  tan  desprevenido  y  con  tal 
negligencia  que  la  mayor  parte  de  su  tropa  no  estaba 
suficientemente  amunicionada,  y  su  artillería  cargada  á 
lomo  de  muía;  y  además,  el  orden  de  marcha  que  traía 
su  ejército  lo  imposibilitaba  para  desplegar  en  batalla 
en  un  momento  dado. 

Bajo  todo  punto  de  vista,  ese  movimiento,  ó  ma- 
niobra, habría  sido  completamente  inútil,  y  sin  objeto: 
inútil,  porque  ninguna  ventaja  le  habría  reportado  hacer 
un  pequeño  desvío  para  llegar  á  un  punto,  que  lo  mis- 
mo habría  llegado  viniendo  por  el  camino  mas  corto, 
que  era  el  que  traía:  sin   objeto,  por  que   dada  la  con- 


[']  Asi  se  llamaba  el  primitivo  camino  que  venía  de  las  provincias  de 
Cuyo  á  la  primera  fundación  de  Tucumán  situada  á  una  legua  al  Sud-Oeste 
de  Monteros;  y  saliendo  de  allí  para  el  Perú  y  recorriendo  todas  las  poblacio- 
nes del  Sud,  costeaba  el  Manantial    por  el  Poniente  é  iba  por    Cebil   Redon- 


do, ele.  etc. 


—  563  — 

vicción  que  traía  de  que  el  ejército  patriota  no  estaba 
en  Tucuraán,  no  tenía  razón  de  ser  ese  movimiento. 
De  todo  esto  se  desprende  que  el  desvío  que  hizo,  fué 
forzado  por  el  incendio. 

Siguiendo  por  el  antiguo  carril  del  Perú,  lleg(5  al 
Ojo  de  Agua  del  Manantial  de  Marlopa,  situado  á  una 
y  inedia  legua  al  Oeste  de  esta  ciudad,  en  donde  le 
presentaron  un  aguatero  que  levantaba  agua  para  traer 
al  pueblo  (^).  El  general  Tristan  le  pagó  á  éste  una 
onza  de  oro  para  que  le  llevase  una  pipa  de.  agua  á  casa 
del  Padre  Jesuíta  don  Pedro  León  Villafañe  para  ba- 
ñarse ese  día  á  las  doce  (^).  Este  hecho  es  una  prueba 
más,  de  que  el  General  español  traía  la  plena  seguridad  de 
que  el  general  Belgrano  no  se  encontraba  en  Tucumán. 

Mientras  tanto  el  General  patriota,  desde  la  posi- 
ción que  ocupaba,  pudo  ver  á  la  simple  vista,  por  entre 
la  valada  de  los  árboles,  y  por  ser  más  elevado  el  ter- 
reno por  donde  iba  el  enemigo,  la  dirección  que  éste 
llevaba,  calculó  en  el  momento  el  punto  en  donde  debía 
salir,  é  inmediatamente  replegó  su  línea  y  se  trasladó 
al  campo  de  las  Carreras,  que  como  se  ha  dicho  antes 
estaba  como  á  9  ó  10  cuadras  al  Sud-Sudoeste  de 
nuestra  plaza. 

Allí  tendió  nuevamente  su  línea  de  batalla  dando 


(^)  Según  la  tradición,  en  aquella  época  no  habla  mas  que  un  aguatero 
que  se  llamaba  José  Vaquero,  y  es  á  este  á  c[nien  el  general  español  le  pagó 
la  onza  de  oro. 

De  paso  vamos  á  referir  un  hecho  curioso.  Como  en  aqueUos  tiempos 
no  habían  pipas  en  Tucunián,  ni  quien  las  haga,  este  individuo  se  hizo  una 
de  una  sola  pieza,  cortando  un  gajo  de  un  Pacará  monstruosamente  grueso  y 
ahucecándolo  por  dentro.  Este  árbol  gigantesco  y  de  una  enorme  grosura,  que 
tenía  tres  varas  de  diámetro,  ha  existido  caido  hasta  el  aflo  1835,  en  los  mon- 
tes de  la  Yerba-buena. 

(')  La  casa  del  Jesuita  Villafañe  estaba  en  la  plaza  y  era  de  altos  sobre  la 
calle  situada   en  el   mismo  sitio  en  que  hoy  está  el  Bazar  y  Joyería  del  Progreso. 


-     564  — 

el  frente  al  Poniente  sobre  la  suave  ondulación  de  que 
hemos  hablado  antes,  y  que  es  precisamente  la  misma 
línea  por  donde  hoy  corre  la  vía  férrea  Nacional. 

No  nos  detendremos  en  describir  de  la  manera 
como  estuvieron  formados  los  varios  cuerpos  del  ejército 
patriota,  porque  ya  lo  ha  hecho  la  Historia  de  Belgrano; 
sin  embargo  agregaremos  solamente,  que  la  mayor  part^ 
de  las  caballerías  tucumanas,  con  unít  base  de  un  cuerpo 
del  ejército  formaban  el  ala  derecha,  la  que  pasaba  un 
poco  al  Norte  de  los  fondos  de  la  Capilla  de  Jesús. 
La  otra  parte,  con  el  contingente  de  Santiago  del  Es- 
tero, y  también  con  otra  base  de  un  cuerpo  de  línea 
formaban  el  ala  izquierda,  que  alcanzaba  hasta  donde 
está  hoy  situada  el  Ingenio  de  don  Ja\der  Usandivaras. 
De  la  infantería  tucumana,  una  parte  concurrió  á  la  ba- 
talla y  la  otra  parte  quedó  de  guarnición  en  la  plaza, 
que  estaba  atrincherada  y  convenientemente  artillada. 
El  trayecto  que  ocupaba  la  línea  de  batalla  del  ejército 
patriota,  según  referencias  de  la  tradición,  abarcaba  la 
distancia  de  seis  cuadras,  más  ó  menos. 

A  todo  esto,  el  ejército  éspafiol,  continuando  su 
marcha  desde  el  Ojo  de  Agua  para  el  8nd,  por  el  mis- 
mo camino  que  había  traído,  costeaba  la  margen  dere- 
cha del  Manantial  de  Marlopa,  en  un  trayecto  de  media 
legua,  hasta  la  altura  del  puente  de  dicho  Manantial, 
en  donde  dejando  el  camino  á  la  derecha,  dobló  al  Na- 
ciente para  pasar  el  puente,  desde  donde  se  dirigió  á  la 
ciudad  con  rumbo  Est^-Nord-Este  (^). 


(*)  La  tradición  oral  dice  que  la  marcha  del  ejército  español  desde  el  Ojo 
de  Agiia  fué  por  la  margen  izquierda  del  Manantial.  Esta  divergencia  con  el 
texto  no  tiene  importancia  alguna  por  que  las  dos  proyecciones  convergen  á 
un  mismo  punto.  Sin  embargo  nosotros  somos  de  sentir  que  la  marcha  fué 
por  la  margen  derecha,  por  que  apareció  pc3r  el  camino  del  Puente. 


-  565  — 

El  terreno  que  mediaba  entre  el  puente  y  los  ejidos 
de  la  ciudad,  era  llano  y  parejo  y  estaba  su  superficie 
salpicada  de  tuscas,  arbusto  bajo,  y  espinoso  que  pro- 
duce el  aroma,  que  sin  ser  un  monte,  interceptaba  la 
vista  por  lo  que  solo  podía  distinguirse  las  cúpulas  de 
las  torres  de  las  iglesias  del  pueblo.  El  camino  atra- 
vezaba  esos  tuscales. 


La  Batalla 

Serían  las  nueve  ó  diez  de  la  mañana  del  día  24: 
el  cielo  estaba  limpio  y  despejado,  y  el  sol  irradiaba 
con  toda  la  intensidad  de  su  fulgor,  lo  que  anunciaba 
un  día  caluroso,  sin  embargo,  allá,  en  el  horizonte  del 
Sud,  se  distinguía  una  mancha  parda,  que  presagiaba 
una  tempestad,  ó  por  lo  menos,  un  huracán.  A  esa 
hora  apareció  al  Poniente  por  el  camino  que  venía  del 
•  puente,  la  c^ibeza  de  la  columna  del  ejercito  enemigo, 
que  entraba  en  el  campo  que  antes  hemos  descripto, 
por  el  punto  que  hoy  es  la  Quinta  Normal.  T^a  sor- 
presa y  la  estupefacción  que  produjo  en  el  enemigo  al 
encontrarse  en  presencia  del  ejército  patriota,  formado 
en  batalla,  es  indescriptible,  y  es  más  fácil  concebirla 
que  explicarla. 

Por  el  momento  quedaron  petrificados,  sobrecoji- 
dos  de  asombro  y  espanto,  sin  acabar  de  persuadirse 
de  lo  que  veían.  Sobre  el  primer  grupo  se  iban  aglo- 
merando los  que  venían  llegando  formándose  así  una 
masa  informe  y  confusa.  Parece  que  el  general  Tris- 
tón venía  á  la  cabeza  de  la  columna,  porque  luego  se 
vio  á  varios  oficiales  partir  de  allí  á  todo  es(*apo  para 
atrás,  sin  duda  á  apurar  la  marcha  de  todo  el  ejército. 


—  566  — 

En  medio  de  ese  aturdimiento  y  confusión,  que 
por  lo  general  se  produce  en  todas  las  sorpresas,  todo 
se  hacía  precipitada  y  desordenadamente.  Los  unos 
procuraban  formar  la  tropa  en  batalla;  otros  se  ocupa- 
ban en  descargar  de  las  muías  los  cajones  de  munición 
y  la  artillería,  otros  en  abrir  los  cajones,  y  en  repartir 
á  la  línea  las  municiones;  algunos  en  montar  la  arti- 
llería y  todo  su  tren, — los  soldados  que  venían  de  mar- 
cha y  llegfiban  corriendo  á  entrar  en  línea,  los  gritos 
de  los  jefes  y  oficiales;  las  muías  y  caballos  que  se 
dispersaban  asustados: — era  todo  aquello  un  maremag- 
num  de  hombres  y  de  cosas  que  aumentaba  la  confu- 
sión y  el  aturdimiento.  Si  el  general  Belgrano  en 
esos  momentos  les  hubiese  llevado  el  ataque,  habría  to- 
mado prisionero  á  todo  el  ejército  enemigo. 

Sin  embargo,  á  pesar  de  todos  los  inconvenientes 
el  General  español  alcanzó  á  formar  en  línea  dos  ba- 
tallones de  infantería,  que  servían  al  mismo  tiempo  de 
núcleo  para  la  incorporación  de  los  rezagados.  La  ca- 
ballería cubría  sus  flancos.  No  tuvieron  tiempo  pai-a 
montar  sus  artillerías,  y  las  dos  piezas  que  alcanzaron 
á  armarlas  no  entraron  en  acción. 

Cuando  estuvieron  así,  medio  preparados,  el  ejér- 
cito argentino  los  saludó  con  una  granada,  lo  que  pro- 
dujo en  las  filas  enemigas  un  espantoso  estmgo,  tanto 
en  lo  material  como  en  lo  moral.  La  artillería  pa- 
triota que  se  cubrió  de  gloria  ese  día,  empezó  á  jugar 
su  rol  con  tanto  acierto,  que  á  cada  disparo  de  cañón 
se  veía  oscilar  la  línea  con  síntomas  de  dasbande.  El 
jefe  de  la  infantería  enemiga,  desesperado  por  las  tre- 
mendas bajas  que  hacía  nuestra  artillería,  avanzó,  sin 
tener  orden  de  su  General,  su  línea  sobre  la  nuestra  y 


--  567  -- 

rompió  un   fuego    muy  nutrido    que  era  apagado   por 
nuestra  metralla. 

El  general  Belgrano  que  estaba  á  retaguardia  ocu- 
pando el  centro  de  la  línea,  ordenó  al  teniente  coronel 
don  Juan  Ramón  Balcai'ce,  que  mandaba  la  caballería 
de  la  ala  derecha,  que  atacase  de  frente,  y  al  mismo 
tiempo  ordenó,  que  nuestra  infantería,  protegida  de  una 
fracción  de  la  reserva,  cargase  á  la  bayoneta.  Como 
era  natural,  el  movimiento  de  la  caballería  fué  más 
rápido,  y  su  empuje  fué  fcín  terrible  que  no  solamente 
arrolló  al  enemigo  de  su  posición,  sino  que  este  en  su 
precipitada  fuga  echó  por  delante  al  mismo  general 
Tristán  y  á  la  columna  de  los  que  aún  venian  en  mar- 
cha. La  infantería  enemiga  al  ver  la  derrota  de  su 
costado  izquierdo,  no  resistió  al  empuje  de  la  de  los 
patriotas:  también  huyó  precipitadamente. 

En  momentos  tan  azarosos  pai*a  los  españoles  vi- 
no á  empeorar  su  angustiosa  situación  un  terrible  hu- 
racán. El  ruido  horrísono  que  hacía  el  viento  en  los 
bosques  de  la  sierra  y  en  los  montes  y  árboles  inme- 
diatos, la  densa  nube  de  polvo  y  una  inmensa  manga 
de  langosta  que  arrastraba,  cubriendo  él  cielo  y  oscu- 
reciendo el  día,  daban  á  la  escena  un  aspecto  terrí- 
fico. 

