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Full text of "La prudencia en la mujer. El condenado por desconfiado"

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MADRID 

pT.  TIP.  VIUDA  É  HIJOS  DE  M.  TELLO 

IMPRESOR  DE  CÁMARA   DE  S.    M. 

C.  de  San  Fraacisco,  4 
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OBRAS  COMPLETAS 


D.  JOSÉ  MARÍA  DE  PEREDA 


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Es  propitdad  del  aufor. 

A  LA  SANTA  MEMORIA 


DE  MI  HIJO  JUAN  MANUEL 


ACIA  el  último  tercio  del  borrador  de  e$te 
libro  f  hay  una  cruz  y  una  fecha  entredós 
\  palabras  de  una  cuartilla.  Para  la  ordi^ 
ñafia  curiosidad  de  los  hombres,  no  ten- 
drían aquellos  rojos  signos  gran  importancia;  y,  sin 
embargo  f  Dios  y  yo  sabemos  que  en  el  mezquino  es^ 
pacto  que  llenan^  cabe  el  abismo  que  separa  mi  pre^ 
senté  de  mi  pasado;  Dios  sabe  también  á  costa  de  qué 
esfuerzos  de  voluntad  se  salvaron  sus  orillas  para 
iuscar  en  las  serenas  y  apacibles  regiones  del  arte^  un 
refugio  más  contra  las  tempestades  del  esptrituacm- 
gojado;  por  qué  y  de  qué  modo  se  ha  terminado  este 
libro  que,  quizás,  no  debió  pasar  de  aquella  triste 
fecha  ni  de  aquella  roja  cruz;  por  qué,  enfin^ypara 
qué  declaro  yo  estas  cosas  desde  aquí  á  esa  corta^ 
pero  noble^  falanje  de  cariñosos  lectores  que  me  ha^ 


6  OBRAS  DB  D.  JOS¿  11.  DE  PBRBDA 

acompañado  fiel  en  mi  pobre  labor  de  tantos  anoSf 
mientras  voy  subiendo  la  agria  pendiente  de  mi  Cal- 
vario  y  diciéndome^  con  el  poeta  sublime  de  los  gran- 
des infortunios  de  la  viday  cada  vez  que  wifiüa  mi 
paso  ó  los  alientos  me  faltan: 

cDóminus  dedit;  Dóminus  abstulit. 
Sicut  Dómino  píacuit,  ita  factum  est.t 


J.  M.  DB  Pbrbda» 


Diciembre  de  1894. 


PENAS  ARRIBA 


AS  razones  en  que  mi  tfo  fundabt  la 
tenacidad  de  su  empeño  eran  muy 
» juiciosas,  y  me  las  iba  enviando  por 
el  correo,  escritas  con  mano  torpe, 
pluma  de  ave,  tinta  rancia,  letras  gordas  y  an- 
ticuada ortografía,  en  papel  de  barbas  compra- 
do en  el  estanquillo  -del  lugar.  Yo  no  las  echa- 
ba en  saco  roto  precisamente;  pero  el  caso» 
para  mí,  era  de  meditarse  mucho,  y  por  eso, 
entre  alegar  61  y  meditar  y  responderle  yo,  se 
fué  pasando  una  buena  temporada. 

La  primera  carta  en  que  trató  del  asunto  fué 
la  más  extensa  de  las  ocho  ó  diez  de  la  serie. 
Temía  colarse  en  61  de  sopetón,  y  me  prepa- 
raba el  camino  para  sus  fines,  ctomando  las  co- 
sas desde  muy  atrás,  y  como  si  nos  tratáramos 
entonces,  aunque  de  lejos,  por  primera  vez.» 


8  OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

cMucho  le  estorbaba  la  pluma  entre  los  de* 
dos,»  y  tÁen  lo  revelaban  la  rudeza  de  los  tra- 
zos, la  desigualdad  de  las  letras  y  las  señales  de 
más  de  un  borrón  lamido  en  fresco  ó  extendido 
con  el  canto  de  la  mano;  tpero  con  paciencia  y 
buena  voluntad  se  vencían  los  imposibles.» 

cTus  abuelos  pateraos^me  escribía, — ^no  lo- 
graron otros  hijos  que  tu  padre  y  yo.  Yo  fui  el 
mayorazgo,  y  como  tal,  aquí  arraigué  desde  el 
punto  y  hora  en  que  nací.  Tu  padre,  como  más 
necesitado,  echóse  al  mundo,  y  rodando  mucho 
por  él,  adquirió  buenos  caudales  y  una  mujer 
que  no  había  oro  con  que  pagarla.  De  esta  tra- 
za me  la  pintó  cuando  vino  á  darme  cuenta  de 
sus  proyectos  matrimoniales,  y  á  tomar  pose- 
sión, en  pura  chanza,  de  la  pobreza  que  le  co- 
rrespondía por  herencia  libre  de  tus  abuelos. 
Fuese  á  los  pocos  días  de  haber  venido,  y  no 
he  vuelto  ni  volveré  á  verle  más  en  la  tierra. 
Dios  le  tenga  en  eterno  descanso. 

»También  yo  me  casé  andando  los  días,  y 
tuve  mujer  buena,  é  hijos  que  el  Señor  me  iba 
quitando  á  medida  que  me  los  daba.  Con  el  úl- 
timo de  ellos  se  llevó  á  su  madre.  ¡Bendita  y 
alabada  sea  su  divina  voluntad,  hasta  en  aque- 
llo con  que  humanamente  nos  agobia  y  atribu- 
la! Como  aún  no  era  yo  propiamente  viejo  y 
me  sentía  fuerte,  y  en  estas  angosturas  y  aspe- 
rezas del  terruño  hallaban  pasto  y  solaz  abun- 


PBÑAS  ARRIBA  9 

dante  las  cortas  ambiciones  de  mi  espíritu, 
aprendí  á  arrastrar  con  valentía  la  cruz  de  mis 
dolores,  y  hasta  logré  olvidarme,  tiempo  an- 
dando, de  que  la  llevaba  á  cuestas:  vamos,  que 
me  hice  á  la  carga,  y  volví  á  ser  el  hombre  de 
buen  contentar  y  apegado  á  la  tierra  madre  co- 
mo la  yedra  al  morio.  De  tarde  en  tarde  nos 
escribíamos  mi  hermano  y  yo,  y  de  este  modo 
supo  él  mis  venturas  y  desventuras,  y  yo  tu  na- 
cimiento y  el  de  tu  hermana,  el  casamiento  de 
ésta  después  con  un  americano  rico  que  se  la 
llevó  á  su  tierra,  la  muerte  de  tu  madre  y  los 
rumbos  que  tomabas  con  los  libros  de  las  au- 
las, según  ibas  esponjándote  y  haciéndote  hom- 
bre. 

>Una  vez  dio  en  faltarme  carta  vuestra  más 
de  lo  acostumbra.do,  que  era  bien  poco,  y  la 
primera  que  tuve  al  cabo  de  los  meses  fué  tuya 
y  para  decirme  que  tu  padre  se  había  muerto 
de  un  tabardillo  enconado,  ó  cosa  por  este  arte. 
Ausente  tu  hermana  y  cargada  de  familia  y  de 
bienes  en  la  otra  banda,  quedábaste  solo  en  la 
de  acá,  y  aticuenta  que  en  el  mundo,  aunque 
con  medios  de  fortuna  para  bracear  á  tus  an- 
chas en  él.  Lo  mismo  que  yo,  salvo  la  compa- 
ranza de  gentes  y  lugares.  Te  brindé  con  éste 
mío  desconfiando  mucho,  en  verdad  se  diga, 
de  que  me  quisieras  el  envite,  hecho  de  todo 
corazón,  porque  barruntaba  tu  modo  de  vivir 


10   OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

y  conocía  tu  estampa  por  retratos  que  me  ha- 
bías ido  mandando.  Ni  el  uno  ni  la  otra  se  ama- 
ñaban bien  con  la  pobreza  y  rustiquez  de  es- 
tos andurriales:  me  parecía  á  mí.  Y  no  iba  el 
parecer  fuera  de  camino,  jorque  eso  resultó  de 
tu  respuesta,  bien  desentrañadas  sus  finezas  y 
cortesías.  Desde  entonces  fueron  peras  de  á  li- 
bra las  cartas  entre  nosotros  dos.  Tú  corriendo 
la  Ceca  y  la  Meca,  y  yo  firme  y  agarrado  á  es- 
tos peñascales  como  barda  montuna.  Y  así  he- 
mos ido  tirando  tan  guapamente:  tú  sin  acor- 
darte dos  veces  al  año  del  santo  de  mi  nombre, 
y  yo  sin  apurarme  por  ello  cosa  mayor,  porque 
mientras  tuve  salud,  tuve  alegría,  y  á  la  luz  de 
ella  me  tenía  por  bien  acompañado  con  vivir 
entre  estas  gentes  y  estos  riscos  y  hasta  sus  ali- 
mañas, que  me  parecían  ya,  á  fuerza  de  verlos 
y  palparlos,  carne  de  mis  huesos  y  sangre  de 
mis  propias  venas.  Pero  tú  eras  mozo  y  tenías 
mucho  tiempo  y  mucha  tierra  por  delante;  yo 
viejo  y  con  muy  pocas  fantasías  en  la  cabeza,  y 
no  sobrado  de  calor  en  la  masa  de  la  sangre; 
los  muchos  años  hicieron  al  cabo  una  de  las 
suyas,  y  ayer  mañana,  como  quien  dice,  una 
pizca  de  nada,  un  sorbo  de  leche  más  de  los 
acostumbrados,  el  aire  de  una  puerta,  el  aletazo 
de  un  mosquito,  me  acaldó  en  la  cama.  Tardé 
en  salir  de  ella,  y  salí  como  para  entrar  en  la 
sepultura.  El  roble  se  bamboleaba  como  si  le 


PBÑAS  ARRIBA  IX 

faltara  la  tierra  que  le  sostenía,  6  se  le  despe- 
garan de  ella  las  raíces,  ó  no  pudiera  con  el 
peso  de  su  propio  ramaje.  Ya  me  dan  anseo  las 
cuestas  arriba  con  solo  mirarlas,  y  la  mano  que 
ayer  venteaba  gustosa  el  apero  6  el  hacha  con 
que  yo  me  entretenía  en  la  tierra  de  labor  6  en 
la  espesura  del  monte,  hoy  me  pide  el  paluco 
del  tullido,  como  el  puntal  de  sostén  el  jastial 
resquebrajado;  y  lo  que  es  peor  que  todo  ellOi 
que  el  ánimo  va  cantando  al  son  de  la  osamen- 
ta que  se  descuajaringa  y  no  puede  ya  con  el 
pellejo.  En  suma,  hombre:  que  en  un  dos  por 
tres,  y  cuando  menos  lo  esperaba,  di  el  bajón 
que  había  de  dar  más  tarde  ó  más  temprano. 
Es  de  ley  que  la  tierra  llame  á  lo  que  es  suyo, 
y  á  mí  no  cesa  de  llamarme  unos  días  hace» 
No  te  diré  que  tenga  miedo,  propiamente  mie- 
do, á  ese  vocerío  que  no  calla  día  ni  nodie; 
pero  es  la  verdad  que  á  estas  horas  quisiera 
verme  algo  más  acompañado  de  lo  que  me  veo 
en  la  soledad  en  que  me  hallo.  Soledad  digo, 
porque  con  estar  cada  cosa  de  estos  lugares  en 
el  punto  en  que  siempre  estuvo,  y  con  ser  estas 
buenas  gentes  lo  que  siempre  fueron  para  mí, 
ahora  resulta  que  tengo  codicia  de  algo  que  me 
llegue  más  adentro  que  todo  ello,  por  lo  mis- 
mo que  lo  hay  y  sé  por  dónde  anda.  Sí,  hom- 
bre, sí:  has  de  saberte  que  toda  la  ley  que  tu- 
ve á  mis  hijos,  y  á  su  madre,  y  á  tu  padre,  y 


12    OBRAS  DB  D.  jOSá  M.  DE  PEREDA 

á  los  míos,  y  que  por  tantos  años  ha  estado 
como  dormida  en  lo  más  hondo  del  corazón,  se 
me  ha  despertado  de  repente,  cebando  suham* 
bre  envejecida  en  la  única  carne  de  la  nuestra 
que  conoce:  en  tí,  para  que  lo  sepas  de  una 
vez.  Porque  tu  hermana,  á  la  distancia  que 
está  de  nosotros,  es  para  el  caso  como  si  ya 
no  viviera,  y  no  quiero  tener  por  de  la  casta 
nuestra  á  dos  sobrinazos  segundos  míos,  por 
parte  de  mi  madre:  dos  bigardones  de  mala 
catadura  y  peor  vivir.  Hace  no  mucho  tiem- 
po bajaro^  de  su  pueblo  á  pedirme  algo^  á 
tales  horas  y  en  tales  términos,  que  tuve  que 
darles  el  cDios  vos  ampare»  con  la  escopeta 
echada  á  la  cara.  Primera  y  única  vez  que  los 
he  visto. 

tPues  bueno,  y  para  ñn  y  remate  del  camino 
que  traigo  y  ya  me  cansa:  creo  que  si  tú  te  ani- 
maras y  me  dieras  el  regalo  de  tu  compañía  ea 
esta  casona,  el  vocear  de  la  tierra  me  sería  más 
llevadero.  No  hay  cosa  mayor  con  qué  tentarte 
entre  estos  solitarios  despeñaderos,  á  tí  que  es- 
tás avezado  á  las  pompas  y  regalos  de  la  corte; 
pero  á  todo  se  hacen  los  hombres  cuando  se 
empeñan  en  ello,  sin  contar  con  que  también 
aquí  hay  su  sol  correspondiente;  y  aunque  es 
cierto  que  tarda  un  poco  por  la  mañana  en  tras- 
poner los  picachos  que  rodean  el  lugar,  una  vez 
arriba,  alumbra  y  calienta  y  r^ocija  el  ánimo 


PEÑAS  ARRIBA  I3 

como  el  sol  más  majo  de  cualquiera  parte.  Ade- 
más, tu  destierro  no  podría  durar  mucho  por 
razones  que  yo  me  sé;  y  por  último  y  finiquitOt 
con  salir  de  él  en  cuanto  no  pudieras  resistirle, 
estaba  el  cuento  acabado  para  tí. 

iltem  más:  tengo  ciertos  planes  en  el  magín, 
que  me  dan  mucho  que  hacer.  ¿Qué  hombre 
anda  sin  ellos  en  mi  caso?  No  tengo  herederos 
forzosos,  y  no  deja  de  haber  en  casa  algo  que 
echar  á  perder  de  mi  propia  pertenencia;  algo 
que  irá  á  parar  Dios  sabe  adonde,  si  en  mis 
últimas  y  postreras  no  topo  al  alcance  de  la 
vista  con  un  ser  que  me  haga  un  poco  de  cos- 
quilleo en  las  entretelas  del  corazón. 

iPor  supuesto,  que  no  trato  de  encender  tu 
codicia  con  estas  indirectas.  ¡A  buena  parte 
iríal  Pero  es  bien  que  todo  se  estipule  y  se  ten- 
ga presente  en  horas  como  las  que  han  empe- 
zado á  correr  para  mí. 

»£n  fin,  hombre,  anímate  á  venir  por  acá;  y 
ú  no  puedes  hacerlo  por  gusto,  hazlo  por  cari- 
dad de  Dios,  i 

Menos  lo  del  cbajóni  y  sus  consecuencias^ 
todo  lo  que  mi  tío  me  contaba  en  esta  carta  me 
lo  tenía  yo  bien  sabido;  y  sabía  también,  por  la 
que  se  deducía  fácilmente  de  su  anterior  y  es- 
casa correspondencia  con  nosotros  y  lo  poca 
que  me  había  dicho  mi  padre,  que  su  hermana 
Celso  era  un  hombre  campechano,  de  escasas 


14    OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBOA 

letras  y  excelente  corazón,  agudo  dé  magia  y 
un  tanto  marrullero,  como  buen  montañés,  y 
más  cuidadoso  del  cultivo  y  prosperidad  de  sus 
tierras  y  ganados,  que  del  fomento  d^  su  cari- 
ño á  la  familia  que  le  quedaba;  dejadez  que  á 
ratos  tocaba  en  una  indiferencia  que  parecía 
rayana  del  absoluto  olvido.  Menos  que  de  mi 
tío  sabía  yo  de  su  tierra  nativa  y  de  nuestra 
casa  solar,  no  tanto  por  culpa  de  mi  poca  cu* 
riosidad  sobre  estos  particulares,  como  por  obra 
de  una  de  las  flaquezas  más  salientes  de  mi  pa- 
dre. Le  llamaban  más  la  atención  los  apellidos 
que  las  condiciones  personales  de  dos  nues- 
tros:! así  es  que  al  preguntarle  por  la  vida  y 
milagros  de  cualquiera  de  ellos,  en  lugar  de  res- 
ponder derechamente  á  la  pregunta,  se  enca- 
ramaba en  la  copa  del  árbol  genealógico  de  la 
familia,  y  gateando  de  rama  en  rama  hacia  aba- 
jo, no  paraba  hasta  dar,  lo  que  menos,  con  la 
pata  del  Cid,  si  es  que  se  conformaba  con  eso. 
De  sus  padres  sólo  pude  sacar  en  limpio,  en 
las  diferentes  veces  que  le  pedí  noticias  sobre 
ellos,  que  habían  sido  el  entronque  de  la  casa 
única  de  los  Ruiz  de  Bajos,  de  Tablanca,  con 
la  de  los  Gómez  de  Pomar,  la  más  ilustre  de 
las  de  Promisiones.  Pocos  caudales,  eso  sí,  por 
parte  de  estos  últimos  principalmente,  es  de- 
cir, por  la  de  mi  abuela  paterna,  que  sólo  apor- 
tó al  matrimonio  unas  gargantillas  y  unas  arra- 


PBÑilS  ARRIBA  15 

cadas  de  coral,  dos  relicarios  de  plata  con  uoa 
astilla  de  la  Vera-Cruz,  y  un  hueso  dé  Santa 
Felicitas,  respectivamente;  tres  mudas  de  ropa 
blanca,  dos  mantelerías  de  hilo  casero,  una  ca- 
dena de  oro  cordobés,  el  vestido  de  gala  con 
que  se  casó,  y  otro  á  medio  uso  para  todos  los 
días.  Por  parte  de  mi  abuelo  ya  fué  cosa  muy 
diferente.  Nuestra  casa  de  Tablanca  ejercía  en 
todo  el  valle,  por  virtud  de  su  condición  bené- 
fica amén  de  ilustre,  cierto  señorío  indiscutible 
y  patriarcal,  y  era  el  paradero  obligado  de  to- 
das las  personas  notables  que  pasaban  por  allí, 
incluso  los  obispos.  Solamente  en  lo  que  re- 
cordaba mi  padre,  se  habían  hospedado  dos  en 
ella:  el  de  Santander  y  el  de  León.  Para  éstos 
y  otros  parecidos  menesteres  había  en  arcas  y 
alacenas  buena  provisión  de  sábanas  y  mante- 
lerías superiores,  maciza  y  abundante  plata  de 
mesa  y  hasta  dos  colchas  de  damasco  y  un  cru- 
cifijo de  marfil  y  ébano.  Nada  faltaba  allí  de 
lo  que  no  debía  faltar  en  la  casa  de  una  fa- 
milia como  la  nuestra.  Pero  de  su  situación,  de 
su  forma,  de  su  amplitud,  desús  comodidades, 
ni  una  palabra:  á  lo  sumo,  que  era  grande,  con 
solanas,  escudo  nobiliario  y  accesorias.  Del  te- 
rreno en  que  estaba  enclavada  y  sus  aledaños, 
de  las  condiciones  y  aspecto  del  paisaje,  de  su 
clima,  de  sus  recursos  para  la  vida  algo  más 
que  animal,  de  las  costumbres  de  sus  habita- 


l6  OBRAS  DE  D.  JOSÓ  If.  DB  PBRBDA 

dores,  era  ocioso  inquirir  cosa  alguna  por  in- 
formes de  aquel  buen  señor,  que  con  estar  tan 
pagado  de  su  estirpe  y  poner  en  los  cuernos  de 
la  luna  los  blasones  de  su  casa  y  la  tierra  en 
que  había  nacido,  sólo  una  vez  y  muy  de  prisa 
volvió  á  ella  después  de  haberla  abandonado, 
aunque  por  imperio  de  la  necesidad,  siendo 
muchacho  todavía.  Se  remontaba  á  lo  más  alto 
de  cuanto  había  oído  y  leído  sobre  aquella  em- 
pingorotada región  de  la  cordillera  cantábrica, 
y  era  de  ver  cómo  se  las  había,  primeramen- 
te, con  los  celtas,  nuestros  supuestos  progeni- 
tores, y  se  descolgaba  en  seguida  de  allí  para 
enzarzarse  mano  á  mano  y  como  quien  venti- 
la y  justiprecia  ordinarios  y  corrientes  asuntos 
de  familia,  con  aquellas  tribus  montaraces,  con 
aquel  cántabro  feroz  que  pasó  los  Alpes  y  luchó 
con  Aníbal  contra  Roma  y  derrotó  á  Escipión 
en  el  Tesino.  Después  hablaba  de  Augusto  y 
sus  legiones,  venidos  á  Cantabria  expresamen- 
te para  sometemos  al  yugo  romano;  de  que  tal 
era  nuestro  empuje,  tal  nuestro  valor  y  tal  núes- 
tro  apego  á  la  independencia,  que  el  César  ha- 
bía necesitado  seis  años  para  triunfar  en  un  em- 
peño que  le  había  parecido  obra  de  pocos  días; 
de  los  horrores  de  esta  guerra  bárbara  entre 
inaccesibles  peñascales  y  profundos  y  som- 
bríos barrancos,  donde  rugían  las  aguas  tintas 
en  la  sangre  de  dos  nuestros»  y  de  los  aguerrí- 


PBÑAS   ARRIBA  IJ 

dos  legionarios.  No  faltaba  lo  de  las  madres  que 
durante  la  guerra  mataban  á  sus  pequeñuelos 
para  no  verlos  esclavos  de  los  triunfadores  ex- 
tranjeros, ni  lo  de  la  muerte  en  cruz  de  tantos 
mártires  entonando  himnos  de  libertad  entre 
maldiciones  al  conquistador;  y  con  todo  esto, 
un  sinnúmero  de  pormenores  sobre  el  tipo  y  las 
costumbres  de  sus  héroes,  pormenores  que  ya 
hubiera  querido  sobre  la  tierra  que  habitaron, 
tal  y  como  era  en  mis  días.  Lejos  de  ello»  sólo 
dejaba  los  cántabros  para  mezclar  á  sus  suce- 
sores en  la  epopeya  de  Covadonga  6  en  los  líos 
de  los  Bandos  de  Castilla;  y  ya  puesto  aquí  con 
los  ditirambos  á  sus  ínclitos  c antepasados,» 
recorría  con  ellos  las  cinco  partes  del  mundo» 
hasta  no  saber  por  dónde  se  andaba,  ni  yo  tam- 
poco. Porque  sobre  estas  materias  tenía  mi  pa- 
dre  una  erudición  abundante,  pero  un  tanto 
sospechosa,  obra  de  una  voracidad  qué  entraba 
con  lo  cierto  lo  mismo  que  con  lo  fantástico, 
por  apego  tenaz,  aunque  meramente  platónico, 
á  las  cosas  de  su  tierra. 

De  esta  manera  sabía  yo  de  ella,  al  recibir  la 
carta  de  mi  tío,  poco  más  de  lo  que  se  sabe, 
por  conjeturas  ó  por  comparación,  de  otras  se* 
mejantes  que  se  han  visto  al  pasar ,  y  muy  de 
prisa. 

Entre  tanto,  yo  había  cumplido  ya  los  trein- 
ta y  dos  años;  hacía  seis  que  era  doctor  en  am- 

TOMO  XV  2 


l8    OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

bos  derechos,  aunque  sin  saber,  por  desuso  de 
ellas,  para  qué  servían  esas  cosas;  más  de  siete 
que  campaba  por  mis  respetos,  y  me  daba  la 
gran  vida  con  el  caudal  que  había  heredado  de 
mi  padre.  Porque  de  mi  madre  no  heredé  un 
maravedí.  Fué  una  granadina  muy  guapa,  hija 
de  un  magistrado  de  aquella  Audiencia  territo- 
rial. La  conoció  mi  padre  andando  por  allá  una 
temporada,  ocupado  en  negocios  de  minas,  y 
se  casó  con  ella  de  la  noche  á  la  mañana.  £i 
magistrado  era  viudo  y  pobre,  y  se  murió  dos 
años  después  de  la  boda  de  su  hija. 

Debo  á  Dios,  entre  otras  muchas  mercedes, 
la  de  un  temperamento  singularmente  equili- 
brado de  humores,  que  me  ha  permitido  atra- 
vesar por  las  más  peligrosas  asperezas  de  la 
vida,  sin  dejar  entre  ellas  la  menor  tira  del  pe- 
llejo. Muy  pocas  cosas  me  han  llegado  al  alma, 
y  rara  vez  me  he  apasionado  por  la  mejor  de 
ellas.  Ésta  ha  sido  mi  mayor  fortuna  en  medio 
de  la  libertad  y  de  la  abundancia  en  que  viví, 
siendo  niño  mimado  y  consentido,  mientras  fuS 
chijo  de  familia,  t  y  rico  y  desligado  de  toda 
traba  en  cuanto  quedé  huérfano  de  padre  y  ma- 
dre y  me  declaré  cmozo  de  casa  abierta.!  En 
estas  condiciones  y  con  un  temperamento  más 
apasionado,  sabe  Dios  lo  que  hubiera  sido  de 
mí  y  de  mi  dinero.  Así  y  todo,  no  acrecenté  ei 
heredado  de  mi  padre,  y  hasta  le  mermé  en  una 


PEÑAS    ARRIBA  I9 

buena  tajada,  porque  no  todos  los  tiempos  i 
rrfán  iguales  para  el  vil  ochavo;  y  yo,  aunque 
-sin  perder  de  vista  lo  útil  que  es  este  ingredien- 
te para  vivir  á  gusto  entre  los  hombres,  nohs- 
bía  nacido  para  esclavo  de  61  y  tenía  muy  arrai- 
gadas aficiones  que  no  eran  baratas.  Me  gustabn 
viajar,  y  viajaba  mucho  dentro  y  fuera  de  Es- 
peña; me  gustaba  el  llamado  t gran  mundo»  6 
«alta  sociedad, »  y  la  frecuentaba  en  sus  salones» 
en  los  teatros,  en  los  paseos  y  hasta  en  los  bal- 
nearios de  moda,  y  en  el  sport;  me  gustaban  las 
Bellas  Artes,  aunque  consideradas  principal- 
mente como  artículo  de  lujo,  y  compraba  ctia- 
dros  y  esculturas  en  las  exposiciones;  me  gua- 
taban  ciertos  hombres  de  la  política  y  de  la 
literatura,  no  por  políticos  ni  por  literatos  pre- 
cisamente, sino  por  la  resonancia  de  sus  nom- 
bres y  el  atractivo  da  sus  conversaciones,  y  fre- 
cuentaba su  trato  y  los  acompañaba  en  sos 
círculos  y  en  sus  banquetes  y  en  sus  tertulias  y 
francachelas...  hasta  me  gustaban  los  toreros  á 
dierta  distancia,  y  á  cierta  distancia  cultivalia 
la  amistad  de  algunos  de  ellos. 

Todo  esto,  y  otro  tanto  más  que  de  ello  ae 
sigue  por  ley  forzosa,  al  fin  y  á  la  postre  resid* 
taba  caro  y  producía  hondos  desgastes,  si  no 
•del  pellejo,  cuando  menos  de  la  sensibilidad 
moral,  aun  tratándose  de  un  mozo  cosió  yo, 
que  en  ningún  cuadro  aspiró  á  ser  figura  de 


20    OBRAS  DE  D.  JOSB  M.  DE  PBRBDA 

primer  término,  ni  á  levantar  media  pulgada: 
sobre  la  talla  común  de  la  masa  de  espectado* 
fes;  y  esto,  no  por  virtud,  sino  por  exigencia» 
de  mi  temperamento. 

£s  muy  de  notarse  que  en  la  afición  más- 
acentuada  de  todas  las  mías,  la  de  los  viajes^ 
me  seducia  mucho  más  el  artificio  de  los  hom- 
iMres  que  la  obra  de  la  Naturaleza.  Como  buen; 
madrileño,  amaba  á  Madrid  sobre  todas  las^ 
cosas  de  la  tierra,  y  después  de  Madrid,  á  su& 
similares  de  España  y  del  extranjero:  las  más- 
grandes  y  más  alares  capitales  del  mundo  ci- 
vilizado. Lo  que  quedaba  entre  imas  y  otras^ 
me  tenía  sin  cuidado,  y  pasaba  sobre  ello,  para 
ir  adonde  fuera,  como  insensible  proyectil  que 
Ueva  el  paradero  determinado  desde  su  punto 
de  origen.  Hijo  y  habitante  de  tierra  llana.  Ios- 
montes  me  entristecían  y  los  cielos  borrosos. 
me  acoquinaban.  Una  vez  sola  había  estado  ea 
la  capital  montañesa,  disfrazando  con  el  desea 
de  pisar  cía  tierra  de  mis  mayores,!  como  diría 
mi  padre,  la  tentación  de  veranear  en  aquel 
puerto  que  comenzaba  á  ser  celegante.t  Atra- 
vesando en  ferrocarril  la  cordillera  cantábrica 
casi  por  encima  de  las  fuentes  del  Ebro,  recor- 
dé que  cpor  allí,!  no  sabía  si  á  la  derecha  ó  á 
la  izquierda,  debía  de  andar  mi  casa  aolariegaf. 
en  algún  repliegue  de  aquellos  montes  encapu- 
chados de  neblinas  y  ceñidos  de  negros  roble- 


PBNAS  ARRIBA  21 

dales.  Y  no  tuvo  entonces  mayor  resonancia 
que  ésta  en  mi  corazón  el  tan  cacareado  griio 
de  la  sangre.  Días  después,  y  desde  una  de  las 
alturas  que  dominan  la  ciudad,  un  santanderi- 
no,  práctico  en  ello,  me  nombraba,  señalándo- 
los con  el  dedo,  cada  picacho  y  cada  monte  de 
ia  grandiosa  cordillera  que  empieza  al  Oriente 
en  Cabo  Quintres  y  Galizano  (ia  cola  del  enor- 
me reptil),  y  acaba  al  Occidente  metiendo 
«ntre  las  nubes  los  Picos  de  Europa  (su  ca-^ 
beza).  Después,  al  trazar  en  el  aire  con  el  mis- 
mo dedo  el  curso  de  cada  río  de  los  que  en  ella 
nacen  y  por  el  fondo  de  sus  negras  barrancas 
se  despeñan,  llegó  á  encararse  al  Oeste;  y  mar- 
cando tres  rayas  casi  verticales,  me  nombró  el 
Saja,  el  Nansa  y  el  Deva;  y  allí  le  atajé  yo  con 
«1  pensamiento,  diciéndomeá  mí  propio:  tjun- 
to  á  uno  de  esos  tres  ríos  (creo  que  £d  Nansa)» 
más  arriba  ó  más  abajo,  debe  de  andar  el  solar 
de  mis  mayotes.t  Y  á  esto  sólo  se  redujo,  por  se- 
gunda vez,  cel  grito  de  la  sangre»  que  llevaba 
en  las  venas.  Como  decoración,  me  enamoraba 
aquel  rosario  de  escalonadas  montañas  que  de 
£.  á  O.  por  el  S.  sirven  de  marco  grandioso  á 
la  admirable  bahía;  {pero  como  tierras  habita- 
«bles!... 

Tales  eran,  pico  más,  pico  menos,  mis  ante- 
cedentes personales  cuando  recibí  la  carta  en 
-que  mi  tío  Celso  me  llamaba  á  su  lado,  y  por 


22    OBRAS  D£  O.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

tiempo  indefinido,  desde  lo  más  recóndito  y 
montaraz  de  la  región  cantábrica;  y,  sin  em- 
bargo, no  me  causó  la  embajada  impresiói» 
tzn  desagradable  como  pudiera  presumirse  to- 
mando al  pie  de  la  letra  lo  dicho  sobre,  mi  moda 
de  ser  y  de  sentir. 

Aparte  de  lo  que  me  interesó  el  estad<>  K-^ 
sico  y  moral  de  mi  tío,  no  estaba  yo  tan  ena- 
nunrado  de  mi  sistema  de  vida,  que  me  es-* 
pantaran  los  riesgos  de  trastornarle  radicalmen- 
te por  algún  tiempo.  Sin  sentirme  cansado  de 
irivir  como  vivía,  porque  no  cabía  el  cansan- 
cio en  un  andar  tan  reposado  y,  relativamente^ 
metódico  como  el  que  había  usado  yo  hasta 
U^ar  adonde  había  llegado  por  tantos  y  tan 
peligrosos  caminos,  comenzaba  á  notar  á  la^ 
sazón  cierta  languidez  de  espíritu,  cierta  ina- 
petencia moral  que  no  estaban  reñidas  segu* 
ramente  con  un  paréntesis  de  reposo,  y  n)U^ 
che  menos  con  un  cambio  de  impresiones  y 
de  alimentos.  Por  este  lado,  la  carta  de  mí 
tío  no  podía  llegar  más  á  tiempo  de  lo  que 
li^ó  á  mis  manos.  Lo  grave,  lo  inesperadOr 
lo  terrible  para  mí  estaba  por  otro  lado:  la 
calidad  de  lo  que  se  me  pedía  en  ella.  Resuel- 
to á  cambiar  de  vida  por  algún  tiempo.  Dios 
sabe  qué  derroteros  hubiera  adoptado  yo;  pero* 
es  indudable  para  mí  que  jamás  habría  elegido 
el  que  mi  tío  deseaba  y  me  proponía.  Llegar- 


PENAS  ARRIBA  2^ 

me  allá  para  hacerle  una  visita;  pasar  por  allí 
de  largo»  siquiera  por  conocer  de  vista  el  so- 
lar de  mis  abuelos»  menos  mal;  pero  esta- 
blecerme en  él;  hacer  la  vida  de  las  ñeras  en- 
tre riscos  y  breñales;  aclimatarme  á  ella  de 
repente  en  la  estación  que  corría  (más  que 
mediado  el  otoño),  la  antesala  del  inviemot 
¡que  tendría  que  ver  en  Tablanca!  recién  lle- 
gado yo  de  Aguas-Buenas  y  de  París  y  de  me- 
dio mundo  distinguido,  con  las  maletas  ates- 
tadas de  novedades,  lo  mismo  en  ropas  que  en 
libros;  reinstalado  en  mi  coftfortabU  casita  de 
soltero...  Vamos,  era  el  colmo  de  lo  impo- 
»ble  soñar  siquiera  en  trocar  todo  eso  y  de  re- 
pente por  lo  que  se  me  ofrecía  desde  Ta- 
blanca. 

Pero  yo  no  podía  decir  á  mi  tío  estas  co- 
sas que  le  hubieran  lastimado  mucho  en  la 
situación  de  ánimo  en  que  se  hallaba;  y  le  en- 
tretenía despachando  sus  apremiantes  instan- 
cías  con  evasivas  corteses,  pretextando  nego- 
cios que  no  tenía,  y  apuntando  €  veremos»  sin 
el  menor  propósito  de  cumplirlos. 

Entre  tanto,  la  visión,  á  mi  modo,  de  la  casa 
de  Tablanca,  con  sus  montes  y  sus  fieras  y  sus 
g!entes  y  su  desolación  inverniza,  no  se  aparta- 
ba un  instante  de  mis  ojos,  porque  las  súplicas 
de  mi  tío,  cada  vez  más  vivas,  llegaron  á  to- 
carme muy  adentro;  y  por  lo  que  pudiera  su- 


24        OBRAS  DB  D,  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

ceder,  sentía  la  neceddad  de  poner  el  caso 
en  tela  de  juicio,  que  vale  tanto,  según  las  re- 
glas de  la  experiencia,  como  empezar  á  tran- 
sigir. 

Lo  cierto  es  que  un  día,  el  en  que  recibí  la 
anteúltima  carta  de  mi  tío,  que  me  conmovió 
muy  hondamente,  di  en  el  tema  de  buscar  dea- 
tro  de  mí  el  por  qué  de  ser  yo  tan  poco  sensi- 
ble á  los  convenidos  encantos  de  la  Naturaleza. 
¿Faltaba  esa  cuerda  en  mi  organismo,  ó  la  te- 
nía y  no  la  había  puesto  en  ocasión  de  que 
vibrara?  Pues  había  que  averiguarlo,  porque 
comenzaba  á  mortificarme  el  temor  de  carecer 
de  ella.  Además,  ó  es  uno  hombre,  ó  no  lo  es; 
ó  tiene  ó  no  tiene  entrañas  de  humanidad,  aga- 
llas para  ir  por  donde  vayan  y  hacer  lo  que  ha- 
gan otros;  ó  sirve  ó  no  sirve  para  algo  más  útil 
y  de  mayor  jugo  y  provecho  que  pisar  alfom- 
bras de  salones;  engordar  el  riñon  á  fondistas 
judíos,  sastres  y  zapateros  de  moda;  concurrir 
á  los  espectáculos;  devorar  distancias  embuti- 
do en  muelles  jaulas  de  ferrocarril,  y  gastar,  en 
fin,  el  tiempo  y  el  dinero  en  futilidades  de  mu- 
jerzuela  presumida  y  casquivana. 

Encarrilado  el  discurso  en  este  sendero,  lle- 
gué á  sentir  un  vigor  de  espíritu,  una  virili- 
dad desconocida  en  mí;  soliviantóse  mi  amor 
propio  de  mozo  bien  saneado  de  alma  y  cuerpo; 
y  aprovechando  la  fiebre,  por  temor  de  que,  si 


PEÑAS   ARRIBA  25 

«ra  pasajera,  se  llevara  consigo  mi  ardimiento 
al  desaparecer,  escribía  mi  tío  diciéndole  talla 
voy»  y  hasta  fijándole  la  fecha  de  mi  salida  de 
Madrid.  Entre  tanto  haría  yo  mis  preparativos 
de  viaje,  y  me  contestaría  61  dándome  las  ne- 
cesarias instrucciones  para  llegará  su  casa  des- 
de la  última  estación  del  ferrocarril. 

Mientras  anduve  ocupado  en  hacer  abundan- 
te provisión  de  ropas  de  abrigo,  calzado  recio, 
armas  ofensivas  y  defensivas,  libros  de  Aimard, 
deTopffer  y  de  cuantos,  incluso  Chateaubriand, 
han  escrito  cosas  amenas  á  propósito  de  mon- 
tañas, de  selvas  y  de  salvajes,  lo  mismo  que  si 
proyectara  una  excursión  por  el  centro  de  un 
remoto  continente  inexplorado,  puedo  respon- 
der de  que  no  me  faltó  la  fiebre.  Menos  segu- 
ridad tuve  de  ello  cuando  intenté  levantar  mi 
casa.  Me  parecía  que  esto  equivalía  á  quemar 
mis  naves,  ó,  por  lo  menos,  á  darme  ya  por 
consentido  en  que  había  de  ser  muy  larga  mi 
permanencia  entre  los  osos  de  Cantabria;  y  el 
temor  de  este  riesgo  me  inclinó  á  dejar  esas  co- 
sas como  estaban,  sobrándome  buenos  amigos 
en  Madrid  que  mirarían  por  ellas.  De  todas 
suertes,  nada  más  fácil  que  resolver  lo  contra- 
rio desde  allá,  si  así  lo  pidieran  las  circuns- 
tancias. 

En  fin,  temiendo  que  por  este  resquicio  de 
mis  flaquezas  se  me  fueran  colando  otros  aires 


26        OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

aún  más  fríos  y  enervadores,  cerré  las  puertas 
del  discurso  á  toda  reflexión  contraria  á  lo  con* 
venido,  y 

— Alea  jacta  esi, — me  dije  como  César,  re- 
suelto á  pasar  á  todo  trance  mi  correspondiente 
Rubicón. 


II 


ACOMBTf  la  empresa  en  la  fecha  con- 
venida, un  día  de  los  últímos  de  oc- 
\  tubre,  frío  y  nebuloso  en  las  alturas 
>  de  la  romana  yuliohriga.  En  la  clási* 
ca  villa  inmediata,  término  de  mi  jornada  pri- 
mera y  única  posible  en  ferrocarril,  hice  un  al- 
to de  media  hora  escasa:  lo  puramente  indis- 
pensable para  desentumecer  los  miembros  y 
confortar  el  estómago;  porque  no  había  tiempa 
que  perder,  según  dictamen  del  espolique  que 
me  aguardaba  en  aquel  punto  desde  la  víspera 
con  dos  caballejos  de  la  tierra,  espelurciados  y 
chaparretes,  uno  para  conducirme  á  mí  y  otro 
para  cargar  con  mis  equipajes. 

Puestos  en  marcha  todos,  bien  corrida  ya  te 
inedia  mañana,  delante  el  espolique  Uevanda 
del  ramal  la  cabalgadura  que  apenas  se  veía 
debajo  de  la  balumba  de  mis  maletas  y  envol- 
torios, sin  salir  del  casco  de  la  villa  atravesa- 


28         OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M*  DE  PEREDA 

fnos  por  un  puente  viejo  el  Ebro  recién  nacido; 
y  á  bien  corto  trecho  de  allí  y  después  de  bajar 
un  breve  recuesto,  que  era  por  aquel  lado  como 
«1  suburbio  de  la  población  que  dejábamos  á  la 
«spalda,  vímonos  en  campo  libre,  si  libre  pue- 
<}e  llamarse  lo  que  está  circuido  de  barreras. 
De  las  cumbres  de  las  más  elevadas  se  des- 
prendían jirones  de  la  niebla  que  las  envolvía^ 
y  remedaban  húmedos  vellones  puestos  á  secar 
en  las  puntas  de  las  rocas  y  sobre  la  espesura 
de  aquellas  seculares  y  casi  inaccesibles  arbo- 
ledas, con  el  aire  serrano  que  soplaba  sin  cesar, 
y  tan  fresco,  que  me  obligaba  á  levantar  hasta 
las  orejas  el  cuello  de  mi  recio  impermeable. 

Siguiendo  nuestro  camino  encarados  al  Oes- 
te,  llevábamos  continuamente  á  la  izquierda» 
aguas  arriba,  el  cauce  del  río,  con  sus  frescas  y 
verdes  orillas  y  rozagantes  bóvedas  y  doseles 
de  mimbreras,  alisos  y  zarzamora,  y  topába- 
mos de  tarde  en  cuando  con  un  puebiecilio  que, 
aunque  no  muy  alegre  de  color,  animaba  un 
poco  la  monotonía  del  paisaje. 

Á  la  vera  del  último  de  los  de  esta  serie  de 
«líos,  en  el  centro  de  un  reducido  anfiteatro  de 
cerros  pelados  en  sus  cimas,  se  veían  surgir 
reborbollando  los  copiosos  manantiales  del  fa- 
moso río  que,  después  de  formar  breve  reman- 
do como  para  orientarse  en  el  terreno  y  adqui- 
rir alientos  entre  los  taludes  de  su  propia  cuna. 


PBÑAS   ARRIBA  29 

escapa  de  allí,  á  todo  correr,  á  escondidas  de 
la  luz  siempre  que  puede,  como  todo  el  que  obra 
mal,  para  salir  pronto  de  su  tierra  nativa,  lle- 
var el  beneficio  de  sus  aguas  á  extraños  cam- 
pos y  desconocidas  gentes,  y  pagar  al  fin  de  su 
desatentado  curso  el  tributo  de  todo  su  caudal 
á  quien  no  se  le  debe  en  buen  derecho.  Y  á  f e 
que,  ó  mis  ojos  me  engañaron  mucho,  ó  sería 
obra  bien  fácil  y  barata  atajar  al  fugitivo  á  muy 
poca  distancia  de  sus  fuentes,  y  en  castigo  de 
su  deslealtad,  despeñarle  monte  abajo  sin  darle 
punto  de  reposo  hasta  entr^arle,  macerado  y 
en  espumas,  á  las  iras  de  su  dueño  y  natural 
señor,  el  anchuroso  y  fiero  mar  Cantábrico. 

Debí  de  pasar  demasiado  tiempo  en  meditar 
sobre  éstas  y  otras  puerilidades,  y  en  paladear 
los  recuerdos  que  despertaba  en  mí  la  contem- 
plación de  aquellas  cristalinas  aguas  que  tanto 
han  dado  que  hacer  á  la  Historia  y  á  la  fantasía 
de  los  poetas,  porque  el  espolique,  salvando 
todos  los  respetos  de  costumbre  en  su  ruda 
oortesía,  me  apuntó  la  conveniencia  de  que  con- 
tinuáramos  andando. 

—Da  grima— le  dije  obedeciéndole,— pensar 
en  la  conducta  de  este  renegado  montañés. 

Tuve  que  descifrar  la  metáfora  para  que  el 
espolique  me  entendiera  lo  que  yo  quería  de- 
cirle; y  en  cuanto  me  hubo  entendido,  me  res- 
pondió: 


30        OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PERBDA 

— Déjeli,  déjeli  que  se  vaya  en  gracia  y  an- 
tes con  antes  aonde  jaz  más  falta  que  aquí. 
Pa  meter  buya  y  causar  malis  á  lo  mejor,  rfus 
como  ésti  nos  sobran  por  la  banda  de  acá. 

Explicóse  á  su  vez  el  espolique  para  que  yo 
le  entendiera,  y  llegué  á  convencerme,  con 
ejemplos  que  me  puso  de  ríos  montañeses  des- 
bordados á  lo  mejor  sin  qué  ni  para  qué,  arro- 
llando casas,  puentes  y  molinos  en  las  alturas, 
y  comiéndose  en  los  valles  las  tierras  que  de- 
bieran regar,  de  que  bien  pudiera  ser  obrs 
meritoria  lo  que  me  había  parecido  en  el  Ebfo 
falta  imperdonable. 

Por  cierto  que  no  se  explicaba  mal  ni  dejaba 
de  tener  su  lado  interesante  mi  rudo  interlocu- 
tor, en  quien  apenas  me  había  fijado  hasta  en- 
tonces. Era  un  mocetón  fornido,  ancho  y  algo 
cuadrado  de  hombros;  vestía  pantalón  azul  con 
media  remonta  negra,  sujeto  á  la  cintura  por 
un  ceñidor  morado;  y  sobre  la  camisa  de  escaso 
cuello,  un  lástico  ó  chaquetón  de  bayeta  roja. 
Calzaba  abarcas  de  tres  tarugos  sobre  escarpi- 
nes  de  paño  pardo,  y  por  debajo  del  hongo  de- 
formado con  que  cubría  la  abultada  cabeza, 
caían  largos  mechones  de  pelo  áspero  y  entre- 
rrubio,  casi  el  color  de  su  cara  sanota  y  agra- 
dable, cuyo  defecto  único  era  la  mandíbula  in- 
ferior más  saliente  que  la  otra,  como  la  de  nues- 
tros príncipes  de  la  casa  de  Austria.  Llevaba 


r 


PBÑAS  ARRIBA  3 1 

^¡a  la  mano  derecha  un  palo  pinto,  y  debajo  del 
brazo  izquierdo  un  paraguas  azul,  muy  grande 
y  con  remiendos. 

Habíame  dado  noticias  sumamente  lacónicas 
de  mi  tio. 

—¿Cómo  anda  de  salud? — le  había  pregun- 
tado yo  en  cuanto  se  me  puso  delante  y  á  mis 
órdenes. 

— Tan  majamenti — me  había  respondido  él. 
— Es  de  güeña  veta,  y  hay  hombri  pa  largu. 

En  concreto,  sólo  pude  saber  que  quedaba 
muy  alegre  esperando  mi  llegada. 

Dábame  los  i^ombres  de  pueblos  y  montaiías 
cuando  yo  se  los  pedía,  sin  cambiar  el  ritmo 
airoso  de  su  andadura  ni  volver  por  completo 
la  cara  hacia  mí.  Verdad  que  tampoco  le  mira- 
ba yo  derechamente  cuando  le  preguntaba  al- 
guna cosa,  porque  más  que  en  él,  llevaba  pues- 
ta la  atención  en  los  detalles  del  paisaje  y  en  el 
arrastrado  vientecillo  que  me  iba  poniendo  las 
orejas  encamadas* 

Quejándome  de  ello  una  vez  y  mostrando 
recelos  de  que  lloviera  al  cabo, 

— No  hay  que  temelu — me  dijo  levantando, 
tan  alto  como  pudo,  el  índice  de  su  mano  de- 
recha, después  de  haberle  metido  en  la  boca. 
— ^El  aire  es  cierzu,  y  la  niebla  espienza  á  jalar 
parriba  en  los  picachus. 

Cuando  intimamos  algo  más,  supe  que  se 


32    OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

llamaba  Chisco,  qyxe  servía  en  casa  de  mi  tío 
muchos  años  hacía,  y  que  no  era  natural  de 
aquel  pueblo,  sino  de  otro  más  abajo.  Me  ad- 
miraba, y  así  se  lo  dije,  verle  caminar  suelta 
y  desembarazadamente  con  un  calzado  tan  pe- 
sado y  tan  recio,  que  sonaba  en  las  lastras  del 
camino  como  si  las  golpearan  con  un  mazo. 

— Por  acá  no  se  gasta  otru  en  lo  más  del  añu 
— ^me  respondió  saltando  con  la  agilidad  de  un 
bailarín  por  encima  de  un  jaral  que  le  cortaba- 
la  línea  recta  que  iba  siguiendo. — ¡Y  probes  de 
nos  con  otra  cosa  más  blanda  en  los  pies  pa 
trotear  por  estos  suelus! 

Desconcertado  y  pedregoso  era  á  más  no  po- 
der el  que  íbamos  dejando  atrás,  y  no  le  pro- 
metía más  placentero  la  muestra  del  que  te- 
níamos delante.  Por  fortuna,  el  repliegue  en 
que  el  sendero  se  arrastraba  era  relativamente 
descubierto  y  franco,  en  particular  á  nuestra 
izquierda. 

— ¿Será  por  este  orden — pregunté  á  Chiscor 
— todo  lo  que  nos  falta  por  andar? 

—  I Jorrial— contestó  el  espolique  haciendo 
casi  una  zapateta. — ¡Qué  yanu  se  lo  pide  ol 
cuerpu!  ¡Si  estu  es  una  pura  sala! 

¡Buen  consuelo  para  mí,  que  llevaba  ya  los 
ríñones  quebrantados  de  cal^Igar  por  tantos  y 
tan  repetidos  altibajos,  y  comenzaba  á  sentir 
en  mi  espíritu  madrileño  el  peso  abrumador 


PEÑAS   ARRIBA  33 

de  los  montes  y  la  nostalgia  de  la  Puerta  del 
Sol  y  de  las  calles  adoquinadas! 

Andando,  andando^  siempre  arrimado  á  las 
estribaciones  de  la  derecha,  fueron  enrarecién- 
dose los  estorbos  de  la  izquierda,  y  dejándose 
▼ér,  por  los  frecuentes  y  anchos  boquerones, 
llanuras  de  suelo  verde  salpicadas  de  pueble- 
cilios  entre  espesas  arboledas,  unos  al  socaire 
de  los  montes  lejanos,  y  otros  arrimaditos  á  las 
orillas  de  un  río  de  sosegado  curso  que  serpea- 
ba por  el  valle. 

— ^¿Es  éste  el  Ebro? — pregunté  á  Chisco  sin 
con^derar  que  dejábamos  sus  fuentes  muy 
atrás  y  sus  aguas  corriendo  en  dirección  opues- 
ta á  la  que  llevábamos  nosotros. 

— ¿El  Ebru! — ^repitió  el  espolique  admirado 
de  mi  pregunta. — ^Écheli  un  galgu  ya,  por  el 
andar  que  yevaba  cuando  le  alcontremus  na- 
denti.  Ésti  es  el  Iger  (Híjar),  que  sal  de  aque- 
yus  montis  de  acuyá  enfrenti.  Pero  bien  arre- 
para  la  cosa,  no  iba  usté  muy  apartan  de  lo 
justu,  porque  si  no  es  el  Ebru  ahora  propiamen- 
ti,  no  tarda  muchu  ratu  en  alcanzali  pa  dirse 
juntus  los  dos  en  una  mesma  pieza  por  esus 
mundos  aya;  y  tan  Ebru  resulta  ya  el  unu  co- 
mo el  otru. 

— Y  este  valle,  ¿cómo  se  llama? 

— ^Esta  parte  de  él  que  vamus  pisandu,  pa 
el  cuasi,  Campóo  de  Arriba. 

TOMO  XV  3 


34         OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

De  buena  gana  hubiera  revuelto  mi  cabalga- 
dura hacia  sus  risueñas  praderías,  cruzadas  de 
senderos  blandos  y  tentadores;  pero  me  arras- 
traba á  la  derecha  el  picaro  deber,  encarnado 
en  aquel  condenado  espolique,  siempre  cosido 
á  las  faldas  de  los  montes,  como  si  de  ellos  to* 
mará  el  vigor  y  la  fortaleza  que  parecían  crecer 
en  él  según  iba  caminando. 

También  llegó  á  interrumpirse  la  desesperan- 
te continuidad  de  la  barrera  de  aquel  lado,  y 
entonces  columbré  sobre  un  cerro,  encajonado 
en  el  fondo  de  un  amplio  seno  de  montes,  un 
castillo  roquero  que,  aunque  ruinoso  y  cargado 
de  yedra,  conservaba  las  principales  líneas  de 
su  sencilla  y  elegante  arquitectura. 

— ¿Qué  castillo  es  aquél? — pregunté  al  espo- 
lique. 

— El  de  Argüesu — respondióme; — ^y  dicen  sí 
es  obra  de  morus. 

Para  aquellos  rudos  montañeses,  como  pude 
observar  más  adelante,  toda  construcción  de 
parecida  traza  es  debida  á  los  moros...  ó  á  «la 
francesada. » 

£n  éstas  y  otras,  volvieron  á  unirse  y  apre- 
tarse los  altos  muros  de  la  barrera;  fué  estre- 
chándose el  valle  del  otro  lado,  y  cuando  que- 
dó convertido  en  un  saco  angosto,  dimos  en  una 
aldehuela  que  llenaba  todo  el  fondo  de  éL 

— ^Aquí  se  acabó  lo  yanu  y  andaderu — me 


r 


PBÑAS  ARRIBA  35 

dijo  Chisco  entonces; — y  como  tampoco  he- 
mos de  jayar  en  más  de  tres  horas  otru  lugar 
ni  alma  vivienti  que  nos  estorbe  el  camina,  si 
algo  le  pidi  el  cuerpu  pa  levantar  las  fuerzas^ 
no  desaprovechi  esta  güeña  proporción  de  ja- 
cela. 

Nada  necesitaba  yo  ni  apetecía;  pero  estaba 
Chisco  en  may  distinto  caso.  Autorícele  para 
que  se  despachara  á  su  gusto,  y  le  satisfizo  coa 
medio  pan  de  centeno  y  un  cuarterón  de  queso 
ovejuno.  Y  fortuna  fué  para  él  que  no  se  ex- 
tendieran á  más  sus  apetitos,  porque  hubiera 
jurado  yo  que  no  había  otra  cosa  de  mayor  re- 
galo en  aquella  desmantelada  venta.  Autoríce- 
le también  para  que  descansara  un  rato  mien- 
tras despachaba  la  frugal  pitanza,  y  para  que 
ayudara  la  digestión  con  algunos  tragos  de  vi- 
no; pero  á  todo  se  negó:  á  lo  del  reposo,  por- 
que con  las  paradas  así  se  €  enfriaban  los  gon- 
ces y  se  perdía  el  buen  caminar,  y  los  buenoa 
caminantes  debían  descansar  andando;»  á  lo 
4e  la  bebida,  porque  la  más  sana  y  la  mejor 
para  él  era  el  agua  corriente  y  fresca  do  los  re* 
gatos  que  hallaríamos  tá  patas»  en  los  puertos. 
Con  esto  colgó  de  una  muñeca  el  palo  pinto» 
ató  al  correspondiente  brazo  las  riendas  de  la 
cabalgadura,  aprisionó  el  paraguas  en  el  soba- 
co; y  con  el  pan  y  el  queso  en  una  mano  y  en 
ia  otra  una  navaja  abierta,  me  dio  á  entender. 


36         OBRAS  DE  D.  JOSé  M.  DB  PBRBOA 

con  un  ademán  y  una  mirada,  que  estaba  aper- 
cibido y  á  mis  órdenes. 

Nos  hallábamos  entonces  al  pie  de  una  altí- 
sima sierra  que  se  desenvolvía,  á  diestro  y  é. 
siniestro,  en  interminable  anfiteatro. 

— ¿Por  dónde  tomamos  ahora — pregunté  k 
Chisco, — ^y  adonde  iremos  á  salir? 

— ¿Vey  usté— respondióme  levantando  y  ex- 
tendiendo el  brazo  y  apuntando  con  la  navaja 
abierta  mientras  mascaba  los  primeros  bocados 
de  pan  y  queso; — vey  usté,  enfrenti  de  nos, 
ayá-rriba,  ayá-rriba  de  tou,  una  coya  (collada) 
entre  dos  cuetus...  vamos,  al  acabar  de  esta 
primera  sierra? 

—Sí  la  veo, — contesté. 

— Pos  güenu:  ¿vey  usté  tamién  por  entre 
los  dos  cuetus  de  la  coya,  otra  lomba  (loma) 
más  alta,  que  cierra  tou  el  boqueti? 

— La  veo. 

— Pos  por  áyí  hemos  de  pasar. 

— ¿Por  entre  los  dos  cuetos? 

— ^Por  encima  de  la  lomba  que  va  del  nnvt 
al  otru. 

— ¿Por  encima  de  aquella  última? 

— ^Por  encinta  de  la  mesma. 

-— jPero,  hombre — dije  estremeciéndome, — 
si  sobre  aquella  loma  no  se  ve  más  que  el 
cielo! 

— Pos  crea  usté — me  replicó  el  espolique  con 


PBÑAS  ARRIBA  37 

gran  prosopopeya,— que,  así  y  con  tou,  hay 
mucha  tierra  que  pisar  al  otru  lau. 

No  quise  estimar  con  la  imaginación  las  difi- 
cultades que  podían  aguardarme  en  aquella  em- 
presa que  acometía  por  mi  propia  y  libérrima 
voluntad;  y  sin  decir  otra  patabrai  me  puse  en 
/S^uimiento  del  espolique. 

£1  cual  tomó  á  pecho,  y  á  buena  cuenta,  los 
^rios  callejones  que  parecían  ser  las  raíces  coa 
^ue  estaba  el  monte  adherido  al  valle;  callejo- 
ties  sarpullidos  de  cantos  removidos  y  descar- 
nados por  el  constante  fluir  de  los  regatos  qae 
por  allí  bajan  desde  sus  cercanos  manantiales. 

Á  estas  incómodas  sendas,  encerradas  entre 
setos  bravios  y  desconcertadas  arboledas,  su- 
cedió muy  pronto  el  suelo  blando  y  enteramen- 
te despejado  de  la  sierra. 

Á  veces  era  tan  fino  el  tapiz  de  yerba  menu- 
da entre  brezales  rastreros  y  apretados,  que 
resbalaban  sobre  él  los  caballos  con  mayor  fre- 
cuencia que  sobre  los  pedruscos  y  lástrales  del 
camino  andado  por  la  linde  del  valle;  pero  co- 
mo había  espacio  abundante  y  desembarazado 
en  todas  direcciones,  aprovechaba  yo  bien  es- 
^s  ventajas  para  cuartear  á  mi  gusto  la  subida 
éir  ganando  la  altura  por  donde  mejor  me  pa- 
reciera. Chisco  me  precedía  trepando  sosega- 
damente por  derecho,  garantido  por  sus  tara* 
¿os  c<mtra  los  resbalones  de  que  no  se  libraba 


3^        OBRAS  D£  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

el  caballo  que  conducía  de  las  riendas,  cuandc^ 
pisaba  sobre  el  atusado  ramaje  de  los  brezos». 
Poco  á  poco,  el  bombeo  de  la  sierra,  que  des- 
de abajo  parecía  continuo  y  uniforme,  empezó- 
á  encoger  el  radio  de  su  curva  hasta  quedar  la- 
trillada  senda  que  nos  era  forzoso  seguir  como» 
raya  de  mulo  sobre  su  espinazo,  y  á  cada  lado 
una  profunda  hoyada  con  hermosas  brañas  ea 
sus  laderas,  y  arroyes  cristalinos  en  el  fondoy. 
golosinas  que  saboreaban  á  sus  anchas  las  ye- 
guadas y  rebaños  que  se  buscaban  la  vida  por 
allí. 

Llevábamos  ya  más  de  una  hora  de  subir  y 
aún  nos  faltaba  un  buen  tramo  para  llegar  á  la 
cumbre  que  habíamos  de  trasponer.  Pasada 
el  lomo  de  las  dos  hoyadas,  empezó  Chisco  á 
dar  señales  de  tener  mucha  prisa  por  llegar  á 
algún  sitio  determinado,  y  al  ñn  resultó  ser  ua 
arroyo  de  aguas  purísimas  y  transparentes  co- 
mo el  cristal,  en  que  bebieron  á  un  mismo  tiem- 
po y  en  una  misma  poza,  el  espolique  y  su  ca- 
ballo. Noté,  al  acercarme  á  ellos,  que  andaba 
el  mío  algo  codicioso  del  mismo  regalo,  y  no 
traté  de  negársele.  Mientras  bebía  con  ansia  la 
pobre  bestia,  quedé  yo  encarado  en  opuesta  di- 
rección á  la  que  había  llevado  subiendo,  y  coi^ 
un  panorama  á  la  vista  que  me  dejó  maravi- 
llado. 

— ¿Qué  valle  es  ese? — pregunté  á  Chisco  que? 


PEÑAS   ARRIBA  39 

se  limpiaba  los  hocicos  con  la  manga  de  su  lás« 
tico. 

—•Pos  el  vayi  por  onde  hemos  pasan — me 
respondió;— sólo  que  como  no  vimus  más  que 
lo  de  la  parte  de  acá,  y  esu  en  racionis,.. 

Era  verdaderamente  hermosa  aquella  plani- 
cie que  se  perdía  de  vista  hacia  el  Sur,  circun- 
dada de  altos  montes  de  graciosas  líneas  y  de 
calientes  tonos,  y  adornada  de  cuantos  acceso- 
rios pintorescos  puede  imaginar  un  artista  afi- 
cionado á  aquel  género  de  cuadros:  praderas 
verdes,  manchas  terrosas,  esbeltos  montículos, 
cauces  retorcidos  con  orillas  de  arbolado,  pue- 
blecillos  diseminados  en  todas  direcciones,  y 
uno  más  grande  que  todos  ellos,  con  una  alta 
torre  en  el  medio,  como  en  muestra  de  su  se- 
ñorío indisputable  sobre  la  planicie  entera. 
Aunque  no  fiaba  mucho  de  mi  memoria  ni  de 
mi  sensibilidad  artística,  creía  yo  que  aquel  pa- 
norama, con  ser  montañés  de  pura  casta,  se  di- 
ferenciaba mucho  de  los  que  yo  había  visto  aba- 
jo alguna  vez:  era  pariente  de  ellos,  sin  duda, 
pero  no  en  primer  grado.  Desde  luego  no  ha- 
bía,  entre  todos  los  valles  que  yo  conocía  de 
peñas  al  mar,  uno  tan  extenso  ni  de  tanta  luz 
como  aquél;  y  ya,  puesto  á  comparar,  me  atre- 
ví á  hallarle  más  semejante,  en  sus  líneas  y  en 
la  austeridad  de  su  color,  á  los  valles  de  Na- 
varra cuando  aún  verdeguean  en  el  campo  sus 


40        OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  P£REOA 

sembrados.  De  todas  suertes,  era  muy  bello»  y 
podía  considerarse  como  una  gallarda  variante 
de  la  hermosura  campestre  de  que  tanta  fama 
goza  la  Montaña,  con  sobrada  razón. 

Por  las  noticias  no  muy  minuciosas  que  fué 
dándome  Chisco,  supe  que  aquel  valle  era  el 
de  los  tres  Campóes:  el  de  Suso,  ó  de  Arriba 
(el  más  cercano  á  nosotros);  el  de  Enmedio  y 
el  de  YusOf  6  de  Abajo;  y  el  pueblo  grande  con 
la  torre  en  el  centro,  que  se  veía  en  lo  más  le- 
jano de  la  llanura,  Reinosa,  la  villa  en  que  yo 
había  dejado  el  tren  y  encontrado  á  Chisco. 

Cuando  éste  no  tuvo  más  que  decirme,  con- 
tinuó su  acompasada  marcha  monte  arriba,  y 
no  tardé  en  verle  detenido  con  su  caballo,  y 
como  encaramados  los  dos  en  el  parapeto  áe 
una  azotea,  sobre  el  perfil  de  la  loma,  desta- 
cándose ambas  siluetas  en  una  mancha  azul 
del  cielo  remendado  de  nubes  cenicientas.  De- 
jé yo  entonces  mis  éxtasis  contemplativos  y 
piqué  á  mi  dócil  y  resignada  cabalgadura,  que 
arrancó  trotando  á  la  querencia  de  la  otra. 

Pocos  pasos  antes  de  llegar  yo  al  punto  en 
que  me  aguardaba  el  espolique,  volvióse  éste 
hacia  mí;  y  tendiendo  el  brazo  derecho  en  di- 
reccíón  opuesta,  me  dijo  con  cierta  solemnidad 
que  entonaba  muy  bien  con  lo  señalado  por  su 
mano: 

—El  Puertu. 


PEÑAS   ARRIBA  4Z 

Subí  lo  que  me  faltaba,  páseme  junto  á  Chis- 
co  y  miré...  Tenía  razón  el  espolique:  era  mu- 
cha la  tierra  que  había  que  pisar  por  aquel  la* 
áo.  ¡Peto  qué  tierra,  divino  Diosl  A  mi  iz- 
quierda, y  en  primer  término,  dos  altísimos  co- 
nos unidos  por  sus  bases,  de  Norte  á  Sur,  co- 
mo dos  gemelos  de  una  estirpe  de  gigantes; 
enfrente  de  ellos,  á  mi  derecha,  las  cumbres  de 
Palombera  dominadas  por  el  Cuerno  de  Peña 
Sagra  que  extendía  sus  lomos  colosales  hacia 
el  Oeste;  y  allá  en  el  fondo,  pero  muy  lejos, 
cerrando  el  espacio  abierto  entre  Peña  Sagra  y 
los  dos  conos,  las  enormes  Peñas  de  Europa, 
coronadas  ya  de  nieve,  surgiendo  desde  las  ori- 
llas del  Cantábrico  y  elevándose  majestuosas 
entre  blanquecinas  veladuras  de  gasa  transpa- 
rente, hasta  tocar  las  espesas  nubes  del  cielo 
con  su  ondulante  y  gallarda  crestería.  Por  el 
lado  en  que  me  encontraba  yo,  descendía  la 
sierra  blandamente  hasta  la  base  del  primer  co- 
no, de  la  cual  arrancaba  hacia  la  derecha  un 
cerro  de  acceso  fácil,  que  resultaría  montaña 
desde  el  fondo  de  la  barranca  en  que  termina- 
ba bruscamente.  Lo  que  había  entre  la  loma 
de  este  cerro  y  el  espacio  limitado  por  las  Pe- 
ñas de  Europa,  no  era  posible  descubrirlo,  por- 
que lo  bajo  quedaba  oculto  por  el  cerro,  y  lo 
alto  me  lo  tapaba  una  neblina  que  andaba  cer* 
niéndose  en  jirones,  de  quebrada  en  quebrada 


44        OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  D£  PEREDA 

<on  SUS  islotes  y  escollos;  unos  monolitos  muy 
grandes  que  se  destacaban,  escuetos  y  descar- 
nados, sobre  la  aridez  del  suelo  entre  matojos 
•de  escobinas,  de  árnica  ó  de  regaliz.  Abundaban 
ios  manchones  verdes  de  las  brañas  de  jugosos 
pastos,  y  no  era  ingrato  á  la  vista  el  color  de 
-otros  detalles;  pero  |Io  demási...  Aquellos  can- 
tos pelados,  tan  grandes,  tan  secos,  tan  espar- 
cidos en  todas  direcciones;  aquella  inmensa  ex- 
tensión calva,  monda,  rapada  y  desnuda  de  to- 
do follaje;  aquellas  nieblas  tenaces  cerrando 
todas  las  salidas  y  surgiendo  de  todas  las  ho« 
yadas;  aquellos  riscos  inaccesibles  y  fEmtásti- 
eos  elevándose  sobre  todo  y  por  todos  lados; 
aquel  cierzo  continuo  y  gemebundo  que  parecía 
el  espíritu  funerario  de  las  grandes  necrópolis, 
llevando  consigo  los  jirones  de  la  niebla  como 
:si  fueran  sudarios  arrancados  de  las  tumbas  en 
los  senos  entenebrecidos  de  las  barrancas;  aque- 
llos buitres  que  me  señalaba  Chisco,  revolando 
en  las  alturasf;  aquel  cielo  que  iba  encapotán- 
dose poco  á  poco...  todo  ello,  que  era  lo  más, 
visto  á  través  de  las  lentes  pesimistas  de  mis 
-ojos,  se  imponía  al  resto,  que  era,  relativamen- 
te, muy  escaso,  y  me  presentaba  toda  la  super- 
ficie del  Puerto  bajo  un  aspecto  feroz  y  repul- 
sivo. Yo  no  veía  más  que  una  llanura  infinita» 
plagada  de  costras  y  tumores;  y  los  monolitos 
solitarios  y  dispersos,  se  me  antojaban  erupcio- 


PBflAS   ARRIBA  45 

nes  de  verrugas  asquerosas  sobre  una  inmensa 
piel  de  leproso. 

Contemplando  desde  la  sierra  lo  que  se  veía 
del  panorama  del  Puerto,  habíame  comparada 
yo,  por  la  fuerza  del  contraste^  con  un  misera 
gttsanejo;  pero  al  bailarme  en  el  observatoria 
de  más  adentro,  iqué  cambio  tan  radical  y  tan 
súbito  de  ideas,  y  cuan  extrañas  las  impresio- 
nes recibidas  I...  Creo  que  fué  de  espanto,  de 
frío  y  de  arrepentimiento  la  primera,  y  estoy  se- 
guro  de  que  fué  de  melancolía  la  segunda,  co» 
mo  lo  estoy  también  de  que  la  siguiente  me  in- 
fundió la  sensación  de  lo  que  tenía  á  la  vista,, 
de  tal  modo  y  con  tal  intensidad  y  fuerza,  que 
hubiera  jurado  yo  que  circulaban  por  mis  venas 
líquidos  pedernales,  y  era  mi  cuerpo  una  esta- 
tua de  granito  coronada  con  manojos  de  loberas^ 
y  acebnches. 

Dejándome  llevar  del  único  pensamiento  ra-» 
cional  que  sobrevivía  en  mi  cabeza,  pregunté  á 
Chisco: 

— Dime,  hombre,  ¿se  parece  á  esto  nuestra 
valle? 

— ¡Quiál— me  respondió  el  espolique  con  el 
mayor  desdén. 

— ^Es  más  ancho,  ¿eh?...  y  más... 

— iQuiál  ni  la  meta  siquiera. 

— iDemoniol— repliqué.  — Pero  serán  más 
bajos  los  montes. .  • 


46        OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA      ^ 

— Tampocu  da  en  el  jitu  ahora— me  contes- 
tó el  arrastrado  con  una  flema  desesperante» — 
porgue  son  hasta  más  altus;  sólo  que  están  más 
tupius,,.  más  arrimaus  unus  á  otrus. 

— Pues  entonces — exclamé  hasta  con  ira, — 
¿en  qué  está  la  ventaja  de  tu  valle  sobre  este 
puerto,  alma  de  cántaro? 

— Pos  la  ventaja  del  nuestru  vayi  está — con- 
testóme Chisco  dulce  y  sonriente, — en  que  es 
de  suyu  más  terrena  y  más...  vamus,  más..» 
Por  últimu,  ya  verá  lo  que  es  eloiuestru  vayi; 
y  si  no  le  paez  puntu  menos  que  la  gloria,  no 
sé  yo  lo  que  sea  cosa  buena. 

Convencido  de  que  cuanto  más  ahondara  ea 
el  informante,  más  negros  habían  de  salirme 
los  informes  que  buscaba,  y  deseando  perder 
de  vista  cuanto  antes  aquel  cuadro  de  desoía^ 
ción,  dije  al  espolique: 

—Y  ahora  ¿por  dónde  tomamos? 

— Tou  por  derechu, — me  respondió. 

— ^Pues  hala,  y  á  buen  andar,  si  puedes. 

— ¡Jorria! — exclamó  Chisco  comenzando  á 
descender  la  otra  ladera  con  igual  frescura  que 
si  no  se  hubiera  movido  hasta  entonces.  Seguí- 
le  yo  sin  titubear;  y  al  verme  luego  en  las  hon- 
duras de  aquel  inmenso  barranco,  me  pareció 
que  se  quebraba  el  último  vínculo  que  me  liga- 
ba al  mundo  que  yo  conocía. 

Estábamos  indudablemente,  si  no  en  el  co- 


PBÑAS  ARRIBA  4/ 

razón,  en  una  de  las  visceras  más  considerables 
de  la  cordillera.  ¡Y  en  otra  viscera  por  el  estilo 
se  escondería  mi  nuevo  hogar!...  (Santo  Dios, 
en  qué  empresa  me  había  arrojado  un  momento 
de  sensiblería  humanitarial  Por  ver  de  todo,  se 
podía  ver  hasta  aquella  espantosa  desolación; 
ipero  habitar  allí!... 

Este  modo  de  discurrir  á  que  me  entregué 
cediendo  á  la  fuerza  de  mis  inveterados  resa- 
bios de  mal  disfrazado  egoísmo,  resucitados  en 
presencia  de  aquél,  para  mí,  tan  nuevo  como 
aflictivo  espectáculo,  llegó  á  causarme  cierto 
rubor.  Acudí  con  todo  el  poder  de  mi  memoria 
y  de  mi  discurso  al  recuerdo  de  lo  pactado  con 
mi  tío  y  á  lo  resuelto  desde  Madrid;  requerí  de 
nuevo  el  alto  cuello  de  mi  abrigo,  porque  la 
tarde  avanzaba  y  el  cierzo  iba  haciéndose  por 
momentos  más  frío  y  más  gemebundo,  y  arrimé 
dos  espolazos  á  la  bestia,  precisamente  en  el 
instante  en  que  ella  daba  una  huida  hacia  la 
derecha,  enderezando  las  orejitas  y  mirando  re- 
celosa hacia  la  izquierda:  lo  mismo  exactamen- 
te que  hacía  el  caballejo  de  Chisco;  el  cual  es- 
polique, notándolo  y  mirando  en  la  misma  di- 
rección que  los  caballos,  me  decía  con  cierto 
matiz  de  alarma  en  el  acento: 

— |Pique,  pique,  y  tierra  atrás! 

Y  me  daba  el  ejemplo  tomando  un  medio 
troteciUo  delante  de  su  rocín,  que  no  necesita- 


48    OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

ba  ruegos  ni  amenazas  ni  castigos  para  seguir» 
le.  Tampoco  el  mío  echaba  en  falta  esas  cosas 
para  seguirlos  á  los  dos.  Chocándome  todo  es* 
to,  pregunté  al  espolique  la  razón  de  ello. 

— Poca  cosa— me  respondió, — y  nade  mulur 
sino  que  la  tarde  va  de  caída,  y  nos  quedan  en* 
toavía  güeñas  tiras  que  medir  con  los  pies. 

No  me  satisfizo  la  respuesta;  pero  no  insistí 
con  nuevas  preguntas. 

Más  de  una  hora  tardamos  en  atravesar  el 
Puerto,  que  mide,  por  aquella  línea,  cerca  de 
dos  leguas.  Al  fin  de  esta  jomada  fastidiosa^ 
nueva  sorpresa  para  mí,  nuevo  espectáculo^ 
nuevas  ideas  y  nuevas  impresiones.  Un  despe- 
ñadero al  frente,  otro  á  la  derecha,  otro  á  la  iz- 
quierda... ¿Por  cuál  d3  ellos  tomaría  Chisco?... 
Por  el  peor,  por  el  primero,  por  el  único  que^ 
aunque  mala,  tenía  salida  visible.  Esta  salida 
era  la  resultante  de  algo  así  como  desmorona- 
miento de  una  colosal  muralla  construida  por 
titanes  para  escalar  nuevamente  el  cielo.  Por 
uno  de  los  intersticios  de  aquella  escombrera 
de  montes  dislocados,  musgosos  unos  y  á  me- 
dio revestir  de  avellanales,  argomas  y  acebu* 
ches  otros,  alguno  de  ellos  bien  poblado  de  ha- 
yas robustas  ó  de  esbeltos  mostajos  (el  árbol  de 
sabroso  y  encarnado  fruto),  con  grandes  man- 
chas rojizas  en  la  falda,  impresas  por  los  secoa 
helechales,  y  todos  con  parte  de  sus  esqueletos- 


PEÑAS   ARRIBA  49 

de  roca  asomando  por  los  desgarrones  de  sus 
vestiduras,  iba  el  camino  que  conducía  al  tér- 
mino de  mi  empecatada  expedición.  Mas  para 
llegar  á  él  teníamos  que  bajar  una  pendiente 
que  daba  vértigo.  Por  allí  se  deslizaba  la  veré- 
da,  de  lastras  resbaladizas  lo  más  de  ella,  en 
ziszás,  entre  jarales  y  arbustos  algunas  veces; 
muchas  al  descubierto  sobre  la  barranca,  en 
cuyo  fondo,  entenebrecido  por  las  malezas  de 
ambas  orillas,  refunfuñaban  las  aguas  de  los 
regatos  vagabundos  encauzadas  allí  para  ir  á 
«igrosar  por  caprichosos  derroteros  el  caudal 
del  río  que  se  despeñaba  á  nuestra  izquierda  y 
al  otro  lado  del  Puerto. 

A  todo  esto,  la  noche  se  aproximaba;  el  tin- 
te amarillento  del  follaje  que  se  moría,  desta- 
cando sobre  el  plomizo  obscuro  de  los  montes, 
daba  á  los  términos  más  cercanos  una  lividez 
cadavérica;  y  del  fondo  de  los  precipicios  don- 
de se  pudría  la  vegetación  que  ya  había  muer- 
to, subía  un  olor  acre,  un  vaho  de  tanino  que 
me  crispaba  los  nervios. 

En  presencia  de  aquel  nuevo  espectáculo  y 
con  la  llanura  del  Puerto  á  la  espalda,  ya  no 
era  yo  la  estatua  de  granito  con  sangre  de  lí- 
quidos pedernales:  la  contemplación  de  aquel 
laberinto  de  sierras  bravias»  de  cuetos  escarpa- 
dos y  de  picachos  inaccesibles;  de  ásperos  y 
sombríos  repliegues,  de  pavorosas  quebradas  y 

Toiio  XV  5 


50   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBOA 

de  abruptos  peñascales,  transportó  súbitamen» 
te  mis  imaginaciones  á  los  entusiasmos  arquso' 
lógicos  de  mi  padre:  allí  me  sentí  contaminado 
de  ellos;  allí  concebí  al  cántabro  de  sus  hioinos 
en  toda  su  bárbara  grandeza,  hasta  vestido  de 
pieles  y  bebiendo  sangre  de  caballo;  y  aim  lle- 
gué á  verle:  le  vi,  sí,  resucitado  en  carne  y 
hueso,  en  la  carne  y  en  los  huesos  de  mi  pro- 
pio espolique.  Aquel  cuerpo  fornido  é  incansa- 
ble;  aquellas  guedejas  estoposas;  aquel  palo 
pinto,  que  en  su  diestra  remedaba  un  venablo; 
aquel  paraguas  azul  que,  bajo  su  brazo  izquier- 
do, podía  tomarse  por  un  haz  de  flechas  enve- 
nenadas; aquella  mandíbula  saliente;  aquel  mi- 
rar poderoso  6  imperturbable;  aquella  faz  mon- 
tuna y  atezada...  ¡ohl  escarbando  un  pocoea 
todo  aquello,  no  había  duda,  resultaba  el  cán- 
tabro primitivo.  Comprendí  entonces  su  resis- 
tencia de  seis  años  contra  las  invencibles  leo- 
nes de  Augusto;  y  las  legiones  enteras  despe- 
dazadas en  el  fondo  de  los  desfiladeros,  6  ro- 
dando por  las  agrias  laderas,  aplastadas  por 
los  peñascos  desgajados  de  las  cumbres;  el  sea- 
timiento  exaltado  de  su  salvaje  independencia; 
la  muerte  en  cruz  antes  que  el  yugo  del  con- 
quistador... todo,  todo  lo  comprendí  y  todo  lo 
sentí,  lo  mismo  que  lo  había  comprendido  j 
sentido  mi  padre,  menos  que  púdica  vivir  en- 
tre tales  vericuetos  y  tan  esquivas  soledades. 


PfiÑAS  ARRIBA  5I 

wi  hombre  de  mi  educación»  de  mis  sentimiea  - 
tos.  y  de  mis  hábitos. 

Con  estas  fantasías  en  la  cabeza  y  los  ojos 
•cerrados  muy  á  menudo  por  no  ver  los  abis- 
mos á  mis  pies,  fui  bajando  la  pendiente  como 
y  por  donde  quiso  mi  caballejo,  á  cuya  juicio- 
<sa  firmeza  me  había  entregado  con  ciega  fe 
<lesde  arriba,  por  encargo  del  propio  Chisco, 
•que  me  precedía  caminando  por  el  derrumba- 
dero con  igual  desembarazo  que  yo  por  ios  pa- 
sillos de  mi  casa. 

Metido  ya  en  la  grieta  como  una  lagartija, 
apenas  daba  el  camino,  usgoso  y  desconcerta- 
do, para  sentar  sus  pies,  con  grandes  precau- 
•ciones,  mi  jamelgo.  Á  lo  mejor,  grandes  dose- 
les de  granito  con  lambrequines  de  zarzas  y  es- 
<:araiiujos  raspándome  la  cabeza,  mientras  que 
por  el  lado  derecho  me  punzaban  las  espinas 
4e  los  escajos,  y  el  más  ligero  resbalón  de  mí 
^^balgadura  podía  lanzarme  á  las  simas  de  la 
izquierda.  Y  mirando  hacia  arriba  en  busca 
<le  luz,  que  ya  nos  faltaba  abajo,  montes  eri- 
zados de  crestas  blanquecinas,  y  conos  enea- 
pudiados  de  espesa  niebla,  y  gárgolas  de  ta- 
jada roca  amenazando  desplomarse  sobre  nos- 
otros; y  á  todo  esto,  el  camino  estrechan- 
do y  retorciéndose  cada  vez  más,  subienda 
aquí,  bajando  allá,  y  sin  poder  yo  darme  cuen- 
ta de  si,  desde  que  habíamos  descendido  del 


52   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Puerto,  bajábamos  ó  subíamos  en  definitiva,. 

— lOh,  condenados  admiradores  de  la  Natu- 
raleza ten  toda  su  grandiosidad  salvaje!» — de- 
cíame yo,  entumecido  y  quebrantado  de  alma 
y  de  cuerpo. — Aquí  os  daría  yo  el  pago  de 
vuestras  sensiblerías  de  embuste,  poniéndoos 
á  pasto  de  admiración  durante  media  semana» 

Al  fin  resultó  que  bajábamos;  y  esto  lo  noté 
cuando  me  vi  en  terreno  un  poco  más  abierta 
y  despejado:  una  espaciosa  rambla  que  termi- 
naba en  una  vadera  por  la  que  corrían  hacia  el 
Nansa,  aún  no  visto  por  mí»  los  acumulados 
tributos  que  le  pagaban  los  montes  de  aquella 
vertiente. 

Pasada  la  vadera,  volvía  á  subir  el  terreno, 
que  era  un  inmenso  lastral  como  los  montes 
áridos  que  le  servían  de  fondo,  particularmen- 
te hacia  la  Izquierda.  Recuerdo  que  el  sonido 
de  las  herraduras  de  los  caballejos  y  el  de  los 
tarugos  de  Chisco  sobre  las  lastras  de  la  subi- 
da, juntamente  con  el  murmullo  de  las  cris- 
talinas aguas  de  la  vadera,  no  me  impresio- 
naba en  el  espíritu,  sino  en  el  cuerpo:  me  da- 
ba frío.  Hasta  tal  punto  llevaba  yo  pervertidas 
las  sensaciones  por  obra  del  tedio  y  del  can- 
sancio. 

£1  espolique  me  sacaba,  como  siempre,  una 
buena  delantera;  y  cuando  llegué  á  lo  alto,  en- 
contróle esperándome»  sombrero  en  mano,  en  el 


PBÑAS    ARRIBA  53 

vestíbulo  Ó  asubiadero  de  ua  santuario  que  hajr 
allí.  Detrás  de  la  reja  que  sirve  de  fondo  al  ves- 
tíbulo, veíase»  no  muy  claramente,  á  la  luz  de 
una  lamparilla  que  le  alumbraba,  porque  la  del 
crepúsculo  podía  darse  afuera  por  extinguida, 
un  altarcito  con  la  imagen  de  la  Virgen  llama  - 
da  de  las  Nieves,  según  informes  de  Chisco. 
Descubríme  yo  también,  y  sin  obligarme  á  ello 
el  mandato  que  leí  en  una  mirada  del  espoli* 
que.  £1  cual,  vuelto  en  seguida  hacia  el  retablo 
y  después  de  persignarse  con  gran  unción  y  par- 
simonia, cruzó  las  manos  sobre  el  palo  pinto  y 
comenzó  á  rezar  en  voz  muy  alta  por  el  alma 
de  su  padre.  La  oración  era  un  Padrenuestro;  y 
con  ser  tan  usual  y  corriente  entre  todo  fiel  cris- 
tiano, sonaba  en  mi  corazón  y  en  mis  oídos  á 
cosa  nueva  en  medio  de  aquel  salvaje  escenario» 
lan  cerca  de  Dios  y  tan  apartado  de  los  ruidos» 
de  las  miserias  y  hasta  del  amparo  de  los  hom- 
bres. Pero  noté  que  Chisco,  al  concluir  la  pri- 
mera parte  de  la  oración,  se  detuvo  en  seco;  lo 
cual  quería  decir  que  rezara  yo  lo  restante.  Por 
fortuna  me  cogía  bastante  pertrechado  para  sa- 
lir airoso  de  compromisos  como  aquél,  y  recé  lo 
^ue  me  pedía,  aunque  no  tanto  por  su  inten- 
<nón  como  por  mis  necesidades  del  momento* 
Tenía  racional  disculpa  mi  egoísmo  en  las 
«mociones  de  la  brega  excepcional  que  traía  y 
en  la  que  me  aguardaba  entre  las  tinieblas  de  la 


54       OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PfiRBDA 

noche,  tan  pavorosa  en  aquellas  abruptas  sole^ 
dades. 

Pero  hubo  tiempo  y  oraciones  para  todo  y 
para  todos;  porque  tras  el  rezo  por  el  alma  de 
su  padre,  rezó  por  la  de  su  madre,  y  des- 
pués por  las  de  sus  abuelos,  y  en  seguida  por 
las  de  todos  sus  parientes,  y  lu^o  por  las  de 
cada  uno  de  los  míos,  y,  finalmente,  por  las^ 
necesidades  de  la  cristiandad  entera.  Con  ello, 
«una  Salve  á  la  Virgen  de  las  Nieves»  y  un 
«Viva  Jesús  sacramentado,»  santigúamenos^ 
cubrímonos,  acabó  de  cerrar  la  noche  y  nos^ 
dispusimos  á  continuar  la  interminable  jor- 
nada. 

Según  Chisco,  nos  faltarían,  para  terminar  lar 
tres  cuartos  de  hora;  el  camino,  «por  el  arte»* 
del  que  habíamos  andado  entre  el  Puerto  y  la 
vadera;  pero  siempre  bajando  hasta  la  misma 
puerta  de  casa,  lo  cual  «era  una  ventaja,»  por- 
que se  andaba  ello  solo  «tan  guapamente,  »^ 
Además,  mi  caballo  se  le  sabía  de  memoria,  y 
con  dejarme  llevar  por  él,  estaba  «al  cabo  del 
n^ocio.» 

— Corriente— dije  á  Chisco  por  todo  comen- 
tario á  sus  informes,  que  me  dieron  escalofríosr 
— pero  ¿de  qué  se  espantaron  los  caballos  eo. 
el  Puerto,  y  por  qué  me  aconsejabas  tú  que^ 
picara  al  mío  de  firme? 
— Y  ¿por  qué  es  la  pregunta  á  estas  horas,  A 


PBÑAS  ARRIBA  55 

se  pué  saber?— preguntóme  á  su  vez  el  espoli- 
que, no  poco  sorprendido. 

— Porque  ha  vuelto  á  clavárseme  el  caso  de 
repente»  ahora  mismo,  en  la  memoria,  y  la  oca- 
áón  me  ha  parecido  de  perlas  para  que  res- 
pondas aquí  lo  que  no  quisiste  responderme  en 
el  Puerto. 

— Pos  espantáronse — dijo  Chisco  algo  ron- 
cero todavía; — espantáronse  (y  no  hay  por  qué 
se  niegue  ya),  espantáronse...  del  osu. 

— ¡Del  oso?— exclamé  con  los  pelos  de  punta. 
— ¡Dónde  estaba? 

— Estaba...  como  á  cincuenta  brazas  de  nos, 
jechu  un  reguñu,  á  la  vera  de  un  busquizal. 
Tomaríale  usté  por  un  cantu  gordu  de  los  mu- 
chus  que  hay  en  el  Puertu:  el  que  no  está  ave- 
zan á  verli  de  esi  arti,  confúndilos.  Sueli  aso- 
mar en  vecis  por  ayí;  gústali  el  oreu  á  lo  me- 
jor, y  solease  un  pocu,  si  tien  ocasión  de  eyu. 
Pero  no  hay  que  temeli  cosa  mayor,  porque 
del  hombri  ajuyi  siempri  como  el  hombri  no  se 
meta  con  él.  Con  too  y  con  esu,  güenu  es  teñe- 
li  á  distancia,  por  un  por  si  acasu...  Conque 
vamos  palanti,  si  le  paez,  y  no  arreceli  alcuen- 
trus  talis,  que  por  aquí  no  se  usan,  y  de  nochi 
mayormenti. 

Con  el  saboreo  de  aquellas  noticias  y  de  es- 
tas seguridades,  sin  un  a9tro  visible  en  el  cielo, 
la  tierra  envuelta  en  la  más  cerrada  y  tenebro- 


56   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

sa  de  las  noches,  y  empezando  á  lloviznar,  me 
dejé  sumir  en  la  barranca  que  se  abría  á  corta 
distancia  del  santuario,  encomendando  mi  al- 
ma á  Dios  y  mi  vida  al  instinto  del  cuadrúpe- 
do que  me  conducía. 

Y  así  llegué,  sin  saber  cómo  ni  por  dónde  ni 
á  qué  hora,  al  suspirado  fin  de  mi  jornada  me- 
morable. 


III 


N  silbido  muy  original  de  Chisco;  el 
latir  de  un  perrazo  poco  después; 
una  luz  tenue  y  errabunda  apareci- 
da de  pronto;  la  detención  repentina 
de  mi  caballo,  tras  el  último  par  de  resbalones 
con  las  cuatro  patas  sobre  los  lástrales /^»if05  de 
la  vereda;  bultos  negros  en  derredor  de  la  luz  y 
rumor  de  voces  ásperas  y  de  distintas  cuerdas; 
mi  descenso  dificultoso  del  caballo,  al  cual  pa- 
recía adherido  mi  cuerpo  por  los  quebrantos  de 
la  jornada  y  los  rigores  de  la  intemperie;  mi 
caída  sobre  un  pecho  y  entre  unos  brazos  en- 
vueltos en  tosco  ropaje  que  olía  á  humo  de  co- 
cina, y  la  sensación  de  unas  manazas  que  me 
golpeaban  cariñosamente  las  costillas,  al  mismo 
tiempo  que  los  brazos  me  oprimían  contra  el  pe- 
cho; mi  nombre  repetido  muchas  veces,  junto  á 
una  de  mis  orejas,  por  una  boca  desportillada; 
tni  entrada  después,  y  casi  á  remolque,  en  un  es- 


58   OBRAS  DE  D,  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

traga]  6  vestíbulo  muy  obscuro;  mi  subida  por 
una  escalera  algo  esponjosa  de  peldaños  y 
trémula  de  zancas;  mi  ingreso  al  remate  de 
ella,  en  otro  abismo  tenebroso;  mi  tránsito 
por  él  llevado  de  la  mano,  como  un  ciego,. 
por  una  persona  que  no  cesaba  de  decirme,  en- 
tre jadeos  del  resuello  y  fuertes  amagos  de  tos, 
cosas  que  creería  agradables  y  desde  luego  le 
saldrían  del  corazón,  advirtiéndome  de  pasa 
hacia  dónde  había  de  dirigir  los  míos,  ó  dónde 
convenía  levantar  un  pie  ó  pisar  con  determi- 
nadas precauciones,  sin  dejar  por  ello  de  pedir 
á  gritos  y  con  interjecciones  de  lo  más  crudo,, 
una  luz  que  jamás  aparecía,  porque,  como  supe 
después,  toda  la  servidumbre  andaba  en  el  so* 
portal  bregando  con  los  equipajes  y  las  cabal- 
gaduras; de  pronto  un  poco  de  claridad  por  la 
derecha,  y  la  entrada  en  otro  páramo  de  fon- 
dos negrísimos  con  una  lumbre  en  uno  de  sus 
testeros;  después,  el  acomodarme,  á  instancias 
muy  repetidas  de  mi  conductor,  en  el  mejor 
asiento  de  los  que  había  alrededor  de  la  lum- 
bre, y  el  ponerse  él,  pujando  y  tosiendo,  á 
amontonar  los  tizones  esparcidos,  y  á  recebar- 
los con  dos  grandes,  resecas  y  copudas  matas 
de  escajo* 

xi  esto  se  reducen  todos  los  recuerdos  que 
conservo  de  mi  llegada  al  tsolar  de  mis  mayo-» 
res.  i  La  noción  exacta  de  cuanto  me  rodeaba 


PBÑAS  ARRIBA  59 

allí  en  aquellos  momentos,  y  aun  la  de  mí 
propio,  no  la  adquirí  hasta  que  al  calor  de 
la  fogata  descomunal  que  resultó  del  hábil 
manipuleo  de  mi  tío,  se  desentumecieron  mis 
ateridos  miembros,  volvió  á  circular  mi  sangre 
con  su  acostumbrada  regularidad,  y  revivie* 
nm  con  ella  y  se  enquiciaron  todos  los  com- 
ponentes de  la  entorpecida  máquina  de  mis 
ideas. 

Dueño  y  señor  ya  de  ellas  y  comenzando  á 
orientarme,  reparé  que  la  cocina  era  enorme,  y 
que  sus  negras  paredes  relucían  como  si  fueran 
de  azabache  bruñido;  que  la  lumbre,  cuyos  pe- 
nachos de  llamas  subían  lamiendo  los  llares 
recubiertos  de  espesos  copos  de  hollín,  hasta 
rebasar  de  la  ancha  campana  de  la  chimenea» 
estaba  arrimada  á  un  poyo  con  bovedilla,  que 
era  la  jornia  ó  cenicero,  sobre  una  espaciosa  y 
embaldosada  meseta,  en  uno  de  cuyos  bordes 
de  empedernida  madera,  y  á  menos  de  un  pie 
de  altura  sobre  el  suelo  general,  apoyaba  yo 
los  míos;  que  á  mi  sillón,  grande  y  con  braza- 
les derechos,  seguían,  hasta  cerrar  todo  el  perí<- 
metro  de  la  meseta,  bancos  y  escabeles  de  ma- 
dera desnuda  y  muy  brillante  por  el  uso,  lo 
mismo  que  el  sillón,  y  que  este  hogar  ocupaba 
la  cabecera  más  abrigada  de  la  cocina.  Después 
pasé  la  vista  por  todos  y  cada  uno  de  los  innu- 
merables é  inconexos  trastos,  enseres  y  chírim- 


6o   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

%olos  que  había  en  aquel  recinto,  y  hasta  me 
interesaron  dos  oUones  y  tres  cazuelas  de  ba- 
•rro,  cuyas  coberteras  temblaban  entre  espuma- 
rajos al  impulso  de  lo  que  hervía  debajo  de 
ellas,  arrimados  á  la  lumbre  y  calzados  con 
mendos  morrillos  por  detrás;  por  último,  ycuan- 
^  ya  nada  tenía  que  examinar  en  la  cocina  y 
^us  accesorios,  fijé  toda  mi  atención  en  mi  tío, 
que  andaba  á  mi  vera,  ó  tan  frontero  á  mí  como 
^se  lo  permitía  la  fogata  que  ambos  teníamos 
delante,  buscándome  la  palabra  y  colmándome 
«de  atenciones  cariñosas,  ¡Vaya  usted  á  saber  de 
qué  capricho  inconsciente,  de  qué  evolución 
desacordada,  nació  aquel  procedimiento  tan 
descortés  con  lo  más  interesante  y,  desde  lue- 
go, lo  más  estimado  y  respetable  para  mí,  en- 
tre cuanto  había,  en  aquella  ocasión,  al  alcance 
<le  mis  ojos!... 

Eran  chiquitos  y  garzos  los  de  mi  pariente, 
y  miraban  con  la  vivacidad  de  los  del  raposo, 
á  la  sombra  de  unas  cejas  grises,  muy  espesas 
y  erizadas;  la  nariz,  aguileña;  la  boca,  nunca 
enteramente  cerrada  ni  quieta,  parlanchina 
como  los  ojos,  aunque  callara;  la  tez,  muy  pá- 
lida y  rugosa;  la  barbilla,  redonda  y  algo  pro- 
minente debajo  del  labio  inferior;  las  orejas, 
¿formidables  y  muy  velludas  en  las  cercanías  de 
los  oídos;  la  cabeza,  bastante  plana  por  detrás, 
y  el  pelo  (descubierto  en  el  instante  de  exami- 


PEÑAS  A&RIBA  6l 

narle  yo,  por  haberse  quitado  don  Celso  la  go^ 
rra  casera  con  que  de  ordinario  se  cubría,  para 
pasarse  ambas  manos  por  él,  cosa  que  le  gus- 
taba mucho,  como  puede  observarse  más  ade- 
lante), de  la  misma  casta  y  de  igual  color  que 
el  de  las  cejas,  cayendo  en  recios  mechones 
sobre  la  frente,  y  sin  visibles  muestras  de  calva 
en  sus  alturas.  £1  cuerpo  era  proporcionado  á 
la  cabeza,  de  r^ular  tamaño ,  y  daba  señales 
de  recientes  y  muy  considerables  mermas  de 
robustez,  en  los  excesivos  sobrantes  del  cha- 
quetón y  de  los  pantalones  pardos  con  que  le 
vestía;  como  las  daban  de  pérdidas  de  vigor  y 
fortaleza,  la  cerviz  algo  humillada  y  el  andac 
no  muy  seguro.  Calzaba  medias  azules  y  zapa- 
tillas de  cintos  negros,  y  tenía  echado  sobre  los 
hombros  un  gabanote  obscuro,  forrado  de  tar- 
tán de  muchos  colores.  Nada  de  corbatín,  ni 
siquiera  de  cuello  alto  ni  planchado. 

Indudablemente  había  más  vida  en  el  espíri* 
tu  que  en  la  materia  de  mi  tío;  pero  así  y  todo,, 
entre  sus  pronósticos  pesimistas  y  el  de  Chisco^ 
más  risueño,  á  juzgar  yo  por  aquel  conjunto  de 
alma  y  cuerpo,  inclinéme  más  al  dictamen  de 
mi  espolique,  aunque  sin  acercarme  mucho  4 
él:  podía  haber  «hombre  para  largo; »  y  aún  más 
halagüeño  todavía  se  lo  puse  por  comienzo  de 
nuestra  conversación. 

— ¡  Ay,  hijo  de  mi  alma! — me  respondió,  sen- 


1 


62   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

tándose  á  mi  lado  y  palmoteando  sobre  mi  es- 
palda con  su  mano  derecha. — ¡Cómo  te  engaña 
el  bien  querer!  Cierto  que  no  soy  lo  que  te  pin- 
té en  mis  cartas,  sin  faltar  á  la  verdad,  porque 
desde  que  me  diste  el  sí  que  te  pedía  en  ellas» 
esponjé  de  pronto  medio  palmo,  por  un  respin- 
go de  la  alegría  que  aún  me  dura...  ¡Qué  cosas» 
hombre!  ¿Quién  había  de  decirme  á  mí,  poco 
tiempo  hace,  que  el  caer  ó  no  caer  de  repente 
un  roble  viejo,  podía  depender  de!...  Vamos» 
que  cuanto  más  se  vive,  más  se  aprende.  Pero 
adentro  de  la  viga  anda  la  carcoma:  asegúroteio 
yo  que  la  siento  roer  sin  hora  de  descanso. 
fAqui  un  amago  de  tos  convulsiva. J  ¿No  te  lo 
dije?  Pues  á  la  vist%  le  tienes  ya.  ¡Éste,  éste  es 
el  ujano  picaro  que  me  acaba!...  En  fín,  Dios 
es  Dios,  y  lo  que  Él  quiera  ha  de  ser,  y  lo  que 
debe  ser...  Conque  dejemos  el  punto  para  tra- 
tado en  su  ocasión,  y  vamos  á  otros  particula- 
res más  urgentes  por  ahora. 

Con  esto  empezó  á  descargar  sobre  mí  una 
granizada  de  observaciones  y  de  preguntas  que 
casi  se  ensartaban  unas  en  otras,  sin  dejar- 
me el  menor  espacio  para  ingerir  una  respues- 
ta. Si  era  yo  alto,  si  era  bajo;  si  resultaba  más 
6  menos  parecido  á  los  retratos  que  conserva- 
ba él;  si  más  guapo,  si  más  feo;  si  salía  más  á 
mi  padre  que  á  tía  andaluza t  (mi  madre)»  de 
la  que  también  conservaba  retrato;  cuántos  cpe- 


V 


PEÑAS  ARRIBA  63 

dimentost  habría  hecho  desde  que  me  reci- 
bí de  abogado;  si  tenía  novia  y  si  era  maja  y 
rica;  qué  tal  era  tParísde  Francia;»  cuánto 
costaba  un  viaje  tdesde  Madrid  allá,t  y  qué 
capitales  del  mundo  había  visitado;  á  cuántos 
reyes  conocía  de  vista,  y  quizás  de  trato;  qué 
me  había  parecido  el  camino  desde  Reinosa;  si 
traía  ganas  de  cenar;  en  dónde  nos  había  auo- 
checido;  por  qué  usaba  toda  la  barba  y  no  el 
bigote  solo  como  en  el  retrato...  Y  así;  y  todo 
ello  entreverado  de  golpeteos  sobre  mi  espalda» 
de  gestos  indescriptibles  y  de  injurias  contra  la 
tos  que  le  amagaba,  de  admiraciones  estruen- 
dosas,  de  risotadas...  y  de  a/^s,  porque  los 
echaba  por  ristras  el  buen  don  Celso  y  como  la 
cosa  más  natural  y  corriente. 

Yo  tenía  noticia,  por  mi  padre,  de  lo  regoci- 
jado y  expansivo  de  su  carácter  cuando  no  le 
daba  por  pcHierse  hecho  un  erizo  y  hacer  andar 
á  todos  en  un  pie;  pero  no  creí,  vistas  sus  car- 
tas y  su  lacia  catadura,  que  le  quedara  en  ei 
cuerpo  tanto  acopio  de  aquellos  ingredientes 
retozones.  Terminó  la  escena  p3rque  se  movió 
gente  en  los  pasadizos  inmediatos  y  entró  en  la 
cocina  una  mujer  de  cierta  edad,  gris  de  pelo  y 
gris  también  de  envolturas  de  pies  á  cabeza,  y 
con  un  farol  en  la  mano,  para  decirnos  con  vos 
algo  hombruna: 

— Aqueyu  ya  está  ayí. 


64   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

Y  como  «aqueyu»  era  mi  equipaje,  y  «ayí» 
mi  habitación, 

— ¡Jorria! — exclamó  mi  tío  volviéndose  hacia 
la  mujer. — Pues  pica  á  poner  una  luz...  pera 
una  luz  de  vela...  ¿Entiendes?  Porque  tú—aña- 
dió dirigiéndose  á  mí,-~tendrás  que  hacer  alga 
en  tu  cuarto...  siquiera  conocerle  de  vista;  él 
más  de  que  «hacienda,  tu  amo  te  vea...»  y  co- 
mo hay  noche  larga  por  delante,  tiempo  nos- 
queda  de  sobra  para  que  vuelvas  á  la  cocina  á 
darte  otro  chamuscón,  si  te  le  pide  el  cuerpo.... 
¿Todavía  estás  ahí,  fantasmona  de  los  demo- 
nios? 

— Es  que  tamién  está  ya  la  luz  ayí, — respon^ 
dio  la  mujer,  que  no  se  había  movido  del  vana 
de  la  puerta. 

— ¡Acabaras  de  resollar!...  Pues  entonces^ 
daca  el  farol  y  quédate  aquí  tú  á  cuidar  de  estos 
potingues...  ¡Mira,  mira  cómo  se  va  esa  olla!... 
¡Quítale  la  cobertera  en  el  aire  y  échala  un  po- 
co atrás!  Y  á  ver  cómo  está  la  cena  en  punto 
para  cuando  se  te  pida...  Porque  tú  (por  mí) 
querrás  cenar  temprano,  ¿no  es  verdad?...  Diga 
yo:  con  lo  que  has  andado,  y  en  ayunas  desde 
tan  lejos...  Yo  lo  que  tú,  hubiera  tomado  á 
buena  cuenta  el  tente  en  pie  que  te  ofrecí  según 
llegaste;  pero  ¡que  si  quieres!...  porque  las  gen- 
tes finas  vivís  del  aire  y  sois  así...  ¿Conque  an- 
dando?.. •  Digo,  si  te  parece. 


PBÑAS  ARRIBA  65 

Cogió  en  esto  el  farol  que  le  entregaba  la  mu- 
jer gris;  y  como  yo,  que  ya  estaba  de  pie,  hi- 
ciera ademán  de  seguirle,  echó  por  delante  ha* 
cía  la  puerta  y  fuíme  tras  61,  medio  á  tientas» 
en  cuanto  salimos  de  la  cocina,  porque  la  des- 
mayada luz  del  farol  apenas  se  veía  en  las  den- 
sas obscuridades  de  afuera.  Andando  asi  á  lo 
largo  de  un  pasillo,  llegamos  á  desembocar  en 
otro  que  se  cruzaba  con  él,  y  le  seguimos  hacia 
la  derecha.  Por  este  lado  terminaba  en  un  sa- 
lón que  me  pareció  más  negro  que  los  pasillos» 
porque  en  sus  ámbitos  desmesurados  parecía  la 
luz  del  farol  la  de  una  pajuela. 

—Ésta  es  la  salona,  ó  comedor — dijo  mi  tío 
al  entrar  en  él.— iComedor!  ¡Qué  comedor  ni 
qué  cuartajo!...  Le  llamo  así  porque  de  eso  sir- 
ve cuando  se  alojan  en  esta  casa  personajes 
finos  como  tú,  ó  algún  señor  Obispo  de  acá  ó  de 
allá,  ó  cuando  hay  boda  en  ella  y  algunos  días 
después...  hasta  que  llega  la  conñanza  y  se 
arregla  uno  tan  guapamente  en  la  perezosa  de  la 
cocina:  en  invierno,  al  amor  de  la  lumbre,  y  en 
verano....  por  la  frescura...  ¡CascajoJ  no  te  rías, 
porque  en  la  cociQa  de  mi  casa  se  tirita  de  frío 
en  agosto  en  cuanto  se  dejan  de  par  en  par  las 
dos  puertas  y  la  ventana  que  tiene...  |Figórate 
tú  lo  que  pasaría  si  hiciéramos  otro  tanto  esta 
noche,  y  eso  que  todavía  estamos  al  acabarse 
el  otoño!  ¿Ves  una  puerta  en  esa  pared  de  la  \z^ 

TOMO  XV  5   * 


66    OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

quierda?  Pues  es  la  de  mi  cuarto:  ahí  duerme 
tu  tío  sesenta  años  haz;  los  restantes,  quiero 
decirte,  los  primeros  de  la  vida,  me  los  dormí 
en  esa  alcoba  de  este  lado  de  la  entrada:  muclm 
parte  de  ellos  con  tu  padre,  en  una  misma  ca- 
ma, hasta  que,  por  andar  á  testerazos  muy  á 
menudo  los  dos  debajo  de  la  ropa  sobre  quiéa 
estorbaba  á  quién...  ¡qué  pernear  el  de  aquel 
arrastrado,  hombre!  nos  separaron,  y  le  echa- 
ron á  él  á  dormir  solo  en  un  cuarto  de  los  de 
atrás...  Aquí  tienes  la  mesa,  de  encina  pura» 
como  los  bancos...  Bien  retallados  de  espaldar, 
¿eh?...  como  los  bordes  de  la  mesa  y  las  cuatro 
patas;  digo,  no,  que  las  patas  están  como  tor-r 
neadas  en  rosca,  igual  que  los  fierros  cruzados 
que  tiene  por  debajo...  También  tienen  algo  de 
^torneo  las  sillas  arrimadas  á  las  paredes.  En 
fin,  cosa  rústica  todo  ello,  pero  de  firmeza  y 
buena  calidad,  como  corresponde  á  gentes  de 
nuestro  porte.  ¡Trabajo  le  mando  al  que  se  em- 
peñe en  buscarle  la  fe  de  bautismo!  ¡Zancajo» 
cómo  estará  de  polillas!...  Ésta  es  la  puerta  de 
la  sala:  vamos,  la  pieza  de  respeto.  Por  eso  te 
la  he  dado  á  tí...  Es  cortesía  de  obligación,  sia 
<:ontar  con  el  cariño...  Ya  lo  ves,  frente  por 
frente  de  mi  cuarto.  ¿Te  enteras?  Pues  jala  pa- 
ra dentro. 

Y  entramos.  Allí  ya  se  veía  más  claro,  no  so- 
lamente por  la  doble  luz  del  farol  y  de  la  vela. 


PBÑAS   ARRIBA  67 

3a  cual  ardía  en  candelero  de  azófar  muy  bru* 
¿ido,  sobre  una  cómoda  con  columnitas  de  ba- 
«as  y  capiteles  de  bronce  dorado»  sino  porque 
la  sala  tenía  cielo  raso  y  no  de  viguetas  al  de&- 
-cubierto  como  el  salón  contiguo,  y  estaba»  lo 
mismo  que  los  muros,  muy  bien  blanqueado. 
Arrimados  á  ellos  había  un  canapé,  varias  si» 
Has  y  otros  muebles  contemporáneos  de  la  c6-> 
moda;  colgado  sobre  ésta,  un  Eccé-Homo  entre 
dos  cornucopias  de  buena  talla  dorada;  sobre 
A  canapé,  una  Purísima,  y  enfrente  de  estos 
cuadros,  otros  dos,  de  santos  también,  todos 
«líos  al  óleo  y  en  marcos  dorados,  pero  suma- 
mente deslucidos  ya.  La  sala  tenía  una  gran 
ülcoba,  y  la  puerta  de  ingreso  á  ella  cortinas 
J)lancas  recogidas  en  pabellones  sobre  grandes 
clavos  romanos.  En  el  fondo  de  la  alcoba,  una 
cama  de  madera  de  altísimo  testero  con  moldu- 
ras doradas  y  medallones  pintados,  colcha  de 
damasco  rojo  y  sábanas  muy  finas,  con  puntillas 
y  bordados  en  el  embozo  de  la  encimera. 

— Vas  á  dormir — ^me  dijo  mi  tío  paseando  el 
larol  sobre  todos  aquellos  lujos, — en  la  misma 
cama  en  que  han  dormido  los  Obispos  de  San- 
tander y  de  León...  ¿Eh?  ¿qué  tal? 

— Que  es  gran  honra  para  mí — le  contesté» — 
Pero  yo  dormiría  más  á  gusto  en  ella  sin  la  col* 
cha  de  damasco  y  las  sábanas  bordadas,  prin- 
cipalmente sin  la  colcha. 


68  OBRAS  DE  D.  JOSé  M.  DE  PEREDA 

— ¡Hombre!  pues  ¿para  qué  se  quieren  la» 
cosas  buenas  sino  para  las  ocasiones  como  la 
presente? 

Me  costó  algún  trabajillo  hacer  comprender 
á  mi  tío,  que  tomaba  mi  resistencia  á  desaire^ 
que  se  duerme  mejor  y  más  descuidadamente 
que  entre  encajes  y  damascos,  bajo  las  cober- 
turas sencillas  que  usamos  á  diario  los  simpIes^ 
mortales. 

— Pues  nada,  hijo— díjome  al  fin: — lo  prime* 
ro,  tu  gusto,  y  ese  es  el  que  ha  de  hacerse  en 
esta  casa  mientras  en  ella  estés...  ¡Á  buena  par- 
te vienes,  cuartajo!...Irá  fuera  la  colcha  y  cuan- 
to te  estorbe  con  ella  en  la  alcoba...  Aquí  tie- 
nes un  felpudo  para  los  pies...  Creo  que  no  te 
vendrá  mal  al  acostarte,  porque  estos  suelos  de 
castaño  viejo  son  fríos  como  ellos  solos...  ¿eh^ 
Pues  esta  lacenuca,  ó  como  la  llaméis  vosotros- 
alláf  á  la  cabecera  de  la  cama,  para  poner  la 
luz  encima  y  meter  adentro...  ¿ves?  el  ingre- 
diente éste,  no  pienso  yo  que  te  estorbe.  ••  ni 
tampoco  esta  sillona  del  rincón...  ven  acá,  ven 
acá  á  verla...  Como  somos  mortales  y  nadie  está 
libre  de  un  apuro,  y  las  noches  son  tan  largas> 
ahora,  y  los  carrejos  tan  obscuros  y  tan  fríos  y 
no  los  conoces  tú  mayormente. ••  En  fin,  no  hay 
que  decirte  más.  Pues  bueno:  aquí  tienes  per- 
chas, con  su  guardapolvo  correspondiente,  cía» 
vadas  en  la  pared...  y  en  la  de  enfrente  ese  ar-  ^ 


PBf^AS  ARRIBA  69 

«nario  desocupado,  en  que  puedes  meter  una 
tienda  de  ropa...  Me  parece,  ¡pispajo!  que  por 
mucha  que  traigas,  entre  él  y  la  cómocUi  y  las 
perchas,  con  sobras  te  ha  de  caber.. «  Para  tus 
irezos,  porque  alguno  usarás,  como  buen  cris* 
tiano  que  eres,  al  meterte  en  la  cama  y  al  salir 
^e  ella,  ahí  tienes,  á  la  cabecera,  á  Dios  Nues- 
tro Señor  en  cruz,  y  la  benditera  al  lado,  con 
^u  agua  correspondiente,  y  su  ramuco  de  laurel 
bendito,  por  si  quieres  rociarla  por  el  cuarto; 
porque  el  demonio  no  descansa  un  punto,  y  ae 
<:uela  por  el  ojo  de  una  cerradura.  Aquí  el  pa- 
langanero con  todos  los  avíos  de  limpieza...  y 
todavía  sobra  campo  para  otro  tanto  más...  Y 
con  esto,  lo  dicho:  en  tu  casa  estás.  Lo  que  te 
estorbe,  fuera  con  ello;  si  algo  deseas  y  no  o 
tienes,  pídelo,  que,  como  lo  haya  á  mano,  tuyo 
«era...  Y  ahora  te  dejo  en  paz  y  á  tus  anchuras. 
Cuando  acabes,  avisa,  que  en  lacocina  estamos. 

Y  se  fué,  zarandeando  el  farol  en  una  mano 
y  requiriendo  con  la  otra  el  abrigo  que  se  le 
deslizaba  de  los  hombros;  pero  tosiendo  mucho 
y  muy  anheloso  de  respiración.  Aquel  cuerpo 
caduco  y  herido  de  muerte  ya,  no  podía  resis- 
tir dn  grandes  quebrantos  y  protestas  los  aje-* 
treos  en  que  le  empeñaba  la  vivacidad  del  es- 
píritu encerrado  en  él. 

Mientras  anduve  trajinando  en  aquél  mi  apo* 
sentOf  pensé  mucho,  y  no  todo  de  color  de  ro- 


70    OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

sa.  La  última  parte  de  mi  viaje,  de  noche  y  llo- 
viznando; los  pasillos  negros  de  la  casona;  la 
cocina  tan  grande,  tan  obscura  al  principio,  de 
tan  extraño  aspecto  después  á  la  luz  de  la  enor* 
me  fogata;  el  pelaje  y  las  cosas  de  mi  tío;  1» 
mujer  gris  aparecida  de  repente;  el  tenebrosa 
pámmo  del  comedor,  explorado  á  la  luz  morte* 
ciña  del  farolillo  de  cuatro  cristales  empañados 
por  la  roña;  el  silencio  de  afutra...  peor  que  el 
silencio  absoluto:  un  rumor  lejano  é  intermi- 
tente, bronco,  algo  por  el  estilo  del  que  puso 
espanto  en  el  esforzado  pecho  de  Don  Quijote 
cierta  noche  en  las  proximidades  de  Sierra  Mo- 
rena, y  el  otro  silencio  de  la  casa  en  cuanto  ce- 
saba de  hablar  mi  tío,  me  habían  impresionada 
de  mala  manera.  Lo  mejor  del  cuadro  era  mi 
habitación,  amplia,  sin  llegar  á  lo  enorme,  co- 
mo su  colindante  y  la  cocina,  blanca  y  bien 
provista  de  muebles;  pero  ¡qué  frío  se  sentía  ea 
ella!  ¡Y  aún  no  había  empezado  el  mes  de  no— 
viembre!  Instintivamente  palpé  el  espesor  dé- 
las ropas  de  mi  cama;  y  aunque  era  muy  consi- 
derable, retiré  la  colcha  de  damasco  rojo  y  pu<- 
se  en  su  lugar  mi  pesada  manta  de  viaje  en  dos- 
dobleces.  Sentía  los  pies  helados,  y  me  calcés 
unas  zapatillas  forradas  de  piel;  y  no  me  envol- 
ví el  cuerpo  en  un  abrigo  ruso  de  que  iba  pro- 
visto, porque  estaba  resuelto  á  darme  otro  cha-- 
muscén  en  la  cocina  mmediatamente.  En  lo 


PBÑAS  ARRIBA  7 1 

que  llamaba  sala  mi  tío,  además  de  la  puerta 
que  comunicaba  con  el  comedor»  había  otras 
dos  que  debían  de  corresponder  á  otras  tantas 
fachadas  de  la  casa.  Por  curiosidad  abrí  el  ven* 
tanillo  ó  cuarterón  de  una  de  las  hojas  del  claro 
más  próximo  á  mí,  y  todo  lo  vi  negro,  negrísi- 
mo, á  travéj  de  un  mezquino  cristalejo;  abrí 
después  la  hoja  entera,  que  daba  á  un  balcón 
con  repisas  de  piedra,  y  aún  me  pareció  más 
n^ro  que  antes  lo  que  de  este  modo  se  veía.  En 
cambio,  los  rumores  que  desde  adentro  se  per- 
cibían lejanos  y  con  intermitencias,  desde  allí 
resultaban  continuos,  más  acentuados  y  más 
próximos.  Debía  de  producirlos  el  río  despeñán- 
dose á  corta  distancia  de  la  casona.  Á  este  mur- 
murio incesante  que  casi  era  bramido  ya,  servía 
de  fastidioso  acompañamiento  el  golpeteo  de  la 
lluvia,  vertida  en  el  suelo  por  las  canales  del 
tejado.  Me  daba  esta  música  gran  tristeza,  y  ce- 
rré la  puerta  del  balcón  más  que  de  prisa. 

Al  salir  á  la  salona  con  el  candelero  en  la 
mano,  me  encontré  con  la  mujer  gris  ocupada 
en  poner  la  mesa,  á  la  luz  de  un  velón  de  tres 
mecheros,  colgado  de  un  listón  de  madera,  su- 
jeto por  una  de  sus  extremidades  á  una  vigueta 
del  techo.  No  era  antipática,  ciertamente,  la 
cara  de  aquella  sirviente;  y  bien  mirada,  hasta 
ae  hallaban  en  ella  vestigios  de  haber  sido  gua- 
pa en  sus  mocedades.  Expresábase  con  un  la^ 


72    OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

conistno  que  tenía  ciertos  matices  clásicos»  y 
respondía  con  agrado  á  las  preguntas  que  me 
arriesgué  á  hacerla,  por  hablar  de  algo  y  alegrar 
un  poco  el  tedioso  colorido  de  mis  ideas.  Así 
supe  que  se  llamaba  Facia;  que  desde  muy  jo- 
ven servía  en  casa  de  mi  tío,  y  que  en  ella  pen- 
saba morir,  si  esa  era  la  voluntad  de  su  amo,  á 
quien  quería  y  respetaba  como  á  padre  y  señor, 
y  aun  con  eso  no  le  pagaba  bastante  los  gran- 
des beneficios  que  le  debía.  Él  y  su  señora  la 
habían  recogido  huérfana  y  desamparada,  dán- 
dola desde  entonces  buena  enseñanza  y  poco 
trabajo,  pan  abundante,  y  lo  que  vale  niás  que 
eso,  cariño  y  sombra.  Todo  esto  me  lo  iba  de- 
clarando como  á  la  descuidada,  en.  períodos 
cortados  y  sin  mirarme  á  la  cara,  pero  reflejan- 
do en  la  suya  cierta  expresión  de  dulzura  me- 
lancólica que  la  hacía  muy  interesante,  mien- 
tras se  movía  lentamente  de  acá  para  allá,  po- 
niendo aquí  un  plato  después  de  pasarle  con  un 
lienzo  blanquísimo,  y  allí  un  vaso  ó  un  tene- 
dor. De  este  modo,  y  echando  yo  la  conversa- 
ción hacia  ese  lado,  llegó  á  decirme  que  su  amo 
había  tenido  siempre  una  salud  ide  fíerru,» 
hasta  que  una  noche,  pocos  meses  hacía,  des-r 
pues  de  una  semana  de  resfriado  que  no  le  pri- 
vó de  andar  por  el  mundo,  se  había  despertado 
«ajuegándose  de  anseo,  con  un  jirvor  de  pecho» 
un  color  de  cera  en  la  cara,  y  un  mirar  de  es- 


PBÑAS   ARRIBA  73 

panto  en  los  ojos,  que  desafiegía.»  Salió  de 
aquello,  pero  para  no  levantar  cabeza.  «Triste- 
z6n  y  acobardao,»  ya  era  otro  hombre.  La  tos 
le  sofocaba  de  noche,  y  se  pasaba  en  vilo  la 
mitad  de  ellas.  «Entróle  malenconfa»  de  las 
más  negras;  y  si  llego  á  no  acudir  yo  á  su  lado, 
se  va  «como  los  sospiros.t  «Con  ello  y  con 
too,  i  Dios  sabía 'hasta  dónde  llegaría  el  carro 
sin  atollarse  para  siempre. 

Y  la  pobre  mujer,  con  los  ojos  empañados, 
«penas  hallaba  voz  en  su  garganta  para  decir- 
me esto.  ¡Á  buena  puerta  había  llamado  yo 
para  curarme  de  tristezas! 

Agravadas  las  que  había  sacado  de  mi  habi- 
tación con  el  contagio  de  las  de  Facia,  apartó- 
me de  ella  con  dos  fórmulas  de  consuelo,  que 
para  mí  hubiera  querido  yo,  y  fufme  en  dere- 
chura á  la  cocina. 


1 


IV 


STABA  allí  mi  tío,  sentado  en  el  sillón 
de  cabecera»  y  á  su  izquierda,  en  el 
banco  que  le  seguía  inmediatamente, 
un  señor  Cura  muy  corpulento,  con 
balandrán  de  paño,  gorro  de  terciopelo  raída, 
y  entre  manos  una  cachavona  muy  recia;  fron- 
tero á  los  dos,  con  la  lumbre  entre  ambos,  otra 
personaje  más  corpulento  aún  que  el  señor 
Cura,  de  cabeza  canosa  y  gorda,  cara  cetrina  y 
ojos  muy  saltones;  en  el  mismo  banco,  pero  ¿ 
respetuosa  distancia  de  este  sujeto,  Chisco  se- 
cándose el  barro  de  sus  perneras  á  la  lumbre;  y 
junto  á  ella,  y  acurrucada  en  el  suelo  sin  estor* 
bar  á  nadie,  con  ima  cuchara  de  palo  en  la  ma- 
no derecha,  y  en  la  izquierda  el  mango  de  una 
sartén  colocada  sobre  las  trébedes,  una  moce* 
tona  de  ojos  azules,  hermoso  y  abundante  pela 
mbio  y  cuerpo  bien  metido  en  carnes. 
Al  aparecer  yo  en  la  cocina,  cesó  el  recio  cía» 


76    OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

moreo  de  la  empeñada  couversación  que  me 
babía  parecido  disputa  desde  el  pasadizo  in- 
mediato, y  todas  las  personas  del  grupo  se  en- 
'Cararon  conmigo  de  repente.  Descubríme  yo 
^entonces  y  avancé  algunos  pasos  hacia  la  me- 
seta del  fogón. 

— ¡Hola,  hola! — exclamó  mi  tío  al  verme.— 
Ya  vienes  en  busca  de  la  gracia  de  Dios,  ¿eh? 
Me  alegro,  hombre,  me  alegro...  Á  ver.  Tona, 
ycógele...  Bien  que  tú  no  «puedes,  porque  estás 
ocupada...  Tú,  Chisco,  cógele  ese  candelero 
que  trae  en  la  mano...  Vaya — añadió  mirando 
alternativamente  al  Cura  y  al  hombrón  del  otro 
banco, — aquí  le  tenéis  ya:  éste  es  mi  sobrino 
Marcelo,  el  hijo  de  mi  difunto  hermano  Juan 
Antonio.  ¿Eh?  ¿Qué  tal?  ¿Qué  hay  que  pedirle 
en  estampa  ni  en  ropaje?...  Mira — ^me  dijo  á 
mí, — estos  señores  vienen  á  visitarte... 

Entonces  se  enderezaron  á  una  los  aludidos» 
que  me  parecieron  dos  gigantes,  particularmen- 
te el  seglar,  que  metía  la  cabeza  hasta  los  hom- 
bros dentro  de  la  campana  de  la  chimenea; 
pero  ni  el  Cura  se  quitó  el  gorro,  ni  el  otro  el 
chambergazo  con  que  tapaba  una  parte  mínima 
<le  la  blanquísima  greña  que  se  le  desbordaba 
por  todo  el  perímetro  de  la  cabezota.  Me  die- 
ron sendos  apretones  de  manos,  que  me  hicie- 
ron ver  las  estrellas;  y  mientras  volvían  á  sen- 
tarse, á  mis  ruegos,  y  me  sentaba  yo  también  á 


r 


PEÑAS  ARRIBA  77 

los  de  mi  tío  entre  él  y  el  señor  Cura,  continuó^ 
diciendo  el  primero,  señalando  al  segundo: 

— El  señor  don  Sabas  Peñas,  párroco  de  este 
pueblo  desde  que  cantó  misa...  ¡ya hace  fecha! 
porque  te  advierto  que  no  baja  una  peseta  de 
los  tres  duros  y  medio...  Se  los  llevo  bien  con- 
tados... Buen  amigo,  buen  cumplidor  de  sus 
deberes,  eso  sí,  y  muy  docto  en  latines  de  todas 
clases...  y  en  poner  una  bala  en  el  corazón  de 
un  oso  sin  que  le  tiemble  el  pulso...  No  se  le 
conoce  otro  vicio. 

£1  Cura  soltó  aquí  una  carcajada  que  retum- 
bó en  el  embudo  de  la  chimenea,  y  hasta  farfu- 
lló unos  latines  de  breviario  que  no  pude  en- 
tender. 

Después  dijo  mi  tío  refiriéndose  al  hombrazo 
del  banco  frontero: 

—El  señor...  Hombre— añadió  encarándose 
repentinamente  con  él,— ¿me  dejas  entregar 
todo  tu  pasaporte  de  una  vez,  para  acabar  pri- 
mero y  entendernos  mejor?  Ya  sabes  que  le 
tengo  bien  aprendido  en  la  memoria... 

El  hombrazo  se  revolvió  en  su  banco  gru- 
ñendo un  poco,  y  dijo  al  fin,  con  voz  cavernosa 
y  resonante: 

—En  ese  que  tú  llamas  pasaporte  no  hay 
cosa  que  me  agravie,  y  puede  estamparse  siem- 
pre á  la  misma  luz  del  sol:  bienio  sabes  tú.  ¡Pera 
cuidado  con  el  retintín!  porque  hay  bocas  que 


78   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

basta  el  mismo  Credo  de  la  misa  hacen  sonar  á 
lo  que  no  es. 

— Esa  boca  no  es  la  mía,  ¡cuidado  con  ello! 

— Digo  que  hay  esas  bocas,  y  no  digo  más 
que  eso, — ^replicó  el  hombrazo. 

— Santo  y  corriente;  pero  yo  vuelvo  á  pre- 
guntarte si  va  6  no  va,  para  conocimiento  de  mi 
sobrino,  todo  tu  pasaporte,  ¡cuartajo! 

— Y  yo  te  respondo  que  lo  que  es  honra  para 
mf ,  no  puede  ofenderme.  Con  que  allá  te  veas, 
y  no  hay  más  que  decir. 

— Pues  escucha,  Marcelillo,  que  allá  va  el 
documento:  don  Pedro  Nolasco  de  la  Castaña- 
lera,  alcalde  que  fué  de  este  Real  Valle  en  mil 
ochocientos  treinta  y  dos,  regidor  en  mil  ocho- 
4:ientos  treinta,  teniente  de  alcalde  en  mil  ocho- 
cientos veintisiete,  síndico  en  mil  ochocientos 
veinticinco,  antiguo  empleado  en  el  lavadero 
de  lanas  de  los  señores  Botifora  y  Compañía» 
extramuros  de  la  ciudad  de  Valencia.  ••  Ordeno 
y  mando. 

— ^¿Lo  ves? — saltó  aquí  el  hombrazo,  con  un 
vozarrón  que  aturdía.  |Ya  sacastes  la  pata!... 
jya  la  jicistes! 

— ^¿En  qué? — ^preguntó  mi  tío,  fingiendo  ex- 
Irañeza,  miaitras  el  Cura  reía  á  borbotones  y 
lanzaba  latines  y  yo  no  sabía  qué  pensardetodo 
aquello... 

— Oiga  usted,  caballerito — díjome  entonces 


PBÑAS   ARRIBA  jg 

'dos  Pedro  Nolasco,  algo  tembloroso  de  tos: — 
es  la  pura  verdad  que  yo  he  sido»  y  á  mucha 
honra,  todas  esas  cosas  que  usted  ha  oído... 
pero  contra  el  «ordeño  y  mando»  del  remate* 
protesto  una  vez,  y  dos  veces,  y  dos  millones 
de  ellas. 

— Consta  en  papeles, — afirmó  mi  tío  congran 
entereza. 

—Y  mucho  que  consta— respondió  don  Pe- 
xlro  Nolasco;— pero  con  su  cuenta  y  razón:  en 
liandos  que  yo  publiqué  en  su  día,  cuando  las 
cosas  andaban  á  paso  más  firme  que  ahora. . .  sí, 
señor:  allí  estaba  bien  y  en  su  punto;  pero  no  lo 
está  donde  tú  acabas  de  ponerlo  con  la  mala  in- 
tención que  siempre  tuvistes... 

—¡Eso  es  agraviarme! — exclamó  mi  tío  so- 
focado por  la  tos. 

—¡De  que  me  faltaras  tú  sin  motivo  me  es- 
toy quejando  yo! 

— ¡Yo  no  te  he  faltado! 

— ¡Yo  aseguro  que  sí! 

La  cosa  estuvo  á  punto  de  encresparse  de 
veras  por  este  camino;  pero  con  la  intervención 
del  Cura  y  con  la  mía,  conjuróse  á  tiempo  la 
tempestad,  que  no  era  nueva  en  aquella  cocina 
entre  los  mismos  contrincantes,  según  luego 
supe;  porque  los  dos  eran  sulfurosos  de  genio,  y 
las  cosas  del  don  Pedro  Nolasco  una  continna 
tentación  para  el  espíritu  marrullero  de  mi  tío. 


8o    OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

Puestos  en  paz  bien  pronto,  continuó  éstet 

— Por  lo  demás,  llévame  dos  años  de  fecha,, 
aunque  niégalo  el  arrastrado,  sin  pi2x:a  de  te*^ 
mor  de  Dios,  y  tiene  ya  los  cuatro  duros  bien 
corridos  de  peso.  Fué  siempre  de  mucho  odre^ 
buen  apetito  y  mejor  conducta.  Así  ha  llegada 
él  tan  acá,  sin  un  mal  retortijón  de  tripas»^ 
Nunca  le  tomó  apego,  como  el  Cura,  á  la  caza 
mayor...  en  los  breñales,  se  entiende;  porque 
á  la  vera  de  su  casa  ó  al  amor  de  la  lumbre,  se 
zampa  un  buey  en  dos  sentadas,  si  hay  quien 
se  le  ofrezca.  Por  eso  y  otras  cosas,  le  llama» 
mos  los  que  bien  le  queremos,  sin  que  á  mal 
lo  tome  ni  se  ofenda,  Marmitón. 

— ¡Celso! — rugió  aquí  don  Pedro  Nolasco, 
dando  patadas  en  el  borde  de  la  meseta  en  que 
apoyaba  los  pies,  calzados  con  zapatillas  de 
cintos  negros,  lo  mismo  que  el  señor  Cura  y 
que  mi  tío. 

Y  entonces  me  ñjé  yo  en  que  debajo  de  la& 
zapatillas  calzaba  medias  alagartadas,  verdes,, 
con  grandes  pintas  negras. 

—Eso  es  lo  único  que  te  afea,  salvo  la  cara 
— <Ííjole  mi  tío  serenamente: — el  genial...  En 
ese  punto  eres  una  jabalina  celosa,  á  lo  mejor 
de  una  chanza.  Salimos  de  una  chamusquina^ 
y  ya  te  quieres  meter  en  otra... 

— ¡Barajólas! — exclamó  don  Pedro  Nolasca 
santiguándose. — ¿Ustedes  han  visto  otra  coma 


PBÑAS  ARRIBA  8 1 

ella?  Trapalón  de  los  demonios^  ¿pues  me  he 
metido  yo  contigo  ni  tanto  así,  desde  que  se 
acabó  lo  otro? 

Mi  tío  no  le  hizo  caso,  y  me  preguntó  á  mí: 

— ¿Le  has  visto  ya  bien?  Pues  con  esas  cer- 
das y  todo,  es  el  vecino  más  noblón  del  pue-^ 
blo  y  el  mejor  amigo  de  sus  amigos,  y  además 
es  uva  de  la  nuestra  cepa.  Lleva  el  corazón  en 
la  rnano^  y  dará  la  piel  cuando  no  tenga  capa 
que  partir  con  el  pobre.  Te  lo  digo  yo.  Mar- 
mitón de  los  demonios,  aunque  me  pegues — 
añadió  encarándose  con  el  gigante; — te  lo  digo 
yo,  ¡cuartajo!  yo,  que  tengo  buenas  pruebas  de 
ser  verdad;  y  te  lo  digo  con  el  alma  y  vida.  Si 
quieres  creerme,  me  crees,  y  si  no,  peor  para 
tí.  ¿No  es  así,  Cura? 

— Esi  Deus  in  iío¿*5— respondió  éste  movien. 
do  la  cabeza  de  un  lado  á  otro,  como  quien 
afirma  algo  bueno  que  es  además  indiscutible. 
— lHo  hay  que  darle  vueltas,  est  Deus  in  nohis, 
semfer  et  ubique,  Y  si  no  fuera  así,  pobres  de 
nosotros  á  cada  chapucería  de  las  que  arma 
Satanás  en  las  disputas  de  los  hombres. 

— Pues  bueno — repuso  mi  tío  volviéndose 
hacia  su  amigo  que  no  chistaba  ni  se  movía, 
con  los  ojazos  clavados  en  la  lumbre. — Ahora 
quiero  que  te  quedes  á  cenar  con  nosotros,  no 
por  mí,  que  no  lo  merezco,  sino  por  honrar  á 
mi  sobrino. 

TOMO  XV  6 


82    OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

— ¡Á  buen  tiempo! —murmuró  el  gigaate  re- 
volviendo un  poco  la  mirada  hacia  don  Celso 
y  descargando  mucho  los  celajes  de  su  faz. 

— ¿Lo  dices  porque  has  cenado  ya? — le  re- 
plicó mi  tío. 

— ^Naturalmente. 

— Pues  por  eso  mismo,  porque  lo  presumía, 
te  convido  yo.  En  estómagos  como  el  tuyo, 
ceba  llama  ceba...  Y  para  animarte  más  y  ha- 
cerla redonda  y  cabal  esta  noche,  también  te 
convido  á  tí,  Cura. 

— Eso  ya  es  otra  cosa — dijo  entonces  don 
Pedro  Nolasco,  entrando  de  frente  en  la  por- 
fía:— si  él  se  queda... 

Negábase  el  Cura  á  ello  de  todas  veras;  pero 
á  fuerza  de  insistir  mi  tío  y  de  empeñarme  yo 
también,  aceptó  al  cabo. 

—¿Lo  has  oído.  Tona?...  Pues  llévale  el 
cuento  á  Facia  para  que  ponga  dos  platos  más 
en  la  mesa,  y  añade  tá  lo  que  falte,  si  es  que 
falta  algo  en  la  cocina. 

Tona  respondió  que  sobraba  con  lo  que  ha- 
bía arrimado  á  la  lumbre,  siempre  que  cada 
cual  comiera  como  Dios  mandaba;  y  mi  tío, 
mientras  el  hombrón  recibía  con  carraspeos  la 
condicional  que  la  sirviente  había  echado  hacia 
allá  con  los  ojos,  dio  por  rematada  la  historia 
y  mandó  que  se  tratara  de  otra  más  divertida. 

No  lo  fueron  ni  tanto  siquiera,  para  mí  gus- 


PEÑAS  ARRIBA  83 

to,  las  pocas  que  salieron  á  relucir  después, 
mientras  la  mocetona  rubia,  y  Facia,  la  mujer 
gris,  que  entraba  y  salía  á  menudo,  daban  los 
últimos  toques  á  los  condumios  arrimados  al 
fuego.  Por  mi  parte,  y  «para  ir  tirando  de  la 
conversación,»  tuve  que  suministrar,  á  instan- 
cias del  Cura  y  de  don  Pedro  Nolasco,  cuatro 
vaguedades  sobre  tesos  mundos  de  Dios,»  por 
los  que  tanto  había  rodado,  al  decir  de  los  mis- 
mos señores;  y  menos  interesado  ya  que  al 
principio  en  lo  que  allí  se  trataba,  y  pudiendo 
llevar  mi  atención  á  otros  términos  del  cuadro, 
observé,  entre  otras  cosas,  que  Tona  y  Chisco 
no  tomaban  parte  en  ello  más  que  con  los  ojos 
y  alguna  que  otra  exclamación  ó  risotada,  y  que 
la  tal  sirvienta,  por  su  cara  y  por  su  talle,  de 
pies  á  cabeza,  en  fin,  era  lo  que  se  llamaba  una 
buena  moza. 

—Ya  ves — llegó  á  decirme  mi  tío, — que  aquí 
no  se  pasa  el  rato  del  todo  mal,  después  de 
hecho  el  hombre  á  estas  cosas  tan  diferentes  de 
las  de  allá,  Y  mejores  se  pasan  todavía,  como 
irás  viendo,  porque  esta  noche  no  hace  regla: 
no  es  sazón  de  ello  hoy  por  hoy,  en  que  no 
aprieta  el  frío  y  está  mucha  de  la  maíz  sin  des- 
hojar, y  hay  que  deshojarla,  porque  lo  primero 
es  lo  primero;  pero  déjate  que  corran  días  y 
empiece  á  empardecerse  el  cielo  y  á  rebombar 
el  pozón  de  Peña  Sagra,  {trastajo!  y  verás  acu- 


84        OBRAS  DE  D.  JOSÉ  U.  DB  PBRBDA 

dir  gente  á  esta  cocina,  basta  haber  nocbe  de 
no  caber  en  estos  bancos,  cada  cual  con  su  avío 
y  con  su  tema...  toda  gente  montuna,  por  de 
contado:  puros  jastialones.  Hay  que  armarse  á 
veces  de  mucho  aguante,  eso  sí,  porque  en  un 
rebaño,  ¡zancajo!  no  todas  las  bestias  son  de 
una  misma  condición;  pero  las  mejores  de  éste 
son  las  más;  y  con  tal  de  no  pedir  castañas  al 
camueso...  Vamos,  que  te  ha  de  entretener,  si 
es  que  te  avezas  á  ello...  y  Dios  lo  haga  así. 

— ¡Pues  no  ha  de  jacerlu? — exclamó  don  Pe- 
dro Nolasco,  asombrado  de  que  se  pusiera  en 
duda  lo  que  él  tenía  por  indudable. 

— A  custodia  matutina  usque  ad  noctem  s^ret 
Israel  in  Domim — confirmó  don  Sabas, — sin 
contar  con  lo  que  tengo  dicho  y  no  me  cansaré 
de  repetir:  est  Deus  in  nobis;  y  por  eso  no  hay 
que  desesperar  de  nada  que  sea  honrado,  con- 
veniente al  hombre  de  bien  y  conforme  á  la 
santa  ley  de  Dios. 

Cuando  llegó  el  momento  de  irnos  á  cenar, 
preguntó  don  Pedro  Nolasco  muy  sorpren- 
dido: 

— |Pero,  cómo?...  ¿No  cenamos  aquí? 

— |No,  señor! — respondió  mi  tío  empujándo- 
nos hacia  la  puerta. 

— Pero  ¿por  qué? — insistió  aquél,  erguido  so- 
bre el  fogón. 

— Curiosón  de  los  demonios— replicó  el  otro 


PBÑAS  ARRIBA  85 

volviéndose  hacia  61  desde  la  mitad  de  la  co- 
cina.— ^En  primer  lugar,  á  zoquete  regalado 
no  debieras  ponerle  tachas;  y,  por  último,  has 
de  saberte,  traga-aldabas  del  jinojo,  que  ni  to- 
dos los  tiempos  corren  unos,  ni  todos  los  hom- 
bres son  iguales.  ¿Me  entiendes  ahora? 

Esto  ocurría  en  el  instante  en  que  Chisco, 
por  mandato  de  Tona,  se  acercaba  á  la  pared 
que  yo  había  tenido  enfrente,  á  la  cual  estaba 
adaptado  ün  tablero,  soltaba  la  taravilla  que  le 
sujetaba  por  arriba,  le  hacía  girar  sobre  el  eje 
que  tenía  en  el  lado  de  abajo,  y  le  dejaba  en 
posición  horizontal  sostenido  por  un  tentemo- 
zo. Pidiendo  informes  sobre  el  uso  de  aquél 
aparato,  averigüé  que  era  la  mesa  perezosa  á 
que  había  aludido  mi  tío  en  el  comedor. 

— Y  ¿para  qué  la  ponen  ahora?— pregúntele. 

— Para  cenar  los  criados  en  cuanto  nosotros 
nos  larguemos  de  aquí, — ^respondióme. 

Me  gustó  el  artefacto,  que  quedaba  armado 
á  muy  corta  distancia  del  fogón,  tentóme  la  no* 
vedad  aquélla,  y  desde  luego  uní  mi  parecer 
al  bien  notorio  de  don  Pedro  Nolasco. 

— ^Pues  por  mí— dijo  mi  tío  con  firme  reso- 
lución,^que  levanten  los  manteles  de  la  otra 
mesa  y  los  tiendan  en  ésta.  Por  regalarte  el 
gusto,  mandé  que  se  cenara  allá:  ya  sabes  que 
el  mío  es  muy  diferente.  Además,  para  lo  que 
he  de  cenar  yo...  Conque  si  te  gusta  más  esto».. 


86    OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

Convinimos,  á  mis  ruegos,  en  que  por  aque-^ 
lia  noche  quedatan  las  cosas  como  estaban^ 
cenando  en  adelante  en  la  perezosa  y  dejando 
la  mesa  del  salón  para  la  comida  del  mediodía; 
bajóse  de  su  pedestal  don  Pedro  Nolasco»  y 
salimos  de  la  cocina  los  cuatro  comensales  en 
ringlera,  siguiendo  á  Tona  que  nos  alumbraba 
el  camino  con  el  candil  que  había  descolgada 
de  la  campana  de  la  chimenea. 

