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Full text of "Mundo, mundillo-- : comedia en tres actos"

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THE LIBRARY OF THE 

UNIVERSITY OF 

NORTH CAROLINA 

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ENDOWED BY THE 
DIALECTIC AND PHILANTHROPIC 
^. SOCIETIES 

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vol. 19 
no. 1-12 



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COMEDIA EN TRES ACTOS 




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SOCIEDAD DE AUTORES ESPAÑOLES 
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MUNDO, MUNDILLO, 



Esta obra es propiedad de sus autores. 

Los representantes de la Sociedad de Atitores Españo- 
lea son los encargados exclusivamente de conceder o 
negar el permiso de representación y del cobro de los 
derechos de propiedad 

Droits de représentation, de traduction et de repro- 
duction, reserves pour tous les pays, y compris la 
Suéde, la Norvége et la Hollando. 

Copyright, 1912, by S. y J. Álvarez Quintero. 



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SERAFÍN y JOAQUÍN 
ALVAREZ QUINTERO 



MUNDO, MUNDILLO 



COMEDIA EN TRES ACTOS 



Estrenada en el TEATRO DE LA COMEDIA el 5 de Octubre 

de 1912 




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MADRID 

Imprenta de Regino Velasco 
191 2 



A Qpegorio ]VIartíiie2 gierra 

en prenda de cordial afecto, 



■tu u LóacLutH, 



REPARTO 



PERSONAJES actores; 

KAFAELA Mercedes Pérez de Varga- 

QUINTICA María Palón. 

LA ABUELA NITA Irene Alba. 

EMMA Adela Carbono.'" 

JUANA Carmen Villa. 

GREGOEIA; María Pérez Fe. 

DON PABLO Pedro Zorrilla. 

DANIEL Manuel González. 

TOPETE Alberto Romea. 

DON DIONISIO Juan Bonafé. 

ISIDORO Manuel Acevedo. 

CHIROLA Manuel Insúa. 

EL CIEGO PALOTES José G. del Portillo^ 

UN COMPRADOR AMBULAN- 
TE X. 

Chiquillos del pueblo 



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ACTO PRIMERO 



Estamos en Peña Real, vetusto pueblo de Andalucía, y en la ca^a 
de don Pablo Merced, grande amigo nuestro y viejo escritor, curado 
ya de vanidades literarias, si alguna vez las tuvo. En una sala del 
piso bajo, contigua a la que ocupa su biblioteca, escogida y varia, 
ocurren los verídicos lances de esta comedia. La puerta que a aqué- 
lla conduce está a la izquierda del actor y es de cristales. A la de- 
recha hay otra de madera tallada, que da al patio. Al foro dos gran- 
des ventanas con altas y caladas celosías, pintadas de verde, como el 
herraje. Las paredes enteramente blancas del techo al enladrillado 
suelo, que reluce de puro limpio. Pocos muebles, de antigua casta, 
ordenados y bien dispuestos. Algún estante cerrado de cristales que 
no cupo en la biblioteca. Mesa escritorio de caoba. TJna mesita auxi- 
liar cerca de una de las ventanas, llena de periódicos y revistas, y 
junto a ella el sillón del amo de la casa. En uno y otro alféizar, al- 
gunas macetas en flor: pocas. Una lámpara pende del techo. 

El cuidadoso esmero que reina en la estancia y el grato aroma 
que en ella se respira, dejan adivinar que en la casa vive una mu- 
jer, plrimorosa sin duda y sin duda bella. 

Es por la mañana y empieza Mayo. 

DON PABLO, sentado cómodamente en su sillón, le dicta unas 
cuartillas a TOPETE, su amanuense, su secretario, su bibliotecario 
y cuanto haya que ser, que escribe en la mesa. 



607051 



Es don Pablo hombre de unos sesenta y tantos años, modesto, 
distraído, torpe para la vida práctica, pero de buen discurso y noble 
condición. Habla el castellano, pronunciándolo suavemente, con un 
poco de aire andaluz. 

Topete, de menos edad que él, pues no pasa de los cincuenta, 
tiene un cerebro de canario y un pulso envidiable. Sus singulares 
dotes de calígrafo son famosas en muchas leguas a la redonda. Aun- 
que es andaluz, por el habla no se le nota apenas. 

Don Pablo. Dictando. «... De las malandanzas de la 
política española...» 

Topete. «... Española...» 

Don Pablo. «... De las que siempre sale este nuestro 
inocente país...^ 

Topete. «... País...» 

Don Pablo. «... Como de la mayor parte de sus 
aventuras salía Don Quijote: dolorido y maltrecho.» 

Topete. «... Maltrecho. > 

Don Pablo. Funto y aparte. «Pero, en fin, y basta 
por hoy; consolémonos de estas tristezas, volviendo los 
ojos al espectáculo con que la naturaleza nos brin- 
da, vestida y adornada con todas las galas del nuevo 
Mayo...» 

Topete. «... Del nuevo Mayo...» 

Don Pablo. «... Y veamos en esas flores un augurio 
de mejores auroras.» Punto final, se levanta. La fecha. 
Peña Real, a 7 de Mayo... 

Topete. Suspirando. ¡Ay! El escribiente es un ser in- 
ferior. Es un ser inferior. 

Don Pablo. ¿Por qué? 

Topete. Porque transmite ideas que a lo mejor pug- 
nan con las suyas, y las tiene que transmitir con buena 
letra. Yo no vislumbro esas bellas auroras que tú; yo 
hoy lo veo todo como la tinta del calamar: ¡negro de 
humo! 

Don Pablo. ¡Vaya por Dios! Déjame la pluma y fir- 
mare. Se sienta a hacerlo, ayudándose con la mano izquierda, y 



— 9 — 
antes de firmar exclama entre suspiros. ¡Ay! ¡Quién COnoce a 

esta mano torpe, que un tiempo volaba sobre las cuar- 
tillas!... 

Topete. Ya, ya. 

Don Pablo. Yo pienso que es castigo de Dios, por 
iiaber escrito en esta vida tantas simplezas. 

Topete. Adulando un poco. Hombre, Pablo, buena está 
la modestia; pero... 

Don Pablo. Esto no es modestia; es conocimiento de 
la realidad de las cosas y de mí mismo. Si en mi mo- 
cedad escribí novelas y no las leyó nadie, y escribí 
luego dramas y comedias en tres actos y en verso, que 
A nadie interesaron, ¿a qué me voy a declarar genio no 
comprendido, de los que dicen que se adelantan a su 
época y que por eso aburren? No. Yo no soy más que 
un buen hombre que gustó de escribir, y que, sin duda, 
no le dio al arte toda la pasión que el arte pide. 

Topete. Modestia, modestia... 

Don Pablo. Tuve la serenidad suficiente para con- 
formarme con mi áurea mediocritas, y para dedicarme 
:i leer lo bueno que otros escribieron. Mis fracasos no 
me dejaron en el alma ni una gota de hiél; tú lo sabes. 

Topete. ¡Cualquiera que te oyese hablar de fra- 
casos!... 

Don Pablo. ¿Pues qué otro nombre tienen? Yo, en 
mi vida no he hecho sino fracasar. No he puesto mano 
en cosa que no me fallara. He sido inhábil... desacerta- 
do... Mi único acierto fué mi boda, y ése no fué mío. 

Topete. ¡Hombre! 

Don Pablo. Fué cosa de mis padres. Me dijeron: 
vas a venir una noche, allá en Madrid, a conocer a una 
muchacha andaluza que va a casa del primo Gabriel. 
Y fui. Y me pareció una rosa, y se lo dije. Y eso es 
todo. Mis padres, mis padres acertaron... ¡Qué tiempos, 
mi querido Topete! En ñn, vamos a firmar esta cróni- 
ca... Mi fe de vida de escritor. ¡Parece mentira! Veinti- 



— 10 — 

cinco años mandando mensualmente una crónica a una 
revista que no tiene un solo lector. 

Topete. ¡Y que no te paga! 

Don Pablo. Yo algunas veces me divierto entremez- 
clando algún disparate gordo, a ver si hay alguien que 
me lo rectifique de alguna manera. Jamás se ha dado el 
caso. Vamos, ni el corrector de pruebas. El arte por el 
arte. Firmaremos. 

Mientras firma, pasa el CIEGO PALOTES por la calle prego- 
nando. 

Palotes. ¡Niñas! ¡niñas! ¡Er mundo se acaba er mes 
que viene! ¿Quién me compra er romanse de La fin der 
iHundof ¡La fin der mundo! ¡Er mundo se acaba er mes 
que viene! 

Por la puerta del patio sale precipitadamente QUINTICA, con 
ánimo de llamar a Palotes desde una ventana y comprarle un ro- 
mance. La presencia de don Pablo y de Topete, con que no contaba, 
la desconcierta un tanto. 

- Quintica es una muehachuela de El Toronjil, pueblecillo inmedia- 
to a Peña Real, que produce las más intrépidas mozas de servicio. 

Quintica. ¡Huy! 
Topete. ¿Kh? 

Don Pablo. ¿Qué? ¿Qué quería usted? 

Quintica. No... na... Usté me dispenze... Es que me 
penzé que estaba aquí Juana. 

Don Pablo. ¿Juana? 

Topete. Juana está ahí dentro aljofifando la biblio- 
teca. 

Quintica. Pos con zu permizo: tengo que darle una 
razón. 

Se entra en la biblioteca, sobresaltada, como ratón sorprendido- 
cu la alacena. 

Don Pablo. ¿Es nueva esta criada, verdad? 

Topete. Sí, hombre. La tomó Eafaelita la semana 
pasada, cuando anunciaron su llegada los huespede.^ 
don Dionisio y su hija. 



- 11 — 

Don Pablo. Ya. 

Topete. Y venía aquí, no en busca de Juana, coma ' 

ha dicho, sino al olor del Ciego Palotes, que pasó pre- 
sionando un romance. 

Don Pablo. Ah, vamos. 

Topete. El romance de La fin del mundo. ¿No lo has 
oído pregonar? 

Don Pablo. No. 

Topete. Súbitameate. EsCUCha. 

Palotes. Repitiendo el pregón más lejos. ¡Niñas! ¡niñas! 

¡Er mundo se acaba er mes que vienel ¿Quién me com- 
pra er romanse de La fin der mundo? ¡La fin der mundo! 
;Er mundo se acaba er mes que viene! 

Don Pablo. Riendo. La musa popular no podía per- 
manecer ociosa ante la amenaza del cometa. 

Topete. ¿Y sabes tú que se pone grave lo del co- 
meta? 

Don Pablo. ¿Sí, eh? Apenas he leído... 

Topete. Ah, pues es cosa de irlo tomando en serio. 

Uno de los periódicos... Ya verás... Rebuscando en la mesita 

auxiliar. Le dedica la primera plana al asunto... Y 
viene bastante alarmista. Aquí está. 

Don Pablo. Déjalo: luego lo leeré yo. 

Topete. Un parrafito solamente. Lee. «El cometa, la 
estrella de rabo, como lo llama el vulgo, que muy pron- 
to se podrá contemplar en el cielo a la simple vista, se- 
-ún todas las notas facilitadas por los observatorios as- 
tronómicos del mundo entero, conformes en recono- 
cerlo así, chocará fatalmente con la Tierra en la noche 
del 13 de Junio próximo.» Una broma de carnaval. Y 
sigue. 

Don Pablo. Yo lo leeré, hombre. 

Topete. «El día en que se escribe este artículo, há- 
llase el cometa a ciento sesenta y cuatro millones de 
kilómetros de la Tierra, y avanza hacia nosotros a la 
velocidad de cinco millones de kilómetros por día.» ¡En 



— 12 — 

diligencia viene, como ves, el celeste viajero! «Su cabe- 
za sola ofrece un diámetro treinta veces más grande 
que el de nuestro globo, o sea de trescientos ochenta 
mil kilómetros: poco más o menos la distancia de 
aquí a la luna.» ¡Cualquiera le compra una gorrita de 
viaje! 

Don Pablo. No sigas; que prefiero enterarme por mí. 

Topete. Además asegura que o moriremos tritura- 
dos porque se hará añicos el planeta, o, lo que es más 
probable, por envenenamiento horrible de la atmósfera. 
;^Qué te parece? 

Don Pablo. Que Dios dirá. Después de todo, este ti- 
tirimundi de la tierra tampoco había de ser eterno. 

Topete. ¡Sí que lo tomas con filosofía! Deja ei peñó- 

<lico. 

Don Pablo. ¿Y qué le voy a hacer? En la suposición 
de que esa amenaza sea irremediablemente cierta, y se 
realice, pocas veces sería el miedo cosa más pueril. 

Topete. ¡Bueno va! 

Don Pablo. Anda, déjate de comentarios, y pon el 
sobre y lleva la crónica al correo, que por sí o por no 
yo debo enviarla puntualmente. 

Topete. En seguida. Pero ya que esta conversación 
Jios ha elevado unos kilómetros sobre la pequenez de 
■este mundo mortal, te voy a pedir un favor. 

Don Pablo. Tú dirás qué me quieres. 

Topete. Ya sabes cómo yo me defino. 

Don Pablo. No recuerdo ahora. 

Topete. Pues es así: «Yo soy un perfecto caballero 
que se juega hasta la camisa » 

Don Pablo. No convengo más que en la segunda 
parte. 

Topete. Ni yo, como me apures mucho. Estoy em- 
pecatado, Pablo; estoy avergonzado de mi conducta. 
Ayer, cuando me diste la decena... 

Don Pablo. Nada tengo que ver con eso. Yo te pagué 



— 13 - 

religiosamente, según costumbre, y no hay más que 
hablar. 

Topete. ¡Es que me quedé sin una peseta a la me- 
dia hora! ¡Es que mi mujer y mis hijos no van a comer 
pasado mañana! 

Don Pablo. Llévales el tapete verde, o las barajan 
del Casino, o las bolas de la ruleta, o los caballitos, o lo- 
que sea, que ni lo sé ni quiero enterarme. 

Topete. Me permitirás un poco de historia. Mira, 
Yo defino así el juego: «El juego es una mujer coque- 
ta.» Coqueta, por no decir un grado más. Intelligenti 
pauca. Pues bien: siempre que pasa por esta calle o por 
la mía el hombre délos «Sombreros, muebles, libros y 
paraguas viejos que vender», como juegue, indefectible- 
mente pierdo. 

Don Pablo. ¡Qué botaratada! 

Topete. No lo creas; porque el reverso de la meda- 
lla es este: como pase por aquí o por mi calle el tío que 
compra huesos de jamones— ése que viene todas las se- 
manas de Alminares, — y eche su pregón, ya puedo ju- 
gar lo que quiera, que gano. 

Don Pablo. ¡Bah! 

Topete. ¡El evangelio de la misa! Y cátate que 
ayer... iba yo con mi dinerito fresco en el bolsillo... 

Don Pablo. Sí; y pasó el de los huesos de jamones... 

Topete. ¡No! ¡Pues ahí está! ¡El que pasó fué el otrol 

Don Pablo. ¿Y para qué jugaste? 

Topete. ¡Para ver si quebraba una vez siquiera! Por- 
que yo pensé: ¡ya van muchas de perder con éste! Pero 
¡ca, hijo, ca! Coqueta, como te he dicho antes. 

Don Pablo. Pues bien: yo te socorro en tus apuros 
siempre que me es posible, de buena voluntad; pero con 
tu vicio no tengo la menor indulgencia. Con que déja- 
me en paz, que voy a enterarme bien de eso del fin del 
mundo. 

Topete. Yéndose a la mesa a poner el sobre para la crónici. 



— 14 - 

poseído del más negro de los pesimismos. ¡Buen fandango está 

«1 mundo del principio al fin! se sienta a escribir. ¡Y haga 
usted ahora mayusculitas, durmiéndose en los rabos!... 
]Ay, señor, señor!... ¡Y tan inferior como es el escri- 
hiente! 

Don Pablo. No gruñas más. 

Sale QUINTICA de la biblioteca, en dirección a la puerta que da 
^1 patio, no queriendo ser vista ni sentida. La detiene, sobrecogién- 
dola, por supuesto, la voz imperiosa de Topete. 

Topete. Hombre, a propósito. ¡Tú, Quintica; la de 
El Toronjil! 

Quintica. Mándeme usté. 

Topete. Ven acá. ¿Eres tú ahora la encargada de 
limpiar el polvo en estas habitaciones? 

Quintica. Zí, zeñó, yo zoy. Desde antiyé. Lo limpia- 
ba Manuela antes de yo vení; pero como yo entiendo de 

libros, Don Pablo la mira curiosamente, me encargó la zeñori- 

ta Rafaela que lo limpiara yo. Y lo limpio desde antiyé. 

Topete. Enterado. Y respetando por lo demás las 
órdenes de la señorita Rafaela, a esta mesa no tienes 
para qué tocarle. 

Quintica. ¿Ni pa quitarle er porvo? 

Topete. Tengo yo aquí mi plumeiito. Le muestra uno 

monísimo que saca de un cajón de la mesa. 

Quintica. Pero, ¿es que he hecho argo malo? 

Topete. Malo, no; pero desde antiyé precisamente 
me pones el cuadradillo donde quiero la plegadera, y la 
plegadera en el lugar del cuadradillo. 

Don Pablo. Sí que es grave eso. 

Topete. Cada uno tiene su manera de matar pulgas. 

Don Pablo, a Quintica. ¿Cómo te llamas tú, muchacha? 

Quintica. ¿Usté no lo zabe toavía? Meyaman Quin- 
tica, pero me y amo Francisca Jiménez Utrera, para zer- 
vir a Dios y a usté. 

Nacida de madre honrada, 
de padre honrado también, 



— 16 — 

fier cristiana y cumplidora 
por ziempre de mi debe. 

Mira al uno y al otro muy satisfecha. 

Don Pablo. Bravo. Y ¿cómo dices que te nombran 
todos? 

Quintica. Quintica. 

Don Pablo. ¿Y eres... de dónde? 

Topete. De donde son las más bachilleras: de El To- 
ronjil. 

Quintica. De Er Toronji zoy, señora, 
que tiene reló con hora: 
de Er Toronji zoy, zeñó, 
que tiene iglezia mayó. 

Don Pablo. Muy bien. 

Topete. Si a cada pregunta que le hagas va a salii- 
nos con una monserga... 

Don Pablo. Calla tú. ¿Y has dicho antes que entien- 
des de libros? 

Quintica. Zí, zeñó; y entiendo. 

Don Pablo. ¿De qué libros? 

Quintica. De todos. 

Don Pablo. ¡Cáspita! ¿De todos? 

Quintica. ¿No ve usté que yo me he criao en la es- 
cuela? 

Don Pablo. Ya. ¿En qué escuela? 

Quintica. En la de Er Toronji. Entré a hace los 
mandaos a los nueve años, y hasta el año pazao no he 
zalío de ayí. Carcule usté zi zabré de libros. Como que 
argunas veces er maestro me dejaba tomarles la lerción 
a los niños mayores. 

Don Pablo. ¿Hola? 

Quintica. De manera que zé la religión, zé la histo- 
ria, zé la geografía, zé lee, zé escribí, zé zuma, zé resta, 
zé murtiplicá, zé yevá un rozarlo y zé los mapas. 

Don Pablo. ¡Pues no creo que se pueda saber más! 

Quintica. ¡Ah! ¡Y los reyes godos! 



— 16 — . 

Don Pablo. |Digo! ¿eh? 

Quintica. ¿Usté ze pienza que es mentira? 

Don Pablo. ¡Me guardaría mucho! 

Quintica. Pregúnteme usté. 

Don Pablo. De bonísima gana. Vamos a ver, vamoí? 
a ver... ¿Quién hizo el mundo? 

Quintica. Dicen que Dios. 

Don Pablo. Sí; es verdad, eso dicen... Y es lo más 
probable. ¿Quién fué el primer hombre? 

Quintica. Adán y Eva. 

Don Pablo. No, no; Adán nada más. Eva fué la pri- 
mera mujer. 

Quintica. Zi, zeñó; que la hizo Dios de una costiya 
del hombre. ¡Zi lo zé! 

Don Pablo. Justo. Por eso ala esposa se le suele lla- 
mar costilla. 

Topete. Que a veces no es costilla por cierto, sino 
espinazo. 

Quintica. Pregúnteme usté argo más difici. Pregún- 
teme usté de la historia. 

Don Pablo. ¿De la histoiia, eh? Dime, ¿quién descu- 
brió el Nuevo Mundo? 

Quintica. ¿Er Nuevo Mundo? Le apeyidan unos er 
Crué y otros er Justiciero. 

Don Pablo. No, no por Dios: te confundes con el rey 
don Pedro el Cruel. 

Quintica. ¡Da lo mismo! 

Don Pablo. El Nuevo Mundo lo descubrió Colón. 

Quintica. Er genovés Cristóbar Colón, que descu- 
brió la América. ¡Zi lo zé! 

Don Pablo. Ya, ya lo veo. 

Topete. ¡Lo sabe todo! 

Quintica. señalando de pronto al Diccionario déla Academia, 

que está en el estante. ¿Me quié usté decí qué libro cz eze 
gordo, zeñorito? 

Don Pablo. ¿No lo sabes tú? 



— 17 — 

Quíntica. Zí lo sé; pero no lo zé. 

Don Pablo. Ese es el Diccionario de la lengua. 

Oluintica. ¡Ezo ya lo zé! 

Don Pablo. Entonces, ¿qué es lo que me pregun- 
tas? 

Quintica. ¿Qué cozas trae? ¿Es graciozo? 

Don Pablo. No: gracioso precisamente, no. Es un li- 
bro en el cual están por orden alfabético todas las pa- 
labras del idioma. 

Quintica. ¡Al istante! 

Don Pablo. ¿Lo dudas? 

Quintica. No, zeñó, no lo dudo; pero me rezisto a 
creerlo. 

Don Pablo. ¿Qué pala,bras quieres que busquemos 

para que te convenzas? Se levanta y coge el Diccionario. 

Quintica. Ezo zí que me gusta. 

Topete. ¡Pero mira que te entretienes tú con unas 
chiquilladas! 

Don Pablo. Tú a tus mayúsculas floridas. Esto no 
va contigo, a Quintica. Dimc tú una palabra. 

Quintica. Una palabra... una palabra... Pensándola. 
Busque usté... Busque usté Fililí. 

Don Pablo. ¿Filili? 

QuintJca. Filili es un tonto de mi pueblo que hace 
griyeras. 

Don Pablo. No; aquí no está Filili. Nombres de ton- 
tos no vienen aquí. 

Quintica. ¿Usté lo ve? Ya farta una palabra. 

Don Pablo. Dime otra que te ocurra. 

Quintica. Ea, pos busque usté ^acAocAa. 

Don Pablo. ¿Y qué q?> pacliocliaf 

Quintica. Fachocha ez una coza mu güeña que ze 
hace en mi pueblo con un boyo de pan tostao, un po- 
quito e zeboya, aceite, vinagre, zá en grano... 

Don Pablo. Ah, pues no íislo pachocha iauí-poco. 

Quintica. .¿Tampoco? 

2 



— 18 — 

Don Pablo. A la cuenta no hay ningún académico 
de El Toronjil. 

Qu Íntica. Ya zabía 3^0 que ezo era mu difici. ¡Hay 
munchas palabras! 

Don Pablo. Mira, mujer: mira en esta página, y ve- 
rás como no te engaño. Lee. «Cantar, cántara, cantarero, 
cantárida...» 

Quintica. iPos zí que es verdá! 
Don Pablo. «Cantarillo, cántaro, cantera...» 
Quintica. Leyendo a su vez. ¡Huy, mistc aquí! «Caña- 
mazo, cáñamo, cañamón...» 

Don Pablo. ¿Lo ves, mujer, lo ves? 
Quintica. ¡Qué paciencia de hombre! ¿Usté ze lo 
zabe de memoria? 

Don Pablo. ¡Yo, no! Y lo que advierto es que lees 
de corrido. 

Quintica. Zí, zeñó: de carreriya leo. Me andaba en 
er Juanito ya. 

Don Pablo. ¿En el Juanito? 

Quintica. Y er maestro me iba a pone en los trozos 
escogidos der Don Quijote de la Mancha, que escribió er 
Cojo de L€})anto. 

Don Pablo. ¡El manco, criatura! 
Quintica. ¡Er manco! ;Zi lo zé! 
Don Pablo. Sí lo sabes; pero acabas de confundir 
un brazo con una pierna. Vete, vete ya a tus tareas, no 
vuelva de la calle la señorita, y te riña por culpa mía. 
Quintica. Zí, zeñó. 

Dejo er lee 
para barré: 
dejo el habla 
para limpia. 
Cuando me voy de una arcoba 

voy por la escoba: 
cuando me voy de un granero 
voy por er plumero. 



- 19 — 

Se retira por la puerta del patio, ufana, como si hubiera ganado 
unas oposiciones. 

