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noticia biográfica
d:el autor
■ 4
Jurisconsulto emiaente y lit^raito distin-
guido, cuya imemoria vienera el pueiblo yu-
oateco, D.. Jusito Sierra «es acreedor como
eJ qfU€ más á figurar en esta Bibliotoca.
Nació -en el -puablo de Tixoacaltuiyú eJ 24
die Septieímbre díe 181 4. Pobre como era su
familia, y viviendo en aiqueJ rincón ignorat-
do de la Peninsiuk, Sienra oío hubiera po-
dido brilJaír en muestro cielo literario si la
protección ée una familia dístiniguida del
país no hubiese hecho transladar á aquel ni-
ño, eni iqaiiem ^ diescubrian tan brÚltaoiltes
disposiciones, á la capital del Estado, en
dlondie coimientzó sus estudios con no>ta(blIie
a^rovedhamieiito.
Por ti iaño de 1829 cunsó füjosofia ibaijn
la direoción del ptnesbitero D. Dominigo
Carmlpos, y teología en 1832.
VIII
^ Estudió los 'Cañones y el Derecho civil,
dirigido por. el célebre Dr. D. Dóminigo
Lióí>ez de Somoza, y fué tal s-ü aplicación,
tan dará la Lnibeligencia que mostró v-n
aqueMos eiStudio-s, q«ue Mego á s.er ten el Se-
minario Conciliar de San IMcifoniso el más
aventajaldo, y supo conquisitar una 'beca de
oposición en el palenque literario.
lEra tal su afición á la lecttiina' de las buje-
nas .obras, tal su m-ediitación y tan graaDdle
eJ fruto que sacaiba de ella, que llegó á ser,
como dice muy bien uno de sus biógraíos,
di señor óbisi>o D. íCresoencio Carrillo, un
prodigio de buen gusto y de erudición.
Habiendo sido tan rápidos sus primeros
estudios, y tan defectuosos en su conioep-
to, se dedicó paira enmendar esíta falta, coín
notable aihinco, al estudio de los clásicos
latinos, en cuya lectura Jiallalba su ailima
elevada la fuente .mlás rica de saber.
La historia >geneíral, asi sagrada como
profana, había sido objeto de sius estudios,
de tal suerte, que al oírle nos parlecia es-
cuichar á un contelmlporáneo de las edades
pasadas. *
La historia particular die Yucatán era su
estudio favorito, y no tememos aseguraír
que lo que poseeimos de ella, lo diebemos á
su inoansable aíáni. El, superando toda da-
se de obstáculos, emlpleaba las horas die su
jiuventud en registrar nuestros archivos y
en consultar sobre muidhos pumtos á los
que habíati sofeir^ivido á otras épocas. Así,
IX
mi-entras sus ccxmípañeros de colegio em-
pleaban sus horaisi Jíbries en las disífcraiocio-
nes qoie busca sietmtpre lai juívenitud, Sierra
hojeaba los emtpolva-dos manuscritos die las
oficinas, ó bien oía lai relación úe tos acón-
tecimienttos ¡pasados, de (boca die aJgiúm an-
ciano. La obra del R. P. Cogolkido, la úni-
ca historia anitügua die Yucatán que po-
seemos, y que ha sido la fuente en donde
han bebido los escritores modernos, no
se pendió, gracias ail emipeño de Sierra, que
la hizo reimprimir, escribiendo una in>tro-
duoción de mérito para ella, y anotándiola
en algunas partes, gastando» d'e su propio
•peculio, para conseguir este noble fin,
gruesas sulmas.
La céíebré obra de Mr. StephenS' sobire
las ruináis etejpatxritías en el) suelo yucateoo,
obra que, en muesítro concepto es la mejor
que 56 ha escrito hasita ihoiy sobre el parti-
dtttar, por k exiactltuídi de sus desoripcio-
nes, fué tradufcid'a del ingllés ipor Sierra y
anotaida también por éf mislmio.
El "Viaije á .lote Bstaldos Unidos," de D.
Lorenzo Zaívala, fué iiguaílmiente publicado
por él, precedido dé un noltabUe esitudio so-
hre la vida pública y escritos de este céle-
bre yuoaiteco, cuyo nomlbre está enlazado
con gra:ntíes époioa's de nuestra historia na-
cional.
No ^podemos dejar pasar esta ocasión
sin neoottnenláar este notajblie trabajo del
sfeñor Sierra á Id» que deseen conocer de-
teni>diaimén.t<e ai grojn poiitíco Zavala, á
quien ú bien* es cierto putáesn ¡hacerse «ul-
gtimos cargos, débese, siii' embargo, gtran
res^to y profundia ooñisideraioión. R6pe-
tmiDS qfue el traJbajo de Sieirra efe motalbd'e
por más de um título, y que pana jtizgaír
concienzudiaimienite aJ hombre cuya ivSdJa es-
tá íntimamente Kgalda con la del puieblo
míexicamo, piieciso es tener presentes las
conisidenaciones juiciosísi«mas die su oom-
ipwutriota.
Sierra abrazó la cannera del foro, gra-
duándose de dootoT en la NacionaJ y Pon-
tificia Universidad' diel Elstádo.
En d año de 1841 dfió á luz el primer {>e-
riódico literaíTÍo que se publicó en Yuca-
tán con el tít^Bo del "Míuseo Yúcaíteco."
A fe publicación del "Museo," que com-
prende dos tomos en cuarto, hoy raírílsi-
mos, como antes' hemos dicho, siguió la
del "Registro Yucateoo," que lliegó á cons-
tar de cuatro tomos, también en cuaiüto,
de cetx:a de quimentas pagináis cada
«no. (*)
'Redaictó después Sierra el' "Fénix," d)u-
ranite algunos años, periódico en. cuyas
colíutmnas se encuíerntraní escritos' de 'verda-
dero mérito y de gran imporitanicia para el
Estado, pudiendo citar de entre otrote miu-
(*) En él se publicó la novela del Sr. Sierra intltmlada
"Un año en elHospltal de San Lázaro," firmada OQn el
pseudónimo de José Turrlsa.— (N. del E.)
XI
dios l«as interesantes "Efemiórkies yiuoa'te-
oas" y "La hija del jtwiio," pretoiiOisa novela
quie vio la luz pública en él foltetínf, die im-
portamicia histórica tam-bién ; obras aimbas
diebidiais á la laboriosiidiad' y aft talento diel
infati'gabte escritor de que nos ocu|paimois,
y siUiS "'Conisideraiciones sobre el origen,
«teridendas y probable remedio de la igne-
rra die jcastas en la Peníriisuila/' estudio pro-
fiunrio. y notabi'Ksilmo.
"La Unión Liberal^' fué, entre otros pe-
riódicois políticois cuyos nombres no recor-
damos, redactada igualmenite por /Sierra.
Fruto de un viaje qiue hizo a aiqueíllas re-
giones 'eú el desempeño de una comisión
éA Gobierno del lEstado fué la oibra intitu-
hdia': "Impresiones de un viaje á ¡lo^ Esita-
dois Unidlos y al iCanadiá," de que poseemo-s
•tres tomos y cuya última parte quedó iné-
dita por desgracia, asi colmo otros muchos
trabajos litonariós é hástóricos que sabe-
mos tenía hechos, peno cuyo paradero ig-
noraimos. Este fin que ha cabido á los úl-
timos escritos die Sierra, es verdaderamen-
te dágno de lamentarse, ¡porque habiéndo-
sele hecho alooesibles los airchijvos t-p los
diel Estado, llegó á poseer documentos ra-
ros é imlportantisiimios qiue le proporciona-
ron mucha lu-z en stus investigaiciones his-
tóricas, y es tanto más sensible esta cir-
aun*stancia, cuanto que, á causa de lias per-
secucionies de que fué victima este sabio
yuicaíteco en el año de 1857, tuvo forzosa-
XII
miente que abanriomar la ciudiaidf <le Cani-
•pedhe, en dondie entonioes reisddia, y oon es-
ta ré^pida separación qfUiddaroni perdidos pa-
ira sieimpne mil y mil doouimentos que él
había extraído de los archivos, autorizarlo
por el Goíbierno. ,
\Como nio nos hemos propuesto seguir á
Sienra en su vida ¡politica, nos aibsl-oudre-
raos de entrar en lais oonisidierationes de lo
muidho que inifltiiyó esta perseculcióin paira
abreviar su existeniciía, pudiendio muy bien
decirse que desdie enítonoes comenzó aque-
lla á dediniar más ositensiblelmiente.
'Tallies son, rápidaimiente bosquejados, los
servicios que 3ierra prestó al país como ii-
terato. iComo juri.sooin.siuflíto, delbensek las
"Lecciones de derecho miarítiimo interna-,
cional" que arregló ipara la Escuela Nado-^
nal de Comercio, obra la primiera en su gé-
nero que se ha dado á luz no solo en Yuca-
tán sino en toda la Nadón, y eJ "Proyecto
del Código Civil Mexicano," compuesto
por él die oridien stuprema.
íPenmíitasenos detentemos al llegar á p'-te
asunto, porq/ue no podremos ,ser indiferen-
tes á ese injustóficaíMe olvido en que se ha
querido dejar el nomlbre de niuestro com-
patriota en estos últimos años, al darse á
luz varías obras calcadas, se puede Jecir,
sobre la suya.
lEn 1859 el Gobierno nacional, ipor con-
ducto del señor D. Manuel Ruiz, ministro
de Justicia enton<ces, encargó á Sierra,
XIII
d-esde Veraornz, la fonmaición de un "Pro-
yecto d-e Código Civil," que en virtud d^e
sus facultades oniní)modas, el Presidente
haibría ¡hecho proimiuligaT em toda la Repú-
Mica; cortando asi de un solo go^pe uno
d»e los obstáculos mayories para la Duena
adiiTiámstra'Ciióti de jiusticia en los pueblos
conistiítuidos en» íedieralcióín, cual os la di-
ve-rsíidad en la liegislaición civil. Esta hon-
rosa cuanito dlifícil comisión fué confiada
al jiuriscomisulto yuoateco, quien la recibió
etti los momentos en que las docencias qu€
le alquejaban haibian llegado a tomar pro-
poircionies alajnmantes, por los motivos que
antes expusimos. Conociendo, sin embar-
g»o, el bien incaloulable que traería á su
ptóLÍs Ja realiiizaJción de tan elevada empre-
sa, á í>esar de los trisites vaitiokittos ' de los
faioultativos, no vaciló en sacrificar Jas es-
perancéis que tenía de restablecerse, al
cumlpümiento de un paitdótiico deber.
lEneerróse en un convento de la ciudad
de -Mérida (La Mejorada) para poder de-
dicarse exclusivamente á sus liaibore?, ayu-
dado en aquel ímproibo trabajo jx^r algu-
rnos jóveties que son hoy día la honra del
foro del E-stado. Noisobros recordamos ha-
ber vifiíto Tn<ultí'tud de veces al Dr. Sierra
dS»rigiéndose á aquel .convemto, pintados ya
en su semblante los síntomas de una
ttiuerte próxima.
OEn el mes tíe Diciembre del exp-esado
atl-ó de 1859, Sierra remiitía á Veracruz -.1
XIV
primer libro dd Código Qvil!. En la comu-
nicación que dirigid al Miinistro, leemos es-
tas notables palabras que revelan el ahinco
del autor y la importancia de la cbra:
"Elevo á manos de usted el (primer libiro
del proyecto de ujn Código Civil Mexicar
•no. Aunque mis laborejs están ya adlelanita-
das hiasta el quinto título del libro teiroelro,
no ha habido tiempo para poner en limipio
«ino la oapdaí que va adjtinta. «Puede usted
estar seguro de qiue no alzaré la mano del
trabajo, que deseo vivameste corresponda
á las elevadas «móinas dlel> Supremo Gobier-
no.
"El método que he seguido es mjuy den»-
cüilioi; es el miéitodo financés con Has desr-
viaciones que !he juzgado necesatías, bien
para conservar lo que del derecho paítrio
es ciertamente ¿mmejorjable, ó bien para iiin<-
trodaiKair las .mej'orafi' que detmiandia el esi-
pirita de la época. De aligo me han valido
mis apuiri(tes de codificacióin'; pero lo que
realmente Ime ha servido die .gtuía, hatti sido
las discusiones ded ^Código Civil francés,
los coanentarios dd Sr. Rugaron», los Có-
digosi d^e Ha Luisiana, de Holanda, de
Vaud», de Piamonte, de Niápoles, de Aus-
tria, die Blavieiriai y de iPmusia, comparadlos
con el francés; y sobre todo, el proyecto
de Oódigo Civil español, b«us iconooridiain-
cias con nues'tros antiguos, y el de^nedho
romano, -piublicado con motivos y coimern-
tariois por el señor García Goyena, uoio de
KV
los más iemiin^nibeis jimsconsultos españo-
léis ée 'lia esouelia madeima.'"
£1 i8 (de lEnieiro <k i86o, el infaitigaibk
Si'crra envdalha ail .Gobierno el segundo y
(tenoer Mbto del proyecto que se le enco-
«míendó. ¡ A |pocos meses el pueblo yucate-
co flioraba ía mruente d^e esíte esclarecido
jturiisoonsuko ! ¡lAqudila tarea inmenisa.,
condiuidia eb ¡tan contó tiempo, Oe habla
costado .la vidial
¡Excusado es decir que el Gobierno ge-
neirail nunca voIyíió á acordarse de aquel
servido eminente, aunqoíe el ilíbro de Sie-
rra ha «sido después la base sobre la que se
ha ¿do diesarrollando la codificacdón civil
de todla la República.
iLa viuda y los hijos del escritor yucate-
co (tampoco han querido traer á la memo-
ria del Supremo Gobierno, qiue no tuvo ná
tiempo palna dar ilas igracias á su comisio-
nado por aquel servicio; han- creído dar
asi tuna muestra de respeto á la memonia
del sabio que pjrofesó d¡uranite toda su vá-
dia la dlootrina de hacer el deber por el de-
ber, isin esperar jamás Tecompeni^.
El Estado de Veracruz, siempre del la-
do de la inteligencia y de las virtudes cí-
vicas, fué el primero, y quizá led único, que
tributó un homenaje de respeto y estima-
ción ai ilustrado Dr. Sierra y á su aprecia-
ble obra. Exí 1861 ¡se hallaba 2a frente d^
gobierno die aquel (Estado el ilustre patrio-
ta General Ignacio de La Llave, y funcio-
XVI
naba -ele presidente de la honoraible legis-
latura el dásitifligiiido jiiri'sconisiilto D. Ma-
nuel iM. Alba,
Estas áos inteJigencias comprendiercwi
al ims-tan'te el gran mérito del trabajo de
Siertra, y animados del noble deseo de in-
troducir una impartan.te reforma en la le-
gislación del Esitado, concibieron lia id^ea
<k poner en observancia aquel proyecto;
con verdadera saltis facción vimos escritos
de puíío y letra del -señdr Lie. Aliba los dos
decretos isiguietiites, que formaráai una ipé-
giná honrosa en la legislación véracruzana :
"Ignacio de la Llave, Gobernador consti-
tucional del Estado Libre y Soberaino
de Veraoruz, á sius haibitantes, salbeld':
Que la honoraible legislatura del Este-
do me 'ha dirigido el decreto siguiente :
Num. 68. — El Conignes'O del Es<tado li-
bre y soberano de Veracruz, en nombre
del pueblo, deoreta :
Airt. I o. Regirá en el Estado, desde Ja
publicación de esite áeqreto. el siguienite
G'xligo Civil, es'orito por el jurisconsulto
C. Justo Sierra.
Art. 20. — .Se derogan todas lajs leyes an-
teriores que tratan die lais mismas .mate-
rias con.tetnida's en el lexpresad'o Códáigo.
Heroica Veracruz, Diciembre 6 áe 1861.
— Manuel M. Aillba, Diputado Presidenite,
— F. Catírera, Diputado Secretario.
Por tanto, imprímase, publiquese. cir-
xyii.
cútese y cprniumíqueseies á quten-es connes-
ponda. para su esitricta obs'efrvancia.
HoTÓka Veracruz, iDiciembre 6 ée: 1861.
— Ignaicdo de la Uave.— Juan Lotirua, Se-
cuetario." 1
"N/ú.m. 69. — ¡El Congreso del Estado, etc.
Ha infecido bien diel Estadio vieraoru-
zaao el ilustre jurfeoonsulito -C. Ju®to Sie-
rra, hijo deil' Estadio de Yiuoaítáni, por sius
ú'ttl'es trabajios en lia formación del proiyec-
to die lOódigo 'Givi't iMexicano, ipreseinitado
al ciudadíano Presidenite de la Reipública,
y tnandado obsiervaír e(n «el Esltado por eí
decreto núm. 68 de cssía fecha.
Heróioa Veracruz, Diciembre 5 de 186 1.
— Main.uel M. Aliba, Diputado Presidiente.
— ^F. Caibrera, 'Diputado iSeicretario.
Por taínto, etc. — Ignacio áe La Llave. —
Juan Lotína, Secretario."
Confiado er esta capital el proyecto del
Dr. Sienra á «na comisión de sabios abo-
gados, antee die fe Intervención, y diespués
á ofcna compuesta de nctobilidades de .n»ues-
•tro foro -para hacer las reformas que el
transcurso del tiempo y los nuevos elemen -
tos in4jrodticidos en nuestras leyes reolama-
b^, ha venidJo á con.vertirs»e en el Código
Civil del Distrito, adoptado ya por varios
Estados ; siendo de advertir que la Comi-
sión q«íe forano eJ pnoyeoto, en isti 'larga in-
•troduoción no se dignó hacelr, una vez «ola,
mención dieil trabajo de Sierra.
I^F"
XVIII
I<$é(nftica cosa <le sucedió en el Esltado ,d<e
Veraomz, á fines die 1868. El Lie. D. Fer-
nando de J. Corona, entonces pmesidente
deil Tribunal Superior, presentó á la legis^-
¡Latura, para siu apirobáción, un nuevo pro-
yecto de Código civil,, que es casi á la letra
el mismo de Sieinra, sadvo algunas adiicío-
nes initrodoicidas por el gobierno imperial
y las ligeras modiíkaícione» que de su pro-
pio caudal hizo en alguíios capitulos.
Sin embargo, en la comiunicación qtie di-
rigió á Ja legislatura en' 18 de ,Dicieim(bre
del año expresado, no se dignó indiiicar la
fuente de donde tomó »u proyecto. Esto
es sen'sible por las personas que come«ten
tales olvidos, porque al fin la veoxiad so-
brenada y l'os perjudicados no son por
cierto los verdaderos auitores.
Nos hemos detenidb en este .pairticular,
porque la obra del Dr. Siemra es de infteres
verdiaderamente naciona^ y hennos quieri-
dlo arrancar del injiusto olvido en que ¡se de
ha dejado, el nombre de nuc«itro saib&o
comipatriota, á quien debemos este peque-
ño 'tinibuto por la ami*stad con que «se sirvió
honrarnos!, siendo nosotros todavía muy
jóvenes, niños, puede decirse.
Fácil sierá graduar el concepto de que
gomaba entre sus conciudatíanoi», por los
honrosos anteced>enites ya descritos; con-
ceptos que le hizo ocupar los más distin-
guidos puestos en la carrera políticia., en-
tr»e ellos el de reprelaientánte d!d Estado en
XIX
©1 G^ngreso Nacion'ail, de que llegó á ser
presidente, y esto, cuando Yucatán cuida-
ba die «nviair á la Representación nacional
hijos suyos que no desmintiesen la fama
gloriosa de los Rejón, los Zaivala, Quinta-
na y otros^ que han hecho refibniar con los
magníficos acentos dle su elocuencia d san-
tuario de liajs leyes ietn nuesitra paitria.
Sierra fué doctor del gremio y claustro
de te Universidad de Yucaitán, presidente
de la Academia d|e Ciencias y Literatura
de Mériria, y miemibro de otras varias aca-
dfemiíais y sociedades literaríais.
Ha 'sido uno de los pocos hombres con
qtiienes la sociedtad yucatleica no ha sido
ingrata, sino antes bien, le ha tributado
sienUpre el homenaje más cumlplido de ad-
miración y resipieto; ^de tal suerte, que al
dejaoender al sepulcro el día 15 die Enero
de 1861, la consternación y el dudo de la
capital del Estado fueron lo más espontá-
neo y mayor que hasta ejitonoes se había
visto.
FRANCISCO SOSA.
UN aNo en el hospital
DE SAN LÁZARO
J ■> J
.>^' ^
* •
UN ANO
t *
f
EN
El Hospital de San Lázaro
Era la noche del 23 de Mayo de 1840.
No habiendo tenido por conveniente el
gobierno aceptar las bases que, para una
capitulación, propuso el comandante de
las tropas encerradas en Campeche, por
medio del cónsul francés Mr. Pharamond,
y del comandante de la estación france-
sa en el golfo Mr. Cosmao, al de las fuer-
zas sitiadoras, no quedó otro recurso que
estrechar el asedio de la plaza. Las fa-
milias se desbandaban á centenares hacia
todas direcciones. La confusión reinaba
dentro y fuera de la plaza sitiada. Ro-
tas las hostilidades, mi puesto estaba en
el reducto de San Miguel ; y bajo una gra-
nizada de balas y bombas, salí en una ca-
lesa, de la ptóitela de San Román, con-
duciendo loa' papeles de la comandancia,
de que yp\ e'r^i secretario. Enfrente del
castillejo»'. Ü^s'mantelado de San Fernan-
do, el pái^állo de la calesa se resistió te-
naxmentie" á ir más lejos. Al fuego de
las Baterías había seguido una deshecha
tsrtigcstad, y las nubes caían desgaján-
.*d\>,$e en impetuosos torrentes de lluvia y
¿electricidad. La escuadrilla, surta en el
.puerto, secundaba con recias andanadas
de artillería la turbación de los cielos.
Siéndome imposible avanzar ni retroce-
der, entré á guarecerme en San Fernan-
do; pero las dos pequeñas habitaciones
que contiene, estaban henchidas de en-
fermos y heridos, que sufrían mil moles-
tias en un recinto tan estrecho. Serena-
da un tanto la atmósfera, resolví conti-
nuar mi marcha á pie, con el pequeño lio
de papeles bajo del brazo, porque la ca-
lesa ya no estaba allí. ¡ Vanos esfuerzos !
La noche estaba obscurísima, y el cami-
no intransitable, porque de las colinas y
oteros inniediatos, corrían al mar una
multitud de arroyuelos formados por la
lluvia, y que obstruían enteramente el
paso.
De repente percibí el sonido de una
vihuela, y á la luz de los relámpagos, há-
lleme frente á frente del hospital de San
Lázaro. Un pavor extraordinario se apOr
deró de mí. Mis cabellos, aunque depri-
midos por la humedad, y pegados entera-
mente á la cabeza, se me erizaron de es-
panto. Yo miraba con tal horror aquel
domicilio de miseria y confusión, que na-
da en el mundo me hubiera hecho entrar
voluntariamente en un lugar, cuyo nom-
bre estaba en mi mente identificado con
escenas tan horribles y extravagantes,
como las que leemos en los cuentos fan-
tásticos de Hoffman. No estaba en mi
mano, mucho menos en aquella conyun-
tura, vencer la repugnancia que sentía.
En medio de una tempestad deshecha,
á las puertas de un hospital, á pocos pa-
sos de un cementerio, hallándonos rodea-
dos de todos los horrores de la guerra,
y escuchando voces confusas, mezcladas
con el sonido armonioso de aquella vi-
huela, todo eso me pareció tan extraño é
inusitado, que apenas me atrevía á pen-
sar en una situación tan singular, sin sen-
tir que las carnes se me horripilaban.
Pero, en fin, el cielo volvía á encapotarse,
las horas avanzaban, y mi posición iba
haciéndose más rara cada momento. Me
resolví al cabo.... llamé con mal segu-
ro pulso, tocando aquella puerta miste-
riosa; y vino á abrirme una persona que
yo conocía mucho por algunas rareizas de
su carácter, que otros llamarían locuras.
Su vista en aquel sitio acabó de descon-
certarme; pero muy pronto me volvió el
espíritu al cuerpo, cuando en vez de ha-
8
liarme en el festín de los Centauros y los
Lapitas, ó encerrado en un círculo pare-
cido al coro misterioso de monjas que
giraban al rededor de "Roberto el Dia-
blo," me encontré con gentes amigas, di-
vertidas y de buen humor; de esas gen-
tes que no penan por nada, y que en la
dispersión general de aquellos días, inva-
dieron el hospital de San Lázaro, al cual
miraban como un punto de seguridad y
de recreo. ¡ Loado sea Dios, pues hay
hombres para todo! Allí pasé, en rui-
dosa plática, todo el resto de la noche.
Y allí también recogí las noticias de
una triste historia, que hoy, en forma de.
cartas, comienzo á publicar. La mayor
parte de los sucesos que en ella se refie-
ren, son verdaderos en el fondo, aunque
variados los personajes, y aun la época
del acontecimiento principal. En este
punto, no he querido renunciar á mis pri-
vilegios de narrador de leyendas y nove-
las. Acaso el interés de la presente no
será mayor cosa, ni la forma que he adop-
tado cuadrará á todos los lectores. Yo
mismo tengo una decidida aversión á las
novelas escritas en forma de cartas, á
excepción, tal vez, de las del inimitable
"Richardson." Pero eso mismo me ha es-
timulado á vencer semejante preocupa-
ción, que lo es sin duda alguna, pues que
personas muy entendidas opinan de di-
versa manera, aunque es verdad que en
materia de gustos poco puede decirse.
Bueno ó malo este pequeño . ensayo, no
he podido resistir á la tentación de pre-
sentarlo al juicio de mis amigos, segu-
ros, como deben estar, de que su crítica
la aceptaré con deferencia y estimación.
Mérida, i° de Enero de 1845.
José Turrisa.
CARTA I.
Melchor á Manuel.
Mérida, 9 de Diciembre de 1823.
Mi querido Manuel: como te dije en
mi anterior, por ayer debía llegar Anto-
nio de la hacienda de su familia, ,á donde
se había retirado por consejo de nuestro
buen D. Alejo. D. Pablo estaba cons-
teriiadísimo y alarmado, con las funestas
noticias que el cura le comunicó, sobre
el estado de la salud de un hijo, que ama
mucho más aún después de la sensible
muerte de D* Felipa. El doctor y yo es-
perábamos el momento crítico, desde las
cinco de la tarde Al toque de las
oraciones de la noche llegó eñ efecto. . . .
¡Ay, querido amigo! me es imposible ex-
plicarte la impresión que en mi ánimo
causó la presencia de nuestro amigo, del
compañero de nuestra infancia, y en quie-
nes todos tenían tantas y tan fundadas
12
esperanzas. No hay remedio. . La fatal
enfermedad se ha desarrollado espanto-
samente, y en opinión del doctor, no exis-
te poder sobre la tierra, que sea capaz de
cortar su rápido progreso, pues que la
ciencia sólo sería parte á prolongar la
penosa agonía que le espera. El infeliz
hizo algunos esfuerzos para aparecer se-
reno y jovial, preguntó por sus parien-
tes, me habló de tí, de sus deseos de ver-
te, de sus dibujos, de la colección de pá-
jaros disecados que ha formado, en fin, de
todo lo que más pudiera lisonjearle y
agradarnos. Pero seguramente no supi-
mos ocultar nuestra emoción, que har-
to la revelaban el aire pensativo de Dan-
court, las lágrimas mal reprimidas de D.
Pablo, y mi respiración oprimida ~y an-
gustiada. Ello es que de improviso me
tomó la mano, fijó en mí una mirada ar-
diente, lanzó un profundo gemido, y se
arrojó, medio desmayado, en mis bra-
zos : ¡ pobre Antonio, pobre Antonio !
Merced á nuestros esfuerzos, volvió á
poco rato de aquel vértigo. Procuramos
tranquilizarlo, aunque necesitábamos de
tanto consuelo como el enfermo, y lo lle-
vamos á la cama. Dancourt, ese sabio
modesto á quien Yucatán, y Mérida es-
pecialmente, debe un sinnúmero de bie-
nes: Dancourt, que mira á Antonio con
singular predilección, permaneció al lado
13
de su lecho hasta las diez y media, hora
en que yo también me retiré.
No me atrevo á pensar en la tristísima
suerte que espera á Antonio. Tan joven,
tan lleno de vida y lozanía, con un bri-
llante porvenir hasta ahora poco y
hoy ¡Qué mundo tan engañoso! An-
tonio está de tal manera desfigurado, que,
á pesar de lo prevenidos que estábamos
para verle en esa horrible situación, nos
sorprendió extraordinariamente. Su piel
arde, y el pulso late con notable desigual-
dad. Su color es lívido á veces, y á veces
es de un rojo subidísimo. Los ojos es-
tán desencajados, el cabello y las cejas
han caído casi del todo. Su aliento es
pestilente, y las manos y los pies están
cubertos de úlceras pútridfis y malignas.
¡ Qué mutación en tan poco tiempo !
¿Quién ha de creer que este Antonio de
hoy, es aquel joven robusto, galán y loza-
no, que era el amor y encanto de cuantos
lo trataban? ¿Cómo ha podido la natu-
raleza destruir con tal rapidez, y de una
manera tan horrible, esa obra suya de las
más acabadas?
i Ideas funestas se me presentan, que-
rido Manuel! Esta enfermedad casi im-
provisada, yo sospecho que tiene un ori-
gen má'is antiguo. La decencia, el pudor,
el respeto debido á un padre como D.
Pablo, acaso han obligado á Antonio á
no descubrirse, ni aun con nosotros. Es-
14
te es un misterio para mi; pero el doctor
lo penetró, aunque tarde, y de allí pro-
vino, sin duda, el malhadado viaje á la
hacienda de campo. Yo creo que debe
escudriñarse todo esto, para ver si es po-
sible, conocida la causa del mal, arran-
carlo de raíz, y salvar una vida tan pre-
ciosa. Pero no: yo me alucino. No es
posible montar de nuevo esta máquina
admirable, cuando se han relajado sus po-
derosos resortes.
No sé, amigo mío: realmente no sé lo
que me pasa cuando pienso en ciertas co-
sas. Una catástrofe, en que no me atre-
vo á fijar mucho la consideración, va á
preceder, me parece, á la pérdida de nues-
tro amigo. El, no hay duda, está "laza-
rino." Imposible es que esto se oculte á
la vigilante policía de la ciudad, y ya sa- 4
bes la rigidez de los reglamentos^en este J
punto, y que no se relajan, ni en favor í
de la persona más caracterizada. ¿En-
trevés ya la suerte que espera á nuestro
pobre amigo ? ¡ Fingiese á Dios que me
equivocase ! Yo daría hasta la última go-
ta de mi sangre, para que se librase de
esa suerte tan infausta.
En este momento recibo un billete de
nuestro buen D. Pablo, en que me invi-
ta con empeño á pasar á su casa. Algo J
ocurre, amigo mío. Yo suspendo aquí
mi carta, para continuarla á mi vuelta.
No me despido.
)
i
15
Somos 10.
¡ Veinticuatro horas de borrasca !
i Qué dia y qué noche ! Todo está consu-
mado. La crisis ha sido violenta, horri-
ble ; pero gracias á Dios que pasó> y el
pobre enfermo, después de una lucha es-
pantosa, se ha resignado con la voluntad
divina.
La pintura que en su billete me hacia
D. Pablo del crítico estado de nuestro
amigo, me obligó á apresurar el paso, y
llegué á la vez que entraban Dancourt,
el padre Suárez y el cura V***, provoca-
dos estos dos últimos por el primero, á
fin de que, poniéndose de acuerdo, se de-
dicasen los tres, todos ellos insignes mé-
dicos, á la curación del pobre Antonio, si
había alguna esperanza de buen éxito.
A súplica del afligidísimo D. Pablo, pasé
inmediatamente á la alcoba del enfer-
mo, á quien encontré arrodillado al pie
de su cama, con la cabeza sobre ella, en-
vuelta entre las sábanas, y lanzando tan
hondos gemidos, que partían el corazón.
Me detuve unos momentos contemplando
aquel espectáculo lastimoso. Yo no po-
día articular una sola palabra; pero hizo
un movimiento y me vio. Corrió hacia
mí con los brazos abiertos, é iba yo á re-
cibirlo, y estrecharlo entre los míos, cuan-
do de improviso se detuvo, y "no, no, me
i6
gritó, no debo abrazarte si soy tu ami-
go. Ya no hay padre, no hay familia,
no hay amigos, no hay mundo para mi.
Todo se ha acabado en un momento. Yo
estoy "lazarino," enteramente "lazari-
no," leproso, proscrito de la sociedad,
muerto civilmente. ¡ Dios mió ! ¡ Muero,
estando vivo aún ! ¿ Por qué permites que
yo conozca la extensión de mi desgracia,
haciendo así que sufra multiplicados mar-
tirios? ¿Tan grande ha sido mi culpa,
que me condenas á un castigo tan atroz,
tan • odioso, tan insoportable ? Perdón,
perdón. Dios mió .... yo soy un necio ;
pero esta prueba es durísima.'^ Lleno de
amargura, y casi sollozando, interrumpí
aquel arrebato, y á pesar de su abierta
resistencia, lo abracé y estreché contra
mi corazón, y se mezclaron nuestras lá-
grimas; pero no pude por entonces arti-
cular la más ligera expresión de consue-
lo. ¡Tan conmovido me encontraba en
aquel lance, que duró más de media ho-
ra! Pasado este tiempo, nos sentamos
en silencio, que se prolongó algunos mi-
nutos más ; y mientras los médicos con-
ferenciaban largamente en la sala, pasa-
ba entre nosotros otro diálogo no'menos
triste. Antonio fué el primero que rom-
pió el silencio, después de aquel acceso.
— Si fueras como aquellos_amigos de
Job, ahora te tocaría hablar, querido Mel-
chor. Me dirías: ¿qué sé yo lo que me
17
dirías? Me dirías tal vez, que "los que
obran iniquidad, y siembran dolores, y
los siegan, perecieron al soplo de Dios,
y fueron consumidos por el viento de sj
ira."
— Pero, amigo mió, ¿por qué había yo
de decirte eso? jpor qué te había de ha-
cer una acusación tan injusta":'
— Mira, Melchor, yo debo pagar mis
culpas. Dios sabe lo que hace. ¿ Por qué
no he de conformarme con mi actual as-
tado? A ratos me encuentro tan r-^signa-
do con él, que dejo materialmente de
sentir toda su amargura... Bi'ín: viviré
aislado, no veré los objetos más caros á
mi corazón; pero, yo os escribiré á to-
dos.... leeré mis buenos libros *ne
pasearé por las espléndidas orillas del
mar. ¡ Qué hermoso es el m.ar ! Se ha-
brán acabado mis ilusiones y pioyectos;
pero viviré de recuerdos gratísimos. No
es lo mismo una existencia que otra. . . .
es verdad, bien lo veo, y harto lo entien-
do así ; pero moriré .... sí ... . moriré
pronto, es decir, dentro de dos años, den-
tro de uno tal vez .... ó menos. ¡ Mori-
ré joven, nuiy jr^ven, cuando se comien-
za á vivir! río import? : en sonando la
hora fatal, ¿qué más da-j haber vivido
ciento, que veintitrés años? En ese
momento todo es igual: absoluta rn ente
igual.
Hospital— 2
i8
— Por Dios, Antonio, no te atormen-
tes así, ni nos hagas sufrir con semejan-
tes discursos. Tú estás enfermo, es ver-
dad; pero tu mal no es incurable, y yo
tengo esperanza. . . .
— I Esperanza ! ; esperanza para un "la-
zarino!" ¿Qué hablas tú de esperanza,
mal amigo? Para mí.... no hay espe-
ranza.
— ¿Y por qué no? Además: ¿quién te
ha dicho que tú estás "lazarino?" Aun
cuando tuvieras la desgracia de estarlo,
yo he oído decir que suele curarse esa
enfermedad, y sé de algunos casos en
que el arte ha superado toda la resisten-
cia que ofrecen los mak)s humores de ün
"lazarino." Todo lo hace el método, el
buen régimen de vida, y sobre todo la
juventud, que tiene mil medios para re-
sistir una larga curación. No te desani-
mes, Antonio mío, y procura • moderar
esa tu imaginación volcánica. Acuérdate
que tienes padre, que tienes familia y
amigos.
— ; Ah Melchor, tú también quieres
alucinarme ! No sabes, amigo mío, el mal
que me haces. Te agradezco esas pala-
bras de consuelo, mi querido Melchor;
pero yo te ruego que no me las repitas,
porque desconcertarías mis cálculos to-
dos.
— No quería ser indiscreto; pero. . . .
— ¡ Ah, no, no es eso ! Tú conoces, ¡ im-
19
posible fuera que no lo conocieras!, que
yo estoy "lazarino," y que un "lazarino"
tiene que ir al hospital de S. Lázaro, á
vivir y morir con los lazarinos, á comer
y dormir con ellos. . . . ¡ Régimen, méto-
do, juventud! Todo eso no importa na-
da, cuando el mal está desarrollado. Es-
cúchame amigo Melchor. Yo caí en una
fragilidad vergonzosa, cometí una culpa
que me proporcionó una mala compa-
ñía : me precipité, caí en un fango inmun-
do y tuve .... el "gálico." ¿ Lo sabías ?
Pues bien, sábelo hoy. Cuando yo me vi
en tal estado, la vergüenza y el arrepen-
timiento vinieron ; pero vinieron tarde.
No quise descubrirme á mis amigos, y al
doctor y mi familia mucho menos. Por
ciertos medios que me facilitó un anti-
guo libertino, uno de esos infames, ave-
zados á todo linaje de maldades, logré
que desapareciesen las señales exteriores
de esa maligna enfermedad, y mi sangre
y mis humores todos se volvieron vene-
no, ponzoña horrible, que ha estado co-
rroyendo los resortes de mi vida. Yo lo
sé mejor que tú, Melchor: yo estoy "la-
zarino" sin remedio : yo debo morir de es-
ta enfermedad espantosa; porque el po-
bre lazarino, quiero decir, el que padece
de una enfermedad como la mía, el "la-
zarino," es horroroso por todas sus cir-
cunstancias. ¿Piensas acaso que no he
observado el origen, progresos y estado
20
presente de mi dolencia? ¿Crees que
desde el punto en que yo previ su térmi-
no, me he figurado un momento que ten-
dría otro remedio que la muerte ? "'Verdad
es que alguna ocasión solia alucinarme
á mi mismo; pero así como en los locos
habituales, un intervalo lúcido pasa con
rapidez, como desapercibido, así esa ilu-
sión se disipaba al instante. Por lo que
es resignación, te lo diré francamente...
aun no estoy todavía bastantemente re-
signado. Tengo momentos .... yo no sé.
En los pocos días que pasé en la hacien-
da, y en cuyo tiempo el mal se ha presen-
tado ya de frente, no me ha sido posible
habituarme á esa resignación, de que tan-
to necesito. ¡ Si supieras cuan doloroso
es perderlo todo de un solo golpe ! . . . .
¡ Si leyeras aquí, aquí en mi corazón, to-
do cuanto pasa en él ! ¡ Si penetraras en
lo interior de mi cerebro, y vieras una á
una las imágenes siniestras y espantosas
que en él se pintan ! ; Si vieras el tropel
inmenso de ideas que en un momento se
me ofrecen! Miserias, luto, sangre, an-
gustias, agonías todo me agobia ho-
rriblemente, amigo mío, todo me ator-
menta ; pero ¡ qué tormentos tan crueles.
Dios misericordioso, qué tormentos tan
crudos para una débil criatura! Piedad,
Dios mío, piedad.... piedad
Y se levantó en el acto, en ese acto de
delirio que comenzaba de nuevo; y con
21
el rostro notablemente encendido, midió
diez ó doce veces la estancia con sus pa-
sos precipitados. No puedo ni bosque-
jarte este cuadro, mi querido Manuel, ni
sé en lo que habría terminado la escena,
si felizmente no la hubieran interrumpido
los tres médicos.
El cura V***, que tiene un ojo pene-
trante, y un tacto delicadísimo para co-
nocer y calificar las enfermedades más
graves é intensas, no bien hubo observa-
do el semblante del enfermo, se mordió
los labios, y en su mirada escudriñadora
leí la fatal sentencia de nuestro amigo.
Dancourt seguía profundamente pensa-
tivo, sin poder ocultar su emoción. Más
sereno y apacible, más risueño, el padre
Suárez hizo una serie de preguntas, cu-
yas respuestas parecían satisfacerle mu-
cho ; y hasta yo mismo llegué por un mo-
mento á persuadirme que algo podría con-
seguirse. La "consulta" que tuvieron los
tres, al medio día, me hizo perder defini-
tivamente toda esperanza, y desde enton-
ces sólo pensamos en los preparativos pa-
ra el ominoso -viaje al hospital de San
Lázaro.
Los médicos volvieron, al cerrar la tar-
de, á notificar su dictamen al paciente,
porque era preciso, y porque en eso te-
nían grave responsabilidad si hubieran
dejado de hacerlo. Además, creímos pru-
dente que no debía malograrse la oportu-
22
nidad de aquel momento, en que Antonio
estaba tranquilo, y profundamente con-
vencido de la malignidad de su dolencia,
y de la necesidad de someterse á los re-
glamentos de la policia. Felizmente, du-
rante la visita, no tuvo ningún arrebato.
"No me oculten ustedes nada, decia á los
médicos, porque sería inútil. Háblenme
con entera libertad y franqueza, pues yo
tengo que arreglar algunos asuntos, an-
tes de partir para Campeche. Yo sé que
estoy "lazarino:" que los "lazarinos" de-
ben de ir á sepultarse vivos en San Lá-
zaro, porque su maPno tiene remedio, y
porque las leyes, no sé yo si buenas ó ma-
las, han proscrito á los pobres leprosos.
¿Pero este viaje deberá ser pronto, ma-
ñana, de aquí á dos días? Concédanme
ocho no más, si es posible, y partiré gus-
tosísimo, es decir, no precisamente gus-
tosísimo, pero sí consolado." Como de-
bes suponer, los médicos, principalmen-
te D. Alejo, se enternecieron, y le3>rodi-
garon todos los consuelos imaginables.
El padre Suárez le aseguró qu^j)odía dis-
^ poner de quince días, pues al "efecto iba
á dar pasos de éxito seguro. Algunas lá-
grimas no más se cruzaron al terminar
esta escena. \ Ese padre Suárez, qué al-
ma tan ardiente y apasionada tiene! Jo-
ven, como es, \ qué conocimiento tan pro-
fundo posee de los males de lá vida, y de
las miserias de la pobre humanidad ! ¡ Qué
23
delicadeza y miramiento para sentar la
mano sobre las llagas del corazón!
Después que salieron los médicos, me
dijo Antonio con solemnidad. "Pregun-
tabas, Melchor, que ¿quién me había di-
cho que yo estaba "lazarmo ?" Ya lo oíste :
déjame, pues, meditar en las postrime-
rías del hombre." Sentóse en una poltro-
na, y desde aquel momento comenzó una
agonía horrible, fatigosa y angustiada.
Una especie de estertor, convulsivo y an-
heloso, se apoderó del enfermo, que
duró desde las siete de la noche, has-
ta la una de la mañana. ; Seis ho-
ras de martirio! En todo ese tiempo
no habló una sola palabra. Gruesas lá-
grimas brotaban de sus ojos, medio ce-
rrados. Ninguno de los circunstantes je
. atrevía á hacer el más ligero ruido. Dan-
court volvió pronto, colocó su silja al la-
do del paciente, y no abandonó el pulso
de éste, mientras duró el deliquio. "No
hay cuidado, nos decía el doctor en voz
remisa, no hay cuidado: es una crisis
moral, que pronto va á pasar. No hay
fiebre " Pasó en efecto ; pero las pri-
meras palabras de Antonio, fueron pala-
bras de maldición; una blasfemia. Ese
fué el término de la crisis, que, por lo
pronto, nos hizo creer que había degene-
rado en un delirio funesto. "¿Dios impla-
cable, formaste á la criatura para re-
24
crearte en sus tormentos ? ¡ Perezca el día
en que vi la primera luz !"
— ¡ Cómo es eso, hijo mío! gritó D. Pa-
blo. ¿Son dignas esas palabras horri-
bles de un hijo mío, de un hijo educado
en las máximas santas del cristianismo?
¿Piensas acaso, hijo infeliz, que los sufri-
mientos, que la angustia y el dolor de tu
padre, son inferiores á los que tú pade-
ces? ¿No me ves resignado con la vo-
luntad del Todopoderoso, y bendecirlo,
y adorarlo . . . . ?
Antonio interrumpió este discurso,
arrojándose á los pies de D. Pablo. "Per-
dón, Dios mío: perdón, padre mío" gri-
taba sollozando. ¡ Ah ! no puedo concluir
esta pintura.
De allí en adelante, la escena cambió.
A excepción de una ú otra ligera ráfaga
de exaltación, la voz, los ademanes y los
discursos de Antonio, eran tranquilos,
dulces y tiernos. Sus reflexiones eran
profundamente filosóficas; y cuando ha-
blaba del mundo, de la vida y de sus en-
cantos, se me figuraba oir oráculos y sen-
tencias de la venerable antigüedad. ; Qué
alma tan bella y tan sensible ! j Qué pér-
dida tan irreparable vamos á sufrir, mi
caro amigo! Puedes suponer cómo nos
hallaremos todos en este momento, en
que, por la novedad, nuestras almas no
pueden acostumbrarse aún á estas pri-
meras impresiones, tan tristes como pro-
25
fundas. Escusado me parece decirte cuál
es la situación del contristadísimo D. Pa-
blo. Figúrate lo horroroso de la enfer-
medad, el amor que tienen á Antonio to-
dos los suyos ; y por lo que tú experimen-
tes al sabes esta triste y lamentable his-
toria, podrás inferir lo que pasa en aque-
lla casa, antes morada de la paz, de la ale-
gría y del contento. ... y hoy. . . i#Pobr^. -
Antonio, mi querido Manuel, y pobres
nosotros que vamos á perderlo ! !
A las siete de la mañana me retiré.
Antonio me dijo que iba á descansar para
escribirte. Lo dejé profundamente dormi-
do, y yo vine á repararme algo de la ma-
la noche. He dormido en efecto cuatro
buenas horas, antes de concluir esta car-
ta, que comencé á escribirte ayer muy
temprano. Consérvate bueno, amigo mío.
Se me pasaba decirte que D. Pablo me
encargó te previniese, de su parte, que
realices, ó no, la última factura que te
remitió á esa plaza en la goleta de Cu-
pull, procures venir en el primer buque
americano que se te proporcione, si no
pudiese ser en la misma goleta de Cupull.
Nunca podrá verificarse esto antes de la
partida de Antonio para San Lázaro; pe-
ro de todos modos, es preciso que obse-
quies la insinuación de tu deudo y favo-
recedor D. Pablo, abandonando allí los
negocios, para que vengas á consolar á
26
este padre afligidísimo, que pronto va á
verse privado de su hijo.
Adiós. Si te escribiese Antonio, te in-
cluiré su carta dentro de la mía. Tu in-
variable amigo, que te espera cuanto an-
tes, para abrazarte y llorar juntos.
CARTA II.
Antonio á Manuel.
Mérida, 12 de Diciembre de 1823.
Manuel mío querido: acuerdóme, como
si hoy pasara el suceso, que siendo nos-
otros muy niños, nos llevó el negro Joa-
quín á una fiesta, que los frailes solemni-
zaban en San Francisco. Era de noche, y
en medio de las músicas, de los gritos de
júbilo, de los aplausos, y de un estrepito-
so repique de campanas, comenzó á ele-
varse un vistosísimo globo, inflado de
humo, y sembrado de luminarias y ban-
derolas. Era éste, sin embargo de senci-
llo, espectáculo muy raro entonces en la
ciudad. Todos anunciaban que el globo
se perdería en las nubes; y más de seis
mil personas coronaron las murallas de
la cindadela, y las azoteas inmediatas....
De improviso, una ráfaga de aire hizo
columpiarse al globo con violencia
cien rápidas oscilaciones siguieron. ... la
costilla» llena de betún y de materias in-
flamables, se volcó dentro del globo, y en
veinte segundos se inflamó aquel coloso,
so redujo ;i pavesas, y todo quedó sumido
on obscuridad espantosa, después de ha-
berse iluminado brillantemente la atmós-
fera. Las gentes se dispersaron en silen-
cio, y tú y yo llorábamos amargamen-
te, por(iue el globo había concluido su
carrera, cuando la comenzaba aún. Yo no
sc^ por cjué este suceso, tan insignificante
on si, hizo en mi alma tan profunda im-
presión : ello es que siempre le he recor-
dado ct)n un vago afecto de pavor y es-
panto. Acaso un fatal presentimiento me
anunciaba (lue en aquel globo debía ver,
sin coni]>ronderlo, la imagen ó la alegoría
do mi corta existencia.
'i'al vez te sorprenderá esta última es-
pecio, y la seguridad con que te la refie-
ro. Nada es. sin embargo, más cierto,
querido amigo. Has de saber que yo es-
toy ** lazarino," que tengo que abando-
narlo todo, pasar los pocos días que me
quedan en la tierra, lejos de cuanto he
amado en el mundo, y morir en el so-
litario hospital de San Lázaro, en medio
de los más agudos dolores y sufrimientos,
cubierto de miseria y podredumbre. ¡Tal
es la tristísima suerte que me espera ! ¡ Se
acabó todo para mí! La creación ha des-
29
aparecido súbitamente á mis ojos, en el
momento mismo en que yo comenzaba
á conocer y á apreciar sus bellezas. ¡ ¡ i Yo
estoy "lazarino!!!'' ¿Sabes tú todavía lo
que es un "lazarino?"' Figúrate un hom-
bre cubierto de pústulas malignas, que
destilan cierto licor acre y corrosivo, de
un fetor espantoso: la piel escamosa, y
sembrada de grietas: calvo, sin cejas, y
la nariz deprimida: las orejas prolonga-
das, los pies adoloridos, las manos con-
traídas, y hecho un volcán el cerebro. Allí
tienes un mal acabado retrato de lo que
viene á ser el infeliz acometido de esta
espantosa y mortífera enfermedad, para
la cual ; oh idea horrible ! no hay remedio
conocido. Imagínate al pobre "lazarino,"
que las leyes no pueden tolerar, por un
temor, fundado ó infundado, de que el
mal se comunique á otras personas, y se
generalice en la población : imagínate,
digo, al pobre "lazarino" en la flor de su
edad, arrebatado, por una policía vigilan-
te, del seno de sus padres y amigos, lle-
vado á un hospital lejano, aislado, casi
solitario, y en donde se come, conversa
y duerme con espectros, esto es, con los
demás "lazarinos," que esa misma policía
ha encerrado en aquel fúnebre recinto,
prohibiendo á todos el acercarse á un lu-
gar, de donde sólo pueden salir veneno,
contagio, pestilencia y muerte.... ¡Oh
Dios mío! He aquí un bosquejo de la si-
30
tuación de tu Antonio, de tu amigo y
compañero inseparable. Cuando vivíamos
juntos, hasta ahora pocos meses, entre-
gados al estudio y á la lectura, dibujan-
do hermosos paisajes, haciendo brotar
de la flauta torrentes de suavísima armo-
nía, llenos de salud, de vida y de conten-
to, ¿podrías creer, querido mío, que, den-
tro de tan poco tiempo, ese germen ho-
rrible, que se ocultaba en mis entrañas,
pudiese desarrollarse con tal rapidez,
mezclarse en la masa de mis humores,
rendirme de esta manera, y que de un
solo golpe arrancase del corazón mis pro-
yectos, mis ilusiones, mis goces, mi fe-
licidad y mi ventura?
Al despedirme del mundo para siempre,
he creído un deber mío el referirte, aun-
que tu alma sensible se contriste dema-
siado, mi situación actual, y los motivos
que la han producido. Voy á abrirte mi
corazón, como lo he verificado ya con
Melchor; pero te ruego que mientras vi-
va, que será poco tiempo, no reveles á
persona alguna los pormenores en que
voy á entrar, para ahorrarme la vergüen-
za cíe que sepan mis crímenes ; porque en
tal caso, mis remordimientos serían ma-
yores y más dolorosos, que los que ahora
experimento. Esto haría insoportable la
vida.
Recordarás, sin duda, que á pesar de
31
las observaciones de los maestros, para
quienes siempre fui dócil: de las amena-
zas de mis padres, á quienes he rendido
la veneración más profunda ; y de tus ad-
vertencias, que jamás he dejado de escu-
char con deferencia y estimación, yo en-
tretenía ciertas relaciones con aquel jo-
ven español, que vivía ahora tres años
en casa de D. N**, paisano suyo, que por
compasión lo había recogido, mientras le
era posible proporcionarle una coloca
ción, que ya comenzaba á ser difícil, por
las circunstancias políticas del país. Pues
este desventuraao me encontró un día en
la "Cruz de Gálvez," de una manera co-
mo casual, aunque á mí me pareció que
estaba en acecho en una callejuela inme-
diata, para abordarme á mí, ó al prime-
ro que se acercase. ¡ La fatalidad me esco-
gió para ser la víctima de aquel impío!
Entramos luego en conversación : me ha-
bló de sus padres, de sus amigos, de su
querida patria, de sus desgracias, y des-
pués .... de su pobreza. Supo apoderarse
tan bien de mi corazón, que desde aquella
hora le ofrecí mi amistad, mi bolsillo, y
todos los pocos medios que en su favor
podía emplear un hijo de familia como
yo. Su relato fué para mí tan interesan-
te, que á pesar de haberme suplicado, con
mucho calor, que no refiriese á persona
alguna su conversación, ni hablase á mis
padres de aquella nueva amistad, no me
32
atreví á sospechar de su' persona, ni de
su conducta. ¡ Me parecía tan sentido y
natural todo cuanto me dijo ! ¡ Qué quie-
res! ¡Yo era tan joven, tan sensible, y he
amado con tal ternura á todos m\s se-
mejantes! Yo no podía creer que mi ge-
nerosidad, mi confianza sin límites, pu-
diese suministrar recursos á un mahaí^o,
para perder á un joven inexperto, edu-
cado en la más rígida moral, sencillo, y
que no había hecho daño á mortal algu-
no. El libro del gran mundo, es un libro
abierto para todo el género humano ; pero
no todos podemos leer en él, ó, mejor di-
cho, no todos podemos comprender sus
provechosas lecciones, sino después de
una dolorosa experiencia. ; Hombre mal-
vado!; á él debo mis desgracias, mi en-
fermedad, y mis remordimientos: á él,
que sólo obtuvo de mí, cariíiO; amistad,
benevolencia y dinero. Ve escuchando y
horrorízate.
Pronto observaron las personas que se
interesaban por mí, que me hallaba liga-
do con aquel rnal hombre. Fue<?e que te-
nían algún antecedente de su conducta, ó
que, más suspicaces y experimentados,
acertasen en sus juicios cori más seguri-
dad, ello es, como recordarás, que mis
padres me hicieron serias demostracio-
nes, el doctor advertencias muy oportu-
nas, y hasta tú solías increparme. ¡ Injus-
ticia del mimdo! exclamaba yo: ¿es po-
33
sible que un infeliz, sólo por serlo, se
atraiga la aversión hasta de p-jrsorias sen^
satas? Entretanto, yo guardc?ba silencio.
Mis padres me parecieron demasiado es-
crupulosos, el doctor y tú impertir entes
ó alucinados. Así fué que, con precau-
ción y reserva, yo me dejé arrastrar de mi
natural inclinación : estreché más y más
mi amistad con aquel desventurado, que
reputaba víctima de su desgracia; y con-
tinué en su trato, dándole con afecto y
cariño todo cuanto necesitaba.
Díjome un día que era casado, y que su
esposa, en unión de una hermana que
siempre la había acompañado, estaban
á punto de llegar.
Yo creo que ese hombre vio la sorpre-
sa pintada en mi frente. Por la primera
vez, dudé algo de la smceridad de su len-
guaje anterior. En efecto: en los minu-
ciosos relatos que de su vida y aventu-
ras me había hecho, jamás me había in-
sinuado la especie de que fuese casado;
antes al contrario, yo me figuré, por lo
que me decía frecuentemente, que su
emigración y desgracias le habían impe-
dido realizar su matrimonio con una
doncella valenciana, á quien amaba con
mucha ternura. Verdad es que nunca en
este punto había sido muy explícito; pe-
ro como por sus palabras yo había lle-
gado á entenderlo así, después de me-
ditarlo un momento, le hice, del mejor
34
modo posible, la observación que me ocu-
rría.
— j Ah ! sí, es verdad, me dijo : confieso
humildemente que no le he hablado á us-
ted con la franqueza y claridad que de-
bía; pero, amigo querido, atribuyalo us-
ted á lo que guste, menos á desconfian-
za, ni á ningún otro siniestro motivo. ¡ He
recibido tantos golpes, tantos desenga-
ños funestos! Esa doncella es mi esposa,
ha llegado á la Habana en solicitud mía,
porque la informé de nii venida á la Amé-
rica, sin designarle el punto: felizmen-
te, ó no sé si por mi desgracia, no ha fal-
tado quien le manifestase que yo estaba
en Yucatán, y acabo de recibir, por con-
ducto de un amigo mío, esta carta, que
puede usted leer si tiene alguna duda.
Sacó de su cartera un pliego, que yo no
quise examinar por miramiento. Pero él
se empeñó en leer su contenido, supli-
cándome lo escuchase. Era una carta muv
sentida y apasionada de la que él llamaba
su esposa, quien le decía, en conclusión,
que en el primer barco se dirigiría á Si
sal.
— Suponga usted, amigo de mi alma,
me dijo concluyendo la lectura de la car-
ta, la sorpresa que esta novedad me ha
causado, y el compromiso en que irremi-
siblemente voy á verme, sin recursos, sin
conexiones, y sin tener á quien confiar-
me.
35
Había en este modo de decir, cierto
aire algo villano, q'ue me desconcertó un.
tanto. Sin embargo, hice un esfuerzo so-
bre mí mismo, diciéndole:
— Usted sabe que, aunque mis padres
son medianamente ricos, yo no puedo
disponer, sino de lo poco que debo á su
bondad, y empleo en mis inocentes di-
versiones. Cuente usted, no obstante, con
lo. que yo tengo ahorrado, que todo lle-
gará á doscientos pesos: es algútT auxi-
lio, y ¡ojalá pudiera proporcionarle ma-
yor suma!
— ¡ Oh, mi querido amigo ! Bendita sea
la Divina Providencia, que, por medio de
un joven tan sensible y generoso, se
digna protegerme, y velar por las cria-
turas abandonadas. Yo doy á usted, ami-
go incomparable, un millón de gracias,
por el auxilio que me ofrece, y espero en
Dios que muy pronto he de mostrarle to-
da la extensión de mi profundo reconoci-
miento.
Y me tomaba la mano, la besaba, me
abrazaba, y lloraba á lágrima suelta.
Al día siguiente, puse en sus manos
trece onzas de oro, y marchó á Sisal en
busca de su esposa, que debía llegar de
un momento á otro. Al partir volvió á
encargarme la mayor reserva, y me dijo
que había amueblado una casita, en una
calle poco frecuentada y lejana. Jamás se
me ocurrió preguntarle el motivo de no
36
traer públicamente á su esposa, presen-
tarla en la sociedad, y vivir con ella sin
misterio, en un país en donde nada abso-
lutamente tenía que temer. De él nació
el decirme, en nuestra última entrevista,
que no lo haría tan pronto, porque aun
no había podido colocarse debidamente;
y que mientras esto no sucediese, el ex-
ponerse á perder el arrimo de su viejo
paisano, que lo protegía, era para él ima
desgracia irreparable, en el estado ^-
tual de sus negocios. Nada me ocurrió
contra una resolución, que me pareció
tan natural y tan plausible; y lejos de
eso, yo mismo le. di algunas instruccio-
nes, para guardarse mejor de ser visto y
observado.
Pasaron ocho días. Al cabo de ellos re-
cibí un billete de mi amigo, en que al dar-
me la noticia de su feliz llegada, en unión
de su esposa y la hermana de ésta, me
enviaba, á la vez, la dirección de la casa
en que se habían alojado, suplicándome
que pasase á verlos, tan luego como me
fuese posible. No pude resistir á un mal
reprimido sentimiento de curiosidad, vSi
así quieres llamarlo ; y pronto corrí en
busca de los recién venidos. ¡ He allí mi
perdición, y mi muerte ! Mi falso amigo
me presentó á aquellas dos funestas mu-
jeres, que emplearon en mi obsequio las
palabras más dulces, y más lisonjeras á
mi amor propio; á ese amor propio, que
37
tan frecuentemente nos ciega, llevándo-
nos después á los bordes de un precipi-
cio, para arrojarnos y sumirnos en él pa-
ra siempre jamás. Yo no puedo expresar-
te hoy la vivisima impresión que me cau-
só la vista de aquellas dos sirenas enga-
ñosas. Paulina, la que se llamaba esposa
de mi pérfido amigo, tendría veintitrés
años; y Juanita, su hermana, como die-
cisiete. Criaturas hermosísimas, y de una
locución tan dulce y melodiosa, que des-
de aquel momento me sentí arrebatado,
involuntariamente, á una esfera desco-
nocida, llena de voluptuosidad y goces in-
explicables. Juanita, sobre todo, me hi-
rió tan vivamente, que desde aquella ho-
ra de maldición, le entregué mi alma, mi
amor, mi vida, mi conciencia, y poco des-
pués hasta el honor. Compadécete
de mí, y permíteme que pase ligeramente
sobre algunas escenas, que no puedo re-
cordar sin ruborizarme y estremecerme.
Sólo te diré, para que puedas quedar en-
terado, reservando á tu penetración todo
lo demás, que en aquella casa me hicie-
ron jugar el dinero de mis padres, y per-
derlo, y encenegarme en la lascivia, y en
todos los desórdenes consiguientes. Yo
robé dinero á mi padre, y una multitud
de alhajas preciosas á mi madre; llegan-
do al extremo de hacer vender hasta mis
libros y ropa de uso. Creo que ninguno
Hospital-^
38
se apercibió de lo que ocurría, porqtif*
este drama inmundo pasó con la mayor
rapidez. En solo quince días, entregué
en manos de aquellos verdugos infames,
totlo cuanto tenía yo de más noble y re-
comendable, siendo tal mi deslumbra-
miento y mi frenesí, que en ese espacio
transcurrido, no pude, ni quise hacer una
sola reflexión, sin embargo de sentir que
el torrente me arrastraba, me arrebataba
y me lanzaba hasta donde no podría cal-
cular... ¡ay de mí!.... hasta el hospi-
tal de San Lázaro.
Amaneció un día. No fué un día de des-
engaños, que harto desengañado debía
yo estar ; sino día de lección tremenda.
Me dirigí á casa de mis falsos amigos,
de mis cómplices en el crimen. Llamé á
la puerta... nadie vino á abrirme. Una
especie de terror involuntario se apoderó
de mí. Clavado en aquel sitio, mil ideas
horribles me asaltaban. A mis reitera-
dos c^olpes, una mujer anciana, que vivía
en la casa vecina, asomó por la venta-
na su arrugado y fatídico rostro. "¡Ah!,
gritó al verme: hace una hora que le es-
toy esperando : los huéspedes han partido
á media noche. Aquí tiene usted un bi-
llete que me entregaron para darle. Con
que, buenos días, caballerito. Si tuviese
usted necesidad de mí, ya su cofrade,..
y sus conocidas.... habrán dado á us-»
ted buenos informes de mi establecimien-
39
to, y de lo bien que sirvo á los amigos.
Eso sí: en mi casa se juega limpio: yo
no admito más que gente decente." Ma-
quinalmente tomé el billete, que me alar-
gaba aquella infame y asquerosa bruja.
Estaba yo petrificado de horror ... la ira
me sofocaba... ¡quién sabe lo que yo
hubiera hecho, si en aquel momento la
mano divina no me hubiera detenido! Re-
flexioné unos minutos, eché el billete en
el bolsillo sin leerlo, cerró la malvada
vieja su ventana gruñendo entre dientes
yo no sé qué palabras obscenas, y corrí
á casa á encerrarme en mi cuarto. Un
poco más sereno, rompí el sello de la es-
quela, que aun conservo, y leí lo siguien-
te:
"Pobre mozo. La estación de los nor-
tes ha pasado. Me urge ir á cierta guari-
da de la costa, en donde tengo á cubier-
to, hace cinco meses, mi pequeño guairo.
Mi gente debe estar ya reunida, para sa-
lir mañana á la mar. Yo soy, si no lo ha
comprendido bien, lo que en buen espa-
ñol acostumbramos llamar "un pirata."
Suelo divertirme en tierra con algunos
tontos, como lo he hecho con usted ; pero
mejores presas me propr.rciono ' á bordo.
Voy, sin embargo, á dar á usted un con-
sejo, siquiera porque nos ha tratado co-
mo á cuerpo de rey. A usted le ha veni-
do «i cuento enamorarse de la dianche de
Juanita,. f|ue es una^de mis damais de ho-
40
ñor. No es usted capaz de comprender
todavía el mal que se ha hecho. Tome»
pues, una buena dosis de mercurio: caré-
nese bien, á ver si en el año entrante
])u<.'de navegar, aunque ¿ea en bandolas.
Saludos de la gente franca, y mahde en
su amigo. — ^Jnan Cniyés.'*
En el lance pesado que acababa de
ocurrirmé, yo me figuré que aquel bár-
baro habia empleado conmigo hasta la
quinta esencia de la más refinada mal-
dad; pero nunca, jamás, llegué á creer
que el infame llevase hasta ese punto su
atroz y odiosísima conducta. Yo estaba
pasmado, me sentía sobrecogido de nn
pavor mortal, porque tantos crímenes
juntos me parecían superiores á lo más
salvaje é indigno, que un hombre dado
de la mano de Dios podía inventar.
j Monstruo ! Yo le había dado mi amis-
tad con la mejor fe del mundo. ... y él
se recreó en causarme los más indecibles
tormentos. Veía yo en esto un castigo
del cielo ; pero, ¡ Santo Dios !, yo no fui
culpable sino al fin,; y antes de llegar á
él, la trama estaba urdida, y mi perdición
acordada: ¿por qué, Dios mío, por qué?...
Una fiebre ardiente me acometió aquel
día. Recordarás bien, sin duda, aquella
fiebre. Dancourt penetró algo en medio
de mi delirio, se sentó á la cabecera de mi
cama, prohibió la entrada en mi aposento
á todo el mundo, y ese amigo incompa-
u
rabie se encargó de mí, casi exclusiva-
mente. A los veinte días estaba yo fuera
de peligro, y sin insinuarme cosa algu-
na directamente, se manejó el doctor de
tal manera conmigo, escogió ciertas fra-
ses para ilustrarme, y empleó tales me-
dios, en fin, que muy pronto recobré mi
antigua calma, mis habitudes y mis ami-
gos. Sólo me quedaban la vergüenza y los
remordimientos, cuando me hallaba á so-
las conmigo mismo. La lectura y el es-
tudio me dejaban poco tiempo, felizmen-
te, para pensar en la burla cruel del falso
amigo, y en las consecuencias que debía
temer.
í Consecuencias que muy pronto co-
mencé á experimentar! Yo me vi enton-
ces de las criaturas más afligidas. Era
repugnantísimo para mí manifestarme á
persona alguna, y estaba resuelto, más
bien á sufrir la muerte, antes que hacer
saber mi debilidad y mis crímenes ver-
gonzosos, á aquellos individuos que sólo
habían visto en mí un joven irreprensible.