Y  sucedió  lo  que  yo  estaba  temiendo  rato  ha- 
cía, por  lo  que  había  ido  observando  alrededor 
de  la  lumbre  y  en  los  trajines  de  la  repolluda 
cocinera:  que  la  cena  dispuesta  en  honor  mía 
era  para  servir  de  espanto  más  que  de  tentación 
y  de  consuelo  á  un  comensal  de  mis  tragade- 
ras, hecho  y  avezado  á  las  sabrosas  parvidades 
de  la  cocina  mundana.  Comenzando  á  contar 
por  los  cubiertos  y  dos  cucharones  de  plata  d& 
anticuada  forma,  una  torta  de  pan  casero,  ocho 
vasos  de  cristal  verdoso  y  un  botellón  muy  ne- 
gro, todo  cuanto  había  y  fué  apareciendo  sobr& 
la  mesa  era  macizo  y  grande  y  abundante  has* 
ta  lo  increíble.  Primeramente,  un  canjilón  de 
sopas  de  leche;  después  una  fuente  muy  honda, 
de  un  potaje  de  nabos  en  ensalada;  luego  una 
tortilla  de  torreznos,  seguida  de  una  asadura 
picante,  y,  por  último,  una  compota  descomu- 
nal de  manzanas,  y  mucho  queso  curado,  de 
ovejas.  Lo  único  que  escaseaba  allí  eran  la  luz; 


PEÑAS   ARRIBA  87 

y  el  calor,  porque  la  de  las  mechas  del  velón 
casi  se  perdía  en  el  negro  espacio  antes  de  lle- 
gar á  la  mesa,  y  el  chamuscón  que  yo  me  ha-* 
bía  dado  en  la  cocina  sólo  me  servía  en  el  co- 
medor para  sentir  doblemente  la  glacial  tem- 
peratura de  aquel  páramo. 

El  Cura,  contra  lo  que  yo  esperaba  de  su  ta- 
maño» comía  nada  más  que  regularmente,  y  era 
limpio  y  reposado  en  el  comer.  Mi  tío  probaba 
de  todo  sin  gustarle  nada,  y  yo  satisfice  mi  ne- 
cesidad, más  que  apetito,  de  doce  horas,  casi 
tanto  con  la  vista  de  tan  copiosos  alimentos, 
como  con  las  parvidades  que  de  ellos  tomé.«. 
¡Pero  don  Pedro  Nolasco!...  No  tenía  calo  ni 
medida  su  estómago  de  buitre;  devoraba  hasta 
con  los  ojos;  y  mucho  de  lo  que  no  le  cabía  en 
la  boca  mientras  funcionaba  su  gaznate,  corría- 
le en  regatos  por  el  exterior  hasta  sumirse  bajo 
la  sobarba  entre  cuero  y  camisa,  ó  mezclarse 
gota  á  gota  con  la  mugre  del  chaleco. 

Se  habló  poco  en  la  mesa,  y  de  esto  poco  la 
mayor  parte  fué  de  mi  tío  para  decir  injurias  al 
glotón,  que  no  le  contestaba,  ni  creo  que  le  oía, 
y  para  ponderarme  su  asombro  por  lo  melin- 
droso que  le  parecí  en  el  comer,  y  muy  espe- 
cialmente por  éíplan  de  cena  mía,  para  en  ade- 
lante, que  le  tracé.  No  podía  comprender  el 
buen  señor  que  un  mozo  de  mis  años  y  con  mi 
salud,  no  comiera  cuanto  se  le  pusiera  delante 


88    OBRAS  DB  D.  JOSé  M.  DB  PBRBDA 

á  cualquier  hora  del  día  ó  de  la  noche.  cAbua- 
dante  y  substancioso»  era  la  divisa  del  bien  co* 
mer  entre  los  hombres  rumbosos  del  pelaje  de 
mí  tío. 

Andando  en  esto  y  regoldando  ya  el  gigante 
por  no  tener  su  estómago  cosa  de  más  jugo  en 
que  entretenerse,  oyóse  ima  campanada  de  ro- 
ló hacia  lo  más  obscuro  y  remoto  de  la  es- 
tancia. 

—[Las  diez  y  medial — dijo  mi  tío  revolvién- 
dose en  el  banco. — Me  parece  que  ya  es  hora 
de  que  te  dejemos  en  paz.  £1  viaje  te  habrá 
molido  bien  los  huesos,  y  tendrás  ganas  de 
tumbarlos  en  la  cama.  Por  lodemás,  no  te  creas: 
entre  el  laberinto  del  ganado  abajo,  y  la  tertu- 
lia de  arriba  después  de  rezar  el  Rosario,  rara 
es  la  noche  en  que  nos  acostamos  más  tempra- 
no.» Ya  verás,  ya  verás,  ¡pispajo!  cómo  sabe- 
mos vivir  aquí,  aunque  montuno^  y  pobres,  á 
uso  de  pudientes  de  ciudad...  ¿Conque  enten- 
dístelo.  Marmitón?  Pues,  ¡jorria!  ya  que  estás 
jartu,  y  á  su  casa  el  que  la  tenga. 

Levántamenos  todos,  dio  gracias  el  Cura, 
respondímosle  cumplida  y  devotamente,  y  se 
fué  con  don  Pedro  Nolasco,  no  sin  haberme 
hecho  volver  á  ver  las  estrellas  con  los  apreto- 
nes de  manos  que  me  dieron  por  despedida. 

Poco  tiempo  después,  encerrado  yo  en  mi 
cuarto,  paseábame  á  lo  largo  de  él  intentando 


PBNAS   ARRIBA 


89 


pensar  ea  muchas  cosas  sin  llegar  á  pensar  con 
fundamento  en  nada,  no  sé  si  porque  realmen- 
te no  quería,  6  porque  no  podía  pensar  de  otra 
manera.  Con  esta  obscuridad  en  mi  cerebro  y 
el  continuo  zumbar  del  río  en  su  cañada,  acabé 
por  sentirme  amodorrado,  y  me  acosté. 

Blanca  de  ropas  y  limpia  como  un  sol  era 
mi  cama;  pero  (qué  fría...  y  qué  dura  me  pa- 
reciól 


li^l»^; 


V 


iN  embargo,  dormí  toda  la  noche  de 
un  solo  tirón;  pero  soñando  mucho  y 
sobre  muchas  cosas  á  cual  más  extra- 
vagante. Recuerdo  que  soñé  con  el 
oso  del  Puerto;  con  desfiladeros  y  cañadas  que 
no  tenían  ñn,  y  tan  angostas  de  garganta,  que 
no  cabía  yo  por  ellas  ni  aun  andando  de  medio 
lado.  Obstinado  en  pasar  huyendo  de  la  fiera 
que  me  seguía  balanceándose  sobre  sus  patas 
de  atrás  y  relamiéndose  el  hocico,  tanto  forza- 
ba la  cuña  de  mi  cuerpo,  que  removía  los  mon- 
tes por  sus  bases  y  oscilaban  allá  arriba,  ¡muy 
arriba!  las  cúspides  pedregosas,  y  hasta  se  des- 
plomaban muchas  de  ellas  sobre  mí;  pero  sin 
hacerme  daño.  También  soñé  con  mi  tío  bai- 
lando en  la  cocina,  junto  á  la  lumbre,  unas  se- 
guidillas que  cantaba  la  mujer  gris  tañendo  una 
sartén  muy  grande;  y  después  con  don  Pedro 
Nolasco,  el  cual  comía  becerros  crudos  y  tron- 


92        OBRASf  DE  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

€05  de  abedul  y  peñascos  de  granito  con  bar- 
dales, mientras  iban  comiéndome  á  mí,  fibra  á 
fibra  y  muy  poco  á  poco,  el  Tedio  y  la  Melan* 
coUa,  un  matrimonio  de  lo  más  horrible,  que 
vivía  en  el  fondo  de  un  abismo  sin  salida  por 
ninguna  parte. 

Quizás  por  haber  sido  éste  mi  último  sueño  de 
la  noche,  fué  tan  triste  mi  despertar  por  la  ma- 
ñana. ¡Porque  fué  triste  de  veras!  Pero  me  ha- 
bía dormido  con  la  curiosidad  recelosa  de  co- 
nocer de  vista  la  tierra  en  que  voluntariamente 
acababa  de  sepultarme;  y  sintiendo  revivir  de 
golpe  aquel  vehemente  deseo  al  ver  un  poco  de 
lu^  que  se  filtraba  por  los  resquicios  de  las 
puertas,  levánteme  de  prisa,  láveme  tiritando 
de  frío,  envolvíme  en  el  abrigo  más  espeso  de 
los  varios  que  tenía  á  mi  alcance,  y  me  asomé 
al  mismo  balcón  á  que  me  había  asomado  por 
la  noche. 

Ya  no  llovía;  pero  estaba  el  mezquino  retal 
ÚQ  cielo  que  se  veía  desde  allí  levantando  mu- 
cho la  cabeza,  cargado  de  nubarrones  que  pa- 
saban á  todo  correr  por  encima  del  peñón  fron- 
tero y  desaparecían  sobre  el  tejado  de  la  casa. 
Entre  nube  y  nube  y  cuando  se  rompía  algún 
empalme  de  los  de  la  apretada  reata,  asomaba 
un  jironcito  azul,  salpicado  de  veladuras  ana- 
caradas; algo  como  esperanza  de  un  poco  de 
sol  para  más  tarde,  si  por  ventura  regían  en 


PBÑAS  ARRIBA  93 

aquella  salvaje  comarca  las  mismas  leyes  me- 
teorológicas que  en  el  mundo  que  yo  conocía. 

Dejando  este  punto  en  duda,  descendí  con 
la  mirada  y  la  atención  á  lo  que  más  me  inte- 
resaba por  el  momento:  lo  que  podía  verse  de 
la  tierra  en  todas  direcciones  desde  mi  obser- 
vatorio de  piedra  mohosa  con  barandilla  de 
hierro  oxidado.  ¡Bien  poco  era  ello,  Dios  de 
misericordia! 

Delante  y  casi  tocándole  con  la  mano,  un 
peñón  enorme  que  se  perdía  de  vista  á  lo  alto  y 
aún  continuaba  creciendo  según  se  alejaba  cues- 
ta arriba  hacia  mi  izquierda,  al  paso  que  hacia 
la  derecha  decrecía  lentamente  y  á  medida  que 
se  estiraba,  cuesta  abajo^  hasta  estrellarse,  con- 
vertido en  cerro,  contra  una  montaña  que  le 
cortaba  el  paso  extendiendo  sus  faldas  á  un  la- 
do y  á  otro.  Rozando  las  del  peñón  y  la  del 
cerro  hasta  desaparecer  hacia  la  izquierda  por 
el  boquete  que  quedaba  entre  el  extremo  infe- 
rior del  cerro  y  la  montaña,  bajaba  el  río  á  es- 
cape, dando  tumbos  y  haciendo  cabriolas  y 
bramando  en  su  cauce  angosto  y  profundo,  cu- 
bierto de  malezas  y  de  misterios.  Inclinado  ha- 
cia el  río,  entre  él  y  la  casa,  debajo,  enfrente  y 
á  la  izquierda  del  balcón,  un  suelo  viscoso  de 
lastras  húmedas  con  manchones  de  césped ^ 
musgos,  ortigas  y  bardales.  Á  la  derecha  y  ca- 
si á  plpmo  del  balcón,  el  principio  de  un  co-* 


94  OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

rral  que  seguía  fachada  abajo  y  daba  vuelta  ea 
ángulo  recto  hacia  la  otra,  lo  mismo  que  el  co- 
bertizo que  le  cercaba  por  el  lado  del  río,  y 
estaba  destinado,  por  las  muestras  visibles,  á 
cuadras,  leñeras  y  pajares.  Por  el  estorbo  de 
estos  tejadillos  y  de  la  larga  línea  de  fachada 
de  la  casona,  sólo  se  alcanzaba  á  ver,  por  la 
derecha,  una  estrecha  faja  de  terreno  cultivado, 
paralela  al  río  y  perteneciente  al  valle  que,  se- 
gún todas  las  trazas,  se  extendía  hacia  aquella 
parte,  es  decir,  á  la  derecha  del  río.  Y  á  todo 
esto,  el  patio  y  sus  tejados,  y  el  terreno  de  afue- 
ra, y  las  zarzas  y  los  heléchos  y  la  baranda  del 
balcón,  en  fin,  cuanto  se  veía  ó  se  palpaba  des- 
de mi  observatorio,  húmedo,  reluciente  y  go- 
teando. 

No  habiendo  cosa  más  risueña  en  qué  poner 
la  vista  por  aquel  lado,  fuíme  á  la  otra  fachada, 
la  que  correspondía  al  claro  frontero  á  mi  alco- 
ba. Por  esta  puerta  salí  á  un  larg:o  balcón  ó  so- 
lana,  de  madera  encajonada  entre  dos  esquina^ 
ks  ó  mensulones  de  sillería,  llamados  también 
^ortítfuegos*  En  el  de  mi  derecha  resaltaba  el 
grueso  y  tallado  canto  de  un  escudo  de  armas, 
cuyo  frente  no  podía  ver  por  lo  que  sobresalía 
el  esquinal  de  la  baranda  del  balcón.  No  pu- 
diendo  ver  tampoco  desde  allí,  y  por  idéntico 
motivo,  el  resto  de  la  fachada,  supuse,  y  no  sin 
fundamento,  que  la  parte  del  edificio  habitada 


PBÑAS  ARRIBA  95 

por  mí  formaba  un  cuerpo  saliente.  El  balcón 
caía  sobre  un  huerto  del  mismo  ancho  que 
aquella  fachada  de  la  casa,  y  muy  poco  más  de 
largo,  con  sus  correspondientes  inclinaciones 
hacia  ella  y  hacia  el  río;  una  docena  de  frutales 
en  esqueleto;  un  cuadro  de  repollos  medio  po- 
dridos; algunas  matas  de  ruda,  de  mejorana  y 
de  romero;  un  rosal  vicioso  y  en  barbecho  lo 
demás;  un  muro  viejo  para  cercarlo  todo;  y  por 
encima  del  muro,  surgiendo  las  moles  de  un 
negro  anfiteatro  de  fragosos  montes,  .que  allá  se 
andaban  en  altura  con  el  peñón  de  la  derecha, 
que  formaba  parte  de  él.  Y  no  se  veía  otra 
cosa. 

Por  la  dirección  de  la  luz  y  otras  señales 
bien  fáciles  de  estimar,  di  por  seguro  que  aque- 
lla fachada  de  la  casa  miraba  al  Sur,  y  que  por 
el  lastral  que  bajaba  á  mi  izquierda,  es  decir, 
al  Este,  entre  la  pared  del  huerto  y  el  monte  de 
aquel  lado  desde  un  alto  desfiladero  que  se  veía 
algo  lejano,  había  venido  yo  la  noche  antes. 
Por  este  viento  nada  tenía  que  observar,  pues 
bien  á  la  vista  estaba  la  montaña  que  corría  pa- 
ralela á  la  casa  asombrándola  con  su  mole.  Ha- 
bía, pues,  que  buscar  por  el  Norte  del  «solar 
de  mis  mayores»  la  perspectiva  del  valle  entero, 
que  le  parecía  á  Chisco  «punto  menos  que  la 
gloria.» 

Con  este  propósito  me  retiré  de  la  solana  de 


g6        OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

mí  aposento,  y  salí  al  comedor.  Estaban  abier- 
tos los  dos  claros  de  él  que  daban  al  exterior 
de  la  casa.  Acerquéme  á  uno  de  ellos,  y  vi  que 
correspondían  ambos  á  otra  solana  muy  escon- 
dida al  socaire  de  la  pared  de  mi  habitacióa 
que,  efectivamente,  sobresalía  mucho  de  la  lí- 
nea general  de  la  fachada.  Entre  esta  pared  y 
otro  mensulón  mucho  menos  saliente  que  ella 
al  extremo  opuesto,  corría  la  solana,  á  la  que 
daba  también  una  puerta  del  dormitorio  de 
mi  tío. 

Estaba  abierta  y  me  colé  dentro*  No  había 
allí  más  que  una  cama  del  mismo  estilo  que  la 
mía,  pero  grande,  de  las  llamadas  de  matrimo- 
nio, un  crucifijo  y  una  benditera  en  la  pared 
del  testero,  una  cómoda,  dos  perchas,  un  pa- 
Ikinganero,  un  sillón  de  vaqueta,  dos  sillas  y  un 
felpudo.  La  cama  estaba  ya  hecha,  el  suelo  ba- 
rrido y  todas  las  cosas  en  orden,  señal  de  que 
mi  tío  había  madrugado  más  que  yo.  Me  aso- 
mé á  una  ventana  abierta  en  la  pared  del  Este 
junto  á  una  alacena,  y  vi  lo  que  ya  me  había 
imaginado:  el  peñascal  negro,  jaspeado  de  grie- 
tas con  vegetaciones  silvestres  y  separado  de 
la  casa  por  un  callejón  pendiente,  de  lastras 
resbaladizas. 

Al  volver  al  comedor  por  la  solana,  hálleme 
con  mi  tío  que  entraba  en  él  por  la  puerta  de 
enfrente.  Llegaba  fatigoso  y  se  apoyaba  en  un 


PEÑAS   ARRIBA  97 

bastón.  ¿  la  luz  del  día  parecíame  su  traza  muy 
otra  de  lo  que  me  había  parecido  á  la  luz  arti- 
ficial. El  blanco  y  ñno  cutis  de  su  cara  tenía  un 
matiz  azulado,  y  había  en  sus  ojos  y  en  su  boca 
una  muy  marcada  expresión  de  anhelo.  Sin  em- 
bargo, su  humor  era  el  de  siempre;  y  si  era  di- 
simulo de  lo  contrario,  no  se  le  conocía.  Se  ad- 
miró de  hallarme  levantado  tan  temprano.  Ve- 
nía á  ver  qué  era  de  mí;  si  se  me  oía  revolver- 
me en  la  cama,  para  entrar,  en  este  caso,  á 
abrirme  los  ba  cones,  si  lo  deseaba,  y  si  no, 
para  tener  el  consto  de  darme  los  buenos  días. 
Le  agradecí  mucho  su  cuidado,  y  después  de 
atarazarle  le  pregunté  cómo  había  pasado  la  no- 
che y  por  qué  madrugaba  tanto. 

— Como  siempre,  hijo  del  alma— contestóme 
entre  toses  y  jadeos. — Y  no  me  las  dé  Dios 
peores.  En  buena  salud,  me  levantaba  con  el 
alba;  desde  que  tengo  tan  mal  dormir,  madrugo 
mucho  más  que  el  sol,  y  con  todo  y  con  ello, 
me  sobra  tiempo  de  cama. 

Parecióme  que  el  relente  frío  de  las  madru- 
gadas no  debía  de  sentarle  bien,  y  así  se  lo  di- 
je, aconsejándole  que  se  guardara  de  él. 

— Eso  será  entre  vosotros — me  contestó  con 
su  aire  chancero  de  costumbre,— avezados  á 
vivir  entre  cristales;  ipero  entre  los  montunos 
de  por  acá!...  ¡Pobre  de  tu  tío  Celso  el  día  en 
que  no  pueda  desayunarse  con  una  tripada  de 
TOMO  XV  7 


98        OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M,  DR  PEREDA 

esa  gracia  de  Dios!  Pero,  vamos  á  ver,  ¿y  tú? 
¿te  has  desayunado  ya  con  algo  más  de  tu  gus- 
to? Porque  no  falta  de  ello  en  casa,  como  te  di  - 
je  anoche.  Y  si  no  has  pensado  en  eso,  ¿en  qué 
trastajo  has  pensado?...  ¡Mira  que  como  sea 
falta  de  franqueza!. •• 

Díjele  en  qué  me  estaba  entreteniendo  desde 
que  me  había  levantado  y  lo  que  llevaba  visto 
ya,  y  me  replicó,  agarrándome  por  un  brazo  al 
mismo  tiempo  y  tirando  de  mi  hacia  los  carre- 
jos interiores: 

— ¡Por  vida  del  ocho  de  copas,  hombre!... 
Pues»  mira,  en  parte  me  alegro  de  que  ha- 
yas empezado  por  donde  empezaste:  asi  te 
queda  lo  mejor  para  lo  último.,.  jVen  acá^ 
ven  acá! 

Y  me  llevó  á  remolque  hasta  la  cocina,  don- 
de  me  hallé  á  la  mujer  gris»  á  Tona  y  á  Chisco, 
sentados  á  la  perezosa  y  almorzando  unas  bi- 
tangas con  borona.  Diéronme  risueños  los  bue- 
nos días,  levantándose  muy  corteses,  y  apenas 
me  dejó  tiempo  mi  tío  para  cambiar  con  ellos 
algunas  palabras;  porque  tan  pronto  como  abrió 
una  puerta  cercana  á  la  mesa  y  en  la  misma  pa- 
red, comenzó  á  llamarme  á  su  lado. 

Obedeciéndole,  salí  á  un  balcón  de  madera 
de  mucha  línea  y  muy  volado,  la  mitad  del  cual 
caía  sobre  el  patio  de  las  cuadras,  que  no  pasa- 
ba del  centro  de  aquella  fachadaf  y  la  otra  mi-* 


PBNAS   ARRIBA  99 

tad  afuera.  De  este  modo  podía  ver  el  panorama 
completo  y  sin  estorbos.  Formaban  la  barrera 
de  enfrente  la  montaña  atravesada  delante  del 
cerro  de  la  izquierda,  y  otra  que  la  seguía  ha- 
cia mi  derecha,  bien  poblada  de  vegetación  en 
su  base,  de  color  pardo  muy  obscuro  en  la  mi- 
tad, de  alto  abajo,  de  lo  que  pudiera  llamarse 
su  tronco;  de  verde  crudísimo  en  la  otra  mitad» 
y  con  la  enorme  cabeza  gris,  como  un  cráneo 
despellejado  y  seco,  entornada  hacia  el  hombro 
izquierdo,  con  la  blanca  osamenta  al  aire  tam- 
bién. Me  hacía  el  efecto  aquella  basta  mancha 
verde,  ñna  y  jugosa,  iluminada  entonces  casi 
de  frente  por  un  rayo  de  sol,  de  un  remiendo 
de  terciopelo  riquísimo  en  un  vestido  de  toscp 
sayal.  Formando  ángulo  con  esta  montaña  y 
quedando  un  boquete  entre  las  dos,  terminaba, 
coronada  de  crestas  y  picachos,  la  que  descen- 
día por  el  Este  de  la  casa  rozándola  el  costado 
con  sus  bardales. 

Dentro  de  todo  este  marco,  que  parecía  una 
contradanza  de  colosos  encapuchados,  se  ex- 
tendía una  tierra  de  labor  tijereteada  en  peda- 
zos de  pradera  y  de  boronales,  los  primeros  de 
un  verde  aterciopelado,  y  los  segundos  con  la 
nota  pajiza  que  les  daban  los  tallos  secos,  aún 
no  cortados,  del  maíz  recién  cogido.  Entre  mi 
observatorio  y  esta  mies,  que  descendía  en 
rampa  hacia  los  montes  de  enfrente,  y  muy  in- 


i 


lOO      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

clinada  al  mismo  tiempo  hacia  el  río,  un  pedre- 
gal erizado  de  malezas  y  surcado  de  senderos  y 
camberas  de  comunicación  con  el  pueblo,  cuyas 
casitas  se  veían,  hechas  un  rebaño,  en  lo  más 
alto  de  la  mies,  con  la  iglesia  en  medio,  que 
parecía,  y  lo  era  en  substancia,  su  pastor.  En 
todos  aquellos  edificios,  con  las  fachadas  muy 
lavaditas  y  las  puertas  y  ventanas  de  par  en 
par,  veía  yo  otras  tantas  caras  de  seres  desdi- 
chados y  enfermizos,  con  la  boca  y  los  ojosmuy 
abiertos,  ávidos  de  aire  y  de  luz  que  les  iban 
faltando.  Y  entre  aquellas  caras  las  había  de 
varias  expresiones,  desde  el  patético  compasi- 
ble, hasta  el  cómico  y  el  grotesco.  Daba  gana 
de  echar  á  algunas  de  ellas  una  limosna,  para 
calmarles  las  angustias  del  estómago,  ó  un  som- 
brero de  desecho  para  sustituir  la  ruinosa  chi- 
menea, y  á  todas  un  asidero  para  sostenerse, 
sin  rodar  hasta  el  monte,  en  la  postura  violenta 
en  que  yo  las  veía. 

Tan  embebido  me  hallaba  en  este  linaje  de 
visiones,  que  ni  siquiera  me  enteraba  de  los  in- 
formes que  iba  dándome  mi  tío  sobre  cada  cosa 
de  las  principales  del  cuadro.  Parecíame  todo 
el  valle,  relativamente  á  la  altura  de  su  marco, 
de  una  pequenez  asfixiadora,  y  considerábame 
caído  de  las  nubes  en  el  fondo  de  un  dedal 
enorme.  jQué  idea  tendría  Chisco  de  la  gloria 
celestial,  cuando  la  ponía  solamente  un  punto 


r 


PBNAS  ARRIE!  ZOI 

más  arriba  que  aquello  en  la  escala  de  lo  her- 
moso y  admirable? 

¡Dios  eterno,  qué  envidia  tuve  entonces  á  los 
pájaros  porque  volabanl 

— Dígame  usted,  tío— pregúntele  de  golpe,  y 
sin  reparar  en  que  le  cortaba  á  lo  mejor  un  en- 
turiástico  discurso  precisamente  sobre  la  an* 
chura  y  salubridad  del  valle, — ¿por  dónde  se 
sale  de  aquí? 

— ¿Jacia  onde? — me  preguntó  él  á  su  vez. 

— Pues...  hacia...  hacia  fuera,  hacia  el  mun* 
do,  vamos, — respondíle  yo  aturrullado  como 
un  chicuelo  imprudente,  temeroso  de  que  me 
descubriera  los  pensamientos  que  me  habían 
arrancado  la  pregunta. 

— ¡Jacia  el  mundo  I— repitió  él  soltando  una 
carcajada. — Pues  me  hace  gracia  la  ocurren- 
cia, ¡pispajo!  ¿Estamos  aquí  en  el  limbo,  ó  qué? 

— He  querido  decir— repuse  celebrando  con 
una  risotada  contrahecha  la  pregunta  de  mi  tío, 
— que  cuáles  son  las  salidas  principales..  • 

— Ya,  ya:  ya  te  había  calado  yo  el  pensa* 
miento — respondióme  él,  dejando  de  pronto  el 
aire  jaranero, — sino  que  como  la  ocurrencia 
tuya  se  acaldaba  bien  en  una  chanza,  y  yo  soy 
así...  Pues  te  diré:  una  de  las  salidas  principa- 
les es  el  camino  por  donde  tú  has  venido  ano- 
che, éste  de  al  lado  nuestro. 

—Corriente. 


102  OBRAS  DE  D.  JOSé  M.  DE  PEREDA 

— Y  la  otra  es  la  que  se  ve  allá  abajo,  á  la 
mano  izquierda:  la  misma  salida  del  río*  ¿No 
ves  un  camino  que  va  por  encima  de  él  siguien* 
do  toda  la  ladera?  £1  puente  está  aquí  á  la  iz- 
quierda, entre  aquellos  jarales.  Puede  que  le 
confundas  con  ellos  por  lo  viejo  que  es...  Pues 
por  ese  camino  se  va.*. 

— ^¿Hasta  dónde? 

— {Hasta  dónde!...  {Trastajo!  hasta  la  mar^ 
si  te  conviene. 

— Bien;  pero  ¿por  dónde? 

— Pues  río  abajo,  río  abajo. ••  de  pueblo  en 
pueblo.  ¿Quieres  que  te  los  nombre  uno  á  uno? 

— No  hay  necesidad. 

— Hasta  que  llegas  á  un  camino  real.  Si  quie- 
res seguirle  por  la  derecha,  porque  te  jale  lo 
mundano,  le  sigues;  y  si  te  contentas  con  menos, 
le  cruzas;  y  no  apartándote  de  la  vera  del  río» 
en  un  dos  por  tres  darás  con  los  jocicos  en  la 
mar...  Mira,  hombre:  acjuí  donde  me  ves  y  con 
los  años  que  tengo,  no  llegan  á  cuatro  las  veces 
que  he  estado  en  Santander.  La  primera  con  ta 
tía,  recién  casado  con  ella.  Entonces  no  había 
el  camino  real  de  que  te  hablo,  que  es  de  ayer» 
y  había  que  ir  á  buscarle  más  lejos.  íbamos  á 
caballo,  como  siempre  se  ha  ido  desde  aquí  por 
los  pudientes.  Ella,  en  un  sillón  de  terciopelo 
azul  y  clavillos  sobredorados,  con  las  galas  de 
novia,  á  la  moda  de  entonces.  Campaba  de  ve» 


PBÑAS  ARRIBA  IO3 

ras,  porque  era  guapetona  de  firme.  ••  ]  trastajo, 
si  lo  era!  No  nos  comía  la  prisa  7  jicimos  no- 
che en  la  villa  de  San  Vicente,  que  al  otro  día 
abrió  puertas  y  ventanas  para  vernos  salir... 
Mira,  hombre:  poco  más  de  un  mes  antes  ha- 
bía salido  de  España,  á  tiro  limpio,  el  último 
ladrón  de  los  de  Pepe  Botellas. ••  Cabalmente. 
Pues  bueno:  paramos  poco  en  la  ciudad,  por- 
que no  nos  gustó  aquello.  La  segunda  vez  jfué 
á  raíz  de  lo  del  veintitrés,  con  un  pariente  de 
los  de  Promisiones,  que  deseaba,  como  yo,  ver 
cómo  andaban  las  cosas  del  mundo  después  de 
la  taringa  que  habían  llevado  los  botarates  de 
la  PitUa.  ¡Cuartajo,  qué  cumplida  se  la  die* 
ron..^  y  qué  merecida  la  tenían  los  arrastradosl 
Pues  la  tercera  fué  ayer,  como  quien  dice,  no 
más  que  por  el  gusto  de  saber  por  mí  propio 
qué  era  eso  del  camino  de  fíerru  que  acababa 
de  estrenarse...  Y  para  de  contar,  después  de 
enterarte  de  que  no  pasan  de  doce  las  que  he 
salido  del  valle  más  allá  de  dos  leguas...  Y  te 
aseguro  que  nunca  que  dormí  fuera  de  él,  jice 
sueño  con  arte,  y  que  toda  comida  que  no  sea 
la  de  mi  casa,  me  ha  sabido  siempre  á  condu- 
mio sin  sustancia;  y  que  en  no  viendo  yo  es- 
tos picachones  encima  de  la  cabeza  por  donde 
quiera  que  ando,  me  hago  cuenta  que  no  veo 
cosa  de  gusto  ni  de  traza,  y  hasta  la  mar  de  la 
costa  me  parece  una  pozuca,  comparada  con 


104      OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DB  PEREDA 

las  anchuras  de  este  valle...  De  las  casas  en 
ringle  no  se  me  hable,  ¡trastajo!  porque  sola- 
mente de  mentarlas  me  falta  la  respiración.  •• 
La  verdad,  Marcelo...  Cada  uno  á  lo  suyo,  y 
con  su  cada  cual.  Y  á  este  respetivo,  has  de 
saberte  que  hay  en  este  valle  gentes  que  se  caen 
de  viejas  sin  haber  salido  de  él  más  allá  de  lo 
que  corre  de  una  alenda  un  perro  con  asma.  Y 
se  morirán  tan  satisfechas  como  si  murieran  de 
jartura  del  mundo  que  tú  conoces:  igual  que  ha 
de  pasarme  á  mí  en  el  día  de  mañana.  Créeme, 
hijo:  cuanta  menos  carga  de  antojos  se  saque 
de  esta  vida,  más  andadero  se  encuentra  el  ca- 
mino de  la  otra.  Hay  quien  jalla  la  mina  cavan- 
do en  un  rincón  de  su  huerto,  y  hay  quien  no 
da  con  ella  revolviendo  la  tierra  de  media  cris- 
tiandad. Ahora,  tú  dirás  quién  es  más  afortuna- 
do de  los  dos  y  más  digno  de  envidiarse.  •• 
¡Cascajo!  y  vamos  adelante  con  la  historia,  que 
como  dé  yo  en  irme  por  los  atajaderos...  ¿Dón- 
de habíamos  quedado  con  ella? ¿Qué  más  deseas 
saber? 

— Por  de  pronto—respondíle,  maravillado  de 
aquélla  su  vivacidad  de  imaginación  y  soltura 
de  pico,  que  parecían  incompatibles  con  la  do- 
lencia que  le  acababa,— si  se  ensancha  el  pai« 
saje  más  allá  del  boquete  por  donde  se  cuela 
el  río. 

—Al  contrario— respondióme: — en  cuanto 


r 


pbíIas  arriba  105 

doblas  el  recodo,  vuelven  á  encalabrinarse  los 
picachos  á  la  vera  del  río,  tan  pronto  á  un  lado 
como  á  otro,  cuando  no  á  los  dos  á  un  tiempo. 
Anchuras  de  éstas  no  se  encuentran  hasta  el  ca- 
mino real;  medio  día  de  rodar,  agua  abajo,  en 
una  caballería  de  buenos  pies;  un  paseo,  como 
quien  dice,  y  de  los  cortos. ..  Enfrente  de  ese 
boquete  tienes  aquél  otro  de  la  mano  derecha, 
por  donde  se  mete  una  tira  de  valle  que  va  á 
acabar  en  punta  allá  dentro.  ¿Le  ves?  al  pie 
mismo  de  la  montaña  manchada  de  verde  por 
arriba.  Pues  por  ese  callejo  hay  otra  salida  que 
va  trepando  por  los  breñales...  en  ñn,  hombre, 
hazte  cuenta  que  en  cada  resquebrajo  que  veas 
en  un  monte  de  éstos,  hay  un  sendero  por  don- 
de andan  estas  gentes  como  por  el  portal  de  la 
iglesia,  y  se  pasean  y  toman  el  aire  y  recrean 
la  vista  los  hombres  desocupados  y  sanos  de 
pecho,  como  tú.  Ya  verás,  ¡trastajo!  ya  verás 
lo  que  es  bueno. 

— ^Así  lo  espero — ^respondí  faltando  á  la  ver- 
dad de  lo  que  pensaba. — Y  diga  usted — añadí 
apuntando  al  mismo  tiempo  con  el  dedo  hacia 
allá, — ¿qué  significa  aquella  mancha  verde  en 
que  ya  me  había  fijado  yo  antes  que  usted  me 
la  mencionara? 

-*|Oh!— contestóme  alzando  los  dos  brazos 
á  un  tiempo,— {eso  es  la  gran  riqueza  del  lu- 
gar, amigo!  Eso  es  el  Prao-Concejo  de  aquí. 


I06   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

porque  también  hay  otros  pueblos  que  tienen  el 
suyo  correspondiente;  pero  no  como  el  nues- 
tro. ¡Quiá!  iPispajo,  ya  le  quisieranl  Es  de  to> 
dos  y  cada  uno  de  estos  vecinos:  un  caudal  de 
yerba  que  se  reparte  por  adra  todos  los  años. 
Ya  verás,  ya  verás  qué  romería  se  arma  el  día 
de  la  siega,  si  te  coge  aquí  el  primer  agosto 
que  llegue. 

—Pero  ¡cómo  demonios — pregunté  verdade- 
ramente asombrado  de  lo  que  me  contaba  mi 
tlOf — se  puede  segar  en  aquel  precipicio,  ni  ba- 
jar al  valle  lo  que  en  él  se  siegue,  ni  mucho  me- 
aos subir  allá  para  segarlo  y  recogerlo? 

Rióse  mi  tío  de  lo  que  él  llamaba  mi  inocen- 
cia,  i  con  tanto  como  yo  sabía  del  mundo,!  y 
prometiéndome  la  explicación  de  lo  que  me 
asombraba  para  cuando  la  pidiera  sobre  el  ierre» 
no^  no  quiso  decirme  más. 

— Y  en  finiquito — concluyó, — ¿qué  te  parece 
de  todo  lo  que  has  visto?.  ••  porque  creo  que  no 
falte  nada  en  que  no  hayas  puesto  los  ojos. 

— Sí, señor — le  respondí  al  punto: — ^fálta  algo 
que  busco  con  ellos  desde  que  me  puse  á  mirar 
esta  mañana,  y  no  hallo  por  ninguna  parte. 

—Y  ¿qué  cosa  es  ella,  hombre? 

^Pues  un  palmo  de  tierra  llana. 

— ¡Trastajo! — exclamó  aquí  mi  tío,  mirándo- 
me con  el  asombro  pintado  en  los  ojos, — ¿cómo 
demonios  ha  de  jallarse  lo  que  no  hay? 


PEÑAS   ARRIBA  I07 

— iQue  ao?«-exclanié  yo  á  mi  vez. 

— ^No,  hombre,  no— insistió  él  con  la  mayor 
seriedad. — Entendí  que  conocías  el  dicho  que 
corre  aquí  como  evangelio. 

—Y  ¿qué  dicho  es  ese? 

— Que  no  hay  en  todo  este  valle  más  llanura 
que  la  sala  de  don  Celso.  ¿Oístelo  ahora? — ^aña- 
dió riéndose  y  mirándome  á  la  cara  con  sus  oji- 
llos de  raposo. — Pues  atente  á  ello. 

Y  volvió  á  reirse,  y  me  reí  yo  también,  pero 
de  dientes  afuera,  con  lo  cual,  dejando  ambos 
eJL  balcón,  volvimos  á  la  cocina,  en  cuya  pere- 
zosa se  me  antojó  desayunarme  aquella  ma- 
ñana. 

En  aquel  desayuno  y  en  la  comida  del  me* 
diodía  adquirí  dos  nuevos  datos,  que  no  resul- 
taban de  escasa  monta  sumados  con  los  que 
ya  poseía:  el  pan  era  de  hornadas  hechas  en  la 
taberna  cada  medía  semana,  y  no  había  otra 
carne  que  la  de  cecina,  con  excepción  del  do* 
mingo,  en  que  se  mataba  una  res  en  el  pueblo» 
Allí  no  se  conocía  fresco,  bueno  y  á  diario^ 
más  que  la  leche  y  sus  preparados...  precisa* 
mente  lo  que  estaba  reñido  con  los  gustos  de 
mi  paladar  y  con  los  jugos  de  mi  estómago. 

Pocas  noches  he  pasado  en  mi  vida  tan  lar- 
gas, tan  tristes  y  de  tan  insoporsable  desasosie* 
go,  como  la  de  aquel  día.  Porque  visto  y  reco- 
nocido ya  en  todas  sus  fases,  á  lo  anchOi  á  lo 


I08      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

largo  y  á  lo  profundo,  el  terreno  en  que  tenía 
yo  que  dar  la  batalla»  pero  batalla  á  muerte» 
contra  los  hábitos  y  refinamientos  de  mi  vida 
de  hombre  mundano,  comodón,  melindroso  y 
eUganie,  había  para  que  las  carnes  me  tem- 
blaran. 

¡Ayl  toda  aquélla  mi  fortaleza  levantada  ea 
Madrid  al  calor  de  un  entusiasmo  irreflexivo  y 
sentimental,  se  desmoronaba  por  instantes;  y 
los  fríos  razonamientos  á  que  yo  me  había  am- 
parado en  horas  de  sensatez  para  defenderme 
de  los  asedios  de  mi  tío  cuando  me  llamaba  á 
su  lado  hasta  por  caridad  de  Dios,  revivían  en 
mi  cabeza  con  un  empuje  y  un  vigor  de  colori- 
do que  me  espantaban.  Sucedíame  entonces  lo 
que  al  temerario  que  por  un  falso  pundonor, 
por  un  arranque  nervioso  y  de  mal  disfrazada 
vanidad,  desciende  al  fondo  de  un  precipicio. 
Ya  está  abajo,  ya  hizo  la  hombrada,  ya  demos- 
tró con  ella  que  llega  hasta  donde  llegue  el 
más  intrépido. ••  Corriente.  Pero  ahora  hay  que 
subir.  ¿Cómo?  ¿Por  dónde?...  ¡Y  allí  es  ella, 
Dios  piadoso! 

Sólo  de  tres  maneras  podía  volver  á  la  luz 
y  á  la  libertad  del  mundo:  ó  por  el  fin  y  acaba- 
miento de...  (iqué  barbaridad!  hasta  el  tropessar 
con  el  supuesto  sin  haberle  buscado  yo  con  el 
deseo,  me  repugnaba);  ó  por  el  restablecimien- 
to del  pobre  señor,  cosa  imposible  á  sus  smos 


V 


r 


PEÑAS   ARRIBA  lOQ 

y  con  lo  mortal  de  la  dolencia  que  padecía;  6 
por  meterlo  yo  todo  á  barato  á  lo  mejor,  liar  el 
equipaje  cuando  me  diera  la  gana  y  volverme 
á  Madrid  por  el  camino  más  corto,  lo  cual  me 
parecía  una  canallada  que  podía  costar  la  vida 
al  bondadoso  octc^enario,  para  quien  mi  pre- 
sencia en  su  casa  parecía  ser  el  pan  y  el  sol 
que  le  nutrían  y  le  alegraban.  Es  decir,  dos  sa* 
Udas  con  la  puerta  cerrada,  Dios  sabía  hasta 
cuándo,  y  una  que  no  se  me  franquearía  jamás, 
por  repugnancias  de  mi  conciencia.  En  defini- 
tiva, una  eternidad. 

Si  entre  tanto  hubiera  habido  en  mí  alguna 
inclinación  natiural,  alguna  aptitud  de  las  que 
hacen  hasta  placentera  á  muchos  hombres,  sin 
ser  aldeanos,  la  vida  campestre,  menos  mal; 
pero,  por  desgracia  mía,  me  faltaban  todas  en 
absoluto.  Yo  no  era  cazador,  ni  había  maneja- 
do otras  armas  que  las  de  adorno  en  los  salo- 
nes de  tiro;  ni  entendía  jota  de  ganados,  ni  de 
labranzas,  ni  de  arbolados,  ni  de  hortalizas,  ni 
pintaba  ni  hacía  coplas;  y  por  lo  tocante  á  la 
señora  Naturaleza,  la  de  los  montes  altivos  y 
los  valles  melancólicos  y  los  umbríos  bosques 
y  las  nieblas  diáfanas,  y  las  sinfonías  del  tfavo- 
nio  blando»  entre  el  pelado  ramaje,  y  los  rugi* 
dos  del  huracán  en  las  esquivas  revueltas  de  los 
hondos  callejones,  vista  de  cerca,  mejor  que  ma- 
dre, me  parecía  madrastra,  carcelera  cruel,  por 


lio      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

el  miedo  y  escalofrío  que  me  daban  su  faz 
adusta,  el  encierro  en  que  me  tenía  y  los  en- 
tretenimientos con  que  me  brindaba...  Y  á  to- 
do esto  había  que  añadir  que  el  invierno  con 
sus  fríos,  con  sus  nieblas,  con  sus  aguaceros  y 
con  sus  nevascas,  estaba  ya  cerniéndose  enci- 
ma de  los  picachos  del  contorno  y  de  la  casona 
de  mi  tío...  Y  aunque,  por  misericordia  de 
Dios,  no  pasara  yo  allí  más  que  él,  jsería  tan 
largo,  tan  largo!...  ¡Cuántos  libros  devorados 
sin  sacarles  pizca  de  substancia!  ¡cuántos  cha- 
muscones  en  la  cocina!  ¡cuánta  indigestión  de 
bazoña!  ¡cuántos  paseos  en  corto!  ¡cuántas 
rendijas  del  suelo  contadas  maquinalmente  con 
los  ojos!  ¡cuántas  rúbricas  echadas  con  el  dedo 
en  los  empañados  cristalejos  de  mi  cuarto!. •• 
¡Virgen  de  la  Soledad,  qué  perspectiva!... 

Y  así,  por  este  orden,  batallando  horas  y  ho- 
ras. ¿Cómo  hallar  una  breve,  ni  momento  de 
repaso,  ni  bien  mullida  la  cama,  con  semejan- 
te gusanera  entre  los  cascos! 


L 


VI 


IOS,  que,  como  dice  el  adagio,  aprie- 
ta, pero  no  ahoga,  permitió  que  á 
aquella  triste  noche  siguiera  un  día 
muy  risueño,  con  el  cielo  barrido  de 
nubes  y  un  sol  que,  aunque  pálido  y  frío,  ilu- 
minaba el  valle  y  decoraba  las  cumbres  de  los 
montes  envolviéndolas  en  nimbos  de  luz  rever- 
berante. Yo  recibí  la  primera  salutación  del  as- 
tro vivificador  de  la  madre  tierra  como  uno  de 
los  mayores  beneficios  que  podía  otorgarme  el 
cielo  en  medio  de  la  obscura  soledad  en  que  me 
veía,  y  mi  tío  se  apresuró  á  aconsejarme  que 
aprovechara  la  escampa,  que  había  de  ser  de 
larga  cdura»  por  señales  que  él  consideraba  in- 
falibles, para  chacerme  á  las  armas  y  tomar  la 
tierra  como  era  debido  y  cuanto  más  antes. » 
Dióme  con  el  consejo  informes  y  programas 
que  me  parecieron  excelentes;  y  como  no  tenía 
á  mis  alcances  otros  recreos  más  tentadores  y 


Il2   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

de  mi  gusto,  opté  por  lo  que  se  me  proponía,  y 
me  dispuse  en  el  acto  á  echarme  á  la  montaña , 
que  vale  tanto  allí  como  en  el  mundo  culto  y 
refinado  techarse  á  la  calle,  >  es  decir,  á  la  ven* 
tura  de  Dios,  cá  matar  el  tiempo.» 

Antes  de  salir  de  casa  entró  en  ella  el  médi- 
co,  que  iba  á  saludarme  aprovechando  la  opor- 
tunidad de  la  visita  casi  diaria  que  hacía  á  mi 
tío,  particularmente  desde  su  última  y  grave 
enfermedad.  Era  un  mozo  que  andaría  con  los 
treinta  años,  no  muy  corpulento,  pero  de  recia 
complexión;  de  pelo  y  barba  cortos,  negros  y 
fuertes;  de  mirada  firme,  pero  sin  dureza;  agra- 
dable de  cara  y  de  voz;  muy  sobrio  de  pala- 
bras; limpio,  holgado  y  modesto  de  traje,  y  na- 
tural de  un  pueblo  de  los  ribereños  del  Nansa. 
Esto  fué  todo  lo  que  de  él  supe  en  aquella  oca- 
sión. Su  visita  fué  breve,  y  nos  despedimos  muy 
afablemente,  quedando  yo  muy  complacido  de 
aquel  hallazgo  en  Tablanca,  más  por  lo  que  se 
leía  en  la  cara  y  en  el  aire  del  mediquito,  que 
por  las  ponderaciones  que  de  sus  prendas  hizo 
mi  tío  al  presentármele.  Bajamos  juntos  hasta 
el  portal,  echando  él  en  seguida  por  la  cambera 
del  pueblo  y  yo  por  otra  diametralmente  opues- 
ta, hacia  la  montaña. 

Acompañábame  Chisco,  por  donación  muy 
recomendada  de  su  amo,  con  la  misma  vesti- 
menta y  el  propio  calzado  con  que  le  había  co- 


PEÑAS  ARRIBA  II3 

nocido  yo  en  el  paso  de  la  cordillera,  y  nos 
acompañaba  á  los  dos  un  perrázo  sabueso,  lla- 
mado CauálOf  de  una  casta  para  mí  singularfsi* 
ma  por  lo  grande,  que  iba  perpetuándose  en 
casa  de  mi  tío  desde  que  su  padre  fué  mozo  y 
cazador.  Chisco  llevaba  una  escopetona  de  pis- 
tón con  anchas  abrazaderas  reforzadas  con  bra- 
mante encerado  sobre  el  larguísimo  cañón  ro- 
ñoso, un  cuerno  para  la  pólvora  y  una  bolsa  de 
badana  verde  para  el  perdigón  y  las  postas  que 
iban  mezcladas  con  61.  Yo  una  elegante  y  fina 
Lafaucheux  de  dos  cañones,  canana  correspon- 
diente, cuchillo  de  monte,  borceguíes  de  ancha 
y  recia  suela  claveteada,  polainas  de  cuero  in- 
glés, y  todo  el  equipaje,  en  suma,  de  un  caza- 
dor de  iigurin.  Chisco  me  miraba  de  reojo  y 
hasta  se  sonreía  un  poquillo,  particularmente 
cuando  se  fijaba  en  mi  calzado,  y,  sobre  todo, 
cada  vez  queme  veía  resbalar  en  la  arcilla  blan- 
da ó  sobre  las  lastras  de  los  encalabrinados  sen- 
deros. Al  fin  llegó  á  declararme  que  para  pisar 
firme  no  tendría  más  remedio  que  apechugar 
con  un  par  de  almadreñas  como  las  suyas;  que 
lo  de  mi  ropa,  podía  pasar,  y  que,  en  cuanto  al 
aimamento,  ya  se  vería.  ¡Vaya  si  tenía  camán- 
dulas el  mozallón  1  Por  de  pronto,  ni  él  ni  yo 
íbamos  entonces  propiamente  «de  caza,»  sino 
de  paseo;  sólo  que  así  como  en  las  tierras  lla- 
nas se  pasea  un  hombre  con  un  bastón  en  la 

TOMO  XV  8 


114   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

mano  6  con  las  dos  desocupadas,  allí  se  pertre- 
cha el  paseante  de  armas  y  de  municiones  por 
lo  que  pueda  acontecer. 

Como  la  excursión  me  resultó  muy  entrete- 
nida y  también  muy  provechosa,  porque  me  dio 
buen  apetito  y  mejor  sueño,  al  día  siguiente  la 
repetí,  aunque  por  distinto  lado  de  la  montana, 
pero  sin  estender  mucho  más  que  en  la  ante- 
rior el  radio  de  mis  valentías,  porque  el  teatro 
de  mis  experiencias  era  vastísimo,  y  el  apren- 
dizaje muy  duro  de  pelar. 

Á  los  tres  ó  cuatro  días  de  andar  en  estas 
pruebas  y  continuando  el  tiempo  al^re  y  pri- 
maveral, se  unió  á  nosotros  Pito  (Agapito)  Sal- 
ces, Chóreos  de  mote,  hijo  de  un  casero  de  mi 
tío;  buen  cazador  tambiéa,  como  casi  toáoslos 
hombres  de  aquel«valle;  algo  torpe  de  magín  y 
muy  largo  y  deslavazado  de  miembros.  Le  ha- 
bía conocido  yo  en  casa  una  noche,  y  me  ha- 
bían caído  muy  en  gracia  su  catadura  y  sus  co^ 
sos;  por  lo  que  mi  tío,  que  pescaba  en  el  aire 
las  ocasiones  y  los  medios  de  agasajarme,  dis- 
puso que  desde  el  día  siguiente  se  agregara  á. 
Chisco  para  acompañarme  en  mis  correrías. 
Era  además  muy  amigo  de  éste^  y  á  los  dos 
les  supieron  á  gloria  el  licor  de  mi  frasqueta 
y  los  cigarros  de  mi  petaca  en  cuanto  los  ca- 
taron. 

A  todo  esto,  yo  no  había  estado  en  el  pueblo 


r 


PEÑAS    ARRIBA  ZZ5 

más  que  una  sola  vez,  y  esa  muy  de  pasada  y 
muy  temprano,  casi  de  noche  todavía,  yendo  á 
la  misa  primera  de  don  Sabas;  ni  conocía  de 
cerca  á  otras  personas  que  las  que  frecuentaban 
la  cocina  de  mi  tío,  con  el  cual  no  había  hecho 
nunca  conversación  empeñada  sobre  cosa  algu- 
na... ni  siquiera  sobre  Facia,  cuyo  aspecto  sin- 
gular y  un  tanto  misterioso  me  llamaban  mucho 
la  atención,  particularmente  desde  una  noche 
(la  del  tercer  día  de  mis  excursiones  á  la  mon- 
taña) en  que  la  hallé,  saliendo  yo  de  mi  apo- 
sento, como  extiaviada  en  los  pasadizos,  con  el 
farol  en  la  diestra,  la  mirada  de  espanto  y  el 
andar  de  una  sonámbula.  Se  estremeció  al  ver- 
me de  improviso  junto  á  ella,  y  me  pidió  per- 
dón por  haberme  tomado  por...  No  me  dijo  por 
qué  ni  por  quién;  pero  rompió  á  llorar  y  huyó 
á  ocultarse  en  el  cuarto  frontero  á  la  puerta  de 
la  escalera,  el  cual  habitaban  ella  y  Tona.  En 
un  momento  en  que  me  hallé  á  solas  con  mi 
tío,  antes  de  recogerme  aquella  noche,  le  hablé 
del  suceso.  De  pronto  me  pareció  algo  picado 
de  la  curiosidad;  pero  en  seguida  cambió  de  as- 
pecto, se  encogió  de  hombros  y  me  dijo: 

— Está  mema  la  infeliz.  Cosas  de  ella.  Siem- 
pre es  por  ese  arte. 

También  se  me  había  antojado  que  Chisco 
miraba  á  Tona  con  muy  buenos  ojos.  De  esto 
no  hablé  á  mi  tío;  pero  sí  al  mozallón,  y  por 


Il6   OBRAS  DE  D.  JOSÓ  M.  DE  PERBDA 

hablar  de  algo,  subiendo  los  dos  solos  una  vez. 
al  fPrao-Concejo.» 

— ¡Jorria! — me  contestó  trepando  delante  de 
mi,  sin  detenerse  un  punto  ni  volver  la  cara, 
pero  sacudiendo  al  aire  su  mano  derecha. 

No  me  sacó  de  dudas  la  respuesta,  y  le  pedí 
otra  más  terminante.  Diómela  en  estos  tér- 
minos: 

— ^No  estarían  mal  puestus  en  eya  los  pensa* 
ris  de  unu...  ¡y  esu  que!...  Pero  van  los  míos 
jacia  muy  otra  partí.  Los  dePitu,  pongo  el  casu  j, 
ya  es  pleitu  difirente. 

— Conque  Pito...  Y  ella,  tan  repolluda  y  tan 
guapota,  ¿le  corresponde? 

— Esu  es  lo  que  yo  no  sé...  ni  pué  que  lo  sepa 
él  tampocu. 

—Es  muy  posible...  aunque  antes  has  puesto 
una  tacha  á  esa  buena  moza. 

— ¡Una  tacha!. •.  Y  ¿cuál  fué  eya? 

— No  la  pintaste  muy  clara,  pero  la  diste  á 
entender.  Después  de  ponderar  por  cosa  buena 
á  la  moza,  añadiste  <y  eso  que...»  como  quien 
dice:  tno  es  oro  todo  lo  que  reluce.» 

— ^Lo  diría  yo,  si  es  casu,  por  su  padre...  6 
por  su  madre. 

— Y  ¿qué  tienen  su  padre  ó  su  madre  que  ta-^ 
char? 

— iQué  sé  yol  Historias. 

— Conque  historias...  ¿Y  quién  es  el  padre? 


PBÑAS  ARJSOBk  llj 

— Écheli  usté  ua  galgu. 

— ¡Anda,  morenal  ¿Y  la  madre? 

— lAhora  sí  que  pabojó!  ¡Y  la  tien  61  ea  casal 

—¿Quién,  hombre  de  Dios? 

—Usté. 

— lYo? 

— ^Usté  mesmu...  ¿Pa  qué  demontres  quier 
los  ojus  de  la  cara,  si  no  es  pa  ver  lo  que  está 
delanti  de  eyus? 

— ^AcaÍ>a  de  decirlo  coa  mil  demonios  que  te 
lleven:  ¿quién  es  la  madre  de  Tona? 

— Pos  Facia. 

— ¡Facia! — exclamé  lleno  de  asombro. — Pero 
¿Facia  es  casada? 

— ^Por  lo  vistu, — me  respondió  el  mozallón 
con  mucha  flema. 

— ¿Con  quién? — volví  á  preguntarle. 

— Esa  es  la  historia, — respondióme  él  apun- 
tando al  suelo  hacia  atrás  con  el  índice  de  su 
diestra,  sin  volver  la  cara  ni  disminuir  el  paso. 

— ^Pues  cuéntamela  en  seguida, — ^le  dije  yo 
entonces,  sentándome  á  horcajadas  en  el  pico 
de  una  roca  que  sobresalía  á  un  lado  del  sende- 
ro, no  tanto  por  oír  más  á  gusto  lo  que  Chisco 
me  relatara,  como  por  descansar  de  la  fatiga  que 
me  iba  dando  aquél  nuestro  incesante  subir  por 
la  ladera  del  agrio  monte.  Habíamos  ganado  el 
primer  tercio  de  su  altura,  y  estábamos  ya  den- 
tro de  los  términos  de  la  gran  mancha  verde  que 


1X8     OBRAS  DB  D.  JOSÉ  U.  DE  PEREDA 

se  veía  desde  la  casona  ide  mis  mayores,!  es 
decir,  del  iPrao- Concejo,»  que  desde  allí  me 
parecía  interminable,  inmenso,  en  la  dirección 
oblicua  de  la  senda  que  llevábamos.  Chisco, 
cuando  notó  que  yo  me  había  sentado,  se  detu- 
vo, volvióse  hacia  mí,  se  sonrió  á  su  manera  al 
verme  tan  bien  acomodado,  y,  por  último,  re- 
trocedió lentamente. 

— Cuéntame  eso — le  dije  en  cuanto  se  detu- 
vo á  mi  lado; — pero  con  todos  sus  pelos  y  se- 
ñales. 

Para  infundirle  buenos  ánimos  le  di  un  trago 
de  lo  de  mi  frasquete,  que  era  la  mejor  golosina 
para  él,  y  un  cigarro  de  los  mayores  de  mi  pe- 
taca. B^bió  y  paladeó  el  confortante  licor,  re- 
lamiéndose de  gusto,  y  echó  después  una  yesca» 
mientras  yo  contemplaba  á  vista  de  pájaro  el 
vallecito  de  Tablanca,  con  sus  casitas  trepando 
mies  arriba  detrás  de  la  de  mi  tío,  sola  y  enca- 
ramada en  lo  alto,  como  si  se  hubiera  detenido 
allí  para  animarlas  con  la  voz  y  algunas  cuchi- 
fletas  de  don  Celso;  y,  por  último,  recostándose 
contra  el  terrero  y  estribando  con  las  abarcas 
en  las  asperezas  del  camino,  me  refirió  lo  si- 
guiente, que  yo  traduzco,  poco  más  que  en 
substancia,  al  lenguaje  vulgar,  con  verdadero 
sentimiento,  porque  no  me  es  posible,  por  falta 
de  memoria  y  de  costumbre,  reproducir  al  pie 
de  la  letra  aquel  pintoresco  lenguaje,  cuyo  sa- 


PBÑAS  ARRIBA  II9 

bor  local  excedía  con  mucho,  en  interés»  al 
asunto  relatado. 

Facía  era,  en  efecto,  una  huérfana  desvalida 
cuando  la  recogieron  mis  tíos  en  su  casa.  Edu- 
cóse y  creció  en  ella;  llegó  á  ser  una  gran  mo- 
za, porque  tenía  de  quién  heredarlo,  lo  mismo 
que  el  ser  honrada  y  discreta;  y  por  buena  mo- 
za, y  por  honrada  y  por  discreta,  y  hasta  por 
muy  agradecida,  pasaba,  y  con  razón,  en  el 
pueblo,  cuando  se  presentó  en  él,  como  llovido 
de  las  nubes,  cierto  galán,  un  baratijero  que 
asombró  á  Tablanca,  no  sólo  por  las  maravi- 
llas, jamás  vistas  allí,  de  la  tienda  que  plantó 
en  un  ferial  del  valle,  sino  por  el  encanto  de  su 
pico,  por  la  majura  de  su  cara  y  por  el  nunbo 
de  su  porte.  Como  moscas  acudían  á  su  tendu- 
cho reluciente  los  pobres  papanatas  de  la  feria, 
y  como  moscas  caían  en  la  miel  de  sus  ponde- 
raciones y  lisonjas,  dejando  en  el  cebo  engaña- 
dor hasta  el  último  maravedí  de  los  ahorrados 
para  fines  bien  distintos.  Para  las  mujeres,  so- 
bre todo,  tenía  el  charlatán  un  anzuelo  irresis- 
tible; y  para  las  buenas  mozas,  en  particular, 
un  aquel  que  las  atolondraba.  Tan  bien  le  fué 
al  indino  en  aquel  empeño,  que  acabada  la 
feria  trasladó  el  tenducho  al  pueblo  y  le  abrió 
en  un  cobertizo  que  improvisó  junto  á  la  igle- 
sia. Á  creerle  por  su  palabra,  él  no  era  trafi- 
cante por  necesidad,  sino  por  lujo.  Le  gustaba 


laO      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

correr  el  mundo  y  ver  de  todo,  y  para  lograrlo 
á  su  antojo,  como  era  rico  por  su  casa  y  le  so- 
braba el  dinero,  le  corría  de  aquella  manera, 
comprando  alhajas  <á  todo  coste i  en  las  gran- 
des ciudades  de  la  tierra,  para  cedérselas  á  los 
pobres  hombres  y  á  las  buenas  mozas  de  los 
lugarejos  por  un  pedazo  de  pan.  Así  daba  él 
perlas  finísimas  de  Oriente  al  precio  de  los 
garbanzos  de  Castilla;  puñalitos  de  Damasco  y 
relojes  de  oro,  más  baratos  que  las  navajas  de 
Albacete  y  las  coberteras  de  hojalata.  Como 
había  visto  muchas  tierras  y  estudiado  muchos 
libros,  sabía  un  poco  de  todo  cuanto  había  que 
saber,  y  daba  remedios,  y  aun  los  vendía,  al 
desbarate,  por  supuesto,  para  toda  casta  de  en- 
fermedades... y  de  contratiempos,  porque,  en 
9U  opinión,  nada  existía  verdaderamente  incu- 
rable, sabiendo  buscar  á  las  cosas  su  motivo, 
como  lo  sabía  él,  por  haber  estudiado  muchos 
libros  y  haber  corrido  muchas  tierras.  Aquella 
segunda  campaña  de  baratijero  fué  una  barre- 
dera en  el  lugar.  Ni  una  mota  dejó  el  picaro 
en  Tablanca.  Particularmente  Facia,  que  era 
de  suyo  sencillota  y  noble,  se  despilfarró.  Gas- 
tó en  gargantillas  de  todos  colores,  en  sortijas, 
espejucos  y  alñlerones  de  todas  hechuras,  un 
dineral:  todo  lo  ahorrado  de  sus  soldadas  y  al- 
go más  que  pidió  á  cuenta,  afrontando  valero- 
sa las  indignidades  con  que  la  apostrofaba  su 


PBÑAS  ARRIBA  131 

amo.  Porque  resultaba  que  aquellos  antojos  in- 
saciables y  aquel  atrevimiento  inconcebible  en 
la,  poco  antes,  tan  modesta,  comedida  y  res- 
petuosa muchacha,  dimanaban  de  un  qué  sé  yo 
de  mal  aquél,  á  modo  de  maleficio,  que  <  la  jala- 
ba, la  jalaba  i  contra  su  gusto  hacia  las  barati- 
jas de  la  tienda,  y  muy  particularmente  hacia 
los  donaires  del  baratijero.  Como  éste  le  había 
notado  la  inclinación  y  era  ella  (sin  ofender)  la 
mejor  moza  entre  las  muchísimas  y  muy  bue- 
nas que  había  en  el  lugar,  apretó  el  picaro  las 
linsojas  y  los  chicoleos,  y  hasta  la  rondó  la  ca- 
sa por  las  noches  y  la  cantó  unas  coplas  Jittas 
al  son  de  una  guitarra  «que  propiamente  habla- 
ba entre  sus  manos. »  En  ñn,  que  la  inocente 
borrega  llegó  á  prendarse  en  tales  términos  del 
hechicero  galán,  que  solamente  le  quedó  una 
pizca  de  juicio,  lo  puramente  indispensable 
para  responderle  en  uno  de  sus  asedios  más 
obstinados,  que  cen  siendo  como  Dios  manda- 
ba y  por  delante  de  la  Iglesia  y  para  vivir  en 
Tablanca  á  la  vera  de  su  amo,  cuando  lo  tu- 
viera por  conveniente. » 

Contuvo  el  hombre  sus  ímpetus  con  la  res- 
puesta; meditóla  durante  algunos  días;  resolvió 
al  cabo  que  sí;  corrióse  la  noticia  por  el  pue- 
blo; envidiaron  á  Facía  su  loca  fortuna  todas 
las  mozas  de  él;  llegó  el  caso  á  oídos  de  don 
Celso;  tocó  el  cielo  con  las  manos;  puso  á  la 


122      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

infeliz  enamorada  de  loca  y  de  sinvergüenza 
que  no  había  por  dónde  cogerla;  juró  y  perjuré 
que  el  baratijero  era  un  bribón  de  siete  suelas; 
que  no  había  más  que  mirarle  á  la  cara  para 
convencerse  de  ello;  que  sabe  Dios  dónde  se- 
ría nacido,  de  dónde  vendría  y  por  dónde  ha- 
bría andado  hasta  entonces,  y  que  por  la  Cruz 
de  Jesucristo  considerara  esto  y  lo  otro  y  lo 
de  más  allá...  Como  si  callara.  £1  hechizo  es- 
taba tragado,  y  Facía  no  cejaba  un  punto  en  su 
empeño.  Bien  persuadido  entonces  ^  amo  de 
que  no  había  razonamiento  capaz  de  conven- 
cerla, ni  medida  rigurosa,  como  la  de  plantarla 
en  la  calle,  que  no  empeorara  el  destino  de  la 
infeliz,  entre  verla  perdida  ó  desgraciada,  optó 
por  lo  menos  malo  al  cabo  de  los  días:  arregló 
un  casucho  que  tenía  medio  abandonado  al  ex- 
tremo inferior  del  valle;  agrególe  tierras  y  ga- 
nado; hizo,  en  ñn,  cuanto  puede  hacer  un  pa- 
dre por  un  hijo  en  casos  tales,  y  dijo  á  Facía 
después  de  haberse  negado  á  recibir  al  novio  y 
á  verle  al  alcance  de  su  voz: 

— Cásate  cuando  te  dé  la  gana,  y  meteos 
ahí  para  que,  siqui^a,  siquiera,  cuando  las  pe- 
sadumbres te  maten,  tengas  cama  propia  en 
que  morir  después  de  haber  pedido  á  Dios  per- 
dón de  tus  ingratitudes  y  locuras. 

Á  los  pocos  días  de  casado,  y  con  gran  pom- 
pa, el  baratijero  ya  era  otro  hombre  distinto 


PBÑA8  ARRIBA  1 23 

de  lo  que  fué  en  el  lugar  antes  de  casarse:  has- 
ta la  cara  parecía  diferente,  sobre  todo  cuando 
hablaba  con  su  mujer  lo  poco  que  hablaba; 
miraba  bajo  y  mal,  y  parecfá  que  le  estorbaba 
hasta  su  sombra.  Ai  mes  de  esto»  como  no  sa- 
bía trabajar  la  tierra  ni  manejar  el  ganado,  y 
de  aquellas  riquezas  que  tenía  tpor  su  casa, » 
según  dijo  de  soltero,  no  se  veía  un  maravedí 
para  levantar  las  cargas  de  su  nuevo  estado, 
cogió  lo  que  le  quedaba  de  su  tenducho  y  se 
fué  á  correr  ferias  y  mercados  con  ello.  Volvió 
á  los  dos  meses,  muerto  de  hambre,  mal  enca- 
rado y  peor  vestido.  Hízose  temible  para  su 
mujer,  á  quien  golpeaba  con  el  más  leve  pre- 
te3Cto,  y  sospechoso  á  todo  el  vecindario,  que 
no  estaba  hecho  á  ver  en  aquel  honrado  suelo 
holgazanes  y  renegados  de  semejante  catadura. 
Á  los  diez  meses  de  casados,  tuvo  Facia  una 
niña;  y  sin  llegar  á  cumplirse  el  año,  su  mari- 
do, que  había  desaparecido  del  pueblo  una  se- 
mana antes,  volvió  á  casa  de  noche,  roto  y  des- 
greñado; dio  dos  bofetones  á  su  mujer  porque 
le  preguntó  cariñosamente  cómo  le  había  ido, 
por  dónde  había  andado  y  á  qué  venía;  y  mien- 
tras la  amenazaba  con  abrirla  en  canal  si  con- 
taba á  nadie  que  no  le  había  visto  el  pelo  des- 
de la  semana  anterior,  hizo  apresuradamente 
un  lío  con  las  baratijas  que  le  quedaban  en  ca- 
sa y  con  otras,  al  parecer,  semejantes  que  fué 


1 


124      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

sacando  de  los  anchos  bolsillos  de  su  ropa,  y 
sia  despedirse  de  Facia  desapareció  de  la  casa 
y  del  pueblo,  perdiéndose  en  la  obscuridad  de 
tos  montes...  hasta  hoy, 

Á  los  dos  días  de  esto,  llegó  al  pueblo  una 
pareja  de  la  guardia  civil  y  una  requisitoria 
del  juez  del  partido  preguntando  por  61.  Se 
trataba  del  robo  de  una  iglesia  y  de  unas  pu- 
ñaladas al  pobre  sacristán  que  intentó  impe- 
dirle... Dos  pájaros  de  la  cuadrilla  habían  caí- 
do ya  en  el  garlito,  y  se  buscaba  al  tercero,  al 
capitán  de  ella,  al  famoso  baratijero  casado  en 
Tablanca...  y  en  otras  tres  ó  cuatro  parroquias 
más  de  España  y  sus  Indias,  según  resultaba 
de  sus  antecedentes  procesales. 

Con  este  golpe  se  espantó  el  vecindario,  se 
llevó  don  Celso  las  manos  á  la  cabeza,  y  enve- 
jeció de  repente  quince  años  la  pobre  Facia. 

Del  picaro  fugitivo  sólo  volvió  á  saberse  que 
anduvo  por  las  repúblicas  de  América,  recién 
escapado  de  España,  y  se  le  daba  por  muerto 
muchos  años  hacía  ó  arrastrando  una  cadena. 

Á  poco  de  verse  abandonada,  triste  y  arre- 
pentida la  desventurada  Facia,  recogióla  otra 
vez  don  Celso  por  caridad  de  Dios;  y  por  cari- 
dad de  Dios  también  no  la  dijo  una  palabra 
desde  entonces  que  se  refiriera  de  cerca  ni  de 
lejos  á  su  locura  ni  á  su  desgracia ;  y  á  su  lado 
fué  creciendo  la  niña  Tona,  ignorando  los  ver- 


PEÑAS   ARRIBA  1 25 

daderos  motivos  de  las  tristezas  y  amarguras 
de  su  madre,  y  viviendo  en  la  creencia  de  que 
su  padre  había  sido  un  hombre  de  bien  que, 
come  otros  muchos,  se  había  marchado  á  la 
oirá  banda  para  mejorar  de  fortuna,  y  que  allá 
había  muerto  sm  conseguirlo,  al  cabo  de  los 
años. 

Tal  es  la  substancia  de  lo  que  me  refirió 
Chisco.  Con  ello  sólo  podía  explicarse  el  arre- 
chucho aquél  de  Facia,  y  podía  también  no  ex- 
plicarse: de  todas  suertes,  el  caso,  aun  después 
de  conocida  la  historia  de  la  mujer  gris,  que  no 
dejaba  de  ser  interesante,  no  era  para  meterme 
en  escrupulosas  indagaciones;  y  no  me  metí. 


t 


^ 


i 


VII 


ON  dos  guías  tan  complacientes  y  tan 
I  expertos  como  los  míos,  pronto  co- 
I  nocí  las  principales  sendas,  cañadas 
y  desfiladeros,  la  fauna  y  la  flora  de 
los  montes  más  cercanos  del  contomo;  perdí  el 
miedo  que  me  infundían  los  asomos  ú  orillas 
descubiertas  de  los  precipicios,  siendo  de  adver- 
tir que  allí  no  hay  camino  chico  ni  grande  que 
no  sea  un  asomo  continuado,  y  adquirí  la  sol- 
tura y  la  fortaleza  de  que  mis  piernas  carecían 
al  principio  para  soportarme  lo  mismo  en  las 
cuestas  arriba  que  en  las  cuestas  abajo;  es  de- 
cir, siempre  que  andaba,  porque  es  la  pura 
verdad  el  dicho  corriente  en  el  lugar,  de  que  en 
aquella  fragosa  comarca  no  hay  otra  llanura 
que  la  sala  de  don  Celso.  No  subí  á  grandes 
alturas,  porque  no  me  tentaban  mucho  los  es- 
pectáculos de  esa  casta,  ni  tampoco  hicieron 
mis  rudos  guías  grandes  esfuerzos  para  animar- 


■n 


128   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

me  á  vencer  las  inclinaciones  de  mi  comple- 
xión relativamente  perezosa;  pero  no  dejé  por 
eso  de  satisfacer  mi  escasa  curiosidad  en  la 
contemplación  dé  hermosísimos  panoramas. 
Por  íjltimo,  conocí  también  los  principales 
puertos  de  invierno  y  de  verano,  á  los  cuales 
envían  sus  ganados  los  valles  circunvecinos,  y 
admiré  la  lozanía  de  aquellas  brañas  {majadas) 
de  apretada  y  fina  yerba,  verdaderas  calvas  en 
medio  de  grandes  y  tupidos  bosques  de  pode- 
rosa vegetación.  Cada  una  de  estas  calvas  tie- 
ne, en  los  puertos  de  verano,  una  choza,  y  en 
los  otros  un  ifvoernal:  la  choza  para  albergue  de 
las  personas  que  pastorean  el  ganado,  y  el  in- 
vernal, edificio  amplio  y  sólido,  de  cal  y  can- 
to, para  establo  y  pajar  de  una  buena  cabana 
de  reses.  Por  lo  común,  cada  invernal  corres* 
ponde  á  los  ganados  de  ocho  ó  diez  condueños 
de  las  hazas  ó  partes  de  la  braña  contigua.  Al- 
gunos de  estos  invernales  estaban  ya  ocupados. 
De  noche  come  el  ganado  prendido  en  la  pese- 
brera, de  la  ceha  del  pajar,  segada  en  las  hazas 
en  agosto;  de  día  pasta  al  aire  libre,  mientras 
el  tiempo  lo  consiente,  al  cuidado  de  sus  due- 
ños, que  después  de  dejarlo  recogido  al  anoche- 
cer, bajan  á  dormir  al  pueblo;  al  revés  que  en 
verano,  durante  el  cual  duermen  amontonados 
en  la  choza,  quedando  la  cabana  acurriada,  es- 
decir,  reunida  en  la  majada  circundante.  Las 


V 


PBÑAS  ARRIBA  1 29 

y^sádas  hacen  vida  más  independiente  y  li- 
bre» y  las  hallábamos,  en  estado  semisalvaje» 
donde  menos  lo  pensábamos. 

Pito  era  muy  bruto,  y  aconteció  más  de  una 
vez  ir  yo  muy  descuidado  y  sentir  á  mi  espalda 
un  estampido  feroz  que  me  hacía  dar  dos  vuel- 
tas en  el  aire.  Era  la  espingarda  del  gaznápiro: 
un  escopeten  más  viejo  y  remendado  que  el  de 
Chisco,  que  había  hecho  una  de  las  suyas.  Pito 
no  se  cansaba  en  avisar  á  nadie  ni  en  tomar  la 
más  leve  precaución  cuando  una  pieza  se  le 
ponía  á  tirOi  es  decir,  en  cuanto  61  la  atisbaba» 
lo  mismo  en  los  aires  que  entre  los  matorros, 
que  atravesando  k  sierra  escampada,  porque 
para  un  arma  de  las  dimensiones  de  la  suya  y 
con  la  metralla  de  que  la  atascaba,  no  había 
lejos  ni  cercas:  se  la  echaba  á  la  cara,  y  por  en- 
cima de  un  hombro  mío  ó  entre  las  piernas  de 
Chisco,  según  lo  pedía  la  situación  de  las  cosaa 
y  de  las  personas,  sin  cansarse  en  decir  talla 
va  eso,»  ¡puuunm!  Aquello  parecía  d  fin  del 
mundo:  los  montes  retemblaban,  y  quedaba  la 
pieza,  no  sólo  muerta,  sino  hecha  trizas,  por- 
que él  no  perdía  golpe,  ni  la  pieza  un  solo  gra- 
no,  de  la  metralla  del  escopetón. 

Y  la  pieza  era  una  liebre,  una  zorra,  un  gato 
montes,  un  esquilo  (ardilla),  un  faisán  6  una 
alimaña  de  regular  cuantía,  pues  es  muy  de 
notarse  que  de  ese  y  otros  linajes  parecido^  sm 

TOMO  XV  9 


130  OBRAS  DB  D.  J0SÍ  M.  DB  PBRBDA 

los  animales  con  que  se  topa  uno  yendo  de  pa:- 
seo»  aun  por  los  sitios  más  inmediatos  al  pue- 
blo, como  se  topa  en  cualquier  otra  parte  del 
mundo»  que  no  sea  aquélla»  con  el  gato  domés- 
tico» el  perro  cariñoso  ó  las  aves  de  corral. 

Chisco  se  conducía  de  muy  distinto  modo 
que  su  camarada:  todo  lo  hacía  sin  alterar  en 
lo  m&s  mínimo  aquélla  su  placidez  de  continen- 
te. Si  se  me  ponía  una  pieza  á  tiro»  con  una 
mano  me  detenía  suavemente,  con  la  otra  me 
la  señalaba,  y  con  un  gesto  expresivo  ó  con 
media  palabra  me  daba  á  entender  que  me  la 
oedíá.  Si  yo  erraba  el  golpe,  como  sucedía  casi 
siempre,  él  me  le  enmendaba,  si  no  se  le  había 
anticipado  la  espingarda  de  Chóreos  desde 
donde  menos  podíamos  esperarlo;  y  notaba  yo, 
en  el  primer  caso,  cierta  complacencia  mali- 
ciosa en  la  mirada  que  me  dirigía,  mientras 
pataleaba  la  víctima  en  el  suelo  ó  descendía  de 
los  aires  dando  tumbos,  como  si  quimera  de- 
cirme: c¿Vey  usté  cómo  no  val  un  pitu  esa  es- 
copeta, con  ser  tan  maja  como  es?t  Pero  Chis- 
co se  engañaba  grandemente,  porque  el  arma 
era  inmejorable,  y  las  municiones  muy  dignas 
de  ella.  Lo  que  fallaba  era  el  cazador,  que 
siendo  tan  diestro  como  yo  lo  era  en  el  tiro  al 
blanco,  no  sabía  por  dónde  se  andaba  cuando 
habfa  que  tirar  á  la  carrera  6  al  vuelo.  El  caso 
as  que  llegó  &  mortificarme  esta  torpeí»;  y  con^ 


PBÑAS  ARRIBA  Z3X 

tribuyeron  mucho  á  ello,  más  que  las  miradas 
dulzonas  de  Chisco,  las  risotadas  brutales  con 
que  solemnizaba  Chóreos  cada  enmienda  que 
hacía  su  espingardón  roñoso  á  los  fracasos  de 
mi  escopeta.  Y  tan  adentro  me  llegaron  las 
mortificaciones,  que  poniendo  mis  dnco  sentí- 
dos  en  el  negocio  aquél,  conseguí  pronto,  ya 
que  no  la  destreza  de  mis  acompañantes,  por- 
tarme de  tal  manera,  que  no  fueran  enmendables 
por  ninguno  de  ellos  los  tiros  que  yo  desapro- 
vechara. Con  esto  cesaron  las  sonrisas  del  uno 
y  las  risotadas  del  otro,  y  sentí  yo  descargado 
el  ánimo  de  un  gran  peso;  porque  así  vienen 
hilvanadas  las  flaquezas  de  la  vida,  y  jamás  se 
ha  dicho  verdad  como  la  del  pedante  don  Her- 
mógenes:  «No  hay  poco  ni  mucho  en  abso- 
luto.! 

Dos  veces  nos  acompañó  en  estas  expedicio- 
nes, mixtas  de  exploración  y  de  caza,  el  cura 
don  Sabas;  pero  sin  más  arma  que  el  cachipo- 
rro  pinto  que  le  servía  de  bastón.  Hallaba  él 
algo  como  mengua  en  gastar  la  pólvora  en  aque- 
llas salvas  de  puro  recreo,  y  llamaba  t animali- 
tos  de  Diosi  á  cuantos  había  en  la  escala  dé 
magnitudes,  desde  el  jabalí  ó  el  corzo  para 
aba¡o.  Pero  {cuánto  sabía  de  toda  la  escala  en- 
tera y  verdadera,  y  de  aquellos  montes  y  de 
otros  tales,  y  con  qué  respeto  le  oían  los  dos 
IME08  que,  cómo  cazadores,  tanto  se  crecían  t 


132   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

mi  lado,  y  con  qué  gusto  le  oía  y  le  contempla- 
ba yo  á  ese  propósito. ••  y  otros  muchos,  para 
los  que  no  tenían  ojos  ni  oídos  las  rudas  en- 
tendederas de  Chisco  y  su  camarada! 

Porque  es  lo  cierto  que  aquel  hombrazo  tan 
soso  de  palabra  y  tan  pobre  de  recursos  en  la 
tertulia  de  mi  tío;  algo  más  agradable  y  suelto 
oficiando  en  la  iglesia,  donde  hablaba  desde  el 
altar  mayor  bastante  al  caso  y  á  la  medida  del 
entendimiento  de  sus  rústicos  feligresesi  en  las 
alturas  de  la  montaña  no  se  parecía  á  sí  propio* 
Le  de  menos  era  en  él,  con  ser  mucho,  el  in- 
terés que  sabía  dar  en  pocas  y  pintorescas ira* 
aes  á  las  noticias  que  yo  le  pedía,  por  no  sa- 
tisfacerme las  que  me  suministraban  Chisco  y 
su  compañero,  acerca  délas  grandes  alimañas, 
sus  guaridas  en  aquellos  montes  y  la  manera  de 
cazarlas;  los  lances  de  apuro  en  que  se  había 
visto  él  y  cuanto  con  esto  se  relacionaba  de 
cerda  y  de  lejos;  sus  descripciones  de  travesías 
hechas  por  tal  ó  cual  puerto  durante  una  desa- 
tada cellerisca;  sus  riesgos  de  muerte  en  medio 
de  estos  ventisqueros,  unas  veces  por  culpa  su- 
ya y  apego  á  la  propia  vida,  y  las  más  de  ellas 
por  amor  á  la  del  prójimo:  lo  de  más  era,  para 
mí,  su  manera  de  aar  sobre  la  montaña,  como 
estatua  de  maestro  en  su  propio  y  adecuado  pe- 
destal; aquél  su  modo  de  saborear  la  Naturale* 
^  que  le  circundaba,  hinchéndose  de  ella  p<Hr 


\ 


'   PSñAS  ARRIBA  XJJ 

el  olfato,  por  la  vista  y  hasta  por  todos  los  po- 
ros de  su  cuerpo;  lo  que,  después  de  este  har- 
tazgo, iba  leyéndome  en  alta  voz  á  medida  que 
pasaba  sus  ojos  por  las  páginas  de  aquel  inmen- 
so libro  tan  cerrado  y  en  griego  para  mí;  la 
facilidad  con  que  hallaba,  dentro  de  la  ruda 
sencillez  de  su  lengua,  la  palabra  justa,  el  to- 
que pintoresco,  la  nota  exacta  que  necesitaba 
el  cuadro  para  ser  bien  observado  y  bien  senti- 
do; el  papel  que  desempeñaban  en  esta  labor 
de  verdadero  artista  su  pintado  cachiporro,  acen- 
tuando en  el  aire  y  al  extremo  del  brazo  exten- 
dido, el  vigor  de  las  palabras;  el  plegado  del 
humilde  balandrán,  movido  blandamente  por  el 
soplo  continuo  del  aire  de  las  alturas;  la  cabe- 
za erguida,  los  ojos  chispeantes,  el  chambergo 
derribado  sobre  el  cogote,  la  corrección  y  ga- 
llardía, en  fin,  de  todas  las  líneas  de  aquella 
escultura  viviente...  |Oh!  diéranle  al  pobre  Cu- 
xa  en  el  llano  de  la  tierra,  en  el  valle  abierto, 
en  la  ciudad,  una  mitra;  la  tiara  pontificia  en  la 
capital  del  mundo  cristiano,  y  le  darían  con 
ellas  la  muerte:  para  respirar  á  su  gusto,  para 
vivir  á  sus  anchas,  para  conocer  á  Dios,  para 
sentirle  en  toda  su  inmensidad,  para  adorarle  y 
para  servirle  como  don  Sabas  le  servía  y  le 
adoraba,  necesitaba  el  continuo  espectáculo  de 
aquellos  altares  grandiosos,  de  aquella  natura- 
leza virgen,  abrupta  y  solitaria,  con  sus  cúspi- 


X34     OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DE  PEREDA 

des  desvanecidas  tan  á  menudo  en  las  nieblas 
que  se  confundían  con  el  cielOp 

Nada  de  esto,  que  tan  hermoso  era  y  tan  á 
la  vista  estaba,  sabían  leer  ni  esíimar  los  dos 
mozones  que  tan  profundo  respeto  tenían  á 
don  Sabas  solamente  por  ser  cura  de  su  parro- 
quia y  hombre  de  indiscutible  competencia  en 
cuanto  se  les  alcanzaba  á  ellos. 

Mi  temperamento,  en  la  escala  de  lo  sensi- 
ble, ni  siquiera  llegaba  al  grado  de  los  tnnu- 
nierables  que  para  csentirelnaturali  necesitan 
verle  reproducido  y  hermoseado  en  el  lienzo 
por  la  fantasía  del  pintor  y  los  recursos  de  la 
paleta;  y,  sin  embargo,  yo  leía  algo  que  jamás 
había  leído  en  la  Naturaleza  cada  vez  que  la 
comtemplaba  á  la  luz  de  las  impresiones  trans- 
mitidas por  don  Sabas  encaramado  en  las  ci- 
mas de  los  monies.  Y  era  muy  de  agradecerse 
y  hasta  de  admirarse  por  mí  este  milagro  del 
pobre  cura  de  Tablanca;  milagro  que  nunca 
habían  logrado  hacer  conmigo  ni  los  cuadros^ 
ni  los  libros,  ni  los  discursos. 

En  la  últAna  ocasión  de  aquéllas,  volviendo 
á  casa  los  dos,  yo  rendido  y  descuajaringado^  y 
61  tan  fresco  y  tan  brioso  como  si  no  hubiera 
salido  del  lugar,  díjome  que  toda  lo  visto  por 
mí  hasta  entonces  era  como  no  ver  nada  y  que 
había  que  ver  algo  de  lo  que  me  tenía  prome- 
tido. 


r 


PENAS  ARRIBA 


135 


^Lo  que  usted  quiera  y  cuando  usted  quie- 
ra»—respondí  yo  temblando,  por  el  compromi- 
so que  adquiría  con  aquel  hombre  para  quien 
eran  cosa  de  juego  excursiones  que  á  mí  me 
descoyuntaban. 

— Pues  queda  de  mi  cuenta  el  caso— me  re- 
plicó;— y  no  hay  más  que  hablar. 


L_. 


VIII 


is  visitas  de  exploración  minuciosa  al 
pueblo  las  hice  solo  y  por  mi  propia 
cuenta,  dejándome  aparecer  en  61 
como  á  la  descuidada,  para  sorpren- 
derle mejor  en  sus  intimidades.  Al  conocer  de 
vista  á  su  vecindario  en  la  misa  del  domingo 
anterior,  ya  me  había  llamado  la  atención  muy 
vivamente  cierta  uniformidad  monótona  de 
eartey  digámoslo  así,  y  hasta  de  indumentaria. 
Todos  los  mozos  usaban  el  /^^f¿:o  encarnado, 
y  verde  todos  los  viejos,  y  todas  las  mujeres 
llevaban  la  manta  6  chai  de  parecido  color  y 
cruzado  de  igual  modo  sobre  el  pecho  y  los  rí- 
ñones; en  todas  y  en  todos  abundaban  el  tipo 
rubio  y  la  línea  curva,  no  sin  gracia,  con  ten- 
dencia al  cuadrado  hacia  los  hombros;  todos  y 
todas  andaban,  hablaban  y  se  movían  con  la 
misma  parsimonia,  y  en  todas  las  caras,  viejas 


138   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

y  j^veniIes,  se  notaba  la  misma  expresión  de 
bondad  con  cierto  matiz  de  sobresalto,  como 
si  la  continua  visión  de  las  grandes  moles  á 
cuya  sombra  viven  aquellas  gentes,  las  tuviera 
amedrentadas  y  suspensas.  Pues  no  tuve  que 
rectificar  un  ápice  de  estas  impresiones,  recibi- 
das de  un  simple  vistazo  al  conjunto  del  vecin- 
dario aquél,  cuando  traté  de  estudiarle  en  de- 
talle y  más  á  fondo;  al  contrario,  resultóme  que 
á  la  monotonía  de  su  manera  de  ser  y  de  ves- 
tir, bien  confirmada  de  cerca,  hubo  que  agre- 
gar otra  monotonía  no  menos  saliente  por  cier- 
to: la  de  sus  habitaciones.  Todas  las  casas  de 
Tablanca,  con  excepciones  contadísimas,  me 
parecieron  construidas  por  un  mismo  plano:  la 
planta  baja,  destinada  á  cuadras  del  ganado 
lanar  y  cabrío;  en  el  piso,  la  habitación  de  la 
familia,  y  la  cocina  sin  más  techo  que  el  teja- 
do, y  en  lo  alto  el  desván,  limitado  por  un  ta- 
blero vertical  sobre  el  borde  correspondiente  á 
la  cocina,  formando  con  las  tres  paredes  restan- 
tes lo  que  pudiera  llamarse  caja  de  humos.  Afue- 
ra, una  accesoria  para  cuadra  y  pajar  del  gana- 
do vacuno,  y  pegado  á  ella  ó  á  la  casa,  un  huer- 
to muy  reducido. 

De  igual  modo  que  en  la  cocina  de  mi  tío  se 
hablaba  en  todo  el  lugar  por  chicos  y  grandes, 
viejos  y  mozos.  Como  nota  característica  de 
aquel  lenguaje,  las  hk  como  jj  yha  00  finales 


PEÑAS  ARRIBA  IJQ 

como  uu:  verbigracia,  jtrmosu  y  jormigimu 
por  hermoso  y  hormiguero.  Pero  taa  acompa- 
sada y  tan  melódica  es  la  cadencia  que  dan  á 
la  frase,  que  no  resultan  las  asperezas  de  la 
palabra  desagradables  al  oído:  al  contrario;  y 
tienen  expresiones  y  modismos  de  un  sabcór 
tan  señaladamente  clásico,  que  con  ello  y  el 
sonsonete  rítmico  de  que  las  acompañan,  oyen- 
do una  conversación  entre  aquellos  montañe- 
ses, se  me  venía  á  la  memoria  la  música  de 
nuestros  viejos  Romanceros. 

Es  también  muy  de  notarse  que  ninguna  de 
estas  singularidades  en  el  modo  de  ser  y  de  ex- 
presarse, sufre  visible  alteración  por  el  cambio 
de  lugares  ó  de  costumbres.  Es  allí  muy  co- 
rriente la  de  emigrar  durante  el  verano  los 
hombres  mozos  á  provincias  tan  lejanas  como 
las  de  Aragón,  para  ejercer  el  oñcio  de  serrado- 
res de  madera,  ó  las  de  Castilla,  con  aperos  de 
labor  ó  con  castalias,  para  cambiarlos  por  trigo 
ó  por  dinero.  Yo  hablé  con  hombres  de  éstos, 
recién  llegados  al  valle  tras  de  muchos  meses 
de  ausencia  de  él,  y  no  hallé  la  menor  diferencia 
que  los  distinguiera  en  el  vestir  ni  en  el  hablar, 
ni  en  la  manera  de  conducirse  en  todo,  de  sus 
otros  convecinos;  ni  tampoco  he  hallado  des- 
pués, buscándolas  de  intento,  muy  notorias  se- 
ñales de  que  les  interese,  fuera  de  sus  hogares, 
más  que  el  asunto  que  los  saca  de  ellos,  como 


X40      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBR6DA  • 

si  sólo  tuvieran  ojos  y  corazón  para  ver  y  sentir 
el  terruño  nativo. 

La  raza  es  de  lo  más  sano  y  hermoso  que  he 
conocido  en  España,  y  yo  creo  que  son  partes 
principaUsimas  de  ello  la  continua  gimnasia  del 
monte,  la  abundancia  de  la  leche  y  la  honradez 
de  las  costumbres  públicas  y  domésticas.  Supe 
con  asombro  que  no  había  en  el  lugar  más  que 
una  taberna  y  esa  de  la  propiedad  del  Ayunta- 
miento, que  vendía  el  vino  casi  con  receta  y  para 
que  cada  consumidor  lo  bebiera  en  su  casa;  de 
donde  resultaba,  por  la  fuerza  de  la  costumbre, 
que  era  muy  mal  mirado  el  hombre  que  mos- 
traba instintos  taberneros,  y  mucho  peor  el  que 
se  dejaba  arrastrar  de  ellos,  aunque  fuera  pocas 
veces.  No  me  asombró  tanto  la  noticia  de  que 
allí  escaseaba  mucho  el  dinero,  por  ser  un  li- 
naje de  escasez  muy  común  en  todas  partes; 
pero  me  pareció  muy  de  notarse  lo  de  que,  en 
cambio,  eran  moneda  corriente  los  frutos  de  la 
tierra,  como  en  los  pueblos  primitivos;  y  así 
sucede  que  hay  servicios  muy  importantes  que 
se  pagan  con  media  docena  de  panojas  ó  con 
un  maquilero  de  castañas.  Lo  que  tampoco  hay 
en  aquel  valle  son  patatas;  pero,  en  cambio,  se 
cosechan  abundantes  en  el  de  Promisiones,  el 
valle  de  mi  abuela  paterna  y  aguas  arriba  del 
Nansa,  donde  no  se  da  el  maíz,  que  es  la  prin- 
cipal cosecha  de  Tablanca,  por  lo  cual  estos 


PBÑAS  ARRIBA  I4I 

dos  valles,  separados  entre  sí  por  cuatro  horas 
de  camino  á  buen  andar,  están  en  frecuente 
trato  para  cambiar  aquellos  importantes  frutos 
de  la  tierra. 

Casi  todos  los  hombres  de  Tablanca  son  abar- 
queros, algunos  de  los  cuales,  sin  dejar  de  ser 
labradores,  hacen  una  industria  de  aquel  oficio» 
Éstos  acampan,  durante  el  verano,  en  el  monte» 
en  cuadrillas  de  ocho  6  diez;  cortan  la  madera, 
preparan  en  basto  las  abarcas  á  pares,  y  así  las 
bajan  al  pueblo,  donde,  después  de  bien  cura- 
das, van  concluyéndolas  poco  á  poco.  En  esta 
tarea  hallé  ocupados  á  algunos  de  ellos;  y  me 
embelesaba  viéndolos  manejar  la  azuela  de  an- 
gosto y  largo  peto  cortante,  6  sacar  con  la  legra 
rizadas  virutas  de  lo  más  hondo  é  intrincado  de 
la  almadreña,  6  pintar,  las  ya  afinadas,  á  punta 
de  navaja  sobre  la  pátina  artificial  del  calostro 
secado  al  fuego.  Otros  son  más  carpinteros,  y 
.acopian  también  y  preparan  en  el  monte  made- 
ra para  rodales  y  cañas  (pértigas)  de  carro,  6 
aperos  de  labranza  que  lu^o  afinan  y  rematan 
abajo. 

Otra  singularidad  de  aquellas  gentes  sepul- 
tadas entre  montes  de  los  más  elevados  de  la 
cordillera:  llaman  tía  Montañai  á  la  tiena 
llana,  á  los  valles  de  la  costa,  y  cmontañeses» 
á  sus  habitadores. 

Una  de  las  primeras  personas  con  quienes 


141      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

me  puse  al  habla  en  aquella  ocasión,  fué  un 
hombre  que  resultó  muy  original.  Le  hallé  re- 
cogiendo cantos  del  suelo  y  cerrando  con  ellos 
el  boquete  de  un  mcrio  que  se  había  desmoro- 
nado por  allí.  Trabajaba  con  gran  parsimonia, 
y  pujaba  mucho,  sin  quitar  la  pipa  de  su  boca, 
á  cada  esfuerzo  que  hacía,  porque  ya  era  viejo. 
Me  saludó  muy  risueño  al  verme  á  su  lado,  y 
hasta  me  llamó  por  mi  nombre,  cseñor  dea 
Marcelo.! 

Bastaba  mi  cualidad  de  cseñon  y  de  foraste- 
ro para  merecer  aquellos  homenajes  de  una 
piersona  de  Tablanca,  donde  son  todos  la  mis- 
ma cortesía;  pero  yo  era  además  sobrino  carnal 
de  don  Celso,  hijo  «del  difunto  don  Juan  'An- 
toiüo,i  sangre  de  los  Ruiz  de  Bajos,  de  la  en- 
jundia nobiliaria  de  Tablanca,  de  la  castmi  «de 
allá  arriba...!  vamos,  de  los  Faraones  de  allí; 
algo  indisQPtible,  prestigioso  y  respetable /«fu 
y  como  de  derecho  divino;  pero  no  á  la  manera 
autoritaria  y  despótica  de  las  tradiciones  feuda- 
les, sino  á  la  patriarcal  y  Uanota  de  los  tiempos, 
bíblicos. 

No  me  extrañó,  pues,  ni  debía  extrañarme, 
vistas  las  cosas  por  este  lado,  el  cariñoso  aco- 
gimiento que  me  dispensó  el  hombre  del  moño. 

Estaba  «amañandu  aqueyut  porque  le  daba 
en  cara  verlo  «en  abertal.!  No  eran  hadendft 
suya,  «como  podía  compr^der  yo,t  ni  aquélla 


r 


PBffAS  ARRIBA  Z45 

tierra  ni  aquel  cercado;  pero  había  vigtoim  día 
removido  el  primer  canto  de  los  de  an  medio; 
después  otros  dos  de  los  capareaost  con  él,  y 
luego  fotros  de  los  arrimaus  á  eyus,  t  y,  por  úl- 
timo, se  había  dicho,  <  á  las  primeras  celleriscas 
que  vengan,  ó  á  la  primera  res  que  jocique  una 
miaja  pa  lamberse  estus  verdinis,  se  esborrega 
el  moriu  por  aquí.i  Y  así  había  sucedido.  Tres 
días  estuvo  el  boquete  abierto  sin  que  lo  viera 
el  dueño  de  la  ñnca;  otros  cuatro  cpedricándo- 
lei  él  sin  fruto  para  que  le  echara  arriba  antes 
que  se  picaran  las  bestias  á  aquel  portillo  y  aca- 
baran con  la  cprobezat  del  cercado...  hasta  que 
pasando  el  «moriut  semanas  enteras  en  aquel 
estado  «bichoniosu,f  se  había  resuelto  él  á  ce- 
rrar el  boquete.  Porque  era  de  ese  caquel,!  y 
no  lo  podía  remediar.  No  en  todas  las  ocasio- 
nes U^aba  á  tanto  el  interés  que  se  tomaba 
por  lo  ajeno;  pero  siempre  le  daban  en  cara  y 
le  metían  en  grandes  cuidados  los  descuidos  de 
los  demás.  Ya  sabía  él  cuándo  había  llegado  yo 
á  Tablanca  y  la  vida  que  había  hecho  desde 
entonces.  Le  gustaba  mucho  verme  apegado  á 
la  tierra  y  á  la  casa  de  mis  abuelos.  Chisco  era 
buen  compañero  para  andar  por  donde  yo  an- 
daba con  él;  también  Pito  Salces,  pero  no  tan 
tamanaui  como  el  otro  cpa  el  autu  de  rozas! 
con  stííores  finus.i  Si  Chisco  fuera  de  Tablan- 
ca como  era  da  Robacío,  no  habríanada  quep6^ 


144   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBOA 

dirle.  Así  y  con  todo,  ñel|  honrado  y  trabaja- 
dor como  era  y  sirviendo  donde  servía,  ningún 
padre  de  aquel  lugar  debía,  en  «josticia  de  ley,  t 
cerrarle  la  puerta  de  su  casa.  Pues  había  quien, 
ai  no  la  cerraba  propiamente,  tampoco  se  la 
abría  de  buena  voluntad.  Temas  de  los  hom- 
bres. La  moza  era  maja,  y  algunos  bienes  te- 
nía que  heredar  en  su  día;  pero  no  se  encon- 
traba tal  regolver  de  cada  calleju»  un  hombre 
de  bien  que  era  un  caudal  «de  por  sí  mesmo.t 
Bien  lo  conocía  ella,  y  por  eso  miraba  á  Chis- 
co  con  buenos  ojos;  pero  era  muy  otro  el  mirar 
de  su  padre,  y  él  se  entendería.  La  madre  iba 
por  caminos  diferentes  que  su  marido,  y  se 
animaba  más  á  los  de  la  hija...  En  suma  y 
finiquito,  ya  lo  arreglaría  don  Celso,  si  la  cosa 
era  conveniente  para  todos.  Pero  ¡qué  camejaot 
á  mi  padre  resultaba  yo!  Le  había  conocido  él 
poco  más  que  de  tmozucu,!  porque  el  señor 
don  Juan  Antonio  le  llevaría,  si  viviera,  al  pie 
de  diez  años.  Se  había  marchado  del  lugar  sin 
tener  pelo  de  barba  todavía;  después  volvió» 
«jechu  un  mozallón  arroganti;»  pero  «entrar 
por  aquí  y  salir  por  aya,  como  el  otru  que  diz.» 
«Le  jalat^n  muchu  jacia  lo  mundanu  los  dine- 
rales que  había  apañan  por  esas  tierras  de  Dios,» 
y  la  mujer  que  le  aguardaba  para  casarse  con 
él.  Había  vuelto á  quedarse  solo  «el  mayoralgu» 
que  nunca  quiso  raer  de  TaUanca.  «Aunque 


r 


PBÑAS  ARRIBA  I45 

no  ira  mujeriega  de  por  8uyü,i  ta  soledad  y 
otraa^penas  le  hdbían  obligado  á  casarse  tám-* 
bien.  ¡Bien  casado,  eso  sí,  t por  vida  del  Pefidn 
de  Bejosl  •  con  lo  mejor  de  Caórnica,  de  lá  casa 
de  los  Pinares:  doña  Cándida  Sánchez  del  Pi-» 
nar.  Le  parecía  que  estaba  viéndola,  tan  arro- 
gantona  y  tan...  y  luego  con  su  blandura  de  en- 
któa...  Pero  Dios  no  había  querido  que  las  co- 
sas pasaran  de  allí;  y  hoy  un  hijo  y  maftana 
otro,  le  había  llevado  los  tres  que  había  ido  te- 
niendo, y  por  último  á  ella,  que  valía  un  Potó- 
si  de  oro  puro,  y  con  ella,  la  luz  y  la  alegría  de 
la  casona^  que  fenecería  t  mañana  ú  el  otrui  con 
elpobre  don  Celso,  que  ya  había  estado  á  pun* 
to  de  morir.  Y  en  feneciendo  este  último  Ruiz 
de  Bejos,  y  en  cerrándose  la  casona  ó  pasando 
á  dueños  desconocidos,  ¿qué  sería  de  Tablanca 
nisqué  vivir  el  suyo,  sin  aquel  arrimo,  tan  vie- 
jo ea^l  valle  como  el  mismo  río  que  le  atrave- 
sedla? Por  eso  se  alegraba  él  tanto  de  mi  veni- 
da; Bien  podía  ser  permisión  de  Dios.  Porque 
si  yo  tomara  apego  á  aquella  tierra,  ¿qué  mejor 
dueño  para  la  casona,  ni  más  pomposo  señor 
para  ei  valle  entero,  cuando  don  Celso  faltara? 
[ihi  cuánto  se  alegraría  él  de  que  yo  fuera  ani* 
mándomet^Por  lo  pronto,  allí  le  tenía  para  ser- 
virme en  lo  que  quisiera  mandarle...  Nárdb 
ÜSieóOi  á^TéwumbOi  si  lo  quería  máa  llano  y 
cenocidOj  porque  así  le  llamaban  de  moté,  no 
Toiio  zv  10 


^ 


146      OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DE  PBRBDA 

sabía  por  qué,  pero  era  la  pura  verdad  que  no 
le  ofendía...  En  ñn,  ya  estaba  cerrado  el  bo» 
quete... 

Entonces  fué  cuando  el  Tarumbo  se  incor- 
poró del  todo,  aunque  algo  encorvado  de  ríño- 
nes todavía  y  bastante  esparrancado,  y  se  en- 
caró conmigo.  Su  charla  había  durado  tanto 
como  su  labor,  y  yo  no  había  hecho  más  que 
mirarle  y  oírle.  Se  quitó  la  pipa  de  la  boca  des- 
pués de  restr^arse  ambas  manos  contra  el 
pantalón;  golpeóla,  boca  abajo  sobre  la  uña  del 
pulgar  de  la  izquierda,  y  me  enseñó  en  una  son- 
risa toda  la  caja  desportillada  de  sus  dientes. 
Era  un  vejete  de  rostro  plácido  y  greñas  muy 
canas,  algo  atiplado  de  voz  y  muy  duro  de  bi- 
sagras; es  decir,  torpe  de  todos  sus  movimien- 
tos. Para  un  hombre  tan  cuidadoso  como  él  de 
la  hacienda  de  los  demás,  no  me  pareció  muy 
bien  cuidada  la  propia  que  tenía  á  la  vista.  Di- 
golo  por  el  desaliño  y  desaseo  de  toda  su  per- 
sona, que  eran  muy  considerables...  Así  y  to- 
do, resultaba  interesante  y  muy  simpático  el 
vejete. 

Hablé  con  él  un  buen  rato  todavía,  porque 
me  entretenía  mucho  su  conversación  pintores: 
ca,  y  acabé  por  preguntarle  por  la  casa  del  mé- 
dico. .        - 

-rrVela  ahí— me  respondió  dandci  ñiédia  v^uel^ 
ta  hacia  la  derecha,  y  apuntando  coa  la  tíam 


PEÑAS   ARRIBA  X47 

hada,  un  edificio  algo  más  aseñorado  que  los 
del  típo  comente  en  el  pueblo. — De  dos  zan- 
cajás  está  en  ella. 

— ^¿Y  la  de  don  Pedro  Nolasco?— preguntóle 
después. 

— Vela  á  esta  otra  manu — ^respondióme  apun- 
tando con  la  suya  al  lado  opuesto. — Por  enci- 
ma del  tejau  de  esa  primera  que  tien  frutales 
en  el  güertu,  asoma  el  aleru  vencíu  y  el  jas- 
tialón  detraseru  de  ella,  con  su  balconaje  de 
fierru. 

En  esto  venía  hacia  nosotros  de  la  parte  alta 
del  lugar,  cuyas  casas,  como  las  de  todos  los 
lugares  montañeses,  no  guardan  orden  ni  con- 
cierto entre  sí,  una  moza  de  buena  estampa, 
con  un  calderón  de  cobre  muy  bruñido,  sobré  la 
tafaeoat  y  un  cántaro  de  barro  en  cada  mano. 
BtTammbo,  después  de  conocerla,  me  guiñó 
un  ojo,  la  volvió  la  espalda  y  me  dijo  mientras 
cargaba  de  tabaco  su  pipa: 

— Eisa  es  Tanasia. 

— ^¿Y  quién  es  Tanasia?— le  pr^unté  yo. 

—  La  hija  mayor  del  Toperu,  —  respon- 
dióme. 

—¿Y  quién  es  el  Topera?— volví  á  pregun* 
tarle. 

—Pos  es  el  padre  de  Tanasia...  Vamos,  de 
la  mozona  que  corteja  Chiscu. 

— ¡Ajál  —  exclamé  mirándola  con  mucha 


148     OBRAS  DE  0.  JOSi  í^  DB  PBRBDA 

atención,  porque  prqfcisamente  pagaba  entone^ 
por  delante  de  nosotros. 

La  mozona,  que  debió  de  presumir  algo  de  lo 
que  tratábamos  el  Tarumbo  y  yo,  se  puso  muy 
colorada  y  se  sonrió,  bajando  los  ojos  al  daraos 
ios  buenos  días»  Alabeé  de  corazón  el  buen  gus- 
to de  Chisco,  y  no  me  expliqué  bien  el  del 
Topero. 

—Pues  ¿qué  demonios  quiere  para  su  hija?:— 
pregunté  al  Tarumbo. 

— A  un  tal  Pepazus — ^me  respondió  éste^ — 
Un  mozallón  como  un  cajigu,  que  remueve  dos 
házsis  de  una  cava,  come  por  cuatru  cavónos»  y 
descurre  menos  que  este  moriuque  tenemos 
delante.  Dícese  que  tien  el  Toperu  esta  manía; 
no  es  porque  yo  sea  capaz  de  juralu,  que  cpoio 
usté,  señor  don  Marcehí,  pué  cavilar,  á  mi  ya 
¿qué  me  va  ni  qué  me  vien  en  estas  cantim- 
ploras?. 

Poniéndome  en  marcha  hacia  la  casa  (]el 
médico,  á  quien  deseaba  pagar  su  visita  aquel 
día,  despedfme  del  Tarumbo;  pero  éste,  ata- 
jándome á  la  mitad  de  la  despedida,  díjome 
que  ipayái  iba  él  también,  porque  cabalmente 
estaban  las  dos  casas,  la  suya  y  la  del  médico, 
&cnte  por  frente,  y  echó  á  andar  á  mi  laclp» 
Pasanaos  una  calleja  con  muchos  bardales»  y  al 
desembocar  en  una  plazoleta  de  suelo  vjurde  y 
coDtomeada  en  sami^yor  parte  de  morios  con 


"> 


r 


y^dms  y  saúcos,  dijo  mi  aeompsfiá&te»  apim» 
tando  hacia  la  izquierda  y  al  fondo  de  vta  saco 
que  se  formaba  allí  por  dos  cercados,  uno  dé 
busfuiwal  (zarzal  espeso)  y  otro  de  pared  medio 
derruida  entre  malezas: 

—Ésta  es  la  mi  casa, 

Y  volviéndose  al  lado  opuesto,  añadió,  mien- 
tras apuntaba  hacia  otra  que  cerraba  la  plazo- 
leta por  allí: 

— ^Y  ésta  es  la  del  méicu. 

La  casa  del  Tarumbo  arrimaba  por  un  cos- 
tado al  muro  ruinoso,  y  allá  se  andaba  con  él 
en  achaques  y  quebrantos  y  con  los  atalajes  de 
su  dueño.  Con  estos  pensamientos  en  la  cabe- 
za, miré  al  Tarumbo  sin  decirle  nada;  pero  de- 
bió de  leérmelos  él  en  la  cara  que  le  puse,  por- 
que me  dijo  en  seguida: 

— ^No  se  espanti  de  eyu,  porque  es  de  nese- 
cidá.  Quedamos  yo  y  la  mujer,  qus  no  sal  ya 
de  la  cama;  los  hijus,  entre  casaus  y  ausentis, 
lo  mesmu  que  si  no  los  tuviera;  y  á  mí  no  me  al- 
canza el  tiempu  pa  ná  con  el  quehacer  que  me 
dan  los  cuidaos  ajenus...  Porque,  créame  usté, 
s^or  don  Marcelu:  lo  que  pasó  con  el  moriu 
que  me  ha  vistu  usté  levantar^  pasa  aquí  con 
las  mil  y  quinientas  á  ca  hora  del  día  y  de  la 
nochi;  y  si  no  juera  por  el  Tarumbu,  créame 
usté,  don  Marcelu,  créame  usté  y  no  lo  tond  á 
emponderancia:  si  no  juera  por  el  Tarumbu,  la 


"^ 


150     OBRAS  DB  D.  JOSÉ  lf«  DB  PBRBDA 

meta  del  vecmdariu  de  Tablanca  andaría  por 
estus  callejonis  devora  por  la  jambre  y  en  cae-r 
rus  vivus. 

Guárdeme  bien  de  ponérselo  en  duda  siquie- 
ra; me  despedí  de  él  muy  afable,  y  me  dirigí  á 
la  casa  del  médico,  que  estaba  á  dos  pasos. 


V 


r 


IX 


BSDB  que  le  habfa  conoddOi  poco 
más  que  de  vista,  en  casa  de  mi  tío/ 
sentía  yo  gran  deseo  de  echar  un  pá- 
rrafo á  mi  gusto  con  el  médico  de 
Tablanca;  porque  se  me  antojaba  que  en  aquel 
mozo  había  más  cantea  de  la  que  se  halla  en 
el  tipo  usual  y  corriente  de  los  hombres  de  su 
edad  y  circimstancias.  Y  resultó  la  cantera  á 
los  primeros  desbroces:  á  flor  de  tiena,  como 
quien  dice. 

Como  me  había  visto  acercarme  á  su  casa, 
salió  á  recibirme  hasta  el  portal  con  una  ropi- 
lla casera,  poco  más  que  de  verano,  á  pesar  de 
la  frescura  invernal  del  ambiente  que  corría; 
pero  con  buenos  abrigos  de  carne  blanca  y  ro- 
lliza que  le  asomaba  en  ronchas  por  los  puños 
recogidos  de  su  camisa  de  dormir  y  por  encima ' 
del  leve  cuello  de  la  americana.  Condújome  es- 
calera arriba  por  una  de  pocos  tramos;  después 
por  un  pasadizo  corto;  y,  por  último,  me  in* 


152   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  OB  PBRBaí 

trodujo  en  una  salita  con  solana  y  gábiaetc^la 
cqál,  por  los  muebles  y  los  libros  que  coñteoia» 
supuse  desde  luego  que  le  serviría  de  despa- 
cho. Sentámonos  frente  á  frente  en  cómodoSt 
aunque  no  ricos  ni  elegantes  sillones,  con  una 
mesita  entre  los  dos,  cargada  de  papelejos,  una 
plegadera,  cajas  de  fósforos  llenas  y  desocupa* 
das»  cenicero  con  colillas,  ima  petaca  de  suela 
y  una  bolsa  abierta  de  cirugía;  y  hubo  primera- 
mente las  vaguedades  acostumbradas  en  toda 
visita;  después  fumamos  sin  dejar  de  hablar 
del  tiempo,  por  lo  inusitado  de  su  relativa  tem- 
planea,  ni  del  juicio  que  iba  formando  yo  de 
aquella  tierra,  para  mí  desconocida  ¿asta  en- 
toacea;  luego  tocamos  el  punto  de  las  condicio- 
nes jiigiénicas  del  valle;  y  por  este  resquicio 
salió  á  relucir  la  quebrantada  salud  de  mi  tío 
Celso,  sobre  la  cual  tenía  yo  muchos  deseos  de 
hablar  con  el  mediquillo  aquél. 

Es  más  dificil  de  lo  que  parece  mostear  in- 
gado,  discreción,  tino  y,  sobre  todo,  arte  ea 
las  trivialidades  y  pequeneces  que  son  d  tema 
obligado  á  los  comienzos  de  esas  visitas  ds  cwn- 
pliáo  que  todos  hacemos,  que  hace  todo  el  mun- 
do. Es  más  fácil  ganar  una  batalla  campal  que 
enlarar  á  tiempo  y  bien  entonado  en  esas  ia- 
susbtanciales  sinfonías  de  la  comedia  que  va  á 
representarse  después.  Yo  tengool  valor  de  de- 
daiar,  por  to  que  á  mí  ooncien»*  que  casi 


«flmpre  que  me  veo  ea  esos  trances»  entro  < 
destiempo  y  desafinado,  y  que  cuanto  más  me 
empeño  en  enmendar  las  pifias,  peor  lo  pongo. 
Pero  válgame  el  consuelo  de  que  llevo  vistas 
mayores  torpezas  que  las  mías  y  hasta  enormes 
inconveniencias  y  sandeces  donde  menos  enm 
de  esperarse  por  la  calidad  refinada  de  los  ac- 
tores. Pues  bien:  precisamente  en  ese  mismo 
peligroso  trance  fué  donde  empecé  yo  á  vis- 
lumbrar la  canUfa  de  aquel  mozo,  despechuga- 
do y  casi  en  ropas  menores,  mediquillo  simpk 
de  una  aldehuela  sepultada  entre  montes,  en 
presencia  de  un  elegante  de  Madrid,  harto  de 
correr  el  mundo  de  los  ricos  desocupados;  y 
no  seguramente  por  lo  que  me  dijo  ni  por  lo 
que  hizo,  sino  por  todo  lo  contrario:  por  lo  que 
se  calló  y  por  lo  que  no  quiso  hacer,  ó  mejor 
todavía,  por  lo  bien  que  supo  callarse  y  estarse 
quieto  y  escoger  lo  que  me  dijo  y  el  modo  de 
decirlo.  Todo  el  mundo  tiene  a£án  de  ser  un 
poco  agudo,  un  poco  gracioso  y  hasta  un  poco 
tmvieso  delante  de  las  gentes,  y  de  ahí  las  ne- 
cedades y  las  inconveniencias;  y  casi  á  nadie 
se  le  ocurre  ser  sincero,  con  lo  cual,  buena edu- 
cadón  y  una  pizca  de  sentido  común,  hay  la 
garantía  de  no  queiof  mal  allí  ni  en  ninguna 
parte,  que  no  es  garantía  floja  en  los  tiempos 
esencialmente  comimicativos  que  alcanzamos. 
Pbes  cabalmente  la  sinceridad,  y  «n  su  más  al- 


15^      OBRAS  DB  P.  JOSé  M.  DB  PBRBDA 

te  grado,  acompañada  de  un  buen  entendi-- 
núento,  fué  lo  primero  que  yo  eché  de  ver  en 
el  mediquillo  de  Tablanca. 

Hablando  de  la  enfermedad  de  mi  tío,  me 
dijo  que  era  mortal  de  necesidad,  Consistía. ••  (7 
aquí  se  detuvo  risueño  como  para  pedirme  per4 
don  por  las  palabrotas  que  iba  á  soltar)  en  una 
dibitación  cardiaca.. •  un  estado  asistólico... 

-^En  castellano  corriente — añadió  con  un 
gesto  y  un  ademán  muy  naturales  y  expresivos, 
—res  la  máquina  vieja  cuyo  organismo  empie- 
za á  descomponerse.  Se  entorpeció  la  rueda  del 
corazón  como  pudo  entorpecerse  otra  de  las 
principales.  Por  alguna  de  ellas  había  de  em- 
pezar la  inevitable  ruina.  Cuándo  se  consuma* 
rá  ésta,  cuándo  se  parará  la  máquina,  no  es  po- 
sible calcularlo  á  fecha  fija  ni  por  mí  ni  por  los 
que  sepan  de  esas  cosas  más  que  yo:  lo  mismo 
puede  pararse  dentro  de  seis  meses  que  en  es- 
te instante.  Lo  indudable  es  que  hay  máquina 
para  muy  poco  tiempo. 

Aunque  de  ello  estaba  yo  bien  persuadido , 
la  confirmación  de  mis  sospechas  por  labios  tan 
autorizados  me  produjo  un  efecto  muy  penoso. 
Aparte  de  los  vínculos  de  sangre  que  me  unían 
á  don  Celso,  había  en  él  prendas  personales 
que  le  hacían  muy  pegajoso  al  cariño  de  los  que 
le  trataban. 

Hablando  de  su  enfermedad,  se  trató  deotras 


r 


PBÑAS  ARRIBA  I55 

smálogas  y  de  otras  muchas  que»  sin  parecerse 
aellas»  tenían,  sin  embargo,  el  mismo  funesto 
desenlace:  la  muerte  del  enfermo;  y  ya  en  este 
camino,  fuimos  á  parar  al  consabido  t  desalien- 
to! .de  los  doctos  en  el  carte  de  curan  en  cuan^ 
to  cotejan  y  comparan  los  recursos  de  su  cien- 
cia con  las  míseras  condiciones  físicas  del  hom- 
bre; sólo  que  el  mozo  aquél,  al  convenir  con- 
migo  en  la  ineficacia  de  la  medicina  en  la  ma- 
yor parte  de  los  casos  de  apuro,  no  se  llevó  Ifts 
manos  á  la  cabeza,  ni  renegó  de  la  incapacidad 
humana,  ni  mostró  esperanza  alguna  de  que 
ya  irían  arreglando  poco  á  poco  esas  dificulta- 
des tíos  héroes  y  los  mártires  de  la  ciencia: »  al 
contrarío,  sin  negar  que  estudiando  mucho  po-^ 
día  averiguarse  algo  más  de  lo  que  se  sabh  ea 
la  materia,  dio  los  fracasos  actuales,  y  auQ  .los 
venideros,  por  cosa  necesaria  y  con  los  cualea 
ya  contaba  él  al  empezar  sus  estudios;  es  de- 
cir, que  no  le  noté  la  menor  chispa  de  entusias- 
mo por  su  profesión,  ni  el  menor  síntoma  de 
desencanto  al  tocar  en  la  práctica  de  ella  sus 
deficientes  recursos.  Declaróme  honrada  y  leal- 
mente  que  así  era  la  verdad;  y  con  esto  y  un 
poco  de  astucia  mía,  fuimos  entrando  paso  á 
paso  en  el  terreno  á  que  yo  deseaba  conducirle» . 
6. mejor  dicho,  fui  sabiendo  de  él  todo  lo  que 
necesitaba  para  acabar  de  conocerle /or  dmiro^ 
Era  nativo  de  Robacío  (igual  que  Chisco)^. 


X56     OBRAS  DK  «»•  lOSá  *lf .  AB  PBRBDA 

y  SO  padre,  don  Servando  Celis,  un  señor  por 
ei  arte  de  mi  tío  Gelso,  había  deseado  que  se 
hiciera  médico,  porque  ya  tenía  otro  hijo,  el 
mayor,  estudiando  Leyes  en  Valladolid.  ¿  él, 
que  estudiaba  tercero  del  bachillerato  en  San-- 
tander,  lo  mismo  le  daba.  No  sentía  aversién 
ni  apego  á  ninguna  carrera  literaria  ó  científi- 
ca: todos  sus  cinco  sentidos  los  tenía  puestos 
en  el  terruño  natal.  Esto  no  se  lo  decía  á  nadie; 
pero  lo  sentía,  y  muy  hondo.  Por  este  kdo  has- 
ta se  había  alegrado  de  la  elección  de  carreña 
hecha  por  su  padre,  porque  la  de  médico  etk 
quizás  la  única  compatible  con  sus  aspiradones 
y  tendencias.  Además,  podían  engañarle  en 
esto  las  ilusiones  de  muchacho;  y  de  todas 
suertes,  su  padre  tenía  mucha  razón  en  sacarle 
de  allí  para  darle  una  ocupación  que,  cuando 
menos,  había  de  ilustrarle  el  entendimiento  y 
ponerle  en  contacto  con  el  mundo.  En  esta 
prueba,  forzosamente  había  de  manifestarse  y 
triunfar  su  verdadera  vocación.  Y  se  sometió  á 
ella  hasta  gustoso,  no  contando  por  tal  la  de  su 
campaña  de  humanista  en  Santander,  porque  á 
aquella  edad  y  encerrado  en  un  colegio  no  se 
forma  nadie  cabal  idea  de  esas  cosas  tan  deli- 
cadas y  complejas.  Hecha  la  prueba  durante 
siete  años  de  estudios  en  Madrid,  resultó  lo  que 
él  esperaba:  el  triunfo  definitivo  de  sus  prin»^ 
ras  inclinaciones. 


PBJÍAS  4AKIBA  157 

— ^¿Está  usted  seguro — ^le  dije  sigcdendo  mi 
sistema  de  interrupciones  y  preguntas,  para  obr 
tener  más  de  lo  que  espontáneamente  me  ofrecía 
su  agradable  laconismo^-^dehaber  puestode  su 
parte  todo  el  esfuarzo  que  requería  la  empresa? 

— ¡Segurísimo! — me  respondió  sin  vacilar;  y 
anadió  sonriéndose:  —Puedo  jurarle  á  usted 
que  en  ese  linaje  de  estudios  aproveché  bien  el 
tiempo* 

—Pues  me  parece  muy  extraño  el  resultado 
— rq[>liqué,— «juzgando  de  sus  sentimientos  por 
los  míos. 

—¿Por  qué?— ^ne  interrogó  muy  serio. 

— Porque  no  es  eso  lo  usual  y  corriente  en- 
tre mozos  de  las  condiciones  personales  de  us-- 
ted;  porque  con  ellas  y  en  Madrid  y  en  roce 
continuo  con  el  mundo  y  sus  golosinas,  lo  na- 
tural es  que  se  las  vaya  tomando  el  gusto. 

— ^No  he  dicho  yo  que  me  desagradaran— se 
aptesmó  á  replicarme  el  médico.— Lo  que  hay 
es  que  esas  golosinas,  sin  desagradarme,  no  me 
satis&cían,  no  me  llenaban,  y  me  dejaban  siem- 
pre despierto  el  apetito  de  otra  cosa  más  del 
gusto  de  mi  paladar. 

—Y  ¿cuál  era  esa  cosa,  si  puede  saberle? 

—Lo  de  acá,  la  tierra  nativa^ 

—Pero  ¿qué  demonios  puede  usted  hallar  en 
eUade  apetecible  hastavese  pui^ot— <M4Am# 
entonces,  verdad^anfiente  asK^nibcftdo. 


rr    ^ 


158      OBRAS  DE  0«  JOSÓ  M.  DE  PERBDA 

—  Lo  que  no  hay  en  lo  otro^ — me  respondió 
al  instante. 

— Pues  no  lo  entiendo,— concluí. 

— Ni  es  fácil — me  dijo  muy  sosegadamente, 
— desde  el  punto  de  vista  de  usted,  tan  dife- 
rente del  mío. 

— Diferente — añadí,  —  según  y  conforme; 
pues,  al  cabo,  se  trata  de  un  hombre  que  ha 
visto  el  mundo  algo  más  que  por  un  agujero,  y 
<le  aquí  mi  asombro  precisamente. 

Me  miró  entonces  el  mediquillo  coa  cierta  in- 
sistencia recelosa,  cambió  dos  veces  de  postura 
en  el  sillón,  sonrióse  un  poco  y  me  dijo  al  ñn: 

— ¿Tacharía  usted  á  un  hombre,  de  los  lla- 
mados cultos,  porque  hiciera  coplas..,  de  las 
buenas,  se  entiende,  ó  pintara  cuadros  magis- 
trales, copiados  de  la  Naturaleza? 

— No  por  cierto, — ^respondí» 

— Pues  aquí,  donde  usted  me  ve — añadió 
acentuando  la  sonrisa,  que  ya  picaba  en  maO- 
ciosa, — me  atrevo  á  creerme  algo  poeta  y  un 
poco  artista...  á  mi  modo  por  supuesto, 

— Enhorabuena— repliqué; — y  sin  adularle, 
no  hay  en  la  noticia  el  menor  motivo  para  que 
yo  me  maraville;  pero  ¿en  qu6  se  opone  elU 
á  lo  que  yo  digo? 

— Supóngame  usted — ^prosiguió  el  médico, 
sin  dejar  de  sonreír,  pero  más  animoso  y  atre- 
vido que  antes,—- supóngame  usted  con  el  deli- 


r 


nVihS  ARRIBA  159 

rio  dd  más  grande  de  los  poetas  y  con  la  fie- 
bre del  más  admirable  de  los  pintores;  pero  su- 
ponga también  (y  en  ello  no  supondrá  más  que 
lo  cierto)  que  no  sé  hacer  una  mala  copla  ni 
coger  los  pinceles  en  la  mano;  suponga  usted 
igualmente  que»  aunque  me  enamoran  las  bue- 
nas poesías  y  los  hermosos  cuadros,  no  satisfa- 
cen por  completo  las  necesidades  de  esa  espe- 
cie que  padezco  yo,  y  suponga,  por  último,  que 
en  este  valle  mínimo,  y  en  los  montes  que  le 
circundan  de  cerca  y  de  lejos,  cuya  visión  con- 
tinua le  abruma  y  le  entristece  á  usted,  y  en  el 
conjunto  de  todo  ello,  con  la  luz  que  lo  envuel- 
ve, espléndida  á  ratos,  mortecina  á  veces,  té- 
trica muy  á  menudo,  dulce  y  soledosa  siempre, 
y  con  los  ruidos  de  su  lenguaje,  desde  el  fiero 
de  la  tempestad  hasta  el  rumoroso  de  las  brisas 
de  niayo;  y  su  fragancia  exquisita  nunca  igua- 
lada por  los  artificios  orientales,  encuentro  yo 
cada  día,  cada  hora,  cada  momento,  el  himno 
sublime,  él  poema,  el  cuadro,  la  armonía  insu- 
perables, que  no  se  han  escrito,  ni  pintado,  ni 
compuesto,  ni  soñado  todavía  por  los  hombres, 
porque  no  alcanza  ni  alcanzará  jamás  á  tanto 
la  pequenez  del  ingenio  humaiio:  el  arte  supre- 
mo, en  una  palabra. ..  ¿No  halla  usted  en  esta 
razón,  poco  más  que  esbozada,  algo  que  justifi- 
que estas  inclinaciones  mías  que  tan  inexplica- 
bles le  parecen? 


1 


léO      OBRAS  DB  D.  JOSá.  Ife  DB  PBRBOA 

—Algo  hay,  en  efecto — re8pondí;-*-pero  no 
lo  bastante,  á  mi  entender;— y  añadi«  dejando» 
me  llevar  demasiado  de  mis  instintos  im  tanto 
prosaicos: — ^porque  todo  ello  es,  al  cabo,  mera 
poesía. 

— ^Ya  le  he  dicho  á  usted — ^me  replicó,  como 
si  se  excusara  en  broma  de  una  grave  iálta,*^ 
que  tengo  la  debilidad  de  creerme  algo  poetat 
aunque  meramente  pasivo;  pero  es  lo  ciento 
que  eso,  tan  mal  expresado  por  mí,  y  sea  ello 
lo  que  fuere,  es»  algo  más  razonado  y  en  escala 
mucho  mayor,  lo  mismo  que  yo  sentía  de  mu- 
chachuelo  en  mi  lugar;  lo  que  echaba  de  menos 
en  Madrid,  y  lo  que  parece  necesitar  mi  espíi- 
ritu  aldeano  para  vivir  á  su  gusto.  Concédame 
usted  para  mi  pecado— s^adió  con  ademanes 
de  la  más  esmerada  cortesía,— siquiera  la  tole* 
rancia  que  no  negará  á  los  hombres  cultos  de 
las  ciudades,  apasionados  de  los  buenos  cua- 
dros y  de  los  buenos  libros, 

— ^Aun  así,  y  usted  perdone  mi  insistencia— r 
observé  con  un  tesón  que  no  era  todo  sinceri- 
dad ni  del  mejor  gusto,— no  me  sale  la  cuenta 
que  usted  se  echa  á  sí  propio.  Esos  hombres  de 
la  ciudad  no  viven  constantemente  entre  sus  li- 
bros y  sus  cuadros. 

— Tampoco  yo  entre  los  ooüíos,— replicó  el 
médico  en  seguida* 

— ^Esos  hombres— continué  yo,  aparentando 


PEÑAS   ARRIBA  l6x 


no  enterarme  de  su  réplica  por  el  gusto  de  en- 
redarle en  otras  nuevas, — ^acabarían  por  has* 
tiarse  de  sus  cuadros  y  de  sus  libros  y  por  to- 
marlos en  aborrecimiento,  si  no  llevaran  á  me- 
nudo su  atención  á  otras  ocupaciones  y  á  otros 
lugares  muy  distintos...  ¡Pero  esta  monotonía 
de  aquí!... 

— ¡Monotonía! — ^repitió  el  mozo  enardecién- 
dose un  poquillo. — ¡Y  yo  que  la  encuentro  so- 
lamente en  las  tierras  llanas  y  en  sus  grandes 
poblaciones!  Madrid,  Sevilla,  Barcelona...  Pa- 
rísy  la  capital  que  usted  quiera,  ¿pasa  de  ser 
una  jaula  más  ó  menos  grande,  mejor  ó  peor 
fabricada,  en  la  cual  viven  los  hombres  amon- 
tonados, sin  espacio  en  qué  moverse  ni  aire  pu- 
ro que  respirar?...  ¡Ocupaciones!...  |La  ocu- 
pación del  negocio,  la  ocupación  del  café,  la 
ocupación  del  paseo,  la  ocupación  de  la  calle, 
la  ocupación  del  Casino,  ó  del  teatro,  ó  de  la 
Bolsal...  Yo  no  digo  que  algunas  de  estas  ocu- 
paciones y  otras  muchas  de  los  mundanos  no 
sean  útiles  y  necesarias  para  los  fines  de  la  vi- 
da, de  lo  que  se  llama  vida  de  los  pueblos  y  de 
las  naciones;  pero  niego  que,  con  excepciones 
muy  contadas,  sea  cómodo,  vario  y  entreteni- 
do nada  de  ello  para  la  vida  espiritual  en  na- 
turalezas como  la  mía  y  otras  muchas...  inclu- 
so la  de  usted— añadió,  volviendo  á  sonreírse, 
i  tuviera  yo  la  fortuna  de  hacerle  percibir  la 

TOMO   XV  II 


l62      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

infinita  variedad  de  encantos  y  de  aspectos  que 
se  encierra  y  se  contiene  en  esto  que,  á  las  pri- 
meras ojeadas  de  un  profano,  sólo  parece  un 
hacinamiento  enorme  de  peñascos  y  bardales. 
Siguió  á  este  desahogo  un  himno  entusiásti* 
co,  hermosa  y  altamente  entonado,  á  la  t  ma- 
dre Naturaleza;  i  di  por  visto,  y  de  muy  buena 
gana,  lo  que  él  deseaba  que  yo  viera;  y  más 
por  hundir  otro  poco  mi  sonda  en  sus  adentros 
que  con  intención  de  arrancarle  sus  ilusiones, 
díjele  al  cabo: 

— Pase,  pues,  lo  de  la  amenidad,  lo  de  la 
hermosura  y  hasta  la  sublimidad  y  la  elocuen- 
cia de  este  escenario  que  le  encanta  y  maravi- 
lla; pero  ¿y  los  actores  que  le  acompañan  á  uá- 
ted  en  la  égloga  perenne  de  su  vivir?  ¿Qué  me 
dice  usted  de  ellos...  del  hombre...  vamos,  de 
los  hombres? 

— ¿Qué  tienen  esos  hombres  que  tachar? — 
preguntóme  á  su  vez  el  médico. 
— Que  son  rústicos,  que  están  ineducados. 
— Como  deben  ser  y  como  deben  estar — 
me  replicó  inmediatamente, — para  el  destino 
que  tienen  en  el  cuadro*  Lo  absurdo  y  lo  indis- 
culpable fuera  en  mí,  que  no  pido  ni  puedo  pe- 
dir en  estas  soledades  agrestes  las  óperas  del 
Teatro  Real,  ni  los  salones  del  gran  mundo,  ni 
los  trenes  lujosos  de  la  Castellana,  exigir  á  es- 
tos pobres  campesinos  la  elocuencia  de  núes- 


P£Ñ^  ARRIBA  163 

tros  grandes  tribunos,  las  habilidades  de  nues- 
tros políticos  y  el  saber  de  nuestros  doctores  y 
académicos. 

— Santo  y  bueno— dije  yo  entonces  creyendo 
poner  una  pica  en  Flandes, — para  la  vida  con- 
templativa, para  la  de  pura  delectación  estéti- 
ca; pero  no  se  trata  de  eso,  amigo  mío,  sino  de 
la  realidad  prosaica  de  la  vida  social  y,  digá- 
moslo así,  de  todos  los  días.  Estos  hombres 
tienen  las  miseriucas  y  las  roñas  propias  y  pe- 
culiares de  su  baja  condición,  y,  además,  por 
su  ignorancia  no  pueden  entenderse  con  usted. 

Aquí  fué  donde  el  médico  se  enardeció  casi 
de  veras,  como  si  hasta  entonces  no  hubiera  to- 
mado el  asunto  verdaderamente  por  lo  serio. 

Comenzó  por  decirme  que  donde  quiera  que 
había  hombres,  cultos  ó  incultos,  había  debili- 
dades, roñas  y  grandes  flaquezas;  pero  que,  roña 
por  roña,  flaqueza  por  flaqueza  y  debilidad  por 
dcMSdad,  prefería  la  de  los  aldeanos,  que  muy 
á  menudo  le  hacían  reir.  á  la  de  los  hombres 
ilustrados,  cuyas  causas  y  cuyos  fines,  por  su 
abominable  naturaleza  y  sus  alcances,  casi 
siempre  le  ponían  á  punto  de  llorar.  En  cuanto 
á  no  poder  entenderse  con  los  vecinos  de  Ta- 
blanca,  era  otro  error  mío  y  de  otros  muchos 
hombres  cultos,  empeñados  en  tomar  ciertas 
cosas  al  revés.  ¿Por  qué  ha  de  ser  el  hombre  de 
los  campos  el  que  se  eleve  hasta  el  hombre  de 


164      OBBAS  DB  D.  JOSÉ  M»  DB  PfiRBDA 

la  ciudad,  y  no  el  hombre  de  la  ciudad  el  que 
descienda  con  su  entendimiento,  más  luminoso, 
hasta  el  hombre  de  los  campos  para  entenderse^ 
los  dos?  Hágase  este  trueque,  y  se  verá  cómo 
resulta  la  inteligencia  mutua  que  se  da  como 
imposible  por  los  que  no  saben  buscarla.  Y  no 
haya  temor  de  que  las  dos  naturalezas  se  com- 
penetren y  de  las  roñas  de  la  una  se  contamine 
la  otra;  porque  la  comunicación  no  ha  de  ser 
continua  ni  para  todo,  y  al  hombre  culto,  por 
lo  mismo  que  es  más  inteligente,  le  sobran  me- 
dios para  no  rebasar  de  los  límites  de  la  pru- 
dencia y  hacer  que  cada  uno  de  los  dos  guarde 
el  puesto  que  le  corresponde.  Y  en  este  equi* 
librio,  que  no  deja  de  ofrecer  dificultades, 
¡cuánto  se  aprende  á  veces  del  hombre  rudo  de 
los  montes,  por  el  hombre  culto  de  las  ciuda- 
des, y  cuánto  halla  éste  que  ver  y  que  admirar 
allí  donde  los  ojos  avezados  á  los  relumbrones 
llamativos  del  mundo  civilizado,  sólo  distin- 
guen sombras,  monotonía,  soledades  y  tristezasF 
Como,  al  llegar  aquí,  me  pareciera  el  médica 
dispuesto  á  callarse»  por  su  natural  modesto  y 
reservado,  y  á  mí  me  fuera  gustando  mucho  su 
palabra,  tan  fácil  como  sobria,  pregúntele,  an- 
tes que  el  hornillo  de  su  entusiasmo  comenzara 
á  entibiarse,  qué  cosas  eran  aquéllas  que  po* 
dían  verse  y  admirarse  por  el  hombre  culto  en 
sus  relativas  intimidades  con  el  aldeano. 


PBÑAS  ARRIBA  16$ 

Y  entonces  se  enfrascó  el  simpático  mediqui- 
llo de  Tablanca  en  otra  teoría,  que  no  me  ven- 
dió por  nueva  en  el  fondo. 

Según  él,  los  tiempos  de  hoy  no  eran  peores 
que  otros  tiempos  de  los  cuales  han  dicho  siem- 
pre los  respectivos  moralistas,  que  fueron  los 
iíempos  más  malos  de  todos  los  habidos  hasta 
ellos:  antes  al  contrario,  le  parecían  los  actua- 
les, en  lo  bueno,  hasta  mejores  que  los  pasados. 
En  lo  malo,  y  no  por  la  cantidad,  sino  por  la 
<:alidad  de  ello,  estaba  el  punto  litigioso.  En 
^u  concepto,  la  maldad  de  ahora  alcanzaba 
mayor  hondura  que  las  de  antes  en  el  cuerpo 
social:  le  había  invadido  el  corazón  y  la  cabe- 
ra; ésta  se  atrevía  ya  á  todo  y  con  todo,  y 
aquél  no  se  conmovía  por  nada,  gastada  su  sen- 
sibilidad con  el  roce  de  tantos  y  tan  continuos 
sucesos,  porque  en  ninguna  época  del  mundo 
han  acontecido  tantos  y  tan  extraordinarios  en 
lan  breve  tiempo  como  ahora.  De  aquellos  atre- 
vimientos y  de  esta  insensibilidad,  había  de 
venir,  estaba  ya  llegando,  la  parálisis  absoluta 
«n  la  vida  espiritual  de  los  hombres.  La  fe  en 
lo  divino  y  el  sentimiento  de  lo  reputado  siem- 
pre por  lo  más  noble  en  lo  humano,  iban  rele- 
gándose al  montón  de  las  cosas  inútiles,  cuando 
no  perjudiciales;  apenas  se  concebían  los  gran- 
des héroes  de  otras  épocas,  cuanto  más  los  sen- 
itimientos  que  los  habían  exaltado  desde  la  masa 


l66      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

€omún  de  los  anónimos,  hasta  las  páginas  más 
esplendentes  de  la  Historia.  No  era  posible 
ya,  ni  siquiera  de  buen  gusto^  sentir  entusiasma 
por  nada,  ni  de  lo  de  tejas  arriba  ni  de  lo  de 
tejas  abajo.  La  verdadera  agonía  del  espíritu 
social.  De  eso  adolecían  los  tiempos  actuales, 
y  por  ahí  venía  la  muerte  del  cuerpo  colectivos 
Le  corroía  la  gangrena  por  los  grandes  centro, 
de  su  organismo  atiborrado:  por  la  ciudad,  por 
el  taller,  por  la  Academia,  por  la  política,  por 
la  Bolsa...  por  donde  más  caudal  representa 
el  torrente  circulatorio  de  las  insaciables  ambi- 
ciones del  hombre  culto.  Pero,  por  misericor- 
dia de  Dios,  le  quedaban  sanas  todavía  las  ex- 
tremidades, algunas  de  ellas  por  lo  menos,  7 
sólo  con  la  sangre  rica  de  estos  miembros  po- 
día, con  mucho  tiempo  y  gran  paciencia,  puri- 
ficarse y  reconstituirse  la  parte  corrompida  de 
los  centros. 

— Pues  estos  miembros  sanos  —  añadió  el 
médico  con  viril  entereza, — son  las  aldehuelas 
montaraces  como  ésta.  Y  digo  montaraces,  por- 
que  si  vamos  á  meter  el  escalpelo  en  las  más 
despejadas  de  horizontes  y  más  abiertas  al  co- 
mercio de  las  ideas  y  al  tuñllo  de  la  industria, 
sabe  Dios  lo  que  hallaríamos  en  sus  ñbras.... 
¿Le  parece  á  usted  poco — preguntóme  en  con- 
clusión,— este  verdadero  tesoro,  entre  otros  se- 
mejantes bien  fáciles  de  distinguir,  para  ser  ad- 


k 


PBÑAS   ARRIBA  167 

mirado  por  un  hombre  culto  capaz  de  entusias- 
marse con  algo  todavía?  ¿Y  no  es  trabajo  bien 
honroso  y  muy  entretenido  el  que  procuran  la 
conservación  y  hasta  el  fomento  de  esto  que  yo 
me  he  atrevido  á  llamar  tesoro,  á  riesgo  de  que 
usted  se  ría  de  él  y  de  mis  candorosos  idea- 
lismos? 

Algo  más  dignas  de  respeto  eran  las  teorías 
del  noble  mozo,  aunque  sólo  las  estimara  por 
el  fervor  y  el  honrado  convencimiento  con  que 
me  las  exponía,  y  así  se  lo  declaré;  pero  aña- 
diéndole que  apreciaría  yo  mejor  la  fuerza  de 
sus  razones  viéndole  luchar  contra  mis  dudas 
en  terreno  más  trillado  por  la  realidad  de  las 
cosas:  al  cabo  era  yo,  en  más  ó  en  menos,  de 
los  gangrenados  por  el  virus  de  la  ciudad,  y 
gustaba  de  verlos  asuntos  por  su  lado  práctico. 

Comprendiendo  rápidamente  lo  que  inten- 
taba decirle  con  tantos  circunloquios  y  metá- 
foras, quizás  por  otro  resabio  de  mi  mundana 
cortesía,  comenzó  por  admirarse,  á  su  modo, 
de  que  le  fuera  con  semejante  reparo  un  miem- 
bro de  la  familia  de  los  Ruiz  de  Bejos,  ¿Cómo 
podía  ignorar  yo,  con  determinados  ejemplos  á 
la  vista,  lo  mucho  que  quedaba  que  hacer  en 
los  pueblos  rurales  á  los  hombres  de  luces  y 
de  buena  voluntad? 