El  general  Belgrano,  después  de  haber  ordenado 
esos  dos  ataques,  se  diríjió  á  todo  galope  á  su  costado 
izquierdo  á  dirijir  personalmente  la  carga  y  á  animar 
con  su  presencia  á  la  tropa;  pero  el  enemigo  se  le  an- 
ticipó á  este  movimiento  trayéndosela  él,  y  á  la  sola 
amenaza  del  ataque,  la  división  santiagueña  se  desban- 
dó cobardemente  en  dirección  al  Sud,  envolviendo  en 
su  fuga,  no  solamente  á  toda  la  línea  de   ese    costado 


-  568  — 

sino  que  también  arrebató  al  misino  General,  que  en 
esos  momentos  llegaba,  llevando  en  confuso  torbellino, 
por  más  esfuerzos  que  hacía  para  separarse  de  ese  olea- 
je de  gente  que  lo  hacía  correr  contra  su  voluntad,  no 
pudo  desembarazarse  hasta  una  y  media  ó  dos  leguas. 
El  enemigo  no  persiguió  á  los  patriotas,  ya  sea  por- 
que imestra  artillería  con  sus  metrallas  y  balas  razas 
le  desorganizaba  sus  columnas  ó  ya  sea  porque  viendo 
que  toda  la  línea  española  astaba  desecha  en  completa 
derrota  y  dispersión,  volvió  sobre  sus  pasos,  y  siguió 
el  movimiento  de  los  suyos;  ya  sea  para  contener  la 
dispersión  ó  buscar  á  su  General. 

La  caballería  patriota  de  la  derecha,  que  en  su 
empuje  había  ido  hasta  la  retaguardia  del  enemigo  lan- 
ceando, no  solamente  á  los  fugitivos  sino  también  á 
una  masa  de  gente  (|ue  no  había  entrado  en  batalla, 
persiguiéndola  hasta  la  distancia  de  media  legua  hacia 
el  Poniente.  En  esta,  persecución  nuestros  gauchos  se 
entusiasmaron,  inducidos  por  el  sebo  del  saqueo  de  los 
ricos  equipajes  de  los  jefes  y  oficiales. 

Al  regresar  el  Coronel  Balcarce  al  campo  de  ba- 
talla después  de  haber  triunfado  del  enemigo  que  tuvo 
al  frente  y  dispersado  también  el  que  estuvo  á  reta- 
guardia, vio  que  el  ala  izquierda  de  los  patriotas  había 
sido  derrotada  y  que  la  derecha  del  enemigo  que  la  ha- 
bía vencido  se  dirigia  al  Poniente,  hacia  donde  él  esta- 
ba, no  creyó  prudente  atacarla,  pues  aunque  iba  un  po- 
co desoi'ganizada,  era  superior  á  la  fuerza  de  línea  que 
mandaba,  por  que  nuestra  caballería  gaucha  estaba  espar- 
cida en  el  campo,  entretenida  en  el  saqueo.  Mandó 
tocar  á  reunión  y  medio  en  dispersión  emprendió  su 
retirada  al  Sud  buscando  la  incorporación  de  la  izquier- 


—  569  — 

cIh,  y  como  á  una  y  media  ó  dos  legua;^,  vióse  un  gru- 
po de  gente,  se  dirigió  al  él,  en  donde  encontró  al  ge- 
neral Belgrano  á  quien  saludó  vivando  á  la  patria  y 
felicitándolo  por  el  triunfo  obtenido.  Asi  es  como  vi- 
nieron á  reunirse  en  un  mismo  punto,  distante  como 
dos  leguas,  del  campo  de  batalla,  los  dos  extremos  de 
la  línea  de  los  patriotas,  el  uno  vencedor  y  el  otro  ven- 
cido; y  así  es  también  como  se  explica  la  presencia  del 
general  Belgrano  en  ese  lugar,  en  circunstancias  que 
aun  no  se  había  terminado  la  batalla.  Sin  creer  en  el 
triunfo,  que  se  le  anunciaba,  puesto  que  su  presencia 
allí  era  consecuencia  de  su  denota,  se  ocupó  en  hacer 
reunir  los  dispersos,  que  cubrían  en  todas  direcciones 
el  campo  del  Rincón. 

Por  su  parte,  el  general  Tristan  hacía  los  mismos 
esfuerzos,  para  reorganizar  su  ejército  sobre  el  Manan- 
tial de  Marlopa,  que  por  suerte  le  había  servido  de 
barrera  para  contener  el  desbande  de  su  ejército,  que? 
de  otra  manera  hubiera  sido  muy  desastroso,  y  bajo  la 
base  de  la  columna  que  se  salvó  intacta  en  la  batalla, 
hizo  su  reorganización. 

A  todo  esto  la  infantma  patriota  quedó  dueña  del 
campo  de  batalla;  pero  sin  caballería  y  sin  su  General 
por  lo  que  se  encargó  del  mando  el  coronel  Eus- 
taquio Diaz  Velez,  y  formando  luego  un  consejo  de 
guerra  verbal,  se  dispuso  replegarse  á  la  plaza  para  no 
comprometer  las  ventajas  obtenidas  en  ese  dy<\;  y  teniendo 
también  en  vista  de  que  el  enemigo  reaccionaba  á  una 
legua  al  Poniente,  sobre  el  manantial  de  Marlopa,  se 
apresuraron  á  ejecutar  esta  operación.  Al  efecto  recogie- 
ron todos  su  heridos;  todo  al  armamento,  de  que  estaba 
cubierto  el  campo  de  batalla,  con  seis  ó  siete  piezas  de 


—  570  -- 

artillería,  de  las  cuales  solo  dos  estaban  montadas,  y 
las  demás,  á  medio  armarlas;  y  colocando  á  vanguardia 
mas  de  400  prisioneros,  con  las  banderas,  estandarte  y 
cajas  de  guen'a  tomadas  al  enemigo,  emprendieron  la 
marcha  en  buen  orden,  sin  que  nadie  los  molestase. 

Tres  horas  mas  tarde,  el  ejército  español,  aunque 
disminuido  en  mas  de  una  tercera  parte,  siempre  era 
superior  al  de  los  patriotas,  volvió  sobre  el  campo  de 
batalla,  en  donde  no  encontró  más  que  los  cadáveres 
de  sus  soldados,  y  continuando  su  marcha  sobre  la  ciu- 
dad, vino  á  situarse  en  las  goteras  de  esta;  en  el  punto 
que  hoy  ocupa  la  4''  manzana  y  parte  de  la  S""  del  Po- 
niente de  la  calle  de  «Chacabuco»,  que  en  aquellos 
tiempos  era  campo. 

Veamos  ahora  lo  que  sucedió  en  el  convoy  y  ba- 
gaje del  ejército  español.  Lo  dejamos  en  la  cañada  de 
los  Nogales  en  disposición  de  continuar  su  marcha  en 
pos  de  este;  pero  luego  los  conductores  se  apercibieron 
del  incendio,  el  que,  con  el  viento  de  ese  dia,  había  to- 
mado proporciones  at<errantes,  lo  que  los  obligó  a  to- 
mar á  toda  prisa  el  camino  del  Alto,  para  salvarse  en 
el  monte.  Continuando  después  lentamente  por  ese  ca- 
mino, y  haciendo  paradas  á  cada  instante  con  el  objeto 
de  esperar  que  pasara  alguna  persona  que  les  diera  no- 
ticias del  ejército,  lo  -  que  no  consiguieron  en  todo  el 
día.  Como  yá  declinaba  el  día  y  creyendo  que  el  ge- 
neral Tristan  estuviera  en  posición  de  la  ciudad,  entra- 
ban por  la  tarde  por  la  calle  del  Cabildo  fhoy  25  de 
Mayoj.  Pero  á  poco  andar  fueron  vistos  por  la  guar- 
nición del  cantón  que  estaba  en  esta  calle,  á  una  cuadra 
de  la  plaza;  y  llamándoles  la  atención  esta  tropa  de 
muías  cargadas  y  carretas    que  entraban    confiadamente 


—  571  — 

en  circunstancias  tan  anormales,  salió  un  piquete  de  25 
ó  30  hombre^  á  reconocerlas.  A  todo  esto,  ni  los  con- 
ductores, ni  la  escolta  del  convoy  ne  apercibían  de  su 
error  hasta  que  el  oficial  que  mandaba  el  piquete,  en 
actitud  amenazante,  mandó  echar  pié  á  tierra  á  todo  el 
mundo,  y  á  los  remisos  los  bajaba  á  culatazos,  enton- 
ces recien  se  dieron  cuenta  que  estaban  en  poder  de 
los  patriotas.  En  el  barullo  y  la  algazara  y  aturdimien- 
to que  les  produjo  esta  sorpresa,  no  atendieron  á  las 
cargas,  por  lo  que  algunas  muías  cargadas  de  plata  se 
dispararon  por  las  calles,  las  que  fueron  aprovechadas 
por  algunos  vecinos  [^]. 

De  esa  manera  inesperada,  vino  á  caer  en  poder 
de  los  patriotas  todo  el  parque,  pertrechos  de  guerra, 
equipajes  y  dinero  del  ejército  español. 

Esta  importantísima  presa  para  los  patriotas,  que 
equivalía  á  desarmar  al  enemigo,  produjo,  como  era 
natural,  tanto  en  el  pueblo  como  en  el  ejército,  una 
inmensa  alegría,  con  cuyo  motivo  se  echaron  á  vuelo 
todas  las  campanas  de  los  cuatro  templos  de  la  ciudad 
El  general  Tristán  que  estaba  posesionado  en  el  punto 
que  antes  hemos  indicado,  oyendo  los  repiques  se  per- 
día en  congeturas,  sin  atinar  con  la  causa  de  tanta 
alegría  de  los  de  la  plaza,  y  en  su  confusión,  no  en- 
contraba otro  motivo  que  el  descalabro  que  él  había 
sufrido  ese  día,  lo  que  lastimaba  mucho  su  orgullo  y 
amor  propio,  por  lo  que,  en  seguida  intimó  rendición 
á  los  patriotas,  quienes  le  contestaron  con  la  arrogancia 
y  provocación  que  refiere  la  Historia  de  Belgrano. 


O  La  tradición  designaba  con  sus  nombres  propios  á  los  ciudadanos 
que  tuvieron  esa  suerte  inesperada;  pero  nosotros  escusanios  de  repetirlos  aqui, 
por  no  herir  las  suceptibilidades  de  las  familias  descendientes   de  aquellos. 


; 


^ 


—  572  - 

Mientras  tantos,  los  jefes  de  la  plaza  íngnoraban 
coüipletíimeute  de  lo  que  le  habría  sucedido  á  su  Ge- 
neral, ni  este  sabía  nada  de  la  suerte  que  los  aconte- 
cimientos del  día  le  habían  separado  á  su  infantería. 
Sin  embargo,  el  general  Belgrano  había  reunido  como 
500  hombres  de  sus  dispersos  y  acampó  para  pernoc- 
tar, según  la  tradición,  en  Santa  Bárbara,  sabré  el  paso 
del  rio  Salí  del  camino  real  que  iba  á  Santiago  del 
Estero;  y  según  la  Historia  de  Belgrano,  en  el  Rincón, 
sobre  el  paso  del  Manantial  en  el  camino  que  iba  á 
los  Departamentos  del  Sud  de  la  Provincia  [^]. 

Ksa  noche,  como  á  las  nueve,  se  presentó  en  la 
trinchera  de  la  calle  dé  la  Matriz  (hoy  Congreso)  el 
capitán  don  José  M*.  Paz  enviado  por  el  general 
Belgrano  á  averiguar  si  la  guarnición  de  la  plaza  se 
sostenía  aún  y  á  tomar  noticias  de  lo  que  había  suce- 
dido á  la  infantería.  Después  de  ser  reconocido,  se  le 
puso  al  foso  de  la  trinchera  unos  tablones  de  puente 
para  que  pasara  su  caballo,  y  habiendo  conferenciado 
con  los  jefes  de  la  plaza,  de  quienes  recibió  todos  los 
datos  ocurridos  ese  día,  y  de  la  decisión  y  entusiasmo 
de  que  estaba  animado  el  pueblo  y  la  tropa,  regresó 
inmediatamente.  Mientras  tanto,  el  general  Belgrano 
que  estaba  sumamente  abatido,  se  paseaba  de  un  punto 
á  otro  con  agitación  febril,  esperando  con  ansiedad  la 
vuelta  del  oficial  Paz,  que  á  su  juicio  ya  tiu-daba  mu- 
cho y  temía  que  hubiera  sido  tomado  por  el    enemigo, 


[^]  Estas  dos  versiones  contradictorias,  tampoco  tienen  importancia  alguna 
puesto  que  los  dos  puntos  están  muy  inmediatos  entre  si,  el  primero  queda 
al  Naciente  del  segundo  á  distancia  como  de  ''/^  de  legua;  pero,  á  juzgar  por 
las  circunstancias,  se  debe  creer  que  fué  en  el  primero,  porque  ese  era  el  ca- 
mino que  debía  tomar  en  caso  de  un  desastre. 


—  573  — 

lio  obstante  de  haber  venido  acompañado  de    un    buen 
baqueano  y  por  caminos  excusados. 

