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Full text of "Obras escogidas; con una advertencia preliminar"

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FRAY  BENITO  J.  FEIJOO 


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OBRAS  ESCOGIDAS 


DE 


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ilT§  J.  FEIJO0 


CON    UNA 


ADVERTENCIA    PRELIMINAR 


-^:^?^^G)Í(^^^t3- 


BAÍ^GELONA 

BIBLIOTECA   CLÁSICA   ESPAÑOLA 

Daniel  Cortezo  y  C.*,  cAusias  íMarch,  95 
1884 


^ 


Establecimiento  tipográfico-editorial  de  Daniel  Cortezo  y  C* 


EL  PADRE  FEIJOO 


Es  imposible  aquilatar  actualmente  el  mérito  relativo 
de  las  numerosas  obras  del  P.  Feijoo,  sin  que  las 
preceda  un  profundo  análisis  del  estado  social  é  inte- 
lectual de  España,  durante  la  primera  mitad  de  la  pasada 
centuria.  Nadie  ignora  en  el  día  que  el  ilustre  escritor  bene- 
dictino fué  el  primer  crítico  de  su  tiempo,  y  consagró  princi- 
palmente su  vasta  erudició;q  á  combatir,  casi  siempre  con 
criterio  negativo,  los  innumerables  y  crasísimos  errores  de  sus 
contemporáneos  en  toda  suerte  de  materias,  y  á  promover, 
por  tanto,  la  reforma  de  todos  los  abusos,  legado  de  un  la- 
mentable período  de  decadencia.  Ahora  bien;  fuerza  sería  co- 
nocer á  dónde  había  llegado  ésta,  y  en  qué  estado  se  hallaba 
la  opinión  y  nuestra  cultura,  si  hubiera  de  medirse  exactamen- 
te cuan  poderoso  fué  el  esfuerzo,  cuan  grande  la  osadía,  cuán- 
to el  talento  y  originalidad  del  gran  benedictino,  y  sobre  to- 
do, qué  extraordinario  celo  y  desinteresado  ánimo  necesitaba 
para  su  ardua  empresa.  Como  de  todo  escribió,  y  supo  de 
todo  y  en  todas  las  materias  hubo  de  hacer  frente  á  la  rutina 
ó  á  la  ignorancia,  apenas  bastaría  para  poner  de  resalto  su 
figura,  el  cuadro  completo,  vasto,  detenidamente  compuesto 


VI  EL    PADRE     FEIJOO 

de  toda  aquella  sociedad.  Hoy  que  la  investigación  literaria, 
como  la  científica,  procede  por  inducción  laboriosa  y  pacien- 
te y  antes  que  formular  juicios  generales,  acumula  y  pone  á 
la  vista  datos  y  hechos,  muchos  nos  serían  necesarios  para 
esclarecer  debidamente  el  menor  tratado  del  P.  Feijoo.  No 
es  fácil  comprender  la  trascendencia  de  sus  luminosas  con- 
sideraciones sobre  la  enseñanza  pública,  sin  el  conocimiento 
de  las  leyes  que  la  organizaban  y  los  principios  y  sistemas 
dominantes  en  universidades  y  seminarios.  En  orden  á  la 
filosofía  y  la  teología,  cuánto  dijo  Feijoo  se  relaciona  ínti- 
mamente con  la  historia  de  estas  dos  facultades  en  España. 
Por  lo  que  dice  á  las  ciencias  naturales,  matemáticas,  medici- 
na, eterna  preocupación  del  ilustre  benedictino,  poner  de 
manifiesto  el  inconcebible  atraso  en  que  se  hallaban,  sería 
recorrerla  distancia  que  separaba  á  aquél  de  sus  contemporá- 
neos. Más  interesante,  si  cabe,  la  pintura  de  aquel  período, 
en  lo  que  se  refería  á  literatura  y  artes  (que  empezaban  á 
recibir  de  los  primeros  Borbones  singular  protección),  ó  á  las 
supersticiones  religiosas  y  vulgares,  á  los  risibles  errores  co- 
munes á  la  sazón  en  todos  los  ramos.  Entonces,  sobre  este 
revuelto  panorama  de  la  España  de  Felipe  V  y  Fernando  VI, 
entre  el  bullir  de  ergotistas  y  frailes,  médicos  ramplones, 
mayorazgos  estúpidos,  y  un  pueblo  comido  de  miseria,  y  en- 
tregado á  su  imaginación  vehemente  y  lúgubre,  resaltaría  la 
colosal  y  venerable  figura  del  célebre  maestro  armado  de 
su  celo  y  su  erudición  contra  todos  y  contra  todo,  despreocu- 
pado y  audaz  pero  sin  orgullo,  sediento  de  verdad,  afanoso 
por  las  reformas,  avivando  el  celo  de  los  más  ilustrados,  des- 
pertando el  movimiento  intelectual,  que  alimentaron  por  cier- 
to sus  propios  detractores  combatiéndole,  é  iniciando  en  suma 
aquel  primer  período  de  regeneración;  impulso  formidable 
del  cual  participamos  todavía.  Si  otros  le  ayudaron,  si  otros 
le  aventajaron  en  profundidad  y  ciencia,  ninguno  en  la  uni- 
versalidad de  conocimientos ;  nadie,  como  él,  dejó  en  sus  es- 
critos más  exacto  reflejo  de  lo  que  era  entonces  España,  ni 
perseveró  con  tanto  celo  en  la  ingrata  y  compleja  tarea  que 
se  impuso. 

El  alcance  que  tuvo  su  ruda  campaña  fué,  repetimos,  ex- 
traordinario ;  ahora,  sobre  el  temple  de  las  armas  empleadas 
en  ella,  ya  difieren  las  opiniones.  No  puede  juzgarse  á  Feijoo 


EL     PADRE     FEIJOO  VII 

con  criterio  absoluto.  En  nuestros  tiempos  se  hizo  proverbial 
el  dicho  de  que  al  P.  Feijoo  debía  erigir sele  una  estatua  j-  al 
pié  de  ella  quemar  sus  escritos;  una  estatua,  para  el  hombre 
que  con  su  soplo  poderoso  barrió  las  preocupaciones  de  su 
siglo;  la  hoguera,  dicen,  para  sus  libros  cuya  oportunidad 
pasó,  cuyas  opiniones,  entonces  atrevidas,  son  hoy  en  buena 
parte  dignas  del  olvido,  ó  tan  erróneas  y  risibles  como  las 
de  sus  impugnadores. 


Hay,  sin  embargo,  quien  se  revuelve  contra  aquella  afirma- 
ción paradójica.  El  Sr.  D.  Vicente  de  La  Fuente  que  ha  es- 
crito la  más  completa  noticia  de  la  vida  de  Feijoo,  y,  en  nues- 
tro concepto,  el  mejor  juicio  de  sus  obras,  lo  resume  así  en 
breves  páginas,  combatiendo  aquella  opinión  ya  vulgar: 

«La  erudición  vasta  y  profunda  en  casi  todos  los  ramos  del 
«saber  humano,  nadie  la  podrá  negar  á  Feijoo,  aun  en  cosas 
»bien  ajenas  á  su  estado  monástico  y  á  sus  estudios  en  las 
«ciencias  eclesiásticas,  que  eran  la  base  de  todos  sus  conoci- 
«mientos,  y  en  lo  que  se  había  ejercitado  durante  su  larga 
«carrera  de  profesor.  En  una  época  en  que  la  física  y  lascien- 
«cias  naturales  se  reducían  á  una  cabala  y  jerigonza  ridicula 
«de  palabras  vacías  de  sentido,  Feijoo  se  presentó  adornado 
«de  muy  buenos  conocimientos  físico-matemáticos,  que  de- 
«mostró,  no  sólo  combatiendo  errores  y  el  charlatanismo  pe- 
«ripatético,  sino  también  asentando  grandes  verdades  y  de- 
«mostraciones,  que  aún  hoy  día  reconoce  la  ciencia,  siquiera 
«de  entonces  acá,  al  cabo  de  un  siglo,  haya  adelantado  más. 
«Pero  no  por  eso  dejan  de  ser  grandes  verdades  las  que  él 
«consignó;  aun  cuando  hoy  día  estén  al  alcance  de  los  prin- 
«cipiantes  algunas,  que  entonces  solían  ignorar  aún  los  que 
«pasaban  por  adelantados.» 

«Como  profesor,  uno  de  los  mayores  servicios  que  hizo 
«Feijoo  al  país  fué  combatir  estas  rutinas,  y  manifestar  los 
«abusos  de  que  adolecía  entonces  la  instrucción  pública  en 
«España;  iniciando  felices  pensamientos  acerca  de  su  refor- 
«ma.  Basta  para  ello  leer  los  discursos  que  publicó  sobre  esta 
«materia,  en  el  tomo  vii  de  su  Teatro,  acerca  de  los  cuales  su 
«biógrafo  anónimo  se  expresa  así: 


VIII  E  í>    padrp:   feijoo 

[«Manifiesta  en  ellos  los  abusos  que  se  padecen  en  la  ense- 
))ñanza  de  la  dialéctica,  lógica,  metafísica,  física  y  medicina, 
))y  en  esto  mismo  acredita  el  profundo  conocimiento  que 
)^tenía  de  estas  facultades,  y  que  el  haberle  extendido  á  otras 
))materias,  en  lugar  de  estorbarle,  le  había  hecho  penetrar  de 
))raíz  las  superfluidades  en  el  método  de  estos  estudios.  Los 
«conocimientos  humanos  tienen  entre  sí  un  encadenamiento 
»tan  estrecho,  que  es  difícil  sobresalir  en  una  materia  sin  en- 
»terarse  de  otras. 

«Luís  Vives,  aquel  insigne  crítico  español  del  siglo  xvi,  á 
«quien  respetó  el  mismo  Erasmo,  así  en  el  tratado  De  corrup- 
))tione  artium  et  scientiarum^  como  en  el  De  traddendis  disci- 
y^plinis,  abrió  el  camino  para  descubrir  el  atraso  de  las  cien- 
«cias,  é  indicar  los  medios  de  enseñarlas  con  más  método  é 
«instrucción  de  los  estudiantes.  Escribió  en  latín  su  obra,  y 
«así  fué  poco  leída  del  común  de  nuestros  nacionales.  Con 
«más  provecho  de  éstos,  el  padre  Feijoo,  puso  en  lengua  vul- 
«gar  las  observaciones  acomodadas  á  nuestro  tiempo. 

«El  canciller  Francisco  Bacón,  después  de  Vives,  adelantó 
«el  plan  de  perfeccionar  los  conocimientos  humanos,  con  ad- 
«miración  de  todos.  Mucho  debió  nuestro  benedictino  á  su 
«lectura,  que  se  halla  también  recomendada  por  su  granami- 
:)go  el  doctor  don  Martín  Martínez. 

«En  el  discurso  xi  empieza  su  plan  de  reforma  por  las  sú- 
))mulas  ó  dialéctica^  asegurando  que  en  dos  pliegos  y  medio 
«redujo  cuanto  hay  útil  en  ellas,  al  tiempo  de  leer  su  curso  de 
«artes  á  los  discípulos.  No  se  detienen  como  debieran  los  que 
«cuidan  de  la  enseñanza  pública,  en  busca  de  todos  los  me- 
«dios  de  facilitarla  y  apartar  las  superfluidades;  pues  en  este 
«único  cuidado  consiste  el  mejoramiento  de  los  estudios. 

«En  prueba  de  su  pensamiento,  hace  ver  la  inutilidad  con 
«el  ejemplo  de  la  reducción  de  los  silogismos;  porque  nunca 
«se  usa  casi  de  ella  en  la  práctica  de  la  escuela,  y  lo  mismo 
«sucede  con  las  modales,  exponibles,  apelaciones,  conver- 
«siones,  equipolencias,  etc.,  en  el  ejercicio  literario  de  los 
«estudios.  Y  así  infiere  aque  convendría  instruir  sólo  en  estas 
))  reglas  generales,  y  no  descender  á  tanta  menudencia,  cuya 
ii)enseñan:^a  consume  mucho  tiempo,  y  después  no  es  de  ser- 
r>vicio.))  De  todo  da  varios  ejemplos,  para  demostrar,  que  la 


EL     PADRE     FEIJOO  IX 

wutilidad  de  la  dialéctica  ó  súmulas  se  logrará  con  poquísimos 
«preceptos  generales,  que  pueden  ser  reducidos  á  dos  plie- 
«gos,  ayudados  de  la  viva  voz  del  catedrático  y  de  un  buen 
«entendimiento  ó  lógica  natural,  sin  la  cual  la  artificial  sirve 
«sólo,  en  el  concepto  de  nuestro  sabio,  para  embrollar  y  con- 
»  fundir. 

»En  el  discurso  xii  trata  de  reformar  la  lógica  y  metafísica 
«por  los  mismos  medios  de  cercenar  lo  inútil. 

»De  la  primera  intenta  desterrar  las  muchas  cuestiones 
«inútiles  en  los  proemiales  y  universales,  concluyendo  en 
«que  todo  lo  perteneciente  el  arte  de  raciocinar  se  les  diese 
»á  los  discípulos  en  preceptos  seguidos,  explicados  lo  más 
«claramente  que  se  pudiese,  sin  introducir  cuestión  alguna 
«sobre  ellos. 

«Añade:  «Todo  esto  se  podría  hacer  en  dos  meses  ó  poco 
))mds.  ¿Qué  importaría  que  entre  tanto  no  disputasen?  Más 
)y adelantarían  después  en  poquísimo  tiempo^  bien  instruidos 
))en  todas  las  noticias  necesarias^  que  antes  en  mucho  sin  ellas. 
y>La  disputa  es  una  guerra  mental^  y  en  la  guerra  aun  los  en- 
))Sayosy  ejercicios  militares  no  se  hacen  sin  prevenir  de  armas 
))d  los  soldados.» 

«En  la  metafísica  nota  que  los  cursos  de  artes  que  se  leen 
«comunmente  en  las  aulas  se  extienden  fastidiosamente  en 
«las  cuestiones  de  si  el  ente  trasciende  de  las  diferencias;  si 
«es  unívoco,  equívoco  ó  análogo,  y  otras  aun  de  inferior  uti- 
«lidad  ;  absteniéndose  del  objeto  propio  de  la  metafísica,  que 
«comprende  todas  las  sustancias  espirituales,  especialmente 
«las  separadas  esencialmente  de  la  materia.  De  suerte  que  en 
«estos  cursos  metafísicos  se  omite  lo  esencial,  que  podría 
«guiar  á  otros  estudios,  y  se  gasta  el  tiempo  en  sutilezas  inú- 
«tiles  en  el  progreso  de  las  facultades  mayores. 

«El  discurso  xiii  analiza  lo  que  sobra  y  falta  en  el  estudio 
))de  la  física,  haciendo  hincapié  en  la  experiencia,  y  en  que  el 
«mismo  Aristóteles,  á  quien  se  sigue  comunmente  en  las  es- 
«cuelas  de  Espaíía,  recurrió  á  ellas ;  reprehendiendo,  como 
«muy  nociva,  la  ignorancia  de  los  demás  sistemas  filosóficos. 
«Para  confirmar  su  nuevo  plan  trae  ejemplos  de  los  que  han 
«tratado  de  perfeccionar  este  estudio  en  España  sobre  el 
«mismo  método. 

«En  el  discurso  xiv  se  extiende,  por  su  conexión  con  los 


X  ELPADREFEIJOO 

wconocimientos  filosóficos,  á  tratar  del  estudio  de  la  raedici- 
«na.  En  él  refiere  habérsele  elegido  por  individuo  honorario 
))de  la  Real  Sociedad  Médica  de  Sevilla;  da  noticia  de  los 
«progresos  de  ésta,  y  de  la  fundación  de  la  Academia  Médica 
«Matritense,  en  1734,  habiendo  aprobado  sus  estatutos  el 
«Consejo,  atento  siempre  á  adelantar  las  ciencias.  Concluye 
«en  que  el  rumbo  para  acertar  en  esta  facultad  es  el  de  la 
«observación  y  experiencia,  como  ya  lo  había  propuesto  Cor- 
«nelio  Celso  siglos  há.  En  estos  dos  libros  abiertos  estudió 
«el  gran  Hipócrates  los  principios  de  donde  sacó  sus  aforis- 
«mos  é  historias  de  las  enfermedades. «] 

Y  sigue  el  señor  La  Fuente  más  abajo  : 

« Feijoo  fué,  no  solamente  erudito,  sino  profundo  crítico, 

«profundo  filósofo,  y  hombre  de  pensamientos  sumamente 
«libres  y  despreocupados,  sin  faltar  en  un  ápice  ni  á  la  Fe,  ni 
«á  la  ley,  ni  á  las  conveniencias  sociales;  antes  bien  con  gran 
«utilidad  y  ventaja  de  todas  ellas.  En  varias  cuestiones  filo- 
«sóficas  de  las  que  trata  Feijoo  no  hemos  avanzado  de  en- 
«tonces  acá  ni  una  pulgada;  en  el  criterio  histórico  quizá 
«hemos  retrocedido,  pues  los  estudios  son  hoy  más  extensos, 
«pero  menos  profundos^  que  en  el  siglo  pasado.  Ahora  se  ha- 
«bla  y  se  escribe  más,  pero  entonces  se  leía  más.  La  historia 
))fantástica,  que  'nuestros  críticos  del  siglo  pasado  dejaron 
«muerta  y  casi  enterrada,  ha  vuelto  á  levantar  su  cabeza, 
«adornada  de  lentejuelas  y  de  diamantes  como  puños,  y  dice, 
«por  boca  de  sus  modernos /¿zíricaníes,  que  la  historia  está 
«por  escribir,  y  que  es  preciso  que  los  hombres  de  imagina- 
«ción  la  rehagan  desde  sus  gabinetes.  Esta  misma  opinión 
«llevaban  Anio  de  Viterbo,  Román  de  la  Higuera  y  Lupián 
«de  Zapata.  El  padre  Feijoo,  en  su  Vindicación  de  personajes 
)) calumniados^  en  sus  dos  discursos  acerca  de  Las  glorias  de 
))España,  y  en  otros  muchos,  se  acreditó  de  crítico  profun- 
))do  en  materias  históricas.» 

«Algunas  de  sus  opiniones  políticas  son  tan  avanzadas,  que 
«hoy  día  asustarían  á  más  de  un  sujeto.  Puede  citarse  como 
»muestra  el  principio  de  su  discurso  Honra  y  provecho  de  la 
)) agricultura^  y  el  final  del  otro  La  ociosidad  desterrada,  en 
«que  establece  la  máxima  de  que  la  multitud  de  días  festivos 
«nadie  duda  que  es  nociva  á  la  utilidad  temporal  de  los  rei- 


ELPADREFEIJOO  XI 

»nos,  ni  nadie  puede  dudar  tampoco  que  es  perniciosa  al  bien 
«espiritual  de  las  almas.  Allí  mismo  (página  470)  describe  con 
BQiucha  maestría  los  extremos  viciosos  con  que  los  ministros 
))suelen  proceder,  al  tratar  de  corregir  los  abusos  en  materias 
«eclesiásticas,  pecando  ó  de  petulante  osadía,  ó  de  supersti- 
«ciosa  debilidad  y  timidez.  En  el  discurso  acerca  de  Las  se- 
))ñales  de  muerte,  al  hablar  del  asilo,  se  atrevió  á  calificarlo 
«entonces  de  pretexto^  que  no  fué  poco  en  aquella  época  para 
«un  profesor  de  teología.  Pero  lo  más  notable  es  el  párrafo 
»en  que  trata  de  la  latitud  que  se  debe  dar  á  las  doctrinas 
«nuevas,  indicando  que  no  debe  comprimírselas  en  demasía, 
«aun  cuando  se  permitan  algunas  ligerezas,  fáciles  de  co- 
«rregir. « 

Y  después  de  censurar  el  estilo  y  el  lenguaje  del  Padre, 
añade  el  Sr.  Lafuente,  procediendo  á  la  clasificación  de  sus 
obras: 

«En  materia  de  economía  y  derecho  político,  no  todas  las 
«doctrinas  que  escribió  Feijoo  están  conformes  con  los  ade- 
«lantos  de  las  ciencias ;  pero  como  éstas  son  materias  abs- 
«tractas,  conviene  siempre  oir  á  todos.  Entre  sus  paradojas 
«hay  algunas  sumamente  verídicas,  como  las  impugnaciones 
))del  tormento^  del  excesivo  número  de  días  festivos,  déla  leni- 
)) dad  con  los  criminales^  y  otras;  pero  ¿quién  defenderá  hoy 
«día  que  los  oficios  deben  ser  hereditarios,  y  otros  puntos  á 
«este  tenor?  El  padre  Feijoo,  en  esta  parte,  como  en  otra?, 
«acierta  cuando  niega,  y  suele  equivocarse  cuando  afirma.  , 
«Su  destino  era  para  la  negación  y  la  polémica;  esto  es,  para  v\j  "^ 
«conibatir  errores  y  abusos,  más  bien  que  para  crear  y  ofre- 
«cer  innovaciones  saludables  y  positivas,  y  eso  que  su  carác- 
«ter  era  no  poco  positivista^  en  la  acepción  que  solemos  dar 
ȇ  esta  palabra.  En  el  discurso  acerca  del  Amor  de  la  patria^ 
«lleva  ya  su  excepticismo  hasta  un  punto  que  da  grima,  y  hoy 
«día,  en  que  la  tendencia  es  á  excitar  este  santo  entusiasmo 
«por  la  patria  y  por  nuestra  nacionalidad,  no  se  leen  sin  un 
«poco  de  disgusto  algunas  de  las  observaciones  que  contiene 
«aquel  discurso.  El  rey  de  España  era  entonces  francés,  la 
«familia  de  Borbón  había  triunfado  á  duras  penas  de  la  di- 
«nastía  austríaca,  después  de  una  prolongada  y  terrible  gue- 
»rra  civil.  El  padre  Feijoo  manejaba  de  continuo  libros  fran- 
«ceses,  á  los  que   tenía  gran  afición,  y  su  lenguaje  mismo  se 


XII  EL     PADRE     FEIJOO 

«resiente  de  ello;  por  ese  motivo  no  es  extraño  que  tanto  en 
«aquel  discurso,  como  en  los  de  Antipatía  entre  españoles  y 
"i^ franceses^  Preferencia  del  francés  sobre  el  griego^  y  la  /n- 
y>trodiicción  de  voces  nuevas,  consignase  opiniones  con  lasque 
«no  estoy  conforme.  Quizá  se  le  hubieran  hecho  las  impug- 
«naciones  de  falta  de  amor  patrio  que  se  hicieron  sin  razón 
«al  padre  Mariana,  si  en  otros  discursos  históricos  no  hubiese 
«acreditado  ardiente  españolismo.  Los  dos  discursos  titula- 
«dos  Glorias  de  España^  y  otros  muchos,  en  que  vindica  di- 
«versos  puntos  de  nuestra  historia,  son  muy  notables.  Por 
«ese  motivo  tenemos  que  considerar  á  Feijoo  como  uno  de 
«nuestros  principales  críticos  en  materia  histórica,  y  digno 
«de  figurar  en  tal  concepto  al  lado  de  Burriel,  Flórez  y  Mas- 
«deu.  Repartidos  sus  estudios  críticos  é  históricos  entre  la 
«multitud  de  sus  heterogéneos  discursos,  apenas  se  echa  de 
«ver  este  gran  mérito  ;  pero  salta  á  la  vista  cuando  todos  ellos 
«aparecen  reunidos  y  en  conjunto. 

«En  materia  de  filosofía  y  letras,  fué  una  de  las  cosas  en 
«que  el  padre  Feijoo  se  mostró  muy  adelantado  á  su  siglo,  y 
«muchos  de  sus  discursos,  no  sólo  pueden  consultarse  hoy 
«día  con  gran  utilidad,  sino  que  de  algunos  de  ellos  apenas 
«se  ha  podido  añadir  después  cosa  alguna,  como  sucede  con 
«respecto  á  las  cuestiones  de  racionalidad  de  los  brutos^  el 
))inedio  entre  el  espíritu  y  la  materia,  existencia  de  otros 
-'-^mundos  y  algunos  otros. 

«Además  de  eso,  lleva  Feijoo  su  crítica  á  las  varias  escue- 
«las  filosóficas  de  la  antigüedad  y  de  los  tiempos  modernos, 
«y  las  juzga  con  grande  acierto  é  imparcialidad,  sin  tener  en 
«cuenta  sus  creencias  religiosas,  en  puntos  en  que  la  religión 
«no  era  vulnerada.  Y  á  la  verdad,  era  un  contrasentido  dejar 
«correr  las  obras  de  los  filósofos  gentiles  y  de  los  clásicos  ro- 
«manos,  objetos  hoy  de  ojeriza  y  grande  saña,  y  prohibir  las 
«de  éstos,  que  al  fin  fueron  cristianos,  y  sus  escritos  de  cien- 
«cias  naturales,  inofensivas  al  catolicismo.  En  materia  de  es- 
«tética  dejó  escritos  algunos  discursos,  que  aún  hoy  se  leen 
«con  utilidad  y  placer.  Tales  son,  entre  otros  :  La  ra^ón  del 
•» gusto.  Despotismo  de  la  imaginación.,  Descubrimiento  de  una 
í>  nueva  facultad  ó  potencia  sensitiva  en  el  hombre,  Simpatías  y 
)) antipatías^  El  no  sé  qué. 


EL     PADRE     FEIJOO  XIII 

«Aun  en  las  noticias  que  dio  con  respecto  á  las  bellas  artes 
))no  dejó  de  hacer  mucho  provecho,  y  manifestó  que  sus  co- 
wnocimientos  estéticos  eran  trascendentales  á  ellos.  En  este 
«concepto  escribió  :  De  la  resurrección  de  las  artes  y  apología 
y)  de  las  antiguas,  De  la  música  de  los  templos^  De  las  mar  avi- 
adas de  la  música  antigua  comparada  con  la  moderna.  Algu- 
»nos  de  estos  discursos  son  tan  importantes  hoy  día  como 
«cuando  se  escribieron,  especialmente  el  de  la  Música  de  los 
^templos.,  que  está  hoy  día  en  España  tan  perdida,  ó  más,  que 
»en  el  siglo  pasado. 

«Feijoo,  al  hablar  de  las  bellas  artes,  no  descuidó  el  dar 
«noticias,  ora  históricas,  ora  críticas,  de  otras  varias,  como 
«el  Arte  de  enseñar  d  los  mudos.,  el  de  beneficiar  la  plata,  la 
r)nemotecnia,  en  que  no  quiso  creer,  y  la  taquigrafía,  cuya 
«existencia  negó,  pero  reconoció  más  tarde,  con  noticias  que 
«tuvo  de  que  se  ejercitaba  en  Inglaterra. 

«Pero  en  lo  que  estuvo  más  feliz  fué  en  todo  lo  relatjvo  á 
«la  moraf  cristiana  y  filosófica^  como  puntos  más  conexos  con 

«sus  principales  estudios Algunos  de  ellos  son  de  interés 

«actual,  pues  consigna  máximas,  que  si  las  dijera  otro,  hoy 
«día  se  le  llamaría  impío.  ¿Y  quién  se  atreverá  á  decirlo  de 
«Feijoo,  sin  incurrir  en  la  nota  de  tonto?  Su  impugnación 
))De  las  romerías.,  De  las  virtudes  aparentes.,  De  las  limosnas 
y)indiscretas,  y  otras  á  este  tenor,  son  muy  notables;  su  tra- 
«tado  sobre  el  Valor  de  las  indulgencias  plenarias  y  la  Devo- 
ytción  d  la  Virgen  son  de  estudio  é  importancia,  y  ojalá  fue- 
«ran  más  conocidos  y  aun  populares. 

Habla  luego  el  Sr.  La  Fuente  de  las  preocupaciones  vulga- 
res, que  combatió  Feijoo,  tarea  en  la  cual  reside  toda  su 
fama  para  algunos,  y  dice  á  este  propósito,  terminando  su 
notable  juicio: 

«De  intento  los  he  dejado  aparte...  (los  escritos  de  Feijoo 
«sobre  las  supersticiones  de  nuestro  pueblo),  para  que  se  vea 
«cuan  poco  es  lo  que  sobre  este  punto  escribió  el  padre  Fei- 
«joo  comparativamente  con  lo  mucho  que  escribió  de  histo- 
«ria,  física,  filosofía,  medicina,  moral  y  demás  secciones  en 
«que  se  han  clasificado  la  mayor  parte  de  sus  escritos.  ^Á 
«qué,  pues,  esta  puerilidad  de  acordarse  de  las  brujas  y  de 
«los  duendes  así  que  se  nombra  el  padre  Feijoo,  como  si  de 
«esto  hubiera  escrito  principalmente?  Aun  así,  preciso  es  re- 


XIV  EL     PADRE     FEIJOO 

«imprimir  algunas  de  las  disertaciones  de  Feijoo.  No  todos 
«los  errores  han  desaparecido;  existen  aún  en  pié  muchos  de 
))los  desatinos  que  impugnó  aquel  célebre  polígrafo.  Los  al- 
«manaques  salen  aún  con  todas  las  sandeces  del  tiempo  de 
))los  Juníperos  y  de  los  almanaques  de  Torres,  dando  calor 
»en  verano  y  hielos  por  el  mes  de  Diciembre.  En  Castilla  la 
«Vieja  tienen  gran  fe  en  el  calendario  portugués  del  astrólogo 
«Borda  d'Agua,  que  honraría  á  la  literatura  de  Angola  y  Mo- 
«zambique.  Sin  salir  de  nuestra  casa,  tenemos  algún  otro 
«análogo.  Nada  digo  acerca  de  las  indust?-iales  dedicadas  á 
))echar  las  cartas^  decir  la  buenaventura,  acertar  el  premio 
)>gordo^  y  hacer  otras  habilidades  de  este  jaez.  En  Madrid  se 
«publica,  ó  por  lo  menos  se  publicaba  no  há  mucho  tiempo, 
)->La  Cabala^  periódico  de  lotería  y  toros,  y  los  aficionados 
«leían  sus  sibilíticos  versos  con  tanto  afán  como  escuchaban 
«los  paganos  el  oráculo  de  Delfos  (i).  Mientras  en  España  haya 
«toros  y  lotería,  no  tenemos  derecho  para  recriminar  á  nin- 
«gún  país,  ni  á  los  siglos  pasados,  por  atrasos  en  materia  de 
«civilización.  No  faltan  gentes  que  creen  en  los  males  de  ojo 
«y  en  otras  ridiculeces  y  supersticiones.  De  cuando  en  cuan- 
»do  se  presentan  otras  nuevas,  revestidas  con  el  oropel  de  la 
«ciencia.  Así  hemos  tenido  en  nuestros  días  las  maravillas 
«del  magnetismo,  del  sonambulismo  y  la  doble  vista,  las 
«mesas  giratorias  y  los  caracoles  simpáticos.  Ninguno  de  estos 
«portentosos  descubrimientos  ha  salido  de  España;  todos 
«ellos  nos  los  han  adelantado  los  extranjeros,  como  igual- 
«mente  los  grandes  progresos  de  la  frenología  y  craneosco- 
«pia,  con  arreglo  á  la  cual,  luego  que  le  cortan  la  cabeza  aun 
«asesino,  se  descubre  que  tenía  desarrollado  el  órgano  de  la 
nasesinatividad.  Y  verdaderamente  que  no  se  concibe  por  qué 
«se  haya  de  agarrotar  ó  cortar  la  cabeza  á  un  pobre  hombre, 
«porque  tenga  en  ella  un  chichón  más  ó  menos  abultado.  El 
«PADRE  Feijoo  nos  dejó  ya  algunas  noticias  acerca  de  esto, 

« y  por  cierto  que  en  las  Causas  j^  remedios  del  amor, 

«y  algunos  otros  puntos,  se  muestra  algo  partidario  de  la 
«medicina  materialista,  pero  sin  rayar  en  error  teológico. 

«En  conclusión,  queda  probado  el  mérito  de  Feijoo  como 
«polígrafo  en  crítica,  historia,  filosofía,    literatura  y   moral 


(i)     Todo  esto  se  escribía  en  1863. 


ELPADREFEIJOO  XV 

«filosófica  y  cristiana,  aun  omitiendo  sus  vastos  conocimien- 
»tos  «n  ciencias  físico-matemáticas,  historia  natural  y  medi- 
»cina,  y  los  grandes  servicios  que  hizo  al  país  combatiendo 
wpreocupaciones,  que  quizá  sus  mismos  detractores  hubieran 
«profesado  y  sostenido  si  vivieran  en  aquella  época.» 


Nacido  el  P.  Feijoo  en  1676,  en  Casdemiro,  Galicia,  pro- 
vincia de  Orense,  hijo  primogénito  de  noble  familia,  no  fué  la 
primogenitura,  sin  embargo,  obstáculo  poderoso  á  su  vocación 
monástica.  A  los  14  años  profesó  en  la  orden  de  San  Benito,  y 
desde  entonces  su  vida  se  redujo  al  estudio,  á  la  enseñanza 
de  la  teología  y  la  filosofía  y  á  la  publicación  de  sus  numero- 
sas obras.  Profesor  y  escritor  público  ;  estos  fueron  sus  dos 
únicos  títulos  ;  como  también  sus  más  importantes  publica- 
ciones, el  Teatro  crítico  que  vio  la  luz  por  tomos,  desde  1726 
á  1739  y  las  Cartas  eruditas  que  en  igual  forma  dio  á  la  es- 
tampa desde  1742  á  1760;  obras  que  en  junto  comprenden  i63 
artículos,  ó  verdaderos  tratados  sobre  las  más  variadas  é  inco- 
nexas materias.  A  este  catálogo  hay  que  añadir  unos  veintiséis 
opúsculos  destinados  en  su  mayoría  á  contestar  á  sus  impug- 
nadores en  la  irritada  y  acre  polémica  que  promovieron  sus 
escritos. 

Los  más  importantes  episodios  de  su  vida  se  relacionan 
con  esta  batalla  intelectual,  que  le  causó  profundos  disgus- 
tos y  que  le  granjeó  por  otra  parte  grandes  honores,  vivas 
muestras  de  afecto  de  los  hombres  más  ilustres,  encarecidos 
elogios  del  mismo  Padre  Santo  Benedicto  XIV  y  la  decidida 
protección  de  Fernando  VI.  Llegó  éste  al  extremo  de  escu- 
darle con  su  real  manto  contra  la  envidia  ó  la  ignorancia. 
Una  Real  orden  se  promulgó  en  1750  para  acallar  la  polémica 
literaria  promovida,  que  decía  :  «Quiere  S.  M.  que  tenga  pre- 
sente el  Consejo  que  cuando  el  Padre  Maestro  Feijoo  ha; 
merecido  de  S.  M.  tan  noble  declaración  de  lo  que  le  agra-i 
dan  sus  escritos,  no  debe  haber  quien  se  atreva  d  impugnar- 
los  »  ¡Singular  época  aquella  en  que  una  providencia  real! 

terminaba  las  controversias  de  los  sabios  y  de  los  literatoslj 
Prueba,  sin  embargo,  este  hecho  algo  que  contradice  en^ 
verdad  ciertas  opiniones,  harto  vulgares,  y  es,  que  entonces  el 


XVI 


EL     PADRE     FEIJOO 


espíritu  de  reforma  partía  de  arriba,  y  la  ignorancia,  el  atra- 
so, la  bestial  fruición  de  permanecer  encenagados  en  él  era 
propio  de  los  inferiores.  Así  es  también  notable  que  siendo  el 
Padre  Feijoo,  aunque  fervoroso  creyente,  muy  osado  y  au- 
daz en  sus  teorías,  no  incurriese  nunca  en  entredicho,  ni 
perdiera  el  aprecio  de  la  parte  más  ilustrada  del  clero.  Es 
verdad  que  pusieron  en  duda  su  fe  los  despiadados  detracto- 
res y  corrió  algún  peligro,  pero  salió  indemne  de  la  prueba; 
se  mostraron  aquéllos  crueles  y  poco  escrupulosos  en  el  uso 
,de  todas  armas,  pero  no  pasó  la  polémica  del  terreno  puramen- 
te literario  ni  fueron  más  de  unos  cuantos  médicos,  doctores  y 
frailes  que  viendo  atacados  sus  respectivos  institutos  cayeron 
sobre  él  con  la  saña  singular  que  han  revestido  siempre  los 
celos  de  las  diversas  órdenes  monásticas  y  el  insoportable 
orgullo  de  los  sabios  constituidos  en  corporación. 

Esta  misma  saña  aumentó  la  fama  del  P.  Feijoo,  que  llegó 
á  ser  escritor  verdaderamente  popular  en  nuestra  patria.  A  me- 
dio millón  hace  subir  el  señor  La  Fuente  el  número  de  ejem- 
plares de  las  diversas  ediciones  del  Teatro  crítico^  las  Cartas 
eruditas,  y  opúsculos  sueltos;  por  donde  se  ve  que  no  se  leía 
tan  poco  en  el  siglo  pasado  como  suponemos.  Los  extranjeros 
hicieron  varias  traducciones  de  aquellas  obras;  tres  en  Italia, 
una  en  Francia,  y  el  mismo  Feijoo  habla  de  otra  en  inglés,  y 
otra  en  alemán.  De  su  popularidad  da  él  mismo  razón  des- 
cribiendo lo  que  le  pasó  en  la  Corte,  cuando  en  ella  estuvo  de 

paso:  « era  cosa  de  ver  las  cuestiones  extrañas  y  ridiculas 

wque  me  proponían  algunos.  Uno,  por  ejemplo,  dedicado  á  la 
«historia,  me  preguntaba  menudencias  de  la  guerra  de  Troya, 
»que  ni  Homero  ni  otro  algún  antiguo  escribió.  Otro,  enca- 
wprichado  en  la  quiromancia,  quería  le  dijese  qué  significaban 
))las  rayas  de  sus  manos.  Otro,  que  iba  por  la  física,  pretendía 
»saber  qué  especies  de  cuerpos  hay  á  la  distancia  de  treinta 
«leguas  debajo*  de  tierra.  Otro,  curioso  en  la  historia  natural, 
«venía  á  inquirir  en  qué  tierras  se  crían  los  mejores  tomates 
«del  mundo.  Otro,  observador  de  sueños,  quería  le  interpre- 
»tase  lo  que  había  soñado  tal  ó  tal  noche.  Otro,  picado  de 
«anticuario,  se  mataba  por  averiguar  qué  especies  de  ratone- 
«ras  habían  usado  los  antiguos.  Otro,  que  sólo  era  apasionad© 
«por  la  historia  moderna,  me  ponía  en  tortura  para  que  le 
«dijese  cómo  se  llamábala  mujer  del  Mogol,  cuántas  y  de  qué 


EL     PADRE     FEIJOO  XVII 

«naciones  eran  las  mujeres  que  el  Persa  tenía  en  su  serrallo. 
))Digo,  porque  vuestra  señoría  no  tome  esto  tan  al  pié  de  la 
))letra,  que,  ó  éstas  ú  otras  preguntas  tan  impertinentes  y 
«ridiculas  como  éstas,  venían  á  proponerme  algunos.  Si  cuan- 
»do  no  había  dado  á  luz  más  que  dos  libros  padecía  esta  mo- 
«lestia,  ¿  qué  sería  ahora,  cuando  los  libros  se  han  multipli- 
»cado,  siendo  natural  que  por  la  mayor  variedad  de  materias 
»que  en  ellos  toco,  me  atribuyan  mayor  extensión  de  ciencia 
»para  resolver  todas  sus  dudas,  por  extravagantes  que  sean? 
»Y  esto  sería  vivir?» 

Algo  descubre  también  de  su  propio  carácter,  lo  que  dice 
de  sí  mismo  en  su  carta  Política  en  la  senectud :  «  Lo  que  con 
«muchos  acredita  mi  aparente  robustez,  y  á  algunos  de  éstos 
«lo  oiría  el  padre  N.,  es  que  nunca  me  ven  consultar  al  mé- 
«dico  ni  usar  cosa  de  botica,  como  hacen  todos  los  que  son 
«algo  enfermizos.  Pero  esto  consiste  en  que  yo  sé,  y  otros 
«ignoran,  lo  poco  ó  nada  que  para  lo  que  padezco  puedo  es- 
«perar  de  los  médicos. 

«Es  ciejto  que  no  soy  de  genio  tétrico,  arisco,  áspero,  des- 
«contentadizo,  regañón;  enfermedades  del  alma  comunísimas 
»en  la  vejez,  cuya  carencia  debo,  en  parte  al  temperamento, 
«en  parte  á  la  reflexión.  Tengo  siempre  presente  que  cuando 
«era  mozo  notaba  estos  vicios  en  los  viejos. 

«Sobre  todo,  huyo  de  aquella  cantinela,  frecuentísima  en 
«los  viejos,  de  censurar  todo  lo  presente  y  alabar  todo  lo  pa- 
«sado 

«Yo  he  vivido  muchos  años,  v  en  la  distancia  de  los  de  mi 
«juventud  á  los  de  mi  vejez,  no  sólo  no  observé  esta  decanta- 
«da  corrupción  moral,  antes,  combinado  todo,  me  parece  que 
«algo  menos  malo  está  hoy  el  mundo  que  estaba  cincuenta  ó 
«sesenta  años  há. 

«Otra  cosa  en  que  pongo  algún  cuidado,  por  no  hacerme 
«tedioso  á  las  gentes,  cuya  conversación  frecuento,  es  no  que- 
«jarme  importunamente  de  los  males  ó  incomodidades  Cor- 
«porales  de  que  adolezco.  Hágome  la  cuenta  de  que  Dios  me 
«impuso  esta  pensión  para  que  padezca  yo,  y  no  para  que  la 

«padezcan  otros Y  ve  usted  aquí  otra  circunstancia,  no 

«expresada  arriba,  que  ocasiona  en  muchos  el  errado  con- 
«cepto  de  que  soy  más  fuerte  y  sano  de  lo  que  realmente  ex- 
«perimento.   Yo  no  me  quejo  ni  publico  mis  dolores  sino 


r 


XVIII  EL     PADRE     FEIJOO 

»cuando  son  bastante  vivos,  sirviéndome  entonces  la  queja  de 
«algún  alivio  ó  desahogo.  Esto  sucede  pocas  veces,  porque 
«son  poco  frecuentes  en  mí  los  dolores  agudos 

«Finalmente,  observo  no  ingerirme,  sino  tal  vez,  que  algu- 
»na  razón  política  me  obliga  á  ello,  en  las  diversiones,  por 
«decentes  y  racionales  que  sean,  de  la  gente  moza.  La  razón 
«es,  porque  en  sus  concurrencias  alegres  y  festivas,  la  presen- 
«cia  de  un  anciano,  especialmente  si  á  la  reverencia  que  ins- 
«pira  la  edad  añade  algo  su  carácter,  encadena  en  cierto 
«modo  su  libertad,  no  permitiéndole,  ya  la  verecundia,  ya  el 
«respeto,  aquella  honesta  soltura  y  esparcimiento  del  ánimo, 
«que  aun  en  los  religiosos  jóvenes  no  desdice  de  la  modestia 
«propia  de  su  estatuto,  en  aquellos  pocos  ratos  que  la  obser- 
«vancia  concede  algunas  treguas  para  el  regocijo 

«Para  certificarse  el  padre  N.  de  lo  que  añadió  á  vuestra 
«paternidad  de  que  soy  bastantemente  jovial  en  la  conversa- 
«ción,  era  menester  más  experiencia  que  la  que  tuvo  en  el 
«limitadísimo  espacio  de  dos  días,  pues  podría  sucederme  lo 
«que  á  otros,  que  algunos  pocos  días  del  año  gozan  una  acci- 
« dental  alegría,  y  en  todo  el  resto  están  dominados  de  la 
«tristeza.  Mas  la  verdad,  sino  me  engaño,  es,  que  mi  conversa- 
«ción  sigue  por  lo  común  la  mediocridad  entre  jocosa  y  seria; 
«lo  que  proviene  también,  en  parte  del  temperamento,  y  en 
«parte  de  la  reflexión.  La  aversión  á  todo  género  de  chanza 
«es  un  extremo  vicioso,  que  Aristóteles  llama  7'usticidad.» 

Después  de  estos  pequeños  rasgos  bastan  para  completar 
el  retrato  las  siguientes  líneas  de  otro  de  sus  biógrafos,  el  se- 
ñor D.  José  María  Anchoriz  :  «  Su  inclinación  dominante, 
«dice,  fué  el  estudio ;  su  primera  virtud  la  caridad.  Recibidos 
«sus  escritos  con  entusiasmo  indecible,  circularon  por  todos 
«los  puntos  de  la  Península  y  por  muchos  del  extranjero, 
«produciendo  su  venta  cuantiosas  sumas.  Con  ellos  se  cree 
«fué  edificada  una  casa  en  esta  capital  (i),  y  como,  según  las 
y> Constituciones  de  su  orden,  no  podían  los  monjes  poseer  nin- 
«guna  clase  de  bienes,  fué  autorizado  por  ella  para  disponer 
«de  los  productos  de  sus  obras,  y  aun  impetró,  y  obtuvo, 
»de  su  Santidad  la  dispensación  conveniente.  Jamás  le  pidie- 
«ron  limosna  que  no  diese;  y  solía  decir,  llorando,  que  un 
«pobre  virtuoso,  á  quien  socorría  diariamente  de  su  propia 

(i)     Oviedo,      ' 


EL     PADRE    FEIJOO  XIX 

«mesa,  le  había  de  llevar  al  cielo  de  la  mano.  Si  en  algo  su 
«conducta  contrarió  á  sus  palabras,  fué  en  esto,  pues  escribió 
«sobre  la  discreción  en  el  ejercicio  de  la  limosna,  al  paso  que 
«á  nadie  la  negaba.  En  los  años  de  1741  y  42,  en  que  las  co- 
«sechas  fueron  muy  escasas  en  toda  Asturias,  invirtió  en  gra- 
«nos  considerables  cantidades,  con  que  socorrió  á  los  pobres 
«en  su  miseria,  y  á  los  colonos  para  la  siembra,  distribuyén- 
«dolas  unas  por  su  mano  y  otras  por  medio  de  comisionados 
«que  tenía  en  las  aldeas.  Los  mendigos  acudían  en  tropel  á 
«la  portería  del  colegio  á  demandar  una  limosna,  y  cuando  se 
«hallaba  cerrada,  les  arrojaba  monedas  desde  la  ventana  de 
«su  cuarto.  Tenía  en  su  conversación  igual  gracia  y  amabili- 
«dad  que  en  sus  escritos,  la  misma  agudeza  y  solidez  en  los 
«discursos,  igual  profundidad  en  las  sentencias.  Después  de 
«su  muerte,  el  monasterio  de  Samos,  al  que,  por  ser  el  primi- 
«tivo  de  Feijoo,  volvieron  todos  sus  bienes,  percibió  los  pro- 
«ductos  de  la  venta  de  sus  obras,  y  es  fama  que  con  ellos  costeó 
«el  magnífico  templo,  no  inferior  á  algunas  catedrales. 

«Así  vivió  hasta  la  edad  de  ochenta  y  siete  años,  demostran- 
«do  con  su  ejemplo,  como  lo  sostuvo  con  su  doctrina,  que 
«las  tareas  literarias  pueden  conciliarse  con  la  longevidad.» 

No  hicieron  realmente  con  su  cadáver  lo  que  él  manifestó 
alguna  vez,  mostrando  á  qué  punto  llegaba  su  desenfrenado 
amor  á  la  ciencia,  y  era:  llevar  sus  despojos  á  un  hospital 
para  el  estudio  de  la  anatomía.  A  un  fraile  y  por  aquellos 
tiempos  no  se  le  puede  pedir  más. 


El  citado  Sr.  La  Fuente,  en  el  juicio  crítico  que,  en  parte 
hemos  copiado,  dice  del  P.  Feijoo  que  «fué  el  tipo  del  perio- 
dista en  el  siglo  pasado.»  En  nuesti'o  concepto  esta  es  la 
calificación  que  más  le  cuadra,  el  toque  más  certero  que  ca- 
racteriza el  retrato.  La  forma  periódica  con  que  publicó  el 
Padre  sus  obras,  la  falta  de  ilación  entre  ellas,  las  causas  que 
le  movían  á  escribir,  como  quien  dice,  al  día,  dan  á  los  trata- 
dos de  Feijoo  el  carácter  de  artículos  de  fondo.  Mirados  así 
es  mucho  más  fácil  ya  excusar  muchos  de  sus  defectos,  par- 
ticularmente los  literarios,  del  modo  que  hoy  día  se  toleran 
en  el  estilo  de  los  periodistas  corrupciones  de  forma  y  cierta 


XX  ELPADREFEIJOO 

jerigonza  de  moda,  que  pasa  con  ella  y  que  no  se  perdonaría 
en  un  libro  escrito  despacio,  y  corregido  con  tiempo. 

Dispuestos  á  resucitar  en  esta  Biblioteca  clásica  el  nombre 
de  Feijoo  fué  además  aquella  exactísima  apreciación  rayo  de 
claridad  para  elegir  con  mayor  acierto  entre  los  innumera- 
bles artículos  los  que  pudieran  ser  hoy  de  más  sabroso  pasa- 
tiempo, y  más  gratos  al  mayor  número  de  lectores.  Una  cuali- 
dad fué  nuestra  guía.  Puesto  que  entre  ellos  había  de  todo, 
entresacamos  los  que  más  se  parecieran  por  su  índole  á  artí- 
culos de  costumbres  contemporáneas  del  autor,  los  más 
pintorescos  y  entretenidos,  con  objeto  de  ofrecerlos  como 
muestra.  Los  demás,  científicos,  históricos,  de  teología  ó 
de  política  ó  no  tienen  ya  interés  suficiente,  ó  son  menos 
científicos  en  nuestros  días  de  lo  que  su  autor  creyó.  Dicho 
está,  sin  embargo,  que  ha  sido  imposible  ajustamos  en  la 
elección  á  un  criterio  riguroso.  Artículos  hay  que  no  contie- 
nen exclusivamente  observaciones  morales,  y  van  cuajados 
de  citas  y  eruditas  anotaciones.  Es  imposible  nunca  lograr 
una  clasificación  precisa  de  las  obras  de  un  autor,  y  mucho 
menos  si  este  autor  es,  como  el  P.  Feijoo,  de  los  que  se  valen 
á  un  tiempo  de  todos  sus  innumerables  recursos  en  un  solo 
tratado.  Pero  conste  al  menos  que  tal  ha  sido  nuestra  inten- 
ción :  dar  una  muestra,  la  más  amena  y  grata  de  los  escritos 
del  gran  benedictino,  así  como  en  esta  breve  noticia,  en  la 
cual  apenas  reconocemos  propio  si  no  es  la  coordinación  de 
materiales,  no  llevamos  otro  objeto  que  llamar  la  atención 
de  los  inteligentes  acerca  de  esta  personalidad  literaria;  que 
mucho  hay  qué  hacer  en  España  para  poner  al  alcance  de 
todos  la  historia  de  nuestra  cultura  con  nutridas  é  interesan- 
tes monografías. 

Los  Editores. 


EN  los  tiempos  antiquísimos,  si  creemos  á  Plutarco, 
sólo  se  usaba  la  música  en  los  templos,  y  después 
pasó  á  los  teatros.  Antes  servía  para  decoro  del  culto; 
después  se  aplicó  para  estímulo  del  vicio.  Antes  sólo  se  oía 
la  melodía  en  sacros  himnos;  después  se  empezó  á  escuchar 
en  cantinelas  profanas.  Antes  era  la  música  obsequio  de  las 
deidades;  después  se  hizo  lisonja  de  las  pasiones.  Antes  es- 
taba dedicada  á  Apolo;  después  parece  que  partió  Apolo  la 
protección  de  este  arte  con  Venus.  Y  como  si  no  bastara 
para  apestar  las  almas  ver  en  la  comedia  pintado  el  atractivo 
del  deleite  con  los  más  finos  colores  de  la  retórica  y  con  los 
más  ajustados  números  de  la  poesía,  por  hacer  más  activo  el 
veneno,  se  confeccionaron  la  retórica  y  la  poesía  con  la  mú- 
sica. 

Esta  diversidad  de  empleos  de  la  música  indujo  también 


22  F  E  IJ  O  O 

diferencia  en  la  composición;  porque,  como  era  preciso  mo- 
ver distintos  afectos  en  el  teatro  que  en  el  templo,  se  discu- 
rrieron distintos  modos  de  melodía,  á  quienes  corresponden, 
como  ecos  suyos,  diversos  afectos  en  la  alma.  Para  el  templo 
se  retuvo  el  modo  que  llamaban  dorio^  por  grave,  majestuoso 
y  devoto.  Para  el  teatro  hubo  diferentes  modos,  según  eran 
diversas  las  materias.  En  las  representaciones  amorosas  se 
usaba  el  modo  lidio^  que  era  tierno  y  blando;  y  cuando  se 
quería  avivar  la  moción,  el  mixo'lidio^  aún  más  eficaz  y  pa- 
tético que  el  lidio.  En  las  belicosas  el  raoáo  frigio^  terrible  y 
furioso.  En  las  alegres  y  báquicas,  el  eolio^  festivo  y  bufones- 
co. El  modo  subfrigio  servía  de  calmar  los  violentos  raptos 
que  ocasionaba  q\  frigio;  y  así  había  para  otros  afectos  otros 
modos  de  melodía. 

Si  estos  modos  de  los  antiguos  corresponden  á  los  diferen- 
tes tonos  de  que  usan  los  modernos,  no  está  del  todo  averi- 
guado. Algunos  autores  lo  afirman,  otros  lo  dudan.  Yo  me 
inclino  más  á  que  no,  por  la  razón  de  que  la  diversidad  de 
nuestros  tonos  no  tiene  aquel  influjo  para  variar  los  afectos, 
que  se  experimentaba  en  la  diversidad  de  los  modos  anti- 
guos. 


II 


Así  se  dividió  en  aquellos  retirados  siglos  la  música  entre 
el  templo  y  el  teatro,  sirviendo  promiscuamente  á  la  venera- 
ción de  las  aras  y  á  la  corrupción  de  las  costumbres.  Pero 
aunque  esta  fué  una  relajación  lamentable,  no  fué  la  mayor 
que  padeció  este  arte  nobilísimo ;  porque  esta  se  guardaba 
para  nuestro  tiempo.  Los  griegos  dividieron  la  música,  que 
antes,  como  era  razón,  se  empleaba  toda  en  el  culto  de  la 
deidad,  distribuyéndola  entre  las  solemnidades  religiosas  y 
las  representaciones  escénicas;  pero  conservando  en  el  tem- 
plo la  que  era  propia  del  templo,  y  dando  al  teatro  la  que 
era  propia  del  teatro.  Y  en  estos  últimos  tiempos  ¿qué  se  ha 


OBRAS    ESCOGIDAS  23 

hecho?  No  sólo  se  conservó  en  el  teatro  la  música  del  teatro, 
mas  también  la  música  propia  del  teatro  se  trasladó  al 
templo. 

Las  cantadas  que  ahora  se  oyen  en  las  iglesias  son,  en 
cuanto  á  la  forma,  las  mismas  que  resuenan  en  las  tablas. 
Todas  se  componen  de  menuetes,  recitados,  arietas,  alegros, 
y  á  lo  último  se  pone  aquello  que  llaman  grave  ;  pero  de  eso 
muy  poco,  porque  no  fastidie.  ¿Qué  es  esto?  ¿En  el  templo 
no  debiera  ser  toda  la  música  grave?  ¿No  debiera  ser  toda  la 
composición  apropiada  para  infundir  gravedad,  devoción  y  » 
modestia?  Lo  mismo  sucede  en  los  instrumentos.  Ese  aire  de 
canarios,  tan  dominante  en  el  gusto  de  los  modernos,  y  ex- 
tendido en  tantas  gigcis^  que  apenas  hay  sonata  que  no  tenga 
alguna,  ¿qué  hará  en  los  ánimos,  sino  excitar  en  la  imagina- 
ción pastoriles  tripudios?  El  que  oye  en  el  órgano  el  mismo 
menuet  que  oyó  en  el  sarao,  ¿  qué  ha  de  hacer,  sino  acordar-  ♦ 
se  de  la  dama  con  quien  danzó  la  noche  antecedente?  De  esta 
suerte  la  música,  que  había  de  arrebatar  el  espíritu  del  asis- 
tente desde  el  templo  terreno  al  celestial,  le  traslada  de  la  » 
iglesia  al  festín.  Y  si  el  que  oye,  ó  por  temperamento  ó  por 
hábito,  está  mal  dispuesto,  no  parará  ahí  la  imaginación. 

¡  Oh,  buen  Dios!   ¿Es  esta  aquella  música  que   al  grande 
Augustino,   cuando   aún  estaba  ñútante  entre  Dios  y  el  mun- 
do, le  exprimía  gemidos  de  compunción  y  lágrimas  de  piedad? 
«jOh,  cuánto  lloré  (decía  el  Santo  hablando  con  Dios,  en  sus 
Confesiones)^  conmovido  con  los  suavísimos  himnos  y  cánti-  > 
eos  de  tu  Iglesial  Vivísimamente  se  me  entraban  aquellas  vo- 
ces por  los  oídos,  y  por  medio  de  ellas  penetraban  ala  mente  * 
tus  verdades.  El  corazón  se  encendía  en  afectos,  y  los  ojos 
se  deshacían  en  lágrimas.»  Este  efecto  hacía  la  música  ecle- 
siástica de  aquel  tiempo;  la  cual,  como  la  lira  de  David,  ex- 
pelía el  espíritu  malo,  que  aún  no  había  dejado  del  todo  la 
posesión  de  Augustino,  y  advocaba  el  bueno  :  la  de  este  tiem- 
po expele  el  bueno,  si  le  hay,  y  advoca  al  malo.   El  canto  " 
eclesiástico  de  aquel  tiempo  era  como  el  de  las  trompetas  de^ 
Josué,  que  derribó  los  muros  de  Jericó;  esto  es,  las  pasiones 
que  fortifican  la  población  de  los  vicios.  El  de  ahora  es  como 
el  de  las  sirenas,  que  llevaban  los  navegantes  á  los  escollos. 


24  F  E  I  J  o  o 


III 


¡  Oh,  cuánto  mejor  estuviera  la  Iglesia  con  aquel  canto  Ua- 
\  no,  que  fué  el  único  que  se  conoció  en  muchos  siglos,  y  en 
que  fueron  los  máximos  maestros  del  orbe  los  monjes  de  san 
Benito,  incluyendo  en  primer  lugar  á  san  Gregorio  el  Gran- 
de y  al  insigne  Guido  Aretino,  hasta  que  Juan  de  Murs,  doc- 
tor de  la  Sorbona,  inventó  las  notas,  que  señalan  la  varia 
duración  de  los  puntos.  En  verdad  que  no  faltaban  en  la 
sencillez  de  aquel  canto  melodías  muy  poderosas  para  con- 
mover y  suspender  dulcemente  los  oyentes.  Las  composicio- 
nes de  Guido  Aretino  se  hallaron  tan  patéticas,  que,  llamado 
de  su  monasterio  de  Arezzo  por  el  papa  Benedicto  VIII,  no 
le  dejó  apartar  de  su  presencia  hasta  que  le  enseñó  á  cantar 
un  versículo  de  su  Antifonario,  como  se  puede  ver  en  el  car- 
denal Baronio,  al  año  de  1022.  Este  fué  el  que  inventó  el 
sistema  músico  moderno,  ó  progresión  artificiosa,  de  que  aún 
hoy  se  usa,  y  se  llama  la  escala  de  Guido  Aretino,  y  junta- 
mente la  pluralidad  armoniosa  de  las  voces  y  variedad  de 
consonancias,  la  cual,  si,  como  es  más  verosímil,  fué  conoci- 
da de  los  antiguos,  ya  estaba  perdida  del  todo  su  noticia. 

Una  ventaja  grande  tiene  el  canto  llano,  ejecutado  con  la 

debida  pausa,  para  el  uso  de  la  Iglesia;  y  es,  que,  siendo  por 

-.    su  gravedad  incapaz  de  mover  los  afectos  que  se  sugieren  en 

.    el  teatro,  es  aptísimo  para   inducir  los  que  son  propios  del 

templo.   ¿Quién,  en  la  majestad  sonora  del  himno  Vexilla 

Regis^  en  la  gravedad  festiva  del  Pange  lingua^  en  la  ternura 

luctuosa  del  Invitatorio  de  difuntos^  no  se  siente  conmovido, 

ya  á  veneración,  ya  á   devoción,  ya  á  la  lástima?  Todos  los 

días  se  oyen  estos  cantos,  y  siempre  agradan ;  al  paso  que 

las  composiciones  modernas,   en  repitiéndose  cuatro  ó  seis 

.  veces,  fastidian. 

No  por  eso  estoy  reñido  con  el  canto  figurado,  ó,  como 
dicen  comunmente,  de  órgano.  Antes  bien  conozco  que  hace 


OBRAS     ESCOGIDAS  25 

grandes  ventajas  al  llano,  ya  porque  guarda  sus  acentos  á  la 
letra,  lo  que  en  el  llano  es  imposible,  ya  porque  la  diferente 
duración  de  los  puntos  hace  en  el  oído  aquel  agradable  efec- 
to que  en  la  vista  causa  la  proporcionada  desigualdad  de  los 
colores.  Sólo  el  abuso  que  se  ha  introducido  en  el  canto  de 
órgano,  me  hace  desear  el  canto  llano;  al  modo  que  el  pala- 
dar busca  ansioso  el  manjar  menos  noble,  pero  sano,  huyen- 
do del  más  delicado  si  está  corrupto. 


IV 


¿Qué  oídos  bien  condicionados  podrán  sufrir  en  canciones 
sagradas  aquellos  quiebros  amatorios,  aquellas  inflexiones 
lascivas,  que,  contra  las  reglas  de  la  decencia,  y  aun  de  la 
música,  enseñó  el  demonio  á  las  comediantas,  y  éstas  á  los 
demás  cantores?  Hablo  de  aquellos  leves  desvíos  que  con  es- 
tudio hace  la  voz  del  punto  señalado ;  de  aquellas  caídas 
desmayadas  de  un  punto  á  otro,  pasando  no  sólo  por  el  semi- 
tono, mas  también  por  todas  las  comas  intermedias  ;  tránsi- 
tos que  ni  caben  en  el  arte,  ni  los  admite  la  naturaleza. 

La  experiencia  muestra  que  las  mudanzas  que  hace  la  voz 
en  el  canto,  por  intervalos  menudos,  así  como  tienen  en  sí 
no  sé  qué  de  blandura  afeminada,  no  sé  qué  de  lubricidad 
viciosa,  producen  también  un  afecto  semejante  en  los  ánimos 
de  los  oyentes,  imprimiendo  en  su  fantasía  ciertas  imágenes 
confusas,  que  no  representan  cosa  buena.  En  atención  á  esto, 
muchos  de  los  antiguos,  y  especialmente  los  lacedemonios, 
repudiaron,  como  nocivo  á  la  juventud,  el  género  de  música 
llamado  cromático^  el  cual,  introduciendo  bemoles  y  substeni- 
dos^  divide  la  octava  en  intervalos  más  pequeños  que  los  na- 
turales. Oigamos  á  Cicerón  :  Chromaticum  creditur  y'epudia- 
tum  pridie  fuisse  genus,  quod  adolescentum  remollescerent  eo 
genere  animi ;  Lacedcemones  Unprobasse  feruntur  (i).   Supó- 


(i)     Lib.  I,  Tuscul.  guaest. 


26  F  E  I  J  o  o 

nese  que  con  más  razón  reprobaron  también  el  género  llama- 
do enarmónico^  el  cual,  añadiendo  más  bemoles  y  substenidos, 
y  juntándose  con  los  otros  dos  géneros  diatónico  y  cromático, 
que  necesariamente  le  preceden,  deja  dividida  la  octava  en 
mayor  número  de  intervalos,  haciéndolos  más  pequeños;  por 
consiguiente,  en  esta  mixtura,  desviándose  la  voz  á  veces  del 
punto  natural  por  espacios  aún  más  cortos,  conviene  á  saber, 
los  semitonos  menores,  resulta  una  música  más  molificante 
que  la  del  cromático. 

¿  No  es  harto  de  lamentar  que  los  cristianos  no  usemos  de 
la  precaución  que  tuvieron  los  antiguos,  para  que  la  música 
no  pervierta  en  la  juventud  las  costumbres?  Tan  lejos  esta- 
mos de  eso,  que  ya  no  se  admite  por  buena  aquella  música 
que,  así  en  las  voces  humanas  como  en  los  violines,  no  intro- 
duce los  puntos  que  llaman  extraños,  á  cada  paso,  pasando 
en  todas  las  partes  del  diapasón  del  punto  natural  al  acciden- 
tal, y  esta  es  la  moda.  No  hay  duda  que  estos  tránsitos,  ma- 
nejados con  sobriedad,  arte  y  genio,  producen  un  efecto 
admirable,  porque  pintan  las  afecciones  de  la  letra  con  mu- 
cha mayor  viveza  y  alma  que  las  progresiones  del  diatónico 
puro,  y  resulta  una  música  mucho  más  expresiva  y  delicada. 
Pero  son  poquísimos  los  compositores  cabales  en  esta  parte, 
y  esos  poquísimos  echan  á  perder  á  infinitos,  que  queriendo 
imitarlos,  y  no  acertando  con  ello,  forman  con  los  extraños 
que  introducen,  una  música  ridicula,  unas  veces  insípida, 
otras  áspera ;  y,  cuando  menos  lo  yerran,  resulta  aquella  me- 
lodía de  blanda  y  lasciva  delicadeza,  que  no  produce  ningún 
buen  efecto  en  la  alma,  porque  no  hay  en  ella  expresión  de 
algún  afecto  noble,  sí  sólo  de  una  flexibilidad  lánguida  y 
viciosa.  Si  con  todo  quisieren  los  compositores  que  pase  esta 
música,  porque  es  de  la  moda,  allá  se  lo  hayan  con  ella  en  los 
teatros  y  en  los  salones ;  pero  no  nos  la  metan  en  las  iglesias, 
porque  para  los  templos  no  se  hicieron  las  modas.  Y  si  el 
oficio  divino  no  admite  mudanza  de  modas,  ni  en  vestiduras, 
ni  en  ritos,  ¿p^r  qué  la  ha  de  admitir  en  las  composiciones 
músicas? 

El  caso  es,  que  esta  mudanza  de  modas  tiene  en  el  fondo 
cierto  veneno,  el  cual  descubrió  admirablemente  Cicerón, 
cuando  advirtió  que  en  la  Grecia,  al  paso  mismo  que  declina- 
ron las  costumbres  hacia  la  corruptela,  degeneró  la  música 


OBRAS    ESCOGIDAS  27 

de  SU  antigua  majestad  hacia  la  afectada  molicie,  ó  porque  la     ) 
música  afeminada  corrompió  la  integridad  de  los  ánimos,  ó     ^ 
porque,  perdida  y  estragada  ésta  con  los  vicios,  estragó  tam- 
bién los  gustos,  inclinándolos  á  aquellas  bastardas  melodías 
que  simbolizaban  más  con  sus  costumbres :  Civitatumque  hoc 
multarum  in  Grcecia  interfiiit,  antiqínim  vocum  servare  mo- 
dum :  quarum  mores  lapsi^  ad  mollitiem  pariter  siint  immutati 
in  cantibus ;  aut  hac  dulcedine  ^  corruptelaqiie  depravati^  ut 
qiiidam  putant :  aut  cum  severitas  Tnorum  ob  alia  vitio  cecidi 
set,  twn  fuit  in  auribus  animisque^  mutatis  etiam^  hnic  miita- 
tioni  locus  (i).  De  suerte  que  el  gusto  de  esta  música  afemina- 
da, ó  es  efecto,  ó  causa,  de  alguna  relajación  en  el  ánimo.  Ni 
por  eso  quiero  decir  que  todos  los  que  tienen  este  gusto  ado- 
lecen de  aquel  defecto.  Muchos  son  de  severísimo  genio  y  de 
una  virtud  incorruptible,  á  quien  no  tuerce  la  música  viciada;  x 
pero  gustan  de  ella,  sólo  porque  oyen  que  es  de  la  moda,  y 
aun  muchos  sin  gustar  dicen  que  gustan,  sólo  porque  no  los  , 
tengan  por  hombres  del  siglo  pasado,  ó  como  dicen,  de  cal- 
zas atacadas,  y  que  no  tienen  la  delicadeza  de  gusto  de  los 
modernos. 


V 


Sin  embargo,  confieso  que  hoy  salen  á  luz  algunas  compo- 
siciones excelentísimas,  ahora  se  atienda  la  suavidad  del  gus- 
to, ahora  la  sutileza  del  arte.  Pero  á  vueltas  de  estas,  que  son 
bien  raras,  se  producen  innumerables  que  no  pueden  oirse. 
Esto  depende,  en  parte,  de  que  se  meten  á  compositores  los 
que  no  lo  son,  y  en  parte,  de  que  los  compositores  ordinarios 
se  quieren  tomar  las  licencias  que  son  propias  de  los  maes- 
tros sublimes. 

Hoy  le  sucede  á  la  música  lo  que  á  la  cirujía.  Así  como 

(i)     Lib.  II,  De  hgib. 


V 


28  FE  IJO  o 

cualquiera  sangrador  de  mediana  habilidad  luego  toma  el 
nombre  y  ejercicio  de  cirujano,  del  mismo  modo  cualquiera 
organista  ó  violinista  de  razonable  destreza  se  mete  á  com- 
positor. Esto  no  les  cuesta  más  que  tomar  de  memoria  aque- 
llas reglas  generales  de  consonancias  y  disonancias ;  después 
buscan  el  airecillo  que  primero  ocurre,  ó  el  que  más  les  agra- 
da, de  alguna  sonata  de  violines,  entre  tantas  como  se  hallan, 
ya  manuscritas,  ya  impresas ;  forman  el  canto  de  la  letra  por 
aquel  tono,  y  siguiendo  aquel  rumbo,  luego,  mientras  que  la 
voz  canta,  la  van  cubriendo  por  aquellas  reglas  generales, 
con  un  acompañamiento  seco,  sin  imitación  ni  primor  algu- 
no ;  y  en  las  pausas  de  la  voz  entra  la  bulla  de  los  violines, 
por  el  espacio  de  diez  ó  doce  compases,  ó  muchos  más,  en  la 
forma  misma  que  la  hallaron  en  la  sonata  de  donde  hicieron 
el  hurto.  Y  aun  eso  no  es  lo  peor,  sino  que  algunas  veces  ha- 
cen unos  borrones  terribles,  ó  ya  porque,  para  dar  á  entender 
que  alcanzan  más  que  la  composición  trivial,  introducen  fal- 
sas, sin  prevenirlas  ni  abonarlas ;  ó  ya  porque,  viendo  que 
algunos  compositores  ilustres,  pasando  por  encima  de  las  re- 
glas comunes,  se  toman  algunas  licencias,  como  dar  dos 
quintas  ó  dos  octavas  seguidas,  lo  cual  sólo  ejecutan  en  el 
caso  de  entrar  un  paso  bueno,  ó  lograr  otro  primor  armonio- 
so, que  sin  esa  licencia  no  se  pudiera  conseguir  (y  aun  eso  es 
con  algunas  circunstancias  y  limitaciones),  toman  osadía  para 
hacer  lo  mismo  sin  tiempo  ni  propósito,  con  que  dan  unos 
batacazos  intolerables  en  el  oído. 

Los  compositores  ordinarios,  queriendo  seguir  los  pasos 
de  los  primorosos,  aunque  no  caen  en  yerros  tan  groseros, 
vienen  á  formar  una  música,  unas  veces  insípida  y  otras  áspe- 
ra. Esto  consiste  en  la  introducción  de  accidentales  y  mu- 
danza de  tonos  dentro  de  la  misma  composición,  de  que  los 
maestros  grandes  usan  con  tanta  oportunidad,  que  no  sólo 
dan  á  la  música  mayor  dulzura,  pero  también  mucho  más 
valiente  expresión  de  los  afectos  que  señala  la  letra.  Algunos 
extranjeros  hubo  felices  en  esto;  pero  ninguno  más  que  nues- 
tro don  Antonio  de  Literes,  compositor  de  primer  orden,  y 
acaso  el  único  que  ha  sabido  juntar  toda  la  majestad  y  dul- 
zura de  la  música  antigua  con  el  bullicio  de  la  moderna;  pero 
en  el  manejo  de  los  puntos  accidentales  es  singularísimo, 
pues  casi  siempre  que  los  introduce,  dan  una  energía  á  la  mú- 


OBRAS    ESCOGIDAS  29 

sica,  correspondiente  al  significado  de  la  letra,  que  arrebata. 
Esto  pide  ciencia  y  numen ;  pero  mucho  más  numen  que 
ciencia;  y  así,  se  hallan  en  España  maestros  de  gran  conoci- 
miento y  comprehensión,  que  no  logran  tanto  acierto  en  esta 
materia ;  de  modo  que  en  sus  composiciones  se  admira  la 
sutileza  del  airte,  sin  conseguirse  la  aprobación  del  oído. 

Los  que  están  desasistidos  de  genio,  y  por  otra  parte  gozan 
no  más  que  una  mediana  inteligencia  de  la  música,  meten 
falsas,  introducen  accidentales  y  mudan  tonos,  sólo  porque 
la  moda  lo  pide,  y  porque  se  entienda  que  saben  manejar 
estos  saínetes ;  pero  por  la  mayor  parte  no  logran  saínete 
alguno,  y  aunque  no  faltan  á  las  reglas  comunes,  las  compo- 
siciones salen  desabridas ;  de  suerte  que,  ejecutadas  en  el 
templo,  conturban  los  corazones  de  los  oyentes,  en  vez  de 
producir  en  ellos  aquella  dulce  calma  que  se  requiere  para  la 
devoción  y  recogimiento  interior. 

Entre  los  primeros  y  los  segundos  media  otro  género  de 
compositores,  que  aunque  más  que  medianamente  hábiles, 
son  los  peores  para  las  composiciones  sagradas.  Estos  son 
aquellos  que  juegan  de  todas  las  delicadezas  de  que  es  capaz 
la  música;  pero  dispuestas  de  modo,  que  forman  una  melo- 
día bufonesca.  Todas  las  irregularidades  de  que  usan,  ya  en 
falsas,  ya  en  accidentales,  están  introducidas  con  gracia;  pero 
una  gracia  muy  diferente  de  aquella  que  san  Pablo  pedía  en 
el  cántico  eclesiástico,  escribiendo  á  los  colosenses  :  In  gra- 
na cantantes  in  cordibus  vestris  Deo  ;  porque  es  una  gracia  de 
chufleta,  una  armonía  de  chulada ;  y  así,  los  mismos  músicos 
llaman  jugueticos  y  monadas  á  los  pasajes  que  encuentran 
más  gustosos  en  este  género.  Esto  es  bueno  para  el  templo? 
Pase  norabuena  en  el  patio  de  las  comedias,  en  el  salón  de 
los  saraos  ;  pero  en  la  casa  de  Dios  chuladas,  monadas  y  ju- 
guetes 1  ¿No  es  este  un  abuso  impío?  Querer  que  se  tenga 
por  culto  de  la  deidad,  ¿  no  es  un  error  abominable  ?  ¿Qué 
efecto  hará  esta  música  en  los  que  asisten  á  los  oficios?  Aun 
á  los  mismos  instrumentistas,  al  tiempo  de  la  ejecución,  los 
provoca  á  gestos  indecorosos  y  á  unas  risillas  de  mojiganga. 
En  los  demás  oyentes  no  puede  influir  sino  disposiciones  para 
la  chocarrería  y  la  chulada. 

No  es  esto  querer  desterrar  la  alegría  de  la  música ;  sí  sólo 
la  alegría  pueril  y  bufona.  Puede  la  música  ser  gustosísima  y 


3o  FE  1  J  o  o 

juntamente  noble,  majestuosa,  grave,  que  excite  á  los  oyen- 
tes á  afectos  de  respeto  y  devoción.  Ó,  por  mejor  decir,  la 
música  más  alegre  y  deliciosa  de  todas  es  aquella  que  induce 
una  tranquilidad  dulce  en  la  alma,  recogiéndola  en  sí  misma 
y  elevándola,  digámoslo  así,  con  un  género  de  rapto  extático 
sobre  su  propio  cuerpo,  para  que  pueda  tomar  vuelo  el  pensa- 
miento hacia  las  cosas  divinas.  Esta  es  la  música  alegre,  que 
aprobaba  san  Agustín  como  útil  en  el  templo,  tratando  de 
nimiamente  severo  á  san  Atanasio  en  reprobarla ;  porque  su 
propio  efecto  es  levantar  los  corazones  abatidos  de  las  incli- 
naciones terrenas  á  los  afectos  nobles:  Ut  per  hcec  oblecta- 
menta  aurium  injirmior  animus  in  affectum  pietatis  assur- 
gat{i). 

Es  verdad  que  son  pocos  los  maestros  capaces  de  formar 
esta  noble  melodía,  pero  los  que  no  pueden  tanto,  conténten- 
se con  algo  menos,  procurando  siquiera  que  sus  composicio- 
nes inclinen  á  aquellos  actos  interiores,  que  de  justicia  se 
deben  á  los  divinos  oficios,  ó  por  lo  menos,  que  no  exciten  á 
los  actos  contrarios.  En  todo  caso,  aunque  sea  arriesgándose 
al  desagrado  del  concurso,  evítense  esos  saínetes  cosquillosos 
que  tienen  cierto  oculto  parentesco  con  los  afectos  vedados; 
pues  de  los  dos  males  en  que  puede  caer  la  música  eclesiásti- 
ca, menos  inconveniente  es  que  sea  escándalo  de  las  orejas, 
que  el  que  sea  incentivo  de  los  vicios. 


VI. 


Bien  se  sabe  el  poder  que  tiene  la  música  sobre  las  almas 
para  despertar  en  ellas  ó  las  virtudes  ó  los  vicios.  De  Pitá- 
goras  se  cuenta  que ,  habiendo  con  música  apropiada  in- 
flamado el  corazón  de  cierto  joven  en  un  amor  insano,  le 
calmó  el  espíritu  y  redujo  al  bando  de  la  continencia  mudan- 
do de  tono.  De  Timoteo,  músico  de  Alejandro,  que  irritaba 


(i)     Lib.  X,  Confess.,  cap,  XXXU. 


OBRAS     ESCOGIDAS  3l 

el  furor  bélico  de  aquel  príncipe,  de  modo  que  echaba  mano 
á  las  armas,  como  si  tuviera  presentes  los  enemigos.  Esto  no 
era  mucho,  porque  conspiraba  con  el  arte  del  agente  la  natu- 
raleza del  paso.  Algunos  añaden  que  le  aquietaba  después  de 
haberle  enfurecido,  y  Alejandro,  que  jamás  volvió  á  riesgo 
alguno  la  espalda,  venía  á  ser  fugitivo  entonces  de  su  propia 
ira.  Pero  más  es  lo  que  se  refiere  de  otro  músico  con  Enri- 
que II,  rey  de  Dinamarca,  llamado  el  Bueno ;  porque  con  un 
tañido  furioso  exacerbó  la  cólera  del  Rey  en  tanto  grado,  que 
arrojándose  sobre  sus  domésticos,  mató  á  tres  ó  cuatro  de 
ellos;  y  hubiera  pasado  adelante  el  estrago,  si  violentamente 
no  le  hubieran  detenido.  Esto  fué  mucho  de^admirar,  porque 
era  aquel  rey  de  índole  sumamente  mansa  y  apacible. 

No  pienso  que  los  músicos  de  estos  tiempos  puedan  hacer 
estos  milagros.  Y  acaso  tampoco  los  hicieron  los  antiguos, 
que  estas  historias  no  se  sacaron  de  la  Sagrada  Escritura. 
Pero  por  lo  menos,  es  cierto  que  la  música,  según  la  variación 
de  las  melodías,  induce  en  el  ánimo  diversas  disposiciones, 
unas  buenas  y  otras  malas.  Con  una  nos  sentimos  movidos  á 
la  tristeza,  con  otra  á  la  alegría ;  con  una  á  la  clemencia,  con 
otra  á  la  saña;  con  una  á  la  fortaleza,  con  otra  á  la  pusilani- 
midad, y  así  de  las  demás  inclinaciones. 

No  habiendo  duda  en  esto,  tampoco  la  hay  en  que  el  maes- 
tro que  compone  para  los  templos,  debe,  cuanto  es  de  su 
parte,  disponer  la  música  de  modo  que  mueva  aquellos  afec- 
tos más  conducentes  para  el  bien  espiritual  de  las  almas  y 
para  la  majestad,  decoro  y  veneración  de  los  divinos  oficios. 
Santo  Tomás,  tocando  este  punto  en  la  2.^  2.^  qiicest.  91.  a?'- 
tic.  2,  dice,  que  fué  saludable  la  institución  del  canto  en  las 
iglesias,  para  que  los  ánimos  de  los  enfermos,  esto  es,  los  de 
flaco  espíritu,  se  excitasen  á  la  devoción :  Et  ideo  salubrite?- 
fiiit  institutum,  ut  in  Divinas  laudes  cantus  assumerentur^  ut 
animi  injirmorum  magis  excitarentur  ad  devotionem.  ¡Ay, 
Dios!  ¿Qué  dijera  el  Santo  si  oyera  en  las  iglesias  algunas 
canciones,  que  en  vez  de  fortalecer  á  los  enfermos  enflaque- 
cen á  los  sanos ;  que  en  vez  de  introducir  la  devoción  en  el 
pecho,  la  destierran  de  la  alma;  que  en  vez  de  elevar  el  pen- 
samiento á  consideraciones  piadosas,  traen  á  la  memoria  algu- 
nas cosas  ilícitas?  Vuelvo  á  decir,  que  es  obligación  de  los 
músicos,  y  obligación  grave,  corregir  este  abuso. 


32  F  El J  o  o 

Verdaderamente,  yo,  cuando  me  acuerdo  de  la  antigua  se- 
riedad española,  no  puedo  menos  de  admirar  que  haya  caído 
tanto,  que  sólo  gustemos  de  las  músicas  de  tararira.  Parece 
que  la  celebrada  gravedad  de  los  españoles,  ya  se  redujo  sólo 
á  andar  envarados  por  las  calles.  Los  italianos  nos  han  hecho 
esclavos  de  su  gusto,  con  la  falsa  lisonja  de  que  la  música  se 
ha  adelantado  mucho  en  este  tiempo.  Yo  creo  que  lo  que 
llaman  adelantamiento,  es  ruina,  ó  está  muy  cerca  de  serlo. 
Todas  las  artes  intelectuales,  de  cuyos  primores  son  con  igual 
autoridad  jueces  el  entendimiento  y  el  gusto,  tienen  un  punto 
de  perfección,  en  llegando  al  cual,  el  que  las  quiere  adelan- 
tar, comunmente  las  echa  á  perder. 

Acaso  le  sucederá  muy  presto  á  la  Italia  (si  no  sucede  ya) 
con  la  música,  lo  que  le  sucedió  con  la  latinidad,  oratoria  y 
poesía.  Llegaron  estas  facultades  en  el  siglo  de  Augusto  á 
aquel  estado  de  propiedad,  hermosura,  gala  y  energía  natu- 
ral en  que  consiste  su  verdadera  perfección.  Quisieron  refi- 
narlas  los  que  sucedieron  á  aquel  siglo,  introduciendo  ador- 
nos impropios  y  violentos,  con  que  las  precipitaron  de  la 
naturalidad  á  la  afectación,  y  de  aquí  cayeron  después  á  la 
barbarie.  Bien  satisfechos  estaban  los  poetas  que  sucedieron 
á  Virgilio  y  los  oradores  que  sucedieron  á  Cicerón,  de  que 
daban  nuevos  realces  á  las  dos  artes ;  pero  lo  que  hicieron  se 
lo  dijo  bien  claro  á  los  oradores  el  agudo  Petronio,  hacién- 
doles cargo  de  su  ridicula  y  pomposa  afectación:  Vos  primi 
omnium  eloquentiam  perdidistis. 


VII 


Para  ver  si  la  música  en  este  tiempo  padece  el  mismo 
naufragio,  examinemos  en  qué  se  distingue  la  que  ahora  se 
practica  de  la  del  siglo  pasado.  La  primera  y  más  señalada 
distinción  que  ocurre  es  la  diminución  de  las  figuras.  Los 
puntos  más  breves  que  había  antes  eran  las  semicorcheas^  y 
con  ellas  se  hacía  juicio  que  se  ponían,  así  el  canto  como  el 


OBRAS     ESCOGIDAS  33 

instrumento,  en  la  mayor  velocidad,  de  que  sin  violentarlos 
son  capaces.  Pareció  ya  poco  esto,  y  se  inventaron  no  há 
mucho  las  tricorcheas,  que  parten  por  mitad  las  semicorcheas. 
No  paró  aquí  la  extravagancia  de  los  compositores,  y  inven- 
taron las  cuatrico7'cheas^  de  tan  arrebatada  duración,  que 
apenas  la  fantasía  se  hace  capaz  de  cómo  en  un  compás  pue- 
den caber  sesenta  y  cuatro  puntos.  No  sé  que  se  hayan  visto 
hasta  este  siglo  figuradas  las  cuatricorcheas  en  alguna  com- 
posición, salvo  en  la  descripción  del  canto  del  ruiseñor,  que 
á  la  mitad  del  siglo  pasado  hizo  estampar  el  padre  Kircher, 
en  el  libro  I  de  su  Musurgia  universal;  y  aun  creo  que  tiene 
aquella  solfa  algo  de  lo  hiperbólico;  porque  se  me  hace  difícil 
que  aquella  ave,  bien  que  dotada  de  órgano  tan  ágil,  pueda 
alentar  sesenta  y  cuatro  puntos  distintos,  mientras  se  alza  y 
baja  la  mano  en  un  compás  regular. 

Ahora  digo  que  esta  diminución  de  figuras,  en  vez  de  per- 
ficionar  la  música,  la  estraga  enteramente,  por  dos  razones: 
la  primera  es,  porque  rarísimo  ejecutor  se  hallará  que  pueda 
dar  bien  ni  en  la  voz  ni  en  el  instrumento  puntos  tan  veloces. 
El  citado  padre  Kircher  dice  que,  habiendo  hecho  algunas 
composiciones  de  canto  difíciles  y  exóticas  (yo  creo  que  no 
serían  tanto  como  muchas  de  la  moda  de  hoy),  no  halló  en 
toda  Roma  cantor  que  las  ejecutase  bien.  ¿Cómo  se  hallarán 
en  cada  provincia,  mucho  menos  en  cada  catedral,  instru- 
mentistas ni  cantores,  que  guarden  exactamente  así  el  tiempo 
como  la  entonación  de  esas  figuras  menudísimas,  añadiéndo- 
se muchas  veces  á  esta  dificultad  la  de  muchos  saltos  extra- 
vagantes, que  también  son  de  la  moda?  Semejante  solfa  pide 
en  la  garganta  una  destreza  y  volubilidad  prodigiosa,  y  en  la 
mano  una  agilidad  y  tino  admirable  ;  y  así,  en  caso  de  com- 
ponerse así,  había  de  ser  solamente  para  uno  ú  otro  ejecutor 
singularísimo  que  hubiese  en  esta  ó  aquella  corte,  pero  no 
darse  á  la  imprenta  para  que  ande  rodando  por  las  provincias; 
porque  el  mismo  cantor  que  con  una  solfa  natural  y  fácil 
agrada  á  los  oyentes,  los  descalabra  con  esas  composiciones 
difíciles ;  y  en  las  mismas  manos  en  que  una  sonata  de  fácil 
ejecución  suena  con  suavidad  y  dulzura,  la  que  es  de  arduo 
manejo  sólo  parece  greguería. 

La  segunda  razón  porque  esa  diminución  de  figuras  destru- 
ye la  música  es,  porque  no  se  da  lugar  al  oído  para  que  per- 


34  F  E  I  j  o  o 

ciba  la  melodía.  Así  como  aquel  deleite  que  tienen  los  ojos 
en  la  variedad  bien  ordenada  de  colores  no  se  lograra,  si  cada 
uno  fuese  pasando  por  la  vista  con  tanto  arrebatamiento,  que 
apenas  hiciese  distinta  impresión  en  el  órgano  (y  lo  mismo 
es  de  cualesquiera  objetos  visibles),  ni  más  ni  menos,  si  los 
puntos  en  que  se  divide  la  música  son  de  tan  breve  duración, 
que  el  oído  no  pueda  actuarse  distintamente  de  ellos,  no  per- 
cibe armonía,  sino  confusión.  Así  este  inconveniente  segundo 
como  el  primero,  se  hacen  mayores  por  el  abuso  que  cometen 
en  la  práctica  los  instrumentistas  modernos  ;  los  cuales,  aun- 
que sean  de  manos  torpes,  generalmente  hacen  ostentación 
de  tañer  con  mucha  velocidad,  y  comunmente  llevan  la  sona- 
ta con  más  rapidez  que  quiere  el  compositor,  ni  pide  el  ca- 
rácter de  la  composición.  De  donde  se  sigue  perder  la  música 
su  propio  genio,  faltar  á  la  ejecución  lo  más  esencial,  que  es 
la  exactitud  en  la  limpieza,  y  oir  los  circunstantes  sólo  una 
trápala  confusa.  Siga  cada  uno  el  paso  que  le  prescribe  su 
propia  disposición;  que  si  el  que  es  pesado  se  esfuerza  á  co- 
rrer tanto  como  el  veloz,  toda  la  carrera  será  tropiezos;  y  si 
el  que  sólo  es  capaz  de  correr  quiere  volar,  presto  se  hará 
pedazos. 

La  segunda  distinción  que  hay  entre  la  música  antigua  y 
moderna  consiste  en  el  exceso  de  ésta  en  los  frecuentes  trán- 
sitos del  género  diatónico  al  cromático  y  enarmónico,  mu- 
dando á  cada  paso  los  tonos  con  la  introducción  de  substeni- 
dos  y  bemoles.  Esto,  como  se  dijo  arriba,  es  bueno  cuando 
se  hace  con  oportunidad  y  moderación;  pero  los  italianos  hoy 
se  propasan  tanto  en  estos  tránsitos,  que  sacan  la  armonía  de 
sus  quicios.  Quien  no  lo  quisiere  creer,  consulte  desnudo  de 
toda  preocupación  sus  orejas,  cuando  oyere  canciones  ó  so- 
natas que  abundan  mucho  de  accidentales. 

La  tercera  distinción  está  en  la  libertad  que  hoy  se  toman 
los  compositores  para  ir  metiendo  en  la  música  todas  aque- 
llas modulaciones,  que  les  van  ocurriendo  á  la  fantasía,  sin 
ligarse  á  imitación  ó  tema.  El  gusto  que  se  percibe  en  esta 
música  suelta,  y  digámoslo  así,  desgreñada,  es  sumamente 
inferior  al  de  aquella  hermosa  ordenación  con  que  los  maes- 
tros del  siglo  pasado  iban  siguiendo  con  amenísima  variedad 
un  paso,  especialmente  cuando  era  de  cuatro  voces;  así  como 
deleita  mucho  menos  un  sermón  de  puntos  sueltos,  aunque 


OBRAS    ESCOGIDAS  35 

conste  de  buenos  discursos,  que  aquel  que,  con  variedad  de 
noticias  y  conceptos,  va  siguiendo  conforme  á  las  leyes  de  la 
elocuencia  el  hilo  de  la  idea,  según  se  propuso  al  principio  la 
planta.  No  ignoran  los  extranjeros  el  subido  precio  de  estas 
composiciones,  ni  faltan  entre  ellos  algunas  de  este  género 
excelentes;  pero  comunmente  huyen  de  ellas,  porque  son 
trabajosas ;  y  así,  si  una  ú  otra  vez  introducen  algún  paso, 
luego  le  dejan,  dando  libertad  á  la  fantasía  para  que  se  vaya 
por  donde  quisiere.  Los  extranjeros  que  vienen  á  España, 
por  lo  común  son  unos  meros  ejecutores,  y  así  no  pueden 
formar  este  género  de  música,  porque  pide  más  ciencia  de  la 
que  tienen ;  pero  para  encubrir  su  defecto,  procurarán  per- 
suadir acá  á  todos,  que  eso  de  seguir  pasos  no  es  de  la  moda. 


VIII 


Esta  es  la  música  de  estos  tiempos,  con  que  nos  han  rega- 
lado los  italianos,  por  mano  de  su  aficionado  el  maestro  Du-  * 
ron,  que  fué  el  que  introdujo  en  la  música  de  España  las 
modas  extranjeras.  Es  verdad  que  después  acá  se  han  apu- 
rado tanto  éstas,  que  si  Durón  resucitara,  ya  no  las  conocie- 
ra; pero  siempre  se  le  podrá  echar  á  él  la  culpa  de  todas  estas 
novedades,  por  haber  sido  el  primero  que  les  abrió  la  puerta, 
pudiendo  aplicarse  á  los  aires  de  la  música  italiana,  lo  que 
cantó  Virgilio  de  los  vientos : 

Qua  data  porta  ruunt,  et  térras  tur  bine  perjlant. 

Y  en  cuanto  á  la  música,  se  verifica  ahora  en  los  españoles, 
respecto  de  los  italianos,  aquella  fácil  condescendencia  á  ad-   ' 
mitir  novedades,  que  Plinio  lamentaba  en  los  mismos  italia- 
nos respecto  de  los  griegos :  Mutatur  quotidie  ars  interpolis^ 
et  ingeniorum  gradee  statu  impellimur. 

Con  todo,  no  faltan  en  España  algunos  sabios  composito-     ' 
res,  que  no  han  cedido  del  todo  á  la  moda,  ó  juntamente  con 


36  FE  I  j  o  o 

ella  saben  componer  preciosos  restos  de  la  dulce  y  majestuo- 
sa música  antigua,  entre  quienes  no  puedo  excusarme  de  ha- 
cer segunda  vez  memoria  del  suavísimo  Literes,  compositor 
verdaderamente  de  numen  original,  pues  en  todas  sus  obras 
resplandece  un  carácter  de  dulzura  elevada,  propia  de  su 
genio,  y  que  no  abandona  aun  en  los  asuntos  amatorios  y 
profanos,  de  suerte  que  aun  en  las  letras  de  amores  y  galan- 
terías cómicas  tiene  un  género  de  nobleza,  que  sólo  se  en- 
tiende con  la  parte  superior  de  la  alma;  y  de  tal  modo  des- 
pierta la  ternura,  que  deja  dormida  la  lascivia.  Yo  quisiera 
que  este  compositor  siempre  trabajara  sobre  asuntos  sagra- 
dos; porque  el  genio  de  su  composición  es  más  propio  para 
fomentar  afectos  celestiales  que  para  inspirar  amores  terre- 
nos. Si  algunos  echan  menos  en  él  aquella  desenvoltura  bulli- 
ciosa que  celebran  en  otros,  por  eso  mismo  me  parece  á  mí 
mejor,  porque  la  música,  especialmente  en  el  templo,  pide 
una  gravedad  seria,  que  dulcemente  calme  los  espíritus;  no 
una  travesura  pueril,  que  incite  á  dar  castañetadas.  Compo- 
ner de  este  modo  es  muy  fácil,  y  así  lo  hacen  muchos;  del 
otro  es  difícil,  y  así  lo  hacen  pocos. 


IX 


Lo  que  se  ha  dicho  hasta  aquí  del  desorden  de  la  música  de 
los  templos,  no  comprehende  sólo  las  cantadas  en  lengua 
vulgar;  mas  también  salmos,  misas,  lamentaciones  y  otras 
partes  del  oficio  divino,  porque  en  todo  se  ha  entrado  la 
moda.  En  lamentaciones  impresas  he  visto  aquellas  mudan- 
zas de  aires,  señaladas  con  sus  nombres,  que  se  estilan  en  las 
cantadas.  Aquí  se  leía  grave,  allí  airoso,  acullá  recitado.  Qué! 
¿aun  en  una  lamentación,  no  puede  ser  todo  grave?  ¿Y  es 
menester  que  entren  los  airecillos  de  las  comedias  en  la  re- 
presentación de  los  más  tristes  misterios?  Si  en  el  cielo  cupie- 
ra llanto,  lloraría  de  nuevo  Jeremías  al  ver  aplicar  tal  música 
á  sus  trenos.  ¿Es  posible  que  en  aquellas  sagradas  quejas. 


OBRASESCOGIDAS  ^7 

aoiiUu  t^aa<.t  io*.r-  -rr  .  i-¿, ^-i-íJo,  Joodc,  según  varios  sentídos, 
se  lamentan,  ya  la  ruina  de  Jerusalén  por  los  caldeos,  ya  el 
estrago  del  mundo  por  los  pecados,  ya  la  aflicción  de  la  Igle- 
sia militante  en  las  persecuciones,  ya,  en  fin,  la  angustia  de 
nuestro  Redentor  en  sus  martirios,  se  han  de  oir  airosos  y  . 
i'ecitados?  En  el  Alfabeto  de  los  penitentes^  como  llaman  algu- 
nos expositores  á  los  trenos  de  Jeremías,  ¿han  de  sonar  los 
aires  de  festines  y  serenatas?  ¡  Con  cuánta  más  razón  se  podía 
exclamar  aquí,  con  la  censura  de  Séneca  contra  Ovidio,  por- 
que en  la  descripción  de  un  objeto  tan  trágico  como  el  dilu- 
vio de  Deucalión,  introdujo  algún  verso  tanto  cuanto  ameno! 
Non  est  res  satis  sobria  lascivire  devorato  orbe  terrarum.  No 
sonó  tan  mal  la  cítara  de  Nerón  cuando  estaba  ardiendo 
Roma,  como  suena  la  armonía  de  los  bailes,  cuando  se  están  ^  j 
representando  tan  lúgubres  misterios. 

Y  sobre  delinquirse  en  esto,  contra  las  reglas  de  la  razón, 
se  peca  también  contra  las  leyes  de  la  música,  las  cuales  pres- 
criben que  el  canto  sea  apropiado  á  la  significación  de  la  le- 
tra; y  así,  donde  la  letra  toda  es  grave  y  triste,  grave  y  triste      \ 
debe  ser  todo  el  canto. 

Es  verdad  que  contra  esta  regla,  que  es  una  délas  más  car- 
dinales, pecan  muy  frecuentemente  los  músicos  en  todo  gé- 
nero de  composiciones,  unos  por  defecto,  y  otros  por  exceso. 
Por  defecto,  aquellos  que  forman  la  música  sin  atención  al-  ' 
guna  al  genio  de  la  letra ;  pero  en  tan  grosera  falta  apenas 
caen  sino  aquellos  que  no  siendo  verdaderamente  composito- 
res, no  hacen  otra  cosa  que  tejer  retazos  de  sonatas  ó  coser 
arrapiezos  de  las  composiciones  de  otros  músicos. 

Por  exceso  yerran  los  que,  observando  con  pueril  escrúpu- 
lo la  letra,  arreglan  el  canto  á  lo  que  significa  cada  dicción  ♦ 
de  por  sí,  y  no  al  intento  de  todo  el  contexto.  Explicaráme 
un  ejemplo  de  que  usa  el  padre  Kircher  corrigiendo  este  abu- 
so. Trazaba  un  compositor  el  canto  para  este  versículo:  Afors 
festinat  luctuosa.  Pues  ¿qué  hizo?  En  las  voces  mors  y  luc- 
tuosa metió  una  solfa  triste;  pero  en  la  voz  festinat^  que  está 
en  medio,  como  significa  celeridad  y  presteza,  plantó  unas 
carrerillas  alegres,  que  al  rocín  más  pesado,  si  las  oyera,  le 
harían  dar  cabriolas. 

Otro  tanto  y  aun  peor,  vi  en  una  de  las  lamentaciones  que 
cité  arriba,  la  cual,  en  la  cláusula  Deposita  est  vehementer  non 


38  FE  I  JO  o 

JíClbCnS  consol Cltor-Gm^    KxjñrxXtxíxxx   w\i-"-,>^-e>~    j<^«i    kicM.   ^.Iwxiw   iv^  aii\_»- 

so  para  aquella  lamentable  caída  de  Jerusalén,  ó  de  todo  el 
género  humano,  oprimido  del  peso  de  sus  pecados,  con  la 
agravante  circunstancia  de  faltar  consuelo  en  la  desdicha! 
Pero  la  culpa  tuvo  aquel  adverbio  vehementer^  porque  la  ex- 
presión de  vehemencia  le  pareció  al  compositor  que  pedía 
música  viva;  y  así,  llegando  allí,  apretó  el  paso,  y  para  el 
vehementer  gastó  en  carrerillas  unas  cuarenta  corcheas;  sien- 
do así  que  aun  esta  voz,  mirada  por  sí  sola,  pedía  muy  otra 
música,  porque  allí  significa  lo  mismo  que  gravissimé,  expre- 
sando enérgicamente  aquella  pesadez,  ó  pesadumbre,  con 
que  la  ciudad  de  Jerusalén,  agobiada  de  la  brumante  carga 
de  sus  pecados,  dio  en  tierra  con  templo,  casas  y  muros. 

En  este  defecto  cayó,  más  que  todos,  el  célebre  Durón,  en 
tanto  grado,  que,  á  veces,  dentro  de  una  misma  copla  variaba 
seis  ú  ocho  veces  los  afectos  del  canto,  según  se  iban  varian- 
do los  que  significaban  por  sí  solas  las  dicciones  del  verso.  Y 
aunque  era  menester  para  esto  grande  habilidad,  como  de  he- 
cho la  tenía,  era  muy  mal  aplicada. 


X 


Algunos  (porque  no  dejemos  esto  por  decir)  juzgan  que  el 
componer  la  música  apropiada  á  los  asuntos,  consiste  mucho 
en  la  elección  de  los  tonos;  y  así,  señalan  uno  para  asuntos 
graves,  otro  para  los  alegres,  otro  para  los  luctuosos,  etc. 
Pero  yo  creo  que  esto  hace  poco  ó  nada  para  el  caso,  pues 
no  hay  tono  alguno  en  el  cual  no  se  hayan  hecho  muy  expre- 
sivas y  patéticas  composiciones  para  todo  género  de  afectos. 
El  diferente  lugar  que  ocupan  los  dos  semitonos  en  el  diapa- 
són, que  es  en  lo  que  consiste  la  distinción  de  los  tonos,  es 
insuficiente  para  inducir  esa  diversidad;  ya  porque  donde 
quiera  que  se  introduzca  un  accidental  (y  se  introducen  á 
cada  paso)  altera  ese  orden ;  ya  porque  varias  partes,  olas 
más  de  la  composición,  variando  los  términos,  cogen  los  se- 


OBRAS    ESCOGIDAS  39 

mitonos  en  otra  positura  que  la  que  tienen,  respecto  del  dia- 
pasón. Pongo  por  ejemplo  :  aunque  el  primer  tono,  que  em- 
pieza en  Delasotre^  vaya  por  este  orden,  primero  un  tono, 
luego  un  semitono,  después  tres  tonos,  á  quienes  sigue  otro 
semitono,  y  en  fin,  un  tono  ;  los  diferentes  rasgos  de  la  com- 
posición, tomado  cada  uno  de  por  sí,  no  siguen  ese  orden, 
porque  uno  empieza  en  el  primer  semitono,  otro  en  el  tono 
que  está  después  de  él,  y  así  de  todas  las  demás  partes  del 
diapasón,  y  acaban  donde  más  bien  le  parece  al  compositor, 
con  que  en  cada  rasgo  de  la  composición  se  varía  la  positura 
de  los  semitonos,  tanto  como  en  los  diferentes  diapasones, 
que  constituyen  la  diversidad  de  los  tonos. 

Esto  se  confirma  con  que  los  mayores  músicos  están  muy 
discordes  en  la  designación  de  los  tonos,  respectivamente  á 
diversos  afectos.  El  que  uno  tiene  por  alegre,  otro  tiene  por 
triste;  el  que  uno  por  devoto,  otro  por  juguetero.  Los  dos 
grandes  jesuítas,  el  padre  Kircher  y  el  padre  Dechales,  están 
en  esto  tan  opuestos,  que  un  mismo  tono  le  caracteriza  el 
padre  Kircher  de  este  modo :  Harmoniosus,  magiiificus^  et 
regia  maj estáte  plenus.  Y  el  padre  Dechales  dice  :  Ad  tripudia 
et  choreas  est  comparatus,  diciturque  propterea  lascivus ;  y 
poco  menos  discrepan  en  señalar  los  caracteres  de  otros  to- 
nos, bien  que  no  de  todos. 

Lo  dicho  se  entiende  de  la  diversidad  esencial  de  los  tonos, 
que  consiste  en  la  diversa  positura  de  los  semitonos  en  el 
diapasón ;  pero  no  de  la  diversidad  accidental,  que  consiste 
en  ser  más  altos  ó  más  bajos.  Esta  algo  puede  conducir,  por- 
que la  misma  música  puesta  en  voces  más  bajas,  es  más  reli- 
giosa y  grave,  y  trasladada  á  las  altas,  perdiendo  un  poco  de 
la  majestad,  adquiere  algo  de  viveza  alegre,  por  cuya  razón 
soy  de  sentir  que  las  composiciones  para  las  iglesias  no  de- 
ben ser  muy  subidas  ;  pues  sobre  que  las  voces  en  el  canto 
van  comunmente  violentas,  y  por  tanto  suenan  ásperas,  care- 
cen de  aquel  fácil  juego  que  es  menester  para  dar  las  afeccio- 
nes que  pide  la  música,  y  aun  muchas  veces  claudican  en  la 
entonación;  digo  que,  á  más  de  estos  inconvenientes,  no 
mueven  tanto  los  afectos  de  respeto,  devoción  y  piedad,  como 
si  se  formaran  en  tono  más  bajo. 


40  F  E  1  J  o  o 


XI 


Por  la  misma  razón  estoy  mal  con  la  introducción  de  los 
violines  en  las  iglesias.  Santo  Tomás,  en  el  lugar  citado  arri- 
ba, quiere  que  ningún  instrumento  músico  se  admita  en  el 
templo,  por  la  razón  de  que  estorba  á  la  devoción  aquella 
delectación  sensible  que  ocasiona  la  música  instrumental; 
pero  esta  razón  es  difícil  de  entender,  habiendo  dicho  el  San- 
to que  la  delectación  que  se  percibe  en  el  canto,  induce  á 
devoción  á  los  espíritus  flacos,  y  no  parece  que  hay  dispari- 
dad de  una  á  otra,  porque  si  se  dice  que  la  significación  de  la 
letra  que  se  canta,  ofreciendo  á  la  memoria  las  cosas  divinas, 
hace  que  la  delectación  en  el  canto  sirva  como  de  vehículo 
que  lleve  el  corazón  hacia  ellas,  lo  mismo  sucederá  en  la  de- 
lectación del  instrumento  que  acompaña  la  letra  y  el  canto. 
Añádese  á  esto,  que  el  Santo  en  el  mismo  lugar  aprueba  el 
uso  de  los  instrumentos  músicos  en  la  sinagoga,  por  la  razón 
de  que  aquel  pueblo,  como  duro  y  carnal,  convenía  que  con 
este  medio  se  provocase  á  la  piedad.  Luego,  por  lo  menos 
para  semejantes  genios,  convienen  en  la  iglesia  los  instru- 
mentos músicos ;  y  por  consiguiente,  siendo  de  este  jaez  mu- 
chísimos de  los  que  concurren  á  la  iglesia  en  estos  tiempos, 
siempre  serán  de  grande  utilidad  los  instrumentos.  Fuera  de 
que,  no  puedo  entender  cómo  la  delectación  sensible  que 
ocasiona  la  música  instrumental  induzca  á  devoción  á  los  que 
por  su  dureza  están  menos  dispuestos  para  ella,  y  la  impida 
en  los  que  tienen  el  corazón  más  apto  para  el  culto  divino. 