Don Pablo. No sé a mi hija; pero a mí me satisface 
•enteramente. ¡Donoso revoltijo tiene en la cabeza Quin- 

tlCa! Se entra en la biblioteca. 

Topete. Bien está. Vamos nosotros al correo. ¡Lásti- 
ma y no me tragara el león al meterle la carta por la 
iDoca! 

Va a raarcharse por la puerta del patio, y se detiene un punto 
-para dejar pasar a RAFAELA y a EMMA, que llegan de la calle. 

Las dos son jóvenes y bonitas, y las dos madrileñas. Rafaela, hija 
<lv; don Pablo, viuda dos año? hace, es mujer de temple sereno, 
agraciada y sencilla. Aun viste de luto, como único tributo externo 
a su dolor, que oculta a las ajenas miradas, pero que vive en su co- 
razón como un perfume delicado. Viene de velito. 

Emma, su amiga, casada y temporalmente separada de su marido, 
por aburrimiento y hastío, es mujer ardiente y expresiva, imaginati- 
Ta y locuaz. Viste un traje vistoso de mañana y trae chai y som- 
brilla. 

Rafaela. Estarán aquí o en la biljlioteca. 

Topete. ¡Oh! Las amigas. ¿De vuelta ya? 

Emma. Ya de vuelta. 

Topete. ¿Cansadas? 

Emma. ¡Nunca! 

Rafaela. ¿Cansarse Emma? .Jamás. Usted la ofende. 

Topete. ¿Le va gustando a usted mi pueblo? 

Emma. ¿Pero usted es de Peña Real? 

Topete. Sí, señora: aquí rodó mi cuna. No rodó todo 
lo que hubiera sido necesario. 

Emma. Pues no se le conoce a usted. Apenas tiene 
acento andaluz. 

Topete. Salí de aquí tan joven y volví tan viejo... 
¿Verdad, Rafaelita? 

Rafaela. Tan viejo, no, Topete. 

Topete. Gracias por el halago. 

Emma. Pues el pueblo me encanta, me seduce, me 



— 20 — 

inquieta. Asoleado, tranquilo, silencioso, como en siesta 
continua. Cuando se abre una puerta de una casa pare- 
ce que la casa va a bostezar. Histórico, legendario, evo- 
cador... Se oye en el aire la voz de otros siglos. Creyen- 
te, supersticioso, paradójico, absurdo... ¡Todo lo contra- 
rio que mi marido! Me enamora Peña Real. 

Rafaela suelta la risa. 

Rafaela. Lo creo. 

Topete. Yo también. 

Rafaela. ¿Y mi padre? 

Topete. Ahí, en la biblioteca. 

Emma. ¿Y el mío? 
';. Topete. Arriba lo dejé hace una hora, desayunán- 
dose. 

Emma. Ya habrá concluido. 

Topete. ¡Qué sé yo! Porque tenía delante dos hue- 
vos pasados por agua y un trozo de carne tamaño. Y 
me dijo que estaba matando el gusanillo. De manera 
que el gusanillo de su papá de usted no se debe de ma- 
tar tan fácilmente. 

Emma. Riendo. Ah, sí: se cuida, se cuida. Le tiene 
mucho apego a la piel. Voy a verlo. Digo, ¡y estos pa- 
tios!... ¡Qué parajes para soñar locuras!... se va por la puer- 
ta del patio. 

Durante este diálogo, Rafaela se ha quitado el velo vio ha dobla- 
do cuidadosamente. 

Topete. Tú, Rafaelita, ¿me necesitas para algo? 

Rafaela. Muchas gracias. Topete. 

Topete. Voy al correo a echar la crónica de este 
mes. Luego hemos de hablar en confianza. 

Rafaela. f:,U.^ted y yo? 

Topete. Sí. 

Rafaela. ¿De qué? 

Topete. De... de mis cosas. Sin que se entere e] pa- 
paíto. ¿Estamos? 

Rafaela. Absolutamente. 



— 21 — 

Topete. Pues hasta luego. 

Rafaela. Adiós. 

Topete. Hasta lueguito, vase. 

Rafaela pasea por la sala una mirada investigadora de mujer de 
■mi casa, y tal vez toca para colocarlo mejor algún mueble o algún 
■objeto. 

Sale de la biblioteca DON PABLO. 

Don Pablo. ¿Qué es eso? ¿Visita de inspección? 

Rafaela. Siempre. 

Don Pablo. Buscando los delitos de las criadas. 

Rafaela. Y deseando no encontrar ninguno. Tú 
crees que me gusta reñirles, y no me gusta; es que no 
tengo más remedio. 

Don Pablo. Hágase tu voluntad. ¿Y tu amiga? 

Rafaela. Acaba de irse arriba a ver a su padre. 

Don Pablo. ¿Vamos a murmurar un poco? ¡Delicio- 
.^a pareja son nuestros huéspedes, Rafaelita! 

Rafaela. Don Dionisio sí es cómico. De Emma me 
da lástima. 

Don Pablo. Y presumo que van a pasar con nosotros 
más días de los que pensaban en un principio. 

Rafaela. Seguramente. Emma está contenta, distraí- 
da; y yo procuro que lo esté. Haré que se venga conmi- 
go al campo. ¡Pobrecilla' También tiene su vida rota. 

Don Pablo. Es verdad. 

Rafaela. De ahí el recrudecimiento de su exaltación 
natural y sus extravagancias. Y el padre, sin compren. 
<lerlo, empeñado... 

Don Pablo. ¡Oh! El padre es chistosísimo. No pare- 
ce su padre. Vamos, yo a veces pienso cosas terribles. 

Rafaela. ¡Jesús! 

Don Pablo. Sin que mi presunción ofenda el buen 
nombre de mi señora doña Eduarda. Esta mañana me 
reía a mis solas de él. Vas a ver una cosa de gracia. 

Toma un periódico de la mesita, busca una noticia y la lee. 

Rafaela. ¿Qué es ello? 



— 22 — 

Don Pablo. Escucha: «Ha salido para Peña^ Real^ 
acompañado de su bellísima hija Emma, nuestro parti- 
cular amigo el ilustrísimo señor don Dionisio Gómez j 
Martínez. Se hospedarán en casa del ilustre escritor don 
Pablo Merced.» Riéndose. ¿Qué tal? 

Rafaela. ¿Ha mandado él mismo la noticia al perió- 
dico? 

Don Pablo. ¡Naturalmente! 

Rafaela. Y puede que la pague. 

Don Pablo. ¡Seguro! ¿Quién se va a ocupar, si no, de 
si sale o si entra? Toda la vida ha sido así. No da un 
paso que no lo publique. Es más: como vaj'a a un sitia 
y no lo diga algún periódico, él se cree que no ha ido> 
¡Je! Vanitas vanitatuni... 

Rafaela. Óyeme una cosa. 

Don Pablo. ¿Qué hay? 

Rafaela. Racha de huéspedes. 

Don Pablo. ¿Cómo? 

Rafaela. Sólo que éste no es nuevo: lo disfrutamos- 
de tiempo en tiempo todos los parientes cercanos. 

Don Pablo. Ah, sí: ¿la abuela Nita? 

Rafaela. Cabal. He visto a Feliciano. Venía para 
acá a prevenirnos. La abuela Nita se ha levantado esta- 
mañana con aire de mudanza, ha empezado a recoger 
sus santos y sus chirimbolos y ha dicho que se va de 
aquella casa adonde la quieren mejor. Y aquí la ten- 
dremos dentro de media hora. 

Don Pablo. Y aquí vivirá hasta otra ventolera por 
el estilo. ¡Pobre vieja! ¡Es una contribución de toda la. 
familia! 

Rafaela. ¿Daniel no ha venido? 

Don Pablo. Todavía no. Pero es temprano. ¿Con. 
quién lo mandaste venir? 

Rafaela. Con Pepe el yegüerizo, que estuvo aquí 
anoche. 

Don Pablo. ¿Cuándo te piensas ir al campo? 



— 23 — 

Rafaela. En cuanto Daniel me diga que está lista 
la casa. 

Don Pablo. Malas condiciones tiene aquello. 

Rafaela. Ya se arreglará. Tampoco para veinte o 
veinticinco días voy a pedir primores. Todo, antes que 
pasar aquí otro aniversario. No quiero que sientan tan- 
to como yo o más que yo a mi marido, gentes que ape- 
nas lo conocieron. 

Don Pablo. En ese particular, te alabo el gusto. 

Rafaela. No me hables; me angustia recordar aque- 
llos días. Los que vinieron la víspera, para escapar antes 
del compromiso; los que vinieron el mismo día, por 
seguir la rutina; y los que vinieron al día siguiente, para 
hacerse notar, me hicieron bien pronto concebir esta 
tuga para otro año. Cuando un dolor es tan dolor como 
este mío, el corazón lo esconde; quiere estar solo, y se 
recata de la gente para que no lo tome en boca quien 
no sabe de él. 

Don Pablo. Así es, en efecto. Nos iremos todos al 
cortijo unos cuantos días. Porque si me quedo yo aquí 
sólito, no me salva ni mi fama de hombre independien- 
te, ni la bula de Meco; la toman con el padre poKtico. 
Y la segunda edición del pésame la soporto yo. 

Rafaela. ¡Qué obligaciones se crea la gente! Sobre 
todo en los pueblos. ¿Tiene nadie más que dejar a cada 
cual con su alma en su almario? Que no se acuerden 
de que vivo. Si yo me he venido de Madrid a este pue- 
blo, tomándolo por una sepultura, a echarle tierra a mi 
corazón, que no quiere vivir. 

Don Pablo. Calla, inocente, calla. 

Rafaela. De sobra lo sabes. 

Don Pablo. Sí; pero también sé que la vida del cora- 
zón no la limita la voluntad. 

Rafaela. La del mío acabó con la suya. No me com- 
batas esta idea, papá. Déjame al menos el consuelo de 
acariciarla. Me parece que lo acaricio a él. 



— 24 — 

Don Pablo. Doblemos la hoja. La experiencia siem- 
pre habla en el desierto. 

Rafaela. ¿Y qué podría enseñarme aquí tu experien- 
cia? ¿No hiciste tú acaso lo mismo que he hecho yo? 

Don Pablo. Pero, ¿cuándo lo hice, hija mía? 

Rafaela, Cuando te faltó tu sombra, como a mí. 

Don Pablo. Cierto. Pero mi ^dda ya había cumplido 
su objeto. Tenía cincuenta y tantos años a las espaldas 
y casados mis hijos. ¿Qué extraño es que entonces de 
jara aquel vértigo de Madrid y me encerrara en la tran- 
quila Peña Real, y en esta casa donde nació tu madre? 
Pero tú, con poco más de veinte años, comenzando la 
vida, de frente a ella, ¿cómo quieres que no vaya a ven- 
certe? Esto es lo que mi experiencia te dice. Mi expe- 
riencia, que más que de esperanzas sabe de desengaños. 
Ahora dejemos que corran los días... 

Rafaela. Sí; dejémoslo. Está visto, que esto es tan 
mío, que ni contigo puedo hablar. 

Don Pablo. No te apures, tonta. Mira, aquí tienes 
Emma. 

Rafaela. ¿Viene Emma? Se enjuga ios ojos, humedecidos 
pOT tímidas lágrimas. 

Vuelve, en efecto, EMMA, por donde se fué, y un tanto excitada. 

Emma. ¡Ay, señor don Pablo de mis culpas! 

Don Pablo. ¿Qné te ocurre, muchacha? 

Emma. ¡Ay, qué padre tengo! 

Don Pablo. ¿Pues? 

Emma. Le digo a usted que me cuesta la vida este 
padre. 

Don Pablo. Te cuesta entonces lo que te ha dado él. 

Emma. Rápidamente. ¡A medias! A medias nada más. 
Su derecho a amargarme la vida a medias puede 
que no sea discutible; pero a amargármela por en- 
tero, sí. 

Rafaela. Sepamos qué hay de nuevo que tan alboro- 
tada te trae. 



— 25 — 

Emma. ¡De nuevo, nada! Otra vez le ha puesto el 
paño al pulpito, y ¡vaya un sermón! 
Rafaela. Espera un instante. 

Asoma JUANA, en traje de faena a la puerta de la biblioteca. 

Juana. Zeñorita. 

Rafaela. Pero, ¿qué es eso? ¿Todavía estás ahí"? ¿Qué 
facha es esa? ¿Qué manera de presentarse? 

Juana. Zi está una argofifando, ¿cómo quié usté que 
zarga una? 

Rafaela. Es que no debieras estar aljofifando ya. 

Juana. Zeñorita, usté no ha contao las lozas que tie- 
ne la zalá grande. Tiene muchas lozas. Y a usté le gus- 
tan las faenas mu bien hechas. Y pa hace las faenas 
bien hechas hay que hacerlas despacio. Y de toas ma- 
neras ze tarda lo mesmo. 

Rafaela. Bueno, sí; ¿qué quieres ahora? 

Juana. Zabé zi argofifo también la zalá chica. 

Rafaela. ¡Pues ya lo creo! Y prontito. Y bien. Y sin 
salpicar de agua Jos libros. De todo esto tiene la culpa 
el mono del novio. Y eso se va a acabar. 

Juana. Ziempre tenía que zalí er novio, que en na 

ze mete. Retirase un tanto mohina. 

Rafaela. Está en relaciones con el criado, con Isido- 
ro. Y la entretiene con el pahque y todo anda así. Y voy 
a plantar en la calle a Isidoro o a ésta. O a los dos. No 
quiero noviazgos en casa. 

Don Pablo. El amor tiene sus derechos, hija. 

Rafaela. Sí los tiene; pero después de aljofifar. Si- 
gue tú con tu cuento, Emma. 

Emma. El amor... el amor... ¡Qué mal empleo se le 
da casi siempre a esa palabra! Y usted perdone que se 
lo diga, don Pablo. ¿Pues no se empeña mi padre en 
que mi marido me tiene amor; en que mi marido me 
quiere? 

Don Pablo. Y te quiere. ¿No suspira por volver a 
iinirse contigo? 



— 26 — 

Emma. ¡Porque me echa de menos! ¡Porque es un 
hombre muy ordenado, ¡muy ordenado! — ¡qué desespe- 
ración de orden! — y le falto ya en la casilla del estante 
en que me había puesto! Ríen ei padre y la hija. Pero antes 
me doy un tiro que volver con él. Mi marido, don Pa- 
blo, es un hombre rítmico; es un hombre máquina; yo 
creo que tiene ruedas por dentro. Todo lo ha de pesar y 
medir; todos los días ha de hacerse lo mismo y a las 
mismas horas. No tiene una oscilación, no tiene un 
arranque, no tiene un rasgo extraordinario, ¡no tiene un 
defecto! 

Don Pablo. ¿Que no tiene un defecto? 

Emma. ¡Ni uno! ¡Si le digo a usted que no hay ma- 
nera de aguantarlo! ¡Siempre en el mismo tono; siem- 
pre acompasado y puntual! ¡Me he casado con una pén- 
dola de reloj! 

Rafaela. ¡Qué cosas se le ocurren! Y hay algo de 
verdad, no creas. 

Emma. Aconséjele usted a mi padre que no vuelva a. 
hablarme de reconciliación con ese hombre. No lo quie- 
ro ver. Me crispa los nervios recordarlo. ¡Qué chalecos, 
qué raya de los pantalones, qué hombreras!... No lo 
quiero ver. ¡Qué bigotes! ¡Con los mismos pelos justos a 
un lado que a otro! No lo quiero ver. ¡Si lo viera usted 
con la bigotera!... 

Don Pablo. No lo quiero ver. 

Emma. ¡Suplíquele usted, por Dios, a mi padre, que 
me deje en paz! Si tuviéramos hijos, bien estaba mi 
sacrificio por ellos; pero si nos ha tocado en suerte no 
tenerlos, sin duda porque Dios no quiere que el tipo de 
ese hombre se perpetúe... 

Sale DON DIONISIO por la xjuerta de la biblioteca, a tiempo de oír 
esta última frase de su hiia, que a él le suena a chabacana burla, ts 
hombre serio, eminentemente serio, atildado y metódico. Se compren- 
de que simpatice con su yerno. Viste un traje de mañana elegante, pera 
propio para persona de algunos años menos que él. 



- 27 — 

Don Dionisio. Hija mía, por el amor de Dios, serie- 
dad. Seriedad, Emma, seriedad, que ya no juegas a las- 
muñecas. Seriedad. 

Emma. Si hablaba completamente en serio, papaíto. 

Don Dionisio. Peor que peor, en tal caso. Pablo; Ra- 
faela; mi ilustre y sabio amigo... 

Don Pablo. ¡Hombre! 

Don Dionisio. Su amiga más leal... 

Rafaela. Sí, por cierto. 

Don Dionisio. Encargaos de poner un poco de orden 
en esta cabecita de pájaro. 

Emma. Molestísima. Papá, por lo que más quieras, no 
seas cursi, y dispénsame que te lo diga. 

Don Dionisio. ¿Oyes esto, Pablo? ¿Lo oyes tú, Ra- 
faela? Los desentonos de esta hija de mi alma van a 
acabar conmigo. 

Llega TOPETE por la puerta del patio, deja el sombrero^ se 
sienta a su mesa, y se pone a escribir sin decir ni pío. Se conoce 
que el mal humor se le ha exacerbado en la calle. 

Don Dionisio. Tú, Pablo; tú que tienes esas privile- 
giadas dotes de observador y ese singular atisbo psico- 
lógico... 

Don Pablo. ¡Ave María Purísima! 

Don Dionisio. Dime, en ley de Dios, o hablando a 
lo filósofo, en el terreno de la razón pura. 

Emma. Mira, papá, no sigas adelante. No hemos 
venido aquí a discutir desavenencias de familia, sino a 
pasar una agradable temporada con tan buenos ami- 
gos; y hablar de mi marido no puede ser cosa más des- 
agradable. 

Don Dionisio. Seriedad, Emma, seriedad. 

Emma. ¡Así que lo digo poco en serio! ¿Sabes lo que 
estoy deseando? 

Don Dionisio. ¡Algún delirio tuyo! 

Emma. Que esta vez sea verdad el anuncio de los 
astrónomos; que esa dichosa estrella de rabo que nos. 



— 28 — 

amenaza, choque de veras con la tierra y nos lleve a 
todos el diablo. 

Don Dionisio. ¡En el nombre del Padre! 

Topete. Pues no está usted sola en ese deseo, amiga 
Emma. Hay aquí quien lo comparte con usted. Y le 
prevengo que, según todos los informes, vamos a que- 
dar complacidos. 

Don Dionisio, con alarma ridicula, que pretende disimular 
«n vano. ¿CÓmO dicC UStcd? 

Topete. ¿No ha leído usted la noticia en la prensa 
de hoy? 

Don Dionisio. No he tenido ese gusto... Es decir, 
tanto como gusto... 

Topete. Pues tome, tome; aquí hay un periódico 
que trata la cuestión por extenso. 

Don Dionisio. A ver, a ver... Poco se puede fiar en 
tales pronósticos, pero... Siempre hay alarmas más o 
menos justificadas con estos fenómenos celestes... El 

vulgo es imaginativo... A ver, a ver... Toma con mano tem- 
blorosa el periódico, y ante el simple epígrafe de la noticia le baja el 
color. Se entrega ávidamente a su lectura, y ya no le importa nada 
de lo que le rodea. El miedo más cómico ha hecho presa en él. 

Emma. ¡Bah! Voy un rato a la biblioteca. 
Don Pablo. ¿Qué lees? 
Emma. Las comedias de Tirso de Molina. 
Don Pablo. ¡Peregrino ingenio! Conocía a las muje- 
res el f railecito, ¿no? 
Emma. Un poco. 
Don Pablo. 

Porque a la sombra imitáis; 

al que os desprecia seguís^ 

del que os adora os hurláis... 

Sale por la puerta del patio ISIDOllO, el novio de Juana, con 
tres cartas. 

Isidoro. Don Donisio. Don Dionisio no oye. Está más pá- 
lido que hace un momento. Don Donisio. 



-- 29 — 

Emma. ¡P^pá! 
Rafaela. ¡Don Dionisio! 
Don Dionisio. ¿Eh? 
Isidoro. Dos cartas. 

Don Dionisio las coge niaquinalmente, y las mira y se las guarda 
lo mismo. El periódico lo ha agarrado como mosca en tela d(- 
araña. 

Emma. Esa otra es para mí, ¿verdad? 
Isidoro. Sí, señorita. Tome usté. 

Emma coge la carta y la contempla burlonamente. Isidoro va » 
irse a la biblioteca en busca de la novia y se lo impide Rafaela. 

Rafaela. ¿Adonde vas tú? 

Isidoro. Iba a dá la güerta por ese lao. 

Rafaela. Pues la das por el otro. 

Isidoro. Es iguá. 

Rafaela. Por eso. 

Isidoro. Me piyó la polisía. Se va por donde salió. Emma 
rompe la carta que ha recibido sin abrirla. 

Rafaela. ¿Qué haces, mujer? 
Emma. Romper esta carta. 
Rafaela. ¿Sin leerla? 
Emma. ¡Si es de mi marido! 
Rafaela. ¡Jesús! 

Miran todos a don Dionisio. 

Emma. No hay cuidado: ahora le preocupa el come- 
ta más que yo. Hasta luego. Se entra en la biblioteca. 

Don Dionisio. Entre dientes, y 5 endose metido en su lectura 

hacia el patio. ¡Cáscaras, cáscaras! ¡Pues no es esto gra- 
no de anís! Suda copiosamente por el cogote y se aplica el pañue- 
lo, pero sin separar la vista del diario. ¡CáscaraS, cáscaraS, cás- 

caras!... 

Topete. A este señor le sienta hoy mal el des- 
ayuno. 

Don Pablo. ¿Pues? 

Topete. ¿No ves cómo va leyendo lo del cometa? 

Don Pablo. Ah, ¿es eso lo que lee? ¡Delicioso! 



— 30 — 

Rafaela. Sí que se ha puesto pálido; no es broma. 
Don Pablo. Siempre ha sido muy medrosico... se ríen 

él y Topete. 

Rafaela. Vaya, vaya; un poco de piedad, que todos 
tenemos debilidades. 

Topete. Yo voy a observarlo. 

Rafaela. ¿Y mi libro de cocina, Topete? 

Topete. Mañana lo concluyo. Un monumento cali- 
gráfico: ¡doce tipos de letra! Las salsas en inglesa, las 
frituras en gótica, los dulces en redondilla... Una pre- 
ciosidad. 

Emma. Dentro. ¡Topete! 

Topete. ¿Me llama usted, Emma? 

Emma. ¿Quiere hacerme el favor? 

Topete. ¡Con mil amores! Se entra en la biblioteca. 

Rafaela. Dime, papá. 

Don Pablo. ¿Qué? 

Rafaela. ¿Éste ha vuelto a jugar? 

Don Pablo. Sí; ¿por qué? ¿Te ha pedido dinero? 

Rafaela. Va a pedírmelo. 

Don Pablo. Pues no se lo des. 

Rafaela. Antes me cortaría la mano. 

Don Pablo. Te jurará que es para su mujer y para 
sus hijos; pero como acierte a pasar el tío de los huesos 
de jamones, se va al Casino y se lo juega inmediata- 
mente. 

Rafaela. ¿Y eso, por qué? ¿Es algún talismán? 

Don Pablo. Así dice; que gana siempre que le oye el 
pregón. 

Rafaela. ¡Qué badulaque! Hay para matarlo; te ase- 
guro. 

Llega por la puerta del patio QUINTICA, a quien siguen DANIEL 
y CHIROLA, campesinos. 

Daniel es un mozo de aire simpático y varonil, de mirada serena 
y habla reposada y tranquila. Su cuerpo y su corazón están curtidos 
•en la vida del campo. Viste a la usanza de la tierra, limpia y senci- 



— 31 — 

llámente, chaquetilla de dril, marsellés de paño fino al hombro, som- 
brero de ala ancha y zahones. 

Chirola es un zagalón del cortijo, que lo acompaña. 

Quintica. Pazen ustedes, que aquí están. 
Rafaela. ¿Quién es? ¡Ah, Daniel! Ya te esperaba. 
Don Pablo. ¡Danielillo! 

Daniel. Buenos días, don Pablo. Buenos días, zeño- 
rita. 
Chirola. Güenos días. 

Quintica, sugestionada por la atractiva presencia de Daniel, lo 
mira sin quitarle ojo con ingenuo embeleso. 

Daniel. ¿Por aquí zin novedá de partícula? 

Rafaela. Gracias a Dios, ninguna. 

Don Pablo. No hay más novedad que esta para la 
que te llama mi hija. 

Daniel. Pa zervirla estamos. 

Don Pablo. Pues quiere meterse en tus dominios. 

Daniel. En los zuyos zerá; yo no tengo dominios. 
Ojalá y los tuviera. 