Como  á  las  4  horas  despu(^s,  regreso  este  lleván- 
dole las  importantes  noticias  que  ya  conocemos.  I^a 
transición  que  se  operó  instantáneamente  en  el  ánimo 
del  General,  fué  muy  marcada.  De  la  postración  y  aba- 
timiento en  que  se  encontraba,  pasó  rápidamente  á  la 
alegiía  y  al  contento;  y  según  lo  asevera  la  tradición, 
el  general  Belgrano,  que,  aunque  hacían  varifts  noches 
que  dormía  poco, .  por  el  cúmulo  de  atenciones  que  te- 
nia, esa  noche  tampoco  pudo  dormir,  debido  á  una 
fiebre  nerviosa  que  le  producía  insomnio,  ocasionada 
por  los  acontecimientos  de  ese  día,  y  más  que  todo 
por  la  fuerte  sensación  que  acababa  de  recibir  con  las 
noticias  importantes  trasmitidas  por  el  capitán  Paz.  A 
su  juicio  la  patria  se  había  salvado,  y  el  ejército  ar- 
gentino iba  á  cubrirse  de  una  inmensa  gloria  por  el 
triunfo  completo,  que  no  debía  tardar.  El  ejército  ene- 
migo quedó  reducido  á  la  impotencia  hasta  el  extremo 
de  no  poder  proporcionarse  los  recursos  necesarios  para 
su  subsistencia,  por  lo  mal  monta,da  que  estaba  su  ca- 
ballería dada  la  flacura  de  sus  caballos.  Con  estos 
antecedentes,  que  se  los  dieron  los  prisioneros,  y  las 
noticias  que  llevó  el  capitán  Paz,  el  enemigo  estaba 
vencido,  y  por  consiguiente  no  podía  permanecer  mu- 
chas horas  delante  de  la  ciudad. 

Esa  misma  noche,  los  jefes  de  la  plaza  usaron  de 
un  ardid  que  les  dio  un  maravilloso  resultado.  Fin- 
gieron una  correspondencia  dirijida  al  general  Belgrano 
desde  Santiago  del  Estero,  suscrita  por  un  jefe  de 
Buenos  Aires  (cuyo  nombre  no  recordamos)  en  la  que 
le  decía  más  ó  menos  lo    siguiente:     Que    de    manera 


—  574  — 

alguna  se  comprometiera  en  una  batalla,  ha^ta  que 
él  se  le  reuniera^  que,  á  más  tardar,  sería  dentro  de 
dos  días;  que  traía  dos  batallones  de  infantería  y 
dos  reffimieiitos  de  caballearía  (los  nombraba)  y  qve 
le  aprontase  algún  caballada  para  remontar  su  ca- 
balleHa,  porque  con  las  marchas  forzadas  que  venía 
haciendo  se  le  había  inutilizado  mucha  parte  (*). 
Hecha  esta  nota  tomaron  un  paisano  muy  avisado,  y 
valiente,  JL  quien  enseñaron  lo  que  tenía  que  hacer,  y 
el  papel  que  debía  representíir  ante  el  General  español 
Al  siguiente  día  muy  temprano'  salía  nuestro  hombre 
la  ciudad  con  dirección  á  la  otra  banda  del  rio  Salí, 
en  donde  haciendo  correr  su  caballo  largas  distancias 
liasta  fatigarlo  y  hacerlo  sudar  mucho,  se  dirigió  al 
campo  del  ejército  enemigo  y  penetró  en  él  pr^untan- 
do  por  el  general  Belgrano.  El  oficial  que  lo  recibió 
le  ordenó  que  se  bajase  para  llevarlo  ante  la  persona 
que  buscaba,  lo  que  le  hizo  inniediatameíite;  pero  lue- 
go se  detuvo  muy  sorprendido  y  asustado,  y  quiso 
volver  á  tomar  su  caballo  para  huir,  entonces  lo  toma- 
ron preso  y  lo  llevaron  ante  el  general  Tristán,  quien 
no  dándole  importancia  á  la  equivocación  del  gaucho, 
le  interrogó  sin  embargo,  de  donde  venía  y  con  que 
objeto  buscaba  al  general  Belgrano.  Este  contestó  con 
toda  la  timidez  y  encogimiento  de  un  culpable,  que  ve- 
nía de  Santiago  del  Estero,  mandado  por  el  general 
tal,  trayendo  una  carta  para  el  general  Belgrano. 

Al  oir  esto  el  General  español  tomó   mayor  inte- 
rés en   el  asunto  y  le  hizo  otras  preguntas,  á   las   cua- 


{})  De  los  batalloDes  que  se  nombraban  en  la  nota,  solo  recordamos  uno 
que  era  número  11,  y  creemos  también  que  nombraba  el  2"  ó  3er.  terrio  de 
Patricios. 


—  575  — 

les  contestaba  según  sus  instrucciones;  y  á  pesar  de 
sus  protestas  de  que  lo  habían  obligado  á  venir,  se 
lo  registró  en  su  cuerpo,  en  su  ropa  y  montura;  y  no 
encontrándole  más  que  la  correspondencia,  que  61  mis- 
mo había  denunciado  se  le  puso  preso  Q). 

Esta  comunicación  que  la  casualidad  había  puesto 
en  sus  manos,  vino  á  empeorar  la  ya  angustiosa  si- 
tuación en  que  se  encontraba  el  General  español.  Efec- 
tivamente, su  posición  era  sumamente  difícil  é  insoste- 
nible: su  ejército  estaba  disminuido  en  más  de  una 
tercera  parte,  entre  muertos,  heridos,  prisioneros  y  dis- 
persos, y  el  resto  que  le  quedaba  estaba  desmoralizado 
por  el  suceso  del  día  anterior:  su  caballería,  también 
reducida  á  la  mitad,  estaba  muy  mal  montada  por  la 
flacura  de  sus  caballos,  y  por  consiguiente  imposibili- 
tada de  prestarle  servicio  alguno;  mucho  más,  cuando 
ya  se  había  hecho  sentir  el  general  Belgrano  con  ima 
división  de  caballería  de  más  de  600  hombres,  la  que 
por  momentos  debia  engrosarse  con  menos  resfuerzos 
de  la  campaña.  Bu  parque  y  pertrechos  de  guerra  con 
la  baja  militar  del  ejército,  había  caído  en  poder  de 
los  patriotas: — y  á  todo  esto  se  agregaba  la  infausta 
noticia  que  acababa  de  recibir  de  que  al  dia  siguiente 
tendría  encima  otro  ejércitx),  que  unido  á  los  de  la  plaza 
y  á  las  caballerías,  que  ya  principiaban  á  actuar  sobre 


{})  Este  hecho  se  lo  oímos  refeiir  en  1834  á  un  coronel  Fernandez,  bo- 
liviano, que  había  sido  muy  prestigioso  entre  les  indígenas  del  Alto  Perú,  que 
se  sublevaron  contra  las  autoridades  del  Rey,  y  á  favor  del  ejército  argentino, 
y  bajo  la  denominación  de  repuhliqíietas  hostilizaron  tenazmente  al  ejército 
español,  hasta  que  en  los  desgraciados  combates  de  Irupana  y  Condorchinoca 
sucumbieron  todas  esas  insurrecciones,  para  retoñar  más  tarde  con  mayor  \i' 
gor.  Este  prestigioso  jefe  se  acogió  en  el  ejército  argentino,  y  allí  contrajo 
intima  amistad  con  el  coronel  Manuel  Borrego,  á  quien  acompañó  en  todas  las 
visicitudes  de  su  agitada  vida,  hasta  su  trágico  lin  en  Navarro. 


■-576  — 

él,  le  traerían  la  ruina  y  perdida  total  de  su  ejá'cko 
de  una  uianera  inevitable.  No  íe  quedaba  más  recur- 
sos que  una  retirada  sin  p(?rdida  de  tiempo.  Así  fué 
que  á  las  12  de  esa  misma  noche  emprendió  su  mar- 
cha ó  más  bien  dicho,  su    fuga. 

Ese  mismo  día  el  general  Tristan  le  dirigió  una 
carta  amistosa  al  general  Belgrano,  cuya  introdución 
era  la  siguiente:  a  Mi  querido  Manuel:  ¿  Quien  nos  ha- 
bría dicho,  cuando  estudiábamos  en  Salamanca,  que  co- 
rridos los  tiempos,  habíamos  de  ser  militares,  mandar 
ejércitos,  ser  enemigos,  y  batirnos?  —  ¡Vicisitudes  de  la 
vida!!))  No  recordamos  si  le  pedíí^  ó  le  mandaba  un 
cajón  de  cigarros  habanos  [^]. 

Asi  terminó  esta  memorable  jornada,  cuyo  resul- 
tado fué  debido,*  en  su  mayor  parte  á  un  cumulo  de 
hechos  providenciales,  y  no  á  combhiaciones  militares, 
por  lo  que  el  pueblo  lo  atribuyó  á  milagro  de  la  Vir- 
gen de  Mercedes  por  que  tuvo  lugar  en  el  dia  de  su 
festividad. 

Esta  batalla,  aunque  como  un  hecho  de  armas  no 
tiene  gran  importancia,  fué  sin  embargo  la  mas  tra^scren- 
dental  para  la  causa  de  la  independencia,  por  su  in- 
fluencia, no  solamente  en  los  destinos  de  la  Repúbh'ca 
Argentina,  á  los  que  fijó  sus  rumbos,  sino  también  en 
los  de  medio  continente  Sud-Americano.  Es  indudable 
que  ella  salvó  la  revolución  de  Mayo  que  en  esos  mo- 
mentos pasaba  por  circunstancias  muy  críticas  y  azaro- 
sas, por  que  según  se  sabe,  se  trataba  secretamente  en- 
tre el  Príncipe  Rejente  del  Brasil  y  el  directorio  de 
Buenos  Aires,  de  traer  de  Reina  de  la  Argentina  á  la 


[']   Este  hecho  nos  lo  refirió  clon  Ilermeiiejildo  Rodrigue/. 


—  577  — 

Princesa    Carlota,    hermana  de  aquel,   cuyo  inicuo  plan 
fué  desbaratado  por  el  triunfo  de  Tucumán. 

Se  aseguraba  también  que  para  salvar  de  su  com- 
promiso contraído  con  el  Rojente  del  Brasil,  se  hizo  en 
Buenos  Aires  un  simulacro  de  revolución,  para  derro- 
car al  Directorio  que  lo  había  contraído,  lo  que  tuvo 
lugar  el  8  de  octubre,  tres  días  después  de  haberse  te- 
nido la  noticia  del    triunfo  del    campo  de  las  Carreras. 

De  manera  que  se  puede  decir  con  verdad,  que 
la  batalla  de  Tucumán  y  la  del  campo  de  Castañares 
en  Salta,  que  fué  el  complementó  de  aquella,  son  la 
base  de  todas  nuestras  grandes  glorias  nacionales,  por- 
que sin  ellas  no  habrían  tenido  lugar  la  expediciones 
sobre  Montevideo,  Chile,  Alto  y  Bajo  Perú  y  Quito,  en 
las  cuales  el  cañón  argentino  ha  tronado  en  cien  bata- 
llas para  dar  libertad  é  independencia  á  pueblos  esclavi- 
zados durante  tres  siglos. 

En  presencia  de  estos  hechos,  es  forzoso  convenir 
con  el  general  Mitre  en  que  la  batalla  del  24  septiem- 
bre de  1812  en  Tucumán  salvó  la  revolución  argentina, 
y  con  ella  si  no  salvó  también  los  destinos  de  la  Amé- 
rica del  Sud,  por  lo  menos  preparó  y  contribuyó  po- 
derosamente al  triunfo  definitivo  de  su  independencia. 

Pero  por  una  aberración  inconcebible,  estas  dos  ba- 
tallas que  por  la  magnitud  de  sus  consecuencias  y  por 
la  grandiosidad  de  sus  resultados,  deberían  ocupar  el 
primer  término  en  el  calendario  de  nuestras  glorias  na- 
cionales y  celebrarse  á  la  par  del  25  de  Mayo  en  to- 
da la  República,  desgraciadamente  no  sucede  así,  sino 
que  solo  en  Tucumán  y  Salta  se  festejan  los  aniversa- 
rios de  esos  inmortales  acontecimientos. 

Marcelino  de  la  Rosa 

TiicuiuáD,  octubre  de  1890. 

37 


578  — 


Carta  del  general  Alvarado  á  que  se 
refiere  la  nota  de  la  página  354 


Salta,  febrero  6  de  1869. 

Señora  Teresa  V,  de  Araoz. 

Señora  de  mi  particular  estimación. 

En  posesión  de  la  apreciable  carta  de  V.  fechada  en  Tuca- 
mán  á  i¿6  de  enero  anterior,  en  que  se  sirve  V.  solicitar  mi  tes- 
timonio respecto  al  patriotismo  y  servicios  prestados  en  la  Inde- 
pendencia por  su  respetable  padre  el  señor  Bernabé  Araoz,  como 
á  uno  de  los  pocos  que  sobreviven  de  aquella  época  de  sacrificios 
heroicos  y  que  circunstancias  especiales  me  pusieron  al  alcance 
de  conocer  los  que  en  el  año  doce  se  pusieron  en  práctica  en  la 
defensa  de  esa  ciudad,  me  congratulo  de  que  haya  llegado  esa 
oportunidad,  para  expresar  lo  siguiente: 

Me  encontraba  eu  Tocuraán  á  fines  de  agosto  del  referido 
año  doce,  cuando  se  recibió  la  noticia  de  la  retirada  del  ejército 
que  mandaba  el  general  Belgrano,  perseguido  y  molestado  de 
cerca  por  el  de  los  realistas  4  las  órdenes  del  general  Pío  Tris- 
tan.  El  abandono  que  habían  hecho  de  Jujul  y  Salta  envolvía  la 
convicción  de  la  superioridad  de  las  fuerzas  realistas,  de  la  debi- 
lidad de  los  Independientes,  y  lo  que  .era  más  afligente,  se  desco- 
nocía el  punto  hasta  donde  podría  ausentarse  nuestro  pequeño 
ejército,  que  bien  podía  tenerse  fuera  hasta  las  márgenes  del 
Plata. 