Conozco  y  confieso  que  es  mucho  más  fácil  que  yo  no  en- 
tienda á  santo  Tomás,  que  no  que  el  Santo  dejase  de  decir 
muy  bien.  Mas  en  fin,  la  práctica  universal  de  toda  la  Iglesia 
autoriza  el  uso  de  los  instrumentos.  El  caso  está  en  la  elec- 
ción de  ellos  ;  y  por  mí  digo  que  los  violines  son  impropios 
en  aquel  sagrado  teatro ;  sus  chillidos,  aunque  armoniosos, 
son  chillidos,  y  excitan  una  viveza  como  puepl  en  nuestros 
espíritus,  muy  distante  de  aquella  atención  decorosa  que  se 


OBRAS     ESCOGIDAS  4I 

debe  á  la  majestad  de  los  misterios,  especialmente  en  este 
tiempo,  que  los  que  componen  para  violines  ponen  estudio 
en  hacer  las  composiciones  tan  subidas,  que  el  ejecutor  vaya 
á  dar  en  el  puente  con  los  dedos. 

Otros  instrumentos  hay  respetosos  y  graves,  como  la  arpa, 
el  violón,  la  espineta,  sin  que  sea  inconveniente  de  alguna 
monta  que  falten  tiples  en  la  música  instrumental ;  antes  con 
eso  será  más  majestuosa  y  seria,  que  es  lo  que  en  el  templo 
se  necesita.  El  órgano  es  un  instrumento  admirable,  ó  un 
compuesto  de  muchos  instrumentos.  Es  verdad  que  los  orga- 
nistas hacen  de  él,  cuando  quieren,  gaita  y  tamboril,  y  quie-  . 
ren  muchas  veces. 


XII 


No  será  fuera  del  intento,  antes  muy  conforme  á  él,  decir 
aquí  algo  de  la  poesía  que  hoy  se  hace  para  las  cantadas  del 
templo,  ó  como  llaman,  d  lo  divino.  Sin  temeridad  me  atre- 
veré á  pronunciar,  que  la  poesía  en  España  está  mucho  más 
perdida  que  la  música.  Son  infinitos  los  que  hacen  coplas,  y 
ninguno  es  poeta.  Si  se  me  pregunta  cuáles  son  las  artes  más 
difíciles  de  todas,  responderé  que  la  médica,  poética  y  orato- 
ria;  y  si  se  me  pregunta  cuáles  son  más  fáciles,  responderé 
que  la  poética,  oratoria  y  médica.  No  hay  licenciado  que,  si 
quiere,  no  haga  coplas.  Cuantos  religiosos  sacerdotes  hay, 
suben  al  pulpito,  y  cuantos  estudian  medicina,  hallan  partido; 
pero  ¿  adonde  está  el  médico  verdaderamente  sabio,  el  poeta 
cabal  y  el  orador  perfecto  ? 

Nuestro  eruditísimo  monje  don  Juan  de  Mabillón,  en  su 
libro  de  Estudios  monásticos^  dice  que  un  poeta  excelente  es 
una  alhaja  rarísima  ;  y  yo  me  conformo  con  su  dictamen, 
porque,  si  se  mira  bien,  ¿dónde  se  encuentra,  entre  tantas 
coplas  como  salen  á  luz,  una  sola  que,  dejando  otras  muchas 
calidades,  sea  juntamente  natural  y  sublime,  dulce  y  eficaz, 
ingeniosa^,  clara,  brillante  sin  afectación,  sonora  sin  turgcn- 


42  F  E  1  J  o  o 

cia,  armoniosa  sin  impropiedad,  corriente  sin  tropiezo,  deli- 
cada sin  melindre,  valiente  sin  dureza,  hermosa  sin  afeite, 
noble  sin  presunción,  conceptuosa  sin  obscuridad?  Casi  osaré 
decir,  que  quien  quisiere  hallar  un  poeta  que  haga  versos  de 
este  modo,  le  busque  en  la  región  donde  habita  el  fénix. 

Por  lo  menos  en  España,  según  todas  las  apariencias,  hoy 
no  hay  que  buscarle,  porque  está  la  poesía  en  un  estado  las- 
timoso. El  que  menos  mal  lo  hace  (exceptuando  uno  ú  otro 
raro),  parece  que  estudia  en  cómo  lo  ha  de  hacer  mal.  Todo 
el  cuidado  se  pone  en  hinchar  el  verso  con  hipérboles  irra- 
cionales y  voces  pomposas ;  con  que  sale  una  poesía  hidrópi- 
ca confirmada,  que  da  asco  y  lástima  verla.  La  propiedad  y 
naturalidad,  calidades  esenciales,  sin  las  cuales,  ni  la  poesía 
ni  la  prosa  jamás  pueden  ser  buenas,  parece  que  andan  fugi- 
tivas de  nuestras  composiciones.  No  se  acierta  con  aquel 
resplandor  nativo  que  hace  brillar  el  concepto ;  antes  los  me- 
jores pensamientos  se  desfiguran  con  locuciones  afectadas, 
al  modo  que  cayendo  el  aliño  de  una  mujer  hermosa  en  ma- 
nos indiscretas,  con  ridículos  afeites  se  le  estraga  la  belleza 
de  las  facciones. 

Esto  en  general  de  la  poesía  española  moderna;  pero  la 
peor  es  la  que  se  oye  en  las  cantilenas  sagradas.  Tales  son, 
que  fuera  mejor  cantar  coplas  de  ciegos,  porque  al  fin  estas 
tienen  sus  afectos  devotos,  y  su  misma  rústica  sencillez  está 
en  cierto  modo  haciendo  señas  á  la  buena  intención.  Toda 
la  gracia  de  las  cantadas  que  hoy  suenan  en  las  iglesias,  con- 
siste en  equívocos  bajos,  metáforas  triviales,  retruécanos 
pueriles ;  y  lo  peor  es,  que  carecen  enteramente  de  espíritu  y 
moción,  que  es  lo  principal  ó  lo  único  que  se  debiera  buscar. 
En  esta  parte  han  pecado  aun  los  buenos  poetas.  Don  Anto- 
nio de  Solís  fué  sin  duda  nobilísimo  ingenio,  y  que  entendió 
bien  todos  los  primores  de  la  poesía,  excediéndose  á  sí  mis- 
mo, y  excediendo  á  todos,  en  pintar  los  afectos  con  tan  pro- 
pias, íntimas  y  sutiles  expresiones,  que  parece  que  los  da 
mejor  á  conocer  su  pluma  que  la  experiencia.  Con  todo,  en 
sus  letrillas  sacras  se  nota  una  extraña  decadencia,  pues  no 
se  encuentra  en  ellas  aquella  nobleza  de  pensamientos,  aque- 
lla delicadeza  de  expresiones,  aquella  moción  de  afectos,  que 
se  halla  á  cada  paso  en  otras  poesías  líricas  suyas;  y  no  es 
porque  le  faltase  numen  para  asuntos  sagrados,  pues  sus  en- 


OBRAS     ESCOGIDAS  43 

dechas  á  la  conversión  de  san  Francisco  de  Rorja  son  lo  me- 
jor que  hizo,  y  acaso  lo  más  sublime  que  hasta  ahora  se  ha 
compuesto  en  lengua  castellana. 

Creo  que  esto  ha  dependido  de  que,  así  Solís  como  otros 
poetas  de  habilidad,  á  estas  letrillas  que  se  hacen  para  las 
festividades,  las  han  mirado  como  cosa  de  juguete,  siendo 
así,  que  ninguna  otra  composición  pide  atenderse  con  tanta 
seriedad.  ¿Qué  asunto  más  noble  que  el  de  estas  composicio- 
nes, donde  ya  se  elogian  las  virtudes  de  los  santos,  ya  se  re- 
presenta la  excelencia  de  los  misterios  y  atributos  divinos?  > 
Aquí  es  donde  se  habían  de  esforzar  más  los  que  tienen  nu- 
men. ¿  Qué  empleo  más  digno  de  un  genio  ventajoso  que 
pintar  la  hermosura  de  la  virtud,  de  suerte  que  enamore  ;  re- 
presentar la  fealdad  del  vicio,  de  modo  que  horrorice;  elogiar 
á  Dios  y  á  sus  santos,  de  forma  que  el  elogio  encienda  á  la 
imitación  y  al  culto  ?  Lo  grande  de  la  poesía  es  aquella  acti- 
vidad persuasiva,  que  se  mete  dentro  de  la  alma,  y  mueve  el 
corazón  hacia  la  parte  que  quiere  el  poeta.  Este  no  es  juego 
de  niños,  dice  nuestro  Mabillón  hablando  de  la  poesía ;  mu- 
cho menos  será  juego  de  niños  la  poesía  sagrada.  Con  todo, 
la  que  se  canta  en  nuestras  iglesias  no  es  otra  cosa. 

Aun  aquellos  cuyas  composiciones  se  estiman,  no  hacen 
otra  cosa  que  preparar  los  conceptillos  que  les  ocurren  sobre 
el  asunto ;  y  aunque  no  tengan  entre  sí  unión  de  respeto  ó 
conducencia  á  algún  designio,  los  distribuyen  en  las  coplas; 
de  modo  que  todo  lo  que  se  llama  dicho  ó  concepto,  aunque 
uno  vaya  para  Flandes  y  otro  para  Marruecos,  se  hace  que 
entre  en  el  contexto ;  y  como  cada  copla  diga  algo  (así  se  ex- 
plican), aunque  sea  sin  moción,  espíritu  ni  fuerza,  más  es, 
aunque  sea  sin  orden,  ni  dirección  á  fin  determinado,  se  dice 
que  es  buena  composición,  siendo  así,  que  ni  merece  nombre 
de  composición,  como  no  merece  el  nombre  de  edificio  un 
montón  de  piedras,  ni  el  nombre  de  pintura  cualquiera  agre- 
gado de  colores. 

La  sentencia  aguda,  el  chiste,  el  donaire,  el  concepto,  son 
adornos  precisos  de  la  poesía ;  pero  se  han  de  ver  en  ella,  no 
como  que  son  buscados  con  estudio,  sí  como  que  al  poeta  se 
le  vienen  á  la  mano.  El  ha  de  seguir  su  camino  según  el  rum- 
bo propuesto,  echando  mano  solo  de  aquellas  flores  que  en- 
cuentra al  paso,  ó  que  nacen  en  el  mismo  camino.  Así  lo 


44 


F  E  IJOO 


hicieron  aquellos  grandes  maestros,  los  Virgilios,  los  Ovidios, 
los  Horacios  y  cuanto  tuvo  de  ilustre  la  antigüedad  en  este 
arte.  Hacer  coplas,  que  no  son  más  que  unas  masas  informes 
de  conceptillos,  es  una  cosa  muy  fácil,  y  juntamente  muy 
inútil,  porque  no  hay  en  ellas,  ni  cabe,  alguno  de  los  primo- 
res altos  de  la  poesía.  ¿Qué  digo,  primores  altos  de  la  poesía? 
Ni  aun  las  calidades  que  son  de  su  esencia. 

Pero  aún  no  he  dicho  lo  peor  que  hay  en  las  cantadas  á  lo 
divino ;  y  es  que,  ya  que  no  todas,  muchísimas  están  com- 
puestas al  genio  burlesco ;  ¡  con  gran  discreción  por  cierto, 
porque  las  cosas  de  Dios  son  cosas  de  entremés!  ¿Qué  con- 
cepto darán  del  inefable  misterio  de  la  Encarnación  mil  dis- 
parates puestos  en  las  bocas  de  Gil  y  Pascual  ?  Dejólo  aquí, 
porque  me  impaciento  de  considerarlo.  Y  á  quien  no  le 
disonare  tan  indigno  abuso  por  sí  mismo,  no  podré  yo  con- 
vencerle con  argumento  alguno. 


PARALELO  DE  LAS  LENGUAS 


CASTELLANA  Y  FRANCESA 


Dos  extremos,  entrambos  reprehensibles,  noto  en  nues- 
tros españoles,  en  orden  á  las  cosas  nacionales:  unos 
las  engrandecen  hasta  el  cielo;  otros  las  abaten  hasta 
el  abismo.  Aquellos,  que  ni  con  el  trato  de  los  extranjeros,  ni 
con  la  lectura  de  los  libros,  espaciaron  su  espíritu  fuera  del 
recinto  de  su  patria,  juzgan  que  cuanto  hay  de  bueno  en  el 
mundo  está  encerrado  en  ella.  De  aquí  aquel  bárbaro  desdén 
con  que  miran  á  las  demás  naciones,  asquean  su  idioma, 
abominan  sus  costumbres,  no  quieren  escuchar,  ó  escuchan 
con  irrisión,  sus  adelantamientos  en  artes  y  ciencias.  Bástales 
ver  á  otro  español  con  un  libro  italiano  ó  francés  en  la  mano, 
para  condenarle  por  genio  extravagante  y  ridículo.  Dicen  que 
cuanto  hay  bueno  y  digno  de  ser  leído,  se  halla  escrito  en  los 


4^  F  E  IJ  o  o 

dos  idiomas  latino  y  castellano;  que  los  libros  extranjeros, 
especialmente  franceses,  no  traen  de  nuevo  sino  bagatelas  y 
futilidades;  pero  del  error  que  padecen  en  esto,  diremos  algo 
abajo. 

Por  el  contrario,  los  que  han  peregrinado  por  varias  tie- 
rras, ó  sin  salir  de  la  suya,  comerciado  con  extranjeros,  sisón 
picados  tanto  cuanto  de  la  vanidad  de  espíritus  amenos,  in- 
clinados á  lenguas  y  noticias,  todas  las  cosas  de  otras  nacio- 
nes miran  con  admiración,  las  de  la  nuestra  con  desdén.  Sólo 
en  Francia,  pongo  por  ejemplo,  reinan,  según  su  dictamen, 
la  delicadeza,  la  policía,  el  buen  gusto :  acá  todo  es  rudeza  y 
barbarie.  Es  cosa  graciosa  ver  á  algunos  de  estos  nacionalis- 
tas (que  tomo  por  lo  mismo  que  antinacionales)  hacer  violen- 
cia á  todos  sus  miembros,  para  imitar  á  los  extranjeros  en 
gestos,  movimientos  y  acciones,  poniendo  especial  estudio  en 
andar  como  ellos  andan,  sentarse  como  se  sientan,  reírse 
como  se  ríen,  hacer  la  cortesía  como  ellos  la  hacen,  y  así  de 
todo  lo  demás.  Hacen  todo  lo  posible  por  desnaturalizarse,  y 
yo  me  holgaría  que  lo  lograsen  enteramente,  porque  nuestra 
nación  descartase  tales  figuras. 

Entre  estos,  y  aun  fuera  de  estos,  sobresalen  algunos  apa- 
sionados amantes  de  la  lengua  francesa,  que,  prefiriéndola 
con  grandes  ventajas  á  la  castellana,  ponderan  sus  hechizos, 
exaltan  sus  primores,  y  no  pudiendo  sufrir  ni  una  breve  au- 
sencia de  su  adorado  idioma,  con  algunas  voces  que  usurpan 
de  él,  salpican  la  conversación,  aun  cuando  hablan  en  caste- 
llano. Esto,  en  parte,  puede  decirse  que  ya  se  hizo  moda; 
pues  los  que  hablan  castellano  puro,  casi  son  mirados  como 
hombres  del  tiempo  de  los  godos. 


II 


Yo  no  estoy  reñido  con  la  curiosa  aplicación  á  instruirse  en 
las  lenguas  extranjeras.  Conozco  que  son  ornamento,  aun 
cuando  estén  desnudas  de  utilidad.  Veo  que  se  hicieron  in- 


j 

OBRASESCOGIDAS  47 

mortales  en  las  historias  Mitrídates,  rey  de  Ponto,  por  saber 
veinte  y  dos  idiomas  diferentes  ;  Cleopatra,  reina  de  Egipto, 
por  ser  su  lengua,  como  llama  Plutarco,  órgano  en  quien, 
variando  á  su  arbitrio  los  registros,  sonaban  alternativamente 
las  voces  de  muchas  naciones ;  Amalasunta,  hija  de  Teodo- 
rico,  rey  de  Italia,  porque  hablaba  las  lenguas  de  todos  los 
reinos  que  comprehendía  el  imperio  romano.  No  apruebo  la 
austeridad  de  Catón,  para  quien  la  aplicación  á  la  lengua 
griega  era  corrupción  digna  de  castigo,  ni  el  escrupuloso  re- 
paro de  Pomponio  Leto,  que  huía  como  de  un  áspid  del  co- 
nocimiento de  cualquiera  voz  griega,  por  el  miedo  de  manchar 
con  ella  la  pureza  latina. 

A  favor  de  la  lengua  francesa  se  añade  la  utilidad,  y  aun 
casi  necesidad  de  ella,  respecto  de  los  sujetos  inclinados  á  la 
lectura  curiosa  y  erudita.  Sobre  todo  género  de  erudición  se 
hallan  hoy  muy  estimables  libros  escritos  en  idioma  francés, 
que  no  pueden  suplirse  con  otros,  ni  latinos  ni  españoles. 
Pongo  por  ejemplo:  para  la  historia  sagrada  y  profana  no 
hay  en  otra  lengua  prontuario  equivalente  al  gran  Z)íccío;í¿rrío 
histój'ico  de  Moreri;  porque  el  que  desea  un  resumen  de  los 
hechos  de  algún  sujeto,  ignorando  la  era  en  que  floreció,  en 
defecto  del  Diccionario  histój'ico^  será  menester  revuelva  mu- 
chos libros  con  gran  dispendio  de  tiempo,  y  en  el  Dicciona- 
rio^ siguiendo  el  orden  alfabético,  al  momento  halla  lo  que 
busca.  Asimismo,  para  la  geografía  son  prontísimo  socorro 
los  Diccionarios  geográficos  de  Miguel  Baudrand  y  Tomás 
Cornelio;  cuando  faltando  éstos,  el  que  quiere  instruirse  de 
las  particularidades  de  alguna  ciudad,  monte  ó  río,  si  ignora 
la  región  donde  están  situados,  habrá  de  revolver  muy  de  es- 
pacio los  agigantados  volúmenes  de  Gerardo  Mercator,  Abra- 
han  Ortelio,  Bleu,  Sansón  ó  Da-Fer. 

De  la  física  experimental,  que  es  la  única  que  puede  ser 
útil,  se  han  escrito  en  el  idioma  francés  muchos  y  curiosos 
libros,  cuyas  noticias  no  se  hallan  en  otros.  La  Historia  déla 
Academia  real  de  las  Ciencias  es  muy  singular  en  este  género, 
como  también  en  infinitas  observaciones  astronómicas,  quí- 
micas y  botánicas,  cuyo  cúmulo  no  se  encontrará,  ni  su  equi- 
valente, en  libro  alguno  latino,  mucho  menos  en  castellano. 

De  teología  dogmática  dieron  los  franceses  á  luz  en  el  pa- 
trio idioma  preciosas  obras.   Tales  son  algunas  del  famoso 


48  F  E  I  J  o  o 

Ajttonio  Arnaldo^  y  todas  las  del  insigne  obispo  meldense, 
Jacobo  Benigno  Bossuet,  especialmente  su  Historia  de  las  va- 
riaciones de  las  iglesias  protestantes  y  la  Exposición  de  la 
doctrina  de  la  Iglesia  Católica  sobre  las  materias  de  contro- 
versia;  escritos  verdaderamente  incomparables,  y  que  redu- 
jeron más  herejes  á  la  religión  verdadera,  que  todos  los  rigo- 
res justamente  practicados  con  ellos  por  el  gran  Luís  XIV; 
en  que  no  se  deroga  á  la  grande  estimación  que  se  merecen 
los  inmortales  escritos  del  cardenal  Belarmino  y  otros  con- 
troversistas anteriores.  Ni  éstos  hacen  evitarla  necesidad  de 
aquellos,  porque  los  nuevos  efugios  que  después  de  Belar- 
mino discurrieron  los  protestantes,  y  las  variaciones  ó  nove- 
dades que  introdujeron  en  sus  dogmas,  precisaron  á  buscar 
contra  ellos  otras  armas,  ó  por  lo  menos  á  dar  nuevos  filos  á 
las  que  estaban  depositadas  en  los  grandes  armamentarios  de 
los  controversistas  antecedentes. 

Para  la  inteligencia  literal  de  toda  la  Escritura  Sagrada, 
reina  hoy  en  la  estimación  de  todos  los  profesores  la  admira- 
ble exposición,  que  poco  há  dio  á  luz  el  sapientísimo  bene- 
dictino don  Agustín  Cabnet^  como  un  magisterio  destilado  á 
la  llama  de  la  más  juiciosa  crítica  de  cuanto  bueno  se  había 
escrito  en  todos  los  siglos  anteriores  sobre  tan  noble  asunto. 
En  que  logró  también  el  padre  Calmet  la  ventaja  de  aprove- 
charse de  las  nuevas  luces,  que  en  estos  tiempos  adquirió  la 
geografía,  para  ilustrar  muchos  lugares  antes  poco  entendi- 
dos de  laEscritura. 

jHara  el  más  perfecto  conocimiento  del  poder,  gobierno, 
religión  y  costumbres  de  muchos  reinos  distantes,  nadie  ne- 
gará la  gran  conducencia  de  las  relaciones  de  Tabernier.  *rj| 
Tevenot  y  otros  célebres  viajeros  franceses.  Otros  muchos  li-  ^ 
bros  hay  escritos  en  el  vulgar  idioma  de  la  Francia,  singula- 
res cada  uno  en  su  clase,  ó  para  determinada  especie  de  eru- 
dición, como  las  Noticias  de  la  república  de  las  letras,  las 
Memorias  de  Trevoiix,  el  Diario  de  los  sabios  de  París^  la 
Biblioteca  oriental  de  Herbelot^  etc. 

Así  que,  el  que  quisiere  limitar  su  estudio  á  aquellas  facul- 
tades que  se  enseñan  en  nuestras  escuelas,  lógica,  metafísica, 
jurisprudencia,  medicina  galénica,  teología  escolástica  y  mo- 
ral, tiene  con  la  lengua  latina  cuanto  há  menester.  Mas  para 
sacar  de  este  ámbito   ó  su  erudición,  ó  su  curiosidad,  debe 


OBRASESCOGIDAS  49 

buscar  como  muy  útil,  si  no  absolutamente  necesaria,  la  len- 
gua francesa.  Y  esto  basta  para  que  se  conozca  el  error  de  los 
que  reprueban  como  inútil  la  aplicación  á  este  idioma. 


III 


Mas  no  por  eso  concederemos,  ni  es  razón,  alguna  ventaja 
á  la  lengua  francesa  sobre  la  castellana.  Los  excesos  de  una 
lengua  respecto  de  otra  pueden  reducirse  á  tres  capítulos; 
propiedad,  armonía  y  copia.  Y  en  ninguna  de  estas  calida- 
des cede  la  lengua  castellana  á  la  francesa. 

En  la  propiedad  juzgo,  contra  el  común  dictamen,  que 
todas  las  lenguas  son  iguales  en  cuanto  á  todas  aquellas  vo- 
ces que  específicamente  significan  determinados  objetos.  La 
razón  es  clara,  porque  la  propiedad  de  una  voz  no  es  otra 
cosa  que  su  específica  determinación  á  significar  tal  objeto  ; 
y  como  esta  es  arbitraria  ó  dependiente  de  la  libre  voluntad 
de  los  hombres,  supuesto  que  en  una  región  esté  tal  voz  de- 
terminada á  significar  tal  objeto,  tan  propia  es  como  otra 
cualquiera  que  le  signifique  en  idioma  diferente.  Así,  no  se 
puede  decir,  pongo  por  ejemplo,  que  el  verbo  francés  trom- 
per  sea  más  ni  menos  "propio  que  el  castellano  engañar;  la 
voz  rie?í,  que  la  voz  nada.  Puede  haber  entre  dos  lenguas  la 
desigualdad  de  que  una  abunde  más  de  voces  particulares  ó 
específicas.  Mas  esto  en  rigor  será  ser  más  copiosa,  que  es 
capítulo  distinto,  quedando  iguales  en  la  propiedad  en  orden 
á  todas  las  voces  específicas  que  haya  en  una  y  otra. 

De  la  propiedad  del  idioma  se  debe  distinguir  la  propie- 
dad del  estilo,  porque  está  dentro  del  mismo  idioma,  admite 
más  y  menos,  según  la  habilidad  y  genio  del  que  habla  ó  es- 
cribe. Consiste  la  propiedad  del  estilo  en  usar  de  las  locu- 
ciones más  naturales  y  más  inmediatamente  representativas 
de  los  objetos.  En  esta  parte,  si  se  hace  el  cotejo  entre  escri- 
tores modernos,  no  puedo  negar  que  por  lo  común  hacen 
ventaja    los  franceses  á  los  españoles.  En  aquellos  se  observa 


3o  FE  IJ  o  o 

más  naturalidad;  en  estos  más  afectación.  Aun  en  aquellos 
franceses  que  más  sublimaron  el  estilo,  como  el  arzobispo  de 
Cambray,  autor  del  Telémaco,  y  Madalena  Scuderi,  se  ve  que 
el  arte  está  amigablemente  unido  con  la  naturaleza.  Resplan- 
dece en  sus  obras  aquella  gala  nativa,  única  hermosura  con 
que  el  estilo  hechiza  á  el  entendimiento.  Son  sus  escritos 
como  jardines,  donde  las  flores  espontáneamente  nacen;  no 
como  lienzos,  donde  estudiosamente  se  pintan.  En  los  espa- 
ñoles, picados  de  cultura,  dio  en  reinar  de  algún  tiempo  á 
esta  parte  una  afectación  pueril  de  tropos  retóricos,  por  la 
mayor  parte  vulgares,  una  multitud  de  epítetos  sinónimos, 
una  colocación  violenta  de  voces  pomposas,  que  hacen  el 
estilo,  no  gloriosamente  majestuoso,  sí  asquerosamente  en- 
tumecido. A  que  añaden  muchos  una  temeraria  introducción 
de  voces,  ya  latinas,  ya  francesas,  que  debieran  ser  decomi- 
sadas como  contrabando  del  idioma,  ó  idioma  de  contraban- 
do en  estos  reinos.  Ciertamente  en  España  son  pocos  los  que 
distinguen  el  estilo  sublime  del  afectado,  y  muchos  los  que 
confunden  uno  con  otro. 

He  dicho  que  por  lo  común  hay  este  vicio  en  nuestra  na- 
ción ;  pero  no  sin  excepciones,  pues  no  faltan  españoles  que 
hablan  y  escriben  con  suma  naturalidad  y  propiedad  el  idio- 
ma nacional.  Sirvan  por  todos  y  para  todos  de  ejemplares 
don  Luís  de  Salazar  y  Castro,  archivo  grande,  no  menos  de 
la  lengua  castellana  antigua  y  moderna  en  toda  su  extensión, 
que  de  la  historia,  la  genealogía  y  la  crítica  más  sabia,  y  el 
mariscal  de  campo,  vizconde  del  Puerto,  que  con  sus  exce- 
lentes libros  de  Reflexiones  militat^es  dio  tanto  honor  á  la 
nación  española  entre  las  extranjeras.  No  nace,  pues,  del 
idioma  español  la  impropiedad  ó  afectación  de  algunos  de 
nuestros  compatriota?,  sí  de  faltas  de  conocimiento  del  mismo 
idioma,  ó  defecto  de  genio,  ó  corrupción  de  gusto. 


IV 


En  cuanto  á  la  armonía,  ó  grato  sonido  del  idioma,  no  sé 
cuál  de  dos  cosas  v.Uga,  ó  que  no  hay  exceso  de  unos  idiomas 
á  otros  en  estaparte,  ó  que  no  hay  juez  capaz  de  decidir  la 


OBRAS     ESCOGIDAS  5l 

ventaja.  Á  todos  suena  bien  el  idioma  nativo,  y  mal  el  foras- 
tero, hasta  que  el  largo  uso  le  hace  propio.  Tenemos  hecho 
concepto  de  que  el  alemán  es  áspero,  pero  el  padre  Kircher, 
en  su  Descripción  de  la  torre  de  Babel,  asegura,  que  no  cede 
en  elegancia  á  otro  alguno  del  mundo.  Dentro  de  España 
parece  á  castellanos  y  andaluces  humilde  y  plebeya  la  articu- 
lación de  la  jota  y  la  ^  de  portugueses  y  gallegos.  Pero  los 
franceses,  que  pronuncian  del  mismo  modo,  no  sólo  las  dos 
letras  dichas,  mas  también  la  c/z,  escuchan  con  horror  la  arti- 
culación castellana  que  resultó  en  estos  reinos  del  hospedaje 
de  los  africanos.  No  hay  nación  que  pueda  sufrir  hoy  el  len- 
guaje que  en  ella  misma  se  hablaba  doscientos  años  há.  Los 
que  vivían  en  aquel  tiempo,  gustaban  de  aquel  lenguaje,  sin 
tener  el  órgano  del  oído  diferente  en  nada  de  los  que  viven 
ahora  ;  y,  si  resucitasen,  tendrían  por  bárbaros  á  sus  propios 
compatriotas.  El  estilo  de  Alano  Chartier,  secretario  del  rey 
Carlos  VII  de  Francia,  fué  encanto  de  su  siglo;  en  tal  grado, 
que  la  princesa  Margarita  de  Escocia,  esposa  del  Delfín,  ha- 
llándole una  vez  dormido  en  la  antesala  de  palacio,  en  honor 
de  su  rara  facundia,  á  vista  de  mucha  corte,  estampó  un  ós- 
culo en  sus  labios.  Digo  que  en  honor  de  su  rara  facundia,  y 
sin  intervención  de  alguna  pasión  bastarda,  por  ser  Alano  ex- 
tremamente feo;  y  así,  reconvenida  sobre  este  capítulo  por 
los  asistentes,  respondió,  que  había  besado,  no  aquella  feísi- 
ma cara,  sino  aquella  hermosísima  boca.  Y  hoy,  tanto  las 
prosas  como  las  poesías  de  Alano,  no  pueden  leerse  en  Fran- 
cia sin  tedio,  habiendo  variado  la  lengua  francesa  de  aquel 
siglo  á  este  mucho  más  que  la  castellana.  ¿  Qué  otra  cosa  que 
la  falta  de  uso  convirtió  en  disonancia  ingrata  aquella  dulcí- 
sima armonía  ? 

De  modo  que  puede  asegurarse  que  los  idiomas  no  son  ás- 
peros ó  apacibles,  sino  á  proporción  que  son  ó  familiares  ó 
extraños.  La  desigualdad  verdadera  está  en  los  que  los  hablan, 
según  su  mayor  ó  menor  genio  y  habilidad.  Así  entre  los  mis- 
mos escritores  españoles  (lo  mismo  digo  de  las  demás  nacio- 
nes) en  unos  vemos  un  estilo  dulce,  en  otros  áspero  ;  en  unos 
enérgico,  en  otros  lánguido;  en  unos  majestuoso,  en  otros 
abatido.  No  ignoro  que  en  opinión  de  muchos  críticos  hay 
unos  idiomas  más  oportunos  que  otros  para  exprimir  deter- 
minados afectos.  Así  se  dice,  que  para  representaciones  trá- 


52  FE  I  JO  o 

gicas  no  hay  lengua  como  la  inglesa.  Pero  yo  creo,  que  el 
mayor  estudio  que  los  ingleses,  llevados  de  su  genio  teroz, 
pusieron  en  las  piezas  dramáticas  de  este  carácter  por  la  com- 
placencia que  logran  de  ver  imágenes  sangrientas  en  el  teatro, 
los  hizo  más  copiosos  en  expresiones  representativas  de  un 
coraje  bárbaro,  sin  tener  parte  en  esto  la  índole  del  idioma. 
Del  mismo  modo  la  propiedad  que  algunos  encuentran  en 
las  composiciones  portuguesas,  ya  oratorias,  ya  poéticas,  para 
asuntos  amatorios,  se  debe  atribuir,  no  al  genio  del  lenguaje, 
sino  al  de  la  nación.  Pocas  veces  se  explica  mal  lo  que  se 
siente  bien;  porque  la  pasión,  que  manda  en  el  pecho,  logra 
casi  igual  obediencia  en  la  lengua  y  en  la  pluma. 

Una  ventaja  podrá  pretender  la  lengua  francesa  sobre  la 
castellana,  deducida  de  su  más  fácil  articulación.  Es  cierto 
que  los  franceses  pronuncian  más  blando,  los  españoles  más 
fuerte.  La  lengua  francesa  (digámoslo  así)  se  desliza,  la  espa- 
ñola golpea.  Pero,  16  primero,  esta  diferencia  no  está  en  la 
substancia  del  idioma,  sino  en  el  accidente  de  la  pronuncia- 
ción;  siendo  cierto  que  una  misma  dicción,  una  misma  letra, 
puede  pronunciarse  ó  fuerte  ó  blanda,  según  la  varia  aplica- 
ción del  órgano,  que  por  la  mayor  parte  es  voluntaria.  Y  así, 
no  faltan  españoles  que  articulen  con  mucha  suavidad,  y  aun 
creo,  que  casi  todos  los  hombres  de  alguna  policía  hoy  lo 
hacen  así.  Lo  segundo,  digo,  que  aun  cuando  se  admitiese 
esta  diferencia  entre  los  dos  idiomas,  más  razón  habría  de 
conceder  el  exceso  al  castellano,  siendo  prenda  más  noble 
del  idioma  una  valentía  varonil  que  una  blandura  afeminada. 

Marco  Antonio  Mureto,  en  sus  Notas  sobre  Cdtulo,  notó  en 
los  españoles  el  defecto  de  hablar  hueco  y  fanfarrón :  More 
patrio  in  statis  buccis  loquentes.  Yo  confieso  que  es  ridiculez 
hablar  hinchando  las  mejillas,  como  si  se  inspirase  el  aliento 
á  una  trompeta,  y  en  una  conversación  de  paz  entonar  la  sol- 
fa de  la  ira.  Pero  este  defecto  no  existe  sino  en  los  plebeyos, 
entre  quienes  el  esfuerzo  material  de  los  labios  pasa  por  suple- 
mento de  la  eficacia  de  las  razones. 


OBRAS    ESCOGIDAS  53 


V 


En  la  copia  de  voces  (único  capítulo  que  puede  desigualar 
substancialmente  los  idiomas)  juzgo  que  excede  conocida- 
mente el  castellano  al  francés.  Son  muchas  las  voces  castella- 
nas que  no  tienen  equivalente  en  la  lengua  francesa,  y  pocas 
he  observado  en  esta  que  no  le  tengan  en  la  castellana.  Espe- 
cialmente de  voces  compuestas  abunda  tanto  nuestro  idioma, 
que  dudo  que  le  iguale  aun  el  latino  ni  otro  alguno,  excep- 
tuando al  griego.  El  canciller  Bacón,  ofreciéndose  hablar  (i) 
de  aquella  versatilidad  política  que  constituye  á  los  hombres 
capaces  de  manejar  en  cualquiera  ocurrencia  su  fortuna,  con- 
fiesa, que  no  halla  en  alguna  de  las  cuatro  lenguas,  inglesa, 
latina,  italiana  y  francesa,  voz  que  signifique  lo  que  la  caste- 
llana desenvoltura.  Y  acá  estamos  tan  de  sobra,  que  para  sig- 
nificar lo  mismo  tenemos  otras  dos  voces  equivalentes :  despejo 
y  desembarazo. 

Nótese  que  en  todo  género  de  asuntos  escribieron  bien  al- 
gunas plumas  españolas  sin  mendigar  nada  de  otra  lengua. 
La  elegancia  y  pureza  de  don  Carlos  Coloma  y  don  Antonio 
de  Solís,  en  materia  de  historia,  no  tiene  que  envidiar  á  los 
mejores  historiadores  latinos:  las  empresas  políticas  de  Saa- 
vedra  fundieron  á  todo  Tácito  en  castellano,  sin  el  socorro  de 
otro  idioma.  Las  teologías  expositiva  y  moral  se  hallan  verti- 
das en  infinitos  sermones  de  bello  estilo.  ¿  Qué  autor  latino 
escribió  con  más  claridad  y  copia  la  mística,  que  santa  Tere- 
sa? ¿Ni  la  escolástica  en  los  puntos  más  sublimes  de  ella,  que 
la  madre  María  de  Agreda?  En  los  asuntos  poéticos,  ninguno 
hay  que  las  musas  no  hayan  cantado  con  alta  melodía  en  la 
lengua  castellana.  Garcilaso,  Lope  de  Vega,  Góngora,  Que- 
vedo,  Mendoza,  Solís  y  otros  muchos,  fueron  cisnes  sin  ves- 
tirse de  plumas  extranjeras.  Singularmente  se  ve,  que  la  len- 
gua castellana  tiene  para  la  poesía  heroica  tanta  fuerza  como 


(i)     Be  iter.  rerunt,  capítulo  XXXVIII. 


54  F  E  ij  o  o 

la  latina  en  la  traducción  de  Lucano,  que  hizo  don  Juan  de 
Jáuregui;  donde  aquella  arrogante  valentía,  que  aún  hoy 
asusta  á  los  más  apasionados  de  Virgilio,  se  halla  con  tanta 
integridad  trasladada  á  nuestro  idioma,  que  puede  dudarse  en 
quién  brilla  más  espíritu,  si  en  la  copia,  si  en  el  original.  Úl- 
timamente, escribió  de  todas  las  matemáticas,  estudio  en  que 
hasta  ahora  se  habían  descuidado  los  españoles,  el  padre  Vi- 
cente de  Toska,  corriendo  su  dilatado  campo,  sin  salir  del 
patrio  idioma.  En  tanta  variedad  de  asuntos  se  explicaron 
excelentemente  los  autores  referidos,  y  otros  infinitos  que 
pudiera  alegar,  sin  tomar  ni  una  voz  de  la  lengua  francesa. 
Pues  ¿á  qué  propósito  nos  la  introducen  ahora? 

El  empréstito  de  voces  que  se  hacen  unos  idiomas  á  otros, 
es  sin  duda  útil  á  todos,  y  ninguno  hay  que  no  se  haya  inte- 
resado en  este  comercio.  La  lengua  latina  quedaría  en  un 
árido  esqueleto  si  le  hiciesen  restituir  todo  lo  que  debe  á  la 
griega;  la  hebrea,  con  ser  madre  de  todas,  de  todas  heredó 
después  algunas  voces,  como  afirma  san  Jerónimo:  Omniutn 
pené  linguarum  vei'bis  utuntur  hebrcei  (i).  Lo  más  singular  es, 
que  siendo  la  castellana  que  hoy  se  usa,  dialecto  de  la  latina, 
se  halla  que  la  latina  mendigó  algunas  voces  de  la  lengua  an- 
tigua española.  Aulo  Gelio,  citando  á  Varrón,  dice  que  la  voz 
lancea  la  tomaron  los  latinos  de  los  españoles  (2);  y  Quinti- 
liano,  que  la  voz  gurdus,  que  significa  hombre  rudo  ú  de 
corta  capacidad,  fué  trasladada  de  España  á  Roma:  Et  gur- 
dos, quos  pro  stolidis  accipit  vulgus,  ex  Hispania  traxisse  ori- 
ginem  audivi  (3). 

Pero  cuando  el  idioma  nativo  tiene  voces  propias,  ¿para 
qué  se  han  de  substituir  por  ellas  las  del  ajeno?  Ridículo  pen- 
samiento el  de  aquellos  que,  como  notaba  Cicerón  en  un 
amigo  suyo,  con  voces  inusitadas  juzgan  lograr  opinión  de 
discretos:  Qiii  redé putabat  loqui  esse  inusitaté  loqui  (4).  Po- 
nen por  medio  el  no  ser  entendidos,  para  ser  reputados  por 
entendidos;  cuando  el  huirse  con  voces  extrañas  de  la  inteli- 
gencia de  los  oyentes,  en  vez  de  avecindarse  en  la  cultura,  es, 


(i)  Iu  cap.  Vil,  Isai. 

(2)  Noct.  Attic,  lib.  XV,  cap.  111. 

(3)  Lib.  I,  Insta.  Orat.,  cap.  IX. 

(4)  Lib.  III,  De  Orat. 


OBRAS     ESCOGIDAS  55 

en  dictamen  de  san  Pablo,  hospedarse  en  la  barbarie :  Si  nes- 
ciero  virtutem  vocis^  ero  ei^  cui  loquoí^^  barbarus:  et  qui  loqiii- 
tur^  mihi  barbarus. 

A  infinitos  españoles  oigo  usar  de  la  yoz  remarcable  áicxen- 
do :  Es  un  suceso  remarcable.,  una  cosa  remarcable.  Esta  voz 
francesa  no  significa  más  ni  menos  que  la  castellana  notable; 
así  como  la  voz  remarque,  de  donde  viene  remarcable.,  no  sig- 
nifica más  ni  menos  que  la  voz  castellana  nota.¡  de  donde  viene 
notable.  Teniendo,  pues,  la  voz  castellana  la  misma  significa- 
ción que  la  francesa,  y  siendo  por  otra  parte  más  breve  y  de 
pronunciación  menos  áspera,  ¿no  es  extravagancia  usar  de  la 
extranjera,  dejando  la  propia?  Lo  mismo  puedo  decir  de  mu- 
chas voces  que  cada  día  nos  traen  de  nuevo  las  gacetas. 

La  conservación  del  idioma  patrio  es  de  tanto  aprecio  en 
los  espíritus  amantes  de  la  nación,  que  el  gran  juicio  de  Vir- 
gilio tuvo  este  derecho  por  digno  de  capitularse  entre  dos 
deidades,  Júpiter  y  Juno,  al  convenirse  en  que  los  latinos  ad- 
mitiesen en  su  tierra  á  los  troyanos: 

Sermonetn  Ausonium  patriuin,  7noresque  tenebunt. 

No  hay  que  admirar,  pues  la  introducción  del  lenguaje  foras- 
tero es  nota  indeleble  de  haber  sido  vencida  la  nación  á  quien 
se  despojó  de  su  antiguo  idioma.  Primero  se  quita  á  un  reino 
la  libertad  que  el  idioma.  Aun  cuando  se  cede  á  la  fuerza  de 
las  armas,  lo  último  que  se  conquista  son  lenguas  y  corazo- 
nes. Los  antiguos  españoles,  conquistados  por  los  cartagine- 
ses, resistieron  constantemente,  como  prueba  Aldrete  en  sus 
Antigüedades  de  España.,  la  introducción  de  la  lengua  púnica. 
Dominados  después  por  los  romanos,  tardaron  mucho  en  su- 
jetarse á  la  latina.  ¿Diremos  que  son  legítimos  descendientes 
de  aquellos  los  que  hoy,  sin  necesidad,  estudian  en  afrancesar 
la  castellana? 

En  la  forma,  pues,  que  está  hoy  nuestra  lengua,  puede  pa- 
sar sin  los  socorros  de  otra  alguna.  Y  uno  de  los  motivos  que 
he  tenido  para  escribir  en  castellano  esta  obra,  en  cuya  pro- 
secución apenas  habrá  género  de  literatura  ó  erudición  que 
no  se  toque,  fué  mostrar  que,  para  escribir  en  todas  materias, 
basta  por  sí  solo  nuestro  idioma  sin  los  subsidios  del  ajeno, 
exceptuando  empero  algunas  voces  facultativas,  cuyo  emprés- 
tito es  indispensable  de  unas  naciones  á  otras. 


bb  FE  í  JOO 


VI 


Aunque  el  motivo  porque  hemos  discurrido  en  el  cotejo  de 
la  lengua  castellana  con  la  francesa,  no  milita,  respecto  de  la 
italiana,  porque  esta  aún  no  ganó  la  afición,  ni  se  hizo  en  Es- 
paña de  la  moda;  la  ocasión  convida  á  decir  algo  de  ella,  y 
juntamente  de  la  lusitana,  por  comprehender  en  el  paralelo, 
para  satisfacción  de  los  curiosos,  todos  los  dialectos  de  la  la- 
tina. 

He  dicho  jcor  comprehender  todos  los  dialectos  de  la  latina, 
porque  aunque  estos  vulgarmente  se  reputan  ser  no  más  que 
tres,  el  español,  el  italiano  y  el  francés,  el  padre  Kircher,  au- 
tor desapasionado  (i),  añade  el  lusitano,  en  que  advierto  se 
debe  incluir  la  lengua  gallega,  como  en  realidad  indistinta  de 
la  portuguesa,  por  ser  poquísimas  las  voces  en  que  discrepan, 
y  la  pronunciación  de  las  letras  en  todo  semejante ;  y  así  se 
entienden  perfectamente  los  individuos  de  ambas  naciones, 
sin  alguna  instrucción  antecedente. 

Que  la  lengua  lusitana  ó  gallega  se  debe  considerar  dialecto 
separado  de  la  latina,  y  no  subdialecto  ó  corrupción  de  la 
castellana,  se  prueba,  á  mi  parecer,  con  evidencia  del  mayor 
parentesco  que  tiene  aquella  que  esta  con  la  latina.  Para 
quien  tiene  conocimiento  de  estas  lenguas  no  puede  haber 
duda  de  que  por  lo  común  las  voces  latinas  han  degenerado 
menos  en  la  portuguesa.  Esto  no  pudiera  ser  si  la  lengua  por- 
tuguesa fuese  corrupción  ó  subdialecto  de  la  castellana;  sien- 
do cierto  que  con  cuantas  más  mutaciones  se  aparta  una 
lengua  de  la  fuente,  tanto  se  aleja  más  de  la  pureza  de  su  ori- 
gen. 

Si  por  el  mayor  parentesco  que  tiene  un  dialecto  con  su 
lengua  original,  ó  menor  desvío  que  padeció  de  ella,  se  hu- 
biese de  regular  su  valor  entre  todos  los  dialectos  de  la  latina, 
daríamos  la  preferencia  á  la  lengua  italiana,  y  en  segundo  lu- 


(i)     De  turri  Babel,  lib.  III,  cap.  V, 


OBRAS     ESCOGIDAS  S'J 

gar  pondríamos  la  portuguesa.  A  algunos  les  parecerá  deber 
hacerse  así,  porque  siendo  una  especie  de  corrupción  aquella 
declinación  que  insensiblemente  va  haciendo  la  lengua  pri- 
mordial hacia  su  dialecto,  parece  se  debe  tener  por  menos 
corrompido,  y  por  consiguiente  por  menos  imperfecto,  aquel 
dialecto  en  quien  fué  menor  el  desvío. 

Sin  embargo,  esta  razón  tiene  más  apariencia  que  solidez. 
Lo  primero,  porque  la  corrupción  de  que  se  habla  no  es  pro- 
pia, sino  metafóricamente  tal.  Lo  segundo,  porque  aunque 
pueda  llamarse  corrupción  aquel  perezoso  tránsito  con  que 
la  lengua  original  va  declinando  al  dialecto,  pero  después  que 
éste,  logrando  su  entera  formación,  está  fijado,  ya  no  hay 
corrupción,  ni  aun  metafórica.  Esto  se  ve  en  las  cosas  físicas, 
donde  aunque  se  llama  corrupción,  ó  se  asienta  que  la  hay, 
en  aquel  estado  vial  con  que  la  materia  pasa  de  una  forma  á 
otra ;  pero  cuando  la  nueva  forma  se  considera  en  estado 
permanente,  ó  in  facto  esse,  como  se  explican  los  filósofos  de 
la  escuela,  nadie  dice  que  hay  entonces  corrupción,  ni  el 
nuevo  compuesto  se  puede  llamar  en  alguna  manera  corrom- 
pido. Y  así,  como  á  veces  sucede  que,  no  obstante  la  corrup- 
ción que  precedió  en  la  introducción  de  la  nueva  forma,  el 
nuevo  compuesto  es  más  perfecto  que  el  antecedente,  podría 
también  suceder  que,  mediante  la  corrupción  del  primer  idio- 
ma, se  engendrase  otro  más  copioso  y  más  elegante  que  aquel 
de  donde  trae  su  origen. 

Por  este  principio,  pues,  no  se  puede  hacer  juicio  de  la 
calidad  de  los  dialectos.  Y  excluido  éste,  no  veo  otro  por  don- 
de, de  los  tres  dialectos  en  cuestión,  se  deba  dar  preferencia 
á  alguno  sobre  los  otros.  Paréceme  que  la  lengua  italiana 
suena  mejor  que  las  demás  en  la  poesía;  pero  también  juzgo 
que  esto  no  nace  de  la  excelencia  del  idioma,  sí  del  mayor 
genio  de  los  naturales,  ó  mayor  cultivo  de  este  arte.  Aquella 
fantasía,  propia  á  animar  los  rasgos  en  la  pintura,  es,  por  la 
simbolización  de  las  dos  artes,  la  más  acomodada  á  exaltar 
colores  de  la  poética  :  Ut  pictura  poesis  erit.  Después  de  los 
poemas  de  Homero  y  Virgilio,  no  hay  cosa  que  iguale  en  el 
género  épico  á  la  Jerusalén  del  Tasso. 

Los  franceses  notan  las  poesías  italiana  y  espafiola  de  muy 
hiperbólicas.  Dicen  que  las  dos  naciones  dan  demasiado  al 
entusiasmo,  y  por  excitar  la  admiración,  se  alejan  de  la  vero- 


\ 


58  F  E  1  j  o  o 

similitud.  Pero  yo  digo,  que  quien  quiere  que  los  poetas  sean 
muy  cuerdos,  quiere  que  no  haya  poetas.  El  furor  es  la  alma 
de  la  poesía.  El  rapto  de  la  mente  es  el  vuelo  de  la  pluma : 
ímpetus  Ule  sacer^  qui  vatuní  pectora  nutrit,  dijo  Ovidio.  En 
los  poetas  franceses  se  ve,  que  por  afectar  ser  muy  regulares 
en  sus  pensamientos,  dejan  sus  composiciones  muy  lángui- 
das ;  cortan  á  las  musas  las  alas,  ó  con  el  peso  del  juicio  les 
abaten  al  suelo  las  plumas.  Fuera  de  que,  también  la  deca- 
dencia de  sus  rimas  es  desairada.  Pero  la  crisis  de  la  poesía 
se  hará  de  intento  en  otro  tomo. 

COROLARIO. 

Habiendo  dicho  arriba  por  incidencia  que  el  idioma  lusita- 
no y  el  gallego  son  uno  mismo,  para  confirmación  de  nuestra 
proposición,  y  para  satisfacer  la  curiosidad  de  los  que  se  inte- 
resaren en  la  verdad  de  ella,  expondremos  aquí  brevemente 
la  causa  más  verisímil  de  esta  identidad. 

Es  constante  en  las  historias  que  el  año  cuatrocientos  y 
poco  más  de  nuestra  redención,  fué  España  inundada  de  la 
violenta  irrupción  de  godos,  vándalos,  suevos,  alanos  y  selin- 
gos,  naciones  septentrionales;  que  de  éstos,  los  suevos,  deba- 
jo de  la  conducta  de  su  rey  Hermenerico,  se  apoderaron  de 
Galicia,  donde  reinaron  gloriosamente  por  más  de  ciento  y 
setenta  años,  hasta  que  los  despojó  de  aquel  florentísimo  rei- 
no Leovigildo,  rey  de  los  godos.  Es  asimismo  cierto  que,  no 
sólo  dominaron  los  suevos  la  Galicia,  mas  también  la  mayor 
parte  de  Portugal.  Manuel  de  Faria,  en  el  Epítome  de  las  his- 
torias portuguesas  (i),  con  fray  Bernardo  de  Brito  y  otros 
autores  de  su  nación,  quiere,  que  no  sólo  fuesen  los  suevos 
dueños  de  la  mayor  parte  de  Portugal,  mas  también  de  cuan- 
to tuvo  el  nombre  de  Lusitania,  en  tanto  grado,  que,  perdida 
esta  denominación,  tomó  aquel  reino  el  nombre  de  Suevia. 
En  fin,  tampoco  hay  duda  en  que  al  tiempo  que  entraron  los 
suevos  en  Galicia  y  Portugal,  se  hablaba  en  los  dos  reinos, 
como  en  todos  los  demás  de  España,  la  lengua  romana,  ex- 
tinguida del  todo  ó  casi  del  todo  la  antigua  española,  por 
más  que,  contra  las  pruebas  concluyentes,  deducidas  de  mu- 


(i)    Parte  II,  cap.  III , 


OBRAS     ESCOGIDAS  Sg 

chos  autores  antiguos,  que  alegan  Aldrete  y  otros  escritores 
españoles,  pretenda  lo  contrario  el  maestro  fray  Francisco 
de  Vivar,  en  su  Comentaj-io  á  Marco  Máximo,  en  el  año  de 
Cristo  5 1 6. 

Hechos  estos  supuestos,  ya  se  halla  á  la  mano  la  causa  que 
buscamos  de  la  identidad  del  idioma  portugués  y  gallego ;  y 
es,  que,  habiendo  estado  las  dos  naciones  separadas  de  todas 
las  demás  provincias,  debajo  de  la  dominación  de  unos  mis- 
mos reyes,  en  aquel  tiempo  precisamente  en  que,  corrom- 
piéndose poco  á  poco  la  lengua  romana  en  España,  por  la 
mezcla  de  las  naciones  septentrionales,  fué  degenerando  en 
particulares  dialectos,  consiguientemente  al  continuo  y  recí- 
proco comercio  de  portugueses  y  gallegos  (secuela  necesaria 
de  estar  las  dos  naciones  debajo  de  una  misma  dominación), 
era  preciso  que  en  ambas  se  formase  un  mismo  dialecto. 

Añádese  á  esto  que  el  reino  de  Galicia  comprehendía  en 
aquellos  tiempos  buena  porción  de  Portugal,  pues  se  incluía 
en  él  la  ciudad  de  Braga,  como  consta  del  Cronicón  de  Ida- 
cio,  que  florecía  á  la  sazón.  Así  dice  en  el  año  de  Cristo  447: 
Theodorico  rege  cum  exercitu  ad  Bracaram^  extremam  civi' 
tatem  Galicice,  pertendente,  etc. 

En  fin,  en  honor  de  nuestra  patria,  diremos,  que  si  el  idio- 
ma de  Galicia  y  Portugal  no  se  formó  promiscuamente  á  un 
tiempo  en  los  dos  reinos,  sino  que  del  uno  pasó  al  otro,  se 
debe  discurrir  que  de  Galicia  se  comunicó  á  Portugal,  no  de 
Portugal  á  Galicia.  La  razón  es,  porque  durante  la  unión  de 
los  dos  reinos  en  el  gobierno  suevo,  Galicia  era  la  nación 
dominante,  respecto  de  tener  en  ella  su  asiento  y  corte  aque- 
llos reyes.  Por  lo  cual,  así  los  escritores  españoles  como  los 
extranjeros  llaman  á  los  suevos  absolutamente  reyes  de  Gali^ 
cia,  atribuyendo  la  denominación  á  la  corona  por  la  provincia 
dominante,  como  antes  de  la  unión  con  Aragón  se  llamaban 
absolutamente  reyes  de  Castilla  los  que,  juntamente  con  Cas- 
tilla, regían  otras  muchas  provincias  de  España.  Y  lo  mismo 
diremos  de  los  reyes  de  Aragón  respecto  de  las  demás  pro- 
vincias unidas  á  aquella  corona.  Siendo,  pues,  durante  aque- 
lla unión  el  reino  de  Galicia  asiento  de  la  corona,  es  claro  que 
no  pudo  tomar  el  idioma  de  Portugal,  porque  nunca  la  pro- 
vincia dominante  le  toma  de  la  dominada,  sino  al  contrario. 


DEFENSA  DE  LAS  MUJERES 


EN  grave  empeño  me  pongo.  No  es  ya  sólo  un  vulgo 
ignorante  con  quien  entro  en  la  contienda :  defender 
á  todas  las  mujeres,  viene  á  ser  lo  mismo  que  ofender 
á  casi  todos  los  hombres,  pues  raro  hay  que  no  se  interese 
en  la  precedencia  de  su  sexo  con  desestimación  del  otro.  A 
tanto  se  ha  extendido  la  opinión  común  en  vilipendio  de  las 
mujeres,  que  apenas  admite  en  ellas  cosa  buena.  En  lo  niora,l 
las  llena  de  defectos,  y  en  lo  físico  de  imperfecciones ;  pero 
donde  más  fuerza  hace,  es  en  la  limitación  de  sus  entendi- 
mientos. Por  esta  razón,  después  de  defenderlas,  con  alguna 
brevedad,  sobre  otros  capítulos,  discurriré  más  largamente 
sobre  su  aptitud  para  todo  género  de  ciencias  y  conocimien- 
tos sublimes. 


III 


62  F  E  I  JOO 

El  falso  profeta  Mahoma,  en  aquel  mal  plantado  paraíso, 
que  destinó  para  sus  secuaces,  les  negó  la  entrada  á  las  mu- 
jeres, limitando  su  felicidad  al  deleite  de  ver  desde  afuera  la 
gloria  que  habían  de  poseer  dentro  los  hombres.  Y  cierto  que 
sería  muy  buena  dicha  de  las  casadas  ver  en  aquella  bien- 
aventuranza, compuesta  toda  de  torpezas,  á  sus  maridos  en 
los  brazos  de  otras  consortes,  que  para  este  efecto  fingió 
fabricadas  de  nuevo  aquel  grande  artífice  de  quimeras.  Bas- 
taba para  comprehender  cuánto  puede  errar  el  hombre,  ver 
admitido  este  delirio  en  una  gran  parte  del  mundo. 

Pero  parece  que  no  se  aleja  mucho  de  quien  les  niega  la 
bienaventuranza  á  las  mujeres  en  la  otra  vida,  el  que  les  nie- 
ga casi  todo  el  mérito  en  esta.  Frecuentísimamente  los  más 
torpes  del  vulgo  representan  en  aquel  sexo  una  horrible  sen- 
tina de  vicios,  como  si  los  hombres  fueran  los  únicos  deposi- 
tarios de  las  virtudes.  Es  verdad  que  hallan  á  favor  de  este 
pensamiento  muy  fuertes  invectivas  en  infinitos  libros;  en 
tanto  grado,  que  uno  ú  otro  apenas  quieren  aprobar  ni  una 
sola  por  buena ;  componiendo,  en  la  que  está  asistida  de  las 
mejores  señas,  la  modestia  en  el  rostro  con  la  lascivia  en  la 
alma : 

Áspera  si  visa  esi,  rigidasque  imitaia  Sabinas, 
velle,  sed  ex  alto  dis simulare  puta. 

Contra  tan  insolente  maledicencia,  el  desprecio  y  la  detesta- 
ción son  la  mejor  apología.  No  pocos  de  los  que  con  más 
frecuencia  y  fealdad  pintan  los  defectos  de  aquel  sexo,  se  ob- 
serva ser  los  más  solícitos  en  granjear  su  agrado.  Eurípides 
fué  sumamente  maldiciente  de  las  mujeres  en  sus  tragedias,  y, 
según  Ateneo  y  Stobeo,  era  amantísimo  de  ellas  en  su  particu- 
lar: las  execraba  en  el  teatro,  y  las  idolatraba  en  el  aposento. 
El  Bocaccio,  que  fué  con  grande  exceso  impúdico,  escribió 
contra  las  mujeres  la  violenta  sátira,  que  intituló  Laberinto 
del  amor.  ¿Qué  misterio  habrá  en  eso?  Acaso  con  la  ficción 
de  ser  de  este  dictamen  quieren  ocultar  su  propensión;  acaso 
en  las  brutales  saciedades  del  torpe  apetito  se  engendra  un 
tedio  desapacible,  que  no  representa  sino  indignidades  en  el 
.otro  sexo.  Acaso  también  se  venga  tal  vez  con  semejantes 
injurias  la  repulsa  de  los  ruegos ;  que  hay  hombre  tan  maldi- 


OBRAS     ESCOGIDAS  63 

to,  que  dice  que  una  mujer  no  es  buena,  sólo  porque  ella  no 
quiso  ser  mala.  Ya  se  ha  visto  desahogarse  en  más  atroces 
venganzas  esta  injusta  queja,  como  testifica  el  lastimoso  su- 
ceso de  la  hermosísima  irlandesa  madama  Duglas.  Guillelmo 
Leout,  ciegamente  irritado  contra  ella,  porque  no  había  que- 
rido condescender  con  su  apetito,  la  acusó  de  crimen  de  lesa 
majestad,  y  probando  con  testigos  sobornados  la  calumnia,  la 
hizo  padecer  pena  capital.  Confesóla  después  el  mismo  Leout, 
y  refiere  el  suceso  La  Mota  le  Vayer  (i). 

No  niego  los  vicios  de  muchas.  ¡Mas  ay !  si  se  aclarara  la 
genealogía  de  sus  desórdenes,  \  cómo  se  hallaría  tener  su  pri- 
mer origen  en  el  porfiado  impulso  de  individuos  de  nuestro 
sexo !  Quien  quisiere  hacer  buenas  á  todas  las  mujeres,  con- 
vierta á  todos  los  hombres.  Puso  en  ellas  la  naturaleza  por 
antemural  la  vergüenza,  contra  todas  las  baterías  del  apetito; 
y  rarísima  vez  se  le  abre  á  esta  muralla  la  brecha  por  la  parte 
interior  de  la  plaza. 

Las  declamaciones  que  contra  las  mujeres  se  leen  en  algu- 
nos escritores  sagrados,  se  deben  entender  dirigidas  á  las 
perversas,  que  no  es  dudable  las  hay :  y  aun  cuando  miraran 
en  común  al  sexo,  nada  se  prueba  de  ahí ;  porque  declaman 
los  médicos  de  las  almas  contra  las  mujeres,  como  los  médi- 
cos de  los  cuerpos  contra  las  frutas,  que,  siendo  en  sí  buenas, 
útiles  y  hermosas,  el  abuso  las  hace  nocivas.  Fuera  de  que, 
no  se  ignora  la  extensión  que  admite  la  oratoria  en  ponderar 
el  riesgo,  cuando  es  su  intento  desviar  el  daño. 

Y  díganme  los  que  suponen  más  vicios  en  aquel  sexo  que 
en  el  nuestro,  ¿cómo  componen  esto  con  darle  la  Iglesia  á 
aquel  con  especialidad  el  epíteto  de  devoto?  ¿  Cómo,  con  lo 
que  dicen  gravísimos  doctores,  que  se  salvarán  más  mujeres 
que  hombres,  aun  atendida  la  proporción  á  su  mayor  núme- 
ro? Lo  cual  no  fundan  ni  pueden  fundar  en  otra  cosa,  que  en 
la  observación  de  ver  en  ellas  más  inclinación  á  la  piedad. 

Ya  oigo  contra  nuestro  asunto  aquella  proposición,  de  mu- 
cho ruido  y  de  ninguna  verdad,  que  las  mujeres  son  causa  de 
todos  los  males;  en  cuya  comprobación,  hasta  los  ínfimos 
de  la  plebe  inculcan  á  cada  paso  que  la  Cava  indujo  la  pér- 
dida de  toda  España,  y  Eva  la  de  todo  el  mundo. 


(i)     opuse.  Except. 


64  F  E  ij  o  o 

Pero  el  primer  ejemplo  absolutamente  es  falso.  El  conde 
don  Julián  fué  quien  trajo  los  moros  á  España,  sin  que  su 
hija  se  lo  persuadiese,  quien  no  hizo  más  que  manifestar  al 
padre  su  afrenta.  ¡  Desgraciadas  mujeres,  si  en  el  caso  de  que 
un  insolente  las  atropelle,  han  de  ser  privadas  del  alivio  de 
desahogarse  con  el  padre  ó  con  el  esposo !  Eso  quisieran  los 
agresores  de  semejantes  temeridades.  Si  alguna  vez  se  sigue 
una  venganza  injusta,  será  la  culpa,  no  de  la  inocente  ofen- 
dida, sino  del  que  la  ejecuta  con  el  acero  y  del  que  dio  oca- 
sión con  el  insulto,  y  así,  entre  los  hombres  queda  todo  el 
delito. 

El  segundo  ejemplo,  si  prueba  que  las  mujeres  en  común 
son  peores  que  los  hombres,  prueba  del  mismo  modo  que  los 
ángeles  en  común  son  peores  que  las  mujeres;  porque,  como 
Adán  fué  inducido  á  pecar  por  una  mujer,  la  mujer  fué  indu- 
cida por  un  ángel.  No  está  hasta  ahora  decidido  quién  pecó 
más  gravemente,  si  Adán,  si  Eva;  porque  los  padres  están  di- 
vididos; y  en  verdad,  que  la  disculpa  que  da  Cayetano  á  favor 
de  Eva,  de  que  fué  engañada  por  una  criatura  de  muy  supe- 
rior inteligencia  y  sagacidad,  circunstancia  que  no  ocurrió 
en  Adán,  rebaja  muclio,  respecto  de  éste,  el  delito  de  aquella. 


II 


Pasando  de  lo  moral  á  lo  físico,  que  es  más  de  nuestro  in- 
tento, la  preferencia  del  sexo  robusto  sobre  el  delicado  se 
tiene  por  pleito  vencido,  en  tanto  grado,  que  muchos  no  du- 
dan en  llamar  á  la  hembra  animal  imperfecto,  y  aun  mons- 
truoso, asegurando  que  el  designio  de  la  naturaleza  en  la  obra 
de  la  generación  siempre  pretende  varón,  y  sólo  por  error  ó 
defecto,  ya  de  la  materia,  ya  de  la  facultad,  produce  hembra. 

¡Oh  admirables  físicos!  Seguiráse  de  aquí  que  la  naturaleza 
intenta  su  propia  ruina,  pues  no  puede  conservarse  la  espe- 
cie sin  la  concurrencia  de  ambos  sexos.  Seguiráse  también 
que  tiene  más  errores  que  aciertos  la  naturaleza  humana  en 


OBRAS     ESCOGIDAS  65 

aquella  principalísima  obra  suya,  siendo  cierto  que  produce 
más  mujeres  que  hombres;  ni  ¿cómo  puede  atribuirse  la  for- 
mación de  las  hembras  á  debilidad  de  virtud  ó  defecto  de 
materia,  viéndolas  nacer  muchas  veces  de  padres  bien  com- 
plexionados y  robustos,  en  lo  más  florido  de  su  edad?  ¿Acaso, 
si  el  hombre  conservara  la  inocencia  original,  en  cuyo  caso 
no  hubiera  estos  defectos,  no  habían  de  nacer  algunas  muje- 
res, ni  se  había  de  propagar  el  linaje  humano? 

Bien  sé  que  hubo  autor  que  se  tragó  tan  grave  absurdo,  por 
mantener  su  declarada  ojeriza  contra  el  otro  sexo.  Este  fué 
Almarico,  doctor  parisiense  del  siglo  xii;  el  cual,  entre  otros 
errores,  dijo,  que  durante  el  estado  de  la  inocencia,  todos  los 
individuos  de  nuestra  especie  serían  varones,  y  que  Dios  los 
había  de  criar  inmediatamente  por  sí  mismo,  como  había 
criado  á  Adán. 

Fué  Almarico  ciego  secuaz  de  Aristóteles,  de  modo  que, 
todos  ó  casi  todos  sus  errores  fueron  consecuencias  que  tiró 
de  doctrinas  de  aquel  filósofo.  Viendo,  pues,  que  Aristóteles, 
no  en  una  parte  sola  de  sus  obras,  da  á  entender  que  la  hem- 
bra es  animal  defectuoso,  y  su  generación  accidental  y  fuera 
del  intento  de  la  naturaleza,  de  aquí  infirió  que  no  habría 
mujeres  en  el  estado  de  la  inocencia.  Así  se  sigue  muchas  ve- 
ces una  teología  herética  á  una  errada  física. 

Pero  la  grande  adherencia  que  con  Aristóteles  profesó  Al- 
marico,  les  estuvo  mal  á  Almarico  y  á  Aristóteles;  porque  los 
errores  de  Almarico  fueron  condenados  en  un  concilio  pari- 
siense, el  año  de  1209,  y  en  el  mismo  concilio  fué  prohibida 
la  lectura  de  los  libros  de  Aristóteles,  confirmando  después 
esta  prohibición  el  papa  Gregorio  IX.  Era  ya  muerto  Almari- 
co un  año  antes  que  se  proscribiesen  sus  dogmas;  y  así,  fue- 
ron desenterrados  sus  huesos  y  arrojados  en  un  lugar  in- 
mundo. 

De  aquí  es  que  no  nos  deben  hacer  fuerza  uno  ú  otro  doc- 
tor, por  otra  parte  grave,  que  asentaron  ser  defectuoso  el  sexo 
femenino,  sólo  porque  Aristóteles  lo  dijo,  de  quien  fueron 
finos  sectarios,  aunque  sin  precipitarse  en  el  error  de  Alma- 
rico.  Es  cierto  que  Aristóteles  fué  inicuo  con  las  mujeres, 
pues  no  sólo  proclamó  con  exceso  sus  defectos  físicos,  pero 
aun  con  mayor  vehemencia  los  morales,  de  que  se  apuntará 
algo  en  otra  parte.  ¿  Quién  no  pensará  que  su  genio  le  incli- 


66  FEIJOO 

naba  al  desvío  de  aquel  sexo?  Pues  nada  menos  que  eso.  No 
sólo  amó  con  ternura  á  dos  mujeres  que  tuvo,  pero  le  sacó 
tanto  de  sí  el  amor  de  la  primera,  llamada  Pitáis,  hija,  como 
quieren  unos,  ó  sobrina,  como  dicen  otros,  de  Hermias,  tira- 
no de  Atarneo,  que  llegó  al  delirio  de  darle  inciensos  como  á 
deidad.  También  se  cuentan  insanos  amores  suyos  con  una 
criaduela,  bien  que  Plutarco  no  se  acomoda  á  creerlo;  pero 
en  esta  parte  merece  más  fe  Teocrito  Chio,  que  en  un  epigra- 
ma vivamente  satirizó  á  Aristóteles  su  obscenidad,  porque  fué 
del  tiempo  de  Aristóteles  y  Plutarco,  muy  posterior;  en  cuyo 
ejemplo  se  ve  que  la  mordacidad  contra  las  mujeres,  muchí- 
simas veces,  y  aun  las  más,  anda  acompañada  de  una  desor- 
denada inclinación  hacia  ellas,  como  ya  dijimos  arriba. 

Del  mismo  error  físico,  que  condena  á  la  mujer  por  animal 
imperfecto,  nació  otro  error  teológico,  impugnado  por  san 
Agustín  (libro  XXII,  De  Civ.  Dei,  capítulo  XVII),  cuyos  auto- 
res decían  que  en  la  resurrección  universal  esta  obra  imper- 
fecta se  ha  de  perfeccionar,  pasando  todas  las  mujeres  al  sexo 
varonil ;  como  que  la  gracia  ha  de  concluir  entonces  la  obra 
que  dejó  sólo  empezada  la  naturaleza. 

Este  error  es  muy  parecido  al  de  los  infatuados  alquimistas, 
que,  sobre  la  máxima  de  que  la  naturaleza  en  la  producción 
metálica  siempre  intenta  la  generación  del  oro,  y  sólo  por  de- 
fecto de  virtud  para  en  otro  metal  imperfecto,  pretenden  que 
después  el  arte  conduzca  la  obra  á  su  perfección,  y  haga  oro 
lo  que  nació  hierro.  Mas  al  fin,  este  errores  más  tolerable,  ya 
porque  no  toca  en  materia  de  fe,  ya  porque  (séase  lo  que  se 
fuere  del  intento  de  la  naturaleza  y  de  la  imaginaria  capaci- 
dad del  arte),  de  hecho  el  oro  es  el  metal  más  noble,  y  los 
demás  son  de  muy  inferior  calidad;  pero  en  nuestro  asunto 
todo  es  falso :  que  la  naturaleza  intenta  siempre  varón  ;  que 
su  operación  bastardea  en  la  mujer,  y  mucho  más  que  este 
yerro  se  ha  de  enmendar  en  la  resurrección  universal. 


III 


No  por  eso  apruebo  el  arrojo  de  Zacuto  Lusitano,  que  en 
la  introducción  al  tratado  De  morbis  muliejmm,  con  frivolas 


OBRASESCOGIDAS  67 

razones  quiso  poner  de  bando  mayor  á  las  mujeres,  haciendo 
creer  su  perfección  física  sobre  los  hombres.  Con  otras  de 
mayor  apariencia  se  pudiera  emprehender  ese  asunto;  pero 
mi  empeño  no  es  persuadir  la  ventaja,  sino  la  igualdad. 

Y  para  empezar  á  hacernos  cargo  de  la  dificultad  (dejando 
por  ahora  aparte  la  cuestión  del  entendimiento,  que  se  ha  de 
disputar  separada  y  más  de  intento  en  este  discurso),  por  tres 
prendas,  en  que  hacen  notoria  ventaja  á  las  mujeres,  parece 
se  debe  la  preferencia  á  los  hombres :  robuste:^^  constancia  y 
pj'ndencia.  Pero  aun  concedidas  por  las  mujeres  estas  venta- 
jas, pueden  pretender  el  empate,  señalando  otras  tres  pren- 
das en  que  exceden  ellas :  hermosiü-a,  docilidad  y  sencille^. 

La  robustez,  que  es  prenda  del  cuerpo,  puede  considerarse 
contrapesada  con  la  hermosura,  que  también  lo  es;  y  aun 
muchos  le  concederán  á  esta  el  exceso.  Tendrían  razón,  si  el 
precio  de  las  prendas  se  hubiese  de  determinar  precisamente 
por  la  lisonja  de  los  ojos;  pero  debiendo  hacer  más  peso  en 
el  buen  juicio,  para  decidir  esta  ventaja,  la  utilidad  pública, 
pienso  debe  ser  preferida  la  robustez  á  la  hermosura.  La  ro- 
bustez de  los  hombres  trae  al  mundo  esencialísimas  utilidades 
en  las  tres  columnas  que  sustentan  toda  república:  guerra, 
agricultura  y  mecánica.  De  la  hermosura  de  las  mujeres  no  sé 
qué  fruto  importante  se  saque,  si  no  es  que  sea  por  accidente. 
Algunos  la  argüirán  de  que,  bien  lejos  de  traer  provechos, 
acarrea  gravísimos  daños  en  amores  desordenados  que  en- 
ciende, competencias  que  suscita,  cuidados,  inquietudes  y 
recelos  que  ocasiona  en  los  que  están  encargados  de  su  cus- 
todia. 

Pero  esta  acusación  es  mal  fundada,  como  originada  de 
falta  de  advertencia.  En  caso  que  todas  las  mujeres  fuesen 
feas,  en  las  de  menos  deformidad  se  experimentaría  tanto 
atractivo  como  ahora  en  las  hermosas;  y  por  consiguiente, 
harían  el  mismo  estrago.  La  menos  fea  de  todas,  puesta  en 
Grecia,  sería  incendio  de  Troya,  como  Helena;  y  puesta  en 
el  palacio  del  rey  don  Rodrigo,  sería  ruina  de  España,  como 
la  Cava.  En  los  países  donde  las  mujeres  son  menos  agracia- 
das, no  hay  menos  desórdenes  que  en  aquellos  donde  las 
hay  de  más  gentileza  y  proporción ;  y  aun  en  Moscovia,  que 
excede  en  copia  de  mujeres  bellas  á  todos  los  demás  reinos  de 
Europa,  no  está  tan  desenfrenada  la  incontinencia  como  en 


68  FEIJOO 

otros  países,  y  la  fe  conyugal  se  observa  con  mucha  mayor 
exactitud. 

No  es,  pues,  la  hermosura  por  sí  misma  autora  de  los  males 
que  le  atribuyen.  Pero  en  el  caso  de  la  cuestión,  doy  mi  voto 
á  favor  de  la  robustez,  la  cual  juzgo  prenda  mucho  más  apre- 
ciable  que  la  hermosura.  Y  así,  en  cuanto  á  esta  parte,  se  po- 
nen de  bando  mayor  los  hombres :  quédales,  empero,  á  salvo 
á  las  mujeres  replicar,  valiéndose  de  la  sentencia  de  muchos 
doctos,  y  recibida  de  toda  una  ilustre  escuela,  que  reconoce 
la  voluntad  por  potencia  más  noble  que  el  entendimiento,  la 
cual  favorece  su  partido;  pues  si  la  robustez,  como  más  apre- 
ciable,  logra  mejor  lugar  en  el  entendimiento,  la  hermosura, 
como  más  amable,  tiene  mayor  imperio  en  la  voluntad. 

La  prenda  de  la  constancia,  que  ennoblece  á  los  hombres, 
puede  contrarestarse  con  la  docilidad,  que  resplandece  en  las 
mujeres.  Donde  se  advierte  que  no  hablamos  de  estas  y  otras 
prendas,  consideradas  formalmente  en  el  estado  de  virtudes, 
porque  en  este  sentido  no  son  de  la  línea  física,  sino  en  cuan- 
to están  radicadas  y  como  delineadas  en  el  temperamento, 
cuyo  embrión  informe  es  indiferente  para  el  buen  y  mal  uso; 
y  así,  mejor  se  llamarán  flexibilidad  ó  inflexibilidad  del  genio, 
que  constancia  ó  docilidad. 

Diráseme  que  la  docilidad  de  las  mujeres  declina  muchas 
veces  á  la  ligereza,  y  yo  repongo,  que  la  constancia  de  los 
hombres  degenera  muchas  veces  en  terquedad.  Confieso  que 
la  firmeza  en  el  buen  propósito  es  autora  de  grandes  bienes, 
pero  no  se  me  puede  negar  que  la  obstinación  en  el  malo  es 
causa  de  grandes  males.  Si  se  me  arguye  que  la  invencible 
adherencia  al  bien  ó  al  mal  es  calidad  de  los  ángeles,  respon- 
do, que  sobre  no  ser  eso  tan  cierto  que  no  lo  nieguen  grandes 
teólogos,  muchas  propiedades  que  en  las  naturalezas  superio- 
res nacen  de  su  excelencia,  en  las  inferiores  provienen  de  su 
imperfección.  Los  ángeles,  según  doctrina  de  santo  Tomás, 
cuanto  más  perfectos,  entienden  por  menos  especies,  y  en  los 
hombres  el  corto  número  de  especies  es  defecto.  En  los  án- 
geles el  estudio  sería  tacha  de  su  entendimiento,  y  á  los  hom- 
bres les  ilustra  el  suyo. 

La  prudencia  de  los  hombres  se  equilibra  con  la  sencillez 
de  las  mujeres.  Y  aun  estaba  para  decir  más;  porque  en  rea- 
lidad, al  género  humano  mucho  mejor  le  estaría  la  sencillez, 


OBRAS    ESCOGIDAS  69 

que  la  prudencia  de  todos  sus  individuos.  Al  siglo  de  oro  na- 
die le  compuso  de  hombres  prudentes,  sino  de  hombres  can- 
didos. 

Si  se  me  opone  que  mucho  de  lo  que  en  las  mujeres  se  llama 
candidez,  es  indiscreción,  repongo  yo,  que  mucho  de  lo  que 
en  los  hombres  se  llama  prudencia,  es  falacia,  doblez  y  alevo- 
sía, que  es  peor.  Aun  esa  misma  franqueza  indiscreta,  con 
que  á  veces  se  manifiesta  el  pecho  contra  las  reglas  de  la  ra- 
zón, es  buena  considerada  como  señal.  Como  nadie  ignora 
sus  propios  vicios,  quien  los  halla  en  sí  de  alguna  monta,  cie- 
rra con  cuidado  á  los  acechos  de  la  curiosidad  los  resquicios 
del  corazón.  Quien  comete  delitos  en  su  casa,  no  tiene  á  todas 
horas  la  puerta  abierta  para  el  registro.  De  la  malicia  es  com- 
pañera individua  la  cautela.  Quien,  pues,  tiene  facilidad  en 
franquear  el  pecho,  sabe  que  no  está  muy  asqueroso.  En  esta 
consideración,  la  candidez  de  las  mujeres  siempre  será  apre- 
ciable,  cuando  arreglada  al  buen  dictamen,  como  perfección, 
v  cuando  no,  como  buena  señal. 


IV 


Sobre  las  buenas  calidades  expresadas,  resta  á  las  mujeres 
la  más  hermosa  y  más  transcendente  de  todas,  que  es  la  ver- 
güenza ;  gracia  tan  característica  de  aquel  sexo,  que  aun  en 
los  cadáveres  no  le  desampara,  si  es  verdad  lo  que  dice  Plinio, 
que  los  de  los  hombres  anegados  fluctúan  boca  arriba,  y  los 
de  las  mujeres  boca  abajo:  Veluti pudori defunctariim paireen- 
te  natura  (i). 

Con  verdad  y  agudeza,  preguntado  el  otro  filósofo  qué  co- 
lor agraciaba  más  el  rostro  á  las  mujeres,  respondió  que  el  de 
Ip  vergüenza.  En  efecto,  juzgo  que  esta  es  la  mayor  ventaja 
que  las  mujeres  hacen  á  los  hombres.  Es  la  vergüenza  una 
valla,  que  entre  la  virtud  y  el  vicio  puso  la  naturaleza.  Som- 


íi)     Libro  VII,  capitulo  XVII. 


70  F  E  IJ  o  o 

bra  de  las  bellas  almas  y  carácter  visible  de  la  virtud  la  llamó 
un  discreto  francés.  Y  san  Bernardo,  extendiéndose  más,  la 
ilustró  con  los  epítetos  de  piedra  preciosa  de  las  costumbres, 
antorcha  de  la  alma  púdica,  hermana  de  la  continencia,  guar- 
da de  la  fama,  honra  de  la  vida,  asiento  de  la  virtud,  elogio 
de  la  naturaleza  y  divisa  de  toda  honestidad  (i).  Tintura  de  la 
virtud  la  llamó,  con  sutileza  y  propiedad,  Diógenes.  De  hecho 
este  es  el  robusto  y  grande  baluarte,  que,  puesto  enfrente  del 
vicio,  cubre  todo  el  alcázar  de  la  alma,  y  que,  vencido  una 
vez,  no  hay,  como  decía  el  Nacianceno,  resistencia  á  maldad 
alguna:  Protiniis  extincto  subeunt  mala  cuneta pudore. 

Diráse  que  es  la  vergüenza  un  insigne  preservativo  de  eje- 
cuciones exteriores,  mas  no  de  internos  consentimientos;  y 
así,  siempre  le  queda  al  vicio  camino  abierto  para  sus  triun- 
fos por  medio  de  los  invisibles  asaltos  que  no  puede  estorbar 
la  muralla  del  rubor.  Aun  cuando  ello  fuese  así,  siempre  se- 
ría la  vergüenza  un  preservativo  preciosísimo,  por  cuanto, 
por  lo  menos,  precave  infinitos  escándalos  y  sus  funestas  con- 
secuencias. Pero  si  se  hace  atenta  reflexión,  se  hallará  que 
defiende,  si  no  en  un  todo,  en  gran  parte,  aun  de  esas  esca- 
ladas silenciosas  que  no  salen  de  los  ocuftbs  senos  de  la 
alma;  porque  son  muy  raros  los  consentimientos  internos 
cuando  no  los  acompañan  las  ejecuciones,  que  son  las  que 
radican  los  afectos  criminales  en  la  alma,  las  que  aumentan 
y  fortalecen  las  propensiones  viciosas.  Faltando  estas,  es  ver- 
dad que  una  ú  otra  vez  se  introduce  la  torpeza  en  el  espíritu, 
pero  no  se  aloja  en  él  como  doméstica,  mucho  menos  como 
señora,  sí  sólo  como  peregrina. 

Las  pasiones,  sin  aquel  alimento  que  las  nutre,  yacen  muy 
débiles  y  obran  muy  tímidas;  mayormente  cuando  en  las  per- 
sonas muy  ruborosas  es  tan  franco  el  comercio  entre  el  pecho 
y  el  semblante,  que  pueden  recelar  salga  á  la  plaza  pública 
del  rostro  cuanto  maquinan  en  la  retirada  oficina  del  pecho. 
De  hecho  se  les  pintan  á  cada  paso  en  las  mejillas  los  más 
escondidos  afectos,  que  el  color  de  la  vergüenza  es  el  único 
que  sirve  á  formar  imágenes  de  objetos  invisibles.  Y  así,  aun 
para  atajar  tropiezos  del  deseo,  puede  ser  rienda  en  las  mu- 


(i)     Serm.  86,  in  Cant. 


OBRAS     ESCOGIDAS  7I 

jeres  el  miedo  de  que  se  lea  en  el  rostro  lo  que  se  imprime  en 
el  ánimo. 

A  que  se  añade,  que  en  muchas  sube  á  tal  punto  el  rubor, 
que  le  tienen  de  sí  mismas.  Este  heroico  primor  de  la  ver- 
güenza, de  que  trató  el  ingeniosísimo  padre  Vieira  en  uno  de 
sus  sermones,  no  es  puramente  ideal,  como  juzgan  algunos 
espíritus  groseros,  sino  práctico  y  real  en  los  sujetos  de  ín- 
dole más  noble.  Así  lo  conoció  Demetrio  Falereo,  cuando 
instruyendo  la  juventud  de  Atenas,  les  decía  que  dentro  de 
casa  tuviesen  vergüenza  de  sus  padres,  fuera  de  ella  de  todos 
los  que  los  viesen,  y  en  la  soledad  cada  uno  de  sí  propio. 


V 


Pienso  haber  señalado  tales  ventajas  de  parte  de  las  muje- 
res, que  equilibran  y  aun  acaso  superan  las  calidades  en  que 
exceden  los  hombres.  ¿Quién  pronunciará  la  sentencia  en 
este  pleito?  Si  yo  tuviese  autoridad  para  ello,  acaso  daría  un 
corte,  diciendo  que  las  calidades  en  que  exceden  las  mujeres, 
conducen  para  hacerlas  mejores  en  sí  mismas;  las  prendasen 
que  exceden  los  hombres,  los  constituyen  mejores,  esto  es, 
más  útiles  para  el  público.  Pero,  como  yo  no  hago  oficio  de 
juez,  sino  de  abogado,  se  quedará  el  pleito  por  ahora  in- 
deciso. 

Y  aun  cuando  tuviese  la  autoridad  necesaria,  sería  forzoso 
suspender  la  sentencia,  porque  aun  se  replica  á  favor  de  los 
hombres,  que  las  buenas  calidades  que  atribuyo  á  las  muje- 
res son  comunes  á  entrambos  sexos.  Yo  lo  confieso,  pero  en 
la  misma  forma  que  son  comunes  á  ambos  sexos  las  buenas 
calidades  de  los  hombres.  Para  no  confundir  la  cuestión,  es 
preciso  señalar  de  parte  de  cada  sexo  aquellas  perfecciones, 
que  mucho  más  frecuentemente  se  hallan  en  sus  individuos, 
y  mucho  menos  en  los  del  otro.  Concedo,  pues,  que  se  hallan 
hombres  dóciles,  candidos  y  ruborosos.  Añado  que  el  rubor, 
que  es  buena  señal  en  las  mujeres,  aún  lo  es  mejor  en  los 


72  FEIJ  o  o 

hombres;  porque  denota,  sobre  índole  generosa,  ingenio  agu- 
do; lo  que  declaró  más  de  una  vez  en  su  Satiricen  Juan  Bar- 
clayo,  á  cuyo  sutilísimo  ingenio  no  se  le  puede  negar  ser  voto 
de  muy  especial  nota;  y  aunque  no  es  seña  infalible,  yo  en 
esta  materia  he  observado  tanto,  que  ya  no  espero  jamás 
cosa  buena  de  muchacho ,  en  quien  advierto  frente  muy 
osada. 

Es  así,  digo,  que  en  varios  individuos  de  nuestro  sexo  se 
observan,  aunque  no  con  la  misma  frecuencia,  las  bellas  cua- 
lidades que  ennoblecen  al  otro.  Pero  esto  en  ninguna  manera 
inclina  á  nuestro  favor  la  balanza,  porque  hacen  igual  peso 
por  la  otra  parte  las  perfecciones  de  que  se  jactan  los  hom- 
bres, comunicadas  á  muchas  mujeres. 


VI 


De  prudencia  política  sobran  ejemplos  en  mil  princesas  por 
extremo  hábiles.  Ninguna  edad  olvidará  la  primera  mujer  en 
quien  desemboza  la  historia  las  oscuridades  de  fábula:  Semi- 
raynis^  <i\^o^  reina  de  los  asirios,  que,  educada  en  su  infancia 
por  las  palomas,  se  elevó  después  sobre  las  águilas,  pues  no 
sólo  se  supo  hacer  obedecer  ciegamente  de  los  subditos,  que 
le  había  dejado  su  esposo,  mas  hizo  también  subditos  todos 
los  pueblos  vecinos,  y  vecinos  de  su  imperio  los  más  distantes, 
extendiendo  sus  conquistas,  por  una  parte  hasta  la  Etiopía, 
por  otra  hasta  la  India.  Ni  á  Artemisa^  reina  de  Caria,  que  no 
sólo  mantuvo  en  su  larga  viudez  la  adoración  de  aquel  reino, 
mas  siendo  asaltada  de  los  rodios  dentro  de  él,  con  dos  sin- 
gularísimas estratagemas,  en  dos  lances  solos,  destruyó  las 
tropas  que  le  habían  invadido;  y  pasando  velozmente  de  la 
defensiva  á  la  ofensiva,  conquistó  y  triunfó  de  la  isla  de  Ro- 
das. Ni  á  las  dos  Aspasias^  á  cuya  admirable  dirección  fiaron 
enteramente,  con  feliz  suceso,  el  gobierno  de  sus  estados, 
Pericles,  esposo  de  la  una,  y  Ciro,  hijo  de  Darío  Noto,  galán 
de  la  otra.  Ni  á  la  prudentísima  File^  hija  de  Antipatro,  de 


OBRAS     ESCOGIDAS  yS 

quien,  aun  siendo  niña,  tomaba  su  padre  consejo  para  el  go- 
bierno de  Macedonia,  y  que  después  con  sus  buenas  artes 
sacó  de  mil  ahogos  á  su  esposo,  el  precipitado  y  ligero  Deme- 
trio. Ni  á  la  mañosa  Livia^  cuya  sutil  astucia  parece  fué  su- 
perior á  la  penetración  de  Augusto,  pues  no  le  hubiera  dado 
tanto  dominio  sobre  su  espíritu  si  la  hubiera  conocido.  Ni  á 
la  sagaz  Agj-ipina^  cuyas  artes  fueron  fatales  para  ella  y  para 
el  mundo,  empleándose  en  promover  á  su  hijo  Nerón  al  so- 
lio. Ni  á  la  sabia  Amalasunta^  en  quien  fué  menos  entender 
las  lenguas  de  todas  las  naciones  sujetas  al  imperio  romano, 
que  gobernar  con  tanto  acierto  el  Estado,  durante  la  menori- 
dad  de  su  hijo  Atalarico. 

Ni,  dejando  ptras  muchísimas  y  acercándonos  á  nuestros 
tiempos,  se  olvidará  jamás  Isabela  de  Inglaterra^  mujer  en 
cuya  formación  concurrieron  con  igual  influjo  las  tres  gracias 
que  las  tres  furias,  y  cuya  soberana  conducta  sería  siempre 
la  admiración  de  Europa,  si  sus  vicios  no  fueran  tan  parcia- 
les de  sus  máximas,  que  se  hicieron  imprescindibles;  y  su 
imagen  política  se  presentará  siempre  á  la  posteridad,  colo- 
reada, manchada  diré  mejor,  con  la  sangre  de  la  inocente 
María  Estuardo,  reina  de  Escocia.  Ni  Catalina  de  Mediéis^ 
reina  de  Francia,  cuya  sagacidad  en  la  negociación  de  man- 
tener en  equilibrio  los  dos  partidos  encontrados  de  católicos 
y  calvinistas,  para  precaver  el  precipicio  de  la  corona,  se  pa- 
reció á  la  destreza  de  los  volatines,  que  en  alta  y  delicada 
cuerda,  con  el  pronto  artificioso  manejo  de  los  dos  pesos 
opuestos,  se  aseguran  de  el  despeño  y  deleitan  á  los  circuns- 
tantes ostentando  el  riesgo  y  evitando  el  daño.  No  fuera  in- 
ferior á  alguna  de  las  referidas  nuestra  católica  Isabela  en  la 
administración  del  gobierno,  si  hubiera  sido  reinante  como 
fué  reina.  Con  todo,  no  le  faltaron  ocasiones  y  acciones  en 
que  hizo  resplandecer  una  prudencia  consumada.  Y  aun  Lau- 
rencio Beyerlink,  en  su  elogio,  dice  que  no  se  hizo  cosa  gran- 
de en  su  tiempo,  en  que  ella  no  fuese  la  parte  ó  el  todo: 
Quid  magiii  in  regno^  sine  illa^  imó  nisi  per  illam  fere gestiim 
est?  Por  lo  menos  el  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo,  que 
fué  el  suceso  más  glorioso  de  España  en  muchos  siglos,  es 
cierto  que  no  se  hubiera  conseguido,  si  la  magnanimidad  de 
Isabela  no  hubiese  vencido  los  temores  y  perezas  de  P'er- 
nando. 


74  F  E  I  j  o  o 

En  fin,  lo  que  es  más  que  todo,  parece  ser,  aunque  no  es- 
toy muy  seguro  del  cómputo,  que  entre  las  reinas  que  man- 
daron largo  tiempo  como  absolutas,  las  más  se  hallan  en  las 
historias  celebradas  como  gobernadoras  excelentes.  Pero  las 
pobres  mujeres  son  tan  infelices,  que  siempre  se  alegarán 
contra  tantos  ejemplos  ilustres,  una  Brunequilda,  una  Fre- 
degunda,  las  dos  Juanas  de  Ñapóles  y  otras  pocas ;  bien  que 
á  las  dos  primeras  les  sobró  malicia,  no  les  faltó  sagacidad. 

Ni  es  en  el  mundo  tan  universal,  como  se  piensa,  la  per- 
suasión de  que  en  la  cabeza  de  la  mujer  no  asienta  bien  la 
corona;  pues  en  Meroe,  isla  que  forma  el  Nilo  en  la  Etiopía, 
ó  península,  como  quieren  los  modernos,  reinaron,  según 
el  testimonio  de  Plinio,  mujeres  por  muchos  siglos,  fel  padre 
Cornelio  a  Lapide,  tratando  de  la  reina  Sabá,  que  fué  una  de 
ellas,  piensa  que  su  imperio  se  extendió  mucho  fuera  del  ám- 
bito de  Meroe,  y  comprendió  acaso  toda  la  Etiopía;  fundado 
en  que  Cristo,  nuestro  bien,  llamó  á  aquella  señora  Reina  del 
Austro^  título  que  suena  un  vasto  dominio  hacia  aquella  pla- 
ga. Si  bien  que,  como  se  puede  ver  en  Tomás  Cornelio,  no 
falta  autor  que  asegura  ser  la  isla,  ó  península,  de  Meroe  ma- 
yor que  la  Gran  Bretaña;  y  así,  no  era  muy  corto  el  estado 
de  aquellas  reinas,  aunque  no  saliese  del  ámbito  de  Meroe. 
Aristóteles  (i)  dice,  que  entre  los  lacedemonios  tenían  gran 
parte  en  el  gobierno  político  las  mujeres.  Esto  era  conforme 
á  las  leyes  que  les  dejó  Licurgo. 

También  en  Borneo,  isla  grande  del  mar  de  la  India,  reinan 
mujeres,  según  la  relación  de  Mandelslo,  que  se  halla  en  el 
segundo  tomo  de  Oleario,  sin  gozar  sus  maridos  otra  prero- 
gativa  que  ser  sus  más  calificados  vasallos.  En  la  isla  Fermo- 
sa^  situada  en  el  mar  meridional  de  la  China,  es  tanta  la 
satisfacción  que  tienen  de  la  prudente  conducta  de  las  muje- 
res aquellos  idólatras,  que  á  ellas  únicamente  está  fiado  el 
ministerio  sacerdotal,  con  todo  lo  que  pertenece  á  materias 
de  religión,  y  en  lo  político  gozan  un  poder  en  parte  superior 
al  de  los  senadores,  como  intérpretes  de  la  voluntad  de  sus 
deidades. 

Sin  embargo,  la  práctica  común  de  las  naciones  es  más 
conforme  á  la  razón,  como  correspondiente  al  divino  decreto 


(i)     Libro  II,  Polit.,  capítulo  VIL 


OBRAS     ESCOGIDAS  yS 

notificado  á  nuestra  primera  madre  en  el  paraíso,  donde  á 
ella,  y  á  todas  sus  hijas  en  su  nombre,  se  les  intimó  la  suje- 
ción á  los  hombres.  Sólo  se  debe  corregir  la  impaciencia  con 
que  muchas  veces  llevan  los  pueblos  el  gobierno  mujeril, 
cuando,  según  las  leyes,  se  les  debe  obedecer;  y  aquella  pro- 
pasada estimación  de  nuestro  sexo,  que  tal  vez  ha  preferido 
para  el  régimen  un  niño  incapaz  á  una  mujer  hecha,  en  que 
excedieron  tan  ridiculamente  los  antiguos  persas  ,  que  en 
ocasión  de  quedar  \ü  viuda  de  uno  de  sus  reyes  en  cinta, 
siendo  avisados  de  sus  magos  que  la  concepción  era  varonil, 
le  coronaron  á  la  reina  el  vientre  y  proclamaron  por  rey  suyo 
el  feto,  dándole  el  nombre  de  Sapo?-  antes  de  haber  nacido. 


VII 


Hasta  aquí  de  la  prudencia  política,  contentándonos  con 
bien  pocos  ejemplos,  y  dejando  muchos.  De  la  prudencia 
económica  es  ocioso  hablar,  cuando  todos  los  días  se  están 
viendo  casas  muy  bien  gobernadas  por  las  mujeres,  y  muy 
desgobernadas  por  los  hombres. 

Y  pasando  á  la  fortaleza,  prenda  que  los  hombres  conside- 
ran como  inseparable  de  su  sexo,  yo  convendré  en  que  el 
cielo  los  mejoró  en  esta  parte  en  tercio  y  quinto;  mas  no  en 
que  se  les  haya  dado  como  mayorazgo  ó  vínculo  indivisible, 
exento  de  toda  partida  con  el  otro  sexo. 

No  pasó  siglo  á  quien  no  hayan  ennoblecido  mujeres  vale- 
rosas. Y  dejando  los  ejemplos  de  las  heroínas  de  la  Escritura 
y  de  las  santas  mártires  de  la  ley  de  gracia  (porque  hazañas 
donde  intervino  especial  auxilio  soberano  acreditan  el  poder 
divino ,  no  la  facultad  natural  del  sexo),  ocurren  tantas 
mujeres  de  heroico  valor  y  esforzada  mano,  que  en  tropel  se 
presentan  en  el  teatro  de  la  memoria.  Y  tras  de  las  Semíra- 
wÍ5,  las  Artemisas^  las  Tomiris,  las  Zenobias^  se  parece  una 
Aretafila^  esposa  de  Nicotrato,  soberano  de  Cirene,  en  la 
Libia;  en  cuya  incomparable  generosidad   se  compitieron  el 


76  F  E  I  J  o  o 

amor  más  tierno  de  la  patria,  la  mayor  valentía  del  espíritu  y 
la  más  sutil  destreza  del  discurso;  pues  por  librar  su  patria 
de  la  violenta  tiranía  de  su  marido,  y  vengar  la  muerte  que 
éste,  por  poseerla,  había  ejecutado  en  su  primer  consorte, 
haciéndose  caudillo  de  una  conspiración,  despojó  á  Nicotrato 
del  reino  y  la  vida.  Y  habiendo  sucedido  Leandro,  hermano 
de  Nicotrato,  en  la  corona  y  en  la  crueldad,  tuvo  valor  y  arte 
para  echar  también  del  mundo  á  este  segundo  tirano,  coro- 
nando, en  fin,  sus  ilustres  acciones  con  apartar  de  sus  sienes 
la  corona,  que,  reconocidos  á  tantos  beneficios,  le  ofrecieron 
los  de  Cirene.  Una  D?'ipetina^  hija  del  gran  Mitrídates,  com- 
pañera inseparable  de  su  padre  en  tantos  arriesgados  proyec- 
tos, que  en  todos  mostró  aquella  fuerza  de  alma  y  de  cuerpo, 
que  desde  su  infancia  había  prometido  la  singularidad  de 
nacer  con  dos  órdenes  de  dientes;  y  después  de  deshecho  su 
padre  por  el  gran  Pompeyo,  sitiada  en  un  castillo  porManlio 
Prisco,  siendo  imposible  la  defensa,  se  quitó  voluntariamente 
la  vida,  por  no  sufrir  la  ignominia  de  esclava.  Una  Clelia^  ro- 
mana, que,  siendo  prisionera  de  Porsena,  rey  de  los  etruscos, 
venciendo  mil  dificultades,  se  libró  de  la  prisión,  y  rompien- 
do con  un  caballo  (otros  dicen  que  con  sus  brazos  propios) 
las  ondas  del  Tíber,  arribó  felizmente  á  Roma.  Una  Arria^ 
mujer  de  Cecina  Peto,  que,  siendo  comprendido  su  marido 
en  la  conspiración  de  Camilo  contra  el  emperador  Claudio, 
y  por  este  crimen  condenado  á  muerte,  resuelta  á  no  sobre- 
vivir á  su  esposo,  después  de  tentar  en  vano  hacerse  pedazos 
la  cabeza  contra  una  muralla,  logró,  introducida  en  la  prisión 
de  Cecina,  exhortarle  á  que  se  anticipase  con  sus  manos  la 
ejecución  del  verdugo,  metiéndose  ella  primero  un  puñal  por 
el  pecho.  Una  Epponina,  que  con  la  ocasión  de  haberse  arro- 
gado su  marido  Julio  Sabino,  en  las  Galias,  el  título  de  cesar, 
toleró  con  rara  constancia  indecibles  trabajos;  y  siendo  úl- 
timamente condenada  á  muerte  por  Vespasiano,  generosa- 
mente le  dijo  que  moría  contenta,  por  no  tener  el  disgusto 
de  ver  tan  mal  emperador  colocado  en  el  solio. 

Y  porque  no  se  piense  que  estos  siglos  últimos  en  mujeres 
esforzadas  son  inferiores  á  los  antiguos,  ya  se  presentan  ar- 
madas una  Doncella  de  Fi-ancia^  columna  que  sustentó  en  su 
mayor  aflicción  aquella  vacilante  monarquía;  y  si  bien  que 
encontrados  en  los  dictámenes,   como  en  las  armas,  ingleses 


OBRAS     ESCOGIDAS  77 

y  franceses,  aquellos  atribuyeron  sus  hazañas  á  pacto  diabó- 
lico, y  estos  á  moción  divina,  acaso  los  ingleses  fingieron  lo 
primero  por  odio,  y  los  franceses,  que  manejaban  las  cosas, 
ideáronlo  segundo  por  política;  que  importaba  mucho  en 
aquel  desmayo  grande  de  pueblos  y  soldados,  para  levantar 
su  ánimo  abatido,  persuadirles  que  el  cielo  se  había  declarado 
por  aliado  suyo,  introduciendo  para  este  efecto  al  teatro  de 
Marte  una  doncella  magnánima  y  despierta,  como  instru- 
mento proporcionado  para  un  socorro  milagroso.  Una  Mai^' 
garita  de  Di?tama?'ca^  que  en  el  siglo  decimocuarto  conquistó 
por  su  persona  propia  el  reino  de  Suecia,  haciendo  prisio- 
nero al  rey  Alberto,  y  la  llaman  la  segunda  Semíramis  los 
autores  de  aquel  siglo.  Una  Manilla^  natural  de  Lemnos,  isla 
del  archipiélago,  que  en  el  sitio  de  la  fortaleza  de  Gochín, 
puesto  por  los  turcos,  viendo  muerto  á  su  padre,  arrebató  su 
espada  y  rodela,  y  convocando  con  su  ejemplo  toda  la  guar- 
nición, en  cuya  frente  se  puso,  dio  con  tanto  ardor  sobre  los 
enemigos,  que  no  sólo  rechazó  el  asalto,  mas  obligó  al  bajá 
Solimán  á  levantar  el  sitio;  hazaña  que  premió  el  general  Lo- 
redano  de  Venecia,  cuya  era  aquella  plaza,  dándole  á  escoger 
para  marido  cualquiera  que  ella  quisiese  de  los  más  ilustres 
capitanes  de  su  ejército,  y  ofreciéndole  dote  competente  en 
nombre  de  la  república.  Una  Blanca  de  Rossi^  mujer  de  Bau- 
tista Porta,  capitán  paduano,  que  después  de  defender  vale- 
rosamente, puesta  sobre  el  muro,  la  plaza  de  Basano,  en  la 
Marca  Trevisana,  siendo  luego  cogida  la  plaza  por  traición, 
y  preso  y  muerto  su  marido  por  el  tirano  Ecelino,  no  tenien- 
do otro  arbitrio  para  resistir  los  ímpetus  brutales  de  este  fu- 
rioso, enamorado  de  su  belleza,  se  arrojó  por  una  ventana; 
pero  después  de  curada  y  convalecida,  acaso  contra  su  inten- 
ción, del  golpe,  padeciendo  debajo  de  la  opresión  de  aquel 
bárbaro  el  oprobio  de  la  fuerza,  satisfizo  la  amargura  de  su 
dolor  y  la  constancia  de  su  fe  conyugal,  quitándose  la  vida 
en  el  mismo  sepulcro  de  su  marido,  que  para  este  efecto  ha- 
bía abierto  (i).  Una  Bonna^  paisana  humilde  de  la  Valtelina, 
á  quien  encontró  en  una  marcha  suya  Pedro  Brunoro,  famo- 


(i)  En  las  mujeres  que  se  mataron  á  sí  mismas,  no  se  propone  esta  resolución 
como  ejemplo  de  virtud,  sino  como  exceso  vicioso  de  la  fortaleza,  que  es  lo  que  basta 
para  el  intento. 


