Skip to main content

Full text of "nada menos que todo un hombre : novela"

See other formats


M I  a  I  E  L 


DE 


I   N  A  M  I   X  O 


NADA  MENOS  QUE 

TODO  UN  HOMBRE 


PQ 

6¿i39 
. N3N34 
1900Z 
c.  1 
ROBARTS 


A   NOVELA   LITERARIA 
BUENOS  AIRES 


Cap.  20  -  Int.  23  cU. 


Presented  to  the 

LIBRARYo/í/ie 

UNIVERSITY  OF  TORONJO 

by 

JOHN  SIME 


-^ 


^ 


Nada  menos  que 

todo  un  hombre 


MIGUEL  DE  ÚNAMUNO 


Nad 


a  menosque 
todo  un  hombre 


NOVELA 


EINTOftlAL 

CU5IDAD 


LA    .NOVELA   LITERARIA 
BUENOS    AIRES 


Del  grande  y  queirido  don  Migiuel,  niaesitro  de  juventiuld,  ea 
es'ta  novelita  tan  llena  de  calor  y  originalidad.  TJna:niuno  es  n\n<\ 
de  las  más  altas  y  g'enerosas  mentalidades  de  la  España  mic 
va,  esa  Esipaña  sin  frailes  «i  toros  que  presentimos  'palpitanl' 
y  latente  por  surgir  sobre  las  iniinas  que  hoy  la  ahogan. 

Digno  del  fuerte  Unamuno  es  el  personaje  protagonista  de 
esita  obra;  hermoso  perfil  ide  plebeyo,  formado  en  la  lucha  por 
la  vida  y  que  constrasta  con  el  del  nobl-^.  prototipo  de  noble: 
simple   y   ñoño. 

Tan  veihemenle  y  co'nibativo  como  en  sus  años  mozos,  est(> 
Unamuno,  recio  como  una  ©ncina  de  su  tierra  vasca,  es  calu- 
rosamente discnti'do;  pero  bien  puede  estar  seguro  que  las 
nuevas  generaciones  de  América  se  le  dan  con  aanor.  Sus 
arrestos  briosos,  sai  perpetuo  renovarse,  las  entusiiasma. 

Y  no  sólo  abflite  Unamiuno,  crea  también.  Si  en  una  mano 
empuña  el  garrote,  lleva  la  olra  abarro'tada  de  ideas  que  lanza 
a  la  vemtiur;!,  prtiidigamente.  Es  un  pensante  creaidor  de  be- 
lleza: "Amor  y  Pedagogía",  "La  Vida  de  Don  QuTjote  y  San- 
cho", "Ensayos",  "Paz  en  la  Guerra",  "Niebla..."  y  tantos 
otros  libros   (Mijinidiosos,  ;isí  lo  atestiguan. 


Nada  menos  que  todo  un  hombre 


La  fama  de  la  hermosura  de  Julia  estaba  esparcida 
por  toda  la  comarca  que  ceñía  a  la  vieja  ciudad  de  Re- 
nada ;  era  Julia  algo  así  como  su  belleza  oficial,  o  como 
uu  monumento  más,  pero  viviente  y  fresco,  entre  los  te- 
soros arquitectónicos  de  la  capital.  "Voy  a  Renada,  — 
decían  algunos,  —  a  ver  la  catedral  y  a  ver  a  Julia  Yá- 
ñez".  Había  en  los  ojos  de  la  hermosa  como  un  agüero 
de  tragedia.  Su  porte  inquietaba  a  cuantos  la  miraban. 
Los  viejos  se  entristecían  al  verla  pasar,  arrastrando  tras 
de  sí  las  miradas  de  todos,  y  los  mozos  se  dormían  aquella 
noche  má.s  tarde.  Y  ella,  consciente  de  su  poder,  sentía 
sobre  sí  la  pesadumbre  de  un  porvenir  fatal.  Una  voz 
muy  recóndita,  escapada  de  lo  más  profundo  de  su  con- 
ciencia, parecía  decirle:  "¡Tu  hermosura  te  perderá!". 
Y  se  distraía  para  no  oiría. 

El  padre  de  la  hermosura  regional,  don  Victorino  Yá- 
ñez,  sujeto  de  muy  brumosos  antecedentes  morales,  te- 
nía puestas  en  la  hija  todas  sus  últimas  y  definitivas  es- 
peranzas de  redención  económica.  Era  agente  de  nego- 
cios, y  éstos;  le  iban  de  mal  en  peor.  :Su  último  y  supremo 
negocio,  la  última  carta  que  le  quedaba  por  jugar  era 
la  hija.  Tenía  también  un  hijo,  pero  era  cosa  perdida,  y 
bacía  tiempo  que  ignoraba  su  paradero. 

— Ya  no  no.s  queda  más  que  Julia,  —  solía  decirle  a  su 
mujer :  —  Todo  depende  de  cómo  se  nos  case  o  de  cómo 

—  6  — 


MIGUEL  DE  U     N     A     M      ü     N     O 

la  casemos.  Si  hace  una  tontería,  y  me  temo  que  la  haga, 
estamos  perdidos. 

— ¿Y  a  qué  llamas  hacer  una  tontería? 

— Ya  saliste  tú  con  otra.  Cuando  digo  que  apenas 
si  tienes  sentido  común,  Anacleta .  .  . 

— ¡Y  qué  le  voy  a  hacer,  Victorino!  Ilústrame  tú,  que 
eres  aquí  el  iiuico  de  algún  talento. 

— 'Pues  lo  que  aquí  hace  falta,  ya  te  lo  he  dicho  cien 
veces,  es  que  vigiles  a  Julia  y  le  impidas  que  ande  eo)i 
esos  noviazgos  estúpidos,  en  ([ue  pierden  el  tiempo,  las 
proporciones  y  hasta  la  salud  las  rcnatenses  todas.  No 
quiero  nada  de  reja;  nada  de  pelar  la  pava;  nada  de  no- 
vios estudiantinos. 

— ¿Y  qué  le  voy  a  hacer? 

— ^¿Qué  le  vaí5  a  hacer?  Hacerla  comproider  que  el 
porvenir  y  el  bienestar  de  todos  nosotros,  de  tí  y  mío, 
y  la  honra,  acaso,  ¿lo  entiendes? 

— 'Sí.  lo  entiendo. 

— ¡No,  no  lo  entiendes!  La  honra,  ¿lo  oyes?,  la  honra 
de  la  familia  depende  de  su  casamiento.  Es  menester 
que  se  haga  valer. 

— ¡¡Pobrecilla ! 

— ¿Pobrccilla?  TjO  (|ne  hace  falta  es  (juc  no  (Mii])itM'e  a 
echarse  novios  absurdos,  y  que  no  lea  esas  novelas  dis- 
paratadas que  lee,  y  (}ue  no  hacen  sino  levantarle  los 
•  cascos  y  llenarle  la  cabeza  de  humo. 

— '¿Pero  qué  quieres  que  haga?.  .  . 

— Pensar  con  juicio,  y  darse  cuenta  de  lo  (|ue  tiene 
con  su  hermosura,  y  saber  aprovecharla. 

— Pues  yo,  a  su  edad.  .  . 

— ¡Vamos,  Anacleta,  no  digas  más  necedades!  No 
abres  la  boca  más  que  para  decir  majaderías.  Tú,  a  su 
edad...  Tú,  a  su  edad...  Mira  que  le  conocí  enton- 
ces ... 

—  6  — 


:v  A  D  A      ME  y  O  S      QUE      TODO       UN      HOMBRE 

— ^.Sí,  por  desgracia  . .  . 

Y  separábanse  loa  padres  de  la  hermosura  para  reco- 
menzar al  .siguiente  día  una  conversación  parecida. 

Y  la  pobre  Julia  sufría,  comprendiendo  toda  la  hórri- 
da hondura  de  los  cálculos  de  su  padre.  "Me  quiere  .ven- 
der, —  se  decía,  —  para  salvar  sus  negocios  compro- 
metidos; para  salvarse  acaso  del  presidio".  Y  así  era. 

Y  poi-  instinto  de  rebelión,  aceptó  Julia  al  primer 
novio. 

— Mira,  por  Dios,  hija  mía.  —  le  dijo  su  madre,  — 
que  ya  sé  lo  que  hay,  y  le  he  visto  rondando  la  casa,  y 
hacerte  señas,  y  sé  que  recibiste  una  carta  suya,  y  que 
le  contestaste . . . 

— ¿.Y  qué  voy  a  hacer  mamá?  ¿Vivir  como  una  escla- 
va, prisionera,  hasta  que  venga  el  sultán  a  quien  papá 
rae  venda  ? 
— Xo  digas  esas  cosas,  hija  mía .  .  . 

— ¿No  he  de  poder  tener  un  novio,  como  le  tienen  las 
demás  ? 

— Sí,  pero  un  novio  formal. 

— ¿Y  cómo  se  va  a  saber  si  es  formal  o  no?  Lo  primero 
es  empezar.  Para  llegar  a  quererse^  hay  que  tratarse 
antes. 

— Quererse . .  . ,  quererse . .  . 

— 'Vamos,  sí.  que  debo  esperar  al  comprador. 

— Ni  contigo  ni  con  tu  padre  se  puede.  Así  sois  los 
Yáñez.  ¡Ay,  el  día  que  me  casé! 

— Es  lo  que  yo  no  quiero  tener  que  decir  un  día. 

Y  la  madre  entonces  la  dejaba .  Y  ella,  Julia,  se  atre- 
vió, afrontándolo  todo,  a  bajar  a  hablar  con  el  primer 
novio  a  una  ventana  del  piso  bajo,  en  una  especie  de 
lonja.  "'Si  mi  padre  nos  sorprende  así,  —  pensaba,  — 
es  capaz  de  cualquier  barbaridad  conmigo.  Pero,  me- 
jor; así  se  sabrá  que  S03-  una  víctima,  que  quiere  espe- 

1-7- 


MIGUEL  DE  U     N     A     M      U     N     O 

cular  con  mi  hermosura".  Bajó  a  la  ventana,  y  en 
aquella  primera  entrevista  le  contó  a  Enrique,  un  in- 
cipiente tenorio  reuateuse,  todas  las  lóbregas  miserias 
morales  de  su  hogar.  Venía  a  salvarla,  a  redimirla.  Y 
Enrique  sintió,  a  pesar  de  su  embobecimiento  por  la 
hermosa,  que  le  abatían  los  bríos.  "A  esta  mocita,  —  se 
dijo  él,  —  le  da  por  lo  trágico ;  lee  novelas  sentimenta- 
les". Y  una  vez  que  logró  que  se  supiera  en  toda  Kena- 
da  cómo  la  consagrada  hermosura  regional  le  había  ad- 
mitido a  su  ventana,  buscó  medio  de  desentenderse  del 
compromiso. 

Bien  pronto  lo  encontró.  Porque  una  mañana  bajó 
Julia  descompuesta,  con  los  espléndidos  ojos  enrojeci- 
dos, y  le  dijo : 

— Ay,  Enrique ;  esto  no  se  puede  j^a  tolerar ;  esto  no 
es  casa  ni  familia ;  esto  es  un  infierno.  Mi  padre  se  ha 
enterado  de  nuestras  relaciones,  y  está  furioso.  ¡Figú- 
rate que  anoche,  porque  me  defendí,  llegó  a  pegarme ! 

— ¡  Qué  bárbaro  ! 

— No  lo  sabes  bien.  Y  dijo  que  te  ibas  a  ver  con  él. . . 

— ¡  A  ver,  que  venga !  Pues  no  faltaba  más. 

Mas,  por  lo  bajo,  se  dijo:  "Hay  que  acabar  con  esto, 
porque  ese  ogro  es  capaz  de  cualquier  atrocidad,  si  ve 
que  ]e  van  a  quiatr  su  tesoro;  y  como  yo  no  puedo  sa- 
carle de  trampas. . .  " 

— Di,  Enrique,  ¿tú  me  quieres? 

— ¡Vaya  una  pregunta  ahora!... 

— 'Contesta,  ¿me  quieres? 

— i  Con  todo  el  alma  y  con  todo  el  cuerpo,  nena  ! 

— ¿Pero  de  veras? 

— i  Y  tan  de  veras ! 

— ¿Estás  dispuesto  a  todo  por  mí? 

— ¡  A  todo,  sí ! 

— Pues  bien,  róbame,  llévame.  Toiemos  que  escapar- 

-    8  — 


NADA      MENOS      QUE      TODO      UN      H  0  MB  BE 

nos;  pero  lejoü,  muv  lejos,  adonde  no  pueda  llegar  mi 
padre. 

— :  Repórtate,  chiquilla  ! 

— ¡No,  no;  róbame;  si  me  quieres,  róbame!  ¡Róbale  a 
mi  padre  su  tesoro,  y  que  no  pueda  venderlo!  ¡No  quie- 
ro ser  vendida ;  quiero  ser  robada  !  ¡  Róbame  ! 

Y  se  pusieron  a  concertar  la  huida. 

Poro  al  siguiente  día,  el  fijado  para  la  fuga,  y  cuando 
Julia  tenía  preparado  su  hatito  de  ropa,  y  hasta  avisa- 
do secretamente  el  coche,  Enrique  no  compareció.  "¡Co- 
barde, más  que  cobarde!  ¡Vil,  más  que  vil!  —  se  decía 
la  pobre  Julia,  echada  sobre  la  cama  y  mordiendo  de 
rabia  la  almohada.  —  ¡Y  decía  quererme!  No,  no  me 
quería  a  mí;  quería  mi  hermosura.  ¡Y  ni  esto!  Lo  que 
quería  es  jactarse  ante  toda  Renada  de  que  yo,  Julia 
Yáñez,  ¡nada  menos  que  yo!,  le  había  aceptado  por  no- 
vio. Y  ahora  irá  diciendo  cómo  le  propuse  la  fuga.  ¡Vil, 
vil,  vil!  ¡Vil  como  mi  padre;  vil  como  hombre!"  Y  cayó 
en  mayor  desesperación. 

— Ya  veo,  hija  mía,  —  le  dijo  su  madre,  —  que  eso 
ha  acabado;  y  doy  gracias  a  Dios  por  ello.  Pero  mira, 
tiene  razón  tu  padre;  si  sigues  así,  no  harás  más  que 
desacreditarte. 

— ¿Si  sigo  cómo? 

— Así,  admitiendo  al  primero  que  te  solicite.  Adqui- 
riste fama  de  coqueta  y... 

— Y  mejor,  madre,  mejor.  Así  acudirán  más.  Sobre 
todo,  mientras  no  pierda  lo  que  Dios  me  ha  dado. 

— ¡  Ay,  ay !  De  la  casta  de  tu  padre,  hija. 

Y,  en  efecto,  poco  despu('^s  admitía  a  otro  pretendien- 
te a  novio.  Al  cual  le  hizo  las  misiiias  confidencias,  y 
le  alarmó  lo  mismo  que  a  Enri([ue.  Sólo  que  Pedro  era 
de  más  recio,  corazón.  Y  por  los  mismos  pasos  coiitados 
llegó  a  proponerle  lo  de  la  fuga. 


M    I    (r    r    i:    ].        1)    E        V    -\    .(    M    r    y    o 

— Mira,  Julia,  —  le  dijo  Pedro.  —  yo  no  iiio  opongo 
a  que  nos  fu£»uenios:  es  más,  estoy  oneaníado  con  ello, 
¡fig:nrate  tú!  l*ero.  y  deiíput'S  que  nos  hayamos  fuga- 
do, ¿adonde  vamos,  qué  liacemos? 

— i  í^so  se  verá  ! 

— ¡Xo;  eso  se  verá,  no!  Hay  que  verlo  ahora.  Yo, 
lioy  por  hoy,  y  durante  algún  tiempo,  no  tengo  de  qué 
mantenerte:  en  mi  casa  sé  que  no  nos  admitirían;  ¡y 
en  cuanto  a  1u  padre!...  De  modo  que,  dime,  ¿qué  ha- 
cemos después  de  la  fuga.' 

— ¿.Qué?  ¿No  vas  a  volverte   atrás? 

— ¿Qué  hacemos? 

— ¿No  vas  a  acobardarte? 

— ¿Qué  hacemos,  di? 

— Pues. .  .  i  suicidarnos  ! 

• — ¡Tú  estás  loca,  Julia! 

— ^Loca,  sí;  loca  de  desesperación,  lora  »!<'  as^o.  loca 
de  horror  a  este  padre  que  me  quiere  vender.  .  .  '^"  sj  tú 
estuvieses  locó,  loco  do  nmov  por  iní,  te  suicidarías  eon- 
migo. 

— Pero  advierte.  Julia.  i|ue  tú  (juiercs  (|ue-  esté  loco 
de  amor  por  ti  para  suicidarme  contigo. -y  tú  no  dices 
que  te  suicidarás  conmigo  por  estar  loca  de  amor  por 
mí,  sino  loca  de  asco  a  tu  padre  y  a  tu  casa.  ¡No  es  lo 
mismo ! 

— ¡Ah!  ¡Qué  bien   discurres!  ¡El  amor   no  discurre! 

Y  rompieron  también  sus  relaciones.  V  Julia  se  de- 
cía: "Tampoco  éste  me  (pieria  a  mí.  tampoco  ést(>.  Se 
enamoran  de  mi  hermosura,  no  de  mí.  ¡Yo  (U)y  cartel!" 
Y  lloraba  amargamente. 