En  tan  melancólica  espectativa,  llegó  del  ejército  el  teniente 
coronel  de  Húsares^  Juan  Ramón  Balcarce,  desprendido  del  ejér- 
cito en  comisión,  de  la  fuerza  del  general  Belgrano 

La  primera  y  única  disposición  que  dictó  el  comisionado,  fué 
la  de  que  todos  presentaran  las  armas  que  tuviesen,  como  se  veri- 
ficó, con  las  escopetas,  sables,  pistolas  y  hasta  espadines  de  loa^ 
cabildantes,  de  lo  que  se  apoderó  el  .señor  Balcarce,  sin  más  es- 
cepción  que  mi  sable  y  pistolas,  que  como  oficial  me  fueron  de- 
vueltas. 


—  579  — 

Semejante  medida  exalta  los  ¿nimos  de  los  patriotas  tiicu- 
manos  y  muy  noblemente  el  del  señor  Bernabé,  padre  de  Vd.  en 
cuya  casa  se  practicó  una  reunión  de  vecinos  y  se  acordó  por 
unanimidad  nombrar  una  comisión  cerca  del  comandante  Balcarce, 
para  manifestarle  el  disgusto  que  sentía  el  pueblo,  por  la  medida 
que  tomaba,  de  desarmarle  ó  inutilizarle  así  los  esfuerzos  genero- 
sos que  ofrecieran,  si  el  ejército  se  resolvía  ayudarlos  én  su 
defensa. 

Confusamente  recuerdo  que  la  comisión  nombrada  en  la  reu- 
nión de  vecinos,  fué  compuesta  por  el  infortunado  padre  de  Vd.,  por 
el  doctor  Pedro  Miguel  Araoz  y  por  mi  que  vivamente  secundaba 
el  movimiento  de  defendernos. 

Pidió  el  señor  Balcarce  mil  hombres  montados  y  una  suma 
de  dinero  y  el  señor  don  Bernabé,  contestó  que  en  lugar  de  mil 
hombres,  serían  dos  mil  lo  que  ofrecía  y  en  cuanto  á  la  suma  de 
dinero  dijo,  que  sería  llenada  inmediatamente. 

El  patriotismo  tan  puro  como  heroico  del  padre  de  Vd.,  su 
bien  merecida  influencia  en  su  Provincia  y  los  medios  que  nunca 
economizó  en  defensa  de  la  patria,  le  dieron  títulos  de  honor  que 
ojalá  hubieran  sabido  apreciarse,  ¡mas  la  revolución  todo  lo  pertur- 
ba y  confunde!. 


Rudecindo  Alrarado, 


580  — 


Batalla  de  Tucumán 


PRIMER    PART£ 

Excmo.  Señor : 

La  patria  puede  gloriarse  de  la  completa  victoria  que  ha» 
obtenido  sus  ai'inas  el  24  del  corriente,  día  de  Nuestra  Senor& 
de  las  Mercedes,  bajo  cuya  protección  nos  pusimos :  7  cañones^ 
8  banderas,  y  un  estandarte  :  50  oficiales,  4  capellanes,  2  curas, 
600  prisioneros,  40O  muertos,  las  municiones  de  cañón  y  de  ftisil^ 
todos  los  bagages,  y  aun  la  mayor  parte  de  sus  equipages,  son 
el  resultado  de  ella.  Desde  el  liltimo  individuo  del  ejército,  has- 
ta el  de  mayor  graduación  se  han  comportado  con  el  mayor 
honor  y  valor.  Al  enemigo  le  hé  mandado  perseguir,  pues  con 
sus  restos  vá  en  precipitada  ñiga  ;  daré  á  V.  E.  un  parte  por 
menor,  luego  que  las  circunstancias  me  lo   permitan. 

Dios  guarde  á  V.  E.  muchos  años.  Tucumán,  setiembre  26 
de  1812. 

Manuel  Belgraíio 

Excmo.  Superior  Gobierno  de  las  Provincias  Unidas  del  Rio 
de  la  Plata. 


Parte  detallado  de  la  misma 


Exmo.  señor. 

Escribir  la  historia  de  la  gloriosa  acción  del  24  del  presente 
para  que  V.  E.  tuviese  un  conocimiento  de  sus  pormenores,  exige 
un  tiempo  que  las  muchas  atenciones  urjentes  y  de  la  mayor  im- 
portancia no  me  permiten  emplear;  pero  deseoso  de  no  defraudarle 
el  placer  que  debe  llenar  de  sensibilidad  su  corazón,  al  observar 
por  mi  sincera  relación  la  energía,  el  celo,  el  valor  á  prueba  de 
los  individuos  del  ejército,  y   de  todo  el  heroico  paisanaje  de  las- 


—  581   — 

Provincias  que  nos  ha  acompañado,  muy  particularmente  el  de 
Jujui,  Salta,  esta  ciudad  y  Santiago  del  Estero,  me  contraigo  en 
lo  posible  á  referir  á  V.  E.  cuanto  se  ha  ejecutado,  asi  en  gene- 
ral, como  en  particular,  por  salvar  la  patria  y  poner  en  respeto 
sus  armas,  bien  que  previendo  que  se  me  escaparán  muchos  he- 
chos, machas  singularidades  todas  dignas  de  la  atención  de  V.  E. 
pero  que  ya  mi  memoria  no  puede  abarcar. 

Por  mi  parte  anterior  sabe  V.  E,  que  el  enemigo  me  perse- 
guía, su  número  no  lo  había  podido  fijar,  porque  las  relaciones 
variaban,  según  el  modo  de  ver  de  mis  espías;  pero  observada  la 
resolución  de  todos  los  individuos  del  ejército,  y  de  cuantos  pa- 
triotas se  unieron  á  sus  banderas,  de  morir  ó  vencer,  me  decidí 
á  sostener  las  armas,  sin  tener  consideración  k  las  fuerzas  que 
dirijia  la  tiranía  contra  nosotros,  y  ya  el  número  de  ellas  no  fija- 
ba mi  atención,  sino  la  dirección  que  traían. 

Varió  esta  por  los  diferentes  caminos    que  presenta  un  cam- 
po, que,  aunque  cubierto  de  bosques,  tiene  sin  embargo  diversos 
rumbos  que  se  dirijen  á  esta    ciudad,    por  donde  puede  viajarse 
fácilmente  con  un  ejército,    venciéndose    los  obstáculos  que    hay 
que  no  son  de  gran  entidad. 

Había  preparado  el  campo  de  batalla  al  norte  de  esta  ciu- 
dad, y  el  23  por  los  partes  que  se  me  dieron,  tuve  allí  la  tropa 
dispuesta  para  i-ecibir  al  enemigo,  que  habiendo  acercado  sus 
avanzadas  hasta  un  poco  más  de  un  cuarto  de  legua  de  mi  posi- 
ción, retrogradaron,  y  fueron  á  reunirse  á  Tapi- viejo  con  el  grueso 
del   ejército. 

Al  día  siguiente,  esperando  que  el  enemigo  volviese  á  tomar 
el  camino  real,  me  situé  en  el  expresado  campo  á  las  dos  de  la 
mañana;  pero  á  las  siete  de  ella,  se  me  avisó  venía  por  el  cami- 
no de  la  costa  del  bosque,  y  en  efecto  bajó  hasta  el  Manantial 
al  sud  oeste  de  esta  ciudad,  y  se  dirigió  por  ese  rumbo  al  campo 
de  las  carreras. 

Ya  me  había  situado  en  él,  y  conocida  la  marcha  del  enemi- 
go puse  el  ejército  á  su  frente,  y  observando  sus  maniobras,  y 
disposiciones  para  formarse,  antes  que  pudiera  verificarlo^  mandé 
desplegar  en  batalla  mis  divisiones  y  que  atacase  la  infantería  á 
la  bayoneta,  y  avanzase  la  caballería  que  cubría  mis  alas,  refor- 
zando con  parte  de  la  división  de  reserva   los  del  ala   ierecha. 

Se  ejecutó  con  el  mayor  denuedo  después  de  unos  seis  ú 
ocho  tiros  de  cañón,  que  abrieron  claro  en  la  linea  enemiga,  en 
tanto  grado,  que  en  diez  y  seis  minutos    del  fuego    más  vivo,  se 


—  582      - 

logró  destrozar  al  enemigo  y  consecutivamente  apoderarse  de  su 
artillería,  municiones,  bagajes,  equipajes,  poner  en  vergonzosa 
ííiga  la  mayor  parte,  que  se  persiguió  por  la  caballería  con  el 
mayor  encarnizamiento,  el  cual  no  dio  lugar  á  rehacerla  con  la 
prontitud  que  se  requería  para  concluir  con  todo  el  ejército  ene- 
migo. 

Con  este  motivo  las  divisiones  de  infantería  y  el  cuerpo  de 
reserva  con  una  parte  de  la  ala  izquierda  de  la  caballería,  se  re- 
plegaron á  la  ciudad,  llevándose  prisioneros,  municiones  del  ene- 
migo, cañones,  doce  carretas  y  otros  muchos  objetos,  mientras  yo 
trataba  de  reunir  la  caballería  que  había  mandado  avanzar. 

El  enemigo  replegó  parte  de  sus  restos  y  se  acercó  á  las 
orillas  de  la  ciudad,  con  el  intento  de  no  manifestar  su  debilidad 
y  se  atrevió  á  intimar  la  rendición  en  los  términos  de  la  copia 
núm.  1,  á  que  contestó  mi  segundo  el  mayor  general  Diaz  Velez, 
según  la  copia  núm.  2. 

En  entos  momentos  me  acerqué  con  la  caballería  á  ponerme 
á  su  vista,  y  resolví  no  continuar  la  acción,  asi  por  ponerme  de 
acuerdo  con  las  fuerzas  de  la  Plaza  para  los  ulteriores  movimien- 
tos, como  por  evitar  que  continuase  la  horrorosa  efusión  de  san- 
gre, que  ya  presentaba  el  campo  cubierto  de  cadáveres  que  afli- 
gía el  corazón  más  duro,  mucho  más  al  observar  que  todos  aquellos 
desgraciados  eran  nuestros  hermanos  alucinados. 

Así  fué  que  me  retiré  para  dar  algún  descanso  á  la  tropa  y 
caballos,  y  el  enemigo  quedó  en  su  posición  hasta  el  dia  25,  en 
cuya  mañana  habiendo  vuelto  en  sus  inmediaciones  teniendo  mi 
correspondencia  libre  con  la  Plaza  y  siguiendo  mi  idea  de  que 
no  se  derramase  más  sangre  americana,  dispuse  mandar  al  coro- 
nel don  José  Moldes,  segundo  teniente  de  «patriotas  decididos»  con 
«1  oñcio  núm.  3,  para  el  mayor  general  del  ejército  de  Abascal 
don  Pió  Tris  tan,  quién  me  contestó  con  el  núm.  4:  é  intervinien- 
do alguna  idea  de  que  podía  acercarse  á  tener  ima  conferencia 
conmigo,  suspendí  todo  movimiento  hostil,  y  di  orden  al  Mayor 
General  para  que  no  se  atacase  á  menos  de  que  el  enemigo  no 
lo  hiciera;  porque  confieso  á  Y.  E.  que  mi  espíritu  estaba  afligido 
con  tanto  americano  como  había  sacrificado  la  tiranía  por  soste- 
ner las  cadenas  de  la  esclavitud. 

Mi  esperanza  salió  vana,  y  después  de  anochecido  fui  con  la 
caballería  al  Manantial  para  lograr  algún  descanso;  pero  ya  con 
la  determinación  de  esperar  alguna  insinuación  del  Jefe  enemigo 
hasta  las  diez  de  la  mañana  siguiente,  ó  en  caso  contrarío,  finali- 


—  583  — 

sar  la  acción  por  los  medios  de  la  guerra  y  libramos  de  los  tra- 
bajos  y  fatigas  que  sufríamos. 

Pero  el  jefe  enemigo  prefirió  á  toda  amigable  proposición,  á 
todo  medio  de  conciliación,  que  acaso  habría  concluido  la  guerra 
civil  en  que  la  tiranía  nos  tiene  envueltos,  el  huir  vergonzosa- 
mente, llevándose  los  tristes  restos  de  su  ejército  que  vá  perse- 
guido por  una  división  que  he  puesto  al  mando  del  Mayor  Gene- 
ral, y  que  diariamente  hace  prisioneros,  sin  traer  á  consideración 
lo  mucho  que  han  pillado  algunos  de  la  tropa  y  el  paisanage  en 
cuanto,  durante  la  persecución  del  enemigo,  cayó  bajo  sus  manos;, 
y  asi  mismo  los  muertos,  heridos  y  dispersos  que  ha  tenido  el 
ejército  de  mi  mando. 