Algo de orgullo, y más de imprudencia,
había en este partido desesperado; pero
ya sabes que tras de un abismo viene
otro abismo. Mi dfestino había de cum-
plirse. Una á una comenzaron á aparecer,
sucesivamente, todas las enfermedades
venéreas más asquerosas. En mi propó-
sito de no descubrirme, para sufrir una
curación formal, no me quedaba más que
42
un partido, y lo adopté ciegamente. Con
la mayor reserva me puse en manos de
un insigne libertino, que me hacía des-
aparecer, sucesivamente, con sus men-
j urges las enfermedades, los síntomas y
sus vestigios; de tal manera, que ni aun
el doctor llegó nunca á sospechar cosa
alguna. Pero en fin, el progreso de los
males parecía indefinido, pues no bien
desaparecía uno, cuando venían otros en
pos.
Habrá cosa de tres meses que el doc-
tor observó, por casualidad, que yo tenía
una úlcera pequeña y casi impercepti-
ble, en uno de los ángulos lacrimales. Me
miró fijamente, me apretó la mano con
ternura, y me dijo con voz inelancólica.
"i Antonio, mi querido Antonio ! tú estás
malo, muy malo, mucho más de lo que tú
crees tal vez. Adopta un método, que voy
á escribir ahora .mismo, porque Igi cosa
urge: sigúelo con escrupulosidad, vuela
á encerrarte en la hacienda de. tu familia,
y llevarás una carta para el cura del pue-
blo inmediato,, que es wn cura sumamen-
te caritativo é inteligente en estas enfer-^
medades»" Al oir este lenguaje, me quedé
pasmado de terror. Guardé silencio, por-
que no me ocurrip i>ada que decir, Al día
siguiente, muy temprano, me puse en
marcha para la hacienda.
El cura, á quien, dirigí, la carta del doc-
tor, por medio de un sirviente de la fin^
, ; • ' 43
ea, vino á verme á los dos días. Hombre
franco, estudioso y sensible, su ministe-
rio, sin embargo, lo había familiarizado
de tal suerte con las miserias de la pojare
humanidad, que en sus maneras brus-
cas, y discursos raros, no parecía sino un
clérigo duro y de una indiferencia estoi-
ca.
— "Buen amigo, aquí me tiene usted
á sus órdenes ;" fué el preámbulo de aque-
lla primera visita del cura, qvie me tendía
la mano, después de haberse despojado
de la turca, y de una mala chaqueta de
mahon.
— A las de usted, venerable señor r^iío.
Tomé usted esta silla para descansar.
— No. ... yo prefiero, con licencia de
usted, esta suave y magnífica hamaca, que
me parece de pita. ¿A ver? sí, de pita, y
de pita excelente. Una hamaca semejan
te sería artíctüo de contrabando en la
casa cural de mi parroquia.
— Puede usted disponer de ella, señor
cura: yo tendría mucho gusto. . . .
— ¡ Ah, no, qué disparate ! Si en mi ca-
sa nunca dura, buena ó mala, ninguna
hamaca. Luego, luego se la lleva algún
pobre enfermo que carece de un mueble
tan usual y necesario como éste. Apropó-
sito de enfermos, Dancourt me dice
acerque, acerque usted su silla. ... el pul
so ¡ eh !
Me examinó en seguida la lengua, el
44
aliento, y después de haber estado mirán-
dome de hito en hito, prosiguió su inte-
rrumpido discurso.
— Bien: es decir, mal. Porque usted es-
tá enfermo.
— Algo me había dicho el doctor.
— ¿Algo no más? Pues usted lo que
tiene es un "gálico mal curado."
— "i Gálico mal curado ! !"
— jEh! ¿por qué se asombra?: ¿quién
ha de saber mejor que usted...? digo,
si es que lo sabe.
— Señor cura, por Dios: díg^^e cómo
he de sanar: déme usted un remedio.
— I Un remedio !. . . . ya. . . puede tener
remedio .... aunque para eso se necesita
el concurso de muchas circunstancias
Si no fuese posible no hay más que
resignación. También los "lazarinos" sue-
len vivir mucho.
— ^¿Será posible, padre mío, que yo
venga á terminar en "lazarino ?'^ "¡ La- i
zarino !" '
— Tan posible, que, mejor dicho^y sin '
rodeos, ya lo está usted completamente. i
No tengo valor para recordar lo que
entonces me pasó. Lloré á grito herido,
me abracé con aquel bendito cura, él me
consoló como mejor supo, y no~me ha
abandonado en todo el tiempo que per-
manecí en la hacienda. Me parece excu-
sado decirte que, á pesar de los cuida-
dos del cura, del régimen que me pres-
J
45
cribió el doctor, y de mi empeño deci-
dido de recobrar la salud, nada pude con-
seguir. De día en día he ido agravándo-
me : los médicos de aquí me han visto y
examinado, y ya me han notificado la
sentencia de muerte que he de sufrir, y
muy pronto, en el hospital de San Lá-
zaro. No me queda otro arbitrio, que re-
signarme con mi suerte, y pedir á Dios
fortaleza y conformidad.
Ya he cumplido con los deberes de
amigo, refiriéndote esta horrible desgra-
cia, con todos sus precedentes. Me voy,
mi queridísimo Manuel, me voy á San
Lázaro. No volveremos á vernos nunca,
jamás. El destino ha levantado una mu-
ralla de bronce entre este pobre leproso,
y todos los objetos de su cariño. Pero á
lo menos, nos escribiremos: ¿no es ver-
dad? Rociarás mis cartas con vinagre y
cloruro, y podrás librarte del funesto con-
tagio. Ningún objeto de mi uso puedo
dejarte, en memoria de nuestra antigua
y sincera amistad, porque todo pertenece
á un "lazarino." ¡ Adiós ! él ha
permitido que no estuvieses presente al
tiempo de salir de casa ... en procesión
fúnebre .... para el sepulcro por-
que no se multiplicasen mis angustias . . .
¡ Adiós, otra vez ! Sé feliz, y recuerda
siempre que tuviste un amigo que te amó
con ternura .... ¡ Manuel mío ! ! mis lá-
grimas . . . . ¡ ah, no puedo ! Adiós.
• i
CARTA III.
Melchor á Manuel.
Mérida, 30 de Diciembre de 1823.
¡ Consumóse^ en fin, la tan temida ca-
tástrofe! Antonio partió ayer al hospital
de Saii Lázaro, y nosotros hemos queda-
do sumidos en la más profunda desola-
ción. Se parece la de D. Pablo, á una casa
mortuoria y enlutada ; pero Antonio mar-
chó con la misma serenidad, con que un
hombre, resignado enteramente á la vo-
luntad divina, acata y obedece los altos
designios del cielo.
Felizmente, la enfermedad se había es*
tacionado desde algunos días antes, en
fuerza del régimen curativo que prescri-
bieron los médicos. Antonio pudo así, en
esta tregua que le concedió el mal, reu-
nir todas sus fuerzas físicas y morales pa-
ra soportar, con valor y denuedo, el
amargo trance que le esperaba. Mientras
4a
que todos nosotros vertíamos, en silen-
cio y á hurtadillas, copiosas lagrimáis,, «él
solo aparecía imperturbable, tranquilo^. y
algunas veces franco y jovial. Yo* creo,
sin embargo, que de noche, cuando se
encerraba y se separaba de nuestra vista
y cuidado, cuando se encontraba solo y
frente á frente con su horrible situación,
con sus recuerdos y con su fantástico
porvenir, entonces, daría rienda suelta á
su intenso dolor ; porque es imposible que
en su imaginación de fuego, en su sus-
ceptibilidad tan viva, dejase de obrar po-
derosamente el influjo de una posición
tan singular, y á la cual estaba muy lejos
de creer que llegaría. ¡Tan rara y capri-
chosa le parecerá sin duda! Asi nos lo
daban á entender, en algunas mañanas,
su mirar sombrío y melancólico, su voz
hueca y entrecortada, y la irritabilidad
de su ánimo. Pero estos episodios eran
cortos, momentáneos, y sin mayor ex-
presión; porque si D. Pablo en sus ade-
manes, en su acento y en todo cuanto
practicaba, á vista de su hijo, daba se-
ñales de resignación y sangre fría, no era
menor el afán de Antonio en disimulat
sus pesares, en presencia de su infeliz
padre. Ambos, segiin entiendo, sólo apa*
rentaban valor. Esperemos en Dios que,
á la larga, lleguen realmente á obtenerlo,
porque de lo contrario, uno y otro serían
víctimas de la más extremada desespera-
49
ción. Puedes figurarte cuan triste y aflic-
tivo seria mi papel en una escena, que se
repetía á menudo. Con ambos tenia que
ñngir impasibilidad, cuando yo estaba su-
friendo una cruel agonía, un horrible
martirio, que se redoblaba más y más,
al observar que hasta los parientes y los
amigos más íntimos de la familia, esqui-
vaban la casa de D. Pablo, y huían de
ella, como podría huirse de un lugar in-
mundo y pestilente. Los únicos, además
del incomparable doctor y yo, que jamás
abandonamos al padre y al hijo, que vi-
sitaron con asiduidad, cariño y benevo-
lencia al pobre enfermo, fueron el cura
V***, el padre Suárez, y el venerable cu-
ra de Temax D. Manuel Jiménez, nues-
tro sabio y virtuoso maestro de gramá-
tica latina, y que, desde el fondo de su
prisión de estado, inculcó á Antonio las
filantrópicas máximas, que hoy sirven de
base á su carácter dócil, amable y tole-
rante, que apenas se ha alterado con la
enfermedad. Todos los demás, no han
dado muestras de saber lo que ocurría
en aquella mansión de penas y dolores.
Una especie tan chocante, como odiosa,
no pudo escaparse de la fina penetración
de Antonio.
— ¡Ves, Melchor, díjome un día, cómo
el mundo, este mundo ruin y miserable,
me da nuevos motivos para no sentir su
pérdida ! En otro tiempo, mi cass^ era muy
1^
5<*
frecuentada, y considerada por
Los (jiie á ella coiicurriaii. y se llamaban"
amigos, me rendían mil obsequios y mi-
ramientos. Hoy es diferente: El ídolo
se ha convertido en monstruo, el apuesto
mancebo en vestiglo, y el amable Anto-
nio en un asqueroso "lazarino." Enton-
ces, lodos huyen del monstruo, del vesti-
glo, y del leproso. ¡ Qué mundo. Dios mío,
qué mundo!
— 1 Tienes tal modo de ver las cosas 1
Me parece que hay demasiado con los
males positivos que sufres, Antonio mío,
para que vayas á creártelos facticios. ¿Por
qué, pues, te atormentas así, y fijas la
consideración en lo que no vale la pena?
¿No estamos á tu lado, los que te ama-
mos con sinceridad, sin abandonarte?
¿No procuramos, en lo que cabe, dulcifi-
car tus amarguras, y aliviar tus pesares?
¿Qué te importa lo demás?
— Bien dices, es verdad; y sabe el cielo
cuánto agradezco, en lo más intimo de
mi corazón, todo lo que mis amigos ver-
daderos hacen por mi. Dios los bendiga
á todos. Yo no me quejo, ni me lamento,
por la conducta de los que antes aparen-
taban estimarme, ni por la friaklad é in-
diferencia de mis parientes: no. Quizá, yo
mismo, no estaría libre de obrar del pro-
pio modo, en circunstancias idénticas. Pe-
ro me indigna, amigo mío, me indigna ex-
traordinariamente el conocer, aunque de-
51
masiada tarde, que esta misma sociedad que
huye de mí, sin curarse de la villanía que
encierra tal proceder; esta sociedad que
se horroriza al saber mi dolencia, que me
proscribe de la manera más fría y salvaje*
confinándome á un hospital solitario, ha-
bría, sin embargo, tolerado mis crímenes
por mayores que fuesen, y tal vez los
habría aplaudido. Me maldicen porque es-
toy leproso. Fuera yo un libertino consu-
mado, y los verías canonizarme.
— i Oh, no! ¡Qué trastorno de ideas,
mi querido Antonio! Te dejas arrebatar,
y juzgas á tus prójimos con demasiada
severidad, lo cual proviene del natural
disgusto, que debe causarte la indiferen-
cia ó necedad de algunos impertinentes,
en quienes no debías ni pensar, sino para
compadecerlos y perdonarlos. Sí, debes
hacerlo así. Tú tienes bastante cordura y
buen seso, para conocer lo que puede una
preocupación en ánimos vulgares, y aun
en los que no lo son. ¿Qué quieres, pues?
Dícenles que tu enfermedad es contagio-
sa, y huyen porque temen infestarse.
¿Quién les persuade de otra cosa?
— Tienes razón, querido Melchor, tie-
nes razón. No la hay, ciertamente, para
obligar á otros á hacer algo, que pudie-
sen ver como un sacrificio costoso. Y lue-
go ; ¿ para qué ? ¿ Qué utilidad me resulta-
ría de ver atormentarse á los demás, tan
solo, acaso, para verlos representar, de-
52
lante de mí, el ominoso papel de aquellos
amigos que ejercitaron la paciencia del
más paciente de los hombres? Te repito
que tienes razón ; pero ¿ mi pobre é infeliz
padre también está "lazarino?" ¿No hay
quien consuele á ese desventurado ancia-
no? ¿Tan pronto se han olvidado los mul-
tiplicados benehcios, que derrama siem-
pre sobre todos los desvalidos, que im-
ploran su bondad? ¿No hay compasión
para ese hombre?
Hablaba ya con tal vehemencia y exal-
tación, que temí, por algunos momen-
tos, que volviese á caer en sus anterio-
res arrebatos; pero no pasó de allí. Sus-
piró, y luego, luego, recuperó su serení-
dad, y seguimos hablando pacíficamente,
Don Pablo escribió oportunamente á
su corresponsal de Campeche, encargan--
dolé, con particular empeño, que dictase
todas las medidas conducentes, á fin de
que no faltase á Antonio cosa alguna, á
su llegada al hospital. Nada ha dejado
de hacerse, con el objeto de que no vaya
á echar de menos las comodidades de su
casa, en lo que cabe. Libros, pinturas,
muebles decentes, y cuanto pueda ser-
virle de utilidad ó recreo, todo se ha dis-
puesto de antemano. D. Pablo está muy
satisfecho y consolado, al ver cumplidas
fielmente sus órdenes.
La ocupación de Antonio, en los últi-
mos días de su permanencia en casa, fué
53
niuy noble y filantrópica. Repartió, p ^r
conducto del cura Jiménez, una multitud
de limosnas á viudas y huérfanos desva-
lidos: encargó que se comprasen libros
para estudiantes, pobres : hizo que su pa-
dre condonase la mitad de sus deudas, á
los infelices indios, que sirven en la ha-
cienda : distribuyó una gruesa suma en-
tre los criados domésticos; y rogó á D.
Pablo, que otorgase carta de libertad al
"cg^ro Joaquín y á sus dos hijos. Todo se
hizo al pie de la letra, y con la mejor vo-
luntad del mundo. D. Pablo parecía el
ejecutor testamentario de su hijo.
La víspera de su partida, me leyó al-
gunos pasajes de las "Harmonies de la
nature" de Saint-Pierre. Yo le vi enter-
necerse extraordinariamente. En seguida
tomó su flauta, que en los días anteriores
ni siquiera había mirado: tocó, largo ra-
to, unas variaciones muy tristes y me-
lancólicas: ejecutó después la patética
marcha de Luis XVI, luego la animadí-r
sima de Riego, y terminó con una ex-
travagante variación de notas y tonos,
que no producían armonía ninguna. Rom-
pió, al cabo, en mil pedazos el instrumen-
to; y haciendo traer un gran brasero,
arrojó al fuego aquellos fragmentos, con
una multitud de papeles de música, dibu-
jos, cartas y apuntes. Todo lo vio consu-
mirse lentamente, sin la menor muestra
Hospital— 4
54
de emoción; pero sabe Dios los pensa-
mientos y los recuerdos que, en aquel
momento, se cruzarían en su mente. Un
solo papel reservó para sí con mucho cui-
dado, y yo creo que era el billete fatal do
aquel infame pirata. Nada le pregunté,
ni me pareció conveniente interrumpirlo
en aquel desahogo, que era, sin duda, el
postrer "adiós" á sus recuerdos é ilu-
siones.
Por la noche, el doctor y el padre Suá-
rez se llevaron á D. Pablo; y aun hoy
hubo de volver á casa, renovándole, al
entrar, todas las heridas de su corazón, el
llanto y los alaridos de la familia. Yo, el
negro Joaquín y tres domésticos, debía-
mos acompañar á Antonio hasta las in-
mediaciones del hospital; pero al verme
listo y dispuesto para emprender la mar-
cha, se opuso tenazmente, suplicándome,
con la mayor vehemencia y expresión, que
no abandonase á su padre en manos de
su propio dolor. En vano le hice ver que
D. Pablo quedaba bien acompañado,
mientras yo volvía, ó tú llegabas: nada,
él insistió tenazmente, y tuve el amargp^
sentimiento de no llevarlo al término de
su viaje fatal.
Al tiempo de abandonar la casa de sus
mayores, entendió que D. Pablo estaba
ausente. Mostró mucha conformidad, y
me dijo que mejor era así. Penetró enton-
ces en el dormitorio principal, se arro-
55
dilló al pie de un Crucifijo, hizo una ora-
ción tierna y fervorosa, besó con respeto
la cama en que nació y en la cual espiró
también hace pocos meses Doña Felipa,
echó una rápida ojeada sobre todos los
muebles antiguos que adornaban aquella
estancia y "vamos" dijo sin inmu-
tarse. Acercaron la litera, me apretó la
mano, y. . . partió.
Sí, y partió nuestro pobre amigo, para
no volver jamás.
Antonio á Manuel.
San Lázaro, 17 íle Enero de 1824.
Querido mío. Comienzo á reponerme
del profundo abatimiento en que habia
caido. En poco más de un mes, ocurrie-
ron tales cosas, y tan espantosas, á mi
triste existencia, que no puedo compren-
der todavía, cómo no he sucumbido bajo
el peso de tantas impresiones funestas.
Ya lo ves : estoy vivo, y en aptitud de ha-
. certe un relato de mis penas y Sufrimien-
tos. Aun me admira más la fortaleza sin
igual, que debo á la Divina Providencia,
en una situación, que sólo puede sentirse,
pero no describirse. El recuerdo sólo de
los precedentes que, por sus pasos con-
tados, me han arrastrado á este lúgubre
recinto, demanda un valor á toda prueba:
y yo tributo humildemente un sin fin de
58
gracias al Señor Dios, que se ha dignado
atribularme, es verdad, pero que, sin em-
bargo, dejando caer gota á gota un bál-
samo saludable de consuelo sobre mi co-
razón, me permite ahora abrirlo entera-
mente á tu sensible amistad. Yo bien te
lo decía, querido amigo: no nos veremos
nunca, jamás; pero nos escribiremos,
hablarán nuestras almas. Eso me basta,
y me hará llevadera esta vida de dolor
y de amargura.
Considero que estarás yc^ al lado de
mi anciano y afligidísimo padre, para
consolarlo de la pérdida de este pobre y
llorado hijo, que al labrar él propio su
desgracia, preparó la de una persona tan
respetable por mil títulos. Llora con él,
Manuel mío: infúndele valor, y hazle ol-
vidar, si es posible, que su hijo sufre y
padece, porque si en efecto yo sufro y pa-
dezco, mía es la culpa, y no hay razón
para que ese varón justo conlleve la pena
que he merecido. Duéleme ver, por sus
cartas, cuál fué su angustia al enterrar
me vivo; pero si yo padezco por él y por
mí, puedes figurarte la intensidad de mi
dolor. Mis cartas, pues, serán una crónica
muy triste. ¿Cómo evitar el que se refleje
en ellas la situación de mi espíritu? Voy
á darte cuenta de todas mis impresiones,
desde que salí del hogar paterno, y verás
que los más graves é intensos males de
la vida, suelen dar tregua al corazón para
59
dilatarse, y recibir, como un rocío salu-
dable, algún consuelo y alivio. Esto es
demasiado para un pobre leproso.
Pasé por varias poblaciones, y por los
suburbios de Campeche, bien acompaña-
do ; pero Joaquín y su hijo mayor, sin
valor para despedirse de mí, desapare-
cieron, como por encanto, cuando yo ne-
cesitaba más de sus consuelos, quiero de-
cir, al pisar estos umbrales de la muerte.
No sabré decirte cómo hice este viaje
funesto. Yo creía que me arrastraban por
los cabellos, que mi cabeza se destro-
zaba sobre las piedras. Todo pasaba, á
mi vista, como un panorama fúne-
bre. Mi cerebro era el cráter de un
moribundd. Experimentaba un males-
tar indefinible, y me parecía que una ví-
bora chupaba, saboreándose, toda la san-
gre de mis venas. En fin, llegué á San
Lázaro, en donde ya me esperaban. Aquí,
mis días serán días de miseria; exclamé,
y mis noches, horas de tribulación sin
reposo ... La maldición de Dios ha caído
sobre mi cabeza, y mi existencia va á ser
ya una carga insoportable y odiosa
¡ Existencia horrible, sombría y agitada,
como la noche de una tempestad, formi-
dable como el infierno!
Entré, y apenas me atreví á dirigir una
mirada sombría sobre el magnífico es-
pectáculo del mar, que dejaba á mis es-
paldas. El capellán me tendió su mano,
\ y apretó una de las mias con un ademán
de cordialidad y franqueza tan expresi-
vo, (|ue por primera vez» después de mi
v^alida de Mérida, una lásifrima, que sentí
helada, rodó por mi ardiente mejilla. Sa-
ludé, con. palabras entrecortadas, al ad-
ministrador, á quien reputaba yo como
mi carcelero : y sin dirigir la vista á parte
alí»ima, me dejé giiiar hasta un aposento
limpio y capaz, que habian preparado, de.
antemano, los amigos de mi padre, á fin
de hacerme más llevadera esta mansión
de podredumbre y miseria. Pocos mo-
mentos desames, la noche cerró del todo,
y el cansancio y la fatiga me rindieron,
de tal suerte, (|ue caí en im sueño, pro-
fundo en verdad, pero doloroso y angus-
tiado, como es, sin duda, el sueño de to-
dos los infelices condenados á este en-
cierro.
Cuando abrí los ojos, era ya de día.
Primer día en la tumba. Tal fué la idea
que me ocurrió al momento, idea que
fué acompañada de un impetuoso to-
rrente de lágrimas; pero aqueí no era
entonces el llanto convulsivo de la deses-
])eración, sino el llanto triste y melancó-
lico, i[UQ va causando lentamente, la me-
ditación sobre las miserias de la vida
del hombre. Hasta ahora poco era yo
feliz, é ignoraba casi la existencia del
hos]Mtal de San Lázaro. ¡ Cuan lejos me
consideraba de ser, muy pronto, uno de
6t
sus habitantes! Deslizábase suavemente
mi existencia sobrq un césped florido, y,
I ay de mi ! no sentía, no conocía que iba
á hundirme en un '*-;>an:'iso abismo....
Mi cabeza quedó un poco despejada, el
ánimo más tranquilo, y hasta mis entor-
pecidos miembros parecían más sueltos y
flexibles.
Abrí la puerta de mi aposento.
¡Oh, Dios mío! ¿Por qué reducir al
hombre, obra admirable de la creación,
á un grado tal de abyección é inmundi-
cia? Fijé, como fascinado, mis pavorosas
miradas sobre un grupo de espectros,
que se arrastraban, con dolorosa lenti-
tud, en ima larga y ancha galería, sobre
la cual daba la puerta de mi aposento.
Aquellos fantasmas, me parecían articu-
lar sonidos extraños: su fisonomía, sus
ademanes, sus miradas, y hasta sus más
leves movimientos, me parecieron tan
inusitados, tan horribles y tan chocan-
tes, que hube de quedarme mudo de es-
panto, y como petrificado, sin poder
avanzar un solo paso. Aquellos miembros
contraídos y cubiertos de corrupción ;
aquellos ojos desencajados y rodeados
de un círculo lívido y sembrado de grie-
tas; aquellas bocas desgarradas y hume-
decidas con sangre pestilente ; aquellas
narices taladradas, y á cuyo través pare-
cía registrarse hasta los sesos; aquellas
orejas disformes y berrugosas ; y aquellos
62
pies hinchados, muchos de ellos hasta el
grosor como de una cqlumna.... ¡Oh!
aquel conjunto excedía, con mucho, á
todo lo que yo pude haber imaginado.
"Mire usted los estragos que qausa e!
vicio," me dijo uno de aquellos infeli-
ces, que pasó junto á mí. Yo no tuve va-
lor para contestarle esas ominosas pala-
bras de salutación á un recienvenido, ni
para seguir contemplando aquel espec-
táculo. El aspecto de tanta miseria, reu-
nida en tan corto número de hombres,
era superior á mis fuerzas. Retrocedí, y
entré de nuevo en mi aposento, á consi-
derar cuál era la suerte que me estaba
reservada. Aun no había llegado mi en-
fermedad á aquel punto, ni por tanto te-
nía aun la monstruosa apariencia de
aquellos seres desventurados. Pero, en
fin, término ha de tener el mal, y muy
pronto llegará á un período, en que vea
yo mismo, sin poder morirme porque aun
no habrá sonado la hora feliz, desgarrar-
se todos mis adoloridos miembros, y des-
organizarse paulatinamente esta máqui-
na, que ya no podrá girar sobre sus goz-
nes, i Te horrorizas ! ; te repugna esta pin-
tura ! ¡ te espanta el fin de un pobre "la-
zarino !" Si yo no conociera la nobleza de .
tu alma, y la elevación de tus pensamien-
tos, yo te diría, como puede decirse á mu-
chísimos: "Hombre sensual y voluptuo-
so: tú que estás sumido en los placeres
6^
y en los goces engañosos del mundo: no
quieres ni pensar en los males de la po-
bre humanidad. Te tiemblan las carnes;
pero no te compadeces. Te horrorizas;
pero no te mueves á piedad. Tienes as-
co á esta pintura; pero es porque no te
lisonjea. Ve á los hospitales, á esas man-
siones de dolor, y aprende á conocerte.
Como te ves, me vi ; y no es difícil que te
veas, como yo me veo.'' Perdona, Ma-
nuel mío, este importuno apostrofe, que
en manera alguna se dirige á ti ; pero no
me negarás, que hombres hay tan duros
y empedernidos, á quienes repugnaría un
relato como el presente, tan sólo porque
en él no hallarían palabras de placer. Mi
resignación puedes calcularla, por la se-
renidad con que entro en ciertos porme-
nores. ¿No es verdad que esto servirá de
algún consuelo?
"Mire usted los estragos que causa el
vicio." ¡ Ah ! esta amarga observación me
hiela, me horroriza, y me mata. Por for-
tuna, no es exacta ni verdadera del todo,
y más bien la contemplo como el des-
ahogo salvaje de un misántropo infeliz.
De lo contrario, el hospital de San Láza-
ro no seria, únicamente, el domicilio del
dolor y de la miseria, sino también el de
los remordimientos. Sin embargo de que
estoy cierto, á no poder dudarlo, que
muchos de los que padecen aquí, son del
todo inocentes, ¡cuan lejos me encuentro
64
ílc hallar para mi este lenitivo, esta con-
soladora reflexión! Porque, si, en efec-
to, la mayor parte de los lazarinos su-
fren por sola su desgracia, por la ma-
lij^nidad de humores, que tal vez han
heredado, ó por cualquier otro motivo,
en fin ; yo sufro y moriré por haberme
cnccnejs^ado en un crimen vergonzoso,
(|uc mi situación me recuerda, á cada
paso, involuntariamente, y que me lo re-
cuerda para experimentar el más profun-
do remordimiento.
Poco después me visitaron el capellán
y el administrador, que dictaron, confor-
me á mi gustó y voluntad, cuantas provi-
dencias creyeron á propósito para mi me-
jor servicio. He encontrado todos mis
libros, y otros más, que mi buen Melchor
tuvo cuidado de remitir. Todo el día lo
emplee arreglando mi nueva habitación,
acompañándome el capellán con la ma-
yor asiduidad y empeño. ¡ Cuan dulce es
hallar, Manuel mío, una alma tierna y
compasiva, cuando se sufre algún mal, ó
viene alguna desgracia! Este capellán me
tiene encantado. ¡ Que bondad, y qué mo-
destia ! No hay remedio : él será mi amigo
y mi guía.
El edificio es bastante amplio, y capaz
para su objeto. Bellísima es su situación,
porque encuéntrase ?. poca disJancia de
las últimas casas del pincoresco barrio
de San Román, .d pie de tmas colinas,^
*55
sobre una playa luiipia, y al influjo de
todos los vientos. Tiene una larga y her-
mosa fachada sobre el mar, y entre éste
y el hospital, pasa el cam'no de Lerma,
que es frecuentadiátnjo de las personas
que viven en la ciudad. Voy á darte algu-
nas noticias sobre el origen de este pia-
doso establecimiento, que he reunido, te-
niendo á la vista datos auténticos. Te
parecerá extraño que yo me haya ocu-
ps^do en esto; pero eso mismo te servirá
de prueba, para creer que mis males co-
mienzan á experimentar algún alivio mo-
ral.
El brigadier D. Hugo O-Conor y Cun-
eo, gobernador que fué de esta provincia,
y que falleció el 8 de Marzo de 1^79 en
la hacienda Miraflores, cerca de Mérida,
legó diez mil pesos para que se empren
diese la obra desde luego. Parece que en-
tonces no puao verificarse, porque yo he
visto una real cédula, fecha en Aranjuez
el 13 de Diciembre de 1783, dirigida al
obispo D. Fr. Luis Pina y Mazo, orde-
nándole que se procediese inmediatamen-
te á la obra, con los diez mil pesos del
legado, y con la suma de trescientos y
más pesos existentes en la depositaría ge
neral de Campeche ; y que se hiciese car-
go de este importante asunto, señalando
la persona que tuviese á bien para la eje-
cución de la obra, disponiendo, al mismo
tiempo, lo más conveniente .* la perfec-
66
ción, conservación del hospital, y asisten-
cia de los eniermos. El obispo inforní)
al rey con fecha 12 de Julio de 1785, ma-
nifestándole que se había dado principio
á la repetida obra, en las inmediacione í
de Campeche, sobre el plano que acom-
pañaba al informe ; pero representaba,
que no siendo suficientes las cantidades
que existían, se había resuelto fabricar
únicamente las piezas necesarias para los
enfermos, suspendiendo la prosecución
de todo el proyecto, mientras no se pre-
sentasen otros arbitrios; y concluye di-
ciendo, que no podrá perfeccionarse, ni
conservarse dicho hospital, ni mucho me-
nos mantenerse á los enfermos, si S. M.
no se dignaba conceder las gracias que
constan del informe, ó las que fueren de
su real agrado. El señor Pina murió en
22 de Noviembre de 1795^ cuando aun es-
taba muy lejos de realizarse el proyecto:
pero habiendo subido los espolios de
aquel prelado á una suma bastante grue-
sa, el rey dispuso de ellos para la con-
clusión de las iglesias de Uman y San
Cristóbal, destinando cuarenta mil pe-
sos para el ..-opiLai de San Lázaro. Así
hubo de verificarse la erección de un es-
tablecimiento que, como decía el señor
Pina, debía servir "para cortar de raíz
los rápidos progresos que diariamente
conseguía aquella venenosa y mortal do-
lencia, llamada "lazarino."' Ya ves, mi ca-
67
ro Manuel, que sin embargo de mi "mor-
tal y venenosa dolencia," no he perdido
mi afición á los papeles viejos, aun á ries-
go de inficionarme ó contagiarme, sor-
biendo el polvo de apolillados arma-
rios.
El régimen económico y administrati-
vo, es bastante bueno y razonable, si al-
go puede parecer bueno y razonable á
un pobre leproso, que sólo ve miserias en
torno suyo. Hay, de ordinario, veinticin-
co ó treinta enfermos de ambos sexos.
El número sube algunas veces, lo cual de-
pende del celo de las autoridades políti-
cas, que suelen ser ó muy indulgentes,
ó demasiado severas hasta el rigor, persi-
guiendo, dicen que en beneficio de la so-
ciedad, á los pobres "elefanciacos," que
huyen despavoridos, como si fueran bes-
tias monteses, por la soledad de los cam-
pos. ¡ Cuántas veces ha ocurrido relegar,
y sumir, en estos pasadizos de la muerte,
á algunos infelices, que aun no estaban
"lazarinos;" pero que por la funesta dis^
posición de sus humores, han terminado
por contraer realmente esta malenca en-
fermedad ! ¡ Ah ! Esto es demasiado cruel,
y á mí me parece que, por compasión,
por piedad, ya que no por justicia y obli-
gación estrechísima, debía, en este pun-
to, procederse con más miramiento, y
adoptarse ciertos medios, que alejasen
tan atroz y tan funesta equivocación. ¡ Sa-
68
brán esas autoridades desapiadadas, ó in-
diferentes, lo que importa una medida
semejante ! \ Concebirán, acaso, la vehe-
mencia, la intensidad de los tormentos
físicos y morales, que aquí se pasan!
Volvamos al régimen económico. Se-
gfím el grado de la enfermedad, así es
la vigilancia y él cuidado, que emplean
el administrador y sus dependientes ; y se
permite á los enfermos que hagan sus
excursiones por las orillas del mar, con
tal de que presten garantías, que ale-
jen el temor de la fuga, ó de que se in-
troduzcan en las poblaciones inmedia-
tas. Yo disfruto, por ahora, de todos es-
tos privilegios, aunque todavía no he te-
nido ánimo de usar de ellos. Cada enfer-
mo tiene una habitación separada, y ac-
tualmente hay dos matrimonios de dos
"lazarinos" con dos "lazarinas." ¡ i Qué
cosa tan horrible!!! El hospital se sos-
tiene con el producto de los capitál.eS^ im-
puestos, con ciertos arbitrios fijos ó even-
tuales, con los donativos de algunas per-
sonas piadosas, y con las hospitalidades
que pagan los que tienen medios de ha-
cerlo. Hay aseo, cuanto buenamente cabe
en im hospital de leprosos: los alimen-
tos son sanos, y esmeradamente servi-
dos. El ayuntamiento de Campeche, en-
cargado de la dirección y gobierno de
esta casa, siempre ha manifestado el ma-*
yor celo en dulcificar la condición de los
I
pobres enfermos. Así es que tenemos ca-
pellán, médico, botica, y todo lo necesa-
rio. ¡ Gracias sean dadas á Dios, por este
beneficio I Sin embargo, *yo le ruego en-
carecidamente que, si esta enfermedad no
es contagiosa, como no falta quien lo
crea, deje caer una pequeña ráfaga de
su luz divina sobre la ciencia, á fin de
que, demostrada la verdad, no vuelva
nunca más á arrancarse, con violencia, á
un ser sensible, de los brazos de las per-
sonas que le son queridas.
Dos días después de mi entrada en el
hospital, se me presentó un caballero,
como de cincuenta y seis años, pálido y
medio encorbado; pero de una fisonomia
tan franca y expresiva, que á primera
vista, como por instinto, predispone en
su favor. Era el doctor D. Juan Antonio
Frutos, médico español que, por encargo
de mi padre, venía á visitarme, y asistir-
me con sus consejos higiénicos. Pero es-
te hombre no sólo es un médico insigne,
sino también un profundo moralista. Su
conversación es rica, amena y fecunda:
tiene gracia y destreza para mover los re-
sortes del corazón. En suma, es sabio y
virtuoso; verdadero médico; de esos
médicos que, como repetía á menudo el
doctor, han comprendido su misión, mi-
sión de amor, de paz y de consuelo; mi-
sión que pocos desempeñan, viendo en su
yo
profesión uno de tantos medios de vivir,
de hacer negocio y fortuna. No es asi D.
Juan Frutos, porque en donde se oye el
gemido del dolor y de la miseria, allí se
le ve con más afán, con más constancia
y asiduidad. Para él no hay hora intem-
pestiva, no hay mal tiempo, no hay tro-
piezos: todo lo allana y lo vence, pene-
trando, abrazado de su amor á la huma-
nidad, con más contento en la choza in-
feliz del pobre pescador de San Román,
que en los suntuosos aposentos de los
ricos.
Hablarnos más de una hora, y se des-
pidió de mí, ofreciendo venir á conso-
larme, cada vez que sus ocupaciones en
la ciudad se lo permitiesen; y en efecto,
me ha hecho ya tres visitas, y en cada
una de ellas ha descubierto nuevo caudal
de conocimientos, de bondad y de dulzu-
ra.
— ^Usted, amiguito mío, me decía la
última vez, comenzará á vivir, si quie-
re, en el seno mismo de esta destrucción
que le rodea. La vida del hombre es tan
corta, y la pasa regularmente con tanta
agitación y zozobra, que apenas nota la
rapidez con que el tiempo corre presuro-
so. Viviéndose en esta agitación, no hay
más que excentricidad y movimiento.
Pero cuando alguno de los grandes su-
cesos de la vida, de esos que no pasan
ordinariamente, sino que sobrevienen de
71
improviso, y como inesperados, obliga á
nuestras facultades á reconcentrarse, en-
tonces entramos en nosotros mismos, me-
ditamos y. . . vivimos; porque meditar es
vivir, aunque á los hombres frivolos pa-
rezca otra cosa.
— Vivimos; pero ¡qué vida, doctor
mío ! Si ese grande suceso es una desgra-
cia, como la pérdida de la fortuna, ó de
algún objeto querido. . . ¡oh!, nuestra vi-
da entonces es una vida de dolor y de lá-
grimas. Mas si fuese algún crimen... la
vida, en tal caso, sería ún veneno lento,
que iría destruyendo el principio de la
vida, en medio de una agonía infernal.
Yo no sé si Dios nos haría un singular
beneficio, aliviándonos entonces de un pe-
so semejante.
— Ese es el lenguaje de la pasión, y no
el del buen sentido. No sabe usted, por
experiencia, cuánto aprovechan los re-
mordimientos. ¡ Feliz mil veces, yo se lo
aseguro, el hombre que, después de un
crimen, los experimenta! Acaso este es
el hombre de quien digo, principalmente,
que comienza á vivir, después de uno de
los grandes sucesos de la vida. Porque
yo me figuro, que esos remordimientos,
si lo son en efecto, no han de limitarse á
un sentimiento puramente especulativo.
Yo creo, al contrario, que si un remordi-
miento, por más vehemente que sea, llega
á apoderarse de un criminal, el mayor
72
empeño de éste debe consistir en borrar
su crimen, ó por una resignación filosó-
fica, y la resignación se parece tanto á
la felicidad!, ó por obras virtuosas, que
la sociedad estime, y el corazón apruebe.
— Pero si ese crimen ....
Yo no sé que impulso, tan secreto co-
mo involuntario, me empujaba hasta tm
punto, al cual yo no hubiera querido lle-
gar, por lo menos en tan crítica circuns-
tancia; pero aquel hombre parecía haber
trazado al rededor mío un círculo mági-
co del que, ni luchando á brazo partido,
habría podido salir por entonces. Sus ojos
vivos y penetrantes se habían clavado en
los míos, y, salvando todos los obstácu-
los, habían ido á fijarse hasta lo más ínti-
mo de mi corazón, para leer allí parte de
mi historia.
— Pero si ese crimen, continué, único
tal vez, casi inculpable, nos produjese
no sólo el remordimiento, sino también
una injusta desgracia, una desgracia de
esas que nos hiciesen llorar amargamen-
te
— i Pobre joven ! Yo diría á quien tal se
explicase, que no era el remordimiento,
sino las consecuencias de su crimen, las
que lo hacían arrepentirse de él, y per-
dería indudablemente todas las ventajas
del primer afecto. Por eso decía yo á us-
ted, que aquel lenguaje era de la pasión,
y no del buen sentido; y no es así como
73
debe guiarse el filósofo, y menos si pro-
fesa una religión tan sublime, tan bella
y tan consoladora, como lo es, sin duda,
el cristianismo. Estudie usted mejor sus
máximas santas, su moral divina, y
yo se lo ofrezco: va usted á ser feliz, va
usted á vivir, porque va usted á medi-
tar....
Y lloraba yo, lleno de confusión. El
doctor Frutos me estrechó cariñosamen-
te la mano, me miró con ternura, y par-
tió. No hay remedio: este hombre se ha
apoderado de mi secreto, á pesar de mi
empeño en ocultárselo á todo el mundo.
¿Será que las señales exteriores de mi
enfermedad, revelan á los ojos de la cien-
cia, cuál sea su funesto origen? No: mis
anteriores conversaciones con este obser-
vador, tan modesto como ilustrado, me
hacen c!reer que aun no estaba cerciora-
do del hecho. Cuando me visitó, la vez
primera, hablamos detenidamente sobre el
principio, progresos y actual estado de
mi dolencia. Yo me expliqué con la ma-
yor circunspección, y no recuerdo haber
dicho cosa alguna que me acusase. No
hay duda i mi emoción, mis miradas, mis
facciones me vendieron, cuando se habló
de los remordimientos de un criminal.
Pero si el doctor llegase á saber cuan
crueles y horribles circunstancias prece-
dieron á ese crimen que me agobia
sí ... . él me compadecería mucho más.
74'
No me atrevo á decir que me justificaría ;
pero si que excusaría mi conducta. ¿No
crees, Manuel mío, que tengo razón para
esperarlo asi?
El genio y el carácter del capellán, son
de un género diverso. Aunque, gracias á
A la infinita misericordia del Señor, ni la
incredulidad, ni las opiniones de los sofis-
tas^ han hallado jamás cabida en mi pe-
" cho, encuentro muchos puntos de contac-
to entre este buen eclesiástico, y el que
dirigió la conversión del filósofo desen-
gañado, que tan bien, y con tal maestría,
retrató el sublime autor del "Evangelio
en triunfo." La misma dulzura en las pa-
labras, el mismo fuego en los discursos,
la misma caridad fervorosa, el entusias-
mo de la religión, lógica irresistible
He allí un bosquejo del padre N***, ca-
pellán del hospital, y que lo es, porque
aquí se padece más, se llora más, y hay
rnás necesidad de consuelos religiosos,
que en ninguna otra parte. Yo. he enta-
blado con él aquellas relaciones, que unen
permanentemente al discípulo con el
maestro. Desempeñando él uno de los
más sublimes ministerios de nuestra re-
ligión adorable, mi conciencia, con todas
sus debilidades, va á quedarle enteramen-
te abierta. Si yo lo he elegido para mí
juez en el tribunal santo de la penitencia,
también va á ser mi amigo, mi gula y mi
consejero en las tribulaciones de la vida.
75
El retine cuanto yo pudiera apetecer, en
un hombre destinado á desempeñar este
doble carácter sobre un pecador, que ha
de ver á sus pies como Dios mira á sus
criaturas; y al lado de un enfermo, que
aun comienza á sorber la amarga copa del
dolor. Esas relaciones consoladoras se ha-
brían ya estrechado, si cuando mis po-
tencias comenzaban á recobrar su aplo-
mo, no hubiera ocurrido un lamentable
incidente, que me ha afligido extraordi-
nariamente, haciendo sucederse en mí un
nuevo linaje de afectos, que volvieron á
agobiar mi pobre espíritu, aunque de una
manera diversa. Hablo de la entrada de
un nuevo "lazarino," que vino al estable-
cimiento hace cuatro días. ¡ Pobre criatu-
ra! Semejante suceso ha engendrado en
mí un sentimiento tal de compasión, que
ha hecho olvidarme hasta de mi situa-
ción personal, para dedicarme á consolar
á ese infeliz, cuyos infortunios me han
afectado con rara vehemencia. Yo siem-
pre he amado á mis semejantes, querido
amigo : tú lo sabes muy bien, y me glo-
río de ello. Así es que, sin embargo de
que yo necesito todavía de consuelo, para
calmar la agitación de ánimo, y de conse-
jos sabios, para lograr una resignación
perfecta, me he constituido en médico y
maestro de mi nuevo compañero de infor-
tunio. Te diré algo sobre él ; y estoy cier-
to de que lo compadecerás, aun sin cono-
76
cerlo, porque tú eres bueno y sensible,
querido mío, como lo fué nuestro guía y
maestro Bernárdino de Saint-Pierre, cu-
yas obras, que tienen por epígrafe el su-
blime "Misseris sucurrere disco" de Vir-
gilio, han veniuo ya á ser mi lectura dia-
ria y predilecta.
Me paseaba, aquella tarde, en la gale-
ría, con mi buen amigo el capellán, cuan-
do sentimos detenerse una calesa en la
puerta del edmcio. Hasta allí, nada ha-
bía llamado nuestra atención, porque el
hecho de llegar una calesa, no era extra-
ño, pues frecuentemente venían los mé-
dicos de la ciudad en un carruaje seme-
jante; pero, poco después, percibimos el
rumor confuso de varias voces, entre las
cuales sobresalía una muy notable por su
vehemencia, y por su acento doloroso. La
vocería se aumentaba por grados, y, mo-
vidos de la curiosidad, nos acercamos has-
ta el vestíbulo, en donde se representaba
aquella escena. Pocos momentos me bas-
taron para comprender perfectamente el
asunto de que se trataba.
— No, mil veces no: gritaba un joven
flaco y macilento. ; En San Lázaro ! ex-
clamaba. ¿Están locos, caballeros? ¿No
son cristianos en esta tierra. Dios mío?
¿Qué mal he causado á- nadie, pobre de
mí, para que traten de sepultarme vivo
en este infierno ? ¿ Piensan ustedes que yo
no he oído hablar de un sitio como éste,
77 .
y que ignoro qiie en él no hay más que le-
prosos? ¡Hay corazón para mandarme
siqui, y querer encerrarme entre esos des-
Aventurados, como si yo fuese el mayor de-
lincuente ! ¡ Por Dios, amigo de mi alma,
clecia á uno de los que le acompañaban :
por Dios, déjenme ustedes en libertad,
que yo les ofrezco marcharme luego, de
esta tierra inhospitalaria!
— ^Vamos: no hay que exaltarse. ¡Voto
va! Lo que se hace con usted no es con
mala intención. ; Qué diablos ! Tiene us-
ted cierta enfermedad, que los médicos
han calificado de contagiosa; y la policía
le envía aquí, para que sea mejor reco-
nocido: ¡Diablo! ¿pues qué tiene esto de
particular ?
— No: mátenme ustedes primero; pero
yo no entro aquí.
— ¡Vaya una resistencia singular! En-
tre usted en paz y en gracia de Dios, y .
no nos obligue á emplear la fuerza. ¡ Po-
brecillo! Mire usted: si mañana, á esta
hora, los médicos afirman, bajo de jura-
mento, que usted no está "lazarino" . . .
— ¡ ¡ Cómo lazarino ! ! ¡ Dios mío ! ¿ qué
está usted diciendo, hombre empederni-
do ? ¡ Yo "lazarino !"
Difícilmente puede expresarse cuál fué
el grado de conmoción que sufrió aquel
infeliz, al escuchar la fatal palabra. Sin
que nadie pudiese apercibirse de su in-
tento, se lanzó rápidamente fuera del
r
78
círculo que lo rodeaba ; y corrió desalado,
con d'rección á la Hda. de "Buena-vis-
ta." Vueltos en si de semejante sorpresa,
los conductores, corrieron en pos del fu-
gitivo. Yo no sé si rogué á Dios, que con-
cediese al pobre joven librarse de sus
perseguidores: sólo recuerdo que cuando,
al cabo de media hora, lo trajeron al hos-
pital, privado de sentido, lloré amarga-
mente. Dejaron su equipaje, y la boleta
de entrada, en poder del administrador,
y volvieron á Campeche los conductores.
Yo no quise separarme de su lecho en
toda aquella noche funesta. ; Si sabré yo
lo que se sufre en los primeros momen-
tos, en que uno acaba de cerciorarse de
que está lazarino! Sus gritos convulsivos
partían el corazón; y sus raptos de deli-
rio nos hacían temer, que el desventurado
llegase á perder totalmente el juicio, en
lo cual no me atrevo á decir si mejora-
ría, ó empeoraría su condición. El cape-
llán y yo le prodigamos todo linaje de
consuelos; y al día siguiente logramos
llamar su atención, y que escuchase nues-
tras palabras de cariño y benevolencia.
Cuando ya pudo fijar aquellas miradas
que vagaban antes de una manera sinies-
tra y sombría, clavó en mí sus ojos, me
examinó de pies á cabeza, y, azorado, me'
preguntó si yo también estaba "lazari-
no.
— Sí, amigo, sí: estoy "lazarino," le
79
respondí. También sostuve, como usted,
una lucha horrible con mi corazón, y
más con mi imaginación, antes y después
de entrar en este sitio. Aun no es com-
pleta mi victoria, pero usted puede ayu-
darme en esta empresa; y, en justa re-
tribución, le ofrezco hacer lo mismo en
su obsequio.
— Gracias, buen amigo, gracias. Acep-
to con todas veras el apoyo qjie usted me
ofrece, porque sólo Dios sabe cuánto es
lo que yo necesito, para conformarme con
sus decretos. También es usted joven, y
bastante generoso, según veo. ¡ Áh ! esto
es mucho consuelo para un desgraciado,
á quien se le destina una mansión de esta
clase.
—Usted comenzará, gradualmente, á
resignarse; y pronto echará de ver, que
lo que usted reputa ser en mí una virtud,
no es sino una necesidad de esta situa-
ción, que le parece tan horrible.
El capellán terció entonces, empleando
otras palabras más tiernas y consolato-
rias.
El recienvenido tiene ya un aposento
junto al mío, y me parece que al fin lo-
graré inspirarle mis propios sentimientos,
de conformidad y de paciencia. Puede
afirmarse que la escala que estoy reco-
rriendo, me otorga cierto derecho para
explicarme así, porque si mi nuevo ami-
go sufre ; | cuánto no he sufrido yo tam-
8o
bien! Conozco algunos de los sucesos
que han precedido á su entrada en San
Lázaro, y aunque no sé toda su historia,
porque no he querido aparecer indiscreto,
haciéndole preguntas sobre sucesos de
que no ha queriuo hablarme espontánea-
mente, creo haber adivinado parte de lo
que ha dejado de decirme. Lo que sé, y
voy á referirte, me parece digno de con-
signarse en los fastos melancólicos de la
humanidad doliente ; de esta triste huma-
nidad que padece en todas partes, y de
diversas maneras.
Es Regino Inglada, natural de Chi-
clana, en los alrededores de Cádiz. Tuvo
una familia muy decente, y de regular
fortuna ; pero su pobre madre murió cuan-
do él vino al mundo, en Diciembre de
1804; y su padre, dos tíos y tres herma-
nos, sucumbieron todos, durante la glo-
riosa lucha que sostuvo la España con-
tra el poder de Napoleón. Huérfano, solo
y desamparado de todo el mundo, no que-
dó á Regino más partido, que el entre-
garse á servir de muchacho de cámara,
en un buque pequeño. Después de unos
cuantos viajes, por la costa, se embarcó
en el bergantín "Jovial," para atravesar
el océano, y venir á la Habana. Habrá de
esto unos cinco años. El "Jovial," próxi-
mo á alcanzar el puerto de su destino,
cayó en las manos sanguinarias y rapaces
de un infame pirata. El malvado echó á
8i
pique la embarcación, después de pasar
á cuchillo á la tripulación y pasajeros,
librándose únicamente dos señoritas jó-
venes, que venían en unión de su padre, y
Regino, que logró ablandar con sus lá-
grimas y su juventud á aquel desalmado
y feroz asesino.
Regino me parece que no ha sido muy
explícito, acerca de los sucesos posterio-
res á la época de su captura, á bordo del
"Jovial." Yo creo, sin embargo, que aquel
malvado, y sus cómplices, lo sedujeron, y
le hicieron seguir la vida infame que ha-
bían adoptado. Ello es que, por una serie
de acontecimientos, que ha ofrecido re-
ferirme, vino á Campeche, hace seis me-
ses, en una barca americana, en clase de
pasajero de proa. A los pocos días de ha-
ber aportado, le acometió el "vómito,"
en casa de una pobre viuda, que le haoía
dado alojamiento. La huéspeda, temien-
do que el enfermo muriese en su casa,
dio parte á la justicia, y Regino fué tras-
ladado al hospital de San Juan de Dios.
Escapó del "Vómito," pero su convales-
cencia fué tan lenta, que le fué imposible
salir pronto, y reembarcarse. Allí apare-
cieron los primeros síntomas de. la en-
fermedad, de que hoy adolece. El médico
director observó los progresos del mal,
dio noticia á la autoridad política, y ésta
se apresuró á excomulgar al maldito le-
proso, haciéndolo salir con engaño, de S.
82
Juan de Dios, para entrar en San Láza-
ro. Ya viste su sorpresa, y la resistencia
infructuosa que opuso, al descubrir el
fraude. Nada le valió, y el infeliz está yri
en el sepulcro.
Ya lo ves, amigo mió. Dios no abando-
na jamás á sus pobres creaturas. Yo, que
tanto temí la soledad, el aislamiento^ con
todos sus horrores consiguientes, encuén-
trome hoy con un joven sensible, capaz
de comprender mis penas; con un ecle-
siástico, que me las dulcifique; y con un
médico respetable, que así trata y alivia
las enfermedades del cuerpo, como aleja
las del alma. Todos ellos son mis ami-
gos. ¿Qué más puedo apetecer? jAh! yo
espero en Dios, que ha de mirarme siem-
pre con piedad!
Escríbeme siempre que puedas. Cuan-
do veo letras de mi padre, ó de mis ami-
gos .... en ese momento soy feliz. ¡ Si
supieras cuánto se necesita para que un
leproso pueda decir: "Soy feliz."
Adiós, Manuel mío. No abandones á mi
padre : ámalo, como yo lo he amado. Abra-
za á Melchor; y acuérdate siempre de
mí.
CARTA V.
Antonio á Manuel.
San Lázaro, 5 de Febrero de 1824.
¡Oh Manuel mío queridísimo! Tú res-
tituyes á mi pobre corazón, gran parte df:
la tranquilidad perdida. Gracias, amigo
'^hiío, gracias. Hay cierta clase de benefi-
cios, que no pueden corresponderse aquí.
Sólo la infinita bondad de Dios, es ca-
paz de recompensar merecidamente esas
acciones, que no tienen nombre, que no
pueden calificarse, ni estimarse en su
justo valor. ¿Cómo llamar á una genero-
sidad sin límites, unida á esa benevolen-
cia y cariño verdaderamente filial, con que
te has consagrado á consolar á mi pobre y
has consagrado á consolar a mi pobre y
anciano padre, después de haber perdido
sin remedio, al único hijo de su amor?
¿Qué precio tienen tus nobles sentimien-
84
tos, amigo mío, expresados con esa un-
ción religiosa, con ese aire de convicción
profunda con que me los transmites, de-
rramando así, sobre esta infeliz criatura
un consuelo indefinible? Tu carta, tu pri-
mera carta, tan deseada, me ha hecho llo-
rar; pero he llorado de ternura, como se
llora al escuchar ciertos sonidos misterio-
sos que hay en la naturaleza, sonidos que
forman una armonía, más misteriosa aún,
en nuestro corazón, y que nos arroban,
nos elevan hasta Dios .... Gracias, otra
vez, y mil, Manuel mío: gracias.
Con un corazón tan bueno y tan sen-
sible, como el tuyo, no extrafío que el su-
ceso de Regino te haya causado la emo-
ción que manifiestas. | Tan joven, y haber
pasado ya por los trances más amargos
de la vida! Está inconsolable: llorando
hilo á hilo, mis palabras de consuelo ape-
nas le hacen impresión. La mayor parte
del día está en mi compañía; pero sus
frases son cortadas, y conozco que, por
ahora, prefiero la soledad y el silencio, á
cualquiera otra distracción. Nada me ha
dicho de nuevo, después de su conver-
sación del primer día. Está triste, y atri-
bulado. Algo pasa en su interior, además
del pensamiento de su situación actual.
Compadécelo, otra vez, amigo mío; por-
que aun sin sus particulares circunstan-
cias, un pobre leproso siempre es digno
de lástima.
8^
Aunque la hinchazón notable de mis
dedos, me molesta demasiado; mientras
sea posible traer la pluma entre ellos, te
ofrezco complacerte, escribiendo á mi me-
jor amigo cuanto en esta dolorosa man-
sión me ocurra. Y cuando se acerqué el
térrñino de este destierro, que proba-
blemente no será muy largo, entonces
buscaré una mano compasiva que te trans-
mita mis postreros recuerdos, mis últi-
mas palabras, mis pensamientos de la
tumba. Ya concibo que semejantes ideas
te martirizan, y te atormentan. Pero
esas reflexiones van siendo en mí un há-
bito saludable, y las emito con ánimo se-
reno, y con toda la tranquilidad de que
es capaz un espíritu agobiado, en verdad,
pero resuelto á recibir humildemente el
castigo de sus culpas. Yo que miro el
porvenir como mi eficaz consuelo, la otra
vida como mi último refugio, la muer-
te como el término feliz de mis sufri-
mientos, y el sepulcro como un seguro é
imperturbable asilo, ¿ qué debo hacer,
sino acostumbrarme á estos pensamien-
tos, melancólicos para el que vive en el
seno de su familia, rodeado de amigos.,
caminando sobre un sendero brillante y
sembrado de ilusiones, lleno de salud y
de vida; pero importantes y necesarios,
para el que, como yo está palpando, de
continuo, esta formidable realidad de
Hospital -6
86
San Lázaro? Por eso te dije, y hoy te re-
pito, que mis cartas han de ser siempre
una crónica triste, sí, muy triste y dolo-
rosa.
No te lamentes, pues, Manuel mío,
por el lenguaje que empleo al escribirte.
Conozco, sí, conozco y comprendo per-
fectamente cuál es tu intención, al ro-
garme, con tierno empeño, que aleje de
mí, ó hag^ por alejar, ciertos afectos fu-
nestos. Pero me pides un imposible, que
no está en mi mano vencer. Quede yo cu-
rado de esta maléfica y fatal dolencia,
olvide yo los deplorables motivos de mi
desgracia, salg^ yo, en fin, de este cauti-
verio horrible, y verás, al punto, otro
hombre hombre nuevo, un hombre
para quien la sociedad y sus misterios,
dejarían de ser un libro inútil é incom-
prensible ¡¡ Delirios ! ! ¿ No crees que
comienzo á desvariar? ¿No te parece que
ese extraño giro que mis ideas iban á to-
mar en este instante, es algo ridículo?
¡Quedar curado! ¡Olvidar el origen de
mi mal ! ¡ Salir de San Lázaro ! Sería pre-
ciso un milagro, y yo soy indigno de que
Dios lo haga en beneficio mío, y Dios no
lo hará. No sé lo que me digo . . . . ; pero
él, sí, él sabe muy bien lo que yo quiero
decirle, cuando, con toda la efusión de mi
alma, le pido que me guíe, que me con-
forte, que me proteja, y que ilumine. Yo
tengo en su bondad inmensa toda mi es-
8/
peranza. Cuando el mundo y los hombres
nos abandonan del todo, sólo Dios pro-
teje á la criatura abyecta y desvalida, y
jamás le retira sus beneficios. ¡Bendito
sea su santo nombre, bendita su provi-
dencia !
De mis tristes privilegios he comen-
zado á aprovecharme, sin embargo de
que, á cada paso se me presentan moti-
vos para nó pensar, sino en encerrarme
dentro de estas cuatro paredes, y retraer-
me de las miradas y la presencia de otros
hombres. El capellán me -repite, sin ce-
sar, que estas primeras pruebas son cier-
tamente duras y aflictivas; pero que me
acostumbraré luego á ellas, y dejarán de
producir la funesta impresión que hoy
me causan. Y el doctor Frutos añadía:
"Estando el hombre tan expuesto á la
miseria, ¿tiene acaso ninguno derecho de
quejarse, porque, en la distribución de los
males de la vida, le .haya tocado una par-
te, que acaso otros apetecerían para sí,
prefiriéndola á la que les cupo en suerte?
¿Sabemos, por ventura, cuánta inmundi-
cia y abyección se ocultan debajo de las
má brillantes de apariencias de salud, vi-
da y felicidad ? ¡ Cuántos, amigo mío, da-
rían al cielo infinitas gracias, si, por todo
alivio y mejora en su condición, obtuvie-
sen el grado de salud, y los medios de
prolongarla de que usted aparece provis-
to! Medítelo usted bien, y no se alarme
88
por las injusticias de los hombres, por-
que eso es demasiado frecuente en el
mundo."
Decíanme esto, porque les referí, con
acento de la más intensa amargura, un
suceso singular, que acababa de ocurrir-
me, y del cual voy á imponerte. Era el
día 22 del pasado; y á las nueve de la
mañana, comenzó á soplar con violencia
un norte deshecho. Una cerrazón com-
pleta, impedía ver aun los objetos más
cercanos, á cuyo efecto contribuía una
menudísima Ihivia, que se colaba de las
nubes, arrebatadas en las impetuosas alas
del viento. La mar azotaba con fuerza
la playa, produciendo un ruido semejan-
te á la detonación prolongada, hueca y
no interrumpida de un trueno lejano. Los
árboles arrastraban sus ramas por el sue-
lo, y abatían sus elevadas copas. La es-
puma que depositaban las olas en la ori-
lla, formaban témpanos, como de nieve,
que tan pronto se desmoronaban por la
fuerza del viento, como se acumula-
ban de nuevo por el constante choque
de las aguas. Las embarcaciones, de que
estaba cubierta la bahía, se agitaban en
movimiento convulsivo é irregular. Yo
no pude contenerme á la vista de aquel
sublime espectáculo, que me conmovía
extraordinariamente, y resolví salir del
hospital, por la vez primera, para pasear-
me por las orillas del mar, y gozar, sí,
89
gozar con entera libertad de aquella con-
moción de dos poderosos elementos: el
ag^a y el aire. Cáleme, pues, un ancho
sombrero de palma, forrado de hule;
écheme á los hombros una capa imper-
meable, y, venciaas algunas dificultades
sobre lo inconveniente de mi salida en
medio de aquel temporal, lánceme fuera
de mi prisión.
Hay impresiones que no pueden expli-
carse, y que para comprenderlas, se ne-
cesita una situación dada, situación que
hubiesen creado muchos antecedentes
reunidos. Tú sabes los míos; pero es im-
posible que sientas, como yo siento, es-
ta situación tan singular. ¡Qué feliz era
en aquel momento ! ; Con qué delicioso
placer respiraba aquel aire húmedo y agi-
tado ! No sabré decirte si la ¡dea vaga de
una fuga, cruzó por mi pensamiento; pe-
ro si fué así, pasó con la misma rapidez
con que aparece y desaparece uno de esos
meteoros ígneos, que atraviesan la atmós-
fera, sin dejar vestigio alguno. ¡ Dema-
siado había pensado, antes, en las funes-
tas consecuencias que podría acarrearme
una acción tan arriesgada, tan villana, y
de éxito tan poco seguro! Yo no andaba,
corría como un loco, y si alguna vez me
detenía sobre un calado pedrejón, era
para mirar aquel grandioso aparato, llo-
rar, y prosegtiir después mi excursión,
exhalando gritos de una alegría vaga é
90
I t--
indefinible. Realmente, me era necesario
aquel desahogo, porque yo conocía que
mi cerebro comenzaba á petrificarse, en
fuerza de mis cavilaciones diarias. El co-
razón se dilataba, la sangre circulaba con
más libertad, y mi cabeza volcánica se
refrigeraba. Ningún ser humano se me
presentó á la vista en aquella playa soli-
taria, y esto imprimía á mis ideas, y á
mis sentimientos, un carácter solemne y
augusto. Yo estaba solo, y sin testigos,
delante de Dios ; porque el mar es una de
las obras más gigantescas de su diestra
poderosa, es el espejo de su inmensidad,
y en él se reflejan su poder, su bondad,
su grandeza, su independencia, y todos
sus divinos atributos. Cuando el mar, hir-
viendo desde el fondo, se embravece, y
representa la cólera del Señor, entonces
formidables montañas de agua amenazan
á la tierra, á las nubes y al espacio : veése
una ola, ensoberbecida, saltar sobre otras
mil, aumentar su mole con todas ellas,
dilatarse hasta un término prodigioso,
venir rugiendo con la impetuosidad de
un rayo, chocar contra la frágil embar-
cación que encuentra en su rápida ca-
rrera, envolverla como si fuera una paja
sutil, sumirla en el abismo, y venir des-
pués á estrellarse en la orilla, en donde
Dios le dice: "hasta aquí," calmado, de
improviso, su furor detenido "allí" por
una mano invisible. Pero cuando el mar
91
está tranquilo, y reflejando la bondad
del Creador, es entonces una llanura sua-
ve, diáfana, y de color celeste: la luna
riela dulcemente sobre la superficie, y
presenta un lecho de plata incrustado de
zafiros: si una onda espumosa quiere al-
zarse, al punto queda abatida. ¡Oh! el
mar es, lo repito, la imagen de Dios. Ele-
vé hasta su trono excelso una plegaria
humildísima, y comencé á volver lenta-
mente al hospital.
De improviso, mi vista se fijó en un
objeto confuso, que era el juguete de las
olas y del viento. Me detuve, y después
de algunos minutos, percibí que aquello
era un falucho ó canoa pescadora, que el
norte había hecho zozobrar. Mi primer
pensamiento, fué que el infeliz pescador,
dueño del pequeño esquife, se habría aho-
gado, ó habría sido presa de algún mons-
truo marino. Lloré por su muerte desas-
trada, y también rogué por su eterno des-
canso. I Su mala suerte, sin embargo, tal
vez no podría trocarse con la mía! Mal
pensamiento; pero ninguno tiene en sus
manos el modo de evitarlo: el mérito
consiste en huir de ellos. Figúrate, pues,
mi sorpresa, y también mi angustia, al
entrever, en medio de aquel desorden,
una figura humana que, con una mano,
se sostenía del falucho, y con la otra ha-
cía repetidas señales en ademán de im-
plorar socorro. No puedo explicarte mi
94
ca de mi memoria. Si no la filosofía; al
menos la religión santa nos enseña á so-
portar, con paciencia, estas pruebas do-
Iprosas. Sin embargo, tú que has cono-
cido tan bien la susceptibilidad de mi ,
carácter, y la fuerza de mi imaginación,
puedes figurarte la impresión que haría
en mí este suceso tan desagradable.
Ocurrióme, dos días después del prece-
dente, otro lance que, aunque no tan re-
pugnante como el anterior, no dejó de
humillarme. Observaba con un anteojo
de larga vista la hermosa bahía de Cam-
peche, desde el castillejo abandonado de
San Fernando. Sacóme de mi agradable
distracción, una voz cascada y quejum-
brosa, que pedía una limosna por el amor
de Dios. Volvíme al punto, y di de cara
con un anciano andrajoso, macflento,
llagado de pies á cabeza, y hecho una
miseria. Saque dos pesetas del bolsillo, y
extendí la mano para dejarlas caer sobre
la del mendigo, que imploraba mi com-
pasión. Noté, entonces, que me miraba
con cierto aire üe pesquisa tan descarado,
que llegó á chocarme. Aun mi mano es-
taba al aire sobre la suya, cuando me
resolví á preguntarle si me conocía, ó me
había visto en alguna otra parte.
—No, señor: me respondió.
— ¡Oh, no puede ser! Usted ha de co-
nocerme sin duda.
93
— No, mi amo: primera vez que veo
á su mercé.
' — ¿ Pues, por qué me mira con esa ex-
presión de extrañeza? ^
— ¡Ah! eso es por naita, señor amo.
Discurro que su mercé vive aquí cerca. . .
. — Sí, amigo : yo vivo allí, en frente.
— ^¿Allá en el santo hospital de nues-
tro Señor San Lázaro?
—Sí.
— ¡Ah, ah!
— ^¿Y qué?
— ¡ Eh, eh !
— Vamos, ¿qué ocurre?
— Ya, ya.