— '¿Ves,  hija  mía,  —  le  dijo  fsu  madre;  —  no  lo  de- 
ei.-i  ■  i  Ya  va  otro  ! 

— U  irán  eien,  mamá;  ciento,  sí,  hasta  que  encuentre 

—  10  — 


A  A  Ij  A      M  E  A'  O  S      Q  U  A       TODO       U  iV      BOMBE  É 

el  mío,  el  que  rae  liberte  de  vosotros.  ¡Querer  vender- 
me ! 

— Eso  díselo  a  tu  padre. 

Y  se  fué  doña  Anaeleta  a  llorar  a  su  cuarto,  a  solas. 
— Mira,  hija  mía,  —  le  dijo,  al  fin,  a  Julia  su  padre, 

—  he  dejado  pasar  eso  de  tus  dos  novios,  y  no  he  toma- 
do las  medidas  que  debiera;  pero  te  advierto  que  no 
voy  a  tolerar  más  tonterías  de  esas.  Conque  ya  lo  sabes. 

— i  Pues  hay  más !  —  exclamó  la  hija  con  amarga  sor- 
na y  mirando  a  los  ojos  de  su  padre  en  son  de  desafío-. 

— ¿Y  qué  hay?  —  preguntó  éste,  amenazador. 

— 'Ha 3' .  .  .   ¡  que  me  ha  salido  otro  novio  ! 

—¿Otro?  ¿Quién? 

— ¿Quién?  ¿A  qué  no  aciertas  quién? 

— Vamos,  no  te  burles,  y  acaba,  que  me  estás  hacien- 
do perder  la  paciencia. 

— Pues  nada  menos  que  don  Alberto  Menéndez  de 
Cabuérniga. 

— ¡Qué  barbaridad!  —  exclamó  la  madre. 

Don  Victorino  palideció,  sin  decir  nada.  Don  Al- 
berto Menéndez  de  Cabuérniga  era  un  riquísimo  hacen- 
dado, disoluto,  caprichoso  en  punto  a  mujeres,  de  quien 
se  decía  que  no  reparaba  en  gastos  para  conseguirlas ; 
casado,  y  separado  de  su  mujer.  Había  casado  ya  a  dos, 
dotándolas  espléndidamente. 

— ¿Y  qué  me  dices  a  eso.  padre ?  ¿Te  callas? 

— ¡  Qué  estás  loca ! 

— No,  no  estoy  loca  ni  veo  visiones.  Pasea  la  calle, 
rondea  la  casa.  ¿Le  digo  que  se  entienda  contigo? 

— Me  voy,  porque  si  no  esto  acaba  mal. 

Y  levantándose,  el  padre  se  fué  de  casa. 
— ¡Pero,  hija  mía,  hija  mía! 

— Te  digo,  madre,  que  esto  ya  no  le  parece  mal;  te 
digo  que  era  capaz  de  venderme  a  don  Alberto. 

~n  - 


MIGUEL  DE  Ü     N     A     M     ü     N     O 

La  voluntad  de  la  pobre  muchacha  se  iba  quebran- 
do. Comprendía  que  hasta  una  venta  sería  una  re- 
dención. Lo  esencial  era  salir  de  casa,  huir  de  su  pa- 
dre, fuese  como  fuese. 


Por  entonces  compró  uua  deliesa  en  las  cercanías  de 
Renadíi  —  una  de  las  más  ricats  y  espaciosas  dehesas, 
—  ui]  indiano,  Alejandro  Gómez.  Xa^ie  sabía  bien  de 
su  origen,  nadie  de  sus  antecedentes;  nadie  le  oyó  ha- 
blar nunca  ni  de  sus  padres,  ni  de  sus  parientes,  ni  de 
su  pueblo,  ni  de  su  niñez.  Sabíase  sólo  que,  «iendo  muy 
niño,  había  sido  llevado  por  sus  padres  a  Cul)a  ])rime- 
ro.  y  a  Aléjieo  después,  y  (|ue  allí,  ip:noi'ábase  cómo  ha- 
bía frajíuado  una  enorme  fortuna,  una  fortuna  fabulo- 
sa, —  hablábase  de  varios  miles  de  duros,  —  antes  de 
ciiniiilir  los  treinta  y  cuatro  años,  en  ((ue  volvió  a  Es- 
paña, resuello  ;i  fiiincarcse  en  ella.  Decíase  (pie  era  viu- 
do y  sin  hijos,  y  corrían  respecto  a  él  la.s  más  fantásti- 
cas leytMiflas.  Los  (jue  le  trataban  teníanle  por  hombi-e 
ambicioso  y  de  vastos  proyectos,  muy  voluntario,  y 
muy  tozudo,  y  muy  i-eeoneentrado.  Alardeaba  de  ple- 
))eyo. 

<'(,ii  (jinero  se  va  h  totlas  partes,  —  solía  decir. 

No  sienipre,   ni   todos,  —   le   replicabfin. 

¡Todos,  no;  pi'i'o  los  (jue  lian  sabido  hacerlo,  sí! 
Tn  señoritiiifío  de  esos  (|ue  lo  ha  heredado,  un  eonde- 
sito  o  duijuesín  de  alfeñiíjue,  no,  no  va  a  ninguna  par- 

—  Id  — 


X  A  I)  A      MENOS      QUE      TODO       UN      HOMBRE 

te,  por  muchos  millones  que  tenga;  ¿pero  yo?  ¿Yo? 
¿Yo,  que  he  sabido  hacerlo  por  mí  mismo,  a  puño? 
;  Yo  ? 

¡Y  había  que  oir  cómo  pronunciaba  "yo"!  En  esta 
nfirmación  personal  se  ponía  el  hombro  todo. 

— Xada  que  de  veras  me  haya  propuesto,  he  dejado 
de  conseguir.  ¡Y  si  quiero,  llegaré  a  ministro!  Lo  que 
Jiay  es  (pit'  yo  no  lo  quiero. 


# 
* 


A  Alejandro  le  hablaron  de  Julia,  la  hermosura  mo- 
numental de  Renada.  "¡Hay  que  ver  eso!"  —  se  dijo. 
V  luego  que  la  vio:  "¡Hay  que  conseguirla!" 

— ;  Sabes  padre,  —  le  dijo  un  día  al  suyo  ,Tulia,  — 
que  ese  fabuloso  Alejandro,  ya  sabes,  no  se  habla  más 
que  de  él  hace  un  tiempo...,  el  que  ha  comprado  Gar- 
ba jedo?.  .  . 

— ¡Sí,  sí,  quién  es!  ¿Y  ([ué? 

— ¿Sabes  que  también  ese  me  ronda? 

— ¿Es  qué  quieres  burlarte  de  mí,  Julia? 

— ^Xo,  no  me  burlo,  vn  en  serio;  me  ronda. 

— ¡Te  digo  que  no  te  burles!.  .  . 

— í¡Ahí  tienes  su  carta! 

Y  sacó  del  «eno  una,  qne  echó  a  la  cara  de  su  padre. 

— ¿Y  qué  piensas  hacer?  —  le  dijo  éste. 

— ¡Pues  qué  he  de  hacer!.  .  .  Decirle  que  se  vea  con- 
tigo y  que  convengáis  el  precio! 

Don  'V'lctorino  atravesó  con  una  mirada  a  su  hija,  y 

13  — 


M     t     G     Ü     É     L  DÉ  tJ     1^     A     M     Ü     N     O 

se  salió  sin  decirle  palabra.  Y  hubo  unos  días  de  ló- 
brefío  silencio  y  de  calladas  cóleras  en  la  casa.  Julia 
había  escrito  a  su  nuevo  pretendiente  una  carta-con- 
testación henchida  de  .sarcasmos  y  de  desdenes,  y  poco 
después  recibía  otra  con  estas  palabras,  trazadas  por 
mano  rada  y  en  letras  grandes,  angulosas  y  claras: 
"TJíited  acabará  siendo  mía.  Alejandro  Gómez  sabe  cjon- 
segiiir  todo  lo  que  se  propone".  Y  al  leerlo,  se  dijo  Ju- 
lia: "¡Este  es  un  hombre!  ¿Será  mi  redentor?  ¿Seré  yo 
su  redentora  ?" 

A  los  pocOvS  días  de  esta  segunda  carta  llamó  don  Vic- 
torino a  su  hija,  se  encerró  con  ella,  y  casi  de  rodillas 
y  con  lágrimas  en  los  ojos,  le  dijo : 

— 'Mira,  hija  mía,  todo  depende  ahora  de  tu  resolu- 
ción: nuestro  porvenir  y  mi  honra.  Si  no  aceptas  a  Ale- 
jandro, dentro  de  poco  no  podré  ya  encubrir  mi  ruiuü 
y  mi.s  trampas,  y  hasta  mié... 

— ^No  lo  digas. 

— No,  no  podré  encubrirlo.  tSe  acaban  los  plazos.  Y 
me  echarán  a  presidio.  Hasta  hoy  he  logrado  parar  el 
golpe...  ¡por  ti!  ¡Invocando  tu  nombre!  Tu  hermosu- 
ra ha  sido  mi  escudo.  '¡Pobre  chica!",  se  decían. 

— ¡Y  si  le  acepto? 

— Pues  bien;  voy  a  decirte  la  verdad  toda.  Ha  sabido 
mi  situación,  se  ha  enterado  de  todo,  y  ahora  estoy  ya 
libre  y  i'cspiro,  gracias  a  él.  Ha  pagado  todas  mis  tram- 
pas; ha  liberado  mis... 

— *Sí,  lo  sé,  no  lo  digas.  ¿Y  ahora? 

— Que  dependo  de  él,  que  dependemos  de  él,  que  vi- 
vo a  sus  expensas,  que  vives  tú  misma  a  sus  expensas. 

— Es  decir,  ;qué  me  has  vendido  ya? 

— \'o,  nos  ha  comprado. 

— ¿Do  modo  que,  quieras  que  no,  soy  ya  suya? 

— ¡  Xo,  no  exige  eso;  no  pide  nada,  no  exige  nada! 

-  14  - 


X  A  DA      MENOS      QUE      TODO      UN      H  0MB  BE 

— ¡Qué  generoso! 

— ;  Julia ! 

— Sí,  sí,  lo  he  comprendido  todo.  Dile  que.  por  mí, 
puede  venir  cuando  quiera. 

Y  tembló  despuéis  de  decirlo.  ¿Quién  liabía  dicho  es- 
to? ¿,Era  ella?  No;  era  más  bien  otra  que  llevaba  den- 
tro y  la  tiranizaba. 

— ¡Gracias,  hija  mía,  gracias!     ''>^ 

El  padre  se  levantó  para  íf  a  besar  a  su  liija  ;  pero 
•'sta,  rechazándole,  exclamó: 

— ¡No,  no  me  manches!    ■ 

— 'Pero  hija. 

— 5 Vete  a  besar  tus  papeles!  O  mejor  las  cenizas  de 
aquellos  que  te  hubiesen  echado  a  presidio. 


*     * 


— ¿No  le  tlije  yo  a  usted,  Julia,  ({ue  Alejandro  Gó- 
mez sabe  conseguir  todo  lo  que  se  propone?  ¿Venirme 
con  aquellas  cosas  a  mil  ¿A  mí? 

Tales  fueron  las  primeras  palabra^s  con  (]ue  el  joven 
indiano  potentado  se  presentó  a  la  hija  de  don  Victori- 
no, en  la  casa  de  éste.  Y  la  muchacha  tembló  ante  aque- 
llas palabras,  sintiéndose,  por  primera  vez  en  su  vida 
ante  un  hombre.  Y  el  hombre  se  le  ofreció  más  rendido 
y  menos  grosero  que  ella  esperaba. 

A  la  tercera  visita,  los  padres  les  dejaron  solos.  Julia 
temblabla.  Alejandro  callaba.  Temblor  y  silencio  se  pro- 
longaron un  rato. 

—  15  — 


MIGUEL  J>     K  ü     N     A     M     U     N     () 

— Parece  que  está  usted  mala,  Julia,  —  dijo  él. 

— ¡  No,  no  ;  estoy  bien  ! 

— Entonces,  ¡.yioY  qué  tienil)la  así? 

— Algo  de  frío  acaso .  .  . 

— No,  sino   miedo. 

— ;, Miedo?  ¿Miedo  de  qué? 

— ¡  Miedo ...    a  mí ! 

— ¿Y  por  qué  he  de  tenerle  miedo? 

— i  Sí,  me  tieue  miedo!  \ 

Y  el  miedo  reventó,  deshaciéndose  en  llanto.  Julia 
lloraba  desde  lo  más  hondo  de  las  entrañas,  lloraba  con 
el  corazón.  Los  sollozos  le  acrarrotaban,  faltábale  el  ret^ 
piro. 

— ¿Es  que  soy  algún  ogro.-  —  susurró  Alejandro. 

— ¡Me  han  vendido!  ¡Me  han  vendido!  ¡lían  trafica- 
do con  mi  hermosura!  ¡Me  han  vendido! 

— ¿Y  quién  dice  eso? 

— ¡Yo,  lo  digo  yo!  ¡Pero  no.  no  seré  d(>  usted....  si 
no  muerta ! 

— 'Seráts  mía,  .lulia,  serás  mía.  ¡Y  me  querrás!  i.y<\^ 
a  no  quererme  a  mí:  ,:  A  mí.'  ¡Pues  no  faltaba  más! 

Y  hubo  en  aíiuel  "a  mí"  w)  acento  tal,  que  se  le  coi- 
to a  Julia  la  fuente  de  las  lágrimas,  y  como  que  se  I-- 
paró  el  corazón.  Miró  entonces  a  aquel  hombre,  mien- 
tras una  voz  le  decía:  "¡Este  es  un  hombre!" 

— ¡Puede  usted  hacer  de  mí  lo  que  quiera!  No  Né... 
No  sé  lo  que  me  digo.  .  . 

— /,Qué  es  eso  de  (¡ue  pnedo  liaccr  de  ti  lo  (pie  (|uiera  ? 

— Sí,  que  puede .. . 

— 'Pero  es  que  lo  que  yo  —  y  este  "yo"  resotiaba 
triunfador  y  pleno,  —  quiero  es  hacerte  mi  mujer. 

A  Jnlia  .se  le  escapó  un  grito,  y  con  los  grandes  ojos 
hormosísimos  irradiando  asombro,  se  quedó  mirando  al 

—  16—  . .  ;j 


,Y  A  D  J       il  E  X  OS       QUE       TODO       UN      H  O  M  B  R  E 

hombre,  que  sonreía  y  se  decía:  "Voy  a  tener  la  mu- 
jer más  hermosa  de  España". 

— .'Pues  qué  creías?... 

— Yo  creí ....  yo  creí .  .  . 

Y  volvió  a  romper  el  pecho  en  lágrimas  ahogantes. 
Sintió  luego  unos  labios  sobre  sus  labiots  y  una  voz  que 
le  decía  : 

— 'Sí,  mi  mujer,  la  mía  .  .  .,  mía  .  . .,  inía...  ¡  ]\Ii  mu- 
jer legítima,  claro  está!  ¡La  ley  sancionará  mi  volun- 
tad! ¡O  mi  voluntad  la  ley! 

— ^i  Sí . . . ,  tuya  ! 

Estaba  vencida.  Y  se  concertó  la   boda. 


¿Qué  tenía  aífuel  liombre  rudo  y  hermético  (|uc.  a  la 
vez  que  le,  daba  miedo,  se  le  imponía  .'  ÍT,  lo  que  era 
inás  terrible,  le  imponía  una  especie  de  extraño  amor. 
Porque  ella,  Julia,  no  quería  querer  a  aquel  aventure- 
vo,  que  se  había  propuesto  rejier  por  inujer  a  una  de 
las  más  liermosas.  y  hacer  que  luciera  sus  millones;  pe- 
ro, .-^in  (¡uorer  quererle,  sentíase  rendida  a  una  sunii- 
sión  (juc  era  una  forma  de  enamoi-amiento.  Era  algo  así 
como  el  amor  que  debe  ence]iderse  en  el  pecho  de  una 
cautiva  para  un  arrogante  conquistador.  ¡  Xo  la  había 
comprado,  no!  ¡Habíala  conquistado! 

"Pero  qué,  — se  decía  Julia,  —  ^  me  quiere  de  vei-as 
;Me  quiere  a  mí?  ¿A  mí?,  como  suele  decir  él.  ¡Y  cómo 
lo  dice!  ¡Cómo  pronuncia  "yo"!  ¿Me  quiere  a  mí,  o  es 

—  17  — 


21     I     (i      U     E     L  BE  ü     N     A     M      U     N     O 

que  lie  busca  siuo  lucir  mi  hermosura?  /Seré  para  él 
algo  más  que  un  mueble  costosísimo  y  rarísimo?  ¿Esta- 
rá de  veras  enamorado  de  mí?  ¿No  se  saciará  pronto 
de  mi  encanto?  De  todos  modos,  va  a  ser  mi  marido,  y 
voy  a  verme  liba-e  de  este  maldito  hogar,  libre  de  mi 
padre.  ¡Porque  no  vivirá  con  nosotros,  no!  Le  pasare- 
saos  una  pensión,  y  que  siga  insultando  a  mi  pobre  ma- 
dre, y  que  se  enredo  cou  las  criadas.  Evitaremos  que 
vuelvfi  a  entramparse.  ¡Y  seré  rica,  inmensamente 
rica!". 