— La  gran  obra — continuó, — de  la  casona  de 
Tablanca,  desde  tiempo  inmemorial,  ha  sido  la 


l68   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

unificación  de  miras  y  de  voSutitades  de  todos 
para  el  bien  común.  La  casa  y  el  pueblo  han 
i  legado  á  formar  un  solo  cuerpo,  sano,  robusto 
y  vigoroso,  cuya  cabeza  es  el  señor  de  aquélla. 
Todos  son  para  él,  y  él  es  para  todos,  como  la 
cosa  más  natural  y  necesaria.  Prescindir  de  la 
casona,  equivale  á  decapitar  el  cuerpo;  y  así 
resulta  que  no  se  toman  por  favores  los  muchos 
y  constantes  servicios  que  se  prestan  entre  la 
una  y  los  otros,  sino  por  actos  funcionales  de 
todo  el  organismo.  Yo  creo  que  es  muy  de  ad- 
mirarse esta  singularidad  que  debiera  haber 
saltado  ya  á  los  ojos  de  usted,  y  que  segura- 
mente no  habrá  visto  más  que  en  algún  libraco 
pasado  de  moda,  pero  como  pintura  infiel  de 
imaginación,  convencional  y  ñoña.  Con  esta 
gran  obra  de  defensa  contra  las  oleadas  malean* 
tes  que  llegan  hasta  aquí  en  épocas  determina- 
das desde  los  absorbentes  centros  políticos  y 
administrativos  del  Estado,  ¡si  viera  usted  qué 
sonido  tienen  en  las  concavidades  de  este  re- 
cóndito lugarejo  los  cánticos  de  las  sirenas  de 
allá;  las  pomposas  vociferaciones  de  los  char- 
latanes y  traficantes  políticos,  esos  Dulcamaras 
embaucadores,  encomiando  específicos  que  han 
fabricado  ellos  mismos,  tomando  la  salud  del 
pueblo  por  disfraz  de  sus  codicias  personales! 
i  Si  viera  usted  cómo  disuenan  esos  cánticos  y 
voceríos  entre  el  acordado  son  de  estas  eos- 


PEÑAS  ARRIBA  169 

tambres  casi  patriarcales!  Por  eso  no  se  cono- 
cen aquí  ciertas  plagas,  relativamente  moder- 
nas, de  los  pueblos  campestres,  ni  han  entrado 
jamás  los  merodeadores  políticos  á  explotar  la 
ignorancia  y  la  buena  fe  de  estos  pobres  hom- 
bres. ••  Pero  {desdichados  de  ellos  el  día  en  que 
les  falte  la  fuerza  de  cohesión,  hidalga  y  noble, 
<{ue  les  da  la  casona  de  los  Ruiz  de  Bejosl... 
Todo  esto,  como  puede  presumirse,  da  bastan- 
te que  hacer  á  cada  rueda  inteligente  de  cuantas 
componen  la  máquina  cuyo  eje  fundamental  es 
hoy  en  este  lugar  el  bien  ganado  prestigio  de 
don  Celso.  Pues  bien:  trabajar  de  este  modo 
donde  ya  exista  la  máquina,  y  donde  no,  tra- 
bajar para  construirla,  es  algo  de  lo  mucho  que 
tienen  que  hacer  en  los  pueblos  rurales  los  hom- 
bres cultos  de  buena  voluntad.  Y  crea  usted  que 
no  faltan  en  la  Montaña  (porque  no  todos  sus 
habitadores  son  de  tan  sana  madera  como  los 
<le  Tablanca)  hasta  mártires  de  este  heroico 
trabajo.  Quizá  tenga  usted  ocasión  de  conocer 
de  cerca  á  alguno  de  ellos. 

Lo  cierto  era  que  si  el  simpático  mediquillo 
no  estaba  en  lo  justo  en  cuanto  afirmaba,  debía 
«starlo;  y  que  causándome  cierto  rubor  hasta 
las  tentaciones  de  contradecirle  en  asertos  tan 
honrados  y  tan  hermosos,  díme  desde  luego,  si 
no  por  convencido,  por  puesto  en  camino  de 
convencerme  muy  pronto. 


170   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

Hablamos  algo  más  todavía,  aunque  sin  to- 
mar los  asuntos  tan  á  pechos  como  antes;  y 
acabando  por  donde  debía  haber  empezado» 
averigüé  que  el  médico  se  llamaba  Manuel;  que 
le  llamaban  Neluco  desde  que  tenía  uso  de  ra- 
2Ón,  lo  mismo  allí  que  en  su  pueblo  nati- 
vo; que  no  le  quedaba  en  éste»  muerto  su  padre 
pocos  años  hacía,  más  familia  que  una  herma* 
na,  casada  con  un  propietario  de  las  inmedia- 
ciones; que  si  no  era  médico  de  su  propio  lugar» 
consistía  en  que  al  recibir  el  título  de  Licencia- 
do en  Madrid,  estaba  vacante  la  plaza  del  titu- 
lar de  Tablanca,  la  cual  pretendió  y  le  dieron, 
DO  siendo  fácil  hallar  otra  más  de  su  gusto  que 
aquélla,  á  no  ser  la  de  Robacío,  que  estaba  en- 
tonces y  continuaba  estando  ocupada,  y  por 
último,  que  tenía  veintinueve  años  y  que  había 
empezado  á  los  veinticuatro  á  ejercer  la  profe- 
sión en  Tablanca,  donde  se  hallaba  como  en  su 
propio  lugar,  y  tan  apegado  á  «sus  enfermos» 
como  el  pastor  á  su  rebaño. 

Vi  que  me  quedaba  una  hora,  antes  de  la 
acostumbrada  de  comer  en  casa  de  mi  tío,  y 
quise  aprovecharla  para  pagar  la  visita  á  don 
Pedro  Nolasco.  Díjeselo  al  médico  como  razón 
de  mi  despedida,  y  se  mostró  muy  dispuesto  á 
acompañarme  si  aceptaba  yo  la  molestia  de  es- 
perarle unos  instantes.  Acepté,  no  la  molestia» 
sino  el  favor  que  me  hacía  en  ello;  entró  él  de 


PBÑA8  ARRIBA  IJl 

un  salto  en  el  gabinete,  y  antes  de  cinco  minu- 
tos apareció  en  la  sala  bien  calzado  y  no  mal 
vestido,  ó  mejor  dicho,  acabando  de  vestirse 
con  graciosa  desenvoltura.  Cogió  un  chamber- 
go que  estaba  sobre  una  silla,  un  cachiporro 
del  rincón  inmediato,  y  me  dijo,  mientras  yo 
me  sacudía  las  perneras  del  pantalón  después 
de  enderezarme: 

— Cuando  usted  guste. 

Ofrecióme  en  seguida  su  casa,  aunque  era  de 
alquiler,  como  la  vieja  que  le  servía  de  patro- 
na  por  recomendación  muy  encarecida  de  su 
hermana  á  quien  había  zagaleado  en  Robacío; 
agradecíle  la  oferta  como  era  mi  deber  en  bue- 
na cortesía,  y  salimos  juntos,  sin  los  cumpli- 
dos corrientes  entre  españoles  finos,  y  que  tan 
molestos  suelen  ser  en  pasadizos  de  la  angos- 
tura de  aquéllos. 


i 


r 


X 


L  volver  á  ver  la  casa  del  Tarumbo, 
recordé  las  cosas  de  éste  y  hablé  de 
ellas  al  médico. 
— Yo  no  sé — me  dijo, —si  es  uo 
hombre  feliz  ó  un  desdichado,  pasándose  la  vi- 
da, como  se  la  pasa,  desviviéndose  por  los  nego- 
cios ajenos  y  abandonando  los  propios.  Desde 
luego  es  su  manía  de  lo  más  original  que  he  co- 
nocido. No  siempre  la  extrema  hasta  el  punta 
que  usted  ha  visto  hoy;  pero  le  falta  muy  poco. 
Llevar  los  calzones  rotos  y  predicar  al  vecina 
para  que  le  cosan  las  roturas  de  los  suyos  an- 
tes que  vayan  á  más,  es  de  todos  los  días.  Tie- 
ne la  mujer  tullida,  y  la  deja  desamparada  muy 
á  menudo  por  asistir  á  un' enfermo  extraño...  y 
por  cierto  que  es  un  enfermero  admirable.  Úl- 
timamente anda  muy  apurado  con  el  desplome 
que  dice  haber  visto  en  el  morio  delantero  de 
la  casa  del  pedáneo,  y  tiene  la  suya  seis  meses 


174     OBRAS  DB  D.  JOSB  M.  DE  PBRBOA 

hace  un  boquerón  abierto  en  el  jastial  del  Po- 
niente. Por  estas  cosas  del  Tarumbo,  cuando 
su  mujer  estaba  sana  le  golpeaba  casi  á  diario, 
y  hoy  que  no  puede  hacer  lo  mismo,  le  dice  á 
cada  instante  los  mayores  improperios,  los  cua- 
les sufre  él  con  igual  resignación  que  los  gol- 
pes de  otras  veces;  porque,  en  medio  de  todo» 
es  un  bendito,  y  por  eso  no  sabe  uno  si  com- 
padecerle ó  si  reírse  de  sus  manías. 

Pasando  junto  á  la  casita  del  Cura,  inme- 
diata á  la  iglesia,  le  llamé  desde  abajo  para  sa- 
ludarle, pues  como  nos  habíamos  visto  y  ha- 
blado ya  varias  veces,  me  sobraba  franqueza 
con  él  para  decirle  que  estaba  más  obligado  por 
las  leyes  de  la  cortesía  á  la  visita  de  don  Pedro 
Nolasco  que  á  la  suya,  no  quedándome  tiempo 
aquella  mañana  para  dejar  pagadas  las  dos; 
pero  en  lugar  del  Cura  respondió  á  mis  voces 
3U  ama,  una  vieja  muy  acartonada  y  envuelto 
cuanto  de  ella  asomó  por  una  ventana  corres- 
pondiente á  la  cocina,  en  tocas  y  pañolones. 
Díjome  que  don  Sabas  había  salido  de  casa 
después  de  desayunarse  en  cuanto  había  dicho 
misa,  y  que  probablemente  estaría  en  su  caso- 
na. Déjela  memorias  para  él,  que  fueron  reci- 
bidas por  la  intermediaria  con  un  resguardo  á 
mi  favor  de  lo  más  fervoroso  y  pintoresco  que 
se  puede  imaginar,  y  continuamos  el  médico  y 
yo  andando  hacia  casa  de  don  Pedro  Nolasco, 


PBÑAS  ARRIBA  IJj 

pero  hablando  mucho  de  don  Sabas  Peña,  cuna 
de  las  ruedas  más  importantes  de  la  consabida 
máquina,»  al  decir  de  Neluco  Celis, 

También  é]  notaba  la  diferencia  que  había 
entre  el  don  Sabas  de  los  altos  montes  y  el  don 
Sabas  del  valle  y  de  la  cocina  de  don  Celso; 
pero  así  y  todo,  en  el  hombre  de  abajo  había 
mucho  más  de  lo  que  yo  creía,  por  no  haber 
tenido  aún  ocasión  de  conocerle  mejor.  No  ha- 
llaría jamás  en  él  al  apóstol  de  gran  elocuencia 
y  mucho  saber;  pero  sí  al  hombre  de  buen  sen- 
tido y  grandes  virtudes,  consistiendo  la  mayor 
de  ellas  en  ignorar  que  las^  poseía.  Teniendo 
en  cuenta  lo  limitado  que  es  el  círculo  de  ideas 
entre  las  gentes  rústicas,  y  que  todo  cuanto  se 
siembre  fuera  de  él  es  simiente  perdida,  un  pá- 
rroco como  don  Sabas  era  cuanto  podía  y  de- 
bía apetecerse  para  una  parroquia  como  la  de 
Tablanca, 

Hablando  de  estas  cosas,  me  faltó  tiempo 
para  pedir  á  Neluco  algunas  noticias  sobre  el 
octogenario  Marmitón,  antes  de  llegar  á  su  por- 
talada, cuyas  dovelas,  removidas  y  desporti- 
lladas ya  por  la  acción  de  las  intemperies  y  de 
las  yedras  y  jaramagos  que  las  invadían  por 
todas  sus  junturas,  me  recordaban  un  poco  la 
mandíbula  superior  de  su  dueño  cuando  yo  so- 
ñé que  le  había  visto  devorar  troncos  y  peñas- 
cales. Por  el  estilo  de  la  portalada  me  pareció 


176   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

lo  que  se  veía  de  la  casa  desde  el  corral:  muy 
vieja  y  muy  castigada  por  el  rigor  de  los  tem- 
porales y  la  incuria  de  sus  amos.  Tenía  tam- 
bién su  correspondiente  solana  que  corría  de 
esquina  á  esquina  entre  dos  mensurones  de  si- 
llería, y  por  debajo  de  ella  entramos  en  el  so- 
portal, donde  un  perrazo  pinto  que  se  desper* 
taba  sobre  una  pila  de  hojarasca,  me  enseñó  to- 
dos los  dientes  y  contuvo  un  ladrido,  y  acaso 
algo  más,  por  respeto  á  mi  acompañante,  que 
debía  de  serle  más  conocido  que  yo. 

Sacudió  Neluco  dos  cachiporrazos  sobre  la 
claveteada  puerta  del  estraga! ;  y  sin  esperar  á 
que  le  contestaran  arriba,  entramos  en  él  y  co- 
menzamos á  subir  la  escalera.  Á  la  puerta  en 
que  ésta  terminaba,  nuevos  cachiporrazos  del 
médico.  En  seguida  levantó  éste  el  pestillo,  y 
nos  colamos  dentro:  un  crucero  de  pasadizos 
por  el  arte  del  de  la  casona  de  mi  tío  Celso. 
Allí  dio  el  médico  dos  golpes  en  el  suelo  con  el 
regatón  del  cachiporro,  y  aparecieron  simultá- 
neamente y  como  evocados  por  un  conjuro,  en 
una  puerta  de  la  derecha,  la  figura  descomunal 
ds  don  Pedro  Nolasco,  y  en  otra  de  la  izquier- 
da, la  de  una  jovencita,  algo  desaliñada  de  ro- 
pa y  de  peinado,  pero  limpia  como  los  oros» 
fresca  y  rozagante  como  una  rosita  de  abril..» 

— ¡Ay,  que  es  Neluco! — exclamó  con  un  tim- 
bre de  voz  que  parecía  nota  de  un  salterio,  y 


peSas  arriba  177 

con  su  carita  de  angelote  de  Rubens,  inundada 
de  alegría.^¡TomaI — añadió  en  seguida  vinien- 
do hacia  nosotros  y  mirándome  un  tantico  rubo« 
rizada»  como  si  tratara  de  enmendar  su  descor- 
tesía conmigo.—  |  Y  vienecon  otro  señor  muy  ca  - 
bayeru!  Vaya,  ¡seré  yo  tochona?...  jPues  si  es 
el  sobrino  de  don  Celso!...  {Víle  yo  en  misa  el 
domingol  ¡Hija,  qué  torpe  de  mi!...  Y  ¿cómo 
está  usté?  Mire,  señor  don  Marcelo,  ha  de  per- 
donarme si  me  jaya  de  este  arte,  porque  he  es- 
tado amasando  en  la  cocina  con  la  mi  madre  y 
las  mozas  p>a  la  joma  de  esta  noche,  y  ahora 
mismo  iba  á  ponerme  un  poco  más  cristiana... 
Tal  era  la  vehemencia  de  su  afabilidad,  que 
no  me  ofreció  el  más  ligero  intersticio  para  co- 
larme con  una  respuesta  á  su  saludo,  ó  una  sa- 
tisfacción galante  á  sus  excusas.  Pero  {qué  do- 
nosa estaba  y  qué  linda,  con  su  revoltijo  de  ca- 
bellos castaños  sombreándole  la  cara  juvenil, 
tersa  y  sonrosada,  hablando  por  sus  ojos  azu- 
les, de  largas  pestañas,  tanto  como  por  su  bo* 
quita  de  labios  rojos  sobre  los  dientes  más  blan  - 
eos  y  apretados  que  yo  he  visto  en  mi  vida, 
mientras  se  afanaba  por  cubrir  con  las  antes  re- 
cogidas mangas  de  su  vestido,  y  debajo  de  los 
flecos  y  sobrantes  del  espeso  chai  con  que  se 
envolvía  el  gracioso  busto,  sus  rollizos  brazos, 
salpicados  aún  por  leves  costras,  lo  mismo  que 
las  manos  pequeñuelas  y  rechonchas,  de  la 
TOMO  XV  12 


178      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

masa  de  tpan  de  trigoi  que  acababan  de  sobar! 

De  pronto  sonó  hacia  la  puerta  frontera,  ta- 
piada casi  con  la  mole  de  don  Pedro  Nolasco, 
algo  como  el  estruendo  de  un  cañonazo,  que 
me  decía: 

— ¡Adelante,  cabayeritosl 

Y  por  obedecer  á  don  Pedro  que  nos  llama- 
ba, apartámonos  de  la  linda  panadera  que  nos 
empujaba  con  los  ojos  hacia  él  mientras  se  des- 
pedía de  nosotros  chasta  luego;»  pero  de  tal 
modo,  que  con  ello  y  con  algo  más  que  yo  ha- 
bía creído  notar  antes,  y  un  poco  de  malicia 
que  nunca  falta  en  los  pensamientos  de  los 
hombres  en  determinados  casos,  como  aquél, 
no  pude  menos  de  exclamar  en  mis  adentros: 

— {Si  serán  éstos  los  anteojos  con  que  mira 

Neluco  estos  lugares  que  tan  hermosos  le  pa- 
recen? 

Visto  de  cerca  don  Pedro  Nolasco  y  á  la  luz 
del  día,  me  pareció  mucho  más  grande  y  más 
feo  que  en  la  cocina  de  mi  tío,  á  la  luz  de  la 
fogata  y  del  candil:  mejor  que  de  un  ser  racio- 
nal, la  piel  de  su  cara,  por  su  aspereza  y  por 
su  color  agrisado,  parecía  de  coloso  paquider- 
mo; sus  ojos  reventones,  resultaban  verdes  con 
ramajos  encarnados;  la  cabeza  descomunal^ 
apenas  le  cabía  entre  los  hombros  hercúleos,  y 
todo  su  conjunto,  con  lo  grasiento  del  vestido 
que  le  envolvía,  se  destacaba  brutalmente  so- 


PEÑAS   ARRIBA  1 79 

bre  las  blanquísimas  paredes  del  salón  en  que 
fuimos  recibidos;  salón  viejo,  eso  sí,  con  suelo 
y  viguetería  de  castaño  casi  negro,  como  los 
muebles  que  contenía;  pero  limpio  todo  y  so- 
bado hasta  relucir,  con  algunas  chucherías  so- 
bre la  cómoda  y  en  las  paredes,  que  denuncia- 
ban la  pulcritud  y  las  delicadezas  de  una  mu- 
jer como  la  que  acababa  de  despedirse  de  noso- 
tros en  el  crucero  de  los  pasadizos.  De  la  cual 
supe  en  el  acto  qué  era  nieta  de  don  Pedro  No- 
lasco  y  que  se  llamaba  Lita  (Margarita).  Su  ma- 
dre, la  hija  menor  de  las  que  había  tenido  el 
gigante,  era  viuda  de  un  jándalo  rico,  que  se 
murió  á  los  dos  años  de  casado.  Esto  me  lo 
contó  á  cañonazos  y  muy  poco  á  poco  el  ochen- 
ton  de  la  Castañalera,  que  con  ser  tan  grande  y 
tan  feo,  no  era  desagradable:  á  mi  ver,  por  el 
fondo  noblote  y  honrado  que  se  descubría  á 
través  de  los  poros  de  su  corteza  silvestre. 

Al  acabarse  estas  salvas  del  vozarrón  da 
don  Pedro  Nolasco,  entró  en  escena  su  hija,  la 
viuda  del  jándalo,  una  mujer  como  de  cuarenta 
anos,  sana  y  frescachona  todavía,  más  corpu- 
lenta que  Lita,  pero  muy  parecida  á  ella  en  el 
color  y  en  el  corte  de  la  cara,  y,  sobre  todo,  en 
la  afabilidad  expansiva.  Me  dio  mil  excusas 
por  no  haber  venido  antes  á  conocerme  y  á  sa- 
ludarme, fundándolas  en  las  mismas  razones 
que  su  hija;  y  sin  hacer  caso  de  los  cumplidos 


1 8o   OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DB  PEREDA 

con  que  yo  la  respondía,  echó  sobre  mi  todo 
el  cuestionario  de  rúbrica»  á  que  tan  acostum-^ 
brado  estaba  en  aquel  pueblo:  si  me  gustaba  la 
tierra  aquélla;  que  cómo  había  tardado  tanto 
en  ir  á  conocerla  y  tomarla  buena  ley,  porque 
era  mucha  la  falta  que  yo  hacia  alli  en  murién-» 
dose  mi  tío;  que  mejor  sería  París  de  Francia 
desde  luego,  pero  que  ella  (la  viuda)  no  cam- 
biaría á  Tablanca  por  nada  de  este  mundo,  aun* 
que  jamás  había  pasado,  hacia  abajo,  de  San 
Vicente,  y  hacia  arriba,  de  Reinosa;  si  por  los 
retratos  que  había  visto  en  la  casona,  era  yo 
más  parecido  á  mi  padre  que  á  mi  madre;  que 
por  dónde  andaba  mi  hermana  y  qué  sabía  de 
ella...  hasta  que  en  éstas  y  otras  tales,  oí  pisar 
menudito  y  fuerte  en  el  carrejo  inmediato,  y 
apareció  en  el  salón,  llenándole  de  frescura  y 
regocijo,  Lita  recién  peinada,  sin  el  pañolón  de 
antes  y  con  una  chaqueta  en  su  lugar,  que  aun- 
que no  se  ajustaba  al  cuerpo,  ponía  bien  á  las 
claras  la  elegancia  y  la  riqueza  de  sus  curvas. 
Con  dos  deditos  más  de  altura,  creia  yo  que  no 
habría  la  menor  tacha  que  poner,  como  estam- 
pa hechicera,  á  la  nieta  de  don  Pedro  Nolasco. 
Pero  ¿de  dónde  sacaba  aquel  diablejo,  que  no 
había  conocido  más  mundo  que  el  contenido 
en  las  riberas  de  la  mitad  del  Nansa,  es  decir» 
Hna  rendijilla  de  pocas  leguas  entre  dos  talu- 
des montañosos,  aquellas  delicadezas  de  toca- 


i 


PBÑAS  ARRIBA  l8l 

do  y  de  vestido,  y  aquellas  travesuras  y  zala- 
merías que  tanto  la  separaban  del  tipo  común 
de  las  mozonas  del  valle,  que,  de  seguro,  ha- 
bían corrido  tanto  mundo  como  ella? 

Sentóse  entre  su  madre  y  Neluco  y  casi  en- 
frente de  mí.  Yo  no  la  quitaba  ojo,  y  puedo  ju- 
rar que  me  registró  con  los  suyos,  parleros  y 
escrutadores,  desde  los  pies  hasta  la  cabeza, 
mientras  me  acosaba  á  preguntas  por  el  estilo 
de  las  que  aún  no  había  cesado  de  hacerme  la 
jándala  viuda.  Me  daba  gusto  oiría  y  mirarla. 
Pocas  veces  había  visto  yo  en  mujer  alguna 
concierto  más  cabal  y  más  donoso  entre  la  pa- 
labra y  el  gesto,  entre  la  idea  y  el  movimiento 
expresivo.  Hasta  las  puntas  de  los  pies,  calza- 
dos en  menudas  zapatillas  de  abrigo  y  que  ape- 
nas alcanzaban  al  suelo,  cantaban,  á  su  modo, 
«n  aquella  música  que  parecía  un  gorjeo.  En 
dos  ocasiones  habían  intentado  la  madre  y  la 
hija  ir  á  visitarme;  pero  como  yo  nunca  paraba 
en  casa...  Porque  esa  visita  la  creían  ellas  muy 
puesta  en  razón:  sin  contar  con  lo  que  pedíala 
buena  crianza,  éramos  parientes;  |vaya  si  lo 
éramosl  Por  los  Ruiz  de  Bejos,  un  poco,  y  por 
los  Castañaleras,  más  de  otro  tanto.  En  de- 
mostración de  ello,  fué  sacando  entronques  la 
viuda;  y  cuando  ya  comenzaba  yo  á  enterar-* 
me,  por  su  labor,  del  parentesco,  metió  en  ella 
nuevos  hilos  don  Pedro  Nolasco,  y  toda  la  ma* 


1 82   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

deja  se  me  hizo  una  maraña;  pero  me  guardé 
muy  bien  de  declararlo  así:  antes  al  contrario^ 
me  di  por  convencido  y  hasta  me  felicité  de  ello» 

— Como  que  resultamos  primos — concluye 
la  viuda, — aunque  un  poco  lejanos;  pero  na 
tanto,  si  bien  se  mira,  que  pudiéramos  casar- 
nos los  dos  sin  dispensa... 

Y  se  echó  á  reír  con  toda  su  alma. 

— ¡Hija  de  Dios! — exclamó  entonces  la  ra-^ 
pazuela  con  un  estirón  de  faldas  hacia  la  rodi- 
lla, mientras  se  llevaba  hasta  la  boquitá  risue- 
ña la  otra  mano  á  medio  cerrar. — ¡Y  yo  que 
estuve  á  pique  de  tutéale,  cuando  ahora,  por  la 
cuenta,  me  sale  tío! 

Podría  no  ser  todo  esto  rigurosamente  cortee- 
to;  pero  á  mí  me  resultaba  muy  entretenido.  Ea 
seguida,  vuelta  á  repetirme  la  hija  lo  que  ya 
me  había  dicho,  y  también  la  madre,  y  también 
el  Cura  y  don  Pedro  Nolasco  y  cuantas  perso- 
nas habían  hecho  en  Tablanca  conversación 
eomnigo:  que  «aqueyu»  no  era  Madrid;  que  se 
me  vendrían  los  montes  encima,  y  que  avezada 
á  tratar  con  señorones  mundanos,  y  puede  que 
con  marqueses  y  con  príncipes,  los  aldeanos 
de  Tablanca  habían  de  parecerme  jabatus;  pera 
que  si  miraba  bien  por  las  dos  caras  uno  y 
otro...  ¡ay,  y  cómo  se  alegrarían  ellas  y  todos 
los  allí  presentes  y  los  vecinos  del  valle  de 
punta  á  cabo,  y  hasta  las  estrellitas  del  ctelo^ 


k 


PBf^AS  ARRIBA  183 

de  que  viera  yo  las  cosas  como  podían  y  de- 
bfán  verse!  Porque  el  pobre  don  Celso  es- 
taba ya  para  poco,  y  en  acabándose  él...  En 
fin»  lo  de  costumbre.. •  Por  aquí  se  coló  don 
Pedro  Nolasco  con  un  himno  cañoneado  á  la 
madre  Naturaleza,  y  un  juicio  comparativo  so- 
bre la  paz  de  la  aldea  y  los  laberintos  de  la 
ciudad.  Porque  había  de  saber  yo  que  también 
él  había  corrido  el  mundo  en  sus  mocedades... 
Le  llamó  entonces  á  Madrid  un  pariente  que 
tenía  por  allá;  y  como  se  veía  robusto  y  fuerte, 
acudió  á  la  llamada.  Cogiéronle  en  la  corte 
tiempos  azarosos  y  de  peligro  por  las  agonías 
de  la  ffrancesada;»  y  habiéndole  salido  en  Va- 
lencia una  colocación  que  pareció  á  su  tío  muy 
de  aprovecharse,  aceptóla  de  buena  gana.  Es- 
taba ella  en  las  afueras  de  la  ciudad,  y  en  un 
lavadero  de  lanas  de  los  señores  Botifora  y 
Compañía,  los  mismos  que  rezaban  en  el  bando 
que  me  había  relatado  de  memoria  el  zumbón 
de  su  pariente  Celso.  Si  en  Madrid  no  se  ha- 
bía €  jallau,  por  la  secura  y  el  anchor  del  terri- 
toriu,i  en  Valencia  se  «jallói  menos,  con  un 
sol  que  le  cajeaba  §  en  verano  y  un  hablar  de 
gentes  que  no  parecía  de  cristianos.  Soñaba 
día  y  noche  con  las  praderas  y  las  montañas  de 
su  tierra;  y  antes  de  enfermarse  de  un  cordial 
que  le  matara,  volvióse  á  ella  más  que  de  paso, 
á  los  dos.años  no  cumplidos  de  haberla  dejado 


184      OBRAS  DB  O.  JOSé  M.  DB  PERBDA 

por  tentaciones  del  enemigo  malo.  Hallóse  en 
Tablanca  como  rey  en  sus  palacios,  y  se  había 
guardado  muy  bien,  desde  entonces  hasta  la 
fecha,  cde  sacar  una  pata»  medio  jeme  fuera  de 
su  término  municipal...  Ochenta  y  cuatro  años 
contaba  á  la  sazón,  sin  saber  lo  que  era  un  mal 
dolor  de  tripas.  Había  tenido  dos  mujeres,  diez 
hijos  y  veintidós  nietos.  Una  gran  parte  de  ello 
andaba  años  hacía  por  el  otro  mundo;  rodaba 
por  éste,  y  no  muy  lejos,  la  mayor  de  los  vi- 
vos, y  á  la  vista  tenía  yo  lo  único  que  le  que- 
daba en  Tablanca:  poco,  pero  bueno,  eso  sí, 
para  recreo  de  su  vejez.  Había  qué  comer  en 
su  casa,  y  salud  y  buen  apetito  para  comerlo. 
En  recta  justicia,  ¿qué  más  había  de  pedirle  á 
Dios,  si  no  era  la  merced  de  una  buena  muerte? 

Con  esto  y  poco  más  se  acabó  la  visita,  du- 
rante la  cual  no  desplegó  los  labios  Neluco,  ni 
miró  á  Lita  con  la  intención  que  yo  esperaba» 
ni  Lita  le  miró  á  él  más  que  cuando  le  dirigía 
la  palabra  con  una  llaneza  que  tenía  más  de 
fraternal  que  de  otra  cosa.  Recomendáronme 
mucho  los  tres  de  casa  que  no  me  olvidara  del 
camino  de  ella,  y  hasta  me  convidaron  á  co- 
mer, cun  día  de  mi  agrado,»  juntamente  con 
Neluco,  para  que  no  pesara  sobre  mí  solo  cía 
penitencia.» 

Todo  esto  me  pareció  bien  y  muy  en  su  lu- 
gar; pero  ¿por  qué  una  aldeanuca  como  la  nie* 


PBÑAS  ARRIBA  X85 

ta  del  Marmitón  tenía  aquellos  aires  y  aquellas 
travesuras  de  señorita  de  ciudad?  ¿Por  qué  se 
tuteaba  con  Neluco  y  había  entre  los  dos  una 
intimidad  tan  sospechosa? 

Me  atreví  á  hablar  de  ambos  particulares  al 
mediquillo  apenas  salimos  del  caserón  de  don 
Pedro  Nolasco.  Por  cierto  que  hubiera  jurado 
yo  que  en  el  apretón  de  manos  y  en  la  mirada 
con  que  despidió  Lita  á  Nelüco  en  la  penum- 
bra del  pasadizo,  en  el  cual  iba  el  médico  el 
último  de  todos,  había  mucho  del  picante  de 
mis  sospechas. 

Sobre  el  primer  punto,  me  dijo  Neluco  que 
Lita,  nacida  y  criada  en  Tablanca,  no  había  te- 
nido más  escuelas  que  la  del  maestro  del  lugar 
y  la  de  su  propia  madre,  ni  había  corrido  más 
tierras  que  las  comprendidas  en  tres  ó  cuatro 
leguas  á  la  redonda.  Ocho  días  en  casa  de  unos 
parientes  de  acá  por  celebrarse  durante  ellos 
la  romería  del  pueblo;  una  quincena  con  los  de 
Robacío  por  una  causa  parecida,  y  muy  poco 
más  por  este  arte.  El  resto  era  obra  del  instin- 
to y  de  la  fuerza  de  visión  que  tienen  las  muje- 
res tan  perspicaces  y  tan  guapas  como  Lita, 
para  taladrar  montañas  con  los  ojos,  ver  hasta 
lo  invisible  al  otro  lado,  y  saber  guardar  su 
puesto  donde  quiera  que  habitan,  por  aislado  y 
obscuro  que  el  lugar  sea. 

£1  otro  punto  aún  era  más  fácil  de  explicar. 


286      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

Tablanca  y  Robacío  eran  dos  pueblos  que  se 
trataban  mucho;  y  las  familias  de  Lita  y  de  Ne- 
luco,  muy  amigas  desde  tiempo  inmemorial: 
hasta  había  algo  de  parentesco  entre  ellas.  Li- 
ta había  pasado,  de  niña  y  de  moza,  buenas 
temporadas  en  casa  de  los  Celis;  y  Neluco, 
mientras  vivió  en  Robacío,  á  cada  instante  se 
llegaba  á  Tablanca  y  casi  siempre  comía  y  se 
hospedaba  en  casa  de  don  Pedro  Nolasco.  Se 
explicaba,  en  efecto,  de  este  modo  y  muy  sen- 
cillamente, el  tuteo  y  la  familiaridad  entre  el 
médico  y  la  nieta  del  Marmitón;  pero  lejos  de 
oponerse,  ¿no  ayudaba  esto  á  lo  otro  que  yo 
sospechaba?  Apunté,  como  en  chanza,  unas  in- 
dagaciones en  este  sentido.  Igual  que  si  hubie- 
ra dado  con  los  nudillos  en  una  peña  del  mon- 
te. Hasta  dudé  si  Neluco  se  había  enterado  de 
ellas.  Lo  cierto  es  que  si  no  eran  fundadas  mis 
sospechas,  debían  serio. 


r 


XI 


I  UANoo  menos  lo  esperaba,  me  dijo  el 
I  Cura  al  despedirse  de  mí  en  el  es- 
'  tragal  de  la  casona,  cerca  ya  de  la 
t  hora  de  comer: 
— Mañana,  si  Dios  quiere,  y  á  caballo  los 
dos.  Yo  iría  mejor  á  pie,  como  suelo,  y  como 
irá  Chisco  para  acompañarnos  y  cuidar  de  las 
bestias  en  ocasiones  que  se  presentarán;  pero 
usted  es  madera  de  otro  robledal  más  flojo,  y 
hay  que  tenerlo  todo  presente.  Antes  de  rom* 
per  el  día,  por  supuesto. 

Entendíle  y  respondí,  haciendo  de  tripas  co- 
raza: 
— Á  caballo,  y  antes  de  romper  el  día. 
— Pues  que  se  entere  Chisco  de  ello,  y  súficit* 
Con  esto  y  una  risotada  se  apartó  de  mí,  y 
echó  cambera  abajo  en  demanda  de  su  puchera. 
Con  los  sueños  que  yo  cogía  tras  de  las  fati- 
gas qoe  me  daba  por  los  montes  del  contomo, 


Z88   OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PBRBDA 

le  costó  á  Chisco  Dios  y  ayuda  despertarme  al 
día...  ¡qué  digo  día?  á  lo  más  espeso  y  tenebro- 
so de  la  noche  siguiente.  Tona,  después  de 
vestirme  yo  tiritando  de  frío  y  sin  conciencia 
cabal  de  lo  que  hacía,  me  sirvió  un  canjilón  de 
café  que  acabó  de  espabilarme;  y  cuando  bajé 
al  portal,  vislumbré,  á  la  opaca  luz  de  un  fa- 
rol que  tenía  Chisco  en  la  mano,  la  negra  silue- 
ta de  don  Sabas,  á  caballo  en  su  jaquita  rucia» 
que  no  me  era  desconocida,  así  como  el  espe- 
lurciado  jamelgo  que  casi  me  metió  el  espoli- 
que entre  las  piernas  para  abreviarme  la  opera- 
ción de  montar  en  él. 

Rompimos  los  tres  la  marcha  por  el  mismo 
camino  que  había  traído  yo  la  noche  de  mi  lle- 
gada á  Tablanca,  tan  á  obscuras  como  enton- 
ces, aunque  mejor  acompañado  y  menos  dolo- 
rido de  ríñones.  Por  respeto  á  mí,  pues  á  mis 
dos  acompañantes  igual  les  daba  el  día  que  las 
tinieblas  para  caminar  á  pie  seguro  por  aque- 
llas escabrosidades,  conservaba  Chisco,  que 
nos  precedía,  el  farol  encendido  en  la  mano; 
pero  hubiera  jurado  yo  que  más  que  la  luz  del 
farol  del  espolique,  me  alumbraban  las  chispas 
que  sacaban  de  los  pedernales  del  suelo  las  he- 
rraduras del  tordillo  de  don  Sabas;  el  cual  don 
Sabas  hacía  los  imposibles  por  entretenerme  y 
hasta  divertirme  durante  el  paso  de  aquella  ne- 
gra, áspera  é  interminable  senda;  pero  ¡ay!  sin 


V 


PBÑfAS  ARRIBA  1 89 

conseguir  su  noble  y  generoso  empeño.  Por\ 
que  eñ  aquellas  bajuras  y  envuelto  en  tan  espe-  | 
sa  obscuridad,  don  Sabas  era  todavía  el  Cura  7 
soso  de  la  cocina  de  mi  tío,  y  todas  sus  obser- 
vaciones en  romance  y  todos  sus  salmos  en  la* 
tín,  le  resultaban  á  destiempo  y  fuera  de  toda 
oportunidad. 

Anda  que  te  anda,  resbalando  aquí,  y  allá 
pujando  y  suspirando  mi  cabalgadura,  al  cabo 
de  una  hora  empezaron  á  dibujarse  los  perfiles 
de  los  montes  sobre  el  cielo  confusamente  ilu- 
minado por  la  tenue  claridad  del  crepúsculo* 
En  la  garganta  por  donde  caminábamos  era  de 
noche  todavía  para  nosotros;  y  en  rigor  de  ver- 
dad,  no  nos  amaneció  hasta  q  ue  coronamos  el 
repecho  escabroso  y  llegamos  al  santuario  de  la 
Virgen  que  me  era  bien  conocido.  £1  Cura, 
que  parecía  tener  esa  condición  de  los  pájaros 
del  monte,  á  medida  que  se  elevaba  y  veía  sur- 
gir la  luz  por  encima  de  las  barreras  tenebro- 
sas del  horizonte,  se  volvía  más  locuaz  y  em- 
pezaba á  soltar  poco  á  poco  las  ocultas  armo- 
nías de  sus  cánticos;  no  muchos,  pero  agrada- 
bles, y,  sobre  todo,  al  caso.  A  los  primeros 
fulgores  del  crepúsculo,  alabó  á  Dios  en  una 
salutación  fervorosa,  y  aunque  no  de  su  cale- 
tre, bien  sentida  en  su  corazón.  Un  poco  más 
arriba,  en  lo  que  pudiera,  sin  mucho  agravio 
de  la  verdad,  denominarse  llano,  y  antes  de 


igO   OBRAS  DB  D,  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

llegar  á  la  ermita,  todavía  en  la  penumbra  que 
nos  haría  invisibles  á  no  muy  larga  distancia, 
atracó  su  rocín  al  mío,  y  deteniéndole  por  las 
riendas  que  casi  me  arrancó  de  las  manos,  des- 
pués de  detener  el  suyo,  me  dijo  apuntando 
con  su  diestra  ociosa  á  un  altísimo  y  lejano  pi^ 
cacho  en  cuya  cúspide  se  estrellaba  el  primer 
rayo  de  sol  que  penetraba  en  aquellas  montara- 
ces regiones: 
y^  — {Mira,  hombre! — acostumbraba  á  tutear- 
>w  me  ó  á  hablarme  en  impersonal  en  cuanto  nos 
\  elevábamos  un  poco  sobre  el  nivel  de  Tablan- 
^ca. — |Mira,  Marcelo!  ¿No  jurarías  que  aquello 
que  resplandece  y  flamea  allá  arriba,  allá  arri- 
ba, en  aquel  picacho,  es  la  ultimado  las  lumi- 
narias con  que  el  mundo  festeja  á  su  Creador 
mientras  el  sol  anda  apagado  por  los  abismos 
de  la  noche?  {Cosa  buena!  {Cosa  grande!  Lau^ 
daU  Dantinum  omnes  gentes,*,  Magfíi/icentia  optis 
ejuSf  manet  in  aternum. 

Al  llegar  al  santuario  nos  descubrimos  y  re- 
zó don  Sabas  en  alta  voz,  y  en  voz  alta  le  con- 
testamos nosotros  lo  que  nos  correspondía.  El 
rezo  fué  breve,  y  en  latín  la  mitad  de  él.  Des- 
pués se  acercó  Chisco  al  enverjado,  y  por  entre 
dos  de  sus  barrotes  metió  el  farol,  que  ya  no 
necesitábamos,  y  le  dejó  en  el  suelo  muy  arri- 
mado á  la  paredilla,  para  recogerle  á  la  vuelta; 
ma&no  sin  santiguarse  antes  de  meter  la  mano 


PBÑAS  ARRIBA  I9I 

y  después  de  sacarla,  ni  sin  contemplar  la  ioia* 
gen  con  una  veneración  que  tenía  algo  de  re- 
celosa, como  si  la  pidiera,  á  la  vez  que  segu- 
ridad para  la  prenda  que  dejaba  allí  deposita- 
da, perdón  por  lo  que  pudiera  haber  de  irreve- 
rente en  su  atrevimiento. 

Pasada  la  vadera,  no  tomamos,  como  espe- 
raba yo,  el  camino  que  conduce  directamente 
al  Puerto,  sino  otro  por  el  estilo  á  la  derecha; 
y  montes  y  colladas  van,  tajos  y  barrancas  vie- 
nen; aquí  siguiendo  la  cuenca  del  río,  allá  per- 
diéndola de  vista,  y  siempre  subiendo  ó  bajan- 
do de  risco  en  risco,  de  pueblo  en  pueblo,  vi  á 
lo  lejos  el  principal  del  valle  de  Promisiones 
en  que  radicaba  el  solar  de  mi  abuela  paterna, 
y  llegamos,  al  cabo  de  dos  horas  de  caminata, 
á  un  ancho  desfiladero  entre  dos  montañas  que 
parecían,  por  su  grandeza,  no  caber  en  el 
mundo. 

Por  ser  la  más  accesible  para  mí  cpor  enton- 
ces,» según  dictamen  de  don  Sabas,  comenza- 
mos á  faldear  la  de  la  izquierda;  y  sube  que  te 
sube,  dimos  al  fin  en  un  entrellano  donde  ya 
escaseaba  la  vegetación  y  sé  me  iba  haciendo 
insoportable  la  brisa  matinal  por  su  firescura. 
Allí  se  apeó  don  Sabas,  y  me  ordenó  que  hicie- 
ra yo  lo  mismo.  Hícelo  y  de  muy  buena  gana, 
porque  me  sentía  entumecido  sobre  la  dura  si- 
lla de  mi  rocín,  amén  de  que  me  conceptuaba 


192      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

más  seguro  á  pie  que  á  caballo  en  aquella 
cornisa,  sobre  el  rápido  declive  de  la  montaña» 

—Lo  que  falta,  hay  que  subirlo  á  pie — me 
dijo  el  Cura, — porque  no  es  camino  de  caba- 
llos, sino  de  hombres  y,  todo  lo  más,  de  ca- 
bras. Con  que  ¡ánimo  y  arriba! 

Y  sin  esperar  mi  respuesta,  comenzó  á  tre» 
par  con  pies  y  manos  entre  peñas  y  raigones» 
)Cómo  envidié  yo  á  Chisco  que  se  quedaba  en 
la  explanadita  de  abajo  con  las  cabalgaduras! 
Don  Sabas  tenía  la  práctica  de  aquellas  ascen- 
siones, y  además  la  pasión  de  las  alturas;  pero 
yo,  que  carecía  de  ambas  cosas,  ¿para  qué  me 
aventuraba  en  la  subida  de  tan  tremebundos 
despeñaderos? 

Al  fin  llegamos  arriba,  yo  por  milagro  de 
Dios,  siguiendo  gateo  á  gateo  los  de  don  Sabas; 
pero  muerto  de  cansancio  y  empapado  en 
sudor. 

— Reposar  unos  momentos— me  dijo  el  Cu- 
ra allí; — ^pero  con  los  ojos  cerrados,  ¡y  cuida- 
do con  abrirlos  hasta  que  yo  lo  mande! 

Más  por  necesidad  que  por  obediencia,  cum- 
plí al  pie  de  la  letra  el  mandato  de  don  Sabas, 
Estuve  un  largo  rato  tumbado  en  el  suelo,  bo- 
ca arriba  y  con  ambas  manos  sobre  los  ojos» 
porque  sólo  así  encontraba  el  absoluto  descan- 
so que  me  era  indispensable  entonces.  Sentía 
fuertes  latidos  en  el  corazón  que  repercutían  en 


\ 


PEÑAS  ARRIBA  X93 

las  sienes,  y  al  vivo  compás  de  este  golpeteo 
funcionaban  mis  pulmones. 

Cuando  el  uno  y  los  otros  volvieron  á  su  rit- 
mo sosegado  y  normal,  llamé  á  don  Sabas  y 
me  puse  á  sus  órdenes.  Estaba  muy  cerca  de 
mí,  encaramado  en  una  peña  en  la  actitud  de 
costumbre  y  empezando  á  embriagarse  por  los 
ojos,  y  no  sin  motivo  ciertamente. 

— ^Arrímate  un  poco  acá — me  dijo  desde  su 
pedestal  calizo  con  manchones  de  musgo  y  po- 
co más  alto  que  yo. — Arrímate,  contempla*. • 
]y  pásmate,  Marcelo! 

Habíamos  subido  por  el  Oeste  de  la  monta- 
ña, que  es  el  lado  por  donde  las  hay  mayores 
que  ella,  y  el  panorama  con  que  me  brindaba 
el  Cura  se  veía  por  las  otras  vertientes;  es  de- 
cir, que  era  cosa  nueva  para  mí  y  recién  apa- 
recida ante  mis  ojos.  Particularmente  hada  el 
Este  y  hacia  el  Norte,  parecía  no  tener  límites 
á  mi  vista,  poco  avezada  á  estimar  espectáculos 
de  la  magnitud  de  aquél;  y  era  de  una  origina- 
lidad tan  sorprendente  y  extraña,  que  no  acer- 
taba á  darme  cuenta  cabal  ni  de  su  naturaleza 
oí  de  su  argumento.  Por  el  Sur  se  dominaba  el 
hermoso  valle  de  Campeo,  ya  en  otra  ocasión 
visto  y  admirado  por  mí;  en  la  misma  direc- 
ción y  más  lejos,  los  tonos  pardos  de  la  tierra 
castellana;  más  cerca,  el  Puerto  de  marras  con 
fius  monolitos  descarnados  y  su  soledad  des- 
TOMo  XV  13 


194   OBRAS  DE  O.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

consoladora.  Al  Oeste  y  asombrándolo  todo 
con  sus  moles,  Peña  Sagra  y  los  Picos  de  Eu- 
ropa separados  por  el  Deva,  cuya  profunda  y 
maravillosa  garganta  se  distinguía  fácilmente 
en  muchos  de  sus  caprichosos  escarceos  entre 
los  peñascos  inaccesibles  y  fantásticos  de  una 
y  otra  ribera;  y  más  allá  del  Deva,  en  sus  va- 
lles bajos,  según  iba  informándome  don  Sabas, 
con  el  laconismo  y  el  modo  con  que  señala  el 
maestro  de  escuela  con  una  caña  en  un  cartel 
las  silabas  á  sus  educandosi  una  buena  parte 
de  la  provincia  de  Asturias. 

Pero  lo  verdaderamente  admirable  y  mara- 
villoso de  aquel  inmenso  panorama  era  cuanto 
abarcaban  los  ojos  por  el  Norte  y  por  el  Este. 
En  lo  más  lejano  de  él,  pero  muy  lejano,  y  co- 
mo si  fuera  el  comienzo  de  lo  infinito,  una  faja 
azul  recortando  el  horizonte:  aquella  faja  era 
el  mar,  el  mar  Cantábrico;  hacia  su  último  ter- 
cio, por  la  derecha  y  unida  á  él  como  una  ra- 
ma al  tronco  de  que  se  nutre,  otra  mancha  me- 
nos azul,  algo  blanquecina,  que  se  internaba 
en  la  tierra  y  formaba  en  ella  como  un  lago: 
la  bahía  de  Santander.  Pero  es  el  caso  (y  aquí 
estaba  la  verdadera  originalidad  del  cuadro,  lo 
que  más  me  desorientaba  en  él  y  me  sorpren- 
día) que  la  faja  azul  se  presentaba  á  mis  ojos 
mucho  más  elevada  que  el  perfil  de  la  costa,  y 
que  con  ella  se  fundían  otras  mucho  más  blaa- 


I 


n 


PEÑAS  ARRIBA  I95 

<;as  que  iban  extendiéndose  y  prolongándose 
iiacia  nosotros,  quedando  entre  la  mayor  parte 
de  ellas  islotes  de  las  más  extrañas  formas;  pi- 
cos y  hasta  cordilleras  que  parecían  surgir  de 
una  repentina  inundación. 

A  todo  esto,  el  sol,  hiriéndolo  con  sus  rayos, 
sacaba  de  las  superficie^  de  aquellos  golfos,  rías 
y  ensenadas,  haces  de  chispas,  como  si  vertiera 
su  luz  sobre  llanuras  empedradas  de  diamantes. 

— Es  la  niebla  baja  de  los  valles, — me  advir- 
tió el  Cura;  y  fué  señalándolos  y  nombrándo- 
melos todos  uno  á  uno. 

Ya  me  lo  había  imaginado  yo;  pero  aun  así, 
no  podía  ni  deseaba  deshacer  aquella  ilusión  de 
óptica  que  me  presentaba  el  panorama  como  un 
fantástico  archipiélago  cuyas  islas  venían  cre- 
ciendo en  rigurosa  gradación  desde  las  más 
bajas  sierras,  primer  peldaño  de  la  enorme  es- 
calera que  comenzaba  en  la  costa  y  terminaba, 
detrás  de  nosotros,  en  el  mismo  cielo  cuya  bó- 
veda parecía  descansar  por  aquel  lado  sobre  los 
picos  de  Bulnes  y  Peñavieja. 

— Según  vaya  subiendo  el  sol — me  decía  don 
Sabas  desde  su  plinto  calcáreo, — ^y  arreciando 
el  remusgo  allá  abajo,  irá  la  niebla  esparciéndose 
y  dejándose  ver  lo  que  está  tapado  ahora. . .  (Pues 
también  es  cosa  de  verse  desde  aquí  la  salida  del 
sol!...  Y  algún  día  hemos  de  verlo,  di  Dios  quie- 
re... y  mejor  desde  más  arriba...  desde  allá... 


196   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Y  me  apuntaba,  vuelto  un  poco  á  la  derecha, 
hacia  una  loma  altísima  en  que,  según  me  ad- 
virtió también,  convergían  tres  cordilleras. 

Entre  tanto,  yo  no  podía  apartar  los  ojos  del 
archipiélago  en  el  cual  me  iba  forjando  la  fan- 
tasía todo  cuanto  puede  concebirse  en  materia 
de  líneas  y  de  formas:  el  templo  ojival,  el  cas- 
tillo roquero,  la  pirámide  egipcia,  el  coloso  te- 
baño,  el  paquidermo  gigante...  No  había  antoja 
que  no  satisficiera  la  imaginación  á  todo  su 
gusto  en  aquellas  sorprendentes  lejanías. 

La  predicción  de  don  Sabas  no  tardó  en 
cumplirse.  Poco  á  poco  fueron,  las  nieblas  en- 
crespándose y  difundiéndose,  y  con  ello  alte- 
rándose y  modificándose  los  contornos  de  los 
islotes,  muchos  de  los  cuales  llegaron  á  desa- 
parecer bajo  la  ficticia  inundación.  Después, 
para  que  la  ilusión  fuera  más  completa,  vi  las 
negras  manchas  de  sus  moles  sumergidas, 
transparentadas  en  el  fondo;  hasta  que,  eni;;are' 
cida  más  y  más  la  niebla,  fué  desgarrándose  y 
elevándose  en  retazos  que,  después  de  mecerse 
indecisos  en  el  aire,  iban  acumulándose  en  las 
faldas  de  los  más  altos  montes  de  la  cordillera. 

Roto,  despedazado  y  recogido  así  el  velo  que 
me  había  ocultado  la  realidad  del  panorama,, 
se  destacó  limpia  y  bien  determinada  la  líne» 
de  la  costa  sobre  la  faja  azul  de  la  mar,  y  apa- 
recieron las  notas  difusas  de  cada  paisaje  en  el 


r 


PBÑAS   ARRIBA  X97 

ambiente  de  las  lejanías  y  en  los  valles  más  cei^ 
canos:  las  manchas  verdosas  de  las  praderas, 
los  puntos  blancos  de  sus  barriadas,  los  toques 
n^os  de  las  arboledas,  el  azul  carminoso  de 
los  montes,  las  líneas  plateadas  de  los  caminos 
reales,  las  tiras  relucientes  de  los  ríos  cule- 
breando por  el  llano  á  sus  desembocaduras,  las 
sombrías  cuencas  de  sus  cauces  entre  los  re- 
pliegues de  la  montaña. ••  Todos  estos  detalles, 
y  otros  y  otros  mil,  ordenados  y  compuestos 
con  arte  sobrehumano  en  medio  de  un  derroche 
de  luz,  tenían  por  complemento  de  su  grandio- 
sidad y  hermosura  el  silencio  imponente  y  la 
augusta  soledad  de  las  salvajes  alturas  de  mi 
observatorio. 

(Jamás  había  visto  yo  porción  tan  grande  de 
mundo  á  mis  pies,  ni  me  había  hallado  tan 
cerca  de  su  Creador,  ni  la  contemplación  de  su 
obra  me  había  causado  tan  hondas  y  placente- 
ras impresiones.  Atribuíalas  al  nuevo  punto  de 
vista,  y  no  sin  racional  y  juicioso  fundamento. 
Hasta  entonces  sólo  había  observado  yo  la  Na- 
turaleza á  la  sombra  de  sus  moles,  en  las  an- 
gosturas de  sus  desfiladeros,  entre  el  vaho  de 
sus  cañadas  y  en  la  penumbra  de  sus  bosques; 
todo  lo  cual  pesaba,  hasta  el  extremo  de  ano- 
nadarle, sobre  mi  espíritu  formado  entre  la  re- 
finada molicie  de  las  grandes  capitales,  en  cu- 
yas maravillas  se  ve  más  el  ingenio  y  la  mano  de 


198   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

los  hombres  que  la  omnipotencia  de  Dios;  pero 
en  aquel  caso  podía  yo  saborear  el  espectáculo 
en  más  vastas  proporciones,  en  plena  luz  y  sin 
estorbos;  y  sin  dejar  por  eso  de  conceptuarme 
gusano  por  la  fuerza  del  contraste  de  mi  peque- 
nez con  aquellas  magnitudes,  lo  era,  al  cabo,  de 
las  alturas  del  espacio  y  no  de  los  suelos  cena- 
gosos de  la  tierra.  Hasta  entonces  había  nece- 
sitado el  contagio  de  los  fervores  de  don  Sabas^ 
para  leer  algo  en  el  gran  libro  de  la  Naturaleza,  / 
y  en  aquella  ocasión  le  leía  yo  solo,  de  corrido^ 
y  muy  á  gusto. 

Y  leyéndole  embelesado,  llegué  á  sumirme 
en  un  cúmulo  de  reflexiones  que,  empalmándo- 
se por  un  extremo  en  la  monótona  insulsez  de 
toda  mi  vida  mundana  y  embebiéndose  en  se- 
guida en  el  espectáculo  en  que  se  recreaban 
mis  ojos,  se  remontaban  después  sobre  las  cum- 
bres altísimas  que  limitaban  el  horizonte  á  mi 
espalda,  y  aún  seguían  elevándose  á  través  del 
éter  purísimo  por  donde  suben  las  plegarias  de 
los  desdichados  y  los  suspiros  de  las  almas 
anhelosas  del  Sumo  Bien. 

Volviendo,  al  fin,  los  ojos  hacia  don  Sabas, 
de  quien  me  había  olvidado  un  buen  rato,  por- 
que el  mismo  tiempo  hacía  que  no  se  cuidaba 
él  de  mí,  le  hallé,  por  las  trazas,  leyendo  el 
gran  libro  en  la  misma  página  que  3ro.  Estaba 
en  pleno  hartazgo  de  Naturaleza,  según  decía* 


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PBÑfAS  ARRIBA  I99 

raban  sus  ojos  resplandecientes,  su  boca  en- 
treabierta y  como  ávida  de  aire  serrano,  y  aqué- 
lla su  especial  inquietud  de  músculos  y  hasta 
de  ropa. 

— ¿Se  ha  visto  todo  bien? — me  preguntó  vol- 
viendo en  sí  de  repente. 

— Á  todo  mi  sabor, — le  respondí. 

— ^Pues  hacerse  cuenta  de  que  ya  se  ha  visto 
algo  de  las  grandes  obras  de  Dios  que  tenemos 
por  acá. 

— {Grande  es,  en  efecto,  y  hermoso  y  admi- 
rable este  espectáculo! — repliqué. 

— ¡Grande? — repitió  el  Cura;  y  volvió  á  con- 
templarle en  todas  direcciones  con  los  brazos 
extendidos,  como  si  quisiera  darme  de  aquel 
modo  la  medida  de  su  magnitud. 

Después  se  descubrió  la  cabeza,  cuyos  cabe- 
llos grises  flotaron  en  el  aire;  elevó  al  cielo  la 
mirada  y  la  mano  con  sombrero  y  todo,  y  ex- 
clamó con  voz  solemne  y  varonil  que  vibraba 
con  extraño  son  en  el  silencio  imponente  de 
aquellas  alturas  majestuosas: 

•Excelsus  super  omnes  gentes,  DóminuSf  et  su^ 
per  ocelos..,  gloria  ejus,n 

Sería  por  el  estado  excepcional  de  mi  espíri- 
tu ó  por  obra  de  un  agente  externo  cualquiera; 
pero  es  lo  cierto  que  á  mí  mé  pareció  que  aque- 
Ua  nota  ñnal  estampada  en  el  cuadro  por  el 
Cura  de  Tablanca,  rayaba  en  lo  sublime. 


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r 


XII 


ALTÁBAME  conocer  entre  lo  que  no 
debía  serme  desconocido  en  aque- 
lla vasta  y  montaraz  comarca,  la  sa- 
lida del  valle  por  la  cuenca  del  río 
hasta  su  desembocadura,  con  lo  cual  habría 
completado  yo  la  travesía  del  espinazo  de  la 
cordillera  cantábrica  por  una  de  sus  vértebras 
más  considerables;  y  como  cabalmente  en  aque- 
llos días  estaba  yo  en  vena  de  exploraciones  y 
correteos,  aunque,  bien  lo  sabe  Dios,  más  que 
por  ansias  de  la  curiosidad,  por  miedo  á  la 
inacción  enervadora  enfrente  del  temible  ene* 
migo,  cabalgué  una  mañana  muy  temprano  en 
el  peludo  jamelgo  que  tan  sesudamente  me  ha- 
bía traído  y  llevado  por  las  escabrosidades  más 
peligrosas  de  la  montaña,  y,  de  propio  y  deli- 
berado intento,  solo  y  sin  otro  guía  que  el  ins- 
tinto y  la  larga  experiencia  del  honrado  cua- 
drúpedo, más  unos  informes  que  me  habían 


202   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

sumiaistrado  de  palabra  la  noche  antes  en  la 
tertulia  de  mi  tío;  atravesé  el  ruinoso  puente 
que  une  las  dos  orillas  del  Nansa  á  corto  tre- 
cho de  la  casona,  y  emprendí  la  marcha  siguien- 
do la  bien  trillada  senda  que  culebrea  por  la 
ladera  del  cerro,  acompañándome  el  continuo 
rumor  de  las  invisibles  aguas  corriendo  en  el 
fondo  del  sombrío  cauce  á  muchas  varas  bajo 
mis  pies. 

Dudaba  yo  que,  después  de  lo  que  llevaba 
visto  en  la  alt%  montaña,  hubiera  en  la  cuenca 
del  río,  desde  Tablanca  hacia  abajo,  cosa  que 
pudiera  cautivar  mi  atención;  y  así  sucedió,  en 
efecto:  sin  dejar  de  ser  áspera,  angosta  y  mon- 
taraz en  su  parte  más  elevada,  carecía  de  la 
grandeza  imponente  de  los  desfiladeros  de  arri- 
ba. Los  pueblos,  amontonados  en  sendas  rin- 
conadas de  la  garganta,  iban  sucediéndose  á 
mi  paso  con  la  regularidad  de  las  estaciones  de 
un  ferrocarril.  Uno  de  ellos,  más  soleado  que 
cuantos  había  dejado  atrás,  apareció  de  repen- 
te á  mi  vista  en  un  vallecito,  al  pie  de  una  la- 
dera rapidísima,  por  la  cual  descendía  mi  ja- 
melgo paso  á  paso  entre  un  laberinto  admira- 
ble de  viejos  y  copudos  robles  que  parecían 
puestos  allí  para  mantener  las  tierras  del  mon- 
te adheridas  á  su  esqueleto:  tan  agria  era  la 
cuesta. 

Llegado  al  valle  felizmente,  aunque  un  poco 


\ 


peIías  arriba  203 

dolorido  de  cintura  yo,  por  el  continuo  esfuer- 
zo hecho  con  ella  para  conservar  el  cuerpo  en 
la  vertical,  sobre  la  línea  del  caballo,  paralela 
al  suelo,  supe  que  el  pueblo  columbrado  por 
mí  durante  la  bajada  por  los  claros  de  la  espe- 
sa columnata  de  troncos,  era  Robacío.  Acor- 
déme  entonces  de  Neluco  y  de  Chisco,  y  supu- 
se que  la  casa  del  primero  sería  una  grande,  de 
cuatro  aguasy  que  no  distaba  mucho  del  cami- 
no; y  supuse  bien,  según  respuesta  que  dio  á 
una  pregunta  que  le  hice,  un  muchachuco  más 
guapo  que  limpio  de  cara  y  de  vestido,  que  ju- 
gaba, con  otros  de  pelaje  aún  más  humilde,  en 
una  brañuca  próxima  á  la  portalada.  Respon- 
der á  mi  pregunta,  dejar  el  juego  y  lanzarse  á 
abrir  el  postigo,  mientras  los  otros  chicuelos, 
suspensos  y  algo  cortados,  me  contemplaban 
con  los  ojos  muy  abiertos,  fué  todo  uno;  y  no 
bien  hubo  asomado  la  cabecita  al  corral,  cuan- 
do ya  comenzó  á  gritar  allí: 

— ¡Madre!...  ¡madreeel  ¡Aquí  está  un  señor 
que  viene  á  casa! 

Y  por  si  esto  era  poco,  descorrió  desde  aden- 
tro la  falleba  de  los  portones,  y  los  abrió  de 
par  en  par  á  fin  de  que  pasara  yo  sin  apearme. 
Con  este  estruendo  y  aquel  vocerío,  antes  que 
acabara  de  sorprenderme  de  la  ocurrencia,  ya 
estaba  en  el  encachado  soportal  y  enfrente  de 
mí,  una  mujer  de  mediana  edad,  buenas  carnes 


204  OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DH  PEREDA 

y  sano  color,  y  con  el  modesto  atavío  casero 
que  ordinariamente  usan  á  diario  las  matronas 
pudientes  de  aquella  comarca.  Con  esto,  y  con 
hallar  bastante  parecido  en  su  cara  con  la  de 
Neluco,  no  dudé  que  aquella  mujer  era  su  her- 
mana. Me  apeé  de  un  brinco;  y  sin  cuidarme 
del  caballo,  comencé,  mientras  andaba  hacia 
ella  con  el  sombrero  en  la  mano,  á  deshacerme 
en  excusas,  á  explicarla  el  suceso. ••  Yo  tenía 
muchísimo  gusto  en  ponerme  á  sus  pies,  en 
conocerla  personalmente,  en  ofrecerle  mis  res- 
petos; pero  esto  lo  hubiera  hecho...  pensaba 
hacerlo,  á  otra  hora  menos  intempestiva...  á 
mi  vuelta  por  la  tarde.. •  la  culpa  era  de  aquel 
diablillo  que,  sin  darme  tiempo  para  explicar- 
me, se  había  apresurado  á  llamarla.. . 

Á  todo  esto,  ella  me  miraba  de  hito  en  hito; 
hasta  que,  sin  llegar  yo  á  decirla  cuanto  pen- 
saba decir,  bañó  toda  su  faz  noblota  y  rozagan- 
te en  una  sonrisa  que  pudiera  llamarse  inmen- 
sa, si  se  midieran  las  sonrisas  como  Jas  super- 
ficies; arrancó  hacia  mí  con  ambas  manos  ten- 
didas, y  exclamó  cortándome  el  descosido  dis- 
curso de  repente: 

— I  Virgen  la  mi  madrel  Usté  es  el  sobrino  de 
don  Celso. 

Declaré  que  sí  lo  era,  y  continuó  ella,  sia 
soltar  mi  mano  de  entre  las  suyas: 

—Sabía  yo  por  Neluco  que  andaba  usté  por 


PEÑAS   ARRIBA  205 

aya;  y  por  eso,  y  por  el  aire,  y  por  algo  que 
ha  dicho...  y  por  estas  corazonás  que  á  lo  me- 
jor tiene  uno...  |Hija,  lo  que  me  alegro!. ..  ¡Va- 
ya, vayal...  Y  ¿cómo  está  el  pobre  don  Cel- 
so?... Mal,  creo  yo,  por  lo  que  nos  ha  dicha 
Neluco...  Porque  Neluco  es  tan  cariñoso  y 
tan...  vamos,  tan  apegao  á  los  suyos,  que  hora 
que  tenga  sobrante  en  su  obligación,  cátale  en 
Robacío...  Pero  ¿qué  hacemos  aquí  plantifica- 
dos en  el  portal?  Suba,  suba,  señor  don  Mar- 
celo, y  descansará  como  debe,  y  le  pondré  de 
almorzar...  ¡Cómo  que  no?  Aquí  todos  somos 
unos.  ¿Usté  no  lo  sabe?  ¿No  se  lo  ha  dicho  Ne- 
luco? La  casona  de  don  Celso  y  la  nuestra  ca- 
sa... ¡vaya!...  de  padres  á  hijos  viene  la  esti- 
mación y  la  buena  ley  y  hasta  el  parentesco,  si 
un  poco  se  escarba  en  la  sangre... 

No  me  valieron  excusas,  por  más  que  pon- 
deré lo  largo  de  la  jornada  que  tenía  que  ha- 
cer antes  de  la  noche,  y  lo  apurado  que  anda* 
ba  de  tiempo  para  ella. 

— Tendrále  de  sobra — me  decía  la  jovial 
matrona  guiándome  ya  hacia  la  escalera, — ^para 
ese  trabajo  y  otro  tanto  más,  si  sabe  aprove- 
charse de  él;  y  no  creo  yo  que  es  perder  hora 
la  que  se  gasta  en  confortar  el  cuerpo  á  la  mita 
del  camino...  ¡Vaya  con  ella!  Y  lo  peor  del 
cuento  es  que  está  él  ausente  y  no  vendrá  has- 
ta la  hora  de  comer,  más  que  menos...  Anda 


206   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

en  el  invernal  amañando  un  morio  que  se  que- 
brantó el  otro  mes;  y  como  en  teniendo  obra 
entre  manos  no  acierta  á  perderla  de  vista.  •• 
]Pues  no  lo  sentirá  poco  cuando  lo  sepa!... 
]Hija,  qué  casualidá!  Bien  que  ya  le  verá  cuan- 
do pase  usté  de  vuelta  esta  tarde...  Aunque 
mejor  fuera  que  se  quedara  á  comer  con  noso- 
tros y  dejara  la  caminata  para  otra  ocasión... 
¡Vaya  que  es  antojo  el  de  llegar  hasta  el  cami- 
no real!...  Dos  veces  en  toda  mi  vida  he  pues- 
to yo  los  pies  en  él...  Mire  si  soy  correntona... 
jVaya,  vaya!... 

Hablando  por  este  arte  mientras  subía  la  es- 
calera y  la  seguía  yo  paso  á  paso,  más  que  en 
lo  imposible  de  atajarla  en  su  pintoresca  char- 
la, pensaba  en  el  parecido  que  hallaba  entre 
ella  y  la  madre  de  Lita,  no  solamente  por  el 
carácter,  sino  por  el  estilo,  sin  saber  yo  enton- 
ces, como  lo  supe  andando  el  tiempo  y  cono- 
ciendo nuevas  gentes,  que  en  aquella  forma  y 
con  aquellos  aires  campechanos  y  llanotes,  se 
desborda  siempre  el  espíritu  generoso  y  hos- 
pitalario de  las  damas  de  aquella  agreste  re- 
gión montañesa. 

Ya  en  lo  alto  de  la  escalera,  que  no  era  lar- 
ga, entramos  en  el  crucero  de  siempre,  porque 
todas  las  casas  pudientes  de  aquellas  alturas,  y 
aun  las  equivalentes  de  los  valles  bajos  que  he 
conocido  después,  parecen  hechas  por  un  mis* 


PEÑAS  ARRIBA  ^0^ 

mo  plano;  sólo  que  en  la  de  Robacío  hallé  una 
novedad  que  llamó  muy  agradablemente  mi 
atención,  y  fué  la  de  tener  las  paredes  de  todos 
los  pasadizos  literalmente  cubiertas,  de  techo 
á  suelo,  con  ristras  de  panojas,  que,  por  estar 
abiertos  puertas  y  balcones  é  inundada  de  sol 
toda  la  casa,  resplandecían  como  tapices  orien- 
tales bordados  de  oro  y  perlas. 

Ni  aun  admirarlo  me  dejó  la  buena  hermana 
de  Neluco,  porque  teniendo  en  cuenta  lo  apre- 
surado que  yo  andaba,  entre  conducirme  á  la 
sala  y  llamar  á  gritos  á  una  sirvienta  y  sacar, 
en  tanto,  cosas  de  una  alacena  y  otras  cosas  de 
un  armario,  y  poner  ias  primeras  en  manos  de 
la  mozona  (que  no  llegó  tan  pronto  como  ella 
quería)  con  una  buena  sarta  de  advertencias  y 
de  encargos  á  media  voz,  y  las  segundas  sobre 
una  mesa  que  había  en  la  sala,  arrimada  á  una 
pared,  y  andar  de  acá  para  allá  sin  dejarme 
nunca  enteramente  solo  ni  falto  de  su  conver- 
sación» más  de  cerca  ó  más  de  lejos,  no  hallaba 
yo  momento  de  pensar  con  sosiego  en  punto 
alguno  en  que  ñjara  la  atención.  Al  fín  se  detu- 
vo y  se  calmó  la  ventolera  aquélla;  y  recogien- 
do lo  que  antes  había  puesto  sobre  la  mesa  y 
colocándolo  interinamente  en  las  sillas  inme- 
diatas, levantó  el  ala  que  aquélla  tenía  libre  y 
plegada,  y  no  las  dos,  por  no  necesitarse  para 
mí  solo  tanto  espacio,  según  tuvo  la  bondad  de 


208      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

advertirme;  tendió  sobre  el  tablero  resultante 
un  blanquísimo  mantel;  puso  sobre  éste  una 
botella  con  vino,  un  cubierto  de  plata  maciza  y 
de  anticuada  forma,  dos  vasos  de  cristal,  tres 
platos  amontonados,  una  torta  de  pan,  tibio  to- 
davía, según  me  dijo  la  complaciente  señora, 
porque  no  hacía  aún  dos  horas  que  había  sali- 
do del  horno  del  corral;  un  queso  duro,  de 
ovejas,  y  cosa  de  medio  maquilero  de  nueces 
y  avellanas. 

Entre  tanto,  no  cesaba  de  hablarme,  y  me 
hacía  muchas  preguntas  sin  esperar  en  cada  ima 
de  ellas  á  recibir  mi  respuesta,  por  entero,  á  la 
anterior.  Me  preguntó,  ante  todo,  por  su  parien- 
te don  Pedro  Nolasco  y  por  su  hija  Mari-Pepa^ 
de  la  misma  edad  que  ella,  amiga  íntima  des- 
de la  niñez,  casi  su  hermana,  porque  como  her- 
manas se  querían...  Pues  ^y  Lita,  Lituca?  Era 
un  serafín  aquello,  más  que  mujer.  {Qué  gua- 
pa, qué  aguda,  qué  hacendosa!  Si  ella  fuera 
hombre  y  mozo  soltero,  ya  sabía  con  quién  ca- 
sarse, como  Lita  le  quisiera.  ¡Y  no  su  hermano 
Nelucol...  ¡Cuántas  veces  se  lo  había  dicho! 
¿Para  qué  quieres  la  enjundia,  hombre?  ¿Qué 
más  puedes  apetecer?...  Si  apareáis  como  de 
molde...  ¡Ah,  panfríode  satanincas!...  |Tochu, 
más  que  tochu!  Cuando  Lita  iba  á  Robacío,. 
era  la  alegría  de  la  casa;  ni  canario  en  jaula  de 
oro  podía  compararse  con  ella. 


PBJÍAS   ARRIBA  209 

En  éstas  y  otras  comeifeó  á  darme  en  la  na- 
riz un  olor  muy  I  agradable  de  fritangas,  y  con 
él  entró  en  la  sala  un  rapaz  como  de  seis  años, 
con  la  jeta  muy  pringosa  y  la  ropilla  estropea- 
da; después  otro  de  igual  pelaje,  pero  de  menos 
edad;  en  seguida  otro  menor  que  los  dos;  lue- 
go una  muchachuela  rubia,  de  ojos  saltones, 
muy  enjuta  de  canillas  y  larga  de  brazos;  tras 
ella,  otra  rapaza  morena,  carrilluda,  de  ojos 
negros  y  gruesas  pantorrillas,  la  cual  traía  de 
la  mano  á  un  chiquitín  muy  risueño  que  se 
tambaleaba  al  andar  con  sus  patucas  estevadas; 
y,  por  último,  llegó  el  muchacho  que  con  su 
descomedida  diligencia  había  sido  la  causa  de 
cuanto  estaba  sucediendo  allí.  Toda  aquella 
prole,  aparecida  uno  á  uno,  á  paso  lento  y  con 
mirar  receloso,  se  fué  colocando  en  semicírculo, 
muy  apretado,  enfrente  de  mí;  y  como  no  sa- 
bían qué  decirme,  por  más  que  yo  les  pregun- 
taba muchas  tonterías,  y  su  madre  me  los  iba 
nombrando  por  orden  de  edades,  á  la  vez  que 
los  reñía,  y  no  con  gran  coraje,  por  su  descor- 
tés atrevimiento,  cada  cual  entretenía  el  tiempo 
y  conllevaba  el  mal  rato  como  mejor  podía: 
quién  pellizcándose  las  narices,  quién  rascán- 
dose la  cabeza  y  quién  alguna  parte  de  su  cuer- 
po más  baja  y  más  trasera.  «Pero  ¿no  parece 
—me  decía  su  madre  en  tanto, — que  gobierna 
Satanás  á  estos  arrastrados?  Póngalos  usted  de 
TOMO  XV  14 


^ 


\ 


21  o      OBRAS  D£  O.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

pies  á  cabeza  como  un  sol  de  mayo  ea  cuanto 
se  tiran  de  la  cama  todos  los  días,  para  verlos 
como  usté  los  ve  á  la  media  hora...  y  si  no  hay 
escuela  como  hoy,  por  ser  jueves,  cosa  es  de 
no  poder  mirarlos  ni  aguantarlos.  ¡Señor  y  Pa- 
dre celeste,  qué  criaturas! •••  Pero  estén  ellas 
en  buena  salud,  que  es  lo  que  importa,  y  lo  de* 
más  ya  se  irá  arrebolando  con  el  tiempo.  ¿No  es 
verdad?...  Vaya,  ahora  venga  acá  y  arrímese  á 
la  mesa...  y  perdone  la  miseriuca  por  la  buena 
voluntad  con  que  se  la  ofrezco  á  falta  de  cosa 
mejor.» 

Esto  lo  dijo  al  ver  entrar  á  la  criada  con  una 
gran  fuente  entre  manos,  conteniendo  dos  pares 
de  huevos  estrellados  y  una  enormidad  de  lo- 
mo y  de  jamón  frito,  con  sú  correspondiente 
cerco  de  patatas. 

Hubo  las  porñas  que  eran  de  esperarse  sobre 
lo  poco  con  que  me  satisfacía  yo,  y  lo  mucho 
que  ella  me  ofrecía  con  generosa  obstinación» 
pensando  que  do  dejaba  por  cortedad.»  Al  ña 
transigimos  tomando  yo  algo  más  de  lo  que  ne- 
cesitaba, y  repartiendo  el  resto  hasta  lo  que 
ella  me  ofrecía,  entre  los  siete  rapaces  que  de- 
voraban con  los  ojos  el  suculento  agasajo  hu« 
meando  sobre  la  mesa. 

También  vino  á  colación  allí  lo  que  ya  em- 
pezaba yo  á  echar  de  menos  en  boca  de  la  her- 
mana de  Neluco;  la  tesis  á  que  tan  acostum^ 


í- 


PENAS  ARRIBA  211 

brado  me  tenían  las  buenas  gentes  de  aquellos 
valles:  si  me  iba  gustando  la  tierra  de  mis  ma- 
yores; la  diferencia  que  hallaría  entre  aquellas 
soledades  y  las  grandezas  y  diversiones  á  que 
^estaría  avezado  en  Madrid...  y,  por  último,  la 
lástima  que  sería  que  no  tomara  al  valle  la  bue- 
^a  ley  que  él  se  merecía;  porque,  muerto  don 
Celso,  que  por  muerto  había  que  darle  ya,  Ta- 
blanca  se  quedaba  sin  padre  y  sin  sombra  de 
amparo.  ¡Y  si  supiera  yo  bien  lo  qus  valía  esa 
sombra  en  aquel  pueblo,  y  lo  que  venían  va- 
liendo otras  como  ella  desde  tiempos  muy  re- 
motosl  Para  saberlo  así,  era  preciso  ver  lo  que 
pasaba  en  otros  lugares  que  no  la  tenían,  como 
pasaba  ya  también  en  Robacío,  desgraciada- 
mente. Allí  no  había  unión  ni  paz  entre  unos  y 
otros,  por  culpa  de  cuatro  mangoneadores  am- 
parados por  otros  tantos  ccabayerus  de  aya 
fuera,»  que  no  se  acordaban  del  pueblo  más 
que  en  las  ocasiones  de  necesitar  las  espaldas 
de  aquellos  pobres  melenos  para  encaramarse 
en  el  puesto  que  les  convenia,  y  pipiar  á  gusto 
las  uvas  del  racimo.  Esto  no  pasaba  en  Tablan- 
ca,  donde  no  se  sentía  una  mosca,  ni  tenían 
entrada  aquellos  personajes  más  que  con  su 
cuenta  y  razón.  Daba  gusto  aquella  hermandad 
de  unos  con  otros,  y  aquel  ayuntamiento  sin 
deudas,  y  aquel  vecindario  sin  hambre  y  bien 
vestido.  Pues  toda  esta  ventura  acabaría  coa 


212      OBPAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

don  Celso,  sí  yo  no  me  animaba  á  recoger  lo& 
frenos  que  él  soltaría  de  sus  manos  al  pasar  á 
vida  mejor. 

Lo  singular  de  esta  tesis,  tan  manoseada  por 
unos  y  otros,  era  para  mí  la  solemnidad  y  la 
hondura  del  sentimiento  con  que  me  la  exponían 
en  todas  partes.  La  misma  hermana  de  Neluco, 
tan  jocosa  y  tan  chancera  en  sus  descosidos  dis- 
cursos,  se  formalizó  hasta  conmoverse  al  expo- 
nérmela. Y  éste  era  el  lado  por  donde  más  me 
llamaba  la  atención  aquel  tema,  que  iba,  por 
lo  demás,  degenerando  en  manía. 

Con  el  asentimiento  y  las  diplomáticas  pro- 
mesas que  la  costumbre  me  había  obligado  á 
adoptar  en  casos  tales,  di  por  rematado  el  pun- 
to; y  con  el  pretexto  de  la  prisa  que  tenía,  ter- 
minados el  almuerzo  y  la  visita,  no  sin  saber 
antes,  por  la  inagotable  bondad  de  aquella  in- 
comparable mujer,  que  su  hermano  mayor,  abo- 
gado de  bastante  nota,  estaba  casado  en  Valla- 
dolid,  y  que  por  eso  y  por  ser  Neluco  dema- 
siado mozo  y  andar  todavía  de  la  Ceca  á  la 
Meca,  se  había  quedado  ella  en  las  particiones 
con  la  casa  paterna;  pero  como  si  fuera  de  to- 
dos los  hermanos,  porque  el  abogado  bajaba  á 
Robado  casi  todos  los  veranos,  y  Neluco  cada 
día  que  le  era  posible. 

Gozaba  ella  que  era  una  bendición  de  Dios 
cuando  estaban  todos  reunidos,  chicos  y  gran» 


PBÑAS  ARRIBA  2I3 

des;  y  cuanto  más  apretados,  mejor.  Y  apreta* 
<los  lo  estaban  en  aquellas  ocasiones  á  menu- 
do, porque  aunque  la  casa  era  grande,  como 
tenían  mucho  laberinto  de  labranzas  y  gana- 
dos... I  Virgen  Madre,  cómo  le  gustaban  esos 
trajines  á  su  marido!  Pues  con  gustarle  tanto, 
de  seguro  no  le  gustaban  más  que  á  ella... 

Y  bien  se  revelaban  estos  gustos  en  toda  la 
<asa,  particularmente  de  escalera  abajo.  En  el 
portal,  desde  donde  se  veían  las  puertas  abier- 
tas de  los  establos,  un  horno  con  su  tejadillo 
protector,  un  pozo  con  el  correspondiente  la- 
vadero, grandes  pilas  de  leña  y  un  carro  de 
bueyes  bajo  un  cobertizo,  olía  á  heno,  se  oían 
los  golpes  y  los  cencerrillos  y  esquilas  del  ga- 
nado preso  en  las  pesebreras,  y  brujuleaba  de 
soslayo  y  como  á  la  descuidada,  un  copioso 
averío  alrededor  de  un  garrote,  en  cuyo  fondo 
roía  mi  caballo,  desembridado  y  amarrado  al 
poste  con  una  soga  por  el  pescuezo,  los  últimos 
granos  del  pienso  de  maíz  con  que  le  había  aga- 
sajado el  sobrino  mayor  de  Neluco,  mientras  su 
madre  me  agasajaba  á  mí  en  la  sala  de  arriba 
con  huevos  y  con  jamón.  Esto  se  supo  por  de- 
claración del  chicuelo  mismo,  al  preguntarle 
yo,  muy  complacido,  por  el  autor  de  la  ocu- 
rrencia. Alentado  por  el  buen  éxito  de  ella,  sa- 
lióse del  montón  de  sus  hermanos,  que  en  tro* 
peí  habían  bajado  con  su  madre  detrás  de  mí» 


214   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

y  en  un  dos  por  tres  embridó  el  rocín  después 
de  arrojar  al  averío  las  mezquinas  sobras  del 
pienso;  sacó  la  mansa  bestia  al  corral,  y  la  plan- 
tó allí,  en  debida  forma,  para  que  m(Hitara  yo» 
Abrevié  la  despedida  cuanto  pude,  condensan- 
do mis  expresiones  de  cordial  agradecimiento 
hasta  la  avaricia,  por  temor  á  los  lujos  verbo- 
sos de  la  hermana  de  Neluco,  que  en  lo  más 
leve  hallaban  causa  para  desbordarse;  cabal* 
gué  de  prisa,  deslizando  en  la  mano  del  chi- 
cueío  que  me  tenía  el  estribo  una  moneda  de 
plata  sin  que  lo  viera  su  madre,  dádiva  que  le 
llenó  de  asombro  y  de  zozobra  hasta  enrojecer- 
le la  cara  y  dejarle  tambaleándose,  por  lo  que  le 
costó  mucho  trabajo  abrirme  la  portalada;  y 
en  cuanto  la  vi  de  par  en  par,  pagué  con  una 
sonrisa  y  una  sombrerada  los  últimos  ofreci- 
mientos de  la  inagotable  matrona;  salí  á  la  bra» 
ñuca  de  afuera  oyendo  las  despedidas  de  aden- 
tro «hasta  la  tarde;  •  piqué  sin  compasión  al  ja- 
melgo, y  tomé  el  camino  río  abajo  como  si  me 
persiguieran  lobos  de  rabia. 

Creo,  sin  estar  muy  seguro  de  ello  por  no 
haber  fijado  la  atención  con  gran  empeño  en  el 
cuadro,  que  por  allí  comienza  el  verdadero  en- 
sanche de  la  cuenca,  y  el  río  á  descansar  un 
peco  de  las  fatigas  de  su  rápido  descenso,  ten- 
diéndose á  la  larga  en  buenos  trechos  casi  lla- 
nos y  bien  iluminados  por  el  sol.  Lo  que  sí  re- 


PEÑAS  ARRIBA  215 

cuerdo  bien  es  que  con  la  libertad  que  les  dan 
estas  relativas  anchuras,  el  río  y  el  camino  (á 
la  izquierda  ya  éste  de  aquél)  se  separan  uno  de 
otro  con  alguna  frecuencia,  aunque  sin  llegar  á 
perderse  de  vista  por  completo.  Al  ñn  y  al 
cabo,  ninguna  obligación  tienen  de  andar  jun^ 
tos  por  todas  partes;  y  sin  duda  por  eso,  el  ca- 
minOi  sin  trabas  ni  impedimentos,  como  el  río, 
que  le  obliguen  á  descender  continuamente  y 
por  determinado  canal,  á  lo  mejor  se  echaba  por 
un  atajo  cuesta  arriba,  gozándose  después  en 
saludar  desde  la  loma  del  cerro  pedregoso  á  su 
arrastrado  compañero,  que  sudaba  la  gota  gorda 
para  abrirse  paso  en  los  profundos  de  un  valle- 
cito  angosto,  entre  alisales,  guijarros  y  mim- 
breras.. 

Donde  se  juntan  otra  vez  los  dos  camaradas 
es  hacia  el  final  de  su  viaje,  por  estrecharse  la 
cuenca  nuevamente,  pero  sin  crecer  gran  cosa 
los  taludes;  y  ya  no  vuelve  el  río  á  gozar  de 
otra  llanada  que  la  de  su  sepultura,  festoneada 
á  lo  largo  en  su  margen  terrestre  por  un  camino 
real  que  ni  el  Nansa  ni  yo  vimos  hasta  que  nos 
hallamos  yo  encima  de  él ,  y  el  río  estrellándose 
contra  los  estribos  del  puente  que  une  las  dos 
orillas. 

Allí  le  di  mi  afectuosa  despedida,  mientras 
ahogaban  con  un  abrazo  sus  murmullos  (que 
durante  nuestra  jomada  de  seis  horas  no  habían 


2l6       OBRAS  DB  D.  JOSé  M.  DE  PEJIEDA 

cesado  un  momeato)  las  traidoras  aguas  salo- 
bres que  le  esperaban  inmóviles  y  cristalinas, 
como  un  espejo  en  que  se  miran  las  nubes  del 
firmamento,  tendidas  al  sol  en  una  vasta  llanu- 
ra salpicada  de  islotes  tapizados  de  verdes  y 
olorosas  junqueras.  Esta  pintoresca  ría  está  se- 
parada del  mar  por  una  barrera  muy  alta:  un 
monte  negro  y  pedregoso,  rajado  de  alto  abajo, 
quedando  así  un  boquete  muy  angosto  por 
donde  se  cuelan  las  aguas  y  los  barcos,  y  se  ve 
el  Cantábrico,  mirando  desde  adentro,  como 
un  pedazo  de  cielo  á  través  de  las  rejas  de  una 
cárcel. 

Todo  aquel  panorama  me  pareció  muy  bello 
por  sus  líneas,  por  su  luz  y  por  su  color;  mas  á 
pesar  de  ello,  ocupó  mi  atención  breves  instan-^ 
tes,  porque  se  habían  largado  mis  ideas  por 
muy  distintos  derroteros.  Fué  el  caso  que  no 
bien  me  vi  sobre  él  camino  real,  se  despertaron 
súbitamente  mis  mal  dormidas  inclinaciones 
mundanas;  y  escapándoseme  la  mirada  y  los 
pensamientos  á  lo  largo  del  blanquísimo  arre- 
cife que  corría  paralelo  á  la  costa  y  desaparecía 
en  la  curva  de  un  altozano,  empecé  á  con- 
siderar: 

— Por  ahí  se  va  á  la  vida  y  á  la  libertad  de 
las  planicies  soleadas,  al  bullicio  de  las  duda-^ 
des,  á  las  damas  elegantes  y  á  los  hombres  bien 
vestidos,  á  la  conversación  culta  y  amena,  á  los 


P£NAS   ARRIBA  21 J 

salones  alfombrados,  ai  libro,  al  teatro,  al  pe- 
ríódicoi  al  Casino,  al  Ateneo...  imientras  que 
por  aquí  I.,  • 

Y^volví  los  ojos  al  sendero  de  la  montaña,  y 
le  vi  trepar  entre  los  pedruscos  y  los  escajos 
bravios  de  una  sierra  calva;  y  distinguí  detrás 
de  eUa,  la  loma  de  otra  sierra  más  alta,  y  por 
encima  de  ésta,  otra,  y  sobre  su  cumbre  la  de 
un  monte  que  las  asombraba  á  todas;  y  a^  su- 
cesivamente, hasta  perderse  las  últimas  desva- 
necidas en  un  ambiente  brumoso  y  tétrico  que 
no  me  dejaba  percibir  con  claridad  los  dos  pel- 
daños de  aquella  escalera  disforme,  entre  los 
cuales  se  escondía  la  sepultura  en  que,  por  un 
mal  entendido  sentimiento  filantrópico,  había 
resuelto  yo  enterrarme  vivo. 

Sentido  pronto  alzarse  dentro  de  mí  una  pro- 
testa de  mi  libérrimo  albedrío,  y  con  ella  la 
nostalgia  de  la  ciudad;  pero  con  una  fuerza  tan 
nueva  y  tan  irresistible,  que,  sin  saber  cómo, 
me  vi  encarado  otra  vez  al  camino  real  y  po« 
s^do  de  un  vehementísimo  deseo,  de  la  tenta- 
ción pueril  y  desatentada...  de  escaparme  par 
allí. 

Pasó  todo  esto,  como  vértigo  que  era  de  mi 
exaltada  imaginación,  en  pocos  momentos;  pero 
no  sin  dejarme  huellas  mortificantes  en  el  es- 
píritu. 

Al  otro  lado  del  puente  había  unas  casas  de 


2l8      OBRAS  DE  D.  JOS¿  Bf.  DB  PBRBDA 

muy  alegre  aspecto:  parecióme  de  parador  el  de 
una  de  ellas,  y  allá  me  fui.  Parador  era,  en 
efecto,  y  taberna  bastante  bien  surtida.  Mandé 
dar  un  pienso  á  mi  cabalgadura  y  pedí  unas 
frioleras  para  mí,  más  que  por  satisfacer  una 
necesidad  que  no  sentía,  por  comprar  el  dere- 
cho de  descansar  un  poco  á  la  sombra  y  en  un 
banco,  bajo  techado,  ya  que  no  era  posible 
hacerlo  al  aire  libre  recreando  los  ojos  en  la 
contemplación  del  mar,  que  con  estar  tan  cerca 
de  allí,  no  se  veía  más  que  por  el  negro  boque- 
rón de  la  ría. 

Era  ya  bien  corrida  la  una  de  la  tarde  cuan- 
do volví  á  cabalgar.  Repasé  el  puente,  y  sin 
dirigir  la  vista  al  camino  real  que  dejaba  á^mi 
izquierda,  comencé  á  desandar  aguas  arriba  lo 
que  había  andado  por  la  mañana  aguas  abajo. 
Al  llegar  á  Robacío,  vi  que  me  esperaba  en  la 
brañuca  contigua  á  la  portalada  de  marras,  toda 
la  familia  de  la  casona  aquélla,  con  el  padre  en 
primer  término.  Bien  sabe  Dios  que  hice  voto 
solemne  en  mis  adentros  de  no  echar  allí  pie  á 
tierra,  como  no  me  desmontaran  á  tiros.  Era  el 
cuiíado  de  Neluco  un  hombre  bastante  gordo  y 
no  muy  alto,  moreno  y  atezado  de  rostro,  con 
anchas  patillas  grises,  pelo  recio  y  poca  frente* 
No  hablaba  tanto  como  su  mujer,  pero  no  era 
menos  afectuoso  y  hospitalario  que  ella.  Con  la 
disculpa  (y  era  la  pura  verdad]  de  que  llevaba 


\ 


PEÑAS  ARJtIBA  lig 

las  horas  muy  medidas,  hablé  poco  y  me  inge- 
nié mucho  para  que  no  hubiera  modo  de  enre- 
dar la  conversación  que  me  amenazaba  á  cada 
instante  por  el  lado  de  la  mujer  de  aquel  buen 
hombre.  Estréchele,  al  fin,  por  segunda  vez  la 
velluda  mano,  con  los  ofrecimientos  y  las  cor- 
tesías de  costumbre,  y  con  un  tadiós»  á  todos 
los  presentes,  corté  los  cumplidos  con  que  me 
despedían,  y  me  largué. 

Resuelto  á  que  no  me  cogiera  la  noche  cerra- 
da en  el  camino,  saqué  al  pobre  animal  que  me 
conducía,  los  ijares  y  hasta  las  asaduras  á  es- 
polazos. Por  un  milagro  de  Dios  llegó  vivo  á 
casa.  Pero  llegó  al  ñn,  y  no  tan  tarde  como  iba 
yo  temiéndome  á  medida  que  le  veía  perdiendo 
fuerzas  y  tambaleándose  por  el  áspero  camino» 

Por  lo  que  á  mí  toca,  llegué  en  la  misma  si- 
tuación de  ánimo  que  im  estudiantino  novel  á 
la  cárcel  de  su  colegio,  después  de  haber  pasa- 
do largas  vacaciones  con  su  familia:  jurándome 
á  mí  propio  no  volver  á  salir  de  Tablanca  solo 
y  por  aquel  camino,  para  no  caer  nuevamente 
en  la  mala  tentación  de  escaparme. 


-^'^^KR'SüP^ 


r 


XIII 


ABLANDO  unos  díás  después  con  Ne- 
luco  de  esta  excursión,  me  dijo  cuan- 
do vino  al  caso: 
— Pues  ahora  necesita  usted  hacer 
otra,  aguas  arriba. 

Respondíle  que  ya  la  había  hecho  con  el 
Cura  en  una  ocasión  bastante  reciente  y  de  muy 
placentero  recuerdo  para  mí.  Replicóme  que 
con  don  Sabas  sólo  había  visto  yo  lo  que  le 
convenía  á  él  que  viera  para  los  fines  que  lleva- 
ba, y  yo  necesitaba  ver  algo  más,  y  aun  estaba 
obligado  á  ello:  por  ejemplo.  Promisiones. 

— Atravesé  todo  el  valle — ^respondí, — y  con- 
servo perfectamente  su  aspecto  general  en  la 
memoria. 

—No  es  bastante— me  replicó  el  médico. — 
En  ese  valle  hay  un  pueblo,  que  es  el  prin- 
cipal... 

— Le  vi  también... 

— ^De  lejos. 


322   OBRAS  DE  O.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

— De  lejos  y  de  cerca  tiene  muy  poco  que  ver. 

— Exacto — dijo  Nelucp;— pero  en  ese  luga- 
rejo  hay  una  casa  solariega...  la  de  los  Gómez 
de  Pomar,  sangre  de  rancio  abolengo  que  co- 
rre también  por  las  venas  de  usted. 

— Hombre— interrumpió  aquí  mi  tío  que  es- 
taba presente,  mientras  Neluco  se  sonreía  como 
si  se  burlara  de  las  mismas  ponderaciones  que 
iba  haciéndome, — que  veas  á  Promisiones,  bien 
está;  que  conozcas  de  vista  la  casona  de  los 
Gómez  de  Pomar,  pase  también;  pero  que  lo 
que  queda  allí  de  esa  sangre  vieja  valga  la  pena 
de  meter  su  jocico  en  aquel  estragal  un  caba- 
yeru  como  tú...  ¡pispajul  eso  sí  que  lo  niego  á 
pies  juntos. 

— ¡Pero  si  allí  no  queda  gota  de  esa  sangre, 
don  Celso!— replicó  Neluco. 

— ¡Mira  á  quién  se  lo  cuental — respondió  mi 
tío. — Pero  de  allí  es  la  que  queda...  Dios  sabe 
si  en  presidio. 

— Yo  me  refería  á  la  casa  solamente... 

— Que  ni  siquiera  es  de  olios  ya...  porque  los 
sinvergüenzas  desaforaos,  la  dieron  por  un  pe- 
llejo de  vino  en  cuanto  faltó  el  baldragazas  que 
los  engendró  en  una  osa  montuna.  ¡Cascajo! 
mala  centella  los  parta  en  dos  por  los  ríñones. 

— Y  al  fin  y  al  postre,  ¿qué  viene  á  impor- 
tarle ya  esa  caída  á  don  Marcelo?  ¡Le  toca  taa 
poco  del  parentesco!... 


V 


PEÑAS  ARRIBA  22^ 

— Di  que  nada,  ¡cuartajol  si  te  paez.  iLos 
hijos  de  un  sobrino  carnal  de  nu  madre!... 

— |Pues  digo!...  ni  un  galgo  le  alcanza  ya... 
De  todas  maneras,  si  usted  no  quiere. .. 

—¡Yo?...  jÁ  buena  parte  vas  con  el  repa- 
ro!...  ¡Vaya  que  me  gusta!...  No,  no,  loquees 
por  mí... 

— Además,  no  se  trata  de  eso  solo,  que  debe 
verse  de  pasada... 

— ¿Jacia  onde? 

— Hacia  otra  parte. ..  á  otro  sitio  á  que  yo 
quiero  Ueyarle...  porque  esa  expedición  ha  de 
hacerla  don  Marcelo  conmigo.  Necesitaremos 
dos  días. 

— ¡Larga  va  á  ser,  trastajo! 

— No  mucho;  pero  como  debemos  hacer  no- 
che allá... 

— Pues  si  pensabas  guardar  el  secreto  del 
parador,  no  me  des  más  señas  de  él,  porque  ya 
le  he  conocido.  •• 

— ^Es  posible...  Y  como  ahora  hay  en  Tablan- 
ca  peste  de  salud  para  muchos  días,  si  don  Mar- 
celo está  conforme  y  usted  nos  da  su  permiso... 

— ¡Yo?...  ¡pispajo!  Lo  que  yo  quiero  es  que 
mi  sobrino  se  explaye  y  entretenga  á  su  gusto, 
para  que  no  coja  duda  á  la  tierra  de  su  padre... 
Eso  bien  lo  sabe  él...  y  también  lo  sabes  tú... 
Conque,  si  en  ello  vos  va  diversión,  bien  hecho 
será,  y  antes  con  antes,  por  si  el  tiempo  se 


224      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  U.  DB  PEREDA 

cansa  de  ser  bueno.  ¡Ojalá  pudiera  yo  ir  con 
vosotros,  aunque  no  fuera  más  que  por  dar  un 
abrazo  á  ese  buen  amigo!  Pero  ini  salir  á  misa, 
cuartajo!... 

— Ya  saldrá  usted,  don  Celso.., 

— Sí,  con  los  pies  pa-lante  el  mejor  día... 

Al  subsiguiente  de  esta  conversación  em- 
prendí la  caminata  con  Neluco,  los  dos  solos  y 
á  caballo:  yo  en  el  de  siempre,  bien  repuesto 
ya  de  sus  últimas  fatigas,  y  él  en  otro  rocinejo 
por  el  estilo,  que  era  de  su  propiedad  y  tenía 
la  costumbre,  como  caballo  de  médico,  de  pa- 
rarse delante  de  todas  las  viviendas  que  halla- 
ba al  paso. 

También  madrugamos  aquel  día,  y  no  poco, 
y  también  nos  amaneció  cerca  del  santuario 
próximo  á  la  vadera,  y  también  saludé  á  la 
Virgen,  siguiendo  el  ejemplo  que  me  dio  Nelu- 
co, rezándola  una  Salve  en  latín.  Es  mucha  la 
devoción  que  la  tienen  los  tablanqueses  y  todos 
los  habitantes  de  los  pueblos  comarcanos;  y  su 
fiesta,  en  el  mes  de  agosto,  de  las  más  concu- 
rridas y  celebradas  de  todas  las  de  aquella  re- 
gión. La  imagen  tiene  una  leyenda  que  no  me 
habían  referido  ni  Chisco  ni  don  Sabas,  y  co- 
nocí por  Neluco  mientras  volvíamos  á  poner- 
nos en  marcha,  descendiendo  hada  la  vad^a. 
En  tiempos  muy  remotos  quisieron  los  tablan- 
queses sustituir  con  otra  nueva  y  tde  mejor 


r 


PEÑAS  ARRIBA  a2¡ 

-ven  aquella  misma  Virgen  que  les  parecía  muy 
antigua,  tanto  que  no  se  conocía  su  origen  ten 
memoria  de  hombre. i  Acordada  la  sustitución, 
adquirieron  la  imagen  que  deseaban  y  la  colo- 
caron en  el  altarcillo  después  de  retirar  de  61 
la  antigua,  á  la  cual  enterraron  con  gran  solem- 
nidad, no  sabiendo  qué  hacer  de  ella  ni  cómo 
honrarla  mejor.  Pero  cuál  no  sería  la  admira- 
ción  de  aquellos  piadosos  montañeses  al  ver  al 
día  siguiente  en  el  altar  la  imagen  enterrada  la 
víspera,  y  vacía  su  sepultura,  sin  hallar  rastro 
ni  huella  por  ninguna  parte  del  mundo,  de  la 
imagen  nueva.  Con  este  milagro  patente  se  hizo 
más  extensa  y  fervorosa  la  devoción  á  la  Vir- 
gen resucitada,  y  en  este  grado,  ó  muy  poco 
menos,  se  ha  conservado  hasta  la  fecha. 

Repitiendo  el  camino  andado  por  mí  en  com- 
pañía de  don  Sabas,  me  pareció  haber  tardado 
menos  que  con  él  en  llegar  á  Promisiones;  ven- 
taja que  fué  debida  indudablemente  á  lo  que 
me  entretenía  Neluco  con  noticias  muy  curio- 
sas sobre  cada  palmo  de  terreno  que  pisábamos 
y  le  eran  tan  conocidos  como  los  rincones  de  su 
casa.  No  los  conocía  menos  el  Cura,  segura- 
mente; pero  aunque  allá  se  andaban  los  dos  en 
el  modo  de  sentir  y  de  saborear  la  tierra  madre, 
eran  más  numerosos  los  registros  del  médico,  y 
más  varia,  por  consiguiente,  la  música  de  su 
conversación. 

TOMO  XV  15 


226      OBRAS  OB  D.  JOSá  U,  OE  PEREDA 

Ya  en  el  valle»  tomamos  derechamente  hacia 
el  pueblo  que  había  dado  origen  á  la  porfía  entre 
mi  tío  y  Neluco.  £1  tal  pueblo,  de  disperso  y 
pobre  caserío,  ostentaba  sobre  el  montículo  más 
elevado  de  los  varios  que  forman  su  escabroso 
término,  un  edificio  cercano  á  la  iglesia,  que  no 
abultaba  más  que  él,  como  si  hubiera  querido 
lucir  sin  estorbos  y  para  que  fueran  bien  vistas 
de  todos,  propios  y  extraños»  las  únicas  gran- 
dezas que  posee.  £1  edificio  era  del  buen  estilo 
rico  montañés;  de  sillería  de  grano  la  fachada 
del  Sur  y  una  parte  de  la  del  Este,  lo  preciso 
para  encuadrar  en  ella  un  balcón  de  pulpito  con 
balaustrada  de  hierro;  el  resto,  mampostería  só- 
lida con  muy  pocos  claros  de  ventana.  En  la 
fachada  principal,  gran  solana  corrida  de  esqui* 
nal  á  esquinal,  y  encima  de  ella  y  del  balcón  del 
Este,  sendos  y  ostentosos  escudos  de  piedra  de 
mucho  relieve  y  rica  talla;  sobre  todo  ello,  la 
pátina  musgosa,  la  herrumbre  y  la  polilla  de  los 
años  y  de  la  incuria,  y  grandes  aleros  de  arte- 
sonado  podrido  con  los  canecillos  derrengados* 
Aquella  casa  era  la  solariega  de  los  Gómez  de 
Pomar;  y  bien  sabe  Dios  la  tristeza  con  que  la 
vf  en  estado  tan  deplorable,  más  que  por  sim- 
patía de  parentesco,  por  impulso  natural  de 
hombre  honrado  y  de  buen  gusto.  Habitábala 
un  labrador»  y  de  ello  eran  evidentes  señales  loa 
montones  de  estiércol,  la  carreta  y  los  aperos 


PEÑAS  ARRIBA  22/ 

que  se  veían  en  la  corralada  y  en  el  soportal,  7 
«1  heno  que  asomaba  por  los  agujeros  de  una  de 
las  desvencijadas  puertas  de  la  solana,  entre  los 
elegantes  cercos  de  sillería.  Salió  de  ella  un 
buen  hombre  que  nos  vio  mirarla  por  todas 
partes;  y  como  resultó  que  conocía  á  Neluco, 
nos  brindó  muy  cortés  á  que  pasáramos  á  des- 
cansar, csi  teníamos  gusto  en  ello.t  £1  médico 
me  pidió  mi  parecer  con  la  mirada,  y  con  un 
ademán  le  di  yo  la  negativa.  Me  acordaba  de 
algunos  dichos  de  mi  tío,  particularmente  el  de 
haber  sido  vendida  cpor  un  pellejo  devino,»  y 
la  lástima  de  antes  se  fué  trocando  en  ira. 

Continuando  nuestro  viaje,  me  dio  Neluco  al- 
gunos informes  que  yo  le  pedí,  vivamente  inte- 
resado en  conocerlos  después  de  lo  que  había 
visto  en  el  pueblo,  en  el  cual  no  nos  detuvimos 
más  de  media  hora. 

La  familia  de  los  Gómez  de  Pomar  nunca 
había  sido  tan  rica  de  propiedades  y  de  dinero 
como  pagada  de  su  alcurnia,  achaque  muy  co- 
mún en  la  Montaña.  La  bambolla  de  un  hidal- 
guete  de  aquella  casta,  que  volvió  de  México  á 
principios  del  siglo  pasado,  labró  sobre  los  ci- 
mientos del  solar  antiguo  la  casa  que  acabába- 
mos de  ver,  con  la  mayor  parte  del  dinero  que 
traía.  Con  el  resto  y  las  haciendas  que  le  pertene- 
cían en  el  valle  yen  las  inmediaciones,  seempeñó 
en  sostener  el  lustre  de  su  familia,  elevándola 


228   OBRAS  DE  D.  JOSé  M.  DB  PEREDA 

de  golpe  á  una  altura  en  que  jamás  habían  vi" 
vido  sus  fidalgos  antecesores.  Logró  su  intenta 
vanidoso,  pero  no  sin  muy  considerables  mer- 
mas y  quebrantos  en  su  caudal.  Al  heredarle  su 
sucesor,  heredó  también  una  buena  carga  de 
censos  y  de  hipotecas;  y  como  en  su  no  larga 
vida  no  pudo  verse  aliviado  del  peso  de  esta 
cruz,  recibióla  también  sobre  sus  espaldas  el 
que  vino  detrás  de  él;  pero  como  le  pesaba  mu- 
cho, antes  que  morir  agobiado  por  ella,  prefi- 
rió quitársela  de  encima  á  todo  trance.  Y  se  la 
quitó,  á  expensas  de  lo  más  jugoso  de  su  cau- 
dal. Así  salvó  lo  restante,  que  empezaba  á  ser 
enredado  poco  á  poco  en  las  mallas  inextrica- 
bles  del  préstamo  usurario.  Era  cuerdo  el  hom-^ 
bre,  y  ajustó  las  necesidades  de  su  casa  á  la 
medida  de  lo  que  poseía  libremente  para  soste- 
nerlas. No  trabajó  las  tierras  con  sus  manos, 
pero  pagó  el  trabajo  de  otros  para  vivir  él  de 
sus  productos;  y  en  su  casa  y  en  las  accesorias 
de  ella,  donde  siempre  había  reinado  el  silencio 
enervante  de  la  holganza  y  de  los  grandes  fas- 
tidios de  la  vanidad  infanzona,  comenzaron  á 
oirse  y  á  respirarse  los  ruidos  de  la  actividad 
campesina,  el  cencerreo  del  ganado  y  la  fragan- 
cia vivificante  y  regeneradora  de  los  frutos  sa- 
zonados de  la  tierra.  Mi  abuela  paterna  alcanzó 
aquellos  tiempos,  los  más  venturosos  de  la  &- 
milia  de  los  Gómez  de  Pomar.  Su  padre  era  un 


PBÑAS  ARRIBA  229 

^ñor  á  la  manera  de  mi  tfo  Celso:  campecha- 
no y  sin  retóricas,  sencillo  hasta  la  rudeza,  y 
noble  y  sano  de  corazón.  No  tuvo  más  que  dos 
hijos:  mi  abuela  y  el  mayorazgo.  Éste  resultó 
menos  enérgico  y  laborioso  que  su  padre;  se 
casó  con  una  medio  señora  campurriana,  y 
tuvieron  un  hijo  solo,  y  ese  de  pocas  creces, 
enfermizo  y  sin  alientos  para  nada.  Aquí  em* 
pezó  á  flaquear  la  firmeza  de  la  hasta  entonces 
enhiesta  medianía  de  la  casa,  mucho  por  la 
natural  dejadez  del  padre,  algo  por  no  pecar  de 
hacendosa  la  madre,  y  el  resto  por  falta  de  es- 
tímulo en  los  dos  para  enmendarse  en  pre- 
sencia de  la  ingénita  apatía  y  mortal  endeblez 
del  hijo.  El  cual  dio  en  la  gracia  de  espigar 
un  poco,  precisamente  cuando  debía  haberse 
muerto,  según  los  cálculos  de  sus  padres,  fun- 
dados principalmente  en  los  reiterados  dictáme- 
nes de  todos  los  médicos  y  curanderos  de  cua* 
tro  leguas  á  la  redonda.  Con  esto  y  con  morirse 
aquéllos  mucho  antes  de  lo  que  creían,  el  huér- 
fano recibió  el  caudal  hereditario  cuando  menos 
lo  pensaba,  y  con  bastantes  goteras,  casi  tantas 
como  las  que  tenía  la  casa  solariega,  en  la  que 
no  gastaron  un  maravedí  en  toda  su  vida  loa 
últimos  señores  de  ella.  En  ese  particular,  lo 
propio  hizo  el  hijo,  atento  sólo,  en  los  prime- 
ros años  de  su  orfandad,  al  trabajo  de  recons^ 
lituirse,  dándose  todo  el  regalo  que  era  compa» 


330   OBRAS  DB  D.  JOSé  M.  DB  PERBDA 

tibie  con  su  hacienda,  aunque  comiendo  ya  de 
la  olla  grande.  Como  no  salía  de  casa  y  se  había 
propuesto  arreglarse  un  completo  plan  de  vida 
dentro  de  ella,  se  casó  con  la  criada,  una  leba- 
niega  cerril,  siempre  vestida  de  sayal  y  con 
bocio.  Tuvo  de  ella  dos  hijos  como  dos  oseznos- 
de  Andará,  de  cuya  educación  no  se  cuidó  cosa 
maldita:  lejos  de  ello,  les  dio  continuamente  el 
mal  ejemplo  de  su  desgobierno,  y  muy  á  menu- 
do el  de  las  escandalosas  reyertas  matrimonia- 
fes  provocadas  por  la  lebaniega  incivil,  que  era 
la  estampa  de  la  suciedad  y  el  colmo  del  des- 
pilfarro. Al  ñn  se  murieron  los  dos,  ella  de  una 
pulmonía  doble  y  él  de  un  derrame  seroso, 
aunque  fué  voz  corrida  en  el  lugar  que  había 
acabado  de  una  borrachera  de  aguardiente. 
Todo  podía  ser,  porque  es  cosa  demostrada 
que  muy  á  menudo  hacía  méritos  para  ello.  Los 
hijos,  que  eran  unos  p&rdidos  á  los  diez  y  seis 
años,  cuando  entraron  por  la  ley  en  libre  pose- 
sión  de  lo  heredado,  ya  debían  más  de  las  tres 
cuartas  partes  de  ello.  Eran  borrachos,  corre- 
tones y  pendencieros,  y  daban  más  que  hacer 
á  la  justicia  en  seis  meses  que  todo  el  partido 
judicial  en  un  año.  Lo  último  que  les  quedó 
fueron  la  casa  solar  y  unos  cercados  contiguos 
á  ella;  y  como  se  lo  tenían  hipotecado  á  un  ta- 
bernero del  valle,  á  cuyas  expensas  comían  y 
bebían  últimamente,  y  al  vencer  el  plazo  de  la 


PEÑAS  ARRIBA  23I 

deuda  no  tuvieron  con  qué  redimirla,  el  taber- 
nero se  quedó  con  lo  hipotecado,  echólos  de 
casa  tan  pronto  como  pudo,  y  metió  en  ella  á 
un  inquilino  labrador  cargado  de  familia,  pero 
que  pagaba  bien  y  cultivaba  mejor  las  tierras 
que  le  dio  también  en  renta.  Al  hombre  aquél 
acababa  de  conocerle  yo  en  la  casa  misma. 

— ¿Y  los  otros?— pregunté  á  Neluco  en  cuan- 
to dio  fin  á  su  relato. — ^¿Qué  ha  sido  de  ellos? 

— ¿De  quiénes? — preguntóme  él  á  su  vez. 

— De  los  dueños  de  la  casa — respondí; — me- 
jor dicho  de  los  ex- dueños,  de  los  dos  perdu- 
larios que  se  la  vendieron  al  tabernero  por  un 
pellejo  de  vino. 

— Pues  de  esos  ilustres  vastagos  de  los  Gó- 
mez de  Pomar,  no  sé  nada  cierto  á  la  hora  pre- 
sente. Cuando  se  vieron  en  la  calle,  sin  hogar, 
oficio  ni  beneficio,  desaparecieron  de  aquí,  y 
se  supo  que  andaban  por  Andalucía  buscándo- 
se el  modo  de  vivir  como  el  diablo  les  daba  á 
entender.  Al  cabo  de  los  años,  volvió  uno  solo, 
no  á  su  pueblo,  sino  á  ese  otro  que  está  enca- 
labrinado en  aquella  cúspide  de  enfrente,  y  al 
cual  pienso  que  llegaremos  en  poco  más  de  una 
hora.  Allí,  con  el  prestigio  que  le  daba  su  ape- 
llido y  la  fanfarria  que  desenvolvió  delante  de 
la  hija  de  un  hombre  de  bien  que  tenía  algunas 
haciendas,  consiguió  que  éste  se  la  cediera  an 
matrimonio.  Estableciéronse  en  casa  aparte,  y 


233   OBRAS  DB  D.  jOSé  M.  DE  PEREDA 

al  poco  tiempo  de  ello  apareció  su  hermano  eit 
el  lugar,  pobre  y  mal  vestido.  Acogióle  el  ma- 
trimonio, como  era  natural.  Por  entonces  los 
conocí  yo  siendo  estudiante  todavía,  durante 
las  vacaciones  de  verano,  en  la  romería  de  la 
Virgen  de  las  Nieves.  Me  parecieron  de  muy 
mala  catadura,  particularmente  el  mayor,  en 
cuyo  semblante  de  torva  y  recelosa  mirada,  lo 
mismo  que  en  el  resto  de  su  persona,  se  veían 
las  huellas  y  el  estragó  de  todas  sus  malandan- 
zas. £1  otro,  el  menor,  que  era  el  casado,  tenía 
una  palidez  amarillenta,  y  unos  ojillos  de  ra- 
poso, y  una  mueca  de  sonrisa,  y  un  andar  de 
sierpe  venenosa,  que  estaban  pidiendo  el  banco 
de  crujía  de  una  galera,  y  el  corbacho  de  un 
cómitre  desalmado.  Decían  los  que  reparaban 
en  ellos  por  conocerlos  bien,  que  los  vigilaba 
mucho  la  Guardia  civil:  seria  ó  no  verdad;  pe- 
ro era  indudable  que  ellos  huían  de  la  pareja 
que  andaba  en  la  romería,  como  el  diablo  de  la 
cruz.  Por  aquellas  kalendas  hicieron  una  visita 
á  su  tío  de  usted,  don  Celso;  pero  tenía  éste 
entonces  más  bríos  y  más  agallas  que  hoy,  y 
respondió  á  su  taimada  exposición  de  necesi- 
dades en  tales  términos  y  en  tal  actitud,  que 
no  insistieron  en  su  petición,  ni  han  vuelto  á 
parecer  por  Tablanca.  Poco  después  se  larga- 
ron otra  vez  por  esos  mundos  á  buscarse  la  vi- 
da, con  gran  contentamiento  de  todo  el  lugar. 


PBÑAS  ARRIBA  333 

y  hasta  de  la  pobre  mujer  del  uno  de  ellos.  Á 
principios  de  este  otoño  oí  en  Tablanca  que 
faabfa  vuelto  el  casado  y  que  por  aquí  andaba 
tan  sinvergüenza  y  haragán  como  siempre;  pe- 
ro yo  no  le  he  visto,  ni  á  nadie  he  oído  hablar 
deéh 

Con  estas  interesantes  biografías  y  los  co- 
mentarios subsiguientes,  entretuvimos  el  cami- 
no, sinuoso  y  endemoniado^  dejando  por  nues- 
tra derecha  la  cuenca  del  río,  que  distaba  ya 
muy  poco  de  sus  fuentes. 

Al  ñn,  llegamos  al  pueblo,  encaramado  allá 
arriba  como  un  nido  de  águilas,  y  me  guió  Ne- 
luco  á  la  única  hospedería  que  había  en  él:  un 
casucho  de  mala  muerte  con  un  cuarto  en  el 
soportal,  y  en  el  cuarto  un  tosco  mostrador  y 
su  correspondiente  estantería  con  media  doce- 
na de  botellones  y  frascos  de  varios  colores, 
algunos  paquetes  de  cigarros  y  de  cajas  de  ce- 
rillas, y  media  docena  de  vasos  de  otros  tantos 
'Calibres;  arrimado  á  la  pared  y  sostenido  por 
tres  estacas  sin  labrar,  un  tablón  en  bruto,  de 
castaño  abarquillado;  delante  y  como  á  la  mi- 
tad de  este  banco,  una  mesa  de  igual  materia 
y  del  mismo  estilo  que  él;  sobre  la  mesa,  un 
jarro  y  dos  vasos  medio  desocupados  de  vino 
tinto;  y,  por  último,  sentados  en  el  banco  y 
con  la  mesa  delante,  dos  hombres  ea  los  cua- 
les ni  el  médico  ni  yo  nos  fijamos  gran  cosa 


«34     -OBRkS  DB  D.  JOSé  M.  DB  PBRBDA 

por  de  pronto.  Después,  y  mientras  hablába- 
mos con  el  tabernero,  Neluco,  que  los  tenia 
enfrente,  me  dio  con  el  codo  y  me  advirtió  con 
la  mirada  que  reparara  en  ellos.  Hícelo  con 
atención  y  vi  que  los  dos  tenían  muy  distinto 
pelaje  del  acostumbrado  y  corriente  entre  los 
aldeanos  de  aquellas  comarcas:  ofrecian  todo 
el  aspecto  de  los  vagabundos  famélicos  de  las 
ciudades;  ambos  llevaban  la  barba  gris  á  me- 
dio crecer,  y  el  ropaje  obscuro  y  mugriento, 
con  muy  pocas  señales  de  camisa.  En  el  uno 
creí  ver,  ó  más  bien  recordar,  rasgos  de  la  pin- 
tura que  me  había  hecho  Neluco  del  Gómez  de 
Pomar  casado  en  aquel  mismo  pueblo.  Las  se- 
ñas  del  otro  no  coincidían  en  nada  con  las  que 
yo  conocía  del  hermano  soltero.  Era  todavía 
más  innoble  su  cara  que  la  de  éste  y  más  re- 
pulsivo el  conjunto  de  su  persona:  tenía  un 
chirlo  en  la  nariz,  que  se  la  dividía  casi  por 
mitad,  y  un  ojo  medio  borrado. 

Se  les  conoció  muy  pronto  que  no  les  agra- 
daba la  insistencia  con  que  los  mirábamos  Ne- 
luco y  yo;  y  fuera  por  esto  ó  porque  ya  nada 
tenían  que  hacer  allí,  apuraron  el  contenido  de 
los  correspondientes  vasos,  y  se  largaron  ha- 
ciéndonos un  ligero  ademán  de  saludo,  pero 
sin  decir  palabra. 

Entonces  dejó  bruscamente  Neluco  la  mate- 
ria que  trataba  con  el  ventero,  reducida  á  saber 


r 


PBÑAS  ARRIBA  235 

qué  podría  servirnos  para  tomar  un  tente  en 
pie,  y  comenzó  á  preguntarle  por  la  casta  de 
los  dos  parroquianos  que  acababan  de  salir» 
Resultó,  en  cuanto  al  uno,  lo  que  yo  me  pre- 
sumía y  Neluco  daba  por  indiscutible:  que  era 
el  Gómez  de  Pomar  casado  allí;  el  otro  había 
venido  con  él  en  los  principios  de  octubre,  y 
juntos  vivían  y  de  la  misma  olla  comían  desde 
entonces,  como  grandes  y  antiguos  amigos  que 
eran,  á  expensas  y  á  despecho  de  la  pobre  mu- 
jer que  á  duras  penas  tenía  lo  más  indispensa- 
ble para  que  no  se  murieran  de  hambre  los  fru- 
tos de  su  desventurado  matrimonio.  Su  marido 
faltaba  pocas  veces  del  lugar,  y  no  pasaba  nin* 
guna  noche  fuera  de  él;  las  ausencias  del  ami- 
go, sin  ser  muchas,  eran  más  largas:  solían  du- 
rar dos  ó  tres  días.  Preguntado  el  primero  por 
su  mujer...  y  también  por  el  alcalde,  acerca  de 
la  procedencia,  oficio,  ocupaciones  y  planes 
del  segundo,  respondía  que  era  un  caballero 
perteneciente  á  una  de  las  principales  familias 
de  Madrid,  arruinado  con  los  negocios  de  la 
Bolsa;  había  estudiado  de  joven  para  ingeniero 
de  minas,  y  pasaba  por  muy  entendido  en  ellas. 
Sabía,  por  informes  adquiridos  allá  con  otros 
inteligentes,  que  había  una  riquísima,  de  oro 
puro,  en  cierto  sitio  entre  Tablanca  y  Promi- 
siones; y  en  busca  de  ella  andaba  cada  vez  que 
salía  del  lugar,  mejor  dicho,  la  había  encon- 


236   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  &t.  DE  PBRBDA 

irado  al  primer  tanteo,  porque  eran  infalibles 
las  señales  que  traía:  los  otros  viajes  que  iba 
haciendo  eran  para  estudiar  bien  los  ñlones  y 
la  manera  de  explotarlos.  En  cuanto  acabara 
ese  estudio  que  le  robaba  hasta  el  sueño,  se 
volvería  á  Madrid  para  dar  cuenta  de  todo  á 
los  capitalistas  que  habían  de  emprender  las 
labores  bajo  su  dirección,  asignándosele  á  él» 
para  remunerar  su  trabajo,  la  mitad  de  las  ga- 
nancias. 

Á  pesar  de  estos  rumbosos  informes,  la 
Guardia  civil  le  había  pedido  los  papeles, 
igual  que  al  último  perdulario;  pero  como  los 
llevaba  en  regla  y  no  se  metía  con  nadie,  ni 
nadie  se  quejaba  de  él  y  le  naba  el  vecino  del 
lugar  con  quien  vivía,  no  pasaban  las  cosas  á 
más  que  á  vigilarle  de  lejos,  lo  mismo  que  á 
su  fiador,  mientras  en  el  pueblo  se  cerraban 
las  casas  al  anochecer  y  no  se  dejaban,  de 
puertas  afuera,  ni  las  gallinas  en  sus  Mergadc* 
ros  provisionales.  En  cuanto  al  Pomar  ausente, 
sólo  se  sabía  de  él,  por  referencias  de  su  her- 
mano, que  andaba  bien  de  salud  y  que  no  tar- 
daría en  llegar,  porque  habría  en  la  mina  de 
oro  empleos  de  mucho  lucro  para  los  dos. 

¡Morrocotudos  consanguíneos  me  había  en- 
contrado yo  en  aquellas  alturas  de  Cantabria! 
Tenía  razón  Neluco:  merecían  ser  conocidos 
de  cerca  por  mí  el  solar  y  los  solariegos.  Por 


r 


PBÑTAS   ARRIBA  337 

este  lado,  no  me  iba  dando  el  viaje  motivos 
para  renegar  de  él. 

Tomado  el  tente  en  pie  que  nos  sirvió  el  ta- 
bernero con  excelente  voluntad  y  poquísima 
limpieza,  y  reanimados  los  bríos  de  las  cabal- 
gaduras con  no  sé  qué  brozas  nutritivas  que  se 
hallaron  en  el  pajar  de  la  taberna  y  en  el  gra- 
nero de  un  vecino,  volvimos  á  montar  Neluco 
y  yo  para  seguir  nuestro  camino,  del  que  nos 
faltaba  todavía  lo  más  largo  y  lo  peor,  según  el 
médico  me  dijo  ai  cabalgar. 

Dejado  el  pueblo  atrás  y  comenzando  ya  á 
descender  la  cambera  por  la  otra  vertiente  del 
monte,  nos  hallamos  tope  á  tope  con  los  dos 
comensales  de  marras,  que  estaban  tomando  el 
sol  arrimados  de  espaldas  á  un  vallado  y  apu- 
rando unas  colillas.  Entonces  se  trocaron  los 
papeles  en  lo  tocante  á  miradas:  con  ser  mucha 
la  curiosidad  con  que  los  miramos  nosotros, 
fueron  mucho  mayores  la  fijeza  y  la  intensidad 
de  las  miradas  de  ellos,  sobre  todo  las  dirigi- 
das á  mí,  y  especialmente  la  de  mi  consanguí- 
neo. Ni  siquiera  nos  honraron  con  el  ademán 
cortés  con  el  cual  se  despidieron  en  la  taber- 
na. Verdad  es  también  que  la  cara  que  les  pu- 
simos nosotros  no  era  para  engendrar  respues- 
tas de  cortesía.  Al  cruzarme  con  ellos  llevé 
instintivamente  la  diestra  á  la  cintura,  donde 
tenía,  debajo  de  la  espesa  cazadora,  un  revól- 


238   OBRAS  OE  D.  JOSé  M.  DE  PEREDA 

ver  de  seis  tiros,  y  biea  sabe  Dios  que  no  por 
recelo  de  los  hombres.  Neluco»  que  también  le 
llevaba,  pero  en  una  de  las  pistoleras  de  su  si- 
lla, se  sonrió  al  observar  el  movimiento  y  co- 
nocer mis  intenciones,  y  me  dijo: 

— No  irán  tan  allá  las  cosas,  esté  usted  segu- 
ro de  ello.  Necesitan  vivir  bien  con  la  justicia 
hasta  llegar  á  sus  fines,  si  es  que  tienen  alguno 
malo  entre  cejas;  y  si  le  tienen,  no  es  de  asal- 
tar en  despoblado  al  primer  transeúnte  que  se 
les  ponga  á  tiro.  Sin  embargo,  no  están  de  más 
Jas  precauciones  como  las  nuestras,  aunque 
hayan  sido  tomadas  contra  las  alimañas  del 
monte,  sin  acordarnos  de  las  vilezas  de  cierta 
casta  de  hombres,  desconocida  en  estos  honra- 
dos valles.  De  todas  maneras,  prometo  resar* 
cirle  á  usted  esta  tarde  y  esta  noche,  pero  muy 
cumplidamente,  con  impresiones  más  gratas, 
de  los  amargores  que  le  va  causando  á  usted 
en  su  paladar  de  hombre  honrado  nuestra  jor- 
nada hasta  aquí. 

Pedíle  á  Dios  que  asi  fuera,  y  continuamos 
bajando  y  departiendo  el  acompasado  gatear 
de  nuestras  firmes  cabalgaduras. 


r 


XIV 


OR  dónde  me  iba  conduciendo  el  em- 
pecatado mediquillo  de  Tahlanca» 
me  sería  imposible  decirlo  ni  aun 
con  el  plano  del  terreno  á  la  vista. 
Alguna  vez  creí  hallarme  en  un  pedazo  de  sen- 
da recorrida  días  atrás  en  compañía  de  don 
Sabas;  pero  sin  darme  tiempo  para  salir  de 
dudas,  dejaba  mi  conductor  aquel  camino  tri- 
llado y  echaba  por  donde  menos  era  de  espe* 
rarse.  Su  caballo  era  una  cabra,  y  él  una  ven- 
tolera que  le  arrastraba  por  lo  más  inverosímil 
de  lo  penoso  y  atrevido.  Para  aquel  diabólico 
centauro,  todo  atajo  era  andadero,  lo  mismo 
por  los  jarales  de  las  faldas  que  por  los  riscod 
de  las  cumbres.  £1  caso  era  rodear  poco  y  lle- 
gar cuanto  antes,  según  61  decía,  mientras  de- 
jaba yo  en  cuarentena  la  sinceridad  de  su  afir- 
mación, que  bien  pudiera  ser  encubridora  de 
antojos  irresistibles  de  un  montañés  tan  castizo 


a^O       OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

como  Neluco.  Porque  es  lo  cierto  que  no  su- 
bíamos á  una  altura  ni  bajábamos  á  una  hon- 
donada  sin  que  el  médico  hiciera  ardorosos  pa- 
negíricos de  ]o  que  se  veía  desde  arriba  ó  des- 
de abajo.  Para  mí,  quebrantado  6  insensible  de 
alma  y  cuerpo»  todo  era  ya  igual  y  de  un  mis- 
mo color;  y  hasta  del  vértigo  de  los  grandes 
asomos  estaba  curado  con  la  frecuencia  de  ver- 
los aquel  día;  y  cuidado  que  los  hubo  tan  tre- 
mendos y  de  senda  tan  angosta,  retorcida  y  la- 
deada, que  el  mismo  Neluco  se  apeó  para  pa- 
sarlos... tapándose  la  cara  con  el  sombrero  por 
el  lado  del  abismo.  De  bajadas  pendías^  no  se 
diga:  aquello  fué  despeñarse  más  que  bajar. 

Cuando  menos  lo  esperaba,  me  encontré  en 
el  Puerto,  que  me  pareció  menos  interesante 
que  la  primera  vez,  porque  le  veía  á  la  inversa 
de  entonces,  con  la  línea  insulsa  de  la  sierra 
baja  por  gran  parte  de  su  fondo,  en  lugar  de  las 
grandiosas  montañas  que  en  esta  segunda  visita 
iban  quedando  á  mi  espalda.  También  flotaban 
sobre  él  las  nieblas,  como  en  el  monte  por  don* 
de  habíamos  subido,  y  también  lo  deploró  Ne- 
luco, porque  me  impedían  gozar  del  espectácu- 
lo admirable,  que  tanto  me  había  ponderado 
Chisco  á  su  modo.  Pero  ¿qué  podía  faltarme  de 
ver  en  punto  á  panoramas,  después  de  los  que 
había  visto  con  el  Cura  desde  muy  cerca  de 
allí?  Referíle,  mientras  nos  internábamos  en 


PBÑAS  ARRIBA  24I 

aquel  escabroso  desierto,  lo  del  oso  checho  un 
reguñu»  encontrado  allí  mismo  la  otra  vez,  se- 
gún afirmación  de  mi  espolique.  No  le  sorpren- 
dió el  caso,  porque  tenía  noticia  de  otros  seme- 
jantes. Sin  embargo  de  lo  cual,  me  añadió,  en 
aquel  puerto  pastaban  en  los  primeros  meses 
del  verano,  y  sin  riesgo  alguno  por  lo  común, 
muchas  cabanas  de  ganado,  hasta  de  los  valles 
de  la  marina,  y  aun  me  enseñó  algunas  chozas 
de  vaqueros,  recientemente  abandonadas  y  que 
muy  pronto  desaparecerían  bajo  la  nieve.  Tam- 
poco me  pareció  tan  larga  como  la  primera  vez 
la  travesía,  ni  tan  fatigosa  la  contemplación 
continua  de  su  aridez,  lo  cual  pudo  consistir 
en  que  hice  la  entrada  por  distinta  pusria  que 
la  salida  de  entonces,  ó  en  el  hábito  adquirido 
ya  por  mí  de  andar  entre  montañas,  y  muy 
principalmente  en  lo  agradable  de  la  compañía 
de  Neluco. 

Al  fin  traspusimos  la  cumbre  de  la  sierra  que 
limita  el  Puerto  hacia  el  Sur,  y  volví  á  contem- 
plar la  verde  y  extensa  planicie  del  valle  de  los 
tres  Campóes.  Con  aquel  espectáculo  revivió 
mi  espíritu  adormilado,  y  comencé  á  respirar 
con  avidez  el  aire  de  la  hermosa  vega,  como  si 
me  hubiera  faltado  hasta  entonces  el  necesario 
para  la  vida;  caso  que  no  admiró  á  Neluco  por 
lo  raro  cuando  se  le  declaré,  porque,  por  una 
ley  fisiológica,  del  peso  ideal  de  las  grandes 
TOMO  XV  16 


242      OBRAS  D£  O.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

moles  que  agobia  á  los  espíritus  avezados  á  las 
llanuras  abiertas  y  despejadas»  participa  el  or- 
ganismo físico  también.  Bajando  sin  cesar  nues- 
tras cabalgaduras,  que  ya  no  podían  con  el  ra- 
bo, por  los  senderos  que  yo  había  conocido  al 
subir,  á  media  bajada  se  salió  de  ellos  Neluco 
y  tomó  por  otro  hacia  la  derecha.  Á  poco  rato 
de  andar  en  él,  descubrimos  en  el  extremo  del 
valle  más  arrimado  á  aquella  estribación  de  la 
sierra  y  debajo  de  nosotros,  una  gran  torre  se* 
norial  con  un  grupo  de  edificios  agregados  á 
ella,  á  corta  distancia  de  un  pueblecillo  agru- 
pado en  una  frondosa  rinconada  del  monte. 

Señalando  al  pueblo  y  luego  á  la  torre  y  sus 
accesorias,  y  deteniendo  al  mismo  tiempo  su 
caballo,  me  dijo  Neluco: 

— Aquel  lugarejo  es  Provedaño,  y  aquí  está 
el  ñn  de  nuestra  jornada  de  hoy. 

Después  tendió  la  vista  por  el  esplendente 
panorama  del  valle,  y  fué  dándome  sobre  él  to- 
das las  noticias  que  me  había  dado  Chisco,  y 
otras  muchas  más.  Convino  conmigo  en  que  sin 
dejar  de  ser  montañés  todo  el  conjunto  del  pai- 
saje, tenía  impreso  ya  en  sus  líneas  y  en  sus 
tonos  el  influjo  de  sus  vecindades  castellanas» 
y  continuamos  bajando. 

Cuando  acabamos  de  bajar  al  valle,  yo  no 
me  satisfacía  con  esparcir  la  vista  sobre  él,  ni 
con  aspirar  la  fragancia  de  sus  praderas  ater* 


PEÑAS   ARRIBA  243 

ciopeladas:  me  hubiera  revolcado  en  ellas  de 
buena  gana  como  una  bestia;  y  como  una  bes- 
tia envidiaba  á  las  que  andaban  libres  y  pa- 
ciendo por  allí.  Consulté  con  Neluco  esta  bes* 
tial  ocurrencia,  y  la  celebramos  los  dos  con 
grandes  risotadas;  pero  así  y  todo,  no  faltaron 
un  par  de  razones,  fisiológicas  también,  apun- 
tadas por  el  médico  y  discutidas  por  ambos, 
para  explicar  el  antojo  muy  raciottalméfite. 

Resistiéndose  todavía  Neluco  á  ampliar  los 
escasos  informes  que  me  había  dado  por  el  ca- 
mino sobre  la  persona  á  quien  íbamos  á  visitar, 
anduvimos  por  lo  llano  un  corto  trecho,  y  lle- 
gamos, no  á  la  torre,  sino  á  la  trasera  de  un 
cuerpo  del  edificio  que  se  unía  á  ella  por  el 
muro  de  una  portalada.  Entre  esta  fachada  del 
edificio  y  nosotros  se  interponía  otro  muro  más 
bajo  que  la  amparaba  en  toda  su  longitud,  y 
por  encima  de  este  muro  se  veía  un  carro  de 
bueyes  arrimado  al  edificio  y  paralelo  í  él;  en  el 
carro  había  una  carga  de  heno  verde,  segán  mi 
modo  de  ver,  y  según  el  más  autorizado  de  Ne- 
luco, de  retoño  seco;  y  sobre  la  carga,  un  hombre 
de  alta  estatura  que  lanzaba  con  impetuoso  brío 
grandes  horcomdas  de  ella  á  un  boquerón  de  la 
pared,  donde  las  recogía  otra  persona  y  las 
conducía  más  adentro.  Nada  de  particular  tenía 
todo  esto;  pero  sí  lo  tuvo,  y  mucho  para  mí,  lo 
que  sucedió  en  seguida;  y  fué  que,  vuelto  de 


244     OBFAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

repente  hacia  nosotros  el  hombre  que  descar- 
gaba el  carro,  y  mientras  nos  miraba  fruncien- 
do mucho  los  ojos,  apoyándose  gallardamente 
en  el  horcón  clavado  por  sus  puntas  en  el  he- 
no, observé  que  Neluco  se  descubría  delante  de 
él  y  le  saludaba  con  el  nombre  del  caballero  á 
quien  íbamos  á  visitar.  Descubríme  entonces 
yo  también,  lleno  de  extrañeza,  y  nos  apeamos 
los  dos,  casi  al  mismo  tiempo  que  el  descarga- 
dor del  heno  saltaba  del  carro  abajo,  muy  dili- 
gente y  airoso,  por  la  rabera. 

Representaba  cincuenta  años,  bien  corridos; 
tenía  buen  color,  la  cabeza  muy  poblada  de 
pelo  alborotado  y  recio,  la  cara  pequeña  y  en- 
juta, y  aún  parecía  más  chica  de  lo  que  era,  por 
lo  espeso  de  la  barba  que  le  ociipaba  la  mitad; 
la  barba  y  el  pelo,  empezando  á  encanecer;  la 
frente  ancha,  y  destacado  el  entrecejo;  la  nariz 
curva,  y  la  mirada  de  sus  ojuelos  verdes,  firme 
y  escrutadora;  cara,  en  fin,  cervantesca  y  un 
tanto  aquijotada.  Daba  grandes  pasos  con  sus 
largas  piernas  al  dirigirse  á  nosotros  que  le  sa- 
limos al  encuentro,  y  balanceaba  el  cuerpo, 
nervudo  y  cenceño  y  algo  inclinado  hacia  ade- 
lante, al  compás  de  las  zancadas;  vestía  un 
traje  modesto  de  paño  obscuro,  fuerte  y  bara- 
to, y  calzaba  abarcas  de  tarugos. 

Conoció  al  mediquillo  de  Tablanca  y  le  abra- 
zó muy  regocijado  y  cariñoso;  á  mí  me  saludó 


PBÑAS  ARRIBA  245 

con  la  cortesía  y  los  ademanes  de  un  gran  señor, 
de  los  exquisitamente  educados;  porque  los  hay 
de  ellos  sin  pizca  de  educación.  Cuando  supo 
quién  era  yo,  por  boca  de  Neluco,  estrechó  con 
efusión  mi  mano  entre  las  suyas,  que  me  pare- 
cieron, por  lo  fuertes  y  aun  por  la  aspereza  de 
sus  palmas,  mejor  que  de  carne  y  hueso,  del  ro- 
ble secular  de  aquellos  erguidos  montes. 

Con  voz  de  escaso  timbre  y  algo  desafinada, 
como  la  de  todos  los  sordos,  pues  lo  era  61  y 
más  que  en  grado  de  ienisnie,  me  dijo: 

—No  le  pido  á  usted  perdón  por  los  hábitos 
y  ocupaciones  en  que  me  encuentra,  porque  si 
tuviera  á  mengua  emplearme  tan  á  menudo 
como  me  em|>leo  en  estas  rudas  labores,  no  me 
empleara.  No  me  dan  ellas  todo  el  pan  que  me 
nutre  el  cuerpo,  pero  me  ayudan  á  conservarle; 
y  como  á  la  par  que  convenientes,  me  son  muy 
agradables  y  las  tengo  por  honrosas,  ¿á  qué 
acusarme  de  ellas  como  de  un  pecado  contra 
los  timbres  de  mi  linaje? 

Al  saber  después  que  íbamos  con  propósito 
de  pasar  allí  la  noche,  volvióse  rápidamente 
hacia  Neluco  y  le  dijo  con  afable  sonrisa: 

— Pues  de  ese  modo,  y  ya  que  conoces  bien 
la  casa,  encárgate  tú  de  hacer  los  honores  de 
ella  á  este  caballero,  mientras  yo  doy  aquí  aba- 
jo algunas  disposiciones  que  son  necesarias 
para  quedar  enteramente  á  la  de  ustedes.  En« 


246      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  If .  I>B  PBRBDA 

tren,  pues;  suban,  pidan  y  tomen  cuanto  ape- 
tezcan de  lo  que  haya. 

Con  esto  me  empujó  suavemente  hacia  la 
torre;  cogió  en  seguida  los  dos  jamelgos  por 
los  bridones,  y  los  arrastró  materialmente  ha- 
cia la  portilla  por  donde  había  salido  del  cer* 
cádo,  mientras  llamaba  con  toda  su  voz  al  sir- 
viente que  debía  encargarse  de  ellos. 

Guióme  Neluco  y  seguíle  yo:  estaba  abierta 
la  portalada,  embutida  entre  la  torre  y  un  ex- 
tremo de  los  edificios  que  forman  dos  lados  de 
la  espaciosa  corralada  en  que  entramos,  cerrán- 
dola por  el  otro  lado  un  muro  que  une  otra  es- 
quina de  la  torre  con  la  fachada  frontera  de  la 
escuadra  de  edificios.  Éstos  eran  tres,  aunque 
en  una  sola  pieza  y  de  una  misma  altura,  y  de 
distinta  época  cada  uno  de  ellos;  pero  todos 
más  modernos  que  la  torre,  particularmente  el 
principal.  No  era  esta  casa  tan  ostentosa  como 
la  de  los  Pomares  de  Promisiones;  pero  sí  tan 
bien  íiacida,  y  desde  luego  más  rancia  de  lina- 
je. Buena  huerta  y  grandes  cercados  en  las  in* 
mediaciones  de  la  corralada.  Lo  más  notable 
de  todo  ello  fué  para  mí  la  torre,  de  la  que  da* 
ban  dos  fachadas  al  corral,  en  una  de  las  cua«» 
les,  y  no  en  su  centro,  estaba  la  puerta  de  in- 
greso á  ella,  baja  y  angosta  y  reforzada  con 
enormes  clavos  y  grandes  barrotes  de  hierra 
mohoso.  Tenía  cuatro  pisos  y  terminaba  en  un 


r 


PBÑAS  ACRIBA  247 

gracioso  parapeto  con  gárgolas  de  piedra  para 
desagüe  del  tejadillo  apuntado.  Parecióme  una 
construcción  de  venerable  antigüedad,  y  no  me 
equivoqué  en  el  supuesto. 

Después  de  dar  un  vistazo  general  á  todos 
aquellos  característicos  accesorios,  cuadras  y 
gallineros  inclusive,  de  la  mansión  del  caballe- 
ro á  quien  íbamos  á  visitar,  y  siempre  bajo  la 
dirección  de  Neluco,  seguíle  yo  estragal  aden- 
tro y  escalera  arriba,  y  así  llegamos  á  la  pieza 
que  podía  llamarse  estrado  ó  salón  de  recibir, 
amplia,  con  luces  á  un  gran  balcón  de  hierro, 
de  viguetería  descubierta  y  suelo  de  recias  ta- 
blas de  castaño.  Colgaban  de  las  paredes  algu- 
nos retratos  viejos,  de  familia,  por  orden  de 
antigüedad,  desde  la  cota  de  malla  hasta  la 
peluca  y  las  chorreras;  dos  grandes  cornuco- 
pias de  talla  dorada,  semejantes  á  las  que  ha- 
bía en  mi  habitación  de  la  casona  deXablanca, 
y  un  San  Jerónimo  penitente,  muy  estropeado. 
Los  muebles  no  guardaban  estilo  ni  orden  ni 
concierto,  y  en  cada  uno  de  ellos  y  en  el  con- 
junto de  lo  que  contenía  todo  el  salón,  y  en  el 
salón  mismo,  se  echaba  muy  de  menos  la  hue- 
lla de  la  hábil  mano  de  la  t señora  de  su  casa,» 
que  faltaba  en  aquélla  por  no  haberla  necesita- 
do aún  su  dueño  para  arrojar  la  cruz  de  su  so- 
ledad, que  no  debía  de  pesarle  mucho.  De  segu- 
ro que  no  hubiera  consentido  esa  señora  rimeros 


248      OBRAS  Dñ  D.  JOSé  If .  DE  PBRBOA 

de  libracos  viejos  y  apolillados  sobre  el  sofá  de 
damasco  rojo,  ni  un  banco  de  roble  tallado  en- 
tre dos  sillas  de  reps  verde,  ni  dos  pedruscos 
célticos  y  una  escombrera  de  cascotes  romanos 
encima  del  banco  de  roble  y  de  la  consola  de 
nogal,  no  obstante  ser  los  unos  y  los  otros  bue- 
na presa  del  solariego  en  sus  incesantes  explo- 
raciones arqueológicas  en  aquellas  comarcas  y 
sus  aledaños;  ni  una  escopeta  detrás  de  la 
puerta  del  balcón,  ni  una  colodra  colgada  de 
un  retrato.  También  hubiera  hallado  la  señora 
ausente  mucho  que  ordenar,  ó  siquiera  que 
despolvorear  y  aun  que  barrer,  en  la  pieza  in* 
mediata,  que  era  el  despacho  ó  cuarto  de  estu- 
dio del  señor.  Porque  (válgame  el  de  los  cie- 
los! (Cómo  estaba  también  de  libros  fuera  de 
sus  estantes,  y  de  resmas  de  periódicos,  y  de 
fajos  de  papeles,  y  de  montones  de  revistas,  y 
de  huesos  fósiles,  y  de  candilejas  y  escudillas 
romanas,  y  de  bronces  herrumbrosos,  y  de 
ejemplares  de  panojas  de  muchas  castas,  en  las 
sillas,  por  los  suelos,  en  la  mesa  de  escribir  y 
creo  que  hasta  en  el  aire! 