Don Pablo. Bien; pues poneos de acuerdo, que yo, 
como el loro del portugués, voy donde me lleven. Y 
ahora, por lo pronto, a dar una vuelta por ahí. 

Daniel. A la dispozición de usted, don Pablo. 

Don Pablo. Quizás te vea antes de que te marches. 

Éntrase por la puerta de la biblioteca. 

Daniel. Tú, Chirola, aguárdame en er patiniyo. 
Chirola. Con lizencia de la zeñora. vase por la puerta 

•del patio. 

Rafaela. Anda con Dios, hombre. Siéntate tú, Da- 
niel. 

Daniel, obedeciéndola. Gracías. 

Rafaela. ¿Tienes prisa? 

Daniel. La que usté me dé. Yo pa mí no zé lo que 
es ezo. 

Rafaela. De pronto, a Quintica. ¿Tú, qué haccs? 

Quintica. sobresaltada ¿Eh? 



— 32 — 

Rafaela. ¿Que tú qué haces? 

Ouintica. Aquí. 

Rafaela. Pues aquí es donde no tienes que estar. 

Qu íntica. No me había dao cuenta. 

Rafaela. Vete. 

Quintica. Zí, zeñora. 

Rafaela. Oye. 

Quintica. Mándeme usté. 

Rafaela. Llévate a mi alcoba este velo. 

Quintica. ¿Dónde lo guardo? 

Rafaela. Déjalo sobre la cómoda, que yo lo guar- 
daré. 

Quintica. Zí, zeñora. a Daniel. Güenos días. 
Daniel, sonñéndoie. Vaya usté con Dios. 

Quintica. Güenos días. De pronto se vuelve a Daniel y dice: 

— Galán cabayero 

der campo yegó. 

— ¿De dónde ha venido 

tan fino pastó? 

— Tomillo y romero, 

zeñora, es mi oló. 

Y se va por la puerta del patio, dominada por un extraño senti- 
miento de admiración hacia Daniel. Tanto él como Rafaela sueltan 
la risa. 

Daniel. ¡Qué retahila! Pero no ha tenío mala zom- 
bra. ¿Esta es nueva, no? 

Rafaela. Sí, nueva. De El Toronjil. 

Daniel. Pos no es desgracíala chiquiya. 

Rafaela. Parece lista y limpia; allá veremos. 

Daniel. Bueno; ca vez que vengo lo repito: la caza 
es otra, principiando por los clavos doraos de la puerta 
y acabando por los palomares, que ciegan de blancos. 

Rafaela. ¿Cómo que es otra? 

Daniel. Me refiero a los tiempos en que don Pablo 
vivía zolo. 

Rafaela. Claro. Los hombres no saben dirigir una 



— 33 - 

casa. Y mi padre menos que ninguno. Dice que le estoy 
quitando a su biblioteca el polvo de los años, y que el 
polvo preserva a los papeles de la polilla. Mis ideas son 
muy diferentes. 

Daniel. Ze nota. Zi la polilla trabaja en lo limpio no 
zé yo cómo vive usté, zeñorita. Rafaela caiia. Ze ve, ze ve 
que vuelan por toa la caza zus dos manos de usté, como 
dos maripozas. Zeguramente que no hay rincón en que 
eyas no ze paren. 

Rafaela. Vamos a nuestro asunto. 
Daniel. Usté me dirá. 

Rafaela. Yo quiero, dentro de una semana, irme a 
pasar unos días en el cortijo. 

Daniel. Toa la langosta que cayera por aya fueze 
tan dañina. ¿Ze aficiona usté ar fin ar campo? 
Rafaela. No; no es eso. Casi voy por necesidad. 
Daniel. ¿De zalú? 
Rafaela. Tampoco es de salud. 
Daniel. Ya. Barrunto por dónde zopla el aire. Hasta 
ayí ha yegao que el hijo de don Gumerzindo paza más 
por esta caye que por otra ninguna. 

Rafaela, seriamente. Vamos, no digas tonterías, Da- 
niel. Tú no eres hombre que deba hacer caso de habli- 
llas. 

Daniel. Y no lo he hecho. Y usté perdone, zeñorita. 
Pero lo que ze escucha, en er penzamiento ze quea. 

Rafaela. Bien. Iré al cortijo con mi padre y con otro 
señor y una hija suya que son nuestros huéspedes aho- 
ra. ¿Nos podremos acomodar? 
Daniel. De mi cuenta corre. 

Rafaela. Dice mi padre— yo no lo recuerdo — que 
no tiene condiciones la casa habitación. 
Daniel. Ya haremos que las tenga. 
Rafaela. ¿Habrá mucho trastorno? 
Daniel. Lo C[ue haya por usté no tiene eze nombre. 
Rafaela. Eres impagable, Daniel. 

3 



— 3t — 

Daniel. Zegún quien me vaya a compra. Menesté 
zería que aprendiera usté de una vez pa ziempre er ca- 
mino, y de cuando en cuando tuviera una ocurrencia 
como esta, 

Rafaela. ¿Quién sabe? Ahora, figúrate: viviendo ya 
como vivo en el pueblo y deseando entera soledad... 
Todavía me voy a hacer una gran campesina. 

Daniel. Azi zea. Ar campo, zeñorita, hasta que no 
ze le quiere, no ze le zaca er gusto; pero cuando ze le 
yega a queré, to lo demás estorba. 

Rafaela. Es posible. 

Daniel. Mírelo usté en mí. Cinco años va a hace por 
Zan Pedro que murió mi padre, y yo decía entonces 
que er campo pa los lobos. Por zerví a zu mamá de 
usté, que esté en gloria, me quedé regentando aqueyo, 
que por mi inclinación no fué er quedarme; esta es la 
verdá. Pos bueno: día por día me ha ido ganando er 
campo de tar manera, que ya usté lo ve: ahora, como 
no ze me 3^ame, no zargo de ayí pa na der mundo. 
Como las estre3^as der patio der cortijo no hay otras en 
er cielo. 

Rafaela. Rienao. ¿Cómo que no? Esa no la paso, Da- 
niel. Las de mi patio son más blancas. 

Daniel. Cuando usté las mire, zerá. Ya verá usté las 
mías. ¿Desde niña no va usté por aqueyos trigos? 

Rafaela. Desde niña, casi. 

Daniel. Pos ahora yega usté en un tiempo bonito. 
Ya zabe usté la copla: 

Todas las flores der campo 
las cautiva er mes de Enero, 
y en yegando Abril y Mayo 
zalen de zu cautiverio. 

Rafaela. ¡Pero cómo ha acabado por enamorarte! 
¡Cuánto me alegro yo! Mi padre, como es así, tan dejado 
y tan torpe, que hay que decirlo, mil veces me lo ha con- 
fesado: si no tuviéramos a Daniel, arrendaba el cortijo. 



-^ 36 ^ 

Daniel. No lo permita Dios. 

Rafaela. Así es que me encanta oirte tan satisfecho. 
Porque, además, como fué mi madre la responsable de 
<3Ste rumbo que tomó tu vida... Yo no olvido que el se- 
ñor Juan, tu padre, quería darte carreía. 

Daniel. Pos viva usté tranquila, que ar fin de cuen- 
tas cogí la vereíta más de mi gusto. Por argo habrá zío. 
Yo creo que ninguna perzona en er mundo va más que 
adonde zu viento la empuja. Y er que ze pone de cara 
a zu viento, se estreya. ¡Bien haya er campo, zeñorita! 
¡Zi la tierra paga como nadie! Nos lo da to: desde las 
flores hasta er pan bendito. 

Rafaela. Dices bien. Y además, nos da lo que yo ne- 
cesito ahora: apartamiento, soledad, silencio... Daniel la 

mira. Después va a hablar y calla, respetando los sentimientos de la 

viudita. De manera, que tú quedas en arreglarlo todo. 

Daniel. Cabale. 

Rafaela. Y tú avisarás. 

Daniel. Descuide usté, que yo vendré a decí cuándo 
está aqueyo bien aviao. 

Rafaela. Cuanto antes, mejor. 

Daniel. Ya lo zé. 

Rafaela. Pues adiós, hasta pronto. 

Daniel. Quéeze usté con Dios, zeñorita. 

Rafaela. Qué sé yo... Me has comunicado tu entu- 
fíiasmo. Ya estoy deseando verme allá. 

Se va por la puerta de la biblioteca. Daniel la mira irse. Luego 
echa un cigarrillo y lo enciende. Entretanto, baraja en su frente nue- 
vos pensamientos, cuyos gérmenes acaso estaban en su corazón. 

Cuando va a marcharse por la puerta del patio, llegan la ABUE- 
LA NITA y GREGORIA. 

La Abuela Nita es una vieja chocha, pero que no se quiere morir. 
Viste con prendas de sus tiempos. Gregoria es una criada de la casa 
■que temporalmente deja. Entre las dos traen, en sendos canastos, una 
porción de cachivaches que constituyen el más preciado tesoro de la 
Abuela: cajas antiguas, cuadritos con imágenes, estampas, santiruli- 
cos de bronce y de marfil, etc., etc. 



— 36 — 

Abuela. ¡Rafaela! ¡Rafaela! ¿Pero dónde se ha meti- 
do esa niña? 

Daniel, cor sorpresa. ¡Hola, zeñora! ¿Qué racha la trae 
por aquí? 

Abuela. Hola, hijito mío. Dios te guarde. ¿Y Ra- 
faela? ¿Y Pablo? ¿Sabes tú? 

Daniel. Aya dentro andan. 

Abuela. Pos yo, mentira párese, a mis años, de casa 
en casa, como si no tuviera ninguna. Pero no me gusta 
estorba. Y Felisiano está cargao de chiquiyos, y una 
boca más siempre pesa. Y no quiero vé caras largas. 
Ya tú conoses el refrán: parientes y trastos viejos, po- 
cos y lejos. 

Daniel. Ezo es una zentencia, zeñora. 

Abuela. Y me vengo acá, buscando un rinconsito.. 
Acá será otra cosa. Pablito y ?u hija están de non en la 
parentela; sin agraviar a nadie. 

Daniel. Zí, zeñora; zí que lo están. 

Abuela. Yo no les he de dá ruido ninguno. A mí no 
se me siente; mis santos, mis resos, mis devosiones, mi 
carseta... No se me siente. 

Daniel. Zí, zeñora. Ha hecho usté bien en mudarze 
acá. Y quéeze usté con Dios, que yo ya me iba. 

Abuela. Ve con Dios, ve con Dios. Tú también me 
has demostrao siempre mucha ley, buen moso. Ve con 
Dios. 

Daniel. Con Dios, zeñora. 

Se va por la puerta del patio. 

Abuela. Gregoria: dame acá er canastito ese. 
Gregoria. Tome usté er canastito. 
Abuela. A vé si viene todo. 

. Gregoria. Zí; no me haya yo guardao arguna al- 
haja. 

Abuela. No seas respondona, sobre la meslta auxiliar 
iione su canasto y el de Gregoria, y busca en uno y otro lo que más 
le interesa. Gregoria le ayuda. El espCJO... ¿Dónde CStá el es- 
pejo? 



— 37 — 

Gregoria. Aquí está el espejo, zeñora. 

Abuela. Mírate la cara de panfila que tienes. 

Gregoria. ¡Mejó! Con gustarle a mi novio... 

Abuela. ¡Tu noviol Hasta los gatos quién sapatos. 
¿Y Santa Rita? 

Gregoria. En er cielo digo yo que estará. ¿Es ésta, 
por ventura? 

Abuela. Ésta es. La besa. San Antonio... San Anto- 
nio... ¿Nos hemos orvidao de San Antonio? 

Gregoria. V^aya Zan Antonio. 

Abuela. Éste es San Luis Gonsaga, poyina. lo besa 
también. ¿Dónde cstá San Antonio? Aquí está. Lo besa. 
Los dos caracoles. 

Gregoria. Místelos. Se aplica uno a una oreja. 

Abuela. ¿Qué hases? 

Gregoria. Que me gusta escucha er mormuyo. 
Abuela. Trae acá. Er cuadrito con la trensa de pelo... 
La cruz de Conchitas. 
Gregoria. Tómela usté. 
Abuela. Dale un beso, mostrenca. La besa eiia y se la 

presenta a Giegoria para que la bese ¿Y er Patriarca? 

Gregoria. ¿Ez éste? 

Abuela. ¡Éste es San Fransisco! 

Gregoria. ¡Zeñora, zi yo no los trato! ¡Como zon fo- 
rasteros tos!... A mí me basta con rezarle a la Virgen, 
que es de aquí de Peña Rea. 

Abuela. De bastante te va a serví. Aquí está er Pa- 
triarca. Le da su beso correspondiente. ¿Y er rosario de arjofa? 

Gregoria. Liao viene en este papé. Digo, viene er 
jilo, porque der rozario quean zeis cuentas. 

Abuela. Tú te vas a gana muchos mojicones en esta 
vida. Por insolente. 

De la biblioteca sale DON PABLO, dispuesto para irse a la calle. 
Con él sale TOPETE. 

Don Pablo. Anda, secretario, acompáñame en mi 
paseo. 



— 38 — 

Topete. Que me place. 

Don Pablo. ¡Abuela Nita! 

Abuela. ¡Pablito de mi corasón! lo abraza. 

Don Pablo. ¿Cuándo ha venido usted? 

Abuela. Ahora mismo. ¿Cómo te va, Topete? 

Topete. Muy bien; para servirla, señora mía. 

Abuela, a don Pawo. ¿Habló Felisiano contigo? 

Don Pablo.^ Habló con Rafaela. No tiene usted nada 
que añadir. Ésta es su casa de usted siempre. Aquí vie- 
ne cuando se le antoje: no lo olvide. 

Abuela, conmovida. Lo tengo dicho: son ustedes la 
honra de la casta: tú y tu hija, a Gregoria. Lárgate tú ya 
cuando quieras. 

Gregoria. Pos que usté ziga bien. 

Abuela. ¡Adiós! 

Gregoria. Y la compañía. 

Don Pablo. Vete con Dios, muchacha. 

Abuela. ¡Ah! mira: que no dejen en seguida de man- 
darme er baú. 

Gregoria. Yo lo diré. 

Abuela. Y registra tú la dama de noche, no se me 
hayan orvidao ayí mis carsa^joyos. 

Gregoria. ¿Argo más? 

Abuela. La parma der barcón, que también la quiero. 

Gregoria. Descuide usté, que to vendrá. Güenos- 

días. Se marcha por la puerta del patio. 

Abuela. Y ahora que se ha ido esa, que es muy mé- 
tome en todo: tú dirás: ¿pero este demonio de vieja, pa 
qué dansa tanto? 

Don Pablo. Yo no digo tal cosa, abuela Nita. 

Abuela. Pos mira, hijito, mira: Felisiano y su gente 
no me han tratao mal: mentiría si otra cosa dijera; 
pero tienen la manía de que me he de morí porque he 
cumplido ochenta años. ¡Esta es una idea que ha echao 
raíses en toas las cabesas de aqueya casa! Y a mí mfr 
hase muy malas tripas, como comprenderás. 



- 39 - 

Don Pablo. ¡Es claro! 

Topete. ¡Pero si se conserva usted al pelo! 

Abuela. Como que estoy mejó que en mis treinta. 
Yo la cabesa la tengo firme: no sé ni lo que es un ma- 
reo. Los dientes, mira: ninguno me farta; el estómago 
lo echo a pelea con er tuyo... 

Don Pablo. ¿Para qué? 

Abuela. ¡No me quiero morí! ¡No me da la gana de 
morirme! ¡Hay vieja pa un rato! 

Don Pablo. Así será. 

Abuela. Pos ahora, con este toletole de la estreya de 
rabo, que disen que va a sé er fin der mundo, no hay 
ayí otra conversasión que la de la muerte. ¡Mire usté 
qué plato de postre! Y tos me miran de reojo, como si 
me quisieran desí: Abuela, lo que es de ésta no nos es- 
capamos. No me lo disen, ¿oyes? pero lo piensan. ¡Es 
mucho cuento! 

Don Pablo. Pues viva usted tranquila, y no haga caso 
de romances, que ni usted ni el mundo se acaban así 
como así. Vamos con Rafaela. 

Abuela. No; cumplidos, no. Yo me sé la casa de me- 
moria. Tú te vas con Topete a tu paseo, y me dejas a 
mí, que ya sabré dá con tu hija. * 

Don Pablo. Perfectamente. No me opongo. 

Topete. ¡Viva la libertad individual! 

Abuela. Este Topete... ¿Cuándo te casas tú? 

Topete. ¿Que cuándo me caso, abuela Nita? |Si ten- 
go siete hijos! 

Abuela. Es verdá: es que a lo mejó te confundo con 
tu primo Isaías. Ea, ea, a pasearse por ahí, que está la 
mañana muy fresca y muy hermosa. 

Don Pablo. Hasta después, abuela Nita. Y bien ve- 
nida sea. 

Abuela. Ir con Dios, ir con Dios... 

Topete. Hasta luego. Se marcha con don Pablo. 

Abuela. conmoviéndose de nuevo. Lo mejó, lo mejÓ de 



— 40 — 

la casta... Pablito... ¿Dónde andará la nena? Llamándola. 
¡Rafaela! ¡Nena! ¡Rafaelita! Éntrase por la biblioteca. 

Hay un momento de silencio, y luego se oye otra vez en la calle 
el piegón del CIEGO PALOTES. 

Palotes. ¡Niñas! ¡niñas! ¡Er mundo se acaba er mes 
que viene! ¿Quién me compra er romanse de La fin de)- 
mundo? ¡La fin der mundo! ¡Er mundo se acaba er mes 
que viene! 

Como gato seguro de su presa sale QüINTICA por la puerta del 
patio al conjuro de la voz de Palotes. 

Quintica. Ahora no hay nadie. ¡Ahora zí que lo com- 
pro! Se sube al alféizar de una de las ventanas y por cima de la 
celosía llama al ciego. ¡Tío! ¡Tío! ¡SsSSSl ¡SsSSs! ¡Tío! 

Palotes. Dentro. ¿Quiéu me llama? 

Quintica. ¡ Vquí! 

Palotes. ¡Voy! 

Quintica. Déme usté uno. 

Palotes. Vaya. 

Quintica. ¿Cuánto es? 

Palotes. Una perriya. 

Quintica. Tómela usté. Se la oye botar en las losas de la 

acera. ¡Ze cayó! Junto ar pie le ha calo. 

Palotes. Ya, ya la* veo. 

Quintica. ¿Pero no es usté ciego, hermano? 

Palotes. Las moneas las distingo un poco: como son 
manchas negras... 

Quintica. Vaya usté con Dios. 

Palotes. ¡Hasta el otro mundo, mosita! Se aleja prego- 
nando. 

Quintica baja de la ventana, pegados los ojos al romance, que 
empieza a leer encantada del fondo y de la forma y ávida de noti 
eias sobre el fin del mundo. 

Quintica. 

«Er día trece de Junio 
er mundo ze va a acaba: 
loz ateos y creyentes 



— 41 — 

deben todos de reza. 
Habrá primero en er cielo 
una aurora boriá...» 

Sale ISIDORO también por la puerta del patio. 

Isidoro. ¿Lo compraste? 
üuintica. Zi. 
Isidoro. ¿Y qué dise? 
Glu íntica. Leyéndolo estaba. Escucha: 
«Er día trece de Junio 

er mundo ze va a acaba: 

loz ateos y creyentes 

deben todos de reza...» 
Isidoro. Espérate, que yame a ésta. 
Quintioa. ¿A quién? 
Isidoro. A Juana. 
Quintioa. Yámala, zí. 
Isidoro. ¡Juana! ¡Ven acá! 

Quintioa. sin apartar los ojos del romance. ¡Huy, CUántaS 

cozas dice! 

Isidoro. Porque ésta no cree que se acaba er mun- 
do. Y yo quieo encargarme de convenserla. 

Quintioa. ¿Pa qué? 

Isidoro. ¡Mujé, porque si de veras se acaba, es una 
tontería no aprovecharse bien de los días que nos 
quean! 

De la biblioteca sale JUANA, secándose las manos en el delantal. 

Juana. Vamos a vé: ¿qué quieres? 

Isidoro. Oye er romanse de la fin der mundo. 

Juana. ¿Lo has comprao? 

Quintioa. Zí. 

Isidoro. Oye. ¡Pa que lo niegues! 

Quintioa. Anhelante 

«Er día trece de Junio 
er mundo ze va a acaba: 
Icz ateos y creyentes 
deben todos de reza...» 



— 42 — 
Aparece CHIROLA por la puerta del patio. 

Chirola. Pero ¿y Danié? ¿Ze ha dio? 
Isidoro. ¡Danié se fué hase ya diez minutos por er 
postigo hablando solo! ¡Escucha esto! Anda, sigue, Quin- 
tica. 

Qu Íntica. «Er dia trece de Junio 
er mundo ze va a acaba: 
loz ateos y creyentes 
deben todos de reza. 
Habrá primero en er cielo 
una aurora boriá, 
que con yamas infernales 
la tierra iluminará...» 

Sale la ABUELA NITA por donde se marchó a recoger sus bártu- 
los. Al ver el curioso grupo de los criados, se detiene sin ser nota- 
da, y escucha con espanto la lectura que le trae a la memoria su 
pesadilla. Los criados atienden llenos de candorosa superstición. 
Quintica lee con toda el alma que el asunto merece, haciendo honor 
a la escuela de El Toronjil. 

«Rodeará nuestro globo 
una armórfera fatá, 
y laz aves afirziadas, 
de gorpe ar zuelo cairán. 
Ze dezatará más tarde 
un furiozo vendavá, 
que derribará las torres 
y hará que se vuerque er má. 
Luego, una yuvia de estreyas, 
con tanta velocidá, 
que paraje donde caiga 
zepurtado quedará. 
Después...» 

Baja el telón, cortando en este punto la lectura. 



FIN DEL ACTO PRI.MERO 



ACTO SEGUNDO 



La misma sala del acto primero. Es por la mañana también pera 
estamos en Junio. 



TOPETE, sentado a su mesa, escribe algo que le hace reír. 

Topete. La vanidad humana es infinita. El miedo 
le ha vuelto el juicio a este pobre señor. 

Sale de la biblioteca DON DIONISIO. En su frente, que surca una 
profunda arruga, hay una idea fija. Sus ojos están apagados. 

Don Dionisio. ¿Decía usted? 

Topete. No... nada .. Aquí tiene usted el borrador y 
el limpio del documento. 

Don Dionisio. Primoroso trabajo. Es usted la misma 
amabilidad. 

Topete. A sus órdenes siempre. 

Don Dionisio. Obligado yo. Así me quedo mas tran- 
quilo. Guarda los papeles en la cartera, y pasea mirando a Topete. 
Luego se asoma a una de las ventanas. Ya parece que VUelve 

gente de la iglesia. Usted tampoco ha querido ir. 

Topete. No, señor. No habla mal el padre Manolito; 
pero no estoy de humor de sermones. Bastante tengo 
con mi casa, para que venga el cura a cortarme el re- 
suello. ¡Si suena la trompeta final, que suene! 



— 44 — 

Don Dionisio. ¿Tan desesperado está usted? 

Topete. ¿No he de estarlo, si vivo? Vivir es llorar. 
Yo me defino de este modo: «Soy un infusorio nadando 
en una lágrima.» 

Don Dionisio. Yo también llevo algunos días domi- 
nado por ideas bien tristes. Y en mí son raras, esta es 
la verdad. Naturalmente amo la vida y sus encantos. 
Pero ese dichoso cometa que nos amenaza, me trae a 
mal traer. Los nervios disparados, la cabeza llena como 
-de humo... No soy yo, no soy yo. Mi hija dice que esto 
no es más que miedo... Burlas de mi hija, como usted 
comprende... ¡Miedo! ¡miedo! Es claro que algún miedo 
tengo: como usted, como Pablo... como todos... Lo so- 
brenatural, amigo, lo de tejas arriba... impresiona y en- 
-coge el ánimo... ¿no? 

Topete. Atribuya usted ese estado suyo a los tras- 
tornos atmosféricos. ¡Mire usted que el solano de ayer 
tarde! ¡Cosa más fatigosa! 

Don Dionisio. Yo creí morir. ¿Pues y la tormenta 
-del domingo? ¡Santo Dios! ¡Qué truenos! ¡Qué piedras! 
Parecía que el fin del mundo se anticipaba a todos los 
pronósticos. 

Topete. Total: mucho ruido y pocas nueces. Porque 
este retablillo terrestre seguirá funcionando; no tema 
usted cosa mayor. 

Don Dionisio. Queriendo sonreír. Mañana Saldremos de 
dudas. 

Topete. Usted ha de verlo. 

Don Dionisio. Por lo que valga, yo quiero dejar mis 
cuentas corrientes. ¿Tiene usted siete hijos, verdad, me 
ha dicho Rafaelita? 