Y mientras pasaba este diálogo ridícu-
lo, el mendigo encogía lentamente el bra-
zo, procurando cubrirse la mano con la
ancha manga de su mugrienta camisola,
sin duda para evitar el contacto de mi
mano con la suya; porque decididamen
te á aquel hombre, ó le causaba yo una
abierta repugnancia, ó á su edad, que,
en *mi concepto, raya en los setenta y
cinco, tenía miedo de contagiarse,
y venir á acabar su vida al miserable hos-
pital de San Lázaro. No quise prolongar
una conversación, en que yo iba á llevar
la peor parte. Dejé caer las dos pesetas
sobre la manga del mendigo, y después
de haberle despedido con buenas pala-
bras, volví á mi primera ocupación. Po-
cos momentos después, desd*^ un merlón
96
del castillejo, vi á mi hombre muy empe-
ñado, lavando en la orilla del mar, con
arena y piedra pómez, las dos pesetas
que le había dado de limosna. Amargas
reflexiones me asaltaron; pero, gracias
á Dios, recobré luego la tranquilidad de
espíritu, que me es tan necesaria.
Y como si lo ocurrido en aquel día no
fuese bastante, al siguiente tuve otra li-
gera mortificación. Paseábame por las
cercanías del cementerio, que distará un
tiro de pistola del hospital. Observé que
la puerta estaba entreabierta, y desde lue-
go creí que se estaría verificando la inhu-
mación de algún cadáver. Fuese curio-
sidad, ó cierto aeseo de orar por los di-
funtos en aquel sitio fúnebre, destinado
á recibir los últimos restos del hombre,
resolvíme á entrar. No había dado mu-
chos pasos, cuando un anciano vigoroso,
mal vestido, y de modales no muy cor-
teses, se me acercó, sentó una de sus pe-
sadísimas manos sobre mi hombro iz-
quierdo, y, después de contemplarme al-
gunos instantes, me dijo con acento fa-
miliar.,
— Si, como yo creo, y no mienten las
señales, es usted algún lazarino, me pa-
rece que haría usted muy bien en mar-
charse luego del camposanto.
—¡Yo!
— Sí, señor: usted en persona. ¿Pues
quién otro hay aquí? Van á venir gen-
97
tes de tono, acompañando el cadáver de
una señora que muri^ ayer, y semejante
vista no les será muy lisonjera, que di-
gamos.
— Así lo creo, amigo mío; pero ruego
á ustea me permita preguntarle, ¿con qué
derecho me hace una advertencia seme-
jante?
— ¿ Con qué derecho ? ¡ Estamos fres-
cos! ¿Esta mi cara, tal como Dios me la
ha dado, y usted me la ve, no le está di-
ciendo, á grito heri4o, que yo ejerzo aquí
un minist-erio, del cual, si en algo estima
usted su vida, debía pedir al cielo que le
librase ?
— iAh! ¿Será usted algún verdugo, y
no habré caído en ello?
— ^¿Está usted loco, hombre de Dios,
6 de los diablos? Pues me gusta la sali-
da. ¡Verdugo! Vaya una ocurrencia. No,
señor mío: yo no soy, ni he sido jamás
verdugo. ¡ Dios me ampare ! Soy el sepul-
turero mayor, con nombramiento en for-
ma del mayordomo de fábrica, extendi-
do en papel sellado de á cuatro reales;
y ya debía usted haberlo conocido, si es
que entiende algo de achaque de cemen-
terios.
— Ahora comprendo cuál es el oficio
de usted, y le doy la enhorabuena; pero
yo ignoraba que su autoridad tuviese tal
latitud, que se extendiese hasta impedir
la entrada á un particular, á quien le vi-
98
niese á cuento penetrar en un sitio, que
está abierto para los vivos y los muertos.
— ¡Ola! Parece que usted es algún pa-
pelista cabiloso. Pues le notifico á usted
para su inteligencia, señor bachiller, que
ni es usted uno de los vivos, porque está
muerto civilmente, (creo que así se di-
ce) ; ni es usted un muerto de veras, su-
puesto que ha entrado aquí por sus pro-
pios pies, y no por los ajenos. Con que
ya puede ir despejando, y déjese de ar-
gumentos, que yo no soy muy dado por
allí, que digamos.
Soltóme el hombro, y se dirigió á un
rincón á tomar su pala.
— ¡Vamos! no se enoje usted, amigui-
to, me gritó, porque no he tenido más
objeto, que librarlo de una mortificación,
que le sería mucho más sensible, que to-
do lo que le he dicho. ¡Dios me libre de
causar, voluntariamente, á ninguno de
los pobres lazarinos, el más pequeño dis-
gusto! Pero el entierro va á llegar, y no
sería yo quien le aconsejase que perma-
neciese por más tiempo dentro del ce-
menterio.
Dejó la pala y volvió á acercarse. To-
móme, con dulzura, una de las manos, co-
mo arrepentido de haberme tratado con
alguna dureza, y continuó.
— Mire usted, caballerito: viene en la
comitiva el síndico procurador, que no
99
transige con los lazarinos. Yo no sé si
será porque se dice, que es algo propenso
á esta enfermedad ; pero lo cierto es, que
tiene á todos ustedes una ojeriza impla-
cable. Con que ya ve usted si tengo ra-
zón para suplicarle que no se quede en
este sitio.
— ¡ Con que no hay medio de poder es-
tar aqui unos momentos, señor sepultu-
rero!
— Sí: hay dos medios, y muy eficaces.
El primero es morirse, cosa que no le
deseo en manera alguna; y el segundo,
que venga usted cuando yo esté solo y
no tenga que esperar algún entierro, de
esos que se anuncian con esquilas.
— Segpin eso, usted me permitirá vol-
ver. ¿Es verdad?
— ¡Toma! pues bien claro se lo he di-
cho. Sí, señor: vuelva usted cuando yo
esté solo, y se estará aquí todo el tiempo
que guste; aunque, á decir verdad, yo no
sé qué tiene de agradable venir á un ce-
menterio.
Despedíme, y salí muy de prisa, porque
ya sentía acercarse el rumor de los ca-
rruajes que acompañaban el entierro. El
sepulturero murmuró entre dientes. "¡ Po-
bre niño! Maldito si yo tengo ni migaja
de miedo á estos desdichados lazarinos!"
¡ Cuánto le agradecí esta muestra de com-
pasión !
lOO
También me despido de tí, Manuel
mío. Cuida á mi venerado padre, abraza
á Melchor, y saluda á Joaquín y á todos
los de casa. Dios guarde la vida de to-
dos ustedes, como se lo ruego humilde-
mente.
.* «
CARTA VI.
4'
Antonio á Manuel.
San Lázaro, 22 de Febrero de 1824.
Manuel mío queridísimo. El desventu-
rado Regino está hoy mucho más abatido
que nunca, después de un espectáculo que
á mí me consternó vivisimamente ; pero
que á él le causó un pavor, que no pue-
do explicarte. Kl caso no era para menos.
Figúrate que hemos visto morir á un la-
zarino, que hacía nueve años que estaba
encerrado en esta casa, olvidado de sus
parientes y amigos, según he sabido des-
pués. Esto es muy cruel ; pero el pobre
ha descansado, saliendo ¿e esta vida mi-
serable; y su alma, purificada en el cri-
sol de la paciencia y la resignación, ha
volado al seno de Dios, á recibir su re-
compensa.
Hospital— 7
«
• •
I02
• •
Hace cinco '^íjGches, que me hallaba re-
cogido ya,^*c4aiido Regino llamó muy
quedo á la pueVta de mi aposento. Abríle,
algo sor^Veiidido, y pregúntele qué no-
vedad ofectfría.
— Púé^-qué, ¿no oye usted?
-r^¿ Qué amigo ? yo no oigo cosa alguna.
— Fije usted más el oído, por Dios.
.JEn 'efecto : una voz muy remisa y me-
JíinQÓlica, pero tierna y patética, se mez-
- ciaba con algunos gemidos ahogados. No
Y.ppmprendía yo lo que esto podía ser. To-
'.Jmóme Regino de la mano, y, paso entre
'/• paso, nos fuimos acercando hasta la en-
trada de un cuarto escasamente alumbra-
do, que se veía al extremo de la obscura
galería. Allí quedamos clavados sin po-
der avanzar, ni retroceder, porque el su-
ceso que pasaba á nuestra vista, nos heló
de espanto. Regino temblaba, le crugían
los dientes, y bañaba su frente un sudor
glacial : yo no podía ni respirar, porque
me sentía. como agobiado bajo el influjo
de una pesadilla. El interior de aquel
cuarto misterioso, que creía inhabitado,
porque antes no había visto que sus puer-
tas se abriesen, era lúgubre y funesto.
Sobre una mesa, chisporroteaba una lám-
para mortecina. En el lado opuesto, ha-
bía un catre, y sobre él yacía tendida una
figura, que parecía humana, no por nin-
guna de sus formas, sino por los gemi-
dos que exhalaba. A la cabecera, estaba
I03
arrodillado el capellán con un pequeño
Crucifijo en una mano, y sosteniendo con
la otra la cabeza del moribundo. Su boca,
pegada casi á la del agonizante, murmu-
raba las consolatorias palabras^ que usa
nuestra madre la Iglesia, para recomen-
dar el alma de los fieles, en el tránsito de
este al otro mundo. Al lado de la cama,
con una vela bendita entre las manos,
otro lazarino, que hacía el oficio de enfer-
mero, estaba en pie, y con la vista cla-
vada sobre el paciente. Conforme iba dis-
minuyendo el estertor de la muerte, el
capellán alzaba más la voz; pero de ma-
nera, que no se oyese á alguna distancia,
sin duda para no alarmar á los habitan-
tes de la casa. Después H j algunos mmu
tos, cesó la oración del capellán : dejó
caer suavemente la cabeza, que sostenía,
sobre las almohadas: se incorporó, y re-
citó en voz baja el "Ne recorderis," con-
cluyendo con el "Requiescat in pace." En
seguida se enjugó los ojos, cubrió el ca-
dáver con una sábana, despidió al enfer-
mero encargándole que avisase al admi-
nistrador, se sentó en un sillón, y comen-
zó á rezar el oficio de los difuntos.
Pasó el enfermero, sin notar nuestra
presencia; pero nos retiramos al momen-
to, compungidos y horrorizados. Llega-
mos á mi aposento, del cual no quiso se-
pararse Regino. Desde allí observamos
exactamente todo lo que ocurría. Cuatro
104
mozos llevaron un ataúd, caminando con
el mayor silencio. El capellán colocó el
cadáver en el féretro, que volvieron á
cargar los mozos; y con el mismo silen-
cío, mientras el capellán seguía su rezo
funeral, se abrió la puerta del edificio, y
desapareció la comitiva, con dirección al
cementerio, en donde iba á terminar aquel
drama nocturno. A las cuatro de la ma-
ñana estaban ya de vuelta. El entierro
se había verificado, y cuando, á las seis,
comenzó el movimiento ordinario de la
casa, todos parecían ignorar lo ocurrido
en la noche anterior. El capellán mismo
se nos presentó, con el semblante amable
y risueño, de todos los días. Pero hemos
visto la muerte de un lazarino; y no de-
bes extrañar nuestra turbación y espan-
to. Regino es, sin embargo, el que más
padece, y aun no se ha conseguido li-
cencia, á fin de que salga á distraerse por
estas cercanías. Sus conatos de fuga el
día que entró aquí, han engendrado cier-
ta preocupación contra él : \ cómo si me-
reciese castigo un rasgo semejante, en
aquella circunstancia! El doctor Frutos,
que se interesa mucho por este mi com-
pañero de desgracia, me ha ofrecido ha-
cer en su obsequio todo lo posible.
Vas á sorprenderte, sin duda, al escu-
char el simtiente relato, sobre algunas co-
sas, que aebían considerarse como ajenas
de mi situación. Pero ¿qué quieres? Co-
105
mo si nuestro aislamiento, en este hos-
pital, sólo sirviese para privarnos de to-
dos los beneficios de la sociedad, y no pa-
ra librarnos igualmente de sus male;s,
también el rumor de los sucesos políticos
del país, ha venido á turbar nuestro so-
siego y soledad. Antenoche, en efecto, el
estrépito de las campanas de la pobla-
ción, que tocaban arrebato : el sordo mur-
murio que forman muchas gentes que se
reúnen; y el tránsito para Lerma de va-
rios dragones, me hicieron sospechar, que
algo de extraordinario ocurría en la ciu-
dad. Fácil me habría sido enterarme . de
los sucesos que pasaban, si los de Agos-
to de 1814, que tengo bien impresos en
la memoria, y los del 3 de Octubre de
1820, no me hubiesen inspirado una de-
cidida aversión á semejante clase de ne-
gocios. Por otra parte : un pobre lazarino,
para quien no hay, ni puede haber, un
porvenir político: que no tiene derechos
que ejercer, funciones públicas que lle-
nar, ni obligaciones sociales que cumplir:
que carece de medios para impedir el mal
y de recursos para afianzar el bien
de su patria : que no tiene voz ni
voto, en fin; ¿qué parte puede tomar en
semejantes sucesos? ¿Qué puede influir
su opinión en las deliberaciones públicas?
¿Ni qué interés puede tener, sino el es-
peculativo de apetecer lo mejor para sus
semejantes, en estas y las otras preten-
io6 '
siones? Por lo mismo, guardé silencio, é
hice firme propósito, después de haber-
me entregado á mil reflexiones diversas,
de no preguntar cosa alguna, acerca de
lo que pasaba. Pero esto no me valió, y
tuve el disgusto de saber que nuevas des-
avenencias iban á dividir el país, dema-
siado trabajado por las convulsiones de
la época. Me lo dije muchas veces.
"Cuando el Faro de Iguala se apague,
ya ningún piloto alcanzará el puerto."
Soy un proscrito: no tengo derecho de
hablar; pero, ¿quién puede impedirme
creer que el soldado ilustre, que hoy está
desterrado en Italia, es el único capaz
de librar á la nación de un funesto es-
collo? Sí, él volverá: adornará sus sie-
nes, no con esa funesta corona, indigna
de un caudillo de la libertad, sino con la
de oro y laurel, que la patria destina á
los héroes. Disimula, Manuel mío; pero
yo he erigido á Iturbide un altar en mi
corazón, y en él le tributo un culto. Yo
sé que Dios aprueba mis sentimientos ;
porque sólo Dios inspira á los hombres
magnánimos, é Iturbide es el fundador
de la independencia nacional.
Pues me cercioré de lo ocurrido, de
una manera singular. Hallábame ayer,
por la tarde, recostado al pie de un ceibo
frondoso, en la entrada del camino que
de la playa sigue á la hacienda "Buena-
vista," disfrutando de una brisa suave y
I07
ligera, que rizaba apenas la superficie del
mar, y de la deliciosa vista que se pre-
senta desde aquel sitio risueño y pintores-
co; cuando hé aquí que un hombre, á
quien no conocí de pronto, se me puso por
delante.
— ¡ Ola, mi amigo ! me gritó. Me alegro
de verlo tan bueno. ¿ Por qué no ha vuel-
to por aquellos andurriales, una vez que
es tan aficionado á los muertos? ¡ Vaya un
gusto extraño!
— Bueno, ó doliente, siempre estoy pa-
ra servirle, señor sepulturero; (que era
él). Yo no he vuelto á los términos de su
jurisdicción, temeroso de encontrarme
con algún entierro, en que viniese de
acompañante aquel señor procurador, que
nos tiene una ojeriza atroz, por las razo-
nes que usted presume. Sin embargo, yo
he hecho intención de ir, un día de éstos,
á hacer á usted y á su establecimiento,
una corta visita.
— Sí, sí: ¿y por qué no?. Somos ya co-
nocidos, me parece y conocidos de con-
fianza; y déjese de rencores por la ocu-
rrencia de marras, que yo no soy ningún
mal hombre, como lo parezco por este
estrambótico perjeño. Mal pasaje, por
cierto, habría usted tenido con el susodi-
cho procurador, que, a poco rato,como
me lo presumí, vino en la comitiva. ¡ Qué
cara de vinagre !
— ¡ Mala cara, eh !
io8
— ^^lalisima. Suponga usted que todo
lo quiere aplicar al ramo de polida, ven-
ga ó no venga á cuento ; y para ello arru-
ga la frente, cierra los puños, y amenaza
al primero que se figura haber quebran-
tado algún artículo del bando de buen
gobierno, aunque la infracción sólo exista
en su caletre.
— Cumple con su deber, procurando
averiguar lo cierto.
— Según y conforme: ni es razón que
haga cargos á quien no debe. V. g. : el
día del entierro consabido, me molió la
paciencia á reclamos é interpelaciones, —
Señor sepulturero: estas murallas están
muy bajas. — Dígaselo usted al mayordo-
mo de fábrica. — Señor sepulturero: este
cementerio está mal situado. — Traslado al
ayuntamiento, del cual es usted miembro.
— Señor sepulturero: es una picardía que
aquí no haya un capellán. — Entiéndase
usted con el vicario. — Señor sepulturero:
este sitio está cuajado de piedras. — Yo
no soy bombeador. — Señor sepulturero:
aquí no hay una capilla, un árbol, ni un
arbusto: este es un cementerio indígeno
de una población culta, com^ Campeche.
— Señor Procurador, por la sangre de
Cristo: dígame usted que las sepulturas
no están suficientemente profundas, y la
tierra que las cubre bien pisoneada, y
contestaré á los cargos. Los que usted
ICX)
me hace ahora, más bien creo que deben
dirigirse á usted.
— Muy bien dicho.
— Por supuesto, que muy bien dicho.
Uno, viendo su fervor, le propuso una
visita á San Lázaro, ya que se hallaban
tan cerca. El hombre se puso pálido, y
con no sé qué pretexto, cambió de con-
versación. ¿Quería usted, pues, que ese
caballero le mandase lanzar del campo
santo ?
— No hablemos más de eso, amigo mío:
yo no conservo ningún resentimiento por
lo pasado. Al contrario: le estoy muy re-
conocido, porque me ha librado de una
humillación inmerecida.
— ¡ Bravo ! Así me gustan las gentes :
razonables. Con que, tan amigos como
siempre, y pelillos á la mar.
Y sin mayor ceremonia, tomó mi capa,
que pendía de una rama, la plegó en mu-
chos dobleces, y, colocándola junto á mí,
se sentó buenamente sobre ella. Echó
mano, en seguida, de una pipa, que sacó
de un pequeño zurrón de gamuza, puso
en ella algunos pedazos de tabaco nada
aromático, hizo lumbre, y comenzó á fu-
mar con un placer envidiable, envolvién-
dome en una nube de humo, tan denr.a co-
mo pestilente. Lejos de incomodarme con
semejante muestra de confianza, que, en
cualquiera otra circunstancia no me ha-
no
bría sido muy lisonjera, procuré, al con-
trario, estimular al buen sepulturero á
que prolongase su plática, y acabase por
hacérseme amigo. Era que yo, pobre la-
zarino, encontraba un hombre que no te-
mía la malignidad de mi dolencia.
— A lo que veo, le dije después de un
rato de silencio, usted no tendrá hoy al-
gún muerto á quien decir "séate ligera la
tierra." *
— Si acaso lo hay, será de medio pelo.
Yo soy sepulturero mayor, y no entierro
sino á los señores de copete ; digo, cuando
buenamente se mueren. Y si no, ¿qué se
entiende por sepulturero mayor?
— Es verdad : yo no había caído en ello.
Sin embargo, creo que usted habrá co-
menzado su carrera por subalterno, si es
que siempre ha ejercido semejante pro-
fesión.
— Mire usted señor... señor... ¿cómo
es su gracia de usted?; y perdone la pre-
gunta. _
— Antonio.
— Gracias. Pues mire usted, señor An-
tonio: en mi actual carrera, como ya em-
pieza á suceder en todas las demás, he
sentada plaza de jefe, sin pasar por los
grados subalternos. Verdad es que esa mi
actual carrera, es carrera de cojos é invá-
lidos ; pero, hablando en plata, sólo se han
premiado, medianamente, mis antiguos
servicios.
III
— ¡Grandes servicios! ¿No es esto?
— Grandes ó pequeños, yo he dicho sim-
plemente servicios, sin calificar su peso,
número ó medida ; y si he dicho que son
antiguos, esto no significa que sean gran-
des. Basta ser un poco viejo, y ya ve us-
ted que sesenta y un años, que cumpliré
el día de S. Germán, que es á 28 de Ma-
yo ... .
— Con que usted, mi buen amigo, se lla-
ma Germán.
— En todo el barrio me llaman "Nues-
tro amo Germán," porque antes fui yo
contra-maestre, que enterrador de muer-
tos. Así es que, si usted gusta. . . "Nues-
tro amo Germán." ¡ Rarísima vez entien-
do yo por Germán á secas 1
— Bien, nuestro amo Germán, muy
bien; pero, ¿por qué dejó usted su ejer-
cicio de mar? ¿Sufrió usted alguna des-
gpracia, mi viejo amigo?
— ¡ Cáspita ! ¿ Pues quería usted, criatu-
ra de Dios, que toda la vida me estuviese
columpiando en un mal pailebot, después
de tantos fracasos en la marina real ? Ade-
más, toda mi gente de tierra había pasa-
do por ojo, sin que me quedase ni siquie-
ra la buena Gaspara, para arrancar las
manchas de alquitrán de mi pobre cha-
marra.
— ¡Qué dice usted, nuestro amo!
—Sí, amigo ; en año y medio murieron
mi pobre mujer y mis cuatro hijos.
112
Separó su pipa el infeliz anciano, con
la mano izquierda, y con el jeverso de la
derecha se enjugó dos gruesas lágrimas,
que asomaron á sus ojos. Aquel ademán
me conmovió profundamente.
— ¿ Y ha quedado usted solo en el mun-
do, nuestro pobre amo Germán?; conti-
nué yo.
— Lo .que es solo, no. Es verdad que
yo no tongo aquí pariente alguno, pues
soy valenciano, para servir á usted; pero
el buen barrio de San Román me ampara,
y me protege, ahora que voy quedando ya
inútil. Los viejos me miran como á un
hermano, y los mozos como á su padre.
Toda es gente franca, leal y generosa,
i Dios se los pague !
— Pues bien, nuestro amo Germán: de-
seo, si, quiero, con toda mi alma, que us-
ted me aliste entre esas gentes honradas
y generosas, que le tratan como á su pa-
dre.
El anciano me miró fijamente.
— Sí, nuestro amo Germán: no sabe
usted cuánto le agradecería, el que tne
considerase, en lo sucesivo, como uno de
sus hijos,
— ¡ Oh Dios mío !, exclamó, incorporán-
dose, y cruzando ambos brazos sobre el
pecho. Permitiste que aquel desgraciado
se extraviase, lanzándose en una carrera
tan vil, como peligrosa: me has arran-
cado á mi esposa, y á mis cuatro hijos;
113
pero en recompensa, me prodigas consue-
los por todas partes, i Oh Dios mío ! Ben-
dito sea tu santo nombre.
Y dejándose caer de rodillas, sollozó
amargamente. Me pareció aquella acti-
tud tan solemne, en semejante circuns-
tancia, que mi corazón se estremeció, co-
mo con cierta especie de pavor religioso.
También me arrodillé con respeto, lloré
con ternura, y oré en unión de aquel an-
ciano desvalido.
Pasados algunos instantes, nos senta-
mos de nuevo, y me estrechó la mano
amistosamente. Serenóse su semblante,
y recobró su ordinaria expresión de jovia-
lidad y franqueza.
— ^Usted puede creer, señor Antonio, me
dijo después, cuánto favor le debo por su
benevolencia y afecto. Gracias, también,
amigo mío, gracias. Puede ser que, algún
día, le muestre, con obras, todo lo que yo
agradezco esas palabras de consuelo ge-
neroso en favor de un hombre, que, tal
vez, le ha tratado inmerecidamente.
— \ Oh, no, nuestro amo Germán, no !
Soy yo quien debe agradecerle su extre-
mada bondad, en acoger, en su afecto, á
un pobre lazarino, que la sociedad ha
proscrito.
— ^¿No conoce usted, mi querido Anto-
nio, que esas palabras no convienen ni á
usted, ni á mí, en una ocasión como la
presente? Cuando todos huyesen de. us-
114
ted, y le abandonasen, yo, mientras viva,
seré su amigo, su compañero y su humil-
de servidor, aunque me encuentro viejo é
inútil. Aquí está mi mano y mi palabra,
que siempre ha sido palabra de hombre
honrado.
Apretéle la mano. El y yo volvimos á
quedar pensativos. Desde ese momento,
comencé á amar á mi viejo sepulturero,
con toda cordialidad y afecto. No puedes
figurarte, Manuel mío, la emoción que ex-
perimenta un leproso infeliz,..c.uando en-
cuentra simpatías en un ser sensible, á
quien su situación no inspira ese horror
natural, que debe producir, y produce
generalmente, á todos los que se le acer-
can.
La noche comenzaba á cerrar, y me le-
vanté para volver al hospital.
— Vamos, me dijo el sepulturero : yo le
acompañaré hasta la puerta.
Y echamos á andar. En el camino, con-
testando á varias preguntas que yo le ha-
cía, con interés, me dijo que lo pasaba
holgadamente, y que de ninguna comodi-
dad carecía, porque sus necesidades eran
cortísimas.
— ^Sin embargo de que soy español, pro-
siguió, he dicho á usted que estoy muy
querido en todo el barrio de San Román,
y, mientras viva, nada me hará falta. Aun-
que me quitaran mi oficio miserable de
sepulturero, así como despojaron de sus
"5
destinos á todos los empleados españo-
les el día 15. . . .
— ¡ Ah, ah !
Viendo, por mi exclamación, que yo ig-
noraba el suceso á que había aludido, el
buen anciano me refirió, con todos sus
pormenores, los acaecimientos del día 15
de este mes, y los de la noche del 20, que
tanto me habían hecho cavilar, sin atre-
verme á hacer pregunta alguna á los que
podían informarme. Así supe que todos
los empleados españoles, habían sido de-
puestos: que se había pedido la declara-
ción formal de la guerra á España, cuya
medida habían diferido las autoridades
superiores de la capital: que el coman-
dante de las armas había venido, casi solo,
desde Mérida, á intervenir en aquel su-
ceso, procurando cortarlo: que en Cam-
peche había sido mal recibido ; y que, con
motivo de su presencia, había estallado
en la plaza le conmoción del día 20 por
la noche, que terminó con la salida de ese
jefe, quien se retiró muy indignado, y re-
suelto á emplear las armas, para cortar
el progreso del movimiento del día 15.
Sensible es este modo de pedir las co-
sas i Olvidábame que soy un lazari-
no, que estoy muerto civilmente, y que
mi opinión no vale para cosa alguna!
Me despedí de mi nuevo amigo, y entré
en mi albergue á meditar en los inciden-
tes de la tarde. Ese pobre y honrado se-
ii6
pulturero, ¡también ha sufrido mucho!
I Esta miserable humanidad,, que en to-
das direcciones, y por todos aspectos, se
encuentra siempre trabajada! ¡Este infe-
liz anciano, con un genio tan franco, jo
vial y sencillo ; y sin embargo, haber per-
dido á su esposa y cuatro hijos, en tan
corto tiempo! ¡Habérsele extraviado
otro ! ¿ Qué carrera vil y peligrosa será la
que abrazó, y que, según parece, ha afec-
tado vivamente á su padre? El tiempo
aclarará este misterio. No me pareció
oportuno intentar descorrer el velo, que
lo cubre.
Adiós, amig© y hermano mío. Jamás
me olvido de las personas que me son
tan queridas ; y á todas ellas escribo siein-
pre, por separado, reservando para tí mis
confidencias más íntimas. Adiós, otra vez.
CARTA VIL
Antonio á Manuel.
San Lázaro, 13 de Marzo de 1824.
Querido mío. Este afán que nos escue-
ce vivamente, este afán de ocultarnos á
nosotros mismos y de ocultar á los demás,
nuestras propias miserias ; en el pobre la-
zarino es enteramente inútil, porque pa-
rece que todo conspira á echarle en cara,
de una manera oprobiosa, su abyecta con-
dición, por más que se empeñe en hacerla
olvidar á los otros, ya que no puede con-
seguir para sí tan débil y mezquino con-
suelo. De aquí proviene cierta lucha in-
terior, en la cual, si no hay una buena do-
sis de resignación y paciencia, el lazarino
viene á ser una víctima miserable, que no
siempre provoca la compasión de sus se-
Hospital— 8
ii8
me jantes, porque no todos nuestros se-
mejantes tienen el mismo grado de filan-
tropía. De allí, esa tenacidad con que
quiere ponerse en contacto con todo el
mundo, dar la mano á los que encuentran
en su tránsito, estrechar contra su pe-
cho á los amigos y conocidos, y exhalar
su pestilente aliento sobre cuantos se le
acercan. ¿Llevará en ello la intención de-
pravada de causar algún daño? ¿Querrá
excitar la susceptibilidad agena, para go-
zarse en el martirio que cause? ¿Deseará
que todos participen de sus atroces su-
frimientos ? ¡ Oh, no, seguramente no ! E!
busca un rostro benévolo, un prójimo de-
ferente, un ser compasivo, alguno, en fin,
que en su aspecto le signifique, bastante-
mente, que no cree en la malignidad de
su mal, que no se horroriza de su aspecto,
que no tiene asco á la fetidez que exhala,
ni teme el funesto contagio. Regularmen-
te, el éxito de semejante tentativa es te-
rrible y desconsolador; y el infeliz laza-
rino recibe, uno tras otro, una serie de
desengaños, que excitan su mal humor,
y lo convierten al cabo, en un misántro-
po que huye de todos, como un animal
hosco y bravio, y esquiva á sus compañe-
ros, como si viese personificado en ellos
un atroz epigrama contra su situación.
En este caso, la religión es su único am-
paro, porque la filosofía misma no es bas-
tante para mitigar la horrenda desespe-
119
ración en que irremisiblemente caería, sin
el auxilio de aquella.
Por eso me decía ayer el padre cape-
llán.
— Amigo querido : si en la vista y ha-
llazgo de ese prójimo deferente, busca
usted todos sus consuelos, y tiene la es-
peranza de hallarlos .... poco es lo que
puede usted adelantar. El egoísmo
¿Sabe usted de lo que es capaz el egoís-
mo?
— Ya lo comprendo, padre mío. El
egoísmo me ha relegado aquí, me ha ex-
comulgado, m'e ha arrancado fríamente
del seno de mi familia, y de los brazos de
la tierna amistad, para atarme contra una
roca, como a Prometeo, hasta que un
buitre acabe de rasgarme las entrañas. Es
decir: me he sumido en San Lázaro, has-
ta que la lepra dilacere todos mis miem-
bros, y termine mi dolorosa e>i¿stencia.
— Bien. Yo no quiero contradecir esos
conceptos, que, hasta cierto punto, son
justos. Al contrario, quisiera que usted se
fortificase en ellos; pero no para aborre-
cer á la pobre humanidad, que, por lo re-
gular, no tiene la culpa de ciertos vicios,
que han llegado á ser orgánicos. El cris-
tianismo, sin embargo, ha hecho una gran
revolución moral ; y su influencia, más
tarde ó más temprano, cambiará del todo
la faz de las sociedades. Busque usted,
pues, esos consuelos en sus buenas ac-
I20
ciones, en su conciencia y en su corazón.
Búsquelos usted, y los hallará, allí —
Y me designaba la santa Biblia, colo-
cada sobre mi mesa. En aquel momento,
la fisonomía del buen eclesiástico apare-
cía casi radiante, de bondad y de caridad
cristiana de esa caridad que, como
dice S. Pablo, "todo lo sobrelleva, todo
lo cree, todo lo espera, y todo lo sufre."
Y en vez de huir, como el pescador á
quien libré de una muerte segura, ó de
esquivarme, como el mendigo que recibió
de mí una limosna; aquel hombre singu-
lar, para quien no tenía yo otro título que
la fraternidad cristiana, me estrechaba ca-
riñosamente contra su corazón, y lloraba
lágrimas de amor sobre mis lívidas fac-
ciones. ¿Cómo, en tales momentos, ha-
bría dejado de sentir un consuelo inefa-
ble? ¡Ah! Yo no dudo que en todos los
siglos, y en todas las creencias, se encon-
trarán á menudo, hombres poseídos de un
sentimiento profundo de benevolencia ha-
cia sus semejantes; pero sólo el cristia-
nismo, esta institución de fe y de caridad,
nos ofrece, como base de su espléndido
edificio, el amor á nuestros semejantes.
¡ O religión de paz y filantropía ! Yo pido
á su fundador divino, que me confirme en
su fe santa, porque yo solo quiero creer,
amar y adorar. Si ha podido existir en mí
un mal reprimido sentimiento de duda
sobre el porvenir, desaparezca, desde hoy.
para siempre jamás. ¡ Dios mío : qué fue-
ra de una infeliz criatura, de un pobre
leproso, atribulado, afligido, oprimido de
dolor y de angustia, si no tuviese la se-^
guridad de otra vida, y en ella fíjase toda
su esperanza! ¡Qué tormentos, pói" más
vehementes y agudos que pudiese inven-
tarlos la imaginación más exagerada, se-
rian comparables á los que causaría una
situación semejante! ¡Ah, no! Bendito
sea el Dios de nuestros padres y nuestros
abuelos, porque sólo ese Dios es el único
consuelo de la miserable humanidad.
Desde que medito en estas importan-
tes verdades, y reflexiono en la vanidad
del mimdo, siento un alivio inexplicable,
y encuentro mejorada mi condición. Por-
que, Manuel mío, dirigir los ojos al mun-
do, en demanda de consuelos, no es otra
cosa que afanarse inútilmente, hallando,
en vez de lenitivos, nuevos dolores, y
amarguras sin término. Sumida la gene-
ralidad de los hombres en sus negocios,
ó, más frecuentemente, en sus pasiones,
pocos hay que se conduelan de la huma-
nidad que sufre y padece, cuando hasta
su solo aspecto, tal vez porque les re-
cuerda su fin tan temible como inevitable,
les causa horror y repugnancia. Sí: es
una verdad que, para la mayor parte de
los que nos rodean, somos indiferentes;
y aun las pocas almas compasivas, no
siempre pueden, cuando lo quieren, con-
122
tribuir á aliviar nuestros padecimientos;
porque, ó se los impide una irresistible
preocupación, que. no les da ni valor para
entrar en un examen ; o la disposición de
sus órganos no sufre nuestra inmunda y
asquerosa presencia. Puedes de esto in-
ferir, cuan profunda será mi gratitud res-
pecto de este buen eclesiástico, del Hocto»
Frutos, y de nuestro amo Germán, de es-
te viejo y leal marino, que es mi cons-
tante compañero, en todas las excursio-
nes que hago fuera del hospital. ¡ Qué alma
tan noble y tan honrada posee! Su con-
versación, sembrada á veces de natural
originalidad, á veces seria y reflexiva,
siempre es amena, curiosa y variada. El
me relata, con entusiasmo, sus campañas
navales, sus aventuras marítimas, v los
lances más críticos de su vida, emplean-
do al efecto ese peculiar frasesismo de la»
gentes de mar, que para comprenderlo,
se necesita el hábito de tratar con ellas.
El me llama la atención sobre los puntos
de vista más interesantes; y no hay ca-
leta, pequeña ensenada, promontorio,
punta ó colina, acerca de los cuales no
sepa alguna historieta, que no siempre
tiene un término feliz, pues que muchos
de los personajes concluyen por morir
ahogados.
Quieres, según me indicas, saber cuál
es la distribución que hago del tiempo, y
en qué lo empleo. Bien: voy á compla-
123
certe. Levantóme á las cinco de la ma-
ñana, y elevo al Señor una plegaria por
mi padre, por mis amigos, y por todos
mis semejantes, y pidiendo para mí lo que
sea más conforme á su voluntad santí-
sima. Un pobre lazarino, que me sirve de
mozo, me trae en seguida el desayuno,
que tomamos juntos Regino y yo. Luego
salgo, y voyme á dar un largó paseo, ó
por las orillas del mar, ó á las vistosas co-
linas, ó á las haciendas de campo inme-
diatas. Vuelvo, y almuerzo, siempre en
unión de Regino, que es mi constante
compañei'o en casa, pues el infeliz aun no
puede salir del hospital, ni tampoco es
mucho lo que en ello se empeña. En ade-
lante leemos, conversamos con el cape-
llán, y visitamos, en unión suya, á todos
los enfermos que están en cama. Come-
mos á las dos, y reposamos hasta las cua-
tro y media de la tarde. A esa hora, vuel-
vo á empuñar mi bastón de ébano, y
salgo en busca de nuestro amo Germán,
que estoy seguro de encontrar siempre en
la puerta, esperándome. Paseamos hasta
muy entrada la noche, y pasamos lo res-
tante del tiempo, hasta las diez, hora en
que nos recogemos, en pláticas y ejerci-
cios piadosos. He allí mi método de vi-
vir. Mientras yo leo, Regino se ejercita
en hacer algunas obras curiosas de car-
pintería, en que es muy diestro, lo cual
no le impide atender á la lectura, y hacer
124
sobre ella muy justas y sólidas reflexio-
nes.
Las familias se desbandan á centena-
res de la plaza, por la aproximación de la
columna volante que las amenaza. £1 hos-
pital, como debes suponer, experimenta
los inconvenientes que produce semejan-
te estado de cosas ; y hé aqui por qué las
lamentables ocurrencias del día, de las
cuales no querría ni acordarme, nos son
doblemente sensibles. El doctor Frutos,
llamado por sus deberes al lado de su fa-
milia, tendrá que marcharse lejos de aquí,
según me ha indicado, con gran senti-
miento mío, pues que esto probablemente
trastornará mi modo de existir, que ex-
perimenta notable mejoría con su asis-
tencia. Nuestro amo Germán me comuni-
ca todas las noticias del día, haciendo de
ellas muy graciosos comentarios. Yo sue-
lo reírme de sus ocurrencias, y lo dejo
explayarse.
— Mire usted qué brillante y despejado
aparece el horizonte, me decía en una de
estas tardes: el navio llegará al puerto,
bajo la dirección de un insigne piloto que
dice, y repite, para animarnos, que es "trá-
gico por temperamento."
— Y esto, ¿qué significa, nuestro amo?
— ¿Lo entiende usted? No, ¡eh! Pues
así lo entiendo yo. Salvo que con esto nos
anuncie, que sería muy hombre para ma-
J
125
tarse á sí mismo, y despachar á los demás
al otro barrio.
— rero esa es una explicación horri-
ble.
— Pues explíqueme de otro modo, lo
que indica eso de ser "trágico por tem-
peramento."
— No lo entiendo, nuestro amo: mejor
sería que pensáramos en otra cosa, por-
que las de este género, ya comienzan á
disgustarme. Triste es, por cierto, pre-
sentar un programa tan extraño, y tan in-
comprensible. Pasearemos, si á usted le
parece bien.
— Sí: pasearemos.
— Pero: ¿á dónde hemos de dirigirnos
hoy? Todos los puntos inmediatos nos
son muy conocidos; y aunque yo quisie-
ra subir á San Miguel, el destacamento
habrá de impedirme la entrada, porque
¡ ya lo ve usted !, no soy más que un la-
zarino.
— En llevándole yo á remolque, nos ve-
ríamos en ello.
El buen viejo se había armado de va-
liente, y pretendía llevar adelante el pro-
yectado paseo. Pero, felizmente, logré di-
suadirlo, y digo felizmente, porque no
sólo me libró, en esa tarde, de un mal ra-
to, sino que para compensarme el disgus-
to momentáneo que me causaba el pen-
sar en los inconvenientes de la enferme-
dad, discurrió otro paseo que, según m*
dijo, iba á asombrarme.
— ¡Asombrarme!, le repetí.
— Si, señor: como siiena, y cuando ycc^^^'**
le digo que ha de asombrarse, es porque^^^^
sé que así ha de suceder. Sígame las^^^
aguas, y luego, luego arribaremos, y si no ■ —
queda usted satisfecho, que pierda yo el -^ -'
nombre de Germán, que llevo hace sesen-
ta y un años.
— Pues marchemos.
— Bien; navegue usted conmigo
conserva y á toca penóles, porque voy á -
ceñir de suerte, que sólo yo be de saber el
punto de la recalada.
Y comenzamos á andar por el camino
de Buena-vista. Cejando un tanto sobre
la izquierda, nos internamos en un bos-
quecillo espeso y frondoso: el terreno co-
menzó, muy pronto, á ser algo difícil, y
las escabrosidades que ofrecía, ya me fati-
gaban. Subíamos, y por cierto que no
era por senda alguna, porque ni vestigio
había de ella sobre el terreno que pisá-
bamos.
— A la verdad, creo que nos extravia-
mos: gritélc derrepentc á mi guía, que
marchaba silencioso.
—Es difícil.
^Pero 5Í usted no solamente no siguR
senda algtma, nuestro amo, sino que evi-
ta las que solemos encontrar al paso.
— No importa. Si no fuera yo práctico
I ^
í
I
127
en estas' costas, ¿habia de venir mandan-
do la maniobra?
— Pero ya me cansa esta subida.
— Mejor: así le agradará más el es-
pectáculo que va á presenciar ahora mis-
mo.
Saltábamos de risco en risco, y para
evitar una caída, que me descalabrase
irremisiblemente, tenía necesidad de los
auxilios del buen viejo; y á veces me su-
jetaba de las ramas. Salimos, en fin, del
bosquecillo á una hermosa explanada.
— ¿Qué es esto, nuestro amo?, pregún-
tele al viejo, exhalando un grito de ad-
miración.
— ''La Eminencia:*' me respondió.
Ciñe á Campeche, por la parte de tie-
rra, un semicírculo de colinas de poca ele-
vación. La ciudad, sus hermosísimos ba-
rrios, y algunas casas de campo, yacen á
las faldas de este magnífico y espléndido
anfiteatro, que termina á la lengua del
agua. Destácase de este ceñidor una co-
lina, que se interna en el barrio de San
Román, dominándose, desde ella, toda la
población, los campos inmediatos, y el
mar. Esto se llama la "Eminencia."
Todavía no puedo concebir, cómo un
punto de vista, el más pintoresco, sin du-
da, de los que hay en el país, sólo se en-
cuentre frecuentado por los leñadores, por
uno ú otro cazador, y por algunos mu-
chachos que viven á las inmediaciones.
128
Los extranjeros llegan á Campeche, y se
vuelven, sin visitar esta pequeña altura,
porque ningún habitante de la población
se empeña en hacerle saber el tesoro de
preciosas vistas, que presentan. Yo no
podré hacer de ellas, Manuel mío, una
descripción; pero trazaré un ligero bos-
quejo, para inducirte á no malograr la
oportunidad, si alguna vez vienes á Cam-
peche, de presenciar este magnífico es-
pectáculo, que lo es tanto más, cuanto
que en un terreno tan llano, como el nues-
tro, la monotonía del paisaje es triste y
enfadosa.
Serían las cinco de la tarde, cuando lle-
gamos á la cima de la "Eminencia, ' que,
por aquel rumbo, distará, me parece, cua-
trocientas toesas del ángulo más saliente
de la plaza, que es el baluarte de S. Juan.
Reinaba, en aqu^l momento, una fuerte
brisa, que nos transmitía él ruido del
mar, el de los árboles, y aun las voces de
los que andaban por las murallas. El cie-
lo estaba brillante y despejado; y los ra-
yos del sol, que declinaba, se reflejaban
allá, á lo lejos, en el mar, produciendo á
la vista un efecto inexplicable. A nues-
tros pies se desarrollaba, en todas direc-
ciones, un vasto diorama, sobre el cual
todo parecía moverse y animarse. A la
derecha se prolongaba, en una dilatadísi-
ma abertura, el barrio de Santa Ana, des-
cansando la vista en el Limonar, y el cas-
129
tillo de S. José. A la izquierda, el barrio
de S. Román se presentaba diseminado
en un bosque de cocos; y al través de
sus ondulantes palmas, el campanario de
la pequeña iglesia» y los edificios dados
de blanco y azul, parecían agitarse en mo-
vimientos diversos. Allí estaba también
el hospital de San Lázaro. En el fondo del
cuadro, el paisaje era de un efecto mages-
tuoso y sorprendente. Su primer término,
era formado de coposas arboledas, bor-
dadas por los solares y caseríos. Mas allá,
extendíase la plaza amurallada, y coro-
nada de baluartes, descollando, sobre
ellos, muchos y elegantes edificios parti-
culares con miradores, templos, cúpulas
y campanarios, elevándose, hasta una
considerable altura, la gentil torre de la
parroquia, que dominaba todo aquel ri-
quísimo y esquisito mosaico. En último
término aparecía el mar, el mar que, des-
de aquel punto, tenía no sé qué de mági-
ca grandeza. Se me figuraba que repetía
en su superficie tersa y limpia, todos y
cada uno de los infinitos objetos que veía-
mos en aquel tapiz de verdura. Las bar-
quillas de los pescadores, que vagaban en
los confines del horizonte, se presenta-
ban como blanquísimas palomas, que vo-
laban de uno á otro lugar. El conjunto
era superior; á lo que yo pudiera decirte.
Sólo un pintor, ó un poeta, pueden reve-
lar los misterios de la "Eminencia."
Extático contemplaba aquel espectácu- *
lo, de un género nuevo para mí. Mi admi' I
ración subió de punto cuando el sol, ba-"" '
ñando con sus rayos horizontales tod^-^
aquel vastísimo panorama, parecía lanza- ^
sobre él torrentes de fnego, precursores^'
sin embargp, de la obscuridad con gue y "*
iba á encubrirse, como bajo un manto nerí^^'
gro y fatídico; así como una lámpara^^— ^
próxima á extingiiirse, brilla con una lu— -*^
más viva. Llegó la noche, en efecto. ^2.
apenas se percibían, allá á lo lejos, en e ^^^'
ocaso, los últimos arreboles del crepúscu- *^-*
lo espirante. Mudóse entonces la decora- -^^
ción, y la eiícena quedó transformada -^^^
Nuestro amo Germán guardaba un si— ^\
lencio religioso, mientras que. sentado ^^- ■
algunos pasos de mi. tenía clavada la vis — -*'
ta en el último número del cuadro, e^^^
decir, sobre el mar, que en aquella hora.^^^-
y desde aquel sitio, más parecía un anchen
y dilatado abismo. Estaba entregado »
una meditación profunda, ó tal vez ()Íri—
gía al cielo alguna plegaria respetuofn^
en favor de su esposa y de sus hijos ya
difuntos. Yo no me sentía con valor pan
interrumpir una actitud tan solemne. Re-
costado sobre una laja extendida, ya no
era una realidad, sino una serie de vehe-
mentes ilusiones, la que estaba ejercien-
do en mí un influjo poderoso. Las torres
y miradores, se me figuraban gigantes
embozados, que guardaban una ciudad
13 í
encantada: las colinas, eran escarpadísi-
mas montañas: los árboles agitados por
la brisa, espectros que vagaban siniestra-
mente. La obscuridad, el brillo pálido y
débil de los astros nocturnos, el chillido
del buho, el volar incierto de algunos pá-
jaros, las exhalaciones que caían sobre
aquellas alturas, el bramido del viento,
el lejano rumor que brotaba de un pueblo
agitado actualmente en una convulsión
política; todo esto contribuía á dar dife-
rentes giros á mi imaginación, demasiado
exaltada ya con las impresiones anterio-
res.
De improviso, todo ese cuadro se en-
contró iluminado con una luz rojiza y su-
bitánea, como la de un relámpago, vol-
viendo á sumergirse al instante en la más
densa obscuridad. En pos, llegó hasta
nosotros un fuerte estampido, que las ro-
cas, las colinas y todas las cavidades de
aquel terreno, fueron repitiendo en pro-
longadísimos y espantosos ecos. Jamás
había escuchado una detonación tan ro-
busta, tan grave, y de una vibración tan
extraña é irregular. Aquella tremenda
conmoción duró más de dos minutos; y
entre tanto, mi estupor había llegado á
su colmo, y me encontraba á punto de
desfallecer, porque, realmente, aquello no
me parecía un suceso común ni ordinario.
No era una tempestad, porque la atmós-
fera estaba limpia y despejada, y aun no
132
ha llegado la estación de ellas. Tampoco
la erupción de un volcán, porque no exis-
ten montañas en toda la península. Es,«
no hay duda, dije para mí, uno de los
grandes cataclismos, que deben preceder
á la destrucción final del universo. Aun
no me resolvía á moverme del sitio en
que estaba clavado, cuando un nuevo re-
lámpago, seguido de otra formidable de-
tonación, me hizo estremecerme y horri-
pilarme. No hubo remedio : el pavor me
sobrecogió: lánceme hacia donde estaba
el sepulturero, y abrazándolo con todas
mis fuerzas, gritaba :
— I Nuestro amo, nuestro amo !
— ^¡Cáspita, que no ganamos para sus-
tos! ¿Qué es esto?, ¿qué tiene usted, mí
querido Antonio?
— ^¿No ha oído usted, nuestro amo?
— i Qué ! ¿ Los dos cañonazos ? No ten-
ga usted cuidado: será algún aviso ó se-
ñal que hace la plaza. Esto es muy común
y la cosa no vale la pena de asustarse
tanto.
— ^¿Qué llama usted cañonazos, nuestro
amo ?
— ¡ Me gusta la pregunta 1 ¿ Si será que
estaba usted tan embebido en sus cavi-
laciones, que no los hubiese escuchado,
creatura de Dios ?
— Yo, sí : he escuchado un ruido espan-
toso, tremeudo, extraño, que me figuré
fuese una cosa sobrenatural y estupen-
da ; pero, perdone usted, nuestro amo : yo
no he oido cañonazo algún©, no*; porque
es imposible que el horrible estruendo
que aciita de pasar, sean cañonazos, como
usted se figura.
— Vamos: ya comprendo. Jamás ha oí-
do usted la explosión de una pieza de
artillería, sino á flor de tierra, y encajo-
nado entre calles y casas. Ya no me ad^
miro de su extrañeza. En la posición en
que nos encontramos, es diferente; y si
esto le ha parecido tan extraño y espan-
toso, figúrese usted cuál será la horroro-
sa confusión que reina en un combate na-
val, en que mil recias andanadas de arti-
llería se suceden una á otra, cuando cada
ola y cada nube es un eco, que se prolon-
ga sabe Dios hasta dónde.
En efecto, tres ó cuatro cañonazos
más, que disparó el baluarte de San Fran-
cisco, acabaron de convencerme. El viejo
tenía razón ; y ya ves cómo, sin la expe-
riencia, nuestras lecciones de física en el
colegio no sirven casi para nada. Si por
casualidad me hubiese encontrado solo
en aquel sitio, y en semejante coyuntura,
acaso habría caído muerto de terror, al
oír la miserable explosión de una pieza
de á ocho, como lo era seguramente la
que acababa de producir en mí tan alar-
mante efecto. Así, pues, si alguna vez su-
bieses á la Eminencia, procura que esto
134 '
r
sea cuando la plaza haya de hacer alguna
salva de artillería. Estoy cierto de que
no. hallarás exagerada la pintura que te
hago.
Acordándome, en fin, de que era tarde,
y que el camino que teníamos que em-
prender era corto, pero áspero y esca-
broso, y que las tinieblas harían, sin du-
da, mucho más difícil, invité á mi amigo
para bajar la colina.
— Por lo que es eso, me repuso, no ten-
ga usted cuidado ninguno. Cuando subi-
mos, de intento le traje á través de aque-
llos bajos y arrecifes, porque deseaba yo
que, de improviso, se encontrase usted go-
zando de esta perspectiva; y pues que la
ha disfrutado á su sabor, fuera vez el con-
sabido sustillo, bien podemos permane-
cer al ancla algún tiempo más, que em-
plearemos platicando. 'Luego marinare-
mos por un rumbo más corto y directo.
Sentémonos.
^ — Me gusta la idea: nos quedaremos
media hora más ; pero es preciso que se
resuelva usted á referirme alguna anéc-
dota acerca de este sitio. ¿No sabe usted,
por ventura, una de esas tan curiosas, de
que siempre está provisto?
— ¡ Bah ! más de veinte sé yo, que tie-
nen conexión directa con la *'Eminen-
cia."
— A ver: desembuche usted, por Dios,
que ya sabe cuánto me agradan las plá-
ticas de este género.
— Recordaré... vamos: ya estoy. Con-
taré á usted un cuentecito que ya es algo
rancio ; pero tiene que ver, nada menos
que con esa piedra sobre la cual está us-
ted sentado ahora.
Yo hice un movimiento brusco para
incorporarme.
— Vamos, continuó el viejo; no sea us-
ted tan espantadizo, que digamos, porque
me quita usted la libertad de hablarle cir-
cunstanciadamente, y como yo quisiera.
Vuelva usted á sentarse, y estese quieto.
Sentéme otra vez, no sin algún recelo,
porque, como ya te he dicho, rara vez
falta algún muerto en los cuentos de
nuestro amo Germán.
— Bueno, prosiguió. El cuento tiene su
cierto roce con un famoso pirata.
— i Dios mío, con un pirata !
— Sí, hombre: con un pirata. ¿Qué tie-
ne esto de particular? Usted se estremece
cada vez que oye hablar de un pirata cual-
quiera.
— ¡ Oh ! esa es gente que me causa mie-
do é indignación.
— Pues yo.... la compadezco. Prosi-
gamos.
— Sí: adelante.
— Pues, señor: estábamos, ó mejor di-
cho, estaban los de entonces en el año de
1685, y un holandés, llamado Laurent
136
Graff, más conocido con el nombre de
"Lorencillo". . . .
— jAh, Lorencillo! Cuénteme, cuénte-
me algo de Lorencillo.
— Pues en eso estamos. Pues, señor:
Lorencillo tomó á Campeche por sorpre-
sa, formó allí su campo con trincheras,
quemó y arruinó muchísimas casas; y
aunque el castillo de San Carlos se había
defendido bien, y se sostuvo hasta que
consumió la última munición, al fin se
dio á partido, porque no había otro re-
medio. El lugar era entonces muy rico ;
de modo que aunque se guardaron ei
los montes, sótanos y cuevas muchas
alhajas preciosas y dinero, no obstante,
el saqueo fué muy cuantioso. Era, á la
sazón, teniente de capitán general en la
villa, (que aun no era ciudad), D. Felipe
de la Barrera, hombre firme y valeroso.
Mantúvose en la parroquia, algunos días,
muy bien atrincherado, mientras llegaba
el auxilio que, desde Mérida, debía de
enviar el gobernador D. Juan Bruno Te
lio de Guzmán. El capitán de los mulatos,
llamado Lázaro del Canto, fué el primero
que llegó ; y con valor, denuedo y arrojo
temerario, rompió el cerco que los ingle-
ses habían puesto á la parroquia, y, con
su compañía, introdujo á los sit^'a.Ios i.n
refuerzo considerable. Pero el teniente
Barrera se encontró apuradísimo, er ves
(le mejorar de situación. Los víveres se
137
habían agotado absolutamente, y la tro-
pa no podia resistir, por más tiempo, a
los ataíiues del pirata, dueño de toda la
población. Resolvió, pues, emprender una
retirada, para incorporarse con el gobe -
nador, que estaba tomando el fresco en
Hampolol.
— ^¿ Salió, rompiendo la linea enemiga?
— i Oh ! eso era bastante difícil, si no
imposiuie ; y auemás, habría perdido to-
da su gente, sin ventaja ninguna. Lo que
hizo fué fugarse, dejando á Lorencillo
con un palmo de narices.
— ¿Pero, ¿cómo pudo ser esto, nuestro
amo? ¡Usted se burla!
— Va usted á saberlo, y verá que no
me burlo. Entre los vecinos que acompa-
ñaban á Barrera, había un marinero vie-
jo, así como yo, del barrio de San Ro-
mán. Llamábase el "tío Larrañaga,"
hombre de pelo en pecho, cartilla vieja
de Campeche, y que sabía al pie de la
letra todos los pasadizos y recovecos de
la plaza. Llamó aparte al teniente, cuan-
do estaba más apurado y sin saber qué
harcerse, y le reveló un importante secre-
to, que por muchos años había guardado,
por encargo de un cacique de Lerma, que
fué grande amigo suyo. De resulta de es-
ta revelación, dispuso el comandante que
las tropas, armas á discreción, siguiesen
en silencio al "tío Larrañaga," quien au-
xiliado de algunos hachones de viento
138
que Se improvisaron, se acercó á una
puertecilla que estaba oculta al pie del
altar mayor, metióse por ella, en pos des-
cendieron todos los que había encerrados
en la iglesia, y pian, piano, al cabo de dos
horas de marcha, á través de unos pasa-
dizos húmedos v estrechos, unas veces
subiendo, y bajando otras, desembocaron
por un hueco, que hoy cubre esa losa en
que está usted sentado.
— Según eso, quiere decir ....
— Quiere decir lo que pocos saben to-
davía, á saber, que desde este sitio en que
nos hallamos, hasta el altar mayor de la
parroquia, existe un subterráneo, que es-
tará ensolvado en algunos puntos;, pero
del cual deben existir restos considera-
bles.
— Pues yo creo que esta tradición no
debe olvidarse nunca, para que sirva de
gobierno á los vecinos, por si alguna vez
los piratas llegasen á posesionarse de esta
altura.
— Ya se ve que sería bueno.
— Y ¿qué objeto se llevaría en la cons-
trucción de un camino tan singular?
— Eso pregúnteselo á los indios de su
país, que aborrecían tanto á los conquis-
tadores. No lo hatrían á humo de paja,
qi"^ rugamos • no.
En este momento, las iglesias de la
ciudad dieron el toque de ánimas, y co-
menzamos á bajar el cerro. No me había
^ • i . . • ■ • ■ 139
engañado el sepulturero. En tres minutos
descendimos por una senda suave y corta.
Despidióse mi amigo en la puerta del hos-
pital, á donde llegamos á las ocho y me-
dia de la noche. Como yo tenía permiso
para estar fuera hasta las nueve, ningún
dependiente extrañó mi tardanza en aque-
lla excursión.
Mucho interesó mi relato á Regino.
Hoy he rogado encarecidamente al doc-
tor Frutos, que haga el último esfuerzo,
á fin de conseguir, antes de su partida, el
correspondiente permiso de la autoridad
política, para que mi pobre amigo salga,
alguna vez, á respirar el aire libre. Yo
tengo esperanza de que se conseguirá.
Adiós, mi querido Manuel. Soy siem-
pre tuyo, amante hermano é invariable
amigo.
CARTA VIH.
El Dr. Frutos á D. Pablo.
Campeche, i6 de Marzo de 1S24.
Dueño y amigo. Las circunstancias po-
líticas, y más que nada mi calidad de es-
pañol, ma obligan á ausentarme algunos
días de la plaza, retirándome al campo.
Duéleme el dar á usted esta noticia, por-
que nuestro Antonio ve en mí, no solo á
un médico en quien tiene confianza, sino
á un amigo con quien se franquea amplia-
mente. Pero puede usted estar tranquilo,
porque Jamás lie encontrado un enfermo
más dócil y complaciente, que su hijo
Antonio, que ha seguido puntualmente
todo cuanto le he prescrito, en orden á
su régimen de vida. Así es que, sin em-
bargo de haberse presentado en el hos-
pital cuando su •nfermedad aparecía en
un período crítico y funesto, hoy puedo
■ 142
V asegurar á usted, sin temor de equivocar-
I me, que se encuentra mejor, es decir, in-
I finitamente menos ma!, que cuando lo
I e?taminé la vez primera. Es verdad, que
I sus últimas impresiones fueron vehemen-
I tes, y el más intrépido, acaso habría su-
I cumbido en la lucha. ¡ Cuánto valen, en
I trances como éste, la buena educación.
I los sentimientos religiosos, y la virtud!
I No puede negarse, que tiene usted un hí-
I jo que le honra, y que, por tanto, merece
I el entrañable amor que usted Je profesa.
I Me es sumamente sensible, ¡sólo yo
I sé cuan profundo es semejante sentimien-
I to !, el no poder asegurarle que su hijo
I recobrará la salud perdida, y quedará cu-
■ rado de su dolencia. Usted es un hombre
I de buen seso y acreditada firmeza, y no
I dudo que estará fortificado en la idea
F horrible ciertamente, de que este intere-
I sante y recomendable joven está perdido
I para la sociedad; pero no lo estará para
I sus amigos, que se desvelan en conservar-
I le tan preciosa existencia, ahorrándole,
I en lo posible, los inconvenientes de su si-
' tuación. Sin embargo, no me figuro que
sea una temeridad, de parte mía, el ma-
nifestarle, que ni creo que la lepra sea un
mal que se comunique por contagio, ni
me parece imposible su curación. Esto
no significa que Antonio sanará: repito á
usted que ni piense en ello, porque si los
grandes médicos señalan uno ú otro ejem-
É
piar, sobre no estar yo, ni con mucho,
en esa categoría, la empresa es tan" ardua
y difícil, que raya en lo milagroso. Baste
decir á usted, que á Antonio lo miro co-
mo una cosa mía, y que, aunque no es-
tuviese obligado, como lo estoy por los
deberes de mi profesión, yo lo atenderé
con todo el empeño y cuidado de que soy
capaz.
Le he fijado un régimen, para que ob-
serve puntualmente, hasta mi vuelta. El
ejercicio y la distracción, son dos podero-
sos agentes con que cuento para propor-
cionarle alivio, porque ya sabe usted
cuánto influye lo moral en lo físico. Así
es, que le he recomendado mucho que
pasee, que lea, que escriba, que dibuje,
y q\ie se ejercite en la música, en la cual
he observado que es muy inteligente, pero
que, por desgracia, hoy le tiene una de-
cidida aversión. Para que mi partida le
sea menos penosa, ayer he puesto en sus
manos la competente licencia para que
un joven español, muy su amigo, y com-
pañero también de desgracia, pueda salir
y entrar libremente en el hospital, sin tra-
ba alguna; ocurrencia que le causó un
placer vivísimo.
Dios conceda á usted resignación, y á
todos nosotros lo que nos convenga me-
jor. De usted obediente servidor y ami-
go-
mam
CARTA IX.
Antonio á Manuel.
San Lázaro, i". de Abril de 1824.
Querido mío: Ya no me admiro de que
el "'fatalismo" tenga prosélitos. Es, en
verdad, un dogma absurdo y desconsola-
dor ; pero es muy fácil acomodarnos á él,
porque exime á la razón de averiguacio-
nes penosas, y de conjeturas más ó menos
molestas: libra al corazón del temor, que
alguna vez detiene al hombre en un sen-
dero peligroso : ó, á lo menos, afloja el
ímpetu de las grandes pasiones. Sobre to-
do, no teniendo valor para examinar y
meditar, nos cuadra perfectamente el ha-
llar una explicación á todo, sin necesidad
(!e engolfarnos en las cuestiones metafísi-
cas, que se enlazan con las de la moral
pública y privada. A pesar de mis sanos
146 "1
principios, yo mismo suelo verme perdi-
do en medio de vacilaciones que me can-
san ; y muchas veces supongo bien en mis
raciocinios, y discurro tan mal,^ que me
confundo, y ya no encuentro la salida de
aquel laberinto horrible. Permíteme que
lo repita siempre: la religión, si, la reli-
gión es el mejor hilo de Ariadna para
guiarse; y la idea de ima "Providencia"
sabia é infinita, es más racional que ese
ciego y formiaauíe fatalismo, que hiela
nuestro corazón, y seca, en nuestra alma,
la fuente de las acciones nobles y mag-
nánimas.
Es verdad, también, que nosotros ter-
giversamos miserablemente esa idea sen-
sata y religiosa; y al hablar de las cosas
y de los hombres, nos parecemos á Pro-
custo, aquel tirano de Sicilia, que tendía
en un lecho de hierro á los transeúntes,
alargando, a la fuerza, las piernas de los
infelices que las tenían cortas, y cerce-
nando las que eran más largas que el
lecho: resultando de allí, que la historia
de la humanidad se encuentre igualmen-
te desfigurada. A excepción del interés
que la religión, ó la filantropía, han ins-
pirado en su íavor á algimos hombres de
bien, mil pasiones han guiado á los de-
más : y es doloroso obser\'ar, con un filó-
sofo, á los políticos dividiendo á los hom-
bres en nobles y plebevos, en soldados v
en esclavos: á los moralistas, en avaros
147
hipócritas, bellacos y orgullosos : al poeta
trágico, en tiranos y oprimidos: al có-
mico, en bufones y necios ; y al rrlédico,
en fin, en sanguinolentos, pituitosos, fle-
máticos y biliosos. ¿Qué se ha reservado,
pues, á la virtud y á la honradez? ¿qué á
la nobleza de ánimo, á la elevación de
ideas, y á la generosidad de los sentimien-
tos ¿qué al valor en la adversidad, á la
firmeza en las desgracias, y al desprendi-
miento en los puestos elevados? ¿Nada
se concede á la lealtad, al patriotismo y
al honor?; ¿nada, en fin, al hombre recto
que cumple con sus deberes públicos y
privados? Casi nada, Manuel mío, casi
nada; y si los fatalistas han reflexionado
en todo esto, poco tiene de extraño el que
lleguen á obcecarse, y menos si, por una
desgracia lamentable, han sido indiferen-
tes en materia de religión.
¡ Dios me perdone mis arrebatos ! Pero
al ver en acción los medios ocultos de esa
"Providencia," mi sobresalto crece de
momento en momento. Contemplo, pas-
mado, este giro incomprensible del mun-
do, los resortes que obran en él, la cadena
que enlaza y sujeta todos los sucesos de
la vida. ... y de repente me he detenido
en un camino que yo creí fácil : pero que,
realmente, no es otra cosa que un inson-
dable caos. ¡ Cuántas veces no he llegado
á figurarme, que las ideas que se me in-
culcaron en la niñez son falsas ó erró-
148 ' -
neas: que los moralistas que he leído son
visionarios; y que mis maestros no han
compnendido bien las máximas ni los
principios que me infundieron!
La situación de mi pobre amigo y com-
pañero de desgracia, me ha sugerido to-
das estas reflexiones, amargas, en verdad,
pero disculpables. Por fortuna, ;y este es
un beneficio que debo á la infinita bondad
del Señor!, no me veo abandonado á mis
propias inspiraciones. Cuando en ellas me
encuentro engolfado, el capellán parece
adivinarlas ; y, con una sola palabra aleja
las tinieblas de mi espíritu, fortificando
oportunamente los afectos sinceros de
mi corazón triste y afligido. Cesa enton-
ces la perplejidad, vuelve la paz dichosa
del alma, y se disipan mis temores y so-
bresaltos. Mi enfermedad misma parece
ceder á los consuelos religiosos; y en el
propio instante en que me hallo en los
bordes de un precipicio, que veo abierto
ante mis ojos, y próximo á tragarme, un
rayo de^luz ilumina la escena, guía mis
pasos, y encuentro la senda perdida. Lá-
grimas y suspiros me cuesta todo esto;
pero "post nubila Phoebus." Después de
una borrascosa tempestad, todo reapare-
ce sereno y tranquilo. Entonces puedo
consolar á Regino : encuentro reflexiones
oportunas para calmar su aflixión, sen-
timientos dignos para fortificar su ánimo
abatido, y documentos preciosos para
, H9
ilustrar su espíritu, poco versado íeo las
grandes' verdades, que más no importa
aprender, y no olvidar jamás en los trau-
cos dé la vida. Es, ciertamente, una lui-
cha abierta la que sostenemos; perd*.nQ
desconfio de mi victoria, porque la "ver-
dad" jamás fué vencida. Logro además
otra ventaja: á saber, que mientras con
mayor tesón me empeño en transmitir
mis convicciones á Regino, másy, fná$
me ratifico en ellas. -
. Como te anuncié en nli carta, anterior*
Regino obtuvo, en fin, mediante el influ-
jo de mi respetable amigo el doctor Eru-
tos, permiso para salir del hospital, cada
vez que desease pasear por- estas inme-
diaciones. Yo esperaba que tal suceso le
causase la mayor complacencia; pero no-
té, con sorpresa, que la noticia le era del
todo indiferente. Sin ««bargo, poco des-
pués, deshaciéndose en lágrimas, me dio
muestras repetidas de su profundo agra-
decimiento. Varias veces se dispuso á sa-
lir en mi compañía; pero lo mismo era
fijar su inquieta mirada sobre las playas,
sobre el mar, sobre las embarcaciones
surtas en la bahía, y, más que todo; sobre
los 'confines del azulado horizonte, que
se descubre desde la puerta principal de
nuestra prisión, cuando el infeliz se con-
movía espantosamente^ sollozaba, cubría-
se los ojos con ambas manos, y retror
cedía abismado en un dolor vehemente y
m í '
profundb, para encerrarse^ horas eüteraSi
en un solitario y obscuro rincón de su
reducido aposento. Mis consejos, mis pa-
labras consolatorias, y los ruegos del ca-
pellán, vencieron al cabo su irresolución.
y, como azorado, salió conmigo, hace cin-
co días, á pasear sobre los blancos arena-
les de la playa. Nuestro amo Germán, á
quien Regino aún ño conoce de vista, se
hallaba casualmente ocupado en el cemen-
terio, lo cual le impidió acompañarnos en
é^ta excursión. El bueno y honrado viejo
desea, con ansia, conocer al pobre mu-
chacho, á quien tiene ya casi el mismo
grado de cariño que á mi me profesa.