7» 


F  El JOO 


SO  capitán  parmesano,  en  edad  corta,  guardando  ovejas  en  el 
campo,  y  prendado  de  su  intrépida  viveza,  la  llevó  consigo 
para  cómplice  de  su  incontinencia;  pero  ella  se  hizo  también 
partícipe  de  su  gloria,  porque  después  de  fenecer  la  vida  des- 
honesta con  la  santidad  del  matrimonio,  no  sólo  como  sol- 
dado particular  peleó  ferozmente  en  cuantos  encuentros  se 
ofrecieron,  pero  vino  á  ser  tan  inteligente  en  el  arte  militar, 
que  algunas  empresas  se  fiaron  á  su  conducta,  especialmente 
la  conquista  del  castillo  de  Pavono,  á  favor  de  Francisco  Es- 
forcia,  duque  de  Milán,  contra  venecianos,  donde,  en  medio 
de  hacer  el  oficio  de  caudillo,  pereció  en  las  primeras  filas  al 
asalto.  Una  Ma?'ía  Pita,  heroína  gallega,  que  en  el  sitio  pues- 
to por  los  ingleses  á  la  Coruña,  el  año  de  iSSg,  estando  ya 
los  enemigos  alojados  en  la  brecha  y  la  guarnición  dispuesta 
á  capitular,  después  que,  con  ardiente,  aunque  vulgar  facun- 
dia, exprobó  á  los  nuestros  su  cobardía,  arrancando  espada  y 
rodela  de  las  manos  de  un  soldado,  y  clamando  que  quien 
tuviese  honra  la  siguiese,  encendida  en  coraje,  se  arrojó  á  la 
brecha,  de  cuyo  fuego  marcial,  saltando  chispas  á  los  corazo- 
nes de  los  soldados  y  vecinos,  que  prendieron  en  la  pólvora 
del  honor,  con  tanto  ímpetu  cerraron  todos  sobre  los  enemi- 
gos, que  con  la  muerte  de  mil  y  quinientos  (entre  ellos  un 
hermano  del  general  de  tierra,  Enrique  Noris),  los  obligaron 
á  levantar  el  sitio.  Felipe  II  premió  el  valor  de  la  Pita,  dán- 
dole por  los  días  de  su  vida  grado  y  sueldo  de  alférez  vivo ;  y 
Felipe  III  perpetuó  en  sus  descendientes  el  grado  y  sueldo 
de  alférez  reformado.  Una  Ma?'ía  de  Esti-ada,  consorte  de 
Pedro  Sánchez  Farfán,  soldado  de  Hernán  Cortés,  digna  de 
muy  singular  memoria  por  sus  muchas  y  raras  hazañas,  que 
refiere  el  padre  fray  Juan  de  Torquemada  en  su  primer  tomo 
de  la  Monarquía  indiana.  Tratando  de  la  luctuosa  salida  que 
hizo  Cortés  de  Méjico,  después  de  muerto  Motezuma,  dice 
de  ella  lo  siguiente:  Mostróse  muy  valerosa  en  este  aprieto  y 
conflicto  María  de  Estrada.,  la  cual,  con  una  espada  y  una  ro- 
dela en  las  manos^  hi:(o  hechos  maravillosos,  y  se  entraba  por 
los  enemigos  con  tanto  coraje  y  ánimo,  como  si  fuera  uno  de 
los  más  valientes  hombres  del  mundo^  olvidada  de  que  era  mu- 
jer., y  revestida  del  valor  que  en  caso  semejante  suelen  tener  los 
hombres  de  valor  y  honra.  Y  fueron  tantas  las  maravillas  y 
cosas  que  hi^o.,  que  puso  en  espanto  y  asombro  d  cuantos  la  mi- 


OBRAS     ESCOGIDAS  79 

raban.  Refiriendo  en  el  capítulo  siguiente  la  batalla  que  se 
dio  entre  españoles  y  mejicanos  en  el  valle  de  Otumpa  (ó 
Otumba,  como  la  llama  don  Antonio  de  Solís),  repite  la  me- 
moria de  esta  ilustre  mujer  con  las  palabras  que  se  siguen: 
En  esta  batalla,  dice  Diego  Muño!(  Camargo^  en  su  Memorial 
de  Tlaxcala,  que  María  de  Estrada  peleó  á  caballo  y  con  una 
lan'^a  en  la  mano^  tan  varonilmente  como  si  fuera  uno  de  los 
más  valientes  hombres  del  ejército,  j^"  aventajándose  d  muchos. 
No  dice  el  autor  de  dónde  era  natural  esta  heroína,  pero  el 
apellido  persuade  que  era  asturiana.  Una  Ana  de  Baux,  ga- 
llarda flamenca,  natural  de  una  aldea  cerca  de  Lila,  que  sólo 
con  el  motivo  de  guardar  su  honor  de  los  insultos  militares 
en  las  guerras  del  último  siglo,  escondiendo  su  sexo  con  los 
hábitos  del  nuestro,  se  dio  al  ejercicio  de  la  guerra,  en  que 
sirvió  mucho  tiempo  y  en  muchos  lances  con  gran  valor,  de 
modo  que  arribó  á  la  tenencia  de  una  compañía;  y  siendo, 
después  de  hecha  prisionera  por  franceses,  descubierto  ya  su 
sexo,  el  mariscal  de  Seneterre  le  ofreció  una  compañía  en  el 
servicio  de  Francia;  lo  que  ella  no  admitió,  por  no  militar 
contra  su  príncipe ;  y  volviendo  á  su  patria,  se  hizo  religiosa. 

El  no  haber  nombrado  hasta  ahora  las  amazonas,  siendo 
tan  del  intento,  fué  con  el  motivo  de  hablar  de  ellas  separa- 
damente. Algunos  autores  niegan  su  existencia,  contra  mu- 
chos más,  que  la  afirman.  Lo  que  podemos  conceder  es,  que 
se  ha  mezclado  en  la  historia  de  las  amazonas  mucho  de  fá- 
bula, como  es,  el  que  mataban  todos  los  hijos  varones;  que 
vivían  totalmente  separadas  del  otro  sexo,  y  sólo  le  buscaban 
para  fecundarse  una  vez  en  el  año.  Y  del  mismo  jaez  serán 
sus  encuentros  con  Hércules  y  Teseo,  el  socorro  de  la  feroz 
Pentesilea  á  la  afligida  Troya,  como  acaso  también  la  visita 
de  su  reina  Talestris  á  Alejandro ;  pero  no  puede  negarse  sin 
temeridad,  contra  la  fe  de  tantos  escritores  antiguos,  que 
hubo  un  cuerpo  formidable  de  mujeres  belicosas  en  la  Asia, 
á  quienes  se  dio  el  nombre  de  amazonas. 

Y  en  caso  que  también  esto  se  niegue,  por  las  amazonas 
que  nos  quitan  en  la  Asia,  para  gloria  de  las  mujeres  parece- 
rán amazonas  en  las  otras  tres  partes  del  mundo,  América, 
África  y  Europa.  En  la  América  las  descubrieron  los  españo- 
les, costeando  armadas  el  mayor  río  del  mundo,  que  es  el 
Marañón,  á  quien  por  esto  dieron  el  nombre  que  hoy  conscr- 


8o  F  E  IJ  o  o 

va  de  ?^ío  de  las  Amat^onas.  En  la  África  las  hay  en  una  pro- 
vincia del  imperio  del  Monomotapa,  y  se  dice  que  son  los 
mejores  soldados  que  tiene  aquel  príncipe  en  todas  sus  tie- 
rras, aunque  no  falta  geógrafo  que  hace  estado  aparte  del 
país  que  habitan  estas  mujeres  guerreras. 

En  Europa,  aunque  no  hay  país  donde  las  mujeres  de  in- 
tento profesasen  la  milicia,  podremos  dar  el  nombre  de  ama- 
zonas á  aquellas  que  en  una  ú  otra  ocasión  con  escuadrón 
formado  triunfaron  de  los  enemigos  de  su  patria.  Tales  fue- 
ron las  francesas  de  Belovaco  ó  Beauvais,  que  siendo  aquella 
ciudad  sitiada  por  los  borgoñones,  el  año  de  1472,  juntándose 
debajo  de  la  conducta  de  Juana  Macheta^  el  día  del  asalto  re- 
chazaron vigorosamente  los  enemigos,  habiendo  precipitado 
su  capitana  la  Hacheta  de  la  muralla  al  primero  que  arboló 
el  estandarte  sobre  ella.  En  memoria  de  esta  hazaña  se  hace 
aún  hoy  fiesta  anual  en  aquella  ciudad,  gozando  las  mujeres 
el  singular  privilegio  de  ir  en  la  procesión  delante  délos  hom- 
bres. Tales  fueron  las  habitadoras  de  las  islas  Echinadas,  hoy 
llamadas  Cuj^-Solaj^es,  célebres  por  la  victoria  de  Lepanto, 
ganada  en  el  mar  de  estas  islas.  El  año  antecedente  á  esta 
famosa  batalla,  habiendo  atacado  los  turcos  la  principal  de 
ellas,  tal  fué  el  terror  del  gobernador  veneciano  Antonio  Bal- 
bo  y  de  todos  los  habitadores,  que  tomaron  de  noche  la  fuga, 
quedando  dentro  las  mujeres  resueltas,  á  persuasión  de  un 
sacerdote  llamado  Antonio  Rosoneo,  á  defender  la  plaza, 
como  de  hecho  la  defendieron  con  grande  honor  de  su  sexo 
y  igual  oprobio  del  nuestro. 


VIII 


Resta  en  esta  memoria  de  mujeres  magnánimas  decir  algo 
sobre  un  capítulo  en  que  los  hombres  más  acusan  á  las  muje- 
res, y  en  que  hallan  más  ocasionada  su  flaqueza,  ó  más  defec- 
tuosa su  constancia,  que  es  la  observancia  del  secreto.  Catón 
el  Censor  no  admitía  en  esta  parte  excepción  alguna,  y  con- 


OBRAS     ESCOGIDAS  8l 

denaba  por  uno  de  los  mayores  errores  del  hombre  fiar  se- 
creto á  cualquiera  mujer  que  fuese;  pero  á  Catón  le  desmin- 
tió su  propia  tataranieta  Porcia^  hija  de  Catón  el  menor  y 
mujer  de  Marco  Bruto,  la  cual  obligó  á  su  marido  á  fiarle  el 
gran  secreto  de  la  conjuración  contra  César,  con  la  extraor- 
dinaria prueba  que  le  dio  de  su  valor  y  constancia,  en  la  alta 
herida  que  voluntariamente,  para  este  efecto,  con  un  cuchillo 
se  hizo  en  el  muslo. 

Plinio  dice,  en  nombre  de  los  magos,  que  el  corazón  de 
cierta  ave  aplicada  al  pecho  de  una  mujer  dormida,  la  hace 
revelar  todos  sus  secretos.  Lo  mismo  dice,  en  otra  parte,  de 
la  lengua  de  cierta  sabandija.  No  deben  de  ser  tan  fáciles  las 
mujeres  en  franquear  el  pecho,  cuando  la  mágica  anda  bus- 
cando por  los  escondrijos  de  la  naturaleza  llaves  con  que 
abrirles  las  puertas  del  corazón;  pero  nos  reímos  con  el  mis- 
mo Plinio  de  esas  invenciones,  y  concedemos  que  hay  poquí- 
simas mujeres  observantes  del  secreto.  Mas  á  vueltas  de  esto, . 
nos  confesarán  asimismo  los  políticos  más  expertos,  que  tam- 
bién son  rarísimos  los  hombres  á  quienes  se  puedan  fiar  se- 
cretos de  importancia.  A  la  verdad,  si  no  fueran  rarísimas 
estas  alhajas,  no  las  estimaran  tanto  los  príncipes,  que  apenas 
tienen  otras  tan  apreciables  entre  sus  más  ricos  muebles. 

Ni  les  faltan  á  las  mujeres  ejemplos  de  invencible  constan- 
cia en  la  custodia  del  secreto.  Pitágoras,  estando  cercano  á 
la  muerte,  entregó  sus  escritos  todos,  donde  se  contenían  los 
más  recónditos  misterios  de  su  filosofía,  ala  sabia  Damo^  hija 
suya,  con  orden  de  no  publicarlos  jamás,  lo  que  ella  tan  pun- 
tualmente obedeció,  que,  aun  viéndose  reducida  á  suma  po- 
breza, y  pudiendo  vender  aquellos  libros  por  gran  suma  de 
dinero,  quiso  más  ser  fiel  á  la  confianza  de  su  padre,  que  sa- 
lir de  las  angustias  de  pobre. 

La  magnánima  ÁJ-etaJila^  de  quien  ya  se  hizo  mención  arri- 
ba, habiendo  querido  quitar  la  vida  á  su  esposo  Nicocrates 
con  una  bebida  ponzoñosa,  antes  que  lo  intentase  por  medio 
de  conjuración  armada,  fué  sorprendida  en  el  designio;  y 
puesta  en  los  tormentos  para  que  declarase  todo  lo  que  res- 
taba saber,  estuvo  tan  lejos  de  embargarle  la  fuerza  del  dolor 
el  dominio  de  su  corazón  y  el  uso  de  su  discurso,  que  entre 
los  rigores  del  suplicio,  no  sólo  no  declaró  su  intento,  mas 
tuvo  habilidad  para  persuadirle  al  tirano   que  la  poción  prc- 


82  FEIJO  o 

parada  era  un  filtro  amatorio,  dispuesto  á  fin  de  encenderle 
más  en  su  cariño.  De  hecho,  esta  ficción  ingeniosa  tuvo  efica- 
cia de  filtro,  porque  Nicocrates  la  amó  después  mucho  más, 
satisfecho  de  que  quien  solicitaba  en  él  excesivos  ardores,  no 
podía  menos  de  quererle  con  grandes  ansias. 

En  la  conjuración  movida  por  Aristogitón  contra  Hippias, 
tirano  de  Atenas,  que  empezó  por  la  muerte  de  Hipparco, 
hermano  de  Hippias,  fué  puesta  á  la  tortura  una  mujer  corte- 
sana sabedora  de  los  cómplices,  la  cual,  para  desengañar 
prontamente  al  tirano  de  la  imposibilidad  de  sacarla  el  secre- 
to, se  cortó  con  los  dientes  la  lengua  en  su  presencia. 

En  la  conspiración  de  Pisón  contra  Nerón,  habiendo,  desde 
que  aparecieron  los  primeros  indicios,  cedido  á  la  fuerza  de 
los  tormentos  los  más  ilustres  hombres  de  Roma,  donde  Lu- 
cano  descubrió  por  cómplice  á  su  propia  madre,  otros  á  sus 
más  íntimos  amigos,  solamente  á  Epicharis^  mujer  ordinaria 
y  sabedora  de  todo,  ni  los  azotes,  ni  el  fuego,  ni  otros  marti- 
rios, pudieron  arrancar  del  pecho  la  menor  noticia. 

Y  yo  conocí  alguna  que,  examinada  en  el  potro  sobre  un 
delito  atroz,  que  habían  cometido  sus  amos,  resistiólas  prue- 
bas de  aquel  riguroso  examen,  no  por  salvarse  á  sí,  sí  sólo  por 
salvar  á  sus  dueños ;  pues  á  ella  le  había  tocado  tan  pequeña 
parte  en  la  culpa,  ya  por  ignorar  la  gravedad  de  ella,  ya  por 
ser  mandada,  ya  por  otras  circunstancias,  que  no  podía  apli- 
cársele pena  que  equivaliese,  ni  con  mucho,  al  rigor  de  la 
tortura. 

Pero  de  mujeres,  á  quienes  no  pudo  exprimir  el  pecho  la 
fuerza  de  los  cordeles,  son  infinitos  los  ejemplares.  Oí  decir 
á  persona  que  había  asistido  en  semejantes  actos,  que  siendo 
muchas  las  que  confiesan  al  querer  desnudarlas  para  la  eje- 
cución, rarísima,  después  de  pasar  este  martirio  de  su  pudor, 
se  rinde  á  la  violencia  del  cordel.  ¡Grande  excelencia  verda- 
deramente del  sexo,  que  las  obligue  más  su  pudor  propio  que 
toda  la  fuerza  de  un  verdugo  1 

No  dudo  que  parecerá  á  algunos  algo  lisonjero  este  parale- 
lo que  hago  entre  mujeres  y  hombres;  pero  yo  reconvendré á 
éstos  con  que  Séneca,  cuyo  estoicismo  no  se  ahorró  con  na- 
die, y  cuya  severidad  se  puso  bien  lejos  de  toda  sospecha  de 
adulación,  hizo  comparación  no  menos  ventajosa  á  favor  de 
las  mujeres;  pues  las  constituye  absolutamente  iguales  con 


OBRAS     ETSCOGIDAS  83 

los  hombres  en  todas  las  disposiciones  ó  facultades  naturales 
apreciables.  Tales  son  sus  palabras:  Qiiis aiitem dicat natui'am 
maligné  cum  mulieribiis  ingeniis  egisse^  et  vii'tiites  illariim  in 
ai'Ctum  7^etraxisse?  Par  illis  mihi  cj-ede^  vig07%  par  ad  honesta 
(libeat)  facultas  est.  Laborem^  doloremque  ex  cequo  si  consue- 
vei'e patiuntiir  (i). 


IX 


Llegamos  ya  al  batidero  mayor,  que  es  la  cuestión  del  en- 
tendimiento, en  la  cual  yo  confieso  que,  si  no  me  vale  la  ra- 
zón, no  tengo  mucho  recurso  a  la  autoridad;  porque  los  au- 
tores que  tocan  esta  materia  (salvo  uno  ú  otro  muy  raro)  están 
tan  á  favor  de  la  opinión  del  vulgo,  que  casi  uniformes  hablan 
del  entendimiento  de  las  mujeres  con  desprecio. 

A  la  verdad,  bien  pudiera  responderse  á  la  autoridad  de  los 
más  de  esos  libros,  con  el  apólogo  que  á  otro  propósito  trae 
el  siciliano  Carducio  en  sus  diálogos  sobre  la  pintura.  Yendo 
de  camino  un  hombre  y  un  león,  se  les  ofreció  disputar  quié- 
nes eran  más  valientes,  si  los  hombres,  si  los  leones:  cada  uno 
daba  la  ventaja  á  su  especie,  hasta  que  llegnndo  á  una  fuente 
de  muy  buena  estructura,  advirtió  el  hombre  que  en  la  coro- 
nación estaba  figurado  en  mármol  un  hombre  haciendo  peda- 
zos á  un  león.  Vuelto  entonces  á  su  competidor  en  tono  de 
vencedor,  como  quien  había  hallado  contra  él  un  argumento 
concluyente,  le  dijo:  «Acabarás  ya  de  desengañarte  de  que 
los  hombres  son  más  valientes  que  los  leones,  pues  allí  ves 
gemir  oprimido  y  rendir  la  vida  de  un  león  debajo  de  los  bra- 
zos de  un  hombre. —  Bello  argumento  me  traes,  respondió 
sonriéndose  el  león.  Esa  estatua  otro  hombre  la  hizo;  y  así, 
no  es  mucho  que  la  formase  como  le  estaba  bien  á  su  especie. 
Yo  te  prometo,  que  si  un  león  la  hubiera  hecho,  él  hubiera 


í  I )     In  Consol,  ad  Marciam . 


84  F  E  T  J  o  o 

vuelto  la  tortilla,  y  plantado  el  león  sobre  el  hombre,  hacien- 
do gigote  de  él  para  su  plato.» 

Al  caso:  hombres  fueron  los  que  escribieron  esos  libros,  en 
que  se  condena  por  muy  inferior  el  entendimiento  de  las  mu- 
jeres. Si  mujeres  los  hubieran  escrito,  nosotros  quedaríamos 
debajo.  Y  no  faltó  alguna  que  lo  hizo,  pues  Lua-ecia  Marine- 
lla,  docta  veneciana,  entre  otras  obras  que  compuso,  una  fué 
un  libro  con  este  título  :  Excelencia  de  las  mujei-es,  cotejada 
con  los  defectos  y  vicios  de  los  hombj-es^  donde  todo  el  asunto 
fué  probar  la  preferencia  de  su  sexo  al  nuestro.  El  sabio  je- 
suíta Juan  de  Cartagena  dice,  que  vio  y  leyó  este  libro  con 
grande  placer  en  Roma,  y  yo  le  vi  también  en  la  Biblioteca 
Real  de  Madrid.  Lo  cierto  es,  que  ni  ellas  ni  nosotros  pode- 
mos en  este  pleito  ser  jueces,  porque  somos  partes ;  y  así,  se 
había  de  fiar  la  sentencia  á  los  ángeles,  que,  como  no  tienen 
sexo,  son  indiferentes. 

Y  lo  primero,  aquellos  que  ponen  tan  abajo  el  entendimien- 
to de  las  mujeres,  que  casi  le  dejan  en  puro  instinto,  son  in- 
dignos de  admitirse  á  la  disputa.  Tales  son  los  que  asientan 
que  á  lo  más  que  puede  subir  la  capacidad  de  una  mujer,  es 
á  gobernar  un  gallinero. 

Tal  aquel  prelado,  citado  por  don  Francisco  Manuel,  en  su 
Cartay  guía  de  casados,  que  decía  que  la  mujer  que  más  sa- 
be, sabe  ordenar  un  arca  de  ropa  blanca.  Sean  norabuena 
respetables  por  otros  títulos  los  que  profieren  semejantes  sen- 
tencias ;  no  lo  serán  por  estos  dichos,  pues  la  más  benigna 
interpretación  que  admiten  es  la  de  recibirse  como  hipérboles 
chistosos.  Es  notoriedad  de  hecho  que  hubo  mujeres  que 
supieron  gobernar  y  ordenar  comunidades  religiosas,  y  aun 
mujeres  que  supieron  gobernar  y  ordenar  repúblicas  enteras. 

Estos  discursos  contra  las  mujeres  son  de  hombres  superfi- 
ciales. Ven  que  por  lo  común  no  saben  sino  aquellos  oficios 
caseros  á  que  están  destinadas,  y  de  aquí  infieren  (aun  sin 
saber  que  lo  infieren  de  aquí,  pues  no  hacen  sobre  ello  algún 
acto  reflejo)  que  no  son  capaces  de  otra  cosa.  El  más  corto 
lógico  sabe  que  de  la  carencia  del  acto  á  la  carencia  de  la  po- 
tencia no  vale  la  ilación ;  y  así,  de  que  las  mujeres  no.  sepan 
más,  no  se  infiere  que  no  tengan  talento  para  más. 

Nadie  sabe  más  que  aquella  facultad  que  estudia,  sin  que 
de  aquí  se  pueda  colegir,  sino  bárbaramente,  que  la  habilidad 


OBRAS    ESCOGIDAS  85 

no  se  extiende  á  más  que  la  aplicación.  Si  todos  los  hombres 
se  dedicasen  á  la  agricultura  (como  pretendía  el  insigne  To- 
más Moro  en  su  Utopia) ^  de  modo  que  no  supiesen  otra  cosa, 
¿sería  esto  fundamento  para  discurrir  que  no  son  los  hombres 
hábiles  para  otra  cosa?  Entre  los  drusos,  pueblos  de  la  Pales- 
tina, son  las  mujeres  las  únicas  depositarías  de  las  letras,  pues 
casi  todas  saben  leer  y  escribir ;  y  en  fin,  lo  poco  ó  mucho  que 
hay  de  literatura  en  aquella  gente,  está  archivado  en  los  en- 
tendimientos de  las  mujeres,  y  oculto  del  todo  álos  hombres, 
los  cuales  sólo  se  dedican  á  la  agricultura,  á  la  guerra  y  á  la 
negociación.  Si  en  todo  el  mundo  hubiera  la  misma  costum- 
bre, tendrían  sin  duda  las  mujeres  á  los  hombres  por  inhábi- 
les para  las  letras,  como  hoy  juzgan  los  hombres  ser  inhábi- 
les las  mujeres.  Y  como  aquel  juicio  sería  sin  duda  errado,  lo 
es  del  mismo  modo  el  que  ahora  se  hace,  pues  procede  sobre 
el  mismo  fundamento  (i). 


(i)     No  termina  aquí  este  discurso,  pero  aquí  lo  damos  por  terminado,  pues 
restante  de  él  no  es  de  mucho  tan  interesante.  (N  de  los  E.) 


1 


LAS   MODAS 


SIEMPRE  la  moda  fué  de  la  moda.  Quiero  decir  que  siempre 
el  mundo  fué  inclinado  á  los  nuevos  usos.  Esto  lo  lleva 
de  suyo  la  misma  naturaleza.  Todo  lo  viejo  fastidia.  El 
tiempo  todo  lo  destruye.  A  lo  que  no  quita  la  vida,  quita  la 
gracia.  Aun  las  cosas  insensibles  tienen,  como  las  mujeres, 
vinculada  su  hermosura  á  la  primera  edad,  y  todo  donaire 
pierden  al  salir  de  la  juventud  ;  por  lo  menos  así  se  repre- 
senta á  nuestros  sentidos,  aun  cuando  no  hay  inmutación 
alguna  en  los  objetos. 

Est  quoque  cunctarU7n  novitas  gratissinia  rerum. 


Piensan  algunos  que  la  variación  de  las  modas  depende  de 
que  sucesivamente  se  va  refinando  más  el  gusto,  ó  la  inventi- 
va de  los  hombres  cada  día  es  más  delicada.  Notable  engaño! 


88  FE  I  JO  o 

No  agrada  la  moda  nueva  por  mejor,  sino  por  nueva.  Aun 
dije  demasiado.  No  agrada  porque  es  nueva,  sino  porque  se 
juzga  que  lo  es,  y  por  lo  común  se  juzga  mal.  Los  modos  de 
vestir  de  hoy,  que  llamamos  nuevos,  por  la  mayor  parte  son 
antiquísimos.  Aquel  linaje  de  anticuarios,  que  llaman  meda- 
Uistas  (estudio  que  en  las  naciones  también  es  de  la  moda), 
han  hallado  en  las  medallas,  que  las  antiguas  emperatrices 
tenían  los  mismos  modos  de  vestidos  y  tocados  que,  como 
novísimos,  usan  las  damas  en  estos  tiempos.  De  los  fontanges 
que  se  juzgan  invención  de  este  tiempo  próximo,  se  hallan 
claras  señas  en  algunos  poetas  antiguos.  Juvenal,  sátira  6: 


Tot  preniit  ordinibus,  tot  adhjtc  cotnpagibus  altum 
yEdt/icai  caput. 


Stacio,  silva  2. 


Celsce  procul  aspice  frontis  honores, 
Stigestuttiqíie  comee. 


De  modo  que  el  sueño  del  año  magno  de  Platón,  en  cuanto 
á  las  modas  se  hizo  realidad.  Decía  aquel  filósofo  que,  pasado 
un  gran  número  de  años,  restituyéndose  á  la  misma  positura 
los  luminares  celestes,  se  haría  una  regeneración  universal 
de  todas  las  cosas  ;  que  nacerían  de  nuevo  los  mismos  hom- 
bres, los  mismos  brutos,  las  mismas  plantas,  y  aun  repetiría 
la  fortuna  los  mismos  sucesos.  Si  lo  hubiera  limitado  á  las 
modas,  no  fuera  sueño,  sino  profecía.  Hoy  renace  el  uso  mis- 
mo que  veinte  siglos  há  espiró.  Nuestros  mayores  le  vieron 
decrépito,  y  nosotros  le  logramos  niño.  Enterróle  entonces 
el  fastidio,  y  hoy  le  resucita  el  antojo  (i). 


II 


Pero  aunque  en  todos  tiempos  reinó  la  moda,  está  sobre 
muy  distinto  pié  en  este  que  en  los  pasados  su  imperio.  An- 


íi)  Hubo  también  entre  las  romanas  el  uso  de  los  rodetes  en  la  misma  forma  que 
hoy  se  practican,  como  se  puede  ver  en  nuestro  Montfaucón,  tomo  III  de  la  Antigüe- 
dad explicada,  libro  I,  capítulo  XIV,  en  la  segunda  lámina  que  se  sigue  á  esta  pági- 
na, y  en  el  mismo  tomo,  libro  11,  capítulo  II,  se  lee  que  usaban  también  de  agujas,  ya 
de  oro,  ya  de  plata,  ya  de  otros  metales  inferiores,  según  el  caudal  de  cada  una,  en 
el  pelo  ;  á  quienes,  por  tanto,  llamaban  acns  crínales. 


OBRASESCOGIDAS  89 

tes  el  gusto  mandaba  en  la  moda,  ahora  la  moda  manda  en 
el  gusto.  Ya  no  se  deja  un  modo  de  vestir  porque  fastidia,  ni 
porque  el  nuevo  parece,  o  más  conveniente,  ó  más  airoso. 
Aunque  aquel  sea  y  parezca  mejor,  se  deja  porque  así  lo 
manda  la  moda.  Antes  se  atendía  á  la  mejoría,  aunque  fuese 
sólo  imaginada,  ó  por  lo  menos  un  nuevo  uso,  por  ser  nuevo, 
agradaba,  y  hecho  agradable,  se  admitía  ;  ahora,  aun  cuando 
no  agrade,  se  admite  sólo  por  ser  nuevo.  Malo  sería  que  fue- 
se tan  inconstante  el  gusto ;  pero  peor  es  que  sin  interesarse 
el  gusto  haya  tanta  inconstancia. 

De  suerte  que  la  moda  se  ha  hecho  un  dueño  tirano,  y  so- 
bre tirano,  importuno,  que  cada  día  pone  nuevas  leyes  para 
sacar  cada  día  nuevos  tributos ;  pues  cada  nuevo  uso  que 
introduce  es  un  nuevo  impuesto  sobre  las  haciendas.  No  se 
trajo  cuatro  días  el  vestido,  cuando  es  preciso  arrimarle  como 
inútil,  y  sin  estar  usado,  se  ha  de  condenar  como  viejo.  Nun- 
ca se  menudearon  tanto  las  modas  como  ahora,  ni  con  mu- 
cho. Antes  la  nueva  invención  esperaba  que  los  hombres  se 
disgustasen  de  la  antecedente,  y  á  que  gustasen  lo  que  se 
había  arreglado  á  ella.  Atendíase  al  gusto  y  se  excusaba  el 
gasto :  ahora  todo  se  atrepella.  Se  aumenta  infinito  el  gasto, 
aun  sin  contemplar  el  gusto. 

Monsieur  Henrión,  célebre  medallista  de  la  academia  real 
de  las  Inscripciones  de  París,  por  el  cotejo  de  las  medallas 
halló  que  en  estos  tiempos  se  reprodujeron  en  menos  de  cua- 
renta años  todos  los  géneros  de  tocados  que  la  antigüedad 
inventó  en  la  sucesión  de  muchos  siglos.  No  sucede  esto  por- 
que los  antiguos  fuesen  menos  inventivos  que  nosotros,  sino 
porque  nosotros  somos  más  extravagantes  que  los  antiguos. 

Ya  há  muchos  días  que  se  escribió  el  chiste  de  un  loco  que 
andaba  desnudo  por  las  calles  con  una  pieza  de  paño  al  hom- 
bro, y  cuando  le  preguntaban  por  qué  no  se  vestía,  ya  que 
tenía  paño,  respondía,  que  esperaba  ver  en  qué  paraban  las 
modas,  porque  no  quería  malograr  el  paño  en  un  vestido, 
que  dentro  de  poco  tiempo,  por  venir  nueva  moda,  no  le  sir- 
viese. Leí  este  chiste  en  un  libro  italiano  impreso  cien  años 
há.  Desde  aquel  tiempo  al  nuestro  se  ha  acelerado  tanto  el 
rápido  movimiento  de  las  modas,  que  lo  que  entonces  se  ce- 
lebró como  graciosa  extravagancia  de  un  loco,  hoy  pudiera 
pasar  por  madura  reflexión  de  un  hombre  cuerdo. 


90  F  E  I  J  o  o 


III 


Francia  es  el  móvil  de  modas.  De  Francia  lo  es  París,  y  de 
París  un  francés  ó  una  francesa,  aquel  ó  aquella  á  quien  pri- 
mero ocurrió  la  nueva  invención.  Rara  traza,  y  más  eficaz 
sin  duda  que  aquella  de  que  se  jactaba  Arquímedes,  se  halló 
para  que  un  particular  moviese  toda  la  tierra.  Los  franceses, 
en  cuya  composición,  según  la  confesión  de  un  autor  suyo, 
entra  por  quinto  elemento  la  ligereza,  con  este  arbitrio  influ- 
yeron en  todas  las  demás  naciones  su  inconstancia,  y  en 
todas  establecieron  una  nueva  especie  de  monarquía.  Ellos 
mismos  se  felicitan  sobre  este  asunto ;  para  lo  cual  será  bien 
se  vea  lo  que  en  orden  á  él  razona  el  discreto  Carlos  de  San 
Denís,  conocido  comunmente  por  el  nombre  ó  título  de  seíío?^ 
de  San  Evi-emont. 

a  No  hay  país,  dice  este  autor,  donde  haya  menos  uso  de 
la  razón  que  en  Francia,  aunque  es  verdad  que  en  ninguna 
parte  es  más  pura  que  aquella  poca  que  se  halla  entre  nos- 
otros. Comunmente  todo  es  fantasía ;  pero  una  fantasía  tan 
bella  y  un  capricho  tan  noble  en  lo  que  mira  al  exterior,  que 
los  extranjeros,  avergonzados  de  su  buen  juicio,  como  de  una 
calidad  grosera,  procuran  hacerse  espectables  por  la  imita- 
ción de  nuestras  modas,  y  renuncian  á  cualidades  esenciales 
por  afectar  un  aire  y  unas  maneras  que  casi  no  es  posible 
que  les  asienten.  Así,  esta  eterna  mudanza  de  muebles  y  há- 
bitos que  se  nos  culpa,  y  que  no  obstante  se  imita,  viene  á 
ser,  sin  que  se  piense  en  ello,  una  gran  providencia;  porque 
además  del  infinito  dinero  que  sacamos  por  este  camino,  es' 
un  interés  más  sólido  de  lo  que  se  cree  el  tener  franceses 
esparcidos  por  todas  las  cortes,  los  cuales  forman  el  exterior 
de  todos  los  pueblos  en  el  modelo  del  nuestro,  que  dan  prin- 
cipio á  nuestra  dominación,  sujetando  sus  ojos  adonde  el 
corazón  se  opone  aún  á  nuestras  leyes,  y  ganan  los  sentidos 
en  favor  de  nuestro  imperio  adonde  los  sentimientos  están 
aún  de  parte  de  la  libertad.» 


OBRAS    ESCOGIDAS  9I 

Ahí  es  nada,  á  vista  de  esto,  el  mal  que  nos  hacen  los 
franceses  con  sus  modas  :  cegar  nuestro  buen  juicio  con  su 
extravagancia,  sacarnos  con  sus  invenciones  infinito  dinero, 
triunfar  como  dueños  sobre  nuestra  deferencia,  haciéndonos 
vasallos  de  su  capricho,  y  en  fin,  reirse  de  nosotros  como  de 
unos  monos  ridículos,  que  queriendo  imitarlos,  no  acertamos 
con  ello. 

En  cuanto  á  que  las  modas  francesas  tengan  alguna  parti- 
cular nobleza  y  hermosura,  pienso  que  no  basta  para  creerlo 
el  decirlo  un  autor  apasionado.  Las  cotillas  vinieron  de  Fran- 
cia, y  en  una  porción,  la  más  desabrida  de  las  montañas  de 
León,  que  llaman  la  tierra  de  los  Arguellos,  las  usan  de 
tiempo  inmemorial  aquellas  serranas,  que  parecen  más  fieras 
que  mujeres.  No  creo  que  sus  mayores,  que  las  introduje- 
ron, tenían  muy  delicado  el  gusto.  Si  una  mujer  de  aquella 
tierra  pareciese  en  Madrid  antes  de  venir  de  Francia  esta 
moda,  sería  la  risa  de  todo  el  pueblo ;  con  que  el  venir  de 
Francia  es  lo  que  le  da  todo  el  precio.  Cada  uno  hará  el  jui- 
cio conforme  á  su  genio.  Lo  que  por  mí  puedo  decir  es,  que 
casi  todas  las  modas  nuevas  me  dan  en  rostro,  exceptuando 
aquellas  que,  ó  cercenan  gasto,  ó  añaden  decencia. 


IV 


Las  mujeres,  que  tanto  ansian  parecer  bien,  con  la  fre- 
cuente admisión  de  nuevas  modas,  lo  más  del  tiempo  parecen 
mal.  Esto  en  la  moral  trae  una  gran  conveniencia.  Aunque  lo 
nuevo  place,  pero  no  en  los  primeros  días.  Aun  el  que  tiene 
más  voltario  el  gusto  ha  menester  dejar  pasar  algún  tiempo, 
para  que  la  cxtrañez  de  la  moda  se  vaya  haciendo  tratable  á 
la  vista.  Como  la  novedad  de  manjares  al  principio  no  hace 
buen  estómago,  lo  mismo  sucede  en  los  demás  sentidos  res- 
pecto de  sus  objetos.  Por  más  que  se  diga  que  agradan  las 
cosas  forasteras,  cuando  llegan  á  agradar  ya  están  domestica- 
das. Es  preciso  que  el  trato  gaste  algún  tiempo  en  sobornar 


92  FEl J  o  o 

el  gusto.  La  alma  no  borra  en  un  momento  las  agradables 
impresiones  que  tenía  admitidas,  y  hasta  borrar  aquellas, 
todas  las  impresiones  opuestas  le  son  desagradables. 

De  aquí  viene  que  al  principio  parecen  mal  todas,  ó  casi 
todas  las  modas,  y  como  la  vista  no  es  precisiva,  las  mujeres 
que  las  usan  pierden,  respecto  de  los  ojos,  mucho  del  agrado 
que  tenían.  ¿Qué  sucede,  pues?  Que  cuando  con  el  tiempo 
acaba  de  familiarizarse  al  gusto  aquella  moda,  viene  otra 
moda  nueva,  que  tampoco  al  principio  es  del  gusto;  y  de  este 
modo,  es  poquísimo  el  tiempo  en  que  logran  el  atractivo  del 
adorno,  ó  por  mejor  decir,  en  que  el  adorno  no  les  quita  mu- 
cho del  atractivo. 

Yo  me  figuro  que  en  aquel  tiempo  que  las  damas  empeza- 
ron á  emblanquecer  el  pelo  con  polvos,  todas  hacían  repre- 
sentación de  viejas.  Se  me  hace  muy  verisímil  que  alguna 
vieja  de  mucha  autoridad  inventó  aquella  moda  para  ocultar 
su  edad,  pues  pareciendo  todas  canas,  no  se  distingue  en 
quién  es  natural  ó  artificial  la  blancura  del  cabello;  traza  poco 
desemejante  á  la  de  la  zorra  de  Esopo,  que  habiendo  perdido 
la  cola  en  cierta  infeliz  empresa,  persuadía  á  las  demás  zorras 
que  se  la  quitasen  también,  fingiéndoles  en  ello  conveniencia 
y  hermosura.  Viene  literalmente  á  estas,  que  pierden  la  re- 
presentación de  la  juventud,  dando  á  su  cabello,  con  polvos 
comprados,  las  señas  de  la  vejez,  lo  que  decía  Propercio  á  su 
Cintia : 

Natiireeque  de  cus  mercato  perderé  cultu. 

¿  Qué  diré  de  otras  muchas  modas,  por  varios  caminos  in- 
cómodas ?  Como  con  los  polvos  se  hizo  parecer  á  las  mujeres 
canas,  con  lo  tirante  del  pelo  se  hicieron  infinitas  efectiva- 
mente calvas.  Hemos  visto  los  brazos  puestos  en  mísera  pri- 
sión, hasta  hacer  las  manos  incomunicables  con  la  cabeza, 
los  hombros  desquiciados  de  su  propio  sitio,  los  talles  estru- 
jados en  una  rigurosa  tortura.  Y  todo  esto  por  qué?  Porque 
viene  de  Francia  á  Madrid  la  noticia  de  que  esta  es  la  moda. 

No  hay  hombre  de  seso  que  no  se  ría  cuando  lee  en  Plu- 
tarco que  los  amigos  y  áulicos  de  Alejandro  afectaban  inclinar 
la  cabeza  sobre  el  hombro  izquierdo,  porque  aquel  príncipe 
era  hecho  de  ese  modo;  mucho  más  se  lee  en  Diodoro  Sicu- 
lo,  que  los  cortesanos  del  rey  de  Etiopía  se  desfiguraban, 


OBRAS     ESCOGIDAS  g3 

para  imitar  las  deformidades  de  su  soberano,  hasta  hacerse 
tuertos,  cojos  ó  mancos,  si  el  rey  era  tuerto,  manco  ó  cojo. 
Mas  al  fin,  aquellos  hombres  tenían  el  interés  de  captar  la 
gracia  del  príncipe  con  este  obsequio,  y  si  cada  día  vemos 
que  los  cortesanos  adelantan  la  lisonja  hasta  sacrificar  el 
alma,  ¿qué  extrañaremos  el  sacrificio  de  un  ojo,  de  una  mano 
ó  de  un  pié  ?  Pero  en  la  imitación  de  las  modas  que  reinan  en 
estos  tiempos  padecen  las  pobres  mujeres  el  martirio,  sin  que 
nadie  se  lo  reciba  por  obsequio.  ¿  No  es  más  irrisible  extrava- 
gancia esta  que  aquella  ? 


V 


Aun  fuera  tolerable  la  moda  si  se  contuviese  en  las  cosas 
que  pertenecen  al  adorno  exterior;  pero  esta  señora  há  mu- 
cho tiempo  que  salió  de  estas  márgenes,  y  á  todo  ha  extendi- 
do su  imperio.  Es  moda  andar  de  esta  ó  aquella  manera,  tener 
el  cuerpo  en  esta  ó  aquella  positura,  comer  así  ó  asado,  ha- 
blar alto  ó  bajo,  usar  de  estas  ó  aquellas  voces,  tomar  el 
chocolate  frío  ó  caliente,  hacer  esta  ó  aquella  materia  de  la 
conversación.  Hasta  el  aplicarse  á  adquirir  el  conocimiento 
de  esta  ó  aquella  materia  se  ha  hecho  cosa  de  moda. 

El  abad  de  la  Mota,  en  su  diario  de  8  de  Marzo  del  año 
de  1686,  dice  que  en  aquel  tiempo  había  cogido  grande  vuelo 
entre  las  damas  francesas  la  aplicación  á  las  matemáticas. 
Esto  se  había  hecho  moda.  Ya  no  se  hablaba  en  los  estrados 
cosa  de  galantería.  No  sonaba  otra  cosa  en  ellos  que  pro- 
blemas, teoremas,  ángulos,  romboides,  pentágonos,  trapé- 
elas, etc.  El  pobre  pisaverde  que  se  metía  en  un  estrado,  fiado 
en  cuatro  cláusulas  amatorias,  cuya  formación  le  había  cos- 
tado no  poco  desvelo,  se  hallaba  corrido,  porque  se  veía  pre- 
cisado á  enmudecer  y  á  no  entender  palabra  de  lo  que  se 
hablaba.  Un  matemático  viejo,  calvo  y  derrengado  era  más 
bien  oído  de  las  damas  que  el  joven  más  galán  de  la  corte. 

El  mismo  autor  cuenta  de  una,  que  proponiéndola  un  casa- 


94  F  E  I  j  o  o 

miento  muy  bueno,  puso  por  condición  inexcusable  que  el 
pretendiente  aprendiese  á  hacer  telescopios;  y  de  otra  que 
no  quiso  admitir  por  consorte  á  un  caballero  de  bellas  pren- 
das, sólo  porque  dentro  de  un  plazo  que  le  había  señalado  no 
había  discurrido  algo  de  nuevo  sobre  la  cuadratura  del  círcu- 
lo. Creo  que  no  lo  miraban  mal,  una  vez  que  no  se  resolvie- 
sen á  abandonar  este  estudio ;  pues  habiéndose  casado  otra 
de  estas  damas  matemáticas  con  un  caballero  que  no  tenía  la 
misma  inclinación,  le  salió  muy  costoso  su  poco  reparo.  Fué 
el  caso,  que  no  pudiendo  el  marido  sufrir  que  la  mujer  se  es- 
tuviese todas  las  noches  examinando  el  cielo  con  el  telesco- 
pio, ni  quitarle  esta  manía,  se  separó  de  ella  para  siempre. 
Otros  acaso  querrían  que  sus  mujeres  no  comerciasen  sino 
con  las  estrellas.  No  sé  si  aún  dura  esta  moda  en  Francia; 
pero  estoy  cierto  de  que  nunca  entrará  en  España.  Acá,  ni 
hombres  ni  mujeres  quieren  otra  geometría  que  la  que  há 
menester  el  sastre  para  tomar  bien  la  medida. 

La  mayor  tiranía  de  la  moda  es  haberse  introducido  en  los 
términos  de  la  naturaleza,  la  cual  por  todo  derecho  debiera 
estar  exenta  de  su  dominio.  El  color  del  rostro,  la  simetría 
de  las  facciones,  la  configuración  de  los  miembros  experimen- 
tan inconstante  el  gusto,  como  los  vestidos.  Celebraba  uno 
por  grandes  y  negros  los  ojos  de  cierta  dama;  pero  otra  que 
estaba  presente,  y  acaso  los  tenía  azules,  le  replicó  con  enfa- 
do: «Ya  no  se  usan  ojos  negros.»  Tiempo  hubo  en  que  eran 
de  la  moda  en  los  hombres  las  piernas  muy  carnosas  ;  después 
se  usaron  las  descarnadas  ;  y  así  se  vieron  pasar  de  hidrópicas 
á  éticas.  Oí  decir  que  los  años  pasados  eran  de  la  moda  las 
mujeres  descoloridas,  y  que  algunas,  por  no  faltar  á  la  moda, 
ó  por  otro  peor  fin,  á  fuerza  de  sangrías  se  despojaban  de  sus 
nativos  colores.  Desdicha  sería  si  con  tanta  sangría  no  se  cu- 
rase la  inflamación  interna,  que  en  algunas  habría  sido  el 
motivo  de  echar  mano  de  este  remedio.  Y  también  era  desdi- 
cha que  los  hombres  hiciesen  veneno  de  la  triaca,  malogran- 
do en  estragos  de  la  vida  el  color  pálido,  que  debieran  apro- 
vechar en  recuerdos  de  la  muerte. 

I  Quién  creerá  que  hubo  siglo  y  aun  siglos  en  que  se  celebró 
como  perfección  de  las  mujeres  el  ser  cejijuntas?  Pues  es  cosa 
de  hecho.  Consta  de  Anacreón,  que  elogiaba  en  su  dama  esta 
ventaja,  Teócrito,  Petronio  y  otros  antiguos.  Y  Ovidio  testi- 


OBRASESCOGIDAS  qS 

fica  que  en  su  tiempo  las  mujeres  se  teñían  el  intermedio  de 
las  cejas  para  parecer  cejijuntas:  Arte  siipei^ciliiconjinia nuda 
repletis.  Tan  del  gusto  de  los  hombres  hallaban  esta  circuns- 
tancia fi). 


VI 


Acabo  de  decir  que  la  mayor  tiranía  de  la  moda  es  haberse 
introducido  en  los  términos  de  la  naturaleza,  y  ya  hallo  mo- 
tivo para  retractarme.  No  es  eso  lo  más,  sino  que  también 
extendió  su  jurisdicción  al  imperio  de  la  gracia.  La  devoción 
es  una  de  las  cosas  en  que  más  entra  la  moda.  Hay  oraciones 
de  la  moda,  libros  espirituales  de  la  moda,  ejercicios  de  la 
moda,  y  aun  hay  para  la  invocación  santos  de  la  moda.  Ver- 
daderamente que  es  la  moda  la  más  contagiosa  de  todas  las 
enfermedades,  porque  á  todo  se  pega.  Todo  quiere  esta  se- 
ñora que  sea  nuevo  flamante,  y  parece  que  todos  los  días  re- 
pite desde  su  trono  aquella  voz  que  san  Juan  oyó  en  otro  más 
soberano:  Ecce  nova  fació  omnia;  «Todas  las  cosas  renuevo.» 
Las  oraciones  han  de  ser  nuevas,  para  cuyo  efecto  se  ha  in- 


(i)  Madama  de  Longe  Fierre,  que  tradujo  á  Anacreón  en  verso  francés,  prueba 
con  pasajes  de  Horacio,  Luciano  y  Petronio,  que  hubo  tiempo  en  que  las  frentes  pe- 
queñas de  las  mujeres  eran  de  el  gusto  de  los  hombres,  y  circunstancia  apreciable  de 
la  hermosura. 

Esta  variedad  de  gusto  se  nota  más  fácilmente  en  diferentes  naciones,  que  en  dife- 
rentes siglos.  Los  abisinios  aprecian  las  narices  rebajadas  ó  con  poquísima  prominen- 
cia. Los  persas  las  corvas  ó  aguileñas,  porque  así,  dicen,  era  la  de  Ciro.  Los  de  el 
Brasil  machacan  la  punta  de  la  nariz  á  los  infantes.  Entre  los  de  Siam  se  tiene  por  de- 
formidad la  blancura  de  los  dientes,  y  los  tiñen  de  negro  ó  encarnado.  En  Guinea, 
taladrando  el  labio  inferior  á  las  niñas,  procuran  engrosarle  y  derribarle,  lo  que  tienen 
por  gran  belleza.  La  idea  de  la  hermosura  en  la  China  es  cuerpo  pesado,  vientre  cre- 
cido, frente  ancha,  ojos  y  pies  pequeños,  pequeña  nariz,  grandes  orejas.  Los  de  Mis- 
sissipi  componen  á  los  niños  la  cabeza  en  punta.  Y  en  parte  de  este  principado  de  As- 
turias les  allanan  la  parte  posterior. 

De  lo  dicho  se  infiere  que  lo  que  llamamos  belleza  depende  en  gran  parte  de  nuestra 
imaginación,  y  lo  más  notable  es,  que  la  imaginación  de  muchos  suele  provenir  de  la 
imaginación  de  uno  solo  ;  esto  es,  de  aquel  que  por  capricho  ó  antojo  fué  autor  de  la 
moda. 


yG  F  E  I  j  o  o 

troducido  y  extendido  tanto  entre  la  gente  de  corte  el  uso  de 
las  Horas.  Pienso  que  ya  se  desdeñan  de  tener  el  rosario  en 
la  mano,  y  de  rezar  la  sacratísima  oración  del  Padre  nuestro 
y  la  salutación  angélica,  como  si  todos  los  hombres,  ni  aun 
todos  los  ángeles,  fuesen  capaces  de  hacer  oración  alguna  que 
igualase  á  aquella,  que  el  Redentor  mismo  nos  enseñó  como 
la  más  útil  de  todas.  Los  libros  espirituales  han  de  ser  nue- 
vos, y  ya  las  incomparables  obras  de  aquellos  grandes  maes- 
tros de  espíritu  de  los  tiempos  pasados  son  despreciadas  como 
trastos  viejos.  En  los  ejercicios  espirituales  cada  día  hay  no- 
vedades, no  sólo  atemperadas  á  la  necesidad  de  los  peniten- 
tes, mas  también  tal  vez  al  genio  de  los  directores.  Los  santos 
de  devoción  tampoco  han  de  ser  de  los  antiguos.  Apenas  hay 
quien  en  sus  necesidades  invoque  á  san  Pedro  ni  á  san  Pablo, 
ú  otro  alguno  de  los  apóstoles,  sino  es  que  el  lugar  ó  parro- 
quia donde  se  vive  le  tenga  por  tutelar  suyo.  Pues  en  verdad 
que  por  lo  menos  tanto  pueden  con  Dios  como  cuantos  santos 
fueron  canonizados  de  tres  ó  cuatro  siglos  á  esta  parte.  Es 
verdad  que  el  gloriosísimo  san  Josef,  aunque  tan  antiguo,  es 
exceptuado;  pero  esto  depende  de  que,  aunque  es  antiguo  en 
cuanto  al  tiempo  en  que  vivió,  es  nuevo  en  cuanto  al  culto. 
Con  que  sólo  la  devoción  de  María  está  exenta  délas  noveda- 
des de  la  moda. 

En  nada  parece  que  es  tan  irracional  la  moda,  ó  la  mudan- 
za de  moda,  como  en  materias  de  virtud.  Las  demás  cosas, 
como  ordenadas  á  nuestro  deleite,  no  siguen  otra  regla  que 
la  misma  irregularidad  de  nuestro  antojo;  y  así,  variándose 
el  apetito,  es  preciso  se  varíe  el  objeto;  pero  como  la  virtud 
debe  ser  y  es  al  gusto  de  Dios  (si  no,  no  fuera  virtud),  y  Dios 
no  padece  mudanza  alguna  en  el  gusto,  tampoco  debiera  ha- 
berla de  parte  del  obsequio. 

No  obstante,  yo  soy  de  tan  diferente  sentir,  que  antes  juzgo 
que  en  nada  es  tan  útil  la  mudanza  de  moda  (ó  llamémosla 
con  voz  más  propia  y  más  decorosa,  modo)  que  en  las  cosas 
pertenecientes  á  la  vida  espiritual.  Esta  variedad  se  hizo  como 
precisa  en  suposición  de  nuestra  complexión  viciosa.  La  de- 
voción es  tediosa  y  desabrida  á  nuestra  naturaleza.  Por  tanto, 
como  al  enfermo  que  tiene  el  gusto  estragado,  aunque  se  le 
haya  de  ministrar  la  misma  especie  de  manjar,  se  debe  variar 
el  condimento;  asimismo  la  depravación  de  nuestro  apetito 


OBRASESCOGIDAS  97 

pide  que  las  cosas  espirituales,  salvando  siempre  la  substan- 
cia, se  nos  guisen  con  alguna  diferencia  en  el  modo. 

Esta  consideración  autoriza  como  útiles  los  nuevos  libros 
espirituales  que  salen  á  luz,  como  sean  nuevos  en  cuanto  al 
estilo.  No  hay  que  pensar  que  algún  autor  moderno  nos  ha 
de  mostrar  algún  camino  del  cielo  distinto  de  aquel  cuyo  iti- 
nerario nos  pusieron  por  extenso  los  santos  padres  y  los 
hombres  sabios  de  los  pasados  siglos.  Pero  reformar  el  estilo 
anticuado,  que  ya  no  podemos  leer  sin  desabrimiento,  es  qui- 
tar á  ese  camino  parte  de  las  asperezas  que  tiene;  y  el  que 
supiere  proponer  las  antiguas  doctrinas  con  dulces,  gratas  y 
suaves  voces,  se  puede  decir  que  templa  la  aspereza  de  la 
senda  con  la  amenidad  del  estilo. 

No  sólo  en  esta  materia,  en  todas  las  demás  la  razón  de  la 
utilidad  debe  ser  la  regla  de  la  moda.  No  apruebo  aquellos 
genios  tan  parciales  de  los  pasados  siglos,  que  siempre  se 
ponen  de  parte  de  las  antiguallas.  En  todas  las  cosas  el  medio 
es  el  punto  central  de  la  razón.  Tan  contra  ella,  y  acaso  más, 
es  aborrecer  todas  las  modas,  que  abrazarlas  todas.  Recíbase 
la  que  fuere  útil  y  honesta.  Condénese  la  que  no  trajere  otra 
recomendación  que  la  novedad.  ¿A  qué  propósito  (pongo  por 
ejemplo)  traernos  á  la  memoria  con  dolor  los  antiguos  bigotes 
españoles,  como  si  hubiéramos  perdido  tres  ó  cuatro  provin- 
cias en  dejar  los  mostachos?  ¿Qué  conexión  tiene,  ni  con  la 
honra,  ni  con  la  religión,  ni  con  la  conveniencia,  el  bigote  al 
ojo,  de  quien  no  pueden  acordarse,  sin  dar  un  gran  gemido, 
algunos  ancianos  de  este  tiempo,  como  si  estuviese  pendiente 
toda  nuestra  fortuna  de  aquella  deformidad? 
"  Lo  mismo  digo  de  las  golillas.  Los  extranjeros  tentaron  á 
librar  de  tan  molesta  estrechez  de  vestido  á  los  españoles,  y 
lo  llevaron  éstos  tan  mal,  como  si  al  tiempo  que  les  redimían 
el  cuerpo  de  aquellas  prisiones,  les  pusiesen  el  alma  en  cade- 
nas. 

Lo  que  es  sumamente  reprehensible  es,  que  se  haya  intro- 
ducido en  los  hombres  el  cuidado  del  afeite,  propio  hasta 
ahora  privativamente  de  las  mujeres.  Oigo  decir  que  ya  los 
cortesanos  tienen  tocador,  y  pierden  tanto  tiempo  en  él  como 
las  damas.  Oh  escándalo  1  oh  abominación  1  oh  bajeza  1  Fata- 
les son  los  españoles.  De  todos  modos  perdemos  en  el  comer- 
cio con  los  extranjeros;  pero  sobre  todo  en  el  tráfico  de  eos- 


98 


F  E  I  J  o  o 


lumbres.  Tomamos  de  ellos  las  malas,  y  dejamos  las  buenas. 
Todas  sus  enfermedades  morales  son  contagiosas  respecto  de 
nosotros,  i  Oh  si  hubiese  en  la  raya  del  reino  quien  descami- 
nase estos  géneros  vedados  (i)! 


(i)  El  estudioso  afeite  y  pulimento  de  los  hombres,  no  sólo  los  hace  ridículos  y 
contentibles,  mas  también  sospechosos.  De  mi  dictamen,  las  mujeres  honestas  deben 
huir  su  trato  ó  tratarlos  por  lo  menos  con  suma  cautela.  Oigan  á  Ovidio,  que  entendía 
bien  estas  materias  : 

St'd  vitntc  viros  ciiltum,  fot'maniqne  professos, 
Q?i!quf  siiax  />oitiint  in  siatione  comas. 


I 


SABIDURÍA  APARENTE 


TIENE  la  ciencia  sus  hipócritas  no  menos  que  la  virtud, 
y  no  menos  es  engañado  el  vulgo  por  aquellos  que  por 
estos.  Son  muchos  los  indoctos  que  pasan  plaza  de 
sabios.  Esta  equivocación  es  un  copioso  origen  de  errores, 
ya  particulares,  ya  comunes.  En  esta  región  que  habitamos, 
tanto  imperio  tiene  la  aprehensión  como  la  verdad.  Hay  hom- 
bres muy  diestros  en  hacer  el  papel  de  doctos  en  el  teatro 
del  mundo,  en  quienes  la  leve  tintura  de  las  letras  sirve  de 
color  para  figurar  altas  doctrinas;  y  cuando  llega  á  parecer 
original  la  copia,  no  hace  menos  impresión  en  los  ánimos  la 
copia  que  el  original.  Si  el  que  pinta  es  un  Zeuxis,  volarán 
las  avecillas  incautas  á  las  uvas  pintadas  como  á  las  verda- 
deras. 

Así  Amoldo  Brixiense,  en   el  siglo   undécimo,   hombre  de 
cortas  letras,  hizo  harto  daiío  en  Brixia,   su  patria,  y  aun  en 


lOO  FEIJOO 

Roma,  con  sus  errores;  porque,  como  dice  Guntero  Ligurino, 
sobre  ser  elegante  en  el  razonamiento,  sabía  darse  cierto  mo- 
do y  aire  de  sabio  :  Assiunpta  sapientis  fronte^  dissei'to  fallebat 
sermone  7'iides ;  ó  como  asegura  Otón  Frinsingense,  una  co- 
piosa verbosidad  pasó  en  él  plaza  de  profunda  erudición:  Vir 
quidem  naturce  non  hebetis ;  plus  tamen  verborum  projluvio, 
quám  sententiarum  pondere  copiosus.  Así  Vigilando,  siendo 
un  verdadero  ignorante,  con  el  arte  de  ganar  libreros  y  nota- 
rios para  pregoneros  de  su  fama,  adquirió  tanta  opinión  de 
sabio,  que  se  atrevió  á  la  insolencia  de  escribir  contra  san 
Jerónimo  y  acusarle  de  origenista.  Séneca  Pelagiano  hizo  en 
el  Piceno  partido  por  la  herejía  de  Pelagio,  siendo  por  testi- 
monio del  papa  Gelasio,  que  reinaba  entonces,  no  sólo  hom- 
bre ignorante,  pero  aun  rudo:  Non  modo  totius  eruditionis 
alienus,  sed  ipsius  quoque  intellig entice  communis  prorsus  ex- 
traneus.  San  León,  en  la  epístola  i3  á  Pulquería  Augusta, 
siente  que  el  error  de  Eutiches  nació  más  de  ignorancia  que 
de  astucia.  Y  en  la  epístola  i5  absolutamente  le  trata  de  in- 
docto: Indoctum  antiquce  Fidei  impiignatorem.  Sin  embargo, 
este  hombre  corto  revolvió  de  modo  la  cristiandad,  que  fué 
preciso  juntarse  tres  concilios  contra  él,  sin  contar  el  que  con 
razón  se  llamó  Predatorio^  en  que,  contra  el  derecho  de  la 
Sede  Apostólica,  hizo  el  emperador  Teodosio  presidir  á  Dios- 
coro,  patriarca  de  Alejandría. 

El  vulgo,  juez  inicuo  del  mérito  de  los  sujetos,  suele  dar 
autoridad  contra  sí  propio  á  hombres  iliteratos,  y  constitu- 
yéndolos en  crédito,  hace  su  engaño  poderoso.  Las  tinieblas 
de  la  popular  rudeza  cambian  el  tenue  resplandor  de  cual- 
quiera pequeña  luz  en  lucidísima  antorcha,  así  como  la  lin- 
terna colocada  sobre  la  torre  de  Faro,  dice  Plinio  que  parecía 
desde  lejos  estrella  á  los  que  navegaban  de  noche  el  mar  de 
Alejandría. 

Puede  decirse  que  para  ser  tenido  un  hombre  en  el  pueblo 
por  sabio,  no  hace  tanto  al  caso  serlo  como  fingirlo.  La  arro- 
gancia y  la  verbosidad,  si  se  juntan  con  algo  de  prudencia 
para  distinguir  los  tiempos  y  materias  en  que  se  ha  de  hablar 
ó  callar,  producen  notable  efecto.  Un  aire  de  majestad  con- 
fiada en  las  decisiones,  un  gesto  artificioso,  que  cuando  se 
vierte  aquello  poco  y  superficial  que  se  ha  comprehendido 
del  asunto,  muestre  como  por  brújula  quedar  depositadas 


OBRAS    ESCOGIDAS  lOI 

allá  en  los  interiores  senos  altas  noticias,  tienen  grande  efica- 
cia para  alucinar  á  ignorantes. 

I. os  accidentes  exteriores  que  representan  la  ciencia  están 
en  algunos  sujetos  como  los  de  pan  y  vino  en  la  Eucaristía, 
esto  es,  sin  la  substancia  correspondiente.  Los  inteligentes 
en  uno  y  otro  conocen  el  misterio;  pero  como  en  el  de  la  Eu- 
caristía los  sentidos,  que  son  el  vulgo  del  alma,  por  los  acci- 
dentes que  ven  se  persuaden  á  la  substancia  que  no  hay;  así 
en  estos  sabios  de  misterio,  los  ignorantes,  que  son  el  vulgo 
del  mundo,  por  exterioridades  engañosas  conciben  doctrinas 
que  nunca  fueron  estudiadas.  La  superficie  se  miente  profun- 
didad, y  el  resabio  de  ciencia,  sabiduría. 


II 


Por  el  contrario,  los  sabios  verdaderos  son  modestos  y 
candidos,  y  estas  dos  virtudes  son  dos  grandes  enemigas  de 
su  fama.  El  que  más  sabe,  sabe  que  es  mucho  menos  lo  que 
sabe  que  lo  que  ignora;  y  así  como  su  discreción  se  lo  da  á 
conocer,  su  sinceridad  se  lo  hace  confesar,  pero  en  grave  per- 
juicio de  su  aplauso,  porque  estas  confesiones,  como  de  tes- 
tigos que  deponen  contra  sí  propios,  son  velozmente  creídas; 
y  por  otra  parte,  el  vulgo  no  tiene  por  docto  á  quien  en  su 
profesión  ignora  algo,  siendo  imposible  que  nadie  lo  sepa 
todo. 

Son  también  los  sabios  comunmente  tímidos,  porque  son 
los  que  más  desconfían  de  sí  propios ;  y  aunque  digan  divini- 
dades, si  con  lengua  trémula  ó  voz  apagada  las  articulan,  lle- 
gan desautorizadas  á  los  oídos  que  las  atienden.  Más  oportu- 
no es  para  ganar  créditos  delirar  con  valentía  que  discurrir 
con  perplejidad ;  porque  la  estimación  que  se  debía  á  discretas 
dudas  se  ha  hecho  tributo  de  temerarias  resoluciones,  j  Oh 
cuánto  aprovecha  á  un  ignorante  presumido  la  eficacia  del 
ademán  y  el  estrépito  de  la  voz!  |  Y  cuánto  se  disimulan  con 
los  esfuerzos  del  pecho  las  flaquezas  del  discurso!  Siendo  así 


102  FEIJ  OO 

que  el  vocinglero  por  el  mismo  caso  debiera  hacerse  sospe- 
choso de  su  poca  solidez,  porque  los  hombres  son  como  los 
cuerpos  sonoros,  que  hacen  ruido  mayor  cuando  están  hue- 
cos. 

Si  á  estas  ventajosas  apariencias  se  junta  alguna  literatura, 
logran  una  gran  violenta  actividad  para  arrastrar  el  común 
asenso.  No  es  negable  que  Lutero  fué  erudito;  pero  en  los 
funestos  progresos  de  su  predicación  menos  influyó  su  litera- 
tura que  aquellas  ventajosas  apariencias ;  aunque  la  mezcla 
de  uno  y  otro  fué  la  confección  del  veneno  de  aquella  hidra. 
Si  se  examinan  bien  los  escritos  de  Lutero,  se  registra  en 
ellos  una  erudición  copiosa,  parto  de  una  feliz  memoria  y  de 
una  lectura  inmensa;  pero  apenas  se  halla  un  discurso  per- 
fectamente ajustado,  una  meditación  en  todas  sus  partes  ca- 
bal, un  razonamiento  exactamente  metódico.  Fué  su  entendi- 
miento, como  dice  el  cardenal  Palavicini,  capaz  de  producir 
pensamientos  gigantes,  pero  informes,  ó  por  defecto  de  virtud, 
ó  porque  el  fuego  de  su  genio  precipitaba  la  producción,  y 
por  no  esperar  los  debidos  plazos  eran  todos  los  efectos  abor- 
tivos; pero  este  defecto  esencial  de  su  talento  se  suplió  gran- 
demente con  los  accidentes  exteriores.  Fué  este  monstruo  de 
complexión  ígnea,  de  robustísimo  pecho,  de  audaz  espíritu, 
de  inexhausta,  aunque  grosera,  facundia,  fácil  en  la  explica- 
ción, infatigable  en  la  disputa.  Asistido  de  estas  dotes,  atro- 
pello algunos  hombres  doctos  de  su  tiempo,  de  ingenio  más 
metódico  que  él  y  acaso  más  agudo.  Al  modo  que  un  esgrimi- 
dor de  esforzado  corazón  y  robusto  brazo  desbarata  á  otro 
de  inferior  aliento  y  pulso,  aunque  mejor  instruido  en  las  re- 
glas de  la  esgrima. 


III 


Otras  partidas,  igualmente  extrínsecas,  dan  reputación  de 
sabios  á  los  que  no  lo  son :  la  seriedad  y  circunspección,  que 
sea  natural,  que  artificiosa,  contribuye  mucho.   La  gravedad. 


OBRAS     ESCOGIDAS  103 

dice  la  famosa  Madalena  Scuderi,  en  una  de  sus  conversacio- 
nes morales,  es  un  misterio  del  cuerpo,  inventado  para  ocul- 
tar los  defectos  del  espíritu;  y  si  es  propasada,  eleva  el  sujeto 
al  grado  de  oráculo.  Yo  no  sé  por  qué  ha  de  ser  más  que  hom- 
bre quien  es  tanto  menos  que  hombre  cuanto  más  se  acerca 
á  estatua;  ni  porque  siendo  lo  risible  propiedad  de  lo  racio- 
nal, ha  de  ser  más  racional  quien  se  aleja  más  de  lo  risible. 
El  ingenioso  francés  Miguel  de  Montaña  dice  con  gracia,  que 
entre  todas  las  especies  de  brutos,  ninguno  vio  tan  serio  como 
el  asno. 

Aristóteles  puso  en  crédito  de  ingeniosos  á  los  melancóli- 
cos, no  sé  por  qué.  La  experiencia  nos  está  mostrando  á  cada 
paso  melancólicos  rudos.  Si  nos  dejamos  llevar  de  la  primera 
vista,  fácilmente  confundiremos  lo  estúpido  con  lo  extático. 
Las  lobregueces  del  genio  tienen  no  sé  qué  asomos  á  parecer 
profundidades  del  discurso;  pero  si  se  mira  bien,  la  insocia- 
bilidad con  los  hombres  no  es  carácter  de  racionales.  En  es- 
tos sugetos,  que  se  nos  representan  siempre  pensativos,  está 
invertida  la  negociación  interior  del  alma.  En  vez  de  apre- 
hender el  entendimiento  las  especies,  las  especies  aprehenden 
el  entendimiento;  en  vez  de  hacerse  el  espíritu  duerio  del 
objeto,  el  objeto  se  hace  dueño  del  espíritu.  Átale  la  especie 
que  le  arrebata.  No  está  contemplativo,  sino  atónito;  porque 
la  inmovilidad  del  pensamiento  es  ociosidad  del  discurso. 
Noto  que  no  hay  bruto  de  genio  más  festivo  y  sociable  que  el 
perro,  y  ninguno  tiene  más  noble  instinto.  No  obstante,  peor 
seña  es  el  extremo  opuesto.  Hombres  muy  chocarreros  son 
sumamente  superficiales. 

Tanto  el  silencio  como  la  locuacidad  tienen  sus  partidarios 
entre  la  plebe.  Unos  tienen  por  sabios  á  los  parcos,  otros  á 
los  pródigos  de  palabras.  El  hablar  poco  depende,  ya  de  ni- 
mia cautela,  ya  de  temor,  ya  de  vergüenza,  ya  de  tarda  ocu- 
rrencia de  las  voces;  pero  no,  como  comunmente  se  juzga,  de 
falta  de  especies.  No  hay  hombre,  que  si  hablase  todo  lo  que 
piensa,  no  hablase  mucho. 

Entre  hablar  y  callar  observan  algunos  un  medio  artiticio- 
so,  muy  útil  para  captar  la  veneración  del  vulgo,  que  es  ha- 
blar lo  que  alcanzan  y  callar  lo  que  ignoran  con  aire  de  que 
lo  recatan.  Muchos  de  cortísimas  noticias,  con  este  arte  se 
figuran  en  los  corrillos  animadas  bibliotecas.  Tienen  sola  una 


I  04  F  E  IJ  o  o 

especie  muy  diminuta  y  abstracta  del  asunto  que  se  toca. 
Esta  basta  para  meterse  en  él  en  términos  muy  generales  con 
aire  magistral,  retirándose  luego,  como  que,  fastidiados  de 
manejar  aquella  materia,  dejan  de  explicarla  más  á  lo  largo: 
dicen  todo  lo  que  saben;  pero  hacen  creer  que  aquello  no  es 
más  que  mostrar  la  uña  del  león;  semejantes  al  otro  pintor 
que,  habiéndose  ofrecido  á  retratar  las  once  mil  vírgenes, 
pintó  cinco,  y  quiso  cumplir  con  esto,  diciendo  que  las  demás 
venían  detrás  en  procesión.  Si  alguien,  conociendo  el  enga- 
ño, quiere  empeñarlos  á  mayor  discusión,  ó  tuercen  la  con- 
versación con  arte,  ó  fingen  un  fastidioso  desdén  de  tratar 
aquella  materia  en  tan  corto  teatro,  ó  se  sacuden  del  que  los 
provoca,  con  una  risita  falsa,  como  que  desprecian  la  provo- 
cación; que  esta  gente  abunda  de  tretas  semejantes,  porque 
estudia  mucho  en  ellas. 

Otros  son  socorridos  de  unas  expresiones  confusas,  que 
dicen  á  todo,  y  no  dicen  nada,  al  modo  de  los  oráculos  del 
gentilismo,  que  eran  aplicables  á  todos  los  sucesos.  Y  de  he- 
cho, en  todo  se  les  parecen;  pues  siendo  unos  troncos,  son 
oídos  como  oráculos.  La  oscuridad  con  que  hablan  es  som- 
bra que  oculta  lo  que  ignoran;  hacen  lo  que  aquellos  que  no 
tienen  sino  moneda  falsa,  que  procuran  pasarla  al  favor  de  la 
noche.  Y  no  faltan  necios  que,  por  su  misma  confusión,  los 
acreditan  de  doctos,  haciendo  juicio  que  los  hombres  son 
como  los  montes,  que,  cuanto  más  sublimes,  más  oscurecen 
la  amenidad  de  los  valles: 

Majoresque  cadunt  altis  de  inoniibus  iim.br ce. 

Este  engaño  es  comunmente  auxiliado  del  ademán  persua- 
sivo y  del  gesto  misterioso.  Ya  se  arruga  la  frente,  ya  se  acer- 
can una  á  otra  las  cejas,  ya  se  ladean  los  ojos,  ya  se  arrollan 
las  mejillas,  ya  se  extiende  el  labio  inferior  en  forma  de  copa 
penada,  ya  se  bambanea  con  movimientos  vibratorios  la  ca- 
beza, y  en  todo  se  procura  afectar  un  ceño  desdeñoso.  Estos 
son  unos  hombres,  que  más  de  la  mitad  de  su  sabiduría  la 
tienen  en  los  músculos,  de  que  se  sirven  para  darse  todos 
estos  movimientos.  Justamente  hizo  burla  de  este  artificio 
Marco  Tulio,  notándole  en  Pisón:  Respondes^  altero  ad  fron- 
tem  suhlato^  altero  ad  mentum  depresso  supercilio^  credulita- 
tem  tibi  non  placeré. 


OBRAS    ESCOGIDAS  I05 


IV 


El  despreciar  á  otros  que  saben  más,  es  el  arte  más  vil  de 
todos;  pero  uno  de  los  más  seguros  para  acreditarse  entre 
espíritus  plebeyos.  No  puede  haber  mayor  injusticia  ni  ma- 
yor necedad  que  la  de  transferir  al  envidioso  aquel  mismo 
aplauso,  de  que  éste,  con  su  censura,  despoja  al  benemérito. 
¿Acaso  porque  el  nublado  se  oponga  al  sol,  dejará  éste  de 
ser  ilustre  antorcha  del  cielo,  ó  será  aquel  más  que  un  pardo 
borrón  del  aire?  ¿Para  poner  mil  tachas  á  la  doctrina  y  escri- 
tos ajenos,  es  menester  ciencia?  Antes  cuando  no  interviene 
envidia  ó  malevolencia,  nace  de  pura  ignorancia.  Acuerdóme 
de  haber  leído  en  el  Hombre  de  letras  del  padre  Daniel  Bar- 
toli,  que  un  jumento,  tropezando  por  accidente  con  la  Iliada 
de  Homero,  la  destrozó  é  hizo  pedazos  con  los  dientes.  Así 
que,  para  ultrajar  y  lacerar  un  noble  escrito,  nadie  es  más  á 
propósito  que  una  bestia. 

La  procacidad  ó  desvergüenza  en  la  disputa  es  también  un 
medio  igualmente  ruin  que  eficaz  para  negociar  los  aplausos 
de  docto:  los  necios  hacen  lo  que  los  megalopolitanos,  de 
quienes  dice  Pausanias,  que  á  ninguna  deidad  daban  iguales 
cultos  que  al  viento  Bóreas,  que  nosotros  llamamos  cierzo  ó 
regañón.  A  los  genios  tumultuantes  adora  el  vulgo  como  in- 
teligencias sobresalientes.  Concibe  la  osadía  desvergonzada 
como  hija  de  la  superioridad  de  doctrina,  siendo  así  que  es 
casi  absolutamente  incompatible  con  ella.  A  esto  se  añade 
que  los  verdaderos  doctos  huyen  cuanto  pueden  de  todo  en- 
cuentro con  estos  genios  procaces;  y  este  prudente  desvío  se 
interpreta  medrosa  fuga,  como  si  fuese  propio  de  hombres 
esforzados  andar  buscando  sabandijas  venenosas  para  lidiar 
con  ellas.  Justo  y  generoso  era  el  arrepentimiento  de  Catón, 
de  haberse  metido  en  los  abrasados  desiertos  del  África,  don- 
de no  tenía  otros  enemigos  que  áspides,  ccrastas,  víboras, 
dipsades  y  basiliscos.  Menos  horrible  se  le  presentó  la  guerra 
civil  en  los  campos  de  Farsalia,  donde  pelearon  contra  él  las 


Io6  F  E  IJ  o  o 

invencibles  huestes  de  César,  que  en  los  arenales  de  Libia, 
donde  batallaban  por  el  César  los  más  viles  y  abominables 
insectos. 


Pro  Ccesare  pugnant 
Dipsades,  et  peragunt  civilia  bella  cer astee. 


El  que  puede  componer  con  su  genio  y  con  sus  fuerzas  ser 
inflexible  en  la  disputa,  porfiar  sin  término,  no  rendirse  ja- 
más á  la  razón,  tiene  mucho  adelantado  para  ser  reputado 
un  Aristóteles;  porque  el  vulgo,  tanto  en  las  guerras  de  Mi- 
nerva como  en  las  de  Marte,  declárala  victoria  por  aquel  que 
se  mantiene  más  en  el  campo  de  batalla,  y  en  su  aprehensión 
nunca  deja  de  vencer  el  último  que  deja  de  hablar.  Esto  es 
lo  que  siente  el  vulgo.  Mas  para  el  que  no  es  vulgo,  aquel  á 
quien  no  hace  fuerza  la  razón,  en  vez  de  calificarse  de  docto, 
se  gradúa  de  bestia.  Con  gracia,  aunque  gracia  portuguesa 
(esto  es,  arrogante),  preguntado  el  ingenioso  médico  Luís 
Rodríguez  qué  cosa  era  y  cómo  lo  había  hecho  otro  médico 
corto,  á  quien  el  mismo  Luís  Rodríguez  había  argüido,  res- 
pondió: Tan  grandísimo  asno  é,  que  por  mais  que  ficen,  ja- 
máis ó  puden  concruir. 

Es  artificio  muy  común  de  los  que  saben  poco,  arrastrar  la 
conversación  hacia  aquello  poco  que  saben.  Esto  en  las  per- 
sonas de  autoridad  es  más  fácil.  Conocí  un  sujeto,  que  cual- 
quiera conversación  que  se  excitase,  insensiblemente  la  iba 
moviendo  de  modo,  que  á  pocos  pasos  se  introducía  en  el 
punto  que  había  estudiado  aquel  día  ó  el  antecedente.  De 
esta  suerte  siempre  parecía  más  erudito  que  los  demás.  Aun 
en  disputas  escolásticas  se  usa  de  este  estratagema.  He  visto 
más  de  dos  veces  algún  buen  teólogo  puesto  en  confusión 
por  un  principiante  ;  porque  éste,  quimerizando  en  el  argu- 
mento sobre  alguna  proposición,  sacaba  la  disputa  de  su 
asunto  propio  á  algún  enredo  sumulístico  de  ampliaciones, 
restricciones,  alienaciones,  oposiciones,  conversiones,  equi- 
polencias, de  que  el  teólogo  estaba  olvidado.  Esto  es,  como 
el  villano  Caco,  traer  con  astucia  á  Hércules  á  su  propia  ca- 
verna para  hacer  inútiles  sus  armas,  cegándole  con  el  humo 
que  arrojaba  por  la  boca. 


OBRAS     fCSCOGIDAS  IO7 


V 


Fuera  de  los  sabios  de  perspectiva,  que  lo  son  por  su  arti- 
ficio propio,  hay  otros  que  lo  son  precisamente  por  error 
ajeno.  El  que  estudió  lógica  y  metafísica,  con  lo  demás  que 
debajo  del  nombre  de  filosofía  se  enseña  en  las  escuelas,  por 
bien  que  sepa  todo,  sabe  muy  poco  más  que  nada;  pero  sue- 
na mucho.  Dícese  que  es  un  gran  filósofo,  y  no  es  filósofo 
grande  ni  chico.  Todas  las  diez  categorías,  juntamente  con 
los  ocho  libros  de  los  Físicos  y  los  dos  adjuntos  De  gencra- 
tione  et  corruptione^  puestos  en  el  alambique  de  la  lógica,  no 
darán  una  gota  del  verdadero  espíritu  filosófico,  que  explique 
el  más  vulgar  fenómeno  de  todo  el  mundo  sensible.  Las  ideas 
aristotélicas  están  tan  fuera  de  lo  físico  como  las  platónicas. 
La  física  de  la  escuela  es  pura  metafísica.  Cuanto  hasta  ahora 
escribieron  y  disputaron  los  peripatéticos  acerca  del  movi- 
miento, no  sirve  para  determinar  cuál  es  la  línea  de  reñexión 
por  donde  vuelve  la  pelota  tirada  á  una  pared,  ó  cuánta  es  la 
velocidad  con  que  baja  el  grave  por  un  plano  inclinado.  El 
que  por  razones  metafísicas  y  comunísimas  piensa  llegar  al 
verdadero  conocimiento  de  la  naturaleza,  delira  tanto  como 
el  que  juzga  ser  dueño  del  mundo  por  tenerle  en  un  mapa. 

La  mayor  ventaja  de  estos  filósofos  de  nombre,  si  manejan 
con  soltura  en  las  aulas  el  argadillo  de  Barbara^  Celai'em^ 
es  que  con  cuatro  especies  que  adquirieron  de  teología  ó  me- 
dicina, son  estimados  por  grandes  teólogos  ó  médicos.  Por 
lo  que  mira  á  la  teología,  no  es  tan  grande  el  yerro;  pero  en 
orden  á  la  medicina  no  puede  ser  mayor.  Por  la  regla  de  que 
ubi  desinit  phisicus^  incipit  medicus^  se  da  por  asentado,  que 
de  un  buen  filósofo  fácilmente  se  hace  un  buen  médico.  So- 
bre este  pié,  en  viendo  un  platicante  de  medicina  que  pone 
veinte  silogismos  seguidos  sobre  si  la  privación  es  principio 
del  ente  natural,  ó  si  la  unión  se  distingue  de  las  partes,  tiene 
toda  la  recomendación  que  es  menester  para  lograr  un  par- 
tido de  mil  ducados. 


108  F  EIJ  o  o 

El  doctísimo  comentador  de  Dioscórides,  Andrés  de  Lagu- 
na, dice,  que  la  providencia  que,  si  se  pudiese,  se  debiera 
tomar  con  estos  mediquillos  flamantes,  que  salen  de  las  uni- 
versidades rebosando  las  bravatas  del  ergo  y  del  probo^  sería 
enviarlos  por  médicos  á  aquellas  naciones  con  quienes  tuvié- 
semos guerra  actual,  porque  excusarían  á  España  mucho 
gasto  de  gente  y  de  pólvora. 

Seguramente  afirmo  que  no  hay  arte  ó  facultad  más  incon- 
ducente para  la  medicina  que  la  física  de  la  escuela.  Si  todos 
cuantos  filósofos  hay  y  hubo  en  el  mundo  se  juntasen  y  estu- 
viesen en  consulta  por  espacio  de  cien  años,  no  nos  dirían 
cómo  se  debe  curar  un  sabañón ;  ni  de  aquel  tumultuante 
concilio  saldría  máxima  alguna  que  no  debiese  descaminarse 
por  contrabando  en  la  entrada  del  cuarto  de  un  enfermo.  El 
buen  entendimiento  y  la  experiencia,  ó  propia  ó  ajena,  son 
el  padre  y  madre  de  la  medicina,  sin  que  la  física  tenga  parte 
alguna  en  esta  producción.  Hablo  de  la  física  escolástica,  no 
de  la  experimental. 

Lo  que  un  físico  discurre  sobre  la  naturaleza  de  cualquiera 
mixto  es,  si  consta  de  materia  y  forma  substanciales,  como 
dijo  Aristóteles,  ó  si  de  átomos,  como  dijo  Epicuro,  ó  si  de 
sal,  azufre  y  mercurio,  como  los  químicos,  ó  si  de  los  tres 
elementos  cartesianos:  si  se  compone  de  puntos  indivisibles 
ó  de  partes  divisibles  in  infinitum;  si  obra  por  la  textura  y 
movimiento  de  sus  partículas,  ó  por  unas  virtudes  accidenta- 
les, que  llaman  cualidades;  si  estas  cualidades  son  de  las  ma- 
nifiestas ó  de  las  ocultas;  si  de  las  primeras,  segundas  ó  ter- 
ceras. ¿Qué  conexión  tendrá  todo  esto  con  la  medicina? 
Menos  que  la  geometría  con  la  jurisprudencia.  Cuando  el 
médico  trata  de  curar  á  un  tercianario,  toda  esta  baraúnda  de 
cuestiones  aplicadas  á  la  quina  le  es  totalmente  inútil.  Loque 
únicamente  le  importa  saber  es,  si  la  experiencia  ha  mostra- 
do que  en  las  circunstancias  en  que  se  halla  el  tercianario  es 
provechoso  el  uso  de  este  febrífugo;  y  esto  lo  ha  de  inferir, 
no  por  dici  de  omni^  dici  de  nullo^  sino  por  inducción,  así  de 
los  experimentos  que  él  ha  hecho,  como  de  los  que  hicieron 
los  autores  que  ha  estudiado. 

En  ninguna  arte  sirve  de  cosa  alguna  el  conocimiento  físico 
Je  los  instrumentos  con  que  obra ;  ni  éste  dejará  de  ser  gran 
piloto  por  no  poder  explicar  la  virtud  directiva  del  imán  al 


OBRAS     ESCOGIDAS  IO9 

polo;  ni  aquel,  gran  soldado,  por  ignorar  la  constitución  física 
de  la  pólvora  ó  del  hierro;  ni  el  otro,  gran  pintor  por  no  sa- 
ber si  los  colores  son  accidentes  intrínsecos  ó  varias  reflexio- 
nes de  la  luz;  ni,  al  contrario,  el  disputar  bien  de  todas  estas 
?osas  conduce  nada  para  ser  piloto,  soldado  ó  pintor.  Más 
ine  alargara  para  extirpar  este  común  error  del  mundo,  si  ya 
no  le  hubiese  impugnado  con  difusión  y  plenamente  el  doctí- 
simo Martínez,  en  sus  dos  tomos  De  medicina  sceptica. 


VI 


Otro  error  común  es,  aunque  no  tan  mal  fundado,  tener 
por  sabios  á  todos  los  que  han  estudiado  mucho.  El  estudio 
no  hace  grandes  progresos  si  no  cae  en  entendimiento  claro 
y  despierto,  así  como  son  poco  fructuosas  las  tareas  de  el 
cultivo  cuando  el  terreno  no  tiene  jugo.  En  la  especie  huma- 
na hay  tortugas  y  hay  águilas  :  estas  de  un  vuelo  se  ponen 
sobre  el  Olimpo;  aquellas  en  muchos  días  no  montan  un  pe- 
queño cerro. 

La  prolija  lectura  de  los  libros  da  muchas  especies;  pero  la 
penetración  de  ellas  es  don  de  la  naturaleza,  más  que  parto 
del  trabajo.  Hay  unos  sabios,  no  de  entendimiento,  sino  de 
memoria,  en  quienes  están  estampadas  las  letras  como  las 
inscripciones  en  los  mármoles,  que  las  ostentan  y  no  las  per- 
ciben. Son  unos  libros  mentales,  donde  están  escritos  mu- 
chos textos;  pero  propiamente  libros,  esto  es,  llenos  de  doc- 
trina y  desnudos  de  inteligencia.  Observa  cómo  usan  de  las 
especies  que  han  adquirido,  y  verás  cómo  no  forman  un  ra- 
zonamiento ajustado  que  vaya  derecho  al  blanco  del  intento. 
Con  unas  mismas  especies  se  forman  discursos  buenos  y 
malos,  como  con  unos  mismos  materiales  se  fabrican  elegan- 
tes palacios  y  rústicos  albergues. 

Así  puede  suceder  que  uno  sepa  de  memoria  todas  las 
obras  de  santo  Tomás  y  sea  corto  teólogo  ;  que  sepa  del  mis- 
mo modo  los  derechos  civil  y  canónico,  y  sea  muy  mal  ju- 


I  lO 


FE  IJ  o  o 


rista.  Y  aunque  se  dice  que  la  jurisprudencia  consiste  casi 
únicamente  en  memoria,  ó  por  lo  menos  más  en  memoria  que 
en  entendimiento,  este  es  otro  error  común.  Con  muchos 
textos  de  el  derecho  se  puede  hacer  un  mal  alegato,  como 
con  muchos  textos  de  Escritura  un  mal  sermón.  La  elección 
de  los  más  oportunos  al  asunto  toca  al  entendimiento  y  buer. 
juicio.  Sien  los  tribunales  se  hubiese  de  orar  de  repente  y 
sin  premeditación,  sería  absolutamente  inexcusable  una  feliz 
memoria  donde  estuviesen  fielmente  depositados  textos  y 
citas  para  los  casos  ocurrentes.  Mas  como  esto  regularmente 
no  suceda,  el  que  ha  manejado  medianamente  los  libros  de 
esta  profesión  y  tiene  buena  inteligencia  de  ella,  fácilmente 
se  previene  buscando  leyes,  autoridades  y  razones ;  y  por 
otra  parte,  la  elección  de  las  más  conducentes  no  es,  como  he 
dicho,  obra  de  la  memoria,  sino  del  ingenio. 

He  visto  entre  profesores  de  todas  facultades  muy  vulgari- 
zada la  queja  de  falta  de  memoria,  y  en  todos  noté  un  aprecio 
excesivo  de  la  potencia  memorativa  sobre  la  discursiva ;  de 
modo  que,  á  mi  parecer,  si  hubiese  dos  tiendas,  de  las  cuales 
en  la  una  se  vendiese  memoria  y  en  la  otra  entendimiento,  el 
dueño  de  la  primera  presto  se  haría  riquísimo,  y  el  segundo 
moriría  de  hambre.  Siempre  fui  de  opuesta  opinión ;  y  por 
mí  puedo  decir  que  más  precio  daría  por  un  adarme  de  en- 
tendimiento que  por  una  onza  de  memoria.  Suelen  decirme 
que  apetezco  poco  la  memoria  porque  tengo  la  que  he  me- 
nester. Acaso  los  que  me  lo  dicen  hacen  este  juicio  por  la 
reflexión  que  hacen  sobre  sí  mismos  de  que  ansian  poco  algún 
acrecentamiento  en  el  ingenio,  por  parecerles  que  están  abun- 
dantemente surtidos  de  discurso.  Yo  no  negaré  que  aunque 
no  soy  dotado  de  mucha  memoria,  algo  menos  pobre  me 
hallo  de  esta  facultad  que  de  la  discursiva.  Pero  no  consiste 
en  esto  el  preferir  esta  facultad  á  aquella,  sí  en  el  conocimien- 
to claro  que  me  asiste  de  que  en  todas  facultades  logrará 
muchos  más  aciertos  un  entendimiento  como  cuatro  con  una 
memoria  como  cuatro,  que  una  memoria  como  seis  con  un 
entendimiento  como  dos. 


OBRAS     ESCOGIDAS  III 


VII 

'\ 

De  los  escritores  de  libros  no  se  ha  hablado  hasta  ahora. 
Esto  es  lo  más  fácil  de  todo.  El  escribir  mal  no  tiene  más  ar- 
duidad  que  el  hablar  mal ;  y  por  otra  parte,  por  malo  que  sea 
el  libro,  bástale  al  autor  hablar  de  molde  y  con  licencia  del 
Rey,  para  pasar  entre  los  idiotas  por  docto. 

Pero  para  lograr  algún  aplauso  entre  los  de  mediana  esto- 
fa, puede  componerse  de  dos  maneras  :  ó  trasladando  de  otros 
libros,  ó  divirtiéndose  en  lugares  comunes.  Donde  hay  gran 
copia  de  libros  es  fácil  el  robo  sin  que  se  note.  Pocos  hay 
que  lean  muchos,  y  nadie  puede  leerlos  todos ;  con  que,  todo 
el  inconveniente  que  se  incurre  es,  que  uno  ú  otro,  entre  mi- 
llares de  millares  de  lectores,  coja  al  autor  en  el  hurto.  Para 
los  demás  queda  graduado  de  autor  en  toda  forma. 

El  escribir  por  lugares  comunes  es  sumamente  fácil.  El 
Teatro  de  la  vida  humana,  las  Polianteas  y  otros  muchos 
libros  donde  la  erudición  está  hacinada  y  dispuesta  con  orden 
alfabético,  ó  apuntada  con  copiosos  índices,  son  fuentes  pú- 
blicas, de  donde  pueden  beber,  no  sólo  los  hombres,  mas 
también  las  bestias.  Cualquier  asunto  que  se  emprenda,  se 
puede  llevar  arrastrando  á  cada  paso  á  un  lugar  común,  ú  de 
política,  ú  de  moralidad,  ú  de  humanidad,  ú  de  historia.  Allí 
se  encaja  todo  el  fárrago  de  textos  y  citas  que  se  hallan 
amontonados  en  el  libro  Para  todos^  donde  se  hizo  la  cose- 
cha. Con  esto  se  acredita  el  nuevo  autor  de  hombre  de  gran 
erudición  y  lectura;  porque  son  muy  pocos  los  que  distin- 
guen en  la  serie  de  lo  escrito  aquella  erudición  copiosa  y 
bien  colocada  en  el  celebro  que  oportunamente  mana  de  la 
memoria  á  la  pluma,  de  aquella  que  en  la  urgencia  se  va  á 
mendigar  en  los  elencos,  y  se  amontona  en  el  traslado,  divi- 
dida en  gruesas  parvas,  con  toda  la  paja  y  aristas  de  citas, 
latines  y  números. 


MAPA  INTELECTUAL 


COTEJO    DE    NACIONES 


No  es  dudable  que  la  diferente  temperie  de  los  países 
induce  sensible  diversidad  en  hombres,  brutos  y 
plantas.  En  las  plantas  es  tan  grande,  que  llega  al 
extremo  de  ser  en  un  país  inocentes  ó  saludables  las  mismas 
que  en  otro  son  venenosas,  como  se  asegura  de  la  manzana 
pérsica.  No  es  menor  la  discrepancia  entre  los  brutos,  en 
tamaño,  robustez,  fiereza  y  otras  cualidades,  pues  además  de 
lo  que  en  esta  materia  está  patente  á  la  observación  de  todos, 
hay  países  donde  estos  ó  aquellos  animales  degeneran  total- 
mente de  la  índole  que  se  tiene  como  característica  de  su 
especie.  Produce  la  Macedonia  serpientes  tan  sociables  al 
hombre,  si  hemos  de  creer  á  Luciano,  que  juegan  con  los  ni- 
ños y  dulcemente  se  aplican  á  chupar  en  su  propio  seno  la 
leche  de  las  mujeres.  En  Guregra,  montaña  del  reino  de  Fez, 


I  14  FEI  J  OO 

son,  según  la  relación  de  Luís  de  Mármol  en  su  descripción 
de  la  África,  tan  tímidos  los  leones,  de  que  hay  gran  número 
en  aquel  paraje,  que  los  ahuyentan  las  mujeres  á  palos,  como 
si  fuesen  perros  muy  domésticos  (i). 

Si  no  es  tanta  la  diferencia  que  la  diversidad  de  países  pro- 
duce en  nuestra  especie  ,  es  por  lo  menos  bastantemente 
notable.  Es  manifiesto  que  hay  tierras  donde  los  hombres 
son,  ó  más  corpulentos,  ó  más  ágiles,  ó  más  fuertes,  ó  más 
sanos,  ó  más  hermosos,  y  así  en  todas  las  demás  cosas  que 
dependen  de  las  dos  facultades,  sensitiva  y  vegetativa,  comu- 
nes al  hombre  y  al  bruto.  Aun  en  naciones  vecinas  se  observa 
tal  vez  esta  diferencia. 

A  las  distintas  disposiciones  del  cuerpo  se  siguen  distintas 
calidades  del  ánimo ;  de  distinto  temperamento  resultan  dis- 
tintas inclinaciones,  y  de  distintas  inclinaciones  distintas  cos- 
tumbres. La  primera  consecuencia  es  necesaria;  la  segunda 
defectible,  porque  el  albedrío  puede  detener  el  ímpetu  de  la 
inclinación;  mas  como  sea  harto  común  en  los  hombres  se- 
guir con  el  albedrío  aquel  movimiento  que  viene  de  la  dispo- 
sición interior  de  la  máquina,  se  puede  decir  con  seguridad, 
que  en  una  nación  son  los  hombres  más  iracundos,  en  otra 
más  glotones,  en  otra  más  lascivos,  en  otra  más  perezo- 
sos, etc. 

No  menor,  antes  mayor,  desigualdad  que  en  la  parte  sensi- 


(i)  Siguiendo  la  opinión  común,  dijimos  en  este  número,  que  la  manzana  pérsica 
que  nosotros,  hecho  substantivo  el  adjetivo,  llamamos  pérsico,  es  venenosa  en  la 
Persia.  Esto  es  un  error  común,  que  viene  muy  de  atrás,  pues  ya  en  Columela  se  halla 
escrito,  como  creído  de  el  público  : 

Stipn7itHr  calaii,  et  poviis,  quce  barbara  Per  sis 
Micy.ii  ( iitfama  est)  patriis  arntata  vencnis. 

Plinio,  poco  posterior  á  Columela,  estaba  desengañado  de  el  error;  pues  en  el  li- 
bro XV,  capítulo  XIII,  hablando  de  las  manzanas  pérsicas,  dice  :  Falsuvt  est,  venettata 
cufn  cruciahc  in  Persis  gigni.  Mas  no  por  eso  dejó  de  pasar  el  engaño  á  otros  escri- 
tores, que  le  mantuvieron,  y  aún  mantienen  en  el  vulgo.  Este  error  vino  de  la  equi- 
vocación de  tomar  por  manzana  pérsica,  ó  por  su  árbol,  otro  árbol  ó  fruto  llamado 
persea,  de  el  cual  dicen  algunos  autores,  que  siendo  venenoso  en  Persia,  fué  traslada- 
do á  Egipto  por  no  sé  qué  rey  para  castigo  de  delincuentes  ;  pero  en  suelo  de  Egipto 
perdió  su  actividad.  No  sólo  Plinio,  mas  Dioscórides,  Galeno  y  Mathiolo  deshicieron 
la  equivocación,  hablando  de  el  pérsico  y  de  la  persea  como  plantas  diversas.  Plinio 
añade,  que  la  persea  no  se  denominó  así  por  haber  sido  transferida  de  la  Persia,  sino 
porque  el  rey  Perseo  la  plantó  en  Menfis. 


OBRAS    ESCOGIDAS  Il5 

tiva  y  vegetativa,  se  juzga  comunmente  que  hay  en  la  racional 
entre  hombres  de  distintas  regiones.  No  sólo  en  las  conver- 
saciones de  los  vulgares,  en  los  escritos  de  los  hombres  más 
sabios  se  ve  notar  tal  nación  de  silvestre,  aquella  de  estúpida, 
la  otra  de  bárbara;  de  modo  que  llegando  al  cotejo  de  una  de 
estas  naciones  con  alguna  de  las  otras  que  se  tienen  por  cul- 
tas, se  concibe  entre  sus  habitadores  poco  menor  desigualdad 
que  la  que  hay  entre  hombres  y  fieras. 

Estoy  en  esta  parte  tan  distante  de  la  común  opinión,  que 
por  lo  que  mira  á  lo  substancial,  tengo  por  casi  imperceptible 
la  desigualdad  que  hay  de  unas  naciones  á  otras  en  orden  al 
uso  del  discurso.  Lo  cual  no  de  otro  modo  puedo  justificar 
mejor  que  mostrando  que  aquellas  naciones,  que  comun- 
mente están  reputadas  por  rudas  ó  bárbaras,  no  ceden  en 
ingenio,  y  algunas  acaso  exceden  á  las  que  se  juzgan  más 
cultas. 


II 


Empezando  por  Europa,  los  alemanes,  que  son  notados  de 
ingenios  tardos  y  groseros  (en  tanto  grado,  que  el  padre  Do- 
mingo Bouhursio,  jesuíta  francés,  en  sus  conversaciones  de 
Aristio  y  Eugenio,  propone  como  disputable,  si  es  posible 
que  hay  algún  bello  espíritu  en  aquella  nación),  tienen  en  su 
defensa  tantos  autores  excelentes  en  todo  género  de  letras, 
que  no  es  posible  numerarlos.  Dudo  que  el  citado  francés 
pudiese  señalar  en  Francia,  aun  corriendo  los  siglos  todos, 
dos  hombres  de  igual  estatura  á  Rábano  Mauro  y  Alberto  el 
Grande,  gloria  el  primero  de  la  religión  benedictina,  y  el  se- 
gundo de  la  dominicana.  Fué  Rábano  Mauro  (omitiendo,  por 
más  notorios,  los  elogios  de  Alberto)  astro  resplandeciente 
de  su  siglo,  y  el  supremo  teólogo  de  su  tiempo.  Estos  epítetos 
le  da  el  cardenal  Baronio.  Fué  varón  perfectísimo  en  todo 
género  de  letras.  Así  le  preconiza  Sixto  Senense.  El  abad 
Trithemio,  después  de  celebrarle  como  teólogo,  filósofo,  ora- 


I  l6  F  EIJ  o  o 

dor  y  poeta  excelentísimo,  añade,  que  Italia  no  produjo  jamás 
hombre  igual  á  éste ;  y  no  ignoraba  Trithemio  ser  parto  de 
Italia  un  santo  Tomás  de  Aquino.  ¿  Qué  sujetos  tiene  la  Fran- 
cia que  excedan  al  mismo  Trithemio,  venerado  por  Gornelio 
Agripa;  á  nuestro  abad  Ruperto,  al  padre  Atanasio  Kircher, 
quien,  según  Garamuel,  fué  divinitus  edoctus;  al  padre  Gaspar 
Schotti,  y  otros  que  omito?  Ni  se  debe  callar  aquel  rayo,  ó 
torbellino  de  la  crítica,  terror  de  los  eruditos  de  su  tiempo, 
Gaspar  Scioppio,  que  de  la  edad  de  diez  y  seis  años  empezó 
á  escribir  libros,  que  admiraron  los  ancianos.  Señalamos  en 
este  mapa  literario  de  Alemania  sólo  los  montes  de  mayor 
eminencia,  porque  no  hay  espacio  para  más. 

Los  holandeses,  á  quienes  desde  la  antigüedad  viene  la 
fama  de  gente  estúpida,  pues  entre  los  romanos,  para  expre- 
sar un  entendimiento  tardísimo,  era  proverbio:  Auris  batava; 
«  orejas  de  holandés, »  tienen  hoy  tan  comprobada  la  falsedad 
de  aquella  nota,  y  tan  bien  establecida  la  opinión  de  su  habi- 
lidad, que  no  cabe  más.  Su  gobierno  civil  y  su  industria  en  el 
comercio  se  hacen  admirar  á  las  demás  naciones.  Apenas  hay 
arte  que  no  cultiven  con  primor.  Para  desempeño  de  su  po- 
lítica y  su  literatura  bastan  en  lo  primero  los  dos  Guillelmos 
de  Nasau,  uno  y  otro  de  profunda,  aunque  siniestra,  política; 
y  en  lo  segundo,  aquellos  dos  sobresalientes  linces  en  huma- 
nas letras,  aunque  topos  en  las  divinas,  Desiderio  Erasmo  y 
Hugo  Grocio.  Así  que,  en  esta  y  otras  naciones  se  llamó  ru- 
deza lo  que  era  falta  de  aplicación.  Luego  que  se  remedió 
esta  falta,  se  conoció  la  injusticia  de  aquella  nota. 

Esto  es  lo  que  se  vio  también  en  los  moscovitas,  cuyo  dis- 
curso está,  ó  estaba  poco  há  tan  desacreditado  en  Europa, 
que  Urbano  Chevreau,  uno  de  los  bellos  espíritus  de  la  Fran- 
cia de  este  último  siglo,  dijo,  que  el  moscovita  era  el  hombí^e 
de  Platón.  Aludía  á  la  defectuosa  definición  del  hombre  que 
dio  este  filósofo,  diciendo,  que  es  un  animal  sin  plumas,  que 
anda  en  dos  pies:  Animal  bipes  impliime;  lo  que  dio  ocasión 
al  chiste  de  Diógenes,  que  después  de  desplumar  un  gallo,  se 
le  arrojó  á  los  discípulos  de  Platón  dentro  de  la  academia, 
gritándoles:  «Veis  ahí  el  hombre  de  Platón.»  Quería  decir 
Chevreau,  que  los  moscovitas  no  tienen  de  hombres  sino  la 
figura  exterior.  Mas  habiendo  el  último  czar,  Pedro  Alezo- 
witz,  introducido  las  ciencias  y  artes  en  aquellos  reinos,  se 


OBRAS     ESCOGIDAS  II7 

vio  que  son  los  moscovitas  hombres  como  nosotros.  Fuera 
de  que,  ¿  cómo  es  posible  que  una  gente  insensata  se  formase 
un  dilatadísimo  imperio,  y  le  haya  conservado  tanto  tiempo? 
El  conquistar  pide  mucha  habilidad,  y  el  conservar,  especial- 
mente á  la  vista  de  dos  tan  poderosos  enemigos  como  el  turco 
y  el  persa,  mucho  mayor.  No  ignoro  que  es  la  Moscovia  par- 
te de  la  antigua  Scitia,  cuyos  moradores  eran  reputados  por 
los  más  salvajes  y  bárbaros  de  todos  los  hombres,  y  con  razón; 
pero  esto  no  dependía  de  incapacidad  nativa,  sino  de  falta  de 
cultura,  de  que  nos  da  buen  testimonio  el  famoso  filósofo 
Anacharsis,  único  de  aquella  nación  que  fué  á  estudiar  á  Gre- 
cia. Si  muchos  scitas  hubieran  hecho  lo  mismo,  acaso  tuviera 
la  Scitia  muchos  Anacharsis. 


III 


En  saliendo  de  la  Europa,  todo  se  nos  figura  barbarie: 
cuando  la  imaginación  de  los  vulgares  se  entra  por  la  Asia, 
se  le  representan  turcos,  persas,  indios,  chinos,  japones,  poco 
más  ó  menos  como  otras  tantas  congregaciones  de  sátiros  ú 
hombres  medio  brutos.  Sin  embargo,  ninguna  de  estas  nacio- 
nes deja  de  lograr  tantas  ventajas  en  aquello  á  que  se  aplica, 
como  nosotros  en  lo  que  estudiamos. 

No  es  tanto  el  aborrecimiento  de  las  ciencias  ni  tanta  la 
ignorancia  en  Turquía  como  acá  se  dice,  pues  en  Gonstanti- 
nopla  y  en  el  Gairo  tienen  profesores  que  enseñan  la  astrono- 
mía, la  geometría,  la  aritmética,  la  poesía,  la  lengua  arábiga 
y  la  persiana.  Pero  no  hacen  tanto  aprecio  de  estas  facultades 
como  de  la  política,  en  la  cual  apenas  hay  nación  que  los 
iguale,  ni  sutileza  que  se  les  oculte.  El  viajero  Mr.  Ghar- 
din,  caballero  inglés,  en  la  relación  de  su  viaje  á  la  India 
Oriental,  dice,  que  habiendo  conversado,  en  su  tránsito  por 
Gonstantinopla,  con  el  señor  Quirini,  embajador  de  Venecia 
á  la  Porta,  le  aseguró  este  ministro  que  no  había  tratado  ja- 
más hombre  de  igual  penetración  y  profundidad  que  al  visir 


n8  F  E 1 joo 

que  había  entonces;  y  que  si  él  tuviese  un  hijo,  no  le  daría 
otra  escuela  de  política  que  la  corte  otomana.  Son  primoro- 
sísimos los  turcos  en  todas  las  habilidades  de  manos  ó  ejer- 
cicios del  cuerpo,  áque  tienen  afición.  No  hay  iguales  pen- 
dolarios en  el  mundo,  y  este  ha  sido  motivo  de  no  nitroducirse 
en  ellos  el  artificio  de  la  imprenta.  Asimismo  son  los  más 
ágiles  y  diestros  volatines  de  Europa.  Cardano  refiere  mara- 
villas de  dos  que  vio  en  Italia,  de  los  cuales  el  uno  se  convir- 
tió á  la  religión  católica  y  vivió  muy  cristianamente,  aunque 
continuando  el  mismo  ejercicio;  con  lo  cual  desvaneció  la 
sospecha  introducida  en  el  vulgo,  de  que  tenía  pacto  con  el 
demonio.  La  destreza  en  el  manejo  del  arco  para  disparar 
con  violencia  la  flecha  subió  en  los  turcos  á  tan  alto  punto, 
que  se  hace  increíble.  Juan  Barclayo,  en  la  cuarta  parte  del 
Satiricón^  testifica  haber  visto  á  un  turco  penetrar  con  una 
flecha  el  grueso  de  tres  dedos  de  acero;  y  á  otro,  que  con  la 
asta  de  la  flecha  sin  hierro,  taladró  de  parte  á  parte  el  tronco 
de  un  pequeño  árbol.  En  el  arte  de  confeccionar  venenos  son 
también  admirables :  hácenlos,  no  sólo  muy  activos,  pero 
juntamente  muy  cautelosos.  El  tenue  vapor  que  exhala  al 
desplegarse  un  lienzo,  una  banda  ó  una  toalla,  fué  muchas 
veces  entre  ellos  instrumento  para  quitar  la  vida,  enviando 
por  vía  de  presente  aquella  alhaja:  arte  funesta  y  execrable. 
Pero,  así  como  prueba  la  perversidad  de  aquella  gente,  da 
testimonio  de  su  habilidad  en  todo  aquello  á  que  tienen  apli- 
cación (i): 

Los  persas  son  de  más  policía  que  los  turcos:  tienen  cole- 
gios y  universidades,  donde  estudian  la  aritmética,  la  geome- 
tría, la  astronomía,  la  filosofía  natural  y  moral,  la  medicina, 
la  jurisprudencia,  la  retórica  y  la  poesía.  Por  esta  última  son 
muy  apasionados,  y  hacen  elegantes  versos,   aunque  redun- 


(i)  Acaso  lo  que  se  dice  de  la  fiereza  de  los  turcos  se  debe  limitar,  ó  padece  mu- 
chas excepciones.  La  Historia  de  Carlos  XII,  rey  de  Suecia,  nos  los  pinta  en  muchas 
ocasiones  mucho  más  humanos  y  generosos  con  aquel  príncipe,  que  lo  que  merecían 
sus  extravagancias,  desatenciones  y  rodamontadas.  A  un  católico,  natural  y  habitador 
de  Chipre,  sujeto  muy  capaz,  oí  varias  veces  encarecer  su  cortesanía  y  moderación 
con  los  cristianos  de  aquella  isla.  Decía  que  están  mezclados  en  todas  las  poblaciones 
de  ella  tantos  á  tantos,  poco  más  ó  menos,  turcos  con  cristianos,  teniendo  frecuente- 
mente las  habitaciones  contiguas,  sin  experimentar  de  ellos  los  cristianos  la  menor 
vejación,  desprecio,  befa  ó  falta  de  urbanidad. 