Mas  esto  no  la  s;atisí'acía  de)  todo.  Sabíase  cnviiliada 
por  ]as  renatcnses,  y  que  jiablaban  de  su  suerte  loca, 
y  de  que  su  hermosura  le  había  producido  cuanto  po- 
día producirla.  Pero,  ¿la  c|uería  aquel  liombre?  ¿La 
quer-íi  de  veras?  "Yo  he  de  conquistar  su  amor,  —  de- 
cíase. —  Necesito  que  me  quiera  de  veras ;  no  puedo  ser 
su  mujer  sin  que  me  quiera,  [luos  eso  sería  la  peor  for- 
ma de  venderse.  ¿Pero  es  que  yo  le  quiero?"  Y  ante  é! 
sentíase  sobrecogida,  mieuti'as  una  voz  jnisteriosa,  bro- 
tada de  lo  más  hondo  de  sus  entrañas,  le  decía:  "¡Este 
es  un  hombre!"  Cada  vez  (pie  Alejandro  decía  "yo", 
ella  temblaba.  Y  temblaba  de  amor,  aunque  creyese 
otra  cosa   o  lo  ignorase. 


8e  casaron,  y  fuéronsc  a  vivir  a  la  corte.  Las  rela- 
ciones y  amistades  de  Alejandro  eran,  merced  a  su  for- 
tuna, muchas,  p^ero  algo  extrañas.  Los  más  de  los  que 
frecuentaban  su  casa,  aristócratas  de  blasón  no  ptcos, 


18- 


X  ADA      MENOS      QUE      TODO       UN      HOMBRE 

antojáb'asele  a  Julia  que  debían  de  ser  deudores  de  su 
marido,  que  daba  dinero  a  préstamos  con  sólidas  hipo- 
tecas. Pero  nada  sabía  de  los  negocios  de  él,  ni  éste  le 
hablaba  nunca  de  ellos.  A  ella  no  le  faltaba  nada;  po- 
día ¡satisfacer  hasta  sus  menores  caprichos;  pero  le 
faltaba  lo  que  más  podía  faltarle.  No  era  el  amor  de 
aquel  hombre  a  quien  se  sentía  subyugada  y  como  por 
él  hechizado,  sino  la  certidumbre  de  aquel  amor.  "¿Me 
quiere  o  no  me  quiere?"  —  se  preguntaba.  Me  colma  de 
atenciones,  me  trata  con  el  mayor  respeto,  aunque  algo 
como  a  una  criatura  voluntariosa;  hasta  me  mima;  ¿pe- 
ro me  quiere?"  Y  era  inútil  querer  hablar  de  amor,  de 
cariño  con  aquel  hombre. 

— 'Solamente  los  tontos  hablan  de  esas  cosas,  —  solía 
decir  Alejandro — .  "Encanto...,  rica...,  hermosa..., 
querida..."  ¿Yo?  ¿Yo  esas  cosas?  ¿Con  esas  cosas  a 
mí?  ¿A  mí?  Esas  son  cosas  de  novelas.  Y  ya  sé  que  a 
ti  te  gustaba  leerlas. 

— Y  me  gusta  todavía. 

— Pues  lee  cuantas  quieras.  Mira,  si  te  empeñas,  hago 
construir  en  ese  solar  que  hay  ahí  al  lado,  un  gran  pa- 
bellón para  biblioteca  y  te  la  lleno  de  todas  las  novelas 
que  se  han  escrito  desde  Adán  acá. 

— ¡  Qué  cosas  dices ! .  .  . 

Vestía  Alejandro  de  la  manera  más  humilde  y  más 
borrosa  posible.  No  era  tan  sólo  que  buscase  pasar,  por 
el  traje,  inadvertido:  era  que  afectaba  cierta  ordinariez 
plebeya.  Le  costaba  cambiar  de  vestidos,  encariñándose 
con  los  que  llevaba.  Diríase  que  el  día  mismo  en  que  es- 
trenaba un  traje  se  frotaba  con  él  en  las  paredes  para 
que  pareciese  viejo.  En  cambio,  insistía  en  que  ella,  su 
mujer,  se  vistiese  con  la  mayor  elegancia  posible  y  del 
modo  que  más  hiciese  resaltar  su  natural  hemosara. 
Xo  era  nada  tacaño  en  pagar;  pero  lo  que  mejor  y  más 

—  ly  — 


MIGUEL  DE  U     N     A     M     U     N     O 

a  gusto  pagaba  eran  lavS  cuentas  de  modistos  y  modis- 
tas, eran  los  trapos  para  su  Julia. 

'Complacíase  en  llevarla  a  su  lado  y  que  resaltara  la 
diferencia  de  vestido  y  porte  entre  uno  y  otra.  Recreá- 
base en  que  las  gentes  que  se  quedasen  mirando  a  su 
mujer,  y  si  ella  a  su  vez,  coqueteando,  provocaba  esats 
miraaas,  o  no  lo  advertía  él,  o  más  bien  fingía  no  ad- 
vertirlo. Parecía  ir  diciendo  a  aquellos  que  la  miraban 
con  codicia  de  la  carne:  "¿, Os  gusta,  eh?  Pues  me  ale- 
gro; pero  es  mía,  y  sólo  mía;  conque...  ¡rabiad!"  Y 
ella,  adivinando  este  sentimiento,  se  decía:  "¿Pero  me 
quiere  o  no  me  quiere  este  hombre?"  Porque  siempre 
pensal)a  en  el  como  en  "este  hombre",  como  en  "su 
liombie".  O  mejor,  el  hombre  de  quien  era  ella,  el  amo. 
Y  poco  a  poco,  se  le  iba  formando  alma  de  esclava  de 
harem,  de  esclava  favorita,  de  única  esclava,  pero  de 
esclava  al  fin. 

Intimidad  entre  ellos,  ninguna.  No  se  percataba  de 
qné  era  lo  que  pudiese  interesar  a  su  señor  marido.  Al- 
guna vez  se  atrevió  ella  a  preguntarle  por  su  familia. 

— /Familia?  —  dijo  Alejandro — .  Yo  no  tengo  hoy 
más  familia  que  tú,  ni  me  importa.  ^íi  familia  soy  yo, 
yo  y  lú,  que  eres  mía. 

— /Pero  y  tus  padres? 

— Haz  cuenta  que  no  los  he  tenido.  .Mi  ramilia  empie- 
za en  mí.  ¡Yo  me  he  hecho  solo! 

— Otra  cosa  querría  preguntarte,  Alt'jaiidro,  pero  no 
me  alievo.  .  . 

— ¿Qné  no  te  atreves?  ¿Es  que  te  voy  a  conu'r?  ¿Es 
que  me  he  ofendido  nunca  de  nada  de  lo  (pie  me  hayas 
dicho? 

— Xo,  nunca,  no  tengo  queja... 

— ,  l*ue.s  no  fallaba  más! 

— -Vo.  no  tengo  queja,  pero... 

—  j¿0  — 


X  AD  A      MENOS      QUE      TODO       UN      H  O  MB  BE 

— Bueno,  pregunta  y  acabemos. 

— No,  no  te  lo  pregunto. 

— i  Pregiintamelo ! 

Y  de  tal  modo  lo  dijo,  con  tan  redondo  egoísmo,  que 
ella,  temblando  de  aquel  modo,  que  era,  a  la  vez  que 
miedo,  amor,  amor  rendido  de  esclava  favorita,  le  dijo: 

— Pues  bueno,  dime:  ¿tú  eres  viudo? 

Pasó  como  una  sombra  un  leve  fruncimiento  de  on- 
rreeejo  por  la  frente  de  Alejandro,  que  respondió: 

— Sí,  soy  viudo. 

— ¿Y  tu  primera  mujer? 

--A  ti  te  han  contado  algo.  .  , 

— No,  pero.  . . 

— A  ti  te  han  contago  algo,  di. 

— 'Pues  sí,  he  oído  algo.  .  . 

— ;Y  lo  has  creído? 

— No.  .  .,  no  lo  he  creído. 

— Claro,  no  podías,  no  debías  creerlo. 

— No,  no  lo  he  creído. 

— Es  natural.  Quien  me  quiere  como  me  quieres  tú, 
quien  es  tan  mía  como  tú  lo  eres,  no  puede  creer  esas 
j¡an-niias. 

— ^Claro  que  te  quiero.  .  .  —  y  al  decirlo  esperaba  pro- 
vocar una  confesión  recíproca  de  cariño. 

— Bueno,  ya  te  he  dicho  que  no  me  gustan  frasets 
de  novelas  sentimentales.  Cuanto  menos  se  diga  que 
se  le  quiere  a  uno,  mejor... 

Y,  después  de  una  breve  pausa,  continuó: 

— A  ti  te  han  dicho  que  me  casé  en  Méjico,  siendo 
yo  un  mozo,  con  una  mujer  inmensamente  rica  y  inu- 
cho  mayor  que  yo,  con  una  vieja  millonaria,  y  que  la 
obligué  a  que  me  hiciese  su  heredero  y  la  maté  luego. 
¿No  te  han  dicho  eso? 

— Sí,  eso  me  han  dicho. 

—  «1  — 


M     í     G     U     E     L  Di!  Lí     N     A      M     Ü     N     O 

— ¿Y  lo  creíste? 

— No,  no  lo  creí.  No  pude  creer  que  inatíi.ses  a  tu  mu- 
jer. 

— Veo  que  tieues  aúu  mejor  juicio  que  yo  ci'eía,.  ,' Có- 
mo iba  a  matar  a  mi  mujer,  a  una  cosa  mía  "' 

¿Qué  es  lo  que  hizo  temblar  a  la  pobre  julia  al  oir 
esto?  Ella  no  se  dio  cuenta  del  origen  de  su  temblor, 
pero  fué  la  palabra  cosa  aplicada  por  su  marido  a  su 
primera  mujer. 

— ^^Habría  sido  una  absoluta  necedad,  —  prosipfuió 
Alejandro.  —  ¿Para  qué?  ¿Para  heredarla?  ¡Pero  si  yo 
disfrutaba  de  su  fortuna,  lo  mismo  qi\e  disfruto  hoy  de 
ella!  ¡Matar  a  la  propia  mujer!  ¡No  hay  razón  nino;u- 
na  para  matar  a  la  propia  mujer ! 

— Ha  habido  maridos,  sin  embargo,  que  lian  matado 
a  sus  mujeres  —  se  atrevió  a  decir  Julia. 

— ¿Por  qué? 

— Por  celos,  o  porque  les  faltaron  ellas... 

— ¡Bah,  bah,  bah!  Los  celos  son  cosa  de  estúpidos. 
Sólo  los  estúpidos  pueden  ser  celosos,  porque  sólo  a 
ellos  les  puede  faltar  su  mujer.  ¿Pero  a  mí?  ¿A  mí? 
A  mí  no  me  puede  faltar  mi  mujer.  ¡  No  pudo  faltarme 
aquélla,  no  me  puedes  faltar  tú! 

— No  digas  esas  cosas.  Hablemos  de  otras. 

— ;, Por  qué? 

— 'Me  duele  oírte  hablar  así.  ¡iComo  si  me  hubiese  pa- 
sado por  la  imaginación,  ni  en  sueños,  faltarte!... 

^ — Lo  sé,  lo  sé  sin  que  me  lo  digas;  sé  que  no  me  fal- 
tarás nunca. 

— i  Claro ! 

— Que  no  puedes  faltarme.  ¿A  mí?  ¿Mi  mujer?  ¡Im- 
posible! Y  en  cuanto  a  la  otra,  a  la  primera,  se  murió 
ella  sin  que  yo  la  matara. 

—  aa  — 


A'  .1  ¡)  A     M  ]■:  y  (>  s     o  u  F     T  o  1)  o     r  y     rom  b  r  e 

Filé  una  de  laí=i  veces  eu  que  Alejandro  liabló  niáíj  a 
su  mujer.  Y  ésta  quedóse  pensativa  y  temblorosa.  ¿La 
quería,  sí  o  no,  aquel  hombre? 


* 


¡Pobre  Julia!  Era  terrible  aquel  í>u  nuevo  hogar,  tan 
terrible  como  el  de  su  padre.  Era  libre,  absolutamente 
libre;  podía  hacer  en  él  lo  que  se  le  antojase,  salir  y 
entrar,  recibir  a  las  amigas  y  aun  amigos  que  prefi- 
riera. ¿Pero  la  quería  o  no  su  amo  y  señor?  La  incer- 
tidumbre  del  amor  del  hombre  la  tenía  como  presa  en 
aquel  dorado  y  espléndido  calabozo  de  puerta  abierta. 

Un  rayo  de  sol  nacientp  entró  en  las  tempestuosas  ti- 
nieblas de  su  alma  esclava,  cuando  se  supo  encinta  de 
aquel  su  .señor  marido.  "Ahora  sabré  si  me  quiere  o 
no",  se  dijo. 

Cuando  le  anunció  la  buena  nueva,  exclamó  aquél  : 

— Lo  esperaba.  Ya  tengo  un  heredero  y  a  quien  ha- 
cer un  hombre,  otro  hombre  como  yo.  Le  esperaba. 

— ¿Y  si  no  hubiera  venido?  —  preguntó  ella. 

— ¡Lnposible!  Tenía  que  venir.  ¡Tenía  que  tener  un 
hijo  yo,  yo ! 

— Pues  hay  muchos  que  se  casan  y  no  lo  tienen.  .  . 

— Otros,  sí.  ¡Pero  yo,  no!  Yo  tenía  que  tener  un  hijo. 

— ¿Y  por  qué? 

— ^Porque  tú  no  podías  no  habérmelo  dado. 

Y  vino  el  hijo;  pero  el  padre  continuó  tan  herméti- 
co. Sólo  se  opuso  a  que  la  madre  criara  al  niño. 

■ — No,  yo  no  dudo  de  que  tengas  salud  y  fuerzas  para 

—  23  — 


MIGUEL  DE  U     N      A      il      V      N      O 

ello,  pero  his  madres  (jue  crían  se  estropean  mucho,  y 
yo  no  quiero  que  te  estropees:  yo  quiero  que  te  conser- 
ves joven  el  mayor  tiempo  posible. 

Y  sólo  cedió  cuando  el  jnédico  le  asog^uró  que,  lejos 
(le  estropearse,  ganaría  Julia  con  criar  al  hijo,  adqui- 
riendo lina  mayor  plenitud  su  hermosura. 

El  padre  rehusaba  besar  al  hijo.  "Con  eso  de  los  be- 
'^uqueos  no  se  hace  más  que  molestarlos",  decía.  Al- 
guna ve;:  1T>  tomaba /«n  brazos  y  se  le  quedaba  mirando. 

— ;  No  me  preguntabas  una  vez  por  mi  familia?  — 
dijo  un  día  Alejandro  a  «u  mujer — .  Pues  aquí  la  tie- 
nes. Ahora  tengo  ya  familia,  y  quien  me  herede  y  con- 
tinúe mi  obra. 

Julia  pensó  preguntar  a  su  marido  cuál  era  su  obra, 
pero  no  se  atrevió  a  ello.  "¡Mi  obra!  ¿Cuál  sería  la 
obra  de  aquel  hombre?"  Ya  otra  vez  le  oyó  la  "misma 
ex})resión. 

De  Ihk  jiersonas  (pie  más  frecuent{n)a)i  la  casa  era]i 
los  condes  de  Bordaviella.  sobi'c  todo  él,  el  conde,  ((ue 
tenía  negocios  con  Alejandro,  (piien  le  había  dado  a 
préstamo  usurario  cuantiosos  caudalcfs.  El  conde  solía 
ir  a  hacerle  la  partida  de  ajedrez  a  Julia,  aficionada 
a  ese  juego,  y  a  deshogar  en  el  seno  de  la  confianza  de 
su  amiga,  la  mujer  de  su  prestamista,  sus  infortunios 
donu'sticos.  Porque  el  hogar  condal  de  los  Bordaviella 
era  un  pe(iueño  inficriui,  aun(]ue  de  pocas  llaiiuis.  El 
conde  y  la  coiulesa  ni  se  entendían  ni  m»  quei-ían.  Cada 
uno  de  ellos  campaba  por  su  cuenla,  y  ella,  Ja  condesa. 
daba  cebo  a  la  maledicencia  escandalosa.  Corría  sien)- 
pre  una  adivinanza  a  ella  atañeder;!  :  ";Cnál  es  el  ci- 
rineo de  tanda  del  conde  de  Borda\iclla  .'" ;  y  el  pobre 
conde  iba  a  casa  ile  la  hermosa  Julia  a  liaccric  ¡laríi- 
da  de  ajedrez  y  a  coiisolarse  de  su  i';'si.i  ;ni;i  buscan. In 
la  ajena.  

—  24  — 


X  ADA      MENOS      QUE      TODO      UN      HOMBRE 

— ^íQué,  habrá  estado  también  hoy  el  conde  ese?  — 
preguntaba  Alejandro  a  su  mujer. 

— El  conde  ese...,  el  conde  se...,  ¿qué  conde? 