Renunciaré, porque es preciso, á la pin-
tura de los varios afectos y emociones
que asaltaron, en aquel momento, á mi
desgraciado amigo. La patria, con todos
sus recuerdos tiernos y dolorosos: la fa-
milia extinguida : la corta edad malogra-
da: ia horrible é incurable dolencia que
sufre: las ilusiones agotadas: los proyei:-
tos frustrados^ las fuentes de la vida em-
ponzoñadas para siempre: el porvenir es-
pantoso y sin esperanza: la muerte cier-
ta y próxima Todo, todo se agolpó
en aquella imaginación electrizada, y que
vomitaba fuego como un volcán.
—Descansemos, amigo mió, dijome de
repente. Sentémonos sobre esta piedra
minada por el agua, porque no puedo
más.
Miró hacia todas partes, y luego con-
tinuó :
— Nadie, nos escucha, y nadie se burla-
rá de mi dolor. Necesito llorar, mi queri-
do Antonio: quiero desahogarme, y lan-
zar al cielo un grito de desesperación,
porque, de otra suerte,... yo quedaría....
quedaría, muerto. . . en este sitio. . . ¡ Ay
de mí!
Estréchelo contra mi corazón que la-
tía con una fuerza horrible, porque en
aquel* momento se precipitaron, en tro-
pel, sobre mí, todos mis recuerdos an-
gustiosos, todos mis atroces sufrimientos,
todas mis agonías. . . ¡ Ah !, si Regino llo-
ró, si dio rienda suelta á su dolor. ... yo
también, querido mío, yo también gufrí
una crisis inexplicable.
En vano me afanaba en buscar con-
suelos para aquel desdichado. Tenía su
dolor un carácter tan intenso de verdad,
que mis palabras espiraban antes de pro-
ferirlas. Comparaba mi situación con la
suya, y la veía menos horrible, pero no
menos infeliz. ¡ Qué sé yo ! más de una
hora me quedé como un estúpido, obser-
vando aquella tristísima y dolorosísima
escena. Al cabo pude aventurar algunas
frases.
— Regino, mi pobre Re.^ino: ¡por Dios
amigo querido! El hombre material ha
triunfado ya bastante. Serénese usted, re-
flexione conmigo, enjugue esos ojos, y
ts¿
; I
vuélvalos á Dios, que es fuente de amor
y de bondad.
Guardaba ya silencio ; pero de sus ojos
brotaban dos raudales copiosos de lág^ri-
mas.
— Regino mío, continué yo: escuche
usted á su amigo, á su compañero de des-
gracia, á su hermano que le ama, y que
como usted, ha pasado al través de esas
sensibles pruebas. Imíteme usted, obre
de una vez la razón, y no sea esclavo de
sus sentidos. Convengo en que esta enfer-
medad arredra al hombre más intrépido:
harto lo sé yo por mi propia experien-
cia. Pero el alma ... ; De qué sirve enton-
ces el alma, ese ser que nos anima, que
nos vivifica, y nos hace pensar! ¿Cree us-
ted que es un don sin precio, que nos ha
concedido el Autor de la naturaleza? Si
todo huye de nosotros, si vemos descua-
dernarse esta máquina admirable, ¿no te-
nemos dentro de nosotros mismos ese
principio creador de un mundo? ¿Ese
agente poderoso, que ninguno se atreve á
negar, por más que crea que es material
ó inmaterial, perecedero ó imperecedero,
no ha de servirnos de algo? ¿Es posible
que lo sometamos, abatiendo así su no-
bleza, á las exclusivas impresiones de la
carne? Tengo derecho para hablarle este
lenguaje, mi querido Regino, y permíta-
me manifestarle que una buena concien-
cia, basta á indemnizar á un pobre le-
• • ' ' ' 153
proso de todos sus padecimientos físicos.
— Ese consuelo será bueno para usted,
Antonio - mío ; pero para mí . . . ¡ ah !, ni
sabe usted con qué monstruo infame está
alternando.
Dos sentimientos se cruzaron rápida-
mente por mi alma en aquel instante. El
primero, fué un reproche que me hice á
mí mismo, al hablar de la conciencia,
cuando la mía aun no estaba suficiente-
mente purificada de mis anteriores crí-
menes. El segundo, fué el asombro que
rae causó la intempestiva revelación, que
se le escapó al desgraciado Regino. Am-
bos sentimientos se mezclaron entre sí,
y produjeron un extrañísimo efecto sobre
todo mi individuo, en tales términos, que
permanecí en la misma actitud y ademán
en que me sorprendo la exclamación de
Regino, por más de dos minutos.
. — Ya lo veo, prosiguió con amargura:
usted se horroriza, y se avergüenza de
tenerme por amigo.
— No, Regino. Por Dios, no interprete
usted de esta manera mis sentimientos.
Aunque hubiese usted sido el mayor mal-
vado que pisase la tierra, no por eso se
rebajaría, en un ápice, el entrañable afec-
to que he llegado á cobrarle.
El pobre muchacho volvió á llorar de
auevo,, y yo continué usando con él de las
palabras más tiernas y afectuosas.
— No crea usted, di jome pasado algún
154
tiempo, que la especie que me ha oído,
por primera vez, se me ha escapado invo-
luntariamente : no. Verdad es que no te-
nia valor para aventurarla en una con-
versación; pero días hace que miraba co-
mo uno de mis principales deberes, el
comunicarle los pormenores de mi vida
criminal. Yo sabia que usted- habría de
disculparme, y que aun no haciéndolo, no
por eso retiraría su amistad, consuelo pre-
cioso que debo al Cielo, á esta desvalida
criatura, que si ha delinquido, más se lo
debe á los perversos ejemplos que á la
vista tuvo, que no á su natural inclina-
ción. Durante sus paseos fuera del hos-
pital, he borroneado en mi cartera unos
apuntes, que sé muy bien leerá usted con
interés y benevolencia. Voy á dárselos en
llegando á casa. Léalos usted, mi gene-
roso y magnánimo amigo; y si un pro-
fundo remordimiento, y una larga serie
de desgracias, cree usted que son bastan-
tes para purgar mis crímenes vergonzo-
sos, entonces seré feliz, en cuanto cabe,
pues que no mirará usted horrorizado al
bandido infame, á quien ha tendido una
mano generosa, para sacarlo del cieno de
corrupción en que se ha revolcado. — Bas-
ta, Regino mío, basta. Ha llegado usted
á formar de mí un concepto, que casi me
avergüenza. Repítele, que nada es capaz
de disminuir la estimación que le tengo.
-— ;He sido un pirata!
155
— No se sobrecoja, si le digo hoy que
desde el primer día en que se explipó i
medias conmigo, lo entendí bastante; y
ya ve Vd. que esto no ríie ha hecho impre-
sión ninguna, porque yo no confundo á
los verdugos con los víctiipas.
— ^Tiene usted razón: sin embargo, yo
me he dejauo arrastrar voluntariamente
en un fango inmundo, del cual no he sa-
lido, sino en fuerza de las circunstancias.
— Conozco algo el influjo de las pasio-
nes, y sé medir la distancia que hay entrt
un malvado por inclinación, y un infeliz^^
que se ve colocado en una posición ex-
traña, por su desgracia, ó por un destino
inevitable.
Regino me tomó la mano, y la tuvo pe-
gada á sus labios por mucho tiempo. Re-
trámonos al hospital, y allí me entregó su
manuscrito, que devoré con ansia. Copio-
sas lágrimas he derramado^ al considerar
cuan desgraciada ha sido la carrera de esc
pobre niño, que apenas dio en el mundo
el primer paso, cuando ya no tuvo á quien
volver los ojos. Ciego y sin guia, ¿qué
había de hacer en un mar proceloso, y
sembrado de escollos funestos? Me ha
autorizado para remitirte esos apuntes:
tú los leerás, Manuel mío, y^ estoy seguro
que, de hoy en adelante, Regino te será
más querido. ¡ Pobre joven ! ;> j cuántos
puntos de contacto tiene su suertii qqh
la mía!
~ El doctor Frutos partió, y su ausencia
me ha sido muy sensible. Respecto -de mi
salud, nada nuevo tengo que decirte. Pa-
dezco mucho, en verdad ; pero no por eso
dejo de conocer que el buen régimen me
hace provecho, porque, al menos, éste for-
midable enemigo no marcha con pasos
(fe gigante, como al principio. Mi espíri-
tu va cediendo, paulatinamente, de la ve-
hemencia que lo tenía en un grado de
exagerada tensión ; y la lectura de Ber-
nardino de Saint-Pierre, me. hace hallar
placer' hasta en los sentimientos melancó-
licos.' Guando me muestra las ruinas de
la naturaleza, ó me guía al través, de las
tumbas y de los escombros de las ciuda-
des que yá pasaron, admiróme al obser-
var la suavidad con que deja caer, gota á
gota, sobfe mi corazón un bálsamo de sa-
ludable consuelo. Este es el principio de
uria importante revolución en mis afectos
rtiorales. Bien informado te considero de
los sucesos que pasan en la ciudad y sus
inmediaciones. ¡ íjios salve á la patria !
Adiós, Manuel mío. No te fastidies del
pobre lazariíjo. Cuando termine su penosa
carrera, entonces podrás juzgarlo mejor.
Hoy sólo debes consolarlo; y rogar á Dios
por él. Sé que así lo haces, y que llenas
muy cumplidamente mi lugar, al lado de
ñii buen padre. Sin embargo, como siem-
bre qué de tí me despido, me cubre una
- : i , 1 ■ ; 157
4
sombra de tristeza, no debes extrañar al-
gunas de mis frases, que acaso te parece-
rán, ó injustas, ó vacías de sentido. Vuel-
vo á encargarte la lectura de la cartera
de Regino; y vuelvo también á despe-
dirme. Adiós.
La Cartera de Regino
(W
• r ••■«
Primera Parte.
\ Lucha noble y gloriosa ! Un pue-
blo valiente, leal y sufrido, se alzó en ma-
sa, se arrojó en un palenque formidable,
y desafió al poder más colosal que han
visto los siglos. ¡Veng^an mi rey y mi
libertad! Los Pirineos vomitan sobre la
(t) Ks una cartera vieja, y muy ajada* Sus prí-
mera* bojasestáD humedecidas, raídas, y los ca-
racteres que hay ev ellas están ilegiblesi casi del
todo; pero se dejan conocer algunos frajrmentos
de Tersos tratados con lápiz, yarias cifras entre-
lazadas, y uno ú otro dibujo borrado. Muchos de
esos caracteres parecen de mano de mujer. En la
loja 17 comi^BJíatt estos apuntes.
amigo de mi padrfej y yo había creído que
tenía sus propias ideas, según se expre-
saba en la época anterior. Pero lueg^o co-
menzó á hablarme sobre un decreto de
4 de Mayo, que yo no comprendía á de-
rechas : se empeñó en arrancar de mi co-
razón las semillas, que en él habían caí-
do : me dio unos maestros tan infames co-
mo ignorantes: su aspereza rayaba en
despotismo intolerable; y un día le hice
mil reproches, que lo confundieron y
avergonzaron. ¡Muy pronto se vengó el
malvado ! Por instigaciones suyas, se ful-
minó un proceso contra la memoria de
mi padre . . . , y mis bienes quedaron con-
ñscados, en benefício de la real hacienda,
porque la virtud, lealtad y patriotismo de
aquel héroe, se calificaron de traición y
rebeldía. El villano que me servía de tu-
tor, me lanzó de su casa, manifestándome
que sus funciones habían cesado. Yo me
quedé sobrecogido ue pavor y de an)ar-
gura. Corrí á quejarme á todas las auto-
ridades, desde el capitán general, hasta el
comisario de cuartel. De todas partes fui
lanzado con oprobio, y con una brutal in-
solencia Mi prinera maldición fué
contra las cosas.... Esta vez maldije á
las cosas y á los hombres.
Sin embargo de que el infame tutor me
había dicho que ocurriese por mi equipa-
je cuando gustase, yo juré no recibir cosa
alguna de su mano inmunda y desleal..,.,
i63
y cumplí mi juramento. Anduve vagando
por las calles... Uno ú otro conocido,
que encontraba, me dirigía cierta mirada
de compasivo desdén, y proseguía su mar-
cha sin detenerse. ¡ Ay de mí !, no sólo era
yo inocente, sino incapaz de delinquir ;
y no obstante sufría un castigo horrible
é inmerecido
... «.j • •
Por la noche, volví otra vez al cemen-
terio, á lamentarme ante el sepulcro de
mi padre, contra las injusticias de los
hombres. Una tumba es un monumento
colocado en los límites de este y del otro
mundo; y al acercarme á la que encerra-
ba los inanimados restos del hombre vir-
tuoso que me dio el ser, me pareció sen-
tir el influjo de la divinidad. Aun no se
habían borrado de mi alma mis primeros
sentimientos religiosos. ¡Todavía conocía
y amaba á Dios, porque el emponzoñado
soplo del vicio y de la corrupción, no ha-
bía agostado la lozanía de mi espíritu.
¡Todavía era yo una flor tierna y fra-
gante! Resolví abandonar á mi patria,
en la cual nada me quedaba, sino aquel
sepulcro y aquellos huesos, á los cuales
yo no podía decir: 'Levantaos y seguid-
me á una tierra extranjera.'' ¡Aü^ nunca
me olvidaré de aquella noche sombría, en
que mis ojos se secaron de tanto llorar.
Salí del cementerio, y volví á aquella
animada y bulliciosa ciudad. Eché á an-
í64 .1 \ ' ' ; — -
dar, al azar, por las primeras calles, y ni
un amigo, ni un conocido, ni una sola al-
ma piadosa encontré que se doliese de
mí. Para pasar la noche, me tiré en un
si>portal, en que solían pasarla los pillos,
los mendigos y la gente más soez é in-
munda de la ciudad. Por la primera vez
de mi vida, escuché ciertas palabras horri-
ble vS, que me helaron. El lenguaje de
aqnellos perdidos, me pareció tan extraño
y sorprendente, que llegué á figurarme
que, ó evStaba con fiebre, ó que había sido
arrebatado á una región desconocida. To-
do lo que el vicio y la malignidad, pue-
den inventar de más obsceno y asquero-
so, apenas podría compararse con el dis-
curso infernal, con (\ue uno de aquellos
desalmados,' arengaba á la zahúrda de va-
gamundos, que allí estaban reunidos sin
distinción de sexos ni edades. Escurrime
hasta un rincón obscuro, á donde no lle-
gaba la luz de un farol que alumbraba la
calle,, y me dormí, rendido de cansan-
cio y de fatiga. Yo. no sé lo que pasaría
en el resto de la noche: pero algún escán-
dalo ocurrió, cuando la guardia de un
cuartel inmediato acudió á aquel funesto
sitio, y arrastró á la cárcel á cuantos en-
contró allí. Yo pedía, por Dios, que me
oyesen, y me dejasen libre. Mis gritos y
mis súplicas fueron inútiles, porque nadie
se dignó hacer alto en mí, por más señas
que daba de mi persona. Marché á la car-
i6s
cel ; y la cárcel vino á ser mi segunda es-
cuela social. La primera fué la casa de mi
padre, en que sólo había aprendido los
más sanos principios de religión y patrio-
tismo.
Confuso y avergonzado, no hacia mas
que llorar, cuando conocí que era inevita-
ble el mal que me vino, sin buscarlo. Es-
peraba que me interrogasen, á fin de dar
mis descargos, y obtener la libertad. ¡ Es-
peranza vana! Nadie se tomó. la molestia
de informarse, y, pasados ocho días, me
destinó el alcaide, hombre duro y feroz,
al servicio interno de la cárcel.
— Pero, señor alcaide, le dije: ¿qué au-
toridad me condena, sin oírme siquiera?
— ¡Hola el rapaz*, me respondió, mi-
rándome de pies á cabeza. Parece que lie-,
gó hasta tu ridicula persona, el maldito
contagio de la constitución. ¿Qué hablas
tú de condenar con audiencia ó sin au-
diencia, renacuajo?
— El maldito y el ridículo es usted, in-
fame verdugo. Yo soy hijo de un patriota
honrado y valiente, que murió por la san-
ta causa de la libertad.
— ¡ Esas tenemos, eh ! A ver, cómitre :
dijo entonces con sorna: hágase usted
cargo de este ilustre vastago de un pa-
triota, y... con veinticinco hay bastan-
te, por ahora.
Y aquellos monstruos me desnudaron,
Hospital— 11
y me maltrataron, hasta dejarme i
muerto, y cubierto de sangre.
Todo mi valor y mi sufrimiento que-
daron agotados, en esta terrible y durí-
sima prueba. Mi alma quedó cxliausta de
sentimientos, y mi corazón se halló tan
oprimido, que por espacio de tres meses,
más parecía yo im estólido ó un bruto,
que un ser racional y sensible. Todos me
humillaban, me injuriaban, y se divertían
en molestarme y hacerme daño. Vestido
con el traje de la casa, mis ocupaciones
eran las mas bajas y abyectas: mi ali-
mento, un pedazo de pan bazo, negro y
duro, con algunos otros mendrugos qne
podía recoger. Un día llegó á su colmo
la medida de mi sufrimiento. Ejercitába-
me en amolar un cuchillo, que había ser-
vido en la mesa del alcaide, cuando éste
pasó junto á mí, y, por vía de diversión,
me dio un tremendo golpe en !a cabeza,
que me hizo saltar la sangre por boca y
narices.
Sólo recuerdo que hice ademán de aba-
lanzarme sobre aquella fiera, y que po-
co después caí sin sentido. Más tarde su-
pe que había dado catorce puñaladas á
aquel desventurado, y que había muerto
en el acto. ¡ Dios le haya perdonado sus
crímenes!.
i Heme aquí en el principio de una nue-
va carrera! Cuando me vi encerrado en
167
un calabozo húmedo y obscuro, con una
pesada barra de grillos á los pies, y sin
tener en donde reclinar la cabeza, comen-
cé á recoger mis ideas. Uno á uno pasa-
ron por mi acalorada imaginación, todos
los sucesos de mi vida, tan corta y tan
sembrada de calamidades. ¿A quién había
causado ningún mal? Niño, tan niño co-
mo era: ¿en qué podría delinquir? Yo
siempre había sido bueno, indulgente y
afable con todos, porque tales fueron los
primeros sentimientos que se grabaron
en mi corazón: ¿por qué, pues, condenar-
me á arrastrar, desde el principio, la
odiosa cadena que pesaba sobre mi cue-
llo? Perdíame en un mar insondable de
conjeturas: agitábame en medio de mil
vacilaciones. ¡ Perdóname, ó padre mío !
llegué á figurarme, que acaso habrías si-
do algún criminal famoso, y que, por tan-
to, la justicia del Cielo, y la del mundo,
me habían escogido como á víctima ex-
piatoria. Abrumado de dolores de cuerpo
y alma, sin hallar quien me aliviase las
prisiones, sin tener, en muchos días, á
quien dirigir la palabra, para rogarle que,
por amor de Dios, me diese la muerte . . .
casi fui perdiendo la cabeza. Lancé gritos
agudísimos... pedí misericordia, y, á la
vez, proferí blasfemias, profanando el
nombre .... ¡ Era ya una criatura perdi-
da !! ! No sé lo que ocurrió después.
Cuando pude recobrar un tanto el uso
i6«
de mivS potencias, me hallé tendido en una
cama de hierro, sujeto fuertemente á ella,
vestido con un ropaje singular, y ence-
rrado en una especie de jaula estrecha.
Algunas personas, como por curiosidad,
se acercaban á mirarme, me daban golpe-
citos con una varilla larga, me arrojaban
frutas como á un animal montes y lan-
zaban estrepitosas carcajadas al observar
mi aire estúpido, y mis contorsiones ri-
diculas.
— Ya no es tan huraño, decía uno.
— Tiene más cara de tonto que de loco,
respondía otro.
— ¿Le aprovecharon las azotainas, eh?
— Sí : el loco por la pena es cuerdo.
— Pero, i vaya un loquito furioso !
— Parecía un demonio encarnado.
— Loquito, ¿ya no quieres dar puñala-
das?
— Loquito de mi vida y de mi alma,
¿todavía eres muy patriota y muy cons-
titucional ?
¡ Ah ! entonces comprendí que me halla-
ba encerrado en una casa de locos, en Se-
villa
Mi
abatimiento fué extremo. No hacia sino
llorar, hilo á hilo, los días y las noches.
A nada respondía, y mostraba en todo la
más profunda indiferencia. Comía y bebía
mi ración miserable, con resignación y
paciencia .... hasta qu^ por lástima, ó
169
por aburrimiento, me franquearon la
puerta. Sucio, andrajoso y enfermizo, co-
mencé á arrastrar mi triste existencia por
aquellas calles... ¡Quince meses habían
transcurrido desde la muerte del alcai-
de! Mi memoria, | qué. sé yo!, nada me
decía de cuanto había pasado. Mendiga-
ba humildemente mi sustento. . . . dormía
en un zaquizamí, que un pobre anciano
me ofreció. ¡Así pasaron seis meses más
de mi existencia!!!
Pero al fin, mis facultades mentales co-
menzaron á recobrar su aplomo. Refle-
xionaba ya, y me parecía imposible, que
yo fuese aquel niño Regino, á quien su
honrado padre había procurado educar
con tanto y tan singular esmero. Recor-
daba que había aprendido á leer y escri-
bir correctamente: que había tenido
maestros....: que mis adelantos eran
aplaudidos; y que todos decían que era
yo la esperanza de mi familia; pero, en
aquel momento, era yo un semi-bruto, un
ser estúpido, que pertenecía á la escoria
de la sociedad. Me pedía -razón de mi con-
ducta, y nada encontraba que reprochar-
me, si no fuese el haber alimentado siem-
pre los sentimientos generosos, que en la
infancia me había inculcado. ¡ No hay re-
medio!, exclamaba. A mí me han querido
educar en un mundo ideal, y es preciso
salir de esta quimera.
La imagen (Je aquel alcaide muerto á
mis manos, me perseguía; y sin embargo,
yo podía decir á cualquiera, "ven, júzga-
me, y, si te atreves, condéname."
Un día hice sobre mí mismo el más vi-
gorosq esfuerzo, y resolví salir, á cual-
quier precio, de aquella condición humi-
llante. Si inculpable, dije para mí, he su-
frido tan crueles tormentos, yo veré que
hacen de mí, teniendo diferente con-
ducta.
¡¡¡Metime á pillolM
En medio de mis diversas correrías, re-
manecí en Cádiz, á donde me arrastra-
ban mis antiguos recuerdos. ¡Vergüenza
tuve de visitar la tumba de mi padre!
Un sujeto, embozado con aire de mis-
terio, sorprendióme, cierta nocbe, extra-
yendo un pañuelo del bolsillo de no sé
qué oficial superior, que se paseaba por
la plazuela de San Antonio. Córteme al
punto. — ¡Chist! me dijo: déme usted el
pañuelo.— Entregúeselo maquinalniente.
y corrió á devolverlo á su legitimo due-
ño, significándole que, en su tránsito, In
había dejado caer. Volvió luego junto á
mí, que aun no recobraba del susto, y me
mantenía clavado en el mismo sitio. To-
móme de la mano, y me dejé guiar. En-
tramos en una casa pequeña, pero de apa-
riencia muy decente. Subimos la escale-
ra, y me encontré en una salita bien
amueblada. Despojóse mi hombre de un
gran capote que lo cubría, y apareció
un joven de agradable presencia, quc se
puso á examinarme con la mayor inten-
ción.
— Eres un pilludo: dijome al cabo.
— Sí, señor.
— Has abrazado un malditísimo oficio.
— Sí, señor.
— Merecías la horca.
— Sí, señor.
— ¡ Eh, no hay que moler ! ¿ Quieres ha-
cer algo de provecho?
— Con mucho gusto.
— Bien : yo necesito de un muchacho
vivo, así como tú: ¿me entiendes?
— Me parece qre sí.
— Así me gusta: con sus puntos de
malicioso.
— Puede usted disponer de mí.
— Por supuesto que dejarás de ser ra-
tero: ¿es verdad, ó es mentira?
— Es ver Jad.
— Y has de hacer lo que yo te mande,
al pie de la letra: ¿qué tal?
— Lo que usted me mande, al pie de la
letra.
— i Nada de miedo !
— Nada de miedo.
— Perfectamente. En la madrugada
próxima, saldremos á la mar.
— Cuando usted guste.
— Ahora, ven y cenarás. ¿Tú bebes
vino?
— No, señor
^*J2
—Peor para tí. En fin, sigúeme.
Entramos en la pieza inmediata, en
donde estaba preparada la cena. Con-
cluida la refacción, me ordenó mi hom
bre que me quedase á dormir allí, hasta
que viniese en busca mía. Dormí, en
efecto, algunas horas. A la ma.lrugada
nos dirigimos al caño del Trocadero, y
nos embíircamos en un falucho, que nos
llevó á bordo de una pequeña goleta
; Empezó, entonces, mi vida marítima,
cuando apenas contaba doce años de
edad!
Segunda Parte.
En medio del desorden y confusión
que reinaban en mi pequeño cerebro, hu-
bo siempre grabado en él un pensamien-
to fijo, vehemente y consolatorio, que me
hacía entrever, allá al través de fantás-
ticos horizontes, un porvenir lejano, que
mi imaginación ataviaba de galas bri-
llantes, y de una gloria inmarcesible. Es-
te pensamiento, fuente única de las gra-
tas emociones de mi vida breve, borras-
cosa, no era sino un vago recuerdo sem-
brado de ilusiones. Recordaba, pues, que
durante la época dorada de mi venturosa
infancia, solía mi padre llevarme á orillas
del mar: que doblábamos la rodilla so-
173
bre la movible arena de la playa, pasean-
do la vista en aquella inquieta superficie,
ó fijándola en los azulados confines del
agua y del cielo. Oraba el autor de mis
días, y yo repetía sus palabras misterio-
sas, lleno de unción y recogimiento
piadoso. Nuestra oración parecía elevar-
se lentamente hasta el solio del Altísi-
mo, envuelta en aquellas olas espumo-
sas que, en sü movibilidad perdurable,
bañarían alternativamente los ignorados
límites de este y del otro mundo. Expli-
cábame, en seguida, los detalles de la vi-
da marítima : referíame las proezas y sin-
gulares aventuras de los navegantes céle-
bres, y encendíase mi fantasía con extra-
ordinaria vehemencia. Desde entonces yo
quise ser marinero, y tal fué siempre el
voto más sincero de mi corazón. Pero,
¡ ah ! ninguno ha querido comprenderme,
ni encontré jamás quien me encaminase
por el buen sendero, ni quien estimulase
mis nobles sentimientos. Por todas par-
tes he hallado el vicio y el crimen difun-
didos por la tierra, enseñoreándose del
mundo, y dando la ley al género huma-
no. ¡ Era yo una pobre criatura reproba
y maldita, y mi destino había de cum-
plirse más tarde ó más temprano!!!
Sin embargo, aunque tal es mi convic-
ción de hoy, no siempre he sentido, en
toda su fuerza, el grave peso de mis in-
fortunios. No siempre el signo infausto
174
de mi vida ha ejercido sobre ella su ma-
léfica influencia. Si: bien lo recuerdo.
Alguna vez he soñado deliciosamente,
recostado en un césped florido á la má-
gica sombra de frondosas arboledas.
Otras veces mi enardecido espíritu háse
remontado hasta encumbradas y aéreas
regiones, y allí ... sí, allí he respirado
auras apacibles, sumido voluptuosamente
en una atmósfera de gloria y de amor.
Verdad es que mis sueños han pasado á
la manera de un relámpago instantáneo,
que tan pronto ilumina los cielos, cru-
zando de oriente á poniente, conjo des-
aparece, dejándonos sumidos en lobre-
guez espantosa. Lo es también que muy
en breve he 'caído al suelo, precipitado
desde aquellas regiones encumbradas.
Lamentable desengaño, y horrible cier-
tamente ; pero tal ha sido mi suerte, y asi
ha pasado mi peregrinación en la tierra,
i Y su término parece aun más horrible!
Las pocas horas que pasé en aquella
misteriosa habitación de Cádiz, antes de
embarcarme y salir á la mar, fueron para
mi de las más risueñas y agradables. ¡ Ha-
bía tanto tiempo que arrastraba una exis-
tencia sembrada de dolores y amarg^uras !
Yo iba, en fin, á lanzarme en esa vida
agitada y peligrosa, objeto querido de
mi corazón. Recreábame en formar pro-
yectos, y en llevar adelante, allá en mi
encendida imaginación, las más atrevidas
175
y deslumbradoras empresas. Ya era un
conquistador bravo y animoso, que sojuz-
gaba países remotos é ignorados: ya el
habitante solitario de una isla desierta;
y ya, en fin, el generoso marino, que li-
berta á sus semejantes de una muerte
segura. Era yo, sucesivamente, Vasco de
Gama, Colón, Hernán Cortés, Robinsón,
Pablo Jones, ó La Perouse. Unas veces
me entregaba á un combate naval rápido,
encarnizado, en el que tres minutos de
un ataque á toca penóles de tal suerte
que la efusión de la sangre horrorizase á
los enemigos, nos daba la victoria; y
otras ... i qué sé yo ! Soñaba dulcemente,
porqué en aquella noche todos fueron
sueños halagüeños. — Mí ánimo estaba
embriagado de placer cuando puse los
pies á bordo de la goleta, en que me em-
barcaba yo por la vez primera.
No era aún de día, cuando la pequeña
lancha que nos condujo á bordo de la go-
leta, después de haber recibido el con-
ductor algunas instrucciones que no com-
prendí, regresó á tierra, haciendo un lar-
go rodeo, y excusando aproximarse á
ciertos puntos determinados. El equipaje
de la goleta púsose luego en fagina,
mientras que mi joven patrón, medio re-
costado sobre las escotas de popa, y mi-
rando con un anteojo hacia todas direc-
ciones, fijándolo frecuentemente sobre el
fondo de la bahía, comunicaba enérgica-
176
mente sus órdenes, que eran ejecutadas
con la mayor puntualidad y el más pro-
fundo silencio. Desplegadas todas las ve-
las, salimos muy luego del puerto, y nues-
tra embarcación quedó confundida con
otras numerosas, que hacían el tráfico de
la costa. Elevóse el sol sobre el horizon-
te, iluminando brillantemente las torres
y murallas de la noble y antigua ciudad,
y los buques surtos en la bahía; pero el
nuestro estaba ya fuera de un peligro
que, como entendí después, era inminen-
tísimo. Su porte y arboladura, lo exi-
mieron de una pesquisa, que podría ha-
bernos comprometido en un lance rui-
doso.
Luego que perdimos de vista la tierra
inmediata y las embarcaciones costeñas
que, en gran número, iban y venían, el
joven marino pareció respirar con más
sosieg^o. Quitóse la montera de paño azul
que tenía en la cabeza, echóse hacia atrás
los numerosos bucles castaños que flota-
ban sobre su frente curtida por los rayos
del sol, y mirando con aire alegre. y satis-
fecho á sus diez fornidos marineros, man-
dó subir botellas y preparar el alir.uerzo.
— -¡ En salvo, eh ! exclamó dirigiéndose al
contra-maestre, que era un italiano ve-
jancón, alto, robufito, de facciones duras,
mirad i atroz y maneras bruscas.
— Sí, signor. A poco andaré, io credo
che noi avremos.lasciato queste acqne
177
troppo- temibile ; e lei, signor bravo ca-
pitano, avrá alontanato, la paura che
l^assalta.
— \ Cáspita, ya lo creo ! ¿ Querías acaso,
maledetto compagno, que yo no tuviese
miedo de largar el pellejo en manos de
esos bandidos que me siguea la pista, y
á quienes si en la mar puedo desafiar,
en tierra debo temer? ¡Me agrada la in-
directa !
Y observando que el contramaestre me
examinaba con atención, prosiguió.
— Ya : no te había hablado de esta alha-
ja preciosa. Es un recluta aue hice ano-
che en la plaza de San Antonio. Al gol-
pe he conocido el provecho que podía sa-
carse de él, y quedó enganchado para
ser á bordo de la "Invisible," lo que yo
fui al principio, si es que te acuerdas, á
bordo del "Duende" que en paz descan-
se. Figúrate no más, que este chico es
un pilludo, y que
¡ Oh ! dijo el contra-maestre continuan-
do el diálogo, y procurando dar á su fiso-
nomía cierta expresión de una alegría,
casi imposible en aquella cara de fierro
cohado. ] Oh ! vi ringrazio, caro mió ami-
co, vi ringrazio, una et altra volta, per-
che nella face di questo piccolo, bisogna
guardare tutto il porvenire della "Invi-
sible."
— Y tú no eres mal pronóstico, que
digamos. Acuerdóme, como si fuera hoy.
178
que lo mismo dijiste de mí, cuando aquel
cara-cortada, á quien Dios condene, me
robó del lado de mi padre para hacerme
uno de los suyos á bordo del "Duende."
Y ya ves: me parece que no te he dejado
mal.
— ¡Corpo di Bacco! II capitano é io lo
credo, un bravo uomo: appunto.
Aunque yo no comprendí sino una par-
te de la rápida conversación que entre
ambos había ocurrido, entendí sin em-
bargo lo bastante para juzgar entre qué
especie de gentes me hallaba. Conocí que
aquella no era muy buena compañía, y
que los sucesos de mi vida seguían com-
plicándose más y más, por causas inde-
pendientes de mi voluntad.
La ** Invisible," según supe poco des-
pués, era un buque contrabandista, mon-
tado por gente audaz y emprendedora,
muy dispuesta á arrostrarlo todo á la
sola voz de su capitán, que ejercía sobre
la tripulación el influjo más decidido y
poderoso.
Mi posición era rarísima, en los pri-
meros momentos, á bordo de la "Invisi-
ble." En efecto: si mis únicos títulos de
recomendación eran el haberme hallado
aquel hombre entre la escoria vil de la
sociedad, y ejercitado en el oficio infame
de pillo y ladronzuelo, á la verdad que
mi actual situación no era la más apropó-
sito para desarrollar el germen de vir-
179
tud que pudiese encerrar mi corazón, de-
masiado tierno todavía, y susceptible de
recibir toda especie de impresiones. Re-
flexioné, aunque rápidamente, en estos
caprichos y extravagancias de la vida, y
llegué á creer, por unaV (desgracia que
lamentaré siempre, que me era imposi-
ble salir del mal sendero que había co-
menzado á recoiTcr tan temprano, sii-
jniesto que no era mi obstinación, sino
la fuerza del destino, la que me arroja-
ba, sin misericordia, en la espantosa ca-
rrera del desorden. Resígneme, pues, y
resolví entregarme ciegamente en ma-
nos de mi nuevo guía, complacerlo en to-
do sin vacilar, obedecer su voluntad y ca-
prichos, y hacer cuanto de mí dependie-
se, para que de día en día hallase nuevos
motivos de celebrar mi genio y audacia,
y de aplaudir mis felices disposiciones.
Si antes transigí, á pesar mío, con el vi-
cio, de entonces en adelante resolví ser
malo hasta donde alcanzasen mis fuer-
zas, y obrar de manera que, tarde ó tem-
prano, adquiriese un renombre . entre la
gente perversa, y llegase á ser citado co-
mo el modelo de los hombres más_au-
daces y temerarios. En vano se me pre-
sentaron en tropel á mi espíritu los gra-
tísimos recuerdos de la primera infancia,
cuando mi padre, afanándose en la edu-
cación de su hijo predilecto, me inspiraba
tan nobles sentimientos, y me ofrecía ej
i8o
modelo de todas las virtudes. En vano
una voz interior me gritaba, con pene-
trante acento, que iba á perderme irremi-
siblemente, y para siempre, si no cam-
biaba de propósito. En vano, finalmente,
el temor de los peligros me asaltaba de
una manera siniestra y espantosa. Nada
bastó á retraerme, y á todo hallaba so-
lución, con sólo considerar que no era
culpa mía el verme empeñado en el ca-
mino de perdición. Prepáreme á cuanto
pudiese sobrevenir, cerré los ojos, y he
allí al niño abandonado, al débil niño
que aun no había llegado á la pubertad,
resuelto á ser un criminal precoz, obran-
do más por instinto que por convicción.
¡Y sin embargo, el emponzoñado aliento
de las pasiones viriles no había penetrado
en lo más profundo del corazón! ¡Y los
formidables misterios del amor, del odio,
de la ira y de la venganza, aun me eran
ocultos y desconocidos !
Tomadas algunas precauciones, por lo
que pudiese sobrevenir, sentóse el capi-
tán en un ángulo del caramanchel, y co-
menzó á almorzar en unión del contra-
maestre, á quien, cuando aquel estaba de
buenas, trataba con deferencia y afecto,
y entonces más parecía éste su amigo é
íntimo consejero, que un subalterno que
le debía respeto y obediencia. Yo, entre-
tanto, me había colocado á una distancia
i8i
respetuosa distraído en mis reflexiones,
y esperando que se me impusiese alguna
orden, para cumplirla sin replicar, cosa
que, por otra parte, me habría sido im-
posible en semejante coyuntura.
— Ven acá, guapo, acércate: gritóme
de repente el capitán, fijando en mi sus
relumbrantes ojos.
— Mande usted, mi capitán.
— ^¿Has perdido ya el miedo?
— ¡ El miedo ! Jamás lo tuve á nada, ni
á nadie.
— ¡ Ola ! me gustas por intrépido. To-
ma este vaso de rom, y bébetelo á mi sa-
lud y á la de nuestro amo Genaro Chia-
brera, que aquí está presente.
— ¿De rom? Yo nunca bebo aguar-
diente.
— ¡Voto va! Pues aprenderás á beber-
lo de grado ó por fuerza. ¡ Reusar el
aguardiente! ¡Qué disparate! En la mar
cuando el pobre marinero se siente cala-
do de humedad hasta los huesos, ó ha
empleado cinco ó seis horas en la manio-
bra, ó en dar un abordaje cuando el caso
lo exige, un vaso de buen aguardiente es
entonces un delicioso fortificante, que en-
tona los nervios, y repara las fuerzas
agotadas. En la mar, así como en tierra,
el aguardiente, chico mío, es un bálsamo,
un néctar, un específico contra todos los
HoBpltal~12
1 82
males de cuerpo y alma. ¡O licor incom-
parable, yo te bendigo!
Y al terminar el apostrofe, sorbió de
un solo trago el encedido brebaje que
contenia el vaso que me había ofrecido.
Al punto llenólo de nuevo, y con voz
imperiosa me ordenó que lo apurase. Fir-
mé en mi propósito de sujetarme á la
voluntad de aquel hombre singular á
quien yo había ligado mi suerte y mi
existencia, alargué la mano, tomé el va-
so, y bebí
Difícilmente podré explicar Hoy la
extrañísima sensación que entonces expe-
rimenté. Desde la boca hasta el bajo vien-
tre sentí como un río de fuego abrasa-
dor, que me quemaba y corroía las entra-
ñas. El calor fué comunicándose rápida-
mente por todos los miembros, y llegué
á figurarme que me arrastraban al través
de una inmensa hoguera. Hice un dolo-
roso esfuerzo para gritar, y no pude por-
que mi voz espiró en los labios, sin arti-
cular sino un sonido mal formado, bron-
co y gutural. Mi gesticulación seria, sin
duda, ridicula y grotesca, pues que exci-
tó en todo el equipaje una risa estrepi-
tosa y prolongada, que contrastaba con
la helada seriedad del italiano. Esta pan-
tomima acabó de aterrarme, y la única
idea que me ocurrió confusamente, en
aquel momento terrible, fué la de que
el malvado capitán habría querido em-
i83
ponzoñarme, asesinándome por mero pa-
satiempo. Pocos instantes después, todo
el calor se fijó en la cabeza, que ardía co-
mo el cráter de un volcán. Mis miradas
vagaban siniestramente, y mi cuerpo pa-
recía colocado en un eje, sobre el cual
giraba con una rapidez extraordinaria.
Ya no era dueño de mí mismo, y estaba
sumergido en una cruel agonía.
— Oto vaso, cobarde, gritóme de nuevo
el capitán: otro vaso, y verás lo que es
bueno. La primera prueba arde, pero no
hay cuiüado: después cría callos el gaz-
nate, y hasta el demonio es capaz de co-
larse en el estómago por tan estrecha
vía.
Y maquinalmente extendí otra vez la
mano, tomé el vaso que me ofrecía aquel
verdugo sin saber lo que iba á hacer, y . . .
volví á beber. Entonces todos los ob-
jetos que me cercaban, se revistieron de
formas fantásticas y estravagantes, y
empezaron á confundírseme, hasta que
gradualmente desapercieron. Hálleme
después sumido en una atmósfera de luz,
que fué sembrándose á trechos de gran-
des listones negros, y que al cabo se con-
virtió en un abismo de obscuridad, des-
de cuyo fondo percibía un lejano run»or,
en •fi-: los aplausos de la manneria se
confundían con el bramido de las olas.
Estaba ya en el último grado de embria-
i84
gucz, y caí cc.iii muerto sob ! v\ ca-
ramanchel.
i Povero diabolo ! Fué la última ex. la-
mación del italiano, que acerté á escu-
char. Aunque mezclada de algún despre-
cio, jamás me olvidé de e^ta señal de
compasión que debí á aquel ente raro y
atrabiliario.
Heme detenido en los odiosos porme-
nores de este suceso, porque no puedo
recordarlos sin estremecerme involunta-
riamente. Sin embargo de haberme pare-
cido un suplicio atroz aquella tremenda
prueba, ¡vergonzoso me es hoy el con-
fesarlo!, me ancioné desde luego al uso
de las bebidas fuertes, y todos los exce-
sos que cometí después provinieron, de
ordinario, de mis frecuentes embriague-
ces, resaba, pues, sobre mí una mano
fatal que me agobiaba, que me oprimía
haciéndome imposible toda resistencia.
Todos los vicios y todas las pasiones
se conjuraban para asaltarme, apoderar-
se de mi corazón, avasallar mi espíritu,
y rendirme para siempre. Alguna vez co-
mo que rehuía bajo de aquel peso, é in-
tentaba sacudirlo sacando fuerzas de fla-
queza. ¡ Dios mío ! la lucha me dejaba sin
aliento, y de todo punto postrado y aba-
tido. El triunfo ... ¡ ah !, ¡ ah !, el triunfo
fué siempre de los enemigos que me cer-
caban. El capitán, aquel infame seductor,
removía con mano diestra y poderosa el
i85
germen maldito c;ie mi cora.zón encerra-
ba, como lo encierra el corazón de todos
los hombres. Complacíase en aquelli
obra infernal, y cada progreso que yo
hacia en el ^.iiatado sendero del crimei,
era un nuevo motivo ae aplauso. Más tar-
de, yo pagué con ipi odio y mi ma! vo-
lencia á aquel perverso corruptor. Pero
el mal que me había causado era irrepa-
rable. ; Pobre juventud !, cuando entrega-
da libremente á sí misma, se deja arras-
trar por las pasiones desenfrenadas!
¡ jJesgraciada, más desgraciada todaví ,
si en vez de encontrar una alma buena
que guíe su conducta en el piúlago del
mundo, sólo viene á precipitarla una ma-
no infernal empujándola en el abismo!
Una mala compañía, es la peor calami-
dad que puede sobrevenirle á un niño.
Volvamos al asunto.
Ignoro cuanto tiempo pasé sumergido
en un sueño doloroso, cercado de angus-
tias inexplicables. Acometido de una es-
pecie de fiebre aguda, todos los sucesos
de mi vida se me presentaron en tropel,
no como habían ocurrido, sino en cr> ifu-
sión y desorden, acrecentándose y mo-
dificándose de mil maneras tan raras y
extravagantes, que se convirtieron en
una larga, atroz y horrible pesadilla. Ya
era el alcaide muerto á mis mano», que,
revolcándose en un fango de sangre, me
miraba con airie feroz y sombrío. Ya era
i86
mi padre, que desde su sepulcro lanzaba
contra mí una maldición tremenda, que
me hacía palpitar las carnes. Ya era aquel
desleal é intame tutor, qué con una son-
risa diabólica aplaudía mis crímenes, y
las desgracias en que me había sumer-
gido. Unas veces me creía arrebatado por
un tor])ellino de humo pestilente, que me
sofocaba y ahogaba, y á cuyo través se
me presentaban todos los excesos de mi
locura, ó líís Dajczas de mi vida de pillo.
Otras, me figuraba que una embarcación
de piratas estaba á mis órdenes, y que el
robo, el saqueo, el asesinato y los críme-
nes más horribles eran cometidos á mi
vista y bajo* mi dirección : la sangre co-
rría á torrentes, y los miembros de las
víctimas aparecían palpitantes aquí y allí.
¡ Ah ! yo creo que gemía, sollozaba y aun
lanzaba agudos alaridos, según era la ve-
hemencia é intensidad de mis sueños, ó,
más bien, de mis visiones.
De improviso, creí haber oído un ru-
mor semejante á un trueno prolongado
y espantoso. Desperté despavorido, cre-
yendo que se realizaba alguno de mis
sueños funestos, y que los vanos y páli-
dos fantasmas que me cercaban, recibían
vida y vigor para luchar conmigo y ex-
terminarme. Abrí los ojos, y en un ins-
tante no pude comprender lo que ocu-
rría, ni aun el sitio en que me hallaba.
Era ya muy entrada la noche, y espesas
i87
tinieblas me rodeaban. Una voz fuerte é
imperiosa dominaba el ruido.
— ¡ Eh, eh ! Calen la boneta del fo-
que i Voto á Dios ! Bien. Iza : iza :
iza más, muchachos valientes: iza. Ama-
rra, canalla infame.
Volvió á resonar aquel trueno. Recor-
dé entonces lo que había pasado, coor-
diné un tanto mis ideas, y quise incor-
porarme. Imposible: mi cuerpo estaba
como engarzado dentro de un enorme
rollo de guindaleza, en forma espiral,
que ocupaba un rincón de la cubierta, y
que me servia, á la vez, de prisión y de
frinchera. El bramido del viento y de las
olas agitadas, el crugido del velamen y
aparejo de la goleta, los gritos del ca-
pitán que mandaba, y el ronco quejido
del equipaje que maniobraba con rapidez
y precisión, y más que todo, la proximi-
dad siempre creciente de los cañonazos
que me habían parecido truenos, conven-
ciéronme, al fin, de que nuestra goleta
era perseguida por otra embarcación de
más potencia. El capitán seguía man-
dando.
— i Orza, orza voto á Cristo ! ¿ No ves,
condenado, que el barco presenta el flan-
co á las olas, y que nos vamos á acon-
char contra ese malditísimo bergantín?
El timonel presentó la proa al viento.
— No tanto, estúpido, derriba un po-
co. . . bueno, sigue, sigue así.
i88
Reinó un momento *de silencio. Inte-
rrumpiólo de nuevo el capitán gritando.
— Ahora. Carguen las velas, y ¡fuego
con la carroñada de estribor!
— No ¡corpo di Baccó! replicó el con-
tramaestre, no: ancora non. Bisogna
spectare.
— ¿Y por qué rayos cuando el bergan-
tín á quien lleve Satanás, está ya enci-
ma, y nos ha tomado el barlovento?
— Como le i voglia; má facciamo il piú
insignificante rumore, e tutto é perdu-
to : la testa, primo che niente.
— Tiene razón el maldito carcamán,
murmuró entre dientes, y luego prosi-
guió. Bien. Echa alas y arrastraderas : vi-
vo, vivo ¡voto al diablo! /\marra. Mu-
cho será que . . . venga el anteojo de no-
che. ¿No digo? Suelten los rizos á la
mayor. Ya. ¿No decía yo? Mucho será
que este tiburón pueda soplarse al pe-
ceciilo. . . .
El contra-maestre tomó el anteojo á
su vez, y quedóse observando gran tre-
cho. Nuestra goleta hendía el agua, ha-
ciendo fuerza de vela para huir del ber-
gantín que la perseguía.
—-Guarda qui, guarda qui, dijo el ita-
liano acercánaose al capitán, y dándole
el anteojo.
Tomólo el capitán, y miró un instante.
— ^lAl pairo, al pairo, al pairo luego,
condenación de Dios! Vivo, que el ber-
i89
gantín nos corta la proa, y un convoy
de demonios va á llevar á remolque á la
"Invisible" ¡ voto va ! arría, arría en ban-
da, malditísima canalla. Listos: venga
con la madre de Dios : bueno, bueno,
¡Ah, hijos de Satan«*o; Firmes, mucha-
chos valientes, firmes, y apoyarse en los
obenques cuando venga el balance. Cie-
rra el portalón de babor que embarca
mucha mar. . . . Así .... así ... . ya pa-
sa .. . Ahora, muchachos, cobra, cobra,
cobra violento. Bueno. Carguen las velas
y listos para virar en redondo. Cargaen,
¡y fuego con la carroñada de babor!
¡ Guapo tiro ! Pronto, viren en redondo....
En el momento el bergantín corres-
pondió con una fuerte andanada; pero
la destreza y serenidad del capitán nos
había salvado del peligro en aquel mo-
mento crítico y terrible. La prontitud
con que detuvo la rapidísima carrera de
la goleta, mientras que el buque enemi-
go pasaba por la proa, á riesgo de ha-
cernos pasar por ojo, ó venirnos al abor-
daje, la oportunidad del tiro que le lan-
zó, y la maña y habilidad con que cam-
bió súbitamente de dirección; todo ello
hizo que el bergantín se desorientase en
la obscuridad que reinaba, y perdiese la
nueva dirección que comenzábamos á se-
guir. De cuando en cuando nos dirigía, á
la ventura, un tiro de bala; pero esto
sólo servía para guiar en su fuga á núes-
igo
tra pequeña goleta, que ya estaba en
salvo evidentemente. A poco tiempo des-
pués, se ordenó á la gente que se echase
á descansar de las fatigas, quedando á
verificar su cuarto de vela los marine-
ros á quienes tocaba. Todo volvió á que-
dar sumergido en un largo y sombrío si-
lencio.
Sin fuerzas para moverme, con la ca-
beza algo trastornada, y con las poten-
cias abatidas por efecto de la embriaguez,
permanecí inmóvil dentro de mi extraña
y desagradable prisión por todo el resto
de aquella prolongadísima noche, que me
pareció de un siglo, sin que en el discur-
so de ella hubiese* alguno que diese seña-
les de acordarse de mí, ni de mi infeliz
situación.
Con frecuencia veía yo asomarse por
la puerta de la cámara un fantasma en-
vuelto en una enorme chaqueta de balleta
obscura, y cubierta la cabeza con una go-
rra también obscura. Parecía un centine-
la que estaba sobre aviso, para no dejar-
se sorprender de algún peligroso acci-
dente. Sus miradas, que vibraban cente-
llas de fuego, se fijaban á veces en el cie-
lo, como buscando algún objeto que le
sirviese de guía: otras observaba la brú-
jula, marcando con cuidado y silencio
el rumbo que seguía la nave: otras, en
fin, las dejaba caer á plomo sobre los
bultos que yacían en la cubierta, para
191
cerciorarse de que la gente estaba en su
puesto, y lista para obrar á la primera
señal que recibiese. El capitán, que era
quien tenía esta cuidadosa vigilancia,
**¡ corredera!" gritaba de cuando en cuan-
do, y al punto se ponían en píe los ma-
rineros suficientes para practicar expedi-
tamente esa operación, que da á conocer
aproximadamente el número de millas
que echa el barco en un tiempo djdo. Es-
te hombre de fierro casi no dejó una vez
su puesto, para dar á sus fatigados miem-
bros el reposo que necesitaban. Sin em-
bargo de su propensión constante á em-
griagarse, jamás perdía la cabeza, ni des-
cuidaba de los objetos que estalían á su
cargo.
Luego que el sol apareció sobre el ho-
rizonte, el contra-maestre italiano subió
hasta el tope del trinquete, y con un
poderoso anteojo recorrió lentamente to-
do el espacio que podía descubrirse.
Después de algunos minutos empleados
en esta operación, gritó desde arriba al
capitán que, en pie sobre el botalón, es-
peraba el resultado de la descubierta :
— Niente á fatto.
— ¿Nada absolutamente?
— Niente á fatto.
— ^¿De seguro?
— Siccuro.
— Bien, me conformo con esto. ¡Qué
diablos! No ha sido .nala ¡voto á sanes!
192
de la que hemos saliílo. ¡ Eh ! No hay cui-
dado. Esto habrá sido una funesta equi-
vocación, porque me parece imposible
que esos malditos de la aduana, trascen-
diesen esta guapa expedición de la "In-
visible." (Dios la guarde.) Además,
cuando zarpamos ayer de la bahía de
Cádiz, que me ahorquen de un peñol, si
ese barco se hallaba en el puerto. ¡ Boni-
to soy yo para que se me escapase ! De-
masiado lo sé, ¡toma!, porque para estas
cosas tengo yo un ojo de lince ; y la prue-
ba es que fui el primero que lo atisbé
ayer, y eso que el sol iba poniéndose ya.
i Canario con el diablo del bergantín ! No :
yo me sé muy bien cuando deban em-
plearse útilmente las pocas fuerzas de
una goleta contra un bergantín.
Mientras tenia consigo este monólogo
en voz alta y sonora, se paseaba, á pasos
largos, de popa á proa, descalzo, envuel-
to en su levitón de balleta, calada la mon-
tera hasta los ojos, las manos metidas en
las bolsas, y una pipa en la boca. Des-
pués de un momento de silencio, que nin-
guno se atrevió á interrumpir, acercóse á
uno de los portalones, y allí permaneció
largo tiempo sumergido en sus reflexio-
nes. Acercóse en seguida al timonel, ob-
servó en la brújula el rumbo que seguía
la goleta, miró el cata-viento, y conti-
nuando en su paseo, prosiguió el inte-
193
rrumpido monólogo, sin dignarse ver ni
dirigir la palabra á nadie.
— ¡Condenación de Dios! y luego
aquel viejo y tacaño judío, ¿qué va á
decir?: veinticuatro horas perdidas. ¡Ehl
percances de la mar. ¡Maldito bergantín.
Si después de esto se le antoja al venda-
val, hoy que lo necesitamos, estarse quie-
to, y no venir en nuestro auxilio, está
visto, nos quedamos fuera del Estrecho,
y ¡ negocio perdido ! Precisamente en esto
fundo yo mi fama : nadie me ha de llevar
la delantera. Me importa un ardite: ni
el comerciante de Cádiz, ni el ladronazo
judío de Gibraltar á quien de buena ga-
na yo ahorcaría, podrán fiarse sino del
capitán Frasquito. ¡Voto va! Si llegaran
á jugarme una pasatina, esa sería la se-
ñal infalible de su ruina y perdición.
— ^¡ Eh, canalla !, continuó dirigiéndose
á la gente. Vamos, muchachos valientes,
apareja á virar. Esto no puede seguir así,
porque ya hemos dejado muy atrás el
cabo Espartel. Listos, y la proa al E.,
cuarta al N. E., y no hay cuidado.
Concluida la operación, tal como la
había ordenado, pidió el café y un fras-
co de brandi. Comenzaba á tomar su
desayuno, cuando exclamó de repente.
— ¡Diablo! ¿y el chico de ayer? ¿Qué
es del chico de ayer? Si no se ha echado
al agua, á buen seguro que se haya, de-
sertado.
rendt^L
194 .
Medio muerto de sed y de hambre^
cáronnie del escí
sión del contra-r
temie el dia anterior.
— ¡Voto va, pobre diablilio! Tendí
una gazuza atroz. Toma este vasib
re fósil ate un poco.
Obedecí con la mayor docilidací
licor no me desagradó tanto com<?
vez primera, y almorcé con sin igual
apetito. El contra-maestre, entretanto,
parecía observarme con un interés afec-
tuoso.
— Vamos, continuó el capitán: basta
ya de aprendizaje, del cual parece que QU
has salido tan mal. Cuidado con aficio-
narte demasiado á los buenos tragos,
porque no habría á bordo repuesto su-
ficiente para satisfacer tu afición. Cuatro
ó seis vasitos al día, y aferra. Es preci-
so trabajar, y tus ocupaciones, por aho-
ra, serán servirme á la mesa lo cual no
te vendría muy mal, barrer la cámara,
y cuidar de mi maleta. ¿Sabes escribir?
— Uti poco.
—Hasta con ese poco, y ya aprende-
rás mucho. Asentarás lo que yo te dicte,
en el cuaderno de bitácora. Ahora mar-
cha á tus cjiíehaceres, y te exijo lealtad.
silencio y aplicación. ¿Me entiendes?
Voy á ser tu maestro, á darte una bri-
llante educación, no precisamente á bor-
do, sino tí ' "
195
hombre. ¡Cuidado! Mira que el día que
te vendrá muy mal, barrer la cámara,
de arrimar más palos q^ue pelos tengo
en el bigote. Anda.
En el momento tomé posesión de mi
nuevo destino. Muchacho de cámara.
Nuestra navegación siguió bien. A la
una de "la tarde doblamos el cabo Espar-
tel, y embocamos en el Estrecho con to-
da feliicdad. Pasamos sin temor ni recelo
enfrente de Tánger, y al cerrar la noche
ya avistábamos á Cejita, que procura-
mos evitar para no ser observados por
algún buque de guerra ó guarda costa.
En el discurso de la noche hicimos la
travesía, y al día siguiente, á las siete de
la mañana, dimos fondo en Gibraltar.
Allí, á vista del cónsul español y de los
empleados ingleses, embarcamos un grue-
so contrabando. Zarpamos á las ocho de
la noche, é hicimos rumbo con direc-
ción á Málaga. A las veinticuatro horas
justas, aportamos, sin novedad, á una
pequeña ensenada á barlovento del puer-
to. Ya nos esperaban con impaciencia
dos lanchas bien equipadas que, en el
resto de la noche, llevaron á tierra todo
^ 'cargamento, á disposición del con-
signatario de una casa fuerte de Cádiz.
A las nueve de la mañana siguiente, la
"Invisible'' entró en el puerto de Mála-
ga, en donde el capitán presentó sus pa-
peles, que fueron hallados en toda regla.
196
Bajamos á tierra: nos alojamos en una
casa medianamente amueblada, en la
cual parecía gobernar como dueño mi
nuevo amo. Vivíanla una señora como de
treinta y seis años de edad, y dos hijas
suyas. La mayor tendría quince, y la me-
nor doce.
¡¡i Mujeres funestas, que después han
ejercido en mi vida tan fatal influjo!!!
197
LA CARTERA DE REGINO
Tercera Parte.
¡ Singular es la condición de la criatu-
ra ! Cuando el bien aparece á sus ojos,
rara vez se figura que el mal viene, ó
puede venir en pos, si es que no esté,
como sucede frecuentemente, encubierto
allí mismo bajo de una exterioridad falsa
de bondad y de belleza. Soy joven, muy
joven aún, y no me atrevo á lisonjearme
de mi experiencia en las cosas del mun-
do, en los extravíos del entendimiento, y
flaquezas del corazón. Sin embargo, he
recibido tantas y tan numerosas leccio-
nes, que me creo con derecho para aven-
turar algunas quejas contra la vida, me-
jor dicho, contra los hombres. Corta es
mi edad: larga, funesta y horrible la se-
rie de los sucesos, de que se encuentra
sembrada. Unas veces representando un
papel importante, otras teniendo muy
pequeña parte, y otras, en fin, siendo un
simple espectador, mas de un drama
formidable y atroz se ha desarrollado y
terminado en presencia mía. ¡ Bendita sea
Hospital- 13
I
198
la misi-Ticuniia del Señor, porque jamás
he diíjaiio de experimentar remordimien-,
tos, después de un crimen cometido! En
vano las pasiones desatadas y enfureci-
das han gritado con más fuerza y vehe-
mencia, que la religión: en vano he he-
cho firme propósito de no escuchar esa
voK interior, y, arrojándome en un pié-
lago, eii un abismo de crímenes, he jura-
do sobreponerme á todo, y dominar, con
altivez, sobre la razón y sobre ese juez
inexorable que llevamos dentro de nos-
otros mismos. No: iinnca he podido lo-
grarlo, á pesar de mis redoblados esfuer-
zos. Este torcedor que antes me había
sido tan insoportable, y contra el cual he
luchado obstinadamente, es hoy mi sal- 1
vaguardia y mi único refugio. Si : he lle-
gado á convencerme, aunque un iroco tar- I
rtíamente, que si me salvé del peligro, lo J
debo á la voz de mi conciencia. Porque I
el idioma de la conciencia, es el idioma I
de Dios. ¡ Miserable de mi, si avezado!
como estuve al crimen, éste hubiera Ile-I
gado á ser una necesidad de mi vida,f
una necesidad identificada con m
tencia! Sumido luego en este hospital
que infunde pavor, perdida la esperanza
de salir de él, lanzado y proscrito de ll
sociedad, esquivado de todo el géneij
humano, y no ciertamente por temor f
contagio que pudiese ocasionar el viJ
infame, sino porque mis frágiles mte|
199
bros 5C han contraicio y cubierto de una
inmunda y repug^iante lepra; no me ha-
bría quedado otro arbitrio que el suici-
dio, y tras él.... la muerte eterna, si
felizmente ese joven incomparable, vir-
tuoso y á la vez desgraciado como yo.
lio hubiese acudido en mi aitxilio. j Oh
poderoso Dios! ¿Cómo negar tu bondad
y tti misericordia? Relegado al despre-
cio público, agobiado bajo el peso de tan-
tos crímenes, .sin padres, sin parientes
ni amigos, sin una sola alma piadosa que
se doliese de mi, lejos de mi patria ado-
rada, arrastrado por la hierza y la vio-
lencia á estos lugares funestos, en don-
de viendo desgarrarse mis miembros á
influjo de tan maligna dolencia, tendré
que presenciar diariamente el horrible
espectáculo de un hospital de lazarinos...
¡ qué hubiera sido de mí, si ese Antonio
no hubiera fortificado mi espíritu, le-
vantándome del profundo abatimiento
en que yacía, y guiándonie al través de
un mundo nuevo, que hasta entonces me
era desconocido!! Para é! escribo estas
tristes memorias; y aunque es virtuoso
y rigido en su moral, aunque es joven,
¡ah!, yo confio en su buen corazón. Se
.dolerá de mí, deplorará mis extravíos;
pero no me los echará en cara para hu-
millarme, aunque harto lo merezco. Voy
á presentarme ante él como si fuera mi
juez . Sí: sólo Antonio puede juzgar-
200
me : rehuso y detesto el juicio de los de-
más hombres, porque ellos se han obsti-
nado en no querer comprenderme. Si yo
he sido malo, de ellos y no mía es la cul-
pa.
Desde los primeros momentos de mi
trato y relaciones con la señora y las dos
niñas, comprendí que era aquella casa
una nueva escuela que me estaba prepa-
rada allá en los decretos misteriosos del
destino. Bella y arrogante fisonomía:
maneras desenvueltas: talento y habili-
dad poco comunes en su sexo: locución
dulce, florida y abundante. Tal era la
madre. Las hijas imitaban perfectamen-
te el modelo que tenían á la vista. Sin
embargo, en el fondo existía una nota-
ble diferencia entre la una y la otra. Car-
lota, la mayor, poseía tm corazón de
fiera: Refugio, por el contrario, era dul-
ce y apacible. Ambas estaban colocadas
en un sendero peligroso de inmoralidad
y desorden, que, al fin, recorrieron en
toda su extensión, guiadas por el depra-
vado ejemplo de la madre, mujer sensual
y voluptuosa, que se había olvidado de
sus deberes más sagrados, para echarse
en los brazos del capitán Frasquito, mu-
cho más joven que ella, pero con el cual
había simpatizado por más de un motivo.
Frasquito era, no hay duda, un hombre
de hermosa y seductora figura. Sus mi-
radas fascinaban, y sus modales atraían,
20I
cuando quería insinuarse en el ánimo de
cualquiera. Pero era, de ordinario, arre-
batado, feroz, sanguinario y dado á la
embriaguez. Ignorábase su origen ; y su
carrera y aventuras sólo eran coi;ocidas
del contra-maestre de la "Invisible." Si
Da. Esperanza, tal era el nombre de su
manceba, no amaba en él sino el placer,
yo puedo asegurar que, en este punto,
estaba perfectamente correspondida, por-
que Frasquito la aborrecía mortalmente,
y su intención, manteniendo estas rela-
ciones, era la de seducir y corromper á
las hijas. Esa desventurada no podía que-
jarse, porque la mujer que deja de ser
virtuosa, y, loca ó malvada, permite ser
envuelta en el torbellino de sus pasiones,
está expuesta á ser burlada y vilipendia-
da, sin que á la infeliz le sea lícito repro-
char á los otros y echarles en rostro su
conducta. ¿Con qué títulos lo haría? La
sociedad, si se quiere, bien podrá ser in-
justa en este punto, como lo es en otros
muchos. Pero ¿á quién es dado invertir
el orden establecido? ¿Será á los filóso-
fos y declamadores contra los errores del
género humano? ¡Esfuerzos vanos é im-
potentes, que se estrellan contra los há-
bitos, ó las preocupaciones, si así place!
El capitán me equipó muy decente-
mente p.ir i presentarme en aquell . casa.
Cuando entrniiHo- en ella, madr^- é liiias
hacían labor en una sala pequeña y bien
202
amueblada. Mientras recibía Frasquito
los reiterados ósculos de las niñas, y el
saludo lánguido, melancólico y lleno de
reconvención de la madre, yo me man-
tuve en la puerta, esperando mi vez ae
presentarme. Refugio me vio, y lanzan-
do un grito de alegría, en que mostró
tanta inocencia como viveza, corrió ha-
cia mi con los brazos abiertos. Vacilé un
momento. . . . estréchela, al fin: nó sabré
decir hoy si con la misma inocencia y
candor de que ella aparecía poseída. Car-
lota mostró enfadarse: el capitán y Doña
Esperanza sonrieron maliciosamente; y
Refugio y yo quedamos cortados.
— i Eh ! ven acá, díjome Frasquito, ven
á ofrecer tu buena voluntad á estas se-
ñoras, que tendrán mucho gusto en cono*
certe.
Acerquéme un poco aturdido, haciendo
dos ó tres cortesías torpes y mal dirigi-
das. El capitán continuó.
— Este es un niño, señora, cuya edu-
cación me ha sido confiada. Es hijo de
un coronel valiente y generoso, quien pa-
sando de servicio á la América, en donde
hoy se están rompiendo las cabezas en
la guerra de independencia, no ha sabido
hacer otra cosa mejor, que entregarme
al muchacho, á ñn de saacr todo el pro-
vecho posible de su habilidad y talento.
Tráigomelo, pues, á Málaga, y más ade-
203
lante le enseñaré el pilotaje, conforme á
la intención de su padre.
Yo estaba un poco desconcertado oyén-
dolo mentir con tal sangre fría y sereni-
dad ; pero no me atreví á interrumpir su
relato, y dejé que se explicase del modo
que le pareciese mejor, resuelto siempre
á aceptar el papel que quisiese encomen-
darme. Tan lejos de disgustarme seme-
jante ficción, al contrario, me halagaba
extraordinariamente. Prosiguió, pues, en
su novela.