OBRAS     ESCOGIDAS  119 

dantes  en  metáforas  pomposas.  En  la  antigüedad  fueron  ce- 
lebrados los  magos  de  Persia,  que  era  el  nombre  que  daban 
á  sus  filósofos.  Tan  lejos  están  de  aquella  inurbana  ferocidad 
que  concebimos  en  todos  los  mahometanos,  que  no  hay  gen- 
te que  más  se  propase  en  expresiones  de  civilidad,  ternura  y 
amor.  Cuando  un  persa  convida  á  otro  con  el  hospedaje,  ó 
generalmente  le  quiere  manifestar  su  deferencia  y  rendimien- 
to, se  sirve  de  estas  y  semejantes  expresiones:  «Ruégoos  que 
ennoblezcáis  mi  casa  con  vuestra  presencia.  Yo  me  sacrifico 
enteramente  á  vuestros  deseos.  Quisiera  que  de  las  niñas  de 
mis  ojos  se  hiciese  la  senda  que  pisasen  vuestros  pies.» 

En  la  India  oriental  no  hallamos  letras,  pero  sí  más  que 
ordinaria  capacidad  para  ellas.  Juan  Bautista  Tabernier,  ha- 
blando de  unos  negros,  ó  mulatos,  que  hay  en  aquella  región, 
llamados  canarines,  de  los  cuales  se  establecen  muchos  con 
varios  oficios  en  Goa,  en  las  Filipinas,  y  otras  partes  donde 
hay  portugueses  y  españoles,  dice,  que  los  hijos  de  dichos 
negros  que  se  aplican  á  estudiar,  adelantan  más  en  seis  meses 
que  los  hijos  de  los  portugueses  en  un  año,  y  que  esto  se  lo 
oyó  en  Goa  á  los  mismos  religiosos  que  los  enseñan.  Persuá- 
dome  á  que  la  primera  vez  que  los  portugueses  vieron  aque- 
llos hombres  atezados,  creyeron  que  su  razón  era  tan  obscura 
como  su  cara,  y  se  juzgarían  con  una  superioridad  natural  á 
ellos,  poco  diferente  de  aquella  que  los  hombres  tienen  sobre 
los  brutos.  ¡  Oh,  en  cuántas  partes  de  la  tierra  donde  juzga- 
mos la  gente  estúpida,  sucedería  acaso  lo  mismo!  Pero  queda 
oculto  el  metal  de  su  entendimiento,  por  no  examinarse  en  la 
piedra  de  toque  del  estudio  (i). 


(i)  El  padre  Papin,  misionero  en  la  India  Oriental,  en  una  carta  escrita  de  Bengala, 
á  i8  de  Diciembre  de  1709,  al  padre  Gobien,  de  la  misma  Compañía,  que  se  halla  en 
el  tomo  IX  de  las  Cartas  edificantes,  habla  con  admiración  de  la  habilidad  de  la  gente 
de  aquel  país  en  las  artes  mecánicas  y  aun  en  la  medicina.  Entre  otras  muchas  parti- 
cularidades de  que  hace  memoria,  dice,  que  fabrican  telas  de  tan  extraña  delicadeza, 
que  aunque  son  muy  anchas  y  largas,  pueden  sin  dificultad  enfilarse  por  un  anillo,  y 
que  dándoles  á  uno  de  aquellos  obreros  una  pieza  de  muselina  destrozada  ó  dividida 
en  dos,  juntan  las  partes  con  tanta  destreza,  que  es  imposible  conocer  dónde  se  hizo 
la  unión.  En  orden  á  la  medicina  de  aquella  gente,  son  muy  notables  estas  palabras 
de  el  padre  Papin  :  «  Un  médico  no  es  admitido  á  la  curación  de  el  enfermo  si  no  adi- 
vina su  mal  y  el  humor  que  predomina  en  él ;  lo  que  ellos  conocen  fácilmente  tentando 
el  pulso.  Y  no  hay  que  decir  que  es  fácil  (jue  se  engañen,  porque  esta  es  una  cosa 
de  que  yo  tengo  alguna  experiencia.» 

El  padre  Barbier,  misionero  jesuíta  también  en  la  India  Oriental,  refiere  el  extraer- 


120  F  E  I  J  O  O 


IV 


La  mayor  injusticia  que  en  esta  materia  se  hace  está  en  el 
concepto  que  nuestros  vulgares  tienen  formado  de  los  chinos. 
¿Qué  digo  yo  los  vulgares?  Aun  á  hombres  de  capilla  ú  de 
bonete,  cuando  quieren  ponderar  un  gran  desgobierno  ó  mo- 
do de  proceder  ajeno  de  toda  razón,  se  les  oye  decir  á  cada 
paso  :  «  No  pasara  esto  entre  chinos;»  lo  cual  viene  á  ser  lo 
mismo  que  colocar  en  la  China  la  antonomasia  de  la  barbarie. 
Es  bueno  esto  para  la  idea  que  aquella  nación  tiene  de  sí 
misma,  la  cual  se  juzga  la  mayorazga  de  la  agudeza,  pues  es 
proverbio  entre  ellos,  que  « los  chinos  tienen  dos  ojos,  los 
europeos  no  más  que  uno,  y  todo  el  resto  del  mundo  es  ente- 
ramente ciego.» 

El  caso  es  que  tienen  bastante  fundamento  para  creerlo  así. 
Su  gobierno  civil  y  político  excede  al  de  todas  las  demás  na- 
ciones. Sus  precauciones  para  evitar  guerras,  tanto  civiles 
como  forasteras,  son  admirables.  En  ninguna  otra  gente  tie- 
nen tanta  estimación  los  sabios,  pues  únicamente  á  ellos  con- 
fían el  gobierno.  Esto  sólo  basta  para  acreditarlos  por  los  más 
racionales  de  todos  los  hombres.  La  excelencia  de  su  inventi- 
va se  conoce  en  que  las  tres  famosas  invenciones  de  la  im- 
prenta, la  pólvora  y  la  aguja  náutica,  son  mucho  más  antiguas 
en  la  China  que  en  Europa,  y  aun  hay  razonables  sospechas 


dinario  ardid  con  que  un  indiajio  mató  una  horrenda  serpiente  que  infestaba  el  terri- 
torio de  Rangamati,  más  allá  de  el  cabo  deComorín.  Esta  bestia  tenía  su  habitación 
en  una  montaña,  de  donde  descubría  el  curso  de  un  río  vecino,  y  luego  que  veía  na- 
vegar en  él  algún  batel,  bajaba  prontamente  al  río,  acometía  al  batel,  le  trastornaba, 
y  luego  devoraba  la  gente  que  iba  en  él.  Este  estrago  duró  hasta  que  un  delincuente, 
condenado  á  muerte,  ofreció  librar  de  él  al  país  como  le  concediesen  la  vida.  Aceptada 
la  oferta,  más  arriba  de  donde  habitaba  el  dragón,  y  donde  se  le  ocultaba  el  río,  for- 
mó unas  figuras  de  hombres  de  paja,  llenando  el  interior  de  arpones  y  grandes  gar- 
fios ;  y  poniéndolos  en  una  especie  de  barco,  la  corriente  los  fué  llevando  hasta  po- 
nerse á  la  vista  de  el  dragón ;  éste  se  arrojó  al  agua  y  ála  presa  que  veía  en  ella;  con 
que  tragando  los  arpones  y  garfios,  se  despedazó  las  entrañas.  (  Cartas  edificantes, 
tomo  XVIII.) 


OBRAS    ESCOGIDAS  121 

de  que  de  allá  se  nos  comunicaron.  Sobresalen  con  grandes 
ventajas  en  cualquier  arte  n  que  se  aplican;  y  por  más  que  se 
han  esforzado  los  europeos,  no  han  podido  igualarlos,  ni  aun 
imitarlos  en  algunas  (i). 

Nada  es  digno  de  tanta  admiración  como  el  grande  exceso 
que  nos  hacen  en  el  conocimiento  y  uso  de  la  medicina.  Sus 
médicos  son  juntamente  boticarios;  quiero  decir,  que  en  su 
casa  tienen  todos  los  medicamentos  de  que  usan,  los  cuales 
se  reducen  á  variossimples,  cuyas  virtudes  tienen  bien  exa- 
minadas. Ellos  los  buscan,  preparan  y  aplican.  En  cuanto  á  la 
unión  de  los  dos  oficios,  antiguamente  se  practicaba  lo  mismo 
en  todas  las  naciones,  y  ojalá  se  practicase  también  ahora. 
Son  sumamente  prolijos  en  el  examen  del  pulso.  Es  muy  or- 
dinario detenerse  cerca  de  una  hora  en  explorar  su  movi- 
miento. Pero  es  tal  la  comprehensión  que  tienen,  así  de  esta 
señal  como  de  la  lengua,  que,  en  registrando  uno  y  otro,  sin 
que  los  asistentes  ni  el  enfermo  les  digan  cosa  alguna,  pro- 
nuncian qué  enfermedad  es  la  que  padece,  qué  síntomas  la 
acompañan,  el  tiempo  en  que  entró,  con  las  demás  circuns- 
tancias antecedentes  y  subsecuentes  (2). 


(1)  El  padre  Du-Halde,  en  el  tomo  II  de  su  grande  Historia  de  la  China,  pág.  47, 
dice,  que  aunque  la  pólvora  es  antigua  en  la  China,  no  usaban  de  ella  sino  para  los 
fuegos  de  artificio,  ignorando  enteramente  su  uso  en  los  cañones.  Sin  embargo,  añade, 
que  á  las  puertas  de  Nan-kín  había  tres  ó  cuatro  bombardas  cortas,  bastantemente 
antiguas,  para  hacer  juicio  de  que  algiin  tiempo  tuvieron  poco  ó  mucho  conocimiento 
de  la  artillería.  Lo  que  es  cierto  es,  que  todos  los  cañones  que  hoy  tienen  los  deben  á 
artífices  europeos  ;  con  que,  si  en  la  antigüedad  conocieron  el  arte,  enteramente  lo 
habían  perdido. 

(2)  En  orden  á  la  medicina  de  los  chinos,  el  padre  Du-Halde  dice  que  su  teórica  es 
muy  defectuosa,  sus  principios  físicos  inciertos  y  obscuros,  su  ciencia  anatómica  casi 
ninguna;  pero  no  les  niega  su  conocimiento  de  muchos  remedios  muy  útiles.  Por  lo 
que  mira  al  conocimiento  de  el  pulso,  confirma  lo  que  hemos  dicho  en  el  número  cita- 
do. Pondré  aquí  el  pasaje,  aunque  algo  largo,  traducido  literalmente,  porque  algunos 
lectores  han  dificultado  el  asenso  á  lo  que  hemos  escrito  sobre  esta  materia.  Está  en  el 
tomo  III,  página  382. 

«Toda  su  ciencia  consiste  en  el  conocimiento  de  el  pulso  y  en  el  uso  de  los  simples, 
de  que  tienen  íjran  cantidad,  y  que,  según  ellos,  están  dotados  de  virtudes  singulares 
para  curar  las  enfermedades.  Ellos  pretenden  conocer,  por  sólo  el  movimiento  de  el 
pulso,  el  origen  de  el  mal  y  en  qué  parte  de  el  cuerpo  resida.  En  efecto,  los  que  entrc- 
cllos  son  hábiles  descubren  ó  pronostican  muy  exactamente  todos  los  síntomas  de  una 
enfermedad ;  y  esto  es  lo  que  hizo  principalmente  tan  famosos  en  el  mundo  los  médi- 
cos de  la  China. 

•Cuando  son  llamados  para  algún  enfermo,  apoyan  lo  primero  el  brazo  sobre  una 


122  F  E  I  J  O  O 

Bien  veo  que  esto  se  hará  increíble  á  nuestros  médicos; 
pero  las  varias  relaciones  que  tenemos  de  la  China,  algunas 
escritas  por  misioneros  ejemplarísimos,  están  en  este  punto 
tan  constantes,  que  sin  temeridad  no  se  les  puede  negar  el 
asenso.  Aun  cuando  á  mí  me  hubiera  quedado  alguna  duda, 
me  la  habría  quitado  el  ilustrísimo  señor  don  José  Manuel  de 
Andaya  y  Haro,  dignísimo  prelado  de  esta  santa  iglesia  de 
Oviedo,  que  me  confirmó  esta  noticia,  con  las  experiencias 
que  tenía  de  un  médico  chino  que  trató  en  Manila,  capital  de 
las  Filipinas,  y  de  quien  su  ilustrísima  me  refirió  maravillas, 
así  en  orden  al  pronóstico  como  en  orden  á  la  curación.  Per- 
suádome  á  que  algunos  médicos  de  la  corte  tendrán  el  libro 
de  Andrés  Cleyer,  protomédico  de  la  Batavia  índica.  De  Me- 
dicina Chinensium^  impreso  en  Ausburg,  de  que  da  noticia  el 


almohada ;  aplican  luego  los  cuatro  dedos  á  lo  largo  de  la  arteria,  ya  blandamente,  ya 
con  fuerza.  Detiénense  largo  tiempo  á  examinar  las  pulsaciones  y  á  notar  las  diferen- 
cias, por  imperceptibles  que  sean ;  y  según  el  movimiento  más  ó  menos  veloz  ó  tardo, 
más  ó  menos  lleno  ó  disminuido,  más  uniforme  ó  menos  regular,  que  observan  con  la 
mayor  atención,  descubren  la  causa  de  el  mal;  de  suerte  que,  sin  hacer  pregunta  algu- 
na al  enfermo,  le  dicen  en  qué  parte  de  el  cuerpo  siente  dolor,  en  la  cabeza  ó  en  el 
estómago,  vientre,  hígado  ó  bazo,  y  le  pronostican  cuándo  se  aliviará  la  cabeza,  cuán- 
do recobrará  el  apetito,  cuándo  cesará  la  incomodidad. 

»Yo  hablo  de  los  médicos  hábiles,  y  no  de  otros  muchos  que  no  ejercen  la  medicina 
sino  por  tener  de  qué  vivir,  y  que  carecen  de  estudio  y  experiencia.  Pero  es  cierto,  y 
no  se  puede  dudar,  después  de  tantos  testimonios  como  hay,  que  los  médicos  chinos 
han  adquirido  en  esta  materia  un  conocimiento  que  tiene  algo  de  extraordinario  y 
asombroso. 

«Entre  muchos  ejemplos  que  pudiera  alegar  en  prueba,  no  referiré  más  que  uno 
solo.  Un  misionero  cayó  enfermo  en  las  prisiones  de  Nan-kin.  Los  cristianos,  que  se 
veían  en  riesgo  de  perder  su  pastor,  solicitaron  á  un  médico  de  fama  para  que  le  visi- 
tase. Rindióse  á  sus  instancias,  aunque  con  alguna  dificultad.  Vino  á  la  prisión,  y  des- 
pués de  considerar  bien  al  enfermo  y  tentado  el  pulso  con  las  ceremonias  ordinarias, 
al  instante  compuso  tres  medicinas,  que  le  ordenó  tomase,  ima  de  mañana,  otra  una 
hora  después  de  mediodía,  y  otra  á  la  noche.  El  enfermo  se  halló  peor  la  noche  si- 
guiente, perdió  el  habla,  y  los  asistentes  le  creyeron  muerto;  pero  á  la  mañana  se  hizo 
una  mutación  tan  grande,  que  el  médico,  pulsándole,  dijo  que  estaba  curado,  y  que  no 
necesitaba  ya  sino  guardar  cierto  régimen  durante  la  convalecencia ;  en  efecto,  por 
este  medio  fué  perfectamente  restablecido.» 

Los  que  saben  que  el  padre  Du-Halde  escribió  su  grande  Historia  de  la  China  so- 
bre gran  multitud  de  memorias,  las  más  exactas  y  justas  venidas  de  aquel  imperio,  y 
que  el  venerable  padre  Contancin,  que  vino  á  París  después  de  treinta  y  un  años  de 
estancia  en  la  China,  la  revio  toda  dos  veces,  antes  de  darse  á  la  prensa,  harán  de  este 
testimonio  el  aprecio  que  es  justo. 


OBRAS     ESCOGIDAS  123 

Diario  de  los  Sabios  de  París  del  año  1682,  donde  podrán  ver 
más  por  extenso  esta  noticia. 

Siendo  tan  sabios  los  médicos  de  la  China  en  la  práctica  de 
su  arte,  no  son  menos  sabios  los  chinos  en  la  práctica  que 
observan  con  sus  médicos.  Si  el  médico,  después  de  exami- 
nados el  pulso  y  la  lengua,  no  acierta  con  la  enfermedad  ó 
con  alguna  circunstancia  suya,  lo  que  pocas  veces  sucede,  es 
despedido  al  punto  como  ignorante,  y  se  llama  otro.  Si  acier- 
ta, como  es  lo  común,  se  le  fía  la  curación.  Trae  luego  de  su 
casa  un  costalillo  de  simples,  cuyo  uso  arregla  en  el  cuándo 
y  en  el  cóyno.  Acabada  la  cura,  se  le  paga  legítimamente,  así 
el  trabajo  de  la  asistencia  como  el  coste  de  los  medicamen- 
tos. Pero  si  el  enfermo  no  convalece,  uno  y  otro  pierde  el 
médico;  de  modo  que  el  enfermo  paga  la  curación  cuando 
sana,  y  el  médico  su  impericia  cuando  no  le  cura.  ¡Oh  si  en- 
tre nosotros  hubiese  la  misma  leyl  Ya  Quevedo  se  quejó  de 
la  falta  de  ella,  sin  saber  que  se  practicase  en  la  China ;  y 
aunque  lo  hizo  como  entre  burlas,  pienso  que  lo  sentía  muy 
de  veras. 

Generalmente  podemos  decir  á  favor  de  la  Asia,  que  esta 
parte  del  mundo  fué  la  primera  patria  de  las  artes  y  las  cien- 
cias. Las  letras  tuvieron  su  nacimiento  en  la  Fenicia;  de  allí 
vinieron  á  Egipto  y  Grecia,  como  el  conocimiento  de  los  as- 
tros á  una  y  otra  parte  vino  de  Caldea. 


V 


Por  lo  que  mira  á  la  África,  no  tenemos  más  que  echar  los 
ojos  á  que  allí  nacieron  un  Cipriano,  un  Tertuliano  y,  lo  que 
es  más  que  todo,  un  Augustino ;  á  que  en  la  pericia  militar, 
más  superiores  fueron  un  tiempo  los  africanos  á  los  españo- 
les, que  hoy  los  españoles  á  los  africanos.  Menos  sangre  les 
costó  á  los  cartagineses  algún  día  la  conquista  de  toda  Espa- 
ña, que  después  acá  á  los  españoles  la  de  unos  pequeños  re- 
tazos de   la   Mauritania.  El  suelo  y  el  cielo  los  mismos  son 


124  F  E  I  J  o  o 

ahora  que  entonces,  y  por  tanto  capaces  de  producir  iguales 
genios.  Si  les  falta  la  cultura,  no  es  vicio  del  clima,  sino  de  su 
inaplicación.  Fuera  deque,  acaso  no  son  tan  incultos  como  se 
imagina.  El  padre  Buffier,  en  el  librito  que  intituló  Examen 
des  prejuges  vulgaires,  copió  la  arenga  de  un  embajador  de 
Marruecos  al  gran  Luís  XIV,  la  cual  está  tan  elocuente  y  opor- 
tuna como  si  la  hubiera  formado  un  discreto  europeo. 


VI 


El  concepto  que  desde  el  primer  descubrimiento  de  la 
América  se  hizo  de  sus  habitadores,  y  aún  hoy  dura  entre  la 
plebe,  es,  que  aquella  gente  no  tanto  se  gobierna  por  razón 
cuanto  por  instinto,  como  si  alguna  Circe,  peregrinando  por 
aquellos  vastos  países,  hubiese  transformado  todos  los  hom- 
bres en  bestias.  Con  todo,  sobran  testimonios  de  que  su  ca- 
pacidad en  nada  es  inferior  á  la  nuestra.  El  ilustrísimo  señor 
Palafox  no  se  contenta  con  la  igualdad;  pues  en  el  memorial 
que  presentó  al  Rey  en  favor  de  aquellos  vasallos,  intitulado 
Retrato  natural  de  los  indios,  dice  que  nos  exceden.  Allí  cuen- 
ta de  un  indio,  que  conoció  su  ilustrísima,  á  quien  llamaban 
Seis-oficios^  porque  otros  tantos  sabía  con  perfección.  De 
otro,  que  aprendió  el  de  organero  en  cinco  ó  seis  días,  sólo 
con  observar  las  operaciones  del  maestro,  sin  que  éste  le  diese 
documento  alguno.  De  otro,  que  en  quince  días  se  hizo  orga- 
nista. Allí  refiere  también  la  exquisita  sutileza  con  que  un  in- 
dio recobró  el  caballo  que  acababa  de  robarle  un  español. 
Aseguraba  éste,  reconvenido  por  la  justicia,  que  el  caballo 
era  suyo  había  muchos  años.  El  indio  no  tenía  testigo  alguno 
del  robo:  viéndose  en  este  estrecho,  prontamente  echó  su 
capa  sobre  los  ojos  del  caballo,  y  volviéndose  al  español,  le 
dijo,  que  ya  que  tanto  tiempo  había  era  dueño  del  caballo,  no 
podía  menos  de  saber  de  qué  ojo  era  tuerto;  así,  que  lo  dijese. 
El  español,  sorprendido  y  turbado,  á  Dios  y  á  dicha  respon- 
dió que  del  derecho.    Entonces  el  indio,  quitando  la  capa, 


OBRAS     ESCOGIDAS  125 

mostró  al  juez  y  á  todos  los  asistentes  que  el  caballo  no  era 
tuerto  ni  de  uno  ni  de  otro  ojo;  y  convencido  el  español  del 
robo,  se  le  restituyó  el  caballo  al  indio. 

Apenas  los  españoles,  debajo  de  la  conducta  de  Cortés,  en- 
traron en  la  América,  cuando  tuvieron  muchas  ocasiones  de 
conocer  que  aquellos  naturales  eran  de  la  misma  especie  que 
ellos,  é  hijos  del  mismo  padre.  Léense  en  la  Historia  de  la 
conquista  de  Méjico  estratagemas  militares  de  aquella  gente, 
nada  inferiores  á  las  de  cartagineses,  griegos  y  romanos.  Mu- 
chos han  observado  que  los  criollos,  ó  hijos  de  españoles, 
que  nacen  en  aquella  tierra  son  de  más  viveza  ó  agilidad  inte- 
lectual que  los  que  produce  España.  Lo  que  añaden  otros, 
que  aquellos  ingenios,  así  como  amanecen  más  temprano, 
también  se  anochecen  más  presto,  no  sé  que  esté  justificado. 

Es  discurrir  groseramente  hacer  bajo  concepto  de  la  capa- 
cidad de  los  indios,  porque  al  principio  daban  pedazos  de  oro 
por  cuentas  de  vidrio.  Más  rudo  es  que  ellos,  quien  por  esto 
los  juzga  rudos.  Si  se  mira  sin  prevención,  más  hermoso  es  el 
vidrio  que  el  oro,  y  en  lo  que  se  busca  para  ostentación  y 
adorno,  en  igualdad  de  hermosura,  siempre  se  prefiere  lo  más 
raro.  No  hacían,  pues,  en  esto  los  americanos  otra  cosa  que 
lo  que  hace  todo  el  mundo.  Tenían  oro,  y  no  vidrio;  por  eso 
era  entre  ellos,  y  con  razón,  más  digna  alhaja  de  una  princesa 
un  pequeño  collar  de  cuentas  de  vidrio  que  una  gran  cadena 
de  oro.  Un  diamante,  si  se  atiende  al  uso  necesario,  es  igual- 
mente útil  que  una  cuenta  de  vidrio  ;  si  á  la  hermosura,  no  es 
mucho  el  exceso.  Con  todo,  los  asiáticos  venden  por  millones 
de  oro  á  los  europeos  un  diamante  que  pesa  dos  onzas.  ¿Por 
qué  esto,  sino  porque  son  rarísimos?  Los  habitadores  de  la 
isla  Formosa  estimaban  más  el  azófar  que  el  oro,  porque  te- 
nían más  oro  que  azófar,  hasta  que  los  holandeses  les  dieron 
á  conocer  la  grande  estimación  que  en  las  demás  regiones  se 
hacía  de  aquel  metal.  Si  en  todo  el  mundo  hubiese  más  oro 
que  azófar,  en  todo  el  mundo  sería  preferido  este  metal  á 
aquel.  Aportando  el  año  de  i6o5  el  almirante  holandés  Cor- 
nelio  Matelief  al  cabo  de  Buena  Esperanza,  le  dieron  aquellos 
africanos  treinta  y  ocho  carneros  y  dos  vacas  por  un  poco  de 
hierro  que  no  valía  de  veinte  sueldos  arriba ;  y  lo  bueno  es, 
que  quedaron  igualmente  satisfechos  de  que  habían  engañado 
á  ios  holandeses,  que  éstos  de  que  habían  engañado  á  los 


126  PE  1  J  o  o 

africanos.  Tenían  sobra  de  ganado  y  falta  de  hierro.  Si  acá 
hubiese  la  misma  sobra  y  la  misma  falta,  se  compraría  el  hie- 
rro al  mismo  precio. 

El  padre  Lafitau,  misionero  jesuíta,  que  trató  mucho  tiem- 
]>o  aquellos  pueblos  de  la  América  Septentrional,  á  quienes, 
por  estar  reputados  por  más  bárbaros  que  los  demás,  llaman 
salvajes,  encarece  en  gran  manera  su  gobierno  y  policía,  com- 
parándolos en  todo  con  los  antiguos  lacedemonios.  Es  tam- 
bién, lo  que  se  admirará  más,  gran  panegirista  de  su  elocuen- 
cia; llegando  á  decir  que  hay  tal  cual  entre  ellos,  cuyas 
oraciones  pueden  correr  parejas,  y  aun  acaso  exceder,  á  las 
de  Cicerón  y  Demóstenes.  En  las  Memorias  de  Trevoux^ 
año  1724,  artículo  106,  se  halla  la  relación  del  padre  Lafitau. 
Puede  ser  que  en  esto  haya  algo  de  hipérbole;  pero  no  tiene 
duda  que  se  hace  muy  diferente  juicio  de  las  cosas  miradas  de 
cerca  que  de  lejos  (i). 

Padece  nuestra  vista  intelectual  el  mismo  defecto  que  la 
corpórea,  en  representar  las  cosas  distantes  menores  de  lo 
que  son.  No  hay  hombre,  por  gigante  que  sea,  que  á  mucha 
distancia  no  parezca  pigmeo.  Lo  mismo  que  pasa  en  el  tama- 
ño de  los  cuerpos,  sucede  en  la  estatura  de  las  almas.  En 


(i)  Lo  que  dice  el  padre  Sebastián  Rasles,  misionero  en  la  Nueva  Francia,  parte 
de  la  América  Septentrional,  de  la  habilidad  de  los  ilineses,  que  es  una  de  las  nacio- 
nes de  la  Nueva  Francia,  es  cosa  de  asombro,  y  puede  persuadirnos  á  que  nada  tiene 
de  hiperbólico  lo  que  de  la  gente  de  aquellas  partes  refiere  el  padre  Lafitau.  Es  cos- 
tumbre deliberar  sobre  los  negocios  más  importantes  al  público,  en  los  convites.  El 
padre  Rasles  se  halló  en  uno  de  ellos,  que  costeaba  el  jefe  principal  de  una  población 
de  trescientas  cabanas,  con  cuya  ocasión  refiere  como  testigo  lo  siguiente  ;  «Luego, 
dice,  que  arribaron  todos  los  convidados,  se  sentaron  con  orden ,  unos  en  la  tierra  des- 
mida, otros  sobre  esteras.  Entonces  el  jefe  se  levantó  y  empezó  su  arenga.  Yo  os  con- 
fieso que  admiré  su  afluencia,  la  exactitud  y  fuerza  de  las  razones  que  propuso,  el  aire 
elocuente  que  les  dio,  la  elección  y  delicadeza  de  las  expresiones  con  que  adornó  su 
discurso.  Estoy  persuadido  á  que  si  yo  hubiese  escrito  lo  que  nos  dijo  de  repente  y 
sin  preparación  alguna,  convendríais  sin  dificultad  en  que  los  más  hábiles  europeos, 
después  de  mucha  meditación  y  estudio,  no  podrían  componer  un  discurso  más  sólido 
ni  más  bien  colocado.  >  (Cartas  edificantes,  tomo  XXIII  ) 

Lo  que  testifica  el  padre  Chome  de  la  lengua  de  los  guaraníes,  nación  de  la  América 
Meridional,  donde  ejerció  el  ministerio  de  misionero,  creo  infiere  más  que  mediana 
capacidad  en  aquella  gente.  «Confiésoos,  dice,  que  después  que  me  hice  algo  capaz  de 
los  misterios  de  esta  lengua,  me  admiré  de  hallar  en  ella  tanta  majestad  y  energía. 
Cada  palabra  es  una  definición  exacta  de  la  cosa  que  quiere  exprimir,  y  da  una  idea 
clara  y  distinta  de  ella. »  Añade  luego  que  no  cede  en  nobleza  y  armonía  á  ninguno  de 
los  idiomas  que  él  había  aprendido  en  Europa. 


ORRASESCOGIDAS  1 27 

aquellas  naciones  que  están  muy  remotas  de  la  nuestra,  se 
nos  figuran  los  hombres  tan  pequeños  en  línea  de  hombres, 
que  apenas  llegan  á  racionales.  Si  los  considerásemos  de  cer- 
ca, haríamos  otro  juicio. 


VII 


Opondráseme  acaso  que  las  absurdísimas  opiniones  que  en 
materia  de  religión  padecen  los  más  de  los  pueblos  de  Asia, 
África  y  América,  mucho  más  la  carencia  de  toda  religión, 
que  se  ha  observado  en  algunos,  nos  precisan  á  hacer  bajísi- 
mo  juicio  de  sus  talentos. 

Respondo,  lo  primero,  que  aunque  los  errores  en  materia 
de  religión  son  los  peores  de  todos,  no  prueban  absolutamen- 
te rudeza  en  los  hombres  que  dan  asenso  á  ellos.  Nadie  igno- 
ra que  los  antiguos  griegos  y  romanos  eran  muy  hábiles  para 
ciencias  y  artes.  Con  todo,  ¡  qué  gente  más  fuera  de  camino 
en  cuanto  al  culto  1  Adoraban  dioses  adúlteros,  pérfidos,  ma- 
lignos: Roma,  que,  como  dice  san  León,  dominaba  á  todas 
las  naciones,  era  dominada  de  los  errores  de  todas.  En  em- 
pezando el  hombre  á  buscar  la  deidad  fuera  de  sí  misma,  no 
hay  que  hacer  cuenta  de  la  mayor  ó  menor  capacidad,  por- 
que anda  también  fuera  de  sí  misma  la  razón.  Para  quien 
camina  á  obscuras  es  indiferente  el  mayor  ó  menor  precipi- 
cio, porque  no  los  ve  para  medirlos.  Y  aun  no  sé  si  empezan- 
do á  errar,  se  descamina  más  el  que  más  alcanza;  porque  en 
punto  de  religión,  supuesto  el  primer  yerro,  fácilmente  se 
confunde  lo  misterioso  con  lo  ridículo,  y  afecta  la  sutileza 
hallar  algunas  señas  recónditas  de  divinidad  en  lo  que  más 
dista  de  ella,  según  el  juicio  común. 

Respondo,  lo  segundo,  que  no  podemos  asegurarnos  de 
que  la  idolatría  de  varias  naciones  sea  tan  grosera  como  se 
pinta.  En  orden  á  los  antiguos  idólatras,  ya  algunos  eruditos 
esforzaron  bien  esta  duda,  proponiendo  sólidos  fundamentos 
para  pensar,  que  en  el  simulacro  no  se  adoraba  el  tronco,  el 


128  FEIJ  o  o 

metal  ó  el  mármol,  sino  algún  numen  que  se  creía  huésped 
en  ellos.  Verdaderamente  parece  increíble  que  un  estatuario, 
como  le  pinta  graciosamente  Horacio  en  una  de  sus  sátiras^ 
enarbolada  la  hacha  con  una  mano,  asido  un  tronco  con  la 
otra,  perplejo  sobre  si  haría  un  Priapo  ó  un  escaño,  conside- 
rase en  sí  mismo  la  autoridad  que  era  menester  para  fabricar 
una  deidad. 

Lo  mismo  digo  de  los  ídolos  animados.  ¿  Cómo  he  de  creer 
que  los  egipcios,  que  fueron  algunos  siglos  el  reservatorio  de 
las  ciencias,  tuviesen  por  término  último  de  la  adoración  unas 
viles  sabandijas,  y  aun  los  mismos  puerros  y  cebollas,  como 
dice  de  ellos  Juvenal  con  irrisión  irónica,  que  les  nacían  en 
los  huertos  ?  O  sanctas  gentes^  quibiis  hcec  nascuntur  in  hortis 
Ilumina  !  Más  razonable  es  pensar  que  aquella  nación,  que 
era  igualmente  inclinada  á  representar  todas  las  cosas  con 
enigmas  y  símbolos,  adorase  en  aquellas  viles  criaturas  algu- 
na mística  significación  que  les  daban,  y  que  el  culto  fuese 
respectivo,  y  no  absoluto.  Lo  mismo  que  de  aquella  nación, 
se  puede  discurrir  de  otras,  así  en  aquel  tiempo  como  en 
este. 

Confírmame  en  este  pensamiento  lo  que  leí  de  la  supersti- 
ción que  reina  en  la  isla  de  Madagascar.  Adoran  sus  habita- 
dores un  grillo,  criando  cada  uno  el  suyo  con  gran  cuidado  y 
veneración.  En  una  expedición  que  hicieron  cuatro  bajeles 
franceses,  el  año  de  i665,  para  la  India  Oriental,  entraron  de 
tránsito  en  la  isla  de  Madagascar.  Sucedió  que  un  francés  cu- 
rioso, advertido  de  la  extravagante  superstición  de  aquellos 
isleños,  preguntó  á  uno  de  los  que  entre  ellos  eran  venerados 
por  sabios,  ¿qué  fundamento  tenían  para  adorar  á  un  animal 
tan  vil  ?  Respondió  éste  que  en  el  efecto  adoraban  el  princi- 
pio, esto  es,  en  la  criatura  el  Criador,  y  que  era  menester 
determinar  la  adoración  á  un  sujeto  sensible  para  fijar  el  es- 
píritu. ¿Quién  esperaría  un  concepto  tan  delicado  en  aquel 
país?  No  niego  que  la  respuesta  no  le  redime  de  supersticio- 
so; pero  le  pone  muy  lejos  de  insensato.  Si  reconviniésemos 
á  los  antiguos  egipcios,  creo  nos  responderían  en  la  misma 
substancia. 

En  cuanto  á  los  pueblos  que  carecen  de  religión,  es  harto 

dudoso  que  haya  alguno  tal  en  el  mundo.  Los  viajeros  que 

os  aseguran,  es  de  creer  que,  ó  por  falta  de  suficiente  trato, 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 29 

Ó  por  no  entender  bien  el  idioma,  no  penetraron  su  mente. 
Clama  toda  la  naturaleza  la  existencia  del  Criador,  con  tan 
sonoros  gritos,  que  parece  imposible  que  la  razón  más  dor- 
mida no  despierte  á  sus  voces. 


VIII 


Apenas,  pues,  hay  gente  alguna  que,  examinado  su  fondo, 
pueda  con  justicia  ser  capitulada  bárbara.  No  negaré  por 
tanto  que  no  haya  entre  determinadas  naciones  alguna  des- 
igualdad en  orden  ai  uso  del  discurso.  Sé  que  este  depende 
de  la  disposición  del  órgano,  y  en  la  disposición  del  órgano 
puede  tener  su  influjo  el  clima  en  que  se  nace.  Pero  si  se  me 
pregunta  qué  naciones  son  las  más  agudas,  responderé,  con- 
fesando con  ingenuidad  que  no  puedo  hacer  juicio  seguro. 
Veo  que  las  ciencias  florecieron  un  tiempo  entre  los  fenicios, 
otro  entre  los  caldeos,  otro  entre  los  egipcios,  otro  entre  los 
griegos,  otro  entre  los  romanos,  otro  entre  los  árabes.  Des- 
pués se  extendieron  á  casi  todos  los  europeos.  Entre  tanto 
que  á  cada  tierra  no  le  tocaba  el  turno  de  la  circulación,  eran 
tenidos  los  habitadores  de  ella  por  rudos.  Después  se  vio  que 
no  entendían  ni  adelantaban  menos  que  los  que  tuvieron  la 
dicha  de  ser  los  primeros.  Acaso  si  el  mundo  dura  mucho  y 
hay  grandes  revoluciones  de  imperios  (porque  Minerva  anda 
peregrina  por  la  tierra,  según  el  impulso  que  le  dan  las  vio- 
lentas agitaciones  de  Marte),  poseerán  las  ciencias  en  grado 
eminente  los  iroqueses,  los  lapones,  los  trogloditas,  los  gara- 
mantes  y  otras  gentes  á  quienes  hoy  con  desdén  y  repugnan- 
cia admitimos  por  miembros  de  nuestra  especie ;  de  modo 
que,  por  la  experiencia,  apenas  podemos  notar  desigualdad 
de  ingenio  en  las  naciones. 

Mucho  menos  por  razones  físicas.  Muchos  han  querido  es- 
tablecer esta  desigualdad  á  proporción  del  predominio  de  las 
cualidades  elementales  que  reinan  en  diferentes  países.  Co- 
munmente se  dice  que  los  climas  húmedos  y  nebulosos  pro- 


1 3o  FEIJOO 

ducen  espíritus  groseros;  al  contrario  los  puros,  secos  y 
despejados.  Aristóteles  se  declaró  á  favor  de  las  tierras  ar- 
dientes. Lo  primero  probaría  que  los  holandeses  y  venecianos 
son  muy  rudos,  pues  aquellos  viven  metidos  en  charcos,  y 
éstos  habitan  el  mismo  golfo  á  quien  dieron  nombre.  Lo  se- 
gundo, que  los  negros  de  Angola  son  más  agudos  que  los 
ingleses  ;  y  no  sé  que  ningún  hombre  razonable  haya  de  con- 
ceder ni  una  ni  otra  consecuencia.  Pero  no  es  menester  dete- 
nernos en  esto,  pues  ya  mostramos  largamente  que  no  puede 
inferirse  desigualdad  en  el  discurso,  del  predominio  que  tie- 
ne en  el  temperamento  ninguna  de  las  cualidades  sensibles. 
Por  lo  cual,  es  preciso  confesar  que  el  influjo  que  el  país 
natalicio  puede  tener  en  esto,  viene  de  más  oculta  causa, 
innacesible  á  nuestro  conocimiento,  ó  por  lo  menos  no  com- 
prendida hasta  ahora. 

Guando  digo  que  por  la  experiencia  apenas  podemos  notar 
desigualdad  de  ingenio  en  las  naciones,  debe  entenderse  en 
cuanto  á  las  cualidades  esenciales  de  penetración,  solidez  y 
claridad,  no  en  cuanto  á  los  accidentes  de  más  veloz  ó  más 
tardo,  más  suelto  ó  más  detenido ;  porque  en  cuanto  á  esto, 
es  visible  que  unas  naciones  exceden  á  otras.  Así  es  claro  que 
los  italianos  y  los  franceses  son  más  ágiles  que  los  españoles, 
y  dentro  de  España  hay  bastante  diferencia  de  unas  á  otras 
provincias.  En  esta  de  Asturias  se  notan,  por  lo  común,  ge- 
nios más  despejados,  por  lo  menos  para  la  explicación,  que 
en  otros  países,  cuya  experiencia  basta  para  disuadir  aquella 
general  aprehensión  de  que  los  países  muy  lluviosos  producen 
almas  torpes ;  siendo  cierto  que  á  esta  tierra  el  cielo  más  la 
inunda  que  la  riega,  y  con  verdad  la  podríamos  llamar : 

Nimborum  patriam,  loca  f ceta  furentib'us  austris. 

Pero  si  entre  las  naciones  de  Europa  hubiese  yo  de  dar 
preferencia  á  alguna  en  la  sutileza,  me  arrimaría  al  dictamen 
de  Heidegero,  autor  alemán,  que  concede  á  los  ingleses  esta 
ventaja.  Ciertamente  la  Gran  Bretaña,  desde  que  se  introdujo 
en  ella  el  cultivo  de  las  letras,  ha  producido  una  gran  copia 
de  autores  de  primera  nota.  Sólo  el  referir  los  que  dio  á  las 
dos  religiones  benedictina  y  seráfica  sería  muy  fastidioso. 
Pero  no  callaré  que  cada  una  de  estas  dos  religiones  le  debe 


OBRAS    ESCOGIDAS  l3l 

tres  estrellas  de  primera  magnitud.  La  primera  el  venerable 
Beda,  el  famoso  Alcuino  y  el  célebre  calculador  Suiset.  La 
segunda,  Alejandro  de  Ales,  el  sutil  Scoto  y  su  discípulo 
Guilleimo  Ockan.  Con  esta  reflexión  de  Cardano  {De  subtilit., 
lib.  XVI,  De  scient.)^  que  entre  los  doce  ingenios  más  sutiles 
del  mundo  gradúa  en  cuarto  y  quinto  lugar  al  sutil  Scoto  y 
al  calculador,  de  quienes  dice  :  Barbaros  ingenio  nobis  haud 
esse  inferiores,  quandoquidem  sub  Brumce  coelo,  divisa  tota 
orbe  Britannia  dúos  tam  ciar  i  ingenii  viros  emisserit. 

Tampoco  callaré  que  en  un  tiempo,  en  que  en  las  demás 
naciones  de  Europa  apenas  se  sabía  qué  cosa  era  matemática, 
tuvieron  las  dos  religiones  dichas  ilustrísimos  matemáticos 
ingleses.  En  la  seráfica  fué  celebérrimo  Rogerio  Bacón,  que 
por  razón  de  sus  admirables  y  artificiosísimas  operaciones 
fué  sospechoso  de  magia,  y  dicen  algunos  autores  que  fué  á 
Roma  á  purgarse  de  esta  sospecha.  El  vulgo  fingió  de  él  lo 
mismo  que  de  Alberto  Magno ;  esto  es,  haber  fabricado  una 
cabeza  de  metal  que  respondía  á  cuanto  le  preguntaban.  No 
fué  menos  famoso  en  la  benedictina  Oliverio  de  Malmesbury, 
de  quien  Juan  Pitseo  refiere  que  alcanzó  el  arte  de  volar, 
aunque  no  con  tanta  felicidad,  que  pasase  de  ciento  y  veinte 
pasos.  Mas  al  fin  ningún  otro  hombre  llegó  á  tanto. 

En  las  cosas  físicas  dio  Inglaterra  más  número  de  autores 
originales  que  todas  las  demás  naciones  juntas.  Y  así,  los 
franceses,  con  ser  tan  celosos  del  crédito  de  los  ingenios  de 
su  nación,  confiesan  á  los  ingleses  la  ventaja  del  espíritu  filo- 
sófico. Sin  temeridad  se  puede  decir  que  cuanto  de  un  siglo 
á  esta  parte  se  adelantó  en  la  física,  todo  se  debe  al  canciller 
Bacón.  Éste  rompió  las  estrechas  márgenes  en  que  hasta  su 
tiempo  estuvo  aprisionada  la  filosofía;  éste  derribó  las  colum- 
nas que  con  la  inscripción  Non  plus  ultra  habían  fijado  tan- 
tos siglos  á  la  ciencia  de  las  cosas  naturales.  El  doctísimo 
Pedro  Gasendo  no  fué  otra  cosa  que  un  fiel  discípulo  de  Ba- 
cón, que  lo  que  éste  había  dicho  sumariamente,  lo  repitió  en 
sus  excelentes  escritos  filosóficos,  debajo  de  otro  método 
más  extendido.  Lo  que  dijo  Descartes  de  bueno,  de  Bacón  lo 
sacó.  Después  de  Bacón  son  también  grandes  originales  Ro- 
berto Boile  y  el  sutilísimo  caballero  Newton,  dejando  á  Juan 
Loke,  al  caballero  Digby  y  otros  muchos.  Pero  la  viveza  de 
sus  ingenios  tiene  la  desgracia  que  reparó  su  mismo  Bacón; 


l32  F  E  I  J  o  o 

pues  una  vez  que  se  apartaron  de  la  verdadera  senda,  tanto 
más  velozmente  se  han  extraviado,  cuanto  más  vivamente 
han  discurrido.  Aunque  no  falta  en  Inglaterra  (después  que 
la  afeó  la  herejía)  un  Tomás  Moro,  célebre  en  las  ciencias,  y 
aún  más  célebre  por  su  católica  constancia. 

También  diré  que  en  los  filósofos  ingleses  he  visto  una 
sencilla  explicación  y  una  franca  narrativa  de  lo  que  han  ex- 
perimentado, desnuda  de  todo  artificio,  que  no  es  tan  fre- 
cuente en  los  de  otras  naciones.  Señaladamente  en  Bacón, 
en  Boile,  en  el  caballero  Newton  y  en  el  médico  Sidenham, 
agrada  el  ver  cuan  sin  jactancia  dicen  lo  que  saben,  y  cuan 
sin  rubor  confiesan  lo  que  ignoran.  Este  es  carácter  propio 
de  ingenios  sublimes.  ¡  Oh  desdicha,  que  tenga  la  herejía  se- 
pultadas tan  bellas  luces  en  tan  tristes  sombras  ! 

Para  complemento  de  este  discurso,  y  en  obsequio  de  los 
curiosos,  pongo  aquí  la  siguiente  tabla,  sacada  del  segundo 
tomo  de  la  Specula  phisico-mathematico-historica  del  padre 
premonstratense  Juan  Zalm,  donde  se  pone  delante  de  los 
ojos  la  diversidad  que  tienen  en  ingenios,  vicios  y  dotes  de 
alma  y  cuerpo,  las  cinco  principales  naciones  de  Europa.  El 
citado  autor,  que  es  alemán,  la  propone  como  arreglada  al 
sentir  común  de  las  naciones.  Pero  yo  no  salgo  por  fiador  de 
su  verdad  en  todas  sus  partes,  y  en  especial  le  hallo  poco  ve- 
rídico en  lo  que  dice  de  los  españoles;  pues  no  son  en  el 
cuerpo  horrendos,  ni  en  la  hermosura  demonios,  ni  en  la 
fidelidad  falaces ;  antes  bien  en  los  cuerpos  y  hermosura  son 
airosos  y  en  la  fidelidad  firmes. 


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AMOR  DE  LA  PATRIA 


PASIÓN    NACIONAL 


Busco  en  los  hombres  aquel  amor  de  la  patria  que 
hallo  tan  celebrado  en  los  libros;  quiero  decir,  aquel 
amor  justo,  debido,  noble,  virtuoso,  y  no  le  encuen- 
tro. En  unos  no  veo  algún  afecto  á  la  patria;  en  otros  sólo 
veo  un  afecto  delincuente,  que  con  voz  vulgarizada  se  llama 
pasión  nacional. 

No  niego  que  revolviendo  las  historias  se  hallan  á  cada 
paso  millares  de  víctimas  sacrificadas  á  este  ídolo.  ¿Que  gue- 
rra se  emprendió  sin  este  especioso  pretexto?  ¿Qué  campaña 
se  ve  bañada  de  sangre,  á  cuyos  cadáveres  no  pusiese  la  pos- 
teridad la  honrosa  incripción  funeral  de  que  perdieron  la  vida 
por  la  patria?  Mas  si  examinamos  las  cosas  por  adentro,  ha- 
llaremos que  el  mundo  vive  muy  engañado  en  el  concepto 


I  36  FEI  JOO 

que  hace  de  que  tenga  tantos  y  tan  finos  devotos  esta  deidad 
imaginaria.  Contemplemos  puesta  en  armas  cualquiera  repú- 
blica sobre  el  empeño  de  una  justa  defensa,  y  vamos  viendo 
á  la  luz  de  la  razón  qué  impulso  anima  aquellos  corazones  á 
exponer  sus  vidas.  Entre  los  particulares,  algunos  se  alistan 
por  el  estipendio  y  por  el  despojo;  otros,  por  mejorar  de  for- 
tuna, ganando  algún  honor  nuevo  en  la  milicia,  y  los  más 
por  obediencia  y  temor  al  príncipe  ó  al  caudillo.  Al  que 
manda  las  armas  le  insta  su  interés  y  su  gloria.  El  prín- 
cipe ó  magistrado,  sobre  estar  distante  del  riesgo,  obra,  no 
por  mantener  la  república,  sí  por  conservar  la  dominación. 
Ponme  que  todos  esos  sean  más  interesados  en  retirarse  á 
sus  casas  que  en  defender  los  muros,  verás  como  no  quedan 
diez  hombres  en  las  almenas. 

Aun  aquellas  proezas  que  inmortalizó  la  fama  como  últimos 
esfuerzos  del  celo  por  el  público,  acaso  fueron  más  hijas  de 
la  ambición  de  gloria  que  del  amor  de  la  patria.  Pienso  que 
si  no  hubiese  testigos  que  pasasen  la  noticia  á  la  posteridad, 
ni  Curcio  se  hubiera  precipitado  en  la  sima,  ni  Marco  Attilio 
Régulo  se  hubiera  metido  á  morir  en  jaula  de  hierro,  ni  los 
dos  hermanos  Filenos,  sepultándose  vivos,  hubieran  exten- 
dido los  términos  de  Gartago.  Fué  muy  poderoso  en  el  gen- 
tilismo el  hechizo  de  la  fama  postuma.  También  puede  ser 
que  algunos  se  arrojasen  á  la  muerte,  no  tanto  por  el  logro 
de  la  fama,  cuanto  por  la  loca  vanidad  de  verse  admirados  y 
aplaudidos  unos  pocos  instantes  de  vida,  de  que  nos  da  Lu- 
ciano un  ilustre  ejemplo  en  la  voluntaria  muerte  del  filósofo 
Peregrino. 

En  Roma  se  preconizó  tanto  el  amor  de  la  patria,  que  pa- 
recía ser  esta  noble  inclinación  la  alma  de  toda  aquella  repú- 
blica. Mas  lo  que  yo  veo  es,  que  los  mismos  romanos  miraban 
á  Catón  como  un  hombre  rarísimo  y  casi  bajado  del  cielo, 
porque  le  hallaron  siempre  constante  á  favor  del  público.  De 
todos  los  demás,  casi  sin  excepción,  se  puede  decir  que  el 
mejor  era  el  que,  sirviendo  á  la  patria,  buscaba  su  propia 
exaltación  más  que  la  utilidad  común.  A  Cicerón  le  dieron 
el  glorioso  nombre  de  padre  de  la  patria  por  la  feliz  resisten- 
cia que  hizo  á  la  conjuración  de  Catilina.  Éste,  al  parecer, 
era  un  mérito  grande,  pero  en  realidad  equívoco;  porque  le 
iba  á  Cicerón,  no  sólo  el  consulado,  mas  también  la  vida,  en 


OBRAS    ESCOGIDAS  iSy 

que  no  lograse  sus  intentos  aquella  furia.  Es  verdad  que  des- 
pués, cuando  César  tiranizó  la  república,  se  acomodó  muy 
bien  con  él.  Los  sobornos  de  Jugurta,  rey  de  Numidia,  des- 
cubrieron sobradamente  qué  espíritu  era  el  que  movía  el  se- 
nado romano.  Toleróle  éste  muchas  y  graves  maldades  contra 
los  intereses  del  Estado  á  aquel  príncipe  sagaz  y  violento; 
porque  á  cada  nueva  insolencia  que  hacía  enviaba  nuevo 
presente  á  los  senadores.  Fué,  en  fin,  traído  á  Roma  para  ser 
residenciado;  y  aunque,  bien  lejos  de  purgar  los  delitos  anti- 
guos, dentro  de  la  misma  ciudad  cometió  otro  nuevo  y  graví- 
simo, á  favor  del  oro  le  dejaron  ir  libre;  lo  que  en  el  mismo 
interesado  produjo  tal  desprecio  de  aquel  gobierno,  que  á 
pocos  pasos  después  que  había  salido  de  Roma,  volviendo  á 
ella  con  desdén  la  cara,  la  llamó  ciudad  venal;  añadiendo  que 
presto  perecería,  como  hubiese  quien  la  comprase :  Urbem 
venalcm,  et  matiiré  peritiiram,  si  emptorem  invcnerit.  (  Sa- 
LUST.,  in  Jugiirtha.)  Lo  mismo,  y  aun  con  más  particularidad, 
dijo  Petronio: 

Vetialis  populus,  veitalis  curia  patrum. 

Este  era  el  amor  de  la  patria  que  tanto  celebraba  Roma,  y  á 
quien  hoy  juzgan  muchos  se  debió  la  portentosa  amplifica- 
ción de  aquel  imperio. 


II 


El  dictamen  común  dista  tanto  en  esta  parte  del  nuestro, 
que  cree  ser  el  amor  de  la  patria  como  trascendente  á  todos 
los  hombres;  en  cuya  comprobación  alega  aquella  repugnancia 
que  todos,  ó  casi  todos,  experimentan  en  abandonar  el  país 
donde  nacieron,  para  establecerse  en  otro  cualquiera;  pero 
yo  siento  que  hay  aquí  una  grande  equivocación,  y  se  juzga 
ser  amor  de  la  patria  lo  que  sólo  es  amor  de  la  propia  con- 
veniencia. No  hay  hombre  que  no   deje  con  gusto  su  tierra, 


1 38 


F  E  IJ  00 


si  en  otra  se  le  representa  mejor  fortuna.  Los  ejemplos  se 
están  viendo  cada  día.  Ninguna  fábula,  entre  cuantas  fabri- 
caron los  poetas,  me  parece  más  fuera  de  toda  verosimilitud, 
que  el  que  Ulises  prefiriese  los  desapacibles  riscos  de  su 
patria  Itaca  á  la  inmortalidad  llena  de  placeres  que  le  ofrecía 
la  ninfa  Calipso,  debajo  de  la  condición  de  vivir  con  ella  en 
la  isla  Ogigia. 

Diráseme  que  los  scitas,  como  testifica  Ovidio,  huían  de 
las  delicias  de  Roma  á  las  asperezas  de  su  helado  suelo;  que 
los  lapones,  por  más  conveniencias  que  se  les  ofrezcan  en 
Viena,  suspiran  por  volverse  á  su  pobre  y  rígido  país;  y  que 
pocos  años  há  un  salvaje  de  la  Canadá,  traído  á  París,  donde 
se  le  daba  toda  comodidad  posible,  vivió  siempre  afligido  y 
melancólico. 

Respondo  que  todo  esto  es  verdad;  pero  también  lo  es, 
que  estos  hombres  viven  con  más  conveniencia  en  la  Scitia, 
en  la  Laponia  y  en  la  Canadá,  que  en  Viena,  París  y  Roma. 
Habituados  á  los  manjares  de  su  país,  por  más  que  á  nosotros 
nos  parezcan  duros  y  groseros,  no  sólo  los  experimentan  más 
gratos,  pero  más  saludables.  Nacieron  entre  nieves,  y  viven 
gustosos  entre  nieves;  como  nosotros  no  podemos  sufrir  el 
frío  de  las  regiones  septentrionales,  ellos  no  pueden  sufrir  el 
calor  de  las  australes.  Su  modo  de  gobierno  es  proporciona- 
do á  su  temperamento;  y  aun  cuando  les  sea  indiferente,  en- 
gañados con  la  costumbre,  juzgan  que  no  dicta  otro  la  misma 
naturaleza.  Nuestra  política  es  barbarie  para  ellos,  como  la 
suya  para  nosotros.  Acá  tenemos  por  imposible  vivir  sin  do- 
micilio estable;  ellos  miran  este  como  una  prisión  voluntaria, 
y  tienen  por  mucho  más  conveniente  la  libertad  de  mudar 
habitación  cuándo  y  á  dónde  quieren,  fabricándosela  de  la 
noche  á  la  mañana,  ó  en  el  valle,  ó  en  el  monte,  ó  en  otro 
país.  La  comodidad  de  mudar  de  sitio,  según  las  varias  esta- 
ciones del  año,  sólo  la  logran  acá  los  grandes  señores ;  entre 
aquellos  bárbaros  ninguno  hay  que  no  la  logre,  y  yo  confieso 
que  tengo  por  una  felicidad  muy  envidiable  el  poder  un  hom- 
bre, siempre  que  quiere,  apartarse  de  un  mal  vecino,  y  bus- 
car otro  de  su  gusto. 

Olavo  Rudbec,  noble  sueco,  que  viajó  mucho  por  los  paí- 
ses septentrionales,  en  un  libro  que  escribió,  intitulado  La- 
ponia illustrata,  dice,  que  sus  habitadores  están  tan  persua- 


OBRAS     ESCOGIDAS  iSq 

didos  de  las  ventajas  de  su  región,  que  no  la  trocarán  á  otra 
alguna  por  cuanto  tiene  el  mundo.  De  hecho  representa 
algunas  conveniencias  suyas,  que  no  son  imaginarias,  sino 
reales.  Produce  aquella  tierra  algunos  frutos  regalados,  aun- 
que distintos  de  los  nuestros.  Es  inmensa  la  abundancia  de 
caza  y  pesca,  y  ésta  especialmente  gustosísima.  Los  invier- 
nos, que  acá  nos  son  tan  pesados  por  húmedos  y  lluviosos, 
allí  son  claros  y  serenos;  de  aquí  viene  que  los  naturales  son 
ágiles,  sanos  y  robustos.  Son  rarísimas  en  aquellas  tierras  las 
tempestades  de  truenos.  No  se  cría  en  ella  alguna  sabandija 
venenosa.  Viven  también  exentos  de  aquellos  dos  grandes 
azotes  del  cielo,  guerra  y  peste.  De  uno  y  otro  los  defiende 
el  clima,  por  ser  tan  áspero  para  los  forasteros,  como  sano 
para  los  naturales.  Las  nieves  no  los  incomodan,  porque,  ya 
por  su  natural  agilidad,  ya  por  arte  y  estudio,  vuelan  por  las 
cumbres  nevadas  como  ciervos.  La  multitud  de  osos  blancos, 
de  que  abunda  aquel  país,  les  sirve  de  diversión,  porque  es- 
tán diestros  en  combatir  estas  fieras,  que  no  hay  lapón  que 
no  mate  muchas  al  año,  y  apenas  se  ve  jamás  que  algún  pai- 
sano muera  á  manos  de  ellas. 

Añadamos  que  aquella  larga  noche  de  las  regiones  subpo- 
lares, que  tan  horrible  se  nos  representa,  no  es  lo  que  se 
imagina.  Apenas  tienen  de  noche  perfecta  un  mes  entero.  La 
razón  es,  porque  el  sol  desciende  de  su  horizonte  solos  vein- 
te y  tres  grados  y  medio,  y  hasta  los  diez  y  ocho  grados  de 
depresión  duran  los  crepúsculos,  según  el  cómputo  que  ha- 
cen los  astrónomos.  Tampoco  la  ausencia  aparente  del  sol 
dura  seis  meses,  como  comunmente  se  dice,  sí  solos  cinco; 
porque  á  causa  de  la  grande  refracción  que  hacen  los  rayos 
en  aquella  atmósfera,  se  ve  el  cuerpo  solar  medio  mes  antes 
de  montar  el  horizonte,  y  otro  tanto  después  que  baja  de  él. 
Sabido  es,  que  un  viaje  que  hicieron  los  holandeses  el  año 
de  1596,  estando  en  setenta  y  seis  grados  de  latitud  septen- 
trional, vieron,  con  grande  admiración  suya,  parecer  el  astro 
quince  ú  diez  y  seis  días  antes  del  tiempo  que  esperaban. 
En  las  Paradojas  matemáticas  explicamos  este  fenómeno  (i); 
de  modo  que,  computado  todo,  mucho  más  tiempo  gozan  la 
luz  del  sol  los  pueblos  septentrionales  que  los  que  viven  en 


( I  )     Discurso  VII  del  tomo  III  del  Teatro  crítico. 


1 40  F  E  I  J  o  o 

las  zonas  templadas  ó  en  la  Tórrida.  Y  así,  lo  que  se  dice  de 
la  igual  repartición  de  la  luz  en  todo  el  mundo,  aunque  se  da 
por  tan  asentado,  no  es  verdadero  (i). 

Nosotros  vivimos  muy  prendados  de  los  alimentos  de  que 
usamos,  pero  no  hay  nación  á  quien  no  suceda  lo  mismo.  Los 
pueblos  septentrionales  hallan  regaladas  las  carnes  del  oso, 
del  lobo  y  del  zorro ;  los  tártaros,  la  del  caballo ;  los  árabes, 
la  del  camello ;  los  guineos,  la  del  perro,  como  asimismo  los 
chinos,  los  cuales  ceban  los  perros  y  los  venden  en  los  mer- 
cados, como  acá  los  cochinos.  En  algunas  regiones  del  África 
comen  monos,  cocodrilos  y  serpientes.  Scalígero  dice,  que  en 
varias  partes  del  Oriente  es  tenido  por  plato  tan  regalado  el 
murciélago,  como  acá  la  mejor  polla. 

Lo  mismo  que  en  los  manjares  sucede  en  todo  lo  demás ;  ó 
ya  que  lo  haga  la  fuerza  del  hábito,  ó  la  proporción  respecti- 
va al  temperamento  de  cada  nación,  ó  que  las  cosas  de  una 
misma  especie  en  diferentes  países  tienen  diferentes  calida- 
des, por  donde  se  hacen  cómodas  é  incómodas,  cada  uno  se 
halla  mejor  con  las  cosas  de  su  tierra  que  con  las  de  la  ajena, 
y  así,  le  retiene  en  ella  esta  mayor  conveniencia  suya,  no  el 
supuesto  amor  de  la  patria.  t 

Los  habitadores  de  las  islas  Marianas  (llamadas  así  porque 
la  señora  doña  Mariana  de  Austria  envió  misioneros  para  su 
conversión)  no  tenían  uso  ni  conocimiento  del  fuego.  ¿Quién 
dijera  que  este  elemento  no  era  indispensablemente  necesa- 
rio á  la  vida  humana,  ó  que  pudiese  haber  nación  alguna  que 
pasase  sin  él?  Sin  embargo,  aquellos  isleños  sin  fuego  vivían 
gustosos  y  alegres.  No  sentían  su  falta,  porque  no  la  cono- 
cían. Raíces,  frutas  y  peces  crudos  eran  todo  su  alimento,  y 
eran  más  sanos  y  robustos  que  nosotros ;  de  modo  que  era 
regular  entre  ellos  vivir  hasta  cien  años. 

Es  poderosísima  la  fuerza  de  la  costumbre  para  hacer,  no 
sólo  tratables,  pero  dulces,  las  mayores  asperezas.  Quien 
no  estuviere  bien  enterado  de  esta  verdad  tendrá  por  increí- 


( I )  Monsieur  de  Mairan,  de  la  Academia  real  de  las  Ciencias,  por  el  cómputo  que 
hace  del  sucesivo  aumento  de  refracción  de  los  rayos  solares,  según  los  climas  distan 
más  del  Ecuador,  infiere,  que  debajo  de  los  polos  todo  el  año  es  día;  de  modo,  que  si 
en  aquellas  partes  hay  tierras  habitadas,  los  que  viven  en  ellas  nunca  necesitan  de  luz 
artificial ;  porque  cuando  llega  el  sol  al  trópico  de  Capricornio,  no  puede  faltarles  una 
luz  crepuscular  bien  sensible.  Y  juzgo  que  el  cómputo  y  la  ilación  son  justos. 


OBRAS     ESCOGIDAS  I4I 

ble  lo  que  pasó  á  Esteban  Bateri,  rey  de  Polonia,  con  los 
paisanos  de  Livonia.  Noticioso  este  glorioso  príncipe  de  que 
aquellos  pobres  eran  cruelmente  maltratados  por  los  nobles 
de  la  provincia,  juntándolos,  les  propuso,  que,  condolido  de 
su  miseria,  quería  hacer  más  tolerable  su  sujeción,  contenien- 
do á  más  benigno  tratamiento  la  nobleza.  ¡Cosa  admirable! 
Bien  lejos  de  estimar  el  beneficio,  echándose  á  los  pies  del 
rey,  le  suplicaron  no  alterase  sus  costumbres,  con  las  cuales 
estaban  bien  hallados.  ¿Qué  no  vencerá  la  fuerza  del  hábito, 
cuando  llega  á  hacer  agradable  la  tiranía?  Júntese  esto  con 
lo  de  las  mujeres  moscovitas,  que  no  viven  contentas  si  sus 
maridos  no  las  están  apaleando  cada  día,  aun  sin  darles  mo- 
tivo alguno  para  ello,  teniendo  por  prueba  de  que  las  aman 
mucho  aquel  mal  tratamiento  voluntario. 

Añádese  á  lo  dicho  la  uniformidad  de  idioma,  religión  y 
costumbres,  que  hace  grato  el  comercio  con  los  compatriotas, 
como  la  diversidad  le  hace  desapacible  con  los  extraños.  En 
fin,  concurren  á  lo  mismo  las  adherencias  particulares  á  otras 
personas.  Generalmente  el  amor  de  la  conveniencia  y  bien 
privado  que  cada  uno  logra  en  su  patria  le  atrae  y  le  retiene 
en  ella,  no  el  amor  de  la  patria  misma.  Cualquiera  que  en 
otra  región  completa  mayor  comodidad  para  su  persona,  hace 
lo  que  san  Pedro,  que  luego  que  vio  que  le  iba  bien  en  el  Ta- 
bor  quiso  fijar  para  siempre  su  habitación  en  aquella  cumbre, 
abandonando  el  valle  en  que  había  nacido. 


III 


Es  verdad  que  no  sólo  las  conveniencias  reales,  mas  tam- 
bién las  imaginadas,  tienen  su  influjo  en  esta  adherencia.  El 
pensar  ventajosamente  de  la  región  donde  hemos  nacido  so- 
bre todas  las  demás  del  mundo,  es  error,  entre  los  comunes, 
comunísimo.  Raro  hombre  hay,  y  entre  los  plebeyos  ningu- 
no, que  no  juzgue  que  es  su  patria  la  mayorazga  de  la  natu- 
raleza, ó  mejorada  en  tercio  y  quinto  en  todos  aquellos  bienes 


142 


FEI JOO 


que  ésta  distribuye,  ya  se  contemple  la  índole  y  habilidad  de 
los  naturales,  ya  la  fertilidad  de  la  tierra,  ya  la  benignidad 
del  clima.  En  los  entendimientos  de  escalera  abajo  se  repre- 
sentan las  cosas  cercanas  como  en  los  ojos  corporales,  por- 
que aunque  sean  más  pequeñas,  les  parecen  mayores  que  las 
distantes.  Sólo  en  su  nación  hay  hombres  sabios ;  los  demás 
son  punto  menos  que  bestias ;  sólo  sus  costumbres  son  racio- 
nales, sólo  su  lenguaje  es  dulce  y  tratable  ;  oir  hablar  á  un  ex- 
tranjero les  mueve  tan  eficazmente  la  risa  como  ver  en  el 
teatro  á  Juan  Rana;  sólo  su  región  abunda  de  riquezas,  sólo 
su  príncipe  es  poderoso.  A  lo  último  del  s'g^.o  pasado,  cuan- 
do las  armas  de  la  Francia  estaban  tan  pujantes,  hablándose 
en  Salamanca  en  un  corrillo  sobre  esta  materia,  un  portugués 
de  baja  esfera,  que  se  hallaba  presente,  echó  con  aire  de  apo- 
tegma este  fallo  político:  «Certu  eu  naon  vejo  principe  en 
toda  á  Europa,  que  hoje  poda  resistir  ao  rey  de  Francia,  si 
naon  ó  rey  de  Portugal.  Aun  es  más  extravagante  lo  que  Mi- 
guel de  Montaña,  en  sus  Pensamientos  inórales,  refiere  de  un 
rústico  saboyano,  el  cual  decía :  «Yo  no  creo  que  el  rey  de 
Francia  tenga  tanta  habilidad  como  dicen ;  porque  si  fuera 
así,  ya  hubiera  negociado  con  nuestro  duque  que  le  hiciese 
su  mayordomo  mayor.»  Casi  de  este  modo  discurre  en  las  co- 
sas de  su  patria  todo  el  ínfimo  vulgo. 

Ni  se  eximen  de  tan  grosero  error,  bien  que  disminuido  de 
algunos  grados,  muchos  de  aquellos  que,  ó  por  su  nacimien- 
to, ó  por  su  profesión,  están  muy  levantados  sobre  la  humil- 
dad de  la  plebe,  ó  que  son  infinitos  los  vulgares  que  habitan 
fuera  del  vulgo,  y  están  metidos  como  de  gorra  entre  la  gente 
de  razón,  i  Cuántas  cabezas  bien  atestadas  de  textos  he  visto 
yo  muy  encaprichadas  de  que  sólo  en  nuestra  nación  se  sabe 
algo  ;  que  los  extranjeros  sólo  imprimen  puerilidades  y  baga- 
telas, especialmente  si  escriben  en  su  idioma  nativo.  No  les 
parece  que  en  francés  ó  italiano  se  pueda  estampar  cosa  de 
provecho;  como  si  las  verdades  más  importantes  no  pudiesen 
proferirse  en  todos  idiomas.  Es  cierto  que  en  todo  género  de 
lenguas  explicaron  los  apóstoles  las  más  esenciales  y  más  su- 
blimes. Mas  en  esta  parte  bastantemente  vengados  quedan 
los  extranjeros ;  pues  si  nosotros  los  tenemos  á  ellos  por  de 
poca  literatura,  ellos  nos  tienen  á  nosotros  por  de  mucha  bar- 
barie. Así  que,  en  todas  tierras  hay  este  pedazo  de  mal  cami- 


OBRAS     ESCOGIDAS  143 

no  de  sentir  altamente  de  la  propia ,   y  bajamente  de  las 
extrañas. 


IV 


Lo  peor  es,  que  aun  aquellos  que  no  sienten  como  vulgares, 
hablan  como  vulgares.  Este  es  efecto  de  la  que  llamamos 
pasión  nacional,  hija  legítima  de  la  vanidad  y  la  emulación. 
La  vanidad  nos  interesa  en  que  nuestra  nación  se  estime  su- 
perior á  todas,  porque  á  cada  individuo  toca  parte  de  su 
aplauso  ;  y  la  emulación  con  que  miramos  á  las  extrañas,  es- 
pecialmente las  vecinas,  nos  inclina  á  solicitar  su  abatimien- 
to. Por  uno  y  otro  motivo  atribuyen  á  su  nación  mil  fingidas 
excelencias  aquellos  mismos  que  conocen  que  son  fingidas. 

Este  abuso  ha  llenado  el  mundo  de  mentiras,  corrompiendo 
la  fe  de  casi  todas  las  historias.  Cuando  se  interesa  la  gloria 
de  la  nación  propia,  apenas  se  halla  un  historiador  cabal- 
mente sincero.  Plutarco  fué  uno  de  los  escritores  más  sanos 
de  la  antigüedad.  Sin  embargo,  el  amor  de  la  patria,  en  lo 
que  tocaba  á  ella,  le  hizo  degenerar  no  poco  de  su  candor; 
pues,  como  advierte  el  ilustrísimo  Cano,  engrandeció  más  de 
lo  justo  las  cosas  de  la  Grecia;  y  Juan  Bodino  observó  que 
en  sus  Vidas  compai-adas,  aunque  cotejó  rectamente  los  hé- 
roes griegos  con  los  griegos  y  los  romanos  con  romanos, 
pero  en  el  paralelo  de  griegos  con  romanos  se  ladeó  á  favor 
de  los  suyos. 

Siempre  he  admirado  á  Tito  Livio,  no  sólo  por  su  eminen- 
te discreción,  método  y  juicio,  mas  también  por  su  veracidad. 
No  disimula  los  vicios  de  los  romanos  cuando  los  encuentra 
al  paso  de  la  pluma.  Lo  más  es,  que  aun  al  riesgo  de  enojar 
á  Augusto,  elogió  altamente,  y  con  preferencia  sobre  Julio 
César,  á  Pompeyo,  que  en  aquel  tiempo  era  lo  mismo  que 
declararse  celoso  republicano.  No  obstante,  noto  en  este  prín- 
cipe de  los  historiadores  una  falta,  que,  si  no  fué  descuido  de 
su  advertencia,  es  preciso  confesarle  cuidado  de  pasión.  En 
los  dos  primeros  siglos  da  tantas  batallas  y  ciudades  ganadas 


144 


F  E I  JO  o 


por  los  romanos,  cuantas  bastarían  para  conquistar  un  gran- 
de imperio.  Pero  al  término  de  este  espacio  de  tiempo  aún 
vemos  ceñida  á  tan  angosto  términos  aquella  república,  que 
pocos  estados  menores  se  .hallan  hoy  en  toda  Italia;  prueba 
de  que  las  victorias  antecedentes  no  fueron  tantas  ni  tan 
grandes  en  el  original,  como  se  figuran  en  la  copia. 

Apenas  hay  historiador  alguno  moderno,  de  los  que  he  leí- 
do, en  quien  no  haya  observado  la  misma  inconsecuencia.  Si 
se  ponen  á  referir  los  sucesos  de  una  guerra  dilatada,  los 
pintan  por  la  mayor  parte  favorables  á  su  partido  ;  de  modo 
que  el  lector  por  aquellas  premisas  se  promete  la  conclusión 
de  una  paz  ventajosa,  en  que  su  nación  dé  la  ley  á  la  enemi- 
ga. Pero  como  las  premisas  son  falsas,  no  sale  la  conclusión; 
antes  al  llegar  al  término  se  encuentra  todo  lo  contrario  de 
lo  que  se  esperaba. 

No  ignoro  que  durante  la  guerra  saca  de  estas  mentiras  sus 
utilidades  la  política;  y  así,  en  todos  los  reinos  se  estampan 
las  gacetas  con  el  privilegio,  no  digo  de  mentir,  sino  de  colo- 
rear los  sucesos  de  modo  que  agraden  á  los  regionarios,  en 
cuyas  pinturas  frecuentemente  se  imita  el  artificio  de  Apeles 
en  la  del  rey  Antígono,  cuya  imagen  ladeó  de  modo,  que  se 
ocultase  que  era  tuerto ;  quiero  decir,  que  se  muestran  los 
sucesos  por  la  parte  donde  son  favorables,  escondiéndose  por 
donde  son  adversos.  Digo  que  pase  esto  en  las  gacetas,  pues 
lo  quiere  así  la  política,  la  cual  va  á  precaver  el  desaliento  de 
su  partido  en  los  reveses  de  la  fortuna.  Pero  en  los  libros 
que  se  escriben  muchos  años  después  de  los  sucesos,  ¿  qué 
riesgo  hay  en  decir  la  verdad  ? 

El  caso  es,  que  aunque  no  le  hay  para  el  público,  le  hay 
para  el  escritor  mismo.  Apenas  pueden  hacer  otra  cosa  los 
pobres  historiadores,  que  desfigurar  las  verdades,  que  no  son 
ventajosas  á  sus  compatriotas.  Ó  han  de  adular  á  su  nación, 
ó  arrimar  la  pluma ;  porque  si  no,  los  manchan  con  la  nota 
de  desafectos  á  su  patria.  Duélome  cierto  de  la  suerte  del  pa- 
dre Mariana.  Fué  este  doctísimo  jesuíta,  sobre  los  demás 
talentos  necesarios  para  la  historia,  sumamente  sincero  y  des- 
engañado ;  pero  esta  ilustre  partida,  que  engrandece  entre 
los  sanos  críticos  su  gloria,  se  la  disminuye  entre  la  vulgari- 
dad de  España.  Dicen  que  no  tenía  el  corazón  español;  que 
su  afecto  y  su  pluma  estaban  reñidos  con  su  patria ;  y  como 


OBRAS     ESCOGIDAS  145 

un  tiempo  atribuyeron  muchos  la  nimia  severidad  del  empe- 
rador Septimio  Severo  con  los  romanos,  á  su  origen  africana 
por  parte  de  padre,  al  padre  Mariana  quieren  imputar  algu- 
nos cierto  género  de  despego  con  los  españoles,  buscándole 
para  este  efecto,  no  sé  si  con  verdad,  ascendencia  francesa 
por  parte  de  madre.  Quisieran  que  escribiese  las  cosas,  no 
como  fueron,  sino  como  mejor  les  suenan,  y  para  quien  ama 
la  lisonja  es  enemigo  el  que  no  es  adulador.  Pero  lo  mismo 
que  á  este  grande  hombre  le  hizo  mal  visto  en  España,  le 
granjeó  altos  elogios  de  los  mayores  hombres  de  Europa. 
Basta  para  honrar  su  fama  este  del  eminentísimo  cardenal 
Baronio  :  «  El  padre  Juan  de  Mariana,  amante  fino  de  la  ver- 
dad, excelente  sectario  de  la  virtud,  español  en  la  patria,  pero 
desnudo  de  toda  pasión ;  digno  profesor  de  la  Compañía  de 
Jesús,  con  estilo  erudito  dio  la  última  perfección  á  la  historia 
de  España.»  (Barón.,  ad  aun.  Christi  688.) 

No  sólo  en  España  quieren  que  los  historiadores  sean  pa- 
negiristas; lo  mismo  sucede  en  las  demás  naciones.  Llamó  el 
rey  de  Inglaterra  para  que  escribiese  la  historia  de  aquel 
reino  al  famoso  Gregorio  Leti ;  y  habiendo  éste  protestado 
que,  ó  no  había  de  tomar  la  pluma,  ó  había  de  decir  la  ver- 
dad,  animándole  el  rey  á  cumplir  con  esta  indispensable 
obligación,  formó  su  historia  sobre  los  monumentos  más  fie- 
les que  pudo  descubrir.  Pero  como  no  hallasen  los  nacionales 
motivo  para  complacerse  en  muchas  verdades  que  se  mani- 
festaban en  ella,  no  bien  salió  á  luz,  cuando  arrepentido  ya 
el  rey  de  la  licencia  que  le  había  dado,  de  orden  del  Minis- 
terio se  recogieron  todos  los  ejemplares,  y  al  historiador  se 
le  hizo  salir  de  Inglaterra  mal  satisfecho. 

De  los  escritores  franceses  se  quejan  mucho  nuestros  espa- 
ñoles, diciendo,  que  en  odio  nuestro  niegan  ó  desfiguran  los 
sucesos  que  son  gloriosos  á  nuestra  nación,  engrandeciendo 
á  proporción  los  suyos.  Esta  queja  es  recíproca,  y  creo  que 
por  una  y  otra  parte  bien  fundada.  Siempre  que  entre  dos 
naciones  hay  muchas  guerras,  en  los  escritos  se  ve  la  discor- 
dia de  los  ánimos,  repitiéndose  nuevas  guerras  en  los  escritos; 
porque,  unidas  como  en  la  flecha,  siguen  el  ímpetu  del  acero 
las  plumas. 

Pero  en  obsequio  de  la  justicia  y  la  verdad,  notaré  aquí 
una  acusación  injusta  que   muchas  veces  vi  fulminar  á  los 


146 


F  E  IJ  o  o 


nuestros  contra  los  historiadores  de  aquella  nación  Dicen 
que  tratando  de  los  sucesos  del  reinado  de  Francisco  I  ó  ca- 
llan ó  niegan  la  prisión  de  aquel  rey  en  la  batalla  de  Pavía 
Esta  queja  no  tiene  algún  fundamento,  pues  yo  he  leído  esta 
ventaja  de  nuestras  armas  en  varios  autores  franceses  Y  aun 
en  uno  de  ellos  vi  celebrada  la  picante  respuesta  de  una  da- 
ma al  rey  Francisco  en  asunto  de  su  prisión.  Preguntóla  el 
rey  satirizándola  sobre  que  ya  los  años  la  habían  robado  la 
bel  eza:  «Madama,  ¿qué  tiempo  há  que  habéis  salido  del  país 
de  la  hermosura? -Señor  (respondió  prontamente  la  france- 
sa), otro  tanto  como  há  que  vos  vinisteis  de  Pavía  » 

Donde  veo  con  más  razón  doloridos  á  los  españoles  de  los 
escritores  franceses  es,  sobre  que  niegan  la  venida  de  San- 
tiago  el  Mayor  á  España,  y  á  este  reino  la  posesión  de  su  ca- 
dáver  Verdaderamente  es  muy  sensible  que  nos  quieran  des- 
pojar  de  dos  glorias  tan  apreciables.  Mas  esta  pretensión  más 
es  hija  del  espíritu  crítico  que  del  nacional.  Del  mismo  modo 
niegan  hoy  algunos  doctos  escritores  franceses,  que  san  Dio- 
nisio el  Areopagita  haya  sido  obispo  de  París,  y  que  los  tres 
santos  hermanos,  Lázaro,  Marta  y  Magdalena,  hayan  venido 
a  1^  rancia,  ni  sus  cuerpos  estén  en  aquel  reino.   En  las  anti- 
güedades eclesiásticas  no  veo  muy  apasionados  á  los  france- 
ses. Este  nunca  fué  asunto,  ó  fué  asunto  muy  leve,  de  emula- 
ción entre  las  dos  naciones.   En  orden  á  la  justicia  de  las 
guerras  y  ventaja  en  el  manejo  de   las  armas,  es  donde  más 
riñen  las  plumas. 


V 


De  este  espíritu  de  pasión  nacional,  que  reina  casi  en  todas 
las  historias,  viene  que  en  orden  á  infinitos  hechos  nps  son 
tan  inciertas  las  cosas  pasadas  como  las  venideras.  'Confieso 
que  fue  extravagante  el  pirronismo  histórico  de  Gampanela 
el  cual  vino  á  tal  grado  de  desconfianza  en  las  historias,  que 
llego  a  decir,  que  dudaba  si  hubo  en  el  mundo  tal  emperador 


OBRASESCOGIDAS  1 47 

llamado  Cario  Magno.  Pero  en  aquellos  sucesos  que  los  his- 
toriadores de  una  nación  afirman,  y  los  de  otra  niegan,  y  son 
muchos  estos  sucesos,  es  preciso  suspender  el  juicio  hasta 
que  algún  tercero  bien  informado  dé  la  sentencia.  O  por  va- 
nidad, ó  por  inclinación,  ó  por  condescendencia,  cada  uno 
va  á  adular  á  la  nación  propia;  y  á  ésta,  al  mismo  paso,  ni  el 
humo  del  incienso  deja  ver  la  luz  de  la  verdad,  ni  la  armonía 
de  la  lisonja  escuchar  las  voces  de  la  razón. 

Dejo  aparte  aquellos  autores  que  llevaron  la  pasión  por  su 
tierra  hasta  la  extravagancia ;  como  Goropio  Becano,  natural 
de  Bravante,  que  muy  de  intento  se  empeñó  en  probar  que  la 
lengua  flamenca  era  la  primera  del  mundo ;  y  Olavo  Rudbec, 
sueco  (no  el  que  se  cita  arriba,  sino  padre  de  aquél),  que  qui- 
so persuadir,  en  un  libro  escrito  para  este  efecto,  que  cuanto 
dijeron  los  antiguos  de  las  islas  Fortunadas,  del  jardín  de  las 
Hespérides  y  de  los  campos  Elisios  era  relativo  á  la  Suecia; 
adjudicando  asimismo  á  su  patria  la  primacía  de  la  sabiduría 
europea,  pues  pretende  que  las  letras  y  escritura  no  bajaron 
á  la  Grecia  de  Fenicia,  sino  de  Suecia,  despreciando  en  este 
asunto  mucha  erudición  recóndita. 

Aquí  será  bien  notar  que  cabe  también  en  esta  materia 
otro  vicioso  extremo.  En  un  escritor  español  moderno  han 
notado  algunos,  que  con  la  injusticia  de  negar  á  España  al- 
gunas gloriosas  antigüedades,  solicita  el  aplauso  de  sincero 
entre  los  extranjeros.  Quizá  no  será  ese  el  motivo,  sino  que 
su  crítica  no  acertará  con  el  debido  temperamento  entre  in- 
dulgente y  desabrida,  y  tanto  se  apartará  del  vicio  de  la  lison- 
jo,  que  dé  en  el  término  contrapuesto  de  la  ofensa;  porque 

Dum  vUant  stuUivitia  in  contraria  currunt  (i). 


fi)  Al  escritor  que,  sin  nombrarle,  citamos  en  este  número,  con  alguna  inconside- 
ración hemos  aplicado  el  verso:  Dum  vitant  stulti,  etc.,  muy  seriamente  retractamos 
dicha  aplicación.  Ya  há  algún  tiempo  que  Dios  le  llevó  para  sí.  Y  persuadiéndonos  su 
religiosa  vida  que  aquí  el  llevarle  Dios  para  sí  significa  lo  que  suena,  no  sólo  le  pido 
me  perdone  aquella  injuria,  mas  también  que  ruegue  por  mí  a  su  divina  Majestad. 
Todo  el  mal,  que  con  verdad  y  sin  injuriarle,  se  puede  decir  de  él  es,  que  no  le  había 
dado  Dios  genio  y  pluma  para  historiador;  pero  sí  sinceridad,  candor  y  buena  inten- 
ción. Así  estoy  persuadido  á  que  en  lo  mismo  que  puede  disonar  á  algunos  en  sus  es- 
critos, no  fué  conducido  de  alguna  pasión  viciosa. 


148 


F  E  I  J  OO 


VI 


Mas  la  pasión  nacional  de  que  hasta  aquí  hemos  hablado 
es  un  vicio,  si  así  se  puede  decir,  inocente,  en  comparación 
de  otra,  que  así  como  más  común,  es  también  más  pernicio- 
sa. Hablo  de  aquel  desordenado  afecto  que  no  es  relativo  al 
todo  de  la  república,  sino  al  propio  y  particular  territorio. 
No  niego  que  debajo  del  nombre  de  patria,  no  sólo  se  entien- 
de la  república  ó  estado  cuyos  miembros  somos  y  á  quien  po- 
demos llamar  patria  común,  mas  también  la  provincia,  la 
diócesi,  la  ciudad  ó  distrito  donde  nace  cada  uno,  y  á  quien 
llamaremos  patria  particular.  Pero  asimismo  es  cierto,  que 
no  es  el  amor  á  la  patria,  tomada  en  este  segundo  sentido, 
sino  en  el  primero,  el  que  califican  con  ejemplos,  persuasio- 
nes y  apotegmas,  historiadores,  oradores  y  filósofos.  La  pa- 
tria á  quien  sacrifican  su  aliento  las  armas  heroicas,  á  quien 
debemos  estimar  sobre  nuestros  particulares  intereses ,  la 
acreedora  á  todos  los  obsequios  posibles,  es  aquel  cuerpo  de 
estado  donde,  debajo  de  un  gobierno  civil,  estamos  unidos 
con  la  coyunda  de  unas  mismas  leyes.  Así,  España  es  el  ob- 
jeto propio  del  amor  del  español,  Francia  del  francés,  Polo- 
nia del  polaco.  Esto  se  entiende  cuando  la  transmigración  á 
otro  país  no  los  haga  miembros  de  otro  estado,  en  cuyo  caso 
este  debe  prevalecer  al  país  donde  nacieron,  sobre  lo  cual 
haremos  abajo  una  importante  advertencia.  Las  divisiones 
particulares  que  se  hacen  de  un  dominio  en  varias  provincias 
ó  partidos  son  muy  materiales,  para  que  por  ellas  se  hayan 
de  dividir  los  corazones. 

El  amor  de  la  patria  particular,  en  vez  de  ser  útil  á  la  repú- 
blica, le  es  por  muchos  capítulos  nocivo.  Ya  porque  induce 
alguna  división  en  los  ánimos,  que  debieran  estar  recíproca- 
mente unidos  para  hacer  más  firme  y  constante  la  sociedad 
común;  ya  porque  es  un  incentivo  de  guerras  civiles  y  de 
revueltas  contra  el  soberano,  siempre  que,  considerándose 
agraviada  alguna  provincia,  juzgan  los  individuos  de  ella  que 


OBRAS     ESCOGIDAS  I49 

es  obligación  superior  á  todos  los  demás  respetos  el  desagra- 
vio de  la  patria  ofendida ;  ya,  en  fin,  porque  es  un  grande 
estorbo  á  la  recta  administración  de  justicia  en  todo  género 
de  clases  y  ministerios. 

.Este  último  inconveniente  es  tan  común  y  visible,  que  á 
nadie  se  esconde;  y  (lo  que  es  peor)  ni  aun  procura  esconder- 
se. A  cara  descubierta  se  entra  esta  peste  que  llaman  paisa- 
nismo  á  corromper  intenciones,  por  otra  parte  muy  buenas, 
en  aquellos  teatros,  donde  se  hace  distribución  de  empleos 
honoríficos  ó  útiles.  ¿Qué  sagrado  se  ha  defendido  bastante- 
mente de  este  declarado  enemigo  de  la  razón  y  equidad? 
i  Cuántos  corazones  inaccesibles  á  las  tentaciones  del  oro, 
insensibles  á  los  halagos  de  la  ambición,  intrépidos  á  las  ame- 
nazas del  poder,  se  han  dejado  pervertir  míseramente  de  la 
pasión  nacional!  Ya  cualquiera  que  entabla  pretensiones  fue- 
ra de  su  tierra,  se  hace  la  cuenta  de  tener  tantos  valedores, 
cuantos  paisanos  suyos  hubiere  en  la  parte  donde  pretende, 
que  sean  poderosos  para  coadyuvar  al  logro.  No  importa  que 
la  pretensión  no  sea  razonable,  porque  el  mayor  mérito  para 
el  paisano  es  ser  paisano.  Hombres  se  han  visto,  en  lo  de- 
más de  grande  integridad  de  vida,  sumamente  achacosos  de 
esta  dolencia.  De  donde  he  discurrido  que  esta  es  una  má- 
quina infernal,  sagazmente  inventada  por  el  demonio  para 
vencer  á  las  almas  por  otra  parte  invencibles.  ¡Ay  de  Aquiles, 
aunque  sólo  por  una  pequeña  parte  del  cuerpo  sea  capaz  de 
herida,  y  en  todo  el  resto  invulnerable,  si  á  aquella  pequeña 
parte  se  endereza  la  flecha  de  Páris! 


VII 


No  condeno  aquel  afecto  al  suelo  natalicio  que  sea  sin  per- 
juicio de  tercero.  Paréceme  muy  bien  que  Aristóteles  se  apro- 
vechase del  favor  de  Alejandro  para  la  reedificación  de  Es- 
tagira ,  su  patria,  arruinada  por  los  soldados  de  Filipo. 
Y  repruebo  la   indiferencia   de   Grates,   cuya   ciudad   había 


1 5o 


FE  I JOO 


padecido  igual  infortunio,  y  preguntado  por  el  mismo  Ale- 
jandro si  quería  que  se  reedificase,  respondió:  «¿Para  qué, 
si  después  vendrá  otro  Alejandro,  que  la  destruya  de  nuevo?» 
¡Oh,  cuánto  y  cuan  ridiculamente  afectaba  parecer  filósofo 
el  que  rehusaba  á  sus  compatriotas  tan  señalado  beneficio, 
sólo  por  lograr  un  frío  apotegma !  El  mal  estuvo  en  que  no 
se  le  ofreciese  por  la  parte  contraria  alguna  sentencia  opor- 
tuna. En  ese  caso  aceptaría  el  favor  de  Alejandro.  Tengo 
observado  que  no  hay  sujetos  más  inútiles  para  consultados 
sobre  asuntos  serios,  que  aquellos  que  se  precian  de  decido- 
res, porque  tuercen  siempre  el  voto  hacia  aquella  parte  por 
donde  los  ocurre  el  buen  dicho,  y  no  se  embarazan  en  discu- 
rrir sin  acierto,  como  logren  explicarse  con  aire. 

Vuelvo  á  decir,  que  no  condeno  algún  afecto  inocente  y 
moderado  al  suelo  natalicio.  Un  amor  nimiamente  tierno  es 
más  propio  de  mujeres  y  de  niños  recién  extraídos  á  otro 
clima,  que  de  hombres.  Por  tanto,  juzgo  que  el  divino  Ho- 
mero se  humanó  demasiado  cuando  pintó  á  Ulises  entre  los 
regalos  de  Feacia,  anhelando  ver  el  humo  que  se  levantaba 
sobre  los  montes  de  su  patria  Itaca: 


Exoptans  oculis  surgentem  cerneré  fuvium 
Natalis  terroe. 


Es  muy  pueril  esta  ternura  para  el  más  sabio  de  los  grie- 
gos. Mas  al  fin  no  hay  mucho  inconveniente  en  mirar  con 
ternura  el  humo  de  la  patria,  como  el  humo  de  la  patria  no 
ciegue  al  que  le  mira.  Mírese  el  humo  de  la  propia  tierra, 
mas  ¡  ay  Dios  1  no  se  prefiera  ese  humo  á  luz  y  resplandor  de 
las  extrañas.  Esto  es  lo  que  se  ve  suceder  cada  día.  El  que, 
por  estar  colocado  en  puesto  eminente,  tiene  varias  provi- 
siones á  su  arbitrio,  apenas  halla  sujetos  que  le  cuadren  para 
los  empleos,  sino  los  de  su  país.  En  vano  se  le  representa 
que  éstos  son  ineptos  ó  que  hay  otros  más  aptos.  El  humo 
de  su  país  es  aromático  para  su  gusto,  y  abandonará  por  él 
las  luces  más  brillantes  de  otras  tierras.  ¡Oh,  cuánto  ciega 
este  humo  los  ojos!  ¡Oh,  cuánto  daña  las  cabezas! 

Es  verdad  que  algunos  pecan  en  esta  materia  muy  con  los 
ojos  abiertos.  Hablo  de  aquellos  que  con  el  fin  de  formarse 
partido,  donde  estribe  su  autoridad,  sin  atender  al  mérito. 


OBRAS     ESCOGIDAS  i5t 

levantan  en  el  mayor  número  que  pueden  sujetos  de  su 
país.  Esto  no  es  amar  á  su  país ,  sino  á  sí  mismos,  y  es  bene- 
ficiar su  tierra  como  la  beneficia  el  labrador,  que  en  lo  que 
la  cultiva  no  busca  el  provecho  de  la  misma  tierra,  sino  su 
conveniencia  propia.  Estos  son  declarados  enemigos  de  la 
república;  porque  no  pudiendo  un  corto  territorio  contribuir 
capacidades  bastantes  para  muchos  empleos,  llenan  los  pues- 
tos de  sujetos  indignos;  lo  que,  si  no  es  la  mayor  ruina  de  un 
estado,  es  por  lo  menos  última  disposición  para  ella. 

De  aquellos  que  ejercitan  su  pasión  creyendo  que  los  suje- 
tos de  que  echan  mano  son  los  más  beneméritos,  no  sé  qué 
me  diga.  Pero  ¿qué  titubeo?  Es  una  ceguera  voluntaria,  que 
en  ningún  modo  los  disculpa.  Cuando  el  exceso  del  desaten- 
dido al  premiado  es  tan  notorio,  que  á  todos  se  manifiesta 
sino  al  mismo  que  elige,  ¿qué  duda  tiene  que  éste  cierra  los 
ojos  para  no  verle,  ó  que  con  el  microscopio  de  la  pasión 
abulta  en  el  querido  las  virtudes,  y  en  el  desfavorecido  los 
defectos  ?  Apenas  hay  hombre  que  no  tenga  algo  de  bueno, 
ni  hombre  que  no  tenga  algo  de  malo;  hombre  sin  algún  de- 
fecto será  un  milagro ;  hombre  sin  alguna  virtud  será  un 
monstruo.  Por  eso  dijo  san  Agustín,  que  tan  rara  es  entre 
nosotros  una  malicia  gigante,  como  una  virtud  eminente: 
Sicut  magna  pietas  paucorum  est,  ita  et  magna  impietas  nihi- 
lominus  paucorum  est  (Serm.  lo.  De  vej-bis  Domini).  Lo  que 
sucede,  pues,  es,  que  la  pasión,  habiendo  de  elegir  entre  su- 
jetos muy  desiguales,  engrandece  lo  que  hay  de  bueno  en  el 
malo,  y  lo  que  hay  de  malo  en  el  bueno.  No  hay  más  infiel 
balanza  que  la  de  la  pasión  para  pesar  el  mérito,  y  esta  es  la 
que  comunmente  usan  los  hombres.  Por  eso  dijo  David  que 
los  hombres  son  mentirosos  en  sus  balanzas:  Mendaces  filii 
hominum  in  state?'is.  En  Job  veo  que  se  pondera  la  grandeza 
de  Dios,  porque  fué  poderoso  para  dar  peso  al  viento:  Qui 
fecit  ventis pondus.  Mas  no  sé  cómo  lo  entienda;  porque  veo 
también  que  los  poderosos  del  mundo,  en  la  balanza  de  su 
pasión,  frecuentemente  dan  peso,  y  mucho  peso,  al  aire.  ¿Qué 
veis  en  aquel  sujeto  que  acaban  de  elevar  ahora?  Nada  de 
solidez,  nada,  sino  aire  y  vanidad:  pues  á  ese  aire  le  dio  el 
poderoso  que  le  exaltó  más  peso  que  al  oro  de  otro  sujeto 
que  concurrió  con  él.  ¿Y  cómo  fué  esto?  Puso  en  la  balanza 
juntamente  con  aquel  aire  la  tierra  (quiero  decir  la  tierra 


l52  FEIJOO  ' 

donde  nació),  y  esta  tierra  pesa  mucho  en  aquella  balanza. 
Sucede  en  las  contiendas  sobre  ocupar  puestos,  lo  que  en 
la  lid  de  Hércules  y  Anteo.  Era  aquél  mucho  más  valiente 
que  éste,  y  le  derribaba  á  cada  paso ;  pero  la  caída  le  ponía  á 
Anteo  en  estado  de  repetir  con  ventajas  la  lucha,  porque  le 
duplicaba  las  fuerzas  el  contacto  de  la  tierra.  Es  el  caso  que, 
según  la  mitología,  era  hijo  de  la  tierra  Anteo ;  y  como  los 
antiguos,  debajo  del  velo  de  las  fábulas,  ocultaban  las  máxi- 
mas físicas  y  morales  (y  así,  la  voz  mitología  significa  la  ex- 
plicación de  aquellas  misteriosas  ficciones),  creo  que  en  la 
presente  no  nos  quisieron  decir  otra  cosa,  sino  que,  según 
corren  las  cosas  en  el  mundo,  cada  tierra  les  da  con  su  reco- 
mendación fuerzas  á  sus  hijos  para  vencer  á  los  extraños, 
aunque  éstos  sean  de  mejores  alientos.  Apartó  Hércules  á 
Anteo  de  la  tierra,  elevándole  en  el  aire,  y  de  este  modo  no 
tuvo  dificultad  en  vencerle.  ¡Oh,  si  en  muchas  ocasiones  el 
valor  de  los  sujetos  se  examinase,  desprendiéndolos  del  favor 
que  les  da  su  propio  país,  cuánto  mejor  se  conociera  de  parte 
de  quiénes  está  la  ventaja  ! 


VIII 


Estos  hombres  de  genio  nacional,  cuyo  espíritu  es  todo 
carne  y  sangre,  cuyo  pecho  anda,  como  el  de  la  serpiente, 
siempre  pegado  á  la  tierra,  si  se  introducen  en  el  paraíso  de 
una  comunidad  eclesiástica,  ó  en  el  cielo  de  una  religión,  ha- 
cen en  ellas  lo  que  la  antigua  serpiente  en  el  otro  paraíso,  lo 
que  Luzbel  en  el  cielo,  introducir  sediciones,  desobediencias, 
cismas,  batallas.  Ningún  fuego  tan  violento  asuela  el  edificio 
en  cuyos  materiales  ha  prendido,  como  la  llama  de  la  pasión 
nacional  la  casa  de  Dios,  en  cebándose  en  las  piedras  del  san- 
tuario. El  mérito  le  atropella,  la  razón  gime,  la  ira  tumultúa, 
la  indignidad  se  exalta,  la  ambición  reina.  Los  corazones  que 
debieran  estar  dulcemente  unidos  con  el  vínculo  de  la  caridad 
fraternal,  míseramente  despedazado  aquel  sacro  lazo,  no  res- 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 53 

piran  sino  venganzas  y  enconos.  ¡  Las  bocas  donde  sólo  ha- 
bían de  sonar  las  divinas  alabanzas,  no  articulan  sino  amena- 
zas y  quejas  1  ¡Tanteo  ne  animis  coelestibiis  ii^ce !  Fórmanse 
partidos,  alístanse  auxiliares,  ordénanse  escuadrones,  y  el 
templo  ó  el  claustro  sirven  de  campaña  á  una  civil  guerra  po- 
lítica. ¡Ay  del  vencido  !  ¡ay  del  vencedor!  Aquél,  perdiendo 
la  batalla,  pierde  también  la  paciencia-;  éste,  ganando  el 
triunfo,  se  pierde  á  sí  mismo. 

En  ningunas  palabras  de  la  sagrada  Escriturase  dibuja  más 
vivamente  la  vocación  de  una  alma  á  la  vida  religiosa  que  en 
aquellas  del  salmo  44 :  «  Oye,  hija,  y  mira,  inclina  tu  oído,  y 
olvida  tu  pueblo  y  la  casa  de  tu  padre.»  ¡  Oh,  cuánto  desdice 
de  su  vocación  el  que,  bien  lejos  de  olvidar  la  casa  de  su  pa- 
dre y  su  propio  pueblo,  tiene  en  su  corazón  y  memoria,  no 
sólo  casa  y  pueblo,  mas  aun  toda  la  provincia  ! 

Alejandro,  vencidos  los  persas,  hizo  que  los  soldados  ma- 
cedonios  se  casasen  con  doncellas  persianas,  á  fin  (dice  Plu- 
tarco) de  que,  olvidados  de  su  patria,  sólo  tuviesen  por  pai- 
sanos á  los  buenos,  y  por  forasteros  á  los  malos  :  Ut  mundum 
pro  patria^  castj-a  pro  arce,  bonos  pro  cognatis^  malos  pro  pe^ 
regrinis  agnoscerent.  Si  esto  era  justo  en  los  soldados  de 
Alejandro,  ¿qué  será  en  los  soldados  de  Cristo? 

Es  apotegma  de  muchos  sabios  gentiles,  que  para  el  varón 
fuerte  todo  el  mundo  es  patria ;  y  es  sentencia  común  de 
doctores  católicos,  que  para  el  religioso  todo  el  mundo  es 
destierro.  Lo  primero  es  propio  de  un  ánimo  excelso  ;  lo  se- 
gundo, de  un  espíritu  celestial.  El  que  liga  su  corazón  á  aquel 
rincón  de  tierra  en  que  ha  nacido,  ni  mira  á  todo  el  mundo 
como  patria  ni  como  destierro.  Así,  el  mundo  le  debe  despre- 
ciar como  espíritu  bajo,  el  cielo  despreciarle  como  forastero. 

Creo,  no  obstante,  que  en  aquellas  dos  sentencias  hay  algo 
de  expresión  figurada,  pues  ni  el  religioso  ni  el  héroe  están 
exentos  de  amar  y  servir  la  república  civil,  cuyos  miembros 
son,  con  preferencia  á  las  demás  repúblicas  ó  reinos.  Pero 
también  entiendo  que  esta  obligación  no  se  la  vincula  la  re- 
pública porque  nacimos  en  su  distrito,  sino  porque  compo- 
nemos su  sociedad.  Así,  el  que  legítimamente  es  transferido 
áotro  dominio  distinto  de  aquel  en  que  ha  nacido,  y  se  ave- 
cinda en  él,  contrae,  respecto  de  aquella  república,  la  misma 
obligación  que  antes  tenía  á  la  que  le  dio  cuna,  y  la  debe  mi- 


I  54  FE  I  JO  o 

rar  como  patria  suya.  Esto  no  entendieron  muchos  hombres 
grandes  de  la  antigüedad;  por  cuya  razón  se  hallan  en  varios 
escritores  celebradas  como  heroicas  algunas  acciones  que 
debieran  condenarse  como  infames.  Demarato,  rey  de  Espar- 
ta, arrojado  injustamente  del  solio  y  de  la  patria  por  los  su- 
yos, fué  acogido  benignamente  por  los  persas.  Avecindado 
entre  ellos  y  sujeto  á  aquel  imperio,  se  añadió,  sobre  la  obli- 
gación del  agradecimiento,  el  vínculo  del  vasallaje.  Mas  veis 
aquí  que  meditando  los  persas  una  expedición  militar  contra 
los  lacedemonios,  sabedor  de  la  deliberación  Demarato,  se  la 
revela  á  los  de  Esparta  para  que  se  prevengan.  Celebra  He- 
rodoto,  y  con  él  otros  muchos  escritores,  esta  acción  como 
parto  glorioso  del  heroico  amor  que  Demarato  profesaba  á  su 
patria.  Pero  yo  digo  que  fué  una  acción  pérfida,  ruin,  indig- 
na, alevosa ;  porque  en  virtud  de  las  circunstancias  antece- 
dentes, la  deuda  de  su  lealtad  se  había  transferido,  junta- 
mente con  la  persona,  de  Lacedemonia  á  Persia. 

Por  conclusión  digo,  que  en  caso  que  por  razón  del  naci- 
miento contraigamos  alguna  obligación  á  la  patria  particular 
ó  suelo  que  nos  sirvió  de  cuna,  esta  deuda  es  inferior  á  otras 
cualesquiera  obligaciones  cristianas  ó  políticas.  Es  tan  mate- 
rial la  diferencia  de  nacer  en  esta  tierra  ó  en  aquella,  que  otro 
cualquiera  respecto  debe  preponderar  á  esta  consideración; 
y  así,  sólo  se  podrá  preferir  el  paisano  por  razón  de  paisano 
al  que  no  lo  es,  en  caso  de  una  perfecta  igualdad  en  todas  las 
demás  circunstancias. 