— ¡Ese!  No  hay  más  que  un  conde,  y  un  marqués,  y 
un  duque..  O  para  mí  todos  son  iguales  y  como  si  fue- 
sen uno  mismo. 

— ¡Pues  sí  ha  estado! 

— ^Me  alegro,  si  eso  te  divierte.  Es  para  lo  que  sirvo 
i'l  pobre  mentecato. 

— -Pues  a  mí  me  parece  un  hombre  inteligente,  y  cul- 
10,  y  muy  bien  educado,  y  muy  simpático.  .  . 

— Si,  de  los  que  leen  novela?^.  Pero,  en  i'in,  si  esto  te 
distrae. .  . 

— Y  muy  desgraciado. .  . 

— ¡  Bah ;  él  tiene  la  culpa  ! 

— ¿Y  por  qué? 

— Por  ser  tan  majadero.  Es  natural  lo  que  le  pasa. 
A  un  mequetrefe  como  el  conde  ese,  es  muy  natural 
que  !e  engañe  su  mujer.  ¡Si  eso  no  es  un  hombre!  Xo 
sé  cómo  hubo  quién  se  casó  con  semejante  cosa.  Por  su- 
puesto, que  no  se  casó  con  él,  sino  con  el  título.  ¡A  mí 
me  había  de  hacer  una  mujer  lo  que  a  ese  desdichado 
le^  hace  la  suya. . .  ! 

Julia  se  quedó  mirando  a  su  marido,  y  de  pronto,  sin 
darse  apenas  cuenta  de  lo  que  decía,  exclamó: 

— ;  Y  si  te  hiciese?  Si  te  saliese  tu  mujer  como  a  él  le 
ha  salido  la  suya. 

— Tonterías  —  .y  Alejandro  se  echó  a  reir — .  Te  em- 
peñas en  sazonar  nuestra  vida  con  sal  de  libros.  Y  si  es 
que  quieres  probarme  dándome  celos,  te  equivocas.  ¡  Yo 
no  soy  de  esos!  ;A  mí  con  esas?  ¿A  mí?  Diviértete  eu 
embromar  al  majadero  de  Bordaviella. 

"¿Pero  será  cierto  que  este  hombre  no  siente  celos? 
— se  decía  Julia — .  ¿  Será  cierto  que  le  tiene  sin  euida- 

—  25  — 


•U      I      G      C      E      L  ü      E  C      X      A      M      ü     N      O 

do  que  el  conde  venga  y  me  ronde  y  me  corteje  como 
me  está  rondando  y  cortejando?  ¿Es  seguridad  en  mi 
fidelidad  y  cariño?  ¿Es  seguridad  en  su  poder  sobre 
mí?  ¿Es  indiferencia?  ¿Me  quiere  o  no  me  quiere?"  Y 
empezaba  a  exasperarse.  Su  amo  y  señor  marido  le  es- 
taba torturando  el  corazón. 

La  pobre  mujer  se  obstinaba  en  provocar  eelds  eu  su 
marido,  como  piedra  de  toque  de  su  querer,  mas  no  lo 
conseguía. 

— ¿Quieres  venir  conmigo   a   casa   del  conde? 

— ¿A  qué? 

—¡Al  te! 

— ¿Al  te?  No  me  duelen  las  tripas.  Porque  en  mis 
tiempos  y  e'ntre  los  míos  no  se  tomaba  esa  agua  sucia 
más  que  cuando  le  dolían  a  uno  las  tripas.  ¡  Buen  pro- 
vecho te  haga!  Y  consuélale  un  poco  al  pobre  conde. 
Allí  estará  también  la  condesa  con  su  iíltimo  amigo,  el 
de  turno.  ¡Vaya  una  .sociedad!  ¡Pero,  en  fin,  eso  viste! 


# 


En  tanto,  el  conde  proseguía  el  cerco  de  Julia.  Fin- 
gía estar  acongojado  por  sus  desventuras  domésticas 
para  así  excitar  la  compasión  de  su  amiga,  y  por  la 
coninasiión  llevarla  al  amor,  y  al  amor  culpable. 

— .Si,  Julia,  es  verdad;  mi  casa  es  un  infierno,  un 
verdadero  infierno,  y  hace  usted  bien  en  compadecer- 
me como  me  compadece.  ¡  Ah  si  nos  hubiésemos  conoci- 
do antes!  ¡Antes  de  yo  haberme  uncido  a  mi  tlesdicha! 
Y  nsted ... 

—  26  — 


NADA       MENOS      Q  U  E       TODO       UN       H  O  M  B  J:  K 

— Yo  a  la  mía,  ¿no  es  eso? 

— i  No,  no;  no  quería  decir  eso...,  no! 

— ¿Pues  qué  es  lo  que  usted  quería  decir,  conde? 

— 'Antes  de  haberse  usted  entregado  a  ese  otro  hom- 
bre, a  su  marido . .  . 

—¿Y  usted  sabe  que  me  li abría  entonces  entregan'') 
a  usted? 

—¡Olí,  sin  duda,  sin  duda!.  .  . 

— ¡Qué  petulantes  son  ustecb'N  los  |i()ml)refs! 

— ¿  J'.eíulantes? 

— Sí,  i)etu]antes.  Ya  se  supone  usted   in-esistible. 

— i  Yo ...   no  ! 

— ¿Pues  quién? 

— ¿]\íe  ])ermite  (jue  se  \n  diga.  Julia? 

— ^;  Diga  lo  que  quiera! 

— ¡Pues  l)ien,  se  lo  diré!  Lo  irresislibl(>  Iiabría  s¡(|<». 
no  yo.  sino  mi  amor.  ¡i.Sí,  mi  amor! 

— ¿Pero  es  una  declaración  en  regla,  «efior  conde.' 
^'  no  olvidií  que  soy  una  mujer  casada,  honrada,  ena- 
morada de  su  marido... 

—Eso .  .  . 

- — ¿Y  se  permite  usted  dudarlo.'  J^]namoi-ada,  sí,  (;omo 
njí'  lo  oye.  enamorada,  sinceramente  enamorada  de  mi 
marido. 

■ — Pues  lo  que  es  él... 

— ¿Es.'  ¿Qué  es  eso?  ¿Quién  le  ha  dicho  a  usted  (jue 
él  no  me  quiere? 

— ¡Usted  misma! 

— ¿Y?  ¿Cuándo  le  he  dicho  yo  a  usled  que  Alejandro 
no  me  quiere?  ¿'Cuándo? 

— Me  lo  ha  dicho  con  los  ojos,  eon  el  gesto,  con  el 
porte.  .  . 

— ¡Ahora  me  va  a  .salir  con  que  he  sido  yo  quien  le 
he  estado  provocando  a  que  me  hagar  el  amor.  .  .  !  ¡  Mi- 

-  ^7 -r 


MIGUEL  DE  ü     N     A     M     U     N     O 

!'(>  usted,  señor  eoride,  esta  va  a  ser  ]a  nllima  vez  que 
veiii;;)   a   mi  casa ! 

--¡Por  Dios,  Julia  ! 

— ¡La  última  vez,  he  dieho ! 

— ^Por  Dios,  déjeme  venir  a  verla,  en  silencio,  a  cou- 
temparla,  a  enjugarme,  viéndola,  las  lágrimas  que  lloro 
hacia  adentro.  .  . 

— ¡  Qué  bonito  ! 

— Y  lo  que  le  dije  que  tanto  pareció  oPendei-h'.  .  . 

— v"  Pareció  ?  ¡  Me  ofendió  ! 

— Lo  que  le  dije,  y  que  tanto  la  ofendió,  fué  tan  sólo 
([ue  si  nos  hubiésemos  conocido  antes  de  haberme  yo 
entregado  a  mi  mujer  y  usted  a  su  marido,  yo  la  habría 
querido  con  la  misma  locura  que  hoy  la  quiero... 

' — ¡  Señor  conde  !.  .  . 

— I  Déjeme  desnudarme  el  corazón!  Yo  la  habría  (|ue- 
rido  con  la  misma  locura  que  hoy  la  quiero,  .y  habría 
conquistado  su  amor  con  el  mío.  No  con  mi  valoi",  no; 
no  con  mi  mérito,  sino  sólo  a  fuerza  de  cariño.  Que  no 
soy  yo,  Julia,  de  esos  hombres  que  creen  domeñar  y 
coiu| Mistar  a  la  mnjer  con  su  propio  mérito,  por  ser 
(|uienes  son;  no  soy  de  esos  que  exigen  se  les  quiera, 
sin  dar,  en  cambio,  su  cariño.  En  mí,  pobre  noble  veni- 
do a  inenos,  no  cabe  tal  orgullo. 

Julia  absorbía  lentamente  y  gota  a  gota   el  vetieno. 

— Porque  hay  homHres  —  prosiguió  el  conde  —  inca- 
paces de  querer,  pero  que  exigen  que  se  les  quieran, 
y  creen  tener  derecho  al  amor  y  a  la  fidelidad  incon- 
(liíMonales  de  la  pobre  mujer  (|ue  se  les  rinda.  Hay 
quienes  toman  uiui  mujer  hermosa  y  famosa  por  su  her- 
mosura para  envanecerse  de  ello,  de  llevarla  al  lado 
(!Oino  podrían  lle\ai-  una  leona  domesticada,  y  decir: 
"Mi  leona;  ;  veis  cómo  está  i'cndida?"'  ¡Y  por  eso 
(pierría  a  su  leona? 

-    28  — 


2^  AB  A      MENOS      QUE       TOBO       UN      HOMBRE 

— Señor  conde...,  señor  conde,  que  está  u^ted  en- 
trando en  un  terreno.  .  . 

Entonces  el  de  Bordaviella  se  le  acercó  aun  más,  y 
casi  al  oído,  haciéndola  sentir  en  la  oreja,  hermosísima 
rosada  concha  de  carne  entre  zarcillos  de  pelo  castaño, 
refulgante,  el  cosquilleo  de  su  aliento  entrecortado,  le"' 
susurró : 

— Donde  estoy  entrando  es  en  tu  conciencia,  Jnli;!. 

El  tú  arreboló  la  oreja  culpable.  El  pecho  de  .]iil¡;i 
ondeaba,  como  el  mar  al  acercarse  la  galerna. 

— ^S'i,  Julia,  estoy  entrando  en  tu  conciencia. 

— ¡Déjeme,  por  Dios,  señor  conde,  déjeme!  ¡Si  entra- 
si»  él  ahora  !. .  . 

— No,  él  no  entrará.  A  él  no  le  importa  nada  de  ti. 
El  nos  deja  así,  solos,  porque  no  te  quiere...  ¡No,  no 
te  quiere !  ¡  No  te  quiere,  Julia,  no  te  quiere ! 

— Es  que  tiene  ab'soluta   confianza   en  mí... 

— ;  En  ti,  no!  En  sí  mismo.  ¡Tiene  absoluta  confian- 
za, ciego,  en  sí  mismo !  Cree  que  a  él,  por  ser  él,  Ale- 
jandro Gómez,  el  que  ha  fraguado  una  fortuna...,  no 
quiero  saber  cómo . .  . ,  cree  que  a  él  no  es  posible  que 
le  falte  mujer  alguna.  A  mí  me  desprecia,  lo  sé.  .  . 

— Sí,  le  desprecia  a  usted .  .  . 

— ¡Lo  sabía!  Pero  tanto  como  a  mí  te  desprecia  a 
ti.  .  . 

— i  Por  Dios,  señor  conde,  por  Dios,  cállese,  que  me 
está  matando  ! .  .  . 

— Quien  te  matará  es  él,  él,  tu  marido.  ¡Y  no  serás 
la  primera ! 

— ¡Eso  es  una  infamia,  señor  conde;  eso  es  una  in- 
famia! ¡'Mi  marido  no  mató  a  su  mujer!  ¡Y  vayase,  va- 
yase ;  vayase  y  no  vuelva  ! .  .  . 

— Me  voy,  pero...   volveré.  Me  llamarás  tú. 

Y  se  fué,  dejándola  malherida  en  el  alma.  "¿Tendrá 

—  29  — 


M     1      <r      V      /•;      /.  D      li  U     N      A      M      U      X      O 

vi\yj)u  esto  liombrt' .'  —  se  decía — .  ¿iSerá  así?  Porque  él 
ino  ha  revelado  lo  que  yo  iio  quería  decirme  a  mí  mis- 
ma. ,í8erá  verdad  que  me  desprecia?  ¿.Será  verdad  que 
no  me  quiere?" 


Empezó  a  «er  pasto  de  los  cotarros  de  maledicencia 
de  la  corte  lo  de  las  relaciones  entre  Julia  y  el  conde 
de  Bcrdaviella.  Y  Alejandro,  o  no  se  enteraba  de  ello, 
o  hacia  como  si  no  se  enterase.  A  algún  amigo  que  em- 
pezó a  hecerle  veladas  insinuaciones  le  atajó  diciéndo- 
le:  "Ya  tsé  lo  (]ue  ine  va  usted  a  decir,  pero  déjelo.  Esas 
no  tson  más  qu(>  hal)ladui'ías  de  las  gentes.  ¿A  mil  ¿A 
mí  con  esas !  ¡  Ila^-  que  dejar  que  las  mujeres  románti- 
cas se  hagan  las  intersantes!"  ¿Sería  un.  . .  ?  ¿jSería  un 
cobarde  ? 

Pero  una  vez  (|ue  en  el  Casino  se  permitió  uno,  de- 
lante de  él,  una  broma  de  ambiguo  sentido  respecto  a 
cuernos,  cogió  una  botella  y  se  la  arrojó  a  la  cabeza, 
descalabrándole.   El    eiscándalo   fué   foi'midable. 

— ;,A  mí?  ¡.A  mí  con  bromitas  de  esas?  —  decía  con 
voz  y  su  tono  máts  contenidos — .  Como  si  no  le  enten- 
diese... Como  si  no  supiera  las  necedades  que  corren 
por  ahí,  entre  los  majaderos,  a  propósito  do  los  capri- 
chos líovelescos  do  mi  pobre  mujer.  .  .  Y  (>stoy  dispues- 
to a   corlar  do  raíz  esas  liablilhis.  .  . 

— Pero  TK»  ;isí,  don  Alejandro  —  «<•  jitrcvií')  a  decirle 
uno. 

— ¿ Puoís  cómo.'  ¡Dígame  cómo! 

~  .SO    - 


:V  ADA       ME  X  ü  S       Q  V  E       TODO       ü  N       H  O  M  B  F  E 

— ¡Cortando  la  raíz  y  motivo  de  las  tales  hablillas! 

— ¡Ah,  ya!  ¿Qué  prohiba  la  entrada  del  conde  en  mi 
casa? 

— 'Sería  lo  mejor.  .  . 

— Eso  sería  dar  la  razón  a  los  maldicientes.  Y  yo  no 
soy  un  tirano.  Si  a  mi  pobre  mujer  le  divierte  el  conde 
ese,  que  es  un  perfecto  y  absoluto  mentecato,  se  lo 
juro  a  usted,  es  un  mentecato  inofensivo,  que  se  las 
echa  (le  tenorio.  .  .  ;  si  a  mi  pobre  mujer  le  divierte  ese 
fantoche,  ¿voy  a  quitarle  la  diversión  porque  los  de- 
más mentecatos  den  en  decir  esto  o  lo  otro?  ¡Pues  no 
faltaba  más!.  .  .  Pero,  ¿pegármela  a  mí?  ¿A  mí?  ¡Uste- 
des nu  me  conocen ! 

— Pero,   don  Alejandro;   las  apariencias... 

— ¡  Yo  no  vivo  de  apariencias,  sino  de  realidades ! 

Al  día  siguiente  se  presentaron  en  casa  de  Alejandro 
dos  caballeros,  muy  graves,  a  pedirle  una  satisfacción 
en  nombre  del  ofendido. 

— Díganle  ustedes  —  les  contestó  —  qne  me  pase  la 
cuenta  del  médico  o  cirujano  que  le  asista,  y  que  la  pa- 
garé, así  como  los  daños  y  perjuicios  a  que  haya  lugar.. 

— Pero,  don  Alejandro... 

— ¿Pues  qué  es  lo  que  ustedes  quieren? 

— '¡Nosotros,  no!  El  ofendido  exige  una  reparación... 
una  satisfacción...,  una  explicación  honrosa... 

— Xo  les  entiendo  a  ustedes...,  ¡o  no  quiero  enten- 
derles ! 

— '¡Y  si  no,  un  duelo! 

— ¡Muy  bien!  Cuando  quiera.  Díganle  que  cuando 
quiera.  Pero  para  eso  no  es  menester  que  u.stedes  se  mo- 
lesten. No  hacen  falta  padrinos.  Díganle  que  en  cuanto 
se  cure  de  la  cabeza...,  quiero  decir,  del  botellazo.  .  ., 
que  me  avise,  ([ue  iremos  donde  él  quiera,  nos  encerra- 
mos y  la  emprendemos  uno  con  otro  a  trompada  y  a 

—  31  — 


MIGUEL  DE  ü     N     A     M      U     N     O 

patada  limpian.  No  admito  otras  armas.  Y  ya  verá  quión 
t\s  Alojaudro  Gómez. 

— i  Tero,  don  Alejandro,  usted  se  está  burlando  de 
nosotros!  —  exclamó  uno  de  los  padrinos. 