La  fuerza  del  enemigo  era  de  tres  mil  hombres  de  toda  arma, 
con  tres  piezas  de  artillería  de  cuatro,  dos  y  uno,  mientras  la 
del  ejército  que  le  oponía  no  llegaba  d  mil  seiscientos  Jiombres 
con  cuatro  piezas  de  ú  sei.s^  entre  los  cuales  apenas  se  encuentran 
trescientos  viejos  soldados;  pero  animados  hasta  el  más  nuevo 
recluta,  y  el  paisano  que  había  venido  de  su  hogar  á  la  camorra, 
como  ellos  dicen,  de  un  espíritu  patriótico,  y  de  un  fuego  tan 
vivo  para  vencer,  que  no  es  dable  á  mi  pluma  poderlo  pintar 
para  que  se  conozca  en  todo  su  lleno;  solo  puedo  compararlos  á 
los  defensores  de  Buenos  Aires,  y  reconquistadores  de  Montevi- 
deo, Maldonado  y  la  Colonia  de  1807. 

Por  esta  comparación  vendría  V.  E.  en  conocimiento  de  las 
heroicidades  que  se  habían  ejecutado  hasta  por  nuestros  tambores 
y  por  los  paisanos  que  nuncH  se  habían  hallado  en  acciones  de 
guerra,  y  ni  aún  tenían  idea  del  silbido  de  las  balas;  son  muchos 
los  hechos  particulares;  pero  lo  que  debe  admirar  el  orden,  la  su- 
bordinación y  el  entusiasmo  de  los  reclutas  de  infantería,  de  la 
Quebrada  del  Volcan,  de  Jujuí,  de  la  Quebrada  del  Toro  y  de 
Salta,  que  pisaban  los  efectos,  y  dineros  de  los  enemigos  sin  aten- 
derlos por  perseguirlos,  y  concluirlos:  jóvenes  todos  que  por  pri- 
mera vez  experimentaban  los  horrores  ie  la  guerra;  pero  que  su 
deseo  de  la  libertad  de  la  patria  se  los  hacía  mirar  con  fría  indi- 
ferencia. 

Quisiera  estampar  sus  nombres  para  que  la  posteridad  los 
recordase  con  la  veneración  que  es  debida;  más  esto  no  es  dable 
y  me  contentaré  con  que  en  la  lista  de  revista  que  han  de  pasar, 
queden  con  la  nota  honrosa  que  merecen  para  que  obtengan  en 
su  tiempo  las  atenciones  de  la  patria. 

Los  hijos  de  Jujuí   y  Salta  que  nos  han  acompañado,  los  de 


^^  584  — 

Sautiago  del  Estero  y  los  TuciimaDos  que  desde  mi  llegada  á  esta 
ciudad  me  dieron  las  demostraciones  más  positivas  de  sus  esfuer- 
zos y  empeño  de  libertar  la  patria,  comprometiéndose  á  que  Tu- 
cumán  fuese-  el  sepulcro  de  la  tiranía,  han  merecido  mucho,  y  no 
hallo  como  elogiarlos;  á  todos  parecía  que  la  mano  de  Dios  los 
dirigia   para  llenar  sus  justos  deseos. 

El  orden  del  ejército  fué  el  siguiente:  la  artillería  volante  al 
mando  del  Barón  de  HoUmberg,  y  las  cuatro  piezas  de  que  se 
componía,  al  del  capitán  don  Francisco  Villanuova,  teniente  don 
Juan  Santa  María,  teniente  don  Juan  Pedro  Luna  y  teniente  don 
Antonio  Giles;  las  municiones  en  dos  carretillas  al  cargo  del  sub 
teniente  don  José  Velazquez:  todos  cumplieron  con  su  deber,  y 
los  tiros  que  hicieron  fueron  acertados:  sirvió  de  ayudante  don 
José  María  Paz. 

La  infantería  formaba  tres  columnas:  la  primera  al  mando 
del  ayudante  don  Carlos  Forest,  capitán  del  número  1,  ss^rgento 
mayor  interino  del  número  G  y  comandante  de  cazadores  del  nú- 
mero ],  mi  ayudante  don  Gerónimo  Helguera  y  don  Blas  Rozas, 
ayudante  mayor  del  número  6,  la  segunda  al  mando  de  don  Igna- 
cio Warnes,  primer  comandante  del  número  6,  y  sus  secciones  al 
de  los  capitanes,  don  Manuel  Rafael  Ruiz,  don  José  María  Sem- 
pol  y  don  Melchor  Tellería,  la  tercera  al  mando  de  don  José 
Superi,  comandante  de  pardos  y  sus  secciones  al  de  los  tenientes 
don  Ramón  Mauriño,  don  Bartolomé  Rivadera,  capitán  don  An- 
tonio Viscarra,  en  esta  columna  estaba  de  comandante  de  guerri- 
llas el  subteniente  graduado  de  teniente,  don  Tadeo  Lerdo. 

La  división  de  caballeríji  que  formaba  el  ala  derecha,  al 
mando  del  teniente  coronel,  don  Juan  Ramón  Balcarce  y  sus 
secciones  al  del  capitán  de  Húsares,  don  Cornelio  Zelaya,  del 
sargento  mayor  de  Tarija,  don  Pedro  Antonio  Flores  y  teniente 
de  voluntarios,  don  Rudecindo  Alvarado:  la  división  del  ala 
izquierda,  al  mando  del  teniente  coronel  graduado  comandante 
interino  de  Húsares,  don  José  Bernaldos  y  sus  secciones,  al  del 
capitán,  don  Francisco  de  Paula  Castellanos,  y  al  de  los  capitanes 
•de  milicias,  don  Fermín  y  don  Nicolás  Baca. 

El  cuerpo  de  reserva  al  mando  del  teniente  coronel,  don 
Manuel  Borrego,  y  sus  secciones,  al  del  capitá)i,  don  Estevan 
Figueroa,  teniente  don  Miguel  Sargárnaga,  y  el  capitán  don  Ma- 
nuel Inocencio  Pesoa:  la  división  de  caballería  al  mando  de  don 
Diego  González  Balcarce,  sargento  mayor  y  comandante  interino 
■de  dragones,  y  sus  secciones  al  de    los    capitanes^    don   Antonio 


—  585  — 

Kodrigaez,    don    Domingo    Arévalo  y  el  teniente,    Rufino   Valle. 

La  plaza  la  dejé  al  mando  del  comandante  de  artillería,  don 
Benito  Martínez,  con  el  subteniente  de  artillería,  don  Juan  Ze- 
bailoH,  seis  piezas,  un  piquete  de  infantería  y  parte  de  mi  com- 
pañía de  patriotas  decididos,  compuesta  de  los  de  Cochabamba  y 
^Chayanta  que  formaban  mi  escolta,  á  las  órdenes  del  teniente 
-coronel,  don  Manuel  Muñoz  y  Terraza:  dicha  compañía  la  tuve 
dividida  en  los  cuerpos  de  Húsares  y  Dragones,  destinando  los 
hijos  de  Tuoumán  á  los  primeros,  y  los  de  Salta  y  Jajuy,  á  los 
últimos:  on  comportamiento  y  esfuerzos  por  el  mejor  servicio 
correspondieron  á  todas  mis  esperanzas  y  la  patria  se  complace- 
rá siempre  con  hijos  tan  beneméritos  que  todo  lo  abandonaron, 
sujetándose  á  la  vida  más  extrícta  del  soldado,  por  salvarla. 

Ya  diJA  á  V.  E.  en  mi  parte  del  26,  que  desde  el  último 
individuo  del  ejército  hasta  el  de  mayor  graduación  se  han  com- 
portado con  el  mayor  honor  y  valor;  pero  debo  recomendar  muy 
particularmente  al  coronel,  don  José  Moldes,  que  me  ha  acompa- 
ñado en  todo,  me  ha  ayudado  y  manifestado  un  ánimo  heroico  y 
«1  deseo  de  salvar  la  patria:  á  mi  edecán  el  teniente  coronel,  don 
Francisco  Pico,  y  ayudantes,  el  capitán,  don  Dámaso  Bilbao, 
y  tenientes,  don  Manuel  de  la  Vaquera;  á  los  ayudantes  del 
mayor  general,  capitán,  don  Eustaquio  Moldes  y  teniente,  don 
Alejandro  Heredia. 

Son  también  de  un  mérito  distinguido,  don  Carlos  Forest  con 
toda  su  división  de  cazadores,  que  tomó  tres  cañones,  don  Ma- 
nuel Dorrego,  con  su  división  de  reserva  que  tomó  el  resto  y  las 
municiones  y  entre  ambas,  la  mayor  parte  de  los  bagajes:  asi 
mismo  lo  es  el  comandante  segundo  del  número.  6,  don  Miguel 
Araoz,  que  sin  embargo  de  hallarse  todavía  herido  de  la  acción  de 
las  Piedras^  á  trabajado    con    empeño  y  su   valor    acostumbrado. 

Me  sería  preciso  nombrar  á  todos  los  jefes  y  oficiales  y  de- 
más individuos  del  ejército  que  han  manifestado  su  honor  y  valor 
si  hubiese  de  complacerme  á  mi  mismo  por  lo  que  he  visto,  y 
por  lo  que  se  me  ha  informado;  pero  lo  dejaré  para  hacerlo  por 
separado  en  las  ocasiones  que  los  interesados  lo  exijan,  para 
hacerlo  para  su  satisfacción. 

Dios  guarde  á  V.  E.  muchos  años. 

Tucnmón,  29  de  «cpticmWrc  de  1812. 

Exmo.  Señor: 

M.  Belgrano. 
JSxmo,  Superior  Gobierno  de  las  Frovincias  Unidas  del  Bio  de  la  Plata. 

37  Vs 


586  — 


Batalla  de  Salta 


PRIMBB     PABTE 

Exmo.  Señor. 

El  Todo  Poderoso  ha  coronado  con  una  completa  vicioria 
nuestros  trabajos:  arrollado,  con  las  bayonetas  y  los  sables,  el 
ejército,  al  mando  de  don  Pió  Tristán,  se  ha  rendido  del  modo 
que  aparece  de  la  adjunta  capitulación:  no  puedo  dar  á  V.  E. 
una  noticia  exacta  de  sus  muertos  y  heridos,  ni  tampoco  de  lo» 
nuestros;  lo  cual  haré  más  despacio,  diciendo  únicamente  por  lo 
pronto,  que  mi  segundo  el  mayor  general  Diaz  Velez,  ha  sido 
atravesado  en  un  muzlo  de  bala  dé  fusil,  cuando  ejercía  sus  fun- 
ciones con  el  mayor  denuedo,  conduciéndola  el  ala  derecha  del 
ejército  á  la  victoria:  su  desempeño,  el  del  coronel  Rodríguez,  jefe 
de  la  izquierda,  y  el  de  todos  los  comandantes  de  división,  asi 
de  infantería  como  de  caballería,  é  igualmente  de  los  oficiales  de 
artillería  y  demás  cuerpos  del  ejército  ha  sido  el  más  digno  y 
propio  de  americanos  libres  que  han  jurado  sostener  la  sobera- 
nía de  las  Provincias  Unidas  del  Río  de  la  Plata,  debiendo  re- 
petir á  V.  E.,  lo  que  dije  en  mi  parte  de  24  de  septiembre  pa- 
sado, que  desde  el  último  soldado  hasta  el  jefe  de  mayor 
graduación,  é  igualmente  paisanaje  se  han  hecho  acreedores  á  la 
atención  de  sus  conciudadanos  y  á  la  distinción  Con  que  no  dudo 
que  V.  E.   sabrá  premiarlos. 

Dios  gaarde  á  V.  E.  muchos  años,  á  20,  á  la  noche  de  fe- 
brero de  1813. 

Exmo.  Señor: 

M.    BBL&BA.NO. 

Exnw,  Supremo  (rohier>w   de    las  I*}'ovÍ7icias     JliidfiH  del  R'io  de  la 
Plata  :  

Parte  detallado  de  la  misma 


Excmo.  Señor. 

El  ejército  se  propuso  en  el  río  del  Juramento,  otro  tiempo 
el  Pasaje,  venir  á  celebrar  el  reconocimiento  de  la  soberanía  de 
las  Provincias  del  Rio  de    la  Plata,    arrojando    á    los    tiranos  de 


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,1-        ^^    • 


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—  587  — 

•esta  capital;  pues  cabalmente  esto  es  lo  [que  ha  sucedido,  ;de 
un  modo  digno  de  los  americanos  libres;  que  mediante  el  decidi- 
do favor  del  cielo,  á  proporción  de  los  obstáculos  que  se  les 
presentan,  redoblan  su   empeño  para  vencerlos. 

Desde  aquel  punto  escribí  á  V.  E.  el  día  12,  y  á  las  seis 
de  la  tarde,  emprendí  la  marcha  á  la  Ciénega  con  toda  la  fuer- 
za reunida:  seguí  á  la  Cabeza  del  Buey,  y  en  la  mañana  del  14, 
con  motivo  del  parte  N®  1<>,  continué  á  Cobos  sin  ser  sentido 
del  enemigo. 

El  suceso  de  la  avanzada  á  que  se  refiere  el  expresado  par- 
te, llegó  desfigurado  á  su  noticia,  y  entre  si  era  una  de  las 
partidas  del  ejército  ó  el  todo,  llegué  á  Castañares  con  aquél 
en  la  noche  del  17,  sin  encontrar  más  impedimento  que  las  aguas, 
que  á  torrentes  cayeron  sobre  nosotros  desde  Cobos,  y  un  retazo 
de  camino  tan  pésimo  que  el  empeño  y  constancia  de  mis  bravos 
«amaradas  supo  vencer,  cuando  los  baqueanos  creían  imposible 
su  tránsito:  ello  es  que,  las  doce  piezas  de  artillería  que  he 
arrastrado,  y  cincuenta  carretas  pasaron  felizmente,  y  en  la  ma- 
iLana  del  18  todo  estaba  reunido  en  el  punto  de  Castañares^  y 
aun  el  enemigo  no  lo   creía. 