Topete. Siete... y la pelota en el tejado. 

Don Dionisio. ¡Qué buen humor! 

Topete. Como la risa del conejo, no se figure usted. 
Suspirando. '^Ay! ¡Siete desgraciados, a quienes les he he- 
el flaco servicio de traerlos a esta vida mísera! 



— 45 — 

Don Dionisio, sacando su cartera. ¿Y usted Sería tan 
condescendiente que aceptase de mí...? 

Topete. En modo alguno. 

Don Dionisio. No es retribución de la merced que 
acaba de hacerme, ni de otras que le debo: es gusto mío 
en que les compre usted unos juguetes a sus chiqui- 
tines. 

Topete. Enternecido. Se ha ido usted al corazón dere- 
cho. Acepto, amigo mío. Muchas gracias. Toma ei billete 

que le da don Dionisio. 

Don Dionisio. Ahora bien: yo sé que usted tiene un 

vicio que lo domina. Topete suspira amargamente. Lo sé. Pues 

yo me atrevo a exigirle a usted palabra de honor de 
que ese dinero ha de emplearlo íntegramente en jugue- 
tes para sus hijos. 

Topete. Balbuceando conmovido. Y yO... yo le doy a US- 

ted mi palabra... 

Lejos, en la calle, un COMPRADOR ambulante pregona, dulce y 
graciosamente, cortándole a Topete el hilo de la frase, y poniéndolo de 
un pálido marmóreo. 

Comprador. ¡Huesos de jamones!... ¡huesos de ja- 
mones!... ¡Se compran baratos huesos de jamones!... 
Don Dionisio. ¿Qué le sucede a usted? 

Topete. Reponiéndose y en un supremo esfuerzo de dignidad. 

Xada, señor... nada... que el rasgo de usted me ha lle- 
gado a lo hondo... Palabra de honor de que este gene- 
roso regalo es para mis hijos de mi alma. 

Don Dionisio. Fío en ello completamente. 

Topete. Y ahora, voy a apuntarlo. 

Don Dionisio. ¿A apuntarlo, dice? 

Topete. Sí, señor. Yo soy una paradoja viviente: soy 
el desorden ordenado. ¡Todo lo apunto! En estos cua- 
dernitos: vea usted. Saca varios de un cajón de la mesa. «Prés- 
tamos.» «Ganancias.» El de las ganancias es verde: es- 
peranza. «Donativos.» «Pérdidas.» El de las pérdidas es 
colorado: rubor. Fíjese usted qué tamaño tiene. Es el 



— 46 — 

mayor de todos. En el cuaderno correspondiente apunta el dona- 
tivo recibido. 

Don Dionisio. Curiosa persona es usted. 

Llega DON PABLO por la puerta del patio. 

Don Pablo. A la paz de Dios, caballeros. 

Don Dionisio. Buenos días, Pablo. 

Topete. Buenos días. 

Don Dionisio. ¿Terminó ya el sermón? 

Don Pablo. A Dios gracias, porque hasta desmayos 
ha habido. 

Don Dionisio. ¿Sí, eh? 

Don Pablo. Pregúntales a tu hija y a Rafaela, cuan- 
tío bajen ahora. Por supuesto, yo desde que vivo en 
Peña Real no he conocido obsesión semejante a esta 
-del cometa. Y como además hemos pasado casi un mes 
allá en el cortijo, y no hemos visto formarse la bola, la 
•excitación en que están los ánimos poco menos que 
nos coge de nuevas. ¡Cristo Padre, qué cosas se dicen! 

Don Dionisio. Tanteando el terreno. ¡Claro! La imagina- 
ción andaluza... la ignorancia del vulgo... 

Don Pablo. No, no, no; no todo es ignorancia en este 
caso. Ni menos fantasía. Ahora como nunca se funda 
la amenaza del cheque sobre base real; en cálculos cien- 
tíficos y no en disparates de profetas de tres al cuarto. 

Topete. Sí; eso sí. 

Don Dionisio. Sin embargo, algunos no le dan más 
valor que el de un curioso fenómeno celeste, muy repe- 
tido ya en él transcurso de los siglos. Para mí son esos 
los que están en la firme... ¿no? 

Don Pablo, sonriendo. Por lo menos, a esos son a quie- 
nes nos conviene creer. 

Don Dionisio. ¿Cuál ha sido la opinión del cura en 
el pulpito? 

Don Pablo. El cura ha aterrorizado a los fieles. Casi 
no les ha dejado más esperanza de que el mundo siga 
que la infinita bondad de Dios. A última hora ha re- 



— 47 — 

cordado con voz estentórea palabras del Apocalipsis de 
San Juan... «¡El libro de la vida será abierto!... ¡La mar 
devolverá sus cadáveres!... ¡Cada uno será juzgado se- 
gún sus obras!... ¡Dios hará un nuevo cielo y una tierra 
nueva!. .» Te digo que les ha dado el rato. Que nos ha 
dado el rato. 

Ion Dionisio, En la mitad de las carnes. Ya, ya. 

Don Pablo. Eso sí: de cuando en cuando volvía al 
tema de la esperanza; abría la puerta salvadora en el 
hecho de que sepamos hacernos merecedores de la suma 
piedad del Altísimo. 

Topete. Te veo, Mendoza: en el cepillo de las Ani- 
mas darán razón. Aquí el que no corre vuela. 

Don Dionisio. Amigo Topete, esa irreverencia en 
estas circunstancias tan críticas... 

Topete. Usted perdone. 

Don Dionisio. ¿Y dices, Pablo, que ha habido des- 
mayos en el templo? 

Don Pablo. Varios ha habido, sí. La chiquilla ma- 
yor de Jacinto Rey se puso algo malucha; casi perdió 
el sentido. Y a Pepa Galiana la tuvieron que meter a 
puñados en la sacristía con una pataleta. 

Topete. Bien; hay que ponerse en la situación de 
Pepa Galiana. Es de lo más tragicómico que se puede 
idear. 

Don Dionisio. ¿Pues qué le acontece a esa señora? 

Topete. ¡Friolera! Que se ha casado por poderes con 
un cubano, el cual debe llegar pasado mañana a la Co- 
ruña. Y si mañana se acaba esto... ¡vaya una bodita 
¿sandunguera! 

Don Pablo. ¡Bah! 

Topete. Es cosa que se ha asegurado en el Casino. 

Don Dionisio. Amigo mío, es que en el Casino se 
miente y se disparata sin fronteras, a don Pabio. ¡De la 
estrella de rabo hay allí quien te da pelos y señales 
como si tuviese en ella una casita de recreo! Y bien 



— as- 
estan los cálculos científicos, pero ¡por el amor de 
Dios!... 

Topete. Pablo, ¿no conoces el lance de don Aniceto? 

Don Pablo. No. 

Topete. Es magnífico: de comedia. Y esto me consta 
que es verdad. El, como sabes, es un recalcitrante vege- 
tariano; apenas come más que legumbres. 

Don Pablo. Así está: de color de acelga. 

Topete. Pues ayer llama al médico con voces de so- 
corro porque se moría por la posta. 

Don Pablo. ¿Y eso? 

Topete. En vista de que el mundo estaba en las úl- 
timas y de que ya todo era igual, creo que se metió cu- 
chillo en ristre en la despensa y emprendió un duelo a 
muerte con un jamón serrano. 

Don Pablo suelta la carcajada. Don Dionisio no puede. 

Don Pablo. ¡Qué suicidio más original! 

Topete. Y luego decía, echando fuego por la boca: 
«¡Ya sabia yo que esto del jamón era un veneno!» 

Don Dionisio. A mí me han contado también de un 
borracho popular en Peña... 

Topete. Ah, sí: Pitraco. 

Don Dionisio. Ése. Parece ser que lleva seis días ten- 
dido a lo largo en la cama, sopla que sopla. 

Topete. Ni más ni menos. Cada vez que se des- 
pierta llama a su mujer y le pregunta: — «Agusti- 
na, ¿se acabó ya er mundo? — No, hombre, no. — ¡Pos 
tráeme otra copa!» Y así piensa esperar los aconte- 
cimientos. 

Don Pablo. Gran filósofo. Ello es, en resolución, que 
la historia vuelve; la historia se repite. No nos trae un 
capítulo nuevo. 

Don Dionisio. ¿Por qué lo dices, Pablo? 

Don Pablo. Porque desde Zaratustra acá vive y re- 
surge en la humanidad perpetuamente el miedo de que 
el mundo se acabe. ¡Ay, mundo, mundillo!... 



— 49 — 

Don Dionisio. Es interesante el libro que me has 
dado a leer. 

Don Pablo. En él hallarás comprobado esto que es- 
toy diciendo. En todos los siglos ha habido manifesta- 
ciones de ese temor y de ese espanto. Los cometas, las 
estrellas fugaces, los eclipses de sol, las noches súbitas, 
las erupciones volcánicas, los temblores de tierra, los 
estragos de la peste o del hambre, todo ha sido cien 
veces tomado como señal del fin del mundo en la his- 
toria del hombre. 

Don Dionisio. Cabal, cabal... Y, a pesar de ello, el 
mundo sigue. 
Topete. Hasta que una vez vaya de veras. 
Don Dionisio. Este autor pinta las escenas horroro- 
sas de los años de mil con los más lúgubres colores. Se 
pone la carne de gallina. 

Don Pablo. ¡Oh! Ya lo creo. Como que en el mile- 
nario, sin duda, recorrió la tierra, estremeciéndola, una 
siniestra ráfaga de muerte. Termino mundi appropin- 
qiiante. Así se encabezaban muchos documentos de la 
época. 

Don Dionisio. Y, no obstante, como decía, el mundo 
rueda y vive... 

Don Pablo. Vive y rueda, es cierto. Y no será tan 
mala cosa cuando tanto tememos su ñn. Ayer pasé mal 
rato. 
Don Dionisio. ¿Por qué? 

Don Pablo. Estuve en casa de los de Saavedra... 
Topete. Ah, sí. 

Don Pablo. Tienen una hija de quince años, enfer- 
ma tiempo hace, que es una compasión. Se les muere 
sin remedio alguno. Y me preguntaba la pobre si yo 
creía que era verdad que el mundo se acababa. Y ha- 
bía una luz de esperanza en sus ojos, que me conmo- 
vió. Notó ella el efecto de la pregunta, y dijo sonriendo: 
«No se apure usted, don Pablo; usted ya ha vivido bas- 

4 



— so- 
tante.» Creyó que me afligía por mi vida, inútil ya, y 
no por la esperanza imposible de la suya, que se extin- 
gue en flor. 

Silencio. Los tres reflexionan. 

Don Dionisio. Mi hija no baja. Voy a verla. 
Don Pablo. Estarán de palique las dos. 
Don Dionisio. Voy a verla. Para seguir en seguida 
leyendo ese libro, que me ha echado la garra bien, se 

entra en la biblioteca. 

Topete. A don Pablo, que permanece abstraído, así que don 

Dionisio se va. Prepárate a morirte de risa. 

Don Pablo. ¿De risa? Puesto que hay que morir, 
buena muerte es esa, Topete. 

Topete. Ahí donde lo ves, me ha dictado su pape- 
leta de defunción. 

Don Pablo. ¿Es posible? 

Topete. ¡Por si mañana es el fin del mundo! 

Don Pablo. ¡Ja, ja, ja! 

Topete. ¿No te dije que te ibas a reír? 

Don Pablo. Pero si mañana es el fin del mundo, 
¿qué lectores va a tener eso? ¡Menos que mi revista! 

Topete. Pues ya la lleva sacada en limpio en la car- 
tera. Como si se fuera a publicar en un periódico. No 
ha omitido ni el detalle de «se suplica el coche». 

Don Pablo. ¡Que huelga en absoluto! 

Topete. ¡Calcula tú! Si mañana se acaba el mundo, 
¿qué cochero va ir? 

Don Pablo. ¡Ja, ja, ja! La realidad siempre sorpren- 
diéndonos con su inventiva inagotable, los dos se han sen- 
tado: Topete a su mesa y don Pablo junto a la mesita auxiliar. El 
Comprador ambulante canta de nuevo un poco más cerca. 

Comprador. ¡Huesos de jamones!... ¡huesos de ja- 
mones!... ¡Se compran baratos huesos de jamones!... 

Topete se pone muy nervioso. Don Pablo lo mira maliciosamente. 

Don Pablo. ¡Bonita voz tiene ese tío! ¿Verdad, se- 
cretario? 



— 61 — 
Topete. Sin querer aceptar la broma. ¡Pre... preciosa; SÍl 

Don Pablo. ¿Por qué no sales y le adviertes que en 
casa de don Aniceto ha quedado un jamón en los hue- 
sos, por obra y gracia de un furioso vegetariano? 

Topete. Materialmente saltando en el sillón. ¡Que... que lo 

huela él, si quiere! 

Don Pablo, implacable. ¡Lástima que 7ios coja sin di- 
nero este cataclismo universal! ¿No, Topete amigo? 

Meflstófeles mismo no hubiera sonreído con mayor malicia que ei 
desasosegado secretario, al oír tales palabras. 

Sale por la puerta del patio la ABUEL.i NITA cou una lamparilla 
de aceite encendida, y un santo. Viene afligidísima. 

Abuela. Er Señó tenga piedá de nosotros... ¡Ay, Pa- 
blito! He estao escuchando la conversasión de Emma 
y de Rafaela, sin que eyas se enteraran... ¡Dios de Israé, 
-qué cosas ha dicho er padre en er púrpito! Y las pica- 
ronas se reían. 

Don Pablo. No se apure usted, Abuela; no tenga 
cuidado ninguno. El cura cree que su deber es atemo- 
rizar a los pecadores, pero no será tanto como él dice. 

Topete. ¡Qué ha de ser! ¡Ni que por primera vez en 
la vida apareciera en el cielo una estrella de rabo! 

Abuela. ¡Es que esta indina cada noche se ve más 
serca! ¡Ayer de madrugada me ha dicho Quintica que 
paresía que se iba a cae! 

Don Pablo. No es fácil; no es fácil que se caiga. Está 
bien sujeta. 

Abuela. Bueno, pero me vas a deja que ponga aquí 
ar Patriarca bendito. 

Topete. ¡No; eso no: en mi mesa no tolero santo ni 
lamparilla! 

Abuela. Hereje, masón, ateo; Dios te va a castiga... 

Don Pablo. La verdad es, abuela, que buena está ya 
de santos la casa. 

Abuela. ¿Tú tampoco lo quieres? ¡Si en esta sala no 
hay ninguno! 



— 52 — 

Don Pablo. Por mí déjelo usted ahí, pero... 

Abuela. Sí, hijito, sí; aquí voy a dejártelo. No es 
más que por dos días. Hasta que pase er peligro, ¿sa- 
bes? Le da un beso al santo y lo coloca con la lamparilla sobre ui> 
mueble. ¡Ajajá! Tú tendrás cuidao de que no se derrame 
la mariposa, ¿verdá, Pablito? Voy a vé si hay que echar- 
le más aseite a la Santa Mónica de aquí, se entra en la bi- 
blioteca. 

Don Pablo. ¡Pobre abuela Nita, con sus santos!... 

Topete. ¡Lo aferrada que está ella a la vida, con- 
medio siglo en cada pierna! 

Allá arriba, en el piso principal de la casa, suena lento y suave el 
dulce tecleo de un piano pulsado por manos de mujer 

Don Pablo, con grata sorpresa. ¡Oh! ¿No oycs, To- 
pete? 

Topete. ¿El piano? ¿Es Rafaelita? 

Don Pablo. Ella es. Tiempo hacía que no lo escu- 
chaba. ¡Buena señal es esta! 

Topete. La mejor de todas. 

Don Pablo. ¡Prodigios del campo! Me parece menti-^ 
ra. Me voy a oírla más cerca. Algún día tenía <^ue ser 
el primero. 

Se va embelesado con la música por la puerta del patio. 

Topete escucha también encantado la tierna melodía y aun la 
acompaña cou tarareo suave. En tan ideales momentos vuelve a oírse 
en la calle, cerca de las ventanas, el tentador pregón. 

Comprador. ¡Huesos de jamones!... ¡huesos de ja- 
mones!... ¡Se compran baratos huesos de jamones!... 

Topete se estremece como si lo sacudiera un calambre. 

Topete. ¡Calla! ¡calla, sirena! ¡que esto es provocar a 
un hombre honrado! se pasea nerviosísimo. ¡Por vida del.... 
Parándose de pronto. En rigor, yo lo que he prometido ha 
sido comprarles a mis hijos unos juguetes invirtiendo 
en ellos esta cantidad... ¡y como tengo la seguridad de 

triplicarla!... Vuelve a ios paseos. Luego se detiene otra vez. Y en 

Último caso, ante la catástrofe terrestre que nos amena- 



— 63 — 

za, ¿qué vale la palabra de honor de un infusorioV Lo 
dijo Hamlet: palabras, palabras, palabras... 

Coge resueltamente su sombrero, se lo encasqueta, y se va como 
perseguido por la puerta del patio. 
El piano sigue oyéndose allá arriba. 
Cruzándose casi con Topete llega DANIEL. 

Daniel. ¿Adonde irá eze hombre tan apriza? ¡Vaya 

un empujón que me ha dao! Pausa. Presta complacido aten- 
ción a la mvisica. La que toca ez eya... Eya es... Yo debía 
manda razones y no pizá esta caza. 

Sale QUINTICA de la biblioteca. 

Quintica. Ahora viene don Pablo. 

Daniel. Bueno. 

Quintica. Ayí está embobao oyendo toca a la zeño- 
rita. Dice que desde er luto de eya, hasta hoy, no había 
güerto a toca. 

Daniel se emboba a su vez, aunque de otro modo que don Pablo; 
V Quintica, a quien como ya sabemos cautiva el campesino, lo mira 

■ encantada siguiéndole los movimientos. Poco después cesa la mú- 
sica. Daniel pasea, sin hacer caso de la mozuela. Ésta, por fin, ex- 

'^lama: 

Zolo estaba zu zeñoría: 
yo le ofrecí mi compañía. 

Niño Dios: 

zon las dos. 

Zan Andrés: 

zon las tres. 

Tarde es. 
Mientras quiera zu zeñoría 
yo le ofrezco mi compañía. 

Daniel la mira y le sonríe con bondad. 

¿De qué ze ríe usté? 

Daniel. De ti. 

Quintica. ¿Le hago yo a usté gracia? 

Daniel. Mucha. 

Quintica. A vé zi me pongo colora, silencio. ¿Usté 



— 54 — . 

zabe zi el año que viene iremos ar campo corro este 
año? 

Daniel. Más bien lo zabrás tú que yo. 

Qu Íntica. ¿Por qué? 

Daniel. Porque más bien que yo zabrás zi la zeñori- 
ta está contenta. 

Qu Íntica. Y ayi, ¿quién no va a estarlo? 

Daniel. ¿Tú lo estabas? 

Quintica. Más que en parte ninguna. A mí er cam- 
po me gusta muncho. Y a la zeñorita no le gustaba an 
tes, pero ahora le ha gustao también muncho. 

Daniel. Ezo me alegra a mí. Y ziendo azi, como tú 
dices, no zería malo vorvé pa el otoño. 

Quintica. ¡Ajolá! Digo, zi no ze acaba er mundo ma- 
ñana. 

Daniel. ¡No ze acaba er mundo! 

Quintica. ¿Que no? Pos en er pueblo toa la gente 
lo cree. Cera bendita hay en munchas cazas pa cuando 
er zó ze apague. ¡Miste que zi er zó ze apaga de prontoi 

Daniel. Nos alumbraremos con la luna. 

Quintica. ¡Pero zi la luna no tiene más luz que la 
que er zó le da! Yo lo he estudiao en la geografía. 

Daniel. Bien dices. 

Quintica. ¿Quié usté la mita de un cabito e cera que 
tengo yo pa mí? 

Daniel. Ya me lo darás luego. ¿Dónde has estudiao 
tú la geografía? 

Quintica. En la escuela de Er Toronjí, que es mi 
pueblo. Yo zé munchas cozas. Por ezo estoy tan azustá 
con esto de la fin der mundo. Zé que hay zatélites, y 
que hay cometas, y vorcanes de fuego y auroras horia- 
les; y zé que la tierra ze mueve arrededó de zu ojo; y 
que cuando hay terremotos es cuando ze para, que pae- 
ce ar revés, pa la que no lo haya estudiao; y zé que no 
ez esta la primera vez que ze ha acabao er mundo; que 
ze acabó cuando er diluvio universa, que estuvo yo- 



— 55 - 

viendo tos los días cuarenta y ocho horas, y que no ze 
zarvaron más animales que Noé y zu familia. To ezo zé. 

Daniel. Bueno, mujé; y yo te fehcito. Y zi ze acaba 
er mundo de esta hecha... 

Qu Íntica. Es que yo también zé otra coza, Danié... 

Daniel. ¿Otra coza más? ¿Qué más zabes? 

Quintica. Pos zé... una oración pa zarvarze de la fin 
der mundo. 

Daniel. Ezo zí que es zabé. 

Quintica. Y es mu preciozízima. 

Daniel. Zí que lozerá. 

Quintica. Y en ca pueblo no puén zahería más que 
dos perzonas. En cuanto la zahén tres ya no zirve; pier- 
de toa zu virtú. 

Daniel. ¡Vamos! ¿Y tú a quién ze la has dicho? 

Quintica. A nadie toavía. 

Daniel. ¿Pa cuándo lo dejas? 

Quintica. Es que no he tenío oportunidá. Una no es 
libre de hace lo que quiere. 

Daniel. ¿Penzarás decíi-zela a tu novio? 

Quintica. Farta que lo tenga. 

Daniel. ¿A quién, entonces? 

Quintica. No está lejos de aquí. 

Daniel. En voz más baja. ¿A la zeñorita Rafaela, tar vez? 

Quintica. No, zeñó, que tienen que zé una mujé y 
un hombre. 

Daniel. ¡Ya! 

Quintica lo mira ruborosa. Él la mira a ella sin comprenderla. 

Quintica. ¿Quié usté que ze la diga a usté? 

Daniel. Un poco sorprendido. ¿A mí? 

Quintica. ¿No quié usté zahería? 
Daniel. Yo, zí; pero como dices que no han de za- 
berla más que dos pa que zirva... 

Quintica. Bajando los ojos. Por czo mísmo... 

Daniel. Después de un significativo silencio. Te agradezco 

que la rezerves pa mí. Dímela, mujé, dímela. 



— 56 — 

Qu Íntica. ¿De verdá quié usté que ze la diga? 
Daniel. De verdá. 

Quintica. Toa con repelucos estoy... Dice, dice... 
Zeñora: 

gentir golondrina, 

campana zonora, 

estreya de naca, 

divina pastora 

que estáz en los cielos 

con trono de aurora: 

a tus pies postrados 

dos enamorados... 
Deteniéndose con rubor. Es mu larga... Yo le daré a usté 
luego un papé donde la tengo escrita... Porque también 
dice cozas que yo no quieo decí. 
Daniel. Ezo, a tu volunta. 
Quintica. Zí, zí; luego ze la daré... 
Daniel. Cuenta con que yo ya zin eya no me voy. 
Quintica. Y yo me alegro de ezo muncho. 
Daniel. Y dime, Quintica: ¿pué zaberze...? 
Quintica. ¿Qué? 

Daniel. Lo que te ha yevao a decírmela a mí. 
Quintica. No me haga usté a mí eza pregunta. El 
aqué de la zimpatía, zeñó, que no hay quien lo ex- 
plique... 

Daniel. El aqiié de la zimpatía... 

Salen por la puerta del patio RAFAELA y EMMA. A una y a 
otra las ha embellecido más aún el aire del campo. La viudita com- 
bina ya dichosamente en su vestido el blanco y el negro. Entre 
DANIEL y RAFAELA se produce extraña turbación. Quintica, por 
su parte, no da pie con bola. 

Rafaela. Hola, Daniel. 

Emma. Buenos días. 

Daniel. Dios las guarde a ustedes. 

Rafaela, a Quintica, por decir algo. Quintica, Óyeme. 

Quintica. Mándeme usté. 



— 67 - 

Rafaela. Llégate a casa de Saavedra... y pregunta 
cómo está hoy la señorita Angela. 

Quintica. Ahora mismo. 

Rafaela. Y nada de entretenerte a la vuelta a char- 
lar en la fuente. 

Quintica. Pierda usté cuidao, zeñorita. se queda quieta, 

mirando a Daniel. 

Rafaela. ¿Qué aguardas? 

Quintica. No... na... a Daniel. ¿Usté ze va o ze quea'? 

Rafaela. ¿Eh? 

Quintica. Güeno, yo gorveré en zeguía... Luego le 

daré aqueyO que usté zabe. Se retira desconcertada. 