— ¡Xada  de  eso!  Ustedes  son  de  un  mundo  y  yo  de 
otro.  Tstedes  vienen  de  padres  ilustres,  de  familias  li- 
tia judas.  .  .  Yo,  se  puede  decir  que  no  he  tenido  padres 
ni  tengo  otra  familia  que  la  que  yo  me  he  hecho.  Yo 
veiifjo  de  la  nada,  y  no  quiero  entender  esas  andrómi- 
nas del  ('óiliíi'o  de  honor.  ¡Conque  va  lo  saben  uste- 
des! 

■Levantáronse  los  padrinos,  y  uno  de  ellos,  poniéndose 
njuy  solemne,  con  cierta  energía,  mas  no  sin  respeto  — 
que  al  cabo  se  trataba  de  un  poderoso  millonario  y 
hombre  de  misteriosa  procedencia' —  exclamó: 

— Entonces,  señor  don  Alejandro  Gómez,  permítame 
(pie  se  lo  diga .  .  . 

— 4)¡o'a  usted  todo  lo  (jue  (piiera,  pei-o  midiemlo  sus 
palabras,  que  ahí  tengo  a  la  mano  otra  botella. 

—¡Entonces  —  y  levantó  la  voz — ,  señor  don  Ale- 
jaiulro  Gómez,  usted  no  es  un  caballero! 

— ¡Y  claro  que  no  lo  soy,  hombre,  claro  que  no  lo 
soy!  ¿Caballero  yo?  ¿'Cuándo?  ¿De  dónde?  Yo  me  crié 
burrero  y  no  caballero,  hombre.  Y  ni  en  burro  siquiera 
solía  ir  a  llevar  la  merienda  al  que  decían  que  era  mi 
padre,  sino  a  pie  y  andando.  ¡Claro  que  no  soy  un  ca- 
ballero! ¿Caballerías?  ^jCaballerías  a  mí?  ¿A  mí?  Va- 
mos. . .,  vamos. . . 

— Vamonos,  sí  —  dijo  un  padrino  al  otro — ,  que  aquí 
no  hacemos  ya.  nada.  Usted,  señor  don  Alejandro,  su- 
frirá las  consecuencias  de  esta  su  ¡n('alirical)k'  con- 
ducta. 

— Entendido,  y  a  ellas  me  atengo.  Y  en  cuanto  a 
ese...,  a  ese  caballero  de  lengua  desenfrenada  a  quien 

—  32  — 


\  A  1)  A      M  E  N  O  S      Q  I   E       T  O  1)  O       V  N      H  O  M  B  K  É 

'lescalabré  la  cabeza,  díganle,  se  lo  repito,  que  me  pas(^ 

la  cuenta  del  médico,  y  que  tenga  en  adelante  cuenta 
j  con  lo  que  dice.  Y  ustedes,  si  alguna  vez  —  que  todo 
I  pudiera  ser  —  necesitaran  algo  de  este  descalificado, 
I  de  este  millonario  salvaje,  sin  sentido  del  honor  caba- 
!    lleresco,  pueden  acudir  a  mí,  que  les  serviré,  como  he 

servido  y  sirvo  a  otros  caballeros. 
— ¡Esto  no  se  puede   toleriir,   vamonos!   —  exclamó 

uno  de  los  padrinos. 
Y  se  fueron. 


Aquella  noche  contaba  Alejandro  a  su  mujer  la  es- 
cena de  la  entrevista  con  los  padrinos,  después  de  ha- 
berle contado  lo  del  botellazo,  y  se  regodeaba  en  el  re- 
lato de  su  hazaña.  Ella  le  oía  despavorida. 

— ¿Caballero  yo?  ¿Yo  caballero?  —  exclamaba  él.  — 
¿Yo?  ¿Alejandro  Gómez?  ¡Nunca!  ¡Yo  no  soy  más  que 
un  hombre,  pero  todo  un  hombre,  nada  menos  que  to- 
do un  hombre  1 

— ¿Y  yo?  —  dijo  ella,  por  decir  algo. 

— ¿Tú?  ¡Toda  una  mujer!  Y  una  mujer  que  lee  no- 
velas. ¡Y  él,  el  condesito  ese  del  ajedrez,  un  nadie,  nada 
más  ciue  un  nadie!  ¿Por  qué  te  he  de  privar  el  que  te 
diviertas  con  él  como  te  divertirías  con  un  perro  fal- 
dero ?  Porque  compres  un  perrito  de  esos  de  lanas,  o  un 
gatito  de  Angora,  o  un  tití,  y  le  acaricies  y  hasta  le  be- 
suquees, ¿voj-a  coger  el  perrito,  o  el  michino,  o  el  tití, 
y  voy  a  echarlos  por  el  balcón  a  la  calle?  ¡Pues  estaría 

—  33  — 


M     I     (^     Ü     É     L  DÉ  U     N     A     M     ü     Ñ     Ó 

])ueno!  Mayormente,  que  podían  caerle  encima  a  uno 
(jue  pasase.  Pues  lo  mismo  es  el  condesito  ese,  atro  goz- 
(|ueeillo,  o  mieliino,  o  tití.  ¡Diviértete  con  él  cuanto  te 
jjlazca  ! 

— Pero,  Alejandro,  tienen  razón  en  lo  que  te  dicen... 
Tienes  que  neg:ar]e  la  entrada  a  ese  hombre... 

— ¿Hombre? 

— ^Bueno.  Tienes  que  negarle  la  entrada  al  conde  de 
Bordaviella. 

— ¡Niégasela  tú!  Cuando  no  se  la  niegas,  es  que  mal- 
dito lo  que  ha  conseguido  ganar  tu  corazón.  Porque  si 
hubieras  llegado  a  empezar  a  interesarte  por  él,  ya  le 
habrías  despachado  para   defenderte  del  peligro. 

— ¿Y  si  estuviera  interesada?... 

— i  Bueno,  bueno .  .  .  !  ¡Ya  salió  aquello  !  j  Ya  salió  lo 
de  querer  darme  celos!  ¿A  mí?  ¿Pero  cuándo  te  con- 
vencerás, mujer,  de  que  no  soy  como  los  demás? 


r.'ada  vez  comprendía  menos  Julia  a  su  marido,  pero 
oadt  \ez  se  encontraba  más  subyugada  a  él  y  más  an- 
siosa de  asegurarse  de  si  le  quería  o  no.  Alejandro,  por 
su  ]iarte,  aunque  seguro  de  la  fidelidad  de  su  mujer, 
o  ni'^jor  de  que  a  él,  Alejandro  —  ¡nada  menos  que  to- 
do un  hombre,  —  no  podía  faltarle  su  mujer  —  ¡la  su- 
ya! ---  diciéndose:  "A  esta  pobre  mujer  le  está  trastoi'- 
jjando  la  vida  de  la  corte  y  la  lectura  de  novelas",  de 
cidió  llevarla  al  cami)o.  Y  se  fueron  a  una  de  sus 
deliesas. 

—  34  — 


X  A  D  A       M  K  X  O  ¡i       QUE       TODO       UN      HOMBRE 

— YvA  témpora  dita  de  campo  te  vendrá  muy  bien  — 
]e  dijo — .  Eso  terapia  los  nervios.  Por  supuesto,  si  es 
que  piensas  aburrirte  sin  tu  michino,  puedes  invitarle 
al  condexuelo  ese  a  que  nos  acompañe.  Porque  sabes 
que  yo  no  tengfo  celos,  y  estoy  seguro  de  ti,  de  mi 
inujer. 

Allí,  en  el  campo,  las  cavilaciones  de  la  pobre  Julia 
se  exacerbaron.  Aburríase  grandemente.  Su  marido  no 
la  dejaba  leer. 

— Te  he  traído  para  Císo,  para  apartai'tc  de  los  libros 
y  cortar  de  raíz  tu  neurastenia,  antes  de  que  se  vuelva 
cosa  peor. . . 

— /;Mi  neurastenia? 

— ¡Pues  claro!  Todo  lo  tuyo  no  es  más  qut;  eso.  La 
culpa  de  todo  ello  la  tienen  los  libros. 

— ¡Pues  no  volveré  a  leer  más! 

— Xo,  \o  no  exijo  tanto...  Yo  no  te  exijo  nada. 
¿Soy  acaso  algún  tirano  yo.  ¿Te  he  exigido  nunca 
nada? 

— No.   ¡Ni  siquiera  exiges  (|ue  te  ((uiera  ! 

— :  Naturalmente,  como  que  eso  no  se  puede  exigir! 
Y.  además,  como  sé  que  me  quieres  y  no  puedes  querer 
a  otro...  Después  de  haberme  conocido  y  de  saber, 
gracias  a  mí,  lo  que  es  un  hombre,  no  puedes  ya  que- 
rer a  otro,  aunque  te  lo  propusieras.  Te  lo  aseguro  yo... 
Pero  no  hablemos  de  cosas  de  libros.  Ya  te  he  dicho 
que  no  me  gustan  novelerías.  Esas  son  bobadas  para 
hablar  con  condesitos  al  tomar  el  te. 

Vino  a  aumentar  la  congoja  de  la  pobre  Julia  el  que 
llegó  a  descubrir  que  su  marido  andaba  en  torpes  en- 
redos con  una  criada  zafia  y  nada  bonita.  Y  una  no- 
che, después  de  cenar,  'encontrándose  los  'dos  solos,  la 
mujer  dijo  de  pronto : 


M     I     G      U     EL  DE  U     N     A      M      U     N      O 

— No  creas,  Alejandro,  que  no  me.  lie  percatado  del 
lío  que  traes  con  la  iSimona.  .  . 

— 'Ni  yo  lo  he  ocultado.  Pero  eso  no  tiene  importan- 
cia. Siempre  gallina,  amarga  la  cocina. 

— ¿Qué  quieres  decir? 

— Que   eres   demasiado   hermosa   ])ara   diario. 

La  mujer  teml)ló.  Era  la  primera  vez  que*  su  mari- 
do la  llamaba  así,  a  boca  llena:  hermosa.  Pero,  ¿la  que- 
ría de  veras? 

— ¡Pero  con  ese  pingo!...  —  dijo  Julia,  por  decir 
algo. 

— ^Por  lo  mismo.  Hasta  su  mismo  desaseo  me  hace 
gracia.  No  olvides  que  yo  casi  me  crié  en  un  estercole- 
ro, y  tengo  algo  de  lo  que  un  amigo  mío  llama  la  vo- 
luptuosidad del  pringue.  Y  ahora,  después  de  este  en- 
tremés rústico,  apreciaré  mejor  tu  hermosura,  tu  ele- 
gancia y  tu  pulcritud. 

. — No  sé  si  me  estás  adulando  o  insultando. 

— ¡Bueno!  ¡La  neurastenia!  ¡Y  yo  que  te  creía  en  ca- 
mino de  curación  !.  .  . 

— 'Por  supuesto,  vosotros,  los  hombres,  podéis  hacer 
lo  que  se  os  antoje,  y  faltarnos.  . . 

— ¿Quién    te  ha   faltado? 

— ¡  Tú ! 

— ¿A  eso  llamas  fallai'lc?  ¡  l;>ah,  bali!  i  Los  libros,  los 
libros!  Ni  a  mí  me  da  un  pitoche  de  la  Simona,  ni... 

— ¡Claro!  ¡Ella  es  para  ti  como  una  perrita,  o  una 
gatita,  o  una  mona ! 

— i  Una  mona,  exacto;  nada  más  que  una  mona!  Es 
a  lo  que  más  se  parece.  ¡Tú  lo  has  dicho:  una  mona! 
¡Porc,  lie  dejado  por  eso  de  ser  tu  marido? 

— Querrás  decii*  que  no  he  dejado  yo  por  eso  de  ser 
tu  mujer.  .  . 

— ¡Claro,  todo  se  pega  i 

-  86  — 


NADA      MENOS      QUE      TODO       UN      BOMBEE 

— ¿Pero  de  mí,  por  supuesto,  y  no  del  michino? 

— ^¡  Claro  que  de  ti! 

— Pues  bueno,  no  creo  que  este  incidente  rústico  té 
pongíi  celosa. . .  ¿Celos  tú?  ¿Tú?  ¿Mi  mujer?  ¿Y  de  esa 
mona?  Y  en  cuanto  a  ella,  ¡la  doto,  y  encantada! 

— 'Claro,  en  teniendo  dinero.  .  . 

— Y  con  esa  dote  se  casa  volando,  y  le  aporta  ya  al 
marido,  con  la  dote,  un  hijo.  Y  si  el  hijo  sale  a  su  pa- 
dre, que  es  nada  menos  que  todo  un  hombre,  pues  el 
novio  sale  con  doble  ganancia. 

— : Calla,  calla,  calla! 

La  pobre  Julia  se  echó  a  llorar. 

— Yo  creí  —  concluyó  Alejandro  —  que  el  campo  té 
había  curado  la  neurastenia.  ¡Cuidado  con  empeorar! 

A  los  dos  días  de  esto  volvíanse  a  la  corte. 


* 
*     • 


Y  Julia  volvió  a  sus  congojas,  y  el  conde  de  Borda- 
viella  a  sus  visitas,  aunque  con  más  cautela.  Y  ya  fué 
ella,  Julia,  la  que,  exasperada,  empezó  a  prestar  oídos 
a  las  venenosas  insinuaciones  del  amigo,  pero  sobre  to- 
do a  hacer  ostentación  de  la  amistad  ante  su  marido, 
que  alguna  vez  se  limitaba  a  decir.-  "Habrá  que  volver 
al  campo  y  someterte  a  tratamiento". 

Un  día,  en  el  colmo  de  la  exasperación,  asaltó  Julia 
a  su  marido,  diciéndole : 

— ¡  Tú  no  eres  un  hombre,  Alejandro,  no,  no  eres  un 
hombre ! 

¿Quién,  yo?  ¿Y  por  qué? 

—  37  — 


MIGUEL  DE  U     N     A      M      U     N     O 

— ¡No,  no  erefi  un  hombre,  no  lo  eres! 

— Explícate. 

— Ya  sé  que  no  inc  quieres,  que  no  te  importa  de  mí 
nada,  que  nq  soy  para  ti  ni  la  madre  de  tu  hijo ;  que  no 
te  casaste  conmigo  nada  más  que  por  vanidad,  por  jac- 
tancia, por  exhibirme,  por  envanecerte  con  mi  hermo- 
sura, por. . . 

— ¡Bueno,  bueno;  Ptsas  son  novelerías!  ¿Por  qué  no 
soy  hombre? 

— Ya  sé  que  no  me  quieres.  .  . 

— Bueno,  ¿y  qué  más?... 

— Pero  eso  de  que  consientas  que  el  conde,  el  michi- 
no, como  tú  le  llamas,  entre  aquí  a  todas  horas.  .  . 

—■i  Quién  lo  consiente  eres  tú! 

— ,:Pues  no  he  de  consentirlo,  si  es  mi  amante?  Ya 
lo  has  oído,  mi  amante.  ¡El  michino  es  mi  amante! 

Alejandro  permaneció  impasible  mirando  a  su  mu- 
jer. Y  ésta,  que  esperaba  un  estallido  del'  hombre,  exal- 
tándose aun  más,  gritó : 

— ). Y  qué?  ¿No  me  matas  ahora,  como  a  la  otra? 

— N!  es  verdad  que  maté  a  la  otra,  ni  es  verdad  que 
el  michino  sea  tu  amante.  Estás  mintiendo  para  provo- 
carme. Quieres  convertirme  en  un  Ótelo.  Y  mi  casa  no 
efi  teatro.  Y  si  sigues  así,  va  acabar  todo  ello  en  volver- 
te loca  y  en  que  tengamos  que  encerrarte. 

— ¿Loca  ?  ¿Loca  yo? 

— 'i  De  remate!  ¡Llegarse  a  creer  que  tiene  un  aman- 
te! ¡Es  decir,  querer  hacérmelo  creer!  ¡Cómo  si  mi  mu- 
jer pudiese  faltarme  a  mí!  ¡A  mí!  Alejandro  Gómez 
no  es  ningún  micliino;  ¡es  nada  menos  que  todo  un 
hombre!  Y  no,  no  conseguirás  lo  que  buscas,  no  conse- 
guirás que  yo  te  regale  los  oídos  con  palabras  de  no- 
velas y  de  tes  danzantes  o  condelas.  Mi  caíía  no  es  un 
teatrp. 


k  ÁD  A      MEX  O  S      QUÉ      TODO      UN      HOMBRE 

— ¡Cobarde!  ¡Cobarde!  ¡iCobarde!  —  gritó  ya  Julia, 
fuera  de  sí — .  ¡Cobarde! 

— Aquí  va  a  haber  que  tomar  medidas  —  dijo  el 
marido. 

Y  se  fué. 


A  los  dos  días  de  esta  escena,  y  de.spués  de  haberla 
tenido  encerrada  a  su  mujer  durante  ellos,  Alejandro 
la  Hamo  a  su  despacho.  La  pobre  Julia  iba  aterrada. 
En  el  despacho  la  esperaban,  con  su  marido,  él  conde 
de  Bordaviella  y  otros  dos  señores. 