En  los  superiores,  ni  aun  con  esta  limitación  admito  algu- 
na particularidad  respecto  de  sus  compatriotas,  por  las  razo- 
nes siguientes:  la  primera,  porque  sin  un  perfecto  desprendi- 
miento de  esta  pasión,  apenas  puede  evitarse  el  riesgo  de 
pasar,  en  una  ocasión  ó  en  otra,  de  la  gracia  á  la  injusticia. 
1.a  segunda,  porque  de  cualquier  modo  que  se  limite  el  favor 
á  los  paisanos,  ya  se  incurre  en  la  acepción  de  personas,  que 
deben  huir  todos  los  que  gobiernan.  La  tercera,  porque  como 
los  superiores  verdaderamente  son  padres,  la  razón  de  hijos 
en  los  subditos,  como  circunstancia  incomparablemente  más 
poderosa  para  el  afecto,  sofoca  á  otros  cualesquiera  motivos 
de  inclinación,  exceptuando  únicamente  la  ventaja  del  méri- 
to. Sería  cosa  ridicula  en  un  padre  querer  más  á  un  hijo  que 
á  otro,  sólo  porque  aquél  hubiese  nacido  en  su  propio  lugar, 


OBRAS     ESCOGIDAS  l55 

y  á  éste  le  pariese  su  madre  estando  ausente  á  alguna  pere- 
grinación. Por  tanto,  todos  los  que  gobiernan  deben  tener 
siempre  en  la  memoria  y  en  el  corazón  aquella  máxima  de  la 
famosa  reina  de  Cartago,  que  en  la  esperanza  de  que  por 
medio  del  matrimonio  con  Eneas  se  agregasen  los  advenedi- 
zos troyanos  á  sus  compatriotas  los  tirios,  preparaba  con  per- 
fecta igualdad  el  afecto  de  reina  á  unos  y  otros : 

Tros,  tyyiusquc  uiihi  millo  discrimine  ageltir. 


IX 


Habiendo  hablado  aquí  del  favor  que  se  puede  prestar  al 
paisano,  en  concurrencia  de  igual  mérito  con  el  forastero, 
me  pareció  tocar  con  esta  ocasión  un  punto  moral  de  frecuen- 
te ocurrencia  en  la  práctica,  y  en  que  he  visto  comunísima- 
mente  errar  á  hombres  por  otra  parte  no  ignorantes.  Los  que 
tienen  á  su  cargo  la  distribución  de  empleos  honoríficos  ó  úti- 
les, si  no  tienen  perfecto  conocimiento  del  mérito  de  los  pre- 
tendientes, suelen  valerse  de  informes,  ó  judiciales  ó  extraju- 
diciales.  Es  el  caso  ordinarísimo  en  la  provisión  de  cátedras 
que  hace  el  Rey  ó  su  supremo  Consejo  para  muchas  universi- 
dades. En  esta  de  Oviedo  informan  promiscuamente  todos 
los  doctores  al  real  Consejo  para  todas  las  cátedras  de  las  fa- 
cultades que  en  ella  se  enseñan.  Supongo  que  el  que  con  au- 
toridad, ó  propia  ó  delegada,  hace  la  provisión,  propuestos 
dos  sujetos  de  igual  aptitud  y  mérito,  puede  elegir  al  que 
quisiere.  La  duda  sólo  puede  estar  de  parte  de  los  informan- 
tes;  y  en  éstos  he  visto  por  lo  común  el  error  de  que  entre 
sujetos  iguales  pueden  aplicar  la  gracia  del  informe  al  que 
fuere  más  de  su  agrado,  graduándole  en  mejor  lugar  que  al 
otro  concurrente,  ó  proponiéndole  como  único  acreedor  á  la 
cátedra  vacante. 

Llamóle  error,  porque,  en  mi  sentir,  carece  de  toda  proba- 
bilidad. Lo  cual  se  demostrará  descubriendo  las  malicias  que 


1 56 


FE  1 J  o  o 


envuelve  en  su  acción  el  que  entre  dos  sujetos  iguales,  Pedro 
y  Juan  verbi  gracia,  informa  con  preferencia  por  Pedro;  por- 
que yo  hallo  en  ella,  no  una  sola,  sino  tres  distintas,  y  todas 
tres  graves.  Lo  primero,  falta  gravemente  en  el  informe  á  la 
virtud  de  legalidad,  la  cual  le  obliga  á  proponer  los  sujetos 
según  el  grado  de  su  mérito,  y  éste  le  altera,  pues  representa 
á  Pedro  como  superior  á  Juan,  no  siéndolo  en  la  realidad.  Lo 
segundo,  comete  pecado  de  injusticia  contra  el  Príncipe, 
usurpándole  ó  preocupándole  el  derecho  que  tiene  para  ele- 
gir entre  Pedro  y  Juan.  Lo  tercero,  comete  también  pecado 
de  injusticia  contra  el  mismo  Juan,  el  cual  es  acreedor  á  que 
se  represente  su  mérito  según  el  grado  que  tiene,  y  es  mani- 
fiesta injuria  proponerle  como  inferior  á  Pedro,  siendo  igual; 
lo  cual,  sobre  poderle  perjudicar  para  otros  efectos,  le  hace 
el  daño  de  imposibilitarle  la  gracia  que  acaso  le  haría  el  Prín- 
cipe, eligiéndole  en  competencia  de  Pedro.  El  padre  Andrés 
Mendo,  en  su  tomo  De  jure  académico^  toca  este  punto  y  es 
de  nuestro  sentir,  aunque  está  algo  diminuto  en  la  prueba, 
porque  no  hizo  reflexión  sino  sobre  este  último  perjuicio  que 
acabamos  de  poner. 

De  aquí  se  colige  que  nunca  puede  llegar  el  caso  de  hacer 
gracia  alguna  el  informante  á  aquel  por  quien  informa,  ni  en 
la  materia  expresada,  ni  en  otra,  ni  en  informe  judicial  ni  ex- 
trajudicial,  porque  entre  sujetos  iguales  hemos  visto  que  no 
cabe;  y  si  son  desiguales,  por  sí  mismo  es  patente.  Por  con- 
siguiente, para  quien  obra  con  conciencia  son  totalmente 
inútiles  las  recomendaciones  de  la  amistad,  del  paisanismo, 
del  agradecimiento,  de  la  alianza  de  escuela,  religión  ó  cole- 
gio, ú  otras  cualesquiera.  Pero  la  lástima  es  que  en  la  prác- 
tica se  palpa  la  eficacia  de  estas  recomendaciones,  aun  en 
desigualdad  de  méritos,  por  cuyo  motivo,  llegando  el  caso  de 
una  oposición,  más  trabajan  los  concurrentes  en  buscar  pa- 
drinos que  en  estudiar  cuestiones,  y  más  se  revuelven  las  co- 
nexiones de  los  votantes  que  los  libros  de  la  facultad.  Llega 
á  tanto  el  abuso,  que  á  veces  se  trata  como  culpa  el  obrar 
rectamente.  Si  el  votante,  solicitado  de  alguna  persona  de 
especial  estimación,  le  responde  con  desengaño,  se  dice  que 
es  un  hombre  duro,  inurbano  y  de  ninguna  policía;  si  no  se 
dobla  al  ruego  del  bienhechor,  se  queja  éste  de  que  es  ingra- 
to ;  si  no  se  rinde  á  la  interposición  del  amigo,  se  clama  que 


OBRAS     ESCOGIDAS 


i57 


falta  á  la  deuda  de  la  amistad.  En  fin  (no  puede  haber  más 
intolerable  error),  he  visto  más  de  diez  veces  muy  preconiza- 
dos por  hombres  de  bien  aquellos  que  siempre  sujetan  sus 
votos  á  estos  ú  otros  temporales  respetos.  Aquí  de  la  razón. 
¿Hay  algún  amigo  tan  bueno  ni  tan  grande  como  Dios  .<*  ¿Hay 
algún  bienhechor,  á  quien  debamos  tanto  como  á  Él?  Pues 
¿cómo  es  esto?  ¿  Es  atento,  es  honrado,  es  hombre  de  bien 
el  que  falta  al  mayor  amigo,  al  bienhechor  máximo,  que  es 
Dios,  obrando  injustamente  por  una  criatura  á  quien  debe 
este  ó  aquel  limitado  respeto,  y  á  quien  no  debe  cosa  alguna 
que  no  se  la  deba  á  Dios  principalísimamente?  En  vano  he 
representado  estas  consideraciones  en  varias  conversaciones 
privadas.  Creo  que  también  en  vano  las  saco  ahora  al  públi- 
co. Mas,  si  no  aprovecharen  para  enmienda  del  abuso,  sirvan 
siquiera  para  desahogo  de  mi  dolor. 


VI 


FISIONOMÍA 


HE  visto  que  algunos  discretos,  al  notar  la  escasez  de 
voces  que  padecen  aun  los  idiomas  más  abundantes, 
se  quejan  de  que  faltan  nombres  para  muchas  cosas; 
pero  nunca  vi  quejarse  alguno  de  que  faltan  cosas  para  mu- 
chos nombres.  Sin  embargo,  ello  sucede  así,  y  esta  segunda 
falta  nos  debe  ser  más  sensible  que  la  primera.  Los  nombres 
de  todas  las  artes  divinatorias,  y  aun  de  otras  algunas  que  no 
lo  son,  están  ociosos  en  los  diccionarios,  por  falta  de  objetos. 
¿Qué  significa  esta  voz  astrología?  Un  arte  de  pronosticar  ó 
conocer  los  sucesos  futuros  por  la  inspección  de  los  astros. 
Gran  cosa  sería  tal  arte  si  la  hubiese ;  pero  la  lástima  es,  que 
sólo  existe  en  la  fantasía  de  hombres  ilusos.  ¿Qué  significa 
esta  voz  C7'isopeya?  Un  arte  de  transmutar  los  demás  metales 
en  oro.  Gran  cosa  sin  duda!  Pero  ¿dónde  está  esta  señora? 
Distante  de  nosotros  muchos  millones  de  leguas,  pues  no  salió 
hasta  ahora  de  los  espacios  imaginarios.  Ya  ve  el  lector  adon- 
de camino. 


I  6o  F  E  IJ  o  o 

Esta  voz  fisionomía  significa  un  arte,  que  enseña  á  conocer, 
por  los  lineamentos  externos  y  color  del  cuerpo,  las  disposi- 
ciones internas,  que  sirven  á  las  operaciones  de  el  alma.  De- 
cimos en  la  definición  de  el  cuerpo^  no  precisamente  del  ros- 
tro, porque  la  inspección  sola  de  el  rostro  toca  á  una  parte 
de  la  fisionomía,  que  se  llama  metoposcopia.  Así,  \a.  fisionomía 
examina  todo  el  cuerpo;  la  metoposcopia  sólo  la  cara.  Facul- 
tad precisa,  si  la  hay;  pues  le  es  importantísimo  al  hombre, 
para  todos  los  usos  de  la  vida  civil,  conocer  el  interior  de  los 
demás  hombres.  Pero  el  mal  es,  que  la  cosa  falta  y  el  nombre 
sobra. 

Paréceme  á  mí,  que  los  que  de  la  consideración  de  las  fac- 
ciones quieren  inferir  el  conocimiento  de  las  almas,  invierten 
el  orden  de  la  naturaleza,  porque  fían  á  los  ojos  un  oficio, 
que  toca  principalmente  á  los  oídos.  Hizo  la  naturaleza  los 
ojos  para  registrar  los  cuerpos,  los  oídos  para  examinar  las 
almas.  A  quien  quisiere  conocer  el  interior  de  otro,  lo  que 
más  importa  no  es  verle,  sino  oirle.  Verdad  es,  que  también 
este  medio  es  falible,  porque  no  siempre  corresponden  las 
palabras  á  los  conceptos ;  mas  una  atenta  observación,  por  la 
mayor  parte  descubrirá  el  dolo,  siendo  el  trato  algo  frecuente, 
y  al  fin  padecerán  muchas  veces  ilusión  los  oídos ;  mas  nunca, 
siguiendo  las  reglas  fisionómicas  comunes,  alcanzarán  la  ver- 
dad los  ojos. 


II 


El  principal  fundamento  (omitiendo  por  ahora  otro  que  tie- 
ne lugar  más  cómodo  en  el  discurso  siguiente)  (i)  de  los  que 
defienden  la  fisionomía  como  arte  verdaderamente  conjetural, 
es  la  observada  proporción  del  cuerpo  con  el  alma,  de  la  ma- 
teria con  la  forma.  A  distintas  especies  de  almas  correspon- 
den organizaciones  específicamente  diversas.  Cada  especie  de 
animales  tiene  su  particular  conformación,  no  sólo  en  los  ór- 
ganos internos,  mas  también  en  los  miembros  exteriores;  de 


( I )     No  se  inserta  en  esta  colección. — f'N'.  de  los  E) . 


OBRASESCOGIDAS  l6l 

modo  que  la  figura  es  imagen  de   la  substancia  y  sello   de  la 
naturaleza. 

De  la  especie  pasan  los  fisionomistas  al  individuo,  preten- 
diendo, que,  como  la  diversidad  específica  y  esencial,  digá- 
moslo así,  de  figura,  arguye  diversa  substancia  y  diversas 
propiedades  en  la  forma,  la  accidental,  que  hay  dentro  de 
cada  especie,  no  sólo  en  la  figura,  mas  también  en  textura  y 
color,  debe  inferir  distintas  inclinaciones,  pasiones,  afectos  y 
más  ó  menos  robustas  facultades  en  cada  individuo,  salvando 
la  uniformidad  esencial  de  la  especie. 

Supuesto  este  fundamento  del  arte,  establecen  sus  reglas 
generales ;  esto  es,  señalan  los  principios  de  donde  se  deben 
derivar  las  particulares.  Estos  principios  son  cinco.  El  prime- 
ro, la  analogía  en  la  figura  con  alguna  especie  de  animales.  El 
segundo,  la  semejanza  con  otros  hombres,  cuyas  cualidades 
se  suponen  exploradas.  El  tercero,  aquella  disposición  exte- 
rior, que  inducen  algunas  pasiones.  El  cuarto,  la  representa- 
ción del  temperamento.  El  quinto,  la  representación  de  otro 
sexo.  Por  el  primer  principio  se  dirá,  que  es  animoso  aquel 
hombre  cuya  figura  simbolizare  algo  con  la  del  león.  Por  el 
segundo  se  dirá,  que  es  tímido  aquel  que  en  el  aspecto  se  pa- 
rece á  otros  hombres  que  se  sabe  son  tímidos.  Por  el  tercero, 
que  es  mal  acondicionado  el  cejijunto,  porque  el  que  está 
enfadado  suele  juntar  las  cejas,  arrugando  el  espacio  interme- 
dio. Por  el  cuarto,  que  es  melancólico  el  de  tez  morena  y 
arrugada,  porque  el  humor  atrabiliario  se  supone  negro  y  seco. 
Por  el  quinto  se  dice,  que  los  muy  blancos  son  débiles  y  tí- 
midos, porque  este  color  es  propio  de  las  mujeres.  Basta  para 
explicación  de  cada  regla  un  ejemplo. 

Aristóteles,  que  trató  de  intento  esta  materia,  propone  es- 
tos cinco  principios,  aunque  con  tanta  confusión,  que  es  casi 
menester  un  nuevo  arte  fisionómico  para  explorar,  por  la  su- 
perficie de  la  letra,  la  mente  del  autor.  Esto  puede  atribuirse 
á  la  impericia  del  intérprete,  que  tradujo  el  libro  de  fisiono- 
mía de  griego  en  latín.  Pero  la  falta  de  método,  que  reina  en 
toda  la  obra,  hace  sospechar  que  sea  parto  supuesto  á  Aris- 
tóteles, siendo  cierto,  que  en  el  orden  y  distribución  metódi- 
ca excedió  este  filósofo  á  todos  los  demás  de  la  antigüedad. 

Mas,  sea  ó  no  de  Aristóteles  el  libro  de  fisionomía,  que 
anda  entre  sus  obras,  decimos  que  los  principios  señalados 
son  vanos,  antojadizos  y  desnudos  de  razón. 


l62 


FE  I  JO  o 


III 


Empezando  por  el  primero,  ¿quién  no  ve  que  por  más  que 
se  parezca  un  hombre  al  león  en  la  figura,  mucho  más  se 
parecerá  á  otro  hombre  que  es  tímido?  ¿Cómo,  pues,  puede 
preponderar  para  creerle  animoso  la  semejanza  imperfectísi- 
ma  que  tiene  con  un  animal  robusto  y  atrevido,  sobre  otra, 
mucho  más  perfecta,  con  un  animal  cobarde?  Más:  es  sin 
duda,  que  muchos  brutos  muy  estúpidos  son  mucho  más  se- 
mejantes al  hombre  en  la  figura  que  el  elefante;  no  obstante 
lo  cual,  éste  se  parece  mucho  más  que  aquellos  al  hombre  en 
la  facultad  perceptiva  del  alma.  ¿Qué  diremos  del  gobierno 
económico  de  las  hormigas  ?  ¿  De  la  sagaz  conducta  de  las 
abejas?  Estas  dos  especies  de  animalillos  distan  infinito  de  la 
figura,  textura  y  color  del  hombre;  sin  embargo  de  lo  cual, 
imitan  la  industria  y  gobierno  civil  del  hombre,  con  suma 
preferencia  á  otros  brutos,  cuya  traza  corporal  se  acerca  mu- 
cho más  á  la  nuestra. 

Juan  Bautista  Porta,  que  escribió  un  grueso  libro  de  fisio- 
nomía, trabajó  con  tan  prolijo  cuidado  en  la  aplicación  de 
esta  primera  regla  del  arte,  que  hizo  estampar  en  su  obra  las 
figuras  de  varios  hombres,  careadas  con  otras  de  algunas  es- 
pecies de  brutos,  pero  tan  infelizmente,  que  este  careo  más 
sirve  al  desengaño  que  á  la  persuasión.  Porque  (pongo  por 
ejemplo)  parecen  allí  la  figura  de  Platón  y  la  del  emperador 
Galba,  sacadas  de  antiguos  mármoles,  cotejadas,  y  con  algu- 
na, aunque  diminutísima  semejanza,  la  primera  á  la  de  un 
perro  de  caza,  y  la  segunda  á  la  del  águila.  ¿Qué  semejanza 
tuvieron  en  las  cualidades  del  ánimo,  ni  Platón  con  un  perro 
ni  Galba  con  el  águila?  Antes  bien  cuadraría  mucho  mejor  la 
semejanza  del  águila  á  Platón,  por  los  generosos  y  elevados 
vuelos  de  su  ingenio. 


I 


OBRAS     ESCOÜIDAS  l63 


IV 


El  segundo  principio,  si  sólo  pide  la  imitación  de  un  hom- 
bre á  otro  en  una,  dos  ó  tres  señales,  inferirá  cualidades 
opuestas  en  un  mismo  individuo;  porque,  pongo  por  ejemplo, 
carne  blanda,  cutis  delicado  y  estatura  mediana  se  dan  por 
señales  de  ingenio,  por  haberse  observado  estas  tres  cosas 
en  algunos  hombres  ingeniosos;  pero  del  mismo  modo  serán 
señales  de  estupidez,  porque  se  encuentran  las  mismas  en 
innumerables  estúpidos.  Pero,  si  pide  el  complexo  de  mucho 
mayor  número  de  señales,  digo  que  será  rarísima  la  concu- 
rrencia de  todas  ellas  en  un  individuo,  y  por  consiguiente, 
moralmente  imposible  la  observación.  Explicaréme:  el  padre 
Honorato  Niquet,  que  goza  la  opinión  de  haber  escrito  de 
fisionomía,  con  más  juicio  y  exactitud  que  todos  los  que  le 
precedieron,  pone  catorce  señales  de  buen  ingenio,  que  son: 
carne  blanda,  cutis  delgado,  mediana  estatura,  ojos  azules  ó 
rojos,  color  blanco,  cabellos  medianamente  duros,  manos 
largas,  dedos  largos,  aspecto  dulce  ó  amoroso,  cejas  juntas, 
poca  risa,  frente  abierta,  sienes  algo  cóncavas,  la  cabeza  que 
tenga  figura  de  mazo.  Yo  he  visto  y  tratado  muchos  hombres 
ingeniosos,  pero  en  ninguno  he  encontrado  este  complejo  de 
señas.  ¿  Cómo  podrá,  pues,  la  observación  experimental  ase- 
gurarnos de  que  hay  alguna  verdad  en  esta  materia  .<* 


V 


El  tercer  principio  no  tiene  más  fundamento  que  una  mal 
considerada  analogía.  Según  la  regla  que  él  prescribe,  se  de- 
ducirá que  el  que  es  encendido  de  rostro  es  verecundo,  por- 
que la  vergüenza  enciende  el  rostro,  trayendo  á  él  la  sangre. 


1 64  F  E  I  J  o  o 

Pero  ¿no  se  ve  que  nacen  de  distintísimo  principio  uno  y 
otro  incendio?  El  actual,  que  excita  la  vergüenza,  viene  del 
movimiento  que  da  á  la  sangre  esta  pasión.  El  habitual  y  es- 
table proviene,  á  lo  que  yo  juzgo,  de  que  las  venas  capilares, 
que  discurren  por  el  ámbito  del  semblante,  son  más  anchas,  y 
por  consiguiente,  reciben  mayor  copia  de  sangre.  Acaso  tam- 
bién, por  ser  más  delgadas  y  transparentes  sus  túnicas,  jun- 
tamente con  el  cutis,  se  hace  más  visible  aquel  rojo  licor  y  se 
representa  el  rostro  bañado  del  color  sanguíneo. 


VI 


El  cuarto  principio  supone  dos  cosas,  la  una  cierta,  pero  la 
otra  falsa.  La  cierta  es,  que  así  las  inclinaciones  y  pasiones 
naturales,  como  la  mayor  ó  menor  aptitud  de  potencias  inter- 
nas y  externas,  dependen  en  gran  parte  del  temperamento. 
He  dicho  en  gran  parte,  por  no  quitar  la  que  se  debe  conce- 
der á  la  organización,  entendida  ésta  como  la  hemos  explica- 
do en  el  discurso  de  Defensa  de  las  mujeres.  Lo  que  supone 
falso  aquel  principio  es,  que  el  temperamento  individual  pue- 
da conocerse  por  los  lineamientos,  color  ó  textura  del  rostro. 

Que  el  temperamento  consista  en  la  mixtión  de  las  cuatro 
primeras  cualidades,  como  juzgan  los  galénicos,  que  en  la 
combinación  de  mil  millares  de  cosas,  por  la  mayor  parte 
incógnitas  á  nosotros,  como  yo  pienso,  lo  que  no  tiene  duda 
es,  que  no  hay  medio  alguno  para  conocer  el  temperamento 
individual  de  cada  hombre,  con  aquella  determinación,  que 
se  requiere,  para  juzgar  de  su  índole,  capacidad,  afectos,  etc. 
¿  Qué  haremos  con  saber,  si  aun  siquiera  eso  se  puede  cono- 
cer por  el  rostro,  que  éste  es  pituitoso,  aquél  melancólico,  el 
otro  colérico,  sanguíneo,  etc.?  ¿Quién  no  observa  cada  día, 
dentro  de  cualquiera  de  las  nueve  clases  de  temperamentos, 
que  establecen  los  galénicos,  hombres  de  diversísima  índole 
y  capacidad?  Hay  sanguíneos,  pongo  por  ejemplo,  de  exce- 
lente ingenio,  y  sanguíneos  muy  estúpidos ;  sanguíneos  de 


OBRAS    ESCOGIDAS  l65 

bella  índole,  y  sanguíneos  de  perversas  inclinaciones;  sanguí- 
neos mansos,  y  sanguíneos  fieros;  sanguíneos  animosos  como 
leones,  y  sanguíneos  tímidos  como  ciervos. 

Aun  en  lo  respectivo  precisamente  á  la  medicina  es  impe- 
netrable el  temperamento.  ¿Qué  galénico  presumirá  enten- 
der más  de  temperamentos  que  el  mismo  Galeno?  Pues  Ga- 
leno confesó  su  ignorancia  en  esta  parte,  y  llegó  á  decir,  que 
se  tendría  por  otro  Apolo  ó  Esculapio,  lo  mismo  en  su  inten- 
ción que  tenerse  por  deidad,  si  conociese  el  temperamento 
de  cada  individuo. 


VII 


La  falsedad  del  quinto  principio  "se  descubre  diariamente 
por  la  experiencia,  pues  á  cada  paso  se  ven  hombres  muy 
blancos  y  muy  animosos  y  valientes.  Los  habitadores  de  las 
regiones  septentrionales,  que  son  mucho  más  blancos  que 
nosotros,  son  también  más  fuertes  y  más  audaces. 


VIII 


Descubierta  la  vanidad  de  las  reglas  generales  de  la  fisio- 
nomía, ocioso  es  impugnar  las  particulares,  pues  éstas  se  in- 
fieren de  aquellas,  y  nunca  puede  de  antecedente  falso  salir 
consiguiente  verdadero. 


IX 


Alegan  los  fisionómicos  á  favor  de  su  profesión  algunos  ex- 
perimentos decantados  en  las  historias.  Los  más  famosos  son 
los  siguientes:  un  tal  Zopiro,  que  se  jactaba  de  penetrar  por 
la  inspección  del  semblante  todas  las  cualidades  de  los  suje- 


i66 


FE  I JOO 


tos,  viendo  á  Sócrates,  á  quien  nunca  había  tratado,  pronunció 
que  era  estúpido  y  lascivo.  Fué  reído  de  todos  los  circuns- 
tantes, que  conocían  la  sabiduría  y  continencia  de  Sócrates. 
Pero  el  mismo  Sócrates  defendió  á  Zopiro,  asegurando  que 
éste  realmente  había  comprehendido  los  vicios  que  tenía  por 
naturaleza ;  pero  que  él  había  corregido  la  naturaleza  con  la 
razón  y  el  estudio.  Refiérelo  Cicerón. 

En  el  Teatro  de  la  vida  humana^  citando  á  Aristóteles,  se 
lee  que  otro  metoposcopo,  llamado  Filemón,  dijo  casi  lo  mis- 
mo de  Hipócrates,  habiendo  visto  una  pintura  suya;  y  que 
habiéndose  indignado  contra  él  los  discípulos  de  Hipócrates, 
éste  absolvió  á  Filemón,  del  mismo  modo  que  Sócrates  á  Zo- 
piro. 

Plinio,  ponderando  la  excelencia  de  Apeles  en  la  pintura, 
cuenta  que  sacaba  las  imágenes  de  los  rostros  tan  al  vivo,  que 
un  profesor  de  la  metoposcopia  por  ellas  infería  los  años  que 
habían  vivido  ó  habían  de  vivir  los  sujetos  representados  en 
ellas. 

Estando  el  sultán  Bayaceto  resuelto  á  quitar  la  vida  á  Juan, 
duque  de  Borgoña,  llamado  el  Intrépido^  á  quien  había  hecho 
prisionero  en  la  batalla  de  Nicópolis,  se  dice  que  un  íisiono- 
mista  turco  le  hizo  retroceder  de  aquella  resolución,  porque 
habiendo  hecho  atenta  inspección  de  su  rostro  y  cuerpo,  le 
aseguró  al  Sultán,  que  aquel  prisionero  había  de  causar  in- 
mensa efusión  de  sangre  y  cruelísimas  guerras  entre  los  cris- 
tianos. Cuéntalo  Ponto  Heutero,  en  su  Historia  de  Borgoña. 
Lo  que  no  tiene  duda  es,  que  aquel  revoltoso  duque  fué 
autor  y  conservador  de  unas  pertinaces  guerras  civiles,  que 
bañaron  de  sangre  toda  la  Francia. 

Escribe  Paulo  Jovío  que  Antonio  Tiberto,  natural  de  Cese- 
na,  celebre  fisionomista,  pronosticó  á  Guidón  Balneo,  muy 
favorecido  de  Pandulfo  Malatesta,  tirano  de  Arimino,  que  un 
íntimo  amigo  suyo  le  había  de  quitar  la  vida,  y  al  mismo 
Pandulfo  que  había  de  ser  arrojado  de  su  patria  y  morir  en 
suma  miseria.  Uno  y  otro  sucedió.  Guidón  murió  á  manos 
del  tirano,  y  éste  murió  desterrado,  pobrísimo  y  abandonado 
de  todo  el  mundo. 

Algunos  que  quieren  que  también  haya  santos  abogados  de 
la  fisionomía,  añaden  el  ejemplo  de  san  Gregorio  Naciance- 
no,  el  cual,  viendo  en  Atenas  á  Juliano  Apóstata,  y  conside- 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 67 

rando  su  rostro  y  cuerpo,  exclamó:  — \  Oh  cuánto  mal  se  cría 
en  este  joven  al  imperio  romano  1  Y  el  de  san  Carlos  Borro- 
meo,  que  no  admitía  á  su  servicio  sino  gente  de  buena  cara 
y  cuerpo,  diciendo  que  en  cuerpos  hermosos  habitaban  tam- 
bién hermosas  almas. 


X 


Todas  estas  historias  no  hacen  fuerza  alguna.  Á  la  primera 
digo,  que  aun  suponiendo  gratuitamente  su  verdad,  no  favo- 
rece al  arte  fisionómico,  pues  Zopiro,  diciendo  que  Sócrates 
era  estúpido,  evidentemente  erró  el  fallo.  Sócrates,  prescin- 
diendo de  la  sabiduría,  que  pudo  adquirir  con  el  estudio, 
naturalmente  era  agudísimo  y  de  sublime  ingenio;  con  que 
el  fisionomista  en  esta  parte  desbarró  torpemente,  y  la  con- 
fesión del  filósofo  sólo  pudo  caer,  siendo  verdadera,  sobre 
la  propensión  á  la  incontinencia,  la  cual,  á  la  verdad,  suele 
figurarse  mayor  á  los  que  con  más  cuidado  la  reprimen,  por- 
que el  miedo  del  enemigo  engrandece  sus  fuerzas  en  la  idea. 
Así,  aunque  Sócrates  no  tuviese  más  que  una  inclinación  or- 
dinaria á  la  lascivia,  la  juzgaría  excesiva,  y  Zopiro  la  inferiría, 
no  del  rostro,  sino  del  concepto  común  de  que  pocos  hom- 
bres hay,  que  no  reconozcan  en  sí  este  enemigo  doméstico. 

He  procurado  buscar  en  Aristóteles  la  especie  de  el  meto- 
poscopo  Filemón,  y  no  la  hallé.  Acaso  es  ésta  una  de  las 
muchas  citas  falsas  que  hay  en  los  vastos  libros  del  Teatro 
de  la  vida  humana.  Doy  que  sea  verdadera.  El  acierto  de  File- 
món se  deberá  al  acaso.  Fácilmente  se  acreditará  de  fisiono- 
mista con  el  vulgo  cualquiera  que  se  jacte  de  adivinar  las 
inclinaciones  viciosas  de  los  hombres  por  el  rostro  ;  porque, 
como  poquísimos  gozan  un  temperamento  tan  feliz  y  tan  pro- 
porcionado á  la  virtud,  que  no  sientan  los  estímulos  de  algu- 
nas pasiones,  en  poquísimos  se  errará  el  fingido  escrutinio. 

La  noticia  de  Plinio  tiene  malísimo  fiador  en  Apión.  Este 
célebre  gramático  fué  igualmente  célebre  embustero,  como 
mostró  bien  en  el  tratado  que  escribió  contra  los  judíos,  todo 
lleno  de  mentiras  y  calumnias.   Y  ¿qué  fe  se  debe  dar  á  un 


1 68 


F  EIJ  o  o 


hombre,  el  cual  publicaba,  que  con  la  yerba  mágica  osiritis 
había  evocado  el  alma  de  Homero  del  infierno,  para  pregun- 
tarle de  qué  patria  era?  Plinio,  que  refiere  como  tal  esta  men- 
tira de  Apión,  y  hace  de  ella  la  irrisión  debida,  pudo  ejecu- 
tar lo  mismo  con  la  adivinación  de  los  años  de  vida,  por  la 
inspección  de  las  pinturas  de  Apeles. 

Ponto  Heutero  refiere  lo  del  fisionomista  turco,  sin  afir- 
marlo, pues  sólo  dice,  que  algunos  lo  escribieron:  5w;2í  ^wi 
scripsere.  Y  aunque  lo  afirmase,  ¿  qué  fe  merecía  una  noticia 
tan  extravagante,  que  para  su  comprobación  aún  serían  pocos 
cien  testigos  de  vista?  Doy,  que  por  el  semblante  pueda  co- 
nocerse, que  un  hombre  es  feroz,  osado,  inquieto,  ambicioso, 
como  lo  era  el  duque  Juan.  Esto  no  bastaba  para  pronosticar 
los  grandes  males,  que  había  de  causar  á  una  parte  de  la 
cristiandad.  Estos  se  ocasionaron  de  la  muerte  del  duque  de 
Orleans,  ejecutada  por  el  duque  de  Borgoña;  y  el  motivo  de 
ella  fué  celo  por  el  público,  ó  verdadero  ó  aparente,  contra 
la  mala  administración  del  reino,  cuyo  gobierno  tenía  en  sus 
manos  el  duque  de  Orleans,  como  se  lee  en  algunos  autores; 
ó  venganza  de  una  injuria  personal  gravísima,  como  refieren 
otros.  ¿  Pudo,  por  ventura,  el  fisionomista  turco  leer  en  el 
semblante  del  duque  Juan,  ni  que  el  duque  de  Orleans  había 
de  gobernar  tiránicamente  el  reino  de  Francia,  ni  que  había 
de  manchar,  ú  de  palabra  ú  de  obra,  ó  con  la  solicitación,  ó 
con  el  efecto,  ó  con  la  jactancia  de  haber  conseguido  lo  que 
no  consiguió  (que  toda  esta  variedad  hay  en  la  narración)  el 
honor  del  tálamo  del  duque  de  Borgoña? 

Esta  misma  reñexión  sobra  para  desvanecer  la  relación  de 
Paulo  Jovio.  ¡Qué  insensatez  i  Creer  que  el  infeliz  Guidón 
descubría  en  sus  facciones  la  traición  que  había  de  cometer 
con  él  un  amigo  suyo.  ¿No  es  demasiadamente  harto  para  la 
fisionomía,  el  permitirle  que  el  hombre  traiga  estampadas  en 
el  rostro  sus  propias  maldades,  sino  que  ha  de  extender  la 
pretensión  á  la  ridicula  quimera  de  que  también  se  lean  en  él 
las  maldades  agenas?  Ya  en  otra  parte  hemos  insinuado  la 
poca  fe  que  merece  Paulo  Jovio,  tratando  de  las  maravillosas 
predicciones,  que  este  autor  atribuye  á  Bartolomé  Cocles,  por 
medio  de  la  quiromancia. 

Lo  de  que  el  Nacianceno  conociese  el  perverso  ánimo  de 
Juliano   por   la  precisa    inspección  de  los  lineamientos  del 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 69 

cuerpo,  es  falso.  La  verdad  es,  que  le  trató  muy  despacio  en 
Atenas,  donde  concurrieron  los  dos  á  estudiar,  y  el  trato  se  le 
dio  á  conocer  en  palabras,  acciones  y  movimientos,  que  es 
todo  lo  que  se  puede  colegir  de  lo  que  el  mismo  santo  doctor 
dice  sobre  este  punto,  en  la  oración  segunda  contra  Juliano. 

El  ejemplo  de  san  Carlos  Borromeo  nada  favorece  á  los 
fisionomistas,  pues  éstos  no  pretenden  que  un  cuerpo  bien 
dispuesto  y  un  rostro  hermoso  sean  índices  del  complejo  de 
virtudes  intelectuales  y  morales,  en  que  consiste  la  hermo- 
sura del  alma;  antes  para  muchas  de  aquellas  proponen  tales 
señales,  que  no  dejará  de  ser  muy  feo  el  hombre  en  quien 
concurran,  h'ongo  por  ejemplo:  según  Aristóteles,  nariz  re- 
donda y  obtusa,  ojos  pequeños  y  cóncavos,  son  señales  de 
magnanimidad;  cabellos  levantados  arriba,  de  mansedumbre; 
ojos  lacrimosos,  de  misericordia.  Según*'el  padre  Niqueto, 
cuerpo  pequeño,  ojos  pequeños  y  color  macilento  son  señales 
de  ingenio;  cuello  encorvado,  de  buena  cogitativa;  color  es- 
cuálido, de  ánimo  fuerte;  grandes  orejas,  de  buena  memoria. 
A  esta  cuenta  será  ingenioso,  magnánimo,  misericordioso, 
manso,  fuerte,  de  buena  memoria  y  cogitativa,  el  que  fuere 
corcovado,  legañoso,  macilento,  escuálido,  tuviere  grandes 
orejas,  los  cabellos  revueltos  arriba,  ojos  pequeños  y  cónca- 
vos, la  nariz  redonda  y  obtusa.  Cierto  que  un  hombre  tal  será 
extremadamente  hermoso. 

Puede  ser  que  aquel  grande  arzobispo  amase  la  compañía 
de  gente  hermosa,  por  tener  siempre  delante  de  los  ojos,  en 
la  belleza  de  las  criaturas,  un  excitativo  para  elevar  la  mente 
á  la  hermosura  del  Criador.  Mas  si  el  motivo  era  el  que  se 
señala  en  el  argumento,  persuádome  á  que  el  Santo  no  aten- 
dería tanto  aquella  parte  de  la  hermosura,  que  consiste  en  la 
justa  medida  y  proporción  de  facciones  y  miembros,  sino  la 
otra  que  resulta  al  rostro  de  las  buenas  disposiciones  del  alma, 
y  que  como  efecto  de  la  hermosura  del  espíritu,  la  represen- 
ta. Lo  que  explicaremos  adelante. 


XI 


Aunque  lo  que  hemos  dicho  hasta  aquí  nos  persuade  bas- 
tantemente que  es  vano  y  sin  fundamento  cuanto  está  escrito 


lyo  F  E  1  j  o  o 

de  lisionomía,  no  tenemos  nuestras  razones  por  tan  conclu- 
yentcs,  que  no  pueda  apelarse  de  ellas  á  la  observación  expc* 
rimental.  Y  como  yo  no  la  he  hecho  ni  puedo  hacer  por  mi 
mismo,  pues  mis  ocupaciones  no  me  permiten  gastar  el  tiem- 
po en  eso,  me  ha  parecido  poner  aquí,  dividida  en  distintas 
tablas,  toda  la  doctrina  fisionómica  del  jesuíta  Honorato  Ni- 
queto,  que,  como  arriba  dije,  tiene  la  reputación  de  haber  es- 
crito en  esta  materia  con  más  acierto  que  otros,  por  si  algu- 
nos lectores,  que  están  ociosos,  quisieren  aplicar  algunos  ra- 
tos á  la  diversión  honesta  de  examinar  con  su  observación,  si 
efectivamente  hay  alguna  correspondencia  de  los  pretendidos 
signos  á  los  significados. 


APÉNDICE 

Algunos  grandes  hombres  han  sido  de  sentir,  que  la  her- 
mosura del  cuerpo  es  fiadora  de  la  hermosura  del  ánimo, 
como,  al  contrario,  un  cuerpo  disforme  infiere  una  alma  mal 
acondicionada.  Así  san  Ambrosio:  Species  corporis  simula- 
chriim  est  mentís^ figuraque probitatis.  San  Agustín:  Jmcom- 
positio  corporis  inc^qualitatem  indicat  mentís.  Mas  á  la  verdad, 
la  expresión  incompositio  corporis  más  significa  desorden  y 
falta  de  "gravedad  ó  de  modestia  en  los  movimientos,  que 
fealdad.  El  abad  Panormitano:  Rarenter  in  corpore  deformi 
nobilis,  formosusque  animiis  residet.  El  médico  Rasis :  Cujus 
facies  deformis.,  vix  potest  habere  bonos  mores.  Del  mismo 
dictamen  son  Tiraquelo  y  otros  jurisconsultos,  entre  los  cua- 
les el  célebre  Jacobo  Menochio  llegó  al  extremo  de  pronun- 
ciar ser  imposible,  que  hombre  totalmente  feo  sea  bueno : 
Fieri  non  potest.^  iit  qui  omnimo  difoi'mis  est.,  bonus  sit. 

Lo  que  suelen  decir  los  vulgares  de  los  que  padecen  alguna 
particular  deformidad,  que  están  señalados  de  la  naturaleza 
ó  de  la  mano  de  Dios,  para  que  los  demás  hombres  se  pre- 
caucionen de  ellos,  no  es  máxima  tan  privativa  del  vulgo,  que 
no  la  hayan  proferido  sujetos  nada  vulgares.  Dicen  que  Aris- 
tóteles frecuentemente  repetía,  que  se  debía  huir  de  los  que 
la  naturaleza  había  seíialado  :  Cavendos  quos  natura  notavit. 
Jerónimo  Adamo  Baucceno  exprimió  lo  mismo  en  estos 
versos: 


o  P.  R  A  S     E  S  C  o  G  I  n  A  S  1  7  I 


S7(nt  sun  signa  probis:  natn  consentiré  videntur 
Rt  mens,  et  corpus:  sutit  quceqne  signa  inalis. 

Illas  diligito;  sed  quos  natnra  7iotavii 

Hos  fnge:  gens  foe7inm  cornihusilla  gerit. 

Y  de  la  Antología  griega  se  tradujo  el  siguiente  epigrama: 

Clanda  tibiniens  est,  ni  pes:  natura  notasque 
Exterior  certas  iníerioris  hahet. 

Vulgarísimo  es  el  de  Marcial : 

Crine  ruber,  niger  ore,  brevis  pede,  lu7nine  hiscns, 
¡Revt  7nagnam  prcestns,  Zoile,  si  bonus  est! 

¿Pero  habrá  algo  de  verdad  en  esto?  Respondo,  que  sí. 
Mas  es  menester  proceder  con  distinción.  Si  se  habla  de  aque- 
lla parcial  hermosura  ó  fealdad,  que  proviene  de  la  buena  ó 
mala  temperatura  del  ánimo,  en  la  forma  que  explicamos  en 
el  discurso  sobre  el  Nuevo  arte  Jisionómico^  la  hermosura  ó 
fealdad  del  cuerpo,  como  efecto  suyo,  infiere  la  hermosura  ó 
fealdad  del  alma.  Así,  un  rostro  sereno,  gesto  amable,  ojos 
apacibles,  arguyen  un  genio  dulce  y  tranquilo;  sin  que  esta 
señal  se  contrareste,  poco  ni  mucho,  por  la  fealdad  de  las 
facciones ;  y  realmente  esta  especie  de  hermosura  es  la  que 
más  atrae  y  prenda.  Por  ella,  según  dice  Plutarco,  fué  Age- 
silao,  rey  de  Esparta,  aunque  de  cuerpo  pequeño  y  nada  bien 
figurado,  más  amable  que  los  más  hermosos,  no  sólo  en  la  ju- 
ventud, mas  aun  en  la  vejez  :  Dicitur  pusilus  fuisse,  et  specie 
aspernanda.  Ccete?'uin  hilaritas  ejus^  et  alacritas  ómnibus  ho- 
ris,  urbanitasque^  aliena  ab  omni^  vel  vocis^  vel  vultus  mo7^osi- 
tatCy  et  acervitate,  amabiliorem  euní  ad  senectutem  usque  pi-ce- 
buit  ómnibus  formosis.  Al  contrario,  un  gesto  áspero,  un  modo 
de  mirar  torvo,  unos  movimientos  desabridos,  aunque,  por 
otra  parte,  las  facciones  sean  muy  regulares,  constituyen  una 
especie  de  fealdad,  que  no  pronostica  favorablemente  en  or- 
den al  interior.  Pero  es  menester  irse  con  mucho  tiento  en  la 
ilación  ;  porque  hay  quienes  á  la  primera  inspección  repre- 
sentan muy  diferentemente  de  lo  que  significan,  tratándolos 
algo. 


172  F  E  I  J  o  o 

Si  se  habla  de  la  hermosura  y  fealdad,  que  consiste  en  la 
proporción  ó  desproporción  de  las  facciones,  color  del  ros- 
tro, etc.,  digo,  que  ésta  no  tiene  conexión  alguna  natural  con 
las  calidades  del  ánimo.  Es  más  claro  que  la  luz  del  medio- 
día, así  por  razón  como  por  experiencia,  que  nariz  torcida  ó 
recta,  orejas  grandes  ó  pequeñas,  labios  rubicundos  ó  páli- 
dos, y  así  todo  lo  demás,  nada  infieren  en  orden  á  aquel  tem- 
peramento ó  disposición  interna  de  que  penden  las  buenas  y 
malas  inclinaciones. 

Pero  por  accidente  puede  influir  algo,  y  en  efecto  influye  en 
algunos,  la  deformidad  del  cuerpo  en  la  del  ánimo.  Hay  algu- 
nos hombres,  que  son  malos  porque  son  disformes,  siendo  en 
ellos  la  deformidad  causa  remota  ocasional  de  la  malicia.  Es 
importantísima  la  advertencia  que  voy  á  hacer  sobre  el  asun- 
to. Los  que  tienen  alguna  especial  deformidad,  si  no  son  do- 
tados de  una  y  otra  ventajosa  prenda,  que  los  haga  especta- 
bles, son  objeto  de  la  irrisión  de  los  demás  hombres.  Esta 
experiencia  los  introduce  un  género  de  desafecto  y  ojeriza 
hacia  ellos  ;  porque  es  naturalísimo,  que  un  hombre  no  mire 
con  buenos  ojos  á  quien  le  insulta  y  escarnece  sobre  sus  fal- 
tas; con  que,  al  fin,  muchos  de  éstos,  que  sueltan  la  rienda  á 
aquella  pasión  de  desafecto,  se  hacen  dolosos  y  malévolos 
hacia  los  demás  hombres,  de  que  resulta  cometer  con  ellos 
varias  acciones  injustas  y  ruines.  Tal  vez,  no  sólo  á  los  que 
los  mofan,  á  todos  extienden  su  mal  ánimo,  por  hacer  con- 
cepto de  que  todos  los  miran  con  desprecio. 

Esta  consideración  debe  retraernos  de  hacer  irrisión  de 
nadie  con  el  motivo  de  su  fealdad.  La  justicia  y  la  caridad 
nos  lo  prohiben ;  y,  sobre  pecar  contra  estas  dos  virtudes  en 
aquella  irrisión,  nos  hacemos  también  cómplices  de  la  mala 
disposición  de  ánimo  que  ocasionamos  en  el  sujeto  :  él  tiene 
justo  motivo  para  quejarse  de  nosotros;  y  así,  á  nuestra  inso- 
lencia debemos  imputar  cualquiera  despique  que  intente  su 
enojo.  Escribieron  algunos,  aunque  Plinio  lo  impugna,  que 
habiendo  hecho  Búbalo  y  Anterno,  famosos  escultores,  una 
efigie  del  poeta  Hipponax,  que  era  feísimo,  por  hacer  burla 
de  él  y  porque  todos  la  hiciesen,  el  poeta  se  vengó,  compo- 
niendo contra  ellos  una  sátira  tan  sangrienta,  que  despecha- 
dos, se  ahorcaron.  No  fué  tan  culpable  el  poeta  en  valerse  de 
su  arte  para  la  venganza,  como  los  estatuarios  en   usar  de  la 


OBRAS     ESCOGIDAS  lyS 

suya  para  la  injuria.  Merecieron  éstos  el  despique,  porque 
aquél  no  había  merecido  la  ofensa. 

Cerca  de  nuestros  tiempos  tenemos  un  notable  ejemplar  de 
las  violentas  iras  que  excita  en  los  sujetos  feos  la  irrisión  de 
su  fealdad.  Uno  de  los  más  ardientes  y  eficaces  motores  de  la 
famosa  conspiración  contra  el  cardenal  de  Richelieu,  en  que 
intervinieron  el  duque  de  Bullón,  Enrique,  marqués  de  Cinq- 
mars,  gran  caballero  de  Luís  XIII,  y  Francisco  Augusto  Tua- 
no,  consejero  de  Estado,  fué  un  caballero  francés,  llamado 
Fontralles,  hombre  de  gran  sagacidad  y  osadía.  Éste,  no  sólo 
produjo  la  última  disposición  á  la  empresa,  agitando  el  espí- 
ritu fogoso  de  Cinqmars;  mas  se  encargó  de  la  parte  más  difícil 
y  arriesgada  de  ella,  que  fué  venir  á  la  corte  de  Madrid  á  ne- 
gociar con  el  conde-duque  de  Olivares,  primer  ministro  á  la 
sazón  de  esta  monarquía,  asistencia  de  tropas  españolas  para 
el  empeño,  como  en  efecto  concluyó  con  aquel  ministro  el 
tratado  que  deseaba,  y  lo  llevó  firmado  á  Francia;  bien  que, 
siendo  á  tiempo  descubierto  el  proyecto  por  el  Cardenal,  todo 
se  desvaneció;  y  el  Tuano  y  Cinqmars  perdieron  las  vidas  en 
el  cadalso,  salvándose  con  la  fuga  el  astuto  Fontralles.  Pero 
¿qué  movió  á  este  hombre  á  fomentar  la  conspiración,  y  to- 
mar á  su  cuenta  los  pasos  más  arriesgados  de  ella?  Aquí  entra 
lo  que  hace  á  nuestro  propósito.  Era  Fontralles,  sobre  corco- 
vado, de  muy  feas  facciones.  Complacíase  el  Cardenal,  muy 
de  ordinario,  en  burlarse  de  él,  diciéndole  varias  chanzonetas 
sobre  este  asunto.  Éste  fué  todo  el  motivo  que  hubo,  de  parte 
de  Fontralles,  para  arriesgar  vida  y  honra,  solicitándola  ven- 
ganza. 

Los  feos,  que  son  agudos  y  prontos  en  decir,  tienen  en  este 
talento  un  gran  socorro  para  desquitarse  de  los  que  los  zahie- 
ren sobre  su  mala  figura.  Un  donaire  picante  los  venga  bas- 
tantemente, para  quedar  sin  mucho  sentimiento  de  la  burla. 
Habiendo  ido  Gallias  Agrigentino,  hombre  muy  feo,  pero  de 
excelentes  dotes  de  ánimo,  con  el  asunto  de  cierta  negocia- 
ción, de  parte  de  su  ciudad,  á  la  de  Centoripo,  congregados 
los  de  este  pueblo  para  recibirle,  al  ver  su  torpe  aspecto,  se 
soltaron  todos  en  descompuestas  carcajadas.  Mas  él,  muy 
sobre  sí,  «Centoripinos,  les  dijo,  no  tenéis  que  extrañar  mi 
fealdad;  porque  es  costumbre  en  Agrigento,  cuando  se  hace 
legacía  á  alguna  grande  y  noble  ciudad,  elegir  para  ella  algún 


174  F  E  1  j  o  o 

varón  de  gallarda  presencia;  inas  cuando  se  trata  de  despa- 
char legado  á  un  pueblo  ruin  y  despreciable,  se  echa  mano 
de  uno  de  los  ciudadanos  más  feos.»  Hermoso  despique.  Es 
verdad  que  este  recurso  no  sirve,  ó  sería  muy  arriesgado, 
cuando  el  insultado  es  subdito  del  que  insulta,  ó  de  clase 
muy  inferior  a  la  de  éste. 

Verdaderamente,  juzgo  inhumanidad  y  barbarie  hacer  de 
la  fealdad  asunto  para  el  oprobio;  porque  es  hacer  padecer  al 
hombre  por  lo  que  en  él  es  inculpable.  Y  aun,  si  se  nota  que 
se  le  hiere,  no  por  lo  que  él  hizo,  sino  por  lo  que  Dios  hizo 
en  él,  se  hallará,  que  en  alguna  manera  se  toma  por  blanco 
de  la  irrisión  la  Deidad. 

Por  lo  que  hemos  dicho  de  la  conexión  ó  inconexión  de  la 
deformidad  del  cuerpo  con  la  del  alma,  se  puede  hacer  crisis 
de  la  estimación,  que  tiene  entre  los  jurisconsultos  esta  seña, 
cuando  se  trata  de  averiguar  el  autor  de  algún  delito. 


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176  F  El  J  o  o 

Adviértase  que  en  la  tabla  de  arriba  pueden  tomarse  recí- 
procamente como  significantes  y  significados,  así  los  tempe- 
ramentos como  las  condiciones,  que  ponemos  por  significan- 
tes de  ellos. 

En  la  tabla  siguiente  están  los  significados  á  la  izquierda 
de  los  significantes. 


Tabla  segunda,  donde  se  ponen  lo  que  significan  en  particular 
el  cuerpo  y  cada  parte  suya. 

Cuerpo.  Significa. 

í  Tardo  y  ñojo,  si  fuere  húme- 
Grande     .     .....  :      do  y  frío.   Bueno  y  de  larga 

I     vida,  si  fuere  cálido  y  seco. 

Muy  largo  y  craso Cálido  )'■  húmedo. 

r>^        '  í  Ingenio    agudo    y    prudente, 

Pequeño !      ? 

\      fuerte  y  atrevido. 

Con  sequedad (  Malo   por  la   precipitación  y 

(      confusión. 

Con  humedad Buena  temperie. 

Que  crece  presto Cálido  y  húmedo. 

Las  partes  inferiores  mayores/  Soñoliento,  locuaz  y  de  corta 

que  las  superiores.      .     .     .(      memoria. 
Las  partes  superiores  mayores/ Propio  del  sexo  viril,  tempe- 

que  las  inferiores (     ramento  cálido. 

De  mediana  estatura.     .     .     .    Excelente  constitución. 

Cabera.  Significa. 

^        ,  • '  (  Excelente  entendimiento,  pe- 

Grande  con  proporción  y  ma- 1  .,  .    .       '  *^     • 

.,  I      ro  no  sutil.  Gran  juicio,  lar- 

y      ga  vida. 
Grande,   desproporcionada   y/ Soñoliento ,   ingenio    obtuso, 

corpulenta .\     flojo,  tímido. 

Celebro  cálido  y  seco,  genio 

Pequeña  sin  proporción  á  las       '"'1°'="'  f°'°'   P^-ecipitado, 

demás  partes  del  cuerpo.    .        P'^"'"  Pedente  y  sagaz.  Me- 

mona     débil.     Complexión 
morbosa. 


OBRAS     ESCOGIDAS  177 

Cabe:(a.  Significa. 

_  ,  .  ,  ( Mala,  pero  no  tanto  como  la 

Pequeña  con  proporción.  .       v  i  .    . 

^  ^      ^  I      grande  sin  proporción. 

Esférica Ingenio  confuso. 

Inclinada Tímido,  vergonzoso. 

Cóncava  por  la  parte  anteriorf 

y  posterior ^  Muy  mala. 

Con  eminencias Excelente. 

Comprimida  en  las  sienes..     .    Juicio  débil. 

Cabello.  Significa. 

Blanco Frío  y  húmedo. 

Negro Cálido. 

^    ,.  (Iracundo,   fuerte,  agudo,  au- 

Rubio , 

{      daz. 

.,,  f  Canicie  temprana,   calva  muy 

Plano,  recto  y  sencillo..     .     .{  , 

Crespo Calva  temprana,  canicie  tarda. 

Largo Ágil. 

Corto Perezoso. 

Blando Tímido,  pusilánime. 

Duro Fuerte,  animoso. 

Mucho Lujurioso. 

Mediano,  entre  duro  y  blando.  Ingenioso. 

Cara.  Significa. 

Grande  y  larga Húmedo,  flojo,  perezoso. 

/  Astuto,  pendenciero,  prcsun- 

^'^^^^"^ I      tuoso. 

Macilenta Ingenioso,  ágil,  diligente. 

Crasa Perezoso,  tímido. 

(Pituitoso,   afeminado,   libidi- 

Blanca.     .     .     '. i 

^      noso. 

Pálida Pituitoso,  tímido,  triste. 

Algo  negra,  con  rubor.  .     .     .    Turbulento,  ingenioso. 

(  Bello  temperamento,   sanguí- 
Blanca  y  rubicunda ^      neo,  ingenioso. 

Rubicunda  con  adustión.   .     .    Genio  pendenciero. 
Purpúrea Vergonzoso. 


178  FE  I  J  o  o 

Cara.  Significa. 

í  Colérico,  magnánimo,  audaz, 
Amarilla  o  roja ^      astuto,  inconstante. 

Maculosa Astuto. 

Flámmea Maníaco. 

Frente.  Significa. 

Pequeña,  estrecha Necio,  flemático. 

Larga  ó  ancha Ingenioso,  buena  imaginativa. 

Grande .    Perezoso. 

Mediana,   pero   más  pequeña/ 

^   ^           1  \  Agudo,  mgenioso. 

que  grande K     ^        1      & 

Redonda Estúpido. 

Carnosa  y  grande Estúpido. 

Cuadrada Magnánimo,  ingenioso. 

Arrugada Cogitabundo,  melancólico. 

Despejada Alegre. 

Caída  al  sobrecejo.    .     .     .     .  Audaz,  magnánimo. 

Lisa  y  resplandeciente. .     .     .  Ingenioso. 

Tranquila  y  serena Adulador. 

Prominente Apto  para  las  artes. 

Extendida Colérico. 

Sienes.,  cejas.,  pestañas.,  niñas 

de  los  OJOS.  Significa. 

Sienes  hinchadas  y  redondas.    Corto  y  confuso  ingenio. 
Medianamente  cóncavas.   .     .    Bella  señal,  hermoso  ingenio. 

Muy  cóncavas Pertinaz,  iracundo. 

Bellosos Lujurioso. 

Con  venas  turgentes.      .     .     .    Muy  iracundo. 

Cejas  pequeñas Pusilánime. 

Caídas Triste. 

Juntas  y  densas Colérico,  atrevido. 

Divulsas   y   extendidas   á   las( 
sienes ^  Necio,  fatuo. 

Arqueadas Magnánimo. 

Rectas.     .     - Tímido. 

Los  párpados  entumecidos.    .  Soñoliento. 

Sanguíneos  y  crasos.     .     .     .  Inverecundo,  ingenio  tardo. 

Niñas  pequeñas Vista  aguda,  ingenioso. 

Desiguales Mala  señal. 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 79 

Ojos.  Significa. 

Grandes Perezoso. 

Pequeños Astuto,  ingenioso,  tímido. 

Brillantes,  bien  proporciona-|- 

,  {  Excelente  señal, 

dos \ 

Lacrimosos Tímido,  melancólico, 

1^  ingenioso,    audaz,   magnáni- 

Volubles I      ^        ^    i    ' 

\      mo,  ladrón. 

Que  menean  frecuentementer 

,         .        ,  {  Tímido, 

los  parpados I 

Que  miran  con  gracia.   .     .     .  Afeminado,  lujurioso. 

Fijos Cogitabundo, 

Prominentes Estúpido. 

Algo  deprimidos Magnánimo. 

Muy  deprimidos Manso,  humilde. 

Rubicundos Airado,  furioso. 

Lucidos,  ígneos Lujurioso. 

Saltados Celebro  débil,  corta  vista. 

Cóncavos,  retraídos  y  peque-/ 

\  Excelente  vista, 
nos '^ 

Brillantes,  secos Ingeniosos. 

Blancos Complexión  fría. 

Leonados Ingenioso,  audaz. 

Amarillos Ingenioso,  colérico. 

Azules Animoso,  buena  vista. 

Narices  y  labios.  Significa. 

1^  Iracundo,  pero  fácilmente  pía- 

Nances  muy  abiertas.    .     .     .{      ^„ui^ 
^  \      cable. 

Largas  y  agudas Iracundo,  contencioso. 

Redondas  y  obtusas Iracundo,  magnánimo. 

í  Olfato  torpe,  genio  servil,  in- 

P^^^^"^^ \      constante. 

Muy  rubicundas Hígado  encendido. 

Corvas Magnánimo  ú  desvergonzado. 

Romas.     .  Intemperante,  lujurioso. 

Densas  en  la  parte  superior.  ,    Estúpido. 

Cóncavas  arriba  en  el  cartí-j 

,  {  Lascivo, 

lago \ 


I  8o  FEI  J  o  o 

Narices  y  labios.  Significa. 

Labios  rubicundos Sangre  pura. 


No  rubicundos. 

Abiertos 

Crasos 

El  inferior  pendiente. 

El  superior  prominente 


.    Sangre  impura. 

.    Cogitabundo. 

,    Mojo,  perezoso. 

.    Flojo,  inhábil. 

/  Iracundo,  contumelioso,  mal- 

■*■     diciente. 


Boca,  lengua^  dientes^  barba.  Significa. 

Boca  grande Intemperante  y  audaz. 

Pequeña Tímido,  que  come  poco. 

Muy  abierta Estúpido. 

Dientes  raros,  menos  de  32.   .  Vida  breve. 

Muchos,  fuertes  y  sólidos..     .  Robustez,  vida  larga. 

r  Guloso,  fuerte,  audaz,  de  gran- 
Fuertes,  agudos,  largos.     .     .|      ¿^  -^^^ 

Vacilantes Cabeza  enferma. 

Lengua  sutil,  puntiaguda.  .     .  Sagaz,  ingenioso. 

Gruesa Ingenio  rudo. 

Larga,  ancha,  rubicunda.  .     .  Buenos  humores. 

Blanca Humores  corrompidos. 

Barba  aguda,  sutil Audaz,  iracundo,  ingenioso. 

Bipartida Buen  temperamento. 

Algo  quedrada Buena  en  los  hombres. 

Algo  redonda Buena  en  las  mujeres. 

Vo:{X  barba  tomada  por  la 

pilosidad  de  ella.  Significa. 

Voz  grave,  intensa Fuerte,  magnánimo. 

Aguda  y  remisa Pusilánime. 

En  el  principio  grave,  en  el  finí         ,       ,   ^ .  ,  , 

,  ^  Genio  plañidero,  calamitoso, 

aguda ^  ^  ' 

Aguda,  blanda,  afeitada.    .     .    Afeminado. 

Blanda  y  débil Manso. 

Aguda  y  valiente Comedor. 

^     ,     ,  .  ,  ,    ,  í  Humor  craso,  fuette,  audaz, 

Barba  bien  poblada <      tu-j- 

^  I      libidinoso. 

Que  nace  temprano Muy  cálido  y  húmedo. 

Rara Mucho  frío  ó  mucho  calor. 

Que  nace  tarde Lo  mismo. 


k 


OBRAS    ESCOGIDAS  lOl 

Cuello,  cerviz,  hombros,  ^.      ,  . 

,     ,     ,  Significa, 

claviculas.  ^    -^ 

Cuello  carnoso,  craso,  lleno.  .  Animoso,  iracundo. 

Tenue  y  largo Tímido. 

Breve Voraz. 

Lleno,  redondo Lo  mismo. 

Cerviz  vellosa Liberal. 

Breve,  angosta Expuesto  á  apoplegía. 

Muy  larga  y  crasa Magnánimo. 

Cortica Genio  insidiador. 

Larga  y  muy  delgada.    .     .     .  Tímido. 
Hombros     anchos ,     grandes/ 

dientes ^  Fuerte. 

Laxos Flaco,  tímido,  débil. 

Desiguales Tísico. 

Bien  sueltos Robusto,  fuerte. 

Clavículas  ágiles Sentidos  agudos. 

Dificultosamente  movibles.     .  Insensato,  ingenio  obtuso. 

Espalda^  pecho^  bracos.  Significa. 

Espalda  grande,  ancha. .     .     .  Robustísimo. 

Pequeña Débil. 

Vellosa Melancólico. 

Corva Astuto,  fraudulento. 

Constituida  en  mediocridad.  .  Buena. 

Pecho  ancho  y  velloso. .     .     .  Muy  cálido. 

Grácil Pusilánime. 

Carnoso Rudo,  tímido. 

Rubicundo Ira,  mala  condición. 

Brazos  de  mucho  hueso.     .     .  Robusto. 

Muy  largos Cálido,  robusto. 

Carnosos Flojo. 

Vellosos Lascivo. 

Manos.  Significa. 

Carnosas Humor  copioso. 

/Entendimiento  y  sentidos  ob- 

Duras i     ^ 

I     tusos. 

Blandas Vivacidad,  agudeza. 


1 8-2  FEIJOO 

Manos.  Significa. 

Sutiles,  largas Tímido. 

Grandes,  bien  articuladas,  ner'/Robusto,   valiente,   de   larga 

viosas I    vida. 

Pequeñas,  flacas Tímido,  débil. 

Crasas,  breves,  con  pequeños/ 

dedos xlngenio  torpe. 

Vellosas Agreste,  lujurioso. 

Calientes Intemperie  cálida. 

Aplanadas,  casi  sin  líneas. .     .  Cuerpo  débil. 

Las  líneas  de  las  manos  largase  Buen    temperamento  ,     larga 

y  profundas \     vida. 

Breves Vida  corta. 


/-Ardor  de  hígado,  abundancia 
^     de  sangrí 
Delgadas,  interrumpidas.   .     .  Debilidad. 


Rubicundas x     de  sangre,  audaz,  robusto. 


Costillas.,  lomos.)  vientre., 
pierna.)  pies. 


Significa. 


Costillas  grandes,  descubier-/ 
tas ^Fuerte. 

Pequeñas Locuaz. 

Lomos  compactos  y  firmes.    .  Fuerte,  inclinado  á  la  caza. 

Trémulos Muy  lujurioso. 

Vientre  ancho,  pero  no  pro-/ 

mínente xFuerte,  robusto. 

Gordo Fuerte  y  libidinoso. 

Velloso Parlotero  y  libidinoso. 

Piernas  delgadas  y  nerviosas..  Libidinoso. 

Pequeñas Tímido. 

Con  las  pantorrillas  contraídas/ 
hacia  abajo iFuerte. 

Contraídas    arriba    y    preña-/ 

^  \Pusilanimidad. 

Pies  ágiles Ingenioso,  vivo. 

Pequeños '  .  Flojo. 

Llanos  por  abajo Sagaz. 

Grandes Muy  cálido. 


OBRAS     ESCOGIDAS 


l83 


En  la  tabla  siguiente  se  ponen  los  significantes  á  la  izquier- 
da de  los  significados. 


Tabla  tercera,  en  que  se  propone  separada  la  colección  de 
signos  de  cada  significado  particular. 


Cuerpo  fuer- 
te y  robus- 
to  


Pelos  duros.  Huesos  y  costillas  grandes.  Los 
extremos  del  cuerpo  grandes,  duros  y  robustos. 
Cuello  breve  y  carnoso.  Cerviz  erguida  y  dura. 
La  parte  posterior  de  la  cabeza  grande  y  eleva- 
da. Frente  dura,  breve,  aguda,  con  cabellos 
gruesos.  Pies  grandes,  más  gruesos  que  largos. 
Voz  dura,  desigual,  complexión  colérica. 

í     Cabeza    pequeña,  sin  proporción.    Pequeña 
Cue?-po  débill  espajda.  Carne  muy  blanda.  Complexión  melan- 
l  cólica. 


Vida  larga. 


Vida  corta. 


Buen  ingenio 


Dientes  sólidos  y  muchos.  Temperie  sanguí- 
nea. Estatura  mediana.  Las  líneas  de  las  manos 
largas,  profundas,  rubicundas.  Gran  cuerpo. 
Hombros  encorvados.  Pecho  ancho.  Carne  só- 
lida. Color  brillante.  Incremento  tardo.  Orejas 
anchas.  Grandes  párpados.  La  inferior  parte 
del  ombligo  igual  á  la  superior. 

Lengua  crasa.  Los  dientes  molares  antes  de 
la  pubertad.  Dientes  raros,  débiles  y  mal  orde- 
nados. Las  líneas  de  las  manos  confusas  ó  mal 
distintas.  Incremento  pronto  y  poco.  La  parte 
inferior  del  ombligo  mayor  que  la  superior. 
Temperie  melancólica. 

Carne  blanda.  Cutis  sutil.  Estatura  mediana. 
Ojos  azules  ó  rojos.  Color  blanco.  Cabellos 
planos  y  medianamente  duros.  Manos  largas. 
Dedos  largos.  Aspecto  afable.  Cejas  juntas.  Po- 
ca risa.  Frente  despejada.  Las  sienes  algo  cón- 
cavas. La  cabeza  que  tenga  figura  de  niazo. 


1 84 


FEIJ  o  o 


Ingenio  malo 
y  obtuso. 


Cuello,  brazos,  costillas  y  lomos  muy  carno- 
sos. Cabeza  redonda.  La  parte  posterior  de  la 
cabeza  cóncava.  Frente  grande,  carnosa.  Ojos 
pálidos.  La  acción  de  mirar  torpe.  Artejos  pe- 
queños. Narices  obstruidas.  Orejas  levantadas. 
Mucha  risa.  Pequeñas  manos.  La  cabeza  ó  muy 
grande  ó  muy  pequeña,  sin  proporción.  Labios 
crasos.  Dedos  cortos.  Piernas  carnosas. 

Barba  aguda.  Boca  grande.  Voz  canora,  gra- 
ve, lenta  y  siempre  igual.  Figura  ó  postura  rec- 
ta. Ojos  grandes,  medianamente  abiertos,  in- 
Animo  fuer-  mobles.  El  cabello  levantado  sobre  la  frente.  La 
te j  cabeza  medianamente  comprimida.  Frente  cua- 
drada, eminente.  Extremos  del  cuerpo  robustos 
y  grandes.  Cerviz  firme  y  no  muy  carnosa.  Pe- 
cho ancho,  corpulento.  Color  escuálido. 


Animo  auda^ 


Animo    pru- 
dente. .  .  . 


Buena  memo- 
ria  


Mala  memo- 
ria  


Boca  prominente  ó  salida  afuera.  Semblante 
hórrido.  Frente  áspera.  Cejas  arqueadas.  Nariz 
larga.  Dientes  largos.  Cuello  breve.  Brazos  lar- 
gos. Pecho  ancho.  Hombros  elevados.  Aspecto 
torvo. 

Cabeza  comprimida  álos  lados.  Frente  larga, 
cuadrada,  en  el  medio  algo  cóncava.  Voz  blan- 
da. Pecho  ancho.  Pelos  delgados.  Ojos  gran- 
des, azules  ó  leonados  ó  negros.  Orejas  algo 
grandes.  Nariz  aguileña. 

Las  partes  superiores  menores  que  las  infe- 
riores, bien  formadas,  no  gordas,  sino  vestidas 
de  carne.  Carne  tenue  y  blanda.  El  colodrillo 
descubierto.  Nariz  corva.  Dientes  no  raros. 
Orejas  grandes,  con  copia  de  cartílago. 

Las  partes  superiores  mayores  que  las  infe- 
riores y  carnosas.  Carne  muy  seca.  Calvicie. 

(Adviértese  que  Aristóteles  propone  inversa 
la  señal  primera  de  buena  y  mala  memoria., 
pues  dice,  que  las  partes  superiores  mayores 
que  las  inferiores  significan  buena  memoria.) 


OBRAS     ESCOGIDAS 


i85 


Corta  vista. 


Buen  oído. 


Ira. 


Buena  ima- ^  Frente  prominente,  larga  y  ancha,  y  modo 
ginación y)  de  mirar  fijo  y  atento.  Respiración  no  muy  fre- 
co^iVíOf/jAz.  I  cuente.  Cuello  inclinado. 

,     Pestañas  negras,   densas,    rectas.    Párpados 
JBweHíi!  VI5ÍÍZ.J  grandes  y  gruesos.   Niñas  pequeñas.  Ojos  cón- 
(cavos  y  retraídos  adentro. 

I     Cejas  torcidas.    Párpados  tenues   y   breves. 
'V  Niñas  grandes.  Ojos  saltados.  Mucho  sueño. 

/     Las  ternillas  de  las  orejas  grandes,  bien  aca- 
■^  naladas  y  vellosas. 

f     Nariz  larga,  que  se  acerca  á  la  boca,  no  muy 

Buen  olfato. .{  i  '        i       • 

•^         \  húmeda  ni  muy  seca. 

.     La  película  de  la  lengua  esponjosa  ó  bien  po- 
Buen  gusto.  J  rosa,  blanda,  regada  siempre  de  saliva.  Tempe- 
(ramento  de  la  lengua  cálido  y  húmedo. 

y     Cutis  y  carne  blanda,  nervios  vigorosos.   El 

Buen  tacto.  .'  temperamento  de  estas  partes  moderadamente 

[  caliente,  y  más  seco  que  el  de  las  demás  partes. 

Estatura  erguida.  Color  brillante.  Voz  grave. 
Narices  bien  abiertas.  Sienes  húmedas,  con  ve- 
nas patentes.  Cuello  craso.  Ser  ambidestro. 
Paso  acelerado.  Ojos  sanguíneos.  Dientes  lar- 
gos, desiguales,  desordenados.  Complexión  co- 
lérica. 

El  colodrillo  cóncavo.  Color  pálido.  Ojos  dé- 
biles, que  pestañean  frecuentemente.  Pelos 
blandos.  Cuello  largo,  flaco.  Pecho  lampiño, 
carnoso.  Voz  aguda,  trémula.  Boca  pequeña, 
redonda.  Labios  iguales.  Manos  largas,  sutiles. 
Pies  pequeños,  poco  articulados. 

í     Cara    arrugada.  Ojos  caídos.    Cejas    juntas. 
Tristeza..  .  .'  Paso  tardo.  Acción  de  mirar  fija.   Respiración 
I  no  muy  frecuente. 

I      Cara  blanca,  flaca.  Mucho  pelo.  Sienes  vello- 
sas.   Frente   extendida.    Mirar  gracioso.   Ojos 
rxifi^i V  brillantes,  bizcos.  Nariz  ancha.  Espalda  angos- 

^^  I  ta.  Brazos  y  manos  vellosas.   Piernas  delgadas 

^B^^  I  y  nerviosas. 

I 


Miedo. 


1 86 


F  El J  o  o 


Envidia.  . 


Audacia.  . 


Mansediim 
bre 


Vei'g'üen:^a. 


í 


(      Frente  serena,  tranquila,  abierta.   Cara  rosa- 
Alegría.  .  .  J  da,  amena.  Voz  parlera,  hermosa,  dulce.  Cuer- 
l  po  ágil.  Carne  blanda. 

^  Frente  arrugada,  triste.  Mirar  torcido,  caído. 
Cara  triste,  pálida.  Cutis  seca,  áspera.  Huesos 
duros. 

Cuerpo  pequeño.  Cabello  rojo  y  duro.  Cara 
rubia,  ó  frente  rubia  cuadrada.  Cejas  torvas, 
juntas,  arqueadas.  Ojos  volubles,  leonados  ó 
azules.  Grande  boca.  Barba  sutil,  aguda,  bien 
poblada.  Las  líneas  de  las   manos  rubicundas. 

Carne  blanda  y  húmeda.  Ojos  muchas  veces 
cerrados.  Movimiento  tardo.   Voz  tarda  en  ha- 
Iblar.  Cabellos  blandos,  planos  y  rojos. 

Ojos  húmedos,  no  muy  abiertos,  medianos. 
Bajar  frecuentemente  los  párpados.  Mejillas  en- 
cendidas. Movimientos  moderados.  Habla  tar- 
da y  sumisa.  Cuerpo  inclinado.  Orejas  encen- 
didas, purpúreas. 

.     Aliento  templado.  La  boca,  ni  extendida,  ni 
Templanza.  .|  plana.  Sienes  lampiñas.  Ojos  medianos,  rojos  ó 
V  azules.  Vientre  breve  ó  apretado. 

(Cabello  rubio,  duro.  Cuerpo  pequeño.  Ojos 
brillantes,  poco  deprimidos.  Voz  grave  é  inten- 
Isa.  Barba  poblada.  Hombros  grandes,  anchos. 
Grande  y  ancha  espalda. 

(Cejas  arqueadas.  Boca  grande  y  prominente. 
Párpados  muy  abiertos.  Pecho  ancho.  Paso 
I  tardo.  Cuello  erguido.  Hombros  vibrados.  Ojos 
saltados  ó  que  saltan. 

Color  rubio  ó  que  tira  á  pálido.  Sienes  vello- 
sas. Calva.  Ojos  pingües.  Cuello  grueso.  Cara 
grande.  Nariz  grande.  Vientre  pingüe.  Los  pe- 
los de  los  párpados  que  caen.   Manos  vellosas. 

Barba  larga.  Dedos  largos.  Lengua  aguda. 
Ojos  que  tiran  á  rubios.  El  labio  superior  pro- 

1  mínente.   Vientre  velloso.    Nariz  aguda  en  la 
extremidad. 


Fortale'^a.  . 


Soberbia.. 


Luju7^ia.  . 


Locuacidad. 


.á^ 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 87 

Frente   alta.   Cuello   firme,    breve,    inmóvil, 

Penitencia.  . I  craso.  Habla  veloz.  Risa  inmoderada.  Ojos  san- 

l guineos.  Manos  breves,  carnosas.  Dedos  cortos. 

Impudenciaí  Ojos  abiertos,  ígneos,  rubios.  Mirar  agudo. 
ó  de svej'-f  Frente  circular.  Cara  redonda,  roja.  Pecho  gi- 
güem^a.  .  .(boso.  Risa  alta.  Nariz  crasa. 

Aunque  las  tablas  propuestas  se  han  insertado  aquí  por  un 
motivo  de  equidad,  que  es  dejar  al  lector  con  la  facultad  de 
apelar  de  mis  razones  á  los  experimentos,  quedo  con  grande 
esperanza  de  que  un  serio  y  atento  examen  de  dichas  tablas 
confirmará  cuanto  llevo  dicho  arriba,  de  la  vanidad  del  arto 
físiognómico,  y  pondrá  al  lector  en  estado  de  asentir  á  la  de- 
finición, que  monsieur  de  la  Chambre  dio  de  la  metoposco- 
pia,  parte  principalísima  de  la  fisionomía.  «La  metoposcopia, 
decía  aquel  docto  francés,  es  un  arte  de  hacer  juicios  teme- 
rarios.» 


IMPUNIDAD  DE  LA  MENTIRA 


Dos  errores  comunes  se  me  presentan  en  la  materia  de 
este  discurso:  uno  teórico,  otro  práctico.  El  teórico 
es,  reputarse  entre  los  hombres  la  cualidad  de  menti- 
roso como  un  vicio  de  ínfima  ó  casi  ínfima  nota.  Supongo  la 
división  que  hacen  los  teólogos  de  la  mentira,  en  oficiosa, 
jocosa  y  perniciosa.  Supongo  también,  que  la  mentira  perni- 
ciosa está,  en  la  opinión  común,  reputada  por  lo  que  es,  y 
padece  toda  la  abominación  que  merece;  de  suerte,  que  los 
sujetos  que  están  notados  de  inclinados  á  mentir  en  daño  del 
prójimo,  generalmente  son  considerados  como  pestes  de  la 
república.  Mi  reparo  sólo  se  termina  á  las  mentiras  oficiosas 
y  jocosas ;  esto  es,  aquellas  en  que  no  se  pretende  el  daño  de 
tercero,  sí  sólo  el  deleite  ó  la  utilidad  propia  ó  ajena.  Tam- 
bién advierto,  que  trato  este  punto  más  como  político  que 
como  teólogo  moral.  Los  teólogos  gradúan  las  mentiras  ofi- 
ciosa y  jocosa  de  culpas  veniales.  Y  ni  yo,  consideradas  mo- 
ralmente,  puedo  ó  debo  denigrarlas  más.   Pero  miradas  á  la 


igo 


FE  I  JO  o 


luz  de  la  política,   juzgo  que  la  común  opinión  está  nimia- 
mente indulgente  con  esta  especie  de  vicios. 

¿En  qué  consiste  esta  indulgencia  nimia?  En  que  no  se 
tiene  el  mentir  por  afrenta.  La  nota  de  mentiroso  á  nadie 
degrada  de  aquel  honor,  que  por  otros  respetos  se  le  debe. 
El  caballero,  por  más  que  mienta,  se  queda  con  la  estimación 
de  caballero,  el  grande  con  la  de  grande,  el  príncipe  con  la 
de  príncipe.  Contrario  me  parece  esto  á  toda  razón.  El  men- 
tir es  infamia,  es  ruindad,  es  vileza.  Un  mentiroso  es  indigno 
de  toda  sociedad  humana;  es  un  alevoso,  quetraidoramentese 
aprovecha  de  la  fe  de  los  demás  para  engañarlos.  El  comercio 
más  precioso  que  hay  entre  los  hombres  es  el  de  las  almas; 
éste  se  hace  por  medio  de  la  conversación,  en  que  recíproca- 
mente se  comunican  los  géneros  mentales  de  las  tres  poten- 
cias, los  afectos  de  la  voluntad,  los  dictámenes  del  entendi- 
miento, las  especies  de  la  memoria.  ¿Y  qué  es  un  mentiroso, 
sino  un  solemne  tramposo  de  este  estimabilísimo  comercio? 
é  Un  embustero,  que  permuta  ilusiones  á  realidades?  ¿Un 
monedero  falso,  que  pasa  el  hierro  de  la  mentira  por  oro  de 
la  verdad  ?  ¿  Qué  falta,  pues,  á  este  hombre  para  merecer  que 
los  demasíe  descarten,  como  trasto  vil  de  corrillos,  inmundo 
ensuciador  de  conversaciones  y  detestable  falsario  de  noti- 
cias ? 


II 


Una  monstruosa  inconsecuencia  noto,  que  se  padece  comu- 
nísimamente  en  esta  materia.  Si  á  un  hombre  que  se  precia 
de  ser  algo,  se  le  dice  en  la  cara  que  miente,  lo  reputa  por 
gravísima  injuria ;  y  tanto,  que,  según  las  crueles  leyes  del 
honor  humano,  queda  afrentado,  si  no  toma  una  satisfacción 
muy  sangrienta.  Quisiera  yo  saber  cómo  el  decirle  que  mien- 
te puede  ser  gravísima  injuria,  si  el  mentir  no  es  un  gravísimo 
defecto,  ó  cómo  puede  un  hombre  quedar  afrentado  porque 
le  digan  que  miente,  si  la  misma  acción  de  mentir  no  es 


OBRAS     ESCOGIDAS  I9I 

afrentosa.  La  ofensa  que  se  comete  improperando  un  vicio, 
se  gradúa  según  la  nota  que  entre  los  hombres  padece  ese 
vicio.  Si  el  vicio  no  es  de  la  clase  de  aquellos  que  desdoran 
el  honor,  tampoco  se  siente  el  honor  herido,  porque  se  diga 
á  un  hombre  que  le  tiene.  Siendo  esto  una  verdad  tan  noto- 
ria, lo  que  de  la  observación  hecha  infiero  es,  que  la  frecuen- 
cia de  mentir  mitigó  en  el  común  de  los  hombres  el  horror 
que  la  naturaleza  racional,  considerada  por  sí  sola,  tiene  á 
este  vicio;  pero  de  modo,  que,  sin  embargo,  ha  quedado  en 
el  fondo  del  alma  cierto  confuso  conocimiento  de  que  el  men- 
tir es  vileza. 

Confírmase  esto  con  la  reflexión  de  que  el  desdecirse  está 
reputado  en  el  mundo  por  oprobio.  ¿Por  qué  esto?  Porque 
es  confesar  que  antecedentemente  se  ha  mentido.  El  oprobio 
no  puede  estar  en  la  verdad  que  ahora  se  confiesa ;  luego 
consiste  en  la  mentira  que  se  dijo  antes.  Confesar  que  se  min- 
tió es  sinceridad,  y  nadie  se  avergüenza  de  ser  sincero.  Luego 
toda  la  ignominia  cae  sobre  haber  mentido.  Esto,  digo,  hace 
manifiesto,  que  en  los  hombres  no  se  ha  obscurecido  del  todo 
aquel  nativo  dictamen  que  representa  la  vileza  de  la  mentira. 


III 


El  error  práctico  que  hay  en  esta  materia  es,  que  la  mentira 
no  se  castigue,  ni  las  leyes  prescriban  pena  para  los  mentiro- 
sos. ¡  Que  no  haya  freno  alguno  que  reprima  la  propensión 
que  tienen  los  hombres  á  engañarse  unos  á  otros  1  ¡  Que  mien- 
ta cada  uno  cuanto  quisiere,  sin  que  esto  le  cueste  nada  !  Ni 
aun  se  contentan  los  hombres  con  gozar  una  tal  indemnidad 
en  mentir.  Muchas  veces  insultan  á  los  pobres  que  los  creye- 
ron, haciendo  gala  de  su  embuste,  y  tratando  de  imprudencia 
la  sinceridad  ajena.  ¿No  es  éste  un  desorden  abominable  y 
digno  de  castigo  ^ 

Diráseme,  que  las  leyes  humanas  no  atienden  á  precaver 
con  el  miedo  de  la  pena  sino  aquellas  culpas,  que  son  perju- 


192  F  E  I  J  OO 

diciales  al  público,  ó  inducen  daíío  de  tercero,  y  las  mentiras 
oficiosas  y  jocosas  (que  es  de  las  que  aquí  se  trata)  á  nadie 
dañan,  pues  si  dañasen,  ya  se  colocarían  en  la  clase  de  perni- 
ciosas. 

Contra  esta  respuesta,  por  más  que  ella  parezca  sólida,  ten- 
go dos  cosas  muy  notables  que  reponer.  La  primera  es,  que 
aunque  cada  mentira  oficiosa  ó  jocosa,  considerada  por  sí 
sola,  á  nadie  daña ;  pero  la  impunidad  y  frecuencia  con  que  se 
miente  oficiosa  y  jocosamente  es  muy  dañosa  al  público,  por- 
que priva  al  común  de  los  hombres  de  un  bien  muy  aprecia- 
ble.  Para  darme  á  entender,  contemplémoslas  incomodidades 
que  nos  ocasiona  la  desconfianza  que  tenemos  de  si  es  verdad 
ó  mentira  lo  que  se  nos  dice;  desconfianza  comunmente  pre- 
cisa y  prudentemente  fundada  en  la  frecuencia  con  que  se 
miente.  Al  oir  una  noticia,  en  que  se  puede  interesar  nuestro 
gusto  ó  conveniencia,  quedamos  perplejos  sobre  creerla  ó  no 
creerla;  y  esta  perplejidad  trae  consigo  una  molesta  agitación 
del  entendimiento,  en  que  el  mal  avenido  consigo  mismo,  y 
como  dividido  en  dos  partes,  cuestiona  sobre  si  debe  prestar 
asenso  ó  disenso  á  la  noticia.  Sigúese  á  esto  fatigarnos  en  in- 
quisiciones, preguntando  á  éstos  y  á  los  otros  para  asegurar- 
nos de  la  verdad.  A  los  que  se  aprovechan  de  las  noticias  que 
oyen  para  escribirlas  y  publicarlas,  ¿en  qué  agonías  no  pone 
á  cada  paso  esta  incertidumbre?  Quieren  enterarse  de  la  rea- 
lidad de  un  suceso  curioso  y  oportuno  al  asunto  sobre  que 
trabajan,  y  apenas  hacen  movimiento  alguno  para  el  examen, 
donde  no  tengan  tropiezo.  Éstos  se  lo  afirman,  aquellos  se  lo 
niegan.  Aquí  se  lo  refieren  de  un  modo,  acullá  de  otro,  y  en- 
tre tanto  tiene  en  una  suspensión  violenta  la  pluma. 

Pero  si  trae  estos  daños  la  perplejidad  en  asentir,  aún  son 
mayores  los  que  se  siguen  á  la  facilidad  en  creer.  Contémple- 
se, que  las  cuestiones,  pendencias  y  disturbios  que  hay  en  las 
conversaciones,  nacen  por  la  mayor  parte  de  este  principio. 
Nacen,  digo,  de  las  noticias  encontradas  que  recibieron  sobre 
un  mismo  asunto  diferentes  sujetos,  y  por  haberlas  creído 
suelen  después  altercar  furiosamente,  porfiando  cada  uno  por 
sostener  la  suya  como  verdadera.  Contémplese  asimismo 
cuántos  se  hacen  irrisibles  por  haber  creído  lo  que  no  debie- 
ran creer.  Finalmente,  la  sociedad  humana,  la  cosa  más  dulce 
que  hay  en  la  vida,  ó  que  lo  sería  si  los  hombres  tratasen  ver- 


OBRAS     ESCOGIDAS  igS 

dad,  se  hace  ingrata  y  desapacible  á  cada  paso,  por  la  reci- 
proca desconfianza  que  introduce  en  los  hombres  la  experien- 
cia de  lo  mucho  que  se  miente. 

Para  comprender  cuánto  sea  el  bien  de  que  nos  priva  esta 
triste  desconfianza,  imaginemos  una  república,  cual  no  la  hay 
en  el  mundo;  una  república,  digo,  donde,  ó  porque  su  gene- 
roso clima  influye  espíritus  más  nobles,  ó  porque  la  mentira 
es  castigada  con  severísimas  penas,  todos  los  individuos  que 
la  componen  son  muy  veraces.  Un  cielo  terrestre  se  me  re- 
presenta en  esta  dichosa  república.  ¡Qué  hermandad  tan  apa- 
cible reina  en  ella!  i  Qué  dulce  que  es  aquella  confianza  del 
hombre  en  el  hombre,  sabrosísimo  condimento  del  trato  hu- 
mano 1  ¡  Qué  grata  aquella  satisfacción  con  que  unos  á  otros 
se  hablan  y  se  escuchan,  sin  el  menor  recelo  en  aquellos  de 
no  ser  creídos,  y  en  éstos  de  ser  engañados !  Allí  se  goza  á 
cada  paso  el  más  bello  espectáculo  del  mundo,  viendo  un 
hombre  en  otro  abierto  el  teatro  del  alma.  No  pienso  que  el 
cielo  con  todas  sus  luces,  ó  la  primavera  con  todas  sus  flores, 
presenten  tan  apetecido  objeto  á  los  ojos,  como  el  que  á  la 
humana  curiosidad  ofrece  la  variedad  de  juicios,  afectos  y 
pasiones  de  aquellos  con  quienes  se  trata.  Todos  viven  allí  en 
una  apacible  tranquilidad,  porque  nadie  teme  que  á  favor  de 
las  artes  políticas  se  ingiera  por  amigo  un  alevoso;  que  la  hi- 
pocresía se  usurpe  una  injusta  veneración;  que  el  aplauso 
lleve  envuelto  el  veneno  de  la  lisonja;  que  el  consejo  venga 
torcido  hacia  el  interés  del  que  le  ministra;  que  la  corrección 
sea  hija  de  la  ira,  y  no  del  celo.  Pero  pobres  de  nosotros. 
¡  Qué  lejos  estamos  de  gozar  la  dicha  de  aquellos  felices  repu- 
blicanos! Apenas  nos  dejan  un  instante  de  sosiego  los  temo- 
res, las  inquietudes,  los  recelos  con  que  continuamente  nos 
aflige  la  experiencia  de  la  poca  sinceridad  que  hay  en  el  mun- 
do. Véase  ahora  si  la  frecuencia  de  mentir  nos  priva  de  un 
gran  bien,  ó  por  mejor  decir,  de  muchísimos  y  estimabilísimos 
bienes. 


IV 


Lo  segundo  que  tengo  que  oponer  á  la  respuesta  de  arriba 
es,  que  muchas  veces  las  mentiras,  que  sólo  se  juzgan  oficio- 


194 


FE  I JOO 


sas  ó  jocosas,  en  el  efecto  son  perniciosas.  ¿  Qué  importa  qué 
la  intención  del  que  miente  no  sea  dañar  á  nadie,  si  efectiva- 
mente el  daño  se  sigue?  Habiéndose  presentado  al  emperador 
Teodosio  el  Segundo  una  manzana  de  peregrina  magnitud,  se 
la  dio  á  la  emperatriz  Eudoxia,  y  ésta  á  Paulino,  hombre 
docto  y  discreto,  cuya  conversación  frecuentaba  la  Empera- 
triz, que  también  era  discretísima.  Paulino,  ignorante  de  qué 
mano  había  pasado  la  manzana  á  la  de  Eudoxia,  y  sin  que  ella 
lo  supiese,  se  la  entregó  á  Teodosio,  el  cual,  advirtiendo  que 
era  la  misma  que  él  había  dado  á  la  Emperatriz,  la  preguntó 
disimuladamente  qué  había  hecho  de  la  manzana.  Ella,  sor- 
prendida entonces  de  algún  recelo  de  que  el  Emperador  lle- 
vase mal  el  que  la  hubiese  enajenado,  respondió  que  la  había 
comido.  Ésta  en  la  intención  de  Eudoxia  fué  una  mentira  pu- 
ramente oficiosa,  pero  en  el  efecto  tan  perniciosa,  que  de  ella 
se  siguió  la  muerte  de  Paulino,  porque  Teodosio,  entrando  en 
sospecha  de  que  su  comercio  con  la  Emperatriz  no  era  muy 
puro,  le  hizo  quitar  la  vida. 

Habiendo  Calígula  levantado  el  destierro  á  uno,  á  quien  se 
había  impuesto  esa  pena  en  el  gobierno  antecedente,  le  pre- 
guntó en  qué  se  ocupaba  mientras  estuvo  desterrado.  El,  por 
hacerse  más  grato  al  Emperador,  respondió,  que  su  cotidiano 
ejercicio  era  pedir  á  los  dioses  la  muerte  de  Tiberio,  y  que  él 
le  sucediese  en  el  trono.  ¡  Qué  mentira,  al  parecer,  tan  ino- 
cente 1  Sin  embargo,  en  el  efecto  fué  perniciosísima;  porque 
Calígula,  infiriendo  de  aquí  que  los  que  él  había  desterrado, 
del  mismo  modo  pedían  á  los  dioses  su  muerte,  los  mandó 
quitar  la  vida  á  todos. 

Podría  traer  otros  muchos  ejemplares  al  mismo  intento. 
Hágome  cargo  de  que  éstos  son  unos  accidentes  imprevistos; 
pero  las  malas  consecuencias  accidentales  de  las  mentiras, 
que  en  particular  no  puede  prever  el  que  miente,  toca  á  la 
prudencia  del  legislador  preverlas  en  general,  y  á  su  provi- 
dencia precaverlas  cuanto  está  de  su  parte,  señalando  pena  á 
la  mentira  de  cualquiera  condición  que  sea.  Por  lo  menos  el 
motivo  de  evitar  estos  daños  accidentales  coadyuva  las  demás 
razones  que  señalamos  para  castigar  á  los  mentirosos. 


OBRAS     ESCOGIDAS  IqS 


V 


Lo  principal  es,  que  entre  las  mentiras  que  pasan  plaza  de 
jocosas  ú  oficiosas,  hay  muchísimas,  que  no  sólo  por  acciden- 
te, sino  por  su  naturaleza  misma,  son  nocivas.  Tales  son  todas 
las  adulatorias.  Entre  tantos  apotegmas  como  se  leen  sobre  la 
adulación^  ninguno  me  parece  más  hermoso  que  el  de  Bion, 
uno  de  los  siete  sabios  de  Grecia.  Preguntáronle  un  día  cuál 
animal  era  más  nocivo  de  todos.  Respondió,  «que  de  los 
montaraces,  el  tirano;  de  los  domésticos,  el  adulador.»  Es 
así,  que  la  lisonja  siempre  ó  casi  siempre  hace  notable  daño 
al  objeto  que  halaga.  Los  mismos  que  serían  prudentes,  apa- 
cibles, modestos,  si  no  los  incensasen  con  indebidos  aplausos, 
con  éstos  se  corrompen  de  tal  manera,  que  se  hacen  sober- 
bios, temerarios,  intolerables,  ridículos.  No  á  un  hombre 
solo,  á  un  reino  entero  es  capaz  de  destruir  una  mentira  adu- 
latoria.  Fatalidad  es  ésta,  que  ha  sucedido  muchas  veces. 
Varios  príncipes,  algo  tentados  de  la  ambición,  los  cuales,  á 
no  haber  quien  les  fomentase  esta  mala  disposición  del  ánimo, 
hubieran  vivido  tranquilos,  por  persuadirlos  un  adulador,  que 
su  mayor  gloria  consistía  en  agregar  á  su  corona,  con  las  ar- 
mas, nuevos  dominios,  fueron  un  azote  sangriento  de  sus 
subditos  y  de  sus  vecinos. 

El  gran  Luís  XIV  fué  dotado  sin  duda  de  excelentes  cuali- 
dades y  tuvo  bastantísimo  entendimiento  para  conocer,  que 
la  más  sólida  y  verdadera  gloria  de  un  rey  es  hacer  felices  á 
sus  vasallos.  Sin  embargo,  en  la  mayor  parte  de  su  reinado  la 
Francia  estuvo  gimiendo  debajo  del  intolerable  peso  de  las 
contribuciones,  que  eran  menester  para  sostener  los  gastos  de 
tantas  guerras,  sobre  tener  que  llorar  la  infinita  sangre  fran- 
cesa, que  á  cada  paso  se  derramaba  en  las  campañas.  ¿De 
qué  nació  esto,  sino  de  que  los  aduladores  le  persuadían,  que 
su  gloria  mayor  consistía  en  ensanchar  con  las  armas  sus  do- 
minios, y  hacerse  temer  de  todas  las  potencias  confinantes? 
No  sólo  eso,  mas  aun  le  intimaban  que  con  eso  mismo  hacía 
su  reino  bienaventurado.  Y  aun  llegó  la  servil  complacencia 


I  96  F  E  IJ  o  o 

de  algún  poeta  á  cantarle  al  oído  que  no  sólo  á  sus  pueblos, 
mas  á  los  mismos  que  conquistaba  hacía  dichosos  con  las  ca- 
denas, que  echaba  á  su  libertad;  y  lo  que  es  más  que  todo, 
que  sólo  los  conquistaba  con  el  fin  de  hacerlos  dichosos. 

//  regne  par  atnour  dans  les  villes  conqiiises, 

Et  ne  fait  des  suj'ets  que  pour  les  rendre  heureux. 

Desolar  con  contribuciones  excesivas  á  sus  pueblos,  llevar 
á  sangre  y  fuego  los  extraños,  sacrificar  á  millaradas  en  las 
aras  de  Marte  las  vidas  de  sus  vasallos  y  las  de  otros  prínci- 
pes, esto  es  hacer  á  unos  y  á  otros  dichosos;  ¿y  es  gran  gloria 
de  un  monarca  ser  una  peste  de  sus  dominios  y  de  los  confi- 
nantes? Tales  extravagancias  tiene  la  adulación,  y  tales  son 
los  funestos  efectos  que  produce. 

La  mentira  adulatoria,  que  se  emplea  en  la  gente  privada 
no  es  capaz  de  dañar  tanto,  si  se  considera  cada  una  por  sí 
sola ;  pero  es  infinito  extensivamente  el  daño  que  resulta  del 
cúmulo  de  todas,  por  ser  infinito  su  uso.  Dice  un  discreto 
francés  moderno  que  el  mundo  no  es  otra  cosa,  que  un  conti- 
nuado comercio  de  falsas  complacencias.  Los  hombres  depen- 
den recíprocamente  unos  de  otros.  No  sólo  el  humilde  adula 
al  poderoso,  también  el  poderoso  adula  al  humilde.  El  hu- 
milde busca  al  poderoso,  porque  há  menester  su  auxilio ;  el 
poderoso  procura  concillarse  al  humilde,  porque  no  puede 
subsistir  sin  su  respeto.  La  moneda  que  todos  tienen  á  mano 
para  comprarse  los  corazones  es  la  de  la  lisonja;  moneda  la 
más  falsa  de  todas,  y  por  eso  todos  salen  engañados  en  este 
vilísimo  comercio. 


VI 


Fuera  de  la  mentira  adulatoria,  hay  otras  muchas  que  por 
otros  caminos  son  nocivas,  aunque  se  juzgan  colocadas  en  las 
clases  de  oficiosas  y  jocosas.  Miente  un  gallina  hazañas  pro- 
pias. Uno  que  le  escucha  y  le  cree,  procura  ganársele  por 
amigo,  por  tener  un  valentón  á  su  lado,  que,  le  saque  á  salvo 
de  cualquier  empeño,  y  en  esa  confianza,  se  mete  en  un  peli- 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 97 

gro,  donde  perece.  Miente  un  ignorante  la  prerogativa  de  sa- 
bio entre  necios,  con  que  oyendo  éstos  cuanto  dice,  como 
sentencias  verdaderísimas,  llevan  las  cabezas  llenas  de  desati- 
nos, que  vertidos  en  otras  conversaciones,  les  granjean  al 
momento  la  opinión  de  mentecatos.  Miente  el  desvalido  el  fa- 
vor del  poderoso,  y  no  faltan  quienes,  buscándole  como  órga- 
no para  sus  conveniencias,  desperdician  en  él  regalos  y  sumi- 
siones. Miente  el  hazañero  espiritual  milagros  que  vio  ó 
experimentó  de  tal  ó  tal  santo ;  de  que  á  la  corta  ó  á  la  larga 
resulta,  como  ponderamos  en  otra  parte,  no  leve  detrimento 
á  la  religión.  Miente  el  médico  la  ciencia  que  no  tiene,  y  el 
enfermo  inadvertido,  creyéndole  un  Esculapio,  se  entrega  á 
ojos  cerrados  á  un  homicida.  Miente  el  aprendiz  de  marinero 
su  pericia  náutica ;  sobre  ese  supuesto  le  fían  la  dirección  de 
un  navio,  que  viene  á  hacerse  astillas  en  un  escollo.  Este  mis- 
mo riesgo,  mayor  ó  menor,  á  proporción  de  la  materia  que  se 
aventura,  le  hay  en  los  profesores  de  todas  las  artes,  que, 
siendo  imperitos,  se  venden  por  doctos.  No  acabaría  jamás  si 
quisiese  enumerar  todas  las  especies  de  mentiras,  que  debajo 
de  la  capa  de  oficiosas  ó  jocosas  son  nocivas. 


VII 


Mas  no  puedo  dejar  de  hacer  muy  señalada  memoria  de 
ciertas  clases  de  mentiras,  que  gozan  amplísimo  salvocon- 
ducto en  el  mundo,  como  si  fuesen  totalmente  inocentes, 
siendo  así,  que  son  extremamente  dañosas  al  público.  Hablo 
de  las  mentiras  judiciales,  aquellas  con  que,  cuando  se  hace 
á  los  jueces  relación  del  hecho  que  da  materia  al  litigio,  se 
desfigura  en  algo,  por  pintarle  favorable  á  la  parte  por  quien 
se  hace  la  relación.  Estas  mentiras  son  tan  frecuentes,  que 
apenas  se  ve  caso  en  que  las  dos  partes  opuestas  convengan 
en  todas  las  circunstancias.  De  aquí  viene  hacerse  precisa  la 
prolijidad  de  las  informacio-nes,  en  que  consiste  toda  la  de- 
tención de  los  pleitos  y  la  mayor  parte  de  sus  gastos.  ¿Quién 


I  gS  F  E I  j  o  o 

no  conoce  que  en  esto  padece  un  gravísimo  detrimento  la 
república?  Sin  embargo,  nadie  aplica  la  mano  al  remedio. 
Pero  ¿cómo  se  puede  remediar?  Haciendo  lo  que  se  hace  en 
el  Japón.  Entre  aquellos  insulanos,  cuyo  gobierno  político 
excede  sin  duda  en  muchas  partes  al  nuestro,  se  castiga  seve- 
ramente cualquiera  mentira  proferida  en  juicio.  Lo  propio 
pasa  entre  los  argelinos.  Cualquiera  que  miente  en  presencia 
del  Bey,  ó  demandando  lo  que  no  se  le  debe,  ó  negando  lo 
que  debe,  es  maltratado  rigurísimamente  con  algunos  cente- 
nares de  palos.  Así  las  causas  se  expiden  pronta  y  segura- 
mente, sin  escribir  ni  un  renglón,  porque,  de  miedo  de  tan 
grave  pena,  apenas  sucede  jamás  que  alguno  pida  lo  que  no 
se  le  debe,  ó  niegue  lo  que  debe.  Si  se  hiciese  acá  lo  mismo, 
serían  brevísimos  los  pleitos,  como  allá  lo  son.  Lo  que  detie- 
ne los  litigios  no  es  la  necesidad  de  buscar  el  derecho  en  los 
códigos,  sino  la  de  inquirir  el  hecho  en  los  testigos.  Si  así  la 
parte  como  su  procurador  y  abogado  estuviesen  ciertos  de 
que,  cogiéndolos  los  jueces  en  alguna  mentira,  la  habían  de 
pagar  á  más  alto  precio  que  vale  la  causa  que  se  litiga,  no 
representarían  sino  la  verdad  desnuda.  De  este  modo,  conve- 
nidas las  partes  desde  el  principio  en  cuanto  al  hecho,  no 
restaría  que  hacer  más,  que  examinar  por  los  principios  co- 
munes el  derecho,  en  que  comunmente  se  tarda  poquísimo. 
Así  los  jueces  tendrían  mucho  más  tiempo  para  estudiar,  y 
vivirían  más  descansados;  evitaríanse  todos  ó  casi  todos' los 
pleitos,  que  se  fundan  en  relaciones  siniestras.  Las  partes 
consumirían  menos  tiempo  y  menos  dinero.  La  república  en 
general  se  interesaría  en  el  trabajo,  que  pierden  muchos  pro- 
fesores de  las  artes  lucrosas,  por  estar  detenidos  meses  y 
años  enteros  á  las  puertas  de  los  tribunales.  Toda  la  pérdida 
caería  sobre  abogados,  procuradores  y  escribanos;  pero  aun 
la  pérdida  de  estos  vendría  á  ser  ganancia  para  el  público, 
porque  minorándose  el  número  de  ellos,  se  aumentaría  el  de 
los  profesores  de  las  artes  más  útiles. 

Nuestras  leyes,  á  la  verdad,  no  fueron  tan  omisas,  en  esta 
parte,  que  no  hayan  señalado  respectivamente  á  varios  casos 
algunas  penas  á  las  mentiras  judiciales.  Paréceme  admirable 
aquella  de  la  partida  iii,  título  ni,  parte  iii :  «  Negando  el  de- 
mandado alguna  cosa  en  juicio,  que  otro  le  demandase  por 
suyo,  diciendo  que  non  era  tenedor  de  ella,  si  después  de  eso 


OBRAS     ESCOGIDAS  1 99 

le  fuese  probado  que  la  tenía,  debe  entregar  al  demandador 
la  tenencia  de  aquella  cosa,  maguer  el  que  la  pide  non  pro- 
base que  era  suya.»  Pero  quisiera  yo,  lo  primero,  que  así 
esta  ley  como  otras  semejantes  se  extendiesen  á  más  casos 
que  los  que  señalan,  ó  por  mejor  decir  á  todos ;  de  suerte, 
que  ninguna  mentira  judicial  quedase  sin  castigo  correspon- 
diente. Lo  segundo,  que  algunos  autores  no  hubiesen  estre- 
chado con  tantas  limitaciones  esas  mismas  leyes;  pues  es  de 
discurrir,  que  de  aquí  viene  en  gran  parte  el  que  nunca  ó  ra- 
rísima vez  se  vea  castigar  á  nadie  por  este  delito.  Yo,  á  lo 
menos,  no  lo  he  oído  jamás.  Los  más  de  los  jueces,  por  poca 
probabilidad  que  hallen  á  favor  de  la  clemencia,  se  arriman  á 
ella.  Pero  no  tiene  duda,  por  lo  que  hemos  dicho,  que  impor- 
ta infinito  al  público,  que  en  esta  materia  se  proceda  con 
bastante  severidad. 