Andando  en  estas  investigaciones,  se  nos 
presentó  una  mujer  más  que  cincuentona,  lim- 
pia y  afable,  á  preguntarnos  qué  queríamos  to- 
mar mientras  llegaba  la  hora  de  la  cena,  que 
en  aquella  casa  era  la  de  las  ocho;  porque  ba- 
rruntaba que  debíamos  de  venir  desfallecidos... 


PBÑAS   ARItlBA  249 

Dímosle  las  gracias,  asegurándola  que  de  nin- 
gún alimento  necesitábamos  hasta  la  hora  de 
cenar,  y  volvió  á  dejarnos  solos. 

Todavía  se  negaba  Neluco  á  suministrarme 
las  noticias  que  yo  le  pedía  sobre  el  modo  de 
ser  de  aquel  caballero  de  tan  extrañas  y  llama- 
tivas prendas,  porque  prefería  que  fuera  él  mis- 
mo dándoseme  á  conocer...  y  cdespués  habla- 
ríamos.» Por  de  pronto,  leyendo  los  rótulos  de 
algunos  libros  de  los  estantes,  sacó  el  médico 
uno  de  ellos  y  le  puso  en  mis  manos. 

— Ésta  es  obra  suya—me  dijo  al  mismo  tiem- 
po,— recientemente  impresa  por  la  Real  Aca- 
demia Española  después  de  haberla  premiado 
en  público  certamen. 

Titulábase:  Emayo  histórico,  etímológico  y 
filosófico  sobre  los  apellidos  castellanos  desde  el 
siglo  X  hasta  nuestra  edad. 

— Y  esta  otra — añadió  Neluco,  mientras  yo 
leía  el  índice  de  la  primera,  mostrándome  el 
rótulo  de  otro  libro: — Noticia  histórica  de  las 
behetrías  y  primitivas  libertades  castellanas...  Este 
libro  es  un  asombro  de  erudición  y  de  ingenio, 
y  es  muy  de  admirar  por  el  montañesisnio  que 
respka,  y  el  tradicionalismo  científico  y  patriar- 
calmente  democrático  en  que  está  inspirado. 
Demuéstrase  en  él,  entre  otras  cosas,  por  las 
leyes  del  Concejo,  la  antigua  y  suma  importan- 
cia de  la  ganadería  en  la  Montaña.— Y  ésta 


250      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M,  DE  PEREDA 

más,  Los  Eddas^  traducción  del  poema  de  este 
nombre,  algo  como  la  litada  de  los  suecos:  es 
empresa  de  los  albores  literarios  de  nuestro 
amigo*  Después,  en  cada  periódico  y  en  cada 
revista  de  los  que  andan  desparramados  j>or 
aquí,  hay  algún  trabajo  de  erudición  ó  de  crí- 
tica, y  todos  ellos  enderezados  al  bien  y  á  la 
mayor  gloria  de  la  provincia,  que  la  tiene  muy 
señalada  en  contarle  á  él  entre  sus  hijos,  y  par- 
ticularmente de  la  comarca  en  que  nació,  vive 
y  desea  morir...  ¿Ve  usted?...  Los  Garcilasos,.^ 
admirable  serie  biográfica  de  esta  dinastía  de 
guerreros  y  de  poetas  de  entronque  montañés... 
Veamos  qué  rollo  es  éste...  tire  usted  hacia 
allá,  porque  no  va  á  caber  en  la  mesa...  Un 
plano  hecho  y  firmado  por  él,  y  bien  reciente- 
mente. Ya  tenía  yo  alguna  noticia  de  este  tra- 
bajo estupendo.  Proyecto  de  encauce  y  riegos  del 
Htjar  desde  Riaño  á  Reinosa,..  Parece  la  obra 
de  un  consumado  ingeniero...  Pues  de  seguro 
tiene  este  cartapacio  lleno  de  apuntes  de  traba- 
jos en  preparación.  ¿No  lo  dije?...  La  parte  de 
los  navegantes  montañeses  en  el  descubrimiento  de 
América...  Biografía  del  célebre  poeta  dramático 
D*  Pedro  Calderón  de  la  Barca,..  Juan  de  la 
Cosa.,, 

Me  consta  que  tiene  dos  novelas  y  una  leyen- 
da inéditas,  porque  he  visto  los  manuscritos, 
históricas  y  montañesas  también...  De  su  estilo 


V 


PEÍDAS  ARRIBA  25 1 

gallardo,  brioso,  castellano  limpio,  neto  como 
la  sangre  que  corre  por  sus  venas;  de  su  modo 
de  ver  y  de  sentir  la  tierra  madre  y  de  cantar 
su  hermosura,  ya  se  irá  usted  enterando  cuando 
le  admire  en  sus  escritos...  Pero  {canario!  per- 
mítame usted  que  le  diga  con  esta  franqueza 
que  debe  haber  entre  hombres  fórmales  como 
nosotros,  que  no  tiene  usted  perdón  de  Dios  al 
obligarme  á  mí  á  que  le  entere  de  estas  cosas 
que  debieran  serle  muy  conocidas,  siqtuera  por 
lo  que  tiene  de  montañesa  su  sangre,  ya  que  no 
(aunque  esto  debiera  bastar)  por  ser  toda  ella 
española. 

Tenía  razón  Neluco,  y  así  se  lo  confesé  con 
la  mayor  frescura.  ¡Ah,  pues  si  él  hubiera  sabi- 
do hasta  dónde  llegaba  mi  ignorancia  en  esos 
particulares!...  [que  toda  mi  erudición  biblio- 
gráfica española  cabía  holgadamente  en  un  pa- 
pel de  cigarro!  Fuera  de  los  escritores  de  Ma- 
drid, no  conocía  uno  solo,  ni  de  nombre.  Por 
fortuna,  no  insistió  Neluco  en  el  tema;  que  si 
insiste,  canto  de  plano.  Y  ¿á  qué  negarlo,  si  era 
la  pura  verdad  y  yo,  hasta  entonces,  no  me 
había  avergonzado  de  ella? 

En  éstas  y  otras,  como  ya  anochecía  y  andá- 
bamos casi  á  tientas  entre  los  papelotes  del  des- 
pacho, volvimos  al  salón,  precisamente  al  mis- 
mo tiempo  que  entraba  en  él  el  señor  de  la  ca- 
sa, con  un  quinqué  encendido  en  la  mano.  Nos 


252   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  D£  PBRBDA 

pidió  perdón  por  la  tardanza  después  de  darnos 
las  buenas  noches,  y  continuó  andando  hacia  su 
despacho  en  cuya  mesa  puso  el  quinqué.  Re- 
trocedimos tras  él  nosotros...  y  ¡nueva  sorpre- 
sa para  mil  £1  rústico  descargador  de  yerba 
había  sustituido  los  burdos  ropajes  del  oficio 
<:on  una  levita  cerrada  y  todos  los  accesorios 
correspondientes  á  esa  prenda  de  sempiterna 
distinción,  incluso  el  aliño,  muy  esmerado,  de 
la  barba  y  del  cabello.  Más  que  un  señor  de 
aldea  con  resabios  de  labriego,  me  pareció  en- 
tonces aquel  singular  campurriano  un  perso- 
oaje  de  corte,  un  ministro  ó  cosa  así,  que  se 
disponía  á  dar  audiencia.  Tan  bien  le  sentaba 
la  levita,  y  tan  aseñorados  eran  sus  modales. 

Como  al  andar  enfrascado  en  estas  reflexio- 
nes le  mirara  yo  de  arriba  abajo  con  mal  disi- 
mulada curiosidad,  notóla  él  y  me  dijo  son- 
riéndose: 

— No  crea  usted,  amigo  mío,  que  me  he  ves- 
tido estos  atalajes  señoriles  para  que  se  vea  que 
los  tengo.  No  llegan  á  tanto  mis  flaquezas  de 
infanzón  sin  privilegios.  Neluco  lo  sabe  bien. 
Pero  me  gusta  dar  á  cada  cual  lo  que  merece, 
y  no  tengo  todavía  bastante  franqueza  con 
usted,  que  es  caballero  y  hombre  del  mundo, 
para  recibirle  en  mi  casa,  por  primera  vez,  ves- 
tido de  carretero.  Va,  pues,  con  usted,  como 
ha  ido  antes  con  otros,  este  ceremonial;  y  no 


r 


PBÑAS   ARRIBA  255 

me  le  agradezca,  porque  es  deuda  de  homenaje 
que  le  rindo  muy  gustoso. 

La  verdad  es  que  no  hallé  en  mi  repertorio- 
de  frases  hechas  y  aceptadas  en  la  •  buena  so* 
ciedad»  para  cumplir  en  lances  tales,  un  par  de 
ellas  que  entonaran  debidamente  con  aquel  mo- 
delo de  hidalga  cortesía,  y  que  me  despaché  de 
mala  manera  con  cuatro  -vulgaridades  ramplo- 
nas, mal  hilvanadas  y  entre  dientes.  En  segui- 
da empezó  lo  que  pudiera  llamarse,  en  estilo- 
parlamentario,  la  sesión. 

Recién  llegado  por  primera  vez  á  la  Monta- 
ña, oriundo  de  ella  y  vastago  de  una  familia  co- 
nocidísima del  señor  aquél,  evidente  era  que 
había  de  ser  yo  la  materia  prima  de  la  conver- 
sación que  se  entablara  allí.  Y  eso  sucedió» 
Respondiendo  á  sus  discretas  preguntas,  fuS 
entregándole,  con  el  pasaporte,  toda  mi  hoja  de 
servicios  y  merecimientos,  que,  en  Dios  y  ea 
mi  ánima  lo  juro,  nunca  me  parecieron  menos 
ni  más  dignos  de  ser  desconocidos;  y  eso  que 
sólo  declaré  los  más  indispensables.  Algo  saqué 
en  limpio,  sin  embargo,  y  de  mi  gusto,  de  la 
ingrata  tarea,  y  fué  el  conocer,  á  mi  vez,  algu- 
nos antecedentes  de  la  vida  y  milagros  de  mi 
respetable  huésped;  entre  otros,  que  después 
de  terminada  su  carrera  de  abogado,  había  sido^ 
durante  algunos  años,  periodista  en  Madrid  1 
la  manera  de  entonces,  tan  diferente  de  la  de 


254      OBRAS  DB  D.  JOSé  M.  DE  PBRBOA 

i 

ahora,  discutiendo  y  exponiendo  mucho  y  ba- 
tallando poco;  gallardías  de  torneo  más  que 
guerra  implacable  de  pasiones;  y  que  había  vi- 
vido largo  tiempo  en  varias  provincias  de  Es- 
paña, unas  veces  por  gusto  y  otras  desempe- 
ñando cargos  públicos  importantes. 

Tras  éstas  y  otras  análogas  materias,  vinimos 
al  caso  concreto  de  mi  llegada  á  la  Montaña  y 
sus  motivos, 

[Ah,  qué  atinado,  qué  elocuente  y  qué  hondo 
estuvo  en  este  particular  aquel  caballero!  ¡Qué 
Lien  conocía  á  mi  tío,  qué  magistralmente  rae 
le  pintaba,  y  cuan  sinceramente  deploraba  su 
estado  de  salud  después  de  haber  oído  de  boca 
de  Neluco  su  irrevocable  sentencia  de  muerte! 

— No  sabe  Tablanca  lo  que  pierde  en  él — 
nos  dijo, — ni  lo  sabrán  los  valles  circunveci- 
nos, que  tan  poco  se  pagan  hoy  de  su  raro  ejem- 
plo y  de  su  obra  admirable. 

Pues  sobre  esta  obra,  ¡qué  cosas  me  dijo 
también!  En  su  concepto,  sólo  podían  estimar- 
la los  hombres  esforzados  que  se  pasaban  la  vida 
consagrados  al  mismo  generoso  empeño  sin  lo- 
grar fruto  alguno.  ¿No  tenían  todos  los  terrenos 
Iqs  mismos  elementos  de  fertilidad?  ¿Había  di- 
ferencias de  consideración  entre  semillas  que 
parecían  idénticas?  ¿Dependían  los  frutos  de  la 
manera  de  sembrar? 

Él  no  sabía  á  qué  atenerse  en  vista  de  lo  que 


'\ 


PEÑAS  ARRIBA  255 

le  iba  enseñando  la  propia  observación  en  mu- 
chos ejemplos  que  había  estudiado  muy  de 
cerca.  Á  veces  veía  un  mal  común  y  relativa- 
mente nuevo,  que  le  parecía  la  causa  mediata 
de  que  se  estrellaran  en  el  fracaso  los  más  he- 
roicos y  desinteresados  intentos;  pero  ¿por  qué 
no  se  habían  estrellado  los  de  don  Celso  en  el 
mismo  escollo?  Es  verdad  que  don  Celso  había 
recibido  de  algunos  antepasados  suyos  bien 
dispuesto  y  preparado  el  campo  para  su  labor 
benéfica;  pero  también  se  había  dado  este  caso 
en  otras  partes,  y,  sin  embargo,  el  mal  nuevo 
había  logrado  triunfar  en  ellas.  Pertenecía  don 
Celso  á  una  casta  de  hombres,  muy  contados, 
que  poseen,  como  un  don  de  Dios,  el  instinto 
de  ver  el  lado  práctico  de  todas  las  cosas,  y  la 
virtud  de  imponerse,  sin  aparatos  retóricos  ni 
artificios  teatrales,  á  las  muchedumbres  más  in- 
dóciles, y  de  arrastrarlas  hasta  los  últimos  ex- 
tremos de  lo  heroico.  Deesta  madera  habían  sido 
los  grandes  guerreros  y  los  ciudadanos  más  in- 
signes. ¿Estaría  el  mérito  de  su  cosecha  en  éste 
su  modo  de  sembrar?  De  todas  maneras,  la  obra 
de  mi  tío  debía  vivir  eternamente,  como  la  de 
otros  muchos  bienhechores  de  su  índole  gene- 
rosa. 

Y  por  aquí  vino,  por  sus  pasos  contados,  lo 
que  estaba  yo  viendo  venir  rato  hacía. 

—Es  usted  joven— llegó  á  decirme, — hecho 


256   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

y  amoldado  á  la  vida  muelle  y  regalona  de  las 
grandes  ciudades,  y  extraño  enteramente,  menos 
por  su  sangre,  á  este  mundo  en  pequeño  que 
rebulle  y  se  agita  entre  los  repliegues  sombríos 
de  estas  comarcas  grandiosas.  ¡Qué  lástima — 
añadió, — que  todo  esto  junto  sea  un  obstáculo, 
aunque  no  invencible,  para  que  la  labor  de  don 
Celso  en  Tablanca  tenga  en  usted  un  apasiona- 
do continuador!  Porque  si  usted  no  lo  es,  ¿quién 
va  á  serlo  ya? 

Eludiendo  una  respuesta  categórica  á  esta  in- 
sinuación tan  terminante,  despácheme  con  un 
«¿quién  sabe?»  medio  en  broma,  y  esta  pregun- 
ta que  debía  alejar  más  de  su  tema  al  caba- 
llero: 

— Y  en  estas  comarcas,  ¿cómo  andan  esas 
cosas? 

— ¡Oh! — me  respondió  en  el  acto,  con  un 
ademán  que  valía  tanto  como  decir  «no  hable- 
mos de  eso.» — Por  acá  quisiera  yo  ver  á  don 
Celso...  aunque  ¡vaya  usted  á  saber!...  Lo  que 
puedo  afirmarle  es  que  yo,  con  la  pluma,  con  la 
palabra,  con  el  ejemplo,  de  día,  de  noche,  no 
he  cesado  de  cumplir  con  mi  deber:  á  eso  he 
vuelto  aquí,  á  eso  consagro  todo  mi  tiempo,  en 
eso  gasto  mi  salud  y  mi  corto  caudal ...  todo 
menos  mi  perseverancia,  que  es  indestruc- 
tible... pero  como  si  sembrara  en  una  peña; 
porque  el  mal  nuevo  arraigó  muy  hondamente 


PBÑAS    ARRIBA  2^J 

aquí,  Ó  no  me  doy  buen  arte  para  extirparle. 

Seguidamente,  y  como  para  orientarme  á  su 
gusto  en  el  terreno  de  que  se  trataba,  comenzó 
á  hablarme,  como  si  lo  fuera  leyendo  en  un  li- 
bro (tales  eran  la  abundancia,  la  claridad  y  el 
método  de  lo  que  me  exponía),  de  Ja  organiza- 
ción patriarcal  de  aquellos  pueblos  desde  las 
primeras  Hirmandadis  que  se  formaron  en  el 
siglo  XI  simultáneamente  con  las  Cruzadas,  des- 
envolviendo á  mis  ojos  el  cuadro  vastísimo  de 
la  historia  desde  entonces  acá,  en  rasgos  tan 
breves  como  vigorosos  y  expresivos,  y  enla- 
zando con  los  hechos  más  culminantes  de  ella 
y  más  gloriosos,  los  de  aquella  humilde  raza  de 
obscuros  montañeses.  ¡Oh!  yo,  que  sólo  los 
conocía  vagamente  por  los  ditirambos  pompo- 
sos de  mi  padre  en  sus  exaltaciones  solariegas, 
¡cuánto  aprendí  aquella  noche,  y  con  qué  gus- 
to, acercado  las  interesantes  vicisitudes  por  que 
ba  pasado  aquel  esquivo  rincón  del  mundo, 
aquella  región  cantábrica  tan  ignorada  de  ex- 
traños y  aun  de  propios!  Entonces  comprendí 
lo  que  valían  los  libros  y  las  investigaciones 
arqueológicas  de  aquel  hombre,  destinados  á 
reivindicar  para  su  cpatria  chica»  las  glorias 
que  se  le  negaban  en  la  grande,  sacándolas  del 
polvo  de  los  archivos  y  debajo  de  las  costras 
de  la  tierra. 

Llegados  por  caminos  tan  placenteros  al  pro- 
TOMO  XV  17 


i 


258   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

sáico  terreno  del  día  presente  y  á  tratar  de 
nuestro  punto  de  partida,  del  llamado  por  él 
imal  nuevo»  en  aquéllas  y  otras  comarcas  ru* 
rales,  díjonos,  interrumpiendo  lo  que  yo  había 
comenzado  á  exponer  y  como  salvedad  que 
conceptuaba  necesaria: 

— ^Debo  advertir  á  ustedes  que,  aunque  lo 
parezco  en  ocasiones,  no  soy,  ni  á  cien  leguas, 
un  apasionado  ciego  de  todo  lo  pasado.  Creo, 
porque  á  la  vista  está,  que  las  cosas  se  van  mo- 
dificando á  medida  que  corre  el  tiempo,  y  lo 
del  refrán  castellano  que  cá  otros  tiempos,  otras 
costumbres  y  otras  leyes;»  pero  quiero,  sin  de-* 
jar  por  eso  de  ser  hombre  del  día,  antes  al  con- 
trario, por  lo  mismo  que  lo  soy,  que  esas  mo- 
dificaciones de  las  costumbres  y  de  las  leyes  se 
deriven  por  su  propio  peso,  digámoslo  así,  de 
]a  naturaleza  de  las  cosas  mismas;  que  las  leyes 
se  acomoden  al  modo  de  ser  de  los  pueblos,  no 
los  pueblos  á  las  leyes  de  otra  parte  porque  en 
ella  den  buenos  frutos.  No  todos  los  terrenos 
son  iguales  para  recibir  una  buena  semilla,  co- 
mo ya  decíamos  antes  circunscribiéndonos  á  la 
pequenez  de  estas  comarcas  agrestes;  quiero, 
en  fin,  que  lo  que  se  ha  promulgado  por  bueno 
y  en  la  aplicación  ha  resultado  malo,  se  modi- 
fique siquiera,  para  evitar  nuevos  desastres.  Y 
con  esta  salvedad,  continúo  diciendo  que  en  la 
imposibilidad  de  que  males  de  tan  hondas  raí- 


r 


PBÑAS  ARRIBA  259 

ees  se  extirpen  con  el  trabajo  aislado  de  los 
hombres  de  buena  voluntad,  yo  le  diría  al  Es- 
tado desdé  aquí:  cTómate,  en  el  concepto  que 
más  te  plazca,  lo  que  en  buena  y  estricta  justi- 
cia te  debemos  de  nuestra  pobreza  para  levan- 
tar las  cargas  comunes  de  la  patria;  pero  déja- 
nos lo  demás  para  hacer  de  ello  lo  que  mejor 
nos  parezca;  déjanos  nuestros  bienes  comuna- 
les, nuestras  sabias  ordenanzas,  nuestros  tra- 
dicionales y  libres  concejos;  en  fin  (y  diciendo- 
lo  á  la  moda  del  día),  nuestra  autonomía  mu- 
nicipal, y  Cristo  con  todos.»  Si  dé  esta  manera 
no  se  logra  el  ñn  que  yo  busco  y  ha  logrado 
don  Celso  en  su  valle,  le  andaríamos  muy  cer- 
ca. Pero  ¿cómo  ha  de  dársenos  eso  si  ha  de  vi- 
vir el  desastrado  sistema  que  nos  rige  y  del 
cual  reniegan  ya  sus  más  fervorosos  admirado- 
res? O  mejor  dicho,  ¿cómo  han  de  vivir  sin  el 
amparo  de  él,  tal  como  está,  los  hombres  que 
hoy  se  usan  y  nos  gobidrnan?  ¿Cómo  han  de 
ser  amos  y  señores  de  vidas  y  caudales  si  no 
tienen  en  sus  manos  todos  los  hilos  por  los  cua- 
les se  conduce  hasta  los  más  escondidos  rinco- 
nes de  la  nación  la  voluntad,  la  amenaza  y  el 
zarpazo  de  la  verdadera  tiranía,  mil  veces  peor 
que  la  muerte?...  Y  punto  y  aparte,  porque  si 
continúo  por  donde  voy,  pierdo  los  estribos. 
Neluco  y  yo,  que  le  habíamos  oído  embele- 
sados, le  aplaudimos  de  muy  buena  gana»  so- 


26o      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

bre  todo  Neluco,  que  era  un  cantahrazo  como 
una  loma;  y  como  la  sesión  había  sido  larga  y 
entró  la  mujer  de  antes  aprevenirnos  que  esta- 
ba la  cena  dispuesta  y  á  preguntar  á  su  amo  sí 
la  servía  porque  habían  dado  ya  las  ocho  en  el 
reló  de  talla  atrás,»  decidimos  el  punto  afirma- 
tivamente Neluco  y  yo,  por  cortés  delegación 
de  aquél;  apoderóse  de  la  luz  la  sirvienta;  salió 
del  despacho  delante  de  nosotros,  y  la  seguimos 
los  tres  al  comedor,  que  era  otro  salón  bastante 
destartalado  y  muy  frío,  situado  al  Norte  de  la 
casa. 


r 


XV 


A  cena  no  fué  muy  variada,  pero  abun- 
dante y  sabrosa.  Allí  todo  participa- 
ba del  carácter  sano  y  austero  del 
señor  de  la  torre.  Carne  y  leche  en 
dos  ó  tres  formas,  y  algán  fruto  de  la  tierra. 
Poco  más  ó  menos,  como  en  casa  de  mi  tio. 
Peto  la  amenidad  que  le  faltaba  á  la  cena  por 
su  propia  sencillez,  la  hallábamos  Neluco  y  yo 
bien  cumplida  en  la  palabra  de  nuestro  noble 
anfitrión.  Aquel  hombre  era  un  pozo  lleno,  re- 
bosando de  saber,  y  en  cuanto  desplegaba  los 
labios  saltaban  los  chorros  de  ello.  Tenía  el 
suelo  patrio  embebido  en  la  masa  de  la  san* 
gre,  y  por  donde  quiera  que  andaba  con  sus 
imaginaciones  y  sus  discursos,  iba  á  parar  á  él, 
y  de  él  hablaba  hasta  con  la  lengua  extraña  de 
los  poetas  ó  de  los  historiadores  ó  de  los  geó- 
grafos de  la  antigüedad  que  le  habían  trddo  á 
cuento  en  sus  estrofas  ó  en  sus  libros  inmorta- 
les. Y  en  esta  tarea  empeñado,  tenía  á  veces 
inesperadas  y  súbitas  salidas  de  su  carril,  aun* 


202   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PERBDA 

que  no  del  campo  de  sus  disertaciones,  verda* 
deramente  geniales.  Había  demostrado,  verbi- 
gracia, en  un  hermoso  período,  cómo  la  regióa 
montañesa  del  Norte  de  España  fué  poblada 
por  los  griegos  antes  que  por  los  fenicios,  con 
textos  de  Mela  y  de  Strábón,  según  los  cuales 
estos  historiadores  hallaron  costumbres  grie- 
gas en  la  Cantabria  independiente  hasta  el  tiem- 
po de  Augusto,  añadiendo  una  larga  lista  de 
otras  que  aún  se  conservan  hoy  en  aquellos  va* 
lies,  como  el  cantar  de  bodas,  traducción,  y 
quizás  música,  de  los  epitalamios  griegos,  y  las 
lamentaciones  por  los  difuntos,  y  saltó  de  pron- 
to con  la  declaración  terminante  de  que  la  fa- 
mosa Jota  que  no  solamente  se  canta  en  Ara- 
gón  y  Valencia,  sino  en  Navarra  y  más  arrib^^ 
hasta  el  nacimiento  del  Ebro  en  aquel  valle  de 
Campóo,  era  más  española  que  africana  (¡nunca 
había  soñado  yo  que  pudiera  existir  esa  duda!) 
Y  en  seguida  vinieron  las  probanzas  originalí- 
simas. 

— Además — recuerdo  que  añadió, — conser- 
vamos en  la  Montaña  el  baile  guerrero  de  hom- 
bres solos,  semejante  al  zortzico  vascongado  y 
á  la  danza  prima  de  Asturias,  hijos  todos  de  los 
bailes  celtas  y  celtibéricos  con  que  en  las  no- 
ches de  luna  llena  se  celebraba  á  un  solo  Dios 
iragamente  conocido. 

Yo  no  sé  si  todo  esto  era  creíble  al  pie  de  la 


PEÑAS  ARRIBA  263 

letra  y  fundamento  sólido  para  su  tesis;  pero 
desde  lu^o  era  simpático  como  chispazo  es- 
capado del  martilleo  sobre  la  principal,  harto 
más  seria  y  demostrable. 

Salieron  á  plaza  también  mis  excursiones 
y  entretenimientos  desde  que  había  llegado  de 
Madrid.  Díjele  por  dónde  había  andado  y  la 
cumbre  más  alta  á  que  había  subido  en  com* 
pañía  de  don  Sabas. 

— Bien  elegido  estuvo  el  observatorio — me 
respondió, — aunque  los  conozco  mejores  toda- 
vía, como  los  conocerá  don  Sabas,  si  bien  no 
tan  á  la  mano  como  ese,  que  es  lo  suficiente 
para  admirar  la  Naturaleza  en  uno  de  sus  as- 
pectos más  esplendentes  un  novicio  en  esas  co- 
sas. Desde  ese  observatorio — prosiguió  entu- 
siasmándose,— tendría  usted  á  la  espalda  las 
rocas  siempre  nevadas  en  que  vive  á  sus  anchas 
la  gamuza;  más  abajo  el  verde  obscuro  de  los 
robledales  junto  al  claro  de  las  hayas. . .  en  fin,  el 
oasis  lebaniense  donde  la  vid  y  el  olivo  vege- 
tan como  en  Andalucía,  como  en  Rioja  y  Ara- 
gón, cuyas  cumbres  pudo  divisar  por  el  otro 
lado  siguiendo  la  ondulante  marcha  del  Ebro. 
Mirando  al  Norte,  columbraría  nuestro  mar, 
nuestro  Cantábrico  tremebundo;  y  al  Mediodía, 
la  inmensa  planicie  de  Castilla  la  Vieja.  ]  Her- 
mosa cátedra  para  una  lección  de  Historia  Mon- 
tañesal...  Aunque  lejos,  se  distingue  también  la 


264   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

roca  tajada  que  permite  cerrar  coa  una  portilla 
el  puerto  de  Álibay  el  despeñadero  en  que  vi- 
no á  concluir  la  oleada  mahometana  rechazada 
en  Covadonga;  al  Este,  después  de  Reinosa  y 
de  la  pantanosa  llanura  de  la  Vilga,  una  mon- 
taña bruscamente  cortada  como  por  la  mano  de 
un  titán,  dejando  aislada  una  puntiaguda  cum- 
bre: aquél  es  el  Cuerno  d$  Bezana,  y  á  su  mismo 
pie  hay  otras  dos  maravillas  naturales:  la  cue- 
va de  Sotos  Cueva,  cuyo  fin  nadie  ha  tocado, 
porque  probablemente  acaba  en  maravilla  ma- 
yor: un  largo  subterráneo  donde  se  sumen  las 
aguas  de  todo  aquel  valle.  Allí  hubo  otra  ba- 
talla como  la  de  Covadonga  y  en  aquel  mismo 
siglo,  aunque  no  fué  tan  celebrada  porque  fue- 
ron vencedores  los  moros  cordobeses.  Al  pie  de 
otra  sierra  que  se  desprende  hacia  el  Sur  y 
vuelve  al  Este  encadenando  al  Ebro,  está  Bra- 
Hosera,  y  poco  más  abajo  Aguilar  de  Campóo, 
la  manida  de  osos  y  el  nido  de  águilas,  princi- 
pio de  otro  raudal  de  hombres  no  menos  ñeros» 
^ue  después  de  asolar,  al  mando  de  Alfonso  I, 
los  campos  góticos,  fueron  repoblándolos  len- 
tamente de  castellanos.  En  fin,  para  acabar 
pronto  este  bosquejo  del  gran  cuadro  que  sólo 
puede  apreciarse  desde  aquel  punto  de  vista, 
si  quiso  usted  recrear  la  suya  en  la  contempla- 
ción de  otra  belleza  más  que  las  naturales, 
también  la  hallaría  debida  á  las  manos  del 


r 


PEÑAS  ARRIBA  '  265 

hombre:  vería  cruzar  su  espíritu  de  fuego  ta- 
jando el  cerro  donde  estuvo  JuUobriga,  hora- 
dando montañas  como  el  rayo;  y  siguiendo 
con  la  vista  su  penacho  de  humo  que  ondula  y 
desaparece  entre  los  valles,  divisaría  en  la  pla- 
ya el  fin  de  su  viaje,  Santander.  Todavía  mis 
ojos  cuentan  uno  por  uno  sus  palacios  y  casas 
principales,  y  descollando  sobre  todas,  la  de 
Dios,  la  Catedral.  Pues  con  ser  muchas  y  gran- 
des estas  maravillas  que  usted  vio,  aún  pueden 
verse  más  y  mayores.  Buena  ocasión  de  ello 
tiene  usted  ahora,  porque  el  observatorio  está 
menos  lejos  de  aquí  que  de  Tablanca,  y  yo  me 
brindo  con  mucho  gusto  á  servirle  á  usted  de 
guía. 

Agradecí  en  el  alma  la  invitación;  pero  me 
excusé  de  aceptarla,  fundándome  en  la  promesa 
hecha  á  mi  tío  de  volver  á  su  casa  al  día  si- 
guiente, y  en  los  deberes  profesionales  de  mi 
acompañante,  que  le  obligaban  á  no  alejarse 
por  mucho  tiempo  de  su  partido.  En  rigor  de 
verdad,  me  sentía  yo  muy  poco  tentado  de  lo 
que  se  me  ofrecía,  porque  no  estaba  mi  cuerpo, 
hecho  alheña,  para  macerado  de  nuevo  sin  otro 
estimulante  más  enérgico  que  el  de  ver  un  pano- 
rama algo  más  extenso  que  el  que  ya  había  visto. 

— Como  usted  guste— me  respondió  el  obse- 
quioso caballero,~y  lo  que  más  grato  y  cómo- 
do le  sea. 


266      OBRAS  DE  D,  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Hablando  del  camino  que  habíamos  llevado 
hasta  allí  desde  Tablanca,  no  podía  omitirse 
lo  de  la  casa  de  los  Gómez  de  Pomar,  ni  lo  del 
encuentro  con  uno  de  ellos  en  el  pueblo  de  más 
arriba.  Á  todo  este  relato  prestó  grandísima 
atención  nuestro  huésped,  pero  sin  decir  una 
palabra  durante  ni  después  de  él. 

Todas  sus  impresiones  estallaron  en  un  ges- 
to y  un  ademán  en  que  se  transparentaban,  cen- 
telleando, la  repugnancia  y  la  conmiseración. 

La  sobremesa  había  durado  cerca  de  dos 
horas,  como  nos  lo  hizo  notar  el  caballero  juz- 
gando que  desearíamos  descansar;  y  como  ésta 
era  la  verdad,  aunque  estábamos  muy  bien  en- 
tretenidos á  su  lado,  dióse  por  terminada  la 
conversación,  condújonos  á  nuestros  respecti* 
vos  dormitorios  y  encerróme  yo  en  el  mío,  con- 
templando la  cama,  de  anticuada  forma,  pero 
limpia  y  bien  mullida,  como  la  tentación  más 
seductora  de  cuantas  había  sentido  desde  mi 
salida  de  Tablanca  al  amanecer  de  aquel  día. 

Caí  en  el  lecho  como  un  tronco  derribado, 
dudoso,  en  el  crepúsculo  de  mi  somnolencia, 
entre  si  me  derribaban  los  quebrantos  de  mi 
fatigosa  jornada  de  todo  el  día,  ó  el  peso  de  la 
balumba  de  cosas  que  me  había  ingerido  en  el 
cerebro  adormilado  la  inagotable  erudición  del 
solariego.  Celtíberos,  Agripa,  legionarios,  Au" 
gusto,  cántabros,  godos,  mahometanos,  Gua- 


r 


PBÑA8  ARRIBA  26/ 

dalete,  Covadonga,  Don  Pelayo,  las  Cruzadas, 
Sotos-Cueya,  panoramas  esplendentes,  campos 
sangrientos  de  batallas,  rocas  escarpadas,  ne- 
gros y  rugientes  abismos,  el  Cantábrico,  las 
danzas  guerreras  á  la  luz  de  la  luna,  los  la- 
mentos por  los  difuntos.  •.  todo  esto  se  movía  á 
la  vez  y  rechispeaba  en  las  obscuridades  de  mi 
cabeza;  y  al  desacordado  son  de  sus  estrépitos 
y  al  peso  de  sus  feroces  sacudidas  me  dormí* 
Pero  siguió  la  danza  de  las  visiones  dándome 
tema  para  los  delirios  de  mi  sueño.  Aquello  pa- 
recía el  fin  del  mundo:  legiones  enteras  de  ro- 
manos despeñándose  por  las  laderas  de  los 
montes;  masas  de  huestes  africanas  hinchendo 
los  desfiladeros  de  Covadongay  ahogándose  en 
la  propia  sangre  que  corría  por  el  fondo  tene- 
broso de  todas  las  barrancas;  después,  huyendo 
despavorida  de  la  persecución  de  los  fieros 
montañeses,  otra  masa,  la  de  los  sobrevivientes 
mahometanos,  trepando  Picos  arriba  entre  los 
aullidos  de  la  tempestad,  para  ir  á  despeñarse 
á  la  vertiente  opuesta  y  bajar  convertida  en  ri- 
meros de  cadáveres  con  las  enrojecidas  aguas 
del  Deva,  hasta  desaparecer  entre  el  fiero  oleaje 
del  embravecido  mar  Cantábrico,  que  también 
ayudaba  á  los  cristianos  contra  los  moros.  Águi- 
las y  buitres  cerniéndose  sobre  aquellas  carni- 
cerías espantosas;  picachos  desgajándqse  por  si 
propios  para  consumar  la  obra  exterminadora 


268      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

de  los  valientes  mesnaderos  de  los  señores  go- 
dos de  Cantabria;  cuevas  sin  fin,  obscuras,  de 
•enormes  antros,  fríos  y  viscosos,  repletos  de 
moros  y  romanos  descuartizados  y  hediondos; 
bostones  inextricables  en  que  se  perdían  la  senda 
y  la  respiración;  rocas  tajadas  sobre  abismos  in- 
sondables; gemidos  de  agonía  entre  gritos  des- 
aforados de  libertad;  valles  risueños  inundados 
de  luz;  danzas,  cánticps  y  juegos  en  sus  prade- 
ras rozagantes,  y  paz  y  abundancia  en  sus  hoga- 
res rústicos;  después,  la  nube  negra  cargada  de 
rayos  y  pedriscos,  pasando  sobre  ello  empuja- 
da por  el  soplo  de  ]os  hombres  malos,  arrasan- 
dolo  todo,  haciendo  estériles  los  campos  fecun- 
dos y  trocando  en  odios  y  en  guerras  implaca- 
bles y  continuas,  el  amor  y  la  paz  que  antes 
reinaban  entre  sus  habitadores.  Y  á  todo  esto, 
en  los  campos  de  batalla,  en  los  desfiladeros, 
en  las  escarpadas  laderas,  en  todas  partes  donde 
había  moros,  ó  romanos,  ó  gentes  enemigas  de 
la  fe  cristiana  ó  de  las  patrias  libertades,  ó  del 
común  sosiego  ó  de  los  fueros  de  la  Justicia,  se 
veía,  veloz  como  la  centella,  fiero  como  el  león, 
un  hombre  largo  y  enjuto,  cabalgando  en  un 
rocín  de  escasa  talla,  sin  casco  ni  armadura, 
con  la  cabeza  descubierta  y  bañada  en  luz,  el 
pelo  revuelto  y  las  barbas  erizadas,  entrando 
por  lo  más  espeso  de  la  refriega,  enristrada  la 
lanza...  ¡qué  digo  lanza?  un  horcón  de  dos  pun- 


PEÑAS  ARRIBA  269 

tas,  y  con  ellas  desbaratando  enemigos  y  lan-- 
zándolos  al  aire,  como  paja  con  el  bieldo;  vo- 
lando después,  mejor  que  saltando,  sobre  los 
abismos,  entre  los  bosques,  y  peleando  incansa- 
ble é  invencible  hasta  con  las  nubes  cargadas  de 
rayos  y  pedriscos  y  con  los  hombres  malos  que 
las  empujaban  contra  la  santa  libertad  de  lo& 
pueblos  y  los  fueros  sagrados  de  la  Justicia.  Y 
aquel  hombre  incansable  é  invencible,  i  cosa 
extraña!...  era  el  solariego  en  cuya  casa  estaba 
yo  pasando  la  noche. 

Toda  ella  me  duró  la  pesadilla,  sin  un  ins- 
tante de  reposo;  y  puedo  afirmarlo,  porque  al 
despertarme  con  la  fuerza  de  la  emoción  que  me 
produjo  la  última  harconada  del  caballero,  diri- 
gida contra  uno  de  los  hombres  malos  que  em- 
pujaban la  nube  negra,  y  resultó  ser  una  per- 
sona de  Madrid  á  quien  yo  conocía  mucho  de 
vista  y  de  fama,  observé  que  entraba  la  luz  por 
el  cuarterón  de  la  ventana  de  mi  dormitorio  que 
había  quedado  á  medio  cerrar  al  acostarme. 
Salté  entonces  de  la  cama  para  acabar  de  des- 
pabilarme y  de  sosegar  con  ello  el  agitado  es- 
píritu, y  me  asomé  al  cuarterón  entreabierto^ 
¡Otra  sorpresa!  En  el  cercado  inmediato  estaba 
el  solariego  con  el  traje  basto  y  las  abarcas  de 
tarugos,  segando  á  más  y  mejor  un  retoño  que 
parecía  terciopelo  salpicado  de  brillantes;  y 
detrás  de  él  iba  otro  segador  que  por  más  que 


51^. 


í 


270  OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

menudeaba  las  cambadas  en  la  faja  de  prado  que 
le  correspondía,  no  lograba  picarle  las  alma- 
dreñas. Con  tal  empuje  y  tal  soltura  tiraba  el 
dalle  el  solariego.  Por  los  lambíos  que  había 
tumbados  ya  y  la  hora  que  marcaba  mi  reló, 
poco  más  de  las  siete  de  la  mañana,  supuse  que 
había  comenzado  la  faena  á  punto  de  amanecer. 

En  esto  llamó  á  la  puerta  de  mi  cuarto  Ne- 
luco  que  iba  á  despertarme,  porque  era  largo  el 
camino  que  nos  aguardaba  y  debíamos  apro- 
vechar de  la  mañana  todo  lo  posible  para  andar- 
le. Entró,  y  mientras  yo  me  aviaba,  le  referí 
minuciosamente  lo  del  sueño,  después  de  haber- 
le enseñado  desde  el  cuarterón  al  solariego  en 
la  pradera.  Le  interesó  el  relato  de  mi  pesa- 
dilla; pero  no  le  sorprendiólo  más  mínimo  ver 
al  caballero  segando  y  tan  de  mañana,  porque 
le  tenía  bien  conocido  y  sabía  que  madrugaba 
más  que  el  sol. 

Una  hora  después  nos  desayunábamos  en  el 
comedor  en  compañía  del  solariego,  no  tan  ele- 
gaote  como  por  la  noche,  piero  pulcro  y  aseado 
y  mucho  mejor  vestido  que  cuando  segaba. 
Acordóse  allí  que  fuera  nuestra  salida  á  media 
mañana,  á  más  tardar;  y  para  aprovechar  bien 
el  escaso  tiempo  que  teníamos  disponible  hasta 
entonces,  se  abrevió  la  sobremesa  y  nos  llevó 
el  obsequioso  huésped,  acompañado  de  Neluco, 
á  una  solana  que  dominaba  bien  el  valle,  sobre 


PBÑAS  ARRIBA  ^Jl 

el  que  me  dio  nuevos  y  curiosos  informes, 
concluyendo  por  aconsejarme  que  no  hiciera 
caso  de  los  hidrólogos  que  sostienen  que  los 
manantiales  del  Ebro  son  ñUraciones  del  Hf- 
jar,  porque  él  mismo  había  estimado  los  nive- 
les de  ambos  ríos,  y  resultaba  mucho  más  alto 
el  del  primero  que  el  del  segundo,  sin  contar 
con  que  las  aguas  de  uno  y  otro  son  de  dife- 
rente color. 

Después  me  habló  de  la  torre  que  se  veía 
muy  bien  desde  allí,  y  lo  que  sobre  ella  me  di- 
jo, por  convenir  en  todo  ó  en  gran  parte  á  otras 
muchas  semejantes  de  la  Montaña,  merece  los 
honores  de  no  ser  olvidado.  El  edificio  está 
deshabitado  desde  el  siglo  xv»  y  ruinoso,  por 
consiguiente,  en  particular  por  dentro,  razón 
por  la  que  me  Is  explicó  el  solariego  desde  afue- 
ra y  del  siguiente  modo,  palabra  más  ó  menos: 

— La  disposición  que  tienen  sus  pisos  (el 
bajo,  bodega  y  saladero  de  carnes;  el  principal, 
que  parece  fué  salón  de  recibo  y  banquetes,  y 
los  dos  últimos  que  se  comunican  por  medio  de 
trampas  al  fin  de  cada  escalera)  demuestra  que 
ni  de  los  domésticos  se  fiaban  los  amos.  En  el 
último  piso  se  hallan  ventanas  más  altas  y 
adornadas,  con  asientos  de  piedra  á  los  lados, 
que  servirían  á  las  castellanas  y  sus  hijas  ó 
criadas  para  ocuparse  en  labores  de  su  sexo. 
Repare  usted  que  no  tiene  almenas,  sino  un 


272   OBRAS  DB  D.  JOSÓ  M«  D£  PBRBDA 

parapeto  ó  prolongación  de  la  pared,  á  mayor 
altura  que  el  tejado,  cuyas  aguas  salen  al  este* 
rior  por  gárgolas  de  piedra.  Y  si  este  parapeto 
servía  para  ofender  á  los  que  intentaran  soca* 
var  los  cimientos  de  la  torre,  la  disposición  de 
su  ferrada  puerta,  como  usted  ve,  no  al  medio» 
sino  á  un  costado  de  esta  fachada  de  Occiden- 
te, hace  creer  que  se  flanqueaba  la  entrada  por 
medio  de  un  balcón  saliente,  de  piedra  con 
matacanes  ó  saeteras,  situado  en  el  centro  y  á 
la  altura  del  primer  piso,  donde  ahora  se  ve 
esa  ventana  cuadrada,  mal  acomodada  al  arco 
de  salida  que  interiormente  se  conserva,  y  no 
hay  en  los  otros  dos  frentes»  provistos  de  ven- 
tanas ojivas  ó  trevoladas,  mientras  el  del  Norte 
sólo  tiene  las  saeteras  ó  aspilleras  de  todos.. • 
Vea  usted  sobre  la  puerta  un  pequeño  escudo: 
acaso  es  el  único  que  se  conserva  de  los  primi- 
tivos que  se  usaron,  porque  no  tiene  cimera  ó 
celada;  y  en  la  orla  de  dos  rios^  toscamente  di- 
señados, se  ven  armas  y  trofeos  militares,  aún 
más  confusos,  que  algunos  han  tomado  por  le* 
tras  desconocidas,  y  á  otros  se  les  antojaron 
cabezas  de  serpientes,  cuando  eran  ellos  los 
que  no  conocían  las  catapultas,  escorpiones  y 
bodoques  usados  como  máquinas  ofensivas  an- 
tes de  la  invención  de  la  pólvora,  ni  la  caldera 
y  pendón,  insignia  de  los  ricos-hombres  ó  cau- 
dillos de  mesnada.  Estas  señales  y  la  certidum«» 


PBÑAS  ARRIBA  273 

bre  de  que  en  España  no  se  figuraron  armas  de 
linaje  hasta  fines  del  siglo  xii,  y  muy  poco 
después  se  introdujo  la  arquitectura  ojival  que 
se  nota  en  la  puerta  y  ventanaje  de  la  torre, 
me  hace  fijar  su  construcción  á  principios  del 
siglo  xiii,  tal  vez  por  el  mismo  señor  cuyo  cas- 
tillo roquero  de  poco  más  abajo  de  aquí,  fué 
derribado  en  pena  de  alguna  rebelión  de  las 
que  solía  promover  por  aquel  tiempo  la  casa  de 
Lara,  extendida  en  muchas  ramas  por  este  va- 
lle y  los  inmediatos,  y  reprimida  con  mano 
fuerte  por  el  Rey  D.  Fernando,  como  su  nieta 
Isabel  la  Católica  extinguió  los  bandos  de  Cas- 
tilla en  que  esta  torre  y  otras  se  hicieron  no- 
tar. También  es  de  advertir,  como  resto  de  la 
independencia  y  tenacidad  cántabras,  que  en 
estos  edificios  á  ella  agregados,  donde  se  no- 
tan detalles  del  siglo  xv  junto  á  obras  del  xvi 
y  siguientes  hasta  del  actual,  no  hay  ningún 
otro  escudo  que  el  de  la  torre,  ya  descrito,  si 
bien  dos  puertas  interiores  de  esta  casa  que  hi- 
zo el  Alcaide  de  Argüeso,  cuyo  castillo  le  cho- 
có á  usted  tanto  ayer,  según  me  han  dicho,  en- 
tonces condenado  á  muerte  y  salvado  por  la 
influencia  de  su  pariente  el  Duque  del  Infan- 
tadOy  tienen  escudos  lisos,  no  sé  si  para  ser  la- 
brados allí,  aunque  esto  se  haría  mejor  antes 
de  ponerlos  en  su  sitio,  ó  por  haber  sido  pica- 
dos en  pena  de  las  Comunidades^  que  siguieron 
TOMO  XV  18 


274      OBRAS  1>B  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

y  acaudillaron  en  este  país  el  señor  de  esta  ca- 
sa y  el  de  la  de  Hoyos,  hermano  de  Juan  Bra- 
vo, el  descabezado  en  ViUalar...  Y  se  acabó  la 
historia,  porque  desde  entonces,  amigo  mío, 
las  casas  de  mayorazgos  y  parientes  mayores 
de  la  Montaña,  no  tuvieron  poder  más  que  pa- 
ra pleitos,  ó  para  poner  una  pica  en  Flandes» 
un  aventurero  en  América,  ó  un  voluntario  co- 
mo el  manco  insigne  de  Lepante,  mientras  los 
Grandes  se  disputaban,  por  las  antecámaras  6 
retretes  de  Palacio,  los  virreinatos  y  encomien- 
das, 6  las  llaves  de  su  servidumbre.  Pero  más 
comunmente  vivieron  los  señores  montañeses 
retirados  en  sus  casonas  y  mayorazgos,  prefi- 
riendo ser  los  primeros  de  su  aldea,  á  cualquier 
puesto  de  la  corte,  aunque  sus  segundones  se 
hicieran,  por  su  cabeza  ó  por  sus  puños,  obis- 
pos y  generales,  ó  trajeran  de  América  con  qué 
adquirir  títulos  y  mujeres,  de  quienes,  á  la 
vuelta  de  pocas  generaciones,  se  pudiera  decir 
lo  que  de  los  dineros  del  sacristán. 

Dicho  todo  esto,  como  quien  no  dice  nada 
ni  se  paga  mucho  ni  poco  del  valor  de  lo  que 
dice,  y  que  á  Neiuco  y  á  mí  nos  habíacautivado 
bastante  más  que  los  pedruscos  mohosos  de  la 
torre,  cuya  importancia  histórica  y  arqueoló- 
gica no  desconocíamos,  se  encogió  de  hombros 
el  solariego  volviendo  la  espalda  al  edificio,  y 
enlazándonos  á  los  dos  por  la  cintura  con  sua 


PBÑAS  ARRIBA  275 

brazos,  nos  arrastró  hacia  el  interior  de  la  casai 
<liciéndono8  al  propio  tiempo: 

— Ahora,  en  seguidita,  á  prepararse  para  la 
oiarcha,  puesto  que  se  empeñan  ustedes  en 
volverse  hoy,  porque  los  días  son  ya  muy  cor» 
tos  y  no  hay  tiempo  que  perder. 

Andando  así,  hablé  al  solariego  de  sus  obras, 
declarándole  honradamente  que  no  las  había 
leído. 

— No  me  extraña  ni  me  duele — me  contestó, 
— porque  otros  hay  con  más  obligación  que 
usted  de  conocerlas,  y  ni  siquiera  saben  que 
están  escritas,  ni  que  sea  yo  capaz  de  escribir 
libros.  Andan  así  las  cosas,  y  ya  se  irán  arre- 
glando de  otro  modo,  si  Dios  quiere.  Entre 
tanto,  yo  tendré  muy  regalado  gusto  en  ofre* 
cérselas  ahora  mismo,  sin  comprometerle  por 
ello  á  que  las  lea.  No  pago  yo  con  impuestos 
tan  gravosos  el  lavor  y  la  honra  que  me  dis- 
pensan personas  tan  bien  nacidas  como  usted, 
hospedándose  en  mi  casa. 

Mostróme,  como  pude  y  supe,  agradecido  á 
la  fineza;  llegamos  al  despacho;  dióme  él  los  li- 
bros, con  la  honrosa  auténtica  de  su  dedicatoria 
autógrafa;  previno  el  mozo  las  cabalgaduras  en 
el  corra] ;  bajamos  á  él  los  que  estábamos  arriba; 
hubo  abajo  las  despedidas,  las  congratulacio- 
nes, las  protestas  y  los  apretones  de  manos  que 
fácilmente  se  imaginan;  montamos,  al  fin,  Ne*^ 


2j6      OBRAS  DE  D*  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

luco  y  yo;  volvimos  á  despedimos  desde  las  aU 
turas  de  nuestros  respectivos  jamelgos;  respon- 
diónos el  caballero  con  reverencias  y  con  pala- 
bras que  ya  no  oíamos  bien;  descubrímonos» 
por  último,  mientras  revolvíamos  los  caballejos 
hacia  la  portalada,  que  estaba  abierta  de  par  en 
par;  picamos  recio;  salimos,  y  á  buen  andar, 
me  puse  al  costado  de  Neluco,  que,  como  es  de 
presumir,  dirigía  la  caminata. 

Pero  yo  no  me  fijé  siquiera  en  la  dirección 
que  tomábamos,  porque  me  sentía  repleto  del 
señor  de  aquella  torre,  por  su  saber,  por  su 
bondad,  por  su  talento  y  por  sus  cosas  tan  sin- 
gulares y  tan  nuevas  para  mí,  y  no  tenía  otro 
deseo  que  el  de  verme  á  solas  con  Neluco  para 
acosarle  á  preguntas  y  saber  más  y  más  de  todo 
aquello.  Como  si  adivinara  mis  deseos  el  me- 
diquillo de  Tablanca,  en  cuanto  me  tuvo  á  su 
lado  sacó  á  plaza  el  asunto  de  este  modo: 

— ^Ayer  le  prometí  á  usted,  por  la  mañana, 
indemnizarle  con  creces  por  la  noche  de  los 
penosos  ratos  que  le  proporcioné  con  el  cono- 
cimiento de  su  pariente  Gómez  de  Pomar*  ¿He 
cumplido  mi  promesa? 

— ¡Oh! — le  respondí, — ^y  con  mayores  creces 
de  las  que  usted  pudo  esperan*.  Pero  dígame 
usted,  Neluco^añadí  arrimándome  más  á  61, 
— este  hombre,  por  sus  prendas  excepcionales 
de  carácter  y  de  saber,  gozará  de  un  gran  pres- 


I 


PBÑA8  ARRIBA  277 

tigio  y  merecerá  el  respeto  de  todos,  no  sola* 
mente  en  su  valle,  sino  en  la  provincia  entera» 

Sonrióse  Neluco  amargamente,  y  me  replicó: 

— ¿Prestigio...  respeto,  dice  usted?  Pues  sír- 
vale de  gobierno  que  ese  hombre  no  está  en  im 
correccional,  por  un  milagro  de  Dios. 

Quédeme  estupefacto.  Observólo  el  médico 
y  me  dijo  echándose  á  reír: 

^No  vaya  usted  á  creer  que  se  trata  de  otro 
pájaro  por  el  estilo  del  hidalguete  de  Promi- 
siones. 

— Me  parece  que  con  las  señas  que  empeza- 
ba usted  á  darme... 

— Efectivamente;  pero  con  ellas  y  todo  (por- 
que no  las  tacho  ni  corrijo},  ya  verá  usted  cómo 
no  hay  motivo  para  que  se  le  desvanezcan  las 
ilusiones  que  se  ha  forjado.  Ese  hombre  es  todo 
lo  que  usted  ha  visto  y  mucho  más  que  vería  si 
continuara  tratándole  y  observándole  de  cerca. 
Vería  usted  entonces  que  su  corazón  es  tan 
grande  como  su  inteligencia;  que  es  todo  él  es- 
píritu de  caridad  sin  límites  é  inagotable,  como 
el  Océano;  que  en  actos  de  ella  arriesga  cien 
veces  la  vida,  porque  abundan,  desgraciada- 
mente, las  ocasiones  de  hacerlo  durante  las  in* 
clemencias  invernales  en  estos  desamparados 
desfiladeros;  que  habiendo  corrido  el  mundo  y 
teniendo  en  él  deudos  encumbrados  y  valedores 
poderosos,  ha  preferido  á  lo  más  solicitado  por 


278      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

las  vulgares  ambiciones,  las  estrecheces  y  obs- 
curidades de  su  valle  nativo,  cuya  prosperidad 
es  su  manía;  que  además  de  la  religión  divina 
de  su  fe  cristiana,  inquebrantable,  tiene  la  te- 
rrena del  honor  y  de  la  Ley  justiciera  é  inco- 
rruptible; que  es  tal  la  integridad  de  su  con- 
ciencia, que  si  un  día  llegara  á  reconocerse  de* 
Hncuente  y  no  hubiera  juez  que  persiguiera  su 
delito,  él  se  declararía  juez  y  hasta  carcelero  de 
sí  propio;  que  tiene  la  pasión  de  los  débiles  y 
de  los  menesterosos  y  de  los  perseguidos,  el 
ansia  inextinguible  del  saber  y  el  delirio  por  las 
glorias  de  su  patria;  que  los  desafueros  contra 
el  bien  común  le  exaltan  y  embravecen...  y,  por 
último,  que  es  el  hombre  que  usted  adivinó  en 
su  pesadilla  de  anoche,  gastándose  la  vida  y  el 
patrimonio  en  lidiar  valerosamente,  sin  punto 
de  sosiego,  contra  todo  linaje  de  inñeles.  Con 
tales  condiciones  de  carácter,  este  hombre  hu- 
biera sido  en  los  siglos  medios  caballero  andan- 
te ó  cruzado;  pero  le  tocó  nacer  en  estos  tiem- 
pos descoloridos  y  prosaicos,  y  sus  arremetidas 
andantescas  le  resultan  muy  á  menudo  quijota-^ 
das,  hasta  por  los  descalabros... Porque  este  sol 
tiene  manchas  también  (y  no  lo  sería  si  no  las 
tuviera);  y  aimque  estas  manchas,  bien  obser- 
vadas, no  vienen  á  ser  otra  cosa  que  extrema- 
das exaltaciones  de  sus  grandes  virtudes,  al 
cabo  son  manchas,  y  por  el  lado  de  las  manchas 


í 


PEÑAS  ARRIBA  279 

solamente,  le  estima  y  justiprecia  el  vulgo»  rey 
y  soberano  que  no  entiende  pizca  de  claro-obs- 
daros.  Y  como  hoy  todo  es  vulgo»  leyes  inclu- 
sive, deduzca  usted  por  consecuencia  hasta  el 
correccional  de  que  le  hablé  antes. 

—No  puedo  deducir  eso  tan  fácilmente  como 
usted  cree, — ^respondí  á  Neluco,  porque  no  es- 
taba yo  conforme  en  que  las  cosas  anduvieran 
tan  mal  como  él  las  pintaba. 

— Pues  lo  explicaré  mejor  con  un  ejemplo — 
replicó  Neluco.  ^Figúrese  usted  que,  según 
declaran  las  leyes  fundamentales  del  Estado, 
todo  ciudadano  tiene  la  facultad  de  evitar  la 
comisión  de  un  delito,  siempre  que  pueda,  y 
presuponga  en  seguida  que  nuestro  hombre  to- 
ma el  precepto  legal  al  pie  de  la  letra,  y  trata  de 
cumplirle  en  la  primera  ocasión  que  se  le  va  á 
las  manos.  Ya  está  evitado  el  delito,  con  todas 
las  consecuencias  naturales  de  una  resistencia 
obstinada,  y  muy  natural  también,  de  parte  del 
delincuente.  Pero  álzase  éste  en  queja  del  airo" 
pello,  y  comienzan  los  trámites  reglamentarios, 
y  viene  la  ley  con  sus  distingos  y  sutilezas  ca- 
suísticas, y  hete  á  nuestro  hombre  pagando  los 
vidrios  rotos  y  quizás  á  las  puertas  de  la  cárcel, 
como  un  salteador  de  caminos.  Y  hay  casos  de 
ello. 

—¿Por  qué? 

— ^Pues  unas  veces,  porque  «esa  es  la  Ley,» 


28o   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

que  parece  hecha  de  intento  para  amparar  de* 
lincuentes;  y  otras  muchas»  porque  hacia  es% 
lado  la  empujan...  aquellas  nubes  negras  que 
tanobién  vio  usted  anoche  en  su  pesadilla. 

— No  lo  creo,  y  usted  perdone. 

—¡Dichoso  usted! 

— Pero  ¿qué  razón  hay,  puestos  á  creer  en 
esas  nubes»  para  que  no  favorezcan  á  nuestro 
amigo  y  sea  condenado  el  otro? 

— La  razón  del  tmal  nuevo,»  que  tambiéa 
nos  mencionó  él  anoche. 

— Será  así;  pero  no  lo  entiendo. 

— Pues  sigamos  con  el  ejemplo  imaginado,  y 
supongamos  que  el  delincuente  victorioso  es  ua 
arbitrista  de  nota,  hombre  de  veta  soez  y  peor 
entraña,  logrero  y  trapisondista,  pero  bien  re* 
dondeado  de  caudales.  Suponiendo  esto,  bien 
puede  suponerse  que  este  hombre  es  caudillo 
de  un  apretado  escuadrón  de  sumisos  mesna- 
deros,  que  entran  en  las  batallas  que  hoy  se 
usan  como  un  rebaño  de  borregos;  6  que  tiene 
arte  diabólico  para  manejar  los  cubiletes  y 
trampantojos  de  esa  farsa,  á  su  completo  gus- 
to; ó  que  si  no  tiene  nada  de  ello,  sabe  buscar- 
lo por  cualquier  camino,  y  que  sabe,  además» 
el  valor  que  esas  habilidades  representan  en  el 
derecho  flamante,  y  la  manera  d^  negociarlas. 
Pues  lo  menos  con  que  se  pagan  hoy  esos  me- 
recimientos, es  una  patente  de  corso  con  la  que 


PEÑAS  ARRIBA  aSx 

«ntraü  á  saco  en  cuanto  abarca  su  extensa  ju* 
risdicción,  el  corsario  6  sus  protegidos^  hasta 
en  los  alcázares  de  la  Ley.  Este  es  el  cmal  nue- 
voi  á  que  aludía  nuestro  amigo,  que  por  pa- 
sarse de  honrado,  ya  no  tiene  mesnadas  con 
que  servir  bajo  el  pendón  de  los  modernos  se- 
ñores, esos  que  mandan  en  las  nubes  negras 
que  son  sus  delegados  omnipotentes  y  hacen 
mangas  y  capirotes,  en  propio  beneficio,  de  las 
leyes  sin  vigor  y  del  esquilmado  suelo  de  la 
patria.  Le  dije  á  usted  en  una  ocasión,  hablan- 
do de  lo  que  hoy  tenían  que  hacer  los  hombres 
cultos  y  de  buena  voluntad  en  los  pueblos  ru- 
rales para  conseguir  en  ellos  lo  que  don  Celso 
y  sus  antecesores  en  el  suyo,  que  no  en  todas 
partes  se  lograba  el  mismo  fruto;  que  hasta  ha- 
bía mártires  de  ese  heroico  trabajo,  y  que  qui- 
zás tuviera  usted  ocasión  de  conocer  á  alguno 
de  ellos.  Pues  ya  le  ha  conocido  usted  en  el 
s^or  de  la  torre  de  Provedaño.  Ese  hombre 
insigne,  con  todo  su  saber,  con  todas  sus  virtu- 
des, con  todos  sus  timbres  de  ilustre  linaje, 
con  todos  sus  sacrificios  enderezados  al  bien  y 
á  la  gloria  del  suelo  en  que  ha  nacido  y  de  la 
patria  entera,  es  un  mártir  de  su  trabajo  de  Sí- 
sifo  incansable. 

No  tenía  yo,  descuidado  madrileño,  juicio 
formado  sobre  esos  males  nuevos  y  esas  nubes 
negras,  á  pesar  de  haber  soñado  con  la  mitad 


282   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

de  ello  la  noche  antes  como  en  profecía  de  lo 
que  había  de  pintarme  Neluco  al  día  siguiente; 
pero  recordando  vaguedades  y  lugares  comu- 
nes que  á  propósito  de  tan  delicada  materia 
había  leído  muchas  veces  maquinalmente  en 
los  periódicos  ú  oído  sin  atención  en  conversa- 
ciones de  café,  y  uniéndolo  todo  á  lo  dicho  por 
Neluco,  y  á  lo  que,  durante  un  buen  rato,  con* 
tinuó  diciéndome  todavía,  y,  sobre  todo,  por 
la  complacencia  que  yo  sentía  en  engrandecer 
más  y  más  la  idea  que  me  había  formado  del 
Caballero  de  la  torre,  acepté  de  buena  gana  to- 
dos los  pareceres  del  médico,  y  así  fuimos  en- 
treteniendo la  subida  de  la  sierra,  primera  par- 
te de  nuestra  larga  jornadar  Para  hacérmela 
aún  más  placentera,  refirió  Neluco  algunos  ras- 
gos de  aquel  hombre  singular,  y  entre  ellos  el 
siguiente,  que  le  pintaba  de  pies  á  cabeza: 

En  cierta  ocasión  se  le  ocurrió  á  un  conve- 
cino suyo,  que  ya  no  era  mozo,  ir  á  mirar  un 
poco  por  el  ganado  que  tenía  en  el  invernal, 
distante  de  Provedaño  una  jornada  de  medio 
día,  á  un  buen  andar  por  los  altos  montes,  cara 
al  Este.  El  día  era  de  diciembre.  Estaba  el 
cielo  gris;  afeitaba  el  cierzo  de  puro  frío;  y 
aquella  misma  noche  cayó  una  nevada  de  dos 
palmos.  Nevando  desde  el  amanecer  y  helando 
desde  que  anochecía,  pasó  más  de  media  se- 
mana, y  no  volvía  á  Provedaño  el  hombre  que 


PEVikS  ARRIBA  983 

había  ido  al  invernal,  ni  se  conocía  su  parade* 
To.  Entérase  del  suceso  el  señor  de  la  torre, 
que  no  había  salido  de  casa  en  ese  mismo 
tiempo  por  no  hacer  falta  fuera  de  ella;  lánzase 
de  un  brinco  al  corral;  toma  el  camino  del  pue* 
blo,  volando,  más  que  pisando,  sobre  la  espe- 
sa capa  de  nieve  que  le  tapiza  y  emblanquece, 
como  al  lugar,  como  al  valle  entero  y  como  á 
todos  los  montes  circunvecinos;  llega,  golpea 
con  su  garrote  las  puertas,  cerradas  por  mie- 
do á  la  glacial  intemperie;  ábrense  al  fin  una  á 
ima;  pregunta,  indaga,  averigua,  estremécese, 
indígnase,  amonesta,  increpa,  amenaza  donde 
no  halla  las  voluntades  á  su  gusto;  y,  por  últi* 
mo,  endereza  á  garrotazos  las  más  torcidas, 
hasta  conseguir  lo  que  va  buscando:  media  do- 
cena de  hombres  que  le  acompañen  al  invernal 
en  que  debe  de  hallarse,  bloqueado  por  la  nieve, 
si  no  muerto  de  hambre  6  devorado  por  los  lo- 
bos, su  infeliz  convecino,  que,  contando  vol- 
ver á  la  mañana  siguiente,  no  había  llevado 
otras  provisiones  de  boca  que  ua  pan  de  cuatro 
libras;  hace  buen  acopio  de  ellas;  exhorta  á  los 
seis  que  le  rodean  poco  resueltos;  aaímanse  y 
se  enardecen  al  cabo,  porque  son  buenos  y  ca- 
ritativos en  el  fondo;  emprenden  la  marcha  los 
siete  monte  arriba,  monte  arriba;  y  anda,  anda» 
anda,  cuando  llegan  á  trasponer  las  cumbres  de 
Palombera,  sienten  dolorido  el  pecho,  como  si 


184   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  11.  DB  PBRBDA 

«1  aire  que  aspiran  llevara  consigo  millones  de 
puntas  aceradas,  y  una  torpeza  y  un  quebranto 
en  las  rodillas,  cual  si  fueran  losas  de  plomo 
ios  barajones  que  arrastran  sus  pies;  confórtan- 
se  un  poco  con  un  trago  de  aguardiente  que  be- 
ben á  la  fióla;  y  anda,  anda  sin  cesar,  á  veces 
se  ven  envueltos  en  remolinos  de  nieve  cerni- 
da, desmenuzada  y  sutil,  que  les  impide  hasta 
la  respiración  y  que,  por  fortuna,  pasan  como 
una  nubécula  más  de  las  que  se  ciernen  y  va- 
gan errabundas  sobre  la  montaña;  el  mismo  se- 
ñor de  la  torre,  de  complexión  de  hierro  y  que 
camina  siempre  delante,  nota  que  le  va  faltan- 
do su  indomable  fortaleza;  que  los  miembros 
se  le  entumecen,  que  no  puede  modular  una 
sílaba  con  sus  labios  contraidos  por  la  frial- 
dad; que  están  yertas,  insensibles  sus  manos 
amoratadas;  empieza  á  temer  algo  serio,  y  no 
por  él,  seguramente,  y  salta,  brinca,  se  frota, 
se  golpea,  grita  y  aulla  como  un  salvaje...  todo 
menos  vacilar  y  detenerse,  ni  dejar  un  instan- 
te en  reposo  un  músculo  ni  una  ñbra  de  su 
cuerpo;  y  luego  canta  y  se  chancea  mientras 
anda,  para  alentar  y  dar  ejemplo  á  los  que  van 
á  sus  órdenes  y  le  siguen  en  el  silencio  abso- 
luto, aterrador,  de  aquellas  alturas  solitarias  6 
inclementes.  Al  fin  quiere  Dios  que  columbren 
el  invernal,  que  les  queden  fuerzas  bastantes 
para  llegar  á  él,  que  lleguen  vivos  y  que  en- 


I 


PBÑAS  ARRIBA  285 

cuentren  adentro  lo  que  van  buscando.  £1 
hombre  está  allí;  pero  á  punto  de  morir  de  ham* 
bre  y  de  frío  y  de  desconsuelo.  Mientras  unos 
le  confortan  un  poco  con  bebidas  y  con  pala- 
bras, otros  encienden  una  fogata  que  le  vuelve 
el  calor,  que  también  les  faltaba  á  todos.  Tras 
de  la  bebida  espirituosa,  el  señor  de  la  torre 
va  alimentando  con  prudencia  al  hambriento  y 
aterido,  que  devora,  más  que  come,  cuanto  le 
ponen  delante  de  la  boca.  Ya  hay  hombre;  pera 
alelado,  taciturno  y  entristecido.  Es  precisa 
curar  también  aquella  tristeza;  y  manda  que  le 
cuenten  algo  entretenido  los  que  sepan  cuentos 
6  romances.  Nadie  de  los  seis  sabe  una  palabra 
de  esas  cosas;  pero  el  señor  de  Provedaño  sabe 
de  memoria  libracos  enteros,  y  enjareta  en  V07r 
alta  y  resonante  medio  poema  del  M(o  Cid^ 
Como  si  callara.  El  hombre  no  chista,  ni  si- 
quiera presta  atención.  Hay  que  hacer  más,  y 
manda  que  se  cante  al  uso  de  la  tierra;  pero  na- 
die está  en  voz  ni  para  ello,  y  canta  él  á  grita 
pelado  tonadas  del  valle  nativo,  y  hasta  A  pre- 
facio de  la  misa  del  día  del  CorpnSf  la  más  so- 
lemne y  r^orjeada  del  año.  En  esta  prueba,, 
ya  mira  el  hombre  al  cantor  y  muestra  algún 
deleite  en  oirle.  Pues  hay  que  echar  el  restor 
]á  bailar  todo  el  mundo!...  Y  como  nadie  se 
mueve,  baila  él  como  un  desesperado  á  lo  alta 
y  á  lo  bajo,  y  después  la  jota  aragonesa,  y»  por 


286   OBRAS  DE   D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

Último,  un  zapateado  que  arranca  al  entonteci- 
do una  exclamación  de  asombro  y  una  risotada 
de  alegría,  y  al  caballero,  ya  descuajaringado 
y  jadeante,  estas  palabras  que  parecen,  por  el 
tono,  una  maldición:  c  ¡acabaras,  hijo  de  una 
cabra!  i 

Todos  ya  cen  buen  amor  y  compaña,»  des- 
cansan, se  calientan,  hablan,  comen;  se  acaba 
el  día,  duermen,  amanece  el  siguiente,  claro, 
sereno  y  radiante  de  sol,  y  se  vuelven  los  ocho 
á  Provedaño  por  encima  de  la  nieve  congela- 
da, como  si  nada  hubiera  sucedido.  Todo  esto, 
narrado  por  Neluco  minuciosamente,  tenía  que 
oir. 

Pasados  el  puerto  y  los  desfiladeros  inme- 
diatos, y  rezada  en  la  ermita  del  otro  lado  de 
la  vadera  la  Salve  de  costumbre,  logré  ver  á  la 
luz  del  sol  de  media  tarde,  el  resto  del  camino 
hasta  Tablanca,  por  el  que  siempre  había  pa- 
sado de  noche;  el  cual  no  me  pareció  tan  pro- 
fundo ni  tan  peligroso  como  yo  le  había  ima- 
ginado entre  tinieblas.  Llegamos  al  fin,  y  des- 
pués de  saber  á  la  puerta  de  mi  casa  por  Chis- 
co,  que  no  había  novedad  arriba,  despedímonos 
el  médico  y  yo  thasta  luego,»  y  continuó  él 
andando  hacia  la  suya. 


XVI 


o  había  que  pensar  ya  en  nuevas  ex- 
I  cursiones  por  la  montaña:  con  la  úl- 
tima se  habían  agotado  mis  fuerzas  y 
'  colmado  la  medida  de  mi  poco  exi- 
gente curiosidad.  £1  cuerpo  y  el  alma  me  pe* 
dían  reposo  durante  algunos  días;  y  después... 
Pero  ¿habría  después  cosa  nueva  en  que  dis- 
traer mis  ocios  interminables?  ¿Volvería  á  en- 
contrar interés  en  lo  visto  y  gozado  ya?  Y  en 
caso  afirmativo,  ¿me  permitirían  esos  lujos  los 
invernizos  temporales  que,  por  milagrode  Dios, 
no  se  habían  desencadenado  aún  sobre  Ta- 
blanca  y  sus  contornos?  Por  de  pronto,  la  vida 
que  había  hecho  durante  aquellas  dos  semanas» 
muy  corridas,  de  plácida  y  bien  soleada  tem- 
peratura, no  había  dejado  de  darme  frutos  muy 
dignos  de  estimación.  Con  mis  correrías  ince* 
santes,  si  no  logré  hacerme  á  la  tierra  tan  pron- 
to y  tan  completamente  como  esperaba  mi  tío 


288      OBRAS  OB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

y  lo  deseaba  yo,  cuando  menos  mataba  el  tiem* 
po  de  día  y  hallaba  por  la  noche  temas  abun- 
dantes para  amenizar  un  poco  la  tertulia  de  la 
cocinona  y  las  conversaciones  de  la  mesa  de  mi 
tío;  comía  con  excelente  apetito,  y  los  condu* 
mios  de  la  mujer  gris  y  de  su  repolluda  hija  me 
sabían  á  gloria;  sentíame  animoso  y  fuerte»  y 
me  dormía  como  una  marmota  en  cuanto  ten- 
día el  cuerpo  sobre  la  cama;  descuidaba  mucho 
la  lectura  de  los  periódicos  que  recibía  de  Ma- 
drid, y  al  escribir  á  mis  amigos  ya  no  iban  mis 
cartas  empapadas  en  el  tinte  melancólico  de  los 
primeros  días;  íbame  pareciendo  más  llevadera 
la  visión  incesante  de  los  peñascos  en  mi  derre- 
dor, y  la  miserable  cortedad  de  los  horizontes  no 
me  asfixiaba;  en  fin,  que  si  no  me  había  thecho 
á  todo,»  concebía  ya  la  posibilidad  de  ello. 

Dígalo,  si  no,  el  ejemplo  de  la  tertulia:  al 
principio  me  era  insoportable;  y  cada  tertulia- 
no, nuevo  para  mí,  que  se  presentaba  en  ella, 
me  parecía  más  zafío  y  más  insulso  que  los  an- 
teriores; no  hallaba  chiste  en  sus  humorismos 
expresados  en  un  lenguaje  mutilado  y  conven- 
cional, ni  motivo,  por  lo  tanto,  para  algunas  ri- 
sotadas vergonzantes  que  hasta  llegaban  á  inco- 
modarme, como  si  me  ofendieran;  hastiábame 
la  simplicidad  de  los  asuntos  quemas  les  inte- 
resaban á  ellos,  y  sin  poderlo  remediar  acor- 
dábame del  resobado  lamento  del  poeta  latino 


PBÑAS   ARRIBA  289 

desterrado  en  el  Ponto:  el  bárbaro  parecía  yo, 
que  á  nadie  entendía  ni  de  nadie  era  entendido 
allí.  Intentaba  buscar  en  mis  libros  y  periódi* 
eos,  en  la  soledad  de  mi  habitación,  el  remedio 
contra  estos  aburrimientos  de  la  cocina;  pero  el 
temor  de  que  lo  tradujera  mi  tío  en  señal  de 
menosprecio  de  sus  rudos  tertulianos,  me  con- 
tenía. Viéndome  forzado  á  alimentar  el  espíritu 
de  todo  ello,  llegué  poco  á  poco  á  paladearlo 
sin  repugnancia,  y  muy  pronto  acabé  por  en- 
contrarlo agradable  á  falta  de  cosa  mejor.  Lo 
mismo  me  había  pasado  con  los  condumios  de 
Facía.  Aprendí  el  valor  castellano  de  los  mo- 
dismos locales  con  que  se  alimentaban  y  entre- 
tejían las  conversaciones  de  la  tertulia,  y  el  roce 
obligado  y  continuo  con  ellas  me  dio  el  cono- 
cimiento que  me  faltaba  de  las  materias  conver- 
sables. Y  ya  estaba  hecho  el  milagro;  porque 
sabido  y  de  sentido  común  es  que  no  hay  cosa 
que  nos  interese  mientras  la  desconozcamos;  y 
como  corolario  de  este  axioma,  que,  por  mí- 
nima que  ella  sea,  nos  resulta  interesante  en 
cuanto  la  conocemos.  Valga  el  ejemplo  de  un 
amigo  mío  tocado  de  la  pasión  de  hacer  pali- 
llos de  dientes^  sólo  porque  domina  el  arte  con 
rara  habilidad. 

Ello  fué  que  en  la  primera  semana  ya  metía 
yo  mi  cuchara  en  las  conversaci  ones  y  porñaba 
en  serio  con  aquellos  rústicos  sobre  temas  de  su 
TOMO  XV  19 


290   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  If.  DE  PBRBOA 

alcance  que  empezaba  yo  á  penetrar;  que  iba 
distinguiendo  los  caracteres,  las  triquiñuelas  y 
zunas  de  cada  uno,  y  que  me  sentia  muy  hala- 
gado por  los  elogios  de  todos  ellos  á  mis  proezas 
de  excursionista  y  de  cazador.  Mi  tío  se  bañaba 
en  agua  rosada  con  estas  cosas»  porque  las  to- 
maba por  señales  de  mi  rápida  aclimatación;  y 
yo  me  complacía  en  ver  con  qué  escaso  esfuerzo 
de  mi  parte  le  proporcionaba  uno  de  los  pocos 
goces  á  que  podía  aspirar  ya  el  pobre  viejo. 
Después,  mis  visitas  al  pueblo,  el  caso  deFacia 
relatado  por  Chisco,  la  adquisición  de  la  amis- 
tad del  médico  y  lo  que  con  todo  ello  se  fué  en- 
lazando naturalmente»  dieron  nuevo  empuje  á 
esta  buena  tendencia  mía  y  me  infundieron 
mayor  apego  á  las  cosas  y  vicisitudes  de  aque- 
llas sencillas  gentes.  Veía  con  gusto  aumentar- 
se de  día  en  día  la  tertulia,  y  estudiaba  la  ca- 
tadura y  el  carácter  de  cada  tertuliano  nuevo 
para  mí,  con  el  mismo  interés  que  si  se  tratara 
de  un  recién  llegado  á  los  salones  de  la  Medi- 
naceli;  y  si,  por  ejemplo,  me  decía  mi  tío  á  la 
oreja  cuando  se  presentaba  uno  en  la  cocina 
por  primera  vez  en  la  temporada:  tese  tiene  la 
gracia  de  Dios  para  contar  cuentos»»  sentíame 
tocado  de  igual  curiosidad  que  si  en  una  fiesta 
aristocrática  me  dijeran:  tese  que  acaba  de 
llegar  es  el  orador  que  ha  derribado  esta  tarde 
en  las  Cortes  al  Gobierno»»  ó  f  el  autor  del  li- 


PBÑAS  ARRIBA  29 1 

bro  H  Ó  del  drama  Z.i  Tenía  razón  Neluco 
cuando  me  afirmaba  que  el  hombre  de  inteli- 
gencia cultivada  lleva  en  sí  propio  los  recur- 
sos necesarios  para  vivir  á  gusto  en  todas  par- 
tes con  tal  de  que  no  trueque  los  cabos  de  la 
polea  ni  se  empeñe  en  subir  lo  que  está  abajo, 
en  lugar  de  bajar  lo  que  está  arriba,  hasta  con- 
seguir el  nivel  de  ideas  apetecido  para  un  fin 
determinado. 

Lejos  de  corregir  el  juicio  que  había  forijaado 
yo  del  temperamento  de  los  tablanqueses  al 
verlos  pasar f  como  quien  dice,  en  el  porche  de 
la  iglesia  ó  en  las  callejas  del  pueblo,  me  afirmé 
más  y  más  en  él  cuando  los  traté  de  cerca  en  la 
cocina  de  mi  tío  y  logré  estudiarlos  en  pleno 
ejercicio  de  todos  sus  componentes  físicos  é  in- 
telectuales; porque  allí  y  sólo  allí  era  donde  ex- 
ponían y  ventilaban  los  asuntos  más  importan- 
tes de  su  vida,  al  calorcillo  de  las  fogatas  de  la 
cocinona  y  bajo  la  presidencia  de  don  Celso, 
que  siempre  daba  en  el  clavo  de  lo  mejor  y 
más  conveniente,  lo  mismo  con  una  cuchufleta 
que  con  un  dictamen  formal.  Eran,  sin  excep- 
ción de  uno  solo,  parsimoniosos  en  extremo  y 
de  blanda  condición;  y  en  sus  tiroteos  de  bro- 
ma, á  los  que  son  muy  aficionados,  despilfarra^ 
ban  las  metáforas,  llenas  de  colorido  local, 
gribas  para  mí  al  principio,  y  muy  donosas 
después  que  supe  traducirlas  á  mi  lengua.  íbame 


292      OBRAS    DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

pareciendo  la  de  ellos,  entre  tanto,  más  dulce 
y  cadenciosa  de  ritmo  cuanto  más  Ja  oía  sonar. 
El  cura  don  Sabas  concurría  muy  á  menudo 
y  tan  soso  como  la  primera  vez;  pero  á  mí  ya 
no  me  lo  parecía  después  que  le  había  visto  tan 
elocuente  sobre  los  riscos  de  la  montaña:  consa- 
grábale por  eso  cierta  veneración,  independien- 
te de  la  que  le  debía  por  su  vestidura  y  por 
sus  virtudes,  y  se  me  antoja  que  no  lo  descono- 
cía él  ni  le  desagradaba.  C  orno  que  se  había 
jactado  más  de  una  vez  de  lante  de  mí,  de  que 
con  esas  ataduras  había  de  amarrarnie  él  á  la 
tierra  de  mis  mayores,  y  para  siempre  jamás, 
tper  sacula  saculorum:»  así,  hasta  en  latín,  había 
recalcado  la  jactancia.  Don  Pedro  Nolasco  sólo 
dos  ó  tres  veces  había  vuelto  á  la  tertulia;  y 
eso  tpor  ser  yo  quien  era ,»  porque  se  arreglaba 
ya  muy  mal,  á  los  años  que  tenía,  con  las  as- 
perezas de  los  callejos  en  la  obscuridad  de  la 
noche,  aunque  llevaba  linterna.  Neluco  frecuen- 
tó más  la  cocina  al  principio  que  al  ñn  de  aque- 
lla temporada,  y  yo  creo  que  lo  hizo  con  el  fin 
caritativo  de  abreviarme  el  período  de  •acli- 
matación,! porque  le  notaba  yo  muy  diligente 
en  echar  hacia  mí  los  temas  de  las  conversacio- 
nes, en  traducirme  las  metáforas  y  en  ayudar  á 
mi  tío  en  su  incesante  tarea  de  avivar  los  fue- 
gos de  la  tertulia  aguijoneando  á  los  concurren- 
tes más  activos. 


PEÑAS  ARRIBA  293 

Allí  conocí  al  Topero,  el  padre  de  Tanasia, 
y  á  Pepazos,  el  novio  preferido  á  Chisco  por 
el  Topeto  para  su  hija,  al  decir  del  Tarumbo 
que  también  se  descolgaba  á  menudo  por  la  co- 
cinona.  £1  Topeto  era  un  hombre  de  mediana 
edad,  cuadradote  de  espaldas  y  algo  rojo  de 
greñas,  poco  hablador  y  muy  hábil  en  la  labor 
que  llevaba  á  la  tertulia  (era  raro  el  tertuliano 
que  iba  sin  ella):  c pintar»  abarcas  con  la  punta 
de  su  navaja.  Despachaba  tres  ó  cuatro  pares 
cada  noche,  por  lo  que  tenía  buen  repuesto  de 
ellas  en  preparación  en  casa  de  mi  tío,  como  le 
tenían  otros  de  cebillas,  de  colodras,  y  hasta  de 
¿anillas  (tiras  finas  de  avellano)  para  hacer  ma-- 
conas  (cestos  grandes),  porque  aquélla  parecía 
por  esa  y  otras  señales,  la  casa  de  todos...  hasta 
para  establecer  en  ella  su  oficina,  cuatro  veces 
cada  año,  el  cobrador  ambulante  de  contribu- 
ciones. 

Pepazcs  era  un  Alcides  capaz  de  echarse 
sobre  sus  hombros  fornidos  el  mismo  peñón  de 
Bejos  á  poco  que  se  le  hurgara  el  amor  propio; 
coloradote,  mofletudo,  con  las  cejas  unidas  y 
muy  peludas  sobre  unos  ojazos  de  buey.  Ese 
pulía  y  remataba  zapitas,  que  con  ser  la  que 
menos  capaz  de  dos  azumbres  de  leche,  no  se 
veía  sobre  sus  muslos  bombeados  y  entre  sus 
manos  grandonas.  Trabajaba  muy  de  prisa, 
pujaba  mucho  en  sus  arremetidas  á  contraveta. 


1394      OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DE  PEREDA 

y  en  los  cambios  de  postura;  y  fuera  de  su  la- 
bor, nunca  estaba  atento  á  nada  más  que  la 
poco  qtje  se  le  ocurría  al  Topero,  y  eso  para 
celebrárselo  con  una  risotada  que  jamás  venía 
al  caso.  Yo  solk  mirar  entonces  á  Chisco  que 
siempre  andaba  en  el  último  rincón  de  la  ter- 
tulia; pero  el  condenado  de  él,  ó  no  había  caí- 
do en  la  malicia,  ó  se  hacía  el  desentendido. 
No  pudiendo  acomodarme  á  las  injustas  prefe- 
rencias del  Topero,  complacíame  algunas  ve- 
ces en  ponderarle,  trayendo  el  asunto  por  los 
cabellos,  las  valentías  de  Chisco  y  sus  prendas 
de  mozo  casadero,  de  las  que,  á  mi  modo  de 
ver,  debían  estar  codiciosas  las  mejores  mo- 
zas de  Tablanca.   ¡Válgame  Dios,  qué  pujar 
entonces  el  de  Pepazos,  qué  sudar  el  de  sus 
carrillos,   qué  revolcones  los  suyos  sobre  el 
banco,  qué  bailar  entre  sus  manos  aceleradas 
el  de  la  zapita,  mientras  el  Topero  metía  por 
la  almadreña  la  cara  envuelta  en  humaredas  de 
la  pipa  de  rabo  corto  que  nunca  retiraba  de  sa 
boca!  En  estos  casos  ya  se  clareaba  Chisco  un 
poco  más,  y  le  notaba  yo  el  gozo  con  que  sa- 
boreaba  los  atragantas  de  su  rival,  y  hasta  me 
pagaba  el  favor  en  una  mirada  dulzona,  con  su 
poco  de  guiñada.  Y  eso  que  estaba  yo  conven- 
cido de  que  llevaba  la  carga  de  sus  amores  con 
la  misma  acompasada  parsimonia  que  las  lle- 
vaba todas  y  me  acompañaba  á  mí  por  los  ve* 


PBÑAS   ARRIBA  295 

ricuetos  y  hondonadas  de  los  montes.  Pero  hay 
siempre  en  el  corazón  del  hombre  más  honrado 
una  fibra  de  perversidad  mal  dominada  que  le 
procura  un  goce  en  la  mortificación  de  su  veci- 
no, con  un  pretexto  de  caridad  mal  entendida; 
y  yo  creo  que  una  fibra  de  esa  mala  casta  era 
la  que  me  impelía  tan  á  menudo  á  mortificar 
al  pobre  Pepazos  y  al  Topero,  más  bien  que  el 
propósito  de  favorecer  á  Chisco,  que  quizás  no 
lo  necesitaba  ó  no  lo  echaba  de  menos. 

El  Tarumbo  no  llevaba  nunca  labor  propia; 
pero,  en  cambio,  estaba  siempre  pendiente  de 
la  que  hacían  los  demás.  Cuando  el  Topero 
terminaba  un  par  de  abarcas,  le  traía  otro  del 
montón  de  las  que  tenía  preparadas,  y  lo  mis- 
mo hacía  con  las  zapitas  de  Pepazos  y  con  las 
banillas  ó  las  colodras  ó  las  cebillas  de  los  que 
las  necesitaban.  Hablaba  hasta  por  los  codos, 
y  siempre  eran  las  desdichas  ajenas  las  que  le 
arrancaban  los  mayores  lamentos. 

Á  Pito  Salces  se  le  hallaba  indefectiblemen- 
te á  los  alcances  del  roes  con  Tona  en  sus  ma- 
nipuleos de  cocinera  diligente:  hacia  el  rabo 
de  la  sartén,  por  ejemplo,  y  en  los  linderos  del 
camino  más  trillado  entre  el  fogón  y  la  alacena 
del  aceite  y  las  especias.  Se  le  sentían  los  ím- 
petus de  su  amor  corriéndole  hasta  por  los 
brazos  inconmensurables,  como  el  agua  de  llu- 
via por  las  mangas  de  un  tejado;  reviraba  los 


296   OBRAS  DE  D.  JOSS  M,  DE  PEREDA 

ojos  hacia  Tona,  y  se  devanaba  á  sí  propio, 
como  en  un  ovillo,  cuando  la  jampuda  moza 
se  acurrucaba  delante  de  él  ó  le  tocaba  al  pa« 
sar  hacia  la  alacena.  No  hubiera  sido  bien  vis- 
to de  don  Celso  que  la  requiriera  allí  de  amo- 
res, suponiendo  que  lo  hubiera  tolerado  ella,  y 
se  consolaba  con  aquellas  internas  expansio- 
nes, tan  poco  disimuladas. 

La  pobre  Facia,  desde  lo  de  aquella  noche^ 
apenas  se  dejaba  ver  en  la  cocina  durante  la 
tertulia,  y  ni  allí  ni  fuera  de  allí  sabía  hacer 
cosa  con  arte;  íella  que  era  antes  un  brazo  de 
mar  para  el  gobierno  de  la  casa!  Con  excep- 
ción de  Chisco  que  era  de  ella;  de  Chóreos  que 
iba  por  Tona,  y  de  Pepazos  que  quería  dar  ea 
el  corazón  de  Tanasia  por  la  tabla  de  su  padre, 
bastante  más  codicioso  que  la  hija,  todos  los 
tertulianos  de  la  cocinona  eran  hombres  muy 
maduros:  los  mozos  preferían  las  tertulias  de 
mujeres,  6  jilas  (hilas),  de  las  que  había  dos  ó 
tres  en  el  pueblo.  Á  una  de  ellas  concurría  á 
menudo  la  hija  del  Topero,  con  su  correspon  - 
diente  rueca  bien  cargada  de  lino,  bajo  el  ro- 
quero pinto  con  lazos  y  lentejuelas;  y  si  Pepa- 
zos no  se  dejaba  ver  en  aquella  tertulia  con 
igual  frecuencia  que  Tanasia,  bien  sabía  Dios 
que  coasistía  en  lo  vergonzoso  que  él  era  de- 
lante de  la  mozona  y  con  testigos  que  ya  esta- 
ban en  el  ajo  de  sus  deseos;  pero  iba  alguna 


1 


PBÑAS   ARRIBA  297 

que  otra  vez  para  dar  aquel  regalo  á  sus  ojazos 
mortecinos»  y  esas  noches  eran  las  únicas  que 
faltaba  de  la  cocina  de  la  casona. 

Reflexionando  yo  muchas  veces  sobre  lo  que 
más  me  llamaba  la  atención  en  ella,  que  no 
eran  seguramente  éstas  y  otras  pintorescas  tri- 
vialidades de  determinados  concurrentes,  sino 
aquella  familiaridad  cariñosa,  aquella  rara,  pro- 
funda, íntima  trabazón  afectiva  entre  todos 
ellos  y  mi  tío,  recordaba  la  comparación  que 
de  este  caso  original  me  había  hecho  Neluco 
en  la  primera  conversación  que  con  él  tuve,  y 
no  me  parecía  rigurosamente  exacta:  más  que 
un  organismo  de  miembros  subordinados  al 
imperio  de  la  cabeza,  me  parecía  una  familia 
con  todas  las  comunes  variedades  de  aptitudes 
y  temperamentos,  unida  por  el  amor  desinte- 
resado, tan  propio  y  natural  entre  todos  sus 
miembros,  y  gobernada  por  la  experiencia,  la 
abnegación  y  la  sabiduría  del  padre.  Persua- 
dido de  esto,  tenía  por  imposible  la  sustitución 
de  un  hombre  como  don  Celso  con  otro  como 
yo  para  Henar  el  vacío  que  él  dejara  con  su 
muerte  en  el  vecindario  de  Tablanca.  Entre  él 
y  mi  tío  había  una  completa  y  absoluta  com- 
penetración de  ideas,  de  sentimientos  y  de  pro- 
pósitos, que  no  podía  haber  tratándose  de  mí, 
enteramente  extraño  á  la  tierra  y  sus  costum- 
bres, por  nacimiento,  por  educación  y  por  há- 


298   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBREDA 

bitos  adquiridos  en  otro  mundo  tan  distinto  de 
aquél.  ¿Cómo  no  se  le  ocurría  esto  á  Neluco, 
ya  que  tan  disculpable  era  en  la  inexperiencia 
de  otras  muchas  personas  el  que  no  se  les  al- 
canzara?  Y  sin  embargo,  días  andando,  me  sa- 
lió con  la  misma  copla  nada  menos  que  el  doc- 
to y  experimentado  señor  de  la  torre  de  Prove- 
daño.  ¿Se  equivocarían  todos  ellos,  rústicos  y 
civilizados,  al  coincidir  tan  exactamente  como 
coincidían  en  una  misma  idea?  ¿Trataría  yo  de 
curarme  en  sana  salud,  sin  darme  cuenta  de 
ello,  cuando  me  consideraba  en  lo  cierto  cre- 
yendo todo  lo  contrario  de  lo  que  ellos  creían? 
Por  fortuna  no  me  preocupaba  el  punto  dudo- 
so, porque  no  había  racionales  motivos  de  que 
llegara  á  quitarme  el  sueño.  Ni  las  pretensiio-' 
nes  de  los  que  bien  me  querían  allí>  ni  la  abne- 
gación caritativa  de  mi  parte,  debían  ni  podían 
pasar  de  ciertos  límites. 

De  todas  maneras,  tampoco  el  hallazgo  de 
aquella  patriarcal  y  mínima  república  en  lo  más 
escondido  de  una  comarca  salvaje,  considerada 
por  mí  en  los  primeros  instantes  como  un  destie* 
no  inclemente,  era  para  despreciado.  Enñn,  que 
no  hubiera  sido  justo  en  quejarme  de  mi  suerte 
al  siguiente  día  de  mi  larga  expedición  acompa- 
ñado de  Neluco,  hecho  el  recuento  minucioso 
de  los  frutos  que  me  habían  dado  aquellas  dos 
largas  semanas  de  correrías  y  exploraciones. 


PBÑAS  ARRIBA  299 

De  este  recuento  traté  de  separar  algunas 
partidas  principales,  á  título  de  reservas,  para 
las  eventualidades  del  inviernOi  que  no  podía 
tardar  mucho  en  dejarse  caer  sobre  Tablanca» 
y  empecé  acontar  por  los  dedos:  Chisco,  su 
camarada  Pito  Salces,  Tanasia  y  su  padre  el 
Topero,  el  Tarumbo,  Neluco  Celis,  don  Pedro 
Nolasco,  su  hija  Mari>Pepa  y  su  nieta  Lituca» 
el  párroco  don  Sabas  Peña,  Facía,  la  mujer 
gris;  Tona,  su  hija;  mi  tío  Celso  y  el  escenario 
de  Tablanca.  Todo  esto  allí,  al  alcance  de  la 
mano;  y  fuera  de  allí,  la  familia  de  Neluco  en 
Robacío;  en  Promisiones,  el  hidalguete  mi  con- 
sanguíneo, y  más  allá,  dominándolo  todo  y  al- 
zándose sobre  todo  como  un  faro  de  poderosa 
luz,  la  figura  escultural  del  caballero  de  la  torre 
de  Provedaño. 

Después  de  hecha  esta  segregación,  procedí 
al  análisis  de  las  partes  de  ella  que  más  interés 
podían  ofrecerme  desde  el  punto  de  vista  en  que 
yo  me  colocaba:  Chisco  un  tanto  flemático, 
con  puntas  de  socarrón  y  marrullero,  aspirando 
á  casarse  con  Tanasia,  guapa  moza  de  verdad, 
en  competencia  con  Pepazos,  preferido  del  To- 
pero, porque  tenía  algunos  bienes  que  le  falta- 
ban á  Chisco,  y  no  me  constaba  de  toda  certi- 
dumbre si  de  Tanasia  también,  á  pesar  de  lo 
arlóte  y  simplón  que  era  Pepazos.  Todo  el  in- 
terés de  este  juego  dependía  del  calor  con  que 


300      OBRAS  DE  D.  JOSá  M.  DE  PEREDA 

le  tomara  Chisco.  Pito  Salces  era  unbraseroque 
se  consumía  por  Tona:  eso  saltaba  á  la  vista;  y 
como  tambiéa  era  medio  pieza  doméstica  en  la 
casona  de  mi  tío,  amén  de  noblote  de  alma  y 
muy  arrimado  al  trabajo,  á  poco  que  Tona  hi- 
ciera por  sí,  el  resultado  no  eraduduso.  Facia. 
¡Ésta  sí  que  me  daba  que  pensar  cuanto  más 
reparaba  en  ella!  Al  espanto  de  aquella  noche, 
recién  llegado  yo  á  Tablanca ,  habían  sucedida 
otros  dos  por  el  estilo;  pero  como  huía  de  mí 
en  cuanto  me  acercaba  á  ella  con  propósitos  de 
interrogarla  sobre  tan  extraño  particular,  des- 
pués de  pedirme  con  las  manos  juntas  y  por  el 
amor  de  Dios  que  no  le  dijera  á  mi  tío  una  pa- 
labra de  lo  que  estaba  notando,  limitábame,  por 
complacerla,  á  observarla  desde  lejos  y  á  no 
perderla  de  vista  mientras  me  fuera  posible. 
¿Qué  diablos  podía  haber  allí?  ¿Eran  fantasmas» 
alucinaciones  histéricas  de  la  pobre  mujer  tan 
castigada  por  la  desgracia  á  lo  mejor  de  su  vida, 
ó  estaba  bajo  el  peso  insoportable  de  alguna 
nueva  desdicha?  Neluco  Celis:  continuaba  pa- 
reciéndome  lo  mismo  que  me  pareció  cuando  le 
hablé  por  vez^primera:  discreto,  simpático,  de 
clarísima  inteligencia  y  noble  corazón,  y  un 
arca  cerrada  para  guardar  lo  que  á  mí  se  me  an- 
tojaba que  debía  estar  al  alcance  de  mi  vista: 
verbigracia,  su  inclinación  amorosa  á  la  nieta  de 
don  Pedro  Nolasco.  Porque  yo  no  podía  conce- 


ir^' 


PBÍ^AS  ARRIBA  301 

bir  que  Lita  y  Nelaco  no  se  amaran,  como  na 
lo  concebía  tampoco  la  matrona  locuaz  de  Ro- 
bacío,  ni  lo  concebiría  nadie  que  tuviera  entra- 
ñas de  humanidad  y  vislumbres  de  buen  gusto, 
y  reparara  un  poco  en  aquella  parejita,  única, 
que  parecía  puesta  por  Dios  en  aquel  rinconcito 
de  la  tierra  para  eso  sólo,  para  amarse  y  para 
unirse.  Lita  y  su  madre  habían  estado  dos  ve- 
oes  en  mi  casa  después  que  yo  estuve  en  la 
suya.  Una  de  ellas,  según  me  declararon,  para 
pagarme  la  visita  y  saludar,  de  paso,  á  mi  tío; 
y  la  otra,  por  mi  tío  solamente,  cuya  salud  les 
interesaba  mucho;  además  de  que,  como  no  po- 
día  salir  de  casa,  iban  á  hacerle  un  rato  de 
compañía,  como  siempre  que  lo  permitían  el 
tiempo  y  sus  ocupaciones.  Todo  esto  me  lo  afir* 
maba  Lituca  descubriendo  las  esmaltadas  filas 
de  sus  blanquísimos  dientes,  en  su  lenguaje 
vehemente,  retozón  y  admirativo,  á  la  puerta 
del  estraga!  y  mientras  sacaba  sus  pies,  calza- 
dos con  menudas  zapatillas  de  abrigo  sobre  me* 
dias  de  color,  de  un  par  de  almadreñas  que  pa- 
recían dos  cascaras  de  nuez.  En  aquella  visita^ 
lo  mismo  que  en  la  anterior,  yo,  terco  y  empe- 
rrado en  mi  tema,  le  eché  cincuenta  veces  al 
campo  de  la  conversación  disfrazado  de  mil 
modos,  con  el  piadoso  fin  de  observar  qué  cara 
le  ponía  Lita...  y  nada:  ni  un  gesto,  ni  un  pun- 
to arrebolado  en  las  mejillas,  ni  la  máa  insigni- 


302      OBRAS  DE  O.  JOSÓ  M.  DE  PERBDA 

ficante  señal  en  la  nieta  de  don  Pedro  Nolasco 
de  que  había  oído  su  corazón  las  llamadas  que 
yo  le  hacia  con  el  nombre  de  Neluco  y  los  elo  - 
gios  de  sus  méritos:  hablaba  de  61  con  el  des« 
cuido  y  la  serenidad  con  que  podía  hablar  de 
su  madre  ó  de  su  abuelo.  Lo  cual  me  impa-' 
cientaba  á  mí,  como  si  fuera  asunto  de  mi  pro« 
pía  pertenencia,  y  en  más  de  una  ocasión  me 
acometieron  serias  tentaciones  de  preguntarla 
derechamente  y  sin  ambajes  ni  rodeos:  c¿se 
quieren  ó  no  se  quieren  ustedes?  ¿Ama  usted  ó 
no  ama  á  Neluco?»  Pero,  señor,  ¿por  qué  tenía 
yo  tanto  empeño  en  que  se  amaran?  O  mejor 
dicho,  ¿por  qué  le  tenía  tan  grande  en  que  que- 
dara en  seguida  aquel  punto  bien  esclarecido  y 
deslindado? 

Después,  mi  tío  Celso,  el  alma  y  el  centro  de 
todo  cuanto  le  rodeaba,  con  su  energía  indo- 
mable, sus  cuchuflatas  singularísimas,  su  aten^ 
ción  siempre  ñja  en  el  modo  de  hacerme,  ya 
que  no  divertida,  llevadera  la  vida  en  su  casa, 
y  los  cuidados  á  que  me  obligaban  el  parentes- 
co y  la  gratitud  para  velar  por  él  con  especial 
esmero  durante  el  tiempo  de  las  humedades  y 
de  los  grandes  fríos,  en  el  cual,  según  dictamen 
del  médico,  corría  su  vida  los  mayores  peligros, 
por  la  índole  de  la  enfermedad  que  padecía. 

Y  por  último,  su  tertulia  y  mis  libros,  mis 
periódicos  y  mi  correspondencia.  Lo  restante 


^ 


PBÑAS   ARRIB4  303 

de  ambos  montones,  algo  de  ello  por  su  insig* 
niñcancia,  y  otro  poco  por  lejano,  sólo  podía 
considerarse  como  personajes  decorativos  y  ac- 
cesorios escénicos. 

Cierto  que  con  todas  estas  reservas  de  tan 
escasa  importancia  en  relación  con  las  necesi- 
dades de  mi  espíritu,  se  podía  llegar  hasta  lo 
épico,  consideradas  como  elementos  de  crea- 
ción en  la  fantasía  de  un  novelista  ingenioso; 
pero  tomadas  en  lo  que  eran  y  valían,  como 
casos  y  cosas  de  la  vida  real  y  prosaica  en  un 
medio  tan  remoto,  tan  obscuro  y  tan  aislado 
como  aquél,  ¿qué  había  de  prometerme  yo  de 
ellas  para  en  adelante?  ¿Qué  auxiliares  contra 
mi  enemigo  temible  podía  esperar  de  aquel 
lado?  ¿Qué  podía  venir  de  allí  de  lo  que  más 
necesario  me  era? 

—  {Quién  sabe? — me  dije  en  conclusión  de 
mis  cavilaciones. — Por  puntos  más  obscuros  ha 
amanecido  otras  veces:  si  está  de  Dios  que  ha 
de  venir  algo,  ello  vendrá.  Todo  es  cuestión  de 
paciencia  y  de  saber  conformarse.  Conque  un 
poco  de  filosofía,  y  á  esperar  lo  que  viniere. 


-^<^dSl^)P^ 


XVII 


COMENZÓ  á  venir  sin  tardar  mucho; 

pero  |ay!  lo  que  vino  fué,  primera- 
,  mente,  una  niebla  gris  que  bajó  de 

los  montes,  envolvió  todo  el  pueblo 
y  se  coló  hasta  en  los  hogares;  tras  de  aque- 
lla niebla  vino  un  gallego  frío  con  otra  nie- 
bla parda  que  fué  mezclándose  con  la  prime- 
ra, tiznándola  de  su  color  y  haciéndola  más 
húmeda  y  pegajosa;  llegó  también  un  riiido 
sordo  y  continuo,  como  lejano  cañoneo,  que  á 
mí  me  parecía  de  la  mar  batiendo  furibunda 
hacia  el  Norte  los  peñascos  de  la  costa;  pero 
según  dictamen  de  la  gente  de  mi  casa,  era  el 
rebombe  del  cpozón  de  Peña  Sagra ^»  un  lago  ó 
pozo  muy  grande,  que  seda  por  existente,  aun- 
que no  sé  d  nadie  que  le  haya  visto,  en  las 
entrañas  de  aquel  coloso  de  la  cordillera;  y  sin 
cesar  este  raido  bronco,  dejáronse  oir  en  el  es- 
pado y  sobre  el  valle  unos  como  quejidos  sí- 


tomo  XV 


20 


306   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

niestros  y  antipáticos,  que  eran,  según  infor- 
mes de  Chisco,  el  graznar  de  los  butres  (buitres) 
y  las  grullas,  que  pasaban  tcara-rriba;»  señal 
ésta,  como  la  del  trebombar»  del  pozo  y  la  de 
las  nieblas  bajas  con  el  tgallego»  detrás,  de  que 
se  nos  echaba  encima  una  invernada  de  las 
gordas. 

Y  se  cumplieron  las  profecías:  las  nieblas  se 
convirtieron  en  negras  nubes  henchidas  de 
aguaceros,  que  el  viento,  embravecido  poco  á 
poco,  estrellaba,  con  mugidos  tremebundos» 
contra  casas,  ribazos  y  bardales,  cerrándose 
boquetes  y  horizontes  por  donde  quiera  que  se 
n^raba,*  sintieron  los  más  ardientes  de  sangre 
los  primeros  estremecimientos  de  frío,  y  nos 
declaramos  todos  en  la  casona  seria  y  formal- 
mente bloqueados  por  el  invierno. 

Las  primeras  consecuencias  de  este  bloqueo 
fueron  en  ella,  como  era  fácil  de  presumirse,  la 
reducción  de  la  tertulia  á  media  docena  escasa 
de  valientes,  entre  ellos  Pito  Salces,  á  quien 
no  atajaban  en  los  impulsos  de  la  querencia  que 
le  atraía,  ni  los  más  fieros  vendavales,  y  (lo  que 
filé  para  mí  harto  más  desagradable  y  no  espe- 
rado tan  pronto)  una  crisis  de  mal  género  en  el 
estado  de  mi  tío.  Como  por  encargo  del  médico 
se  le  vedaba  hasta  el  asomar  las  narices  al  cuar- 
terón abierto  de  una  ventana,  se  consumía  de 
impaciencia  en  los  páramos  entenebrecidos  de 


PBÑAS  ARRIBA  307 

SU  cárcel;  y  cuando  llegaba  la  noche  y,  después 
de  rezar  el  Rosario  en  la  cocina,  veía  entrar  en 
-ella  dispersos,  acobardados,  ateridos  de  frío  y 
-calados  de  agua  á  unos  pocos  tertulianos  de  los 
-de  aquella  apretada  falanje  de  las  primeras  no- 
ches, y  notaba  la  causa  de  la  deserción  de  los 
demás  en  el  furioso  batir  de  las  celliscas  contra 
puertas  y  ventanas  y  en  el  cañón  de  la  chime- 
nea, quedábase  pensativo  y  mustio,  con  la  cer- 
viz humillada  y  la  vista  fija  en  el  flamear  de  la 
lumbre,  cuyo  calor  buscaba  por  instinto.  Y  así 
un  día  y  otro  y  otro,  sin  que  la  dureza  de  su 
fibra  alcanzara  á  disfrazar  «iquíera  los  desalien- 
tos de  su  espíritu,  llegó  á  un  grado  tal  de  aba- 
timiento, que  me  alarmó,  porque  en  un  estado 
moral  como  el  suyo,  cualquier  aletazo  de  su 
enfermedad  era  muy  temible. 

Hablando  con  él  una  mañana  de  aquellos 
días  tan  crudos,  y  solos  los  dos  en  la  cocina, 
que  era  su  ordinario  paradero  entonces,  yo  ani- 
mándole como  podía  y  él  conociendo  la  endeble 
calidad  de  mis  estimulantes,  acabó  por  decirme: 

— No  te  canses,  Marcelo:  este  ujano  que  me 
roe  es  más  fuerte  que  tú  y  yo  juntos,  por  gran- 
des que  ^ean  tus  cuidados  y  por  dura  que  haya 
sido  mi  correa.  Mira,  hombre:  todavía  no  jaz 
un  año  que  me  tenía  yo  por  tan  duro  de  caer 
como  las  hayas  de  esos  montes.  ¡Trastajo  con 
la  vanidá  de  la  guapeza  humanal  A  lo  mejor 


308   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

del  pensar  que  solamente  un  rayo  de  la  volunta 
de  Dios  podía  acaldarme  en  el  suelo,  un  soplo 
que  no  apagaría  una  luz,  me  puso  á  las  puertas 
de  la  muerte  cuando  menos  lo  esperaba  y  más 
descuidado  dormía.  Desde  entonces  acá,  {pis- 
pajo!  yo  que  nunca  me  espanté  de  nada  ni  me 
encogí  por  cosa  alguna,  miro  y  remiro  con  des- 
confianza hasta  el  suelo  en  que  pongo  los  pies» 
porque  siempre  y  á  todas  horas  y  en  todas  par- 
tes estoy  temiendo  el  último  golpe  que  falta 
para  que  el  roble  acabe  de  caer.  Ésta  es  la  ver- 
dad, ¡cascajo!  y  hasta  creo  que  te  apunté  algo 
de  ella  en  alguna  de  las  cartas  que  te  escribí. 
Pero  entonces  eran  los  días  más  largos  y  las 
noches  más  cortas;  alumbraba  el  sol  á  la  tierra 
y  calentaba  la  sangre  de  los  viejos,  y,  sobre 
todo,  volvía  de  su  viaje  muy  temprano;  madru- 
gaba mucho  para  espantar  las  ideas  tristes  de 
las  cabezas  en  que  apenas  entra  la  caridad  del 
sueño  por  la  noche.  Por  eso  me  jallastes  tan 
campante  á  la  venida  y  me  has  visto  ir  tirando 
así  hasta  ayer,  como  quien  dice...  hasta  que 
vino  lo  que  yo  había  visto  venir  otras  veces  sin 
apurarme  por  ello,  y  no  sé  si  te  diga  que  con 
gusto...  ¡con  gusto,  trastajo!  porque  cuando 
hay  buena  salud,  la  tierra  no  tiene  salsa  si  nos 
está  cantando  siempre  una  misma  solfa...  y  sin 
cambiar  de  ropajes...  Digo  que  fui  tirando  tal 
cual  hasta  que  llegó  la  primer  cellerisca,  ^a 


i 


PBNAS  ARRIBA  3O9 

que  todavía  está  pasando,  mientras  llega,  por 
las  señales,  otra  más  dura  de  pelar  que  ella;  y 
se  apagó  el  sol  de  día,  y  se  cerraron  puertas  y 
ventanas,  y  empezó  á  faltar  de  noche  la  gente  de 
la  cocina,  y  á  no  haber  ñn  para  las  horas  de  la 
cama  ni  punto  de  sosiego  para  el  mal  pensar  de 
la  cabeza.  Yo  nunca  había  visto  pasar  por  ella 
las  negruras  que  ahora  pasan.  Hasta  estos  días 
y  desde  que  tengo  uso  de  razón,  siempre  el  in- 
terés de  los  demás  jizo  que  me  olvidara  de  mí 
propio;  pues  ahora  |ya  te  quiero  un  cuento, 
pispajo!...  y  esto  es  lo  que  me  descuajaringa: 
no  tengo  ojos  más  que  para  ver  cómo  va  la  car- 
coma rejundiendo  y  ajondando  en  este  tronco 
podrido  que  se  cae  por  sí  mesmo  de  día  en  día, 
de  hora  en  hora.  Paez  que  el  viento,  al  rebom-> 
bar  en  el  cañón  de  la  chimenea,  me  dice  algo 
que  nunca  había  oído  yo  antes;  pero  algo  muy 
temeroso  y  muy  triste...  vamos,  que  ajuyera de 
ello  de  buena  gana,  si  el  temporal  de  afuera  no 
me  cerrara  todos  los  caminos  de  escape,  y  el 
frío  no  me  encadenara  los  remos  y  no  me  cor- 
tara la  poca  respiración  que  me  queda  en  el 
gaznate...  Otra  cosa  nunca  vista:  te  puedo  ju- 
rar que  no  me  asusta  la  muerte,  porque  soy 
viejo  y  cristiano  y  sé  que  ha  de  venir  sin  tar- 
dar mucho  y  que  me  toca  esperarla  confiado  en 
la  misericordia  de  Dios,  como  la  espero;  y  con 
ello  y  con  todo,  me  espanta  la  enfermedad  que 


310      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

me  va  quitando  la  vida.  ¿Cómo  se  explica  este 
potaje?  ¿Qué  te  parece  á  tí  que  será  esto^ 
Marcelo? 

Faltábanme  á  mí  los  soñsmas  cientíñcos  con 
que  Neluco,  por  ejemplo,  hubiera  podido  acla- 
rar aparentemente  aquellas  complejas  obscuri- 
dades que  me  consultaba  mi  pobre  tío,  y  des- 
paché la  consulta  con  cuatro  vaguedades  muy 
recalcadas  y  encarecidas  sobre  el  inñujo  que 
ejercen  en  la  máquina  de  les  pensamientos  los 
largos  insomnios,  la  soledad  de  la  noche,  los 
fríos  estacionales... 

— Bien  podrán  tener  algo  de  culpa  esos  in* 
gredientes — me  replicó  mi  tío  con  muy  escasas 
señales  de  creerlo; — pero  á  veces  se  me  ñgura 
á  mí  que  hay  también  otros  motivos  de  por 
medio.. •  y  harto  será,  ¡trastajo!  que  no  venga 
de  esa  banda  toda  la  podredumbre.  Mira,  hom- 
bre.. •  (porque  puesto  en  tela  de  juicio  el  punto, 
debe  ventilarse  en  regla;  y  yo  le  he  visto  por 
muchas  caras  en  tantas  y  tantas  noches  de  na 
pensar  en  otra  cosa):  si  á  mí  me  viviera  no 
más  que  uno  solo  de  los  hijos  que  Dios  me  fué 
dando,  la  muerte  de  su  padre  no  sería  propia- 
mente muerte;  porque  en  casos  como  éste,  y 
bien  lo  sabes  tú,  la  vida  de  los  que  se  van  reto- 
ña en  los  que  se  quedan  para  algo  más  que  llo- 
rarlos y  rezar  por  ellos:  es  un  eslabón  trabada 
en  otro  eslabón...  vamos,  una  cadena  que  nun- 


PBÑAS  ARRIBA  3II 

ca  se  rompe  ni  se  acaba.  Pero  tal  como  han  re- 
sultado aquí  las  cosas  y  puesto  yo  á  conside- 
rar que  estoy  á  dos  dedos  de  morirme*. •  ¡ay, 
Marcelo,  qué  pinturas  se  me  ponen  delante  de 
los  ojosl  Con  las  últimas  boqueadas,  la  cadena 
rota  para  siempre,  el  hogar  sin  lumbre,  los  es- 
tablos vacíos,  la  casa  en  silencio  y  (lo  que  es 
peor,  si  no  metisteis  la  llave  entre  las  cuatro 
tablas  que  fueron  á  pudrirse  con  mis  huesos  al 
campo  santo)  en  manos  de  hombres  que  no 
verán  en  ella  más  que  el  ochavo  roñoso  con 
que  pagarán  el  derecho  de  maltratarla.  Pues 
échate  á  pensar  después  en  todas  estas  gentes 
que  viven  de  su  calor,  porque  son  todos  ellos, 
lo  mismo  que  fueron  sus  padres  y  debieran  ser- 
lo sus  hijos,  como  sangre  de  la  nuestra  sangre  y 
carne  del  nuestro  propio  cuerpo,  mirándola  de 
reojo  al  principio  para  acabar  por  no  acordarse 
de  ella  y  por  irse  desparramando,  como  pollu- 
eos  sin  la  madre,  robados  al  fin,  uno  á  uno,  por 
el  milano  que  no  duerme...  ¡Ay,  trastajo!  Esto 
es  muy  doloroso,  hasta  para  soñado  en  pesadi- 
lla... ¿Qué  no  será,  hijo  mío,  visto  y  palpado 
en  la  misma  realidadl  Créeme,  Marcelo:  impor- 
ta mucho  más  que  la  vida  de  tu  tío,  lo  que  ha 
de  irse  con  ella  al  otro  mundo,  si  Dios  no  lo  re- 
media... ¿No  te  parece  á  tí  que  pudiera  ser  ésta 
la  consistidura  de  las  cosas  raras  que  me  qui- 
tan el  sueño  y  tanto  me  acobardan  últimamente? 


312   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Conociendo  como  conocía  yo  la  entereza  de 
carácter  y  los  sentimientos  de  mi  tío,  evidente 
era  que  andaba  en  lo  cierto  en  aquella  suposi- 
ción y  que  por  cierto  lo  tenía  él  aunque  apa- 
rentaba lo  contrario;  pero  yo  no  podía  decla- 
rárselo así,  porque  declarándolo,  ó  me  mani- 
festaba á  sus  ojos  descariñado  é  inclemente,  ó 
aceptaba  un  compromiso  que  no  podía  aceptar, 
porque  era  otro  muy  distinto  del  suyo  mi  mo- 
do de  ver  aquellas  cosas.  Me  hubiera  sido  fá- 
cil engañarle  aventurando  una  promesa  que 
quizás  andaba  él  buscando  desde  la  primera 
carta  que  me  escribió;  pero  me  repugnaba  esa 
mentira  dicha  á  un  hombre  tan  honrado  y  tan 
sagaz  como  aquél,  exponiéndome,  además,  á 
que  no  me  la  creyera.  Por  eso  adopté  un  tem- 
peramento anodino  que  ni  alcanzó  á  levantar 
sus  abatidos  ánimos,  ni  siquiera  á  disfrazarle 
los  aprietos  en  que  me  puso  con  su  pregunta. 

— Todo  ello — ^repuso  el  buen  señor,  tratando 
de  hacer  un  pinito  de  chachara  que  no  le  salía 
bien, — es  decir  por  decir,  Marcelo,  y  ya  que 
echamos  la  conversación  hacia  ese  lado...  ]Pues 
tendría  que  ver,  {pispajo!  que  diera  yo  ahora 
en  la  gracia  de  agobiarte  con  pesadumbres 
nuevas,  cuando  más  falta  te  hace  algo  alegre 
con  que  espantar  las  negruras  de  este  temporal 
que  se  nos  ha  echado  encima!  Mira,  hombre, 
créasme  ó  no  me  creas:  las  únicas  agallas  que 


PEÑAS  ARRIBA  3I3 

me  quedan*. •  vamos,  lo  único  para  que  me 
siento  animoso  á  la  hora  presente,  es  para  ayu- 
dar á  que  no  se  te  amurrien  á  tí  también  las 
alegradoras.  ¿Oístelo?  Pues  bueno.  Algo  más  y 
de  más  importancia  que  tengo  que  decirte,  ya 
te  lo  diré  en  su  hora  y  lugar  correspondientes, 
y  sin  tardar  mucho.  Dicho  debiera  estar  ya  y 
por  si  acaso,  días  hace;  pero...  basta  de  con- 
versación, y  no  te  espante  la  amenaza,  que  aun- 
que el  punto  es  pariente  cercano  del  tratado 
aquí,  no  tiene  la  cara  tan  fea.  Si  las  tuvieran 
iguales  los  dos,  me  libraría  yo  mucho  de  dar- 
te á  conocer  la  que  no  has  visto  todavía. 

Entró  en  la  cocina  Tona,  algo  tocada  tam- 
bién de  la  murria  inverniza,  á  trajinar  en  el  fo- 
gón donde  hablábamos  mi  tío  y  yo  al  calorci- 
Uo  de  la  lumbre,  y  ya  no  pude  preguntarle  lo 
que  tenía  á  la  punta  de  la  lengua,  como  explo- 
ración siquiera  alrededor  de  la  casta  de  aquel 
nuevo  c  punto  i  que  me  había  puesto  en  gran 
curiosidad. 

Pero  más  que  curioso  por  aclararle,  quedé 
preocupado  y  triste  con  la  pintura  hecha  por 
don  Celso  del  estado  de  su  espíritu.  Para  lle- 
gar á  tales  extremos  de  franqueza  un  hombre 
de  su  temple,  ¿cuál  no  sería  el  peso  de  su  tri- 
bulación? Y  ¿cuál  la  magnitud  de  mi  disgusto 
y  de  mi  pena  al  considerar  que  yo  poseía  el 
remedio  de  la  más  grande  de  las  suyas,  y,  sin 


314     OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

embargo,  me  resistía  á  ofrecérsele?  ¿Era  hon* 
rada  esta  conducta  mia?  ¿Estaba  obligado  yo  á 
aceptar  compromisos  imposibles  de  cumplir? 
¿Estaba  bien  demostrada  esta  imposibilidad? 
¿Cabía,  en  la  duda,  el  recurso  de  prometer,  á 
reserra  de  cumplir  hasta  donde  se  pudiera?..» 

Puesta  la  cuestión  en  estos  últimos  términos, 
ya  me  pareció  más  racional  y  soportable;  y  si 
hubiéramos  continuado  los  dos  solos  en  la  co- 
cina, es  posible  que  allí  mismo  hubiera  inten- 
tado yo  introducir  por  este  resquicio  el  primer 
sostén  para  sus  desfallecimientos. 

Pero  Tona  llevaba  tarea  para  rato  (como  que 
se  andaba  en  las  proximidades  del  mediodía), 
y  por  si  era  poco  este  estorbo,  entró  Facia  á 
dirigir  la  faena.  |Cosa  extraña!  La  mujer  gri» 
era  el  único  ser  de  los  que  habitábamos  la  ca- 
sona, en  quien  no  había  estampado  alguna  ron- 
cha el  azote  del  temporal  reinante.  Hasta  et 
mismo  Chisco  andaba  un  tanto  espelurciado  y 
encogido  por  establos  y  corraladas,  y  entraba 
en  la  cocina  algunas  veces  con  el  humor  avina- 
grado; al  revés  que  Facia,  la  cual,  desde  que 
se  habían  desencadenado  las  primeras  celleris- 
cas,  parecía  otra.  Cuanto  más  azotaban  los  gra> 
nizos  los  paredones  de  la  casa,  y  más  «runfla- 
ban» los  vendavales  en  el  cañón  de  la  chime- 
nea, más  alegre  se  le  ponía  la  cara  y  más  di- 
ligente se  volvía  para  el  trabajo. 


PBÑAS  ARRIBA  315 

Viéndola  tan  boyante  y  en  tan  ventajosas 
disposiciones,  trabé  conversación  con  ella  aquel 
mismo  día,  al  llevarme  no  sé  qué  cachivadies 
á  mi  cuarto. 

— Parece — la  dije  para  empezar, — que  mar- 
chan bien  los  asuntos,  ¿eh? 

Entendióme  la  pregunta;  y  después  de  so- 
brecogerse un  poco  con  ella,  me  respondió  sin 
titubear: 

— Así  me  los  conserve  Dios  muchu  tiempu. 

— ^Me  alegro  en  el  alma — la  dije  entonces; — 
porque  por  no  verla  á  usted  con  los  espantos 
de  estos  días... 

— ¡Ni  me  los  miente,  señor,  por  obra  de  cari- 
dá! — me  replicó  volviendo  á  compungirse. — 
Paez  que  los  males,  como  si  oyeran,  se  ponen 
de  pie  en  cuanto  se  les  menta  en  boca... 

— De  todas  suertes,  resulta  que  los  negocios 
de  usted  andan  al  revés  del  tiempo. 

—¿Por  qué  lo  diz,  cristianu? 

— Porque  á  la  vez  que  él  se"  embravece  y  se 
emperra,  ellos  van  mejorando. 

— Siempre  lo  que  Dios  jaz  está  bien  jechu..» 
|Ah,  si  esto  durara  muchu!... 

— ¿El  temporal? 

—  Y  lo  otru. 

—¿Cuál  es  lo  otro? 

— Lo  que  reza  con  lo  que  usté  quiere  saber» 

—Y  sin  llegar  á  conseguirlo,  por  más  señas..» 


] 


3X6      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

Vamos  á  ver,  Facia:  ahora  que  está  usted  un 
poco  más  tranquila,  ¿por  qué  no  me  lo  cuenta? 
¿Por  qué  está  llevando  usted  sola  tan  pesada 
carga?.  •.  porque  yo  creo  que  ni  siquiera  Tona 
tiene  la  menor  noticia  de  ella... 

— ¡Hija  de  mi  alma!...  La  lengua  me  partie- 
ra en  dos  con  los  mesmus  dientes  mius  si  la 
viera  en  tentaciones  de  parláselu...  ¡igual  que 
al  probé  señor  y  mi  amu!  ¡Santa  Virgen  de  las 
Nievesl...  Y,  por  caridá  de  Dios,  no  me  pre- 
gunte más  de  esu  por  ahora...  ni  nunca  jamás, 
señor  don  Marcelu;  que  yo,  por  la  cuenta  que 
me  trae,  buscaré  el  amparu  de  usté  cuando  la 
carga  me  rinda  y  las  angustias  me  ajueguen... 
porque  la  peste  ha  de  golver,  y  sin  mucha  tar- 
danza, señor  don  Marcelu.  ¡Ay,  desdichada  de 
mí!...  ¡Y  el  amu...  y  Tona!...  ¡Santa  Virgen  la 
mi  Madre! 

Púsose  lívida  de  repente,  se  le  pintaron  en 
la  cara  las  angustias  de  otros  días,  y  llevó  has- 
ta ella  sus  manos  cruzadas  y  convulsas.  Me 
movió  á  compasión  la  pobre  mujer,  y  sentí  re- 
mordimientos de  haber  sido  yo  el  causante  de 
aquella  crisis  amarga.  Tomé  con  empeño  el 
trabajo  de  calmarla,  y  lo  conseguí;  pero  con  la 
a3mda  de  una  zurriascada  feroz  que  se  estrelló 
de  repente  contra  las  puertas  del  balcón.  Cuan- 
do esto  ocurría,  se  enjugaba  Facia  los  ojos  y 
respondía  malamente  á  mis  últimas  observa- 


PEÑAS  ARRIBA  317 

dones.  Al  oir  el  estrépito  de  afuera,  suspendió 
hasta  las  lágrimas  y  se  lanzó  á  uno  de  los  cuar- 
terones abiertos,  y  allí  se  estuvo  mirando,  con 
la  avidez  de  un  sediento,  aquella  mar  de  lluvia 
cernida,  revuelta  y  zarandeada  en  el  espacio 
por  la  furia  del  vendaval. 

— |Ohl — exclamó  al  fin,  retirándose  de  su 
observatorio  con  la  cara  radiante  de  alegría  y 
andando  presurosa  hacia  la  puerta  de  salida, — 
por  misericordia  de  Dios,  hay  pa  ratu. 

¿No  era  bien  singular  y  extraño  todo  aquello? 

Entre  tanto,  yo  no  cesaba  de  meditar  sobre 
el  grave  tema,  y  punto  de  suma  transcenden- 
cia para  mí,  surgido  aquella  misma  mañana  de 
la  conversación  que  tuve  con  mi  tío;  y  cuanta 
más  vueltas  le  daba  en  mi  cabeza,  más  obliga- 
do me  creía,  hasta  por  obra  de  caridad,  á  ofre- 
cerle lo  único  que  honradamente  le  podía  ofre- 
cer yo.  Si  con  este  ofrecimiento  se  curaba  de 
sus  angustias  mortales,  ¿qué  mayor  satisfacción 
para  mí?  Si  andando  el  ti'empo  resultaba  que  na 
llegaban  mis  fuerzas  tan  allá  como  mis  buenos 
propósitos,  ¿qué  culpa  tendría  yo  de  ello? 

No  vacilé  más:  busqué  á  mi  tío,  le  hallé  en  su 
cuarta  cerca  de  un  brasero,  hojeando  unos  pa^ 
peles,  tosiendo  mucho  y  moviéndose  mal  debajo 
de  la  espesa  ropa  que  le  abrumaba,  á  la  tétrica 
luz  de  la  media  tarde  y  al  ruido  ingrato  de  las 
celliscas  y  de  los  truenos  que  no  cesaban  afuera. 


vV^^V-^    ¿ví'^-'^^^-  .'aT'^^  wV^Ji^    ^-^'^    ' 


XVIII 


B  anuncié  preguntándole  desde  la 
puerta  si  podía  hablar  con  él  cuatro 
palabras  sin  molestarle. 
Volvió  hacia  mí  la  cara  con  la  vi- 
veza ratonil  que  le  era  propia,  y  me  contestó, 
enderezando  cuanto  pudo  el  cuerpecillo  des- 
carnado: 

— jMira,  hombre,  qué  casualidad!...  Apura- 
damente estaba  yo  pensando  en  ir  en  seguida 
á  preguntarte  lo  mismo  para  cumplirte  después 
la  promesa  que  te  hice  esta  mañana  por  rema- 
te de  nuestra  conversación. 

— Pues  á  cumplir  otra  promesa — añadí, — 
que  no  pude  hacerle  á  usted  entonces  por  falta 
de  oportunidad,  pero  que  quedó  hecha  en  mis 
adentros,  vengo  yo  ahora. 

— Ya  estás  sentándote  y  hablando,— me  dijo 
á  esto,  arrojando  sobre  la  cómoda  los  papeles 
que  hojeaba,  sentándose  después  en  una  silla 


320      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

junto  á  la  caja  del  brasero  é  indicándome  que 
hiciera  yo  lo  propio  en  otra  que  estaba  enfren- 
te de  ella. 

— En  lo  de  sentarme — le  dije,  haciéndolo, — 
le  obedezco  á  usted  desde  luego;  pero  en  lo  de 
hablar...  no  tanto. 

— |Ésta  es  buena,  trastajo!  ¿Por  qué,hombre? 

— Porque  quiero  darle  á  usted  la  preferen- 
cia, como  debo,  en  lo  que  mutuamente  tene- 
mos que  decirnos,  según  parece. 

— Vaya,  vaya,  déjate  de  cumplimientos,  y 
empecemos  por  el  caso  tuyo,  que  para  el  mío 
siempre  hay  lugar.  Conque  ¿qué  es  lo  que  se  te 
ocurre,  hijo  mío? 

— Pues  lo  que  se  me  ocurre— dije  yo  comen- 
zando á  tocar  las  dificultades  de  acometer  de 
frente  un  asunto  de  tan  delicada  naturaleza 
como  aquél,  cuyo  punto  de  partida  era  nada 
menos  que  la  muerte  de  mi  venerable  interlo- 
cutor;— se  me  ocurre,  mi  querido  tío,  algo  que 
se  relaciona  con  otro  algo  que  le  oí  á  usted 
esta  mañana  y  me  produjo  muy  honda  y  muy 
amarga  impresión... 

— Á  ver,  á  ve", — interrumpió  el  pobre  hom- 
bre acercando  más  su  silla  á  la  mía  mientras 
se  pintaba  en  sus  ojuelos  chispeantes  la  curio- 
sidad que  le  devoraba. 

—No  crea  usted  que  se  trata  de  una  cosa 
del  otro  jueves, — añadí  sonriéndome. 


\ 


PBÑAS   ARRIBA  32X 

— Sea  del  otro  jueves  ó  del  otro  sábado, 
|venga  esa  cosa  por  derecho  y  sin  envoltorios, 
hombre! — me  respondió  con  un  brío  inconce- 
bible en  su  extenuación  cadavérica. 

— Corriente — ^le  dije  yo,  no  sabiendo  cómo 
armonizar  mis  escrúpulos  con  sus  impacien- 
cias;— pero  después  de  declarar,  para  la  debi- 
da inteligencia,  que  yo  tomo  el  caso  en  el  pun- 
to mismo  en  que  usted  le  puso  y  le  dejó  esta 
mañana. 

— ^Declarado  y  entendido...  ¡Adelante  ahora! 

—Me  dijo  usted  entonces,  metido  en  la  in- 
justificada aprensión  de  que  iba  á  morirse  pron- 
to.. •  y  Dios  no  lo  confirme... 

—Esa  es  cuenta  de  Él  y  mía...  ] Adelante, 
Marcelo! 

— Me  dijo  usted,  repito,  confesándome  ade- 
más que  esa...  aprensión... 

— Aprensión,  ¿eh? 

—Que  esa...  cavilación,  si  lo  prefiere  asfi 
era  la  que  le  estaba  matando;  que  á  usted  no 
le  espantaba  la  muerte,  sino  el  morirse,  el  ce- 
sar de  vivir,  el  irse  del  mundo  para  siempre, 
porque  hace  mucha  falta  en  él  y  no  deja  quien 
le  reemplace  en  su  labor  de  toda  la  vida.  ¿No 
es  ésta,  tío,  la  substancia  de  lo  que  usted  me 
declaró? 

— ajusta  y  cabal,  Marcelo;  justa  y  cabal... 

— ^Y  por  eso,  por  esa  pena  tan  grande,  por 

TOMO  XV  2X 


322   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

ese  modo  tan  triste  de  ver  las  cosas,  iba  usted 
perdiendo  la  tranquilidad  y  el  sueño.  ••  y  hasta 
la  vida... 

— Ni  más  ni  menos,  ipingajo!...  |hasta  la 
vida! 

—  Una  alucinación  como  otra  cualquiera; 
pero,  en  fin,  así  lo  ve  usted,  y  esto  basta  para 
su  martirio  que,  en  definitiva,  es  real  y  verda- 
dero. Pues  bien:  si  usted  tuviera  un  hijo  que 
le  sucediera  en  sus  inclinaciones,  en  sus  pro- 
pósitos y  en  sus  obras,  no  hubiera  cabido  en 
usted  ese  temor  á  la  muerte,  ni  esa...  apren- 
sión de  morirse...  Creo  que  es  esto  lo  que  tam-- 
bien  me  dijo  usted  esta  mañana,  ó  me  lo  dio  á 
entender,  por  lo  menos. 

—•No,  no:  lo  dije,  lo  dije;  y  si  no  resultó 
bien  claro,  fué  porque  no  supe  decirlo. 

— Corriente;  pero  sucede  que  no  existe  ese 
hijo,  y  que  tampoco  me  dijo  usted  si  la  falta 
de  él  puede  sustituirse  con...  algo. 

— ¿Con  qué,  Marcelo?  ¿Con  qué? 

Y  aquí  el  bendito  de  Dios  erguía  su  cabeza, 
alargando  el  pescuezo  descarnado  y  rugoso  y 
devorándome  con  los  ojos  anhelantes. 

La  emoción  es  contagiosa,  y  no  logré  darle, 
sin  descubrir  algo  de  la  mía,  esta  breve  res* 
puesta: 

—Verbigracia,  con  un  deudo  de  su  mismo 
apellido  de  usted... 


PBÑÁS   ARRIBA  323 

Se  revolvió  convulso  entonces  en  la  silkr 
comenzó  á  resobarse  una  con  otra  las  manos 
trémulas,  avivó  las  llamas  de  sus  ojos  que  no 
apartaba  de  los  míos,  y  me  dijo  ansiosamente 
después  de  haber  acudido  en  vano  dos  veces  á 
los  registros  de  su  voz: 

— Venga  el  nombre  de  ese  deudo.  ••  si  es  que 
le  conoces  tú...  Por  lo  que  á  mí  toca,  no  conoz^ 
co  más  que  uno. 

—Pues  si  le  conoce  usted... — apunté  yo, 
prefiriendo,  por  un  sentimiento  harto  fácil  de 
estimar,  que  la  insinuación  partiera  de  él. 

— Y  ¿qué  adelanto  con  conocerle? — exclamó 
aquí  mi  tío,  detenido  probablemente  por  el 
mismo  reparo  que  yo. 

Dándolo  por  cierto  y  con  entera  resolución 
de  llegar  cuanto  antes  al  fin  que  me  proponía, 
le  añadí: 

—  Con  franqueza,  tío:  aunque  nada  me  ha 
dicho  usted  nunca  de  ello,  muchos  síntomas 
bien  claros  me  han  hecho  creer  que,  en  su  opi*- 
nión,  no  caería  mal  en  esta  casa,  mañana  ú 
otro  día,  ese  pariente  á  quien  ambos  nos  refe- 
rimos. 

—¡Cascajo...  pues  yo  lo  creo!...  |Como  san- 
to en  su  peanal 

— Y  ¿por  qué  no  me  lo  ha  dicho  usted  dere- 
chamente? 

—Pues,  hijo  del  alma,  y  franqueza  por  cía* 


324      OBRAS  DH  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

xidad,  porque  no  me  gustan  santos  á  la  fuerza; 
y  para  serlo  de  buena  voluntad  y  de  la  clase 
que  se  necesitan  aquí,  no  veía  yo  la  mejor  ma* 
dera  en  ese  pariente  mío.  ¿Lo  quieres  más 
neto? 

Iba,  entre  tanto,  difundiéndose  por  toda  su 
£bz,  lívida  y  acartonada,  una  expresión  de  in- 
tensa alegría;  pero  con  tal  rapidez,  que  no  pa- 
recía sino  que  la  daban  impulso  los  mismos 
vendavales  que  zumbaban  entre  los  peñascos 
y  jarales  del  contorno.  Y  cuando  le  dije  termi- 
nantemente lo  que  pensaba  decirle,  se  incor- 
poró con  la  agilidad  de  un  muchacho,  me  miró 
con  unos  ojos  en  que  se  pintaba  la  exaltación 
de  su  espíritu  resucitado,  y  exclamó: 

— |Tú,  Marcelo!...  Nada  menos  que  tú...  ¡el 
hijo  de  mi  hermano  Juan  Antonio!...  ¡Un  Ruiz 
de  Bejos  de  pura  casta,  sano  y  garrido  como 
un  trinquete!.. •  Pero  ¿lo  has  pensado...  lo  has 
medido  bien,  hijo  mío?  ¿No  hay  en  tu  arran- 
que algo...  vamos,  algo  de  caridá  que  te  cie- 
gue? ¿Sabes  bien  todo  lo  que  pesa  esa  carga  en 
un  hombre  de  tu  ropaje?  ¿Será  posible  que  Dios 
misericordioso  lo  haya  sido  conmigo  también 
en  esto  que  le  he  pedido  tan  de  veras? 

—Vamos  á  cuentas  sobre  ello,  querido  tío — 
le  dije  levantándome  yo  también  según  iba  cre- 
ciendo su  exaltación,  y  tomando  sus  manos 
«atre  las  mías.— Vamos  á  cuentas,  y  á  cuentas 


PBÑAS   ARRIBA  3^5 

claras:  el  simple  deseo  de  usted,  declarado  coa 
Iranqueza,  me  hubiera  bastado,  desde  que  es- 
toy en  Tablanca,  para  brindarme,  sin  esfuerzos 
ni  violencias,  á  lo  que  me  he  brindado  hoy,  en 
el  supuesto  aventurado  de  que  yo  le  sobreviva 
á  usted.. • 

— Déjate  de  supuestos,  hijo,  y  dalo  por  cosa 
hecha. »•  y  para  muy  pronto:  yo  sé  á  qué  ate- 
nerme sobre  eso  mejor  que  tú. 

— Démoslo,  por  un  momento  como  usted 
quiere  y  para  entendernos  mejor;  y  digo  que 
me  comprometo,  en  ese  triste  y  desgraciado 
caso  que  Dios  aleje  de  nosotros  tan  allá  como 
yo  deseo,  á  poner  de  mi  parte  cuanto  quepa  en 
las  fuerzas  de  mi  decidida  voluntad,  para  pro- 
^seguir  aqui  la  obra  benéfica  de  usted,  y  desde 
luego  le  empeño  mi  palabra  de  que  la  cadena, 
por  de  pronto,  no  ha  de  romperse  por  el  esla- 
bón que  yo  represento  en  ella...  Después,  sólo 
Dios  puede  saber  lo  que  sucederá;  porque... 

— ¡Punto  ahí,  Marcelol...  porque  ya  me  con- 
cedes hasta  más  de  lo  que  yo  me  hubiera  atre- 
vido á  pedirte*.  •  ¡Y  Dios  te  lo  pague  en  la  me- 
dida de  lo  que  yo  lo  apreciol 

Ens^uida  me  abrazó  muy  conmovido;  abrá- 
cele yo  á  él  también  al  mismo  tiempo,  y  no 
muy  sereno  que  digamos,  y  abrazados  estuvi- 
mos lo  bastante  para  que  yo  percibiera  el  ace- 
lerado compás  de  su  respiración. 


326   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

Al  desprenderse  de  mí,  clavó  la  vista  duran* 
te  un  buen  rato  en  el  crucifijo  que  estaba  col- 
gado sobre  el  testero  de  su  cama.  Se  había  des> 
cubierto  la  cabeza  para  eso,  y  yo,  por  respeta 
á  lo  que  debía  de  estarse  tratando  en  aquella 
escena  sin  palabras,  me  descubrí  también. 

En  cuanto  descendió  con  la  atención  á  las 
cosas  del  bajo  mundo,  me  dijo  con  voz  entera 
y  mucha  tranquilidad: 

— Vamos  ahora  á  tratar  del  asunto  mío. 

Póseme  gustoso  á  sus  órdenes;  rogóme  que 
le  aguardara  un  poco  allí,  y  salió  del  cuarto:  lle- 
góse al  mío;  metió  la  cabeza  dentro  de  él;  hiza 
lo  propio  en  la  alcoba  del  salón  intermedio,  y 
trancó  luego  la  puerta  de  éste.  Vuelto  á  su 
punto  de  partida,  desde  donde  le  observaba  yo 
lleno  de  extrañeza,  cerró  también  con  llave  la 
puerta,  y  me  dijo  placentero  y  sonriente,  pero 
ahogándose  de  cansancio: 

— ¿Te  asombrarán  un  poco  estos  husmeos  de 
lebrel,  eh? 

Respondíle  que  sí,  y  añadió: 

— Pues  todos  son  necesarios,  con  lo  curiosas 
que  son  las  gentes,  cuando  el  caso  lo  requiere 
como  ahora.  Por  lo  pronto,  repara  bien  lo  que 
yo  vaya  jaciendo,  y  ten  la  caridad  de  ayudar- 
me cuando  te  lo  pida. 