— Mi amigo el coronel, que muy feliz
viaje haga en estación tan diabólica, ha
depositado en mis manos una buena su-
. ma de reales para el efecto ; y yo estoy
en la firme resolución de no abusar de su
confinnza en lo más mínimo. ¿Me expli-
co? Así es que desde hoy mismo le pro-
veeremos de un buen maestro; y espero,
mi señora Doña Esperanza, que usted
querrá acoger bajo su protección y am-
paro á este caballerito, para quien la
edad harto madura de usted será un tí-
tulo respetable de seguridad y de con-
fianza.
El rostro de Doña Esperanza se bañó
visiblemente de una palidez mortal: mor-
dióse los labios de rabia, y sus ojos bri-
llaron de un modo que me causó pavor y
alarma. Pero este arrebato fué momen-
táneo: al punto recobró su aplomo, y
haciéndome una graciosa inclinación de
^04
cabeza, respondió dulcemente al capitán.
— Enhorabuena, Frasquito: tú mandas
aquí, y puedes hacer lo que mejor te
plazca. Este niño, cuya fisonomía es tan
viva é insinuante, bien puede permanecer
en esta casa, como en la suya propia. Yo
ofrezco servirle de madre, si es que acep-
ta este título de amor y benevolencia.
Bajé los ojos, y dile las gracias como
mejor supe. Refugio se regocijó infinito:
Carlota, aunque con fría gravedad, díjo-
me algunas palabras corteses.
Poco después me retiré á una pequeña
habitación que me destinaron.
Desde aquel momento, cada uno de los
personajes de este fatal drama, me des-
tinó á servir á sus miras.
Doña Esperanza tenía celos de Fras-
quito: sospechaba que algún nuevo amor
lo entretenía y distraía del antiguo; pe-
ro no acertaba á fijarse en el objeto. Al-
gunas ideas vagas solían asaltarle, acerca
de lo que realmente pasaba: perdíase en
un mar de conjeturas, y se extraviaba.
Trató aprovechar la oportunidad que se
le venía á las manos, y concibió la ¡dea
de insinuarse conmigo, y constituirme
en espía de los pasos del capitán.
Frasquito, por su lado, aburrido y
fastidiado de la madre, había declarado
más de una vez, con buen éxito, sus pre-
tensiones infames á la mayor de las hijas.
Pensó que yo podría servir de instru-
20S
mentó en esta horrible abominación, si
entraba en aquella casa de un modo que
alejase toda sospecha de intriga ó con-
nivencia.
Carlota, que veia en su madre una rival
peligrosa, porque conocía la vehemencia
de sus pasiones, contó con ganarme á su
partido, y obligarme á concurrir á la
realización de cualquier proyecto que in-
tentase. Tal vez obraba desacuerdo con
el capitán.
Refugio deseaba, por imitación, tener
un amante. Me vio. ... y creyó amarme.
Con el transcurso del tiempo fué des-
arrollándose progresivamente este plan,
que debía conducir á un desenlace tan
terrible, el cual aun no ha terminado del
todo. Hubo infames escenas de oprobio
y envilecimiento: húbolas de muerte y
carnicería: las hay, aún, de miseria y co-
rrupción. Yo, que por desgracia también
representé mi infausto papel, me estoy
arrastrando en un hospital de leprosos.
¡ Bendigo la justicia de Dios, que así me
castiga !
El capitán vino luego á mi habitación.
— ^¿ Estás contento? me pregujitó.
— Lo estoy con cuanto usted quiera.
— ¡ Eh ! Eres muy brusco.
— Me parece que respondo á la pre-
gunta, y no hay motivo para amosta-
zarse.
— Bien. Has visto cómo deseo que se
206
te trate en esta casa. Te toca, ahora, co-
rresponder á las miras que me he pro-
puesto, que todas redundarán en benefi-
cio tuyo. Acuérdate que has sido un pi-
lludo, y que yo quiero hacer de ti un
hombre cabal. Tu interés y el mío exi-
gen, no lo olvides, la mayor reserva y
precaución. Alguna vez te embarcarás
conmigo, y haremos juntos un viaje; pe-
ro, por ahora, tienes que permanecer en
tierra. He mentido en tu obsequio: algo
harás por mi, ¿no es esto?
— Digole á usted, y le repito, que estoy
enteramente á sus órdenes: que soy suyo
con toda mi alma; y que no pretendo ha-
cer otra cosa, sino lo que me mande. El
afán de mi vida será complacerle y su-
jetarme á su voluntad.
— Me gusta, y acepto tu resolución.
— Aunque quisiera, no podría evitarla:
soy un pobre huérfano, abandonado
— Dejemos eso á un lado, que no viene
á cuento. Yo no sé qué casta de pájaro
eres, ni intento averiguarlo. Creo que te
sobran motivos que te obliguen á aplau-
dir mi discreción: si los hay, no quiero
saberlos. Por ahora, sólo me interesa re-
velarte un secreto, para que te sirva de
gobierno. Doña Esperanza es
Y acercándoseme al oido, terminó la
frase con una obscenidad indigna de re-
petirse, y que no dejó de sonrojarme,
porque aun no estaba totalmente corrom-
207
Kl capitán, alzando la voz, prosiguió:
pido, como sucedió andando el tiempo.
— Por lo que acabo de decirte, arregla-
rás tu conducta venidera. Verdad es que
eres un niño ; pero yo creo que has hecho
ya un buen curso de picardías y trave-
suras, para no figurarme que en tu tem-
prana edad estés iniciado en ciertos mis-
terios, y versado en otros más. ¿Qué tal?
¿me equivoco?
Incliné la frente algo ruborizado; mas
Ittego alcé la vista, miré fijamente á mi
interlocutor, sonreíme, y perdí, al fin, la
vergüenza. Satanás volvió á intervenir
en mis pensamientos, sin duda, porque
en aquel momento conociendo ó adivi-
nando á dónde se dirigía la intriga, re-
solví seguirla maliciosamente en todos
sus detalles, sin detenerme en ninguna
consideración. ¡Ah, Dios mío, cuánto me
ha pesado!
Frasquito me estrechó cordialmente la
mano, y salió del aposento.
Aquella niña viva y graciosa, volvió
á presentarse á mi imaginación. Largo
tiempo ocupó mis pensamientos, y cuan-
do, á la hora de comer, la vi otra vez,
me pareció más bella y hechicera. ¡ Quién
lo creyera! Yo comenzaba á amarla; pe-
ro ¿cómo podré explicarlo? La amaba,
no con ese afecto tierno é inocente que
pudiera emplear un niño de doce años
apenas, de un corazón puro y virginal,
208
sino con esa especie de frenesí malicioso
y apasionado, con que un libertino, un
niño corrompiQO y diabólico, pudiera
acercarse á un objeto que lo atrajese. Si
la semilla era mala, el terreno en que ha-
])ia de sembrarse y germinar era peor, y
los frutos, naturalmente, debían de ser
pésimos y detestables. Este es el curso
de las cosas. Pensaba, á mis solas, que
supuesta la declaración franca é ingenua
del capitán, no debía tener sobre mí las
plausibles miras de que se gloriaba. En
efecto, los precedentes de esta original
situación en que me veía colocado, no
se conformaban con los proyectos que
ostentaba mi protector. En fin: yo me
resigné á pasar por todo. ¿Qué podría
hacer para evitarlo? Por otra parte, arro-
jado fuera de la sociedad por una serie
de injusticias, había resuelto, de antema-
no, no ponerme en contacto con ella, si-
no para volyerle mal por mal. Frasquito
me preparaba el camino de la venganza:
arrójeme en él, resuelto á atropellado
todo, sin exceptuar á mi nuevo guía. El
último destello de mi inocencia' había
desaparecido. Acabauase ¡ ay de mí!,
harto temprano aquella existencia mági-
ca, para comenzar otra formidable, ex-
traña..., en fin, una existencia excep-
cional.
Presentóse luego otro personaje.
Era el maestro escogido por Frasquito
209
para ciarme las primeras nociones de ál-
gebra, geografía, historia y lengua in-
glesa, en todo lo cual, sea dicho de paso,
hice notables progresos, sin embargo de
que esto no entraba en las miras y cál-
cvilos del capitán, para quien era indife-
rente que aprendiese ó dejase de apren-
der. Bastábale que maestro y discípulo
sostuviésemos las apariencias.
Las tres señoras y yo permanecíamos
en la sala, cuando entró el pedagogo.
Saludó, y su saludo fué correspondido
con la mayor cortesía. Sólo que yo me
figuré que Carlota y el recién-venido ha-
bían cruzado una mirada de inteligencia.
Procedió éste, en seguida, á hacerme un
ligero examen sobre mis conocimientos
primarios. Poco era lo que había olvi-
dado de cuanto me enseñaron en tiempos
más felices. El maestro significó su sa-
tisfacción, haciendo un largo elogio de
mi capacidad y recursos mentales. Dijo-
nos que esperaba hacer de mí un hombre
cabal, puts pronosticaba que mis adelan-
tos serían rápidos. Yo estaba abismado
en un mar de cavilaciones. Aquel hom-
bre grave, de edad provecta, vestido de
negro á la rigorosa, ocultos los ojos de-
trás de unas gafas cuyos vidrios eran de
un azul obscuro... me parecía haberle
visto en otra parte. Su voz hacía en mi
oído mucha impresión ; pero nada pude
214
gonzosa vejez, que llega á paso largo...
Ale he olvidado de todo por amor á ese
monstruo, y él ... . ¡ ah !, el infame y des-
leal ha emponzoñado mi existencia.
Y comenzó á llorar amargamente.
Era la primera vez que yo le veía hacer
demostraciones de esta especie. Carlota
alzó la vista con desdén compasivo, la
ñj ó un momento sobre su madre, y .... ,
luego continuó su lectura.
— Tú me miras con aire de triunfo, hi-
ja desnaturalizada, prosiguió Doña Espe-
ranza. Algún día, vil prostituta, lo h?.s
de llorar con lágrimas de sangre. ¿ Crees
que la juventud, las gracias y la belleza
son perdurables, y que jamás perecen?
Embriagada con los placeres, parécete
el mundo un paraíso en donde nada se su-
fre, nada atormenta ... Lo mismo, exac-
tamente lo mismo, había yo creído por
mucho tiempo. Déjeme llevar de la co-
rriente ; y cuando menos lo esperaba,
-cuando más encenegaaa me encontraba
en los vicios y en la sensualidad, he ve-
nido á recibir un funesto desengaño.
Carlota lanzó una estrepitosa risotada..
— i Qué castigo, Dios mío, qué castigo
tan humillante y afrentoso! continuó. Me
veo obligada á presenciar mi afrenta, á
saber que una nija mía es cómplice en
ella, y ;'i r.;' ir en silrncit», so pena dr ir
por las calles implorando la compasión
pública, mendigar mi diario sustento, ó
215
morir en un santo hospital de pobres re-
cog'idas. . . .
Refugio y yo interrumpimos nuestro
diálogo, guardando el más profundo y
sombrío silencio. Carlota prosiguió en su
risa imprudente é insultante. La pobre
señora continuó en sus quejas y lamen-
tos.
— Sí : haces bien. Yo no tengo dere-
cho á exigir de mis hijas, respeto ni obe-
diencia. A todo he renunciado, dándoles
yo misma el funesto ejemplo.... ¡Vir-
tud, virtud preciosa, sólo tú puedes con-
solar al hombre en su desgracia!
— Madre mía, interrumpió Carlota:
ese arrepentimiento, la verdad sea di-
cha, es tan tardío, que raya en ridículo.
Kl despecho, no más que el despecho, la
hace á usted explicarse así, inculpando
g-ratuitamente á una de sus hijas: digo,
si se refiere usted á mí, como parece.
Doña Esperanza se rebullía en el sofá,
temblando de furor y desesperación.
— Hija maldita, gritó: ¿hasta qué pun-
to quieres llev^ar el ultraje y el menos-
precio? Mira, desventurada: tú no sabes
de lo que soy capaz en la exaltación de
las pasiones. En un momento de ira, yo
me atrevería ....
— A todo, señora, á todo : lo sé muy
bien, ni es posible que lo haya olvidado
tan fácilmente, aunque usted no ha vuel-
to á hablar sobre el particular.
2l6
— i Me provocas! Sábete que...
— No se canse usted, madre mia, todo
lo sé. Sé, por ejemplo, que arrebatada de
sus pasiones, que jamás ha sabido usted
refrenar, ha incurrido usted en los ma-
yores y más vituperables excesos. Digalo
mi malaventurado padre que
— i Ah ! I He allí, infeliz criatura, he allí
tu sentencia! gritó Doña Esperanza, re-
chinando los dientes de cólera y furor.
Lanzóse como una exhalación sobre su
descuidada hija, asióla fuertemente con
la mano izquierda, y con la derecha des-
cargóle en el pecho una tremenda puña-
lada. Tan rápida fué la acción, que no
hubo tiempo de evitarla.
En ese instante, abrióse la puerta de
la sala, y Frasquito se presentó como
una visión infernal. Nadie lo esperaba
aquella noche.
Doña Esperanza retrocedió á su as-
pecto.
Con una sola ojeada, el capitán se en-
teró de lo que acababa de ocurrir. Aba-
lanzóse sobre la agresora, y comenzó en-
tre ambos una lucha á muerte, en la que
me fué imposible intervenir, azorado del
suceso. Pocos minutos duró aquella es-
pantosa escena: la fuerza hercúlea de
Frasquito triunfó de la agilidad y des-
treza de su enemiga. La punta del puñal
que hirió á la hija, fué á clavarse en el
corazón de la madre. La desventurada
217
espiró al punto, cayendo sobre las bal-
dosas del pavimento.
— i i Mi esposo, mi esposo. ... ¡ ah !,. . .
Jesús me valga . . . esposo mío . . . estás
vengado ! ! ! Fueron sus postreras pala-
bras.
Había sido tan extraordinario, tan in-
esperado lo que acababa de ocurrir, que
no sabía qué partido adoptar. La herida
de Carlota no parecía mortal : el golpe
había sido descargado en medio de un
ciego arrebato, y el pulso, mal seguro, no
había sido bien dirigido. Entre tanto, mí
consternación no podía explicarse. Refu-
gio, desmayada desde el momento en que
vio el ademán de la madre, y la hoja del-
puñal que lució en su mano, ignoraba
cuanto después había ocurrido. ¡Qué no-
che, Dios mío, qué noche ! !
Después de vendar ligeramente la he-
rida de Carlota, tomóme de la mano el
capitán, llevóme á un rincón, y, trémulo
y alterado, me dijo.
— Ya lo ves: esta desgracia no tiene
remedio.
— Estoy casi muerto. ¿Qué haremos?
— Tal vez, tú has cooperado á ella más
de lo que piensas.
—¿Yo?
— Sí, tú, imprudente y temerario.
-^¿Cómo puede ser esto?
2l8
— ¿'Cómo? Después lo comprenderás.
Basta que sepas, por hoy, que tu im.pru-
pencia y falta Je crdura, mejor dhv, tu
mala intención, hizo oue esa desventura-
da, que ves nadar en eii propia sangre,
penetrase mi secreto, y
— No : permítame, por la Virgen, qut*
rechace tan grosera calumnia. Yo ¿có-
mo había de figurarme. . . . ? ¡ Vamo-;'.
Esta catástrofe. ...
— Calla, necio, calla, y no perdamos el
tiempo.
— No: es que yo no quiero que seme-
jante concepto. . . .
— Bien, bien : ahora no se trata de eso.
Lugar sobra para que arreglemos entre
los dos este asunto, de modo que aiTtbos
quedemos satisfechos.
— Ale conformo.
— i Rigor fueffa ! Lo que interesa hoy,
la exigencia del momento, es librar el
pellejo, porque ni tú, ni yo escaparetaos
de la horca, si cuando llegue este suceso
á oidos de la justicia, no hemos puesto
tierra, ó mejor, agua de por medio.
Reflexioné un momento, y conocí que
le sobraba razón en cuanto había dicho,
y mucho más en lo último.
— Pues bien, dije entonces, mande us-
ted, que ya obedezco.
— 'J bma este silbato : corre por esta ca-
llejuela de la izquierda, y no te detenga^
hasta dar en. la playa. A poca distancia.
219
verás una pequeña cualupa. Al llegar, no
te olvides : tocas el silbato tres veces,
una en pos de otra, sin interrupción : ¿ me
comprendes? La chalupa pegará á la ori-
lla, nuestro amo Genaro se hallará á
bordo, dirígete á él en secreto, y dile que
de orden mía se encamine á este sitio en
tu compañía. ¿J>ie entiendes? Corre, vue-
la, que el tiempo urge. ¡ Cuidado con
cíjuivocarte, porque seremos perdidos !
— ¿Y Refugio?
— Deja á Refugio, que está buena ; no
te detengas, si no quieres perderte, por-
que estamos muy próximos á la soga,
¡ voto va !
La razón me hizo fuerza, y corri á eje-
cutar las órdenes del capitán. Media ho-
ra después, estaba yo de vuelta, en unión
del contra-maestre, quien, con la mayor
indiferencia y sangre fría, echó una lige-
ra mirada sobre aquel terrible espectácu-
lo, como si fuese el que había ocurrido,
un suceso demasiado común.
Mientras dictaba sus providencias, el
capitán me ordenó que echándome á
cuestas á Refugio, que seguía desmayada,
fuese á esperarlos á la playa. Abrió las
gavetas de un armario, me llenó los bol-
sillos de moneaas de oro y varias alhajas
preciosas. Partí con cuanta rapidez me
fué posible, al través de la más densa
obscuridad. El capitán y nuestro amo
220
Genaro quedaron encerrados en aquella
casa abominable.
Ya cerca de llegar al punto de mi des-
tino, sentí un ligero rumor. Me .detuve.
Un farolillo brilló á mis ojos, y conocí
(jue era la ronda, que venía precisamen-
te por la calle misma que yo iba siguien-
do. Comprendí lo crítico de mi situación,
y retrocedí. El farolillo parecía perseguir-
me : no bien cruzaba por una esquina pa-
ra tomar otra calle que, sin alejarme mu-
cho, me librase de aquel compromiso,
cuando el farolillo se presentaba, y venía
en pos. Echaba á andar de nuevo, atra-
vesaba calles y más calles, y el farolillo
firme y tenaz en perseguirme. jAh, Dios
mío! Comenzaba á fatigarme demasiado
con el peso, mis angustias crecían, mis
temores se Redoblaban, y, ¡ay de mí!,
siempre el farolillo, y otra, y otra vez el
farolillo.
Tres horas mortales sufrí aquella ho-
rrible persecución. Por fin, desapareció
la ronda. Más muerto que vivo, logré su-
bir al atrio de una iglesia, y en un rin-
cón bien resguardado tendí á aquella in-
feliz criatura que llevaba. Al sentir su
respiración tan tenue, y su pulso tan dé-
bil, creí que había tocado ya á su tér-
mino, y que iba á espirar al punto. En-
tre tanto, yo me había desorientado en
lo absoluto, é ignoraba en qué punto de
la población me hallaba actualmente.
221
Aplicaba el oído. . . nada, ioh Dios mío!:
i qué momentos tan pavorosos ! Las horas
pasaban, Refugio se moría .... Yo, solo,
confuso, desalentado, temeroso de ser
descubierto por la justicia, rendido al
peso de la fatiga, viendo allá en mi ima-
ginación las lívidas y desencajadas fac-
ciones de la pobre señora muerta á puña-
ladas... ¡ah!, me hallaba sumido en la
mayor congoja y desolación. ¿Qué podía
yo hacer en semejante trance?; ¿qué par-
tido elegir? ¡Válgame Dios! Hay ciertos
momentos en la vida, que no es posible
denominarlos con exactitud. Paréceme
difícil que en el infierno se sufra más.
Reagravábase el mal de momento en
momento. Los primeros reflejos de la
aurora comenzaban á arrebolar el orien-
te. Refugio fué volviendo en sí por for-
tuna; y enterada de nuestra peligrosa si-
tuación, podía iluminarme con sus con-
sejos. Sin entrar en pormenores, omitien-
do muchas circunstancias, y desfiguran-
do otras, píntele el suceso ocurrido: ho-
rrorizóse la infeliz, pero conoció que no
debíamos malograr aquellos pocos ins-
tantes en inútiles lamentos. Apoyóse de
mi brazo, y procurando caminar con pa-
so firme y rostro sereno, emprendimos
buscar la perdida playa. Era ya de día
cuando llegamos al embarcadero, en que
yo había visto la chalupa, que era nues-
tra única esperanza de salvación. ¿Quién
podrá pintar nuestro dolor y angustia,
al encontrarnos sin vestigio alguno áel
esquife que buscábamos? Intentar vol-
ver a la casa, habría sido una locura que
al más insensato no !e habria ocurrido.
— Bien, dije entonces á Refugio, fing^
que eres mi hermana, y con faz serena
sigúeme, y salgamos al campo. Si la po-
licía diere con nosotros, paciencia. Es
más fácil evitarla así, que cometiendo U
imprudencia de permanecer en la ciudad'
— Me parece bien tu proyecto. HaK
de la necesidad virtud : fingiré todo 'o
posible.
Y ecliamos á andar, sin precipitación.
Mis bolsillos estaban suficientemente pro-
vistos ; pero eso mismo podía perjU'
dicarnos, tomándonos por ladrones. Nin-
gún accidente nos ocurrió, sin embar-
go, hasta el pueblo inmediato, á donde
llegamos á las nueve de la mañana. Alo-
jamónos en un mal mesón, y después de
almorzar, pensamos en dormir y reparar
nuestras fuerzas con un buen sueño.
Imposible : mi espíritu estaba tan ago-
biado bajo el recuerdo de los sucesos de
la última noche, que, por más esfuerzos
que hice, no pnde reposar. Además, yo
me figuraba que nos perseguían, y por
todas partes veía la sangrienta imagen de
Doña Esperanza,
A la hora de comer escuchamos de bo-
ca c!e unos arrieros, la horrorosa historia
223
del asesinato de la víspera. Decian que
la justicia había comenzado á trabajar
con la mayor actividad, á fin de descu-
brir el autor ó autores de aquel delito.
Y lo que más nos alarmó y causó pavor,
fué el oírles hacer una descripción, con-
forme la habían oído en Málaga, de to-
dos y cada uno de los individuos que
habitaban la casa, teatro del crimen, y
de las personas que la frecuentaban, in-
clusive el italiano Chiabrera, á quien
principalmente se atribuía el hecho, pues
que se juzgaba que el capitán Frasquito
estaba en la mar todavía. La infeliz Re-
fugio oyó tales improperios contra su di-
funta madre, que creí fuese á ocurrir algún
lance que nos comprometiese. Pero no :
el peligro la hizo discreta, y disimuló
perfectamente.
Como errábamos á la ventura, y esto
podría acarrearnos graves inconvenien-
tes, resolvimos adoptar un plan que nos
condujese á un solo objeto, y que nos evi-
tase el incurrir en . alguna contradicción
peligrosa. Acordamos, pues, dirigirnos á
Granada, en donde vivía un tío de Re-
fugio, hermano de su madre, y que la
había querido mucho cuando era muy ni-
ña. El paso no dejaba de ser temerario;
pero en fin, cualquiera otro hubiera sido
peor.
En efecto llegamos á Grana- la el día
siguiente, y nos presentamos al tío.
224
El relato que hizo Refugip, sin esca-
sear los elogios en favor mío, le causó
una emoción profunda. Conoció el ries-
go á que estaba expuesta su sobrina si
se llegaba á descubrir su paradero, y to-
rnó la resolución de ocultarla á las mira-
das de todo el mundo. Bien podía hacer-
lo sin comprometerse: tenía una quinta
cercana, era un solterón sin familia, y
poseía una fortuna muy decente, resto
de otra mayor que perdió, casi del todo,
cuando la invasión de los franceses.
— En cuanto á usted, caballerito, dijo
dirigiéndose á mí, bien puede estarse en
casa, mientras logra alejarse sin temor.
Yo creo cuanto me ha dicho mi sobrina,
aunque no me hace mucha gracia esa es-
pecie de haberle entregado su padre en
manos del infame corruptor de mi her-
mana.
Tentado estuve de confesarle la ver-
dad pura y limpia; pero me detuvo la
consideración de que Refugio, engañada
por Frasquito lo mismo que su madre y
hermana, podían sospechar alguna cosa
contra mí, y resfriarse en su amor. Sos-
tuve, pues, el engaño, y resolví captarme
la benevolencia y el cariño de aquel buen
señor, á fin de que no pensase más en
separarnos. Tan bien supe fingir, que el
tio de Refugio creyó ver en mí un her-
mano de su sobrina, resuelto á sacrifi-
carse por él y por ella, en cualquiera cir-
225
cunstancia. Pocos días bastaron para
apoderarme de su confianza, y reinar en
su corazón con absoluto dominio. ¡A
tal grado de refinamiento había yo lle-
gado en la maldad!
Ocho meses transcurrieron así. En to-
do ese tiempo, nada habíamos sabido de
lo que pasaba en el asunto de Doña Es-
peranza. El indignadísimo hermano guar-
daba sobre esto una circunspección tal,
que ni el nombre de la hermana era pro-
ferido. Entretanto, yo proseguía preso en
mis infames cadenas, y al fin . . . al fin,
Refugo llegó á ser madre.
I Ay de mí ! ¿ Qué hubiera contestado
á los cargos que su tío me habría hecho?
Yo temblaba de miedo y de vergüenza.
No había más recurso que abandonar
aquella casa hospitalaria, y pagar con
una infamia al dueño de ella, porque así
lo exigía la fatalidad de mi destino. Tan-
ta bondad, tantos favores y beneficios,
preciso era olvitíarlos. No hubo reme-
do: concertamos nuestra fuga muy dete-
nidamente,
Al efecto nos pusimos de acaerdo con
un buhonero, que solía venir á casa á
vender sus dijes y chucherías. Era hom-
bre atrevido y emprendedor, y había in-
tervenido en más de un negocio grave y
complicado, de la naturaleza del que hoy
iba á ocuparle. Yo conservaba cuidado-
samente mis fondos, y me hallaba posee-
226
dor de una gruesa suma de ducados; pe-
ro como éramos tan jóvenes, parecía im-
posible presentarnos en el mundo con un
carácter independiente. Al punto habría-
mos llamado la atención pública, y éra-
mos . perdidos sin remedio. El buhonero,
pues, se encargó de representar el papel
de padre de familia.
El plan surtió efecto, y atravesando
gran parte de la España, llegamos á San-
tander sin novedad. Alli dio á luz Refu-
gio una niña que murió al punto. ¡ Madre
infeliz!; ¿qué mayor castigo, que malo-
grar el fruto de su crimen? Lloramos
amargamente, y proyectamos abando-
nar nuestra patria para distraer- la pena
ó tal vez para buscar nuevas aventuras.
El buhonero no halló cosa que se con-
formase mejor con su gusto y afición.
Así fué, que al punto se encargó de los
preparativos del viaje. A los pocos días,
¡ ay de mí!, dejamos para siempre la pa-
tria de nuestros abuelos, embarcándo-
nos en el bergantín "Jovial," que de San-
tander hacía viaje á la Habana.
Volvía, pues, á surcar las olas. A pe-
sar de las amarguras de mi espíritu, yo
sentí que se dilataba mi corazón, que la-
tía con más libertad, que mis emociones
eran más vivas, y más ardientes y apa-
sionados mis afectos. ¿Qué hay después
de Dios, tan grande como el mar? A ve-
ces lloraba melancólicamente : otras reía
227
como un insensato: otras, en fin, queda-
ba distraído vagando con mi imaginación
en el insondable abismo de las hipóte-
sis. ¿Cuándo no fué lo mismo la vida del
hombre? De ilusión en ilusión, de espe-
ranza en esperanza, consume su existen-
cia y cuando menos lo espera....
¡ oh !, esto es horrible.
La navegación fué felicísima. Ni el
más leve indicio de mal tiempo vino una
sola vez á interrumpir nuestros cálculos
y conjeturas. La atmósfera siempre her-
mosa y serena, anunciaba cada día que
nada tendríamos que temer de la turba-
ción de los elementos. El mal que nos
sobreviniese había de provenir de la ma-
licia é indigna condición de muchos de
nuestros semejantes. Es decir, que el
signo funesto que influía sobre mi exis-
tencia, casi desde que aun era mecido en
la cuna, vendría en fin á torcer la direc-
ción de mis esperanzas. Si yo hubiera
logrado aportar á la Habana sin obstácu-
lo ninguno, estoy de ello seguro, hoy se-
ría otro hombre. Mi conducta moderada,
mi instrucción más que mediana, mi fir-
me propósito de mudar de vida, dirélo
sin orgullo, mi buena inclinación é índo-
le suave y apasible ; todo esto me habría
hecho estimable, y á tiempo hubiera ce-
jado el ancho camino que llevaba á la
perdición. El cielo no lo quiso asi : mi
suerte estaba prefijada en el gran libro
228
de la vida humana, y yo no podía con-
trarrestar con la voluntad del Altísimo.
Escrito estaba que á pesar de todo, yo
había de ser un criminal famoso. ¡Dios
perdone mis feos delitos, y me otorgue
su gracia infinita!!!
229
LA CARTERA DE REGINO.
Cuarta Parte.
Acompañábanos en la navegación un
caballero de edad provecta, que iba em-
pleado á la Habana. Llevaba consigo una
hija de once años, Clemencia por nombre,
que era el candor mismo personificado.
Su belleza angelical, la suavidad de sus
miradas, la intensidad de su amor filial,
hacían de ella un ser encantador, que
atraía y arrobaba involuntariamente.
Muy pronto se aficionó á Refugio aquel
ángel, y ambas entablaron una amistad
tan estrecha, que á los pocos días de via-
je, parecían dos hermanas que se ama-
ban con extraordinaria ternura. Aquel
buen señor, que se figuraba, con la me-
jor fe del mundo, ver en Refugio y en mí
dos jóvenes hermanos, hijos del buho-
nero convertido en negociante, nos co-
bró singular cariño, y nos miró cual si
fuéramos sus propios hijos. ; Infeliz ! Ig-
noraba una tremenda verdad, que le ha-
bría horrorizado, si hubiese estado á sus
alcances. Al ponerse en contacto conmi-
go, su infausta suerte y la de su hija
Hospital~16
230
quedaban decretadas y fijadas irrevoca-
blemente en los arcanos del destino, por-
que estaba visto que yo había nacido pa-
ra la desgracia, y en ella habia de envol-
ver necesariamente á todos cuantos tu-
viesen alguna relación de afecto ó bene-
volencia hacia mi. A poco tiempo vi con-
vertidas en realidad espantosa, las que
antes fueran vagas conjeturas.
Cuarenta y dos días habían transcu-
rrido desde nuestro embarque en Santan-
der, á bordo del ''Jovial." Eran las seis
de la mañana, y aprovechándonos de la
suave y deliciosa frescura de la atmós-
fera, tomábamos nuestro ligero desayuno,
que consistía en café y galletas, sobre el
caramanchel. Previamente en la tarde
anterior, el padre de Clemencia nos ha-
bía dado las más singulares muestras de
su cariño y afición tierna y benévola. Nos
había hecho concebir las más lisonjeras
esperanzas de felicidad, ofreciéndonos
todo su influjo y valimento para favo-
recernos. El buhonero, para quien todo
esto era absolutamente indiferente, escu-
chaba y aparentaba consentir en lo que
oía, tan sólo porque no pareciese que da-
])a poca importancia, ó no sabía el modo
de sostener el simulado carácter que iba
representando. Durante el desayuno, ha-
bíamos anudado el hilo de la conversa-
ción de la víspera. Jamás vi tan cerca los
encantos de la vida social. Jamás había
i 231
concebido tan viva y ardiente, la fe de
un porvenir venturoso y rodeado de pla-
ceres y de virtud. Por entonces no me pa-
reció conveniente revelar mis relaciones
y los sucesos de mi vida anterior á aquel
caballero, que nos daba tan señaladas
pruebas de su bondad. Estoy seguro de
que no nos habría amado menos por se-
mejante franqueza, y acaso nos habría
facilitado los medios de legitimar nuestra
unión ilícita y criminal. Considerándonos
como á hijos, pues se había empeñado en
que le mirásemos como á nuestro padre,
todo debíamos esperarlo de su generosi-
dad y ternura. Ninguna parte tomaba el
buhonero en nuestras pláticas, y yo, con
el transcurso del tiempo, he llegado á per-
suadirme que nuestro nuevo protector no
creyó en manera alguna, poco antes de
saberlo de cierto, la supuesta paternidad
de aquel hombre, aunque al prinipio lo
hubiese tratado como á tal.
— I Vela á sotavento !, gritó desde el to-
pe el marinero que había subido á hacer
la descubierta.
En el instante mismo desaparecieron
todos los platos, tazas y cafeteras que
habían servido para el desayuno. Todo
se puso en el mejor orden y arreglo,
mientras que el capitán subía, con ex-
traordinaria violencia, á colocarse en el
puesto del marinero que hizo el anun-
cio.
232
El "Jovial" era un buque armado en
corso y mercancía. Tenía, por tanto, to-
das las apariencias de un buque de gue-
rra. Marinería valiente y numerosa, ar-
mas en muy buen estado, y un capitán
intrépido y resuelto. La guerra de inde-
pendencia que sostenían las dos Améri-
cas, contra su antigua metrópoli, había
sembrado el mar de una multitud de em-
barcaciones, que hacían una hostilidad
terrible al comercio español. Pocos eran
los barcos que se atrevían á emprender
la travesía, sin hallarse escoltados de los
convoyes frecuentes que iban y venían.
Los Estados Unidos abiertamente, y k
Inglaterra con la simulación pérfida que
acostumbra siempre, protegían á los in*
surgentes, y les facilitaban recursos de
dinero, armas y embarcaciones, con tal
de que permitiesen á sus protectores ha-
cer el más criminal y escandaloso con-
trabando. Rara vez salían bien librados
los buques españoles, porque además de
esta clase de guerra terrible que sufrían,
una multitud de piratas, con el falso tí-
tulo de corsarios, y aun con la patente de
tales, infestaban las costas y mares, co-
metiendo inauditos excesos. Panzacola
en el golfo mexicano, Walix en el de
Honduras, Curazao, S. Tomás, Provi-
dencia y otras varias de las Antillas de
barlovento, eran las guaridas de los pi-
ratas infames que, con el nombre de cor-
233
sarios, salían al encuentro, no sólo de las
embarcaciones españolas, sino de todas
cuantas podían pillar y robar, asesinando
vil y bárbaramente las tripulaciones y
pasajeros, á fin de hacer desaparecer has-
ta los vestigios del cirmen. Verdad es
que no faltaban armadores y especula-
dores bastante sórdidos y criminales que
favoreciesen esta atroz y salvaje especu-
lación, que henchía sus arcas y bolsillos
del oro robado en aquel indigno tráfico;
pero, en general, los piratas mismos ha-
cían el negocio por su cuenta y riesgo,
riesgo que solía ser tan grave, que les
costaba nada menos que la cabeza, como
sucedía frecuentemente. El bravo capi-
tán del "Jovial" sabía todos estos por-
menores, conocía que era peligroso cual-
quier encuentro, y, en consecuencia, ha-
bía dictado todas las medidas de precau-
ción y vigilancia.
Todos dirigimos la vista hacia el rum-
bo marcado por el marinero, y distingui-
mos allá en los confines del horizonte un
punto blanco casi imperceptible.
— Cuartel-maestre, al timón : gritó con
la bocina desde arriba el capitán, al cabo
de unos cuantos minutos de observación.
Guardamos el mayor silencio. El capi-
tán con la bocina en la izquierda, y en
la derecha el anteojo, seguía observando
y mandando alternativamente. Yo expe-
rimentaba un indefinible estupor, porque
234
un fatal presentimiento había venido á
destruir todas mis ilusiones, anuncián-
dome los sucesos de aquella jornada, que
jamás se ha borrado de mi memoria.
— Nuestro amo, tome el anteojo, y des-
de abajo observe usted conmigo, á ver
si vamos de acuerdo.
Un viejo marinero tomó el anteojo, y
púsose á observar.
— Una goleta de dos gavias, dijo
el contramaestre alzando la voz.
— j Cabal! Una goleta de dos gavias,
repitió el capitán.
— Va ciñendo la vuelto de fuera, nor-
oeste, cuarta al norte.
— Bien: derriba, timonel, hasta donde
pueda dar. Marque usted nuestro amo,
sur-oeste, cuarta al sur.
— Esto ya será huir declaradamente, y
no conviene.
— Hágase lo que mando, ¡ voto va ! ¿ No
ve usted que si es pirata ó corsario, no
porque sigamos paralelos, dejará de per-
seguirnos, si creyese que es capaz de dar-
nos caza? En estos lances, vivir adelan-
tado es lo mejor.
— Es verdad, murmuró el contramaes-
tre, y dio las órdenes convenientes. El
buque obedeció perfectamente al timón,
y con eso ya no seguimos el mismo rum-
bo que la embarcación sospechosa, que
comenzábamos á ver perfectamente. Se-
guimos guardando silencio, y los dos ín-
235
terlocutores lo guardaron igualmente por
más de un cuarto de hora.
— i Ola ! exclamó de repente el capitán :
i qué tai ;
— Sí, repuso el contramaestre : ya lo
veo. Ha virado en redondo, y ciñe la
vuelta de tierra.
En un segundo estaba ya el capitán so-
bre cubierta.
— ¡ Ea, muchachos! gritó: apareja á vi-
rar. Aunque mi gusto y mi voluntad me
dictan que yo espere al enemigo, la pru-
dencia y la orden de los dueños del bar-
co me mandan evitarlo.
Los pasajeros todos comenzamos á so-
bresaltarnos seriamente. El capitán pro-
siguió.
— Sí. ó es algún enemigo, ó es buque
de la real armada que nos toma por ta-
les ; pero yo me atengo á lo primero.
Goleta de dos gavias. . . . sola. . . sin ga-
llardete... ¡eh! no puede ser. Este es
corsario ó pirata. Con que ¡ listos para
virar en redondo!
— Listos: contestaron varias voces.
El capitán tomó la caña del timón.
— Pues, allá va con Dios.
— Venga.
Después de algunos instantes de ba-
lance y ruido, siguió el "Jovial" su mar-
cha rápida y segura delante de la embar
cación sospechosa.
Esta había comenzado evidentemente
236
á darnos caza. El capitán mandó soltar
todas las velas y los rizos que la fuerza
del viento habían obligado á tomar á la
mayor y trinquete. Nuestra ansiedad cre-
cía de momento en momento, porque el
barco que nos perseguía iba apareciendo
más y más, en términos que á las nue-
ve de la mañana se distinguían perfec-
tarríente la arboladura, casco y aparejo,
lo cual probaba que hacía más camino
que el bergantín. Nuestra tripulación ha-
cía extraordinarios esfuerzos para evitar
un lance con la goleta; pero éste era in-
evitable.
A las once del día sobrevino intem-
pestivamente una calma horrible. El ber-
gantín, deprimidas las velas, y sin seguir
otro movimiento que el fuerte y moles-
toso que le imprimían las olas, parecía
clavado en aquel sitio. La impaciencia
del capitán era vehemente; y el terror y
sobresalto se veían pintados en la fren-
te de todos cuantos nos hallábamos allí.
Por más que habíamos procurado disi-
mular, las dos niñas habían compren-
dido, al fin, toda. la extensión del peligro
á que estábamos expuestos, y sus lágri-
mas y angustias vinieron á aterrarnos y
confundirnos.
Entre tanto, la crisis iba acercándose
rápidamente. La goleta, á fuerza dé re-
rfios, se dirigía sobre el bergantín, sin que
fuera posible dudar de su intención. ¡ Ah.
237
qué cruel agonía! El capitán concebía al-
guna esperanza; pero el contramaestre,
cada vez que le oía hablar en este sentido,
movía la cabeza en ademán negativo, y
guardaba silencio.
— I Vamos!, dijo el capitán. Un hom-
bre al mastelero de proa á observar por
donde viene el viento.
Ejecutóse así. Nada se adelantaba en
esperanzas. Pasado algún tiempo, dijo el
marinero que sentía una ligera fugada
por el sud-este.
— Malo, malísimo: murmuró el capi-
tán.
A poco el sud-este se desencadenó con
una furia extraordinaria.
Estábamos perdidos, porque la em-
barcación enemiga nos tomó enteramen-
te el barlovento.
Aun no había certidumbre de que fue-
se de piratas. Bien podía ser un corsa-
rio, en cuyo caso no era seguro que per-
deríamos la vida cayendo en sus manos.
Reflexionábamos aún en esto, cuando
un fogonazo y un diluvio de metralla que
cayó á nuestro alrededor, aun mucho an-
tes de que llegase el estampido, nos ad-
virtió de la proximidad del lance defini-
tivo.
— ¡ Iza bandera !, gritó el capitán.
El pabellón español flotó al momento
sobre el mastelero de popa. El enemigo
correspondió izando la bandera cplom-
biana, acompañada de otra negra en cu-
yo centro campeaba una calavera y dos
canillas en cruz.
— Caballeros, dijo entonces el capitán
dirigiéndose á todos los pasajeros, que
en número de diecisiete veníamos á bor-
do. Ese buque es de piratas asesinos y
ladrones. La voluntad de Dios no quiere
que podamos libramos de semejante ca-
nalla, quizá porque son muchas nues-
tras culpas. Si nos entregamos á buenas
no por eso dejarán de pasamos á cuchi-
llo á todos, sin excepción. Si resistimos,
podemos ganar alguna ventaja en la pe-
lea, y libramos de una muerte segura é
infalible. Conque yo pregunto ahora:
¿nos entregamos ó nos batimos?
— Nos batimos: contestamos todos.
— Bien, me agrada la determinación :
pero supuesto que la pobre marinería
ha de trabajar más que el resto de la
gente que hay á bordo, creo de mi de-
ber dirigirme á vosotros j muchachos va-
lientes! para saber vuestra determina-
ción. ¿Nos batimos, ó nó?
— Nos batimos, señor: respondió á su
vez toda la tripulación.
— Ya que tal es la determinación de
todos, Dios nos asista y nos perdone, di-
jo con unción y recogimiento el pobre
capitán.
— Amén, contestamos.
AL punto se nos distribuyeron armas
239
de fuego y blancas, y se arregló y dispu-
so todo para esperar el abordaje. El ca-
pitán había palidecido un instante, pe-
ro luego, luego, recobró su serenidad y
sangre fría.
Entre tanto, la goleta estaba ya tan
cerca de nosotros, que veíamos á toda
la gente distintamente. El bergantín con-
tinuaba haciendo esfuerzos por huir; y
la goleta se empeñaba más y más en dar-
nos caza. Estaríamos á tiro de fusil, cuan-
do el enemigo lanzó sobre nosotros una
andanada de tres tiros á metralla.
— ¡ Zafarrancho ! gritó el capitán, y nos
pusimos en son de combate.
. Las vergas, masteleros y cordajes caían
en montón sobre cubierta. Nuestro ber-
gantín hacía destrozos igualmente en el
buque enemigo. La metralla barría
á unos y otros de una manera pavorosa.
La sangre corría á torrentes, sin modo
de disminuir las desgracias, porque el
combate era ya á toca penóles.
— ¡ Al abordaje, muchachos ! : gritó des-
de la goleta una voz que me hizo estreme-
cer hasta lo más íntimo del corazón.
¡ Dios mío ! Aquella era la voz de Fras-
quito, convertido en capitán de piratas.
Apenas tuve lugar de sentir, no de
pensar. Lo goleta y el bergantín se ha-
bían unido, entrelazado y confundido ep
un solo objeto, direlo así. Los cascos, ve-
las y aparejos crugían en el choque es-
240
trepitoso, mientras que una multitud de
garfios y armas corvas y cortantes se en-
tretegian de una manera terrible y ex-
traordinaria. Los fusiles, pistolas y ca-
ñones se deshacían en descargas, á - que -
ma ropa, y el olor de la pólvora, el hu-
mo, la sangre, la gritería, los lamentos
de los heridos y moribundos, y el formi-
dable estrépito de las armas de fuego,
convertían >,esta escena en un espectá-
culo horrible, pavoroso é infernal, á cu-
ya descripción es preciso renunciar del
todo, porque es imposible pintar aquella
confusión pasmosa, aquella atroz y san-
grienta carnicería.
En medio de aquel caos, de aquel de-
sordenado pelotón de gentes^ que se ase-
sinaban sin misericordia, dejóse oir una
voz fuerte y entera. Era la de nuestro
capitán.
— ¿Hay cuartel para los que se rin-
dan?
— No hay cuartel: contestó Frasquito,
sembrando su espada en el corazón del
que tenía más próximo. Toda la tripu-
lación de la goleta, que era tres tantos
más numerosa que la nuestra, quedó en-
teramente dueña del bergantín. Cesó el
estrépito de las armas de fuego, y con-
tinuó la pelea, reducidos los pocos que
quedábamos á defendernos con puftales y
cuchillos de mesa. Yo seguía con la vis-
ta á Frasquito, á quien había disting-ui-
241
do desde el principio: huía de encontrar-
me con él ... . sin comprender el ver-
dadero motivo, pues que más bien po-
día esperar que me salvase.
Aquello era horrible no quedábamos
sino seis ú ocho personas, y la matanza
seguía casi sin resistencia de nuestra par-
te. Entre ellas, hubo una que hacía pro-
digios de valor defendiendo su vida con
el esfuerzo de un león, y acometiendo al
enemigo con la rabia y furor de un tigre.
Era el padre de Clemencia. Mal herido,
cubierto de sudor y de sangre, distinguía-
mos sin embargo sus facciones nobles y
marcadas al través de aquella nube de
horror. Resbalando en la sangre que ane-
gaba la cubierta, y tropezando en los mu-
tilados miembros humanos que la ma-
tanza había regado aquí y allí, fué acer-
cándose y abriéndose paso con su puñal,
hasta ponerse frente á frente del capitán
enemigo.
— ¡ Muera este bravo !, gritó Frasqui-
to.
— Sí, infame asesino; pero antes mori-
rá* tú de mis manos, replicó el padre de
Clemencia disparando un pistoletazo, á
dos pasos de distancia, sobre su adver-
sario. Allí habría terminado la carrera
de Frasquitp, si una mano ágil y diestra,
no hubiera hecho cambiar la dirección
del tiro, descargando un fuerte golpe en
el brazo del agresor.
242
En aquel instante reconocí á nuestro
amo Genaro Chiabrera, que acababa de
librar á Frasquito de una muerte segu-
ra é inevitable, si su poderoso esfuerzo no
hubiese intervenido con tanta oportuni-
dad.
— I Qué veo !, gritó Frasquito, fijando su
intensa y penetrante mirada sobre las
desencajadas facciones de su adversario.
¿Es usted, señor D. Alvaro?
— Si, yo soy, respondió con amargura
el padre de Clemencia. Yo soy, verdugo
infame, cobarde pirata, yo. soy. Aquí me
tienes en tus manos, asesino de mi honra
y de mi familia. Di: ¿qué has hecho de
mis hijas, después de haber dado muerte
á aquella desventurada? ¿En dónde están
Carlota y Refugio? ¿Han seguido por
ventura las huellas de aquella infeliz y
perversa criatura? Di, y mátame después,
ya que no ha. querido Dios vivo el que
tomase venganza por mis manos.
En aquel momento descubría yo un
misterio formidable, que me dejó pasma-
do de terror. Aquel caballero era el des-
graciado esposo de Doña Esperanza, y
Clemencia era hermana de Refugio. ¡ San-
to Dios ! i Qué verdad tan espantosa !
Mudo de estupor, arrinconado junto á
un ángulo de la escotilla, contemplabst
silencioso aquel trance, en que los per-
sonajes de tan horrorosa historia se en-
contraban cara á cara, en medio de un
243
combate á muerte, rodeados de miem})ros
palpitantes, y engolfados en alta mar
bajo la influencia abrasadora del sol de
los trópicos. Aquel suceso tenia un no sé
qué de horriblemente fantástico, que he-
laba la sangre y horripilaba las carnes.
Frasquito llevó la bocina á los labios,
y, con voz estentórea, gritó:
— ¡Cese el combate!
Además de las niñas que se habían re-
fugiado en la cámara, en donde yacían
medio muertas de espanto en aquel mo-
mento, sólo quedábamos vivos sobre cu-
bierta, D. Alvaro, dos marineros y yo.
Los dos marineros, creyendo sin duda
que se les reservaba para un suplicio ma-
yor, se arrojaron al agua, y allí perecie-
ron ahogados miserablemente, sin que
persona alguna se dignase socorrerlos.
Así terminaron el capitán, tripulación y
pasajeros del bergantín "Jovial," murien-
do como buenos á manos de aquellos in-
fames malvados.
Don Alvaro, entretanto, permanecía
enfrente de su adversario, dispuesto á re-
sistir hasta el fin, y librar á su hija, si era
posible, de caer viva en poder de aque-
llos desalmados piratas, entre los cuales
habían muerto más de treinta en la re-
friega, y se abrasaban de una sed insa-
ciable de venganza y carnicería. Cesó,
pues, el ruido, y Frasquito se dirigió á
D. Alvaro.
244
— Muchas preguntas me hace usted,
caballero. ¿No conoce usted que ahora
sólo debo contestar á las que yo quiera
dirigirle ?
— ¿Aun intentas vilipendiarme, vil se-
ductor? Hiere, mata, y revuélcate en mi
sangre; pero antes te he de arrancar la
lengua.
Dijo, y descargó una tremenda cuchi-
lla sobre Frasquito, que apenas le hi-
rió levemente el brazo.
— ¡Eh! ¿No quiere usted escucharme?
— No, no, y mil veces no... salvaje....
pirata . . . raptor . . . asesino. . . verdugo...
ladrón. . . traidor. . .
Y á cada palabra, á cada denuesto, ti-
raba, uno en pos de otro, una multitud
de tajos y golpes, que Frasquito, limita-
do sólo á la defensiva, evitaba con sere-
nidad. Agobiado por la tenaz insistencia
de su contrario, á quien suplicaba en
vano se contuviese y se dignase escuchar-
lo, exclamó en fin.
— ¡ Pues que Dios, y su fatal destino
lo quieren, cúmplase su voluntad!
Y de agredido convirtiéndose súbita-
mente en agresor, se lanzó sobre su víc-
tima ya mal herida, y clavándole su pu-
ñal en uno de los costados, hizo bambo-
lear por un instante al buen caballero,
que cayó por último bañado en su pro-
pia sangre. Hizo algunos esfuerzos por
arrastrarse hacia la cámara, acaso para
245
dar muerte en persona á su misma hija;
pero fué imposible A pocos instan-
tes. . . . exhaló el último aliento invocan-
do el nombre de Dios, y pidiendo perdón
al cielo.
El pirata permaneció absorto contem-
plando atentamente la agonía de aquel
esforzado caballero. Todos permanecían
en silencio religioso, sin avanzar ni re-
troceder, esperando el término de aquella
escena. Luego que espiró D. Alvaro, el
capitán de los piratas dirigió una mira-
da siniestra sobre todos los que le rodea-
ban, y dejándola caer á plomo sobre la
impasible fisonomía del italiano, parecía
llamarlo en su socorro, porque induda-
blemente alguna cosa extraordinaria pa-
saba en lo interior de su conciencia. El
italiano encogió los hombros, y se alejó
de aquel sitio: por un momento me figu-
ré que los remordimientos destrozaban
aquel corazón de fiera, pero esto fué ins-
tantáneo. Pronto se disipó aquel tinte
sombrío y melancólico que en su frente
se ostentaba. Serenóse, y continuó dan-
do sus órdenes con firmeza y sangre fría.
— ¡ Ea, avanzad ! Tomemos posesión
del buque, y procuremos, ahora mismo,
reparar sus averías, antes que el viento
del norte nos obligue á abandonarlo del
todo. Pero no se olvide traer aguardiente.
No hay que entrar en la cámara hasta
Hospital— 16
246
que yo lo ordene, porque es allí en donde
he de saber á quién pertenecía este
barco, y avisar á los armadores. Antes
de todo, echad esos cadáveres al agua,
limpiad la sangre ; y esos pedazos de car-
ne humana engarzados en los escondrijos
y grietas, extraedlos muy bien. Con el
ardiente sol que hace, esto nos traería un
olor insoportable. ; Ea, despachaos !
Hasa entonces nadie había reparado en
mí, ni me atrevía á presentarme volunta-
riamente, porque estaba dominado, ago-
biado, oprimido bajo el peso de los acon
tecimientos de aquel día. Me parecía to-
do aquello un sueño doloroso, que ofus-
caba mis pensamientos, y me rendía, y
me abatía, y me anonadaba. No: jamás
he podido olvidar del todo aquel espec-
táculo, ni aquellas circunstancias, ni aque-
llos crímenes. . . . ¡ Oh, Dios mío! Con un
poco más de valor, de poder en el cora-
zón, yo me hubiera salvado de los peli-
gros posteriores. Fui débil y pusilánime;
y quedé vencido.
El primero que me vio, fué el italiano.
Fijó en mí su3 ojos azorados, y sin decir
una palabra, acercóse al capitán, tocóle
ligeramente el hombro, y en seguida me
señaló. Frasquito siguió la dirección de
la mano del contra-maestre, y su mirada
cayó sobre mí, que la sentí como si un
chorro de plomo derretido hubiera pene-
trado hasta la médula de mis huesos.
J
247
Fuéme imposible resistir: me desaté én
lágrimas y sollozos, no ya por temor de
la muerte, sino porque conocía que Re-
fugio y yo volvíamos á quedar á dispo-
sición de aquel monstruo, que me inspi-
raba ya un horror profundo é inexplica-
ble.
— ¡ Regino mío ! exclamó Frasquito.
¡ Cómo !, ¿ tú aquí, á bordo de este ber-
gaíitín, muertos todos, tú vivo y solo?
¿En dónde está Refugio? ¿Qué habéis
hecho en tanto tiempo?
Y con una expresión de infernal ter-
nura, me echó los brazos al cuello. Di j ele
que allí estaba Refugio, en unión de una
hermana suya. Voló á la cámara, y man-
dó prodigar socorros á las infelices, que
estaban en ella encerradas.
— Comprendo, di jome Frasquito, com-
prendo. Me habéis vendido aquella noche,
fugándoos á casa de Don Alvaro, y
— Juro á usted que no. Más todavía:
Refugio ignora si el señor que venía á
bordo era su padre : todo lo he descubier-
to hoy mismo, en fuerza de los aconteci-
mientos.
Referíle ligeramente lo que había ocu-
rrido la noche en que nos separamos, y
el partido que habíamos adoptado. Ocúl-
tele algunas particularidades, y terminé
mi historia con la del ominoso día. Fras-
quito pareció dudar algo de mi relato;
pero no me dijo ni una palabra más so-
248
bre el particular. Mandó, en sejg^ida, que
nos transbordásemos á su goleta, que no
era otfa que la antigua "Invisible" apa-
rejada nuevamente, mientras que el poco
restó de la tripulación se ocupaba en ali-
jar de su carga al bergantín, que había
quedado inservible de todo punto, según
observó el italiano.
— I Diablo ! exclamó prasquito. Es una
lástima dejar que se pierda tan hermoso
barco. En fin, ¡cómo ha de ser! Con su
maldita resistencia, nos hemos quedado
casi sin gente, cuando era más expedito
y menos odioso haberse entregado á dis-
creción, en cuyo caso nada, ni una sola
gota de sangre hubiera corrido, porque
en vez de fusilar ó degollar á esos infeli-
ces, me habría limitado á ahorcarlos á
todos de las vergas y penóles. ¡Dios les
pague la intención de querer hacernos
daño! y lo han conseguido ¡votó va!, lo
han conseguido.
Yo no me separaba del lado de las dos
hermanas, que comprendieron, en fin, lo
que pasaba. Refugio reconoció á Frasqui-
to, y pareció tranquila. La infeliz Clemen-
cia se hallaba sumida en la más deshe-
cha y deplorable desolación, sin que mis
palabras de consuelo fuesen parte á tran-
quilizarla ni á enjugar sus lágrimas. Ca-
da vez que aquellos brutales piratas pa-
saban junto á ellas, las miraban con ojos
satíricos, de una manera que me horrorí-
249
zaba. Me decidí á tomar algún refrigerio,
porque eran ya las cinco de la tarde, y
desde el café con que habíamos hecho
nuestro desayuno, nada había probado en
todo el día. Las niñas tomaron agua con
algunas gotas de vino.
En toda la noche estuvo ocupada la tri-
pulación. A la mañana siguiente, se pe-
g-aron seis barrenos al roto y desmante-
lado "J^^vial," y á nuestra vista se fué
á pique, sin quedar de él el más ligero
vestigio. Hízose á la vela la "Invisible,"
y tomamos al rumbo del sur.
Aquel mismo día nos refirió algunas
particularidades Frasquito, y supimos que
Carlota estaba en Providencia, en donde
debíamos volver á vela. Antes de arribar
á nuestro destino, hubo otra presa. Era
un buque catalán: entregóse sin resisten-
cia, y en efecto no corrió sangre, porque
Frasquito se contentó con mandar echar
al agua á la infeliz tripulación, que se
ahogó toda á nuestra vista. En aquel mo-
mento estaba indignado contra mí mis-
mo, porque el suceso no me había inspi-
rado todo el horror que debía esperar.
Aportamos, al cabo de siete días, á
Providencia. La "Invisible" entró de día.
desembarcó todo su cargamento, el cual
quedó depositado en ciertos almacenes
de la propiedad de un holandés, con quien
se entendía Frasquito. Fuimos á casa de
Carlota, quien, al vernos, se sorprendió
250
extraordinariamente. Mas á los pocos
días Frasquito, el italiano, las tres her-
manas y yo, vivíamos con la mejor armo-
nía del mundo. Fuese resignación ó co-
razón malo y corrompido, lo cierto es que
yo estaba muy bien ; y olvidándome de
los pasados horrores, me entregué á los
placeres con el mayor desenfreno. Aso-
cíeme con una multitud de mancebos
aventureros que había allí ; y patria, y re-
cuerdos, y propósitos, y todo quedó borra-
do de mi memoria, para disfrutar de la
vida presente. ; Perdón, Antonio mío, per-
dón! Yo no puedo fijar la consideración
sobre estos sucesos, sin experimentar los
más vivos remordimientos, y la más pro-
funda vergüenza.
A poco tiempo salimos á la mar, que-
dando las tres hermanas en tierra. Fras-
quito me había asociado á sn especula-
ción, ofreciéndome el tercer lugar en el
mando de la "Invisible.'' Una vez malo-
grada la oportunidad de haber vuelto á
la vida social, y reconciliarme con el gé-
nero humano, me ratifiqué de nuevo en
mis antiguos propósitos, y no vacilé en
aceptar el partido que se me ofreció. Así
fué que, siguiendo la suerte y el destino
de Frasquito, me convertí en pirata; y
fui un pirata tan malvado y atroz, como
pudieran serlo un berberisco ó turco de
los más encarnizados.
Hablaré de este mi primer viaje, por-
que en él ocurrió un suceso que me hizo
extraordinaria impresión. Es referente á
Frasquito.
Después de haber tomado ciertos in-
formes en Walix, fuimos á fondear en
un placer de arena, que media entre la
costa occidental de la isla de Cozumel y
la tierra firme de Yucatán. Aquel había
de ser el paso indispensable de algunas
embarcaciones que hacían viaje á Jamai-
ca, buscando el abrigo contra los vien-
tos, y más principalmente contra los cor-
sarios y piratas que recorrían el mar en
todas direcciones en demanda de' ricas
presas. No aguardamos en vano: á los
dos día apareció enfilando aquel estrecho
un lindo y pequeño pailebot, que á todo
trapo se dirigía hacia donde la "Invisi-
ble,'* justificando su nombre, se hallaba
oculta en una reducida ensenada. Mas de
improviso, habiéndonos observado sin du-
da á pesar de nuestras precauciones, acor-
tó primero sus velas, y luego se puso en
facha. Frasquito dio orden de cubrir los
portalones y echar pecho en cubierta, á
fin de que, si fuésemos vistos, la gente
del pailebot al notar la poca tripulación
y la ninguna apariencia de buque arma-
do, creyese que no éramos sospechosos.
El pailebot, después de mantenerse algún
tiempo en facha, marinó, y con el foque
y la mayor con cuatro rizos tomados, co-
menzó á aproximársenos muy lentamen-
252
te. Ya era un hecho indudable que había
descubierto á la "Invisible," y venía reca-
tándose. Apenas estaría á tiro de cañón,
cuando virando súbitamente en redondo,
nos dio la popa, y echó á huir largandp
todas sus velas.
— ¡ Maldición !, gritó Frasquito, lanzan-
do á gran distancia en anteojo con que
observaba. ¡ Maldición ! Vamos á perder
esta presa, y todas cuantas pudieran ve-
nir á caer aquí. Este condenado pailebot
nos va á delatar, y nadie, en lo sucesivo,
querrá pasar por dentro, sino por la cos-
ta Cx iental de la isla. Pero no, ¡ voto á tal !
No es así como han de burlarse de un
guapo, que sabe su obligación mejor que
ninguno. ¡ Ea ! exclamó en seguida, em-
puñando la bocina. Vivos: larga velas, y
leva ancla.
En dos minutos volaba ya la "Invisi-
ble'' en persecución del pailebot. A las
dos horas de una marcha forzando velas,
nos habíamos aproximado bastante á la
presa, aunque no lo suficiente para co-
menzar á batirla. Cuando más empeñados
estábamos dándole caza, vimos con sor-
presa que aferrando sus velas, había que-
dado al pantoque.
— i Fondo ! ¡ fondo ! exclamó Frasquito.
¡Vive Dios que estamos entre bajos y
arrecifes, y nos llevan los demonios por
causa de este infame pailebot ! ¡ Aferra,
aferra, luego, luego, que el viento carga!
253
Echamos efectivamente el ancla, y á
buen tiempo, porque á'poco habríamos
caido en una cola de bajos, que veíamos
velar á flor de agua. Luego que las ama
rras nos aseguraron que estábamos libres
de aquel peligro, Frasquito continuó:
— No por eso se librarán menos, no.
Se los ofrezco en nombre del Santo Cris-
to del Buen viaje, que se venera en Vera-
cruz. ¡ Vamos !, bota lancha al agua, pron-
to, aunque sea preciso cortar las bozas.
Vengan seis remeros vigorosos, y seis
más de respeto, con sus respectivas ar-
mas. ¡Ea! embarcarse. Usted, nuestro
amo Genaro, quédese mandando á bordo,
y que venga Regino. ¡Picaros! ¡Haber
arrastrado á la "Invisible," el barco más
fino del mundo, hasta estos bajos y arreci-
fes ! ¡ Tienen, conciencia estos malvados !
Ya me la pagarán.
Embarcámonos en la lancha, y comen-
zamos á remar hacia el pailebot, que ha-
bía barado, y que hacía increíbles es-
fuerzos para salir de aquel conflicto. Re-
mábamos sin cesar, y antes de media ho-
ra estábamos á tiro de fusil. Los del pai-
lebot nos examinaban sin cesar, y daban
muestras del mayor sobresalto.
— ¡ Preparen !, dijo Frasquito. ; Prepa-
ren, y al primero que asome sobre la obra
muerta, fuego !
Nada: ya que estábamos muy próxi-
mos, asomóse un marinero viejo, es decir,
254
como de cincuenta y cinco años de edad,
y nos gritó:
— i En nombre del cielo, si sois corsa-
rios, venid, apoderaos del barco, y no co-
metáis ninguna violencia. Nadie piensa
en resistiros!
— ¡ Corsarios !, contestó Frasquito. ¡ Ya !
¡ Bonitos somos nosotros para meternos
á corsarios! No, señor: nosotros somos
piratas, y la prueba es que vais á morir,
i Fuego, muchachos !
Y partieron seis tiros á quema-ropa.
Desapareció por un momento la fisono-
mía del marinero detrás de aquella nube
espesa de humo ; pero al desvanecerse, en
vez de haber huido aquel valiente, ó que-
dádose muerto en el sitio, apareció firme
en su puesto, dejando brillar dos ojos re-
lucientes que fueron á clavarse sobre los
de Frasquito.
— ¡Dios mío!, gritó éste súbitamente á
los remeros, ¡ ciad, ciad luego, por Dios... I
Los marineros, azorados, habían vacila-
do un instante. En seguida hicieron re-
troceder la lancha.
Yo no sé qué especie de terror expe-
rimenté en aquel extraño movimiento.
Miré á Frasquito, y lo vi pálido, humilde
y tembloroso. Los ojos de aquel marine-
ro estaban ejerciendo sobre él una fas-
cinación inexplicable.
— ¡Rendid las armas y acercaos!, dijo
con voz tronante el marinero misterioso.
255
■
sin separar su altiva y sombría mirada
de los ojos de Frasquito. ¿No oís, asesi-
nos? ¡Rendid las armas os mando!
Todos se convirtieron á Frasquito, co-
mo para consultarle lo que debía hacerse.
Estaba á punto de espirar, sobrecogido
de un pavor vehemente é intenso. Tem-
blaba como la hoja en el árbol.
— ; Sí !, murmuró entre dientes. Es pre-
ciso, porque él lo manda. Remad, y acer-
quémonos.
Durante esta ligera escena, los marine-
ros del pailebot se habían incorporado pa-
ra presenciarla. Nos tiraron un cable, y
el marinero viejo dio á Frasquito la mano
para entrar á bordo. Quedóse algún tiem-
po examinando su fisonomía, mientras
que Frasquito, con los ojos bajos y el
semblante abatido, ordenó que se entre-
gasen las armas. La verdad, me pareció
aquello tan arriesgado, y temí tanto el
caer prisionero de aquella tan singular
manera, que al notar que nuestra gente se
disgustaba de aquella ocurrencia, hice un
esfuerzo, y dije con firmeza y serenidad.
— Mi capitán, si usted tiene algún mo-
tivo particular para proceder como lo ha-
ce, esta gente y yo, que no lo tenemos,
hemos resuelto no obedecerle, sino cuan-
do salga de la maligna influencia bajo
la cual se encuentra. Entretanto, aquí per-
manecemos en la lancha, y le esperare-
mos por media hora. Pasado este tiempo,
256
•
yo obraré como convenga. ¡ Ea !, exclamé
dirigiendo mi voz á la gente: aquí no se
obedece á nadie sino á mí, hasta que ha-
llamos recuperado al capitán.
— Sí, sí: contestaron todos. No nos
rendimos sino al aire, ó sobre el agua.
— ¡ Regino ! Tú provocas á estos á la in-
subordinación : me dijo Frasquito nota-
blemente alterado.
— No, mi capitán, repuse yo. No: se
trata de no entregarnos prisioneros, para
que no nos ahorquen. ¿Halla usted justo
sacrificar estas vidas, sin defenderlas?
No ; y despache usted pronto, que el tiem-
po corre.
— Sí, sí, pronto: repitieron nuestros
marineros.
— ¡ Regino ! Yo te lo mando : obedece.
Gritó Frasquito.
— No obedezco, mi capitán. Usted pue-
de reembarcarse en la lancha ahora mis-
mo, tomar el mando de ella, y disponer
que se me ahorque por mi falta de subor-
dinación ; pero mientras esté usted en po -
der de ese hombre, le considero sin liber-
tad, y por tanto, creo hacer á usted y á
la tripulación de la "Invisible" un servicio
importante, rehusando, como formalmen-
te rehuso, obedecer sus órdenes.
— Vamos de aquí, dijo el marinero vie-
jo, llevándose á Frasquito.
Antes de la media hora se presentó és-
te, con el semblante sombrío y desenca-
257
jado. Embarcóse en la lancha, tomó la
caña del timón, y mandó á los remeros
que encaminasen la pequeña embarca-
ción hacia el sitio en que se hallaba fon-
deada la "Invisible." Al cabo de algún
tiempo, se dirigió á mí, y tomando una de
mis manos, me la estrechó con la mayor
cordialidad.