Emma. ¿Qué es aquello que usted sabe, Daniel? 

Daniel. ¡Qué zé yo!... Gozas de Quintica... Una ora- 
ción que me ha ofreció pa Hbrarme de la fin der mun- 
do. Como es tan romancera... Se ríen ios tres. 

Emma. Tiene gracia la tal Quintica. 

Daniel. Rafaelita... ¿y don Pablo? 

Rafaela. En mis habitaciones está. 

Daniel. Zubiré a verlo, ya que ér no baja. 

Rafaela. Se ha puesto a arreglar muy afanoso los 
papeles de música. Suspirando. ¡Ay, Dios mío!... ¡Cómo 
vuelve todo!... 

Daniel. Voy en busca de é. Hasta luego. 

Rafaela. Hasta luego. 

Emma. Adiós. Daniel se aleja por la puerta del patio. Las 
•dos amigas callan. Pausa. Emma mira a Rafaela maliciosamente. 

Rafaela. Estoy pensando en la oración esa de Quin- 
tica. 

Emma. ¿Sí, verdad? 

Rafaela. ¡Mira que sabe chiUndrinas! 

Emma. ¿Y tú, no sabes ninguna otra oración que 
ofrecerle a Daniel? 

Rafaela. ¡Qué tonta eres! 

Emma. Muy tonta, sí; pero te digo que esto va por 
la posta. 



- 58 — 

Rafaela. Calla, calla. 

Emma. ¡Cómo te envidio la aventura! 

Rafaela. No disparates, Emma. 

Emma. Pero, ¿vas a negarme todavía...? ¡Si lo mis- 
mo ha sido verlo que no saber qué hablar! Trae acá las 
manos. ¡Como el hielo! ¡Naturalmente! 

Rafaela. Tendré que reírme. ¡Pobre muchacho! ¡La 
verdad es que pone una cara cada vez que se tropieza 
conmigo!... 

Emma. Pues se parece mucho a 1?. que pones tú. 

Rafaela. ¡Bah! ¡Qué simpleza! 

Emma. Sí, sí 

Rafaela. ¡Diablo de Daniel, y qué enamoramiento 
le ha entrado! No te rías. Claro, tú en la gloria; encuen- 
tras el lance de perlas. Una viudita, un campesino, sen- 
timientos selváticos, amores primitivos, el idilio, la 
égloga... Te conozco, sí. Pero una cosa pinta la fantasía 
y otra es la realidad. 

Emma. ¿Por qué? No hay mayor encanto que cuan- 
do convienen las dos. Yo protesto de que a la realidad 
se le niegue la fantasía. Soy una víctima del equilibrio. 
¡Vivan los disparates! 

Rafaela. Jesús, Jesús... Por mí, que vivan. Con tal 
de que no me cojan en medio... 

Emma. Pues si a esta aventura le llamas disparate, 
en medio te han cogido. Pero no lo es. 

Rafaela. ¿Que no lo es? 

Emma. ¿Dónde está el disparate? Daniel es un hom- 
bre sano y fuerte. 

Rafaela. Sí. 

Emma. Tú eres una mujer bonita. 

Rafaela. Pase, para no discutir. 

Emma. Daniel, que te ha tratado de cerca en el 
campo, se ha prendado de tu persona. 

Rafaela. No digo que no... 

Emma. Hasta ahora el disparate no parece. ¿Dónde 
está? 



— 59 — 

Rafaela. En que sea Daniel ese hombre y yo esa 
mujer. 

Emma. En eso precisamente está el incentivo. 

Rafaela. Para ti, que eres loca. 

Emma. Y para ti... porque te gusta Daniel. 

Rafaela. ¡Vamos! 

Emma. ¿Que no? 

Rafaela. Que no, te digo sinceramente. 

Emma. Pues ni contigo ni conmigo eres sincera. 

Rafaela. Pero aun suponiendo que me gustase... 

Emma. ¿Qué? 

Rafaela. ¿Adonde iríamos a parar? ¿Qué lógica, qué 
sentido podría tener esto? 

Emma. ¡Sentido común! ¿Te parece poco? Él e& 
libre. 

Rafaela. ¡Sil 

Emma. Tú también lo eres. 

Rafaela. Yo, no; no lo quiero ser. Estoy atada a mis 
recuerdos. No hablemos de esto, Emma. 

Emma. No hablemos, si te mortifica... 

Rafaela. El primer día que vi yo el amor en los ojos 
de ese muchacho, sentí el mayor desconcierto de toda 
mi vida. 

Emma. Porque el amor de él se encontró con el tuyo; 
si no, no te habrías inmutado. 

Rafaela. ¿Cómo que no? 

Emma. Porque no. Sabemos no oír y desdeñar, y na 
nos morimos de angustia aunque se peguen un tiro por 
nosotras. 

Rafaela. Pero, ¿tú crees posible que yo pueda que- 
rer a otro hombre? 

Emma. ¡Claro que sí! Esa sepultura que le buscas a 
tu corazón a los veinte años es un absurdo como una 
casa. La vida es transformación perenne; constante in- 
quietud. Cada siete años hay en las personas una total 
renovación de la sangre. Se estrena individuo, coma 
quien dice. 



— 69 — 

Rafaela. ¡Jesús! 

Emma. De ahí que le oigamos a mucha gente: «Si a 
mí me hubieran dicho hace siete años que iba a hacer 
•esto y esto, no lo hubiera creído. » ¡Pero, señor, si no es 
usted el que lo hace; si es otro! 

Rafaela. Pues otra tendría yo que ser. 

Emma. ¡Pues serás otra! 

Silencio. Rafaela juega con fuego en el pensamiento. 

Rafaela. Si yo te contara... 

Emma. ¿Algo de Daniel? 

Rafaela. Sí... 

Emma. Cuéntamelo. 

Rafaela. ¿Quién está en la bibhoteca? 

Emma. Mi padre. Pero como si estuviera sola; no se 
antera más que de lo que lee. Lo ha absorbido el rabo 
de la estrella. Habla. 

Rafaela. No vayas a creer que es ningún capítulo de 
Las mil y una noches... Es una niñería... Sino que la re- 
cuerdo porque vino a pintarme sin palabras el demonio 
del amor de ese hombre. 

Emma. ¿Sin palabras? 

Rafaela. Sin palabras... y con un suspiro. 

Emma. Esto es interesante. 

Rafaela. Fué una tarde, en el campo, en que tú te 
quedaste emperezada en el caserío, leyendo, y yo me 
fui sola al pinar. 

Emma. ¿Estás segura de que ibas sola? 

Rafaela. Sola: sí. 

Emma. ¡Va una tan acompañada muchas veces que 
■al parecer no lleva a nadie junto! 

Rafaela. Como quieras. Entré en el pinar, me fui 
un poco adentro, gozando de aquel olor y de aquella 
sombra, y al rato me tumbé en el suelo con abandono. 
¡Qué bien se estaba allí! Entorné los ojos llamando al 
sueño, con idea de soñar... El sueño no venía, sin em- 
bargo. De pronto, sin abrir los ojos, vi que alguien me 



— 61 — 

estaba mirando allí cerca. Mejor lo sentí que lo vi. Fin 
gí que dormía, entonces... Se acercó la persona callada 
mente. Sus ojos me abrasaban la cara. Yo no tuve valor 
para simular que despertaba en aquel instante... Tem 
biaba mi cuerpo, se encendía mi rostro... pero mis ojos 
seguían cerrados, como si durmieran. En esto, escuché 
un suspiro. No un suspiro, un sollozo más bien... Me in- 
corporé fingiendo sobresalto, volví la vista en torno mío 
y vi a Daniel que se alejaba pinar adentro, de espaldas 
a mí ya, la cabeza hundida en el pecho, los brazos caí- 
dos, el aire sombrío y taciturno... como una imagen de- 
la desesperanza... Lo miré alejarse un buen rato. El, de 
improviso, volvió la cara y me vio observándolo. En- 
tonces apresuró el paso y desapareció. Yo me puse 
como la grana. Desde aquel momento, cuando nos en- 
contramos, él no manda en sus ojos... ni yo en los colo- 
res de mi cara. Y esta es la aventura. 

Emma. ¿Ves cómo tengo yo razón? ¿Por qué no lo 
llamaste? 

Rafaela. ¡Quita, mujer! 

Emma. ¡Valiente tonta! ¡Con las cosas que te hubie- 
ra dicho, si llegas a llamarlo! 

Rafaela. ¿Quién canta? 

Emma. ¿No es Topete? 

Rafaela. Sí; Topete es. ¿Qué le pasa a este hombre? 

Llega TOPETE por la puerta del patio, cantando' el brindis de 
«Marina». No es el mismo hombre que se fué. Todo en el resplande- 
ce: en sus mejillas hay carmín y en su3 ojos fuego. Habla con gran 
vehemencia, locuacidad y alegría. Cuando sus manos dan en los bol- 
sillos del chaleco, aquello suena bien. 

Topete. ¡A beber j a beber y a apurar 

las copas del licoy, 

que el vino hará olvidar 

las penas del amor! 
Emma. ¿Qué es eso, Topete? 
Rafaela. ¡Contento viene usted! 



— 62 — 

Topete. ¡Hola, Emma! ¡Hola, Rafaelital jCaramba, 

caramba! ¡Qué reguapísimas estáis! 

Rafaela. ¡Topete! 

Emma. Siempre galante, don Ramiro. 

Topete. Galante, no; justo. Yo no soy de esos viejos 
que porque los años los corcovan se vuelven miopes 
ante las gracias juveniles. Sin contar con que mi cora- 
zón no tiene canas. ¡Ni las tendrá nunca! Toma a cantar su 

"brindis, y se sienta a la mesa, y hace una apuntación en el cuaderno 
verde sin dejar de cantar. Mientras, comentan el caso Emma y Ra- 
faela. 

¡A beber, a beber y a apurar 
las cojjas del licor...! 

Emma. ¿Pero le ha tocado la lotería? 

Rafaela. Para mi que cerca le anda. ¡Ah, picaro! El 
cuadernito verde me da la clave. ¿Puse el dedo en la 
llaga, no? 

Topete. ¡Ja, ja, ja! ¡Ésta me conoce, ésta me conoce! 

Rafaela. ¡Y tanto! 

Topete. ¡Qué aceituna! ¡Ya que dicen que mañana se 
acaba el mundo, quiero despedirlo con alegría! ¿Cuándo 

me voy a ver en otra? Se suena la plata en el chaleco. 

Rafaela. ¿Canta el grillo, eh? 

Topete. ¡No es el grillo, Julieta; es el ruiseñor el que 
cantal 

Sale de la biblioteca la ABUELA NITA, con otro santirulico en 
la mano. 

Emma. ¿Y se saldrá con la suya la estrella de rabo? 

Topete. ¿Quién piensa en tamaña paparrucha? 

Abuela. ¿Verdad que no. Topete? 

Topete. ¡Calle usted, señora, calle usted! ¡Esto tiene 
€uerda para rato! ¡Yo asistiré a su centenario de usted y 
usted al mío! 

Abuela. Rebosando de júbilo. ¡Ay, qué buena sombra! 
¡A su sentenario quiere que asista yo!... El ar mío, no 
digo... ¡Qué grasia de liombre! 



— 63 — 

Topete. ¡Pues no faltaría más sino que el propio 
creador del universo, fuera a destruir una bella parte 
de su obra por darle gusto a un cometí ta pirandón! 
jVamos, hombre! 

Abuela. Tiene rasón éste: si Dios lo ha hecho, ¿como 
lo va a destruí Dios mismo? ¿No, niñas? Pero bueno es 
que Dios esté contento con nosotros. A este San Roque 
lo voy a pone en er postiguiyo de la cánsela. Le da un 
beso. ¡Je, je! jMe ha hecho reí er demonio e Topete! Oye: 
luego te voy a dá un char de mis tiempos, pa que se lo 
regales a tu mujé de parte mía. Tengo yo gusto en 
que lo luzca eya. 

Topete. ¡Muchas gracias! 

Abuela. Sin grasias, tonto. Es gusto que yo tengo. 

Y una gargantiya de corales, presiosa, vas a yevársela 
a tu hija la maj^ó. Como está poyeando... Yo me acuer- 
do... yo también he sido muchacha... Me ha hecho reí, 
me ha hecho reí... ¡Mi sentenario, dise... mi sentenario! 

|Ay, ay, ay! Se va radiante de alegría por la puerta del patio. 

Topete. Ahí la tenéis: la vida, la vida. ¡Esa es la 
vida! La vida, que aun encerrada en la vieja cárcel de 
ese cuerpecillo, no quiere morirse. La vida no se quiere 
morir. 

Rafaela. Ni usted tampoco, me figuro. 

Topete. ¡Tampoco! Es más, yo, sobre no querer mo- 
rirme, quiero vivir. ¡Amo la vida, señor, amo la vida!... 

Y he cumplido con ella, y con Dios. Creced... etcétera. 
Yo he crecido... y etcétera, etcétera. Las muchachas sueltan 
la risa. Le he dado a mi patria siete ciudadanos— cuatro 
ciudadanos y tres ciudadanas — que se casarán con otro.s 
tantos ciudadanos y ciudadanas, y que serán. . y que 
seguirán .. y que continuarán... y que vendrán a ser... 

Rafaela. Basta, Topete, basta ya; que tanta luz ofus- 
ca. Este hombre ha debido subir al pulpito hoy en lu- 
gar del padre Manolito, y la gente habría salido más 
pacífica de la iglesia. 



— 64 — 

Topete. Para las almas de cántaro, amiguitas, el 
mundo no vale un real. Pero los que sabemos sentir 
hondo, vamos siempre por las rutas del mundo dando 
gritos de admiración y de alegría. Vemos el mar: ¡ah! 
Vemos los montes: ¡ah! Vemos el cielo: ¡ah! J^as flores; 
¡ah! Las mujeres: ,ah! Hace veinte años que hice yo 
«¡ah!» ante una morena con lunares... y me estoy r¿is- 

Cando todavía. Nueva risa de las muchachas. ¡Pero me raSCO 

con muchísimo gusto! Creced... etcétera. Cantando. 

¡A beber, a beber y a apurar 

las copas del licor...! 
¡Adelante^ Quintica, flor y nata de El Toronjil! ¡Ade- 
lante! 

QÜINTICA viene por la puerta del patio, atribulada y casi sin 
aliento. Apenas puede hablar. 

Rafaela. ¿Qué es eso, Quintica? ¿Está la señorita 
peor? 

Quintica. No, zeñora... la zeñorita... ha pazao bien la 
noche pazá .. 

Rafaela. ¿Pues qué traes tú, que así vienes? 

Quintica. ¡Que está to regüerto... con esto de la fin 
der mundo! 

Topete. ¡Y dale de moler, aceituna! 

Quintica. ¿No ze han enterao ustés de lo de la bo- 
tica? 

Rafaela. No. 

Emma. ¿Qué es lo de la botica? 

Quintica. Pos que er mancebo estuvo en la iglezia 
oyendo ar padre predicado... y le ha entrao tanto miedo 
de que er mundo ze acabe mañana... que ze ha pegao 
un tiro. 

Rafaela. ¿Un tiro? 

Topete. ¡Qué barbaridad! 

Emma. ¿Y se ha matado? 

Quintica. Dicen que no ze ha matao der to... pero 
que es probable que ze mate... digo, que ze muera. 



— 65 — 
A DON PABLO que llega por donde Quintica. 

Rafaela. Papá, ¿tú has oído? ¡Mayor insensatez! 

Don Pablo. ¿Qué es ello? 

Topete. ¡Lo absurdo; lo increíble! 

Emma. Un fenómeno del miedo; una locura. 

Rafaela. Cuenta, Quintica... 

Sale DON DIONISIO de la biblioteca, con un libro. 

Don Dionisio. Escúchame, Pablo: sostiene este autor 
que el cometa de 1811... 

Emma. Deja eso ahora, que parece que hay bastante 
con el de este año. 

Don Dionisio. ¿Cómo? 

Don Pablo. Cuenta, Quintica, cuenta. 

Quintica. Zeñorito, que de rezurtas der zermón zo- 
bre la fin der mundo, ar mancebo de la botica le ha 
entrao tanto miedo... que ha agarrao una pistola... y ze 
ha tirao un tiro en la cabeza. 

Don Dionisio. ¿Eh? 

Don Pablo. ¿Pero es posible? 

Don Dionisio se pone como la cera y se le pega el estómago al 
espinazo. 

Rafaela. Por fortuna creo que no se ha matado. 

Topete. ¡Bah! ¡Se habrá chamuscado una oreja! 

Quintica. No, no, zeñó; que dicen que está mu ma- 
lito. 

Don Dionisio. ¡Demonches!... No gana uno para sus- 
tos en estos días... Fero lo asombroso es que haya almas 
tan crédulas... almas tan inocentes... 

Topete. El suicidio... En general, el suicida... Yo 
defino al suicida así: «El suicida es la cobardía hecha 
hombre.» 

Don Dionisio. Ah, por supuesto... El suicida es un 
ser... es un ser... Yo al suicida le impondría una pena... 
un castigo... ¡qué se yol... una multa... ¿Quién le manda 
a usted matarse, señor mío? 

Don Pablo. Pero, ¿qué dices, hombre? ¿Estás deli- 

5 



— 66 — 

rando? ¡Ay! Yo opino muy al contrario que Topete y 
que tú. Creo que el hombre que voluntariamente deja 
esta vida por dolor o por desesperanza, no es cobarde, 
es héroe; y merece la piedad más profunda. Ahora, lo 
que no me cabe en la cabeza es que ha3"a desgraciado 
que se pegue un tiro por miedo de que se acabe el 
mundo. 

Don Dionisio. Demencia, demencia; no puede ser 
sino demencia. Porque... matarse por miedo no es lo 
mismo que morirse de miedo... Esto no depende de la 
voluntad. Demencia, demencia, y nada más que de- 
mencia... 

Don Pablo. ¿Qué ibas a consultarme tú? 

Don Dionisio. ¿Eh? Ya se me ha ido... 

Quintica. ¡Pero, además, pazan munchas más cozas! 

Topete. ¡Pues si son desagradables, yo no las quiero 
oír! ¡Me vuelvo al Casino a alborotar un poco! ¡Viva la 

vida! Se marcha gozoso entonando nuevamente el mismo brindis. 

;A beber, a beber y a apurar 
las copas del licor! 

Don Pablo. ¿Qué es eso? ¿Está borracho mi secre- 
tario? 

Don Dionisio. ¿Qué más cosas pasan, Quintica? 

Quintica. Pos que esta tarde zale de Zantiago una 
procezión de rogativa, y que Ramón, er de la tienda e 
zogas, que es judío, va a í descarzo delante de eya con 
los brazos en cruz; y que los niños de la escuela van a 
canta una oración que ha zacao er maestro; y que doña 
Oertrudi ha ofreció paga toa la cera que ze conzuma; y 
que Quiroga er droguero, que vive con una mujé mala 
zin está cazao, ha yamao ar cura pa que los caze; ¡ah! 
y que ^Miguelón el avariento ze ha güerto loco, querien- 
do ocurtá zu dinero bajo tierra; y ze ha echao a grita 
pidiendo zocorro por las cayes y diciendo munchas pi- 
cai'días, y tos los chiquiyos lo perziguen tirándole pie- 
dras y cantándole cozas; ¡ah! — ze me orvidaba lo mejó 



— 67 — 

— y que la hija de eze a quien le yaman Perejí, eza mo- 
rena tan bonita, ze ha escapao con er novio por zi acazo 
ze acaba er mundo; y dicen que dice Perejí, que zi er 
mundo ze acaba, que güeno, que la deja, pero que como 
no ze acabe er mundo, la mata a palos. To esto me lo 
han contao en la fuente. Y ezo que no me quize entre- 
tené. 

Rafaela. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué pueblo este más nove- 
lero! 

Emma. ¡Más extraordinario, diría yo! Esa relación 
de Quintica me ha dado a mí un escalofrío por pa- 
labra. 

Don Pablo. Y a mí por sílaba. 

Emma. Ríase, ríase usted. ¿Sabe usted lo que yo 
siento, don Pablo? 

Don Pablo. ¿Qué sientes tú? 

Emma. ¡Que después de tantos y tantos temores no 
va a pasar nada! 

Don Dionisio. ¡Dios nos asista! ¡Que no pase nada es 
lo que sientes! ¿Está en su razón esta desventurada hija 
mía? 

Emma. ¿No he de estarlo, papá? 

Don Dionisio. ¿Serás capaz de preferir un cata- 
clismo? 

Emma. ¡Claro! 

Don Dionisio. Dice que ¡claro! ¿Has oído, Rafaela? 
Pablo, ¿ tú has oído? Dice que ¡claro! 

Don Pablo. ¡Claro! ha dicho bien claro. 

Emma. Pero, ven acá, papaíto: más tarde o más tem- 
prano, ¿no tenemos que morirnos todos? 

Rafaela. ¡Claro! también. 

Emma. Pues yo, en lugar de una muerte vulgar^ en 
una alcoba estrecha, con dos sinapismos en las panto- 
rrillas y rodeada de parientes que fingen duelo, prefie- 
ro mil y mil veces una muerte insólita, grande, apoca- 
líptica. 



Don Dionisio. ¡El diablo que te escuche! 

Emma. ¡La veo; la veo! 

Don Dionisio. Calla; hazme el señalado favor de 
callar. 

Emma. ¡La veo! Primero, un formidable estampido 
universal que nos deje sordos a todos; luego, un trágico 
resplandor infernal que nos deje ciegos; después, una 
tremenda conmoción que nos vuelva locos; ¡pobre razón 
humana! Y en seguida, la atmósfera que se envenena, 
los pulmones que estallan, los cráneos que crujen pul- 
-verizados y el espíritu que vuela libre en busca de un 
mundo mejor y se queda pendiente en el fleco de luz 
de una estrella. 

Quintlca. ¡Qué bonito está ezo! 

Don Dionisio. ¡Muy bonito! ¡Precioso está! ¿Quieres, 
hija mía, obedecerme una vez siquiera y no decir más 
enormidades? 

Rafaela. No se ponga usted así, don Dionisio. 

Don Dionisio. Pero, ¿hay paciencia que la oiga? Tú 
te ríes y ése también se ríe; pero yo no me puedo reír. 

Don Pablo. ¿Por qué, hombre, por qué? 

Don Dionisio. Porque en serio, completamente en 
serio, temo por la razón de mi hija. 

Emma. ¿Qué le parece a usted, don Pablo? 

Don Pablo. Que tu padre no ve claro en este nego- 
cio; y que yo, aunque el cataclismo no viniera, ya lo 
doy por visto con la descripción que tú has hecho. 

Don Dionisio. ¿Tic quoque, Pablo? Te confieso que 
extraño altamente que un hombre de peso como tú dé 
pábulo a semejantes chirigotas. Porque, vamos a ver: 
me vas a contestar noblemente: ¿crees tú, con la mana 
puesta en el corazón, que ha}^ motivo juicioso, científi- 
-co, para temer que mañana ocurra algo grave? 

Don Pablo. con no disimulado humorismo. ¿CÓmO qUC sl 

lo creo? Mi pobre opinión no vale nada. Sólo te diré 
que algunos de los hombres consagrados a los bellos es- 



— 6ít — 

tudios astronómicos, nos hablan, apoyándose en cálcu- 
los precisos, de un peligro menos que remoto. Yo, a 
ellos me atengo. Venga lo que viniere. Poniéndose serio. 
Dios dirá. Hablo del Dios que creó los mundos infini- 
tos. Siempre he creído que a los pobres hombres nos 
falta entendimiento para comprender tanta grandeza, 
como nos falta vista para medir nuestra pequenez» Dios 
dirá. Por mí, tiempo hace 3^a que camino en la vida con 
el espíritu dispuesto para el gran viaje. 

A don Dionisio, al oír esta confesión, no le da un desmayo por 
milagro divino. Los demás callan momentáneamente, impresionados 
por tales palabras. 

OlU Íntica, con el alma en la boca. Zeñorita. 

Rafaela. ¿Qué quieres? 

Qu Íntica. ¿Me manda usté argo a míV 

Rafaela. Nada, ahora. 

Quintica. Pos con ZU licencia. Marchase por la puerta del 
patio, en busca de la oración que le ofreció a Daniel. 

Emma. Perfectamente. Yo, después de escuchar a 
don Pablo, me voy ])or esas calles a corretear, a coger 
impresiones, a escuchar donaires y desatinos. ¿Vienes 
conmigo, Rafaela? 

Rafaela. No; no tengo humor. 

Don Dionisio. ¿Ni quién lo tiene para acompañarla? 

Emma. Hasta luego, entonces. 

Don Pablo. Anda con Dios. 

Don Dionisio. siguiendo a Emma, que se marcha por la 

puerta de la biblioteca. Emma, Emma, hija mía, hija de 
mi alma, no te vayas a poner en ridículo. 