— Mira,  Julia  —  le  dijo  con  terrible  calma  su  mari- 
do. —  Estos  dos  señores  son  dos  médicos  alienistas,  que 
vienen,  a  petición  mía,  a  informar  sobre  tu  estado  pa- 
ra que  podamos  ponerte  en  cura.  Tú  no  estás  bien  de 
la  cabeza,  y  en  tus  ratos  lúcidos  debes  comprenderlo 
así. 

— ¿Y  qué  haces  tú  aquí,  Juan?  —  preguntó  Julia  al 
conde,  sin  hacer  caso  a  su  marido. 

— ¿Lo  ven  ustedes?  —  dijo  éste  dirigiéndose  a  los 
médicos.  —  Persiste  en  su  alucinación;  se  empeña  en 
que  este  señor  es.  .  . 

— ¡iSí,  es  mi  amante!  —  le  interrumpió  ella.  —  Y  si 
no,  que  lo  diga  él. 

El  conde  miraba  al  suelo. 

— Ya  ve  usted,  señor  conde  —  dijo  Alejandro  al  de 
Bordaviella  —  cómo  persiste  en  su  locura.  Porque  us- 

—  39  — 


U     1     G     1j     E     L  i)     E  Ü     N     Á     M     U     N     O 

ted  no  lia  tenido,  no  ha  podido  tener  ningiín  género  de 
esas  relaciones  con  mi  mujer... 

— ^¡'Claro  que  no!  —  exclamó  el  conde. 

— ¿Lo  ven  ustedes?  —  añadió  Alejandro  volviéndose 
a  los  médicos. 

— 'Pero,  cómo  —  gritó  Julia,  —  ¿te  atreves  tú,  tú, 
Juan,  tú,  mi  michino,  a  negar  que  he  sido  tuya? 

El  conde  temblaba  l^ajo  la  mirada  fría  de  Alejan- 
dro, y  dijo-: 

— Repórtese,  señora,  y  vuelva  en  sí.  Usted  sabe  que 
nada  de  eso  es  verdad.  Usted  sabe  que  si  yo  frecuenta- 
ba esta  casa  era  como  amigo  de  ella,  tanto  de  su  mari- 
do como  de  usted  misma,  señora,  y  que  yo,  un  conde 
de  Bordaviella,  jamás  afrentaría  así  a  un  amigo  co- 
mo. . . 

— iComo  yo  —  le  interrumpió  Alejandro.  —  ¿A  mí? 
¿A  mí?  ¿A  Alejandro  Gómez?  Ningún  conde  puede 
afrentarme,  ni  puede  mi  mujer  faltarme.  Ya  ven  uste- 
des, señores,  que  la  pobre  está  loca . . . 

— ¿iPero  también,  tú  Juan?  ¿También  tú,  michino?  — 
gritó  ella.  —  ¡Cobarde!  ¡Cobarde!  ¡Cobarde!  ¡Mi  ma- 
rido te  ha  amenazado,  y  por  miedo,  por  miedo,  cobar- 
de, cobarde,  cobarde,  no  te  atreves  a  decir  la  verdad 
y  te  prestas  a  esta  farsa  infame  para  declararme  loca. 
jiCobarde,  cobarde,  villano!  Y  tú  también,  como  mi  ma- 
rido. . . 

— ¿Lo  ven  ustedes,  señores"?  —  dijo  Alejandro  a  los 
médicos. 

— Bueno;  ahora,  señor  mío  —  dijo  Alejandro,  diri- 
giéndose al  conde,  —  nosotros  nos  vamos,  y  dejemos 
que  estos  dos  señores  facultativos,  a  solas  con  mi  pobre 
mujer,  completen  su  reconocimiento. 

El  conde  le  siguió.  Y  ya  fuera  de  la  estancia,  le  diju 
Alejandro: 

—  40—      ^ 


NADA      MENOS      QUE      TODO      UN      HOMBRE 

— ^Conque  ya  lo  sabe  usted,  señor  conde :  o  mi  mujer 
resulta  loca,  o  les  levanto  a  usted  y  a  ella  las  tapas  de 
los  sesos.  Usted  escogerá. 

— Lo  que  tengo  que  hacer  es  pagarle  lo  que  le  debo, 
para  no  tener  más  cuentas  con  usted. 

— No ;  lo  que  debe  hacer  es  guardar  la  lengua.  Con- 
que quedamos  en  que  mi  mujer  está  loca  de  remate,  y 
usted  es  un  tonto  de  capirote.  ¡Y  ojo  con  ésta!  —  y  le 
enseñó  una  pistola. 

Cuando,  algo  después,  salían  los  médicos  del  despa- 
cho de  Alejandro,  decíanse : 

— ^Esta  es  una  tremenda  tragedia.  ¿Y  qué  hacemos? 

— ¿Qué  vamos  a  hacer  sino  declararla  loca?  Por  que, 
de  otro  modo,  ese  hombre  la  mata  a  ella  y  le  mata  a  ese 
desdichado  conde. 

— Pero,  ¿y  la   conciencia  profesional? 

— La  conciencia  consiste  en  evitar  un  crimen  mayor. 

— ¿No  sería  mejor  declararle  loco  a  él,  a  don  Alejan- 
dro? 

— No,  él  no  es  loco:  es  otra  cosa. 

— Nada  menos  que  todo  un  hombre,  como  dice  él. 

— ¡Pobre  mujer!  ¡Daba  pena  oiría!  Lo  que  yo  me 
temo  es  que  acabe  por  volverse  de  veras  loca. 

— Pues  con  declararla  tal,  acaso  la  salvemos.  Por  lo 
menos,  se  la  apartaría  de  esta  casa. 

Y,  en  efecto,  la  declararon  loca.  Y  con  esa  declara- 
ción fué  encerrada  por  su  marido  en  un  manicomio. 

Toda  una  noche  espesa,  tenebrosa  y  fría,  sin  estre- 
llas, cayó  sobre  el  alma  de  la  pobre  Julia  al  verse  en- 
cerrada en  el  manicomio.  El  único  consuelo  que  le  de- 
jaban es  el  de  que  le  llevaran  casi  a  diario  a  su  hijito 
para  que  lo  viera.  Tomábalo  en  brazos  y  le  bañaba  la 
carita  con  sus  lágrimas.  Y  el  pobrecito  niño  lloraba  sin 
saber  por  qué. 

—   41  — 


MIGUEL  DE  V     N     A     M     U     N     O 

— \Áy,  hijo  mío,  hijo  mío!  —  le  decía.  —  ¡Si  pudiese 
sacarte  toda  la  sangre  de  tu  padre!...  ¡Porque  es  tu 
padre ! 

Y  a  solas  se  decía  la  pobre  mujer,  sintiéndose  al  bor- 
de de  la  locura:  "¿Pero  no  acabaré  por  volverme  de 
veras  loca  en  esta  casa,  y  creer  que  no  fué  sino  sueño 
y  alucinación  lo  de  mi  trato  con  e^e  infame  conde?  ¡Co- 
barde, sí,  cobarde,  villano!  ¡Abandonarme  así!  ¡Dejar 
que  me  encerraran  aquí!  ¡El  michino,  si,  el  michino! 
Tiene  razón  mi  marido.  Y  él,  Alejandro,  ¿por  qué  no 
nos  mató?  ¡  Ah,  no!  ¡Esta  es  más  terrible  venganza! 
¡Matarle  a  ese  villano  michino!...  No,  humillarle,  ha- 
cerle mentir  y  abandonarme.  ¡Temblaba  ante  mi  mari- 
do, sí,  -temblaba  ante  él!  ¡Ah,  es  que  mi  marido  es  un 
hombre!  ¿Y  por  qué  no  me  mató?  ¡Ótelo  me  habría  ma- 
tado! Pero  Alejandro  no  es  Ótelo,  no  es  tan  bruto  co- 
7no  Ótelo.  Ótelo  era  un  moro  impetuoso,  pero  poco  in- 
teligente. Y  Alejandro...  Alejandro  tiene  una  podero- 
sa inteligencia  al  servicio  de  su  infernal  soberbia  ple- 
beya. No,  e«e  hombre  no  necesitó  matar  a  su  primera 
mujer:  la  hizo  morir.  Se  murió  ella  de  miedo  ante  él. 
¿Y  a  mí  me  quiere?" 

Y  allí,  en  el  manicomio,  dio  otra  vez  en  trillar  eu 
corazón  y  su  mente  con  el  triturador  dilema:  "¿Me 
quiere  o  no  me  quiere?"  Y  se  decía  luego:  "¡Yo  sí  que 
le  quiero!  ¡Y  ciegamente!" 

Y  por  temor  a  enloquecerse  de  veras,  se  fingió  cu- 
rada, asegurando  que  habían  sido  alucinaciones  lo  de 
su  trato  con  el  de  Bordaviella.  Avisáronselo  al  marido. 

Un  día  llamaron  a  Julia  adonde  su  marido  la  espe- 
raba, en  un  locutorio.  Entró  en  él,  y  se  arrojó  a  sus 
pies  sollozando : 

— ¡Perdóname,  Alejandro,  perdóname! 

— Levántate,  mujer  —  y  la  levantó,  ^ 

—  48  — 


X  ADA      MENOS      QUE      TODO      UN      HOMBRE 

— ¡Perdóname ! 

— ¿Perdonarte?  ¿Pero  de  qué"?  Si  rae  habían  dicho 
que  estabas  ya  cura...,  que  se  te  habían  quitado  las 
alucinaciones.  . . 

Julia  miró  a  la  mirada  fría  y  penetrante  de  su  ma- 
rido con  terror.  Con  terror  y  con  un  loco  cariño.  Era 
un  amor  ciego,  fundido  con  un  terror  no  menos  ciego. 

— ^Sí,  tienes  razón,  Alejandro,  tienes  razón;  he  esta- 
do loca,  loca  de  remate.  Y  por  darte  celos,  nada  más 
que  por  darte  celos,  inventé  aquellas  cosas.  Todo  fué 
mentira.  ¿Cómo  iba  a  faltarte  yo?  ¿Yo?  ¿A  ti?  ¿A  ti? 
¿Me  erees  ahora t 

— ^Una  vez,  Julia  —  le  dijo  con  voz  de  hielo  su  mari- 
do— ,  me  preguntaste  si  era  o  no  verdad  que  yo  maté 
a  mi  primera  mujer,  y,  por  contestación,  te  pregunté 
yo  a  mi  vez  que  si  podías  creerlo.  ¿Y  qué  me  dijiste? 

— ¡  Que  no,  que  no  lo  creía,  que  no  podía  creerlo ! 

— Pues  ahora  yo  te  digo  que  no  creí  nunca,  que  no 
pude  creer  que  tú  te  hubieses  entregado  al  michino  ese. 
¿Te  basta? 

Julia  temblaba,  sintiéndose  al  borde  de  la  locura; 
de  la  locura  de  terror  y  de  amor  fundidos. 

— ¿Y  ahora  —  añadió  la  pobre  mujer  abrazando  a 
su  marido  y  habiéndole  al  oído — ,  ahora,  Alejandro, 
dime  ¿me  quieres? 

Y  entonces  vio  en  Alejandro,  su  pobre  mujer,  por 
vez  primera,  algo  que  nunca  antes  en  él  viera;  le  des- 
cubrió un  fondo  del  alma  terrible  y  hermética  que  el 
hombre  de  la  fortuna  guardaba  celosamente  sellado. 
Fué  como  si  un  relámpago  de  luz  tempestuosa  alum- 
brase por  un  momento  el  lago  negro,  tenebroso  de  aque- 
lla alma,  haciendo  relucir  su  sobrehaz.  Y  fué  que  vio 
asomar  dos  lágrimas  en  los  ojos  fríos  y  cortantes  como 
navajas  de  aquel  hobre.  Y  estalló: 

~  ií  — 


U     I     G     V     B     L  DE  V     N   ,Á     M     U     N     O 

— ¡Pues  no  he  de  quererte,  hija  mía,  pues  no  he  de 
quererte!  ¡Con  toda  el  alma,  y  con  toda  la  sangre,  y 
con  todas  las  entrañas;  más  que  a  mí  mismo!  Al  prin- 
cipio cuando  nos  casamos,  no.  ¿Pero  ahora?  ¡Ahora  sí! 
Ciegamente,  locamente.  Soy  yo  tuyo  más  que  tú  mía. 

Y  besándola  con  furia  animal,  febril,  encendido,  co- 
mo loco,  balbuceaba:  "¡Julia!  ¡Julia!  ¡Mi  diosa!  ¡Mi 
todo!" 

Ella  creyó  volverse  loca  al  ver  desnuda  el  alma  de 
6U  marido. 

— Ahora  quisiera  morirme,  Alejandro  —  le  murmuró 
al  oído,  reclinando  la  cabeza  sobre  su  hombro. 

A  estas  palabras,  el  hombre  pareció  despertar  y  vol- 
ver en  sí  como  un  sueño ;  y  como  si  se  hubiese  traga- 
do con  los  ojos,  ahora  otra  vez  fríos  y  cortantes,  aque- 
Ihis  do:s  lágrimas,  dijo : 

— ^^Esto  no  ha  pasado,  ¿eh  Julia?  Ya  lo  8abes,  pero 
yo  no  he  dicho  lo  que  he  diclio...   ¡Olvídalo! 

—¿Olvidarlo? 

— '¡Bueno,  guárdatelo,  y  como  si  no  lo  hubieses  oído f 

— Lo  callaré. . . 

— ¡Cállatelo  a   ti  misma! 

—Me  lo  callaré,  pero... 

— ¡  Basta ! 

—¡Pero,  por  Dios,  Alejandro,  déjame  un  momento. 
uu  momento  siquiera...  ¿Me  quieres  por  mí,  por  mí. 
y  aunque  fue.se  de  otrp,  o  por  ser  yo  cosa  tuya? 

— ^Ya  te  he  dicho  que  lo  debes  olvidar.  Y  no  me  in- 
sistas, porque  si  insistes^  te  dejo  aquí.  He  venido  a  ca- 
carte, pero  has  de  salir  curada. 

—  44  — 


y  ADA      MENOS      QUE      TODO      UN      HOMBRE 

— ¡  Y  curada  estoy !  —  afirmó  la  mujer  con  brío. 
Y  Alejandro  se  llevó  su  mujer  a  su  casa. 


Pocos  días  después  de  liaber  vuelto  Julia  del  mani- 
comio, recibía  el  conde  de  Bordaviella,  no  una  invita- 
ción, sino  un  mandato  de  Alejandro  para  ir  a  comer  a 
su  casa. 

"'Como  ya  sabrá  usté,  señor  conde  —  le  decía  en  una 
carta — ,  mi  mujer:  ha  salido  del  manicomio  completa- 
mente curada ;  *y  como  la  pobre,  en  la  época  triste  de 
su  delirio,  le  ofendió  a  usted  «Z'ravemente,  aunque  «in 
intención  ofensiva,  suponiéndole  capaz  de  infamias  de 
que  es  usted,  un  perfecto  caballero,  absolutamente  in- 
capaz, le  ruega,  por  mi  conducto,  que  venga  pasado 
mañana,  jueves,  a  acompañarnos  a  comer,  para  darle 
las  satisfacciones  que  a  un  caballero,  como  es  usted,  se 
le  deben.  Mi  mujer  fie  lo  ruega  y  yo  se  lo  ordeno.  Por- 
que si  usted  no  viene  ene  día  a  recibir  esas  satisfaccio- 
nes y  explicaciones,  sufrirá  las  consecuencias  de  ello. 
Y  usted  sabe  bien  de  lo  (jue  es  capaz 

Alejandro  Gómez". 

El  conde  de  Bordaviella  llegó  a  la  cita  pálido,  tem- 
blorso  y  desencajado.  La  comida  transcurrió  en  la  más 

—  45  — 


M     I     G     V     E     L  BE  U     N     A     M     U     N     O 

lóbrega  de  las  conversaciones.  Se  habló  de  todas  las 
mayores  frivolidadefi  —  los  criados  delante — ,  entre 
las  bromas  más  espesas  y  feroces  de  Alejandro.  Julia 
le  acompañaba.  Después  de  los  postres,  Alejandro,  di- 
rifriéndose  al  criado,  le  dijo:  "Trae  el  te". 

— ¿Te?  —  se  le  escapó  al  conde. 

— <Sí,  señor,  conde  —  le  dijo  el  señor  de  la  casa—.  Y 
no  es  que  me  duelan  las  tripas,  no ;  es  para  estar  más 
a  tono.  El  te  va  muy  bien  con  las  satisfacciones  entre 
caballeros. 

Y  volviéndose   al  criado:   "¡Retírate!" 

Quedáronse  los  tres  solos.  FA  conde  temblaba.  Xo  S(> 
atrevía  a  probar  el  te. 

— 'Sírveme  a  mí  primero,  Julia  —  dijo  el  marido — .  Y 
yo  lo  tomaré  antes  para  que  vea  usted,  señor  conde, 
que  en  mi  casa  se  puede  tomar  todo  con  confianza. 

— Pero  si  yo ...  " 

— No,  señor  conde ;  aunque  yo-  no  sea  un  caballero, 
no  mucho  menos,  no  he  llegado  aún-  a  eso.  Y  ahora  mi 
mujer  quiere  darle  a  usted  unas  explicaciones. 