Me  había  propuesto  sorprenderlo  totalmente  hasta  entrar  por 
las  calles  de  la  capital;  las  aguas  no  lo  impidieron  y  ya  fueron 
indispensables  otros  movimientos,  pues  que  habíamos  sido  des- 
cubiertos, respecto  á  que  fué  preciso  dar  algún  descanso  á  la 
tropa,  y  proporcionarle  que  secase  la  ropa,  limpiar  sus  armas, 
recorrer  sus  municiones  y  demás. 

Así  se  ejecutó,  hasta  que  á  las  once  de  la  mañana  del  19 
salí  con  el  ejército  de  Castañares,  y  me  dirigí  á  su  pampa 
aproximándome  á  esta,  hasta  situarme  á  las  inmediaciones  de 
Gallinato,  con  cuyo  movimiento  logré  descubrir  la  fuerza  del 
enemigo  y  las  diferentes  posiciones  que  tomó  con  sus  guerrillas 
y  avanzadas:  en  los  choques  con  estas  y  aquellas,  las  de  este 
ejército  compuestas  de  los  Dragones,  se  comportaron  muy  bien, 
hasta  desaloj*  rías  de  los  lugares  que  ocupaban  por  mi  costado 
derecho,  desde  donde  descubrían  mis  movimientos. 

Hasta  que  oscureció  permanecí  en  aquella  situación,  y  luego 
reuní  en  masa  sobre  la  columna  del  centro  las  cuatro  restantes 
de  ambos  costados,  destinando  á  la  custodia  de  las  carretas  los 
cuerpos  de  reserva,  tanto  de  infantería  cuanto  de  caballería,  y  no 
quise  valerme  de  las  granadas,  por  no  perjudicar  tal  vez  á  las 
.personas   oprimidas  por  la  tiranía,  ni  hacer  destrozos  en  un  pue- 


—  588  — 

yÁo  que  no  tenía  la  culpa  de  que  se  abrigasen  en  él  nuestros^ 
enemigos. 

En  esa  noche  el  agua  fué  abundantísima,  y  gloria  eterna  á 
los  soldados  de  la  patria,  que  guardaban  sus  armas  y  municiones 
con  un  cuidado  grandísimo  prefiriéndolas  á  sí  mismo,  sufriendo 
el  mojarse  y  estar  á  toda  intemperie,  antes  que  permitir  se  les 
inutilizasen  los  medios  de  ofender  á  los  tiranos. 

Así  es  que,  amanecieron  empapados  el  día  20 :  mas  benigna 
el  cielo,  empezó  á  despejarse  y  nos  dio  lugar  para  que  las  ti'o- 
pas  se  secasen,  alistar  las  armas  y  comer :  concluido  esto,  reuní 
á  mi  segundo  el  Mayor  General  don  Eustoquio  Diaz  Velez,  Jefe 
de  la  derecha,  y  al  coronel  don  Martín  Rodríguez,  Jefe  de  la. 
izquierda,  y  les  di  órdenes  para  ir  al  enemigo. 

Cerca  de  las  doce,  formadas  las  columnas  de  ataque,  llevando 
cuatro  de  ellas  á  su  retaguardia  ocho  piezas  de  artillería,  empe- 
zaron la  marcha  con  toda  exactitud  en  sus  distancias  las  cinco 
que  formaban  la  línea,  que  cuando  se  les  mandó  desplegar,  ha- 
llándonos á  medio  tiro  de  cañón  de  á  6,  hicieron  la  evolución 
tan  perfectamente  y  con  tanta  serenidad,  como  si  estuviesen  en. 
un  ejercicio  doctrinal. 

El  enemigo  nos  esperaba  formado  en  batalla  al  norte  del 
Tagarete  que  llaman  de  Tineo  y  apoyada  su  ala  derecha  al 
cerro  de  San  Bernardo,  habiendo  avanzado  por  la  falda  de  esta 
hasta  las  inmediaciones  de  Gallinato  su  guerrilla  de  más  de  200 
hombres,  favorecida  de  la  zanja  ó  tagarete  que  corre  al  pie,  y 
la  izquierda  la  sostenía  con  su  caballería. 

Marchando  el  ejército  á  él,  hice  adelantar  dos  compañías  de 
cazadores  del  batallón  que  formaban  la  cabeza,  y  salieron  al 
mando  de  su  comandante  don  Manuel  Dorrego  á  las  que  mandó 
sostener  con  la  caballería  de  la  ala  derecha,  y  entre  tanto 
dispuse  que  una  sección  del  Cuerpo  de  reserva  que  lo  formaba  el 
Regimiento  N^^  1®,  fuese  á  atacar  la  guerrilla  que  estaba  en  la 
falda  de  San  Bernardo,  como  lo  verificó  al  mando  de  don  Silves- 
tre Alvarez,  y  por  este  medio  el  movimiento  retrógrado  que  hizo 
la  caballería  enemiga,  avanzando  toda  la  línea  del  ejército  en 
medio  del  fuego  mas  horroroso  que  hacía  el  enemigo,  hizo  un 
cambio  de  frente  á  retaguardia,  y  arre  lió  cuanto  se  le  presentó, 
é  hizo  huir  vergonzosamente  á  las  líneas  del  enemigo  á  refujiarse 
en  la  plaza,  dejando  el  campo  cubierto  de  cadáveres  y  heridos, 
y  muchos  ahogados  en  el  Tagarete 

Solo  se  mantuvieron  auxiliados  del  cerro,  bosque  y  zanja  de 


—  589  — 

su  frente  las  guerrillas  y  el  Real  de  Lima  y  Pancartambo,  pero 
al  ñn,  coa  los  faegos  del  cuerpo  de  reserva,  de  la  ala  izquierda 
del  ejército  y  las  piezas  de  artillería  mandadas  por  el  capitán 
Villauueva,  que  fué  contuso,  y  el  ayudante  de  dragones  don  José 
María  Paz,  tuvieron  que  ceder  el  puesto,  huir  unos  y  rendirse 
otros,  y  dejarnos  el  campo  de  batalla  por  nuestro,  en  término  de 
ser  batidos  por  la  parte  norte  de  la  plaza,  de  que  distábamos 
tres  cuadras  á  lo  más,  sin  otro  obstáculo  que  el  Tagarete  que 
corre  por  su  frente. 

Entre  tanto  la  ala  derecha  y  parte  del  centro  con  el  coman- 
dante don  José  Superi,  dos  piezas  al  mando  del  benemérito  y 
valiente  teniente  de  artillería  Luna  en  la  persecución  del  enemi- 
go, entró  á  la  ciudad  y  se  apoderó  de  la  iglesia  y  convento  de  la 
Merced,  habiendo  hechado  pié  á  tierra  los  Dragones,  se  tomaron 
varias  calles  y  las  alturas  hasta  cuadra  y  media  de  la  plaza,  asi 
como  los  piquetes  de  cazadores  al  mando  de  su  sargento  mayor 
Echevarría,  pardos  N^  6  al  mando  de  su  comandante  Pico,  y  es- 
cuadrón de  dragones  que  habla  en  ellas  al  mando  de  don  Corne- 
lio  Zelaya,  como  el  resto  de  cazadores  al  mando  de  don  Manuel 
Dorrego,  y  los  que  habla  en  la  linea  del  N^  6  al  mando  de  don 
Carlos  Porest,  y  dos  piezas  más  al  mando  del  subteniente  de 
artillería  Rávago,  á  quienes  envié  á  reforzar  la  Merced  y  puntos 
más  adecuados. 

Acosado  el  enemigo  y  temeroso  de  su  total  ruina,  previno  la 
intimación  qiie  le  iba  á  hacer,  y  me  envió  un  parlamentario  cuyo 
resultado  lo  sabe  V.  E.  por  el  tratado  que  le  remití  con  fecha  del 
mismo  20  á  la  noche,  á  que  me  movió  el  que  no  se  derramase  más 
sangre,  y  dar  una  prueba  al  mundo  entero  de  los  deseos  de  be- 
neficencia que  animan  á  V.  E.  y  á  cuanto  dependemos  de  su  sabio 
gobierno,  y  no  menos  á  nuestros  hermanos  alucinados  de  que 
solo  aspiramos  á  su  bien,  y  de  ningún  modo  á  su  ruina  y  exter- 
minio. 

La  acción  duró  tres  horas  y  media  y  ha  sido  muy  sangrienta 
tanto  en  el  campo  como  en  las  calles  de  la  ciudad:  los  enemigos 
se  han  comportado  con  mucha  energía  y  valor;  pero  tuvieron  que 
ceder  al  ardor,  fuego  y  entusiasmo  patriótico  de  las  tropas  del 
ejército  de  mi  mando,  que  sin  desordenarse,  llevaban  la  destruc- 
ción y  la  muerte  por  doquiera  que  acometían.  No  hallo,  Exmo. 
Sr.,  espresiones  bastantes  para  elogiar  á  los  jefes,  oficiales,  solda- 
dos, tambores,  y  milicia  que  nos  acompañó  de  Tucumán  al  mando 
de  su  coronel  don  Bernabé   Araoz;  como  igualmente,   los  hijos  de 


—  590 

Salta  al  mando  del  coronel  de  la  milicia  urbana,  creada  por  mi, 
don  Apolinario  Pigueroa,  cuyo  ardor  lo  condujo  ¿  tanta  inmedia- 
ción del  enemigo,  que  se  encontró  envuelto  con  él,  recibió  un 
sablazo  del  general  Tristan  que  solo  rompió  su  casaca,  y  éste,  á 
merced  del  buen  caballo  que  montaba,  logró  escapársele,  según  el 
mismo  Tristan  me  lo  ha  referido. 

Formé  el  ejército  del  modo  siguiente:  dividí  la  infantería  en 
seis  columnas,  conservando  la  caballería  en  su  formación  de  cua- 
tro escuadrones:  cinco  columnas  componían  la  línea  á  saber  :— La 
1^  consistía  en  el  batallón  de  cazadores  al  mando  de  su  coman- 
dante el  teniente  coronel  don  Manuel  Dorrego,  y  su  segundo  el 
sargento  mayor  interino  del  mismo  don  Ramón  Echavarría,  y  las 
secciones  al  de  los  capitanes  don  Pedro  Suaristi  Equimo,  don 
Manuel  Rojas,  don  Juan  Anderson,  don  Francisco  Bustos  y  don 
Cirilo  Correa.— La  2**  era  el  batallón  de  pardos  y  morenos  man- 
dado de  su  comandante  don  José  Superi  y  su  segundo  el  sar- 
gento mayor  don  Joaquín  Lemoine,  y  sus  secciones,  al  de  los 
capitanes  don  Inocencio  Pesoa,  don  Ramón  Mauriño  y  don  Barto- 
lomé Rivadera.  —  3*  al  mando  del  comandante  interino  del  N^  6 
teniente  coronel  don  Francisco  Pico,  se  componía  del  primer  ba- 
tallón del  expresado  regimiento,  y  sus  secciones,  al  de  los  capi- 
tanes don  Manuel  Rafael  Ruiz,  don  Melchor  Telleria,  don  Pedro 
Domingo  Isnardi  y  don  Juan  Pardo  de  Zela.  -La  4*  la  formaba 
el  2^  batallón  del  denominado  regimiento,  al  mando  de  su  sargento 
mayor  don  Carlos  Forest,  y  sus  secciones,  al  de  los  capitanes 
don  Francisco  Antonio  Zempol,  don  José  Antonio  Pardo,  don  Ni- 
colás Fernandez  }-  don  José  Manuel  Gutiérrez  Blanco.—  La  5*  era 
el  batallón  N®  2  al  mando  de  su  comandante  teniente  coronel  don 
Benito  Alvarez,  y  sus  secciones,  al  de  los  capitanes  don  Marce- 
lino Lezica,  don  Patricio  Beldon,  don  Francisco  Guillermo  y  don 
José  Laureano  Villegas:  el  S^^  escuadrón  de  Dragones,  al  mando 
de  su  comandante  don  Cornelio  Zelaya  comandante  interino  de 
todo  el  Regimiento,  y  la  secciones,  la  primera  al  del  capitán  Ru- 
fino Valle,  y  la  segunda  y  tercera  al  de  los  tenientes  don  Joaquín 
Ochoa  y  don  José  Oliveras,  cubrían  la  ala  derecha  del  ejército: 
el  1®'  escuadrón  del  mismo,  al  mando  del  capitán  don  Antonino 
Rodríguez,  y  sus  secciones,  la  primera  al  del  capitán  don  Ber- 
nardo Delgado,  la  segunda  al  del  teniente  don  Mariano  Unzueta 
y  la  tercera  al  del  alférez  don  Gregorio  Iramain  cubrían  la  ala 
izquierda. 