Dicho  lo  cual,  se  dirigió  á  la  alacena  que  es- 
taba  cerca  de  la  ventana  y  en  la  misma  pared^ 


PEÑAS  ARRIBA  327 

y  la  abrió  con  una  de  las  llaves  encadenadas 
en  un  llavero  que  sacó,  pujando  mucho,  de  un 
bolsillo  interior  de  su  chaleco. 

La  alacena  era  de  poco  fondo,  y  no  tenía  más 
que  una  balda  á  la  mitad  de  su  altura.  Sobre 
19  balda  y  debajo  de  ella  había  como  una  doce- 
na de  legajos,  arranciados  los  más  de  ellos  y 
atados  con»  bramante  deshilado  y  medio  des- 
torcido. 

— Son  copias  de  escrituras— me  dijo  mi  tío, — 
cuentas  viejas  de  particiones  de  bienes,  y  otros 
papelotes  de  familia...  Vete  poniéndolo  todo 
encima  de  esa  cómoda,  porque  yo  no  tengo  ya 
resuello  ni  para  levantar  los  brazos  solos. .. 
¡por  vida  de  los  demonios...   del  pispajo!... 

Hice  lo  que  me  mandaba,  y  fué  sacando  de 
la  alacena,  además  de  los  legajos,  tres  pares  de 
candeleros  de  plata,  varios  cubiertos  y  una  ban- 
deja del  mismo  metal,  y  un  rimero  de  porque- 
rías, entre  ellas  más  de  seis  libras  de  polvos  de 
salbadera  envueltos  en  un  papel  de  estraza,  y 
una  jarra  blanca  como  de  media  azumbre,  con 
un  paluco  adentro.  El  interior  de  la  jarra  y  el 
paluco  estaban  cubiertos  de  una  costra  negruz- 
ca muy  removida  y  cuarteada.  Pregunté  á  mi 
tío  con  una  mirada  para  qué  servía  aquello,  y 
me  respondió: 

— Eso  es  para  hacer  tinta...  digo,  era;  por- 
que ya  con  la  última  hecha  el  año  que  pasó,  ha 


328       OBRAS  DB  b.  JOSé  M.  DB  PEREDA 

de  sobrarme.  La  hacía  con  agallas  y  caparrosat 
y  la  revolvía  dentro  de  la  jarra  con  ese  patuco 
que  es  de  higar,  porque  de  otra  manera  no  sir- 
ve: saca  la  tinta  mal  color. 

Después  de  desocupada  la  alacena,  me  man- 
dó mi  tío  que  sacara  la  balda,  tirando  hacia  mf. 
Saqué  la  balda,  que  era  pesada  y  de  castaño, 
como  todo  el  interior  de  U  alacena.  Quedaban 
sobre  el  fondo  de  ella,  en  sentido  vertical  y 
uno  en  cada  ángulo,  dos  anchos  listones,  que 
parecían  estar  allí  para  sostener  los  extremos 
de  los  otros  dos  horizontales  y  más  estrechos, 
sobre  los  cuales  descansaba  la  balda;  pero  era 
otro  muy  diferente  su  destino:  estaban  sueltos 
y  servían  para  ocultar  unos  pasadores  de  hierro 
con  que  se  sujetaba  á  los  tableros  laterales  el 
del  fondo.  Sacado  éste  al  ñn,  después  de  qui- 
tado el  estorbo  de  los  cuatro  listones,  y  venci- 
da la  dificultad,  no  pequeña,  de  correr  los  pa- 
sadores oxidados,  apareció  un  bulto  negro  en 
las  entrañas  de  la  pared. 

— ^Jala  de  eso  pa-cá,  arrastrándolo, — me  di- 
jo mi  tío  señalándome  el  bulto  con  la  mano 
por  encima  de  mis  hombros  medio  embutidos 
en  la  alacena. 

Embutílos  todavía  más  para  hacer  lo  que  me 
ordenaba  mi  tío;  llegué  con  las  manos  al  bulto, 
que  tenía  cuatro  caras,  duras  y  frías,  como  que 
eran  de  hierro;  doblé  los  dedos  sobra  las  aristas 


PBÑAS  ARRIBA  329 

del  fondo,  y  tiré  hacia  mí;  pero  no  me  bastó  el 
primer  tirón,  porque  era  muy  pesada  la  caja, 
y  tuve  necesidad  de  repetirle  con  mayor  fuerza 
para  arrastrarla  hasta  la  boca  de  la  alacena, 
•donde  la  dejé  por  encargo  de  mi  tío. 

— Ahora— me  ordenó,--*da]a  media  vuelta, 
de  modo  que  quede  aacia  nosotros  la  cara  de 
atrás. 

Rícelo  así,  y  apareció  en  ella  la  cerradura, 
que  á  la  simple  vista  no  tenía  nada  de  particu- 
lar. La  caja  mediría  poco  más  de  ua  pie  de 
ancha,  por  cosa  de  pie  y  medio  de  alta. 

— Corriente — dijo  mi  tío  entonces. — Pues 
ahora  déjame  ponerme  donde  tú  estás;  pero  re- 
para bien  lo  que  me  veas  hacer  para  enterarte 
mejor  de  lo  que  te  vaya  explicando. 

Entonces  eligió  otra  de  las  llaves  de  su  Ha- 
vero,  y,  con  mano  algo  temblona,  la  dirigió  á 
un  punto  determinado  de  la  cerradura  de  la 
caja. 

Todos  estos  procedimientos  y  detalles  iban 
poniendo  mi  curiosidad  y  mi  extrañeza  en  un 
grado  de  tensión  extraordinario.  El  aspecto  de 
la  habitación,  tan  austero  que  rayaba  en  lo  po- 
bre; su  puerta  y  las  inmediatas,  cerradas  con 
llave;  aquel  hombre  extenuado,  envuelto  en  un 
ropaje  burdo  y  desaliñado,  sobre  el  que  desta- 
caban la  cara  lívida,  de  ojos  hundidos  y  relu- 
cientes, y  las  manos  cadavéricas;  aquella  ala- 


330   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M •  DB  PBRBDA 

cena  de  fondos  negros,  y  en  otro  fondo  de  ella, 
más  negro  aún,  una  caja  de  hierro  oculta  por 
una  trampa  más  ó  menos  ingeniosa;  una  luz  té- 
trica iluminando  la  estancia,  y  fuera  de  ella 
los  bramidos  del  huracán,  me  estaban  parecien- 
do en  conjunto  un  pasaje  de  melodrama,  en  el 
cual  desempeñaba  yo  un  papel  de  galán  joven, 
protegido  del  desalmado  usurero,  por  uno  de 
esos  incomprensibles  antojos  del  corazón  hu- 
mano. 

— Esta  caja — me  decía  mi  tío  mientras  me  re- 
velaba prácticamente  el  secreto  de  su  cerradu- 
ra, bien  fácil  de  aprender...  después  de  expli- 
cado,— ^la  discurrió  y  la  jizo  un  jerreru  de  aquí, 
muy  amañante  y  de  mucha  idea,  y  se  la  regaló  | 
á  mi  padre;  y  para  ella  se  abrió,  tiempo  andan- 
do, esta  alacena  en  este  morio,  que  no  baja  de 
cuatro  pies  de  macizo.  No  hay  memoria  de  in- 
tento de  robo  en  esta  casa;  pero  ya  que  había 
caja  con  secreto  y  algo  que  guardar  en  ella... 

Tan  pronto  como  quedó  abierta,  y  á  la  vista 
una  buena  parte  de  lo  que  guardaba,  se  volvió 
mi  tío  hacia  mí  y  me  dijo,  como  si  estuviera 
leyendo  los  pensamientos  que  bullían  en  mi 
cabeza: 

—Lo  que  menos  te  has  figurado  tú,  al  ver  lo 
que  está  pasando  aquí  rato  hace,  que  tu  tío  es 
un  avariento  dejado  de  la  mano  de  Dios,  y  que 
trata  de  deslumhrarte  los  ojos  con  los  frutos  de 


i 


PBÑAS  ARRIBA  35I 

SUS  rapiñas.  La  verdad,  Marcelo:  yo  me  lo 
figuraría,  puesto  en  tu  caso. 

Me  sonreí  sin  decir  una  palabra,  y  contínuó 
mi  tío: 

— Pero  así  y  con  todo,  por  esta  vez  fallan  las 
señales.  Esto  que  aquí  ves,  es»  en  suma  y  fini- 
quito, el  ahorro  de  tu  tío  Celso.  ••  y  la  puchera 
de  los  pobres  de  Tablanca.  Estas  alhajas  suel- 
tas son  las  que  han  ido  llegando  á  mis  manos, 
como  llegaron  otras  semejantes  á  las  de  tu  pa- 
dre, por  herencia  de  nuestros  mayores,  menos 
unas  pocas,  estas  arracadas  de  oro,  y  estas  gar- 
gantillas de  coral^,  y  este  relicario  de  plata  con 
piedras  finas,  que  le  regalé  yo  á  mi  pobre  mu- 
jer cuando  nos  casamos,  y  tuvo  empeño  en  le- 
gármelos á  su  muerte.  Estos  cartuchos  largos 
y  cortos,  gordos  y  flacos,  son  de  monedas  de 
oro  todos  ellos.  No  sé  lo  que  componen  en  con- 
junto, porque  nunca  he  querido  cansarme  en 
averiguarlo.  Lo  que  sé  es  que  las  mermas  de 
ello  dependen  de  las  necesidades  que  haya 
fuera  de  mi  casa.  Á  mí  y  á  cuantos  en  ella  vivi- 
mos, nos  sobra  con  lo  que  nos  da  la  tierra  cada 
año,  y  eso  que  nos  tratamos  bien  y  á  qué  quie- 
res, boca.  Las  fuentes  que  lo  han  ido  manan- 
do, no  están,  como  puedes  comprender,  en  las 
pobres  tierrucas  y  en  los  ganados  de  Tablanca: 
otras  hay  muy  lejos  de  aquí,  y  viejas  en  la  fami- 
lia, de  mejores  manantiales.  De  todas  ellas  ten- 


33^      OBRAS  DR  D.  JOSá  M •  DB  PBRSDA 

•drás  noticias,  cuando  las  necesites,  en  papeles 
que  están  en  esos  legajos  y  hasta  encima  de  la 
cómoda.  •  •  velos  ahí,  porque  un  rato  hace  andaba 
yo  con  ellos  entre  manos.  Lo  que  importa  que 
sepas  sin  tardanza,  por  lo  que  pueda  tronar,  es 
que  había  en  este  joriaco  lo  que  ya  tienes  á  la 
vista  y  no  está  inventariado  en  ninguna  parte; 
y  que  todo  ello,  alhajas  y  monedas,  es  de  tu 
sola  pertenencia  desde  este  mismo  momento» 

Sorprendido  con  la  ocurrencia,  intenté  hacer 
muy  formales  reparos  á  mi  tío.  No  me  consin- 
tió decir  una  sola  palabra. 

— Es  asunto  mío — me  dijo,  tapándome  la 
boca  con  una  mano,  fría  como  piedra  sepul- 
cral,— y  resuelvo  sobre  él  lo  que  me  da  la  gana. 
Además,  estoy  entrando  en  vena  de  hablar,  y 
necesito  hablar  yo  solo  y  sin  que  nadie  me  corte 
la  palabra...  ¡trastajo!  hasta  para  sacar  los  atra- 
sos de  estos  días  de  murrias  negras.  Lo  peor  es 
¡por  vida  del  pispajo!  que  me  va  faltando  el  re- 
suello... Deja  que  descanse  un  poco. 

Sentóse  en  una  silla  apurado  de  respiración, 
más  lívido  que  antes  de  cara,  y  trasudando. 
Aconséjele  que  no  volviera  á  hablar  de  aquel 
asunto  ni  de  ningún  otro,  porque  necesitaba 
reposo  y  tranquilidad;  pero  no  me  tomó  en 
cuenta  el  consejo.  A  poco  rato,  aunque  sin  mo- 
verse de  la  silla,  continuó  así: 

— Conviene  que  te  advierta,  para  que  lo  tengan 


PBÑAS  ARRIBA  333 

entendido,  que  no  trato  de  corresponder  con 
esta  miseria  al  gran  favor  que  me  ofreciste  poco 
hace.  La  prueba  de  ello,  si  no  te  basta  mi  pala- 
bra» la  hallarás  en  mi  testamento,  hecho  á  las 
puertas  de  la  muerte,  cuando  el  primer  ataque 
de  esta  perra  enfermedad...  Te  repito  que  me 
dejes  hablar  á  mí  solo  hasta  que  se  acabe  todo 
lo  que  quiero  decirte.  Otro  día  hablarás  tú,  y 
pata...  Volviendo  al  caso,  digo  que  de  todo  esta 
que  ya  es  tuyo  desde  ahora,  han  salido  muchos 
de  los  que  estas  gentes  creen  milagros  míos;^ 
porque  otras  tantas  veces  he  tenido  que  hacer- 
me de  rogar  un  poco,  con  la  excusa  del  no  po- 
der; pues  de  blandearme  á  las  primeras  deján- 
doles descubrir  el  manantial,  j pobre  de  él  y 
pobre  de  mí,  hijo  dd  alma!  porque,  en  finiqui- 
to, estos  hombres,  aunque  buenos  en  lo  prin- 
cipal, son  rudos  y  de  los  que  se  rigen  más  por 
la  boca  que  por  el  entendimiento...  Tampoco 
te  digo  esto  de  la  fuente  para  obligarte  con  ello 
á  cosa  alguna,  sino  porque  es  la  verdad,  y  no 
sobra  el  que  la  conozcas...  como  conozco  ya 
que  cada  uno  tiene  su  modo  de  matar  pulgas,  y 
que  tú  tendrás  el  tuyo  particular,  por  consi- 
guiente, y  sabrás  hacer  de  tu  capa  un  sayo,  6 
dos,ólosquese  te  antojen...  óninguno,  si  mejor 
te  parece.  Pero  (y  vaya  el  ejemplo  para  ver  el 
asunto  por  las  dos  caras)  por  si  te  allanaran 
aquí  algún  día  á  seguir  los  mismos  gustos  que 


334      OBR^S  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

he  tenido  yo  en  lo  tocante  á  este  vecindario» 
no  te  he  de  ocultar  que  ha  de  costarte  bastante 
trabajo  al  principio,  y  algunos  disgustos  des^ 
pues.  Para  ayudarte  á  orillar  las  primeras  din» 
cultades»  te  recomiendo  al  Cura,  que  sabe  tan 
bien  como  yo,  y  hasta  mucho  mejor  que  yo,  de 
qué  pie  cojea  cada  uno  de  sus  feligreses.  Tam- 
bién te  puede  servir  de  ayuda,  y  buena,  Neluco 
Celis,  el  médico;  que  aunque  mozo,  tiene  una 
voluntad  de  perlas  para  esas  cosas,  gran  ojo  y 
mayor  entendimiento.  Te  advierto  también  que 
el  Cura  es  el  único  hombre,  fuera  de  nosotros 
dos,  que  sabe  lo  que  se  guarda  en  esta  pared. 
Creí  conveniente  declarárselo  cuando  no  con- 
taba contigo,  porque  no  se  lo  comieran  algún  día 
los  ratones,  ó  fuera  á  parar,  andando  el  tiempo, 
á  manos  que  no  lo  merecen;  porque  no  tengo 
herederos  forzosos  ni  otros  parientes  pobres  que 
esos  dos  bandoleros  de  que  me  hablaste  el  otro 
día,  y  no  son  merecedores  más  que  de  un  gri« 
Hete,  que  no  les  faltará,  si  viven...  Déjame  que 
se  me  pase  este  golpe  de  tos,  y  que  tome  otro 
respiro.  {Ay,  trastajo,  qué  miseriuca  somos  á 
lo  mejor! 

Esta  vez  fué  más  largo  el  paréntesis  de  mi 
tío,  porque  fué  mayor  la  fatiga  provocada  por 
la  tos.  En  cuanto  se  repuso  un  poco,  continuó 
diciendo: 

—Pues  bueno,  y  á  lo  que  te  iba:  ya  estás  al 


PEÍDAS  ARRIBA.  335 

tanto  de  las  cosas  y  tienes  en  marcha  tu  plan; 
aquf  empiezan  las  alegrías  de  la  buena  entraña, 
pero  también  las  desazones  gordas,  si  no  te 
armas  mucho  de  paciencia,  ¡pero  mucho,  pis"* 
pajol  Porque  vuelvo  á  decirte  que  estos  hom«- 
breSy  como  caerás  tú  prontamente  en  ello,  no 
todos  son  santos.  Pero  cinco  dedos  tenemos  en 
cada  mano,  y  no  hay  dos  que  resulten  iguales: 
lo  mismo  pasa  entre  los  hijos  de  £eunilia;  y  pa- 
sando así  en  una  familia  de  pocos  y  de  una 
sangre  sola,  ¿qué  no  pasará  en  una  familia  de 
muchos,  como  ésta  en  que  hay  hijos  de  tantas 
y  tan  diferentes  madres?  Toparás,  de  vez  en 
cuando,  hasta  con  desagradecidos,  y  verás  que 
éste  es  el  tropiezo  que  más  duele  y  el  que  más 
obliga  á  cerrar  los  ojos  para  seguir  adelante  con 
el  deber  que  uuo  tiene  con  Dios  y  con  sus  bue- 
nas intenciones;  y  obrando  así,  hasta  llegarás  á 
mirar  á  esos  desdichados  como  á  hijos  que  más 
necesitan,  por  sus  flaquezas,  del  amor  y  de  la 
vigilancia  del  padre.  De  todas  suertes,  la  pros- 
peridad y  el  agradecimiento  de  los  buenos  te 
consolarán  de  la  ingratitud  de  los  que  no  lo  son 
tanto;  porque  malos,  propiamente,  yo  no  los 
conozco  aquí:  la  verdad  sea  dicha.  Llevada  de 
este  modo  la  tarea,  acabarás  por  tomarla  mucha 
ley;  pero  guárdate  bien  de  darla  nunca  por  ase- 
gurada, por  ñrme  que  la  creas  por  todas  partes, 
porque  torres  más  altas  y  de  esa  misma  hechura 


336   OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PBRBOA 

se  han  venido  al  suelo  de  la  noche  á  la  mañana» 
Tan  seguros  como  yo  á  estos  hombres,  tenía  á 
los  de  Coteruco  mi  gran  amigo  don  Román 
Pérez  de  la  Llosía,  y  ya  te  he  contado  cómo  y 
por  qué,  dos  años  hace,  en  cuanto  vinieron  es- 
tas políticas  nuevas  que  hoy  nos  gobiernan,  en 
un  abrir  y  cerrar  de  ojos  se  le  fueron  de  las 
manos;  y  de  hombres  agradecidos  y  cariñosos» 
se  convirtieron  en  fieras  enemigas  suyas,  hasta 
el  punto  de  verse  obligado  el  caballero,  más 
por  dolor  de  lo  que  veía  que  por  miedo  que  lo 
tuviera,  á  mudar  su  residencia  á  Santander  con 
toda  su  familia.  Y  por  allá  se  anda  á  las  fechas, 
sin  apartar  los  ojos  de  su  pueblo,  aunque  con 
el  consuelo,  últimamente,  de  ver  cómo  van 
echándole  de  menos  allí  y  suspirando  por  él 
los  mismos  que  le  vilipendiaron,  según  van 
volviendo  las  heces  al  fondo  de  la  cuba,  re- 
vuelta por  manos  viles. 

Lo  que  te  probará,  por  otra  parte,  hijo  mío, 
que  la  semilla  buena  no  puede  dar  nunca  malos 
frutos,  y  que  á  la  corta  ó  á  la  larga,  y  después 
de  haber  sembrado  así,  lo  bueno  siempre  triun- 
fal y  sale  á  flote  por  encima  de  todo.  Con  esto 
no  te  canso  más  por  ahora,  y  vamos  á  dejar,  si 
te  paez,  todos  estos  cachivaches  como  estaban. 

Procedimos  á  ello,  es  decir,  procedí  yo,  por- 
que mi  pobre  tío  no  estaba  para  moverse  de  la 
aillai  y  á  duras  penas  logró  sacar  de  la  argolla 


PENAS   ARRIBA  337 

la  llave  de  la  arqueta  después  de  cerrada  y 
abierta  por  mí  varias  veces  bajo  su  dirección, 
para  que  no  se  me  olvidara  el  secreto  de  la  ce- 
rradura, y  mientras  iba  yo  colocando  cada  cosa 
en  su  sitio  y  trancaba  la  alacena,  cuya  llave 
quiso  separar  también  del  llavero,  y  separé  yo 
al  ñn,  á  sus  instancias,  por  no  tener  él  fuerzas 
ni  paciencia  para  hacerlo. 

En  seguida  me  entregó  las  dos  llaves,  sin 
consentirme  la  menor  palabra  en  contra  de  su 
decisión  irrevocable. 

— ^Pero,  alma  de  Dios — ^me  dijo  por  último 
razonamiento, — ¿note  has  enterado  de  que  son 
inútiles  ya  en  mi  llavero?  ¿No  has  visto  que  ni 
para  mover  las  tablucas  desclavadas  de  la  ala* 
cena  me  quedan  fuerzas  ya?  ¿Cómo,  sin  dar 
cuarto  al  pregonero,  he  de  componerme  para 
llegar  con  las  manos  á  lo  que  hay  dentro  de  la 
caja?  ¿No  lo  consideras?  Pues  si  (lo  que  no  es 
de  esperar)  necesitara  yo  algo  de  ello  en  lo  que 
me  queda  de  vida,  por  no  alcanzar  lo  corriente 
que  anda  más  á  la  mano  en  los  cajones  de  esa 
cómoda,  con  pedírtelo  á  tí  estaba  el  punto  re- 
suelto. Conque  basta  de  esta  conversación,  y  Q, 
otra  cosa...  Quiero  también  que  te  lleves  á  tu 
cuarto  estos  papeles  que  estaba  yo  hojeando 
cuando  entrastes  aquí,  para  que  te  vayas  en- 
terando de  ellos  si  no  tienes  cosa  más  divertida 
en  qué  entretenerte, 

TOMO   XV  242 


338      OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PBRBDA 

Hizo  apresurada  y  torpemente  con  todos  los 
que  estaban  desparramados  sobre  la  cómoda» 
un  revoltijo  lastimoso,  y  me  los  entregó  así. 
Mientras  yo  los  plegaba  y  ordenaba  un  poco 
mejor,  le  exponía  excusas  y  reparos  que  resul- 
taban inútiles:  no  quería  oirme.  Cuando  acabé 
mi  fácil  y  breve  tarea»  me  dijo: 

— Ahora  vuélvete,  hijo  mío,  á  tus  quehace- 
res y  á  orear  un  poco  la  cabeza  por  la  casa;  y 
vete  en  la  confianza  de  que  si  con  lo  tratado 
aquí  entré  los  dos  no  me  has  quitado  la  enfer- 
medad de  encima,  me  has  dado  fuerzas  y  áni- 
mo que  ya  no  tenía  para  llevarla  sin  pena  ni 
miedo  hasta  la  misma  sepultura;  y  esto,  en  mi 
modo  de  ver,  vale  más  que  una  buena  salud. 

Después  me  abrazó,  y  todavía  me  dijo  antes 
de  moverme  yo  hacia  Ja  puerta  de  salida,  vol- 
viéndose él  hacia  la  solana: 

— Mira,  hombre:  hasta  la  ira  de  Dios  parece 
que  se  ha  calmado  también:  ya  no  llueve  tanto 
ni  truena  ni  rebomba  el  viento  como  antes. 

Y  era  la  pura  verdad:  la  misma  luz  de  la  es- 
tancia, á  pesar  de  irse  acabando  la  tarde,  era 
menos  triste  que  cuando  yo  había  entrado  ea 
ella. 


XIX 


L  cerrar  la  noche  de  aquel  día  sólo 
quedaban  del  temporal  unos  rumores 
lejanos  é  intermitentes,  á  manera  de 
f  jadeo  de  su  cansancio  después  de  una 
brega  feroz  y  continua  durante  semana  y  me- 
dia. Con  este  motivo  fué  la  tertulia  algo  más 
animada  que  las  anteriores  últimas,  y  hasta  el 
patriarca  presidente  de  ella  parecía  otro  por  lo 
parlanchín  que  estuvo  y  lo  espabilado  de  hu- 
mor. Bien  conocía  yo  la  causa  del  milagro. 
Como  conocía  la  de  que  Facia,  al  revés  de  to- 
dos los  demás,  anduviera  tan  alicaída  y  tétrica 
las  pocas  veces  que  se  dejó  ver  en  la  cocina.  Le 
faltaban  á  la  pobre  aquellos  estampidos  de  la 
borrasca  en  la  boca  de  la  chimenea,  que  arro- 
jaban sobre  los  recogidos  llares  costras  de  ho- 
llín tan  grandes  como  la  palma  de  la  mano; 
aquel  redoblar  de  los  granizos  en  las  puertas  y 
en  las  ventanas  de  la  casona;  aquel  chorreo  in-^ 


340     OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

cesante  de  los  goteriales  del  tejado,  y  aquel 
fluir  de  los  aguaceros  por  patios  y  corraladas» 
en  regatos  espumosos  que  se  despeñaban  des- 
pués por  los  declives  de  afuera  buscando  el  río 
que  ya  no  cabía  en  su  cauce.  Mirábala  yo  com- 
pasivo algunas  veces,  y  respondíame  ella  con 
una  mirada  melancólica,  que  parecía  significar: 
c  Ya  está  la  bonanza  ahí;  ¿ve  usted  qué  desgra- 
ciada soy?»  Y  esto  era  lo  que  más  me  preocu- 
paba aquella  noche,  cuando  tanto  y  de  cuenta 
propia  tenía  en  qué  emplear  la  imaginación 
después  de  lo  ocurrido  dos  horas  antes  en  el 
aposento  de  mi  tío.  ¿No  tiene  cosas  bien  inex- 
plicables la  picara  condición  humana?  Pero 
luego  se  cambiaron  las  tornas  y  las  pagué  to- 
das juntas,  como  decirse  suele,  porque  apenas 
pegué  los  ojos  en  toda  la  noche,  y  eso  que  me 
había  metido  en  la  cama  bastante  descuidado 
por  haber  visto  á  mi  tío  en  la  suya  durmiendo 
con  la  tranquilidad  de  un  mozo.  ¡Entonces  sí 
que  vi  con  los  pormenores  más  nimios,  y  con 
toda  su  luz  y  su  cortejo  de  premisas,  deduccio- 
nes y  comentarios,  la  escena  de  aquella  tardel 
No  pude  averiguar  si,  en  definitiva,  el  pensar 
tanto  y  tanto  en  ella  me  resultaba  grato  ó  me 
mortificaba:  matices  había  para  todo  en  el  cua- 
dro y  en  los  pensamientos.  Lo  cierto  fué  que, 
desazonado  y  nervioso  con  la  batalla  de  mis 
preocupaciones  á  obscuras,  encendí  la  luz,  y 


PBf^AS  ARRIBA  34! 

que  no  bien  la  hube  encendido,  me  acordé  de 
los  papeles  que  mi  tío  me  había  dado  en  su 
cuarto  al  despedirnos»  y  había  guardado  yo  des- 
pués en  un  cajón  de  la  cómoda. 

— Buen  recurso — me  dije, — ^para  sobrellevar 
estas  largas  horas  de  insomnio. 

Levánteme  en  seguida,  cogí  los  papeles  y  me 
volví  á  la  cama,  dispuesto  á  enterarme  de  ellos. 
Los  principales  eran  tres:  el  testamento  de  mi 
tío,  un  inventario  de  sus  propiedades  valora- 
das en  venta  y  renta,  y  una  memoria  dedicada 
á  mí,  de  letra  suya,  con  los  renglones  muy  tor- 
cidos y  bastaate  emborronada:  estaba  firmada 
con  fecha  posterior  á  la  del  testamento,  y  muy 
poco  anterior  á  la  de  la  primera  carta  que  me 
había  escrito  después  de  enfermar. 

Empecé  por  el  testamento,  que  era  largo  y 
minucioso.  Después  de  las  mandas  piadosas  y 
benéficas,  que  eran  muchas,  entre  ellas  una  muy 
importante  relativa  á  la  escuela  municipal,  ha- 
cía muy  buenos  legados  á  sus  sirvientes,  en 
particular  á  Facia,  á  la  cual  dejaba  en  propie- 
dad, amén  de  su  correspondiente  legado  en  di- 
nero, la  casería,  con  tierras  y  ganados,  en  que 
había  vivido  recién  casada  con  el  bribón  que  la 
engañó;  perdonaba  todas  las  deudas  á  sus  con- 
vecinos de  Tablanca,  y  las  rentas  del  año  en 
que  falleciera  á  los  llevadores  de  sus  hacien- 
das, cabanas  y  rebaños.  Dejaba  á  mi  hermana 


342   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

isna  finca  de  dos  que  poseía  en  la  provincia  de 
León;  y  del  remanente  de  su  caudal,  después 
de  hechas  éstas  y  otras  menos  importantes  de- 
ducciones, me  nombraba  á  mí  heredero,  por  ser 
el  único  varón  de  la  línea  directa  de  los  RuÍ2r 
de  Bejos. 

Puestas  las  cosas  aquí,  y  sin  gran  sorpresa 
mía  después  de  lo  tratado  por  la  tarde  mano  á 
mano  con  el  testador,  entré  en  muy  vivos  de- 
seos de  conocer  el  valor  aproximado  del  caudal 
hereditario.  Al  fin  y  al  cabo,  |qué  demonio!  era 
yo  también  de  carne  flaca  como  los  demás  hom- 
bres. Según  yo  lo  esperaba,  por  antecedentes 
que  tenía  adquiridos  de  mi  padre,  todo  el  cau- 
dal de  mi  tío,  para  un  hombre  de  su  modo  de 
vivir,  era  muy  considerable;  pero  para  un  Ruiz. 
de  Bejos  de  mis  usos  y  costumbres,  ya  era  co- 
sa muy  diferente:  mejor  dicho,  aquel  caudal r 
disfrutado  en  Tablanca  como  le  disfrutaba  mi 
tío,  era  una  verdadera  riqueza;  viviendo  coma 
yo  vivía  en  Madrid,  sin  ser  manirroto  ni  mu- 
cho menos,  me  le  hubiera  comido  en  pocos 
años.  Así  y  todo  (¿á  qué  negar  lo  que  no  desa- 
grada porque  es  inherente  á  la  humana  contex- 
tura?), me  sentí  muy  satisfecho  con  la  herencia^ 
la  cual  llegaría  á  hacerme  el  primer  hacendada 
de  Tablanca.  ¿A  quién  le  desagrada  ser  el  pri- 
mero en  cualquier  parte  del  mundo  habitado  y 
iiabitabie,  por  obscura  y  mínima  que  ella  sea? 


PBNAS  ARRIBA  343 

Valga  por  compensacióa  de  esta  flaqueza,  la 
mortiñcación  que  sentí  con  los  temores  de  que 
no  fuera  tan  desinteresada  como  yo  creía  la 
gratitud  cariñosa  con  que  respondía  mi  cora- 
zón á  las  larguezas  y  distinciones  de  mi  tío. 

Su  memoria,  redactada  con  el  espontáneo  y 
agradable  desaliño  que  le  era  propio,  se  redu- 
cía á  exponerme,  á  grandes  rasgos,  el  armazón 
de  su  obra  benéfica,  llamada  por  él  csu  deber;! 
ios  frutos  principales  de  ella;  lo  que  le  costaba 
aproximadamente  cada  año  en  dinero,  porque 
en  paciencia  no  tenía  calo  ni  medida,  y  una 
relación  de  las  familias  de  Tablanca  más  me- 
recedoras, por  sus  especiales  condiciones  y 
virtudes,  del  amparo  y  la  estimación  de  da  ca- 
sona.! Todo  aquello  me  lo  declaraba  para  mi 
gobierno  solamente.  £1  único  encargo  que  me 
hacía,  y  muy  encarecido,  era  el  de  procurar 
que  no  se  desmembrara  durante  mi  vida  el  pa- 
trimonio de  los  Ruiz  de  Bejos  que  pasaba  á 
mis  manos  íntegro  y  tal  como  él  le  había  reci- 
bido de  las  de  su  padre  y  éste  de  las  del  suyo, 
ni  al  heredarme  mis  hijos,  si  llegaba  á  tenerlos; 
y  si  no,  que  pasara  á  los  de  mi  hermana  con 
igual  recomendación  para  los  mismos  fines, 
siempre  que  fueran  compatibles  con  las  leyes. 
Por  de  pronto  y  para  tío  de  puertas  adentro,  i 
que  me  dejara  guiar  por  las  indicaciones  del 
párroco  don  Sabas  Peña;  y  si  no  vivía  éste  ya, 


344      OBRAS  DE  D.  JOSB  M.  DB  PEREDA 

de  la  persona  que  me  buscaría  por  su  mandato. 
Él  no  podía  explicarse  con  mayor  claridad  allí, 
porque  los  papeles  son  cosas  livianas  que  se 
lleva  el  aire  fácilmente,  ty  vaya  usted  á  saber 
en  qué  manos  van  á  dar  á  lo  mejor.»  Después 
me  nombraba  las  personas  encargadas  de  ad- 
ministrarle las  ñncas  f  que  radicaban»  fuera  del 
valle  y  de  la  provincia,  y  concluía  advirtiéndo- 
me que,  como  ya  se  declaraba  en  el  testamen- 
to, á  la  hora  en  que  escribía  aquellos  renglo- 
nes no  debía  nada  á  nadie,  como  no  fuera  su 
alma  á  Dios,  en  cuya  misericordia  confiaba  y 
á  quien  pedía  que  hiciera  el  milagro  de  que  yo 
sintiera  alguna  vez  el  deseo  de  dejar  los  huesos 
en  el  campo  santo  de  Tablanca,  después  de 
haber  vivido  muchos  años  en  la  casona  de  los 
Ruiz  de  Bejos. 

Como  los  demás  papeles,  aunque  relaciona- 
dos con  el  caudal  de  mi  tío,  no  me  ofrecían 
gran  interés,  renuncié  á  su  detenida  lectura 
por  entonces,  y  consagré  el  tiempo  que  tenía 
bien  de  sobra  á  espaciar  la  imaginación,  á  ojos 
cerrados,  por  el  campo  variadísimo  de  los  su- 
cesos de  aquel  día.  Así  me  cogió  el  sueño  muy 
cerca  del  amanecer.  Cuando  desperté,  entraba 
la  luz  en  mi  gabinete  por  el  cuarterón  que 
siempre  dejaba  entreabierto  en  la  puerta  de  la 
solana.  Me  pareció  que  la  luz  era  más  alegre 
que  la  que  me  había  saludado  en  idénticos  ca- 


PEÑAS  ARRIBA  345 

SOS  durante  la  última  quincena,  ó  que  estaría 
el  sol  ya  muy  arriba,  lo  cual  no  sería  extraño 
por  lo  tarde  que  me  había  dormido  por  la  no- 
che. Miré  el  reló  que  tenía  á  la  cabecera  de  la 
cama,  y  vi  que  eran  poco  más  de  las  ocho.  Á 
pesar  de  la  falta  que  me  hacía  dormir  un  buen 
rato  más,  levánteme  y  abrí  todo  el  cuarterón. 
El  poco  cielo  que  veía  desde  allí,  estaba  raso 
y  azul  como  un  paño  de  seda,  y  el  sol  bañaba 
ya  todos  los  picachos  del  Oeste.  Relucían  las 
peñas  y  los  troncos  y  los  bardales  y  los  suelos 
por  todas  partes,  eso  sí,  y  se  sentía  un  frío  hú- 
medo y  pegajoso  que  llegaba  hasta  los  huesos; 
pero  estaba  risueña  y  en  calma  la  Naturaleza, 
y  esto  levantaba  mucho  los  ánimos. 

Pensando  más  que  en  estas  cosas  en  mi  tío, 
á  quien  anhelaba  saludar  como  todos  los  días 
al  levantarme  (especialmente  desde  que  anda- 
ba tan  alicaído,  y  me  había  recomendado  mu- 
cho el  médico  la  mayor  vigilancia  sobre  él),  y 
barajando  con  este  sentimiento  los  recuerdos 
que  se  iban  despertando  en  mi  memoria,  des- 
paché en  el  aire  mis  operaciones  de  tocador. 

— Y  vamos  á  ver — decíame  á  mí  propio  en 
cuanto  me  hallé  dispuesto  á  salir  del  cuarto, — 
'  ¿qué  cara  pongo  á  mi  tío  después  de  lo  que  ha 
pasado  esta  noche?  ¿En  qué  temple  de  ánimo, 
en  qué  estilo  he  de  expresarle  lo  que  procede? 
Y  ¿cuál  es  «lo  que  procede?»  Porque  él  debe 


34^     OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

dar  por  hecho  que  á  estas  horas  estoy  enterado 
de  todo;  y  en  casos  tales,  un  grado  más  ó  un 
grado  menos  de  lo  justo  en  la  expresión  de  lo 
que  se  siente,  desnaturaliza  la  seriedad  de  un 
papel,  y  hasta  pone  en  ridiculo  al  actor. 

Afortunadamente  se  anticipó  él  mismo  á  sa- 
carme del  atolladero.  Sin  responder  á  la  saluta- 
ción que  le  hice  en  la  cocina,  adonde  había  ido 
el  infeliz  desde  la  cama,  me  dijo,  porque  está- 
bamos solos  en  aquel  momento: 

— Como  ya  habrás  leído  los  papeles  que  te 
entregué  ayer  tarde,  por  lo  menos  el  principal 
de  todos,  quiero,  y  así  te  lo  mando,  que  no  me 
hables  una  palabra  ahora,  ni  después  ni  nunca» 
de  esos  particulares  ni  de  ningún  otro  que  sea 
pariente  de  ellos.  Hazte  la  cuenta  de  que  no  ha 
pasado  nada  entre  nosotros  de  dos  semanas  acá^ 
y  atente  á  ello  si  deseas  darme  gusto.  ¿Enten- 
dístelo?  Pues  en  la  creencia  de  que  sí,  te  digo 
ahora,  respondiendo  á  tu  pregunta  de  antes, 
que  he  pasado  una  noche  de  las  buenas,  {de  las 
buenas,  trastajol  He  dormido  más  de  cuatro 
horas,  y  no  he  tosido  veinte  veces. 

Por  este  camino  tan  cómodo  salí  del  com- 
promiso qué  tanto  me  apuraba,  y  bien  sabe 
Dios  cuánto  me  alegré  de  ello.  ¡Sobre  que  las 
resoluciones  de  mi  tío  habían  de  ser  irrevoca- 
bles!... Pero  {qué  malo  estaba  el  pobre,  no 
obstante  la  extraordinaria  mejoría  de  su  espí- 


PBÑAS  ARRIBA  347 

iritu!  i  Cómo  se  iban  conociendo  de  día  en  día^ 
en  su  cuerpo  aniquilado,  las  zarpadas  de  la 
muerte! 

Hacia  las  once  de  la  mañana  aparecieron  en 
la  casona  don  Pedro  Nolasco  y  toda  su  familia, 
es  decir,  su  hija  y  su  nieta,  y  fueron  recibidos 
en  mi  habitación,  donde  también  había  brasero 
y  nos  hallábamos  mi  tío  y  yo  con  Neluco  que 
había  ido  á  hacerle  su  visita  diaria.  Lita  lleva- 
ba la  cabeza  envuelta  en  una  esponjada  toqui- 
lla de  color  azul  celeste,  que  realzaba  la  frescu- 
ra de  su  linda  cara  sonrosadita  por  la  crudeza 
del  aire  serrano,  y  todo  el  cuerpo  gentil  arrebu- 
jado en  un  chai  de  lana  gris,  de  mucho  abrigo» 
Según  entraba  y  hablaba  en  su  estilo  regocijado 
y  pintoresco,  iba  destocándose  la  cabeza  y  des- 
envolviendo el  airoso  cuerpo  con  sus  ágiles 
manos  medio  cubiertas  por  mitones  rojos  de 
estambre.  Mirándola  á  ella  y  mirando  al  sol  que 
inundaba  el  valle,  tras  unos  días  tan  negros  y 
tan  tempestuosos  como  los  recién  pasados,  yo 
no  sé  por  qué  llegué  á  ver  en  la  nieta  de  don 
Pedro  Nolasco  algo  así  como  la  paloma  que 
volvía  al  arca  anunciando  que  había  cesado  ya 
la  ira  de  Dios  y  que  toda  la  Naturaleza  surgía 
de  los  abismos  de  tinieblas  puriñcada  de  las 
culpas  é  iniquidades  de  los  hombres.  Don  Pe- 
dro Nolasco  hacía  temblar  las  paredes  con  el 
estruendo  de  sus  ponderaciones  de  lo  recio  y 


34^      OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PBRBDA 

de  lo  crudo  del  temporal.  No  recordaba  otro 
como  61  de  muchos  años  atrás.  Había  estado 
como  sin  sangre  en  aquellos  días,  y  no  hubo 
durante  ellos  lumbre  que  alcanzara  á  meterle  en 
calor.  Y  bien  se  conocían,  sin  que  él  los  pon- 
derara, los  chamuscones  que  se  había  dado, 
porque  apestaba  desde  lejos  á  humo  de  cocina, 
y  tenía  la  piel  como  los  chorizos  curados,  y  has- 
ta con  hollín.  Mari -Pepa  no  veía  motivos  para 
tantas  ponderaciones:  aquel  temporal  había  si* 
do  como  otros  muchos  que  habían  pasado  y  que 
pasarían.  Lo  único  de  él  que  la  mortiñcó  verda- 
deramente, fué  el  privarla,  y  privar  á  todos  los 
de  su  casa ,  de  ir  á  hacer  un  rato  de  compañía  á. 
don  Celso  y  ver  cómo  andaba  de  salud.  Y  á  eso 
iban  entonces,  aprovechando  el  primer  sol  que 
se  veía  después  de  una  quincena  de  aguaceros  y 
tcelleriscas, »  y  sobre  todo  ello  se  habló  mucho 
en  muy  poco  tiempo,  quitándose  unos  á  otros  la 
palabra,  mientras  Lita,  corriendo  su  silla  hacia 
la  mía  que  estaba  alejada  del  brasero,  me  con- 
taba, casi  al  oído,  lo  alarmados  que  estuvieron 
todos  en  su  casa  con  las  noticias  que  Neluco  les 
iba  dando  de  mi  tío,  al  pasar  por  allí  de  vuelta 
de  sus  visitas,  y  el  trabajo  que  le  había  costado 
á  ella  disimular  la  pena  que  acababa  de  sentir 
al  encararse  de  pronto  con  don  Celso.   iQué 
morfalón  le  veía.  Virgen  y  Madre  de  Dios!  Y 
tras  esto,  me  acosó  á  preguntas:  si  comía,  si 


r 

I  PBNÁS  ARRIBA  349 

I  descansaba,  si  conocía  su  estado^  si  me  daba 
I  mucbo  que  hacer,  si  podían  ellos  hacer  algo  en 
I  alivio  nuestro;  porque  ya  se  sabía  que  casa  sin 
r  mujeres,  andaba  como  Dios  quería  en  los  apu- 

ros graves.  Buena  era  Facía,  buena  era  Tona; 
pero...  al  cabo,  al  cabo.*.  Vaya,  que  no  era  lo 
mismo.  Su  madre  era  una  gran  enfermera,  y 
ella  tenía  buena  voluntad;  y  cuando  llegara  el 
caso,  si  desgraciadamente  llegaba,  que  no  an- 
duviéramos con  miramientos  que  no  pegaban 
bien  entre  vecinos  amigos  y  hasta  parientes. 

Como  á  lo  más  de  esto  tuve  que  responder, 
y  la  conversación  continuaba  enredándose  en 
el  otro  grupo  con  la  inagotable  verbosidad  de 
Mari- Pepa,  y  hasta  se  marchó  Neluco  de  la  vi- 
sita, porque  tenía  que  hacer  otras  dos  antes  de 
comer,  y,  sobre  todo,  porque  estaba  yo  muy  á 
gusto  al  lado  de  aquella  criatura  tan  atractiva^ 
lo  tratado  entre  los  dos  se  fué  enredando  tam- 
bién poco  á  poco,  hasta  extraviarse  al  fín  por 
derroteros  que  ninguna  comunicación  directa 
tenían  ya  con  el  punto  de  partida. 

Todas  las  mujeres  que  yo  llevaba  tratadas  en 
el  mundo,  con  más  ó  menos  intimidad,  como 
formadas  en  un  mismo  plantel  y  educadas  con 
unos  mismos  fines,  salvas  muy  importantes  di- 
ferencias plásticas,  de  esas  que  tocan  más  al 
cuerpo  que  al  espíritu  del  observador,  me  ha- 
bían dado  en  definitiva  una  suma  de  semejan- 


350      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

zas  morales  que  llegó  á  parecerse  á  la  monoto- 
nía, según  mi  manera  particular  de  ver  esas  co* 
sas;  y  de  aquí,  es  decir,  de  esa  condición  mía, 
de  la  desgracia  ó  de  la  fortuna  de  no  haber  sido 
formada  mi  naturaleza  del  mismo  barro  que  la 
de  otros  hombres  llamados  f impresionables,» 
la  falta  de  verdadera  curiosidad  y,  por  consi- 
guiente, de  hondo  interés  hacia  aquellas  muje- 
res, á  pesar  de  haber  vivido  con  ellas  en  conti- 
nuo trato.  Pero  el  caso  de  Lita  ¡era  tan  diferen- 
te de  los  otros  casos!  Por  de  pronto,  yo  encon- 
traba á  su  lado  una  complacencia,  una  delecta- 
ción muy  extraña  y  enteramente  nueva  para  mí. 
Buscando  una  comparación  para  este  sentimien- 
to, veníanseme  á  las  mientes  ejemplos  muy  ra- 
ros: verbigracia,  los  lienzos  recién  lavados  y 
secos,  el  heno  de  las  praderas  con  su  fragancia 
«á  salud,»  y  el  agua  de  las  fuentes  rústicas  con 
su  pureza  transparente.  Aspirando  la  una,  po- 
dían pasarse  cías  horas  muertas»  contando  las 
pedrezuelas  relucientes  del  fondo  de  la  otra. 
¡Placer  bien  primitivo  y  candoroso  ciertamen- 
te! Pero  era  un  placer,  al  cabo,  para  quien  no 
había  hallado  otro  equivalente  entre  los  refina- 
dos artificios  del  mundo;  y  por  eso  sin  duda  le 
daba  ya  tan  alto  precio  en  aquellas  bravias  so- 
ledades. 

Ello  fué  que  la  tentación  de  contar  las  pedre- 
zuelas de  la  fuente  me  entró  aquel  día  con  do* 


PBÑAS  ARRIBA  35 1 

blada  fuerza  que  en  otras  ocasiones,  y  que  no 
pudiendo  resistirla,  me  lancé  á  la  empresa,  to- 
mando por  pretexto  el  temporal  pasado,  nues- 
tras forzadas  encerronas  por  su  culpa,  y  los  que 
nos  esperaban  á  las  puertas  del  lugar.  Porque 
yo  me  preguntaba,  viendo,  admirado,  aquella 
criatura  de  tan  equilibrado  organismo;  pero,  se- 
ñor, ¿de  qué  se  alimentan  este  alma  tan  regoci- 
jada y  satisfecha,  y  esa  cabecita  luminosa  que 
irradia  los  pensamientos  sin  el  estorbo  de  una 
sola  nube,  en  el  mismo  campo  en  que  yo,  hom- 
bre atiborrado  de  lecturas  y  de  recuerdos,  no 
hallo  con  qué  levantar  un  poco  el  espíritu  en 
cuanto  se  nubla  la  luz  del  sol?  ¿Qué  cantidad 
de  ideas  puede  haber  en  ese  cerebro,  de  qué 
calidad  serán  y  cómo  las  ha  adquirido?  No  lle- 
gaba yo  con  mis  preocupaciones  de  hombre 
mundano  hasta  el  extremo  de  creer  que  no  pu- 
diera llevarse  con  resignación  la  vida  descono- 
ciendo totalmente  la  magia  del  gran  escenario 
de  mis  preferencias,  porque  tenía  en  contra  de 
■este  absurdo  el  ejemplo  de  Mari-  Pepa  y  el  de 
su  amiga  de  Robacío,  que  eran  el  colmo  de  la 
felicidad  dentro  de  ese  mismo  desconocimiento 
absoluto,  sin  contar  las  rudas  y  sedentarias  la- 
bradoras que  no  sabían  lo  que  era  una  pesa- 
dumbre. Pero  Lita  era  mucho  más  que  esto,  y 
mucho  más  que  su  madre  y  que  la  hermana  de 
Neluco,  con  no  haber  visto  mayor  cantidad  del 


353      OBRAS  DE  D«  JOSÉ  M.  DB  PBREDA 

mundo,  ni  bebido  las  ideas  en  mejores  fuentes 
que  ellas.  Tenía  unas  afinaciones,  unas  delica^ 
dezas  de  sentido,  y  un  alcance  de  vista  en  las 
honduras  de  las  cosas,  aunque  tratadas  medio 
en  chanza  y  á  la  ligera,  que  solamente  las  con- 
cebía yo  en  las  inteligencias  muy  cultivadas» 
£1  caso  ué,  repito,  que  di  principio  á  la  in- 
vestigación, movido  de  una  curiosidad  muy 
grande;  pero  teniendo  buen  cuidado,  por  aco- 
modarme en  lo  posible  á  las  naturales  condi- 
ciones del  terreno,  de  allanarme  yo  mismo  al 
nivel  de  lo  más  sencillo  y  rudimentario:  casi, 
casi,  me  introduje  en  su  conciencia  por  las 
puertas  aprendidas  en  la  infancia  en  el  catecis- 
mo del  Padre  Astete:  t  Sitios  por  donde  había 
andado,  ocupaciones  que  había  tenido.»  En 
substancia,  de  eso  vinimos  á  tratar  en  los  co- 
mienzos de  mi  labor.  De  lo  primero  no  supe 
más  que  lo  que  ya  sabía  por  Neluco  Celis:  un 
mundo  de  cuatro  leguas,  escasas,  á  ia  redonda 
de  Tablanca;  dos  ó  tres  familias  del  pelaje  de 
la  suya,  esparcidas  por  él;  dos  ferias  cada  pri- 
mavera, si  el  invierno  no  había  sido  muy  largo, 
y  tres  ó  cuatro  romerías  en  el  transcurso  de  ca- 
da verano.  ¿Deseaba  ver  algo  más  que  eso? 
¡Pshl...  por  desear  propiamente,  no.  Ahora, 
alegrarse  de  tener  ocasión  de  conocerlo  un  po- 
co, puede  que  sí,  porque  á  nadie  le  amarga  ua 
dulce;  pero  de  todas  suertes,  á  ella  se  le  figu-* 


PEÑAS   ARRIBA  353 

raba  que  no  había  de  encontrarse  á  gusto  entre 
tanto  y  ctan  pomposoí  revoltijo.  Una  amiga 
suya»  de  más  allá  del  Puerto,  la  mandaba  al- 
gunas veces  un  periódico  de  modas  que  ella 
recibía  cada  semana;  por  los  dibujos  y  las  ex- 
plicaciones de  ese  papel ,  estaba  al  tanto  de  có- 
mo se  vestían  las  señoras  para  ir  á  las  grandes 
fiestas  y  al  paseo,  c {Virgen  la  mi  Madre,! 
cuánto  dinero  debían  de  gastar  en  esas  galas  y 
diversiones,  y  qué  mal  la  sentarían  á  ella  tan- 
tos lujos,  avezada  á  las  pobrezas  de  una  aldeu- 
ca  montes,  y  qué  avergonzaba  se  vería  en  aque- 
llos festivales  tan  resplandecientes,  debajo  de 
unos  perifollos  que  no  sabría  manejar I...  {Qui- 
ta, quital  Bien  se  está  San  Pedro  en  Roma. 
Algo  más  que  las  estampas  de  aquellas  seño- 
ras, la  entretenían  en  el  papel  unos  dibujos  de 
labores  que  se  hacían  fácilmente  y  sin  costar 
mucho  dinero.  De  esas  había  ido  llenando  la 
casa.  También  había  aprendido  en  el  mismo 
papel  á  cortarse  los  vestidos  y  chaquetas.  ¿Qué 
mejores  entretenimientos  para  pasar  horas  so- 
brantes? Porque  cuando  no  tenía  labor  para  sí 
propia  ó  para  los  de  su  casa,  se  la  daban  bien 
abundante  la  mitad  de  las  mozas  de  Tablanca. 
¡Corno  ella  no  sabía  negarse,  y  las  otras  po- 
bres no  conocían  otro  refugio  cuando  se  trata- 
ba de  las  galas  domingueras!...  ciPero  qué  cu- 
riosón  era  yo,  Virgen  de  las  Nieves!  ¡Si  que- 
TOMO  XV  23 


354      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

rría  burlarme  de  ella?»  ¿Por  qué  la  preguntaba 
esas  cosas,  ni  qué  podían  importarme  á  mí, 
que  tanto  había  visto  por  el  mundo  y  conoce- 
ría á  tantas  damas  de  las  lujosas  del  papel?  Ya 
contaba  yo  con  esta  salida  de  los  carriles  del 
asunto,  lugar  común  de  toda  clase  de  ínter  lo- 
cutoras  en  diálogos  por  el  estilo:  pura  modestia. 
¡Cómo  no  había  de  interesarme  á  mí,  más  que 
todo  lo  que  llevaba  visto  de  lo  que  hay  y  se 
ve  en  todas  partes,  aquel  hallazgo  tan  lindo  y 
tan  nuevo,  donde  menos  se  podía  esperar?  No 
eran  adulaciones  ni  t cortesanías  de  madrileño» 
estas  palabras:  podía  jurárselo,  y  esperaba  ser 
creído  sin  que  ella  me  pusiera  en  un  extremo 
tan  desfavorable  para  mi  formalidad.  £n  esa 
confianza,  lejos  de  enmendarme,  reincidía  en 
el  supuesto  pecado,  y  á  la  prueba  si  no.  Lec- 
turas. ¿Cuáles  eran  las  que  más  la  gastaban? 
¿Qué  libros  había  leído?...  {Libros  ellal...  si 
yo  me  refería  á  los  que  se  usaban  entonces.  No 
pasaban  de  tres:  dos  que  le  había  prestado  la 
amiga  del  papel  de  modas,  y  otro  que  había 
traído  su  padre  de  Andalucía*  Los  de  la  amiga 
trataban  de  amoríos  muy  tiernos  que  la  pusie- 
ron algo  triste,  porque  le  daba  lástima  de  loa 
pobres  enamorados:  en  los  dos  libros  se  veían 
y  se  deseaban  las  parejas  de  novios  para  salir* 
se  con  la  suya.  £1  libro  de  su  padre  tenía  es- 
tampas, y  era  una  historia  de  bandoleros  qae 


PENAS  ARRIBA  355 

robaban  y  mataban  y  eran  al  mismo  tiempo 
muy  blandos  y  muy  nobles  de  corazón.  Eso  no 
lo  podía  entender  ella  bien...  Pues  estos  libros 
y  f  los  de  casat  eran  los  únicos  que  había  leído 
en  toda  su  vida.  Y  ¿cuáles  eran  «los  de  casaPi 
Pues  uno  muy  grande  y  muy  antiguo  de  Car* 
tas  de  Santa  Teresa,  que  ya  le  sabía  de  memo- 
ria; el  Año  Cristiano,  que  leía  en  alta  voz  su 
madre  todas  las  noches  por  el  capítulo  del 
santo  correspondiente  al  día;  la  Guía  de  peca- 
dores, que  su  abuelo  leía  del  mismo  modo  de 
vez  en  cuando,  y  de  tal  arte,  que  la  llenaba  de 
espanto  y  no  la  dejaba  dormir  con  sosiego  des- 
pués en  media  semana;  y,  por  último,  Don 
Quijote  de  la  Mancha.  Éste  le  leía  ella  sola  para 
sí,  aunque  salteando  algo  la  lectura,  porque 
muchas  cosas  que  había  allí  no  eran  para  gus- 
tadas de  pronto  por  una  mujer  tan  ruda  como 
ella.  Sobre  la  calidad  de  las  personas  de  su 
trato,  ya  me  había  dicho  lo  principal;  el  resto, 
•á  la  vista  lo  tenía. ..t  «Pero,  Señor  de  los 
cielos — ^volvía  á  decirme; — ¡ni  aunque  estuvie- 
ra obligada  á  confesarme  con  ustél  t 

Y  de  este  género  eran  todas  las  pedrezuelas 
que  fui  contando  y  estudiando  en  el  fondo  de 
aquella  fuente  cristalina  y  tentadora.  Yo  com- 
prendía que  con  ello  solo  pudiera  Lita  confor- 
marse y  vivir  alegre  sin  desear  otra  cosa  mejor 
(«mejort  s^án  mi  criterio),  y  que  con  una  tra* 


356   OBRAS  DB  O.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

vesura  natural  y  una  inteligencia  tan  clara  co- 
mo las  suyas,  se  pudiera  llegar  hasta  el  disi- 
mulo de  muy  apremiantes  deseos;  pero  aquel 
arte  delicado  con  que  manejaba  la  escasez  de 
sus  recursos  exteriores ^  ¿dónde  le  había  apren- 
dido? ¿Cómo  podían  concebirse  tantos  y  tan 
variados  registros  en  una  máquina  tan  simple? 
Éste  era  el  caso  extraño  para  mí. 

— ¡Pero  qué  majadero  soy! — me  dije  de  pron- 
to, al  sentir  el  paso  de  un  recuerdo  por  mi  me* 
moría, — ¿qué  más  escuela  ni  qué  más  libros  ne- 
cesita que  Neluco? 

Sentí  también  remordimientos  deconciencia^ 
cútno  si  estuviera  poniendo  mis  manos  en  el  te- 
soro de  un  amigo,  y  me  apresuré  á  dar  un  tajo 
á  la  conversación,  llevando  en  seguida  los  res- 
tos de  ella  hacia  la  otra  que  ya  estaba  en  la 
agonía  por  falta  de  materia  ó  por  sobra  de  can- 
sancio entre  los  interlocutores. 

Marcháronse  poco  después  los  visitantes,  de- 
jando á  mi  tío  muy  fatigado  con  la  conversa- 
ción en  que  había  tomado,  por  rebeldías  de.su 
temperamento,  más  parte  de  la  que  debiera,  y 
yo  llevé  mi  cortesía  en  aquella  ocasión  al  ex- 
tremo de  acompañar  á  la  familia  de  don  Pedro 
Nolasco  hasta  el  pedregal  en  que  empieza  á 
descender  la  cambera  hacia  el  pueblo.  {Qué 
graciosamente  pisaba  Lita  con  sus  primorosas 
almadreñas,  y  con  qué  donaire  se  recogía  los 


PBÑAS  ARRIBA  357 

pliegues  airosos  de  su  vestido,  que  apenas  de- 
jaban ver  dos  dedos  de  media  blanca  sobre  el 
ancho  y  peludo  ribete  de  las  zapatillas! 

Por  la  noche  me  dijo  Chisco  asaltándome  en 
e\  pasadizo  que  seguía  yo  para  ir  á  la  cocina, 
de  la  cual  salía  él: 

— ¿No  tenía  usté  ganas  de  probase  un  pocu 
«n  algu  de  caza  mayor? 

Respondíle  que  sí,  temblando  sin  saber  por 
qué,  y  añadió: 

— Pos  á  la  manu  tien  la  proporción  de  eyu, 

— ^Explícate, — le  dije  algo  nervioso,  sin  duda 
por  el  exceso  de  mi  curiosidad. 

— Se  ha  vistu  él  osu. 

— ^¿En  dónde? 

— Encima  del  mesmu  Rejoyón  del  Salguera: 
á  hora  y  media  de  aquí. 

— Bien;  pero...  de  paso. 

— ¡Quiál  no,  señor:  encuevándose. 

— Conque...  encuevándose.. •  Y  ¿quién  le  ha 
visto? 

— Chorcus,  esta  mañana,  viniendo  del  inver- 
nal de  Picachus. 

— ^¿Está  bien  seguro  de  haberle  visto? 

— Como  yo  de  que  estoy  viéndole  á  usté 
ahora  mesmu;  y  el  oju  suyu  no  falla  pa  esas 
visualis,  ni  el  golfatu  tampoco,  porque  lu  tiea 
de  sagüesu  fínu. 

— Corriente...  y  ¿qué  pensáis  hacer? 


35^      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

— Pos  salir  los  dos  de  madruga  á  dale  lo» 
güenos  días. 

—  ¡Solos? 

—Y  ¿pa  qué  más?  No  será  la  primer  vez,.. 
Pero  como  usté  me  tenía  alvertíu  de  tiempus 
atrás  que  si  se  presentara  una  proporción  de 
esas,  la  aprovecharía  con  gustu... 

— Tienes  razón,  y  has  hecho  muy  bien  en 
avisarme...  ¡Vaya  si  te  lo  agradezco!...  hasta 
por  la  reserva  con  que  lo  haces,  sin  duda  para 
que  no  se  entere  mi  tío.  ¿No  es  verdad? 

— Muchu  que  lo  es...  ¡como  que  por  eso  iba 
á  buscali  á  usté  á  su  mesma  sala,  cuando  le  he~ 
alcontrau  en  el  caminu...  pa  que  no  se  enteri 
el  amu  que  está  en  la  cocina!...  Porque  el  re- 
«au  no  me  le  dio  Pitu  hasta  jaz  un  cuartu  de 
hora. 

— Perfectamente...  Pues  la  palabra  es  pala- 
bra; y  si  la  salud  de  mi  tío  lo  permite,  iré  con 
vosotros  con  muchísimo  gusto,  \yo  lo  creo! 
Pero  entendámonos:  ¿cuánto  durará  esa  expe- 
dición?... porque  yo  no  puedo  dejarle  mucho 
tiempo  solo. 

— Ni  yo  tampocu  faltar  de  casa  más  de  lo  re» 
guiar.  Anque  pa  la  amañanzadel  ganau,  ya  deju 
quien  jaga  mis  vecis...  Usté  cuenli  por  seguru 
que,  enterus  ó  en  peazus,  estamus  de  güelta  pa 
la  hora  de  comer» 

— ¡Qué  cosas  tienes,  hombre!...  Conque  en- 


PBÑAS   ARRIBA  359 

teros  Ó  en  pedazos,  |como  si  fuera  tan  arries- 
gado el  lance! 

— No  es  de  bodas  propiamenti;  pero  clara 
está  que  el  dichu  fué  sólu  por  decir.  Tocanti  á 
lo  demás,  si  tien  usté  el  menor...  vamus...  el 
menor  recelu  por  la  bestia,  que  no  deja  de  im- 
poner un  pocu  la  primera  vez...  y  tamién  las 
siguientis,  no  venga,  que  compromisu  de  eyu 
no  hay  firman. 

Me  tocó  en  lo  vivo  la  salvedad  del  mozón, 
que  no  estaba  fuera  de  lo  prudente  ni  dejaba  de 
venir  al  caso,  y  me  la  eché  de  terne,  pregun- 
tándole con  brío  bastante  forzado: 

— ^¿Qué  armas  hay  que  llevar? 

— Pos  la  escopetá\  con  cartuchu  de  bala,  y 
güen  acopiu  de  eyus;  el  cochillón  de  monti,  por 
si  es  casu... 

—¿Crees  que  podrá  hacer  falta,  eh? 

— Á  mí  me  ha  prestan  güen  serviciu  más  de 
ima  vez...  y  Uévisi  tamién  esi  cachorriyti  de 
muchus  tirus,  que  no  sé  cómo  le  yaman  ustéis. 

— ¿El  revólver? 

— Esi  mesmu. 

— ^¿Y  nada  más? 

— Y  güen  oju  y  mejor  pulsu. 

— PerOy  hombre.»,  me  parece  á  mí  que  para 
una  bestia  sola,  siendo  tres  los  cazadores,  no 
se  necesita  tanto  arsenal... 

— Si  estuviera  sola  propiamenti,  c<m  el  pri- 


360      OBRAS  DB  D.  JOSá  If.  DE  PBRBDA 

mor  tiru  le  bastaba,  si  era  míu;  pero  como  está 
encueva,  jvaya  usté  á  saber! ...  Hay  que  mirar 
las  cosas. 

— En  resumen,  ¡canario!  ¿vosotros  vais  con 
alguna  confianza? 

— Y  si  no  la  yeváramus,  no  juéramus. 

— Pues  mañana,  cuando  sea  hora  de  empren- 
der la  marcha,  entras  en  mi  cuarto;  y  si  estoy 
dormido,  me  despiertas.  Te  prometo  que  sí  no 
tiene  novedad  mi  tío,  iré  con  vosotros;  pero  si 
desgraciadamente  la  tuviera...  ya  ves  tú...  Con- 
que hasta  mañana. 

Yo  no  sé  qué  cara  pondría  Chisco  oyéndome 
hablar  así,  porque  en  el  pasadizo  donde  está- 
bamos conversando  á  media  voz,  no  se  veía  la 
mano  delante.  No  sé  más  sino  que  carraspeó  ua 
poquito  y  que,  sin  añadir  una  sola  palabra  á  las 
ndas,  echó  á  andar  hacia  la  escalera,  mientras 
yo  me  dirigía  á  la  cocina  donde  se  oían  ya  los 
parleteos  de  los  primeros  tertulianos. 


XX 


IRGEN  Santa,  qué  noche  pasé!  Antes 
de  acostarme  le  había  dicho  á  mi  tío 
I  que  si  él  se  encontraba  bien  y  no  me 
necesitaba  para  alguna  cosa,  pensaba 
madrugar  y  subir  á  la  montaña  con  Chisco  para 
estirar  un  poco  las  piernas  y  quemar  algunos 
<:artuchos,  si  había  ocasión  de  ello. 

£1  pobre  hombre,  que  se  recreaba  en  hacer- 
me agradable  ó,  por  lo  menos,  llevadera  la 
carga  de  mi  destierro,  aplaudió  con  toda  su  al- 
ma mi  propósito,  {cuando  hubiera  dado  yo  al- 
go bueno  porque  me  le  quitara  de  la  cabeza  con 
un  par  de  razones  transmisibles  decentemente  á 
Chisco  por  mil  No  lo  podía  remediar:  el  com- 
promiso adquirido  con  él  para  el  día  siguiente, 
tne  inquietaba  mucho;  y  al  verme  solo  en  mi 
aposento  después  de  dejar  en  el  suyo  á  mi  tío» 
cuya  con  descendencia  á  mis  declarados  propó- 
sitos me  había  parecido  algo  como  firma  de  juez 


362   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

al  pie  de  una  sentencia  de  muerte,  me  inquietó 
mucho  más;  y  cuando  metido  ya  en  la  cama^ 
después  de  preparado  el  arsenal  que  me  había 
recomendado  Chisco  para  la  batalla,  me  quedé 
á  obscuras,  la  inquietud  anduvo  rayando  con 
la  fiebre.  Y  yo  creo  que  el  caso  no  era jpara  me  - 
nos.  Dígasele  á  un  hombre  de  las  ciudades^ 
hecho  á  todas  las  molicies  de  una  vida  rega- 
lona: i  vas  á  vértelas  mano  á  mano  con  una 
bestia  de  las  más  feroces  y  temibles,  en  el  fon- 
do de  una  caverna  del  monte,  expuesto  á  que 
la  fiera  no  esté  sola  y  necesites  defenderte  de 
otra  ó  de  otras  del  mismo  linaje;  i  y  á  ver  qué 
carnes  se  le  ponen  á  ese  sujeto,  por  templado 
que  sea.  Cierto  que  Chisco  y  su  camarada  ha- 
bían de  llevar  la  mayor  parte  en  el  empeño  bru* 
tal,  y  que  ya  no  eran  nuevos  para  ellos  esos 
lances  terribles;  pero  al  cabo  eran  dos  rudos 
montañeses  con  más  corazón  que  entendimien- 
to, sobre  todo  Pito  Salces,  que  no  tenía  senti- 
do común;  y  vistas  las  cosas  por  este  lado,  ha- 
bía mucho  y  muy  grave  que  temer,  racional- 
mente pensando. 

Pues  en  cuanto  me  quedé  dormido,  ¡qué  sue- 
ños! Manadas  de  osos  por  todas  partes,  y  osos 
de  todos  tamaños  y  colores;  y  por  remate  de 
estas  visiones,  una  caverna  tremebunda  liena 
de  ellos:  tres  de  los  más  lanudos  y  graves,  sen- 
tados en  una  peña  del  fondo;  los  demás,  en 


PBÑAS  ARRIBA  363 

apretada  masa,  ocupando  todo  el  ámbito  hasta 
la  boca  de  entrada,  menos  un  espacio  muy  re- 
ducido entre  la  primera  fila  de  la  masa  y  los 
tres  animalotes  de  la  peña.  En  este  espacio  es- 
taba yo,  que  era  el  reo  en  aquella  especie  de 
juicio  oral,  y  aún  quedaba  junto  á  la  peña  y 
casi  enfrente  de  mí  el  hueco  suñciente  para  otro 
oso  descomunal  que  se  entretenía  en  afilar  las 
uñas  en  un  canto  gordo  del  suelo,  mientras  se 
pasaba  la  lengua  por  los  hocicos  y  me  miraba 
con  ojos  sanguinolentos  balanceando  la  cabeza» 
Aquel  oso  era  el  verdugo  de  allí,  que  esperaba 
á  que  los  jueces  dieran  el  berrido  que  me  con- 
denaba á  muerte,  para  zamparse  una  buena  ra- 
ción de  mis  pedazos  y  arrojar  los  restantes  á  la 
muchedumbre  que  ya  se  había  comido  á  Chis- 
co  y  á  Pito  Salces,  con  escopetas  y  todo.  Bien 
empleado  les  estaba,  por  andarse  en  guapezas 
temerarias  con  aquellos  animales  que  no  se  ha* 
bían  metido  con  nosotros. 

Intentando  estaba  el  último  esfuerzo  sobre- 
humano para  hacerme  entender  de  aquel  fiero 
tribunal,  cuando  me  arrancaron  de  las  garras 
del  sueño  unas  cuantas  sacudidas  de  Chisco 
que  acababa  de  entrar  en  mi  cuarto.  Pues  con 
verme  así  libre  de  tan  angustiosa  pesadilla,  aún 
hallé  cierta  seme]anza  entre  mi  despertar  y  el 
del  reo  en  capilla  por  la  llegada  del  verdugo 
para  vestirle  la  hopa. 


364     OBRAS  DB  D.  JOSÉ  U.  DE  PEREDA 

Amanecía  ya  y»  por  las  trazas,  un  día  de  los 
más  esplendorosos  y  templados  que  podían  con- 
cebirse en  aquella  estación  y  en  aquel  pueblo» 
Por  esta  puerta  no  había  escape,  y  me  vestí 
<:on  la  resolución  de  un  héroe;  pero  no  me  eché 
encima  el  armamento  sin  saber  antes  cómo  ha- 
bía pasado  la  noche  mi  tío,  que  de  seguro  es- 
taba ya  despierto,  si  no  levantado,  según  su 
costumbre  de  madrugar  tanto  como  el  sol 
mientras  le  quedaran  fuerzas  bastantes  para 
arrojar  sus  huesos  de  la  cama.  Me  dirigí  en  el 
acto  á  su  hatritación,  por  las  rendijas  de  cuya 
puerta  se  veía  luz.  Llamé,  y  en  seguida  oí  su 
voz  que  me  mandaba  entrar.  ¡Que  Dios  me 
perdone  si  en  algún  rinconciUo  de  los  más  obs- 
curos y  remotos  de  mi  corazón,  se  ocultaba  un 
germen  siquiera  de  inconsciente  deseo  de  ha- 
llar en  la  salud  del  pobre  hombre  algún  ligero 
trastorno  que  justificara  en  mí  una  resolución 
terminante  de  no  salir  de  casa  c por  entonces!  t 

Tan  ricamente  había  pasado  la  noche  y  tan 
animado  le  hallé  acabando  de  rezar  sus  oracio- 
nes acostumbradas,  que  me  costó  mucho  traba- 
jo reducirle  á  que  no  me  acompañara  hasta  el 
portal.  En  vista  de  ello,  despedíme  hasta  el  me- 
diodía, y  me  volví  á  mi  cuarto  donde  me  aguar- 
daba Chisco...  y  el  café  caliente,  con  tostadas, 
que  por  encargo  del  mozón  me  había  prepara-» 
do  Tona...  En  fin,  que  media  hora  después  es- 


PEÑAS   ARRIBA  365 

tábamos  Chisco  y  yo,  armados  hasta  los  dien- 
tes» en  el  portal,  donde  Pito  Salces,  con  su  es» 
píngarda  al  hombro  y  una  perruca  faldera  al 
lado,  entretenía  sus  impaciencias  oliscando  á 
Tona  en  sus  trajines  de  arriba. 

Soltó  Chisco  el  Canelo  que  ya  latía  en  su  pe- 
ñera, oliéndose  lo  que  se  estaba  fraguando  en- 
tre nosotros,  y  me  mostró  su  regocijo,  al  verse 
libre,  poniéndome  las  manos  sobre  el  peóho..» 
y  á  riesgo  de  perder  el  equilibrio  con  la  fuerza 
de  sus  cariñosas  demostraciones. 

Andando  ya  monte  arriba,  me  declaró  Chis- 
co, en  respuesta  á  una  insinuación  mía,  que  no 
habían  querido,  él  y  Chóreos,  enterar  á  nadie 
más  que  á  mí  del  hallazgo  del  oso,  porque  tal 
como  se  presentaba  el  lance,  era  teosa  currien- 
te  y  á  cañón  posau,..*  y  cuantos  menos  bultos,, 
más  claridad.  No  era  yo  de  su  parecer,  y  creía 
que,  cuando  menos,  la  compañía,  por  ejemplo» 
de  don  Sabas,  nos  hubiera  venido  de  perlas. 
Que  no  y  que  no,  y  que  ellos  sabían  muy  bien 
lo  que  se  pensaban.  No  dije  una  palabra  más 
sobre  el  caso. 

Tampoco  tenía  duda  para  mis  acompañantes 
que  el  anímalo  te  aquél  debía  haberss  dado,  du- 
rante el  temporal,  la  gran  vida  en  su  refugio, 
porque  harto  lo  parlaban  el  esqueleto  fresco  y 
casi  mondo  de  una  yegua,  visto  por  Pepazos 
en  una  «rejoyá»  de  las  cercanías  de  la  cueva,  j 


366   OBRAS  DE  D.  jOSá  M.  DB  PBRBDA 

una  becerruca  extraviada  de  la  cabana,  al  ir  al 
abrevadero  desde  el  invernal  de  Escajales,  que 
no  había  vuelto  á  parecer.  Era,  por  más  señas, 
de  Maquileros,  un  vecino  del  Tarumbo.  De 
manera  que  se  trataba  de  un  oso  cebado  en  car- 
ne fresca  y  á  qué  quieres,  boca,  {Excelente 
ocasión  la  de  nuestra  visita  para  afinar  el  ape- 
tito de  su  merced! 

Enlazado  naturalmente  con  esta  conversa- 
ción, vino  el  plan  de  ataque  á  la  fiera  en  su 
misma  guarida  después  de  cerciorados  nosotros 
de  que  estaba  en  ella.  La  cosa  no  podía  ser 
más  fácil,  tal  como  la  ponían  los  dos  cazado- 
res que  conocían  á  palmos  la  cueva  y  sus  in- 
mediaciones. También  se  discurrió  sobre  la 
eventualidad  de  que  su  merced  hubiera  salido 
de  paseo  ó  en  busca  de  provisiones  al  llegar 
nosotros  á  su  casa,  en  la  cual  habría  señales 
infalibles  de  su  modo  de  vivir  y  de  la  mayor  ó 
menor  frecuencia  con  que  la  abandonaba.  Pero 
si  había  familia  en  el  domicilio,  como  era  tam- 
bién de  creerse,  serían  muy  contados  los  ratos 
que  faltara  de  él  la  madre...  cú  el  padre.»  De 
modo  qu¿  resultaban  posibles  contra  nosotros 
tres,  en  aquel  desatinado  empeño,  dos  osos, 
sin  contar  la  prole,  que  podía  ser  abundante  y 
talludita.  Por  supuesto  que  me  guardaba  muy 
bien  de  apuntar  estas  observaciones  que  se  me 
iban  ocurriendo  á  medida  que  hablaban  los 


PEÑAS  ARRIBA  367 

dos  mozallones:  tenía  empeñado  mi  amor  pro- 
pio en  aquella  empresa,  y  no  quería  que  se  in- 
terpretaran mis  razones  de  sentido  común  por 
¿diales  de  encogimiento. 

Después  vinieron  los  consejos  y  las  instruc- 
ciones para  mí,  que  jamás  me  había  visto  en 
otra.  Me  parecían  muy  bien,  sólo  que  todos 
ellos  se  fundaban  en  una  misma  base:  la  sere- 
nidad y  el  buen  pulso.  ¡Como  si  estas  peque- 
neces se  llevaran,  en  lances  tan  peliagudos,  en 
el  morral  de  las  provisiones  ó  en  el  cinto  de  la 
cartucheral  Acordábame  yo  entonces  de  algo 
semejante  que  había  visto  en  una  piececita 
francesa  muy  graciosa.  Cierto  mercader  de  pie- 
les se  presenta  en  una  aldehuela  del  Pirineo 
con  un  buen  acopio  de  ellas,  adquirido  en  Ar- 
gel: por  esto,  y  por  llevar  los  fardos  y  las  ma- 
letas determinadas  iniciales,  y  por  algo  que  él 
dice  sobre  el  clima  africano  3'  las  cacerías  en 
aquellas  selvas,  témanle  los  sencillos  aldeanos, 
que  eran  muy  aficionados  á  la  caza,  por  un  fa- 
moso matador  de  leones.  Déjase  correr  él  que 
lo  ha  notado,  porque  le  tiene  cuenta  la  equivo- 
cación para  sus  fíaes  mercantiles,  y  comienza 
el  asedio  de  preguntas  de  aquellos  admiradores 
entusiastas  del  perínclito  francés.  «Pero,  va- 
mos á  ver— llegan  á  preguntarle, — ^¿cómo  pue- 
de un  hombre  ponerse  cara  á  cara  con  un  león 
y  atreverse  á  soltarle  un  tiroPt  A  lo  que  res- 


368   OBRAS  DE  D.  JOSé  M.  DE  PBRBDA 

ponde  muy  sosegadamente  el  peletero:  «De  la 
manera  más  sencilla.  ¿No  se  han  visto  ustedes 
alguna  vez  cara  á  cara  con  una  liebre?  Pues 
imagínense,  en  cuanto  eatén  delante  del  león» 
que  el  león  es  una  liebre...  y  no  hay  más.» 
«Efectivamente — replica  el  menos  optimista  de 
los  preguntantes,  rascándose  la  cabeza; — sólo 
que  me  parece  un  poco  difícil  hacer  esas  supo-  . 
siciones  delante  del  león,  t 

La  montaña,  desde  que  yo  no  andaba  por 
ella,  había  cambiado  mucho  de  aspecto:  los  ro- 
bledales que  dejé  bastante  bien  vestidos  toda- 
vía, aunque  con  el  ropaje  mustio  y  amarillen- 
to, se  hallaban  completamente  desnudos,  y  lo 
mismo  les  pasaba  á  las  hayas  y  á  los  arbustos 
de  «hoja  mudable.  •  El  suelo  estaba  deslavado; 
la  yerba  de  las  brañas,  tendida  y  atusada  como 
el  pelo  de  una  cabeza  recién  sacada  del  agua,  y 
era  cada  hondonada  un  torrente.  Según  íbamos 
ganando  altura,  encontrábamos  más  á  menudo 
grandes  placas  ó  « tresechones  •  de  granizo 
congelado  en  las  laderas  sombrías,  y  desde 
los  Picos  de  Europa  hasta  los  de  Sejos,  todas 
las  cumbres  que  se  alcanzaban  á  ver  estaban 
cubiertas  de  nieve,  en  la  que  centelleaba  el  sol 
al  herirla  de  frente  con  sus  rayos. 

Así  era  el  aire  ambiente,  frío  y  cortante  como 
una  navaja  de  afeitar.  Pues  con  todo  ello  y  con 
lo  penoso  que  era  de  andar  el  camino  que  lleva- 


PEÑAS   ARRIBA  369 

bamos,  por  lo  resbaladizo  del  suelo  y  la  multi- 
tud de  obstáculos  que  nos  oponían  los  desbor- 
dados arroyos,  no  me  iba  pareciendo  largo.  Pue- 
de que  consistiera  esto  en  las  pocas  ganas  que 
yo  tenía  de  llegar  al  fin  de  nuestro  viaje;  por- 
que desde  luego  no  consistía  en  lo  divertido  de 
mi  conversación  con  los  dos  mozones,  ni  en  los 
extremos  de  regocijo  á  que  se  entregaba  Chór- 
eos á  cada  instante,  como  si  fuera  á  sus  propias 
bodas.  Tal  era  su  irracional  inquietud,  que  an- 
daba dos  ó  tres  veces  el  camino,  igual  que  los 
perros  que  iban  con  nosotros.  Intentando  parar- 
le los  pies  un  poco,  pero  muy  principalmente 
lanzar  la  conversación  á  otro  terreno  más  agra- 
dable, solté  entre  ambos  el  tema  de  sus  amoríos 
con  las  respectivas  mozonas.  Pito  acudió  á  mi 
llamada  como  un  mastín  á  la  mano  que  le  ofrece 
medio  pernil.  Chisco,  que  caminaba  á  mi  lado 
sin  perder  el  compás  de  sus  aplomados  movi- 
mientos, apenas  dejó  descubrir  en  una  mirada 
Bosona  y  descolorida,  que  se  había  enterado  de 
la  alusión.  Chóreos  me  declaró  sin  ambajes  que 
estaba  camerluzaón  de  toot  por  la  criada  de 
mi  tío:  la  tenía  en  las  «telucas  de  los  ojost  y 
«metía  de  patas  en  el  corazón.  Vamos,  ¡puches!» 
que  si  no  se  salía  con  la  suya,  no  sabía  lo  que 
sería  de  él.t  Ella,  hasta  la  presente,  no  le  había 
dicho  que  no...  ni  tampoco  que  sí;  verdad  que 
61,  por  su  parte,  no  había  sido  todo  lo  claro  que 
lOMo  XV  24 


I 


370      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA. 

debía  ser...  «¡Puches,  lo  que  le  encogía  el 
respeto  en  cuanto  se  veía  á  la  vera  de  ella! 
Pero  la  madre...  y  don  Celso...  y  la  cara  que  la 
mesma  Tona  le  ponía  á  lo  mejor...  {y  pué  que 
por  verle  tan  acobardad...  De  toas  suertes,  ¡pu- 
ches!, Tona  era  Tona,  y  él  acabaría  por  salirse 
con  la  suya,  ó  por  ajuegarse  de  hipu  amorosa, 
pero  no  con  el  ñudo  del  pasapán...» 

Era  lo  mismo,  plus  minusvií,  que  ya  me  había 
dicho  otras  dos  veces  andando  conmigo  por  los 
montea  De  manera  que  en  aquellas  fechas  no 
había  adelantado  su  negocio  un  solo  paso. 

Tampoco  el  de  Chisco,  según  éste  me  confe- 
só muy  sereno,  y  eso  que  le  tenía  algo  más  ade- 
lantado que  Pito  Salces  el  suyo.  Tanasia  había 
llegado  á  decirle  claramente  que  «por  su  parte, 
sí, »  y  de  aquí  no  intentaba  pasar  el  de  Robacío, 
porque  sabía  que  el  Topero  le  rechazaba  por  no 
ser  de  Tablanca  y  por  ser  pobre,  dos  cosas  que 
él  no  podía  remediar.  Acordéme  yo  entonces  de 
que  la  segunda  tenía  remedio  en  el  testamento 
de  mi  tío,  y  le  dije: 

— Es  verdad  que  la  primera  es  irremediable; 
pero  la  segunda  ¿por  qué  ha  de  serlo,  Chisco? 
Á  lo  mejor  amanece  por  lo  más  obscuro...  ó, 
8Í  no  suben  los  muladares,  bájaase  los  adarves, 
y  allá  salen  los  unos  con  los  otros  en  altura. 

— Phs— me  contestó  encogiéndose  de  hom- 
bros,— ^y,  por  último,  que  se  queden  las  cosas 


PENAS   ARRIBA  371 

como  están.  A  mí  no  me  ajondan  tantu  como  á 
Pitu  esus  malis  en  la  entraña.  No  val  Tanasia 
menos  que  Tona;  pero  tan  rogá,  tan  rogá,  se 
van  quitando  pocu  á  pocu  las  ganas  de  eya...  y 
tamién,  esu  de  que  le  pongan  á  unu  en  puja  y 
«n  remati  con  un  jastial  como  Pepazus...  va- 
mus,  que  jaz  mal  estógamu...  Y,  en  fíniquitu, 
«1  güey  sueltu  bien  se  lambe,  y  pué  que  sean 
permisión  de  Dios  esos  trompiezus,  pa  líbrame 
en  el  día  de  mañana  de  otrus  que  me  descala- 
braran pa  toos  los  días  de  mi  vida...  Dende  que 
tuvi  dientís  pa  royeli,  estoy  ganandu  el  pan  en 
casa  ajena,  y  no  me  ha  idu  mal  así.  ¿A  qué  apu- 
rase un  hombre  por  cambiar  de  suerti  cuando 
no  sabi  lo  que  han  de  daU  por  lo  que  deja? 

Con  estas  filosofías  de  Chisco  y  las  intempe- 
rancias  de  Pito  Salces,  acabamos  de  subir  una 
ladera  de  suelo  escurridizo,  y  nos  vimos  al  co- 
mienzo de  una  ancha  sierra  que  descendía  en 
suaves  ondulaciones  hacia  nuestra  izquierda. 
Atajábala  por  allí  el  frontispicio  pedregoso  de 
un  alto  monte  que  la  dominaba  en  toda  su  lon- 
gitud, y  estaba  separado  de  ella  por  una  barran- 
ca. Sobre  ésta  se  alzaba,  y  como  al  medio  de 
aquel  perfil  de  la  sierra,  un  peñón  blanquecino 
que  parecía  la  capucha,  vista  por  detrás,  de  un 
manto  de  titanes,  pardo  obscuro,  extendido  allí 
para  secarse  á  los  rayos  del  sol  que  iluminaba 
toda  la  vasta  superficie. 


372      OBFAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

Á  la  derecha  del  peñón  comenzaba  una  man- 
cha verdinegra,  como  de  monte  bajo,  que  des- 
aparecía pronto  en  las  sombras  de  la  barranca; 
y  á  la  izquierda,  un  pedregal  de  poco  relieve 
entretejido  de  malezas. 

Apuntando  al  peñón  me  dijo  Pito  Salces  e» 
cuanto  nos  vimos  en  la  sierra,  porque  Chisco 
ya  lo  sabía  por  serle  bien  conocido  el  esce- 
nario: 

— Ayí  está  la  cueva  aonde  vamus. 

Me  temblaron  las  carnes.  Y  luego  añadió 
apuntando  al  perñl  más  elevado  de  la  sierra, 
hacia  nuestra  derecha  y  refiriéndose  al  oso: 

— Bajandu  de  ayí  y  como  dende  la  meta  del 
caminu  hasta  onde  nos  jayamus  nusotrus,  lu  vi 
ayer.  Salía  de  aqueyus  carrascalis  y  se  jué  por 
delanti  del  peñasen  onde  está  la  boca  de  la  cue- 
va; y  no  pasó  al  lau  de  acá,  ni  se  golvió  por  el 
otru,  porque  yo  no  aparté  el  oju  de  ayí  mientras 
anduve  á  güen  pasu  el  caminu,  ni  en  la  media 
hora  larga  que  aquí  mesmu  estuvi  parau. 

Chisco,  sin  decir  una  palabra,  ató  el  Canelo 
con  un  cordel  que  llevaba  liado  á  la  cintura,  y 
mandó  á  Chóreos  que  hiciera  otro  tanto  con  la 
perruca,  antojándoseme  ámí  que  había  leído  en 
la  actitud  sobresaltada  de  aquellos  nobles  ani- 
males, la  confirmación  de  los  supuestos  de  Pito, 
al  cual  advirtió,  con  la  amenaza  de  amarrarle 
á  él  también  si  no  tomaba  en  serio  la  adverten- 


PBNAS  ARRIBA  373 

cia,  que  no  hiciera  cosa  alguna  sin  que  se  la 
mandaran  hacer. 

Con  todos  aquellos  preparativos  y  mandatos» 
y  muy  singularmente  con  lo  raso  y  desampara- 
do de  la  extensión  que  había  entre  el  peñasco 
y  nosotros,  acabé  de  amilanarme.  ¿No  era  una 
barbaridad  asaltar  á  pecho  descubierto  la  gua- 
rida de  una  fiera?  Se  lo  dije  á  Chisco  y  me 
respondió,  muy  secamente,  que  no,  añadiéndo- 
me que  lo  importante  era  que  no  le  faltara  á  na- 
die la  serenidad:  en  teniéndola,  todo  lo  demás 
corría  de  cuenta  de  él. 

La  alusión  no  podía  ser  más  directa  á  mí, 
porque  Pito,  de  tan  bruto  como  era,  pecaba 
precisamente  por  el  extremo  contrario.  Enten- 
díla,  dolióme,  hice  de  tripas  corazón,  y  dije  al 
de  Robacío: 

— Por  donde  vaya  otro  hombre,  iré  yo:  tenlo 
entendido  así. 

— Pos  con  eyu  basta — replicóme, — y  pechu 
al  agua  cuantu  antis. 

Se  hizo  una  breve  inspección  de  armas  y 
municiones.  De  las  primeras  no  llevaban  los 
dos  montañeses  más  que  las  escopetonas  y  unos 
cuchillos  enormes,  cuyas  empuñaduras,  de  as- 
ta de  ciervo,  asomaban  por  encima  de  los  ce- 
ñidores de  sus  cinturas.  Los  cartuchos  con  ba- 
la, toscamente  preparados  la  noche  antes  por 
ellos  mismos,  los  llevaban  sueltos  en  los  bolsi*^ 


'  374   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

Uos  del  lástico,  y  los  pistones  á  granel  en  las 
faltriqueras  del  pantalón:  todo  seguro  y  á  la 
mano,  como  ellos  decían.  Yo  les  sacaba  de 
ventaja  el  revólver  y  un  cañón  en  la  escopeta- 

— Nunca  dispari  los  dos  á  un  tiempu — me 
recomendó  Chisco, — y  guardi  el  segundu  pa  si 
convien  repetir  en  mejor  sitiu,  sin  quitar  el  ar- 
ma de  la  cara. 

Fuera  por  haberme  echado  la  cuenta  del  per- 
dido, ó  porque  hubiera  realmente  causa  racio- 
nal para  ello,  es  lo  cierto  que  llegué  á  tener 
gran  confianza  en  la  imperturbable  serenidad 
de  Chisco,  y  que  no  fui  el  último  en  romper  á 
andar  hacia  la  peña  cuando  éste  dio  la  orden 
en  estas  palabras  solemnes,  después  de  santi- 
guarse: 

— |A  la  mano  de  Dios! 

Bajábamos  los  tres  en  ala  y  á  buen  andar,, 
con  los  perros  atados  muy  en  corto,  porque  á 
medida  que  nos  acercábamos  al  peñasco,  cos- 
taba mucho  trabajo  contenerlos,  y  mucho  ma- 
yor acallar  sus  latidos.  Era  plan  acordado  ya 
atacar  á  la  fiera  en  su  guarida,  entrando  por  el 
lado  izquierdo  de  la  boca,  y  no  convenía  que 
los  perros  se  nos  anticiparan,  por  razones  que 
se  habían  discutido  también. 

Cerca,  muy  cerca  ya  del  peñasco,  el  Canelo 
arrastraba  materialmente  á  Chisco,  que  tiraba 
^e  él  con  todas  sus  fuerzas  en  sentido  contra- 


PEÑAS   ARRIBA  375 

rio»  y  ni  amordazándole  con  una  mano  podía 
hacerle  callar.  La  perruca  faldera  latía  y  voci- 
feraba también,  á  su  modo,  y  zarandeaba  el 
cordel  que  la  sujetaba  á  la  manaza  de  Pito;  pe- 
ro temblaba  mucho. i.  aunque  no  tanto  como 
yo.  Era  indudable  que  la  fiera  estaba  en  su 
guarida.  ¿Nos  habría  oído  ya?  ¿Saldría  á  reci- 
bimos ala  puerta?...  Pero,  á  todo  esto,  ¿dónde 
estaba  la  puerta? 

Al  hacerme  yo  esta  pregunta  mentalmente, 
fué  cuando  Chisco  se  adelantó  á  Pito  y  á  mí;  y 
con  encargo  de  que  me  colocara  el  último  de 
los  tres,  comenzó  á  andar  con  mucha  cautela  y 
muy  arrimado  al  peñasco,  lo  poco  que  nos  fal- 
taba de  camino  hasta  la  orilla  de  la  quebrada. 
Canelo  iba  delante  de  él,  loco  de  inquietud,  ol- 
fateando en  el  suelo  y  en  el  aire,  batiéndose  los 
ijares  con  el  rabo  y  con  medio  palmo  de  lengua 
fuera  de  la  boca  cuando  no  latía.  Chóreos  no 
estaba  menos  sobrexcitado  que  el  sabueso,  y 
seguía  á  Chiscc  pisándole  casi  los  tarugos  tra- 
seros de  sus  abarcas.  Camlo  desapareció  pron- 
to al  otro  lado  de  la  peña,  y  Chisco,  después 
de  detenerse  unos  instantes  á  observar  desde 
la  esquina,  hízonos  señas  de  que  podíamos  se- 
guirle, y  desapareció  también.  Entonces,  al 
avanzar  nosotros,  fué  cuando  pude  yo  darme  la 
respuesta  á  la  pregunta  que  me  había  hecho  po- 
co antes:  ¿dónde  estaba  la  boca  de  la  caverna? 


37^      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

¡Dios  eterno,  qué  cúmulo  de  barbaridades 
las  de  aquel  día!  Pues  la  boca  estaba  en  un  ta- 
jo de  la  peña,  casi  á  pico,  sobre  el  barranco. 
De  modo  que  venía  á  ser  la  cueva  como  la 
buhardilla  de  una  casa  muy  alta,  ¡muy  altal  á 
la  cual  buhardilla  hubiera  que  entrar  por  la 
ventana,  andando  por  la  cornisa  de  la  fachada 
correspondiente.  Salvo  que  la  cornisa  de  la  pe- 
ña tendría  como  cinco  pies  de  anchura  y  un  fes- 
tón de  jaramagos  por  afuera  que  velaba  un  po- 
co la  visión  aterradora  del  abismo,  la  compara- 
ción es  exactísima. 

Por  aquella  cornisa,  que  corría  hasta  per- 
derse en  el  carrascal  del  otro  lado  de  la  cueva, 
vi  pasar  á  Chisco  y  á  su  perro,  y  á  Pito  Salces 
detrás  de  su  perruca  faldera,  y  cómo  iban  desa- 
pareciendo, uno  á  uno,  en  el  antro  tenebroso 
los  hombres  y  los  animales,  después  de  muy 
leves  precauciones  del  mozón  de  Robacío. 

No  ofrecía  grandes  dificultades  á  mi  paso 
aquel  camino  cuya  longitud  no  excedería  de 
quince  ó  veinte  varas;  pero  la  consideración 
racionalísima  de  lo  que  íbamos  á  hacer  después 
de  recorrerle,  sin  otra  retirada  que  el  abismo 
en  el  caso  muy  posible  de  salir  escapados  de  la 
cueva,  si  no  quedábamos  hechos  jigote  allá 
dentro,  clavó  mis  pies  en  el  suelo  á  los  prime- 
ros pasos  que  di  sobre  él.  Vi  todo  lo  brutal- 
mente temerario  que  había  en  nuestra  empresa 


PEftAS    ARRIBA  377 

desatinada,  y  formé  serio  propósito  de  volver- 
me atrás.  Pero  Chisco  y  Pito  Salces  se  habían 
sumido  ya  en  la  caverna;  y  aunque  temerarios 
y  muy  brutos  los  dos,  no  era  honrado  ni  de- 
cente dejarlos  sin  su  ayuda  un  hombre  que  aca- 
baba de  prometerles  ir  tan  allá  como  fuera 
otro. 

Duraron  muy  pocos  instantes  estas  vacilacio- 
nes mías;  y  cerrando  los  ojos  de  la  inteligencia 
á  todo  razonamiento  de  sentido  común,  es  de- 
cir, bajándome  al  nivel  de  aquellos  dos  barba* 
ros,  avancé  resuelto  por  la  cornisa  y  llegué  á 
la  boca  de  la  cueva,  dentro  de  la  cual  latían 
desesperadamente  los  dos  perros,  y  me  hallé  á 
Chisco  y  á  su  camarada  disponiendo  el  plan  de 
ataque.  La  cueva,  como  ya  sabía  yo  por  refe- 
rencias de  los  dos  mozos  que  la  conocían  muy 
bien,  tenía  dos  senos:  el  primero,  á  la  entrada, 
era  espacioso  y  no  muy  alto  de  bóveda,  con  el 
suelo  bastante  más  bajo  que  el  umbral  de  la 
pueita,  muy  escabroso  y  en  declive  muy  pro- 
nunciado hacia  el  muro  del  fondo,  en  el  cual  se 
veía  la  boca  del  otro  seno  ó  gabinete  de  aquel 
salón  de  recibir.  Olía  allí  á  sótano  y  á  musgo  y 
á  perrera...  y  á  hombres  escabechados.  No  te- 
nía ya  duda  para  Chisco  que  era  cía  señora,! 
es  decir,  la  osa,  lo  que  rezongaba  en  el  fondo 
del  antro  invisible,  respondiendo  al  latir  deses- 
perado de  los  perros;  y  la  señora  con  su  prole, 


37^      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

porque  sin  este  cuidado  amoroso,  ya  hubiera 
salido  al  estrado  para  hacernos  los  honores  de 
la  casa.  En  este  convencimiento,  se  trató  en 
breves  palabras,  casi  por  señas,  porque  no  ha- 
bía  instante  que  perder,  de  si  sería  más  conve- 
niente soltar  la  perruca  que  el  sabueso;  y  acor- 
dado lo  primero,  el  bárbaro  de  Pito,  sin  oir 
otras  razones,  se  fué  hasta  la  boca  del  antro  en 
el  cual  metió  la  cabeza  al  mismo  tiempo  que  á 
la  perruca.  Ésta  había  desaparecido,  algo  vaci- 
lante é  indecisa,  hacia  la  derecha;  y  no  sé  cuál 
fué  primero,  si  el  desaparecer  la  perruca  allá 
dentro,  ó  el  oirse  dos  chillidos  angustiosos  y 
un  bramido  tremebundo,  6  el  retroceder  Pito 
cuatro  pasos  del  boquerón,  exclamando  hacia 
nosotros  (yo  creo  que  con  regocijo)»  pero  con 
el  arma  preparada: 

— iCristo  Dios!...  |Vos  digo  que  aqueyus  no 
son  ojus:  son  dos  brasalesl 

Comprendió  Chisco  al  punto  de  qué  se  tra- 
taba; soltó  el  sabueso  y  me  mandó  á  mí  que 
me  quedara  donde  estaba  (es  decir,  como  al 
primer  tercio  de  la  cueva,  muy  cerca  del  muro 
de  la  derecha),  pero  con  el  arma  lista,  aunque 
sin  disparar  antes  que  ellos  dos,  y  avanzó  él 
hasta  colocarse  en  la  misma  línea  de  Chóreos» 
de  manera  que.  sus  tiros  se  cruzaran  en  ángulo 
bastante  abierto  en  el  centro  del  boquerón  del 
fondo. 


PEÑAS  ARRIBA  379 

Como  toda  U  prudencia  y  la  reflexión  que 
podía  esperarse  de  aquellos  dos  rudos  monta- 
ñeses había  que  buscarla  en  Chisco,  yo  no  apar- 
taba mis  ojos  de  él,  y  no  podía  menos  de  admi- 
rarme al  observar  que  ni  en  aquel  trance  de 
prueba  se  alteraba  la  perfecta  regularidad  de  su 
continente:  su  mirada  era  firme,  serena  y  fría, 
como  de  ordinario;  su  color  el  mismo  de  siem- 
pre, y  no  había  un  músculo  ni  una  señal  en  to« 
do  su  cuerpo  que  delatara  en  su  corazón  un  la- 
tido más  de  los  normales;  al  revés  de  Pito  Sal- 
ces, que  no  cabía  en  su  ropa,  no  por  miedo  se- 
guramente, sino  por  el  deleite  brutal  que  para 
él  tenían  aquellos  lances. 

Tomando  yo  por  guía  de  mi  anhelante  cu- 
riosidad la  mirada  de  Chisco,  y  sin  dejar  de 
oir  los  ladridos  de  Camlo  apenas  metido  éste  en 
la  covacha,  pronto  le  vi  retroceder,  pero  dando 
cara  al  enemigo  con  las  cuatro  patas  muy  abier- 
tas, la  cabeza  levantada  y  casi  tocando  el  sue- 
lo con  el  vientre.  Lo  que  le  obligaba  á  caminar 
así  no  era  difícil  de  adivinar:  tras  él  venía  la 
fiera  gruñendo  y  rezongando;  y  al  asomar  al 
boquerón,  no  me  impidió  el  frío  nervioso  que 
corrió  por  todo  mi  cuerpo,  estimar  la  exactitud 
con  que  Pito  había  calificado  el  lucir  de  los 
ojos  de  aquel  animalazo:  realmente  centellea- 
ban entre  los  mechones  lanudos  de  sus  cuen- 
cas, como  las  ascuas  en  la  obscuridad.  La  pre- 


380      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.   DE  PBRBDA 

sencia  nuestra  le  contuvo  unos  instantes  en  el 
umbral  de  la  caverna;  pero  rehaciéndose  en  se- 
guida» avanzó  dos  pasos,  menospreciando  las 
protestas  de  Canelo,  y  se  incorporó  sobre  sus 
patas  traseras,  dando  al  mismo  tiempo  un  be- 
rrido y  alzando  las  manos  hasta  cerca  del  ho- 
cico, como  si  exclamara: 

— ¡Pero  estos  hombres  que  se  atreven  á  tan- 
to, son  mucho  más  brutos  que  yo! 

Al  ver  que  se  incorporaba  la  fiera,  dijo  á  Pi- 
to Salces  Chisco: 

— Tú  al  oju;  yo  al  corazón...  ¿Estás?  Pues... 
]á  unal 

Sonaron  dos  estampidos;  batió  la  bestia  el 
aire  con  los  brazos  que  aún  no  había  tenido 
tiempo  de  bajar;  abrió  la  boca  descomunal,  lan- 
zando otro  bramido  más  tremendo  que  el  pri- 
mero; dio  un  par  de  vueltas  sobre  las  patas,  co- 
mo cuando  bailan  en  las  plazas  los  esclavos  de 
su  especie,  y  cayó  redonda  en  mitad  de  la  cue- 
va con  la  cabeza  hacia  mí.  Corrí  yo  entonces  á 
rematarla  con  otro  tiro  de  mi  escopeta;  pero  me 
detuvo  Chisco,  diciéndome  mientras  cargaba 
apresurado  la  suya,  igual  que  hacía  Pito  por  su 
parte: 

— Guarde  esas  balas  por  lo  que  puede  suce- 
der de  prontu.  Pa  lo  que  usté  desea  jacer,  con 
el  cachorriyu  sobra. 

No  me  halagaba  mucho  aquel  papel  de  ca- 


r 


PEÑAS   ARRIBA.  38 1 

chetero  que  se  me  concedía,  y  casi  por  caridad; 
pero  con  el  deseo  de  poner  algo  de  mi  parte  en 
aquella  empresa  feroz  tan  pronta  y  felizmente 
rematada,  acéptele  de  buen  grado  y  hasta  sen- 
tí muy  grande  complacencia  en  ver  que  con  un 
balín  de  mi  revólver  encajado  en  el  oído  de  la 
osa,  la  había  producido  yo  las  últimas  convul- 
siones de  la  muerte.  Y  algo  era  algo,  y  otra  vez 
sería  más. 

Pito  silbaba  y  pataleaba  de  gusto  en  dene- 
dor  de  la  fiera  mientras  cargaba  su  espingarda. 
Chisco  no  se  daba  todavía  por  satisfecho,  á  juz^ 
gar  por  lo  receloso  de  sus  aires. 

¿Qué  quedaba  allí  por  hacer?  Lo  que  hizo 
Chóreos  en  seguida  con  su  irreflexión  de  siem- 
pre: llamar  á  Caítelo  y  meterse  con  él  en  la  cue- 
va desalojada  por  la  osa.  (PuchesI  había  que 
acabar  igualmente  con  las  crías...  y  saber  la 
que  había  sido  de  la  perruca,  que  ni  salía  ni 
cagullaba...»  Bueno  estaba  de  entender  el  caso; 
pero  había  que  verlo,  ipuches! 

Por  mucha  prisa  que  se  dio  Chisco  en  seguir 
á  su  camarada  para  acompañarle,  no  habiendo 
podido  contenerle  con  razonamientos,  cuanda 
llegó  al  boquerón  ya  volvía  Pito  con  la  perruca 
faldera  abierta  en  canal  en  una  mano,  en  la  otra 
un  osezno  como  un  botijo,  y  la  escopetona  de- 
bajo del  brazo.  Dijo  que  quedaban  otros  dos 
como  él,  y  se  volvió  á  buscarlos,  después  de 


382      OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PBRBOA 

arrojar  el  que  traía  contra  un  lastrón  del  suelo, 
y  de  entregar  á  Chisco  lo  que  quedaba  de  la 
perruca  para  que  viéramos,  él  y  yo,  si  aquello 
tenía  compostura  por  algún  lado.  ¡Puches,  có- 
mo le  afligía  aquella  desgracia! 

La  caverna  tenía  muy  poco  fondo:  se  veía 
bastante  en  ella  con  la  luz  que  recibía  por  la 
boca,  y  por  eso  se  hacían  muy  fácilmente  todas 
aquellas  maniobras  de  Pito.  El  cual  reapareció 
al  instante  con  las  otras  dos  crías  de  la  osa, 
asegurando  que  no  quedaban  más  que  huesos 
mondos  en  la  cama. 

Por  el  aire  andaban  aún  los  dos  oseznos  arro- 
jados por  Pito  desde  la  embocadura  de  la  co- 
vacha, cuando  Canelo  salió  disparado  como  una 
flecha  y  latiendo  hacia  la  entrada  de  la  cueva 
grande.  Yo  que  estaba  muy  cerca  de  ella,  mi- 
ré á  Chisco  y  leí  en  sus  ojos  algo  como  la  con* 
firmación  de  un  recelo  que  él  hubiera  tenido. 
Observar  esto  y  amenguarse  la  luz  de  la  cueva 
como  si  hubieran  corrido  una  cortina  delante 
de  su  boca,  por  el  lado  del  carrascal,  fué  todo 
uno. 

—¡El  machu! — exclamó  Chisco  entonces. 

Pero  yo,  que  estaba  más  cerca  que  él  de  la 
fiera  y  mereciendo  los  honores  de  su  mirada 
rencorosacomo  si  á  mí  solo  quisiera  pedir  cuen- 
tas de  los  horrores  cometidos  allí  con  su  fami- 
lia,  sin  hacer  caso  de  consejos  ni  de  mandatos» 


PEÑAS   ARRIBA  383 

apunté  por  encima  de  Canelo  que  defendía  va- 
lerosamente la  entrada,  y,  á  riesgo  de  matarle» 
disparé  un  cañón  de  mi  escopeta.  La  herida» 
que  fué  en  el  pecho,  lejos  de  contenerle,  le  enfu- 
reció más;  y  dando  un  espantoso  rugido,  arran- 
có hacia  mí  atropellando  á  Canelo^  que  en  vano 
había  hecho  presa  en  una  de  sus  orejas.  Fal- 
tándome terreno  en  que  desenvolver  el  recurso 
de  la  escopeta,  dí  dos  saltos  atrás  empuñando 
el  cuchillo;  pero  ciego  ya  de  pavor  y  perdida 
completamente  la  serenidad.  Desde  el  fondo  de 
la  cueva  salió  otro  tiro  entonces:  el  de  la  espin- 
garda de  Pito.  Hirió  también  al  oso,  pero  sólo 
le  detuvo  un  momento:  lo  bastante  para  que  el 
mozón  de  Robacío  le  hundiera  la  hoja  de  su 
cuchillo  por  debajo  del  brazo  izquierdo,  hasta 
la  empuñadura.  Fué  el  golpe  de  gracia,  porque 
con  él  se  desplomó  la  fiera  pata»  arriba,  yendo 
á  caer  su  cabeza  sobre  el  pescuezo  de  la  osa, 
donde  le  arranqué,  con  otro  tiro  de  mi  revól- 
ver, el  último  aliento  de  vida  que  le  quedaba. 
Á  pesar  de  ello,  los  dos  mozones  volvían  á 
cargar  sus  escopetas.  ¿Para  qué.  Señor?  ¿Era 
posible  que  quedaran  en  toda  la  cordillera  ni 
en  todo  el  mundo  sublunar,  más  osos  que  los 
^ue  allí  yacían  á  nuestros  pies,  entre  chicos  y 
grandes,  vivos  y  muertos?  Después  nos  mira- 
mos los  tres  cazadores,  como  si  tácitamente  hu- 
biéramos convenido  en  que  era  imposible  co- 


384   OBRAS  DE  D«  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

meter  mayores  barbaridades  que  las  que  acabá- 
bamos de  cometer,  y  que  solamente  por  un  mi- 
lagro de  Dios  habíamos  quedado  vivos  para 
contarlas.  Esta  escena  muda,  que  fué  brevísi- 
ma, acabó  por  echar  Pito  el  sombrero  al  aire, 
es  decir,  por  estrellarle  contra  la  bóveda  eriza- 
da de  puntas  calcáreas;  Chisco  hizo  lo  propio, 
y  yo  no  quise  ser  menos  que  los  dos.  Luego 
nos  dimos  las  manos,  y  juro  á  Dios  que  al  es- 
trechar la  de  Chisco  entre  las  mías,  latió  mi  co- 
razón á  impulsos  del  más  vivo  agradecimiento* 
¿Qué  hubiera  sido  de  mí  sin  su  empuje  sereno 
y  valeroso? 

Canelo,  á  todo  esto,  cuando  no  se  lamía  los 
arañazos,  poco  profundos,  que  le  rayaban  la 
piel  en  muchas  partes,  jadeaba  y  gruñía,  con  el 
hocico  descansando  sobre  sus  brazos  juntos  y 
tendidos  hacia  adelante,  pero  con  los  ojos  cla- 
vados en  los  oseznos  que  rebullían  entre  las 
asperezas  del  suelo  y  charcos  de  sangre,  como 
gusanos  muy  gordos.  No  contaban,  por  las 
trazas,  más  de  una  semana  de  nacidos.  Cogió- 
los uno  á  uno  Chisco  por  el  pellejo  del  cervi- 
guillo,  y  los  fué  arrojando  á  la  barranca  por  en- 
cima de  la  cornisa  desde  el  fondo  de  la  cueva» 
Iba  á  hacer  lo  mismo  con  la  perruca,  después 
de  asegurar  á  Pito  que  «aqueyui  no  tenía  cos- 
tura ni  remiendo  posible,  porque  había  queda- 
do «vacía  por  aentru,»  como  á  la  vista  estaba; 


r 


PEÑAS  ARRIBA  385 

pero  Pito  quiso  dar  mejor  destino  que  el  de  los 
oseznos  al  cadáver  del  pobre  animalejo,  tan  ini- 
cuamente sacriñcado,  y  propuso  que  le  enterrá- 
ramos en  la  sierra;  y  á  ello  asentimos  de  buena 
gana  Chisco  y  yo.  (Puches,  cómo  amargaba  á 
Pito  aquella  pesadumbre  el  placer  de  la  victoria! 

Y  como  nada  quedaba  que  hacer  allí  por  en- 
tonces para  nosotros,  salimos  de  la  caverna  y 
aspiré,  con  ansias  de  cautivo  de  mazmorra,  el 
aire  libre  de  las  tierras  soleadas.  Sepultamos 
la  perruca  en  un  hoyo  abierto  á  punta  de  cu- 
chillo á  la  sombra  de  un  matojo  de  la  sierra;  y, 
sin  movernos  de  allí,  apuramos  más  de  la  mi- 
tad del  contenido  de  mi  frasquete.  Después  se 
sacaron  algunas  provisiones  de  boca  que  lleva- 
ba Chisco  por  encargo  mío  en  un  morral;  di- 
mos á  Canelo  una  buena  parte  de  ellas,  y  el 
resto  nos  le  fuimos  comiendo,  andando  á  buen 
andar,  á  fin  de  llegar  á  Tablanca  al  mediodía, 
conforme  se  lo  tenía  yo  ofrecido  á  mi  tío  Celso. 

Y  llegamos,  antes  aún  de  lo  esperado;  y  to- 
das las  gentes  que  nos  encontraban  al  acercar- 
nos al  pueblo,  presumían,  por  el  aire  que  lle- 
vábamos, que  habíamos  hecho  alguna  muy 
gorda;  pero  cuando  les  contábamos  la  verdad, 
no  la  creían.  |Tan  bestialmente  gorda  la  con- 
sideraban, con  muchísima  razón! 

Se  la  referí  á  mi  tío,  aunque  ocultándole  de- 
talles que  pudieran  impresionarle  demasiado; 

TOMO  XV  25 


386      OBRAS  DE  D.  JOSé  M.  DE  PEREDA 

pero  como  al  fin  era  montuno  el  buen  señor, 
perdonóme  la  temeridad  por  lo  grande  del  su- 
ceso, y  tuve  al  último  que  contársela  con  todos 
sus  pormenores.  Se  entusiasmó  de  verdad. 
Puestas  ya  las  cosas  tan  arriba,  invité,  con  sa 
permiso,  á  Pito  Salces  á  que  comiera  aquel 
día  con  su  camarada.  Vio  el  mozón,  como  yo 
lo  esperaba,  el  cielo  abierto,  porque  comer  con 
Chisco  era  comer  con  Tona.  ¡Puches,  qué  do- 
ble panzada  se  dio!  Yo,  que  asistí  al  final  de 
la  comida,  añadí  con  gustosa  aquiescencia  de 
mi  tío,  al  surplás  con  que  ya  se  había  obse- 
quiado á  los  comensales,  en  honor  del  nuevo, 
una  botella  del  más  rancio  tostadillo  lebaniego 
que  se  guardaba  en  la  bodega  de  la  casona* 
Brindé  con  los  dos  mozones,  y  canté  alabanzas 
hiperbólicas  á  la  bravura  de  Pito,  para  que 
Tona  las  oyera  bien;  con  lo  cual  y  el  tostadi- 
llo se  puso  el  alabado  que  ardía;  y  allí  mismo 
pidió  por  mujer  á  la  hija  de  Facia,  que  no  ha- 
cía más  que  llorar;  así  fué  que  Tona,  colorada 
como  un  pimiento  por  lo  uno  y  angustiada  por 
lo  otro,  llamó  á  Pito  «jastialón  desvergonzau;» 
y  no  alcanzó  mejor  respuesta  la  fogosa  desman- 
da del  rendido  pretendiente.  Pero  como  él  de- 
cía después:  do  importanti  pa  el  casu  no  era 
lo  que  eya  pudiera  contéstame,  sino  lo  que 
había  de  cántala,  y  al  cabo  la  canté  yo;  y  esu, 
ipuchesl  aya  lo  tien.i 


PEÑAS  ARRIBA  387 

Como  en  la  tertulia  no  se  habló  aquella  no- 
che de  otra  cosa  que  del  lance  de  la  cueva,  al 
salir  al  día  siguiente,  antes  que  el  sol,  Pito 
Salces  y  Chisco  con  dos  carros  en  busca  de  los 
dos  osos  muertos,  sin  necesidad  de  invitacio- 
nes los  acompañaba  medio  escuadrón  de  gente 
moza;  con  cuyo  auxilio  pronto  se  vencieron  las 
muchas  dificultades  que  hubo  para  sacarlos  de 
la  cueva.  Andando  de  vuelta,  fueron  los  acom- 
pañantes adornando  las  carretas  y  los  bueyes 
con  ramajes  de  la  montaña,  y  asi  desfiló  la  ale- 
gre comparsa  por  delante  de  la  casona  para  que 
viera  mi  tío  los  gloriosos  trofeos  de  nuestra 
bestial  hazaña;  y  así  bajó  al  pueblo,  donde 
hubo  cánticos  y  bailoteo  por  largo,  con  la  salsa 
á  mis  expensas  por  especial  encargo  mío.  Ob- 
sequiáronme al  otro  día  con  las  pieles,  y  rega- 
lé.yo  á  Chisco  y  á  Pito  Salces  sendos  centenes 
isabelinos,  con  lo  que  pensaron  enloquecer  de 
alegría. 

Así  acabó  aquella  memorable  y  descomunal 
aventura,  que  debió  haber  acabado  conmigo 
tan  pronto  como  la  acometí. 


"^SíGlSDíf^ 


XXI 


I  nos  descuidamos  un  poco,  en  el 
monte  se  queda  el  sangriento  botín 
de  nuestra  batalla,  porque  apenas 
despellejadas  las  fieras  en  el  lugar, 
el  sol,  como  si  nada  tuviera  que  hacer  ya  des- 
pués de  haber  alumbrado  tantas  barbaridades, 
se  envolvió  la  cara  en  crespones  cenicientos 
que  fueron  dilatándose  por  la  bóveda  celeste, 
al  impulso  de  un  remusguillo  que  dio  en  so- 
plar á  media  tarde.  Arreció  mucho  el  frío  y  co- 
menzaron á  pasar  por  delante  de  los  cristale- 
jos  de  mi  gabinete  unos  copitos  blancos  que 
danzaban  en  el  aire,  como  si  se  resistieran  á 
mancharse  con  las  inmundicias  de  la  tierra. 
Por  si  me  quedaba  alguna  duda  sobre  la  natu- 
raleza de  aquellos  síntomas  que  me  supieron  á 
rejalgar,  entró  Facia  muy  diligente  y  hasta  ri- 
sueña, con  la  disculpa  de  llevarse  mi  brasero, 
que  ya  estaría  muriéndose,  para  crescoldarle» 


390      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

un  poco,  y  me  dijo,  mientras  se  acurrucaba 
para  cogerle  por  las  dos  asas: 

— Está  nevandu,  y  va  á  haber  temporal  de 
eyu. 

— Y  usced— la  respondí  con  ganas  de  meter* 
le  la  cabeza  en  el  rescoldo, — tan  alegre  como 
unas  pascuas  por  eso  mismo.  Pero  ¿qué  casta 
de  criatura  es  usted? 

— ¡Señor — replicóme  ahogándose  de  repente 
con  un  sollozo,~lo  único  que  sé  es  que  soy  una 
mujer  muy  desdicha! 

Salió  llorando,  y  yo.  me  quedé  con  remordi- 
mientos de  haber  despertado  en  ella  aquel  dolor 
con  la  sequedad  de  mi  pregunta.  Después  acabé 
de  amurriarme,  viendo  desde  un  cuarterón  de 
la  solana  cómo  iban  espesando  los  copos  y  des- 
apareciendo todos  los  montes  entre  las  espesas^ 
veladuras  que  bajaban  del  cielo.  {Otro  temporal 
en  perspectiva  y  otra  encerrona  como  la  pasada! 

Cuando  volvió  Facia  con  el  brasero  chispo- 
rroteando, entró  mi  tío  detrás  de  ella.  Iba  á  ha- 
blar conmigo  de  la  nevada  que  estaba  encima»^ 
Le  apenaba,  primeramente,  por  mí,  que  volve- 
ría á  hallar  eternas  las  horas,  Dios  sabía  por 
cuánto  tiempo,  entre  los  paredones  de  la  casar 
porque  las  nevadas  que  venían  de  repente  coma 
aquélla,  y  á  traición,  lo  mismo  podían  ser  pa- 
sajeras que  durables;  y  en  segundo  lugar,  ¿para 
qué  había  de  ocultármelo?  el  mucho  frío  le  ca- 


PBÑAS  ARRIBA  39I 

laba  más  cjondo»  de  lo  que  él  pensaba  con  los 
buenos  ánimos  que  tenía  para  resistirle.. .  Pero 
cel  hueso,  el  picaro  hueso  envejecido  como  el 
suyo,  era  tierra  pura,  {tierra  pura  y  mala  que 
se  reblandecía  y  desborregaba  en  cuanto  le  fal- 
taban las  lumbraducas  del  sol!»  Otra  cosa:  to- 
dos los  años  se  sacaba  la  nieve  en  los  puertos 
su  correspondiente  ración  de  carne  viva;  y 
siempre  que  vio  nevar  por  primera  vez  en  cada 
invierno,  se  preguntó  á  sí  mismo:  ¿á  qué  infe- 
liz le  tocará  este  año  la  suerte?  Porque  nunca 
faltó,  de  una  banda  ó  de  la  otra,  quien,  por 
descuido,  por  desgracia  ó  por  necesidad,  se 
viera  cogido  y  sepultado  en  la  montaña  por  una 
cellerisca  de  nieve;  y  eso  que  no  se  le  regatea- 
ba:i  los  socorros,  sin  miedo  á  los  ejemplos  de 
muchos  que  allá  se  habían  quedado  con  los  so- 
corridos, envueltos  en  una  misma  mortaja. 
Siempre  le  apenaron  á  él  estas  reflexiones,  he- 
chas sobre  recuerdos  de  desgracias  que  le  do- 
lieron en  lo  más  vivo;  «pero  ahora,  ¡cuartajo! 
desde  que  soy  lo  que  soy  y  he  visto  caer  el  pri' 
mer  trapo  de  nieve!...  Ná,  hombre,  ná,  choche- 
ces de  viejo  apolillao  hasta  los  tuétanos ...  {Pues 
mira  que  te  vengo  con  buenas  coplas  para  una 
ocasión  como  ésta!...  ¿Has  visto  hombre  más 
simple  que  tu  tío  Celso?  ¡Pispajo  con  la  rocina 
de  los  demonios!» 
La  triste  verdad  era  que,  á  pesar  de  los  alien- 


392   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

tos  que  había  cobrado  mi  tío,  los  temporales 
crudos  le  mataban,  y  que  los  quebrantos  de  su 
cuerpo  se  le  reflejaban  en  el  espíritu  por  más 
que  se  empeñaba  en  disimularlo.  Mientras  me 
hablaba  así  y  yo  le  respondía  dando  vueltas  por 
el  gabinete,  se  pegaba  a]  brasero  como  la  zarza 
vieja  á  la  grieta  del  peñasco,  y  no  dejaba  en 
paz  á  la  badila  pareciéndole  poco  el  calor  que 
le  daban  las  ascuas  en  reposo.  Cada  vez  que 
llegaba  yo  á  la  puerta  de  la  solana,  miraba  ma- 
quinalmente  por  uno  de  sus  cuarterones,  y  veía 
cómo  iban  espesando  los  copos  y  se  amonto- 
naban los  que  el  aire  depositaba  sobre  la  baran- 
da del  balcón,  hasta  que  en  una  de  mis  vueltas 
noté  que  se  formaban  grandes  remolinos  sobre 
el  huerto;  que  los  copos  crecían  de  volumen, 
y,  por  último,  que  empezaba  á  trapear  con  tal 
pujanza,  que  en  un  instante  enblanqueció  la 
poca  tierra  que  se  veía  desde  allí,  y  se  apagaron 
los  mortecinos  destellos  de  la  luz  del  sol  que 
llevaban  dos  horas  de  luchar  inútilmente  con 
la  espesura  del  nublado. 

—Pura  tiniebla — oí  decir  á  mi  tío  desde  el 
brasero, — y  á  poco  más  de  media  tarde.  Lo 
siento  por  tí,  Marcelo...  y  mira,  llama  á  esas 
condenadas  mujeres  para  que  te  traigan  una  luz 
y  te  sea  menos  triste  la  soledad... 

Y  en  esto  golpeaba  el  suelo  desesperadamen- 
te con  su  cachava,  haciéndome  creer  que  las  ti- 


PEÑAS  ARRIBA  393 

nieblas  le  entristecían  á  él  más  que  á  mí.  Ha- 
bía sobre  la  cómoda  una  bujía  en  su  palmato- 
ria, y  me  apresuré  á  encenderla  con  una  cerilla 
de  mi  fosforera. 

— Hombre — continuó  diciéndome,  mientras 
miraba  de  hito  en  hito  cómo  prendía  la  llama 
del  fósforo  en  el  pábilo  enteco  y  congelado  de 
la  vela, — yo  que  tü,  aprovecharía  estas  carce- 
ladas  tristes  para  leer  tantos  libracos  como  tra- 
jiste contigo,  y  responder  á  tantas  cartas  como 
recibes...  Porque  de  mí  no  tienes  que  cuidarte 
para  nada;  para  nada,  ¡trastajo!  En  arrimándo- 
me á  la  lumbrona  de  la  cocina,  ya  tengo  todo 
lo  que  necesito...  Créeme...  Y  si  no,  con  verlo 
basta. 

Con  lo  que  se  levantó  de  la  silla  y  rompió  á 
andar  el  bendito  de  Dios,  sin  darme  apenas 
tiempo  para  alumbrarle  con  la  vela  en  lo  más 
obscuro  de  los  pasadizos. 

¡Leer!  jescribir!  No  sabía  el  pobre  señor  que 
cuando  un  hombre  da  en  hallar  tedioso  el  curso 
de  las  horas,  no  puede  dedicarse  á  nada  que  le 
distraiga,  porque  necesita  todo  el  tieinpo  para 
aburrirse,  por  mandato  de  una  ley  de  la  picara 
condición  humana. 

Aquella  noche  no  vino  un  alma  á  la  tertulia, 
y  la  cara  menos  triste  que  hubo  en  la  cocina  fué 
la  de  Facía,  la  incomprensible  y  misteriosa  mu- 
jer gris.  Mi  tío  y  yo,  como  lo  solíamos  hacer  á 


394   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

menudo,  cenamos  en  la  perezosa:  él  su  corres- 
pondiente ración  de  leche,  alimento  único  que 
le  había  prescrito  Neluco  állimamente,  por  con- 
venir tanto  á  su  invencible  inapetencia  como  á 
la  índole  de  su  enfermedad,  y  yo  los  ordinarios 
condumios  de  Tona  y  de  su  madre,  á  los  que 
se  había  ido  haciendo  mi  estómago  agradecido. 

Como  la  noche  era  tan  larga  y  yo  sabía  bien 
lo  interminable  que  le  parecía  á  mí  pobre  tío  la 
paite  de  ella  que  se  destina  por  las  gentes  que 
tienen  buena  salud  al  reposo  en  la  cama,  pro  - 
curé  que  nos  acostáramos  lo  más  tarde  posible, 
después  de  haber  cenado  los  tres  sirvientes  y 
recogídose  la  vasija,  y  vuelto  todos  á  arrimarse 
á  la  lumbre,  y  probado  yo,  con  poca  fortuna, 
sacar  á  Tona  de  la  esclavitud  de  una  modorra 
que  la  tenía  en  continuo  cabeceo,  y  á  Chisco  de 
su  impasibilidad  sospechosa.  Pero  mi  tío,  que 
todo  lo  observaba,  dio  pronto  la  voz  de  fvámo- 
nos,»  y  se  levantó  de  su  sillón,  más  agradecido 
que  satisfecho  de  aquél  tan  notorio  como  inútil 
sacriñcio  que  todos  estábamos  haciendo  por  él. 

Antes  de  acostarme  salí  un  momento  á  la  so- 
lana para  ver  cómo  quedaba  la  noche.  Conti- 
nuaba nevando,  y  todo  lo  vi  negro  por  el  cielo 
y  blanco  por  la  tierra,  sin  que  turbaran  la  sere- 
nidad de  aquel  cuadro  melancólico  otros  ru- 
mores que  los  del  río,  muy  encrespado  con  los 
tributos  de  las  pasadas  celliscas  y  el  que  esta- 


PEÑAS   ARRIBA  395 

ba  recogiendo  de  la  nieve  que  se  deshada  á  su 
contacto  con  él. 

Me  desperté  muy  temprano  al  otro  día,  y 
por  satisfacer  una  curiosidad  en  que  había  mu- 
cho de  pueril,  me  asomé  al  balcón,  bien  arropa- 
do. Había  cesado  de  nevar;  pero  estaba  el  cie- 
lo encapotado,  «de  color  de  panza  de  burra. » 
Yo  había  visto  nevadas  en  Madrid  y  en  París  y 
en  San  Petersburgo...  muchas  nevadas,  pero 
siempre  en  terreno  llano  y  entre  calles;  es  de- 
cir, una  alfombra  de  lienzo  algo  sucio  sobre  la 
vía  pública,  y  mantas  de  vellones  blancos  ten- 
didas en  los  tejados  de  enfrente;  nevadas,  en 
fin,  de  teatro,  sin  la  más  remota  semejanza  con 
lo  que  estaba  viendo  desde  la  solana  de  mi  tío. 
Parecía  qué  las  montañas  del  contorno  habían 
triplicado  su  altura,  y  la  unidad  de  color  de 
todas  ellas  con  la  redondez  de  formas  que  les 
daba  la  acumulación  de  la  nieve  sobre  sus  na- 
turales y  bruscas  asperezas,  cambiaba  á  mis 
ojos  todos  los  términos  y  todas  las  líneas  del 
panorama  que  tan  conocido  me  era.  No  hallaba 
en  el  nuevo  un  solo  detalle  con  que  orientarme 
para  reconstruir  el  que  se  había  borrado  en  po- 
cas horas.  Arboledas,  senderos,  cañadas,  todo 
había  desaparecido,  ó  debajo  de  la  nieve,  ó  por 
los  engaños  de  la  luz  sin  claro- obscuro;  cielo, 
montes,  valles. ..  todo  era  lo  mismo,  á  modo 
de  descomunal  cantera  de  sal  refinada  ó  de  cal 


396      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

viva,  en  cuyo  fondo  estuviera  yo.  Ni  un  ave 
en  el  espacio,  ni  un  ser  viviente  en  el  suelo  en 
cuanto  abarcaba  la  vista,  y  el  rumor  continuo, 
igual,  monótono,  del  invisible  río,  como  si  fue- 
ra el  estertor  de  la  Naturaleza,  que  se  moría 
tiritando,  anémica  y  abotagada  por  la  frialdad. 

Me  volví  pronto  al  gabinete,  muy  mal  im- 
presionado, y  hallé  en  el  relativo  calor  de  la 
alcoba  un  momentáneo  remedio  al  frío  glacial 
que  en  la  solana  había  penetrado  como  una 
saeta  en  mi  cuerpo  y  en  mi  espíritu. 

Lavoteándome  estaba  aún  para  buscar  por 
este  medio  una  reacción  consoladora,  cuando 
entró  Facia  de  puntillas  por  creerme  todavía 
durmiendo,  con  el  brasero  que  había  sacado 
del  gabinete  por  la  noche,  según  costumbre, 
antes  de  acostarme  yo.  Viéndome  levantado,^ 
me  dijo  que  se  alegraba,  porque  tenía  que  dar- 
me una  noticia,  y  no  buena.  Pensé  que  se  tra- 
taba de  mi  tío,  y  me  alarmé. 

— No  es  del  amu,  gracias  á  Dios — me  dijo 
respondiendo  á  una  pregunta  que  la  hice, — que 
ha  pasau  bastante  bien  la  noche,  y  ya  está  calen- 
tándose en  la  cocina...  Es  del  probé  Papazos. 

Pregúntela  qué  le  había  ocurrido  á  Pepazos, 
y  me  contestó  que  no  había  vuelto  á  casa  des- 
de que  había  salido  de  ella  la  tarde  anterior* 

— Pero  ¿por  qué  camino  tomó  al  salir? — vol- 
ví á  preguntar^ 


PEÑAS   ARRIBA  397 

—Por  el  de  los  puertus, — ^me  respondió  la 
tétrica  mujer  muy  apenada. 

Me  estremecí  recordando  lo  que  me  habfa 
dicho  mi  tío  sobre  los  tributos  que  cobran  cada 
año  las  nieves  en  las  montañas.  Entrando  en 
más  explicaciones,  supe  que  Pepazos,  en  cuan- 
to vio  caer  los  primeros  copos  de  nieve,  salió 
en  busca  de  unas  yeguas  de  su  casa,  que  antes 
del  mediodía  andaban  pastando  en  una  hoya- 
da á  menos  de  una  hora  del  pueblo,  monte 
arriba.  Las  había  visto  él  mismo.  Tienen  las 
yeguas  libres  la  extraña  condición  de  huir  de 
las  nevadas  hacia  las  cumbres,  al  revés  que  to- 
dos los  animales  domésticos.  Dícese  que  lo 
hacen  por  aversión  instintiva  al  cautiverio.  Se- 
rá  ó  no  será  así;  pero  es  un  hecho  constante 
aquella  singular  costumbre.  Por  tenerlo  Pepa- 
zos  bien  sabido,  salió  en  busca  de  sus  yeguas 
cuyo  paradero  conocía.  Suponíase  que  los  ce- 
rriles animales,  presumiendo  la  que  su  amo 
trataba  de  jugarles,  huirían  hacia  las  alturas. 
Otro  que  Pepazos,  al  ver  esto  y  pensando  en  la 
nevada  que  se  venía  encima,  porque  bien  claras 
estaban  las  señales  de  ella,  habría  dejado  que 
el  diablo  se  llevara  las  yeguas  y  vuéltose  al 
pueblo  por  de  pronto;  pero  era,  tras  de  poco 
avisado,  muy  terco,  nada  aprensivo  y  confiado 
con  exceso  en  su  robustez  de  encina,  y  se  las 
apostaría  á  los  veloces  animales  como  si  todos 


398      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

fueran  unos;  y  así,  corriendo  tras  ellos  de  ca- 
ñada en  cañada  y  de  loma  en  loma,  á  lo  mejor 
se  vería  entre  la  obscuridad  de  la  ííoche  y  con 
los  caminos  borrados  por  la  nieve*  De  modo 
que  si  no  había  tenido  la  fortuna,  como  tam- 
bién se  creía,  de  caer  en  algún  invernal,  cova- 
chona  ó  cosa  así,  era  hombre  muerto. á  aque- 
llas horas,  porque  debía  <^e  haber  en  lo^  mon- 
tes más  cercanos  cosa  de  uo^;  vara  de  nieve. 
iEra  mucho  lo  que  había  trapeado  desde  la 
caída  de  la  noche! 

No  me  pareció  mal  razonado  este  triste  pro- 
nóstico, y  pregunté  si  se  pensaba  hacer  algo  en 
vista  de  él;  á  lo  que  me  respondió  Faoia  que 
ya  estaba  hecho  cuanto  podía  hacerse.  Al  rom- 
per el  alba  habían  salido  del  lugar,  no  todos 
los  hombres  que  se  brindaron  á  ello,  porque 
hubieran  sido  demasiados,  sino  los  que  se  es- 
cogieron por  más  á  propósito  por  su  robustez 
y  por  su  experiencia:  cosa  de  una  docena  de 
ellos  en  junto.  Pidiéndola  nombres  de  aquellos 
valientes  y  caritativos  convecinos,  citóme  el 
primero  á  don  Sabas,  que  no  faltaba  nunca  á 
esas  llamadas,  por  considerarse  necesario  co- 
mo cualquier  otro  para  atender  al  negocio  de 
la  vida  del  socorrido,  y  único  en  su  parroquia 
para  el  negocio  del  alma,  si  llegaba  á  tiempo 
y  desgraciadamente  no  alcanzaba  ya  para  otra 
cosa;  después  me  nombró  al  médico,  que  no 


1 

1 

1 


PEÑAS   ARRIBA  399 

cabía  en  su  casa  ea  cuanto  sabía  que  estaba 
algún  convecino  en  la  apurada  situación  de 
Pepazos;  Tuégo  á  Chísco,  uno  de  los  hombres 
más  arrojados,  más  fuertes  y  más  entendidos 
para  aquella,  casta  de  faenas;  y  después  de 
nombrarme  á  otras  personas  que  no  me  eran  tan 
estimadas,  por  haberlas  tratado  menos,  cerró 
la  cuenta  con  Pito'^alces,  mozo  capaz  de  los 
imposibles,  siéippre  que  hubiera  á  su  lado 
quien  le  impidiera  hacer  una  barbaridad;  y  tres 
perros  de  buena  nariz,  uno  de  ellos  Canelo, 

Me  pareció  aquella  empresa  harto  más  alta 
que  la  mía  de  la  antevíspera,  no  sólo  por  la 
calidad  del  enemigo,  sino  por  la  ^andeza  de 
los  fines,  y  pedí  á  la  mujer  gris  algunos  infor- 
mes sobre  la  manera  de  llevarlo  á  cabo.  Iban 
los  expedicionarios  provistos,  ante  todo,  de  ba- 
raj<meSf  unas  tablas  con  tres  agujeros  cada  una, 
en  los  cuales  se  meten  los  tarugos  de  las  abar- 
cas. No  había  nada  como  ello  para  andar  sobre 
la  nieve  sin  que  se  hundieran  los  pies  ni  se  for- 
maran pellas  entre  los  tarugos.  Llevaban  tam- 
bién palas,  azadas,  cuerdas  y  otros  útiles  para 
abrirse  paso  donde  no  le  hubiera  descubierto, 
ó  mandar  algún  auxilio  desde  arriba  adonde  no 
pudiera  bajar  un  hombre  por  sus  pies;  no  se  les 
olvidaría  el  aguardiente  ni  algo  de  alimento 
sólido,  ni  de  ropa  seca  si  la  había  á  m::ino...  ni 
un  poco  de  botiquín,  puesto  que  iba  el  médico; 


400      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

porque  había  que  pensar  en  todo.  De  esta  ma- 
nera emprenderían  la  marcha  hasta  la  ijoyá» 
adonde  había  ido  Pepazos  á  recoger  las  yeguas, 
y  después  tomarían  el  rumbo  que  más  acercado 
creyeran  al  que  pudo  tomar  él,  corriendo  detrás 
de  los  fugitivos  animales.  Por  de  pronto,  ya  ha* 
bía  la  casi  seguridad  de  que  el  camino  le  ha- 
bían llevado  uno  y  otros  cuesta  arriba.  Con  es- 
tas precauciones  y  la  busna  voluntad  de  todos, 
se  podía  esperar  algo...  aunque  no  mucho,  si 
Dios  no  tomaba  el  caso  de  su  cuenta.  De  to- 
das  suertes,  no  cabía  hacer  cosa  mayor  que  la 
que  se  había  hecho,  en  la  pequenez  de  las  fuer- 
zas humanas. 

Me  advirtió  también  Facia  que  mi  tío  no  sa- 
bía una  palabra  del  suceso,  y  yo  la  recomendé 
mucho  la  necesidad  de  que  no  llegara  á  cono- 
cerle, inventando  una  disculpa  cualquiera  para 
explicarle  la  ausencia  de  Chiscosi  la  notara.  Y 
en  eso  quedamos. 

Cuando  la  mujer  gris  me  dejó  solo  en  mi 
cuarto,  me  empeñé  obcecadamente  en  conside- 
rar por  su  lado  más  negro  la  generosa  empresa 
acometida  por  aquellos  abnegados  tablanque^ 
ses,  y  volví  á  asomarme  al  balcón.  No  nevaba 
entonces,  pero  se  me  oprimió  el  espíritu  al  ver 
el  aspecto  ceñudo  y  amenazador  que  presenta- 
ba el  cielo;  y,  sin  embargo,  sentí  cierta  mortifi- 
cación del  amor  propio  por  no  haberse  contado 


r 


PEÑAS   ARRIBA  401 

conmigo  para  formar  parte  de  aquella  denoda- 
da legión,  ¡como  si  no  hubiera  sido  yo  un  ver- 
dadero y  continuo  estorbo  en  ella!  Pero  si  no 
la  acompañé  materialmente,  no  la  aparté  un 
instante  de  mi  memoria;  y  por  eso,  al  asomar- 
me á  los  cristales  de  mis  observatorios  (y  lo 
eran  todos  los  claros  de  la  casa),  cada  copo  so- 
litario é  indeciso  que  pasaba  al  alcance  de  mis 
ojos,  rae  inquietaba  mucKo  por  creerle  mensa- 
jero de  otros  mil  y  mil  millones  de  ellos.  Afor- 
tunadamente estaba  el  aire  en  calma,  lo  cual 
hubiera  hecho  menos  temible  en  el  monte  un 
recrudecimiento  del  temporal. 

Así  continuaron  las  cosas  hasta  muy  cerca 
del  mediodía.  Á  esa  hora  aparecieron  por  el 
Noroeste  unos  celajes  negros,  sucios,  tormen- 
tosos; vi,  casi  al  mismo  tiempo,  que  las  arbo- 
ledas y  puntas  salientes  de  los  montes  que  cer- 
caban el  valle  por  el  lado  opuesto,  como  por  la 
fuerza  de  un  estremecimiento  instantáneo  se 
desnudaban  de  sus  envolturas  de  nieve,  las  cua- 
les caían  en  cataratas,  levantando  al  caer  blan- 
quísimas polvaredas  que  arrastraba  el  aire  em  - 
bravecido  ya;  y  á  muy  poco  rato,  que  de  la 
nube  más  baja  y  más  lejana  y  más  negra,  se 
desprendía  una  masa  en  forma  de  cono  inver- 
tido, y  que  su  cúspide  se  unía  con  la  de  otro 
que  ascendía  de  la  tierra.  Fundidos  así  los  dos 
conos,  formaron  una  gigantesca  columna,  la 

TOMO  XV  26 


402      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

cual,  girando  al  mismo  tiempo  vertiginosamen- 
te sobre  su  eje,  vino  avanzando  hacia  el  valle  y 
llegó  á  él  y  le  atravesó  á  lo  ancho,  tocando  casi 
el  suelo  con  su  base  y  elevando  el  capitel  enor- 
me por  encima  de  los  más  altos  picachos  del 
Este.  Acompañábala  un  siniestro  rebramar,  y 
una  luz  tétrica  que  apenas  me  dejó  ver  el  estrago 
de  su  choque  contra  el  obstáculo  inconmovible 
de  los  montes,  sobre  los  cuales  se  deshizo  en 
negros  y  deshilados  jirones.  ¡Qué  sería  de  los 
infelices  errantes  por  sus  cumbres  y  laderas?... 

Bajo  el  peso  terrorífico  de  esta  idea,  pasó  una 
hora,  (furante  la  cual  volvió  á  reinar  la  calma 
en  la  Naturaleza;  pero  no  llegó  al  valle  ninguna 
noticia  de  los  infelices  expedicionarios. 

Me  llamaron  á  comer;  sentóme  á  la  mesa  y 
no  comí,  ni  siquiera  supe  disimular  bien  las 
inquietudes  que  eran  la  causa  de  ello,  delante 
de  mi  tío  que  no  me  quitaba  ojo;  inventé  para 
tranquilizarle  una  mentira  sandia  y  mal  zurci- 
da, y  al  fin  me  levanté  de  la  perezosa,  dejando 
al  pobre  señor  persuadido  de  que  mi  resigna- 
ción estaba  á  punto  de  agotarse  en  presencia  de 
aquel  negro  temporal.  Preferí  que  creyera  esto 
á  descubrirle  la  verdad;  le  dejé  reposando  lo 
que  él  llamaba  su  comida,  y  me  volví  á  mí  ron-* 
da,  de  claro  en  claro,  por  todos  los  ventanillos 
de  la  casa.  Continuaba  encalmado  el  viento  y 
nevaba  muy  poco;  pero  Chisco  no  asomaba  por 


PEÑAS   ARRIBA  403 

ninguna  parte,  ni  una  noticia  de  las  que  yo  es- 
peraba con  un  ansia  que  tocaba  en  lo  febril. 

Llegó  la  media  tarde,  sombría,  obscura,  té- 
trica y  como  preñada  de  horrores  para  cuantos 
la  contemplaran  con  ojos  como  los  de  mis  re- 
celos. 

Ni  nevaba  ni  ventaba  ya,  ni  se  oía  una  voz, 
m  una  pisada  ni  un  golpe,  ni  á  la  casona  ni  al 
pueblo  se  encaminaba  alma  nacida  por  ninguna 
senda  de  las  visibles.  Todo  era  silencio  y  lo- 
breguez y  amenazas  de  una  noche  tremenda 
para  el  infeliz  que  anduviera  vivo  y  errante 
«ntre  las  inclemencias  de  la  montaña.  Mis  in- 
quietudes no  cabían  ya  dentro  de  mí,  ni  yo 
dentro  de  la  casona.  Me  calcé  y  me  abrigué  con- 
venientemente; bajé  al  portal  con  muchas  pre- 
cauciones para  que  no  lo  notara  mi  tío,  y  em- 
prendí resueltamente  el  camino  del  pueblo, 
borrado  en  absoluto  por  la  nieve.  Me  costó  el 
descenso  del  pedregal  más  de  cuatro  costala- 
das; pero  llegué  vivo  y  pronto.  No  aspiraba  yo 
á  otra  cosa.  ¿Á  qué  puerta  llamar?  A  la  prime- 
ra. Llamé.  Iguales  temores  allí  que  los  míos,  y 
ni  una  noticia  más;  es  decir,  ninguna  noticia. 
Intérneme  en  el  lugar  y  llamé  á  otra  puerta,  que 
resultó  ser  la  del  Topero.  Buena  fuente  para  los 
informes  que  yo  iba  buscando.  Hallábase  la 
familia  vagando  por  la  casa  y  por  el  portal,  sin 
hablar  una  palabra  y  tropezando  unos  con  otros. 