Alejandro  miró  a  Julia.  Y  ésta,  lentamente,  con  voz 
fantasmática.  empezó  a  hablar.  Estaba  espléndidamen- 
te hermosa.  Los  ojos  le  relucían  con  un  brillo  como  de 
relámpago.  Sus  palabras  fluían  frías  y  lentas,  pero  se 
adivinaba  que  por  debajo  de  ellas  ardía  un  fuego  con- 
sumidor. 

— ^^líe  hecho  que  mi  marido  le  llame,  señor  conde  — 
dijo  Julia — ,  porque  tengo  que  darle  una  satisfacción 
por  haberle  ofendido  gravemente. 

— I A  mí,  Julia? 

— ¡No  me  llame  usted  Julia!  Sí,  a  usted.  Cuando  me 
puse  loca,  loca  de  amor  por  mi  marido,  buscando  a  to- 
da costa  asegurarme  de  si  me  quería  o  no,  quise  tomar- 
le a   usted   de   instrumento   para   excitar  sus   celos,   en 

~  46  — 


NADA      MENOS      QUE      TODO       UN      BOMBEE 

mi  locura  llegué  a  acucarle  a  usted  de  haberme  sedu- 
cido. Y  esto  fué  un  embuste,  y  habría  sido  una  infa- 
mia de  mi  parte  si  yo  no  hubicsií  estado  como  estab;) 
loca.    ¿No  es  así,  señor  conde? 

— iSí,  así,  doña  Julia ... 

— iSeíiora  de  Gómez  —  corrigió  Alejandro. 

— ^Lo  que  le  atribuí  a  usted,  cuando  le  llamábamos 
mi  marido  y  yo  el  michino...   ¡perdónenoslo  usted! 

—i  Por  perdonado"! 

— Lo  .que  le  atribuí  entonces  fué  una  acción  villana 
e  iní'añie,  indigna  de  un  caballero  como  usted... 

— ¡Muy  bien  —  agregó  Alejandro — ,  muy  bien!  Ae 
ción  villana   e  infame,   indigna   de   un   caballero;   ¡muy 
l'ien ! 

— Y  aun(}ue,  como  le  repito,  se  )ne  puede  y  debe  ex 
eusar  en  atención  a  mi  estado  de  entonces,  yo  quier  \. 
fi'ni  ejnbargo,  que  usted  me  perdone.  ¿Me  perdona? 

— ^Sí,  sí,  le  perdono  a  usted  todo;  les  perdono  a  n 
íedes  todo  —  suspiró  el  conde  más  muerto   que   vi\  . 
y  ansioso  de  escapar  cuanto  antes  de  aquella  casa. 

— ¿A  ustedes?  —  le  interrumpió  Alejandjo — .  A  uii 
no  me  tiene  usted  nada  que  perdonar. 

— ¡  Es  verdad . . . ,  es  verdad ! 

— Vamos,  cálmese  —  continuó  el  marido — ,  que  le 
veo  a  usted  agitado.  Tome  otra  taza  de  te.  Vamos,  Ju- 
lia, sírvele  otra  taza  al  señor  conde.  ¿Quiere  usted  (iia 
en  ella? 

—No .  .  . ,  no .  .  . 

— ^Pues  bueno,  ya  que  mi  mujer  le  dijo  lo  que  tenía 
que  decirle,  y  usted  le  ha  perdonado  su  locura,  a  mí 
no  me  queda  sino  rogarle  que  siga  usted  honrando 
nuestra  casa  con  sus  visitas.  IDespués  de  lo  pasado,  us- 
ted comprenderá  que  sería  de  muy  mal  efecto  que  in- 
terrumpiéramos  nuestras   relaciones.   Y   ahora   que   mi 

—  47  — 


M     I      G      r      E      L  DE  r      X     A      Jí      V     X      O 

mujer  está  ya,  gracias  a  mí,  completaniente  curada,  lui 
corre  usted  ya  peligro  alguno  con  venir  acá.  Y  en  prue- 
ba de  mi  confianza  en  la  total  curación  de  mi  mujer, 
ahí  les  dejo  a  ustedes  dos  solos,  por  si  ella  quiere  de- 
cirle algo  que  no  se  atreve  a  decírselo  delante  mío,  o 
que  yo,  por  delicadeza,  no  deba  oir. 

Y  se  salfó  Alejandro,  dejándolos  cara  a  cara  y  a  cual 
de  los  dos  más  sorprendidos  de  aquella  conducta.  "¡Qué 
hombre!",  pencaba  ('1.  el  conde,  y  Julia:  "¡Este  es  un 
hombre !" 

iSiguióse  Tin  abrumador  silencio.  Julia  y  el  conde  no 
se  atrevían  a  mirarse.  El  de  Bordaviella  miraba  a  la 
puerta  por  donde  saliera  el  marido. 

— ^No  —  le  dijo  Julia,  —  no  mire  usted  así;  no  cono- 
ce usted  a  mi  niari'do,  a  Alejandro.  No  está  detrás  d'' 
la  puerta  espiaiulo  lo  que  digamos. 

— ¡Qué  sé  yo!.  .  .  Hasta  e8  capaz  de  traer  testigos.  .  . 

— ¿Por  qué  dice  usted  eso.  señor  conde  .^ 

— ¿Es  que  me  acuerdo  de  cuando  trajo  a  Ion  dos  mé- 
dicos on  aquella  horrible  escena  en  (pie  me  humilló 
cuanto  más  se  puede  y  cometió  la  infamia  de  hacer 
(jiie  la  declarasen  a  usted  loca? 

— Y  así  era  la  verdad,  porque  si  no  hubiese  estado 
yo  entonces  loca  no  habría  dicho,  como  dije,  que  era 
usted  mi  amante.  .  . 

— Pero .  .  . 

— ¿Pero  ((lié,  señor  conde? 

— ¿Efs  que  íjiiicren  ustedes  declararme  a  mí  loco  o 
volverme  tal?  ¿Es  que  va  usted  a  negarme,  Julia?.., 

— ¡Doña  Julia  o  señora  de  C46mez! 
—  48  - 


X  A  D  A      M  E  X  O  S      QUE      TODO       U  X      HOMBRE 

— ¿Es  que  va-wsted  a  negarme,  señora  de  Gómez,  que. 
fuese  por  lo  que  fuera,  acabó  usted,  no  ya  sólo  acep- 
tando mis  galanteos...;  no,  galanteos,  no;  mi  amor? 

— i  iSeñor  conde  ! .  .  . 

— ¿Que  acabó,  no  sólo  aceptándolos,  sino  que  era  us- 
ted la  que  provocaba  y  que  aquello  iba?... 

— Ya  le  he  dicho  a  usted,  señor  conde,  que  estaba 
entonces  loca,  y  no  necesito  repetírselo. 

— ¿Va  usted  á  negarme  que  empezaba  yo  a   ser  su 

amante? 

— Vuelvo  a  repetirle  que  estaba  loca. 

— No  se  puede  estar  ni  un  momento  más  en  ésta. 
¡  Adiós ! 

El  conde  tendió  la  mano  a  Julia,  temiendo  que  se  la 
rechazaría.  Pero  ella  se  la  tomó  y  le  di.jo : 

— Conque  ya  sabe  usted  lo  que  le  ha  dicho  mi  mari- 
do. Usted  puede  venir  acá  cuando  quiera,  y  ahora  que 
estoy  yo  gracias  a  Dios  y  a  Alejandro,  completamen- 
te curada,  curada  del  todo,  señor  conde,  sería  de  mal 
efecto  que  usted  suspendiera  sus  visitas. 

— Pero  Julia  .  .  . 

— ¿Qué?  ¿Vuelve  usted  a  las  andadas?  ¿No  le  he  di- 
cho que  estaba  entonces  loca? 

— A  quien  le  van  a  volver  ustedes  loco,  entre  Su  ma 
rido  3^  usted,  es  a  mí... 

— ¿A  usted?  ¿Loco  a  usted?  No  me  parece  fácil... 
— ¡Claro!  ¡El  michino! 

Julia  se  echó  a  reir.  Y  el  conde,  corrido  y  abochor- 
nado, salió  de  aqnella  casa  decidido  a  no  volver  más 
a  ella. 

—  49  — 


MIGUEL  DE  V     N     A     M      ü     N     O 


Todas  esas  tormentas  de  su  espíritu  quebrantaron  la 
vida  do  la  pobre  Julia,  y  se  puso  gravemente  enferma, 
«ifernia  de  la  mente.  Ahora  sí  que  parecía  (pie  de  veras 
iba  a  enloquecer.  Caía  con  frecuencia  en  delirios,  en 
los  (pie  llamaba  a  su  marido  con  laís  más  ardientes  y 
apasionadas  palabras.  Y  el  hombre  se  entregaba  a  los 
transportes  dolorosos  de  su  mujer  procurando  calmar- 
la. "¡Tuyo,  tuyo,  tuyo,  sólo  tuyo  y  nada  más  que  tu- 
yo!", le  decía  al  oído,  mienti-as  ella,  abrazada  a  su  cue 
lio,  se  lo  apretaba  casi  a  punto  de  ahogarlo. 

La  llevó  a  la  dehesa  a  ver  si  el  campo  la  curaba,  Pe- 
ro el  mal  la  iba  nuitando.  Algo  terrible  1(>  andaba  por 
las  entrañas. 

Cuando  el  hombre  de  fortuna  vio  que  la  Muerte  le 
iba  a  arrebatar  su  mujer,  entró  en  un  furor  frío  y  per- 
sistente. Llamó  a  los  un'jores  médicos.  "Todo  era  in- 
útil T',  le  decían. 

— ¡Sálvemela  usted!  —  le  decía  al  médico. 

— ¡Imposible,    don    Alejandro,    imposible! 

— ¡(Sálvemela  usted,  (sea  como  sea!  ¡Toda  mi  fortu- 
na, todos  mis  millones  por  ella,  por  su  vida! 

— Imposible,   don   Alejandro,   imposible. 

— i  Mi  vida,  mi  vida  ))or  la  suya!  ¿No  «abe  uí>ted 
hacer  eso  de  la  transfusión  de  la  sangre?  Sáqueme  to- 
da la  mía  y  désela  a  ella.  Vamos,  sáquemela. 

— ¡Imposible,    don   Alejandro,    imposible! 

— ¿Cómo  imposible?  ¡Mi  sangre,  toda  mi  «sangre  por 
ella ! 

—  60  — 


NADA      MENOS      QUE      TODO      UN      HOMBRE 

— i^Sólo  Dios  puede  salvarla! 

—¿Dios?  ¿Dónde  está  Dios?  Nunca  pensé  en  El. 

Y  luego  a  Julia,  su  mujer,  pálida,  pero  cada  vez 
más  hermosa,  hermosa  con  la  hermosura  de  la  inmi- 
nente muerte,  le  decía : 

— ¿Dónde  está  Dios,  Julia? 

Y  ella,  señalándoselo  con  la  mirada  hacia  arriba,  po- 
niéndosele con  ellos  los  grandes  ojos  casi  blancos,  le 
dijo  con  hebra  de  voz : 

— '¡Ahí  le  tienes! 

Alejandro  miró  al  crucifijo,  que  estaba  a  la  cabecera 
de  la  cama  de  su  mujer,  lo  cogió  y,  apretándolo  en  el 
puño,  le  decía:  "'Sálvamela,  sálvamela  y  pídeme  todo, 
todo,  todo,  mi  fortuna  toda,  mi  sangre  toda,  yo  todo.  . . 
to¿lo  yo". 

Julia  sonreía.  Aquel  furor  ciego  de  su  niarido  le  es- 
taba llenando  de  una  luz  dulcísima  el  alma.  ¡Qué  feliz 
era  al  cabo!  ¿Y  dudó  nunca  de  que  aquel  hombre  la 
quisiese  ? 

Y  la  pobre  mujer  iba  perdiendo  la  vida  gota  a  gota. 
Estaba  marmórea  y  fría.  Y  entonces  el  marido  se  acos- 
tó con  ella  y  la  abrazó  fuertemente,  y  quería  darle  to- 
do su  calor,  el  calor  que  se  le  escapaba  a  la  pobre.  Y 
la  quiso  dar  su  aliento.  Estaba  como  loco.  Y  ella  son- 
reía. 

— Me  muero,  Alejandro,  me  muero. 

— ¡No,  no  te  mueres  —  le  decía  él — ,  no  puedes  mo- 
rirte ! 

— ¿Es  que  no  puede  morirse  tu  mujer? 

— No ;  mi  mujer  no  puede  morirse.  Antes  me  moriré 
yo.  A  ver,  que  venga  la  Muerte,  que  venga.  ¡A  mí!  ¡A 

—  51  — 


MIGUEL  DE  V     N     A     M     V     N     O 

mí  la  Muerte!  ¡Que  venga! 

— \Aj,  Alejandro,  ahora  lo  doy  todo  por  bien  pade- 
cido ! .  .  .  ¡Y  yo  que  dudé  de  que  me  quisieras ! .  .  . 

— ¡Y  no,  no  te  quería,  no!  Eso  de  querer,  te  lo  he 
dicho  mil  veces,  Julia,  son  tonterías  de  libros.  ¡No  te 
quería,  no!  ¡Amor...,  amor!  Y  esos  miserables,  cobar- 
des, qué  hablan  de  amor,  dejan  que  se  les  mueran  sus 
mujeres.  No,  no  es  querer...    No  te  quiero... 

— ^¿Pues  qué?  —  preguntó  con  la  más  delgada  hebra 
de  su  voz,  volviendo  a  ser  presa  de  su  vieja  congoja, 
Julia. 

— Xo,  no  te  quiero.  .  .  ¡Te.  .  .  íe.  .  .  te.  .  .,  no  hay  pa- 
labra !  —  y  estalló  en  secos  sollozos,  en  sollozos  que 
parecían  un  estertor,  un  estertor  de-  pena  y  de  amor 
salvaje. 

— ¡  Alejandr^) ! 

Y  en  esta  {lé])il  llanuula  había  todo  el  triste  júbilo 
del  triunfo. 

— ¡Y  no,  no  te  morirás;  no  te  puedes  morir;  no  tiuie 
ro  que  te  mueras!  ¡Mátame,  Julia,  y  vive!  ¡Vamos,  má- 
tame, mátame ! 

— Sí,  me  muero. 

— ¡  Y  yo  contigo  ! 

-z-¡,^  el  niño,  Alejandro'? 

— Que  se  muera  también.  ;Para  qué  hj  (juiero  sin   i  i .' 

— Por  Dios,  por  Dios,  Alejandro,   ([ue   estás   loco... 

— Sí,  yo,  yo  soy  loco,  yo  el  que  estuve  siempre  lo- 
co..., loco  de  ti,  Julia,  loco  de  ti...  Yo,  yo  el  loco. 
¡Y  jv-átame,  llévame  contigo! 

~iSi   pudiera.  .  . 

— l'ero  no,  mátame  y  vive,  y  sé  tuya... 
—  62  — 


NADA      MENOS      QUE      TODO      UN      HOMÉBE 

— ¿Yo?  ¡Si  no  puedo  ser  tuyo,  de  la  Muerte! 

Y  la  apretaba  más  y  más,  queriendo  retenerla. 

— Bueno,  y  al  fin,  dime,  ¿quién  eres,  Alejandro?  — 
le  preguntó  al  oído  Julia. 

— ¿Yo?  ¡Xada  más  que  tu  hombre...,  el  que  tú  me 
lias  hecho ! 

— ¡  Alejandro ! 

Este  nombre  sonó  eonio  un  susurro  de  ultramuerte. 
como  desde  la  ribera  de  la  vida,  cuando  la  barca  parte 
por  el  lago  tenebroso. 

Poco  después  sintió  Alejandro  que  no  tenía  entre 
sus  brazos  de  atleta  más  que  un  despojo.  En  su  alma 
era  noche  cerrada  y  arrecida.  Se  levantó  y  quedóse  mi- 
rando a  la  yerta  y  exánime  hermosura.  Nunca  la-  vio 
tan  espléndida.  Parecía  bañada  por  la  luz  del  alba 
eterna  después  de  la  última  noche.  Y  por  encima  de 
aquel  recuerdo  en  carne  ya  fría  sintió  pasar,  como  una 
nube  de  hielo,  su  vida  toda,  aquella  vida  que  ocultó  a 
todos,  hasta  a  sí  mismo.  Y  llegó  a  su  niñez  terrible  y 
a  cómo  se  estremecía  bajo  los  despiadados  golpes  del 
que  pasaba  por  su  padre,  y  cómo  maldecía  de  él^  y  có- 
mo una  tarde,  exasperado,  cerró  el  puño,  blandiéndole 
delante  de  un  Cristo  de  la  iglesia  de  su  pueblo. 

Salió  al  fin  del  cuarto,  cerrando  tras  de  sí  la  p\y€r- 
ta.  Y  buscó  al  hijo.  El  pequeñuelo  tenía  poco  más  de 
tres  años.  Lo  cogió  el  padre  y  se  encerró  con  él.  Empe- 
zó a  besarlo  con  frenesí.  Y  el  niño,  que  no  estaba  he- 
cho a  los  besos  de  su  padre,  que  nunca  recibiera  uno  de 
él,  y  que  acaso  adivinó  la  salvaje  pasión  que  los  llena- 
ba, se  echó  a  llorar. 