Don Pablo, a Rafaela, con ingenuidad. ¡PerO CSC hombre 

tiene un miedo horrible! Se nos va a quedar entre las 
manos, Rafaehta. 

Rafaela. Y tú también le dices unas cosas... 

Don Pablo. Comencé en broma y acabé en serio. 
Esto me ocurre mucho. Pero de veras que lo noto más 
flaco hace unos cuantos días. 



— 70 — 

Rafaela. Anda, anda con él y trata de animarlo y 
de quitarle que lea más libros de estrellas y luceros. 

Don Pablo. Sí, sí; es una obra de caridad. Allá voy. 
¡Ja, ja, jai ¡Cáspita con el bueno de Dionisio, y qué 
asustado estál En cambio, la hija... la hija... Cuando 
digo yo que mi señora doña Eduarda... Se entra en la bi- 
blioteca. 

Allá lejos, muy lejos, en la calle, óyese como un eco el canto de 
unos cuantos chiquillos persiguiendo al avaro de que ha hablado 
Quintica. Entre copla y copla gritan que se las pelan. 

Chiquillos. 

¡Miguelón, 
cara de ratón, 
vende la levita: 
de poco te ha valió 
guarda la guita! 

Rafaela. ¿Qué gritería es esa? Se acerca a una de las ven- 
tanas y presta oído. Ah, SÍ. Los chiquiUos detrás del avaro. 
¡Son el demonio mismol 
Chiquillos. 

¡Miguelón, 
cara de ratón, 
vende tu sombrero: 
de poco te ha vaho 
guarda dinero! 

Por la puerta del patio aparece en esto DANIEL. 

Rafaela. Hola, Daniel. ¿Aquí todavía? Yo te hacía 
ya camino del campo. 

Daniel. Pa aya me voy. 

Rafaela. ¿Dónde estabas? 

Daniel. Con la abuela Nita. Riéndome un rato con 
zus cozas. 

Rafaela. ¿Te ha dado algún santo y alguna lampari 
lia para el cortijo? 

Daniel. Encargo yevo de encendé unas pocas. Pero 
ahora me reía de los conzejos que le daba a Juana. 



Rafaela. ¿A Juana? 

Daniel. Parece zé que er piyo de Izidoro trata de 
convenzerla en zu provecho de que mañana es la fin 
der mundo. Juana, por las zeñas, no está muy conven- 
cía, pero tampoco le hace ascos a Izidoro; y con las mis- 
mas le ha pedio conzejo a la abuela, y ha zío un pazo 
de gracia. 

Rafaela. Ese tunante de Isidoro... 

Inopinadamente llega QUINTICA. por donde se marchó, en busca 
de Daniel. Al hallarlo con Rafaela da un respingo. 

Quintica. ¡Huy! 

Rafaela. ¿Qué quieres tú? 

Quintica. Disimulando. Pos... pos venía a pedirle a 
usté la yave e la despenza. 

Rafaela. ¿Para qué? 

Quintica. ¿Pa qué va a zé? Pa zacá aceite. 

Rafaela. ¿Más aceite? 

Quintica. ¡Zeñorita, zi no paramos de avia lampari- 
yas! ¡Zi la zeñora paece que está poniendo luminariasl 
Yo no ziento más zino que principien a acudí le- 
chuzas. 

Rafaela. Bueno, pues ahora iré yo a darlo. Vete. 

Quintica. Está bien, a Daniel, en voz baja, rápidamente, en 

un descuido de Rafaela. Tome usté la oración que le dije. 

Le entrega un papel muy doblado, y vuelve a irse por donde llegó, 
temerosa, pero satisfecha completamente. 

Daniel. ¡Ah!... Dios te lo pague. 

Rafaela. ¿Qué ha sido eso? 

Daniel. Que no ha parao hasta darme la oración pa 
librarme de la fin der mundo. 

Rafaela. ¡Ocurrencia es! 

Daniel. Y dice que no zirve zino pa dos perzonas en 
ca pueblo. 

Rafaela. ¿Y te ha elegido a ti? 

Daniel. Pa que vea usté zi tengo zuerte. 

Rafaela. Se conoce que le has gustado. 



— 72 — 

Daniel. Aya eya. Después de to, razonable zería que 
ze fijara en argún hombre como yo: los pobres, pa los 
pobres. 

Rafaela. El hombre que sabe lo que tú y que traba- 
ja como tú trabajas, no puede decirse que es pobre. No 
te eches por tierra, ni pongas tan baja la vista. 

Daniel. ¿La vista baja yo? Ziempre la pongo arta, 
quizás de la costumbre de mira pa las estreyas aya en 
er campo. Pero ezo no quita que zea pobre. 

Rafaela. El campo... Aquél sí que es tu amor. 

Daniel. Apego le tengo, es la verdá: tar vez por lo 
bien que me paga. Nunca ziembro en é que no recoja. 

Silencio. Rafaela, turbada, no acierta a responderle. ¿Don Pablo, 

está ahí? 

Rafaela. Sí, ahí en la biblioteca está. 

Daniel. Vi a decirle con Dios. Desde la puerta de la bi- 
blioteca. Don Pablo, hasta mañana. Zi Dios quiere. ¿Ze 
le ofrece a usté arguna coza, zeñorita? 

Rafaela. ¡Señorita! ¿No te he dicho que no me lla- 
mes así? 

DanieL Gusto yo de yamarlo to por zu nombre 
propio. 

Rafaela. No quiero contestarte. Anda con Dios, 

Daniel. Quéeze usté con É. 

Rafaela. Dame la mano, por si mañana se acaba el 
mundo. 

Daniel. No ze acaba. 

Se estrechan la mano con emoción. 

Rafaela. ¿Crees tú que no se acaba? 

Daniel. Zeguro estoy. 

Rafaela. ¿Seguirá dando vueltas? 

Daniel. No tan grandes como argunas veces fuera 
menesté, pero zeguirá dando vuertas. A nadie ze le cor- 
tará zu zino: ca uno con er zuyo zobre los hombros ye- 
gará hasta er fin. 

Rafaela. Es cierto: cada uno con su cruz... 



— 73 — 

Daniel. Usté, quizás, zentiría menos que nadie que 
esto ze terminara... 

Rafaela. ¿Por qué? 

Daniel. Porque no ze le cae de la boca aqueyo de 
que ya no tiene pa quién viví. 

Rafaela. Y así es la verdad: no lo dudes. 

Daniel. ¿Lo está usté viendo? 

Rafaela. Pero... ¿y los demás, Daniel? Yo no soy 
egoísta. Que vivan los demás contentos... que siga el 
mundo dando vueltas. 

Daniel. Que ziga. 

Rafaela. ¿Hasta mañana? ^ 

Daniel. Hasta mañana. Mande Dios lo que mande, 
yo quiero que me coja aquí. 

Rafaela. ¿Y cómo no prefieres el campo, tu cam- 
po? 

Daniel. ¡Zi viera usté lo zolo que ze ha quedao er 
campo hace unos días!... 

Rafaela. ¿Solo? Como siempre, ¿no? 

Daniel, Como nunca. 

Rafaela. Adiós. 

Daniel. Con Dios. 

Rafaela. Ensimismada. Imposible... imposible... Élseva 
por la puerta del patio y ella por la de la biblioteca. Antes de des- 
aparecer, instintivamente los dos vuelven la cara, y se encuentran 

sus ojos. Imposible... 

Llega por la puerta del patio TOPETE, en quien el azar ha obra- 
do una radicaKsima y grave transformación. Viene lacio, tiiste y 
marchito. Tira el sombrero con rabia sobre un mueble, y suelta un 
par de suspiros desconsoladores. 

Topete. ¡Ay, ay! 

En la calle, lejos, óyese en esto la voz del CIEGO PALOTES, que 
pregona. 

Palotes. ¡Niñas! ¡niñas! ¡El úrtimo romanse que me 
quea! ¿Quién lo quiere? ¡Er mundo se acaba mañana! 
jMañana se acaba! 



— 74 — 
Topete. Sentándose a su mesa y poniendo vinagre en su acen- 

to. ¡No será verdad que se acabe esta porquería! con mal 

modo tira del cajón donde tiene sus cuadernos de apuntes, saca el 
colorado, y se dispone a escribir en él una larga partida. 



hlN DEL ACTO SEGUNDO 



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ACTO TERCERO 



La misma sala. Es por la noche. La lámpara encendida ilumina 
discretamente la estancia. De la calle viene un poco de luz de luna. 
Estamos a 14 de Junio: no se ha acabado, pues, el mundo el día 13. 



Sale por la puerta del patio JUANA, huyendo de ISIDORO, que 
la sigue con insistencia. 

Juana. ¡Que me dejes te digo, Izidoro! 

Isidoro. ¡Pero si es que quieo convenserte de que ta 
han engañao! 

Juana. ¡Te digo que me dejes; que no me persigas! 
¡Que no quieo habla contigo! ¡Vaya! 

Isidoro. ¿Que tú no quiés habla conmigo? ¡Mardito- 
sea er mundo! ¡Asín picaran con un hacha las lenguas- 
dañinas! ¿Quién te ha engañao? 

Juana. Nadie, no me ha engañao nadie; he visto yo 
lo que tenía que vé. Corre en busca e la Rubia y dé- 
jame. 

Isidoro. ¡Y dale con la Bubia! Mañana, cuando va- 
yamos a la romería... 

Juana. ¿Quién, yo? ¿Que yo vi a di contigo a la ro- 
mería? ¡Ezo te lo pintas tú en un papé! 

Isidoro. (^Pero es que va a festeja to er pueblo que 
no se ha acabao er mundo, menos tú y yo? 

Juana. ¡Busca a la Bubia pa festejarlo! ¡Como la bus- 
caste pa festeja que ze acababa! 



— 76 — 

Isidoro. ¡Mar fin tengan las comadres e barrio! ¿Pero 
quién te habrá contao a ti el infundio ese? Por supues- 
to, que 3'a te pasará. 

Juana. ¡Zí, zí; como no me paze!... 

Llega por la biblioteca QUINTICA. 

Quintica. Toa la caza estoy corriendo en busca tuya. 
Anda ya, que don Pablo te yama. 

Isidoro. ¿A mí? 

Quintica. A ti. Anda ya. En er comedó está er zeño- 
rito. 

Isidoro. A Juana. ¡No creas tú que te dejo! No me 
conformo yo a viví en entredicho por una mala lengua. 

jMardito sea er mundo! Se va por la puerta de la biblioteca. 
Quintica. ai ver gimotear a Juana. ¿Qué tienes tÚ? ¿Qué 

les paza a ustedes? 

Juana. Que habemos peleao. 

Quintica. Ezo lo estaba viendo yo vení. 

Juana. Es mu granuja, ¿oyes? Ar mismo tiempo 
que quería convencerme a mí de que ayé era la fin der 
mundo, estaba queriendo convence a la Rubia. ^lía qué 
fechuría. 

Quintica. Mujé, zi creía que er mundo ze iba acaba, 
quizás der mismo zusto... Una mala hora. Porque ér te 
quiere; me lo ha dicho a mí. Y ye va tu retrato en la 
badana der zombrero. 

Juana. ¡Toma! ¿Y a mí te pienzas tú que no me 
lo ha dicho? Por to pazo yo, menos por un engaño 
azina... 

Quintica. No yores, mujé, que me da pena verte. 

Juana. ¿Y qué vi a jacé, zi no pueo remediarlo? ¡Zi 
lo peo de to, es que ér me cae en gracia! 

Quintica. A las mujeres ziempre tiene que tocarnos 
yorá. Lo mismo que zeas moza de cuerpo e caza, como 
que zeas emperadora. Porque yo zé la historia de Doña 
Juana la Loca, que fué reina de España, y ze cazó con 
Don Felipe er Guapo; y a Don Felipe er Guapo no le 



— 77 — 

gustaban más que las moras; que ahí empezó la guerra 
de África. Y Doña Juana se gorvió loca la pobrecita, y 
ér ze murió, y eya ze pazaba las noches ar zereno, y 
munchas cozas más. Y ya ves tú, fué reina. 

Juana. ¡Ay! Er mar de muchos no es conzuelo, aun- 
que zea mar de reyes. Yo lo que quiziea zería orvi- 
darlo. 

Qu Íntica. ¿Orvidarlo? 

Juana. Orvidailo por otro. 

Quintica. Pos mira, 3^0 te vi a enzeñá el enzarmo de 
los tres zuspiros, que cuentan que ez el único pa orvidá^ 
Principia azi: 

Tres zuspiros guarda mi pecho: 
zargan al aire en mi provecho... 

Y luego zigue como una oración. Yo te lo enzeñaré. 
Lo dices toas las noches al acostarte; pones en el espejo 
er nombre de é, con er bajío; le haces una cruz por de- 
bajo y lo repites hasta tres veces. Y ar mes, no te quea 
ni el enzueño. 

Juana. ¿De veras, chiquiya? ¿Y tú, de quién lo haz 
aprendió? 

Quintica. De una gitana de mi pueblo. Y cazi ze me 
había ido de la memoria; pero he tenío que recordarlo^ 
porque, por mi desgracia, lo necezito ahora también. 

Juana. ¿Tú, Quintica? 

Quintica. ¡Y esta zí que es pena, Juaniya! ¡Esta zí 
que es pena! No me ha engañao nadie; pero es peo mir 
veces; porque ni ziquiera para la vista en mí el hombre 
que me ha enhechizao. 

Juana. ¿Quién ez é? 

Quintica. Ezo ze quea pa mí zola. 

Juana. ¿Lo conozco yo? 

Quintica. Na me preguntes, porque na te diré. 

Juana. ¿Quiere a otra? 

Quintica. Anoche, que iba a zé la fin der mundo, lo 
vi más claro que a la luz der zó. Tanta pena me dio 



— 78 — 

convencerme de eyo, que zentí que er mundo no ze aca- 
bara en aquel istante. ¡Ajolá ze hubiera acabao! 

Juana. Pos júntate conmigo. 

Qu Íntica. Yo ya tengo toma mi rezolución. . 

Aparece por la puerta de la biblioteca DON DIONISIO, como el 
sol en un amanecer de primavera. Aquellos ojos muertos han reco- 
brado vida y fulgor, y aquella profunda arruga de la frente ha des- 
aparecido con el cometa. 

Don Dionisio. No se asusten las tiernas palomas, que 
no soy cazador furtivo. 

Juana. ¿Qué? 

Quintica. Zeñó. 

Don Dionisio. Siempre fui de la Protectora de Ani- 
males. 

Quintica. ¿Cómo dice? 

Don Dionisio. Enmendando el yerro. De Animales y 
Plantas. Y vosotras sois dos tiernos brotes campesinos. 

Quintica. ¿Es verdá lo que trae er Diario, zeñó? 

Don Dionisio. ¿Qué trae? 

Quintica. Que usté y la zeñorita ze marchan maña- 
na a Madrí. 

Don Dionisio, ¡Oiga! ¿Quién habrá llevado la noticia? 
Pues sí, es rigurosamente exacto. Mañana por la noche 
partiremos mi hija y yo, después de asistir con todos 
por la mañana a la romería. ¡Hay que darle gracias a 
Dios porque este mundo picaro continúa dando vuel- 
tas! ¡Je, je! ¡Qué miedo ha pasado alguna gente! 

Quintica. ¡Zí, zeñó; zí que lo han pazao! 

Don Dionisio. ¡Cómo me he reído yo! 

Quintica. Y nozotras. 

Don Dionisio. Y ahora que estamos solos, a hurtadi- 
llas de los vigilantes ojos del ama de la casa... Juana, 

toma tú. Le ofrece un billete. 

Juana. No, zeñorito. 

Don Dionisio. Sin chistar. Toma. 

Juana. Muchízimas gracias. 



~ 79 — 
Don Dionisio. Y tú, Quintica, toma también. Le ofrece 

otro. 

Quintica. Ezo zí que no. Yo no, yo no. 

Don-Dionisio. A mí se me obedece. 

Quintica. Pero zi nozotras no le habernos zervío por 
interés ninguno. 

Don Dionisio. ¡Chist! Toma y calla. 

Quintica. Ea, pos munchas gracias, zeñó. 

Don Dionisio. Compraos unas faldas o unos pendien- 
tes de corales para aturrullar a los peñarrealeños. ¡Je, 
je! Y quedaos con Dios, clavellinas. 

Quintica. Usté lo paze bien, zeñó. 

Juana. Usté lo paze bien. 

Se va don Dionisio hacia el patio. 

Quintica. ¿Diez duros te ha dao? 

Juana. Zí; diez duros zon. ¿Le dará otros diez a Izi- 
doro? 

Quintica. Pues aposta a que zí. Este zeñó desde que 
ha visto que no ze acaba er mundo está como loco. Ze 
ríe de to y con to. Y no hace más que repartí cozas. 

Viene del patio la ABUELA NITA, con el semblante alegre, y pega 
la hebra con las muchachas. 

Abuela. ¿De qué charlan ustedes, buenas piesas? 

Quintica. De que don Donizio nos ha dao diez du- 
ros a ca una. 

Abuela, ¿Diez duros? 

Juana. Místelos. 

Quintica. Místelos. 

Abuela. Como que er señorío no sabe está ocurto, y 
don Dionisio es un cabayero muy prinsipá. A mí me ha 
ofresido mandarme fruta de su huerta de Mursia... 
¡Dátiles! ¡dátiles! ¡Qué ricos! Muy ardientes, pero muy 
ricos. Como grasias a Dios tengo un estómago de 
lata... Bueno, yo nesesito a una de ustedes. A ti, Quin- 
tica. 

Quintica. Mándeme usté. 



— 80 — 

Abuela. No, no; prefiero a Juana, porque a ti se te 
va er ?anto ar sielo con tanta paparrucha como enjare- 
tas... Tampoco se atan dos cuartos de comino contigo, 
no te figures tú. Er dichoso no viajo... 

Juana. Ezo ya pazo. 

Abuela. Sí, sí... Cuando tú vas yo estoy de vuerta, 
simple. Sigúeme a mi cuarto. 

Juana. Adonde usté me mande, zeñora. 

Abuela. A mi cuarto: a recoge mis cosas. 

Quintica. ¿A recoge zus cozas dice usté? 

Abuela. Sí, hija mía; sí. Con ustedes se pué tené 
una confiansa, porque son buenas. Yo me voy a muda 
de esta casa. 

Quintica. ¿Que va usté a mudarze? 

Abuela. No levantes la voz. Que me voy a muda. 
Mañana mismito. 

Juana. ¿A caza de don Feliciano otra vez? 

Abuela. Dios me libre. Voy a casa de mi prima Lui- 
sa, que es persona de asiento. No es que aquí tenga que- 
ja, ¿tú oyes? Pablito me quiere; Eafaelita me quiere 
también... Pero, hija, sin acordarse de mis ochenta años 
me han puesto en la arcoba más húmeda de la casa. 
¡Hasta goteras tiene! Y ahora, bueno va, que empiesan 
los calores; pero yega el invierno y cojo un reuma que 
me barda. ¡Y no me da la gana de cogerlo! Porque lue- 
go, si se me hinchan las piernas, ya sé yo por dónde 
van a salí: «¡Claro! ¡con los años que tiene ensima!...» 
¡Pos con los años que tengo ensima echo a reñí mis 
piernas con las tuyas! ¡Y con las tuyas! Las muchachas 
de hoy en día no valen dos cuartos. 

Juana. La zeñorita viene. 

Abuela. Vamonos nosotras. 

Quintica. Yo la espero. 

Abuela. ¿Sí, eh? Cuidaíto con lo que se habla. 

Quintica. Vaya usté descuida. 

Abuela. Un punto a la boca. Anda, Juana, anda tú. 



— 81 — 

La Abuela Nita se marcha por la puerta de la biblioteca. Juana 
la sigue. Quintica al quedarse sola se santigua. 
RAFAELA sale por la puerta del patio. 

Rafaela. ¿Qué hacía aquí Juana"? 

Quintica. Que vino a darme una razón. 

Rafaela. ¿Y tú, qué hacías? 

Quintica. Escucha la razón de Juana. 

Rafaela. ¿Y ahora? 

Quintica. Turbada. Ahora... aguardarla a usté. 

Rafaela. ¿Para qué? 

Quintica. Porque tengo que decirle una coza. 

Rafaela. ¿Ah, sí? Dímela. Quintica se turba más flue estaba. 

Dímela. 

Quintica. Espere usté que puea. 

Rafaela. Pero ¿qué te sucede? 

Quintica. Que tengo que habla con usté. 

Rafaela. ¡Eso ya lo he oído! ¡Eres tonta! ¿Qué hay? 
¿Qué es ello? ¿Qué pasa? 

Quintica. No ze zofoque usté, zeñorita. Lo que hay... 
lo que paza es que... 

Rafaela. ¿Si acabarás, criatura? 

Quintica. Verá usté, zeñorita. Yo zé que yo he venío 
a zu caza de usté pa zuplí los días que estuviera aquí 
don Donizio. 

Rafaela. Don Dionisio. 

Quintica. Zí, don Donizio: ¡zi lo zé! 

Rafaela. No lo sabes, porque lo dices mal. 

Quintica. Pero zé que lo digo má. 

Rafaela. ¡Jesús! ¡La cuestión es saberlo todo! 

Quintica. Zí, zeñora, zí... Y argo zé que zabé no qui- 
ziera... 

Rafaela. ¿Qué dices? 

Quintica. Digo que como vine aquí a zuplí unos 
días, 3' eze cabayero y zu hija ze van ya a Madrí... 

Rafaela. Ah, vamos; ya caigo. Temes que se me ocu- 
rra despedirte. Pues nada, no te apures: aunque tan sa- 

6 



Ma, te quiero bien y estoy contenta de tu servicio. Y tam- 
bién mi padre. De manera que te quedarás en la casa. 

Quintíca. No, zeñora; zi ahí está er conque. 

Rafaela. ¿El conque? 

Quintica. Er conque está en que no me queo. 

Rafaela, sorprendida. ¿Que no te quedas? 

Quintíca. No, zeñora. Y zé aprecia lo que usté me 
ha dicho; pero no me queo. 

Rafaela. ¿Por qué? ¿Estás tú a disgusto? 

Quintica. No, zeñora. 

Rafaela. ¿Por qué te quieres ir, entonces? 

Quintica. Porque no quieo quearme. 

Rafaela. ¡Vaya un descaro, hija! 

Quintica. No, no es descaro; yo no zoy capaz de un 
descaro. Es que no es más que azi. No me queo... por- 
que no quieo quearme. O zi le gusta más a usté, porque 
no pueo quearme. 

Rafaela. No lo entiendo. ¿Te ha salido otra casa me- 
jor en Peña Real? 

Quintica. Ezo, ni penzarlo. Yo me voy de aquí pa 
mi pueblo. 

Rafaela. ¿Para El Toronjil otra vez? 

Quintica. Zi, zeñora: me ha escrito mi madre que 
no ze acostumbra a no tenerme. 

Rafaela. No mientas. A quien le ha escrito tu madre 
ha sido a mí, muy satisfecha de que sigas en esta casa. 
¿No contabas con esto, verdad'-^ 

Quintica. Pos miste, zeñorita: aunque ze disguste 
mi madre me voy. Ya ve usté zi estaré rezuerta. 

Rafaela. Sí, sí; ya lo veo. Y ya voy comprendiendo, 
además. 

Quintica. ¿Va comprendiendo usté? 

Rafaela. Sí. El caso huele a novio en El Toronjil 
desde una legua. 

Quintica. Yo no tengo novio en Er Toronjí. 

Rafaela. ¡Y yo voy a creerte! Ya te habrá cantado 



— 83 — 

cuatro coplas algún gañán de aquellos, y tú te habrás 
enamorado perdidamente. 

Quintica. No me enamoro yo de los gañanes. 

Rafaela. Dispensa. Es verdad; que como eres tan 

sabia y tan leída... Por el pensamiento de Rafaela cruza una idea 
que la subleva súbitamente. Mira con indignación a Quintica, y Quin- 
tica la mira a ella como si comprendiera lo que le ha pasado por el 
pensamiento. ¡Bah! 

Quintica. r;Qué? 

Rafaela. Nada. Vete. Vete, sí, vete. Ya hemos ha- 
blado lo bastante. Vete ahora donde quieras, y luego a 
tu pueblo o adonde más rabia te dé. 

Quintica. Yo ziento que usté ze incomode. 

Rafaela. No me incomodo, no. ¡No faltaría más! Es 
que ya estoy harta de tus novelerías. Vete, vete cuando 
te dé la gana. f^Lo oyes? Cuando te dé la gana. 

Quintica. Yo na he dicho pa que usté ze ponga de 
eza manera. ¿Quería usté que me quitara de en medio 
zin decirle con Dios? No he hablao más que lo que de- 
bía... Y he cayao lo que debía también. Güeñas noches. 