— Bien, Regino, muy bien. Te has por-
tado hoy como un valiente. Y vosotros,
continuó dirigiéndose á la gente, obras-
teis como se debe, i Eh ! Olvidemos, por
Dios, lo que ha pasado. ¿Me prometéis
guardar el más profundo silencio acerca
de la escena extraña que acabáis de pre-
senciar?
— Sí, mi capitán, respondimos todos.
— Yo confío en vuestra promesa; pero
yo quiero además que me lo juréis.
— Sí, sí, lo juramos.
— Bueno: pues yo en uso de mi auto
ridad, impongo pena de la vida, oídlo
bien, pena de la vida al primero que vio-
le el juramento solemne que habéis pres-
tado.
— ajusto, muy justo, contestamos todos
á una, deseando respetar religiosamente
aquel misterio.
Esperábamos con ansia indecible el res-
to del equipaje. Con el anteojo habían
visto desde á bordo de la "Invisible" los
movimientos de nuestra lancha al costa-
do del pailebot, y cuando esperaban, una
2r58
> í^
refriega, nos vieron volver pacíficamente.
Yo no sabía cómo el capitán satisfaría
la curiosidad de todos, cuando fuese pre-
ciso dar alguna explicación del lance. Sin
embargo, dióla tan natural y sencilla, que
todos quedaron contentos, y aun cele-
brando la ocurrencia.
— I Diablo ! exclamó. Figuraos. .... ya
se ve ... . ¿ quién había de sospechar ? Fi-
guraos que el tal pailebot es cofrade, es
un pirata; pero ¡qué pirata! Hace tres
meses que está de vuelta y vuelta, y no
ha podido apresar sino un mal hongo car-
gado de cal y sal, que para nada sirven.
¡ Hágame usted el favor ! \ Cal y sal I Y
luego. . . cuatro hombres de tripulación...,
sin papeles . . . , sin patente . . . , sin nada
para salir de un apuro. ¡ Pobres diablos!
Nos ven, ¡ Usted dirá !, nos ven en acecho,
y dan en la flor de creer que somos algún
buque de la escuadra de S. M. C. Echan
á huir .... y ¡ ya se ve !, nosotros hemos
seguido sus aguas, porque era de nuestro
deber. Se meten en aquel placer de ba-
jos. . . baran. . . y por poco no nos llevan
todos los demonios por su causa. \ Eh !
ya les he dado un buen consejo, y los he
despachado con Satanás, para que no
vuelvan por este rumbo ¡ Ved ! la ma-
rea ha crecido ... ya el pailebot puede flo-
tar. . . y se hace á la vela. . . ¡ Buen viaje !
En efecto era así. A las dos horas de
259
habernos separado del pailebot, desapa-
reció por el rumbo del norte.
Nunca he podido averiguar después el
misterioso influjo de aquel marinero so-
bre el capitán. Acaso tendría alguna ex-
plicación acerca de esto con nuestro amo
Genaro. Por lo que hace á mí, jamás me
dijo en lo sucesivo una sola palabra con
relación á tan extraña entrevista, (i)
Voy á concluir mis memorias. Hartos
sucesos infames y repugnantes he consig-
nado en ellas; pero esto nada tiene de
extraño. Mi vida ha sido un tejido de
crímenes horrorosos. Víctima sucesiva-
mente de las tres hermanas, seducidas y
corrompidas por mi ángel malo el capi-
tán Frasquito: encenegado en los inmun-
dos placeres de un amor triplemente in-
cestuoso, tarde he recibido un triste des-
(i) Vuelve aquí á interrumpirse la car-
tera de Regino. Catorce fojas aparecen
totalmente ilegibles, en fuerza de hallarse
testadas todas las líneas, sin que haya po-
dido descifrarse sino una ú otra palabra
aislada y sin sentido. Todavía no se ha
averiguado si de esta manera entregó Re-
gino su cartera á Antonio, ó cuando éste
se la remitió á Manuel se inutilizaron
aquellas fojas. Nos inclinamos á creer lo
último.
26o
engaño, á saber, que yo era el juguete
del capitán y de sus tres mancebas. Sue-
ños de gloria y de amor ¡ todos se di-
siparon !
Durante la última expedición que hi-
ce á la costa de Veracruz, en unión de
nuestro amo Genaro, Frasquito habíase
quedado en Walix, en donde hacía dos
años y medio que vivía toda nuestra fa-
milia. Mis expediciones marítimas solían
durar tres y cuatro meses ; y en todo ese
tiempo, Frasquito corría los mares, á.mi
entender, en otras direcciones. Acabába-
mos de hacer una presa, y el cansancio
me había rendido. Hallábame echado en
mi camarote, medio ebrio, y medio febril.
Hacía algún tiempo que mi cuerpo se cu-
bría de ciertas manchas rojizas, que me
tenían en continuo sobresalto; pero en
aquel día, además de esa extraña erup-
ción, sentía en todos los huesos y ar-
ticulaciones un dolor infernal. Quejába-
me con angustia cuando entró nuestro
amo Chiabrera.
— ¿Tú sufres mucho?, me preguntó.
— ¡ Oh, muchísimo ! No hay duda, yo
tengo alguna extraña enfermedad, sin ati-
nar la causa de ella.
— Sin embargo, á mí me parece muy
sencilla.
— ¿Sencilla, dice usted? Yo no lo com-
prendo.
— Dime, á pesar de tu preocupación:
201
luego que llegamos á Walix en el viaje
anterior, ¿qué observaste en la fisonomía
de Refugio, que todavía es tu predilecta
entre ellas?
— Yo ... si . . . es verdad. Su cara, á pe-
sar de sus facciones agradables, tenia al-
go de mórbida, de mustia, de convulsiva,
que . . . que ...
— Que revelaba enfermedades precoces.
¿ Nó es esto ?
— ^Justamente: que revelaba enfermeda-
des precoces.
— Bien : allí tienes el misterio de tu en-
fermedad.
— ^¡Dios eterno!, ¿qué está usted dicien-
do?
— ¡Qué estoy diciendo! Pues, hijo mío,
esto es muy claro.
— Pero esas enfermedades á que usted
intenta aludir, se contraen por contagio.
— Por lo menos yo así lo creo también.
— Y ¿entonces?
— Entonces, todo está explicado, cria-
tura de Dios.
— Pues, señor, no le comprendo. Si us-
ted no habla más categóricamente, es in
útil prolongar la conversación sobre este
odioso asunto.
— ^¿Tú lo quieres?
— Sí se le ruego á usted.
— Bien : pues has de saber que Frasqui-
Hoapltal.-^17
202
to adolece, mucho tiempo ha, de una as-
querosa enfermedad • • • , y . . .
— Pero Refugio ....
— Refugio, es una de las muchas víc-
timas sacrificadas á su lascivia. Frasqui
to es un oso, un sátiro, un demonio....
— |Ah! todo estaba ya claro para mí.
Yo había sido miserablemente burlado
por aquella infame pandilla. Lloré de des-
pecho y de furor, y en aquel momento
juré vengarme de todos mis enemigos,
exterminarlos, y hacer con ellos un san-
griento ejemplar. ¡Santo Dios! Aquel
malvado, aquel odioso capitán, habíame
sumergido en un abismo de crímenes,
para hacerme la criatura más desgracia-
da. ¡ Ah ! esos lloros y lamentos no eran,
sin embargo, efecto de los gritos de mi
conciencia, no eran los remordimientos,
no. Sólo veía mi amor propio ofendido,
burlado, escarnecido vilmente... y...
i qué sé yo ! Era un tigre sediento de san-
gre y de matanza.
Todos estos siniestros pensamientos
cruzaban en lo interior de mi alma. Para
acertar mejor en los medios de venganza
resolví callarlos, y no revelar cosa algu-
na á nuestro amo Genaro. Marinamos,
pues, para Walix... aportamos. . .y
Frasquito y las tres hermanas habían des-
aparecido. Nuestro amo me dijo que no
me alarmase, que esperase unos días, pues
Frasquito y sus cómplices habían par-
203
•
tido á Jamaica á realizar la venta de cier-
tos sobornales de añil y grana que había-
mos robado en la mar, un año antes. Apa-
renté conformarme con aquella explica-
ción, y guardé silencio.
A la noche siguiente partí para Ja-
maica en un buque inglés. Tomé informes
al llegar, y supe que J'rasquito se había
dirigido á Nueva-Orleans. Volé en per-
secución suya... y nada pude conseguir:
en aquella vasta población me desorienté,
y perdí la huella de los fugitivos.
Entonces comencé á sentir todo lo ho-
rroroso de mi situación anómala y sin-
gular. Caí enfermo gravemente, y duran-
te esta enfermedad, que los médicos cali-
ficaron de venérea, agoté todos mis re-
cursos. ¡ No tenía, sin embargo, motivos
para quejarme! Todo lo que yo poseía
era robado. Enfermo y miserable, triste,
abatido y débil, aconsejáronme unas bue-
nas gentes que viniese á Campeche á mu-
dar de temperamento. Vacilé algunos días
porque me era duro renunciar á mis sen-
timientos de odio, y á mis proyectos de
venganza . . . pero en fin, mi ánimo esta*
ba tan decaído, que adopté aquel par-
tido con la misma indiferencia con que
habría adoptado cualquier otro.
Llegué á Campeche .... caí malo, muy
malo, de un acceso de vómito .... y me
hicieron la caridad de enviarme al hos-
pital de San Juan de Dios. A los pocos
204
días me restablecí; pero quedé tan exte-
nuado, que inspiraba lástima y compa-
sión á todo el mundo: los encargados de
la casa no tuvieron valor para lanzarme
á la calle, y permanecí en aquel santo es-
tablecimiento, llorando mis culpas, los
crímenes de mi vida pasada, y arrastran-
do mi triste existencia por aquellos vas-
tos corredores. Yo notaba que el médico
me examinaba con asiduidad, que algunos
dependientes me esquivaban, y que los
alimentos me los servían en loza separa-
da. ¡ Dios mío ! Un practicantes me había
dicho yo no sé que palabras misteriosas
sobre cierto hospital de San Lázaro, en
que se daba acogida, y se encerraba para
siempre á los leprosos. Yo temblaba de
pavor al escuchar estas especies vagas.
Siniestros presentimientos me asaltaban.
Soñaba en horribles monstruos y en fan-
tasmas vanos, y veía espectros malignos
que me llenaban de terror.
Quise fugarme de San Juan . de Dios.
¡ Imposible ! Pedí licencia para salir. ¡ Me
fué negada!
Una tarde . . . | qué tarde !, ¡ Dios mío,
qué tarde!... me trajeron con engaño á
este hospital . ¡ Yo estaba completamente
lazarino ! ! ¡¡ Lazarino para siempre ! !
"•^"/^^§ft§^V*"
CARTA X.
ANTONIO A MANUEL
San Lázaro, 17 de Abril de 1824.
Querido mío. Bien recordarás, sin du-
da, que una de las más fuertes Impre-
siones que recibí cuando á esta casa lle-
gué, desterrado para siempre de la vista
y cuidado de mis padres y amigos, fué
la fatídica exclamación de aquel pobre
lazarino que, al pasar junto á rrií, me se-
ñaló á los demás enfermos con aire som-
brío diciéndome, de una manera qiie me
heló de espanto: "¡Mire usted los estra-
gos que causa el vicio !" Pues bien : ni la
verdad y .justicia de la observación, á
lo menos respecto de mí : ni el sentimien-
to de piedad que inspira la situación de
un prójimo condenado á sufrir la muerte
lenta y penosa de los leprosos : ni la iden-
Hospital— 18.
••■V. r^^^^ •w.Ti^'%
/
tidad de cii^unstaiicitó en ^t -%se de^
venturado y yo nos etttSf»fttramos, sufrieti*
do una misma dolencia, viviendo bajo
im tmismo techo, y sujetos á la misma
clase de privaciones y tormentos; nada,
en fin, ha sido parte á destruir, á arran-
car de mi ánimo susceptible la funesta
prevención que dejó en él aquella espe-
cie de infernal anatema, aquel grito de
maldición arrojado en medio de un rapto
de misantropía ó delirio. En vano he lla-
mado en -mi ayuda á la religión, á la hu-
manidad y á lá filosofía. En vano aquel
infeliz ha hecho esfuerzos por granjearse
mi afecto, procurando dar á sus descom-
puestas y lívidas facciones, la benévola
expresión de la amabilidad. En vano ha
llorado horas enteras al observar la mal
disimulada antipatía que yo experimento
respecto de él, sin que pueda penetrar el
verdadero motivo. Nada, amigo mío, na-
da ha bastado á desterrar esa fatal preo-
cupación, que es hasta hoy uno de los
más acerbos tormentos de mi vida.
¡ Qué angustia ! Este infeliz que de tan-
tos consuelos necesitaba, que vanamente
buscó un alivio en mi benevolencia, que
imploró mi compasión de una . manera
tan patética y tan insinuante... este in-
feliz ha caído antes de ayer en agonía,
cu esa agonía anhelosa por la cual pasan
los que están condenados á morir en este
suplicio. Envióme, pues, á llamar por me-
dio del capellán, y no tuve corazón para
resistirme. Apreté temblando la' mano cíe
Regino, y me dirigí al triste y ominoso
aposento en que se hallaba el moribun-
do, sacando fuerzas de flaqueza para no
sucumbir en la extraña prueba á que yo»
iba á exponerme.
Entré: un sudor helado cubría mi fren-^
te : mi respiración se cortaba : agitábanse
todos mis miembros con desusada violen-
cia; y los objetos se confundían á mi
vista. Una voz bronca y desapacible sa-
lió de un obscuro rincón.
— \ Por Dios . . . . ! Acerqúese usted, ca-
ballerito: díjome casi llorando.
Mas yo permanecía clavado en medio
del aposento acometido de mortal pavor.
El capellán me empujó cchi dulzura ha-
cia el lecho del moribundo; y entonces
pude distinguir aquel cuadro en todos sus
detalles. Es de una naturaleza tan horri-
ble, que no me atrevo á reproducirlo con
la pluma. Basta que sepas que hasta en-
tonces np había visto en San Lázaro un
espectáculo más formidable, ni que hu-
biera causadp en mi espíritu un trastor-
no más completo. La voz del agonizante
prosiguió :
— Conozco. . . sí. . . conozco que ins-
piro á usted repugnancia y aversión. No
ha parado por mi .... no, el que usted
persevere en ese funesto afecto. ¡ Ay ! L^no
(le los más vivos .tormentos que me aque-
268 . .
jan.... yo. lo juro... ha sido verme so-
metido á esta rigorosa prueba.
— Olvídelo usted todo, pobre amigo:
ya esto pasó, y ahora quiero consolarle en
cuanto de mí dependa : acerté á replicar-
le, algo turbado y vacilante.
— Gracias, continuó, gracias. Lo que
usted acaba de decirme... si... es nuiv
consolatorio, y disminuye, en parte, lo
horrible y doloroso de mi cruel agonia.
Hizo un ademán como para incorpo-
rarse, y retrocedí espantado hasta el tini-
bral de la puerta del aposento. Fué éste
un movimiento instintivo, que no pud?
reprimir. Avergoncéme de mi ligereza, y
écheme en cara este rasgo de crueldad.
El desventurado enfermo sollozó amar-
gamente: también lloraba yo, y procuré
recobrarme del miedo que involuntaria-
mente experimenté. A instancias del ca-
pellán volví á aproximarme, é hicelo con
la posible entereza. Cerré los ojos, me
arrodillé al pie del lecho, tomé en las mias
una de las destrozadas manos del enfer-
mo y llévela á mis labios. Si. . . . yo
debía esta especie de reparación al infe-
liz, á quien en vez de consuelos no había
podido darle sino una nueva pesadumbre.
Más de media hora transcurrió antes que
pudiese el paciente recobrar el libre uso
de la palabra. ; Tanto así habíale afec-
tado mi conducta!
— Señor, prosiguió dirigiéndose al ca-
pellán: yo.... quiero hablar á solas con
este cabibllero, porque por medio de él es-
pero lo que hace tanto tiempo he pedi-^
do al cielo: la paz de mi espírilu. Nece-
sito prepararme para el último . trance.. .^
que va á llegar... Debo confesarme..,
arreglar mis cuentas con este mundo, pa-
ra poder comparecer tranquilo ante el
inexorable tribunal del que está allá arri-^
ba^ y á quien no es posible engaliair. . .r
Si: yo á. todo estoy dispuesto > pero ten-
go que hablar antes con este joven. ¡ Sólo
él puede proporcionarme el consuelo, dé
que tengo .... j ay de mí ! , . . tanta nece-
sidad!
Mi angustia había llegado á su colmo
durante este breve discurso. Mientras ha-
blaba el moribundo, yo permanecía arro-
dillado, y tiraba suavemente de la sotana
al capellán, como para obligarle á no
abandonarme á solas con el enfermo.
Mas una mirada del respetafble sacerdote
bastó á infundirme valor y tranquilizar-
me. Fué aquella una mirada llena de re-
convención contra mi conducta tan poco
cristiana: deseché, pues, todo temor pue-
ril, y con entereza rogué al capellán que
nos dejara solos. Hízolo así. y quedamos
mano á mano aquel hombre terrible y yo.
Los ojos de mi interloc^itor, de opacos y
sombríos habíanse vuelto brillantes y se-
mi-fosfóricos. Como su rostro era una
masa informe de carne corrupta y pes-
2^0
tilente, aquellos ojos redondos, negros y
colocados en cóncavos profundos, sin
párpados, ni pestañas, ni cejas, parecían
los ojos de un buho que i\ !a media noche
está en acecho desde s^ fúnebre ciprés,
recreándose con el siniestro olor que ex-
halan las fosas de un cementerio. Yo me
hallaba á punto de espirar.
— Ruego á usted, buen joven, dijome
el enfermo aJ cabo de unos instajites:
ruego á usted que procure serenarse. Veo
que es imrposible arrancar de su corazón
ese odio funesto que me profesa, y . . .
— I Oh ! interrumpík : no me martirice
usted por Dios. ¡ CWio no, pobre amigo,
no es odio. Conñésole que necesito de su
indulgencia y perdón; pero no es por
odio que le haya cobrado, supuesto que
usted no me ha hecho «mal ninguno.
— Bien, me conformo : no hablemos del
asunto, ya que le mortifico ; pero tranqui-
lícese usted para escucharme: si, es pre-
ciso que usted se tranquilice, si ha de
oirme lo que tengo que comunicarle. Me
interesa, interesa á la salvación de nvi al-
ma hablar con usted, y obtenec de su bon-
dad el favor que voy á pedirle.
Sen teme en un banco junto al lecho, y,
asombrado, esperé la explicación que iba
á hacerme aquel hombre singular. El en-
fermo permaneció en reposo un momen-
to: luego se convirtió hacia mí.
— Sí . . . sólo usted en el mundo puede
271
Viacemie el singular favor que voy á pe-
dirle..... y lo hará iisted no lo du-
do . . . porque sería demasiado cruel que
usted me lo negase, cuando lo imploro en
los últimos y dolorosos momentos de mi
angustiada existencia. Ha de saber usted
que yo he sido muy malo.
— ¿ Quién está exento de culpas en este
mundo?
— Es verdad ; pero las mías son de tal
entidad. . . ., son tan infames y de un ca-
rácter tan odioso .... ¡ Ah ! Ese consuelo
no basta á los criminales famosos, como
yo. ¡ No hay crimen, tal vez, con el cual
no me haya «manchado! La miseria
la lepra misma con todos sus horrores, no
pueden hacerme compurgar uno soio de
mis feos y negros crímenes.
— Dios tiene abiertos los tesoros de su
misericordia infinita para el pecador arre-
pentido.
— Si no fuera porque asi lo cieo con
fe viva.... hace mucho tiempo que hu-
biera acabado de destrozar, de un solo
golpe, mis frágiles y mutilados miem-
bros. No es el amor de la vida perecede-
ra, ni el deseo de prolongar esta marti-
rizante existencia, ni la esperanza de ha-
llar remedio á esta horrible enfermedad,
lo que me ha alejado del suicidio, en el
cual he estado pensando años enteroo*.
no. Lo que me ha retraído. . . es la idea
de otra mejor vida, si llegaba á obtener
272
el per<ión ¡si. Dios mío! el perdón,
que imploro de tu inmensa bondad.
Mi emoción crecía de memento en mo-
mento. Aquella escena tenía no sé qué
analogía con algunas de las que ha de-
lineado el Dante en su poema del "Infier-
no." Mis sentidos estaban en un potro:
mi alma se hallaba contristada, porque
me parecía escuchar, la más siniestra re-
velación. El agonizante continuó, después
de haber enjugado dos gruesas lágrimas
saturadas de sangre corrupta, que brota-
ron de sus descarnados ojos.
— -Entre los nuímerosos crímenes de
que voy hablando, tino que ha sido causa
de mil desgracias, es el que pesa más po-
derosamente sobre mi corazón. Ese cri-
men, buen caballero, es el que más me
agobia, t\ que atormenta más crudamente
mi existencia, y del cual, si no logro per-
dón del agraviado, llevaré ese horrible
torcedor al otro muodo. Moriré entonces
sumido en la desolación . . . desesperado...,
3» Dios. . . tal vez. . . no tendrá piedad de
mí, ...
— I Ah! Hable usted, pobre amigo, ha-
ble usted. ¿Puedo yo hacer algo en be-
neficio suyo ? ¿ Tengo medios, por ventu-
ra, de proporcionarle ese consuelo ?
— Sí, señor. Más todavía: sólo usted
puede, proporcionármelo.
— ¿Sólo yo? Enhorabuena: explíqueme
^73
usted, explíqueme usted, por Dios, este
misterio qu^ no comprendo,
— Nuestro amo Germán es amigo de
usted.
: — ^¿Nuestro amo Germán, el sepultu-»
rero?
— Er mismo. Sólo usted és capaz de re-
ducirle á tener conmigo una entrevista.
— Corro, voy volando á traerle á este
sitio sin perder instantes.
— :No, deténgase usted. Todo se malo-
graría con la precipitación. Ese hombre
no sabe si yo estoy aquí. Usted le diría;
que un moribundo, un pobre lazarino, en
la última crisis de su doleíicia, quiere ha-
blar con él, para comunicarle asuntos gra-
ves de conciencia. Germán es bueno, hon- •
rado, caritativo y jamás ha hecho mal á
persona alguna. Vendría... sí ven-
dría, estoy seguro de ello; pero no lo es-
toy de que al reconocerme, al verse ines-
peradamente en presencia de este mal-
va-do infame, pudiese dominarse y escu-
charme con calma y serenidad.
— Comprendo: usted le ha ocasionado
algún mal, algún perjuicio gfave. No im-
porta; conozco su alriía generosa. . . y lo
perdonará: no lo dude usted ni un mo-
mento.
— Así lo espero, porque no creo haber
pedido en vano al cielo este beneficio de
la Providencia ; pero es hombre los
males que le he causado son gravísimos.
2/4
y quiero que usted le prevenga para es-
ta conferencia que le pido. He aqui la
buena obra que va usted á hacer en fa-
vor de este ser infeliz y. abandonado de
todo el mundo.
— Bien: aplaudo su juiciosa previsión.
Déme usted sus instrucciones para obrar,
porque ya es este un asunto que me inte-
resa, líable usted, que yo confio en el
logro de sus buenos propósitos.
— ¡ Dios me lo conceda ! Es preciso que
usted se dirija á Germán^ ahora mismo
si es posible. Dígale que un antiguo co-
nocido suyo está encerrado hace algunos
años en este hospital de leprosos, sufrien-
do la horrible enfermedad que padecen los
lazarinos : que el desvalido leproso ha to-
cado ya al término de su triste carrera,
y. . » . que va á morir luego, muy pronto.
El naturalmente preguntará á usted quién
es ese hombre. .. Usted le dirá; pero dí-
gaselo con miramiento: Usted le dirá
que ... ¡ ah ! . . . . este nombre le produci-
rá un horror inexplicable. No Importa:
es preciso. Dígale usted que me llamo..,
Juan Cruyés
¡;Juan Cruyésü grité aterrado lanzán-
dome fuera del aposento, pues creí hallar-
me en presencia de aquel malvado, origen
funesto de mis desgracias. Mas luego que
respiré el aire libre, fijáronse un tanto mis
ideas, reflexioné y me pareció que debía
tranquilizarme. Era imposible que esc
275
de^^aciado moribundo, entrado ya en
edad provecta, fuese aquel joven depra-
vado que me había sumergido en este
abismo sin fondo. Ni la estatura. ... ni las
formas. . . . nada en fin indicaba seme-
janza entre el hombre á quien acababa
de volver la espalda bruscamente para
evitar su presencia, y el famoso bandido
que me iperdió. Volví entonces al apo-
sento. . . . corrido, avergonzado de mi im-
portuno sobresalto, y di satisfacción, co-
mo mejor supe, al desgraciado que reci-
bía de mí un nuevo golpe sobre los mu-
chos que le habían precedido. Hacíame
fuerza, sin embargo, que uno y otro, se-
gún todas las apariencias, á la identidad
del nombre hubiesen reunido una misma
disposición al mal, y entrambos fuesen
criminales insignes. Mas al fin, esto no
tenía nada de particular, ni mucho me-
nos de imposible. El pobre lazarino aún
no se había recobrado de la sorpresa,
cuando me senté de nuevo junto á su le-
cho.
— I A usted también ha aterrado mi
nombre!, exclamó. ¿Me conocía usted
por ventura? ¿Sabía usted que ese nom-
bre era el de un malvado?
— No, pobre amigo, no. Puede usted
estar tranquilo sobre esto. Yo conocí á
mi joven. . . á un infeliz que n^e parece se
llamaba asi como usted, y esta circuns-
tancia me sorprendió, y confieso que no
276
dejó* de icausarme alguna impresión el
figurarme, de improviso, que ese joven
estuviese en S. Lázaro. Pero, ya lo ve us-
ted. Ese de quien hablo es un joven, y us-
ted, pobre amigo, es un hombre ya ma-
yor.
— Es extraño y de veras que la
especie no deja de llamarme la atención.
Aparentó conformarse, no obstante:
suspiró profundamente, y luego prosi-
guió:
— Germán se ha de resistir á hablar
conmigo, porque mi nombre, el nombre
del que tanto mal le ha hecho, sin duda
excitará su indignación. Tal vez me cree
muerto ; y al saber que yo existo . . . aun-
que me faltan pocos momentos para es-
pirar. . . no será dueño acaso de reprimir
su ira. ¡ Ah ! le conozco mucho. Es man-
so y de condición apacible: pero cuando
llega á encolerizarse, se desborda su fu-
roro como un impetuoso torrente. El fa-
vor que pido á usted es que interceda por
mi, procure calmar su enojo y vencer
su resistencia. Sí, venga usted con él, an-
tes que ya me sea imposible toda expli-
cación porque me falte la palabra.
— Harelo así. ¿Qné más?
—Nada más. En nombre de Jesucristo,
ruégole á usted que no vuelva aquí, sí-
no en compañía de ese hombre. De es-
to depende, acaso, la salvación de mf al-
ma.
' ^77
Sepáreme del lecho del moribundo, y
corrí á buscar á mi viejo amigo. Hállele
en el cementerio ocupado en arreglar,
con minuciosa escrupulosidad, el esque-
leto de un hombre, cuyos restos se ha-
bían exáiiíma-do en aquella mañana, y de-
bían transladarse á una iglesia. Reíase
nuestro amo Germán contemplando el
extraño y miserable conjunto de los des-
pojos de un ser lleno antes de vida y ani-
mación, y convertido hoy en un montón
de polvo y de huesos dislocados ó iner-
tes: la risa sardónica, inmutable, fija y te-
naz de la calavera, que el sepulturero ha-
cía girar entre sus manos, parecía que
excitaba la hilaridad de mi amigo. ¡Tan-
to influye el hábito en el carácter y cos-
tumbres de los hombres!
— ¡Cómo! ¿Se ríe usted de esa calave-
ra, nuestro amo? Pregúntele entre serio
y jovial á mi amigo.
— Lo que es de ella que digamos, no
tal. Rióme, sí, de la vanidad del mundo,
de las extravagancias de la pobre huma-
nidad, y de lo efímero é insustancial de
la vida.
— Pero me parece que eso más es para
llorar, que para reir.
— ¡ Qué iquiere usted ! Esta calavera me
recuerdn algimas cosas Figúrese usted
que el dueño de ella era im icven piloto,
guapo, emprendedor, hijo de padres aco-
modados, de buena instrucción, v de un
¿78
ardor juvenil, que no parecía sino que iba
á ser eterno en el mundo. Hablaba como
siete personas juntas, y cuando jugaVa
el "mus" metía ima algazara de mil de-
monios. Hoy hace justamente dos a ios
que en el muelle, delante de mí y d€ otro?
viejos que teníamos traza de esperarle
largo tiempo en la tierra de los calvos,
apostó que haría un viaje redondo de
Campeche á la Habana y de la Habana á
Campeche en solo once días; y que su
padre, dueño del buque, habría de ganar
seis mil, ocho mil, ¡ qué sé yo cuántos mi-
les de pesos! Podía haber perdido la
apuesta por solo un viento á la cabeza,
un chubasco, una calma, el encuentro con
un corsario, en fin, por cualquier friole-
ra. Pero Dios tomó el negocio por lo se-
rio, y en aquella propia mañana envió á
cargo y consignación del piloto hablantín
una horrible fiebre, y á las veinticuatro
horas ... i hombre al agua ! Vino á dar
sin más ni más en manos de este vejete,
que le proporcionó suave descanso sobre
un mullido colchón de tierra. ¡Ya se ve!
Dicen que el hombre pone y Dios dis-
pone.... Mire usted qué hermosa cala-
vera.... blanca.... recia.... flamante...
ni un solo diente de menos.
Rechacé bruscamente aquel objeto, que
el. sepulturero se empeñaba en pTeseníar-
me á los ojos materialmente, y supliqué-
279
le me oyese, pues tenía que hablar con
él sobre cierto negocio urgente.
. — Siendo así, di jome acabando de aco-
modar aquellos huesos en una pequeña
caja de plomo, luego me tendrá usted á
sus órdenes.
Fui á sentarme en uno de los bancos
de piedra que están por la parte exterior
de la puerta del cementerio. A pocos mo-
mentos presentóse nuestro amo Germán
en actitud de emprender un paseo, á lo
cual había creído que se dirigía mi in-
vitación.
— Y ¿á dónde nos dirigiremos hoy?
Preguntóme con su habitual tono de fa-
miliar cariño, pasando lentamente el ce-
rrojo de la puerta.
— Hoy, respondíle, no se trata de pa-
sear. Asunto muy importante es el que
me trae, y quiero que usted tome asiento
en este sitio, aquí junto á mí, y escuche
con calma lo qiíe voy á decirle.
Miróme el viejo con aire de extrañeza,
y obsequió mi formal invitación.
— Se trata, proseguí, de una buena obra
que depende de usted.
— ¿Qué depende de mí? ¡Es raro!
— Sí, señor: depende de usted.
— Supuesto ([ue es una buena obra, y
que depende de mí, es negocio concluido.
Déla usted por hecha.
— Tomóle á usted la palabra, nuestro
amo.
28o
— Sin vacilar: sí, señor. Cuando usted
me propone eso que llama "buena obra"
desde lu^go será una cosa racional
justa... honrosa.... en fin, una buena
obra. Me basta.
— Se trata de consolar á un pobre en-
fermo, á un moribundo, á un infeliz que *
va á dar cuenta á Dios, y desea con ansia
hablar con usted.
— ¡Ola! ¿Pues en qué nos detenemos?
¿No ve usted que cada momento de re-
tardo puede ser fatal á ese pobre mori-
bundo? Corramos, amigo Antonio, corra-
mos luego. Quién sabe lo que me que-
rrá : no importa, es un moribundo, y nada
debe negarse á un moribundo.
— ^¿Y si fuese un lazarino?
— ¿Y usted me dirige semejante pre-
gunta? Si fuese un lazarino, esa sería una
razón de más para volar en su socorro.
Vamos, que la muerte camina siempre
de prisa, y no acostumbra hacerse aguar-
dar.
— ¿Y si usted fuese un enemigo suyo?
— ¿Enemigo? Yo... yo de nadie soy
enemigo. Contestó el sepulturero, mo-
viendo pausadamente la cabeza en ade-
mán negativo, y mirándome de hito en
hito como para buscar en mis ojos la ex-
plicación de aqueMa palabra.
— Miento, dijo después de algunos ins-
tantes : yo no he dicho la verdad á quien
mas que nadie tiene derecho á no ser en-
28l
ganado por mí. En efecto soy mortal
enemigo de un perverso, de un infame. . .
qu«e si le hubiera á las manos. ... ¡yo sa-
bría ahogarle entre ellas! Vamos... yo
estoy soñando, amigo mío . . . . ¿ qué quie-
re usted? Suelen ocurrir algunas espe-
cies .... Nada : lo dicho dicho : yo de na-
die soy enemigo, porque ese de quien que-
ría hablar debe de haber muerto á esta
hora. ¡ No permita Dios que viva aún !
— ¿Y si viviese?
— ¡¡Si viviese!! Si viviese aún y pudie-
se apoderarme de él ... . ¡ ah qué felici-
dad . . . ! le arrancaría el corazón ... y pal-
pitante ....
— ¡¡Nuestro amo!!
— Perdone, usted, Antonio mío: yo me
he dejado arrebatar; pero. . . usted no sa-
be. . . hasta dónde sube mi furor. . . cuan-
do me asaltan ciertos recuerdos. Expli-
qúese usted. ¿Qué sucede? No me atrevo
á creer que sea usted un ángel malo para
su viejo Germán. Sin embargo, sus pa-
labras. . . esas observaciones. . . esas pre-
guntas . . . . í Por Dios, Antonio mío ! Yo
estoy temblando. . . ¿Qué hay?
— Calma, amigo mío, calma. Un ago-
nizante, un pobre lazarino que va á es-
pirar .... Juan Cruyés, en fin, quiere ha-
blar con usted
— ¡justicia divina, al cabo van á cum-
plirse tus designios! ¡Juan Cruyés vive,
y está de mi tan cerca!! Vamos, amigo
Hoipltal— 1».
282
mío, corramos á ejecutar los decretos de
la -Vi.:eiicia, que ha encaminado á ese
infame hasta ponerle al alcance de mi
venganza. ¡Jtian Cruyés, Jtian Cruyés!
¡ Vivías, verdugo ... y vivias casi á mi
vista ! Si: . .corro. . . á bañarme en su in-
munda sangre.
Al decir estd de una manera que me
llenó de horror, lanzóse el sepulturero
en el camino del hospital," y con tal ra-
pidez, que á duras penas íogré alcanzarle
á tiempo de entrar en el edificio, y dete-
nerle con todas mis fuerzas, gritánd'>lc :
— ¡ Nuestro amo Germán T ¡ En nom-
bre de Dios vivo! ¿Qué va usted á hacer?
¿Está usted loco? ¿Debía yo esperar, de-
bía esperar su hijo Antonio escogido pa-
ra' una misión de paz y de caridad, que
díé^é usted á sus palabras tan siniestra
acogida?* Sí -me estima usted en algo, si
aprecia mi amistad como mil veces me ha
repetido... yo se lo suplico.... detén-
gase usted y escúcheme.
El sepulturero retrocedió conmigo has-
ta alguna dií^tancia, y sé detuvo luego,
mirándome de una' manera terrible. Yo
continué:
' -r-Sí, señor : es una locura imperdona-
ble en un hombre de lá sensatez y cordu-
ra que. usted ha manifestado siempre. Es
uñ ctiñiéh en un cristiano, que compren-
de algo ías sana$, máximas' de su religión.
¡Qiiién asesina á liri moribundo indefen-
283
so, y que apenas respira difícilmente en
el lecho de su dolor! ¿Y qué gloria resul-
taría á usted de una acción tan bárbara
y cruel? ¿Y no ve usted que se perdería
miserablemente, y sería víctima de su
loco arrebato?
El pobre viejo, sin responderme, se de-
jó caer sobre la yerba, apoyó la cabeza
en sus rodillas, y se entregó á la medita-
ción más profunda. Coloqueme junto á él,
sin decir una sola palabra, y esperé que
interrumpiese aquel sombrío silencio.
Abismados en yin mar de .reflexiones,
y arrebatados, por decirlo .así, á una es-
fera desconocida, insensiblemente pasa-
mos hora y media sentados sobre la yer-
ba. El sol .de la tarde, al tiempo de su-
mergirse en las ondas, ensanchó su en-
cendida y sangrienta faz., fenómeno fre-
cuente en los meses de la quema, y dio a
todos los objetos de la tierra, una. apa^
riencia siniestra. La refracción de sus ra-
yos, sin embargo, coloreó de carmín, ná-
car, oro y azul á mil grupos de nubeci-
llas ligeras, que gradualmente fueron di-
sipándose, como se disipan las dulces ilu-
siones de la vida. El suave terral comen-
zaba á mecer blandamente las copas de
los cocoteros de la playa; y entre tanto,
mi artigo sólo daba señalas de que vivía,
por su respiración fuerte é irregular. Era
ya de noche, y aquella .especie, de delí-
284
qüio subsistía aún. Por fin, hizo un mo-
vimiento brusco y se incorporó.
— ¡Adiós, Antonio! Díjome con aire
solemne y mesurado.
— ; Cómo ! ¿ No iremos á ver al enfer-
mo?
— Ahora... no: es imposible.
— ^¿Y tendrá usted valor para prolon-
gar por más tiempo el martirio de ese
desventurado, que espera la presencia de
usted como pudiera esperar su salvación
eterna?
— Ahora no puedo verle.
— ¡Ah! Eso es demasiado cruel, y no
me hubiera atrevido á creerlo, teniendo
usted tan buen corazón.
— ¿ Y qué tiene que decirme ? ¿ Para qué
pretende esta entrevista? ¿Piensa, /on sus
llantos y suspiros, volverme cuanto me
ha arrebatado, volverme la paz, la felici-
dad, la honra de mi vida? ¡Sufre mucho!
¿Y qué puede compararse con lo que yo
también he sufrido por su causa, sin em-
bargo de mi inocencia?
— Pero va á morir en medio de los más
duros toniientos, y tal ve;; querrá que
usted lo perdone. Apiádase usted de este
infeliz.
— Pues bien : dígale usted, de mi parte,
que 1¿ perdono de corazón ; y que pediré
á Dios que le dé unti buena muerte. No .
puedo hacer más.
— Sea usted dócil, nuestro amo Gcr-
á85
man. ¡ Pobre hombre ! Es un lazarino, co-
mo yo, y quiere tener una entrevista con'
usted. ¡ Si, contemplará usted, per un so-
|o instante, su horrible situación! fsiO'
hay remedio: es preciso verle.
— No, mi querido Antonio, no. Esta
entrevista es imposible hoy: lo conozco,
y sería engañarle si aparentase acceder
á sus instancias. De aquí á tres nias. . . ó
menos.... mañana tal vez... ¡Oué sé
o que es hoy no puede ser. Ne-
cesito de algún tiempo para tranquili-
zarme y cobrar el valor suficiente para
ver con serenidad á ese monstruo ¡á
ese pobre lazarino!
— Pero ¿ha reflexionado usted que toda
dilación sería peligrosa, y que si usted
ofrece verle mañana, eí infeliz no es due-
ño de prolongar su vida hasta el plazo
que se quiera fijarle? ¿Quién responde de
cfue mañana vivirá aún?
— ¿Y qué quiere usted que yo haga?
¿ Por ventura, soy yo de piedra ó de bron-
ce? ¿No soy hombre, no tengo sangre
en las venas, no tengo pasiones? ¿Quie-
re usted hacer un milagro, obligándome
a suspender, de un solo golpe, el odio
profundo y justo de que estoy. . . poseído
contra ese miserable, de quien creía estar
libre en lo absoluito? No, mi amigo An-
tonio, no. Si llegara á verle hoy, no res-
pondo de mí: le mataría sin remedio, ie
286
asesinaría vil y cobardemente, sin que me
detuviese ninguna reflexión.
— Confieso á usted, nuestro amo Ger-
mán, que me causa la mayor sorpres? él
escuchar de su boca semejante lenguaj?.
Le desconozco á usted, mi buen a?nigo.
— Es porque también desconoce usted
los motivos qiie me inspiran esc lenguaje.
I Ay, mi querido amigo Antonio ! Si usted
pudiesie ponerse en lugar mío.... ¡Dios
le preserve á us-ted!
— No quiero aparecer indiscreto diri-
giéndole preguntas que acaso rasgarían
alguna profunda herida de r^n corazón;
pero sea el que fuese el motivo d<í ese
odio, dispénseme usted, mi franqueza: es
en verdad muy poco caritativo y muy an-
ti-cristiano, el dejarse arrebatar de esa
suerte, y sumir en la desesperación á un
pobre leproso que está á punto de espi-
rar, y quiere llevar al otro mundo el pef-
dón de aquellos á quienes hubiese ofen-
dido.
— ¡Dios nos juzgue á todos conforme
á su infinita justicia!
— Y nos mire con ojos de piedad, mi
viejo amigo.
— Sí, es verdad: todos necesitamos de
ella. Pero yo «estoy malo. . . no puedo ver
á ese hombre- en este momento. Perdone
usted mi terca resistencia. Mañana
sí, mañana vendré á obedecer á usted.
287
Hoy me retiro porque estoy en-
fermo: me siento muy malo.
Tómele el pulso al instante, y conocí
que, en efecto, estaba acometido de una
fiebre ardiente y voraz. No me pareció
justo ni prudente insistir en que se ve-
rificase la conferencia; antes bien, di pri-
sa á mi angus-tiado amigo para que se re-
tirase, y le acompañé, con el ánimo afH-
giáo, hasta las primeras casas de la ciu-
dad. Volví al hospital á dar cuenta del
resultado de aquella misión, procurando
darle algún colorido á la indispensable
dilación de la entrevista. Por fortuna^
pues que lo era en aquellas circunstan-
cias, el pobre lazarino se encontraba deli-
rante, y en absoluta incapacidad de es-
cucharme. Di gracias a Dios, porque mi-
raba a-quello como un beneficio de su pro-
vidiencia.
Hoy ha amanecido más tranquilo, y el
capellán, que no se ha separado de su le-
cho, acaba de decirme que pregunta por
mí con la mayor instancia, y muestra un
extraordinario afán por hablar conmigo.
Voy á verle, y á darle algún consuele,
porque me parece imposible que nuestro
amo Germán venga hoy, pues según las
frecuentes noticias que del estado de su
salud ha recibido, aun sigue muy indis-
puesto y abatido. Confio, sin embargo, en
que el moribundo nos dará tiempo de
288
concluir este asunto, en el cual estoy in-
teresado.
¡Juan Cruyés! Yo no puedo menos de
pensar mucho en la klenitidad de nombre
entre este que ha causado los males de
que se lamenta nuestro amo Germán, y
aquel malvado detest^able de quien yo hu-
biera querido olvidarme para siempre»
¿No piensas como yo que es esta una
coincidencia demasiado funesta? La ver-
dad, yo creo que aquí ha de haber algún
oculto misterio, que no puedo compren-
der. En fin, e»l cielo nos proteja á todos»
Desde que Regino me confió su carte-
ra, no ha vuelto á salir del aposento. Llo-
ra á menudo, y está triste; pero ni en
él ni en mí hace progresos la horrible en-
fermedad yo me desvelo cuidándole con
afán, y él hace otro tanto respecto de mí :
prodigóle toda clase de consuelos, y apa-
renta recibirlos con docilidad. Mas vo
creo que un cáncer oculto roe lentamente
su corazón. Ahora que ya conoces el fon-
do de su alma, que sabes los pormenore.s
de su vida borrascosa, ¡ cuánto no te com-
padecerás de su infausta suerte ! Te en-
vía mil finos recuerdos, y dice que debes
de ser muy bueno, pues que eres tan buen
amigo mío, y llenas tan cumplidamente
mí lugar al lado de mi anciano y deso-
lado padre. Yo te encargo que beses de
mi parte su frente respetable, que enjti-
gues sus ardientes lágrimas, y que le ames
289
siempre como yo le he amado. ¡ Pobre pa-
dre mío! El está expiando inocentemen-
te los extravíos de mi inconsiderada ju-
ventud. El es la víctima expiatoria; él
qu-e es tan bueno, tan honrado y tan vir-
tuoso. Honra sus canas, Manuel mío,
honra sus canas como yo he sabido ha-
cerlo.
Hoy respondo á la carta de Melchor en
que me participa su próximo enlace con
la hija de Don Juan. ¡ Feliz él, que va á
santificar un amor puro y aceptable á
Dios! Este beneficio no se concede á los
que, como yo, se han revolcado en un
cieno inmundo. Adiós: él colme á mis
amigos de las infinitas felicidades que les
apetezco.
-o :(0) :o-
CARTA XI.
Antonio á Manuel.
S. Lázaro, 5 de Mayo de 1824.
. Querido mío. Fueme imposible tomar
la pluma en estos borrascosos días que
han transcurrido desde la última qu€ te
dirigí, dándote una cuenta exacta de lo
acae<:ido con motivo de la entrevista que,
con tanto ahinco, pretendía tener el ya
finado Juan Cruyés con Germán el se-
pulturero. Deseaba escribirte para comu-
nicarte los extraordinarios sucesos que
han sobrevenido de entonces acá; pero
tiempo me ha faltado para ello, pues ade-
más de las fuertes impresiones que se han
sucedido la una en pos de la otra, el can-
sancio y la fatiga materialmente no me
han dado lugar para nada. Vas á asom-
brarte de lo que ocurre, qiterido mío, y
292
vas á reconocer en todo el dedo de Dios.
Increíble me parecia que pudiesen combi-
narse así los sucesos de la vida. Los im-
píos que niegan el influjo de la Provi-
dencia en tales sucesos: los impíos que
aparentan desconocer la admirable cade-
na que traba j enlaza el mundo físico con
el mundo moral, deben quedar pasmados
y confundidos, si es que sus discursos han
sido sinceros y no abortos, como yo sos-
pecho, de su apasionada malignidad ó de
su torpe ignorancia. Ataré el hilo de mi
actual relato al punto en q-ue lo dejé pen-
diente en mi carta de 17 del pasado.
Estaba aún cerrándola con las otras
que incluía para mi ípadre y Melchor,
cuando el capellán azorado vino de nuevo
á rogarme que sin pérdida de momentp
me transladase junto al lecho de Juan
Cruyés, pues según todas las apariencias
estaba próximo á perder definitivamen-
te el juicio, del cual apenas conservaba
restos, si yo no acudía pronto á escu-
char cuanto tenía que comunicarme.
— Vutle usted, hijo mío, añadió el sa-
cerdote, vuele usted á librar á ese des-
veiiturado del abismo en que está próxi-
mo á caer. La situación de este hombre
es terrible y desconsoladora: jamás se
. ha acercado al tribunal de la penitencia
desde que se halla aquí. Mis esfuerzos
han sido siempre vanos pn tanto tiempo,
porque á mis consejos amistosos, á mis
«93
pláticas de paz y de aanor, ha correspon-
dido rechazando mis insinuaciones, de la
manera más dura y brutal. ; Pobre criatu-
ra! Disculpable era, porque ninguno es
dueño de sobreponerse al funesto afecto
que domina al verse acometido de esta
enfermedad, que Dios envia para com-
purgar nuestras faltas ; y yo sé muy bien
que se necesita de su gracia especial para
conseguirlo. Pero al fin el doliente habla
accedido á mis ruegos, y la religión re-
cobró su imperio en un corazón extra-
viado tal vez, pero no endurecido del to-
do. Sin embargo, quiso hablar con usted
para comunicarle un asunto del cual de-
pendía... ¡me estremezco!, su salud eter-
na ; pero luego^ usted lo ha visto, cayó en
un dejirio profundo y no he podido
aprovecharme de un solo momento. Hoy...
su razón habia vuelto, es verdad ; pero va
á perderla de nuevo, si usted.no acude á
impedirlo. Vamos, Antonio mió, vamos:
si esta alma se perdiese ... mi angustia
sería inexplicable.
Afectóme demasiado la expresión con
que el buen sacerdote manifestaba su
dolor. Cuando hubo terminado su razona-
mienito, estaba yo listo para acompañar-
le hasta el lecho del moribundo. Regino,
que habia comprendido ya lo que ocu-
rría, hallábase alarmado, figurándose que
podrían ^saltarme algunos peligros. Pro-
curé tranquilizarle, y acudí á llenar mi
294
obligación cristiana al lado de Juan Gru-
yes.
Hallárnosle agitado en espantosas con-
vulsiones. En medio de ellas acertó á dis-
tinguirme ; y con una voz *de trueno, que
penetró hasta lá iViédula de mis huesos,
y empleando las gesticulaciones más ate-
rradoras me gritó:
— i Con que se' resiste á venir! ¡Rehusa
verme en mi postrera agonía! Pues bien...
yo maldigo una y mil veces á ese bruto
.... incapaz dé pasiones nobles. ¡ Vil y
cobarde reptil ! Muero en medio de los
más desgarradores tormentos.... deses-
perado. . . . rabipso. . . . sin esperanza de
perdón ni de venganza ... ¡ Negar á un
moribundo el uiiicó consuelo que en la
tierra le quedaba ! ¡ Cerrar !bs oídos al
grito desesperante del dolor más intenso !
¡Y este bárbaro se llama hombre! ¡ Ah!
Siento de veras no haber estrujado á se-
mejante infame, que diariamente estaba
tan cerca <le mí sin comprenderlo Si
yo hubiese dado oídos á las insinuaciones
de mi. corazón. ... Si no hubiese temido
neciamente experimentar los estímulos de
eso que llamáis conciencia... ¡vosotros,
clérigos fatuos, que traficáis con la credu-
lidad humana . . . . ! ese bruto no se bur-
laría hoy de itii dolor. ... y todo estaría
terminado pai^- sieríipre. No, padre, no.
Yo bien me lo había figurado. Ese Dios
de qnien tanto me habla'ba usted.... es.
\J
una quimera: sólo existe en esa cabeza
estúpida ó maligna. ¿Lo entiendie usted?
No me da la gana de creer en Dios. . .
Yo quedé petrificado de espanto ai es-
cuchar aquel lenguaje insensato, sembra-
do de tan estupendas blasfemias. El ca-
pellán, bañado en lágrimas, hacia suaves
esfuerzos para mitigar el f urok- de aquél
des\'^enturado. Era ya un deber no áólo
de humanidad, sino un deber estricto de
conciencia, el consolar á aquél hombre, y
volverle al buen sendero, del cual se ha-
bía extraviado lamentablemente. Resolví-
me á apurar mis fuerzas hasta lo último
para conseguir aquel interesante objeto.
Despójeme, pues, de aquella 'parte de
mis vestidos que más rríe embarazaba,
sentéme sobre el lecho, y sujeté los pies
al enfermo, mientras que €l sacerdote sos-
tenía su cabeza volcanizada. En cada mo-
vimiento. ... en cada contorsión. . . . ras-
gábanse las llagas que cubrían todo su
cuerpo, exhalando un fetor t^ue me cau-
saba vértigos dolorosos. Los tró¿o$ de
carne corrupta se desprendían entonces^
y mis manos y brazos aparecíah cubiertos
(le inmundicia y podredumbre. Quería yo
hablar para explicarle el retardo de Ger-
mán de un modo que le dejase entera-
mente satisfecho; pero por mucho tiem-
po fué imposible toda explicadón, por-
que el infeliz no daba, ttegita en sus arre-
bato.s. No quiero, Manuel mío, repetir en
296
esta carta lo que yo escuché de aquella
boca que, en tales momentos, era verda-
deramente satánica. El capellán no ha-
cia sino llorar hilo á hilo, y acariciar blan-
damente la cabeza de aquella indomable
fiera, que se habría resistido al rigor y
á los halagos. Ni una sola palabra av-en-
turó en los repetidos arrebatos del do-
liente, porque aun no le parecía llegada
la oportunidad. Era aquel un cuadro que
difícilmente puede trazarse. El contraste
que ofrecía la fisonpmía angelical del
sacerdote cristiano, vertiendo lágrimas
de amor sobre las facciones destrozadas
y feroces de un pecador endurecido, que
cierra obstinadamente su corazón á todo
consuelo religioso, y cubre de baldones é
improperios á su bienhechor ;. todo esto
es de ,un género verdaderamente subli-
me.
La misma violencia de la agitación que
sufría Cruyés, hizo que sus fuerzas cedie-
sen gradualjnente y, al fin, agotadas
del todp, quedó reducido el paciente á un
grado de postración profunda. Cruzó los
brazos sobre el pecho . . . sus ojos queda-
ron .fijos é inmobles... y su respiración
comenzó á ser fatigante. Sin embargo, el
estertor que tan de cerca precede á la
muert^, no daba señales de proximidad.
A la postración física acompañaba eví-
denteiiiente un abatimiento moral, que
daba esperanza de. hacer una crisis favo-
397
rabie, aunque fuese momentánea. Lo que
importaba era que recobrase la razón, ha-
blase con nuestro amo Germán, y se dis-
pusiese en se^ida á emprender el largo
viaje que todos debemos hacer. Después
de todo esto, ¿para qué había de apetecer
una vida tan llena de amarguras y' ho-
rror?
Aprovechóse el sacerdote de esa favo-
rable coyuntura, y comenzó á dejar caer
lentamente, y con la mayor circunspec-
ción, aquellas palabras de vida y de con-
suelo, aquel tesoro de infinito precio que
encierra la santa Biblia. Al principio,
parecía que el enfermo nada escuchaba,
y que las frases todas eran perdidas. Mas
la práctica de muchos años, una larga
observación junto ad lecho de los agoni-
zantes, había enseñado mucho al vene-
rable capellán, y conocía la oportunidad
del auxilio, y todas las brechas que el
hombre, en su lucha con la muerte, dejaba
descubiertas. Juan Cruyés su&piró con al-
guna congoja. A medida que volvía á ani-
marse, é iba recobrando sus potencias y
la elasticidad de sus miembros, el cape-
llán proseguía con más animación, derra-
mando ya torrentes de luz y saludable
consuelo sobre el corazón del enfermo.
Pasado algún tiempo, cesó su inmobili
dad, brillaron sus ojos, y arrasáronse de
lágrimas. Luego murmuró con algún tra-
bajo.
Hospital— a#.
298
— Gracias.... padre mío. Dios conce-
da á usted el premio que merece por su
filantropía y caridad ardiente. Reconozco
en usted al ministro humilde del cristia-
nismo. Padre mía venerable padre
mío. . . perdón. Interceda usted con Dios,
á fin de que también me perdone : ore us-
ted .... por mí.
El capellán se aprovechó de aquella
ocasión para ablandar de una vez aquel
corazón empedernido. El furor había pa-
sado, y vuelto el arrepentimiento que no
habría sido en vano. El enfermo se di-
rigió entonces á mí.
— Caballero: ruégole igualmente qite
me perdone. Soy una criatura atribulada :
y espero que un rapto de delirio no hará
concebir á usted que tiene delante á un
impío. ¡Ah, no! Soy un infeliz, y nada
más.
— Lo sé, pobre amigo, lo sé. Si me hu-
biese usted dado tiempo de explicarme,
se hubiera usted ahorrado de lo que aca-
ba de sufrir tan intensamente. Germán
vendrá, sin falta alguna.
— ¡Ay! Y ¿por qué me ha retardado
este consuelo, tan anhelado por mí? ¿No
se ha mitigado su ira ni desarmado su fu-
ror? ¿No le ha movido á piedad la triste
situación en que me encuentro? ¿No sabe
que (le un momento á otro se desploma-
rá c'I mal apuntalado edificio de mi frá-
ií:í1 existencia?
■« ■ w i — jaj C-
' — Lo sabe, sí, de todo está enterado;
pero ¿qué quiere usted?; también eV pobre
estaba enfermo, y en imposibilidad de
acudir inmediatamente. Espero que hoy
vendrá. Me lo ha ofrecido
— Y sabe cumplir su palabra ; añadid
con alterada voz nuestro amo Germán,
que de improviso, y sin hacerse anunciar,
entró en la estancia del enfermo cuando
no se le esperaba.
Todavía me tiemblan las carnes al re-
cordar esta escena. Era ya de noche, y en
el momento en que se presentó el sepul-
turero, estaba yo vuelto de espaldas, te-
niendo una candela bendita entre las ma-
nos, que me había alargado el capellán,
mientras éste aumentaba dos almohadas
á las que el enfermo tenía á su cabecera,
para que estuviese con menos incomo-
didad. Las cortinillas de la cama estaban
á medio correr, y cerca de allí, un pequeño
brasero de barro despedía una densa nu-
be de humo de romero, que llenaba todo
el aposento y neutralizaba en algo el mal
olor de aquel semi-cadáver.
El sepulturero avanzó hasta el borde
de la cama, llevando las manos hacia
atrás: alargó el cuello por entre las cor-
tinillas: inclinóse sobre el rostro del mo-
ribundo,, y estúvole contemplando largo
tiempo sin hablar. La fisonomía de nues-
tro amo Germán era verdaderamente fe-
roz en aquellos instantes: una horrible
300
sonrisa vagaba por sus labios pálidos y
amoratados: temblábale la barba, y sus
pocos cabellos estaban eriza-dos. El cape-
llán y yo permanecíamos como petrifica-
dos en la misma actitutd en que nos sor-
prendió aquella repentina aparición. Los
ojos de Juan Cruyés se habian clavado
fijamente en los del sepulturero: sus ma-
nos estrechaban un pequeño Crucifijo.
Nuestro amo Germán rompió el silencio,
sin mudar de actitud.
—¡Miserable! ¿Ti- llamas, por ventura
Juan Cruyés?
El moribundo hizo un ligero movimien-
to de cabeza en ademán afirmativo.
—¡Juan Cruyés;, prosiguió el sepultu-
rero. Si.... yo te habría reconocido ]»or
ese vestigio que llevas en la mejilla: esc
vestigio que te señala como á Cain, y que
la lepra misma no ha podido destruir, co-
mo ha destruido todo lo demás.
— i Germán) amigo mío, duélete de mi!
¡Ten compasión de un pobre agonizante!
Murmuró el doliente con harto trabajo.
y haciendo un poderoso esfuerzo.
— ¡Chit!, exclamó el sepulturero. ¡Ami-
go! Yo soy ahora tu juez.... y tu juez
inexorable. Voy á juzgarte, á oir tus des-
cargos y á sentenciarte. ¿Lo entien-
des?
Era imposible toda intervención mia
ni del capellán en esta horrible escena:
-^■■. X^ I* ■
301
nos . limitamos á ser simples testigos de
ella. Germán continuó. i
— ¡Malvado! ¿Te acuerdas de aquella
tremenda noch^ del 7 de septiembre de
1807, cuando un heshecho huracán te lan-
zó sobre nuestras costas? Náufrago....
pobre, enfermo y desvalido, te abri las
puertas de mi casa .... te brindé con una
hospitalidad generosa.... te cuidé como
un padre -cuida á su propio hijo. . . te pro-
porcioné recursos para buscar tu subsis-
tencia.... ¿Es todo esto verdad, Juan
Cruyés?
—Sí, mi buen Germán.
— Yo puse en tí la confianza más ili-
mitada. Me dijiste que eras hombre de
bien, y yo necio hube de creerlo con can-
dor. ¿Y qué eras, qué habías sido? Un
pirata infame. . . un bandido del mar ave-
zado á todo linaje de crímenes. ¿Es ver-
dad lo que yo digo, Juan Cruyés?
— Sí, mi querido Germán.
-^Y ¿cómo pagaste mi amor, mi cari-
ño, mi benévola hospitalidad? ¿Qué hicis-
te para corresponder á mi franca y gene>
rosa amistad? Una larga serie de infa-
mias fué la recompensa. ¡ ¡ Deshonraste
á mi hija. . . !! ¿No es verdad?
-^Sí, Germán.
— ¡ A mi pobre Gaspara, tan buena, ^an
virtuosa, tan inocente y tan amante de su
tierno y afectuoso padre! La sedujiste
inicuamente la deshonraste... la hi-
302
ciste perder lo que tiene de más pre-
cioso una pobre y débil mujer. ¡ Ah! Juan
Cruyés! Tú eres un demonio.
— ^Tienes razón, mi querido Germán.
— Y no contento con deshonrarla
la difamaste por todas partios ... la pu-
siste en ridiculo, y todos la señalaban con
el dedo, llamándola meretriz y mujer per-
dida... y después... con aquellos ho-
rribles brebajes.... aquellos infernales
abortivos. ¡ Ah, cobarde! la asesinaste vil
y bárbaramente. ¿ No es cierto, Juan Cru-
yés?
— Sí, Germán, todo eso es cierto.
— Y cuando yo estaba inocente de todo
teniendo una fe vivísima en tu amistad,
te marchaste de repente, llevándote cuan-
to poseíamos, todo lo que había podido
economizar en mi trabajo de tantos años,
dejando sumida en la miseria á una hon-
rada familia, que tan generosamente te
había acogido en su seno. ¡ Me robaste,
Juan Cruyés, me robaste lo poco que vo
poseía para alimentíir á mis pobres hijos,
que ningún mal te habían hecho!!
—Lo confieso, Germán.
— Y |X)r qué asesinaste á mi hija, des-
pués de haberla deshonrado, y por qué
me robaste mi corto haber, dejándonos
sumidos en la miseria. ... mi pobre mu-
jer y su pequeño hijo de pechos. . . y mis
otras dos hijas, ¡sucumbieron todos en
año y medio solamente ! !
303
— Sí, bueno y honrado Germán : yo soy
responsable ante Dios de todas esas des-
hacías.
— Y no satisfecha tu rabia. ... tu inau-
dita ferocidad ... me arrebataste al úni-
co hijo que me quedaba le inculcaste
tus horrendas máximas... le guiaste por
la senda del crimen, é hiciste de él otro
pirata tan infame y tan malvado como tú.
— Es verdad.
— Y por último, me preparaste el ca-
mino para esta vejez triste y sombría,
que tengo que ocultar á la vista de los
hombres, aparentando gozo y contento,
cuando sufro tanto por tu perfidia y ma-
lignidad. Si ... . por ti, paso las noches
llorando: por tí, me veo casi mendigan-
do el sustento diario. . . . porque bienes .
honra, felicidad ¡ Todo mt lo arreba-
taste de una vez, mal hombre!
— ^Sí, todo eso es verdad.
— Y bien, ¿cuál es tu disculpa?
— Yo no tengo disculpa, Germán: sólo
imploro tu perdón para morir tranquilo.
— ¡Morir tranquilo! ¿Cómo quieres^
monstruo, morir tranquilo, hallándote
manchado con tantos y tan horrendos
crímenes? ¿Cómo es posible que con mi
simple perdón te creas dispuesto á com
parecer en la presencia de un Dios jus-
ticiero? ¿Ni cómo has de creer tú en
Dios, estando dado de su mano? No: es
preciso que mueras, y que mueras bajo
3<>4
los golpes de aquel á quien más ofensas
hayas causado.
— ¡ Germán ... mí querido Germán ! Ei
dolor te extravía: los funestos recuerdos
que mi presencia excita en tu ánimo, te
hacen olvidarte de que tienes buen cora-
zón. Mátame enhorabuena. . . si crees que
con mi muerte quedarás contento y sa-
tisfecho... Mas perdóname antes... da-
me tiempo para que me arroje á los pies
de este santo sacerdote.... le confiese
otras culpas no menos feas y horribles
que todas las que acabas de revelar....
y consiga así el perdón, que fervientemen-
te imploro de la misericordia del Señor.,.
—^i Y es posible que el crimen siempre
ha de triunfar!
— ¡Triunfar! ¡Qué llamas triunfar, mi
querido Germán . . . . ¿ No ves mi cuerpo
dilacerado...? ¿no sientes ese pestilente
olor que exhalan las llagas de que estoy
cubierto de pies á cabeza? ¿No conside-
ras que soy un pobre leproso .... encerra-
do aquí hace seis años, sufriendo un mar-
tirio. . . cuya intensidad jamás podrá ex-
presarse ? I Triunfar el crimen . . . !! ¡ Y no
concibes cuáles habrán sido mis remor-
dimientos... esos agudos remordimien-
tos que despedazan.... que tala-
dran.... que desgarran el corazón
fibra por fibra. . . . hasta desmenuzarlo....?
¡Triunfar el crimen! Tú ignoras lo que
es un remordimiento intenso te-
305
naz .... cruel y qite mina . . . j>aulatina-
mente el principio de la vida. Lo ig-
noras, querido Germán, porque tú eres^
muy bueno y honrado y jamás has
caklo en ningún crimen vergonzoso.
¿Tfíunfar el crimen? El crimen jamás
triunfa... aunque otra cosa te digan las
apariencias yo lo juro. Mira, Ger-
mán . . . : sólo yo sé cuánto te he ofendi-
do.. . Pues bien: estás vengado suiper-
abundantemente créeme ¡ Estás
vengado !
— Y bien: ¿qué quieres de mi? Para
qué has mandado provocarme? ¿Querías
vengarte á tu vez .... de esos remordi-
mientos.... obligándome á manchar mis
manos con tu sangre inmunda... á re-
cibir tu pestilente aliento ? ¿Querías
también hacerme criminal para que
aun después de muerto... tuviese siem-
pre por delante.... la fatal s<^mbra de
mi enemigo? Habla.... ¿qué pre-
tendes de mí?
— Te lo he dicho ya, mi buen Germán.
Que me perdones.... mi generoso ami-
go que me perdones por el amor de
Dios
Enderezóse el sepulturero con lenti-
tud, dejó caer un puñal que ocultaba, cru-
zó Jos brazos sobre 'el pecho, cerró !os
ojos, y por más de tres minutos perma-
neció en silencioso recogimiento, agitan-
do los labios ligeramente, como si mur-
3o6
murase algunas palabras misteriosas. En
seguida abrió los ojos arrasados en lá-
grimas. . . extendió los brazos. . . y arro-
jóse en los del moribundo, gritando: .
— Si yo te perdono en nombre de
mi esposa y de mis hijos. ... yo te perdo-
no con todo mi corazón, por amor, de
Dios. Espero en él que te verá con mise-
ricordia.
En aquel rápido instante, arrodillóse el
capellán elevando al cielo una plegaria....
la candela bendita se desprendió de mis
manos apagándose al caer... y se desva-
neció el cuadro como una visión fantás-
tica. Yo nada veía ni oia.
Pasado algún tiempo, el capellán, q«.ie
había salido, entró de nuevo trayendo en
la mano una luz, con la cual volvió á
iluminarse aquel cuadro. Juan Gruyes y
el sepulturero permanecían estrechamen-
te abrazados y llorando con amargura. El
cristianismo, sí, sólo el cristianismo pue-
de producir tan extraño cambio en los
sentimientos y afectos de un hombre.
i Qué sublime es aquel "diligite inimicos/'
que el Salvador del mundo sancionó con
su propio sacrificio ! Digan lo que quieran
los sofistas y los impíos me glo-
rip en repetirlo, sólo el cristianismo es
capaz de una revolución moral tan admi-
rable. Con razón exclamaba el más sa-
bio y profundo de los jurisconsultos filó-
sofos, Montesquieu : "i Cosa admirable !
307
la religión cristiana, que ño parece tener
otro objeto que la felicidad de la otra
vida, hace además en esta nuestra felici-
dad/'
El sepulturero sentóse en un pequeño
banco junto al lecho de Cruyés, apoyó
ambos codos en las rodillas, y ocuko el
afligido rostro entre sus manos duras y
callosas. El moribundo besó devotamente
el santo Crucifijo, y quedó largo tiempo
en reposo. Volví á encender la cau'iela
bendita, y el capellán se arrodilló á la ca-
becera del enfermo, rezando los siete sal-
mos, penitenciales. Después de media ho-
ra larga de hallarnos en esta actitud, nos
suplicó Cruyés que lo dejásemos solo con
Germán, é hicimoslo así. Mientras con-
ferenciaban en voz baja, el capellán y yo
nos paseábamos, sin hablar una sola pu
labra, á lo' largo de la galería del ponien-
te, que es allí en donde está situado el
aposento en que pasaron estos extraños
sucesos. Era ya cerca de media noche,
y todo el hospital estaba sumergido en
densas tinieblas y en profundo silencio,
iníterrumpido no más por el murmurio
d€ las olas, que besaban ligeramente el
arenal de la playa cercana.