La  sexta  columna  que  se  componía  del  regimiento  número  1, 


—  591  — 

al  mando  de  su  teniente  coronel,  don  Gregorio  Perdriel  y  su 
segundo,  el  sargento  mayor,  don  Francisco  Tollo,  dividido  en 
cuatro  secciones  al  mando  de  los  capitanes,  don  Silvestre  Alva- 
rez,  don  Mariano  Díaz,  don  Vicente  Silva  y  don  Luciano  Cuenca^ 
formaba  el  cuerpo  de  reserva  de  infantería;  y  el  de  caballería  lo 
componían  dos  escuadrones  de  Dragones,  al  mando  el  uno  del 
comandante  y  sargento  mayor  interino,  don  Diego  González  Bal- 
caree  y  sus  secciones,  al  de  los  capitanes,  don  Gabino  Ibañez, 
don  Juan  Manuel  Mi  lian  y  el  alférez,  don  Lorenzo  Lugones;  el 
otro,  al  mando  del  capitán,  don  Domingo  Aróvalo  y  sus  secciones, 
la  primera  al  mando  del  teniente,  don  Julián  Paz,  la  segunda 
del  capitán,  don  Juan  José  Giménez;  agregué  para  la  acción,  á 
los  escuadrones  de  milicias  de  Tucumán,  al  mando  del  coronel^ 
dan  Bernabé  Araoz  y  don  Gerónimo  Zelarrayán,  con  quienes  es- 
tuvo el  capitán  de  Dragones,  don  José  Valderrama. 

Las  piezas  de  artillería  dol  ala  derecha,  estuvieron  al  man- 
do del  teniente,  don  Antonio  Giles;  las  del  centro,  al  mando  del 
teniente,  don  Juan  Pedro  Luna  y  el  subteniente,  don  Agustín 
Rábago;  las  de  el  ala  izquierda,  al  mando  del  capitán,  don  Fran- 
cisco Villanueva  y  las  cuarta  de  reserva,  al  mando  del  comandan- 
te capitán,  don  Benito  Martínez  y  José    María  Paz. 

Los  estados  adjuntos  números  1  y  7,  manifiestan  los  muer- 
tos, heridos  y  prisioneros  del  enemigo  hechos  en  el  campo  de 
batalla  y  los  muertos,  heridos  y  contusos  del  ejército;  asi  mismo 
demuestran  la  artillería,  armas  de  chispa  y  blancas,  las  municio- 
nes de  aquellas  y  las  banderas  entregadas  por  el  enemigo  en  ol 
acto  de  rendir  las  armas  el  día  21;  advirtiendo  que  en  el  campo 
de  batalla  se  le  quitaron  cuatro  piezas  de  artillería,  dos  bande- 
ras de  división  y  varias  cargas  de  municiones,  así  de  artillería 
como  de  fusil. 

No  puedo  asegurar  á  V.  E.  qué  cuerpo,  ni  qué  individuo, 
haya  sobresalido  más  que  otro;  solo  diré,  que  á  uno  solo  no  he 
visto  volver  la  cara,  y  que  á  muchos  aún  heridos  y  contusos, 
tanto  jefes  como  oficiales  y  tropa,  los  he  visto  continuar  en  la 
acción  con  un  empeño  increíble  y  una  energía  sin  igual;  el  campo 
limpio  y  despejado,  con  un  suave  declive  desde  mi  posición  hasta 
la  plaza,  me  ha  proporcionado  hallarme  á  la  vista  de  todo,  en 
todos  los  instantes  de  la  acción,  de  lo  que  ha  pasado  en  las  calles 
de  la  ciudad,  lo  sé,  por  los  partes  que  se  me  daban,  por  los 
auxilios  que  remití  y  por  el  feliz  resultado  que  me  presentó  el 
denuedo  de  los  que  las  ocuparon. 


—  592  — 

El  celo,  la  vigilancia  y  actividad  de  mi  segundo,  el  mayor 
general,  don  Eustaquio  Diaz  Velez,  en  las  marchas  y  buenas  dis- 
posiciones anticipadas  para  la  sabsistencia  de  las  tropas,  desde 
que  lo  mandé  el  mando  de  las  divisiones  que  marchaban  al  rio 
del  Juramento,  son  muy  dignas  de  la  atención  de  V.  E.,  no  menos 
que  su  valor  en  la  acción,  en  la  que  aún  después  de  herido,  se 
mantuvo  con  toda  energia  recorriendo  la  línea  hasta  que  las  fuer- 
zas le  faltaron,  habiendo  sabido  ocultar  su  herida  de  la  tropa, 
hasta  visto  por  mi,  le  obligué  á  retirarse;  le  recomiendo  á  V.  E. 
«ncaiecidamente,  no  menos  que  á  la  consideración  de  nuestros 
conciudadanos. 

También  debo  hac«ír  presente  á  V.  E.  que  el  coronel,  don 
Martín  Rodríguez,  ha  desempeñado  los  encargos  que  en  la  mar- 
cha desde  el  rio  Juramento,  donde  se  me  reunió,  he  puesto  á  bu 
cuidado,  y  asi  mismo  el  mando  dei  ala  izquierda  del  ejército, 
habiéndose  comportado  en  la  acción  con  valor  y  entrado  á  la 
ciudad,  dando  sus  disposiciones  acertadas  y  avisándome  lo  opor- 
tuno; es  acreedor  á  las  atenciones  de  V.  E.  por  su  buen  servicio 
y  el  celo  y  actividad  con  que  ha  continuado  en  las  comisiones 
que  tiene  k  su  cuidado. 

Los  comandantes  de  división  á  quienes  nombro  según  el  orden 
que  ha  tenido  la  formación  del  ejército,  don  Manuel  Borrego  que 
salió  contuso,  don  José  Superi,  don  Francisco  Pico,  don  Carlos 
Forest,  don  Benito  Alvarado,  don  Gregorio  Perdriel,  también  con- 
tuso; los  de  Dragones,  don  Cornelio  Zelaya,  don  Diego  González 
Balcarce,  don  Antonio  Rodríguez,  don  Domingo  Arévalo,  con  los 
respectivos  oficiales  de  todas  las  divisiones,  son  acreedores  á  las 
consideraciones  de  V.  E.  por  su  valor  y  por  su  celo  en  conservar 
la  disciplina  y  la  subordinación,  después  de  una  acción  tan  glo- 
riosa eu  que  el  soldado  se  cree  autorizado  para  el  desenfreno. 

Mis  ayudantes  don  Ignacio  Warnes,  don  Francisco  Castella- 
nos, don  Gerónimo  Helguera,  don  Manuel  Vaquera,  don  Manuel 
Toro,  don  José  María  Labora,  don  José  Manuel  Vera;  los  oficiales 
de  los  cuerpos  que  estaban  á  mis  ordenes  para  comunicarlas,  don 
Francisco  Escobar,  de  cazadores,  que  murió  llevando  una  á  la 
guerrilla  de  mi  costado  derecho,  don  Manuel  Morillo,  de  pardos, 
don  Pedro  Torres,  del  número  H,  don  Luis  García,  del  número  2, 
don  Antonio  Segovia,  del  número  1,  don  Gregorio  de  La  Madrid, 
de  Dragones,  que  salió  herido  en  un  muslo  y  don  Juan  Sancho, 
de  artillería,  se  han  desempeñado  muy  á  mi  satisfacción. 

Los  ayudantes  del  mayor  general,  capitanes,  don    Marcelino 


—  593  — 

Cornejo,  que  salió  herido,  don  Hipólito  Videla,  don  Rudecindo 
Alvarado  y  el  cadete  del  número  i,  don  Domingo  Diaz;  los  jefes 
del  ala  izquierda,  don  Rafael  Recabado  y  don  Francisco  Echau- 
ri,  han  servido  con  toda  actividad  y  eficacia  y  merecen  los  elo- 
gios de  sus  jefes  y  atención  mia. 

No  debo  olvidar  k  los  capellanes,  del  número  1,  doctor  don 
Roque  Illezca;  del  número  2,  don  Juan  José  Castellanos;  del 
número  6,  don  Romualdo  Gemio,  don  José  María  Iturburu,  de 
pardos;  don  Celedonio  Molina,  de  Dragones;  don  Gregorio  Telle- 
ria;  al  de  Dragones  de  la  milicia  patriótica  de  Tucumán,  doctor 
don  Miguel  Araoz,  que  han  ejercido  su  santo  ministerio  en  lo 
más  vi^^o  del  fuego,  con  una  serenidad  propia  y  han  sido  infatiga- 
bles en  sus  obh'gaciones. 

También  merece  el  cirujano  del  número  1,  don  Martín  Rive- 
ro,  mi  memoria  y  aprecio,  las  circunstancias  hicieron  que  se  halla- 
se solo  en  la  acción,  y  debo  manifestar  á  V.  E.  que  no  perdió  un 
'  instante  en  proporcionar  á  los  heridos  los  auxilios  de  su  facultad 
y  en  cumplir  exactamente  con  sus  obligaciones. 

No  cosaria,  Exmo.  Señor,  en  hablar  de  una  acción  tan  glorio- 
sa para  las  armas  de  la  patria  y  cuyeis  consecuencias,  es  fácil  pro- 
veer, si  no  temiese  molestar  á  V.  E.;  diré  solamente,  que  el  Dios 
de  los  ejércitos  nos  ha  echado  su  bendición,  y  que  la  causa  justa 
de  nuestra  libertad  é  independencia,  se  ha  asegurado  á  esiiierzos 
de  mis  bravos  compañeros  de  armas. 

Dios  guarde  á  V.  E.  muchos  años. 

Cuartel  Qeneral  de  Salta,  27  de  febrero  de  1813. 

M.  Belorano. 

Exmo,  Supremo  Gobierno  de  las    Provincias    Unidas   del  Rio  de  la 
Plata, 


38 


PROCLAMA 


Aí-gciitinoa: 

Según  el  decreto  de  boy  del  Gobierno  Provisorio,  la  pátría 
eatá  en  peligro;  y  todo  habitante  de  este  gran  pueblo  está  auto- 
rizado para  armarse,  con  el  objeto  de  sostener  el  orden  público  y 
cuidar  de  que  sus  garantías  individuales  no  sean  atropelladas  por 
cuatro  ambiciosos. 

Todo  el  pneblo  est&  en  alarma,  y  nuestros  hermanos  de  la 
campaíla  son  arrastrados  contra  su  voluntad,  abandonando  sus 
quehaceres  para  apoyar  las  miras  ambiciosas  de  unos  pocos. 

En  eatOB  momentos  soJemnes  invita  el  General  que  suscribe 
á  todos  loe  verdaderos  Argentinos,  y  k  los  amigos  de  la  libertad 
que  quieran  sostener  su  dignidad  y  el  lustre  de  su  nombre,  á 
que  se  le  presenten  voluntariamente  en  el  Fuerte. 

Aunque  no  estoy  autorizado  para  ofrecer  ningún  premio  & 
los  que  se  presentaren  á  sostener  conmigo  los  derechos  y  la  li- 
bertad del  pneblo  y  de  la  Provincia,  puedo  sin  embargo  asegura- 
ros qne  ni  el  gobierno  ni  la  H.  Sala  de  Representantes,  dejarán 
sin  recompensa  el  servicio  que  vais  á  prestar. 

Ootnpatrioím:  —  La  pureza  de  mi  patriotismo,  de  mi  amor  á  la 
libertad,  y  de  que  no  tengo,  ni  tendré  en  mi  vida,  otra  aspiración 
que  la  de  sacrificarme  por  la  felicidad  y  ventura  del  último  de  nues- 
tros pueblos,  os  son  bien  conocidas.  Fiad,  mis  amigos,  en  la 
promesa  de  un  soldado  que  jamás  faltó  k  su  palabra,  y  que 
perecerá  mil  veces  antes  que  traicionar  vuestra  confianza,  y 
que   es   y  será  vuestro  mejor  amigo. 


Gregorio  Araoz  de  La  Madrid 


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Departamento  de  Guara 


Buenos  Aires,  febrero  4  de  1817 


Considerando  justo  y  necesario  recomendar  á  la  memoria  y 
gratitud  de  los  amantes  de  la  libertad,  el  distinguido  mérito  que 
han  rendido  á  la  patria  las  fuerzas  que  en  unión  y  bajo  el  mando 
de  su  comandante  Gregorio  Araoz  de  La  Madrid,  contribuyeron 
con  heroica  intrepidez  y  firmeza  á  la  destrucción  de  los  perturba- 
dores del  orden  y  tranquilidad  pública  en  la  jornada  del  27  de  di- 
ciembre del  año  pasado,  en  las  inmediaciones  de  Santiago  del  Este- 
ro, y  siendo  confoi*me  á  la  liberalidad  del  Gobierno  señalar  tan 
relevante  mérito  con  una  demostración  digna  del  reconocimiento  de 
los  pueblos  de  la  Unión,  he  venido  en  conceder  á  todos  los  oficiales 
y  tropas  que  concurrieron  á  la  expresada  pacificación,  un  escudo  de 
distinción  en  paño  celeste,  que  deberá  llevar  sobre  el  brazo  iz- 
quierdo con  letras  do  oro,  la  inscripción  siguiente:  Honor  á  hs 
restauradores  del  orden:  quedando  encargado  de  disponer  su  cons- 
trucción y  reparto  el  Exmo.  señor  Capitán  General  del  ejército  del 
Perú,  á  quien  se  comunicará  esta  resolución  para  su  efectivo  cum- 
plimiento, imprimiéndose  en  la  «Gaceta  Ministerial». 

PüBYBBKDON. 

Por  indisposición  del  señor  Secretario. 