Se va por la puerta de la biblioteca, conteniendo las lágrimas. 

Rafaela. Frenética. ¿Pucs no me ha desconcertado esa 
muñeca? ¡Nunca me he visto más ridicula! Se sienta desa- 
sosegada y se abanica vivamente. 

De la biblioteca sale DON PABLO, 

Don Pablo. Oye, niña: ¿qué lleva Quintica, cj[ue va 
tan cariacontecida y como llorando? 

Rafaela. ¡Qué sé yo! Allá ella. Es decir, sí lo sé; es 
que se quiere marchar al pueblo. 

Don Pablo. ¡Cáspita! ¿Y por qué razón? 

Rafaela. Eso es lo que no se averigua. Algún no- 
viazgo. ¡Cualquier cosa!... O simplemente, que le gusta 
más andar libre en El Toronjil que aquí un poco suje- 
ta. Vaya con Dios. 

Don Pablo. ¡Qué lástima! Una muchacha tan pinto- 
resca 3^ tan curiosa... Habrá que arreglar eso. 



— 84 — 

Rafaela. No. Déjala ir. Que coja la aceituna en Ios- 
olivares de su pueblo. Y quede esto aquí, porque me ha 
puesto de muy mal humor. 

Don Pablo. Ah, bueno; si a ti te contraría... 

Rafaela. Sí. 

Don Pablo. Pues no se hable más. ¡Yo que creía que- 
la chiquilla estaba aquí encantada!... ¡Válgame Dios, y 

qué en Babia vivo! Mirando hacia la puerta del patio, por donde^ 
llega presuroso TOPETE, en actitud llena de misterio. ¡Topete! 

Rafaela. ¿Topete? 

Topete. Buenas noches. 

Don Pablo. ¿Qué milagro es este? ¿Tú por aquí a 
estas horas? 

Topete. Me alegro de hallaros solo a ti y sola a Ra- 
faelita. 

Don Pablo. ¡Vaya! Te alegras de hallarnos acompa- 
ñados. 

Topete. Acompañados j sin compañía; eso es. Per- 
mitidme que cierre las puertas. 

Don Pablo. ¡Adiós mi dinero! 

Topete Mientras cierra. No. Diste en hueso esta vez. 
A Eafaeía. Y tú, anima la cara y no prejuzgues. 

Rafaela. Pagando con Topete su contrariedad y su enojo. No 

prejuzgo; pero si viene usted a pedir dinero para jugar- 
lo, constele C|ue no se lo lleva. No, no se lo lleva; ni que 
ponga usted la cara alegre ni que la ponga triste. La 
bondad tiene un límite y la paciencia lo tiene también. 
¡El demonio del hombre! ¡Acabará usted pidiendo h- 
mosna por las calles con un organillo y un mono! ¡Y en- 
tonces vendrá usted a nuestras ventanas y le echaremos 
cuartos! Por lástima del mono, no de usted. 

Topete. ¡Aceituna! ¿Qué mosca le ha picado a tu 
hija? 

Rafaela. Una mosca que me ha contado la última 
hazaña del señor Topete: la de anteayer. ¡Mentira pare- 
ce que sea usted tan casquivano y tan galopín! ¡Que ni 



-- 86 — 

siquiera sepa usted respetar lo que se le da para sus 
hijos! 

Don Pablo. ¡Anda con esa! 

Topete. También la mosquita ha podido callarse. Al 
fin, mosca. Pero aquello pasó: pasó, como pasó el come- 
ta; como pasaron, para no volver, algunas vergüenzas 
de mi vida. Borrón y cuenta nueva. A lo que vengo, 
vengo. 

Don Pablo. Tú dirás. 

Topete. Sabed, ante todo, que desde esta tarde te- 
néis un nuevo servidor. 

Don Pablo. ¿Hola? 

Rafaela. ¿Ah, sí? 

Don Pablo. ¡Bien venido! 

Rafaela. ¿Y cómo está la madre? 

Topete. Al pelo: al pelo está. Y muy satisfecha de 
haberme dado una prueba más de que no se acaba el 
mundo así como así. 

Don Pablo Tal parece; y que sea enhorabuena. 

Topete. Gracias. Y ahora vamos a lo que importa. 

Rafaela. Ya está aquí el tren. 

Topete. Xo está aquí el tren: te repito que no 
prejuzgues. Oídme. Quiero enteraros yo, primero que 
nadie os lo diga, de una gran merced que he reci- 
bido, precisamente esta misma tarde, de un amigo 
vuestro. 

Don Pablo. ¿Una gran merced? 

Rafaela. ¿De qué amigo? 

Topete. De don Dionisio, vuestro huésped. 

Don Pablo. Ah, pues has hecho bien en venir a de- 
reírnosla, porque, si no, es fácil que la hubiéramos leído 
mañana en el periódico. 

Topete. Esta me figuro que no; la verdad. 

Don Pablo. No te fíes. 

Topete. Bueno: es el caso que yo, por imperiosas 
necesidades de la vida... 



Rafaela. Y para suplir despojos del tapete verde... 

Topete. No me amargues esta alegría, Rafaela. Digo 
que yo me había echado un dogal al cuello. 

Don Pablo. ¿Cómo? 

Topete. Le había firmado a don Genaro, el chupa 
sangre, un pagaré que vence mañana. 

Don Pablo. ¿Serás capaz? 

Topete. En condiciones onerosas; horribles. 

Rafaela. No tiene usted compostura ni solución. 

Topete. La verdad, y sírvame de disculpa esto: 
como se aseguraba fatídicamente que anoche se acaba- 
ba el mundo, y el pagaré no vencía hasta mañana, yo 
le veía un cierto negro humorismo, mefistofélico y vo- 
luptuoso, a firmar un pagaré que había de vencer en la 
eternidad, 

Rafaela. ¡Qué tarambana! 

Topete. Me regocijaba con la idea de encontrarme 
al prestamista allá en el caos... y hacerle un par de ima- 
nas. Ya tú me entiendes, Pablo. 

Don Pablo ¡Ja, ja, ja! 

Topete. Ello es, en suma, que esta tarde, como os 
decía, al mismo tiempo que vuestro nuevo servidor ve- 
nía al mundo, llamaba a mi puerta Isidoro con una 
carta de don Dionisio portadora de cincuenta duros en 
billetes. 

Don Pablo. ¿Cincuenta duros? 

Topete. ¡Como cincuenta soles! ¡La salvación del 
año, que iba de cabeza! 

Rafaela. Pero, bueno, ¿y a qué se debe...? 

Topete. A generosidad nativa. No puede obedecer a 
otra causa. Yo no he hecho por él más que ponerle en 
limpio la papeleta de defunción... ¡Y con lo que me ha 
mandado hay para un entierro! 

Don Pablo. No le deis vueltas. Es otra la clave. Dio- 
nisio creía firmemente que anoche terminaba sus días, 
y al ver que esto sigue adelante, le falta poco para 



— 87 — 

echarse a bailar. En el Casino ha llamado la atención 
repartiendo propinas. 

Rafaela Sí; pero si no fuera generoso... 

Topete. ¡Claro es! 

Rafaela. ¡Porque después de lo que me ha contada 
la mosquita, darle cincuenta duros!... 

Topete. ¡Cincuenta duros, hija mía! Le pago a don 
Genaro, le llamo Judas, le llamo ladrón, que eso siem- 
pre refresca, y todavía me sobran más de quince. 

Rafaela. A ver lo que hace usted con ellos. 

Topete. Conmovido. ¡Emplear hasta la última peseta 
en mi casa! 

Don Pablo. Lo creo; sí. Porque es verdad que la di- 
cha no viene nunca sola. 

Topete. ¿Qué dices? 

Don Pablo. Me han asegurado que el tío de los hue- 
sos de jamones está afónico. 

Topete. ¡Cállate, Pablo! ¡Déjame gozar sin acíbar de 
mis cincuenta duros! 

Rafaela. Todo es poco. 

Topete. ¡Rafaelita! ¡No seas perversa! 

Don Pablo. Tiene razón mi hija: todo es poco. 

Ábrese de improviso la puerta del patio, y tras ella surge DON 
DIONISIO, como lla^jado por el júbilo de Topete. 

Don Dionisio. ¿Qué reunión es esta? ¿Se conspira? 

Topete. Lanzándose a él y abrazándolo con efusión. ¡Ah, mi 

.señor don Dionisio! ¡Amigo liberal y magnánimo! 

Don Dionisio. ¿Qué habla el bonísimo de Topete? 

Don Pablo. A Topete ya lo estás oyendo. Yo te voy 
a reñir. 

Don Dionisio. ¿Tú? ¿Por qué, Pablo? 

Don Pablo. El por qué, lo conoces tú sin que yo te 
lo diga. 

Rafaela. Sí por cierto, señor don Dionisio: una cosa 
es que no se haya acabado el mundo... y otra cosa que 
usted se arruine. 



— 88 — 

Don Dionisio. ¡Animas benditas del purgatorio! ¿Pero 
usted ha contado... querido Topete...? 

Topete. ¿Cómo no, señor don Dionisio? La grati- 
tud... la gratitud no puede ser silenciosa. 

Don Dionisio. No hay que hablar aquí de ella. Y tú, 
Raf aelita, no te aflijas: no es tan exiguo mi capital que 
vaya a arruinarme por obsequiar a un buen amigo con 
sesenta duros. 

Rafaela. ¿Sesenta? Mira a don PaWo, don Pablo a ella y les 
dos a Topete, quien pálido y desconcertado, algo daría porque en 
tal instante acertase el cometa a chocar con el globo. 

Topete. Buscando la salida. Bueuo... mi generoso bien- 
hechor... 5^0 me hago cargo de que a su delicadeza ofen- 
de... Estoy viendo que esta conversación le es muy vio- 
lenta en presencia mía... 

Rafaela. ¿Y a usted no? 

Topete. A mí también... naturalmente... pero a mí 
me es muy difícil evitar mi presencia... No sé lo que 
digo... Me marcho... Usted es de los nobilísimos corazo- 
nes que dan la limosna con las dos manos... para que 
no se enteren las otras dos... 

Don Pablo. ¿Qué dices, hombre? 

Topete. Repito que no sé... Disparato... La gratitud 
conmueve y desconcierta... 

Rafaela. ¿La gratitud? 

Topete. Ni más ni menos. Adiós, don Dionisio. 

Don Dionisio. Adiós, Topete, adiós. 

Topete. Adiós, Pablo; adiós, Rafaelita. 

Rafaela. Vaya usted con Dios. 

Don Pablo. ¡Y que descanses! 

Topete. No estoy cansado... La gratitud no cansa... 
Buenos días... ¡Buenas noches!... A mí me parece de 

día... ¡Buenas noches! Encuentra la puerta por fin, y se va. 

Don Dionisio. ¡Qué simpático es este secretario 
tuyo! 

Don Pablo. Sí lo es. 



'- 80 — 

Rafaela. Y un carácter muy sostenido. 

Don Pablo. ¡Ah! Genio y figura... 

Don Dionisio. Rafaelita, yo venía por ti. 

Rafaela. ¿Por mí? 

Don Dionisio. Sí. 

Rafaela. ¿Y adonde iremos? 

Don Dionisio. A hablar con Emma. Se halla en una 
crisis sentimental, que debe aprovecharse. Pásmate: 
ha recibido una carta de Roque, y la ha leído tres ve- 
-ces. 

Don Pablo. ¿Quién es Roque? 

Rafaela. ¡Su marido, papá! 

Don Pablo. ¡Ah! ¿Se llama Roque? Se me había me- 
tido en la cabeza que se llamaba Casimiro. 

Rafaela. Pues vamos, don Dionisio, vamos allá. Mal 
pleito se me antoja... y mala abogada soj'' yo; pero, ¡qué 
■diablo! el tiempo está de cambios y mudanzas. El di- 
choso cometa ha dejado un rastro de azufre o de qué sé 
yo qué... un aire que envenena el ambiente... y, sobre 
todo, que no quiere dejar cosa en su sitio. ¡Jesús, qué 
torbellino de cometa! ¿Emma está en su cuarto? 

Don Dionisio. En su cuarto la tenemos, sí. 

Rafaela. Venga usted conmigo. 

Don Dionisio. ¡Quiera Dios que consigamos algo! se 

eutra por la puerta de la biblioteca siguiendo a Rafaela. 

Don Pablo. Reflexivo. ¡Qué cosas ha dicho mi hija!... 
Está perturbada... desazonada... Nunca la he visto así. 

Viene QUIXTICA por la puerta del patio. 

Quintica. Don Pablo. 
Don Pablo. Quintica. ¿Qué hay? 
Quintica. Er chiquiyo der puesto e los liljros, que 
tiene que enzeñarle a usté una coza. 

Don Pablo. Dile de mi parte que pase aquí. 
Quintica. Dice que no entra por zi hay vizita. 
Don Pablo Dile que no la hay. 
Quintica. Dice que pué vení mientraz él está. 



— 9ü — 

Don Pablo. Basta. Respeto ese temor alas visitas- 
¿Quién no la sentido alguna vez? Veamos lo que me 

quiere este camueso. Se encamina hacia el patio y Quintica ha- 
cia la biblioteca. De pronto se vuelve llamándola. Ah, Quin- 

tica. 

Quintica. Zeñó. 

Don Pablo.' Ven acá y escucha una cosa. 
Quintica. Mándeme usté. 

Don Pablo. Ya sabes que te quiero bien; que me eres 
muy simpática. 

Quintica. Zí, zeñó; y lo agradezco muncho. 
Don Pablo. Pues me vas a contestar a una pregunta. 
Pero has de hacerlo sin remilgos de empanada. ¿Por 
qué te cpieres ir a tu pueblo? Quintica caiia. Vamos, res- 
ponde. ¿No se puede saber? 
Quintica. Ez un zecreto mío. 

Don Pablo. Pues compártelo conmigo, que de mí no 
saldrá. 

Quintica. No... No, zeñó... 

Don Pablo. ¿No te fías? 

Quintica. Me acuerdo de aqueyo que ze dice: 

Zecreto de dos, 

ve con Dios; 

zecreto de tres, 

no lo es; 

zecreto de cuatro, 

va ar teatro; 

zecreto de cinco, 

zuerta un brinco; 

zecreto de zeis, 

lo zabréis; 

zecreto de ziete, 

compromete; 

zecreto de ocho... 
Don Pablo. ¿Y así hasta el centenar, Quintica? 
Quintica. No, zeñó; que cuando yega a diez ze pre- 



— 91 — 

giinta: «¿Quieres que te lo diga otra vez^» Y ze güerve 
a empezá. 

Don Pablo. Pues excusa la repetición. Ya veo que 
no me aceptas por confidente. Y tenía yo muy vivo in- 
terés en conocer el motivo de tu imprevista salida de 
mi casa. 

Oluintica. Mejó zerá que usté lo adivine. 

Don Pablo. Si vieras que no tengo ese don... Anda, 
dímelo tú. Siquiera por lo que yo te aprecio, Quin- 
tica. 

Qu íntica. No pueo. Usté lo barruntará de aquí a mu 
pocos días. No es na de usté. 

Don Pablo. ¿Es tal vez de mi hija? 

Qu íntica. Usté ha de barruntarlo... No me pregunte 
usté más de esto. 

Don Pablo. Bien, bien está... Misterioso anda el 
tiempo de veras... Sí que el cometita se ha dejado sen- 
tir... Se va por la puerta del patio. Ya dentro, se le oye decir lo si- 

guiente: ¡Ven con Dios, Daniel! Pasa a la biblioteca y 
aguárdame. 

QUÍntica. Emocionadísima y aturrullada al oír a don Pablo. 

¡Huy, Danié! Es Danié... Danié... va de aquí para aiiá, sm 

saber si irse o si quedarse. ¿Me VOy? ¿Me queo?... Danié... Es 
Danié... viendo aparecer a DANIEL. Hola, Danié... 

Daniel. Hola, Quintica. ¿Está por aquí don Dioni- 
zio? 

Quintica. No; que está arriba con zu hija Erma. 

Daniel. Ah, vamos; está arriba. 

Quintica. Y... con la zeñorita Rafaela también. 

Daniel. Voy a verlo. 

Quintica. ¿A don Donizio? 

Daniel. Zí. Me ha mandao dos cajas de puros di- 
ciéndome que me está muy agradeció— yo no zé por 
qué, — y quieo darle las gracias. ¿Qué miras? 

Quintica. Na... ¿Usté... usté ze güerve ar campo esta 
misma noche? 



02 



Danie!. Esta misma noche. ¿Por qué? 

Quintica. Por na... ¿Y viene usté mañana otra vez? 

Daniel. Quizás no venga. 

Quintica. ¿No?... Zí, zi vendrá... 

Danie!. Nozé. 

Quintica. Zí vendrá, zí... 

Danie!. Cuando tú lo dices... Voy pa arriba, Éntrase 

f>OT la puerta de la biblioteca. 

Quintica. ¡Vaya con Dios er rey pastó: 
er corazón ze me yevó!... 
¡Vaya con Dios er rey doñeé: 
mi penzamiento va con é!... 

Vuelve DON PABLO por la puerta del patio. Quintica, abstraída 
<¿u alas de su ingenuo y candoroso amor, ni lo ve ni lo oye, y sigue 
diciendo la relación del «-Rey pastor-, con gran perplejidad de don 
Pablo. 

Don Pabio. Quintica. 

Quintica. ¡Vaya con Dios er rey galán 

en zu cabayo el alazán!... 
Don Pablo. ¡Quintica! 
Quintica. ¡Vaya con Dios er rey gentí 

con mis zuspiros más de mí!... 
Don Pablo. ¡Pero, muchacha! 
Quintica. ¡Vaya con Dios er rey marciá, 

que yeva er zó por donde va! 

Se aleja por la puerta del patio, continuando su inconsciente mo- 
nólogo. 

Don Pablo. ¡Vaya con Dios! ¡Esta chiquilla es siem- 
pre inesperada! 

Allá lejos, en la calle, tan lejos que llegue a la escena como uu 
rumor, suena un animado rasgueo de bandurrias y guitarras, que s^) 
amortigua poco después de cantada esta copla. 

En habiendo luna y só 
no haya tristesa ninguna, 
que mientras er só se apaga, 
se va ensendiendo la luna. 



— 93 - 

¡Hola! Tal vez el rey galán de Quintica sea algún 
trovador de estos de la ronda. Presumo que el amor 
anda suelto esta noche por la revuelta Peña Real. Esa 

estrella de rabo... a RAFAELA, que sale por la puerta de la bi- 
blioteca. ¿Oyes, Rafaela, cómo canta la gente moza? 

Rafaela. Ya oigo, ya.. Y pasarán la noche en claro,, 
esperando la romería de mañana, 

Don Pablo. Será preciso que nosotros nos recojamos 
pronto; que es cosa que no quiero perderme, y habrá 
que madrugar. 

Rafaela. ¿No sabes? Corren vientos de cambio para, 
mi amiga. 

Don Pablo. ¿Pues? 

Rafaela. ¡Y creía el padre que era terquedad y lige- 
reza lo que la separaba del marido... y ha bastado un 
poco de sentimiento para calmar su rebeldía! 

Don Pablo. ¿Qué me cuentas? ¿Vuelve por ventura 
a Madrid? 

Rafaela. A Madrid vuelve; y a su casa. 

Don Pablo. Cuando digo yo que la estrella de rabo... 
Explica, explícame el milagro ese. 

Rafaela. Milagro de la lógica de las cosas, papá; mi- 
lagro de la vida, 'que no se está quieta; de este afán de 
encontrar la dicha que a todos nos empuja desde muy 
adentro... ¡Qué inútil es oponerse a su fuerza! 

Don Pablo. ¡Oh! Se lo dices a un convencido. Algu- 
na vez te he hablado yo de eso; recuérdalo. 

Rafaela. Sí. La pobre Emma... 

Don Pablo. Habla, habla de Emma. 

Rafaela. Me ha hecho reír y llorar. El desdichada 
Roque parece ser que se ha visto muy solo, demasiado 
solo, porque no tiene como Emma un espíritu hbre y 
curioso que lo distraiga. Las primeras cartas que le es- 
cribió cuando se separaron, eran ridiculas; todo se vol- 
vía en ellas frases rebuscadas y pensamientos cursis, 
que exasperaban a la infeliz mujer. La última que le- 



— 94 — 

ha dirigido, escrita con entero abandono, con tachas y 
con mala letra, dejando hablar al corazón, es vulgar, 
pero es noble: comprendo que la haya conmovido. 
Emma gritaba al enseñármela: «¡Mira, Rafaela, mira! 
¡Mi marido me escribe ya con tachas! ¡Este hombre 
■está cambiando! ¡Este hombre es otro! » 

Don Pablo. Razón tiene. Tachas hay que valen por 
cuatro carillas. ¡Ay del que no sabe tachar! 

Rafaela. Al final de esta carta, le dice: «Si tú no 
quieres tener un hijo que se parezca a mí, yo quiero te- 
ner una hija que se parezca a ti.» 

Don Pablo. ¡Anda, morena! ¡Por dónde se apea Casi- 
niiro! 

Rafaela. Roque, papá. 

Don Pablo. ¡Me he empeñado yo en confirmarlo! 

Rafaela. Y Emma, que aun de esta frase hizo los 
más picantes epigramas... 

Don Pablo. A ver, a ver... vengan los epigramas esos. 

Rafaela. No, son cosas enteramente nuestras. Emma 
ahora piensa— lo adivino como si viviera en su cora- 
zón... — piensa... aunque no lo declara sino entre chiri- 
gotas y burlas, que un hijo es quizás la única solución 
que su vida tiene. Dios se lo dé. 

Don Pablo. Asi sea. Y que se parezca tanto a Roque 
como ella a su padre. 

Rafaela. ¡Dale, machaca! 

Don Pablo. No pienses mal, hija: yo sólo quiero, por 
gusto de Emma, que el hijo que tenga no se parezca a 
su marido: es su más fervoroso deseo. 

Rafaela. Aquí están el padre y la hija. 

Salen, en efecto, EMMA y DON DIONISIO por la puerta de la bi- 
blioteca. 

Don Dionisio. ¡Abrázame, Pablo! ¡Abrázame! 
Don Pablo. De muy buena gana. 
Don Dionisio. ¡Soy en este momento el hombre más 
dichoso de la creación! 



— 95 — 

Don Pablo. Lo sé. 

Don Dionisio. Mi hija Emma me ha dado una gran 

alegría. 

Emma. Papá, sería yo demasiado mala si te nublara 
la que tienes porque no se ha acabado el mundu. 

Don Pablo. Y que, según mis nuevas, en la alegría 
que tú le has dado, hay, en primer lugar, ciertos propó- 
sitos de que el mundo siga. 

Don Dionisio ríe, de felicidad, y no da otra propina porque no ve 
a quien dársela; pero se echa mano al bolsillo. 

Rafaela. No seas hablador, papaíto... ¡Qué ligero de 
lengua! ¡Y critican luego a las mujeres!... 

Emma. Señor don Pablo, usted, como hombre de 
experiencia, no desconoce que, aun sin querer, a veces 
los mejores propósitos... 



Don Dionisio. ¡Emma! lEmma 



Don Pablo. ¡Déjala que se explaye! 

Emma. ¡Un hijo! ¡Un hijo! Siempre lo he deseado: 
siemp^-e. Y ahora más que nunca lo echo de menos. 

Don Dionisio. ¿Ahora más que nunca? 

Emma. ¡Pues no que no! Por eso me ha hecho algu- 
nas cosquillas en el sentimiento que ahora también lo 
quiera mi marido. 

Rafaela. ¿No lo quería ante.s? ¿Entonces para qué se 
casó? 

Emma. ¡Para reglamentar su vida! ¡Sólo para eso! 
jSi recuerdo que cuando yo le hablaba de un hijo me 
ponía una cara y me decía unas cosas!... 

Don Dionisio. ¡Emma! 

Emma. Y es que un hijo no significaba para él una 
vida que iba a encarnar nuestro cariño, que iba a se- 
guir las nuestras... Un hijo era el sobresalto constante, 
las noches en vela, la dentición, los empachos, la tos 
ferina, las amas... ¡Oh! Si Dios me da uno, le pido con 
loda mi alma que salga llorón, rabioso, impertinente; 
de estos que en la escena más interesante de los dramas 
lloran en el teatro. 



— 96 — 

Don Pablo. Emma, que tú no sabes lo que estás pi- 
diendo; que ésta era así. 

Rafaela. ¿Yo? ¿Cuándo he sido yo así? 

Don Pablo. Tú no te puedes acordar. Al estreno de 
uno de mis dramas en Madrid te llevó tu madre, y tu 
llantina animó a los espectadores a meterse conmigo; 
¡y hubo que ver cómo acabó aquéllo! 

Emma. Déjese usted de cuchufletas. 