404   OBRAS  DB  D,  JOS¿  M.  DB  PERBDA 

asomándose  á  los  esquinales,  mirando  por  aquí 
y  escuchando  hacia  allá,  y  volviéndose  adentro 
y  tomando  á  salir.  Tenía  los  ojos  Tanasia  co- 
mo puños,  de  tanto  Uorar;  y  en  cuanto  me  vio 
á  mí  se  llevó  el  delantal  á  ellos;  y  tal  fué  su 
desconsuelo,  que  parecía  echar  el  alma  en  cada 
sollozo.  Por  lo  demás,  estaba  muy  guapa.  Te- 
miéndome lo  peor,  la  pregunté  por  qué  lloraba, 
y  me  respondió,  entre  j ¡pidos  y  lagrimones,  que 
si  me  parecían  pocos  los  motivos. 

— Ya  pué  usté  ver — me  dijo  el  Topero  vi- 
niendo en  su  amparo,— con  la  cellerisca  negra 
de  jaz  pocas  horas,  y  lo  que  está  en  el  monti 
sin  sábese  de  eyu... 

Me  acordé  de  Pepazos;  pero  también  de 
Chisco.  ¿Por  cuál  de  los  dos  lloraría  Tanasia? 
No  pudiendo  preguntárselo  (aunque  hubiera 
sido  ociosa  la  pregunta),  traté  de  consolarla.  No 
lo  conseguí  de  pronto,  porque  era  mucha  tem- 
pestad para  calmada  en  un  solo  conjuro;  pero 
á  los  dos  ó  tres  que  la  hice,  no  quedaron  de  ella 
más  que  la  hinchazón  de  los  ojos  y  algún  que 
otro  suspiro  mal  devorado  en  el  pecho.  Utili- 
zando el  influjo  que  indudablemente  había  al- 
canzado yo  en  esta  prueba  sobre  el  ánimo  ¿e 
Tanasia,  sentí  como  esperanzas  de  arrancarla 
el  secreto  de  su  corazón  á  poco  que  me  empe- 
ñara en  ello;  pero  estaba  el  mío  vivamente  in- 
t^esado  en  otro  asunto  muy  diferente,  y  me 


PEÑAS   ARRIBA  405 

pareció  el  empeño  hasta  una  profanación.  ¿Qu6 
importaban  ya  las  preferencias  amorosas  de  la 
hija  del  Topcro,  cuando  Chisco  y  Pepazos,  con 
todos  los  que  habían  subido  á  la  montaña  con 
el  primero  en  busca  del  segundo,  podían  no  ser 
más  á  aquellas  horas,  que  un  montón  de  rígi- 
dos cadáveres  mal  envueltos  en  la  mortaja  de 
la  nieve?  Arrastráronme  hacia  este  lado  todos 
mis  anhelos,  y  acosé  á  preguntas  ociosas  á  to- 
dos y  á  cada  uno  de  los  de  la  casa.  Lo  único 
que  saqtié  en  limpio  y  de  nuevo  fué  la  noticia 
de  que  tan  pronto  como  pasó  la  tromba  de  me- 
diodía, había  salido  otra  expedición  de  valien- 
tes; pero  no  más  que  t contra  eyus,»  contra  los 
que  faltaban;  es  decir,  á'^u  encuentro,  ó  ver  si 
los  columbraban  desde  cierta  distancia.  No  se 
podía  hacer  otra  cosa,  ignorándose,  como  se 
ignoraba,  su  rumbo  y  su  paradero  en  una  tarde 
tan  corta,  tan  amenazante  y  con  el  temor  de  una 
noche  como  la  que  se  barruntaba.  Lo  cierto  es 
que  había  motivos  sobrados  para  estremecerse 
y  temblar,  como  me  estremecía  y  temblaba  yo 
pensando  en  don  Sabas,  en  Neluco,  en  Chisco, 
en  Pito  Salces...  Dios  piadoso,  ¡qué  sería  de 
ellos  y  de  cuantos  los  habían  acompañado  en 
su  denodada  empresa? 

Y  pensé  también  en  la  nieta  de  don  Pedro 
Nolasco  y  en  el  mismo  octogenario  Marmitón, 
y  en  su  hija,  si  eran  sabedores  de  lo  que  ocu— 


406   ODRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

rría.  Pero  ¿cómo  ignorarse  en  aquella  casa  la 
que  era  tan  sabido  y  tan  llorado  en  todas  las 
del  lugar?  Y  en  esta  situación,  ¿quién  se  acer- 
caba» sin  un  consuelo  racional,  á  aquella  familiai 
sobre  todo  á  Lita,  que  debía  de  hallarse  tocan- 
do el  cielo  con  las  manos,  y  no  de  ira,  sino  de 
espanto,  de  consternación,  al  pedir  á  Dios  por 
la  vida  de  todos,  y  particularmente  por  la  de 
Neluco?  Por  eso  no  me  acerqué  yo,  al  cabo  de 
los  tres  cuartos  de  hora  bien  corridos  que  pasé^ 
en  casa  del  Topero  luchando  con  la  duda. 

Así  llegó  el  crepúsculo,  torvo,  silencioso, 
amenazante,  como  ladrón  asesino  que  aguarda 
las  tinieblas  de  la  noche  para  consumar  el  cri- 
men forjado  en  su  cerebro.  Cuantos  cálculos 
hacíamos  para  engañarnos  unos  á  otros,  resul- 
taban increíbles  en  presencia  de  la  realidad  de 
tantas  horas  transcurridas  sin  saber  nada  de  los 
ausentes,  y,  sobre  todo,  de  aquella  noche  es- 
pantable que  se  venía  encima  de  Tablanca  y 
que,  si  llegaba  antes  que  ellos,  podía  conside- 
rarse ya  como  su  losa  funeraria.  Yo  sostenía 
que  no,  contra  todas  mis  convicciones,  porque 
era  muy  duro  rendirse  sin  protesta  en  tan  apu- 
rada situación  de  espíritu,  y  no  alentar  un  poco 
el  de  aquellas  honradas  gentes,  harto  más  com- 
petentes que  yo  en  el  punto  que  ventilábamos. 

— Pase — llegué  á  decirles, — que  Pepazos, 
que  está  allá  desde  anoche,  solo,  despreveni- 


PEÑAS   ARRIBA  4O7 

do...  jPero  los  otros!.. •  bien  pertrechados  de 
medios  de  defensa,  con  víveres  abundantes... 
En  fin,  que  de  éstos  casi  respondo  yo. 

Observé  que  le  gustaba  el  razonamiento  á 
Tanasia,  aun  en  la  hipótesis  de  dar  por  difun- 
to á  Pepazos,  y  esto  me  animó  á  distinguir  y 
encarecer  las  valentías  de  Chisco  entre  las  de 
todos  los  valientes  que  le  acompañaban,  lo  cual 
fué  menos  del  agrado  del  Topero  que  del  de  su 
hija,  señal  bien  evidente  de  que  el  Tarumbo  no 
estaba  mal  informado  acerca  de  este  delicado 
particular.  Pero,  no  di  al  descubrimiento  la  im- 
portancia que  le  hubiera  dado  en  otra  ocasión, 
porque  las  impaciencias  nos  consumían,  y  no- 
taba que,  como  si  allí  no  hubiera  más  ánimos 
que  los  míos,  á  medida  que  se  los  infundía  á 
Tanasia  y  á  su  familia,  iba  quedándome  yo  sin 
ellos.  Pensaba  al  propio  tiempo  que  cambiando 
de  lugar  cambiarían  de  cara  los  sucesos,  con 
noticias  que  podían  salirme  al  paso  cuando 
menos  lo  creyera;  pensaba  también  en  mi  pobre 
tío,  á  quien  había  dejado  solo  y  entristecido 
por  mis  mal  traducidas  preocupaciones;  y  pen- 
saba, por  último,  en  la  tenebrosa  noche  que 
estaba  ya  llegando,  y  en  los  peligros  de  que  me 
cogiera  en  el  camino,  aunque  no  muy  largo,  de 
mi  casa. 

Salí,  pues,  de  la  del  Topero,  salpicándome 
el  vestido  los  copos  de  nieve  que  empezaban  á 


408      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

caer;  y  apretando  bien  el  paso  y  aprovechando 
la  escasísima  luz  que  quedaba  del  día  para  mi- 
rar en  todas  direcciones  buscando  con  los  ojos 
lo  que  no  encontraba  por  ninguna  parte,  llegué 
pronto  á  la  casona,  en  la  cual  hallé  á  mi  tío 
muy  apurado  por  mi  ausencia,  que  le  expliqué 
como  mejor  pude,  y  á  la  mujer  gris  que  me  de- 
voraba con  los  ojos  pidiéndome  noticias  que 
esperaba  yo  obtener  de  ella.  Ni  había  vuelto 
Chisco,  ni  por  allí  había  pasado  alma  viviente 
que  diera  cuenta  de  él  ni  de  los  otros.  Y  á  todo 
esto,  mi  tío  echándole  ya  en  falta,  y  Facia  y 
Tona  y  yo  viéndonos  negros  para  ocultarle  la 
verdad  de  lo  que  ocurría,  y  la  nieve  espesando, 
y  avanzando  las  tinieblas  de  la  noche...  ¡Dios 
eterno,  qué  anhelación  la  mía!  Cuando  se  ce- 
rraran los  portones  de  la  casa,  y  Chisco  no  es- 
tuviera dentro  de  ella,  y  aquel  infeliz  señor  lo 
supiera,  y  tuviéramos  que  enterarle  de  la  ver- 
dad...  ¡qué  puñalada  para  él! 

Y  acabó  la  noche,  al  ñn,  de  envolver  la  ca- 
sona y  el  valle  y  las  montañas  en  la  más  densa 
é  impenetrable  obscuridad;  se  cerraron  los  por- 
tones, se  avivó  la  fogata  de  la  cocina,  se  arri- 
mó á  ella  mi  tío  en  el  sitio  de  costumbre,  pero 
inquieto  y  alarmado  también,  porque  nos  veía 
alarmados  é  inquietos  á  todos  los  que  vagába- 
mos como  sombras,  más  que  andábamos  como 
personas,  en  su  derredor...  y  ¡nada!  ni  utia  voz 


PBÑAS   ARRIBA  4O9 

afuera,  ni  un  golpe,  ni  un  silbido...  £1  silen- 
cio, la  soledad,  el  frío  de  los  sepulcros,  (la 
muerte  por  todas  partes!  Jamás  me  había  pare- 
cido la  majestad  de  Dios  tan  imponente,  ni  le 
había  rezado  con  más  fervor  que  entonces, 
mientras  andaba  yo  de  puerta  en  puerta  mi- 
rando y  escuc};iando,  sin  ver  ni  oir  más  que  la 
insondable  negrura  de  la  noche,  el  incesante 
bramar  del  Nansa,  que  más  que  ruido,  pare- 
cía lá  respiración  del  silencio,  y  los  latidos 
descompasados  de  mi  corazón. 

Así  pasó  una  hora  que  me  pareció  un  siglo; 
y  ya  iba  yo  á  preparar  á  mi  tío  (que  languide- 
cía por  momentos  sin  atreverse  á  preguntarnos 
una  palabra)  para  la  terrible  noticia  con  un 
discurso  muy  mal  hilvanado,  cuando  quiso 
Dios  que  se  oyeran  dos  recios  golpes  en  el  por- 
tón que  da  á  la  calleja.  Aquello  era,  cuando 
menos,  una  tregua  en  la  espantosa  agonía  que 
estábamos  sufriendo  todos  dentro  de  aquellos 
ennegrecidos  muros.  Pero  si  el  que  llamaba  no 
era  Chisco  ó  quien  nos  trajera  noticias  suyas  y 
de  los  demás  ausentes,  ¿no  había  para  matarle» 
fuera  quien  fuera? 

Yo  mismo  cogí  el  farol  que  estaba  encendido 
desde  mucho  antes  por  un  lujo  de  precaucio- 
nes tomadas  á  falta  de  cosa  mejor  y  más  tran- 
quilizadora en  qué  ocuparme,  y  bajé  de  tres  en 
tres  los  peldaños  de  la  escalera;  llegué  al  por- 


410   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

tÓQ  al  mismo  tiempo  que  se  repetían  en  él  los 
garrotazos,  y  con  mano  torpe  y  acelerada  solté 
el  barrote  que  le  aseguraba  por  dentro;  des- 
tranqué y  abrí.  Dos  bultos  aguardaban  afuera. 

Levanté  el  farol  para  reconocerlos  antes  de 
dejarlos  entrar,  y  conocí  ¡Dios  misericordioso! 
á  Neluco  y  á  Chisco...  También  Canelo  estaba 
allí,  acurrucado.  Entraron,  me  abalancé  á  ellos 
y  los  abracé  casi  llorando  de  alegría.  ¡Pero  en 
qué  estado  se  hallaban!  Chisco,  macilento,  ^es- 
alentado,  con  la  cabeza  vendada  y  un  brazo 
en  cabestrillo.  Neluco,  despeado  y  lacio;  y  los 
dos  empapados  en  agua  de  pies  á  cabeza,  yer- 
tos, amoratados  de  frío...  Invadiéronme  de 
nuevo  los  sobresaltos  y  las  inquietudes,  y  les 
pregunté  con  un  miedo  horrible  á  las  respues- 
tas: 

— ¿Y  don  Sabas? 

— Bueno, — me  respondió  Neluco  con  voz 
empañada. 

—¿Y  Pito  Salces? 

— También. 

— ¿Y  Pepazos? 

— ¡Por  el  amor  de  Dios!— interrumpió  el 
médico  empujándome  hacia  el  fondo  del  estra- 
gal.— Ropa  seca  y  un  poco  de  lumbre  para  mí, 
y  una  cama  para  éste,  antes  de  todo;  y  calen- 
tándonos hablaremos  después. 

— Es  que  está  mi  tío  en  la  cocina, — ^repliqué 


PENAS  ARRIBA 


4" 


temiendo  que  no  pudiera  decirse  delante  de  él 
todo  lo  que  Neluco  tuviera  que  contar. 

— No  importa, — respondió  impaciente  y  an- 
dando, llevándose  por  delante  á  Chisco  que 
parecía  insensible  á  cuanto  le  rodeaba. 

Cerró  Facia  el  portón,  y  subimos  todos. 


I 


XXII 


L  relato  que  hizo  Neluco  al  amor  de 
la  lumbre  y  vestido  ya  con  ropas 
mías»  fué  lacónico,  expresivo  y  pin- 
toresco en  sumo  grado;  y  bien  puede 
asegurarse  que  aun  sin  estas  excepcionales  con- 
diciones, no  le  hubiera  faltado  la  hondísima 
atención  con  que  h  oímos  mi  tío,  sus  dos  cria- 
das y  yo. 

Según  el  médico,  la  quedada  de  Pepazos  en 
el  monte  había  corrido  por  el  lugar  hacia  las 
diez  de  la  noche,  con  la  rapidez  de  un  reguero 
de  pólvora  inflamada,  y  con  la  misma  breve- 
dad se  examinó  el  suceso,  fué  estimada  su  im- 
portancia y  se  acordó  y  dispuso  el  único  soco- 
rro que  podía  prestársele  y  se  le  prestaría  tan 
pronto  como  Dios  mandara  á  la  tierra  una  chis- 
pa de  luz  con  que  guiarse  para  emprender  el 
camino  un  poco  menos  que  á  tientas.  Así  se 
hizo  al  alborear  el  nuevo  día.  Los  nombres  de 


414       OBRAS  DB  D.  JOSé  II.  DB  PBRBDA 

los  expedicioaarios  eran  los  mismos  que  me 
había  dado  Facía  pocas  horas  después  de  ha- 
ber salido  de  Tablanca  la  expedición.  A  Chis- 
<:o,  que  no  estuvo  presente  en  «las  juntas,»  se 
le  dio  por  cconforme,»  y  se  le  avisó  con  las 
debidas  precauciones  para  no  alarmar  á  su  amo. 
Se  conocía  el  punto  de  partida  de  Pepazos 
detrás  de  sus  yeguas,  y  cierta  querencia  que  és- 
tas y  otras  del  lugar  tenían  á  determinados  si- 
tios de  los  altos;  y  una  vez  colocados  los  ex- 
ploradores sobre  aquel  terreno,  ni  siquiera  pu- 
sieron en  duda  la  dirección  que  habían  tomado 
las  unas  huyendo  y  el  otro  persiguiéndolas 
para  atajarlas.  Por  un  palmo  de  nieve  más  ó 
menos,  no  dejaba  Pepazos  de  volver  á  su  ca- 
sa, por  alejado  que  estuviese  de  ella  y  por  muy 
negra  que  fuera  la  noche;  y  el  no  haber  vuelto 
era  señal  de  que  cuando  cayó  en  la  cuenta  de 
que  estaba  nevando  de  firme  y  pensó  en  vol- 
verse, el  espesor  de  la  nieve  no  bajaba  ya  de 
media  vara,  lo  cual  no  podía  haber  ocurrido, 
según  dictamen  de  los  que  habían  visto  el  aire 
de  nevar  aquella  noche,  antes  de  las  ocho  y  me- 
dia ó  las  nueve.  Sumando  las  horas  transcurri- 
das desde  el  comienzo  de  la  empresa  de  Pepa- 
zos hasta  entonces;  midiendo  el  andar  que  lle- 
varía monte  arriba,  y  deduciendo  de  ello  los 
ziszás  que  haría,  probablemente,  en  sus  varias 
intentonas  de  ataje  por  las  laderas,  salía  lacuen- 


\ 


PEÑAS   ARRIBA  415 

ta  justa:  si  Pepazos  no  estaba  en  el  invernal  de 
Peñarvoja,  estaba  en  la  Cuevona  del  Pedregalón 
de  Escajerasy  ó  se  le  había  zampado  el  lobo,  lo 
cual  no  era  verosímil  habiendo  cerca  del  mo- 
zallón bestias  de  tan  sabrosa  carne  como  las 
que  61  iba  persiguiendo.  Ni  el  hambre  ni  el  frío 
eran  capaces  de  acabar  en  una  noche  sola  con 
una  vida  tan  dura  de  roer  como  la  de  Papazos. 
Nadie  lo  dudó,  y  la  caravana  emprendió  la  su- 
bida de  los  montes  sin  atender  á  otra  cosa  que 
á  pisar  en  ñrme  y  ganar  tiempo.  Por  miseri- 
cordia de  Dios,  el  día,  aunque  pardo,  se  pre- 
sentaba relativamente  sereno,  y  apenas  chispea- 
ba la  nieve  por  entonces. 

Tres  horas  duró  la  subida  más  agria,  y  otra 
el  paso  de  la  primera  loma  á  lo  largo  de  ella. 
De  estas  cuatro  horas,  la  segunda  y  la  tercera 
fueron  de  prueba,  porque  hubo  en  ellas  de  to- 
do lo  malo  que  abunda  en  el  monte  durante 
las  nevadas  del  calibre  de  aquélla:  aires  que 
entumecen,  torbellinos  que  ahogan,  nieblas  que 
desorientan  y  extravían,  sendas  borradas,  sue- 
los traidores,  caminos  franqueados  con  las  pa- 
las ó  adivinados  por  los  más  expertos;  caídas 
inesperadas,  cómicas  muchas  y  de  riesgos  mor- 
tales algunas  de  ellas;  sustos  frecuentes  y  fati- 
gas incesantes...  La  hora  que  duró  el  paso  de 
la  hoyada  entre  la  primera  y  la  segunda  loma, 
fué  más  llevadera.  Al  fín  de  esta  hoyada,  es 


4l6   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

decir,  á  los  comienzos  de  la  loma  segunda,  es- 
tá el  Pedregalón,  con  la  boca  abierta  á  muy  po- 
ca altura  del  suelo  y  encarada  á  1^  ruta  que  lle- 
vaban los  expedicionarios.  Se  columbró  muy 
pronto  la  mancha  gris  del  pedregal  sobre  el 
fondo  blanquísimo  y  esponjado  de  la  nievej 
diez  minutos  después  se  dibujó  perfectamente 
la  boca  de  la  cueva,  y  desde  un  poco  más  ade- 
lante, algo  que  no  estaba  enteramente  quieto 
dentro  de  sus  mandíbulas  abiertas  y  desenca- 
jadas; cincuenta  pasos  más,  y  hasta  los  menos 
sutiles  de  vista  conocieron  en  lo  que  parecía 
mendrugo  de  aquel  gaznate  descomunal  y  olfa- 
teaban ya  los  perros  de  la  caravana,  á  Pepazos 
en  cuerpo  y  alma.  Allí  estaba  el  pedazo  de  bru- 
to lo  mismo  que  un  ídolo  japonés  acurrucado 
en  su  hornacina,  con  los  brazos  en  jarras,  los 
mofletes  muy  colorados,  la  boca  de  oreja  á 
oreja  y  los  ojos  muy  risueños,  viendo  llegar  á 
sus  convecinos,  tan  tranquilo  y  descuidado  co- 
mo si  los  hubiera  citado  él  para  que  acudieran 
á  aquel  sitio  y  á  la  hora  en  que  llegaban.  Co- 
rrespondiente á  esta  actitud  irracional,  fué  el 
saludo  que  le  dirigieron  los  recién  llegados^ 
que  no  podían  ya  con  los  barajones  ni  con  los 
propios  cuerpos:  una  tempestad  de  injurias  y 
de  motes,  y  hasta  de  ladridos  de  los  perros. 

— ¿Por  qué  no  te  golvistes  á  tiempu,  animal^ 
más  que  animal? — preguntóle  uno. 


PBÑA8  ARRIBA  417 

Á  lo  que  respondió  Pepazos  al  instante: 

— Porque  me  había  empeñan  en  atajar  las 
yeguas;  y  como  la  níevi  me  servía  pa  colúm- 
bralas bien  dimpués  que  cerró  la  nochi...  jala, 
jala,  jala  parriba  detrás  de  eyas;  torna  aquí  y 
ataja  acuyá... 

— Y  ¿dónde  están  esas  bestias  á  la  presente? 
— le  preguntó  el  Cura. 

— Sábelu  Dios— contestó  Pepazos  entristeci- 
do con  la  pregunta. — Al  ayegar  yo  á  esa  joya, 
tresponierun  eyas  la  otra  cumbri  como  si  las 
yevaran  los  demontris...  y  échilas  un  galgu... 
Apretaba  la  ventisca,  espesaba  la  nievi,  había 
muchu  que  andar  hasta  Tablanca,  tenía  cerca 
esta  cuevona,  y  aquí  me  acaldé  tan  guapa- 
mentí. 

— ¿Y  habrás  sido  capaz  de  dormir? — le  in- 
terpeló el  médico. 

— Como  que  no  tenía  otra  cosa  que  jacer... 
— respondió  el  mozallón  admirado  de  la  pre- 
gunta. 

— Sin  acordarte  maldita  la  cosa — ^insistió  Ne- 
luco, — del  susto  que  dabas  á  tu  familia  y  á  to- 
do el  pueblo... 

Se  encogió  de  hombros  el  interpelado,  como 
si  entonces  cayera  en  ello  por  primei'a  vez.  Al 
notarlo,  dijo  dqn  Sabas  descomponiéndose  un 
poco: 

— Y  8i  todos  hubiéramos  sido  tan  cernícalos 
TOMO  XV  27 


4^^      OBRAS  DE  D.  JOSÓ  M.  DB  PEREDA 

como  tú,  ¿qué  hubiera  sido  de  tí,  si  no  hoy, 
mañana,  cuando  el  hambre  y  el  frío  te  acome- 
tieran? 

Otro  encogimiento  de  hombros  por  respues- 
ta, como  si  tampoco  hubiera  cruzado  señal  de 
sem3Jante  idea  por  el  meollo  de  Pepazos, 

En  ñn,  que  no  había  atadero  en  aquel  hom- 
bre... ni  mucho  tiempo  que  perder;  por  lo  que 
se  metieron  los  de  afuera  en  la  cuevona,  obra 
bien  fácil,  porque  le  llegaba  ya  la  nieve  á  me- 
dia vara  de  la  boca;  descansaron  y  comieron 
todos,  poniendo  á  raya  la  voracidad  de  Pepa- 
zos,  sin  lo  cual  no  hubieran  alcanzado  las  pro- 
visiones para  él  solo;  y  como  el  cielo  iba  enne- 
greciéndose por  mala  parte,  después  de  un  li- 
gero reposo  salieron  todos  de  la  cueva  aperci- 
bidos para  la  marcha,  y  la  emprendieron  á 
buen  andar  montaña  abajo. 

Al  principio  todo  fué  bien,  y  hasta  abunda- 
ron las  zumbas,  las  indirectas  y  las  ironías  en* 
derezadas  á  Pepazos,  que  no  se  enteraba  de  la 
mayor  parte  de  ellas  por  natural  torpeza  de  su 
magín.  Pito  Salces  se  desató  en  barbaridades 
contra  él,  y,  sobre  todo,  contra  el  Topero,  que 
le  abría  la  puerta,  mientras  se  la  cerraba  á  un 
hombre  tan  avispado  como  uno  que  él  (Chór- 
eos) conocía  «igual  que  á  sí  mesmo,»  y  que, 
aunque  otra  cosa  se  dijera  por  ciertas  lenguas, 
era  el  que  plantaba  el  jito  en  el  corazón  de 


P£ÑAS  ARRIBA  4X9 

Tanasia.  Esto,  dicho  entre  cabriolas,  tnanoteos 
y  risotadas,  delante  de  toda  aquella  gente,  y  tan 
miramiento  alguno  á  la  respetabilidad  del  señor 
Cura,  dejó  desconcertado  y  mdiíno  á  Pepazos, 
y  á  Chisco  del  color  de  la  nieve,  y  no  de  frío, 
sino  de  santa  indignación  que  puso  á  Chóreos 
en  grave  riesgo  de  bajar  rodando  una  ladera 
fendia  que  asomaba  á  diez  varas  de  ellos. 

Pero  pasó  la  gresca,  como  pasaban  á  cada 
instante  ciertas  rachas  de  cierzo  que  flagelaba 
las  caras  con  manojos  (tales  parecían)  de  la  nie-^ 
ve  seca  que  llevaba  consigo. 

Lo  que  no  pasaba  era  aquella  negrura  que  se 
veía  sobre  el  horizonte  frontero:  lejos  de  pasar, 
iba  avanzando  y  extendiéndose  en  todas  direc- 
ciones; y  cuanto  más  avanzaba  y  se  extendía, 
cmás  de  ella»  quedaba  á  la  otra  parte;  vamos, 
como  la  jumera  de  un  calero  muy  grande  que 
acabara  de  encenderse  detrás  de  los  montes  le- 
janos. Y  esto  era  lo  que  no  perdían  de  vista  don 
Sabas  y  los  que,  aunque  no  tanto  como  él,  eran 
muy  entendidos  en  aquella  casta  de  nublados; 
y  por  esto  husmeaba  el  Cura  el  paisaje  con 
avidez,  y  cortaba  las  apuntadas  conversacio- 
nes con  mandatos  secos  de  avivar  la  marcha. 
Hasta  los  perros  encogían  el  rabo  y  se  ponían 
á  la  vera  y  al  andar  de  la  gente,  sobre  todo 
cuando  se  oyó  bramar  el  cierzo  entre  los  pela- 
dos robledales  y  en  las  gargantas  de  la  cordi- 


420      OBRAS  DB  D»  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

llera,  y  se  enturbió  de  repente  la  luz,  como  si 
fuera  á  anochecer  en  seguida,  y  se  vio  des- 
prenderse de  lo  más  negro  y  más  lejano  de  las 
nubes  aquel  pingajo  siniestro  que  había  visto 
yo  desde  mi  casa,  y  unirse  luego  con  el  otro 
pingajo  que  ascendia  de  la  tierra,  y  comenzar, 
fundidos  ya  en  una  pieza  los  dos,  á  dar  vueltas 
como  un  huso  entre  los  dedos  de  una  jiladora, 
y  á  andar,  andar,  andar  hacia  ellos,  los  pere- 
grinos del  monte,  como  si  lo  empujara  el  bra- 
mar que  se  oía  detrás  de  ello,  si  no  era  ello  mis- 
mo lo  que  bramaba,  repleto  de  iras  y  de  ansias 
de  exterminio,  muertes  y  desolaciones. 

Don  Sabas  miró  entonces  á  Neluco  con  ojo» 
de  alarma;  Neluco  al  Cura;  Chisco  y  Pito  Sal- 
ces á  los  dos;  y  todos  se  miraron  unos  á  otros, 
y  todos  se  detuvieron  de  repente  como  si  obe- 
decieran al  impulso  de  un  mismo  resorte.  Ca^ 
nelo  y  sus  congéneres  se  detuvieron  también  y 
se  arrimaron  al  grupo,  mirando  á  todas  las  ca- 
ras y  exhalando  entrecortados  aullidos  quejum- 
brosos. 

—Aquello — dijo  don  Sabas  apuntando  á  la 
tromba, — ha  de  pasar  por  aquí  sin  tardar  mu- 
cho...  íY  en  qué  sitio  nos  coge! 

Estaban  á  la  sazón  en  el  centro  de  una  altu- 
ra, casi  una  meseta,  desamparada  por  todas 
partes  y  dominada  hacia  la  izquierda  por  un 
picacho,  entre  el  cual  y  la  sierra  se  abría  la  bo- 


i 


PBÑAS  ARRISA  42 1 

ca  de  una  barranca  profundísima.  Cerca  de  la 
barranca  y  en  el  lado  de  la  sierra,  había  un  ro- 
bledal bastante  espeso  y  de  recios  troncos.  Es^ 
caso  refugio  era  aquél  y  peligroso  en  sumo  gra- 
do para  defenderse  de  un  enemigo  tan  formi- 
dable como  el  que  se  les  iba  encima  á  paso  de 
gigante;  pero  como  no  tenían  otro  mejor  á  sus 
alcances,  á  él  acudieron  sin  tardanza.  Eligió 
cada  cual  su  tronco,  en  la  seguridad  de  que  lo 
mismo  podía  servirle  de  amparo  que  de  verdu- 
go; y  allí  se  estuvieron,  encomendándose  á 
Dios  y  respondiendo  á  las  preces  que  en  voz 
resonante  le  dirigía  don  Sabas,  pidiéndole  por 
la  vida  de  todos,  aunque  fuera  al  precio  de  la 
suya  propia. 

Lo  tan  temido  y  esperado  no  tardó  en  llegar, 
negro,  espeso,  rugiente,  furibundo,  como  si  toda 
la  mar  con  sus  olas  embravecidas,  y  sus  huraca- 
nes y  sus  bramidos,  y  su  empuje  irresistible, 
hubiera  salido  de  su  álveo  incomensurable 
para  pasar  por  allí.  Temblaron  hasta  los  más 
valientes  (y  lo  eran  mucho  todos  los  de  aquella 
denodada  legión),  y  ninguno  de  ellos  supo  darse 
cuenta  cabal  del  principio  ni  del  fin  del  paso  de 
aquél  tan  rápido  como  espantoso  huracán.  ¡Y 
eso  que  solamente  les  había  alcanzado  uno  de 
los  jirones  de  la  tromba,  desgarrada  en  su  pri- 
mer choque  contra  las  moles  de  la  cordilleral 

Hubo  en  el  robledal  ramas  desgajadas  y  tron» 


422      OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

tos  removidos,  y  apareció  desfigurado  el  suelo, 
barrido  de  nieve  donde  antes  hubo  mucha,  y 
enormes  cúmulos  de  ella  donde  había  escaseado 
más.  Esto  fué  lo  primero  que  se  metió  por  los 
ojos  de  los  infeBces,  tan  pronto  como  los  abrie- 
ron para  buscarse  con  la  vista  unos  á  otros. 
Nadie  estaba  en  el  sitio  que  había  ocupado 
antes  de  la  tormenta,  y  Pepazos  yacía  sepulta- 
do de  medio  abajo  en  una  pila  de  nieve,  fuera 
del  robledal  y  á  muy  pocos  pasos  de  la  barran- 
ca... ¡Pero  faltaba  uno!  ¡faltaba  Chisco!  y  no 
respondía  á  las  voces  con  que  se  le  llamaba,  ni 
se  le  veía  por  ninguna  parte. . .  ¿Dónde  buscarle? 
¿Qué  sitio  había  ocupado  en  el  robledal?  ¿Quién 
estuvo  cerca  de  él?  ¿Quién  le  había  visto  al  re- 
ventar la  cellerisca  negra? 

En  aquel  mismo  instante  sacó  Pepazos  sus 
zancas  de  la  nieve  y  rompió  á  hablar.  Él  se 
había  salido  del  robledal  por  creerse  más  se- 
guro afuera  al  sentir  en  la  cara  los  primeros  la- 
tigazos de  «la  nube.»  Observólo  Chisco,  que 
estaba  á  su  lado,  y  le  llamó  para  que  se  volviera 
al  robledal  antes  con  antes  si  no  quería  salir 
volando  por  encima  de  la  barranca  ó  caer  en  ella 
Sepultado,  que  tanto  daba:  Pepazos  que  no,  y 
Chisco  que  sí;  deja  éste  su  guarida;  échase  sobre 
el  otro  para  meterle  adentro  por  buenas  ó  por 
malas;  revienta  en  esto  la  cellerisca,  y  no  volvió 
Pepazos  á  oir  ni  á  ver  ni  á  sentir  cosa  alguna 


PEÑAS   ARRIBA  423 

de  este  mundo  hasta  lo  que  estaba  viendo  y 
oyendo  á  la  presente. 

Pito  Salces,  que  no  quitaba  ojo  á  Pepazos  ni 
perdía  una  sola  palabra  de  las  que  iba  diciendo 
el  mozallón,  en  cuanto  éste  cesó  de  hablar  se 
plantó  de  un  salto  en  la  orilla  de  la  barranca, 
y  allí  se  puso  á  husmear,  con  la  avidez  de  un 
perro  de  buena  nariz,  en  todas  direcciones  y 
hasta  en  las  negras  profundidades  del  abismo. 
El  dolor,  la  consternación  de  aquellas  genero- 
sas y  honradas  gentes,  no  son  para  pintados.  Se 
corría  de  acá  para  allá;  olfateaba  desesperada- 
mente Canelo  (á  los  otros  dos  canes  los  había 
barrido  el  huracán);  se  llamaba  á  Chlsco  en 
todos  los  imaginables  tonos  de  la  angustia  hu- 
mana, y  se  removían  los  montones  de  nieve 
con  la  pala,  con  la  azada,  con  los  pies,  con  las 
uñas..;  ¡y  nada! 

En  esto  se  oye  un  grito  de  Pito  Salces,  y 
estas  palabras  que  volvieron  la  vida  á  todos: 

—¡Aquí  está,  puches!  ó  yo  no  tengo  ojos  en 
la  cara. 

Hallábase  el  bueno  de  Pito  esparrancado  en 
el  borde  mismo  de  la  quebrada  y  mirando  an- 
siosamente hacia  abajo.  Allí^  en  el  estrecho 
lomo  de  la  única  peña  que  avanzaba  sobre  el 
abismo  y  se  arraigaba  en  la  orilla,  á  cosa  de 
trdnta  pies  más  abajo  de  donde  afirmaban  los 
suyos  para  mirar  Pito  y  los  que  habían  acudido 


1 


424   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DR  PEREDA 

á  SU  llamada,  se  veía  un  cuerpo  humaao  medio 
cubierto  por  la  nieve.  Indudablemente  era  el  de 
Ch¡sc9,  por  las  señales  de  su  vestido  y  de  su 
tamaño;  pero  ¿quedaría  algo  de  vida  en  aquel 
ser  que  parecía  inanimado?  Pito  sostenía  que 
sí,  porque  se  atrevía  á  jurar  que  había  pescado 
cierta  movición  de  brazo  en  él.  De  todas  mane- 
ras, había  que  sacarle  de  allí,  ¿Cómo?  ¿Por 
dónde?  Y  aquí  las  ansias  y  la  desesperación, 
porque  el  socorro  era  dificultoso  y  el  tiempo 
apremiaba  inexorable.  £1  corte  de  la  montaña 
por  aquel  lado  era  casi  vertical,  á  pico  sobre  el 
barranco,  y  sólo  había  un  ligero  tramo,  de  ta- 
lud muy  enlomado,  precisamente  á  plomo  de  la 
peña  con  la  cual  se  unía  por  su  base.  Entre  la 
peña  y  la  base  del  talud  había  un  espacio  de 
algunas  varas.  £n  aquel  espacio,  muy  arrimado 
á  la  peña  y  con  bien  marcada  inclinación  hacia 
el  abismo,  estaba  lo  que  se  parecía  á  Chisco 
boca  abajo  é  inmóvil;  parecer  que  confirmaba 
Canelo  desde  arriba  latiendo  desaforadamente  y 
buscando  una  senda  por  donde  lanzarse  en 
ayuda  de  su  dueño.  Por  razones  de  suma  pru- 
dencia, mandó  Neluco  que  se  sujetara  al  perro 
en  el  acto  y  se  le  tuviera  lejos  del  sitio  en  que 
se  hallaban  don  Sabas,  Pito  Salces  y  él,  discu- 
rriendo sobre  el  problema  de  la  bajada.  Ésta 
no  era  imposible,  ni  mucho  menos,  para  aque- 
llos arriesgados  y  duchos  montañeses  con  los 


PBfíAS  ARRIBA  425 

recursos  auxiliares  que  tenían  á  su  disposición; 
pero  jen  aquellos  instantes  ofrecía  un  peligro 
tremendo,  no  para  el  que  bajara,  sino  para  el 
que  se  hallaba  abajo  ya,  indefenso  é  inerte.  £1 
talud  estaba  cubierto,  hasta  la  arista  de  arribaí 
de  una  capa  de  nieve  que  no  mediría  menos  de 
vara  y  media  de  espesor,  y  debía  de  medir 
mucho  más,  tal  vez  el  doble,  la  que  había  en  la 
explanada  de  abajo,  en  uno  de  cuyos  lados 
yacía  Chisco  sin  dar  señales  de  vida,  por  más 
que  siguiera  jurando  Chóreos  que  sí  las  daba. 
Remover  la  nieve  de  arriba,  siquiera  fuese  lige- 
ramente (y  de  aquí  la  precaución  de  Neluco 
tomada  con  CaneloJ,  equivalía  á  producir  un 
corrimiento  de  ella,  que,  ganando  peso  y  velo- 
cidad de  palmo  en  palmo,  llegaría  á  la  peña 
como  un  alud  de  bastante  empuje  para  arrastrar 
á  Chisco  á  los  profundos  de  la  barranca.  Esto, 
que  estaba  en  la  mente  de  todos,  era  lo  que  los 
tenía  febriles  y  consternados.  Todos  estaban 
dispuestos  á  bajar,  pero  á  nadie  le  era  permi- 
tido. Pito  Salces,  que  no  cabía  dentro  de  sí 
mismo  y  andaba  leguas  por  segundo  en  los  tres 
palmos  de  suelo  que  ocupaban  sus  pies,  se  dio 
de  pronto  un  puñetazo  en  la  frente.  ¡Puchesl 
ya  tenía  la  idea. 

— ¿Están  las  cuerdas  listas? — preguntó. 

Respondiéronle  que  sí. 

— ¿Acanzará  cá  una  de  eyas  hasta  abaju? 


426      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

Se  le  respondió  que  con  sobras  de  otro  tanto. 
Pidió  luego  una  pala.  Examinó  la  cuerda,  mi- 
diéndola braza  á  braza;  la  dejó  después  enros- 
cada en  el  suelo  cerca  del  borde  del  barranco; 
puso  la  pala  sobre  la  rosca,  y  volvió á  asomar- 
se al  precipicio.  En  seguida  preguntó  á  los  más 
cercanos  de  los  que  le  miraban  á  él  silenciosos 
y  llenos  de  curiosidad: 

— ¿Habrá  siquiera,  siquiera,  dos  varas  de 
nieve  en  la  yanauca  de  ayá-baju? 

— Y  más  que  más, — se  le  respondió. 

Quitóse  los  barajones  en  un  periquete;  los 
arrojó  á  un  lado,  enderezóse  y  dijo: 

— Los  rayos,  {puches!  son  pa  cuando  truena, 
y  las  oraciones,  señor  don  Sabas,  pa  cuando  se 
Désecitan  como  ahora  mesmu.     . 

Besó  la  mano  al  Cura;  arrimóse  otra  vez  á  la 
orilla  de  la  barranca;  dijo  á  los  que  le  contem- 
plaban atónitos,  por  ignorar  los  planes  que  le 
movían  á  hacer  aquellas  cosas  tan  raras,  que 
tuvieran  listas  la  pala  y  la  cuerda  para  cuando 
las  pidiera  él;  miró  un  instante  hacia  abajo,  san- 
tiguóse rápidamente,  invocó  á  cjesús  crucifi- 
cado... •  ly  allá  va  eso!  Se  lanzó  al  abismo 
entre  el  asombro  y  el  espanto  de  todos.  Hay 
que  advertir  que  desde  que  se  notó  la  falta  de 
Chisco  hasta  aquella  sublime  barbaridad,  no 
pasaron  diez  minutos.  (Tan  de  prisa  se  andaba, 
se  discurría  y  se  obralMt  allí! 


PEÑAS   ARRIBA  427 

Los  que  vieron  caer  á  Pito  Salces  (que  fue- 
ron todos  los  que  de  la  caravana  quedaban 
arriba,  Canelo  inclusive)  derecho,  rígido  como 
un  huso,  y  haciendo  de  los  brazos  alas  y  ba- 
lancín para  gobernarse  en  los  aires,  no  logra- 
ron averiguar  cuál  fué  primero,  si  el  hundirse 
en  la  nieve  hasta  la  cruz  de  los  calzones,  6  el 
echar  las  dos  manos  sobre  el  cuerpo  inmóvil 
de  su  amigo,  haciendo  presa  en  él.  £n  seguida 
tiró  del  cuerpo  con  todas  sus  fuerzas,  logró 
arrastrarle  á  su  terreno  y  le  dejó  sobre  la  nieve 
en  lugar  más  seguro  y  boca  arriba.  Todos  co- 
nocieron á  Chisco  en  cuanto  le  vieron  así;  pero 
{horror  de  los  horrores!  en  el  sitio  en  que  había 
estado  apoyada  su  cabeza  quedaba  un  man- 
chón de  sangre,  que  se  distinguía  perfectamente 
sobre  la  blancura  deslumbradora  de  la  nieve. 
Casi  al  mismo  tiempo  que  se  hacía  este  triste 
descubrimiento,  gritaba  Pito  desde  abajo  vol- 
viendo la  mirada  hacia  los  de  arriba: 

— jHay  hombre,  puches,  y  hasta  con  su  re- 
sueyu  correspondienti! 

^—¡Arriba  con  él  sin  tardanza! — gritó  Neluco 
entonces  desde  lo  alto. 

— |Hay  que  barrer  primero  el  camino! — con- 
testó Chóreos  desde  abajo. — Échenme  una  pala 
antes  con  antes,  porque  ya  tengo  la  idea,  ¡pu- 
ches! y  vaigan  jiciendu  por  arriba  lo  que  á  mí 
mevean  jacer  poracáabaju...  en  cuantu  yo  avise. 


428      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

Cayó  la  pala  en  seguida,  perfectamente  á  plo~ 
mo  y  en  el  sitio  mismo  que  Chóreos  señalaba 
con  la  mano;  apoderóse  de  ella,  y  comenzó  á 
expalar  nieve  á  diestro  y  á  siniestro,  arroján- 
dola por  encima  de  los  bordes  de  aquella  aérea 
y  minúscula  península  unida  al  continente  de  la 
montaña  por  un  istmo  que  no  tenía  tres  varas 
de  anchura.  £n  dos  minutos  quedó  el  istmo 
despejado  y  abierta  una  senda  en  el  campizo 
que  tapizaba  por  allí  los  raigones  del  peñasco» 
hasta  el  montón  de  nieve  sobre  el  cual  yacía 
Chisco.  En  seguida  se  arrimó  el  intrépido  mu- 
chacho á  la  base  del  talud,  y  allí,  como  si  se 
hallara  en  el  huerto  de  su  casa,  sin  inquietarse 
lo  más  mínimo  por  lá  visión  de  los  abismos  ho- 
rrendos que  se  abrían  á  media  vara  de  cada  uno 
de  sus  pies,  púsose  á  expalar  la  nieve  del  talud, 
á  un  lado  y  á  otro,  mandando  al  propio  tiempo 
que  se  hiciera  arriba  lo  mismo,  en  cuanto  al- 
canzaran las  palas.  Sin  base  ya  la  nieve  del  ta- 
lud y  removida  por  lo  alto,  empezó  á  escurrir- 
se hasta  el  istmo,  donde  se  partía  en  dos  cas- 
cadas que  desaparecían  en  el  barranco.  Despe- 
jado y  limpio  el  talud  en  breves  momentos,  y 
desembarazado,  por  consiguiente,  de  los  peli- 
gros que  se  temían  antes,  echóse  abajo  la  cuer- 
da que  pidió  Chóreos;  ató  como  debía  y  él  sa* 
bía  hacerlo,  á  su  amigo  por  los  sobacos,  y  ti- 
rando con  tiento  los  de  arriba  y  ayudando  él 


PEÑAS   ARRIBA  429 

con  cariño  desde  abajo,  quedó  Chisco,  que  no 
podía  hacer  nada  por  sí,  arrimado  al  talud. 

— ¡Arriba  ahora  con  él! — voceó  Pito  Salces, 
— y  á  pul  su,  porque  si  no  yeva  un  brazu  cas- 
^  cau,  ha  de  faltali  pocu. 

Llegó  Chisco  felizmente  á  lo  alto,  volvió  á 
descender  la  cuerda,  atóse  con  ella  Chóreos, 
subiéronle;  y  sin  detenerse  nadie  á  ponderarle 
la  hazaña,  ni  ocurrírsele  á  él  que  lo  que  acaba- 
ba de  hacer  mereciera  tal  nombre,  corrieron  to- 
dos á  rodear  á  Chisco,  de  quien  ya  se  había 
apoderado  el  médico  en  el  robledal,  asistido  de 
don  Sibas  principalmente.  La  herida  de  la  ca- 
beza resultó  insignificante,  y  lo  deí  brazo  ni  si- 
quiera llegaba  á  dislocación  del  hombro.  Lo 
peor  era  la  sangre  perdida  que  le  debilitaba 
mucho,  y  lo  que  pudiera  haber  de  conmoción 
cerebral,  aunque  era  buen  síntoma  lo  dócil  que 
iba  mostrándose  todo  el  organismo  á  los  reme- 
dios que  Neluco  le  aplicaba.  ¿  los  tres  cuartos 
de  hora  se  sentaba  el  enfermo  por  su  propio  es- 
fuerzo y  por  su  libre  voluntad;  otro  cuarto  de 
hora  después,  pedía  minuciosas  noticias  de  to- 
do lo  que  le  había  pasado;  á  la  hora  y  media, 
comía  con  gran  apetito  y  bebia  cuanto  le  da- 
ban; y  sin  cumplirse  las  dos  horas,  ensayaba 
sus  bríos  de  caminante  pataleando  sobre  la  nie- 
ve y  rogando  al  Cura  y  á  Neluco  que  se  rom- 
piera la  marcha  cuanto  antes. 


430      OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DB  PERBDA 

Caminando  ya,  decía  don  Sabas  al  médico: 

— {Y  se  dirá  que  ya  no  se  hacen  mUagrosI 
Haber  en  el  paredón  liso  de  la  barranca  una 
sola  peña  saliente;  ir  á  dar  Chisco  á  esa  peña 
arrastrado  por  la  cellerisca;  tena:  la  peña  un 
colchón  de  más  de  dos  varas  de  nieve,  y  envol- 
verle á  él  la  cellerisca  en  cobertores  de  más  da 
otro  tanto,  para  que  la  caída  fuera  blanda.  ¿No 
son  milagros  éstos?  Y,  por  último,  ¿no  es  el  ma<» 
yor  de  todos  la  ocurrencia  de  Pito?  Porque  ¿de 
qué  hubieran  servido  los  otros  sin  esa  barba-^ 
ridad? 

Como  había  que  acomodarse  al  andar  de  Chis* 
co,  que  no  era  su  andar  ordinario,  la  bajada  á 
Tablanca  duró  bastante  más  de  lo  calculado  á 
la  salida  de  la  Cusvona  del  Pedregalón  de  Esca- 
jeras;  y  como,  así  y  todo,  el  mozón  de  Robacío 
no  era  de  hierro,  llegó  á  cansarse  mucho  y  á  no 
sentirse  bien  á  medida  que  avanzaba  la  noche 
y  el  frío  arreciaba. 

Hubo  temores  de  que  no  pudiera  llegar  á  Ta- 
blanca por  sus  pies,  y  se  buscaron  atajos  para 
llegar  cuanto  antes.  Cómo  llegaron,  al  fin,  Ne"> 
luco  y  el  enfermo,  ya  lo  habíamos  visto  nos- 
otros. Se  calentó  la  cama  de  Chisco,  se  le  des- 
pojó de  sus  ropas  húmedas,  se  le  dieron  unas 
fricciones  de  aguardiente;  y  en  la  cama  segufa 
reposando  al  referir  Neluco  en  la  cocina  estot 
sucesos  que  más  de  una  vez  empañaroa  los  ojoa 


PEÑAS   ARRIBA  43 1 

de  Facia,  é  hicieron  estremecerse  de  pavor  y 
de  entusiasmo  á  su  hija  Tona,  mientras  á  mi 
tío  le  temblaba  la  barbilla  y  le  chispeaban  los 
ojuelos  clavados  en  los  del  narrador.  En  cuan- 
to á  mí,  con  admirar  tanto  como  admiré  la  atro  - 
cídad  heroica  de  Pito  Salces,  y  con  sentir  tan 
hondamente  como  sentí  el  percance  tremendo 
del  pobre  Chisco,  aún  me  resultaba  poco  todo 
ello  en  comparación  del  cuadro  de  horrores  que 
yo  había  estado  forjándome  en  la  cabeza  duran- 
te el  día  y  una  buena  parte  de  la  noche. 

Terminado  el  relato,  con  minuciosos  comen- 
tarios de  los  oyentes,  y  reanimado  ya  Neluco 
con  el  calor  de  la  lumbrona,  dióse  una  vuelta 
por  la  alcoba  de  Chisco;  vio  y  vimos  todos  que 
dormía  profundamente  un  sueño  tranquilo  y  re- 
parador sin  señal  de  calentura;  diónos  instruc- 
ciones para  lo  que  pudiera  acontecer  hasta  que 
volviera  él  á  la  mañana  siguiente;  pidió  el  farol 
que  ya  le  tenía  Facia  preparado;  despidióse  y 
se  fué  á  su  casa,  donde  estaría  su  ama  de  go- 
bierno llorando  por  él  y  hasta  encomendándole 
á  Dios.  Expliqué  yo  luego  á  mi  tío,  con  la  ra- 
zón de  estos  sucesos,  mi  conducta  de  todo  el 
día;  pareció  tranquilizarse  con  ello;  nos  arrima- 
mos poco  después  á  la  perezosa;  cené  yo  con 
un  apetito  como  no  había  sentido  otro  en  mi 
vida,  y  una  hora  después  nos  retirábamos  á 
dormir. 


432      OBRAS  DB  P.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

{Á  doraiir!...  ¡Buenas  andaban  para  ello  las 
horas  de  aquel  día  y  de  aquella  noche  memo- 
rablesl 

Habíame  yo  metido  en  la  cama  con  la  cabe- 
za atiborrada  de  sucesos  extraordinarios  y  el 
corazón  henchido  de  impresiones;  veía  la  tem- 
pestad rugiendo  entre  las  montañas,  desgajan- 
do peñascos  y  desarraigando  tronces  seculares, 
y  á  una  docena  de  hombres,  sencilla  y  natu- 
ralmente generosos,  envueltos  entre  remolinos 
de  nieve  y  de  granizo,  rodando  por  los  suelos, 
como  la  hojarasca  muerta  de  los  árboles;  veía 
á  Chisco  moribundo  en  el  lomo  de  una  roca, 
sobre  el  fondo  negro  de  un  abismo  espantoso; 
veía  las  ansias  desesperadas  de  sus  compañeros 
de  fatigas,  que  no  hallaban  la  manera  de  sa- 
carle de  allí,  y  veía,  por  último,  al  noblote  Pito 
Salces  volando  por  los  aires  y  jugándose  la  vi- 
da en  aquel  arranque  brutalmente  sublime,  por 
el  intento  solo  de  salvar  la  de  su  amigo,  que 
de  seguro  hubiera  hecho  una  barbaridad  idén- 
tica por  él;  consideraba  yo  todo  lo  que  repre- 
sentaban y  valían  á  la  luz  del  buen  sentido  es- 
tas cosas,  y  la  simple  acometida  de  la  excur- 
sión á  la  montaña  en  un  día  como  aquél,  por 
puro  y  santo  espíritu  de  caridad,  como  el  he- 
cho  más  natura]  y  sencillo,  sin  la  menor  pro- 
testa, sin  la  más  leve  duda  y  sin  idea  siquiera 
de  la  más  remota  esperanza  de  lucro  ni  de 


PBÑAS  ARRIBA  433 

aplauso;  y  sin  poderlo  remediar,  me  acordaba 
de  lo  que  había  leído  y  oído  tantas  veces  en 
Bii  mundo;  del  clamoreo  resonante  que  solía 
moverse  en  tertulias,  casinos  y  papeles,  y  de 
los  honores  y  cíntajos  que  se  pedían  y  se  otor- 
gaban para  premiar  una  hazaña  que  no  valía 
dos  cominos  en  buena  venta;  pensaba  también 
en  mi  pobre  tío,  á  quien  las  dudas  primero,  y 
después  el  conocimiento  de  la  realidad  con  to- 
dos sus  pormenores,  habían  afectado  muy  pro- 
fundamente, y  en  que  le  había  dejado  yo  á  la 
puerta  de  su  dormitorio  mucho  más  abatido  y 
macilento  que  de  costumbre,  más  fatigoso  y 
más  perseguido  por  la  tos;  en  fin,  hasta  pensé 
en  lo  que,  en  buena  justicia,  habrían  ganado 
Chisco  en  la  estimación  de  Tanasia,  de  quien 
no  era  digno  un  animalote  como  Pepazos,  y 
Pito  Salces  en  la  de  Tona,  que  no  habría  echa- 
do en  saco  roto  las  heroicas  atrocidades  del 
mozallón  que  tan  de  veras  la  quería. 

Hasta  bien  pasada  la  media  noche  no  empe- 
zaron los  amagos  del  sueño  á  confundirme  y 
amontonarme  estos  pensamientos  y  aquellas 
imágenes  en  la  cabeza;  y  entonces  fué,  preci- 
samente, cuando  oi  unos  golpes  dados  en  el 
suelo  del  cuarto  de  mi  tío.  Solía  él  llamar  así 
con  un  p^lo  que  le  ponían  arrimado  á  la  cabe- 
cera de  la  cama.  Pero  en  los  golpes  de  aquella 
noche  había  algo  que  los  distinguía  de  los  gol- 

TOMO   XV  28 


434  OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

pea  de  otras  veces,  oídos  por  mí  sin  alarma. 
Podía  ser  esto  verdad,  ó  producto  de  una  aliu- 
cinación  mía;  pero  yo,  en  la  duda,  me  atuve  á 
lo  primero  y  me  levanté  de  un  salto,  encendí 
la  bujía,  me  vestí  en  el  aire  y  acudí  á  la  llama* 
da.  Y  resultó  lo  que  yo  me  temía.  Hallé  al  po- 
bre señor  incorporado  en  la  cama,  de  color  de 
lirio,  con  la  mirada  de  angustia,  la  boca  en- 
treabierta, la  respiración  anhelosa  y  difícil,  y 
un  estertor  en  el  pecho  que  parecía  el  de  la 
muerte.  Recitaba,  sílaba  á  sílaba,  salmos  del 
Miserere...  y  yo  no  supe  qué  hacer  ni  qué  de- 
cirle en  los  primeros  momentos:  me  imponía 
aquel  cuadro  que  nunca  había  visto,  y  sentía 
al  mismo  tiempo  mucha  compasión.  Contando 
con  ataques  de  aquella  especie,  había  en  casa 
varios  medicamentos  y  nos  había  dado  Neluco 
algunas  instrucciones  para  combatir  el  apuro 
ea  los  primeros  instantes  mientras  se  le  avisa- 
ba á  él;  pero  yo  no  acertaba  á  hacer  ni  á  dis- 
poner cosa  con  cosa.  ¡Tan  aturdido  me  veíal 

Llegaron  en  esto  las  dos  criadas,  que  tam- 
bién habían  oído  los  golpes,  y,  por  ver  á  su 
amo  desde  la  puerta,  me  dijo  Facia  al  oído: 

— ¡Lo  mesmu  que  la  otra  vez! 

Volvióse  Tona  volando  hacia  la  cocina  á 
cumplir  un  mandato  de  su  madre,  y  se  quedó 
ésta  conmigo  en  el  cuarto  del  enfermo. 

Éter»  maniluvios,  sinapismos.  ••  ¡qué  sé  yo 


L 


PBÑAS  ARRIBA  435 

cuántos  recursos  se  pusieron  en  juego  allí!  Á 
todo  se  prestaba  el  angustiado  señor,  menos  á 
que  se  avisara  á  Neluco  ni  á  don  Sabas,  por- 
que después  de  la  brega  que  habían  tenido 
desde  el  alba,  necesitaban  el  descanso  tanto 
como  él.  (Y  cuidado  con  que  se  enterara  el 
pobre  Chisco  de  lo  que  estaba  pasando!  porque 
era  capaz  de  levantarse  con  riesgo  de  ponerse 
peor;  y  Chisco  y  el  Cura  y  Neluco  y  yo  y  Fa- 
cia  y  todos  y  cada  uno  de  los  que  dormían  ó 
descansaban  á  aquellas  horas  ó  andaban  sanos 
y  buenos  por  la  casa,  hacían  falta  en  el  mundo; 
todos  menos  él,  que  viéndose  en  aquel  trance 
se  veía  en  lo  suyo  propio  y  en  lo  que  era  na- 
tural. 

Todo  esto  nos  lo  iba  diciendo  poco  á  poco, 
mientras  clavaba  en  nosotros  su  vista  cristali- 
zada y  anhelosa  y  hundía  sus  manos  cadavéri- 
cas en  una  palangana  llena  de  agua  muy  ca- 
liente, aprovechando  el  alivio  que  iban  produ- 
ciéndole éste  y  otro?  remedios  heroicos  que  le 
aplicábamos  sin  cesar. 

— Adémasenos  dijo, — esto  no  es  la  muerte 
todavía:  lo  conozco  yo  bien;  y  si  creyera  otra 
cosa,  ya  estaría  aquí  el  Cura  por  mi  orden,  por 
la  cuenta  que  me  tiene.  ¡Cascajo!...  Pero  es 
otro  aviso  de  ella...  vamos,  el  segundo  toque; 
al  tercero,  la  misa...  y  no  miento,  la  misa  de 
cuerpo  presente;  el  cuerpo  de  tu  tío,  Marcelo; 


45^      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRSDA 

de  tu  amo,  Facia,  que  ja  está  de  sobra  en  esta 
casa  y  en  el  mundo...  iBendita  sea  la  voluntad 
de  Dios  por  siempre  jamás,  amén! 

Después  se  puso  á  rezar  por  lo  bajo;  y  á 
medida  que  se  le  calmaban  las.  angustias  iba 
cerrando  los  ojos,  hasta  que  acabó  por  quedar* 
se  dormido;  y  así  dormitando  y  despertando  á 
cada  instante,  pasó  mucho  tiempo.  Hacia  la 
madrugada  desapareció  por  completo  el  ata- 
que, y  durmió  el  enfermo  tranquilamente  y  de 
un  tirón,  cerca  de  dos  horas.  ¡Pero  qué  ganas 
había  tenido  yo  durante  la  noche  de  avisar  á 
Neluco,  y  qué  ansiedad  la  mía  por  que  ama- 
neciera! 

Cuando  amaneció,  al  fin,  tiritaba  yo  de  frío... 
y  de  tristeza,  sentado  á  la  cabecera  de  la  cama 
de  mi  tío,  después  de  haber  visto  desde  la  so- 
lana de  mi  cuarto  que  no  se  presentaba  el  nue- 
vo día  más  risueño  que  el  anterior,  y  de  enviar 
recado  á  Neluco  para  que  anticipara  la  visita 
cuanto  le  fuera  posible. 


XXIII 


N  cuanto  mi  tío  se  halló  libre  del  ata- 
que al  despertar  del  sueño,  relativa r 
mente  tranquilo,  que  yo  le  había  ve* 
lado  desde  el  amanecer,  y  vio  el  cuar- 
to alumbrado  por  la  luz  del  día,  aunque  parda 
y  melancólica,  olvidóse  de  las  mortales  angus- 
tias que  había  sufrido  pocas  horas  antes,  y  no 
tuvo  ni  declaró  otro  deseo  que  el  de  saltar  de 
la  cama  para  hacer  la  vida  de  costumbre.  Dios 
y  ayuda  nos  costó  reducirle  á  que  siquiera  nos 
escuchara  las  razones  que  teníamos  para  opo- 
nernos á  su  irreflexivo  y  peligroso  empeño.  Ne- 
luco,  que  ya  se  hallaba  presente  y  bien  entera- 
do de  todo  lo  ocurrido  durante  la  noche,  tuvo 
que  enfadarse  de  veras  y  hasta  faltarle  un  po- 
quillo  al  respeto.  Si  no  por  las  buenas,  por  las 
malas  tendría  que  quedarse  aquel  día  en  la  ca- 
ma, y  el  siguiente,  y  el  otro,  y  todo  el  tiempo 
que  durase  el  temporal  de  nieve.  Había  que  evi- 
tar á  todo  trance  los  enfriamientos...  Después» 


438      OBRAS  DE  D*  JOSá  M.  DB  PEREDA 

ya  se  vería.  ¿  lo  cual  respondió  don  Celso ^ 
echando  lumbre  por  los  ojillos  de  raposoy  apre- 
tando los  puños  de  coraje: 

— ¡Para  tí  estabal  ipara  tí  y  para  todos  losde 
tu  arrastrado  oficio,  mediquín  trapacero  del  cas* 
cajo!  ¿Por  quién  me  tomas?  ¿De  qué  madera  te 
has  pensado  que  soy  yo?  Me  levantaré...  ó  no  me 
levantaré,  conforme  y  según  me  vea  de  agallas; 
pero  no  porque  se  le  antoje  así  ó  asao  á  nin- 
gún enterrador  de  vivos...  porque  enterrar  en 
vida  es  ¡cuarta jo!  tener  en  la  cama  días  y  días  á 
un  hombre  como  yo,  sin  calentura  ni  dolores. 

Al  cabo  se  entregó,  más  que  por  convenci- 
miento, por  falta  de  fuerzas  para  salirse  coala 
suya;  pero  volvió  la  cara  hacia  la  pared  refun- 
fuñando protestas  é  improperios  como  un  chi- 
quillo contrariado. 

Despacliado  este  asunto  y  mientras  íbamos  á 
ver  á  Chisco,  decía  yo  ai  médico  que  acaso  tu- 
viera razón  mi  tío  en  su  porfía  con  nosotros. 
i£ra  tan  extraordinaria  su  naturaleza! 

— No  hay  naturaleza  que  valga — me  respon- 
dió Neluco, — á  cierta  edad  de  la  vida  y  con  de- 
terminadas enfermedades. 

—Pero  ¿tan  grave  es  ésta  que  padece  mi  tío? 
— le  pregtmté. 

— Ya  le  he  respondido  á  usted  en  otra  ocasión 
á  esa  pregunta. 

— Efectivamente. 


PBÑAS  ARRIBA  439 

— Pues  aténgase  usted  á  ello,  y  sírvale  de 
gobierno  para  su  mejor  inteligencia,  que  de 
cada  cien  enfermos  de  esta  clase,  aun  siendo 
mozos,  se  mueren.  ••  ciento  y  uno;  conque  figú- 
rese usted  si  habrá  que  andar  con  cuidado,  si- 
quiera para  detener  la  muerte  de  don  Celso 
unos  cuantos  días.  Lo  que  aquí  se  necesita 
ahora  para  disciplinarle  un  poco,  es  organizar 
la  asistencia  modificando  al  propio  tiempo  la 
vida  de  este  hogar.  Usted  no  puede  acomodarse 
á  ciertas  faenas,  impropias  de  sus  hábitos  y 
hasta  de  su  naturaleza;  Facia  es  la  estampa  de 
la  melancolía,  y  su  hija  Tona  incapaz  de  suplir 
con  la  más  cariñosa  de  las  solicitudes,  la  habi- 
lidad y  el  pulimento  que  le  faltan.  Además,  ni 
la  madre  ni  la  hija  pueden,  por  su  condición 
de  sirvientes,  imponerse  á  los  caprichos  impe- 
tuosos de  su  amo,  que,  por  otra  parte,  se  las 
sabe  ya  de  memoria,  lo  mismo  que  á  usted.  Más 
que  con  caldos  y  con  drogas,  hay  que  atender 
á  este  enfermo  con  entretenimientos  que  le  dis- 
traigan y  alegren  y  le  obliguen  á  ser  dócil,  hasta 
por  la  cortesía.  En  fin,  que  he  pensado  en  Mari- 
Pepa.  Mari>Pepa  vendrá  aquí  de  enfermera 
con  mil  amores,  y  viniendo  ella,  vendrá  Lita 
también;  y  con  el  pretexto  de  acompañar  á  don 
Celso,  se  pasarán  á  su  lado  todo  el  día  y  harán 
de  este  caserón  una  pajarera...  a  usted  ¿qué  le 
parece? 


440   OBRAS  DB  D.  JOSB  M.  DB  PBRBOA 

,De  perlas  me  pareció,  y  así  se  lo  declaré  á 
Neluco.  Quedó  él  en  convertir  el  plan  en  cosa 
hecha,  y  llegamos  en  esto  á  la  alcoba  deChisco. 

El  cual  no  estaba  ya  en  ella  ni  en  sus  inme- 
diaciones. Preguntando  por  él  á  Tona,  supimos 
que  andaba,  buen  rato  hacía,  arreglando  el  ga- 
nado. Bajamos  á  las  cuadras  y  allí  dimos  con 
él.  Algo  le  dolía  el  brazo  todavía  cjancia  el 
hombral;»  pero  como  era  el  izquierdo,  se  ma- 
nejaba bien  para  sus  quehaceres.  Tenía  buena 
tapetencia,!  se  «jallaba»  firme  de  los  otros  re- 
mos, y  por  eso  se  había  levantado  como  todos 
los  días.  Ya  sabía  lo  de  su  amo,  y  le  llevaban 
«los  diantris»  al  considerar  que  mientras  el  po- 
bre señor  pasaba  las  de  Caín,  él  estuviera  dur- 
miendo á  pierna  suelta  toda  la  noche,  y  por 
culpa  de  «blanduras  y  arreparusí  que  se  habían 
tenido  «malamenti»  con  un  hombre  de  su  co- 
rrea. Pulsóle  el  médico  y  le  reconoció  el  brazo 
y  la  herida  de  la  cabeza;  dio  le  por  sano  y  bueno 
si  se  obligaba  á  observar  ciertos  cuidados  que  le 
prescribió;  despidióse  de  mí  hasta  «más  tarde,» 
y  se  fué.  Antes  de  salir  me  dijo  muy  quedo: 

— Creo  que  hice  muy  mal  anoche  en  referir 
ciertas  cosas  delante  de  su  tío  de  usted,  con  lo 
impresionado  que  ya  estaba  el  pobre  señor. 

Sospeché  lo  mismo,  volvíme  al  lado  del  en- 
fermo y  me  senté  á  la  cabecera  de  su  cama.  Le 
hallé  más  «humano»  que  antes,  sin  duda  porque 


PEÑAS  ARRIBA  44X 

tambiéa  estaba  más  abatido.  Como  no  le  tenta- 
ba el  deseo  de  hablar,  ni  era  conveniente  pro- . 
vocársele,  según  encaxgo  muy  encarecido  de 
Neluco,  dime  á  meditar  yo  por  no  tener  otra 
cosa  en  qué  ocuparme  allí.  Era  indudable  que 
yo  había  llegado  á  querer  de  veras  á  mi  tío:  & 
la  vista  estaba  lo  que  me  dolía  la  gravedad  de 
su  estado  y  el  peligro  en  que  se  hallaba  de  que- 
dársenos entre  las  manos  á  la  hora  menos  pen- 
sada; y,  sin  embargo,  la  perspectiva  de  aquella 
serie  de  días  de  cama,  impuesta  por  el  médico 
al  enfermo,  con  la  sujeción  á  que  me  obligaba 
esta  medida,  en  el  menguado  y  tétrico  recinto 
de  aquella  alcoba,  y  la  tenaz  y  espesa  nevada 
que  tenía  el  cielo  en  tinieblas,  la  tierra  sin  sue- 
lo en  que  pisar  y  encarcelados  á  sus  habitado- 
res, me  preocupaba  y  me  dolía  ¡á  qué  negarlo? 
mucho  más.  £1  corazón  humano  adolece  con 
frecuencia  de  estos  achaques,  no  por  maldad 
propiamente,  sino  por  falta  de  educación  de 
los  sentimientos,  por  desuso  de  los  más  delica- 
dos  de  ellos*  por  resabios  del  egoísmo  adquirí* 
dos  en  la  libertad  de  una  vida  sin  trabas  ni  lin- 
deros. Explicábame  yo  aquella  debilidad,  que 
me  parecía  hasta  pecado  grave,  con  estas  re- 
flexiones, y  con  ellas  me  consolaba,  aunque  no 
tanto  como  con  la  esperanza  de  que  se  realiza- 
ran los  planes  de  Neluco  y  vinieran  Lita  y  su 
madre,  sobre  todo  Lita,  á  aliviarme  del  peso 


442      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

de  la  cruz,  renovando  el  aire  y  los  sonidos  y 
las  caras  y  hasta  la  luz  de  aquellos  ámbitos  en» 
tristecidos,  mudos,  negros  y  monótonos.  Pero 
¿se  prestarían  á  venir  Mari*Pepa  y  su  hija,  no 
obstante  sus  buenos  y  caritativos  deseos?  ¿No 
les  arredrarían  los  obstáculos  de  la  nieve  y  del 
frío,  de  aquel  frío  como  no  le  había  sentido  yo 
ni  en  Rusia  quizás,  por  no  haber  en  Tablanca 
otro  recurso  que  el  de  la  cocina  y  un  mal  bra- 
sero para  combatirle?  ¡Mal  conocía  yo  los  alien- 
tos de  las  señoras  tablanquesas!  Á  media  maña- 
na entraban  por  la  puerta  del  salón  de  la  caso- 
na la  hija  y  la  nieta  de  don  Pedro  Nolasco, 
poco  después  de  haberlas  oído  yo  gorjear  y  lle- 
nar el  pasadizo  de  voces  argentinas  y  armonio* 
sas.  También  las  había  adivinado  mi  tío. 

— i  Jesús!.. .  ¡la  celleríscal — ^había  exclamado, 
al  oirías,  en  un  tono  que  revelaba  más  alegría 
que  pesar. 

Salí  á  su  encuentro  y  las  recibí  sin  disimu- 
lar una  pizca  el  alegrón  que  con  su  visita  me 
daban.  Los  ojos  y  la  nariz  era  lo  único  que  se 
veía  de  sus  personas:  todo  lo  demás  era  un 
conglomerado  de  faldas,  chaquetas,  toquillas  y 
mantones  de  lana  espesa  y  dulce.  Preguntando 
y  exclamando,  ora  en  voz  baja  (cuando  no  era 
conveniente  que  lo  oyera  mi  tío),  ora  casi  á  gri- 
tos (por  convenir  que  lo  oyera),  iban  desliándo- 
se la  cabeza  y  descubriendo  la  cara,  hasta  que 


PEÑAS  ARRIBA  443 

apareció  la  de  Lita  (me  fijé  poco  en  la  otra)  co- 
mo luna  de  enero  entre  nubes  grises,  ó  más 
propiamente,  como  una  manzanita  de  agosto 
arrebujada  en  las  hojas  de  su  ramo:  así  estaba 
de  coloradita,  de  tersa  y  de  apretada  la  redon- 
dez de  sus  carnes  por  allí. 

Como  venían  bien  informadas  é  instruidas 
por  Neluco,  poco  ó  nada  hablamos  del  papel 
que  les  correspondía  en  la  comedia  que  íbamos 
á  representar  delante  del  enfermo.  Don  Pedro 
Nolasco  no  había  podido  acompañarlas,  mejor 
dicho,  no  se  lo  habían  permitido  ellas,  por  te- 
mor á  una  caída  que  hubiera  sido  mortal  en  un 
hombrazo  de  sus  años...  porque  estaban  los  ca- 
minos ¡Virgen  María,  la  nuestra  Madre!  que 
daban  miedo.  Se  eslociában  los  pies  en  la  nieve 
como  anguilas  en  la  mano.  Solamente  en  la 
subida  del  pedregal  se  había  caído  ella  (Litu- 
ca)  dos  veces,  y  sobre  una  misma  rodilla,  que 
debía  de  estar  hecha  una  compasión.  No  lo  ha- 
bía visto  todavía,  pero  podía  jurarse  por  lo  que 
la  resquemaba,  aunque  no  la  impedía  los  movi- 
mientos, gracias  á  Dios.  Por  lo  demás,  ya  sa- 
bían ellas  que  al  enfermo  no  le  convenía  la 
charla,  aunque  la  pidiera:  de  vez  en  cuando, 
alguna  chunga,  como  si  el  mal  fuera  de  broma; 
á  tiempo  y  con  amor^  las  medicinas  y  el  ali- 
mento; y  que  perdonáramos  la  franqueza  si  se 
daban  por  convidadas  á  comer,  porque  ellas. 


444     OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DB  PBRBDA 

con  el  pretexto  de  la  nevada,  pensaban  quedar* 
ae  hasta  la  noche  sin  que  don  Celso  maliciara 
la  verdad  del  motivo.  Venían  provistas  de  labor 
para  hacer  más  entretenidas  las  horas  sobran- 
tes alrededor  del  brasero. 

Mi  tío  las  recibió  con  cuatro  cuchufletas  y 
algunos  lamentos.  Aunque  vivo  todavía,  se  da- 
ba por  muerto  ya.  Protestaron  ellas  contra  el 
supuesto,  asegurándole  que  lo  que  le  había  cen- 
camadoi  entonces  era  la  frialdad  de  la  nevada, 
y  puede  que  también  algo  del  sentir  que  le 
diera  el  conocimiento  de  lo  ocurrido  en  el 
monte  el  día  antes, 

— No  lo  niego — respondió  á  ello  mi  tío, — y 
por  lo  mismo  no  tiene  vuelta  de  hoja  lo  que 
vos  acabo  de  decir;  porque  ¿qué  puede  espe- 
rarse ya  de  un  hombre  de  mi  veta  cuando  se 
deja  acaldar,  como  yo  estoy  acaldado,  por  cha- 
pucerías como  esas? 

Era  la  pura  verdad;  pero,  así  y  todo,  insis- 
tieron las  bonísimas  mujeres  en  negarla,  aun- 
que no  con  los  bríos  necesarios  para  legrar  sus 
caritativos  fines,  porque  eran  cariñosas  en  ex- 
tremo y  se  sentían  impuestas  y  conmovidas  an- 
te aquella  extenuación  y  aquella  lividez  cada- 
véricas del  pobre  don  Celso,  que  ni  por  afán 
de  mantener  sus  derechos^  desconocidos  por  la 
tiranía  profesional  de  Neluco,  se  acordaba  ya 
de  levantarse. 


PEÑAS  ARRIBA  445 

Dejáronle  al  fin  en  el  sosiego  que  necesitaba; 
instalámonos  en  el  salón  contiguo;  llegó  la  mu- 
jer gris  con  el  brasero  encogollado  de  ascuas 
resplandecientes;  púsole  en  la  caja  que  estaba 
allí,  y  nos  sentamos  alrededor  de  ella,  sin  per- 
der de  vista  al  enfermo,  Mari-Pepa,  su  hija 
y  yo.  Mari-Pepa  sacó  de  un  bolsillo  muy  gran- 
de de  su  delantal  los  avíos  de  hacer  media;  Lita 
(no  supe  de  qué  repliegue  de  sus  complicadas 
envolturas)  los  de  hacer  puntilla,  y  ambas  co- 
menzaron á  trabajar  en  sus  respectivas  labores 
y  á  hablar  al  mismo  tiempo,  pero  más  con  los 
ojos  y  por  señas  que  con  la  boca,  en  lo  que  tu- 
viera relación  con  el  estado  de  mi  tío.  De  tío  de 
ayer»  se  habló  mucho  más,  y  también  con  cier- 
to cuidado  para  que  no  fuera  oído  desde  la  alco- 
ba lo  que  podía  impresionarle  nuevamente.  Y 
fué  un  milagro  de  Dios  que  no  nos  oyera  lo  más 
de  ello,  porque  con  el  obstinado  empeño  que  yo 
tenía  en  que  había  de  haber  algo  entre  Lita  y  el 
médico,  estuve  verdaderamente  pesado  y  ma- 
chacón en  ciertos  pasajes  del  diálogo;  particular- 
mente durante  las  escapadas  de  Mari-Pepa  á  la 
alcoba,  porque  había  tosido  mi  tío  ó  se  creía  que 
había  llamado...  ó  para  ver  si  necesitaba  alguna 
cosa,  sin  que  tosiera  ni  llamara.  En  casa  de  don 
Pedro  Nolasco  se  había  sabido  todo,  poco  an-^ 
tes  de  pasar  tía  nube»  que  los  había  aterrado* 
Habían  vivido  en  la  misma  angustia  que  yo 


44^      OBRAS  DB  D.  JOSÓ  M.  DB  PBRBDA 

hasta  muy  entrada  la  noche.  Yo  referí  á  Lita 
las  dudas  que  hahía  tenido  en  casa  del  Topero; 
y  aquí  fué  donde  mi  tenacidad  rayó  en  imper» 
tinencia.  Lo  conocí  en  una  mirada  de  extrañe- 
za  con  que  respondió  mi  linda  interlocutora  á 
una  indirecta  mía  en  que  se  clareaban  dema- 
siado mis  intenciones.  Me  impuso  aquella  se- 
renidad  que  me  pareció  protesta  contra  un  mal 
entendido  derecho  de  preguntar  tciertas  cosas» 
por  muy  evidentes  que  fueran. 

En  esto  llegó  don  Sabas,  quejándose  desde 
el  pasadizo  de  los  miramientos  que  se  le  habían 
guardado  en  nuestra  casa  aquella  noche.  ¿Quién 
Qos  había  dicho  que  por  un  viaje  más  ó  menos 
á  la  moataña,  no  quedara  él  con  agallas  sufi- 
cientes para  cumplir  coa  su  deber  á  cualquier 
hora  que  se  llamara  á  su  puerta^  Y  si  la  cosa 
hubiera  apretado  un  poco  más  de  lo  que  apre- 
tó, ¿qué  hubiera  sido  del  cristiano  en  peligro 
de  muerte?  ¿De  quién  hubiera  sido  la  responsa- 
bilidad? ¿Qué  se  hubiera  dicho  de  él  y  qué  de 
todos  nosotros?...  Y  aunque  la  cosa  no  apreta- 
ra, ¿para  cuándo  son  los  buenos  amigos? 

— Pues,  mira — añadió  arrimado  ya  á  la  cama 
de  don  Celso, — lo  que  es  ésta  no  te  la  perdono. 

— |Bah,  bahl— refunfuñó  el  aludido  revol- 
viéndose un  poco, — no  me  rompas  la  cabeza. 
Tú  puedes  jacer  lo  que  te  acomode,  que  yo 
bien  sé  lo  que  me  jice* 


PBÑAS  ARRIBA  447 

— ¡Jinojo! — replicó  don  Sabas, — es  que  el 
miramiento  ese  fué  tal,  que  si  no  topo  ahora 
mesmo  con  Neluco,  se  pasa  el  santo  día  sin 
que  yo  me  entere  de  lo  que  á  tí  te  pasó  anoche. 

Intervine  yo,  desenojé  al  Cura,  quedóse  con 
mi  tío  á  solas,  y  continuamos  los  demás  alre- 
dedor del  brasero,  como  antes,  charla  que  char- 
la, sobre  tío  de  anoche,»  sobre  tío  de  ayer»  y 
hasta  sobre  cierta  promesa  hecha  por  mí  á  mis 
interlocutoras  el  día  en  que  las  había  conocido, 
de  comer  en  su  casa  alguna  vez;  promesa  que 
todavía  estaba  sin  cumplir,  por  culpa  bien  no- 
toria de  la  agitada  vida  que  llevaba  monte  arri- 
ba y  monte  abajo,  cuando  no  de  los  fieros  tem- 
porales que  me  tenían  bloqueado  en  la  casona. 
Al  mediodía  volvió  Neluco,  que  no  halló  en  el 
enfermo  nada  de  particular  ni  de  nuevo,  ni 
quiso  acceder  al  ruego  que  le  hice  de  quedarse 
á  comer  con  nosotros;  ruego  que^  por  su  parte, 
me  había  desairado  ya  el  Cura.  Marcháronse 
los  dos  juntos,  después  de  prescribirnos  el  pri- 
mero el  plan  de  asistencia  para  la  tarde,  y  de 
conjurarnos  el  segundo  á  que  por  ningún  moti- 
vo ni  miramiento  humano  dejáramos  de  avisar- 
le á  la  menor  novedad;  volvieron  Lita  y  su  ma- 
dre á  la  alcoba  del  enfermo  para  ponderarle  la 
mejoría  que  notaban  en  él  (y  bien  sabe  Dios 
cuánto  mentían  á  sabiendas  en  sus  pondera- 
ciones), y  á  darle  Mari-Pepa  unos  sorbos  de 


448      OBRAS  DB  D.  JOSé  M.  DB  PBRKDA 

leche  mientras  su  hija  le  arreglaba  las  ropas  de 
la  cama  y  entraba  la  mujer  gris  en  el  salón  á 
poner  la  mesa  en  las  cercanías  del  brasero,  y  á 
poco  rato  nos  sentamos  á  comer. 

Comiendo  y  hablando,  tuve  yo  que  decir, 
porque  me  lo  preguntaron  mis  locuaces  co- 
mensalas,  qué  cosas  se  comían  por  los  pudien* 
tes,  y  á  qué  horas,  en  tesos  mundos  de  Dios.» 
De  todo  se  admiraban  aquellas  sencillísimas 
mujeres;  y  yo,  al  notarlo,  me  complacía  en 
apurar  la  nota,  y  así  llegué  á  ponderarles  el  ex- 
quisito sabor  de  las  ancas  de  rana  y  de  los  ni- 
dos de  golondrina,  entre  otras  distinguidas  y 
elegantes  porquerías  alimenticias  que  cité.  Y 
era  de  ver  entonces  la  cara  que  ponía  Mari- 
Pepa  y  los  gestos  de  asco  que  hacía  Lituca  mi- 
rando á  su  madre  y  volviendo  á  mirarme  á  mí, 
como  si  dudara  de  la  verdad  de  lo  que  yo  re- 
fería. 

—Puro  vicio,  hija,  puro  vicio— decía  al  cabo 
Mari-Pepa; — puro  vicio  de  la  jartura  en  que 
viven  esas  gentonas,  de  cuanto  Dios  crió. 

Como  estaba  tan  enlazado  lo  uno  con  lo  otro, 
tirando  del  modo  de  comer  salió  el  modo  de  vi- 
vir y  el  modo  de  viajar.  Nuevas  admiraciones 
y  nuevos  asombros.  También  extremé  bastante 
k  tesis  aquí,  y  hasta  sospecho  que  mentí  un 
poco,  aunque  dentro  de  lo  verosímil  y  perdo- 
nable. Lo  de  acostarse  cerca  del  amanecer  y  le- 


PEÑAS   ARRIBA  449 

Yantarse  después  del  mediodía  para  no  salir  de 
casa  hasta  el  anochecer,  les  maravilló  tanto 
como  la  sopa  de  nidos  de  golondrina  y  las  fri* 
turas  de  ancas  de  rana. 

—¡María  la  mi  Madre! — exclamó  Lita  al  en- 
terarse de  ello;— pues  si  esas  gentes  no  ven 
nunca  jamás  el  sol,  ¿qué  diantres  pueden  ver 
que  las  alegre  y  las  engorde?  Yo  creo  que  eso 
es  vivir  contra  ley. 

— Vicio,  hija,  vicio— insistía  Mari-Pepa; — 
vicio  de  no  saber  qué  jacerse  en  una  vida  tan 
r^alona. 

Preguntóme  Lita  si  yo  también  tenía  tpor 
allá»  esas  malas  costumbres;  respondíla  que  sí, 
y  me  dijo,  por  todo  comentario,  con  una  inge- 
nuidad y  una  llaneza  verdaderamente  infan- 
tiles: 

—Pues  buen  picaronazo  estará  usté...  ¿Ver- 
dá,  madre? 

Celebré  yo  el  dicho  con  una  risotada  no 
menos  ingenua,  dando  en  seguida  las  gracias 
por  el  piropo,  casi  al  mismo  tiempo  que  res- 
pondía Mari-Pepa  á  la  pregunta: 

— ¿Quién  sabe,  hija  del  alma,  quién  sabe? 
Quien  se  jaz  á  comer  niales  de  golondrina  sin 
reventar  de  duda^  bien  puede  jacerse  á  vivir  de 
ese  modo  sin  ofender  á  Dios  ni  quebrantar  la 
salud. 

Con  esta  salvedad  de  su  madre  se  puso  Lita 

TOMO  XV  29 


450   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

muy  colorada,  y  quiso  enmendar  lo  que  pudo 
haberme  parecido  impertinencia  suya;  y  yo,  sin 
dejarla  concluir,  la  allané  el  camino  de  sus  de- 
seos ofreciéndola  por  añadidura  una  declara- 
ción, no  desprovista  de  sinceridad,  de  mis  gran- 
des desencantos. 

— No  le  pasaría  tal  ahora — me  objetó  Mari- 
Pepa, — si  se  hubiera  casado  á  tiempo,  para  vi- 
vir como  Dios  manda.  ¿Á  qué  diantres  quieren 
el  saber  y  los  posibles  cuando  se  ven  solitarios 
de  familia  y  mozones  de  casa  abierta?. ••  Pues 
mire,  don  Marcelo:  dicen  que  para  estas  casas, 
por  muy  cerradas  que  estén,  siempre  tiene  el 
diablo  una  llave. 

— Podrá  tenerla— repliqué  yo  muy  formal;  — 
pero  en  la  mía  no  ha  entrado  nunca. 

— ijorria,  trapacerón  de  satanincas! 

Soltó  después  la  carcajada,  y  la  soltó  Lita  al 
mismo  tiempo.  Ayúdelas  yo  con  otra,  por  la 
gracia  que  me  hacían  las  dos;  y  en  seguida  co- 
menzaron los  picadillos  y  tiroteos  que  no  podían 
faltar  allí,  entre  los  tres.  Porque  estas  quisico- 
sas son  ingénitas  en  la  mujer  de  todas  castas  y 
latitudes;  y  puestas  todas  ellas  en  una  misma 
situación,  todas,  salvo  las  diferencias  de  lugar 
y  de  estilo,  vienen  á  escarbar  en  el  mismo  te- 
rreno y  con  los  propios  fines.  Siempre  las  ini- 
ciativas y  la  fuerza  del  atrevimiento,  las  marru- 
llerías y  el  tesójfi,  en  la  madre;  la  estudiada  re- 


PEÑAS  ARRIBA  45 1 

«erva,  la  mal  disimulada  curiosidad,  el  elocuen«- 
te  silencio,  el  mirar  de  soslayo,  la  pinchada 
sutil,  en  la  hija.  Así  llegaron  las  dos  á  dar  por 
hecho  que  no  habría  tenido  yo  menos  de  cin- 
cuenta novias,  ni  bajarían  de  tres  las  que  que- 
daban en  Madrid  llorando  mis  ausencias  y  tal 
vez  mis  ingratitudes.  Pero  si  en  el  fondo  no  era 
nueva  la  escena  para  mí,  éranlo,  hasta  embele- 
sarme, aquellos  pintorescos  matices  de  lengua; 
aquella  dialéctica  á  la  buena  de  Dios,  sin  an- 
damiajes retóricos  ni  artificios  convencionales; 
aquellas  malicias  sanotas  que  brotaban  del  re- 
gocijado palabreo,  espontáneas,  frescas,  airosas 
y  transcendiendo  á  cía  tierra,»  como  las  rosas 
del  huerto  entre  la  virginal  y  espléndida  hoja- 
rasca del  cercado  que  las  protege.  Por  eso  sentí 
en  el  alma  que  se  acabara  aquel  originalísímo 
discreUo,  Y  se  acabó  por  acudir  Mari-Pepa  á  mi 
tío  que  tosía  y  se  quejaba,  mientras  Lituca,  á 
la  vez  que  escuchaba  los  quejidos  y  las  toses, 
me  mandaba  callar  poniendo  un  dedín  muy 
mono  sobre  la  boca,  y  llegaba  Facia  á  recoger 
los  mendrugos  y  levantar  los  manteles  de  la 
mesa. 


XXIV 


ASÓ  pronto  lo  de  mi  tío,  y  pasaron 
dos  horas  más  sin  otro  suceso  digno 
de  notarse  en  la  casona  y  fuera  de 
ella,  que  unas  rachas  de  vendaral 
húmedo  que  ennegrecieron  un  poco  la  nevada, 
cosa  que  nos  llenó  á  todos  de  complacencia, 
menos  á  la  mujer  gris,  por  ser  el  fenómeno  se- 
ñal de  próximo  desnieve.  Cerca  del  anochecer, 
cuando  Mari-Pepa  y  su  hija  recogían  las  res- 
pectivas labores  y  se  sacudían  las  hilachas  aga- 
rradas  á  los  vestidos  y  apercibían  las  nubes  j 
los  mantones,  diciéndole  de  paso  á  mi  tío  mu- 
chas cuchufletas  por  animarle,  y  goteaban  las 
canales  del  tejado  la  nieve  derretida  por  la  lluvia 
que  iba  espesando,  vino  el  médico  otra  vez. 
Examinó  al  enfermo,  y  nada  de  particular  ni  de 
alarmante  halló  en  él  que  hiciera  temer  una  no- 
che como  la  pasada;  pero  tampoco  se  atrevió  á 
prometérnosla  más  tranquila,  porque  todo  cabía 


454   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M •  DE  PEREDA 

en  una  enfermedad  de  tan  mala  casta  en  un  do- 
liente tan  aniquilado  é  indefenso  como  mi  tío. 
Esto  me  lo  dijo  aparte  después  de  darme,  de- 
lante de  Facía  y  de  Mari-Pepa,  el  plan  de  cam- 
paña hasta  el  día  siguiente,  sin  perjuicio  de 
volver  él  á  última  hora,  por  lo  que  pudiera 
ocurrir.  La  madre  de  Lita  insistió  mucho  en 
quedarse  á  velar;  pero  yó  no  lo  consentí,  por- 
que tampoco  lo  hubiera  consentido  el  enfermo 
ñi  le  hubiera  sentado  bien  la  mera  sospecha  de 
tratarse  de  ello,  con  lo  receloso  y  aprensivo  que 
se  ponía  á  medida  que  las  tinieblas  iban  inva- 
diéndole la  alcoba.  Se  acordó  que  velara  Facia, 
que  no  se  acostara  Chisco  y  que  durmiera  yo 
como  las  liebres;  y  con  ello  se  marcharon  Lita 
y  su  madre  con  Neluco,  despidiéndose  ellas 
ihasta  mañana»  y  él  chasta  luego;»  se  fueron 
quedando  á  obscuras  aquellos  destartalados  y 
fríos  ámbitos  de  la  casona;  creció  con  las  tinie- 
blas el  silencio,  y  pasó  un  buen  rato,  mientras 
la  mujer  gris  aderezaba  el  velón,  sin  que  yo 
viera  otra  cosa  en  derredor  mío  que  las  morte- 
cinas ascuas  agonizando  entre  las  cenizas  del 
brasero,  ni  oyera  otros  rumores  que  los  de  la 
trabajosa  labor  del  respirar  de  mi  tío  en  el  fondo 
de  la  alcoba,  y  los  del  acompasado  y  monótono 
fluir  de  las  canales  sobre  el  encharcado  go- 
terial. 
Cuando  hubo  luz  en  la  alcoba,  me  acerqué  á 


PBÑAS   ARRIBA  455 

la  cama  del  enfermo  y  le  hablé  para  desentris- 
tecerle un  poco  y  animarle.  Trabajo  perdido. 
Me  agradecía  mucho  la  intención;  pero  él  solo 
sabía  todo  lo  mal  que  se  encontraba  y  lo  impo- 
sible que  era  salir  de  aquel  atolladero  sin  un 
milagro  de  Dios.  Me  suponía  agobiado  por  la 
carga  de  mi  sujeción  á  su  asistencia,  y  se  em- 
peñaba en  tranquilizarme  con  la  promesa  de 
que  no  sería  largo  mi  cautiverio;  me  pedía  per- 
dón por  los  malos  ratos  que  me  daba  entre 
tanto,  y  me  conjuraba  nuevamente  á  que  cuan- 
do recobrara  mi  libertad,  no  echara  en  olvido 
lo  que  tan  rogado  me  tenía;  porque  lo  de  menos 
era  él  en  aquel  pueblo,  si  había  quien  ocupara 
en  la  casona  el  puesto  que  quedara  vacío  con  su 
muerte.  Me  parecería  ya  pesado  el  tema;  pero 
eso  mismo  me  demostraría  la  importancia  que 
él  le  daba...  Todo  esto,  dicho  entre  quejidos  y 
pausas  anhelantes,  con  voz  apagada  y  sepul- 
cral, á  la  luz  extenuada  del  velón  colocado 
sobre  la  cómoda,  que  sólo  servía  para  extre- 
mar la  palidez  cadavérica  del  enfermo,  entre 
olores  de  éter  y  romero,  mientras  seguían  flu- 
yendo las  canales  y  rezongando  el  vendaval 
afuera,  resultaba  bien  triste  ciertamente.  Por 
obra  de  la  casualidad  se  producen  á  menudo 
contrastes  muy  curiosos  que  parecen  chanzas 
muy  pesadas  del  destino.  Sobre  la  cómoda  y 
debajo  del  mechero  encendido  del  velón,  había 


456      OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  Da  PBRBDA 

un  rimero  de  cartas  y  periódicos  que  había 
puesto  yo  allí  la  noche  antes  para  ir  entrete- 
niendo, con  su  lectura  mis  largas  horas  dé  vela 
después  que,  pasado  el  ataque  de  asma,  pudo 
conciliar  el  sueño  mi  tío.  Pues  la  mayor  parte 
de  aqu3llas  cartas  y  de  aquellos  papeles  impre- 
sos, estaban  atestados  de  noticias,  reseñas  y 
juicios  de  bailes  en  proyecto,  recepciones  sun- 
tuosas y  comedias  nuevas  en  los  salones  y  tea- 
tros de  Madrid,  como  si  todo  se  hubiera  escrito 
para  que  yo  me  enterara  de  ello  en  tan  oportu- 
na ocasión. 

La  recaída  de  mi  tío;  el  descenso  de  la  tem- 
peratuia,  con  el  subsiguiente  despejo  de  sendas 
y  caminos,  y  la  salsilla  de  «lo  de  ayer,»  lleva- 
ron á  la  cocinona  aquella  noche  un  gran  golpe 
de  tertulianos.  Asistió  hasta  el  Tarumbo,  que 
rara  vez  iba  por  allí,  harto  más  intranquilo  y 
desazonado  con  la  enfermedad  de  don  Celso  y 
la  burrada  de  Pepazos,  que  por  habérsele  en- 
sanchado en  más  de  otro  tanto,  con  el  peso  y 
la  destilación  de  la  nieve,  el  boquerón  que  ya 
tenía  su  casa  en  el  jastial  del  Poniente.  Tam- 
bién concurrió  Pito  Salces,  que  se  quedó  como 
sin  pulsos  cuando  Tona,  con  la  faz  inundada 
de  sonrisas  y  los  ojos  de  dulzuras,  le  ponderó 
la  hazaña  de  la  víspera  y  le  declaró  sin  remil- 
gos que  «de  ese  aquel  y  de  esos  prontos  le  gus- 
taban á  ella  los  hombres.»  ¡Puches,  cómo  se 


PBÑAS    ARRIBA  457 

puso  en  seguida  el  mozallón  con  la  alabancal 
Si  no  le  contengo  con  una  reflexión  imperiosa 
y  una  sacudida  recia  de  su  lástico,  hace  otra 
barbaridad  allí  menos  laudable  que  la  del  mon- 
te. Jamás  había  pensado  él  (me  lo  juró  así,  en- 
trelazando los  dedos  de  sus  manos,  por  aqué- 
llas que  eran  cruces)  que  una  cosa  ctan  jacede- 
ra  y  currienti»  pudiera  valer  tantos  caudales, 
¡Con  lo  dura  de  pelar  que  Tona  había  sido  has- 
ta entoncesl  |Puches,  qué  suerte  la  suya!  Pen- 
sando que  se  la  envidiaría  Chisco,  acordóme 
del  descubrimiento  hecho  por  mí  en  casa  del 
Toperoy  en  el  corazón  de  Tanasia,  y  fuíle  con 
el  cuento  al  mozón  de  Robacío,  en  un  aparte 
que  tuve  con  él.  Respondióme  que  me  había 
tomado  yo  un  trabajo  bien  ocioso,  aunque  me 
le  agradecía  mucho. 

—Las  cosas — concluyó  en  el  tono  sentencio- 
so que  tan  propio  le  era, — pa  rodar  bien,  han 
de  rodar  por  sí  mesmas  jancia  unu. 

Aquel  hombre  era  la  parsimonia  y  la  imper- 
turbabilidad en  carne  y  hueso,  y  las  mismas 
pulsaciones  tenía  delante  del  oso  en  su  caver- 
na, que  al  calorcillo  de  la  novia. 

Por  encargo  de  mi  tío  andaba  yo  muy  á  me- 
nudo en  la  cocina,  más  que  por  hacer  los  ho- 
nores á  la  tertulia,  para  evitar  que  los  tertulia- 
nos le  invadieran  á  él  la  alcoba.  Los  quería 
mucho;  pero  no  hubiera  podido  soportarlos  en 


458   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRRDA 

la  angustiosa  situación  de  cuerpo  y  de  espiritu 
en  que  se  hallaba.  Por  eso»  aun  sin  la  prohibi- 
ción terminante  del  médico,  no  había  querido 
recibir  á  ninguno  de  ellos  durante  el  día.  Cuan- 
do se  tratara  de  despedirse  de  todos,  ya  sería 
diferente. 

i  última  hora  llegaron  don  Sabas  y  Neluco: 
el  primero  resuelto  á  quedarse  allí,  sin  que  lo 
notara  el  enfermo,  favor  que  le  habría  pedido 
yo  si  no  se  hubiera  anticipado  él  á  ofrecérmele; 
el  segundo  á  informarse  del  estado  de  las  cosas 
antes  de  retirarse  á  descansar.  Como  las  tales 
cosas  no  ofrecían  aspecto  nuevo  ni  muy  alar- 
mante» se  despidió  de  mi  tío  y  de  los  que  con 
él  nos  quedábamos  en  la  casona,  y  se  fué  con 
los  últimos  tertulianos,  uno  de  los  cuales  era 
Pito,  que  tropezaba  con  gentes^  bancos,  puer- 
tas y  tabiques,  de  puro  aceleradote  y  desatina- 
do que  le  habían  puesto  las  alabanzas  y  los 
arrumacos  de  Tona. 

Pasó  la  noche  mejor  de  lo  que  todos  espe- 
rábamos, y  amaneció  el  día  siguiente  sin  una 
nube  en  el  cielo  ni  una  ráfaga  de  aire  en  la  tie- 
rra; y  cuando  el  sol  traspuso  los  picachos  del 
Este  y  saludó  al  valle  con  sus  rayos  que  chis- 
porroteaban sobre  la  nieve  que  no  había  des* 
hecho  la  lluvia,  mi  pobre  tío  mandó  que  se 
abrieran  de  par  en  par  los  cuarterones  de  su  al- 
coba, ya  que  no  le  era  permitido  hacer  otro  tan- 


PEÑAS    ARRIBA  459 

to  con  las  puertas  y  ventanas  para  que  entraran 
la  luz  y  el  aire  en  la  abundancia  que  necesitaba 
él  para  salir  á  note  en  aquella  mar  de  angustias 
i  que  le  ajogaba*»  por  culpa  del  arrastrado  me- 
diquillo que  parecía  empeñado  en  matarle.  Y 
lo  cierto  era  que  si  en  el  cuerpo  no  se  notaban 
cosa  mayor  los  milagros  de  la  panacea  que  con 
tanto  afán  solicitaba  el  enfermo,  los  hacía  en  su 
espíritu  muy  considerables.  Era  cotro  hombre» 
c^sde  que  el  sol  se  había  colado  en  su  alcoba 
como  por  las  rejas  de  una  cárcel,  y  veía  flotar, 
danzando  dentro  de  la  faja  luminosa  que  atra- 
vesaba la  habitación  por  delante  de  su  lecho 
desde  el  cuarterón  de  la  ventana,  las  pelusillas 
y  el  polvo  vagabundos.  No  apuntaba  siquiera 
el  propósito  de  levantarse,  porque  no  se  lo  per- 
mitía la  extenuación  de  sus  fuerzas;  pero  creía 
en  la  posibilidad  de  volver  á  tomar  el  sol  antes 
de  morirse,  aunque  fuera  sacándole  en  un  cesto 
á  la  solana  si  le  duraba  al  tiempo  aquel  buen 
semblante  unos  cuantos  días. 

Y  le  duró  más  de  siete,  y  se  templó  en  tales 
términos  y  se  arregló  la  envejecida  y  descon- 
certada máquina  de  mi  tío  de  tal  manera,  que, 
no  en  un  cesto,  sino  bien  sentado  en  el  sillón 
de  vaqueta  de  su  dormitorio,  y  bien  forrado  y 
envuelto  en  mantas  y  capotes,  consiguió  darse 
más  de  cuatro  cpanzadas  de  sol»  al  aire  libre 
en  el  abrigado  rincón  de  la  solana,  adonde  le 


46o     OBRilS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

sacaba  yo  poco  menos  que  en  vilo,  por  la  puer- 
ta de  su  alcoba,  entre  las  tempestades  de  votos 
y  reniegos  con  que  protestaba  contra  da  perra 
acabación!  que  en  tan  miserables  extremos  le 
ponía. 

Tuvo  muchas  visitas  en  ese  tiempo,  y  la  fa- 
milia de  don  Pedro  Nolasco  se  las  hacía  por 
mañana  y  tarde.  En  las  en  que  se  hallaba  el  ve- 
jancón de  la  Castañalera,  cada  vez  menos  soco- 
rrido de  palabra  y  de  asuntos  de  conversación, 
solía  interrumpir  los  largos  paréntesis  de  silen- 
cio con  descargas  como  ésta  y  dos  cachiporra- 
zos en  el  suelo: 

— ¡Vaya,  vaya  con  el  bueno  de  Celso  que  se 
nos  quiere  morir  sin  más  ni  más!  No,  no;  pues 
como  valga  la  mía,  no  te  sales  tú  con  la  tuya. 
Eso  te  lo  juro  yo. 

Lituca,  si  se  hallaba  presente,  salía  al  quite 
de  la  impertinencia  con  una  broma  algo  forza- 
da en  que  me  aludía  á  mí  con  los  piadosos  fines 
de  que  rematara  yo  la  suerte  para  tranquilidad 
de  mi  tío.  Y  éstos  y  otros  parecidos  lances  eraa 
el  único  lado  agradable  que  tenía  para  mí  aquel 
cuadro  de  continuas  é  interminables  tristezas, 
sobre  las  cuales  iba  descollando  de  día  en  día  y 
á  medida  que  la  temperatura  se  templaba  y  sur- 
gían riscos  y  laderas  por  los  anchos  desgarrones 
abiertos  en  el  espeso  tapiz  de  nieve  por  los  ra- 
yos del  sol,  la  figura,  de  suyo  melancólica,  de 


PBÑAS  ARRIBA  46I 

la  mujer  gris,  particularmente  hacia  la  caída  de 
la  tarde,  y,  sobre  todo,  al  descolgar  el  calderón 
y  empuñar  los  dos  cántaros  de  barro  para  ir  á 
la  fuente  entre  día  y  noche»  según  costumbre 
inmemorial  en  ella.  Como  se  había  hecho  tan 
visible  para  mí  esta  agravación  de  los  espantos 
de  la  pobre  mujer,  la  observaba  con  cuidado 
xlesde  lejos,  y  por  eso  pude  notar  que  eran  de 
prueba  terrible  para  la  infeliz  aquellos  momen- 
tos: parecía  un  reo  de  muerte  que  caminaba 
hacia  el  patíbulo  cada  vez  que  se  alejaba  del 
cantaral  con  el  calderón  sobre  la  cabeza  y  una 
0scaia  en  cada  mano. 

De  uno  de  aquellos  viajes  volvió  que  daba 
compasión  y  susto  mirarla,  y  más  tarde  que  lo 
de  costumbre.  Se  la  conocía  en  los  ojos  que  ha- 
bía llorado  mucho,  y  anduvo  toda  la  noche  por 
la  casa  de  acá  para  allá  sin  saber  hacer  cosa 
con  arte.  Á  ratos  se  quedaba  como  alelada,  y  á 
ratos  se  sentía  acometida  de  una  inquietud  que 
no  la  dejaba  parar  en  ninguna  parte.  La  vi,  sin 
que  ella  lo  notara,  más  de  dos  veces,  en  la  pe- 
numbra del  carrejo,  llevarse  con  desesperación 
ambas  manos  á  la  cabeza,  y  la  oí  invocar  al 
mismo  tiempo,  en  voz  enronquecida  y  mal  do- 
minada, al  «devino  Dios  de  las  misericordias 
grandes,!  y  á  «la  Virgen  Santísima  de  las  Nie- 
ves, la  su  Madre  clemente  y  amorosa,  i  Desea- 
ba morir  de  pronta  muerte,  si  en  el  deseo  no 


462   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

pecaba,  antes  que  ser  testigo  *de  eyu  y  manchar 
la  vista  de  los  sus  ojos  en  una  vergüenza  tal.i 
Temí  por  su  razón;  y  movido  de  un  sentimien-^ 
to  de  lástima,  me  hice  el  encontradizo  con  ella. 
No  se  sobrecogió  al  verme,  corno  solía  en  tales 
casos;  al  contrario:  parecía  calmarse  un  poco  y 
reanimarse  con  mi  presencia,  y  hasta  noté  en 
ella  como  deseos  de  decirme  algo.  Tomándolo 
por  motivo,  la  hablé,  primero  para  tranquili- 
zarla, después  para  indagar,  para  descubrir  la 
casta  siquiera  de  aquellos  misterios  que  en  tran- 
ce tan  angustioso  la  ponían. 

— {Ahora  no!  ¡ahora  no! — me  dijo  después 
de  vacilar  un  poco; — cuando  no  pueda  más... 
cuando  la  carga  me  rinda  de  too,  ¡estonces! 
¡estonces!...  y  á  usté  solo.«.  Y,  por  caridá  de 
Dios,  don  Marcelo:  que,  hoy  por  hoy,  no  sepa 
ná  de  estos  espantos  que  me  acaban,  el  señor 
su  tío...  ¡ni  naide,  si  ser  pudiera!... 

Apartóse  de  mí  con  esto  y  huyó  á  encerrarse 
en  su  cuarto,  mientras  volvía  yo  al  de  mi  tío 
seriamente  preocupado  y  sin  saber  qué  pensar 
de  aquellas  cosas  tan  raras. 

Nada  ocurrió,  por  fortuna,  que  hiciera  nece- 
saria la  presencia  de  la  infeliz  mujer  en  ningu- 
na parte  de  la  casa  aquella  noche.  La  cual  de- 
bió de  ser  bien  terrible  para  ella;  porque  apenas 
me  hube  levantado  yo  de  la  cama  al  día  siguien* 
te,  y  eso  que  madrugué  tanto  como  el  sol,  apa-^* 


PEÑAS   ARRIBA  463 

recio  como  un  fantasma  en  mi  cuarto,  después 
de  haberme  pedido  permiso  para  ello  entrea- 
briendo la  puerta  con  mucho  cuidado.  Tenía 
los  ojos  hundidos  y  circundados  de  una  aureo- 
la cenicienta;  parecía  que  le  habían  chupado 
las  brujas  los  pocos  jugos  de  la  cara,  sobre  la 
que  caían,  por  debajo  del  pañuelo  atado  á  la 
cabeza,  encrespados  mechones  de  cabellos  gri- 
ses; le  temblaban  los  resecos  labios,  y  salía  de 
su  garganta  la  voz  enronquecida  y  como  rechi- 
nando. Dejóse  caer  de  rodillas  delante  de  mí, 
y  pidió  por  todos  los  santos  del  cielo  que  la 
oyera  como  en  confesión. 

— Porque — me  dijo  por  último,  entre  sollo- 
zos mal  comprimidos  y  espasmos  de  todo  el 
cuerpo, — ya  no  puedo  más  con  la  carga,  y  lle- 
gó la  hora  de  quitármela  de  encima  ó  de  morir 
debaju  de  eya. 

Hice,  ante  todo,  que  se  incorporase  y  que  se 
sentara  en  una  silla,  cerré  por  dentro  la  puerta 
del  gabinete,  sentéme  yo  en  seguida  junto  á  la 
infeliz  mujer,  y  me  dispuse  á  oiría,  conforme 
ella  lo  deseaba,  después  de  dirigirla  palabras 
de  conmiseración  y  de  aliento. 


XXV 


os  partes  tuvo  la  confesión  de  Facía, 
En  la  primera  me  declaró  todo  loque 
yo  sabía  perfectamente  por  boca  de 
Chisco:  la  historia  de  su  desdichada 
unión  con  el  picaro  baratijero  contra  la  volun- 
tad y  las  sabias  advertencias  de  mi  tío,  que 
era  como  su  padre  y  señor.  Por  desoírle,  decía 
la  infeliz,  había  faltado  á  la  ley  de  Dios,  y  por 
esta  falta  había  venido  el  castigo  de  sus  des- 
venturas; desventuras  que  ella  había  sufrido, 
aunque  con  muchas  lágrimas,  sin  una  sola  que- 
ja.  Era  su  deber.  Que  arrastrara  la  vida  como 
una  carga  afrentosa;  que  las  pesadumbres  y  los 
dolores  fueran  minándola  y  consumiéndola  poi: 
donde  nadie  más  que  ella  lo  notara;  que  enca- 
necieran sus  cabellos  fuera  de  sazón  y  que  no 
hallara,  para  reponer  las  fuerzas  gastadas  en 
los  trabajos  y  cavilaciones  del  día,  el  descanso 
de  la  noche,  la  tranquilidad  del  sueño  que  no 
le  falta  al  pordiosero  que  mata  el  hambre  Ha- 
TOMO  XV  30 


466      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  If .  DE  PEREDA 

mando  de  puerta  en  puerta  y  errando  de  monte 
en  monte,  con  un  zurrón  á  la  espalda  y  un  pa- 
luco  en  la  mano,  ¿qué  importaba?  Desconocié- 
ralo  su  hija,  tuviérase  por  huérfana  de  un  pa* 
dre  honrado,  y  esto  solo  la  daba  gran  consuelo 
y  las  fuerzas  necesarias  para  llevar  su  cruz  co- 
mo una  carga  redentora  de  sus  delitos,  imper- 
donables en  la  otra  vida  sin  una  dura  peniten- 
cia en  ésta.  Cuando,  con  las  miras  puestas  en 
estos  ñnes»  vacilaba  un  poco,  porque,  al  cabo, 
era  tierra  frágil  y  miserable,  y  desconfiaba  de 
sus  bríos,  y  se  veía  á  punto  de  tropezar  y  de 
caer,  acudía  al  amparo  de  don  Sabas;  y  allá,  á 
la  reja  del  confesonario,  en  los  profundos  de  la 
iglesia,  al  romper  los  primeros  albores  del  día, 
ella,  después  de  besar  el  polvo  de  los  suelos  y 
de  regarle  con  sus  lágrimas,  declarando  sus 
pesadumbres  y  flaquezas,  y  él  reprendiéndola 
y  exhortándola  con  la  sabiduría  y  la  dulzura 
de  un  padre  cariñoso  á  un  hijo  muy  desdicha- 
do, hallaba  siempre  los  perdidos  alientos  para 
continuar  la  subida  de  su  Calvario  con  la  carga 
de  su  cruz...  Así  estaban  las  cosas  cuando  yo 
había  llegado  á  Tablanca. 

Pregúntela  por  qué  en  la  gran  cuita  que  de 
tal  modo  la  atribulaba  entonces  no  había  bus- 
cado, como  otras  veces,  los  consejos  y  la  ayu- 
da de  don  Sabas.  Respondióme  que  eran  ca- 
sos muy  diferentes  unos  y  otros;  que  no  de- 


PBÑA8  ARRIBA  467 

pendía  de  su  resignación  ni  de  sus  ánimos  el 
que  en  tales  congojas  la  ponía,  y  que  yo  era  el 
único  ser  viviente  de  los  de  ella  conocidos, 
llamado  á  entender  en  él  antes  que  nadie. 
Asómbreme,  lloró  desconsolada,  golpeóse  la 
cabeza  con  las  manos,  se  mordió  los  puños 
apretados  convulsivamente,  volvió  á  hincarse 
en  el  suelo  para  pedirme  perdón  abrazada  á 
mis  rodillas,  creció  mi  asombro,  conseguí  con 
trabajo  que  se  sentara  de  nuevo,  y  la  conjuré, 
por  todos  los  santos  de  la  corte  celestial,  á  que 
me  declarara  en  seguida  todo  cuanto  tenía  que 
declararme, 

Rehízose  algo  á  fuerza  de  empeñarse  en  ello, 
y  comenzó  así  entre  suspiros  muy  hondos  y 
sollozos  mal  reprimidos,  la  segunda  parte  de 
su  extraña  confesión: 

— Estando  las  cosas  de  esta  suerti,  una  tar- 
de, al  abocar  ya  de  la  noche...  (á  los  tres  días, 
por  más  señas,  de  venir  usté  á  Tablanca),  cogí 
yo  los  cántaros,  como  los  cogía  toas  las  tardes 
al  caer  el  sol  y  los  cojo  á  la  presente  y  los  he 
cogido  dende  que  tuve  fuerzas  pa  eyu,  y  fuíme 
por  el  agua.  La  fuenti,  tal  que  usté  lo  sabe, 
está  cayeju  arriba  de  aquí,  á  medio  cuarto  de 
hora  de  un  buen  andar,  subiendo,  y  en  una 
rinconá  muy  jonda  á  la  derecha,  según  se  sube. 
Por  estar  tan  á  tresmanu  del  lugar  y  tan  pla- 
centera de  esta  casa,  solamente  nusotros  bebe- 


468        OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

tnos  de  eya;  de  suerte  y  modu,  que  es  una  so- 
ledá  de  las  más  solas  á  toas  las  santas  horas 
del  día  y  de  la  noche.  Pos  quién  le  diz,  señor 
don  Marcelo  de  mi  alma,  que  andando,  andan- 
do, y  bien  á  la  descuida  por  cierto,  en  aqueya 
tardezuca  que  le  pinto,  malas  penas  aboco  á  lo 
más  oscuro  de  la  rinconá,  cuando  me  doy  con 
los  jocicos...  ¡Virgen  María  la  mi  Madre  délas 
Nieves!  con  la  estampa  de  honábre  más  desas- 
irá que  en  los  jamases  había  yo  visto  ni  veré» 
Túvele  por  salteador  facinerosu.  Dime  por  fe- 
necía ayí  mesmu,  y  clamé  al  devino  Dios,  sol- 
tando los  botijos  de  las  manos  y  en  un  puro 
temblor  de  todo  el  cuerpo.  Alzóse  en  esto  el 
hombre,  que  estaba  sentau  en  una  peña  debajo 
del  binquizal  más  tupio  que  hay  ayí,  y  habló 
pa  chunguease  con  los  mis  ajuegos  que  bien  á 
la  vista  estaban,  y  pa  júrame  que  venía  de  paz, 
si  no  se  le  ponía  en  extremos  de  venir  de  gue- 
rra. ••  porque  él  á  too  se  amañaba.. •  Y  enton- 
ces, entonces,  señor  don  Marcelo,  entonces  fué 
cuando  yo  entendí  que  se  me  enturbiaba  la 
vista,  y  se  me  cuajaba  la  sangre  en  las  venas, 
y  sejundfael  suelo  en  que  pisaba...  Aqueyu 
fué  el  espantu  de  los  espantus,  y  las  congojas 
de  las  agonías  de  la  muerte...  Porque  jSanta 
Virgen  la  mi  Madre  celestial!  aquel  enemiga 
de  hombre  tan  jaraposu  y  tan  mal  encarau,  por 
voz  y  moviciones  y  palabras,  resultó  ser  él. 


FBÑAS  ARRIBA  469 

^61  mesmu  en  huesu  y  carne^  en  alma  y  vidal 

— ¿Quién? — pregunté  á  Facía,  más  con  la  in- 
tención de  distraerla  del  paroxismo  en  que  ha- 
bía vuelto  á  caer,  que  por  la  curiosidad  de  una 
respuesta  que  casi  adivinaba  yo. 

—Pos  él,  señor  don  Marcelo — me  dijo  la 
infeliz  retorciéndose  las  manos  entrelazadas  y 
con  el  espanto  en  los  ojos,  como  si  tuviera  al 
hombre  aquél  delante  de  ellos; — el  propiu  cau- 
santi  de  mis  penas  sin  consuelo;  {el  mal  padre 
de  la  hija  infeliz  de  las  mis  entrañas! 

— Pero  ¿está  usted  segura  de  que  era  él? — 
pregunté  á  Facia  fingiendo  unas  dudas  y  un 
asombro  que  no  sentía. 

— jAy,  señor! — me  respondió  sollozando;— 
aunque  no  lo  hubiera  estau  entonéis,  que  bien 
lo  estuve,  ¡he  tenío  tantos  motivos  pa  estarlu 
dimpués  acá! 

— Corriente— añadí. — ^Pero  ¿de  dónde  ve- 
nía... y  para  qué...  y  por  qué? 

— Pos  venía,  según  relate  que  me  jizo  con 
aquel  palabrear  zalameru  que  siempre  tuvo  y 
á  mí  me  entonteció  en  su  día,  de  por  esus  mun- 
dus  aya;  lejos,  ¡muy  lejos!...  hasta  más  lejos, 
á  veces,  que  la  otra  banda.  Ya  ve  usté  si  será 
bien  lejos.  Siempre  buscándose  el  bien  vivir,  y 
nunca  dando  con  él.  Llegó  á  verse  hasta  en 
cadenas,  años  y  años,  aunque  nunca  por  culpa 
suya,  sino  de  otros,  malos  amigos  y  plores 


470   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M .  DE  PEREDA 

compañerus  de  trabajo.  Al  cabo  de  los  tiem- 
pos, alcontróse  libre  de  prisiones  y  señor  de  sí 
mesmo;  pero  se  vio  solo  y  desamparao,  enve- 
jeció de  cuerpo  y  falto  de  salú;  le  jalaba  esta 
tierra  porque,  al  cabo  y  finiquito,  aquí  le  que- 
daban peazos  de  las  sus  entrañas;  y  en  busca 
del  amparu  de  eyus  le  puso  el  su  corazón  que 
no  le  mentía.  Tomando  lenguas  á  tiempo,  su- 
po de  mí...  ¡ay,  señor  don  Marcelo!  creo  que 
hasta  más  de  lo  que  sé  yo  mesma.  Por  saber 
de  too,  sabía  desde  que  me  lo  había  oído  á  mí 
en  horas  mejores,  aunque  bien  contás  fueron, 
que  el  señor  mi  amo  entrega  á  sus  sirvientis  las 
sóidas  de  tiempo  en  tiempo,  pa  que  hagamus 
de  eyas  lo  que  más  nos  venga  en  gusto.  Con 
este  saber  y  el  del  vivir  de  nusotras  dos,  traía 
el  indino  de  él  bien  ajusta  la  cuenta,  año  por 
año  y  día  por  día,  del  montante  del  agorro  que 
yo  debía  guardar,  y  guardaba  en  verdá  de  Dios,, 
como  oro  en  paño,  pa  el  mejor  acomodo  de  la 
mi  Tona  el  día  de  mañana.  No  quería  darse  á 
ver  por  entonces  en  el  pueblo;  pero  vivía  en 
otro  no  muy  lejanu  y  podíamos  entendernos  él 
y  yo  muy  á  menudo  si  el  caso  lo  pedía. 

Hasta  aquí  fué  lo  dulce  de  la  entrevista,  se- 
gún el  relato  de  Facia.  Para  la  pintura  de  lo 
amargo  de  ella  y  mucho  de  lo  sucedido  des- 
pués, ya  no  tuvo  la  infeliz  relatora  ni  colores 
ni  arte  ni  fuerzas.  Perdía  el  hilo  de  los  sucesos 


PBKAS   ARRIBA  47 1 

y  me  embrollaba  el  asunto.  Deseando  yo  cono- 
cerle á  fondo  y  por  derecho,  acudí  á  confortar- 
la y  á  dirigirla  con  reflexiones  de  cañño  y  con 
preguntas  de  indagación  minuciosa.  Me  salió 
bien  el  procedimiento,  y  la  substancia  de  mi 
labor  fué  ésta: 

Bien  ajustada  por  el  marido  la  cuenta  de  los 
haberes  de  su  mujer,  vino  la  exigencia  del 
primer  donativo.  Por  entonces  tenía  bastante 
con  ello;  después,  ya  se  vería.  Facia  no  lo  trae- 
ría á  mano,  porque  no  contaba  al  ir  á  la  fuente 
con  aquella  urgencia  repentina;  pero  él  se  com- 
prometía á  volver  á  recogerlo  allí  mismo  al  día 
siguiente  á  la  misma  hora,  y  era  igual.  Si  ella 
deseaba  callarse  como  una  muerta  en  lo  tocan- 
te á  aquel  encuentro  y  á  lo  que  fuera  siguién- 
dose de  él  tpor  respetos  equis  ó  tales,!  el 
hombre  no  se  opondría  á  ello,  porque  era  cde 
un  natural  caballero  y  generoso,  y  sabía  poner- 
se en  todos  los  casos,  i  Pero  debía  tener  Fa- 
cia entendido  (y  le  encarecía  mucho  la  adver- 
tencia, por  su  bien)  que  él,  con  las  carceladas 
y  cadenas  que  había  sufrido,  tenía  saldadas  to- 
das sus  cuentas  con  la  justicia.  Era  libre  como 
el  aire,  y  estaba  en  posesión  de  todos  sus  de- 
rechos, incluso  el  de  vivir  con  su  mujer  ó  el  de 
reclamar  á  su  hija  para  llevársela  consigo,  si  lo 
primero  no  le  convenía.  Si  la  decían  otra  cosa 
por  lo  de  las  requisitorias  llegadas  á  Tablanca 


47^      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

á  raíz  de  faltar  él  de  allí,  no  le  dirían  la  ver- 
dad: primero,  porque  era  inocente  de  todo  lo 
que  se  le  achacaba;  y  segundo,  porque,  aun- 
que no  lo  fuera,  pagado  con  sobras  lo  tenía  ya 
en  montón  con  otros  pecados...  que  tampoco 
había  cometido.  Pero  él  (volvía  á  repetirlo)  no 
intentaría  prevalerse  de  su  derecho:  conocía  las 
cosas,  y  no  se  apartaría  del  gusto  de  su  mujer, 
si  le  tenía  en  que  lo  tapado  no  se  descubriese 
ni  por  las  moscas.  Así,  y  con  este  sacrificio  de 
su  parte,  podía  llegarse  también  á  los  fines  que 
él  iba  buscando  con  su  vuelta  á  Tablanca. 

Para  la  desdichada  mujer,  que  ya  se  había 
considerado  libre  de  aquel  padrón  de  afrenta, 
y  sólo  aspiraba  á  que  en  el  pueblo  se  fuera  ol- 
vidando, como  se  olvidaba,  que  había  existido, 
y  á  que  su  hija  no  tuviera  jamás  la  menor  sos- 
pecha de  él,  la  aparición  repentina  de  aquel 
hombre  superaba  con  mucho  á  todo  cuanto  po- 
día imaginarse  en  la  escala  de  las  humanas  des- 
venturas. Creyó  á  puño  cerrado  cuanto  el  pica- 
ro la  afirmó,  y  desde  aquel  instante  quedó  in- 
defensa esclava  suya,  como  el  pájaro  de  la 
sierpe  que  le  fascina  y  aterra.  La  hacienda,  la 
vida:  todo  le  parecía  poco  para  comprar  el  si- 
lencio del  infame  y  poner  entre  él  y  su  hija  un 
muro  tal,  que  ni  las  águilas  fueran  capaces  de 
volar  tan  alto. 

Y  todo  se  fué  haciendo  como  el  bribón  lo 


PBÑAS  ARRIBA  473 

pedfa.  En  la  fuente  y  al  anochecer,  las  entrevis- 
tas; y  en  cada  entrevista,  un  donativo  de  Facía 
y  nuevas  baladronadas  del  tunante  sobre  el 
sacrificio  que  hacía  por  el  bien  y  el  sosiego  de 
su  familia^  viviendo  sin  hogar  y  á  salto  de  ma- 
ta. Como  su  cprestado  domicilio!  estaba  bas- 
tante lejos  de  Tablanca  (aunque  tenía  para  las 
ocasiones  de  apuro  cun  apeadero»  á  la  mitad 
del  camino,  bien  abrigado  de  los  temporales  y 
á  cubierto  de  la  cAriosidad  de  las  gentes),  las 
apariciones  del  hombre  aquél  sólo  ocurrían  en 
tiempo  bonancible;  y  de  aquí  lo  que  angustia- 
ban á  Facia  los  días  soleados  y  lo  que  la  de- 
leitaban los  borrascosos,  pues  aunque  no  eran 
diarias,  ni  mucho  menos,  las  entrevistas  en  los 
primeros,  se  hacían  imposibles  en  los  se* 
gundos. 

Uva  á  uva,  pronto  se  acabó  el  racimo  de  los 
ahorros  de  la  desventurada  mujer;  y  cuando  ya 
nada  la  quedó  que  ofrecer  á  la  insaciable  vora- 
cidad del  vampiro,  comenzó  éste  á  esbozar 
otras  exigencias  que  tardó  en  comprender  el 
ofuscado  y  nunca  muy  sutil  entendimiento  de 
Facia. 

Cuando  llegó  á  comprenderlas  por  declarar- 
las el  otro  sin  ambajes  ni  repulgos,  las  angus- 
tias de  la  desventurada  fueron  tales,  que  le  pa- 
recieron de  juego  las  sufridas  hasta  allí.  £1  no 
podía,  en  conciencia,  conformarse  con  la  mise- 


474      OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PBRBOA 

ria  recibida  de  su  mujer.  Su  abnegación  y  sus 
sacrificios  en  bien  de  la  tranquilidad  de  su  cado- 
rada  familia  •  valían  mucho  más,  y  había  que 
buscarlo  donde  lo  hubiera;  y  como  lo  había 
abundante  en  casa  de  su  amo,  de  mi  tío,  de 
allí  había  de  salir,  y  mucho,  y  en  seguida,  y 
con  el  ingenio  y  por  la  mano  de  su  misma  sir- 
viente, de  la  propia  Facía.  Sentía  muchísimo 
llevar  las  cosas  por  ese  lado  y  tan  de  prisa; 
pero  la  picara  necesidad  le  obligaba  á  ello. 
Era,  ante  todo,  leal  y  agradecido,  y  debía  gran- 
des favores,  que  quería  pagar,  á  otros  dos  caba- 
lleros que  habían  compartido  con  él  sus  traba- 
jos de  presidio  y  no  le  habían  abandonado  des- 
pués hasta  el  momento  en  que  así  lo  decla- 
raba. 

Aquí  me  asaltó  de  pronto  un  recuerdo,  y  pe- 
dí á  Facia  las  señas  particulares  de  su  marido. 
Comenzó  por  la  de  un  chirlo  en  la  cara  que  le 
partía  un  ojo  y  la  nariz,  y  no  necesité  de  las 
restantes  para  dar  por  conocido  al  personaje. 
Sin  descubrirle  mis  sospechas,  la  reprendí  du- 
ramente por  haberme  ocultado  hasta  entonces 
lo  que  me  estaba  declarando.  Á  él,  más  que  á 
ella,  le  importaba  callar,  porque  tenía  grandes 
cuentas  pendientes  con  la  justicia.  Todo  lo 
que  la  había  dicho  en  contrario,  era  un  embus- 
te para  explotar  su  candorosa  ignorancia.  Se  le 
podía  haber  cogido  en  una  de  sus  emboscadas. 


PEÑAS  ARRIBA  475 

eomo  á  un  zorro  en  el  cepo,  como  se  le  cogería 
de  seguro  si  aun  andaba  por  allí... 

Á  esto  se  estremeció  de  espanto  la  angus- 
tiada mujer  y  volvió  á  caer  de  rodillas  delante 
de  mí,  para  pedirme  por  Dios  crucificado  que 
no  se  hiciera  tal  cosa.  También  á  ella  se  la  ha- 
bía ocurrido  alguna  vez  que  podía  no  ser  ver- 
dad todo  lo  que  él  la  decía  «al  auto  de  aque- 
llos particulares;»  pero  ¿y  qué?...  Si  lo  que  la 
acongojaba  no  era  eso,  sino  el  temor  al  ruido  y 
al  escándalo;  á  que  el  lugar  se  enterara  del  ca- 
so, y  después  don  Celso,  y,  sobre  todo,  su  hi- 
ja. iOh,  esto  nunca!...  ¡Tapar,  tapar  y  no  más 
que  tapar!...  Por  ello,  la  vida  suya  y  cien  vi- 
das  y  mil  vidas;  el  suplicio  en  cruz,  en  la  lum- 
bre de  un  horno;  descuartizada  viva...  enterra- 
da en  salud,  entre  sapos  y  serpientes. 

— ¿Y  el  robo  también? — la  interrumpí  con 
mal  disimulada  dureza. 

— ¡Señor! — me  respondió  como  aterrada  por 
el  sonido  de  la  pregunta. — Aunque  capaz  fuera 
de  eyu,  ¿qué  sé  yo  onde  guarda  las  riquezas  el 
mi  amo,  ni  si  las  tiene  en  casa  tan  siquiera? 

Aquí  me  refirió,  espiritada  y  convulsa,  des- 
pués de  sentarse  otra  vez,  por  mis  reiterados 
mandatos,  cómo,  no  teniendo  valor  para  hacer 
lo  que  el  infame  la  proponía,  ni  resolución 
bastaute  para  negarse  á  ello,  había  ido  entre- 
teniéndole las  impaciencias  con  aquel  reparo  y 


47^      OBRAS  DE  D.  JOSá  M.  DE  PEREDA 

con  el  de  la  continua  presencia  mía  y  de  otras 
muchas  gentes  en  la  casa,  con  motivo  de  la  re- 
caída de  su  amo  (porque  esto  ocurrió  en  los 
días  que  siguieron  á  la  nevada);  pero,  aunque 
de  todo  estaba  enterado  él>  á  nada  de  ello  daba 
la  menor  importancia:  al  contrario,  sostenía 
que  al  amparo  de  aquellos  quehaceres  y  preo- 
cupaciones, era  como  mejor  podía  ella  lograr 
sus  intentos,  si  los  ponía  por  obra.  Esto,  por 
las  buenas;  porque  si  aún  la  parecía  mucho, 
acudiría  á  las  malas,  pues,  por  las  malas  ó 
por  las  buenas,  ello  había  de  hacerse,  y  en  el 
aire. 

La  infeliz  no  sabía  qué  partido  tomar  dentro 
de  aquel  estrecho  círculo  de  hierro  candente, 
abrasador;  y  como  las  impaciencias  del  pícsuro 
no  daban  la  menor  tregua,  un  día,  la  víspera 
del  en  que  Facia  me  lo  contaba,  la  había  dicho 
61:  cPuesto  que  no  te  resuelves  á  cogerlo  con 
tus  manos,  hemos  resuelto  nosotros  robarlo  con 
las  nuestras.  Hacia  la  media  noche  de  mañana, 
cuando  ya  no  quede  señal  de  hombre  en  la  co- 
cina hi  chispa  de  rescoldo  en  el  hogar  y  duer- 
man todos  en  la  casa,  llegaremos  al  portón  de 
la  calleja.  Entonces  oirás  un  silbido  de  este 
aire  (y  silbó  por  lo  bajo  de  cierto  modo).  Sin 
más  que  oírle,  te  llegas  callandito  al  estragal  y 
me  abres  la  puerta,  con  tal  finura  y  cuidado, 
que  ni  las  mismas  bisagras  se  enteren  de  ello. 


PEÑAS   ARRIBA  477 

Lo  demás  corre  de  nuestra  cuenta.  Ya  dare- 
mos con  el  gato,  por  escondido  que  esté.  Si  hay 
alguno  demasiado  ligero  de  sueño,  boca  abajo 
para  insacula  en  cuanto  se  despierte,  y  el  pri- 
mero tu  amo,  si  es  que  no  ha  habido  que  em- 
pezar por  su  sobrino...  ó  no  se  dejan  amarrar 
todos  con  la  docilidad  que  pide  el  caso .  Con- 
que ya  estás  advertida,  y  bien  te  consta  cómo 
las  gasto.  Sabiendo  que  me  juego  la  vida  en  el 
trance,  figúrate  lo  que  se  me  importará  de  la 
tuya  si  hay  que  ponerla  en  pleito  porque  se  te 
haya  ido  un  poco  la  lengua  en  todo  el  día,  y 
por  razón  de  ello  no  encontramos  la  casa  por 
la  noche  en  el  sosiego  y  la  tranquilidad  que 
siempre  tuvo  á  tales  horas. » 

Dicho  todo  esto  con  un  cinismo  feroz,  mar- 
chóse, dejando  á  Facia  más  muerta  que  viva. 
Y  así  estaban  las  cosas;  y  estando  así,  ¡cómo 
gozar  hora  de  sueño  ni  minuto  de  tranquilidad, 
ni  cómo  dejar  de  confesarlo  al  fin  y  al  postre, 
ni  á  quién,  si  no  á  mí? 

Interesóme  de  veras  el  caso,  porque  vistos 
los  antecedentes  del  i caballero!  aquél  y  de  sus 
fidalgos  camaradas,  no  era  para  tomado  á  risa; 
y  después  de  meditar  un  poco  mientras  Facia 
gemía  y  se  retorcía  las  manos  cadavéricas,  la 
dije: 

—¿De  manera  que  eso  ha  de  suceder  esta 
misma  noche? 


478   OBRAS  DB  D.  JOSé  M.  DE  PBRBDA 

— Así  fué  la  amenaza, — respondióme,  casi 
sin  voz  para  ello. 

Notaba  yo  que  la  pobre  mujer  estaba  en 
aquellos  instantes  bajo  la  doble  tortura  de  los 
sucesos  mismos  declarados,  y  del  temor  á  lo 
que  pudiera  alcanzarla  del  mal  juicio  que  yo 
hubiera  formado  de  todo  ello;  inspirábame 
honda  compasión,  y  con  el  ñn  de  aliviarla  un 
poco  de  ambos  tormentos,  la  hablé  así: 

— En  primer  lugar,  del  dicho  al  hecho  siem- 
pre hay  gran  trecho,  y  mucho  más  si  los  he- 
chos son  de  la  magnitud  de  éste  que  á  usted  la 
espanta;  de  manera  que  las  amenazas  de  venir 
esta  noche  esos  bandoleros  á  desbalijar  á  mi 
tío,  se  cumplirán...  ó  no  se  cumplirán;  y  bien 
pesado  y  medido  todo,  quizás  fuera  preferible 
que  vinieran,  particularmente  para  usted,  por 
aquello  de  que  t  muerto  el  perro,  se  acabó  la 
rabia.»  En  segundo  lugar,  con  la  confesión  que 
usted  me  ha  hecho,  y  ¡ojalá  se  le  hubiera  ocu- 
rrido hacérmela  la  primera  vez  que  topó  con 
su  marido  en  la  fuente!  si  no  viene  por  aquí  es- 
ta noche  á  liquidar  todas  sus  deudas  en  una 
sola  partida,  tengo  todo  lo  que  necesito  saber 
para  obligarle,  por  la  cuenta  que  le  trae»  á  que 
abandone  esta  comarca  callandito  la  boca  y  á 
buen  andar  por  donde  nadie  le  vea,  y  la  deje 
á  usted  en  santa  paz  por  todos  los  días  de  su 
vida.  De  modo  que  no  hay  para  qué  gemir  ni 


PEÑAS  ARRIBA  479 

angnstiarse,  como  usted  gime  y  se  angustia. 
Déjelo,  pues,  todo  á  mi  cargo;  obedézcame  en 
cuanto  yo  disponga;  comience  por  arreglarse  el 
tocado  y  el  vestido,  después  de  alegrar  un  po- 
co los  sombríos  celajes  de  la  cara;  vuelva  á 
ocuparse  desde  ahora  en  sus  ordinarios  queha- 
ceres con  el  remango  que  solía;  atienda  á  mi 
tío  como  siempre,  y  cuide  mucho  de  que  Tona 
no  empiece  á  poner  en  duda  las  disculpas  con 
que,  en  éstos  y  otros  días  de  tormenta,  ha  es- 
tado usted  engañando  su  candidez.  Conque  ya 
está  usted  absuelta  de  todo  pecado  por  lo  que 
á  mí  toca;  y  ánimo,  y  á  cumplir  la  penitencia 
que  la  acabo  de. imponer. 

Con  esto  la  di  dos  palmaditas  en  la  espalda; 
logré  que  las  angustias  desesperadas  de  antes 
se  trocaran  en  copioso  y  sosegado  llanto;  in- 
corporóse al  fin  con  cierto  brío;  intentó,  y  no 
se  lo  consentí,  besarme  las  manos;  y  después 
de  prometerme  que  emplearía  todos  los  alien- 
tos que  la  quedaban  de  los  suyos  y  los  que  yo 
la  había  prestado,  en  obedecer  mis  mandatos, 
se  dirigió  á  la  puerta.  Pero  yo  no  sé  qué  vio 
de  pronto  en  la  luz  del  aposento,  que  se  lanzó, 
con  aquella  fuerza  que  siempre  la  arrastraba , 
un  tiempo  hacía,  á  leer  los  fenómenos  meteoro- 
lógicos en  la  bóveda  celeste,  á  uno  de  los  cuar- 
terones de  la  puerta  de  la  solana.  Allí  se  estu- 
vo unos  instantes  devorando  el  espacio  con  los 


480   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  II.  DE  PEREDA 

ojos.  Acerquéme  yo  al  otro  cuarterón,  y  excla- 
mó ella  entonces: 

— ¡Ay,  señor  don  Marcelo!...  Si  las  señales 
no  mintieran,  ¡qué  suerte  la  nuestra!...  iMiri, 
miri  esas  nieblas  que  abajan  por  ayí...  y  por 
ayí,  y  por  toas  partes;  míri  esi  cielu  encenizau 
y  escuru;  miri  aqueyas  motas  negras  de  aya 
arriba,  que  son  butres  que  pasan  cara  acá!... 
Pos  lo  unu  y  lo  otru  y  too  eyu  en  juntu,  y  este 
frío  que  ahora  noto  que  se  sienti,  too  es  nieve, 
nieve  puraque^se  cuez  y  está  pa  caer  de  una 
hora  á  otra.  ¡Si  el  Señor  y  mi  Padre  de  los  cie- 
los fuera  tan  misericordiosu  que  tampocu  esta 
vez  fallaran  los  barruntus!... 

Y  con  esto  abandonó  el  observatorio  sin  es- 
perar mi  respuesta,  y  salió  del  gabinete  casi  ba- 
tiendo las  palmas  y  con  una  agilidad  descono- 
cida en  ella  mucho  tiempo  hacía. 

Yo  me  quedé  ¿i  qué  negarlo?  haciendo  votos 
por  que  los  barruntos  no  fallaran;  después  me- 
dité un  rato  sobre  los  sucesos  que  podrían  ocu- 
rrir aquella  noche;  y  con  el  esbozo  de  un  plan  en 
la  cabeza,  dejé  mi  cuarto  y  pasé  al  de  mi  tío. 


•o» 


XXVI 


N  aquel  momento  entraba  Neluco.  Yo 
no  había  visto  al  enfermo  más  que  un 
instante  después  de  saltar  de  la  ca- 
ma; nada  había  respondido  á  mis  pre- 
guntas, porque  dormitaba,  y  á  la  escasa  luz  que 
entonces  aclaraba  un  poco  las  tmíeblas  del  dor- 
mitorio, nada  tampoco  me  había  chocado  en  su 
aspecto;  pero  al  observarle  nuevamente  y  á 
mejor  luz,  ya  me  pareció  cosa  muy  distinta. 
Estaba  mucho  más  anheloso  que  por  la  noche, 
más  azulado  de  color,  más  vidrioso  de  mirada, 
y,  sobre  todo,  muy  atormentado  por  la  tos  y 
muy  inquieto  en  la  cama.  Miré  á  Neluco,  que 
le  estaba  pulsando,  y  leí  en  su  cara  sombría  la 
confirmación  de  mi  diagnóstico.  De  pronto  nos 
dijo  él  con  voz  tenue  y  silabeando  casi  las  pa« 
labras  por  no  alcanzar  á  más  sus  alientos: 
— ^Hoy  no  me  gusto  pizca,  muchachos. 

TOMO   XV  31 


482      OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DE  PEREDA 

Nos  miramos  el  médico  y  yo,  y  le  preguntó 
éste: 

— ¿Por  qué  lo  dice  usted? 

— Porque  me  encuentro  peor  que  el  día  en 
^que  más  malo  me  he  visto. 

— Aprensiones  de  usted,— dije  yo,  por  decir 
algo  que  le  animase. 

— Eso  ha  de  verse  pronto, — ^respondió  el  en- 
fermo. 

Ncluco,  entre  tanto,  continuaba  pulsándole, 
ora  en  una  muñeca,  ora  en  la  otra;  después 
arrimó  el  oído  á  su  pecho,  encima  del  corazón, 
y  le  descubrió  y  palpó  las  piernas  hasta  la  ro- 
dilla; hízole  varias  preguntas  luego,  y,  por  úl- 
timo, se  quedó  un  buen  rato  arrimado  á  la  cama 
y  mirándole  fijamente,  con  la  cabeza  algo  caída, 
como  si  no  supiera  qué  decirle  ó  lo  estuviera 
discurriendo  en  vista  de  los  fenómenos  que 
observaba.  Yo  estaba  enfrente  de  Neluco,  arri- 
mado á  la  cama  también;  y  á  la  puerta  de  la 
alcoba,  con  ios  brazos  cruzados  y  de  pie,  como 
dos  estatuas  de  la  melancolía  y  de  la  curiosidad, 
Facia  y  su  hija  esperando  órdenes.  Las  prime? 
ras  fueron  de  mi  tío  para  pedir  totra  almoha- 
da,! y  eso  que  pasaban  de  tres  las  que  le  ser- 
vían de  apoyo  para  sus  espaldas  y  cabeza. 

Mientras  las  dos  mujeres  cumplían  el  man- 
dato y  mullían  y  arreglaban  el  montón  resul- 
tante para  menor  incomodidad  del  enfermo» 


PEÑAS   ARRIBA  483 

salió  Neluco  del  dormitorio  y  yo  tras  él,  por 
una  seña  que  me  hizo. 

—Esto  va  por  la  posta,— me  dijo  afuera,  de 
modo  que  no  lo  oyera  el  enfermo. 

— ^¿Tan  grave  le  halla  usted? — pregúntele. 

— Gravísimo— me  respondió. —Cuestión  de 
horas  más  ó  menos.  Así  es  que  si  apunta  el 
menor  deseo  de  confesarse,  no  se  le  contraríen 
por  ningún  miramiento;  y  si  no  le  apunta. ..  pro- 
curen ustedes  apuntársele.  No  le  dispongo  nada 
nuevo,  porque  todo  sería  inútil,  incluso  la  mor- 
tificación de  una  cantárida.  La  hinchazón  de 
las  piernas,  como  usted  habrá  visto,  ha  tomado 
esta  noche  un  gran  incremento...  el  propio  y 
natural  del  avance  repentino  que  ha  dado  la  en- 
fermedad, quizás  por  el  rápido  descenso  que  ha 
habido  en  la  temperatura  esta  madrugada..» 
porque  no  sé  si  habrá  notado  usted  que  hace  un 
frío  desde  el  amanecer,  que  corta  un  pelo. 