VIII 


Finalmente,  contemplando  en  toda  su  amplitud  la  mentira, 
la  hallo  tan  incómoda  á  la  vida  del  hombre,  que  me  parece 
debiera  todo  el  rigor  de  las  leyes  conjurarse  contra  ellas,  co- 
mo contra  una  enemiga  molestísima  de  la  humana  sociedad. 
Zoroastro,  aquel  famoso  legislador  de  los  persas,  ó  Zerdus- 
chet^  que  fué  su  verdadero  nombre,  según  el  erudito  Tomás 
Hide,  de  quien  se  aparta  poco  Tomás  Stanley,  llamándole 
Zaraduissit  {"pwes  el  de  Zoroastro  fué  alteración  hecha  por 
los,  griegos,  para  acomodar  el  nombre  á  su  idioma),  en  los 
estatutos  que  formó  para  aquella  nación,  graduó  la  mentira 
como  uno  de  los  más  graves  crímenes  que  pueden  cometer 
los  hombres.  Confieso,  que  erró  como  teólogo;  pero  procedió 
como  sagaz  político ;  porque  para  hacer  feliz  una  república 
no  hay  medio  más  oportuno  que  el  introducir  en  ella  un  gran 
horror  á  la  mentira.  Y  al  contrario,  si  la  gran  propensión  que 
tienen  los  hombres  á  mentir  no  se  ataja,  por  santas  y  justas 
que  sean  todas  las  demás  leyes,  no  se  evitarán  innumerables 
desórdenes. 


200  F  E  1  J  O  O 


IX 


Sólo  en  una  circunstancia  juzgo  á  la  mentira  tolerable,  y 
es,  cuando  no  se  encuentra  otro  arbitrio  para  repeler  la  in- 
vasión de  la  injusta  pesquisa  de  algún  secreto.  Propongo  el 
caso  de  este  modo:  un  amigo  mío,  con  el  motivo  de  pedirme 
consejo,  me  fió  un  delito  suyo.  Llega  á  sospecharlo  una  per- 
sona poderosa,  y  usando  injustamente  de  la  autoridad  que  le 
da  su  poder,  me  pregunta  si  sé  que  Fulano  cometió  tal  delito. 
Supongo,  que  es  sujeto  tan  advertido,  que  no  sirven  para 
deslumhrarle  algunas  evasiones,  que,  sin  negar  ni  confesar, 
pueden  discurrirse;  antes  negándome  á  dar  respuesta  positi- 
va, hará  juicio  determinado  de  que  el  delito  se  cometió  ver- 
daderamente; con  que  es  preciso  responder  abiertamente  sí 
ó  no,  y  él  me  insta  sobre  ello.  Es  cierto  que  estoy  obligado 
por  las  leyes  de  la  amistad,  de  la  lealtad,  de  la  caridad  y  de 
la  justicia  á  no  revelar  el  secreto  confiado,  ¿qué  he  de  hacer 
en  tal  aprieto  ? 

No  faltan  teólogos,  que  equiparando  este  caso,  y  otros  se- 
mejantes (en  que  para  el  asunto  de  la  duda,  lo  mismo  tiene 
el  secreto  propio  que  el  ajeno,  como  sea  de  grave  importan- 
cia, y  haya  derecho  y  obligación  á  guardarle)  al  del  sigilo 
sacramental,  con  un  mismo  arbitrio  resuelven  una  y  otra 
cuestión.  Dicen,  que  preguntado  en  la  forma  arriba  expresa- 
da, puedo  y  debo  responder  redondamente,  que  no  sé  tal  cosa 
ni  ha  llegado  á  mi  noticia.  Pero  ¿cómo?  ¿Es  lícito  mentir  en 
este  caso?  No,  por  cierto,  ni  en  éste,  ni  en  otro  alguno.  Pues 
si  yo  sé,  que  Fulano  cometió  tal  delito,  ¿cómo  puede  eximir- 
se de  ser  mentira  el  decir  que  no  lo  sé?  Responden,  que  en 
tales  casos  se  profieren  las  voces  de  que  consta  la  respuesta, 
sólo  materialmente  y  desnudas  de  toda  significación.  Pero 
¿tiene  el  que  responde  autoridad  para  quitar  su  propia  signi- 
ficación á  las  voces  ?  Confiesan  que  no.  Pero  dicen,  que  en 
tales  casos  está  quitada  por  un  consentimiento  tácito  de  los 
hombres,  ó  porque  la  virtud  significativa  de  las  voces  depen- 


OBRAS     ESCOGIDAS  20I 

de  de  la  voluntad  del  que  las  instituyó  para  significar  tal  y 
tal  cosa,  y  no  es  creíble,  que  el  que  las  instituyó  quisiese,  que 
en  tales  casos  significasen  aquello,  que  el  que  responde  tiene 
en  la  mente;  porque  ésta  sería  una  voluntad  inicua,  ó  en  fin, 
porque  para  dar  virtud  significativa  á  las  voces,  es  menester, 
demás  de  la  voluntad  del  que  las  instituye,  la  aprobación  y 
consentimiento  de  la  república,  el  que  no  puede  presumirse 
respectivamente  á  tales  casos. 

Esta  doctrina,  que  en  el  siglo  pasado  había  estampado  el 
cardenal  Palavicino,  siguió  y  esforzó  pocos  años  há  el  padre 
Carlos  Ambrosio  Cataneo,  docto  jesuíta  italiano;  y  aunque 
se  le  opuso  con  todas  sus  fuerzas  el  padre  maestro  fray  José 
Agustín  Orsi,  dominicano  de  la  misma  nación,  en  diferentes 
escritos,  á  todos  ellos  fué  respondido  con  igual  vigor,  ó  por 
el  mismo  Cataneo,  ó  por  otros  secuaces  de  su  opinión.  Por 
lo  que  mira  al  uso  de  esta  doctrina,  para  salvar  el  sigilo  de  la 
confesión  en  los  lances  apretados,  el  reverendo  padre  La 
Croix  cita  otros  doctos  teólogos  que  la  siguen,  y  el  mismo 
padre  La  Croix  la  propone  como  probable.  Y  verdaderamen- 
te, si  ella  tiene  cabimiento  en  el  caso  de  la  confesión,  parece 
le  ha  de  tener  en  otro  cualquiera,  en  que  sin  grave  injuria  del 
prójimo  no  pueda  propalarse  el  secreto;  porque  la  razón  de 
que  los  hombres  no  quieren  que  las  voces  signifiquen  en  tal  ó 
tal  caso,  subsiste  fuera  de  la  confesión  como  en  ella;  debiendo 
discurrirse,  que  no  sólo  quieren  quitar  la  significación  cuan- 
do se  sigue  la  revelación  del  sigilo  sacramental,  mas  también 
cuando  se  infiere  cualquiera  grave  injusto  daño  del  prójimo. 
Añado,  que  san  Raimundo  de  Peñafort  parece  se  puede  agre- 
gar al  mismo  sentir;  porque  (libro  i  título  De  mendacio)  pro- 
pone el  caso  fuera  de  la  confesión  de  este  modo:  sabe  un 
hombre  que  otro  está  escondido  en  tal  lugar,  y  un  enemigo 
suyo  que  le  busca  para  matarle,  le  pregunta  á  aquél  si  está 
escondido  allí  el  que  busca.  ¿Qué  resuelve  el  Santo?  que  si 
no  puede  salvarse,  ni  usando  de  equívoco,  ni  divirtiendo  la 
conversación,  debe  decir  y  asegurar  abiertamente,  que  no 
está  allí:  Dcvbet  negai'e^  et  asercj-e  cum  non  esse  ibi.  Que  esto 
se  salve  por  medio  de  alguna  restricción  mental,  que  por  las 
circunstancias  se  haga  sensible,  ó  profiriendo  las  palabras 
materialmente,  como  no  significativas  para  lo  sustancial  del 
intento,  todo  es  uno. 


202 


FE  I JOO 


Verdaderamente,  á  mí  se  me  hace  durísimo,  que  siendo 
muchos  los  casos  en  que  injustamente  se  procuran  indagar 
secretos  importantísimos,  no  sólo  á  un  individuo,  mas  aun  á 
toda  la  república,  los  cuales  no  se  pueden  salvar,  ni  con  el 
equívoco,  ni  con  el  silencio,  no  ha  de  haber  algún  recurso 
lícito  para  no  violarlos.  Por  otra  parte,  es  para  mí  cierto,  no 
sólo  que  el  consentimiento  tácito  de  los  hombres  puede  qui- 
tar á  las  palabras  ó  expresiones  en  tales  ó  tales  circunstan- 
cias aquella  significación,  que  en  general  tienen  por  su  insti- 
tución, sino  que  efectivamente  lo  ha  hecho  con  algunas. 
Véase  en  estas  expresiones  cortesanas:  «Beso  á  vuesa  merced 
la  mano;  vuestra  merced  me  tiene  á  su  obediencia  para  cuan- 
to quiera  ordenarme;  su  más  rendido  servidor,»  y  otras  seme- 
jantes, las  cuales,  proferidas  en  una  carta,  ó  en  una  despedida, 
ó  en  un  encuentro  de  calle,  no  significan  aquello  que  suenan, 
y  lo  que  de  su  primera  institución  están  destinadas  á  signi- 
ficar. Y  así,  á  nadie  tendrán  por  mentiroso  porque  diga:  «Beso 
á  vuestra  merced  la  mano,»  á  una  persona  á  quien  ni  se  la 
besa,  ni  aun  se  la  quiere  besar. 

Pero  no  quiero  tomar  partido  en  esta  cuestión,  la  cual  pide 
más  espacio  que  el  que  yo  tengo,  para  tratarse  dignamente. 
Así,  abstrayendo  de  ella,  y  volviendo  al  propósito  de  este 
discurso,  digo,  que,  permitido  que  en  los  casos  de  solicitarse 
por  una  injusta  pregunta  la  averiguación  de  algún  secreto,  no 
pueda  reservarse  éste  sino  mintiendo,  tales  mentiras  deben 
ser  toleradas  por  las  leyes  humanas,  dejando  únicamente  á 
Dios  el  castigo  de  ellas,  porque  á  la  república  ó  sociedad  hu- 
mana no  son  incómodas;  antes  se  siguieran  á  cada  paso  gra- 
vísimos daños,  si  á  la  malicia  ó  viciosa  curiosidad  de  los 
hombres  no  se  impidiese  de  algún  modo  la  averiguación  de 
los  secretos  ajenos.  Y  el  que  en  estas  indagaciones  sale  en- 
gañado, no  al  otro  que  le  miente,  sino  á  sí  propio,  debe  echar 
la  culpa,  que  es  el  invasor. 


RAZÓN  DE  EL  GUSTO 


Es  axioma  recibido  de  todo  el  mundo,  que  contra  gusto 
no  hay  disputa;  y  yo  reclamo  contra  este  recibidísimo 
axioma,  pretendiendo,  que  cabe  disputa  sobre  el  gus- 
to, y  caben  razones  que  le  abonen  ó  le  disuadan. 

Considero  que  al  verme  el  lector  constituido  en  este  em- 
peño, creerá  que  me  armo  contra  el  axioma  con  el  sentir 
común  de  que  hay  gustos  malos,  que  llaman  extragados: 
«Fulano  tiene  mal  gusto  en  esto,  se  dice  á  cada  paso.  De  don- 
de parece  se  infiere  que  cabe  disputa  sobre  el  gusto;  pues  si 
hay  gustos  malos  y  gustos  buenos,  como  la  bondad  ó  malicia 
de  ellos  no  consta  muchas  veces  con  evidencia,  antes  unos 
pretenden  que  tal  gusto  es  bueno,  y  otros  que  malo,  pueden 
darse  razones  por  una  y  otra  parte;  esto  es,  que  prueben  la 
malicia  y  la  bondad. 

Pero  estoy  tan  lejos  de  aprovecharme  de  esta  vulgaridad, 
que  antes  siento  que,  hablando  filosóficamente,  nunca  sepue- 


204  F  E  I  J  o  o 

de  decir  con  verdad  que  hay  gusto  malo,  ó  que  alguno  tiene 
mal  gusto,  sea  en  lo  que  se  fuere.  Distinguen  los  filósofos  tres 
géneros  de  bienes,  el  honesto,  el  útil  y  el  delectable.  De  estos 
tres  bienes,  sólo  el  último  pertenece  al  gusto;  los  otros  dos 
están  fuera  de  su  esfera.  Su  único  objeto  es  el  bien  delectable 
y  nunca  puede  padecer  error  en  orden  á  él.  Puede  la  voluntad 
abrazar  como  honesto  un  objeto  que  no  sea  honesto,  ó  como 
útil  el  que  es  inútil,  por  representárselos  tales  falsamente  el 
entendimiento.  Pero  es  imposible  que  abrace  como  delecta- 
ble,  objeto  que  realmente  no  lo  sea.  La  razón  es  clara ;  por- 
que si  le  abraza  como  delectable,  gusta  de  él ;  si  gusta  de  él, 
actual  y  realmente  se  deleita  en  él ;  luego  actual  y  realmente 
es  delectable  el  objeto.  Luego  el  gusto,  en  razón  de  gusto, 
siempre  es  bueno  con  aquella  bondad  real,  que  únicamente 
le  pertenece;  pues  la  bondad  real,  que  toca  el  gusto  en  el  ob- 
jeto, no  puede  menos  de  refundirse  en  el  acto. 

Ni  se  me  diga,  que  cuando  el  gusto  se  llama  malo,  no  es 
porque  carece  de  la  bondad  delectable,  sino  de  la  honesta  ú 
de  la  útil.  Hago  manifiesto  que  no  es  así.  Cuando  uno,  en  día 
que  le  está  prohibida  toda  carne,  come  una  bella  perdiz,  aquel 
acto  es  sin  duda  inhonesto ;  con  todo,  nadie  por  eso  dice  que 
tiene  mal  gusto  en  comer  la  perdiz.  Tamppco  cuando  gasta 
en  regalarse  más  de  lo  que  alcanzan  sus  medios,  y  de  ese 
modo  va  arruinando  su  hacienda,  se  dice  que  tiene  mal  gusto, 
aunque  este  gusto  carece  de  la  bondad  útil.  No  hay  otra  dis- 
tinta que  la  delectable,  y  de  ésta  tengo  probado  que  nunca 
carece  el  gusto  ;  luego  contra  toda  razón  se  dice,  que  algún 
gusto,  sea  el  que  fuere,  es  malo. 

Los  africanos  gustan  del  canto  de  los  grillos  más  que  de 
cualquiera  otra  música.  Ateas,  rey  de  los  scitas,  quería  más 
oir  los  relinchos  de  su  caballo,  que  al  famoso  músico  Isme- 
nias.  ¿  Diráse  que  aquellos  tienen  mal  gusto,  y  éste  le  tenía 
peor?  No,  sino  bueno,  así  éste  como  aquéllos.  Quien  percibe 
deleite  en  oir  esos  sonidos,  tiene  el  gusto  bueno  con  la  bon- 
dad que  le  corresponde;  esto  es,  bondad  delectable.  Muchos 
pueblos  septentrionales  comen  las  carnes  del  oso,  del  lobo  y 
del  zorro;  los  tártaros  la  del  caballo ;  los  árabes  la  del  came- 
llo. En  partes  de  la  África  se  comen  cocodrilos  y  serpientes. 
¿Tienen  todos  éstos  mal  gusto?  No,  sino  bueno.  Sábenles 
bien  esas  carnes,  y  es  imposible  saberles  bien  y  que  el  gusto 


OBRAS    ESCOGIDAS  2o5 

sea  malo;  ó  por  mejor  decir,  ser  gusto  y  ser  mnlo  es  implica- 
ción manifiesta,  porque  sería  lo  mismo  que  tener  bondad 
delectable  y  carecer  de  ella. 


II 


Con  todo  esto,  digo,  que  caben  disputas  sobre  el  gusto. 
Para  cuya  comprobación  me  es  preciso  impugnar  otro  error 
común,  que  se  da  la  mano  con  el  expresado,  esto  es,  que  no 
se  puede  dar  razón  del  gusto.  Tiénese  por  pregunta  extrava- 
gante, si  uno  pregunta  á  otro  por  qué  gusta  de  tal  cosa;  y 
juzga  el  preguntado  que  no  hay  otra  respuesta  que  dar,  sino 
gusto  porque  gusto,  ó  gusto  porque  es  de  mi  gusto,  ó  porque 
me  agrada,  etc.,  lo  que  nace  de  la  común  persuasión  que  hay 
de  que  del  gusto  no  se  puede  dar  razón.  Yo  estoy  en  la  con- 
traria. 

Dar  razón  de  un  efecto,  es  señalar  su  causa;  y  no  una  sola, 
sino  dos,  se  pueden  señalar  del  gusto.  La  primera  es  el  tem- 
peramento, la  segunda  la  aprensión. 

A  determinado  temperamento  se  siguen  determinadas  in- 
clinaciones :  Mores  sequuntur  temperamentinn ;  y  á  las  incli- 
naciones se  sigue  el  gusto  ó  deleite  en  el  ejercicio  de  ellas;  de 
modo,  que  de  la  variedad  de  temperamentos  nace  la  diversi- 
dad de  inclinaciones  y  gustos.  Éste  gusta  de  un  manjar,  aquél 
de  otro;  éste  de  una  bebida,  aquél  de  otra;  éste  de  música 
alegre,  aquél  de  la  triste,  y  así  de  todo  lo  demás,  según  la  va- 
ria disposición  natural  de  los  órganos,  en  quien  hacen  im- 
presión estos  objetos,  como  también  en  un  mismo  sujeto  se 
varían  á  veces  los  gustos,  según  la  varia  disposición  acciden- 
tal de  los  órganos.  Así,  el  que  tiene  las  manos  muy  frías,  se 
deleita  en  tocar  cosas  calientes,  y  el  que  las  tiene  muy  calien- 
tes, se  deleita  en  tocar  cosas  frías;  en  estado  de  salud  gusta 
de  un  alimento,  en  el  de  enfermedad  de  otro,  ó  acaso  le  des- 
placen todos.  Esta  es  materia  en  que  no  debemos  detenernos 
más,  porque  á  la  simple  propuesta  se  hace  clarísima. 


206  F  E  I  J  o  o 


III 


,6  ^ 

Pero  sobre  ella  se  me  ofrece  ahora  excitar  una  cuestión 
muy  delicada,  y  en  que  acaso  nadie  ha  pensado  hasta  ahora; 
esto  es,  si  los  gustos  diversos  en  orden  á  objetos  distintos, 
igualmente  perfectos  cada  uno  en  su  esfera,  son  entre  sí  igua- 
les. Pongo  el  ejemplo  en  materia  de  música.  Hay  uno,  para 
cuyo  gusto  no  hay  melodía  tan  dulce  como  la  de  la  gaita; 
otro,  que  prefiere  con  grandes  ventajas  á  ésta,  el  armonioso 
concierto  de  violines  con  el  bajo  correspondiente.  Supongo 
que  el  gaitero  es  igualmente  excelente  en  el  manejo  de  su 
instrumento,  que  los  violinistas  en  el  de  los  suyos  ;  que  tam- 
bién la  composición  respectivamente  es  igual;  esto  es,  tan 
buena  aquella  para  la  gaita  como  ésta  para  los  violines;  y  en 
fin,  que  igualmente  percibe  el  uno  la  melodía  de  la  gaita,  que 
el  otro  el  concierto  de  los  violines.  Pregunto,  ¿si  percibirán 
igual  deleite  los  dos,  aquél  oyendo  la  gaita,  y  éste  oyendo  los 
violines?  Creo  que  unos  responderán  que  son  iguales,  y  otros 
dirán  que  esto  no  se  puede  averiguar;  porque  ¿quién,  ó  por 
qué  regla  se  ha  de  medir  la  igualdad  ó  desigualdad  de  los  dos 
gustos?  Yo  siento,  contra  los  primeros,  que  son  desiguales; 
y  contra  los  segundos,  que  esto  se  puede  averiguar  con  entera 
ó  casi  entera  certeza.  Pues  ¿por  dónde  se  han  de  medir  los 
dos  gustos?  Por  los  objetos.  Ésta  es  una  prueba  metafísica, 
que  con  la  explicación  se  hará  física  y  sensible. 

En  igualdad  de  percepción  de  parte  de  la  potencia,  cuanto 
el  objeto  es  más  excelente,  tanto  es  más  excelente  el  acto.  Este 
entre  los  metafísicos  es  axioma  incontestable.  Es  música  más 
excelente  la  de  los  violines  que  la  de  la  gaita,  porque  esto  se 
debe  suponer;  y  también  suponemos,  que  la  percepción  de  par- 
te de  los  dos  sujetos  es  igual.  Luego  más  excelente  es  el  acto 
con  que  el  uno  goza  la  música  de  los  violines,  que  el  acto  con 
que  el  otro  goza  la  de  la  gaita.  Mas  ¿  qué  excelencia  es  ésta? 
Excelencia  en  línea  de  delectación,  porque  esa  corresponde  á 
la  excelencia  del  objeto  delectable.  La  bondad  de  la  música  á 


I 


\ 

OBRAS     ESCOGIDAS  207 

la  línea  de  bien  delectable  pertenece,  pues  su  extrínseco  fin 
es  deleitar  el  oído,  aunque  por  accidente  se  puede  ordenar,  y 
ordena  muchas  veces,  como  á  fin  extrínseco,  á  algún  bien  ho- 
nesto ó  útil.  Así  pues,  como  el  objeto  mejor  en  línea  de 
honesto  influye  mayor  honestidad  en  el  acto,  y  el  mejor  en 
línea  de  útil,  mayor  utilidad,  también  el  mejoren  línea  delec- 
table influye  mayor  delectación. 

Diráme  acaso  alguno,  que  el  exceso  que  hay  de  una  música 
á  otra  es  sólo  respectivo,  y  así  recíprocamente  se  exceden; 
esto  es,  respectivamente  á  un  sujeto  es  mejor  la  música  de 
violines  que  la  de  gaita;  y  respectivamente  á  otro,  es  mejx^r 
ésta  que  aquélla.  En  varias  materias,  tratando  de  la  bondad 
de  los  objetos  en  comparación  de  unos  á  otros,  he  visto  que 
es  muy  común  el  sentir  de  que  sólo  es  respectivo  el  exceso. 
Pero  manifiestamente  se  engañan  los  que  sienten  así.  En  to- 
dos tres  géneros  de  bienes  hay  bondad  absoluta  y  respectiva. 
Absoluta  es  aquella  que  se  considera  en  el  objeto,  prescin- 
diendo de  las  circunstancias  accidentales  que  hay  de  parte 
del  sujeto;  respectiva,  la  que  se  mide  por  esas  circunstancias. 
Un  objeto  que  absolutamente  es  honesto,  por  las  circunstan- 
cias en  que  se  halla  el  sujeto  puede  ser  inhonesto,  como  el 
orar  cuando  insta  la  obligación  de  socorrer  una  grave  necesi- 
dad del  prójimo.  Una  cosa  que  absolutamente  es  útil,  como 
la  posesión  de  hacienda,  puede  ser  inútil  y  aun  nociva  á  tal 
sujeto,  verbi  gratia,  si  hay  de  parte  de  él  tales  circunstancias, 
que  los  socorros  que  recibiría,  careciendo  de  hacienda,  le 
hubiesen  de  dar  vida  más  cómoda  que  la  que  goza  teniéndo- 
la. Lo  propio  sucede  en  los  bienes  delectables.  Hay  unos  ab- 
solutamente mejores  que  otros;  pero  los  mismos  que  son 
mejores,  son  menos  delectables  ó  absolutamente  indelecta- 
bles  por  las  circunstancias  de  tales  sujetos.  ¿Quién  duda  que 
la  perdiz  es  un  objeto  delectable  al  paladar?  Mas  para  un  fe- 
bricitante es  indelectable. 

Generalmente  hablando,  todo  cuanto  estorba  ó  minora  en 
el  sujeto  la  percepción  de  la  delectabilidad  del  objeto,  es 
causa  de  que  la  bondad  respectiva  de  éste  sea  menor  que 
absoluta.  El  que  está  enfermo  percibe  menos,  ó  nada  percibe, 
la  delectabilidad  del  manjar  regalado ;  el  que  con  mano  lla- 
gada ó  con  la  llaga  misma  de  la  mano  toca  un  cuerpo  suaví- 
simo al  tacto,  no  percibe  su  suavidad.  De  aquí  es,  que  ni  uno 


208 


ni  otro  objeto  sean  respectivamente  delectables  en  aquellas 
circunstancias,  sin  que  por  eso  les  falte  la  delectabilidad  ab- 
soluta. 

Aplicando  esta  doctrina,  que  es  verdaderísima,  á  nuestro 
caso,  digo,  que  la  causa  de  que  sea  menor  para  uno  de  los 
dos  sujetos  la  bondad  respectiva  de  la  música  de  violines,  es 
la  obtusa,  grosera  y  ruda  percepción  de  su  delectabilidad  ó 
bondad  absoluta.  Esta  obtusa  percepción  puede  estar  en  el 
oído,  ó  en  cualquiera  de  las  facultades  internas,  á  donde  me- 
diata ó  inmediatamente  se  transmiten  las  especies  ministra- 
das por  el  oído;  y  en  cualquiera  de  las  potencias  expresadas 
que  esté,  nace  de  la  imperfección  de  la  potencia,  ó  imperfecto 
temple  y  grosera  textura  de  su  órgano.  Por  la  contraria  ra- 
zón, el  que  tiene  las  facultades  más  perfectas,  ó  los  órganos 
más  delicados  y  de  mejor  temple,  percibe  toda  la  excelencia 
de  la  jnejor  música,  y  el  exceso  que  hace  á  la  otra ;  de  donde 
es  preciso  resulte  en  él  mayor  deleite,  por  la  razón  que  he- 
mos alegado.  Esta  prueba  y  explicación  sirven  para  resolver 
la  cuestión  propuesta  á  cualesquiera  otros  objetos  delectables 
que  se  aplique,  demostrando  generalmente,  que  el  sujeto  que 

f  gusta  más  del  objeto  más  delectable,  goza  mayor  deleite  que 
el  que  gusta  más  de  lo  que  es  menos. 

Universalmente  hablando,   y  sin  excepción  alguna,  todos 

i  los  que  son  dotados  de  facultades  más  vivas  y  expeditas  tie- 
nen una  disposición  intrínseca  y  permanente  para  percibir 
mayor  placer  de  los  objetos  agradables.  Pero  no  deben  lison- 
jearse mucho  de  esta  ventaja,  pues  tienen  también  la  misma 
disposición  intrínseca  para  padecer  más  los  penosos.  El  que 
tiene  un  paladar  de  delicadísima  y  bien  templada  textura, 
goza  mayor  deleite  al  gustar  el  manjar  regalado,  pero  también 
padece  más  grave  desazón  al  gustar  el  amargo  ó  acerbo.  El 
que  es  dotado  de  mejor  oído,  percibe  mayor  deleite  al  oir 
una  música  dulce,  pero  también  mayor  inquietud  al  oir  un 
estrépito  disonante.  Esto  se  extiende  aun  á  la  potencia  inte- 
lectiva. El  de  más  penetrante  entendimiento  se  deleita  más  al 
oir  un  discurso  excelente,  pero  también  padece  mayor  des- 
abrimiento al  oir  una  necedad. 


OBRAS     ESCOGIDAS  2O9 


IV 


La  segunda  causa  del  gusto  es  la  aprensión,  y  de  la  varie- 
dad de  gustos  la  variedad  de  aprensiones.  De  suerte  que, 
subsistiendo  el  mismo  temple,  y  aun  la  misma  percepción  en 
el  órgano  externo,  sólo  por  variarse  la  aprensión,  sucede 
desagradar  el  objeto  que  antes  placía,  ó  desplacer  el  que  an- 
tes agradaba.  Esto  se  probará  de  varias  maneras.  Muchas 
veces  el  que  nunca  ha  usado  de  alguna  especie  de  manjar,  es- 
pecialmente si  su  sabor  es  muy  diverso  del  de  los  que  usa,  al 
probarlo  la  primera  vez  se  disgusta  de  él,  y  después,  conti- 
nuando su  uso,  le  come  con  deleite.  El  órgano  es  el  mismo, 
su  temperie,  y  aun  su  sensación,  la  misma.  Pues  ¿de  dónde 
nace  la  diversidad?  De  que  se  varió  la  aprensión.  Miróle  al 
principio  como  extraño  al  paladar,  y  por  tanto  como  desapa- 
cible; el  uso  quitó  esa  aprensión  odiosa,  y  por  consiguiente 
le  hizo  gustoso. 

Al  contrario,  otras  muchas  veces,  y  aun  frecuentísimamen- 
te,  el  manjar  que,  usado  por  algunos  días,  es  gratísimo,  se 
hace  ingrato  continuándose  mucho.  La  sensación  del  paladar 
es  la  misma,  como  cualquiera  que  haga  reflexión  experimen- 
tará en  sí  propio ;  pero  la  consideración  de  su  repetido  uso 
excita  una  aprensión  fastidiosa,  que  le  vuelve  aborrecible. 
De  esto  hay  un  ejemplo  insigne  y  concluyente  en  las  Sagradas 
Letras.  Llegaron  los  israelitas  en  el  desierto  á  aborrecer  el 
alimento  del  maná,  que  al  principio  comían  con  deleite.  ¿Na- 
ció esta  mudanza  de  que,  por  algún  accidente,  hiciese  en  la 
continuación  alguna  impresión  ingrata  en  el  órgano  del  gus- 
to? Consta  evidentemente  que  no;  porque  era  propiedad  mi- 
lagrosa de  aquel  manjar,  que  sabía  á  lo  que  quería  cada  uno: 
Dcserviens  iiniuscujusque  voluntati^  ad  quod  quisque  volebat 
convertebatur.  Pues  ^i  de  qué?  El  texto  lo  expresa :  Nihil  vi- 
dent  oculi  nostri,  nisi  man;  «nada  ven  nuestros  ojos  sino  ma- 
ná». El  tener  siempre  todos  los  días  y  por  tanto  tiempo  una 
misma  especie  de   manjar  delante  de  los   ojos,   sin   variar   ni 


2IO  FE  I  JOO 

añadir  otro  alguno,  excitó  la  aprensión  fastidiosa  de  que  ha- 
blamos. 

Muchos  no  gustan  de  un  manjar  al  principio,  y  gustan  des- 
pués de  él,  porque  oyen  que  es  de  la  moda  ó  que  se  ponen 
en  las  mesas  de  los  grandes  señores  ;  otros  porque  les  dicen 
que  viene  de  remotas  tierras,  y  se  vende  á  precio  subido. 
Como  también  al  contrario,  aunque  gusten  de  él  al  principio, 
si  oyen  después  que  es  manjar  de  rústicos,  ó  alimento  ordi- 
nario de  algunos  pueblos  incultos  y  bárbaros,  empiezan  á 
sentir  displicencia  en  su  uso.  Aquellas  noticias  excitaron  una 
aprensión  ó  apreciativa  ó  contemptiva,  que  mudó  el  gusto. 
En  los  demás  sentidos,  y  respecto  de  todas  las  demás  es- 
pecies de  objetos  delectables,  sucede  lo  mismo. 


V 


Júzgase  comunmente,  que  el  gusto  ó  disgusto  que  se  siente 
de  los  objetos  de  los  sentidos  corpóreos  está  siempre  en  los 
órganos  respectivos  de  éstos.  Pero  realmente  esto  sólo  suce- 
de, cuando  el  gusto  ó  disgusto  penden  del  temperamento  de 
esos  órganos.  Mas  cuando  vienen  de  la  aprensión,  sólo  están 
en  la  imaginativa,  la  cual  se  complace  ó  se  irrita,  según  la 
varia  impresión  que  hace  en  ella  la  representación  de  los  ob- 
jetos de  los  sentidos.  Es  tan  fácil  equivocarse  en  esto,  y  con- 
fundir uno  con  otro,  por  la  íntima  correspondencia  que  hay 
entre  los  sentidos  corpóreos  y  la  imaginativa,  que  aun  aquel 
grande  ingenio  lusitano,  el  digno  de  toda  alabanza,  el  insigne 
padre  Antonio  Vieira,  explicando  el  tedio  que  los  israelitas 
concibieron  al  maná,  bien  que  usó  de  su  gran  talento  para 
conocer  que  ese  tedio  no  estaba  en  el  paladar,  no  le  trasladó 
á  donde  debiera,  porque  le  colocó  en  los  ojos,  fundado  en  el 
sonido  del  texto  :  Nihil  vident  ocidi  nostri  nisi  man.  Yo  digo, 
que  no  estaba  el  tedio  en  los  ojos,  sino  en  la  imaginativa.  La 
razón  es  clara,  porque  es  imposible  que  se  varíe  la  impresión, 
que  hace  el  objeto  en  la  potencia,  si  no  hay  variación  alguna, 


OBRAS     ESCOGIDAS  211 

Ó  en  el  objeto,  ó  en  la  potencia,  ó  en  el  medio  por  donde  se 
comunica  la  especie.  En  el  caso  propuesto  debemos  suponer 
que  no  hubo  variación  alguna  ni  en  el  maná  (pues  esto  consta 
de  la  misma  Histoiña  sagrada),  ni  en  los  ojos  de  los  israeli- 
tas, ni  en  el  medio  por  donde  se  les  comunicaba  la  especie; 
pues  esto,  siendo  común  á  todos,  sería  una  cosa  totalmente 
insólita  y  preternatural,  que  no  dejaría  de  insinuar  el  histo- 
riador sagrado:  fuera  de  que,  en  ese  caso,  tendrían  legítima 
disculpa  los  israelitas  en  el  aborrecimiento  del  maná;  luego 
aquel  tedio  no  estaba  en  los  ojos,  sino  en  la  imaginativa. 

Ni  se  me  oponga  que  también  sería  cosa  totalmente  insólita 
que  la  imaginativa  de  todos  se  viciase  con  aquel  tedio.  Digo, 
que  no  es  eso  insólito  ó  preternatural,  sino  naturalísimo, 
porque  los  males  de  la  imaginativa  son  contagiosos.  Un  indi- 
viduo sólo  es  capaz  de  inficionar  todo  un  pueblo.  Ya  se  ha 
visto  en  más  de  una  y  aun  de  dos  comunidades  de  mujeres, 
por  creerse  energúmena  una  de  ellas,  ir  pasando  sucesiva- 
mente á  todas  las  demás  la  misma  aprensión,  y  juzgarse  todas 
poseídas.  Sobre  todo,  una  aprensión  fastidiosa  es  facilísima 
de  comunicar.  Se  nos  viene  naturalmente  el  objeto  á  la  ima- 
ginativa, como  corrompido  de  aquella  tediosa  displicencia, 
que  vemos  manifiesta  otro  hacia  él,  especialmente  si  el  otro 
es  persona  de  alguna  especial  persuasiva  ú  de  muy  viva  ima- 
ginación, porque  ésta  tiene  una  fuerza  singular  para  insinuar 
en  otros  la  misma  idea  de  que  está  poseída. 


VI 


Puesto  ya  que  el  gusto  depende  de  dos  principios  distintos, 
esto  es,  unas  veces  del  temperamento,  otras  de  la  aprensión, 
digo,  que  cuando  depende  del  temperamento,  no  cabe  dispu- 
ta sobre  el  gusto,  pero  sí  cuando  viene  de  la  aprensión.  Lo 
que  es  natural  é  inevitable,  no  puede  impugnarse  con  razón 
alguna;  como  ni  tampoco  hay  razón  alguna  que  lo  haga  plau- 
sible ó  digno  de  alabanza.  Tan  imposible  es  que  deje  de  gus- 


212  FE  IJ  O  O 

tar  de  alguna  cosa  el  que  tiene  el  órgano  en  un  temperamento 
proporcionado  para  gustar  de  ella,  como  lo  es  que  el  objeto 
á  un  tiempo  mismo  sea  proporcionado  y  desproporcionado  al 
sentido.  No  digo  yo  todos  los  hombres,  mas  ni  aun  todos  los 
ángeles,  podrán  persuadir  á  uno  que  tiene  las  manos  ardien- 
do, que  no  guste  de  tocar  cosas  frías.  Podrán,  sí,  persuadir- 
le, ó  por  motivo  de  salud  ú  de  mérito,  que  no  las  aplique  á 
ellas;  pero  que  aplicadas,  no  sienta  gusto  en  la  aplicación,  es 
absolutamente  imposible. 

No  es  así  en  los  gustos  que  penden  precisamente  de  la 
aprensión,  porque  los  vicios  de  la  aprensión  son  curables  con 
razones.  Al  que  mira  con  fastidioso  desdén  algún  manjar,  ó 
porque  no  es  del  uso  de  su  tierra,  ó  por  su  bajo  precio,  ó 
porque  es  alimento  común  de  gente  inculta  y  bárbara,  es  fá- 
cil convencerle  con  argumentos  de  que  ese  horror  es  mal 
fundado.  Es  verdad  que  no  siempre  que  se  convence  el  en- 
tendimiento, cede  de  su  tesón  la  imaginativa;  pero  cede  mu- 
chas veces,  como  la  experiencia  muestra  á  cada  paso. 

Aun  cuando  el  vicio  de  la  imaginativa  se  comunica  al  en- 
tendimiento, halla  tal  vez  el  ingenio  medios  con  que  curarle 
en  una  y  otra  potencia.  Los  autores  médicos  refieren  algunos 
casos  de  éstos.  A  uno,  que  creía  tener  un  cascabel  dentro  del 
cerebro,  cuyo  sonido  aseguraba  oía,  curó  el  cirujano  hacién- 
dole una  cisura  en  la  parte  posterior  de  la  cabeza,  donde  en- 
trando los  dedos  como  que  arrancaba  algo,  le  mostró  luego 
un  cascabel,  que  llevaba  escondido,  como  que  era  el  que  te- 
nía en  la  cabeza  y  acababa  de  sacarle  de  ella.  Otro,  que  ima- 
ginaba tener  el  cuerpo  lleno  de  culebras,  sapos  y  otras  saban- 
dijas, fué  curado  dándole  una  purga,  y  echando  con  disimulo 
en  el  vaso  excretorio  algunos  sapos  y  culebras,  que  le  hicie- 
ron creer  eran  los  que  tenía  en  el  cuerpo,  y  había  expelido 
con  la  purga.  A  otro,  que  había  dado  en  la  extravagante  ima- 
ginación de  que  si  expelía  la  orina  había  de  inundar  el  mundo 
con  ella,  y  deteniéndola  por  este  medio,  estaba  cerca  de  mo- 
rir de  supresión,  sanaron  encendiendo  una  grande  hoguera  á 
vista  suya;  y  persuadiéndole  que  aquel  fuego  iba  cundiendo 
por  toda  la  tierra,  la  cual,  sin  duda,  en  breve  se  vería  redu- 
cida á  cenizas,  si  no  soltaba  los  diques  al  fluido  excremento 
para  apagar  el  incendio,  lo  que  él  al  momento  ejecutó.  A  este 
modo  se  pueden  discurrir  otros  estratagemas  para  casos  se- 


I 


OBRAS    ESCOGIDAS  2l3 

mejantes,  en  los  cuales  será  más  útil  un  hombre  ingenioso  y 
de  buena  inventiva,  que  todos  los  médicos  del  mundo. 

Lo  que  voy  á  referir  es  más  admirable.  Sucedióme  revocar 
al  uso  de  la  razón  á  una  persona,  que  mucho  tiempo  antes  le 
había  perdido,  aun  sin  usar  de  estos  artificiosos  círculos,  sino 
acometiendo  (digámoslo  así)  frente  á  frente  su  demencia.  El 
caso  pasó  con  una  monja  benedictina  del  convento  de  Santa 
María  de  la  Vega,  existente  extramuros  de  esta  ciudad  de 
Oviedo.  Esta  religiosa,  que  se  llamaba  doña  Eulalia  Pérez,  y 
excedía  la  edad  sexagenaria,  habiendo  pasado  dos  ó  tres  años 
después  de  perdido  el  juicio,  sin  que  en  todo  ese  tiempo  go- 
zase algún  lúcido  intervalo,  ni  aun  por  brevísimo  tiempo,  ca- 
yó en  una  fiebre,  que  pareció  al  médico  peligrosísima,  aunque 
de  hecho  no  lo  era,  por  lo  cual  fui  llamado  para  administrar- 
la el  socorro  espiritual  de  que  estuviese  capaz.  Entrado  en  su 
aposento,  la  hallé  tan  loca  como  me  habían  informado  lo  es- 
taba antes,  y  realmente  era  una  locura  rematadísima  la  suya. 
Apenas  había  objeto  sobre  el  cual  no  desbarrase  enorme- 
mentel  Empecé  intimándola  que  se  confesase;  respondía  ad 
ephesios.  Propúsele  la  gravedad  de  su  mal  y  el  riesgo  en  que 
estaba,  según  el  informe  del  médico,  como  si  hablase  con  un 
bruto.  Todo  era  prorumpir  en  despropósitos;  bien  que  el 
error,  que  más  ordinariamente  tenía  en  la  imaginación  y  en 
la  boca  era,  que  hablaba  á  todas  horas  con  Dios,  y  que  Dios 
la  revelaba  cuanto  pasaba  y  había  de  pasar  en  el  mundo. 
Viéndola  en  tan  infeliz  estado,  me  apliqué,  con  todas  mis 
fuerzas,  á  tentar  si  podía  encender  en  su  mente  la  luz  de  la 
razón,  totalmente  extinguida  al  parecer.  En  cosa  de  medio 
cuarto  de  hora  lo  logré.  Y  luego,  temiendo  juntamente  que 
aquella  fuese  una  ilustración  pasajera  como  de  relámpago, 
me  apliqué  á  aprovechar  aquel  dichoso  intervalo,  haciendo 
que  se  confesase  sin  perder  un  momento;  lo  que  ejecutó  con 
perfecto  conocimiento  y  entera  satisfacción  mía.  Después  de 
absuelta,  estuve  con  ella  por  espacio  de  media  hora,  y  en  to- 
do este  tiempo  gozó  íntegramente  el  uso  de  la  razón.  Despe- 
díme  sin  administrarla  otro  sacramento,  por  conocer  que  la 
fiebre  no  tenía  visos  de  peligrosa,  aunque  el  médico  la  cons- 
tituía tal,  como,  en  efecto,  dentro  de  pocos  días  convaleció; 
pero  hi  ilustración  de  su  mente  fué  transitoria,  como  yo  me 
había  temido.   Dentro  de  pocas  horas  volvió  á  su  demencia. 


214  F  E  IJ  OO 

y  en  ella  perseveró  sin  intermisión  alguna  hasta  el  momento 
de  su  muerte,  que  sucedió  tres  ó  cuatro  años  después.  Hallá- 
bame yo  ausente  de  Oviedo  cuando  murió,  y  me  dolió  mucho 
al  recibir  la  noticia,  creyendo,  con  algún  fundamento,  que 
acaso  le  lograría  en  aquel  lance  el  importantísimo  beneficio 
que  había  conseguido  en  la  otra  ocasión ;  bien  que  no  igno- 
ro, que  la  dificultad  había  crecido  en  lo  inveterado  del  mal. 
Es  naturalísimo  desee  el  lector  saber  áqué  industria  se  de- 
bió esta  hazaña,  no  sólo  por  curiosidad,  mas  también  por  la 
utilidad  de  aprovecharse  de  ella  si  le  ocurriese  ocasión  se- 
mejante. Parece  que  no  hubo  industria  alguna ;  antes  mu- 
chos, mirándolo  á  primera  luz,  bien  lejos  de  graduarlo  de 
ingenioso  acierto,  lo  reputarán  una  feliz  necedad.  ¿Quién 
pensará  que  de  intento  y  derechamente  me  puse  á  persuadir 
á  una  loca,  que  lo  estaba,  y  que  cuanto  pensaba  y  decía  era 
un  continuado  desatino?  Ó  ¿  quién  no  diría  al  verme  esperan- 
zado de  ilustrarla  por  este  medio,  que  yo  estaba  tan  loco 
como  ella?  Para  conocer  la  verdad  de  lo  que  yo  le  proponía, 
era  menester  tener  el  uso  de  la  razón,  el  cual  le  faltaba;  y  si 
no  la  conocía,  era  inútil  la  propuesta ;  con  que  parece  que 
era  una  quimera  cuanto  yo  intentaba.  Sin  embargo,  éste  fué 
el  medio  que  tomé.  Por  qué  y  cómo  se  logró  el  efecto,  expli- 
caré ahora. 

Para  vencer  cualquier  estorbo  ó  lograr  cualquiera  fin,  no 
,  se  ha  de  considerar  precisamente  el  medio  ó  instrumento  de 
^'  que  se  usa,  mas  también  la  fuerza  y  arte  con  que  se  maneja. 
La  cimitarra  del  famoso  Jorge  Castrioto,  en  la  mano  de  su 
dueño,  de  un  golpe  cortaba  enteramente  el  cuello  á  un  toro ; 
trasladada  á  la  del  sultán,  sólo  hizo  una  pequeña  herida.  Esto 
pasa  en  las  cosas  materiales,  y  esto  mismo  sucede  en  el  en- 
tendimiento. Usando  de  la  misma  razón  uno  que  otro,  hay 
quien  desengaña  de  su  error  á  un  necio  en  un  cuarto  de  hora, 
y  hay  quien  no  puede  convencerle  en  un  día  ni  en  muchos 
días.  Pues  ¿cómo,  si  ambos  echan  mano  del  mismo  instru- 
mento? Porque  le  manejan  de  muy  diferente  modo.  Las  vo- 
ces de  que  se  usa,  el  orden  con  que  se  enlazan,  la  actividad  y 
viveza  con  que  se  dicen,  la  energía  de  la  acción,  la  imperiosa 
fuerza  del  gesto,  la  dulce  y  al  mismo  tiempo  eficaz  valentía 
de  los  ojos,  todo  esto  conspira,  y  todo  esto  es  menester  para 
introducir  el  desengaño  en  un  entendimiento,  ó  infatuado  ó 


OfeRAS    ESCOGIDAS  2l5 

estúpido.  La  mente  del  hombre,  en  el  estado  de  unión  al 
cuerpo,  no  se  mueve  sólo  por  la  razón  pura,  mas  también  por 
el  mecanismo  del  órgano  ;  y  en  este  mecanismo  tienen  un 
oculto,  pero  eficaz,  influjo  las  exterioridades  expresadas. 
Conviene  también  variar  las  expresiones,  mostrar  la  verdad 
á  diferentes  luces,  porque  esto  es  como  dar  vuelta  á  la  mura- 
lla, para  ver  por  dónde  se  puede  abrir  la  brecha.  Ello,  en  el 
caso  dicho,  se  logró  al  fin,  como  pueden  testificar  más  de 
veinte  religiosas  del  convento  mencionado,  que  viven  hoy  y 
vieron  el  suceso.  No  sólo,  en  esta  ocasión;  también  en  otra 
logré  ilustrar  á  un  loco,  mucho  más  rematado,  haciéndole 
conocer  el  error,  que  sin  intermisión  traía  en  la  mente  mu- 
chos años  había.  Es  verdad  que  en  éste  mucho  más  presto  se 
apagó  la  luz  recibida  ;  de  modo,  que  apenas  duró  dos  minutos 
el  desengaño.  Tampoco  yo  insistí  con  tanto  empeño,  porque 
no  había  la  necesidad  que  en  el  otro  caso. 

Confieso  que  en  una  perfecta  demencia  no  habrá  recurso 
alguno;  es  preciso  que  reste  alguna  centellita  de  razón  en 
quien  se  encienda  esta  pasajera  llama.  En  la  ceniza,  por  más 
que  se  sople,  no  se  producirá  la  más  leve  luz.  Pero  ¿cuándo 
se  halla  una  perfecta  demencia?  Pienso  que  nunca,  ó  casi 
nunca.  Apenas  hay  loco  que  en  cuanto  piensa,  dice  y  hace, 
desatine.  Todo  el  negocio  consiste  en  acertar  con  aquella 
chispa  que  ha  quedado,  y  saber  agitarla  con  viveza.  Nadie 
nos  pida  lecciones  para  practicarlo,  porque  son  inútiles.  Es 
obra  del  ingenio,  no  de  la  instrucción. 

Los  ejemplos  alegados  prueban  superabundantemente  nues- 
tro intento.  Si  es  posible  reducir  á  la  razón  á  quien  tiene  da- 
ñado, juntamente  con  la  imaginativa,  el  entendimiento,  mu- 
cho más  fácil  será  reducir  á  quien  sólo  tiene  viciada  la 
imaginativa,  sin  lesión  alguna  de  parte  del  entendimiento, 
especialmente  cuando,  como  en  el  caso  de  la  cuestión,  el 
vicio  de  la  imaginativa  es  sólo  respectivo  á  objeto  determina- 
do. De  todo  lo  alegado  en  este  discurso  se  concluye,  que  hay 
razón  para  el  gusto,  y  que  cabe  razón  ó  disputa  contra  el 
gusto. 


EL  NO  SÉ  QUÉ 


EN  muchas  producciones,  no  sólo  de  la  naturaleza,  aun 
más  del  arte,  encuentran  los  hombres,  fuera  de  aque- 
llas perfecciones  sujetas  á  su  comprensión,  otro  gé- 
nero de  primor  misterioso,  que  cuanto  lisonjea  el  gusto,  ator- 
menta el  entendimiento;  que  palpa  el  sentido,  y  no  puede 
descifrarla  razón;  y  así,  al  querer  explicarle,  no  encontrando 
voces  ni  conceptos  que  satisfagan  la  idea,  se  dejan  caer  des- 
alentados en  el  rudo  informe  de  que  tal  cosa  tiene  un  no  sé 
qiié^  que  agrada,  que  enamora,  que  hechiza,  y  no  hay  que  pe- 
dirles revelación  más  clara  de  este  natural  misterio. 

Entran  en  un  edificio  que,  al  primer  golpe  que  da  en  la  vista, 
los  llena  de  gusto  y  admiración.  Repasándole  luego  con  un 
atento  examen,  no  hallan,  que  ni  por  su  grandeza,  ni  por  la 
copia  de  luz,  ni  por  la  preciosidad  del  material,  ni  por  la 
exacta  observancia  de  las  reglas  de  arquitectura,  exceda,  ni 
aun  acaso  iguale,  á  otros  que  han  visto,  sin  tener  que  gustar 
ó  que  admirar  en  ellos.  Si  les  preguntan  ¿qué  hallan  de  ex- 
quisito ó  primoroso  en  éste?  responden,  que  tiene  un  no  sé 
qué,  que  embelesa. 


21' 


F  El J  OO 


Llegan  á  un  sitio  delicioso,  cuya  amenidad  costeó  la  natu- 
raleza por  sí  sola.  Nada  encuentran  de  exquisito  en  sus  plan- 
tas, ni  en  su  colocación,  figura  ó  magnitud,  aquella  estudiada 
proporción  que  emplea  el  arte  en  los  plantíos  hechos  para  la 
diversión  de  los  príncipes  ó  los  pueblos.  No  falta  en  él  la 
cristalina  hermosura  del  agua  corriente,  complemento  pre- 
cioso de  todo  sitio  agradable ;  pero  que,  bien  lejos  de  obser- 
var en  su  curso  las  mensuradas  direcciones,  despeños  y  resal- 
tes con  que  se  hacen  jugar  las  ondas  en  los  reales  jardines, 
errante  camina  por  donde  la  casual  abertura  del  terreno  da 
paso  al  arroyo.  Con  todo,  el  sitio  le  hechiza;  no  acierta  á  salir 
de  él,  y  sus  ojos  se  hallan  más  prendados  de  aquel  natural 
desaliño,  que  de  todos  los  artificiosos  primores,  que  hacen 
ostentosa  y  grata  vecindad  á  las  quintas  de  los  magnates. 
Pues  ¿qué  tiene  este  sitio,  que  no  haya  en  aquellos?  Tiene  un 
un  no  sé  qué^  que  aquellos  no  tienen.  Y  no  hay  que  apurar, 
que  no  pasará  de  aquí. 

Ven  una  dama,  ó  para  dar  más  sensible  idea  del  asunto, 
digámoslo  de  otro  modo:  ven  una  graciosita  aldeana,  que 
acaba  de  entrar  en  la  corte,  y  no  bien  fijan  en  ella  los  ojos, 
cuando  la  imagen,  que  de  ellos  trasladan  á  la  imaginación, 
les  representa  un  objeto  amabilísimo.  Los  mismos  que  mira- 
ban con  indiferencia  ó  con  una  inclinación  tibia  las  más  cele- 
bradas hermosuras  del  pueblo,  apenas  pueden  apartarla  vista 
de  la  rústica  belleza.  ¿Qué  encuentran  en  ella  de  singular? 
La  tez  no  es  tan  blanca  como  otras  muchas,  que  ven  todos 
los  días,  ni  las  facciones  son  más  ajustadas,  ni  más  rasgados 
los  ojos,  ni  más  encarnados  los  labios,  ni  tan  espaciosa  la 
frente,  ni  tan  delicado  el  talle.  No  importa.  Tiene  un  no  sé 
qué,  la  aldeanita,  que  vale  más  que  todas  las  perfecciones  de 
las  otras.  No  hay  que  pedir  más ,  que  no  dirán  más.  Este  no 
sé  qué  es  el  encanto  de  su  voluntad  y  el  atolladero  de  su  en- 
tendimiento. 


II 


Si  se  mira  bien,  no  hay  especie  alguna  de  objetos  donde  no 
se  encuentre  este  no  sé  qué.  Elévanos  tal  vez  con  su  canto 


OBRAS     ESCOGIDAS  219 

una  voz,  que  ni  es  tan  clara,  ni  de  tanta  extensión,  ni  de  tan 
libre  juego  como  otras  que  hemos  oído.  Sin  embargo,  ésta 
nos  suspende  más  que  las  otras.  Pues  ¿cómo,  si  es  inferior  á 
ellas  en  claridad,  extensión  y  gala  ?  No  importa.  Tiene  esta 
voz  un  no  sé  qué^  que  no  hay  en  las  otras.  Enamóranos  el  es- 
tilo de  un  autor,  que  ni  en  la  tersura  y  brillantez  iguala  á 
otros,  que  hemos  leído,  ni  en  la  propiedad  los  excede;  con 
todo,  interrumpimos  la  lectura  de  éstos  sin  violencia,  y  aquél 
apenas  podemos  dejarle  de  la  mano.  ¿En  qué  consiste?  En 
que  este  autor  tiene,  en  el  modo  de  explicarse,  un  no  sé  qué, 
que  hace  leer  con  deleite  cuanto  dice.  En  las  producciones 
de  todas  las  artes  hay  este  mismo  no  sé  qué.  Los  pintores  lo 
han  reconocido  en  la  suya,  debajo  del  nombre  de  manera,^ 
voz  que,  según  ellos  la  entienden,  signifícalo  mismo, y  con  la 
misma  confusión,  que  el  no  sé  qué ;  porque  dicen,  que  la  ma- 
nera de  la  pintura  es  una  gracia  oculta,  indefmible,  que  no 
está  sujeta  á  regla  alguna,  y  sólo  depende  del  particular  ge- 
nio del  artífice.  Demoncioso  (In  pj-ceamb.  ad  Tract.  de  Pie- 
tur.)  dice,  que  hasta  ahora  nadie  pudo  explicar  qué  es  ó  en 
qué  consiste  esta  misteriosa  gracia:  Quam  nemo  unquam  scri- 
bendo  potuit  explicare;  que  es  lo  mismo  que  caerse  de  lleno 
en  el  no  sé  qué. 

JEsta  g.racia^culta^  este  no  "sé  qué.,  fué  quien  hizo  preciosas 
las  tablas  de  Apeles  sobre  todas  las  de  la  antigüedad ;  lo  que 
el  mismo  Apeles,  por  otra  parte  muy  modesto  y  grande  hon- 
rador  de  todos  los  buenos  profesores  del  arte,  testificaba 
diciendo,  que  en  todas  las  demás  perfecciones  de  la  pintura 
había  otros  que  le  igualaban,  ó  acaso  en  una  ú  otra  le  exce- 
dían; pero  él  los  excedía  en  aquella  gracia  oculta,  la  cual  á 
todos  los  demás  faltaba :  Cum  eadem  cetate  maximi  pictores 
essent.,  quorum  opera  cum  admirar etur.,  collaudatis  ómnibus, 
deesse  iis  unam  illam  Venerem  diceba!.,  quam  Gra^ci  Charita 
vocant,  Cintera  omnia  contigisse.,  sed  hac  sola  sibi  neminem 
parem.  (Plin.,  libro  xxxv,  capítulo  x.)  Donde  es  de  advertir, 
que  aunque  Plinio,  que  refiere  esto,  recurre  á  la  voz  griega 
charita.,  ó  charis.,  por  no  hallar  en  el  idioma  latino  voz  alguna 
competente  para  explicar  el  objeto,  tampoco  la  voz  griega  le 
explica;  porque  charis  significa  genéricamente  ^r^zciíz,  y  así 
las  tres  gracias  del  gentilismo  se  llaman  en  griego  charites; 
de  donde  se  infiere,  que  aquel  primor  particular  de  Apeles, 


220 


FEI  J  OO 


tan  no  sé  qué  es  para  el  griego,  como  para  el  latino  y  el  cas- 
tellano. 


III 


No  sólo  se  extiende  el  no  sé  qué  á  los  objetos  gratos,  mas 
también  á  los  enfadosos;  de  suerte,  que  como  en  algunos  de 
aquellos  hay  un  primor  que  no  se  explica,  en  algunos  de  es- 
tos hay  una  fealdad  que  carece  de  explicación.  Bien  vulgares 
decir:  Fulano  me  enfada  sin  saber  por  qué.  No  hay  sentido 
que  no  represente  este  ó  aquel  objeto  desapacible,  en  quie- 
nes hay  cierta  cualidad  displicente,  que  se  resiste  á  los  cona- 
tos, que  el  entendimiento  hace  para  explicarla;  y  últimamen- 
te la  llama  un  no  sé  qué  que  disgusta,  un  no  sé  qué  que  fastidia, 
un  no  sé  qué  que  da  en  rostro,  un  no  sé  qué  que  horroriza. 

Intentamos,  pues,  en  el  presente  discurso  explicar  lo  que 
nadie  ha  explicado,  descifrar  este  natural  enigma,  sacar  esta 
cosicosa  de  las  misteriosas  tinieblas  en  que  ha  estado  hasta 
ahora;  en  fin,  decir  lo  que  es  esto,  que  todo  el  mundo  dice, 
que  no  sabe  qué  es. 


IV 


Para  cuyo  efecto  supongo,  lo  primero,  que  los  objetos  .que 
nos  agradan  (entendiéndose  desde  luego,  que  lo  que  decimos 
de  éstos,  es  igualmente  en  su  género  aplicable  á  los  que  nos 
desagradan)  se  dividen  en  simples  y  compuestos.  Dos  ó  tres 
ejemplos  explicarán  esta  división.  Una  voz  sonora  nos  agra- 
da, aunque  esté  fija  en  un  punto,  esto  es,  no  varíe  ó  alterne 
por  varios  tonos,  formando  algún  género  de  melodía.  Este  es 
un  objeto  simple  del  gusto  del  oído.  Agrédanos  también,  y 
aún  más,  la  misma  voz,  procediendo  por  varios  puntos,  dis- 
puestos de  tal  modo,  que  formen  una  combinación  musical 


OBRAS    ESCOGIDAS  221 

grata  al  oído.  Este  es  un  objeto  compuesto,  que  consiste  en 
aquel  complejo  de  varios  puntos,  dispuestos  en  tal  propor- 
ción, que  el  oído  se  prenda  de  ella.  Asimismo  á  la  vista  agra- 
dan un  verde  esmeraldino,  un  fino  blanco.  Estos  son  objetos 
simples.  También  le  agradan  el  juego  que  hacen  entre  sí  va- 
rios colores  (verbi-gracia  en  una  tela  ó  en  un  jardín),  los 
cuales  están  respectivamente  colocados  de  modo,  que  hacen 
una  armonía  apacible  á  los  ojos,  como  la  disposición  de  dife- 
rentes puntos  de  música  á  los  oídos.  Este  es  un  objeto  com- 
puesto. 

Supongo,  lo  segundo,  que  muchos  objetos  compuestos 
agradan  ó  enamoran,  aun  no  habiendo  en  ellos  parte  alguna, 
que  tomada  de  por  sí,  lisonjee  el  gusto.  Esto  es  decir,  que 
hay  muchos,  cuya  hermosura  consiste  precisamente  en  la  re- 
cíproca proporción  ó  coaptación,  que  tienen  las  partes  entre 
sí.  Las  voces  de  la  música,  tomadas  cada  una  de  por  sí,  ó 
separadas,  ningún  atractivo  tienen  para  el  oído;  pero  arti- 
ficiosamente dispuestas  por  un  buen  compositor,  son  capaces 
de  embelesar  el  espíritu.  Lo  mismo  sucede  con  los  materiales 
de  un  edificio,  en  las  partes  de  un  sitio  ameno,  en  las  diccio- 
nes de  una  oración,  en  los  varios  movimientos  de  una  danza. 
Generalmente  hablando,  que  las  partes  tengan  por  sí  mismas 
hermosura  ó  atractivo,  que  no,  es  cierto  que  hay  otra  hermo- 
sura distinta  de  aquella,  que  es  la  del  complejo,  y  consiste 
en  la  grata  disposición,  orden  y  proporción,  ó  sea  natural  ó 
artificiosa,  recíproca  de  las  partes. 

Supongo,  lo  tercero,  que  el  agradar  los  objetos  consiste  en 
tener  un  género  de  proporción  y  congruencia  con  la  potencia 
que  los  percibe,  ó  sea  con  el  órgano  de  la  potencia,  que  todo 
viene  á  residir  en  lo  mismo,  sin  meternos  por  ahora  en  expli- 
car en  qué  consiste  esta  proporción.  De  suerte,  que  en  los 
objetos  simples  sólo  hay  una  proporción,  que  es  la  que  tie- 
nen ellos  con  la  potencia;  pero  en  los  compuestos  se  deben 
considerar  dos  proporciones:  la  una  de  las  partes  entre  sí,  la 
otra  de  esta  misma  colección  de  las  partes  con  la  potencia, 
que  viene  á  ser  proporción  de  aquella  proporción.  La  verdad 
de  esta  suposición  consta  claramente  de  que  un  mismo  obje- 
to agrada  á  unos  y  desagrada  á  otros,  pudiendo  asegurarse, 
que  no  hay  cosa  en  el  mundo,  que  sea  del  gusto  de  todos;  lo 
cual  no  puede  depender  de  otra  cosa,  que  de  que  un  mismo 

VIII 


222  F  E  1  J  O  O 


objeto  tiene  proporción  de  congruencia  respecto  del  temple, 
textura  ó  disposición  de  los  órganos  de  uno,  y  desproporción 
respecto  de  los  de  otro. 


V 


Sentados  estos  supuestos,  advierto,  que  la  duda  ó  ignoran- 
cia expresada  en  el  no  sé  qué^  puede  entenderse  terminada  á 
dos  cosas  distintas,  al  qué  y  di  por  qué.  Explicóme  con  el  pri- 
mero de  los  ejemplos  propuestos  al  principio  del  párrafo  iv. 
Cuando  uno  dice  :  tiene  esta  voz  un  no  sé  qué^  que  me  deleita 
más  que  las  otras,  puede  querer  decir,  ó  que  no  sabe  qué  es 
lo  que  le  agrada  en  aquella  voz,  ó  que  no  sabe  porqué  aque- 
lla voz  le  agrada.  Muy  frecuentemente,  aunque  la  expresión 
suena  lo  primero,  en  la  mente  del  que  la  usa  significa  lo  se- 
gundo. Pero  que  signifique  lo  uno,  que  lo  otro,  ves  aquí  des- 
cifrado el  misterio.  El  qué  de  la  voz  precisamente  se  reduce 
á  una  de  dos  cosas:  ó  al  sonido  de  ella  (llámase  comunmente 
el  metal  de  la  voz),  ó  al  modo  de  jugarla,  y  á  casi  nada  de 
reflexión  que  hagas,  conocerás  cuál  de  estas  cosas  es  la  que 
te  deleita  con  especialidad.  Si  es  el  sonido,  como  por  lo  re- 
gular acontece,  ya  sabes  cuánto  hay  que  saber  en  orden  al 
qué.  Pero  me  dices :  no  está  resuelta  la  duda,  porque  este 
sonido  tiene  un  no  sé  qué.,  que  no  hallo  en  los  sonidos  de 
otras  voces.  Respondo,  y  atiende  bien  lo  que  te  digo,  que  ese 
que  llamas  no  sé  qué.,  no  es  otra  cosa  que  el  ser  individual 
del  mismo  sonido,  el  cual  perciben  claramente  tus  oídos,  y 
por  medio  de  ellos  llega  también  su  idea  clara  al  entendi- 
miento. Acaso  te  matas  porque  no  puedes  definir  ni  dar  nom- 
bre á  ese  sonido,  según  su  ser  individual.  Pero  ¿no  adviertes, 
que  eso  mismo  te  sucede  con  los  sonidos  de  todas  las  demás 
voces  que  escuchas?  Los  individuos  no  son  definibles.  Los 
nombres,  aunque  voluntariamente  se  les  impongan,  no  ex- 
plican ni  dan  idea  alguna  distintiva  de  su  ser  individual.  Por 
ventura  ¿llamarse  fulano  Pe¿íro,  y  zut'dno  Francisco.,  me  da 


OBRAS     ESCOGIDAS  223 

algún  concepto  dé  aquella  particularidad  de  su  ser,  por  la 
cual  cada  uno  de  ellos  se  distingue  de  todos  los  demás  hom- 
bres? Fuera  de  esto,  ¿no  ves  que  tampoco  das,  ni  aciertas  á 
dársele,  nombre  particular  á  ninguno  de  los  sonidos  de  todas 
las  demás  voces  ?  Créeme,  pues,  que  tan  bien  entiendes  lo 
que  hay  de  particular  en  ese  sonido,  como  lo  que  hay  de  par- 
ticular en  cualquiera  de  todos  los  demás,  y  sólo  te  falta  en- 
tender que  lo  entiendes. 

Si  es  el  juego  de  la  voz,  en  quien  hallas  el  no  sé  qué^  aun- 
que esto  pienso  que  rara  vez  sucede,  no  podré  darte  una  ex- 
plicación idéntica  que  venga  á  todos  los  casos  de  este  género, 
porque  no  son  de  una  especie  todos  los  primores  que  caben 
en  el  juego  de  la  voz.  Si  yo  oyese  esa  misma  voz,  te  diría  á 
punto  fijo  en  qué  está  esa  gracia,  que  tú  llamas  oculta;  pero 
te  explicaré  algunos  de  esos  primores,  acaso  todos,  que  tú  no 
aciertas  á  explicar,  para  que,  cuando  llegue  el  caso,  por  uno 
ó  por  otro  descifres  el  no  sé  qué.  Y  pienso  que  todos  se  redu- 
cen á  tres  :  el  primero  es  el  descanso  con  que  se  maneja  la 
voz;  el  segundo  la  exactitud  de  la  entonación;  el  tercero  el 
complejo  de  aquellos  arrebatados  puntos  musicales,  de  que 
se  componen  los  gorjeos. 

El  descanso  con  que  la  voz  se  maneja,  dándole  todos  los 
movimientos,  sin  afán  ni  fatiga  alguna,  es  cosa  graciosísima 
para  el  que  escucha.  Algunos  manejan  la  voz  con  gran  cele- 
ridad; pero  es  una  celeridad  afectada,  ó  lograda  á  esfuerzos 
fatigantes  del  que  canta,  y  todo  lo  que  es  afectado  y  violento 
disgusta.  Pero  esto  pocos  hay  que  no  lo  entiendan;  y  así, 
pocos  constituirán  en  este  primor  el  no  sé  qué. 

La  perfección  de  la  entonación  es  un  primor  que  se  oculta 
auna  los  músicos.  He  dicho  la  perfección  de  la  entonación. 
No  nos  equivoquemos.  Distinguen  muy  bien  los  músicos  los 
desvíos  de  la  entonación  justísima  hasta  un  cierto  grado; 
pongo  por  ejemplo  hasta  el  desvío  de  una  coma,  ó  media 
coma,  ó  sea  norabuena  de  la  cuarta  parte  de  una  coma ;  de 
modo,  que  los  que  tienen  el  oído  muy  delicado,  aun  siendo 
^an  corto  el  desvío,  perciben  que  la  voz  no  da  el  punto  con 
toda  justeza,  bien  que  no  puedan  señalar  la  cantidad  del  des- 
vío; esto  es,  si  se  desvía  media  coma,  la  tercera  parte  de  una 
coma,  etc.  Pero  cuando  el  desvío  es  mucho  menor,  verbi- 
gracia la  octava  parte  de  una  coma,  nadie  piensa   que  la  voz 


224  F  E  IJ  O  O 


n 


desdice  algo  de  la  entonación  justa.  Con  todo,  este  defecto, 
que  por  muy  delicado,  se  escapa  á  la  reflexión  del  entendi- 
miento, hace  efecto  sensible  en  el  oído;  de  modo,  que  ya  la 
composición  no  agrada  tanto  como  si  fuese  cantada  por  otra 
voz,  que  diese  la  entonación  más  justa,  y  si  hay  alguna  que 
la  dé  mucho  más  cabal,  agrada  muchísimo ;  y  éste  es  uno  de 
los  casos  en  que  se  halla  en  el  juego  de  la  voz  un  no  sé  qué^ 
que  hechiza,  y  el  no  sé  qué  descifrado  es  la  justísima  entona- 
ción. Pero  se  ha  de  advertir,  que  el  desvío  de  la  entonación 
se  padece  muy  frecuentemente,  no  en  el  todo  del  punto,  sino 
en  alguna  ó  algunas  partes  minutísimas  de  él;  de  suerte,  que 
aunque  parece  que  la  voz  está  firme;  pongo  por  ejemplo,  en 
re,  suelta  algunas  sutilísimas  hilachas,  ya  hacia  arriba,  ya 
hacia  abajo,  desviándose  por  interpolados  espacios  brevísi- 
mos de  tiempo  de  aquel  indivisible  grado,  que  en  la  escalera 
del  diapasón  debe  ocupar  el  re.  Todo  esto  desaira  más  ó 
menos  el  canto,  como  asimismo  el  carecer  de  estos  defectos 
le  da  una  gracia  notable. 

Los  gorjeos  son  una  música  segunda,  ó  accidental,  que  sir- 
ve de  adorno  á  la  sustancia  de  la  composición.  Esta  música 
segunda,  para  sonar  bien,  requiere  las  mismas  calidades  que 
la  primera.  Siendo  el  gorjeo  un  arrebatado  tránsito  de  la  voz 
por  diferentes  puntos,  siendo  la  disposición  de  estos  puntos 
oportuna  y  propia,  así  respecto  de  la  primera  música  como 
de  la  letra,  sonará  bellamente  el  gorjeo,  y  faltándole  esas  ca- 
lidades, sonará  mal,  ó  no  tendrá  gracia  alguna,  lo  que  fre- 
cuentemente acontece,  aun  á  cantores  de  garganta  flexible  y 
ágil,  los  cuales,  destituidos  de  gusto  ú  de  genio,  estragan, 
más  que  adornan,  la  música  con  insulsos  y  vanos  revolteos 
de  la  voz. 

Hemos  explicado  el  qué  del  no  sé  qué  en  el  ejemplo  pro- 
puesto. Resta  explicar  el  por  qué;  pero  éste  queda  explicado 
(al  fin  del  párrafo  IV),  así  para  éste  como  para  todo  género 
de  objetos;  de  suerte,  que  sabido  qué  es  lo  que  agrada  en  el 
objeto ,  en  el  por  qué  no  hay  que  saber  sino  que  aquello 
está  en  la  proporción  debida,  congruente  á  la  facultad  per- 
ceptiva, ó  al  temple  de  su  órgano.  Y  para  que  se  vea  que 
no  hay  más  que  saber  en  esta  materia,  escoja  cualquiera 
un  objeto  de  su  gusto,  aquel  en  quien  no  halle  nada  de 
ese   misterioso   no  sé  qué ,    y    dígame  ,   ¿  por    qué    es   de 


OBRAS     ESCOGIDAS  225 

SU  gusto,  Ó  por  qué  le  agrada  ?  No  responderá  otra  cosa  que 
lo  dicho. 


VI 


El  ejemplo  propuesto  da  una  amplísima  luz  para  descifrar 
el  no  sé  qué  en  todos  los  demás  objetos,  á  cualquiera  sentido 
que  pertenezca.  Explica  adecuadamente  el  qué  de  los  objetos 
simples,  y  el  jt^o?' í^i/e  de  simples  y  compuestos.  K\  poj-  qué 
es  uno  mismo  en  todos.  El  qué  de  los  simples  es  aquella  dife- 
rencia individual  privativa  de  cada  uno  en  la  forma  que  la 
explicamos  al  principio  del  párrafo  anterior;  de  suerte,  que 
toda  la  distinción  que  hay  en  orden  á  esto  entre  los  objetos 
agradables,  en  que  no  se  halla  no  sé  qué^  y  aquellos  en  que  se 
halla,  consiste  en  que  aquellos  agradan  por  su  especie  ó  ser 
específico,  y  éstos  por  su  ser  individual.  A  éste  le  agrada  el 
color  blanco  por  ser  blanco,  á  aquél  el  verde  por  ser  verde. 
Aquí  no  encuentran  misterio  que  descifrar.  La  especie  les 
agrada,  pero  encuentran  tal  vez  un  blanco,  ó  un  verde,  que 
sin  tener  más  intenso  el  color,  les  agrada  mucho  más  que  los 
otros.  Entonces  dicen,  que  aquel  blanco  ó  aquel  verde  tienen 
un  no  sé  qué^  que  los  enamora,  y  este  wo  sé  qué^  digo  yo,  que 
es  la  diferencia  individual  de  esos  dos  colores  ;  aunque  tal 
vez  puede  consistir  en  la  insensible  mezcla  de  otro  color,  lo 
cual  ya  pertenece  á  los  objetos  compuestos,  de  que  tratare- 
mos luego. 

Pero  se  ha  de  advertir,  que  la  diferencia  individual  no  se 
ha  de  tomar  aquí  con  tan  exacto  rigor  filosófico,  que  á  todos 
los  demás  individuos  de  la  misma  especie  esté  negado  el  pro- 
pio atractivo.  En  toda  la  colección  de  los  individuos  de  una 
especie  hay  algunos  recíprocamente  muy  semejantes;  de 
suerte,  que  apenas  los  sentidos  los  distinguen.  Por  consi- 
guiente, si  uno  de  ellos  por  su  diferencia  individual  agrada, 
también  agradará  el  otro  por  la  suya. 

Dije  anteriormente,  que  el  ejemplo  propuesto  explica  ade- 


226  FE  I  J  O  O 

cuadamente  el  qué  de  los  objetos  simples.  Y  porque  á  esto 
acaso  se  me  opondrá,  que  la  explicación  del  manejo  de  la  voz 
no  es  adaptable  á  otros  objetos  distintos,  por  consiguiente  es 
inútil  para  explicar  el  qué  de  otros.  Respondo,  que  todo  lo 
dicho  en  orden  al  manejo  de  la  voz,  ya  no  toca  á  los  objetos 
simples,  sino  á  los  compuestos.  Los  gorjeos  son  compuestos 
de  varios  puntos.  El  descanso  y  entonación  no  constituyen 
perfección  distinta  de  la  que  en  sí  tiene  la  música  que  se  can- 
ta, la  cual  también  es  compuesta :  quiero  decir  sólo  son  con- 
diciones para  que  la  música  suene  bien,  la  cual  se  desluce 
mucho  faltando  la  debida  entonación,  ó  cantando  con  fatiga; 
pero  por  no  dejar  incompleta  la  explicación  del  no  sé  qué  de 
la  voz,  nos  extendimos  también  al  manejo  de  ella,  y  también 
porque  lo  que  hemos  escrito  en  esta  parte  puede  habilitar 
mucho  á  los  lectores  para  discurrir  en  orden  á  otros  objetos 
diferentísimos. 


VII 


Vamos  ya  á  explicar  el  no  sé  qué  áe  los  objetos  compuestos. 
En  éstos  es  donde  más  frecuentemente  ocurre  el  no  sé  qué^  y 
tanto,  que  rarísima  vez  se  encuentra  el  no  sé  qué  en  objeto 
donde  no  hay  algo  de  composición.  Y  ¿qué  es  el  no  sé  qué  en 
los  objetos  compuestos?  La  misma  composición.  Quiero  de- 
cir, la  proporción  y  congruencia  de  las  partes  que  los  com- 
ponen. 

Opondráseme,  que  apenas  ignora  nadie,  que  la  simetría  y 
recta  disposición  de  las  partes  hace  la  principal,  á  veces  la 
única  hermosura  de  los  objetos.  Por  consiguiente,  ésta  no  es 
aquella  gracia  misteriosa  á  quien  por  ignorancia  ó  falta  de 
penetración  se  aplica  el  no  sé  qué. 

Respondo,  que  aunque  los  hombres  entienden  esto  en  algu- 
na manera,  lo  entienden  con  notable  limitación,  porque  sólo 
llegan  á  percibir  una  proporción  determinada,  comprendida 
en  angostísimos  límites  ó  reglas ;  siendo  así,  que  hay  otras 


OBRAS    ESCOGIDAS  227 

innumerables  proporciones  distintas  de  aquella  que  perciben. 
Explicaráme  un  ejemplo.  La  hermosura  de  un  rostro  es  cier- 
to que  consiste  en  la  proporción  de  sus  partes,  ó  en  una  bien 
dispuesta  combinación  del  color,  magnitud  y  figura  de  ellas. 
Como  esto  es  una  cosa  en  que  se  interesan  tanto  los  hombres, 
después  de  pensar  mucho  en  ello,  han  llegado  á  determinar 
ó  especificar  esta  proporción  diciendo,  que  ha  de  ser  de  esta 
manera  la  frente,  de  aquella  los  ojos,  de  la  otra  las  meji- 
llas, etc.  Pero  ¿qué  sucede  muchas  veces?  Que  ven  este  ó 
aquel  rostro,  en  quien  no  se  observa  aquella  estudiada  pro- 
porción y  que  con  todo  les  agrada  muchísimo.  Entonces  di- 
cen, que  no  obstante  esa  falta  ó  faltas,  tiene  aquel  rostro  un 
no  sé  qué  que  hechiza.  Y  este  no  sé  qué^  digo  yo,  que  es  una 
determinada  proporción  de  las  partes  en  que  ellos  no  habían 
pensado,  y  distinta  de  aquella  que  tienen  por  única,  para  el 
efecto  de  hacer  el  rostro  grato  á  los  ojos. 

De  suerte,  que  Dios,  de  mil  maneras  diferentes  y  con  innu- 
merables diversísimas  combinaciones  de  las  partes,  puede 
hacer  hermosísimas  caras.  Pero  los  hombres,  reglando  inad- 
vertidamente la  inmensa  amplitud  de  las  ideas  divinas  por  la 
estrechez  de  las  suyas,  han  pensado  reducir  toda  la  hermosu- 
ra á  una  combinación  sola,  ó  cuando  más,  á  un  corto  número 
de  combinaciones,  y  en  saliendo  de  allí,  todo  es  para  ellos 
un  misterioso  no  sé  qué. 

Lo  propio  sucede  en  la  disposición  de  un  edificio,  en  la 
proporción  de  las  partes  de  un  sitio  ameno.  Aquel  no  sé  qué 
de  gracia,  que  tal  vez  los  ojos  encuentran  en  uno  y  otro,  no 
es  otra  cosa  que  una  determinada  combinación  simétrica  co- 
locada fuera  de  las  comunes  reglas.  Encuéntrase  alguna  vez 
un  edificio,  que  en  ésta  ó  aquella  parte  suya  desdice  de  las 
reglas  establecidas  por  los  arquitectos,  y  que,  con  todo,  hace 
á  la  vista  un  efecto  admirable,  agradando  mucho  más  que 
otros  muy  conformes  á  los  preceptos  del  arte.  ¿En  qué  con- 
siste esto?  ¿En  que  ignoraba  esos  preceptos  el  artífice  que 
le  ideó?  Nada  menos.  Antes  bien  en  que  sabía  más  y  era  de 
más  alta  idea  que  los  artífices  ordinarios.  Todo  le  hizo  según 
regla;  pero  según  una  regla  superior,  que  existe  en  su  mente, 
distinta  de  aquellas  comunes,  que  la  escuela  enseña.  Propor- 
ción, y  grande,  simetría,  y  ajustadísima,  hay  en  las  partes  de 
esa  obra;  pero  no  es  aquella  simetría  que  regularmente  se 


228  FE  I  J  O  O 

estudia,  sino  otra  más  elevada;  á  donde  arribó  por  su  valen- 
tía la  sublime  idea  del  arquitecto.  Si  esto  sucede  en  las  obras 
del  arte,  mucho  más  en  las  de  la  naturaleza,  por  ser  éstas 
efectos  de  un  Artífice  de  infinita  sabiduría,  cuya  idea  excede 
infinitamente,  tanto  en  la  intensión  como  en  la  extensión  á 
toda  idea  humana  y  aun  angélica. 

En  nada  se  hace  tan  perceptible  esta  máxima  como  en  las 
composiciones  músicas.  Tiene  la  música  un  sistema  formado 
de  varias  reglas,  que  miran  como  completo  los  profesores;  de 
tal  suerte,  que  en  violando  alguna  de  ellas,  condenan  la  com- 
posición por  defectuosa.  Sin  embargo,  se  encuentra  una  ú 
otra  composición  que  falta  á  esta  ó  aquella  regla,  y  que  agra- 
da infinito  aun  en  aquel  pasaje  donde  falta  á  la  regla.  ¿En 
qué  consiste  esto  ?  En  que  el  sistema  de  reglas,  que  los  músi- 
cos han  admitido  como  completo,  no  es- tal;  antes  muy  in- 
completo y  diminuto.  Pero  esta  imperfección  del  sistema,  sólo 
la  comprenden  los  compositores  de  alto  numen,  los  cuales 
alcanzan  que  se  pueden  dispensar  aquellos  preceptos  en  tales 
ó  tales  circunstancias,  ó  hallan  modo  de  circunstanciar  la 
música  de  suerte,  que,  aun  faltando  aquellos  preceptos,  sea 
sumamente  hermosísima  y  grata.  Entre  tanto  los  composito- 
res de  clase  inferior  claman,  que  aquello  es  una  herejía  ;  pero 
clamen  lo  que  quisieren,  que  el  juez  supremo  y  único  de  la 
música  es  el  oído.  Si  la  música  agrada  al  oído  y  agrada  mu- 
cho, es  buena  y  bonísima,  y  siendo  bonísima,  no  puede  ser 
absolutamente  contra  las  reglas,  sino  contra  unas  reglas  limi- 
tadas y  mal  entendidas.  Dirán  que  está  contra  arte ;  mas,  con 
t®do,  tiene  un  no  sé  qué  que  la  hace  parecer  bien.  Y  yo  digo, 
que  ese  no  sé  qué  no  es  otra  cosa  que  estar  hecha  según  arte, 
pero  según  un  arte  superior  al  suyo.  Cuando  empezaron  á 
introducirse  las  falsas  en  la  música,  yo  sé  que,  aun  cubrién- 
dolas oportunamente,  clamaría  la  mayor  parte  de  los  compo- 
sitores, que  eran  contra  arte ;  hoy  ya  todos  las  consideran 
según  arte ;  porque  el  arte  que  antes  estaba  diminutísimo,  se 
dilató  con  este  descubrimiento. 


OBRAS    ESC06IDAS  229 


VIII 


Aunque  la  explicación  que  hasta  aquí  hemos  dado  del  no 
sé  qué^  es  adaptable  á  cuanto  debajo  de  esta  confusa  expre- 
sión está  escondido,  debemos  confesar,  que  hay  cierto  no  sé 
qué  propio  de  nuestra  especie ;  el  cual,  por  razón  de  su  espe- 
cial carácter  pide  mas  determinada  explicación.  Dijimos  arri- 
ba, que  aquella  gracia  ó  hermosura  del  rostro,  á  la  cual,  por 
no  entendida,  se  aplica  el  no  sé  qué^  consiste  en  una  determi- 
nada proporción  de  sus  partes,  la  cual  proporción  es  distinta 
de  aquella,  que  vulgarmente  está  admitida  como  pauta  in- 
defectible de  la  hermosura.  Mas  como  quiera  que  esto  sea 
verdad,  hay  en  algunos  rostros  otra  gracia  más  particular,  la 
cual,  aun  faltando  la  de  la  ajustada  proporción  de  las  faccio- 
nes, los  hace  muy  agradables.  Ésta  es  aquella  representación 
que  hace  el  rostro  de  las  buenas  cualidades  del  alma,  en  la 
forma  que  para  otro  intento  hemos  explicado  en  el  discurso 
sobre  el  Nuevo  arte  Jisionómico  {i}.  En  el  complejo  de  aquellos 
varios  sutiles  movimientos  de  las  partes  del  rostro,  especial- 
mente de  los  ojos,  de  que  se  compone  la  representación  expre- 
sada, no  tanto  se  mira  la  hermosura  corpórea  como  la  espiri- 
tual, ó  aquel  complejo  parece  hermoso,  porque  muestra  la 
hermosura  del  ánimo,  que  atrae  sin  duda  mucho  más  que  la 
del  cuerpo.  Hay  sujetos  que  precisamente  con  aquellos  movi- 
mientos y  positura  de  ojos,  que  se  requieren  para  formar  una 
majestuosa  y  apacible  risa,  representan  un  ánimo  excelso,  no- 
ble, perspicaz,  complaciente,  dulce,  amoroso,  activo ;  lo  que 
hace  á  cuantos  los  miran  los  amen  sin  libertad. 

Ésta  es  la  gracia  suprema  del  semblante  humano.  Ésta  es 
la  que,  colocada  en  el  otro  sexo,  ha  encendido  pasiones  más 
violentas  y  pertinaces,  que  el  nevado  candor  y  ajustada  sime- 
tría de  las  facciones.  Y  ésta  es  la  que  los  mismos,  cuyas  pa- 
siones ha   encendido,  por  más  que  la  están  contemplando 


í  I )     No  se  inserta  en  esta  colección.  — ^A^.  de  los  E.J 


23o 


FE  I  JO  o 


cada  instante,  no  acaban  de  descifrar;  de  modo,  que  cuando 
se  ven  precisados  de  los  que  pretenden  corregirlos,  á  señalar 
el  motivo  por  que  tal  objeto  los  arrastra  (tal  objeto,  digo, 
que  carece  de  las  perfecciones  comunes)  no  hallan  que  decir, 
sino  que  tiene  un  no  sé  qué^  que  enteramente  les  roba  la 
libertad.  Téngase  siempre  presente,  para  evitar  objeciones, 
que  esta  gracia,  como  todas  las  demás,  que  andan  rebozadas 
debajo  del  manto  del  no  sé  qué^  es  respectiva  al  genio,  imagi- 
nación y  conocimiento  del  que  la  percibe.  Más  me  ocurría 
que  decir  sobre  la  materia;  pero  por  algunas  razones  me 
hallo  precisado  á  concluir  aquí  este  discurso. 


ESTA  VOZ  urbanidad  es  de  significación  equívoca.  Así, 
leída  en  diferentes  autores,  y  contemplada  en  distin- 
tos tiempos,  se  halla  que  significa  muy  diversamente. 
Su  derivación  inmediata  viene  de  la  voz  latina  urbanus^  y  la 
mediata,  de  urbs ;  mas  no  en  cuanto  esta  voz  significa  ciudad 
en  general,  sino  en  cuanto,  por  antonomasia,  se  apropia  es- 
pecialmente á  la  de  Roma. 

Es  el  caso,  que  la  voz  urbanus  tuvo  su  nacimiento  en  el 
tiempo  de  la  mayor  prosperidad  de  la  república  romana,  lo 
que  se  colige  claramente  de  que  Quintiliano  dice,  que  en 
tiempo  de  Cicerón  era  nueva  esta  voz  :  Cicero  favo7-cm,  ei  ur- 
banum  nova  credit.  Entonces  fué  cuando  la  voz  genérica  urbs, 
que  significa  ciudad^  se  empezó  á  apropiar  antonomástica- 
mente  á  Roma,  á  causa  de  su  portentosa  grandeza.  Como  al 
mismo  paso  que  Roma  empezó  á  reinar  en  el  mundo,  empe- 


232  F  El  J  O  O 

zó  á  reinar  en  ella  aquel  género  de  cultura  y  policía,  que  los 
romanos  miraban  como  excelencia  privativamente  suya,  em- 
pezaron á  usar  de  la  voz  urbanus,  para  significar  aquella  cul- 
tura, concretada,  no  sólo  al  hombre,  mas  también  al  modo  y 
estilo  en  quien  resplandecía  esa  prenda;  homo  urbanus,  sermo 
urbanus^  y  de  la  voz  urbanitas  para  expresar  abstractamente 
la  misma  prenda. 

Pero  á  la  cultura  significada  por  la  voz  urbanitas^  no  todos 
daban  la  misma  extensión.  Cicerón  fcomo  se  conoce  en  su 
libro  De  claris  oratoribus)  la  restringía  á  un  género  de  gracia 
en  el  hablar,  que  era  particular  á  los  romanos. 

Quintiliano  reconoce  aquella  gracia  en  el  hablar  propia  de 
los  romanos,  que  dice  consiste  en  la  elección  de  las  palabras, 
en  su  buen  uso,  en  el  decente  sonido  de  la  voz;  la  reconoce, 
digo,  no  por  el  todo,  sino  por  parte  de  la  urbanidad.  Así 
añade,  como  otra  parte  suya,  alguna  tintura  de  erudición, 
adquirida  en  la  frecuente  conversación  de  hombres  doctos: 
Nam,  et  urbanitas  dicitur,  qua  quidem  signijicari  sermonem 
prceseferentem  in  verbis,  et  sono^  et  iisu  proprium  quendam 
gustum  urbis^  et  sumptamex  conversatione  doctoruin  tacitam 
eruditionem^  denique  ciii  contraria  sit  rusticitas. 

Domicio  Marso,  autor  medio,  en  cuanto  al  tiempo  en  que 
floreció  entre  Cicerón  y  Quintiliano,  que  escribió  un  Tratado 
de  la  urbanidad^  cuya  noticia  debemos  al  mismo  Quintiliano, 
echando  por  otro  rumbo,  constituyó  la  urbanidad  en  la  agu- 
deza ó  fuerza  de  un  dicho  breve,  que  deleita  y  mueve  los 
ánimos  de  los  oyentes  hacia  el  afecto  que  se  intenta,  aptísima 
á  provocar  ó  resistir,  según  las  circunstancias  de  personas  y 
materias  :  Urbanitas  est  virtus  qucedam  in  breve  dictum  coac- 
ta, et  apta  ad  delectándose  movendosque  in  omnem  affectum 
ánimos^  máxime  idónea  ad  resistendum,  vel  lacesendum,  prout 
quceque  res^  ac  persona  desiderant.  Definición  verdadera- 
mente confusa  y  que,  ó  no  explica  cosa,  ó  sólo  explica  una 
idea  particular  del  autor,  distinta  de  todo  lo  que  hasta  ahora 
comunmente  se  ha  entendido  por  la  voz  urbanidad. 

Los  filósofos  morales  que  han  trabajado  sobre  la  admirable 
Ética  de  Aristóteles,  miraron  esta  voz  como  correspondiente 
á  la  griega  eutrapelia,  de  que  usó  Aristóteles  para  exprimir 
aquella  virtud  que  dirige  á  guardar  moderación  en  la  chanza, 
y  cuyos  extremos  viciosos  son  la  rusticidad  por  una  parte,  y 


OBRAS     ESCOGIDAS  233 

por  otra  la  scurrilidad  ó  truhanería.   Así  nuestro  cardenal 
Aguirre  y  el  conde  Manuel  Tesauro. 

Mas  esta  acepción  de  la  voz  urbanitas  no  está  en  uso,  como 
ni  tampoco  la  de  rusticidad^  extremo  suyo.  Llámase  chance- 
ro, no  urbano,  al  que  es  oportuno  y  moderado  en  la  chanza; 
ni  tampoco  el  que  nunca  la  usa  se  llama  rústico,  sino  seco  ó 
cosa  semejante. 


II 


Viniendo  ya  á  la  acepción  que  tiene  la  voz  urbanidad,  en 
los  tiempos  presentes  y  en  España,  parece  ser  que  general- 
mente se  entiende  por  ella  lo  mismo  que  por  la  de  cortesanía; 
pero  es  verdad  que  también  á  esta  voz  unos  dan  más  estre- 
cho, otros  más  amplio  significado.  Hay  quienes  por  cortesano 
entienden  lo  mismo  que  cortés ;  esto  es,  un  hombre,  que  en 
el  trato  con  los  demás  usa  de  el  ceremonial  que  prescribe  la 
buena  educación.  Mas  entre  los  que  hablan  con  propiedad, 
creo  se  entiende  por  hombre  cortesano,  ó  que  tiene  genio  y 
modales  de  tal,  el  que  en  sus  acciones  y  palabras  guarda  un 
temperamento,  que  en  el  trato  humano  le  hace  grato  á  los 
demás.  Tomada  en  este  sentido  la  voz  española  cortesanía^ 
corresponde  á  la  francesa  politesse^  á  la  italiana  civilitá,  y  á 
la  latina  comitas. 

La  derivación  de  cortesanía  es  análoga  á  la  de  urbanidad. 
Así  como  ésta  se  tomó  de  la  voz  urbs^  aplicada  á  Roma,  capital 
entonces  de  una  gran  parte  de  el  mundo,  en  la  cual  florecía 
la  cultura,  que  los  romanos  explicaban  con  la  voz  urbanitas; 
la  voz  cortesanía  se  derivó  en  España  de  la  corte,  en  la  cual, 
según  comunmente  se  entiende,  se  practican  con  más  exac- 
titud que  en  otros  pueblos  todas  aquellas  partes  de  la  buena 
crianza,  que  explicamos  con  la  voz  cortesanía. 

Tomada  en  este  sentido  la  urbanidad.^  yo  la  definiría  de 
este  modo:  «Es  una  virtud  ó  hábito  virtuoso,  que  dirige  al 


234 


F  E  I  J  o  o 


hombre  en  palabras  y  acciones,  en  orden  á  hacer  suave  y 
grato  su  comercio  ó  trato  con  los  demás  hombres.»  No  me 
embarazo  en  que  algunos  tengan  la  definición  por  redundan- 
te, pareciéndoles  que  comprehende  más  que  lo  que  significa 
la  voz  urbanidad.  Yo  ajusto  la  definición  á  la  significación 
que  yo  mismo  le  doy,  y  que  entiendo  es  común  entre  los  que 
hablan  con  más  propiedad.  Los  que  se  la  dan  más  estrecha 
definen  la  urbanidad  de  otro  modo.  Las  disputas  sobre  defi- 
niciones, comunmente  son  cuestiones  de  nombre.  Cada  uno 
define  según  la  acepción  que  da  á  la  voz  con  que  expresa  el 
definido.  Si  todos  se  conviniesen  en  la  acepción  de  la  voz, 
apenas  discreparían  jamás  en  la  definición  de  su  objeto.  El 
caso  es  que  muchas  veces,  una  misma  voz,  en  diferentes 
sujetos  excita  diferentes  ideas,  y  de  aquí  viene  la  variedad  de 
definiciones. 

Es  cierto  que  los  que  llaman  modos  cortesanos,  todos  se 
ordenan  al  fin  propuesto,  y  no  son  otra  cosa  más  que  unas 
maneras  de  proceder  en  todo  lo  exterior,  en  quienes  nada 
haya  de  indecente,  ofensivo  ó  molesto,  antes  todo  sea  grato, 
decente  y  oportuno. 

Está  la  urbanidad,  como  todas  las  demás  virtudes  morales, 
colocada  entre  dos  extremos  viciosos:  uno  en  que  se  peca 
por  exceso,  otro  por  defecto.  El  primero  es  la  nimia  compla- 
cencia, que  degenera  en  bajeza  ;  el  segundo,  la  rigidez  y  desa- 
brimiento, que  peca  en  rusticidad. 


III 


Así  como  no  hay  virtud,  cuyo  uso  sea  tan  frecuente  como 
el  de  la  urbanidad,  asi  ninguna  hay  que  tanto  se  falsee  con  la 
hipocresía.  Hay  muchos  hombres,  que  teniendo  poca  ó  nin- 
guna ocasión  de  ejercitar  algunas"  virtudes,  al  mismo  paso 
carecen  de  oportunidad  para  ser  hipócritas  en  la  materia  de 
ellas.  En  materia  de  urbanidad,  así  como  todos  pueden  tener 
el  ejercicio  de  la  virtud,  pueden  también  trampearle  con  la 


OBRAS     ESCOGIDAS 


235 


hipocresía.  En  efecto,  los  hipócritas  de  la  urbanidad  son  in- 
numerables. Hierven  los  pueblos  todos  de  expresiones  de 
rendimiento,  de  reverencias  profundas,  de  ofertas  obsequio- 
sas, de  ponderadas  atenciones,  de  rostros  halagüeños,  cuyo 
ser  está  todo  en  gestos  y  labios,  sin  que  el  corazón  tenga 
parte  alguna  en  esas  demostraciones;  antes  bien  ordinarui- 
mente  está  obstruido  de  todos  los  afectos  opuestos. 

¿Mas  qué?  ¿La  urbanidad  ha  de  residir  también  en  el  co- 
razón? Sin  duda,  ó  por  lo  menos  en  él  ha  de  tener  su  origen. 
De  otro  modo,  ¿cómo  pudiera  ser  virtud?  Dicta  la  razón  que 
haya  una  honesta  complacencia  de  unos  hombres  á  otros. 
Cuanto  dicta  la  razón  es  virtud.   Pero  ¿sería  virtuosa  una 
complacencia  mentida,  engañosa,  afectada?  Visto  es  que  no. 
Luego  la  urbanidad  debe  salir  de  el  fondo  de  el  espíritu.  Lo 
demás  no  es  urbanidad,  sino  hipocresía,  que  la  falsea.   Una 
alma  de  buena  casta  no  há  menester  fingir  para  observar  to- 
das aquellas  atenciones  de  que   se  compone  la  cortesanía, 
porque  naturalmente  es  inclinada  á  ellas.   Por  propensión 
innata,  acompañada  de  el  dictamen  de  la  razón,  no  faltará  en 
ocasión  alguna  ni  al  respeto  con  los  de  clase  superior  á  la  su- 
ya, ni  á  la  condescendencia  con  los  iguales,  ni  á  la  afabilidad 
con  los  inferiores,  ni  al  agrado  con  todos,  testificando,  según 
las  oportunidades,  ya  con  obras,  ya  con  palabras,  estas  bue- 
nas disposiciones  de  el  ánimo,  en  orden  á  la  sociedad  humana. 
No  ignoro,  que  comunmente  se  entiende  consistir  la  urba- 
nidad precisamente  en  la  externa  testificación,  ya  de  respeto, 
ya  de  benevolencia,  á  los  sujetos  con  quienes  se  trata.   Mas 
como  esa  testificación,  faltando  en  el  espíritu  los  afectos  que 
ella  expresa,  sería  engañosa,  no  puede  por  sí  sola  constituir 
la  urbanidad,  que  es  un  hábito  virtuoso.  Así,  para  constituir- 
la, es  necesario  que  la  testificación  sea  verdadera,  que  viene 
á  ser  lo  mismo  que  decir,  que  la  urbanidad  incluye  esencial- 
mente la  existencia  de  aquellos  sentimientos,  que  se  expresan 
en  las  acciones  y  palabras  cortesanas. 

IV 

Es  cierto  que  las  cortes  son  unas  grandes  escuelas  públicas 
de  la  verdadera  urbanidad;  pero  en  cuanto  al  ejercicio,  se  ha 


236  FEI  J  OO 

mezclado  en  ellas  tanto  de  falsa,  que  algunos  han  contempla- 
do á  ésta  como  la  únicamente  dominante  en  las  cortes.  Creo, 
que  sin  injuria  de  otra  alguna,  podré  calificar  por  las  dos  cor- 
tes más  cultas  de  el  mundo,  en  la  antigüedad  á  Roma,  en  los 
tiempos  presentes  á  París.  Oigamos  ahora  á  los  autores,  de 
los  cuales  uno  practicó  mucho  la  corte  de  Roma,  y  otro  la 
de  París.  El  primero  es  Juvenal.  Este  claramente  insinúa, 
que  en  Roma,  el  que  no  fuese  mentiroso  y  adulador  no  tenía 
que  esperar,  ni  aun  que  hacer: 

Quid  Romee  faciam  ?  Mentiri  nescio :  librujn 
Sí  malus  est,  nequeo  laudare,  etc. 

El  segundo  es  el  abad  Boileau,  famoso  predicador  de  el 
gran  Luís  XIV.  Éste,  en  el  libro  que  intituló  Pensamientos 
escogidos^  hizo  una  pintura  tal  de  la  corte  de  París,  que  mues- 
tra que  la  urbanidad  de  ella,  no  sólo  degenera  en  simulación^ 
mas  aun  (supónese  que  no  en  todos)  en  alevosía.  Dice  así : 

«¿Cuáles  son  las  maneras  de  un  cortesano?  Adular  á  sus 
enemigos  mientras  los  teme,  y  destruirlos  cuando  puede; 
aprovecharse  de  sus  amigos  cuando  los  há  menester,  y  vol- 
verles la  espalda  en  no  necesitándolos;  buscar  protectores 
poderosos,  á  quienes  adora  exteriormente,  y  desprecia  fre- 
cuentemente en  secreto. 

»La  urbanidad  cortesana  consiste  en  hacerse  una  ley  de  la 
disimulación  y  de  el  dolo;  de  representar  todo  género  de 
personajes,  según  lo  piden  los  propios  intereses;  sufrir  con 
un  silencioso  despecho  las  desgracias,  y  esperar  con  una  mo- 
destia inquieta  los  favores  de  la  fortuna. 

»En  la  corte,  por  lo  común,  nada  hay  de  sinceridad,  todo 
es  engaño ;  hacer  malos  oficios  á  la  sordina  unos  á  otros ;  fa- 
bricar enredos,  que  nadie  puede  desañudar;  padecer  mortales 
disgustos  bajo  un  semblante  risueño  ;  ocultar  bajo  una  apa- 
rente modestia,  una  soberbia  luciferina.  Frecuentemente  en 
la  corte  no  es  permitido  amar  lo  que  se  quiere,  ni  hacer  lo 
que  se  debe,  ni  decir  lo  que  se  siente.  Es  menester  tener  se- 
creto para  guardar  los  sentimientos,  facilidad  para  mudarlos. 
Se  ha  de  alabar,  vituperar,  amar,  aborrecer,  hablar  y  vivir, 
no  según  el  dictamen  propio,  mas  según  el  antojo  y  capricho 
ajeno. 


OBRAS    ESCOGIDAS  237 

»; Cuáles  son  más  las  maneras  de  un  cortesano?  Disimular 
las  injurias  y  vengarlas;  lisonjear  á  los  enemigos  y  destruir- 
los ;  prometer  todo  para  obtener  una  dignidad,  y  no  cumplir 
nada  en  lográndola ;  pagar  los  beneficios  con  palabras,  los 
servicios  con  promesas,  y  las  deudas  con  amenazas.  En  la 
corte  se  adora  la  fortuna",  y  al  mismo  tiempo  se  maldice;  se 
alaba  el  mérito  y  se  desprecia ;  se  esconde  la  verdad  y  se  os- 
tenta la  franqueza.» 

Pienso  que  de  esto  hay  mucho  en  todo  el  mundo;  pero  es 
natural  haya  más  en  las  cortes,  porque  son  en  ellas  más  fuer- 
tes los  incitativos  para  los  vicios  expresados.  No  hay  apetito 
que  allí  no  vea  muy  cerca  y  en  su  mayor  esplendor  el  objeto 
que  le  estimula.  El  ambicioso  está  casi  tocando  con  la  mano 
los  honores,  el  codicioso  las  riquezas.  Los  pretendientes 
se  están  rozando  unos  con  otros,  los  émulos  con  los  émulos, 
los  envidiosos  con  los  envidiados.  El  valimiento  de  el  indigno 
está  dando  en  los  ojos  de  el  benemérito  olvidado,  el  manejo 
de  el  inhábil  altamente  ocupado,  en  los  de  el  hábil  ocioso.  Y 
aunque  el  modesto,  viéndolo  esto  de  lejos,  ó  constándole 
sólo  de  oídas,  podrá  razonar  sobre  la  materia,  como  filósofo, 
teniéndolo  tan  cerca,  apenas  acertará  á  hablar,  sino  como 
apasionado.  Así  es  casi  moralmente  imposible,  que  los  cora- 
zones de  los  desfavorecidos  no  estén  en  una  continua  fermen- 
tación de  tumultuantes  sentimientos,  á  que  se  siga,  no  tanto 
la  corrupción  de  los  humores,  como  la  de  las  costumbres. 

Sin  embargo,  se  debe  entender,  que  los  dos  autores  citados 
hablan  en  tono,  cuya  solfa  siempre  levanta  mucho  de  punto 
el  mismo  mal  que  reprende.  Hay  en  las  cortes  mucho  de  ma- 
lo, también  hay  mucho  de  bueno.  Las  quejas  de  que  el  méri- 
to es  desatendido,  frecuentemente  no  son  más  que  unos  ayes, 
que  precisamente  significan  el  dolor  de  el  corazón  de  donde 
salen.  El  mismo  que  se  lamenta  de  el  desgobierno,  mientras 
no  pasa  de  el  zaguán  de  la  casa  de  el  valido,  aplaude  su  con- 
ducta en  subiendo  al  salón ;  señal  de  que  sólo  mira  como  mal 
gobierno  el  que  le  es  adverso,  y  como  bueno  al  que  es  favo- 
rable. En  todos  tiempos  he  oído  hablar  muy  mal  de  el  minis- 
terio;  pero  á  quienes?  A  pretendientes  importunos  ;  que  no 
podían  alcanzar  lo  que  no  merecían ;  á  litigantes  de  mala  fe, 
doloridos  de  verse  justísimamente  condenados ;  á  delincuen- 
tes multados  según  las  leyes ;  á  ignorantes  preciados  de  en- 


238  FE  I  J  o  o 

tendidos,  que  sin  más  escuela  que  la  de  uno  ú  otro  corrillo, 
dan  voto  en  los  más  altos  negocios  políticos  y  militares;  á 
necios  que  imaginan,  que  un  buen  gobierno  puede  lograr  el 
imposible  de  tener  á  todos  los  subditos  contentos  ó  hacerles 
á  todos  felices. 

Ni  mi  genio,  ni  mi  destino  me  hafl  permitido  tratar  á  los 
ministros  más  altos ;  pero  á  sujetos  sinceros  y  de  conocimien- 
to, que  los  han  tratado,  oí  hablar  de  ellos  en  lenguaje  muy 
diferente  de  el  de  el  vulgo,  ya  en  orden  á  sus  alcances,  ya  en 
orden  á  sus  intenciones.  Ni  ¿cómo  es  creíble  que  los  prínci- 
pes, que  suelen  tener  más  instrucción  política  que  los  parti- 
culares, sean  tan  inadvertidos,  que  frecuentemente  para  el 
gobierno  echen  mano  de  hombres,  ó  ineptos  ó  mal  intencio- 
nados? En  caso  que  en  la  elección  se  engañasen,  los  desen- 
gañaría muy  presto  la  experiencia,  y  entonces  los  precipita- 
rían de  la  altura  á  que  habían  ascendido.  Así,  para  mí  es 
verisímil  que  ministro  alguno,  destituido  de  todo  relevante 
mérito,  ocupe  por  mucho  tiempo  el  lado  de  el  soberano. 