Don Dionisio. Sí; que ella habla con toda gravedad. 

Emma. ¡Y tanto! Sueño con ver a mi marido en bata 
a las tres de la noche, con el niño en brazos, llora que 
llora, y sin conseguir que se calle. 

Don Dionisio. Pero ¿para qué sueñas con ese tor- 
mento? 

Emma. ¡Para que duerma mal! ¡Para que se despier- 
te a horas distintas! ¡Para que no siga cuadriculado! ¡Ohl 
Lo que es la pildora de quinina todas las mañanas a las 
ocho en punto... ¡ésa se concluyó! ¡Que se despida! 

Don Dionisio. ¡Bah, bah! Quien se despide ahora 
mismo soy yo, porque en manera alguna quiero que se 
me enturbie mi contento. 

Emma. Ni mucho menos lo quiero yo, papá. Ni el 
tuyo ni el mío. ¡Pues si estoy como el enfermo que llega 
a dar con una postura en la que se le calma el dolor! 

Don Dionisio. ¡Hija de mi vida! 

Emma. Y no hagas caso de mis rarezas ni de mis 
desplantes. Ya sabes que tengo más horas de loca que 
de cuerda. Te prometo hasta lo que más odio: ¡un gru- 
po de familia! Todos se ríen. El abuelo, la abuela, el padre, 
la madre, Poquito, si llega a venir — porque le pondre- 
mos Poquito;— tu perro, un caballito de cartón, un aro, 
una pelota... Ya verás, ya verás. Y que el fotógrafo lo 
retoque bien y nos quite todas las arrugas... ¡Un en- 
canto! 

Nuevas risas de todos. 

Don Dionisio. Así sea. Y con tan agradable perspec- 
tiva, me vov a la cama. 



— 97 — 

Emma. Y yo te sigo. 

Don Pablo. Y todos, si hemos de madrugar. 

Don Dionisio. ¿Cómo no? ¡No se puede faltar a esa 
romería tan alegre... y tan justifícada! ¡Je, je! Vamos, 
Emma, vamos. Hasta mañana, Pablo y Rafaela. 

Rafaela. Si Dios quiere. 

Don Pablo. Hasta mañana. Anda con Dios. 

Vase don Dionisio por la puerta del patio soñando ya con el grupi- 
to de familia. 

Emma. Deteniéndose un momento. No he querido que 86 

acueste esta noche con mal sabor de boca. Pero que no 
se haga ilusiones. Ni él ni mi marido. Vuelvo de tirana: 
¡a imponer la ley! Y mi bandera es anarquista: ¡abajo 
todo lo existente! Buenas noches. 

Don Pablo. Riendo. Descansa, Emma, descansa. 

Rafaela. Adiós, mujer. 

Se va Emma detrás de su padre, 

Don Pablo. ¿Qué? ¿Tú te sientas? 

Rafaela. Sí; no tengo sueño todavía. 

Don Pablo. Pues yo voy ya también en busca de las 
ociosas plumas. 

Rafaela. Y yo muy pronto. Así que dé el último 
vistazo a la casa. A lo mejor me dejan luces encendi- 
das... 

Don Pablo. Ya. Pues Dios te dé un buen sueño. 

Rafaela. Hasta mañana. ¿De qué te ríes? 

Don Pablo. De nada, mujer. Es que estoy contento 
con todos de que el mundo siga dando sus vueltas infi- 
nitas... Escucha, escucha otra vez la música de los mu- 
chachos. ¡Ay, mundo, mundillo!... Te rigen la juventud 
y el amor. 

Se marcha por la puerta del patio. 

Las guitarras y bandurrias callejeras vuelven a oírse, siempre lejos. 
Tiembla en el aire otro cantar. 

Pasó la estrella de rabo, 
y er mundo no se acabó, 

7 



— 98 — 

pero si tú no me quieres, 
er que se acaba soy yo. 

R&f&GÍ&. Entregándose al fin a los sentimientos que la dominan. 

¡Qué angustia de espera' ¿Para qué me querrá hablar 
ese hombre? Digo... ¿para qué ha de ser sino para lo 
que yo temo más? ¿Son sus pasos?... ¿Daniel? 

Sale DANIEL por la biblioteca. 

Daniel. Aquí estoy. 

Rafaela, con fingida serenidad. Y yo. Dándole vueltas en 
mi imaginación a esta misteriosa entrevista que me 
has pedido. 

Daniel. ¿Misterioza, por qué? ¿Por la manera? ¿Por 
la ocazión? 

Rafaela. Por todo. 

Daniel. Por la ocazión y por la manera, quizás; por 
lo que en eya ze haj^a de trata no creo que haya miste- 
rio arguno ni pa usté ni pa. mí. 

Rafaela. Para mí, sí; puedo asegurártelo. 

Daniel. Es natura que usté me conteste de eza for- 
ma. Pero usté pué que zepa que cuando un hombre le 
pide a una mujé hablarle a zus zolas, nunca es más que 
pa vestí con palabras lo que ya zin eyas ze ha dicho en- 
tre los dos. 

Rafaela. ¿Qué dices, Daniel? ¿Qué he podido yo de- 
cirte sin palabras? 

Daniel. Zerá mi dezeo, que lo oyó. Pero quiero qui- 
tarme de dudas esta noche. No espero más. Hora es ya 
de que zarga al aire la yama. 

Rafaela. ¿La llama al aire? 

Daniel. Zí: pa que usté la apague o la alimente: pa 
que yo muera o viva. 

Rafaela. ¡Daniel! Ese lenguaje... 

Daniel. ¡Este lenguaje!... De más zé yo que usté está 
en er monte y yo le canto desde la yanura. No me im- 
porta: er viento le yevará mi voz, y usté, como es bue- 
na, ha de escucharla. ¿Por qué no ha de decirle a usté 



- 99 - 

Danié, el hijo der pobre señó Juan, lo que no habríji 
tenío reparo en decirle ziendo er mismo, quizás valien- 
do menos, zi la vida lo hubiera encaminao pa la ciudá 
en vez de pa los campos? Yo la quiero a usté, Rafacli- 
ta: esto es to. 

Rafaela. ¿Que tú me quieres? 

Daniel. No me pregunte usté lo que zabe. Dígame 
usté que... por lo que zea, que yo respeto, usté ha cerrao 
los ojos a lo que ha visto; pero no me niegue usté la 
verdá de las cozas, ya que estamos mirándonos tan fren- 
te a frente. 

Rafaela. No, Daniel, no; te equivocas; te hablo con 
toda sinceridad. Si he advertido en ti que te inspiraba 
una gran simpatía, un cariñoso afecto, cuyas raíces en- 
contraba yo en nuestros recuerdos de niños, en haber 
corrido juntos por esta casa, en la adoración que siem- 
pre le tuviste a mi madre, en todo ello a la vez; pero 
créeme que jamás presumí lo que ahora me declaras. 

Daniel. ¿No, verdá? ¿Ni hace veinte días, en er cam- 
po, aqueya mañana en que bebió usté el agua en la 
misma peña^ y yo bebí luego, no por bebé, zino por 
pone mis labios donde los zuyos, y usté ze encendió 
como una amapola? ¿No le dijeron na miz ojos? ¿Ni 
tampoco aqueya noche en que ze contaron hazañas de 
malhechores y bandidos, y usté ze acostó con mucho 
zusto, y no podía dormí, y yo me estuve por |las [cerca- 
nías cantando hasta el arba para ahuyentarle a usté er 
miedo? ¿Tampoco le anunció na mi canto?^ ¿Y la tarde 
en que repozaba en los pinares y yo me acerqué, y usté 
no ze atrevió a abrí loz ojos, y yo le quemé la cara con 
los míos, y ar cabo la dejé a usté zola y me alejé zofo- 
cando mi zentimiento? ¿Tampoco aqueyo le 'descubrió 
a usté coza ninguna? 

Rafaela. Sí, sí; calla; no sigas... 

Daniel, suspirando. ¡Ay! 

Rafaela. No te atormentes más, Danieh'lo sé, lo adi- 



— 100 — 

vine, lo vi claro: tan claro como ahora que me lo dices. 
Pero no quería enterarme, no quería oírlo, no quería 
saberlo. No, no quería saberlo por ver si se te quitaba 
de la cabeza esa locura. 

Daniel. No es locura de la cabeza, Rafaelita; es der 
corazón. 

Rafaela. Locura, al fin.^ Yo te ruego, Daniel, que 
hagas por ahogarla, por convertirla en un sentimiento 
templado, por volverla a lo que era nuestra amistad: 
cariño sereno y tranquilo, sin sobresaltos ni rubores. 

Daniel. Ez un impozible ezo que usté me pide; es 
como zi me mandara usté mete laz aguas de la má en 
er cauce de un río. Cuando este cariño ha zalío de la- 
bios afuera ya no ha}^ podé que lo refrene. Confiézeme 
usté que no me quiere ni le importo; pero no ze empe- 
ñe en darme una limosna de pan cuando estoy ze- 
diento. 

Rafaela. Esa sed tuj^a no puedo yo calmarla, Da- 
niel. 

Daniel. ¿Tan poco zoy? ¿Tan poco vargo? 

Rafaela. Fueras quien fueras yo no podría calmar- 
la. Ni querría. ¿No me has oído muchas veces que le- 
niego a mi corazón todo otro amor que el que ya ha 
sentido? 

Daniel. ¿Y er corazón qué responde a ezo? 

Rafaela. Lo que responda yo no lo quiero oír. 

Daniel. No andará mu}" conforme con lo que usté 
le niega cuando rehuye el escucharlo. 

Rafaela. Eso es cuenta mía. 

Daniel. Ziendo azi, mi cuenta es también: ligao es- 
toy a usté como la zombra ar cuerpo; pa usté y por usté 
vivo; de usté me interezan hasta las zeñales que en la 
tierra dejan zus pazos; er viento que empuja mi vida,, 
hacia usté me yeva derechamente. 

Rafaela. El que empuja la mía, Daniel, lleva rumbo 
¿contrario. 



— 101 — 

Daniel. ¡Azi fuera verdá! Que yendo er de usté pa mí 
y er mío pa usté, ya nos encontraríamos en mis brazos. 

Rafaela. ¡Calla! 

Daniel. Menos cayá, to lo que usté me pida. 

Rafaela. Vete. 

Daniel. ¿Quiere usté que me vaya? 

Rafaela. Sí. 

Daniel. ¿Zin una esperanza ziquiera? 

Rafaela. ¡Jesús, qué tormento! ¡Qué obstinación 
más loca! No me obligues a ser cruel contigo, que me 
•duele. Yo no quiero que me hables de esto. Vete, Da- 
niel, vete. Déjame. ¿Por que has dado este paso? 

Daniel. Porque entrevi lo que ahora ze me niega. 

Rafaela. ¿Cuándo lo entreviste? 

Daniel. Un día y otro desde que usté fué ar campo. 
Y anoche mismo, mientras los dos mirábamos ar cielo, 
zegura usté y zeguro yo de que er mundo no ze acaba- 
ba, usté me dijo... con una voz distinta de la de ziem- 
pre, que a mí me zonó a repique de gloria: «No ze aca- 
ba er mundo, Danié: zigue, zigue... y cada amanece 
trae penzamientos nuevos...» Y dándoze de eyo cuenta 
o zin dárzela buscó usté mi mano. ¿Es verdá? 

Rafaela. Lo será cuando tú lo dices: yo no hago me- 
moria... Estaba muy nerviosa anoche... un poco febril... 
No era dueña de mis acciones ni de mis ideas... ¡Bata- 
llaban en mi cabeza los recuerdos de tantas horas!... 
¿Ves? Ya se me han saltado las lágrimas. Vete, Daniel, 
vete. No estoy buena. Quiero descansar. 

Daniel. Ya me voy. Ezas lágrimas me mandan obe- 
-decerla. 

Rafaela. ¿Y mis palabras, no? 

Daniel. Pa mí ezas lágrimas zon las primeras pala- 
bras de zu corazón que oigo aquí esta noche. 

Rafaela. Te engañas otra vez. 

Daniel. Es pozible; pero más bien quiero yevarme 
•este engaño que una verdá más dura. 



- - 102 — 

Rafaela. No lo interpretes nunca como una espe- 
ranza. 

Daniel. Las lágrimas son trasparentes como crista- 
les, y ze ve lo que hay detrás de eyas. 

Rafaela. Acaso no. Déjame. 

Daniel. Yo zuplicaré, rogaré... 

Rafaela. Será inútil. 

Daniel. ¿Inuti? Como yo me convenciera de ezo,, 
no vería traspone er zó los campos de Peña Rea más 
que aquer día. Ya la dejo a usté, Rafaela. Hasta ma- 
ñana. 

Rafaela. Adiós. 

Daniel. Buenas noches. 

Se aleja por la puerta del patio, mirándola. 

Rafaela resiste aún unos rDomentos el llanto que se agolpa a sus 
ojos. Al cabo llora y se recrimina a la vez. 

Rafaela. ¡Hipócrita! ¡Cobarde! ¡Lo quiero... y lo. 
alejo y lo desengaño! ¡Hipócrita! ¿Por qué lo quiero? 
¿Por qué si lo quiero lo maltrato y lo aparto de mí?. 
¡Cobarde! ¡Cobarde! 

De improviso mira a una de las ventanas, como si algo hacia ella 
la atrajese. Alguien se ha detenido en la calle tras de la celosía. Su- 
gestionada, se acerca a ella con temblor. 

Las guitarras y bandurrias de los muchachos tornan a oírse lejos 
y lentamente se aproximan. 

QüINTICA, que viene por la puerta de la biblioteca, acaso a cu- 
riosear desde una ventana el paso de los mozos, advierte la presen- 
cia de Rafaela y se detiene, dando oídos al curioso diálogo que se 
entabla a través de la celosía. 

Daniel. Desde la calle, con voz trémula y apasionada. ¿Ra-= 

faela?... 

Rafaela. Apenas sin voz. Daniel... ¿Qué quieres? 
Daniel. Escucharla de nuevo. 
Rafaela. ¿Vas a volver mañana, verdad? 
Daniel. Mañana... y ziempre que usté me yame. 
Rafaela. Pues ven mañana; yo te llamo. 



— 103 — 

Daniel. ¡Alma mía! 

Rafaela. Y ahora vete, que llega la ronda... y no 
quiero que te vean aquí. 

Daniel. ¡Vida de mi vida! Hasta mañana. 

Rafaela. Hasta mañana. Se va Daniel. Ella se encamina 
hacia la puerta del patio, por donde se retira, las mejillas ardientes, 
abrillantados los ojos por las lágrimas y por el amor. ¡DioS mío!... 

¡Otro amor... otro mundo... otra vida!... 

Quintica, que está de una pieza, la ve marcharse con miedo de 
ser sorprendida, y cuando desaparece Rafaela exclama tristemente: 

Quintica. ¡To zea por Dios!... ¡No estaba pa Quin- 
tica er rey doñeé!... Me voy; me voy... ¡Quiera er Zeñó 
que el enzarmo de los tres zuspiros me yeve a orvi- 
darlo! 

Pone las manos en cruz, y dice entre pucheros y lágrimas: 

Tres zuspiros guarda mi pecho: 
zargan al aire en mi provecho. 

Uno por zu vía; 

otro por la mía; 
otro por la Virgen María. 
Tres zuspiros guarda mi pecho... 

Las bandurrias y guitarras se oyen a este punto tan cerca 
como si los mozos avanzaran calle arriba por la de la casa de don 
Pablo. 

Cae el telón. 



FIN DE LA COMEDIA 



Fuenterrabla, Agosto, 1912 



PREGÓN. 



f^ I I ^ n ]'\uu r M 



t5<at. ioa "De la/_^»^o-)^c5^^.le-5o4 "Se yx- 



rp " ii'i'Jiíg Mc r'MP|rM-HI 



¿e eoi'i-|ira,i) f»<x . i-a- to^ ^^'■'-^-^^í' ^* 



UX. MÍO- IV 



SEGUIDILLAS. 





Lo xiltimo que tocan los muchachos no son estas seguidillas, sino el 
pasacalle de Sábado sin sol, ó algún otro análogo. 



OBRAS DE LOS MISMOS AUTORES 



Publicadas por la Sociedad de Autores Españoles: 

Esg-riiua y amor, juguete cómico. (2.* edición.) 

Beléu, 12, principal, juofuete cómico. (2.* edición.) 

Oilito, juguete cómico lírico. Música del maestro Osuna. (3.' edición.) 

La luetlia naranja, juegúete cómico. (3.* edición.) 

El tío «le la flauta, juguete cómico. (3.* edición.) 

El ojito «lereclio, entremés. (4.* edición.) 

La reja, comedia en un acto. Í5.* edición.) 

La buena .sombra, saínete en tres cuadros, con música del maes- 
tro Brull. (6."* edición ) 

El pereg-rino, zarzuela cómica en un acto. Música del mae'stro 
Gómez Zarzuela. (2." edición.) 

La vida intima, comedia en dos actos. (3.* edición.) 

Los borracho.s, saínete en cuatro cuadros, con música del maes- 
tro Giménez. (3.* edición.) 

El chiquillo, entremés. (7.* edición.) 

Las casas de cartón, juguete cómico. (2.* edición.) 

El traje de luces, saínete en tres cuadros, con música de lo& 
maestros Caballero y Hermoso. (2.* edición.) 

El patio, comedia en dos actos. (4.* edición.) 

El motete, pasillo con música del maestro José Serrano. (3.* edi- 
ción.) 

El estreno, zarzuela cómica en tres cuadros. Música del maestro 
Cbapi. (2.* e'dición.) 

Los Galeotes, comedia en cuatro actos. (4.* edición.) 

La pena, drama en dos cuadros. (2.* edición.) 

La azotea, comedia en un acto. (2.* edición.) 

El g-énero f nfituo, pasillo con música de los maestros Valverde 
(hijo) y Barrera. 

El nido, comedia en dos actos. (3.* edición.) 

Las flores, comedia en tres actos. (3.* edición.) 

Los piropos, entremés. (2.* edición.) 

El flechazo, entremés. (3.* edición.) 

El amor en el teatro, capricho literario en cinco cuadros, pró- 
logo y epílogo. (2.* edición.) 

Abanicos y panderetas o i\ Sevilla en el botijo! humorada 
satírica en tres cuadros, con música del maestro Chapí. 

La dicha ajena, comedia en tres actos y un prólogo. (2.* edición.) 

Pepita Reyes, comedia en dos actos. (2.* edición.) 

Los meritorios, pasillo. 

La zahori, entremés. (2.» edición.) 

La reina mora, saínete en tres cuadros, con música del maestro 
José Serrano. (3.* edición.) 

Zaragratas, saínete en dos cuadros. (2.* edición.) 



lia zagrala. co inedia en cuatro actos. (2.* edición.) 

I^a casa ele Uarcfa, comedia en tres actos. 

I^a contrata, apropósito. 

El amor que pasa, comedia en dos actos. (2.* edición.) 

Ki mal de amores, saínete con música del maestro José Serrano. 

El nuevo servidor, humorada. 

Mañana de sol, paso de comedia. (2.* edición.) 

Fea y con jifracia, pasillo con música del maestro Turina. 

Lia aventura de los g-aleotes, adaptación escénica de un capi- 
tulo del Quijote. 

JLa musa loca, comedia en tres actos. 

lia pitanza, entremés. 

El amor en solfa, capricho literario en cuatro cuadros y un pró- 
logo, con música de los maestros Chapi y Serrano. 

liOS chorros del oro, entremés, (2.* edición.) 

91 orritos, entremés. 

Am'or a oscuras, paso de comedia. 

La mala sombra, saínete con música del maestro José Serrano. 
(2.* edición.) 

El g-enio aleg-re, comedia en tres actos. (2.* edición.) 

El niüo prodijsrio, comedia en dos actos. 

Nanita, na^ia... entremés con música del maestro José Serrano. 

La zancadilla, entremés. 

La bella Lucerito, entremés con música del maestro Saco del 
Valle. 

La patria cbica, zarzuela en un acto. Música del maestro Chapi. 
(2.'' edición.) 

La vida que vuelve, comedia en dos actos. 

A la luz de la luna, paso de comedia. 

La escondida senda, comedia en dos actos. 

El asrna milagTrosa, paso de comedia. 

Las buñoleras, entremés. 

Las de €aín, comedia en tres actos. 

Las mil maravillas, zarzaela cómica en cuatro actos y un pró- 
logo. Música del maestro Chapi. 

Sang-re g-orda, entremés. 

Amores y amoríos, comedia en cuatro actos. (2.* edición.) 

El patinillo, saínete con música del maestro Gerónimo Giménez. 

Dona Clarines, comedia en dos actos. 

Kl centenario, comedia en tres actos. 

La muela del Rey Farfán, zarzaela infantil, cómico-fantástica. 
Miísica del maestro Amadeo Vives. 

Herida de muerte, paso de comedia. 

El último capítulo, paso de comed-a. 

La rima eterna, comedia en dos actos, inspirada en nna rima de 
Bécquer. 

La flor de la vida, poema dramático en tres actos. 

Solico en el mundo, entremés. 

Palomilla, monólogo. 

Rosa y Rosita, entremés. 



El hombre que hace reír, monólogo. 

Auita la Kisueüa, zarzuela cómica en dos actos. Música del maes- 
tro Amadeo Vives. 
Puebla <le las Mujeres, comedia en dos actos. 
Malvaloca, drama en tres actos. 

Sábado sin sol, entremés con música del maestro Francisco Bravo. 
lias hazañas de Juanillo el de Molares, apropósito. 
Mundo, mundillo... comedia en tres actos. 
Fortunato, historia tragi-cómica en tres cuadros. 



Publicadas por la Biblioteca Renacimiento: 

Comedias escocidas: 

I. — Los Galeotes. — El patio. — Las flores. 

II.— La zagala.— Pepita Reyes. — El genio alegre. 

III.— La dicha ajena.— El amor que pasa.— Las de Caín. 

IV.— La musa loca.— El niño prodigio. — Amores y amoríos. 

V y último.- La casa de G-arcia, — Doña Clarines.— El centenario. 

En iotnos sueltos: 
La rima eterna, La flor de la vida. Paehla de las mujeres, Malvaloca, 
Mundo, mundillo... y Fortunato. 

Eti preparación: 
l>e la tierra baja, caentos andaluces. 

Xias aventuras de Tartajilla (Apuntes de un maestro de escue- 
la), novela para niños. 



Pompas y honores, capricho literario en verso por El Diablo Co- 
juelo. Fernando Fe, ]\Iadrid. 

Fiestas do amor y poesía, colección de trabajos escritos es pro- 
feso para tales fiestas. Manuel Marín, Barcelona. 



TRADUCCIONES 

Al italiano: 

I fastidi <lella celebrita (La vida intima), por Giulio de Medici. 

II patio (II cortile sivigliano), por Giuseppe Paolo Pacchierotti. 
I Oaleoti (Los Galeotes), por el mismo. 

I<a pena, por ol mismo. 

I fiori (Las flores), por el mismo. 

I^a casa <li García, por Luigi Motta. 

I^'aniore che passa, por Giuseppe Paolo Pacchierotti. 

JMattina di solé (Mañana de sol), por Luigi Motta y Gilberto Bec- 

cari. 
Aiuore al biiio (Amor a oscuras), por Luigi Motta. 
Aniíua alleg-ra (El genio alegre), por Juan Pabré y Oliver y Luigi 

Motta. 
Al chiaro df lima (A la luz de la luna), por Luigi Motta. 
liC fatiche di Ereole (Las de Cain), por Juan Fabcé y Oliver. 
Siora Cliiareta (Doña Clarines), por Giulio de Prenzi. 

II centenario, por Franco Liberati. 

l.'ultimo capitulo, por Luigi Motta y Gilberto Beccari. 
II íior della vita, por los mismos. 
Malvaloca, por los mismos. 

Al alemán: 

Kin Sommeridyll iii Sevilla (El patio), por el Dr. Max Brau- 

sewetter. 
I>ie Blninen (Las flores), por el m.ismo. 

I>as fremde Olück (La dicha ajena), por J. Gustavo Rolide. 
Die L.iebe g-eht vorüber (El amor que pasa), por el Dr. Max Brau- 

sev?etter. 
Ein sonnig-er Morgfen (Mañana de sol), por Mary V. Haken. 
Lebeiislust (El genio alegre), por el Dr. Max Brausewetter. 

Al francés: 

Matinée de soleil (Mañana de sol), por Y. Borzia 
lia fleur de la vie (La flor de la vida), por Georges Lafond y Albert 
Boucherop. 



Precio: DOS pesetas 



RARE BOOK 
COLLECTION 




THE LIBRARY OF THE 

UNIVERSITY OF 

NORTH CAROLINA 

AT 

CHAPEE HILE 

PQ6217 
.T44 
V.19 
no. 1-12