Yo no cesaba de admirarme al obser-
var los rasgos de semejanza entre la ma-
la condición de este Juan Cruyés y el
otro que tú sabes. Nunca había yo escu-
chado semejante nombre en el hospital.
3o8
pues aquel desventurado habíase mudado
el suyo propio por el nombre de Félix Za-
mudio con que era conocido en el esta-
blecimiento. ¡ Dios mío ! Esa identidad no
puede menos que signiñcar algo. . . por-
que esto lo miro yo como providencia!.
No comprendo este misterio y tal
vez ni quisiera comprenderlo. Mi imagi-
nación estaba herida: mis recuerdos ha-
bían despertado vivamente y era yo
presa de los más extraños y -encontrados
pensa«iientos. Como á la ima y media sa-
lió nuestro amo Germán, y con tono so-
lemne dijo al sacerdote :
— Ya puede usted entrar á cumplir con
su santo ministerio. Juan espera á usted
para confesarse y recibir la extrema-un-
ción.
Entró el capellán, y yo insté al sepul-
turero á que viniese á descansar á mi apo-
sento.
— ¡ Cómo !, exclamó. ¿ He de abandonar
á mi pobre amigo en sus últimos momen-
tos? Puede ofrecerse alguna cosa, y debo
estar cerca.
— Me congratulo con usted, mi buen
Germán, por el término de este asunto.-
Usted ha hecho una obra sublime y alta-
mente meritoria. El cielo recompense á
usted tan buena acción.
Apretóme la mafio con la mayor cor-
dialidad y ternura, y retíreme á mi apo-
sento, porque me lo suplicó vivamente.
309
Ni un instante pude dormir : lo que había
ocurrido en la noche me afectó demasía-
do, para haber logrado tranquilizarme tan
pronto. Volví á las cuatro: el capellán y
el sepulturero estaban auxiliando en sus
últimos momentos á Juan Cruyés, quien
e^iró á las cinco menos cuarto con mu-
cha tranquilidad. ¡Dios lo haya perdo-
nado!
Apenas exhaló el último aliento vital;
arrodillóse Germán junto al lecho mor-
tuorio, lloró amargamente, y besó la fren-
te del cadáver.
— ¡ Pobre amigo mío ! decía. ¡ Cuan des-
figurado te dejaron el dolor, las penas del
corazón y... la funesta enfermedal que
tt' ha matado ! ¡ Dios eterno. . . . en
este momento en que le juzgas, acuérda-
te. Señor, que le he perdonado. . . !
Esta escena me partió el corazón. Qui-
simos separar de aquel sitio funesto al
buen anciano, mas él se resis-tió dicién-
donos que él era el único amigo del fina-
do, y que á él le correspondía prestarle
los últimos oficios. En efecto, permaneció
allí hasta que el cadáver salió para el ce-
menterio, á donde le fué imposible acom-
pañarlo. El infeliz aún no estaba bueno
cuándo vino al hospital: la fiebre subió
al más alto grado, y fué preciso hacerle
tomar cama. Llevósele consigo el cape-
llán á su vivienda, y allí ha estado gra-
vísimo, en términos de temerse por su vi-
3IO
da. Mas hace hoy tres días que está fue-
ra de peligro, y sigue muy bien. En to-
do este tiempo, mi atención se ha dividi-
do entre Germán y Regino, porque este
pobre se consumé de tristeza y profun-
da melancolía.
Adiós: tengo que escribir á mi padre,
y el tiempo se me gasta. Tuyo como siem-
pre.
•aoc-
CARTA XII.
Antonio á ManueL
San Lázaro, 22 de Mayo de 1824.
Querido mío. En verdad qu€ no puedo
quejarme en cuanto á dolencias físicas,
porque en fuerza de los buenos consejos,
del Dr. Frutos que, desde el campo, me
escribe á menudo, debo al cielo el inapre-
ciable beneficio de que mi mal se haya
detenido en medio de su rápido curso.
Esto ya es un adelanto. Pero en recom-
pensa, mi espíritu sufre demasiado, y á
veces me encuentro vagando en tan ra-
ras cavilaciones, que suelo pasarme des-
pabilado las noches enteras. Tales cosas
me ocurren, que me dan mucho en que
pensar: y no es culpa mía, si no puedo
aetener los vuelos de mi imaginación.
Te dije que mi pobre amigo Regino '
312
hallaba siimcrgiiJo en profunda triste/a
y en negra melancolía. Yo he hecho todo
lo posible á fin de obligarle á salir de tan
penosa skuacíón ; ya invitándole á leer
libros imenos áridos y abstractos que eso*
á que se dedica con tenaz aplicación; ya
refiriéndole varias anécdotas de mi vida
escolar; ya invitándole vivamente á salir
de su ^encierro y dar algunos paseos pot
Lernia, la Eminencia, ó las casas de cam-
po vecinas. Nada he logrado sino hacerle
llorar cuando ha visto mi empeño en es-
tas cosas. Después han ocurrido algunos
incidentes que en la apariencia no han
significado nada, pero que en el mozo
produjeron un efecto que no puedo expli-
carme, y que por reflexión han venido
á ejercer sobre mi un influjo que me mo-
lesta y aflige.
Luego que Germán comenzó á resta-
blecerse de la fiebre que estuvo á punto
de acabar con él, quise llevr á Regina á
visitarle en la habitación del capellán, en
donde aquel se hallaba alojado. Mas Re-
gino se resistía con algunas excusas, que
á mi me parecieron poco satisfactorias,
— Considere usted, le dije, que ese hon-
radísimo anciano sabe nuestra amistad.
se ha interesado con mucho calor en ob-
sequio de usted, y sin embargo no he con-
seguido poner á ambos en contacto. Des-
engáñese usted: un pobre leproso j;
so jamis I
3^3
debe rehusar la amistad de persona algu-
na. Añadi con algún tanto de aspereza.
— i Cómo, mi querido amigo !, exclamó
Regino desatándose en un mar de lágri-
mas, y dejando caer de Las manos el se-
gundo tomo de "L'an deux mille quatre
cent quarente," obra utópica del soñador
"Mercier." ¡Ha podido usted figurarse
que rehuso voluntariamente, ó por algún
motivo innoble, la amistad de alguien
que me haya hecho la caridad de intere-
sarse por mí! No es nada, de eso lo que
usted observaba, sino amargura, aflkción
de espíritu y un dolor arraigado en lo
más intimo del corazón.
— Pero .ese pobre sepulturero que se ha
visto á la muerte, que ha estado tan cer-
ca ,de nosotros, y al cual, á porfía, han
visitado y asistido los enfermos todos de
la casa, sólo de usted nó ha recibido la
menor muestra de amistad ó aprecio. Es-
to no quiere decir que yo atribuya se-
mejante conducta á insensibilidad, ó á
poca gratitud. Llamóle la atención, para
hacerle ver que ese aislamiento en que se
ha circunscrito, puede hacerle aparecer
como indiferente á la suerte de una per-
sona que tanto nos estirtia. ¡ Pobre Ger-
mán! Desde que ha podido hablar, dia-
riamente me ha preguntado por usted y
por el estado de su salud.
— Se lo figradezco infinito : sabe el cielo
qu^ se lo agradezco con toda la efusión
Hospital— SI.
de mi alma. Pero usted tien« iin modo de
ver las cosas, algo diferente del mío. Yo
me ñguro que un leproso debe huir de la
sociedad que le ha rechazado de su seno,
y alejarse de todas las personas que es-
tán sanas, á fín de no causarles alguna
oculta desazón. Conozco que, por una es-
pecie de instinto, apetecemos todo lo
contrario; pero la reflexión me detiene,
y estoy convencido de que si no debemos
repeler d afecto y amistad de las perso-
nas que están libres de nuestra dolencia,
tampoco debemos mostrar el más ligero
empeño en relacionamos con ellas. ¿ No es
esto obrar con prudencia, mi queridísimo
Antonio? AHÍ tiene usted la explicación
de mi conducta.
— ¿ Pero, Reginó mío, usted puede iga-
rarse que me afanaría en inducirle á ha-
cer algo, que le trajese el inconveniente
que parece temer? Yo habló á usted de
nuestro amo Germán, y nuestro amo Ger-
mán es una excepción de la regla ^omán.
Nuestro amo Germán es un hombre filan-
trópico y generoso, como pocos: no teme
á ningún lazarino, ni se horroriza á sn
aspecto. Además, tanto á usted como i
mí nos ama entrañablemente.
—Pues bien, Antonio mío, cuando us-
ted considere que podré verle, y se en-
cuentre en estado de recibir mi visita,
iremos allá, y le significaré toda mi gra-
titud. Ya conoce usted el motivo que me
3X5
detenía, que no- ha sido el 'de. causarle
ningún disgusto á ese buen sepulturero,
que me es tan apreciable.
Acordárnoslo asi, y entablamos una
larga plática' sobfe el nuevo régimen de
vida que kíoílvendría adoptar, tma vez que
por los altos designios del cielo- estiba^
mos condenados á arrastrar para siem-
pre nuestra pobre y dolorosa existencia
en este santo hospital de lazarinos;
•^jPará siempre! repitió Regino. Eso,
eso es lo que me horroriza hasta donde
osted' flMT puede Ikgar á imaginar. Los
plomos dé Vendoia^ la eadavitud de los
cautivos- de Argel, ni los calabobos de la
inquisición me parecen tan horribles, m
me inspiran^ tanto pavor como ese ¡ para
siempre! de un hospital de leprosos. Yo
be sido un malvado. . . . merezco efl. cas^
tigo más duro y doloroso...; pero ¡ah!
apenas puedo levantar los ojos al cielo
paira pedirle misericordia, sin que .al mo-
mento no me sienta agobiado y oiprimido
bajo el peso de este aterrador ¡ para siem*»
prel Pueda ser que el tiempo mitigue la
vehemencia de esta impresión.
•^^Si, ^migó mió, confio en Dios que no
nos abandonará. Yo. . . . tal vez estoy re-
signado, y espero transmitirle mi resiga
nación filosófica. , Usted ha visto, porque
9iñ duda no se le habrá 'ocultado lo que
á su alrededor pasa, el triste episodio po^
Utico que acaba de terminar en mi pobre
316
páis. Las tropas se han dispersado, las
familias vuelven á sus casas, y tendremos
muy pronto con tiosjotros á nuestro ren-
table amigo el Dr. I\|-i|tos, que tiene en
siuB .manos un tesoro de consuelos que dis-
tribuir á cuantos se hallan en algún cpn-
flkto. Sus consejos y los de nuestro in-
imitable capellán, serán un. poderoso be*
néficío. Pensemos en el bien que pueda
hacerse, seamos virtuosos, y seremos fe-
lices en medio dé los horrores y estragos
de este hospital, en que tenemos un mo-
do de ser y vivir, tan extraño y doloroso.
. Regino volvió á caer en su habitual
melancoHa, y yo mismO no estuve libre,
por algún tiempo, de. algunos síntomas
del mal de que ya me creía r;adi<:alniente
curado. La tribulación; esa tribulación
inexplicable que inspira el pensamiento
de esta existencia formidable de San Lá-
zaro.
Para dar diverso gi<ro á mis meditacio-
nes^ hice recaer la conversación sobre
nuestro amo Germán y el finado pirata
que taint06 males le habia causado. Re
gino sabia \os pormenores de las escenas
que te referí en mis dos úkima6 cartas,
pero yo no sé por qué causa había omiti-
do el nombre del finado Cruyés. En esta
conversación se me antojó nombrarle.
' — ¡ ¡Juan Cruyés ! ! exclamó Regino. Yo
he oido ese nombre fuera de aqui.
Es posible ¡¿Dónde. . . . cuándo. .. .
3Í7
can que motivo? Pregtinté lleno de an-
siedad> porque esta especie no podía iser-
me indiferente. Había é hay \m '^Juaii
Cruyés" que me habia perdido miserable-
mente, y idemcjante ^nombre, aunque^ no
se me hubiese olvidado un solo momento,
en losdias anteriones fesomó tantas* veces
en mi oido, que la niiembria del itl(ame
verdugo, causa de mi ruiha, despertó vi-
visimamente todos mis^Ti^ueñdos sinies-
tros,^ todos mis doiotres y sufrimientos, y
me puso por delante mis. extravíos y. cuí-
pas vergonzosas! Sí, Regina, continué con
vehemente acento: me interesa infinitó
saber quién era ese hombre, y le ruego
me diga en dónde ha óido nombrarle.
Regino me miró asombrado. * '
— ¡Por Dios, Regino! insistí yo." 'Ese
hombre, ¿quién es? ¿En dónde está? '
— En verdad, Antonio mío, que me de-
ja usted pasmado al oirle hablar sobre es-
te asunto con tal viveza, y yo no sé si di-
ga con tal extravio. Además, ese hombre
no puede tener conexión ninguna coíi us-
ted. ¡ Era un famoso pirata !
— ^Justamente: ese de quien Voy ha-
blando es un famoso pirata.
— Pues, amigo mío, no nos entendemos.
¿No dice usted que ese pobre que falle-
ció aquí en días pasados es Juan Cruyés ?
¿ Y según lo que me ha referido usted de
la entnevista del finado con nuestro amo
Germán, no aparece que aquel €ra uíi pi-
3í8
rata? Entonces, ¿de "qué sé admiraba us-
ted? Para mi es esté uñ nfegoeio muy cla-
ro. Yo he oiido/hablaf» de un pirata llama-
do Juan Cnuyés: ese pirata ha» muerto,
¿ qué eicplicación, pues; pretende usted (k
mí? ■ * *•
Yo quedé pensativo algunos instantes,
y estuve tentáido de reVelar á' Regiño una
parte de nii odiosa historia; mas Kletúvo-
me el pudor <}«&. me ocasiona' el. simple
recuerdo de^ tales suoeisos, éin embargo de
que, vi^ta la. entera confianza que en mi
ha hechoy encuéiitróméí hasta cierto pun-
to én la obligación de corirespoiKiérsela,
refiriéndole todos los anteced-chtesqtie ine
trajeran al hospital- de Saii Lázaro. Sin
embargo, aquella no me pareció üii» '«oca-
sión muy oportuna de explicaline,' y con-
tinué en mi sisteñía de absoluta reserva.
Y como me llamaba mucho la atención
que el nombre dé Cruyéá no fuese deseó-,
nocido á Regino, volví á hablark sobrt:
el asunto, á fin de obtener algunos por-
menores, que podrían muy bien llegar á
serme interesantes. í .
'—Bien, te dije. Convengo en que ese
hombre ha muerto aquí; pero ha movido
mi curiosidad la esperte de que usted ten-
ga noticias ¡suyas. ¿No puedo saber, |íor
v^tuf a, en dónde oyó usted! hablar de él ?
' —Sí tal. Nuestro amo Genaro Chia-
brera me ha hablado acerca de ¿1 muy fre-
cuentemente.
319
— ^Y ¿sabe usted si navegó alguna vez
por estas costas?.
— Lo sé, no solamtente por lo que usted
me ha referido de la conferencia habida
entre él y el sepulturero, sino porque el
contra-maestre italiano me habló de ese
sujeto, con motivo de cierta astucia con
que atrajo y capturó un bergantín del co-
mercio de Campeche, que se dirigía á la
Habana.
— Según eso, Chiabréra habrá sido so-
cio de Cruyés.
— Me lo sospecho, aunque no lo sé 4e
cierto. En este punto nuestro ^imo Gena-
ro no ha sido conmigo, muy explicitOi
— ^Y ¿habrá de esto mucho tiempo?
— Doce ó catorce años, por lo menos.
— Minuciosas y aun extravagantes par
recerán á usted mis .preguntas*, pero i
tttú tne interesa sobre manera todo lo oon-
cerniente á este nombre de Cruyés. ¿Chia-
bréra presentaba á éste como un joven,
«s decir, en esa fecha, como, de vteintc ó
veintidós años de edad?
— iMe pareoe que no; antes bien creo
qjue sería de más edad que Chiabréra, se-
gún las esipecies que yo «puedo recordar.
— ¿ Y Chiabréra tendrá á esta fecha ?
— 'Más de cincuenta años.
— El tal Cruyés... ¿sabe usted si se
hallaría por eistas costas á principios de
1821 ?
— ^Lo ignoro; pero, ¿no me ha dicho Us-
ted que cuando murió llevaba de ence-
rrado en este hospital aeis años? En tal
caso, es imposible que anduviese en su
oficio de pirata en la fecha á que usted se
refiere.
' — ^Tiene usted razón, murmuré entre
dientes, convencido de que ni ,píof la edad,
ni por ninguna otra cirduíistancia, el Jtian
Cruyés de que hablaba Regino, era el
miismo de quien yo quería tener noiticias.
Encerréme, pues, en mi a{>osento á me-
ditar profundamente sobre tan ebctrañas
combinaciones, que no alcanzaba á pene-
trar. Motivos eran estos, en verdad, para
confundinme y trastornarme, si desde -el
principio no hubiera hecho ánimo de tra-
tar estos asuntos «con sangre fría, y «más
que nada, con resignación filosófica. Pero
¿quién detiene los vuelos de la fantasía,
cuando se echa á vagar por los espacios
«maerinarios, que son de u«na inmensidad
sin límites? Esto no depende de la volun-
tad del hombre : es más bien efecto ó de
la organización peculiar de cada indivi-
duo, ó de a-lguna alteración accidental
de los .mismos órganos. Por tanto, en el
discurso de ía noche no pude dormir ni
un solo instante: mi cabeza ardía comió
la de un calenturiento.
A la m?*ñana siguiente, muy temprano
aún, vino Respino en busca mía, ipara que
juntos fuésemos á hacer la visita conve-
nida á nuestro amo Germán. Dirígímo-
3^
nos, pues, á donde- ste hallaba. Apenas hur-
bknos encarado con él, y aun antes de
saludarle, detúvose Regino, lanzó vm gri-
to de indefinible sorpresa, volvió las es-
paMas, y 'corrió presuroso á encerrairse
én su habitación í sin que «mi voz y á»de-
manes fuesen .parte á detenerle. Yo me
quedé extático, sin ;po*dtet5 tíjcplkarme tan
singular suceso. Miraba yo alternátíva-
mertbe el semblajite del sepulturero y la
galería por donde desapareció Regino, dift
saber el partido que adpotaría en aquel
momento. Mi aísoinbró era extraordina-
rio. N«esí>fO amo iGermán, entre tinto, ha-
tííase «(juediailo penfeativo, como queriendo
refrescar al'gun aíttfguo recuerdo, que ha-
cía esíuer^BOs por ííscaparse de agüella ca-
beza debfHtalda fpor los año© y por la en-
fermedad reciente de que había salido po-
cos días antes. Al cabo, volvióse & mí
súbitamente, y exclamó:
— ^¡El es! Voy á verle: él debe saber
de su paradero.
— «Mas, ¿pue-do yo saber de qué se tra-
ta? precíntele entonices. ¿Qué significa
esto que ocurre?
— .No lo sé á dereohais ; píero esa voz . . .
ese acento «tie ha herido de lleno.
Esa voz. ... la conozco mucho.. No hay
remeidio. . . yo- debo ver y hablar & ese
mozo.
— ^Y bien
— ^¡Oh! Si esíe mozo fuese el que yo
picnao í catdado, Antonio mío I Si ese
mozo íiiese el que yo pienso. . . sepa ua-
tod que mantiene relaciones de amistad
con .un sujeto indigno, quie no la merece.
•^Y. . . en fin ¿'qué hay? ¿Están
ustedes empeñados en volverme loco?
— 'Lo que hay es, que si ese «mozo fuese
el- que me imagino. . . . estaría usfted al-
ternando familiar é Intimaimente con un
piraba. ¡Ya usted sabe lo que es' un pi-
rata! ■
' . — ¡Ahí Esto no me admiraría.
-^¿ Habla usted de veras?
— »Muchow Si el pobre Regí no, en algu-
na vez> hubiese tenido la desgracia de
ser un piraita, como* ttisted lo dice, haito
lo cetaria pagando con hallarse encerra-
do en eí hospital de San Láz&fo.
. — ^Yo no digo que en esto no pueda ha-
ber alguna equivocatción. Sin embargo....
esa voz.... sí, yo la he eiscuchado en
cierta ocasi6li solemne >para mi.
— ¡Es tan fácil equivocarse un acento
con otro.4
i-^Cierto. Mas. . . . ¿por qué se ha sor-
p«rendido al verme? ¿por qué se ha ale-
jado de mi presencia, huyendo despavo-
rido? (No: no hay remedio: aquí debe de
haber a.lgún misterio, si eisto no es lo que
yo pienso;
— Enhorabuena, niuestro amo: si usted
abriga algunas sospechas contra ese po-
bre mancebo, acuérdese usted que es asni-
go mío, que «s mi hermano de 'desgracia,
y qu« su muerte está idenftificada con la
mía. ¡ Por Dios, mi buen amigo 1 Una in-
disoreción ipodría peMer á este infeliZé
— No me haga usted el agravio de atri-
buirme una intención siniestra que no
tengo. Únicamente quiero, verle . . . .quie-
ro tratar con él acerca ée un apuntó qve
conviene.
— En tal caso, voy á prevenirle.*...,.
I Prudencia» nuestro amo! No vayanio¿ á
reagravar los pj^decímiientos de mi des-
venturado amigo, que harto pidece ¿on
soló éí mal que le abttima.
"El 'sepultureíx> níe ífendió su mano, y
ajpretó una kle las miáis con' la 'mayor cor-
dialídaid.
Hallé a Regino entregado á la desespe-
ración.
— ] Antonio mío, <m\ único y generoso
amigó! éxdamó al verme. ¡Sálveme us-
ted, . porque estoy perdido miséi'able- ,
mente !
— ^Vaimos: tenga usted calma. Usted se
ha sobrecogido sin fumdatnéntp aJg^nó.
•^-^I Aquí hay testigos de tñis crímenes !
Ese hombre me delatará. . *. y subiré a un
cadalso. . . en medio de la grita del popu-
lacho. . . í Yo estoy (perdido!
—¿No digo á usted que tenga caliha?
¿A qué viene esa intempestiva agitacióh
que podría comprometerle?
— ^¡Ése hombre va á' delatarme, Dios
3M
mío ! La jttsticia 9e echará sobre mi . . . y
aunque yo estoy condenado á «muerte en
este hospital «... no por eso la vindicta
pública quedará satisfecha. {Querrá dar-
me en espectáculo para escarmiento de
otros (malhechores como yol
— Pero én resumcffi, ¿qué es esto? Na-
da cOnuprendo de cuanto pasa.
— ^¡ Antpnio mío, este hombre va á de-
latarme .... va a delatarme sin remedio,
y taJ vez á esta hora se habrá encaño-
nado á la ciudad con el ñn de perderme I
— 'Mal conoce 'Vs^ted al hombre genero-
so á quien hace usted tan grave inculpa-
ción. He dicho á usted que debe serenar-
se. No hay aquí peligro alguno que te-
mer. Nuestro amo Germán m*e ha enoipe-
ñado su pala<bra de guardar silencio, y
basta.
— -^Para que m^i horrenda existencia se
encontrase nuevasnente combatida y ame-
nazada. . . I Ah 1 ¡esto «no más me faltaba,
Antonio ! Este hospital mte es ya de todo
punto insoportable.
— ^He dicho y repetido á usled que se
tranqufilice. Esa desesperación no con-
viene en manera alguna :'¿á qué llevar las
cosas á ese extremo? Nuestro aimo Ger-
mán vendrá aquí, y puede usted jiarse en
él, tan seguro de su discreción como pu-
diera usted estarlo de la onia. Este en-
cuentro no ha hecho sino proporcionarme
S2S
un nuevo y sincero amigo. ¿Me compren-
de usted?
—No... por Dios.... que no venga.
No puedo ver á ase hombre. Me hará pre-
guntas á las cuales yo no podré satisfa-
ccíf. Además, ¿ qué sé yo del páradaro del
ioifasne Frasquito?
— ¡ Fraisquito dice -usted !
, —-Sin dtrda. Si usted tienie presente los
detalles de ttri cartera, recordará segura-
mente la escema que pasó cuantío el ca-
pitán Frasquito, yo y doce hombres de la
tripulación de la "Invisible" nos embar-
camos en una: lancha para dar el aborda-
je á aquel pailebot que navegaba entre
laj costa occidental de Cozumel y la tie-
rra firme <te esta península: pties bien,
aquel marinero misterioso. . . aquel v!cjo
de «lirada fascinadora que ejercía • sobre
Frasquito tan extraña y singular influen-
cia, que en fuerza de ella mandó éste que
rindiésemos las armas á discreción . . . esc
hombre era.... nuestro amo Germán.
¡Nuestro amo Germán!!
!í... el mismo. Imposible que hu-
biese dejado de conocerle al momento.
Grabóse su imagen (tan profundamente
en mí fantasía, que jamás he dejado de
verle, despierto y entre sueños. Aquella
mirada aterradora.... aquellos ojos bri-
llantes, no podrían olvidárseme mientras
viviese.
(Comenzaba yo á ver más claro en este
3*6
asunto. Siii embargo, las c^ecies apa^
cían tan complicadas, que me era difícil
descubrir todos los pormenores, 7 quedé
profundamente pensativo. ,.•
. Los sollozos de Regíno me hicieron
volver en mi. Luego que logré, tranquili-
zarle, volvi á la hál>itación del capellán
en busca del sepulturero»
\ Mas el sepulturero se habia marchado
á la ciudad !
El sacerdote me informó que hallando^
se Germán arreglando un pequeño lio de
papeles que le habia depositado Joan Gru-
yes, hallóse con uno de ellos que llamó
mucho su atención, y, sin más tiempo que
el necesario para despedirse,. habia salido
del hospital con dirección ¿ la ciudad, sin
que fuese posible dettoerle por ninguna
reflexión sobre lo intempestivo de la ho-
ra, pues serian- como las. doce del dia, ni
sobre el estado de su salud, que apenas
comenzaba á mejorarse.
Yo conocía á Germán perfectamente, y
sabia que era incapaz de ninguna acción
villana. - Ademá$, la explicación del ca-
pellán me dejaba satisfecho, sin ningún
género de duda, que sólo un motivo de
urgente y particular interés, podría ha-
berle obligado á partir de improviso sin
despedirse de mí, y sin decirme algo acer-
ca de la proyectada visita y conversación
con Regino. Mas, ¿cómo transmitid ¿ és-
3^7
te mis convicciones? ¿Cómo persuadirle,
después de su sobresalto y alarma, que
el secreto de su vida pasada no corría pe-
ligro aJgiino con la ausesicia intempesti-
va del sepulturero?
Hallábame, por tanto, efi' las mayores
congojas y aflicciones. Etestaqué de luego
á luego á un sirviente de la casa, á fin de
que buscase á Germán, y le obligase á
venir, por súplica ima. Fueron en vano
las diligenciáis. No recibimos más noticia,
sino que se le habia visto cruzar la pla-
zuela de San Román, y dirigirse á la ciu-
dad por la zapata de San Carlos, en el
momento en que este baluarte ihacia una
salva de artillería saludando al General
Santa Anna, que desembarcaba en el m<ue-
11 e con el título de comandante genera/l
de las armas de Yucatán, Esto ocurría el
1 7 por la tartle. Somos ya 22 y no ha vuel-
to á parecer el sepulturero por estos si-
tios, ni me ha sido posible averiguar el
paraje en que se halla.
Tú ipuedies figurarte lo que habré pasa-
do con Regino en estos días. Su dcsespe-
racidn ha sido horrible, y sus angirstias
dolorosísimas.
Adiós : no puedo abandonar por mucho
tiempo á mi amigo, y yo estoy sumamen-
te cansado y abatido.
Tuyo como siempre.
- Íé.^^!i^Jí^
>^^^.
CARTA XIII.
Antonio á Manuel.
San Lázaro, Jundo ii de 1824.
Querido mío. Mi consteimación es ex-
traordinaria, y no sé ya qué partido adop-
tar en estas circunsrtancias. Germán no
ha vuelto aún, y Re>gino tiene visos de
haber perdido totajlmente el juicio, ó por
!o menos eistá pfóximo á perderlo- ¿A
dónde ha marchado ese hombre. Dios
mío? No se ha pasado un solo día, desde
el primero de su >funesta ausencia, sin
que mis pesquisas é indagaciones hayan
crecido; no porque tema yo ni remota-
mente lo que este malaventurado joven
ha dado en temer de eisa partida, sino .por-*
que reahncMe m<e parece extraño qué
330
Germán s>e haya desentendido así' de n^-
otros. Constantemente mé he presén¡tado
en el cementéno á fin de averiguar- alguna
cosa acerca de nid amigo," pero eí <í^€ tie-
ne hoy el encargo de las 'llaves está tan
ignorante como yo- de su paradero, ni en
todo el barrio se encuentra quien de él
pueda darnos algunas nuevas. Te lo Te-
pito: yo no sé qué partido adoptar.
Ahora voy á darte cuenta de algunos
sucesos que han sobrevenido, y me tie-
nen algo pensativo sin podérmelo expli-
car.
Luego que Regino perdió la esperan/a
de que viniese {pronto Germán, después
de estarle aguardando varios días, me di-
jo en tono melancólico:
— r¡Ay, amigo Antonio! |Yo estoy per
dido sin remedio ! Nada me daría subir á
un patíbulo-. , porque ciertamente lo
merezco . .... y -tal vez. vale más morir
así, que no- como se muefe en San Lázaro.
Mas eso de morir á la expectación públi-
ca,.... y por efímenes tan horribles y
vergonzosos ^comó los ,míos . . j oh ! esto es
terrible. Yo no puedo Tesigma^nme á pa-
sar por este trance tan aínargo. - . ,"
• — -Pero ¿no reflexiona usted, .pobre .Re-
gino Tnío, que si, Germán hubieseL dado
algún paso para peíseguir á usted y lle-
varle ante los tribunales, á la hora esta
s-e encontraría usted preso y aherrojado"
.Jvk>, amigo mí<^;.si, u^ted it?6i§(e qql fcreer
r .'.'»••«<•'
33»
que nuestro amo Germán <es capaz de in-
currir . en esa villanía^ me daré formal-
ni>e»te por sentido de usted. Hágame el
faivor út no insistir .con tanta pertinacia
en este ruin cencepto. c
— íPerdóneme usíted, mi querido amigo.
— N6, mi buen Regino, no tiene usted
psiírsL qué. Si yo emipleo estas expresiones
fuertes, no dependen de otra cosa, sino del
(profundo pesar que me causa el verle tan
preocupado contra un hombre de honor,
como lo es á prueba el virtuoso sepultu-
rero.
— ¡ Pero esta ausencia I .'
< — Esta ausencia confieso á usted que
imie sorprende y me da pena ; pero no es
por el propio motivo que á usted inquie-
ta, sino porque ignoro si el pobre Ger-
(man estará en algún trabajo, padeciendo
alguna escasez, ó sufriendo alguna mo-
lesitia sin que me sea posible aliviarle, co-
mo, yo quisiera. Sin medios. . ..enfermo. . .
¡¡Sabe jDios. en qué conflictos se vetó! Es-
to es -lo que me hace estar sobresaltado, y
afligido. Por lo demás, es preciso que us^
ted no insista en su temeraria sospecha.
Yo aseguro á usted que es más fácil que
yo sea su delatador, que nuestro amo Ger-
mám Y me parece que usted se fia ^de rm.
¿'Es verdad, Rcgíno?
Re^gino ene abrazó aifeotuosamentes y
siguió llorando.
332
dianas, sa^li •en la tarde de aqu^l día, y al
dir^Tme al castiUejo.de San Fernando
en donde yo solía pasar algunas horas
contemplando el mar, las eriibarcaciones
surtas en el puerto, y las pequeñas ca-
noas pescadoras, encontreme que salía del
ruinoso' edificio un personaje de ¿dad ya
adelantada, corpulento, muy decentemen-
te vestido de paño negro, llevando unas
gafas azu>les, cachucha de piel en la ca-
beza, ■ y una caña de puño de oro en la
ma^io. Córteme un tanto al encontrafmc
en aquel sitio solitario con un- hombre de
aquella importancia, ly quise- esquivarle
tomando otra dirección-, á fin de no ver-
me precisado á sufrir las. escudriñadoras
miradas que lanzan, dé ordinario, sobre
los pobres lazarinos, las personas sanas
que pasan junto á ellos. Mas el buen ca-
ballero acercóse á mí, saludóme, y ha-
ciéndome ttna fina y atenta cortesía á la
cual correspondí me ipreguntó, con. un
acento que me pareció alemán, si la easa
que se veía enffrente de noisotros era el
hospital de los lazarinos.
--^-Sí, señor: le respondí.
■— Perdoile «sted cabanerito, . si . le diri-
jo ujia ;iiueya pregunta,, y le;d(6tcrigo por
más tiempo contra mí voltmtad. de moles-
tarle. ¿Puede entrar cualquiera, yo, v. g.
á visitar el establecimiento?
«— jQi^ lEPeifior t d alcalde iKtnca nk^ la
333
•correspondiente licencia á ' las personas
que la solicitan.
— Siento infinito que sea preciso ob-
»tener previamente esta licencia. SOy ene-
.migo nato de semejantes formalidades, y
habría yo deseado que no hubiese nin-
giuná necesidad d'e esta que se exigfe para
visitar el hospital.
— Si usted no quiere tomarse esta* li-
g9era iñcomodidadv yo puedo darle las
noticias que guste, caballero.
— ¡ Oh ! Mucho se lo agradeceré : no
me atr-evía á dirigirle mi suplica temero-
so ^de causarle nuevas molestias.
—Para mí no es molestia, antes bien
tengo particular gusto y complacencia
en obsequiar sus deseos.
En ef edto, aq>uel hombre, . sin embar-
go de* la monotonía y dureza de sus fac-
tciones, su lenguaje era insinuante y
agradable. Propúsome que entrásemos
en el- castillejo de donde él acababa de
salir, y yo me dirigía. Verificámoslo asi,
y tomando por asiento los duros merlo*
lies del oriente, con vista al mar por la
derecha y al frente, y al hospital .por la
izquierda, anudamos la plática comenza-
da fuera: -
— Según se explica usted, caballerito,
sin d>uda frecuentará el hospital.
— ^¿Que SI lo frecuento? Pues si allí
vivo, caballero.
Mi interlocutor con cierto aire curioso
334
me lanzó una lenta mirada desde los
pies hasta la cabeza, y hiiego prosiguió
en su interrogatorio.
'•^^¿Es posible que usited viva en el
íiospital?
" -^Hace ya seis meses.
— Y. ... no teme usted el contagio?
Por lo pronto me figuré q>ue aquel
hombre encubría la intención maligna
de burlarse de mi desgracia. Pero sus
modales eran tan decentes, su acento
tan ingenuo, y sus facciones itenian un
carácter de tan profunda formalidad,
que al ñn me persuadí que sus pregun-
tas eran efecto de su candor y poco co-
nocimiento, y no encerraban malicia al-
guna. Así fué que me resolví á respon-
derle de una manera categórica, y 'des-
pués de algunos instantes de reflexión,
le dije en tono muy serio:
— ^^Cabállero: como yo no le creo ca-
paz de un rasgo de insensibilidad, ha-
ciendo burla de la triste situación de un
iI>obre desgraciado, diréle con franqueza
lo que hay en el particular. Yo no temo
él contagio, porque los lazarinos no tie-
nen para qué temerlo.
— ^iQué me dice usted! Entonces.
— ^Yo soy un lazarino.
Una ligera sonrisa alteró un tanto la
dureza de sus facciones. Encogióse de
hombros, sacó una caja de oro del bol-
sillo de su chaleco, destapóla* con la ma-
335
yor lentitud, sorbió una buena -dosis de
rapé,' y cruzando -los pies, me dijo al ca-
bo de mucho tiempo.
-^En esto -debe de haber alguna fu-
nesta equivocación.
— ¿Qué está usted diciendo, caballero?
— -Una cosa muy sencilla: que me pa-
rece que usted no está lazarino, como se
lo han hecho creer.
—¡La prueba, la prueba, por Dios!
grité atónito é incorporándome brusca-
mente.
El hombre enlutado volvió á mirar-
me con la mayor atención. Mientras, yo
estaba pendiente de sus labios, esperando
con ansia indecible ^ue hablase para sa-
carme de aquel estado de incertidumbre
atroz en que mi áninío había caído sú-
bitamente. El continuaba en su examen.
— ¡La prueba! exclamé de nuevo, por-
que cada instante que pasaba era un in-
-fierno de angustias para mí.
— ^Yo quisiera, díjome al cabo de mu-
cho tiempo, la prueba de que está usted
lazarino.
— ^¡Oh! Los médicos más sabios. . . mi
padre.... mis amigos... todo el mim-
do, en fin, me lo han dicho; y por eso
estoy proscrito de la sociedad, desterra-
do para siempre de la casa paterna, y
condenado á morir entre los leprosos.
— ^Yo no me atrevo á afirmar lo con-
trario, sin embargo de que los doctores...
336
y todos cuantos hayan asegurado á u*-
ted que está lazarino, bien pcKlian ha-
berse equivocado. Además. • . yo conoz-
co á un pobre y honrado médico que ha
curado algunos leprosos.
— ^¡Ah! ¡El corazón me lo decial ex-
clamé yo arrojándome á los pies de
aquel hombre. Usted es un médico, y us-
ted ha de cunar mi dolencia. Si.... yo
he soñado alguna vez. . . que un médico
misterioso habia de presentárseme cuan-
do menos lo esperase . . . y habia de re-
dimirme de este horrendo cautiverio. Sí,
hombre generoso, déme usted la salud y
la vida. Vuélvame usted al seno de mi
padre, y á los brazos de mis amiigos. Yo
haré, en seguida, lo que usted quiera...
le seguiré al cabo' del mutido. . . seré su
esclavo. ¡ Ah ! Por Dios. . . . sáqueme us-
ted de esta horrenda m.ansión 4e dolo-
res, en donde á cada paso veo la muerte
por su aspecto más horrible y ater^a^
dor. . . ; La salud' y la vida en nom-
bre de Dios! Lo exijo de usted, caba-
llero.
Mí alteración haibía Uegado á su col-
mo.
Dos imperceptibles lágrimas hum«:de-
cieron los párpados del hombre enluta-
do. Levantóme de sus pies, y estrechán-
dome entre sus brazos, me obligó á sen-
tarme de nuevo.
— No se alucine usted, pobre joven,
Í37
me dijo con voz alterada. Yo no soy mé-
dico... ni jamás he querido serió.
Toda mi esperanza quedó desvanecida.
— ¡ Ah, caballero! díjde llorando. Me
ha hecho usted un mal mayor del que pu-
diera usted figurarse. Yo^. perdidas todas
las esperanzas de remedio, habiame con*
formado con mi suerte, y casi todo mi
tiempo lo empleaiba en pedir al cielo que
me diese el valor suficiente para apurar
hasta las heces este amargo cáliz de su-
frimiento. Hoy ha venido usted á sus-
citar nuevas dudas en mi ánimo, y' veo
volver, de un solo golpe, todos los ho-
rrares, todas las angustias riel primer
día. ¡Ah, caballero! Usted me ha hecho
mal. Yo se lo juro.
— Duélome, mi querido joven, dé ha-
berle causado, contra mi voluntad é in-
tención, una nueva pena sobre las min-
chas qui? han debido aquejarle. Mi des-
tino en la tierra la misión que Dios
me ha confiado lo sé por una triste
experiencia, en repartir el mal ett donde
quiera que me presentó. Mi corazón fué
siempre bueno sensible. . . y mis de-
seos de hacer el bien han sido purísi-
mos y ardientes. . . Pero un genio malig-
no. .. . tin demonio invisible, me coms-
triñe á hacer dañó á todo el mundo, i Yo
soy muy infeliz ! Perdóneme usted, se lo
stuplico. . ., porqiue soy, tal vez, más
desgraciado que usted.
33»
Fiiéme imposible no mirar con respe-
to á aquel hombre singular. Estréchele
largo itiempo, dándole muestras de mi
pesadt&mbre por. la mortifioación que le
báibia causado. Nuestra conferencia ter-
minó, porque enigolfado el caballero en
sus sombrías meditaciones, ya no pude
arrancarle una palabra más. Era! ya de
noche enteramente, y comenzaba á ame-
nazar la Uiuvia, cuando me apretó la ma-
no en silencio, y se dispuso á partir. Ha-
biía ya dado algunos pasos para salir del
reducto; mas retrocedió luego, y encar
rándose á <nii, sin desplegar los labios,
sacó de su cartera una pequeña tarjeta
que puso en una de mis manos. Hízome
una cortesía y partió. Así que hube per-
dido e.1 rumor de sus pasos, y su figura
se envolvió entre las sombras de la no-
che, corrí al hospital á leer lo que estaba
grabado en la tarjeta. Estas eran sus
únicas pafliabras.
Edward Moore, M. D.
Kingston, or Providence.
Si el nombre y profesión del personaje
á guíen acababa de dejar, eran los mis-
mos que aparecían en la tarjeta, sin du-
da algíuna yo había hablado con un mé-
dico ingilés ó americano.
i Y sin embargo, él me había asegura-
do que no era .médico! Esto me envol-
339
vía «n nuevas y más extrañas cottfusio
nes. Dirigíme al aposento de Regíno, y
hallék de menos. Pregunté por el, y se
me responidió que, usando del permiso
anterior qu€ disfrutaba, habia salido en
pos mía desde la tarde. Semejante con-
ducta me causó alguna sorpresa; pero
como al cabo nada tenia de raro que 9U
melancolía le hiciese obrar conmigo de
una manera inusitada, terminé por resol-
verme á esperarle allí misimo. Llegó, en
efecto, á la media hora; mas no me dijo
una sola palabra acerca de su excursión.
Referíle mi extraña aventura de la tar-
de, y manifestó tan profunda indiferen-
cia, que llegué a figurarme que su áni-
mo se hallaba preocupado, y en incapa-
cidad absoluta de haber escuchado mi
largo relato. Siendo ya hora de recoger-
ños, écheme en la cama y no pude dor-
mir. Aquel personaje vestido de luto no
se desvió «un solo tmomento de mi fan-
tasía.
A la mañana siguiente, Regino salió
del hospital sin decirme otra cosa algu-
na, porque la había dado por no hablar.
Temeroso de que pudiese sucederle al-
gún fracaso, una desgracia, ó yo no sé
qué, salí poco después que él, y me pro-
puse seguirle de lejos. Observólo, y se
detuvo á la falda del cerro de San Mi-
gnjeT, cuya dirección llevaba. Como se
quedó mirándome con. atención, no me
34©
pareció conveniente esquivarle. Diñó-
me hacia el sitio 6n que se habia deteni-
do; pero no bien hube llegado á «una dÍ9r
tancia competente en que podíamos oir-
noSy me gritó con una voz estentórea :
— ^¿ Viene usted á espiar mis pasos?
-^¿ Qué está usted diciendo, mí que-
rido Regino?
—^vit no necesito de guia, ni yo pien-
so escaparme de la persecución de usted,
ni ide ese condenado sepulturero.
-^¡ Es posible que usted se explique
asi, Regino mió)
— Si, señor: ime fastidia esa vigilancia
táñ tenaz. Usted no tiene derecho de em-
plearla c6nmigOy porque tan lazarino es
usted como yo.
Y emprendió una abierta carrera tre-
pando por la colina, y de]'ándome con la
pakbra en los labios, y atónito por aque-
lla intempestiva y extravagante inculpa-
ción. Causóme el más amargo sentimien-
to, no por el injusto reproche que envol-
vía, sino porque comenioé á figurarme
que el pobre mancebo podía estar próxi-
mo á perder eKjuicio. Atribuía 3ro esto
á la ausencia de Germán, y por lo mismo
mi aflicción subió de punto. Retrocedí,
pues, y dirigime á la hacienda de Buena-
vista, en que pasé una gran parte d© la
mañana, y cuando regresé al hospital, ya
Regino estaba aquí. Apenas me vió, co-
menzó á llorar con angustia, y se echó
341
en mis brazos sin decirme cosa, alguna.
También yo guardé silencio, y procuré
nodanme por enitendido de la ocurrenr
ciá anterion •
Por la tarde salí yo con dirección á
San Fernando, agitado de cierto, deseo
vagó de encontram-e con el hombre miste-
rioso de la tarde precedeníte. Estúveme
largo tiempo <3bntemplaindo el mar ;} mas
habiendo perdido la esperanza ind-efinir
ble que me retenía, y queriendo aiprove-
char el resto del tiempo que me quedaba,
en mis pesquisas acerca de Germán, me
encaminé «al cementerio para preguntar
á cualquier sepulturero. Al tiempo, de su-
bir la pequeña rambla que lleva á la puer-
ta, me detuve porque «me pareció que el
hombre misterioso se deslizaba entre un
bosquecillo próximo, para encaminarse
á una de las callejuelas qu-e guían al inte-'
rior del barrio de S^an Román. El movi-
miento fué rápido, y la figura se desva-
neció en la mddia sombra del bosqueci-
11o, «antes que yo pudiese fijar ni una so-
la de las muchas ideas que me .asfaltaran
en tropel. Hallábame vacilante aún,
cuando por la misma dirección que habia
seguido la sombm del extranjero, vi apa^
reoer já Regino, que pon el espaldar del
cementerio se encaminaba al hospital.
Sus pasos eran lentos, llevaba la cabeza
inclinada, y cruzados los brazos sobre
ei pechto. Est^ *AfV^ aparicióti^ no dfe^
343
de sorprendenme, y sospeché, aunque va-
gaanente, que no era casual. Sin embar-
go, cuando volvi á casa, nada parecía
haber alterado la situación de Regino, y
conservaba la misma indiferente tacitur-
nidad de los días preicedentes, san visos
de a(gitación. Recogime para entregarme
más libremente á las cavilaciones en que
me iba engolfando sin querer, y como
arrastrada
En la tarde de anteayer, el tiempo se
presentó bellísimo. Vínome la idea de un
paseo por la "Eminencia" que, como ya
en otra vez te he dicho, oírece un adimi-
nable golpe de vista. Parecióme del todo
inútil invitar á Regino, porque estaba
visto que huía de mi compañía, y le dis-
gustaba mi presencia, no obstante el fino
cariño y la delicada atención con que le
prodigaba mis cuidados y consuelos.
Al sailir, le dejé engolfado en la lectu-
ra sin que diese ninguna muestra de
qlie pensase abandonar aquella ocupa-
ción j^y áI cruzar yo por.enfretitede su
ventaíia» ñi aun siquiera alzó los ojos
paía verme. Provisto, proles, de mi anteo-
jd de' Varga vista, me dirigí al punto de
mi destino por el camino mis corto, r que
me había- mostrado mí bueno y honrado
Germán; en quien estuve pensando cons-
tante»mente por todo el discurso de la
tarde. Llegué á la tima» de la "Eminen-
ci&i," y-todcfs k?e obj^e^Gís m me preBen-
343
taron con la misma belleza y magnificen-
cia que en la «primera vez. Ya al ponerse
el sol, mi rayo visual cayó con todo su
aplomo, y can el auxilio del instrumen-
to óptico que tenía en la mano, sobre una
de las piedras salientes que se hallaljan
en la playa próxima al reducto de San
Luis. Fijé toda mi atención, y observé
dos bultos que sentados en la ba^c de lia
enorme laja, prociuraban ocultarse cuila-
dosamente de las miraidas de los que pu-
diesen andar por allí cerca. Esto prcc
más mi curiosidad, é hice lo posible por
darle al anteojo toda siu potencia. Enton-
ces acerté á distinguir el cuadro hasta
en sus más pequeños detalles: j.ero. ...
gastábase la luz... y no había más que
el crepúsculo. Sin embargo, por el traje,
por el gesto y los ademanes, crei ver
perfectamente á Regino y al hombre mis-
terioso engolfados en una conversación
anirnadísima» No pude resistir á la ten-
tación que me asaltó de ir á sorprender-
les y tomar' parte en sú diálogo, si era
posible. Descendí precipitadamente. . . .*;
pero cuando me hallé enfrente del hos-
pital', Regino entraba, y sai interlocvitor
había desaparecido.
Yo no puedo negarte, qoierido Manuel,
que este incidente engendró en mí cier*-
ta especie de envidia, i>or la pTeférencia
que Regino había logrado en el ánimo del
que, sdgúa se ihe iiffurába, era un me*
344
dico insigne que podía curar mi malig- '
na enfermedad, y sacarme de este sepul-
cro, en que estoy enterrado vivo. Yo ha-
bría querido que ese «médico nos curase
á ambos !qué digo! á todos los que
nos' hallábamos en el hospital ; pero esa
exclusión á que me hallaba condenado,
era para mí durísima é insoportaible. Na-
da me decía Regmo, por más que me em-
peñaba, no en hacerle prguntas indiscre-
ta-s, de lo cual bien me he guardado has-
ta hoy, sino en hacerle hablar, aunque
fuese por rodeos, y sacar en limpio al-
go de lo. que estaba ocurriendo. No pude
lograr de él ni una sola palabra que tu-
viese conexión alguna con esto, pues á
todo cuanto le dije no correspondió sino
con tres ó cuatro monosilaibos ó interjec-
ciones, que más bien indicaban fastidio
que otra cosa. Tuve, pues, que ocultar en
mi pecho todo lo que sentía, á reserva
de esperar alguna ocasión favorable.
Puedes figurarte si esto me causará ó
no algunos sufrimientos, y aun algfunos
arrebatos de delirio. Sin embargo, des-
pués de todo, yo no sabia fijamente ni á
derechas si en efecto Regino y el hom-
bre (misterioso tenían algunas relaciones.,
ni si ellos eran realmente los que yo ha-
bía creído ver desde la cima de la "Emi-
nencia." Todo rne confundía y trastor-
naba.
Mas ant]tehe he sajklo de mis dudas, v
345
es ya para mí un hecho indisputable que
Regino y el hombre misterioso están en
íntimas relaciones, q.ue uno y otro pro-
curan ocultarse á las miradas de todo el
mundo, según las precauciones que adop-
tan para no ser observados. Ayer tarde
salí a mi paseo ordinario con intención
de sorprender este secreto. Para 'engañar
mejor á Regino, usé de la inocente su-
perchería de ordenar á mi sirviente, en
presencia suya, que si de La ciudad m»e
traían algunas cartas que yo esperaba de
Mérida, sin perder un instante fuese á
llevármelas á la hacienda Kanisté, que
es una bonita finca suficientemente leja-
na de la playa para que Regino pudiere
tener ninguna sospecha, si proyectaba/ '
otra en-trevista con» ese personaje que s^
me figuraba ser el Dr. Moor-e, médico in-
signe y capaz de <;urar á un leproso. Pa-
ra mejor lograr mi objeto á la vista de
Regino, que estaba en su ventana hacien-
do conio que leía, pero qne en realidad
sólo observaba mis pasos y el rumbo
que'podi<a yo llevar en mi excursión, mef '
dirigí por la parte del monte, hasta que
me vio internarme en la espesura en :
que hay .una estrecha vereda que guía á
la hacienda Kanisté.
Pero no bieh consideré que Regino me
baibia perdido totalmente de vista, cuan-/
do me revolví sobre la izquierda, y á
través de algunos obstáculos, fui á si-
Hospital.— 23
346
tuarme sobre un otero inmediato, desde
el cual podía yo descubrir el mar, la piar
ya vecina, la salida del hospital y todas
sus avenidas. Cóloquéme entre unos ma-
tojos, y me puse en observación. Por
lo pronto, nada pude distinguir de no-
table, sino un bote pequeño que se des-
prendió de una embarcación lejana, fon-
deada en el puerto hada muchos días.
Mas de improviso se levantó una tur-
bunada que muy pronto se convirtió en
una deshecha tempestad. Un rayo que
echó abajo la hermosa copa de un coco-
tero que distaba veinte pasos de mí, me
lanzó de aquel sitio y corrí presuroso á
ganar lai llanura para dirigirme al hospi-
tal. En un momento se eñn^egreció ho-
rriblemente la atmósfera. iCorrla con to-
das mis fuerzas y no podía atinar el ca-
mino. Llovía á torrentes y el reiterado
estampido del trueao, el siniestro brillo
de los relámpagos, la; impetuosidad del
viento, y los ríos de lagua que corrían á
mis pies, me hacían detenerme á cada
instante. Por fin, vino la noche y me en-
contré extraviado en la espesura, des-
orientado del todo, y sin poderme fijar en
la dirección que había de seguir. No me
quedó otro recurso que arrimarme al
tronco de un árbol y esperar que calmase
la tormenta. Allí pasé dos horas de mor-
tales aoigustias.
Al cabo de ellas, hubo de cesar *ia Ihi-
847
vía, mas la tempestad bramaba) con toda
su fuerza allá á lo lejos en el mar. Era
aquel uñ stibJime espectáculo; pero capaz
de aíterrar al hambre anas intrépic'oi El
brillo de los relámpagos se sucedía sin tre-
gua, loom tal rapidez, y se presentaba en
tain^tas y tan variadas direcciones, que no
pa^recia, sino qiie los cielos y el mar se
habían vuelto de fuego; »pero de ese fue-
go que produce una luz que deslumhra y
hace confundir los objetos. Resolví ca-
minar á la ventura; mas después de dar
algunos pasos, encontreme con unas ta-
pias que creí fuesen diel hos-pital; mas
no -eran, sino del cemeinterio. Tú sabes
que jamás he sido pusilánime; pero me
cauísó tal pavor la cercanía de aquellas
tumíbas solitarias, cuandio yo míenos lo
esperaba, que hubieron de flaquearme las
piernas, y vine al suelo sin sentido. Re-
páreme; muy luego, incorporóme, y seguí
caminando al andar del muro, hasta llegar
ai ángulo que se forma del liento de!
frente, y del que mira á la banda oriental.
Apenas había asomado la cabeza, un
ligero zuzurro de voces humanas vino á
herir mis oídos, y al resplandor de un -re-
lámpago distinguí dos personas sentadas
^ uno de los bancos de piedra, que
.án á la entrada del cementerio . Po-
co faltó para que este segundo susto
me causase el mismo efecto que el an-
terior; pero por fortuna antes de sufrir
34»
lai impresión de terror, conoci perfecta-
mente á Regino á al ho^mibre misterioso.
No pude escuchar cosa al'guna» de su con-
versación, porque en ese propio Instante
un pequeño farol venía acercándose á
aquel sitio, y otros varios vagaban ipor
las inmediaciones del hospital. . Era que
suponiendo el adtminísitrajdor que nos hu-
•biéseimos extraviado en la tormenta, ha-
bía dispuesto que algunas gentes saliesen
á buscamos con luces, que nos sirviesen
de guía. Separáronse, pues: el hombre
misterioso se encaminó á la playa, y Re-
gino fué á encontrarse con el más próxi-
mo de los que traían los famoKUos. Así
que se había alejado Regino, dirigíme á
la iplaya ; pero nada adelanté. Volvime al
hospital á entregarme á nuevas cavilacio-
nes.
Tal' ^ el estado de los sucesos, que
verdaderamente no (puedo expücamie: Pa-
ra colmo de todo, no hace ^ un minutó
que dejé esta carta para ir atl aposento
de Regino en ibusca de una barretilla de
lacre que tenía yo en un cagón de su
mesa, y le he sorprendido hablando con un
marinero de mala figura, que estaba arri-
mado á su ventana pKxr la parte exterior,
lo cual me ha sorprendido. Sin embar-
go, nada- le he didho, ni ne aventurado
ninguna obsevación, porque seria inútil.
El* no quiere hablarme ni una sola pa-
labra. **
349
Adiós, Manuel mío. Pide al cielo con-
suelos para tu amigo, porque realmente
los necesita.
Post Data.
Somos á 12.
Regino, -por fin, ha cometido la villanía
de fugarse anoche, como yo había co-
menzad'o á suspechar. Nno puedo entrar
en ningún detalle, porque esta carta va
caminar ahora mismo, que son las siete
de la mañana. Considera no más cómo
me habrá dejado este dioso suceso, y com-
j>adécete de ese desgraciado. Adiós otra
ve*t
CARTA XIV.
ANTONIO A MANUEL.
S. Lázaro, 25 de Junio de 1824.
Qtwrido mío. Si no fuera por las re-
flexiones conisolatorias del buen capellán
y del respetable Dr. Frutos, que hubo, en
fin*, dte volver á la tranquilidad de su casa,
mi situación sería hoy de todo punto in-
soportable, después de'l desgmaciado isu-
ceso de Repino. \ EHos mío ! Cuando yo
me creía libre, en lo posible, del funesto
efecto que engendran las raras combina-
ciones de una vida agitada; cuando es-
peraba que aquí, en mi horrendo destie-
rro, sólo me vería frente á frente con mis
diolencias físicas, y con utio ú otro lecueir-
do que al cabo lograría extirpar de mi
352
ánimo afligido; tóbr-evienen entonces ta-
les incidentes, que me hacen reportar to-
dos los males de la vida social, sin gozaf
de ninguna de sus ventajas. ¡Ah! Yo
no sé si acertaré nunca á perdonar íá
Regino la conducta poco leal que ha ob-
servado «respecto de mí, arrancándose cau-
telosamente de los brazos de un amigo
que le amaba tanto, fugándose indigna-
mente, y dejándome comprometido en el
concepto de las personas que, en obse-
quio mío, se interesaron, porque tuvie-
se licencia de .salir fuera de estos muros
á que la policía le había cottifinado, á
fin de que su mansión' en San Lázaro le
fuese menos dolorosa. Te referiré cir-
cunstanciadamenite lo acaecido, puesto
que en la breve "postdata" que añadí á
mi anterior carta, apenas tuve tiempo de
anunciarte el hecho de 'la fuga de Regino,
sin entrar en ninguno ée sus pormeno-
res.
Recuerdo haberte rfidho que le sorpren-
dí hablando con un mairinero de mala y
siniestra figura, que estaba amniado á
la parte exterior de su venUtna, circuns-
tancia que me pareció tanto más sospe-
chosa, cuanto que él mal catado marine-
ro desapareció del sitio, apenas sus ojos
torvos se encontraron con los míos. Re-
gino, sin cura«nse de volver la vista hacia
donde yo andaba, «sintió mis pasos en el
aposento, y permaneció indiíerente miran-
353
do á la mar, como si tal cosa ocurriera.
Confieso que me asaltaron vehemenítísi-
mas sospieclhas jdle| tque ,mi iáesgraciado
aonigo estaba maquinando su "evasión, con
'la ayuda de aAgnn extraño que se re-
celaba de mí. Desde su entrada en el
hospital, triste y melancólico habitual-
im'ente, sólo tenía estrechas relaciones
conmigo, y ninguna con los de fuera .
Huía de todo el' mundo, y aunque al fin
le vi alternando con el hombre misterio-
so, no me figuré que extendies-e más allá
la esíera d'e sus comunicaciones. Por tan-
to, después de aquella 'sorpresa, sin par-
ticipar á ninguno de la casa mis conjetu-
ras, resolví «ponerme á la espectativa, é
impedir, si fuese posible, que mi pobre
amigo se escapase, sin más razón que
evitable d inminente peKgro de volver á
los extravíos y excesos de que se hallaba
libre en el hosipital, por beneficio de la
Providencia.
Luego que cerré y sellé las cartas que
habían de dirigirme á Mérida al siguiente
día, tomé un libro bajo el brazo, coloqué
tma silla en h, puerta del hospital por la
parte de afuera, a«nrellanéme en ella, y fin-
giendo leer, no hacía yo sino, observar
¿scrupulosaimente todo cuanto .pasaba por
aquellas cercanías. Aún no se ihabia pues-
to el isol, pero espesos y negros nubarro-
nes interceptaban sus ardientes rayos : las
aves marinas «nevoloteaban aquí y aÜí: le-
354
yantábanle fuertes ráfagas de viento; y
habia ^eñai^eiS ciertas dé tina próxin?a tem-
pestad. 'Lo$ leñadores y alonas gentes
del campo cs&ninaban más que de prisa
para alcanzar IsiS cajsas del barrio, y li-
brarse de 'la lluvia que amenazaba. lEn
medio de aqueña agitación, de aquel mo-
vimiento general, ima persona sola, cuyas
facciones nie era imposible distinguir por
la distancia, permanecía inmóvU' en la za-
pata de Salí Fernando, vuelta >la cara al
•hospital, como en actitud, dé examinar
atentamente lo que aUi pudiese ocuivrir.
Esta .persona, pues, excitó mi curíoskJad
y provocó de nuevo mi vígilanida, ponqué
esto rayaba en te serio. . Conrí á mi apo-
sento en busca dé un pequeño anteojo,
que sini llamar la atención de nadie podia
servir pesf ectaimente para el objeto que yo
me propuse. En medio minuto estaba áf.
vuelta en mi puesto; pero ya no vi en el
suyo al hombre á quien deseaba recono-
cer. Mi primera idea fué dirigirme á San
Femando, registrar eit edificio por dentro
y fuera, y asegurarme de la identidad' de
aquel hombre con el marinero gue una
hora antes tenía pláticas con Regino. Pe-
ro reflexioné 'luego que este r^urso sobre
comprometerme con un sujeto desconoci-
do, cuya conducta no me tocaba censurar,
sería del todo inútil, supuesto que yo me
había hecho él ánimo de evitar por mí
sólo la evasión de Regaño, sin q'«e ínter-
355
viniesen las gentes de la casa, por temor
de que una funesta eiquívocación llegase
á catusiar á mi dtesiv^eatuT^do aimigo un
mal todavía más grave del que yo real-
mente me temía. Mi perplejid^ad se au-
mentaba por instantes, y no sabia }o qué
(partido sería el más prudente, para adop-
tarlo en semejante conflicto.
Engollado me hallaba en estas cavi-
laciones, cuando maquinalmente fijé el pe-
queño anteojo que tenía en la mano so-
fhre una de las muchas canoas pescadoras
que hacían fuerza de vela por atracar á
la playa, antes de que el chubasco las pu-
siese en riesgo de perderse, sozobrando
ó estrellándose contra la playa pedregosa
de sotavento. Extraordinaria fué mi sor-
presa cuandb distinguí, apoyado ai pí^
del diminuto mástil del equápaje, á un
hombme que, por el traje y la cachucha
•d-e piel, reconocí perfectamente ser el mis-
terioso personaje, cuya apaTÍción desde el
primer día haílía producido en. Regino y
en mí una revolución tan completa é inu-
sitada. Y creció más mi admiración, cuan-
do en aquel propio instante;, ¡pasando jun-
to á mí sin mirarme, saKó Regino em-
bozado en un capotón de barragán, tsin
que le detuviesen los signos precursores
de la tempestad, que, en efecto, á pocos
segundos estalló en miHares de relámpa-
gos, truenos, viento impetuoso, y un agua-
cero que sólo hubo de cesar ha'Sta pa-
sada la media nodhc.
356
Habría querido <salir en pos de Regmo
y -hacerle volver, ée grado ó ipor íueinza:
so pretexto de aquella -horrible borrasca
que ya teníamos eucima. Má$ el proato
y fulmitiante desarrollo de ésta no me dio
lugar para nada» y tetmi Janzarm^e en per-
secución del pobre mozo sin ejsperanza de
conseguir mi objeto enmedio d!e aqael des-
orden espantoso de lo^ elementos á lo
cual podía agregaa*'Se la resistencia dies-
esperada del fugitivo. Adiemás^ yo había
pmlidio la dirección de isus pasos^ porque
le vi tomar et rumbo que guia á espal-
das del edificio, seguramente x>ara no ex-
citar mi curiosidad, y desorientarme si yo
mtentaba seguirle. Casi tenía te ila cer-
tidumbre que en esa intempestiva salida
no llevaba más objeto, sino el de fugarse.
Nada podía remediar, sin embargo, pues
aunque el mal temporal me hubiera per-
mitido dar ajgunos pasos, yo no sabia, á
punto ñjo» cuál podía ser el sitio en que
iba á reunirse con los que fe facilitaban
su evasión. 'Lo que ime f>aredó indudable
fué que el hombre misterioso tenia una
jparte muy activa en este suceso. Cómo
y con qué fin, eso no sabría yo cxpB-
cármelo.
Entre tanto 1» noche cerró enteramen-
te; la tempestad seguía bramando é iba
en aumento; el mar, azotándose contra
la «playa vecina multip^licaba la confusión,
tos enfermos estaban recoghíos, ¡os em-
35^-
pleados de h, casa dormían, y sólo el pa-
dre capellán sentado en un sillón junto á
la puerta de su a/posento observaba y vi-
gilaiba 'la -casa mientras venía la> hora en
que la puerta exterior del edificio había
de cerrarse deífinlitivamente. Me veía ir
y venir de* un extremo á ctro dé la ga-
lería, en-trar y sailir de mi haibitación; y
conoció al cabo que yo era p^reso de aíl-
gnna oculta agitación, ó tal vez se figuró
que yo también quería fugarme. Ccn mu-
cha discreción, acercóse hasta doiide yo
me diallaba, tomóme lais manos y, n la es-
casa luz de un farolillo, observó, sin du-
da, alguna alteración en mis ifacc-cnes.
— I Qué hay mi buen Antoniol exclamó :
Vd. se encuentra agitado. ¿Sufre Vd. al-
guna cosa, amBgo mío?
— ^Yo nada. Estoy un poco
triste.
— ^1 Vamos! Vd. se impresio»na muy fá-
cilmente. Ya entiendo: la situación de
Régino tal vez le tendrá constemadb y
afligido de esa suerte.
— 'Muchísimo, padre mío, se lo confieso
de todas veras. '
— ^Tenga- Vd. un poco más de sangre
flría. Lo que Vd. observa y á mí no se me
ha escalpado; es alguna crisis moral que
terminará en bien. La melancolía y el
consiguiente abatimiento del espíritu, ma-
les «son harto frecuentes en esta casa. Pe-
ro, todo eso se extiniguirá al fin: el en-
358
fermo se habitúa á verse en «u deplora-
ble estado, pasa la novedad, to re igión y
la filoBofía vienen- en seguida, y todo des-
aparece. ¿No lo 'ha probado Vd. .por si
mismo ?
•^S\, padre mío; pero lo que yo roe te-
mo es que á Regino le haya sucedido al-
go peor que mía crisis.
El capellán me miró un tanto azorado.
Luego hizo ademán de diTiginse al aposen-
to de Regltno.
— Es inútil que Vd. vaya á buscxiile allí,
continué. Regino está fuera del hospital.
— ¡Válgame Dios! ^ Fuera del hospi-
tal, en medio de uai tieimpo semejante. . .
después de 'k>s riesgos y trabajos de la no-
che (pasada ! Esto rayó ciertamente en lo^
cura si vio venir la tempestad y • e quedó
fuera. No se aflija Vd. por esto; ahora
mismo lo remediaremos.
-^Es el caso que se ha ma«rchado en el
momento mismo en que comenzaba, pues
no parece sino que de propósito salió á
desafiar á los elementos.
— ¡Este 'Adíninistrador que lo permi-
te, siendo tan notorio el extravío de ¡deas
del desgraciado muchacho!
-—Acaso habrá salido sin permiso: yo
tengo motivo de creerlo.
— iEntomccs preciso es dictar algunas
medidas para averiguar su pamadero.
Alarmóse el administrador luego que
se enteró de lo que ocurría. Al momen-
359
to sie pusieron en pie los criíados de la
casa, y , sin -embargo die que 'díhiviaba.,
mardiaT)on< en busca de Regiao, tomaíiido
varía'S direcciones. Yo conseguí á fuerza
dé instar mudho el que se me permitiese
salir también en demanda de mi aimigo.
' Todo fué inútil.