De  ministros  inferiores  ( en  que  entiendo  los  togados  de  las 
provincias)  he  tenido  bastantísima  experiencia;  y  protesto, 
que  en  cuanto  contiene  el  ámbito  de  el  siglo,  ésta  es  por  lo 
común  la  mejor  gente  que  he  tratado.  Por  lo  común  digo, 
por  no  negar  que  también  se  encuentran  en  esta  clase  uno  ú 
otro,  ya  de  poca  rectitud,  ya  de  mucha  codicia.  De  lo  que  son 
los  togados  de  las  provincias,  colijo  lo  que  serán  los  de  la 
corte.  Parece  natural,  que  cuanto  es  mayor  el  teatro  y  más 
sublime  el  puesto,  tanto  más  les  estimule  el  honor  á  no  come- 
ter alguna  bajeza.  Conspiran  á  lo  mismo  la  cercanía  de  el 
príncipe,  y  la  multitud  de  jueces  de  una  misma  clase,  porque 
son  unos  recíprocos  censores,  que  están  siempre  á  la  vista. 


V 


No  creo,  pues,  ni  aun  la  mitad  de  lo  que  se  dice  de  el  aban- 
dono que  padece  el  mérito  en  las  cortes.  Pero  entre  los  pre- 


OBRAS     ESCOGIDAS  239 

tendientes  sin  mérito,  que  concurren  á  ellas  en  gran  número, 
bien  me  persuado  haya  un  hervidillo  de  chismes,  embustes, 
trampas  y  alevosías,  que  no  explicarán  bastantemente  las  más 
ponderativas  declamaciones.  Ésta  es  una  milicia  de  Satanás, 
que  por  la  mayor  parte  sirve  al  diablo  sin  sueldo.  Son  unos 
galeotes  de  la  tierra  y  juntamente  cómitres  unos  de  otros, 
que  no  sueltan  jamás  de  la  mano,  ni  el  remo,  ni  el  azote,  por 
llegar  cuanto  antes  al  puerto  deseado.  Son  unos  idólatras  de 
la  fortuna,  á  cuya  deidad  sacrifican  por  víctimas  los  compa- 
ñeros, los  parientes,  los  amigos,  los  bienhechores;  y  en  fin, 
á  sí  mismos  ó  sus  propias  almas.  ¿Qué  no  se  puede  esperar, 
ó  qué  no  se  debe  temer  de  hombres  de  este  carácter? 

Yo  estuve  tres  veces  en  la  corte ;  pero,  ya  por  mi  natural 
incuriosidad,  ya  porque  todas  tres  estancias  fueron  muy  tran- 
sitorias, tan  ignorante  salí  de  las  prácticas  cortesanas,  como 
había  entrado.  Sólo  una  cosa  pude  observar,  perteneciente 
al  asunto  que  tratamos,  y  es,  que  allí,  más  que  en  los  demás 
pueblos  que  he  visto,  la  urbanidad  declina  á  aquella  baja  es- 
pecie de  trato  hipócrita,  que  llamamos  zalamería.  Mil  veces 
la  casualidad  ofreció  esta  experiencia  á  mis  ojos.  Mil  veces, 
digo,  vi  al  encontrarse,  ya  en  la  calle,  ya  en  el  paseo,  sujetos 
de  quienes  me  constaba  se  miraban  con  harta  indiferencia,  y 
aun  algunos  con  recíproco  desprecio,  alternarse  en  ellos  como 
á  competencia  las  más  vivas  expresiones  de  amor,  veneración 
y  diferencia.  Apenas  salía  alguna  palabra  de  sus  bocas,  que 
no  llevase  el  equipaje  de  algunos  afectuosos  ademanes.  Ver- 
tían tierna  devoción  los  ojos,  manaban  miel  y  leche  los  la- 
bios; pero  al  mismo  tiempo  la  afectación  era  tan  sensible, 
que  cualquiera  de  mediana  razón  conocería  la  discrepancia 
de  corazones  y  semblantes.  Yo  me  reía  interiormente  de  en- 
trambos, y  creo  que  entrambos  se  reían  también  interior- 
mente uno  de  otro. 

Vi  en  una  ocasión  requebrarse  dos  áulicos,  con  tan  extre- 
mada ternura,  que  un  portugués  podría  aprender  de  ellos 
frases  y  gestos  para  un  galanteo.  Ambos  tenían  empleo  en 
palacio,  por  cuya  razón  no  podían  menos  de  carearse  con 
mediana  frecuencia.  No  había  entre  ellos  amistad  alguna ;  sin 
embargo,  las  expresiones  eran  propias  de  dos  cordialísimos 
amigos  que  vuelven  á  verse  después  de  una  larga  ausencia. 

Habiendo  manifestado  á  algunos  prácticos  de  la  corte  la 


240  F  E  IJ  o  o 

disonancia  que  esto  me  hacía,  me  respondían,  que  aquello 
era  vivir  al  estilo  de  la  corte.  Al  oírlos,  cualquiera  haría  jui- 
cio de  que  la  corte  no  es  más  que  un  teatro  cómico,  donde 
todos  hacen  el  papel  de  enamorados;  pero  en  realidad,  yo 
sólo  noté  esta  faramalla  amatoria  en  los  espíritus  de  inferior 
orden.  En  los  de  corazón  y  entendimiento  más  elevado,  pro- 
duce la  escuela  de  la  corte  (si  ya  no  se  debe  todo  á  su  propio 
genio)  otro  trato  más  noble,  y  el  que  es  propio  de  la  verda- 
dera urbanidad.  Digo,  que  observé  en  ellos  afabilidad,  dulzu- 
ra, expresiones  de  benevolencia,  ofrecimientos  de  sus  buenos 
oficios;  pero  todo  contenido  dentro  de  los  términos  de  una 
generosa  decencia,  todo  desnudo  de  afectadas  ponderacio- 
nes, todo  animado  de  un  aire  tan  natural,  que  las  articula- 
ciones de  la  lengua  parecían  movimientos  de  el  ánimo,  respi- 
raciones de  el  corazón. 

Decía  Catón  (Tulio  lo  refiere)  que  se  admiraba  de  que  cuan- 
do se  encontraban  dos  adivinos,  pudiesen  ni  uno  ni  otro  con- 
tener la  risa,  por  conocer  entrambos,  que  toda  su  arte  era 
una  mera  impostura.  Lo  mismo  digo  de  los  cortesanos  zala- 
meros. No  sé  cómo  al  carearse  los  que  ya  se  han  tratado,  no 
sueltan  la  carcajada,  sabiendo  recíprocamente,  que  todas  sus 
hiperbólicas  protestas  de  estimación,  cariño  y  rendimiento 
son  una  pura  farfalla,  sin  fondo  alguno  de  realidad. 

He  dicho,  que  en  los  pueblos  menores,  por  donde  he  an- 
dado, no  hay  tanto,  ni  con  mucho,  de  esta  ridicula  figurada. 
No  faltan,  á  la  verdad,  uno  ú  otro  que  pasean  las  calles  con 
el  incensario  en  la  mano,  para  tratar  como  á  ídolos  á  cuantos 
contemplan  pueden  serles  en  alguna  ocasión  útiles.  Pero  están 
reputados  por  lo  que  son:  gente,  no  de  estofa,  sino  de  estafa, 
y  sus  inciensos  sólo  huelen  bien  á  los  tontos.  En  la  corte  pasa 
esto  comunmente  por  buena  crianza;  acá  lo  condenamos 
como  bajeza. 


VI 


Estoy  en  la  persuasión  de  que  la  urbanidad  sólida  y  brillan- 
te tiene  mucho  más  de  natural,  que  de  adquirida.  Un  espíritu 


4 


OBRASESCOGIDAS  24 1 

bien  complexionado,  desembarazado  con  discreción,  apacible 
sin  bajeza,  inclinado  por  genio  y  por  dictamen  á  complacer 
en  cuanto  no  se  oponga  á  la  razón,  acompañado  de  un  enten- 
dimiento claro,  ó  prudencia  nativa,  que  le  dicte  cómo  se  ha 
de  hablar  ú  obrar,  según  las  diferentes  circunstancias  en  que 
se  halla,  sin  más  escuela,  parecerá  generalmente  bien  en  el 
trato  común.  Es  verdad,  que  ignorará  aquellos  modos,  mo- 
das, ceremonias  y  formalidades,  que  principalmente  se  estu- 
dian en  las  cortes,  y  que  el  capricho  de  los  hombres  altera  á 
cada  paso;  pero  lo  primero,  las  ventajas  naturales,  las  cuales 
siempre  tienen  una  estimabilidad  intrínseca,  que  con  ninguna 
precaución  se  borra,  suplirán  para  la  común  aceptación  el 
defecto  de  este  estudio.  Lo  segundo,  una  modesta  y  despejada 
prevención  á  los  circunstantes  de  esa  misma  ignorancia  de 
los  ritos  políticos,  motivada  con  el  nacimiento  y  educación  en 
provincia,  donde  no  se  practican,  será  una  galante  excusa  de 
la  transgresión  de  los  estilos,  que  parecerá  más  bien  á  la  gente 
razonable,  que  la  más  escrupulosa  observancia  de  ellos. 

Yo  me  valí  muchas  veces  de  este  socorro  en  la  corte.  Nací 
y  me  crié  en  una  corta  aldea,  entré  después  en  una  religión, 
cuyo  principal  cuidado  es  retirar  á  sus  hijos,  especialmente 
durante  la  juventud,  de  todo  comercio  del  siglo.  Mi  genio 
aborrece  el  bullicio  y  huye  de  los  concursos.  Exceptuando 
tres  años  de  oyente  en  Salamanca,  que  equivalieron  á  tres 
años  de  soledad,  porque  no  se  permite  á  los  de  nuestro  cole- 
gio el  menor  trato  con  los  seculares,  todo  el  resto  de  mi  vida 
pasé  en  Galicia  y  Asturias,  provincias  muy  distantes  de  la 
corte.  Sobre  todo  lo  dicho,  estoy  poseído  de  una  natural  dis- 
plicencia hacia  el  estudio  de  ceremonias.  No  ignoro  que  la 
sociedad  política  requiere,  no  sólo  substancia,  mas  también 
modo;  pero  no  considero  modo  importante  aquel  que  consis- 
te en  ritos  estatuidos  por  antojo,  que  hoy  se  ponen  y  mañana 
se  quitan,  reinan  unos  en  un  país,  y  los  contrarios  en  otro; 
sino  aquel  que  dicta  constantemente  la  razón  en  todos  tiem- 
pos y  lugares.  De  estos  supuestos  fácil  es  inferir  cuan  remoto 
estoy  de  la  inteligencia  de  las  ceremonias  cortesanas.  Sin 
embargo,  salía  de  este  embarazo  en  todas  las  ocurrencias  con 
la  prevención  insinuada,  y  veía  que  á  nadie  parecía  mal,  ni 
por  eso  les  era  ingrata  mi  conversación,  antes  me  parece  po- 
nían buena  cara  á  mi  naturalidad. 


242  F  E  IJ  o  o 

Los  hombres  de  espíritu  sublime  y  entendimiento  alto  go- 
zan un  natural  privilegio  para  dispensarse  de  las  formalida- 
des, siempre  que  les  parezca.  Así  como  los  músicos  de  gran 
genio  se  apartan  varias  veces  de  las  reglas  comunes  de  el  arte, 
sin  que  por  eso  su  composición  disuene  al  oído;  así  los  hom- 
bres, que  por  sus  prendas  se  aventajan  mucho  en  la  conver- 
sación, pueden  desembarazarse  de  el  método  estatuido,  sin 
incurrir  en  desagrado  de  los  circunstantes.  Las  ventajas  natu- 
rales siempre  tienen  un  resplandor  más  fino,  más  sólido,  más 
grato  que  los  adornos  adquiridos.  Así  todos  se  dan  por  bien  y 
más  que  bien  pagados  de  éstos  con  aquellas. 

Y  aun  dijera  yo,  que  los  establecimientos  de  ceremonias 
urbanas  sólo  se  hicieron  para  los  genios  medianos  é  ínfimos, 
como  un  suplemento  de  aquella  discreción  superior  ala  suya, 
que  por  sí  sola  dicta  y  regla  el  porte,  que  se  debe  tener  hacia 
los  demás  hombres.  Creo  que  pasa  en  esto  lo  mismo,  con 
poca  diferencia,  que  en  los  movimientos  materiales.  Hay 
hombres  que,  naturalmente  y  sin  estudio,  son  airosos  en  todos 
ellos;  que  muevan  las  manos,  que  los  pies,  que  doblen  el 
cuello,  que  inclinen  la  cabeza,  que  bajen  ó  eleven  los  ojos, 
que  muden  el  gesto,  todo  sale  con  una  gracia  nativa,  que  á 
todos  enamora;  que  es  lo  que  cantaba  Tíbulo  de  Sulpicia: 

Illam  quidquid  agit,  quoquo  vestigia  flectit, 
Compojiit /urtiin,  subsequiturque  decor. 

Tuviera  por  una  gran  impertinencia  querer  con  varios  pre- 
ceptos compasarles  á  éstos  las  acciones.  Guárdense  los  pre- 
ceptos y  reglas  para  los  que  son  naturalmente  desairados,  si 
es  que  puede  enmendar  el  arte  este  defecto  de  la  naturaleza. 
Sólo  respectivamente  á  dos  clases  de  personas,  nadie  está 
exento  de  guardar  el  ceremonial,  que  son  los  príncipes  y  las 
mujeres.  Aquellos,  desde  tiempo  inmemorial,  han  constituido 
la  ceremonia  parte  esencial  de  la  majestad.  Estas,  por  educa- 
ción y  por  hábito,  miran  como  substancia  lo  que  es  acciden- 
te, y  aun  prefieren  el  accidente  á  la  substancia.  Así  desestima- 
rán al  hombre  más  discreto  y  gracioso  de  el  mundo,  en  com- 
paración de  otro  de  muy  desiguales  talentos,  pero  que  esté 
bien  instruido  en  las  formalidades  de  la  moda,  y  las  observe 
con  exactitud  ;  excepto  las  de  alta  capacidad,  las  cuales  saben 
hacer  justicia  al  mérito  verdadero. 


OBRAS     ESCOGIDAS  248 


VII 


Ó  sea  adorno,  ó  parte  integrante  de  la  urbanidad,  aquella 
gracia  nativa,  que  sazona  dichos  y  acciones,  es  cierto  que  el 
estudio  ó  arte  jamás  pueden  servirle  de  suplemento. 

Ésta  es  aquella  perfección  que  Plutarco  pondera  en  Agesi- 
lao,  y  en  virtud  de  la  cual  dice,  que  aunque  pequeño  y  de 
figura  contemptible,  fué,  aun  hasta  en  la  vejez,  más  amable 
que  todos  los  hombres  hermosos  :  Dicitur  autem  pusillus 
fiiisse,  et  specie  aspernenda :  cceterum  hilaritas  ejus  ómnibus 
horis^  et  urbanitas  aliena  ab  omni,  vel  vultus  morositate,  et 
acet'bitate  amabiliorem  eum^  ad  senectutem  iisque,  pj-cebuit 
ómnibus  formosis. 

Éste  es  aquel  condimento  por  quien  dice  Quintiliano,  que 
una  misma  sentencia,  unimismo  dicho  parece  y  suena  mucho 
mejórenla  boca  de  un  sujeto  que  de  otro:  Inest  proprius 
quibusdam  decor  in  habitu,  atque  vultu^  ut  eadem  illa  minus, 
dicente  alio,  videantur  urbana  esse. 

Éste  es  aquel  adorno  que  Cicerón  llamaba  color  de  la  urba- 
nidad, y  que  instado  por  Bruto,  para  que  explicase  qué  cosi- 
cosa era  ese  color,  respondió  dejándole  en  el  estado  de  un 
misterioso  no  sé  qué.  Éstas  son,  en  el  diálogo  De  claris  07'a- 
toribus^i  sus  palabras :  Et  Brutus^  quis  est^  inquit^  tándem  ur- 
banitatis  color?  Nescio,  inquam;  tantiim  esse  quendam  scio. 
Es  de  mi  incumbencia  descifrar  los  nosequés^  y  no  hallo  en 
explicar  éste,  dificultad  alguna.  La  gracia  nativa,  ó  llámese, 
con  la  expresión  figurada  de  Cicerón,  color  de  la  urbanidad, 
se  compone  de  muchas  cosas.  La  limpieza  de  la  articulación, 
el  buen  sonido  y  armoniosa  flexibilidad  de  la  voz,  la  decorosa 
aptitud  de  el  cuerpo,  el  bien  reglado  movimiento  de  la  acción, 
la  modestia  amable  de  el  gesto  y  la  viveza  halagüeña  de  los 
ojos,  son  las  partes  que  constituyen  el  todo  de  esta  gracia. 


244  F  E  I  J  o  o 

Ya  se  ve  que  todos  los  expresados  son  dones  de  la  natura- 
leza. El  estudio,  ni  los  adquiere,  ni  los  suple.  Hay  sujetos 
que  piensan  hacer  algo,  procurando  imitar  á  aquellos  en  quie- 
nes ven  resplandecer  esos  dones,  ó  parte  de  ellos;  pero  con 
el  medio  mismo  con  que  intentan  ser  gratos,  se  hacen  ridícu- 
los. Lo  que  es  gracia  en  el  original,  es  monada  en  la  copia. 
La  imitación  de  prendas  naturales  nunca  pasa  de  un  despre- 
ciable remedo.  Pálpase  la  afectación,  y  toda  afectación  es 
tediosa. 

Sólo  pondré  dos  limitaciones  respectivas  á  aquellas  partes 
de  la  gracia,  que  consisten  en  la  positura  y  movimiento  délos 
miembros.  La  primera  es,  que  pueden  en  alguna  manera  ad- 
quirirse éstas  por  imitación.  Pero  cuándo?  Cuando  no  se 
piensa  en  adquirirlas,  ni  se  sabe  que  se  adquieren;  quiero 
decir,  en  la  infancia.  Es  entonces  la  naturaleza  tan  blanda, 
digámoslo  así,  tan  de  cera,  que  se  configura  según  el  molde 
en  que  la  ponen.  Así  vemos  frecuentemente  parecerse  en  los 
movimientos  ordinarios  los  hijos  á  los  padres. 

En  Galicia,  mi  patria,  hay  muchos,  que  aun  sabiendo  con 
perfección  la  lengua  castellana,  la  pronuncian  algo  arrastra- 
damente, faltando  en  esta  ó  aquella  letra  la  exactitud  de  arti- 
culación que  les  es  debida.  Atribuyen  los  más  este  defecto  á 
la  imperfecta  organización  de  la  lengua,  procedida  de  el  influ- 
jo de  el  clima.  No  hay  tal  cosa.  Ese  vicio  viene  de  el  mal  há- 
bito tomado  en  la  niñez;  lo  que  se  evidencia  de  que  los  galle- 
gos, que  de  muy  niños  son  conducidos  á  Castilla,  y  se  crían 
entre  castellanos,  como  yo  he  visto  algunos,  pronuncian  con 
tanta  limpieza  y  expedición  este  idioma,  como  los  naturales 
de  Castilla.  Sé,  que  pocos  años  há  era  celebrada  por  el  her- 
moso desembarazo  de  la  pronunciación  y  aire  de  el  movi- 
miento, una  comedianta  nacida  en  una  mísera  aldea  de  Gali- 
cia, que  de  cuatro  ó  cinco  años  llevó  un  tío  suyo  á  la  corte. 

La  segunda  limitación  es,  que  aun  en  edad  adulta  se  puede 
corregir  la  torpeza  de  el  movimiento,  ya  en  la  lengua,  ya  en 
otros  miembros,  cuando  ésta  procede  precisamente  de  el  mal 
hábito  contraído  en  la  niñez.  Pero  es  necesario  para  lograrlo 
aplicar  mucha  reflexión  y  estudio.  Un  hábito,  aunque  sea  in- 
veterado, puede  desarraigarse,  aplicando  el  último  esfuerzo. 
Cuando  la  resistencia  viene  de  el  fondo  de  la  naturaleza,  todos 
los  conatos  son  vanos. 


OBRAS     ESCOGIDAS  243 

VIII 


Aunque  la  urbanidad,  en  lo  que  tiene  de  brillante  y  hermo- 
sa, que  es  lo  que  llamamos  gracia,  sólo  en  una  pequeñísima 
parte,  como  hemos  advertido,  está  sujeta  al  estudio;  en  todo 
lo  que  es  substancia,  ó  esencia  suya,  admite  preceptos  y  re- 
glas;  de  modo,  que  cualquiera  hombre  enterado  de  ellas,  ó 
ya  por  reflexión  propia  ó  por  instrucción  ajena,  puede  ser 
perfectamente,  en  cuanto  á  la  substancia,  urbano. 

Muy  frecuentemente  y  de  muchos  modos  se  peca  contra  la 
urbanidad.  Aun  á  sujetos  que  han  tenido  una  razonable 
crianza,  he  visto  muchas  veces  adolecer  de  alguno  ú  de  algu- 
nos de  los  vicios,  que  se  oponen  á  esta  virtud.  Opónense  á  la 
urbanidad  todas  aquellas  imperfecciones  ó  defectos,  que  ha- 
cen molesto  ó  ingrato  el  trato  y  conversación  de  unos  hom- 
bres con  otros.  Esto  se  infiere  evidentemente  de  la  definición 
de  la  urbanidad  que  hemos  propuesto  arriba.  Mas  ¿qué  de- 
fectos son  éstos?  Hay  muchos.  Los  iremos  señalando,  y  ésta 
será  la  parte  más  útil  de  el  discurso;  porque  lo  mismo  será 
individuar  los  defectos,  que  hacen  molesta  la  conversación  y 
sociedad  política,  que  estampar  las  reglas  que  se  deben  ob- 
servar para  hacerla  grata.  El  lector  podrá  ir  examinando  su 
conciencia  política  por  los  capítulos  que  aquí  le  iremos  pro- 
poniendo. 


IX 


Locuacidad 

Los  habladores  son  unos  tiranos  odiosísimos  de  los  corri- 
llos. En  mi  opinión,  que  concede  cierta  especie  limitada  de 
racionalidad  á  los  brutos,  el  hablar  es  un  bien  aun  más  priva- 
tivo de  el  hombre  que  el  discurrir.  El  que  quiere  siempre  ser 
oído,  y  no  escuchar  á  nadie,  usurpa  á  los  demás  el  uso  de  una 


246  F  E  I  J  o  o 

prerogativa  propia  de  su  ser.  ¿Qué  fruto  sacará,  pues,  de  su 
torrente  de  palabras?  No  más  que  enfadar  á  los  circunstantes, 
los  cuales  después  se  desquitan  de  lo  que  callaron,  hablando 
con  irrisión  y  desprecio  de  él.  No  hay  tiempo  más  perdido 
que  el  que  se  consume  en  oir  á  habladores.  Esta  es  una  gente 
que  carece  de  reflexión,  pues  á  tenerla,  se  contendrían  por  no 
hacerse  contemptibles.  Si  carecen  de  reflexión,  luego  también 
de  juicio;  y  quien  carece  de  juicio,  ¿cómo  puede  jamás  ha- 
blar con  acierto?  Ni  ¿  qué  provecho  resultará  á  los  oyentes 
de  lo  que  habla  un  desatinado,  exceptuando  el  ejercicio  de  la 
paciencia?  Así  á  todos  los  habladores  se  puede  aplicar  loque 
Teócrito  decía  de  la  verbosa  afluencia  de  Anaximenes,  que 
en  ella  contemplaba  un  caudaloso  río  de  palabras  y  una  gota 
sola  de  entendimiento  :  Ve?'bo?~um /lumen ^  mentís  ^iitta. 

Los  flujos  de  lengua  son  unos  porfiados  vómitos  de  el  alma; 
erupciones  de  un  espíritu  mal  complexionado,  que  arroja, 
antes  de  digerirlas,  las  especies  que  recibe.  Suenan  á  valentía 
en  explicarse,  siendo  en  realidad  falta  de  fuerza  para  conte- 
nerse. Yo  capitularía  esta  dolencia,  dándole  el  nombre  de 
relajación  de  la  facultad  racional.  Otro  dirá  acaso,  que  no  es 
eso,  sino  que  las  especies  se  vierten  porque  no  caben,  á  cau- 
sa de  su  corta  capacidad,  en  el  vaso  destinado  para  su  depó- 
sito. 

Nadie  se  fíe  en  que  á  los  principios  es  oído  con  gusto.  Éste 
es  un  aire  favorable  para  soltar  las  velas  de  la  locuacidad. 
Aire  favorable,  sí,  pero  por  lo  común  de  poca  duración.  La 
conversación  es  pasto  de  el  alma  ;  pero  el  alma  tiene  el  gusto, 
ó  tan  vario,  ó  tan  delicado,  ó  tan  fastidioso  como.el  cuerpo. 
El  manjar  más  noble,  muy  continuado,  la  da  saciedad  y  te- 
dio. Así,  el  mismo  que  por  un  rato  gana  con  su  loquela  la 
aceptación  de  los  oyentes,  si  se  alarga  mucho,  incurre  en  su 
displicencia  y  aun  pierde  su  atención.  Las  estrellas  que  se 
deben  observar  para  engolfarse  mucho  ó  poco  en  los  asuntos 
de  conversación,  permitir  las  velas  al  viento  ó  recogerlas,  son 
los  ojos  de  los  circunstantes.  Su  halagüeña  serenidad  ó  ceñu- 
da turbación  avisarán  de  la  indemnidad  ó  riesgo  que  hay  en 
alargar  un  poco  más  el  curso. 

Mas  aun  esta  observación  es  engañosa  en  las  personas  de 
especial  autoridad.  Los  dependientes,  no  sólo  adulan  con  la 
lengua,  mas  también  con  los  ojos.  ¿Qué  digo  con  los  ojos? 


OBRAS     ESCOGIDAS  247 

Con  todos  los  miembros  mienten,  porque  de  todos  se  sirven 
para  explicar  con  ciertos  movimientos  plausivos,  con  ciertos 
ademanes  misteriosos,  la  complacencia  y  admiración  con  que 
escuchan  al  poderoso,  de  quien  pende  en  algo  su  fortuna.  A 
éste  entre  tanto  se  le  cae  la  baba  y  la  verba.  Vierte  en  el 
corrillo  cuánto  le  ocurre,  bueno  y  malo,  persuadido  á  que  ni 
Apolo  en  Delfos  fué  oído  con  atención  más  respetuosa,  j  Ay, 
miserable,  y  qué  engañado  vive  1  A  todos  cansa,  á  todos  enfa- 
da, y  lo  peor  es,  que  todos,  á  vuelta  de  espaldas,  se  recobran 
de  aquel  casi  forzado  tributo  de  adulación  con  alternadas 
irrisiones  de  su  necedad.  Créanme  los  poderosos,  que  esto 
pasa  así,  y  créanme  también,  que  el  poder,  al  que  es  necio  le 
hace  más  necio ;  al  que  es  discreto,  si  no  lo  es  en  supremo 
grado,  le  quita  mucho  de  lo  que  tiene  de  entendido. 


X 


Mendacidad 

^  Qué  cosa  más  inurbana  que  la  mentira?  ¿A  qué  hombre 
de  razón  no  da  en  rostro?  ¿A  quién  no  ofende?  ¿Cómo  el 
engaño  puede  prescindir  de  ser  injuria?  Toda  la  utilidad, 
todo  el  deleite  que  se  puede  lograr  en  la  conversación,  se 
pierde  por  la  mentira.  Si  miente  aquel  que  habla  conmigo, 
¿de  qué  me  sirven  sus  noticias?  Si  no  las  creo,  de  irritarme; 
si  las  creo,  de  llenarme  de  errores.  Si  no  estoy  asegurado  de 
que  me  trata  verdad,  ¿  qué  deleite  puedo  percibir  en  oirle? 
Antes  estará  en  una  continuada  tortura  mi  discurso,  vacilan- 
do entre  el  asenso  y  el  disenso,  y  apurando  los  motivos  que 
hay  para  uno  y  para  otro. 

Es  la  conversación  una  especie  de  tráfico,  en  que  los  hom- 
bres se  ferian  unos  á  otros  noticias  y  ideas;  el  que  en  este 
comercio  franquea  ideas  y  noticias  falsas,  vendiéndolas  por 
verdaderas,  ¿  qué  es,  sino  un  tramposo,  un  prevaricador,  in- 
digno de  ser  admitido  en  la  sociedad  humana  ? 

Siempre  he  admirado  y  siempre  he  condenado  la  toleran- 


248  F  E  IJ  o  o 

cia  que  logra  en  el  mundo  la  gente  mentirosa.  Sobre  este 
punto  he  declamado  en  el  discurso  acerca  de  la  Impunidad 
de  la  mentira^  para  donde  remito  al  lector.  Después  he  pen- 
sado, que  acaso  esta  tolerancia  nace  de  la  mucha  extensión 
de  el  vicio.  Acaso,  digo,  son  en  mucho  mayor  número  los 
interesados  en  la  tolerancia,  que  los  damnificados  en  ella. 
Acaso  toleran  unos  á  otros  la  mentira,  porque  unos  y  otros 
necesitan  de  esa  tolerancia.  Si  los  sinceros  son  pocos,  no 
pueden,  sin  una  gran  temeridad,  empeñarse  en  hacer  guerra 
á  los  muchos.  Pero  á  lo  menos  demuestren,  con  la  mayor 
templanza  que  puedan,  el  desagrado  que  les  causa  la  menti- 
ra. Ingenuamente  protesto,  que  para  mí  es  sospechoso  de 
poca  sinceridad  el  que  oye  una  mentira  serenamente,  y  sin 
testificar  en  alguna  manera  su  displicencia.  Mas  también  su- 
pongo, que  la  franqueza  de  manifestar  esta  indignación,  sólo 
se  puede  practicar  respecto  de  inferiores  ó  iguales. 

Una  especie  de  mentira  corre  en  el  mundo  como  gracia, 
qne  yo  castigaría  como  delito.  Cuando  se  mezcla  en  el  corri- 
llo algún  sujeto  conocido  por  nimiamente  crédulo,  rara  vez 
falta  un  burlón,  que  hace  mofa  de  su  credulidad,  refiriéndole 
algunas  patrañas,  que  el  pobre  escucha  como  verdades.  Esto 
se  celebra  como  gracejo  ;  todos  los  concurrentes  se  regoci- 
jan, todos  aplauden  la  buena  inventiva  de  el  mentiroso,  y 
hacen  entremés  de  las  buenas  tragaderas  de  él  crédulo.  Ten- 
go esto  por  iniquidad.  ¿  Por  ventura  la  sencillez  agena  nos 
presta  algún  derecho  para  insultarla?  Doy  que  la  nimia  cre- 
dulidad nazca  de  cortedad  de  entendimiento;  ¿acaso  sólo  es- 
tamos obligados  á  ser  urbanos  y  atentos  con  los  discretos  y 
agudos?  ¿No  es  insolencia,  porque  Dios  te  dio  más  talentos 
que  al  otro,  tomarle  por  objeto  de  tu  escarnio,  y  juguetear 
con  él  como  pudieras  con  un  mono?  ¿Es  eso  mirarle  como 
prójimo  ?  ¿  Es  eso  usar  de  el  talento  que  Dios  te  dio  en  orden 
al  fin  para  que  te  lo  dio  ? 

Pero  la  verdad  es  que,  por  lo  común,  la  nimia  credulidad 
más  proviene  de  exceso  de  bondad,  que  de  falta  de  discre- 
ción. Yo  he  visto  hombres  sencillísimos,  y  juntamente  muy 
agudos.  Aquella  misma  rectitud  de  corazón,  que  mueve  al 
sencillo  á  proceder  siempre  sin  dolo,  le  inclina  á  juzgar  de 
los  demás  lo  mismo.  Muchas  veces  sucede  que  una  mentira 
es  creída  de  éste  porque  es  ingenioso,  y  descreída  de  aquél 


OBRAS     ESCOGIDAS  249 

porque  es  necio.  Es  el  caso,  que  aquel,  por  su  piedad,  busca 
motivos  de  verisimilitud  en  la  noticia,  y  por  su  agudeza  los 
encuentra  ;  éste,  por  su  malicia,  no  los  busca,  y  aunque  los 
buscase,  por  su  rudeza,  no  los  hallaría. 

Yo  no  sé  si  es  verdad  lo  que  comunmente  se  dice,  que  san- 
to Tomás  de  Aquino  creyó  que  un  buey  volaba,  y  salió  solí- 
cito á  ver  el  portento.  Pero  sé  que  la  respuesta  increpatoria 
que  se  le  atribuye  á  los  que  le  insultaban  sobre  su  nimia  cre- 
dulidad, es  digna  de  todo  un  santo  Tomás ;  digna,  quiero 
decir,  de  aquel  gran  lleno  de  virtudes  excelsas,  intelectuales 
y  morales ;  digna  de  aquel  nobilísimo  corazón,  de  aquella 
altísima  prudencia,  de  aquel  ingenio  soberano.  «Más  creíble 
se  me  hacía  (refieren  que  dijo)  el  que  los  bueyes  volasen,  que 
el  que  los  hombres  mintiesen.»  ¡  Qué  corrección  tan  discreta! 
qué  énfasis  1  qué  energía  1  qué  delicadeza  !  Aprecio  más  esta 
sentencia  que  cuantas  la  antigua  Grecia  preconizó  de  sus  sa- 
bios. La  sublimidad  de  ella  me  persuade  que  fué  parto  legíti- 
mo de  santo  Tomás,  y  por  consiguiente,  que  el  hecho,  como 
se  refiere,  es  verdadero.  Así  se  puede  conciliar,  y  concilian 
bien,  una  altísima  discreción  con  una  suma  sencillez. 


XI 


Veracidad  osada 

Así  como  hay  muchos  que  son  inurbanos  por  mentirosos, 
hay  algunos  que  también  lo  son  por  veraces  indiscretos  ó 
inconsiderados.  Hablo  de  aquellos,  que  á  título  de  desenga- 
ñados ó  desengañadores,  sin  tiempo,  sin  oportunidad,  y  con- 
tra todas  las  reglas  de  la  decencia,  se  toman  libertad  para 
decir  cuanto  sienten.  Esta  es  una  especie  de  barbarie,  cubier- 
ta con  el  honesto  velo  de  sinceridad. 

Caractericemos  esta  gente  en  el  proceder  de  Filótimo.  Es 
Filótimo  un  hombre  que  á  todas  horas  nos  quiebra  la  cabeza 
con  protestas  de  su  ingenuidad.  Declama,  hasta  apurar  el 
aliento,  contra  la  adulación.  Ostenta  su  in  nutable  amor  á  la 


25o  F  EIJ  o  o 

verdad,  y  éste  viene  á  ser  como  estribillo  para  todas  las  co- 
plas que  arroja  á  éste,  á  aquél  y  al  otro.  Échale  en  rostro  á 
alguno  un  defecto  que  tiene ;  luego  sale  el  estribillo  de  que  él 
no  ha  de  dejar  de  decir  la  verdad  por  cuanto  tiene  el  mundo. 
Oye  alabar  á  alguno,  ó  presente,  ó  ausente,  en  quien  él  con- 
cibe algo  digno  de  reprehensión;  suelta  lo  que  concibe,  é 
impropera  como  contemplativos  ó  lisonjeros  á  los  que  hablan 
bien  de  el  sujeto.  Pero  luego  añade  la  cantinela  ordinaria  de 
su  amor  á  la  verdad. 

¿Qué  diremos  de  este  hombre?  Que  para  ser  necio  y  rústi- 
co le  sobra  mucha  tela;  que  es  un  despropositado;  que  no 
guarda  compás  ni  regla  en  cuanto  habla ;  que  es  un  rudo  y 
muy  rudo,  pues  no  alcanza  que  hay  medio  entre  la  servil 
adulación  y  la  desvergonzada  osadía.  Siendo  tal,  ¿qué  caso 
harán  los  que  le  oyen  de  cuanto  dice  ?  ¿  Quién  creerá  que 
forma  concepto  justo  de  nada  un  alucinado,  que  no  percibe 
lo  que  tan  claramente  dicta  la  razón  natural?  Pero  doy,  que 
en  el  concepto  que  forma  no  yerre  ;  yerra,  por  lo  menos,  en 
proferirle  sin  tiempo,  sin  oportunidad,  sin  modo.  ¿Tiene  por 
ventura  algún  nombramiento  regio  y  pontificio  de  corrector 
de  las  gentes  ?  Doy  que  sea  tan  veraz  como  se  pinta,  que  lo 
dudo  mucho,  porque  la  experiencia  me  ha  mostrado  que,  si 
no  en  todos  los  individuos,  en  muchos  es  verdaderísima  una 
bella  sentencia  que  leí  no  me  acuerdo  en  qué  autor :  Verita- 
tem  nulli  frequentius  loedunt^  quam  qui  frequentius  jactant; 
«Ningunos  más  frecuentemente  mienten,  que  los  que  á  cada 
paso  jactan  su  veracidad.»  Doy,  digo,  que  sea  tan  veraz  como 
se  pinta;  ¿le  da  su  veracidad  algún  derecho  para  andar  des- 
calabrando á  todo  el  mundo?  La  verdad,  que,  como  predica 
san  Pablo,  es  compañera  amada  de  la  caridad :  Charitas  con- 
gaudet  vei'itati,  ¿  ha  de  ser  tan  desapacible,  ofensiva,  grosera? 
La  verdad  de  los  cristianos,  que,  como  articula  san  Agustín, 
es  más  hermosa  que  la  Elena  de  los  griegos:  Incomparabiliter 
pulchrior  est  veritas  christianorum^  quam  Helena  grcecoj'um^ 
¿ha  de  tener  tan  mala  cara,  que  á  todos  dé  en  rostro  ? 

Hay  ocasiones,  yo-  lo  confieso,  obligación  á  decir  la  ver- 
dad, aunque  se  siga  resentimiento  de  el  que  la  escucha;  pero 
sólo  cuando  interviene  uno  de  tres  motivos :  ó  la  vindicación 
de  la  honra  divina,  ó  la  defensa  de  la  inocencia  acusada,  ó  la 
corrección  de  el  prójimo.  Supongo  que,  por  lo  común,  pre- 


OBRAS    ESCOGIDAS  25l 


textan  este  último  motivo  los  veraces  de  que  hablamos;  pero 
no  ignoran  ellos  que  sólo  logran  la  ofensión,  y  nunca  la 
corrección.  Ni  puede  ser  otra  cosa,  porque  su  modo  áspero, 
tumultuante,  soberbio,  ¿cómo  puede  producir  tan  bello  fru- 
to? Sembrando  espinas,  como  decía  la  verdad  misma  en  el 
Evangelio,  ¿han  de  coger  uvas? 


XII 

Porfía 

No  menos  enfadosos  son  que  éstos,  ni  menos  turban  la 
amenidad  de  la  conversación,  los  porfiados.  El  espíritu  de 
contradicción  es  un  espíritu  infernal,  y  espíritu  tan  protervo, 
que  no  sé  que  se  haya  hallado  hasta  ahora  conjuro  eficaz 
para  curar  á  los  que  están  poseídos  de  él. 

Tengo  presente  el  ejemplo  de  Aristio.  Éste  es  un  verdade- 
ro aventurero  de  corrillos,  que  lanza  encarada,  anda  siempre 
buscando  pendencias.  Su  opinión  es  su  ídolo  ;  nadie  disiente 
á  ella  sin  experimentar  su  cólera ;  nadie  profiere  la  opuesta 
que  no  le  tenga  por  enemigo  ;  nada  le  aplaca  sino,  ó  la  con- 
descendencia, ó  el  silencio.  Su  influencia  en  los  concursos  es 
la  que  se  atribuye  á  aquella  constelación  meridional,  llamada 
Orion,  excitar  tempestades :  Nimbosus  Orion,  que  dijo  Virgi- 
lio. No  bien  se  aparece,  cuando  poco  á  poco  la  serenidad  de 
un  coloquio  cortesano  va  degenerando  en  la  turbación  de  un 
tumulto  rústico.  El  contradice,  el  otro  se  defiende,  los  demás 
toman  partido,  enciéndese  la  altercación,  porque  un  genio 
contendiente  es  contagioso  :  Insequitur  clamorque  virúm^  síri- 
dorque  rudeiitum  ;  y  todo  viene  á  parar  en  una  greguería  tal, 
que  nadie  los  entiende,  ni  aun  se  entienden  unos  á  otros. 
Todo  este  mal  hace  en  la  sociedad  política  un  porfiado.  Ni 
por  eso  se  enmienda;  y  antes  volverá  atrás  un  río  precipita- 
do, que  él  retroceda  de  el  dictamen  que  una  vez  ha  profe- 
rido. 


25-2  FEIJOO 


XIII 

Nimia  seriedad 


La  chanza  oportuna  es  el  más  bello  condimento  de  la  con- 
versación, y  tiene  tanta  parte  en  la  verdadera  urbanidad,  que 
algunos,  como  vimos  arriba,  la  tomaron  por  el  todo.  Usada 
con  el  modo  debido,  produce  bellos  efectos:  alegra  á  los  que 
hablan  y  á  los  que  oyen,  concilia  recíprocamente  las  volunta- 
des, descansa  el  espíritu  fatigado  con  estudios  y  ocupaciones 
serias.  Por  eso  no  sólo  los  éticos  gentiles,  mas  aun  los  cris- 
tianos, colocaron  la  chanza  en  el  número  de  las  virtudes  mo- 
rales. Véase  sarito  Tomás  en  la  2.»  2.»  qucest.  168,  artículo  II, 
donde,  después  de  graduar  á  la  chanza  por  virtud,  califica  la 
delectación  que  resulta  de  ella,  no  sólo  de  útil,  sino  de  nece- 
saria para  el  descanso  del  alma :  Hujusmodi  autem  dicta^  vel 
Jacta,  in  quibus  non  quceiñtU7'  nisi  delectatio  animalis^  vocantur 
ludiera,  vel  Jocosa.  Et  ideó  necesse  est  talibus  interdum' iiti., 
quasi  ad  quandam  animce  quietem. 

Los  hombres  siempre  serios  son  un  medio  entre  hombres  y 
estatuas.  Siendo  la  risibilidad  propiedad  inseparable  de  la 
racionalidad,  en  lo  que  se  niegan  á  lo  risible,  degeneran  de 
lo  racional.  Los  necios  suelen  calificarlos  de  hombres  de  seso, 
juiciosos  y  maduros.  Buena  prueba  de  seso,  apostárselas  en 
sequedad  y  rigidez  á  troncos  y  piedras.  Ningún  bruto  se  ríe. 
I  Será  carácter  de  hombre  de  juicio  sólido  lo  que  es  común  á 
todo  bruto  ?  Yo  tengo  esa  por  seña  de  genio  tétrico,  de  humor 
atrabiliario.  Los  antiguos  decían  que  los  que  entraban  en  la 
encantada  cueva  de  Trofonio,  nunca  reían  después.  Llama- 
ban agelastos  á  éstos  los  griegos.  Si  en  ello  hay  alguna  ver- 
dad, que  muchos  lo  niegan,  es  de  creer  que  la  deidad  infer- 
nal que  era  consultada  en  aquella  cueva,  inspifába  á  los 
consultores  esa  tartárea  melancolía. 


OBRAS    ESCOGIDAS  253 


XIV 


Jocosidad  desapacible 

Pero  tanto,  y  aun  más  que  se  opone  ala  urbanidad  la  serie- 
dad nimia,  es  contraria  á  ella  la  jocosidad  importuna.  Por 
tres  capítulos  puede  ser  ingrata  la  chanza  en  las  conversacio- 
nes: por  exceder  en  la  cantidad,  por  propasarse  en  la  calidad, 
y  por  defecto  de  naturalidad. 

El  que  está  siempre  de  chanza,  más  es  truhán  que  cortesa- 
sano.  No  hay  hombre  más  irrisible,  que  el  que  siempre  serie. 
El  que  á  todas  horas  hace  el  gracioso,  á  todas  horas  es  des- 
graciado. Un  Juan  Rana,  de  por  vida,  es  lo  que  suena,  un 
Juan  Rana  y  nada  más. 

Peca  la  chanza  en  la  calidad  por  deshonesta  y  por  satírica. 
Como  la  primera  sólo  se  oye  en  caballerizas  y  tabernas,  y  yo 
no  escribo  para  lacayos,  cocheros  y  alquiladores,  pasaremos 
á  la  segunda.  Los  preciados  de  decidores  frecuentemente  in- 
ciden en  ella.  Hablo  de  los  preciados  de  decidores,  y  que 
más  propiamente  podrían  llamarse  dicaces ;  no  de  los  que 
verdaderamente  lo  son.  De  aquellos,  de  quienes  decía  Hora- 
cio, que  por  aprovechar  sus  festivas  ocurrencias,  no  reparan 
en  herir  aun  á  sus  propios  amigos : 

Dutnmodo  risuní 
Excutiat  sibi,  non  hic  cuiquatn  parcet  antico. 

De  aquellos  que,  según  la  ponderación  de  Ennio,  más  fácil- 
mente detendrán  en  la  boca  una  ascua  ardiendo,  que  un  di- 
cho agudo.  Ésta  es  gente  que  quiméricamente  pretende  hacer 
oro  de  el  hierro,  comedia  de  la  tragedia,  lisonja  de  la  injuria, 
miel  de  la  ponzoña.  Su  lengua  se  parece  á  la  de  el  león,  que 
por  ser  tan  áspera,  lamiendo  desuella.  Llaman  á  éstos  í^umbo- 
nes^  y  lo  son.  Pero  ¿cómo?  Como  las  avispas,  cínifes,  tábanos 
y  moscas.  Todos  estos  vilísimos  insectos  son  zumbones,  y 
zumbones  de  esta  casta ;  esto  es,  que  á  vuelta  de  el  zumbido 
imprimen  la  picadura. 

Como  quiera  que  hagan  gala  de   su  habilidad,  no  pueden 


254  F  E  I  J  o  o 

escaparse  de  ser,  ó  malignos,  ó  muy  necios.  Que  uno,  que 
otro,  los  hombres  de  bien  debieran  conspirar  á  descartarlos 
de  el  comercio,  ó  corregirlos  con  la  amenaza.  El  conde  de 
las  Amayuelas,  á  quien  alcancé  en  mi  juventud,  á  un  caballe- 
ro de  este  genio,  que  le  había  herido  ya  con  algunos  dicterios 
en  tono  de  chanza,  le  dijo  :  «  Amigo  don  N.,  ya  te  he  sufrido 
algunas  desvergüenzas ;  también  de  aquí  adelante  podrás  de- 
cir las  que  quisieres;  pero  con  la  prevención  de  que  nos  he- 
mos de  entender  los  dos  á  estocada  por  desvergüenza.»  A  fe 
que  le  hizo  al  zumbón  perder  la  zumba. 

Un  defecto  grave  y  frecuentísimo  de  la  zumba  es  ejercerla 
sobre  lugares  comunes  ó  capítulos  generales,  dirigiéndola, 
pongo  por  ejemplo,  al  estado,  clase  ó  nación  de  el  sujeto  con 
quien  se  practica  este  género  de  juego.  Debo  esta  advertencia 
á  Quintiliano  :  Male  etiam  dicitur  (sentencia  este  gran  maes- 
tro de  urbanidad)  quod  in  plures  convenit:  Si  aut  nationes  totee 
incessantur^  aut  or diñes ^  aut  conditio^  aut  studia  multorum. 
Caen  en  este  inconveniente  los  genios  estériles,  que  no  ha- 
llando que  decir  sobre  las  acciones  ó  cualidades  personales 
de  aquel  particular  individuo  á  quien  dirigen  la  zumba,  se 
arrojan  á  alguna  razón  común,  de  estado,  nación,  etc. 

La  razón  porque  se  debe  huir  de  esto  es,  porque  entre  la 
multitud  comprehendida  en  aquella  razón  común,  hay  no 
pocos  de  tal  delicadez,  que  tienen  la  zumba  por  ofensa;  y 
aunque  no  asistan  en  la  conversación,  teniendo  después  no- 
ticia de  ella,  se  muestran  resentidos  ;  lo  que  la  experiencia 
me  ha  mostrado  no  pocas  veces.  Y  aun  he  visto  algunas  se- 
guirse no  leve  perjuicio  á  los  zumbones  de  razones  comunes, 
por  el  resentimiento  de  los  comprehendidos  en  ellas.  Aun 
cuando  no  intervenga  riesgo  alguno,  se  debe  evitar  por  mo- 
tivo de  equidad.  Aunque  la  chanza  sea  de  su  naturaleza  inocen- 
te, no  es  justo  usar  de  ella  con  quien  la  ha  de  escuchar  como 
agravio.  A  sujetos  de  cutis  tan  delicada,  que  sienten  como 
golpe  lo  que  para  otros  es  halago,  no  se  ha  de  tocar  ni  aun 
ligeramente.  Si  el  contacto  más  leve  les  llega  al  corazón,  el 
que  los  toca  los  hiere.  No  siendo,  pues,  posible  que  en  las 
zumbas  sobre  capítulos  generales  no  haya  muchos  que  se 
resientan,  debe  el  buen  cortesano  abstenerse  enteramente  de 
ellas. 

Es,  finalmente,  ingrata  la  chanza  por  falta  de  naturalidad. 


OBRAS     ESCOGIDAS  25í) 

Los  que  sin  genio  se  meten  á  decidores,  hacen  un  papel  enfa- 
dosísimo. No  hay  cosa  más  insulsa  que  un  hombre  que  por 
imitación  y  estudio  se  empeña  en  ser  gracioso.  Logra  en  par- 
te lo  que  pretende,  que  es  hacer  reir  á  los  demás;  pero  él 
mismo  es  el  objeto  de  esa  risa.  Si  hay  un  hombre  en  el  pue- 
blo, celebrado  por  sus  graciosidades  y  buenos  dichos,  otros 
veinte  ó  treinta  quieren  imitarle  y  competirle.  ¡Conato  inútill 
Nunca  pasarán  de  un  irrisible  remedo.  No  quieren  acabar  de 
conocer  los  hombres,  que  en  esta  y  otras  muchísimas  pren- 
das, casi  todo  lo  hace  la  naturaleza.  De  esta  falta  de  consi- 
deración viene  el  casi  universal  empeño  de  imitar  los  menos 
dotados  de  la  naturaleza  á  los  que  ven  aventajados  en  algu- 
nas apreciables  cualidades.  La  ponderada  semejanza  entre  el 
hombre  y  el  mono,  hallo  que  es  mayor,  empezando  la  com- 
paración por  el  hombre.  Pondérase,  digo,  que  en  la  Asia  y 
en  la  África  se  hallan  algunes  monos  que  parecen  hombres. 
Y  yo  pondero  que  en  la  África,  la  Asia,  Europa  y  en  todas 
partes,  hay  muchos  más  hombres  que  parecen  monos.  Sonlo, 
en  efecto,  unos  de  otros.  No  hay  original  alguno  excelente  en 
nuestra  especie,  de  quien  no  se  saquen  innumerables  copias, 
pero  copias  que  no  pasan  de  mamarrachos. 


XV 


Ostentación  de  el  sabe?- 

La  ciencia  es  un  tesoro  que  se  debe  expender  con  econo- 
mía, no  derramarse  con  prodigalidad.  Es  precioso  poseído, 
es  ridículo  ostentado  ;  pero  bien  apurada  la  verdad,  se  hallará 
que  nunca  le  poseen  los  que  le  ostentan.  Sólo  los  que  saben 
poco,  quieren  mostrar  en  todas  partes  lo  que  saben.  No  hay 
conversación  donde,  sin  esperar  oportunidad,  no  saquen  á 
plaza  sus  escasas  noticias.  Entre  los  verdaderos  sabios  y  estos 
sabios  de  poquito  hay  la  misma  diferencia  que  entre  los 
mercaderes  de  caudal  y  los  buhoneros.  Aquellos  dentro  de 
su  lonja  tienen  los  géneros,  para  que  aUí  los  vayan  á  buscar 


;56 


F  E  1  J  o  o 


los  que  los  hubieren  menester ;  éstos  se  echan  á  cuestas  su 
mísera  tiendecita,  y  no  hay  plaza,  no  hay  calle,  no  hay  rin- 
cón donde  no  la  expongan  al  público. 

Algunos  son  tan  necios,  que  con  todas  clases  de  personas 
introducen,  sin  propósito,  la  facultad  en  que  se  han  ejercita- 
do. El  abad  deBellegarde  refiere  de  un  militar,  que  en  visita 
de  damas  se  puso  muy  despacio  á  relatar,  sin  pedírselo  nadie, 
el  sitio  de  una  plaza,  día  por  día,  punto  por  punto,  con  todos 
los  términos  facultativos,  nombrando  regimientos  y  oficiales, 
sin  omitir  alguno  de  cuantos  movimientos  habían  hecho  sitia- 
dores y  sitiados,  desde  que  se  avistó  la  plaza  hasta  su  rendi- 
ción. ¿No  estarían  muy  gustosas  las  damas  con  esta  relación 
gacetal?  Aún  es  más  gracioso  lo  que,  para  figurar  á  estos  im- 
pertinentes, atribuye  el  famoso  cómico  Moliere  á  un  médico 
recién  aprobado,  en  las  primeras  vistas  de  una  señorita,  cuya 
mano  pretendía;  esto  es,  que  después  de  hacer  todo  el  gasto 
de  cortesanías  con  los  axiomas  y  términos  de  su  arte,  la  con- 
vidó como  que  le  hacía  un  obsequio  muy  estimable,  á  que 
fuese  á  ver  á  la  tarde  la  disección  anatómica  de  un  cadáver, 
que  había  de  ejecutar  él  mismo.  ¡  Qué  agasajo  tan  recomen- 
dable para  una  tierna  damisela! 

Una  de  las  lecciones  más  esenciales  de  urbanidad  es  aco- 
modarse en  las  concurrencias  al  genio  y  capacidad  de  los 
circunstantes;  dejar  en  todo  caso  á  otros  la  elección  de  ma- 
teria, y  seguirla  hasta  donde  se  pudiere.  Punto  menos  extra- 
vagante es  el  que  razona  con  otro  sobre  facultad  que  éste  no 
alcanza,  que  el  que  le  habla  en  idioma  que  no  entiende. 


XVI 


Afectación  de  superioridad 


Es  notable  la  diferente  representación  que  hacen  algunos 
sujetos  en  el  principio  y  progreso  de  la  conversación.  Al 
tiempo  de  agregarse  á  la  visita  ó  al  corro,  si  la  gente  que  le 
compone  no  es  de  su  frecuente  trato,  se  esmeran  en  profun- 


OBRAS     ESCOGIDAS  25  J 

das  reverencias,  en  tiernas  humillaciones;  hacen  las  más  pon- 
deradas protestas  de  su  rendimiento  y  deferencia  á  éste,  á 
aquél  y  al  otro;  pero  después  poco  á  poco  van  componiendo 
el  gesto,  el  modo  y  las  palabras  hacia  una  gravedad  senatoria 
ó  una  autoridad  legislativa.  Ya  se  metió  en  el  vestuario  la  li- 
sonja, y  sale  al  teatro  la  arrogancia.  Ya  se  arrimó  el  zueco, 
y  se  alzó  el  coturno.  Ya  la  solfa,  que  empezó  por  el  ut  de  Fe- 
faut,  que  es  el  más  profundo,  montó  al  la  de  Gesolreút,  que 
es  el  más  alto.  Ya  la  estatura  política  creció  de  pigmea  á 
gigantesca.  Ya  miran  á  los  circunstantes  allá  abajo,  y  ya  en 
cuanto  hablan  se  trasluce  un  ceño  desdeñoso,  hijo  legítimo 
de  una  rústica  soberbia. 

Acuerdóme,  á  este  propósito,  de  la  que  refiere  Moreri  de 
Brunón,  obispo  de  Langres,  que,  habiendo  en  el  principio 
de  una  carta  ó  edicto  suyo  calificádose  modestamente,  humi- 
tis  pj'cjsul,  después,  en  el  cuerpo  de  el  escrito,  se  dio  á  sí 
propio  el  tratamiento  de  majestad,  nostram  adiens^  majesta- 
tem.  Los  que  proceden  de  este  modo  deben  de  estar  en  el 
error  de  que  la  urbanidad  y  modestia  sólo  se  hicieron  para 
los  exordios,  prólogos  y  salutaciones. 

Esta  desigualdad  notó  Barclayo,  como  característica  de 
los  españoles :  Sermonmn  et  amicitiarum  exordia  per  speciem 
initissimce  hinnanitatis  adoj-nant.  Hos  tu  quoque  illis  initiis 
optimé  poteris  eadem  tranquillitate  adoriri^  succedentes  autem 
ad  fastum,  mutua  rnajestate  excipere. 

La  verdad  es,  que  hay  entre  nosotros  no  pocos  que  adole- 
cen de  el  expresado  defecto.  Pero  la  nota  de  Barclayo,  como 
otras  invectivas  que  han  hecho  los  extranjeros  contra  la  so- 
berbia de  los  españoles,  tomadas  generalmente,  si  un  tiempo 
fueron  justas,  hoy  no  lo  serían.  Ó  fuese  efecto  de  el  mayor 
comercio  con  los  de  otras  naciones,  ó  desengaño  que  el  tiem- 
po fué  introduciendo  poco  á  poco,  no  es  dudable  que  ya  los 
españoles  se  han  humanizado  mucho,  y  pienso  que  también 
los  extranjeros  lo  han  reconocido;  bien  que  no  faltan  entre 
ellos  quienes  malignamente  atribuyan  la  deposición  de  la 
antigua  fiereza  á  postración  de  los  ánimos,  ocasionada  de 
las  adversidades  padecidas  el  siglo  pasado  en  las  guerras  con 
la  Francia.  Así  se  explicó  un  zumbón  francés  de  buen  gusto, 
en  una  carta  que  en  nombre  de  Voiture,  ya  entonces  difunto, 
imitando  el  estilo  y  aire  de  este  famoso  ingenio,  como  que  él 


258  PEIJOO 

la  enviaba  de  el  infierno,  escribió  felicitando  al  mariscal  de 
Vironne,  y  elogiando  al  rey  de  Francia  sobre  sus  victorias 
contra  los  españoles.  «Aquí  (decía  después  de  otras  cosas)  ha 
llegado  un  buen  número  de  españoles,  que  se  hallaron  en  los 
combates,  y  nos  han  referido  todo  lo  sucedido  en  ellos.  Yo 
no  sé  cierto  en  qué  se  fundan  los  que  dicen  que  los  de  esta 
nación  son  fanfarrones.  Aseguróos  que  nada  tienen  de  eso, 
antes  son  una  bonísima  gente ;  y  el  rey  de  un  tiempo  á  esta 
parte,  nos  los  envía  acá  muy  dulces  y  afables.»  Chanzas  apar- 
te, que  los  corazones  de  los  españoles  no  se  han  abatido  por 
los  reveses  padecidos,  se  ha  evidenciado  en  estas  últimas 
guerras.  Así,  lo  que  se  debe  tener  por  cierto  es,  que  hoy  los 
españoles  son  más  racionales,  sin  ser  menos  animosos. 


XVII 


Tono  magisterial 

Entre  los  profesores  de  letras  hay  no  pocos  tediosos  á  los 
circunstantes,  porque  siempre  quieren  hacer  el  papel  de 
maestros.  Para  ellos  todo  lugar  es  aula,  toda  silla  cátedra, 
todo  oyente  discípulo.  Encaprichados  de  su  ciencia,  de  su 
ministerio  y  de  sus  grados,  casi  miran  á  los  que  no  han  cur- 
sado las  escuelas  como  gente  de  otra  especie.  Así,  apenas  les 
hablan  sino  con  frente  erizada  y  ojos  desdeñosos.  Cuanto 
articulan  sale  en  solfa  de  sentencia  rotal.  Su  tono  siempre  es 
decisivo,  su  voz  tiene  la  majestad  de  oráculo,  su  acción  pa- 
rece de  maestro  de  capilla,  que  echa  el  compás  á  todo. 

He  visto  á  muchos  y  muchísimos  preocupados  de  el  error 
de  que  el  estudio  aumenta  el  entendimiento.  ¿  Y  éste  es  error? 
Sin  duda.  Que  se  diga  que  la  desigualdad  de  discurso  en  los 
hombres  proviene  de  desigualdad  entitativa  de  las  almas, 
como  pensaron  algunos,  ó  que  únicamente  pende  de  la  dife- 
rente temperie  y  disposición  de  los  órganos,  como  comun- 
mente se  juzga,  es  preciso  que  la  facultad  intelectual  sea  la 
misma,  ó  sea  igual  con  estudio  ó  sin  él;  siendo  cierto  que  ni 


OBRAS    ESCOGIDAS  259 

el  estudio  altera  la  organización  ó  temperie  nativa,  ni  menos 
muda  la  entidad  substancial  de  el  alma.  Así,  después  de  mu- 
chos años  de  estudio,  la  facultad  discursiva  no  crece  en  sus 
fuerzas  ni  medio  grado.  La  razón  propuesta  lo  convence; 
pero  también  la  experiencia  me  lo  ha  hecho  palpable.  Vi  á 
sujetos  de  grande  aplicación  á  las  letras,  después  de  consu- 
mir en  ellas  lo  más  de  su  vida,  discurrir  míseramente  en 
cuantos  asuntos  se  proponían.  Noté  en  otros  que  traté  dife- 
rentes veces  en  el  espacio  de  muchos  años,  y  apenas  dejaban 
jamás  de  la  mano  los  libros,  la  misma  torpeza  en  raciocinar, 
la  misma  obscuridad  en  entender,  la  misma  confusión  de 
ideas  en  los  fines  que  en  los  principios.  El  estudio  da  noti- 
cias, ministra  especies,  con  que  se  hacen  varias  deducciones, 
que,  sin  ellas,  no  se  harían;  pero  la  valentía  ó  actividad  de 
el  discurso  no  por  eso  se  aumenta.  Así  como  si  á  un  artífice 
se  le  ministran  muchos  instrumentos  de  su  arte,  que  antes 
no  tenía,  hará  varias  operaciones  que  antes  no  podía  hacer; 
pero  la  fuerza  de  el  brazo  no  por  eso  será  mayor. 

Aun  respecto  de  la  facultad  que  estudian,  jamás  pasan  aque- 
lla valla  que  les  puso  delante  la  naturaleza.  El  rudo  siempre 
es  rudo  :  lee  mucho,  conferencia  mucho,  manda  muchas  es- 
pecies á  la  memoria;  pero  nunca  las  congrega  con  acierto, 
nunca  las  distribuye  con  discreción,  nunca  las  penetra  bien, 
nunca  las  entiende  con  claridad.  Así  sale  puramente  un  docto 
de  perspectiva,  capaz  sólo  de  alucinar  con  falsas  luces  al 
vulgo  ignorante  :  uno  de  aquellos,  que  la  plebe  llama  pozos 
de  ciencia,  y  sólo  son  pozos  de  agua  turbia. 

Siendo  esto  así,  como  lo  es  sin  duda,  se  ve  claramente  que 
á  los  facultativos  no  les  da  fundamento  alguno  para  engreírse 
su  magisterio  ó  su  grado,  y  que  es  una  suma  extravagancia 
afectar  alguna  autoridad  en  virtud  de  esas  ínfulas.  Lo  peor 
que  tiene  el  caso,  y  lo  que  sube  la  ridiculez  al  supremo  pun- 
to, es,  que  los  que  se  dejan  dominar  de  esta  presunción 
siempre  son  los  profesores  de  inferior  notaj  porque  los  de 
ingenio  y  entendimiento  claro  se  hacen  cargo  de  la  razón. 
Los  profesores,  digo,  de  inferior  nota  son  los  que  abultan  con 
la  ostentación  sus  pocas  letras,  procurando  darles  siempre  la 
apariencia  de  mayúsculas.  Son  los  que  de  el  estudio  sacan 
poca  luz  y  mucho  humo.  Así  en  las  concurrencias  se  atribu- 
yen una  cualificación  ventajosa  respecto  de  todos  los  demás, 


26o  F  E  IJ  o  o 

y  vierten  mil  necedades  con  toda  la  gravedad  propia  de  apo- 
tegmas. 

Parecerá  que  pondero,  y  no  es  así.  Créame  el  lector,  que 
hay  muchos,  muchos,  que  sin  más  mérito  que  pocos  años  de 
cursantes  en  la  aula  y  un  bonete  ó  capilla  en  la  cabeza,  des- 
estiman cuanto  pueden  razonar  ó  discurrir  en  cualquiera 
materia  los  legos,  como  si  éstos  no  fuesen  racionales,  ó  fue- 
sen racionales  de  otra  clase  inferior.  Que  se  ofrezca  hablar 
de  guerra,  que  de  política,  que  de  gobierno  alto  ó  bajo,  con 
necia  satisfacción  meten  la  hoz  en  la  mies  ajena,  á  vista  de 
hombres,  de  quienes  en  aquellas  materias  no  merecen  ser 
discípulos.  ¿Y  qué  sacan  de  aquí?  Que  todos  conozcan  y  ha- 
gan mofa  de  su  mentecatez. 

Y  no  omitiré  otro  torpísimo  defecto  de  esta  gente  de  poco 
alcance,  bien  que  éste  es  común  á  personas  de  todas  clases ; 
esto  es,  ser  continuos  censores  de  los  talentos  ajenos.  |Cosa 
preciosa!  El  hombre  bobo  es  el  que  á  cada  paso  anda  califi- 
cando de  bobos  á  éstos,  á  aquellos  y  á  los  otros.  El  que  no 
sabe  palabra  es  el  que  frecuentísimamente  mide  á  dedos  la 
ciencia  de  los  profesores,  y  le  parece  que  sólo  se  puede  medir 
á  dedos,  porque  en  su  opinión,  rara  ó  ninguna  vez  llega  á  va- 
ras. El  mal  predicador  es  el  que  apenas  oye  sermón  que  le 
parezca  bien;  lo  propio  sucede  al  mal  sastre,  al  mal  herre- 
ro, etc. 


XVIII 


Visitas  importunas 

Hay  unos  hombres,  que  de  demasiadamente  urbanos,  son 
intolerables.  Hablo  de  los  visitadores,  que  parece  toman  el 
serlo  por  oficio,  ó  lo  ejercen  en  virtud  de  algún  particular 
nombramiento.  Éstos  son  unos  ociosos,  que  no  saben  qué 
hacer  de  sí,  ni  qué  hacer  en  el  mundo,  sino  cansar  á  toda  la 
gente  honrada  de  el  pueblo  ;  unos  ladrones  de  el  tiempo,  que 
inicuamente  roban  á  sus  vecinos  el  que  necesitan  para  sus 


OBRAS     ESCOGIDAS  26 1 

precisas  ocupaciones;  unos  caballeros  andantes,  que  con  la 
lengua  siempre  en  ristre,  se  emplean  en  hacer  tuertos,  en 
vez  de  deshacerlos;  unos  pordioseros  de  parleta,  que  la  andan 
mendigando  de  casa  en  casa;  unos  tramposos  de  cortesanía, 
que  venden  por  obsequio  lo  que  es  enfado. 

Los  que  piensan  captar  la  gracia  de  los  poderosos  con  la 
continuación  de  visitas,  viven  muy  engañados.  ¿Qué  mérito 
será  para  ellos  tenerlos  cada  tercer  día  aprisionados  una  hora 
en  una  silla,  que  viene  á  ser  casi  lo  mismo  que  en  un  cepo, 
privándolos  entre  tanto,  ya  de  la  diversión  que  apetecían,  ya 
de  la  ocupación  que  necesitaban?  Lo  que  ordinariamente 
pasa  es,  que  no  bien  el  visitante,  concluidas  las  ceremonias 
de  despedida,  vuelve  las  espaldas,  cuando  el  visitado  echa 
mil  maldiciones  á  su  impertinencia;  y  si  tiene  á  mano  con 
quien  pueda  desahogarse  en  confianza,  dice,  que  no  vio  ma- 
yor salvaje  en  su  vida. 

Gran  lástima  tengo  á  los  pobres  ministros,  por  lo  mucho 
que  padecen  en  esta  parte.  A  la  pesadísima  carga  de  su  oficio 
se  añade  la  molestísima  sobrecarga  de  tanta  visita,  que  no  sé 
si  es  más  onerosa,  que  la  tarea  de  el  tribunal.  Al  fin,  en  el 
tribunal  oyen  razonar  á  cuatro  ó  seis  abogados  doctos;  en 
su  casa  oyen  á  veinte  impertinentes  y  necios,  que  juzgan  ha- 
cer mejor  su  causa  quebrándole  al  ministro  la  cabeza. 


XIX 


Visitas  de  enfermos 

Sobre  el  capítulo  de  visitas  de  enfermos  es  preciso  escu- 
char, no  sólo  las  reglas  de  la  cortesanía,  mas  también  las  de 
la  caridad;  y  es  imposible,  faltando  á  éstas,  observar  aque- 
llas. Son  los  enfermos,  tanto  en  la  parte  de  el  alma  como  en 
la  del  cuerpo,  unos  vidrios  delicadísimos,  que  es  menester 
manejar  con  exquisito  tiento.  A  un  cuerpo  enfermo,  aun  los 
leves  tocamientos  duelen;  á  una  alma  afligida,  aun  especies 
indiferentes  inquietan. 


202  FEIJOO 

Visitar  á  los  enfermos  es,  no  sólo  acción  de  urbanidad,  mas 
también  obra  de  misericordia;  mas  para  calificarse  de  tal,  es 
circunstancia  esencial  y  absolutamente  indispensable,  que  la 
visita  sirva  al  enfermo  de  alivio  ó  consuelo.  Pero  ¿cuántas 
reciben  de  éstas  los  pobres  enfermos?  Apenas  una  entre  cin- 
cuenta. Los  discretos  son  pocos,  y  los  visitadores  muchos.  El 
que  enfada  con  sus  visitas  á  un  sano,  ¿qué  hará  á  un  enfer- 
mo? Ni  basta  ser  discretos  los  que  visitan,  si  su  discreción  no 
se  extiende  á  comprender  cuándo,  cuánto,  cómo  y  qué  se  ha 
de  hablar  á  cada  doliente.  El  cuándo^  se  ha  de  saber  de  el 
médico  y  asistentes ;  el  cuánto^  el  cómo  y  el  qué^  lo  ha  de  re- 
glar la  prudencia  de  el  que  visita. 

En  el  cuánto  se  peca  ordinarísimamente.  A  los  enfermos  se 
ha  de  dar  poca  conversación,  aun  cuando  por  la  cualidad  sea 
de  su  gusto.  Sobre  que  la  atención  á  lo  que  se  les  habla  los 
fatiga,  en  esa  atención  misma  se  ocupan,  gastan  y  disipan  no 
pocos  espíritus,  que  faltando  esa  distracción,  se  emplearían 
en  lidiar  contra  la  causa  de  la  dolencia.  Así,  por  lo  común, 
conviene  dejarlos  en  aquel  medio  sueño,  en  aquel  ocio  lán- 
guido de  el  alma,  que  sin  aplicar  conato  alguno,  permite  errar 
libremente  por  el  celebro  todas  las  ideas  que  ocurre. 

El  cómo  ha  de  ser  tal,  que  se  evite  toda  molestia.  Debe  ha- 
blárseles  en  voz  remisa.  Los  vocingleros  descalabran  aun  á 
cabezas  de  bronce;  ¿qué  harán  á  las  de  vidrio?  No  se  les  ha 
de  molestar  con  preguntas,  ó  ponérseles  por  otra  vía  en  la 
precisión  de  alternar  la  conversación,  porque  les  resultan  de 
ello  dos  fatigas  :  la  de  discurrir  y  la  de  hablar. 

El  qué,^  sea  el  que  se  discurra  más  grato  para  el  enfermo, 
tocando  siempre  los  asuntos  más  conformes  á  su  genio,  y  á 
que  en  el  estado  de  sanidad  se  reconocía  más  inclinado.  Ya 
que  en  el  alimento  de  el  cuerpo  huyen  tanto  médicos  y  asis- 
tentes de  conformarse  á  su  apetito,  en  que  juzgo  se  yerra  mu- 
•^  chas  veces,  siquiera  en  el  pasto  de  el  alma  sigan  su  inclina- 
ción, en  que  nunca  puede  haber  inconveniente,  antes  evidente 
utilidad.  Cuando  hay  muchas  enfermedades  en  el  pueblo, 
puede  hacérseles  conversación  sobre  este  asunto ;  pero  con 
la  precaución  forzosa  de  darles  noticia  solamente  de  los  que 
escapan,  y  en  ningún  modo  de  los  que  mueren;  que  he  visto 
visitadores  tan  mentecatos,  que  apenas  aciertan  á  decir  otra 
cosa  á  un  enfermo,  sino  que  murieron  Fulano  y  Citano.  Es 


OBRAS    ESCOGIDAS  263 

mucho  lo  que  se  congoja  el  pobre  con  esto,  porque  en  la  ló- 
gica de  su  melancólico  discurso,  su  muerte  se  sigue  como  ila- 
ción de  las  otras. 

A  estas  reglas  generales  añadiré  la  nota  de  dos  errores,  en 
que  comunísimamente  inciden  los  que  visitan  á  los  enfermos: 
el  primero  es  el  de  preguntarles  todos,  uno  por  uno,  así  como 
van  entrando,  cómo  se  hallan.  Es  menester  la  paciencia  de 
Job  para  tolerar  tanta  pregunta  idéntica.  Aunen  una  levísima 
indisposición  es  notable  el  tedio  y  displicencia,  que  recibe  el 
doliente,  de  que  le  pregunten  una  misma  cosa  tantas  veces,  y 
de  haber  de  responder  á  todos  de  un  mismo  modo.  Lo  que 
se  debe  practicar  es,  preguntar  el  estado  de  el  enfermo  á  al- 
guno de  los  de  casa,  antes  de  entrar  á  verle,  ó  cuando  más, 
preguntarlo  en  voz  baja  al  que  estuviere  más  á  mano  de  los 
que  entraron  antes  en  el  aposento.  Puede  también  tomarse 
el  expediente  que  practicaba  un  sujeto  de  mi  religión  y  amigo 
mío,  el  cual,  hallándose  enfermo,  hacía  todas  las  mañanas  al 
enfermero  escribir  todo  cuanto  le  podían  preguntar ;  cómo 
había  pasado  la  noche,  si  el  dolor  de  cabeza  se  había  exacer- 
bado ó  disminuido,  el  estado  de  el  apetito  y  de  la  sed,  etc. 
Este  papel  mandaba  fijar  con  obleas  á  la  puerta  de  la  celda, 
para  que  leyéndole  los  que  entraban,  excusasen  fatigarle  con 
preguntas. 

El  segundo  error  es  meterse  los  visitantes  á  médicos.  Esto 
es  error  de  muchos.  Cosa  lastimosa  es,  que  siendo  el  arte 
médico  tan  abstruso,  tan  arduo,  tan  difícil,  que  para  conse- 
guirle, el  más  prolijo  estudio  es  insuficiente,  el  mayor  ingenio 
es  corto,  todos  se  metan  á  dar  en  él  su  voto.  Así,  con  lo  que 
á  cada  uno  se  le  antoja  que  puede  aprovechar,  ó  como  ali- 
mento ó  como  medicina,  muelen  á  los  enfermos  é  inquietan 
á  los  médicos.  ¡Cuántas  veces  he  visto  á  médicos  muy  adver- 
tidos hallarse  sumamente  perplejos  sobre  lo  que  debían  or- 
denar, y  al  mismo  tiempo  mil  don  Teruleques  cortar,  rajar, 
hender,  decidir  con  suprema  satisfacción  sobre  el  remedio 
que  convenía  prescribir  1  {Cuántas  veces  también  he  visto  sa- 
car estos  importunos  cachivaches  de  su  paso  al  médico  pru- 
dente y  docto,  el  cual,  bien  contempladas  las  circunstancias 
de  la  enfermedad  y  de  el  enfermo,  comprehendía  que  conve- 
nía estarse  quieto  á  la  mira,  dejando  todo  entre  tanto  al  be- 
neficio de  la  naturaleza;  pero  al  fin,  fatigado  y  vencido  (que 


264  F  E  I  J  o  o 

no  debiera)  de  las  continuadas  instancias  de  tanto  ignorante, 
ponía  las  manos  á  la  obra  y  ejecutaba  lo  que  no  convenía  1 
Suelen  estos  rudos  gritar  que  se  debe  ayudar  á  la  naturaleza. 
¡  Grande  aforismo  1  Todo  el  mundo  lo  sabe.  Pero  lo  que  ellos 
piensan  que  es  ayudar  á  la  naturaleza,  es  en  realidad  cortar- 
le piernas  y  brazos. 


XX 


Visitas  de  pésame 

Todos  los  que  están  oprimidos  de  algún  grave  pesar  son 
unos  enfermos  de  determinada  clase.  En  las  enfermedades,  á 
quienes  comunmente  se  da  el  nombre  de  tales,  empieza  el 
mal  por  el  cuerpo,  y  de  el  cuerpo  pasa  al  alma;  en  la  enfer- 
medad de  tristeza  empieza  por  el  alma,  y  de  el  alma  pasa  al 
cuerpo.  Para  los  apesarados,  todos  los  visitantes  deben  ser 
médicos,  ni  hay  otros  médicos  para  los  visitantes.  La  cura  de 
las  pasiones  de  el  alma  no  pertenece  á  la  física,  sino  á  la  ética. 
Así,  la  discreción  de  el  que  visita  puede  conciliar  al  enfermo 
algún  alivio ;  los  preceptos  de  el  viejo  Hipócrates,  ninguno. 

Mas  ¿qué  sucede?  Que  las  visitas  de  pésame  añaden  al  do- 
lor de  los  apesarados  otra  nueva  tortura.  A  una  viuda  deso- 
lada, á  un  viudo  amantísimo  de  su  difunta  consorte,  el 
precisarlos  á  estar  de  respeto  y  formalidad  un  día  entero,  ó 
muchos  días  enteros,  ¿no  es  tenerlos  otro  tanto  tiempo  en  un 
potro?  Tiene  el  dolor  grande  su  natural  desahogo  en  lágri- 
mas abundantes,  en  gemidos  impetuosos,  en  clamores  repeti- 
dos, en  ademanes  descompuestos.  Nada  de  esto  es  permitido 
á  quien  está  recibiendo  visitas.  Ha  de  estar  con  mucha  com- 
postura, sin  más  expresiones  de  su  dolor  que  las  que  hace  un 
farsante  en  la  aventura  triste  de  una  comedia.  Se  ha  de  ceñir 
á  una  representación  puramente  teatral  de  su  angustia.  Las 
palabras,  los  suspiros,  han  de  salir  con  medida,  compás  y  re- 
gla. Tiene  un  océano  de  amargura  dentro  de  el  pecho,  y  sólo 
se  le  consiente  arrojar  fuera  una  ú  otra  gota.  Y  si  se  mira 


OBRAS     ESCOGIDAS  205 

bien,  ese  no  es  desahogo,  ni  aun  levísimo,  antes  la  violencia 
qnc  se  padece  en  acomodarse  á  estas  demostraciones  regladas, 
es  añadidura  del  tormento. 

La  cruel  resulta  que  tiene  en  la  gente  dolorida  impedirles 
la  natural  respiración  de  la  queja,  explicó  bien  el  Picineli  en 
el  gerogliTico  de  un  río,  que  detenido,  se  hincha  más,  con  este 
lema  :  Ab  óbice  crescit.  Es  así  que  la  angustia  se  aumenta  todo 
lo  que  se  oculta,  y  tanto  ahoga,  cuanto  no  se  desahoga. 
Strangulat  inclusus  dolor^  dijo  Ovidio,  que  fué  muy  práctico 
en  la  materia. 

Por  esto  juzgo  yo  que  convendría,  que  á  los  que  están  de 
duelo  sólo  los  viesen  sus  parientes  y  más  estrechos  amigos, 
cuya  familiaridad  no  impide,  antes  facilita,  aquellos  rompi- 
mientos de  el  alma,  que  desembarazan  algo  la  opresión  de  el 
pecho.  Las  visitas  de  éstos  deben  tomar  por  principal  asunto 
un  sincero  ofrecimiento  de  sus  buenos  oficios,  especialmente 
cuando  el  dolor  tiene  por  motivo,  ó  parcial  ó  total,  la  pérdida, 
ó  efectiva  ó  inminente,  de  algunas  conveniencias  temporales. 
Fuera  de  parientes  y  amigos,  y  aun  más  que  éstos,  importa 
que  los  visite  algún  varón  espiritual  y  discreto,  cuya  virtud 
sea  notoria  á  todo  el  pueblo.  El  consuelo  que  dan  los  hom- 
bres de  este  carácter  en  cualquiera  aflicción,  ó  por  mejor  de- 
cir, Dios  por  medio  de  ellos,  es  muy  superior  á  todo  el  que 
pueden  ministrar  los  más  finos  parientes  y  amigos;  y  la  mejor 
obra  que  podrán  hacer  al  apesarado  los  parientes  y  amigos, 
será  granjearle  visitas  de  personas  de  esta  calidad. 

Todo  lo  dicho  se  debe  entender  de  los  duelos  verdaderos  y 
grandes,  que  á  la  verdad  hay  en  esta  materia  mucho  de  pers- 
pectiva. Si  muere  el  padre,  si  la  madre,  si  el  marido,  si  la  es- 
posa, siempre  el  correlativo  que  queda  acá  muestra  alto  sen- 
timiento. Pero  (i  quién  lo  ha  de  creer  de  el  marido,  que  se 
experimentó  más  amante  de  la  libertad  que  de  la  esposa? 
¿Quién  de  la  esposa  maltratada  de  el  marido,  que  miraba 
como  cautiverio  el  matrimonio?  ¿Quién  de  el  hijo  en  quien 
se  traslucía  esperar  con  impaciencia  la  herencia  paterna?  En 
estos  casos  viene  bien  la  multitud  de  visitas  de  pésame,  por- 
que son  proporcionados  pésames  de  cumplimiento  á  duelos 
de  ceremonia. 


266  F  E  I  J  o  o 

XXI 

C a?' t a  s 

El  escribir  cartas  con  acierto  es  parte  muy  esencial  de  la 
urbanidad,  y  materia  capaz  de  innumerables  preceptos;  pero 
pueden  suplirse  todos  con  la  copia  de  buenos  ejemplares.  Así, 
el  que  quisiere  instruirse  bien  en  ella,  lea  y  relea  con  reflexión 
las  cartas  de  varios  discretos  españoles,  que  poco  há  dio  á  la 
luz  pública  el  sabio  y  laborioso  valenciano  don  Gregorio 
Mayans  y  Sisear,  bibliotecario  de  su  majestad,  y  catedrático 
del  Código  de  Justiniano  en  el  reino  de  Valencia.  Esto  para 
las  cartas  en  nuestro  idioma.  Para  las  latinas,  los  que  desea- 
ren una  perfecta  enseñanza,  la  hallarán  en  las  de  el  doctísimo 
deán  de  Alicante,  don  Manuel  Martí,  que  acaba  de  publicar 
en  dos  tomos  de  octavo,  el  citado  don  Gregorio  Mayans;  y  en 
las  de  el  mismo  Mayans,  publicadas  en  un  tomo  de  cuarto,  el 
año  de  1732.  Y  cierto  considero  importantísimo  el  uso  de  los 
tres  libros  expresados,  porque  es  lastimoso  el  estado  en  que 
se  halla  la  latinidad  en  España,  especialmente  en  orden  al 
estilo  familiar  y  epistolar,  j  Cuántas  veces  ocurre  la  necesidad 
de  escribir  esta  ó  aquella  comunidad  grave  alguna  carta  latina 
á  Roma  ú  otro  país  extranjero,  y  cuan  pocos  sujetos  se  en- 
cuentran capaces  de  escribir  sino  un  latín  lleno  de  hispanis- 
mos !  Cuando  se  ofrece  hablar  á  un  extranjero,  que  sólo  se 
nos  puede  explicar  en  latín,  nos  hallamos  poco  menos  emba- 
razados para  confabular  con  él  en  este  idioma,  que  si  nos 
precisasen  á  hablar  en  arábigo. 

En  la  multitud  de  cartas  se  peca  como  en  la  frecuencia  de 
visitas ;  ni  las  cartas  son  otra  cosa  que  unas  visitas  por  escri- 
to. Son  muchos  los  que  incurren  en  este  abuso.  El  motivo 
más  común  es  captar  la  benevolencia  de  aquellos  á  quienes 
escriben.  Notable  necedad,  pensar  que  con  la  molestia  se 
granjea  el  amor.  Lo  contrario  sucede  á  cada  paso;  y  he  visto 
á  muchos,  con  la  repetición  de  cartas,  perder  la  estimación 
que  antes  lograban,  y  sin  esa  molienda  merecieran.  Hay  no 
pocos  que  las  escriben  por  la  vanidad  de  mostrar  las  respues- 


OBRAS     ESCOGIDAS  267 

tas,  para  que  los  respeten  como  á  hombres  que  se  correspon- 
den con  personas  distinguidas.  Éstos  son  molestos  para  aque- 
llos á  quienes  las  escriben,  y  para  aquellos  á  quienes  las  leen. 
Lo  ordinario  es,  que  los  que  por  este  medio  procuran  hacerse 
espectables,  sólo  consiguen  ser  tenidos  por  ridículos.  Apenas 
hay  quien  no  haga  mofa  de  los  que  de  corro  en  corro  and;!n 
leyendo  sus  cartas,  como  los  malos  poetas  sus  versos. 

Pero  ¿qué  remedio  habrá  contra  tales  impertinentes?  Ha- 
cerse desentendidos  los  que  reciben  las  cartas,  y  no  respon- 
derles, i  Oh  !  que  esto  es  falta  de  urbanidad.  No,  sino  sobra 
de  discreción,  y  la  aprehensión  contraria  reputo  por  error 
común.  No  hay  quien  tenga  por  inurbanidad  despachar  una 
ú  otra  vez  á  un  moliente  de  visitas,  haciendo  que  no  está  en 
casa.  ¿Por  qué  será  inurbanidad  portarse  con  un  moliente  de 
cartas  como  si  una  ú  otra  se  hubiese  perdido  en  el  correo? 
Ya  se  ve,  que  al  escritor  le  dolerá  la  falta  de  respuesta ;  mas 
si  yo  me  curo  de  una  indisposición,  que  padezco,  con  una 
medicina  que  me  amarga  á  mí,  ¿cuánto  mejor  será  curarme 
de  una  molestia  con  un  remedio  que  amarga  al  mismo  que  me 
causa  el  mal  ?  Ello,  parezca  bien  ó  mal,  yo  así  lo  practico,  y 
me  es  absolutamente  imposible  hacer  otra  cosa;  siendo  cierto, 
que  si  quisiese  responder  á  todos,  ni  tendría  caudal  para  pagar 
los  portes,  ni  tiempo  para  escribir  las  respuestas. 


APÉNDICE 

En  el  párrafo  XIV,  debajo  de  la  autoridad  de  Quintiliano, 
notamos  de  inurbana  la  chanza  que  se  extiende  á  asuntos 
genéricos,  comprehensivos  de  muchas  personas,  ya  presentes, 
ya  ausentes.  Pero  reservamos  para  aquí  individuar  y  corregir 
el  abuso  más  damnable  que  se  comete  en  esta  materia.  Este 
es  el  de  chancear,  zumbar,  y  aun  zaherir  sobre  el  capítulo  de 
el  estado  religioso. 

¿Creerán  los  herejes,  que  muchas  veces  entre  católicos  la 
profesión  de  el  estado  regular  sea  asunto  de  irrisión  ó  ludi- 
brio? ¿  Creerán  que  muchas  veces  á  un  religioso  le  llaman 
fraile  por  mofa  ?  ¿  Creerán  que  haya  hijos  de  la  Iglesia  roma- 
na, que  hablen  de  los  religiosos  aun  con  mayor  desprecio  que 


26d  FEI J  o  o 

ellos  mismos?  ¿Creerán  que  hay  entre  nosotros  quienes, 
cuando  un  religioso  en  alguna  acción  declina  de  las  reglas  de 
el  pundonor,  les  parece  que  la  califican  sobradamente  de 
indecorosa,  con  decir  que  es  una  fi-ailada?  No  sé  si  lo  cree- 
rán ;  pero  ello  así  es. 

No  veo,  á  la  verdad,  que  este  desorden  suba  muy  arriba: 
pero  tampoco  se  queda  muy  abajo.  Dividiendo  los  entendi- 
mientos de  los  hombres  en  tres  clases,  alta,  mediana  y  ínfima, 
se  hallará  que  el  bárbaro  lenguaje  de  hablar  con  desprecio  de 
los  religiosos  es  vulgarísimo  en  la  ínfima,  tiene  algún  lugar 
en  la  mediana,  pero  nunca  llega  á  la  suprema.  El  no  arribar  ja- 
más á  esta  clase  consiste  en  que  los  hombres  de  entendimien- 
to claro  ven  con  evidencia,  que  el  estado  religioso  por  muchas 
razones  mueve  á  veneración,  y  por  ninguna  á  desprecio. 
Como  la  clase  media  de  entendimientos  tiene  mucha  latitud, 
tanto  más  ó  menos  adolece  de  este  vicio,  cuanto  más  ó  menos 
se  acerca,  ó  á  la  alta,  ó  á  la  ínfima.  Creo  que  en  muchos  ó  los 
más  de  esta  clase  no  procede  de  dictamen  el  asco,  que  en  de- 
terminadas ocasiones  hacen  de  los  religiosos,  sino  de  que  no 
les  ocurre  otra  cosa  con  que  zaherir,  cuando  algún  religioso 
les  ocasiona  algún  enfado,  ó  cuando  en  conversación  festiva 
se  ven  precisados  á  reciprocar  la  zumba. 

Vamos  ya  á  cuentas,  señores  seculares,  sean  los  que  se  fue- 
ren, que  es  la  materia  más  grave  que  lo  que  vuestras  merce- 
des imaginan;  y  por  decírselo  francamente,  el  hablar  con 
vilipendio  de  los  religiosos  como  tales,  tiene  un  olor  infernal. 
En  un  religioso  hay  que  considerar  la  persona  y  el  estado.  La 
persona  tendrá  acaso  muchos  y  graves  defectos,  en  cuyo  caso 
será  reprehensible,  y  aun  despreciable  por  ellos;  mas  no  por 
eso  el  desprecio  se  debe  ó  puede  extender  al  estado.  Aunque 
la  persona  sea  malísima,  el  estado  siempre  es  santísimo.  Abo- 
rrecer los  vicios  de  un  religioso  malo,  nace  de  un  dictamen 
justo ;  insultar  el  estado,  no  puede  eximirse  de  sacrilegio. 
¿Qué  significa  cuando  un  religioso  con  alguna  acción  poco 
decorosa,  ó  imaginada  tal,  los  ofende  á  vuestras  mercedes, 
decir  que  obra  como  fraile,  ó  que  su  acción  es  frailada?  Sin 
duda  no  significa  otra  cosa,  sino  que  su  profesión  por  sí  mis- 
ma inñuye  y  inclina  á  acciones  torpes :  ni  más  ni  menos  que 
de  un  hombre  vil  por  su  oficio,  verbi-gracia  un  carnicero,  al 
cometer  una  infamia,  se  dice,  que  de  un  carnicero  no  se  podía 


OBRAS     ESCOGIDAS  269 

esperar  otra  cosa,  ó  que  obró  conforme  á  la  vileza  de  su  mi- 
nisterio. Vean  vuestras  mercedes  si  esto  es  condenar  un  esta- 
do que  la  Iglesia  aprueba,  desestimar  lo  que  la  Iglesia  aprecia, 
vilipendiar  lo  que  tantos  sumos  pontífices  han  calificado  con 
altísimos  elogios.  Véanlo  vuestras  mercedes,  y  reflexionen  lo 
que  de  aquí  se  sigue,  que  será  mejor  que  vuestras  mercedes 
lo  deban  á  su  reflexión,  que  á  mi  advertencia. 

Pero  convengo  en  que  bajemos  la  mira,  y  tratemos  la  ma- 
teria más  humanamente,  como  si  la  cuestión  fuese  con  perso- 
nas que  miran  con  indiferencia  el  infalible  y  venerable  dicta- 
men de  la  Iglesia  católica  romana.  Prescíndase,  digo,  de  la 
aprobación,  que  logran  de  la  Iglesia  todos  los  estatutos  regu- 
lares, y  miremos  el  asunto,  digámoslo  así,  con  puramente 
mundanos  ojos,  siquiera  porque  no  nos  digan,  que  por  desti- 
tuidos de  otra  defensa,  nos  acogemos  á  sagrado. 

¿  Por  dónde  el  nombre  de  fraile  podrá  ser  de  mal  sonido  ú 
de  bajo  significado?  Cinco  clases  de  religiosos  hay  en  la  Igle- 
sia de  Dios:  canónigos  reglares,  monacales,  religiosos  milita- 
res (prescindiendo  por  ahora  de  la  famosa  cuestión  de  si  lo 
son  rigurosamente),  clérigos  reglares  y  mendicantes.  Algunos 
comprehenden  bajo  el  nombre  de  frailes  á  todos,  exceptuando 
los  militares.  Otros  á  todos  los  que  preponen  al  nombre  la 
^oz  fray .  Otros,  finalmente,  sólo  á  los  mendicantes.  Yo  nunca 
he  sido  delicado  sobre  esta  materia.  He  visto  muchos  mona- 
cales, que  lo  son,  y  al  darles  el  nombre  de  frailes,  responden 
con  enfado,  que  no  son  frailes,  sino  monjes.  Es  cierto,  que 
tomando  la  y oz  frailes  en  la  tercera  acepción,  distinguen  bien, 
porque  el  estado  monacal  y  el  mendicante  constituyen  entre 
los  regulares  clases  distintas.  También  tomando  la  voz/;*ai7es 
en  la  segunda  acepción,  distinguen  oportunamente ;  porque 
la  agregación  de  oX  fray  al  nombre  en  los  monacales  es  una 
intrusión  de  poco  tiempo  á  esta  parte,  y  aun  esa  intrusión  se 
ha  extendido  poquísimo.  En  Francia,  Italia,  Alemania  y  Flan- 
des,  todos  los  monacales  preponen  simplemente  la  voz  don 
al  nombre,  don  Juan  de  Mabillón,  don  Lucas  de  Acheri,  don 
Edmundo  Marlene.  Aun  dentro  de  España,  los  cistercienses 
de  la  corona  de  Aragón  se  tratan  mutuamente  de  don.  Los 
hijos  de  san  Basilio  ya  se  dan  en  toda  España  el  mismo  trata- 
miento. Aun  en  nuestra  congregación  de  San  Benito  de  Va- 
lladolid,  que  es  donde  tuvo  principio  es  a  innovación,  algunos 


270  FE  I  J  o  o 

particulares  se  dan  recíprocamente  don,  sin  que  los  superio- 
res lo  corrijan,  por  tener  comprehendido,  que  este  tratamien- 
to es  conforme  á  la  regla  de  nuestro  gran  patriarca  san  Beni- 
to, como  probó  en  un  docto  escrito,  que  sacó  á  luz  el  año 
de  1733,  el  padre  maestro  don  Isidoro  Andrés,  monje  cister- 
ciense  de  la  corona  de  Aragón,  hijo  de  el  célebre  monasterio 
de  Santa  Fe,  y  al  presente  lector  de  artes  en  el  monasterio 
de  la  Oliva,  joven  de  amenísimo  ingenio  y  de  altas  esperan- 
zas. 

Todo  esto  es  verdad.  Mas  todo  esto  para  el  asunto  ¿qué 
importa?  En  la  consideración  de  otros,  mucho;  en  lamía, 
poco  ó  nada.  De  cualquiera  modo  que  se  tome  la  voz  fraile, 
y,  que  se  atienda  á  su  derivación,  que  á  su  significación,  es 
honradísima.  Derívase  de  la  voz  latina  frater,  que  significa 
hermano.  La  hermandad  de  los  religiosos  unidos  debajo  de 
un  techo,  ú  debajo  de  un  instituto,  ¿tiene  algo  de  malo?  El 
Espíritu  Santo,  en  la  pluma  de  David,  la  calificó  de  buena,  y 
muy  buena :  Ecce  quám  bonum,  et  quám  jucundum  habitare 
Fratres  in  unum.  Lo  que  significa,  es  un  hombre  destinado 
al  culto  divino  (sea  debajo  de  este  ú  aquel  instituto),  consa- 
grado á  Dios;  ministro  de  su  casa,  doméstico  del  Omnipoten- 
te, i  Hay  en  esto  alguna  bajeza?  No,  sino  una  nobleza  suma. 
¿Por  qué,  pues,  se  asquea  la  noz  fraile? 

Miremos  las  cosas  á  otra  luz,  y  humanemos  aún  más  la 
consideración.  Todo  lo  que  los  hombres  de  razón  estiman  en 
los  hombres  (dejando  aparte  los  bienes  de  fortuna,  que  son 
más  objeto  de  la  lisonja,  que  de  la  veneración)  se  reduce  á 
tres  capítulos  :  ciencia,  virtud  y  nacimiento;  ó  por  lo  menos, 
éstos  son  los  principales.  ¿Por  cuál  de  estos  tres  desmerece- 
rán los  frailes?  ¿Por  la  ciencia?  Es  sin  duda,  que  á  la  reserva 
de  una  religión  sola,  tantos  á  tantos  sin  comparación,  más 
ciencia  se  halla  en  los  religiosos,  que  en  los  seculares.  Entre 
aquellos  casi  todos  estudian;  entre  éstos  los  menos,  ó  sólo  un 
poco  de  gramática.  ¿Por  la  virtud?  ¿Quién  negará,  que  tantos 
á  tantos  se  puede  pronunciar  en  orden  á  este  capítulo  lo  mis- 
mo que  acabamos  de  decir  en  orden  al  de  la  ciencia?  ¿Por  el 
nacimiento?  Hay  muchos,  muchísimos,  muy  nobles,  y  para 
todos  se  hacen  prueba  de  limpieza  de  sangre;  en  algunas  re- 
ligiones, como  en  la  mía,  también  de  limpieza  de  oficio. 
A  vista  de  esto,  ¿quién  no   se  irritará  de  que  innumerables 


OBRAS     ESCOGIDAS  27I 

trastos  indignos,  que  hay  en  el  mundo,  despreciables  por  to- 
dos capítulos,  ineptos  para  todo,  sino  para  comer;  ignoran- 
tes, torpes,  rudos  y  aun  de  nada  calificado  nacimiento,  hablen 
con  asco  de  los  frailes,  cuando  entre  éstos  hay  muchos,  que 
aun  atendido  sólo  el  nacimiento,  los  exceden  muchos  codos; 
y  si  se  hubiesen  quedado  en  el  siglo,  no  los  admitirían  por 
criados  de  escalera  arriba?  ¡Cuántos,  sin  más  mérito  que  una 
peluca  en  la  cabeza,  miran  los  frailes  allá  abajo  con  un  des- 
dén fastidioso,  como  si,  prescindiendo  de  todas  las  demás 
circunstancias,  no  fuese  mucho  mayor  honra  cubrir  la  cabeza 
con  una  capilla,  de  cualquier  tela  ó  paño  que  sea,  que  con 
una  peluca  1 

Finalmente,  señores  seculares,  eso  de  apellidar  fi-ailada  á 
la  acción  ruin,  ó  descomedida,  en  que  tal  vez  caen  uno  ú  otro 
religioso,  les  aseguro  que  es  una  necedad  muy  de  marca  ma- 
yor. Ó  esa  denominación  significa,  que  es  propio  de  los  reli- 
giosos obrar  así,  ó  lo  que  coincide  á  lo  mismo,  que  así  obran 
comunísimamente;  proposición,  que  (dejando  aparte  la  cua- 
lificación  que  merece)  evidentemente  se  convence  de  falsa 
por  experiencia  y  por  razón.  Tantos  á  tantos,  como  arriba 
dije,  en  orden  á  ciencia  y  virtud,  más  pundonor  se  experi- 
menta en  los  religiosos,  que  en  los  seculares.  Á  la  reserva  de 
algunos  poquísimos,  siempre  he  visto  á  aquellos  muy  cons- 
tantes en  sus  amistades,  muy  fieles  en  sus  promesas,  muy 
gratos  á  sus  bienhechores,  etc. 

A  esta  experiencia  sufragan  dos  razones  de  gran  peso.  La 
primera  se  toma  de  la  educación  de  los  religiosos,  la  cual  es 
una  continua  instrucción  de  todo  género  de  virtudes  morales, 
en  que  son  comprehendidas  las  que  acabamos  de  expresar,  y 
todas  las  demás,  que  constituyen  á  un  hombre  pundonoroso, 
ó  como  decimos  vulgarmente,  hombre  de  bien. 

La  segunda  razón  tiene  fuerza  más  sensible.  El  motivo  por 
que  ordinariamente  los  hombres  cometen  acciones  ruines  es 
la  nimia  adhesión  á  los  propios  intereses.  Falta  éste  al  ami- 
go, aquél  al  pariente,  el  otro  al  bienhechor,  porque  les  tira 
más  el  propio  interés,  que  la  amistad,  que  la  gratitud,  que  el 
parentesco.  Ahora  bien ;  es  manifiesto  que  el  interés  propio 
tiene  más  fuerza  en  los  más  de  los  seculares,  que  en  los  reli- 
giosos. Todos  los  casados  encuentran  á  cada  paso  un  grande 
estorbo  para  obrar  con  generosidad,  en   la  atención  que  tie- 


272  FE  I  JO  o 

nen  al  interés  de  su  consorte  y  de  sus  hijos;  tropiezo  de  que 
carecen  los  religiosos  y  demás  eclesiásticos.  ¡Cuántos,  si  no 
tuviesen  otro  motivo  de  interés,  que  el  de  la  propia  persona, 
le  abandonarían  bizarramente  por  obrar  conforme  á  las  leyes 
del  pundonor!  pero  las  conveniencias  de  la  mujer  y  de  los 
hijos,  los  arrastran  y  obligan  á  ejecutar  alguna  ruindad,  que 
sin  ese  atractivo  no  ejecutarían.  Aun  respectivamente  á  los 
intereses  puramente  personales,  si  se  hace  el  cotejo  con  los 
seculares  de  cortos  medios,  se  hallará,  que  los  religiosos  están 
más  desembarazados  para  obrar  con  honradez  en  las  ocasio- 
nes que  se  ofrezcan.  Los  mismos  seculares  lo  advierten  esto, 
pues  cuando  algún  religioso,  poniéndoles  delante  su  propio 
ejemplo,  los  exhorta  á  obrar  con  más  pundonor  y  menos  co- 
dicia, lo  que  responden  es,  que  el  religioso  tiene  seguro  el 
plato,  y  ellos  no.  Luego,  por  cualquiera  parte  que  se  mire, 
más  propio  es  de  los  religiosos  obrar  con  honradez  que  de 
los  seculares.  Déjese,  pues,  esa  simpleza  de  tomar  las  voces 
fraile  y  fj-ailada  hacia  mala  parte,  ó  cuando  más,  estanqúese 
ese  uso  de  las  voces  en  chozas  pastoriles,  mesones  y  ta- 
bernas. 


ABUSOS  DE  LAS  DISPUTAS  VERBALES 


HE  oído  y  leído  mil  veces  (mas  ¿quién  no  lo  ha  oído  y 
leído?)  que  el  ñn,  sino  total,  primario,  de  las  dispu- 
tas escolásticas  es  la  indagación  de  la  verdad.  Con- 
vengo en  que  para  eso  se  instituyeron  las  disputas;  mas  no  es 
ese  por  lo  común  el  blanco  á  que  se  mira  en  ellas.  Dirélo  con 
voces  escolásticas.  Ese  es  el  fin  de  la  obra;  mas  no  del  ope- 
rante. O  todos  ó  casi  todos  los  que  van  á  la  aula,  ó  á  impug- 
nar ó  á  defender,  llevan  hecho  propósito  firme  de  no  ceder 
jamás  al  contrario,  por  buenas  razones  que  alegue.  Esto  se 
proponen,  y  esto  ejecutan. 

Há  siglo  y  medio  que  se  controvierte  en  las  aulas  con  gran- 
de ardor  sobre  la  física  predeterminación  y  ciencia  media. 
Y  en  este  siglo  y  medio  jamás  sucedió  que  algún  jesuíta  salie- 
se de  la  disputa  resuelto  á  abrazarla  física  predeterminación, 
ó  algún  tomista  á  abandonarla.  Há  cuatro  siglos  que  lidian 
los  scotistas  con  los  de  las  demás  escuelas  sobre  el  asunto  de 
la  distinción  real  formal.  ¿  Cuándo  sucedió,  que  movido  de  la 


274  FEIJOO 

fuerza  de  la  razón  el  scotista,  desamparase  la  opinión  afir- 
mativa, ó  el  de  la  escuela  opuesta,  la  negativa?  Lo  propio  su- 
cede en  todas  las  demás  cuestiones  que  dividen  escuelas,  y 
aun  en  las  que  no  las  dividen  Todos  ó  casi  todos  van  resuel- 
tos á  no  confesar  superioridad  á  la  razón  contraria.  Todos  ó 
casi  todos,  al  bajar  de  la  cátedra,  mantienen  la  opinión  que 
tenían  cuando  subieron  á  ella.  Pues  ¿qué  verdad  es  esta  que 
dicen  van  á  descubrir?  Verdaderamente  parece  que  este  es  un 
modo  de  hablar  puramente  teatral. 

Pero  ¿acaso,  aunque  los  combatientes  no  cejen  jamás  de 
las  preconcebidas  opiniones,  los  oyentes  ó  espectadores  del 
combate  harán  muchas  veces  juicio  de  que  la  razón  está  de 
esta  ú  de  aquella  parte,  y  así,  para  estos,  por  lo  menos,  se 
decidirá  la  verdad  ?  Tampoco  esto  sucede.  Los  oyentes  capa- 
ces ya  tomaron  partido,  ya  se  alistaron  debajo  de  estas  ó 
aquellas  banderas,  y  tienen  la  misma  adhesión  á  la  escuela 
que  siguen  que  sus  maestros.  ¿Cuándo  sucede,  ó  cuándo  su- 
cedió, que  al  acabarse  un  acto  literaria,  alguno  de  los  oyen- 
tes, persuadido  de  las  razones  de  la  escuela  contraria,  pasase 
á  alistarse  en  ella?  Nunca  llega  ese  caso;  porque  aunque  vean 
prevalecer  el  campeón,  que  batalla  por  el  partido  opuesto, 
nunca  atribuyen  la  ventaja  á  la  mejor  causa  que  defiende, 
sino  á  la  debilidad,  rudeza  ó  alucinación  del  que  sustenta  su 
partido.  Nunca  en  el  contrario  reconocen  superioridad  de 
armas,  sí  solo  mayor  valentía  de  brazo. 

Mas  qué?  por  eso  condeno  como  inútiles  las  disputas?  En 
ninguna  manera.  Hay  otros  motivos  que  las  abonan.  Es  un 
ejercicio  laudable  de  los  que  las  practican,  y  un  deleite  ho- 
nesto de  los  que  las  escuchan.  El  tratar  y  oir  tratar  frecuente- 
mente materias  científicas,  infunde  cierto  hábito  de  elevación 
al  entendimiento,  por  el  cual  está  más  dispuesto  á  mirar  con 
desdén  los  deleites  sensibles  y  terrestres.  Aun  prescindiendo 
de  esta  razón,  cuanto  más  se  engolosinare  la  atención  en 
aquellos  objetos,  tanto  más  se  debilitará  su  afición  á  éstos; 
porque  la  disposición  nativa  de  nuestro  espíritu  es  tal,  que,  á 
proporción  que  se  aumenta  en  él  la  impresión  de  un  objeto, 
se  mitiga  la  de  otro.  Finalmente,  el  ejercicio  de  la  disputa 
instruye  y  habilita  para  defender  con  ventajas  los  dogmas  de 
la  religión,  y  impugnar  los  errores  opuestos  á  ella ;  y  este 
motivo  es  de  suma  importancia. 