Esto  del  frío  produjo  en  mi  imaginación  un 
trastrueque  súbito  de  ideas;  y  olvidando  al  en- 
fermo, no  me  acordé  más  que  de  la  intentona 
dispuesta  por  los  tres  foragidos  para  aquella 
noche;  y  así  es  que  pregunté  á  Neluco  con  la 
misma  avidez  que  pudo  hacerlo  Facía  en  sus 
«mejores  días»  de  espantos  y  congojas: 

— ¿Cree  usted  que  nevará? 

— Y  de  firme— me  respondió  Neluco, — 
Todos  los  síntomas  son  de  una  nevada  de  las 


484     OBRAS  DE  D.  JOSÓ  M.  DE  PBREDA 

más  copiosas  y  duraderas  que  se  descuelgan 
por  acá. 

— ¿Y  cree  usted  también— insistí,— que  em- 
pezará hoy  mismo? 

— Como  que  ya  empezaba  cuando  yo  he  ve- 
nido— me  contestó. — ¡Vea  usted,  vea  usted! 

Y  me  condujo  á  la  puerta  de  la  solana,  desde 
cuyos  cuarterones  vimos  pasar,  llevados  por  el 
airecillo  glacial  que  soplaba  afuera,  algunos 
copos,  idénticos  á  los  que  yo  había  visto  al  em- 
pezar la  otra  nevada.  Sin  embargo,  el  cielo  no 
estaba  tan  «encenizadoi  ni  sombrío  como  en- 
tonces. Así  se  lo  advertí  al  médico,  y  él  me 
replicó: 

— Pero  todo  se  andará,  y  pronto,  no  lo  dude 
usted.  Por  lo  mismo — añadió, — hay  que  tener 
mucho  cuidado  con  el  abrigo  de  estas  habita- 
ciones. Que  no  falte  de  aquí  el  brasero  bien 
quemado,  de  modo  que  se  conserve  inalterable 
la  temperatura  que  ahora  hay  en  el  cuarto  del 
enfermo.  No  ha  de  sanarle  la  precaución,  ni  de 
mejorarle  siquiera,  por  supuesto;  pero  hay  que 
poner  de  nuestra  parte,  en  bien  de  él,  todo 
cuanto  sea  posible...  Otra  cosa:  en  vista  de  lo 
que  ocurre,  y,  particularmente,  de  lo  que  pueda 
ocurrir,  hace  aquí  £sdta  más  gente  que  ustedes, 
por  razones  que  en  otra  ocasión  análoga  le  di, 
y  pienso  avisar  á  Mari-Pepa  para  que  venga  en 
seguida  con  su  hija...  Es  posible  que  le  diga 


PBÑAS  ARRIBA  485 

también  algo  á  don  Sabas,  para  que  esté  pre- 
venido siquiera. 

Con  poco  más  que  esto  y  unas  advertencias 
que  me  hizo  concernientes  al  enfermo  después 
de  pasar  otro  ratito  á  su  lado,  se  fué  Neluco  y 
quédeme  yo  sumido  en  las  más  endiabladas  ca- 
vilaciones. £1  mismo  Satanás,  puesto  á  discu- 
rrir un  conflicto  para  la  casona,  no  le  hubiera 
hilado  tan  bien  como  lo  estaba  el  que  yo  temía 
para  aquella  noche,  si  las  amenazas  del  barati- 
jero  se  realizaban,  6  no  venía  á  impedirlo  y  á 
arreglarlo  todo  el  deus  $x  machina  de  la  nieve, 
en  la  dosis  en  que  me  la  había  pronosticado 
Neluco.  Porque  de  otro  modo,  t  ¡Virgen  la  mi 
Madre  celeste!  •  como  habría  dicho  en  igual  caso 
la  mujer  gris.  Don  Celso,  agonizante  quizás  á 
aquellas  horas,  ó  tal  vez  cadáver  ya;  Lita  y  su 
madre  á  su  lado,  asistiéndole  6  rezando  por  él; 
Facia  en  los  paroxismos  de  su  reproducida  tri- 
bulación; tres  bandoleros  asaltando  la  casa,  y 
yo,  con  Chisco  y  Pito  Salces,  á  tiro  limpio  con 
ellos,  acabando  de  matar  con  el  susto  á  mi  tío, 
si  aún  vivía,  y  poniendo  á  punto  de  morir  de 
congoja  á  las  mujeres,  á  dos  de  las  cuales,  por 
lo  menos,  estaba  yo  obligado  á  defender  de  todo 
riesgo  mientras  me  quedaran  un  soplo  de  vida, 
un  cartucho  que  quemar  ó  un  asador  que  es- 
grimir. Recién  oída  por  mí  la  confesión  de 
Facia,  me  había  imaginado  este  cuadro  mucho 


486   OBRAS  DB  D.  JOSÓ  If  •  DB  PBRBDA 

más  sencillo.  Chisco,  Pito  Salces  y  yo,  arma- 
dos hasta  los  dientes  y  bien  apercibidos,  en 
acecho  y  sin  respirar,  en  las  tinieblas  del  por- 
talón; uno  de  nosotros  abriendo  la  puerta  con 
las  precauciones  convenidas  en  cuanto  se  dejara 
oir  afuera  el  silbido  del  baratijero,  y  luego  los 
tres,  según  iban  entrando  los  bandidos...  ¡fuego 
á  quemarropa  sobre  ellos!  Ni  el  primer  peldaño 
de  la  escalera  habían  de  profanar  con  su  pie  los 
infames.  Para  que  no  se  sobrecogiera  mi  tío  con 
el  estruendo,  le  habría  engañado  yo  antes  con 
un  embuste  cualquiera:  le  habría  dicho,  por 
ejemplo,  que  se  había  visto  la  noche  antes  el 
lobo  rondando  la  casa  por  aquel  lado,  y  que 
pensábamos  matarle  en  las  altas  horas  de  la 
inmediata,  si  volvía.  Las  agallas  de  Chóreos  y 
de  Pito  Salces  me  eran  bien  conocidas,  y  no 
había  para  qué  avisar  más  gente  ni  dar  cuarto 
al  pregonero.  Nos  bastábamos  los  tres  para 
aquella  empresa,  por  de  pronto:  lo  demás,  es 
decir,  el  recoger  los  despojos  de  la  batalla,  los 
cadáveres  achicharrados  y  hechos  jigote,  ya  lo 
haría  la  justicia,  oportunamente  avisada.  Y  á 
esto  se  reduciría  todo.  Pero  con  el  nuevo  aspec- 
to de  las  cosas,  ignorado  por  los  bandidos;  con 
la  casa  llena  de  mujeres,  y  la  muerte,  con  su 
cortejo  de  lágrimas  y  de  ceremonias  y  acceso- 
rios patéticos,  enseñoreada  de  ella,  ¡qué  per- 
turbaciones y  qué  escándalos  y  qué  profanacio- 


PBÑAS  AKRIBA  487 

nes  y  sacrilegios  no  produciría  una  batalla  en  el 
estraga!,  á  tiro  seco,  con  sus  correspondientes 
blasfemias  y  alaridos,  y  cadáveres  ensangrenta- 
dos y  palpitantes?  En  fin,  que  si  no  arreglaba  el 
conflicto  la  nevada,  había  para  volverme  tarum- 
ba y  tener  por  cuerda  y  resignada  á  la  mujer 
gris  en  sus  recientes  apuros.  Por  lo  pronto,  y 
esto  me  calmaba  algo  las  inquietudes,  había 
muchas  horas  por  delante;  se  vería  qué  rumbos 
iba  tomando  y  cómo  se  portaba  el  temporal  in- 
sinuado, y  qué  marcha  seguía  durante  la  maña- 
na la  agravación  de  mi  tío.  Yo  bien  provisto 
estaba  de  armas  y  municiones;  Chisco  también, 
y  á  mi  lado  vivía  en  casa;  y  á  Chóreos,  ya  cui- 
daría yo  de  avisarle  á  tiempo  para  que  se  que- 
dara á  velar  con  el  pretexto  del  grave  estado  de 
don  Celso.  No  dejó  de  ocurrírseme  que,  en  lu- 
gar de  esperar  á  los  salteadores  en  el  portalón 
de  la  casa,  se  les  podía  armar  una  emboscada 
en  los  peñascos  inmediatos  á  ella,  y  fusilarlos 
á  mansalva  en  cuanto  se  arrimaran  á  la  puerta 
los  tres.  Pero  este  plan  era  menos  concluymté 
que  el  otro,  y  estaba  expuesto  á  quiebras  que 
podían  salimos  caras  á  los  acometedores,  por 
más  que  nos  asistiera  la  justicia,  según  todas 
las  leyes  divinas  y  humanas.  Así  y  con  todo,  se 
pesarían  y  medirían  ambos  planes  si  llegaba  el 
caso  y  en  su  hora,  y  se  optaría  por  el  mejor. 
Esto  y  mucho  más  lo  meditaba  yo  voltejean- 


488      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

do  maquinalmente  por  el  interior  de  la  casona 
después  de  haber  despedido  al  médico.  Dando» 
de  repente,  por  bien  examinado  el  punto  por 
entonces,  resolví  volver  á  ver  cómo  andaba  mi 
tío  de  sus  angustias  mortales.  Pero  no  entré  en 
su  cuarto  sin  asomarme  antes  á  uno  de  los  vi- 
drios de  la  puerta  que  daba  á  la  solana  por  el 
comedor.  El  cielo  continuaba  obscureciéndose 
y  el  chispear  de  la  nieve  espesando.  Me  gustó 
el  síntoma.  Mi  tío,  aunque  entre  amagos  conti- 
nuos de  la  tos,  parecía  más  sosegado,  y  dormí- 
taba.  Facía,  sentada  lejos  de  él  y  atenta  á  cuan- 
to pudiera  ocurrirle,  después  que  yo  hube  con- 
templado al  enfermo  acercándome  de  puntillas 
á  su  cama,  me  dijo  con  la  mirada: 

—Bien  va  eso,  ¿eh? 

i.  lo  que  yo  respondí  con  otra  mirada  y  un 
gesto: 

— De  lo  mejor. 

Pero  bien  sabe  Dios  que  ni  la  pregunta  ni  la 
respuesta  se  referían  al  estado  del  enfermo,  sino 
al  aspecto  del  temporal. 

Pasaron  dos  horas  sin  que  dentro  ni  fuera  de 
la  casona  ocurriera  novedad  digna  de  ser  nota- 
da, y  llegaron,  pero  sin  el  estrépito  de  costum- 
bre, Lita  y  su  madre  y  hasta  el  propio  don  Pe- 
dro Nolasco.  Esta  peripecia,  relativamente  ale- 
gre, en  el  sombrío  drama  que  se  desenvolvía,  y 
á  todo  andar,  en  aquellos  envejecidos  ámbitos. 


PBÑAS   ARRIBA  489 

me  levantó  mucho  el  espíritu.  Venían  los  tres 
personajes  hondamente  impresionados  por  las 
noticias  que  les  había  dado  Neluco.  £1  gigante, 
por  todo  saludo,  me  estrechó  la  mano  en  silen- 
cio, con  dos  tremendas  sacudidas  que  á  poco  me 
desarticulan  el  brazo  por  el  hombro;  su  nieta  y 
su  hija,  con  los  ojos  empañados,  me  pidieron, 
mientras  comenzaban  á  desliarse  los  abrigos,  y 
en  voz  muy  baja  y  algo  temblorosa,  las  noticias 
de  cajón  sobre  el  estado  actual  de  mi  tío.  Díse- 
las,  no  tan  malas  como  las  que  esperaban  ellas, 
y  esto  las  animó  á  acercarse  muy  quedito  hasta 
la  puerta  de  la  alcoba.  Desde  allí  estuvieron 
contemplando  el  batallar,  que  no  cesaba,  dentro 
de  las  ruinas  de  don  Celso,  entre  el  sueño  que 
le  amodorraba  y  la  tos  que  se  le  prohibía,  hasta 
que  se  revolvió  en  la  cama  por  uno  de  aquellos 
choques,  del  que  salió  medio  sofocado,  con  la 
boca  y  los  ojos  muy  abiertos  y  acopiando  el  aire 
para  respirar,  hasta  con  las  manos.  Entonces  se 
ocultaron  rápidamente,  casi  de  un  salto,  en  la 
salona,  y  se  volvieron  ambas  hacia  mí,  que  no 
las  perdía  de  vista,  con  la  pena  y  la  conmisera- 
ción pintadas  en  la  cara.  Á  todo  esto,  don  Pe- 
dro Nolasco,  de  pie,  rígido,  inmóvil  y  silencio- 
so, en  el  mismo  sitio  en  que  se  había  plantado 
al  entrar.  Pasó  en  breve  el  acceso,  y  volvió  el 
enfermo  á  caer  en  el  marasmo  de  antes...  Pero 
¿qué  diablos  veía  yo  en  Lituca,  que  me  cautiva- 


490      OBR^S  DB  D.  JOSá  M.  DE  PEREDA 

ba  más  la  atención  en  aquellos  momentos  que 
el  pasmo  de  su  abuelo  y  la  angustiosa  situación 
de  mi  tío?  ¿Qué  había  en  ella  de  nuevo  y  de 
extraño  para  mí?  Pues»  lisa  y  llanamente,  las 
lágrimas  de  sus  ojos  y  la  expresión  dolorida  de 
su  cara  infantil;  y  yo  me  preguntaba  en  cuanto 
salí  de  mis  dudas:  cPero  ¿cuándo  está  más  mo- 
na esta  chica?  ¿cuando  ríe  y  gorjea  como  los 
pajaritos  del  monte,  sin  penas  ni  cuidados,  ó 
cuando  siente,  como  ahora,  á  falta  de  dolores 
propios,  la  compasión  que  le  inspiran  los  aje- 
nos?» Y  no  sabiendo  por  cuál  de  estos  extremos 
optar,  quédeme  con  los  dos,  porque  es  lo  cierto 
que,  riendo  ó  llorando,  estaba  monísima  aque- 
lla criatura. 

Temiendo  qiie  la  impresionara  con  exceso  la 
contemplación  frecuente  de  aquel  cuadro  aflic- 
tivo de  la  miseria  humana,  tan  nuevo  para  ella, 
la  aconsejé  que  se  abstuviese  de  entrar  en  el 
cuarto  del  enfermo.  Á  lo  que  me  respondió  con 
una  fuerza  de  resolución  que  se  imponía: 

— ¡Pues  mire  que  tendría  que  ver,  señor  doa 
Marcelo!.. •  ¡Vaya!  ¡vaya!...  ¿Piensa  que  soy 
yo  de  melindres,  por  si  acaso?  No  diré  que  al 
principio  no  meencojaun  poco;  perodespués.. . 
¡vaya!  ¡vaya!  Y,  por  último,  para  las  ocasiones 
son  las  valentías;  y  ahora  ó  nunca.  ¡El  mi  po- 
bre señor  don  Celso!  ••• 

— Déjela,  déjela — me  decía  casi  al  mismo 


PBÑAS   ARRIBA  49 1 

tiempo  la  rozagante  Mari-Pepa,  arrojando  el 
tiltimo  de  sus  abrigos  flotantes  sobre  una  silla, 
encima  de  los  que  acababa  de  arrojar  Lituca; 
— déjela  que  entre  y  salga  cuando  quiera,  que 
es  bueno  jacerse  á  todo,  como  ella  se  irá  jicien* 
do,  porque  la  conozco  bien.  Al  que  hay  que 
tener  á  raya  sobre  ese  punto,  es  al  mi  padre. 
Cayóle  la  noticia  como  una  peña  en  la  nuca,  y 
aturdióse  como  usté  le  ve.  Yo  no  sabía  si  de- 
jarle en  casa  ó  traerle;  pero  víle  roncero  de 
quedarse  solo  y  muy  arrimao  avenirse,  y  jíce- 
le  su  gusto,  que  era  también  el  nuestro;  porque 
puestas  aquí,  podemos  tardar  más  ó  menos  en 
volver  á  casa,  y  mejor  que  en  parte  alguna  es- 
tará el  venturao  con  nosotras  donde  quiera  que 
ello  sea.  Lo  que  está  él  es  aterecío  de  frialdá, 
¿no  es  cierto,  padre?  Y  mire,  en  la  cocina  ha- 
brá buena  lumbre,  ¿no  es  verdá,  don  Marcelo? 
y  estará  usté  más  apartao  de  estas  cosas  que  le 
amurrian  y  acobardan,  sin  dejar  de  estar  bien 
acompañao  con  los  que  entran  y  salen...  y  de 
paso,  mire,  que  añada  Tona  buen  por  que  al 
ollón  grande,  que  somos  tres  bocas   más... 
¡Hija,  qué  bobas  se  le  ocurren  á  una  cuando 
no  sabe  lo  que  diz,  ni  tomar  los  tiempos  como 
vienen!  Conque  ¿entendióme,  padre?. ..  Y  á 
usté,  don  Marcelo,  ¿qué  le  paez  de  este  dispo- 
ner mío,  como  si  estuviera  en  la  mi  casa? 
Todo  me  pareció  bien,  hasta  el  estilo,  y  las 


49^      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PERBDA 

precauciones  que  tomaba  Mari-Pepa  para  no 
ser  oída  del  ei^ermo,  y  la  decisión  de  Lituca, 
y,  en  particular,  la  cara  que  ponía  para  decla- 
rármela. Yo  mismo  conduje  á  la  cocina  á  don 
Pedro  Nolasco,  que  se  dejaba  traer  y  llevar 
como  un  niño  atolondrado,  y  le  senté  en  el  si- 
llón de  mi  tío,  dejándole  al  cuidado  de  Tona 
y  de  Chisco,  que  andaban  por  allí  entonces,  con 
encargo  de  que  le  entretuvieran  y  animaran... 
y  le  dieran  de  comer  cuanto  pidiera,  si  lo  pe- 
día. Yo  volvería  por  allí  muy  á  menudo,  y  las 
señoras  lo  harían  también  de  vez  en  cuando. 
£n  el  ínterin,  mucha  leña  á  mano  y  buena 
lumbre  sin  cesar. 

Antes  de  salir  de  la  cocina,  miré  por  los 
cristalejos  de  la  puerta  que  da  al  balconazo  de 
aquella  fachada,  y  vi  que  continuaban  ennegre- 
ciéndose los  celajes  y  que  ya  blanqueaban  un 
poco  los  picachos  de  enfrente  y  hasta  las  pra- 
deras del  valle  por  algunos  sitios. 

Cuando  llegué  al  cuarto  de  mi  tío,  ya  se  ha- 
bían apoderado  de  él  y  de  sus  aledaños  Lituca 
y  su  madre,  y  enviado  á  Facia  á  sus  ordinarios 
quehaceres,  por  no  ser  necesaria  allí  su  pre-» 
sencia  por  entonces.  Ordenaban  adentro  mue- 
bles, ropas  y  frascos  y  botellas  de  potingues; 
enderezaban  felpudos  y  alfombrillas,  que  abun- 
daban en  el  suelo;  graduaban  y  dirigían  la  l\iz 
de  los  cuarterones  de  la  ventana  y  la  que  en- 


PEÑAS   ARRIBA  493 

traba  por  la  puerta,  de  modo  que  no  diera  de 
Heno  en  la  cara  del  enfermo,  y  hasta  le  limpia- 
ban  el  sudor  viscoso  y  frío  que  relucía  en  su 
frente,  y  le  arreglaban  las  coberturas  y  las  al- 
mohadas; pero  todo  ello,  lo  mismo  que  cuando 
trabajaban  afuera,  sin  hacer  ruido  ni  levantar 
polvo  ni  causar  la  más  leve  mortificación  al 
paciente.  Me  daba  gusto  contemplar  aquel  tra- 
bajo de  hadas  bienhechoras.  Mi  tío,  sofocado 
por  la  tos,  despertaba  algunas  veces  de  su  le- 
targo, abría  los  ojos,  clavaba  en  nosotros  su 
mirada  entorpecida  y  voraz,  y  volvía  á  cerrar- 
los en  seguida  para  caer  de  nuevo  en  su  modo- 
rra. Cuando  se  aprovechaba  una  de  estas  co- 
yunturas para  darle  unos  sorbos  de  caldo  ó  la 
cucharada  medicinal  que  «le  correspondía,!  to- 
mábalo entre  quejidos  y  balbucía  protestas  ira- 
cundas. 

Cerca  del  mediodía  se  despejó  un  poco  y  nos 
ponderó  mucho  lo  mal  que  se  encontraba.  Lle- 
gó en  esto  Neluco,  y  ni  por  cortesía  intentó 
convencerle  de  lo  contrario.  Pero  le  exhortó  á 
que  llevara  con  paciencia  sus  trabajos,  pues  no 
estaba  obligado  á  menos  un  hombre  de  su  fe  y 
de  su  correa.  Á  lo  que  contestó  el  enfermo,  con 
toda  la  iracundia  que  pudo  hallar  entre  el  mon- 
tón de  sus  propias  ruinas: 

— ¿Toavía  te  paez  cosa  de  ná  la  mi  pacien- 
cia, condenao?  Con  la  mita  de  lo  que  tengo  te 


494  OBKAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PBRBDA 

quisiera  yo  ver,  mediquín,  matasanos  de  los 
demonios,  á  ver  qué  cara  ponías...  {Pues,  hom- 
bre!... 

Intervinimos  todos,  Neluco  inclusive,  para 
calmarle,  y  se  calmó  pronto;  pero  no  apuntó  la 
menor  idea  de  prepararse  á  bien  morir.  Sobre 
este  punto  venía  muy  contrariado  el  médico. 
Me  dijo,  al  despedirse,  que  don  Sabas  estaba 
ausente  del  lugar,  auxiliando  á  un  moribundo 
de  otro  pueblo,  cuyo  párroco  se  hallaba  enfer- 
mo. Al  saberlo  le  había  mandado  un  propio; 
pero  como  hasta  el  pueblo  había  muchas  varas 
de  camino  que  medir  y  la  nevada  iba  espesan- 
do por  instantes,  aunque  don  Sabas  procuraría 
no  perder  uno  solo  en  cuanto  se  enterase  de  lo 
que  ocurría  en  la  casona,  ¡fuera  usted  á  saber 
á  qué  hora  de  la  tarde  llegaría,  y  si  llegaría  á 
tiempo  ya! 

Por  no  acercar  demasiado  al  gigantón  de  la 
Castañalera  al  cuadro  que  tan  tristemente  le 
impresionaba,  comimos  todos  con  él  en  la  pe- 
rezosa de  la  cocina,  servidos  por  Tona,  mien- 
tras su  madre  cuidaba  del  enfermo.  No  fué 
aquella  comida  tan  sabrosa  para  mí  como  otra 
que  yo  no  olvidaba,  más  que  por  lo  reciente  de 
su  fecha,  por  lo  regocijada  que  la  hicieron 
aquellas  dos  comensalas,  que  en  la  última,  algo 
por  respeto  á  la  tristeza  oficial  de  la  casa,  y  al- 
go más  por  la  pena  que  los  motivos  de  esta 


PBÑAS   ARRIBA  495 

tristeza  les  daban,  comieron  muy  poco  y  ha- 
blaron menos.  Menos  habló  todavía  que  ellas, 
don  Pedro  Nolasco,  que  no  habló  palabra;  pe- 
ro, en  cambio,  iqué  engullir  el  suyo  tan  formi- 
dable! 

Antes  de  que  acabáramos  de  comer,  supimos 
por  Facia  que  el  enfermo  había  vuelto  á  dor- 
mirse y  que  cel  trapeu  de  la  nieve  iba  tan  á 
más,  que  daba  gustu.»  Yó  me  acordé  de  la  au- 
sencia de  don  Sabas  y  de  la  falta  que  hacía  al 
lado  de  mi  tío,  y  no  recibí  la  noticia  con  tanto 
placer  como  el  que  sentía  la  madre  de  Tona  al 
dármela. 

Según  corrían  las  horas  de  la  tarde,  apretaba 
el  temporal  y  también  las  ansias  del  enfermo, 
que  seguía  luchando  con  ellas  á  ojos  cerrados 
y  sin  conciencia,  al  parecer,  de  lo  que  estaba 
pasando.  Bien  sabe  Dios  lo  que  nos  inquieta- 
ban estos  síntomas  y  que  ardíamos  en  deseos 
de  insinuarle  lo  que  Neluco  deseaba,  ya  que 
no  se  anticipaba  él  á  insinuarlo;  pero  ¿de  qué 
serviría  la  insinuación  mientras  no  tuviéramos 
á  mano  al  Cura?  Entre  estas  dudas  y  las  con- 
siguientes inquietudes,  llegó  la  noche  cerrada, 
á  poco  más  de  las  cuatro,  con  una  tercia  de 
nieve  sobre  el  valle  y  un  nevar  espeso  y  conti- 
nuo que  ya  me  iba  alarmando  mucho,  porque 
suponía  á  don  Sabas  en  camino  y  pensaba  en 
los  peligros  que  podía  correr.  Entre  tanto  la 


49^      OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DE  PBRBDA 

cocina  se  llenaba  poco  á  poco  de  gente  que 
acudía  á  saber  de  don  Celso  y  á  ofrecerse  para 
toda  clase  de  menesteres  en  Ja  casa  en  aquellas 
horas  de  prueba,  y  á  mí  no  me  disgustaba  ver- 
me tan  bien  acompañado  en  ocasión  de  tantos 
apuros,  k  don  Pedro  Nolasco  le  sucedía  lo 
propio,  y  hasta  rompió  á  hablar  con  los  con- 
tertulios y  se  permitió  ciertos  vaticinios  risue- 
ños acerca  de  la  enfermedad  del  viejo  amigo  y 
casi  pedazo  de  su  alma...  precisamente  en  el 
instante  en  que  mi  tío,  saliendo  de  su  modorra 
pertinaz  y  después  de  recorrer  la  estancia  con 
los  ojos  azorados,  dijo  entre  angustias  de  la 
respiración,  como  si  no  le  cupiera  ya  en  el  pe- 
cho una  burbuja  de  aire  sin  haberle  desocupa- 
do de  otra  igual: 

— Ahora...  ahora  es  la  de  irse  de  veras,  hijos 
míos,  y  la  de  prepararme  al  viaje  en  toda  re- 
gla. Hacedme  la  caridad  de  decirle  al  Cura  que 
le  llamo  yo  para  lo  que  él  sabe...  si  no  es  algu- 
no de  los  bultos  que  yo  distingo  malamente 
desde  aquí,  no  sé  si  por  culpa  de  la  poca  luz 
del  cuarto,  ó  porque  ha  empezado  á  apagarse 
ya  la  de  mis  ojos...  ¡Sabas!...  ¡Sabas!... 

Todos  los  allí  presentes  oíamos  y  callába- 
mos, y  nos  mirábamos  unos  á  otros  sin  saber 
qué  contestar.  ¿Cómo  decirle  que  el  Cura  no 
estaba  en  la  casona  ni  en  el  pueblo?...  Pero 
¡qué  ofuscación  tan  absurda  la  nuestra!  ¿Qué 


PEÑAS   ARRIBA  497 

inccnveniente  había  en  entretenerle  las  impa- 
ciencias, respondiendo  que  habían  ido  á  avi- 
sarle y  que  estaba  á  punto  de  llegar?  Esto  iba 
á  responderle  yo  al  mismo  tiempo  que  me  acer- 
caba á  su  cama  con  Lita  y  Mari-Pepa,  hechas 
un  mar  de  lágrimas,  mientras  quedaba  Facía 
arrimada  á  la  pared  del  fondo  con  los  brazos 
cruzados,  la  cabeza  inclinada  sobre  el  pecho  y 
los  ojos,  secos,  entristecidos  é  inmóviles,  cla- 
vados en  la  faz  cadavérica  de  su  amo,  cuando 
éste  volvió  á  exclamar,  pero  con  un  brío  incon- 
cebible en  su  estado  miserable: 

— ¡Sabas!  ¡Sabasl... 

En  esto  oí  un  rudo  golpeteo,  como  al  desem- 
bocar del  carrejo  en  la  salona,  y  al  mismo 
tiempo  una  voz  que  respondía  á  estas  llamadas 
enérgicas: 

— ¡Allá  va,  jinojo!... 

Conocí  la  voz,  retrocedí  de  un  salto  hasta  la 
puerta,  y  vi  que  por  la  del  salón  avanzaba  un 
bulto  que  lo  mismo  podía  ser  un  jaral  de  la 
montaña,  tal  y  como  debían  de  estar  todos  en 
aquellos  instantes,  que  un  hombrazo  del  cali- 
bre y  los  talares  de  don  Sabas,  porque  venía 
nevado  por  la  cabeza  y  por  los  hombros  y  por 
donde  quiera  que  asomaba  un  relieve,  por  mí- 
nimo que  fuera,  en  sus  luengas  y  espidas  ves- 
tiduras; y  al  andar  y  sacudirse  de  propio  in- 
tento, arrojaba  en  el  suelo  la  nieve  en  cascadas 
TOMO  XV  32 


49B      OBR\S  DE  D.  JOSá  M.  DB  PERBDA 

polvorosas,  como  cae  de  los  matorros  cuando 
los  sacude  y  zarandea  el  cierzo  enfurecido.  Salí 
á  su  encuentro  para  ayudarle  á  sacudirse  y  á 
enjugarse...  y  á  nada,  porque  de  dos  bativo- 
leos  se  desprendió  de  todo  lo  flotante  que  go- 
teaba sobre  él.  Así  quedó,  en  un  periquete,  liso 
y  mondo  de  pies  á  cabeza,  es  decir,  de  cha- 
queta corta  y  en  pelo.  Mientras  se  iba  despo- 
jando de  aquellas  envolturas  y  accesorios,  me 
decía: 

— |AhI  pues  gracias  á  que  el  tordillo  tiene 
más  agallas  de  lo  que  paez,  y  pudo  con  el  es- 
polique que  á  medio  camino  le  cargué  á  las  an- 
cas, que  si  no...  ¡jinojol  dígote  que  no  llegamos 
vivos  ninguno  de  los  tres;  porque  nevadas  he 
visto  en  lo  que  llevo  de  vivir;  pero  como  ésta, 
|vaya,  vaya!...  ¿Y  qué  le  pasa  al  pobre  Celso, 
hombre?  Cuando  allá  me  lo  fueron  á  decir,  no 
me  cogió  de  susto,  porque  me  lo  venía  yo  te- 
miendo de  dia  en  día.  Lo  peor  del  caso  fué  que 
aquel  infeliz  agonizante  no  acababa,  y  no  era 
cosa  de  abandonarle  en  trance  tal.«.  Pues  icui- 
dado  si  le  da  por  no  acabar  en  toda  la  tarde  d« 
Dios!...  Á  todo  estOy  la  nieve  espesando  y  ce- 
rrándose los  caminos.  ¡Mira  tú  qué  ocasión 
para  ponerse  este  otro  en  la  agonía!*..  jSi  I0 
que  hace  Satanás  para  jincar  el  diente  á  las  al- 
mas, es  mucho  cuento!  Á  bien  que  no  ha  sido 
«lio  por  falta  de  advertencias  mías;  pero  este 


PEÑAS  ARRIBA  499 

Celso,  con  ser  tan  hombre  de  fe,  es  de  suyo 
tan... 

Todo  eso  lo  decía  ya,  y  casi  lo  gritaba,  el 
bueno  del  Cura  á  la  puerta  del  dormitorio  de 
su  amigo,  donde  le  interrumpió  el  descosido 
razonamiento  otra  llamada  como  la  de  antes. 

— iSabas!  ¡SabasI 

— I  Aquí  estoy,  hombre! — ^respondió  el  Cura. 
— ¡Cuidado  que  es  tema!...  Pues  mira,  con 
esas  prisas  en  mejor  salú,  no  las  tuvieras 
adiora... 

— |Eso  es! — ^refunfuñó  mi  tío.— Para  consue- 
lo de  mis  ajogos,  ríñeme  y  vociférame,  {pis- 
pajo! 

— {Qué  te  he  de  reñir,  hombre,  qué  te  he  de 
reñir?— díjole  entonces  don  Sabas,  que  enfren- 
te de  aquellas  ruinas  miserables  del  amigo  y 
camarada  de  toda  su  vida,  no  acertaba  á  con- 
tener los  lagrimones  que  le  brotaban  en  los 
ojos, — ¡ni  cómo  te  he  de  vociferar?...  ¡Pues 
bueno  estaría  ello,  jinojo!...  Sino  que,  como 
he  venido,  pude  no  venir,  por  causa  de  fuerza 
mayor.  ¡Y  figúrate  tú  entonces!  ¡figúratelo,  Cel- 
so!... Va]^— añadió  interrumpiendo  de  pronto 
su  discurso  y  pasando  la  mirada  por  á  cuarto 
y  acentuándola  con  un  movimiento  de  sus  bra- 
20S,  muy  significativo: — aquí  sobran  todos 
menos  el  enfermo  y  yo;  porque  lo  que  va  á  pa- 
sar entre  nosotros,  no  admite  más  testigos 


500      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PERBDA 

que  iinOy  que  es  el  Señor  y  Juez  de  vidas  y 
almas. 

Salimos  los  que  sobrábamos  y  cerró  don  Sa- 
bas  la  puerta  por  dentro.  Yo  no  sé  lo  que  pasó 
por  mí  entonces;  pero  declaro  que  me  sentí 
muy  conmovido  y  que  hasta  lloré,  disimulán- 
dolo mucho,  como  si  fuera  una  debilidad  in- 
digna de  los  hombres  fuertes, 

¿Procedían  aquellas  lágrimas  vergonzantes 
del  contagio  de  otras  más  francas?  ¿Eran  arran- 
cadas de  mi  corazón  por  la  pena  de  ver  á  aquél 
mi  pariente  en  estado  tan  mísero  y  compasi- 
ble? ¿Me  las  producía  aquella  rara  escena  que 
acababa  de  presenciar  entre  el  Cura  y  el  enfer- 
mo, á  través  de  cuya  tosca  urdimbre  se  deja- 
ban ver  fondos  y  lejanías  admirables?  Quizás 
hubiera  en  ellas  algo  de  todos  y  cada  uno  de 
estos  ingredientes;  pero  el  hecho  es  que  yo  llo- 
raba, aunque  no  tanto  como  las  mujeres  que  se 
agrupaban  junto  á  mí,  mientras  iban  entrando 
de  puntillas  en  el  salón  en  que  estábamos,  mu- 
chos de  los  tertulianos  de  la  cocina  que  se  ha- 
bían amontonado  en  el  carrejo  después  de  la 
llegada  del  Cura,  transidos  de  pesadumbre.. • 
y  de  curiosidad. 

La  luz  que  Facía  había  encendido  en  la  lam- 
parilla del  dormitorio  al  salir  de  él,  y  que  aún 
conservaba  en  la  mano,  iluminaba  un  poco 
aquellas  fauces  entenebrecidas;  y  así  pude  en- 


PEÑAS  ARRIBA.  5OI 

treverlas  atascadas,  materialmente,  de  figuras 
apiñadas  y  oscilantes  que  miraban  hacia  noso* 
tros  con  impaciencias  voraces;  y  auq  hubiera 
jurado  yo  que  allá  en  el  fondo,  detrás  de  toda 
la  masa,  pero  alzándose  un  codo  sobre  la  ca- 
beza del  más  talludo,  relucían,  como  dos  lin- 
ternas en  un  túnel,  los  ojazos  verdes  y  saltones 
del  gigantón  de  la  Castañalera. 


XXVII 


L  cabo  de  un  buen  rato  me  pidió 
Mari- Pepa  muchas  cosas  que,  á  su 
juicio,  iban  á  ser  necesarias  allí  muy 
pronto.  Yo,  delegando  en  ella  y  en 
su  hija  cuantas  atribuciones  tenía  en  la  casa, 
les  entregué  las  pocas  llaves  que  guardaba,  y 
mandé  á  Facía  que  se  pusiera  á  sus  órdenes 
con  las  restantes.  Para  despachar  bien  y  pron- 
to lo  que  proyectaban,  era  indispensable  que 
se  volvieran  á  la  cocina  los  tertulianos  que, 
dispersos  por  aquí  ó  en  rebaños  por  allá,  todo 
lo  obstruían...  y  apestaban,  y  no  liabía  mane- 
ra de  revolverse  entre  ellos.  Hízose  así  al  pun- 
to por  mi  mandato,  y  empezaron  las  dos  muje- 
res á  saquear  alacenas,  armarios  y  cajones.  Fa- 
cía las  guiaba,  y  yo  seguía  como  un  autómata  á 
las  tres. 

Mientras  desbalijaban  el  último  cajón  de  la 
cómoda  de  mi  cuarto,  se  abrió  la  puerta  del  de 


504   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

mi  tío,  y  apareció  don  Sabas  en  el  hueco.  Noté 
qne  salía  lloriqueando,  y  corrí  hacia  él  temien- 
do que  ya  hubiera  concluido  todo  allí;  pero 
desde  medio  camino  oí  toser  al  enfermo,  y  es- 
to me  tranquilizó.  Salióme  al  encuentro  el  Cu- 
ra, y  me  dijo,  mientras  se  secaba  los  ojos  con 
un  pañuelo  de  yerbas: 

— No  se  puede  remediar,  |qué  jinojo!.;.  por 
más  avezado  que  uno  esté  á  contemplar  mise- 
rias y  acabaciones  humanas...  Porque  hay  ca- 
sos y  casos,  señor  don  Marcelo,  y  éste  es  uno 
de  los  más  duros  de  pelar  para  el  pobre  Cura. 
Sesenta  años  de  vivir,  más  que  como  amigos, 
como  hermanos,  y  cada  cual  en  su  ministerio... 
¡y  cuidado  si  ha  sido  de  altura  el  suyo!...  algo 
rejunde  en  la  entraña...  me  parece  á  mí...  De 
pronto  diz  el  otro  al  uno  de  ellos:  «vaya,  pues 
yo  me  marcho...  y  para  no  volver:  conque  ajús- 
tame  tú  estas  cuentas  que  tengo  que  dar  á  Dios, 
por  tu  mediación  mesma,  de  lo  mucho  que  le 
debo  y  de  lo  poco  y  mal  que  le  he  pagado...  y 
ahí  te  quedas,  viejo  y  solo,  hasta  que  te  llegue 
la  tuya,  que  no  puede  tardar,  porque  de  viejo 
nadie  pasa;  y  ya  verás  lo  que  es  jallarte  un  día 
y  otro  sin  el  amigo  de  siempre,  que  parecía  ya 
carne  de  tus  carnes,  y  llenaba  todo  el  lugar, 
aunque  en  él  no  se  le  viera...»  Y  vaya  usté,  por 
otra  parte,  á  saber  si  al  llegar  la  de  uno,  le  co- 
gerá así  ó  le  cogerá  asao,  porque  la  carne  es 


PBÑAS  ARRIBA  505 

flaca  y  Satanás  no  duerme,  y  si,  por  tomas  ó 
por  dacas,  tampoco  volvemos  á  encontrarnos 
en  el  otro  mundo.  Porque  él  va  bien  de  equi- 
pajes...  ¡eso  sí,  jinojo!  y  derecha  como  un  j uso 
ha  de  subir  la  su  alma.  En  lo  humano  no  pue- 
de presumirse  otra  cosa,  con  la  preparación 
que  él  ha  hecho,  después  de  una  vida  de  cari- 
dad, que  yo  me  sé  de  memoria. ••  En  ñn,  que 
de  ésta  se  va,  y  que  no  hay  que  dormirse  para 
disponerle  todo  lo  que  le  falta  en  el  trance  en 
que  se  ve...  Hay  que  viaticarle  en  seguida,  y 
para  ello  me  voy  á  la  iglesia  ahora  mismo.  Ad- 
viértase aquí  para  que  se  espere  á  Dios  con  la 
pompa  que  se  le  debe. 

Se  habían  llevado  sus  talares  á  la  cocina  para 
secarlos  á  la  lumbre;  y  al  ir  el  Cura  á  recoger- 
los, jiizo  á  la  gente  congregada  en  ella  la  mis- 
ma advertencia  que  á  mí,  y  la  arrastró  luego 
consigo,  menos  á  Chisco  y  á  Pito  Salces,  á 
quienes  ordené  yo  que  se  quedaran  t  vigilando 
la  casa,  por  lo  que  pudiera  ocurrir. •  Ocioso 
lujo  de  precauciones  á  aquellas  horas  (cerca  de 
las  siete),  con  una  noche  obscura  como  boca  de 
lobo,  cayendo  la  nieve  á  puñados,  y  con  unos 
rugidos  del  vendaval  hacia  la  montaña,  que  da- 
ban miedo. 

Sin  preocuparme  gran  cosa  del  pobre  Mar- 
mitón, que  se  quedaba  solo  otra  vez,  repanti- 
gado, mudo  y  atónito  en  el  sillón  de  madera  y 


506      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

muy  arrimado  al  fuego,  volvíme  al  cuarto  de 
mi  tío  para  ver  lo  que  pasaba  en  él  después  de 
la  salida  de  don  Sabas.  Ya  estaba  desconocido 
todo  aquel  interior,  y  aún  continuaban  trans- 
formándole por  momentos  las  dos  hadas  de  la 
casona.  En  la  cama  del  enfermo,  la  colcha  de 
damasco  rojo  de  los  gcandes  días,  y  vuelto  so- 
bre ella,  el  amplio  y  bordado  embozo  de  una 
sábana  de  lujo;  las  almohadas,  con  fundas  de 
grandes  guarniciones  muy  tiesas  y  escaroladas, 
y  el  enfermo  mismo,  con  camisola  limpia,  ca- 
lentada poco  antes  al  brasero  y  sahumada  con 
tomillo,  sobre  el  espeso  chaquetón  elástico  que 
le  abrigaba  el  tronco;  junto  á  la  cama,  una  al- 
fombra en  lugar  del  felpudo  de  siempre;  encima 
de  la  cómoda,  cayendo  en  airosos  pabellones 
por  los  lados,  otra  colcha  de  las  buenas  de  la 
casa,  y  sobre  ella,  esperando  mejor  destino,  el 
crucifijo  de  marfil,  seis  candeleros  de  plata,  un 
vaso  con  agua  bendita  y  un  ramito  de  laurel. 
Cuando  yo  llegué,  se  ocupaban  las  dos  muje- 
res, que  parecían  tener  diablillos  en  las  ma- 
nos, en  sustituir,  ayudadas  de  Facia,  el  trasto 
viejo  que  siempre  estuvo  á  la  cabecera  de  la 
cama,  con  una  mesita  cuadrangular  sacada  de 
mi  gabinete,  donde  la  usaba  yo  para  leer  y  des- 
pachar mi  correspondencia.  Ofrecíles  mi  ayuda 
para  aquella  faena;  pero  la  desdeñó  Lita  con 
un  gestecillo  muy  intencionado  y  dos  frases  de 


PEÑAS   ARRIBA  507 

cortesía  para  templarle.  Mientras  Facía  se  lle- 
vaba el  £^chacoso  artefacto,  tendieroa  ellas  so- 
bre la  mesa  otra  colcha  de  damasco  rojo,  y  so- 
bre la  colcha  una  muy  blanca  sabanilia  con 
randas  de  muchos  calados;  luego  trasladaron 
de  la  cómoda  á  la  mesa  el  crucifijo  de  marfil, 
cuatro  candeleros  y  el  vaso  con  agua  bendita  y 
el  ramito  de  laurel;  en  seguida  otra  alfombra  de- 
lante de  la  mesita;  después  todas  las  tiras  y  rue- 
dos que  se  encontraron  para  formar  una  senda 
tan  larga  como  se  pudo;  cuatro  vapuleos  á  las 
sillas  antes  de  ponerlas  en  orden;  unos  toqueci- 
tos  más  á  las  ropas  de  la  cama;  una  mirada 
desde  lejos  al  conjunto  de  tantas  y  tan  diversas 
cosas...  y  ya  estaba  aquello  despachado. 

Mi  tío,  entre  tanto,  jadeando  y  tosiendo  y 
pasando  entre  los  dedos  sarmentosos  de  su 
diestra  cuentas  y  más  cuentas  del  rosario,  y 
reza  que  reza  entre  dientes,  sin  darse  por  en- 
terado de  lo  que  ocurría  en  su  derredor,  ni  con  - 
testar  más  que  con  un  gesto  avinagrado  á  la 
menor  pregunta  que  se  le  hiciera.  Antes  de  mo- 
rir con  el  cuerpo,  estaba  ^a  en  el  otro  mundo 
con  el  espíritu.  De  Dios  era,  á  Dios  iba  y  sólo 
de  Dios  esperaba. 

Terminado  lo  del  cuarto,  se  emprendió  afue- 
ra otra  labor  más  peliaguda,  para  la  que  no 
bastaron  las  mujeres  solas.  Mari-Pepa  esparcía 
en  el  suelo  las  colchas  y  pañolones  que  había 


508      OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DB  PEREDA 

acopiado  en  el  saqueo  y  andaban  en  confuso 
montón  sobre  las  sillas;  Lita  escogía  y  combi- 
naba colores  y  tamaños,  y  Pito  Salces  y  yo, 
encaramados  en  muebles  de  la  necesaria  altu* 
ra,  clavábamos  en  las  paredes,  y  tan  arriba  co- 
mo nos  era  posible,  con  tachuelas,  con  pun- 
tas... hasta  con  clavos  trabadlos  y  cuanto  ha* 
bíamos  podido  haber  á  las  manos  en  un  mechi- 
nal de  la  bodega  en  que  acumulaba  Chisco  las 
reservas  de  esta  especie,  lo  que  la  diligente  y 
afanada  nieta  del  gigantón  de  la  Castañalera 
nos  iba  alargando  con  sus  manitas  primorosas, 
de  lo  desparramado  por  el  suelo. 

Al  andar  rayando  con  la  media  tarea,  el  ta- 
ñido de  una  campana,  desigua]  é  intermitente, 
ora  remoto,  ora  cercano;  como  débil  quejido  de 
agonía,  unas  veces;  vibrante  y  clamoroso  otras, 
según  los  caprichos  del  viento  encajonado  y 
revuelto  en  las  estrecheces  y  encrucijadas  del 
valle.  Era  el  primer  toque  á  administrar;  la  se- 
ñal que  se  hacía  en  la  iglesia  al  vecindario  para 
los  fines  que  sabía  él.  Un  ratito  después,  calló 
la  campana  y  llegaron  dos  hombres  con  sendos 
brazados  de  velas  y  de  cirios  que  mandaba  el 
Cura  por  delante.  Venían  enjutos  de  tobillos 
arriba,  pero  muy  espelurciados  y  ardiéndoles  las 
narices  y  las  orejas;  porque,  según  declararon, 
aunque  había  cesado  de  nevar,  continuaba  so- 
plando el  cierzo,  más  frío  que  la  misma  nieve. 


PBÑAS  ARRIBA  509 

Si  mal  no  nos  parecía,  quedaríanse  allí  ya,  pues 
sobre  estar  seguros  f de  jallar  al  Señori  en  el 
camino,  si  volvían  á  tomar  el  de  la  iglesia,  no 
estaba  el  pedregal,  con  la  capa  de  nieve  que 
tenía  encima,  para  muchas  subidas  y  bajadas 
por  él  sin  una  urgencia.  Asentimos  de  buena 
gana  á  tan  cuerdo  parecer,  y  quedáronse  los 
hombres...  hasta  pasmados  del  t visual  pompo- 
su»  que  iban  tomando  los  pasadizos  y  la  esca- 
lera de  la  casona  con  la  faena  que  nos  hacía  su- 
dar. Continuámosla,  sin  embargo,  con  nuevos 
bríos,  pero  á  puntada  larga,  es  decir,  enrare- 
ciendo los  colgajos,  porque  ya  se  oía  otra  vez 
el  toque  de  antes,  señal  de  que  se  había  puesto 
en  camino  lo  que  esperábamos,  amén  de  que  no 
andábamos  sobrados  de  telas  ni  de  herrajes  pa* 
ra  cubrir  tantas  paredes. 

Para  vestir  los  desnudos  suelos  del  tránsito, 
discurrió  Lituca  sembrarlos,  y  los  sembró  ella 
misma,  de  penquitas  olorosas  de  laurel  que 
abundaba  en  las  grietas  de  los  peñascos  de  en- 
frente. Y  aún  la  quedó  tiempo  para  sahumar 
toda  la  casa  con  romero  y  mejorana,  quemado 
por  ella  en  las  ascuas  del  brasero,  llevándole 
Chisco  y  Pito  Salces  entre  manos  por  salas, 
pasillos  y  escaleras.  Después,  velones,  cande- 
leros,  palmatorias  y  candiles,  iluminando  hasta 
lo  más  obscuro  y  remoto;  el  cuarto  de  mi  tío, 
con  las  seis  velas  encendidas  ya,  rechispeando 


5IO   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

la  luz,  y  el  brazado  de  cirios  traídos  de  la  igle- 
sia, ardiendo  también  al  cuidado  de  los  dos 
hombres  encargados  de  darles  á  tiempo  el  des* 
tino  que  tenían;  Marmitón  encuadrado  en  la 
puerta  de  la  cocina  y  mirando  al  crucero  ilu- 
minado, sin  atreverse  á  dar  un  paso  hacia  él; 
Mari-Pepa  yendo  y  viniendo  por  todas  partes; 
^8u  hija  dando  los  últimos  toques  al  cuadro  ge- 
neral; Tona  sin  chistar  y  pasmadota,  cerca  de 
don  Pedro  Nolasco;  Pito  Salces  y  Chisco,  ea 
el  estragal,  con  sendos  cirios  ardiendo,  en  la 
mano;  mi  tío,  con  los  ojos  entreabiertos,  recos- 
tado contra  las  almohadas  y  rezando  sin  cesar; 
Facia,  con  su  mejor  vestido  negro  y  atenta  á  lo 
que  pudiera  necesitar  el  enfermo,  junto  á  la 
puerta  de  su  cuarto,  de  pie,  inmóvil  y  melan- 
cólica; la  campana  de  la  iglesia  tañendo  acom- 
pasadamente; el  silencio  casi  absoluto  en  los 
ámbitos  de  la  casona,  y  yo,  clavado  como  una 
estatua  en  el  salón,  dominando  con  la  vista  el 
aposento  de  mi  tío  y  hasta  el  crucero  del  fondo 
del  pasadizo,  observándolo  todo,  oyéndolo  to- 
do, y  presa  de  una  ^noción  que,  por  lo  com- 
pleja y  extraña,  no  me  podía  explicar. 

De  pronto,  una  voz^  la  de  Tona  que  se  aso- 
maba á  menudo  á  la  puerta  del  balcón  de  la 
cocina,  gritó  desde  el  fondo  del  último  ca- 
rrejo: 

-^|Ya  vienin! 


PBÑAS   ARRIBA  5II 

Cubriéronse  entonces  apresuradamente  la  ca- 
beza las  mujeres;  tomamos  cada  cual  un  cirio 
de  los  que  cuidaban  los  dos  hombres,  y  dimos- 
le  otro  á  don  Pedro  Nolasco  que  se  había  mo- 
vido hacia  el  grupo;  y  siendo  yo  parte  princi- 
palisima  de  él,  con  él  llegué  bien  pronto,  á  to- 
do andar  y  casi  arrollando  al  aturdido  gigante, 
al  balcón  de  la  cocina. 

No  solamente  había  cesado  de  nevar,  sino 
que  también  se  hallaba  el  viento  encalmado;  y, 
por  una  venturosa  casualidad,  por  un  rasgón 
abierto  en  la  espesura  de  los  negros  celajes  aso- 
maba la  luna  llena,  derramando  su  luz  pálida 
sobre  el  blanco  tapiz  del  valle  y  los  más  altos 
picos  del  brocal  de  montes  que  le  aprisionan. 
En  otras  circunstancias  mejores,  acaso  me  hu- 
biera detenido  á  considerar  lo  que  más  me  ad- 
miraba y  sorprendía  en  aquel  extraño  panora- 
ma, y  hasta  qué  punto  se  parecía  aquella  fan- 
tástica realidad  á  los  numerosos  efectos  de  luna 
que  yo  había  visto  pintados  en  lienzos  y  cartu- 
linas; pero  ¡bueno  estaba  entonces  el  horno  de 
mi  cabeza  para  pastelillos  de  aquel  artel  Y  aun- 
que lo  hubiera  estado:  necesitaba  la  atención 
para  otro  espectáculo  que  me  la  sohcitaba  con 
fuerza  irresistible.  Y  fué  que  apenas  abocado  6 
la  puerta  del  balcón  detrás  de  las  mujeres,  vi 
que,  surgiendo  de  las  tinieblas,  iban  aparecien- 
do como  fantasmas  y  coronando  la  altura  ágX 


512      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

pedregal,  dos  filas  de  bultos  negros,  junto  á 
muchos  de  los  cuales  titilaba  oscilando  una  lu- 
Cecilia  triste  y  acobardada,  conao  si  ardiera  de- 
trás de  los  cristalejos  de  un  faroluco  roñoso. 
Cuanto  más  se  alargaban  las  filas  hacia  la  ca- 
sona, más  bultos  surgían  de  la  obscuridad  del 
agrio  declive.  3e  les  veía  moverse;  pero  no  se 
oían  sus  pasos  sobre  el  áspero  suelo  nevado,  ni 
alteraban  el  silencio  de  la  Naturaleza,  que  pa- 
recía haber  enmudecido  de  repente  por  respeto 
á  lo  que  estaba  pasando  allí,  otros  ruidos  que 
algún  murmurio  de  tarde  en  tarde,  como  de  re- 
zo coreado,  y  el  tañido  constante  de  la  campa- 
na de  la  iglesia,  repetido  ya  por  el  débil  tinti- 
neo de  una  campanilla  de  monago  que  aún  no 
había  surgido  de  la  obscuridad.  De  pronto  apa- 
reció en  la  altura  un  bulto  menor  que  los  otros, 
con  un  farol  de  dos  luces:  éste  era  el  monago 
de  la  campanilla,  y  hasta  se  le  distinguía  en  la 
mano  cuando  la  sacudía  para  que  sonara.  De* 
tras  del  monago,  otros  dos  bultos  con  sendos 
faroles  también;  y  en  medio  de  los  dos,  el  pá- 
rroco don  Sabas,  de  capa  pluvial  y  debajo  de 
un  paraguas  muy  grande  (regalo,  por  cierto, 
hecho  por  mi  padre,  siendo  yo  mozuelo  aún,  á 
la  iglesia  de  Tablanca);  y,  por  último,  detrás 
del  Cura,  todavía  más  bultos  con  luces  surgien- 
do de  la  vertiente  sombría.  Entonces  cayó  de 
rodillas  Mari-Pepa  que  estaba  delante  de  to- 


PEÑAS  ARRIBA  513 

dos»  y  exclamó  con  voz  entera,  mientras  se  He* 
naban  de  lágrimas  sus  ojos: 
— £n  gracia  te  reciba  el  alma  que  te  desea* 
Yo  me  hinqué  también»  y»  con  la  cabeza  hu- 
millada, repetí  en  el  fondo  de  mi  corazón  la 
plegaria  de  aquella  noble  mujer. 

Poco  después  volvíamos  todos,  conservando 
aún  las  hachas  encendidas,  y  más  corriendo  que 
andando,  hacia  el  crucero.  Allí  estaba  ya  Ne- 
luco,  que  se  había  disgregado  de  la  procesión 
con  algunos  hombres  de  los  más  apegados  á  la 
casa,  proveyéndolos  de  cirios  y  señalándoles 
puestos  en  el  pasillo  y  á  lo  largo  de  la  escale- 
ra; á  Lita  y  á  su  madre  se  los  dio  á  la  puerta 
de  la  salona;  «y  usted  conmigo,  allá  dentro,» 
me  dijo,  conduciéndome  al  mismo  cuarto  del 
enfermo,  del  que  no  se  había  apartado  Facia  un 
instante.  Preguntárnosle  si  se  encontraba  bien; 
respondió  que  t como  nunca  jamás,»  aunque  no 
hallaba  en  sus  pulmones  ingurgitados  alientos 
para  decirlo;  arrimámonos  á  la  puerta,  y  allí 
esperamos,  como  dos  centinelas  inmóviles,  lo 
que  empezaba  ya  á  llegar  y  se  sentía  hacia  el 
estragal  por  el  ruido  de  las  almadreñas  ó  algu- 
na palabra  que  otra  á  media  voz,  y  en  la  esca- 
lera y  en  el  pasillo,  por  el  sordo  golpeteo  de  las 
pisadas  con  escarpines  en  los  inseguros  tablo- 
nes del  tillado,  y  el  resoplar  inconsciente  de 
tantas  respiraciones  contenidas  á  la  fuerza» 

TOMO  XV  33 


514     OBRAS  DE  D.  JOSá  lí.  DB  PBRBDA 

Igual  que  cuando  se  va  llenando  de  agua  una 
vasija  puesta  debajo  del  caño  de  una  fuente» 
por  el  matiz  de  los  sonidos  se  conocía  por  ina* 
tantes  cómo  se  colmaban  de  gente  los  carrejos 
y  el  salón  y  el  gabinete  y  todos  los  rincones  y 
escondrijos  franqueables  de  la  casa.  Al  fin  se 
oyó  en  el  estragal  la  campanilla  del  monago,  y 
casi  al  mismo  tiempo  la  voz  potente  de  don 
Sabas  rezando  algo  que  no  se  entendía  bien; 
después  enmudecieron  uno  y  otra,  y  se  perci- 
bieron claramente  las  recias  pisadas  del  Cura 
y  de  los  que  le  escoltaban,  sobre  los  peldaños 
de  la  escalera;  al  abocar  al  crucero,  los  pasos 
más  distintos  y  otro  rezo  de  don  Sabas;  los  que 
aún  no  estábamos  de  rodillas,  nos  hincamos,  y 
los  pechos,  oprimidos  ya  por  el  peso  de  aquel 
cuadro  imponente,  desahogáronse  en  suspiros  ó 
en  sollozos  entrecortados,  que  fueron  recorrien- 
do, como  nota  fúnebre  llevada  por  el  aire,  todos 
los  ámbitos  de  la  casona.  Hasta  la  puerta  del 
salón  no  volvió  á  oirse  la  voz  del  Cura:  allí  re- 
sonó otra  vez,  declamando,  reposada  y  patéti- 
ca, este  versículo  del  Miseren: 

tEcu  enim  in  iniquitatibus  coneeptus  sum:  0t  in 
pecatis  conupit  me  maUr  mea.w 

Á  los  rumores  de  antes  sucedió  el  silencio 
más  profundo;  y  avanzando  don  Sabas  con  me* 


PBÑAS  ARRIBA  515 

surado  andar,  la  mirada  puesta  en  el  bordado 
relicario  que  contenía  las  dos  Hostias  consa- 
gradas, rodeado  de  luces  que  resplandecían  en 
el  oro  de  sus  vestiduras  y  precedido  de  Mari- 
Pepa,  de  Lita  y  del  monago,  llegó  á  la  puerta 
donde  nosotros  esperábamos,  y  allí,  detenién- 
dose unos  instantes  como  para  dar  mayor  so- 
lemnidad á  sus  palabras,  rezó  este  otro  salmo: 

*Ecce  enim  veriiatem  dihxisti:  incerta  et  oculta 
sapUntia  tua  manifestasti  mihi,* 

Entonces  el  enfermo,  tembloroso  y  lívido, 
cruzó  las  descarnadas  manos,  humilló  la  cabeza 
sobre  el  agitado  pecho,  y  con  una  voz  que  pa- 
recía salir  del  fondo  de  una  sepultura,  respon- 
dió á  las  palabras  del  sacerdote: 

€  Averie  faciem  tuam  a  peccatis  meis:  et  omnes 
iniquitates  meas  dele. » 

Aquí  dio  fia  y  término  otra  vez  mi  ya  vaci- 
lante serenidad,  y  el  nudo  que  me  estaba  opri- 
miendo la  garganta  rato  hacía,  trocóse  en  humor 
benéfico  que  me  empañaba  los  ojos  y  crecía  por 
el  contagio  del  llorar  de  las  mujeres  que  me 
acompañaban  en  el  cuarto,  y  que,  al  fin,  llega- 
ron á  contaminar  á  Neluco,  médico  y  todo, 
mientras  volvía  á  oirse  afuera  la  nota  triste  de 


5l6      OBRAS  DE  D.  JOSá  M«  DB  PEREDA 

antes  recorriendo  los  grupos  y  las  masas  de 
aquellas  compungidas  y  humilladas  gentes... 
Hasta  que  vibró  de  nuevo  la  voz  del  Cura,  y 
todo  calló,  como  si  hasta  con  el  respirar  se  pro- 
fanara la  augusta  solemnidad  de  lo  que  iba  á 
suceder  allí...  como  creería  yo  profanarlo  si  me 
atreviera  á  extraer  su  recuerdo  del  sagrado  de 
la  memoria,  donde  lo  guardo  indeleble,  para 
describirlo  con  mi  pluma  torpe  y  grosera  en 
este  miserable  papel. 

No  ha  de  merecerme  igual  respeto  algo  de  lo 
humano  que  allí  pasó  por  complemento  del 
cuadro  que  tanto  tenía  de  divino.  Esto  puede 
y  debe  ser,  ya  que  no  pintado,  que  no  dan  para 
empresa  tan  alta  los  colores  de  mi  paleta,  men- 
cionado, por  lo  menos;  y  vaya  como  ejemplo 
aquella  exhortación  tínal  de  don  Sabas  á  la  pa- 
ciencia, al  recogimiento,  á  la  gratitud  á  Dios, 
del  enfermo;  cómo  empezó  encarrilado  en  las 
fórmulas  trilladas  del  ritual,  y  se  fué  descarri- 
lando poco  á  poco  y  entrándose  por  las  sendas 
de  su  propio  estilo  y  particulares  sentimientos; 
cómo  de  esta  manera  se  confundían  y  enreda- 
ban en  la  exhortación,  el  lenguaje  solemne  del 
sacerdote  con  el  familiar  de  la  pasión  desbor- 
dada del  amigo  cariñoso;  cómo  llegó  á  respon- 
derle mi  tío,  ya  para  protestar  nuevamente  de 
su  fe  acendrada,  de  su  resignación  sin  límites  y 
de  su  conformidad  absoluta  con  los  decretos  de 


PEÑAS   ARRIBA  517 

Dios,  ya  para  quejarse  mansatneute  de  que  pu- 
diera ser  puesto  en  tela  de  duda  por  nadie  el 
cumplimiento  de  éstos  sus  deberes  de  cristia- 
no; cómo  le  replicó  don  Sabas  para  tranquili- 
zarle sobre  tan  delicado  particular,  al  que  en 
modo  alguno  había  intentado  referirse  él;  cómo, 
enredados  en  este  singularísimo  diálogo,  ya  no 
hablaba  el  Cura  en  impersonal,  y  llegaron  á 
tutearse  los  dos;  cómo  en  la  llaneza  de  este  es* 
tilo  tocaron  puntos  de  sumo  alcance  piadoso,  y 
se  declaró  don  Sabas  envidioso  de  la  suerte  de 
mi  tío,  á  quien  tantos,  muy  erradamente,  com- 
padecían entonces,  y  se  dieron  mutuas  paces, 
poniendo  por  testigo  de  la  cordialidad  del  im- 
pulso á  f  aquel  Dios  sacramentado  que  allí  es- 
taba presente  en  cuerpo  y  sangre;  t  cómo,  al  ñn, 
bajándose  mucho  el  Cura  y  alzándose  un  poco 
mi  tío,  se  confundieron  los  dos  en  un  abrazo, 
llorando  don  Sabas  y  ahogándose  de  fatiga  el 
pobre  enfermo  conmovido;  cómo  coa  estos 
actos  y  aquellos  dichos,  el  torrente  de  sollozos, 
mal  contenido  afuera,  se  desbordó  por  toda  la 
casa,  y  trató  Neluco  de  cerrar  la  puerta  del 
cuarto  en  que  nos  encontrábamos  para  que  mi 
tío  no  lo  oyera,  y  cómo  éste  se  lo  impidió  con 
sorprendente  energía,  y  mandó  que  se  fran- 
queara la  puerta  á  cuantos  cupieran  adentro 
para  darles  el  último  adiós;  cómo  hubo  que 
complacerle,  aunque  ya  no  podíamos  respirar 


51 8   OBRAS  DE  D.  JOsé  If.  DB  PEREDA 

ni  los  sanos  en  aquella  estancia,  y  cómo  se 
despidió  sin  retóricas  sentimentales,  pero  en 
cristiano  puro,  sin  dejar  de  ser  aldeano  neto, 
acabando  por  decirles:  f  Si  lloráis  porque  per- 
déis lo  que  he  sido,  Dios  vos  lo  pague  en  la 
medida  del  consuelo  que  me  dais  con  ello;  pero 
si  vos  duele  mi  muerte  por  la  falta  que  he  de 
haceros,  mal  llorado,  porque  aunque  me  voy, 
aquí  vos  dejo  quien  hará  mis  veces,  y  hasta 
con  ventaja  para  vosotros.  Ven  acá,  Marcelo. 
(Acerquéme  á  la  cama,  hecho  un  doctrino,  torpe 
y  desconcertado.  Luego  añadió  61,  mostrán- 
dome al  montón  de  tablanqueses  que  habían 
invadido  la  habitación:)  Éste  es;  de  la  mi  san- 
gre neta,  y  amo  ya  y  señor  de  esta  casa.  De 
vosotros  depende  desde  hoy  que  sea,  no  lo  que 
yo  he  sido,  que  bien  poco  fué  ello,  sino  todo  lo 
que  debí  ser.  Para  él  todo  vuestro  respeto  y 
vuestra  lealtad  de  hombres  honrados  y  agrade- 
cidos, y  para  mí...  que  pidáis  á  Dios  de  vez  en 
cuando  por  el  buen  paradero  de  esta  alma,  á 
punto  ya  de  subir  á  juicio  en  su  divina  presen- 
cia. Y  con  esto,  hijos  míos,  y  la  bendición  de 
un  padre  viejo  y  moribundo...  ¡hasta  la  eter- 
nidad!» 

Es  también  de  mencionarse  cómo  le  respon- 
dieron con  gemidos  y  lágrimas  aquellas  rudas 
y  buenas  gentes,  por  no  hallar  en  sus  lenguas 
palabras  con  qué  expresar  lo  que  sentían;  y 


PBÑAS  ARRIBA 


519 


cómo,  finalmente,  puso  término  á  esta  escena 
don  Sabas  acercándose  á  adorar  y  recoger  la 
Forma  consagrada,  y  sonó  otra  vez  la  campa- 
nilla.««  y  salió  del  cuarto  y  de  la  casa  el  Señor 
de  los  señores  y  Rey  de  los  reyes  con  la  misma 
solemnidad  y  reverencia  con  que  en  ella  había 
penetrada 


XXVIII 


N  ua  pie  andaba  el  Cura  con  lo  cui- 
dadoso que  le  traía  lo  extremo  y  des- 
esperado de  mi  tío,  y,  sin  embargo, 
cuando  llegó  á  la  casona  resuelto  á  no 
salir  de  ella  mientras  al  enfermo  le  quedara  un 
soplo  de  vida  y  á  él  una  sola  función  que  llenar 
á  su  lado  como  sacerdote  ó  como  amigo,  ya 
gruñía  el  temporal  en  la  montaña  y  descendía 
la  nieve  sobre  el  valle  en  espesos  remolinos. 
£s  decir,  que  sólo  habían  durado  la  escampa  y 
él  sosiego  lo  estrictamente  necesario  para  que 
fuera  Dios  á  la  casona  desde  la  iglesia,  y  vol- 
viera á  la  iglesia  desde  la  casona;  milagro  pa- 
tente en  opinión  de  Facia,  y  no  puesto  en  du- 
da por  los  que  departían  con  ella  sobre  el 
caso. 

Entró,  pues,  el  Cura  como  la  vez  primera  en 
aquella  noche,  sacudiéndose  la  ropa  para  desne- 
varse; arrojó  el  capote  sobre  lo  primero  que  se 


522   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

le  puso  por  delante,  y  llevando  en  la  mano  un 
saquillo  de  color,  cerrado  con  una  jareta»  se 
coló,  sin  detenerse,  en  el  cuarto  de  mi  tío,  que 
sólo  parecía  vivir  para  esperarle.  Encerráronse 
allá  los  dos;  y  mientras  andábamos  en  la  salo- 
na  los  de  siempre,  de  aquí  para  allí  y  en  de- 
rredor del  brasero,  sin  saber  qué  decimos  ni  en 
qué  sitio  ni  para  qué  detenernos  ni  sentarnos, 
oía  yo  cómo  iban  pasando  desde  la  escalera 
gentes  y  más  gentes  hacia  la  cocina,  donde 
continuaba  el  gigante  consternadón  y  arrimado 
á  la  lumbre,  pero  con  muchas  ganas  de  cenar. 
Porque  las  funciones  de  comer  y  digerir  no  se 
regían  en  aquel  hombrazo  por  las  grandes  cri- 
sis del  espíritu,  sino  por  una  ley  mecánica.  Ne- 
cesitaba comer  mucho  y  á  menudo,  como  la 
mole  ruinosa  necesita  el  puntal  para  no  des- 
plomarse. No  obstaba  aquel  insaciable  apetito 
dé  su  estómago  para  sentir  el  pobre  hombre 
desfallecido  de  pena  su  corazón.  Deploraba  la 
muerte  de  don  Celso  como  todos  y  cada  uno 
de  los  tablanqueses  que  más  hubieran  estimado 
sus  prendas,  y  la  lloraba  también  como  amigo; 
pero  le  dolía,  además  y  sobre  todo,  por  la  edad 
que  él  contaba  y  por  lo  viejo  y  arraigado  de  su 
intimidad  con  el  que  se  iba.  En  alturas  seme- 
jantes, cada  amigo  de  esos  que  se  va,  es  un  si- 
llar que  se  arranca  en  los  cimientos  de  la  vida 
del  que  se  queda;  y  don  Pedro  Nolasco  no  ha- 


PBÑAS  ARRIBA  523 

bía  tomado  en  serio  hasta  aquel  día  lo  de  la 
muerte  de  su  amigo,  á  quien  por  su  carácter  y 
correa  consideró  siempre  incapaz  de  morirse. 
También  le  dolía  en  el  alma  una  separación 
así,  sin  despedida;  pero  no  tenía  valor  para  in- 
tentarla, y  nosotros  nos  guardábamos  muy  bien 
de  estimularle  á  vencer  sus  resistencias:  al  con- 
trario, le  manteníamos  en  ellas  pintándoselas 
como  muy  justificables,  y  encomendábamos  á 
los  que  de  ordinario  le  acompañaban  en  la  co- 
cina la  caritativa  labor  de  entretenerle  y  ani- 
marle, como  hacíamos  á  menudo  el  médico  y 
yo  con  Mari-Pepa  y  Lituca,  que  no  le  perdían 
de  vista  ni  desconocían  la  importancia  de  aque- 
lla crisis  excepcional,  á  una  edad  y  en  un  tem- 
peramento como  los  suyos. 

De  esto  precisamente  se  había  llegado  á  tra- 
tar en  la  salona,  cuando  se  abrió  la  puerta  ce- 
rrada antes  por  el  Cura  y  apareció  éste  con  so- 
brepelliz y  estola  preguntando  por  el  monagui- 
llo que  había  venido  con  él  y  debía  de  andar 
por  la  cocina.  Corrió  Facia  á  avisarle  y  entra- 
mos los  demás  en  el  cuarto  del  enfermo,  en  los 
linderos  ya  de  la  agonía  y  con  los  ojos  clava- 
dos en  un  crucifijo  colocado  por  el  Cura  para 
eso  á  los  pies  de  la  caq^.  Vino  el  muchacho, 
y,  con  su  ayuda,  administró  don  Sabas  la  Ex- 
tremaunción al  moribundo.  Lloraba  Mari-Pepa 
y  sollozaba  Lituca  mientras  colocaban  sobre 


524   OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  DE  PERBDA 

él  todas  las  medallas  y  reliquias  que  había  en 
casa  con  indulgencia  plenaria  para  la  hora  de 
la  muerte;  lagrimeaban  callando  muchos  de  los 
que  habían  acudido  de  la  cocina  con  el  mona- 
go; rezábamos  todos  respondiendo  á  las  ora* 
ciones  del  Cura,  y  en  los  intervalos  de  silencio 
se  oían  á  la  vez  el  respirar  estertoroso  y  agita- 
do del  agonizante,  y  el  zumbido  del  temporal 
entre  las  espesuras  y  cañadas  de  los  montes.  ¿ 
este  acto  imponente  siguió  otro  que  no  lo  era 
menos:  la  recomendación  del  alma,  leída  en 
voz  clamorosa  por  don  Sabas,  coa  los  consí* 
guientes  rezos  en  que  todos  tomábamos  parte. 
Y  esto  fué  largo,  muy  largo,  pues  que  llegó  á 
medirse  por  horas,  con  algunos  descansos  bre- 
ves, durante  los  cuales  se  movían  ó  se  renova- 
ban muchos  de  los  congregados,  andando  de 
puntillas  y  devorando  suspiros  y  sollozos,  y 
volvía  á  oírse  adentro  el  estertor  acompasado 
del  moribundo,  y  afuera  el  mugir  de  los  ven- 
davales. 

Por  el  fúnebre  colorido  del  cuadro,  por  la 
lentitud  en  su  desarrollo,  por  el  exceso  mismo 
de  la  atención  con  que  yo  le  seguía,  la  visión 
de  la  muerte  con  todo  su  cortejo  de  tristezas  se 
enseñoreó  de  mí  de  t^l  arte,  que  más  que  sen- 
tirla y  estimarla  en  la  región  de  las  ideas,  me 
parecía  olería  y  paladearla;  confundía  ya  las 
sensaciones  morales  con  los  quebrantos  del  or- 


PEÑAS  ARRIBA  525 

ganistno,  y  el  color  y  las  figuras  y  los  sonidos 
del  triste  cuadro  caían  á  golpes  sobre  mi  cere- 
bro y  me  le  contundían  y  fatigaban.  £1  instin- 
to de  la  vida  me  excitaba  de  vez  en  cuando  á 
respirar  otro  ambiente,  á  contemplar  otra  luz  y 
á  renovar  el  espíritu  en  otros  horizontes  más 
saludables  que  aquéllos;  y  paseando  la  vista 
por  los  mezquinos  términos  de  aquel  recinto 
fúnebre,  acababa  siempre  por  detenerla  en  la 
cara  de  Lituca,  en  la  que  cuanto  más  se  graba- 
ban los  surcos  de  sus  lágrimas,  más  de  relieve 
ponían  la  frescura  de  su  juventud.  Y  era  muy 
de  notarse  que  no  hacían  mis  ojos  un  viaje  de 
esos,  sin  topar  con  los  suyos  en  el  camino.  ¿Es- 
taría la  pobre  subyugada  por  los  propios  influ- 
jos y  buscaría,  por  instinto  también,  los  mis- 
mos asideros  que  yo?  Es  muy  posible,  porque 
para  entrambos  era  igualmente  aflictivo  y  des- 
consolador y  nuevo  (para  mí  á  lo  menos)  aquel 
espectáculo.  Nuevo,  sí,  porque  en  los  recuer- 
dos que  yo  guardaba  y  guardo  en  la  memoria 
del  paso  de  la  muerte  por  mi  hogar,  nada  ha- 
bía que  se  pareciera  en  los  procedimientos  ni 
en  los  detalles  ni  en  los  accesorios  á  aquella 
lenta,  cruel  é  inexorable  labor  destructora;  á 
aquel  acabamiento  de  un  hombre  fibra  á  fibra, 
en  lo  recóndito  de  un  caserón  destartalado  y 
embutido  en  una  rendija  de  la  cordillera  can- 
tábrica, y  á  la  mortecina  luz  de  dos  veiucas  de 


526   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PERBDA 

cera,  mientras  zumbaba  y  rugía  la  nevasca  en 
las  tenebrosas  soledades  del  contorno. 

Pero  Lituca,  de  rodillas  y  rezando,  como  su 
madre,  volvía  rápida  á  clavar  la  vista  en  el 
crucifijo,  como  el  sediento  caminante  los  labios 
en  el  caño  de  una  fuente,  y  así  refrigeraba  y 
fortalecía  su  espíritu  en  cada  desfallecimiento 
que  le  causaba  aquel  incesante  batallar  de  la 
muerte  para  acabar  con  una  vida  que  también 
había  sido  risueña  y  juvenil  como  la  suya.  No 
dejaba  yo  de  acudir  á  la  misma  fuente  que  ella 
en  demanda  de  los  mismos  alientos;  pero  ahon- 
daban mucho  más  las  raíces  de  la  vida  en  mi 
naturaleza  curtida  en  las  intemperies  del  mun- 
do, que  en  el  organisnip  tierno  y  virginal  de 
aquella  criatura,  y  por  eso  no  resultaban  igua- 
les en  los  dos  4os  frutos  de  un  mismo  esfuerzo 
moral. 

De  pronto  se  produjo  un  fenómeno  en  la  ago- 
nía del  enfermo.  Abrió  los  ojos,  clavó  la  vista 
en  el  crucifijo  y  movió  las  manos  hacia  él.  En- 
tendióle don  Sabas,  pásesele  entre  ellas,  acer- 
cóle él  mismo  á  sus  labios,  se  abrazó  á  la  cruz; 
y  con  esto  y  un  suspiro  muy  hondo,  entregó  á 
Dios  el  alma. 

¡Extraña  coincidencia!  Al  indescriptible  ru- 
mor de  los  últimos  alientos  de  mi  tío,  respon- 
dió en  el  acto  desde  la  iglesia  el  primer  tañido 
de  las  campanas  que  doblaban  á  muerto  por  él. 


PBÑAS  ARRIBA  527 

Otro  imilagro»  que  jamás  quiso  explicarse  Fa- 
cía por  la  oficiosa  intervención  de  algún  mal 
informado  tertuliano  de  la  cocina,  en  la  ince- 
sante comunicación  que  hubo  aquella  noche 
entre  ella  y  el  pueblo,  no  obstante  lo  duro  y 
hasta  peligroso  del  temporal. 

Con  aquel  triste  desenlace  de  todo  el  día, 
los  inseguros  diques  que  habían  mantenido  á 
la  pobre  sirvienta  devorando  en  silencio  las 
hieles  de  su  pesadumbre,  se  derrumbaron  de 
golpe,  y  salieron  en  torrentes  las  lágrimas  y  los 
gemidos.  Parecía  no  haber,  en  lo  humano,  con- 
suelo para  ella,  ni  fuerzas  capaces  de  arrancar- 
la del  borde  de  la  cama,  donde  besaba  las  ma- 
nos yertas  idel  su  señor,»  y  ponía  á  Dios  por 
testigo  de  lo  mal  que  le  había  pagado  en  vida 
los  beneficios  que  le  debía.  Y  Sucedió  lo  que 
era  de  temerse:  el  estruendo  de  esta  explosión 
de  dolores  profundamente  sentidos,  se  fué  pro- 
pagando por  toda  la  casa,  en  la  cual  acabaron 
por  llorar  á  gritos  también  hasta  los  que  no 
habían  pensado  llorar  de  ninguna  manera,  y 
los  lazos  de  la  disciplina  y  de  los  humanos  res- 
petos, muy  relajados  ya  durante  la  agonía  del 
patriarca,  acabaron  de  romperse  con  este  des- 
comunal y  plañidero  vocerío:  invadieron  la  es- 
tancia mortuoria  gentes  que  en  tropel  brotaban 
de  todos  los  senos  del  caserón,  y  todas  querían 
ver  al  muerto,  y  todas  le  veían  al  cabo,  y  to- 


5^8      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

das  lloraban  y  gemían  después  más  reciamente 
por  el  espanto  de  haberle  visto. 

Yo  no  sabía,  en  tanto,  por  dónde  me  anda- 
ba, ni  dónde  ni  cómo  tenía  la  cabeza.  Por  for- 
tuna, don  Sabas  y  l^íeluco  se  apoderaron  de  la 
dirección  de  tcdo  y  comenzaron  por  despejar 
el  cuarto  y  las  inmediaciones;  pusieron  á  las  se- 
ñoras á  mi  cuidado,  y  á  Pito  Salces  y  á  Chisco 
á  sus  órdenes  en  la  salona,  y  se  quedaron  des-* 
pues  solos  y  á  puerta  cerrada  con  el  muerto... 
Y  aquí  es  donde  comienza  la  verdadera  mara- 
ña de  esbozos,  de  notas  sueltas  de  color,  de 
perfiles  extraños  y  manchas  sombrías,  que  guar- 
do en  la  memoria  como  impresión  del  cuadro 
de  aquella  noche  inolvidable. 

Creo  que,  con  ánimo  de  ver  al  gigante  de  la 
Castañalera  ante  todo,  fui  á  la  cocina,  en  la 
que  no  cabía  la  gente;  que  supliqué  á  los  so- 
hrantes  que  S3  retiraran  á  descansar  á  sus  ca- 
sas, ya  que,  desgraciadamente,  no  eran  nece- 
sarios allí  sus  buenos  servicios,  y  hasta  que 
conseguí  en  gran  parte  lo  que  pretendía;  re- 
cuerdo que  hallé  á  Mari  Pepa  y  á  su  hija  con- 
venciendo al  hombrón  de  que  las  cosas  habían 
parado  en  lo  que  acababan  de  parar  porque  no 
había  otro  camino  para  ellas,  y  de  que,  como 
ya  no  tenía  remedio  lo  sucedido  y  él  se  hallaba 
bien  cenado  y  en  buena  compañía,  érale  muy 
conveniente,  para  descansar  y  endulzar  los 


PENAS  ARRIBA  529 

pensamientos,  acostarse  en  la  cama  que  se  le 
tenía  preparada  y  bien  lejos  de  los  ruidos  de 
lo  otro;  que  no  costó  gran  trabajo  convencerle; 
que  se  dejó  conducir  á  un  cercano  dormitorio; 
que  se  acostó;  que  le  hicimos  la  tertulia  hasta 
que  le  acometió  el  sueño,  y  que  se  durmió  co- 
mo un  tronco  y  le  dejamos  roncando. 

Después...  ¿qué  se  yo!...  el  cuarto  de  mi  tío; 
la  cama,  desnuda  ya  de  hijos,  en  el  centro,  y 
sobre  ella  el  cadáver  afilado  y  amarillo,  amor- 
tajado con  hábito  franciscano,  porque  desde  el 
tiempo  de  la  exclaustración  nunca  faltó  acopio 
de  ellos  en  la  casona  para  trances  como  aquél; 
alrededor  de  la  cama,  blandones  ardiendo;  ha- 
cia la  cabecera,  don  Sabas,  ó  Mari- Pepa,  ó 
Facia,  ó  cualquier  tablanqués  de  los  de  la  co- 
cina... ó  yo,  de  rodillas  y  rezando;  Chisco  y 
Pito  Salces  al  cuidado  de  las  luces;  Neluco  ro- 
ciando suelos,  muebles  y  ropas  y  felpudos  con 
un  liquido  desinfectante,  y  por  la  ventana  en- 
treabierta colándose  un  aire  frío  y  sutil,  y  tam- 
bién el  zumbido  lejano  del  vendaval  y  más  de 
un  copo  de  nieve. ..  Lita  y  su  madre  en  mi  ga- 
binete, arrebujadas  en  chales  y  toquillas,  con 
los  pies  sobre  la  caja  del  brasero...  Mari-Pepa 
acercándose  de  puntillas  y  asomándose  á  la 
alcoba  de  su  padre  cuando  cesaban  sus  ronqui- 
dos estentóreos;  mi  tema,  ya  maquinal,  de 
aconsejar  á  las  señoras  y  al  Cura  que  se  acos- 
TOMo  XV  34 


530      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

taran,  y  durmieran  y  descansaran;  la  resisten- 
cia de  todos  á  complacerme,  aunque  la  po- 
bre Lituca  se  estremeciera  de  frío  en  ocasiones 
y  no  pudiera  levantar  los  párpados  enrojad- 
dos...  Que  cenaran...  Ya  habían  tomado  ellas 
un  tente  en  pie;  y  en  cuanto  á  don  Sabas,  ¿có- 
mo había  de  pensar  en  ello  siendo  ya  más  de 
la  media  noche  y  teniendo  que  celebrar  á  la 
madrugada?.,.  En  la  cocina,  la  lumbre  agoni- 
zante; Tona  cabeceando  cerca  de  ella;  su  ma- 
dre gimiendo  por  lo  bajo  en  el  rincón  más  obs- 
curo; hombres  con  la  cabeza  sobre  las  manos 
y  las  manos  sobre  la  perezosa,  durmiendo  tran- 
quilamente; otros  á  punto  de  dormirse,  senta- 
dos en  los  bancos  del  fogón,  fumando  la  pipa 
y  con  los  ojos  mortecinos  clavados  en  los  tizo- 
nes: todo  este  cuadro  á  menos  de  media  luz  y 
sin  otros  ruidos  que  el  sollozar  de  Facia...  Al- 
gún bulto  que  otro  errando  á  obscuras  por  los 
pasadizos,  y  un  olor  por  toda  la  casa  á  pábilo 
de  cera,  á  laurel  pisoteado  y  á  romero  y  á  ta- 
baco de  lo  peor...  Un  ratito  de  plática  con  el 
Cura  y  con  Neluco  en  mi  cuarto  delante  de 
Mari-Pepa,  que  acababa  de  llegar  de  la  alcoba 
de  su  padre,  y  de  Lita,  que  dormía  con  la  pri- 
morosa cabeza  caída  sobre  el  pecho,  después 
de  negarse  á  descansar  en  mi  misma  cama,  que 
tan  á  la  mano  tenía,  quién  sabe  por  qué  linaje 
de  escrúpulos;  de  plática,  digo,  sobre  el  día  ó 


PEÑAS  ARRIBA  53 1 

los  días  y  el  ceremonial  de  las  honras  fúnebres 
y  cuanto  con  estos  particulares  se  relaciona- 
ba... Pepazos  y  otro  mozallón,  entrando  en  la 
estancia  mortuoria  á  relevar  á  Chisco  y  á  Pito 
Salces;  el  Tarumbo  rezando  á  un  lado  y  el  To- 
pero  á  otro,  de  la  cabecera;  el  frío  arreciando 
allí,  y  la  llama  de  los  cirios  bamboleándose 
sin  cesar  en  sus  mechas  con  el  aire  glacial  que 
seguía  ñltrándose  por  la  ventana  entreabier- 
ta... Largos  ratos  de  silencio  y  de  quietud  en 
toda  la  casa;  otros  de  lánguida  conversación 
en  mi  gabinete  sobre  temas  de  familia:  el  difun- 
to, los  ausentes...  y  vuelta  con  don  Sabas  al 
cuarto  mortuorio,  ó  vuelta  con  Neluco  á  la  co- 
cina, en  donde,  en  una  de  ellas,  encontramos 
á  Tona  escanciando  á  Pito  Salces  un  tragúete 
de  lo  autorizado  por  la  «casa»  para  tales  usos 
en  lance  tan  excepcional,  y  vuelta  á  mi  gabi- 
nete; y,  al  fin  y  al  postre,  Lita  tendida  sobre 
mi  cama  y  cubierta,  de  rodillas  abajo,  con  mi 
propia  manta,  y  durmiendo  con  el  ritmo  dulce 
y  sosegado  con  que  dormiría  im  ángel,  si  los 
ángeles  sintieran  esa  necesidad  de  los  seres  de 
carne  y  hueso.  Su  madre  la  había  desvanecido 
los  escrúpulos  de  una  vez,  cargando  con  ella, 
entre  veras  y  chanzas,  por  todo  razonamiento 
y  poniéndola  donde  y  como  estaba,  i  Y  aún  me 
pedía  perdón  por  el  atrevimiento  la  candorosa 
mujer! 


532      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Y  á  todo  esto,  yo  no  recuerdo  haber  sentida 
ni  hambre,  ni  frío,  ni  sed,  ni  cansancio  en  toda 
la  noche,  ni  que  me  pasara  por  las  mientes  la 
más  remota  idea  de  lo  que  la  mujer  gris  me  ha- 
bía declarado  por  la  mañana;  y,  sin  embargo, 
me  pesaban  los  ojos  como  cuando  se  desea  dor- 
mir, y  tenía  la  boca  escaldada  y  el  estómago 
desfallecido,  el  cuerpo  quebrantado  y  la  cabeza 
atiborrada  de  todo  linaje  de  ideas  tristes.  Era 
mí  estado  como  el  de  un  calenturiento  con  pe- 
sadilla. 

Al  amanecer,  á  misa  del  alma.  ¿Quiénes?  To- 
dos querían  ir  á  oiría;  pero  no  se  lo  consenti- 
mos á  muchos  que  hacían  falta  en  la  casa,  y 
particularmente  á  Mari- Pepa,  que  se  hubiera 
visto  muy  mal  para  acompañarnos.  No  nevaba 
ya;  pero  había  más  de  una  vara  de  nieve  sobre 
el  suelo  del  valle  y  estaban  las  cumbres  de  los 
montes  como  sumergidas  en  un  mar  denegrido 
y  borrascoso  que  no  auguraba  cosa  buena.  Re- 
signóse á  quedarse  la  piadosa  y  excelente  mu- 
jer; pero  no  Facia,  más  avezada  que  ella  á  fran- 
quear obstáculos  de  tal  linaje. 

jQué  frío  tan  intenso.  Dios  soberano,  en 
cuanto  me  vi  fuera  de  casa!  ¡Y  qué  hundírseme 
los  pies  en  aquel  suelo  húmedo  y  esponjoso! 
¡Cuántos  resbalones  y  caídas  en  el  pedregal,  y 
cómo  me  hubiera  reído  de  la  triste  figura  que 
iba  haciendo  yo  entre  aquella  gente  que  anda- 


PBÑAS  ARRIBA  533 

ba  sobre  el  inseguro  tapiz  con  igual  ñrmeza 
que  sobre  los  estrágales  de  sus  casas,  si  las 
ideas  de  que  estaba  impresionado  mi  cerebro 
no  hubieran  sido  tan  tristes  y  funerarias!  Y  la 
silueta  del  Cura  que  caminaba  delante  de  todos, 
con  sus  hopalandas  negras,  con  su  negro  tapa- 
boca arrollado  al  pescuezo,  ¡qué  grande  me  pa- 
recía sobre  la  blancura  deslumbradora  de  la 
nieve!  {Y  qué  solemnidad  tan  temerosa  y  elo* 
cuente  la  de  aquel  silencio  de  la  Naturaleza! 
|Y  qué  sonido  tan  débil,  tan  extenuado  y  me- 
lancólico el  de  las  campanas  de  la  parroquia 
doblando  á  muerto  sin  cesar  desde  que  había 
amanecido! 

De  bote  en  bote  se  llenó  la  iglesia:  todo  el 
pueblo  había  acudido  allí.  La  misa  fué  rezada 
y  breve,  y  se  reprodujeron  en  ella  los  llantos 
de  la  casona  al  pedir  el  Cura  una  oración  por 
el  alma  de  un  tan  amado  feligrés. 

Después  de  la  misa  quise  ver  el  cementerio, 
que  está  á  dos  pasos  de  la  iglesia.  Cuatro  pa- 
redes no  muy  altas,  una  cruz  en  el  centro,  una 
tejavana  humilde  á  la  derecha  de  la  puerta,  y 
en  el  lado  de  enfrente  media  docena  de  sauces 
llorones  demarcando  con  sus  troncos  jorobados 
un  pedacito  de  tierra,  y  rozando  con  las  pun- 
tas de  su  lacio  y  desvaído  ramaje  el  espeso  ta- 
piz de  nieve  que  enrasaba  toda  la  superficie 
del  campo  santo.  En  aquel  pedacito  de  tierra» 


534      OBRAS  DE  D.  JOSá  If .  DE  PEREDA 

limitado  por  los  sauces»  se  sepultan  desde  tiem- 
po inmemorial  los  muertos  de  la  casona  de  Ta* 
blanca. 

Al  emprender  yo  la  subida  á  ella  con  las  per- 
sonas que  me  habían  acompañado  en  la  bajada 
y  algunas  más,  se  despidió  de  mí  el  Cura  chasta 
la  tarde.» 

— Ya  es  hora — me  dijo, — de  que  yo  dé  un 
vistazo  á  la  mi  jacienda,  de  la  que  no  sé  pizca 
veinticuatro  horas  haz...  y  de  que  me  desayune 
y  duerma  un  rato,  si  esta  cellerisca  negra  del 
meollo  me  deja  apetito  y  calma  para  ello,  por 
misericordia  de  Dios. 

Alguien  tuvo  la  feliz  ocurrencia  en  la  casona 
de  mandar  que  se  expalara  la  cambera  del  pe- 
dregal, en  mi  obsequio,  y  á  eso  debí  que  la  su- 
bida por  ella  no  fuera  lo  que  yo  me  temía,  re- 
cordando lo  que  había  sido  la  bajada. 

Marmitón  había  dormido  toda  la  noche  de 
una  tirada,  con  lo  que  habían  entrado  en  equi- 
librio y  en  juego  las  piezas  y  los  engranajes  de 
su  armadura  de  coloso;  y  de  esta  suerte  fun- 
cionaban en  él  hasta  las  pesadumbres,  con  per- 
fecta regularidad.  Yo  llegué  cuando  su  hija  y  su 
nieta  le  servían  el  desayuno,  y  me  habló  de  da 
desgracia  del  pobre  Celso»  como  si  acabara 
entonces  de  ocurrir.  Pregunté  á  Lita  (y  juraría 
yo  que  se  lo  pregunté  sin  pizca  de  segunda  in- 
tención) si  había  dormido  y  descansado  á  su 


PBÑAS  ARRIBA  535 

gusto;  y  en  lugar  de  responder  á  la  pregunta,  se 
puso  muy  encarnada  y  comenzó  á  descargar 
sobre  su  madre  todas  las  responsabilidades  de 
haberse  acostado,  t vestida,  eso  sí,»  en  la  cama 
en  que  yo  la  había  visto.  Reíase  á  esto  su  ma- 
dre de  todas  veras,  mientras  aseguraba  yo  á  la 
vergonzosa  que  había  sido  mía  la  culpa,  cy  á 
mucha  honra; »  y  de  aquí  tomé  yo  base  para  ex* 
ponerles  los  proyectos  que  tenía:  que  no  pen- 
saran en  volver  á  su  casa  en  unos  cuantos  días, 
por  no  estar  el  tiempo  para  ello,  y,  sobre  todo, 
por  necesitarlas  en  la  mía  yo  para  una  gran 
obra  de  caridad,  y  se  resignaran  las  dos  á  aco- 
modarse en  mi  gabinete,  ya  estrenado  por  Li- 
tuca.  Yo  dormiría  en  la  alcoba  del  salón  con- 
tiguo, que  tenía  su  correspondiente  cama;  con 
ella  y  cuatro  cachivaches  que  se  le  agregaran 
de  mi  cuarto,  estaría  como  un  príncipe... 
¡Válgame  Dios  los  reparos  y  los  miramisntos  y 
los  asombros  con  que  se  negaron  de  pronto  á 
complacerme!  no  en  lo  de  quedarse  en  la  casa 
algunos  días,  sino  en  lo  desocupar  el  gabinete 
que  les  ofrecía  yo...  Hasta  que  al  ñn  cedió 
Mari-Pepa,  resignóse  Lita,  y  aplaudió  el  gigan- 
te el  acuerdo  con  un  i¡esa  es  la  derecha!»  que 
retumbó  en  media  casa.  Y  esto  y  los  quehace- 
res que  consigo  trajo  para  ser  puesto  en  ejecu- 
ción antes  con  antes,  fueron  los  esparcimientos 
únicos  para  mí  en  todo  aquel  triste  día. 


536     OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

Llegó  la  tarde,  fría,  bnunosa  y  tétrica;  subió 
el  vecindario  en  masa,  pedregal  arriba,  detrás 
del  Cura  con  ornamentos  negros,  precedido  del 
estandarte  de  las  Animas  y  de  un  cruciñjo  gran- 
de; resonaron  en  el  estragal,  entonadas  por  vo-^ 
ees  bien  avenidas  con  la  sonora  de  don  Sabas, 
lamentaciones  terribles  del  santo  Job,  el  mayor 
poeta  fúnebre  de  que  hay  noticia  en  la  tierra; 
bajóse  el  féretro  entre  nuevos  llantos  y  gemi- 
dos; y  andando,  andando  con  él  hacia  el  pue- 
blo la  luctuosa  procesión  el  camino  que  había 
andado  poco  antes  hacia  arriba,  llegamos  al 
campo  santo  después  de  una  detención  breve  á 
la  puerta  de  la  iglesia,  para  que  el  hijo  ñel  y 
sumiso  recibiera  de  su  Madre  cariñosa  la  ben- 
dición de  despedida. 

Y  allí,  entre  los  mustios  llorones,  en  una  mí- 
sera fosa  recién  abierta  en  el  suelo,  desapare- 
ció del  mundo  para  siempre,  bajo  una  capa  de 
tierra  que  pronto  volvería  á  cubrir  la  nieve,  un 
hombre  que  había  sido  hasta  aquel  día  el  pa- 
triarca, el  señor,  el  rey  indiscutido  é  indiscu- 
tible de  todo  el  valle. 


X 


XXIX 


UCHOS  años  hacía  que  el  caserón  de 
los  Ruiz  de  Bejos  no  se  había  visto 
en  otra  como  aquélla.  Limpia  era 
Facia  y  no  era  Tona  desaseada;  pero 
de  lo  que  éstas  limpiaban  y  barrían  en  él  de 
ordinario,  á  lo  que  se  limpió,  fregoteó  y  puli- 
mentó en  aquellos  días  con  los  puños  mismos 
ó  bajo  la  dirección  de  mis  incomparables  hués- 
pedas, había  una  distancia  enorme.  Todo  les 
parecía  poco  para  borrar  los  estragos  de  los  re- 
cientes barullos  y  desconciertos  y  vestir  la  casa 
al  tenor  de  lo  que  pedía  el  extraordinario  su- 
ceso que  se  aguardaba;  todo  lo  desordenado  en 
ella  volvió  á  ordenarse,  y  todo  quedó  como 
nuevo,  particularmente  el  cuarto  de  mi  tío... 
Recuerdo  mucho  que  al  andar  en  la  faena  de 
desfigurarle  con  el  trastorno  de  su  mueblaje, 
me  dijo  Lituca,  sin  volver  la  cara  hacia  mí  ni 
hacia  su  madre  que  la  ayudaba,  ni  suspender 
un  instante  su  trabajo: 


53^      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

— Pues,  con  la  venía  de  usté,  don  Marcelo, 
dígole  que  si  esto  fuera  cosa  mía,  no  lo  tocara 
yo  más  que  para  asealu. 

— ¿For  qué? — ^pregúntela  con  mucha  curio- 
sidad. 

— ^Porque — ^respondió  al  punto, — con  esc<m- 
der  de  la  vista  de  uno  ó  cambiar  de  sitio  las 
cosas  que  en  vida  usaron  los  muertos,  paez  que 
se  los  olvida  más  pronto...  Creólo  yo  así. 

Pero  en  esto  la  llamó  su  madre  cparleteruca 
sin  sustancial  y  se  la  llevó  consigo  fuera  de  allí 
para  otras  ocupaciones  de  urgencia,  por  lo  cual 
no  pude  yo  decirla  lo  que  pensaba  en  apoyo  de 
su  dictamen,  en  consideración  siquiera  á  la 
culpa  que  yo  tenía  de  aquel  trastrueque,  y, 
sobre  todo,  á  que  se  le  puso  á  la  pobre  la  cara 
como  una  amapola  con  la  reprimenda,  aunque 
lanzada  en  son  de  chanza. 

Si  por  olvidar  entendía  Lituca  dejar  de  sen- 
tir hondamente,  entendía  muy  bien,  porque  el 
corazón  humano,  tierra  miserable  al  fin,  nece- 
sita del  concurso  de  los  sentidos  para  conservar 
el  calor  de  los  afectos  que  le  animan,  y  aun  así 
se  apaga  la  hoguera  con  el  tiempo;  pero  si  por 
olvidar  entendía  borrar  de  la  memoria,  se  equi- 
vocaba grandemente  en  aquel  caso.  Era  muy 
considerable  el  vacío  que  dejaba  mi  tío  Celso 
en  la  casona  de  Tablanca  para  no  ser  notado,  á 
cada  instante,  por  mucho  que  fuera  el  tiempo 


PEÑAS  ARRIBA  539 

que  pasara.  Por  de  pronto,  allí  no  se  hablaba 
de  otra  cosa,  y  muy  principalmente  de  noche 
en  las  teitulias  de  la  cocina,  que  se  colmaba  de 
gente  á  pesar  del  frío  y  de  la  nevasca.  Se  le 
traía  á  cuento  á  cada  instante,  y  nadie,  incluso 
el  gigantón  de  la  Castañalera,  tocaba  su  sillón, 
que  les  parecía  sagrado  ya.  Sólo  yo  podía  sen- 
tarme en  él  sin  profanarle,  y  sólo  yo  me  senta- 
ba, ejercitando  en  ello  un  derecho  á  la  vez  que 
cumplía  con  un  deber,  en  opinión  de  aquellos 
rústicos  que  me  habían  jurado,  en  el  fondo  de 
sus  corazones,  obediencia  y  lealtad,  cuando  mi 
tío,  ya  moribundo,  me  ahó  sobre  el  pavés  al 
borde  de  su  lecho  y  delante  de  la  Hostia  con- 
sagrada. c£l  rey  ha  muerto.  {Viva  el  reyli  Si 
es  lícito  usar  ejemplos  insignificantes  en  asun- 
tos de  gran  monta,  como  alguien  dijo  en  latín, 
no  dejó  de  haber  algo  de  ello  en  lo  que  me 
había  pasado  entonces  á  mí,  y  aún  me  estaba 
pasando  en  ios  días  subsiguientes.  Y  no  lo  digo 
tanto  por  el  respeto  y  la  adhesión  que  me  mos- 
traban los  honrados  tablanqueses  desde  la 
muerte  de  mi  tío,  como  por  lo  que  yo  sentía 
ahondar  y  extenderse  y  engrosar  en  mi  con- 
ciencia escrupulosa  las  raíces  de  mi  compro- 
miso renovado  y  consagrado  de  aquel  modo 
tan  solemne. 

Eran  aquellas  tertulias  de  la  cocina  una  con- 
memoración incesante  de  los  méritos  del  difun- 


540   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

to,  en  todas  las  edades  y  circunstancias  de  su 
larga  vida:  á  nadie  le  faltaba  algo  que  recordar 
6  referir  ó  comentar.  •  Aqueya  vista  de  oju  que 
leía  en  la  escuridá;»  tel  decir  agudu  de  la  su 
palabra;  t  cía  mucha  mano  que  tenía  en  todas 
partes  para  vencer  imposibles,  en  bien  de  aquel 
vecindario;!  este  rasgo  generoso;  aquel  dicho 
tan  á  tiempo;  la  blandura  de  su  corazón,  siem- 
pre abierto  á  las  desdichas  ajenas,  igual  que  su 
bolsa  inagotable;  su  saber  de  todo,  su  tener  de 
todo  para  todos,  y  su  vivir  con  nada;  lo  duro 
de  su  correa,  su  apegamiento  al  terruño  natal; 
sus  heroicidades  de  hombre,  sus  valentías  de 
mozo;  los  donaires  de  su  persona,  el  rumbo  de 
sus  bodas  y  lo  rozagante  de  su  mujer;  siendo 
muy  de  notarse  que  en  estas  pinturas  de  las 
cosas  de  la  juventud  de  mi  tío  Celso,  siempre 
acudían  presurosos  don  Pedro  Nolasco  ó  don 
Sabas  el  Cura  á  confirmarlas,  cuando  no  á  en- 
riquecerlas con  nuevos  y  muy  curiosos  datos, 
con  la  autoridad  irrecusable  de  testigos  presen- 
ciales. 

Un  día  de  aquellos  pocos,  el  siguiente  al  del 
entierro  de  mi  tío,  llamé  aparte  á  Facia,  á 
Tona  y  á  Chisco,  para  leerles  las  cláusulas  tes- 
tamentarias que  se  referían  á  ellos.  Mándeles 
que  se  sentaran;  no  quisieron,  y  en  el  tono  más 
solemne  que  pude  se  las  leí.  Legaba  el  testa- 
dor á  la  primera,  amén  de  las  ñucas  que  había 


PEÑAS   ARRIBA  54I 

tenido  en  renta  cuando  se  casó,  seis  onzas  de 
oro;  otras  seis  á  Tona,  y  á  Chisco  doce.  Des- 
pués de  la  lectura  de  cada  cláusula,  miraba  yo 
un  instante  al  correspondiente  legatario.  Facia 
inclinó  la  cabeza  y  se  tapó  la  cara  con  las  ma- 
nos, como  si  se  avergonzara,  en  su  humildad» 
de  aquella  inmerecida  munificencia  de  su  se- 
ñor; Tona  sufrió  ima  sacudida  de  arriba  abajo, 
como  si  la  hubieran  aplicado  una  descarga 
eléctrica;  Chisco  no  movió  pie  ni  mano  ni  una 
sola  fibra  de  todo  su  cuerpo,  pero  se  puso  muy 
descolorido.  Estando  así  los  tres,  prometí  á 
Tona  y  á  Chisco  doblarles  el  legado  por  mi 
cuenta,  y  á  Facia  mejorarle  también  el  suyo# 
Con  esto  rompieron  á  llorar  la  madre  y  la  hi- 
ja, y  se  aumentó  la  palidez  de  Chisco  y  hasta 
le  tembló  un  poquitín  el  labio  de  arriba  por  un 
lado,  síntomas  que  no  había  notado  yo  en  él 
ni  aun  viéndole  en  la  cueva  de  marras,  mano  á 
mano  con  el  oso.  {Si  le  calaría  bien  adentro  la 
sorpresa  de  aquella  granizada  de  onzas  de  oro, 
que  era  una  riqueza  entre  los  pobres  labriegos 
de  Tablanca!  Y  ¿quién  sabe  ni  sabrá  jamas  si 
aquel  temblor  ligerísimo  del  labio  fué  ams^ 
de  sonrisa  de  gozo,  por  haber  visto  de  repente 
en  su  imaginación  pasar  en  respetuoso  desfile 
delante  de  él  á  toda  la  familia  del  ToperOt 
mientras  Pepazos  se  machucaba  la  cabezona,  á 
testerazo  limpio,  contra  el  esquinal  de  su  casa? 


54^      OBRiCS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Con  esto  se  dieron  por  enterados  los  tres,  y 
tan  impresionados  estaban,  que  al  romper  á 
andar  para  apartarse  de  mí  se  hicieron  una  ma- 
raña y  no  acertaban  luego  con  la  puerta.  Súpo- 
se todo  ello  muy  pronto,  y  lo  de  las  deudas 
perdonadas  por  el  testador...  y  todo  lo  princi- 
pal del  testamento,  porque  esas  cosas  siempre 
se  saben,  por  un  poco  que  se  cuenta  y  se  de- 
clara, y  otro  tanto  que  se  colige  ó  se  trasluce; 
elevóse  por  la  candidez  aldeana  hasta  las  nubes 
el  caudal  en  fincas  y  sonante  heredado  por  mí; 
y  con  eso  y  la  idea  que  se  tenía  de  mis  rique- 
zas particulares,  creyéronme  un  portento  de 
gran  señor,  tan  pudiente  como  un  rey;  lo  que 
no  contribuyó  poco,  en  mi  concepto,  á  afirmar 
y  engrandecer  aquel  respeto  que  ya  me  habían 
consagrado  como  á  mero  sobrino  de  mi  tío  y 
continuador  de  la  dinastía  y  de  la  obra  de  los 
Ruiz  de  Bejos  en  la  casona  de  Tablanca. 

Bien  me  parecían  todas  estas  cosas,  siquiera 
por  el  lado  pintoresco  que  tenían  y  el  fondo 
patriarcal  y  sencillote  en  que  destacaban;  pero 
me  parecían  mucho  mejor  los  ratos  que  pasaba 
en  la  intimidad  de  Mari-Pepa  y  de  Lituca,  y 
principalmente  en  la  de  Lituca  sola,  porque  de 
todo  había  y  para  todo  daban  aquellas  largas 
horas  invernizas.  Mas  fuera  la  conversación  coa 
la  hija  ó  fuera  con  la  madre,  ó  fuera  con  las 
dos  á  la  vez,  casi  siempre  comenzaba  por  esta 


PEÑAS  ARRIBA  543 

tesis,  ú  otra  semejante,  declamada  en  altas  vo- 
ces por  cualquiera  de  ellas: 

— Pero  ¡válgame  la  mi  Madre  Santísima!  ¿qué 
dirá  usté,  señor  don  Marcelo,  de  esta  mala  pes- 
te que  le  ha  caído  en  la  casona?  ¿No  le  da  en 
cara  esta  poca  vergüenza  con  que,  tras  de  co- 
merle el  costado  derecho,  le  tenemos  arrinco- 
nado en  lo  más  oscuru  y  ruin,  por  campar  nos- 
otras solas  en  lo  más  pomposu,  como  si  todo 
eyu  fuera  nuestro  y  no  de  usté?  ¿No  sería  me- 
jor que,  ya  que  empieza  la  escampa,  le  dejára- 
mos en  paz  y  sin  estorbos  y  nos  volviéramos  á 
la  nuestra  casa  antes  con  antes?. ••  ¡Mire  que 
tiene  que  ver  esta  desvergúencería! 

Era  de  rigor  que  yo  las  atajara  en  estas  altu- 
ras del  apostrofe  con  otro  en  que  salían  á  dan- 
zar su  compromiso  de  no  abandonarme  hasta 
pasado  el  día  de  los  funerales;  la  obra  caritati- 
va que  estaban  haciendo  mientras  me  acompa- 
ñaban en  mi  soledad,  y  aliñaban  y  vestían  el 
viejo  y  sucio  caserón,  y  disponían  el  programa 
para  aquel  acontecimiento,  tan  extraño  para 
mí;  lo  cómodo  y  á  gusto  que  yo  me  encontraba 
en  la  habitación  que  había  elegido  al  cederles 
la  mía,  que  era  la  menos  mala  de  la  casa,  aun- 
que estaba  á  cien  leguas  de  ser  lo  que  merecían 
ellas;  lo  distraído  y  animado  que  se  encontraba 
don  Pedro  Nolasco,  y  el  bien  que  esto  le  hada 
en  horas  tan  críticas  y  de  tanto  peligro  para  él. 


544      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Así  Ó  por  el  estilo,  si  se  trataba  de  las  dos 
mujeres,  ó  estaba  presente  Neluco,  ó  don  Sa- 
bas,  6  ambos  á  la  vez,  porque  venían  por  casa 
muy  á  menudo;  pero  si  se  trataba  de  Lituca 
sola,  mano  á  mano  conmigo,  3ra  era  muy  dis- 
tinta la  sonata  de  mi  respuesta.  Yo  no  sé  en 
qué  diablos  consiste;  pero  no  parece  sino  que 
hay  una  ley  estampada  en  la  mente  de  todos 
los  hombres,  ó  una  fibra  de  cierto  temple  inex* 
tinguible  escondida  en  su  naturaleza  carnal,  que 
les  obliga  á  decir  teosas  bonitast  á  una  mujer 
guapa  siempre  que  están  á  solas  con  ella,  y 
aunque  se  trate  de  las  ánimas  del  purgatorio. 
Pues  por  mandato  de  esa  ley  6  de  esa  fibra,  al 
replicar  á  la  nieta  del  gigantón  en  sus  obliga- 
das lamentaciones,  hechas  seguramente,  como 
las  de  su  madre,  más  por  broma  ó  cumplido, 
ó  etiqueta  á  su  modo,  que  como  expresión  fiel 
de  sus  deseos,  ya  la  miraba  con  ojos  picarones; 
después  me  atusaba  la  barba  en  silencio,  como 
si  rae  costara  gran  trabajo  contener  lo  muchí* 
simo  y  muy  hondo  que  se  me  ocurría,  y  acaba- 
ba por  soltar  una  andanada  de  travesuras  del 
acervo  común:  si  la  estorbaba  mi  presencia  tan 
continua;  si  echaba  de  menos  algo  (en  este  ai- 
go  me  refería  yo  á  Neluco)  que  no  andaba  por 
mi  casa  tan  á  menudo  ó  tan  á  tiempo  como  por 
la  suya;  qué  haría  yo  por  transformar  en  fria* 
cuteras  aquellas  horas  que  tan  pesadas  le  pa* 


PEÑAS  ARRIBA  545 

recían...  hasta  que  la  pobre  muchacha,  ya  por 
estas  cosas  que  la  decía,  ó  por  el  modo  de  de- 
círselas, terminaba  por  ponerse  colorada  y  por 
exclamar,  revolviéndose  con  infantil  desemba- 
razo en  la  silla: 

— ¡Vaya  que  tiene  este  don  Marcelo  un  de- 
cir de  cosas  y  un  entender  de  las  que  una  le  diz 
áél!...  ¡La  mi  Madre  Santísima!  Pues  mire: 
quitaráme  con  eyu  la  franqueza  pa  bromearme 
alguna  vez..,  ¡Como  si  fuera  poco  el  regalo  y 
el  mimo  en  que  nos  tiene  en  su  casal  ¡Pues 
podía  yo  pedir  más!... 

Y  esta  casta  de  réplicas  solía  dar  ocasión  á 
nuevos  y  más  intencionados  subterfugios  míos, 
hasta  que  me  asaltaban  los  remordimientos 
acordándome  de  Neluco...  ó  se  amparaba  ella 
de  alguno  de  mis  libros  con  santos^  que  la  en- 
tusiasmaban, y  acudía  yo  entonces  á  explicar- 
le las  estampas  para  concluir  también  por  don- 
de siempre,  aunque  en  un  estilo  y  de  modo  más 
soportables. 

Una  vez  se  trataba  de  un  grabado  con  colo- 
res que  representaba  el  interior  de  un  teatro  de 
París  durante  la  representación  de  un  famoso 
drama  de  gran  espectáculo.  Se  veían  el  esce- 
nario y  una  buena  parte  de  las  localidades  prin- 
cipales, llenos  el  uno  y  las  otras  de  actores  fas- 
tuosamente vestidos  y  de  damas  y  caballeros 
muy  engalanados.  Sabía  Lituca  ya,  por  conse- 
TOMO  XV  35 


54^      OBRAS  DB  D.  JOSá  M.  DB  PERBDA 

jo  mío,  hallar  la  perspectiva  de  esos  cuadros 
mirándolos  por  el  embudo  hecho  coa  una  ma* 
no;  y  mirando  así  aquel  interior,  se  quedó  ma- 
ravillada y  prorrumpió  en  las  exclamaciones 
más  extremosas.  Conocía  yo  aquel  teatro  y 
aquel  drama,  y  había  visto  á  mi  sabor  la  reali- 
dad de  aquella  pintura  que  tanto  la  entusias- 
maba. Decláreselo,  asombróse  de  mí  tanto  co- 
mo del  cuadro,  y  me  apresuré  á  referirla  el  ar- 
gumento con  detalles  que  recordaba  muy  bien, 
de  sus  escenas  más  culminantes  y  del  decora- 
do más  aparatoso;  y,  por  último,  le  di  una  idea 
del  papel  que  hacían  en  la  función  los  especta- 
dores, del  lujo  de  las  señoras...  y  hasta  de  las 
majaderías  de  los  hombres  presumidos,  par- 
ticularmente de  los  €  buenos  mozos.  •  Admiró- 
se ella  de  unas  cosas,  rióse  de  otras  y  me  de- 
claró, al  ñn,  respondiendo  á  una  pregunta  mía, 
que  verlo  todo  sin  ser  vista  de  nadie,  ya  le  gus- 
taría; pero  estar  en  ello  y  ser  vista  de  todos, 
aunque  la  asparan.  Recordaba  haberme  dicho 
algo  por  el  estilo,  tiempo  hacía  (y  era  verdad). 
Tomando  pie  de  aquí,  continué  yo  explorando 
la  calidad  y  el  tamaño  de  sus  ambiciones  de 
mujer;  y  de  cuadro  en  cuadro  y  de  supuesto  en 
supuesto,  fui  á  parar  á  que,  en  respuesta  á  otra 
pregunta  mía,  me  dijera: 

— Pues  con  toda  verdá  de  la  mi  alma,  y  así 
Dios  me  castigue  si  le  miento:  como  deseos^ 


PBÑAS  ARRIBA  547 

por  decir  propiamente  deseos  de  mujer  moza, 
vamos,  lo  que  yo  pediría,  puesta  á  pedir,  to- 
cante á  ese  particular,  es  una  vida  como  la  que 
ahora  llevo. 

Á  lo  cual  repliqué  yo  que  pedir  eso,  aunque  ' 
poco,  era  pedir  imposibles,  y  había  que  poner- 
se, para  el  punto  que  tratábamos,  en  la  reali- 
dad de  las  cosas. 

— El  tiempo  no  se  para — añadí, — ^y  destruye 
poco  á  poco  cuanto  vive  en  él.  En  virtud  de 
esacogidición  ineludible,  llegará  un  día  (y  Dios 
le  aleje  mucho)  en  que  hasta  su  madre  de  usted 
desaparezca  de  entre  los  vivos.  Ésta  es  la  ley 
fatal  de  los  sucesos  humanos.  En  previsión  de 
ello,  6  porque  así  lo  manda  otra  ley  que  gobier- 
na los  impulsos  del  corazón  del  hombre...  y  de 
la  mujer,  á  cierta  edad  de  la  vida,  por  ejemplo, 
á  la  que  tiene  usted  ahora,  se  desea  un  apoyo  á 
quién  arrimarse,  una  compañía  en  qué  vivir,  en 
sustitución  de  los  que  han  de  faltarnos  necesa- 
riamente; la  chispa  que  avive  mañana  el  fuego 
que  se  extinga  en  el  hogar  y  restablezca  su  ca- 
lor sagrado.  En  una  palabra,  Lita:  que  hay  que 
pensar,  pensar  siquiera,  en  casarse.  Pues  su- 
pongamos, y  usted  perdone  la  franqueza,  que 
se  trata  de  usted,  y  que  la  llueven  á  usted  pre- 
tendientes de  muchas  condiciones  y  de  muchas 
partes;  que  viene  el  labriego  humilde  con  el 
homenaje  de  su  pobreza,  disculpada  con  la  en- 


548      OBRilS  DB  D.  JOSÉ  If .  DB  PERBDA 

Toltura  de  sus  honradas  intenciones;  que  la  so- 
licita el  hidalguete  de  gotera,  de  esos  que  tie- 
nen la  manta  de  sus  recursos  tan  ajustada  á  sus 
necesidades,  que  si  tiran  de  ella  para  cubrirse 
el  pescuezo,  dejan  al  descubierto  los  pies;  y  el 
hacendado  tosco  que  funda  su  mayor  vanidad 
en  haber  sudado  mucho  el  pedazo  de  pan  que 
le  ofrece  á  usted  con  mano  callosa  y  palabra 
torpe...  y  sudando;  y  el  abogadillo  de  pocos 
pleitos  y  con  la  manta  del  hidalguete;  y  así» 
por  esta  escala  arriba,  hasta  el  personaje  que  la 
brinda,  en  el  mundo  de  donde  él  viene,  con  to- 
das las  tentaciones  del  lujo  y  del  esplendor; 
vamos,  con  la  vida  que  hacen  las  más  encope- 
tadas señoronas  del  teatro  que  usted  acaba  de 
ver  pintado  en  ese  libro.  Con  franqueza,  Lita, 
¿á  cuál  de  esos  pretendientes  escogería  usted? 

Durante  la  primera  parte  de  éste  mi  razona- 
miento, no  sabía  la  pobre  muchacha  dónde  po- 
ner la  vista,  y  aun  se  pellizcaba  algo  la  ropa; 
después  ya  me  miraba  con  los  ojos  muy  abier- 
tos y  la  boquíta  risueña,  y  por  toda  respuesta  á 
la  pregunta  que  puse  como  raya  para  sumar, 
debajo  de  la  lista  de  los  supuestos  pretendien- 
tes, soltó  una  risotada  de  las  más  espontáneas 
y  cordiales. 

— ¿De  qué  se  ríe  usted? — pr^untéla,  fin- 
giéndome un  poco  resentido. 

— ¡Ni  aunque  fuera  el  casodellorar! — me  rea* 


P£ÑAS  ARRIBA  549 

pondió  cambiando  de  postura  en  la  silla. — ¡Va- 
ya, que  es  buenal  ¡Pues  dígole  que  ni  estam- 
pado en  un  papel!  Eso,  mi  señor  don  Marcelo» 
6s  pasarse  ya  del  jito  con  más  de  otro  tanto  de 
lo  justo...  y  no  vale.  ¡Vaya,  vaya,  que  es  ocu- 
rrencia 1 

—Esto  es,  Lituca,  poner  el  dedo  sobre  la 
llaga,  ni  más  ni  menos,  y  llamar  las  cosas  por 
sus  nombres,  por  más  que  usted  aparente  creer 
lo  contrario  para  escurrir  el  bulto...  y  dispon* 
seme  la  llaneza. 

— Pero  si  no  ha  llegado  ese  caso,  trapacerón 
del  diantre,  ¿cómo  quier  que  yo  le  responda? 

— En  el  supuesto  de  que  haya  llegado  hice 
á  usted  la  pregunta. 

—Pero  usté  sabe  mejor  que  yo  lo  que  va  del 
dicho  al  hecho. 

— ^Es  verdad  que  lo  sé,  no  mejor,  sino,  por 
las  trazas,  tan  bien  como  usted;  y  á  pesar  de 
ello,  insisto  en  la  pregunta,  dejándonos  de 
eventualidades  más  ó  menos  posibles  ó  proba- 
bles y  colocándonos  en  lo  real  y  positivo  y  ha- 
cedero. Y  así,  pregunto  otra  vez:  hoy  por  hoy, 
en  este  mismo  instante,  tal  como  usted  es,  tal 
como  usted  piensa  y  siente,  ¿á  cuál  de  los  su- 
sodichos pretendientes  elegiría?  ¿Con  cuál  de 
ellos  cree  usted,  hoy  por  hoy,  en  este  instante, 
que  sería  más  feliz  teniéndole  por  marido? 

—¡Pero,  la  mi  Madre  celeste!...  ¡Mire  que  es 


550   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBREDA 

tema  el  de  este  hombre  de  Satanás!  ¿Cómo  he 
de  decirle  yo  esas  cosas? 

— Como  se  dicen  otras  cosas,  Lituca... 

— Pues  ya  se  lo  dije  endenantes,  y  bien  á  las 
claras. 

— Y  bien  á  las  claras  respondí  á  usted  que 
aquello  era  pedir  imposibles. 

— Pues  eso  mismo  pido...  eso  nüsmo  deseo 
ahora... 

— Pues  no  concuerda  esa  respuesta  con  mi 
pregunta.  Allí  se  trataba  de  vivir  como  ahora 
vive  usted,  y  aquí  se  trata  de  vivir  de  otra  ma- 
nera muy  distinta. 

— Pues  llámelo  hache,  con  todo  y  con  ello. 

— No  puedo  ni  debo  llamarlo  así. 

— ¡Y  dale,  Jesús  Señor,  con  la  matraca! 
¿Cómo  quier,  alma  de  Dios,  que  se  lo  diga? 

— En  castellano  corriente...  por  derecho. •» 
sin  callejuelas  de  escape. 

—¡Por  vida!... — y  aquí  hizo  un  mohín  de 
impaciencia  de  los  más  hechiceros  que  yo  he 
visto  en  mujer,  y  hasta  se  dio  dos  palmaditas 
sobre  el  regazo;  después,  irguiendo  la  primoro- 
sa cabecita  y  endureciendo  un  poco  la  voz  y  el 
gesto,  añadió: — Y  en  suma  y  finiquito,  ¿qué 
obligación  tengo  yo  de  declararlo,  ni  qué  le 
importa  á  usté  el  saberlo? 

Fingí  tomar  en  serio  y  como  dura  lección 
estas  palabras,  y  sólo  repliqué  á  ellas  para  dis- 


PBÑAS   ARRIBA  55 1 

<:ulpar  mi  atrevimiento...  Entonces  soltó  la 
picaruela  otra  risotada,  y  me  dijo  en  un  tono 
que  revelaba  el  mayor  deseo  de  desenfadarme, 
si  por  ventura  me  había  enfadado  yo  de  veras: 

— Pues  ahora  que  con  el  susto  le  castigué  la 
picardía,  porque  picardía  es,  y  de  las  grandes, 
el  sonsacar  á  una  mujer  los  pensamientos  que 
nunca  tuvo...  Pero  ¡tochona  de  mil — exclamó 
de  pronto  cruzando  las  manos  y  compungiendo 
la  carita, — ¿Pues  no  me  estoy  jaraneando,  como 
una  boba,  lo  mismo  que  si  no  hubiera  por  qué 
llorar  sin  descanso  en  esta  casa?  ¿Qué  dirá  us- 
té de  mí,  señor  don  Marcelo?  ¡Vaya,  vaya,  que 
otra  simple  como  yo!  Ya  puede  ver  si  me  per- 
dona, siquiera  por  no  ser  mía  toda  la  culpa. 

Con  esta  evasiva  de  la  muy  taimada  y  con 
entrar  Mari-Pepa,  se  acabó  la  conversación. 
Pero  no  tenía  duda  para  mí  que  era  Neluco  el 
móvil,  el  tipo  y  el  regulador  de  todas  las  am- 
biciones de  la  nieta  de  don  Pedro  Nolasco. 

Entre  tanto  no  se  descuidaban  un  momento 
los  preparativos  para  el  funeral. 

Corría  de  cuenta  de  don  Sabas  avisar  á  todos 
los  curas  del  Arciprestazgo  y  muchos  más,  si 
se  podía;  y  con  su  dirección  y  con  la  del  mé- 
dico, y  hasta  con  su  ayuda  material,  escribía  6 
firmaba  yo  cartas  y  más  cartas,  dando  cuenta 
del  fallecimiento  de  mi  tío  y  de  la  fecha  de  sus 
honras  fúnebres  en  la  iglesia  parroquial  de  Ta- 


55^      OBRAS  DE  D.  JOSá  M.  DB  PBRBDA 

blanca,  á  todas  las  personas  de  viso  de  la  pro- 
vincia, que,  en  opinión  de  aquellos  amigos, 
debían  saberlo.  Las  mujeres,  mientras  lle- 
gaba la  oportunidad  de  proveer  la  despensa  de 
lo  que  en  ella  faltase,  pasaban  revista  y  recon- 
taban, manoseaban  y  apercibían  los  utensilios 
de  mesa  para  la  comilona  de  aquella  gran  oca- 
sión, y  á  los  primeros  amagos  de  desnieve  sa- 
lieron propios  en  todas  direcciones,  y  á  la  vez 
que  ellos,  el  peatón  del  correo  que  se  llevé  en 
la  balija  los  avisos  que  no  podían  distribuir  los 
propios. 

Y  como  en  esto  alumbraba  el  sol  ya  muy  á 
menudo,  volvió  la  mujer  gris  á  hacer  de  las  su- 
yas y  á  preguntarme  á  cada  paso  con  sus  ojos 
angustiados,  por  no  atreverse  á  hacerlo  de  pa- 
labra, en  qué  pararía  la  noche  menos  pensada 
lo  que  había  quedado  pendiente  en  la  de  la 
muerte  de  su  amo.  La  verdad  es  que  yo,  si  no 
lo  había  echado  enteramente  en  olvido,  des- 
pués de  pensarlo  mejor  y  de  enlazarlo  con  los 
recientes  sucesos  que  tan  radicalmente  habían 
transformado  el  modo  de  ser  de  aquella  casa, 
vivía  muy  descuidado  de  ello,  y  hasta  me  cau- 
saba cierto  ruborcillo  recordar  la  importancia 
que  había  llegado  á  concederlo,  sugestionado 
quizás  por  los  espasmos  histéricos  de  la  pobre 
Facia. 

Respondí  una  vez  á  sus  miradas  hablándola 


PBÑAS   ARRIBA  553 

en  este  sentido  para  tranquilizarla  mejor;  mas 
no  pude  averiguar  si  logré  lo  que  me  proponía, 
porqué  desde  el  compromiso  que  había  adqui- 
rido conmigo  sobre  la  manera  de  conducirse  en 
aquel  asunto,  no  me  dejaba  traslucir  la  verdad 
de  sus  sentimientos.  Pero  si  alguna  confianza 
le  inspiraron  mis  palabras  aquel  día»  bien  poco 
le  duró  á  la  infeliz;  porque  á  la  mañana  si- 
guiente, tras  una  noche  de  lluvias  torrenciales, 
apareció  radiante  el  sol  en  un  cielo  sin  nubes, 
y  el  suelo  del  valle  y  las  laderas  de  los  mon- 
tes desnudándose  á  toda  prisa  de  sus  blancas  y 
espesas  envolturas,  que,  convertidas  en  arroyos 
cristalinos  y  murmurantes,  corrían  por  prados 
y  regateras  á  sumirse  en  el  álveo  del  Nansa, 
henchido  ya  hasta  las  malezas  de  sus  bordes, 
entre  las  cuales  iba  dejando  el  río  la  carga  de 
sus  espumas. 


XXX 


EÑALADO  fué  también  de  veras,  {bien 
señaladol  aquel  día  para  la  casona  de 
Tablanca  y  para  todo  el  pueblo.  El 
mismo  gigantón  de  la  Castañalera  me 
aseguró  que,  con  estar  los  caminos  intransita- 
bles y  los  puertos  á  medio  desnevar,  habían 
sido  aquéllos  los  funerales  más  pomposos  que 
se  habían  celebrado  en  la  parroquia,  en  cuanto 
podía  acordarse  él  (y  eso  que  la  extensión  de 
sus  recuerdos  andaba  rayando  con  un  siglo)» 
por  lo  tocante,  en  particular,  al  número  y  cali- 
dad de  los  concurrentes  forasteros.  Entre  el 
clero,  que  fué  muy  numeroso,  acudió  lo  más 
afamado  de  la  vicaría  en  el  canto  fúnebre,  y, 
por  ende,  no  faltó  el  párroco  de  Zarzaleda,  que 
era  una  especialidad  muy  admirada,  y  no  sin 
razón  de  fundamento,  para  entonar  el  Düs  ira 
con  su  voz  atenorada  y  vibrante,  que  ponía  los 
pelos  de  punta  á  los  ñeles  más  duros  de  con* 


55^      03RAS  DE  D.  JOSá  M.  DR  PBRBDA 

mover;  y  concurrieron  también  con  estos  pá- 
rrocos muchos  de  sus  feligreses  que,  sin  pa- 
rentesco ni  afinidad  personal  alguna  con  el  di- 
funto, eran  fervientes  admiradores  de  su  buena 
fama.  Pero  no  fué  este  contingente,  ni  por  lo 
numeroso  ni  por  el  ruido  que  movían  sus  espe- 
lurciadas  cabalgaduras  en  las  callejas  del  lugar, 
lo  que  más  llamó  la  atención  en  él,  sino  el  otro 
contingente,  el  de  los  señores  que  fueron  lle- 
gando á  la  casona  por  todos  los  senderos  de  los 
montes  circundantes.  Chisco  y  Pito  Salces  ayu- 
daban á  desmontar  á  los  que  no  traían  espoli- 
que, que  eran  los  más,  y  se  apoderaban  de  sus 
caballos;  Neluco  y  don  Pedro  Nolasco  les  sa- 
lían al  encuentro  en  la  escalera  y  me  los  pre- 
sentaban á  mí  después  á  la  puerta  de  la  salona, 
desde  donde  los  conducía  á  mi  gabinete,  que 
había  vuelto  á  ser,  por  aquel  día,  estrado  6  sa- 
la de  honor,  y  en  cuya  mesa  de  centro  había  un 
agasajo  de  vinos  generosos  y  bizcochos  de  so- 
letilla,  con  el  cual  los  brindaba  tan  pronto  co- 
mo concluían  las  salutaciones  y  cortesías  de  rú- 
brica, sin  perjuicio  de  que  llegaran  lu^o  Mari- 
Pepa  ó  su  hija,  muy  vestidas  y  aderezadas  3ra 
de  día  de  fiesta,  aunque  luctuosa,  á  ofrecerles 
algo  de  mayor  substancia ,  por  si  estaban  en  ayu- 
nas, como  leche,  caldo  ó  chocolate...  ó  magras 
de  jamón  con  huevos  estrellados;  pero  todos 
optaban  por  la  copeja  de  vino  con  bizcochos. 


PBÑAS   ARRIBA  557 

ireservándose  para  después... i  cDespuési  era 
la  comida  del  mediodía,  terminados  los  fune- 
rales. 

Porque  todos  aquellos  señores  eran  huéspe- 
des míos,  avisados  con  esta  condición,  y  aun 
sin  ella...  y  aun  sin  aviso  ninguno.  Bastaba  la 
costumbre  para  autorizarlo;  y  el  ser  amigos  de 
la  casa  mortuoria  en  un  lugarejo  tan  desmante- 
lado como  aquél  y  para  justificar  la  costumbre. 

De  recibir  y  agasajar  al  clero,  hecho  á  poco 
y  mal  guisado,  estaba  encargado  por  orden  y 
cuenta  mías,  y  también  según  otra  costumbre, 
el  párroco  don  Sabas;  de  los  demás  forasteros 
del  montón,  nadie  solía  cuidarse,  y  nadie  se 
cuidó  allí  tampoco. 

Así  y  todo,  por  la  condición  de  mis  comen- 
sales, aunque  relativamente  escasos,  y  por  lo 
que  me  obligaba  la  mía,  era  de  necesidad  echar 
el  resto  en  la  casona;  y  nadie  creería  á  no  ver- 
lo, como  yo  lo  vi,  la  suma  de  desvelos  y  sudo- 
res que  llegó  á  representar  aquel  trabajo;  lo  que 
se  revolvió  en  la  casa  y  en  el  lugar;  las  gentes 
que  fueron  puestas  en  movimiento;  las  leguas 
de  camino  que  se  trillaron  por  buenos  andado- 
res, y  las  horas  robadas  al  sueño  y  al  descanso 
más  de  una  noche;  y  á  pesar  de  ello  y  de  las 
guisanderas  Á  }Otml  que  ayudaron  á  las  mujeres 
de  casa  en  lo  más  duro  y  comprometido  de  la 
faena,  sabe  Dios  lo  que  hubiera  resultado  á  la 


55^      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

bota  crítica  y  solemne,  sin  la  vigilancia  conti- 
nua y  la  previsión  y  diligencia  admirables  de 
mis  dos  hadas  bienhechoras...  y  la  hermana  de 
Neluco. 

Porque  la  ínclita  matrona  de  Robacío  estaba 
en  Tablanca  desde  la  víspera .  Había  llegado  al 
anochecer  con  su  marido,  y  á  las  ancas.  Así  fue- 
ron á  casa  de  Neluco;  halláronla  cerrada,  y  si- 
guieron á  la  de  don  Pedro  Nolasco;  díjoles  la 
mozona  que  servía  en  ella  lo  que  pasaba,  y  tot- 
cieron  hacia  la  casona,  sin  lástima  alguna  del 
pobre  rocín  que  ya  se  quebrantaba  por  el  lomo 
y  estuvo  á  pique  de  gastar  el  último  resuello  al 
subir  el  pedregal. 

Al  encontrarse  las  dos  amigas  en  mitad  del 
carrejo,  enzarzáronse  en  un  abrazo,  tan  íntimo 
y  apretado,  que  parecía  una  engarra;  se  comían 
á  besos,  y  entre  beso  y  beso  se  decían  las  ma- 
yores atrocidades;  llegó  Lita  con  su  abuelo,  y 
se  repitió  la  escena,  hasta  que  acabó  la  de  Ro> 
bacío  por  fijarse  en  mí  y  rompió  á  llorar  por  el 
difunto,  de  tan  buena  gana,  que  parecía  no  ha- 
ber consuelo  para  ella,  mientras  su  marido,  que 
ya  me  había  saludado,  hacía  sus  correspondien- 
tes pucheros,  y  se  enjugaban  los  ojos  con  losí 
delantales  Lita  y  su  madre,  que  eran  de  suyo 
muy  tiernas  de  corazón  y  pegajosas  de  las  16^ 
grimas.  Acabóse  el  estrépito,  por  la  virtud  de 
un  conjuro  mío,  con  la  misma  rapidez  con  que 


PEÑTAS  ARRIBA  559 

se  había  desatado,  y  nos  fuimos  hacia  la  salona 
todos  juntos  y  en  santa  paz,  aunque  no  en  si- 
lencio. Al  llegar  Neluco,  otro  estampido  de  su 
hermana,  que  no  cerró  boca  en  toda  la  noche  ni 
quiso  salir  de  la  casona  desde  que  supo  el  tra- 
jín que  había  en  ella.  Cabalmente  se  perecía 
por  esas  cosas,  y  la  mataba  la  quietud.  Por  otra 
parte,  los  caminos  no  estaban  muy  apetecibles 
que  dijéramos,  para  que  una  mujer  de  sus  car- 
nes  se  aventurara  á  pisarlos  de  noche  sin  una 
gran  necesidad;  amén  de  que  ella  no  había  de 
causar  apuros  ni  extorsiones  en  la  casa,  porque 
bien  sabía  Mari- Pepa  que,  en  juntándose  las 
dos,  siempre  hacían  ccama  redonda.! 

De  este  modo  y  por  aquellos  motivos  durmió 
allí,  y  se  fueron  solos,  después  de  cenar,  su  ma- 
rido y  Neluco  á  casa  de  éste. 

Los  primeros  que  llegaron  al  otro  día  bien 
temprano  fueron  dos  parientes  de  la  que  fué 
mujer  de  mi  tío  Celso,  de  los  Sánchez  del  Pi- 
nar, de  Caórnica,  á  orillas  del  Saja.  Eran  el 
uno  muy  alto  y  el  otro  muy  bajo:  los  dos  de  es- 
pesas patillas  grises;  poco  risueños  ambos  y 
nada  locuaces.  Les  daba  vergüenza — así  me  di- 
jeron por  entrar— visitarme  y  ofrecerme  sus 
respetos  por  primera  vez  en  ocasión  tan  triste; 
pues  encerrados  en  su  valle,  del  que  no  salían 
jamás  sin  un  motivo  de  gran  monta,  un  poco 
por  ignorancia  de  los  sucesos  y  otro  poco  por 


560   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  If.  DE  PBRBDA 

la  maña  de  cdejar  los  negocios  para  otro  día...» 
En  ñn,  allí  estaban  para  que  dispusiera  de  ellos 
á  mi  comodidad,  como  podía  disponer  de  otros 
comparientes  de  allá,  que  no  les  habían  acom- 
pañado, quién  por  £alta  de  salud,  quién  por  la 
de  cabalgadura.  Todos  tuvieron  en  mucho  á 
don  Celso  y  le  fueron  muy  adictos,  aunque  le 
molestaron  poco. 

Sin  acabar  de  sentarse  apenas  estos  perso- 
najes, apareció  en  la  salona  otro  cuyo  aspecto 
me  sorprendió  mucho.  Era  alto,  más  que  el  de 
Caórnica;  de  luenga  y  puntiaguda  barba  blan- 
ca, moreno  de  color,  de  nariz  muy  prominente 
y  aguileña,  ojos  pequeñitos  y  verdes  y  cejas 
erizadas  y  blanquísimas;  la  cabeza  cubierta  con 
un  alto  gorro  cilindrico  de  piel  de  nutria,  y  to- 
do el  cuerpo,  hasta  los  pies,  con  un  capoten 
de  paño  ceniciento.  Parecía  un  mago.  Se  quitó 
el  gorro  y  se  despojó  del  capote  en  cuanto  se 
encaró  conmigo,  y  dejó  al  descubierto  un  ma» 
torral  de  pelos  blancos,  recios  y  apretados,  y 
un  vestido  de  anticuada  forma  con  relación  á 
los  figurines  vigentes,  de  buen  paño,  sí,  pero 
muy  descolorido  ya.  Aquel  hombre  venía  de  los 
precipicios  del  Deva,  y  resultó  ser  el  famoso 
don  Recaredo,  de  quien  yo  tenía  muchas  noti- 
cias por  mi  tío;  hidalgo  de  rancio  solar,  célibe 
impenitente,  afamado  cazador  de  ñeras,  y  de 
grande  y  merecido  influjo  en  toda  su  comarca; 


PBÑAS   ARRIBA  561 

bien  relacionado  con  los  hombres  del  ajetreo 
político  de  la  capital  y  sucursales  de  ella;  muy 
solicitado  de  aspirantes  á  la  representación  en 
Cortes  del  distrito,  en  épocas  de  lides  electora- 
les,., y  primoroso  carpintero  de  afición,  única 
bien  arraigada  que  se  le  conocía,  y  con  la  cual 
entretenía  las  soledades  y  holganzas  de  su  vida 
en  el  viejo  caserón  que  habitaba. 

Detrás  de  don  Recaredo  llegaron  de  un  gol- 
pe, por  haberse  juntado  unos  en  el  camino  y 
todos  á  la  puerta  de  la  casona,  hasta  cinco  pu- 
dientes, más  ó  menos  ligados  á  ella  por  paren- 
tesco lejano  ó  amistad  antigua,  de  las  orillas 
del  Nansa,  aguas  arriba  y  aguas  abajo. 

En  seguida  de  éstos,  aparecieron  en  la  sa- 
lona  otros  dos  personajes  de  gran  cuenta,  que 
me  impusieron  mucho  por  su  apostura  y  atala- 
jes, tan  diferentes  de  todo  lo  que  se  usaba  por 
allí  y  de  lo  que  á  la  sazón  me  rodeaba.  Eran 
nada  menos  que  el  ilustre  caballero  don  Ro- 
mán Pérez  de  la  Llosía  y  su  yerno  don  Alvaro 
de  la  Gerra.  Iban  desde  Santander,  donde  re- 
sidían, y  habían  hecho  el  viaje  en  dos  jorna- 
das. La  verdad  ante  todo:  yo,  que  hasta  enton- 
ces dominaba  la  escena  con  el  desembarazo 
que  da  la  conciencia  de  «valer  mást  en  la  escala 
de  la  educación  y  de  la  cultura  intelectuales, 
al  verme  enfrente  de  aquellos  dos  concurrentes 
de  tan  distinguido  y  elegante  porte,  sentí  que 
Toifo  XV  36 


562      OBRAS  DE  D.  J0$¿  Af.  DB  PBRBDA 

ae  me  bajaban  mucho  los  humos  de  la  chi- 
menea,  hasta  en  lo  de  llevar  bien  la  ropa,  par- 
ticularmente en  lo  que  tocaba  la  comparación 
con  el  apuesto  y  correctísimo  yerno  del  seño- 
rón de  Coteruco.  Me  vi  bastante  torpe  para  ex- 
presarles la  gratitud  que  les  debía  por  aquel 
acto  tan  honroso  para  la  memoria  de  mi  tío» 
y  la  satisfacción  de  que  me  sentía  poseído  al 
estrechar  las  manos  de  unas  personas  de  quie- 
nes tantas  y  tan  grandes  noticias  tenía  yo  desde 
que  había  llegado  á  Tablanca.  Recuerdo  que 
éste  fué  el  tema  de  mi  respuesta  á  las  salutacio- 
nes corteses  de  los  dos  caballeros;  pero  no  lo 
que  dije.  De  lo  que  estoy  seguro  es  de  haberlo 
dicho  muy  mal.  Valga  la  verdad. 

Sin  darme  tiempo  para  preguntar  á  don  Ro- 
man  (con  lo  que  me  evité,  probablemente,  la 
comisión  de  una  gran  impertinencia)  á  qué  al- 
tura andaban  sus  propósitos  de  vuelta  á  Cote- 
ruco,  apareció  en  escena  otro  personaje  de  los 
de  primera  talla,  y  al  cual  abracé  con  verdade- 
ra efusión  de  mi  alma:  el  perínclito  señor  de  la 
Torre  de  Provedaño,  que  para  llegar  á  lá  hora 
que  llegaba,  como  don  Recaredo  para  ir  desde 
los  riscos  del  Deva  y  los  de  Caórnica  desde  su 
valle,  había  necesitado  andar  de  noche  la  mitad 
del  camino,  ¡y  qué  camino!  Así  llegaba  él,  con 
la  cara  echando  lumbres  y  los  labios  contraí- 
dos entre  las  barbas  erizadas  y  los  bigotes 


FBÑAS  ARRIBA  563 

con  carámbanos.  Lo  que  había  pasado  antes 
entre  el  que  llegaba  y  los  presentes,  por  cono* 
cerse  todos  de  trato,  ó  de  nombre  cuando  me- 
nos, pasó  allí  entonces;  pero  con  la  notable  di- 
ferencia de  que  al  reparar  el  de  Provedaño  en 
el  de  Coteruco,  no  acabó  todo  ello  en  el  apre- 
tón de  manos  afectuoso  ó  en  los  familiares  y  mu- 
tuos palmoteos  en  la  espalda,  sino  que  conmo- 
vidos y  anhelantes  uno  y  otro,  sin  decirse  una 
palabra,  se  abrazaron  tan  estrechamente,  que 
parecían  no  acertar  á  separarse.  Después  le  tocó 
el  turno  á  don  Alvaro,  con  quien  no  tenía  tanta 
amistad  el  de  Campóo  como  con  su  suegro;  y 
arreglada  á  esta  ley  fué  la  expresión  de  su 
saludo. 