Tomás  Guido, 


^  596 


Pirámide  de  la  Ciudadela 


El  24  de  septiembre  de  1812,  derrotó  el  general 
del  ejército  patriota  doctor  Manuel  Belgrano,  al  general 
Pío  de  Tristán,  jefe  del  ejército  español,  en  el  campo 
de  las  €  Carreras,»  alrededores  de  la  ciudad  de  Tu- 
cumán. 

La  importancia  de  aquella  jornada,  puede  apreciar- 
se: 1*"  Porque  era  la  primera  victoria  decisiva  de  los 
ejéicitos  independientes,  desde  el  25  de  mayo  de  1810. 
— 2*"  Porque  desde  entonces,  el  enemigo  no  volvió  á 
pisar  el  territorio  de  esa  Provincia  y  ella  pudo  ostentar 
con  orgullo  lejítimo,  el  renombre  de  «  Sepulcro  de  la 
tiranía»,  con  que  la  baustizó  el  vencedor. 

Aquel  campo  fué  llamado  desde  entonces,  del 
«  Honor  ». 

En  1814,  el  coronel  José  de  San  Martín  á  cargo 
del  mando  en  jefe  del  ejército  auxiliar  del  Alto  Perú, 
hizo  construir  unos  espaldones  para  que  sirvieran  de 
defensa  en  caso  de  que  los  vencedores  de  Vilcapugio 
y  Ayohuma  llegaran  á  invadir  hasta  ese  punto,  y  en- 
tonces se  le  designó — de  la  «Ciudadela». 

Allí  se  encontraba  el  general  Belgrano  nuevamen- 
te al  frente  del  ejército  en  1817,  cuando  se  obtuvo  la 
victoria  de  Chacabuco  por  el  ejército  de  los  Andes  y 
el  noble  patricio  levantó  una  modesta  pirámide  en  el 
teatro  de  su  gloria,  en  honor  de  la  batalla  que  diera 
el  libertador  San  Martín  —  ¡vínculo  de  compañerismo 


que  ha  estrechado  la  posteridad  y  la  historia,  herma- 
nándolos en  la  inmortalidad  y  en  el  amor  de  los  ar- 
gentinos! 

No  existe  lámina  que  recuerde  au  estado  primitivo, 
ni  documento  en  que  conste  la  inscripción  que  se  puso, 
sino  una  nota  del  general  Belgrano  comunicando  el  acto 
de  justicia  que  había  ejecutado. 

Debió  quedar  abandonada  y  presenciar,  sin  mere- 
cer atención  patriótica,  la  acción  librada  en  el  mismo 
parage  el  año  1831,  entre  La  Madrid  y  Quiroga,  pa- 
reciendo, dice  Alberdi  en  1834,  "  un  monumento  de 
soledad  y  muerte,»  que  vio  en  otro  tiempo  «circundada 
de  rosas  y  alegría- 

En  1858,  el  teniente  coronel  de  la  Independenda, 
francés  de  origen,  Emilio  Salvigni,  que  había  presencia- 
do la  colocación  de  su  piedra  fundamental,  viéndola 
destruida  se  ofreció  á  restaurarla  de  su  peculio,  como 
lo  realizó,  rodeándola  de  una  reja  de  hierro,  é  inscri- 
biendo en  sus  costados,  laa  leyendas  que  decáan  así;  al 
norte,  — •  La  Independencia  de  la  República  Argentina 
se  juró  en  este  suelo  que  sirvió  de  tumba  á  los  tira- 
nos —  al  sud,  á  la  jornada  de  Chacabuco  la  consagró 
el  general  en  jefe  del  ejército  auxiliar  del  Perú,  don 
Manuel  Belgrano  —  al  oesle.  En  este  campo  el  ilustre 
general  Belgrano  venció  al  ejército  español  en  la  bata- 
lla del  24  de  setiembre  de  1812.  —  al  este  la  Repú- 
blica Argentina  fuerte  y  feliz  por  la  Constitución  de 
Mayo,  que  debe  al  ¡lustre  Presidente  Urquiza,  vé  á  su 
nombre  restaurado  este  monumento. 

En  la  segunda  escalinata  al  este  decía:  —  "Res- 
taurada por  Emilio  Salvigni,  en  julio  de  1858." 

Como  se  vé  ya  entonces  fué  desvirtuado   el  móvil 


—  598  — 

que  impulsó  al  general  Belgram^  cuando  resolvió  levan- 
tarla. 

El  gobernador  de  esa  época,  doctor  Marcos  Paz, 
al  aceptar  tan  generosa  oferta,  decretó  el  13  de  junio 
del  mismo  año,  la  delincación  de  una  plaza  con  el 
nombre  de  €  General  Belgrano»,  en  cuyo  centro  queda- 
ría la  pirámide.  —  Dicha  resolución  no  se  cumplió  y 
nosotros  lo  hemos  alcanzado,  triste,  sucia,  sin  nada  que 
indicase  porque  se  erguía  en  medio  de  los  matorrales 
que  crecían  hasta  cubrir  su  pedestal,  sirviendo  su  cús- 
pide de  nido  á  un  hornero  [1]. 

En  1877,  durante  la  administración  del  doctor  Ti- 
burcio  Padilla,  se  arregló  la  columna  en  la  forma  que 
hoy  existe:  pero  modificando  también,  su  oríjen  y  re- 
presentación, y  se  gravó  caprichosamente  en  sus  costados 
sobre  mármoles  que  obsequió  el  señor  Andrés  Egaña, 
lo  siguiente: 

1812 
General   Belgrano 

1812 
General   Eustaquio  Diax    Velex 

1840 

Marco  Avellaneda 

«• 

TUOUMAN 

Bernardo  Monteagudo 

Como  se  vé  á  excepción  de  la  primera,  las  demás 
podrían  destinarse  á  otros  monumentos. 

Cuando  gobernaba  el  señor  Federico  Helguera, 
siendo  su  ministro  el  doctor  Luis  R  Araoz  en  1878, 
se  encargó  al  doctor  Ángel  Padilla,  que  hiciera  nivelar 
el  terreno  y  delinear  la  plaza,  en  cumplimiento  del  de- 


CASA  DEL  CONGRESO 


SALA   DE  SESIONES 


I 

1 


509  — 


creto  de  1858  y  con  un  celo  recomendable  y  la  ayuda 
de  varios  ciudadanos  que  contribuyeron  por  medio  de 
una  suscrición,  este  la  dejó  tal  como  ahora  se  encuentra. 

Adolfo  P.  Carranza. 


La  casa  del  Congreso 


En  1815,  derrocado  el  general  Alvear,  le  sustitu- 
yó como  Director  Supremo  interino  el  coronel  Ignacio 
Alvarez  Thomás,  quien  cumpliendo  lo  determinado  en 
el  estatuto  provisional  del  5  de  mayo  que  establecía  un 
Congreso  General  de  Diputados  de  las  Provincias  Uni- 
das del  Río  de  la  Plata  en  Tucumán,  pasó  una  circu- 
lar para  que  se  les  eligiese,  y  este  acto  se  efectuó  en 
noviembre  del  mismo  año. 

Los  electos  empezaron  á  llegar  á  aquella  ciudad  á 
principios  de  1816,  y  el  24  de  marzo  á  las  9  de  la 
mañana  se  reunieron  en  la  casa  que  pertenecía  á  la 
familia  de  Zavalia,  situada  á  cuadra  y  media  de  la  pla- 
za, al  sud,  hoy  calle  del  Congreso,  en  cuyo  salón,  que 
cruza  el  patio,  tuvieron  lugar  las  sesiones  del  famoso 
Congreso  que  nombró  Director  Supremo  al  diputado  por 
San  Luis  don  Juan  Martin  de  Pueyrredon,  y  labró  el 
acta  de  independencia  del  9  de  julio  1816. 

El  15  de  enero  de  1817,  el  Congreso  resolvió 
trasladarse  á  Buenos  Aires,  y  el  local  que  sirviera  de 
cuna  al  pueblo  argentino,  quedó  olvidado  por  muchos 
años,  hasta  que  por  decreto  del  Gobierno  Nacional  fué 
adquirido  en  25.000  pesos  fuertes,  el  28  de  abril  de 
1874. 


—  600  — 

El  salón  se  conserva  mas  ó  menos  como  en  los  días 
gloriosos,  pero  el  frente  de  la  casa  fué  modificado  en  1875, 
para  destinarse  esa  parte  del  edificio  á  las  oficinas  de 
correos  y  telégrafos  de  la  Nación. 

El  cuidado  de  aquél  está  á  cargo  de  un  empleado 
especial,  pero  aún  se  halla  vacío,  no  obstante  que  há 
tiempo  se  hicieron  para  colocarse  en  sus  paredes,  los 
retratos  que  existen  de  los  signatarios  del  acta  inmortal. 

«En  uno  de  nuestros  aniversarios  de  nuestra  inde- 
pendencia, dice  Granillo,  el  obispo  Molina  improvisó  la 
siguiente  octava  delante  de  una  numerosa  concurrencia 
reunida  en  esa  casa  á  celebrar  tan  gloriosa  fecha: 

En  aqueste  sitio  mismo 
sonó  esa  voz  imponente 
que  hizo  al  Sud  independiente 
y  destronó  el  despotismo. 
Aqui,  en  brazos  del  heroismo, 
Nació  el  argentino  Estado, 
¡Salud  oh  local  augusto! 
¡Salud  oh  sitio  sagrado! 

Van  tres  años  que  estudiantes  argentinos  se  tras- 
ladan en  peregrinación  hasta  la  ciudad  de  Tucumán 
para  efectuar  en  aquel  sitio  y  en  la  fecha  délos  gran- 
des recuerdos,  conferencias  histórico-literarias. 

La  pirámide  á  Mayo  y  la  Casa  del  Congreso  son 
los  monumentos  representativos  del  25  de  mayo  y  del 
9  de  julio,  fechas  que  los  argentinos  celebrarán  siempre 
á  despecho  de  los  que  osadamente  pretenden  poner 
obstáculos  á  la  tradición  y  al  sentimiento  nacional. 


El  gran  título  del  Congreso  de  Tucumán,  su  mé- 
rito especial  entre  las  asambleas  que  se  han  reunido 
en  el  país  desde  los  albores  de  la  libertad,  fué  realizar 


Intimo  y  constante    de  los  autores  de  la  revo- 

Mayo. 

anancipación  política,  era  la  aspiración  de  los 
18  de  Moreno  y  su  partido,  de  los  directores 
QÍento  de  Octubre  de  1812  y  aún  de  los  que 
1   la  asamblea  de    1813. 

última  no  llevó  á  cabo  la  declaración,  por 
cias  que  no  se  han  explicado  de  una  manera 
¡a,  ó  permanecen  ignoradas  afin,  pero  quizá 
inanifei^tar  que  esa  era  su  voUmtad  y  todavía. 

sus  miembros  eran  republicanos. 
Totectorado  de  la  Inglaterra,  la  solicitud  de 
europeos,  parece  que  fueron  medios  de  que  se 
ara  detener  la  acción  del  Congreso  de  la  Santa 
a  ayuda  de  la  Inglaterra  á  España,  el  envío 
.08  por  parte  de  la  Península  á  loe  ejércitos 
Aían  sus  dominios  y  un  recurso  para  dar  tiem- 

se    organizara    la  resistencia    después  de    los 
le  liicieron  zozobrar  la  Causa  y  abatían  el  en- 
[le  los  pueblos, 
pensaban    los  patricios  que    actuaron  y  resol- 

aqncllos  graves  asuntos  y  como  esas  medidas 
ron  y  ellos  por  razones  poderosas  considera - 
guardar  el  secreto,  cayeron  y  íí  sus  émulos, 
va  ajenos  á  la  política  de  bastidores,  les  tocó 
go  de  sublime  audacia,  la  gloria  de  proclamar 
idencia  y  la  soberanía  nacional, 
declaración  suscrita  en  su  generalidad  por 
lue  no  habían  figurado  en  el  escenario  princi- 
te  loa  seis  afíos  anteriores,  \mo  íí  afianzar  la 
1   de  intereses,    esfuerzos  y    votos  del    pueblo 


1 


—  602  — 

Fué  la  voz  de  los  pueblos  mediterráneos  que  ha- 
cían suyos  los  anhelos  que  hasta  entonces  se  decían, 
solo  de  la  capital  y  por  eso  es  que  el  lamentar  de  que 
faltasen  en  su  recinto  los  representantes  del  litoral,  in- 
voluntariamente se  renueva  el  anatema  de  censura  con- 
tra los  caudillos  que  cometieron  el  error  funesto  de  im- 
pedirlo. 

Adolfo  P,  Carranza, 


r)KI.KC4  A.DOS 


DB  LOS 


GOBIERNOS  DE  PROVINCIA 


EK  KL 


CFNTENARIO 


\ 


De    Buenos  Aires Adolfo  P.  Carranza 

Córdoba Zenon  J.  Santillan 

Corrientes Lucas  A.  Córdoba 

Catamarca Delfín  Gigena 

Jujuy Napoleón  Paliza 

Mendoza Federico  Moreno 

Rioja Agf.nor  Quinteros 

Salta Delfín  Oliva 

Santiago  del  Estero Nicolás  Avellaneda 

Santa  Fé EuDORO  VasqTJez 

San  Juan Adán  Quiroga 

San  Luis Emilio  Sal 


El  gob 


ierno  de  Entre  Ríos,  quizá  por  un  descuido,    no    cumplió  con  ese 


acto  de  cortesía  y  de  solidaridad  nacional. 


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