— pCalla,  hijo  mío,  calla!  ¿Me  perdonas  lo  que  voy 
a  hacer?  ¿Me  perdonas? 

El  niño  callaba,  mirando  despavorido  al  padre,  que 
buscaba  en  sus  ojos,  en  su  boca,  en  su  pelo,  los  ojos,  la 

—  53  — 


MIGUEL 


D     E 


Ü     N     Á     M     Ü     N     O 


boca,  el  pelo  de  Julia. 

— ¡Perdóname,  hijo  mío,  percjóname ! 

Se  encerró  un  rato  a  arreglar  su  última  voluntad. 
Luego  se  encerró  de  nuevo  con  su  mujer,  con  lo  que  fué 
KU  mujer. 

— ^Mi  sangre  por  la  tuya  —  le  dijo,  como  si  le  oyera, 
Alejandro.  —  La  muerte  te  llevó.  ¡  Voy  a  buscarte ! 

Creyó  un  momento  ver  sonreir  a  su  mujer  y  que  mo- 
vía los  ojos.  Empezó  a  besarla  frenéticamente  por  si 
así  la  resucitaba,  a  llamarla,  a  decirle  ternezas  terri- 
bles al  oído.  Estaba  fría. 

-Cuando  más  tarde  tuvieron  que  forzar  la  puerta  de 
la  alcoba  mortuoria,  encontránronle  abrazado  a  su  mu- 
jer y  blanco  del  frío  último,  desangrado  y  ensangren- 
tado . 


—  54 


EDITORIAL  "CLARIDAD" 

Sociedad  de  Publicaciones  y  Agencia  de  Librería 


Administración:  Garay  1402-8  esq.  San  José 

Direc.  Post.  C.  de  Correo  736  -  Bs.  Aires 

LIBROS   Y   PUBLICACIONES    DIVERSAS 

Archinoff,     Pedro.    —    Historia     de!     movimiento 

mach  novista     1 .  Su 

Acosta  García,  Luis. — Versos  para  el   pueblo    ....  0.2U 

Castelnuovo,  Elias. — Animas  benditas  0.20 

Barletta,  Leónidas. — Canciones   Agrias    1. — 

Barletta,  Leónidas. — -Losvientres  trágicos   1. — 

Barletta,  Leónidas. — Vidas  Perdidas 2.50 

Borghi,  Amando.— La   Italia  tra  due  Crispí    1.50 

Bravo,  Mario. — Canciones  y  Poemas  (edición  papel 

pluma) .  1 . — 

Castelnuovo,  Elias. — El  monstruo  0.20 

Castelnuovo,    Elias. — Entre    los    muertos    1. — 

Dicenta,  Joaquín. — El    minero 0.20 

Fabbri,  Luis. — Dictadura  y   Revolución    2. — 

Faure,    Sebastián. — Los    Anarquistas    0.10 

Justo.  J.  B. — Socialismo    1. — 

Malatesta,    E.— En    el    café    0.30 

Marx.    C. — El    Capital    (trad.    por   Justo)     4. — 

Rocker,    Rodolfo. — Artistas   y    rebeldes    1.80 

Rolland,    Romain. — Vida    de    Miguel    Ángel     1. — 

Rolland.  Romain. — Vida  de   Mahatma  Gandhi    ....  1. — 

Rolland,    Romain. — Vida    de    Tolstoi     1. — 

Tagore,   Rabindranath. — Pájaros    perdidos    0.30 

Unamuno,  Miguel  de. — Los  ideales  de  mi  vida   ....  0.20 

Kropotkine,  Pedro. —  La  Gran   Revolución    2. — 

Barcos,  Julio  R. — Libertad  sexual   de   las   mujeres  1.50 

Hernández,  José. — Martín   Fierro    0.20 

Fulginiti,  Juan  B. — Trovas  al   pueblo    0.20 

Kropotkine,    Pedro. — Etica     2.50 

Salas  Subirat,  J. — Pasos  en   la  sombra    0.40 

Musset,    Alfredo    de. — Gamiani 0.40 

—  57  — 


Pabbri,  Luis. — ¿Qué  es  lá  anarquía? 0.%b 

Mariaui,    Mario. — Las    adolescentes 0.3Ó 

Mariani,    Mario. — Las   hermanitas    0.30 

Un  tomo  conteniendo:   Poesías,  de  Andrés  Cepeda; 
El   tren  expreso,   de  Campoamor,  y   La   leyenda 

del  mojón,  de  Juan  Pedro  López   Ó. 20 

Del   Campo,   Estanislao. — Fausto    0.20 

Almafüerte. — í=*oesías    selectas     0.40 

Almafuerte. — ^^Poesías    (Edición   especial)    1.50 

Armand,  E. — Realismo  e  idealismo   (Mezclados)    .  1. — 
Eduardo    Ortega    y    Gasset. — España    encadenada. 

La  verdad  sobre  la   dictadura    2. — 

Tenars,   Louiis. — Le  Cure    Bourgogne    1.50 

Trigo,   Felipe. — Las    Posadas   del    Amor    0.20 

Obligado,  Rafael. — PPoesías   Completas    0.40 

Retana,  Alvaro. — El  Infierno  de  la  Voluptuosidad  0.20 

Beguen  José. — ^Mis    primeros    novios    0.20 

Diálogos  y   monólogos    0.20 

Unamuno,  M. — Nada   menos  que   todo   un   hombre  0.20 
Varios  autores. — Versos  y  pensamientos  para  pos- 
tales   0.30 

Retana,    Alvaro. — ^La    vida    galante     0.20 

Este  Canell,  A.— La  Portera  del  convento 0.20 

Elias,  Luis. — El   perfume  del   amor   0.20 

Mena  Alfredo,  A. — El  velo  del  pudcr   0.20 

Ryner  Haux. — Los  Artesanos  del  porvenir  0.40 

Triple  almanaque  de   los  sueños   para   1927    0.30 

Demaría,  Alcides. — (Calixto  el  ñato).  Poesías  crio- 
llas      0.20 

Príncipe  Azul. — R.  Valentino.  En  la  Vida  y  en  la 

Muerte  0 .  20 

Belda,  Joaquín. — La  bajada  de  la  cuesta    0.20 

Retana,  Alvaro. — La  vida  galante    .    0.20 

Canell,    A.    Est. — La    portera   del    convento    0.20 

Solari,  Juan  Antonio. — 'Cosas  y  Tipos    0.40 

Solari,   Juan    Antonio.   —   Cosas    y    Tipos    (papel 

pluma)   1. — 


LOS    POETAS 


Beoquer,  Gustavo  Adolfo. — Rimas 0. 20 

Blrón,  Lord. — 'Poesías  selectas    0.20 

Bravo,    Mario.— Canciones    y    Poemas    0.20 


58 


Búfano,  Alfredo  R. — Misa  de  requien  y  otras  poe- 
sías      0.20 

Caggiaiio  A.,   Antonio. — Versos    populares    0.20 

Calou,  Juan  P. — Poemas  postumos    0.20 

Carducci,  Josué. — Nuevas  Rimas 0.20 

Carrere,  Emilio. — Los  ojos  de   los  fantasmas    ....  0.20 

Cervantes. — Versos  del    Quijote    0 .  20 

Carriiego,  Evaristo. — ^Misas  Hereje^s  y  Poemas  Pos- 
tumos    • 0 .  50 

D'Annunzio,   Gabriel. — 'Poesías    líricas 0.2" 

Darío,    Rubén. — ^Baladas    y    Canciones    ^- •  •  •  ^-20 

Jiménez,    Juan    Ramón. — Elegías    puras    y    lamen- 
tables      0.20 

Darío,    Rubén. — El    canto    errante    0.20 

Echeverría,  Esteban. — La  cautiva    0.20 

Shakespeare,    William. — Sonetos    0.20 

Urbina,    Luis   G. — Antología     0.20 

Vasseur,  Armando. — ^Cantos  Augúrales  0.20 

Palma,  Ricardo. — Armonías    0 .  20 

Fernández    Espiro.^Poesías    Completas    0.20 

De  Diego,  Rafael. — Las  angustias    0.20 

Espronceda,  J.  de. — Selección  de  Poesías   0.20 

Gabriel  y  Galán,  J.  M. — Nuevas  castellanas   0.20 

Goethe. — 'Poesías    líricas     0.20 

Guido  y  Spano. — ^Poesías  Completas   0.80 

Heine,   Enrique. — 'Poesías 0.20 

Herrera  y  Reissig,  Julio. — Las   lunas  de  oro    ....  0.2n 

Hugo,   Víctor. — ^Poesías    0 .  20 

Dante  Alighieri. — ^Poesías  de   Amor    0.20 

Mistral,   Gabriela. — Selección   de   Poesías    0.20 

Machado,    Manuel. — ^Caprichos    0 .  20 

López,  Luis  C. — ^De  mi  villorrio  y  Posturas  difíciles  0.20 

Isaacs,   Jorge. — Poesías    completas    0.20 

Maturana,  José  de. — Las  fuentes  del  camino    ....  0.20 

Santos    C'hocano. — Alma    América    0.20 

Silva  Valdés,  Fernán.— Agua   de!   tiempo    0.20 

Stechetti,  Lorenzo. — Postuma    0.20 

Verlaine,   Paul. — 'La    Buena   canción    0.20 

Carriego,  Evaristo. — Poemas  Postumos    0.20 

Carriego,    Evaristo. — ^Misas    herejes    0.20 

Guerra  Junqueiro. — La   muerte  de   D.  Juan    0.50 

Martí,    José. — Versos    libres    0.20 

Méndez,  Gervasio. — Poesías   completas    0.20 

Musset,  Alfredo   de. — ^Poesías    0 .  20 

Mármol,   José. — Poesías    escogidas    0 ,  20 


-í  59 


2U  •=> 


Xúñez  (le  Arce,  G. — 'Poesías  y  Poemas  cortos  ....  0.20 

Valencia,    Guillermo. — ^PoPemas     0.20 

Ñervo,  Amado. — La  amada   inmóvil    0.20 

Guerra  Junqueiro. — La  vejez  del  Padre  Eeterno   ..  0.20 

Ibarbourou,   Juana   de. — Raíz    Salvaje    0.20 

Lamartine,  Alfonso. — Poesías  Líricas 0.20 

Andrade,  Olegario  V. — Poemas   0. 20 

ligarte,  Manuel. — Vendimias  Juveniles    0.20 

Frugoni,  Emilio. — Poemas  Montevideanos  Ó. 20 

Machado,  Antonio. — Soledades  y  otros  Poemas    ..  0.20 

Agustini,  Delmira. — El  Rosario  de  Eros 0.20 

BIBLIOTECA  CIENTÍFICA 

Climent,  T.  R.  Dr.— Higiene  sexual  del  soltero  y  de 

la   soltera    0 .  20 

Dupuy,  R.   Dr. — La  vida  sexual    0 .  20 

Escanciano,    J.    J. — La    radiotelefonía    vulgarizada  0.20 

Flammarion,  Camilo. — La  Ciencia    0.20 

Forel,    Augusto   Dr. — Historia     de    la     vida   sexual 

del    hombre    y   del    matrimonio    0.20 

Climent.    F.    de    R.    Dr. — La    prostitución    clandes- 
tina       0.20 

Cournier  y  Bloch,  Dres. — La   sífilis    0.20 

Cámbara,  L.  Dr. — Historia   de   la  doctrina   natural  0.20 

Ku'hne,   Luis. — ¿Estoy    sano    o    enfermo?    0.20 

Romero,   L.   D.   Dr. — ¿Es   contagiosa    la   tuberculo- 
sis?      0.20 

Sánchez  de  la  Rivera,  I).  Dr. — Profilaxis  de  las  en- 
fermedades   sexuales    0.20 

Sighfde,  Escipión   Dr. — La    mujer  y  el   niño    0.20 

Sommer.  Luis. — Cómo  se  evitan  los  peligros  de  la 

lujuria    0.20 

Suárez  Casan,  V.  Dr. — Fenómenos  sexuales   0.20 

Taircn.s   Drangs,   E.   Dr. —  La    mujer   en    el    amor   y 

la    voluptuosidad     0.40 

Vargas  M;irty,  F.  A.  Dr.— El   matrimonio,  el  divor- 
cio   y    el    adulterio    0.20 

Blech,    Aimée. — Enseñanza    teosófica     0.20 

Sirlin,    Lázaro    Dr.— Estudios    sexuales    0.20 

Gutiérrez  Salazar,   Luis. — La    Esterilidad    0,20 

—  60  — 


LOS   PENSADORES 


Un  tomo  conteniendo:  Los  espectros,  de  Leóni- 
das Andreieff;  Misas  herejes  y  otras  poesías, 
de  Evaristo  Carriego;  Los  simples  }'  otros  poe- 
mas, de  Guerra  Junqueiro;  El  misionero,  de  Al- 
mafuerte;  Idilios  y  fantasmas,  de  Pío  Baroja; 
Lilian,  de  Enrique  Sienkiewicz,  y  Memorias,  <le 
Enrique    Heine    1. — 

Un  tomo  conteniendo:  Regalo  de  amante,  y  Mora- 
da de  Paz,  de  Rabindranath  Tagore;  Liuria; 
Defensa  de  la  Internacional,  de  Salmerón  y  Pí 
y  Margal!,  y  Rusia  en  las  tinieblas,  de  H.  J. 
Wells     1 0.30 

Lunacharsky,  A. — Don   Quijote    libertado    0.30 


TEATRO    CONTEMPORÁNEO 

Alvarez  Quintero.  S.  y  J. — Cancionera    0.20 

Benavente,    Jacinto. — La     Malquerida     0.20 

Benavente,  Jacinto. — Los  ojos  de  los  muertos  ....  0.20 

Benavente,  Jacinto. — Los  intereses  creados   0.20 

Villaespesa,   Francisco. — ^La    Leona   de   Castilla    ..  0.20 

Romero  y  Fernández  Shaw. — ^Doña   Francisquita    .  0.20 

Muñoz  Seca,  Pedro. — La  venganza  de   Don   Mendo  0.20 

Linares    Rivas,    Manuel. — ^Primero    vivir    0.20 

Alvarez    Quintero,    Serafín   y   Joaquín. — Amores    y 

Amoríos 0.20 

Dicenta,    Joaquín. — Juan    José    0.20 

Martínez  Sierra,  G. — Amanecer 0 .  20 


TEATRO  NUEVO 

González    Castillo,    José.- — Hermana    mía    0.40 

Pico,   Pedro  E.,  y  Juan  León   Bengoa. — La    grieta  0.40 

Defilippis  Novoa,  F. — Los  caminos  del  mundo   ....  0.20 

Bellán.  José  Pedro.— La    Ronda   del    Hijo    0.20 

Samuel  Eichelbaun. — La   hermana  terca    0.20 

Guibourg,  Edmundo. — Cuatro   Mujeres   0.20 

Rodríguez  Prous,  J.   C— El    rebaño   negro    0.20 

-^  61  — 


NOVELAS    DE    AVENTURAS 

Conan   Doyle,  A. — Un   crimen    misterio    0.20 

Poe,  Edgar  Alian. — Un  viaje  a   la   luna    0.20 

Salgari.    Emilio. — Los    náufragos   del    Spitzberg    .  .  0.20 

Verne,    Julio. — Una    invernada    en    los    hielos    ....  U.20 

LOS  NUEVOS 

Amorim.  Enrique  M. — Tangarupá  0.50 

Barletta,    Leónidas. — Los    Pobres    0.50 

Castelnuovo,    Elias. — ^Malditos     1. — 

Castelmiovo,   Elias. — Tinieblas    1 . — 

Mariani,    Roberto. — Cuentos    de    la    Oficina    0.50 

Yunque,   Alvaro. — Versos    de    la    calle    1.— j- 

CLASICOS  DEL  AMOR 


Flarllegio  del  Amor  (Lo  que  han  dicho  sobre  ol 
Amor  loH  más  grandes  esplnitus  de  la  Huma- 
nidad)     ' o.:n 

iMauclair,    Camilo. — La    magia    del    amor    0.30 

Morales   San   Martín.   B. — Fidelidad   conyugal    ....  0.30 

Nordau,    Max.— Cómo   aman    las    mujeres    0.30 

Ovidio. — Arte    de    amar    0.30 

Rueda,  Salvador. — La  cópula    0.30 

VaUe   Inclán,   R.   del. — Corte   de   amor    0.30 

Ingenieros,  José. —  Estudios  sobre   el   amor    0.20 


Estas  obras  se  venden  en  los  kioscos,  libre- 
rías y  puestos  de  periódicos.  Los  pedidos 
a  la  administración  se  remiten  franco  de  porte. 

EDITORIAL   "CLARIDAD" 


PEDRO   ZAMORA 

Adniinistrador, 


El  próximo  volumen  de 
LA  NOVELA  LITERARIA  lo  ocu- 
pará una  interesante  novela  de  un 
famoso  escritor  argentino. 


La  Novela  Literaria 


Publicará    obras    de    los   mejores 
escritores,    clásicos    y    modernos. 

Coleccione   esta  publicación. 


Nos  permitimos 

recomendarle 

que   lea 


CLARIDAD 


Contra  el  imperialismo  Yanqui 
y  Por    la    libertad    de   los    presos 

están    consagrados    los   dos  números  co- 
rrespondientes al  mes  de  abril.