•Después de las más diligentes pesqui-
sas, que extendimos hatsta la plazuela de
San Román, volvimos á las dos de la ma-
ñana al hospital, sin haber hallado ves-
tigio alguno de iRegino. La fuga se ha-
bía consumado, y sepa Dios si alguno
llegó á creerme cómplice en ella.
Entre tanto, me deshacía en conieturas
á cual más extrañas. En aquellos mo-
mentos estaiba yo realmente airado oon-
tna Regino, y su conducta, no solamente
me parecía villana é indigna, sino grave-
mente ciimínial. Los antecedentes iquie
ya tenía, y que no había comunicado á
persona alguna, me llevaban á creer tales
cosas que me horrorizaban. Verdad íOs
que intervenía en aquel suceso una per-
sona que, se^gún todas las apariencias, se
hallaba revestida de los más nobles y ele-
vados sentimientos, y cuyo sólo aspecto
predisponía en favop suyo. Pero también
yo había vi^sto á un marinero de siniestna
iiguira tottnando ima parte muy activa en
aquel escándalo. Un tropel de encontra-
das ideas me asaltaban, y no podían fijar-
me en una sola, que me pareciese plau-
sible. ReccM-daiba aquellas pa'labras
ulioaB del tiiast«rioso personaje, cuando
dijo conmovido que su misión sobre H'
tierra era la de repartir él mal mi donde
quiera que se presentaba: que su cora-
era bueno y sensible ; pero que un ge-
nio maligno, un demonio invisible le cons-
treñía á hacer daño á todo e! mundo. Co-
menzaba yo á entrever a! través de aquíl
extraño lenguaje, cierto abismo peligroso,
' mal, que podía tragaT á mí desventu-
rado amigo, sin esperanza 'de remedio.
Porque esas palabras, significa'ban algo
Begurameníe, y no podianí iser vertidas ll
acaso cuando salían de lo más profim<lo
del corazón' y en un mom-ento solerrmí
é imprevisto. Sobre todo; esas palabras,
palabnas eran de -acuíacicín, de remonii-
miento y de doJor, ¿EnaTi un grito de
maldición, lanzado por un reprobo?
En fin, yo esperaba con ancia que el
d'ia viniese píira fundar mejor mis con-
ceptos : esto iba á depender ya de una
circunstaiWia' que á mí juicio tenia estre-
cha conexión con la fuga de Regino.
Arrójeme, pues, en e! lecho: nebullianie
eiii él sin descanso, y despabilado conta-
ba los instantes que faltaban para que el
sofl se elevase ilinninando completamente
todos 'los objetos de !a tierra. Cuando
yo crrf lleg;ado el momento, incorpóreme,
vesfíme de prisa y, con el antej" en h
mano, corrí á situarme en un ptmto con-
361
veni-ente d-esde el cual pudiese registrar
todo el puelnto y los objetos que eii él ht^-
bie&e. Miré ¡ Ah ! Yo lancé en-
tonces un hondo gemido de angustia inex-
plicable
Aiquella embarcación lejana fondeada en
'la bahia desde muchos días atrá«, habia
levado ancla, liargado veJa® y echádose a
la mar. Aülá en los confines del horizon-
te aparecía un punto blanco y casi im-
perceptible. Allí seguramente iba Regi-
no, y volvía á k iníame vida de los pi-
ratas'. I ¡ Infeliz ! !
Vuelto al hospital, y con el ánimo tris-
te y abatido, escribí la "positdata" de k
última carta, que te ditíigí en' aqud día
aciago.
Más de seis horas pertmaniecí en una
esipecie de letargo doloroso. Tantais pro-
testas, tantais lágrimas, tiantos consejos
saludables ¡ Todo se había matogira-
do! Yo qtie con tanto entusiasmo ha-
bía recibido á ajqiuel mi nuevo amigo: que
había esperado que esa amistad fuese
eterna, y que juntos partiríamos los ho-
rrores del destierro i A|y de mí ! Yo
volvía tristemente á mi soledad antigua.
El caipelJán vino en mi socorro, y procuró
«acamie de aquel profundo abatimiento.
Pero en pos de Germ&n habk marchado
Refifind: ya me parecía que comenzaba
á disolverse k única cadlena, que en «el
Hospital. ~3i
362
hosipital había vuelto á aitarme el cairo de
la vida. ¿Sería testo un fmal? jj Apiádese
Dios de las pobres criaturas ! Parecíame
mardiar á grandes pasos ^asta la orilla
eterna del olvido. . . , hasta la muerte que,
fiera y sañuda, volvía de nuevo á abrir-
me 'SUS secos y desoanados brazos. jAy!
qué horas Manuel mío, que horas de tor-
mento! 'El cielo reconupeínse á este san-
to y caritativo saioerdo«te, por su filantro-
pía y amor á la misera'ble humanidad. Yo
le debo el haber vuelto en mí de aquel
profundo decaimiento, que podía haber-
me aicaírreado lamentables resultados.
Cuamdo saáió Regino, la vez postrera,
dejó en el míoi, la llave de su aposento.
Era ya entrada la nocihe cuando^ hube óe
verla, y al punto me vino d deseo de re-
gistrar aquella habitaidón, para cercio-
rarme «i, al partir para siempre, Regino
se había aooírdado de que un amigo suyo
quedaba entregado á todos los horrores
de un cautiverio, que ya en adelanite le
será acaso intolerable. Con lais l'ágriimas
en los ojos y la angustia en el alma pé-
ne-tré en aquel solitario recinto, en dónde
habíamos p-asad'o juntos tantas horas, pro-
ícurandonotS' recíprocameinlte Jfcodio litaage
de consuelos, y apinendiendo, en la escue-
la del dolor y del suifrimiento, á sobre-
lllevar los males de la vida. Sobre la tne-
s.a había un- libro: dentro deJ libro un
• bililete escrito para mi. Devoré aquellas
3^3
pocsys lip^ais» que no •hici-^rotí, sino au-
mentar «ai <:Qnsternación. H^ aquí su con-
tenidio.
**l!niccwn'parai>l<e amigo mío! Conozco
que todais las apariencias van á perd^irme
en ed concepto y estiimiación <lel único
ho^nbre en la tierra, á quien yo aimo y
•respeto. ¡Antonio mío! Perdóneme V'd. si
he abrazado un partido peligroso, sin con-
sultante pata' nad^, ni .manífesitairle mis
inten)eio«aes. El cielo me es uoi- buen tes-
tigo, dei esfuerzo que he hecho en esta
tremendia lucha conmigo mismo. No he
poldido remediarlo. No estia en mi mano
nesignarme á pasar mis años en esta pri-
sión espalnltosa. La Divina Providencia
anje ha deparakio un medio ide salir
y yo he ddbÜdio aiproveciharme de ese me-
dio para proporcionarme la salud, perdida
aquí sin esiperanza; y...., taJ vez para
proportionársola á Vd. tatóbién. AtíSós,
mi querido Antonio. Yo prometo á Vd.
que nos volveremos á ver, tan pronto co-
mo sea posible, — «Regino."
Si ¡alg&i re^o de dud'a podía haberme
quedado acerca de la fuga de mi pobrte
aimigo, después de haberse practicado to-
das las diligencias posibles en averigwa-
d)ón die su paradero, este b'ül'dte, y la se-
gttiriklad con que estaba escrito, disipa-
ban toidas ntís esperanzas. ¡Mancebo in-
íeHz'! Lo que seguramente era un casti-
g0 dtl cielo, llegó á figurárselo como' un
r
I
medio que te deparaba la Providencia, pa-
ra proporción» rse ese inestionaible tesoro,
cuyo precio sólo ptrede oonocerse después
de perld'&rlo miseraiblemeníe en los extra-
víos de iwia juivenrfud disipada, recibiendo
en recompensa un veneno mortífero y roe-
dor, i No ha podido resignarse á paaat
sus años en este cautiveriio, en. esta tuin-
ba dt los vivos ! Tiene razón : es muy
difícil, en ivertíad, conseguir de lleno la
resignación; tan indispensable para no su-
cumbir hiegT), lluego bajo al peso de! "¡pi-
ra, siempre!" que á tal punto horrorizaba
é (mi pobre Regino.
Y como si temiese haber clavado un
puííail agudo en mí corazón, d'ejándonie
albandbU'ado á oni dolor y á mi agonía, qui-
so abriir la puerta á mfis locas esperanzas,
atiuTicilájntíome, qwe tal vez, mi saiud po-
dría volver de resulta de aquella fuga.
jiOh! A no haber llegadb á converceime
de que este mal es ineuirable : á no haber
retdbido tantos desengaños, acaso podria
caer en la masa de -an error tan funesto,
que ime ofuscase, me dejase ciego y en-
vuelto en peinduTablies tinieblas. Sin em-
bargo 4por qué te lo he He octiltar,
Manuel mío? Algo pasa aquí, aiqtjí en lo
más recóndito de mi corazón, que proHu-
ce en' mi cierta antsiedaid. cierto deseo va-
go íe que Regino cumpla con sus pala-
bras, vuelva á verme y á sacarme de 'es-
tos horribles calabozos, tanto mái? íor-
365
midiabilies, cuanto mayor es él empeño de
qíue IK> paireacaíi tales al miiseiraible lepro-
so conifinaido en ellos ¡ Yo no se!
Est-e joven predestinado al mal, no sólo
ha cometido un crimen abominable con
exponerse de nuievo y voluinitariamenlte á
los pelSgros de la vild'a infaime en que pa-
só s-us primieros años ; sino que
i Dios se lo perdone ! ha emjpünzoña-
•áo »mi existencia, sobre la cuai s-ie^nto ape-
garse una nuíbe siniesltra, preñada de in-
fortunios y trilbularioneB. \ Ya no bay paz
ni tranqui'lidaid de ánimo!
Aipesáir áe todo, yo conozco que la Pro-
videncia no nxe ha ^and^onado á mí mis-
mo, y qtne no me esca'sean- sus benefidos.
Hace hoy ocho días justos, qiue un sir-
viente vino á anunciarme, que un caballe-
ro soJicitaiba por mí. Arreglé mas vesti-
dos, salí del aiposento, y encontréme con
el dbator Frultos, ese respetable míédico
que toonjtribüyó eficaaattnente á hacerme lle-
vadera esta vida de San Lázano. Su tpre-
•senda en aquellas circimstaricias, fué pa-
ma mí de un ailivio inexplicable. Yo creí
ver un i^®go de contenlto y saltís»facción
etti aque'lla fisonomía, áiemipre franca- y
ex'presíva, sieim-pre radiante de amor al
íprógiilio. Abrazóme con la mayor ternu-
ra y comenzó á examinarme.
—-¡Ya Vd. lo ve, mi joven amigo! dí-
joime en tono de reconvcnición, después
de haberse ceirciorado de mis alivios. Es-
366
I
to marcha, á ¡gnjn prisa, á utta mejoría no-
table.
— ^¡Pero yo nuaca toe pondré hiieno,
(má querido doctor! exclanté, sa^kándose-
me las lágrimas. ,
— ^¡iSólo! Dios puede saberlo! <ne re-
puso con alguna emoción. Sin embargo,
prasiguió; la enfemiedad se va ocuUtan-
do, ,y toldavia es m;uy factíbfte que viva
Vd .... ha«ta cuarenta años más, sin ma-
yoires istufrknieintos.
— ¡Y ei funesto gérníen circulará siem-
pre en mis vena»!
¡jTodios los seréis vivienítes líevan con-
sigo el germen de la muerte y dfe la des-
trucción 1 1 La misión de ta naturaleza es
la de perpetíuiaff las especies, no los indi-
viduos.
— ^Yo, entre tanito, ,penmaneceré ence-
rrado en eiste hosipiltal, por toidbs los días
de la vida, sin esperanza de vottver a la
sociedad de los hooribres.
— I Qué sabeimos, mi joven amigo ! Ta-
les tóbiitos podria Vd. llegar á adquirir;
podría Vd. acoáfcumbrarse de tal suerte
á comsolar á los pobres enfermos, que
al cabo halfaffía Vd. en esito una verda-
dera saitisfacción y un placer mucho más
puno, que los que 'busca en esa nrina y
preocupadíi ¡sociedad, a cuyo seno quiere
Vd. vcílfver. Las miserias del g^én<no hu-
imlano bien merecen exítar nuestra oom-
.pasión y dedicarle algtmos cuJldialddB y -des-
367
V€Jos. La iriecoimipeiisa de, esto, la halla-
ría Vd. en éste y en el otro mundo.
Yo no pude menos que reftexiónar al-
gunos instantes ein las proimesas de R:e-
gino, mientraisi el buen doator razona4>a
d-e aiqnelüa s«uerte.
Reíerife la evaisión de aquél, y se mos-
tró adimirado. Más lo estaría si supiese
•todo lo que yo sé, y sospechase todo lo
qwe yo sospedho .con tantos fundaimentos.
Hiabíaimios muy largaimente sobre Reigino
y c-ó-nocientíí), sin duda, que la melancolía
que había vuelto á apoderatse de mí, de-
pendía ein pante de aqiud suceso deplora-
ble, usó de im lenguaje Heno de razón
y de fuego para consoliarme. Ya te lo
he dí'dho en otra vez : el ,dootor Frutos no
sólo es un médico insigne, sino también
un profundo moralista. Despidióse, y no
ha faltado á verme diariaimen'te, prodígán-
donje sus consuelos.
Nada sé acerca del paradero de mi vie-
jo Germfáln, cuya faüita, en esta ocasión, me
es dolblemente dolorosa. El resultado de
todas mis .averiguadoniels, ha sM'o el de
isacar en claro que es'tá ausente de la ciu-
d'ald y sois cercanías. ¿A dónde ha mar-
dhario y con qué objeto? He aquí un
misterio . que no puedo penetrar.
En la plácida mañana de ayer tuve al-
gunos momentos de distracción y, si ca-
be, de placer. El cielo estaba henmiosí-
sümo, y reinaba una brisa suave y agrá-
368
dabd«. Derepenfte se cubrió la bahia de
usía jmutltiiuid dSe Larudias y canoas : los bu-
ques mayores despiegaTotí todais sus ve-
láis, é Jban y veniían de barlovento á so-
taivenltOy sobre las ligeras onda® die este
mar en leche. Resonabam grito» y ada-
nmciones die alegría, aoofm<pañados de xtrn-
isdcas y cámtiicos harmoniosos. Pareda
aquellio un lago encanitado. Era el dia de
San Juan, y las faimilias salian á voOtejear
en el; puerto.
(Adiós, ManueJ mío. Aunque yo qui-
siera disimiuliar el esitado de mi espíritu,
no ^podrías menos de traslucirlo en esta
icarta. No te des por entendido, pues, con
mi buen padre. .Cuida mibcha de su salud,
émale, y no te oMd'es niunca de este po-
bre prisionero. Adiós, otra vez.
EL DR FRUTOS A D. PABLO.
Caiinpechíe, jiunio 28 de :824.
Mi diucño y ainigo. He visitado á nues-
* 'tro queriido Aotonio, y puedo asegurar á
Vid. qiEC duranlte mi ausencia, se ha true-
forado tan oonaderablamerite, que aj
voflmer á verJe, me paredó otro hombre.
Está pálido y endeble; pero las manchas
de SOI cueií», las úlceras, la contrajoción
de los dedos y la lividez de sus laibioe, to-
do ha desaparecadlo, sin dejar más que uno
ú otro .vestigio supenficial. Ete verdead
que sus ojos brillan como si fueran de
fuego: que su pulsación es rájpida: que su
pie! «s una brasa; y que su aliento que-
ma, todo lo cual indica que eíl mal existe y
370
se halla concentrado. Mas, en reconupen-
sa, no hay deformidad, sus 'niiembros es-
tán expeditos, ^ estómago digiere bien,
el censorio conserva toda su energía y la
desorganización se ha detenido, perdien-
do la eniermedad un terreno considera-
ble. Bendigamos al Supremo dispensa-
dor de estos beneficios, y pidámosle que
se digne conservaiüos. De esto depende
la paz de 'ánimo de ese joven apreciable,
y la {tranqujtíldad de Vd., mi bueno y
querido amigo. Yo le ofrezco que em-
<plearé cuanto valga, si es que valgo al-
guna cosa, á fin de auxiliar los esfuerzos
de la naturaleza, y conseguir que Anto-
nia) comserve, por lo menos, el estado de
alivio en qute le ha hallado. Cuento pa-
ra ello con su natural docilidad y con
el anhelo que todo enfermo tien*^, aún
en medio de la postración más profunda,
de mejorar su situación triste y doloro-
so. ¡ Cuénito influye en esto la moral !
Y díréle todo cua;nto ocurfe, para que
Vd. y los amigos que teniga Aintonio en
esa caipital redoblen sus consejos y amo-
nestlaoiones que, en estas circunstancias,
no vendrán mal. Si en sus dolencias fí-
sicas le he hallado en tan buen camino, no
ha sucedido lo mismo respecto de las afec-
ciones de su espíritu. Había aquí un jo-
ven enfermo, del cual hablé á Vd. en otra
ocasión, como de un infeliz, por quien se
inlteresiaíba Antonio con toda la susoepti-
371
biKdad' de sai alma ardieiDte y generosa.
Por mi mie-dio-, ¿e consiguió que la au-
toridad permitiese al indicado joven pa-
searse por las cercanías del hospital, sin
emíbaiígo de las muy fundadas prevencio-
nes que existían para neigar este permi-
so, ponqué precisaim»entie el día imismo en
.qu-e la poliicía adoptó el partido de tras-
ladark del hoispital de San Juan de Dios
«ai de San Lázaro, el tal jovien había in-
tentado fugarse; y la cosa no paró en
conatos, sino que realmlenrt:e se escapó de
las manos de sus condudtor'es que lío pu-
dieron haberío de nuevo, sino merced á
algunos (trabajos y fatigas.
LleigaroTl á hacerse amigos inseparables,
y Antonio fpartía con su compañero de
desgracia todas las comodidades que le
proporcionaban el amor y la ternura pa-
ternal. Según los informes que me ha
d«a»do el capellíán, eclesiástico virtuoso y
de rnuy bellas prendas ipersonales, estas
relacionies se resfriaron por parte del jo-
ven favorecido, hasta el puinto de negar el
haibla á Antonio, minarle con indiferen-
cia y rehusar su oompañía; efecto, según
cree aiquel observador tan modeslr como
ilustrado, diel extravío de es^píritu y ca-
bal trastorno de ese infeliz. Desde enton-
ces, Antonio comenzó á abatirse lloran-
do á menudo^ sin comuniioar á nadie sus
pesares; porque otro amigo que se había
praporcionado en sus excursionies, sujeto
372
honradiskno, á quien yo conozco muchos
años ha, deisa|[>arccíó intempestivamente
dejando abandonado el miserable oficio de
sepulturero, a que se íve reducido ,para
poder ganar el sustento diado.
Las cosa<s estaban aMi, cuando el des-
dichado amdgo y compañero de Antonio
se escapó del hospital, en medio de una
noche borrascosa. Infructuosas han sido
todas las 'pesquisas que se han hecho, á
fin. de saber á dónde pudo haberse diri-
jirio. La autoridad suspendió momentá-
neamente d permiso de que disfrutaban
algunos enfermos, tíe salir á res|pírar íue-
ra él aire libre; pero, por fortuna, esta
medida no llegó á noticia de nuestro An-
tonio, por que fué revocada durante los
días que permaneció enoairrado, sin mani-
fesltar intenrtio de 'salir.
Tales isucesos han causado estra^ al
.enfermo ; y íaltaría yo á uno de los prin-
icipales deberes de miédico y amigo, si no
pusiese todo esto en su noticia, con el
fin loable de que concurramos, de con-su-
no, los que estamos interesados en la sa-
lud de Antonio, á la obra de volverk su an-
terior resignación, á la cual debe, sin du-
da, la mejoría que ha llegado *á conseguir.
Demasiado conoce Vd. las relaciones que
existen entre lo físico y lo moral del hom-
bre, 'para que Yd, fuera á extrañar el
empreño que manifiesto. Escríbale Vd.,
pues, en este sentido; y que sea cotti uc-
373
giencia, porque «1 asunto lo merece de-
veras. Vd. no debe afligirse por estas no-
ticias que en verdad no se las diera, sino
fuera, porque tengo esperanza de que los
cansíejos de un padre tan ^un,ente como
(discreSto, influinán poderosaimente en lel
éxito quie propongo obtener.
Siente se le veía leyendo, escribiendo
ó dibujajndo. Todo lo tiene hoy abando-
«laido: Hora, «suspira, ¡pasea poco, y la
mela^colia vuelve á ocupar su ánimo, aun
con má's fuerza y veheonenoia, que en los
primeros días de su entrada en el hospi-
tal. ¡Esto deímianda remedio, porque ,en
un pobire lazarino, un abatimiento seme-
jante puede llegar á producir los más» de-
(ploraibles resulitados. ^
Una de las cos^s que imás le prjeoou-
pan, según he podido traslucir de sus ex-
clamaciones y frases entrecortadas, fes la
|de que los médicos desioonocen b naitu-
traüem kle «u entetimedad, ó que se han
equivocado al calificarla de incurable. Yo
no sé quién ha podido sugerirle una es-
pecie semejante, que si líegara á hedhar
raíz en su ánimo, todo lesfuerzo para ha-
ceirfe conformarse con su desgrada, se-
ría lo misimo que íiacer rayas en e! agua.
fYo no he consentido en que 'lea ningún
tHbro de mietíicina, porque yo conozco la
impresión que puede dejar en un cerebro
exaltado, tal clase de lectura. De (mane-
ra, que esa creencia tiene aTgún origen
374
diferente, si y»a xko fuese efecto de las
CGiibilaciones á que se ha ienitre^ado *des^
loe la fugia de su amigo. Todo esto dfe-
be servir á Vd. de goíbiemo, para ^ue
mida su lenguaje al esoribirüe.
•Daos con-suele á Vd., mi buen asmógo, y
le tenga en su santa gtuaid<a, como se lo
pide esfre su obediiet)ite y aífmo. servidor
q. s. m. b.
,^%\.'^
:^'^-;:^
■\^^-wIS0\a^''/
*-• - * I
CARTA XVI.
MANUEL AL DR. FRUTOS,
'Méridar 12 (k Julio de 1824.
•
Mi respetable amigo y señor. Después
de la que y<d. escribió á mi deudo y ipro-
tector T). Pablo, nos hallamos» eíi el ma-
yor sobresalto y consiternadón acerca de
luueslro querido Antomio. tEl debía ha-
bennos -escrito coni el criado de casa, que
sofletnos enviar á Caimipeicíie á lievarle
nuestra correslpondencia : éste ha vuelto,
y no hemos hallado una 'soila carta dd
tdolo de nuestro corazón. No puedo ex-
presar á VdL la inftensidad del dolor y
eimargfura die eslíe atribuladfeimo padre,
cuyo hijo único, objeto de todo su amor
y die sus más fundadas esiperanaas. le ha
-\
376
sklo arrebcitaldo de icnproviso^ en lo ínás
florido die su edad juvenil, para arrojarle
en un hospital, en donde sólo hay miseria
y dolor. N^ecesitaba este buen anciano
de todos tos recursos de la leligión, «para
no haber sucuimibido en fuerza de aiqucl
suceso, que dejó en su a^kna una herida
tan profunda como incuirable. HaiSta ho^%
las caritas de Antonio eran un lenitivo que,
en parte mitigaban sus penas y aflicción.
De esto póárií Vd. conjeturar cuói ha
sido siu aívgiUiStia, al descubrir la vuetta
del oriado sin las suspiradas cartas que
espejaba ansiosamente, para cerciora^rse
del efecto que hubiesen producido las que
escribimos, en el sentido que nos fué in-
dicado por V. El respetable caballero se
ha .visto en la precisión <le hacer cama, en
consecuencia de este desgraciada) inciden-
te ; y he aquí un. mievo motiyo de aflicción
para esta casa harto desgraciada, sin me-
recerlo. .. i «
En semejantes drcunstendas sólo V.,
respetable Sr. y amigo, puede illustramos
y dedmos lo que realmenítc pasa. De-
positamos en V. la más franca é ilimjfaüda
comfitemza, á que es tan jusitaimente acree-
dor, y yo le ruego encarecidiajmente que
si no á D. Pablo, por temor de conster-
marlo imás, a k> menos a mí me comuni-
ique en todos sus detalles lo que cstó ipa-
isando en San Lázaro. Yo tomaré mis
imedidas para comunicar á este señor lo
¡qpe yo enea convenieai<te manifestarle sin
¡peligro. Tieoiie amigos muy üustraidos !y
sensatos, que podrían coadyuvar conmigo
é'hacerk mlás sapoitabk cualquiera des-
gmioiía. Esto suipuesto, Vd. puede hablaír^
ane sin misterios y con entera libortaid.
Así sie lo suplico de todas veras .m nom-
bre de la hum'axiidad, que debe á Vd. tan-
tos diesfvelois y aimor.
Yo soy amijgo y coimo hermano ue An-
tonio, pues me he educado en su propia
casa ) d'esde la inifeuncia hemos vivido jun-
tos, ty nimigún secreto hemos tenido oculto
emtre nosotros. Nuestra correspondeinicia,
desde que se halla enfermada en el hospi-
taü, pudiera probárselo á Vd. , Las Cáirtas
de mi amigo son la hi&toría de (todas sus
emociones, de todas sius ideas y aíectos,
y me ha dado cuenta de tod^, sin reserva
ni lümitación. Hágol^e esta advertencia,
para que si juzgase conveniente escribir-
me, cotmo me atrevo á rogarle lo verifi-
que, hurtando algunos mottnento® al noble
ejercido de su profesión, que comprende
Vd. y deaamipeña tan bien, pueda usar
coffiímígo de franqueza, y hacerme -as oon^
fianzas que juzgue necesarias y convenien-
tes. '
Escribimos hoy i Antonio en el adjfunto
paqueite, que con esta le será entregado,
á fin de que, según k situación de mi po-
bre hermano, haga Vd uso dte m conte-
nido. El criado portador lleva la orden
HoapiteL— Si
378
expctesa de estar allí á la disposidóti-^^
Vid., por todo el tiempo que sea n
rio, áín perjukio de que sí. algo ocucfe
de psítttkñA^Ty nos escrílba Vd. también por
d correo.
iDdos coosery«e á Vd. para bien de la
humanidad!, coimo sie lo .{Mide^ este sn obe-
diente y ne'spetuofio aknigí^q. a jn, b^.
CAKa-A>XVXI.^
BL-OAPBI,LAN. OBI^ HOSPETAi; AI^
DRitF^UTOS^
iSan LázGuo, 15 de Juüio de'9824.L
iMi ^qoeñdo . auníga. Pm» fué la úkimaiv
que las. nodies^ aatedoivs. Mie> paireac:
qiMibijfielM^-.ciKKe^porrHutantei de una.
nanea '.que -ya comienza, á inspiraome
taaioin'de-que el esfoomo'^no ¡la resista..
H&gase Vd. unluganato en-sua oc«paok>-'
im"de«la ciudaid, y v<éiigaae tan.i[»ontO'.co-
tno )e seo. posibte. &te jovoMiime tnte-
M8a;áot»einBneia . por su amabilidad, por
ai»~tIo8tntciáa'y,' sobre todo, por vi».mvfy
tMeotA^aenáaútxÉxx religios(& Un bolot-
bre- siempre 'inefcoe antstnt particular be-
n gwJb nci ajycañdadj' pero un jomen setae--
JEstedebiera oomemTse-& todo costa.!
.^8o
^^.apíi^^íjiy la c«>iíc;íirreji6ía,'\dé.;Vá*,. J^' ya
ji^efá': por • esAo, qji^e te' -co^sa e3 ii^JiMt^^o
sériiv iíPol>re joven! -Con hSirtó doiotfiítte
he separado d-e su ledho, para dirigir á
Vd. estas cuatro letra® iroigán<lole, como
vuelvo á bacerlo con encarecimdento, que
veiiga hoy sin falta. Mieíitras V. no le
vea, yo no puedo estar tramquiüo.
Esta imañana amaneció en la puerta del
hosipital nuestro aimo .GéCJnán, el sepulr
turero, cuya larga y misiteriosa auisencia
ha contribuido, en mi concepto, á redo-
<b<l)a<r . las |>eínas ..y , amarguras de. . AntOimo
que, como Vd* sáibeí ama con ternura á
este pobre anciano. El sepulturero se
tondó l^s manos de dolor y virtió lágri-
mas c^iosisimasi á1 enjterarsé de lo q<u«e
pasaba, y desde aiquel i¡nsta«nibe no ha aban^
donaJdo la cabecera del enfermo, asistién-
dole con el mayor cuidado y'jniramáento.
Verdad" es que no hace sino corres-
ponder é A^ntonioí lo que éste 'hizo por. él
en oibra grave dolentcia que d sepultuiiero
pasó en mi habitajción; cuando Vd,j con
motivo de la cokunma, se hallaba ausente
ein^ el calm|po. - '•
V Antomio no ha ' reoonodrio la voz ni -la
ftaoMomía de su vi«jo aimigo, lo cual,
sobre las extraviadas fiaJabras que se ie
eseaipari, y. las miradas sombiías que arro-
ja al redieldór de sí, me indican que «I de-
lirio va á apod'orarse de él mtiy luego.
38i
luego, Tetiga V. todo esto presente, y
vuelva, en tal viitud, á ver y socorrer á
es'te amigo querido, que nos debe, á Vd.
y á mí, tanto amor y estimación.
Suyo que k ama.
4 p
^
CARTA XVIII.
EL. DR. FRUTOS A MANUEL.
Caimpéicihe, i8 dt Julio de 1824.
Míuy. bi«n ha hecho Vd. en dirigirse á
. lili, , querido jov^en, para ten-er nuevas se-
sgueas de lo que sucede en San Lázaro.
' De esta sue»rte «me proporciotna Vd. la
dcásíóti die explicarme acerca de mi esotro
pobre Antoíiio, sin temor de causar un
pg'OÍp^ d»e sorpresa á mi buen aimigo el Sr.
. DrPabío, cuyos pesares y aimarguras com-
prendo pérfectainente y . . i sábelo el
cielo. . . f quisiera yo aliviar. Nada le re-
^^lervaré de cuanto ha ocurridlo en estos
^.óisLS, y <i"e esta manera, podrá Vd., con mi-
•.ramieníto, hacer uso de lo q<ue voy & co-
iTii»>icarle.
r
Hace hoy tr«oe días que AntonloJ
acometido de una ñebre de tan mai c
ter, que he comCTizado á dudaí* de su co-
iración, y es muy probable quie sucumba
en la última crisis de la enfermedad. Re-
tengo, pues, las cartas que Vdcs. le es-
crilMeron por mi conducto; y por lo que
respecta al portador, me ha parecido con-
veniente que permanezca algunos dias oi
la dudad. Su presencia en Mérida, sin
contestación ndngmia de Antonio, seria
una puñalada aibroz para el infeUiz D. Pa-
blo; y yo he querido aiiorraríie ó diferirJi
por lo menos, una nuevia pesaduimbrc. j
verá el modo de explicar ptausiblej
esta moratoria.
Desde que volvi del canupo y comíi
á visitar á Antonio, conoa que la fuga
de su amiigH> Regino habia hecho en su
ánimo una extraordinaria impres'ón, que
se hajcia más patente con sus discursos
algún tanto extravagantes. Ya Vd. se
eaiteró de lo que escnbi á su padre con
tal motivo; y aJhora agreigaré que me pa-
reció notar a'Igunos síntomas de trastor-
no en el cerebro ardiente del enfermo.
Redoblaba mis esfuerzos constante mente,
y sin eimbargo el mal iba adelante, sin de-
tenerse. En vez de respondter á mis pre-
guntas, íloraba : en vez de escuchar mis
consiejos, declamaba; y aun, en cierta oca-
sión, me dijo que la decantalda cifncia Ót
los médicos era un engaño y una fatacia,
38S
con qü¡e se qtuería tupir el entendimiento
hasta de la gente sensata. Piara mí nada
haíbría tenido de extraño este modo de
razonar algo bru'sico, porque yo mi-sttno
soielo abrigar fnis dudas en ciertas mate-
rias que la ciencia da por demostrad!as;
pero me sorprendía qiue albora, má'S que
en otras veces, fijasen la atencióli del en-
fermo eS(tas ideas, y le ocupasen el es-
píritu con tal intensidad y ejodtisión, qtic
no le diesen tiempo para pensar en otra
cosa. Y ¡en qué circunstamicias ! Pte-
cisalmeiniÉe cuando sn dolencia ha perdido
tanto terreno, y cuando más motivos tenia
de estar agradecido á los esfuerzos de su
médioo, por cuyos consejos, estrictamen-
te observados, había llegado í expérimen-
taír tan niotaible alivio, lo cual dí»bía pny
ducir en él' una conviccióli totalmente con-
tlraria á la que manifestaba contra la me-
dicina y los médicos. ¿Cuál podría ser
eJ. origen de semejante preocupacióii ?
Perdíame en conjeturas vanas, porque lec-
tura de libros facultativos no era, supuesto
que me constaba no poseer ano sólo de
ellosj; y además, en esos días lo que memos
pen<sabá era en leer. ' Puede Vd. figurairste
mny bien cuáü sería mi aflán en extíripar
de aquella fantasía volcanízadá unas im-
pi^sSones que .podían degenerar eri ver-
dadera locura. Yo predicaba en desier-
to, porcfue ío que mas conseguí obtener,
fué cierta sonrisa sardónica, que parecía
. hacer bui\kt de mis discursos. Entonces
.era cuando: mis temores de un funesto
extravio .subían de ipunto, y me haltaba
diesarmado. paira combatir el mal. ¿Qué
quiere Vd.. hacer de un eniferanoque no
tieme !fe en su médico» y. que desprecia al-
tamente los recursois de la medicina? 'Bus-
caba, puesv el principio de donde prove-
nía, aquel escepticismo, funesto» y no lo
r.ltiallaba. Todo era .madhacar en hierro
, . irío. ,
, Por ñn, en la nodhe del día cuatro re-
cibí un billete- del capellán, en que me Jos-
taba á mardhar inmediataimente á San Lá-
, iaro. Aunque yo estaba constipado, llo-
viznaba, abacia, un brisote fuerte y. era -pre-
ciso exponjerme. á el en la desabrigada pla-
ya de San Romén, metiimo^ en la. volanta
y. partí de luego y luego. Halliéme oon
Ja novedad granre de estar Antonio asaka-
. do.de una- fiebre voraz. Según supe,-^cfi
r aquella tarde había salido átl hospital, <:o-
.mo tenía costumbre,, á. pasearse, ^r. la
, playa ó sus es^pléndidas y frondosas oer-
, canias. Sepa Dios lo que en esa tarde
le acaecería, parque volvió desatentado,
con los ojos desencajados erízaílQ el cabe-
llo y con señales. de haber tenido. algún
extraordinario encuentro; si ya 4ic fuese
su alterada faintasía Asl que hubo de, pre-
sentarle alguna visión funesta 6 monstruo-
sa. Corrió a eciharse en los brazos del
. capellán, á quien pedía, lleno de. painor y
387
angustia; que leübrase deun niaivddo in-
fame que le perseguía. Por más.: que hi-
zo ^el'buen sacerdote para tranquilizarle,
y «hacerle ver que estaba en un lugar- se-
guro, y bajo'' la protección y amparo; de
un-' amigo suyo, nada bastó, á tranquili-
zarle. La afiebre había ya comieazado.
De entonces acá he apurado todos» ios
medios, y no be podido lograr nada. Su
delirio ya es espantoso: habla de unas
*rauj«erztieks que la han perdido, lo cual
■na Ksreo, pues su conducta moral en San
Láasaro ha sido irreprochable : tmaldioe á
un perverso que le ha engañado: habla
con. ternura de Regino, é invoca sin ce-
sar el auxilio de Germán el sepulturero,
que ya está á su lado; pero que no ha
podido reconocer. Yo he pasado, algu-
nas noches á la orilla de su lecho; y mis
visitas por el día han sido con toda la
frecuencia que me permiten las ocupa-
ciones de la ciudad y la distancia en que
se halla situado el hospital. Ningún au-
xilio, de ningún género, le ha faltado; y
si llegase á sucumbir, yo le aseguro á Vd.
que seffá por haberse cumplido, siendo
a«n tan joven, su carrera en este mundo.
lAivisaré á V. puntualmente de cual-
quiera cosa que ocurra. Si yo tuviera se-
guridad de que el éxito de la curación,
que he emprendido, va á ser conforme
con mis ardientisimos deseos, podía anun-
ciarle desde hoy que nuestro querido An-
388
tonio sainará sin remedio; pero, tengo* el
sfentimiento, ó más bien la ihonda pesa-
dumbre^ d-e. repetirle lo que le dije al prá-
cípio ; á saber que es muy probable ^ fu-
nesto término de la enfermedad. Y co-
mo no quiero ocultarte mis esperanzas
mÁs lisonjeiras, añadiré que la única que
me resta es la que ofrece la juventud y
buena constitución del enfermo.
Quiera el cielo colmar á Vdes. de to-
do linaje de consuelos, y con esto, me
ofrezco á sus órdienes como su afectisimo
amigo y obediente servidor q. s. m. b.
CARTA XIX.
MANUEL A MELCHOR.
S. Lazara, 5 de Agosto de 1824.
Querido Melchor. Aprovediándome de
una tregua «que se me presienta, puedo, en
fin, tomar la pluma, y enterarte de lo
acaecido en este viajé, cuyo término, con-
tra todo cálculo y esperanza, ha sido ver
y abrazar á nuestro desg^raciado Antonio.
Mis cartas dirigidas á O. Pablo, te ha-
birán tranquilizado al saber que el enfer-
mo está fuera de peligro. Hay, sin em-
bargo, ciertas confidencias que sólo pue-
den transmitirse á tí unicamemte ; por-
que si bi>en ese respetable caballero sos-
}>echa acaso todo lo que hay acerca de su
hijo, no me parece oportuno convertir sus
390
presunciones en certidimitoe, é-faínear el
pi)i&ftl de una tribulación nueva ea un pe-
cho tan contristado y h^do por demás.
Nb ignoras cuál ha sido mi condiictar pa-
ra con él, respecto de mi corresponden-
cia con Antonio. Verdad es que su inal-
terable circunispecdón jamás ha pretendi-
do exigir de mi cosa alguna aoeica de
esto, y se ha conformado con solo aque-
llo que me ha parecido conveniente co-
municarle. Sírvate esto de inegla, y no
te olvides (que no te olvidarás) de se-
guir el prppio camino. Yo estoy persua-
dido que D. Pablo, conocedor del mundo
y de la necesidad que tiene su hijo de
ex<pla)yar su ánimo en el seño de sus aimi-
gos de la infancia, no querrá hoy obrar
de diveipsa manera que antes.
Testigo fuiste de la desolación que rei-
nó en aquella casa el día 21 del pasado,
día funesto en que se recibió la úkinu*
carta del Dr. Frutos. La impaciencia y
el sobresalto del. buen padre no me per-
mitieron adoptar ninguna precaución pa-
ra evitar que recibiese de lleno tan tre-
mendo golpe. Habría partido volando,
arrojándose á emprender un viaje que su
edad y sus adhaiques hubieran hecho fu-
nesto. A duras penas, y no sin angtis^
tiarse demasiado el respetable anciano^
hubo de conformarse con que yo solo me
pusiese en marcha, y viniese á recibir el
postrer aliento de un hijo nunca más ido-
39^t
latra<k> que ooaBdo' se hallaba ausenté y
en peligro. Pensar "fen un viaje por tierra
en estación tan cruda, y cuan<do aán* na
existe una carretera formal entre Mérida
y Cainipeche, habría sido una locura, pues
consu^miéndose seis ú odio diás en tan
malos caminos, era imposible Uejgar á
tiempo, si realmente era la fiebre de An-
tonio, como se figuró el Dt; Efamcourt;?
una fiebre perniciosa, qiie en pocos aoce-*-
sos temina con la vida dW paciente¿ si
no puede cortarse desde el principio; No
hábia máis recurso que venir por mar, por-
que sí bien era incierta la duración del
viaje, había muchas probalbLlidades de
terminarlo en menos tiempo que por tie-
rra. Partí desde luego para Sisal, á dcwK
de llegué en cinco horas, y encontréme
co|i que el "tío Mjoy," patrón de la bar-
ca "Envidia," iba á salir en la mañana
próxima para C^aimpedie. No malogré
taJn feliz, ocasión, y i las nueve del día
nos hicimos á la vela con viento favort-^
ble y mar en bonanza.
Jamás había presenciado iin espectácu-
lo tan magnífico como el que se ofreció
á mi vista cuando, después de una no-
dhfe tranquila y apacible, el sol de la ma-
ñana coloreó con hermosos y variados
tintes el fantástico diorama que presen-
t2íba la bahía de Campeche, enfrente de
la cual nos hallábamos entonces. Ocu-
paban el centro de una espléndida ense-
39«
nada la ciudad, sus murallas, torres y ba-
luartes. Prolongábanse á deredia é iz-
quierda las afueras, pirdiéndose lo<^ edifi-
cios entre bosques frondosos, sobre los
cuales descollaban, con todas sus copas,
los infinitos cocoteros que dan al puerto
tma vista verdaderamente asiática. Una
serie de colinas, cubiertas de verde y es-
pesa arboleda, servía de fondo 4 ese cua-
dro, que entero se reflejaba en un mar
terso y tranquilo corpo un espejo, sobre
el cual se deslizaban ligeros los barqui-
llos de los pescadores, y permanecían co-
mo engarzadas las embarcaciones mayo-
res. :. •
Según se iha'bía explicado Anítonio en
sus cartas, desde el puerto en que me ha-
llaba á bordo de la "Envidia," unq leg^a
maír en fuera, debía verse la fachada del
hospital de San Lázaro. Descubríla, en
efecto, sin necesidad de que me la indi-
casen. ^'Tan profunda ha sido la impre-
sión causada ipor los relatos de mi amigo !
Experimenté entonces un sentimiento tan
vivo de dolor y de tristeza, que ya no me
fué posible conternplar por más tiempo
el espectáculo que se desarrolla á mi
vista.. Mis ojos fueron, á davarse fija-
mente en el siniestro y solitario edificio
que servía á mi pobre Antonio de. pri-
sión, y de tumba, sin otro término que la
muerte, si ,aun ésta no había venido á
arrebatarle de una vez para devorar su
393
presa. Creía por instantes mi. afán de
llegar y saber de cierto si aún era tiem-
po de recibir su postrer suspiro; y sin
embarigo temía salir de aquella cruel in-
certidumbre. El cielo quiso poner i prue-
ba mi conformidad con sus designios. Sa-
lió por la proa un viento fuerte, que nos
obligó á navegar á la bolina, mantenién-
donos de vuelta y vuelta casi todo el día,
sin poder llegar al punto de nuestro des-
tino. Cuatro ocasiones pasamos tan cer-
ca del hospital de San Lázaro, que con
la simple vista descubrí hasta las perso-
nas que entraban y salían, siendo tal la
ilusión que esto me causó, que ..egué á
representarme algunas escenas funestas,
de las cuales no quiero hoy acordarme.
AJ fin tuvo Dios piedad de i;ni angustia,
y llegamos al miaelle de Campeche ya
que el sol iba á ocultarse en el ocaso.
Dadas ligeramente algunas disposicio-
nes, dirigime al instante á casa del Dr.
Frutos; y su familia, que no estaba en
los pormenores del suceso del San Lá-
zaro, sólo me instruyó de la ausencia del
doctor, sin poder asegurarme en dónde
le hallaría. Entretanto la nodhe cerraba
del todo, y creí que más tarde sería im-
posible vencer los obstáculos con que po-
día encontrarme para entrar libremente
en el hospital. Me informé de la morada
del padre Chacón, antiguo y fiel amigo
de D. Pablo; y supe que estaba á muy
Ho«pltal.~96
39*
pocos pasos de la casa dd doctor. Aun-
que no llevaba recamendadóa ninguna
para él, resolví, no obstante encaminar-
me á su casa, y rogarle me instruyese
de lo que yo debk practicar para con-
seguir al punto el objeto que me propo-
' nía. £1 padre Qiacón estaba fueni ; pero
encontréme felizmente con dos cléngos
jóvenes, sobrinos suyos, uno de los cua-
les, con una luz por delante, octipabase
en iluminar un precioso dibujo, mientras
que el otro, colocado enfrente de su her-
mano, se entretenía en coordinar los frag-
mentos de a;lgunos antiguos idolillos y
vasos de barro, dispersas con algtín des-
orden sobre una corpulenta mesa, pinta-
da caprichosamente. Desconcertéme un
tanto al hallar de menos al padre Cha-
cón ; mas el clérigo anticuario acudió lue-
go, preguntándome si en algo podría ser-
virme.
— 'En mudho, señor mío, repuse al mo-
mento, resuelto firmemente á no malo-
. grar aquella ocasión propicia 'de salir de!
conflicto en que me veía.
El de los dibujos suspendió su obra:
y. el que me había dirigi-do la pregjunta
dejó de la mano sus tiestos, sorbió una
regrular dosis de rapé, y acercáfidose has-
ta donde yo estaba,, dijome de la manera
rnás franca y expresiva.
— •M'e tiene Vd. eiiterameiite 4 sus ór-
denes.
395
— ^M€ urge, continué yo, me urge mu-
cho pasar de luego á luego al ihos-pital
de San Lázaro, en donde un hermano mío
está en los últimos instantes de su vida,
si es que aún no ha sucumíbido. Vengo
de iMérida, no hace una hora que lestoy
en tierra, jamás he visto á Campeche, y
apenas sé lo que debo practicar para <x>n-
seiguir lo que tanto necesito : ver á mi her-
mano.
. — Lo que debe Vd. hacer es venirse
conmigo, dijo mi interlocutor, empuñan-
do un bastón negro con guarnición de
plata, calándose el sombrero clerical, y
tomando la puerta sin mucha ceremonia.
Yo marché en pos.
Eaitró 'en un almacén cercano, habló dos
palabras con el dueño, recibió de su ma-
no una boleta, y continuó andando tan
de prisa que apenas p^odía seguirle. Sa-
limos de la' puerta de San Román, atrave-
samos la lóbrega campaña sembrada de
irnos cuantos árboles antiguos, entramos
en la pequeña iglesia é hicimos de rodi-
llas una breve oración, proseguimos nues-
tra rápida marcha, y ya que habían:- os de-
jado muy atrás las últimas casas del ba-
rrio, se detuvo, me entregó la boleta, y
señalándome con el dedo un edificio que
apenas se percibía en medio de la lobre-
guez que reinaba, di jome sentando su ma-
no derecha sobre mí hombro izquierdo:
— AJlí tiene Vd. el hospital de San Lá-
396
zaro, en el cual puede Vd. entrar sin obs-
táculo, y (añado yo de mi propia autori-
dad) sin escrúpulo ni temor, fel "lazari-
no'' sóolo es contagioso cuando Dios
quiere, y no cuando lo mandan los mé-
dicos.
Mientras mi vista se esforzaba «n pe-
netrar las tinieblas, y «enterarme de la
situación del 'hospital, desapareció el buen
eclesiástico, sin darme tiempo de expre-
sarle mi gratitud por tan buena acción.
Al encontrarme solo en aquel sitio de tan
fúnebre apariencia, quedé petrificado de
estupor. El murmurio de las olas, el fuer-
te soplo de la brisa, la profunda oscuri-
dad de la noche, el brillo efímero de ai-
gunos insectos fosfóricos.... todo venía
á dar á mis ideas, harto melancólicas ya,
un giro horrible que hacía estremecer las
carnes, crugir los dientes 5 erizarse el
cabello. Hallábame en una verdadera
agonía.
Hice un esfuerzo, y comencé i encami-
narme hacia el objeto que tenía delante.
A poco andar, hálleme frente por frente
de la puerta, que estaba cerrada ; pero
escapábase por las rendijas uno ú otro
rayo de una luz débil, que solía desapare-
cer por la 'frecuente interposición de al-
gún objeto. Guiado de tan extraño lanal
pude al fin acercarme, subí por una ram-
bla, tomé el aldabón y déjelo caer sin
esperar que produjese un ruido tan agu-
397
do como el qu€ sentí prolongarse por
algunos segundos, causando un eco .le-
jano y estrepitoso que cuajó toda la san-
gre d-e anís venas. La enorme puerta gi-
ró al punto sobre sus goznes, y un an-
ciano, ataviado de un modo raro, acercó
á mi rostro una linterna para examinar-
me, preguntándome aquella visión con
voz de trueno.
— ¿Qué busca Vd. en este sitio y á esta
hora?
— ¡Dios mío! exclamé yo sobrecogido
de un terror profundo. Pues ¿en dónde
estoy?
— li En un cementerio !
Sentí que la vista se mé oscurecía y se
me doblaban las rodillas. Nada más supe
de lo que ocurrió después, porque caí co-
mo muerto en el dintel de la puerta. iCreí
positivamente que había sonaido mi últi-
ma hora.
Cuando, pasado mucho tiempo, volví en
mi acuerdo, la luna estaba ya sobre el hori-
zonte, y dejaba caer oblicuamente sus pá-
lidos reflejos, iluminando con su Inz mor-
tecina la tranquila escena que me rodea-
ba. Hallábame al aire libre, echado en
una manta al pie de una cruz, y en medio
de un «recinto amurallado. A .pocas ho-
ras descansaba tranquilo, sentado sobre
un hosario, el extraño personajje, cuya
voz me dejó sin sentido.
Aterrado de lo que veía y reco-rdaba,
39»
habría vuelto á ca-er en nuevo deliquio,
si el anciano, dulcificando su acento, no
hubiese procurado tranquilizarme.
• — ^Vd. se ha alarmado sin motivo, re^
zongó mi interlocutor . Ruégole me per^
done si mi presencia ó mis palabras han
podido influir en su es.píritu de la manera
siniestra que su turbación m-e ha dado
á entender. Repóngase Vd. de su infun-
dado temor, y prosiga -en paz su camino,
supuesto que este sitio no es seguramen-
te el punto á que se dirigía; y ni Vd. ni
yo debemos permanecer aquí jp^or más
tiempo.
— ¡ Ah ! exclamé. Ignoro cómo he po-
dido equivocarme: yo me dirigía al hos-
pital de San Lázaro, y he venido á lla-
mar á la puerta de un cementerio.
— ^De ordinario sucede de otra manera.
Venir de San Lázaro y caer en este ce-
menterio, que está bajo mi cuidado y vi-
gilancia.
Un pensamiento cruzó rápidamente ^por
mi alma.
— ^Perdóneme Vd., dije entonces'. ¿Será
Vd. por ventura nuestro amo Germán?
— ^Sí, señor: nuestro amo Germán el
sepulturero.
¡Ah, qué felicidad tan inesperada!
Incorpóreme al instante y estreché con-
tra mi corazón al amigo sincero y desin-
teresado de Antonio. El sepulturero en-
tretanto permanecía inmóvil, con los bra-
199
zos caídos, sin dar ^muestras de corres-
ponder á mis arrebatos de ternura. Mi-
rábame de hito en hito, como sorpren-
dido de aquella familiaridad iaesperada,
pero qiie recibía oon cierta espiecie ide
beneYolencia. £1 ademán brusco «de un
hombre desconocido, que acababa de ex-
perimentar un arrebato de tetror, no po-
día menos de llamarle la atención, y pi-
car su curiosidad.
— Permítame Vd. preguntarle, me dijo
al fin: ¿qué halla Vd. de feliz en mi en-
cuentro, y más en un sitio en que todo
debe recordarle el término de la vida?
Por ío que á mí hace, confiésole que me
ha hecho perder dos buenas horas, que
segiin la necesidad que yo tenía de em-
plearlas, me han parecido dos siglos. Es-
to no es decir que no estime la bondad
con que se digna Vd. tratar á un viejo
pobre y desvalido.
Ocasión era aquella de hablarle acerca
de Antonio, pedirle me guiase al hospital,
y me sacase de una vez de situación tan
embarazosa. Mas de improviso agrupá-
ronse en mi mente mil ideas fúnebres que
me dejaron mudo. ¿Qué hacía al!í nues-
tro amo Germán, cuando estaba prohibi-
do sepultar en hora excusada? ¿Por qué
había abandonado el lecho de su amigo
moribundo para venir al cementerio?
¡Dios mío! ¡Si se habría consumado la
desgracia que yo temía, y el sepulturero
400^
oraba sobre la tamba de' sti !imi^o, cuan-
do mi presencia vino á - interruniptrle!
Agobióme de tal suerte este negro ]>ensa-
•miento, que mis ojos comenzaiioa á va^
gair horriblemente scbte las fosas que me
cercaban, atgunas de las cuale» estaban
abiertas, y otras tenían- la tierra reciente-
mente removida. Algo de extraordinario
hubo sin duda de pintanse en mi frente,
sobre la cual caían de lleno los rayos de
la luna, porqaie el andano acudió luego
en mi auxilio sacándome de aquel piélago
en que había caído.
-^Vamos de aquí caballero 5 este aire
le hace á Vd. mucho daño: ya está visto.
Nunca se penetra en el recinto de un ce-
menterio, siti que el pensamiento de la
muerte venga á fijarse tenazmente en
nuestra alma, como un remordimiento «n
el corazón de un criminaU Esto es un
martirio para la generalidad de loí hom-
bres ; pero á mí . . . . ; gracias al Señor me
sit^e de un -grato é inefiabk consuelo.
Cuando vengo á visitar, en esta» horas de
misterio y de silencio, las sepulttirSia de
mi cementerio, encuéntrome en comuni-
cación con el mundo invisible en donde
moran mis amigos y mi» conocidos, ol-
vidados ya en la tierra por todo el género
htmiano. Entonces siento que mis pe-
nas se alivian, y la dulce paz de! cielo
vuelve á mi corazón.
' El anciano lanzó un profundb sti^i-
40I
ro. Y como si hablaira consigo mismo^
prosiguió luego.
— iLa ausencia de algunas semanas. . . .
y . . . después . . . ¡ Hasta hoy no he podi-
do venir á llorar sobre la humilde sepul-
tura de un desgraciado! En fin, (dijo
convirtiéndose á mí), sea Vd. quien fuese,
me parece que- preferirá Vd. saliir de este
sitio, más bien que permaneoer en él.
Vamos.
Yo me dejé guiar maquinalmente hasta
la parte exterior del cementerio. Habia
tal trastorno y ccmfusión en mis ideas, ex-
citadas por aq-uella posición tan smgular
en que había venido á caer, que me fué
imposible aventuirar ninguna observación,
ni decir una sola palabra. Descendimos
de la rambla al camino, y desde allí pude
ver y reconocer el hospital de San Láza-
ro, al cual yo me había acercado varias
veces durante el día, cuando aún no ha-*
btaimos podido echar el ancla y venir á
tierra.
— Supuesto que Vd. se dirige á San Lá-
zrfrd, observó el sepulturero, acompaña-
ré á Vd. hasta aílí ; yo estoy atojado pro-
visionalmente en su recinto: Démonos
prisa en llegar, que tengo un deber sa-
grado que cumplir junto á un amigo, que
se ha visto en inminente peligro de muerte.
— Sí, apresurémonos, porque yo tam-
bién debiera estar ya junto á ese amigo
de Vd. : mi pobre hermano Antonio.
4pz.
Detúvose un instante el sepulturero,
'me miró 'con fijeza.
— -iCómol exclamó. ¿Seria Vd. e! h<
mano de Antonio?
— ¡ Sí, nuestro amo.
. Es posible, amigo, y Vd.
■sin decirme una sola .palabra, cuando
"termano nos ha partido el' corazón á
dos clamando por Vd. enmedio de su di
lirio 1 ¡Ya se ve! ¿Qué se habrii reme-
diado con su presencia? Vamos, viene
Vd. en muy buena ocasión. Cuando salí
á las s«is de la tarde, llevaba ya doce ho-,
ras de -reposo y de sueño tranquilo:
aún permanece en tal estado, el do<
tiene esperanza de salvarle.
De todo quedé instruido con 'CStc bn
razonamiento. Redoblamos el paso,
dentro de poco estábamos ya á la pi
del hospital. El sepulturero tocó
mente ima vidriera próxima, y al toa
to abrióse un postigo de la puerta
cipal, por doTide entramos á una espaN
sa galería, que se extendía á derecha
izquierda. El admirustrador recibió -f le-
yó la boleta que le presenté, y al punto
me permitió dirigirme al aposento de An-
tonio, á donde me guió nuestro amo Ger-
mán. Eran dadas las once de la noche.
Es preciso renunciar á manifestarte,
amigo mío, lo que experimenté en aquel
momento crítico, al cual tocaba yo
pues de haber recibido tantas y tan
403
n^stas impr-esiones, y hallarse predispues-
to el ánimo á conimoversé. Mi corazón
latía con vehemencia, agolpábase la san-
gre á mi c-erebro, faltábame la respira-
ción, sentía entorpecidos los pies y pe-
gada la lengua al paladar. La apariencia
interior de aquel vasto y sombrío edificio,
la historia viva át dolores y miiserias qU€
representaba, el recuerdo de algunas es-
cenas que allí habían pasado, las car-
tas de Antonio, las memorias de Regi-
no. . . . todo se pintó en. mi alma con I05
más vivos coloridos.
Entramos en el aposento de Antonio.
Reinaba en él un silencio solemne, co-
mo el que rodea á un moribundo en sus
últimos momentos, cuando todos están
pendientes de su respn'ración, y sólo se
comunican por signos y ademanes mudos.
En una mesa redonda, colocada en me-
dio de la habitación, ardía una candela
de esperma cubierta con una guardabrisa
dé cristal morado, que comunicaiba á to-
dos los objetos un tinte suave y sombrio.
A espaldas de un ligero biombo hallába-
se el lecho del enfermo, resguardado con
hermosas cortinas de damasco. En una
poltrona, cerca de la cabecera, dormía
tranquilamente un caballero, entrado en
edad y vestido con decencia. Un sacer-
dote estaba de pie, á cierta distancia, con-
templando en silencio aquella escena, y
elevando seguramente su voz hasta el
404
trono del Excelso en favOiT del enfermo.
Este era el capeHán : aqu-el, el Dr. Fru-
tos.
Niuestra presencia en nada alteró el si-
lencio y recogimienito. "^ El cuadro solo
recibió nuevos personaje» ó figuras, pero
qingTÍn movimiento. ArrodiBéme al pie
de la cama, alzando un tanto las cortinas
para contemplar aquel espectáculo.
j AIK estaba Antonio, nuestro qijerido
Antonio, á quien yo volvía á ver después
de su destierro, y de tenerle por muerto!
Mis lágrimas corrieron abundantemente.
El capellán cambió unas cuantas pala-
bras con el sepulturero, y en seguida se
acercó á mí, me estrechó la 'nuano, y en
voz remisa me invitó á pasar á su habita-
ción para tomar un ligero descanso. Re-
sistíme, manifestando que sería mejor que
nos dejase el cuidado de velar al enfermo,
y se retirase por algunas horas. Perma-
neció alK; pero echóse en un catre de
viento, que habiía cerca, mientras que
Germán y yo quedamos á la guarda del
enfermo.
A la una abrió los ogos el doctor, y
sin mirarnos acudió luego á tomar ei pul-
so del paciente, en el cual no se notaba
otro movimiento que el miuy suave y tran-
quilo que producía su respiración.
¡Va bien, muy bien! Murmuró el doc-
tor después de tres minutos de examen.
Volvió la cabeza ai otro lado de la pd-
40S
trona, y siguió durmiendo apaciblemente.
El doctor despertó dos veoes más en
el resto die la- noche, mientras que Ger-
mán y yo continuábamos en nu-estra vi-
gilia, y si-empre dio muestras de satisfac-
ción, -porque la mejoría del paciente pro-
gresaiba.
Venido el dia, poide distinguir mejor
las facciones de Antonio, que tanto de-
seaba reconocer. Está ñaco, cubierto de
«na palidez mortal, crecido el cabello, y
muy hundidas las mejillas; pero no ob
servé en la piel ninguna de aquellas ho-
rribles manchas que dan á los infelices
leprosos un aspecto tan repugnamte. Sus
labios con-servaban un ligero sonrosado
y su nariz una forma regular. Era, en
fin, aquella misma fisonomía interesante,,
móvil y llena de gracia jtuvenil, sobre la
cual el dolor había sentado una mano po-
derosa, y la melancolía estampado una
huella profunda. Tomé una de sus ma-
nos, y aunque los dedos manitenían algu-
na hinchazón, nada ofrecía de ohocanite:
yo cubrf de besos aquella mano querida,
mientras qme el doliente continuaba en su
leitargo. Los vivaces ojos del sepulture-
ro parecían humedecerse cada vez que se
fijaban sobre la fisonomía lívida de nues-
tro pobre amigo.
El Dr. Frutos, luego que se hubo in-
formado, mientras tomaba d café, quién
era yo, me dio la bien venida con cierta
4o6
sonrisa de satisfacción que me fué muy
consolatoria.
— Celebro mucho, me dijo, que el enéer-
mo pueda verie en el momento en que
vuelva del sopor profundo y tranquilo en
que fué preciso hacerle caer; y aunque
siempre conjeturé que Vd., amigo mió, s^*
resolvería á venir, hablóndole francamen-
te, sospeché que este viaje sería inútil y
demasiado tardío.
— ^Tal me había yo figurado, mi respe-
table doctor, no obstante la dega con-
fianza que tenemos en los vastos conoci-
mientos que Vd. posee, y en la generosa
amistad que dispensa á mi desventurado
hermano.
— Aiunque lo primiero fiuese cierto, eso
no seria suficiente para combatir una en-
fermedad grave y mortal, que siempre
opone una tenaz resistencia á la sabiduría
del médico.
— 'Pero en fin, ¿puede Vd., señor, dar-
me alguna esperanza positiva?
— Si lía sabiduría infinita, cuyos medios
siempre son ocultos á la débil é imperfec-
ta inteligencia de los mortales, no deja
fallidos los cálculos de la • medicina, he-
mos logradot un completo triunfo. An-
tonio está fuera de peligro.
— ¡ Ah ! Dios recompense á Vd. esa
bondad con que se ha empeñado en la
cuTacion del enfermo.
— Agradezco tan buenos y generosos
407
sentimientO'S, mi joven amigo. Pero yo
nada he podido hacer, sino llenar un de-
ber sagrado: mi deber de médico. Cada
enfermo q-uie la divina Providencia pone
en nuestras manos, demanda toda la aten-
ción, todo el cuidado, todo el amor de
que es capaz el médico, para desempe-
ñar fiel y cumplidamente su noble oficio.
El que tiene una conducta diversa no es
médico, sino un traficante en carne hu-
mana. El ejercicio de la medicina es una
especie de sacerdocio, al cual no debieran
ser admitidos ciertos hombres fríos, du-
res é insensibles, sobre cuyo corazón no
ejerce ningún influjo el dolor ni las mi-
serias de la pobre humanidad, sino sólo
la sórdida avaricia. Líbrele á Vd. el cie-
lo de caer en manos de semejantes ban-
didos.
Mientras el doctor lanzaba este apos-
trofe contra los malos médicos, parecía
pos-eído de una terrible indignación, y sus
manos temblaban al atarse el corbatín.
— ^Volviendo á Antonio, continuó al-
gún tanto sereno, espero que hoy termi-
nará este letargo: entonces creo que ya
no habrá nada aue temer, porque el mo-
mento de la crisis ha pasado ya. Voy
■ahora á visitar al'gunos enfermos d'e la
cifudad, y dentro de un par de horas es-
taré de vuelta. Recomiendo á VdL el pro-
lo silencio' que se ha guardado durante
a noche, y la misma vigilancia con el en-
i
4o8
fermo. Los que han estado en vela tan-
tas nodhes consecutivas^ príincipiabnentte
este viejo Grermán, que procurien descan-
sar. Yo jamás paso una mala noche á
la cebeoera de un enfermo, sino es que
demande la enfermedad tener constarate^
mente el ojo abierto sobre el paciente:
mí larga práctica en este ejercicio, me
permite d'ormir, aun teniendo en. mi oído
el estertor de un agonizante Con que
vigilan-da, y hasta la vista.
Marchóse en efecto. .
Durante su ausencia, instruyóme el ca-
pellán en toados los detaiUes de la enfer-
medad de Antonio. En su concepto, al-
gún extraño suceso, diverso del de la fu-
ga infame de su desleal amigo Regino,
alguna aventura singular de muy odioso
carácter, era el funesto origeni de aquella
fiebre qtie le había puesto á Ist oriHa dd
sepulcro. Lo mismo creía yo; i>ero miefn-
tras él no estuviese en disposición- de ex-
plicar aquel misterio, todo habría sido du-
da y vaciíación. Yo estaba seguro de
que ni el capellán ni el sepulturero sa-
bían ciertos pormenores de que yo es-
taba enterado: por lo mismo no me atre-
ví á aventurar ninguna reflexión. Escu-
ché en silencio, y me resolví á esp>erar
una explicación de Antonio, si el cieío
qiueria cons^ervarnos su preciosa existen-
cia. El potbre sepulturero, cuya hís-to-
ria sabía yo en gran parte, sin que él lo
4Ó9
sospechase, parecía engolfado en un mar
de meditaciones.
A las nueve estaba ya de vuelta el doc-
tor en el hospital. Examinó al enfermo
con la mayor atención y escrupulosidad,
y nos anunció que al medio día ya esta-
ría terminado el letargo. Cumiplióse su
pronóstico al pie de la letra, porque entre
doce y una Antonio hizo un vigoroso es-
fuerzo para volverse al otro lado, lanzan-
dq un profundo' suspiro.
El doctor se frotó con fuerza ambas
manos, y dándome al hombro una ligera
palmada de satisfacción, me dijo remisa-
mente al oído :
— Bien ; perfectamente bien. Ya no hay
nada que desear.
— ¡Yo-, Dios mío, estoy muy cansado:
tengo una sed que me abrasa las entra-
ñas! Exclamó Antonio con toda entere-
za, y en aquel .mismo acento firme y so-
noro que tú y yo conocemos tan bieuw
Intenté acercarme á la cama, olvidán-
dome de lo peligraso que esto podía ser;
delicadísima, y no puede recibir impre-
ciencia; pero la situación de Antonio es
— ^Tenga usted, añadió, un poco de pa-
que saliese de allí, hasta que fuese tiempo
dé entrar de nuevo en el aposento, y po-
der cambiar algunas palabras con el en-
fermo.
pero el doctor me repelió suavemente,
ordenándome, con un poco de severidad,
Hoipital.— 27
410
sienes subitáneas. Le prepararemoG, y 70
haré que avisen á usted cuando sea opor-
tuno: por hoy hará usted muy bien si
acepta la habitación del padre capellán,
y se echa á descansar de su viaje.
Fué preciso obedecer.
Hasta el siguiente día, enterado An-
tonio de que yo estaba allí, y amonesta-
do severamente por el doctor a fin de que
no hiciese nimgún esfuerzo doloroso al
verme y hablarme, pude penetrar. . . ver
á mi amigo, y llorar con él. . . porque yo
no pude menos de llorar amargamente,
sin poder evitarlo. Mirábanos alternaíti-
vamente á Germán y á mí : parecía su sa-
tisfacción superior á todo lo que podía
haber esperado, y derramaibá lágrimas en
abundancia. Díjele que su padre estaba
bueno, que pronto recibiría nuevas muy
lisonjeras de la salud de su hijo, y que yo
estaba allí para acompañarle; pero que
procurase no hablar para no agitarse, y
le fuese de modo más fácil recuperar su
tranquiilidad y serenarse.
Inclinó la cabeza, y estrechó mis ma-
nos y las d^e su amigo el sepulturero.
Su convalecencia ha durado poco, \
hace hoy cinco dia'S que el doctor sólo ha-
ce una visita en las veinte y cuatro horas,
y le ha permitido conversar con enibera
libertad, encargándole únicamente que
guardase el encierro de su cuarto por al-
gún tiempo más.
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