Para  muy  poco  más  que  estos  cumplidos  me 
aló  el  tiempo,  porque  aún  no  habían  vuelto  á 
sentarse  la  mitad  de  las  personas  allí  presentes, 
cuando  vino  recado  de  don  Sabas  de  que  todo 
estaba  pronto  en  la  iglesia  y  que  se  nos  aguar- 
daba. Como  ya  eran  muy  cerca  de  las  diez  y 
no  duraría  el  funeral  menos  de  dos  horas,  y  los 
forasteros  habían  de  volver  á  sus  hogares,  des- 
pués de  comer  en  el  mío,  y  las  tardes  eran  muy 
cortas,  nos  pusimos  en  marcha  inmediatamen- 
te, acompañándonos  Neluco  y  también  su  her- 
mana y  Mari-Pepa,  muy  enlutadas.  Al  viejo 
Marmitón  no  le  permitimos  salir  de  casa.  Para 
disponer  la  mesa  y  dirigirlo  y  ordenarlo  todo^ 


564   OBRAS  DE  D«  JOSÉ  M.  DS  PBRBDA 

se  quedó  Lituca  que  se  pintaba  sola  para  ello 
y  otro  tanto  más.  También  se  quedaron  Chisco 
y  Pito  Salces  con  otros  dos  mozones  de  mi  con* 
fianza,  bien  advertidos  por  mí  de  muchos  cui- 
dados, particularmente  el  de  la  vigilancia,  no 
sé  si  porque  me  salió  espontáneamente  de  aden- 
tro la  ocurrencia,  ó  porque  me  la  inspiró  una 
mirada  elocuentísima  de  la  mujer  gris,  al  ver 
cómo  iba  á  quedarse  la  casona,  sin  nosotros,  in- 
defensa y  punto  menos  que  vacía. 

Andando  ya  hacia  la  iglesia,  vimos  aparecer 
de  pronto,  sobre  la  jiba  del  pedregal,  un  hom- 
bre alto  y  fornido,  de  hermosa  cabeza,  envuel- 
ta entre  un  chambergo  de  anchas  alas  y  una 
barba  gris;  venía  á  cuerpo  con  un  chaquetón 
pardo,  y  los  pantalones,  del  mismo  color,  arre- 
mangados sobre  unos  borceguíes  de  recia  suela 
y  muy  embarrados.  Traía  las  manos  metidas  en 
los  bolsillos  del  chaquetón,  un  garrote  pinto  y 
nudoso  debajo  del  brazo  izquierdo,  y  en  la  boca 
una  pipa  ahumando. 

£1  primero  que  le  conoció  fué  el  señor  de 
Provedaño,  que  iba  de  los  más  delanteros  entre 
nosotros.  Se  detuvo  un  instante  para  mirarle 
con  la  mano  de  canto  sobre  la  frente,  y  se  de- 
tuvo también  el  otro  con  los  ojos  sombríos  é 
imperturbables  clavados  en  él.  Parecían  dos 
leones.  No  les  faltó  más  que  olerse.  Después  se 
acercaron  más,  y  se  estrecharon  las  diestras  con 


PEÑAS  ARRIBA  565 

recias  sacudidas.  Entonces  me  parecieron  dos 
robles  gemelos  de  la  montaña  estremecidos  por 
el  soplo  de  una  misma  ráfaga.  No  sé  lo  que  se 
dijeron,  ni  si  se  dijeron  algo,  ¿Para  qué?  En 
estas  dudas  vi  á  don  Román  Pérez  de  la  Llosía 
salir  como  una  flecha,  de  entre  los  más  rezaga* 
dos  del  grupo  que  bajaba,  hacia  el  hombre  que 
subía,  y  que  éste,  al  notar  que  se  le  acercaba 
el  de  Coteruco,  desprendió  su  diestra  de  la  del 
campurriano,  y  se  quitó  pon  ella  marcialmente 
el  chambergo,  descubriendo  así  la  frente  espa- 
ciosa y  blanca,  sobie  la  cual  parecía  reflejarse 
el  rayo  de  luz  que  lanzaron  entonces  sus  ojos. 
No  he  visto  jamás  actitud  de  hombre  más  va- 
ronil, más  noble  ni  más  hermosa.  Pero  don 
Román  no  se  anduvo  en  chiquitas,  y  quieras  6 
no,  le  estrechó  entre  sus  brazos.  Su  yerno  hizo 
lo  mismo  en  seguida.  Después  se  adelantó  don 
Recaredoy  le  tendió  la  mano.  Á  todo  esto,  flo- 
taba en  el  aire  el  nombre  de  cdon  Lope»  pro* 
nunciado  por  muchas  bocas;  y  con  ello  y  lo  que 
yo  sabía  por  la  historia  de  los  descalabros  de 
don  Román  en  su  pueblo,  narrada  minuciosa- 
mente por  mi  tío  varias  veces,  di  por  conocido 
al  personaje;  y  no  me  equivoqué,  pues  á  los 
pocos  momentos  me  lo  trajo  de  la  mano  el  se- 
ñor Pérez  de  la  Llosía  y  me  dijo  presentándole: 
— ^Mi  mejor  amigo  y  el  más  noble  convecina 
mío  de  Coteruco,  don  Lope  del  Robledal.  Vie- 


566      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

ne  á  Tablanca  para  ofrecerle  á  usted  personal- 
mente toda  la  amistad  y  respeto  que  le  mere- 
cieron las  virtudes  de  don  Celso,  y  á  rezar  por 
su  alma  en  los  funerales  de  hoy. 

Correspondí  con  la  mayor  cordialidad  y  como 
mejor  pude  á  aquellos  nobles  ofrecimientos; 
supo  él  adonde  íbamos  por  allí;  y  sin  querer 
aceptar  un  momento  de  descanso,  que  no  ne- 
cesitaba, retrocedió  y  se  fué  camino  de  la  igle- 
sia con  nosotros...  digo  mal,  con  don  Román 
solamente,  pues  le  tomó  éste  por  su  cuenta  desde 
luego  apartándose  un  buen  trecho  de  los  de- 
más, que  nada  hicimos  por  acercarnos  á  ellos, 
respetando  la  santa  avidez  con  que  el  noble  ex- 
patriado de  Coteruco  aprovecharía  aquella  pro- 
videncial ocasión  de  saber  algo  más  de  lo  que 
sabía  sobre  el  estado  de  cosas  de  su  pueblo  na- 
tivo, aunque  fueran  extraídas  con  la  ganzúa  de 
sus  ansias  de  aquel  arcón  de  cuatro  llaves. 
Mientras  tanto,  don  Alvaro  de  la  Gerra  fué 
trazando  nuevos  y  curiosísimos  rasgos  del  ca- 
rácter, original  hasta  lo  increíble,  de  aquel  hi- 
dalgo montañés. 

Así  llegamos  á  la  iglesia,  en  la  que  no  hu- 
biéramos logrado  penetrar  sin  salir,  como  sa- 
lieron de  ella,  parte  de  los  que  estaban  dentro, 
los  cuales  apenas  cabían  después  en  el  sopor- 
tal, que  también  estaba  atascado  de  gente. 

La  duración  de  los  oñcios  no  bajó  un  minu- 


\ 


PBÑAS   ARRIBA  567 

to  de  las  dos  horas  calculadas;  y  cuando  vol- 
vimos á  la  casona  los  que  de  ella  habíamos  ido 
á  la  iglesia,  más  el  extraño  don  Lope  que  que- 
ría volverse  á  Coteruco  desde  allí,  y  se  hu- 
biera vuelto  sin  la  intervención  de  don  Román, 
único  entre  todos  nosotros  conocedor  de  los  re- 
sortes por  que  se  regía  aquel  carácter  excéntri- 
co, ya  estaba  la  mesa  preparada  con  todas  las 
grandezas  de  abolengo.  ••  y  algo  más  que  se 
había  podido  adquirir,  hasta  en  las  casas  de  los 
amigos,  como  don  Pedro  Nolasco  y  el  médico. 
Porque  pasábamos  de  docena  y  media  los  co- 
mensales, entre  propios  y  extraños. 

En  otro  tiempo  me  hubiera  dado  un  acci- 
dente en  presencia  del  menú  de  aquella  comi- 
da, cuanto  más  de  la  comida  misma,  porque 
fué  verdaderamente  espantable  aquel  llegar  á  la 
mesa  (conducidos  por  Facia  y  por  su  hija,  so- 
focadas por  el  trajín  y  relucientes  de  pellejo) 
de  pilas  de  potajes  con  metralla  de  embutidos; 
de  rimeros  de  pollos  patas  arriba  entre  lagunas 
de  grasa;  de  solomillos  enroscados;  de  magras 
con  huevos  duros;  de  carne  en  toda  suerte  de 
guisos;  de  patos  rellenos  de  salchichas  y  de 
lomo,  y  tras  ello,  los  ^anes  como  ruedas  de 
molino,  y  las  natillas  y  el  arroz  con  leche,  poco 
menos  que  á  calderadas.  No  entendían  el  rum- 
bo de  otro  modo  las  mujeres  que  lo  habían 
manipulado;  y  así  me  expliqué  yo  perfecta- 


568   OBRAS  DE  O.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

mente  sus  afanes  y  desvelos,  y  las  gente?  y  las 
cosas  que  habían  movido  y  removido  en  1a 
casa,  en  el  lugar  y  fuera  de  él,  de  tres  días.  áL 
aquellas  horas. 

El  peso  de  la  conversación,  durante  la  co- 
mida, le  llevaron  el  señor  de  Provedaño  y  dpa 
Román.  Como  era  propio  y  natural,  se  comen- 
zó por  el  elogio  del  difunto  y  de  sus  cosas  ge- 
niales: igual  que  en  la  cocina,  salvo  el  lengua* 
je  y  el  estilo.  Entre  Neluco  y  yo  suministra- 
mos los  solicitados  pormenores  acerca  de  su 
enfermedad  y  de  su  muerte.  ••  y  saltó  de  golpe 
lo  que  yo  veía  venir  rato  hacía,  y  me  extraña- 
ba que  no  hubiese  saltado  antes  en  la  conver- 
sación: el  punto  de  continuar  yo  allí  la  obra 
benéfica  de  mi  tío.  Aquí  se  calló  don  Román 
como  un  muerto,  y  me  dijo  el  insigne  campu  - 
rriano,  después  de  aplaudirme  los  buenos  pro- 
pósitos declarados  por  mí  de  poner  todos  los 
medios  para  lograr  tan  grandes  fines,  que  si  me 
deqidía,  en  mis  procedimientos,  á  servir  á  mis 
protegidos  el  vino  viejo  en  odres  nuevos,  cosa 
que  él  no  desaprobaría,  lo  hiciera  con  sumo 
tacto,  «porque — concluyó,— hermosa  es  la  luz; 
pero  no  deben  abrirse  de  repente  todas  k|S 
ventanas  á  los  que  han  vivido  á  obscuras  por 
achaques  de  la  vista;  pues  hay  que  temer,  las 
locuras  que  entran  por  los  ojos  deslumhrados. » 
A  e^to  ya  no  pudo  callarse  don  Román»  y  ex- 


PBÑAS   ARRIBA  569 

puso  el  ejemplo  de  la  caída  de  Coteruco,  ea 
demostración  de  lo  afirmado  por  su  amigo.  En- 
derezada la  conversación  por  estos  carriles» 
nos  habló  de  lo  que  le  costaba  aclimatarse  á  U 
vida  de  la  ciudad:  no  podía  con  ella  un  hom« 
bre  como  él,  nacido  para  respirar  el  aire  oxi- 
genado, puro,  de  la  Naturaleza,  y  necesitaba 
también  la  presencia  y  hasta  la  compañía  de 
aquellos  hombres  rústicos,  aun  con  sus  ingra- 
titudes. £1  recurso  de  dejarlos  á  solas  con  su 
pecado,  había  producido  muy  buenos  frutos. 
Poco  á  poco  se  habían  ido  levantando  de  su 
caída,  y  ya  le  echaban  de  menos.  Esto  le  con- 
solaba y  le  satisfacía;  y  si  no  había  vuelto  ya 
á  Coteruco,  era  porque  quería  hacerse  desear 
un  poco  más,  para  asegurar  mejor  la  curación 
de  sus  flecos,  i  Desgraciadamente  no  partici- 
paban sus  hijos  de  aquéllas  sus  ilusiones,  por- 
que tenían  otros  gustos  muy  diferentes;  pero 
todo  podía  arreglarse  con  algún  sacrificio  de 
cada  cual.  Entre  tanto,  distraía  sus  impacien- 
cias con  los  hechizos  de  una  nietecilla  que  Dios 
le  había  dado,  y  era  la  criatura  más  hermosa 
qiie  había  nacido  de  madre.  Andábase  á  la  sa- 
zón en  proyectos  de  llevarla  á  Sotorriba,  para 
que  la  conociera  su  otro  abuelo,  don  Lázaro, ' 
cuyos  achaques  le  impedían  salir  de  casa... 

Alguien  preguntó  allí  si  era  verdad  que  don 
Cronzalo  Gronzález  de  la  Gonzalera  se  había 


570      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBREDA 

quedado  memo  y  pobre  á  consecuencia  de  dis- 
gustos y  despiliarros  domésticos;  pero  no  obtu- 
vo respuesta  la  pregunta,  porque  apareció  de 
golpe  y  porrazo  en  la  salona  un  nuevo  comen- 
sal que  empezó  por  decir  que  ni  por  haber  ro- 
dado tres  veces  por  los  suelos  y  casi  reventado 
la  tordilla  en  sus  ansias  de  correr,  había  podi- 
do llegar  antes,  i  Así  venía  el  infeliz  de  emba- 
rrado y  descosido  de  pies  á  cabezal  Era  un 
hombre  de  buena  edad,  estampa  agradable...  y 
juez  municipal  de  su  pueblo:  de  aquél  muy 
empingorotado  en  que  había  conocido  yo  á  uno 
de  mis  consanguíneos  de  Promisiones,  yendo 
con  Neluco  á  la  Torre  de  Provedaño.  £1  caso 
era  que,  al  ir  á  montar  muy  de  mañana  para 
acudir  á  los  funerales  de  mi  tío,  le  habían  en- 
tregado un  oficio  del  juez  de  primera  instancia, 
obligándole  á  practicar  unas  diligencias  que  le 
entretuvieron  cercado  dos  horas...  todo  respec- 
to á  la  «trigedia»  del  día  anterior,  que  yo  debía 
conocer,  y  para  eso,  la  verdad  fuera  dicha,  para 
que  la  conociera  venía  él  principalmente. 

Hicímosle  sitio  en  la  mesa,  previne  á  Facía 
que  le  fueran  sirviendo  desde  la  sopa  de  fideos 
inclusive;  y  mientras  salía  Tona  y  se  quedaba 
su  madre  cambiando  platos  y  retirando  sobras 
destrozadas  de  guisotes,  y  todos  le  prestábamos 
grandísima  atención,  refirió  él  que  bajando  un 
jpastor  de  su  invernal,  recién  empezado  el  dea- 


PBÑAS   ARRIBA  57 1 

nieve,  á  campo  travieso,  porque  apretaba  el  frío 
y  corría  mucho  una  nube  negra  por  mala  parte 
y  peor  camino,  se  paró  un  instante,  para  echar 
una  yesca  y  encender  la  pipa,  á  la  misma  boca 
de  un  covachón,  conocido  de  muy  pocos,  por 
estar  fuera  de  senda  frecuentada,  como  á  la  mi- 
tad de  distancia,  por  el  atajo,  entre  Tabianca 
y  el  pueblo  del  relatante,  pero  en  término  mu- 
nicipal de  éste.  Parado  allí  el  pastor  y  dale 
que  te  pego  con  el  canto  de  la  navaja,  porque 
no  chispeaba  bien  la  piedra  ó  no  era  la  yesca 
de  lo  mejor,  observa  que  le  da  en  la  nariz  un 
«jedor»  que  tumbaba  de  espaldas.  Mira  aquí  y 
olfatea  allá,  nota  que  el  jedor  sale  de  la  cueva; 
tiéntale  la  curiosidad,  entra,  y  en  un  recodo 
muy  ancho,  hacia  la  derecha,  ve  tres  hombres 
tendidos  á  la  larga,  boca  arriba,  tiesos  y  casi 
amontonados  unos  sobre  otros,  muertos  los  tres 
y  arrimados  á  una  piluca  de  ceniza  y  tizones 
apagados.  Espántase,  huye  de  allí;  y  por  ser  el 
más  cercano,  según  su  cuenta,  da  en  el  pueblo 
del  narrador  y  refiere  lo  que  ha  visto.  Acude 
éste  allá  por  su  cargo,  acompañado  en  debida 
forma,  y  resulta  verdad  lo  denunciado  por  el 
pastor.  Tres  eran,  en  efecto,  los  cadáveres,  y 
de  personas  bien  conocidas  en  el  lugar;  y  bien 
pertrechados  iban  de  armas  de  fuego.  ••  y  hasta 
de  cuerdas  y  navajas.  Sin  duda  los  sorprendió 
allí  el  temporal  de  nieve,  desde  que  comenzó. 


SJ2     OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

y  perecieron  de  hambre  y  de  frío...  por  decreto 
de  Dios  que  conocía  sus  malas  intenciones. 
Era  ei  uno  un  peine  que  se  titulaba  ingeniero  y 
decía  andar  en  busca  de  una  mina  de  oro,  me- 
ses hacía  ya,  con  su  vestido  harapiento,  susgre- 
ñas  y  su  barba  silvestres  y  su  costurón  en  la 
cara,  que  le  partía  un  ojo  y  la  mitad  de  la  nariz. 

Aquí  se  oyó  un  estrépito  infernal  de  platos 
hechos  trizas,  y  un  grito  de  Facia  á  quien  se  le 
habían  caído  de  las  manos  como  una  docena  de 
ellos.  La  miré  entonces  y  la  encontré  mirán- 
dome á  mí  con  ojos  espantados  y  el  color  de  la 
muerte  en  la  cara.  Díjele  con  los  míos  que  no 
cometiera  una  indiscreción;  entendióme,  y  la 
añadí  de  palabra  y  sonriéndome  que  no  era  el 
estropicio  aquél  motivo  para  que  se  asustara 
tanto,  aludiendo  á  los  platos  rotos,  mientras 
Tona  arrimaba  al  del  juez  municipal  dos  medias 
fuentes  bien  colmadas  de  potajes,  algo  pasma- 
dona  por  lo  que  había  pescado  del  relato,  pero 
seguramente  más  por  el  desastre  de  la  vasija, 
que  había  arrancado  el  grito  á  su  madre. 

Vuelto  el  relatante  á  su  historia  después  de 
este  incidente,  y  viendo  yo  que,  por  respeto  á 
mí  sin  duda,  andaba  con  repulgos  y  melindres 
para  declarar  en  neto  castellano  quiénes  eran 
los  otros  dos  muertos,  apresúreme  á  decirle: 

— Sé  perfectamente  de  quiénes  se  trata,  y 
quiero  evitar  á  usted  la  repugnancia  de  decía- 


PEÑAS  ARRIBA  573 

rario  delante  de  mí:  se  trata  de  dos  parientes 
míos;  de  los  dos  hidalgos  de  Promisiones.  Con 
uno  vivía  el  ingeniero  ese  del  chirlo,  en  su  pue- 
blo de  usted:  los  vimos  juntos  Neluco  y  yo  al 
pasar  por  61,  yendo  á  Provedaño.  Según  noti- 
cias de  buen  origen,  esperaban  entonces  de  un 
día  á  otro  al  hermano  que  faltaba  de  aquél  mi 
pariente  (que,  por  lo  visto,  llegó  á  tiempo)  para 
dar  el  último  golpe  en  la  explotación  de  la  mina 
de  oro  puro  que  había  descubierto  el  lince  de 
las  barbas  silvestres.  En  buena  justicia,  tenían 
los  tres  más  que  merecido  el  palo,  en  el  que 
hubieran  muerto  á  no  morir  de  ese  otro  modo. 
Conque  ya  ve  usted  si  tengo  hasta  motivo^  por 
lo  que  á  mis  parientes  toca,  para  alegrarme  de 
que  hayan  acabado  así,  como  cualquier  hombre 
de  bien. 

Declaró  el  preopinante  que  era  la  pura  ver- 
dad todo  cuanto  yo  había  dicho;  añadió,  en  res- 
puesta á  una  pregunta  que  alguien  le  hizo,  que 
el  hombre  del  chirlo  en  la  cara  había  vivido  en 
el  lugar  con  el  nombre,  indudablemente  su- 
puesto, de  Pedro  González  que  constaba  en  su 
cédula  personal,  y  que  con  ese  se  le  había  re- 
gistrado, ya  muerto,  en  el  libro  correspondien- 
te; alégreme  yo  de  ello,  y  de  seguro  se  alegra- 
ría Facia,  que  lo  oía,  mucho  más...  y  se  acabó 
aquella  conversación  sin  meternos  en  otra  nue- 
va, porque  se  había  acabado  también  la  comi- 


574     OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

da,  apremiaba  el  tiempo  y  tenían  mucho  que 
andar  los  comensales  forasteros  para  volver  á 
sus  hogares  los  unos,  y  los  otros  para  terminar 
su  jomada*  Porque  resultó  que  don  Recaredo 
aprovechaba  la  ida  á  Tablanca  para  despachar 
un  negocio,  pendiente  de  ese  paso  año  y  medio 
hacia,  en  un  pueblecillodel  Nansa,  aguas  abajo, 
y  el  insigne  campurriano  tenía  también  sus 
quehaceres  de  urgencia  en  la  capital,  por  lo  que 
se  le  llevaron  consigo  don  Román  y  su  yerno. 
Desapareció  sin  saber  cómo  don  Lope;  fueron- 
se,  mientras  seguía  comiendo  todo  cuanto  le 
ponían  delante  el  juez  municipal  susodicho,  los 
dos  desiguales  de  Caórnica  y  los  cinco  pudien- 
tes del  Nansa,  aguas  arriba  y  aguas  abajo  de  la 
casona;  acabó,  al  ñn,  de  comer  el  que  quedaba 
comiendo,  y  marchóse  igualmente,  y  bien  re- 
pleto, á  su  lugar... 

Al  otro  día,  muy  temprano,  se  largaron  á 
Robacío  la  hermana  y  el  cuñado  de  Neluco;  y 
pocas  horas  después,  ¡ay!  me  abandonó  también 
toda  la  familia  del  gigantón  de  la  Castañalera* 


""S<5^5t)sP^ 


XXXI 


I  AQUÉLLA  fué  la  más  negra  para  mil 
La  de  verme  solo  en  los  ámbitos  en- 
mudecidos y  yertos  de  la  casona,  al- 

,  cazar  de  mi  flamante  y  patriarcal  se- 
ñorío, en  el  pobre  terruño  de  cmis  mayores.» 
Todo  me  resultaba  ancho,  todo  me  sobraba  allí 
y  todo  se  me  venía  encima,  como  si  estuviera 
edificado  en  el  aire,  desde  que  se  había  vuelto 
á  sus  hogares  la  familia  del  viejo  Marmitón. 
Porque  con  la  presencia  continua  de  unas  mu- 
jeres tan  animosas  y  alegres  como  aquellas  dos, 
más  el  trajín  en  que  anduvieron  empeñadas  y 
el  entrar  y  salir  de  tantas  y  tan  distintas  gentes 
en  los  últimos  días,  no  había  podido  conocer  yo 
en  su  verdadera  magnitud  el  vacío  que  dejaba 
en  la  casona  la  muerte  de  su  venerable  habita- 
dor y  dueño,  que,  vivo,  la  llenaba  toda,  y  era 
además  el  lazo  que  me  amarraba  á  ella  con  la 
fuerza  de  mi  compromiso,  fundado  principal- 
mente en  la  consideración  de  lo  que  él  esti- 
maba el  regalo  de  mi  compañía. 


57^      OBRAS  DB  D.  JOS¿  If.  DB  PBRBDA 

Venían  á  menudo  á  verme  el  Cura  don  Sabas 
y  Neluco,  y  pasaban  conmigo  largos  ratos;  con-- 
tínuaba  la  tertulia  de  la  noche  muy  concurrida 
y  animada;  presidíala  yo  con  la  mayor  asidui- 
dad, y  hacía  de  tripas  corazón  para  "creerme 
muy  divertido  en  ella,  ó  para  darlo  á  entender 
delante  de  aquellos  rústicos  y  buenos  tertulia- 
nos; ocupábame  á  ratos  en  despachar  mi  corres- 
pondencia 6  en  arreglar  los  papeles  y  cueiítas 
de  la  testamentaría;  hablaba  con  Faoia  y  me 
complacía  en  ver  cómo,  creyéndose  ya,  en  vir- 
tud de  las  noticias  traídas  por  el  juez  munici- 
pal de  marras,  y  de  mis  subsiguientes  reflexio- 
nes, libre  para  siempre  de  la  cruz  que  tanto  la 
había  oprimido,  y  dando  por  encerrado  en  el 
fondo  de  una  sepultura  el  secreto  de  lo  que  po- 
día ser  afrenta  para  su  hija,  iba  la  pobre  mujer 
tornando  á  la  vida  y  recobrando  poco  á  poco 
las  extenuadas  fuerzas  de  su  espíritu,  llorando 
y  rezando  á  la  vez  por  el  hombre  desventurado, 
muerto  con  el  alma  manchada  de  negras  inten- 
ciones, tras  una  vida  azarosa  y  criminal;  gozá- 
bame también  en  descifrar  en  el  impenetrable 
continente  de  Chisco  ciertos  confusos  caracte- 
res que  delataban  en  los  adentros  de  su  pecha- 
zo un  regocijó  manso  y  profundo  desde  la  he- 
rencia de  la  ipilá  de  onzas,»  y  en  tirarle  dé  ]á 
lengua  para  saber  cómo  andaba  desde  entofnces 
en  sus  tratos  y  amistades  con  la  familia  del  l'o- 


PINAS   ARRIBA  577 

pero,  el  cual,  según  mis  noticias,  se  había  hu* 
manizado  mucho  con  él  y  hasta  «le  echaba  me- 
moríales  con  los  ojos»  y  aun  con  algunas  indi- 
rectas demasiado  insinuantes;  interesábame  de 
veras  Pito  Salces,  que  andaba  amurríadote  y 
receloso  temiendo  que  hubieras  cambiado  las 
buenas  disposiciones  de  Tona  hacia  él,  desde 
que  era  rica  por  su  madre,  y  hasta  por  sí  pro- 
pia, tomando  el  pobre  por  desdenes  el  pasmo, 
muy  natural,  en  que  cayó  la  mozona  en  aque- 
llos días  de  lances  gordos;  salía  de  casa  algu- 
nas veces  para  ventilar  un  poco  las  ideas  y  es- 
tirar los  miembros  entumecidos,  aunque  halla- 
ba siempre  el  suelo  como  una  esponja  enchar- 
cada, y  frío  el  sol  que  iluminaba  el  valle,  mien- 
tras me  segaba  las  barbas  el  ambiente  que  no 
apagaba  una  cerilla,  y  tenía  que  volverme  á  mi 
agujero  sin  haberme  atrevido  á  descender  el  pe- 
dregal por  donde  querían  conducirme  los  im- 
pulsos de  miiiecesidad  de  departir  con  alguien 
que  me  comprendiera;  tramábala  con  Chisco 
después,  ó  con  el  primero  que  se  me  pusiera 
por  delante,  y  en  fin,  hasta  procuraba,  siguien- 
do las  enseñanzas  bucólicas  de  Neluco,  descen- 
der con  mi  razón,  más  luminosa,  á  las  tenebro- 
sidades de  aquellos  hombres  para  hallar  el  ni- 
vel apetecido  y  con  él  el  prometido  deleite; 
pero  aun  así,  me  sobraban  horas  y  horas  eter- 
nas de  soledad  y  de  silencio  en  aquellos  pára- 
TOMO  XV  37 


578      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBREDA 

mes  envejecidos  y  negros  en  que  resonaba  el  eco 
de  mis  pasos  febriles  como  si  los  diera  bajo  las 
bóvedas  sombrías  de  un  calabozo;  y  por  donde 
quiera  que  la  mirara,  aquélla  mí  labor  heroica 
para  hacer  la  vida  más  llevadera  no  venía  á  ser 
otra  cosa  que  labor  de  encarcelado,  hasta  con  á 
tenaz,  profundo  y  tentador  deseo  de  escaparme. 
De  escaparme,  sí;  porque  había  vuelto  á  ira* 
ponérseme  esta  idea,  no  como  la  primera  vez, 
que  la  sentí  pasando  por  mi  cerebro  como  una 
ráfaga,  sino  como  un  prurito  irresistible  que 
iba  desbaratando  por  momentos  la  obra  de  mi 
aclimatación,  casi  á  punto  de  terminarse  ya. 
Parecíame  la  fuga  una  verdadera  canallada;  pe- 
ro los  cuerpos  abandonados  en  el  aire,  caen  por 
su  propia  gravedad;  y  así  me  sentía  yo  caer, 
roto,  con  la  muerte  de  mi  tío,  el  vínculo  que 
más  me  ligaba  á  la  casona.  Cierto  que  me  que- 
daban las  ligaduras  de  un  compromiso  solem* 
nizado  tantas  veces  y  delante  de  tantas  y  tan 
distintas  personas;  pero  también  era  verdad  que 
á  ese  compromiso  le  había  puesto  yo  la  limita- 
ción de  «en  cuanto  me  fuera  posible,»  y  que 
suponiendo  que  llegara  á  ser  capaz  de  penetrar 
la  obra  de  mi  tío  para  trabajar  en  ella,  mi  tra- 
.  bajo  no  sería  continuo  ni  á  cada  hora,  ni  siquie- 
ra de  cada  día,  al  paso  que  la  tediosa  realidad 
que  me  asfixiaba  era  continua,  perenne,  de  toa- 
dos ios  momentos. 


PEÑAS  AkRIBA  579 

Luchando  sin  cesar  entre  estos  impulsos  em- 
pecatados y  las  repugnancias  de  mi  conciencia 
de  hombre  formal,  hubo  ocasión  en  que  me  reí 
dé  mí  propio,  viéndome  discurrir  con  el  crite- 
rio de  un  colegial  mal  avenido  con  su  encierro. 
¡Qué  cosas  se  me  ocurrían  para  justificar  una 
escapada,  con  promesa  de  volver  y  propósito 
de  no  cumplirla! 

Serenándome  después  y  dando  mayor  altura 
á  mis  pensamientos,  detúveme  á  considerar  el 
valor  de  los  buenos  frutos  que  había  consegui- 
do con  el  trabajo  de  mis  propias  observaciones, 
y  el  ejemplo  y  la  predicación,  más  ó  menos 
directa,  de  mi  tío,  de  Neluco,  del  señor  de  la 
Torre  de  Provedaño,  soíbre  todo,  y  de  otras 
muchas  personas  de  gran  monta;  y  entonces 
meavergoncé  de  haber  pensado  como  pensé 
para  sacudir  la  carga  de  mis  tristezas. 

Colocado  en  este  terreno,  pronto  comprendí 
que  lo  que  yo  necesitaba  desde  luego  y  con  ur- 
gencia para  salir  airosamente  del  conñicto,  era 
adquirir  otras  ligaduras  con  que  sustituir  las 
quebrantadas  por  la  muerte;  otro  vínculo  nue- 
vo que  me  uniera  á  Tablanca,  ya  que  no  tan 
estrechamente  como  lo  estuvo  mi  tío,  hasta  el 
plinto,  cuando  menos,  de  que  dejara  la  casona 
de  ser  cárcel  para  mí. 

Bueno.  Pero  ese  vínculo  ¿dónde  hallarle?  ¿de 
qué  casta  era?...  ¡Quién  sabe  los  espacios  que 


580   OBRAS  DB  D.  J0SÍ  M .  DS  PBRBDA 

recorrí  entonces  con  la  imaginación  enardecida 
y  visionarial  En  este  viaje  veloz  y  disparatado 
no  hallé  momento  de  tranquilidad  ni  de  reposo, 
porque  todo  me  parecía  mal  para  hacer  un  alto 
de  respiro...  hasta  que  di  en  la  más  peregrina 
de  las  ocurrencias.  Pero  ya  tenía  siquiera  una 
hipótesis  en  qué  detener  el  discurso  fatigado. 
Pues  á  ello,  y  con  toda  la  minuciosidad  escru- 
pulosa de  quien,  como  yo,  medita  en  asunto 
tan  grave  como  aquél  por  vez  primera  en  su 
vida.  Elevé  los  pensamientos  por  encima  de  las 
enriscadas  barreras  del  valle,  y  le  llevé  lejos, 
muy  lejos  de  Tablanca;  cerré  los  ojos,  acudí  á 
los  repuestos  de  la  memoria,  y  fui  extrayendo 
de  ella  una  verdadera  legión  de  imágenes,  á  las 
que  hice  desfilar  después,  una  á  una,  por  de- 
lante de  mí.  Cuando  hubo  pasado  la  última  figu- 
ra de  esta  bizarra  procesión,  volví  con  el  pen- 
samiento á  las  montunas  realidades  de  Tablan- 
ca... y  me  llevé  las  manos  á  la  cabeza,  como 
quien  se  percata  de  que  ha  estado  colmándola 
de  disparates  para  obtener  ideas  salvadoras. 
Apagué  la  linterna  de  mis  cavilaciones*  y  ]oh 
sorpresa!  con  el  último  rayo  de  su  luz  vi  pasar 
rápidamente  por  los  términos  ofuscados  de  la 
imaginación,  una  nueva  é  inesperada  imagen 
que  parecía  llevar  en  sí  la  virtud  de  resolver 
todas  las  dificultades  del  conflicto.  Pifo...  Y 
acabé  por  hacerme  cruces  y  echarme  á  reir. 


PBJÍAS  ARRIBA  58 1 

Riéndome  estaba  aúa  cuando  entró  Neluco. 

— Así  me  gusta  verle  á  usted — me  dijo, — y 
no  con  la  triste  catadura  de  estos  días  atrás. 

— ^Pues  á  ella  volveremos,  amigo  Neluco— 
le  respondí, — si  Dios  no  hace  el  milagro  que 
le  pido. 

— Sin  embargo,  usted  se  reía  ahora... 

— La  risa  del  conejo.. • 

— No  insisto — ^repuso  el  médico, — porque 
no  quiero  que  me  tenga  usted  por  imprudente; 
pero  le  aseguro  que,  sin  ese  temor,  más  de  dos 
veces  le  hubiera  preguntado,  en  estos  últimos 
días,  por  los  motivos  de  un  desaliento  que  no 
ha  podido  usted  disimular. 

Despertaba  esta  declaración  de  Neluco  la 
idea,  no  dormida  enteramente  en  mí,  de  confe- 
sarme con  él,  como  Facía  se  había  confesado 
conmigo.  Podía  esperar  mucho  de  los  consejos 
de  su  experiencia,  y,  en  último  caso,  el  alivio 
que  da  en  las  apreturas  del  ánimo  el  recurso  de 
departir  sobre  ellas  con  un  amigo  de  buen  en- 
tendimiento. 

— Precisamente — le  respondí  armándome  de 
resolución,— tenía  yo  grandes  deseos  de  echar 
un  párrafo  con  usted  sobre  los  mismos  particu- 
lares. Conque,  ahora  ó  nunca. 

Cerré  la  puerta  de  mi  gabinete,  seotámonos 
los  dos  con  la  mesita  entre  ambos,  y  comencé 
á  hablarle  de  esta  manera: 


582   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PEREDA 

— Ha  de  saber  usted,  amigo  Neluco,  que 
desde  que  volvieron  á  reinar  el  orden  y  el  si  - 
lencio  en  esta  casa,  después  de  muerto  y  se- 
pultado mi  tío,  yo  no  sé  en  qué  invertir  las  ho- 
ras que  me  sobran  dentro  de  ella...  Me  pare- 
cen interminables,  no  veo  el  modo  de  mejorar- 
las y  me  asusta  lo  porvenir  con  una  perspecti- 
va semejante.  Esta  es  la  verdad  de  lo  que  me 
sucede;  le  tengo  á  usted  por  buen  amigo,  y  á 
usted  se  la  declaro. 

— ¿Para  qué? — me  preguntó  el  médico,  muy 
serenamente,  después  de  contemplarme  en  si- 
lencio unos  instantes. 

— Por  lo  pronto — le  respondí, — para  que  us- 
ted la  conozca,  y  después,  para  que,  si  lo  tiene 
á  bien,  me  ayude  con  su  autorizado  consejo. 

— ¿Á  qué? — volvió  á  preguntarme  con  la 
misma  serenidad  de  antes. 

— jPues  me  gusta  la  ocurrencia,  caramba! — 
exclamé  yo  un  tanto  picado  por  aquel  modo  de 
acorralarme,  que  se  parecía  mucho  á  una  bro- 
ma algo  pesada. — ¿Qué  se  entiende  aquí  por 
ayudar  á  un  hombre  que  perece  en  el  fondo  de 
un  precipicio? 

— Perdone  usted — replicó  el  médico; — pero 
ó  yo  no  estoy  en  mis  cabales,  ó  el  caso  que  me 
cita  por  ejemplo  no  es  aplicable  enteramente 
al  caso  particular  de  usted.  El  que  se  halla  eo 
el  fondo  de  un  precipicio,  no  puede  tener  otro 


PBMAS  ARRIBA  583 

deseo  que  el  de  salir  y  alejarse  de  él;  y  á  usted, 
en  la  situación  en  que  hoy  se  encuentra,  se  le 
puede  servir  de  dos  maneras:  ayudándole  á  sa- 
lir de  ella,  ó  trabajar  para  hacérsela  soportable 
y  hasta  divertida.  Ahora  usted  dirá  de  cuál  de 
estos  dos  extremos  se  trata. 

— Del  que  mejor  le  parezca  á  usted— le  dije, 
-^6  de  los  dos  juntos...  £n  fin,  póngase  usted 
en  mi  caso,  y  hábleme  con  franqueza. 

— Pues  con  franqueza  le  digo — repuso  el  mé- 
dico,— que  no  me  extraña  lo  que  le  sucede  á 
usted.  Lo  esperaba...  Entendámonos:  espera- 
ba que  muerto  don  Celso  y  solo  usted  en  su 
casa,  había  de  parecerle  ésta  más  grande,  más 
negra  y  más  triste  que  antes,  y  el  tiempo  que 
pasara  en  ella,  muy  largo  y  enojoso.  Nada  más 
natural  en  un  hombre  de  los  gustos,  de  la  edu- 
cación y  de  los  antecedentes  mundanos  de  us- 
ted. Lo  que  no  esperaba  es  que  llegaran  sus 
desalientos  al  extremo  á  que,  por  lo  visto,  han 
llegado...  Pues  mire  usted,  señor  don  Marcelo: 
ni  por  cortesía  siquiera  le  aconsejo  á  usted 
que,  para  distraer  su  fastidio,  se  largue  en  se- 
guida de  Tablanca;  consejo  que,  ó  yo  no  sé  leer 
fisonomías,  ó  es  el  que  más  había  usted  de 
agradecerme.  Y  no  se  le  doy,  porque  estoy  se- 
gurísimo de  que  si  se  largara  usted  en  la  situa- 
ción de  ánimo  en  que  se  encuentra  ahora,  no 
volvería  por  acá  en  todos  los  días  de  su  vida. 


584   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

— ^Hombre — ^respondí  yo  cogido  por  la  mitad 
de  lo  cierto, — eso  es  mucho  decir. 

— Ni  más  ni  menos  que  lo  justo — replicó  el 
médico, — porque  es  la  pura  verdad;  y  usted 
no  puede  ni  debe  hacer  eso,  aunque  echemos 
en  olvido  cierta  promesa  y  hasta  lo  solemne  de 
la  ocasión  en  que  fué  ratificada;  porque  usted 
nada  tiene  que  hacer  en  ese  mundo  que  le  tien- 
ta, y  aquí  sí;  porque  allá — y  dispense  la  fran- 
queza,— á  pesar  de  sus  merecimientos  perso- 
nales, no  pasaría  de  ser  uno  más  en  el  montón 
de  los  anónimos,  y  aquí  desempeñaría  un  pa- 
pel mucho  más  lucido,  no  por  el  relumbrón  de 
su  jerarquía,  sino  por  la  condición  benéfica  del 
cargo.  Nada  de  esto  quiere  decir  que  esté  usted 
obligado  á  sepultarse  aquí  perpetuamente:  al 
contrario,  yo  sería  el  primero  en  aconsejarle 
que  no  lo  hiciera;  que  de  vez  en  cuando  tras- 
pusiera esas  cumbres  para  echar  una  cana  al 
aire,  bien  seguro  de  que  esas  correrías,  hechas 
por  un  hombre  del  entendimiento  y  de  la  cul- 
tura y  de  los  caudales  de  usted,  habían  de  lu- 
cir al  fin  y  al  cabo  en  beneficio  de  este  valle. 
Mas  para  llegar  á  ese  extremo,  es  decir,  para 
que  pueda  yo  excitarle  á  que  se  vaya,  es  pre- 
ciso asegurarle  aquí  antes  con  algo  que  le  sirva 
de  cebo  para  volver,  por  natural  y  espontáneo 
movimiento  de  su  corazón.,.  En  una  palabra, 
tiene  usted  que  aclimatarse  de  nuevo  á  esta  ca- 


PBÑAS  ARRIBA  585 

sa  y  á  esta  tierra  y  á  estos  hombres»  tales  y 
como  habían  llegado  á  parecerle  á  la  muerte 
de  su  tío  don  Celso. 

— Pero,  hombre  de  Dios — exclamé  yo  aquí» 
— ^si  precisamente  es  ese  mi  dedo  malo;  si  todo 
eso  que  usted  me  dice  parece  pensado  con  mis 
propios  pensamientos  y  dicho  con  mi  propia 
lengua;  si  yo  no  deseo  otra  cosa  que  apegarme 
á  este  terruño  y  cogerle  todo  el  amor  que  us- 
ted le  tiene;  pero  ¿cómo?  ¿con  qué?  Éste  es  el 
caso.  Vivo  mi  tío,  la  obligación,  convertida  en 
gusto  ya,  de  acompañarle,  me  entretenía,  y  con 
ello,  todo  cuanto  le  rodeaba;  muerto  él,  me 
falta  aquel  recurso  poderoso,  me  pierdo  en  el 
vacío  de  esta  casa,  y  me  abruman  las  eternas 
horas  que  paso  en  ella  buscando  la  manera  de 
abreviarlas.  Continuar  su  obra  benéfica.  En» 
horabuena.  Esto  es  fácil  y  hermoso  de  decir; 
pero  es  muy  vago  y  no  resuelve  nada,  y  lo  que 
yo  necesito  es  algo  más  concreto,  más  práctico 
y  del  momento.  Si  se  tratara,  verbigracia,  de 
cortar  camisas  para  los  pobres  ó  de  enseñar  la 
doctrina  á  los  muchachos,  yo  me  pasaría  los 
días  enteros  manejando  las  tijeras  ó  ingiriendo 
el  Padre  Astete  en  las  cabezas  de  estos  motilo- 
nes; pero  no  se  trata  de  eso  ni  de  cosa  pareci- 
da: la  obra  de  mi  tío  no  da  que  hacer  á  cada 
instante  ni  á  cada  hora. 

— ^¿Cómo  que    no?  —  interrumpióme  Nelu- 


586   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

co. — ¿La  conoce  usted  á  fondo  por  si  acaso? 

— No,  señor,— le  respondí. 

— ¿Y  le  parece  á  usted — añadió, — poco  en- 
tretenimiento el  de  estudiarla  de  ese  modo,  no 
sólo  para  conocerla,  sino  para  mejorarla?  Por- 
que á  usted  le  hemos  de  exigir  también — pro- 
siguió el  mediquito  bromeándose, — que  la  me- 
jore, y  la  mejorará  seguramente. 

— Santo  y  bueno — dije  yo  siguiendo  el  tono 
que  me  daba  Neluco: — la  mejoraré  si  ustedes 
se  empeñan.  Pero— añadí  formalizándome  de 
veras, — ese  estudio  que  me  recomienda  usted, 
hasta  para  entretenimiento  de  las  horas  de  es- 
tos días,  ¿cómo  le  hago?  ¿por  dónde  comienzo? 

— ¿Y  para  cuándo — replicó  Neluco, — son  los 
buenos  amigos  y  los  competentes  consejeros? 
¿En  qué  ocupación  más  agradable  ni  más  hon- 
rosa podría  usted  emplearnos?...  y  perdone  la 
inmodestia  con  que  me  sumo  con  ellos...  Y  ya 
que  de  esto  se  trata  y  estoy  autorizado  por  us- 
ted para  hablarle  con  franqueza,  he  de  decirle 
que  además  de  este  estudio,  del  que  no  puede 
usted  prescindir,  hay  otra  ocupación  más  del 
momento  todavía,  en  la  que  debió  habernos 
empleado  días  hace...  y  no  nos  ha  empleado 
usted,  con  gran  extrañeza  nuestra;  con  lo  cual 
ha  perdido  un  excelente  recurso  para  matar 
horas  sobrantes...  Pensaba  yo  que  aunque  á 
usted  le  sobraba  el  dinero  al  venir  á  Tablanca, 


PEÑAS  ARAIBA  587 

había  de  picarle  un  poco  la  curiosidad  de  co- 
nocer de  vista  las  haciendas  de  aquí,  hereda- 
das de  don  Celso,  y  el  organismo,  vamos  al 
decir,  de  los  tratos  y  contratos  con  sus  lleva- 
dores, y  algo  más,  á  este  tenor,  que  no  deja  de 
ofrecer  su  lado  patriarcal  y,  por  ende,  intere- 
sante y  pintoresco  para  un  hombre  como  usted. 
Con  el  pretexto  de  verlo  con  los  propios  ojos, 
se  deja  la  cárcel  que  abruma  y  entristece,  se 
respira  el  aire  libre  y  se  renuevan  las  ideas  y 
se  esparce  el  ánimo  encogido.  Con  la  contem- 
plación de  lo  visto  así,  nacen  pensamientos  que 
se  comunican,  por  de  pronto,  con  quienes  nos 
rodean,  y  dan  materia  abundante  para  discu- 
rrir después  si  estamos  solos,  ó  para  departir 
con  interés  gustoso  si  estamos  acompañados  de 
amigos  que  nos  quieren  bien.  La  propiedad, 
por  pequeña  que  sea,  tiene  esa  virtud,  y  si  es 
recién  adquirida,  en  más  alto  grado.  ¡Figúrese 
usted  si  durante  estos  días  en  que  tan  sobera- 
namente se  ha  aburrido  y  tan  hermoso  se  ha 
mostrado  el  tiempo,  nos  hubieran  faltado  mo- 
tivos de  excursiones  y  temas  de  conversación 
y  andamiajes  de  proyectos!  Vamos,  que  parece 
mentira  que  ni  por  instinto  de  conservación  se 
le  haya  ocurrido  á  usted  una  cosa  tan  hacedera 
y  conveniente,  y  haya  preferido  entregarse  ata- 
do de  pies  y  manos  á  las  inclemencias  de  su 
carcelero.  Pero  todavía  no  es  tarde  para  sub- 


588      OBRAS  DB  D,  JOSá  M.  DE  PBRBOA 

sanar  esta  equivocación.  Le  acompañaremos  á 
usted  por  esos  campos  mientras  el  tiempo  lo 
consienta;  veremos  y  hablaremos  lo  que  á  us- 
ted le  importa  ver  y  de  lo  que  le  interesa  ha- 
blar; continuaremos  aquí 'después  las  conver- 
saciones de  afuera,  y  se  apuntarán  ó  se  discu- 
tirán y  se  reformarán  cálculos  y  proyectos, 
aunque  alguna  vez  resulten  castillos  en  el  aire. 
Esto,  por  de  pronto.  Mucho  de  lo  demás,  ven- 
drá ello  solo  á  meterse  por  las  puertas  de  esta 
casa...  Por  ejemplo:  dentro  de  pocos  días,  por- 
que ya  estamos  en  el  mes  de  hacerlo  así,  verá 
usted  ir  llegando  la  falanje  de  sus  colonos  y 
aparceros  á  pagarle  las  rentas  que  le  deben, 
unos  en  maíz,  en  castañas  6  en  dinero;  otros 
en  las  tres  especies  juntas,  y  algunos  con  las 
manos  en  los  bolsillos  desocupados,  para  que 
usted  les  provea  de  lo  que  más  necesitan.  Así 
irá  usted  conociendo,  poco  á  poco,  hasta  el  pie 
de  que  cojean,,  y  descubriendo  el  camino  por 
donde  ha  de  llegar  hasta  la  entraña  misma  del 
misterio...  Amén  de  esto,  ¿por  qué  no  ha  de 
volver  usted  á  sus  saludables  correrías  de  an- 
tes? Ahí  está  Chisco,  más  animoso  y  ufano  aún 
que  entonces,  porque  ha  mejorado  de  fortuna, 
y  doblemente  apegado  á  usted  por  las  largue- 
zas que  con  él  ha  tenido;  ahí  está  Chóreos  sus- 
pirando todavía,  aunque  no  tanto  como  por  la 
hija  de  Facia,  por  aquellas  aventuras  montara- 


PBÑAS  ARRIBA  589 

ees,  y  aquellos  tragos  de  licor  tan  confortan- 
tes, y  aquellos  agasajos  tan  frecuentes...  y  aquí 
estoy  yo,  finalmente,  para  cuando  quiera  dis- 
poner de  mí;  y  lo  mismo  le  dirá  don  Sabas  de 
sí  propio,  y  cada  uno  de  los  habitantes  de  este 
pueblo...  Otro  ejemplo  más.  Á  la  hora  menos 
pensada  verá  usted  retoñar  en  el  campo  los 
preludios  de  la  primavera;  hallará  la  tierra  en* 
juta  y  salpicada  de  florecillas  esmaltadas;  aspi- 
rará la  fragancia  de  los  montes  y  de  los  pra- 
dos, y  quizás  se  fije  en  que  ya  es  hora  de  mo- 
ver la  tierra...  pinto  el  caso,  de  este  huerto,  y 
aun  de  cultivarle  mejor  de  lo  que  se  ha  culti- 
vado hasta  hoy;  y  con  esos  fines,  llama  usted  á 
los  obreros,  hasta  por  el  gusto  de  pagarles  el 
jornal;  y  los  manda  que  caven;  y  según  le  van 
obedeciendo,  se  va  usted  emborrachando  con 
el  olor  de  la  tierra  removida,  que  es  el  olor  de 
los  olores  agradables,  y  piensa  en  nuevas  y 
variadas  plantaciones,  y  hasta  esboza  un  pro- 
yecto de  jardín  en  el  rincón  más  abrigado.. •  Y 
quien  dice  mejorar  el  huerto,  dice  retejar  la 
casa  ó  reparar  sus  achaques  interiores...  en  fin, 
que  nunca  faltan  quehaceres  al  hombre  que  se 
empeña  en  tenerlos,  aunque  sea  en  las  soledades 
de  Tablanca...  Y  ¿para  qué  se  quiere  el  dinero? 
Aquí  hizo  un  alto  Neluco,  y  se  quedó  mirán- 
dome fijamente  como  en  espera  de  mi  contes* 
tación.  No  tardé  en  dársela. 


590   OBRAS  DB  0.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

—Todo  ese  cuadro  que  acaba  usted  de  tra- 
zarme— le  dije,— me  enamora  y  me  seduce... 
como  pintado  en  un  papel.  Mas  quiero  dar  por 
supuesto  que  es  la  pura  realidad.  Ya  tengo  en 
mis  manos  el  remedio  contra  el  fastidio  de  unos 
cuantos  días...  de  una  buena  temporada,  si  us- 
ted quiere.  Corriente.  Pero  ¿y  después?  Cuan- 
do no  pueda  voltejear  por  la  montaña,  ni  re- 
mover la  tierra  de  mi  huerto,  ni  tenga  negocios 
que  tratar  con  mis  colonos,  y  usted  esté  ocu- 
pado en  sus  quehaceres  profesionales,  y  don 
Sabas  en  los  de  su  ministerio,  y  vuelvan  las 
celliscas  desatadas,  y  las  horas  sin  fin,  y  las 
noches  eternas,  ¿qué  me  hago  yo  en  las  sole- 
dades de  este  palomar,  sin  la  naturaleza  y  las 
aficiones  de  mi  tío,  ó  de  don  Sabas  ó  de 
usted? 

— Es  que  yo  cuento — me  replicó  Neluco, — 
con  que  le  basten  y  le  sobren  para  atarle  á  Ta- 
blanca,  de  tal  modo  que  se  le  pueda  dar  licen- 
cia para  que  se  ausente  del  valle  sin  el  temor 
de  que  no  vuelva  á  él,  esos  entretenimientos  y 
otros  tales,  si  llega  usted  á  tomarles  gusto... 
Después,  jqué  demonio!  es  hasta  pecado  mor- 
tal decirle  á  un  hombre  del  talento  y  de  la  ex- 
periencia de  usted,  cómo  se  sortean  las  horas 
sobrantes  en  la  vida,  que  todos  pasamos.  Lo 
principal  es  la  base  de  la  ocupación:  las  lagu- 
nas de  ella  se  colman  como  se  puede.  Para  eso 


\ 


PEÑAS  ARRIBA  ¡gt 

es  el  entendimiento  que  á  usted  no  le  falta... 
Y,  por  último,  si  con  los  recursos  de  él  no  con- 
sigue lo  que  busca,  todavía  le  queda  el  de  li- 
garse al  terruño  éste  con  vínculos  de  tal  resis- 
tencia, que  sólo  la  muerte  pueda  romperlos. 

— Los  vínculos...  matrimoniales,  vamos— le 
interrumpí. — ¿A  qué  andarnos  con  metáforas? 

— Cabalmente, — replicó  el  médico. 

■--Pues  lo  dicho — añadí  yo. — ^Está  usted 
pensando  con  mi  propio  caletre  y  hablando  con 
mi  misma  lengua.  También  se  me  había  ocu- 
rrido esa  salida  un  momento  hace. 

— ¿En  serio? 

«—Ó  en  hipótesis. 

—No  es  lo  mismo.  ¿Y  por  qué  no  ha  de  ha- 
bérsele ocurrido  en  serio?  Está  usted  en  la  me- 
jor edad  para  casarse,  es  rico,  ha  corrido  el 
mundo,  tiene  la  experiencia  de  él,  está  huérfa- 
no y  solo  y  á  centenares  de  leguas  del  único 
deudo  cercano  que  le  queda,  y  tan  sobrado  de 
caudales  como  usted,  ¿Para  qué  demonios  quie- 
re el  suyo  y  la  larga  vida  que  tiene  por  delan- 
te, sino  para  reconstruir  la  familia  que  ha  per- 
dido y  dejar  en  la  tierra,  cuando  la  abandone 
para  siempre,  alguien  que  le  cierre  los  ojos  con 
cariño  y  le  llore  de  todo  corazón? 

— Y  usted— respondí  á  Neluco  medio  en  se- 
rio y  medio  en  chanza, — que  ve  y  siente  todas 
esas  cosas  tan  bonitas,  que  yo  no  veo  ni  echo 


59^      OBRAS  DB  D.  JOSÓ  M .  DB  PBKBDA 

en  falta,  como  de  urgente  necesidad,  ¿por  qué 
no  me  ha  dado  ya  el  ejemplo? 

— Porque  son  casos  muy  distintos  el  de  us- 
ted y  el  mío,  señor  don  Marcelo — díjome  á  es- 
to Neluco. — Yo  empiezo  á  vivir  ahora,  necesi- 
to trabajar,  y  trabajar  mucho,  para  ganar  el 
pedazo  de  pan  que  como;  y  además,  ni  me 
aburro  en  la  soledad  en  que  vegeto,  ni  me  tien- 
tan, como  á  usted,  las  seducciones  de  aUd 
afuera,  ni  conmigo  ha  de  extinguirse  mi  ape- 
llido aunque  yo  muera  solterón.. •  ¡Pero  si  me 
viera  en  el  pellejo  de  usted!... 

— Con  verte  y  sin  verte  de  ese  modo — dije 
yo  para  mí,  contemplando  al  médico  con  ojos 
de  malicia, — no  has  de  tardar  mucho  en  caer 
del  lado  á  que  te  inclinas,  marrullero. — Y  aña- 
dí en  voz  alta: — Pues  supongamos,  amigo  Ne- 
luco, que  yo,  por  pensar  como  piensa  usted,  ó 
por  vocación  verdadera,  ó  por  eso  que  se  lla- 
ma razón  de  estado,  resuelvo  casarme...  para 
vivir  aquí,  por  supuesto,  aunque  no  sea  perpe- 
tuamente. Natural  es  que  yo  busque  una  com- 
pañera adecuada  á  mis  condiciones...  Y  en  es- 
te caso,  ¿me  quiere  usted  decir,  señor  casamen- 
tero, COB  qué  cara  ni  con  qué  conciencia  ofrez- 
co yo  á  ninguna  mujer,  entre  todas  las  que  co- 
nozco, este  presidio  por  recompensa  de  la  di- 
cha que  yo  voy  buscando  en  el  intento  de  ca- 
sarme con  ella? 


PEÑAS  ARRIBA  593 

— ¡Pues  eso  solo  le  fallaba  á  usted  I-Excla- 
mó aquí  Neluco  llevándose  las  manos  á  la  ca- 
beza,  como  yo  me  las  había  llevado  poco 
antes  y  con  el  propio  motivo.-— Con  una  com- 
pañera de  esa  estofa  no  viviría  usted  aquí  en 
santa  paz  media  semana.  Mil  veces  peor  que  la 
enfermedad  sería  la  medicina. 

— Y  siendo  eso  cierto,  como  lo  es — repuse, 
— ¿de  qué  traza  ha  de  ser,  y  de  dónde,  la  mu- 
jer que  yo  busque  para  casarme  con  ella?  ¿Quie- 
re usted  que  apechugue  con  una  mozona  de 
Tablanca? 

— ¿Y  no  hay  más  mujeres  en  el  mundo — dijo 
con  entereza  el  mediquillo, — que  las  mozonas 
de  Tablanca  y  las  señoras  de  Madrid?  Procure 
usted,  señor  don  Marcelo — ^añadió  en  tono  de 
la  mayor  sinceridad, — que  la  mujer  elegida  para 
compartir  con  usted  el  señorío  de  esta  casa,  se 
considere  muy  honrada  y  gananciosa  en  ello: 
con  esto  basta,  y  no  dude  que  las  de  esta  con- 
dición abundan  á  nuestro  alcance.  El  asunto  no 
es  puñalada  de  píoaro:  da  tiempo  para  discu* 
rrir,  para  andar  y  para  ver...  y  ¡qué  demonio, 
hombre! — exclamó  de  pronto  con  inusitada  ve- 
hemencia;— puesto  que  hablamos  ya  en  serio, 
y  para  que  vea  que  no  fantaseo  yo  en  lo  que 
afirmo,  válgale  este  ejemplo  que  ahora  se  me 
viene  á  la  memoria:  ¿quiere  usted  belleza  y  ter- 
nura y  bondad  y  delicadezas  de  sentimiento,  y 
TOMO  XV  38 


594      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  U.  DE  PERBDA 

cuanto  se  pueda  pedir»  menos  la  cultura  refina- 
da de  los  salones,  en  una  sola  pieza,  en  una 
mujer  modelo,  aun  para  un  hombre  como  us- 
ted? Pues  bien  cerca  la  tenemos:  Lita.  Conque 
anímese  usted  á  pretenderla. 

Me  quedé  estupefacto.  ¿Era  aquello  broma? 
¿Era  abnegación?  ¿Era  arranque  patriótico?  Le 
declaré  mí  asombro,  y  me  dijo: 

— Desde  que  vino  usted  á  Tablanca,  está 
empeñado  en  ver  visiones  á  ese  propósito.  Lo 
sé  por  algo  que  usted  me  ha  dicho  y  otro  poco 
que  ha  dejado  traslucir.  En  una  ocasión  le  pin- 
té la  casta  y  los  motivos  del  cariño  que  nos  te- 
nemos los  dos.  Lo  que  entonces  le  dije  era  la 
pura  verdad,  y  la  mejor  prueba  de  ello,  lo  que 
acabo  de  proponerle  y  tanto  asombro  le  ha 
causado.  Crea  usted  que  con  todo  lo  que  le 
estimo  y  le  considero,  no  llevaría  mi  abnega- 
ción hasta  el  punto  de  brindarle  con  prenda  de 
tan  alto  valer,  si  fuera  mía  en  el  sentido  que 
ttsted  se  había  imaginado.  Esto  sin  contar  con 
que,  aun  sin  ese  soñado  compromiso,  sabe 
Dios  lo  que  la  huéspeda  pensaría  de  estas  cuen- 
tas, si  nos  estuviera  escuchando  por  el  ojo  de 
esa  cerradura. 

Instintivamente  volví  los  ojos  hacia  la  puer- 
ta. Entonces  soltó  una  carcajada  Neluco,  y 
comprendí  que  no  sabía  yo  llevar  la  broma  con 
la  frescura  que  el  caso  requería. 


PENAS  ARRIBA 


595 


Cambió  discretamente  de  conversación  el  mó- 
dico; dimos  poco  después  unas  vueltas  por  la 
salona,  hablando...  no  recuerdo  de  qué  triviali- 
dades; fuese  al  cabo  de  un  corto  rato,  y  quedó- 
me otra  vez  solo;  pero  ¡cosa  extraña!  sin  in- 
quietudes ni  tristezas. 


^SL- 4 


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i 


\ 


XXXII 


AYA  8i  me  dio  que  pensar  la  ocurrea- 
'  cia  de  Nelucol  Está  visto  que  el  ma- 
I  yor  interés  de  las  cosas  no  depende 
de  las  cosas  mismas,  sino  de  sus  cir- 
cunstancias y  accidentes.  Aquel  mismo  pensa- 
miento, expresado  en  voz  alta  por  el  médico, 
había  pasado  en  silencio  por  mi  mente  poce 
antes  sin  dejar  en  ella  el  menor  rastro.  ••  Cierto, 
de  toda  verdad.  Pero  ¿de  qué  había  nacido  d 
obstinado  empeño  que  yo  tuve  desde  que.  Ue-^ 
gué  á  Tablanca  y  conocí  á  la  nieta  de  don  Pe^ 
dro  Nolasco,  en  averiguar  lo  que  había  entre  elh 
y  Neluco,  dando  por  supuesto  que  haUa  olgtK^ 
y  que  tijeretas  han  de  ser?  Al  fin  y  al  cabo,  ¿qué 
me  importaba  á  mí  que  lo  hubiera  6  no  lo  ha-* 
biera?  Híceme  estas  preguntas,  porque  ente-i- 
zando sus  motivos  con  el  efecto  que  me  había 
causado  la  inesperada  ocurrencia  del  empeca- 
tado mediquillo,  cabía  suponer  la  existencia^ 


59^      OBRAS  DB]d.  JOSÉ  If  •  D£  PBRBDA 

en  que  jamás  había  creído,  de  ciertas  conien- 
tes  misteriosas  por  lo  más  hondo  é  inexplora- 
do del  corazón..»  De  todas  maneras,  existieran 
ó  no  esas  corrientes,  el  coincidir  Neluco  y  yo, 
por  impulso  propio  y  espontáneo,  en  un  punto 
tan  singular  y  concreto;  yo  esbozando  la  idea 
mentalmente,  y  él,  como  si  me  la  hubiera  leído 
en  el  cerebro,  presentándomela  después  con  vi- 
sos de  realidad,  era  sobrado  motivo  para  consa- 
grar al  caso  toda  la  atención  que  yo  estaba  con- 
sagrándole. No  se  dan  todos  los  días,  en  situa- 
ciones semejantes,  coincidencias  de  ese  calibre. 

Ello  fué  que  me  pasé  las  horas  muertas  des- 
menuzando la  insinuación  inesperada  del  mé- 
dico y  sometiéndola,  por  fragmentos  impalpa- 
bles, á  la  fuerza  de  un  análisis  escrupuloso.  Asi 
llegué  hasta  la  felonía  de  sospechar  del  des- 
interés de  Neluco,  creyéndole  capaz  de  haber- 
me apuntado  la  idea,  de  acuerdo  con  la  inte- 
resada, ó  con  su  madre  siquiera.  Pero  me  bastó 
un  instante  de  reflexión  desapasionada  para 
desvanecer  el  recelo,  con  vergüenza  de  haber 
caído  en  él. 

En  todas  las  edades  de  la  vida  tenemos  los 
hombres  algo  de  niños,  y  siempre  hay  un  ju-- 
gíute  que  nos  llega  cuándo  y  por  donde  menos 
lo  pensamos,  que  nos  sorprende  y  nos  encanta 
y  nos  preocupa,  y  hasta  «nos  hace  buenos...» 
y  además  tontos.  Dígolo  porque  no  solamente 


PBÑAS  ARRIBA  599 

me  pasé  el  resto  de  aquella  tarde  y  una  buena 
parte  de  la  noche  dando  vueltas  al  que  me  ha- 
bía regalado  Neluco,  para  cver  lo  que  tenía 
dentro,»  sino  que  al  despertarme  al  otro  día, 
lo  primero  que  se  me  metió  entre  los  cascos  del 
meollo  fué  la  duda  de  si  era  6  no  ]a  nieta  del 
gigante  de  la  Castañalera,  tan  guapa  y  tan  do- 
nosa en  realidad  como  el  médico  me  la  había 
pintado  y  la  había  visto  yo  cuando  me  intere- 
saba menos  que  entonces;  y  con  esta  duda,  el 
propósito  .firme  de  ir  á  aclararla  con  mis  pro- 
pios ojos  en  cuanto  me  levantara...  «Porque — 
lo  que  yo  me  decía, — no  es  que  me  importe  dos 
cominos,  en  definitiva,  la  aclaración;  no  es  que 
me  llegue  al  alma  por  ninguna  parte  la  perso- 
na, pero  me  interesa  mucho  el  caso.  Se  trata  de 
un  supuesto  que  pudiera  realizarse  el  mejor 
día,  y  es  de  suma  necesidad  verlo,  pesarlo  y 
medirlo  todo  minuciosamente  y  á  tiempo,  para 
evitar  ulteriores  é  irremediables  desencantos.» 

Y  como  lo  pensé  lo  hice. ..  y  aun  hice  más  de 
lo  pensado;  porque  me  esmeré  en  el  ropaje 
como  nunca  me  había  esmerado  allí...  y  hasta 
me  di  brillantiiM  en  la  barba. 

Encontré  á  Lituca  de  la  misma  traza  que 
cuando  la  conocí  y  como  la  había  visto  mu- 
chas veces  mientras  vivió  en  mi  casa,  de  trapi- 
llo y  trajinando:  con  un  chai  de  abrigo  cruzado 
en  el  pecho  y  anudado  atrás,  despeinada  y  con 


600   OBRAS  DE  D.  JOSB  II.  D£  PEREDA 

uoa  bayeta  en  la  mano,  dale  que  le  das  para 
despolvorear  los  muebles,  y  soba  que  soba  para 
sacarles  brillo.  Se  sorprendió  mucho  al  verme 
•tan  temprano  y  tan  Peripuesto  al  cabo  da  días 
y  dfas  sin  dejarme  ver  de  nadie,»  y  temió  que 
aquella  inesperada  visita  fuera  para  cosa  niala^ 
¿Estaba  enfadado  con  ellas?  ¿Me  habían  dado, 
sin  querer,  motivo  para  estarlo?  Todo  esto  me 
lo  dijo  en  su  lengua  pintoresca  y  armoniosa, 
suspendiendo  su  trabajo,  arreglándose  coa  la 
mano  libre,  blanquísima  y  rechonchpi,  los  des- 
ordenados cabellos  que  le  coronaban  la  frente,  7 
sonriendo  con  la  boca,  con  los  ojos  parlanchi- 
nes y  con  los  dos  hoyuelos  de  sus  carrillitos 
sonrosados.  Me  vi  mal  para  responderla  en  el 
tono  que  pedía  la  situación;  porque  la  referen- 
cia á  lo  de  ir  yo  tan  compuesto,  me  ruborizó  un 
poquillo  como  si  me  hubiera  descubierto  una 
ñaqueza  indigna  de  un  hombre  corrido  por  el 
mundo.  Esto  delropaje  lo  expliqué  con  la  razón 
del  luto  que  estaba  obligado  á  llevar  y  no  me 
permitía  salir  de  casa  con  los  holgados  y  alegres 
vestidos  de  costumbre.  Lo  de  que  mi  visita 
fuera  «para  cosa  mala»  por  las  señas  de  aque^ 
líos  hábitos  ceremoniosos,  necesitaba  uoa  acla- 
ración, y  se  la  pedí  á  Lituca.  Hízomela  dicien- 
do que  la  cosa  mala  en  que  ella  había  pensado 
de  pronto,  era  una  despedida  para  lejanas  tie- 
rras, por  no  tener  ya  quehaceres  en  aquéllas 


FBÑAS   ARRIBA  6ot 

tan  tristonas  para  mí.  ¡Pensar  yo  en  irme  en- 
tonces de  Tablanca!...  Podía  jurar  que  nunca 
me  había  visto  más  apegado  al  valle.  Pero  ¿por 
qué  mi  ausencia  de  él  era  calificada  por  ella  de 
cosa  mala? 

— ¡Otra,  señor!— respondió  á  esto  con  la  na- 
turalidad más  encantadora. — ¿Quiere  que  tenga 
por  cosa  buena  el  perder  de  vista  á  una  perso- 
na como  usté?...  ¡Mire  que  hasta  le  he  comido 
el  pan! 

Soltó  aquí  una  risotada  de  las  que  solía,  y 
me  pidió  permiso  para  ir  á  arreglarse  un  poco, 
«porque  no  estaba  su  ver  para  cabayero  tan 
principal,!  llamando  en  seguida  á  su  madre 
para  que  me  acompañara  mientras  tanto.  Que 
viniera  su  madre,  santo  y  bueno;  pero  que 
fuera  ella  á  vestirse  y  acicalarse,  de  ningún 
modo...  No  lo  podía  consentir.  Ó  había  ó  no 
había  franqueza  entre  convecinos  y  hasta  com- 
parientes tan  íntimos  como  nosotros.  Cabal- 
mente (esto  no  se  lo  dije  á  ella)  estaba  yo  go- 
zándome en  admirar,  desde  que  había  entrado, 
el  extraordinario  relieve  que  adquirían  los  en- 
cantos de  su  hechicera  persona  sobre  el  fresco, 
limpio  y  airoso  desaliño  que  la  envolvía.  Á 
puño  cerrado  creía  que  Neluco  y  yo  nos  ha- 
bíamos quedado  cortos  en  la  manera  de  verla  y 
admirarla.  Quedóse  al  fin,  llegó  su  madre,  y 
entre  las  dos  juntas  me  pusieron  para  pelar,  por 


602      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  If .  DE  PBRBDA 

i  lo  olvidadas  que  las  tenía.  •  Alegué  por  excusa 
de  mi  apartamiento  ocupaciones  apremiantes 
dentro  de  casa,  después  de  un  suceso  tan  grave 
como  el  ocurrido  en  ella...  Nada  me  valió  el 
recurso  ante  aquellos  dos  diablejos  que  todo  lo 
metían  á  barato.  Acudió  el  viejo  Marmitón  á  la 
algazara.  Cesó  ésta  unos  instantes,  y  los  utilicé 
yo  para  averiguar  cómo  andaba  el  gigantón 
desde  que  no  nos  veíamos.  Andaba  ctal  cual» 
según  el  interesado,  y  mucho  mejor  que  eso  se- 
gún Mari'Pepa...  «porque  i  comía  el  bendito, 
que  no  había  con  qué  llenarle! » 

— ¡Eso  sí,  gracias  á  Dios! — confirmó  el  alu- 
dido con  su  vozarrón  de  siempre. 

Estábamos  ya  en  la  sala;  sentámonos  todos, 
y  empezó  á  enjuiciarse  la  visita.  Evocáronse 
por  las  mujeres  los  recuerdos  de  los  trajines 
pasados  en  aquellos  días  tan  tristes,  y  apro- 
veché la  ocasión  para  ponderar  la  soledad  en 
que  me  había  quedado  y  lo  que  las  echaba  de 
menos  en  casa...  Y  no  sé  á  punto  fijo  de  qué 
modo  se  fué  enredando  desde  aquí  la  conver- 
sación, porque  yo  me  mezclaba  en  ella  maqui- 
nalmente  con  la  palabra,  mientras  tenía  los 
pensamientos  en  Lita  que  estaba  enfrente  de  mí. 
Pero  unos  pensamientos  muy  extraños.  Una 
vez  me  la  imaginé  vestida  con  todos  los  perifo- 
llos de  las  elegantes  de  Madrid,  y  me  produjo 
la  visión  de  lo  imaginado  tan  deplorable  efecto, 


PBÑAS   ARRIBA  603 

que  di  un  respingo  en  la  silla.  Me  parecieron 
una  profanación  aquellos  arrequives  en  tal  cuer- 
po que  no  había  sido  formado  para  tener  por 
fondos  los  artificios  convencionales  de  la  ciu- 
dad, sino  los  inmutables  y  grandiosos  escena- 
rios de  la  Naturaleza. 

Por  éste  y  otros  derroteros  semejantes  iban 
mis  pensamientos  volando  á  mi  placer...  hasta 
que  me  asaltó  de  repente  el  recuerdo  de  aquella 
salvedad  que  había  hecho  Neluco  por  remate 
de  la  «cuenta»  que  estuvimos  echándonos  los 
dos  la  víspera  por  la  tarde.  Podía  la  «huéspe- 
da» no  estar  conforme  con  ella  si  nos  hubiera 
oído  ajustaría.  £1  diablo  me  lleve  si  en  aquel 
momento  tenía  yo  resolución  hecha  de  condu- 
cir á  término  plan  alguno  relacionado  con  la 
aprobación  de  nuestros  cálculos;  y,  sin  embar- 
go, la  duda  surgida  de  repente  en  presencia  de 
la  «huéspeda»  misma,  me  contrarió  muchísimo. 
No  es  el  hombre  onza  de  oro  que  á  todos  guste 
por  igual,  aunque  tenga  muchas  á  buen  re- 
caudo, como  yo  las  tenía  entonces;  y  podía  su- 
ceder muy  bien  que  Lituca  no  gustara  de  mí 
por  especiales  razones...  y  hasta  por  estar  pren- 
dada de  Neluco  sin  que  éste  lo  supiera,  pues 
todo  cabía  en  el  campo  de  los  supuestos  vero- 
símiles. Pero  Jcómo  aclarar  esta  duda  en  el 
acto,  sin  descubrir  el  misterio  de  mis  intencio- 
nes? Y,  sin  embargo,  aquello  no  podía  quedar 


604      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

asi;  porque  yo  necesitaba  tener  ese  hilo  prin- 
cipal en  la  mano  para  tirar  de  él  cuando  me 
diera  la  gana,  ó  para  no  tirar  nunca  si  me  con- 
venia más.  Egoísmo  puro  y  rebeldías  insanas 
del  amor  propio  contrariado;  y  como  siempre 
que  un  hombre,  por  corrido  que  sea,  se  halla  en 
estas  situaciones  de  ánimo,  lo  primero  que 
pierde  es  el  sentido  común,  barruntando  yo  que 
iba  á  cometer  allí  alguna  majadería  gorda  si  me 
dejaba  dominar  un  poquito  más  del  prurito  que 
empezaba  á  consumirme,  di  un  recorte  á  la  con- 
versación que  seguía  maquinalmente,  y  por 
terminada  la  visita,  con  la  promesa  formal, 
¡vaya  si  lo  era!  de  repetirla  á  menudo. 

Yo  no  sé  lo  que  pensarían  en  casa  del  viejo 
Marmitón  del  desconcierto  que  debió  de  notar- 
se entre  las  palabras  que  salían  de  mi  boca  y 
las  ideas  que  me  retozaban  en  el  cerebro,  ni  si 
le  notaron  siquiera;  pero  es  un  hecho  que  á 
medida  que  andaba  hacia  la  casona,  formando 
serios  propósitos  de  ir  aclarando  la  duda  poco 
á  poco,  extrayendo  del  fondo  de  la  cristalina 
fuente  las  pedrezuelas  misteriosas  con  las  pin-- 
zas  de  mi  experiencia  y  el  tacto  de  mi  nativa 
serenidad  para  esas  cosas,  me  maravillaba  del 
desarrollo  que  había  alcanzado  aquel  arrechu- 
cho mío,  y  de  lo  cercano  que  me  había  puesto 
de  cometer  una  ligereza  impropia,  ne  ya  de  un 
hombre  maduro,  sino  de  un  colegial  inexperto. 


PEÑAS   ARRIBA  605 

Pero  en  lo  tocante  á  Lituca,  no  enmendaba 
una  tilde  de  lo  convenido.  Era  de  lo  más  mo*- 
no  y  hechicero  que  podía  buscarse  en  estampa 
y  en  carácter  de  mujer;  y  además,  lista  y  sen- 
sible y  buena,  sin  contar  lo  de  hacendosa  y  há* 
bil.  Gran  barro,  indudablemente,  para  formar 
una  compañera  á  su  gusto  un  Adán  como  yo, 
en  un  paraíso  de  la  catadura  de  Tablanca. 

Quiere  decirse,  y  así  es  la  pura  verdad,  que 
aunque  pasó  en  breves  horas  el  arrechucho  que 
me  había  sacado  de  mis  ordinarios  quicios,  no 
se  llevó  consigo  la  idea  plácida  que  le  había 
engendrado.  Al  contrario,  me  la  dejó  en  la  men- 
te, cristalizada  y  luminosa,  irradiando  sus  des- 
tellos peregrinos  sobre  todo  cuanto  me  rodea- 
ba, como  el  suave  resplandor  del  crepúsculo 
que  aparece  sobre  el  horizonte  anunciando  el 
espléndido  sol  que  viene  detrás.  Sería  pueril, 
inocente,  á  los  ojos  de  un  mundano  muy  corri- 
do, aquél  mi  estado  psicológico;  pero  lo  cierto 
era  que  ya  no  me  creía  solo  ni  desocupado  en 
Tablanca,  ni  á  obscuras,  triste  y  en  silencio  en 
la  casona;  y  esto,  algo  más  valía  que  la  creden- 
cial de  «hombre  incombustible,»  otorgada  por 
otro,  esclavo  infeliz  quizás  de  esa  y  otras  preo- 
cupaciones semejantes.  Cabía  temer  que  tam- 
bién pasaran  estas  ráfagas  consoladoras,  como 
había  pasado  el  huracán  de  antes,  y  yo  lo  temí 
seriamente;  pero  iban  corriendo  los  días,  y  lejos 


6o6   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

de  pasar  con  ellos,  cada  vez  se  dejaban  sentir 
más  halagüeñas  y  me  traían  nuevas  fragancias. 

Repetí  las  visitas  á  la  familia  de  don  Pedro 
Nolasco,  porque  así  se  lo  había  prometido  en 
la  primera  de  las  de  aquella  serie;  y  algo  de- 
bieron de  publicar  de  mi  secreto  mis  ojos,  ó  el 
timbre  de  mi  voz  ó  los  átomos  del  aire,  pues 
sin  haberse  deslizado  mi  lengua  un  punto  más 
allá  de  la  raya  que  la  había  puesto  por  límite, 
ya  no  era  yo  para  Lituca  lo  que  había  sido 
hasta  entonces.  Se  le  acobardaban  los  ojos  en- 
frente de  los  míos,  era  mucho  más  comedida  en 
sus  regocijadas  expansiones,  y  le  daban  que  ha- 
cer los  frunces  de  su  delantal  cuando  hablába- 
mos solos,  tanto  como  las  ideas  y  las  palabras 
que  empleábamos  en  la  conversación.  Estos 
síntomas,  que  se  fueron  acentuando  al  andar 
de  mis  insinuaciones  puramente  mímicas,  lle- 
garon á  darme  por  aclarada  la  duda  que  tanto 
me  había  carcomido,  sin  haber  aventurado  yo 
una  sola  palabra  en  el  empeño;  es  decir,  que 
se  me  había  ido  á  la  mano  el  hilo  que  yo  de- 
seaba tener  en  ella,  solo,  por  su  propia  virtud, 
si  no  era  por  la  fuerza  de  la  misteriosa  corrien- 
te, en  la  que  no  podía  menos  de  creer  ya.  En 
suma:  que,  ó  me  engañaba  mucho  mi  bien  acre- 
ditada experiencia  en  esos  lances,  ó  podía  tirar 
del  hilo  á  mi  antojo  cuando  me  diera  la  gana. 

Estaba,  pues,  en  las  mejores  condiciones 


PEÑAS   ARRIBA  6oj 

imaginables  para  hacer  un  alto  en  mi  empresa 
y  examinar  el  terreno  tranquilamente  y  á  mi 
gusto.  Sobre  si  este  modo  de  pensar  era  más  6 
menos  honrado  y  decente,  no  me  puse  á  discu- 
rrir, la  verdad  sea  dicha.  Convenía  la  parada  á 
mis  propósitos,  y  la  hice. 

No  por  eso  dejé  de  frecuentar  la  casa  del  oc- 
togenario de  la  Castañalera:  al  contrario,  y 
hasta  comí  con  la  familia  dos  veces  en  aquella 
temporada;  sólo  que  procuraba  á  menudo  lle- 
var á  Lita  al  terreno  y  al  estilo  de  nuestras  pri- 
meras intimidades,  economizando  mucho  las 
insinuaciones  de  otra  casta,  y  usándolas  única- 
mente para  conservar  arrimados  los  fuegos, 

i  Y  con  qué  docilidad  tan  hechicera  acudía  la 
inocente  á  mis  llamadas!  Tampoco  este  proce- 
dimiento se  pasaba  de  noble;  pero  me  era  muy 
conveniente  y  con  ello  apaciguaba  ciertos  sín- 
tomas de  rebelión  que  me  intranquilizaban  la 
conciencia. 

No  era  menos  comunicativo  que  con  la  fami- 
lia de  Marmitón,  con  don  Sabas,  con  Neluco, 
con  los  sirvientes  de  mi  casa,  con  mis  tertu- 
lianos de  costumbre  y  con  el  pueblo  de  punta 
á  cabo;  pero  con  nadie  lo  fui  tanto  como  con^ 
Neluco.  Me  perecía  por  conversar  con  él;  y  co- 
mo en  estas  intimidades  se  me  deslizaban  en  la 
lengua  algunos  destellos  de  la  luz  en  que  se  ba- 
ñaban  mis  ideas  en  su  escondrijo,  el  muy  lagar- 


6o8   OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

to  se  sonreía  á  la  callada,  y  con  bien  escaso  < 
fuerzo  de  ingenio  iba  descubriéndome  todo  lo 
que  yo  no  quería  declarar.  Por  fortuna,  era  infi- 
nitamente más  discreto  que  yo  en  aquellas  cir- 
cunstancias, y  todo  quedaba  reducido  á  que 
cambiaran  de  madriguera  los  secretos  que  iban 
escapándose  de  la  mía. 

Volví  á  las  andadas  por  montes  y  barran- 
cos, y  hasta  me  parecían  llanos  y  placenteros 
caminos  y  sendas  por  los  cuales  no  andaba  yo 
antes  sino  echando  los  pulmones  por  la  boca. 
También  me  acompañaban  entonces  Chisco  y 
Pito  Salces;  pero  más  respetuosos  y  hasta  más 
serviciales,  aunque  parezca  esto  mentira,  que 
la  otra  vez,  cuando  yo  no  era  amo  y  señor  de 
la  casona,  ni  había  tenido  ocasión  de  mostrar 
ciertas  larguezas  que  Chisco  no  olvidaba  un 
punto  por  lo  que  á  él  tocaba,  ni  Pito  Salces 
por  lo  que  atañía  á  la  mozona  de  sus  pensa- 
mientos. Prestándome  gustoso  á  todo  lo  que 
Neluco  me  había  recomendado  y  continuaba 
recomendándome  para  entretener  las  horas  so- 
brantes del  día  y  de  la  noche,  visité  una  por 
una  mis  haciendas,  mis  prados,  mis  hereda- 
des,  mis  castañeras  y  robledales,  mis  casas, 
mis  aparcerías  de  ganados;  estudié  con  verda* 
dero  afán  de  penetrarle  hasta  el  fondo,  el  oi^- 
nismo,  como  decía  Neluco,  tde  los  tratos  y 
contratos  entre  mi  tío^y  sus  aparceros  y  coix}^ 


P£ÑAS  ARRIBA  609 

nos,»  donde  estaba  la  enjundia  del  gran  espí- 
ritu de  este  hombre  benemérito  que,  sin  polí- 
ticas bullangueras  y  perturbadoras,  había  lo- 
grado resolver  prácticamente,  y  por  la  sola  vir- 
tud de  los  impulsos  de  su  corazón  generoso  y 
profundamente  cristiano,  un  problema  social 
que  dan  por  insoluble  los  c  pensadores»  de  los 
grandes  centros  civilizados,  y  tiene  en  perpe- 
tua hostilidad  á  los  pobres  y  á  los  ricos.  Ccn 
el  estudio  de  estos  hermosos  detalles,  acabé  de 
comprender  lo  que  no  comprendí  á  la  simple 
lectura  de  la  Memoria^  en  cuyo  intencionado 
laconismo,  por  lo  tocante  á  la  obra  benéfica 
del  patriarca,  vi  entonces  otro  rasgo  de  su  ex- 
quisita delicadeza  en  sus  relaciones  conmigo. 
Este  estudio,  aunque  somero,  me  ocupó  días  y 
días;  me  dio  mucho  y  muy  grato  que  hacer  y 
que  pensar,  y  nuevas  y  muy  hondas  raíces  de 
adherencia  á  aquel  pobre  terruño  que  por  ins- 
tantes iba  cambiando  de  aspecto  ante  mis  ojos. 
También  le  llegó  su  vez  al  huerto  de  la  ca- 
sona, como  me  había  aconsejado  Neluco  y  lo 
hubiera  hecho  yo  sin  su  consejo  por  espontá- 
neo impulso  de  las  inclinaciones  que  iban  apo- 
derándose de  mí,  de  día  en  día,  de  hora  en  ho- 
ra. Se  cavó,  se  removió  toda  su  tierra;  se  pu- 
sieron en  buen  orden  las  plantas  enfermizas 
que  encerraba,  y  se  trazó  un  regular  pedazo  de 
jardín,  que  se  plantaría  debidamente  cuando 

TOMO  XV  39 


6lO      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

fuera  tiempo  de  ello,  lo  mismo  que  los  cuadros 
destinados  á  frutales  y  hortalizas.  Y  era  verdad 
que  no  tenía  pareja  el  olor  de  la  tierra  bien  en- 
juta, removida  á  la  luz  y  al  calorcillo  vivifican- 
te del  espléndido  sol  de  febrero.  Jamás  lo  ha- 
bía notado  hasta  entonces...  Cierto  que  tam* 
poco  me  había  puesto  yo  en  ocasión  de  notarlo. 

Después  de  aquellas  labores  del  huerto,  co- 
mo el  tiempo  seguía  risueño  y  primaveral,  em- 
prendí otras  más  rudas,  entre  ellas  la  de  sua- 
vizar en  lo  posible  la  cambera  del  pedregal, 
única  vía  de  comunicación  que  tenía  la  casona 
con  el  pueblo.  No  quedó  el  camino  á  mi  gusto, 
pero  sí  muy  mejorado.  Y  no  acometí  en  segui- 
da las  reformas  que  había  ido  proyectando  en 
el  viejo  caserón  de  los  Ruiz  de  Bejos,  porque 
éstas  eran  palabras  mayores,  como  decía  el 
Cura,  y  me  faltaban  los  elementos  necesarios 
para  acometerlas.  Pero  se  acometerían  tan 
pronto  como  me  fuese  posible,  y  sin  miedo  de 
que,  entre  tanto,  se  me  adormecieran  los  pro- 
pósitos, porque  cabalmente  eran  aquellas  obras 
uno  de  los  renglones  más  importantes  del  plan 
de  vida  nueva  que  yo  me  había  trazado  y  es- 
taba trazándome  continuamente. 

£1  Cura  se  pasmaba  de  aquéllos  mis  afanes, 
y  más  con  la  mirada  y  con  el  gesto  que  con  pa- 
labras, me  daba  á  entender  lo  satisfecho  que 
estaba  de  mí;  Neluco  no  me  perdía  de  vista 


PEÑAS  ARRIBA  6ll 

un  momento,  y  parecía  entusiasmado  con  los 
nuevos  fervores  míos,  los  cuales  estimulaba 
con  tentaciones  de  otras  golosinas,  que  al  ñn 
me  hacía  tragar  con  su  diabólica  estrategia.  £a 
casa  de  Marmitón  ponían  en  las  nubes  el  mila- 
gro, y  sólo  en  boca  de  Lituca  eran  comedidas 
las  alabanzas  y  se  refrenaban  los  plácemes» 
aunque  bien  los  voceaban  los  ojos,  como  si  la 
fuerza  de  una  ley  oculta  impusiera  aquella  li- 
mitación á  los  impulsos  de  su  alma;  por  el  pue- 
blo «se  corrían •  ya  las  noticias  más  estupen- 
das á  propósito  de  esta  resurrección  mía,  y  me 
colgaban,  con  lo  cierto,  planes  y  calendarios 
que  jamás  me  habían  cruzado  por  las  mientes; 
teníanme,  no  ya  por  el  continuador,  sino  por  el 
reformador  omnipotente  de  la  obra  tradicional 
de  los  Ruiz  de  Bejos,  por  un  don  Celso  refun- 
dido y  hasta  mejorado,  no  solamente  «en  es- 
tampa y  en  ropajes,!  sino  también  «en  posi- 
bles y  en  majín;i  por  la  noche  iban  á  la  caso- 
na los  tertulianos  con  las  ideas  empapadas  en 
estas  fantasías,  y  me  veía  negro  para  rebajar 
muchas  partidas  de  la  cuenta  galana  y  poner 
las  cosas  en  su  punto...  En  fín,  que  dentro  de 
mí  y  en  derredor  mío  era  plácido  y  risueño  to- 
do lo  que  poco  antes  había  sido  triste  y  aflic- 
tivo y  tenebroso.  Hasta  la  misma  Facia  era 
muy  otra  de  lo  que  fué:  comenzaba  á  nutrirse 
y  á  sonreir,  y  dormía  sin  sobresaltos». •  Sólo 


6l2      OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DB  PBRBDA 

Pito  Salces  andaba  amurriadón  y  caviloso,  y  yo 
no  podía  consentirlo,  por  lo  mismo  que  me 
crria  capaz  de  remediarlo. 

— ¿Por  qué  no  echas  eso  á  un  lado  de  una 
vez? — le  dije  un  día. 

— Como  no  está  en  mí  la  para...— me  res- 
pondió mirándose  las  uñas  de  una  mano. — 
¡Qué  más  quisiera  yo,  puchesl 

Le  prometí  mi  a3mda  en  ^us  congojas,  y 
casi  bailó  de  gusto.  Después  llamé  á  Tona  á 
mi  gabinete  y  la  hablé  del  caso.  Se  puso  colo- 
radona  como  un  tomate  maduro,  y  al  fin  llegó 
á  declararme,  en  medias  palabras  y  entre  osci- 
laciones de  sus  caderas  y  manoseos  del  delan- 
tal,'que  «por  su  parte  no  diría  propiamente  que 
no...  cuando  juere  ocasión  de  eyu...  si  su  ma- 
dre... i  Llamé  á  Facia  en  seguida,  vino,  y  so- 
metí el  negocio  á  su  consideración.  Mostróse 
enterada  de  él  por  ciertas  señales  que  nunca 
mienten,  y  me  dijo  que  «por  su  parte...  cuan- 
do juere  ocasión  de  eyu...  si  á  mí  no  me  pae- 
cía  mal... i  Cabalmente  me  parecía  todo  lo  con- 
trario; y  con  esto,  y  con  convenir  los  tres  en 
que  la  ocasión  de  «eyu»  podía  ser,  y  sería, 
después  de  pasar  el  rigor  de  los  lutos  que  lle- 
vaban por  mi  tío,  se  dio  el  asunto  por  termiaa- 
do  como  yo  deseaba  y  Pito  Salces  también. 
Llamóle  á  poco  rato;  le  enteré  de  lo  convenido 
con  Tona  y  su  madre;  hizo  dos  zapatetas  y  se 


r 


PBÑAS  ARRIBA  613 

dio  dos  puñadas  en  los  carrillos;  le  encarecí 
la  obligación  en  que  estaba  de  ser  más  pruden- 
te que  nunca  en  lo  tocante  á  su  noviazgo»  si 
quería  que  no  se  le  cerraran  las  puertas  de  la 
casa  y  le  regalara  yo  en  su  día  el  ajuar  de  la 
suya;  y  se  fué  dando  zancadas,  riéndose  solo  y 
tapándose  la  boca  con  las  manos  en  señal  de 
acatamiento  á  mis  recomendaciones,  después 
de  pedirme  permiso,  que  le  di,  para  recabar  de 
Tona  y  de  su  madre  la  confirmación  verbal  de 
lo  acordado  conmigo...  y  para  centrar  en  la  ca- 
sal todas  las  noches,  y  «si  á  mano  venía,  t  pa«- 
ra  hablar  con  la  mozona  alguna  que  otra  vez 
con  Jos  debidos  respetos.  Acometido  ya  de  la 
fiebre  casamentera,  detuve  á  Chisco  al  topar 
con  él  en  el  carrejo  de  la  cocina.  Pero  le  vi  tan 
igual  á  sí  mismo,  con  tales  destellos  en  la  cara 
del  bienestar  de  sus  adentros...  y  estaba  yo  tan 
hecho  á  él  y  me  hacia  tanta  falta  en  la  casona, 
que  no  me  atreví  á  tentarle  la  paciencia,  y  it 
despedí  con  un  pretexto  mal  urdido. 

Corriendo  así  los  días,  esmaltáronse  de  flo- 
res y  reverdecieron  los  campos;  calentó  más  el 
sol;  templóse  y  se  embalsamó  el  ambiente;  des- 
perezóse, al  fin,  la  Naturaleza  como  si  desper* 
tara  de  un  largo  y  profundo  sueño,  y  se  dispu* 
so  á  aderezarse,  con  el  esmero  de  una  dam^ 
pulcra  y  muy  pagada  de  su  belleza,  empezan- 
do por  las  nimiedades  del  tocador  para  con- 


6l4      OBRAS  DE  D.  JOSé  If.  DE  PEREDA 

cluir  por  lo  más  espléndido  y  ostentoso  de  su 
ropero;  y  me  pareció  llegada  la  ocasión  de  rea- 
lizar un  propósito  que  había  formado  y  madu- 
rado últimamente  con  serias  y  muy  detenidas 
reflexiones.  Se  trataba  de  mi  vuelta  á  Madrid 
fpor  algún  tiempo,  i  Este  viaje  le  conceptua- 
ba yo  de  suma  necesidad,  no  tanto  por  lo  que 
tocaba  á  mis  asuntos  particulares,  bastante  des- 
cuidados desde  que  me  hallaba  en  Tablanca, 
cuanto  por  ver  el  efecto  que  me  hacía,  contem- 
plado desde  lejos,  el  cuadro  de  mis  nuevas  ilu- 
siones; estimar  con  exactitud  la  resistencia  que 
quedaba  á  los  vínculos  que  aún  me  unían  á  la 
vida  pasada,  y  compararla  con  la  de  los  que 
iban  amarrándome  ala  nueva.  Conceptuaba  yo 
esta  prueba  de  gran  importancia  para  los  fines 
ulteriores  y  posibles  de  mis  cálculos,  sin  el  menor 
recelo  ya  de  que  los  vanos  fantasmas  de  otras 
veces  me  infundieran  la  tentación  de  no  volver, 
tan  pronto  como  perdiera  de  vista  á  la  casona. 
Declaré  un  día  el  propósito  á  Neluco.  Le 
pareció  muy  bien,  y  hasta  me  aseguró  que  si 
no  se  me  hubiera  ocurrido  á  mí,  me  lo  habría 
aconsejado  él.  cHabían  cambiado  mucho  las 
cosas  desde  que  habíamos  ajustado  los  dos,  en 
aquel  mismo  sitio,  cierta  cuenta. ..•  Y  el  muy 
tuno,  sonriéndose,  me  dio  un  golpecito  muy 
suave  con  el  puño  de  su  cachiporro.  Después 
le  confirmé  mis  ya  declarados  intentos  de  em- 


j 


PBÑAS  ARRIBA  615 

prender  en  el  próximo  verano  las  convenidas 
reformas  en  el  interior  de  la  casa,  y  le  encargué 
del  acopio  de  las  primeras  materias  y  de  bus- 
carme obreros  competentes  para  ello...  Yo  en- 
viaria  de  Madrid,  y  aun  traería  conmigo  cuan- 
do  volviera,  lo  que  no  podía  hallarse  en  Ta- 
blanca  ni  en  sus  inmediaciones,  para  dar  la  úl- 
tima mano  á  una  labor  que  tanto  me  interesa- 
ba. Á  todo  se  prestó  con  alma  y  vida  el  exce- 
lente amigo...  y  hasta  se  me  figura  que  pensó 
que  aquéllas  mis  calurosas  recomendaciones  no 
se  las  hacía  yo  tanto  por  apego  á  la  obra,  co- 
mo por  exhibirle  pruebas  irrecusables  de  mis 
intenciones  de  volver  pronto.  Y  quizás  pensara 
bien.  Llegó  el  Cura  en  esto,  díle  cuenta  de  lo 
tratado,  y  le  gustó  mucho  lo  de  mejorar  la  casa; 
pero  no  tanto  lo  de  mi  viaje  á  Madrid...  c Aho- 
ra, si  convenía  para  bien  de  todos,  como  yo  le 
aseguraba,  fuera  eyu  por  el  amor  de  Dios.i 

¿Y  Lituca?  ¿Qué  diría  de  mi  marcha  cuando 
tuviera  noticia  de  ella?  Y  al  dársela  yo  y  al 
despedirme,  ¿dejaría  las  cosas  como  estaban? 
¿Levantaría  un  poquito  más  la  punta  del  velo, 
ó  no  b  levantaría?  Pensé  mucho  sobre  éstas, 
al  parecer,  pequeneces,  que  eran,  sin  embargo, 
piezas  muy  considerables  del  cimiento  en  que 
se  apoyaba  la  armazón  de  mis  hipótesis;  y  al 
fin  tuve  que  resolverme  por  la  afirmativa,  aun- 
que en  su  grado  mínimo,  cuando  vi  los  esfuer- 


6l6   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  If.  DB  PBRBDA 

zos  que  costó  á  la  pobre  disimular  á  inedias  el 
deplorable  efecto  que  le  causó  la  noticia.  Pero 
así  y  todo,  ó  quizás  por  lo  mismo,  en  aquella 
visita  no  se  rió  una  sola  vez  con  las  veras  de 
antes;  y  al  despedirme  yo  chasta  la  vuelta» 
con  un  apretón  de  manos  muy  elocuente,  tuvo 
que  darme  con  los  ojos  acobardados  la  respues- 
ta que  le  fahó  en  sus  palabras  descosidas.  En 
cambio,  Mari-Pepa,  á  quien  me  costó  mucho 
trabajo  convencer  de  que  mi  marcha  no  era  cía 
del  humo,»  como  ella  la  había  calificado  de 
pronto,  habló  y  jaraneó  y  se  despidió  por  todos 
los  de  su  casa,  incluso  el  octc^enario,  que  no 
había  dicho  diez  palabras,  y  esas  monosílabas 
y  como  otros  tantos  estampidos.  Los  tres  ba- 
jaron conmigo  hasta  la  corralada,  desde  cuya 
puerta  les  di  el  último  adiós,  con  los  ojos  y  el 
pensamiento  fijos  en  Lituca,  cuya  expresión  de 
pena  bien  sentida  le  agradecí  en  el  alma. 

Dos  días  después  me  despedía  en  Reinosa 
del  Cura  y  de  Neluco  que  me  habían  acompa- 
ñado hasta  allí,  y  de  Chisco  que  había  ido  ti- 
rando del  rocín  que  conducía  mis  equipajes; 
me  acomodaba  en  los  blandos  almohadones  de 
un  coche  del  ferrocarril,  y  comentaba  á  rodar 
hacia  las  llanuras  de  Castilla,  con  la  vista  erra* 
bunda  por  los  horizontes,  aún  no  abiertos  á  mi 
placer,  y  la  cabeza  atiborrada  de  pensamientos 
insubordinados  6  indefinibles. 


XXXIII 


o  puedo  negar  que  me  encontré  muy 
á  gusto  en  mi  casita  de  la  calle  del 
Arenal,  tan  bien  vestida,  tan  elegan- 
'  te,  con  todas  las  cosas  tan  á  la  mano 
y  tan  á  la  medida  de  mis  necesidades.  No  me 
veía  harto  de  pisar  el  suelo  alfombrado,  de 
arrellenarme  en  los  blandos  sillones,  de  con- 
templarme en  los  espejos  de  los  armarios,  de 
recrear  la  vista  en  los  cuadros  de  las  paredes 
y  en  los  bronces  y  porcelanas  que  coronaban 
los  muebles  de  fantasía  ó  guardaban  las  artísti- 
cas vidrieras,  ni  de  tender  mis  huesos  en  la 
mullida  y  voluptuosa  cama  á  esperar  el  sueño, 
que  no  tardaba  en  llegar,  como  un  aleteo  sua- 
vísimo de  geniecillos  bienhechores.  ¡Qué  poco 
se  parecía  todo  aquello  á  la  casona  de  Tablan- 
ca,  tan  grande,  tan  vieja,  tan  desnuda.*,  y  tan 
fríal 
También  me  hallé  muy  complacido  entre  el 


6l8      OBRAS  DE  O.  JOSá  If.  DB  PEREDA 

grupo,  no  muy  numeroso,  de  mis  íntimas  amis- 
tades, lo  mismo  cuando  departíamos  soi>re  lo 
ocurrido  en  el  escenario  de  nuestro  mundo  dea- 
de  que  yo  faltaba  de  él,  que  cuando  servían  de 
motivo  á  sus  bromas  la  tpátina  montaraz»  de 
que  veían  empañada  toda  mi  persona,  6  las 
nuevas  aficiones  á  las  cuales  me  mostraba  in- 
clinado, aunque  cuidando  mucho  de  no  descu- 
brir el  oculto  resorte  del  aparente  milagro. 

Lo  que  no  me  gustaba  tanto  eran  las  muche- 
dumbres y  el  ruido  y  la  línea  recta  informán- 
dolo todo,  en  el  suelo  de  la  calle,  en  los  muros 
pauralelos  y  compactos  de  las  casas  enfiladas, 
en  la  piedra  y  en  el  hierro  de  las  jaulas  del  ve- 
cindario, avezada  como  tenía  la  vista  á  las  cur- 
vas ondulantes  y  graciosas  déla  Naturaleza,  al 
ordenado  desorden  de  sus  obras  colosales  y  á 
la  sobriedad  jugosa  y  dulce  de  sus  tonos  seve- 
ros. Echaban  de  menos  mis  pulmones  el  aire 
rico  y  puro  de  la  montaña,  cuando  se  henchían 
del  espeso  y  mal  oliente  de  los  grandes  centros 
recreativos  atestados  de  luces  y  de  gentes;  y 
andaba  con  la  cabeza  muy  alta  aun  por  los  si- 
tios más  espaciosos,  por  la  costumbre  de  bus- 
car la  luz  por  encima  de  los  montes;  antojá- 
banseme  las  calles  hormigueros,  y  no  viendo  en 
ellas  más  que  las  obras  y  los  fines  de  la  ambi- 
ción humana,  cuando  elevaba  mi  vista  más  allá 
de  los  aleros  que  asombraban  la  rendija  de  la 


PEÑAS  ARRIBA  619 

calle,  no  descubría  siempre  la  imagea  de  Dios 
6  la  reía  menos  grande  que  la  que  me  refleja- 
ban forzosamente  los  gigantescos  picachos  de 
Tablanca  en  cuanto  clavaba  mis  ojos  en  ellos. 
Yo  hubiera  querido  en  tales  casos  una  compo- 
nenda entre  los  dos  extremos,  algo  por  el  estilo 
de  lo  que  sentía  Gedeón  cuando  se  lamentaba 
de  que  no  estuvieran  las  ciudades  construidas 
en  el  campo;  pero  no  siendo  posible  la  realiza- 
ción de  mis  deseos,  no  muy  apremiantes,  me 
habría  acomodado  tan  guapamente  á  éstas  y 
aquellas  relativas  contrariedades,  entre  las  cua- 
les había  nacido  y  vivido  y  hasta  engordado, 
sin  la  menor  sospecha  de  que  pudiera  haber  cosa 
mejor  dispuesta  y  ordenada  para  el  regalo  y 
bienestar  de  una  persona  de  buen  gusto,  en  par- 
te alguna  del  mundo  conocido. 

Lo  de  las  muchedumbres,  que  comenzó  por 
desagradarme  un  poco,  ya  llegó  á  ser  harina  de 
otro  costal.  No  hay  como  las  picaduras  del  amor 
propio  ó  las  insinuaciones  del  egoísmo  para  sa-  . 
car  de  su  paso  álos  hombres  más  parsimoniosos. 
Cada  vez  que  salía  de  casa  ó  asistía  á  un  espec- 
táculo, siempre,  en  ñn,  que  me  veía  envuelto  en 
los  oleajes  del  mar  de  transeúntes  ó  de  especta- 
dores, me  acordaba  del  dicho  de  Neluco  y  me 
preguntaba  á  mí  propio:  ¿qué  soy  yo,  qué  re- 
presento, qué  papel  hago,  qué  pito  toco  en  me- 
dio de  estas  masas  de  gente?  ¿Para  qué  demo- 


620   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBOA 

nios  sirven  en  el  mundo  los  hombres  que,  como 
yo,  se  han  pasado  la  vida  como  las  bestias  li- 
bres, sin  otra  ocupación  que  la  de  regalarse  el 
cuerpo?  ¿Quién  los  conoce,  quién  los  estima, 
quién  llorará  mañana  su  muerte  ni  notará  sa 
falta  en  el  montón,  ni  será  capaz  de  descubrir 
la  huella  de  su  paso  por  la  tierra?  ¿Y  para  eso, 
para  vivir  y  acabar  como  las  bestias,  soy  hombre 
y  libre  y  mozo  y  rico?  ¿No  serian  una  mala  ver- 
güenza una  vida  y  una  muerte  así?  Y  me  iba  con 
el  pensamiento  á  las  agrestes  soledades  de  Ta- 
blanca,  donde  no  existía  un  desocupado,  ni  un 
egoísta,  ni  un  descreído,  y  había  visto  yo  morir 
á  mi  tío  abrazado  á  la  cruz  entre  las  bendiciones 
y  las  lágrimas  de  todo  el  pueblo.  Esto  sería  tris- 
te y  obscuro  ante  la  consideración  de  un  elegante 
despreocupado;  pero  era  luminoso  y  grande  á 
los  ojos  del  buen  sentido  y  de  la  conciencia 
sana.  Quedábame  algunas  veces,  sin  embargo, 
la  duda  de  si  estas  reflexiones  eran  legítima  y 
directamente  nacidas  de  la  observación  serena 
y  desinteresada,  ó  venían  impuestas  por  la  idea 
de  mi  adquirido  compromiso,  ineludible  ya; 
pero  la  verdad  es  que  aquellas  dudas  se  desva- 
necían fácilmente ,  y  que  cada  día  que  pasaba 
me  era  menos  agradable  el  desairado  papel  dé 
comparsa  anónimo  que  había  hecho  yo  en  el 
montón  decorativo  de  esa  incesante  farsa  de  la 
vida. 


PBÑAS  ARRIBA  62 1 

Contribuía  mucho  á  sostener  el  calor  de  estos 
sentimientos,  mi  frecuente  y  animada  corres- 
pondencia con  Neluco,  el  cual  no  era  menos 
expresivo,  discreto  é  intencionado  con  la  pluma 
que  con  la  palabra;  y  digo  lo  de  intencionado, 
porque  nunca  le  faltaba  un  pretexto  en  las  car- 
tas para  dedicar  el  mejor  párrafo  de  ellas  á  Lita^ 
de  manera  que  me  enterara  yo  de  lo  que  me  año- 
raba la  hija  de  Mari-Pepa,  sin  que  pareciese  no- 
ticia de  ello  lo  que  me  decía.  Yo  seguía  un  pro- 
cedimiento semejante  para  que  se  enterara  ella 
de  que  no  la  echaba  en  olvido  un  solo  momen- 
to; y  así  fomentaba  y  tenía  en  incesante  cultivo 
este  delicado  fruto  de  mi  transcendental  evolu- 
ción, dentro  de  los  límites  que  yo  me  había  tra- 
zado para  eso. 

Me  daba  minuciosa  cuenta  del  estado  de  las 
cosas  de  all^  que  podían  interesarme;  me  con- 
sultaba dudas  ó  me  apuntaba  ideas  sobre  los 
encargos  que  le  tenía  hechos,  ó  me  esbozaba 
otros  planes  que  siempre  me  parecían  bien- 
Así  me  defendía  de  las  malas  tentaciones  con 
que  me  asediaban  los  diablejos  de  mi  vida  pa- 
sada, en  cuyas  garras  había  vuelto  á  caer. 
Entre  tanto,  ordenaba  y  disponía  mis  caudales 
de  modo  que  los  tuviera  siempre  á  la  mano  por 
alejado  que  me  viera  de  ellos;  y  por  último,  me 
atreví  con  lo  que  más  me  dolía  y  á  lo  cual  lla- 
maba yo  i  quemar  mis  naves:»  deshice  mi  casa. 


S 


622      OBRAS  DE  D.  JOSÉ  M.  DB  PEREDA 

Quería  destruir  el  nido  para  no  tener  tanto 
apego  al  árbol.  Empaqueté  lo  más,  vendí  muy 
poco  y  regalé  algo  de  ello  á  mis  amigos.  Envié 
lo  empaquetado  á  la  Montaña,  y  me  instalé  en 
una  fonda. 

Entonces  fué  cuando  me  puse  á  mirar,  con 
verdadera  y  reposada  atención,  el  consabido 
cuadro  «desde  lejos. »  Como  obra  de  arte^  me 
parecía  bellísimo;  como  realidad,  no  tanto;  pero 
había  que  tener  en  cuenta  la  luz  y  los  adheutííes 
que  me  deslumhraban  algo  en  mi  observatorio, 
y  la  incesante  y  maléfica  labor  de  los  diablejos 
empeñados  en  que  yo  no  saliera  de  Madrid  y 
volviera  á  las  andadas.  Ello  fué  que  sin  me- 
terme en  grandes  filosofías,  salí  triunfante  de  la 
prueba  con  poquísimo  esfuerzo  de  mi  volun- 
tad. Verdad  es  también  que,  por  buenas  ó  por 
malas,  yo,  decentemente,  necesitaba  triun£ut 
en  aquel  empeño. 

A  todo  esto,  me  carteaba  mucho  con  mi  her- 
mana; y  al  darle  la  noticia  de  la  muerte  de 
nuestro  tío  y  de  sus  disposiciones  testamenta- 
rias, no  la  había  omitido  lo  de  mis  propósitos 
de  continuar  su  obra  en  el  valle.  Como  la  carta 
fué  escrita  en  aquellos  días  de  mis  entusiasmos 
bucólicos,  la  hablé  largamente  de  mis  proyec- 
tos de  vivir  allí  y  de  reformar  la  casona  para 
hacerla  más  llamativa  y  pegajosa...  en  fin,  de 
todo  menos  de  lo  principal:  quiero  decir,  de  la 


PEÑAS  ARRIBA  623 

fsantai  á  quien  se  debían  los  milagros  de  mi 
conversión.  El  caso  es  que  mi  hermana  alabó 
mucho  mis  resoluciones,  y  hasta  me  prometió 
hacer  un  viaje  á  España  con  todos  sus  hijos, 
ya  que  á  su  marido  no  le  podía  arrancar  de  sus 
ingenios  y  cafetales  ni  con  agua  hirviendo,  sólo 
con  el  fin  de  vivir  conmigo  una  buena  tempo- 
rada en  la  casona  tan  pconto  como  yo  la  dijera 
que  ya  se  hallaba  habitaole.  Así  como  así,  es- 
taba ya  harta  de  moliendas,  trapiches  y  bagazos... 
y  hasta  del  sol  ultramarino  que  la  derretía,  y 
deseaba  cambiar  de  aires  y  de  panoramas.  ••  y 
de  repostero.  Después  me  atreví  á  apuntarle  la 
idea  de  sujetarme  al  terruño  con  los  lazos  del 
matrimonio,  y  la  conveniencia,  á  mi  juicio,  de 
elegir  por  compañera  una  mujer  como  la  que  le 
pintaba  por  ejemplo,  copiando  las  condiciones 
de  Lituca.  De  perlas  le  pareció  también  todo 
esto«  cÁ  ello  y  cuanto  antes,!  me  decía  por 
conclusión  de  una  carta  recibida  por  mí  preci- 
samente el  día  en  que  entregaba  la  llave  de  mi 
casa  á  su  propietario  para  establecerme  en  la 
fonda. 

Recuerdo  muy  bien  estos  particulares,  por- 
que no  contribuyeron  poco  á  sostener  mi  fir- 
meza en  aquellos  días  críticos  en  que  tan  de 
temer  eran  las  vacilaciones. 

Con  los  apuntes  que  había  llevado  yo  á  Ma- 
drid y  otros  que  fué  enviando  Neluco  cuando 


624     OBRAS  DE  D.  JOSé  If.  DB  PBRBDA 

se  le  pidieron,  un  arquitecto  amigo  mío  y  per- 
sona de  buen  gusto,  hizo  un  plan  de  reformas 
interiores  de  la  casona  de  Tablanca,  muy  ade- 
cuado al  carácter  y  antigüedad  del  edificio:  cosa 
sería  y  cómoda  en  lo  posible.  Donde  se  nosco-* 
rrió  un  poco  la  mano  fué  en  mi  gabinete.  cPor 
lo  que  pueda  ocurrir,  •  le  había  dicho  yo  al  ar- 
quitecto. Entendióme  la  intención»  y  se  despa- 
chó á  su  gusto...  y  al  mío  también. 

Con  estos  planos  y  pormenores  á  la  vista, 
encargué  á  Neluco  lo  que  debía  adquirirse  por 
allá  para  lo  fundamental  de  las  obras;  adquirí 
yo  en  Madrid  lo  puramente  accesorio  y  deco- 
rativo que  me  faltaba ,  y  á  la  Montama  con  ello 
en  seguida.  Vamos,  que  andaba  yo  con  estas 
cosas  como  niño  con  zapatos  nuevos. 

En  Mayo  empezó  Neluco  las  obras,  y  á  fin 
de  junio,  cuando  ya  estaban  terminadas  las 
principales  y  más  engorrosas  y  se  desbandaban 
hacia  el  Norte  las  gentes  adineradas  de  Ma- 
drid, salí  yo  para  la  Montaña  con  una  impedi- 
menta que  metía  miedo.  Esta  vez  no  me  quedé 
en  Reinosa  para  tomar  el  camino  del  Puerto, 
sino  mucho  más  abajo,  para  seguir  por  lo  llano 
hasta  la  desembocadura  del  Nansa,  y  conti- 
nuar después  aguas  arriba.  Este  camino,  aun- 
que más  largo,  era  menos  incómodo  para  mí,  y 
casi  indispensable  para  la  conducción  de  la  im- 
pedimenta que  iba  detrás. 


PEÑAS   ARRIBA  625 

Cuando  llegué  á  Tablanca,  me  encontré  á 
sus  habitantes  asombrados  de  lo  que  estaban 
viendo  en  la  casona.  Aquel  traqueteo  de  he- 
rramientas y  bullir  de  obreros  y  acopiar  de  ma- 
teriales, no  se  había  soñado  jamás  en  aquel 
pueblo,  donde  no  se  labró  una  casa  ni  acome- 
tió una  obra  que  pasara  de  levantar  un  «jas- 
tial,» ó  reponer  unos  cabrios,  ó  enderezar  una 
cumbre,  en  cuanto  alcanzaba  la  memoria  de 
los  más  viejos.  Asustábales,  principalmente, 
el  dineral  que  costaría  todo  aquello,  y  después 
el  temor  de  que  «por  el  visual  que  iba  tomando 
la  casona  por  adentro,»  se  les  cerraran  la  puer- 
ta y  la  cocina,  teniéndolos  en  poco  para  darles 
entrada  libre  como  antes.  Me  costó  Dios  y  ayu- 
da convencerlos  de  lo  contrario,  aun  haciéndo- 
les ver  por  sus  propios  ojos,  como  ya  se  lo  ha- 
bía hecho  ver  Neluco  más  de  dos  veces  sin 
fruto  alguno,  que  no  se  tocaba  la  cocina  ni  para 
profanarla  con  un  blanqueo,  y  que  sólo  alcan- 
zaban las  reformas  á  las  piezas  principales  y  á 
la  escalera.  Pero  más  que  estas  demostraciones 
sobre  el  terreno,  les  convenció  la  parrafada  que 
les  largué,  casi  un  sermón  entero,  sobre  lo  que 
había  sido,  era  y  sería,  mientras  yo  viviera, 
aquel  noble  solar  para  los  tablanqueses;  la  im- 
portancia que  daba  y  daría  siempre  á  sus  ter- 
tulias, y  lo  resuelto  que  estaba  á  que  las  cosas 
siguieran  allí  como  en  vida  de  mi  tío...  Con- 
TOMO  XV  40 


626   OBRAS  DE  D.  JOSé  M.  DB  PBRBDA 

venciéronse  al  fin,  pero  no  sin  quedar  yo  con- 
vencido también  de  la  razón  con  que  decía,  án 
que  se  lo  creyéramos  los  que  le  oíamos,  cierto 
amigo  mío,  muy  apasionado  de  la  milicia,  que 
debe  ponerse  mucho  tiento  en  lo  de  reformar 
instituciones  viejas,  aunque  sea  con  el  fin  de  me- 
jorarlas, porque,  á  veces,  dos  botones  de  más 
6  de  menos  en  el  uniforme  tradicional,  pueden 
inñuir  hasta  en  el  desprestigio  ó  en  la  indis- 
ciplina del  regimiento  que  le  usa. 

Como  esto  fué  lo  primero  que  me  impresio- 
nó al  llegar  á  Tablanca,  lo  primero  sale  á  re- 
lucir en  esta  cadena  de  recuerdos  de  aquellos 
días  y  sucesos;  pues  al  dar  la  preferencia  á  la 
memoria  de  los  más  gratos,  por  otro  eslabón 
bien  diferente  hubiera  comenzado.  Dígolo  por 
la  impresión  inenarrable  que  me  causó  Lituca, 
á  quien  había  dejado  algo  triste  y  muy  arrebu- 
jada en  los  pesados  ropajes  de  invierno,  y  en- 
contraba risueña  como  una  aurora  de  abril,  y 
rebosando  de  juventud  y  frescura  en  sus  hábi- 
tos veraniegos,  sencillos  hasta  la  pobreza,  pero 
limpios  y  alegres  como  el  plumaje  de  las  tórto- 
las que  la  arrullaban  desde  su  huerto  florido. 
Después,  los  fondos  del  escenario  en  que  des- 
collaba tan  gentil  figura:  antes  desnudos,  fríos, 
yertos,  encharcados  en  agua  ó  amortajados  en 
nieve;  ahora  la  Naturaleza  riente  y  vestida  con 
la  pompa  de  sus  mejores  galas;  los  prados  ver- 


PEÑAS   ARRIBA  627 

des  y  lozanos,  los  montes  frondosos  y  habla- 
dores con  el  rumor  de  las  brisas  jugueteando 
entre  su  follaje  y  esparciendo  por  todo  el  valle 
la  fragancia  más  exquisita.  Me  costó  muchísi- 
mo trabajo  contener  en  mi  lengua  las  oleadas 
que  subían  de  mi  corazón  cuando  me  vi  por 
primera  vez  enfrente  de  aquella  criatura  que 
cada  día  se  me  revelaba  con  nuevos  atractivos, 
y  noté  que  leyéndome  ella  esta  lucha  en  la  ex- 
presión de  mis  ojos  ó  en  el  acento  de  mi  voz, 
tampoco  acertaba  á  pintar  con  el  colorido  que 
la  imponían  las  circunstancias^  el  placer  con  que 
volvía  á  verme.  Entre  tanto,  su  madre,  su  abue- 
lo, Neluco,  don  Sabas,  Chisco,  toda  mi  servi- 
dumbre, la  hermana  y  el  cuñado  de  Neluco,  á 
quienes  había  saludado  á  mi  paso  por  Roba- 
cío;  el  vecindario  entero  de  Tablanca,  todos 
parecían  regocijarse  hasta  el  entusiasmo  con 
mi  vuelta  y  con  mis  planes  y  propósitos.  Esto 
me  halagaba  mucho  y  hasta  llegaba  á  entusias- 
marme, y  á  todo  ello  daba  abrigo  y  refugio, 
con  la  imagen  de  Lituca,  en  el  fondo  de  mi 
corazón,  empezando  á  dudar  ya  muy  seriamen- 
te si  procedía  de  esta  sola  aquella  nueva  luz 
que  me  embellecía  todo  cuanto  me  circundaba, 
ó  había  real  y  positivamente  en  ello  algo  capaz, 
por  virtud  propia,  de  hacer  el  milagro  de  mi 
rápida  conversión  á  otra  vida  que  poco  antes 
me  parecía  insoportable.  Porque  lo  cierto  es 


628   OBRAS  DE  D.  JOS¿  If.  DB  PBRBDA 

que  yo  había  llegado  á  Tablanca  por  primera 
vez  en  el  rigor  del  invierno  y  en  las  peores  con- 
diciones que  pueden  imaginarse  para  la  acli- 
matación en  aquel  medio,  de  un  hombre  de  mis 
antecedentes;  y  vistas  á  la  luz  del  sol  estival, 
tenían  aquellas  mismas  cosas  aspecto  muy  dis- 
tinto. £1  valle»  vestido  de  verano,  era  hasta 
hermoso;  la  gente,  animada  y  alegre;  la  comu- 
nicación con  los  pueblos  de  la  comarca,  más 
fácil  y  agradable;  los  panoramas,  mucho  más 
interesantes  por  la  abundancia  de  luz  y  lim- 
pieza de  los  horizontes;  la  temperatura,  hasta 
calurosa  en  los  sitios  bajos;  las  fiestas  y  rome- 
rías, abundan  tes..  •  y  la  más  solemne  y  original 
de  las  primeras,  una  que  me  había  ponderado 
mi  tío  mucho,  aunque  no  todo  lo  que  verdade- 
ramente merece:  la  del  reparto  de  la  yerba  del 
Prao-concejo  en  agosto,  que  dura  ocho  días 
seguidos;  la  verdadera  fiesta  del  trabajo. 

Todo  el  pueblo  concurre  á  aquella  vasta  y 
empingorotada  pradera,  vestido  de  gala,  para 
la  designación  de  partidores,  bajo  la  presiden- 
cia del  regidor  competente;  y  es  de  ver  cómo 
aquellos  funcionarios^  después  de  decirles  el 
regidor,  descubriéndose  la  cabeza:  «hablen  los 
partidores,»  cotyixnsL  varita  en  la  mano  y  sin 
saber  una  jota  de  geometría  ni  de  problemas 
de  triangulación,  van  demarcando  con  equidad 
admirable  las  hazas  6  suertes  correspondientes 


PBÑAS  ARRIBA  629 

á  todo  el  vecindario;  cómo  se  sortean  las  hazas 
por  grupos  de  cierto  número  de  vecinos;  cómo 
suben,  antes  dé  amanecer,  los  designados  para 
el  día,  y  siegan  la  yerba  y  la  orean  y  la  bajan 
al  pueblo  en  el  día  mismo,  en  basfMs  (especie 
de  narrias),  conteniéndolas  en  su  descenso  por 
el  declive  rápido  del  monte,  una  pareja  de  bue- 
yes enganchada  detrás  de  cada  basna,  y  cómo 
se  continúa  esta  patriarcal  faena  durante  una 
semana,  sin  una  sola  protesta,  por  no  haber  un 
solo  perjudicado  en  la  repartición,  y  cómo  se 
colman  los  pajares  de  Tablanca  de  aquel  heno 
finísimo,  substancioso  y  fragante,  que  es  una 
verdadera  riqueza  para  el  valle,  cuyos  hermo*- 
sos  ganados  tienen  bien  merecida  fama  de  ser 
los  mejores  de  la  provincia. 

Después  de  esta  bulliciosa  solemnidad,  que 
removió  al  vecindario  entero  y  le  dejó  rendido 
por  la  doble  fatiga  de* los  jolgorios  y  del  traba- 
jo, dispuse  yo  el  casamiento  de  Tona  con  Pito 
Salces.  No  se  podía  ya  con  aquel  bárbaro,  que 
no  cesaba  de  rogarme,  con  la  cabeza  gacha, 
los  ojos  cerrados  y  sobándose  las  manos,  que 
acabara  de  dar  licencia  á  la  mozona  para  «echar 
aqueyu  á  un  lau,  cuanti  más  antes,  i 

En  seguida  abordé  á  Chisco,  le  conté  el  caso 
y  le  dije: 

— Y  tú  ¿te  resuelves  ó  no  te  resuelves  á  lo 
mismo? 


630      OBRAS  DE  D.  JOSÓ  If.  DB  PEREDA 

Á  lo  que  el  mozallón  me  respondió,  primero 
con  una  sonrisilla  algo  truhanesca,  y  despué» 
con  estas  palabras,  dichas  con  el  mayorsosi^o: 

— Pos  me  he  risueltu...  á  que  no. 

— ¿Después  de  pensarlo  bien?... — le  pre- 
gunté. 

— ¡Vaya!  —  me  contestó  echando  un  poco 
atrás  la  cabeza  y  metiendo  las  puntas  de  sus 
manos  en  los  bolsillos  del  pantalón.  Y  luego 
añadió  en  su  estilo  dulce  y  reposado: — Cuando 
juí  piobe,  me  cerraban  las  puertas  los  mesmus 
que  me  las  abren  ahora  en  parracil,  porque  ya 
soy  hombri  de  caudalis;  y  esu  de  que  á  unu  se 
le  estimi  por  lo  que  tien  y  no  por  lo  que  él  valí 
-  de  por  sí  mesmu...  ¡jorria!  á  otru  con  la  tostá, 
que  yo  ya  soy  zorru  vieju;  y  como  mayormen- 
ti  á  mí  no  me  apuran  tampocu  esas  cosas...  con 
tal  de  que  á  usté  no  le  estorbi  yo  en  la  casona 
con  el  mi  trabaju,  pa  largu  tien  sirvienti  pla> 
centeru. 

Congratúleme  de  ello  muchísimo,  por  la 
cuenta  que  me  tenía  conservar  un  criado  de  las 
raras  prendas  de  aquél...  y  precisamente  al 
otro  día  de  este  suceso  fué  cuando  yo  la  hice 
redonda. 

Hallábame  con  Neluco  en  el  gabinete,  cuyas 
obras  principales  estaban  ya  terminadas,  y  nos 
ocupábamos  los  dos  en  desembalar  cosas  de  las 
muchas  que  había  traído  yo  de  Madrid  para 


PBÑAS   ARRIBA  63 1 

decorarle,  mientra$  se  oía  el  machaqueo  y  los 
-  cánticos  á  la  sordina  de  los  obreros  en  las  pie- 
zas inmediatas,  hasta  la  escalera  inclusive, 
cuando  se  me  puso  delante  toda  la  familia  de 
don  Pedro  Nolasco,  que,  con  el  atractivo  de 
las  obras,  subía  con  frecuencia  á  la  casona, 
aunque  no  tanto  como  el  médico  y  el  Cura, 
que  no  faltaban  de  ella  un  solo  día.  Estaba  la 
tarde  calurosa,  y  Lituca  estrenaba  un  vestido 
de  percal  blanco  con  rayas  azules;  con  el  cual, 
unos  zapatines  escotados,  un  capullo  de  rosa 
en  el  pelo  junto  á  la  oreja,  y  una  penquita  de 
brezo  ñorido  en  la  boca,  resultaba  verdadera- 
mente hechicera.  Encima  de  las  cajas  á  medio 
abrir;  sobre  la  meseta  de  máxmol  de  la  chime- 
nea, construida  frente  á  la  puerta;  en  el  zócalo 
de  la  artística  embocadura  con  que  se  había 
sustituido  el  tabique  divisorio  de  la  alcoba,  y 
arrimadas  á  los  ángulos  de  la  habitación,  había 
piezas  desarrolladas  de  rico  papel  imitando  ta- 
picería, y  relucían  adornos  de  metal  y  baque- 
tones dorados...  ¡María  Santísima,  las  excla- 
maciones que  hizo  Mari-Pepa  al  verlo,  pensan- 
do que  aquello  valía  una  riqueza,  sin  contar  lo 
mucho  que  le  gustaba  1 

— ¡Ay,  mi  señor  don  Marcelo,  qué  á  oscuras 
ha  vivido  una  en  estos  andurriales,  sin  saber 
pizca  de  las  pompas  con  que  se  regalan  en  el 
mundo  las  gentes  poderosas!  |Mire  que  tienen 


632      OBRAS  DB  D.  JOSÓ  U.  DE  PBRSDA 

demontres  estas  hermosuras  tan  relumbrantes 
<iue  nunca  se  soñaron  aquil...  ¿Qué  te  paez, 
hija  mía?  Padre,  ¿qué  le  paez?  ¡Mire  que  cam- 
pa de  veras! ,,.  ¡Vaya,  vaya!  Y  ello,  ¿pá  qué  es, 
don  Marcelo?  ¿Onde  se  ponen  esas  cosas  tan 
majas?  Á  ver,  á  ver  si  nos  entera,  que  es  bueno 
saber  de  todo. 

Sonreía  Lituca  sin  decir  una  palabra;  mirá- 
balo en  silencio  y  pasmadote  su  abuelo;  reíase 
de  todas  veras  Neluco,  y  yo,  haciéndome  suma 
gracia  aquellas  espontaneidades  de  Mari- Pepa, 
satisfacía  muy  gustoso  sus  deseos  explicándola 
el  destino  de  cada  cosa  y  el  de  otras  muchas 
que  no  estaban  á  la  vista,  poniendo  especial 
empeño  en  describir  el  gabinete,  para  que  lo 
entendiera  bien  Lituca,  tal  y  como  había  de  ser 
después  de  concluido.  Y  ya,  puesto  á  describir, 
tras  esta  descripción  hice  la  de  todas  las  piezas 
reformadas,  para  que  se  tuviera  una  idea  de  la 
entonación  general  de  la  casa,  mejora  sencilla 
y  no  costosa,  con  relación  á  mi  modo  de  ver  y 
de  vivir  hasta  allí,  pero  motivo  de  asombro  y 
de  estupefacción  para  Mari-Pepa,  que  acabó 
por  decirme  encarándose  conmigo: 

— Pues  no  seré  yo,  señor  don  Marcelo,  quien 
tache  á  los  pudientes  porque  gasten  su  dinero 
en  buscarse  el  regalo  de  la  vida  sin  olvidarse  al 
mismo  tiempo  de  los  pobres,  como  lo  hace  us- 
té; pero  tampoco  de  las  que  se  traguen  latostá 


PBÑAS  ARRIBA  633 

sin  conocerla  por  el  gusto...  iVaya,  vaya!... 
Aquí  hay  más  mira  de  lo  que  paez  al  primer 
golpe...  porque  todos  estos  perendengues  y 
Otros  tales,  antójanseme  demasiado  para  un 
hombre  solo...  Y  quiera  Dios  que  yo  acierte  y 
que  para  bien  sea  y  cuanto  antes,  señor  don 
Marcelo...  Pues  también  le  digo  que  por  alto 
que  ella  levante  el  copete,  bien  la  ha  de  caber 
aquí...  Vaya,  vaya,  que  una  reina  puede  vivir 
en  tal  palacio...  Jesús,  Señor!...  Conque  mejor 
hoy  que  mañana,  don  Marcelo,  que  así  como 
así,  no  está  sobrante  de  gentonas  de  viso  este 
pobre  lugarón...  ¡Pero  qué  tochadonas  me  atre- 
vo á  decirle  á  usté,  Virgen  la  mi  Madre!...  ¿No 
verdá,  don  Marcelo,  que  sabrá  perdónamelas? 
La  inesperada  ocurrencia  de  aquella  mujer, 
delante  de  Lituca  en  quien  tenía  yo  puestos  los 
ojos  y  el  pensamiento  sin  cesar,  me  desconcertó 
en  tales  términos,  que  no  supe  responderla  más 
que  con  una  risotada  maquinal;  y  me  hizo  tan 
extraña  impresión  en  los  profundos  del  alma, 
que  tomé  la  coincidencia  como  la  voz  de  mi 
destino  que  me  decía  «ahora  ó  nunca.»  Obce* 
cado  en  la  idea  y  sintiéndola  crecer  y  avasa- 
llarme por  momentos  al  ver  lo  que  vi  de  pronto 
en  la  actitud  violenta  y  en  la  cara  indefinible 
de  Lituca,  me  aproximé  al  médico  lo  más  di- 
simuladamente que  pude,  y  le  pedí  que,  por 
onndad  de  Dios,  me  sacara  de  allí  á  don  Pedro 


634     OBRAS  DB  D.  JOS¿  M.  Dfi  PEREDA 

Nolasco  y  á  su  hija,  mientras  decía  yo  dos  pa- 
labras á  la  nieta.  Acerquéme  á  ésta  en  seguida 
con  la  disculpa  de  enseñarla  no  sé  qué  chuche- 
rías que  asomaban  entre  los  papeles  colorados 
de  una  caja  á  medio  abrir;  llevóse  Neluco  á  los 
demás  hacia  el  crucero,  y  la  dije  en  cuanto  nos 
vimos  solos: 

— Su  madre  de  usted  está  en  lo  cierto,  por 
lo  que  toca  al  destino  de  estas  obras:  no  se  ha- 
cen para  mí  solo;  pero  se  equivoca  en  lo  prin- 
cipal: en  lo  que  presume  de  la  reina  con  quien 
deseo  compartir  este  humilde  alcázar  de  mi  se- 
ñorío. No  la  pregunto  á  usted  si  desea  cono- 
cerla, porque,  aunque  no  lo  desee,  es  de  gran 
necesidad  para  mí  que  la  conozca,  y  va  usted 
á  conocerla  ahora  mismo...  Pues  sírvale  de  go- 
bierno que  esa  mujer  á  quien  yo  deseo  hacer 
reina  de  este  humilde  palacio,  y  principalmen- 
te de  su  dueño,  es  usted,  Lita,  Dígame  si  no  le 
agrada  el  trono  con  que  la  brindo,  para  pegarle 
fuego  en  s^uida. 

Se  quedó,  la  pobre,  pálida  y  temblando,  co- 
mo si  oscilara  sobre  ella  la  mole  del  peñón  de 
Bejos,  y  me  vi  y  me  deseé  para  arrancarla  una 
respuesta  tan  terminante  como  yo  la  quería. 
Metido  en  este  empeño,  estuve  pegajosón  y  ba- 
boso como  un  doncel  primerizo...  ¡qué  demo- 
nio 1  como  estarán  hasta  los  tenorios  más  lagar- 
tos cuando  va  la  cosa  de  veras  y  se  pone  en  la 


PBÑAS   ARRIBA  635 

jugada  tanta  cantidad  de  sí  propio  como  de  lo 
mío  ponía  yo  en  aquélla.  Al  fin,  sacándolo  á 
pulso  y  gozándome  en  la  turbación  que  impe- 
día á  la  infeliz  ser  más  explícita  conmigo,  supe 
todo  lo  que  necesitaba  saber,  y  otro  poco  que 
se  me  otorgó  en  premio  del  trabajo  que  me  cos- 
tó adquirirlo.  Tenía  mucho  miedo,  la  inocen- 
te, de  algo  que  venía  notando  en  mí  desde  cierto 
día;  miedo  que  no  se  atrevía  á  confesar  ni  aun 
á  su  propia  conciencia;  porque  ¿qué  sabía  ella 
de  lo  cierto  y  de  lo  incierto,  de  lo  bueno  y  de 
lo  malo  en  esas  cosas?  Ahora  se  lo  ponía  yo  en 
claro,  de  pronto,  «sin  más  ni  más;t  ¡yo!  un 
hombre  tan  sabedor  del  mundo  y  del  trato  de 
las  gentes  educadas,  rico  y  en  la  mejor  edad 
de  la  vida  para  escoger  entre  lo  bueno  de  lo 
mucho  que  habría  conocido  en  otra  parte,  por- 
que todo,  por  grande  que  fuera,  me  lo  merecía; 
|á  ella!  una  pobre  é  ignorante  aideanuca,  del 
rincón  más  obscuro  y  apartado  de  la  tierra.  Y 
por  esta  conciencia  que  tenía  de  lo  ruin  y  mi- 
serable de  sí  propia,  ¿cómo  no  dudar  de  lo  que 
veía  y  tocaba?  Y  si  creía  en  ello,  ¡cómo  no  es- 
pantarse con  la  seguridad  de  que  no  me  sal- 
drían todas  las  cuentas  que  me  había  echado 
al  proponerla  lo  que  la  proponía,  ni  qué  pena, 
mañana,  más  terrible  para  ella  que  la  de  no 
verse  capaz  de  hacer  dichoso  á  un  hombre  que 
tan  alta  y  regalada  la  había  puesto? 


636   OBRAS  DE  D.  JOS¿  M.  DE  PEREDA 

{Qué  remonísima  estaba  cuando  me  decía  es- 
tas cosas  con  alterada  voz  y  palabra  torpe,  des- 
pojando de  sus  farolillos  encarnados  con  una 
mano»  y  no  muy  ñrme,  la  penquita  de  brezo 
que  sostenía  con  la  otra,  los  ojos  humedecidos 
y  cobardes,  sonrosadas  las  mejillas  y  un  poco 
agitado  el  seno!  Ella  así  y  yo  animándola  con 
la  mirada  enternecida  y  la  frase  dulzona,  repre- 
sentábamos la  escena  sempiternamente  cursi  á 
los  ojos  de  un  espectador  desapasionado  y  frío; 
pero  yo,  que  había  sido  de  éstos  hasta  enton- 
ces, la  encontraba  hasta  sublime,  y  me  produ- 
cía sentimientos  é  impresiones  que  jamás  había 
notado  en  los  profundos  de  mi  corazón. 

Acabó  la  escena,  como  tantas  otras  del  tea* 
tro  en  que  se  fingen  estos  pasajes  de  la  vida 
humana,  oyéndose  pasos  afuera,  y  saliendo  nos- 
otros, gesticulando  y  diciendo  sandeces  cpara 
disimular,!  al  encuentro  de  los  que  llegaban. 

Y  puestas  aquí  las  cosas  ya,  ¿qué  hacer? 
Pues  lo  que  hice  al  día  siguiente:  bajar  al  pueblo 
para  pedir  solemnemente  la  mano  de  Lituca  á 
su  abuelo  y  á  su  madre,  después  de  haber  dado 
por  la  noche  cuenta  de  mi  resolución  al  Cura 
don  Sabas  y  al  médico,  que  me  la  pusieron  en 
las  nubes,  particularmente  el  primer  o,  que  hasta 
lloró  de  entusiasmado,  y,  por  su  gusto,  hubiera 
mandado  repicar  las  campanas  en  celebración 
del  acontecimiento,  que  tenía  por  providencial 


PEÑAS  ARRIBA  637 

para  la  casona,  para  mí,  para  Lituca  y  para  el 
valle  entero  y  verdadero. 

Bajaba,  pues,  hacia  el  pueblo  aquella  inolvi- 
dable mañana  de  un  día  de  los  últimos  de  agos- 
to, recapitulando  lo  más  substancial  y  práctico 
de  lo  muchísimo  que  había  cavilado  por  la  no- 
che; contemplaba  por  última  vez,  con  los  ojos 
de  la  imaginación,  el  panorama  de  mi  pasada 
vida  y  mi  probable  paradero  con  los  rumbos 
adoptados  en  ella;  examinaba  después  el  cuadro 
de  sucesos  é  impresiones  que  me  había  traído 
últimamente  á  aquéllas  tan  peregrinas  andan- 
zas; empeñábame  de  nuevo  en  distinguir  lo 
principal  de  lo  accesorio,  las  causas  de  los  efec- 
tos, en  el  complejo  montón  de  ideas  é  impre- 
siones que  me  llenaba  la  cabeza  y  el  corazón; 
sentíame  unas  veces  enardecido  y  valeroso,  y 
otras  un  poquito  menos,  pero  nunca  arrepenti- 
do ni  desalentado.  •• 

— ...  Y  por  último — llegué  á  decirme,— si  las 
teorías  de  ese  mediquillo  están  bien  fundadas; 
si  la  reconstitución  del  cuerpo  degenerado  y 
podrido  ha  de  venir  por  la  sangre  pura  de  las 
extremidades,  alguien  ha  de  empezar  esa  obra 
eminentemente  humanitaria  y  patriótica.  ¿Y  por 
qué  no  he  de  ser  yo?...  Adelante,  pues,  con  la 
dinastía  de  los  Ruiz  de  Bejos;  y  á  fin  de  que  en 
mí  no  se  acabe,  demos  cuanto  antes  una  reina 
indígena  á  los  tablanqueses,  y  bendiga  Dios  el 


638   OBRAS  DB  D.  JOSÉ  M.  DE  PBRBDA 

intento  para  que  le  quepa  á  éste  mi  rejuveneci- 
do hogar  la  gloria  de  haber  puesto  la  primera 
piedra  en  ese  monumento  de  regeneración  en 
que  cree  y  confiesa,  con  el  entusiasmo  de  un 
apóstol,  Neluco  Calis...  Y  aunque  andando  los 
días  resulte  todo  esto  música  celestial,  ¿á  qué 
más  puedo  aspirar  yo,  mundano  insípido  y 
desencantado,  que  á  vivir  al  calor  de  este  fuego 
divino  que  centellea  en  mi  corazón  y  en  mi  ce- 
rebro, y  me  ha  transformado,  de  cortesano 
muelle,  insensible  y  descuidado,  en  hombre  ac- 
tivo, diligente  y  útil?...  Y  para  unos  amores 
así,  con  una  compañera  como  la  que  ha  hecho 
tan  estupendo  milagro,  ¿qué  mejor  nido  que 
este  vallecito  abrigado  y  recóndito  en  que  tan 
cercanos  se  ven,  se  sienten  y  se  admiran  los 
prodigios  de  la  Naturaleza,  y  la  inmensidad,  la 
omnipotencia  y  la  misericordia  de  su  Creador? 


XXXIV 


AN  pasado  algunos,  bastantes  años, 
desde  que  ocurrieron  estos  sucesos 
hasta  la  fecha  en  que  los  conmemoro 
en  los  apuntes  que  preceden,  con  el 
único  fin  de  distraer  la  nostalgia  de  aquel  ben- 
dito rincón  de  la  tierra,  del  que  me  apartan» 
por  muy  contados  meses,  urgencias  que  me  im- 
ponen este  costoso  sacrificio.  Porque  tan  cabal, 
tan  intensa,  tan  continua  ha  sido  mi  felicidad 
en  ese  tiempo,  que  á  veces  me  espantan  los  te- 
mores de  que  no  haya  sido  mi  gratitud  tan 
grande  como  el  beneficio  recibido,  y  un  día  me 
hiera  la  justicia  de  Dios  en  lo  que  más  amo, 
para  recordarme  lo  que  le  debo. 


Santander,  diciembre  de  1894. 


De  estas  Obras  completas  de  D.  José  M. 
de  Pereda^  que  se  venden  á  4  pesetas  cada 
tomo  en  Madrid  y  en  Santander,  y  á  4^50  en  el 
resto  de  España,  van  publicados  los  siguientes: 

1. ... — Los  Hombres  de  pro  (tercera  (O  edición), 

con  el  retrato  del  autor. 
II. .  .—El  Buey  suelto (tercera  edición). 

III,  .  —  Don  Gonzalo  González  déla  Gonzalera 

(tercera  edición). 

IV.  . — De  tal  palo,  tal  astilla  (tercera  edi- 

ción). 

V. . , — Escenas  montañesas  (tercera  edición). 

VI..— Tipos  y  paisajes  (segunda  edición). 

VII..— Esbozos  y  rasguños  (segunda  edición). 

VIH. — Bocetos  al  temple. — Tipos  trashumantes 
(segunda  edición). 

IX.  .— SoTiLEZA  (tercera  edición). 

X...— El  Sabor  de  la  tierruca  (segunda  edi- 
ción). 

XI.. — La  Puchera  (segunda  edición). 

XII..— La  Montálvez  (segunda  edición). 

XIII. — Pedro  Sánchez. 

XIV. — Nubes  de  estío. 

XV..— Peñas  arriba  (tercera  edición). 

XVI.— Al  primer  vuelo. 

Para  los  pedidos,  dirigirse,  en  Madrid,  á  D.  Vic- 
toriano Suárez,  Preciados,  48,  librería. 


( I )     El  número  de  estas  ediciones  se  refiere  solamente  i  las 
hechas  de  la  obra  dentro  de  la  colección. 


t^  II 


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