OBRAS     ESCOGIDAS  275 

Mas  por  lo  que  mira  á  aclarar  la  verdad  en  los. asuntos  que 
se  controvierten  en  las  escuelas,  es  verisímil  que  ésta  se  esta- 
rá siempre  escondida  en  el  pozo  de  Demócrito.  Bien  lejos 
de  ponerse  los  conatos  que  se  jactan  para  descubrirla,  yo  me 
contentaría  con  que  no  se  pusiesen  para  obscurecerla.  Daño 
es  éste  que  he  lamentado  en  las  escuelas,  desde  que  empecé 
á  frecuentarlas.  No  de  todos  los  profesores  me  quejo,  pero  sí 
de  muchos,  que  en  vez  de  iluminar  la  aula  con  la  luz  de  la 
verdad,  parece  que  no  piensan  sino  en  echar  polvo  en  los 
ojos  de  los  que  asisten  en  ella.  A  cinco  clases  podemos  redu- 
cir á  éstos,  porque  no  en  todos  reinan  los  mismos  vicios, 
aunque  hay  algunos  que  incurren  en  todos  los  abusos  de  que 
vamos  á  tratar. 


II 


Los  primeros  son  aquellos  que  disputan  con  demasiado 
ardor.  Hay  quienes  se  encienden  tanto,  aun  cuando  se  con- 
trovierten cosas  de  levísimo  momento,  como  si  peligrase  en 
el  combate  su  honor,  su  vida  y  su  conciencia.  Hunden  la 
aula  á  gritos,  afligen  todas  sus  junturas  con  violentas  contor- 
siones, vomitan  llamas  por  los  ojos,  poco  les  falta  para  hacer 
pedazos  cátedra  y  barandilla,  con  los  furiosos  golpes  de  pies 
y  manos.  ¿Qué  se  sigue  de  aquí?  Que  furor ^  iraque  mentem 
prcecipitant ;  que  llegan  á  tal  extremo,  que  ya  no  sólo  los 
asistentes  no  los  entienden,  mas  ni  aun  ellos  se  entienden  á 
sí  mismos.  ¿Conviene  esto  á  la  gravedad  de  los  profesores? 
¿Corresponde  á  la  circunspección  y  modestia,  propias  de  gen- 
te literata  ? 

Sin  duda  que  en  cualquiera  ciencia  es  violentísimo  este 
modo  de  disputar ;  pero  mucho  más  que  en  otras,  en  la  excel- 
sa y  serena  majestad  de  la  sagrada  teología.  Así  lo  sintió  el 
Nacianceno,  el  cual,  en  aquella  oración,  cuyo  asunto  es  De 
moderatione  in  disputationibus  servanda,  todo  muy  á  nuestro 
intento,  dijo,  que  la  mayor  excelencia  de  la  teología  es  ser 


276  FEIJOO 

ciencia  pacífica  :  Qiiidnarn  in  nosU-a  docti'ina  prcestantissimum 
est?  Pax.  Y  añade  al  punto,  que  la  paz  en  la  disputa,  no  sólo 
es  nobilísima,  sino  útilísima:  Addam  ctiam,  utilissitninn.  La 
utilidad  es  notoria,  porque  la  serenidad  de  ánimo  es  impor- 
tantísima para  discurrir  con  acierto  y  explicarse  con  claridad. 
Así  los  disputantes  adelantan  más  y  los  oyentes  perciben  me- 
jor. Como,  al  contrario,  el  fuego  de  la  cólera  confunde  el 
discurso  y  atropella  la  explicación,  es  llama  impura,  que  en 
vez  de  alumbrar  la  aula,  la  llena  de  humo. 

No  es  esto  condenar  aquella  enérgica  viveza,  que  como  ca- 
lor nativo  de  la  disputa,  da  aliento  á  la  razón ;  sino  aquel 
feroz  tumultuante  estrépito,  más  propio  de  brutos  que  se 
irritan,  que  de  hombres  que  razonan,  y  que  á  los  que  no  han 
visto  otras  veces  semejantes  lides,  pone  en  miedo  de  que  lle- 
guen á  las  manos,  como  Juan  Barclayo  dice  le  sucedió  con 
dos  profesores,  cuya  ardiente  contienda  pinta  festivamente 
en  la  primera  parte  de  su  Satiricen:  Tam  acriter  cceperunt 
contenderé^  tit  res  meo  judicio  ad  manus,  pugnamque  specta- 
ret.  Siendo  yo  oyente  en  Salamanca,  sucedió,  que  un  cate- 
drático de  prima,  por  el  excesivo  fuego  con  que  tomó  el 
argumento,  se  fatigó  tanto,  que,  quedando  casi  totalmente 
inmóvil,  fué  menester  una  silla  de  manos  para  conducirle  á 
su  casa. 

Estas  iras  comunmente,  no  sólo  son  viciosas  por  sí  mis- 
mas, mas  también  por  el  principio  de  donde  nacen ;  porque, 
¿quién  las  inspira,  sino  un  espíritu  de  emulación  y  de  vana- 
gloria, un  desordenado  deseo  de  prevalecer  sobre  el  contra- 
rio, una  ardiente  ambición  del  aplauso,  que  entre  la  ignorante 
multitud  logra  el  que  hace  mayor  estrépito  en  la  aula?  A  los 
genios  inmoderados,  la  ansia  de  lucir  los  hace  arder.  Dejo 
aparte  la  mala  disposición,  que  tal  vez  persevere  en  los  áni- 
mos, como  efecto  del  fervoroso  anhelo  con  que  los  conten- 
dientes recíprocamente  aspiran  á  lograr  en  el  público  supe- 
riores estimaciones.  Ya  se  vio  por  estos  celos  llegar  á  la 
indignidad  de  apedrearse  públicamente  en  la  calle  dos  insig- 
nes profesores,  respetados  por  su  sabiduría  en  toda  Italia,  y 
autores  uno  y  otro  de  muy  estimables  escritos.  Refiere  el  caso 
el  famoso  Guido  Pancirola,  en  el  libro  II  De  claris  legum' 
interpretibus,  capítulo  CXXVII.  ¡  Monstruoso  desorden  en 
unos  hombres  sabios  1  Tantee  ne  animis  coelestibus  irce?  Como 


OBRAS    ESCOGIDAS  277 

quiera  que  tan  destemplados  furores  sean  muy  raros,  es  cier- 
to que  el  estrépito  tumultuante  de  la  disputa,  el  cual  es  bien 
ordinario,  es  un  abuso  que,  por  las  razones  insinuadas  arri- 
ba, perjudica  mucho  á  la  enseñanza  pública. 


III 


El  segundo  abuso,  que  se  da  mucho  la  mano  con  el  prime- 
ro, es  herirse  los  disputantes  con  dicterios.  En  las  tempesta- 
des de  la  cólera  pocas  veces  suena  tan  inocente  el  trueno  de 
la  voz,  que  no  le  acompañe  el  rayo  de  la  injuria.  Es  dificul- 
tosísimo en  los  que  se  encienden  demasiado,  regir  de  tal 
modo  las  palabras,  que  no  se  suelte  una  ú  otra  ofensiva.  El 
fuego  de  la  ira  también  en  esto  se  parece  al  fuego  material, 
que  comunmente  es  denigrativo  de  la  materia  en  que  se  ceba. 
Es  ésta  sin  duda  una  intolerable  torpeza  en  hombres  doctos, 
ó  que  hacen  representación  de  tales. 

No  digo  yo  que  se  oigan  en  las  aulas  injurias  que  inmedia- 
ta y  expresamente  toquen  en  las  personas.  Esto,  ó  rarísima 
vez  ó  ninguna  sucede.  Pero  ¿qué  importa?  Se  oyen  frecuen- 
temente desprecios  de  la  doctrina,  y  éstos  de  resulta  caen 
sobre  la  persona.  El  que  defiende,  desdeña  como  fútil  el  ar- 
gumento. El  que  arguye,  trata  de  absurda  la  solución.  A  cada 
paso  se  dicen  que  extrañan  mucho  tal  ó  tal  proposición,  como 
opuesta  á  la  doctrina  comunísima.  Estas  y  otras  expresiones 
semejantes,  ¿no  significan  á  los  oyentes,  que  el  sujeto  á  quien 
se  refieren  es  un  hombre  desnudo  de  ingenio  y  doctrina? 

Lo  peor  es,  que  comunmente  se  usa  de  ellas  cuando  son 
más  intempestivas  y  más  opuestas  á  la  razón.  El  que  arguye, 
nunca  con  más  conato  vilipendia  la  solución,  que  cuando 
ésta,  por  muy  oportuna,  le  corta  el  argumento.  El  que  defien- 
de, nunca  más  ultraja  como  despropositado  el  argumento, 
que  cuando  éste  le  estrecha,  aprieta  y  ultraja.  Sidonio  Apoli- 
nar dice  de  un  amigo  suyo,  que  entonces  se  certificaba  de  ser 
vencedor  en  la  disputa,  cuando  veía  desbocarse  irritado  el 


278  FEIJOO 

contrario  :  Tiinc  demum  credit  sibi  cessisse  collegam,  cum 
fidem  fecerit  victorice  suce  bilis  aliena  (i).  El  que  no  puede 
dar  al  argumento  solución  oportuna,  procura  desacreditarle 
entre  los  oyentes  con  el  desprecio.  Cubre  su  flaqueza  con  el 
manto  de  la  osadía ;  y  vencido  en  la  realidad,  se  ostenta 
triunfante  en  la  apariencia.  Este  modo  de  proceder,  si  el  con- 
curso se  compusiese  sólo  de  doctos,  le  duplicaría  la  confu- 
sión, añadiéndole  á  la  nota  de  ignorante,  la  ignominia  de 
insolente.  Pero  el  mal  es,  que  las  aulas  se  llenan  de  princi- 
piantes en  las  facultades,  entre  quienes  la  inmodestia  más 
atrevida  logra  los  Víctores  de  una  ciencia  consumada. 

Fuera  de  este  modo  descubierto  de  improperar,  hay  otro 
ladino  y  solapado,  más  seguro  para  el  ofensor  y  más  dañoso 
al  ofendido.  Este  es  el  de  insultar  por  señas.  Una  risita  falsa 
á  su  tiempo,  arrugar  fastidiosamente  la  frente,  escuchar  con 
un  gesto  burlón  lo  que  se  le  propone,  volver  los  ojos  al  audi- 
torio como  mirando  la  extravagancia,  responder  con  un  afec- 
tado descuido,  como  que  no  merece  más  atención  el  argu- 
mento, arrojar  hacia  el  contrario  una  ú  otra  miradura  con 
aire  de  socarronería,  simular  un  descanso  tan  ageno  de  toda 
solicitud  en  la  cátedra,  como  si  estuviese  reposando  en  el 
lecho,  y  otros  artificios  semejantes,  ¿qué  significan  al  audito- 
rio, sino  una  superioridad  grande  sobre  el  otro  contendiente? 
¿Qué  le  dan  á  entender,  sino  que  éste  es  un  pobre  idiota,  que 
no  acierta  con  cosa,  y  más  merece  lástima  que  respuesta? 
¡Oh,  cuántos  ignorantes  se  sirven  de  estas  maulas,  para  en- 
cubrir á  otros,  tanto  ó  más  ignorantes  que  ellos,  su  rudeza! 
¿Qué  es  esto,  sino  suplir  el  esfuerzo  con  la  alevosía,  ó  como 
decía  el  griego  Lisandro,  la  piel  de  león  con  la  de  zorra?  In- 
dustria vulgar,  artificio  vil,  propio  de  espíritus  de  la  ínfima 
clase. 


IV 


El  tercer  abuso  es  la  falta  de  explicación.   Este  defecto, 
aunque  menos  voluntario,  no  es  menos  nocivo.  En  él  se  inci- 


(i)     Libro  III,  epístola  II. 


OBRAS     ESCOGIDAS  279 

de  frecuentísimamente.  Muchas  altercaciones  porfiadísimas 
se  cortarían  felizmente,  sólo  con  explicar  recíprocamente  el 
arguyente  y  el  sustentante  la  significación  que  dan  á  los  tér- 
minos. Es  el  caso,  que  muchísimas  veces  uno  da  á  una  voz 
cierta  significación,  y  otro  otra  diferente;  uno  le  da  signifi- 
cación más  lata,  otro  más  estrecha  ;  uno  más  general,  otro 
más  particular.  Entrambos  dicen  verdad,  y  entrambos  se  im- 
pugnan acerbísimamente,  escandalizándose  cada  uno  de  lo 
que  dice  el  otro.  Entrambos  dicen  verdad,  porque  cualquiera 
de  las  dos  proposiciones,  en  el  sentido  en  que  toma  los  tér- 
minos el  que  la  profiere,  es  verdadera.  Con  todo,  se  van  mul- 
tiplicando silogismos  sobre  silogismos,  y  todos  dan  en  vacío, 
porque  en  la  realidad  están  acordes,  y  sólo  en  el  sonido  niega 
el  uno  lo  que  afirma  el  otro. 

Esta  confusión  ocurre  no  menos  en  las  disputas  de  conver- 
saciones particulares,  que  en  las  de  los  actos  públicos.  Digo 
lo  que  he  experimentado  innumerables  veces.  Y  puedo  ase- 
gurar, que  muchísimas  controversias  de  conversación,  que 
no  tenían  traza  de  terminarse  jamás,  he  tronchado  con  dos 
palabras  de  explicación  de  alguna  voz.  Es  facilísimo  conocer 
cuándo  nace  de  este  principio  la  disputa,  porque  las  pruebas 
de  que  usan  uno  y  otro  contendiente,  ó  la  prueba  que  da  el 
uno  y  solución  que  da  el  otro,  muestran  claramente  que  ha- 
blan en  diverso  sentido,  y  aun  manifiestan  el  sentido  en  que 
habla  cada  uno. 


V 


El  cuarto  abuso  es  argüir  sofísticamente.  Los  sofistas  ha- 
cen un  papel  tan  odioso  en  las  aulas,  como  en  los  tribunales 
los  tramposos.  Entre  los  antiguos  sabios  eran  tenidos  por  los 
truhanes  de  la  escuela.  Luciano  los  llamó  monos  de  los  filó- 
sofos. Y  yo  les  doy  el  nombre  de  titiriteros  de  las  aulas.  Una 
y  otra  son  artes  de  ilusiones  y  trampantojos.  Platón  (In  Eu- 
thidemo)  dice,  que  la  aplicación  á  los  sofismas  es  un  estudio 


28o  FE  I  J  OO 

vilísimo,  y  ridículos  los  que  se  ejercitan  en  él :  Studium  hoc 
vilissimum  est^  et  qui  in  eo  versantu?-^  ridiciili.  Poco  antes  ha- 
bía dicho,  sentencia  digna  de  Platón,  que  es  cosa  más  ver- 
gonzosa concluir  á  otros  con  sofismas,  que  ser  concluido  de 
otro  con  ellos.  En  las  guerras  de  Minerva,  como  en  las  de 
Marte,  menos  deslucido  sale  el  que  es  vencido,  peleando  sin 
engaño,  que  el  que  vence,  usando  de  alevosía.  La  máxima 
Dolus^  an  virtus,  quis  in  hoste  requií-at?  si  es  mal  vista  del 
honor  en  la  campaña,  con  no  menor  razón  debe  ser  aborre- 
cida en  la  escuela. 

Es  el  sofisma  derechamente  opuesto  al  intento  de  la  dispu- 
ta. El  fin  de  la  disputa  es  aclarar  la  verdad,  el  del  sofisma 
obscurecerla ;  luego  debiera  desterrarse  para  siempre  de  la 
aula,  no  sólo  como  un  huésped  indigno  y  violentamente  in- 
truso en  ella,  mas  aun  como  un  alevoso  enemigo  de  la  verda- 
dera sabiduría.  Y  ¿qué  diré  de  los  sofistas?  Que  sería  razón 
los  castigasen  como  á  monederos  falsos  de  la  dialéctica,  ya 
que  no  con  suplicio  de  sangre,  pues  no  le  admite  la  benigni- 
dad de  la  república  literaria,  por  lo  menos  con  la  afrenta  pú- 
blica del  común  desprecio. 

Estoy  bien  con  la  máxima,  que  han  practicado  algunos,  de 
no  dar  á  los  sofismas  otra  respuesta  que  la  de  un  gracejo  irri- 
sorio. Un  sofista  le  probaba  á  Diógenes,  que  no  era  hombre, 
con  este  argumento  :  «  Lo  que  yo  soy,  no  lo  eres  tú ;  yo  soy 
hombre,  luego  tú  no  eres  hombre.»  Respondióle  Diógenes: 
«Empieza  el  silogismo  por  mí,  y  sacarás  una  conclusión  ver- 
dadera.» Motejo  agudo;  porque  para  empezar  por  Diógenes 
el  silogismo,  era  preciso  que  el  sofista  lo  formase  así :  lo  que 
tú  eres,  no  lo  soy  yo ;  tú  eres  hombre,  luego  yo  no  soy  hom- 
bre. Otro  sofista  le  probaba  al  mismo  Diógenes,  que  tenía 
armada  la  frente,  con  aquel  sofisma  famoso  entre  los  anti- 
guos, y  que  aún  hoy  sirve  de  diversión  á  los  muchachos,  á 
quien,  por  su  materia,  dieron  el  nombre  de  cornuto :  Quod 
non  perdidisti^  habes  ;  sed  non  perdidisti  cornua  ;  ergo  cornua 
habes.  A  lo  que  Diógenes,  tocándose  la  frente,  respondió: 
«En  verdad  que  yo  no  los  encuentro.»  De  Diodoro,  famoso 
sofista,  refiere  Sexto  Empírico,  que  solía  probar,  que  no  ha- 
bía movimiento  con  este  dilemmaí  «Si  algún  cuerpo  se  mue- 
ve, ó  se  mueve  en  el  lugar  en  que  está,  ó  en  el  lugar  en  que 
no  está ;  ni  se  mueve  en  el  lugar  en  que  está,  pues  esto  es 


OBRAS     ESCOGIDAS  251 

estar  y  no  moverse,  ni  en  el  que  no  está,  pues. ningún  cuerpo 
puede  hacer  cosa  en  el  lugar  en  que  no  está  ;  luego  ningún 
cuerpo  se  mueve.»  Había  molido  con  este  enredo,  entre  otros 
muchos,  al  médico  Heroñlo.  Sucediendo  algún  tiempo  des- 
pués, que  por  cierto  accidente  se  le  dislocase  un  hueso  á  Dio- 
doro,  acudió  á  Herofilo  para  que  se  lo  restituyese  á  su  lugar. 
Halló  Herofilo  la  suya,  y  en  vez  de  curarle,  le  probó  con  su 
mismo  argumento,  que  el  hueso  no  se  había  dislocado,  di- 
ciendo :  «Ó  el  hueso  al  dislocarse  se  movió  en  el  lugar  en  que 
estaba,  ó  en  el  que  no  estaba,  etc.»  Por  consiguiente  se  vol- 
viese á  su  casa,  pues  siendo  su  enfermedad  imaginaria,  no 
necesitaba  de  cura  ;  aunque  al  fin  con  ruegos  obtuvo  Diodo- 
ro,  que  el  médico  aplicase  la  mano  á  la  obra.  De  Diógenes 
también  se  cuenta,  que  probándole  otro  con  cierto  argumento 
de  Zenón,  que  no  había  movimiento,  no  le  dio  otra  respues- 
ta, que  empezar  á  pasearse  por  la  sala  y  decirle  :  «Creo  á  mis 
ojos,  y  no  á  tus  inepcias.» 

Acaso  es  más  oportuna  esta  respuesta  que  las  sutilezas  que 
Aristóteles  (i)  empleó  en  disolver  todas  las  cavilaciones  de 
Zenón  sobre  el  movimiento.  Son  los  sofismas  unos  nudos, 
como  el  gordiano,  mejores  para  cortados  que  para  desatados. 
Desátalos  el  estudio,  córtalos  el  desprecio.  Aquello  es  más 
difícil,  esto  más  útil ;  porque  los  sofistas,  viendo  que  se  tra- 
baja en  deshacer  sus  enredos,  haciendo  gala  de  la  dificultad 
que  en  ello  se  encuentra,  toman  más  aire  para  proseguir  en 
ellos,  y  al  contrario,  cesarían  en  ese  fútil  ejercicio,  corridos 
de  ver  que  no  se  les  daba  otra  respuesta  que  la  irrisión. 

Esto  se  debe  limitar  á  los  sofismas  que  evidentemente  son 
tales.  De  esta  clase  son  todos  aquellos  argumentos  que  in- 
tentan probar  una  cosa  evidentemente  falsa,  como  el  que  no 
hay  en  el  mundo  movimiento.  ¿Qué  necesidad  hay  de  forma- 
lizarse sobre  disolver  un  sofisma  formado  sobre  este  asunto? 
Aunque  Zenón  amontonase  un  millón  de  sofismas  indisolu- 
bles para  probar  la  quietud  de  todos  los  cuerpos,  ¿  habría 
quien  diese  asenso  á  la  conclusión?  Déjesele,  pues,  cavilar  á 
su  gusto,  y  el  filósofo  no  gaste  en  esas  impertinencias  el  tiem- 
po, que  há  menester  para  estudios  más  útiles. 

Mas  como  en  las  aulas  rara  ó  ninguna  vez  se  proponen  so- 


(i)     Libro  VI  Phisic,  capítulo  IX. 


282  K  E  1  J  o  o 

fismas  contra  verdades  evidentes,  y  aunque  se  propusiesen, 
siempre  quedaría  desairado  el  que  respondiendo  sólo  con  el 
desprecio,  tácitamente  confesase  su  inhabilidad  para  desatar 
el  nudo,  en  el  discurso  siguiente  daremos  una  instrucción  ge- 
neral para  disolver  ó  todos,  ó  la  mayor  parte  de  los  sofismas. 


VI 


El  quinto  y  último  abuso,  ó  defecto,  que  hallamos  en  las 
disputas  verbales,  es  la  establecida  precisión  de  conceder  ó 
negar  todas  las  proposiciones  de  que  consta  el  argumento. 
Este  defecto,  si  lo  es,  es  general,  pues  todos  lo  practican 
así.  Pero  entiendo,  que  muchos  que  lo  practican,  acaso  los 
más,  no  lo  hacen  por  dictamen  de  que  eso  sea  lo  más  con- 
veniente, sino  la  casi  inevitable  necesidad  en  que  los  pone 
la  costumbre  establecida.  Ocurren  muchas  veces  en  el  ar- 
gumento proposiciones  de  cuya  verdad  ó  falsedad  no  hace 
concepto  determinado  el  que  defiende.  Parece  ser  contra  ra- 
zón, que  entonces  conceda  ni  niegue.  ¿  Por  qué  ha  de  conce- 
der lo  que  ignora  si  es  verdadero,  ó  negar  lo  que  no  sabe  si 
es  falso?  Pues  ¿  qué  expediente  tomará?  No  decir  concedo^ni 
niego^  sino  dudo.  Esto  manda  la  santa  ley  de  la  veracidad. 
En  el  caso  propuesto,  ni  asiente  ni  disiente  positivamente ; 
luego,  concediendo  ó  negando,  falta  á  la  verdad,  porque  con- 
ceder la  proposición,  es  expresar  que  asiente  á  ella,  y  negar, 
es  manifestar  que  disiente  positivamente.  Sólo  diciendo  que 
duda,  se  conformarán  las  palabras  con  lo  que  tiene  enlamen- 
te.  Ni  por  eso  se  empantanará  el  argumento  (que  es  el  incon- 
veniente que  se  me  podría  objetar),  porque  al  arguyente  in- 
cumbe probar  la  verdad  de  su  proposición  cuando  duda  de 
ella  el  que  defiende,  del  mismo  modo  que  si  la  negase.  Así, 
respecto  de  la  obligación  del  arguyente,  lo  mismo  es  decir  el 
que  defiende,  dubito  de  mayoiñ.^  que  decir,  negó  mqyo?'em.  Si 
sucediere  que  el  arguyente  pruebe  la  verdad  de  su  proposi- 
ción, podrá  entonces  el  que  defiende  concederla  sin  desaire 


OBRAS     ESCOGIDAS  283 

suyo,  pues  esto  no  es  retractarse,  sino  determinarse  en  un 
asunto  en  que  antes  estaba  indeciso. 

Diráseme  acaso,  que  el  inconveniente  de  faltar  á  la  verdad 
se  evita  con  las  fórmulas  de  admitió^  permitió,  omitto,  tran- 
seat^  pues  estas  voces  no  explican  asenso  ni  disenso.  Respon- 
do, lo  primero,  que  dado  caso  que  se  evite  con  esas  fórmulas 
el  inconveniente  de  faltar  á  la  verdad,  subsiste  otro  harto 
grave.  Muchas  veces  esas  proposiciones,  de  cuya  verdad  ó 
falsedad  se  duda,  aunque  tengan  conexión  mediata  con  la 
contradictoria  de  la  conclusión  que  se  defiende,  no  descubren 
esa  conexión  á  primera  vista;  de  suerte,  que  el  que  defiende, 
no  sólo  duda  de  la  verdad  de  la  proposición,  mas  también  de 
su  conexión  ó  inconexión  con  la  sentencia  contradictoria  de 
la  suya.  ¿  Qué  hará  en  este  caso  ?  ¿  Usar  del  ¿Zí/m/íío?  Caerá 
en  el  inconveniente  de  que  el  que  arguye  descubra  con  prue- 
ba clara  la  conexión  que  se  le  ocultaba,  en  cuyo  caso  tanto 
le  perjudicará  el  haber  admitido  la  proposición  como  haberla 
concedido. 

Respondo,  lo  segundo,  que  el  inconveniente  de  faltar  á  la 
verdad,  examinado  el  fondo  de  las  cosas,  tampoco  se  salva. 
El  que  admite  una  proposición  y  niega  el  consiguiente,  niega 
formalmente  la  conexión  de  aquella  con  éste.  Luego  si  duda 
de  la  conexión,  niega  positivamente  ú  disiente  positivamente 
con  las  palabras  á  una  cosa  de  que  duda  con  la  mente.  ¿Es 
esto  conformarse  lo  que  dice  con  lo  que  siente .'' 

Puede  ser  que  estos  reparos  míos  á  muchos  parezcan  ni- 
miamente escrupulosos.  Yo  realmente  en  materia  de  veraci- 
dad soy  delicado.  Ni  se  me  esconde  que  las  voces  niego  y 
concedo^  por  el  uso  de  la  escuela,  se  han  extraído  algo  de  su 
natural  ú  ordinaria  significación,  de  modo,  que  respecto  de 
los  facultativos,  ya  no  sólo  significan  un  asenso  cierto  y  fir- 
me, ó  á  la  afirmativa,  ó  á  la  negativa,  mas  también  un  asenso 
sólo  probable.  Mas  sea  lo  que  se  fuere  de  esto,  lo  que  no 
tiene  duda  es,  que  las  disputas  serán  más  limpias,  más  claras 
y  más  útiles  para  los  oyentes,  proponiendo  lo  cierto  como 
cierto,  lo  probable  como  probable,  y  lo  dudoso  como  dudoso. 


ARTE  DE  MEMORIA 


(i) 


PERSUADIDO  ya  vuestra  reverencia  á  lo  poco  que  puede 
esperar  de  los  medicamentos  para  lograr  grandes  pro- 
gresos en  el  estudio,  apela  de  la  anacardina  á  la  arte 
de  memoria^  preguntándome  si  hay  tal  arte,  si  hay  libros  que 
traten  de  ella,  y  si  por  sus  reglas  podrá  conseguir  una  memo- 
ria extremamente  feliz,  como  de  muchos  se  cuenta,  que  por 
este  medio  la  han  conseguido.  Materia  es  ésta,  sobre  que 
hasta  ahora  no  hice  concepto  firme.  Muchos  han  dudado  de 
la  existencia  del  arte  de  memoria,  inclinándose  bastantemen- 
te á  que  éste  sea  un  cuento  como  el  de  la  piedra  Jilosofal. 
Pero  son  tantos  los  autores  que  deponen  de  su  realidad,  que 
parece  obstinación  mantener  contra  todos  la  negativa.  Acaso 
cabrá  en  esto  un  medio,  que  es  admitir,  que  hay  un  arte,  cuyo 
método  y  reglas  pueden  auxiliar  mucho  la  memoria,  y  negar, 
que  el  auxilio  sea  tan  grande  como  ponderan  muchos.  Lo 
primero  es  fácil  de  concebir;  pero  en  lo  segundo  confieso, 
que  mi  entendimiento  apenas  puede,  sin  hacerse  gran  violen- 
cia, asentir  á  la  posibilidad.  No  hallo  dificultad  alguna  en  que 
haya  hombres  de  memoria  naturalmente  tan  feliz,  que  oyen- 


(i)  Este  artículo  y  el  siguiente,  pertenecen  á  la  colección  del  autor  titulada  Carias 
eruditas.  De  aquí,  su  forma  epistolar,  que  no  tienen  los  anteriores  tratados  del 
Teatro  critico.    (N.  de  los  E.J 


286  FEIJOO 

do  un  sermón,  lo  repitan  todo  al  pié  de  la  letra;  pero  que  en 
virtud  de  algún  artificio  haga  lo  mismo  quien  sin  él  no  podría 
repetir  cuatro  cláusulas  seguidas,  se  me  hace  arduo  de  con- 
cebir. Sin  embargo,  no  es  ésta  la  mayor  maravilla  que  se  re- 
fiere del  arte  de  memoria.  Marco  Antonio  Mureto  testifica, 
que  en  Padua  conoció  á  un  joven  natural  de  Córcega,  el  cual 
dándole  muchos  centenares  de  voces  de  varios  idiomas,  to- 
talmente inconexas,  mezcladas  con  otras  formadas  á  arbitrio 
ó  no  significativas,  no  sólo  las  repetía  prontamente,  sin  errar 
una,  siguiendo  el  orden  con  que  las  había  oído,  mas  también, 
ya  con  orden  retrógrado,  empezando  de  la  última,  ya  empe- 
zando en  otra  cualquiera,  á  arbitrio  de  los  circunstantes; 
pongo  por  caso  :  si  le  decían  que  empezase  por  la  centésima 
vigésimaquinta,  desde  aquella  proseguía,  ó  con  orden  directo 
bástala  última,  ó  con  orden  retrógrado  hasta  la  primera.  Dice 
más:  que  el  joven  aseguraba,  que  podía  ejecutar  lo  mismo 
hasta  con  treinta  y  seis  mil  voces  inconexas,  significativas  ó 
no  significativas,  y  que  se  le  debía  creer,  porque  nada  tenía 
de  jactancioso. 

Verdaderamente  se  hace  inconcebible  que  el  arte  pueda 
tanto.  Pero  siendo  tan  grande  el  prodigio,  le  engrandece 
mucho  más  lo  que  el  mismo  Mureto  añade,  que  en  pocos  días 
se  puede  enseñar  este  arte.  Él  dice  fué  testigo  de  que  el  corso 
enseñó  en  siete  ó  en  menos  de  siete  días  á  un  noble  mancebo 
veneciano,  llamado  Francisco  Molino,  que  estaba  estudiando 
en  Padua  y  habitaba  en  la  misma  casa  que  Mureto;  de  modo, 
que  siendo  aquel  mancebo  de  débil  memoria  (memoria  pa- 
riim  firma)  dentro  de  tan  pocos  días  se  puso  en  estado  de 
repetir  más  de  quinientas  voces,  según  el  orden  que  quisiesen 
prescribirle  :  Nondum  sex,  aut  septem  dies  abierant,  cum  Ule 
qiioque  alter  nomina  atnpliiis  quingenta,  sine  iilla  dificúltate^ 
aut  eodem^  aut  quocumque  alio  libuisset  ordine^  repetebat.  El 
corso  decía,  que  un  francés,  ayo  suyo,  siendo  muchacho,  le 
había  enseñado  el  arte,  y  él  no  se  hizo  de  rogar  para  ense- 
ñársele al  veneciano;  pues  no  bien  éste  le  insinuó  el  deseo 
de  aprenderle,  cuando  el  corso  se  ofreció,  señalándole  la  ho- 
ra en  que  cada  día  había  de  acudir  á  tomar  lección.  De  todo 
lo  dicho,  no  sólo  fué  testigo  ocular  Mureto,  pero  cita  también 
otros,  que  asimismo  lo  fueron. 

Yo  no  sé  si  cuatro,  cinco  ni  seis  testigos  son  bastantes  para 


OBRAS     ESCOGIDAS  287 

persuadir  maravillas  tales,  mayormente  cuando  sobre  la  gran 
dificultad,  que  ofrecen  los  mismos  hechos,  ocurre  otra  bien 
notable,  en  que  algunas  veces  he  pensado.  ¿  Cómo,  pudiendo 
aprenderse  este  admirable  arte  en  tan  poco  tiempo,  no  se  ha 
extendido  mucho  más?  ¿Cómo  los  príncipes  que  cuidan  de 
la  buena  instrucción  de  sus  hijos,  no  les  dan  maestros  que  se 
le  comuniquen?  ¿Cómo  los  mismos  maestros  no  van  á  ofre- 
cerse á  los  príncipes?  Lo  mismo  digo  respecto  de  los  señores 
que  destinan  algunos  hijos  á  las  dignidades  eclesiásticas.  Un 
simple  pedagogo  francés,  que  enseñó  el  arte  á  un  particular 
de  Córcega,  ¿no  adelantaría  mucho  más  su  fortuna,  ofrecien- 
do tan  apreciable  servicio  á  algunos  señores  principales? 
Donde  es  á  propósito  notar  que  el  arte  sería  de  suma  utili- 
dad, no  sólo  para  los  que  se  dan  á  las  letras,  mas  también 
para  todos,  de  cualquiera  clase  ó  condición  que  sean.  ¿Por 
ventura  no  es  cosa  importantísima  en  la  vida  humana,  y  en 
cualquiera  estado  de  ella,  estampar  en  la  memoria  cuanto  se 
ve,  se  lee  y  se  oye;  retener  los  nombres  y  circunstancias  de 
cuantas  personas  se  tratan,  no  olvidar  jamás  algunos  de  sus 
propios  hechos,  dichos  y  pensamientos?  El  que  poseyese  esta 
ventaja,  sobre  hacerse  sumamente  expectable  en  cualesquie- 
ra concurrencias,  ¿no  haría  mucho  mejor  sus  negocios,  y  ca- 
minaría con  más  acierto  y  seguridad  á  sus  fines  ?  Pues  ¿  cómo, 
pudiendo  esto  producir  grandes  intereses  á  los  maestros  del 
arte,  no  ofrecen  sus  servicios  en  la  enseñanza  de  ella  á  los 
príncipes  y  grandes  señores? 

No  encontrando  satisfacción  competente  á  éste  y  otros  re- 
paros, esperaba  hallarla  en  un  libro,  que  sobre  el  asunto 
escribió  el  señor  don  Juan  Brancaccio,  con  el  título  de  Ars 
memorice  vindicata,  que  compré  algunos  años  há  con  este 
fin,  y  retengo  en  mi  librería.  El  título  del  libro  y  las  recomen- 
dables circunstancias  del  autor  eran  unos  grandes  fiadores  ó 
fundamentos  de  mi  esperanza.  Con  todo,  falta  en  él  lo  más 
esencial  para  mi  satisfacción,  y  aun  pienso,  que  para  la  del 
público.  Alega  el  señor  Brancaccio  varios  autores,  que  testifi- 
can de  la  existencia  del  arte  de  memoria.  Refiere  varios  he- 
chos de  las  prodigiosas  ventajas  que  esta  potencia  logra,  á 
beneficio  de  aquel  arte.  De  uno  y  otro,  aunque  no  con  tanta 
extensión  y  individualidad,  ya  antes  estaba  yo  bastantemente 
enterado,  sin  que  ni  uno  ni  otro  me  convenciese.  Hace  una 


i88 


F  El J  o  o 


larguísima  enumeración  de  los  que  por  este  medio  aumenta- 
ron casi  inmensamente  su  facultad  memorativa.  Mas  á  la 
verdad,  de  los  más  no  consta  (y  de  no  pocos  consta  lo  con- 
trario) que  debiesen  aquella  felicidad  al  arte,  y  no  precisa- 
mente á  la  naturaleza.  Sea  lo  que  fuere  de  esto,  repito,  que 
nada  de  lo  dicho  convence;  porque  otro  tanto  se  puede  ale- 
gar, y  de  hecho  se  alega,  por  la  existencia  de  la.  piedra  filoso- 
fal. Cítanse  autores  que  la  testifican;  refiérense  algunas 
transmutaciones  de  hierro  en  oro,  con  circunstancias  de 
lugar,  tiempo  y  testigos;  enuméranse  muchos  sujetos  que 
han  poseído  el  arte  de  la  transmutación.^  sin  que  todo  esto 
obste  á  que  los  prudentes  tengan  por  fábula  lo  que  se  jacta  de 
la  piedra  filosofal. 

Lo  que  únicamente  sería  decisivo  en  la  materia,  y  falta  en 
el  libro  del  señor  Brancaccio,  es  revelar  el  artificio  con  que 
se  consiguen  aquellas  grandes  ventajas  á  la  memoria;  cuya 
reflexionada  inspección  fácilmente  manifestaría  si  por  medio 
de  él  son  asequibles  aquellas  ventajas,  así  como  el  atento 
examen  de  una  máquina  luego  da  á  conocer  si  tiene  fuerzas 
para  los  movimientos  á  que  se  destina.  De  esto  tenemos  un 
ejemplo  oportuno  en  el  arte  de  enseñar  á  hablar  á  los  mudos; 
pues  aunque  esta  propuesta  se  representa  á  algunos  de  impo- 
sible ejecución,  luego  que  se  les  da  alguna  idea  délos  medios 
que  para  ella  se  toman,  conocen  y  asienten  á  la  posibilidad. 
Siendo  el  intento  del  señor  Brancaccio  persuadir  la  existencia 
del  arte  de  memoria  á  todo  el  mundo,  contra  los  impugnado- 
res de  ella,  como  manifiesta  en  el  título  y  en  el  prólogo,  ¿por 
qué  no  usó  contra  ellos  de  este  concluyente  argumento,  ma- 
yormente cuando  en  este  descubrimiento  hacía  un  insigne 
beneficio  al  público?  El  trabajo  sería  poco  ;  pues  si  el  corso, 
de  quien  habla  Mureto,  enseñó  al  discípulo  veneciano  este 
arte  en  pocos  días,  no  ocuparía,  estampado  en  el  libro,  mu- 
chas páginas.  No  sólo  no  le  añadiría  trabajo,  mas  se  le  mino- 
raría; porque  hecho  esto,  todo  lo  demás  que  contiene  su  libro 
es  excusado  para  el  intento. 

Hágome  cargo  de  que  el  título  del  capítulo  V  ofrece  una  bre- 
ve idea  del  arte  de  memoria;  pero  en  el  discurso  del  capítulo 
nada  veo  de  lo  que  ofrece  la  inscripción,  pues  todo  él  se  reduce 
á  proponer  unos  auxilios  de  la  memoria,  que  há  mucho  tiem- 
po que  están  vulgarizados,  y  por  otra  parte,  no  tienen  depen- 


OBRAS    ESCOGIDAS  ^  289 

dencia  ni  parentesco  alguno  con  aquella  fábrica  mental  del 
arte  de  memoria,  que  consiste  en  la  disposición  de  lugares, 
imágenes,  signos  y  figuras.  El  componer  una  dicción  de  letras 
iniciales  de  diferentes  voces  para  traer  distintas  cosas  por  su 
orden  á  la  memoria,  poner  en  versos  lo  que  se  quiere  recor- 
dar, ligar  á  las  cinco  letras  vocales  (ó  también  á  las  conso- 
nantes) tal  ó  tal  significación,  y  repetirlas  en  varias  voces  con 
cadencia  métrica,  para  hacer  presentes  en  ellas  algunas  arti- 
ficiosas operaciones,  como  en  los  versos  Ba7'ba7-a^  Celaj-ent^ 
para  la  construcción  de  los  silogismos,  y  en  el  de  Populeam 
Virgam  Mater  Regina  ferebat^  para  colocar  cristianos  y  tur- 
cos de  modo,  que  la  suerte  adversa  caiga  sobre  éstos;  esto  es 
todo  lo  que  hay  en  aquel  capítulo,  todo  mil  años  há  vulgari- 
zado, y  que  verdaderamente  no  da  idea  alguna  del  arte  de 
memoria,  sino  según  el  concepto  general  y  vago  de  que  esta 
facultad  se  puede  socorrer  con  algunos  auxilios  artificiales. 

Ni  me  satisface  el  que  el  autor  promete  dar  al  público  en 
otro  escrito  un  arte  de  memoria  completísimo;  pues  ya  pasa- 
ron treinta  y  ocho  años  desde  que  en  Palermo  imprimió  el 
Ars  memorias  vindicata  (imprimióse  el  de  1702),  y  hasta  ahora 
no  sé  que  haya  parecido  el  escrito  prometido.  Tampoco  me 
satisface  el  que  da  noticia  de  muchos  autores  que  escribieron 
del  arte  de  memoria,  á  quienes,  por  consiguiente,  pueden 
recurrir  los  que  quieren  instruirse  en  él.  Digo,  que  tampoco 
esto  satisface.  Lo  primero,  porque  pocos  de  esos  autores  se 
hallarán  de  venta  en  estos  reinos.  Lo  segundo,  porque  él 
mismo  confiesa,  que  escribieron  con  afectada  obscuridad,  y 
aunque  da  cierta  clave  para  descifrarlos,  parece  que  queda 
aún  mucha  dificultad  en  pié;  pues  él  mismo  confiesa  que  la 
halló  grande  y  le  costó  un  afán  laboriosísimo  el  entender  á 
Schenckelio,  que  parece  ser  el  autor  que  halló  más  cómodo 
para  aprender  el  arte,  pues  por  él  la  aprendió.  Lo  tercero, 
porque  acaso  en  aquella  lista  hay  muchos  que  escribieron,  no 
del  arte  de  memoria,  sino  en  general  de  la  memoria.  Fundo 
esta  sospecha  en  que  uno  de  los  autores  señalados  es  Aristó- 
teles, en  el  libro  que  escribióle  memoria;  y  es  cierto  que 
Aristóteles,  en  aquel  libro,  ni  una  palabra  escribió  que  sea 
concerniente  al  arte  de  memoria. 

Todo  lo  discurrido  sobre  el  asunto  me  inclina,  no  á  negar 
la  existencia  del  arte  de  memoria,  la  cual  aun  cuando  no  tu- 


290 


FEI JO  o 


viera  otros  testimonios  á  su  favor,  se  comprobaría  bastante- 
mente con  el  del  señor  Brancaccio ;  sí  sólo  á  persuadirme, 
que  hay  mucho  de  hipérbole  en  las  relaciones  que  se  hacen 
de  algunos  efectos  asombrosos  de  este  arte.  Yo  me  acomodo 
muy  bien  á  creer,  que  con  cierto  artificio  mental  se  ayuda 
mucho  la  memoria,  y  no  más  que  esto  dicen  muchos  de  los 
autores  que  se  citan  á  favor  del  arte;  pero  se  me  hace  extre- 
mamente difícil,  que  una  memoria  naturalmente  débil  consiga 
con  el  arte  repetir  todo  un  sermón  al  pié  de  la  letra.  Si  algu- 
nos lo  hicieron,  se  puede  atribuir  á  que  tenían  una  memoria 
naturalmente  muy  feliz,  la  cual,  añadido  el  auxilio  del  arte, 
pudo  extenderse  á  tanto.  Confírmame  en  este  pensamiento 
lo  que  dice  Cicerón,  que  es  uno  de  los  principalísimos  auto- 
res que  se  citan  á  favor  del  arte  de  memoria.  Éste  (libro  III, 
Ad  Heren.)^  después  de  dividir  la  memoria  en  natural  y  arti- 
ficial, añade,  que  cualquiera  de  ellas,  desasistida  de  la  otra, 
es  de  poco  valor:  Utraque,  altera  separata^  minus  erit  firma. 

Es  bien  verisímil,  no  obstante,  que  hay  en  esta  materia 
otro  medio,  que  es  el  que  he  leído  en  las  Memorias  de  Tre- 
voux  y  en  Bacón  de  Verulamio.  Estos  autores  dicen,  que  el 
arte  de  memoria  hace  cosas  que  parecen  prodigiosas  en  la 
repetición  de  un  gran  número  de  voces,  aunque  sean  inco- 
nexas y  no  significativas,  pero  que  es  enteramente  inútil  para 
las  ciencias  y  otros  usos  humanos ;  así  que,  sólo  sirve  para 
ostentación  y  juego.  Del  lugar  de  las  Memorias  de  Trevoux 
no  me  acuerdo.  Bacón  lo  dice  en  el  libro  V  De  Augment. 
Scient..,  capítulo  V.  Repito,  que  es  bien  verisímil  lo  que  dicen 
estos  autores,  pues  cuando  desprecian  la  arte  de  memoria 
como  inútil,  no  le  confesarían  aquel  admirable  efecto,  no 
siendo  muy  cierto. 

Pero  cómo  se  puede  conciliar  lo  uno  con  lo  otro?  Quien 
puede  repetir  quinientas  ó  mil  voces,  leídas  ú  oídas  una  vez, 
podrá  repetir  tres  ó  cuatro  hojas  de  un  libro,  una  vez  que 
las  lea.  Pues  ¿  cómo  puede  menos  de  ser  ésta  una  gran  ven- 
taja para  la  adquisición  de  las  ciencias?  Diré  lo  que  entiendo 
en  el  caso.  Todos  los  que  explican  por  mayor  el  arte  de  me- 
moria, dicen,  que  éste  consiste,  lo  primero,  en  fijar  en  la  ima- 
ginación cierta  multitud  de  partes  de  algún  todo  material, 
como  las  de  un  edificio;  las  cuales  partes  sirven  de  lugares 
ó  nichos  por  donde  se  van  distribuyendo  por  su  orden  las 


OBRAS    ESCOGIDAS  29! 

voces  Ó  especies  que  se  van  leyendo  ú  oyendo,  y  que  después, 
repasando  mentalmente  aquellos  lugares  por  su  orden,  ellos 
mismos  presentados  al  entendimiento,  van  excitando  sucesi- 
vamente la  reminiscencia  de  las  cosas  que  se  colocaron  en 
ellos.  De  suerte,  que,  como  los  mismos  autores  afirman,  esto 
viene  á  ser  como  una  escritura  ó  lección  mental.  Estámpanse 
por  medio  de  aquel  artificio  los  caracteres  en  la  imaginación, 
y  después  se  van  leyendo  en  ella,  según  el  orden  arbitrario 
que  se  les  quiere  dar,  empezando  por  cualquiera  parte  del 
edificio,  y  prosiguiendo  en  ordenó  directo  ó  retrógado;  como 
el  que  lee  la  página  de  un  libro,  empezará  por  la  voz  que  qui- 
siere, é  irá  leyendo,  ó  hacia  adelante  ó  hacia  atrás,  como  se 
le  antojare. 

Puesto  esto  así,  me  parece  que  en  esta  escritura,  ó  página 
mental,  necesariamente  ha  de  suceder  lo  que  en  aquel  cartón 
aderezado,  de  que  usan  los  músicos  para  ensayar  sus  com- 
posiciones ;  esto  es,  que  si  después  de  ocuparle  todo  con  al- 
guna composición,  quieren  estampar  otra  en  él,  es  preciso 
borrar  enteramente  la  anterior.  Pongamos  que  todos  aquellos 
lugares,  imaginarios  ó  imaginados,  están  ocupados  con  una 
larga  serie  de  voces,  y  que  se  quiera  estampar  en  ellos  otra 
serie  distinta.  Esto  no  puede  ser  sino  de  uno  de  dos  modos: 
ó  bien  echando  fuera  los  caracteres  de  la  primera  serie,  ó 
bien  cubriéndolos  (que  es  lo  mismo  que  borrarlos)  con  los  de 
la  segunda,  y  tanto  uno  como  otro  viene  á  ser  un  total  olvido 
de  ellos.  De  este  modo  se  entiende  bien,  que  la  memoria  ar- 
tificial sirva  para  la  obstentación  de  repetir  muchos  centena- 
res de  voces  ó  muchas  páginas  de  un  libro,  y  con  todo,  sea 
enteramente  inepta  para  las  ciencias  y  otros  usos  convenien- 
tes á  la  vida  humana,  porque  nunca  se  sabrá,  en  virtud  de 
ella,  sino  lo  que  se  aprendió  el  último  día. 

Tengo  propuesto  á  vuestra  reverencia  lo  que  alcanzo  en 
orden  al  arte  de  memoria,  ó  por  mejor  decir,  lo  que  no  al- 
canzo, pues  no  es  más  que  dudas  todo  lo  que  llevo  escrito; 
así,  ni  puedo  aconsejar  ni  disuadir  á  vuestra  reverencia  el  uso 
de  este  medio  para  mejorar  su  memoria.  Si  quisiere  tentarle, 
hay  muchos  libros,  según  dice  el  señor  Brancaccio,  que  en- 
señan el  arte.  Apuntaré  algunos  de  los  que  él  menciona:  Juan 
Bautista  Porta,  De  arte  reminiscendi ;  Juan  Michael  Alberto, 
De   ómnibus    ingeniis  augendce   memorias;  Juan  Romberch, 


292  FEIJOO 

Congestorium  artificiosce  memoi^ice ;  Juan  Paep  Galbaico, 
Schenkelius  detectus,  sen  Memoria  a?-t{Jicialis;  Juan  Aguilera, 
De  arte  memorias;  Adamo  Brijeo,  Simonides  redivivus,  sive 
Ars  memorias;  el  padre  Epifanio  de  Moirán,  capuchino,  Ars 
memorice  admirabilis  omnium  nescientium  excedens  captum; 
Jacobo  Publicio,  florentino,  De  arte  memorias;  Jerónimo 
Megisero,  De  arte  memorice,  seu  potius  reminiscentice  per  loca 
et  imagines,  ac  per  notas  et  figuras  manibiis  positas ;  Pedro 
de  Ravena,  Phoenix,  sive  Introductio  ad  artem  memorice  com- 
parandam:  Francisco  Contio,  De  arte  memorice;  el  padre 
fray  Cosme  Roselio,  Thesaiirus  artificiosce  memorice.  Todos 
éstos  son  latinos.  En  castellano  sólo  señala  dos  impresos: 
Juan  Velázquez  de  Acevedo,  El  Fénix  de  Minerva  jy  Arte  de 
memoria,  y  Francisco  José  Artiga,  Epitome  de  la  elocuencia 
española.  En  portugués  uno,  Alvaro  Ferreira  de  Vera,  Tra- 
tado de  memoria  artificiosa. 

El  libro  de  Ars  memorice  vindicata,  discurro  se  hallará  en 
Madrid ;  pues  el  que  yo  tengo,  allí  se  compró.  Fácil  le  será  á 
vuestra  reverencia  adquirirle,  si  quisiere  noticia  de  más  auto- 
res. Nuestro  Señor  guarde  á  vuestra  reverencia,  etc. 

Antes  de  dar  al  público  la  carta  precedente,  me  pareció 
preciso  instruirme  más  en  el  asunto,  por  medio  de  uno  ú 
otro  libro  de  los  que  tratan  del  arte  de  memoria,  ó  bien  para 
corregir,  reformar  ó  mudar  algo  de  lo  que  llevo  dicho  en  la 
carta,  en  caso  que  la  lectura  de  ellos  me  hiciese  variar  el  dic- 
tamen, ó  para  afirmarme  en  el  juicio,  que  antes  tenía  hecho, 
si  la  lectura  me  diese  motivo  para  ello.  Esto  segundo  fué  lo 
que  sucedió.  A  pocas  diligencias  que  hice,  adquirí  dos  libros 
de  los  que  buscaba:  el  primero.  El  Fénix  de  Minerva,  im- 
preso en  Madrid  el  año  de  1626,  su  autor  don  Juan  Velázquez 
de  Acevedo;  el  segundo.  El  Asombro  elucidado  de  las  ideas, 
compuesto  por  el  conde  de  Nolegar  Giatamor,  italiano,  im- 
preso también  en  Madrid  el  año  de  lySS. 

Era  natural  discurrir,  que  éste,  como  tan  moderno,  y  pos- 
terior al  otro  más  de  un  siglo,  propusiese  mucho  más  adelan- 
tado el  arte;  pero  realmente  no  es  así.  Nada  más  enseña  el 
moderno  que  el  antiguo;  porque  aunque  es  mucho  mayor  el 
volumen,  sólo  una  cuarta  parte  de  él  ocupa  la  enseñanza  teó- 
rica y  práctica  del  arte.  De  que  se  puede  inferir,  no  sólo  que 


OBRAS    ESCOGIDAS  298 

el  arte  de  memoria  no  logró  algún  adelantamiento  desde  que 
escribió  Acevedo,  mas  también,  que  éste  supo  cuánto  ha  sa- 
lido á  la  luz  pública,  siendo  verosímil  que  el  conde  italiano 
no  se  resolviera  á  escribir  sobre  el  asunto,  sin  consultar  antes 
los  autores  que  mejor  le  hubiesen  tratado;  y  pues  nada  más 
nos  enseña  que  el  español,  debemos  persuadirnos  á  que  éste 
nos  excusa  todos  los  demás  libros.  A  que  añado  dos  ventajas 
que  hallo  en  el  autor  español  respecto  del  italiano.  La  prime- 
ra, más  método,  claridad  y  limpieza  en  explicarse.  La  se- 
gunda varias  advertencias  muy  oportunas,  que  me  represen- 
tan en  él  mayor  penetración  del  arte.  Mas  en  cuanto  al  fondo, 
ya  he  dicho,  que  ni  uno  ni  otro  autor  me  hicieron  variar  el 
juicio  que  proferí  en  la  carta,  y  aun  no  sé  si  le  hice  algo  más 
bajo.  Ni  pienso  que  el  lector  sea  de  otro  dictamen  que  el  mío, 
después  que  le  dé  un  compendio  del  arte. 


IDEA  DEL  ARTE  DE  MEMORIA 

El  fundamento  de  él,  como  le  proponen  los  dos  autores, 
consiste  en  cuatro  cosas,  á  quienes  voluntariamente  é  impro- 
piamente han  dado  los  nombres  de  esfera^  transcendentes^  pre- 
dicamento  y  categorías.  Esfera  es  un  edificio  de  dos  altos,  en 
cada  uno  de  los  cuales  hay  cinco  cuadras  ó  aposentos  segui- 
dos ó  á  un  andar,  con  puerta  de  unos  á  otros.  El  todo  del 
edificio  es  lo  que  se  llama  esfera;  apellidan  hemisferio  infe- 
rior al  primer  alto,  y  hemisferio  superior  al  segundo;  á  los 
cuartos  ó  aposentos  dan  el  nombre  de  transcendentes.  Predi- 
camentos son  cinco  lugares  que  se  designan  en  cada  cuadra; 
esto  es,  los  cuatro  ángulos  y  el  centro.  Estos  sirven  para  co- 
locar en  ellos  mentalmente  las  imágenes  de  las  voces  ó  cosas 
que  se  quieren  mandar  á  la  memoria,  y  se  admite  que  se  co- 
loquen en  cada  uno  hasta  siete  imágenes,  á  quienes,  con  la 
misma  impropiedad  que  á  todo  lo  demás,  se  da  el  nombre  de 
categorías.  La  primera  ó  principal  se  llama  fundamento ;  la 
segunda  se  pone  sobre  la  cabeza  de  ésta,  la  tercera  á  los  pies, 
la  cuarta  al  lado  derecho,  la  quinta  al  izquierdo,  la  sexta  de- 
lante, la  séptima  detrás.  Llaman  á  la  segunda  cénit.,  á  la  ter- 
cera nadir .^  la  cuarta  oriente.,  la  quinta  poniente.,  la  sexta  me- 
diodía, la  séptima  septentrión. 


294  F  E  I  J  o  o 

El  uso  de  este  artefacto  mental  es  el  siguiente  :  vanse  colo- 
cando imaginariamente  en  los  lugares  expresados  las  imágenes 
de  las  voces  ó  cosas  que  se  quiere  depositar  en  la  memoria, 
empezando  por  el  hemisferio  inferior.  Si  las  voces  ó  cosas 
que  se  quiere  memorar  no  pasan  el  número  de  cincuenta, 
basta  usar  de  los  predicamentos,  sin  llegar  á  las  categorías; 
esto  es,  basta  colocar  cinco  imágenes  en  cada  transcendente  ó 
cuadra,  una  en  cada  ángulo  y  otra  en  el  centro;  porque  sien- 
do diez  los  transcendentes  de  los  hemisferios,  con  cinco  en 
cada  uno  se  absuelve  el  número  quincuagenario.  Mas  si  se 
excediere  de  ese  número,  son  menester  más  imágenes,  y  por 
consiguiente,  más  lugares  donde  acomodarlas.  Pongamos 
que  son  ciento  y  cincuenta  las  voces  ó  cosas;  en  este  caso  se 
usa,  demás  de  la  imagen  principal  de  cada  predicamento,  á 
quien  llaman  primera  categoría,  de  otras  dos  en  cada  uno, 
poniendo  una  en  la  cabeza  de  la  imagen  principal,  y  otra  á 
los  pies,  que  es  lo  mismo  que  usar  de  la  segunda  y  tercera 
categoría,  llamadas  cénit  y  nadir.  Vienen  á  tocar  de  este  mo- 
do á  cada  transcendente  quince  imágenes,  y  á  todos  diez 
transcendentes  ciento  y  cincuenta.  Si  pasaren  de  este  número 
las  voces  ó  cosas,  se  añadirán  en  cada  predicamento  más  ca- 
tegorías. Y  porque  puede  suceder  ser  el  número  tan  grande, 
que  no  basten  todas  siete  categorías,  se  previene,  que  el  que 
se  quiere  dar  á  la  práctica  de  este  arte,  no  tenga  una  esfera 
sola,  sino  dos  ó  tres  ó  más.  Fuera  de  que,  para  otro  efecto  es 
menester  tener  muchas  esferas;  conviene  á  saber,  unas  para 
conservar  en  ellas  permanentemente  estampado  lo  que  se 
quiere  retener  por  mucho  tiempo  ó  siempre  en  la  memoria; 
otras  para  el  uso  transitorio  de  repetir  luego  por  ostentación 
algún  número  considerable  de  voces  que  se  han  dado  para 
prueba.  En  las  primeras  ha  de  repetir  la  imaginación  la  ins- 
pección de  las  mismas  imágenes,  para  que  nunca  se  borren. 
En  las  segundas,  al  contrario,  se  han  de  borrar,  después  de 
aquel  uso  pasajero,  las  imágenes  estampadas,  para  que  los 
mismos  lugares  sirvan  á  colocar  otras  cuando  se  quiera,  lo 
cual  se  logra  no  pensando  más  en  ellas,  con  que  vienen  á  ol- 
vidarse. 

Quieren  los  maestros  del  arte,  que  el  edificio  que  llaman 
es/era  sea,  si  pudiere  hallarse,  realmente  existente ;  porque 
aunque  en  defecto  de  éste,  puede  usarse  de  uno  puramente 


OBRAS    ESCOGIDAS  295 

fabricado  por  la  imaginación,  aquel  es  mucho  más  cómodo; 
porque  mediante  la  repetida  inspección  ocular  de  él,  se  es- 
tampa acá  dentro  una  especie  suya  mucho  más  clara,  lo  que 
conduce  para  que  las  imágenes  colocadas  se  ofrezcan  á  la 
mente  con  más  viveza. 

Adviértase,  que  la  disposición  de  lugares,  mediante  la  es- 
fera ó  edificio  de  dos  altos,  dividido  cada  uno  en  cinco  cua- 
dras, no  es  absolutamente  necesaria,  pues  se  puede  usar  de 
otras  diferentes,  á  arbitrio  de  cada  uno.  Pongo  por  ejemplo, 
se  podrá  destinar  al  mismo  fin  un  gran  templo,  en  cuyas  bó- 
vedas, columnas,  capillas,  altares  y  estatuas,  se  pueden  colo- 
car mayor  cantidad  de  imágenes  que  en  la  esfera  propuesta; 
pues  en  los  varios  miembros  de  cada  estatua  se  pueden  po- 
ner distintas  imágenes.  Y  puede  usarse,  no  sólo  de  un  tem- 
plo, sino  de  cuatro,  cinco  ó  más.  Del  mismo  modo  puede 
servir  un  pedazo  de  territorio  compuesto  de  montes,  llanos, 
varias  heredades,  muchas  casas,  etc.,  que  todo  se  registre  de 
un  sitio,  y  á  este  tenor  otros  cualesquiera  complejos  materia- 
les divisibles  en  muchas  partes.  Cuéntase  que  Pedro  de  Rá- 
vena,  que  fué  de  los  más  famosos  en  el  uso  del  arte  de  la 
memoria,  ó  lo  cuenta  él  mismo,  que  tenía  ciento  y  diez  mil 
lugares  donde  colocar  las  imágenes,  lo  que  yo  apenas  puedo 
creer. 

Sea  ésta  ó  aquella  la  disposición  y  variedad  de  lugares,  se 
recomiendan  como  esencialísimas  cuatro  cosas.  La  primera, 
que  se  registre  muchas  veces  con  la  vista  aquel  todo  mate- 
rial, cuyas  partes  han  de  servir  de  lugares.  La  segunda,  que 
la  imaginativa,  con  un  largo  ejercicio,  se  los  familiarice  de 
modo,  que  cuando  quiera  se  los  haga  presentes  con  tal  clari- 
dad, que  en  alguna  manera  la  presencia  imaginaria  equivalga 
á  la  física.  La  tercera,  que  á  los  lugares  se  dé  orden  numé- 
rico de  primero,  segundo,  etc.  La  cuarta,  que  con  una  larga 
aplicación  adquiera  la  facilidad  de  llevar  prontamente  la 
imaginación  á  cualquiera  ó  cualesquiera  número  de  los  luga- 
res. Esta  última  diligencia  sólo  parece  precisa  para  cuando, 
al  que  posee  el  arte  de  memoria,  se  le  pida  que  repita  voces, 
versos  ó  sentencias  con  tal  ó  tal  orden,  que  determine  el  que 
quiere  hacer  la  prueba.  Son,  pongo  por  ejemplo,  cien  voces 
las  que  ha  de  repetir.  Pídenle  que  no  sólo  las  repita  según  el 
orden  en  que  se  le  han  dicho  ó  leído,  sino,   ó  salteadas,   ya 


uniformemente,  como  de  tercera  en  tercera,  ya  diformemen- 
te  como  de  primera  á  cuarta,  á  décima,  á  décimanona,  etc.,  ó 
con  orden  inverso,  empezando  en  la  última  y  acabando  en  la 
primera,  ó  empezando  en  alguna  intermedia,  como  en  la  sep- 
tuagésimaquinta,  y  de  allí,  procediendo,  ya  con  orden  direc- 
to, ya  retrógrado,  ya  salteando,  ya  sin  saltear. 

Puestas  todas  estas  disposiciones,  cuando  llega  el  caso  de 
mandar  á  la  memoria  alguna  serie  de  voces  ú  objetos,  se  van 
colocando  por  su  orden  las  imágenes  representativas  de  ellos 
en  los  lugares  preparados.  Esto  llaman  escribir  mentalmente. 
Y  después  para  repetir  de  memoria,  con  remirar  por  el  mis- 
mo orden  aquellos  lugares,  se  van  hallando  en  ellos  las  imá- 
genes puestas;  lo  que  viene  á  ser  leer  mentalmente,  y  por  las 
imágenes  se  viene  en  conocimiento  de  las  voces  ú  objetos. 

Dase  aquí  el  nombre  de  imagen  á  todo  aquello  que  es  ca- 
paz de  excitar  la  idea  de  lo  que  se  quiere  recordar,  ó  sea  por 
identidad,  ó  por  semejanza,  ó  por  analogía,  ó  por  simboliza- 
ción, etc.  Se  usa  de  la  identidad  cuando  lo  que  se  quiere 
recordar  es  algún  objeto  material  visible  y  conocido;  y  de  los 
otros  medios,  cuando  al  objeto  falta  alguna  de  aquellas  cir- 
cunstancias. Pongo  por  ejemplo:  quiero  acordarme  de  veinte 
hombres,  conocidos  míos,  que  se  hallan  juntos  en  un  banque- 
te. Aquí  uso  de  la  identidad,  poniéndolos  á  ellos  mismos 
(esto  es,  la  idea  propia  de  ellos),  Juan,  Francisco,  Pedro,  etc., 
en  los  lugares  preparados.  Pero  si  me  diesen  los  nombres  de 
muchos  hombres,  que  no  conozco,  usaré  de  la  semejanza, 
poniendo  en  los  lugares  otros  de  los  mismos  nombres,  que 
conozco.  Si  me  diesen  cosas  inmateriales,  como  una  larga 
serie  de  virtudes,  pondría  en  los  lugares  algunos  símbolos  de 
ellas,  ó  cosas  materiales,  que  me  exciten  su  idea,  como  por 
la  Fe,  una  mujer  con  un  velo  en  los  ojos;  por  la  Fot'tale^a  \in 
Sansón,  ó  un  Hércules  despedazando  á  un  león. 

Pero  aquí  ocurre  una  gravísima  dificultad,  de  que  los  seño- 
res maestros  de  el  arte  en  ninguna  manera  se  hacen  cargo. 
Convengo  en  que  no  hay  ente  ú  objeto  alguno,  ni  visible,  ni 
invisible,  ni  conocido,  ni  incógnito,  ni  espiritual,  ni  corpóreo, 
cuya  memoria  no  se  pueda  excitar  mediante  alguna  imagen 
material.  Pero  pregunto:  ¿estas  imágenes  se  han  detener 
prevenidas  de  antemano  en  la  mente  para  todo  aquello  que 
ocurra  mandar  á  la  memoria,  ó  se  han  de  inventar  de  pronto, 


OBRAS     ESCOGIDAS  297 

según  se  fueren  proponiendo  varias  voces  ú  objetos?  Siendo 
indispensable  lo  uno  á  lo  otro,  afirmo,  que  habrá  poquísiiBOs 
hombres  en  el  mundo  á  quienes  no  sea  uno  y  otro  imposible. 
Para  lo  primero,  es  menester  formarse  un  tesoro  inmenso  de 
imágenes;  esto  es,  congregar  tantas,  cuantos  entes  distintos 
hay  en  el  mundo,  y  tenerlas  todas  presentísimas  para  cuando 
llegue  la  ocasión.  Más:  es  menester  tener  imágenes  represen- 
tativas de  todos  los  verbos,  con  todas  las  variaciones  de  tiem- 
pos ;  de  todas  las  dicciones  gramaticales,  como  pronombres, 
preposiciones,  conjunciones,  adverbios,  etc.  Y  aun  no  basta 
todo  esto,  pues  ninguna  de  todas  esas  imágenes  pueden  ser- 
vir para  cuando  quieran  probar  al  que  posee  el  arte  de  me- 
moria, con  muchas  voces,  formadas  á  arbitrio,  bárbaras  ó  no 
significativas.  Para  lo  segundo  se  requiere  un  discurso  de 
prontísima  inventiva  y  extrema  agilidad,  cual  en  ninguno  ó 
rarísimo  hombre  se  hallará. 

Agrávase  en  uno  y  otro  la  dificultad  con  la  advertencia  que 
hacen  los  maestros  de  el  arte,  que  para  que  se  logre  el  fin  no 
bastan  cualesquiera  imágenes  de  especial  energía  y  viveza, 
para  que  hagan  impresión  fuerte  en  la  imaginativa;  y  así, 
quieren  que  se  representen  con  alguna  acción,  que  dé  golpe 
enlámente.  Pongo  por  ejemplo:  para  recordar  este  objeto 
cuchillo^  no  bastará  colocar  su  imagen  sola  en  el  lugar  corres- 
pondiente, sino  circunstanciada  y  puesta  en  acción,  de  modo, 
que  haga  impresión  viva  en  el  celebro.  Verbi-gracia,  se  pon- 
drá en  el  lugar  un  hombre,  que  á  otro  está  hendiendo  la  ca- 
beza con  un  cuchillo.  Digo,  que  este  precepto  aumenta  mucho 
la  dificultad,  que  tiene,  así  la  congregación  previa  de  tantos 
millares  de  imágenes,  como  la  repentina  invención  de  ellas. 
Yo  me  imagino,  que  á  algunos  se  acabará  la  vida  antes  que 
logren  todo  el  aparejo  necesario  de  lugares  é  imágenes. 

Pero  demos  ya  vencida  esta  gravísima  dificultad.  Aún  resta 
otra  muy  grande,  que  es  traer  á  la  memoria  toda  la  serie  de 
imágenes,  que  se  han  colocado  en  los  lugares,  cuando  éstas 
son  muchas.  Convengo  por  ahora  en  que  este  artefacto  men- 
tal auxilie  algo  la  memoria,  y  que  sea  mucho  más  fácil  recor- 
dar las  voces  ó  los  objetos  por  medio  de  las  imágenes  forma- 
das y  distribuidas  en  el  modo  dicho,  que  sin  ellas.  Pero  no 
veo  cómo  quien  no  puede  recordar  diez  voces,  que  acaban 
de  leerle,  parando  la  mente  en  las  mismas  voces,  pueda  recor- 


298  FEIJOO 

díir  doscientas  imágenes  representativas  de  doscientas  voces 
6  de  doscientos  objetos. 

Confirmarán,  ó  harán  más  sensible  todo  lo  que  llevo  refle- 
xionado, dos  ejemplos,  de  que  usan,  así  el  conde  de  Nolegar 
como  don  Juan  Velázquez,  para  enseñar  la  práctica  de  el 
arte.  El  primero  se  propone  en  esta  copla : 

Fénix  divina 
de  tan  bellas  alas  , 
humilde  y  piadosa 
al  cielo  te  ensalzas. 

Oigamos  ahora  al  conde  de  Nolegar  aplicar  las  reglas  del 
arte  para  recordar  esta  copla. 

«Para  el  verso  primero  (dice)  de  esta  copla,  se  pondrá  en 
el  primer  predicamento  de  la  esfera,  entrando  á  la  derecha, 
el  ave  fénix,  y  en  la  cabeza  se  le  pondrá  una  tiara  ú  otra  cosa 
de  la  Iglesia,  pues  para  material  no  se  puede  aplicar  otra  cosa 
á  la  dicción  divina;  y  se  hará  con  esta  y  demás  imágenes  una 
ó  dos  reflexiones,  como  preguntándose  á  sí  mismo  lo  que 
significa  un  fénix,  que  tenga  una  tiara  en  la  cabeza,  y  refirien- 
do entre  si  fénix  divina,  fénix  divina;  y  se  pasará  al  segundo 
predicamento  de  la  mano  izquierda  para  el  segundo  verso,  y 
se  podrá  poner  un  tambor  con  una  vara  ó  palillo,  con  que  se 
toca,  y  esta  vara  ó  palillo  explicará  la  palabra  de  ú  otra  cual- 
quiera, que  sirva  en  algún  abecedario,  porque  ésta  es  sola- 
mente cuestión  de  nombre,  adecuado  al  uso  de  nuestro  común 
conocimiento;  pero  como  esto  de  imágenes  á  ninguno  se  le 
debe  mostrar  (quiere  decir,  que  cada  uno  puede  elegir  las 
que  quisiere),  por  esto  no  será  ocasión  de  argüir  si  son  ade- 
cuadas al  conocimiento  físico,  ó  no ;  y  si  los  filósofos  quieren 
tomar  el  negro  por  el  colorado,  y  el  azul  por  verde,  lo  podrán 
hacer  con  gran  facilidad,  y  no  encontrarán  de  este  modo 
opositores,  aunque  se  imaginen  el  papel  por  madera,  y  el 
hierro  por  papel,  etc.  Con  que,  vamos  á  nuestro  propósito. 
La  baqueta  del  tambor  nos  servirá  para  la  palabra  de,  imagi- 
nando, que  estando  para  tocarle,  dice  el  atambor  de,  y  la  caja 
tan,  y  allí  mismo  pusiera  dos  mujeres  bellas,  asentadas  junto 
al  tambor,  y  á  sus  pies  les  pondría  dos  alas ;  y  refiriendo  lo 
del  segundo  predicamento,  dijera :  De  tan  bellas  alas.  En  el 
tercer  predicamento,  á  la  derecha,  frente  de  el  primer  predi- 


OBRAS     ESCOGIDAS  299 

camento,  adonde  está  el  primer  verso,  pusiera  una  mujer  de 
rodillas,  y  que  ésta  fuera  una  señora  de  elevada  clase,  puesta 
en  traje  pobre,  pidiendo  á  un  juez  por  un  pobre  condenado  á 
un  presidio,  el  que  también  estuviera  allí  presente  con  una 
cadena,  y  con  esta  imagen  explicaría,  refiriendo  en  mi  mente 
la  imagen  y  las  palabras  de  este  tercer  verso,  humilde  y  pi.-- 
dosa.  En  el  cuarto  predicamento  pusiera  un  pedazo  de  alfom- 
bra ó  cosa  que  comenzara  con  al,  y  me  sirviera  de  sola  esta 
sílaba,  y  á  ésta  le  cosiera  un  cielo  de  cama,  y  dijera  :  Al  cielo; 
y  para  la  palabra  te  ensal^as^  pusiera  á  un  sacerdote  alzando 
á  su  Majestad,  y  que  el  ayudante  le  llegara  á  dar  un  poco  de 
sal,  y  diría:  Ten  sal^  al^as ;  en  cuya  imagen  se  cometía  la 
figura  apentesis,  y  refiriendo,  dijera:  Te  ensalmas. ^y 

El  segundo  ejemplo  que  ponen  esos  dos  versos,  ó  llámense 
dos  pies  de  verso  de  arte  mayor : 


Pongan,  Señor,  el  medio  y  el  gobierno 
los  altos  atributos  de  tu  esencia. 


«Para  ponerse  en  la  memoria  (prosigue  el  de  Nolegar)  es- 
tos versos,  pusiera  yo  sobre  mi  mesa,  en  que  escribo,  á  la 
derecha,  adonde  tengo  el  tintero,  una  esclava  ó  negra  con 
un  cesto,  y  en  él  dos  gallinas  echadas,  y  junto  á  la  esclava  su 
señor,  el  marqués  ó  duque  de  Tal,  que  entrando  en  mi  cuarto, 
fuera  á  espantar  las  gallinas,  y  que  la  esclava  decía:  Pongan^ 
Señor ;  y  al  lado  derecho  de  la  esclava  un  medio  celemín^  que 
de  ordinario  llaman  el  medio^  y  á  la  izquierda  una  cadena, 
que  significa  la  Y,  ó  un  poco  de  hiel^  que  dijera  j^t^/;  y  por  el 
gobierno  pusiera  delante,  como  admirado,  un  gobernador,  de 
los  muchos  que  conozco,  y  hiciera  reflexión,  que  dijera  :  Pon- 
gan. Señor ^  el  medio  y  el  gobierno ;  y  por  el  otro  verso  ima- 
ginaría así :  pusiera  dos  ó  tres  maderos,  con  algunas  tejas, 
tomando  esta  parte  por  el  todo  de  los  altos  de  una  casa,  que 
es  la  madera  y  tejado  ;  y  para  atributos  pusiera  dos  príncipes 
tributarios,  con  una  imagen  de  la  A  en  la  cabeza,  ó  uno  que 
fuera  á  cobrar  tributos ;  y  si  se  llamase  Andrés,  sería  mejor, 
pues  podía  servir  de  imagen  la  ^4 ;  y  haciendo  alguna  memo- 
ria que  de  ella  se  ha  de  comer,  fácil  sería  acordarse  que  tra- 
jera Andrés  por  la  A  atributos-;  y  á  los  pies  de  este  cobrador 
pusiera  un  alambique  de  quintas  esencias,  ó  destilador^  con 


3oO  F  E  I  J  o  o 

un  vidrio  lleno  de  agua,  quinta  esencia  ya  sacada,  y  que  estu- 
viera cuidadoso,  que  no  se  le  quebrase  con  los  pies;  y  junto 
al  tal  vidro  pusiera  un  palillo  ó  baqueta  de  atambor,  que  fue- 
se de  hierro,  para  más  memoria  de  que  no  se  quebrase;  que 
ésta  ya,  como  hemos  dicho,  podía  ponerse  en  algún  abeceda- 
rio, que  dijera  :  De  tu;  y  de  esta  manera,  cuando  me  fuera  á 
escribir,  me  acordaría,  que  á  la  derecha  tenía  este  verso: 
Pongan^  Señor ^  el  medio  y  el  gobierno ;  y  á  la  izquierda  el 
otro :  Los  altos  atributos  de  tu  esencia.)^ 

Paréceme,  que  algunos  lectores,  después  de  ver  estos  dos 
ejemplos  del  uso  de  el  arte  de  la  memoria,  juzgarán,  que  más 
se  escribieron  por  irrisión,  que  para  enseñanza  de  dicho  arte; 
haciendo  concepto  de  que  mucho  más  fácil  es  admirar  y  rete- 
ner en  la  memoria  aquellos  pequeños  versos  por  medio  de  la 
mera  lectura  de  ellos,  que  fijar  y  conservar  en  ella,  ó  en  la 
imaginativa,  el  armatoste  de  tantas  imágenes.  Y  ya  se  viene  á 
los  ojos,  que  si  para  memorar  dos  pequeños  renglones  es 
menester  tanto  aparato  de  imágenes,  ¿  qué  será  menester 
cuando  se  trate  de  memorar  una  página  ó  una  hoja? 

Sea  lo  que  fuere  de  esto,  lo  que  juzgo  absolutamente  impo- 
sible es,  que  por  este  medio  se  ejecuten  aquellos  prodigios 
de  memorar,  que  jactan  ó  refieren  los  que  han  escrito  del 
arte  de  memoria,  como  que  algunos  repetían  al  pié  de  la  letra 
todo  un  sermón  luego  que  le  oían.  Un  sermón,  por  más  cor- 
to que  sea,  constará  de  cuatro  ó  cinco  mil  dicciones.  Ya 
hemos  visto  en  los  dos  ejemplos  propuestos,  que  por  lo  co- 
mún, para  cada  dicción  es  menester  una  imagen.  Añádese, 
que  á  veces  es  menester  una  imagen  compuesta  de  distintas 
imágenes,  como  en  el  ejemplo  inmediato,  para  la  voz  atribu- 
tos. Esto  supuesto,  ocurren  las  siguientes  reflexiones.  Pri- 
mera :  el  que  predica  no  deja  algún  intervalo  entre  dicción  y 
dicción,  esperando  á  que  el  artista  oyente  discurra  ó  invente 
imagen  correspondiente  á  cada  una,  luego  que  la  articula,  y 
mucho  menos  para  que  después  de  discurrida  y  colocada,  re- 
pita entre  sí  dos  veces  la  dicción,  como  prescriben  Velázquez 
y  Nolegar.  Segunda  :  aun  cuando  tuviera  tiempo  para  uno  y 
otro,  resta  la  dificultad  de  que  al  acabarse  el  sermón  se 
acuerde  prontamente,  por  su  orden,  de  cuatro  ó  cinco  mil 
imágenes  que  inventó.  Para  est,o  es  menester,  que  tenga  una  .- 
insigne  memoria  natural ;  y  teniéndola,  excusa  la  artificial. 


OBRAS    ESCOGIDAS  3oi 

Tercera  :  más  difícil  parece  acordarse  de  las  dicciones  por 
medio  de  las  imágenes,  que  recordar  inmediatamente  las  mis- 
mas dicciones.  Lo  primero,  pide  las  más  veces  para  cada 
dicción  acordarse  de  dos  cosas,  esto  es,  de  la  imagen  y  de  su 
particular  representación  en  aquel  caso.  La  razón  es,  porque 
las  más  veces  se  usa  de  imágenes,  que  pueden  representar 
varias  dicciones  distintas;  pongo  por  ejemplo:  la  cadena, 
que  sirve  de  imagen  para  significar  la  conjunción  Y,  en  el 
ejemplo  inmediato,  puede  también  significar  lo  que  suena; 
esto  es,  una  cadena  puede  significar  un  esclavo,  puede  signi- 
ficar el  amor,  puede  significar  una  cárcel,  un  preso,  un  cau- 
tivo, etc.,  y  significará  todas  estas  cosas,  y  muchas  más,  con 
más  propiedad  ó  más  oportuna  ilusión  que  una  Y.  Con  que, 
no  basta  acordarse,  que  en  tal  pt-edicamento  ó  tal  categoría 
se  puso  una  cadena;  sí  que  es  menester  acordarse  de  que  se 
puso  para  representar  una  Y,  lo  cual  es  acordarse  de  dos  co- 
sas; pero  acordarse  de  la  Y,  sin  intervención  de  imagen,  es 
acordarse  de  una  cosa  sola. 

No  por  eso  condeno  absolutamente  el  arte  de  memoria, 
Remítome  á  lo  dicho  en  el  párrafo  octavo  de  la  carta.  Pero 
ya  me  parece  nimia  la  condescendencia,  que  expliqué  en  los 
dos  párrafos  siguientes,  sobre  la  repetición  de  quinientas  ó 
mil  voces.  Creo,  que  el  uso  de  lugares  y  imágenes  puede  ser 
provechoso  en  muchos  casos,  como  para  retener  por  su  or- 
den las  propuestas  y  textos  de  un  sermón,  los  varios  puntos 
y  doctrinas  de  una  lección  de  oposición.  Mas  para  las  prodi- 
giosas reminiscencias  de  que  hemos  hablado  en  la  carta,  le 
juzgo  insuficientísímo.  Y  es  bien  que  se  note  aquí,  que,  según 
los  autores  que  tengo  presentes,  es  necesaria  una  grande  y 
dilatada  aplicación  para  .hacerse  corriente  la  práctica  de  el 
arte.  ¿  Cómo  se  compone  esto  con  lo  que  dice  Mureto,  que  el 
joven  veneciano  Francisco  Molino,  con  solos  seis  ó  siete  días 
de  escuela,  se  había  facilitado  para  repetir  quinientos  nom- 
bres ?  Marco  Antonio  Mureto  fué  un  hombre  de  grande  erudi- 
ción y  de  floridísima  elocuencia,  mas  no  he  visto  testimonios 
que  le  elogien  por  la  parte  de  la  veracidad ;  y  la  causa  crimi- 
nal, que  se  le  hizo  en  París  el  año  de  i554,  y  que  ocasionó  su 
fuga  á  Italia,  muestra  no  fué  de  santas  costumbres 


SEÑOR  mió:  El  tono,  en  que  vuestra  merced  me  avisa, 
que  muchos  me  reprenden  la  introducción  de  algunas 
voces  nuevas  en  nuestro  idioma,  me  da  bastantemente 
á  entender,  que  es  vuestra  merced  uno  de  esos  muchos.  No 
me  asusta  ni  coge  desprevenido  la  noticia,  porque  siempre 
tuve  previsto,  que  no  habían  de  ser  pocos  los  que  me  acusa- 
sen sobre  este  capítulo.  Lo  peor  del  caso  es,  que  los  que  mi- 
ran como  delito  de  la  pluma  el  uso  de  voces  forasteras,  se 
hacen  la  merced  de  juzgarse  colocados  en  la  clase  suprema 
de  los  censores  de  estilos,  bien  que  yo  sólo  les  concederé  no 
ser  de  la  ínfima.  " 

Puede  asegurarse,  que  no  llegan  ni  aun  á  una  razonable 
medianía  todos  aquellos  genios,  que  se  atan  escrupulosamen- 
te á  reglas  comunes.  Para  ningún  arte  dieron  los  hombres, 
ni  podrán  dar  jamás,  tantos  preceptos,  que  el  cúmulo  de  ellos 
sea  comprensivo  de  cuanto  bueno  cabe  en  el  arte.  La  razón 
es  manifiesta,  porque  son  infinitas  las  combinaciones  de  ca- 
sos y  circunstancias,  que  piden,  ya  nuevos  preceptos,  ya  dis- 


304  F  E  IJ  o  o 

tintas  modificaciones  y  limitaciones  de  los  ya  establecidos. 
Quien  no  alcanza  esto,  poco  alcanza. 

Yo  convendría  muy  bien  con  los  que  se  atan  servilmente  á 
las  reglas,  como  no  pretendiesen  sujetar  á  todos  los  demás  al 
mismo  yugo.  Ellos  tienen  justo  motivo  para  hacerlo.  La  falta 
de  talento  los  obliga  á  esa  servidumbre.  Es  menester  numen, 
fantasía,  elevación,  para  asegurarse  el  acierto,  saliendo  del 
camino  trillado.  Los  hombres  de  corto  genio  son  como  los 
niños  de  la  escuela,  que  si  se  arrojan  á  escribir  sin  pauta,  en 
borrones  y  garabatos  desperdician  toda  la  tinta.  Al  contrario, 
los  de  espíritu  sublime  logran  los  más  felices  rasgos  cuando 
generosamente  se  desprenden  de  los  comunes  documentos. 
Así,  es  bien  que  cada  uno  se  estreche  ó  se  alargue,  hasta 
aquel  término  que  le  señaló  el  Autor  de  la  naturaleza,  sin 
constituir  la  facultad  propia  por  norma  de  las  ajenas.  Qué- 
dese en  la  falda  quien  no  tiene  fuerza  para  arribar  á  la  cum- 
bre, mas  no  pretenda  hacer  magisterio  lo  que  es  torpeza,  ni 
acuse  como  ignorancia  del  arte  lo  que  es  valentía  del  numen. 

Al  propósito.  Concédese,  que  por  lo  común  es  vicio  del  es- 
tilo la  introducción  de  voces  nuevas  ó  extrañas  en  el  idioma 
propio.  Pero  ¿por  qué?  Porque  hay  muy  pocas  manos,  que 
tengan  la  destreza  necesaria  para  hacer  esa  mezcla.  Es  me- 
nester para  ello  un  tino  sutil,  un  discernimiento  delicado. 
Supongo,  que  no  ha  de  haber  afectación,  que  no  ha  de  haber 
exceso.  Supongo  también,  que  es  lícito  el  uso  de  voz  de  idio- 
ma extraño  cuando  no  la  hay  equivalente  en  el  propio;  de 
modo  que,  aunque  se  pueda  explicar  lo  mismo  con  el  com- 
plejo de  dos  ó  tres  voces  domésticas,  es  mejor  hacerlo  con 
una  sola,  venga  de  donde  viniere.  Por  este  motivo,  en  menos 
de  un  siglo  se  han  añadido  más  de  mil  voces  latinas  á  la  len- 
gua francesa,  y  otras  tantas  y  mu«..has  más,  entre  latinas  y 
Jrancesas,  á  la  castellana.  Yo  me  atrevo  á  señalar  en  nuestro 
nuevo  diccionario  más  de  dos  mil,  de  las  cuales  ninguna  se 
hallará  en  los  autores  españoles,  que  escribieron  antes  de 
empezar  el  pasado  siglo.  Si  tantas  adiciones  hasta  ahora  fue- 
ron lícitas,  ¿porqué  no  lo  serán  otras  ahora?  Pensar,  que  ya 
la  lengua  castellana,  ú  otra  alguna  del  mundo,  tiene  toda  la 
extensión  posible  ó  necesaria,  sólo  cabe  en  quien  ignora,  que 
es  inmensa  la  amplitud  de  las  ideas,  para  cuya  expresión  se 
requieren  distintas  voces. 


OBRAS    ESCOGIDAS  3o5 

Los  que  á  todas  las  peregrinas  niegan  la  entrada  en  nuestra 
locución,  llaman  á  esta  austeridad,  j?wrejfa  de  la  lengua  caste- 
llana. Es  trampa  vulgarísima  nombrar  las  cosas  como  lo  há 
menester  el  capricho,  el  error  ó  la  pasión.  ¡Pure!^a!  Antes  se 
deberá  llamar  po¿>re^¿z,  desnudez,  miseria,  sequedad.  He  vis- 
to autores  franceses  de  muy  buen  juicio,  que  con  irrisión 
\\Q.n\2in  puristas  á  los  que  son  rígidos  en  esta  materia;  especie 
de  secta  en  línea  de  estilo,  como  hay  la  de  puritanos  en  pun- 
to de  religión. 

No  hay  idioma  alguno,  que  no  necesite  del  subsidio  de 
otros,  porque  ninguno  tiene  voces  para  todo.  Escribiendo  en 
verso  latino,  usó  Lucrecio  de  la  voz  griega  homceomería,  por 
no  hallar  voz  latina  equivalente: 

Nunc  Anaxagorce  scrutemur  hoinceomeriatn, 
Quaní  grcBci  vocant,  nec  nostra  dicere  lingua 
Concedit  nobis  patrii  sermonis  egestas. 

Antes  de  Lucrecio  había  ya  tomado  mucho  la  lengua  latina 
de  la  griega,  y  mucho  tomó  después.  ^' Qué  daño  causáronlos 
que  hicieron  estas  agregaciones?  No,  sino  mucho  provecho. 
Críticos  hay  y  ha  habido,  que  aún  más  escrupulosos  en  el 
idioma  latino,  que  nuestros  puristas  en  el  castellano,  no  han 
querido  usar  de  voz  alguna,  que  no  hayan  hallado  en  Cice- 
rón; nimiedad,  que  dignamente  reprehende  el  latinísimo  y 
elocuentísimo  Marco  Antonio  Mureto;  diciendo,  que  el  mis- 
mo Cicerón,  si  hubiera  vivido  hasta  los  tiempos  de  Quinti- 
liano,  Plinio  y  Tácito,  hallaría  la  lengua  latina  aumentada  y 
enriquecida  por  ellos  con  muchas  voces  nuevas,  muy  elegan- 
tes, de  las  cuales  usaría  con  gran  complacencia,  agradeciendo 
su  introducción  ó  invención  á  aquellos  autores:  Equidem 
existimo  Ciceronem.,  si  ad  Quintiliani^  et  Plinii^  et  Taciti  tém- 
pora vitam  producere  potuisset,  et  romanam  linguam  muliis 
vocibus  eleganter  conformatis  eorum  studio  auctam  ac  locuple- 
tatam  vidisset,  magnam  cis  gratiom  habiturum,  ataque  illis 
vocibus  cupido  usurum  fuisse.   (Variar,  lect.,  lib.  XV,  cap.  L) 

A  tanto  llega  el  rigor  ó  la  extravagancia  de  los  puristas  la- 
tinos., que  algunos  acusaron  como  delito  al  doctor  Francisco 
Gilelfo,  haber  inventado  la  voz  stapeda  para  significar  el  es- 
tribo. No  había  voz,  ni  en  el  griego  ni  en  el  latín,  que  le  sig- 
nificase; porque  ni  entre  griegos  ni  entre  romanos,  ni  entre 


3o6  F  E  I  j  o  o 

alguna  nación  conocida,  se  usó  en  la  antigüedad  de  estribos 
para  andar  á  caballo.  Es  su  invención  bastantemente  moder- 
na; ¿porqué  no  se  había  de  inventar  la  voz,  habiéndose  in- 
ventado el  objeto?  ¿No  es  mejor  tener  para  este  efecto  una 
voz  simple,  de  buen  sonido  y  oportuna  derivación,  como  es 
stapeda  (á  stante  pede),  que  usar  de  las  dos  del  Diccionario 
de  Trevoux,  scamilus  epiphpiarius,  ú  de  la  voz  scandula,  que 
propone  también  el  mismo  diccionario,  y  es  muy  equívoca ; 
pues  en.  el  Diccionario  de  Nebrija  se  ve,  que  significa  otras 
dos  cosas? 

En  estos  inconvenientes  caen  los  puristas,  así  latinos  como 
castellanos  ú  de  otro  cualquier  idioma.  Ó  carecen  de  voces 
para  algunos  objetos,  ó  usan  de  agregados  de  distintas  voces 
para  expresarlos,  que  es  lo  mismo,  que  vestir  el  idioma  de 
remiendos,  por  no  admitir  voces  nuevas,  ó  buscarlas  en  algu- 
na lengua  extranjera.  Hacen  lo  que  los  pobres  soberbios,  que 
más  quieren  hambrear,  que  pedir. 

Quintiliano,  gran  maestro  en  el  asunto  que  tratamos,  dice, 
que  él  y  los  demás  escritores  romanos  de  su  tiempo  tomaban 
de  la  lengua  griega  lo  que  faltaba  en  la  latina,  y  asimismo  los 
griegos  socorrían  con  la  latina  la  suya  :  Confessis  quoque  grce- 
cis  utimur  verbis,  ubi  nostra  dessunt,  sicut  illi  á  nobis  nonnum- 
quam  mutuantur.  flnstitut,  Orat.,  lib.  I,  cap.  V.)  ¿Se  atreverá 
vuestra  merced  ú  otro  alguno  á  recusar,  en  materia  de  estilo, 
la  autoridad  de  Quintiliano? 

Lo  más  es,  que  no  sólo  de  los  griegos  (que  al  fin  á  éstos 
los  veneraban,  en  algún  modo,  como  maestros  suyos)  se  so- 
corrían los  romanos  en  las  faltas  de  su  lengua,  mas  aun  de 
otras  naciones,  á  quienes  miraban  como  bárbaras.  En  el  mis- 
rao  Quintiliano  se  lee,  que  tomaron  las  voces  rheda  y  petori- 
tum  de  los  galos;  la  voz  mappa,  de  los  cartagineses;  la  voz 
gurdus^  para  significar  un  hombre  rudo,  de  los  españoles. 
Origen  español  atribuye  también  Aulo  Gelio  á  la  palabra  lan- 
cea. A  vista  de  esto,  ¿qué  caso  se  debe  hacer  de  la  crítica 
austeridad  de  los  que  condenan  la  admisión  de  cualquiera 
voz  forastera  en  el  idioma  hispano? 

Diránme  acaso,  y  aun  pienso  que  lo  dicen,  que  en  otro 
tiempo  era  lícito  uno  ú  otro  recurso  á  los  idiomas  extraños, 
porque  no  tenía  entonces  el  español  toda  la  extensión  ne- 
cesaria; pero  hoy   es  superfluo,   porque  ya  tenemos  voces 


OBRAS     ESCOGIDAS  Soy 

para  todo.  ¿  Qué  puedo  yo  decir  á  esto,  sino  que  alabo  la  sa- 
tisfacción ?  En  una  clase  sola  de  objetos  les  mostraré,  que 
nos  faltan  muchísimas  voces.  ¿Qué  será  en  el  complejo  de  to- 
das? Digo  en  una  clase  sola  de  objetos;  esto  es,  de  los  que 
pertenecen  al  predicamento  de  acción.  Son  innumerables  las 
acciones  para  que  no  tenemos  voces,  ni  nos  ha  socorrido  con 
ellas  el  nuevo  diccionario.  Pondré  uno  ú  otro  ejemplo.  No 
tenemos  voces  para  la  acción  de  cortar,  para  la  de  arrojar^ 
para  la  de  mezclar,  para  la  de  desmenuzar,  para  la  de  excre- 
tar, para  la  de  ondear  el  agua  úotro  licor,  para  la  de  excavar, 
para  la  de  arrancar.,  etc.  ¿  Por  qué  no  podré,  valiéndome  del 
idioma  latino  para  significar  estas  acciones,  usar  délas  voces 
amputación,  proyección,  conmixtión,  conminución,  excreción, 
undulación,  excavación,  avulsión  ? 

Asimismo  padecemos  bastante  escasez  de  términos  abstrac- 
tos, como  conocerá  cualquiera,  que  se  ocupe  algunos  ratos 
en  discurrir  en  ello.  Fáltannos  también  muchísimos  partici- 
pios. En  unos  y  otros  los  franceses  han  sido  más  próvidos 
que  nosotros,  formándolos  sobre  sus  verbos  ó  buscándolos 
en  el  idioma  latino.  ¿  No  sería  bueno  que  nosotros  los  forme- 
mos también,  ó  los  traigamos  del  latín  ó  del  francés  ?  Qué 
daño  nos  hará  este  género  peregrino,  cuando  por  él  los  ex- 
tranjeros no  nos  llevan  dinero  alguno? 

Así,  aunque  tengo  por  obras  importantísimas  los  dicciona- 
rios, el  fin,  que  tal  vez  se  proponen  sus  autores,  de  fijar  el 
lenguaje,  ni  le  juzgo  útil  ni  asequible.  No  útil,  porque  es  ce- 
rrar la  puerta  á  muchas  voces,  cuyo  uso  nos  puede  convenir; 
no  asequible,  porque  apenas  hay  escritor  de  pluma  algo  suel- 
ta, que  se  proponga  contenerla  dentro  de  los  términos  del 
diccionario.  El  de  la  Academia  Francesa  tuvo  á  su  favor  to- 
das las  circunstancias  imaginables  para  hacerse  respetar  de 
aquella  nación.  Sin  embargo,  sólo  halla  dentro  de  ella  una 
obediencia  muy  limitada.  Fuera  de  que,  verisímilmente  no 
se  hizo  hasta  ahora  para  ninguna  lengua  diccionarijo,  que 
comprehendiese  todas  las  voces  autorizadas  por  el  uso.  Com- 
puso Ambrosio  Calepino  un  diccionario  latino  de  mucha  ma- 
yor amplitud  que  todos  los  que  le  habían  precedido.  Vino 
después  Conrado  Gesnero,  que  le  añadió  millares  de  voces. 
Aumentóle  también  Paulo  Manucio,y  en  fin,  Juan  Paseracio, 
La-Zerda,  Chiflet  y  otros;  y  después  de  todo,  aún  faltan  en 


3o8  F  E  I  j  o  o 

él  muchísimos  vocablos,  que  se  hallan  en  autores  latinos 
muy  clásicos. 

Luego  que  en  el  párrafo  inmediato  escribí  la  voz  asequible^ 
me  ocurrió  mirar  si  la  trae  el  Diccionario  de  nuestra  Acade- 
mia. No  la  hay  en  él.  Sin  embargo,  vi  usar  de  ella  á  castella- 
nos, que  escribían  y  hablaban  muy  bien.  Algunos  juzgarán, 
que  posible  es  equivalente  suyo,  pero  está  muy  lejos  de  serlo. 

Ni  es  menester,  para  justificar  la  introducción  de  una  voz 
nueva,  la  falta  absoluta  de  otra  que  signifique  lo  mismo:  bas- 
ta que  la  nueva  tenga  ó  más  propiedad  ó  más  hermosura  ó 
más  energía.  Mr.  de  Segrais,  de  la  Academia  Francesa,  que 
tradujo  la  Eneida  en  verso  de  su  idioma  nativo,  y  es  la  mejor 
traducción  de  Virgilio,  que  pareció  hasta  ahora,  llegando  á 
aquel  pasaje,  en  que  el  poeta,  refiriendo  los  motivos  del  eno- 
jo de  Juno  contra  los  troyanos,  señala  por  uno  de  ellos  el 
profundo  dolor  de  haber  Páris  preferido  á  su  hermosura  la 
de  Venus : 

Manet  alta  mente  repostum 
yudtcium  Paridis,  spretceque  injuria  forntce. 

Trasladó  el  último  hemistiquio  de  este  modo : 

Sa  beaute  meprisee,  intpardonable  injure. 

Repararon  los  críticos  en  la  voz  impar donable^  nueva  en  el 
idioma  francés  ;  y  hubo  muchos,  que  por  este  capítulo  la  re- 
probaron, imponiéndole  su  inutilidad,  respecto  de  haber  en 
el  francés  la  voz  irremisible^  que  significa  lo  mismo.  No  obs- 
tante lo  cual,  los  más  y  mejores  críticos  estuvieron  á  favor 
de  ella,  por  conocer  que  la  voz  impardonable^  colocada  allí, 
exprime  con  mucha  mayor  fuérzala  cólera  de  Juno,  y  el  con- 
cepto que  hacía  de  la  gravedad  de  la  ofensa,  que  la  voz  irre- 
misible. Y  ya  hoy  aquella  voz,  que  inventó  Mr.  de  Segrais, 
es  usada  entre  los  franceses. 

Pero  es  á  la  verdad  para  muy  pocos  el  inventar  voces  ó 
connaturalizar  las  extranjeras.  Generalmente  la  elección  de 
aquellas  que,  colocadas  en  el  período,  tienen  ó  más  hermo- 
sura ó  más  energía,  pide  numen  especial,  el  cual  no  se  ad- 
quiere con  preceptos  ó  reglas.  Es  dote  puramente  natural;  y 
el  que  no  la  tuviere,  nunca  será  ni  gran  orador  ni  gran  poeta. 


9 


OBRAS    ESCOGIDAS  SOQ 

Esta  prenda  es  quien,  á  mi  parecer,  constituye  la  mayor  ex- 
celencia de  la  Eneida.  En  virtud  de  ella,  daba  Virgilio  á  la 
colocación  de  las  voces,  cuando  era  oportuno,  aquel  gran 
sonido  con  que  se  imprime  en  el  entendimiento  ó  en  la  ima- 
ginación una  idea  vivísima  del  objeto.  Tal  es  aquel  pasaje, 
cuya  parte  copié  arriba: 

Necdum  etiant  causee  irarum,  scevique  dolores 
Exciderant  animo:  tnanef  alta  mente  repostuvt 
yudiciuM.  Paridis,  spretaque  injuria  form-ce . 

Dentro  de  pocas  voces,  ¡qué  pintura  tan  viva,  tan  hermosa, 
tan  expresiva,  tan  valiente,  de  la  irritación  de  la  diosa,  y  de 
la  profunda  impresión  que  había  hecho  en  su  ánimo  la  inju- 
ria de  anteponer  á  la  suya  otra  belleza!  Donde  es  bien  adver- 
tir que  el  síncope  repostum  es  de  invención  de  Virgilio,  y  no 
introducido  sólo  á  favor  de  la  libertad  poética,  sino  porque 
aquella  nueva  voz,  ó  nueva  modificación  de  la  voz  repositum., 
da  más  fuerza  á  la  expresión. 

No  sólo  dirige  el  numen  ó  genio  particular  para  la  intro- 
ducción de  voces  nuevas  ó  inusitadas,  mas  también  para  usar 
oportunamente  de  todas  las  vulgarizadas.  Ciertos  rígidos 
Aristarcos  generalísimamente  quieren  excluir  del  estilo  serio 
todas  aquellas  locuciones  ó  voces,  que,  ó  por  haberlas  intro- 
ducido la  gente  baja,  ó  porque  sólo  entre  ella  tienen  frecuente 
uso,  han  contraído  cierta  especie  de  humildad  ó  sordidez  plebe- 
ya; y  un  docto  moderno  pretende  ser  la  más  alta  perfección  del 
estilo  de  don  Diego  Saavedra,  no  hallarse  jamás  en  sus  escritos 
alguno  de  los  vulga7'ísimos  que  hacinó  Quevedo  en  el  Cuento 
de  cuentos.,  ni  otros  semejantes  á  aquellos.  Es  muy  hermoso 
y  culto  ciertamente  el  estilo  de  don  Diego  Saavedra,  pero  no 
lo  es  por  eso;  antes  afirmo  que  aun  podría  ser  más  elocuente 
y  enérgico,  aunque  tal  vez  se  entrometiesen  en  él  algunos  de 
aquellos  vulgarísimos. 

Quintiliano,  voto  supremo  en  la  materia,  enseña  que  no 
hay  voz  alguna,  por  humilde  que  sea,  á  quien  no  se  pueda 
hacer  lugar  en  la  oración,  exceptuando  únicamente  las  torpes 
ú  obscenas:  Ómnibus  ferc  verbis,  prceter  pauca,  quce  sunt  pa- 
rum  verecunda,  in  oratione  locus  csl.  Y  poco  más  abajo,  sin  la 
limitación  de  la  partícula  /ere,  repite  la  misma  sentencia: 
Omnia  verba  (exceptis  de  quibus  dixi)  sunt  alicubi  óptima,  et 


3lO  FEI  J  o  o 

humilibus  interdum,  et  vulgaribus  est  opus.  (Instituí.  Orat., 
lib.  I,  cap.  I.)  Y  en  otra  parte  pronuncia  que  á  veces  la  misma 
humildad  de  las  palabras  añade  fuerza  y  energía  á  lo  que  se 
dice:  Vim.  ?'ebus  aliquando,  et  ipsa  verborum  hwnilitas  affert. 
(Libro  VIII,  capítulo  III.) 

Un  sujeto  por  muchas  circunstancias  ilustre,  leyendo  en  el 
primer  tomo  del  Teatro  crítico  aquella  cláusula  primera  del 
discurso,  que  trata  de  los  cometas:  «Es  el  cometa  una  fanfa- 
rronada del  cielo  contra  los  poderosos  del  mundo,»  la  cele- 
bró como  rasgo  de  especial  gala  y  esplendor.  Convendré  en 
que  haya  sido  efecto  de  su  liberalidad  el  elogio;  pero  si  en  la 
sentencia  hay  algún  mérito  para  él,  todo  consiste  en  el  opor- 
tuno uso  de  la  y oz  fanfarronada ,  la  cual  por  sí  es  de  la  clase 
de  aquellas  que  pertenecen  al  estilo  bajo;  con  todo,  tendría 
mucha  menos  gracia  y  energía  si  dijese  :  «  Es  el  cometa  una 
vana  amenaza  del  cielo,»  etc.  Siendo  así,  que  la  significación 
es  la  misma,  y  la  locución  vana  amenaza  nada  tiene  de  humil- 
de ó  plebeya.  Vea  vuestra  merced  aquí  verificada  la  máxima 
de  Quintiliano:  Vim  rebus  aliquando,  et  ipsa  verborum  humi- 
litas  affert. 

De  esto  digo  lo  mismo  que  dije  arriba  en  orden  á  inventar 
voces  ó  domesticar  las  extranjeras.  No  pende  del  estudio  ó 
meditación,  sí  sólo  de  una  especie  de  numen  particular,  ó  llá- 
mese imaginación  feliz,  en  orden  á  esta  materia.  El  que  la 
tiene,  aun  sin  usar  de  reflexión,  sin  discurrir,  sin  pensar  en 
ello,  encuentra  muchas  veces  las  voces  más  oportunas  para 
explicarse  con  viveza  ó  valentía,  ya  sean  nobles,  ya  humildes, 
ya  paisanas,  ya  extranjeras,  ya  recibidas  en  el  uso,  ya  forma- 
das de  nuevo.  El  que  carece  de  ella  no  salga  del  camino  tri- 
llado, y  mucho  menos  se  meta  en  dar  reglas  en  materia  de 
estilo.  Pero  en  esto  sucede  lo  que  en  todas  las  demás  cosas. 
Condena  los  primores  quien,  no  sólo  no  es  capaz  de  ejecu- 
tarlos, mas  ni  aún  de  percibirlos;  que  también  el  discernirlos 
pide  talento,  y  no  muy  limitado. 

Creo  haber  dejado  á  vuestra  merced  satisfecho  sobre  el 
asunto  de  su  carta,  y  yo  lo  estaré  de  que  vuestra  merced  tiene 
el  concepto  debido  de  mi  amistad,  si  me  presentare  muchas 
ocasiones  de  ejercitar  el  afecto  que  le  profeso,  etc. 


ÍNDICE 


PÁG. 


V 


EL  PADRE  FEIJOO 

Música  de  los  templos ^  ^ 

Paralelo  de  las  lenguas  castellana X  francesa 4'^ 

Defensa  de  las  mujeres ^^^ 

Las  modas •     •  °7 

Sabiduría  aparente 99 

Mapa  intelectual X  cotejo  de  naciones ii'3 

Amor  de  la  patria X  pasión  nacional i35 

Fisionomía '-'9 

Impunidad  de  la  mentira 1^9 

Ra^ón  de  el  gusto "^^^ 

El  no  sé  qué ^^7 

Verdadera  y  falsa  urbanidad '^^^ 

Abusos  de  las  disputas  verbales ^7^ 

Arte  de  memoria ^^^ 

Introducción  de  voces  nuevas ^^^ 


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